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SAN BERNARDO

FORJADORES DE HISTORIA
Colección dirigida por PABLO LIJAN

1. CRISTOBAL PLANTINO, editor del Humanismo, por Colín


Clair.

2. SIR TOMAS MORO, Lord Canciller de Inglaterra, por Andrés


Vázquez de Prada.

3. TOULOUSE-LAUTREC, pintor del “fin du siécle”, por Gottahrd


Jedlicka.

4. AMUNDSEN, el último vikingo, por Edouard Calic.

5. SAN BERNARDO, el siglo xn de la Europa cristiana, por Ailbe


J. Luddy, O. Cist.
AILBE J. LUDDY

SAN BERNARDO
El siglo XII de la Europa cristiana

EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID, 1963
Título original
Lije and teaching of St. Bernard
(M. H, Gilí & Son, Ltd., Dublín)

Traducción de
Luis Echevarría

Todos los derechos reservados para todos los países de habla castellana
por EDICIONES RIALP, S. A. — Preciados, 44 — MADRID

Depósito legal: M. 3196.—1963 Número de registro: 1.440-63


«Selecciones Gráficas» — Avda del Dr. Federico Rubio y Galí, 184 — Madrid
Reverendísimo Domino
JOANNI BAPTISTAE OLLITRAULT DE KERYVALLAN
Praesuli Generali Cisterciensium
Strictioris Observantiae
Necnon Abbati Cistercii Domos Noviciatus
Sancti Patris Nostri Bernardi
Haec Vita Melliflui Doctoris
In Lingua Anglicana Exarata
Humiliter et Filiali Reverentia
Dedicatur
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICION INGLESA

La década que ha transcurrido desde la primera aparición de


esta obra nos ha suministrado pruebas suficientes para demostrar
sin lugar a duda que, lejos de declinar, la gloria e influencia de San
Bernardo están todavía aumentando. Los lectores acaso recuerden
las Conferencias Bernardinas celebradas en la Universidad de Dijon
en junio de 1927, a la que acudieron eruditos de todas las partes
de la cristiandad: las comunicaciones leídas durante aquella semana
memorable se han publicado en un suntuoso volumen titulado San
Bernardo y su tiempo. En 1930, por deseo de Su Santidad Pío XI,
todo el mundo católico celebró el centenario de la elevación de nues­
tro santo a la dignidad de doctor de la Iglesia. El mismo augusto
Pontífice, en una de sus magníficas encíclicas, recomendó los escri­
tos del santo abad considerándolos especialmente adecuados para su
uso en los noviciados de las órdenes religiosas. Y con motivo de la
institución de la fiesta de la Mediación Universal de Nuestra Se­
ñora, la Iglesia, buscando la expresión más exacta y bella de su
doctrina, tuvo presente una vez más las melifluas obras de “Ber­
nardo, el fiel siervo de María”.
En cuanto a los libros que tienden a la glorificación de nuestro
santo, el número de los publicados en los últimos diez años es tan
grande que sólo podemos referimos a unos pocos. Han aparecido

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AILBE J. LUDDY

dos nuevas traducciones de sus obras completas, una en alemán, por


la doctora Agnes Wolters, monja cisterciense; la otra en español, por
el padre J. Pons, S. J. Además de cierto número de vidas más cor­
tas—las más importantes son El gran San Bernardo, escrita por un
religioso del monte San José, Roscrea, y Bernardo de Clairvaux, del
doctor Hans Hummeler—, dos extensas biografías han sido publica­
das, una de un sacerdote cisterciense, el doctor Piszter, escrita en hún­
garo, y la otra cuyo autor es un distinguido clérigo anglicano, el re­
verendo Mr. Watkin Williams. Entre los valiosos estudios del santo
doctor merecen especial atención los siguientes: La Théologie Mys-
tique de San Bernard, por Etienne Gilson; S. Bernard, homme
d'action, por R. Dumesnil; Mariologie de Saint Bernard, por dom
Dominique Nogues, O. Cist.; La Doctrine Mariale de S. Bernard,
por el doctor Rangel; Das Tugendsystem des heiligen Bernhard, por el
doctor Kern. Aparte de algunas correcciones necesarias y la omisión
de algunos grabados, no se ha alterado nada en la presente edición.
Sólo nos queda dar las más sinceras gracias a los críticos por la
generosa acogida dispensada a nuestra biografía, la cual sabemos
muy bien no es digna, ni con mucho, del ilustre santo.

Abadía de Mount Melleray

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PROLOGO

Pocos hombres eminentes han tenido tantos biógrafos como el


ilustre abad de Clairvaux. La larga lista comienza entre sus contem­
poráneos y discípulos, cuatro de los cuales—podemos llamarles los
cuatro evangelistas—se encargaron sucesivamente de registrar en
beneficio de la posteridad los hechos principales de su maravillosa
carrera. Estaban extraordinariamente bien dotados para el trabajo
que habían emprendido, pues todos eran hombres piadosos y pru­
dentes y figuraban entre los primeros eruditos de su época. El primer
escritor fue Guillermo, llamado de San Thierry, de la abadía bene­
dictina de este nombre, situada en las inmediaciones de Reims, y
de la cual había sido abad muchos años. Pero habiendo adoptado
una observancia más austera, era un simple monje del monasterio
cisterciense de Signy cuando, hacia el año 1147, empezó su vida
de San Bernardo a petición de los religiosos de Clairvaux con la
información facilitada por ellos, desde luego, y sin saberlo el santo,
que vivía aún. Este biógrafo, sin embargo, vivió solamente hasta com­
pletar el primer libro de catorce capítulos.
Después de la muerte de Bernardo en 1153, su huérfana comu­
nidad convenció a Ernald, abad de la casa benedictina de Bonneval,
Chartres, para que continuase la vida. Lo mismo que Guillermo,
el abad Ernald era un autor distinguido y había vivido en relación

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AILBE J. LUDDY

muy íntima con el santo, el cual le dirigió desde su lecho de muerte


la última carta que escribió, núm. CCCX en Mabillon. Pero como
Guillermo también, sobrevivió solamente alrededor de un año des­
pués de empezar la obra, lo justo para terminar el segundo libro. Los
otros tres libros fueron escritos por Geofredo de Auxerre, secreta­
rio del santo y frecuente compañero suyo de viaje, el cual, según
parece, revisó también la obra de Guillermo y de Ernald. El es tam­
bién el autor de la obra conocida con el nombre de la Tercera vida,
pero que realmente no es sino una colección de notas sueltas refe­
rentes a acontecimientos de la historia del santo abad antes de pre­
dicar la Segunda Cruzada. Muy probablemente estas notas represen­
tan el material facilitado a Guillermo de San Thierry y al abad
Ernald.
La primera vida, aunque fue compuesta por hombres de reco­
nocida virtud y erudición basándose en una información de primera
mano o garantizada por testigos de indudable veracidad, no pudo ser
publicada hasta que fue revisada y aprobada por un concilio de obis­
pos y abades reunidos en Clairvaux en 1155. Tan grande era la an­
siedad de que el relato de la carrera de San Bernardo no contuviese
más que la pura verdad, sin la menor mezcla de falsedad, bien fuera
en forma de error en los hechos o de “ficción piadosa”. Tampoco ha
sido fácil para autores posteriores adulterar una obra tan ampliamen­
te difundida y tan religiosamente atesorada. Que ha permanecido
realmente libre de corrupción se puede demostrar sin dificultad, pues
hay en las bibliotecas de Europa 28 copias manuscritas que datan
del siglo xn. Por consiguiente, tenemos el derecho indiscutible de
considerar como una historia auténtica a este venerable documento,
cuya autoridad es reconocida por los críticos más exigentes de nues­
tros días. En casi todas las ediciones encontramos añadido un sexto
libro, el célebre Líber Miraculorum, que es una composición en for­
ma de diario que contiene 17 capítulos y concluye con una larga
epístola. Es una narración detallada de los milagros obrados por
San Bernardo mientras predicaba la guerra santa en Alemania, Fran­
cia, Bélgica, Holanda y Suiza. Sus autores fueron un grupo de erudi­
tos en el que figuraban Hermann, obispo de Constanza; los abades
Balduino y Frovinus, el archidiácono Felipe de Lieja, Alejandro de
Colonia y Geofredo de Auxerre, todos los cuales acompañaron al
santo en sus viajes misioneros. Registraron los milagros día por día
tal como se produjeron, estando firmado cada relato con el nombre
del escritor; y ellos nos aseguran que sólo han mencionado aquellos
milagros de los que están completamente ciertos. Esta obra está

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SAN BERNARDO

dedicada al arzobispo Sampson de Reims. Su autenticidad está


fuera de duda, pues existen varios manuscritos del siglo xn. La epís­
tola final se debe a la pluma de Geofredo y está dirigida a un tal
maestro Archenfred.
La segunda vida, compuesta entre 1167 y 1170, es obra de Ala-
nus, un miembro de la familia espiritual del santo, que en 1152 su­
cedió a Hugo de Macón como obispo de Auxerre, pero que regresó
al claustro quince años más tarde. No añade mucha información a la
contenida en la primera vida, de la cual ciertamente es tan sólo un
compendio. Sin embargo, no podríamos pasamos sin ella, pues su
autor es más cuidadoso que los otros biógrafos en poner los acon­
tecimientos por orden cronológico.
Una cuarta vida apareció hacia 1181, escrita por Juan el Er­
mitaño. Este autor, aunque no conoció personalmente al santo abad,
estaba íntimamente asociado con algunos de sus discípulos, de los
cuales, según afirma, oyó muchos hechos omitidos en las vidas an­
teriores. En particular, la narración de la última enfermedad y muer­
te de Aleth, la piadosa madre de Bernardo, fue escrita, según él nos
informa, de un relato hecho por Roberto, primo carnal del santo
y el causante de su primer conflicto con Cluny. La obra, tal como
la tenemos ahora, está incompleta. Escrita por una persona más pia­
dosa que crítica, desmerece mucho debido a la inclusión de materias
de tipo legendario.
La vida poética, compuesta poco después de la muerte del santo
abad por uno que se firma Filoteo, no tiene ningún valor especial
desde el punto de vista histórico. No hay que decir que tanto ésta
como todas las demás biografías mencionadas están escritas en latín.
Estas primeras vidas latinas se han publicado innumerables ve­
ces y traducido a muchos idiomas. Otras vidas también, fundadas
en ellas, han aparecido en gran número. * Una gran proporción de
estas vidas se han publicado en los últimos setenta años, lo cual es una
prueba de que el sublime predicador y autor de maravillas del
siglo xn ofrece tanto interés al mundo moderno como ofreció al
mundo medieval.
Pero su gloria, aunque no ha sido nunca totalmente eclipsada, ha
quedado en cierto modo empañada. Desde principios del siglo xvin,
aproximadamente, hasta mediados del xix vemos que su nombre
brilla todavía, pero con menos esplendor. Las razones para esto
son muchas. Entre otras se pueden mencionar la decadencia de la

* La biblioteca nacional de París posee más de 60 biografías de San Ber­


nardo escritas por diferentes autores.

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AILBE J. LUDDY

Orden cisterciense; la división de la cristiandad por la gran apos-


tasía, mal llamada Reforma; el nacimiento de una nueva escuela de
profesores espirituales; la preocupación de las mentes de los hombres
con las controversias referentes al jansenismo y galicanismo, el uso,
o más bien el abuso, de la autoridad del santo por los enemigos de
la Santa Sede y el injusto intento por parte de ciertos escritores influ­
yentes de presentarle como el implacable perseguidor de Abelardo
y el principal enemigo de la doctrina de la Inmaculada Concepción
de María.
Pero alrededor de la mitad del siglo pasado los escritores
eruditos católicos tales como Darrás y Montalembert en Francia,
Perrone y Passaglia en Italia, Balmes en España, y otros varios
autores, en su mayor parte protestantes, de Alemania e Inglaterra,
abrieron una nueva era para el Doctor Melifluo. Una publicación
merece mención especial. Todo lo que despierte interés por el mo-
nasticismo tiene que despertarlo también necesariamente por el hom­
bre que incorporó en su persona todo lo que hay de mejor y más
alto en esa institución divina. De aquí la aparición en 1860 de la
obra, que hizo época, de Montalembert, Les Moines d’Occident, con­
tribuyó mucho para restaurar a Bernardo en un lugar preeminente del
firmamento de la Iglesia. El docto historiador no vivió lo suficiente
para terminar la vida del Santo a cuya preparación había consa­
grado tanto tiempo y trabajo. Pero el interés por el gran abad de
Clairvaux que él había ayudado a impulsar no murió con él. Ya
había aparecido la bella Historia de San Bernardo y su siglo, de
Ratisbonne. Esta obra fue seguida por una serie de obras importantes
sobre el santo debidas a la pluma de otros eruditos franceses: De
Rochely: St. Bernard et le Rationalisme Moderne; Les Gloires de
Saint Bernard, por un religioso de Lerins; la Histoire de Saint Ber­
nard, de Chevallier; St. Bernard et sa Famille, de Jobin; Vie de Saint
Bernard, de Vacandard; Saint Bernard, de Chompton; Saint Bernard,
de Sanvert; las doctas monografías de Lalore y los luminosos estudios
de Pourrat. La erudición alemana ha sido igualmente activa, dando al
mundo obras tales como Der Heilige Bernhard, de Neander; Bernhard
von Clairvaux, de Neumann; Des heilige Bernard und die Hierarchie
seiner Zeit, de Ellendorf, y, sobre todo, la obra monumental de
Hüffer, Der Heilige Bernard von Clairvaux. En los países de lengua
inglesa ha habido también una gran producción de literatura ber­
nardina durante lo que pudiéramos llamar período de renacimiento.
Hubo una vida de San Bernardo publicada en Dublín en 1854 y otra
en Derby en 1858. Luego vinieron, por no mencionar la traducción

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SAN BERNARDO

de Wrench de la gran obra de Neander, las vidas escritas por Gur-


ney, Lindsay, Morison y Eales, la obra de Storr Bernard de Clairvaux,
y la última de todas, St. Bernard, His Predecessors and Successors,
de Coulton, que constituye el primer volumen de sus Five Centuries
of Religión, cuyos autores no son católicos. Las únicas vidas cató­
licas en inglés (además de la presente) están en una traducción abre­
viada de la Historia de Ratisbonne y en un pequeño volumen en la
colección Notre Dame.
Más de un hombre que pareció grande en la historia ha quedado
relativamente empequeñecido al ser estudiado bajo la luz de la in­
vestigación moderna. Con San Bernardo ha ocurrido lo contrario.
En ninguna parte aparece tan ventajosamente, tan fuerte, tan sublime,
tan dulce y atrayente como en las páginas del abate Vacandard,
el más científico de sus biógrafos. Su figura parece crecer en gran­
deza y belleza a medida que se le quita la corteza legendaria con
que le cubrieron sus admiradores medievales, pues de él también
se puede decir lo que él escribe de la Santísima Virgen: posee tanta
grandeza real que no necesita ficticios adornos, los cuales, por con­
siguiente, como son superfinos, más bien le perjudican.
El biógrafo de San Bernardo no puede quejarse de falta de ma­
terial: se amontona ante él en una abundancia casi asombrosa. In­
dependientemente de los voluminosos escritos del santo abad—in­
cluyendo sus cartas, sermones y tratados—y las primeras vidas la­
tinas, encontrará valiosa información, más o menos, en casi todos
los autores del siglo xn cuyas obras han llegado hasta nosotros: Otto
of Freising, Peter the Venerable, Peter Abelard, Odo de Diogilo, Be-
rengarius, Herbert of Clairvaux, John of Salisbury, William of Tyre,
William of Newburgh, Peter Cellensis, Gervase of Canterbury, Roger
of Hoveden, John of Hexham y el claramente hostil Walter Map. De
las últimas composiciones tendrá que consultar el biógrafo The Exor-
dium Cisterciense, escrito por Conrad of Eberbach entre 1206 y 1221
—la obra denominada Exordium Parvum está escrita por San Este­
ban Harding—; el Menologium, el Fasciculus y otros escritos de Hen-
ríquez; los Annales Ecclesiastici, de Baronius; los Amales Cistercien-
ses, de Manríquez, y los prefacios y notas de Horst y Mabillon, ade­
más de las producciones críticas de otros eruditos más modernos. So­
bre el tema de las fundaciones cistercienses, la obra más digna de
confianza es indudablemente la del doctor Janauschek titulada Orígenes
cistercienses.
Se verá que la presente vida de San Bernardo difiere de todas
las demás en dos aspectos importantes: en que concede mayor impor­

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AILBE J. LUDDY

tancia a sus enseñanzas y hace más uso de sus escritos, especialmente


de sus cartas. “La idea que tengo sobre la redacción de una vida
—dice el cardenal Newman—es que se debe hacer por medio de
las cartas e incluir lo menos posible de la cosecha del autor. Este
método es mucho más real y, por consiguiente, mucho más intere­
sante que ningún otro.” (Vida de Ward, vol. II, 314.) Y el editor de
la correspondencia de San Agustín escribe: “Las cartas de los hom­
bres ilustres son desde muchos puntos de vista más maravillosas que
todas sus demás obras. En ellas, como en el espejo de los ojos hu­
manos, aparecen las cualidades, pasiones, virtudes y vicios personales
del individuo. De la misma manera que nadie puede mostrarse mejor
en su vida real que por medio de sus cartas, así también nadie puede
ser mejor conocido que por medio de ellas” (apud Gasquet). Una
biografía hecha principalmente con la correspondencia del biogra­
fiado, en la cual se le permite hasta donde sea posible hablar por
sí mismo, tendrá la frescura y el carácter íntimo de una autobiogra­
fía, no malograda por esa afectación inevitable en las composiciones
del último tipo. El biógrafo de San Bernardo, así nos ha parecido,
debería aspirar a este ideal, pues indudablemente tiene para ello fa­
cilidades especiales. Afortunadamente, las cartas del santo son muy
numerosas y de las más íntimas que jamás se publicaron; tratan de
casi todos los acontecimientos importantes de su agitada carrera,
desde el comienzo de Clairvaux hasta su agonía, y hacen destacar
con nítido relieve todos los diversos aspectos de su multifacético
carácter. Incluso con una moderada habilidad en el uso de este ma­
terial sería posible recrearlo, por así decirlo, y presentarlo al lector
tal como él aparecía ante los hombres de su propia generación, “lleno
de gracia y verdad”. Este ha sido nuestro esfuerzo. A otros corres­
ponde decidir hasta qué punto lo hemos logrado.
Respecto a las numerosas citas de los escritos del santo, hemos
usado exclusivamente las traducciones de Mount Melleray.
Para terminar, deseamos expresar nuestro agradecimiento a todos
los que nos han ayudado de algún modo, especialmente al eminente
teólogo Rev. Prof. John Kelleher, S. T. L„ del Colegio de San Juan,
Waterford, a quien debemos algunas valiosísimas sugerencias y a los
impresores, que se han esforzado, con éxito, según creemos, en honrar
con esta obra a la artesanía irlandesa.

Abadía de Mount Melleray

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CAPITULO I

LOS PRIMEROS AÑOS

Linaje del santo : su nacimiento y niñez

A poco más de una milla al noroeste de Dijon, antigua capital


de Borgoña, se halla el pequeño pueblo de Fontaines, un bonito lugar
con una población de unos 500 habitantes. Las casas, medio escon­
didas entre los árboles, están construidas a lo largo de la falda de
una agradable colina en cuya cima se alza una iglesia. Este edificio
es muy moderno. Ocupa parte del emplazamiento de un gran castillo
feudal que antiguamente, con sus torres y murallas almenadas, sus
salones de fiesta y sus ruidosos patios, coronaba la colina y domi­
naba la llanura. La mano destructora del tiempo ha estado muy
atareada en este lugar. La cima no conserva nada de su viejo aspecto
guerrero. El poderoso castillo con todas sus dependencias ha des­
aparecido por completo de la vista. E indudablemente habría des­
aparecido también de la memoria de no haber sido el lugar de naci­
miento de un santo extraordinario y de un extraordinario genio, de
un hombre que ha sido llamado y que es en verdad la gloria más
grande de Francia y una de las más brillantes luminarias del firma­
mento de la Iglesia pues fue aquí donde San Bernardo vio la luz
por vez primera. Reina alguna incertidumbre respecto del año de
su nacimiento. La mayoría de los escritores señala el año 1091, pero

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S. BERNARDO.—2
AILBE J. LUDDY

el docto abate Vacandard, después de un cuidadoso estudio de la


cuestión, se ha pronunciado en favor del año 1090.
En las venas de Bernardo se unía la sangre de dos de las mejores
familias borgoñonas. Su padre, Tescelín, apodado Alazán (Sorus) por
el color de su cabello, estaba vinculado, según se dice, con la casa
real de Francia. En todo caso ostentaba un rango distinguido entre
los nobles de Borgoña. El duque, virtual soberano de la provincia,
le honraba con su amistad íntima, y con frecuencia buscaba su con­
sejo. Este consejo le era dado valerosamente, pues Tescelín no era un
adulador de los grandes. Una anécdota que ha llegado hasta nosotros
no deja duda alguna acerca de este punto.
En el año 1113, habiendo sido nombrado juez en un pleito impor­
tante entre el duque y el obispo de Autun, decidió, sin miedo, en favor
del último. La justicia imparcial fue en verdad una característica reco­
nocida de este caballero modelo. Se dice que era un misterio para
él cómo podía alguien considerar la virtud una carga, o sentirse ten­
tado a violar sus preceptos por avaricia o temor. De su piedad cris­
tiana práctica tenemos prueba en otra preciosa anécdota. Una vez,
en el acaloramiento de la ira, retó a duelo a un vecino como medio
de decidir la propiedad de algunos bienes; pero al llegar al lugar
señalado para el combate se le ocurrió pensar que su conducta era
altamente desagradable a Dios, y su conciencia no le dejó en paz hasta
que se hubo reconciliado con su adversario (respecto del cual era su­
perior tanto en rango como en el arte de la esgrima, en fortaleza
y en actividad) y renunció a su reclamación a los bienes discutidos.
Difícilmente podemos darnos cuenta del valor moral que necesitaba
un caballero para realizar un acto como éste en aquellos lejanos días
de la caballería. Sin embargo, la fama que por su valor tenía Tescelín
estaba demasiado bien cimentada para permitir duda alguna en cuanto
a sus motivos.
El noble Tescelín encontró en la noble dama Aleth 1 una com­
pañera digna en todo de él. Su padre, Bernard de Montbard, estaba
emparentado con los duques de Borgoña y, a través de ellos, con
varios soberanos europeos. Ella era una dama de raras dotes y extra­
ordinaria virtud. En la primera adolescencia había adoptado la reso­
lución de consagrar su virginidad a Dios en la santa religión; pero
cuando a los quince años fue pedida en matrimonio por el señor de
Fontaines y requerida por su padre a dar el consentimiento, hizo un
generoso sacrificio de su acariciado propósito, por considerar que ésta

1 El nombre aparece en las viejas biografías bajo las formas diversas de


Aleth, Alith, Aalys, Alaysa, Alsya, Aleydis Elizabeth y Alice.

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SAN BERNARDO

era la voluntad de Dios. Su vocación era permanecer en el mundo y


santificarse en el sagrado vínculo matrimonial; dentro del orden de la
Divina Providencia esto era necesario para la salvación y santificación
de innumerable almas, incluso para la reforma y propagación de
muchos institutos religiosos.
Siete hijos bendijeron esta feliz unión: Guido, Gerardo, Bernardo,
Humbelina, Andrés, Bartolomé y Nivardo. Antes del nacimiento de
Bernardo su piadosa madre tuvo un sueño que la turbó y preocupó
mucho. Le pareció que llevaba en su vientre un perro blanco y rojizo
que ladraba sin cesar 2. Alarmada, buscó el consejo de un santo varón,
quien calmó sus temores con estas palabras: “Tranquilízate, todo
está bien. El perro de tu visión guardará la casa de Dios y ladrará
vigorosamente en su defensa y contra los enemigos de la fe. Es decir,
el niño que vas a traer al mundo llegará a ser un predicador ilustre,
el cual, con la virtud de una lengua curativa, como la de un buen
perro, curará las heridas del pecado en las almas de muchos.” Esta
interpretación la recibió Aleth como inspirada por el Espíritu de Dios
y no la olvidó jamás. De aquí que después de haber dado a luz al
hijo del destino, ella lo apretase contra su pecho maternal con una
mezcla de amor y temor. Ella ya había consagrado a Dios a sus hijos
Guido y Gerardo, pero a él lo tenía que consagrar de una manera
especial; y para mostrar que era su hijo predilecto, insistió en que
se le pusiera el nombre de Bernardo, el nombre de su amado padre.
Al parecer Tescelín estaba tan ocupado con sus deberes militares
y demás deberes públicos—ostentaba un alto rango en el ejército ducal
y era además consejero de Estado—, que dejó la educación de sus
hijos y el gobierno de la casa enteramente en las manos de Aleth. Podía
hacerlo con toda tranquilidad, pues conocía la valía de su mujer, y
su confianza estaba plenamente justificada. Jamás la casa de un noble
fue más sabiamente gobernada que la de Fontaines. Era una cos­
tumbre general entre las grandes damas de aquella época y de aquel
país entregar sus hijos a amas para que los criaran. Aleth se negó
a seguir este ejemplo. El derecho y el deber de criar al niño pertene­

2 Esta famosa visión es conmemorada en el himno de las vísperas y en


el de maitines en la fiesta del santo:
Rufum dorso per catulum
Praefigurasti puerum
Pore doctorem sedulum
Conditor alme siderum.
Latrator strenuus, santus ex útero,
Doctor praecipuus nectare supero:
Vigil assiduus, sub salutífero
Monstratur matri catulo.

19
AILBE J. LUDDY

cían, según ella, a la madre de una manera inalienable. Por consi­


guiente, no confiaría a una asalariada las funciones maternales que
ella, con todo amor, quería realizar.
Y aunque sentía el más tierno afecto por sus pequeños, no per­
mitió que su amor los echara a perder con una estúpida indulgencia.
Desde los primeros años procuró inspirar en ellos un profundo amor
a Dios y a todo lo que se relaciona con Él, y sentimientos de caridad
y mutua estimación. Tuvo especial cuidado en inculcar en sus jóvenes
mentes hábitos de moderación. Esa vanidad que se exterioriza en
forma de dilapidación y de amor por la ostentación, que entonces
como ahora era una debilidad de los ricos, constituía una abominación
para la señora de Fontaines. Enseñó a sus hijos, más con el ejemplo
que con palabras, a contentarse con alimentos y vestidos sencillos,
estando desterrado de su casa de un modo inexorable el lujo bajo
todas sus formas. Tampoco se olvidó de instruirles en los deberes
hacia los pobres y enfermos. Su caridad en este aspecto fue digna
de la madre de San Bernardo. Uno de los primeros biógrafos del
santo cuenta cómo solía ella visitar los hogares de los necesitados y
de los postrados en cama, llevándoles los alimentos y medicinas que
necesitaban; les barría la casa, les preparaba y servía la comida, fre­
gaba los vasos y los platos, en una palabra, realizaba aquellos traba­
jos serviles que generalmente se dejaban a los criados más humildes.
Sin embargo, la mayor parte de sus limosnas las entregaba a través
del clero, a fin de evitar el aplauso de los hombres.
Para apreciar esta devoción personal a los pobres es necesario
darse cuenta de las circunstancias de la época. La doctrina evan­
gélica de la hermandad e igualdad de los hombres, sean de una u
otra raza, siervos o libres, aunque estaba aceptada en teoría era muy
poco reconocida en la práctica. El orgullo de casta estaba muy arrai­
gado en la sangre de los nobles, y este orgullo determinaba su con­
cepto de la vida. De aquí que las distinciones de clase fuesen muy
celosamente guardadas. Las Hermanas de la Caridad y las Hermanas
de la Merced y las Hermanitas de los Pobres no habían venido to­
davía a familiarizar al mundo con el espectáculo de damas de alta
alcurnia atendiendo con sus propias manos a las necesidades de los
“desheredados de la fortuna”. Lo que ahora merece nuestra admi­
ración no excitaba entonces, entre las clases superiores por lo menos,
nada más que desprecio; era considerado como una degradación,
como un gran crimen contra la propia estimación. Pero la buena
Aleth, atenta solamente a agradar a Dios, se preocupaba poco de lo
que pensaran de su conducta. Estas lecciones las aprendió el pequeño

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SAN BERNARDO

Bernardo, que indudablemente acompañaría con frecuencia a su


madre en sus actividades caritativas. De la misma manera que hizo
de su madre su modelo en otras cosas—en piedad, paciencia y ama­
bilidad—también la tomó como modelo en esto. De aquí que leamos
que, siendo todavía muy joven, le gustaba compartir sus comidas con
los pobres y estaba acostumbrado a distribuir secretamente en limos­
nas el poco dinero que poseía por casualidad. Cuando se encontraba
con casos de necesidad que él no podía socorrer, no dejaba en paz
a sus padres hasta que éstos los aliviaban.
Una de las características mejor conocidas de San Bernardo era
su apasionado celo por el honor y la pureza de la religión. Se reveló
en los primeros años de su vida. Cuando era solamente un niño cayó
enfermo y sufrió gravemente de un violento dolor de cabeza. Una
mujer de la vecindad se encargó de curarle. Al llegar junto a su lecho,
sacó ella algunos objetos supersticiosos y empezó a murmurar fan­
tásticos encantamientos. Entonces el niño saltó rápidamente del lecho
y con gritos de horror e indignación la arrojó del dormitorio. Se dice
que en premio a su fidelidad cesó inmediatamente el dolor3.
Cuál era la amplitud de la educación dada a los hijos de Tescelín
bajo el techo paterno no lo sabemos, por carecer para ello de medios
seguros. Difícilmente podremos dudar de que fueron perfectamente
instruidos en su religión. En cuanto a la cultura profana, si hablára­
mos del hogar de un noble medieval del tipo ordinario, sería mucho
si aprendían a leer y escribir en el idioma vernáculo, llamado ro­
mance (o romano) y acaso algunos elementos de aritmética y geo­
grafía. La erudición, que era adecuada para los clérigos, no era con­
siderada como una dote caballeresca, sino más bien como algo de que
un buen caballero debería avergonzarse. Pero el hogar de Tescelín no
era un hogar ordinario. Escritores dignos de confianza nos aseguran
que la dama que dirigía aquel hogar había recibido una educación lite­
raria y era una de las mujeres más cultas de su época. Por consi­
guiente, se podría afirmar con seguridad, aunque carecemos de prue­
bas directas acerca de este punto, que ella no consintió que sus hijos
crecieran en la ignorancia. Bernardo, que nosotros sepamos, fue el
único enviado a una escuela pública; sin embargo, es cierto que los
otros, incluso Humbelina, entendían el latín. Si damos crédito a Be-
rengarius, ellos tenían incluso cierta destreza en la composición mé­
trica, pues este autor nos asegura que Bernardo de muchacho solía
competir con sus hermanos en los concursos poéticos. Bartolomé in­
3 Hay una alusión a esto en el himno de maitines de su fiesta: Abhorrer
carmina.

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AILBE J. LUDDY

cluso tenía fama de hombre docto y era un ardiente admirador y un


diligente estudiante de las obras de Gregorio el Magno. Y Gerardo,
de quien nuestro santo dice que no tenía ninguna cultura libresca, o
muy escasa, aparece como firmante de varios documentos latinos.
Fue el deseo de Tescelín que todos sus hijos, como él mismo,
siguieran la profesión de las armas. Dejando aparte la Iglesia, era
considerada como la profesión digna de un caballero. Pero Aleth
creyó que era su deber intervenir en el caso de Bernardo. Era dema­
siado débil y refinado para la vida ruda del campamento, mientras
que su inclinación al estudio y sus brillantes y asombrosas dotes
parecían indicar que estaba destinado a alguna carrera más intelectual.
Como de costumbre, ella se salió con la suya. Se decidió que Bernardo
ingresaría en una de las famosas escuelas de entonces para perfec­
cionarse en toda clase de enseñanzas. Así se dió el primer paso para
la realización del sueño de la madre.

22
CAPITULO II

FORMACION INTELECTUAL

Escuelas de la época

Durante la primera mitad del siglo x, el estado de Europa bor­


deaba muy de cerca la barbarie. Las grandes escuelas de Cario Magno
habían desaparecido con su imperio, y todavía no había nada que
las reemplazara. Incluso en Irlanda, que entonces era la antorcha del
Oeste, la lámpara de la cultura parecía, por fin, si no totalmente
extinguida, haber perdido su primitivo brillo. Era en verdad una edad
oscura. La ignorancia dominante incluso entre el clero era increíble.
Por poner un ejemplo diremos que en el año 910 los obispos de París
y Poitiers pidieron a Abbo, un monje de San Germán, que compu­
siese un libro acerca de los elementos de la doctrina cristiana para
uso del clero. La disciplina eclesiástica, como era de esperar, había
llegado a ser escandalosamente floja. La simonía era tenida tan poco
en cuenta, que los obispados y las abadías se sacaban a pública
subasta por los poseedores del derecho de patronato. Con mucha
frecuencia eran otorgadas como regalos a parientes, sin preocuparse
lo más mínimo de su aptitud para el cargo. Un caso extremo fue el
del hijo de Herbert, conde de Vermandois, nombrado arzobispo de
Reims a la edad de cinco años y confirmado en su nombramiento
por el papa Juan X (año 925). ¿Es de extrañar que los laicos per­
dieran todo respeto a sus pastores si la propia religión había caído

23
AILBE J. LUDDY

en descrédito? Pero unos treinta años antes del nacimiento de Ber­


nardo se abrió una nueva era. Hombres santos y hombres de genio
surgieron y volvieron a encender la antorcha de la cultura en varias
ciudades de Europa. Se establecieron grandes escuelas catedralicias
en Reims, Chartres, Tours, Poitiers, Mans y Auxerre, que atraían a
sus salas de conferencias a multitud de ansiosos estudiantes. Otras
sedes de cultura similares y no menos célebres se encontraron pronto
incluso fuera de las iglesias catedrales, tales como la de S. Vorles,
Chatillón-sur-Seine, dirigidas por sacerdotes seculares, y las escuelas
abaciales de Bec en Normandía, bajo la dirección del ilustre Lanfranc
y de su todavía más ilustre discípulo San Anselmo de Marmoutiers,
cerca de Tours, y de San Benigno en Dijon. El plan de estudios de
todos estos establecimientos era el de las antiguas escuelas carolingias,
y comprendía, además de la Teología y Exégesis Bíblica, lo que se
llamaba el Trivium y el Quadrivium. En el Trivium estaban incluidas
la Gramática—entendiendo por tal lo que más tarde se llamó Huma­
nidades—, la Dialéctica y la Retórica. El Quadrivium comprendía la
Aritmética, Geometría, Música y Astronomía. Estas siete ramas de
la ciencia se conocían con el nombre de las Siete Artes Liberales.

Bernardo en Chatillón-sur-Seine

Por consiguiente, los padres de Bernardo tenían un gran número de


célebres escuelas para escoger. Dijon era la más próxima y no la
menos famosa. Sin embargo, no fue ella sino la de S. Vorles en
Chatillón la destinada a la inmortalidad por su asociación con el
santo. No conocemos la razón de esta preferencia. Quizá se consi­
deró que tendría demasiadas distracciones en una escuela tan próxima
al hogar como Dijon y no tendría la misma oportunidad de cultivar
la virtud varonil de la confianza en sí mismo como en un lugar alejado,
donde tendría que depender más de sus propios recursos. Vacandard
sugiere otra razón. Tescelín poseía una mansión en Chatillón, en la
cual había nacido. Estaba muy cerca de la iglesia de S. Vorles. Aquí
podría establecer Aleth su residencia de vez en cuando y vigilar los
progresos del muchacho. Había también, al parecer, en aquella ciudad
varios primos del joven estudiante, cuya compañía le serviría a la vez
de consuelo y protección. Otro factor que tuvo que influir en sus
piadosos padres fue la elevada reputación que tanto por su virtud
como por su cultura disfrutaban los sacerdotes seculares que regían
la iglesia de S. Vorles.

24
SAN BERNARDO

Por consiguiente, Bernardo fue a Chatillón a los ocho años de edad


aproximadamente. Le tuvo que costar mucho separarse de su hogar
con todos sus cariñosos recuerdos, pues era un niño muy afectuoso.
El viejo castillo tuvo también que sentirse un tanto vacío con la
ausencia del gentil muchacho cuyo dulce recuerdo y atractivas ma­
neras habían ganado el corazón de todos. Sin embargo, los escolares
pronto olvidan su soledad en el mundo de nuevos intereses que re­
claman su atención. El hijo de Tescelín no estuvo mucho tiempo en
la escuela de S. Vorles sin destacarse. Sentía una sed insaciable de
cultura y revelaba una rapidez y una profundidad de inteligencia tan
grandes, que asombraba a sus maestros. Era la maravilla de la escuela.
Nada le parecía difícil. Se deleitaba especialmente leyendo los poetas
latinos, siendo sus favoritos Virgilio, Horacio, Ovidio, Terencio y
Lucano. Aprendió sus composiciones de un modo tan completo, que
fue capaz de citarlos con propiedad y exactitud hasta el fin de su
vida. Se dedicó también diligentemente a imitar sus versos con un
éxito tan grande, que fue considerado como el mejor poeta de S. Vor­
les. En un ataque calumnioso que le dirigió muchos años más tarde
Pedro Berengarius, amigo y apologista de Abelardo, se le reprocha el
haber producido algunos versos indecentes siguiendo el estilo de
Ovidio. El autor alegaba que tenía en su poder copias de los delic­
tivos poemas, y que lo único que le disuadía de publicarlos era el
temor de que su publicación constituiría un borrón en su edificante
vida. Es de justicia reconocer que en una obra posterior retiró vir­
tualmente la acusación.
Esta temprana afición a las musas no dejó de tener su influencia
en los escritos posteriores de Bernardo. Según el abate Sanvert, “su
elocuencia debía su gracia sencilla, su flexibilidad y riqueza de orna­
mento a los maestros de la literatura clásica, mientras que tomaba
prestada de los inspirados cantores de Israel su mordacidad, su ma­
ravillosa vivacidad y su tono sublime”. Las Sagradas Escrituras fueron
desde el principio un estudio favorito de Bernardo. En verdad, su
primer biógrafo, William de S. Thierry, nos asegura que si no des­
cuidaba ningún medio de cultivar su mente, era tan sólo con la in­
tención de dedicarse con más provecho al estudio de esta sagrada
ciencia. Nadie que esté familiarizado con sus obras pondrá en duda
que Bernardo adquirió un completo dominio de la retórica y la dia­
léctica. No hay nada que nos permita afirmar que estudió griego en
Chatillón: un conocimiento de este idioma era bastante raro entre
los eruditos de su época.
Probablemente no había una residencia unida a la escuela de

25
AILBE J. LUDDY

S. Vorles; de forma que los estudiantes forasteros tendrían que


alojarse en la ciudad. Bernardo tenía allí muchos amigos que indu­
dablemente le habrían dado hospitalidad muy contentos; pero es
más natural suponer que vivió en la mansión que pertenecía a su
padre y que probablemente estaría a cargo de algunos parientes. De
todas maneras, era allí donde solía encontrar a su madre cuando
ésta venía de casa a visitarle. Aquí también 1 le fue otorgado el pri­
vilegio de tener, al principio de sus estudios, la célebre visión que
en cierto modo santificó su adolescencia y que tanto gustaba recor­
dar en años posteriores. Era la víspera de Navidad del año 1098, el
mismo año de la fundación de Citeaux. Aleth había venido a Cha-
tillón para pasar, al parecer, los días de Pascua en compañía de su
amado hijo. O quizá ella lo había traído entonces de casa, puesto
que aquél era el primer año que venía por primera vez al colegio.
Era entonces una costumbre de los cristianos piadosos asistir al so­
lemne oficio de maitines la noche consagrada al nacimiento del Sal­
vador. Bernardo y su madre se prepararon para ir a la iglesia de
S. Vorles. Como la distancia era corta, se sentaron a esperar en si­
lencio a que la campana anunciara la apertura de las puertas de la
iglesia y el comienzo del oficio. No estando acostumbrado a velar
en horas tan avanzadas, el muchacho se quedó dormido en la silla.
Entonces se desplegó ante su embelesada imaginación el misterio que
tuvo lugar en el establo de Belén. Contempló al Divino Niño recién
nacido y tan bello que no había palabras para expresar su belleza.
La Virgen Madre incluso le permitió acariciar al pequeño Bebé. De­
masiado pronto, el sueño o la visión fue interrumpido por Aleth,
pues había llegado el momento para Bernardo de ponerse su vestido
de coro y dirigirse a la iglesia. Este primer favor sobrenatural abrió
en el corazón del muchacho una fuente de celestial dulzura que nunca
se agotó, y que en años posteriores había de brotar de sus labios en
aquellos chorros de meliflua elocuencia que le han hecho el panegi­
rista por excelencia del Divino Niño.
El mismo estaba plenamente convencido de que la visión apa­
reció en el mismo momento en que Cristo salía del vientre de su
Madre.
A partir de aquel momento él se entregó a aquel apasionado amor
personal de la Sagrada Humanidad de Cristo que le distingue por

1 La mayoría de los autores suponen que la visión tuvo lugar en la iglesia,


pero, como dice Vacandard, Geofredo de Auxerre, secretario y biógrafo del
santo, afirma explícitamente que ocurrió en la casa de su padre, in domo pa-
tris, antes que él fuese a la iglesia. Esta casa fue después convertida en monas-
rio ; se erigía en la calle que ahora se llama rué Saint-Bemard.

26
SAN BERNARDO

encima de todos los siervos de Dios desde la edad apostólica. Y parí


passu con esto creció en su alma una devoción dulcísima e infantil
por María. En la iglesia de S. Vorles había una vieja estatua de
madera de la Virgen Madre, en la que aparecía sentada con el Niño
en su regazo. Se llamaba la “Bendita María del Castillo”. El joven
Bernardo amaba esta antigua imagen y no se sentía nunca tan feliz
como cuando se arrodillaba delante de ella en oración. Como premio
de esta devoción, la Santa Virgen, sin duda alguna, le concedió
muchas poderosas gracias; y gracias poderosas habría de necesitar
bien pronto para soportar las pruebas y tentaciones que habían de
asaltarle.
Se describe a Bernardo en sus días de estudiante como un mu­
chacho extraordinariamente reflexivo, avaro de palabras y tan enor­
memente tímido, que era un tormento para él tener que hablar a
extraños. Los muchachos de este tipo pocas veces se hacen populares.
Sin embargo, se nos asegura que el hijo de Tescelín era muy querido
en S. Vorles, que “él avanzaba en edad y en gracia ante Dios y los
hombres”, como dice su biógrafo Geofredo. Incluso su superioridad
intelectual no parece haber producido la menor malquerencia. Los
celos, como afirma el abate S. Anvert, nunca surgen debido a una
preeminencia que se encuentre muy por encima de ellos; la llama de
una vela, si pudiera pensar, sentiría celos realmente de una lámpara
de gas, pero difícilmente del sol. Una cosa es cierta: Bernardo, a
pesar de sus modales discretos, atrajo a su alrededor a los mejores
espíritus de la escuela. Lo mismo que ocurrió con otros muchos ilus­
tres siervos de Dios, especialmente con San Pablo y San Agustín,
los afectos humanos del gran corazón de Bernardo eran extraordina­
riamente fuertes y tiernos. ¿Quién puede leer sin emoción sus ardien­
tes epístolas a San Malaquías, al Papa Eugenio y al monje fugitivo
Roberto; o la oración fúnebre a su hermano Gerardo? Poseía tam­
bién el poder de inspirar a los demás con los mismos sentimientos
afectuosos que a él mismo le animaban.
Pocos hombres, en verdad, han sido tan amados durante su vida.
Nunca renegó de un amigo. Para él quien era amigo una vez lo era
para siempre. Su amor, como los presentes de Dios, era irrevocable.
Esta extrema sensibilidad, uno de los encantos de su bello carácter,
fue para él durante toda su vida una fuente de dulce consuelo y al
mismo tiempo de muy amarga angustia. Sufría intensamente con la
muerte o incluso con la ausencia temporal de sus amigos, pero sobre
todo con su frialdad e indiferencia. Entre los muchos amigos que
hizo en S. Vorles había dos especialmente caros a su corazón. Eran

27
AILBE J. LUDDY

su joven primo Geofredo de la Roche y Hugh, hijo del conde de


Macón, ambos destinados a seguirle al claustro y ambos llamados
a gobernar importantes diócesis.
La vida escolar de Bernardo parece haber sido, en conjunto, muy
feliz. La existencia tranquila, estudiosa y consagrada a los rezos en
compañía de queridos amigos se acomodaba a su espíritu dulce y
delicado. Pero había una cosa en S. Vorles que le disgustaba por
completo, que le apenaba dolorosamente. Era la forma—profunda­
mente irreverente en su opinión—en la cual eran con frecuencia tratadas
las cuestiones de fe por profesores y estudiantes. La autoridad era citada
ante el tribunal de la razón y obligada a dar cuenta de sí misma. Así
le parecía a él cuando escuchaba las conferencias sobre Sagradas
Escrituras y Teología. Era el alborear del escolasticismo, o “Nueva
Cultura”, cuyos primeros maestros estaban demasiado a menudo in­
fectados del espíritu racionalista, que es el espíritu del protestantismo
y la negación de la fe. El reinado europeo de Aristóteles había em­
pezado. Su dialéctica, considerada como una llave que abriría todas
las puertas, tenía que ser autorizada a regir sin apelación incluso
dentro del dominio de la doctrina revelada. Ya no tenía que haber
más misterio, excepto para los ignorantes. No se debería aceptar nin­
guna verdad a menos que pudiera ser presentada como la conclusión
de un silogismo válido. Así, el silogismo se convirtió en una especie
de modelo al cual los misterios más sagrados de la religión se podían
adaptar. Más tarde veremos a San Bernardo comprometido en sin­
gular combate con los corifeos de esta escuela. Mientras tanto, él
recurría a la oración y a la meditación sobre las Sagradas Escrituras
como un medio de contrarrestar el veneno que había respirado en
el aula.

Muerte de su madre

En 1110, según fuentes dignas de crédito, Bernardo regresó a


Fontaines. Había pasado trece años en S. Vorles y aprendido todo
lo que sus maestros pudieron enseñarle. La cuestión de su carrera
futura estaba todavía sin decidir, pero no podía demorarse por mucho
tiempo. Naturalmente contaba con la ayuda del consejo de Aleth para
adoptar aquella importante decisión. Pero le esperaba una grave des­
ilusión. Estaba a punto de enfrentarse con la primera y quizá la mayor
tristeza de su vida. Sus dos hermanos mayores, Guido y Gerardo,

28
SAN BERNARDO

eran ya distinguidos caballeros al servicio del duque, con un brillante


futuro; el primero se había casado un año antes con la bella Isabel,
hija del conde de Forez. Andrés había ingresado también en el ejér­
cito, o por lo menos estaba a punto de hacerlo. Pero en el mes de
agosto siguiente al regreso de Bernardo de Chatillón toda la familia
estaba reunida en el viejo hogar. Era una época feliz, demasiado feliz
para durar mucho—era la calma que precede a la tormenta—. Aquella
tormenta estalló en el punto del horizonte que menos se esperaba.
Un día, hacia mediados del mismo mes, Aleth, que entonces tenía
cuarenta años y disfrutaba al parecer de perfecta salud, anunció tran­
quilamente que tema el presentimiento de que su muerte estaba pró­
xima. Sus palabras, como se puede imaginar, alarmaron extraordina­
riamente a la familia: no podían, no querían creer que iban a
perderla. La idea era insoportable. Sin embargo, la conocían dema­
siado bien para suponer que hablaba a la ligera y sin motivo sufi­
ciente. No se dijo nada más sobre el tema hasta el 31 de agosto,
vigilia de San Ambrosio (no de San Ambrosio de Milán), patrón de
la iglesia de Fontaines. Aquel día Aleth se sintió enferma con fiebre
y se vio obligada a guardar cama. Era una costumbre de la buena
señora reunir en Fontaine para la fiesta del día siguiente al clero
de las iglesias vecinas y después de los oficios solemnes invitarles al
castillo, donde ella misma les servía la mesa. Acordándose de esto,
llamó a sus hijos junto a su lecho e insistió en que no se omitiera
nada de lo que era acostumbrado en aquella ocasión, solamente que
a los sacerdotes se les rogara que le trajesen, después de la comida,
el Santo Viático, puesto que su hora se aproximaba. De acuerdo con
esto, el día de fiesta todo transcurrió como de costumbre. Terminado
el banquete, Guido condujo el clero a la habitación de la enferma para
administrarle el Viático y la Extremaunción. Una vez hechas estas
ceremonias, la enferma les rogó que recitasen la letanía de los mori­
bundos, pues se sentía morir. Dio las respuestas con el mayor fervor
hasta llegar a la invocación: “Por tu Cruz y Pasión, líbrala, oh Señor”,
y con el esfuerzo de hacer la señal de la cruz, expiró apaciblemente.
Tan pronto como se dio a conocer su muerte, Jarenton, abad del
monasterio cluniacense de San Benigno, de Dijon, vino a pedir el
cuerpo santo para enterrarlo en su iglesia. No conocemos los funda­
mentos de su petición; pero él consiguió sus deseos, y la capital de
Borgoña hizo un magnífico funeral a la que mereció ser llamada
madre de los pobres. Los restos fueron depositados en un lugar de

29
AILBE J. LUDDY

honor en la cripta de San Benigno. En el año 1250 fueron trasla­


dados de allí a Clairvaux con permiso del papa Inocencio IV. Así
se reunió Aleth con su marido e hijos y compartió con ellos la
veneración pública hasta que el huracán revolucionario se desenca­
denó en aquella región.

30
CAPITULO III

LA LLAMADA DE DIOS

Pruebas y vocación de Bernardo

Comentando más tarde las palabras de Cristo: “Es conveniente


para vosotros que yo me vaya”, Bernardo sugiere la idea de que
el natural efecto de los discípulos por su Maestro, a pesar de que
era bueno y santo, pudiera ser un obstáculo para su perfección espi­
ritual en el caso de que su presencia sensible continuara. Quizá en
este mismo sentido la ausencia de Aleth le convenía a Bernardo.
La ausencia del hogar a fin de seguir la verdad le tenía que costal
una terrible lucha: ¿qué hubiera ocurrido si ella, su madre adorada,
viviese todavía? De todos modos, la familia de la buena Aleth estaba
agobiada de dolor por su pérdida, y Bernardo se sentía enormemente
postrado. Ella había sido todo para él, su modelo, su confidente, su
guía, su providencia visible: ¡y ahora ella no existía! Para darse
cuenta en cierto modo de lo que sufría bajo esta pesada cruz, hay
que leer los más impresionantes trenos que brotaron de su lacerado
corazón sobre la tumba de su hermano Gerardo, y hay que tener
en cuenta que Bernardo era entonces un anciano, relativamente, muy
acostumbrado a los sufrimientos y pesares. Su angustia era demasiado
profunda para expresarla con palabras e incluso por medio de lágri­
mas. Sólo podía sufrir en silencio, fuera del alcance de todo solaz y
distracción; pues ya no veía más a la que había sido la luz de su

31
AILBE J. LUDDY

vida y notaba que su corazón estaba muerto. Ni siquiera en la oración


podía encontrar el menor consuelo. Humbelina, que le seguía a Ber­
nardo tanto' en edad como en temperamento, olvidando su propio
pesar hizo todo lo posible para animarlo. Y lo logró poco a poco.
Empezó Bernardo a mostrar interés por la vida una vez más. Para
complacerla incluso participó en algunos pasatiempos con sus her­
manos y un grupo de jóvenes caballeros que ahora frecuentaban el
castillo. Los deportes al aire libre más populares entre las clases
superiores eran los torneos, la caza y la halconería; las diversiones en
casa eran los dados, el ajedrez, los juegos de manos y el baile; algu­
nas veces los trovadores solían venir a entretener a la familia en las
largas noches de invierno con sus emocionantes cantos épicos, de
amor y de guerra. Bernardo, poco a poco, se aficionó a estas diver­
siones—su familiaridad con la caza se prueba de un modo interesante
en algunos pasajes del tercer sermón sobre el Salmo XC—. Empezó
también a aficionarse a la compañía de ciertos jóvenes cuya conducta
no hubiese aprobado su madre. Era la hora del peligro. Estaba expe­
rimentando en sí mismo aquel progresivo relajamiento que más tarde
describió a su amigo el papa Eugenio: “Al principio, algunas cosas
te parecerán insoportables. Al cabo de algún tiempo, cuando te has
acostumbrado a ellas, no te parecerán tan horribles. Más tarde, te
chocarán menos; más tarde, habrán dejado de chocarte por com­
pleto. Finalmente, empezarás a deleitarte con ellas. De esta manera,
poco a poco se te endurecerá el corazón y luego aborrecerás la virtud.”
A este período de relativa disipación alude en su sermón trece so­
bre el Cantar de los Cantares, en el que dice: “Por consiguiente, los
que me nombraron ‘guarda de la viña’ deberían haber pensado en
lo mal que mi propia viña estaba guardada. ¡Ay, cuánto tiempo
estuvo descuidada, olvidada y convertida en un yermo! Ciertamente
no se producía entonces ningún vino en ella, puesto que las ramas
de la virtud se habían marchitado sobre el estéril tronco de la fe.
Pues la fe estaba todavía allí, pero muerta. ¿Cómo podía ser, en
Ví rdad, de otro modo si faltaban las obras? Así era cuando yo vivía
en el mundo.” Desde luego hemos de tener en cuenta las exageraciones
del santo debidas a su humildad: los santos son siempre sus propios
“abogados del diablo”. Pero no hay duda alguna de que Bernardo
descendió hasta un cierto grado de tibieza. Sin embargo, se hallaba
en una pendiente inclinada y por el momento parecía no darse cuenta
del peligro. Se necesitaba una fuerte impresión que le despertara. La
impresión de una tentación violenta. Y no tardó mucho en llegar.
En cierta ocasión, cabalgando lejos de su casa con varios amigos,

32
SAN BERNARDO

le sorprendió la noche, de forma que tuvieron que buscar hospita­


lidad en una casa extraña. La dueña de la casa les recibió con el
mayor respeto, e insistió en que Bernardo, como jefe del grupo, ocu­
pase una habitación separada. Durante la noche nuestro santo fue
despertado por una visitante que había entrado en su habitación.
Era la dueña de la casa, que desempeñaba el papel de agente de
Satanás. Tan pronto como él se dio cuenta de lo que pasaba, con
maravillosa presencia de ánimo, fingió creer que se trataba de un
intento de robo, y con toda su fuerza empezó a gritar: “¡Ladrones,
ladrones!” La intrusa huyó inmediatamente. En un instante toda la
casa se puso en movimiento. Se hizo un registro a fondo, pero no hay
que decir que no se encontró ladrón alguno. Al día siguiente, cuando
el grupo se alejaba cabalgando, sus amigos empezaron a bromear
acerca del imaginario ladrón de Bernardo; pero él contestó tranqui­
lamente: “No fue ningún sueño; el ladrón entró indudablemente en
la habitación, pero no para robarme el oro y la plata, sino algo de
mucho más valor.”
Una segunda tentación parecida fue afrontada por él con la
misma fortaleza. Una tercera, de la que él mismo era responsable, le
condujo al borde del abismo. Olvidando su acostumbrada vigilancia,
permitió que sus ojos descansaran por un momento en un objeto pe­
ligroso. Por primera vez experimentó la rebelión de la carne. Pero la
buena Aleth vigilaba a su hijo, y sus oraciones le ayudaron a vencer
la crisis. Alarmado ante el espectro del mal y lleno de remordimiento
por su falta, imploró inmediatamente la ayuda del cielo, y huyendo
del lugar donde estaba se arrojó a un pozo de agua y permaneció allí
medio muerto de frío hasta que la turbación interna hubo desaparecido
completamente \ De las palabras de sus primeros biógrafos se des­
prende que entonces hizo votos de castidad perpetua; en todo caso,
resolvió cambiar su manera de vivir.
Se encontraba ahora en la bifurcación de dos caminos, plenamente
consciente de que para él no podía haber medias tintas: o tenía que
ser completamente de Dios o completamente del mundo, jamás se
contentaría él con servir a ambos. A los antiguos biógrafos latinos les
gusta contemplarle colocado, como si dijéramos, en el umbral de la
vida con su futuro sin decidir todavía. Se muestran cada vez más elo-

1 Estas tentaciones son aludidas brevemente en la última estrofa del himno


de maitines de la fiesta del santo:
Pulsante foemina, latrones clamitat,
Defixa lumina stagno praecipitat,
Abhorret carmina, luxum suppeditat,
Jactae cedit in lectulo.

33
S. BXRNARDO.-—3
AILBE J. LUDDY

cuentes al describir en los más pequeños detalles su persona, de una


belleza extraordinaria: su figura alta y esbelta; el cabello rubio rema­
tando la alta y espaciosa frente, tan suave y blanca; las mejillas deli­
cadamente sonrosadas; el cuello, tan esbelto como el de un cisne;
pero, sobre todo, aquellos ojos grandes y azules de indecible ternura
(óculos columbinos) y aquel exquisito encanto de sus modales que
sólo se pueden describir bajo el nombre de bemardinos.
Muchos años más tarde, Pedro el Venerable y el ilustre abad
Suger hablaban de su rostro diciendo que era todavía angélico a pesar
de los crueles estragos de la enfermedad, la penitencia, el trabajo y
las preocupaciones.
Su voz era potente y melodiosa, admirablemente acomodada a
las exigencias de un gran orador. En cuanto a sus dotes intelectuales,
eran de tal categoría, que le han colocado, junto a San Agustín y a
Santo Tomás, en un glorioso triunvirato de genio. Y detrás de esta
apariencia externa, de una belleza casi femenina, poseía una fuerza de
carácter y un valor indomable que raramente han sido igualados en
el mundo. Necesitaba en verdad todas estas dotes, pues tenía seña­
lada la tarea de realizar la misma hazaña con que soñó solamente
Arquímedes: mover y levantar el mundo empleando como palanca
ese amor a la verdad y a la bondad innato en la humanidad.
Para una persona con dotes tan trascendentes, físicas, morales e
intelectuales, no había puesto en la Iglesia o en el Estado que no
pudiese alcanzar. Un éxito brillante le esperaba en los diversos cam­
pos de la Teología, Filosofía, Derecho y Letras; en otro caso, podría
haber brillado para siempre en la constelación de eclesiásticos polí­
ticos con Suger, Jiménez de Cisneros, Wolsey y Richelieu. En cual­
quier profesión que eligiese podría estar seguro de la inmortalidad
que el mundo concede, la inmortalidad del aula que tanto horrorizaba
a Bonaparte. El afirmar que estas aspiraciones mundanas no le atraían
equivaldría a negar que era un ser humano; sería rebajar el valor
de su sacrificio. Sabemos que se sentía fuertemente atraído por la
carrera literaria. La ambición, “esa última debilidad de las mentes
nobles”, parece haber sido el más temible enemigo que tuvo que
afrontar, ambición de fama literaria, no de poder. Berengarius le
reprocha esta ambición. Y quizá fue debido a que él mismo tenía
cierta experiencia de su tiránico poder, y por ello ponía en guardia
a los demás contra esta ambición de un modo tan frecuente y apa­
sionado.
“¡Oh ambición—exclama, escribiendo al papa Eugenio—, tormento
de tus fieles! ¡Cómo lastimas a todos los que te aman y, sin embargo,

34
SAN BERNARDO

eres amada por todos! Seguramente ninguna otra cosa puede torturar
de un modo tan terrible, ninguna otra cosa puede engendrar tan
amargas preocupaciones. Y, sin embargo, no hay nada tan honrado
entre los miserables mortales como todo lo que pertenece a la am­
bición.” Y en su cuarto sermón sobre la Ascensión, hablando en
particular de la ambición de conocimientos, dice: “Otro hombre es
ambicioso del conocimiento que ‘envanece’ (1 Cor 8, 1). ¡Oh, qué
trabajo tendrá que soportar!, ¡qué amargura y angustia de pensa­
miento que sufrir! ¡Y, sin embargo, se puede decir de él: por mucho
que te esfuerces, no alcanzarás nunca tu meta! No, ‘el ojo de este
hombre mora en la amargura’ (lob 17, 2), mientras contemple a quien
él considere o sea considerado por los demás superior en conocimien­
tos a sí mismo. Pero aun cuando lograse adquirir gran sabiduría,
¿cuál será su provecho? ‘Destruiré la sabiduría de los sabios’, dice el
Señor, ‘y rechazaré la prudencia de los prudentes’ (1 Cor 1, 19).”
Pero si Bernardo temía demasiado los peligros de una profesión
secular, allí cerca estaba el magnífico monasterio de San Benigno,
muy querido de su corazón, puesto que era el santuario donde repo­
saban los restos de su santa madre; o Cluny, también cerca, con sus
cientos de abadías dependientes, que había dado a la Iglesia tantos
santos y tantos papas y obispos ilustres durante los doscientos años de
su existencia. La regla de San Benito, tal como se seguía allí, no sería
demasiado severa para su delicada constitución; allí las más nobles
obras de arte en los diferentes dominios de la música, pintura, escul­
tura y arquitectura, por no hablar de su brillante ritual, daría la
más completa satisfacción a su sentido estético; y allí también tendría
amplias oportunidades de ejercitar sus maravillosas facultades para
la gloria de Dios y el bien de sus vecinos. Era una perspectiva que
habría atraído a muchas almas tocadas por la gracia. Pero en cierto
modo esto no correspondía al ideal de Bernardo sobre la vida mo­
nástica. Ofrecía demasiados consuelos naturales, mientras que su alma,
como él se decía a sí mismo, necesitaba “una medicina enérgica”;
había demasiado esplendor, mientras que en su opinión el monje
debía tener algo parecido al instinto del topo, un deseo de enterrarse
lejos de la luz del sol y de la mirada de los hombres, a fin de
vivir sólo para Dios. Ama nesciri—el deseo de ser desconocido—ésa
será su recomendación a los demás más adelante, y éste era ahora
su principio orientador. Así sus pensamientos se apartaron disgustados
de los esplendores de San Benigno y de Cluny, para ocuparse de
otra casa religiosa pobre y oscura y al parecer a punto de extinguirse.

35
AILBE J. LUDDY

Pero ya es hora de que contemos la historia de la fundación de


Citeaux.
Hacia el año 1077, un joven peregrino inglés, que regresaba de
Roma, llamó en el nuevo monasterio benedictino de Molesme, en
la diócesis de Langres, Borgoña, para pedir la hospitalidad de los
monjes y probablemente también para comprobar por sí mismo la
fama tan extendida de su extraordinario fervor. El forastero era
un hombre de alta alcurnia y de refinada educación. Se le conoce
en la historia con el nombre de San Esteban Harding. Desde la
adolescencia había pertenecido a la abadía de benedictinos de Sher-
borne, en Dorsetshire; pero cuando se hizo hombre abandonó aquel
tranquilo retiro en su vehemente deseo de adquirir cultura, pasando
primero a Irlanda 2 y de allí a París. Habiendo completado su educa­
ción en las famosas escuelas de esta ciudad, salió en peregrinación
hacia la tumba de los santos apóstoles y regresaba ahora a Inglaterra.

Relato del origen de Molesme y Citeaux

Si esperaba encontrar en Molesme una magnífica abadía al estilo


de las que entonces eran tan comunes, tuvo que sentirse en verdad
amargamente defraudado. El monasterio, si así podía llamarse, cons­
taba de un grupo de cabañas de ramaje entrelazado agrupadas alre­
dedor de un rudo oratorio de madera y circundadas por un trozo de
tierra cultivada roturado en el corazón de un inmenso bosque. Los
monjes, muy pocos, eran extremadamente pobres, comiendo su pan
(cuando lo tenían) con el sudor de su frente, y viéndose reducidos no
pocas veces a un estado de completa indigencia. Olvidados del gran
mundo exterior, dependían enteramente para subsistir del producto
de la pequeña extensión de tierra que habían labrado con increíble
trabajo. Incluso carecían del consuelo de una gloriosa liturgia, en que
otras comunidades religiosas encontraban su legítima compensación
de la aspereza y austeridad de su vida. Tal era el estado en que
Esteban encontró a los monjes de Molesme.
Sin embargo, lejos de sentirse repelido al ver tan manifiesta mi­
seria, contempló con manifiesta admiración el heroico valor de aque­
llos hombres que lo habían dejado todo para seguir a su Maestro.
Le pareció que al fin había encontrado la realización del verdadero
ideal monástico y decidió pasar el resto de sus días en este lugar

’ Escocia. Este nombre se daba entonces a Irlanda y Escocia; siguiendo


a Vacandard, lo hemos tomado aquí para designar a Irlanda.

36
SAN BERNARDO

consagrado. La modestia y humildad de los monjes le atrajeron.


Sintió un afecto peculiar por Roberto, el superior, cuya reputación de
sabiduría y santidad se había extendido ya por toda Europa. El
abate Roberto, nacido en 1018, pertenecía a una noble familia de
Champaña. Era un hombre de distinguidas dotes y elevadas condicio­
nes, y un maestro reconocido de la vida espiritual. Parece haberse
■distinguido por su devoción a Nuestra Señora, a la cual su madre,
Ermengarde, lo había consagrado antes de su nacimiento. Además,
estaba perfectamente calificado por su experiencia para ocupar el
puesto que ahora tenía. A los quince años ingresó en la abadía bene­
dictina de Celle, cerca de Troyes, de la cual llegó a ser prior cuando
todavía era muy joven. Después fue elegido abad de San Miguel,
otra casa de la misma orden en los confines de Borgoña y Champaña;
pero viendo que los monjes eran incorregiblemente indisciplinados,
dimitió su cargo y se retiró como simple religioso á su monasterio
original. Enviado más tarde como prior a la abadía vecina de San
Aigulphus, recibió allí una orden del papa Alejandro II encargándole
del gobierno de una pequeña comunidad de religiosos, sólo once en
total, establecida en el bosque de Colan 3. Viendo que este lugar era
inadecuado, trasladó la comunidad a Molesme, cerca de allí, el 20
de diciembre de 1075. Por lo que diremos a continuación, se verá si
con esto terminaron todas sus vicisitudes.
Alberico, el prior de Molesme, era también notable por su cultura
y piedad. En cuanto a los monjes, eran humildes y muy trabajadores,
amantes sinceros de la disciplina y devotamente unidos a su santo
abad. En esta familia, que crecía rápidamente, el peregrino inglés
pidió y obtuvo entrada, sintiéndose feliz con la esperanza de que por
fin había encontrado la paz.
Durante algún tiempo todo fue bien; aunque la vida era dura,

3 Manríquez cuenta la historia de esta comunidad (Armales Cistercien-


ses, vol. I, cap. I, núms. 4-8). Dos hermanos de noble nacimiento y gran fortu­
na, pero rivales en fama militar, habían decidido matarse el uno al otro por
una cuestión de celos. Cada uno intentó poner en práctica su designio en el
mismo lugar del bosque de Colan, que tenían que atravesar al regresar a su
casa de un torneo. Pero al llegar al lugar elegido ambos se sintieron tan horro-
rrizados ante el pensamiento del crimen que pensaban cometer que, obrando
por un impulso común y sin cambiar ni una sola palabra, cabalgaron juntos
hacia la cabaña de un santo sacerdote que vivía la vida de un ermitaño en
el bosque. Habiéndose confesado, se revelaron recíprocamente el criminal de­
signio que habían tenido. Entonces, aterrorizados al ver el espantoso dominio
que ejercía Satán sobre sus corazones, decidieron abandonar el mundo para
siempre. En el mismo lugar donde había de perpetrarse el asesinato construye­
ron cabañas y un pequeño oratorio. El buen sacerdote fue a vivir con ellos, y
cuatro de sus antiguos compañeros ingresaron en la pequeña comunidad. De­
seando tener a alguien que los instruyera en la regla de San Benito, rogaron
al papa Alejandro que les enviase a Roberto, a lo cual accedió el Papa.

37
AILBE J. LUDDY

estaba libre de las espinas de las preocupaciones mundanas y endul­


zada con la miel de los consuelos celestiales. Esteban se sentía satis­
fecho. Sin embargo, llegó un momento en que los alimentos escasea­
ron y los monjes sintieron la amenaza de morirse de hambre. Fue
entonces cuando la providencia les buscó algunos generosos amigos,
el obispo de Troyes y otros, cuya espléndidez no sólo cubrió sus ne­
cesidades inmediatas, sino que les libró de la necesidad de ganar el
sustento con el trabajo de sus manos. Conociendo lo que es la debi­
lidad humana, se podía haber previsto el resultado. La virtud que
había florecido en el invierno de la adversidad se marchitó y murió
al calor de la prosperidad, y con la riqueza material vino la indigen­
cia espiritual. Muchos de los monjes empezaron a pensar que había
llegado el momento de mitigar la extrema austeridad que la penuria
Ies había impuesto. Se quejaban de su mala y escasa ración, de sus
burdos vestidos, de su pobre alojamiento y de las largas horas de
duro trabajo. El santo abad protestaba y reprendía, rogaba y ame­
nazaba : todo en vano. Los descontentos persistían en su obstinación.
Entonces Roberto decidió abandonar para siempre a sus degenerados
hijos. Se unieron a él Alberico, el prior, y Esteban, que ahora era
subprior. Aproximadamente 19 de los más fervientes miembros de
la comunidad resolvieron seguir la suerte de sus amados superiores.
Por iniciativa de Esteban se decidió establecer un nuevo monasterio
en que se pudiese observar fielmente la santa regla de San Benito.
Pero ante todo era necesario asegurar la aprobación de la autoridad
eclesiástica. Hugo, arzobispo de Lyon y legado de la Santa Sede,
aprobó y bendijo la empresa; y autorizado así, Roberto y sus se­
guidores salieron de Molesme a principios del año 1098. Su destino
era un bosque vecino que, al parecer, ellos habían elegido ya como
emplazamiento del nuevo monasterio. Este bosque estaba situado den­
tro de la diócesis de Chalons y pertenecía al vizconde de Beaune, el
cual se lo regaló a los monjes, entregándoles al mismo tiempo una
capilla construida en las inmediaciones para uso de sus inquilinos.
La parte más densa y oscura de esta selva, segura guarida de zorros
y lobos, se conocía con el nombre de Citeaux. Y éste fue el lugar
designado por la Providencia como cuna de la Orden cisterciense.
Los monjes empezaron sin demora a aclarar el bosque de zarzas
y jaras y a cortar árboles. Además tuvieron que hacer trabajos de
drenaje, pues el lugar era pantanoso, debido a las inundaciones perió­
dicas de un arroyo llamado el Sansfond (sin fondo), que corría a tra­
vés del bosque. Con los troncos y ramas de los árboles que habían de­
rribado construyeron su monasterio. El trabajo era pesado, pero

38
SAN BERNARDO

trabajaron con denuedo; y si bien el suelo miserable les prometía


una dura lucha para ganarse la vida, ellos sabían que El que cuida
de los pajarillos del aire y de los animales de los campos no con­
sentiría que sus pobres hijos pereciesen en la selva.
Pronto recibieron una ayuda inesperada que les confirmó en la
creencia de que eran los protegidos de una Providencia especial.
Odo, duque de Borgoña, oyó hablar de los monjes, se interesó en
su empresa y envió a algunos sirvientes suyos para que les ayudaran
en la buena obra. Para el 21 de marzo de 1098—en cuya fecha cayó
la doble solemnidad del Domingo de Ramos y la fiesta de San Be­
nito—, el monasterio estaba terminado y los monjes tomaron posesión
del mismo. Roberto, que había dimitido su cargo por el hecho de
haberse retirado de Molesme, fue reelegido abad, recibiendo el báculo
pastoral de manos del obispo de Chalons. La nueva abadía fue llamada
Novum Monasterium, y dedicada solemnemente a la Madre de Dios.
Desde luego, fue conservada la regla de San Benito: pues fue el
deseo de cumplir sus prescripciones al pie de la letra lo que dio lugar
a la secesión de Molesme.
Pero en materia de austeridades, estos pioneros cistercienses fueron
mucho más allá de lo que había prescrito el santo patriarca. Su ali­
mento eran raíces y hierbas, y su bebida, solamente agua fresca del
arroyo vecino. Se consideraba que bastaban cinco horas para el repo­
so, y el largo día de diecinueve horas era distribuido entre oraciones,
lecturas piadosas y trabajo manual.
Durante un año a partir de la fundación todo prosperó. Luego,
súbitamente, lo mismo que un rayo que viene del cielo y lo arrasa
todo inesperadamente, cayó la primera gran aflicción sobre la comu­
nidad. La comunidad de Molesme, al parecer, había sufrido en su
reputación debido a la marcha del abad, a quien todo el mundo
veneraba como a un santo. Por este motivo, confesando y lamentando
la insubordinación que había alejado al abad y prometiendo una re­
forma completa, la abandonada familia pidió a la Santa Sede que or­
denase el regreso del abad.
Urbano II accedió a su petición, y así Roberto, con el corazón san­
grante, se despidió para siempre de la abadía de su predilección.
Es consolador comprobar que los monjes refractarios cumplieron su
promesa, y que Molesme recuperó su perdido prestigio. La azarosa
carrera de San Roberto terminó alrededor del año 1110, a los noventa y
tres años de edad, en cuya fecha alcanzó aquella feliz morada donde
las tristezas de los justos son endulzadas y sus trabajos cesan para siem­
pre. Su fiesta se celebra el 29 de abril. Los cistercienses Je han con­

39
AILBE J. LUDDY

siderado siempre como uno dé sus patronos especiales y más pode-


rbsos, y coñ San Alberico y San Esteban, como el fundador de su
orden.
Mientras tanto, en el nuevo monasterio, o Citeaux, como lo lla­
maremos en adelante, Alberico fue nombrado abad y designó como
prior a Esteban. El nuevo superior gobernaba con arreglo al espíritu
de su predecesor. Muchos de los usos que todavía caracterizan a la
Orden datan de su época. El fue el primero que introdujo los her­
manos legos en la Orden, siendo su objeto el dejar a los religiosos
del coro más tiempo libre para dedicarse a sus funciones litúrgicas.
A él también se debe un importante apartamiento de las tradiciones
monásticas. Obedeciendo, según se dice, el mandato de Nuestra Se­
ñora, que le habló en una visión, cambió el color del hábito, sustitu­
yendo el negro, emblema de la penitencia, por el blanco, símbolo de
la inocencia y de la alegría4. Algunos autores consideran que es a
él al que debemos atribuir la institución de las monjas cistercienses.
Sin embargo, Manríquéz demuestra que esta opinión es incorrecta.
La primera comunidad de mujeres sujetas a la regla cisterciense
se fundó, según dicho escritor, poco después de 1113, durante la admi­
nistración de Esteban. Con objeto de salvaguardar su monasterio de
la rapacidad y violencia a que entonces estaban expuestas incluso las
casas religiosas, el abate Alberico obtuvo de Pascual II una sentencia
de excomunión contra “cualquier arzobispo u obispo, emperador o
rey, o cualquier otra persona” que molestase a la abadía de Citeaux
o a sus miembros; además, el Pontífice tomó al monasterio bajo su
especial protección.
En el año 1109 subió al cielo San Alberico, y Esteban fue elegido
para sucederle. Aunque había heredado todas las virtudes de su santo
predecesor, el nuevo abad se distinguía principalmente por su amor
a la pobreza. Sin la menor intención de censurar la práctica, que pre­
valecía en otras partes, de esforzarse por poner los sentidos al ser­
vicio de la religión mediante la ayuda de todo lo que la riqueza
y el arte podían suministrar, decidió que los que estaban a sus

4 En su gran obra Du Premier Esprit de TOrdre .de Cisteaux, P. I. S. III, el


docto Dom Iúlien, O. Cist., presenta argumentos convincentes para probar que
el cambio del color del hábito no fue debido a ninguna comunicación sobre­
natural, sino simplemente al deseo de San Alberico de conformarse en un todo
con las prescripciones de la sagrada regla, que nos dice que, en lo que se refiere
al color y calidad de su hábito, “los monjes deben contentarse con lo que se
puede adquirir más barato” (cap. IV). Ahora bien: parece que el paño de lana
sin teñir—más bien gris ¡que blanco—llevado por los primitivos cistercienses
era entonces-de uso general , entre los aldeanos y menos costoso que el negro
benedictino.

40
SAN BERNARDO

órdenes deberían contentarse con lo que era sencillo y apropiado.


Consideraba la ornamentación superfina de las iglesias monásticas
como un ultraje a la sencillez religiosa y una abundante fuente de
distracción. De acuerdo con ello, los crucifijos y candelabros de oro,
plata o latón, las vestiduras de seda o de otro material precioso,
todo lo que en realidad rechazaría el espíritu de pobreza, fue inexo­
rablemente desterrado. Esteban incluso se quejaba de que el patro­
nazgo de los ricos y poderosos no hacía depender al monasterio tanto
de la Providencia como él desearía. Hugo, el nuevo duque de Bor­
goña, fue, por consiguiente, informado de que sus visitas a Citeaux
ya no eran deseables, aunque su hermano era miembro de la comu­
nidad y su padre estaba enterrado en la iglesia de la abadía. Una con­
ducta tan extraña habría hecho reo ciertamente al abad no sólo del
pecado de imprudencia, sino también del de ingratitud si su fama por
las virtudes opuestas hubiera estado menos sólidamente cimentada.
La verdad era que Esteban estaba decidido a no consentir ninguna
afianza entre su Orden y el mundo; y aunque preveía claramente las
consecuencias para Citeaux de una ruptura con el duque, de cuya
generosidad dependían los monjes para conseguir el pan de cada día,
no se apartó del único camino que sus principios le dejaban abierto.
El monasterio quedó pronto reducido a un estado de completa
miseria. Pero no era ésta la única nube que se cernía pesadamente
sobre Citeaux. Parecía que la nueva Orden estaba destinada a des­
aparecer con sus fundadores. Habían pasado ya muchos años sin
que llegase ningún nuevo novicio. El animoso Esteban sufría en
silencio; pero su tristeza llegó al colmo en el año lili, en que hubo
una gran mortalidad en la comunidad y vio a sus hijos, uno tras
otro, conducidos a la tumba. Entonces le asaltó la torturante duda de
si la vida austera que él y sus monjes habían adoptado estaba real­
mente de acuerdo con la voluntad divina. Obrando al parecer bajo
una inspiración especial, ordenó a un hermano moribundo que regre­
sara del otro mundo con una contestación a esta pregunta. El reli­
gioso apareció en un nimbo de gloria algunos días después de su
muerte y animó a la comunidad con la seguridad de que su sacrificio
era aceptado; sin embargo, debían esperar un poco y su paciencia
sería coronada de una forma que excedería con mucho a sus más
fantásticas esperanzas y previsiones. Desde luego, esta predicción llenó
de alegría el corazón del abad. Ahora comprobaba que toda insti­
tución, lo mismo que todo individuo, destinada a realizar grandes
cosas por la gloria Divina tenía que estar marcada con el signo de
la cruz.

41
CAPITULO IV

PESCADOR DE HOMBRES

Conversión de los parientes y amigos de Bernardo

Esta era la abadía hacia la que empezaron a dirigirse los pensa­


mientos de Bernardo cuando se preguntó a sí mismo acerca de su
futuro. Desde las ventanas y parapetos del castillo de su padre podía
ver el bosque que la rodeaba, 12 millas al sur de Dijon; y quizá
él la habría visitado algunas veces en excursiones cinegéticas que
tanto amaba. En todo caso, tenía que haber oído los rumores que
flotaban por todas partes referentes a los misteriosos ocupantes del
lugar y a las temibles austeridades que ellos practicaban. Pero lo
que hasta entonces había llenado de horror su mente, se convertía
ahora en una fuerte atracción. Ciertamente no podía haber un asilo
más adecuado para los que desearan morir para el mundo y para
sí mismos con toda su alma. Había adoptado su resolución: se ente­
rraría vivo y para siempre en la soledad de Citeaux. Sin embargo, la
prudencia le aconsejaba que, antes de seguir adelante, debería con­
sultar a alguien en cuya piedad y prudencia pudiera confiar, a alguien
que actuara para él como director espiritual. Nadie le pareció más
indicado para esta misión que su tío materno, Gaudry, señor de
Tuillon, el cual, aunque soldado de profesión que tenía una alta cate­
goría en el ejército del duque, demostró ser un hermano digno de
la santa Aleth. Justamente entonces Gaudry estaba ocupado en el

42
SAN BERNARDO

sitio de Grancey-le-Chateau, una ciudad situada a mitad del camino


entre Dijon y Chatillón. Sin demora, Bernardo le buscó y le comunicó
su designio. El valiente caballero, lejos de intentar disuadir al joven
de su propósito, le dio su plena aprobación.
Bernardo tenía otros varios parientes en el campamento, a los
que, animado por la aprobación de su tío, dio a conocer sus inten­
ciones. Pero ellos recibieron la noticia de un modo muy distinto. Al
momento se vio asaltado por una tormenta de vehementes protestas.
¡Citeaux! Sólo el pensar en él les inspiraba terror. Era suicida para
un muchacho de su delicada constitución emprender una vida tan
austera. Además, si se veía obligado a renunciar después de haber
empezado, “su última situación sería peor que la primera”. Enton­
ces, “ut quid perditio istal”—¿para qué este derroche? (Me 14, 4).
¿No podía encontrar mejor uso para sus dotes que enterrarse bajo
el sello del silencio perpetuo?, ¿no tenía que temer el castigo señalado
para el siervo inútil?, pero, sobre todo, ¡qué desgracia para la fa­
milia! ¡Un brote de la noble casa de Fontaines convertido en bra­
cero del campo! La cosa era intolerable. Si se consideraba poco
apto para el ejército, ¿no podía buscar una carrera en la corte o en la
Iglesia, o en alguna de las famosas escuelas de Teología, Filosofía,
Derecho o Letras?
Al principio estos argumentos no le impresionaron, pero como el
ataque continuaba se sometió poco a poco y por fin se rindió por
completo. No sería un monje, sino un erudito. Se decidió que saldría
lo antes posible para una célebre escuela de Alemania. Sus hermanos,
desde luego, estaban como locos de contentos por su éxito. En cuanto
a Bernardo, se sentía muy poco feliz. Regresó a Fontaines muy
pesaroso, asaltado por la penosa sospecha de que desobedecía una
llamada divina y exponía su salvación al peligro. Las semanas si­
guientes fueron muy desgraciadas. Y no era extraño. Siempre es duro
dar coces contra el aguijón, resistir la voluntad de Dios, pues “¿quién
la ha resistido y ha tenido paz?” El recuerdo de su madre,
hasta entonces tan dulce para su alma, se convirtió en una fuente
de la más amarga angustia, porque con él venía la vivida conciencia
de que había incurrido en su enojo.
A veces se figuraba que la veía con sus ojos terrenales y le oía sus
tristes reproches. ¿Iba él de esta manera a anular la consagración
de su nacimiento dedicando su vida a la búsqueda de las vanidades?
¿Para esto lo había guardado e instruido con un celo tan vigilante?
Por fin, un día, en los comienzos del otoño de lili, volvió a tomar
el camino de Grancey, donde el ejército estaba todavía acampado.

43
AILBE J.LUDDY

A medida que avanzaba, su dolor se hacía más intenso. Al llegar a


una iglesia solitaria, entró en ella y, postrado ante el altar, suplicó a
Dios Todopoderoso que se apiadase de su desgracia. Fue la oración
del humilde, que horada las nubes. La sensación de la presencia de su
madre volvió a apoderarse de él con una asombrosa vivacidad y en
el mismo instante se disolvió el helado corazón, a la vez que el alma
angustiada encontró consuelo en un torrente de felices lágrimas. Toda
duda y toda oscuridad se desvanecieron de su mente, iluminada una
vez más por el sol radiante de la gracia. Tú has vencido, ¡ oh Galileo!,
Tu poder ha prevalecido de nuevo, como antiguamente sobre Saulo y
Agustín: como ellos el hijo de Aleth será para Ti un navio elegido
para llevar Tu nombre ante los gentiles y los reyes y los hijos de Israel.
Los autores ven una alusión a este acontecimiento y a su feliz
resultado en las palabras pronunciadas por el santo mucho después
con ocasión de su predicación a sus hermanos de Clairvaux: “Mien­
tras buscaba a Aquel en quien mi frío y lánguido espíritu pudiese
encontrar calor y reposo, no encontré en ningún sitio a nadie que
pudiera ayudarme a derretir el rígido frío que mantenía mis facultades
interiores en servidumbre y a restaurar la alegre primavera de la
alegría espiritual. Así, mi alma se volvía de día en día más lánguida,
cansada e inerte. Lleno de disgusto, me entristecí hasta la desespera­
ción y murmuraba para mí las palabras del salmista: ‘¿Quién se
pondrá delante del rostro de Su frío’ (Ps 147, 17). Entonces, de repen­
te, quizá ante el pensamiento de alguna persona muerta o ausente,
‘los vientos soplaron y las aguas corrieron’ (Ps 147, 18) ‘y mis lágrimas
fueron mi alimento día y noche’ (Ps 41, 4)”.
Con una alegría todavía mayor que su anterior tristeza, Bernardo
continuó su viaje. Llegado a Grancey, informó a sus parientes de
su renovado propósito de consagrar su vida a Dios en la santa reli­
gión. Se reanudó el ataque con vigor, pero esta vez sin resultado
alguno. Entonces, ante el asombró de todos, Gaudry, aunque era es­
poso y padre, anunció su intención de acompañar a su sobrino a
Citea’ux. Los dos salieron juntos para Fontaines, a ñn de despedirse de
Tescelín. En el castillo encontraron a Bartolomé, un brillante mu­
chacho de unos dieciséis años, el cual prestamente aceptó lá apremiante
invitación de Bernardo y prometió unirse a ellos en su huida del
mundo.
Envalentonado por este éxito, el santo concibió el designio ambi­
cioso y al parecer desesperado de inducir a sus hermanos, que esta­
ban en el ejército, a hacer lo mismo. Por tanto, apareció una vez
más en el campamento. Empezó su apostolado con Andrés, qúe

44
SAN BERNARDO

acababa de ganar las espuelas de caballero y cuya mente estaba des-


lumbrada con sueños de gloria militar. El joven caballero recibió su
proposición con un desdén soberano. No quería escuchar ningún razo­
namiento, hasta que de repente se le apareció la santa Aleth delante
de los ojos, sonriendo dulce y animosamente, como si quisiera se­
cundar el llamamiento de su hermano, y Andrés, agobiado por la
emoción, exclamó en voz alta: “¡Mi madre; la veo!” “Sí—dijo Ber­
nardo, siempre dispuesto a sacar el mayor provecho posible de su
oportunidad—•, y su presencia aquí es una señal de que quiere que
vengas conmigo.” Y esto decidió la cuestión. La carrera militar de
Andrés había terminado. Pero el pensamiento de separarse de sus
amados hermanos llenó de tristeza su afectuoso corazón. Así, le dijo
a Bernardo: “O persuades a nuestros otros hermanos para que aban­
donen el mundo con nosotros, o me divides en dos; porque no puedo
vivir separado de ti o de ellos.”
A continuación le tocó el tumo a Guido. Era un caso delicado,
pues era un hombre casado y padre de familia, y su hijo menor era
todavía un niño de pecho. El intento de romper unos lazos tan sa­
grados nos parece hoy extremadamente cruel, por no decir criminal;
pero tenemos que recordar que Bernardo era un santo de Dios y
en este caso actuaba bajo una especial inspiración divina. Guido, que
era un hombre profundamente religioso, agobiado por su insistencia,
prometió ingresar en el claustro a condición de que su joven esposa,
Elizabeth, diese su consentimiento. ¡Oh, era pedir un terrible sacri­
ficio a la pobre esposa y madre! Bernardo, sin embargo, no dudó:
en su sentir, ningún sacrificio que se hiciera por Dios y la eternidad
era excesivo. Pero Elizabeth rechazó su propósito con indignación.
¿Consentir en renunciar al marido que adoraba y al padre de sus
desvalidos hijos? No, nunca. Entonces Guido, en su perplejidad,
sugirió la idea de un compromiso: renunciaría a todas sus posesiones
y sostendría a su familia con el trabajo de sus manos, convirtiéndose
en un religioso en el mundo, como los primeros cristianos. No habría
necesidad de esto, le dijo Bernardo, porque antes de la próxima
Pascua sería libre de elegir su vocación, bien por el consentimiento
de su esposa o por su muerte. Y así ocurrió. Elizabeth cayó pronto
enferma, y estando a punto de morir envió a buscar a su inexorable
cuñado. Al llegar éste, expresó ella su pesar por haberse opuesto a
la voluntad de Dios: Guido tenía ahora su pleno consentimiento
para ingresar en el claustro. Después de ésto empezó a mejorar y
pronto quedó completamente restablecida. Hacia el año 1114 se retiró
al convento de Jully, una casa benedictina dependiente de Molesme,

45
AILBE J. LUDDY

con otras damas de la nobleza cuyos maridos habían ido a Citeaux.


Llegó a ser superiora de este establecimiento y después de Larey,
cerca de Dijon. Se cree que murió en el año 1150. En cuanto a los
hijos—dos niñas—, fueron criadas y educadas por las religiosas de
Jully, y a su debido tiempo una de ellas contrajo matrimonio. A
través de ella y de sus descendientes, la sangre de Tescelín se ha
conservado para Francia hasta nuestros días en alguna de sus más
ilustres familias. La otra, llamada Adelina, ingresó en la primera co­
munidad de monjas cistercienses en el convento de Tart, y llegó a ser
abadesa de Poulangy, una de sus filiales.
Una vez conquistado Guido, Bernardo empezó la tarea más difí­
cil de todas, la conversión de su segundo hermano. Gerardo era un
soldado nato, con una elevada fama de valor y prudencia. Era extre­
madamente popular con los hombres y también, de todos los her­
manos, el que más amaba nuestro santo. En su opinión, la profesión
de las armas era la más noble a que un hombre podía aspirar. Por
consiguiente, estaba muy indignado del fanatismo de Bernardo y
de la estupidez de los que le hacían caso. Podemos figurarnos cómo
recibiría la invitación de seguir su ejemplo. Los razonamientos y los
ruegos sólo sirvieron para irritarle más. Entonces Bernardo, inspirado
por el espíritu de profecía que ya se había revelado en el caso de
Elizabeth, puso su mano en el costado del guerrero y le dijo: “Bien,
ya sé que solamente la aflicción puede abrirte los ojos. Entonces
escucha: llegará un día muy cercano en que una lanza te atravesará
este costado y abrirá un camino hacia tu corazón a los consejos de
salvación que ahora rechazas con desprecio. El temor de la muerte
te asaltará; sin embargo, no morirás.” Pocos días más tarde Gerardo
fue herido y hecho prisionero. Una lanza le había atravesado el cos­
tado en el mismo lugar en que Bernardo había colocado el dedo.
Creyendo que la herida era mortal y que estaba ya próximo a morir,
le asaltó un gran temor, justamente con una violenta agitación, y no
sabiendo lo que decía, exclamó: “Yo soy un monje, un monje de
Citeaux.” Era como si tuviese intención de hacer su profesión reli­
giosa in articulo mortis. Llamaron a toda prisa a Bernardo, pero éste
se neaó a ir. “Lo sabía y le avisé—le dijo al mensajero—que sería
difícil para él dar coces contra el aguijón. Sin embargo, que tenga la
seguridad de que esta herida no le causará la muerte, sino que le traerá
la vida.” Y así ocurrió. Lo mismo que San Ignacio más tarde, Gerardo
tuvo durante su convalecencia en la prisión tiempo Ubre en abundan­
cia para reflexionar sobre la vanidad de todas las cosas terrenales y
la suprema importancia de las cosas de la eternidad. Vio entonces con

46
SAN BERNARDO

toda claridad la sabiduría de la intención de su hermano y decidió,


si recobraba alguna vez la libertad y la salud, seguir su ejemplo. Más
tarde, Bernardo fue a verle, pero no le dejaron entrar en la prisión.
Sin embargo, le habló, al parecer, por una ventana, y le dijo: “Gerar­
do, salimos ahora para el monasterio; como no puedes venir todavía,
vive aquí como un monje y procura estar con nosotros en espíritu.
Ya sabes que la buena voluntad será aceptada como si fuese una buena
obra.”

Estancia en Chatillón

Sin embargo, Bernardo y sus compañeros no fueron inmediatamente


a Citeaux. Guido y Gaudry necesitaban algún tiempo para arreglar sus
negocios terrenales. Así, se acordó que todos se retirarían a Chatillón
y esperarían allí hasta que se terminaran aquellos asuntos. Se consi­
deró un buen presagio que la primera vez que aparecieron juntos en
la iglesia (22 de octubre de lili) oyeran leer de la Epístola a los
Filipenses las palabras: “El que ha empezado una buena obra en ti
la perfeccionará en el día de Jesucristo.” El santo, envalentonado por
tantos éxitos y sediento de nuevas conquistas, aprovechó bien el
tiempo. Se acordó del amigo de los días de escuela, Hugh de Macón,
y decidió que este joven le acompañara también al claustro. En él,
decidir era obrar. Por consiguiente, se dirigió a toda prisa a Macón
y le informó de lo que él y sus compañeros estaban a punto de hacer,
rogándole urgentemente que participara de su felicidad. Hugh había
oído que Bernardo se estaba preparando para ir de peregrinación a
Tierra Santa, lo cual lo consideraba bastante malo; pero tan pronto
como oyó que su destino era Citeaux, su pesar fue demasiado grande
nara expresarlo con palabras. Sollozaba y se lamentaba como si se le
fuera a partir el corazón. A la mañana siguiente todavía brotaban de
sus ojos las lágrimas; pero cuando Bernardo le reprendió por la falta
de dominio sobre sí mismo, le contestó: “Ayer lloraba por ti; hoy
lloro por mí.” Estaba convertido. Había una gran alegría en el corazón
de Bernardo cuando cabalgaba de regreso a Chatillón, adonde Hugh
había prometido seguirle. Pero éste no cumplió su promesa; y al cabo
de algunos días se extendió el rumor de que había sucumbido a los
ruegos de sus parientes y había cambiado de manera de pensar. El
oeloso apóstol, grandemente turbado, se dirigió inmediatamente a Ma­
cón para ver si podía hacer que retomase a sus primeras y excelentes
intenciones. Sin embargo, parecía que todo su esfuerzo sería inútil,

47
AILBE J. LUDDY

pues su amigo estaba tan bien guardado que no pudo acercarse a él.
Después de cierto tiempo, la Providencia vino en su ayuda. Se celebró
un sínodo provincial al aire libre en Macón, al cual Hugh, que estaba
ordenado, acudió, pero bien guardado, como de costumbre. De repente
empezó a llover a torrentes; todo el mundo echó a correr en busca de
refugio, y Bernardo y Hugh se encontraron casualmente juntos, lejos
de la muchedumbre. Parecía que el joven noble no había abandonado
realmente su intención, pero sólo había prometido—a fin de huir de
la importunidad de sus amigos—no hacerse monje antes de fin de año:
por hacerse monje él entendía el tomar los votos, y pensaba pasar
el año de espera en el noviciado. No sabemos lo que opinó Bernardo
sobre este ejemplo de reserva mental. Pero cuando regresó a Chatillón,
Hugh fue con él.
Empezó entonces un apostolado sistemático entre sus amigos y
conocidos. Fue tan grande su éxito, que, según nos informan los es­
critores contemporáneos, “las madres ocultaban a sus hijos de la vista
de Bernardo; las mujeres, a sus maridos; los amigos, a sus amigos”.
Su llamamiento resultaba casi siempre irresistible, porque, como dicen
los mismos autores: “el Espíritu Santo daba tal unción y poder a sus
palabras, que vencía cualquier otro atractivo”. En un plazo relativa­
mente corto había juntado en la casa de su padre en Chatillón 32
jóvenes, varios de ellos casados y no pocos pertenecientes a las pri­
meras familias de Borgoña. Entre ellos estaba otro de sus primos y
condiscípulo, Geofredo de la Roche.
Hemos dejado a Gerardo languideciendo en la prisión de Grancey.
Había pasado casi cinco meses en la mazmorra cuando una mañana
temprano, a principios de la Cuaresma de 1112, oyó claramente una
voz que le decía: “Hoy recuperarás la libertad.” Avanzó el día hasta
que llegó el momento de vísperas sin que trajera la prometida eman­
cipación. Pero en aquel instante, estirando con fuerza los grillos que
le sujetaban los pies, vio con alegría que se rompían en sus manos.
Los cerrojos de la puerta sucumbieron muy fácilmente ante sus esfuer­
zos. Había una gran muchedumbre delante de la casa, pero en lugar
de impedir su huida todos escaparon aterrorizados al verle. En las
calles se le acercaron y le llamaron por su nombre algunos carceleros;
al parecer se habían olvidado de que había estado cautivo y no mos­
traron la menor sorpresa al ver a un enemigo caminando libremente
por su ciudad. Por fin, pasando a través de las puertas de la ciudad
sin encontrar ningún obstáculo, se dirigió a Chatillón.
Los jóvenes caballeros allí reunidos seguían una vida de comuni­
dad, siendo Bernardo en realidad el superior. Su vida estaba dedicada

48
SAN BERNARDO

exclusivamente a los ejercicios espirituales, como una preparación para


lo que les esperaba más tarde. Uno de ellos tuvo una extraña visión,
que les extrañó mucho y que solamente el tiempo pudo interpretar.
Les vio a todos sentados a una mesa provista de comida, maravillosa­
mente blanca y dulce al gusto, de la cual participaban ansiosamente
todos menos dos. Uno de éstos se negaba a tocarla; el otro parecía
incapaz de llevársela a la boca. La visión fue explicada más tarde
por la defección de dos de sus miembros: uno desde Chatillón, el
otro desde el noviciado de Citeaux. A los autores les complace com­
parar esta estancia en Chatillón con la retirada de San Agustín y sus
amigos a Cassiaceum; nosotros nos acordamos también de Newman
y sus seguidores, que se habían retirado a Littlemore.

Adiós a Fontaines

La estancia de los amigos en Chatillón duró seis meses, desde


octubre hasta principios de abril. Para entonces los negocios que habían
causado la demora estaban terminados, de forma que los amigos se
encontraban ahora en libertad de ejecutar su designio. Pero primero
Bernardo y sus hermanos tenían que visitar Fontaines para recibir la
bendición de despedida de Tescelín. Fue un espectáculo muy conmo­
vedor: los cinco nobles hermanos arrodillados ante su noble padre.
Mucho le costó hacer este sacrificio, renunciar para siempre a aquellos
jóvenes que eran su orgullo, su esperanza y su felicidad. Pero haciendo
un esfuerzo, dominó su emoción y los bendijo en silencio.
Humbelina no pudo resignarse. Reprochó amargamente a Bernardo
el haber llevado la desolación a su hogar y destrozado su corazón;
sin embargo, terminó por arrojarse a sus pies e implorarle que rezara
por ella. Cuando marchaban, se encontraron al joven Nivardo, de
doce años, que estaba jugando con otros niños. Guido le llamó y le
dijo : “Hermanito, serás un hombre muy rico cuando crezcas, pues
te dejamos el castillo y toda la hacienda.” “El cielo para vosotros;
la tierra para mí—exclamó el precoz niño—la división no es justa”.
Dirigiendo una última mirada al viejo lugar, tan querido para ellos
por estar asociado con mil dulces recuerdos, los cinco le volvieron
la espalda y continuaron resueltamente su camino. Todos sintieron
profundamente la despedida, pero quizás ninguno tanto como el pro­
pio Bernardo, a pesar de su estoico aspecto. Mientras tanto, en el
ancestral castillo, ahora tan solitario como antes alegre, el desconso­
lado padre se sentaba lamentando el fracaso de sus esperanzas y la

49
S. BERNARDO.-
AILBE J. LUDDY

pérdida de sus hijos. Su pesar sería mayor si pudiese ver el día en


que los dos que le habían quedado para consolarle en sus últimos años
seguirán el ejemplo de sus hermanos. Y entonces, por fin, el desolado
anciano huirá a buscar refugio en el claustro y no sufrir la soledad
y la tristeza de los desiertos salones del castillo.

Noviciado

Hacia la época de Pascua del año 1112, posiblemente el Domingo


de Pascua, el abad de Citeaux fue informado que en la puerta del
monasterio había unos caballeros que deseaban verle. Se mostró un
tanto sorprendido del aviso. Un acontecimiento semejante era muy
raro ahora, aunque había sido muy frecuente en otros tiempos, antes
de que el duque y sus cortesanos fueran excluidos de la abadía.
Salió y vio que le esperaban treinta y dos jóvenes cuyos vestidos y cuyo
aspecto indicaban su rango aristocrático. Al frente de ellos se hallaba
un joven de aspecto refinado y atractivo. Era Bernardo un extraño
todavía para Esteban, aunque su llegada se debía indudablemente, en
parte, a las oraciones de Esteban. Actuó como vocero de los demás,
pidiendo para ellos y para sí mismo ser admitidos en la hermandad.
El santo abad se daba ahora cuenta de que éste era el cumplimiento de
la profecía y su corazón se inundó de gratitud y alegría. Sin embargo,
entre los novicios había uno que él, prudentemente, no quiso admitir
de momento en atención a su tierna edad. Era Roberto, un primo
carnal de Bernardo. Al parecer, no tenía catorce años. Así que se
decidió hacerle esperar dos años más—una decisión que justifica la
reputación de Esteban como hombre de extraordinaria prudencia E
Bernardo tenía veintidós años cuando ingresó en Citeaux. De su
vida en el noviciado se sabe muy poco. Conocemos, sin embargo,
cómo se ocupaba el tiempo, pues la santa regla de San Benito, que
se observaba al pie de la letra en el monasterio, regula en los más
pequeños detalles las ocupaciones del monje a través de todo el largo
día de dieciocho o diecinueve horas. Se levantaba “un poco después
de medianoche”—a la una o las dos de la madrugada—y pasaba la
mañana en el coro cantando los oficios de Maitines, Laudes y Prima,
con cortos intervalos entre ellos. Durante la época de verano, es decir,
desde Pascua hasta el 14 de septiembre, festividad de la Santa Cruz,
se dedicaba al trabajo manual desde las seis hasta las diez de la

1 En 1134 el Capítulo general prohibió la admisión de novicios antes que


cumplieran los quince años, como lo hace ahora el Derecho canónico.

50
SAN BERNARDO

mañana, que probablemente era la hora de Tercia. Había un intervalo


para leer o estudiar hasta mediodía, en que se cantaba la Sexta. Luego
venía la comida, seguida de otro largo intervalo, en el que tenía liber­
tad de dedicarse a la oración, a las lecturas piadosas o al reposo. A las
dos y media iba al coro para el oficio de Nona, y luego volvía a su
trabajo manual hasta la hora de Vísperas. Después de esto, cenaba;
luego había otro intervalo, y finalmente, el oficio de Completas, que
ponía fin a la jornada. Había un horario diferente en invierno, desde
la Santa Cruz hasta el principio de Cuaresma. Durante este tiempo
la santa regla prescribe lecturas espirituales desde las seis hasta las
ocho de la mañana, luego trabajo manual hasta la hora de Nona, que
era seguida por la comida, la única comida que se les permitía en
esta época. En Cuaresma se dedicaban a la lectura tres horas de la
mañana, de seis a nueve. Entonces comenzaba el trabajo y continuaba
con cortas interrupciones durante las horas de Sexta y Nona hasta
las cuatro de la tarde, que era la hora de Vísperas. Terminado este
oficio, se le permitía al pobre monje romper su ayuno. Los diversos
intervalos concedidos para la lectura se podían emplear en estudios
sagrados, o en aprenderse el salterio y otras partes del oficio
que era preciso saber de memoria. Se debe observar aquí que,
además del oficio canónico, los cistercienses, incluso en esta primera
época, acostumbraban a recitar en el coro el oficio de Difuntos con
tanta frecuencia como lo permitían las rúbricas. Se decía también
el oficio de la Virgen Bendita desde los comienzos de Citeaux, pero
fuera del coro.
El novicio cisterciense de aquella época no recibía el hábito reli­
gioso hasta el día de su profesión, costumbre que estaba de acuerdo
con la santa regla; él no tenía sino un capuchón que le distinguiera
del ordinario seglar. Observaba la regla exactamente lo mismo que
los monjes profesos y no hablaba a nadie sino al abad y al padre
maestro. No podía ver a ningún visitante, ni escribir, ni recibir cartas
sin permiso del abad. En cuanto a su alimento, era tal y como lo
requería el mantener un hambre saludable; la carne, el pescado, los
huevos, la leche y el pan blanco no se veían nunca fuera de la en­
fermería.
Bernardo se deleitaba con la salmodia, que ocupaba seis o siete
horas del día. La hora del oficio no venía nunca demasiado pronto ni
duraba lo suficiente para su devoción. En materia de ayuno y abs­
tinencia, fue incluso más allá, y mucho más allá, de las prescripciones
de la regla—indudablemente, con la aprobación de sus superiores—.
A consecuencia de estos excesos, contrajo, siendo todavía novicio,

51
AILBE J. LUDDY

aquella cruel enfermedad gástrica que le atormentó durante toda la


vida y le llevó por fin a la tumba. Mortificaba de un modo tan com­
pleto el paladar, que perdió del todo el sentido del gusto.
¡Así leemos cómo una vez bebió aceite equivocadamente en vez
de agua y no se dio cuenta de la diferencia! El sentido del oído
tema que sufrir su mortificación. Poco después de entrar en Citeaux
le visitaron varios amigos. Escuchó con excesiva ansiedad las noticias
que le dieron, con el resultado de que cuando fue al coro para el oficio
de Nona vio que todo su fervor había desaparecido y que su mente era
presa de las distracciones. Aquello le decidió a no oír nunca de nuevo,
voluntariamente, ninguna conversación mundana. Más tarde otros visi­
tantes fueron a verle y Bernardo apareció en el locutorio ¡ con los oídos
tapados con algodón! Con ello aspiraba a una doble ventaja: evitar el
oír noticias que le distrajeran y procurar adquirir reputación de estú­
pido. Estaba muy satisfecho del resultado de su artimaña; pero no
sabemos lo que pensarían sus amigos acerca de la entrevista. Con
respecto al sentido de la vista, se mostraba especialmente cuidadoso,
advertido de su peligro por su propia y lamentable experiencia pasada.
Podemos figurarnos hasta qué punto vigilaba sus ojos por el hecho de
que, al final de su año de noviciado, no sabía si el techo del departa­
mento de los novicios era plano o abovedado, o cómo estaba iluminada
la iglesia. En años posteriores caminará todo un día junto a las costas
del bello lago Lemán sin levantar una sola vez los ojos. El trabajo
manual era la única cosa en que, a pesar de su buena voluntad,
Bernardo no podía seguir a sus hermanos. Su fuerza resultaba inade­
cuada para las pesadas labores del campo. Afortunadamente, encontró
en Esteban un patrono considerado. Un día durante la época de la
cosecha toda la comunidad estaba muy ocupada en el trabajo con sus
hoces. Bernardo luchaba desesperadamente para seguir el ritmo de sus
compañeros hasta que sus delicadas muñecas se entumecieron por la
fatiga. Al darse cuenta de su estado, Esteban le ordenó que descansase
y Bernardo cayó de rodillas y rogó a Dios Todopoderoso que hiciese
de él un buen segador. Su oración fue escuchada. Llegó a ser tan dies­
tro con la hoz, que mucho tiempo más tarde solía alegremente enva­
necerse de su habilidad en este trabajo. Sin embargo, con mucha fre­
cuencia no se le permitía dedicarse a esta clase de labor. En adelante,
mientras que sus hermanos se dedicaban a sembrar o a recoger la
cosecha, su ocupación consistía en cortar leña, escardar el jardín y
barrer el claustro.
Pero había otro trabajo además del manual que ocupaba a los
monjes de Citeaux durante el año de noviciado de Bernardo. San

52
SAN BERNARDO

Esteban, como hemos dicho, era un erudito, uno de los hombres más
cultos de su tiempo. Tan pronto como le nombraron abad, se encargó
de un trabajo que le ha ganado la admiración de los eruditos de todas
las épocas posteriores. Al ver las innumerables versiones y discrepan­
cias en los códices existentes de las Sagradas Escrituras, concibió la
idea de producir una nueva edición revisada para uso de sus monjes.
Era una empresa gigantesca en aquella época, que suponía la tarea de
compulsar versiones en muchos idiomas, a fin de conseguir la mejor
posible. Ninguna otra comunidad de la época, sin exceptuar la de
Cluny, pudo, ni lo intentó, realizar un trabajo tan ambicioso. Con
respecto al texto hebreo, Esteban no tuvo escrúpulos en llamar en su
ayuda a algunos doctos rabinos judíos. El trabajo fue un éxito mag­
nífico, y todavía tiene gran importancia. Se completó antes de la lle­
gada de Bernardo. Luego se puso a realizar con el misal, el gradual,
el antifonario, el libro de himnos y el leccionario y otros libros
litúrgicos, incluso con el calendario y la santa regla, lo que había
hecho ya con la Biblia. Esta obra estaba todavía en marcha y es casi
seguro que Bernardo participó en ella durante el tiempo que estuvo
en Citeaux después de hacer los votos.
Llegó al final del noviciado con la salud minada, pero más deci­
dido que nunca a consagrar su vida a la práctica de la penitencia. Su
profesión iba a ser una completa renuncia de sí mismo, un holocausto,
un clavarse a la cruz con los clavos de los votos irrevocables de la
religión. Nunca se permitió el perder esto de vista. A partir de aquel
momento tenía la costumbre de reanimar su fervor, particularmente
cuando se le presentaba alguna dificultad, haciéndose la pregunta:
“Bernarde, Bernarde, ad qui venisti?” (¿Para qué has venido aquí?)
Era un gran consuelo para él ver arrodillados a su lado a la hora
del sacrificio supremo a todos, menos a uno, de los treinta que le
habían seguido en el noviciado: incluso el fugitivo estaba destinado a
terminar sus días en Clairvaux. Hicieron votos de pobreza, castidad,
obediencia, estabilidad y modificación de costumbres, según el cere­
monial que se sigue todavía en la Orden cisterciense, y cambiaron
por fin sus ropas seglares por el hábito religioso.

53
CAPITULO V

CLAIRVAUX

Fundación de Clairvaux

La retirada de Bernardo y sus amigos a Citeaux produjo gran


sensación en toda la provincia y dio mucho que pensar. Sirvió tam­
bién para dar a conocer entre las gentes la existencia del monasterio.
El interés engendró la admiración, y el resultado fue un aflujo cons­
tante de novicios a las puertas de la abadía. Antes de un año la
colmena monástica estaba tan congestionada, que fue necesario enviar
una colonia. El abad Esteban no tuvo que buscar muy lejos el em­
plazamiento. Su buen obispo de Chalons, cuya generosidad ya había
experimentado más de una vez, deseaba tener en su diócesis una se­
gunda familia cisterciense y ofreció un lugar adecuado un poco al sur
de Citeaux. Esta fundación fue llamada Firmitas (La Ferté). Doce
meses más tarde la casa materna estaba de nuevo abarrotada con ex­
ceso y fue necesario enviar otra colonia. Hugh de Macón, que apenas
hacía un año que había profesado, fue colocado al frente de esta co­
munidad, que se estableció en Yonne, y fundó la famosa abadía de
Pontigny, en la que dos arzobispos santificados de Canterbury toma­
ron el hábito, Santo Tomás de Becket, en 1164, y San Edmundo,
en 1240. Fue necesaria una tercera salida en junio de 1115, en cuyo
año el conde Hugo de Troyes solicitó una colonia a fin de establecer
un monasterio en sus dominios. Esteban decidió poner a Bernardo al

54
SAN BERNARDO

frente de esta fundación, contra las enérgicas advertencias de sus con­


sejeros, que encontraron argumentos plausibles en la juventud, inex­
periencia y delicada salud del nuevo superior. Y dio prueba de su
dulce y humana amabilidad incluyendo en la comunidad del joven
abad a sus cuatro hermanos, su tío, sus primos Geoffrey y Roberto,
este último sin profesar todavía, con otros cinco; pues según la cos­
tumbre cisterciense una colonia debería constar de doce religiosos con
el abad, representando así a Jesucristo y sus apóstoles. El día de la
despedida fue muy triste para todos. En la iglesia de la abadía, donde
estaba reunida toda la comunidad, Esteban, cogiendo un crucifijo del
altar, lo colocó en las manos de Bernardo. Luego los monjes, tanto los
que se marchaban como los que se quedaban, formaron en procesión
y avanzaron hacia la puerta cantando salmos, aunque sus corazones
estaban agobiados de tristeza y sus ojos llenos de lágrimas. En la puer­
ta del monasterio se despidieron para siempre. Se dice que Esteban
lloraba como un niño al separarse de Bartolomé, por quien sentía un
afecto especial. Sin embargo, los peregrinos siguieron avanzando sin
volver la mirada hacia el hogar de su infancia espiritual. Bernardo
caminaba delante, sosteniendo el crucifijo en la mano; los otros le
seguían de dos en dos, cargados con lo necesario para la celebración
de la misa y del oficio divino, juntamente con herramientas agrícolas
y de construcción y, desde luego, con algunas provisiones. Su destino
estaba a unas 90 millas hacia el norte. Pasaron cerca de Chatillón
durante su marcha, pero podemos estar seguros de que, por mucho que
se sintiera tentado, Bernardo no se apartó a visitar a sus viejos maes­
tros, obedeciendo la orden: “No saludes a nadie en el camino”
(Le 10, 4). El cuarto o quinto día de viaje llegaron a la ciudad de
Ville, en el territorio del conde Hugo, en la que residían algunos
primos de nuestro santo. A poca distancia de este lugar, en la orilla
izquierda del Aube, descubrieron un valle profundo, cubierto de espe­
sos matorrales y separado por pendientes colinas y altos árboles del
norte, sur y oeste. A través del centro corría un arroyo de chispeantes
aguas. Era conocido con el nombre del Valle del Ajenjo y había sido
usado frecuentemente como escondite por las bandas de ladrones. Ber­
nardo y sus monjes lo eligieron como emplazamiento de su monasterio.
El 25 de junio de 1115 tomaron posesión formal del lugar y cambiaron
su nombre por el de Clairvaux (Clara Vallis, el Valle de la Luz), no
por ninguna razón simbólica, sino porque a causa de su posición y
forma estaba expuesto todo el día a la luz del sol.
Mientras los monjes, bajo la dirección del prior, Gauthier, se po­
nían inmediatamente a limpiar el terreno y erigir los edificios nece­

55
AILBE J. LUDDY

sarios, Bernardo tuvo que emprender otro pesado viaje. Todavía no


había recibido la bendición abacial, ni siquiera la orden del sacerdocio.
Y sucedía que el obispo de Langres, en cuya jurisdicción estaba Clair­
vaux, se hallaba entonces ausente de su diócesis. ¿ A quién se dirigiría?
Por consejo de sus hermanos decidió ir a Chaions y recibir la orde­
nación y la investidura canónica de manos del ilustre obispo de aquella
sede, Guillermo de Champeaux. Como compañero de viaje eligió a
un religioso llamado Elbold, probablemente porque éste conocía el
camino. Los dos peregrinos, en lo que se refería a su aspecto externo,
hacían una mala pareja, y el contraste entre ellos produjo gran rego­
cijo cuando llegaron a Chalons. Elbold era un hombre bastante en­
trado en años, fornido y majestuoso, con el aspecto del hombre nacido
para mandar, mientras que Bernardo parecía extraordinariamente débil
y joven. No es de extrañar que el portero tomase al religioso por el
superior y lo presentase al obispo como tal. Pero Guillermo tenía
mejor vista. A la primera mirada se dio cuenta de la verdad y concibió
una veneración por Bernardo que la amistad acrecentó posteriormente.
Más adelante añadiremos algo acerca de este piadoso prelado.

Miseria

Mientras tanto, en Clairvaux los hermanos estaban muy ocupados


en la construcción de los edificios. Avanzaban rápidamente, pues no
se preocupaban nada de las exigencias arquitectónicas y casi tampoco
de la comodidad. Sólo deseaban lo puramente esencial. Unicamente
querían tener un lugar donde se pudiera decir la Santa Misa y cantar
el oficio divino y un tejado que les protegiera del viento y la humedad.
Esta primitiva estructura llamada “Monasterium Vetus”—Viejo Mo­
nasterio—fue conservada durante largo tiempo como un objeto de
veneración religiosa. Meglinger, que visitó Clairvaux en 1667, lo en­
contró casi intacto y nos ha dejado una interesantísima descripción
del venerable edificio. No tenía más que un tejado que cubría la
iglesia, el refectorio, la cocina y el dormitorio. La iglesia era un edifi­
cio cuadrado, con tres altares, estando dedicado el principal a la
Virgen Santa y los otros a San Lorenzo y San Benito; los únicos
adornos que contenía eran una cruz de madera y una pila de agua
bendita. Junto a la iglesia estaban el refectorio y la cocina. Como
suelo de estos departamentos no había nada más que la tierra desnuda
y húmeda, y estaban iluminados por pequeñas ventanas de un palmo
de anchura. En lo alto estaba el dormitorio, al que se subía por medio

56
SAN BERNARDO

de una escalera de mano. Los monjes dormían en camas de tablones


cubiertos de paja o de hojas secas. En un rincón, en lo alto de la
escalera y debajo de las vigas del inclinado tejado, había una pequeña
celda, tan oscura e incómoda que parecía adecuada solamente para la
leña. Bernardo se servía de ella tanto para dormitorio como para cuarto
de estar. El único asiento era un anaquel en la pared colocado de tal
manera bajo el pendiente tejado que tenía que agacharse para alcan­
zarlo. El aire y la luz entraban a través de una abertura que también
dejaba pasar el viento y la lluvia. El abad tenía la cama junto a la
pared, un armazón de tablones con un bloque de madera por almoha­
da. Este fue el lugar donde compuso algunas de las obras inmortales
que son todavía y continuarán siendo por siempre un foco de luz para
la Iglesia universal; ésta era la habitación por la cual suspiraba cuan­
do se detenía como huésped de honor en los dorados palacios de los
papas, los reyes y los emperadores.
La lucha por la existencia soportada por la pequeña comunidad
de Clairvaux fue terriblemente severa, con privaciones y sufrimientos
que no tenían paralelo ni siquiera en la historia de Citeaux y Molesme.
Y duró mucho tiempo. El ruin suelo solamente compensaba con una
miseria el trabajo empleado en él. Tampoco había ninguna probabi­
lidad de socorro del exterior, pues el mundo todavía no conocía nada
de Clairvaux ni de sus monjes. Con respecto a las comidas de los
religiosos, la regla de San Benito no se pudo cumplir por más tiempo,
por la sencilla razón de que no se podían suministrar ya las comidas
en el sentido propio de la palabra. Los monjes se sustentaban como
podían con hojas de haya, raíces, nueces—con cualquier cosa que en­
contraban en el bosque y podía servir para mitigar el hambre—Ber­
nardo hizo lo posible para conservar su valor, recordándoles cons­
tantemente lo que merecían sus pecados, los sufrimientos de Cristo y
la gloria eterna que premiaría su aflicción presente. Pero al fin no
pudieron soportarlo por más tiempo. Con lágrimas en los ojos, rodea­
ron a su amado abad y le rogaron por caridad que los condujera de
nuevo a Citeaux. Sus vestidos estaban hechos jirones, su fuerza, ago­
tada, se enfrentaban con la muerte por hambre sin esperanza de ayuda.
Que se les permitiera huir de este valle de ajenjo, de esta tierra maldita
que devoraba a sus habitantes. En vano el joven superior les exhortaba
a tener paciencia; no escucharon sus palabras. Ni siquiera pudo indu­
cirles a que se le unieran en oración para pedir socorro, pues los mon­
jes creían que sus sufrimientos eran una señal de que este lugar no
era el que Dios quería para que lo sirvieran. Así que se arrodilló solo
y suplicó al Padre de misericordia que se apiadase de sus pobres hijos

57
AILBE J. LUDDY

y les sacase de su desgracia, de la misma manera que antiguamente Él


alimentó a los israelitas en el desierto. Apenas había terminado
cuando todos oyeron claramente una voz que venía de lo alto y dijo:
“Bernardo, levanta: tu oración ha sido oída.” Y al momento otro
sonido, casi tan extraño para ellos, penetró en sus oídos: el rumor
de unas ruedas que se aproximaban. Pronto apareció una carreta car­
gada con provisiones, donativo de Odo, prior de Clémentipré—una
casa benedictina de las inmediaciones—, el cual había oído hablar de
sus apuros y se apresuraba a aliviarlos.
Poco tiempo después Bernardo dijo a un monje llamado Guibert:
“Hermano, tenemos poca sal; coge el asno y tráenos una carga de sal
de Reynel”, una ciudad vecina. El asno constituía todo el ganado que
tenía la comunidad; lo habían llevado como animal de carga desde
Citeaux o lo habían recibido como regalo. “Bien, reverendo padre,
¿y el dinero?”, preguntó Guibert, ya dispuesto para marchar. “A de­
cir verdad—contestó el abad—hace tanto tiempo que no he poseído ni
oro ni plata, que difícilmente recuerdo su color; pero hay Uno arriba
que guarda mi bolsa y todos mis tesoros y Él procurará que no te falte.”
“Muy bien, reverendo padre, iré como me mandáis, pero si voy sin
dinero regresaré sin sal.” “Ten confianza, hijo mío—replicó Bernardo—,
nuestro Tesorero Celestial te acompañará en el camino y no permi­
tirá que te falte nada.” Diciendo esto, bendijo al hermano y se despidió
de él. Cuando se aproximaba a su destino, el hermano Guibert se en­
contró con un sacerdote que le preguntó de dónde venía y qué misión
llevaba. Contento por haber encontrado esta oportunidad, le dijo al
desconocido cómo iban las cosas en Clairvaux, no olvidando hablarle
del apuro en que el abad le había puesto mandándole al mercado
sin dinero. El buen sacerdote, lleno de compasión, le llevó a su casa
y le dio medio bushel1 de sal y más de 50 piezas de oro. Cuando
regresó le dijo Bernardo: “Créeme, no hay nada tan necesario para
un cristiano como la confianza. Ten confianza en Dios y todo te irá
bien.” Al parecer, esto ocurrió al comenzar su primer invierno en el
valle. En otra ocasión, Gerardo, que era el despensero, le informó al
abad que no había comida para los hermanos ni medios de conse­
guirla. “¿Cuánto necesitas para ahora?”, preguntó Bernardo. “Doce
libras”, fue la contestación. El santo, en silencio, se fue a rezar. Al
cabo de unos momentos le dijeron que había llegado una señora de
Chatillón que estaba esperando fuera para verle. Había venido a pedir
las oraciones de la comunidad por su marido, que estaba gravemente

1 N. del T.—Bushel: medida de 36 litros.

58
SAN BERNARDO

enfermo. Bernardo le prometió que lo encontraría curado a su regreso,


como así sucedió. Pero antes de despedirse, la señora le entregó doce
libras, justamente la suma requerida. Ha llegado hasta nosotros el
relato de otros muchos incidentes semejantes, pues transcurrió mucho
tiempo antes de que el “demonio del hambre” fuera exorcizado definiti­
vamente de Clairvaux.
Durante esta época de penuria, el joven superior sufrió una des­
ilusión penosa, pero necesaria. Había supuesto que sus religiosos eran
ángeles, hasta que vio con tristeza que al fin y al cabo no eran más
que hombres, sujetos a las debilidades e imperfecciones inherentes a
toda la humanidad. En consecuencia, cometió el error, como él mismo
lo reconoció humildemente, de pedir demasiado de ellos, lo cual per­
turbó sus conciencias e hizo más daño que beneficio. También sus
discursos en este período parece que estuvieron más allá del alcance
de la capacidad de los monjes. Como dice su primer biógrafo, “habla­
ba a los hombres en el lenguaje de los ángeles, y los monjes a duras
penas podían entender lo que les hablaba.”
En el transcurso del mismo año 1115, Bernardo tuvo otra de sus
famosas visiones. Durante el corto intervalo entre Maitines y Laudes
se paseaba por el jardín, absorto en sus oraciones, como de costum­
bre. Le preocupaba el futuro de su abadía y rogaba vehementemente a
Nuestro Señor que acabara lo que Él había empezado. De repente,
todo el valle quedó iluminado. Mirando asombrado a su alrededor,
contempló una inmensa muchedumbre de hombres de todas clases y
naciones que descendían de las colinas circundantes y se dirigían apre­
suradamente hacia la abadía. La profecía anunciada en esta visión
se cumplió en parte no muchos meses más tarde. Ante la apremiante
petición del obispo, Bernardo predicó lo que ahora llamaríamos una
misión en la iglesia de Chalons, bien al final de este año o al prin­
cipio del siguiente. El resultado fue que “una multitud de nobles y
eruditos, clérigos y legos, le acompañaron en su regreso a Clairvaux”.
De estos novicios el más distinguido fue Roger, más tarde fundador y
primer abad de Trois-Fontaines. Había en aquel tiempo en Chalons
una gran escuela, presidida por el célebre erudito Esteban de Vitry.
Afligido al ver que sus mejores alumnos se iban con Bernardo, cerró
su clase y les siguió. Pero su intención estaba muy lejos de ser pura.
Intentaba, al parecer, reconquistar a sus alumnos en el caso de que él
no continuara con Bernardo. El santo abad, informado de su llegada,
dijo suspirando: “Es el espíritu del mal quien lo envía aquí; pero
viene solo y solo regresará.” La predicción se cumplió. Al cabo de

59
AILBE J. LUDDY

nueve meses de noviciado, Esteban renunció, sin ser capaz, aunque lo


intentó, de inducir a un solo novicio a que siguiera su ejemplo.

Enfermedad de Bernardo

Es un dicho corriente que los hombres de dotes extraordinarias


suelen tener los defectos que acompañan a esas dotes. Y Bernardo
no era una excepción. Durante toda su vida, pero especialmente al
principio de su carrera de cisterciense, estuvo en peligro de desca­
rriarse por un exceso de santo celo. Ello era debido sin duda a la
generosidad y a la ardiente pasión de su naturaleza. En Citeaux
su pasión por la mortificación lo arrastró más allá de los límites de
la prudencia, minándole la salud, a pesar de la vigilancia de sus
superiores. Ahora era libre de seguir sus inclinaciones, y así lo hizo.
Castigar en sí mismo tanto sus propios pecados como los pecados del
mundo era, según decía a sus religiosos, la vocación del monje. Y con­
sideraba que su deber como superior era dar a sus subordinados
ejemplo de penitencia, a la cual incesantemente les incitaba. Ellos,
por su parte, después de algunas vacilaciones, se mostraban completa­
mente deseosos de seguir su ejemplo. Por tanto, la creciente prospe­
ridad de la casa produjo escaso aflojamiento en las prácticas peniten­
ciales, excepto que ahora sus comidas eran más regulares. Verduras
ordinarias, sazonadas con sal y un poco de aceite, y una especie de pan
negro que Guillermo de S. Thierry (que lo había gustado) lo describe
como un pan que tenía más tierra que harina, o más bien salvado
(“pañis non tam furfureas quam terreneus”)-. tal era el único alimento
que ellos gustaban siempre. Su única bebida era el agua fría del arro­
yo, aunque más tarde utilizaron de vez en cuando un brebaje—cer-
visia—hecho del jugo de las plantas. E incluso con este ordinario
alimento se limitaban a lo que era absolutamente necesario para sos­
tener la vida.
Pero a pesar de la austeridad de sus vidas, estaban siempre ale­
gres y felices. “Esta es la morada de la alegría—escribía Peter de
Roya desde el noviciado muchos años más tarde—, quiero decir de
la alegría firme no de la alegría vacía. Pues todo el mundo aquí
tiene la segura esperanza de una alegría interminable y disfruta ya los
primeros frutos de la bendición celestial.” Bernardo hizo todo lo po­
sible por aligerar la carga de su penitencia en lá única forma que su
conciencia podía aprobar, es decir, inspirándoles un creciente amor
a Dios con arreglo al principio enunciado por San Gregorio: “El amor

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SAN BERNARDO

allana todas las asperezas y aligera todo trabajo.” No dejó nunca de


exhortarles y animarles, colectivamente y uno por uno. El siguiente
discurso, predicado quizá en esta época, nos dará una idea de su
método:
“Amadísimos hermanos, vais caminando por el sendero que con­
duce a la vida, por el sendero directo e impoluto que conduce a la
ciudad santa, a esa Jerusalén que está arriba, que es libre, que es
nuestra madre (Gal 4, 27). La subida, tengo que decirlo, es difícil,
puesto que el camino asciende derecho hasta la misma cima de la
montaña mística: sin embargo, su brevedad, comparado con otros
caminos, lo hace, si no absolutamente fácil, por lo menos el menos
difícil de todos. Pero vosotros, hijos míos, no os contentáis con una
alegre facilidad y con una fácil alegría, con subir andando por la incli­
nada pendiente, sino que vais corriendo hasta la cumbre porque estáis
libres de impedimentos y preparados para el viaje, porque no lleváis
a la espalda ninguna carga pesada. Cuán distinto es el caso de los
hombres de este mundo. Estorbados por sus caballos y carrozas y por
el embarazoso equipaje de los asuntos temporales, tienen que seguir
los apartados senderos que serpentean por la falda de la montaña,
y después de que muchos caen por peligrosos precipicios, a duras penas
llegan al final de su jornada. Por tanto, felices vosotros, que por amor
a Jesucristo habéis renunciado tanto a vosotros mismos como a todos
vuestros bienes, sin la menor reserva, a fin de escalar la cresta de la
montaña hasta llegar a ‘Aquel que asciende por el Oeste: el Señor
es su nombre’ (Ps 67, 5). ¿No puedo decir, hermanos, que la vida que
lleváis aquí es verdaderamente apostólica gracias a Aquel a cuya gra­
cia se debe todo? Los apóstoles dejaron todas las cosas y reunidos
en la escuela y en la presencia de Cristo ‘sacaron con alegría agua de
las fuentes del Salvador’ (Is 12, 3), bebiendo el agua de la vida en su
propia fuente. ¡Benditos los ojos que vieron lo que ellos vieron!
Pero ¿no habéis hecho vosotros algo parecido a este ilustre ejemplo,
mas no en presencia del Señor, sino en su ausencia, no ante la invi­
tación de su viva voz, sino ante la palabra de sus representantes?
Hermanos míos, reivindicad esta gloriosa prerrogativa vuestra: que
mientras que los santos apóstoles creyeron en el testimonio de su oído
y de su vista, vuestra fe no necesitó más que el anuncio del heraldo.
‘Por consiguiente, manteneos firmes en el Señor, amadísimos herma­
nos’ (Phil 4, 1), que lo mismo que ellos perseveraron en el real sendero
de la justicia, en el hambre y la sed, en el frío y la desnudez, en los
trabajos y en el ayuno, en las vigilias y otras aflicciones (2 Cor 11, 27):
así vosotros también—sus iguales en la penitencia, aunque no en el

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AILBE J. LUDDY

mérito—, así, digo, podéis igualmente cantar al Señor vuestro Dios


cuando estéis delante de su trono de gloria: ‘Nos hemos alegrado de
los días en que Tú nos has humillado, de los años en que hemos
visto el mal’ (Ps 89, 15). En verdad os digo que avanzáis por el camino
recto, por el camino santo, por el camino que conduce a la santidad
de santidades.
"Hermanos, no tengo necesidad de temer por vosotros o por causa
de vosotros, del poder de Satán y sus ministros, cuya fuerza, lo sé
bien, ha sido destrozada y convertida en nada mediante las heridas
de nuestro Salvador. Pues aquel ‘hombre fuerte’ ha sido vencido por
Uno más fuerte (Mt 12, 29) en el ‘espíritu de fortaleza’ (Is 11, 3),
‘rompiendo en pedazos sus puertas de bronce y reventando sus barras
de hierro’ (Is 45, 2). No, amadísimos hermanos, no es la fuerza del
demonio la que me vuelve tan ansioso por vosotros: es esa habilidad
y astucia y ese conocimiento de nuestra inherente fragilidad humana
que él debe en parte a la perspicacia de su naturaleza espiritual y en
parte a una experiencia que se extiende por muchos miles de años,
de esto tengo miedo. Reflexionad que no es de un león o de un oso
o de cualquier poderoso animal salvaje de la tierra de lo que se valió
el insaciable asesino de almas para destruir a nuestros primeros padres,
no, sino más bien de la sinuosa y sutil serpiente, que debido a la ma­
ravillosa flexibilidad de su cuerpo, puede con igual facilidad cubrirse
la cola con la cabeza o la cabeza con la cola. No leemos en la Sagrada
Escritura que la serpiente fuese más fuerte, sino que era ‘más sutil que
cualquiera de los animales de la tierra’ (Gen 3, 1). De aquí que comen­
zara con una pregunta, esforzándose por sondear el pensamiento de la
mujer, pues sabía que el engaño le serviría mejor que la fuerza. ‘¿Por
qué te ha mandado Dios—preguntó la serpiente—que no comas del
árbol de la ciencia del bien y del mal?’ ‘Y la mujer le contestó: por
miedo a que acaso perezcamos’ (Gen 2-3). Observad aquí que lo que
Dios anunció como cierto al decir: ‘el día que comas de ella morirás’
(Gen 2, 17), Eva lo consideró como dudoso, ‘por miedo a que acaso
perezcamos’. Y observad ahora la malicia y astucia de la serpiente:
‘Ella le dijo a la mujer: no, no morirás’ (Gen 3, 4). Lo que Dios
afirma, la mujer lo pone en duda y el diablo lo niega. Por tanto, aquí
se encuentra la causa de mi inquietud: el miedo de que así como Eva
fue seducida por la astucia de la serpiente, ‘sean también corrompidos
vuestros pensamientos y os apartéis de la sencillez que se encuentra
en Gristo’ (2 Cor 11, 3).
"Quizá hay alguien aquí a quien la misma seductora se dirige de
esta manera: ‘¿Por qué te ha mandado Dios que no observes esta

62
SAN BERNARDO

regla?’ Pues, acomodándose siempre a la variedad de nuestras dispo­


siciones, ella sugiere el relajamiento al monje tibio y una vida de
mayor austeridad al ferviente. Pero sea cualquiera el papel que elija,
su único fin y objeto ‘es apartarnos del consejo de los justos y la con­
gregación’ (Ps 110, 1). Tener la seguridad de que el espíritu que os
hace estas sugestiones es ‘un espíritu mentiroso, el espíritu de aquel
que tiene poder’ (Eccli 10, 4), y de aquel que siente envidia de
vuestra vocación. Y es indudable que el hombre sabio tuvo presente
esta clase de seducción cuando escribió: ‘Si el espíritu del que tiene
poder asciende sobre ti, no abandones tu puesto.’ Pues no debemos
suponer (Dios no lo quiera) que el Espíritu de la verdad que te trajo
aquí desea ahora perderos. No puede haber en Él ninguna contradic­
ción, ninguna oposición de sí y no, sino que sus inspiraciones son siem­
pre concordantes, como lo atestigua una autoridad indiscutible (2 Cor
1, 17-19). ‘Ningún hombre—dice el gran apóstol—hablando por el
espíritu de Dios, dice anatema a Jesús’ (1 Cor 12, 3). Ahora bien, Jesús
significa ‘Salvador’ o ‘Salvación’, y la palabra ‘anatema’ significa
‘separación’. Por consiguiente, aquel que os sugiera el pensamiento de
separaros y alejaros del camino de salvación ‘dice anatema a Jesús’,
y, por tanto, ni viene de Dios ni ‘habla por el Espíritu de Dios’: no,
porque el Espíritu Santo no ha venido a desparramar, sino a unir, y
su esfuerzo constante es conducir a la patria a los desparramados hijos
de Israel.
”¿Y tú, hermano mío? ¿Deseas buscar un modo de vida más
austero? Créeme, nuestra regla es la más austera que se puede en­
contrar, y si fueses completamente sincero confesarías que imita,
hasta donde es posible, la primitiva escuela del Salvador. ¿O quizá
te atreves a descender, aun cuando sólo sea con el pensamiento, a una
vida menos austera? ¡Oh, amadísimo hermano, si tan sólo supieras
cuánto debes y a cuántos acreedores no pensarías, en verdad, que
estás pagando más de lo que debes, antes bien te darías cuenta de
lo escaso e indigno que es el mejor esfuerzo tuyo comparado con tus
obligaciones. ¿Quieres que te diga quiénes son esos acreedores y cuán­
to se debe a cada uno de ellos? Escucha. El primero de todos es
Jesucristo, a quien le debes toda la vida, porque por esa vida Él ofren­
dó la suya, además sufrió los más amargos tormentos por ahorrarte
los tormentos eternos del infierno. ¿Qué puede parecemos duro o pe­
noso cuando recordamos cómo Él que ‘en la forma de Dios’ (Phil 2, 6),
‘en el día de su eternidad’ (2 Pet 3, 18), fue ‘engendrado ante la
estrella del día en el brillo de los santos’ (Ps 109, 3), ‘en el esplendor
de la gloria de Dios y la figura de su sustancia’ (Heb 1, 3), cuando re­

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AILBE J. LUDDY

cordamos cómo Él descendió a nuestra mazmorra, a nuestro fango, de


forma que, como canta el salmista, ‘Él quedó pegado fuertemente en
el fango de lo profundo’ (Ps 68, 3). ¿Qué amargura no será dulce para
aquel que tiene en cuenta las aflicciones de su Señor y considera con
devota meditación primero los sufrimientos de sus años infantiles;
luego los trabajos de su predicación, las fatigas de sus viajes, sus ten­
taciones y ayunos, sus noches pasadas en oración, sus lágrimas de
compasión, los intentos de cogerle en la trampa de su discurso; final­
mente, los peligros que Él sufrió por los falsos hermanos, las contra­
dicciones, los salivazos, los golpes, los latigazos, los escarnios, las
burlas, los reproches, los clavos y todas las demás pruebas innumera­
bles a que Él se sometió mientras que, por la raza humana, Él ‘forjaba
la salvación en medio de la tierra’ (Ps 78, 12)? ¡ Oh, cuán poco mere­
cíamos esta compasión! ¡ Oh, qué amor tan generoso y bien probado!
¡Oh, cuán poco esperaba el agradecimiento! ¡Qué dulzura tan ago-
biadora, qué insuperable amabilidad encontramos aquí desplegada ante
nuestra vista! ¡El inmortal Rey de la Gloria crucificado por el más
miserable esclavo, por un gusano despreciable! ‘¿Quién ha oído jamás
cosa semejante y quién ha visto algo parecido?’ (Is 67, 8). ‘Pues cuando
a duras penas muere uno por un justo, Cristo murió por nosotros
siendo enemigos e impíos’ (Rom 5, 7-10), a fin de restaurar para nos­
otros los derechos al cielo que habíamos perdido. Él es un Amigo tan
dulce, un Consejero tan prudente, un Valedor tan poderoso.
”¿Qué daré yo al Señor por todas las cosas que Él me ha dado?
(Ps 115, 12). ¿No es verdad que si yo tuviese a mi disposición todas
las vidas de todos los innumerables hijos de Adán a través de todos
los tiempos de la historia del mundo y todos los trabajos y pesares
y sufrimientos de todos los hombres que por siempre han sido, son o
serán, todo ello no sería nada comparado con ese Cuerpo tan bendito,
inmolado en la cruz por nosotros? ‘Lo mismo que los cielos son levan­
tados por encima de la tierra’ (Is 55, 9), está la vida de Cristo por
encima de nuestras vidas, por las cuales, sin embargo, Él ofrendó la
suya. Lo mismo que no puede haber comparación alguna entre lo que
no es nada y lo que es algo, no puede haber proporción posible entre
mi vida y la suya, puesto que la una no puede ser más degradada
y la otra no puede ser más gloriosa. No penséis que lo que acabo de
deciros es una mera exageración retórica, pues ninguna lengua es sufi­
ciente para expresar, ni ninguna mente para comprender, el misterio
de un amor tan sorprendente. Por consiguiente, ¿cuándo yo he ofre­
cido a mi Salvador todo lo que soy y todo lo que puedo hacer y sufrir
en compensación de su bondad para conmigo, qué es ello sino una

64
SAN BERNARDO

estrella lejana comparada con el sol, como una gota comparada con
el río, como una piedra comparada con la torre, como un guijarro
comparado con la montaña o como un grano comparado con el gra­
nero? Yo poseo solamente dos insignificancias, dos insignificancias muy
indignas, mi cuerpo y mi alma. O hablando más correctamente, no
tengo sino una sola insignificancia, mi poder de libre elección. ¿Y voy
yo a dudar en renunciar a ella en favor de la voluntad de Uno tan
grande, que ha colmado a uno tan pequeño con favores tan inestima­
bles, que ha comprado mi todo con el todo de Sí mismo? Y si me
niego a hacer el sacrificio, ¿con qué cara, con qué pensamiento y con­
ciencia puedo yo recurrir a ‘las entrañas de la misericordia de Nuestro
Dios’? (Le 1, 78). ¿Cómo voy a esperar atravesar el poderoso Ba­
luarte que ‘guarda a Israel’ y hace brotar por mi rescate la preciosa
Sangre, que salió no a gotas, sino a torrentes de las cinco heridas de
su Cuerpo?
"Pero mientras a duras penas puedo pagar una parte infinitesimal
de lo que debo a mi Redentor, ¿es que sólo le debo a Él? Ni mucho
menos. Los pecados del pasado exigen de mí, como reparación, la
totalidad de mi vida futura para que produzca fruto digno de peni­
tencia y recapitule todos mis años en la amargura de mi alma Qs 38, 15).
¿Y quién es capaz de esto? Mis pecados sobrepasan en número a las
arenas de la playa, mis delitos se han multiplicado enormemente, mis
iniquidades son tantas que no soy digno de elevar los ojos a la faz de
los cielos, porque he provocado tu cólera, ¡oh, Señor!, y he hecho el mal
delante de Ti (Ps 4, 6). ¡Oh, qué satisfacción podré ofrecer cuando sea
requerido a pagar ‘el último céntimo’. (Mt, 5, 26)! ‘Es más fácil—dice
San Ambrosio—encontrar personas que han conservado su inocencia
bautismal que personas que la han recuperado por la adecuada peni­
tencia’. Y con cualquier penitencia que ejecute, de cualquier modo que
me aflija y me castigue, no por el mérito de mi satisfacción, sino ‘por
causa de tu propio nombre Tú perdonarás mi pecado’ (Ps 24, 11).
Por consiguiente, cuando he dado toda mi vida y todo mi pensamiento,
todo lo que tengo y lo que puedo hacer en pago de esta deuda, ¿he
ofrecido algo, no digo lo suficiente, sino algo digno de mención? Hace
sólo un momento mi Salvador reclamaba toda mi vida en compensación
por la suya, y ahora veo que tiene que servir toda entera para satis­
facer mis delitos. ¿Es posible satisfacer a dos acreedores con la mis­
ma moneda?
”¿Y si apareciera ahora un tercer acreedor a reclamar mi vida como
crédito suyo con la misma insistencia y justicia? Supongo que debo
admitir que vosotros también, hermanos míos, deseáis habitar en

65
S BERNARDO.----5
AILBE J. LUDDY

aquella ciudad de la que se ha dicho : ‘cosas gloriosas se dicen de ti,


oh, ciudad de Dios‘ (Ps 86, 3), que vosotros ansiáis esa gloria que ‘los
ojos no han visto ni las orejas oído y que tampoco ha entrado en el
corazón dél hombre’ el concebir (1 Cor 2, 9), y el reino eterno y la
vida imperecedera. Supongo que deseáis ‘ser como los ángeles de Dios
en los cielos’ (Mt 22, 30), ser incluso ‘herederos de Dios y coherede­
ros con Cristo’ (Rom 8, 17), oír las canciones angélicas en las calles
de la celestial Sión, presenciar la escena inimaginable en que Cristo
‘entregará el reino a Dios Padre, de forma que Dios esté todo en todo’
(1 Cor 15, 24-28), y, finalmente, ser ‘como Dios’ y ‘verle como Él es’
(1 loh 3, 2). Tampoco puedo dudar que es vuestra querida esperanza
ver por fin ‘romper el día y retirarse a las sombras’ (Cant 2, 17), en que
el Sol eterno de la justicia, levantándose esplendoroso, desparramará
las nubes alejándolas de su rostro, en que no habrá ya un día que
declina, sino un mediodía eterno, con la inalterable plenitud de luz
y calor, de perpetuo solsticio y de destierro de todos los vapores pes­
tilentes. Para comprar esta felicidad, ¿no será necesario daros comple­
tamente con todo lo que es vuestro, sin ninguna excepción ni reserva?
Y cuando os hayáis reunido todos juntos y contado todo vuestro dinero
de compra, recordad que ‘los sufrimientos de este tiempo—y de este
cuerpo—no son dignos de ser comparados con la gloria que será
revelada en nosotros’ (Rom 8, 18). ¿Seréis tan imprudentes o tan impú­
dicos que os atreveréis a ofrecer como precio de los cielos vuestra mi­
serable insignificancia, respecto de la cual la pasión del Salvador y
vuestro propio remordimiento del pecado han presentado demandas
contradictorias?
”Pero permitidme que os presente todavía a otro acreedor, a uno
que, por tener mejor derecho, insiste en que los otros tres acreedores
se retiren en su favor. Mirad, el que hizo los cielos y la tierra ‘está
cerca, junto a la puerta’ (Mt 24, 33). Él es mi Creador y yo soy su
criatura; yo soy su esclavo y Él mi Maestro; Él es el Alfarero y yo
no soy más que la arcilla (Rom 9, 21). Por consiguiente, todo lo que soy
se lo debo a Aquel de cuya generosidad lo he recibido todo, a Aquel,
repito, que, en primer lugar, me ha formado y favorecido, a Aquel que
ha puesto al servicio de mis necesidades el curso de las estrellas, la
temperatura del aire, la fertilidad del suelo, los múltiples frutos de la
tierra. A Él, por consiguiente, estoy obligado a servir con todas mis
fuerzas, con todos mis miembros y facultades, no sea que acaso Él me
mire con ojos indignados y me desprecie y me destruya completa y
eternamente en una perdición sin fin.
”No supongo, hermanos míos, que seréis tan locos como para men­

66
SAN BERNARDO

cionar ahora vuestra insignificancia, y mucho menos para pretender


mediros frente a la magnitud de semejantes obligaciones. Pero decidme,
¿a cuál de estos cuatro acreedores la ofreceréis, puesto que cada uno
de ellos es lo suficientemente poderoso para estrangularos? (Mt 18, 28).
¡Ay, ay! ‘Oh, Señor, sufro la coacción, contesta Tú por mí’ (Is 38, 14).
En tus manos encomiendo mi insignificancia: compensa Tú todas mis
deficiencias; sálvame de las penas de la insolvencia, porque Tú eres
Dios y no hombre, y lo que es imposible para el hombre es posible
para Ti. ‘He hecho lo que podía’, por consiguiente, oh Señor, ‘te ruego
que me excuses’ (Le 14, 19), porque ‘Tus ojos han visto mi imperfec­
ción’ (Ps 138, 1).
”¿Cuál de vosotros, hermanos, murmurará por más tiempo y dirá:
‘Nuestro trabajo es demasiado duro, nuestro ayuno demasiado severo,
nuestra vigilancia demasiado larga’, puesto que aun haciendo todo lo
posible no podremos cumplir la milésima parte, ni siquiera una parte
infinitesimal de nuestras obligaciones? Finalmente, ojalá que el Espíritu
Santo, que ós reunió en este lugar, os mantenga constantes en todas las
buenas obras, de forma que ‘cuando aparezca el que es vuestra vida
podáis también vosotros aparecer en la gloria con Él’ (Col 3, 4), Jesu­
cristo, Nuestro Señor, que está sobre todas las cosas, bendito de Dios
por siempre. Amén.”
Según la idea de Bernardo, la vida religiosa debería ser un verda­
dero martirio, más peligroso que el martirio sangriento, porque es más
prolongado; más meritorio también, porque es aceptado voluntaria­
mente sin que haya que someterse a él por necesidad. El verdadero tipo
de religioso, decía a sus monjes, no es el peregrino, que puede mirar
a su alrededor y divertirse, e incluso de vez en cuando descansar en
el camino; o el hombre muerto, porque aunque él ha olvidado al
mundo, el mundo no siempre lo olvida; sino el crucificado proscrito,
que es crucificado para el mundo y el mundo para él, en cuanto él
odia lo que el mundo ama y ama lo que el mundo odia.
Era también aficionado a comparar al monje con el asno de la
procesión del Salvador; porque, aunque era el ser más humilde y
despreciado de los participantes en aquel desfile, no había ningún otro
que estuviese tan cerca del Señor, ningún otro que contribuyese tanto
a su gloria. Pues mientras algunos lo honraban con sus vestiduras,
que extendían en el camino, y otros con ramas, que cortaban de los
árboles, era solo el asno el que prestaba un servicio personal, rindiendo
homenaje a su Creador con el sudor y el cansancio de su paciente
trabajo.
Veía un tipo de su comunidad en la casa santa de Betania, el hogar

67
AILBE J. LUDDY

de Marta, María y Lázaro, con tanta frecuencia honrado por la pre­


sencia de Cristo. Marta es representada por los miembros del monas­
terio, empleados todos ellos en afanosas ocupaciones, desde el abad
hasta el hermano portero 2; María, por los que pueden consagrar a la
oración todo su tiempo; Lázaro, por los novicios, los cuales, atrave­
sando el camino purificador, “han entrado en la roca (que es Cristo)
y se han escondido en la tierra labrada (de su Cuerpo) de la faz de la
furia del Señor” (Is 2, 10), aplastados bajo la lápida sepulcral de los
pecados sin hacer penitencia. Pero Marta y María pronto traerán con
sus oraciones al Salvador junto a la tumba, y Él llamará a Lázaro
para que salga de su oscuridad y esclavitud a la libertad y a la luz
de los hijos de Dios. Sin embargo, las dos hermanas no están siempre
de acuerdo; la paz de la casa se altera de cuando en cuando por la voz
de la murmuración. “Oh, feliz la casa, feliz por siempre la comunidad
en que Marta tiene motivos para quejarse de María. Pero sería ver­
gonzoso y pecaminoso en María envidiar a Marta. ¿Pues en qué parte
del Evangelio encontramos una queja como ésta: Señor, habla a mi
hermana, pues me ha dejado sola en el disfrute del reposo contempla­
tivo?” María tiene que amar su suerte y guardarla con vigilante soli­
citud, mientras que Marta tiene que someterse a la de la otra a
regañadientes y con envidia de la felicidad de María.

2 Gerardo, distinguido por su capacidad para los negocios, era procurador


en Clairvaux, con Guido de ayudante. Andrés era portero, y Bartolomé, sacris­
tán. A Gaudry le dieron el oficio de María, pues la contemplación y la peni­
tencia eran su único placer. Cuando se convirtió era padre de cuatro niños,
dos niños y dos niñas. Según el Journal des Saints de Citeaux y el Martyrologe
de Langres, sus dos hijos le siguieron a Clairvaux, pero otros notables autores
dicen que fueron a Molesme. Es cierto que sus dos hijas, con la madre, ingre­
saron en el convento benedictino de Jully. Cfr. Jobin, St. Bernard et sa fa-
mille, págs. 43-44.

68
CAPITULO VI

HISTORIA DE UNA DESERCION

Recluta de los canónigos regulares


de San Agustín

Hemos visto en el capítulo anterior que una gran multitud de


novicios siguió a Bernardo a su monasterio desde Chalons. Esto no
fue más que el principio, no fueron más que los primeros frutos del
celo del santo abad que pronto iba a extenderse por todo el mundo.
Por consiguiente, no había que quejarse en lo que se refiere al aumento
del número de novicios. Pero la proporción y rapidez del aumento tuvo
que haber causado un serio embarazo. Los novicios procedían de
todos los rangos y profesiones. “¡Cuántos hombres de letras—escribe
el abad Ernand—■. Cuántos oradores, cuántos filósofos han desertado de
las escuelas de la sabiduría mundana y entrado en esa escuela de
Cristo! ¿Cuál de las ciencias no está representada en esa comunidad en
la que tantos ilustres doctores y hombres de mentes cultivadas se ocu­
pan ahora exclusivamente de las cosas de Dios?” Entre estos reclutas,
los más conocidos eran, juntamente con Rogelio de Chalons, a quien
ya hemos mencionado, Humberto, un monje benedictino del monasterio
de Chaise-Dieu y futuro abad de Ygny, y Raynard, futuro abad de
Foigny. Hada la misma época (1116-17) Bernardo tuvo su primer
disgusto con las órdenes rivales. Ciertos frailes pertenecientes a la
abadía de Horricourt, Champaña, que fue fundada por Guillermo de
Champeaux, solicitaron sin la autorización ni el conocimiento de su

69
AILBE J. LUDDY

superior la admisión en su monasterio. Dudando respecto de lo que


debía hacer, lo consultó a su buen obispo, Guillermo, por cuyo con­
sejo los frailes habían hecho la solicitud, contestó que Bernardo no
sólo tenía el derecho, sino el deber de recibirlos, y que su propio abad
no podía quejarse razonablemente, puesto que sus subordinados esta­
ban en completa libertad de pasar, si querían, a una Orden más estricta,
incluso contra la voluntad de su abad. En consecuencia, Clairvaux les
abrió sus puertas. Sin embargo, su abad se quejó y su queja arrancó
a Bernardo la carta que probablemente es la más antigua de todas las
que han llegado a nosotros. El santo explicó que los frailes habían ido
por consejo del obispo de Chalons, fundador de Horricourt, que se
les había recibido solamente después de largos y vehementes ruegos
y que, lejos de violar sus obligaciones, las desempeñarían más perfec­
tamente en una Orden más estricta: ellos habían pasado del Instituto
de San Agustín al de San Benito sin abandonar la escuela de Cristo,
el Maestro supremo de todos. El abad de Horricourt, por consiguiente,
no tenía motivos de quejarse de él por recibir y retener a estos reli­
giosos, con tal de que quedaran libres de volver durante el año de
noviciado, si así lo deseaban. Bernardo concluía diciendo que un
superior que se entremete en las justas libertades de sus subordinados
se declara culpable de buscar las cosas propias, no las cosas de Jesu­
cristo (Phil 2, 21).

Fulk

Parece también que por esta época escribió la larga carta a Fulk,
un joven de buena familia que, después de haber hecho los votos de
canónigo regular regresó al mundo a petición de su tío, deán de la igle­
sia de Langres. Intentaba valerse de la fuerza moral ejercida sobre él co­
mo una excusa para su apostasía. Bernardo le mostró la futilidad de tal
alegato, que había sido usado mucho antes por Adán y Eva y resultado
ineficaz. El tío pecó por presionarle y seducirle, el sobrino por escu­
char la voz de la serpiente. “El asustado cordero huye ante la proxi­
midad del lobo, la temblorosa paloma se esconde cuando aparece el
halcón. El hambriento ratón está a cubierto mientras el gato acecha:
‘pero tú, cuando viste al ladrón, corriste con él’ (Ps 49, 18). ¿No me­
rece ser llamado ladrón quien no tuvo escrúpulos en robarle a Cristo
la valiosa perla del alma de Fulk?” Aquí comienza una terrible acu­
sación del desgraciado deán, quien parecía más ansioso de tener un
heredero de la riqueza que él había acumulado que un abogado con

70
SAN BERNARDO

cuyas oraciones pudiese obtener el perdón de sus iniquidades; que


sacrificaría la eterna felicidad de su sobrino a su propia ventaja tem­
poral; que preferiría comprometer su salvación y la de Fulk que
pasar sin su compañía los pocos años que le quedaban de vida. El
objeto de estas censuras no era ajeno al abad de Clairvaux. Parece
incluso que era un pariente suyo. Ya había intentado sin éxito apartar
a otros dos del claustro; uno era un sobrino segundo llamado Guerric;
el otro, ¡ el propio Bernardo! “Se esforzó por extinguir en mí el fervor
de mi noviciado; pero gracias a Dios no lo consiguió.” No es extraño,
entonces, que el santo le trate con tanta dureza.
El santo abad aprovecha la ocasión para protestar en la misma
carta vigorosamente contra otro abuso más común que la interferencia
en las vocaciones religiosas: el lujo en el clero, que no dejó nunca
de denunciar hasta el día de su muerte. “¿En qué consiste vuestra
riqueza?”, pregunta al clero mundano. “En los beneficios ecleciásticos.
Bien. Entonces si os mantenéis constantemente fieles en levantaros a
Maitines, en acudir a la misa solemne y a todos los oficios canónicos
de día y de noche, os portáis bien, y tenéis sin duda derecho a ser
mantenidos a costa de la Iglesia. Es justo, digo, que quien sirve al
altar viva del altar. Si, por consiguiente, servís lealmente al altar,
tenéis un indudable derecho a vivir del altar; a vivir, sí; pero no
tenéis derecho a dilapidar las rentas de la Iglesia en lujos y arrogantes
ostentaciones. No tenéis derecho a emplear los bienes del altar en
compraros bridas montadas en oro y espuelas de plata y sillas con
adornos y elegantes trajes de piel costosa adornados con puños y
cuellos de púrpura. Si os apoderáis de algo que pertenece a la Iglesia
más allá de lo necesario para vestiros y manteneros decentemente, to­
máis lo que no os pertenece. Por consiguiente, sois culpables de un
robo sacrilego.” La carta termina con un elocuente llamamiento a
Fulk para que huya de los peligros del mundo en el que difícilmente
podría salvar su alma, y regrese a su obligación sin más demora. Esta
fue una de las ocasiones muy raras en que Bernardo gastó en vano sus
palabras, pues Fulk no regresó al monasterio y fue más tarde archi­
diácono de Langres.
Entre los muchos que llamaron a la puerta de Clairvaux durante
el año 1117 hubo dos cuya llegada produjo especial alegría al corazón
de su santo abad. Fueron su hermano más joven, Nivardo, y Tescelín,
su padre. Después de la marcha de sus hermanos para Citeaux, Nivardo
se sintió muy solitario y se volvió muy inquieto; más de una vez se
escapó del castillo de su padre y se presentó a la puerta de la abadía
rogando que le admitiesen como novicio. Mientras fue menor de edad,

71
AILBE J. LUDDY

la contestación de Esteban fue siempre la misma: tenía que esperar


y ponerse más fuerte. Con objeto de apartarle la mente de esta idea,
Tescelín lo envió a vivir con un sacerdote secular (probablemente de
Dijon) a quien le encargó de su educación. Pero en 1116, cuando había
cumplido los quince años, el resuelto muchacho emprendió de nuevo
su camino a Citeaux, y esta vez su petición fue atendida. Habiendo
hecho los votos después del acostumbrado año de prueba, se le envió
en seguida a unirse con sus hermanos en Clairvaux, en cuyo acto
vemos otra muestra del bello carácter de Esteban. Muy probablemente
lo acompañó en el largo viaje su noble padre, el señor de Fontaines,
vestido de humilde novicio.
En el mismo año Humbelina se casó con un joven noble, Guido de
Marcy, del que algunos dicen que era sobrino del duque de Borgoña
y hermano de la duquesa de Lorena. Sea lo que fuere, lo cierto es
que poseía una gran riqueza. Así Tescelín quedó completamente solo.
Pero aunque sus hijos lo habían abandonado para seguir a Cristo en
el desierto, no lo habían olvidado. Se dice que Bernardo tenía que
pasar por Dijon aquel año, probablemente en su viaje a Citeaux para
acudir al Capítulo general, y aprovechó la oportunidad para visitar
Fontaines. Bernardo recomendó vehementemente al anciano que bus­
case asilo en Clairvaux, donde se volvería a reunir con sus seis
hijos sin temor a separarse jamás en adelante. Tescelín siguió su con­
sejo y se convirtió en un humilde subordinado de su hijo. Según un
autor medieval, Vicente de Beauvais, Bernardo recurrió a todos los
terrores del juicio y del infierno para arrastrar al claustro a su remiso
padre. Pero, como indica el docto Manríquez, dicho escritor en su
relato se contradice y, por tanto, no es digno de crédito; además, su
narración está en contra de todo lo que sabemos de los caracteres del
padre y del hijo.
Era un espectáculo conmovedor contemplar en la iglesia de la
abadía, aquel día del año 1118, al noble y anciano caballero pronun­
ciar sus votos a los pies del joven abad y prometerle obediencia hasta
la muerte y verle luego con el sagrado hábito de la religión cómo
recibía de los labios de su hijo el beso de paz. La vida de Tescelín
como monje fue corta, pero extraordinariamente fervorosa. A su muer­
te, que ocurrió hacia el año 1120, había llegado a un grado tan elevado
de santidad que lo consideraban como un santo. Lo mismo que su
santa esposa Aleth y seis de sus hijos, ha sido honrado por su Orden
con el título de beato, y es conmemorado en la Metrología cister-
ciense el 23 de mayo.

72
SAN BERNARDO

Defección de Roberto

Llegamos ahora a un acontecimiento que causó a Bernardo más


tristeza que ninguna otra cosa desde la muerte de su madre. Nos
referimos a la defección de Roberto. Este joven inconstante era hijo de
una hermana de Aleth y, por tanto, primo camal de Bernardo. En su
infancia, sus piadosos padres habían contraído en su nombre una obli­
gación vinculándolo al servicio de Dios como monje de Cluny l, y
habían confirmado el compromiso mediante el donativo de un terreno
al monasterio. Esta práctica, muy común en aquellos días, tenía la
elevada sanción de la regla de San Benito que dice: “En el caso de
que un noble desee ofrecer su hijo a Dios en el monasterio y el mu­
chacho sea todavía de tierna edad, los padres harán la profesión en su
nombre. Presentarán el niño ante el altar y envolviéndole las manos
con una ofrenda y el documento de profesión en el paño del altar,
se lo ofrecerán a Dios. Prometerán también bajo juramento en el
documento citado no darle ninguna parte de sus bienes, directa o indi­
rectamente ; pero si se niegan a hacer esto y prefieren ofrecer un dona­
tivo al monasterio en beneficio de sus almas, permítaseles entregar lo
que deseen a título de donativo, reservándose para ellos, si lo desean,
el uso del presente durante toda su vida; y procuren los padres adoptar
las más severas precauciones para que el muchacho no llegue jamás a
saber qué posición habría tenido si hubiese permanecido en el mundo.”
(Capítulo LIX.) No hay lugar a dudas de que la profesión hecha en
nombre de un niño por sus padres según esta forma se consideró hasta
el siglo xin tan obligatoria como la profesión de un adulto, y la per­
sona así consagrada era considerada como apóstata si dejaba de cum­
plir las obligaciones contraídas por otros en su nombre. Pero como
demostró de un modo evidente Bernardo, la profesión de Roberto,

1 La gran abadía de Cluny (Cluigni o Cluigny) fue fundada en el año 910


por el duque Guillermo de Aquitania, el cual la dotó con todos sus bienes. Su
primer abad fue San Berno—el primero de una larga lista de nombres ilustres.
La comunidad seguía la regla benedictina, pero con tantas y tan importantes
desviaciones, que los cluniacenses “se convirtieron prácticamente en una Orden
distinta dentro de la familia benedictina”. Según la idea de San Benito, las di­
ferentes abadías debían ser completamente autónomas y no tener otro lazo de
unión que la observancia de una regla común. Pero todo monasterio fundado
por Cluny, directa o indirectamente, quedaba en absoluta dependencia de la
casa matriz. “Este sistema atacó en sus raíces el viejo ideal familiar y trajo como
consecuencia una especie de jerarquía feudal formada por un gran monasterio
central y cierto número de dependencias esparcidas por muchos territorios.”
(Olston, O. S. B., Cath. Encycl. Art. Cluny.) El abad de Cluny—el abad de
los abades, como uno de ellos se llamó a sí mismo—era ayudado en el go­
bierno de la Congregación por un funcionario llamado el gran prior.

73
AILBE J. LUDDY

llamémosla así, no fue formal en modo alguno: sus padres no firmaron


ningún documento, ni le ofrecieron a Dios con las manos envueltas
en el paño del altar; por consiguiente, la profesión no era válida.
Ni ellos ni el mismo Roberto la tomaron, al parecer, muy en serio,
como lo demuestra su ingreso en Citeaux y la ausencia de oposición
por parte de los padres. Como dijo textualmente el santo: “No fue
una profesión, sino una simple promesa.”
Sin haber cumplido los catorce años, se presentó por primera vez
en Citeaux solicitando el ingreso, pero el abad Esteban, como ya se
dijo, le mandó esperar dos años más. Pero se cree que el santo abad,
movido por las sollozantes súplicas del postulante, le permitió pasar
el tiempo de espera en el propio monasterio, donde vivió con los
monjes sin tomar parte en los ejercicios monásticos. Siendo todavía
novicios acompañó a Bernardo y a sus hermanos a Clairvaux, donde,
a su debido tiempo, profesó. Su fervor como novicio no dejó nada
que desear. Pero ahora las austeridades del régimen cisterciense em­
pezaban a desanimarle. Ya no era el mismo. Bernardo, dándose cuenta
del relajamiento de su conducta, le dirigía severas y frecuentes repri­
mendas, lo cual sirvió solamente para empeorar las cosas. Mientras el
joven religioso se hallaba bajo esta nube de depresión, se acordó de
la obligación contraída con Cluny, la cual, olvidada hasta entonces,
parecía ser ahora muy seria, de forma que su melancolía se hizo
todavía más lúgubre.
En esta crítica coyuntura Bernardo tuvo que abandonar el monas­
terio por una cuestión de negocios, posiblemente a examinar un em­
plazamiento para una nueva fundación en la diócesis de Chalons. La
noticia de la ausencia de Bernardo y del inseguro estado de ánimo
de Roberto fue comunicada—quizá por algún pariente del último—
al abate Pons, el indigno superior de Cluny, el cual inmediatamente
envió a su prior a Clairvaux para pescar en las turbias aguas. Como
nadie sospechaba el propósito del prior, éste pudo ponerse fácilmente
en contacto con su víctima. Bernardo nos ha contado lo que pasó
entre los dos. “Llegó el gran prior enviado por el príncipe de los
abades. Llegó con el aspecto de una oveja, pero ocultando el corazón
de un lobo rabioso. Llegó como predicador de un nuevo evangelio
que aprueba la glotonería y condena la abstinencia, que sostiene que
la pobreza es una desgracia y que considera como una locura el ayuno,
la vigilia, el silencio y el trabajo manual; por el contrario, dignifica
la vagancia con el título de contemplación y da el honroso nombre de
discreción a la voracidad, la locuacidad, la curiosidad y a toda clase
de excesos. ‘¿Cómo—pregunta este nuevo apóstol—cómo puede el

74
SAN BERNARDO

buen Dios alegrarse de nuestra aflicción? ¿En qué parte de la Sagrada


Escritura nos manda Él que nos matemos? ¿Qué religión puede haber
en cavar la tierra, cortar leña o acarrear estiércol?’ ¿No está escrito
que ‘Prefiero la misericordia al sacrificio?’ (Mt 9, 13). ¿Y por qué
iba a crear Dios las cosas delicadas si sus criaturas tenían prohibido
el disfrute de ellas? ¿Para qué nos ha dado Él cuerpos si Él no nos
permite alimentarlos? En suma, como dice San Pablo: ‘¿Qué hombre
prudente ha odiado jamás su propia carne?’ (Eph 5, 30). Y en el
Eclesiastés, leemos: ‘Quien es un mal para sí mismo, ¿para quién
será bueno?’ (Eccl 14, 5).”
Estos argumentos, reforzando el de la inviolabilidad de su primera
consagración, le parecieron al pobre Roberto, que entonces se hallaba
en un deplorable estado de ánimo, completamente irresistibles. Ber­
nardo describe el resultado: “El crédulo muchacho es seducido y sigue
a Cluny a su seductor. Allí lo lavan, lo afeitan y le arreglan el cabello ;
le arrancan el hábito de los pobres de Cristo, con manchas del trabajo,
rústico y destrozado, y lo visten con ropas costosas, completamente
nuevas y bellas. Ahora lo presentan a toda la comunidad, que lo
recibe con todo honor y reverencia, como si fuese un vencedor que
vuelve triunfante de la guerra. Se le concede un alto rango en el coro
y se le coloca por encima de muchos de más edad. Todo el mundo
que le habla se muestra lleno de afecto y adulación y le felicita. ¡ Buen
Dios, cuánta ostentación para celebrar la perdición de una pobre
alma! ”
Con objeto de asegurar su posición, el abad Pons recurrió inme­
diatamente a la Santa Sede, y mediante argumentos falsos y sin es­
crúpulos obtuvo de Calixto II la sanción que él deseaba. El Papa,
creyendo que la primera profesión había sido válida, declaró nulos y
sin efectos los votos hechos en Clairvaux y que Roberto era un súb­
dito legítimo del superior de Cluny.

Carta a Roberto

Bernardo se sintió penosamente agraviado por la marcha de aquel


muchacho a quien amaba tan tiernamente. Y su pena era mayor
al pensar que en cierto modo él mismo era responsable: había sido
demasiado desconsiderado, demasiado duro en sus reproches ; la seve­
ridad había hecho escapar asustado al querido muchacho a quien
la dulzura lo habría retenido. Y así padecía en silencio. Entonces llegó
la noticia del decreto de Roma, que le quitaba cualquier esperanza

75
AILBE J. LUDDY

que pudiera albergar de recuperar al fugitivo por medio de una re­


clamación ante la autoridad eclesiástica. Su única esperanza se hallaba
ahora en un llamamiento a la conciencia de Roberto. Bernardo se de­
cidió a intentarlo. Cierto día pidió a su secretario Guillermo, que más
tarde fue fundador de la primera abadía de Rievaulx, en Inglaterra,
que recogiera todos los utensilios de escribir y lo acompañase. Ambos
salieron de la cerca del monasterio y se sentaron en un lugar apar­
tado, donde el abad dictó una de las cartas más bellas entre las muchas
bellas cartas que nos ha dejado. Cuando empezaban, comenzó a llover;
por lo cual el secretario se dispuso a retirar la pluma y el papel, pues
en aquel lugar no había ningún refugio. Pero Bernardo lo detuvo con
las palabras: “Continúa lo que estás haciendo, es la obra de Dios.”
Así que continuó la escritura de la carta mientras caía la lluvia a to­
rrentes; y Geofredo, uno de los primeros biógrafos del santo, nos ase­
gura que no cayó ni una sola gota en el papel.
La carta escrita en tales circunstancias “in imbre sitie imbre”, como
dice otro autor antiguo, es un documento humano muy interesante,
en el cual el gran maestro del pathos y de la sátira aparece ya en la
plena posesión de sus facultades. A pesar de la enorme pena que lo
agitaba en el momento de dictar, la destreza de su argumentación difícil­
mente se podría superar. Se emplean toda ciase de argumentos calcu­
lados para influir sobre un alma de instintos nobles y generosos y para
recuperar a! fugitivo. El autor procura cuidadosamente herir lo menos
posible el amor propio del culpable; y para facilitar su regreso, carga
sobre sí mismo gran parte de la responsabilidad de su huida, atribu­
yendo otra gran parte a los superiores de Cluny, a los cuales inflige
un terrible castigo. La gran importancia de esta carta como revelación
del carácter de Bernardo y como un buen ejemplo de su estilo epistolar
sería una excusa suficiente para reproducirla por completo, pero tene­
mos que contentamos con unos pocos extractos:
“Queridísimo hijo: Durante largo tiempo, ¡ay!, demasiado largo,
he aguardado pacientemente, esperando contra toda esperanza que
el Señor en su dulzura se dignase visitar tu alma y la mía: la tuya
con la gracia del arrepentimiento, la mía con la alegría que me daría
tu conversión. Pero, ahora, defraudado y sin esperanzas, no puedo por
más tiempo ocultar mi tristeza, vencer mi ansiedad ni disimular mi
pena. Contra todo derecho y contra todo orden, el herido tiene que
acudir al que le ha infligido el daño, el despreciado tiene que
humillarse ante quien le despreció, el injuriado tiene que calmar al
autor de la injuria: yo, que debería recibir excusas, tengo que ofre­
cerlas. Pero así sea. Pues el pesar excesivo es incapaz de juzgar, de

76
SAN BERNARDO

sentir vergüenza, de razonar; no tiene la menor idea de la dignidad,


la menor reverencia por la ley, ni la menor consideración del orden
o de la medida; su única preocupación es adquirir lo que codicia o
liberarse de lo que le duele. Acaso contestes que no me has hecho
ningún daño, que mi severidad ha sido la causa de tu marcha. Muy
bien. No quiero negarlo. Mi propósito no es discutir al escribir esta
carta, sino poner fin a la discusión. La huida de la persecución no
implica culpa alguna en el fugitivo, sino en el perseguidor. Lo reco­
nozco inmediatamente, pues no estoy de humor para discutir el caso.
Deseo hablar solamente de ese tema que está tan cerca de mi corazón.
¡Desgraciado de mí, que vivo sin ti una muerte por quien sería
la vida para mí, una vida que sin ti es la muerte! Por consiguiente, no
me quejo de que me hayas abandonado, sino solamente de que no
vuelvas. Solamente vuelve a mí y todo será paz; vuelve a mí y can­
taré alegremente: ‘Mi hermano estaba muerto y ha vuelto de nuevo
a la vida, se había perdido y lo han encontrado’ (Le 15, 32).
”Fue en verdad por mi culpa por lo que nos dejaste, pues fui de­
masiado severo con un muchacho tan joven y delicado, demasiado
brusco con un muchacho tan sensible a los reproches. Me acuerdo
de que me dijiste muchas veces esto a la cara, y todavía, según me
informan, te quejas de ello contra mí en mi ausencia. No te censuro.
Y, sin embargo, acaso pudiese encontrar alguna justificación a mi
conducta y contestar que la exuberancia de la juventud necesitaba un
freno y que el novicio tiene que adiestrarse en caminar por los rudos
senderos de la penitencia. Podría recurrir a la autoridad de la Sagrada
Escritura, donde se dice: ‘Tú golpearás a tu hijo con un palo y libra­
rás su alma del infierno’ (Prv 23, 14), ‘A quien el Señor ama Él lo
castiga. Él azota a todo hijo a quien Él recibe’ (Heb 12, 6). Sin em­
bargo, que me sea imputada la culpa de tu defección, no vaya a ser
que la discusión retrase tu vuelta. Pero a partir de ahora tú serás
también culpable a menos que recibas mi arrepentimiento con el per­
dón, mi confesión de culpa con la absolución, teniendo en cuenta que
mi rudeza hacia ti fue debida a excesivo celo, nunca a animosidad.
Pero a fin de que no temas la misma indiscreción en el futuro, te
prometo que me encontrarás muy distinto de lo que he sido, lo mismo
que, no lo dudo, estarás tú también cambiado. Por tanto, bien
caiga sobre mí solamente la responsabilidad de tu marcha, como tú
dices y yo no niego, o bien sobre ti únicamente, como otros piensan,
o sobre los dos, como parece más probable, no tendrás en verdad
excusa a menos que vuelvas ahora a mí. Por lo menos, si te niegas
ahora, tienes que encontrar otra excusa que salve tu conciencia ade­

77
AILBE J. LUDDY

más del temor a mi severidad... Huiste de mi rigor, vuelve a mi


ainor; que mi cariño me traiga a quien mi austeridad alejó.
"Mira, mi querido hijo, cómo deseo que te conduzcas: no en el
espíritu esclavizador del temor, sino ‘en el espíritu de la adopción de
los hijos por los cuales clamamos, Padre’ (Rom 8, 15). Pues no es con
amenazas y terrores como defiendo mi causa contigo, la causa de mi
indecible pena, sino más bien con oraciones y súplicas. Otro acaso
siguiera un camino diferente. Acaso te acusara de un pecado, te pro­
dujera alarma, te enfrentara con tus votos, te recordase el juicio veni­
dero, te reprochara tu desobediencia, te condenase como apóstata por
haber cambiado un pobre hábito por túnicas de piel, verduras insí­
pidas por costosas golosinas, la pobreza por la riqueza. Pero ya co­
nozco tu carácter y sé que es mucho más fácil atraerte por el amor
que conducirte por el miedo.”
El autor se dedica ahora a castigar a los seductores de Roberto.
En cuanto al veredicto de Roma, lo declara manifiestamente nulo,
por haber sido conseguido con falsos pretextos. Luego recuerda al
fugitivo las lágrimas con que suplicó el ingreso en Citeaux y su fervor
de novicio, y continúa:
“Oh, insensato muchacho, ¿cómo has podido ser arrastrado a
violar los votos que tus labios pronunciaron? (Ps 65, 14). ¿No está
escrito que por tu boca te justificarás y que por tu boca te condenarás?
(Mat 12, 37). ¿A qué viene, entonces, tanta solicitud para cumplir el
voto de tus padres y tan poca para cumplir el tuyo? Si te hubieras
ido a una Orden más estricta y más perfecta, no sentiría ninguna ansie­
dad, pues entonces no estarías ‘mirando hacia atrás’ (Le 9, 62), sino
que podrías decir con San Pablo: ‘Olvidando las cosas que están de­
trás y dirigiéndome a las que están delante, avanzo hacia la meta,
hacia el premio de la vocación celestial’ (Phil 3, 13-14). Tal como se
presenta el caso, ‘no seas magnánimo, teme’ (Rom 11, 20); pues, per­
dona mi atrevimiento, toda indulgencia en el comer, vestir o hablar,
toda salida de la clausura que sea incompatible con el tenor de tu
profesión aquí te convierte en culpable, criminal y apóstata. ‘No te es­
cribo estas cosas para confundirte, sino para amonestarte como a mi
más querido hijo, pues aunque tienes diez mil instructores en Cristo,
no tienes muchos padres. Pues te he concebido en Cristo Jesús’
(1 Cor 4, 14) con la palabra y el ejemplo, si me permites decírtelo.
”Pero ¿qué ventaja para ti o qué necesidad tuya condujo a nuestros
amigos de Cluny a destruir mi paz? ¿Acaso estaban enfadados con­
migo por considerarme como un ciego conductor de ciegos y por
compasión te colocaron bajo su segura guía por miedo a que naufra­

78
SAN BERNARDO

garas bajo la mía? ¡Oh amarga necesidad! ¡Oh cruel caridad! ¿De
manera que sólo podías ser salvado con mi destrucción? ¡Quisiera
Dios que te salvaran aunque fuese de esta manera! ¡Quisiera Dios
que tú vivieses aun cuando yo pereciera! Pero dime: ¿es que la ropa
espléndida, la abundancia de golosinas conduce a un hombre con más
seguridad a la salvación que un hábito miserable y una comida frugal?
Si las pieles suaves y calientes, los hábitos de material fino y costoso,
largas mangas, amplios capuchones, las camisas de hilo y las camas
lujosas, si estas cosas pueden hacer un santo, ¿por qué permanezco
aquí y no te sigo a Cluny? No, éstas son más bien indulgencias per­
mitidas a los enfermos que armas de combatientes. ‘Mira, los que
van vestidos con suaves ropas están en las casas de los reyes’ (Mt 11, 8).
”E1 vino y la cerveza, las cosas sabrosas y grasicntas son buenas
para el cuerpo, te lo concedo, pero difícilmente para el alma. Es la
carne, no el espíritu, la que prospera con la carne asada. La pimienta,
el jengibre, el comino, la salvia y mil variedades de adobos pueden
en verdad agradar al paladar, pero también encienden los fuegos de
la concupiscencia. Cualquiera que practique la moderación y la so­
briedad encontrará que el hambre y la sal son suficiente condimento
para toda clase de alimentos. Las coles, las judías, el potaje y el pan
de avena con agua ofrecen pocos atractivos para un vago, pero son
alimentos delicados para el apetito aguzado por el trabajo. ¿Temes
las largas vigilias, los severos ayunos, el pesado trabajo manual? Me­
dita sobre el fuego eterno del que tal penitencia nos salva y te pare­
cerá en verdad muy ligera. El recuerdo de la ‘oscuridad exterior’
(Mt 8, 12) te servirá para que nuestra soledad te sea soportable; nues­
tro silencio no te parecerá duro cuando consideres la cuenta que
tienes que dar de las palabras ociosas; el pensamiento de aquel eterno
llorar y rechinar de dientes (Mt 8, 12) hará que una burda estera te
parezca tan cómoda como una cama de plumas; si eres tan puntual
y atento en los oficios de noche como debes serlo, duro en verdad
tendrá que ser el lecho en que no puedas dormir cómodamente; y,
finalmente, si trabajas tantas horas diarias como ordena la regla que
tú profesas, el alimento que no te agrade tendrá que ser realmente
nauseabundo.”
La larga carta termina con un toque de trompeta:
“¡Levántate, entonces, soldado de Cristo! ¡Levántate y sacude de
tus armas el polvo de la indolencia! Regresa a la pelea, de la que
has huido, para reparar el deshonor de tu fuga con hazañas más
nobles y para triunfar más gloriosamente después del desastre. Cristo
tiene muchos guerreros que empezaron bien, se mantuvieron firmes

79
AILBE J. LUDDY

en la lucha y alcanzaron la victoria final; pero solamente pocos que.


recogidos después de la derrota, renovaron el combate y vencieron al
enemigo de quien huían. Todas las cosas son preciosas en la propor­
ción en que son raras. Por consiguiente, me alegro al pensar que tú
acaso puedas pertenecer todavía a aquellos héroes que son más glorio­
sos por ser muy pocos. Pero si la cobardía te retiene, ¿por qué tienes
miedo cuando no hay nada que temer y eres valiente cuando te rodea
el peligro? ¿Te figuras que has escapado del enemigo huyendo del
campo de batalla? ¡ Oh, no! El enemigo será más osado persiguiendo
a los fugitivos que haciendo frente al que le resiste; sus ataques son
más vigorosos desde la retaguardia que de frente. Habiendo arrojado
tus armas, te entregas ahora en una imaginaria seguridad a tus sueños
de la mañana, durmiendo en la hora en que Cristo se levantó del se­
pulcro. ¿Y no sabes que, estando así indefenso, caerás más fácilmente
en poder del enemigo? Despierta, levántate, empuña tus armas y apre­
súrate a engrosar las filas de tus compañeros soldados a quienes aban­
donaste en tu huida. Por lo menos, haz que el temor que te separó
de ellos te una de nuevo a su compañía.
”¿Te apartas, delicado soldado, de la rudeza y del peso de las
armas de guerra? Ah, créeme, el ataque del enemigo y la espesa nube
de flechas y lanzas harán que el escudo te parezca muy ligero en el
puño y te volverán insensible al peso del yelmo y del peto. Todo
parece duro al principio; pero cuando te acostumbres a los métodos
de guerra, la dificultad se desvanecerá y encontrarás fácil lo que ahora
te parece imposible. Incluso los más bravos soldados suelen temblar al
primer toque de la trompeta de guerra; pero una vez que empieza la
pelea, la esperanza de victoria y el temor de la derrota les da el
valor de los héroes. ¿Qué motivos puedes tener para sentir temor,
rodeado, como estarás, de una multitud de valientes hermanos en las
armas, con los ángeles santos como aliados y como capitán el mismo
Cristo, el cual anima a sus guerreros en la batalla con las palabras:
‘Tened confianza, Yo he vencido al mundo’ (loh 16, 33) ‘¿Si Cristo
está por vosotros, quién está contra nosotros?’ (Rom 8, 31). Es un
combate en que la victoria está asegurada. Sí, hay poco que temer
cuando se batalla por Cristo y con Cristo—poco que temer en una
pelea de la que tienes la seguridad de salir victorioso, aun cuando
resultes herido, o seas derribado, o pisoteado, o muerto (si ello es po­
sible) una y mil veces—con tal de que no huyas. La huida es lo único
que puede privarte de la victoria; puedes perderla con la huida, no
de otra manera; ni siquiera por la muerte. Además, si caes en la
batalla, eres bendito, porque antes serás coronado. ¡Pero pobre de ti,

80
SAN BERNARDO

si por eludir la pelea pierdes a la vez la victoria y la corona! Queridí­


simo hijo, Dios te preserve de una desgracia tan terrible; pero recuerda
que cuando Él venga a juzgarte la sentencia que pronunciará será
más terrible si Él ve que esta advertencia no ha tenido resultado.”
Es muy dudoso que esta carta llegase a su destino, pues tenía que
pasar por las manos de los superiores de Cluny, que no eran tan
estúpidos o tan indiferentes como para no temer su efecto en la mente
de Roberto si se le toleraba leerla. De todos modos, no hubo ninguna
respuesta inmediata. Fue solamente en 1128, doce años más tarde,
cuando el pródigo regresó, penitente, a la casa de su padre. Sin em­
bargo, entonces se esforzó por reparar el pasado con una vida de extra­
ordinario fervor, y lo hizo tan bien, que en 1136 fue nombrado abad
de Maison-Dieu, en la diócesis de Bourges. Más todavía: se Je da el
título de beato en los anales de su Orden, siendo honrada su me­
moria el 29 de noviembre. El único resultado cierto del llamamiento
del santo fue la inmortalidad que confirió al “gran prior” y “al príncipe
de los abades”, una inmortalidad que de otra manera ellos (o por lo
menos el primero) acaso no hubiera tenido; aunque en verdad es una
inmortalidad de la que prescindirían agradecidos.

81
S. BERNARDO.-
CAPITULO VII

TROIS-FONTAINES Y FONTENAY

Conversión e historia subsiguiente


de Humbelina

Roberto abandonó Clairvaux, según Manríquez, en 1117, al año


justo de haber profesado. En el mismo año ocurrió otro aconteci­
miento mucho más consolador para el corazón de nuestro santo. Nos
referimos a la conversión de su hermana. Desde la temprana niñez,
Humbelina y Bernardo se habían sentido atraídos por un lazo especial
de afecto y simpatía, debido a la identidad de intereses y gustos. Como
su hermano, se distinguía ella por una rara belleza personal y poseía
una espléndida voz. Entre sus dotes debemos mencionar especialmente
su destreza musical y un excelente conocimiento del latín. Después de
su matrimonio, olvidando el ejemplo y las exhortaciones de Aleth,
empezó a seguir las costumbres del mundo. De aquí que ella apareciese
ahora en el Valle de la Luz rodeada con todo el esplendor del vestido
y del equipo que podía otorgar una riqueza ilimitada, pensando, al
parecer, que de esta manera honraba a sus parientes. Andrés, el por­
tero, al anunciar su llegada, no omitió el describir al abad la pompa y
ceremonia que la acompañaban. Se apesadumbró Bernardo al oír
que su querida hermana se había convertido en una adoradora del
altar de la vanidad. Se negó a verla y no quiso permitir que la vieran
ninguno de sus hermanos; además, ordenó al portero que le dijera
de su parte que con aquellos ornamentos mundanos se estaba convir­

82
SAN BERNARDO

tiendo en un instrumento del demonio para la ruina de las almas in­


mortales. Andrés transmitió gustosamente el mensaje, añadiéndole algo
de su propia cosecha. “¿Por qué tanto esmero—preguntó—en embe­
llecer un cuerpo destinado a pudrirse y ser pasto de los gusanos mien­
tras que el alma que ahora lo anima está ardiendo en medio de llamas
eternas?” La pobre Humbelina quedó completamente sorprendida.
Jamás esperó ser recibida de esta manera. Pero en lugar de mostrar
resentimiento rompió a llorar, exclamando: “Lo merezco todo por­
que soy una pecadora. Sin embargo, Cristo sufrió en la cruz por otros
seres como yo. En verdad, es debido a mi maldad el que busque con­
sejo y aliento en los santos. Si mi hermano Bernardo, que es un siervo
de Dios, desprecia mi cuerpo, que por lo menos tenga piedad de mi
alma. Que venga, que mande; y sea cual fuere lo que él considere
adecuado mandar estoy dispuesta a cumplir."
No había forma de resistirse a este llamamiento. Bernardo y sus
hermanos salieron apresurados a saludarla y confirmarla en estas
buenas disposiciones. Era el deseo del santo abad que ella entrase en
religión; pero como esto era ilegal sin el consentimiento de su marido,
le recomendó que viviese hasta donde fuese posible como una reclusa
en el mundo, evitando la ostentación y toda clase de vanidades y
consagrándose, siguiendo el ejemplo de su madre, al servicio de Dios
y. de los pobres. Ella prometió hacer lo que le aconsejaba, promesa
que fue guardada con escrupulosa fidelidad. Cinco años más tarde,
en 1122, según Manríquez, habiendo obtenido después de mucha resis­
tencia el consentimiento de su marido, abandonó el mundo por com­
pleto e ingresó en el convento de Jully, donde Isabel, su cuñada, era
a la sazón superiora. Cuando esta última se marchó, hacia el año 1130,
a fundar un nuevo convento en las inmediaciones de Dijon, Humbe­
lina fue nombrada para sucedería. Bajo la nueva superiora, la casa
prosperó maravillosamente; las damas más nobles de la región soli­
citaban el ingreso en tan gran número, que se vio obligada a hacer
alrededor de una docena de nuevas fundaciones. Rivalizó con el
propio Bernardo en su amor a la cruz. Se impuso a sí misma comer
y dormir mucho menos que el mínimo exigido por la naturaleza;
sus ropas eran las más miserables que podía comprar; llevaba siem­
pre una camisa de cabello y era feliz cuando la empleaban en las
ocupaciones más humildes. Cuando las monjas le rogaban que tuviese
más cuidado de su salud, la cual parecía en peligro de quebrantarse
bajo unas prácticas tan austeras, replicaba: “Para vosotras, mis que­
ridas hermanas, cuyas vidas han sido totalmente consagradas al ser­
vicio de Dios, ése es un consejo .excelente; pero para mí, que he

83
AILBE J. LUDDY

vivido tanto tiempo entre las vanidades mundanas, ninguna clase de


penitencia puede ser excesiva.”
En 1132 una colonia de monjas procedentes de Jully fundaron
Tart, en la diócesis de Langres, el primer convento que abrazó la re­
forma y se sometió a la jurisdicción de Citeaux, y fue, por consi­
guiente, la casa matriz de las monjas cistercienses.
No se sabe si Humbelina tomó parte en esta fundación, pero no
hay la menor duda de que hasta el final Jully continuó siendo pura­
mente benedictina.
Las últimas horas de Humbelina fueron consoladas por la presen­
cia de tres de sus hermanos, por lo menos, Bernardo, Andrés y Ni-
vardo; Bartolomé, que era entonces abad de La Ferté, acaso estuviera
también con ella. Se duda de si Guido vivía todavía, pero Gerardo
había subido al cielo varios años antes. Cuando estaba a punto de
exhalar su último aliento, ella miró a Bernardo con una radiante son­
risa y exclamó: “¡Oh, cuán feliz soy por haber seguido tu consejo y
haberme consagrado a Dios! ¡ Y qué bello premio espero recibir por
el amor que te he tenido en esta vida! Es a ese amor al que debo
la alegría y la gloria que me esperan en el cielo.” Luego, volviéndose
a los demás, exclamó extasiada: “Me alegré de las cosas que me
dijeron: entraremos en la casa del Señor.” (Ps 121, 1). Con estas dulces
palabras en sus labios entregó el alma. El día era el 21 de agosto,
pero el año no es seguro. Manríquez dice que murió en el año 1141;
otros creen que falleció seis o siete años antes. Su fiesta se celebra
el 12 de febrero. Antes de abandonar este tema convendrá decir que
el tratado impreso con frecuencia entre las obras de San Bernardo
bajo el título De modo bene vivendi, ad Sororem es considerado
generalmente por los críticos como espurio o por lo menos de dudosa
autenticidad.

Trois-Fontaines y Fontenay

La dura prueba que debido a la falta de vocaciones amenazó de


extinción a Citeaux no fue nunca sufrida por la casa filial. Para
Bernardo la dificultad estaba no en encontrar reclutas, sino en ali­
mentarlos y acomodarlos, aunque se les contentaba fácilmente en lo
que a esto respecta. Tuvo razón en alegrarse, por consiguiente, cuando
en 1117 un noble llamado Hugo de Vitry le ofreció (por indicación,
según se cree, de Guillermo de Champeaux) un emplazamiento para
un nuevo monasterio en la diócesis de Chalons. La oferta fue acep­

84
SAN BERNARDO

tada con profundo agradecimiento y en octubre del año siguiente doce


monjes, bajo la jefatura de Roger de Chalons, emprendieron una lar­
ga marcha para tomar posesión del lugar. Esta primera filial de
Clairvaux se llamó Trois-Fontaines por las fuentes que había en sus
inmediaciones. Una segunda fundación, la de Fontenay, se hizo el
mismo año en la diócesis de Autun, en un terreno donado por Ray-
nard, señor de Montbard, tío materno de Bernardo. Esta colonia fue
confiada a Geofredo de la Roche \ Ambos brotes prosperaron des­
de el principio.
En conexión con la fundación de Trois-Fontaines, Guillermo de
San Thierry cuenta una historia que merece ser relatada. Un día o
dos después de la partida de Roger y su comunidad, Bernardo se pu­
so tan enfermo que no pudo ya abandonar su celda. Su hermano Gui­
do lo visitó, encontrándolo profundamente triste. “Vete a la iglesia
—dijo el enfermo—y ruega por los hermanos que acaban de dejar­
nos; si el Señor te da alguna luz respecto de ellos, vuelve a decír­
melo.” El honrado Guido protestó diciendo que sería una presun­
ción para un hombre como él buscar revelaciones divinas; pero co­
mo insistiera el abad, obedeció. Cuando rezaba por cada miembro de
la colonia con todo el fervor de que era capaz, sintió su alma inun­
dada de una dulzura y de una santa alegría nada comunes, hasta
que llegó a los nombres de dos hermanos, en cuyo momento la de­
voción dio paso a una profunda intranquilidad y a un sentimiento
de que no todo iba bien con estos hermanos. Así se lo dijo al abad,
el cual le informó con un suspiro que los dos hermanos en cuestión
no perseverarían, predicción que fue confirmada por los hechos. Gui­
llermo declara que oyó esta historia de los labios del propio Guido.

Enfermedad de Bernardo

A pesar de la gran enfermedad que ahora le atacaba, Bernardo


se negó a aflojar ninguna de sus acostumbradas mortificaciones. “¿Có­
mo puedo entregarme al placer—decía—cuando mi Señor está colga­
do en el Calvario? Sería una vergüenza ser un miembro delicado bajo
una Cabeza coronada de espinas.” Y así continuó aumentando sus
penitencias. Sin embargo, hacía en secreto todo aquello que sobrepa­
saba lo ordinario, pues detestaba el singularizarse. Así, tan pronto
como se supo que llevaba una camisa de cabello, se la quitó. Solía

1 Geofredo dimitió el cargo a los pocos años y regresó a Clairvaux, donde


más tarde lo encontraremos actuando de prior.

85
AILBE J. LUDDY

decir a los novicios cuando ingresaban que tenían que dejar sus cuer­
pos fuera de las puertas del monasterio; pues les serían de poca uti­
lidad en Clairvaux. Su propio cuerpo, en verdad, recibía pocos cui­
dados: su misión era servir como una perpetua víctima de expiación.
Más tarde reconoció que había ido demasiado lejos en este aspecto,
y todos tenemos que lamentar una imprudencia que acortó una vida
tan preciosa para la Iglesia y para el mundo.

Guillermo de San Thierry visita Clairvaux

Como se podía esperar, la salud del abad se quebrantó comple­


tamente bajo este régimen tan duro. Durante el otoño de 1118, su es­
tómago se hizo tan débil que no podía retener nada y su estado se
agravó de una manera alarmante de día en día.\ Guillermo de Cham-
peaux estaba de visita en el monasterio precisamente por aquella
época. Vio en seguida que Bernardo no tenía la menor probabili­
dad de restablecerse a menos que se le pudiera inducir a interrum­
pir sus austeridades. El inválido no quería ni oír hablar de esto:
había tomado sobre sí mismo las obligaciones de un monje y tenía
que vivir y morir de acuerdo con su profesión monástica. Guillermo,
sin embargo, tenía otro recurso. Montó en su caballo y se fue rápi­
damente a Citeaux, donde San Esteban celebraba entonces su tercer
Capítulo general2 acompañado por los abades de La Ferté, Pontigny
y Morimund. Habiendo explicado a los padres cómo iban las cosas en
Clairvaux, les pidió que le encargasen de Bernardo durante doce me­
ses, como único remedio de restablecer su salud. Esta petición extra­
ordinaria fue otorgada prestamente porque Guillermo disfrutaba de
una excelente reputación de singular prudencia y piedad. Armado de
esta manera con una autoridad irresistible, el buen obispo regresó
rápidamente a Clairvaux. Ordenó inmediatamente a su paciente que
entregase la administración del monasterio al prior por un año, le
dispensó de la observancia de la regla durante el mismo tiempo y
para evitar todo peligro de distracción o intranquilidad hizo que lo

3 La institución de los Capítulos generales comenzó con San Esteban


en 1116. Más tarde fue introducida en las demás órdenes religiosas. En esta
sesión anual, los superiores locales, venidos de todas partes del mundo, y bajo
la presidencia del superior general, tratan de cuestiones que afectan a toda la
Orden o a las casas particulares y promulgan decretos que tienen fuerza de ley.
El Capítulo general cisterciense se celebra siempre en Citeaux, y se abre toda­
vía, como en la época de San Esteban, el 12 de septiembre, dos días antes
de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Generalmente dura cuatro o1 cin­
co días.

86
SAN BERNARDO

llevasen desde la abadía a una pequeña celda construida fuera de


la cerca del monasterio. Luego, lo dejó allí bajo el cuidado de un
médico cuyos servicios había contratado por un año.
En todo menos en una cosa obró Guillermo prudentemente. La
única excepción fue la elección de médico. Este hombre resultó ser
un insoportable matasanos. Se ha hecho inmortal como representante
ideal de la tiránica incompetencia y de la pomposa estupidez, cuya
arrogancia era igualada tan sólo por su ignorancia. El martirio que
hizo sufrir a Bernardo no se puede expresar con palabras. Pero a pe­
sar de sus recetas, el descanso obligatorio de la mente y del cuerpo
produjo una mejoría gradual en la salud del joven abad. Desde lue­
go, el obispo de Chalons no sabía nada acerca de las condiciones del
hombre a quien confió su paciente. ¡Sean para él todos los honores!
Aunque sus doctrinas metafísicas son bastante fantásticas y la pos­
teridad no siente gran admiración por su teoría de los universales,
los fieles hijos de la Iglesia amarán y bendecirán eternamente su
nombre porque evitó la prematura extinción de una de sus glorias
más grandes; saben que todo lo que deban al Doctor Melifluo se
lo deben también a Guillermo de Champeaux.
No hay que decir que Bernardo mostraba la misma obediencia
al charlatán que le asistía que la que hubiese mostrado al propio
abad Esteban. Durante su exilio en la ermita fue visitado por otro
eminente erudito no menos ilustre que Guillermo de Champeaux, un
hombre cuyo nombre, como el del obispo, estaba destinado a ser
asociado por siempre con el suyo. Este fue el abad Guillermo de
San Thierry, un monasterio cluniacense en la diócesis de Reims. Ya
se había distinguido en las letras, medicina, dialéctica y teología. Pe­
ro su principal derecho a la fama tenía que venir todavía, pues ha­
bía de ser el primer biógrafo de nuestro santo. Es muy interesante
el relato que nos ha dejado de su primer encuentro con Bernardo
en una visita que le hizo acompañado por otro abad cluniacense:
“Lo encontramos en una celda como las que se construyen en
las encrucijadas para los leprosos. Por orden del obispo y sus her­
manos abades, estaba dispensado de todas las obligaciones de su
cargo y tenía libertad para atender a Dios y a su alma. Al entrar
en aquella cámara real, Dios es testigo, sentí tanto terror como si
me acercase a Su sagrado altar. Tan poderosamente me sentí atraído
por la dulzura de sus modales y tan ardiente era mi deseo de com­
partir su pobreza y sencillez, que si hubiese podido elegir nada me
habría agradado más que permanecer con Él siempre como criado
suyo. Por su parte, él nos recibió con las mayores muestras de ale­

87
AILBE J. LUDDY

gría.' Cuando le preguntamos por su salud, contestó con su más ama­


ble sonrisa: ‘Oh, estoy muy bien. Hasta ahora—añadió—he gober­
nado seres racionales y ahora por el justo castigo de Dios estoy con­
denado a obedecer a un ser que carece de razón’. Se refería al so­
berbio curandero, que aunque era un ignorante manifiesto se ufanaba
de que le estaba curando su dolencia. Comimos con él en su celda,
pero cuando vimos que el médico le ofrecía unos alimentos tan ma­
los que un hombre sano hubiera preferido morir de hambre antes
que tocarlos, a duras penas pudimos contenernos de violar la ley
del silencio durante las comidas y denunciar a aquel sujeto por ase­
sino sacrilego. Bernardo aceptó todo lo que le ofrecía sin mostrar
la menor señal de disgusto. Pero en verdad su sentido del gusto es­
taba tan atrofiado que casi había perdido la facultad de distinguir
los alimentos. Solía decir que no encontraba gusto en ninguna cosa
sino en el agua.”
Al principio de su carrera de abad, el principal objeto de Ber­
nardo fue inspirar en sus monjes un amor práctico a la penitencia.
Los frutos de su celo, como hemos visto, no colmaron sus esperan­
zas; pedía demasiado. Más tarde no tuvo ningún motivo de queja
a este respecto; los monjes habían asimilado su espíritu y estaban
tan ansiosos de mortificación como él pudiera desear. Por fin algu­
nos de ellos se dispusieron a ir demasiado lejos. Apremiados cons­
tantemente por su abad a considerar peligroso todo lo que agradara
a la carne, se sintieron obligados a evitar toda clase de satisfacción
sensible y casi consideraban el placer como un mal en sí mismo. Su
alimento, Dios lo sabe, era bastante insípido y requería “el adobo
del hambre y el amor de Dios” para hacerlo aceptable al paladar:
en calidad era inferior con mucho a lo que permite la santa regla
de San Benito, y que, por consiguiente, podían haber tomado sin es­
crúpulo ; sin embargo, le ponían reparos por ser demasiado delicado
para monjes y buscaban medios de hacerlo más nauseabundo. Este
peligroso resultado se produjo probablemente durante el aislamiento
del abad. Tan pronto como él se dio cuenta, se esforzó con ahinco
en hacer volver a los extremistas a sus debidos límites. No fue tarea
fácil. Les parecía que ahora condenaba lo que anteriormente había
encomiado y empezaron a poner en duda la rectitud de su enseñanza
actual, que parecía más favorable al cuerpo que al alma.
Por esta época, no menos providencialmente que antes, el obispo
de Chalons hizo otra visita a la abadía. Por mutuo acuerdo la cues­
tión debatida fue sometida a su decisión. Decidió, desde luego, en
favor del superior. El placer sensible lejos de ser un mal en sí mis­

88
SAN BERNARDO

mo, como defienden los maniqueos, es un don de Dios que Él utiliza


para inducir a sus criaturas sensibles a realizar ciertos actos y abra­
zar ciertos fines necesarios para la conservación del individuo o de
la especie. Se puede renunciar a él laudablemente por causa de un
bien más elevado, pero se convierte en pecado cuando se le busca
con demasiada ansiedad' o se entrega uno a él de una manera inmo­
derada. Además, ninguna mortificación es aceptable para Dios si se
practica sin la sanción de la obediencia. “¿Por qué hemos ayunado
y Tú no nos has mirado? ¿Por qué hemos humillado nuestras al­
mas y Tú no te has dado cuenta?”, decían antiguamente los israelitas
al Señor. Y por contestación ellos oyeron: “Sí, pero en el día de ayuno
os vais tras vuestros negocios.” (Is 58, 3). Esta era la doctrina
de Bernardo, y Guillermo la hizo suya. “El que pretende adquirir
la gracia de Dios—dijo a los monjes—■, rechazando como un mal las
dádivas de Dios, está colocando obstáculos a la gracia y ofreciendo
resistencia al Espíritu Santo.” Entonces les recordó lo que se
cuenta en el segundo libro de los Reyes (4, 40): cómo cuando los
hijos del profeta no podían comer el potaje a causa de su excesiva
amargura, el hombre de Dios, Eliseo, mezcló un poco de harina con el
alimento y de esta manera lo hizo más grato al paladar. “Por consi­
guiente, aceptad—dijo—sin escrúpulo y agradecidos el alimento que
la bendición de Dios ha vuelto agradable a vuestro gusto.”
El veredicto del obispo aquietó, al parecer, las conciencias escru­
pulosas, por el momento al menos. Pero hasta el fin de su vida Ber­
nardo tuvo con frecuencia necesidad de restringir los generosos de­
rroches de fervor indiscreto. Era una falta que podía comprender
bien, aunque no admitió la menor tolerancia. Las condiciones re­
queridas para que la mortificación sea provechosa fueron señaladas
y justificadas en uno de sus sermones (XL de Diversis) a la comu­
nidad, que fue predicado probablemente alrededor de esta época.
“La mortificación corporal—dice—, tiene que ser practicada en se­
creto, con prudencia y con la debida autorización. Vuestra tierna
carne, criada hasta ahora en medio del placer y la facilidad, tiene
que sufrir un martirio perpetuo, y de aquí en adelante habréis de
absteneros incluso de los goces inocentes para expiar vuestras cul­
pables satisfacciones del pasado. Pero esto se debe hacer secretamente,
de forma que vuestra mano izquierda no sepa lo que hace vuestra
mano derecha (Mt 6, 3). Pues no es en las bocas de los hombres,
sino en lo más recóndito de vuestro corazón, donde se debe guardar
un tesoro tan grande a fin de que ‘vuestra gloria sea testimonio de
vuestra conciencia’ (2 Cor 1, 12). No digo que vuestra luz no brille

89
AILBE J. LUDDY

delante de los hombres para que ellos vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo (Mt 5, 6): no, sino
que vuestra intención no debe aspirar a un premio tan pobre y pere­
cedero como la gloria terrenal. Seguramente hay nada más triste que
la suerte del que, después de afligir y torturar su carne con rigurosos
ayunos y vigilias, consiente en admitir el aplauso humano como re­
compensa en esta vida y en tener el infierno como herencia en la
vida venidera.
“He dicho que las mortificaciones corporales tienen que tener la
sanción de la autoridad, porque ningún ofrecimiento puede ser acep­
table a la vista de Dios, a menos que se haga con el consentimiento
del padre espiritual (Reglas de San Benito, capítulo XLIX): el Más
Alto no aceptará nada que esté manchado de terquedad, nada sino
aquello que se le ofrezca con sumisión a la voluntad del superior.
La exclusión de la terquedad nos ayuda de esta manera grandemente
a vencer el orgullo.
"Nuestra mortificación necesita también ir acompañada de la dis­
creción, no sea que un celo excesivo la lleve tan lejos que perjudi­
que nuestra salud y matemos a un amigo, por así decirlo, en nuestra
ansiedad por vencer a un enemigo. Piensa lo que puede soportar tu
cuerpo, ten en cuenta tu constitución física y procura que tu seve­
ridad se acomode a ella. Es un deber indispensable el conservar nues­
tra salud corporal para ponerla al servicio del Creador. A cuántos
he visto castigar sus cuerpos con un rigor tan extremado al principio
de su conversión a Dios y llevar sus prácticas de penitencia más allá
de los límites de la prudencia de un modo tan exagerado que no han
podido acudir al coro y se han debilitado tanto que han tenido que
ser sometidos a un régimen especial durante muchos días” 3.

3 Hablando del mismo tema de las austeridades exageradas, Santa Teresa


dice (Camino de perfección, cap. X): “Es divertido ver las mortificaciones a que
se someten algunos por su propia iniciativa. A veces se apodera de ellos un
ataque de penitencia inmoderada y exagerada que dura unos dos días. El demonio
sugiere luego a su imaginación que estas mortificaciones les perjudican. Por
tanto, no vuelven a hacer penitencia, ni siquiera la que prescriben las reglas de
la Orden, puesto que han visto que la mortificación los perjudica; y ellos dejan
de observar incluso reglas tales como el silencio, que seguramente no puede
perjudicarnos. Tan pronto como nos figuramos que tenemos dolor de cabeza
dejamos de ir a coro. Un día dejamos de ir porque nos duele la cabeza; el si­
guiente, porque nos dolió, y el otro, por miedo a que nos duela.”

90
CAPITULO VIII

SE MANIFIESTA EL TAUMATURGO

La Carta de Caridad

El relato de Guillermo de San Thierry muestra que Clairvaux em­


pezaba ya a atraer la atención pública. Gracias principalmente a él y
al obispo de Chalons, Bernardo llegó a ser conocido como un hom­
bre de singular genio y consumada santidad. De aquí que gran nú­
mero de visitantes comenzaran a invadir el apartado valle, unos por
satisfacer su curiosidad, otros por devoción. Otro pasaje del abad
Guillermo nos describirá la escena que contemplaban estos peregri­
nos y la impresión producida en sus mentes. “Al descender las mon­
tañas a la entrada de Clairvaux se reconoce fácilmente que el Señor
está en este lugar. El mismo valle silencioso, con la pobreza y senci­
llez de las moradas que encierra, proclama elocuentemente las virtu­
des de sus habitantes. La comunidad es grande; sin embargo, a nadie
se le permite estar ocioso; todos se hallan atareados, cada uno con
el trabajo que se le ha señalado. Pero fuera de los sonidos del tra­
bajo y las voces de los hermanos en el coro cantando alabanzas a
Dios, no hay nunca una interrupción del silencio, que, por consiguiente,
es tan profundo a mediodía como a medianoche. Este silencio, el
perfecto orden reinante y la alta reputación de santidad disfrutada
por los monjes impresionan de tal forma incluso a los visitantes mun­
danos, que por reverencia se abstienen no solamente de conversacio­

91
AILBE J. LUDDY

nes malas u ociosas, sino de pronunciar cualquier palabra que no


esté en armonía con la santidad del lugar. El emplazamiento del mo­
nasterio, oculto entre espesos bosques y bajo la sombra de pendien­
tes montañas, recuerda la cueva en la que encontraron una vez los
pastores a San Benito; de forma que los religiosos de Clairvaux se
asemejan a él en su morada y soledad tanto como en sus vidas. Pues
todo miembro de esa hermandad es un verdadero solitario. La cari­
dad debidamente ordenada convierte a ese populoso valle en una de­
sierta soledad, pues de la misma manera que un hombre de mente
indisciplinada es una multitud para sí mismo aun cuando esté solo,
en una multitud unida de corazón por la ley del silencio monástico
un verdadero monje puede vivir como un ermitaño. En cuanto al
alimento de estos siervos de Dios, es tan pobre y sencillo como sus
moradas... Allí se pueden ver hombres que han renunciado a la ri­
queza y a la posición social en el mundo gloriándose en la pobreza
de Cristo y construyendo la Iglesia de Cristo con su sangre, trabajo
y sufrimiento, en el hambre y la sed, en el frío y la desnudez, en las
persecuciones y burlas y en muchas aflicciones.”
Se puede tener una idea del rápido crecimiento de la nueva Orden
desde 1115 partiendo del hecho de que diez abades cistercienses asis­
tieron al Capítulo general celebrado en 1119. Entre ellos estaba, des­
de luego, Bernardo, cuya salud había mejorado, pero que aún se en­
contraba débil. Tenían que tratar en esta ocasión de un asunto muy
importante, la redacción de un código de leyes para la observancia
común en sus casas. El resultado de sus deliberaciones apareció en
la famosa “Carta de Caridad”, confirmada en el mismo año por Ca­
lixto II. El espíritu y el tono de esta carta magna cisterciense eran
claramente democráticos y se hallaban en violento contraste con los
principios monárquicos con arreglo a los cuales era gobernado Cluny.
Cada una de los cientos de casas perteneciente a la Congregación clu-
niacense, a la sazón la rama más poderosa y extendida de la familia
benedictina, dependía completamente de Cluny, al cual tenía que pa­
gar un tributo anual y en el cual tenía que pasar alguna temporada
todo miembro de la Congregación. El abad de Cluny ejercía plena ju­
risdicción sobre todas las abadías y todos los prioratos, nombraba
para ellos superiores que él elegía y ningún religioso de ninguna casa
podía profesar sin su aprobación. San Esteban y sus hermanos aba­
des tenían ideas muy distintas en cuanto a las relaciones que debían
existir entre las casas que profesaban la regla benedictina. Según ellos
la suprema autoridad de la Orden era el Capítulo general, que se cele­
braba una vez al año en septiembre en el monasterio de Citeaux y

92
SAN BERNARDO

bajo la presidencia del abad de aquella casa: los abades que se au­
sentaban sin causa justificada habrían de ser severamente castigados.
Cada abad estaba obligado a visitar anualmente las filiales de su mo­
nasterio, es decir, las casas fundadas a partir de la suya, a fin de exa­
minar cuidadosamente su estado espiritual y material y presentar un
informe detallado al siguiente Capítulo general. Citeaux no era una
excepción de esta regla. Los abades de los cuatro monasterios de La
Ferté, Pontigny, Clairvaux y Morimund fueron designados para visi­
tar la casa matriz, cuyo jefe, aunque era el superior general de toda la
Orden, estaba sujeto, como los otros abades, a ser castigado e in­
cluso destituido por el Capítulo general si los visitantes emitían un
informe desfavorable. No había ninguna imposición de tributos a las
filiales en favor de la casa matriz, pero si una casa venía a un estado
extremo de pobreza todas las demás casas deberían contribuir para
ayudarla proporcionalmente a los medios con que Dios les hubiera
bendecido. Otra importante regla era que cada comunidad tendría el
derecho de elegir su propio abad. Estos son algunos de los artículos
contenidos en la histórica Constitución, tan frecuentemente alabada
por sucesivos romanos pontífices y cuyo autor, Esteban, mereció por
ella ser considerado como el legítimo heredero de la sabiduría del
propio San Benito. La ley referente a las visitas anuales imponía a
Bernardo una pesada carga que había de aumentar con los años.
Otra publicación importante que debemos al Capítulo de 1119 es
el Líber Usuum, el primer código de ceremonias y reglamentaciones
cistercienses recopilado por San Esteban, según unos autores, y por
San Bernardo, según otros. Fue aprobado por Roma al mismo tiempo
que la Carta de Caridad y difiere muy poco de las reglamentaciones
que se hallan en vigor actualmente. Vacandard y otros autores creen
que estas dos recopilaciones debieron promulgarse antes del año 1119,
pero nosotros hemos preferido seguir a Manríquez.

Primeros milagros

En el año 1121 Bernardo comenzó sus carreras de taumaturgo y


de autor. Se observará que en su primer milagro público aparece en
el papel que mantuvo hasta el fin de su vida, el de defensor de la
Iglesia y de los pobres contra la opresión de los crueles tiranos. Un
pariente suyo, Josbert, vizconde de Dijon, que residía en la vecina ciu­
dad de La Ferté, sufrió repentinamente un ataque de parálisis que
le privó del uso del habla de forma que no podía confesarse. La

93
AILBE J. LUDDY

muerte parecía inminente y sus parientes, gente piadosa, temblaban


por su salvación, pues Josbert no había vivido como un cristiano mo­
delo ; más bien se había distinguido entre los altaneros nobles por la
violación de los derechos de la Iglesia y por su arrogancia con los
pobres. Y ahora se moría sin confesión. Un mensajero enviado a toda
prisa a Clairvaux se encontró con que el abad estaba ausente. Sólo al
cabo de tres días apareció Bernardo en la habitación del enfermo,
acompañado por su tío Gaudry y su hermano mayor Guido. Apremia­
do por la familia del moribundo a que hiciera lo que pudiese por él,
el santo replicó: “Este hombre ha ofendido frecuente y gravemente a
Dios cón sus tiránicas persecuciones contra la Iglesia y los pobres.
Si estáis dispuestos a garantizar que vais a restituir los perjuicios a
todos los que de cualquier forma él ha dañado y que no van a con­
tinuar sus injustas exacciones, prometo en el nombre del Señor que
tendrá una oportunidad de confesarse.” El hijo y heredero de Josbert
dio la garantía exigida. Pero los compañeros de Bernardo estaban con­
fusos ante lo que consideraban como una imprudencia delictiva del
abad. A los reproches que le hicieron en voz baja contestó: “Tened
confianza; Dios puede hacer con facilidad lo que tanto os cuesta
creer.” Yendo derecho de la habitación del enfermo al altar, celebró
una misa por el paciente y apenas la había terminado cuando el hijo
de Josbert entró precipitadamente para decirle que su padre había re­
cuperado el uso del habla y pedía a voces un confesor. El santo, des­
pués de haber administrado los últimos sacramentos al pecador peni­
tente con una exhortación de que aprovechara lo mejor posible el
corto respiro que se le había concedido, regresó a Clairvaux. Josbert
sobrevivió dos o tres días, el tiempo suficiente para arreglar sus asun­
tos, reparar en parte los crímenes que había cometido y distribuir ge­
nerosas limosnas a los pobres; luego, expiró tranquilamente.
Alrededor de la misma época el santo abad, en presencia de
Guido y Geoffrey de la Roche, curó una úlcera en la pierna de un
joven haciendo sobre ella la señal de la cruz. Otros milagros reali­
zados en esta época son la cura de un muchacho que tenía un brazo
inútil y la liberación de uno de sus propios monjes, Humberto, más
tarde abad de Igny, de las crueles garras de la epilepsia. Se cuenta
de Gaudry una historia que no debemos omitir. La creciente reputa­
ción de Bernardo como autor de maravillas atrajo a muchos que im­
ploraban la ayuda de sus facultades milagrosas. Esto alarmó a su
honrado tío, que temblaba al verle tan expuesto a la tentación de la
vanidad. Por consiguiente, reprochó al abad muy severamente su pre­
sunción y le aconsejó que no escuchara por más tiempo los llama­

94
SAN BERNARDO

mientos de que hiciese curas milagrosas. No mucho más tarde, cayó


él mismo enfermo de un mal penoso que ningún remedio le aliviaba.
En su desgracia, acudió a su sobrino. Pero Bernardo sólo le pudo re­
comendar que tuviera paciencia: él no podía ni siquiera rezar para
que mejorase, pues le habían advertido últimamente contra la pre­
sunción y el pecado de acudir a la misericordia de Dios en ayuda
de aquellos hijos suyos que sufrían. Sin embargo, se sometió ante los
suspiros y lamentos del pobre hombre, y tocándole con la mano puso
fin a su sufrimiento.
En este año Bernardo hizo su tercera fundación, la de Foigni, en
la diócesis de Laon, ahora de Soissons. Sus comienzos fueron duros
y llenos de privaciones, pero esta fundación prosperó al fin y llegó
a ser una de las principales glorias de la Orden. Entre los primeros
novicios admitidos se encontraba el propio diocesano, Bartolomé de
Vir; más tarde, contó entre sus miembros al beato Alejandro \ un
hermano lego, hijo del rey de Escocia (cfr. Menología cisterciense, 16
de junio, y también el Calendario de santos escoceses, 6 de agosto).
Se recuerda un curioso incidente en relación con la consagración de
la iglesia de la abadía. La tarde anterior al día señalado para la ce­
remonia, el sagrado edificio fue invadido por un número tan grande
de enjambres de moscas que recordaban las plagas de Egipto, y ellas
causaron tantas molestias que la gente no podía permanecer en el
lugar. Habiendo fallado otros remedios, Bernardo pronunció una mal­
dición en forma de excomunión contra las intrusas con el resultado
de que a la mañana siguiente todas fueron encontradas muertas sobre
el pavimento.
En consideración a la enfermedad crónica de Bernardo, el Capítulo
general le ordenó (en época desconocida) que en lugar de las pesadas
labores del campo realizara una clase de trabajo que exigiera menos
esfuerzo corporal y para la cual estaba extraordinariamente dotado.
Los abades cistercienses, según el Líber Usuum, estaban obligados a
predicar solamente quince veces al año, en las fiestas de Navidad, Epi­
fanía, Domingo de Ramos, Pascua, Ascensión, Pentecostés, Anun­
ciación, Natividad, Visitación y Asunción de la Bendita Virgen, San
Benito, Natividad de San Juan Bautista, San Pedro y San Pablo, To­
dos los Santos y primer domingo de Adviento. Pero después de esta
orden Bernardo predicó todos los días, a no ser que no pudiera ha­
cerlo por enfermedad o por hallarse ausente por los negocios de la

1 Según el Menologio, el hermana de Alejandro, David, que fue arzobispo


de San Andrés, tomó el hábito cisterciense en Rievaulx; recibió también el tí­
tulo de beato.

95
AILBE J. LUDDY

Orden o de la Iglesia. “Si os predico con más frecuencia de lo que


manda la costumbre de nuestra Orden—dijo a sus monjes en el dé­
cimo sermón sobre el Salmo XC—■, no es debido a ninguna presun­
ción mía, sino a la voluntad de mis venerables hermanos abades que
han echado esta carga sobre mí, de la cual, sin embargo, ellos se con­
sideran excusados. Si tan solo tuviese la fuerza suficiente para acom­
pañaros en vuestro trabajo, no estaría ahora predicándoos. O, más
bien, estaría predicando con el ejemplo, el cual sería en verdad el
más poderoso de todos los sermones y el que más agradaría a mi
conciencia. Pero como mis pecados y mis enfermedades corporales
(que tan bien conocéis) y las necesidades de los tiempos no toleran
esto, Dios ha accedido a que, predicando lo que no practico, pueda
merecer ser hallado, aun cuando sea el último, en su reino.”
La hora del discurso diario era unas veces la del capítulo de la ma­
ñana antes de la misa solemne y otras veces por la tarde antes del oficio
de completas; los hermanos legos, por regla general, no acudían a es­
tas conferencias, pues el lenguaje usado era el latín, que probable­
mente desconocían la mayoría de ellos. La preparación de Bernardo
era sencilla: cogía un texto de la Sagrada Escritura, meditaba sobre
él y derramaba los frutos de esta reflexión en beneficio de su audi­
torio, un método bastante seguro para un hombre que, además de una
inteligencia poderosa, un juicio profundo, un gusto exquisito y una elo­
cuencia incomparable, poseía un conocimiento completo de la Sa­
grada Escritura y de los Santos Padres. Con frecuencia el discurso era
completamente improvisado, de forma que podemos presenciar de
cerca, como si dijéramos, la actividad de su mente: un pensamiento
sugiriendo otro pensamiento según las leyes de asociación. Esta es
en cierto modo una característica de todos sus discursos y ha ayudado
a dotarles de esa frescura y de esa fuerza de atracción que el roce
de ocho siglos no ha podido disminuir y mucho menos destruir. Los
sermones, en su mayoría, se escribían, después de pronunciados, por
alguno de los oyentes, pero creemos que eran revisados por el propio
predicador. En cuanto a la excelencia intrínseca de estos discursos,
se presentará en su debido lugar abundante testimonio: aquí nos bas­
tará la autoridad del gran Mabillon. “Después de la Sagrada Escri­
tura—escribe—ninguna obra debería ser más apreciada por los que
tienen creencias religiosas, pues ninguna es más provechosa que las
obras de San Bernardo. En ellas se encuentran unidas todas las per­
fecciones dispersas en las obras de los demás: solidez de doctrina,
gracia en el estilo, variedad de asuntos, elegancia de dicción, conci­
sión, fervor, fuerza de expresión.” Y añade: “Probablemente sor-

96
SAN BERNARDO

prenderá al lector saber que San Bernardo se llevó la palma de la


elocuencia sagrada no solamente entre los Padres latinos, sino también
entre los griegos, que habían sobresalido de un modo particular en
este arte. En cuanto a mí, confieso que no me habría atrevido a ex­
poner esta opinión si no estuviese sostenida por la autoridad de En­
rique Valois.” ¿Cuál tuvo que ser entonces el poder de la palabra
hablada del santo? Pues nos han dicho “que había un encanto tan
extraordinario en su discurso—el rostro y la voz contribuian a dar es­
ta impresión—que su pluma, aunque era muy elegante, no podía re­
producir el calor y la dulzura que cautivaba a sus oyentes”.

Tratado sobre la humildad

Geofredo de la Roche, ahora abad de Fontenay, había oído en


Clairvaux una serie de sermones pronunciados por Bernardo explican­
do los doce grados de humildad de San Benito, los cuales le im­
presionaron de tal manera que al cabo de varios años rogó al pre­
dicador que le diera por escrito una exposición completa de los mis­
mos puntos. El resultado fue el Tratado sobre los grados de humil­
dad y orgullo, sin duda la primera obra, cronológicamente, de las pu­
blicadas por el santo. Su composición (como también la de las ho­
milías Sobre las glorias de la Virgen Madre y la Apología) tuvo lu­
gar, según Manríquez, en el año 1121. Aparte de la excelencia de
su estilo literario y de la importancia de su enseñanza ascética, esta
obra contiene un estudio de tipos de carácter que, según el abad Va-
candard, “los más consumados psicólogos no rechazarían”. Empieza
proponiendo a Cristo como modelo de humildad y de todas las de­
más virtudes. Él es el Camino1, la Verdad y la Vida: el camino de
humildad que conduce por Ja verdad a la vida eterna. La humildad es
la verdad, la verdad del conocimiento propio de la criatura, pero no
eso solamente, pues no puede haber virtud sin el concurso de la vo­
luntad. La voluntad tiene que aceptar esta verdad y guiarse por su
luz. De aquí la definición que ha llegado a ser clásica: “La humildad
es la virtud que hace a un hombre despreciarse a sí mismo mediante
el conocimiento de su propia insignificancia” 2. El segundo capítulo
explica el lugar adonde conduce la humildad y el premio que cons­
tituye su recompensa. El fin es la verdad: pues al que es la Verdad
subsistente se le vio descansando en lo alto de la escala de Jacob, lo

2 Esta definición ha sido adoptada por Santo Tomás y por Peter Lombard.

97
S. BERNARDO.----7
AILBE J. LUDDY

cual simboliza los doce grados de humildad; el premio es la cari­


dad, porque el conocimiento de la verdad engendra el amor de Dios.
El capítulo tercero contiene un bello comentario de las palabras de San
Pablo (Heb 5, 8): “Él (Cristo) aprendió la obediencia con las cosas
que Él sufrió.” Las propias miserias son la mejor escuela para apren­
der cómo hemos de compadecer a los demás: de aquí que el Hijo de
Dios, impasible en Su divina naturaleza, tomó sobre Sí mismo la
carga de nuestra mortalidad a fin de adquirir un conocimiento expe­
rimental de lo que Él sabía ya por Su omnisciencia—este conocimiento
experimental no Le hizo más sabio, pero Le trajo más cerca de nos­
otros y Le hizo más querido de nosotros. Los tres capítulos siguientes
se refieren a Jos tres grados de verdad, es decir: conocimiento de uno
mismo, comprensión simpática de nuestro prójimo y conocimiento de
Dios por la contemplación. El capítulo séptimo muestra cómo cada
uno de estos grados es adecuado a cada una de las distintas Perso­
nas de la Trinidad; el siguiente explica cómo ellos están tipificados
en los tres cielos del éxtasis de San Pablo (2 Cor 12, 2), y en el si­
guiente, después de muchos suspiros y súplicas pidiendo la luz de la
verdad y la gracia de la humildad, el autor indica el plan que se
propone seguir en la discusión que ocupará el resto del libro.
Tratando de los doce grados de humildad de San Benito, Bernardo
juzga que será más conveniente señalar los 12 grados de orgullo, y
leyéndolos hacia atrás obtendremos los grados de la virtud opuesta.
Los grados de orgullo son: curiosidad, ligereza de pensamiento, vana
alegría, jactancia, singularidad, arrogancia, presunción, justificación del
mal, hipocresía, rebelión, libertad en la viciosa complacencia y hábitos
de pecado arraigados. Cada grado tiene dedicado un capítulo y el
santo describe sus diferentes manifestaciones con maravillosa destreza
y mordacidad y una buena proporción de tranquilo humor, tanto más
regocijante por ser inesperado. La curiosidad se revela en miradas
errantes y en una sed por conocer noticias inútiles. Por dos razones
se pueden levantar los ojos: en la oración, de acuerdo con las pala­
bras de David: “A Ti he levantado los ojos, que moras en los cielos”
(Ps 122, 1); y en la compasión, lo mismo que se levantaron los ojos
del Salvador sobre la multitud cuando le dijo a Felipe: “¿Dónde
compraremos pan para que éstos coman?” (loh 6, 5). Por lo tanto,
dejad que Cristo y David sean nuestros modelos, no Eva o Dina
(Gen 3, 6; 34, 1-2), las cuales, levantando sus ojos por una malsana
curiosidad, perdieron a la vez la gracia y la virtud. El hombre de pen­
samiento ligero es el que, descuidándose a sí mismo, vigila estrecha­
mente a los demás, envidiándoles por sus virtudes y despreciándolos

98
SAN BERNARDO

por sus faltas. En el tercer grado del orgullo se encuentra el hombre


entregado a una alegría no provechosa. La descripción es una obra
maestra y demuestra que, a pesar de ser un riguroso guardián de sus
ojos, Bernardo era un agudo observador. Pinta con vivos colores los
tormentos del religioso amante de la risa que ha pensado un chiste
que, debido a la regla del silencio, no puede comunicar a sus her­
manos. De forma que la buena ocurrencia permanece en su mente;
pero no se halla inactiva, sino que, como un volcán oculto, está ge­
nerando fuerza constantemente y tan pronto como esta presión interna
alcanza un cierto grado, estalla a través de la boca y las narices en
explosiones de regocijo incontenibles. El puede oprimir los labios,
hacer rechinar los dientes, colocar la mano en la boca: todo es in­
útil, el regocijo interior tiene que encontrar una salida.
El jactancioso es aquel que tiene que decir tanto en su favor que
tiene que hablar o reventar. Siente hambre y sed de un auditorio so­
bre el cual derramar las inagotables riquezas de su memoria y su
mente. ¿Se habla de literatura? En seguida él exhibe su tesoro de
cosas viejas y nuevas; de sus labios brota un torrente de citas; el
estruendo de la pomposa pedantería ensordece a sus desgraciados
oyentes. Interrumpe a los demás y contesta las objeciones que él
mismo se ha propuesto. ¿Que se habla de religión? Le oiréis hablar
inmediatamente de sus visiones y sueños; se vuelve elocuente alaban­
do el ayuno, la vigilia, la humildad y todas las virtudes, de forma
que, escuchándole, diríais que su boca habla de la abundancia de su
corazón (Le 6, 45). El amante de la singularidad adopta este lema:
“Yo no soy como los demás hombres” (Le 18, 2); su ambición es
no ser, sino parecer mejor que los demás. De aquí que prefiera una
oración privada de cinco minutos a horas de oración en común, un
ligero acto privado de abstinencia le parece mejor que un ayuno de
siete días en compañía de los demás. En la mesa no aparta la mirada
de sus vecinos y si descubre a alguien que sea más abstemio que él,
se priva incluso de lo que considera necesario, prefiriendo soportar
los tormentos del hambre a sufrir la menor pérdida de reputación.
La vista de un rostro más pálido o más estropeado que el suyo le
vuelve completamente infeliz y no deja de contemplarse las manos y
los brazos y tocarse los costados para asegurarse de los progresos que
está haciendo en la perfección monástica. En el grado noveno encon­
tramos al hipócrita. Sus ardides son muchos y variados. Cuando se
le acusa, en lugar de defenderse se acerca con la mirada baja y mo­
dales abyectos, con lágrimas en los ojos y sollozos en la voz. Confiesa
humildemente su falta, pero la exagera de tal modo, o añade a ella

99
AILBE J. LUDDY

alguna circunstancia tan increíble, que el superior llega a creer que


todo es un error, y nuestro hipócrita se retira no solamente sin que
lo castiguen, sino con una reputación de humildad acrecentada. En
el último capítulo el autor estudia el texto (1 loh 5, 16) donde el
evangelista parece insinuar que la oración en favor de aquellos que
han cometido el “pecado mortal” no sirve para nada. Su interpreta­
ción es la que ahora se halla generalmente admitida: podemos, y en
verdad debemos, rezar por los más abandonados como por los otros
pecadores; sin embargo, no podemos tener la misma confianza de
ser oídos. En otra parte el santo abad nos enseña que la impenitencia
final es el único pecado realmente irremisible.

Sobre las glorias de la Virgen Madre

Poco después de la publicación de su tratado sobre la humildad,


nuestro santo empezó otro trabajo, no para satisfacer la petición de cual­
quier amigo inoportuno, sino para satisfacer su propia devoción. Esta
obra fue su disertación Sobre las glorias de la Virgen Madre, como la
tituló él mismo, aunque ahora es más conocida con el nombre de Homi­
lías sobre la Missus Est. Las circunstancias de su composición nos las
cuenta en un gracioso prólogo: “Durante largo tiempo he sentido el de­
seo de escribir algo que satisficiera mi devoción a la Madre de Dios,
pero la multiplicidad de mis ocupaciones ha resultado hasta ahora un
obstáculo. Actualmente, sin embargo, hallándome impedido por enfer­
medad corporal de acudir a los ejercicios de la comunidad, puedo dis­
frutar un poco de tiempo libre que, aumentado con lo poco que pueda
quitar a mi descanso nocturno, me esforzaré en emplear de la mejor ma­
nera posible. Por consiguiente, emprendo ahora con gran placer esa
obra que ha estado con frecuencia en mi pensamiento, es decir, la com­
posición de los sermones en alabanza de la Virgen Madre, a modo de
comentario de aquellos versos del Evangelio en que San Lucas cuenta
la historia de la Anunciación. Y aunque ésta no es una tarea inelu­
dible impuesta por la necesidad de mis hermanos, cuya mejora en
la virtud estoy obligado a impulsar, ni siquiera recomendada por nin­
guna esperanza de beneficiarlos particularmente, aun así no tendrán
ellos ningún derecho (por lo menos ésta es mi opinión) de quejarse
de mí por entregarme a mi propia devoción, siempre que al hacerlo
no me encuentre menos dispuesto e inclinado a atender a las nece­
sidades de cada uno de ellos.”
El trabajo es un comentario detallado de San Lucas (1, 26-38), que

100
SAN BERNARDO

consta de cuatro largas homilías, las cuales, por su unción y elocuen­


cia, pocas veces han sido igualadas y nunca superadas, excepto acaso
por el propio santo en sus magníficos discursos sobre la Natividad y
Asunción de María. Podríamos llamarla teología completa Mariana,
pues en verdad dentro de los límites de aquel amplio y bellísimo reino
“no hay nada que él no toque”, por emplear el elogio que hace John­
son de Goldsmith, “tampoco toca nada que no adorne”. Su lenguaje
se vuelve a veces impresionantemente dramático, como en aquel pa­
saje tan admirado y citado en el que agobiado y tembloroso ante
los importantísimos intereses en juego, une su voz a la del arcángel
en defensa de la causa de la humanidad delante de María3.
“Nosotros también, ¡oh Señora; nosotros también esperamos de
tus labios la sentencia de misericordia y compasión, nosotros que es­
tamos gimiendo tan miserablemente bajo la sentencia de condena.
Pues, ¡ ay!, el precio de nuestra salvación te es ofrecido ahora: si tan
sólo quisieras seríamos puestos inmediatamente en libertad. Hemos
sido creados por la Palabra Eterna del Padre y mira, nos morimos:
por tu importante palabra tenemos que ser regenerados y devueltos a
la vida. ¡Oh Virgen amadísima!, Adán, ahora desterrado del paraíso
con toda su desgraciada descendencia, implora de ti este favor. Por
esto te suplica Abraham, por esto te suplica David, por esto te supli­
can todos los demás santos padres, tus propios ascendientes, que ahora
moran en esta región de la sombra de la muerte. Mira, todo el mundo
postrado a tus pies espera tu respuesta. Y no sin motivo. Pues de tu
palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los
cautivos, la salvación de todos los hijos de Adán, de toda la raza
humana. Por consiguiente, ¡oh Virgen!, no retrases tu contestación.
Pronuncia la palabra, ¡oh Señora! ; pronuncia la palabra que todos
en la tierra y todos en el limbo e incluso todos en el paraíso esperan
oír. Cristo, la Palabra Él mismo, el Rey y Señor de todos, ansia tu
contestación con un ansia igual al ardor con que Él ‘ha deseado tu
belleza’ (Ps 44, 12), porque es por medio de tu consentimiento como
Él ha decretado salvar al mundo. Hasta aquí tú Le has agradado con
tu silencio, pero ahora tu palabra Le dará más placer. Pues mira que
Él te llama desde el cielo diciendo: ‘Oh la más hermosa de las mu­
jeres, haz que tu voz resuene en Mis oídos’ (Cant 2, 14).
”Si entonces, tú quieres concederle que oiga tu voz, Él te conce­

3 El valor dramático de los discursos de San Bernardo fué apreciado por


los autores de las comedias de moralidad medievales, los cuales a veces copia­
ron muchas cosas suyas. Cfr. Pourrat, Christian Spirituality of the Middle
Ages, vol. II, pág. 41.

101
AILBE J. LUDDY

derá que veas nuestra salvación. ¿Y no es para esto para lo que has
estado suplicando y suspirando y derramando oraciones con lágrimas
día y noche? ¿Entonces eres tú aquella a quien esto ha sido prometido
‘o buscamos otra’? (Mt 11, 3). Además, tú misma eres ella y no hay
ninguna otra. Tú, repito, eres la que ha sido prometida, la que ha
sido esperada, la que ha sido deseada, a través de la cual el patriarca
Jacob esperó recibir vida eterna, cuando estando a punto de morir
exclamó: ‘buscaré Tu salvación, oh Señor’ (Gen 49, 18). Tú eres
aquella en la cual y por la cual ‘Dios Nuestro Rey antes de los tiem­
pos había decretado obrar la salvación en medio de la tierra’ (Ps 78, 12).
¿Por qué motivo esperas recibir a través de otro lo que ahora se te
ofrece? ¿Por qué esperas recibir a través de otro lo que a través de
ti nos darán en seguida, con tal de que tú consientas y pronuncies la
palabra? Date prisa, por consiguiente, en contestar al ángel, o más
bien en contestar al Señor por medio del ángel. Pronuncia la palabra
y recibe la Palabra. Expresa tu palabra humana y concibe la Palabra
divina. Pronuncia la palabra transitoria y abraza la Palabra eterna,
¿por qué dudas, oh Señora? ¿Por qué motivo temes? Cree, consien­
te y recibe en tu vientre la Palabra del Padre. Deja que tu humildad
adquiera valor y que tu modestia se confíe. No es conveniente ahora
de ninguna manera que tu virginal sencillez olvide la prudencia. Oh
Virgen prudentísima, en esta materia sólo puedes desechar todo temor
de presunción, porque aunque la modestia agrada por su silencio, es
ahora más necesaria para nosotros la caridad de la palabra. Oh feliz
Virgen, abre tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento y tu seno
para que admita a tu Creador. Mira que el Deseado de todas las na­
ciones se halla fuera incluso ahora y está llamando a tu puerta. ¡Oh
si Él pasara delante de tu puerta mientras tardas en abrir y te vieras
obligada a empezar de nuevo a buscar con tristeza a ‘Aquel a Quien
tu alma ama’! (Cant 3, 1). Levántate entonces y apresúrate a abrirle.
Levántate movida por la fe, apresúrate movida por la devoción y abre
movida por el consentimiento. ” De la humildad de la Virgen dice:
“¡Oh, cuán sublime es la humildad manifestada aquí, que no sabe
cómo rendirse al honor ni exaltarse con la gloria! ¡Ella es elegida
para ser la Madre y Dios y se llama a sí misma Su sierva! Segura­
mente es un signo de una humildad mayor que la común no olvidar
la humildad en tal exaltación. El ser humilde en la abyección no es
nada extraordinario ; pero es en verdad una gran virtud, tan rara co­
mo grande, el ser humilde como María en medio del honor.” Y con­
templando la obediencia de Cristo, exclama Bernardo: “Aprende, oh
hombre, a obedecer; aprende, oh tierra, a soportar el yugo; aprende,

102
SAN BERNARDO

oh polvo, a ser sumiso. Es de vuestro Creador de quien habla el


evangelista cuando dice: ‘Y Él estaba sujeto a ellos’ (Le 2, 51), es
decir, a María y José. ¡Oh, avergonzaos, orgullosas cenizas! ¿Es que
se va a humillar Dios mientras que vosotros deseáis ser exaltados?
Dios mismo se sujeta a los hombres. ¿Y quisierais vosotros, esfor­
zándoos por dominar a otros hombres, preferiros vosotros mismos a
vuestro Hacedor?”.
Y aquí viene un fecundo pasaje sobre la oración y el mérito: “Dios
quiere que Le recemos incluso por lo que Él ha prometido. Quizá la
razón por la cual Él primero promete lo que Él intenta otorgar es
que la promesa excite nuestra devoción, y así lo que de otra manera
se daría gratuitamente se dé ahora como premio de una devota sú­
plica. Así hace nuestro amado Señor, quien desea que todos los hom­
bres se salven, se esfuerza por sacar de nosotros méritos para nos­
otros, y Él se nos anticipa concediéndonos gratuitamente lo que Él
puede recompensar, porque de otra manera la propia recompensa se­
ría dada gratuitamente.”
Merece la pena citar la alabanza de San José, pues contribuyó enor­
memente a popularizar la devoción al santo patriarca “presentando
con acusado relieve toda su dignidad y todas sus virtudes” 4. “Qué
grande fue la dignidad de José por el título con el cual, aunque era
puramente honorífico, mereció ser honrado por Dios, de forma que fue
llamado y considerado padre de Dios. Se puede también conjeturar
por su nombre propio, que indudablemente significa ‘aumento’. Re­
cordad al mismo tiempo a aquel ilustre patriarca que lo vendieron en
la antigüedad en Egipto, y tened la seguridad de que el esposo de
María ha heredado, no solamente su nombre, sino también su casti­
dad, con su gracia y su inocencia. El antiguo José, al ser vendido en
Egipto por envidia de sus hermanos, simbolizaba la traición de Cristo
por Su apóstol; mientras que el más moderno, para escapar de la
envidia del rey Herodes huyó a Egipto de noche con su Salvador.
El primero, fiel a su obediencia, respetó en su dueña el honor de su
amo; el último, reconociendo en su esposa a la Virgen Madre de su
Señor, se convirtió en testigo y guardián de su integridad. El primero
fue dotado de la facultad de entender visiones y sueños proféticos; el
último tuvo el privilegio de llegar a ser el confidente de los miste­
riosos designios de Dios y un cooperador de su realización. El pri­
mero conservó el trigo, no para él, sino para el pueblo; el último fue
elegido para conservar tanto para él como para todo el mundo ‘el

4 Pourrat, o. c., pág. 62.

103
AILBE J. LUDDY

Pan viviente que descendió de los cielos’ (loh 6, 61). No puede haber
duda alguna de que este José, con quien se casó la Madre del Salva­
dor, fue singularmente bueno y fiel. Él fue, repito, ‘el siervo bueno y
fiel’ (Mt 25, 23) a quien el Señor designó para ser el consuelo de su
Madre, el sostén de su Humanidad y el único y más fiel coadjutor en
la tierra en la ejecución de su poderoso propósito. A esto hay que
añadir que está declarado que perteneció a la casa de David (Mt 1, 20).
Es cierto que este José descendía de David, cierto que venía de estir­
pe real, pero aunque noble por su ascendencia era todavía más noble
por sus virtudes y carácter.
”E1 fue en verdad el hijo de David, un hijo muy digno de un
padre tan grande. Fue, repito, el Hijo de David, y esto no solamente
por la carne, sino también por su fe, por su devoción y por su san­
tidad. En él encontró el Señor un hombre que, como otro David, era
conforme a Su propio Corazón (1 Sam 13, 14), un hombre a quien
Él podía con toda seguridad confiar el secreto más oculto y sagrado
de Su mente. A José, por consiguiente, como a su padre David, Él
le hizo conocer las cosas inciertas y ocultas de Su sabiduría (Ps 1, 8)
y le dio un conocimiento de ese misterio que ninguno de los príncipes
de este mundo conoció (1 Cor 2, 8). Además, el Salvador, a Quien
muchos reyes y profetas desearon ver y no vieron, desearon oír y no
oyeron, fue confiado a José no sólo para que lo viera y oyera, sino
incluso para que lo llevara en sus brazos, lo condujera de la mano,
lo abrazara, besara, sostuviera y protegiera.”
Sin embargo, el pasaje más bello de esta bella obra es induda­
blemente el siguiente: “ ‘Y el nombre de la Virgen fue María’ (Le 1,
27). Permitidme decir algo concerniente también a este nombre, que se
cree que significa ‘Estrella del Mar’ y que conviene admirablemente
a la Virgen Madre. Hay en verdad una maravillosa propiedad en esta
comparación de la Virgen con una estrella, porque de la misma ma­
nera que una estrella envía sus rayos sin detrimento de sí misma, la
Virgen trajo al mundo a su Hijo sin perjuicio para su integridad.
Y de la misma manera que el rayo emitido no disminuye la bri­
llantez de la estrella, tampoco el Niño nacido de ella empañó
la belleza de la virginidad de María. Ella es, por consiguiente, esa
gloriosa estrella que, según la profecía (Num 24, 19), surgió de Jacob,
cuya luz ilumina toda la tierra, cuyo deslumbrante esplendor fulgu­
ra magníficamente en los cielos y llega incluso hasta el infierno; una
estrella que, iluminando el universo y comunicando calor más bien
a las almas que a los cuerpos, favorece la virtud y extingue el vicio.
Ella, repito, es esa estrella resplandeciente y radiante colocada como

104
SAN BERNARDO

un faro necesario sobre ‘el grande y espacioso mar’ (Ps 103, 25) de la
vida, brillante de méritos y luminoso de ejemplos para que los imi­
temos. Oh, cualquiera que seas que te ves a ti mismo durante esta
existencia mortal más bien flotando en las aguas traicioneras, a mer­
ced de los vientos y las olas, que caminando seguro sobre la tierra
firme no apartes tus ojos de la luz de esta estrella faro, no sea que
te veas sumergido por la tempestad. Cuando las tormentas de la ten­
tación rompan sobre ti, cuando te veas arrastrado contra las rocas
de la tribulación: mira a la estrella, invoca a María. Cuando te veas
golpeado por las olas del orgullo, o de la ambición, o del odio, o de
los celos: mira a la estrella, invoca a María. Si, turbado por la per­
versidad de tus pecados, confundido por el sucio estado de tu con­
ciencia y aterrorizado ante el pensamiento del espantoso juicio futu­
ro, empiezas a hundirte en el golfo insondable de la tristeza y a ser
tragado por el negro abismo de la desesperación: ¡ Oh, entonces pien­
sa en María! En los peligros, en las dudas, en todas tus dificulta­
des, piensa en María, invoca a María. Que su nombre no se separe
de tus labios, no toleres jamás que abandone tu corazón. Y a fin de
que con más seguridad puedas conseguir la ayuda de sus oraciones,
no descuides el caminar sobre sus huellas. Con ella por guía, no te
extraviarás nunca; mientras la invoques no perderás el ánimo, mien­
tras ella está en tu mente te hallas a salvo de la decepción, mien­
tras te lleva de la mano no puedes tropezar, bajo su protección no
tienes que temer nada, si camina delante nunca te cansarás, si te
muestra su favor con toda seguridad alcanzarás la meta. Y así expe­
rimentarás en ti mismo la verdad de lo que está escrito: ‘y el
nombre de la Virgen era María’ (Le 1, 27).”
La tentación es irresistible, por ello el lector no debe censurar­
nos si a estas alabanzas de los dulces nombres de José y María aña­
dimos la alabanza del nombre que se halla sobre todos los nombres,
el nombre de Jesús, aunque tengamos que tomarla del sermón nú­
mero 15 del santo abad sobre el Cantar de los Cantares.
“Hay indudablemente una extraña analogía entre el aceite y el
nombre del Amado, de forma que la comparación hecha por el Es­
píritu Santo no es arbitraria. A menos que podáis sugerir algo mejor,
diré que el nombre de Jesús se parece al aceite por el triple uso que
se hace de este último: para iluminar, como alimento y para curar.
Alimenta la llama, nutre al cuerpo, suaviza el dolor. Es luz y ali­
mento y medicina. Considerad cómo se pueden encontrar las mismas
propiedades en el nombre celestial del Esposo. Cuando este nombre
es predicado, da luz; cuando es meditado, alimenta; cuando es in­

105
AILBE J. LUDDY

vocado, calma y suaviza. Pero examinemos cada punto detalladamente.


¿De dónde pensáis que la gran luz de la fe no menos súbita que gran­
de, la cual—en el alborear de la cristiandad—iluminó todo el mundo
sino de la predicación del nombre de Jesús? ¿No fue debido a la reful­
gencia de este nombre el que Dios nos llamara a todos ‘a Su admira­
ble luz’ (Pet 2, 9), a quienes así iluminados y contemplando la Luz
eterna con esta luz menor (Ps 35, 10), dice verdaderamente San Pa­
blo : ‘Hasta ahora estuvisteis en la oscuridad, pero ahora lucís en el
Señor’ (Eph 5, 8)? Este es el nombre que el mismo apóstol fue en­
cargado de ‘llevar delante de los gentiles y reyes y de los hijos de
Israel’ (Act 9, 15). Llevándolo de un lado para otro como una lám­
para, se esforzó con él por hacer desaparecer la oscuridad de su pro­
pia nación, exclamando en todas partes: ‘La noche ha pasado' y el
día está llegando; arrojemos las obras de las tinieblas y pongámonos
la armadura de la luz; caminemos honradamente como de día’ (Rom
13, 12-13). Y él dirigió los ojos de todos a la vela de su candelabro,
predicando por todas partes a ‘Jesús crucificado’ (1 Cor 2, 2). ¡ Oh, con
qué esplendor brillaba esta luz y deslumbraba los ojos de todos cuan­
do, fulminando como el rayo desde la boca de Pedro, fortaleció los
corpóreos ‘pies y talones’ de una persona físicamente impedida y a
tantos ciegos espiritualmente devolvió la facultad de la vista! Segura­
mente brilló con ardientes chisporroteos cuando el príncipe de los
apóstoles pronunció las palabras: ‘En el nombre de Jesús de Naza-
ret, levántate y anda’ (Act 3, 6).
”Pero el nombre de Jesús no es meramente luz. Es también ali­
mento. ¿No experimentáis un aumento de fuerza espiritual todas las
veces que lo recordáis? ¿Qué puede enriquecer de esta manera a la
mente que se refleja sobre él? ¿Qué puede vigorizar de esta manera
al espíritu cansado, fortificar las virtudes, engendrar disposiciones
buenas y honradas, favorecer los santos afectos? Seco ha de ser el
alimento que este aceite no humedezca; insípido todo aquello que
esta sal no sazone. Si escribís, vuestra composición no tiene ningún
encanto para mí a menos que lea en ella el nombre de Jesús. Si pro­
nunciáis un discurso o conversáis, no encuentro ningún placer en
vuestras palabras a menos que oiga en ellas el nombre de Jesús. Jesús
es miel en la boca, melodía en el oído, alegría en el corazón.
”Y todavía ese nombre no es solamente luz y alimento, es tam­
bién medicina. ¿Que alguien está triste? Dejad que el nombre de Je­
sús entre en su corazón; dejadlo saltar de allí a su boca; y ved có­
mo la luz que irradia de ese nombre luminoso disipará todas las nu­
bes y restablecerá la tranquilidad. ¿Que algún desgraciado cometió

106
SAN BERNARDO

un crimen y ahora, sin ninguna esperanza, se abalanza desesperado


hacia la ‘trampa de la muerte’ (Prv 21, 6)? Que invoque tan sólo este
nombre vivificador e inmediatamente experimentará un nuevo valor
y una nueva confianza. ¿Qué dureza de corazón, qué floja apatía,
qué rencor de espíritu, qué cansancio o disgusto ha sido jamás capaz
de resistir la potente influencia de este nombre que a todos salva?
¿Qué fuente vacía de lágrimas devotas no ha manado, ante la invo­
cación del nombre de Jesús, un chorro más pleno y más dulce?
¿Quién, temblando de terror en presencia del peligro, no ha sentido
inmediatamente su espíritu reanimado y sus terrores desvanecidos en
cuanto ha invocado este nombre poderoso? ¿Quién, agitado y zaran­
deado por las olas de la duda, no ha notado que su mente se ilumi­
naba súbitamente con la clara luz de la certeza en cuanto invocaba
este ilustre nombre? ¿Quién, agobiado por la desgracia y a punto
de sucumbir, no ha sentido fortalecida la mente con una infusión de
fortaleza al pronunciar este provechoso nombre? Pues el nombre de
Jesús es el remedio soberano para todas las enfermedades y todos los
desfallecimientos del alma. Con él podemos comprobar la verdad de
la promesa: ‘Llámame en el día de aflicción; Yo te libraré y tú Me
glorificarás’ (Ps 49, 15). No hay nada tan eficaz como el nombre de
Jesús para frenar la violencia de la ira, calmar las olas del orgullo,
curar la punzante herida de la envidia, dominar las pasiones de la
carne, extinguir el fuego de la concupiscencia, calmar la sed de la
avaricia y desterrar todo deseo ilegítimo.”
La publicación de sus cuatro homilías dieron a conocer a Bernar­
do y originaron una correspondencia y una íntima amistad entre él
y el célebre canónigo Hugo de San Víctor, conocido por su erudición
con el nombre del Platón cristiano. Pero hacia la misma época
perdió otro querido amigo con la muerte de Guillermo de Champeaux.

107
CAPITULO IX

PEDRO EL VENERABLE: EL ADVERSARIO AMIGO

Disgustos con Cluny

Las austeras reglas y prácticas de Citeaux difícilmente podían con­


siderarse de otro modo que como un reproche permanente, silencioso
y elocuente contra la Congregación cluniacense que proclamaba que
seguía las mismas reglas. Un espíritu de celosa rivalidad surgió entre
las dos reglas y cierto número de circunstancias contribuyeron a ali­
mentar y acentuar este sentimiento. Entre éstas tenemos que colocar
en primer lugar la carta de Bernardo a Roberto, con su mordaz sar­
casmo ; también las frecuentes deserciones de Cluny a Citeaux y al­
gunos ejemplos aislados de cistercienses que huían a Cluny. Entre los
últimos podemos mencionar el caso del príncipe Amedeus (primo car­
nal del emperador alemán Enrique V), el cual en 1119, con su hijo,
que era todavía un muchacho, y dieciséis amigos suyos ingresó en
la casa cisterciense de Bonnevaux, en la diócesis de Vienne, fundada
por Citeaux en 1117, y que profesó a su debido tiempo. Después de
profesar pidió que su hijo, llamado también Amedeus, fuese educado
con arreglo a su rango, cuya demanda fue denegada por ser incom­
patible con la regla monástica y entonces el padre y el hijo—éste to­
davía no había hecho los votos—fueron a Cluny. Sin embargo, antes
de un año el padre regresó y fue readmitido en la casa donde había
profesado, pero no antes de que hubiese cumplido la penitencia pú-

108
SAN BERNARDO

blica señalada para los apóstatas. Amedeus hijo, abandonó también


Cluny, pero no para ir a Bonnevaux, sino a la corte imperial. Las
consecuencias de esta historia se referirán más tarde. Parece también
que algunos miembros de las órdenes rivales se entregaron a mutuas
críticas, los cistercienses acusaban a los cluniacenses de flojedad en
la observancia de la regla de San Benito y éstos, en venganza, acu­
saban a los otros de afán de singularizarse y de hipocresía farisaica.

Pedro el Venerable

Este era el estado de cosas cuando en 1122 Pedro Mauricio de Mont-


boisier, más conocido por el nombre de Pedro el Venerable, sucedió
al destituido Pons 1 como abad de Cluny. Aunque sólo tenía veintiocho
años de edad, el nuevo archiabad (así se titulaba el jefe de la Congrega­
ción cluniacense) figuraba ya entre los hombres más ilustres de su
época y se distinguía tanto por su prudencia y piedad como por su
talento y erudición. Profundamente apesadumbrado al contemplar es­
ta falta de buenos sentimientos entre las dos familias benedictinas,
de cuya falta, así se lo dijeron, eran responsables exclusivamente los
cistercienses por sus calumnias, este hombre digno pensó que ha­
bía llegado el momento de poner fin al escándalo cerrando eficazmen­
te las bocas de los arrogantes sacafaltas. Así que compuso y publicó
una larga carta de reconvención en la cual los monjes blancos eran
severamente reprendidos. Estaba dirigida al abad de Clairvaux. Se
presenta a los cistercienses como verdaderos discípulos de los fari­
seos, los cuales, mientras que se mostraban solícitos por las pres­
cripciones de la ley menos importantes olvidaban las más importantes;
estaban tan atentos a las reglas referentes al alimento, al vestido, al
trabajo y al silencio que no tenían tiempo de pensar en aquellas

1 El despilfarro del abad Pons excedía incluso a lo que Cluny con todos sus
ilimitados recursos podía soportar: el monasterio más rico del mundo al co­
mienzo de su administración era completamente pobre al final de la misma.
Después de su obligada dimisión, Pons salió para Palestina, donde pensaba
pasar el resto de su vida; pero, aburrido de la soledad y de la oscuridad;
regresó y, con la ayuda del populacho armado, se hizo dueño de la noble aba­
día, que bajo el prudente gobierno del abad Pedro había recuperado su esplen­
dor y prosperidad primitivos. Durante unos nueve meses permaneció en su
puesto, sustentándose sus seguidores con el saqueo de las aldeas de los alrede­
dores, después de haber agotado los recursos del monasterio. Los ornamentos
de oro y plata de la gran iglesia—cruces, incensarios y candelabros—tuvieron
que ser fundidos para pagarles. Por fin apareció1 en escena un legado1 de Ho­
norio II, el cual expulsó a “Pons y los ponsianos, como se llamaba a sus par­
tidarios, fulminándoles con un terrible anatema”. (Pedro el Venerable, De
Miraculis, cap. XIII,)

109
AILBE J. LUDDY

cosas que conciernen a la humildad y a la caridad. Ellos hacen una


manifiesta profesión de orgullo al adoptar un hábito más adecuado
por su color a un estado de inocencia que a los moradores de un
valle de lágrimas que de palabra y obra proclaman en voz alta que
no son como los demás hombres, rapaces, injustos, prevaricadores,
ni siquiera como esos cluniacenses. El docto autor procede a conti­
nuación a dar una lista de los delitos que se supone que los monjes
blancos han formulado contra su Congregación. En contestación, dis­
tingue dos clases de preceptos: unos son absolutamente inmutables,
tales como los que se refieren a la justicia, caridad, obediencia, hu­
mildad y a otros puntos de la ley divina o natural; otros cambian
con las circunstancias, como los que se refieren al alimento y el ves­
tido. Termina afirmando que las desviaciones de la regla de San Be­
nito de que se acusa a sus monjes, refiriéndose todas a materias com­
prendidas en la segunda clase de preceptos, estaban justificadas por
las condiciones cambiantes de la sociedad; mientras que los cister-
cienses violaban abiertamente los mandamientos inmutables de la ley
al adherirse obstinadamente a los preceptos que habían perdido su
fuerza obligatoria: tamizando los mosquitos, ellos se tragaban los
camellos (Mt 23, 24).
Pedro, ciertamente, hizo una enérgica acusación en nombre de los
cluniacenses; pero no es menos cierto que fue completamente sin­
cero en todo lo que dijo. ¿Si un hombre de su sabiduría y santidad
podía mostrarse tan indignado con la Orden de Citeaux, cuáles ha­
brían sido los sentimientos de sus hermanos, que eran menos per­
fectos?

La “Apología”

Parecía que la reconvención quedaría probablemente sin respues­


ta. En verdad tendría que ser un hombre atrevido quien, en defensa
de una Orden oscura sin riqueza ni influencia, intentase contestar a
estos convincentes argumentos, ensalzados como lo estaban por el
prestigio personal de Pedro y por su puesto, que le hacía, después del
Papa, el prelado más poderoso de la Iglesia3. Pero al otro lado, en
su celda fría e incómoda, había un débil inválido para quien, tra­
tándose de una cuestión de verdad o justicia, las personas y el rango

3 Por concesión de Calixto II, el abad de Cluny disfrutaba, ex-officio, de


ciertos privilegios propios de los prelados del rango cardenalicio. Cfr. Lorain,
Historia de Cluny, b. 80.

110
SAN BERNARDO

no significaban nada y comparado con el cual, intelectualmente, in­


cluso el docto Pedro no era sino un niño impar congressus Achilli.
Bernardo, sin embargo, por su sola iniciativa difícilmente se habría
adelantado como campeón de su Orden. Temía que una respuesta
efectiva haría necesarias ciertas revelaciones que podrían escandalizar
a los débiles. Pero no fue él quien decidió el asunto. Dos amigos ín­
timos, uno un abad cluniacense, Guillermo de San Thierry, el otro
un canónigo, Ogerio de San Nicolás, de Tournay, le instaron enérgi­
camente a que rechazara los graves cargos formulados contra los cis-
tercienses y denunciase al mundo los verdaderos abusos de Cluny. El
último muy probablemente fue a Clairvaux en persona a hacer pre­
sión en este asunto; permaneció allí mientras Bernardo escribía la
Apología, pero teniendo que marcharse antes de que el trabajo es­
tuviese terminado, insistió en llevarse el manuscrito sin terminar,
como lo hace notar el autor al final: “Hay todavía mucho más que
quisiera decir, pero me lo impiden otros compromisos apremiantes
y la apresurada marcha del hermano Ogerio, el cual no quiere ni
marcharse sin el manuscrito ni esperar hasta que lo termine.”
Una corta carta escrita en contestación a Guillermo, en la que el
autor muestra cuán plenamente se da cuenta de la dificultad de la
tarea que se le había encomendado, aparece como prefacio de la
obra: “Estoy completamente dispuesto a encargarme del trabajo que
me pedís, como medio de remover el escándalo del reino de Dios;
pero no me habéis dicho todavía cuál es el mejor método que debo
seguir. Infiero de vuestra carta (que he leído y releído con extraordi­
nario placer) que vos deseáis que conteste a los que nos acusan de
calumniar a Cluny y que muestre cuán falso es lo que ellos creen o
desean hacer creer de nosotros a los demás. Pero si después de hacer
esto continúo, como me mandáis, para denunciar el despilfarro de los
cluniacenses en materia de alimento y vestido y los otros abusos que
vos habéis señalado, ¿no parecerá que me contradigo? Además, no
veo cómo se puede hacer esto sin producir algo de escándalo. Pero
quizá yo podría de un modo consecuente presentar a la Orden como
buena y digna de alabanza y, sin embargo, condenar los abusos prac­
ticados en ella. Si esto os parece satisfactorio, o si tenéis que sugerir­
me alguna cosa mejor, hacédmelo saber. Decidme exactamente qué de­
seáis que haga y cómo debo hacerlo. Sin embargo, estad seguro de
que esta clase de trabajo me apesadumbra porque significa pérdida
de devoción e interrupción de la oración, a lo cual se puede añadir
que tengo poco talento y poco tiempo para dedicarme a escribir.” El
autor en otra carta (Ep. LXXXVIII) pide a Guillermo y a Ogerio

111
AILBE J. LUDDY

que lean por completo el manuscrito cuidadosamente y corrijan todo


lo que consideren digno de corrección. Luego eran ellos los que ha­
bían de decidir si debería ser publicado, o mostrado tan sólo a unos
pocos, o suprimido por completo.
La Apología, que así se llama esta obra, va dirigida a Guillermo
y contiene, además del prefacio, trece cortos capítulos. A lo largo
de toda la obra, el autor está evidentemente contestando a las acu­
saciones de Pedro el Venerable, aunque es al abad de San Thierry a
quien nombra. Empieza demostrando lo absurdo que sería para los
cistercienses criticar a los religiosos de Cluny. “¿Cómo puedo escu­
char en silencio la acusación que formuláis contra nosotros de que
nosotros, los más miserables de todos los hombres, alojados y ves­
tidos tan pobremente, pretendemos juzgar al mundo, y, lo que es to­
davía más intolerable, que incluso censuramos a los que viven vidas
santas en vuestra ilustre Orden y desde lo más profundo de nuestra
oscuridad insultamos arrogantemente a las resplandecientes luces de
los cielos? ¿Somos entonces no ya lobos con piel de oveja, sino re­
pugnantes gusanos, destructoras polillas que secretamente destroza­
mos la fama de los buenos hombres, lo cual no nos atrevemos a hacer
abiertamente, injuriándolos, no con el clamor de la denuncia públi­
ca, sino con la cobarde murmuración de la calumnia? Si esto es ver­
dad, ¿para qué ‘somos mortificados durante todo el día y contados como
ovejas para el matadero’? (Ps 43, 22). ¿Si de esta manera, repito, con
arrogancia farisaica despreciamos a otros hombres mejores que nos­
otros, ¿de qué sirve la pobreza de nuestro vestido, la tosquedad y es­
casez de nuestro alimento, nuestro duro e ininterrumpido trabajo,
nuestros constantes ayunos y vigilias, en una palabra, todas las auste­
ridades de nuestra vida? ¿Es que sufrimos todo esto para que los
hombres nos vean y nos admiren? Entonces mereceremos que Cristo
diga de nosotros: ‘Ellos han recibido su recompensa’ (Mt 6, 3). Se­
guramente ‘si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los
más miserables de todos los hombres’ (1 Cor 15, 19). Pero ¿qué es­
peranza podemos tener en Él más allá de la vida presente, si en su
servicio buscamos la gloria temporal? ¡Ay de nosotros, que sopor­
tamos tanto trabajo y dolor a fin de aparecer distintos de los demás
hombres, mereciendo por ello una condena más terrible! Seguramente
podríamos haber encontrado un camino más fácil hacia el infierno. Si
estamos decididos a entrar en esa región de aflicción, ¿por qué no
elegimos por lo menos el camino ancho y agradable por el cual avan­
zan muchos hacia la perdición, por qué no elegimos un camino ale­
gre hacia la muerte, en vez de uno lúgubre? ¡Oh, cuánto más feliz es

112
SAN BERNARDO

la suerte de los que se entregan a los placeres de la vida, ‘los que no


participan en el trabajo de los hombres, ni son azotados como los de­
más hombres’ (Ps 72, 5), los cuales, aunque son pecadores y están
destinados a alimentar los fuegos eternos, disfrutan aquí de un corto
período de felicidad y prosperidad! ¡Pobre de aquel que lleva una
cruz que no es como la del Salvador, fructífera en bienes, sino estéril
como la de Simón el Cirineo! ¡Desgraciados los arpistas que tocan
no en sus propias arpas, como los mencionados en el Apocalipsis
(Apc 14, 2), sino que, como hipócritas, tocan en las arpas de los
demás! ¡Pobres de aquellos, doblemente pobres, que llevan la cruz
de Cristo, pero no en seguimiento de Cristo, que participan de su
pasión, pero no de su humildad!”
Bernardo procede a continuación a exculparse personalmente, pues
fue a él a quien iba dirigida la reconvención de Pedro; “¿Quién me
ha oído jamás censurar vuestra Orden ya sea en público, ya sea en
privado? ¿A qué monje cluniacense he encontrado si no es con ale­
gría, recibido si no es con honor, saludado si no es con reverencia,
exhortado si no es con humildad? He dicho siempre lo que digo
ahora: vuestro método de vida es santo, honorable, prudente, casto,
instituido por los padres, preordenado por el Espíritu Santo, muy
bien calculado para conducir las almas a Dios... ¿A qué miembro de
vuestra Orden le he instado abierta o secretamente a que abandone
su instituto por el nuestro? ¿No he disuadido más bien a muchos que
deseaban pasarse a nosotros? Y a muchos otros que habían aban­
donado realmente vuestras casas, ¿no me he negado a admitirlos y os
los he devuelto? Podría mencionar al hermano Nicolás de San Ni­
colás, por ejemplo, y a dos religiosos de vuestra propia comunidad
de San Thierry. Podría también mencionar a dos abades cluniacenses
que estuvieron a punto de pasarse a nosotros hasta que mi consejo
los contuvo—no puedo revelar sus nombres, pero los dos son bien
conocidos para vos3—Pero ¿quizá soy sospechoso para vos por­
que pertenezco a una Orden diferente? Entonces tendría yo la mis­
ma razón para sospechar de vos. Entonces todo aquel cuya manera
de vivir difiera de la vuestra, tendrá que ser considerado como hostil
a vuestra Orden; los monjes y el clero secular, los clérigos y los le­
gos serán mutuamente antagonistas, y la Iglesia, lejos de ser una ‘vi­
sión de paz’, estará llena de discusiones y discordias.”
Esto le conduce a una disquisición bellísima sobre la variedad de
órdenes de la Iglesia, una variedad simbolizada por la túnica de

3 Uno de estos abades fue el propio Guillermo.

113
S. BERNARDO.----8
AILBE J. LUDDY

muchos colores que Cristo, el verdadero José, recibió del Padre Eter­
no y la cual, “sin costura, tejida completamente desde arriba” (loh 19,
23), Él legó como una manda preciosa a Su rebaño. “Padre Todo
Poderoso, ‘mira si ésta es o no la túnica de Tu Hijo' (Gen 37, 32),
es más, reconoce que es aquella túnica de diversos colores que Tú
hiciste para tu Hijo bien amado ‘dando algunos apóstoles y algunos
profetas y algunos evangelistas y algunos pastores y doctores—con lo
demás de la maravillosa variedad de funciones y oficios—para la
perfección de los santos, para la tarea del ministerio, para la edifi­
cación del cuerpo de Cristo, hasta que todos nos encontremos en la
unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios en un perfecto
hombre, en la medida de la edad de la plenitud de Cristo’ (Eph 4,
11-13). ...Oíd en qué sentido la túnica es de muchos colores: ‘Ahora
bien, hay diversidad de gracias, pero el mismo Espíritu; y diversidad
de ministerios, pero el mismo Señor, y diversidad de operaciones, pero
el mismo Dios’. Y después de enumerar los diversos colores con que
está matizada la túnica, el apóstol, para demostrar que también está
‘sin costura, tejida completamente desde arriba’, añade: ‘Pero todas
estas cosas las obró uno y el mismo Espíritu, distribuyendo a cada
uno según Su voluntad’ (1 Cor 12, 4-11). Por consiguiente, no se per­
mita que sea dividida, sino que, como herencia legítima, (loh 19, 24)
la reciba la Iglesia entera y por completo, pues de ella está escrito:
‘La reina estaba a Tu derecha con vestiduras de oro, rodeada de va­
riedad’ (Ps 44, 10). Por tanto, que las diferentes personas obtengan
diferentes dones, cada uno el suyo, bien sean cluniacenses o cister-
cienses, o del clero regular, bien sean clérigos o legos; que lo que
sea adecuado se dé a las diversas órdenes y edades y sexos y condicio­
nes y lugares y tiempos hasta la consumación de los siglos.
”Yo soy cisterciense: ¿voy por ello a condenar a los cluniacen­
ses? ¡No lo quiera Dios! Antes bien, los amo y los honro y los pon­
go en las estrellas. Pero, diréis vos, ‘¿por qué no entráis en la Orden
que, según proclamáis, admiráis tanto?’ Debido a las palabras del
apóstol: ‘Que cada hombre persevere en la vocación para la cual ha
sido llamado’ (1 Cor 7, 20). Pero si seguís preguntando por qué no
elegí al principio la Orden cluniacense, mi contestación la tomo de
nuevo del mismo apóstol: ‘Todas las cosas son legítimas para mí,
pero no todas son convenientes’ (1 Cor 10, 22). Yo no quiero decir
que esta Orden no es justa y sagrada, sino que siendo yo ‘camal y
vendido bajo pecado’ (Rom 7, 14) tenía necesidad de un remedio más
potente para la enfermedad de mi alma... Alabo y amo todo instituto
de la Iglesia donde viven los hombres con justicia y piedad. A la pri­

114
SAN BERNARDO

mera estoy obligado por profesión, a la otra por caridad. Y tengo


confianza en que esta caridad no me permitirá ser privado incluso del
fruto de aquellos institutos a los cuales no pertenezco. Digo más: vos
necesitáis tener cuidado, pues es posible que trabajéis en vano; pero
es completamente imposible que el amor con que amo vuestro tra­
bajo sea en vano. ¡ Oh, qué bien tan grande es la caridad! Un hom­
bre trabaja sin amor, otro ama sin trabajar: el primero no cosecha
ningún fruto de su trabajo, pero ‘la caridad nunca falla’ (1 Cor 13, 8)”.
Volviendo su atención después a los que censuran a Cluny, el san­
to abad los fustiga con terrible severidad. Le habían dicho que algu­
nos cistercienses eran culpables de esta falta. Él lo duda; pero si
hay cistercienses de esta clase, se permite informarles que, por muy
austeras y regulares que sean sus vidas, no pertenecen a su Orden ni
a ninguna Orden; porque por su detestable arrogancia demuestran
ellos mismos que son hijos de Babilonia, la cual significa confusión,
hijos de la oscuridad, hijos del infierno donde no habita ningún
orden, sino el horror eterno (lob 10, 22).
Habiendo de esta manera puesto en claro sin lugar a dudas que
él no encuentra ninguna falta en Cluny como instituto ni en aquellos
que fielmente observan sus reglas, el santo abad piensa que ahora
puede, sin riesgo de ser mal interpretado, atacar los abusos públicos
que estaban desacreditando a aquella Orden y en realidad a toda la
profesión monástica. La excusa de Pedro respecto de aquellas des­
viaciones de la regla que él menciona es considerada como perfecta­
mente válida; pero había otras irregularidades más serias que, por
algún motivo no explicado, el abad de Cluny había omitido de su
lista. Bernardo llama la atención sobre ellas. “Nos han dicho, y creo
que es verdad, que el régimen seguido en Cluny ha sido instituido por
hombres santos, los cuales modificaron, sin destruirla, la regla de San
Benito a fin de adaptarla a la capacidad de los débiles y ampliar de
esta manera su saludable influencia; pero Dios no quiera que yo
atribuya a sus prescripciones o a sus concesiones las vanidades y
cosas superfinas que tanto abundan en la mayoría de los monaste­
rios cluniacenses. Me pregunto en verdad qué puede autorizar en las
comunidades religiosas tanto despilfarro en la comida y en la bebida,
en el vestido y en los lechos, en los caballos, equipajes y edificios,
de tal forma que allí donde estas cosas son más abundantes y lujosas
se considera que la Orden es más perfecta y la regla mejor obser­
vada. Pues hoy día la frugalidad es llamada miseria, la templanza
austeridad, el silencio se considera como una consecuencia de la tris­
teza; mientras que, por el contrario, se llama prudencia a la floje­

115
AILBE J. LUDDY

dad, liberalidad al pródigo derroche, afabilidad a la charlatanería, ale­


gría a la afición a la risa, decencia al lujo en el vestido y en el
lecho; y cuando los monjes se invitan recíprocamente con espléndida
profusión le dan a esto el nombre de caridad.
” ¡ Ah, ésta es la caridad que destruye a la caridad, ésta es la discre­
ción que conduce a la confusión! Excesivamente cruel es esta amabili­
dad que, mientras mima al cuerpo, estrangula el alma. ¿Qué caridad es
nutrir a la carne y dejar que muera de hambre el espíritu? ¿Qué pru­
dencia no dar nada al alma y darlo todo al cuerpo? ¿Qué misericordia
asesinar a la dueña mientras se sirve a la criada? No es a los misericor­
diosos en este sentido a los que se les ha prometido que ellos obtendrán
misericordia (Mt 5, 7). No, ellos tienen más bien que esperar el castigo
de que habla el santo Job cuando dice, no tanto imprecando como
profetizando: ‘Que la misericordia los olvide, que no se les recuerde
más sino que sean partidos en trozos como un árbol estéril’. Y ésta
es la razón que él da: ‘Pues ellos han alimentado a las que no dan
hijos, pero a las viudas no les han hecho ningún bien’ (lob 24, 20-21).
...Este abuso se ha extendido tanto, que ha dejado de atraer la me­
nor atención o de dar origen a ninguna queja. Sin embargo, todos los
que lo practican no son igualmente culpables, pues muchos lo hacen
contra su voluntad y, por consiguiente, si acaso, con poca culpa. De és­
tos, unos obran por simplicidad, otros por caridad y otros por nece­
sidad. Los simples hacen sencillamente lo que les mandan, estando
dispuestos a obrar de otra manera si de otra manera les mandan;
los caritativos desean tener paz con los que viven; y otros se ven
obligados a acceder a la voluntad de la mayoría que defiende los ci­
tados despilfarros como un privilegio de la Orden...
”¡ Quién hubiera creído al principio de la institución del estado
monástico en la Iglesia de Cristo que los monjes podrían llegar a ser
tan degenerados! ¡Oh, cuán grande es la diferencia entre los religio­
sos modernos y los de los tiempos de San Antonio! Entonces, siem­
pre que los moradores del claustro se visitaban los unos a los otros
por caridad, era tan grande el apetito que sentían por el alimento del
alma, que se olvidaban de alimentar el cuerpo. Aquél era el orden
recto, que prestaba su primordial atención a lo que era primero en
dignidad; y perfecta prudencia, que acomodaba la alimentación a
las necesidades de los religiosos; y verdadera caridad, que con tanta
solicitud refrescaba el alma por cuyo amor Cristo dio su vida. Pero
cuando los monjes modernos ‘se juntan en un lugar, no es ahora pa­
ra comer el banquete del Señor’ (1 Cor 11, 20). En estas fiestas ni
se pide ni se sirve el pan de la vida, ni una palabra de la Sagrada

116
SAN BERNARDO

Escritura, ni una palabra acerca de la salvación de las almas: nada


sino bromas y risas y vana murmuración. Mientras el paladar es ha­
lagado con golosinas, los oídos son alimentados con noticias que
llaman tanto la atención que uno no sabe cuándo ha comido bastante.
"Mientras tanto, se sirve plato tras plato cargados con tal abun­
dancia y variedad de pescado, que la ausencia de carne apenas se
nota. Cuando has satisfecho tu hambre con el primer plato, si gustas
el segundo, creerás que todavía no has comido nada. Pues tal es el
arte y la brujería de los cocineros, que el devorar el primer plato
no es obstáculo para el segundo, ni el cuarto para el quinto. Toda
clase de condimentos y salsas se emplean para tentar el apetito, que
por este motivo nos parece tan aguzado como siempre cuando de­
bería estar completamente satisfecho... Y no digamos nada de otras
cosas, de la interminable variedad de formas en que se cocinan y
preparan los huevos, cómo son vueltos y torturados del modo más
asombroso, duros, blandos, escalfados y fritos, enteros y en trozos,
solos y mezclados. ¿Para qué se hace esto sino para estimular el
embotado apetito? Y la mesa se dispone con un arte tan exquisito
que la vista es halagada tanto como el paladar.
”En cuanto a la bebida, ya no hay que hablar del agua pura,
ni siquiera mezclada con vino. Acordándonos de la recomendación
de San Pablo a Timoteo (1 Tim 5, 23), todos nosotros, en cuanto
nos hacemos monjes, creemos que tenemos el estómago débil y que,
por ello, necesita el vino como medicina. Sí, nos acordamos muy bien
del consejo apostólico de usar el vino, pero nos olvidamos fácil­
mente del adjetivo ‘poco’ que ese consejo contiene. ¡Y ojalá nos con­
tentásemos con vino puro! Y llego ahora a algo que es vergonzoso
mencionarlo, pero que es todavía más vergonzoso el ser culpable de
ello; y si los culpables se avergüenzan de mis palabras, que no se
avergüencen de corregirse. Durante la misma comida puedes ver có­
mo se sirve una copa medio llena tres o cuatro veces sucesivas a fin
de que, entre varias especies de vino, más bien olido que gustado,
más bien catado que bebido, ¡ se pueda elegir solo uno, el más fuerte,
por un catador rápido e infalible! ¿Qué diré de la costumbre obser­
vada en algunos monasterios de mezclar la miel y las especias con
el vino en las grandes fiestas? ¿También exige esto la debilidad de
estómago? En mi corto entendimiento, no sirve para otro fin que
para permitir beber mayores cantidades y con mayor deleite. Pero
cuando un religioso se levanta de la mesa con las venas hinchadas
palpitándole en la cabeza después de estas copiosas libaciones, ¿qué
puede hacer, sino dormir? Y si le haces levantarse para el oficio

117
AILBE J. LUDDY

de vigilia antes de que con el sueño haya hecho desaparecer los efec­
tos de su hartazgo, sólo emitirá gruñidos y suspiros en lugar del can­
to de los salmos...
”Hay una historia risible, que casi no se puede creer y que, sin
embargo, me la han contado muchos que garantizan su veracidad y
que merece ser contada aquí. Se dice que camaradas jóvenes y fuertes
en la plenitud de la salud acostumbran a retirarse de la vida de co­
munidad a la enfermería por causa de la carne que la regla per­
mite solamente a los enfermos y anémicos. Su objeto no es encon­
trar un remedio a las enfermedades corporales (que no padecen), sino
sola y exclusivamente agradar al paladar... O acaso busquen un re­
medio anticipado, movidos por una prudencia excesiva: como el ven­
darse un miembro antes de que esté herido, o aplicarse una cataplasma
calmante donde todavía no hay ningún dolor. Con objeto de distin­
guir entre los fuertes y los enfermos, a estos últimos se les hace llevar
bastones en la mano—una precaución muy necesaria—, pues de esta
manera, a pesar de la ausencia de palidez en el rostro y delgadez en
el cuerpo y de todos los demás síntomas ordinarios de una salud de­
licada, se puede siempre conocer a un inválido por el signo distintivo
del bastón que le sostiene. ¿Es éste un tema para reír o para llorar?
Pero permitidme preguntar: ¿era así como vivía San Macario? ¿Es
ésta la enseñanza de San Basilio o la regla de vida que nos legaron
San Antonio y los demás padres del desierto? ¿Habéis aprendido esto
del ejemplo de los santos Odo, Maiolus, Odilo y Hugo, de quienes
os gloriáis considerándolos como los pilares y las principales lumi­
narias de vuestra Orden? No, ciertamente, pues siendo santos todos
ellos, podían decir con San Pablo: ‘Teniendo comida y con qué ves­
tirnos, estamos contentos’ (1 Tim 6, 8).
”Por lo que respecta al vestido, ya no buscamos lo que es útil
sino lo que es fino; no buscamos una protección contra el frío, sino
algo que satisfaga nuestra vanidad; no buscamos lo que se puede
adquirir más barato, como ordena la regla, sino lo que es más bello
y ostentoso. ¡Desgraciado de mí que he de vivir para ver tan decaída
la primera Orden de la Iglesia y la más próxima en la tierra a las
sagradas órdenes angélicas! Entre los monjes primitivos nadie con­
sideraba que nada fuera suyo, sino que se hacía la distribución a cada
uno con arreglo a sus necesidades (Act 4, 32-35). Indudablemente,
cuando no se recibe nada, sino lo que uno necesita, no hay nada su­
perfino, nada meramente curioso, nada destinado a la ostentación.
Sólo se tienen en cuenta la conveniencia y la decencia. ¿Tenían aque­
llos monjes, en vuestra opinión, hábito de un tejido raro y costoso, una

118
SAN BERNARDO

muía para cabalgar que vale 200 coronas, una colcha de piel de gato
o de paño de lana jaspeado? Probablemente no. Pero nosotros, que
nos derramamos sobre las cosas externas, descuidando el reino de Dios
que está dentro de nosotros (Le 17, 21) y los bienes verdaderos del
alma, buscamos el consuelo en la vanidad e ilusión, con el resultado
de que hemos perdido no solamente las virtudes, sino incluso la apa­
riencia de nuestro primitivo instituto... Nos hemos vuelto tan melin­
drosos, que a duras penas encontramos en nuestro país algo que este­
mos dispuestos a llevar. El monje y el caballero cortan la cogulla y
la capa de la misma pieza de paño. ¿Qué persona mundana, pre­
gunto, por muy honorable que sea, por muy alto que sea su rango,
aunque se trate de un rey o de un emperador, consideraría que nuestra
ropa es indigna de él, si tan sólo se alterase la hechura? Quizá me
recordaréis que la religión no reside en el hábito, sino en el corazón.
Concedido. Pero cuando vosotros, para compraros una cogulla, atra­
vesáis pueblos y ciudades, frecuentáis las ferias y los mercados, exa­
mináis las tiendas de los pañeros, observáis todas las existencias con
el más penoso cuidado, tentáis todas las piezas con los dedos, las acer­
cáis a los ojos, las sacáis a la luz del sol, rechazando despectivamente
lo que os parece burdo o pálido y compráis, sin mirar el precio, lo
que os gusta por su brillo o por la finura del tejido, decidme: ¿viene
esto de vuestro corazón o de vuestra sencillez? De la fuente del co­
razón procede indudablemente todo el vicio que se revela externa­
mente. Sí, la vanidad interior se manifiesta exteriormente y el amor a
los vestidos delicados revela un alma afeminada. No nos preocuparía­
mos tanto por la ropa que cubre nuestros cuerpos si fuésemos tan
atentos como es necesario con la vestidura de nuestras almas.
”La regla de San Benito (Cap. II) nos advierte que los pecados del
subordinado deberán ser imputados al superior, y el Señor mismo de­
clara por medio de Su profeta que la sangre de los que mueren en
pecado será reclamada a sus pastores. (Ez 3, 18). Entonces, me pre­
gunto, ¿cómo vuestros abades toleran que continúen esos abusos, a no
ser que acaso (me atrevo a decirlo) no les agrade la contradicción de
denunciar una falta de la que no son personalmente culpables? Pues
no conviene a la naturaleza humana el sentirse violentamente indig­
nados contra los demás por una indulgencia que nos permitimos a
nosotros mismos. No, no me callaré. Llamadme insolente si queréis,
pero tengo que decir la verdad. ¡Oh, cómo se ha convertido en os­
curidad la luz del mundo! ¡Cómo ha perdido su sabor la sal de la
tierra! (Mt 5, 13-14). Los que deberían conducirnos por el camino
de la vida, en vez de hacerlo, nos dan un ejemplo de orgullosa osten­

119
AILBE J. LUDDY

tación, mostrándose ellos mismos como ciegos conductores de ciegos


(Mt 15, 14) ¿Cómo va a ser un modelo de humildad el que viaja
con tanta pompa y aparato y tanta escolta de caballeros que el sé­
quito de un solo abad bastaría para dos obispos? Llamadme embus­
tero si no es cierto que he visto con mis propios ojos a un abad
escoltado por más de 60 jinetes. Al encontraros con estos superiores
en un viaje, creeríais que son no los padres espirituales de comuni­
dades religiosas, sino señores de castillos ; no directores de almas,
sino gobernadores de provincias. Además de su escolta, tienen que lle­
var consigo una inmensa cantidad de equipaje: mantelerías, copas pa­
ra beber, jofainas, candelabros y bolsas llenas, no de ropas de cama,
oh, no, sino de los ornamentos de cama. Difícilmente consentirá uno
de ellos en viajar cuatro leguas desde su abadía sin llevar consigo
todo su mobiliario: ¡como si se dirigiese a la guerra o a cruzar un
desierto donde no se pueden encontrar las cosas necesarias para la
vida! ¿Es acaso imposible utilizar el mismo vaso para lavarse las
manos y para beber el vino? ¿Es que la vela no va a derramar su­
ficiente luz si no se Je coloca en ese candelabro de oro o plata que
llevas contigo? ¿No hay posibilidad de que duermas si no te echas
sobre un colchón adamascado y bajo una colcha de confección ex­
tranjera? ¿Y no hay ninguna posibilidad de que el mismo criado cui­
de de tu caballo, te atienda en la mesa y te haga la cama?
”Sin embargo, éstas son cosas pequeñas. Llego ahora a cosas más
serias, aunque son tan corrientes que no nos extrañan mucho. No diré
nada de la inmensa altura, la inmoderada largura y la superfina anchu­
ra de vuestras iglesias 4, de los costosos pulimentos y curiosas pinturas
que atraen los ojos y pensamientos de los adoradores e impiden su
devoción, siendo además algo que recuerda el antiguo ritual de los
judíos. Supongamos que todo eso es por la gloria de Dios. Pero, siendo
yo un monje, permitidme preguntar a los monjes lo que un pagano
preguntó a los paganos: ‘¿Decidme, vosotros sacerdotes de Dios, a
qué viene este oro en el templo?’ (Persius, Sat 2, 79). Sí, decidme,
vosotros profesores de pobreza, ¿qué tiene que hacer el oro en vues­
tras iglesias? Y recordad que las iglesias episcopales y las monásticas
no se pueden juzgar con el mismo criterio. Pues los obispos, teniendo
a su cargo a los sabios y a los ignorantes (Rom 1, 14) tienen que
emplear imágenes sensibles para excitar la devoción de las personas
carnales a quienes las cosas puramente espirituales les llaman poco
la atención. Pero, nosotros monjes que hemos dejado el mundo, que

* La iglesia-abadía de Cluny era la mayor del mundo después de San Pe­


dro de Roma.

120
SAN BERNARDO

hemos renunciado a todas las satisfacciones de la vista, oído, olfato,


gusto y tacto, considerando todas esas cosas como basura a fin de
que podamos ganar a Cristo (Phil 3, 8): ¿qué ventaja podemos espe­
rar obtener con esos adornos? ¿A qué aspiramos? ¿A la admiración
de los imbéciles o al deleite de los simples? ¿O es más bien que,
‘mezclándonos con los mundanos, hemos aprendido sus obras y ser­
vimos a sus ídolos’ (Ps 105, 35)? Hablando claramente, ¿no es esto
sino una muestra de avaricia (que según San Pablo consiste en ser­
vir a los ídolos (Eph 5, 5) y no buscamos en ello menos el fruto
de la devoción de los demás que un regalo para nosotros mismos?
(Phil 4, 17). ¿Preguntáis cómo? Escuchad. Hay un arte maravilloso
por medio del cual se puede multiplicar el oro derramándolo pródi­
gamente, se puede aumentar dilapidándolo, se puede acumular des­
parramándolo. Pues de algún modo la misma contemplación de las
raras y costosas vanidades mueve a los hombres, no a la devoción
en el rezo, sino a la generosidad en la donación. De esta manera
el oro es un cebo para el oro, la riqueza para las riquezas y cuanto
más rica parece una abadía, más liberales son los donativos que se
le hacen.”
En este tono de indignada protesta continúa hablando el santo
de los relicarios de oro destinados “a agradar la vista de los ricos
y abrir sus cofres”, los cuadros de santos con muchos colores, coro­
nas tan grandes como ruedas cubiertas de piedras preciosas, enormes
árboles de latón que sirven de candelabros y brillan más con sus jo­
yas que con sus luces, imágenes sagradas talladas por todas partes,
incluso en el suelo bajo los pies de los fieles, de forma que no puede
uno moverse sin pisar el rostro de algún santo o ángel. Y mientras
las piedras muertas se adornan con tanto derroche, se permite que los
miembros vivientes de Jesucristo, los templos vivientes del Espíritu
Santo, perezcan de hambre y de frío y de desnudez. Quizá se cita­
rán, como excusa, las palabras de David: “Señor, he amado la be­
lleza de tu casa y el lugar donde mora Tu gloria” (Ps 25, 8). “Acepto
la excusa—replica el santo abad—, admito que esa ornamentación de
las iglesias acaso esté justificada; porque aunque daña a los vanos
y avariciosos, no perjudica nunca a los devotos y sencillos.
”Pero permitidme preguntar: ¿qué finalidad tiene el pintar en
las paredes del claustro, donde leen los hermanos, esos ridículos mons­
truos de deforme belleza o de bella deformidad? ¿Para qué esas re­
presentaciones de sucios monos y leones feroces, centauros monstruo­
sos y arpías y tigres rayados y guerreros en pleno combate y caza­
dores haciendo sonar la trompa de caza? Se ven aquí muchos cuerpos

121
AILBE J. LUDDY

bajo una sola cabeza y muchas cabezas sobre un mismo cuerpo. Se


puede ver un cuadrúpedo con cola de serpiente y un pez con cabeza
de cuadrúpedo. Aquí encuentra la vista un animal compuesto con las
patas delanteras de caballo y las traseras de cabra; en otro lugar la
unión de una cabeza con cuernos y un cuerpo de caballo atrae tu
atención. Es tan grande y tan maravillosa la variedad de formas repre­
sentadas, que se experimenta más placer en leer en las paredes que en
los libros y estamos más dispuestos a ocupar todo nuestro tiempo en
admirar estos monstruos pintados que en meditar sobre la ley del
Señor. ¡Dios mío! Si lo absurdo de estas cosas no nos avergüenza,
¿por qué, al menos, no nos lamentamos de lo que cuestan?
”Pongo punto a mis observaciones porque prefiero unas pocas
palabras con paz que muchas con escándalo. ¡Dios quiera que no se
produzca ningún escándalo por lo que he escrito! Pues denunciando
el vicio estoy seguro de que ofendo a los viciosos. Sin embargo, es
posible, por la gracia de Dios, que aquellos a quienes temo irritar
sean más bien apaciguados y se aprovechen de mis palabras para
corregirse.”

122
CAPITULO X

HISTORIA DE UNA CONVERSION

Consecuencias de la “Apología”

El efecto de la Apología fue instantáneo y asombroso. “Resonó


en toda la Iglesia—dice el abate Sanwert—, como un trueno.” Den­
tro del mundo cluniacense en particular produjo gran excitación y
conmoción. Por todas partes se oyeron airadas protestas contra el
hombre que se había atrevido a ser tan osado como la verdad y no
temía poner el espejo delante de los ojos del decadente monasticismo.
Sin embargo, no todos los monjes cluniacenses permitieron que la
pasión dominase a la razón. Hubo por lo menos un miembro de esa
Orden, tan eminente como que era el propio abad de Clairvaux, el
cual reconoció plenamente la justicia de las acusaciones de Bernardo
y, por consiguiente, dirigió su indignación no como los demás con­
tra el autor de la Apología, sino contra los abusos denunciados en
ella. Este hombre fue Pedro el Venerable. Así, en vez de entregarse
a vanas recriminaciones, se puso a reformar las numerosas comuni­
dades sujetas a su jurisdicción, a despecho de la oposición de mu­
chos, que temían que se estaba sometiendo demasiado a la influencia
de Bernardo. Y en verdad tuvieron motivos suficientes para sus sos­
pechas cuando leyeron poco después una larga circular reformadora
escrita por él y dirigida “a sus venerables y amados hermanos, los
priores y custodios de la Orden”, compuesta en el mismo estilo e ins­

123
AILBE J. LUDDY

pirada en el mismo espíritu de la Apología. Más tarde, en el año


1132, se reunieron, convocados por Pedro, 200 priores y 1.200 reli­
giosos en Cluny para considerar, entre otras cosas, la cuestión de los
abusos en la Orden. Los estatutos aprobados por este gran congreso
tuvieron que agradar a Bernardo, puesto que atacaban muchos de los
abusos que el tan valientemente había señalado.
Muchos autores, incluso el redactor del artículo sobre San Ber­
nardo en la Enciclopedia Católica, han cometido el error de suponer
que la reconvención de Pedro fue una réplica a la Apología y en
consecuencia han considerado esta última obra bajo una luz comple­
tamente falsa. Que fue Bernardo quien replicó a Pedro resulta evi­
dente comparando las dos composiciones, y especialmente las pa­
labras finales de la reconvención donde, como señala el abate Va-
candard, el escritor insinúa que el abad de Clairvaux todavía no había
manifestado su opinión sobre el asunto discutido entre las órde­
nes rivales. Sea cual fuere lo que se diga o piense de la Apología bajo
otros aspectos, de sus méritos como una obra de polémica o como
un ejemplo de legítima sátira, no hay la menor duda de la opinión
de su autor en cuanto a las preguntas formuladas por Pedro.

Correspondencia con Pedro el Venerable

Este tomar la ofensiva se ha descrito circunstancialmente como


“desafortunado”, pero no podemos dar nuestra conformidad a este ve­
redicto. Una disputa a la cual debemos la reforma de un instituto
religioso extendido por todo el mundo y además una de las aporta­
ciones más magníficas que jamás se hizo a la literatura polémica—por
no hablar de su importancia histórica—no nos parece en modo al­
guno desafortunada. Además nos ha suministrado un ejemplo, tanto
más precioso cuanto que es muy raro, de cómo se puede llevar una
controversia, y en verdad con duros ataques, sin el menor perjuicio
para la caridad cristiana. Pues es cierto que este duelo literario no
dejó como secuela ninguna amargura en los corazones de los dos
protagonistas, que llegaron a ser y continuaron siendo los más que­
ridos amigos. Las siguientes líneas, elegidas de su voluminosa co­
rrespondencia, aclararán este hecho suficientemente. Escribiendo a su
“querido señor y reverendo padre, Pedro, abad de Cluny por la gra­
cia de Dios”, dice Bernardo: “¿De manera que os dignáis mos­
traros de buen humor? Sois en verdad muy condescendiente y so­
ciable.” Luego, después de quejarse del largo silencio de su amigo,

124
SAN BERNARDO

continúa: “Vuestra carta fue muy bien recibida. La leí con avidez.
La leí por segunda vez con un placer renovado. La leí de nuevo una
y otra vez y siempre con renovada delicia. Confieso que el humor me
agradó mucho. Encanta por su gracia sin ofender el decoro. No sé
cómo, con todas vuestras bromas, podéis todavía ‘colocar las pala­
bras juiciosamente’ (Ps 111, 5) de forma que vuestra jocosidad no
mancille vuestra dignidad y vuestra dignidad no sea un obstáculo pa­
ra la brillantez de vuestro ingenio... Encomendadme a las oraciones
de vuestra santa comunidad y dadles, por favor, mis más cariñosos
recuerdos.” Pedro dirige su contestación “a Bernardo, señor abad de
Clairvaux, el inseparable amigo de su corazón, digno de todo amor
y veneración”. “Como he tardado algo—continúa—en contestar a la
cariñosísima y deliciosa carta de mi amigo, acaso os sintáis sorpren­
didos y tentados a imputarlo a pereza o indiferencia. No, no. El re­
traso no se puede atribuir a ninguna de estas causas. En verdad di­
fícilmente he recibido jamás una carta a la que haya dispensado me­
jor acogida o que haya leído con más atención. La verdadera causa
del retraso ha sido mi ausencia de Cluny... Acaso hablaréis contra mi
afición a bromear. Bien, me gusta una broma, pero sólo con vos. Me
agrada ser bromista con vos, no con los demás. Pues he de temer
que me consideren como un hombre frívolo si intento una broma
con los demás. Pero con vos no tengo ese temor. Por consiguiente, es
siempre para mí un gran placer charlar con vos y reforzar con una
cordial conversación los dulces lazos del amor.”
En otra carta el archiabad de Cluny expresa sus deseos, si ello
fuese posible, de vivir como un simple monje en Clairvaux. Le llama
a Bernardo “la columna fuerte y espléndida del estado monástico y
de toda la Iglesia.” “Si fuese posible—escribe—■, si la Divina Provi­
dencia no se opusiera y si el hombre pudiese disponer de sí mismo,
preferiría vivir inseparablemente unido a vos que ser príncipe y go­
bernante soberano entre los demás mortales. Sí, vuestra compañía,
agradable a los hombres y a los ángeles, sería para mí un bien más
deseable que todos los reinos y coronas terrenales. ¡Oh, si me fuera
concedido el disfrutar de vuestra compañía hasta mi último suspiro,
acaso pasaríamos juntos nuestra eternidad! ¿Pues adonde iba yo a
correr sino tras vos, atraído por el aroma de vuestros ungüentos?
(Cant 1, 3). ¡Pero si no puedo teneros siempre cerca, ojalá que pu­
diese veros a menudo! ¡Y si aun esto es imposible, ojalá que vues­
tros mensajeros me visitaran más frecuentemente! A vos y a todos
los santos religiosos que sirven al Señor bajo vuestro gobierno yo me
encomiendo tanto a mí como a los míos”. “He recibido vuestra carta

125
AILBE J. LUDDY

—escribe en otra ocasión—, una carta fragante con el más dulce amor
y que me honra más de lo debido. Me llamáis queridísimo amigo y
reverendísimo padre. Me alegro de estos títulos, pero honradamente
no puedo aceptarlos sin perjuicio de la verdad. Que soy ‘reverendísi­
mo’ lo dudo, que soy padre, al menos respecto de vos, lo niego; pero
que soy vuestro amigo y queridísimo para vos, lo noto y lo reconozco
a la vez.”
Una vez el abad Pedro hizo un esfuerzo para dimitir su cargo con
objeto evidentemente de satisfacer el deseo de su corazón de pasar
el resto de sus días en Clairvaux. En 1146 fue a Roma con la inten­
ción (por lo menos así lo sospechó Bernardo) de pedir a Eugenio III
que le relevase de su responsabilidad. El abad de Clairvaux, escri­
biendo al Papa en su favor, le recomendó que cualquier cosa que él
pidiera le fuese concedida, cualquier cosa excepto el permiso para
dimitir su cargo. La carta muestra que el tiempo no había entibiado
el ardor de su afecto mutuo. “Acaso parezca una locura que yo es­
criba a Su Santidad en favor del abad de Cluny y asuma el papel,
por así decirlo, de patrón de un hombre cuya protección todos los
hombres ambicionan. Sin embargo, no escribo con la idea de hacerle
un servicio necesario, sino solamente para satisfacer mi afecto. Con
este afecto acompaño a mi amigo en su peregrinación, puesto que no
puedo hacerlo en persona. Nada puede separarme de él: ni la altura
de los Alpes, ni el frío de sus nieves, ni la largura del viaje. Estoy con
él ahora en presencia de Su Santidad para hacerle con esta carta el
servicio que pueda, pues en verdad tengo que estar con él donde
quiera que se encuentre, ya que le estoy muy obligado por admitirme
a su amistad más íntima; una obligación que, sin embargo, no es
opresiva porque se ha convertido en amor. Os ruego que honréis a
este hombre como a un miembro realmente honorable del cuerpo de
Cristo. A menos que me equivoque, él es un ‘vaso de honor’, ‘lleno
de gracia y verdad’ (Rom 9, 21; loh 1, 14), que rebosa preciosos
presentes y dotes espirituales. Enviadlo a casa lleno de alegría para
que él nos alegre a todos nosotros a su regreso. Adornadlo con una
nueva gracia, pues realmente lo merece, de forma que cuando vuelva
a nosotros recibamos algo de su abundancia. En el caso de que os
pida algo en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que no tenga
ninguna dificultad en conseguir su petición. Pues permitidme deciros
que éste es el hombre que se ha distinguido por su caridad para las
comunidades pobres de nuestra Orden; éste es el hombre que, hasta
donde le fue posible hacerlo, con el consentimiento de sus monjes,
ha alimentado frecuente y alegremente a nuestros religiosos con ali­

126
SAN BERNARDO

mentos de los almacenes de su abadía. Pero observad que digo ‘en


el caso de que os pida algo en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo’.
Pues si (como sospecho y temo) os pide que le relevéis del gobierno
de su Orden, ¿quién podrá creer, entre los que le conozcan, que esto
es pedido en el nombre y no contra el nombre de Nuestro Señor Jesu­
cristo? Mucho me engañaré si no lo encontráis todavía mejor, pero
más tímido que cuando lo visteis por última vez. Pero a pesar de su
timidez, se sabe perfectamente que casi desde el día en que fue nom­
brado abad se produjo en la Orden un cambio favorable en la ob­
servancia de los ayunos, por ejemplo, y en la del silencio y de la po­
breza en materia de vestidos.”

Conversión de Suger

La Apología fue el medio de ganar a su autor otro amigo muy ín­


timo, un hombre también en quien era más probable que la obra
produjese resentimiento. No hay ninguna duda de que el abad a
quien se describe viajando con una escolta de más de 60 caballeros
no era otro que el gran Suger, abad del monasterio cluniacense de San
Denis, París, ministro y consejero confidencial del rey Luis VI. Na­
cido en la ciudad de París unos diez años antes que Bernardo, este
eminente estadista había sido desde la niñez un miembro de la abadía
que ahora gobernaba. Su gran talento llamó muy pronto la atención
de sus superiores y su ascenso fue rápido. Actuó como embajador del
rey Luis en las cortes de Gelasio II y Calixto II; parece que este
último tenía intención de nombrarle cardenal y con tal propósito lo
llamó a Roma, pero murió antes de que se pudiese realizar su in­
tención. El nombramiento de abad en favor de Suger tuvo lugar ha­
cia el año 1122. Su predecesor, el abad Adam, parece que no fue
un superior modelo y había pocas probabilidades de que el nuevo
abad pusiera de manifiesto, por contraste, la mala fama del anterior;
en todo caso el principio de su administración no fue muy promete­
dor. Enfrascado en los asuntos públicos, abandonó la disciplina de su
monasterio, con el resultado natural de que San Denis se convirtió
en un motivo de burla y escándalo, asemejándose más al palacio de
un príncipe que a una casa religiosa. Ni siquiera se simulaba que era
observada la clausura. Cortesanos, funcionarios civiles y militares,
pretendientes e intrigantes políticos de todas clases invadían los claus­
tros a todas horas; ni siquiera los niños estaban excluidos. Bernardo,
en su primera carta a Suger, insinúa que los muchachos y las mu­

127
AILBE J. LUDDY

chachas solían emplear la abadía como terreno de juego. De esta


manera parecía que el ruido y la conmoción imperaban, sin que na­
die lo impidiera, en este hogar de paz y silencio. El cuadro de los
caballeros en sus armaduras, con sus ruidosos ameses, deambulando
de un lado para otro dentro del recinto de la abadía, quedó fuerte­
mente grabado en la imaginación del santo y para encontrar una fra­
se lo bastante fuerte que caracterizara esa escena tuvo que combinar
a Homero con San Juan: la casa de oración se ha convertido, si no
en una cueva de ladrones, “en la fragua de Vulcano y en la sinagoga
de Satán”. Suger fácilmente reconoció su propio retrato en la Apolo­
gía-, pero lejos de mostrar resentimiento, como lo habrían hecho otros
muchos, dio prueba de verdadera nobleza humillándose por sus fal­
tas y decidiendo enmendarse. En el acto renunció a sus costumbres
mundanas y empezó a llevar una vida regular y retirada en tanto en
cuanto se lo permitían sus deberes de virtual primer ministro. Pedro
el Venerable visitando San Denis alrededor de esta época, al entrar
en la celda del abad, de quince pies por seis, y encontrarla amuebla­
da solamente con un lecho de paja, exclamó “¡Cómo, este hombre
nos condena a todos!” No contento con reformar su vida, Suger hizo
una reforma semejante en su comunidad. Se restableció la observan­
cia regular y quedó excluida toda pompa y toda frivolidad mundana
de un modo riguroso. Bernardo se alegró tanto al oír las noticias de
la conversión del gran ministro, que no pudo abstenerse de enviarle
una carta de felicitación y aliento.
“A Suger, abad de San Denis: Se ha extendido por la región una
alegre noticia oída por todos y que ha servido para estimular a los
hombres de buena voluntad. Por todas partes las gentes temerosas de
Dios están encantadas de oír lo que el Señor ha hecho por vuestra
alma y están llenas de asombro ante un cambio tan grande y súbito
de la mano derecha del Altísimo (Ps 76, 11). Sí, por todas partes
‘es vuestra alma alabada en el Señor; los mansos oyen y se ale­
gran’ (Ps 33, 3). Incluso aquellos que no han visto nunca vuestro
rostro, pero que han oído lo que solíais ser y lo que sois ahora, se
asombran del maravilloso cambio y magnifican al Señor por ello.
”Y aumenta nuestra alegría y admiración al oír que las saludables
inspiraciones comunicadas a vos desde lo alto lo han sido también a
vuestros religiosos. Así os habéis esforzado por cumplir el mandato:
‘Lo que te dije en la oscuridad, lo hablas tú a la luz, y lo que escu­
chaste al oído, lo predicas en lo alto de las casas’ (Mt 10, 27). Es
así como un bravo soldado, o más bien un leal y valiente jefe militar,
cuando ve a su ejército derrotado y a sus hombres cayendo por todos

128
SAN BERNARDO

lados bajo las vengadoras espadas del enemigo, prefiere morir con
ellos, pues el sobrevivirles le parece un deshonor, aunque pudiera es­
capar fácilmente. Por consiguiente, permanece en el campo de batalla
realizando prodigios de valor, rodeado de enemigos furiosos y espa­
das ensangrentadas y hace todo lo que puede con la voz y con las
armas para reanimar a sus tropas y convertir la derrota en victoria.
Se le encuentra siempre en el lugar en que más fieros son los ataques
del enemigo y en que más presión sufren sus seguidores. Aquí sal­
va a uno parando un golpe, allí socorre a otro que está a punto de
morir, mostrándose dispuesto a dar su vida por cada uno de sus
amigos en la medida en que la situación parece más desesperada. Pero
acontece a veces que mientras que se esfuerza por mantener a raya a
los perseguidores, por agrupar a los que son presa del pánico y por
llamar a los fugitivos, acontece a veces, repito, que logra cambiar la
suerte de la batalla, llevando la confusión al enemigo y consiguiendo
la victoria de su bando, una victoria que es tanto más grata y glo­
riosa cuando que es menos esperada. Ahora los perseguidos se con­
vierten en perseguidores, los vencidos en vencedores, los que hacía
poco tiempo huían para salvar la vida se muestran ahora jubilosos por
el triunfo.”
Después de pintar esta imagen militar, altamente grata para un
amante de las proezas guerreras como Suger, el santo abad lo com­
para a Moisés, David, Jeremías y San Pablo, todos los cuales prefi­
rieron exponerse al peligro en favor de los suyos cuando pudieron
haberse salvado solos más fácilmente. Luego continúa describiendo
el cambio que tuvo lugar en San Denis. “Esa abadía, tan venerable
por su antigüedad y por sus relaciones con los reyes, se había con­
vertido en el lugar de cita de los intrigantes políticos y de los funcio­
narios militares. En verdad, se daba al César lo suyo sin fraude, re­
traso, ni dificultad, pero lo que se debía a Dios no se le entregaba
tan fielmente. Ahora hablo basándome no en mi conocimiento perso­
nal, sino en lo que me han dicho. Se dice que los claustros de la aba­
día solían estar llenos de hombres armados, siendo utilizados para la
gestión de los asuntos públicos, resonando con el clamor de las dispu­
tas y viéndose a veces invadidos incluso por aquellos a quienes los
cánones excluyen. ¿Qué se reservaba en aquel lugar para las cosas
espirituales, santas o divinas? Pero ahora todo eso ha cambiado. Se
ha restablecido la disciplina regular; la contemplación y las lecturas
piadosas ocupan el tiempo libre de los monjes, el silencio y la paz
del buen orden crean una atmósfera que invita a la oración; mientras
que la dulzura de la salmodia sirve para suavizar la austeridad de la

129
S. BERNARDO.----9
AILBE J. LUDDY

regla, la vergüenza de los pasados excesos hace llevaderos los presen­


tes rigores, y la tranquilidad de conciencia, fruto de la paciencia, pro­
duce el deseo de la felicidad celestial con una firme esperanza de que
no será destruido (Rom 5, 5). Finalmente, el terror del juicio venide­
ro será sustituido con el tiempo por esa caridad que ‘expulsa el te­
mor’ (loh 4, 18). He mencionado estas cosas en alabanza y gloria del
Señor, Autor y Fuente de todo nuestro bien; sin embargo, hay que
adjudicaros algún mérito por haber sido su colaborador en la reforma
realizada. En verdad Él podría haber hecho el trabajo sin vuestra ayu­
da, pero Él prefirió teneros como copartícipe de su providencia a fin
de que más tarde os pueda tener como copartícipe de su gloria. El
Salvador censuró antiguamente a los que habían convertido la casa
de oración en una cueva de ladrones; por consiguiente, Él ensalzará
al hombre que libró su lugar sagrado de los perros y sus perlas de
los cerdos (Mt 7, 6)”. Después de estudiar sus faltas pasadas y sus
virtudes presentes, exponiéndolas paralelamente en vivos colores, ex­
horta a Suger a que evite la compañía de los aduladores, los cuales
podrían poner en peligro su perseverancia. Vos habéis gustado y vis­
to ahora lo dulce que es el Señor (Ps 33, 9), de forma que podéis de­
cirle como a Padre amantísimo: “ ‘ ¡ Oh, cuán grande es la dulzura oh
Señor, que Tú has guardado para los que Te temen!’ (Ps 30, 20). En
cuanto a mí, mi esperanza se ha realizado plenamente. Primero me
apesadumbraba el veros chupando (sugeré) con tal avidez el alimen­
to de la muerte y el veneno del pecado de los labios de los adulado­
res. Suspirando y lamentando a causa de vuestra miseria, solía repe­
tirme las palabras del Esposo: ‘¿Quién me habrá dado a ti por her­
mano, chupando (sugentem)1 los pechos de mi madre?’ (Cant 8, 1).
De aquí en adelante no tengas nada que ver con esos hombres de
suaves palabras, con esos embusteros aduladores que te alabarán por
la cara y te expondrán a la burla y a la irrisión de todos por la
espalda, que harán de ti un motivo de mofa ante el mundo después
de engañarte con su aplauso. Y si, incluso ahora, murmuran, contés­
tales con las palabras del apóstol: ‘Si todavía yo te agradara, no
sería siervo de Cristo’ (Gal 1, 10). Recuerda que difícilmente pode­
mos agradar con nuestras virtudes a los que agradamos con nuestros
vicios, a menos que ellos también se hayan convertido y hayan apren­
dido a odiarnos tal como solíamos ser antes y a amamos tal como so­
mos ahora.”
Antes de terminar esta larga carta, Bernardo señala a su converso

1 El santo hace un juego de palabras con el nombre Suger.

130
SAN BERNARDO

otro tema para el ejercicio de su celo. “Dos nuevos y detestables es­


cándalos han deshonrado a la Iglesia en nuestros días. Uno de ellos
es esa arrogancia ostentosa de la cual (perdonadme que os lo diga)
vos mismo disteis escandaloso ejemplo antes de vuestra conversión.
Pero eso, por la gracia de Dios, ya ha sido eliminado, para gloria
suya y para mérito vuestro y para alegría mía y para edificación de
todos. El otro es un abuso tan odioso e inaudito que temo denunciar­
lo públicamente; sin embargo, siento escrúpulos en pasarlo en silen­
cio. El pesar me impulsa a quejarme del mal, pero el temor me ata
la lengua, me refiero al temor de ofender a alguien si doy a conocer
la causa de mi pesar, pues la verdad a veces da origen a la animo­
sidad. Sin embargo, por lo que respecta a esa animosidad, encuentro
consuelo en las palabras de Cristo: ‘Es absolutamente necesario que
vengan los escándalos’; pues no creo que me sea aplicable lo si­
guiente: ‘Ay del hombre que dé lugar a escándalo’ (Mt 18, 7). Pues
cuando el escándalo procede de la denuncia del vicio, es imputable no
al que hace la denuncia, sino más bien al que la ha provocado. Ade­
más, no deseo ser más prudente en mis palabras, ni más circunspecto
en el juicio que quien dijo: ‘Es mejor que surja el escándalo que no
que la verdad sea traicionada’ (Gregorio el Magno). Además, puesto
que este abuso es ya notorio, no habrá ningún beneficio en que guar­
de silencio si pretendo solamente no contagiarme de la peste que todo
el mundo está sufriendo y no me atrevo a alzar la nariz en medio del
pestilente hedor que ha envenenado toda la atmósfera.”
El escándalo denunciado en estos términos enérgicos era la acep­
tación por parte del archidiácono de Notre Dame, Esteban de Gar­
lando, de un cargo que le ponía al frente de la mesa y del ejército
real. ¡Qué híbrido tan monstruoso tenemos aquí, una mezcla de clé­
rigo y soldado! Hay la misma incongruencia si el diácono preside
el banquete real que si el soldado sirve ante el altar. ¿Quién puede
contemplar sin sorpresa y escándalo a la misma persona conduciendo
ahora el ejército, completamente armada, y luego revestida de estola
y alba y cantando el Evangelio de paz? ¿Es que acaso se avergüen­
za del Evangelio (Rom 1, 16), que fue la gloria de San Pablo? ¿Es
que acaso se avergüenza de ser tomado por ministro de Cristo y pre­
fiere ser considerado como soldado? ¿Es que acaso prefiere la corte
a la Iglesia, la mesa del rey al altar de Dios, ‘el cáliz del demonio’
(1 Cor 10, 20) al cáliz del Señor? ¡Oh monstruosa y ciega ambición
que busca no lo más sublime, sino lo más bajo! Este hombre, des­
pués de haber obtenido una hijuela en la herencia del Señor, ‘ha des­
preciado la tierra deseable’ (Ps 105, 24) y ha preferido la inmundi­

131
AILBE J. LUDDY

cia. Ha confundido evidentemente los dos órdenes, deseando disfrutar


la gloria militar sin exponerse en el campo de batalla y las rentas de
la Iglesia sin hacer nada para ganarlas.” El escritor procede a conti­
nuación a criticar con valerosa severidad la acción del rey al realizar
un nombramiento igualmente perjudicial para la Iglesia y para el Es­
tado. “Es indigno de un clérigo llevar armas al servicio del rey y es
indigno del rey emplear a los clérigos como soldados ¿Qué monarca
puso jamás a un clérigo sin experiencia y no a un soldado de probada
destreza y bravura al frente de sus tropas? ¿Y qué clérigo no consideró
indigno de él el servicio militar? El estado clerical es un estado de
mando, no un estado de servidumbre. Por otra parte, el trono en­
contrará mejor sostén en los buenos luchadores que en los buenos
cantores de salmos. Por tanto, el arreglo es malo para ambas par­
tes, puesto que es impropio que un clérigo sea criado del rey; tam­
poco el rey debe confiar el mando de sus ejércitos más que a solda­
dos. De aquí que esté sorprendido de que la Iglesia no haya repu­
diado ya al clérigo-soldado o el Estado al soldado-clérigo.”
Era un atrevimiento muy grande el usar este osado lenguaje con­
tra Luis el Gordo, un monarca a quien el propio Bernardo describe
diciendo que era un segundo Herodes. Pero esto no puso fin al es­
cándalo del clérigo-soldado. Mabillón nos informa que una práctica
semejante, el nombrar clérigos para los cargos militares, prevaleció
bajo el reinado de Luis XI. Un día este rey envió al cardenal Balue,
obispo de Evreux, a revistar una formación de soldados. Su eminen­
cia, orgulloso de la distinción que se le había concedido, apareció de­
lante de las tropas montado en una muía y llevando un roquete de
hilo. El general Chabanne, disgustado al ver esto, se dirigió sin vaci­
lar al rey y le pidió una autorización para visitar el capítulo de Evreux
y examinar a los aspirantes a las órdenes sagradas. “Me maravilla
—exclamó el monarca—■, que tengáis la desvergüenza de pedirme
semejante cosa. ¿No sabéis que esta misión exige un estado y una
profesión muy distinta de la vuestra?”. “Lo sé, majestad—contestó el
general—, ¿pero no tengo los mismos títulos para ordenar clérigos
que el obispo de Evreux para revistar tropas?”
“Intentaba—continúa el santo—•, y quizá debería decir mucho
más y cosas más duras de este indigno clérigo, pero mi condición no
me lo permite. Además temo ofenderos, pues sé que lo considerabais
como vuestro íntimo amigo. Os aconsejaría, si deseáis conservarlo
como amigo, cumplir hacia él el deber de amistad genuina haciéndole
amigo de la verdad. Pero sea lo que fuere de él, vigilaos a vos mis­
mo y perseverad en vuestra buena disposición. Vuestra conversión por

132
SAN BERNARDO

la gracia de Dios os ha vestido de un manto de caridad de diversos


colores: procurad que os llegue hasta los talones (Gen 37, 23). Un
buen comienzo no sirve para nada de no ir acompañado por la per­
severancia.”
El abad-ministro respondió plenamente al deseo y a la esperanza de
Bernardo. No solamente hizo de sus monjes un modelo de religiosos,
sino que extendió su reforma a otras abadías sujetas a su jurisdicción.
Una serie de cartas del santo encauzaron y estimularon este des­
pliegue de celo. Pero con respecto a Esteban de Garlande, Suger no
pudo hacer nada. El archidiácono, hombre de rara habilidad, ejercía
tal influencia sobre Luis que más bien le dominaba que le obedecía.
Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, incurrió en el enojo real y
fue desterrado de la corte. El pueblo de Beauvais deseaba tenerlo por
obispo, pero Ivo, obispo de Chartres, se opuso con éxito al nombra­
miento, acusando a Esteban ante los cardenales de muchos y graves
vicios. Es un consuelo saber que este notorio promotor de escánda­
los terminó felizmente, ganado por el celo de San Bernardo para Dios
y para la penitencia.

Drogo

Entre los cluniacenses que abandonaron su instituto por el cis-


terciense hubo uno cuyo caso produjo a Bernardo serios disgustos y
que casi le alejó de su compañero de escuela, Hugo de Macón, ahora
abad de Pontigny. Drogo, monje de San Nicasio, Reims, que se
distinguía no menos por su piedad y erudición que por la nobleza de
su nacimiento, había solicitado y se le había negado el ingreso en
Clairvaux, pues así lo requería la necesidad de mantener la concor­
dia entre las dos abadías, en opinión del santo. Entonces se dirigió
a Pontigny, donde también fue rechazado; pero insistió y por fin su
solicitud fue admitida. Su abad, Jorannus, indignado por su conducta,
lo excomulgó como apóstata. Además, de acuerdo con el arzobispo
de Reims, envió un mensajero a Clairvaux pidiendo a Bernardo (con
el cual parecía unirle una amistad íntima) que usara su influencia con
el abad Hugo para que devolviera al fugitivo. El santo se encontró
situado en una posición muy difícil. Deseaba estar en paz con todos
y evitar toda ocasión de escándalo. Pero, por otra parte, no podía
obrar contra sus convicciones, ni podía forzar a un hombre a des­
hacer lo que, en su opinión, le parecía bien hecho. Sostenía y ense­
ñaba públicamente que, aunque era una apostasía real el pasarse de

133
AILBE J. LUDDY

una Orden más estricta a otra menos estricta, puesto que así se le
daba a Dios menos de lo que se le había prometido al profesar, era
en sí misma una cosa digna de alabanza para un monje el pasar a
una Orden más estricta, porque con ello da más de lo prometido. Sin
embargo, antes de hacer este cambio, el religioso debe estar seguro de
que es impulsado por una intención pura y no por sentimientos de
aburrimiento y disgusto, o por amor de la novedad. “Sé—dice el
santo abad, escribiendo a Pedro el Venerable—•, sé que muchos han
venido a nosotros de vuestra Orden y de otras órdenes, los cuales,
después de escandalizar a sus comunidades por una inoportuna mar­
cha, han traído también el escándalo a la nuestra por su mala con­
ducta después de su ingreso. Y puesto que ellos orgullosamente des­
preciaron el bien que poseyeron y precipitadamente presumieron de
una gracia que no poseían, Dios permitió que se pusiera de manifies­
to su indignidad de un modo vergonzoso: ellos desvergonzadamente
abandonaron lo que imprudentemente habían emprendido y regre­
saron a lo que habían abandonado demasiado ligeramente. Así, bus­
cando el ingreso en nuestros claustros debido más a su aburrimiento
que a ningún deseo de mayor perfección, pronto pusieron de mani­
fiesto lo que eran. Llevados de un lado para otro por la inconstante
ligereza de sus mentes, de vosotros a nosotros y de nosotros a vos­
otros, terminaron por dar un escándalo público. Sin embargo, conozco
a muchos que han venido a nosotros por mandato del Señor y que
han empezado bien y han perseverado valerosamente. Además, es
mucho más seguro, en conjunto, continuar en lo bueno de nuestra
profesión que cambiar por lo que es mejor en sí mismo, pero que
acaso nos veamos más tarde obligados a abandonar.” Bernardo sos­
tenía que los superiores estaban completamente justificados al negar
el ingreso a estos novicios, por muy bien dispuestos que estuvieran,
siempre que ello fuera necesario para la conservación de la paz; mien­
tras que las consideraciones de esta clase no tenían en absoluto nin­
guna importancia para él cuando se trataba de admitir a un novicio
que viniese de la calle.
Por consiguiente, escribió una carta al abad Hugo, advirtiéndole
de las enemistades que iba a tener si Drogo no era expulsado, pero
terminaba diciéndole que siguiera su propio consejo. Esta carta fue
enviada a Pontigny por medio del mensajero del abad Jorannus, el
cual, evidentemente, no era muy honrado, pues entregó al propio Dro­
go, como procedente de Bernardo, un mensaje oral que equivalía a
una recomendación para que abandonase Pontigny. En consecuencia,
la paz espiritual del monje fue turbada, y Hugo se sintió ofendido,

134
SAN BERNARDO

tan ofendido que formuló una protesta llena de indignación contra la


acción de Bernardo, que él consideraba indigna de su viejo amigo.
El santo replicó en unos términos tan humildes y tan dulcemente
afectuosos, que en el acto calmó la tormenta: él no había mandado
ningún mensaje a Drogo, sino que había escrito una carta completa­
mente indiferente para satisfacer la importuna exigencia del abad Jo-
rannus. Escribió al mismo tiempo al religioso que era el motivo de
todos estos disgustos, exhortándole a perseverar. Comentando el tex­
to del Eclesiastés (18,6) que dice: “Cuando un hombre es perfecto
(Consummatus) entonces debe empezar.” Formula él el principio de
que nadie que no aspire a ser mejor es bueno y que la prueba de per­
fección consiste en el anhelo de una perfección más elevada. Envió al
abad Jorannus una carta de condolencia: “Hasta qué punto simpa­
tizo con vos en vuestra tribulación solamente lo sabe el que llevó en
Sí mismo los pesares de todos nosotros.” Le aconsejó tener pacien­
cia, pues como Gamaliel dijo a los judíos (Act 5, 38-39), “si ésta es
una obra de Dios, tú no puedes deshacerla”, pero si no lo es, el fu­
gitivo pronto volverá a encontrar el camino del hogar. Y recuerda a
Jorannus que uno de los monjes de Bernardo, que además era pa­
riente del santo, había sido recibido y permanecía todavía en Cluny
contra la voluntad de su superior—lo cual demuestra que Roberto
no había regresado todavía.
Mabillon cree que Drogo no continuó con los cistercienses, que
por fin sucumbió a los requerimientos de sus amigos cluniacenses y
regresó a San Nicasio. En 1136 el papa Inocencio II le hizo cardenal
y obispo de Ostia. Murió dos años más tarde.

135
CAPITULO XI

INFLUENCIA DE BERNARDO

El caso del abad Arnold

Un disgusto de un carácter más aflictivo que ninguno de los que


hasta entonces habían tenido surgió para Bernardo y para toda la
Orden cisterciense en el año 1124. La abadía de Morimund, en la
diócesis de Langres, fue fundada el mismo año que Clairvaux y ha­
bía fundado ya tres filiales. Su abad, llamado Arnold, hermano de
Federico, arzobispo de Colonia, y vinculado con las primeras fami­
lias de Alemania, poseía una gran elocuencia que, sin embargo, no pa­
recía ir acompañada de un alto grado de humildad cristiana. Parece
también que carecía de capacidad para los negocios. En todo caso el
monasterio llegó en aquel año a un estado tan grande de pobreza,
que Manríquez cuenta que el heredero del patrono pidió que se le
devolviera la propiedad que constituía la fundación original. Además
hay pruebas de querellas dentro de la comunidad. Arnold, viendo que
era incapaz de enfrentarse con estas dificultades, decidió abandonar
el cargo. Por consiguiente, solicitó y obtuvo permiso de Roma para
hacer una peregrinación a Jerusalén. Además, convenció a muchos
monjes suyos para que se unieran a su proyecto haciéndoles creer que
intentaba fundar un nuevo monasterio en Tierra Santa. Bernardo co­
noció este proyecto por un miembro de la comunidad llamado Adam,
quien probablemente sintió algunos escrúpulos acerca del asunto y

136
SAN BERNARDO

buscó su consejo. Bernardo escribió inmediatamente a Calixto II, que


era entonces el Pontífice reinante, rogándole que se valiera de su au­
toridad e impidiese un escándalo tan grande.
Después de excusarse por importunar con los asuntos de una Or­
den humilde a quien, como San Pablo, estaba agobiado con las dia­
rias “preocupaciones por todas las iglesias” (2 Cor 11, 28), y de ex­
plicar que este llamamiento debería haber partido del abad Esteban,
jefe de la Orden, si no hubiese estado ausente entonces en Flandes,
va derecho al asunto. El abad de Morimund, habiendo decidido “den­
tro de un espíritu de ligereza” abandonar su obligación y partir ha­
cia Palestina, intentaba obtener, si era posible, la aprobación de la
Santa Sede a su deserción. “Si vuestra santidad accede a su peti­
ción (lo que Dios no quiera) os ruego consideréis las desastrosas con­
secuencias para nuestra Orden. Pues en adelante, cuando cualquiera
de nuestros abades se encuentre con dificultades, este precedente le
hará creer que puede legalmente abandonar la carga que le impone
su puesto. Y este peligro se ha de temer tanto más entre nosotros
cuanto que en nuestra Orden el título de abad lleva consigo muy po­
co honor y mucho trabajo. Pero si dice que su intención es introdu­
cir nuestra observancia en Oriente y que con este fin se propone llevar
consigo cierto número de hermanos, opino que ello es absurdo: ¿pues
quién es el que no comprende que lo que necesita la Iglesia en esas
regiones no es un grupo de monjes que canten salmos, sino una fuerza
de guerreros armados? Sería para mí una presunción indicar el ca­
mino que vuestra santidad debe seguir en esta materia, o qué solu­
ción conviene mejor a vuestro elevado puesto, pues corresponde a
vuestra propia discreción examinar y decidir.”
A pesar de todo ello, Arnold se había adelantado a nuestro santo
y la aprobación ya había sido dada. Entonces Bernardo intentó de­
tener el escándalo haciendo un llamamiento al propio Arnold. El des­
graciado había dejado ya su monasterio y estaba alojado en las in­
mediaciones de Colonia. Había enviado un mensajero a Clairvaux
con cartas para Esteban y Bernardo, dándoles a conocer su intención,
pero advirtiendo al último que no intentara disuadirle de su propó­
sito, pues sería trabajo perdido. Esto era muy desalentador, pero el
santo no se desanimó. “En esta materia—escribió— y bajo estas cir­
cunstancias, dudo si debería obedeceros; pero en uno o en.otro caso,
no puedo hacerlo debido al pesar que me agobia. Además, si tan sólo
supiera dónde podría encontraros, en vez de escribiros, iría a veros
en persona y acaso lograría más que con esta carta. Quizá os son­
riáis ante mi exceso de confianza, seguro de vuestra obstinación que

137
AILBE J. LUDDY

consideráis inmune a toda fuerza, ruego o esfuerzo por mi parte,


Pero confiando en la promesa de Él que dijo: ‘Todas las cosas son
posibles para el que cree’ (Me 9, 22), y tomando prestadas las pala­
bras de San Pablo: ‘Puedo hacer todas las cosas en Aquel que me da
fuerza’ (Phil 4, 13); aunque me doy cuenta de lo terco que podéis
ser, sólo deseo poder veros cara a cara, sea cual fuere el resultado.
Expondría claramente ante vuestros ojos la razón de mi disgusto con
vos y defendería mi causa no sólo con palabras, sino también con el
semblante y con las miradas. Luego me arrojaría a vuestros pies, me
abrazaría a vuestras rodillas, estrecharía cariñosamente vuestro cuello
entre mis brazos, ese cuello vuestro tan amado, agobiado bajo el peso
del dulce yugo de Cristo que durante tantos años vos y yo hemos
llevado juntos. Lloraría también, y con toda la fuerza persuasiva de
que soy capaz os imploraría y rogaría en el nombre de Nuestro Señor
Jesucristo que guardéis Su cruz, con la cual redimió a los que (en lo
que de vos depende) estáis destruyendo y reunió a los que vos estáis
desparramando. Sí, lo repito: estáis desparramando y destruyendo
tanto a los que lleváis con vos como a los que dejáis detrás; pues
todos están expuestos a peligros de la misma gravedad, aunque de
distinta naturaleza. Y os rogaría que no sacrifiquéis también a vues­
tros amigos, a quienes vuestra conducta ha colmado de inmerecido
pesar. Oh, si os tuviese junto a mí os ganaría por el amor, aunque
fracasara con mis argumentos. Ese corazón de piedra que ni siquiera
el temor de Cristo puede ablandar, acaso se rindiese a la fuerza del
afecto fraternal. Pero, ¡ay!, se me niega esa ventaja.
”¡Poderoso pilar de nuestra Orden! ¡Escuchad, os lo ruego, a
vuestro amigo ausente mientras os dice lo mucho que le apesadum­
bra vuestra marcha y lo mucho que le entristece vuestro peligro y
vuestro trabajo! ¡Poderoso pilar de nuestra Orden! ¿No teméis que
vuestra ruina ocasione la ruina de todo el edificio? ‘Pero yo no estoy
en ruinas—contestaréis—, sé lo que me hago y mi conciencia no me
lo reprocha’. Sea así: acepto vuestro testimonio en defensa vuestra.
Pero ¿qué va a ser de nosotros que ya hemos sido afligidos por gra­
ves escándalos debidos a vuestra deserción y ahora contemplamos con
temor otros males mayores que nos amenazan? ¿Ignoráis realmente
todo esto o es vuestra ignorancia fingida? ¿Entonces, cómo podéis
pretender que no habéis caído después de haber causado la caída de
muchos? Especialmente, porque estáis obligados por vuestro puesto
a consultar los intereses de otros más que los vuestros y a buscar no
las cosas que os pertenecen, sino ‘las cosas que son de Jesucristo’
(Phil 2, 21). ¿Cómo podéis encontrar seguridad en la huida desde el

138
SAN BERNARDO

momento en que de esa manera priváis de toda seguridad al rebaño


confiado a vos para siempre? ¿Quién lo defenderá de aquí en ade­
lante de los lobos? ¿Quién lo consolará en los momentos de tribu­
lación? ¿Quién lo dirigirá en los momentos de prueba? ¡Oh!, ¿quién
se colocará entre él y ‘el león rugiente que va de un lado para otro
buscando a quién devorar’? (1 Pet 5, 8). Las pobres ovejas estarán ex­
puestas, sin defensa, a los ataques de sus crueles enemigos, ¿Y qué
será de esas otras plantas que vuestra mano derecha ha plantado en
diferentes lugares, ‘en lugares de horror y en vastos yermos’? (Dt 32,
10). ¿Quién cavará alrededor de ellas? ¿Quién las abonará? ¿Quién
las cercará? ¿Quién podará sus crecientes brotes? Y cuando el hu­
racán de la tentación sople sobre ellas, tan tiernas, ¡qué fácilmente se­
rán desarraigadas! O, en el mejor de los casos, no producirán nin­
gún fruto, debido a las zarzas asfixiantes que las rodean sin que haya
nadie que las arranque.
"Siendo esto así, considerad si el bien que buscáis marchándoos
compensa tanto mal, o si se puede considerar como bien lo que arras­
tra consigo tanto mal; pero no hago más que malgastar mis palabras
hablando de esta manera a uno que comprende el asunto plenamente.
Con toda nobleza, os doy mi palabra que si me dais la oportunidad
de hablar con vos, haré todo lo posible, en compensación, por faci­
litaros la oportunidad de hacer legalmente y sin pecado lo que estáis
haciendo ahora contra la obediencia y con gran peligro vuestro.” Es
decir, prometía a Arnold conseguirle el permiso para dimitir.
Como el abad fugitivo no se dignara contestar a este conmovedor
llamamiento, Bernardo se dirigió a su amigo Adam, a quien Arnold
había convencido para que le acompañara en su huida. Es una exhor­
tación breve, pero convincente para que regrese a su monasterio y
abandone a un guía que le estaba conduciendo a la ruina. El santo
le recuerda su primitivo fervor, sus votos y una promesa que había
hecho anteriormente de apartarse de esta peregrinación a Tierra San­
ta. En parte excusa la falta del monje basándose en su simplicidad,
pero le advierte que en adelante una la sabiduría de la serpiente a
la sencillez de la paloma (Mt 10, 16), pues no tenemos que dar cré­
dito a todo espíritu (1 loh 4, 1). La carta termina con la misma pro­
posición de celebrar una conferencia privada que había hecho a Ar­
nold. “Os ruego, por el misericordioso Corazón de Cristo, que no va­
yáis, o al menos que no vayáis hasta que hayamos hablado en algún
lugar conveniente, de forma que examinemos qué remedio se puede
encontrar a los horribles peligros que en parte ya estamos experi­
mentando y en parte los vemos con temor por anticipado como con­

139
AILBE J. LUDDY

secuencia de vuestra conducta.” Bernardo escribió al mismo tiempo a


un influyente sacerdote de Colonia llamado Bruno, que después lle­
gó a ser arzobispo de esa ciudad, rogándole que buscara a estos mon­
jes vagabundos y procurase inducirlos a volver a su deber: se podía
conseguir poco hablando al propio Arnold, pero acaso pudiese sal­
var a algunos de sus seguidores.
El desgraciado abad murió miserablemente en Bélgica el 3 de
enero del año siguiente (1125). Bernardo consideró su suerte como un
visible juicio del cielo y, lleno de compasión por aquellos a quienes
había extraviado, escribió de nuevo a Adam exhortándole a que ahora
por lo menos desechara su engaño. Ahora no tenía la excusa de obrar
en obediencia de su abad, pues ese abad había fallecido y no podía
exigir por más tiempo su lealtad. “Y no es que piense que estuvieseis
obligado a obedecerle en esta materia cuando él vivía. No tenemos
que obedecer nunca lo que es malo, puesto que al obedecer al hom­
bre desobedecemos a Dios que prohíbe todo mal. Es seguramente un
gran error que os consideréis obediente cuando preferís la autoridad
inferior a la superior, lo humano a lo divino. Dios prohíbe lo que
el hombre manda. ¿Y voy a escuchar al hombre y no prestar oído a
Dios? No ocurrió así con los apóstoles, los cuales valerosamente con­
testaron al sumo sacerdote: ‘Nosotros debemos obedecer a Dios an­
tes que a los hombres’ (Act 5, 20)...
”Tenéis que recordar que hay acciones intrínsecamente buenas y
acciones intrínsecamente malas. Respecto de todas estas acciones, los
superiores humanos no tienen ninguna jurisdicción: su prohibición no
nos justifica si omitimos las acciones incluidas en la primera catego­
ría, ni tampoco la orden de que las hagamos nos justifica si reali­
zamos las acciones que pertenecen a la última categoría. Entre estos
extremos hay una tercera clase de acciones que pueden ser buenas o
malas según las circunstancias de persona, lugar, tiempo y modo. Este
campo está gobernado por la ley de la obediencia, está colocado
aquí como el árbol del bien y del mal que se hallaba en medio del
paraíso. Ahora bien, en lo que respecta al contenido de esta clase in­
termedia, venimos obligados a someter nuestro juicio al de nuestros
superiores humanos, cuyos mandatos y prohibiciones tienen la sanción
y la autoridad divina en esas materias. Por consiguiente, examinemos
si el hecho de abandonar Morimund por orden de vuestro abad per­
tenece a esta clase, pues si así fuera habrías sido censurado injusta­
mente. Para aclarar este punto, pondré algunos ejemplos respecto de
lo que pertenece a cada una de las tres divisiones. Los actos de fe,
esperanza y caridad y de las demás virtudes son intrínsecamente bue­

140
SAN BERNARDO

nos; por consiguiente, no puede haber nunca delito en ordenarlos o


en practicarlos, ni derecho a prohibirlos o renunciarlos. Las acciones
intrínsecamente malas son el robo, el sacrilegio, el adulterio y otras
por el estilo, las cuales, a la inversa, no se pueden nunca, en justicia,
ordenar o practicar, ni constituye jamás delito prohibirlas o apartarse
de ellas. Las leyes humanas no tienen nada que ver con ninguna de
estas dos clases, puesto que ninguna prohibición puede eximir de la
obligación absoluta de la primera, ni ninguna orden puede hacer le­
gal a la segunda. Las acciones comprendidas en la tercera clase, aun­
que indiferentes de suyo, es decir, ni buenas ni malas, pueden ser or­
denadas o prihibidas pecaminosa o meritoriamente según las circuns­
tancias y disposición del superior: mas para quien las practica por
obediencia son siempre buenas. Ejemplos de esta clase son: el ayuno,
la vigilia, el silencio, la lectura, etc., etc. Se ha de notar, sin em­
bargo, que algunas acciones indiferentes pueden pasar a una de las
clases extremas que contienen lo que es absolutamente bueno o lo
que es absolutamente malo. Así, el matrimonio es indiferente antes
de contraerse; no hay ninguna obligación ni de abrazarlo ni de evi­
tarlo ; pero una vez contraído no se puede disolver legalmente. El po­
seer bienes, igualmente, es indiferente para los seglares, pero absolu­
tamente malo para un monje \
"Veamos ahora a cuál de estas tres clases pertenece vuestra ac­
ción. Si es intrínsecamente buena, merece aprobación; si es intrínseca­
mente mala, exige reprobación, pero si resulta que pertenece a la cla­
se intermedia, la obediencia acaso os excuse por salir de vuestro mo­
nasterio, pero no, en verdad, por vuestro retraso en volver, puesto que
el abad a quien obedecíais ya no vive.” El escritor procede luego a
demostrar que la marcha de Morimund, considerada en concreto, era
una acción intrínsecamente mala, porque llevaba consigo necesaria­
mente el escándalo, que está prohibido, no sólo por la ley divina po­
sitiva, sino también por la ley natural. La dispensa papal de que se
jactaba Arnold no servía, por consiguiente, para nada, o en último
caso, le servía “no como remedio de su conciencia herida, sino como
los delantales de hojas de higuera llevados por nuestros primeros pa­
dres (Gen 3, 7), como una cubierta de sus vergüenzas”. Además, la

1 La obligación de los votos religiosos—como la de cualquier promesa—


procede de la ley de la naturaleza, y es, por consiguiente, inviolable en tanto
que Dios, a quien se hicieron los votos, no dispensa de ellos por medio de su
vicario. En la concesión de estas dispensas el superior eclesiástico actúa como
delegado de Dios, cuyo derecho está obligado a respetar: una dispensa otorga­
da sin justa causa sería nula y sin efecto. Cfr. Santo Tomás, Sum. Theol.,
2-2, q. LXVIII, aa. X-XI; Suárez, t. VI, 1. X, c. VI.

141
AILBE J. LUDDY

dispensa habría sido inválida en cualquier caso, porque se obtuvo con


falsos pretextos. Luego, contestando a la objeción de que el propio
abad de Clairvaux admitía en su monasterio monjes que habían deser­
tado de sus casas contra la voluntad de sus superiores, contesta di­
ciendo que él sólo lo hizo en aquellos casos en que pensó que no po­
drían cumplir sus obligaciones ni, en consecuencia, salvar sus almas
en la casa de su profesión. Finalmente, advierte a Adam que será res­
ponsable de las almas de los compañeros que sigan sus pasos, y ter­
mina la larga epístola con estas notables palabras: “Anunciad esto cla­
ramente a los que están con vos, como la sentencia solemne de todos
nuestros abades: Los que regresen vivirán, los que no regresen,
morirán.”
Este llamamiento fue coronado por el éxito. Aterrorizados y humi­
llados, los pobres fugitivos regresaron y fueron recibidos, no pode­
mos dudarlo, con los brazos abiertos. Al mismo tiempo entraron en
el noviciado de Morimund quince jóvenes alemanes pertenecientes a
las familias más nobles del imperio. Iban conducidos por el príncipe
Otto, hermanastro del futuro emperador Conrado de Hohenstaufen y
tío de su más célebre, aunque menos admirable sucesor, Federico Bar-
banoja. Los quince perseveraron en su vocación y profesaron en el
momento oportuno. Oiremos hablar de Otto en otra ocasión. Así la
Providencia proveyó por el futuro de Morimund, que la defección de
Arnold había puesto al borde de la ruina 2.

Relaciones e influencia de Bernardo con los cartujos


PREMONSTRATENSES, FRAILES Y BENEDICTINOS

En el año, o alrededor del año 1125, Bernardo hizo amistad con


los monjes cartujos de la Gran Cartuja y con su santo prior Gui-
gues, digno sucesor de San Bruno. Este famoso monasterio, fundado
en 1084, y la Orden que brotó de él, estaban vinculados a Citeaux
por un lazo especial de simpatía. ¿No se colocaron el gran San Bruno
y sus primeros compañeros humildemente bajo la dirección de San
Roberto en el monasterio de Molesme y permanecieron allí hasta que
comprobaron que la vida benedictina no era su vocación? ¿No es­
taban tanto los cartujos como los cistercienses animados por el mis­

2 Hubo una época en que Morimund contó entre sus filiales con trescien­
tos monasterios de monjes, unos seiscientos conventos de monjas y cinco gran­
des órdenes militares. Cfr. Dubois, Histoire de l'abbaye Morimund, págs. 443-
450. Aunque le seguía en importancia a Clairvaux, las dos abadías fueron fun­
dadas el mismo día, según Janauschek.

142
SAN BERNARDO

mo espíritu fervoroso, siendo los representantes, cada uno a su mane­


ra, para el mundo moderno del ideal de la vida religiosa tal como la
practicaron antiguamente los monjes egipcios en sus lauras y monas­
terios? Incluso en lo que respecta a las austeridades, había mucho
en común entre las dos órdenes: el mismo silencio perpetuo y la
misma abstinencia, la misma estricta clausura, las mismas escasas ho­
ras de sueño. Por consiguiente, fue una inmensa alegría para Bernardo
el recibir un mensaje muy amistoso de Guigues, encomendando a su
comunidad y a sí mismo a las oraciones del nuevo Bautista. Acaso
supongamos, a juzgar por su contestación, que le pidieron que en­
viase a su corresponsal algunas instrucciones sobre la caridad, pues
esta carta es un verdadero tratado acerca del amor de Dios. Está di­
rigida “a los reverendísimos padres y queridísimos amigos, el prior
Guigues y los santos que están con él”. Había estado largo tiempo
pensando en escribirles, pero temía interrumpir su silencio sagrado
o entorpecer su contemplación celestial con su vacía charla: sería
como distraer a Moisés en el monte, o a Elias en el desierto, o a Sa­
muel mientras esperaba en el templo la palabra del Señor. Temía que
ellos pudieran contestarle con las palabras del profeta: “Apártate de
nosotros, tú, maligno, y nosotros buscaremos los mandamientos de
nuestro Dios.” (Ps 118, 115). Pero ahora habían tomado ellos la ini­
ciativa y podía escribirles con confianza. En cuanto a la parte doc­
trinal de la carta, fue incluida por el autor en su libro sobre el amor
divino, cuyos tres últimos capítulos ocupa, y los cuales no vamos a
estudiar aquí.
Poco después de este cruce de cartas, Bernardo tuvo la oportuni­
dad que había deseado durante largo tiempo de visitar la Gran Car­
tuja. Los asuntos de su Orden lo llevaron a Grenoble, a pocas le­
guas de distancia del monasterio cartujo. San Hugo, entonces en edad
muy avanzada, era obispo de aquel lugar. Al encontrarse con Ber­
nardo, de quien tanto había oído hablar, el anciano prelado se pos­
tró en el suelo ante él. El joven abad, penosamente embarazado, se
postró en el suelo también y allí, en el suelo, estuvieron los dos santos
rivalizando en humildad hasta que de común acuerdo se levantaron
y se abrazaron.
Grande fue la alegría de los hijos de San Bruno cuando supieron
que llegaba Bernardo. Toda la comunidad lo recibió como a un án­
gel del cielo. Y cuando lo hubieron visto y oído, cada uno de ellos
bien pudiera haberle dicho con las palabras de la reina de Saba:
“Es cierto el rumor que he oído referente a tus palabras y a tu sa­
biduría. Y no creí a los que me lo dijeron hasta que lo vi con

143
AILBE J. LUDDY

mis propios ojos, y he comprobado que no me habían dicho la mitad.


Tu sabiduría y tus obras exceden la fama que yo he oído.” (1 Reg 10,
6-7). Sin embargo, hubo una nota discordante que estuvo a punto de
echar a perder la música de esta sinfonía de almas. El piadoso Gui-
gues observó con asombro que Bernardo iba montado como un prín­
cipe en un caballo ricamente enjaezado. A duras penas podía dar cré­
dito a sus ojos. ¿De manera que así viajaba el autor de la Apología,
el despiadado censor de la ostentación? “Dinos, oh campeón de la
pobreza, ¿qué significa todo ese oro en tu brida?” En su turbación
el buen prior pidió una explicación a uno de los compañeros del san­
to, el cual habló del asunto al propio Bernardo. Este, muy sorpren­
dido, declaró que no sabía nada acerca de los jaeces de su caballo,
puesto que nunca los había visto. Le había prestado el animal, ya
enjaezado, uno de sus tíos que vivía en las inmediaciones de Clair­
vaux, ¡y el santo había cabalgado durante todo el camino desde su
monasterio sin darse cuenta una sola vez del objeto que se hallaba
más próximo a sus ojos! La explicación le causó a Guigues más
asombro que el propio misterio.
Los cartujos no eran los únicos religiosos fuera de su Orden que
ocupasen la atención de Bernardo en esta época. Entre los frailes de
San Agustín contaba él con muchos queridos amigos y el santo hizo
mucho para honrar y extender ese instituto. Era su ambición hacer
que sustituyeran al clero secular en todas las grandes ciudades, y para
lograr esta ambición hizo todos los esfuerzos posibles, como en Dijon,
Epernay y Chatillon donde él había sido educado. Tenía también
relaciones muy íntimas con los frailes de San Víctor, de París, a
quienes amaba, primero a causa de su fundador, Guillermo de Cham-
peaux, y luego a causa de ellos mismos. Su amor a la oración, a la
penitencia y a la teología mística le encantaban. Hugo, a la sazón
director de la escuela aneja al monasterio, con frecuencia le consultaba
sobre difíciles problemas de Teología y de Sagrada Escritura; su
sucesor, el igualmente ilustre Ricardo, mantenía también correspon­
dencia con nuestro santo.
La Orden de los premonstratenses, la más austera de las que se­
guían la regla de San Agustín (así la llamaban), fue fundada por San
Norberto en 1120. Tomó su nombre de Prémontré, Laon, que fue el
lugar de la primera fundación, cuyo terreno donó Bernardo al fun­
dador. De esto tenemos testimonio explícito del donante. Entre los
dos santos surgió una gran intimidad, que continuó hasta la muerte
de Norberto en el año 1134. Muchas de las cartas de Bernardo de­
muestran la alta estima y el profundo afecto que sentía por este hom­

144
SAN BERNARDO

bre maravilloso. Así, al ser consultado por Bruno, arzobispo electo


de Colonia, si debería aceptar este cargo, replicó: “Vos haríais me­
jor en ver a Norberto, con quien podéis tratar de estas materias vis a
vis, porque él tiene más poder que yo para descubrir las indicaciones
de la voluntad divina, en cuanto que su unión oon Dios es más ínti­
ma.” Y escribiendo a Geofredo, obispo de Chartres, dice: “Hace algu­
nos días tuve el privilegio de ver el rostro de Norberto y de oír mu­
chas palabras preciosas de su boca celestial.” Por aquella época el
gran premonstratense estaba anunciando como inminente la llegada
del Anticristo, proclamando que lo sabía a ciencia cierta y, al pare­
cer, por revelación. La conferencia a que nos referimos aquí debió
tener por objeto este punto principalmente. Bernardo fue siempre ex­
traordinariamente cauto en estas materias. Por ejemplo, en su famosa
carta a los clérigos de Lyon reprueba severamente la precipitación y
credulidad de los que habían introducido una nueva devoción basán­
dose en la autoridad de una revelación privada. Así, interrogó a su
amigo acerca de los fundamentos de su convicción. No pareció que
le satisfizo del todo el resultado. “Cuando le pregunté acerca de la
venida del Anticristo, me dijo que estaba seguro de que ‘el hombre
del pecado’ (2 Thes 2, 3) sería revelado antes de que hubiese muerto
la generación presente. Al preguntarle luego cómo podía estar seguro
de este hecho, me contestó explicándome sus razones, las cuales, sin
embargo, no consideré convincentes. Pero por lo menos tenía una
certeza absoluta de que antes de su muerte vería una persecución
general de la Iglesia.”
La admiración de Bernardo por el fundador de la Orden premons­
tratense se extendía a sus hijos espirituales, que rivalizaban con los
cistercienses en la austeridad de sus vidas. Estaban obligados por
su regla a abstinencia perpetua, ayunaban comiendo una sola vez al
día desde la Santa Cruz hasta Pascua, dormían con el hábito puesto y
dedicaban algunas horas diariamente al trabajo manual. Pero la ma­
yor parte del tiempo lo dedicaban al estudio, la predicación y a otros
deberes parroquiales. En una carta a Inocencio II el abad de Clair-
vaux reprende al Papa por permitir que estos “frailes de vida ejemplar
e inmaculada reputación” sean privados de un importante privilegio.
Contribuyó también muy directamente a la expansión de su Orden.
A él le deben, además de Premontré, los emplazamientos de Sept-
Fontaines, en la diócesis de Langres, y de San Samuel, en Palestina, y
debido a su influencia fueron introducidos en varios lugares, tales co­
mo San Martín, en Laon, y San Pablo, en Verdún. En la rapidez de su
propagación, así como en su fervor y en sus hábitos, los premonstra-

145
S- BERNARDO.---- 10
AILBE J. LUDDY

tenses competían con los cistercienses. Y por miedo de que recípro­


camente se estorbaran, acordaron un pacto por el cual era ilegal para
una Orden establecer una nueva casa dentro de un radio de dos leguas
de una abadía y de una legua de una granja perteneciente a la otra.
Durante algún tiempo existieron las más amistosas relaciones entre
las dos órdenes, pero al fin surgieron celos y malentendidos, y los
disgustos llegaron al colmo cuando Bernardo, en un caso porque no
tuvo opción, en el otro por los principios que públicamente había
mantenido y con arreglo a los cuales había obrado siempre, admitió
en su comunidad a dos premonstratenses. Por orden del capítulo
general de su Orden, el abad Hugo, sucesor de Norberto, escribió al
santo quejándose amargamente de su conducta. La respuesta de Ber­
nardo, llena de caridad, tolerancia y dulzura, disipó para siempre los
nubarrones que se acumulaban y restableció la paz y la serenidad. “He
oído vuestra declaración y me ha asustado (Hab 3, 1)—empezaba
él—■, pues vos escribís cosas más amargas contra mí’ (lob 13, 26), más
amargas, me parece, que merecidas. ¿De qué manera os he ofendido?
¿Es, acaso, en que siempre os amé y acaricié a vuestra Orden e im­
pulsé sus intereses de la mejor manera que pude? Si no creéis mis
palabras, permitid por lo menos que mis acciones sirvan de prueba.
Mi conciencia me asegura que he merecido mejor trato que el que me
dais. Pero puesto que habéis hablado y escrito lo contrario, fortaleceré
mi voz con un llamamiento a mis obras. Es algo que me desagrada
hacer; pareceré reprocharos por falta de gratitud por los favores reci­
bidos, lo cual es odioso. Por tanto, si ‘hablo como un imprudente,
vos me habéis obligado a ello’ (2 Cor 11, 23; 12, 11). Decidme,
¿cual de vosotros o qué miembro de vuestra Orden necesitó alguna
vez mi ayuda que no la obtuviese?” Luego continúa enumerando los
muchos servicios que había prestado a los premonstratenses. “¿Por
cuál de estas buenas obras deseáis lapidarme? (loh 10, 32). ‘¿Se ha
de devolver mal por bien?’ (1er 18, 20): Pues vos amenazáis con
violar nuestro pacto y renunciar a nuestra amistad y abandonar la
concordia y la paz. Pero diréis: ‘Por una buena obra no os lapida­
mos’ (loh 10, 33), sino por una injusticia, porque recibisteis al her­
mano Roberto, un monje profeso de nuestra Orden y le disteis el
hábito cisterciense. No niego que Roberto está con nosotros. Pero
creía que ya había explicado a vuestra satisfacción y de palabra la
razón y la necesidad de mi conducta. Sin embargo, vuestra mente no
está todavía tranquila; así que repetiré la explicación, lo mismo que
vos habéis repetido la acusación.”
La explicación era que Roberto, a quien Bernardo había atraído

146
SAN BERNARDO

a Clairvaux, tal era la acusación, habiendo sido con otros de su


instituto repetidamente rechazado en otras ocasiones, había obtenido
del Papa una orden exigiendo al santo que lo recibiera. Otro pre-
monstratense, Fromundo, había sido admitido porque llegó con la
bendición y aprobación de su propio abad. Había también una queja
de que los cistercienses habían traído un entredicho papal contra una
de las abadías premonstratenses; pero Bernardo demuestra que el
único responsable era el superior de aquella casa, por haber apelado
a Roma contra la decisión del diocesano; y la publicación del entre­
dicho había sido demorada largo tiempo a petición del abad de Clair­
vaux. Cierto número de otras acusaciones, igualmente falsas o capri­
chosas, son rechazadas con el mismo éxito. Pero no hay ningún tono
de triunfo en esta reivindicación. Por el contrario, el santo abad
parece profundamente entristecido por la malevolencia revelada en
la larga lista de acusaciones. Termina de la manera siguiente: “Siendo
este el caso, soy yo quien tiene motivos para quejarme de vosotros,
no vosotros de mí. No queda ahora sino que améis a los que os
aman y mostraros ‘celosos en el mantenimiento de la unidad del Es­
píritu con el vínculo de la paz’ (Eph 4, 3). Pero sea cual fuere lo
que decidáis, estoy resuelto por mi parte a amaros siempre aun cuando
vosotros no sintáis amor por mí. Dejad que otros riñan con su amigo
y busquen ocasiones de discordia: mi conducta es y será siempre
no dar a ninguno de mis amigos causa justa de queja y no buscarla
por mi parte en la conducta de ellos, pues el mostrarse demasiado dis­
puesto a sentirse ofendido es prueba de que no hay verdadera amis­
tad, y el causar una ofensa sólo es posible cuando la amistad se ha
enfriado... Vosotros podéis, si os place, romper el lazo que nos une:
yo no lo haré en modo alguno. Continuaré asiéndome a vosotros aun­
que me rechacéis. Continuaré asiéndome a vosotros incluso a despe­
cho de mí mismo. Pues hace mucho tiempo me vinculé a vosotros
con el fuerte lazo de Ja caridad verdadera que ‘no se marchita nunca’
(1 Cor 13, 8). Seré cariñoso con vosotros cuando seáis turbados y
cuando vosotros me turbéis seré paciente. Si me agobiáis con repro­
ches, os agobiaré con mi cariño. Os serviré contra vuestra voluntad,
añadiré el cariño al cariño, sin que me detenga la ingratitud; os hon­
raré aun cuando me rechacéis con desprecio. Y ahora mi alma está
llena de tristeza por haber incurrido, sea como fuere, en vuestro des­
agrado y llena de tristeza tendrá que permanecer hasta que sea conso­
lada por vuestro perdón, y si tardáis en concedérmelo, iré a pos­
trarme fuera de vuestra puerta. Seguiré llamando, os apremiaré con
mi demanda de un modo vergonzosamente importuno hasta que me­

147
AILBE I. LUDDY

rezca o logre arrancaros una bendición”. ¿Podría su indignación, por


fuerte que fuera, resistir semejante asalto?- Bernardo no tuvo nece­
sidad de hacer el viaje a Prémontré. Esta carta fue suficiente. Des­
armó toda hostilidad, desvaneció toda sospecha e hizo que se reanu­
daran las viejas relaciones amistosas entre las dos órdenes. Había otra
Orden religiosa que excitaba el beneficioso interés de Bernardo y que
experimentó los efectos de su celo mucho más que los cartujos, los
frailes o los premonstratenses: fue la gran familia benedictina.
“Su ‘ladrido’, por usar su propia expresión, despertaba un eco po­
deroso no solamente en Cluny, Reims y San Denis, sino a través de
toda la Orden de San Benito. Sin embargo, ciertas abadías no tenían
temor de su ‘mordisco’; nos referimos a aquellas en que ya florecía
una severa disciplina, como en Molesme y en San Benigno de Dijon.
Molesme ocupaba un lugar preferente en su corazón; sus cartas mues­
tran el activo interés que se tomó por aquel monasterio y el tierno
cariño que sintió por Guido, el abad. Pero aquellos superiores que
dudaron en reformar sus casas fueron tratados con menos cortesía.
En el Santo Sepulcro (Cambray) y en Pouthiéres (Aube) vemos a
Bernardo introduciendo su programa de reforma. Fue él, según nos
dicen, quien designó a Parvin, monje de San Vicente, Laon, para su­
ceder a Fulberto, el abad, justamente destituido, del Santo Sepulcro.
En la reforma de Pouthiéres no dudó en recurrir al poder civil...
Bajo su influencia los ermitaños de Fontemoi terminaron por abrazar
la regla cisterciense y en 1128 fundaron el monasterio de Reigny,
en la diócesis de Auxerre, ahora de Sens. En la abadía benedictina
de San Nicolás, Laon, no se dejó sentir menos su influencia. Y después
de animar al abad, Simón, para que insistiera en la observancia de
la regla, le recordó que no todos los monjes son llamados a alcanzar
la misma perfección: se puso al lado de los imperfectos y habló en
su favor: ‘Invitadles por todos los medios a una observancia más es­
tricta, pero no los forcéis’.
"Aquí vemos su habitual línea de conducta: No deseaba que,
bajo el pretexto de reforma, los religiosos fueran obligados a
adoptar una observancia más austera que aquella a que vienen
obligados por su profesión; era el contenido de su profesión el que
determinaba sus deberes... Alrededor del año 1130, Geofredo, abad
de San Médard y futuro obispo de Chalons, tomó la iniciativa de
celebrar en Soissons (siguiendo el ejemplo de los cistercienses)
un capítulo general de los benedictinos de la provincia de Reims.
¿Es un atrevimiento suponer que Bernardo tuvo alguna parte en
el proyecto? En todo caso sabemos que fue invitado a la reunión.

148
SAN BERNARDO

Estando demasiado ocupado para aceptar la invitación, redactó, sin


embargo, un programa de las reformas que el capítulo tenía que es­
tudiar. Puso en guardia a los padres especialmente contra los monjes
tibios, que, enervados por los hábitos de la vida cómoda, no dejarían
de criticar cualquier medida saludable que se adoptara. Al falso te­
mor no hay que permitirle paralizar el brazo que está dispuesto a
castigar el abuso. El lema del monje debería ser el de San Pablo:
‘¡Adelante!’ (Phil 3, 13). Él debería estar siempre avanzando: Fuera
los que te digan: No deseamos ser mejores que nuestros padres, reco­
nociendo con ello que son los hijos de los flojos y los tibios, cuya
memoria está maldita porque ‘ellos han comido uvas amargas y los
dientes de sus hijos sienten dentera’ (1er 31, 29). Pero si ellos se glorían
en los antecesores de virtuosa y santa memoria, que por lo menos
imiten la santidad de los hombres cuyas indulgencias y dispensas de­
fienden como la ley de la vida. Que recuerden también que lo que el
santo Elias dijo fue: ‘No soy mejor que mis padres’ (1 Reg 19, 4);
no dijo: ‘No deseo ser mejor que mis padres’. En esta existencia mor­
tal, la inconstancia es la regla; nada puede continuar en el mismo
estado; tenemos que ascender o descender; quien intente permane­
cer caerá inevitablemente. Ya ha dejado de ser bueno quien no desee
ser mejor.
“La mano del abad de Clairvaux es visible por todas partes en
los intentos de reforma que caracterizaron el segundo cuarto del si­
glo xn. No hemos indicado ni con mucho todos los servicios que pres­
tó sólo a la Orden benedictina. Le vemos de nuevo usando su in­
fluencia con el soberano Pontífice para detener la decadencia de la
disciplina en los monasterios de San Oyan y San Claude. Su corres­
pondencia nos lo muestra como consejero de los abades de San Juan,
Chartres; de San Miguel, Tierache; de Lisse, Cambray, etc., etc. ¡Y
cuántos otros hechos se nos han escapado debido a la pérdida de
documentos! Así, la Orden de San Benito floreció de nuevo como a
la luz y al calor de una segunda primavera” 3.
Entre la correspondencia del santo abad con los benedictinos de
San Bertín, en la diócesis de Arrás, hay una carta de particular belle­
za e importancia que creemos merece que la incluyamos aquí. Es una
exhortación a perseverar en la reforma que ellos habían introducido
por sugerencia de Bernardo y a avanzar siempre sin descanso desde
lo bueno a lo mejor: “A toda la comunidad de San Bertín, queridí­
simos en Cristo, el hermano Bernardo, llamado abad de Clairvaux.

3 Vacandard, Vie de S- Bernard, vol. I, 182-186.

149
AILBE J. LUDDY

Perseverad, queridísimos hermanos, perseverad, os lo ruego, en el


fervor que ahora os anima. El progreso de los discípulos es la gloria
del Maestro. Quien no avance en la escuela de Cristo demuestra que
es un escolar indigno, particularmente teniendo en cuenta que esta­
mos situados de tal manera aquí abajo que no podemos continuar en
el mismo estado: el no avanzar significa retroceder. Por consiguiente,
que nadie diga: ‘He avanzado bastante, me quedaré donde estoy, es
bastante para mí el que esté hoy donde estaba ayer y anteayer’. El
que pensando así se detiene en el camino, está intentando permanecer
parado en la escalera mística en la que el patriarca Jacob contempla
a todos bien ascender o bien descender (Gen 28, 12). Yo le digo, por
consiguiente, con las palabras del apóstol: ‘Quien piense detenerse,
que tenga cuidado no vaya a caer’ (1 Cor 10, 12). El camino es pen­
diente y estrecho; tampoco es aquí sino en la casa de nuestro Padre
donde se nos han prometido muchas mansiones. En consecuencia, ‘El
que dice que mora en Cristo debería también andar—no detenerse—■
incluso como Él anduvo’ (1 loh 2, 6). Jesús—dice el Evangelista—,
avanzó en sabiduría y en edad y en gracia con Dios y los hombres’
(Le 2, 52): Él no permaneció parado, sino más bien ‘alborozado co­
mo un gigante por recorrer Su camino’ (Ps 18, 6). Y nosotros tam­
bién, queridísimos hermanos, si somos prudentes, correremos detrás
de Él, atraídos por el dulce aroma de Sus ungüentos (Cant 1, 3);
pues si Le permitimos que se nos aleje demasiado, encontraremos el
camino muy aburrido para nuestras almas perezosas y rodeado de
serio peligro, puesto que ahora no tendremos Su aroma para refres­
carlo, ni será fácil seguir Sus huellas.
”Por consiguiente, hermanos, os digo con San Pablo: ‘Así corred
a fin de que obtengáis’ (1 Cor 9, 24). Esto lo haréis indudablemente si,
como el mismo apóstol, consideráis que vosotros mismos nunca habéis
dudado, y, olvidando las cosas que están detrás, continuáis siempre
avanzando a nuevas conquistas (Phil 3, 13). Esto lo haréis si, como
aconseja el Salmista, ‘abrazáis la disciplina, no sea que en cualquier
momento se enfade el Señor y perezcáis justamente’ (Ps 2, 12). ‘Los
que me coman—dice la Sabiduría—tendrán todavía hambre y los que
me beban tendrán todavía sed’ (Eccli 24, 29), de forma que el vago—a
quien merecidamente le arrojan el excremento de los bueyes, como
dice el Hombre Sabio (Eccli 22, 2), es decir, le atacan las tentaciones
sensuales—comprenda que su falta de apetito se debe no a saciedad,
sino a falta de experiencia. Finalmente, debido a que ‘todas las cosas
que colaboran en el bien, como de acuerdo con la divina providencia,
están llamadas a ser santas’ (Rom 8, 28), aprendamos una lección

150
SAN BERNARDO

de la codicia de las personas mundanas. ¿Quién vio jamás a un am­


bicioso contento con las dignidades que ya había adquirido y no
deseoso de otras? Y en cuanto al curioso, está escrito que su vista
no se satisface con ver, ni su oído se llena con oír (Eccli 1, 8). Los
esclavos de la avaricia, también, y los amantes del placer y los que
buscan el aplauso humano, ¿no nos hacen culpables de indiferencia
y de vagancia a nosotros, religiosos, por el insaciable apetito que ellos
sienten por los objetos de su deseo? Avergoncémonos de que nos vean
menos deseosos de los bienes eternos que ellos de los bienes tem­
porales. Que el alma, ahora convertida a Dios, se avergüence de que
la vean buscando la justicia con menos ardor que ella mostró hasta
ahora en la búsqueda de la iniquidad. Pues hay una gran diferencia
entre los motivos que mueven a la virtud y al vicio. ‘El salario del
pecado es la muerte’, escribe el apóstol (Rom 6, 23), pero el fruto
del Espíritu es la vida eterna. Entonces avergoncémonos de avanzar
hacia la vida con menos celeridad que la que anteriormente mostra­
mos corriendo hacia la muerte, y de tener menos celo ahora en mul­
tiplicar los títulos de gloria que hasta este momento en multiplicar
las causas de perdición. La pereza es tanto más inexcusable porque
cuando más rápidamente avanzamos en el camino de la vida, menos
difícil se vuelve; y la ligera carga del Salvador es más fácil de llevar
a medida que aumenta en magnitud. ¿No se ve el pajarillo más bien
ayudado que impedido en su vuelo hacia el cielo por la multitud de
plumas de sus alas? Quitádselas y el cuerpo caerá al suelo por su
propio peso. Así también caemos nosotros en la medida en que nos
apartamos de la disciplina regular, del dulce yugo y de la ligera carga
de Cristo, la que más bien nos soporta que es soportada por nosotros.
Por ejemplo, para algunos de nosotros la regla del silencio acaso pa­
rezca una carga, pero el profeta la consideró como un sostén: ‘Tu for­
taleza estará en el silencio y en la esperanza’ (Is 30, 15). Sí, ‘en el si­
lencio y en la esperanza’, porque ‘es bueno esperar en silencio la sal­
vación de Dios’ (Lam 3, 26). Los consuelos presentes debilitan el al­
ma ; pero la esperanza de los venideros le da vigor.
”Por consiguiente, habéis hecho bien, amadísimos hermanos, en
añadir algo a vuestra observancia del silencio, que el profeta llama ‘el
servicio de la justicia’ (Is 33, 17). Habéis hecho bien igualmente en
retiraros cada vez más de las relaciones con este mundo, lo cual es
‘religión pura e impoluta’ (lac 1, 27). ¿‘No sabéis que un poco de
levadura corrompe toda la masa’? (1 Cor 5, 6), y que ¿‘las moscas mo­
ribundas destruyen la fragancia del ungüento’? (Eccl 10, 1). ¿Por
qué hemos de hacer menos valioso y arriesgarnos a perder por com­

151
AILBE J. LUDDY

pleto el fruto de tanto trabajo corporal y espiritual por causa de un


consuelo indigno o diría más bien de una desolación? ¡Oh, qué te­
soros de dulzura espiritual, qué gracias de unión divina son destruidos
por el apego a las bagatelas terrenales! Nosotros, monjes, que quera­
mos o no tenemos que vivir trabajando, somos indudablemente los
más miserables de todos los hombres si sufrimos tanto para una re­
compensa tan mezquina. ¿Qué locura, qué estupidez, si después de re­
nunciar a las cosas más grandes por el reino de Dios corremos el ries­
go de perderlo por causa de las más pequeñas? Hemos abandonado
el mundo, hemos renunciado al amor de parientes y amigos, nos he­
mos encerrado de por vida en la prisión del monasterio, nos hemos
obligado a someter nuestra voluntad a la de otro. ¡Oh, qué precau­
ciones no tendremos que tomar para que todo esto no sea en vano y
se pierda el fruto de todo ello por nuestra locura! Adelante, enton­
ces, amadísimos hermanos ; perseverad celosamente en lo que ha­
béis empezado y aumentad diariamente los frutos de vuestra justicia.
Recordad que ‘quien siembra poco cosechará también poco y quien
siembra bendiciones cosechará también bendiciones’ (2 Cor 9, 6). Re­
cordad también que un pequeño aumento en la semilla no produce un
pequeño aumento en la cosecha.
"Amadísimos hermanos, tan pronto como me he enterado (con
gran delicia y alegría) de vuestros excelentes progresos, he creído opor­
tuno dirigir estas observaciones a vuestra caridad con el deseo de ex­
hortaros a recibir y abrazar con toda devoción esas observancias en
las que encontraréis vuestra salvación, pues, como nos dice el após­
tol : ‘Dios ama al generoso donante’ (2 Cor 9, 7). Rogad por mí y que
Cristo os guarde.”

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CAPITULO XII

ENFERMEDADES Y VISIONES

Muerte de Gaudry

El 17 de febrero de 1124 Bernardo perdió al primero de sus dis­


cípulos, su amadísimo tío Gaudry. El antiguo caballero había resul­
tado un héroe tan grande en la guerra espiritual como lo había sido
antes en la otra clase de guerra. Había sido el consejero de confianza
de Bernardo y algunas veces su compañero de viaje. Ya hemos visto
cómo el milagroso poder curativo del santo había sido empleado en
su favor. Pero le había llegado su hora. Poco antes de morir fue presa
de una profunda agitación y gritaba con gran zozobra. Pero pronto
volvió la tranquilidad; cuando exhaló el último suspiro, una paz y
una alegría inefables irradiaban de su rostro. Pocos días después, según
nos informa Guillermo de San Thierry, se le apareció a su santo so­
brino y le aseguró que era completamente feliz. Al preguntarle por
qué parecía tan alterado antes de morir, contestó que en aquel mo­
mento dos malos espíritus se disponían a arrojarle en un pozo de
fuego, pero San Pedro se interpuso y lo salvó. Según el mismo escri­
tor, Bernardo tuvo numerosas visiones de esta clase, de las cuales la
más notable es la siguiente: Un día en la misa de la comunidad no
hubo agua para que el sacerdote se lavase las manos en el momento
del lavabo debido a algún descuido del acólito. Durante el retraso
ocasionado por esto, se le apareció un religioso recién fallecido al

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AILBE J. LUDDY

santo, (fue estaba en pie de cara al altar y le dijo en tono de re­


proche: “Si supierais tan sólo cuántos y qué importantes espíritus
celestiales están presentes entre vosotros durante la misa, seguramente
tendríais más cuidado en impedir incidentes de esta clase.”

Instrucciones sobre la misa

Sea cual fuere la opinión que se tenga de esto, no hay duda que
Bernardo era extraordinariamente exigente en lo que se refería a las
ceremonias de la misa. Guido, abad de Trois-Fontaines, había pro­
nunciado en la misa las palabras de consagración sobre un cáliz en
el cual, por descuido del sacristán 1, no había vino. Gravemente tur­
bado por este hecho pidió consejo a Bernardo. La contestación que
recibió tiene muchos puntos interesantes: “Considerando la causa
de tu zozobra, creo que debes ser alabado por sentirla, siempre que
no sea excesiva. Pues a menos que me equivoque, tu tristeza es ‘con­
forme a Dios’ (2 Cor 7, 9), y siendo así, se convertirá indudablemente
en alegría (loh 10, 20). Por consiguiente, queridísimo hermano, ‘enfá­
date y no peques’ (Ps 4, 5). Pero puedes pecar tanto por demasiada
tristeza como por demasiado poca. No entristecerse cuando es debido
es ciertamente pecaminoso, pero es añadir el pecado al pecado el
entristecerse más de lo que la ocasión requiere... Si el grado de nues­
tra culpa se estimase por las consecuencias de nuestras acciones, nin­
guna tristeza podría ser considerada como excesiva en ti, cuya culpa
sería indudablemente grande, pues el pecado sería mayor de acuerdo
con la santidad de la materia. Sin embargo, no es la materia, sino el
motivo; no es el resultado, sino la intención lo que discrimina entre
el mérito y el pecado, de acuerdo con la palabra del Señor: ‘Si tu ojo
es sencillo todo tu cuerpo será luminoso, pero si es malo, todo tu
cuerpo estará en la oscuridad’ (Mt 6, 22-23). Y así, el prior y yo,
después de haber examinado cuidadosamente la cuestión, hemos lle­
gado a la conclusión de que ha habido ignorancia por tu parte y ne­
gligencia por parte del sacristán, pero no ha habido malicia por parte
de ninguno de vosotros dos. Sabes perfectamente bien que ninguna
acción es imputable a menos que sea voluntaria. Entonces, ¿cómo

1 El ritual seguido por los primitivos cistercienses prescribía que el vino


mezclado con agua destinado a la consagración debería ser vertido en el cáliz
antes del comienzo de la misa. Esto se hacía a veces por el propio celebrante,
a veces por el sacristán y a veces—cuando la misa era cantada—por el diáco­
no. Tenemos que suponer que Guido tenía los ojos cerrados (como lo hacen
todavía muchos sacerdotes) mientras pronunciaba las palabras de consagración.

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SAN BERNARDO

puede ser pecaminosa una acción en la que la voluntad no toma par­


te? Pues si el mal involuntario merece castigo mientras que los mé­
ritos involuntarios no merecen premio, si bajo las mismas circuns­
tancias el mal es imputable y el bien no es aceptable, ¿no parece
que la sabiduría es vencida por la malicia en vez de ser su vencedora?
(Sap 7, 30).
”Sin embargo, a fin de procurar tu tranquilidad de conciencia y
teniendo en cuenta que este accidente ha sido debido a alguna falta
secreta del monasterio, te impongo la siguiente penitencia: recitarás
diariamente hasta Pascua los siete salmos penitenciales, con siete pos­
traciones; y te aplicarás las disciplinas siete veces. La misma peni­
tencia deberá ser cumplida por el que ayudaba a misa. En cuanto
al que te preparó el cáliz y se olvidó de echar el vino, creo que es
el más responsable, pero te lo encomiendo a tu discreción. Además,
si la comunidad llega a enterarse del asunto, que cada religioso se
aplique las disciplinas una vez para cumplir lo que está escrito: ‘Lle­
vad las cargas de otros’ (Gal 6, 2). Me dices que, después de descu­
brir el olvido, cuando ya era demasiado tarde, derramaste vino en
el cáliz sobre el fragmento de la Hostia consagrada. Creo que obraste
bien; no estoy seguro de que pudieras haber obrado mejor en tales
circunstancias. Pues aunque el vino no se podía transformar en la
Sangre de Cristo a no ser por la adecuada consagración sacerdotal,
sin embargo, recibió una santificación extrínseca del contacto con
su sagrado Cuerpo. He oído que hay cierto autor que tiene una opi­
nión distinta. Dice que los tres elementos, el pan, el vino y el agua
son esenciales para el Sacrificio Eucarístico, de forma que la falta de
uno de ellos invalida la consagración de los otros. En cuanto a esto,
‘permite que todo hombre tenga su propia opinión’ (Rom 14, 5). Por
mi parte, si hubiese estado en tu lugar creo que habría adoptado uno
de estos dos caminos. O habría hecho lo mismo que tú, o en otro caso
(derramando el vino en el cáliz) habría repetido sobre él la segunda
consagración, empezando con las palabras: ‘Simili modo postquam
coenatum esf, y así habría completado el Sacrificio. Pues no me hu­
biera cabido duda en cuanto a la consagración del Cuerpo, ya rea­
lizada, ya que he aprendido de la Iglesia lo que ella aprendió de su
Señor, es decir, que el pan y el vino, aunque unidos en la oblación2,
no están unidos en la consagración. Por consiguiente, puesto que el
pan es transformado en el Cuerpo del Señor antes de que el vino sea
transformado en su sangre, no puedo comprender por qué, si debido a

2 Según el antiguo rito cisterciense, no había más que una sola oblación
en la misa, ofreciéndose juntos el pan y el vino.

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un olvido hay algún retraso en presentar el vino, este retraso en la se­


gunda consagración debe invalidar la primera. Suponed que Cristo mis­
mo, después de transformar el pan en su Cuerpo, hubiese tenido a bien
retrasar u omitir por completo la consagración de la copa, considero
que su Cuerpo permanecería como era bajo la especie de pan y que
la consagración ya realizada no dependería para su efectividad de la
que había de seguir. No niego que el pan y el vino mezclados con
agua deberían ser presentados juntos en el altar, pero mantengo que
esto es necesario para la legalidad del Sacrificio, no para su validez:
una cosa es decir que el Sacrificio no ha sido ofrecido como debería
haberlo sido, y otra cosa completamente distinta es decir que no ha
sido ofrecido en absoluto.
”Estas son tan sólo opiniones mías sobre la materia y las he ex­
puesto aquí sin la menor intención de que prevalezcan sobre tus opi­
niones (si difieren de las mías) o de las opiniones de cualquier otro
juez más competente.”

Enfermedades

Respecto a su salud física, Bernardo, por lo menos durante su


vida monástica, no dejó de ser nunca un valetudinario. Tenía con
frecuencia enfermedades graves. Sus cartas a los amigos abundan
en alusiones a estas enfermedades. “La mano del Señor ha sido
últimamente muy severa conmigo—escribe a Ogerio—, el hacha
fue descargada contra la raíz del árbol estéril y pensé que iba
a ser arrancado de cuajo sin más demora, pero esta vez también,
gracias al mérito de vuestras oraciones y de las de mis otros buenos
amigos, nuestro amante Señor me ha perdonado la vida con la espe­
ranza de que Él no quedará defraudado de nuevo en el fruto prome­
tido.” “He regresado sin novedad—dice a una noble dama posterior­
mente^—, pero he tenido una recaída en la fiebre que temía y he es­
tado a punto de morir. Sin embargo, gracias a la misericordia de
Dios estoy ahora completamente restablecido y me siento mejor y
más fuerte que antes del viaje.” A Guillermo de San Thierry le es­
cribe en otra ocasión: “En cuanto al estado de mi salud, todo lo
que puedo decir es que he estado enfermo y lo estoy todavía, pero
ni mucho más ni mucho menos que de costumbre.” Y hay una dulce
cartita a un destinatario desconocido, la cual reproduciremos por
completo. “La ansiedad que vos sentís por mi salud y que tan cari­
ñosamente habéis expresado en vuestra carta me ha producido tam­

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SAN BERNARDO

bién ansiedad, pero sólo por la paz de vuestra alma. En verdad no


podía ignorar lo mucho que os preocupáis por mí, recordando el
estado desesperado en que me dejasteis. Si hubiese podido encontrar
un mensajero, os habría enviado recado tan pronto como empecé a
mejorar de salud para que no continuarais con esa zozobra mental.
Pero ahora alegraos, porque ‘el Señor justiciero me ha castigado;
pero Él no me ha entregado a la muerte’ (Ps 117, 18). El primer do­
mingo de Adviento, por primera vez desde mi enfermedad, pude ir
solo y sin la ayuda de otro al altar a recibir la Sagrada Comunión.
Y he escrito esta carta por mi propia mano. Hay, pues, dos indicios
por los que podéis ver lo mucho que he mejorado tanto espiritual
como corporalmente, todo ello gracias a la divina bondad. Desearía que
me hicieseis una visita, si ello os fuera posible sin ocasionaros un
gran trastorno.”

Visiones

Durante una seria enfermedad que le puso a las puertas de la


muerte en 1125 el santo tuvo tres célebres visiones, la tercera de las
cuales trajo como consecuencia su cura milagrosa. Guillermo de San
Thierry nos ha dado los detalles, pero sin señalar la fecha, omisión
muy corriente en los historiadores antiguos. “El siervo de Dios cayó
enfermo—escribe—, un raudal de flemas brotaba incensamente de su
boca y su cuerpo estaba tan débil y agotado que parecía a punto de
expirar. Sus discípulos y amigos se reunieron a su alrededor, como
los hijos alrededor del lecho de muerte de un noble padre. Yo tam­
bién estaba presente, pues en su gran condescendencia incluso me con­
taba dentro del número de amigos suyos. Cuando estaba a punto (co­
mo suponíamos) de exhalar el último suspiro, le pareció, extasiado,
hallarse ya delante del tribunal del Señor. En frente de él vio a Sa­
tanás que presentaba cierto número de malvadas acusaciones para
asegurar su condenación. Cuando el acusador hubo terminado y se
esperaba que el siervo de Dios replicase, éste, confuso y aterrorizado
sólo pudo decir: ‘Me confieso indigno del cielo e incapaz de obte­
nerlo por mis méritos; pero mi Señor Jesucristo es digno de él por
dos títulos distintos: por título de herencia, como el Unico Engen­
drado por el Padre y por el título de su pasión. Contento con el pri­
mero, Él me ha dado el segundo; y me baso en el título de sus mé­
ritos regalados para reclamar el premio del paraíso’. Esta contestación
confundió de tal manera al demonio que inmediatamente huyó del
lugar del juicio mientras que el siervo de Dios volvía en sí.”

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AILBE J. LUDDY

Luego siguió la segunda visión. “Parecía estar de pie en cierta


costa esperando a que un barco le llevara a través de los mares. El
barco, por fin, entró y Bernardo se dispuso a embarcar en él. Pero el
buque se retiró ante él y ocurrió lo mismo en tres ocasiones diferen­
tes. Finalmente, se hizo a la mar y el santo no lo volvió a ver. De esto
dedujo que todavía no había llegado el momento de su marcha de
este mundo. Sin embargo, su enfermedad se agravó y sentía tales do­
lores, que sólo encontraba consuelo en la esperanza de un rápido
desenlace. Al terminar el día, cuando los religiosos, según costumbre,
se reunieron para la lectura de las conferencias, dejaron al abad en
su cuarto de enfermo con dos monjes para atenderle. Sintiéndose vio­
lentamente afligido y atormentado por dolores irresistibles, llamó a
uno de los monjes y le pidió que consiguiese para él un pequeño alivio
por medio de la oración. El buen hermano, que sabía cómo subor­
dinar la modestia a la obediencia, entró en la iglesia y rezó delante
de cada uno de los tres altares dedicados a la Bendita Virgen María,
San Benito y San Lorenzo. En aquel mismo momento la Virgen glo­
riosa acompañada por estos dos santos, con rostros llenos de dulzura
y benevolencia, aparecieron junto al lecho del siervo de Dios. Tan
clara y distinta fue la aparición, que desde el primer momento el
santo reconoció a cada uno de sus visitantes. Colocando sus manos
en el lugar del dolor, lo calmaron al momento. El raudal de flemas
cesó al mismo tiempo y desapareció por completo la enfermedad.”
El digno Guillermo añade a esta otra narración que consideramos
demasiado buena para omitirla, especialmente porque arroja mucha
luz sobre un aspecto interesante del carácter de Bernardo:
“Una vez, estando yo en cama en mi propia abadía por sufrir una
pesada enfermedad que me producía un dolor y una fatiga exce­
sivos, el siervo de Dios, informado de ello, envió a su hermano Ge­
rardo, de bendita memoria, para invitarme a Clairvaux con la pro­
mesa de que pronto me vería aliviado de mi aflicción bien por la
muerte o por el restablecimiento. Aceptando ansiosamente como una
gracia procedente de Dios la oportunidad de vivir o morir junto a
un hombre tan santo (realmente no sé qué habría preferido), partí
hacia su monasterio inmediatamente, a pesar de mis dolores y de
las dificultades del camino. Una vez allí, todo resultó de acuerdo con
su promesa y mis propios deseos. Mi salud mejoró rápidamente, de
forma que mi vida no estuvo por más tiempo en peligro, pero el vigor
corporal no volvió tan rápidamente. ¡Válgame Dios, qué gran bene­
ficio fue para mí aquella enfermedad, aquella vacación! Por lo me­
nos, ocurrió en parte cabalmente lo que yo deseaba. Pues para pro­

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SAN BERNARDO

vecho mío, todo el tiempo que estuve enfermo en su monasterio él


estuvo también delicado. Por consiguiente, estando los dos enfermos,
pasábamos el tiempo juntos alimentando nuestras almas con confe­
rencias sobre temas referentes a Dios. Entonces me explicó del Cantar
de los Cantares todo lo que el tiempo permitía, omitiendo, sin em­
bargo, todos los puntos difíciles y enseñando solamente el sentido
moral, pues esto era lo que deseaba y le había pedido. Todos los
días, en la medida que Dios me daba fuerzas y mi memoria me lo
permitía, apuntaba lo que le oía sobre este tema, por miedo de olvi­
darlo. Con extraordinaria amabilidad y generosidad me comunicó y
explicó el sentido oculto del texto sagrado tal como él lo había
aprendido por medio de la iluminación divina y trabajó mucho para
enseñar a este novicio lo que era imposible entender sin tener sufi­
ciente experiencia. Pero aunque no consiguió hacerme comprender su
significado, por lo menos me hizo ver más claramente que nunca qué
era lo que me impedía entenderlo...
”E1 sábado anterior al domingo de Septuagésima, encontrándome
tan restablecido que pude salir de la cama y volver sin ayuda, em­
pecé a pensar en regresar a mi comunidad. Pero Bernardo no quiso
ni oír hablar de ello; me mandó que renunciase a la idea hasta el
domingo de Quincuagésima. Fácilmente accedí a sus órdenes, tanto
más cuanto que ello era de acuerdo con mis deseos y yo, en ver­
dad, apenas me hallaba en condiciones de viajar. Hasta aquel mo­
mento, por órdenes suyas y obligado por la necesidad, había estado
comiendo carne. Ahora me proponía abstenerme de ella, como de
costumbre, pero de nuevo me lo prohibió. Insistí obstinadamente y
no quería ni oír sus advertencias, ni escuchar sus ruegos, ni obedecer
sus mandatos3. Así que nos separamos aquella tarde, yendo él al
oficio de completas y yo a la cama. Durante la noche volvió mi en­
fermedad’ en forma más maligna y violenta que nunca y me torturó
sin un momento de respiro hasta la mañana, que en verdad no espe­
raba ver. A una hora temprana mandé a buscar al siervo de Dios.
Vino rápidamente, pero en vez del gesto usual de compasión, en su
rostro se dibujaba una sonrisa. ‘Bien—dijo, acercándose—, ¿que que­
réis comer hoy?’ Me di cuenta en seguida y sin el menor género de
duda de que mi desobediencia del día anterior era responsable de mi
aflicción. Así que contesté sumisamente: ‘Cualquier cosa que os plazca
ordenarme’. ‘Sosegaos, entonces—respondió—, no vais a morir toda­

3 Se recordará que Guillermo de San Thierry era en aquella época abad


benedictino y no estaba sujeto en modo alguno a la jurisdicción de San Ber­
nardo.

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AILBE J. LUDDY

vía’. Y con esto abandonó la habitación. Y cosa maravillosa, en un


momento desapareció todo el dolor. Unicamente me sentía tan fati­
gado después de una noche sin dormir, que a duras penas me pude
levantar de la cama en todo el día. ¿Cuál pudo haber sido la natu­
raleza de aquella súbita enfermedad? Sólo puedo decir que jamás
experimenté ninguna cosa semejante. Al día siguiente me sentí muy
bien y muy fuerte y después de un corto período de descanso regresé
a mi monasterio con el consentimiento y la bendición de mi huésped.”
Otro hecho, que según Manríquez ocurrió en el año 1125, es la
multiplicación milagrosa del trigo, la cual Guillermo de San Thierry
describe de la manera siguiente: “En esta época el reino de Francia
y los países vecinos sufrían un hambre aguda; pero la bendición del
Señor multiplicó las provisiones de sus siervos de Clairvaux. Hasta
este año los frutos de la granja no bastaron nunca para su sustento e,
incluso entonces, la cosecha, al parecer, sería a duras penas suficiente
para sostenerlos hasta Pascua. Pero cuando fueron al mercado a com­
prar lo que necesitaban, no pudieron hacerlo porque el precio era mu­
cho mayor que el de costumbre. Además desde el principio de la
Cuaresma grandes multitudes de pobres acudían diariamente al mo­
nasterio solicitando limosna. Los monjes daban sin quejarse lo que
tenían y Dios bendijo de tal manera su escaso almacén que éste no
se extinguió hasta la cosecha del año siguiente.”
No satisfecho con lo que pudo hacer él mismo para aliviar la des­
gracia general, Bernardo recurrió a sus amigos ricos pidiéndoles que
abrieran sus corazones y sus manos a los dolientes miembros de
Cristo. “Mirad que ahora es el momento oportuno, mirad que ahora
es el día de la salvación (2 Cor 6, 2)—escribió a los duques de Bor-
goña—, distribuid vuestro trigo entre los cristianos pobres para que
vuestra caridad sea después abundantemente premiada.” A otro aris­
tócrata se dirigió en estos términos: “Estad seguro de que perderéis
un día todas las riquezas terrenales que os olvidáis de transferir al
cielo por medio de las manos de los pobres. Por consiguiente, amadí­
simo hermano, ‘coloca a tu nombre tesoros en el cielo donde ni se
roñan, ni se apolillan y donde no entran los ladrones a robar’ (Mt 6,
20). Pero ¿dónde encontrar un mensajero que lleve vuestros bienes a
ese lugar seguro? Los tenéis diariamente a vuestra puerta, y por cien­
tos, los pobres de Cristo que fielmente llevarán allí lo que deseéis con­
fiarles. Y así Dios ha multiplicado sus miserias en este tiempo para
daros la oportunidad de depositar una fortuna allí donde no se puede
perder nada. Tened la bondad de transmitir este llamamiento mío a

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SAN BERNARDO

mi buen amigo T... y a su sobrino y a W... y a todos los que consi­


deréis que probablemente responderán a él.”

El conde Teobaldo

Algunos respondieron muy generosamente a este llamamiento, pero


nadie igualó en caridad al gran Teobaldo, conde de Champaña.
Este noble, en cuyos dominios estaba situado Clairvaux, era proba­
blemente el más rico y poderoso de Francia. Sus posesiones eran más
extensas que las del soberano y un ejército de ocho mil caballeros
cabalgaba bajo sus banderas. No había gozado siempre de buena fama
por su clemencia. Antes de caer bajo la influencia de Bernardo,
muchos actos de espantosa crueldad deshonraron su nombre. Un caso
merece mención especial. Un vasallo del conde, llamado Humberto,
acusado de un delito, en lugar de aparecer delante del tribunal de
su señor, se sometió a la jurisdicción de otro y allí fue absuelto. Teo­
baldo, sin embargo, se negó a aceptar la sentencia de un tribunal ex­
tranjero, desterró al desgraciado caballero y declaró confiscada su
fortuna. Es cierto que en este asunto obraba dentro de su derecho tal
como él lo entendía. Pero la pena dejó a la familia de Humberto en
un estado de completa miseria. Bernardo, al enterarse del caso, escri­
bió en seguida al conde pidiendo otro juicio y la devolución de la
propiedad confiscada, pero no lo consiguió. Algún tiempo más tarde,
al agradecer al noble el interés que se había tomado por su salud,
el santo vuelve sobre el asunto y presenta su demanda de un modo
enérgico y apremiante. “Estoy sinceramente agradecido por vuestro
interés acerca de mi salud, lo cual, no lo dudo, no es sino un efecto
de vuestro amor a Dios. Pues ¿qué otra cosa puede explicar el in­
terés mostrado por uno tan grande hacia uno tan pequeño? Puesto que
es claro que amáis a Dios y a mí por Su causa, no puedo compren­
der por qué me habéis negado la pequeña petición que os hice en
Su nombre, teniendo en cuenta que era justa y razonable. Si os hubiera
pedido oro, plata o algo por el estilo, estoy seguro que lo habría
obtenido; pues incluso sin pedirlo, he recibido ya pruebas incontables
de vuestra liberalidad. ¿Por qué motivo, entonces, se me ha negado
este favor que he pedido, no en mi nombre, sino en el Dios y no
tanto por mi causa como por la vuestra? ¿Y por qué he de conside­
rar que es indigno que yo haga esta petición o que vos la otorguéis?
Es clemencia mostrada a un cristiano, sea cual fuere el delito
que ha cometido, después de haberse justificado. ¿O si creéis que no

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S. BERNARDO.---- 11
AILBE f. LUDDY

ha probado plenamente su inocencia, porque no sentenció vuestro tri­


bunal, someted al hombre a otro juicio en este tribunal y así conce­
dedle de nuevo vuestro favor. ¿Sabéis quién fue el que usó estas
amenazadoras palabras? : ‘Cuando llegue el momento, juzgaré a los
jueces’ (Ps 74, 3) ¿Y qué ha de ser de los que cometieron injusticias?
¿O es que no tenéis temor de Él que dijo: ‘Con la medida que mi­
das serás medido tú también’ (Mt 7, 2)? ¿No os dais cuenta acaso
que Dios Todopoderoso puede desheredar mucho más fácilmente a
Teobaldo que Teobaldo a Humberto? Incluso cuando el delito sea
tan manifiesto e inexcusable que no quepa la misericordia sin peligro
de los intereses de la justicia, aun entonces debéis infligir el castigo
con temor y ansiedad, más bien obligado a ello por la responsabilidad
de vuestro cargo que impulsado por el deseo de venganza. Pero si el
asunto es incierto o susceptible de defensa, lejos de negar audiencia
a la persona acusada, deberíais darle alegremente la oportunidad de
justificarse, alegrándoos de que se pueda practicar la misericordia sin
peligro para la justicia. Este es mi segundo llamamiento a vuestra
excelencia para que mostréis misericordia a Humberto, lo mismo que
deseáis que Dios sea clemente con vos. Recordad la promesa del Se­
ñor: “Bienaventurados sean los misericordiosos porque ellos alcan­
zarán misericordia’ (Mt 5, 7), y no olvidéis su amenaza: ‘Juzga sin cle­
mencia al que no ha mostrado clemencia’ (lac 2, 13). Adiós.”
Esta vez su intercesión tuvo éxito, por lo menos el conde prometió
que Humberto sería sometido a un juicio imparcial y ordenó que le
devolvieran su fortuna. Pero sus servidores mostraron poca prisa en
cumplir sus instrucciones, lo que motivó otra carta del santo abad.
“Mucho me temo que me consideréis como un presuntuoso imperdo­
nable—escribe—por restaros con mis frecuentes peticiones el tiempo
que necesitáis para vuestras muchas ocupaciones. Pero ¿qué remedio
me queda? Si temo ofenderos escribiéndoos tan a menudo, ¿no debe­
ría tener mucho más miedo de ofender a Dios si dejase de interceder
en favor de este desgraciado? Perdonadme, excelencia, pero no puedo
dejar de compadecerme de su deplorable estado y así me dirijo a
vos de nuevo como importuno abogado del desgraciado Humberto,
que ha caído súbitamente de la opulencia a la mendicidad. No puedo
dejar de compadecerme de la pobre madre y de los hijos, que han
quedado viuda y huérfanos mientras vive todavía su marido y su
padre. Gracias por vuestra bondad al escuchar mi último llamamiento
y por haber otorgado graciosamente a Humberto una oportunidad de
defenderse. Habéis merecido también gratitud por vuestra justa nega­
tiva a oír más falsas acusaciones contra él. Pero en lo que se refiere

162
SAN BERNARDO

a vuestro piadoso propósito de perfeccionar la buena obra devolviendo


las propiedades confiscadas a su esposa e hijos estoy muy confuso
pensando qué puede haber impedido que se cumpla ese beneficioso
decreto. La inconsecuencia y la falsedad en otros príncipes no es
nada nuevo ni causa sorpresa; pero no puedo soportar que nadie con­
sidere al conde Teobaldo capaz de semejante bajeza, el conde Teo-
baldo cuya simple palabra es tan sagrada como el juramento de otro
hombre y en quien la más ligera mentira equivaldría a perjurio. Entre
las muchas espléndidas virtudes que constituyen los más brillantes
adornos de vuestra elevada dignidad y han hecho vuestro nombre ilus­
tre en el mundo entero, vuestra constante devoción a la verdad ocupa
el lugar más importante. ¿Quién, entonces, sea por consejo, sea por
exhortación, se ha esforzado por doblar la férrea fuerza de vuestro
carácter? Quién, pregunto, ha intentado robaros esa tenacidad de pro­
pósito, tan sagrada, tan principesca, tan digna de imitación de todos
los gobernantes? Tened la seguridad de que su amistad no es sincera,
sino fingida; tened la seguridad de que su consejo es traicionero, no
fiel, sea quien fuere el que se ha esforzado por empañar el esplendor
de vuestra reputación de hombre veraz con las nubes de su codicia y
que, a fin de perjudicar a un pobre desgraciado, quisiera anular vues­
tro decreto, tan grato a Dios, tan digno de vos, tan justamente pia­
doso y tan piadosamente justo. Os imploro por esa misericordia que
esperáis recibir un día de Dios que mantengáis la promesa que nos
hicisteis un día a mí y a Norberto de devolver los bienes de Humberto
a su esposa e hijos. Adiós.”

Bernardo como abogado de los pobres


Y LOS DESGRACIADOS

No se conoce el resultado de la importunidad del santo, pero po­


demos suponer que ésta no fue inútil. En todo caso, ejerció de allí en
adelante una influencia tan poderosa sobre el conde, que todo el que
tenía que pedir un favor del noble buscaba la intercesión del abad. En
otra carta del mismo período le vemos recomendando a la caridad de
Teobaldo a un pobre anciano, distinguido tan sólo por “la pobreza y
piedad, de las cuales la primera acaso merezca vuestra compasión y
la segunda tiene que merecer vuestra reverencia; de forma que no
podéis negarle el favor que ha venido a buscar de tan lejos y con
tanto trabajo. Por consiguiente, ayudadle, si no por su causa, al menos
por la vuestra: porque si su pobreza os hace necesario para él, su
piedad le hace tan necesario, incluso más, para vos. De los muchos a

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AILBE J. LUDDY

quienes os he enviado para que los socorráis, no conozco a nadie que


lo merezca más.” “Me temo que os estoy molestando con mis fre­
cuentes cartas—escribe poco después—, pero me impulsa la caridad
de Cristo (2 Cor 5, 4) y también las necesidades de mis amigos. Os
ruego no despachéis con las manos vacías a este hombre, que es
viejo, como podéis ver, y de una buena casa religiosa, como puedo
atestiguar. Además de una limosna, dadle por favor, una carta de
recomendación para vuestro real tío \ a quien va a ir a ver. Ojalá que
yo pudiera hacer de todos los siervos de Dios deudores vuestros, de
forma que en compensación pudieran recibiros ‘en los eternos taber­
náculos’ (Le 16, 9).”
Tuvo también ocasión algunas veces de apelar al sentido de jus­
ticia del conde. Así en una carta escrita en 1128 aboga en favor de
los sacerdotes de Larzicourt que eran molestados por los funciona­
rios de Teobaldo y recuerda al propio gran hombre su obligación de
prestar homenaje al obispo de Langres por algunas tierras de la Igle­
sia que el conde tenía en feudo. Luego recomienda el caso de una
pobre mujer cuyo marido había sido castigado por un delito. En la
misma carta insiste en una demanda que es la más interesante de
todas. Se había presentado una acusación contra uno de los vasallos
del conde y de acuerdo con la bárbara costumbre de la época, se
acordó admitir como prueba decisiva de culpabilidad o de inocencia
el resultado de un duelo entre el acusador y el acusado. El resultado
del combate fue adverso al último y el representante del conde le con­
denó a perder los bienes y los ojos, cuya sentencia se ejecutó sin la
menor dilación. Esta crueldad dejó a la familia de la pobre víctima
sin dinero ni medios de ganarlo. ¿A quién iban a recurrir en busca de
ayuda sino al que ya estaba reconocido como amigo y abogado de
todos los que se veían en apuros? “ ‘Puesto que ya he empezado
—continúa el santo, después de haber hecho las otras peticiones—,
hablaré a mi Señor’ (Gen 18, 31). En un duelo que se celebró última­
mente en presencia del gobernador de Bar-sur-Aube, el vencido fue
condenado por vuestro delegado a perder los ojos inmediatamente. Y
como si no fuera bastante haber perdido los ojos y el honor, vuestros
funcionarios, según él dice, le han arrebatado todos sus bienes. Es
tan solo justo, permitidme decirlo, que vuestra caridad le devuelva los
medios de sostener su desgraciada vida. Además, como la iniquidad
del padre no se debe atribuir a sus hijos inocentes, éstos deberían
heredar todos los bienes que aquél posea.” Muchos autores, incluido

4 Enrique I de Inglaterra.

164
SAN BERNARDO

Mabillon, identifican la víctima del duelo con Humberto, por quien


tanto abogó el santo; la opinión que seguimos es la de Jubainville y
Vacandard.
Creemos adecuado insertar aquí otro ejemplo en que la interce­
sión de Bernardo tuvo éxito. El relato ha sido tomado del Exordium
Cisterciense, lib. II, c. XV. Cierto día, en ocasión en que el santo
abad se dirigía a la corte de Teobaldo para un asunto de negocios,
se encontró a un grupo de soldados que conducían a un preso al
patíbulo. Compadecido al ver aquel triste espectáculo, cogió la cuerda
con que conducían al condenado y les hizo a los verdugos esta extra­
ña proposición: “Entregadme este criminal y yo lo ejecutaré con mis
propias manos.” En aquel mismo momento llegó el conde montado
a caballo. Grande fue su asombro al ver al santo, a quien amaba como
a un padre, colocado entre el asesino y los funcionarios de la jus­
ticia; pero se asombró más todavía al oír la petición de su amigo.
“Venerable padre—exclamó—•, ¿qué significa esto? ¿Por qué que­
réis salvar la vida de un asesino que ha merecido la muerte mil
veces? Es un esclavo de Satanás, como jamás lo hubo, incapaz de
enmienda y el mejor uso que puede hacer de la vida es abandonarla:
los intereses de la sociedad exigen su muerte.” En verdad no era un
testimonio muy adulador. Pero el santo no se desanimó. “Sé que este
hombre merece la muerte—replicó—y no tengo la menor intención
de dejarle que se vaya sin su castigo; por el contrario, voy a some­
terle a un castigo severo y perpetuo. Vos queríais colgarle en el ca­
dalso donde pronto pasaría fuera de vuestro poder, pero yo le ataré
a una cruz en la que vivirá sufriendo durante muchos años.” Teobaldo
no puso más objeciones; acaso pensó que había poco que elegir entre
la vida en Clairvaux y el cadalso. Así que Bernardo, colocando su
capuchón sobre el bergante, a quien puso el nombre de Constancio,
se lo llevó en triunfo al monasterio. Constancio no resultó un ingrato.
Al cabo de treinta años pasados en la práctica de la penitencia murió
la muerte de los justos y mereció el título de beato. Su memoria se
honra el 16 de marzo.

Pionero en ciencia social

Bernardo, como hemos visto, tuvo ocupado continuamente al con­


de Teobaldo aliviando las necesidades de los pobres. Este hijo espi­
ritual se convirtió en otro hombre completamente distinto bajo su
sabia dirección. Jamás un hombre fue más jovial y liberalmente es­

165
AILBE J. LUDDY

pléndido de sus abundantes bienes que el señor de Champaña. Cons­


truyó y dotó innumerables iglesias y monasterios; no solamente ayudó
a todos los indigentes que llamaban a su puerta, sino que incluso fue
en busca de los que necesitaban su ayuda y visitó a los enfermos po­
bres en los hospitales y en sus casas. A fin de tener más bienes que
donar, limitó todo lo posible los gastos de su corte y administración.
Los malvados, particularmente los opresores de los pobres, encontra­
ron en él un riguroso vengador. Nadie se atrevió en su presencia a
ofender la caridad o el decoro. Pero aunque siempre generoso, se
mostró en tiempos de escasez pródigo de sus bienes. Deseaba tener
dos religiosos de Clairvaux para el cargo de limosneros suyos, pero
como Bernardo no quiso permitir esto, llevó para este fin a dos pre-
monstratenses. Estos tenían la misión de suministrar a los pobres todo
lo que necesitaban en materia de alimento y vestido y a nadie se le
permitía entorpecerles de ningún modo o acusarles de despilfarro. En
cuanto a Bernardo, se le compara a José en la corte de Faraón con
derechos ilimitados sobre los recursos de su señor. Pero el nuevo José
no exigió el sacrificio de la tierra o la libertad como condición de
su ayuda; todo se daba gratis. ¡Oh, si todos los hombres ricos si­
guieran el ejemplo del conde Teobaldo! ¡Cuánto más feliz y más
santa sería la vida humana! ¡Cuánto más cerca estaría la tierra del
cielo! Ciertamente no habría ni revoluciones sociales ni problemas
laborales. En opinión de Bernardo los ricos no son más que los depo­
sitarios de los bienes de los pobres, los agentes que Dios quiere em­
plear para la difusión de Sus bendiciones temporales. ¡Por consi­
guiente, ¡ay de aquel que acapara el trigo del pueblo! (Prv 11, 26).
Nada excitaba en verdad la ira del gran abad como las injusticias he­
chas a los pobres y desamparados. “Abatid el orgullo de los opresores
de los pobres—dijo al conde Teobaldo—, defended a la viuda y al
huérfano.”
Tenía casi tan poca tolerancia para los gastos innecesarios en
un mundo habitado por tantos seres humanos hambrientos. Ya he­
mos visto lo que pensaba de los que adornaban con oro, plata y
piedras preciosas las inanimadas paredes de las iglesias mientras que
se consentía que los miembros vivientes de Jesucristo pereciesen por
falta de lo necesario. El despilfarro en los eclesiásticos lo calificó va­
lientemente como robo a los pobres. Fustigó a los orgullosos caba­
lleros que dilapidaban fortunas en sus armas y arreos: “Vosotios cu­
brís vuestros caballos de seda, adornáis las bridas y espuelas con oro,
plata y gemas. ¿No es este amor a la ostentación más bien la nota
característica de una vana mujer que la de un valiente guerrero? ¿Os

166
SAN BERNARDO

figuráis que la espada del enemigo va a respetar vuestro oro o vues­


tras joyas, o no va a tener poder para atravesar vuestra seda?” Tam­
poco las grandes damas se libraron de sus latigazos. Escribiendo a
una monja llamada Sofía, una de sus hijas espirituales, llama a las
grandes damas hijas de Belial “que caminan con el cuello erguido y
paso delicado” (Is 3, 16), vestidas y adornadas como el templo de Sa­
lomón ; hijas de Babilonia que se glorían de su deshonra, que cubren
sus cuerpos de púrpura y fino hilo mientras que sus almas están en
harapos, que brillan exteriormente con joyas relucientes aunque inte­
riormente no hay más que bajeza.
Por otra parte hizo todo lo posible por hacer que el pobre se
contentara con su suerte, insistiendo en la dignidad y privilegios de
la pobreza. Es el estado que el Hijo de Dios eligió para Sí mismo y
que Él consagró en Su sermón de la Montaña. Fue el atractivo de la
pobreza el que Le hizo descender de su trono más allá de las estre­
llas : “Cristo—dice en el primer sermón de la víspera de Navidad—
poseyó desde la eternidad una cantidad inextinguible de riquezas en
el cielo. Sin embargo, no pudo encontrar allí un tesoro, el tesoro de
la pobreza, del cual había en la tierra abundancia y superabundancia,
aunque los hombres no sospechaban su valor. Por tanto, fue p>or
causa de la pobreza por lo que el Hijo de Dios descendió del cielo,
a fin de elegirla para Sí mismo y, después de estimarla, enseñarnos
su valor.” “¿Qué puede estar más oculto que la bendición de la po­
breza”?, pregunta en otro sermón, el primero de todos los santos.
“Sin embargo, es la Verdad la que habla, y la Verdad no puede ni
engañar ni ser engañada. Es la Verdad la que proclama: ‘Bienaventu­
rados los pobres de espíritu’ (Mt 5, 3). Oh, vosotros, insensatos hijos
de Adán, ¿por qué corréis tan ansiosamente tras las riquezas y suspi­
ráis por ellas incluso ahora, mientras que la bendición de la suerte
del pobre ha sido claramente anunciada por el mismo Dios, ‘ha sido
predicada a los hombres y es creída en el mundo’ (1 Tim 3, 16)?
Dejad que los paganos que viven ‘sin Dios en este mundo’ (Eph 2, 12)
se esfuercen por conseguir los tesoros de la tierra, y lo mismo a los
judíos, que recibieron la promesa de un premio temporal; pero ¿con
qué valor o más bien con qué conciencia puede un cristiano perseguir
las riquezas temporales después de haber oído a Cristo declarar: ‘Bien­
aventurados sean los pobres’?”
Le gustaba mezclarse con los sencillos aldeanos y hablarles de
Dios, pero nunca asumió ese odioso aire de graciosa condescendencia
que es más ofensivo que el desdén más orgulloso. “Lo mismo que se
mostraba docto con los doctos y espiritual con los hombres espiri­

167
AILBE I. LUDDY

tuales—escribe Geofredo de Auxerre—, hablaba a los rústicos como


si se hubiese criado entre ellos; y, en verdad, con cualquier persona
que conversara por casualidad, mostraba tanto interés en su ocupa­
ción personal como si fuera suya, haciéndose de esta manera ‘todas
las cosas para todos los hombres’ (1 Cor 9, 22) a fin de que pudiera
ganar a todos para Cristo”. “Incluso no se negaba a acomodarse a
los ignorantes y a los niños pequeños”, dice el mismo autor en su
panegírico. “¡Cuán a menudo he oído con la misma delicia con que
ahora lo recuerdo a este gran hombre exhortar a la gente del campo
a la práctica de la cooperación y de la caridad mutua! Les reco­
mendaba ayudarse recíprocamente en sus necesidades, de forma que
si una familia andaba escasa de provisiones los vecinos deberían darle
lo que les sobraba, en la confianza de recibir la misma ayuda cuando
surgiera la necesidad. Les instruía también en la buena moral y les
recordaba el deber de gratitud hacia Dios, Fuente de todas las ben­
diciones. Tampoco dejaba de insistir en la obligación de pagar la
renta y los tributos a sus señores temporales y los diezmos a sus
sacerdotes: si resultaban infieles a este deber, Aquel cuyo poder creó
la tierra y cuya bendición la hace fructificar, podría negarse a ben­
decir su trabajo y así lo perderían todo. Les ponía en guardia seria­
mente contra toda clase de supersticiones, contra el robo y la mur­
muración de sus gobernantes. Y sobre todo les decía que debían tener
continuamente presente como el remedio más eficaz contra la impa­
ciencia : que Aquel que era infinitamente rico se hizo pobre por nues­
tra causa: que los pobres son sus elegidos.” ¿No han sido todos és­
tos los puntos esenciales de la gran encíclica del papa León sobre
la condición de la clase obrera? Bernardo fue un pionero en ciencia
social y aunque su programa es demasiado sencillo para acomodarse
a las complejas condiciones de la sociedad moderna, fue, como dice
el abate Vacandard, el mejor programa practicable en la época en
que vivió.

168
CAPITULO XIII

EL BUEN PASTOR

Tratado sobre el oficio episcopal

El año de gracia 1126 añadió uno más al número de personajes


ilustres que se enorgullecían de reconocer que eran discípulos de Ber­
nardo. Fue Enrique, arzobispo de Sens, la sede primada de la Iglesia
de Francia en aquel período. Elevado a su alto cargo en 1122, siendo
todavía muy joven vivió durante algún tiempo de una forma muy
poco digna de un obispo. Pertenecía a esa clase híbrida y felizmente
desaparecida llamada de los obispos cortesanos, satélites mitrados del
trono, que eran muy frecuentes en casi todos los países cristianos enton­
ces y mucho después y que indudablemente desempeñaron un papel
importante en desacreditar a la religión. Probablemente la lectura de
la Apología ayudó a abrirle los ojos, como ocurrió con otros muchos.
De todas formas, habiendo decidido abandonar la corte y cambiar de
vida, escribió al abad de Clairvaux, pidiéndole algunas instrucciones
prácticas sobre los deberes del episcopado. El modesto Bernardo quedó
perplejo ante tal petición. “¿Quién soy yo—exclamó—para preten­
der instruir a obispos?” Sin embargo, no atreviéndose a desairar a
un dignatario tan elevado, haría todo lo posible por satisfacer su
deseo. El resultado fue el tratado sobre el oficio episcopal titulado
Tractatus de Moribus et Ofjicio episcoporum. La obra está dividida
en nueve capítulos que tienen aproximadamente la misma longitud. En

169
AILBE J. LUDDY

el primero el autor dice con cuánto pesar y compasión ha estado hasta


entonces vigilando la conducta del joven prelado. Sin embargo, en­
cuentra para él una atenuante, aunque no una excusa, en las tenta­
ciones violentas inevitables a una persona de su posición. Si Bernardo
a duras penas puede mantener su bujía encendida, o más bien chis­
porroteando, bajo la amistosa protección del bushel \ ¿que sería
de ella si la colocase en el candelabro (Mt 5, 15), como la de Enrique,
expuesta a la furia de toda corriente de aire? Pero proporcionada a
su anterior pesar fue la alegría que experimentó al oír las noticias
de la conversión de su amigo. Un obispo tiene que tener consejeros
en quienes pueda confiar. Las cualidades necesarias en un consejero
fiel son la prudencia y la fidelidad, una combinación que no es fácil
encontrar; Cristo no la encontró en sus apóstoles. Hay, sin embargo,
entre los amigos de Enrique dos hombres singularmente dotados en
este aspecto, Geofredo, obispo de Chartres y Burchard, obispo de
Metz: podía y debía dejarse guiar por ellos con toda confianza.
El segundo capítulo instruye al arzobispo acerca de la forma en
que puede honrar su ministerio, como manda San Pablo (Rom 11, 13):
hará esto viviendo una vida espiritual, consagrado a las buenas obras
y a la práctica de las virtudes cristianas. Tiene que evitar el lujo en
el vestido, en el equipo y en los edificios; pero sobre todo tiene que
abjurar de la avaricia y de la simonía, su perversa hija. Luego viene
una terrible acusación contra los sacerdotes mundanos. “Dime, oh
sacerdote del Altísimo, ¿es a Dios o al mundo a quien deseas agra­
dar? Si al mundo, ¿por qué eres sacerdote? Si a Dios, ¿por qué eres
un sacerdote mundano? No puedes servir a dos amos (Mt 6, 24), pues
‘quien se hace amigo de este mundo se convierte en enemigo de Dios’
(lac 4, 4). Y de los que ‘agradan a los hombres’ dice el Salmista que
‘Dios ha esparcido sus huesos’ (Ps 52, 6). ‘Si todavía agradara yo a
los hombres—exclama el apóstol a su vez—no sería el siervo de
Cristo’ (Gal 1, 10)”. Un sacerdote no puede permitirse el vivir como
su pueblo. “Pues desde el momento en que el sacerdote es un pastor
y el pueblo su rebaño, ¿es propio que no haya diferencias en su ma­
nera de vivir? Pero si, lo mismo que yo que soy solamente una pobre
oveja del rebaño, mj pastor camina con la cabeza y los ojos incli­
nados hacia el suelo, buscando la satisfacción de sus apetitos animales
y ocupado exclusivamente en las cosas de aquí abajo, ¿en qué nos
diferenciamos? ¡Ay de mí si viniese el lobo mientras no hay nadie
que defienda o rescate! ¿Es que parece adecuado que el pastor se

N. del T.—Medida de áridos inglesa equivalente a 36 litros.

170
SAN BERNARDO

incline hacia la tierra como sus ovejas en vez de andar erguido como
un hombre, con el rostro hacia el cielo, buscando y saboreando no
las cosas que están sobre la tierra, sino las que se hallan arriba?
(Col 3, 1).
”Sé que este lenguaje ha de producir indignación; se me dirá
que cierre la boca, puesto que los monjes no tienen derecho a juz­
gar a los obispos. ¡Dios quisiera que me fuera posible también ce­
rrar los ojos! Pero incluso si no digo nada, todavía oigo la voz del
apóstol: ‘ ¡ no con vestiduras costosas! ’ (1 Tim 2, 9). Se está dirigiendo
a las mujeres, pero si algunos hombres se sienten también reprendi­
dos por sus palabras, mayor vergüenza para ellos... Sí, tengo que
estar callado, pero los desnudos clamarán y clamarán los pobres que
se mueren de hambre y os dirán: ‘Decidnos, vosotros sacerdotes de
Dios, ¿para qué sirve el oro de vuestras bridas?’ ¿Es que las bridas
necesitan ser protegidas del frío y del hambre mediante un gasto tan
grande? ¿Por qué tanto derroche mientras estamos hambrientos? Es
nuestra fortuna la que estáis dilapidando; vosotros nos habéis robado
cruelmente lo que gastáis en esas bagatelas. Nosotros, lo mismo que
vosotros, somos hijos de Dios, lo mismo que vosotros hemos sido
redimidos con la preciosa Sangre de Cristo; por consiguiente, somos
vuestros hermanos. ¿Entonces, con qué derecho malgastáis nuestra
herencia en objetos de vanidad? Vuestros palafrenes van cargados
de joyas, mientras que nosotros no tenemos con qué cubrir nuestros
pies desnudos. Los cuellos de vuestras muías se doblan bajo el peso
de costosos adornos, mientras que vuestros hermanos no pueden ni
siquiera encontrar harapos suficientes para ahuyentar el frío. Esto es
lo que dicen los pobres dentro de sus corazones a Dios, pues no se
atreven todavía a decíroslo abiertamente a vosotros, de quienes de­
penden para lo más necesario de la vida. Pero llegará el día en que
ellos ‘se levantarán con gran energía contra los que les han afligido
y arrebatado el fruto de su trabajo’ (Sap 5, 1); y con ellos estará el
Padre de los huérfanos y el Protector de las viudas, pues es Él quien
ha dicho: ‘Puesto que no se lo hicisteis a uno de estos humildes her­
manos míos, no Me lo hicisteis a Mí’ (Mt 25, 45).”
Los tres capítulos siguientes tratan de las virtudes que deben ador­
nar a un príncipe de la Iglesia. De estas virtudes las principales son
la castidad, la caridad y la humildad, cada una de las cuales es ala­
bada con rara belleza de pensamiento y felicidad de expresión. “¿Qué
es más bello que la castidad, la única que ‘puede limpiar al que es
concebido de una semilla sucia’ (lob 14, 4), la que convierte a un ene­
migo de Dios y transforma a los hombres en ángeles? La diferencia

171
AILBE J. LUDDY

entre el hombre casto y el espíritu celestial no es una diferencia de


virtud, sino de felicidad. Más aún, aunque la castidad angélica tiene
más felicidad, la castidad humana tiene mayor fortaleza. La castidad
es el adorno más celestial de que puede vanagloriarse la tierra... Pero
a pesar de ser tan bella, sin la caridad no tiene ni valor ni mérito.
Esto no es nada sorprendente, puesto que separada de la caridad
ninguna virtud ni ninguna buena obra es aceptable a los ojos de Dios.
¿La fe? No; ni aunque fuese tan fuerte que moviese montañas. ¿El
conocimiento? No, en verdad, aunque poseyese uno toda la ciencia y
hablase con las lenguas de los ángeles. ¿El martirio? Escuchad a San
Pablo: ‘Y si entregara mi cuerpo para ser quemado y no tuviese ca­
ridad, no me serviría de nada’ (1 Cor 13, 1-3). Nada que ofrezcas sin
caridad es aceptable, ni nada que ofrezcas con caridad será rechazado.
La castidad sin la caridad es una lámpara sin aceite... Pero la hu­
mildad es tan esencial para estas dos virtudes que sin ella dejan de
ser virtudes por completo. Además es por la humildad por lo que
merecemos recibirlas, pues ‘Dios da gracias a los humildes’ (lac 4, 6).
La humildad, por consiguiente, consigue para nosotros las otras vir­
tudes; las conserva una vez conseguidas, pues el Espíritu del Señor
permanecerá solamente con los mansos y los humildes (Is 66, 2); y
consuma lo que ella ha conservado2, según las palabras de Cristo:
‘La virtud se hace perfecta en la debilidad’ (2 Cor 12, 9), es decir,
en la humildad. Destierra al orgullo, enemigo de toda gracia y prin­
cipio de todo pecado (Eccli 10, 15) y defiende contra su arrogante ti­
ranía tanto a sus virtudes hermanas como a sí misma. María, que
estaba llena de todas las virtudes, tan sólo estimaba la humildad, a
la cual atribuía exclusivamente su elección como Madre de Dios. Y
Cristo, la Fuente y el Donante de todas las virtudes, en Quien ‘están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento’ (Col
2, 3), en Quien ‘mora toda la plenitud de la Divinidad corporalmente’
(Col 2, 9): Cristo mismo resume todas Sus doctrinas y preceptos
en las palabras : ‘Aprended de Mí, pues soy manso y humilde de
corazón’ (Mt 11, 29). Como si Él dijera: No os envío para instruir
a los patriarcas o a los profetas, sino que os presento un modelo e
imagen de la humildad en Mi propia Persona. Lucifer envidió la ex­
celsitud de Mi poder y Eva la excelsitud de Mi conocimiento; ‘pero
sed celoso de mejores dones’ (1 Cor 12, 31), y aprended de Mí a ser
mansos y humildes de corazón.”
La pureza de intención es otra virtud que un obispo debería cul-3

3 Esta frase tiene muy difícil traducción: Humilitas ergo virtutes alias
accipit... acceptas servat... servatos consummat.

172
SAN BERNARDO

tivar. “Consiste en una constante preocupación por la gloria de Dios


y el bien de nuestro prójimo; de forma que el prelado en todas sus
palabras y acciones debería aspirar no a su propia ventaja, sino úni­
camente a la honra de Dios y salvación de su pueblo. Obrando de
esta manera no solamente cumplirá su deber de Pontífice, sino que
comprobará la etimología de su nombre, puesto que hará de puente
entre el Señor y los fieles” 3. En el capítulo VI, el autor insiste en
la obligación de mantener pura la conciencia propia, teniendo en
cuenta el ojo de Dios que todo lo ve.

Ascenso de los muchachos a las


DIGNIDADES ECLESIÁSTICAS

El séptimo trata del abuso de ascender a muchachos jóvenes a los


honores eclesiásticos y de la ambición y avaricia entre los clérigos. “A
ti, amadísimo hermano, la humildad te es particularmente necesaria,
puesto que tienes tantos motivos de orgullo por tu nacimiento, juven­
tud, conocimiento y sobre todo por la suprema eminencia de la sede
que ocupas. Sin embargo, pensando rectamente, todo esto debería ser­
vir para conservarte humilde. Cuando miramos al honor unido a estas
cosas, parecen bastante atractivas; pero el pensar en las responsabili­
dades que llevan consigo origina el temor y el disgusto. Sin embargo,
‘no todos reciben esta palabra’ (Mt 19, 11): hay muchos que no corre­
rían tras las dignidades con tanta confianza y anhelo si tan sólo se die­
ran cuenta de la carga que se echan sobre sí mismos. Hoy día se consi­
dera como un deshonor el ser un simple clérigo de la Iglesia, porque a
nosotros no nos preocupa nada salvo la gloria... Muchachos barbilam­
piños. niños de la escuela, son ahora promovidos a los honores eclesiás­
ticos sin más méritos que la nobleza de sangre: son emancipados del
pedagogo para mandar a sacerdotes. Y además ellos consideran una ma­
yor ventaja el verse libres del temor de la férula que el ser nombrados
gobernantes en la Iglesia”. El santo procede a continuación a denun­
ciar los ciegos vicios de la inextinguible ambición y de la codicia
insaciable: “¡Ojalá que estas cosas se hicieran a escondidas! ¡Ojalá
que tan sólo las conociera yo! ¡Ojalá que estas personas fueran tan
sólo modernos Noés cuyas vergüenzas pudieran ser cubiertas, en parte
al menos! ” (Gen 9).3

3 Bernardo deriva la palabra pontífice de pontern faciens; otros, del sáns­


crito pú, pünant, que significa purificar; de forma que pontífice significaría
“purificador”.

173
AILBE J. LUDDY

En el capítulo siguiente el arzobispo es exhortado a mostrarse leal


y obediente a la Santa Sede y precaverse contra los malos consejeros
que le instan a adoptar una actitud de independencia. Los autores
reconocen aquí la primera manifestación que bajo el nombre de gali-
canismo iba a traer tantas desgracias a la Iglesia de Francia. El noveno
y último capítulo se ocupa de reprender severamente a ciertos abades
que habían comprado su emancipación del control episcopal, empo­
breciendo con ello a sus abadías. Estos abades mostraban un dis­
gusto tan grande por la obediencia, que al parecer olvidaban que
eran monjes. “Pero si la profesión hace al monje—escribe—, la necesi­
dad hace al abad; y con objeto de que esta necesidad no anule la
profesión, el abad no tiene que borrar al monje, sino que tiene que
ser a la vez abad y monje. Me diréis que no miráis por vuestros
intereses, sino por la libertad de la Iglesia. ¡Oh, libertad más servil
que cualquier servidumbre! Voluntariamente renunciaré a una liber­
tad que me esclavizaría al orgullo. ¡Ojalá que estuviera defendido
por cien pastores a fin de que me fuera posible salir a pastar! 4 Pues
tengo demasiado miedo de los colmillos del lobo para temer el
cayado del pastor.” Pero hablando del mismo tema en el tratado De
Consideratione, III, IV, dice: “Hay una gran diferencia entre el caso
del que por devoción desea depender directamente del Vicario de
Cristo y el del que quiere esta relación con Roma por motivos de
ambición como un medio de eludir la autoridad episcopal.”
Guido, obispo de Lausana, quien al parecer pidió también a Ber­
nardo que le instruyera en los deberes de su oficio, obtuvo la siguiente
contestación: “Vos habéis ‘puesto vuestra mano sobre cosas difíciles’
(Prv 31, 19), por consiguiente, tenéis necesidad de fortaleza: habéis
sido nombrado ‘vigilante de la casa de Israel’ (Ez 3, 17); por consi­
guiente, tenéis necesidad de prudencia; os habéis vuelto ‘deudor de
los sabios y de los ignorantes’ (Rom 1, 14), por consiguiente, tenéis
necesidad de justicia; finalmente, tenéis necesidad de templanza, no
sea que (Dios no lo quiera) ‘después de predicar a los demás os con­
virtáis vos mismo en un réprobo’ (1 Cor 9, 27).” Además de la virtud,
el santo abad exigía en un obispo un alto grado de cultura. “¡Ojalá
pudiera ver—escribe al cartujo Bernardo des Portes—la Iglesia de
Dios gobernada por obispos eminentes por su santidad y su ciencia! ”
Y el principio orientador que recomendaría a todos los gobernantes
es: “Praesit ut prosit”. (Un gobierno para el bien de los gobernados.)
Ya hemos visto lo que pensaba Bernardo de la costumbre (enton-

‘ En el sermón LXXVII sobre el Cantar de los Cantares leemos: “El pas­


tor que deja su rebaño sin protección no es un pastor de ovejas, sino de lobos.”

174
SAN BERNARDO

ces tan corriente) de nombrar a muchachos jóvenes para los cargos


eclesiásticos y hemos visto también cuánto debía a la generosidad del
conde Teobaldo. Imaginaos entonces su apuro al requerirle el conde
a que usara su influencia con las autoridades eclesiásticas para ob­
tener para su hijo Guillermo, un mero mozalbete, varios ricos bene­
ficios. Aumentaba la gravedad de su posición el hecho de que muy
pocos, clérigos o laicos, podían ver algo que no fuese corriente en
esta demanda. La voz de Bernardo denunciando este y otros abusos
fue la voz de quien predica en el desierto. Tenía en gran estimación
al principesco Teobaldo y se hubiera alegrado de poder servirle en
tanto en cuanto pudiera hacerlo en conciencia. Pero había una cues­
tión de principios, una cuestión que afectaba a los intereses de la
Iglesia; por consiguiente, no tuvo más remedio que negarse. “Vos
sabéis que os amo—dijo en la contestación—, pero solamente sabe
Dios cuánto os amo. Tampoco puedo tener la menor duda de que
me amáis, aunque tan sólo sea por amor de Dios. ¿Pues quién soy
yo? ¿Y por qué debería uno tan grande sentir afecto por uno tan
pequeño, salvo por consideración a Dios? En consecuencia, si Le
ofendo perderé todo título a vuestro amor. Pero no puedo hacer lo
que me pedís sin ofender a Dios, pues estoy convencido de que los
honores y dignidades eclesiásticos deberían ser conferidos solamente
a los que tienen la capacidad y el buen deseo de cumplir los deberes
anejos a ellos. Además, es ilegal que una persona tenga varios bene­
ficios al mismo tiempo, a no ser que lo exijan las necesidades de la
Iglesia o la utilidad de los fieles. Pero si consideráis mi opinión en
esta materia demasiado estricta, no os faltan amigos e influencia que
os ayuden en vuestros designios: tan sólo prescindid de mí. Sin el
menor género de duda deseo para nuestro pequeño Guillermo (Willel-
mulus) toda clase de prosperidades; pero no hay nada que tanto de­
see para él como el favor de Dios. De aquí que sentiría verle poseer
algo que pudiese privarle del mayor de los bienes... Pero si hay alguna
otra cosa que deseéis para él y que él pueda tener sin perjuicio para
la conciencia, me alegraré mucho de demostraros mi buena voluntad
y de esforzarme en su favor. Creo que he dicho bastante en defensa
de la justicia a un amante de la justicia. Por favor, excusadme ante
la condesa por lo que he escrito aquí.” Esta negativa, aunque acaso
lo retrasó, no impidió el nombramiento del joven Guillermo: ascendió
rápidamente a las más deslumbrantes cumbres del honor, de la sede
de Chartres a la de Sens y de aquí a Reims. Finalmente fue nom­
brado cardenal y legado del Papa en Francia. Fue por causa suya
por lo que Alejandro III confirió—o más bien devolvió—a los arzo­

175
AILBE J. LUDDY

bispos de Reims el derecho exclusivo de coronar a los monarcas


franceses.

Bernardo defiende a Enrique, arzobispo de Sens,


y a Esteban, obispo de París, contra
LA TIRANÍA DE LUIS EL GORDO

Enrique de Sens no fue el único obispo cortesano convertido por


el celo de Bernardo. En 1127 Esteban de Senfis, obispo de París y
favorito principal de Luis el Gordo, se hizo discípulo suyo. Obrando
de acuerdo con el consejo del santo abad, se retiró de la corte y em­
pezó a introducir reformas entre el clero de su diócesis. El intento
de colocar a los sacerdotes de San Víctor en la catedral de Notre Da-
me (probablemente por sugestión de Bernardo) levantó una protesta
vigorosa de su capítulo, que apeló ante el rey. Luis, dolido por ha­
berle retirado el obispo de su corte, se inclinó gustosamente en favor
del capítulo y prohibió que se hiciese ningún cambio en la catedral.
Como esta prohibición no fuese atendida, Esteban fue privado de
sus rentas, pero él se vengó colocando bajo interdicto a toda la dió­
cesis, por lo cual fue castigado con la confiscación de todos sus bie­
nes y los de sus amigos y para salvar la vida tuvo que huir a Sens,
de allí viajó a Citeaux en septiembre para recomendar su causa al
Capítulo general; pues es sabido que el rey Luis tenía una estima­
ción muy alta por los abades cistercienses, los cuales, en 1122, le
habían admitido como asociado de su Orden en calidad de “fami­
liar”. El resultado de este llamamiento fue una carta de Bernardo
dirigida al rey en nombre de los superiores reunidos.
“El Rey de los cielos y de la tierra os ha dado una corona terre-
nal—escribe—■, y os promete una corona celestial a condición de
que os esforcéis por administrar con justicia y prudencia el poder
que poseéis. Esto es lo que deseamos para vos y rezamos para que,
habiendo reinado justamente aquí, podáis merecer reinar felizmente
más tarde. Pero ¿por qué colocáis obstáculos a estas oraciones nues­
tras que, recordadlo, vos mismo pedisteis humildemente en cierta oca­
sión? ¿Pues con qué confianza podemos ahora elevar las manos en
vuestro nombre al Esposo de esa Iglesia a quien vos habéis ofendido
sin causa, así lo suponemos, y ciertamente sin prudencia; y la cual
se queja ante su Señor y Esposo de que vos, el defensor elegido, se ha
convertido en su perseguidor? Considerad entonces, os lo rogamos,
contra quién estáis haciendo la guerra. No es contra el obispo de

176
SAN BERNARDO

París, no, sino contra el Señor del paraíso, contra ‘Aquel que es te­
rrible, incluso contra Aquel que arrebata el espíritu de los príncipes’
(Ps 75, 12-13). Pues Él es Quien ha dicho a los obispos: ‘El que os
desprecie me desprecia a Mí’ (Le 10, 16).
”Es por el amor a vuestra majestad por lo que nos aventuramos
a dirigirnos a vos con tanto atrevimiento, reprendiéndoos y rogándoos
por esa mutua amistad y hermandad por la cual os habéis dignado
asociaros con nosotros, para que desistáis inmediatamente de una in­
justicia tan cruel. Pero si en lugar de escuchar nuestra petición nos
despreciáis a nosotros que somos vuestros hermanos y amigos, que
diariamente ofrecemos nuestras oraciones a Dios por vos, por vues­
tros hijos y por vuestro trono, sabed que de aquí en adelante estamos
dispuestos a hacer todo lo que podamos, por poco que sea, en ayuda
de la Iglesia de Cristo y de Su ministro, nuestro venerable padre y
amigo, el obispo de París. Pues él ha apelado contra vos ante nuestra
bajeza, pidiéndonos que escribamos al Papa en su favor. Pero hemos
juzgado mejor escribir primero a vuestra majestad, teniendo en cuenta
que el propio obispo ofrece someter su caso a juicio a través de nos­
otros, con tal de que (como parece demandarlo la propia justicia) se
le devuelvan primero sus bienes. No transmitiremos su queja a Roma
hasta que tengamos la contestación de vuestra majestad a esta carta.
Si, debido a la gracia de Dios, tenéis la bondad de acceder a nuestra
petición y a nuestra sugestión y exhortación de que os reconciliéis con
el obispo, más bien con Dios, estamos dispuestos a reunirnos con vos
en cualquier lugar que señaléis a fin de arreglar este asunto. De lo
contrario, tendremos que escuchar el ruego de quien es amigo nuestro
y sacerdote del Altísimo. Adiós.”

Protesta contra la acción de Honorio II

Este era un nuevo lenguaje para los oídos del monarca. Ni un solo
obispo en su reino, ni un solo príncipe, ni un solo noble se habría
atrevido a dirigirse a Luis el Gordo con una libertad tan apostólica.
Pero Bernardo no tenía la costumbre de permitir que el temor a los
grandes influyera en su conducta. Sin embargo, Ja carta no produjo
el efecto deseado; continuó la persecución de Esteban y sus amigos
y también continuó el interdicto. Entonces todos los obispos de la
provincia de Sens, con Bernardo y el abad Hugo de Pontigny, visi­
taron a su majestad, pero lo encontraron inflexible. Ni siquiera la
amenaza de extender el interdicto a toda la provincia pudo disuadirle

177
AILBE J. LUDDY

de su propósito. Pero el abad de Clairvaux tenía otro argumento. So­


lemnemente le anunció al rey que Dios iba a castigar su despectiva
desconsideración a los obispos con la muerte de su hijo mayor, el
príncipe Felipe, que ya había sido coronado en Reims. Esto hizo
entrar en razón a Luis. Prometió ocuparse de que los bienes confis.
cados fuesen devueltos lo antes posible y de que se diera a Esteban
una oportunidad de defender su causa. Pero en vez de cumplir este
solemne compromiso, el vil monarca apeló al papa Honorio II, el
cual, engañado por sus falsas afirmaciones, levantó el interdicto sin
oír a la otra parte. Ahora Luis podía desafiar a los obispos y lo hizo.
Cuando fueron en corporación a demandar el cumplimiento de su
promesa, se les informó del decreto romano y se les despidió con
poca cortesía. Bernardo escribió inmediatamente al soberano Pontífice,
protestando contra su acción con toda humildad y respeto, es cierto,
pero también con valentía:
“No puedo ocultar a Vuestra Santidad las lastimeras quejas de los
obispos franceses y de toda la Iglesia de Francia, de la cual soy un
hijo, aunque indigno. Arrancado del claustro por las necesidades de
la religión, he visto lleno de tristeza lo que lleno de tristeza os digo:
el honor de la Iglesia herido seriamente en el reinado de Honorio.
Ya la humildad, o más bien la constancia de los obispos, estaba pre­
valeciendo sobre la ira del rey cuando, ¡ay!, el supremo Pontífice se
interpuso con su suprema autoridad para confundir a los campeones
de la justicia y dar la victoria al orgullo. Ya sé que ha sido debido a
falsas afirmaciones el que hayáis levantado ese justo y necesario in­
terdicto: vuestra carta lo aclara plenamente. Sin embargo, me pre­
gunto cómo habéis podido dictar sentencia sin oír a ambas partes, y
además sentencia contra el ausente. Pero ahora, cuando sepáis la ver­
dad, haréis que la mentira no beneficie a su autor... Cuánto tiempo
vais a permitir que este obispo sufra, o hasta qué punto debéis sim­
patizar con él, no es cosa mía. En lo que a esto se refiere, os reco­
mendaría, amadísimo padre, que consultéis vuestro corazón.”
Honorio se puso a deshacer el mal que su interferencia había cau­
sado ; pero un acontecimiento que produjo un cambio completo en la
disposición de Luis le ahorró grandes disgustos. Un decreto pontifical
podía ser eficaz para levantar un interdicto, pero no podía falsear una
profecía. Poco después de la entrevista final del rey con los obispos,
el príncipe heredero Felipe, esperanza de la nación, se mató de una
caída del caballo. El corazón del padre, ablandado por el pesar, dio
fácil entrada a los consejos de paz y así Esteban fue de nuevo admi­
tido al favor real. Pero Enrique, arzobispo de Sens, no había sido per­

178
SAN BERNARDO

donado todavía por abandonar la corte. Es probable que la parte que


tomó ayudando la causa de Esteban había agudizado el disgusto real.
En todo caso apenas se había reconciliado el rey con el obispo de
París cuando empezó la persecución contra el arzobispo de Sens. Le
acusó a Enrique de simonía y de otros delitos, los cuales, como hace
resaltar Bernardo, había mirado indulgentemente cuando el prelado
era realmente culpable. “El arzobispo podía obrar como quisiera sin
temor á las censuras—escribió el santo a Haimeric, cardenal canciller—
mientras viviese como un hombre mundano; pero ahora buscan la
simonía bajo los harapos de su pobreza evangélica y la acechante
malicia cava en busca de los huesos de los vicios muertos bajo las
raíces de sus virtudes florecientes.” Al Papa le dijo: “El rey Luis per­
sigue no tanto a los obispos como a la justicia de los obispos y a su
piedad y a su misma declaración de religión. Esto lo puede inferir Su
Santidad del hecho de que aquellos que eran considerados dignos de
los mayores honores y de la mayor confianza y eran admitidos a la
más íntima amistad con el rey mientras vivieron como hombres munda­
nos, son ahora proscritos como enemigos solamente porque han empe­
zado a vivir como sacerdotes y a honrar su ministerio. ...¿Quién puede
poner en duda que él ha declarado la guerra a la religión la cual,
según dice públicamente, es ruinosa para su reino y enemiga de su
corona? Otro Herodes que siente celos de Cristo, mas ya no en pa­
ñales, sino glorificado en la Iglesia.” Y ruega al Papa que cite a los
acusados y acusadores ante su tribunal, puesto que el arzobispo no
podía esperar un juicio imparcial o una sentencia justa en Francia.
Esta querella, como la anterior, terminó con una reconciliación y se
permitió a Enrique gobernar en paz su archidiócesis. Como ya no
tendremos ocasión de hablar de Luis el Gordo, debemos decir en su
memoria que en sus últimos días d.io al mundo un ilustre ejemplo
de verdadera piedad cristiana. Parece que siempre había estado unido
sinceramente a la Iglesia y que si persiguió a sus ministros lo hizo
más por petulancia temperamental que por ningún odio profundo a
la religión. El gran Suger, que lo conoció tan íntimamente y escribió
su vida, ha pintado su carácter de una manera muy favorable.
A pesar de sus esfuerzos por ocultarse del mundo y de su deseo
de que le olvidaran los hombres (de acuerdo con su lema: “Ama
nesciri”, ama ser desconocido), la esfera de acción de Bernardo se fue
ampliando gradualmente. Sus escritos se transcribían y difundían di­
ligentemente. Ellos introdujeron un nuevo estilo de literatura, lleno
de dulzura y encanto, y que era mucho más fácil de admirar que de
imitar. No solamente sus tratados y sermones, sino incluso sus car­

179
AILBE J. LUDDY

tas a los amigos eran buscados ansiosamente. Alrededor del año 1127
el cardenal Pedro s, legado de la Santa Sede en Francia, invitó al
santo a visitarle y le pidió copia de sus obras. “No es debido a pereza
el que haya declinado vuestra invitación—escribió Bernardo contes­
tándole—, sino por una razón más importante. La verdad es que es­
toy firmemente decidido a no dejar el monasterio sino por ciertas
causas definidas, supuesto que, lo digo con todo el respeto debido a
su eminencia, no se da en el presente caso, por lo cual no puedo en
buena ley satisfacer nuestro mutuo deseo de vernos... No sé cuáles
son esos escritos cuya copia ordenasteis y ahora pedís, por lo cual no
tengo nada preparado. No me acuerdo de haber compuesto jamás
nada sobre moral que sea digno de la lectura de vuestra eminencia;
pero algunos de los hermanos han recogido por escrito parte de los
sermones que he predicado a la comunidad. Estos los podéis tener
fácilmente si os interesan. Sin embargo, cuando tengáis tiempo y os
dignéis visitarnos como prometisteis, si puedo encontrar algo entre
mis apuntes, o si hay algo que pueda componer y que sea capaz de
agradaros, tened la seguridad de que no defraudaré vuestro deseo.”
Pero como el cardenal insistiera en su demanda, Bernardo escribió de
nuevo: “Aquellos escritos míos que vos pedís son muy pocos y no
contienen nada que sea digno de vuestra eminencia. Pero como pre­
fiero que pongan en tela de juicio mi inteligencia que no mi buena
voluntad y ser reprendido por falta de destreza literaria que por falta
de obediencia, enviadme recado por el portador de la presente dicién-
dome qué composiciones mías quisierais tener. Y a fin de que podáis
elegir, aquí os envío el catálogo: un tratado sobre la humildad, cua­
tro homilías sobre las glorias de la Virgen Madre, una apología y
unas cartas.” Se observará que no menciona el tratado sobre los debe­
res del episcopado, de donde podemos deducir que la publicación
de esta obra fue posterior a la correspondencia con el cardenal Pe­
dro—aunque Mabillon dice que el tratado es del año 1126 y la co­
rrespondencia del 1127—a menos que esté agrupado con las cartas.

Una profecía cumplida

Alrededor de esta época la comunidad de Clairvaux aumentó con­


siderablemente por la maravillosa conversión de un grupo de nobles
turbulentos. Esta tropa, compuesta de caballeros jóvenes, unos fran­

5 No Pedro de Leone, después antipapa, como Jo prueba MabiDon contra


Manríquez, aunque Pedro de Leone fue también algún tiempo legado en
Francia.

180
SAIN BERNARDO

ceses, otros portugueses, vagaban en busca de aventuras y, encontrán­


dose en las inmediaciones de la famosa abadía, aprovecharon la opor­
tunidad para visitar el lugar y al hombre de quien todo el mundo
hablaba. Bernardo, habiéndoles recibido hospitalariamente, les pidió
como un favor, cuando estaban a punto de marcharse, que se abs­
tuvieran de todo ejercicio militar hasta Pascua, puesto que para el
principio de la Cuaresma faltaban pocos días. Los caballeros se ne­
garon a dar tal promesa: iban realmente de camino para tomar parte
en un torneo, probablemente en Troyes. Así que partieron. Pero du­
rante el viaje empezaron a hablar entre ellos de lo que habían oído
al santo abad acerca de la vanidad de las cosas mundanas y de la
vital importancia de la salvación, con el resultado de que volvieron
todos a rogar su ingreso en las filas de la comunidad.

181
CAPITULO XIV

LOS TEMPLARIOS

Concilio de Troyes

Hacia el final del año 1127, el cardenal Mateo, legado de Hono­


rio II, convocó un concilio en Troyes para el día 13 de enero del año
siguiente, fiesta de San Hilario. No se olvidó de Bernardo. Pero es­
tando enfermo por aquella época el santo, escribió excusándose. “Mi
corazón está dispuesto a obedecer vuestro mandato, pero mi cuerpo
carece de energía. Consumida por el fuego de una altísima fiebre y
agotada por el sudor, la pobre carne no obedece al voluntarioso es­
píritu. Ciertamente, iría como me ordenáis si no fuese porque mi en­
fermedad se opone a mi buena voluntad. Si esta excusa es suficiente
lo dejo al juicio de mis amigos, quienes, sin hacer caso a razones,
utilizarían mi voto de obediencia para arrastrarme todos los días desde
el claustro a la ciudad... Pero, se dirá, el asunto es muy importante
y la necesidad muy grande. Por tanto, deberíais haber buscado al­
guna persona calificada para afrontar esta situación. Que no reúno
condiciones, no solamente lo creo, sino que lo tengo por cierto. Ade­
más, bien sean fáciles o bien sean difíciles las cuestiones a discutir
en este concilio, no tengo nada que hacer en él. Pues si son fáciles,
se pueden arreglar sin mí; si son difíciles, exceden a mi capacidad,
a no ser que me tengáis por un hombre de un genio tan poderoso
que se le reserva la solución de todos los problemas enmarañados. Si

182
□Al'< DDIU'írtñJJU

ésta es la verdad, ¿cómo ha sido que tu juicio solo, oh Señor, mi Dios,


ha sido defraudado conmigo? Pues Tú has colocado bajo un reci­
piente la luz que debería brillar en el candelabro, haciendo un monje
de un hombre tan necesario para el mundo, que sin su ayuda los
obispos no pueden resolver sus asuntos... Sjn embargo, vos sabéis,
mi querido padre, que ‘yo estoy dispuesto, no reacio, a guardar tus
mandamientos’ (Ps 118, 60); sólo os ruego por misericordia que pres­
cindáis de mí si es posible.” Pero al parecer el cardenal legado no
pudo prescindir de él, de forma que, a pesar de estar enfermo, Ber­
nardo tuvo que tomar el camino de Troyes. Otros tres abades cister-
cienses acudieron al concilio: Esteban de Citeaux, Hugo de Pontigny
y Guido de Trois-Fontaines. El santo dominó esta asamblea como lo
hacía en cualquier otra en que aparecía, de forma que ya se le po­
dían aplicar las palabras del abate Sanvert: “Siempre que entra en
un concilio episcopal lo llena. Se yergue allí solo, representando a
toda la Iglesia. Sus gestos son postes orientadores, sus sentencias casi
artículos de fe. Cuando otros andan a tientas, su paso es seguro y
avanza derecho.”

Los Caballeros Templarios

La cuestión principal presentada al concilio era la que se refería


a la nueva Orden militar de los Caballeros Templarios. Esta institu­
ción había sido fundada en 1118 por Hugo de Payens, un caballero
de Champaña, que con ocho compañeros, héroes de la guerra santa,
se ligaron con un voto perpetuo, en presencia del patriarca de Jeru-
salén, a proteger a los peregrinos que venían de Europa y a defender
contra los sarracenos las conquistas cristianas en Oriente. Balduino II,
rey de Jerusalén, les dio como residencia una casa construida en el
emplazamiento del templo de Salomón, por lo que se les llamó los
“pobres caballeros del templo”—pobres porque vivían de limosnas—.
Vivían como monjes cuándo estaban en su hogar, y no pudiendo to­
davía prestar otros servicios a causa del escaso número de caballeros,
actuaban como guías para los forasteros cristianos. El nuevo instituto,
al parecer, había fracasado. Se presentaron muy pocos novicios, de
forma que nueve años después no había aumentado el número de los
miembros primitivos. En 1127 Hugo, el fundador, regresó a Europa
en busca de reclutas y, a la vez, para obtener, si era posible, la apro­
bación de la Iglesia. A pesar de los esfuerzos que hizo para ganar
novicios antes del concilio, no tuvo, al parecer, mucho éxito. La idea

183
de un soldado-monje, un hombre con un salterio en una mano y una
espada en la otra, no atraía a los caballeros de Occidente. Era algo
nuevo en la historia de la cristiandad y la Iglesia no había dictami­
nado todavía sobre esta Orden. El papa Honorio declinó el dar una
decisión y envió el asunto al concilio que iba a reunirse en Troyes.
En consecuencia, Hugo fue a Troyes con unos cuantos servidores,
y habiendo explicado a los prelados reunidos el carácter y los fines
de su instituto, solicitó humildemente la aprobación de la Iglesia. Su
demanda tuvo éxito: todos reconocieron la necesidad de esta orga­
nización de devotos guerreros para salvaguardar los caminos de
Oriente infestados de bandidos beduinos y sarracenos. El concilio co­
misionó a Bernardo para que redactara una regla para la nueva Orden,
esto lo sabemos por el testimonio formal de Juan Miguel, que actuó
como secretario del sínodo. Esta regla, como la de San Benito, con­
tiene setenta y dos artículos y está admirablemente adaptada a las
necesidades de una Orden como la de los Templarios. Los caballeros
hacían los tres votos de pobreza, castidad y obediencia y estaban obli­
gados a asistir a todas las horas del oficio canónico siempre que fuera
posible: por cualquier oficio que no pudieran atender tenían que re­
citar, en compensación, ciertas oraciones. Se les permitía comer carne
tres veces a la semana, pero todos los viernes, desde noviembre hasta
Pascua, tenían que contentarse con una sola comida y régimen ali­
menticio de Cuaresma. Un caballero no podía salir, o comer, sin un
compañero, ni tampoco podía tener más de un escudero o tres caba­
llos sin permiso del gran maestre. Todas estas regulaciones estaban
desde luego, subordinadas a los fines del instituto; en tiempos de
guerra los Templarios tenían que observarlas lo mejor que podían sin
perjuicio, en absoluto, de su eficacia como soldados. Adoptaron el há­
bito de los cistercienses \ al cual se añadió más tarde una cruz roja
sobre el pecho. Vacandard opina que esta regla tuvo que haber sufri­
do algunas modificaciones desde que salió de las manos de San Ber­
nardo, pero no da ninguna prueba de tal opinión. En todo caso es
improbable que haya habido ningún cambio en el número original de
artículos, pues el número setenta y dos fue evidentemente sugerido
por la regla de San Benito, ¿y quién había de hacerlo sino un admi­
rador tan grande del gran patriarca como Bernardo?

1 Además de los Templarios, varios otras grandes órdenes militares pre­


gonaban su parentesco con la Orden de Citeaux: los caballeros de Alcántara,
de Calatrava, de Cristo, de San Lázaro, de San Mauricio, de Aviz, de Montesa
y del Ala de San Miguel. Fueron instituciones necesarias en tiempos en que
se desconocían los ejércitos permanentes y en que la amenaza de guerra era
perpetua.

184
SAN BERNARDO

Elogio de Bernardo

Hugo de Payens le rogó entonces al santo abad que escribiera algo


conducente a la propagación de su Orden. Después de mucho insis­
tir, consiguió lo que deseaba. La vacilación de Bernardo no se debía
a falta de buena voluntad, sino a que no se consideraba competente
para una tarea de esta clase y así esperó a que se pudiera encontrar
otro panegirista más diestro. “Si me he retrasado, no es debido a
ninguna desconsideración por vuestra demanda, sino por miedo a que
me censuren por admitir temerariamente lo que se debería dejar para
otro mejor calificado y además por perjudicar, debido a mi ignorancia,
una causa de la mayor importancia. Hasta ahora he esperado en vano
para ver si algún otro quería encargarse del asunto. Ahora, sin em­
bargo, para que no piense que lo que me falta no es la capacidad,
sino la buena voluntad, me he consagrado, por fin, a la tarea y he
hecho todo lo que he podido: al lector le corresponde juzgar el resul­
tado. Pero no me importa si mi trabajo es considerado poco satis­
factorio o meramente insuficiente, pues mi único deseo ha sido demos­
trar mi buena voluntad.” Fue en verdad una extraña tarea para ser
impuesta a un religioso de una Orden contemplativa. Pero aunque era
un hombre de paz por su carácter y profesión, Bernardo procedía de
una raza de soldados y llevaba la caballería en la misma masa de la
sangre.
El trabajo titulado: En alabanza de la nueva milicia está dirigido
a “los soldados del Temple” y a Hugo su jefe. Consta de trece capí­
tulos y de un corto prólogo. El primer capítulo expone las ventajas
disfrutadas por los soldados de la “nueva milicia” que ha surgido
en la misma tierra consagrada por la vida y sufrimientos del Redentor
con la misión de desterrar a los hijos de las tinieblas de donde Él
había desterrado a su príncipe. Estos caballeros de Cristo combinan
las funciones del monje y del guerrero, son igualmente expertos en
el uso de las armas materiales y espirituales, mantienen una guerra
incesante contra enemigos visibles e invisibles, son invulnerables a
todo menos a sí mismos, pues no temen ninguna herida excepto la
herida del pecado, van a la batalla con la seguridad infalible de la
victoria: victoria si vencen al enemigo, victoria más gloriosa si caen
en el combate.
“Cubiertos de armas de todas clases no temen ni al hombre ni al
demonio. La propia muerte, lejos de ser temida, es el objeto de su
deseo. ¿Qué puede, en verdad alarmarle, en la vida o en la muerte,

185
al que ‘vivir es Cristo y morir es una ganancia’? (Phil 1, 21). Fielmen­
te y alegremente vivirá él por Cristo; sin embargo, él preferiría ‘ser
disuelto y estar con Cristo, lo que es mucho mejor’ (Phil 1, 23). Ade­
lante, entonces, vosotros soldados de Cristo y con indómitos corazo­
nes oponeos y derrotad a los enemigos de Su cruz, en la confianza
de que ni la muerte ni la vida podrán separaros ‘de la caridad de Dios,
la cual está en Jesucristo’ (Rom 8, 39). En todos los peligros repe­
tios las palabras de San Pablo: ‘Ya vivamos o ya muramos, somos del
Señor’ (Rom 14, 8). ¡Oh, cuán glorioso será vuestro regreso si ven­
céis en la pelea! ¡ Cuán bienaventurado será vuestro martirio si caéis
en el campo de batalla! Alégrate, bravo guerrero, si vives y vences en
el Señor. Pero una razón mucho mayor tendrás para alegrarte si la
muerte del mártir te une a tu Señor. Tu vida será sin duda fructífera
en bienes y llena de gloria, pero una muerte sagrada es algo mucho
más precioso. Pues incluso si son bienaventurados los que mueren en
el Señor (Apc 14, 13), ¿cuán grande será la bienaventuranza de los
que mueren por el Señor? Indudablemente, ‘preciosa a Jos ojos del
Señor es la muerte de Sus santos’ (Ps 115, 15), no importa dónde
ocurra, en la cama o en el combate. Pero morir en el combate es la
manera más preciosa de morir, puesto que es la más gloriosa. ¡Oh,
vida segura la del soldado cristiano cuando la conciencia no tiene
nada que temer! ¡ Oh, vida segura la del campeón de la cruz a quien
la muerte no asusta, sino que es deseada con ardor y recibida con ale­
gría ! ¡ Oh, milicia de Cristo, verdaderamente segura y sagrada y libre
del doble peligro a que están expuestos cuando Dios no es la causa
de su lucha! El que lucha por algún interés temporal tiene con fre­
cuencia mucha razón en temer la pérdida del alma al matar el cuerpo
de su enemigo, o la pérdida de su cuerpo y de su alma; porque en la
estimación del cristiano, la derrota y el triunfo no dependen de la
suerte de la guerra, sino de la disposición del corazón. Si la guerra
es justa, el resultado no puede ser malo, como tampoco puede ser
bueno si la guerra es injusta, ya por su origen o ya por sus fines. El
que en una guerra injusta, intentando matar, es muerto, muere la
muerte de un asesino: y si vence y derriba a su enemigo, vive la vida
de un asesino. Pero es mala cosa ser un asesino en la vida o en la
muerte, en la derrota o en la victoria. Miserable puedo llamar a la
victoria en la que, aunque vences a tu enemigo visible, eres vencido
por el demonio; y de nada te sirve, cuando eres vencido por la pa­
sión, jactarte de haber vencido a un hombre.”
En los tres capítulos siguientes el santo hace una comparación en­
tre los caballeros laicos y los Templarios, desventajosa, desde luego,

186
para los primeros. El caballero laico se preocupa más de la exhibición
que de la utilidad en sus atavíos; se parece más a una dama de moda
que a un soldado que disfruta con la guerra. Además, las guerras en
que estos caballeros seculares suelen intervenir tienen por motivo la
venganza, o la vanagloria, o la adquisición de territorios; pero matar
o ser matado en estas guerras es igualmente dañoso para el alma.
Los soldados de Cristo, por el contrario, están igualmente seguros si
vencen o si caen luchando las batallas de su Salvador; pues no es
ningún pecado, sino un mérito y una gloria, el infligir o el sufrir la
muerte por Cristo. “¿Quién dirá que es ilegal para un cristiano recu­
rrir a la espada, cuando el precursor del Salvador no prohibió a los
soldados el uso de las armas, sino sencillamente les pidió que se con­
tentaran con su paga?” (Le 3, 14). Aquí el santo se opone a Orígenes
y a Tertuliano, que sostenían que la guerra y la profesión de las armas
estaban prohibidas a los cristianos. “Por consiguiente, desenvainad
ambas espadas, la espiritual y la material, y blandidlas en la cara del
enemigo, ‘hasta que derribéis toda eminencia que se ensalce contra el
conocimiento de Dios’ (1 Cor 9, 4-5), el cual es la fe cristiana, ‘no sea
que en cualquier momento digan los gentiles: ¿dónde está ahora su
Dios?’ (Ps 113, 2)... Y no es que se deba matar a los paganos si por
cualquier otro medio se puede evitar que persigan y opriman a los
fieles. Pero es mejor que sean destruidos y no que ‘la vara de los
pecadores se descargue sobre la multitud de los justos’, no sea que
‘los justos extiendan sus brazos a la iniquidad’ (Ps 124, 3).” El autor
procede luego a enumerar las virtudes de los Templarios : sus vidas
irreprochables, su obediencia, su sencillez y pobreza, su sobriedad, su
amor al trabajo, su respeto y estimación recíprocos, su poca afición a
los juegos y deportes, su discreción en el lenguaje y su horror a la
murmuración, su coraje invencible que no se detiene nunca a contar
al enemigo, su gentileza y su fiereza marcial que les hacen corderos
en la paz y leones en la guerra. Luego siguen nueve capítulos, cada
uno de los cuales trata de los objetos o lugares más sagrados de Pa­
lestina: el templo, Belén, Nazaret, el monte Olivet y el valle de Jo-
safat, el Jordán, el Calvario, el Santo Sepulcro, Bethfage, Betania. Son
realmente nueve bellas meditaciones, que rebosan de los pensamientos
que habían de ocupar las mentes de los Templarios al contemplar las
diferentes escenas consagradas por los sufrimientos y trabajos del
Salvador.
Estas palabras del gran abad resonaron en toda la cristiandad, con­
firiendo súbita fama a Payens y sus seguidores. ¡Caballeroso Hugo,
tu larga y penosa prueba ha terminado! La maldición de esterilidad,

187
J. uuu 1

la sombra de la extinción se aleja de tu instituto. En adelante tu di­


ficultad consistirá en hacer frente a la avalancha de ansiosos reclutas
de la nobleza de todo país cristiano. Tus caballeros blancos llegarán
a ser el terror de los sarracenos y su estandarte el más honrado de
Europa. Durante dos siglos aguantarán los embates de las guerras
santas, rechazando con desesperado valor, a costa de veinte mil muer­
tos, la marea creciente del islamismo que amenazaba de año en año
con reventar sus diques y barrer irresistiblemente a toda Europa. Y
luego, luego tendrán la dura compensación de la prisión, el potro y
la estaca, cuando su principal crimen era la posesión de riqueza y su
principal acusador un monarca codicioso.
Los Templarios comprendían cuatro clases de personas: los caba­
lleros, que formaban la caballería pesada; los sargentos, o caballería
ligera; los granjeros, a quienes se les encomendaba el cuidado de
las cosas temporales, y los capellanes, que atendían las necesidades
espirituales de sus hermanos. Tenían el privilegio singular de estar so­
metidos directamente a la Santa Sede y de ser completamente inde­
pendientes de cualquier otra autoridad, eclesiástica o civil. Esta ven­
taja y la riqueza que rápidamente acumularon en sus manos, así como
la gloria ganada en la guerra, originaron una considerable cantidad
de envidiosa oposición. Sin embargo, la Orden continuó disfrutando
de una prosperidad sin precedentes hasta comienzos del siglo xiv.
En esta época reinaba en Francia Felipe el Hermoso. La codicia era
su obsesionante pecado, y el rey lanzó una codiciosa mirada sobre
los extensos bienes que los Templarios habían ganado con la espada
o adquirido por donación. Deseaba tener aquella riqueza, bien fuera
valiéndose de medios justos o de medios injustos. Algunos miembros
degradados fueron inducidos a acusar a sus hermanos de delitos con­
tra la fe y la moral, y basándose en esta acusación el monarca ordenó
el arresto en el mismo día, 13 de octubre de 1307, de todos los ca­
balleros blancos de su reino. Como no había verdaderas pruebas con­
tra ellos, se les sometió a la tortura para obligarles a confesar. Muchos
murieron en el tormento y otros muchos se reconocieron culpables
como único medio de verse libres del dolor; más tarde se retractaron
de sus confesiones, por lo cual se les quemó vivos en número de 54,
el 12 de mayo de 1310. Todo esto no sólo sin la autorización del
papa Clemente V, sino a pesar de sus enérgicas protestas. El Papa,
por fin, suspendió los poderes de los inquisidores de Felipe y abrió
una encuesta por su cuenta que se extendió a todos los países cris­
tianos. En Portugal, España, Alemania, Italia y Chipre la fama de
los Caballeros Templarios fue triunfalmente reivindicada. Sea lo que

188
SAN BERNARDO

fuere lo que se pueda decir de algunos individuos aislados, la Orden


resultó inocente de las acusaciones presentadas contra ella. Este fue
el fallo del Concilio general de Viena, el 16 de octubre de 1311, en el
cual la mayoría de los padres votaron por la continuación de la Or­
den. Pero Clemente, considerando que con tanta oposición y sospecha
la Orden de los caballeros blancos, a pesar de ser inocente, no podía
ser por más tiempo útil a la Iglesia, decretó su disolución, no como
castigo, sino como medida de prudencia política.

Disgusto con Roma

El Concilio de Troyes no fue el único ilustrado por la sabiduría


de Bernardo en esta época. También acudió, contra su voluntad, a los
de Arrás, Chalons, Cambray y Laon. Las enérgicas medidas adopta­
das por estas asambleas señalan claramente su influencia. El Concilio
de Arrás, celebrado en mayo de 1128, ordenó la dispersión de una
comunidad religiosa que se había vuelto incorregiblemente licenciosa;
en Chalons, el obispo de Verdun, acusado de simonía y mala admi­
nistración, fue obligado a dimitir el cargo; en Cambray, el abad Ful-
bert del Santo Sepulcro tuvo que presentar su dimisión. La gente
atribuyó estas severas medidas al abad de Clairvaux, como si él solo
fuera responsable. Esto, desde luego, produjo no poca amargura y
resentimiento contra él por parte de los castigados por los concilios.
Se le denunció a Roma como entremetido oficioso, como un hombre
de proyectos ambiciosos, aficionado a aparecer en público. Como el
papa Honorio se encontraba entonces en su lecho de muerte—murió
el 14 de febrero de 1130—el cardenal Haimeric, canciller de la Santa
Sede, le envió, en nombre del Sagrado Colegio, una durísima repri­
menda. La carta del cardenal no ha llegado a nosotros, pero podemos
hacernos una idea de su contenido basándonos en la contestación de
Bernardo. Nos parece que la comparación del santo abad a una in­
munda rana (que sale del pantano para perturbar la paz del mundo
con su ronco croar) no es realmente de Haimeric, sino de Bernardo.
El canciller seguramente no habría pensado nunca en emplear un len­
guaje tan insolente con un hombre a quien amaba y estimaba. Y que
él estimaba y amaba al abad de Clairvaux es evidente a juzgar por
los términos en que el santo se dirige al canciller en una petición del
año 1126 en favor de los monjes benedictinos de San Benigno de
Dijon. “Mis amigos—escribe Bernardo—saben lo mucho que me
amáis, y empezarán a envidiarme la felicidad que disfruto si intento

189
AILBE J. LUDDY

guardar para mí solo todos los beneficios de vuestra amistad. Muy


queridos para mí son los monjes de Dijon: deseo que les hagáis ver
que el amor no es estéril, bien sea el vuestro por mí o el mío por
ellos, en tanto en cuanto sea compatible, desde luego, con las exi­
gencias de la justicia, contra la cual sería ilícito el pedir algo incluso
para un amigo.” Fue al canciller también a quien Bernardo había
dedicado su tratado sobre El amor de Dios. Por consiguiente, tene­
mos que deducir que la carta de reprensión estaba, por lo menos, re­
dactada cortésmente: a duras penas se puede negar la severidad del
tono empleado, aunque expresase no tanto las opiniones del propio
escritor como las de sus hermanos-cardenales. Bernardo contestó mo­
destamente, en verdad, pero no por ello sin dignidad y energía, pues
aquí no se trataba de la propia defensa, sino de vindicar los actos
de los concilios provinciales, algunos de los cuales fueron presididos
por el cardenal legado Mateo.
“¿Es que—exclama—incluso los pobres y sin recursos tienen que
encontrar oposición a causa de la verdad? ¿Es que no hay refugio
contra la envidia ni siquiera en la propia miseria? ¿Debería apesa­
dumbrarme o gloriarme por el hecho de que yo, incluso yo, me he
buscado enemigos por hablar la verdad? ¿O diría más bien: por ha­
blar la verdad, o por obrar de acuerdo con ella? A vos corresponde
determinar quién, contra los mandatos de la ley, insulta a los sordos
(Lev 19, 14) y a despecho del profeta llama al bien mal y al mal bien
(Is 5, 20).”
A continuación señala los delitos de que es acusado: la destitu­
ción del obispo de Verdún, la destitución del abad Fulberto y la su­
presión del convento de San Juan. Considera que no ha merecido nin­
guna reprensión por estos actos, y ello por dos motivos: primero, por­
que los actos en cuestión, lejos de ser censurables merecen más bien
alabanza; segundo, porque él no realizó estos actos. “Si son míos he
merecido alabanza, si no lo son, no he merecido censura...; la repren­
sión inmerecida no me preocupa mucho, la alabanza no merecida no
la acepto. Me es indiferente lo que juzguéis acerca de estas medidas
de las cuales no soy autor. Por una de ellas (la destitución del obispo),
la gente puede alabar si quiere o reprender si se atreve al cardenal
legado; por la otra (la destitución de Fulberto), al obispo de Reims;
por la tercera (la supresión del convento), al arzobispo de Sens con
el obispo de Laon y al rey, así como a otras venerables personas, que
no rechazarán la responsabilidad por lo que han hecho... ¿Es la úni­
ca acusación contra mí que estuve presente, en vez de permanecer en
casa en la oscuridad donde podría haber sido juez, fiscal y árbitro tan

190
SAN BERNARDO

sólo de mí mismo? No niego que estuve presente en estos concilios,


pero estuve presente a la fuerza, no por mi libre voluntad. Si esto ha
desagradado a mis amigos, ha sido igualmente desagradable para mí.
¡Ojalá no hubiera ido alh'! ¡Ojalá no tenga que ir nunca otra vez!
Odio el meterme en asuntos que no me afectan particularmente. Pero
a pesar de esto me arrastran a ellos. Ahora bien, señor cardenal, no
hay nadie de quien pueda esperar más razonablemente la emancipa­
ción de esta tiranía que de vos mismo. Vos tenéis el poder, como lo
supe siempre, y vos tenéis la buena voluntad, como lo he descubierto
últimamente. Me alegra saber que vos estáis disgustado por haberme
metido en asuntos que no pertenecen a los monjes. Con ello mostráis
vuestra prudencia y también vuestra amistad hacia mí. Por consi­
guiente, haced que tanto vuestra voluntad como la mía sean satisfe­
chas. Prohibid a estas ranas ruidosas y desconsideradas abandonar
sus pantanos en el futuro. Que su croar no se oiga por más tiempo
en las salas de concilio de los obispos, ni en los palacios de los reyes.
Quizá así vuestro amigo podrá librarse de la acusación de presun­
ción. Sin embargo, yo no sé cómo me he hecho reo de este delito,
pues me había decidido a no dejar nunca el monasterio salvo para los
asuntos de la Orden, o por mandato del legado de la Santa Sede, o
de mi diocesano, a ninguno de los cuales puedo desobedecer en con­
ciencia excepto en virtud de un privilegio procedente de una autori­
dad superior. Si vuestra eminencia tiene la amabilidad de conseguir
para mí ese privilegio, entonces, indudablemente, disfrutaré yo mismo
de la paz y dejaré en paz a los demás.”

191
CAPITULO XV

EL AMOR DIVINO

Doctor del Santo Amor

Fue al parecer durante la enfermedad que el santo alegó como


excusa para no acudir al Concilio de Troyes cuando compuso dos
tratados de gran importancia, el libro sobre El amor de Dios y el
libro sobre La gracia y el libre albedrío. El primero lo escribió a pe­
tición del cardenal Haimeric, como lo vemos en el prólogo. “Vos
estáis acostumbrados a pedirme oraciones, no la solución de dificul­
tades teológicas, pero en verdad tan sólo tengo muy poca competen­
cia para ambas. Sin embargo, estoy obligado a las primeras por mi
profesión de monje, sea cual fuere mi trabajo; mientras que por lo
que se refiere a la última, me encuentro carente de las dos cualidades
más esenciales, a saber: laboriosidad y poder de comprensión. Pero
todavía es una satisfacción el que os contentéis con una compensación
espiritual por unos favores materiales, aunque debierais haberos diri­
gido a alguien más competente. Sin embargo, como estas excusas
suelen darse lo mismo por los doctos que por los ignorantes, de for­
ma que no es fácil saber, a no ser por la prueba del trabajo enco­
mendado, cuándo procede la excusa de modestia y cuándo la de
verdadera falta de destreza, aceptad lo que os puedo ofrecer de mi
indigencia, no sea que por quedarme en paz pase por filósofo. No
prometo encontrar una solución a todas las cuestiones que me habéis

192
SAN BERNARDO

propuesto. Trataré solamente de la que se refiere al amor de Dios y


os daré la contestación que Él se digne inspirarme. He elegido este
tema porque tiene un sabor más dulce que todos los demás, porque
se puede estudiar con más seguridad y aporta además un mayor pro­
vecho al que escucha o al que lee. Por lo que se refiere a las otras
dificultades vuestras, tendréis que dirigiros a alguien más estudioso
que os las conteste.”
Este pequeño prólogo es una inconsciente alabanza de la rara mo­
destia del autor, pues con toda seguridad “la prueba del trabajo en­
comendado” y realizado no mostró que su “excusa procedía de falta
de destreza”. La obra fue recibida inmediatamente como una obra
maestra; los jueces posteriores no han discrepado en su veredicto de
los contemporáneos del santo.
“En este libro—escribe el ilustre Mabillon—, el predicador más
santo y el doctor del amor divino explica exacta y tiernamente el ori­
gen, los motivos, la medida, los grados y la obligación de dicho amor...
Aunque es una de las primeras obras de Bernardo, difícilmente ha­
brá otra más digna de su autor, o más útil para la religión.” Un crítico
muy competente de nuestros tiempos, el doctor Edmundo G. Gardner,
le llama “el libro más sencillo del misticismo medieval. Esos grados
complicados o grados de ascensión—continúa—•, esa escalera de varios
escalones por los cuales sube el alma a unirse con Dios, tales como
San Buenaventura y los Victorinos construyeron y elaboraron, se ar­
monizan evidentemente de un modo muy difícil con nuestras ideas
normales de lo que significa la experiencia religiosa. Los cuatro grados
de amor de Bernardo son convincentes por su sencillez; hablan por
sí mismos y necesitan muy poca explicación”.
Hay además otra cosa que da a esta obra un carácter único entre
las composiciones de su clase, a saber, la nota personal. San Ber­
nardo, al parecer, no poseyó, o por lo menos no usó, ese poder que
admiramos en otros teólogos, tales como Santo Tomás, San Alfonso
y San Francisco de Sales, de separarse de su tema, haciéndolo com­
pletamente objetivo para el autor y examinándolo de esta forma con
apartamiento científico y con fría imparcialidad. El santo no podía
aislar su inteligencia de sus emociones, de forma que el sentimiento
es en él completamente inseparable del pensamiento. Cuando razona
sobre los atributos divinos, sus argumentos están sembrados de ar­
dientes actos de amor, alabanza y adoración; no puede estudiar el
pecado sin expresar el horror y la repugnancia que le produce; y si
quiere estimar el valor y la extensión de los sufrimientos de Cristo,
le es difícil calibrarlos porque su corazón estalla de tristeza y sus oios

193
S. BERNARDO.—13
AILBE J. LUDDY

están cegados por las lágrimas. Este método acaso no se acomode


tan bien a la investigación o a la exposición científica, pero es más
cálido y más humano.
El primero de los quince capítulos se abre con una pregunta:
“¿Deseáis, entonces, aprender de mí por qué motivo y en qué medida
tiene Dios que ser amado? Os lo diré: el motivo adecuado para
amar a Dios es que Él es Dios, la medida en que se Le ha de amar
es amarle sin medida. ¿He dicho bastante? Sí quizá para los sabios.
Pero puesto que ‘soy deudor de los ignorantes’ (Rom 1, 14) también,
tengo que intentar acomodar a su capacidad lo que es suficiente­
mente claro para los más inteligentes. Por consiguiente, en beneficio
de los cortos de ingenio con mucho gusto me repetiré de un modo
más extenso y en un lenguaje más claro. Digo, por tanto, que hay
dos razones por las cuales Dios debe ser amado: porque nadie tiene
mayor derecho a nuestro amor y porque nadie puede ser amado con
mayor ventaja. Cuando se pregunta: ¿Por qué debemos amar a Dios?,
la pregunta se puede entender en cualquiera de estos dos sentidos.
Pues podemos dudar de si significa: ¿por qué título ha de ser Dios
amado?, o, ¿con qué ventaja para nosotros? Sin embargo, a las dos
preguntas daría yo la misma contestación: puedo ver solamente un
motivo digno de amar a Dios, y es: porque Él es Dios. Consideremos
en primer lugar su derecho a nuestro amor. Él ciertamente tiene un
poderoso título contra nosotros, puesto que, sin el menor mérito por
nuestra parte, Él se ha dado a nosotros. ¿Qué mayor don podía Dios
habernos otorgado? En consecuencia, si la pregunta: ¿por qué mo­
tivo debería Dios ser amado?, es equivalente a ésta: ¿qué título tiene
Dios a nuestro amor? Aquí está el principal motivo: ‘porque Él nos
ha amado primero’ (1 loh 4, 10). Seguramente Él merece que Le ame­
mos en compensación, particularmente cuando nos acordamos de quién
es este Amante y cuáles son los objetos amados y en qué grado Él
nos ha amado. ¿Pues quién es Él? ¿No es Él el mismo a quien todo
espíritu confiesa: ‘Tú eres mi Dios, pues Tú no tienes necesidad de
mis bienes’? (Ps 15, 2). Y este amor de la Divina Majestad por sus
criaturas es verdadera caridad, porque Él ‘no buscó Su interés’
(1 Cor 13, 5). Pero ¿cuáles son los objetos de una caridad tan des­
interesada? Escuchad a San Pablo: ‘Cuando todavía éramos enemi­
gos, nos reconciliamos con Dios’ (Rom 5, 10). Por consiguiente, Dios
nos amó sin ningún mérito por nuestra parte, nos amó cuando éramos
sus enemigos. ¿Y en qué grado nos ama Él? Dejemos que conteste
San Juan: ‘Dios amó tanto al mundo que dio Su único Hijo’
(loh 3, 16). Oíd también al doctor de las naciones: ‘Quien no con­

194
SAN BERNARDO

servó ni siquiera a Su propio Hijo, sino que lo entregó para todos nos­
otros’ (Rom 8, 32). Y el Hijo dice de Sí mismo: ‘Ningún hombre
tiene mayor amor que aquel que entrega su vida por sus amigos’
(loh 15, 13). Es de esta manera como el Justo ha merecido el amor
de los impíos, el Más Alto de los más bajos, la Omnipotencia de la
debilidad. Sí, diréis, Él ha hecho todo esto por los hombres, pero no
por los ángeles. Es cierto, pero los ángeles no tenían la misma ne­
cesidad. El que libró a los hombres de su desesperado apuro, evitó a
los ángeles un aprieto semejante. El que por amor permitió a los
hombres elevarse de la miserable condición en que habían caído,
con igual amor impidió que los ángeles cayesen en la misma condi­
ción.” Pero como la doctrina de la redención no es conocida por
todos, por miedo de que alguien pudiera pensar que los motivos y el
deber de amar a Dios pertenecen exclusivamente a los que tienen la
luz de la revelación, el santo doctor procede a demostrar la obliga­
ción de la caridad partiendo de la razón y de la ley natural. Después
de un extenso estudio, dice: “Repitiendo brevemente lo que he dicho
antes: ¿dónde podemos encontrar, incluso un infiel, que no sepa que
sus necesidades corporales, es decir, el alimento que le sustenta, la
luz que le permite ver y el aire que respira le son dados durante su
existencia mortal solamente por el creador ‘que da alimento a todos
los vivos’ (Ps 135, 25), ‘que hace que el sol se levante sobre los
buenos y los malos y que caiga la lluvia sobre los justos y los in­
justos’? (Mt 5, 45). ¿Y hay uno solo, incluso entre los impíos, que
crea que la dignidad que brilla tan esplendorosamente en el alma
humana tiene otro autor que El que dijo: ‘Hagamos al hombre a
Nuestra imagen y semejanza’? (Gen 1, 26). Otro bien del hombre es
el conocimiento; pero ¿puede haber ninguna duda de que éste ha
sido comunicado por el ‘que enseña al hombre la ciencia’, como dice
el Salmista? (Ps 93, 10). Y con respecto a la bondad de la virtud:
¿quién cree que ha sido dada o espera obtenerla sino por la bondad
del ‘Señor de las virtudes’? (Ps 23, 10). Por consiguiente, Dios tiene
derecho a ser .amado por Su propia causa incluso por el infiel, el
cual, aunque ignora a Cristo, se conoce a sí mismo; y en consecuencia,
es inexcusable todo infiel que no ama al Señor su Dios con todo su
corazón, con toda su alma y con toda su fuerza. Pues aquella ley
innata, conocida por la ley de la razón natural, le dice interiormente
que está obligado a amar con todo su ser a Aquel a quien, sin oue
le quepa duda, le debe todo su ser. Sin embargo, es difícil, o más bien
imposible, para cualquier hombre, por su propio esfuerzo y sin ayuda
ajena o por las facultades naturales de la inteligencia y voluntad,

195
AILBE J. LUDDY

usar los dones conferidos por Dios de acuerdo enteramente con la


voluntad de Dios y no usar mal de ellos por orientarlos erróneamente
hacia su propia voluntad, o poseyéndolos como si le pertenecieran
exclusivamente.”
Sin embargo, aunque los motivos para amar a Dios que se pueden
conocer por la razón natural son ampliamente suficientes para dar
origen a una obligación estricta, no son nada si los comparamos con
los revelados por la fe. “Los cristianos se dan cuenta de lo evidente
que es su necesidad de ‘Jesús Crucificado’ (1 Cor 2, 2). Y mientras
admiran y reconocen agradecidos que su caridad ‘sobrepasó toda com­
prensión’ (Eph 3, 19), consideran que es una vergüenza no darse por
completo como una compensación pequeña e inadecuada por tanto
amor y condescendencia. En consecuencia, ellos aman fácilmente más
que otros hombres, porque entienden que han sido amados más que
otros hombres: pero ‘a quien se le ha dado menos ama menos’
(Le 7, 47). Ciertamente, ni los judíos ni los paganos pueden nunca
sentir esos dardos de amor que atraviesan el corazón de la Iglesia y
le obligan a exclamar: ‘Estoy herida de amor’, y también: ‘Sostened­
me con flores, rodeadme de manzanas porque languidezco de amor’
(Cant 2, 5). No es extraño, pues ella ha visto ‘al rey Salomón con
la diadema con que su madre le ha coronado’ (Cant 3, 1); ella ha
visto al Unico Engendrado por el Padre llevando su cruz; ella ha
visto al Señor de la Majestad cruelmente azotado y escupido; ella
ha visto al Autor de la vida y la gloria atravesado con clavos, herido
con una lanza, ‘saturado de reproches’ (Lam 3, 30) y, finalmente,
entregando su querida vida por sus amigos. Ella ha visto todo esto
y, atravesada por la lanza del amor, exclama: ‘Sostenedme con flores,
rodeadme de manzanas porque languidezco de amor’. Estas son las
granadas que la Esposa, introducida en el jardín de su Amado, ha
arrancado del árbol de la vida; ellas tienen el gusto del pan del cielo,
pero el color de la Sangre de Cristo. Ella ha presenciado también
la muerte de la muerte y la derrota de su autor, el diablo. Ella ha
visto la cautividad conducida cautiva del limbo a la. tierra y de la
tierra al paraíso (Eph 4, 8), ‘a fin de que en el nombre de Jesús toda
rodilla de los que están en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra,
se doble’ (Phil 2, 10). Finalmente, ella contempla la tierra, que como
resultado de la antigua maldición, producía sólo espinas y cardos
(Gen 3, 18), cubierta de nuevo de flores y frutos debido a la gracia
de la nueva bendición.” Si, por consiguiente, el mismo pagano está
obligado a amar a Dios, Fuente de su ser y de todo su bien hasta el
máximo de su capacidad: “¿Qué debería ser mi amor, desde el mo-

196
SAN BERNARDO

mentó en que contemplo en mi Dios no solamente al gratuito Do­


nante de la vida, al más generoso Proveedor, al dulce Consolador, al
solícito Legislador, sino también al generoso Redentor, al Conserva­
dor eterno, al Donante de riqueza y gloria inmortales? Del Redentor,
leo: ‘Con Él hay plena redención’ (Ps 129, 7); del Conservador:
‘Él no abandonará a sus santos, que serán conservados eternamente’
(Ps 36, 28); del Donante de riquezas: ‘Una medida buena, apretada,
colmada, rebosante, será derramada en vuestro seno’ (Le 6, 38);
del Donante de gloria: ‘Los sufrimientos de esta época no son dig­
nos de compararse con la gloria venidera que será revelada en nos­
otros’ (Rom 8, 18). Si debo a mi Dios todo lo que soy por haberme
creado, ¿cómo le pagaré por haberme redimido? Además, mi reden­
ción no ha sido tan fácil como mi creación. Con respecto a todas las
criaturas, ‘Él habló y fueron hechas’ (Ps 148, 5); pero el redimirme
a mí solo exigió muchas palabras y muchos hechos maravillosos y
además muchos crueles sufrimientos y amargas humillaciones. Oh,
‘¿qué le daré al Señor por todas las cosas que Él me ha dado?’
(Ps 115, 12). En la creación Él me dio a mí mismo, en la redención
Él me dio a Sí mismo, y al mismo tiempo me recuperó para mí mis­
mo. Por consiguiente, yo me debo doblemente a Él. Pero ¿qué voy a
darle como compensación por el presente de Sí mismo? ¿Qué es
todo lo que tengo y soy multiplicado por millones de millones de
veces en comparación con Dios?”
Luego viene la pregunta: ¿quiénes son los que, incluso en la vida
presente, encuentran tranquilidad y consuelo en el pensamiento de
Dios? Evidentemente, no aquellos de quienes se dijo: “Ay de ti que
eres rico, pues ya tienes tu consuelo.” (Le 6, 24). No, sino los
apartados y los pobres de espíritu. Son sólo aquellos que pueden decir
con el Salmista: “Mi alma se negó a ser consolada”, es decir, con
consuelos terrenales: son sólo aquellos que tienen la experiencia ex­
presada en las siguientes palabras: “Yo recordé a Dios y me sentí
encantado.” (Ps 76, 3-4). “Pues es muy justo que el pensamiento de
la felicidad futura deba estar siempre a mano para consolar a los
que no se deleitan con las cosas terrenales y que los que rechazan
los consuelos que las riquezas mundanas otorgan se alegren con la
esperanza de los bienes de la eternidad. Por consiguiente, para el alma
que busca la presencia de Dios y suspira por ella, el pensamiento
de Él es siempre real y siempre dulce; no tan dulce, sin embargo,
como para satisfacerla plenamente, pues este placer se da solamente
para agudizar su apetito y para hacerlo ansiar con mayor ardor aquel
bien en el cual, tan solo, se puede encontrar la saciedad. Esto es lo

197
AILBE J. LUDDY

que Cristo, alimento divino, testimonia de Sí mismo: ‘Los que Me


coman tendrán todavía hambre’ (Eccli 24, 29). Sin embargo: ‘Bien­
aventurados (incluso ahora) los que tienen hambre y sed de justicia,
pues (más pronto o más tarde) ellos serán hartos’ (Mt 5, 6).
"Entonces ya os dais cuenta en qué medida, más bien cuán incon­
mensurablemente, debemos amar a Dios, que nos ha amado primero
y de un modo ilimitado a pesar de la infinita distancia entre su gran­
deza y nuestra pequeñez. Somos amados por la Inmensidad, amados
por la Eternidad, amados por el Amor que excede a toda comprensión
(Phil 4, 7); somos amados por ese Dios ‘cuya grandeza no tiene fin’,
‘cuya Sabiduría es innumerable’ (Ps 144, 3; 146, 5) y ‘cuya paz está
más allá de toda comprensión’ (Phil 4, 7). ¿Y vamos a devolver un
amor tasado? ‘Te amaré, oh Señor, mi Fuerza, mi Sostén, mi Refu­
gio, mi Libertador’ (Ps 17, 2-3), además mi Todo lo que es bueno y
dulce y deseable. ‘Mi Dios y mi Ayuda’ (Ps 17, 3), te amaré de acuer­
do con tus presentes y mi fuerza, menos en verdad de lo que debería,
pero tanto como puedo: pues no puedo amarte tanto como debo ni
más de lo que puedo. Tendré poder de amarte más cuando Tú te
dignes otorgarlo, pero nunca podré amarte tanto como Tú te mere­
ces. ‘Tus ojos han visto mi indigencia’, sin embargo, ‘en tu libro
estarán todos inscritos’ (Ps 138, 16), es decir, todos los que te aman
como pueden aunque no pueden amarte como deben.
"Creo que ya he explicado suficientemente de qué forma y con
qué títulos Dios debe ser amado. Cuánto Él merece ser amado, esto
no lo puede expresar ninguna lengua ni concebir ninguna mente.”
Llegamos ahora a la segunda pregunta: ¿qué ventaja obtenemos
con nuestro amor a Dios? “Habiendo hablado del título de Dios a
nuestro amor, no en verdad de una manera digna, sino como su gra­
cia me lo permitió, queda por hablar acerca de la recompensa de
nuestro amor, también de acuerdo con la medida de su gracia auxi­
liadora. Pues Dios no es amado sin recompensa, aunque Él debería
ser amado sin esperar ninguna recompensa. La verdadera caridad no
puede ser infructuosa, aunque no sea una sierva, pues ella ‘no busca
su propio interés’ (1 Cor 13, 5). Es un afecto, no un contrato: ni se
gana ni ella busca ventaja con el regateo. Se otorga libremente y deja
en libertad a su poseedor. El verdadero amor se contenta consigo mis­
mo. Tiene, en verdad, su premio, pero no es distinto en nada del
objeto amado. Pues siempre que parece que amáis algo por causa de
alguna otra cosa, el objeto de vuestro amor es solamente esa cosa a
la que vuestro deseo tiende últimamente, no aquella a través de la
cual tiende a su fin. Así, Pablo no predicaba para comer, sino que

198
SAN BERNARDO

comía para predicar, demostrando con ello que amaba no el alimento,


sino el Evangelio. El verdadero amor no busca, aunque lo merezca,
un premio. El premio prometido a la esperanza es ganado por el
amor y otorgado a la perseverancia. No empleamos los premios o
las promesas para inducir a los hombres a que hagan lo que les gusta
hacer. Mucho menos quien ama a Dios busca fuera de Dios la re­
compensa de su amor. Ahora bien, si él busca algo fuera de Dios,
es eso, sin duda alguna, y no Dios, lo que él ama.” Se nos perdonará
el que añadamos aquí algunos pasajes famosos sobre el mismo tema,
tomados del sermón número 83 sobre el Cantar de los Cantares, uno
de los cuales ha inspirado el capítulo más noble, según la opinión
general, de la Imitación de Cristo (III, V). “Se tiene que recordar tam­
bién que este Esposo no es solamente amante, sino el Amor mismo.
¿Se puede decir de Él igualmente que Él es el honor? Estáis en li­
bertad de creerlo así si os agrada, pero no hay para ello ningún texto
autorizado en la Sagrada Escritura. He leído en ella que ‘Dios es ca­
ridad’ (1 loh 4, 16), pero nunca que Él es honor o dignidad. Y no es
que Dios no demande honor, pues Él ha dicho: ‘Si yo soy Padre,
¿dónde está Mi honor?’ (Mal 1, 6). Pero es como Padre como Él habla
de esta manera. Si hablara en su condición de Esposo, creo que Él
emplearía distinto lenguaje y diría: ‘Si soy el Esposo, ¿dónde está
Mi amor?’ Pues Él ha hecho la misma pregunta en lo que se refiere
a la reverencia debida a Él como Señor: ‘Si soy Señor, ¿dónde está
Mi temor?’ (Mal 1, 6). Por consiguiente, Dios requiere que se le hon­
re como Padre, que se le tema como Señor, pero que se le ame como
Esposo. Ahora bien, entre estos diversos afectos, ¿cuál es el que pa­
rece sobresalir y ostentar la preeminencia? Indudablemente es el
amor. Pues sin amor ‘el temor tiene dolor’ (1 loh 4, 18) y el honor
no encuentra favor. El temor no es sino un esclavo hasta que ha sido
emancipado por el amor. Y el honor que no procede del amor me­
rece más bien ser llamado adulación que honor. Sólo a Dios se le
deben el honor y la gloria (1 Tim 1, 17), pero Dios se negará a aceptar
tanto el uno como la otra, a menos que estén endulzados con la miel
del amor. El amor es suficiente por sí mismo, agrada por sí mismo
y por su propia causa. El amor es mérito para sí mismo y es su
propia recompensa. El amor no exige ningún motivo, ni busca ningún
fruto fuera de sí mismo: su fruto es el propio goce de sí mismo.
Amo porque amo y amo por causa del amor. El amor es una gran
cosa si todavía retorna a su Principio, si es devuelto a su Origen, si
encuentra de nuevo su camino de regreso a su Fuente Principal, de

199
AILBE J. LUDDY

forma que le sea posible continuar fluyendo con una corriente in­
agotable (Eccli 1, 7).
"Entre todas las emociones, afectos y sentimientos del alma, el
amor se distingue en que sólo en su caso tiene la criatura el poder
de corresponder y compensar al Creador en calidad aunque no en
igualdad. Por ejemplo, si Dios tuviese que manifestar cólera contra
mí, ¿no es cierto que yo no debería contestarle con una exhibición
semejante de cólera? No, en verdad, sino que debería más bien temer
y temblar y suplicar clemencia. Similarmente, si él fuera a repren­
derme, yo, en vez de reprenderle, a mi vez, preferiría justificarme. Tam­
poco deberé pretender juzgarle cuando soy juzgado por Él, sino de­
beré más bien humillarme y adorar su justicia. El que me salva no
exige que le devuelva el favor salvándole. Tampoco el que nos
libera a todos tiene necesidad de ser liberado por nadie. Si Él decide
obrar como dueño, tengo que conducirme como criado; si Él manda,
estoy obligado a obedecer sin tener derecho alguno a exigirle una
compensación en forma de servicio o de obediencia. Pero considerad
cuán diferente es el caso en lo que se refiere al amor. Pues cuando Dios
me ama, Él no desea otra cosa sino ser amado por mí: Él me ama
a fin de que yo le ame, porque Él sabe bien que todos los que le aman
encuentran en este mismo amor su alegría y su felicidad.
”Oh, el amor es, en verdad, una gran cosa. Pero tiene grados de
grandeza. En lo más alto de estos grados se encuentra el amor de
la Esposa. Los hijos aman también, pero lo hacen con vistas a la he­
rencia; el pensamiento de perderla les hace sospechar de todo y es
la causa de que miren con más temor que afecto a Aquel de quien
esperan recibirla. Por mi parte, miro con sospecha ese amor que pa­
rece estar sostenido por la esperanza de cualquier otra recompensa
que no sea una retribución de amor. Este amor es débil; languidece,
e incluso muere, si acontece que se retira de él su esperanza. Es un
amor impuro, puesto que codicia algo que es extraño a su propia
naturaleza. El amor puro no es nunca mercenario. El amor puro no
toma nada prestado de la esperanza y, sin embargo, no sufre nada
que venga de la desconfianza. Este es el amor peculiar hacia la Es­
posa y la que es Esposa lo es solamente por esto. El amor es la única
dote y la única esperanza de la Esposa. Le basta con esto. Con esto
solo se contenta el Esposo. Él no exige nada más, tampoco tiene ella
ninguna otra cosa que dar. Es este amor el que le hace a Él su Esposo
lo mismo que le hace a ella su Esposa. Pertenece exclusivamente al
Esposo y a la Esposa y nadie más, ni siquiera los hijos, pueden com­
partirlo. El Padre dice a los hijos: ‘¿dónde está Mi honor?’, no ¿dón­

200
SAN BERNARDO

de está Mi amor?’ Pues el Esposo preserva para la Esposa su prerro­


gativa. Además, se manda a los hijos honrar padre y madre, pero no
se les dice nada acerca del amor; no porque los padres no deban ser
amados por sus hijos, sino porque muchos hijos se sienten más incli­
nados a tratar a sus padres con respeto que con amor. Es verdad, ‘el
honor del Rey requiere sabiduría’ (Ps 98, 4), pero el amor del Es­
poso, o más bien del Esposo que es Amor, no requiere de su Es­
posa nada más que una compensación de amor y lealtad. Por con­
siguiente, que ella, tan amada por Él, tenga cuidado de corresponder
a su amor. ¿Cómo puede ella, en verdad, dejar de amar siendo una
Esposa y la Esposa del Amor? ¿O cómo es posible que el Amor no
sea amado?
”Por consiguiente, es justo que la Esposa, renunciando a todos los
demás sentimientos, se abandone sin reservas tan sólo al amor, puesto
que en el intercambio de amor ella tiene que corresponder a un Es­
poso que es el Amor mismo. Pues aun cuando todo su ser ha sido
fundido y derramado en amor hacia Él, ¿qué es al fin y al cabo su
amor comparado con el incesante flujo de la propia Fuente del Amor?
El amor, ciertamente, no puede abundar igualmente en la que ama
y en el que es Amor, en el alma del hombre y en la Palabra de
Dios, en la Esposa y en el Esposo, en la criatura y en el Creador,
de la misma manera que tampoco el agua es poseída con la misma
abundancia por el que tiene sed que por el pozo que constituye su
fuente. ¿Y entonces? ¿Deberá la esperanza de la Esposa conseguir
las nupcias celestiales; deberán sus ansiosos deseos y su amor ardiente
y su confiada esperanza ser defraudados y perecer del todo porque
ella no puede seguir el paso de un gigante, o contender con la miel en
dulzura, o igualar la mansedumbre de un cordero, o rivalizar con la
pureza de un lirio, o emular el brillo del sol, o competir en amor con
El que es Caridad? Indudablemente, no. Pues aunque la Esposa
como criatura pura, es menos que su Creador y por ello ama menos
también, si ama con todo su ser, su amor es perfecto y no le falta
nada. Es el amor de esta clase el que constituye el matrimonio espi­
ritual del alma con el Verbo. Pues ella no puede amar de este modo
perfecto sin ser a su vez perfectamente amada, de forma que por el
consentimiento de las dos partes se completa y ratifica el matrimonio.
Quizá algunos duden respecto de si el alma es aventajada y sobre­
pasada por el Verbo en amor. Sin embargo, eso es completamente
cierto: Él la amó mucho antes de que ella empezara a amarle y Él
la ama mucho más de lo que ella puede amarle. ¡Oh, feliz la Esposa
que ha merecido ser favorecida con las bendiciones de esta excesiva

201
AILBE J. LUDDY

dulzura (Ps 20, 4)! ¡Feliz la esposa a la que se le ha otorgado el


sentir un abrazo de tan extraordinaria delicia! Este abrazo espiritual
no es otra cosa que un amor casto y sagrado, un amor muy dulce y
arrebatador, un amor perfectamente sereno y perfectamente puro, un
amor mutuo, íntimo y fuerte, un amor que une a dos no en un cuerpo,
sino en un espíritu, de acuerdo con el testimonio del apóstol: ‘El que
es unido al Señor es un sólo espíritu’ (1 Cor 6, 7).
”Es por esta perfecta armonía de voluntades por lo que el alma se
casa con el Verbo cuando, cabalmente, amando incluso como ella es
amada, se muestra ella misma acomodada por inclinación a Aquel a
quien ya está ella acomodada por naturaleza. En consecuencia, si
ella Le ama perfectamente, se ha convertido en su Esposa. ¿Qué pue­
de ser más dulce que esta conformidad? ¿Qué puede ser más desea­
ble que esta caridad por la cual, ¡oh, alma feliz!, no contenta por
más tiempo con los maestros humanos, te es permitido por ti misma
acercarte con confianza al Verbo, unirte a Él firmemente, interro­
garle familiarmente y consultarle en todas tus dudas con tanta au­
dacia en tus deseos como te lo permite tu inteligencia? Esta es, en
verdad, la alianza de un matrimonio sagrado y espiritual. Pero lla­
marla alianza es decir demasiado poco: es más bien un abrazo. ¿No
es cierto que tenemos un abrazo espiritual cuando los mismos gustos
y las mismas aversiones hacen un solo espíritu de dos? Tampoco hay
ocasión alguna de temer que la desigualdad de las partes cause algún
defecto en la armonía de voluntades, puesto que el amor no sabe nada
de reverencias. El amor es un ejercicio de cariño, no una exhibición
de honor. El honor se da por quien está asustado, asombrado, ate­
rrorizado, lleno de admiración. Pero ninguna de estas emociones se
da en el amante. El amor se basta por sí mismo. Sea cual fuere lo
que le acompañe, el amor subyuga y cautiva a todos los demás afec­
tos. En consecuencia, el alma que ama se limita a amar y no conoce
otra cosa sino el amor. El Verbo es, en verdad, un Ser que merece ser
honrado, que merece ser admirado y causar asombro; pero Él está
más contento con ser amado. Pues Él es el Esposo y el alma su
Esposa. Y entre un esposo y su esposa, ¿qué otra relación buscaríais
sino el lazo del amor mutuo?”
Se observará que el matrimonio espiritual de Bernardo parece te­
ner muy poco en común con el matrimonio espiritual descrito por
Santa Teresa en el último libro de su Castillo interior, bajo el nombre
de la Séptima Mansión. Aquí no hay ninguna mención en absoluto
de lo que la santa carmelita considera como concomitantes insepara­
bles de esta gracia culminante: locuciones interiores, recuerdo ininte-

202
SAN BERNARDO

irumpido, transformación de las facultades, visión permanente de la


Deidad, etc. Sin embargo, se puede hacer resaltar que Bernardo no
nos está dando aquí un relato de su propia alma, sino una serie de
instrucciones prácticas referentes a cómo debemos disponernos para
recibir los favores divinos. Él no dice al alma lo que hará Dios por
ella, sino solamente lo que ella tiene que hacer por Dios. Y después
de todo, ¿hay una perfección mayor para la criatura racional que la
perfecta conformidad de su voluntad con la de su Creador? San Juan
de la Cruz explica el matrimonio espiritual de una manera muy pare­
cida a la del abad de Clairvaux: “Consiste en una completa transfor­
mación del alma en el Amado... Cada uno de ellos se convierte en
la completa posesión del otro dentro de la perfecta unión del amor.”
(Cántico espiritual.)
Después de mostrarnos las sublimes alturas a que el amor puede
ascender, el santo abad vuelve a su punto de partida:
“Es cierto, por tanto, lo que dije al principio: la causa de
nuestro amor a Dios es Dios mismo. Sí, Él es la causa tanto eficiente
como final. Él da la ocasión, Él produce el afecto y Él corona el
deseo con bendita consumación. Su amor por nosotros excita y pre­
mia, a la vez, nuestro amor por Él. Él ‘es generoso para todos los
que Le invocan’ (Rom 10, 12); sin embargo, Él no tiene nada más
excelente que Él mismo. Él se ha dado para nuestro bien,
Él se reserva para premio nuestro, se ofrece como alimento de las
almas piadosas; se gastó a Sí mismo como rescate de los cautivosx.
‘Tú eres bueno, oh Señor, para el alma que Te busca’ (Lam 3, 25);
pero ¿Y Para el alma que te encuentra? Sin embargo, cosa maravi­
llosa, sólo puede realmente buscarte quien te ha encontrado. Tú de­
seas, por tanto, ser encontrado para ser buscado. Tú puedes, en
verdad, ser buscado y encontrado, pero no esperado. Pues aunque can­
tamos : ‘Por la mañana mi oración te prevendrá’ (Ps 87, 14), no puede
haber duda de que ninguna oración será ferviente a menos que haya
sido prevenida por tu inspiración. Habiendo hablado ya de la consu­
mación de nuestro amor, sólo me queda hablar de su origen.
”E1 amor es uno de los cuatro sentimientos nuestros: los otros
son el temor, la alegría y la tristeza. Puesto que es algo natural, debe-

1 “Se dedit in meritum, se servat in praemium, se apponit in refectione ani-


marum sactarum, se in redemptione distrahit captivarum.” Se dice que esta fra­
se sugirió a Santo Tomás la estrofa cuarta de su bello himno Verbum Su-
pernum:
Se nascens dedit socium.
Convescens in edulium,
Se moriens in pretium
Se regnans dat in praemium.

203
AILBE J. LUDDY

ría tender primordialmente al Autor de la naturaleza. Por consi­


guiente, el primer mandamiento, el más importante, dice: ‘Amarás
a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la inteligen­
cia’. Pero la debilidad y fragilidad de nuestra decadente naturaleza
pide que sea ella misma el primer objeto de nuestro amor. Este es
el amor carnal, por el cual el hombre se ama a sí mismo por su
propia causa, como está escrito: ‘Primero lo que es natural, luego
lo que es espiritual’ (1 Cor 15, 46). Este amor de sí mismo no está
impuesto por ningún precepto, sino establecido por la naturaleza.” “El
amor, por consiguiente, comienza en la carne, pero si está debidamente
dirigido, avanzará firmemente bajo la guía de la gracia hasta que por
fin encuentre la consumación en el espíritu.” Las relaciones con sus
semejantes amplían gradualmente las simpatías de un hombre, su
amor se extiende a los consocios de su naturaleza: se vuelve social
sin dejar por ello de ser carnal. Pero la naturaleza humana tiene mu­
chas exigencias y está expuesta a muchas aflicciones; lo mismo que
no puede darse la existencia, tampoco puede conservarla, “y el que
la hizo así la hizo así para que ella se acuerde constantemente de su
dependencia de Él, su Protector y Creador. Sí, el Hacedor del hom­
bre, en virtud de un profundo y saludable consejo, quiere que el hom­
bre sea probado en toda clase de tribulaciones, de forma que, cuando
toda ayuda humana ha fracasado y se vea que sólo Dios puede y
está dispuesto a socorrer, sea honrado el Creador por la criatura, de
acuerdo con lo que está escrito: ‘Recurre a Mí el día de tribulación;
Yo te liberaré y Tú me honrarás’ (Ps 49, 15). De esta manera el
hombre es conducido a amar a Dios con un amor puramente egoísta,
porque Él es útil, y por causa del propio hombre. Pero con frecuencia,
obligado por la aflicción a recurrir a Dios y experimentando con la
misma frecuencia Su bondad, ¿no tiene el hombre, al fin, que em­
pezar amarle por Su causa a la vez que por el propio interés, aun
cuando su corazón sea de hierro o de piedra? Pues debido a la ne­
cesidad de invocar frecuentemente la ayuda divina, el hombre ha
saboreado muchas veces y descubierto, a la vez, lo dulce que es el
Señor (Ps 33, 9). r
”Así es la dulzura divina, más bien que su propia necesidad, la
que le conduce en último término al amor puro de Dios. Ahora ama
a Dios, no porque Dios es bueno para él, sino porque Él es bueno
en Sí mismo. Y este es el tercer grado de amor, en virtud del cual
Dios es amado por su propia causa.” El amor en este grado no es, sin
embargo, completamente puro. Dios es amado por su propia causa en
verdad ; sin embargo, no es amado solo. En consecuencia, hay un

204
SAN BERNARDO

grado superior en el que “el hombre ni siquiera se ama a sí mismo,


a no ser por causa de Dios”; pero muy pocas almas alcanzan, sin
embargo, este grado en la vida presente, “a no ser quizá momen­
táneamente y a raros intervalos. Pues el perderte a ti mismo, por
así decirlo, como si ya no existieras, el estar completamente incons­
ciente de ti mismo, el vaciarte completamente de ti mismo y, en
cierto modo, aniquilarte: tal amor no pertenece al afecto humano,
sino más bien al estado de bienaventuranza sobrenatural. El llegar a este
estado equivale a deificarse. Lo mismo que una gotita de agua mezclada
con vino parece perder su propia naturaleza al adquirir el gusto y el
color del vino: lo mismo que el hierro metido en el fuego hasta el
rojo vivo parece haber tomado la misma naturaleza del fuego: lo
mismo que el aire inundado completamente por la luz del sol parece,
más que iluminado, la propia luz, así también todo sentimiento hu­
mano de los santos tiene que fundirse de algún modo inefable y que­
dar completamente absorbido dentro de la voluntad de Dios. Pues si
en el hombre queda algo que sea humano, ¿cómo puede estar todo
Dios en todo? (1 Cor 15, 28). La naturaleza humana, desde luego,
permanecerá sin alterarse en su esencia, pero se transformará eviden­
temente en belleza, gloria y poder. ¿Cuándo será esto? ¿Quién lo
verá? ¿Quién lo poseerá? ‘¿Cuándo vendré y apareceré ante el rostro
de Dios?’ (Ps 41, 3). Mi Señor y mi Dios, ‘mi corazón te ha dicho:
mi rostro te ha buscado; tu rostro, oh, Señor, buscaré yo’ (Ps 26, 8).”
Ningún mortal, por consiguiente, puede esperar alcanzar—al menos
en un estado permanente—este cuarto grado de caridad, solamente en
el cual se puede cumplir perfectamente el primero y el más grande
mandamiento de la ley: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu cora­
zón y con toda tu alma y con toda tu fuerza. “Pero ¿qué será de las
almas de los santos que han marchado de esta vida y están esperando
reunirse con sus cuerpos? Creo que ellas están absolutamente su­
mergidas y completamente perdidas en ese océano sin límites de eterna
luz y luminosa eternidad. Sin embargo, en tanto en cuanto sus volun­
tades están distraídas, por poco que sea, de Dios por el deseo de sus
cuerpos, es claro que ellas no han salido completamente de sí mis­
mas. En consecuencia, hasta que la muerte no ha sido transformada
en victoria (1 Cor 13, 54) y hasta que la ley perenne no ha invadido
y ocupado el reino de la oscuridad, incluso inundando la carne de
gloria inmortal, estas almas bienaventuradas no pueden ser absorbidas
enteramente en Dios.” Tenemos aquí la opinión, que se encuentra tam­
bién en otras varias partes de los escritos del santo y que está defen­
dida por muchos santos doctores, San Agustín, entre ellos: que aun­

205
AILBE J. LUDDY

que los bienaventurados disfrutan ya de la visión beatífica y tienen


su capacidad actual para el amor y la felicidad perfectamente col­
mada, esta capacidad aumentará después de la resurrección general,
de forma que entonces ellos amarán a Dios más y más bienaventura­
damente. Si ahora, así argumenta Bernardo, los santos desean unirse
con sus cuerpos, lo cual no lo puede dudar nadie, desean ellos algo
distinto de Dios: ¿entonces cómo puede estar todo Dios en todo?
Esta opinión es completamente ortodoxa y parece tomar algún apoyo
de la definición del Concilio de Florencia (1438): “Las almas de los
santos son ahora perfectamente felices, pero disfrutarán mayor felici­
dad después de la resurrección”, pues el deseo de que habla Bernardo
no encierra ningún elemento de descontento y en realidad no es nada
más que una limitación de la capacidad de amar.
Respecto del precepto de amor que el santo doctor (y santo To­
más y San Francisco de Sales de acuerdo con él) declara que es im­
posible de cumplir en la vida presente, encontramos lo siguiente en
su quinto sermón sobre el Cantar de los Cantares: “La caridad se
tiene que realizar de dos maneras: en acción y en sentimiento. Ahora
bien, en mi opinión, la ley de la caridad impuesta a los hombres, así
como el precepto terminante: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu inte­
ligencia’ afecta no a la caridad afectiva, sino a la caridad efectiva
o activa 2. ¿Pues quién podría obedecer el mandamiento si este se
refiriese al sentimiento? Por consiguiente, podemos suponer que la
caridad efectiva es prescrita como principio del mérito y la afectiva
otorgada como recompensa. Sin embargo, no niego que incluso en la
vida presente, por la gracia de Dios, podemos empezar y hacer algu­
nos progresos en la caridad afectiva. Mi tesis es que su perfección
y consumación pertenecen exclusivamente a la feliz vida futura.
¿Cómo entonces, permítaseme preguntar, pudo Dios haber echado sobre

2 San Francisco de Sales explica bellamente del modo siguiente la dife­


rencia entre estas dos clases de caridad: “Hay dos maneras de realizar nuestro
amor a Dios: una, afectiva, y la otra, efectiva o activa. Por la primera coloca­
mos nuestros afectos en Dios, y todo lo que Él ama se vuelve interesante para
nosotros; por la última seguimos a Dios y cumplimos lo que Él ordena. La pri­
mera nos une a la bondad de Dios; la última nos hace sumisos a su santa vo­
luntad. Por una se establece una especie de correspondencia entre nosotros y
Dios por medio de la comunicación de su espíritu con nuestras almas, de donde
surgen sentimientos de complacencia, de benevolencia, transportes, deseos, sus,
piros y ardores espirituales; la otra comunica solidez a nuestras resoluciones
y una fidelidad inviolable a nuestra obediencia, lo cual nos permite realizar
la voluntad de Dios, sufrir por Él, aceptar y abrazar todo lo que Él tenga a
bien ordenar. El amor afectivo concibe el trabajo; el amor efectivo lo hace
surgir, por así decirlo. Por el primero se centran en Dios nuestra felicidad y de­
licia ; por el último le servimos y obedecemos” (El amor de Dios, lib. VI, capí­
tulo I, pág. 223).

206
SAN BERNARDO

nosotros una obligación que nos es completamente imposible cum­


plir? Sin embargo, si insistís todavía en que el precepto de caridad se
refiere a la caridad de afecto, no lucharé con vuestra convicción,
siempre que estéis dispuestos a admitir que el mandamiento no ha sido
nunca ni será cumplido perfectamente por ningún simple mortal. ¿Pues
quién sería tan presuntuoso que pretendiese alcanzar una perfección
que estuvo más allá del alcance de San Pablo, como lo confesó al de­
cir: ‘Considero que yo mismo no la he alcanzado’? (Phil 3, 13). El
Divino Legislador sabía, desde luego, muy bien que la carga de esta
ley excedía a la fuerza humana. Pero Él juzgó provechoso para los
hombres el recordarles de esta manera su propia insuficiencia para que
al mismo tiempo aprendieran cuál es la perfección de la justicia para
cuya consecución se tienen que esforzar por todos los medios a su
alcance. Por consiguiente, al mandar lo que es imposible Él intenta
hacernos humildes, no declararnos transgresores, ‘para que toda boca
se calle y todo el mundo se sujete a Dios, porque por los méritos de
la ley ninguna carne será justificada ante Él’ (Rom 3, 19-20). Pues
al recibir el mandamiento y darnos cuenta de nuestra incapacidad y
de nuestro estado de pecado, gritaremos a los cielos y el Señor nues­
tro Dios tendrá misericordia de nosotros; y en aquel día conoceremos
‘que no por los méritos de la justicia que hemos hecho, sino por su
misericordia, Él nos salvo’ (Tit 3, 5).
”Así, hermanos míos, hablaría yo si estuviera convencido de que
la caridad ordenada es caridad afectiva. Pero, en verdad, el objeto de
la ley parece ser más bien la caridad efectiva. Esto resulta tanto más
evidente del hecho de que, después de decir: ‘Amad a vuestros ene­
migos’. el Señor añadió inmediatamente: ‘Haced bien a los que os
odian’ (Le 6, 27), lo cual se refiere evidentemente a la caridad en
acción. Y en otra parte leemos: ‘Si tu enemigo tiene hambre, dale de
comer; si tiene sed, dale de beber’ (Rom 12, 20). Aquí también, co­
mo podéis observar, hay una cuestión de amor, no de sentimiento,
sino de efecto. Pero escuchad una vez más al Señor cuando establece
la ley referente al amor de Sí mismo: ‘Si me amáis—dice Él—guardad
mis mandamientos’ (loh 14, 15). En este lugar, una vez más, al orde­
nar la observancia de los mandamientos, Él dirige evidentemente nues­
tra atención a los méritos de la caridad. Pero si el amor de que Él
está hablando fuera solamente una cuestión de sentimiento, sería segu­
ramente superfluo mencionar las buenas obras. Por consiguiente, es
en el mismo sentido en el que tenemos que entender aquel otro pre­
cepto que nos manda amar a nuestros semejantes como a nosotros
mismos, aunque esto no está expresado tan claramente. Y en cuanto

207
AILBE J. LUDDY

a vosotros, queridísimos hermanos, ¿no consideráis que se cumple


suficientemente el deber de caridad fraterna cuando habéis observado
completamente ese precepto de la ley natural que liga igualmente a
todo hombre: ‘No hagas a los demás lo que no quisieras que te ha­
gan a ti’ (Tob 4, 16); y también éste: ‘Por consiguiente, haz al pró­
jimo todo lo que quisieras que el prójimo te hiciera también a ti’?
(Mt 7, 12).
"Pero no quiero decir que debamos estar desprovistos de afecto
y que, con corazones duros y secos, no debamos ejercitar más que
las manos en las obras piadosas. Ni mucho menos. Entre los otros
delitos grandes y graves de que el apóstol acusa a los gentiles,
encuentro enumerado' también el siguiente: que ellos ‘no tenían
afecto’ (Rom 1, 31). Ahora bien, hay Nn afecto engendrado por la
carne; y hay un afecto que obedece a la regla de la razón; y hay un
afecto sazonado con la sal de la sabiduría. El primero es aquel del
que San Pablo declara: ‘No está sujeto a la ley de Dios, ni puede
estarlo’ (Rom 8, 7). Del segundo, el mismo apóstol da un testimonio
opuesto, pues es ‘el afecto que se conforma con la ley de Dios el que
es bueno’ (Rom 7, 16). Por consiguiente, estos dos tienen que diferir
entre sí, puesto que, respecto de la misma ley, el último está sujeto a
ella y el primero la desobedece. Pero mucho más alejado de cualquiera
de ellos es el tercero, que gusta y dice que ‘el Señor es dulce’ (Ps 33, 9),
extinguiendo así al primero y premiando al segundo. Pues el afecto
de la carne es placentero, pero vil; el afecto racional tiene fuerza sin
sabor, mientras que el afecto de sabiduría es untuoso y dulce. De
aquí que las buenas obras se realicen por el afecto de razón; y es
verdaderamente un amor de caridad, no de esa caridad emotiva que,
como se ha dicho, está sazonada y enriquecida con la sal de la sabi­
duría y que llena la mente con la ‘multitud de la dulzura de Dios’
(Ps 30, 20), sino la caridad que he llamado afectiva y operativa. Esta
en verdad todavía no refresca y deleita al alma con el delicioso amor
que acabamos de mencionar, pero inflama nuestros corazones con un
vehemente amor por ese amor. ‘No amemos con palabras o con la
lengua—dice el evangelista—, sino con actos y con la verdad’
(1 loh 3, 18).”
Las dos clases de caridad—afectiva y operativa—siguen cursos no
sólo diferentes, sino incluso opuestos. “La última prefiere amar lo que
es bajo, la primera prefiere lo que es alto. No se puede discutir, por
ejemplo, que en una caridad afectiva bien ordenada el amor de Dios
precede ah amor a nuestros semejantes; y, como entre los hombres,-lo
más perfecto es preferido a lo menos perfecto, el cielo es preferido

208
SAN BERNARDO

a. la tierra, la eternidad al tiempo, el alma al cuerpo. Pero la caridad


activa bien regulada se mueve en orden inverso, si no siempre, por
regla general. Pues nos sentimos apremiados con mayor solicitud y
nos ocupamos más frecuentemente de lo que concierne a nuestros
semejantes que de las cosas que pertenecen a Dios ; ejercitamos más
cuidado y asiduidad en ayudar al hermano enfermo que al que es
más fuerte ; por las leyes de la humanidad y por las propias necesi­
dades de nuestra condición estamos obligados a prestar más atención
a la paz de la tierra que a la gloria del cielo; estamos tan ocupados
con las preocupaciones de los asuntos temporales, que a duras penas
podemos dedicar un pensamiento a los intereses de la eternidad; las
necesidades del alma reciben poca consideración, mientras que estamos
casi continuamente atendiendo a las necesidades del cuerpo... ¿Quién
puede negar que en la oración conversamos con Dios? ¡Sin embargo,
cuán a menudo no estamos obligados a interrumpir y abandonar este
ejercicio por causa de los que necesitan la ayuda de nuestras palabras
u obras! ¡Cuán a menudo estamos obligados a cambiar, en interés
de la piedad, el reposo de la pía contemplación por el torbellino de
los asuntos mundanos! ¡Cuán a menudo, sin perjuicio para la con­
ciencia, dejamos a un lado nuestro libro espiritual para dedicarnos al
trabajo corporal! Este es el orden pedido por la verdad de la caridad
(operativa) mientras que la caridad de la verdad (afectiva) observa el
orden contrario. Pues es evidentemente exigido por la verdad de la
caridad que sean atendidos primero aquellos que se encuentran en
mayor necesidad; mientras que, por otra parte, la caridad de la ver­
dad se manifiesta cuando el afecto de la voluntad, sigue el mismo
orden que el juicio de la razón; pues es esa sabiduría por la cual
amamos y estimamos las cosas de acuerdo con la dignidad y el mérito
de cada una; de suerte que la que posee la más elevada perfección
intrínseca nos atrae más poderosamente, la que tiene menos, menos, y
la que posee la más baja perfección es la que menos nos atrae.”
En la carta a la comunidad de la Gran Cartuja, que forma los
cuatro últimos capítulos de su libro sobre El amor de Dios, nuestro
santo vuelve a describir muy breve y claramente sus cuatro grados
de amor humano. Primero un hombre se ama a sí mismo por su
propia causa; luego, viendo que no puede permanecer solo y que
Dios le es necesario, empieza a buscar a su Hacedor y a amarle como
una fuente de beneficio para sí mismo; después, obligado por la ne­
cesidad de tener frecuentes relaciones con Dios, en la meditación, lec­
tura, oración y obediencia, viene, por fin, a darse cuenta de lo dulce
que es Dios y alcanza así el tercer grado, en que Dios es amado pu­

209
AILBE J. LUDDY

ramente por su propia causa, aunque no de un modo exclusivo. “Aquí


seguramente habrá una larga pausa. En verdad no sé si el cuarto
grado (en el cual un hombre no se ama, ni aun a sí mismo, a no ser
por causa de Dios) es alcanzado alguna vez plenamente en la vida
presente. Si alguien ha alcanzado esta experiencia, que nos ilustre ;
pero confieso que, en mi opinión, la cosa parece imposible.”
Un autor muy piadoso y docto de nuestros días critica al santo
abad “por afirmar en un tratado sobre El amor de Dios que este
amor natural y camal que el hombre siente por si mismo es el primer
paso del amor; esta forma de expresión puede producir una lamen­
table confusión y tender a oscurecer la distinción entre el amor engen­
drado por la naturaleza y el producido por la gracia”. Ahora bien,
se puede hacer resaltar en primer lugar que Bernardo está distin­
guiendo aquí no los grados de la caridad divina, sino del afecto hu­
mano, cuyo rastro sigue desde el punto más bajo hasta el más elevado,
pues continúa todavía siendo humano aun cuando sea muy divino.
El acto más sublime de amor a Dios que un hombre puede realizar
tiene que proceder de su voluntad natural, transformada y elevada,
en verdad, por la gracia, pero no suplantada por ella; cabal­
mente de la misma manera que el acto de fe más sublime tiene que
brotar del intelecto iluminado por la gracia. Por consiguiente, en tanto
en cuanto toda percepción y toda inclinación humana se originan en
los sentidos, parecería que un relato del amor carnal, lejos de estar
fuera de lugar en un tratado sobre la caridad, debería necesariamente
figurar en él. Además, si hay peligro de confundir las cosas de dis­
tinta clase cuando decimos del amor humano, en general, que em­
pieza con el amor carnal, corremos el mismo riesgo diciendo que todo
el conocimiento humano comienza en la sensación. Pero ¿no es esto
un lugar común entre los psicólogos desde la época de Aristóteles
hasta nuestro tiempo? ¡Y ved qué riesgo corrió San Pablo al escribir
a los romanos que “la fe viene de oír”! (Rom 10, 17). San Francisco
de Sales tiene también mucho que decir acerca del amor camal en su
libro sobre El amor de Dios.
En su sermón sobre los diferentes momentos de la vida espiritual
—uno de los más bellos que jamás predicara—el santo distingue los
grados de amor de otra forma. “La variedad de nombres—dice—■, bajo
los cuales estamos acostumbrados a hablar de Dios, llamándole unas
veces Padre, otras Maestro y otras Señor, esta variedad de apelativos
no se aplica con intención de suponer cualquier variedad correspon­
diente de su más sencilla y absolutamente inmutable Esencia, sino que
expresa solamente las múltiples variedades de nuestras inclinaciones,

210
SAN BERNARDO

de acuerdo con los diferentes grados de virtud que han alcanzado


nuestras almas. Pues hay algunas personas que parecen vivir como
seres asalariados bajo los ojos del jefe de la casa, otras como esclavos
bajo los ojos de su señor, otras como discípulos bajo los ojos de su
maestro, otras, todavía, como hijos bajo los ojos de su padre y no
pocas como esposas en presencia de su esposo. El resultado de esto
es que Dios mismo parece crecer en grados de amistad en la misma
proporción en que nosotros crecemos en amor y cambiar de carácter
con sus cambiantes criaturas: El que, como canta el Salmista, cam­
biará las obras suyas, las cuales serán cambiadas mientras que Él es
siempre el mismo y sus años no declinarán (Ps 101, 26-28). Guando el
pecador abandonado, tocado por la gracia, empieza a darse cuenta
de la miseria y vergüenza de su estado, exclama con el Pródigo:
‘Cuántos criados alquilados en la casa de mi padre tienen pan en
abundancia, mientras que yo perezco aquí de hambre’ (Le 15, 17): es
decir, ellos se consuelan en su inocencia y disfrutan la paz de una
conciencia tranquila mientras que yo estoy atormentado con deseos
pecaminosos e insaciables y con afectos viciosos. No decimos que los
que tan sólo piensan en las cosas terrenales y sirven como jornaleros
disfrutan realmente con el testimonio de una conciencia tranquila, sino
que el pecador contrito está dispuesto a considerar como un santo
perfecto a quien considere inocente de los crímenes que él mismo
ha cometido.
"Hemos llegado ahora al estado en que los hombres empiezan a
estar en cierto sentido sujetos a Dios, es decir, en que viven como
asalariados bajo los ojos del jefe de la casa. Así son los que vemos
en el mundo, con poco o ningún deseo de los bienes eternos, sirviendo
a Dios por un salario, por así decirlo, y pidiéndole solamente benefi­
cios temporales, que son los únicos que les interesan. En el segundo
grado de sujeción a Dios uno vive bajo los ojos del Señor de tal for­
ma que, como un esclavo, teme el calabozo y ser sometido a tortura.
Es en este estado en el que realmente empieza nuestra conversión;
aquí salimos del mundo y entramos en el camino de la vida, de acuer­
do con lo que está escrito: ‘El temor de Dios es el principio de la
sabiduría’ (Prv 1, 7). Muy próximo1 a este estado, y en cierto modo
mezclado con él, está el tercero, el de aquellos que, siendo todavía
‘pequeños en Cristo’ (1 Cor 3, 1), ansian la leche de los bebés
(1 Pet 2, 2) y viven como si dijéramos bajo los ojos de su maestro y
tutor. Este es el estado peculiar de los novicios, pues siempre que
estos empiezan a deleitarse con los consuelos de la meditación sagra­
da, de las lágrimas de contrición, de la salmodia y de otros ejercicios

211
AILBE J. LUDDY

espirituales, se ven invadidos de un temor infantil, el miedo a ofender


a su maestro, el miedo de que merezcan ser azotados, por así decirlo,
y privados de los pequeños regalos con los cuales el instructor más
amante suele atraerlos a sí mismo. Estos son los que ‘colocan al Se­
ñor siempre delante de su vista’ (Ps 15, 8) y se turban si por casualidad
Él se retira de su presencia, aun cuando sea por una hora. Ellos no
temen ya, como los esclavos, la venganza de su señor, sino que, como
pequeñuelos, temen la vara de la corrección y así ‘abrazan la disciplina
—la disciplina de su maestro—por miedo de que en cualquier momento
se enfade él y se aparten del camino recto’ (Ps 2, 12); es decir, por
miedo a perder la gracia de la devoción y con ella todo gusto por las
cosas espirituales, estando oprimidos por una especie de languidez y
azotados, como si dijéramos, en sus almas por la amargura de sus
pensamientos y sentimientos. Pues estos son los azotes con que Dios
castiga a sus pequeños y nosotros aprendemos a distinguirlos más
fácilmente por nuestra propia experiencia que por los relatos que nos
hacen los demás. De aquí que el Señor mismo declare por medio de
su profeta: ‘Y si los hijos abandonan mi ley y no siguen mis juicios,
si profanan a mis jueces y no guardan mis mandamientos, castigaré
sus iniquidades con una caña y sus pecados con correas’ (Ps 88, 31-33).
A continuación tenemos el estado del hijo crecido que vive bajo la
autoridad de su padre y ya no es alimentado con leche, sino con ali­
mentos sólidos. Ha dejado de deleitarse con las satisfacciones mate­
riales y con los consuelos infantiles de los pequeños, y ‘olvidando las
cosas que están detrás y extendiendo los brazos hacia las que están
delante, avanza hacia la meta para alcanzar el premio de la vocación
celestial’ (Phil 3, 13-14) hacia la puerta de la beatitud futura, ‘buscando
la bienaventurada esperanza y viniendo de la gloria del gran Dios y
de nuestro Salvador Jesucristo’ (Tit 2, 13). Pues él ahora ‘aparta las
cosas de un niño’ (1 Cor 13, 11), tampoco se siente por más tiempo
unido a los consuelos sensibles, por dulces que sean. Pero en tanto
en cuanto ha alcanzado, por fin, la talla de un hombre perfecto, le
incumbe el ser empleado en los negocios de su Padre (Le 2, 49), desear
la herencia y ocupar sus pensamientos con ella en asidua meditación.
Tampoco debe temer que le consideren como mercenario quien así
suspira por su parte en el patrimonio, quien mira por él y lo ansia
con todo el afecto de su alma, porque este patrimonio es el premio
del hijo, no del asalariado.
”Sin embargo, hay todavía un estado más sublime y una disposi­
ción mucho más noble. Es la de aquel que, habiendo purificado per­
fectamente su corazón, no desea nada ni busca nada de Dios sino a Dios

212
SAN BERNARDO

mismo. Enseñado por una frecuente experiencia lo bueno que es Dios


para los que esperan en Él, para el alma que lo busca (Lam 3, 25), él
ahora exclama con todo fervor y sinceridad con las palabras del Sal­
mista: ‘¿Qué tengo yo en el cielo? ¿Y aparte de Ti qué deseo yo
en la tierra? Por Ti mi carne y mi corazón se han desvanecido. Tú
eres el Dios de mi corazón, el Dios que me pertenece para siempre’
(Ps 77, 25-26). Pues el alma que es así no desea para sí misma nada
con un afecto privado, ni la felicidad ni la gloria, ni ninguna otra
cosa, sino que se pierde completamente en Dios y no tiene sino un
deseo muy vehemente, es decir, que el Rey la lleve a su dormitorio,
a fin de que ella pueda pertenecerle sola y disfrutar de sus dulces ca­
ricias 3. De aquí que ‘contemplando siempre abiertamente’ —hasta don­
de le es posible a ella—la gloria de su celestial esposo, ella es ‘trans­
formada en la misma imagen, desde la gloria hasta la gloria, como si
lo fuera por el Espíritu del Señor’ (2 Cor 3, 18). Y seguramente des­
pués de esto merece que digan de ella: ‘Tú eres muy hermosa, mi
Amada, y no hay ninguna mancha en ti’ (Cant 4, 7), mientras que
ella a su vez puede con razón decir: ‘Mi Amado para mí y yo para
Él, que se alimenta entre los lirios’ (Cant 2, 16). Esta es la plática
más dulce y feliz que un alma en esta disposición tiene el privilegio
y el placer de sostener con su celestial Esposo.”
El doctor de la caridad no se contenta con estudiar la génesis
y el desarrollo de esta virtud que reina en las almas de los hombres;
tiene que buscarla en su origen y contemplarla en su fuente, que no
es otra que la Divina Trinidad. “La caridad es llamada la ley del
Señor—así escribe a los cartujos—, bien porque Él vive por ella o
bien porque a no ser por su generosidad nadie puede adquirirla. No
os parezca absurdo el que yo haya dicho que Dios vive por la ley,
pues la ley a que me refiero es la ley del amor. ¿Qué otra cosa sino
el amor mantiene para la bendita y soberana Trinidad su suprema e
inefable Unidad? La caridad es, por tanto, una ley, y la ley del
Señor, puesto que ella, en cierto modo, mantiene la Trinidad en la
Unidad y la une dentro de un lazo de paz. No os imaginéis, sin em­
bargo, que estoy tomando aquí la caridad como una cualidad o co­
mo un accidente (pues así afirmaría, Dios lo prohíba, que hay algo
en Dios que no es Dios), no, sino que la considero como una sustan-
3 Acaso no sea superfino hacer resaltar que lo que decimos aquí no tiene
ninguna relación con las doctrinas condenadas del quietismo, Pues el abad
de Clairvaux no excluye, como madame Guyon y su ilustre discípulo Fenelón,
completamente el deseo de felicidad y de gloria celestial, sino únicamente el
deseo de estas cosas “procedente del afecto privado”. El alma dice, en efecto,
que es realmente perfecta en la caridad, ansia, en verdad, el cielo y la felicidad;
pero más bien por causa de Dios que por la suya.

213
AILBE J. LUDDY

cía, lo cual no es nada nuevo, en verdad, puesto que según San Juan
‘Dios es la caridad’ (1 loh 4, 8). La caridad, por consiguiente, se
puede llamar Dios, o el don de Dios. De aquí que la caridad otorgue
caridad, lo sustancial lo accidental: es sustancia cuando denota al
Donante, es cualidad cuando se refiere al regalo 4.”

1 Es necesario observar que la enseñanza de Bernardo sobre la obligación


del precepto de la caridad no contiene nada que no esté en armonía con las
doctrinas definidas como ortodoxas por los concilios de Orange y Trento; es
decir, que para un hombre en estado de gracia le es posible el cumplimiento
de todos los mandamientos de la ley de Dios. El santo sostiene que el precep­
to se refiere a la caridad efectiva y que, entendida de esta manera, se puedé'
observar plenamente incluso en la vida presente. Pero él no peleará con los
que prefieren considerarla como caridad afectiva, con tal de que ellos reconoz­
can que en este sentido no se puede realizar perfectamente durante nuestra
existencia mortal. En cuanto a este último punto, su doctrina es la de San
Agustín, Santo Tomás, Suárez, San Francisco de Sales y la de casi todos nues­
tros grandes maestros. “Este precepto de caridad—escribe Santo Tomás, 2.a,
2.ae, q. XLIV, a. 6—será plena y perfectamente observado en el cielo; aquí
en la tierra se puede observar también, pero de un modo imperfecto.” Véa­
se Suárez, XII, d. V, s. 2. A lapide on Dent, VI, 5, San Francisco de Sa­
les, Amor de Dios, lib. X, cap. II.

214
CAPITULO XVI

LA GRACIA

Doctor de la gracia divina

En la introducción a este tratado dice Mabillon: “El principal


propósito del libro es distinguir entre el papel desempeñado por el
libre albedrío y el que pertenece a la gracia en la obra de la salva­
ción. Contiene muchas enseñanzas importantes sobre el libre albedrío
tal como se encuentra en Dios, en los ángeles y en el hombre, en
los tres estados de este: el estado de inocencia, el estado de pecado
y el estado de gloria. Nos instruye también en lo que se refiere a la
gracia del primer hombre antes y después de su caída. Un libro pe­
queño, en verdad, pero que contiene materia más sólida y doctrina
más profunda que muchos pesados tomos sobre el mismo asunto. El
pensamiento es animado, vigoroso y brillante; el lenguaje, apropiado
y acomodado al tema: ni hinchado ni seco, sino rico y de nervio,
elegante, pulido y encantador, libre a la vez de la verbosidad esco­
lástica y de toda ordinariez y grosería: no es tan conciso como para
considerarle seco y árido, ni tan profuso como para derramarse como
un torrente; su flujo tranquilo y continuo y su majestuosa seriedad
indican la existencia de una fuente inextinguible alimentada no de
manantiales extraños, sino de sí misma, o más bien gracias a la ge­
nerosidad de Dios y a la meditación constante sobre la Sagrada Es­
critura.”

215
Los bolandistas han llamado a este libro “el Libro de Cm"-libellus
totus aureus. Y según el abate Ratisbonne el Concilio de Trento
tomó muchos de los cánones referentes a la gracia y a la justificación
casi literalmente del texto de San Bernardo. Sin duda alguna es una
maravilla mayor que cualquiera de los milagros que él obró el que
un hombre que apenas tenía tiempo libre, hasta que la enfermedad le
incapacitó para otro trabajo, pudiera producir una composición de
esta clase sobre las cuestiones más difíciles de toda la teología con
una exactitud de juicio y una destreza de exposición tan grandes que
la Iglesia no pudo encontrar en ninguna parte una expresión más
clara y más fiel de su creencia. La siguiente cartita a Guillermo de
San Thierry sirve de prólogo: “Con la ayuda de Dios he terminado
lo mejor que me ha sido posible la obrita sobre La gracia y el libre
albedrío que empecé en la ocasión que vos conocéis. Pero mucho
me temo que se diga que he tratado un tema sublime de una ma­
nera indigna, o que he malgastado mi tiempo y mis energías tratando
cuestiones que ya han sido estudiadas suficientemente por otros. Por
consiguiente, quiero que vos seáis mi primero y—si así lo decidís—
mi único lector, no sea que la publicación del libro sirva más bien
para proclamar la presuntuosa ignorancia de su autor que para ins­
truir y edificar a los fieles. Pero si consideráis que el tratado es digno
de publicarse, tened la bondad, os lo ruego, bien de corregirlo por
vuestra propia mano, o bien de señalar, para que yo la corrija, cual­
quier cosa que encontréis fuera de lugar, cualquier oscuridad que se
pueda aclarar (sin perjuicio de la brevedad desable) en una obra cuyo
tema es por sí mismo tan oscuro. De lo contrario, perderéis el premio
prometido por la Sagrada Sabiduría cuando dice: ‘Los que me ex­
pliquen tendrán vida eterna’ (Eccli 24, 31).”
El santo doctor nos dice al principio del primer capítulo qué es
lo que le inspiró la idea de componer este tratado. “Hablando un día
sobre el tema de la gracia de Dios, afirmé que el hombre depende
de ella para su comienzo, su progreso y su consumación en el bien.
Al momento uno de mis oyentes me interrumpió con la siguiente pre­
gunta: ‘¿Entonces, qué hace usted? ¿Y qué recompensa o premio
puede usted esperar si Dios lo hace todo?’ ‘Bien—le dije—•, ¿qué
es lo que sugiere usted?’ ‘Dar gracias a Dios que le ha protegido ge­
nerosamente con su gracia, ha estimulado su voluntad y le ha dado
el impulso inicial; y vivir en adelante de tal manera que usted no
resulte un ingrato por los beneficios recibidos y se muestre digno de
recibir otros favores’. ‘Excelente consejo—repliqué—si fuera usted ca­
paz, tan sólo, de seguirlo. Pero es mucho más fácil conocer nuestro

216
SAN BERNARDO

deber que realizarlo efectivamente. Y no es lo mismo indicar a un


ciego su camino que llevar a un tullido’.
”No todo el que puede indicarme el camino puede darme la fuerza
para recorrerlo. Una cosa es librarme de salir fuera de mi camino y
otra, completamente distinta, ayudarme en la marcha de forma que
no sucumba a la fatiga. Un hombre acaso tenga el poder de enseñar­
me lo que es bueno, pero no el de otorgarme ese bien. Las dos cosas
me son necesarias: instrucción para conocer el bien y ayuda para rea­
lizarlo. Un maestro humano puede iluminar mi ignorancia, pero según
el apóstol: ‘Es el Espíritu el que ayuda a nuestra debilidad’ (Rom 8,
26). El que me ilumina valiéndose de palabras de hombre tiene tam­
bién que ayudarme por medio de su Espíritu a vivir conforme a la
luz. ‘Pues el querer está conmigo’ ya por su gracia, ‘pero el realizar
lo que es bueno no lo encuentro’ (Rom 7, 18). Tampoco puedo espe­
rar encontrarlo en el futuro a no ser que el que me ha dado la buena
voluntad me dé igualmente el poder de realizar esa buena voluntad
(Phil 2, 3). ¿Entonces, dónde están nuestros méritos, acaso pregun­
téis, y cuál es el fundamento de nuestra esperanza? Escuchad a San
Pablo: ‘No gracias a las obras de justicia que hemos hecho, sino a
su misericordia Él nos ha salvado’ (Tit 3, 5) ¿Cómo? ¿Os figuráis
que vuestros méritos son fruto de vuestra industria, que vuestra jus­
ticia bastará para salvaros a vosotros que no podéis ni siquiera pro­
nunciar el nombre del Señor Jesucristo sin la ayuda del Espíritu Santo
(1 Cor 12, 3)? ¿Os habéis olvidado de quién es el que dijo: ‘Sin Mí
no podéis hacer nada’ (loh 15, 5)? Y ese otro inspirado texto: La
salvación ‘no es del que la quiere ni del que la persigue, sino de Dios
que muestra su misericordia’ (Rom 9, 16).
"Pero ¿entonces, qué tiene que hacer el libre albedrío? Contesto
brevemente: él está salvado. Quitad el libre albedrío y no hay nada
que salvar; quitad la gracia y no queda ningún medio de salvar. El
trabajo de la salvación no se puede realizar sin la cooperación de los
dos: es realizado por uno, pero gracias y dentro del otro. Dios es el
autor de la salvación; el libre albedrío no tiene sino la capacidad
para recibirla. Y como sólo Dios puede darla, nadie puede recibirla
salvo el libre albedrío. Por consiguiente, lo que puede ser dado por
Dios solamente y nada más que al libre albedrío no es menos impo­
sible sin el consentimiento del que lo recibe, que sin la gracia de
Dios. Y, por tanto, se dice que el libre albedrío colabora con la
gracia en la obra de la salvación en tanto en cuanto consiente en
‘agraciarse’, es decir, en tanto en cuanto consiente en ser salvado.
Pues en este consentimiento radica su salvación. El alma de las bes-

217
AILBE J. LUDDY

tías es incapaz de tal salvación, porque le falta el libre albedrío con


que rendir obediencia voluntaria a Dios, sometiéndose a sus órdenes,
creyendo sus promesas y dándole gracias por sus favores. Lo que
llamo libre albedrío es muy distinto del apetito natural que tenemos
de común con las bestias y el cual, siendo completamente material,
no puede deleitarse en los objetos espirituales: es la facultad del
libre albedrío la que distingue al hombre del animal irracional. El
libre albedrío lo puedo definir como la facultad por la cual el alma
tiene dominio de sus actos con exclusión de toda violencia y coac­
ción. Su consentimiento no se puede dar ni negar a no ser libremente...
”La voluntad es un apetito racional colocado sobre las facultades
sensitivas del deseo y la sensación. Va siempre acompañada de la
razón, no decimos que siga siempre la guía de la razón, con fre­
cuencia sigue el camino contrario, pero depende de esta facultad en
cuanto a sus motivos. Ahora bien, se nos ha dado la razón no para
la destrucción, sino para la orientación de nuestra libertad. Pero sería
destructora de la libertad si impusiera una coacción tan grande a la
voluntad que le impidiera moverse a este lado o al otro a su placer,
o abrazar libremente el bien o el mal. Privada de su libertad de elec­
ción por el juicio de la razón, ya no sería por más tiempo la volun­
tad, pues lo voluntario y lo involuntario son términos incompatibles.
Y puesto que lo que se hace de un modo necesario y sin el consenti­
miento de la voluntad no se puede llamar ni bueno ni malo en sen­
tido moral, la criatura racional no merecería ni castigo ni premio;
sería incapaz igualmente de ser desgraciada o feliz, pues para ambas
es indispensable el libre albedrío. Ni la vida, ni el sentido, ni el ape­
tito sensorial pueden hacer a un hombre feliz o infeliz: de lo con­
trario estos estados pertenecerían a las plantas o a las bestias tanto
como a nosotros. Es tan sólo el consentimiento de la voluntad, libre
y no coaccionada, el que nos hace buenos o malos y, por consiguiente,
merecedores de la felicidad o de la desgracia. Este consentimiento,
debido a la inseparable libertad de la voluntad y al juicio de la razón
que siempre le acompaña, se puede llamar justificadamente liberum
arbitrium, siendo libre (líber) debido a la voluntad, y juez de sí mismo
(arbiter) debido a la razón.
”Ni el bien ni el mal es imputable a un ser que carece del poder
de libre elección, pues la coacción es incompatible con la responsabi­
lidad. El pecado original es la única excepción; pero cae bajo una ley
especial. Todas las demás cosas que no proceden del consentimiento
de la voluntad no admiten ni el mérito ni el demérito; y esto es cierto
incluso de las operaciones vitales del hombre, que comprenden las ac­

218
SAN BERNARDO

tividades de los sentidos, el apetito, la memoria y la inteligencia, en


tanto en cuanto son ejercitadas independientemente de la voluntad.
De aquí que no se impute nada a los niños como mérito o demérito,
ni tampoco a los locos ni a las personas dormidas, porque como no
tienen el uso de la razón tampoco pueden poseer el dominio de su
voluntad. Somos juzgados por nuestra voluntad solamente, pues es la
única facultad libre. Ni una inteligencia obtusa, ni una memoria in­
fiel, ni un apetito inquieto, ni una sensibilidad embotada, ni una sa­
lud débil pueden por sí mismos hacer a un hombre culpable, de la
misma manera que las perfecciones opuestas tampoco pueden hacerle
inocente.”
El autor procede a continuación a distinguir tres clases de liber­
tad : libertad respecto de la coacción, la cual es nativa en la voluntad
y es la condición del mérito; libertad respecto del pecado, de la que
habla el apóstol en los textos: “Donde está el Espíritu del Señor, hay
libertad” (2 Cor 3, 17) y: “Habiéndoos liberado del pecado os ha­
béis hecho siervos de Dios”, (Rom 6, 22); y libertad respecto de la
miseria, a la cual alude el mismo apóstol en Jas palabras: “La cria­
tura será también rescatada de la servidumbre de la corrupción para
entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8, 21).
La primera, en la cual fuimos creados, nos coloca muy por encima del
nivel de los animales: se le puede llamar libertad de naturaleza; la
segunda, que debemos a la redención, nos emancipa de la tiranía de
las pasiones: se le puede llamar libertad de gracia; la tercera, liber­
tad de gloria, nos llenará de alegría y nos librará para siempre de
la muerte y corrupción. Solamente Cristo poseyó en la tierra estas
tres libertades, aunque Él renunció voluntariamente a la tercera; pues
ningún hombre le quitó la vida, sino que Él se desprendió de ella
(loh 10, 18) y fue “ofrecida porque así era su propia voluntad”
(Is 53, 7). Para los demás, la libertad de gloria pertenece a la vida
futura. La libertad de gracia se puede adquirir incluso en la vida pre­
sente, por lo menos en tanto en cuanto el pecado no reine en nuestros
cuerpos mortales (Rom 6, 12), aunque solamente la muerte puede
librarnos de sus ataques. Es por la perfección de esta libertad por lo
que rezamos al decir: “Venga a nosotros tu reino.” Ese reino, el
reino de gracia, está ensanchando diariamente sus límites en las almas
de los buenos y está contrayendo proporcionalmente el dominio del
mal. Con respecto a la libertad de naturaleza, o libertad respecto de
la coacción, la poseemos tan perfectamente en la vida presente como
la poseeremos en la venidera. Pues ya que esta libertad no admite
ningún grado, oponiéndose contradictoriamente a la necesidad, se

219
AILBE J. LUDDY

tiene que encontrar entera donde se la encuentre. Así, existe igualmente


en los hombres y en los ángeles, en los buenos y en los malos, entre
las delicias del cielo y los tormentos del infierno: ni el pecado ni
la miseria pueden destruirla o disminuirla, tampoco queda afectada
por la gloria o por la gracia. Y la razón de su indestructibilidad se
encuentra en el hecho de que consiste en ella la imagen del Creador
que Él ha estampado imborrablemente sobre Su criatura racional.
Pero las otras dos libertades son accidentales y adventicias, añadiendo
a la imagen una semejanza, la segunda a la Divina Sabiduría, la
tercera al Poder Divino. En consecuencia, pueden aumentar, dismi­
nuir e incluso perderse del todo.
En el estado de inocencia, el hombre poseía con la libertad de vo­
luntad las otras dos clases de libertades también, mas no en su grado
más elevado, lo cual le hubiera hecho absolutamente incapaz de pecado
y sufrimiento—pues esto es propio de Dios y de sus criaturas glorifi­
cadas, de Él por esencia, de ellas por gracia—sino hasta el límite en
que él podía evitar ambos males por el adecuado uso de su voluntad.
El no tenía bastante fuerza para hacer el mal imposible, sino para
hacerlo libre. “Solamente al hombre entre las criaturas terrenales se le
dio el poder de pecar, pues así lo requería su prerrogativa de libre albe­
drío. Y se le dio no para que pudiera pecar, sino más bien para que
pudiera merecer la gloria absteniéndose del mal que estaba en su
poder. ¿Pues qué mayor gloria podía desear que merecer que se dijese
de él: ‘¿Quién es él y nosotros le alabaremos? Pues él ha hecho cosas
maravillosas en su vida: pudo haber delinquido y no ha delinquido
y pudo haber hecho cosas malas y no las ha hecho’ (Eccli 31, 9-10).
Él poseyó esta gloria en el estado de inocencia; la perdió al pecar.
Pecó haciendo lo que era físicamente libre para él, libre debido al
libre albedrío, el cual sin duda hacía posible el pecado. Sin embargo,
el pecado no era imputable al Dador del libre albedrío, sino al que
por abuso empleó como instrumento para cometer el pecado la fa­
cultad que se le había dado para conseguir la gloria de abstenerse
del pecado. Pues aunque el hombre pecó en virtud del poder que re­
cibió, no pecó porque tenía el poder, sino porque tenía la mala vo­
luntad. En consecuencia, la caída del primer hombre no se tiene que
atribuir al don de Dios, sino a la mala voluntad del pecador. Pero
aunque pudo caer por su culpa y por su propio libre albedrío, no
le fue tan fácil levantarse de su caída: es más fácil arrojarse a un
pozo que salir de él. Así el hombre no pudo nunca por su voluntad
solamente escapar del pozo del pecado en que cayó por su propia
voluntad, porque ahora no podía evitar el pecado, por mucho que lo

220
SAN BERNARDO

quisiera. Pero si el pecado es inevitable acaso, diréis, se ha tenido


que perder el libre albedrío. No, no el libre albedrío, sino la libertad
de gracia por la cual el hombre podría haberse abstenido del pecado
si así lo hubiese deseado. El libre albedrío ha permanecido intacto.
La impotencia para sacudir el yugo del pecado y la miseria no demues­
tra su destrucción, sino solamente la pérdida de las otras dos liber­
tades. Pues nunca perteneció al libre albedrío el preservarnos de la
miseria y del pecado. La libertad de naturaleza nos permite simple­
mente querer, el poder de querer el bien viene de la gracia: y estas
dos voluntades son tan distintas como el amor simple y el amor de
Dios, el simple temor y el temor de Dios. Por consiguiente, no es la
incapacidad de querer el bien la que indica la pérdida del libre albe­
drío, sino la incapacidad total de querer.
”Y no se crea que el libre albedrío tiene por sí mismo el mismo
poder y la misma facilidad para el bien que para el mal. Si así fuera,
ni de Dios ni de sus ángeles puros se podría decir que tienen libre
albedrío, puesto que están tan encaminados hacia el bien que no pue­
den inclinarse hacia el mal. Y nosotros mismos también nos veríamos
privados de él cuando llegáramos a estar asociados inseparablemente
con los bienaventurados o con los condenados. Pero en realidad el
libre albedrío se encuentra tanto en Dios como en el demonio. Pues
la incapacidad de Dios para el mal no procede de ningún defecto,
sino de la perfección de su libertad y la incapacidad del demonio
para el bien es el resultado de su terca obstinación o de su obstinada
terquedad, no de la violencia de una coacción extraña. En otro sen­
tido, sin embargo, se puede decir que el libre albedrío es igualmente
indiferente al bien y al mal, en el sentido, cabalmente, de que per­
manece igualmente libre en ambos casos.
”La criatura racional ha sido dotada de la facultad del libre albe­
drío a fin de que pueda asemejarse a su Hacedor en la inmunidad
contra la coacción y también para que pueda merecer su felicidad. Y
no es que el libre albedrío sea por sí mismo suficiente para la sal­
vación, sino que la salvación es imposible sin la cooperación volun­
taria. Dios no salvará a ningún hombre sin su consentimiento. Cristo
dice, en verdad, en el Evangelio: ‘Ningún hombre puede venir a Mí
a no ser que el padre lo induzca’ (loh 6, 44), y en otro lugar leemos:
‘Obligarles a entrar’ (Le 14, 23). Pero estos textos no prueban nada
en contrario, porque el amante Padre que quiere que todos se salven
(1 Tim 2, 4) no juzga, sin embargo, a nadie digno de salvación salvo
al que Él encuentra deseoso de aceptarla. Y siempre que Él golpea o
amenaza, su propósito es ganar nuestro consentimiento, sin el cual Él

221
AILBE J. LUDDY

no puede salvarnos: Él aspira no a destruir nuestra libertad, sino a


cambiar nuestra voluntad del mal al bien. Acaso se diga también que
no todos los atraídos lo son contra su voluntad. Así un ciego o un
tullido se alegrarían de ser conducidos por su camino, como Sanio a
Damasco (Act 9, 8). Y oímos a la Esposa en el Cantar de los Can­
tares rogando ansiosamente ser atraída: ‘Arrástrame detrás de Ti; co­
rreremos hacia el aroma de tus ungüentos’ (Cant 1, 3).”
El santo doctor estudia a continuación la cuestión de si el temor
puede llegar a ser tan violento como para destruir el libre albedrío.
Considera en particular el caso de la negación de Pedro. “El apóstol
amaba a su Maestro y no quería negar; pero ahora se trataba de la
negación o la muerte. La primera le era dolorosa, pero no tan dolo-
rosa como la última. Y así contra su voluntad y sólo para evitar la
muerte negó a su Señor. Por consiguiente, tuvo dos voluntades opues­
tas : una de escapar a la muerte, lo cual no es ciertamente censurable;
la otra de permanecer leal a su Maestro, y nada puede ser mejor que
esto. ¿Entonces dónde estaba su culpa? Pecó en que quiso salvar la
vida con una falsedad; pecó prefiriendo la vida del cuerpo a la del
alma. No era que odiase o despreciase a su maestro, sino que se
amaba a sí mismo excesivamente. Y la súbita emoción del temor no
fue la que produjo, sino únicamente la que puso de manifiesto ese
desesperado amor hacia sí mismo, que estaba allí continuamente, sin
que Pedro lo sospechara, pero conocido para Cristo, quien había di­
cho : ‘Antes de que cante el gallo Me negarás tres veces’ (Mt 26, 34).
Esta debilidad de su voluntad, revelada, no causada por el terror,
hizo al apóstol comprender cuánto se amaba a sí mismo y cuánto
amaba a Jesús. Decidió, por consiguiente, salvar su vida a cualquier
precio; se vio obligado a negar a su Maestro. Pero ¿no es esto una
aceptación de que se puede coaccionar al libre albedrío? Sí, pero no
por ninguna fuerza extraña a sí mismo. La violencia que sufre la
voluntad procede de su propia y libre determinación, de aquí que es
voluntaria y que las acciones hechas bajo esta violencia son, por
tanto, libres. En consecuencia, el que fue obligado por su propia vo­
luntad a negar a Cristo, lo fue porque quiso serlo; o, más bien, no fue
obligado en absoluto, sino que consintió libremente y no en virtud de
ninguna fuerza que no fuese su propia voluntad por la cual había de­
cidido escapar a la muerte a toda costa...
No fue la espada amenazadora la que abrió sus labios para negar,
sino el desordenado deseo de escapar a la muerte, deseo que el peli­
gro no hizo más que revelar. De aquí que fue por su propio libre al­
bedrío, no por temor a la espada, por lo que el Apóstol se precipitó

222
SAN BERNARDO

hacia su caída. Esta clase de coacción, que viene en último término de


la propia voluntad, se puede llamar activa: como es voluntaria, no
excusa del pecado. Hay también una coacción pasiva que se puede
ejercer sin el consentimiento del paciente: del mal hecho a nosotros,
o por nosotros, de esta manera no somos responsables.”
“La enfermedad de la voluntad procede de sí misma, su curación
tiene que venir del Espíritu Santo. Ahora bien, se cura en tanto en
cuanto se renueva y se renueva en tanto en cuanto ‘contemplando la
gloria del Señor cara a cara, somos transformados en la misma imagen
de gloria en gloria—es decir, de virtud en virtud—como si fuera por
el Espíritu Santo’ (2 Cor 3, 18). Entre el Espíritu Santo y el apetito
sensitivo está colocada la voluntad, como si dijéramos, en la falda
inclinada de una elevada montaña, donde, si no está asistida por la
gracia, no solamente no puede ascender de virtud en virtud, sino que
tiene que precipitarse de cabeza de vicio en vicio, pues lleva la carga
de la ley del pecado sobre sus miembros y de su afecto natural por
el cuerpo. Estos dos males de nuestra humanidad no son un obstáculo
sino más bien una fuente de mérito para Jos que los resisten, tam­
poco sirven de excusa, sino de condena a los que se someten: pues
no puede haber ni salvación ni condenación sin el libre consentimiento
de la voluntad.
”En consecuencia, la libre voluntad o es condenada con justicia
porque no se puede alegar ninguna violencia externa como excusa de
su pecado, o es salvada por la misericordia, puesto que para la sal­
vación no puede bastar ninguna virtud por sí misma. Con excepción
del pecado original, la causa de su condenación se encuentra en sí
misma, en su propia culpa; pero la causa de su salvación se tiene
que buscar fuera de ella, en la misericordia de Dios. Pues sin la gracia
estimulante sus esfuerzos tras el bien serían como si no existieran, ya
que no servirían de nada sin la gracia concomitante. Por consiguiente,
tenemos que creer que nuestros méritos ‘proceden del Padre de la luz’,
es decir, en el caso de que clasifiquemos entre ‘los dones perfectos y
mejores’ (lac 1, 17) el precio de compra de la salvación eterna. Cuando
Cristo, ‘nuestro Rey desde la eternidad, obró la salvación en medio
de la tierra’ (Ps 73, 12) y dio ‘presentes a los hombres’ (Ps 67, 19), Él
dividió estos presentes en méritos y recompensas. Quería que los bie­
nes de esta vida se convirtieran en medios de mérito por su libre uso
y posesión y que esperásemos los bienes del futuro basándonos en su
promesa espontánea y, además, que los demandáramos como si nos
fueran debidos. La salvación, por consiguiente, es obra no del libre
albedrío, sino del Señor. Más bien, Él es nuestra salvación y el ca­

223
AILBE J. LUDDY

mino para ella también; pues Él ha dicho: ‘Yo soy la salvación de


los hombres’ (Ps 34, 3) y: ‘Yo soy el camino’ (loh 14, 6). Él se ha
hecho a Sí mismo el camino, que es también la meta, nuestra vida y
nuestra salvación, de forma que ninguna carne puede gloriarse delante
de su vista. De aquí que tengamos que considerar como dones de Dios
tanto nuestras buenas obras como sus recompensas : Él se hace deu­
dor nuestro por las primeras y nos premia con las últimas.”
San Agustín también enseña explícitamente que los méritos del
hombre no son sino dones de Dios: “Merita tua si bona sunt, Dei
dona sunt.” Pero si son dones, ¿cómo pueden ser méritos? Nuestro
autor facilita la contestación: lo que es don como fruto de la ge­
nerosa gracia de Dios es mérito como fruto de la cooperación del
hombre. Dios emplea a las criaturas como instrumentos o coadyu­
vantes suyos (1 Cor 3, 9) en hacer el bien, a veces con su consenti­
miento, a veces sin él y a veces incluso contra él. No es que Él
necesite sus servicios, sino que quiere darles una oportunidad de mos­
trar su buena voluntad. “En esto Él ha centrado todo el mérito hu­
mano. Pues como cooperadores del Espíritu Santo y ‘coadyuvantes de
Dios’ (1 Cor 3, 9) podemos tener la confianza de haber merecido el
reino de Dios, en tanto en cuanto por nuestro consentimiento libre
hemos conformado nuestra voluntad a la Voluntad Divina. ¿Y es
ésta la única tarea del libre albedrío? ¿Es este consentimiento el que
resume todo nuestro mérito? Indudablemente. Y digo más: este con­
sentimiento en que consiste cabalmente todo nuestro mérito no pro­
cede de la voluntad. Pensar en el bien es menos que consentir en él.
Y, sin embargo, según San Pablo ‘no somos bastante para pensar
nada de nosotros mismos como de nosotros mismos’ (2 Cor 3, 5). El
mismo apóstol nos dice que ‘es Dios quien obra en nosotros tanto el
querer como el hacer’ (Phil 2, 13). Dios, por tanto, es el Autor de
estas tres cosas: el buen pensamiento, la buena voluntad y la buena
obra. Él obra la primera en nosotros sin nuestra cooperación, la se­
gunda con nosotros y la tercera por medio de nosotros. Él nos ayuda
inspirándonos el buen pensamiento; Él une nuestra voluntad a la
suya por medio del consentimiento, curándole primero de su mala
disposición, añadiendo luego poder a nuestra buena voluntad, siendo
revelado exteriormente el Trabajador interior por nuestra acción vi­
sible. De Dios solo, por consiguiente, procede el comienzo de nuestra
salvación, y no lo hace ni por medio de nosotros ni con nosotros. El
consentimiento y la realización, aunque no proceden de nosotros, no
se dan, sin embargo, sin nosotros. Nuestro mérito se limita al con­
sentimiento, pues al pensamiento no contribuimos con nada y la obra

224
SAN BERNARDO

sin el consentimiento es inútil o censurable. En consecuencia, cuando


sentimos a estas saludables operaciones avanzar invisiblemente dentro
de nosotros, tenemos que tener cuidado en no atribuirlas a nuestra
propia voluntad, que es impotente, o a ninguna necesidad por parte
de Dios, sino únicamente a Su gracia. La gracia estimula a la volun­
tad cuando siembra la semilla de un buen pensamiento, Ja cura alte­
rando su inclinación, la fortalece para ponerla en acción y la preserva
de la decadencia. Obra de tal manera con el libre albedrío que se la
anticipa solamente en el primer paso y le acompaña en los demás;
nos mantiene en el buen pensamiento a ñn de que pueda cooperar
con nosotros en el consentimiento y en la ejecución. Y esto, de tal
manera, que lo que es empezado por la gracia solamente es perfec­
cionado por la gracia y el libre albedrío juntos. Digo juntos, no sepa­
rados. No es que la gracia haga una parte y el libre albedrío la otra,
sino que ambos ejecutan todo el trabajo por medio de un esfuerzo
indivisible. El libre albedrío lo hace todo y la gracia lo hace todo:
todo es hecho en la voluntad, pero todo es hecho debido a la gracia.
”Lo que acabo de decir no difiere, en efecto, de las palabras de
San Pablo: La salvación ‘por consiguiente, no es del que la quiere
ni del que la persigue, sino de Dios que muestra su misericordia’
(Rom 9, 16). Esto no quiere decir que una persona puede querer o
perseguir en vano, sino solamente que el que quiere o persigue no
debe gloriarse en sí mismo sino en Aquel a Cuya gracia se deben
estas actividades. ‘¿Qué tienes tú que no lo hayas recibido?’ (1 Cor
4, 7). Has sido creado, justificado y salvado. ¿Cuál de estos benefi­
cios puedes reclamar como procedente de ti mismo, oh, hombre?
¿Cuál de ellos no está más allá de la capacidad del libre albedrío?
No siendo nada, no pudiste haberte creado a ti mismo; siendo un
pecador, no pudiste haberte justificado; estando muerto en el pecado,
no pudiste haberte resucitado. Por lo que respecta al primero y al
tercero no puede haber duda alguna. Tampoco habrá duda alguna
respecto del segundo, excepto ‘aquellos que, no conociendo la justicia
de Dios e intentando establecer la suya no se han sometido a la jus­
ticia de Dios’ (Rom 10, 3) ¿Quiénes son los que ‘no conocen la jus­
ticia de Dios? Aquellas personas que ‘intentan establecer la suya’.
¿Y quiénes son? Todos los que se atribuyen sus méritos a sí mismos,
más bien que a la gracia de Dios.”
¿Nos dan nuestros méritos un estricto derecho a una recompensa
eterna? En su primer sermón en el día de la Anunciación el santo
contesta negativamente: “Por lo que respecta a la vida eterna, sa­
bemos ‘que los sufrimientos de esta vida no son dignos de compa­

225
AILBE J. LUDDY

rarse con la gloria futura’ (Rom 8, 18); no, ni siquiera si un solo


individuo tuviera que soportarlos todos. Pues los méritos humanos no
son de un valor tan grande que, por consiguiente, Dios esté obligado en
estricta justicia a premiarlos con la vida eterna, de forma que Él no
cometería con nosotros una injusticia si Él se negase a concederla.
Dejando aparte el hecho de que todos nuestros méritos son solamente
dones de Dios, de forma que incluso por este motivo el hombre debe
a Dios más que Dios al hombre ¿qué es, pregunto, todo lo que el
hombre puede merecer en comparación con la gloria del paraíso, in­
mensa y eterna?” Aquí, sin embargo, tenemos la enseñanza opuesta:
basados en el título de mérito podemos demandar el cielo como legí­
timos acreedores; pues aunque San Pablo confiesa que ni las obras,
ni las palabras, ni el libre albedrío, ni siquiera los buenos pensamien­
tos del hombre, proceden de sí mismo, reclama, sin embargo, la re­
compensa como una corona de justicia (2 Tim 4, 7-8). Esta doctrina
ha sido incluso definida como doctrina de fe por el Concilio de Trento
(Ses 6, c. 16, can. 32): “Si alguien dice que las buenas obras de un
hombre justificado son dones de Dios en el sentido de que no son
también los méritos del hombre justificado; o que el hombre justifi­
cado, mediante las buenas obras que ejecuta a través de la gracia de
Dios y los méritos de Jesucristo de quien él es un miembro vivo, no
merece verdaderamente un aumento de gracia, la vida eterna y la
consecución real de la vida eterna—con tal que muera en gracia de
Dios—e incluso un aumento de gloria eterna: sea anatema.” Pero la
contradicción entre el sermón y la doctrina expuesta aquí y definida
por el Concilio es sólo aparente. En el sermón el santo doctor habla
de nuestros méritos, es decir, de nuestras buenas obras, consideradas
aparte de la libre aceptación de las mismas por Dios y de su promesa
de recompensa. Ahora bien, en opinión de la mayoría quizá de los
teólogos, tal aceptación y promesa son esenciales para el mérito con­
digno de incluso nuestras buenas obras sobrenaturales que proceden
de la gracia y van acompañadas por ella. “Dios se convierte en deu­
dor nuestro—escribe San Agustín—, no por recibir nada de nosotros,
sino por su propia promesa. Nosotros decimos a un hombre: tú estás
en deuda conmigo porque has recibido de mí; pero a Dios le deci­
mos : Tú estás en deuda conmigo, porque Tú me has hecho una pro­
mesa. Así, por consiguiente, podemos demandar nuestro crédito in­
cluso de Él, diciendo: Entrega lo que Tú has prometido, pues hemos
hecho lo que Tú has mandado.” (Sermón 158). Es en este mismo sen­
tido en el que nuestro autor habla aquí: “Lo que ha sido prometido,
incluso gratuitamente, se puede reclamar como un derecho. Escuchad

226
SAN BERNARDO

a San Pablo: ‘Conozco al que yo he creído y estoy seguro de que


Él es capaz de guardar mi depósito’ (2 Tim 1, 12). Él llama a su
depósito promesa de Dios; y en tanto en cuanto él confía en el que
le hizo la promesa, reclama confiadamente el objeto de la promesa.
Se prometió en misericordia, pero se tiene que entregar en justicia.
La justicia exige que Dios pague lo que Él debe; pero Él debe lo que
Él ha prometido.” Y en verdad no hay ningún otro modo por el cual
el Creador podría contraer obligaciones con sus criaturas, las cuales
no pueden tener ningún derecho contra Él, salvo aquel que Su pro­
mesa libre les da y las cuales, después de hacer todas las cosas que
les han mandado, están obligadas a decir: “Somos criados inútiles,
hemos hecho lo que debíamos hacer” (Le 17, 10).
Se desprende claramente de su doctrina sobre la inviolabilidad del
libre albedrío que, en opinión de Bernardo, toda la gracia depende
para su efecto de la libre cooperación del hombre: no hay eso que
se llama gracia intrínsicamente eficaz, es decir, gracia que la voluntad
no puede resistir. Basándonos en esto podríamos argumentar que él
no suscribió ninguna teoría de la predestinación absoluta y antece­
dente. Pero no va a dejarnos que dependamos de meras conjeturas.
En su tercer sermón sobre las glorias de la Virgen Madre él expone
este punto muy sencillamente: “Jesús Nuestro Señor sabe quiénes son
suyos, Él sabe a quiénes Él ha elegido desde el principio. ¿Deseáis
saber si pertenecéis o no a su gente? ¿O, más bien, deseáis perte­
necer a su gente? Si es así, haced las cosas que Jesús manda y Él
os incluirá en su gente” 1.
Jamás ha sido defendida con más vigor y elocuencia la inviolable
dignidad del libre albedrío que en este librito del santo doctor. Ni
la gracia ni la gloria, nos enseña, pueden afectar a la libertad huma­
na, ni tampoco la concupiscencia, el pecado o la reprobación final:
mientras seamos hombres tenemos que ser racionales y mientras sea­
mos racionales seremos libres. Él habla, en verdad, de que la voluntad
sufre violencia, pero una violencia voluntariamente soportada, la cual,
por consiguiente, no le priva de su libertad, la violencia del mal habita
bajo el dominio de lo que el pecador desea para ser virtuoso, pero
que no quiere, porque su voluntad está inclinada libremente en el
otro sentido. Es de esta violencia o necesidad moral de la que habla
San Pablo en Rom 7, 14-20 y en Heb 6, 6 (véase A. Lapide.) Por el
contrario, sería imposible atribuir a la gracia más de lo que Bernardo

1 Estas palabras recuerdan el dicho atribuido a San Agustín: “Si non es


praedestinatus fac ut praedestineris” (Si no estás predestinado, haz por estarlo),
guardando los diez mandamientos.

227
AILBE J. LUDDY

le ha atribuido, sin detrimento, al menos, para la libertad y respon­


sabilidad del hombre. Entre las herejías refutadas por los principios
que él enuncia está la de Pelagio (revivida en la época de San Ber­
nardo por Pedro Abelardo), el cual enseñaba que el libre albedrío es
suficiente por sí mismo para el mérito y la salvación, y ello de acuerdo
con Lutero, Calvino y Jansenio, según los cuales nuestra libertad se
perdió por el pecado original, de forma que después la voluntad hu­
mana ha sido un triste motivo de discordia entre las fuerzas opuestas
de la gracia y la concupiscencia.

228
CAPITULO XVII

BERNARDO Y EL CISMA

Anécdotas

Hacia el año 1129 Bernardo fue elegido para la sede vacante de


Chalons, pero se negó a aceptar la responsabilidad: él había aban­
donado el mundo, dijo, por la oscuridad del claustro y era su decisión
irrevocable vivir y morir como un sencillo monje.
Se dice que en el mismo año sucedieron las siguientes anécdotas:
El santo abad visitaba un día a uno de sus monjes, un hermano lego,
que estaba muriéndose. “Ten valor, hijo mío—le dijo al acercarse al
lecho—, vas a pasar de la muerte a la vida, del trabajo al reposo
eterno.” “¿Por qué no voy a tener valor?—contestó el hermano lego—,
¿no voy hacia mi Señor y Salvador? Pongo mi confianza en la mise­
ricordia de Jesucristo y estoy seguro de que pronto veré las buenas
cosas de Dios en el país de la vida” (Ps 26, 13). Al abad le pareció
excesiva esta confianza, le pareció en realidad un tanto presuntuosa.
Se acordó del Eclesiastés: “El hombre no sabe si es digno de amor
o de odio” (Eccl 9, 1); y de San Pablo: “Con temor y temblando
obro vuestra salvación” (Phil 2, 12) y también: “Que el que se cree
firme tenga cuidado, no vaya a caer” (1 Cor 10, 12); y el abad tem­
bló por la humildad del hermano. “Haz la señal de la cruz en tu
corazón, hijo mío—le dijo—. ¿Qué palabras acabas de pronunciar?
¿Cómo has llegado a tener esa arrogante confianza? ¿No eres acaso

229
AILBE J. LUDDY

ese miserable desgraciado que, abandonando el mundo más por ne­


cesidad que por temor de Dios, fuiste admitido al fin, después de
muchas súplicas en esta comunidad? Aunque eras pobre y miserable,
yo te admití, te alimenté y te vestí, te di todo lo demás que necesi­
tabas, incluso te hice un hermano de los sabios y nobles que hay
entre nosotros. ¿Qué has dado tú al Señor en compensación de todo
esto? Y ahora, no contento con tantos beneficios inmerecidos, tu in­
gratitud se atreve a reclamar, como si fuera por derecho de herencia,
el reino de su gloria que ningún rey ni ningún emperador pudieron
comprar y que, además, no se puede comprar por ninguna cantidad
concebible de plata u oro.”
“Amadísimo padre, lo que decís es completamente cierto—contes­
tó el monje moribundo con una alegre sonrisa—, pero permitidme con­
taros el secreto de mi confianza. Vos nos habéis dicho muchas veces
que el reino de Dios no se puede adquirir ni por la nobleza de la
sangre, ni por las riquezas terrenales, sino únicamente por la virtud
de la obediencia. Yo he reflexionado mucho sobre estas palabras vues­
tras y las he puesto fielmente en práctica. Por consiguiente, si son
ciertas, tengo derecho a esperar el cielo sin caer en el pecado de pre­
sunción. Preguntad a los que se hallan en un puesto superior al mío,
preguntad a mis hermanos si han visto alguna vez que he dejado de
obedecer. Investigad también si he ofendido jamás a alguien con pa­
labras, gestos o de otra forma. Pero si por la gracia de Dios me he
esforzado constantemente por servir y obedecer y amar a todos en
Cristo, ¿quién me prohibirá que confíe en su misericordia?” Loco de
alegría al recibir esta contestación, exclamó el santo: “Oh, eres bien­
aventurado, en verdad, mi querido hijo, pues la carne y la sangre
no te han revelado esta sabiduría, sino el Padre que está en el cielo
(Mt 16, 17). Muere en paz y confianza, porque las puertas de la
vida están abiertas para recibirte.” Después de la muerte del herma­
no, Bernardo predicó un sermón sobre su vida y virtudes y recomendó
a toda la comunidad que siguiera su ejemplo en la práctica de la obe­
diencia, afirmando que consideraba que la perfecta obediencia era
un signo más infalible de santidad que incluso el poder de obrar mi­
lagros.
La segunda anécdota es también acerca de un hermano lego. Era
sencillo y analfabeto y tenía a su cuidado las ovejas de una granja
situada a alguna distancia del monasterio. La noche anterior a la
fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, principal Patrona de la
Orden, impedido por sus humildes obligaciones de unirse a sus her­
manos en los solemnes oficios de la iglesia, se pasó las horas soli-

230
SAN BERNARDO

tanas al aire libre repitiendo la salutación angélica: “Ave María” con


todo el fervor que le fue posible e inclinándose hacia la iglesia a
cada repetición. Le plugo a Dios Todopoderoso hacer saber a Ber­
nardo la piadosa ocupación del pobre pastor y cuánto le había agra­
dado. En su sermón, el abad asombró aquel día a la comunidad con
las siguientes palabras: “Amadísimos hermanos, no hay duda de que
en esta fiesta habéis ofrecido a Jesucristo, nuestro Rey y Señor y a
su gloriosísima Madre, nuestra especial Patrona, un sagrado, agra­
dable y aceptable sacrificio de devoción; por cuyo motivo tenéis dere­
cho a esperar que se os conceda, como premio de vuestro trabajo,
una cantidad eterna de gloria (2 Cor 4, 17). Pero deseo que sepáis
esto: uno de los más bajos y sencillos de nuestros hermanos legos, a
quien la obediencia le ha obligado a pasar esta fiesta entre los bos­
ques y montañas, ofreció anoche a la Reina del cielo un servicio tan
dulce de humilde amor y alabanza que igualó en mérito al más fer­
viente y recogido de nosotros. Pero la excelencia especial de su adora­
ción procedía más bien de las profundidades de la humildad que de
las cimas de la contemplación.” Esta narración, lo mismo que la an­
terior, se ha tomado del Exordium Cisterciense, 1. 4, c. 13, y el autor
añade que las palabras del santo abad dieron gran alegría y consuelo
a los legos de la comunidad, que tenían que emplear mucho tiempo
en bajas ocupaciones. Pues ellos comprobaron que la obediencia es
la única cosa que importa, que para el hombre obediente todos los
puestos y ocupaciones son sagrados y santificantes, mientras que sin
esta virtud ninguna otra cosa tiene valor a los ojos de Dios.
A estas anécdotas se puede añadir otra, derivada de la misma
fuente, pero de fecha incierta. Menardo, el piadoso abad de De Mores,
monasterio cisterciense situado en la diócesis de Langres, no lejos de
Clairvaux, entró una vez en la iglesia y encontró al santo rezando allí
solo. Bernardo estaba arrodillado sobre el rudo pavimento delante del
altar mayor. De repente apareció ante él un gran crucifijo que el
abad, levantándose, abrazó tiernamente. Luego, el insospechado tes­
tigo vio una cosa maravillosa. La figura del Salvador, separando las
manos de la cruz se inclinó y colocó los brazos alrededor del santo:
Bernardo quedó abrazado al Corazón del Crucificado. A continuación
el buen Menardo salió sin hacer ruido de la iglesia, considerándose
indigno de presenciar una escena tan sagrada y temiendo perturbar al
santo al dar a conocer su presencia. Fue probablemente él mismo, o
uno de su Orden, quien contó la historia a Conrado de Heisterbach,
el célebre autor del Exordium Cisterciense, el cual escribió hacia el
año 1200. Un incidente similar se recuerda de San Francisco de Asís.

231
AILBE J. LUDDY

Origen del cisma

Al final de 1129, o principio del año siguiente, Bernardo, como he­


mos visto, manifestó en una carta al cardenal Haimeric su decisión de
no salir fuera de los límites de la abadía a no ser para asuntos de su
Orden o por mandato de sus superiores eclesiásticos, rogándole al
canciller que le protegiera de la última contingencia. Inclinado al re­
tiro, tanto por temperamento como por la profesión monástica, le fue
muy duro someterse a las exigencias de los negocios públicos y pro­
curó evitarlos siempre que le fue posible \ Por consiguiente, se ale­
gró al recibir la' reprensión de Roma, puesto que le facilitaba la ex­
cusa que deseaba. Pero la paz que él anhelaba estaba todavía muy
lejana: se encontraba ahora tan sólo al principio de sus disgustos.
Apenas había llegado a su destino la carta al canciller, cuando una
temible tempestad estalló sobre la iglesia y Bernardo fue arrastrado
al torbellino. La noche del 13 de febrero de 1130 falleció el papa
Honorio II. Mucho antes de su muerte los dos partidos del sagrado
colegio habían estado haciendo sus preparativos para la elección fu­
tura. Uno de estos partidos lo dirigía el cardenal Haimeric, el canci­
ller ; el otro, el cardenal Pedro de Leone. Este último pertenecía a la
poderosa familia de Pierleoni, de origen judío, que luchaba con los
Frangipani por la supremacía de Roma. Pedro, después de haber com­
pletado su educación en París, se hizo monje de Cluny, de donde fue lla­
mado a Roma por Pascual II y elevado al cardenalato. Parece haber
gozado el favor y la confianza de los sucesivos Pontífices: Gelasio II,
Calixto II y Honorio II. Se le confirmaron importantes comisiones, in­
cluso legaciones a las cortes de Inglaterra y Francia. No puede haber
duda alguna en lo que respecta a su capacidad. Pero su fama en el
aspecto moral no estaba tan bien cimentada; se le acusaba de ava­
ricia, no se esforzaba por ocultar su ambición, ni dudaba en usar el
soborno como medio de alcanzar su fin. Todo el mundo en Roma co­
nocía su decisión de suceder a Honorio en el trono pontifical. La
riqueza propia que había acumulado, así como la de su familia, las
gastaba generosamente en comprar partidarios tanto dentro como fue­
ra del sagrado colegio, de forma que cuando vacó la Santa Sede pudo

1 “Mi monstruosa vida, mi conciencia miserable pide a gritos la caridad


de vuestras oraciones”, escribió él una vez a su amigo cartujo Bernardo des
Portes; “soy la quimera de mi época, ni clérigo ni laico, llevando el hábito
de monje y viviendo como un hombre de mundo. No necesito deciros lo que
ya sabéis por los demás acerca de mis ocupaciones y de mis distracciones
seculares, así como de los peligros que me rodean. Si no habéis oído, pregun­
tad, y, según lo que oigáis, concededme vuestras oraciones y vuestro consejo”.

232
SAN BERNARDO

contar con la ayuda de no pocos de los 47 cardenales y de .toda la


nobleza romana, a excepción de los Corsi y de los Frangipani. El par­
tido opuesto comprendía a aquellos cardenales que eran reconocidos
como los mejores del colegio; eran los incorruptibles y con justicia
podían llamase los sanior pars. Además tenían entre ellos la mayo­
ría de los cardenales obispos, a los cuales el Concilio de Roma de
1059 concedió el derecho de seleccionar y proponer un candidato para
el papado. Haimeric, el jefe de los antileonines, aunque acusado
por sus adversarios de avaricia y simonía, parece haber sido un hom­
bre que tenía no solamente un valor, unos recursos y una energía
maravillosa, sino también genuina piedad, estando verdaderamente
consagrado a los intereses de la Iglesia. Era su desgracia el tener
amistad con los Frangipani, enemigos mortales de los Pierleoni, lo
cual hacía sospechosa su hostilidad a la candidatura del cardenal
Pedro. Pero si bien tenía enemigos y detractores, podía contar entre
sus amigos los dos eclesiásticos más eminentes de la época: Bernardo
de Clairvaux y Pedro el Venerable.
Haimeric vio claramente que si la elección tenía lugar en el pa­
lacio Laterano, donde Honorio yacía moribundo, su causa estaba per­
dida; no podía haber libertad de acción estando los electores rodea­
dos, como en realidad lo estarían, por el populacho romano, y la
fiara sería colocada inevitablemente sobre la cabeza de un hombre que,
en su opinión, era indigno. Entonces decidió dar un golpe desespe­
rado. Tan pronto como se dio cuenta que se aproximaba el fin, hizo
trasladar al moribundo Pontífice al monasterio de San Andrés, bajo
las torres protectoras de los Frangipani. Convocó allí a todos los car­
denales con el fin de deliberar sobre los medios mejores de asegurar
una elección pacífica. Se decidió dejar la elección del nuevo papa a
una comisión de ocho, que comprendería representantes de los tres
órdenes: cardenales-obispos, cardenales-presbíteros y cardenales-diá­
conos. Haimeric se las arregló tan bien que sólo dos miembros de
esta comisión eran favorables a Pedro. Sin embargo, difícilmente po­
dría esperar que su enemigo aceptase silenciosamente la derrota. La
reunión dictó, además, excomunión contra cualesquiera cardenales que
procedieran a realizar una elección antes del entierro de Honorio y
también contra cualquier individuo elegido al margen de la comisión
de ocho. Ambas medidas estaban evidentemente dirigidas contra el
cardenal Pedro. Después de esta reunión se extendió el rumor por
toda la ciudad de que Honorio había muerto y que Haimeric y sus
amigos mantenían este hecho en secreto. Una chusma frenética, al­
quilada por los Pierleoni, se reunió ante el monasterio de San An­

233
AILBE J. LUDDY

drés, llegándose a dispersarse hasta que el Papa moribundo se aso­


mara a la ventana. El Papa falleció la noche siguiente. El ingenioso
canciller decidió inmediatamente dar otro golpe de efecto más atre­
vido. Pocas horas después de morir y antes de que la noticia se hu­
biera extendido, el cuerpo de Honorio fue enterrado en una tumba
provisional. Habiendo cumplido así el decreto aprobado en la última
reunión, Haimeric celebró una elección con los 14 cardenales que se
hospedaban en el monasterio en aquel momento, todos adversarios de
Pedro, y cinco de ellos miembros de la Comisión. Haimeric no puede
ser acusado justamente de violar con ello las ordenanzas aprobadas
unánimemente en la convención, pues el partido de los Pierleoni ya
las había repudiado y estaba planeando una campaña electoral. La
elección del cónclave recayó sobre el cardenal Gregorio Papareschi,
canónigo de San Juan de Letrán; pero éste se negó a aceptar el
cargo y sólo se le pudo inducir a consentir mediante la amenaza de
excomunión. Tomó el nombre de Inocencio II. El cuerpo de Honorio
fue entonces desenterrado y llevado a Letrán para hacerle un entierro
solemne y después de esta ceremonia Inocencio fue entronizado e in­
vestido con la insignia papal.

Concilio de Etampes

Grande fue el disgusto del cardenal Pedro y sus seguidores al


oír hablar al mismo tiempo de la muerte y entierro de Honorio y de
la entronización de su sucesor. Les habían superado en ingenio, pero
no desesperaban. En el espacio de tres horas otro cónclave, reunido
en la iglesia de San Marcos, eligió unánimemente a Pedro para el
trono pontifical. El nombre que eligió fue Anacleto II. Este se mostró
entonces en su verdadero carácter. Al frente de una chusma armada
se dirigió apresuradamente a la iglesia de San Pedro, que tomó, mas
no sin lucha. Más tarde capturó San Juan de Letrán, empleando sin
limitaciones tanto el fuego como la espada. Después emprendió el
ataque contra el Palladium, donde Inocencio se había retirado, pero
sin éxito. La posición de Inocencio era bastante difícil, aun cuando
tenía las fuerzas de los Frangipani para protegerle: la casa en que
estaba era una prisión rodeada por una chusma furiosa. Pero cuando
los únicos partidarios poderosos que tenía en Roma se pasaron a su
adversario, su caso se hizo, en verdad, desesperado. Los dos aspi­
rantes habían notificado su elección y apelado en busca de ayuda a
los gobiernos cristianos, ignorando completamente cada uno de ellos

234
SAN BERNARDO

la existencia del otro. Lotario, rey de Alemania y emperador electo


de los romanos l, fue presionado por Inocencio para que cruzara los
Alpes con un ejército a fin de reprimir a los enemigos de la Iglesia
y de su imperio y de recibir de sus manos (las de Inocencio) la co­
rona imperial. Pero lo mismo que a los otros jefes de Estado, le era
difícil a Lotario decidir entre el Papa y el antipapa. Así que decidió
esperar. Por fin, en el mes de mayo, Inocencio consiguió escapar de
la fortaleza donde había estado sitiado desde su elección y llegó sin
novedad a Francia. Ni el rey francés, Luis el Gordo, ni los obispos
franceses se habían declarado todavía en favor o en contra de él:
como casi todos los demás, esperaban recibir una mejor información.
Ya habían llegado legados de Anacleto para defender su causa ante
las autoridades civiles y eclesiásticas de la Hija Mayor de la Iglesia.
Por tanto, parecía que Inocencio tendría que emprender una dura
lucha para que le reconocieran. Como medio más práctico de zanjar
la disputa el rey convocó un concilio de obispos y nobles, que había
de reunirse en Etampes a principios del otoño de 1130.
Bernardo recibió una invitación para acudir al concilio, pero le
repugnaba abandonar su amada soledad. Sin embargo, se sometió ante
los ruegos de Luis y de los obispos y partió para Etampes. En el ca­
mino tuvo una visión que le dio a entender que este concilio estaba
destinado a hacer mucho por la causa de la paz. “Bernardo solo—es­
cribe el abate Sanvert—constituía todo el concilio, pues la asamblea
unánimemente sometió la cuestión en disputa a su única decisión. La

1 El Sacro Romano Imperio, cuya existencia comenzó bajo Carlomagno


en el año 800, se encontraba en esa época en plena decadencia. Había perdido
muchas de sus partes integrantes, no las menos importantes, tales como Fran­
cia en el Oeste y Polonia en el Este. En este período particular, Sicilia, con el
sur de Italia, se esforzaba por liberarse, mientras que aquellos estados italianos
que todavía reconocían la autoridad imperial eran prácticamente independien­
tes. La sede del Imperio era Alemania, cuyos reyes, unas veces elegidos y otras
sucediendo por derecho hereditario, eran considerados como los sucesores de
Carlomagno y emperadores electos, y recibían la corona imperial de manos del
soberano pontífice en la basílica de San Pedro. El emperador Enrique V, des­
pués de un reinado de diecinueve años, pasados en una guerra casi ininterrum­
pida con Roma por la cuestión de las investiduras, murió sin sucesión en 1125.
Aparecieron dos candidatos a la Corona: el sobrino de Enrique, que era el
duque Federico de Suabia, jefe de la poderosa familia Hohenstaufen, y Lotario
de Supplinburg, representante de la casa Guelph. Correspondía a los príncipes
alemanes elegir entre ellos. La influencia eclesiástica, opuesta a Federico, el
cual, al parecer, habría de seguir la política de su tío, aseguró la elección de
su rival, Pero el duque no era hombre que renunciase sin pelear a lo que él
consideraba que era su derecho. Ayudado por su hermano Conrado, recurrió
al arbitraje de la espada. En 1127 parece que Federico renunció a su título en
favor de su más voluntarioso hermano, a quien sus partidarios proclamaron
rey y emperador-electo. Así, aconteció que tanto la Iglesia como el Imperio
presentaban al mismo tiempo el triste espectáculo de un reino dividido contra
sí mismo, y la situación desesperada de cada una de las partes hacía todavía
más desesperada la de la otra.

235
AILBE J. LUDDY

luz de la verdad baja brillando de los cielos; Bernardo buscó esa


luz en la oración y luego examinó las pretensiones de los dos com­
petidores. Inocencio y Anacleto estaban debidamente representados por
sus legados, pero, todos consideraban a Bernardo como represen­
tante de Jesucristo. El oráculo visible de la cristiandad, el juez con­
tra cuya decisión no hay apelación posible, una sola palabra suya fija
firmemente sobre una cabeza la tiara que hasta entonces había estado
suspendida inciertamente sobre las dos. ¡Él proclama a Inocencio
Pontífice legítimo y procede a conseguir que su veredicto sea ratifi­
cado por todo el mundo! Cogiendo al Papa, como si dijéramos, por
la mano, lo presentó a Francia, la cual lo aceptó sin un momento de
duda.”
Este relato coincide con los datos que nos han dejado imparciales
autores contemporáneos, tales como el abad benedictino Ernald de
Bonneval, que dice en su Vida de San Bernardo'. “Cuando los obis­
pos y los nobles se reunieron en concilio, para el que se habían pre­
parado por medio de la oración y el ayuno, se decidió unánimemente
que la obra de Dios—la sentencia sobre las demandas de los compe­
tidores—se debía dejar al siervo de Dios. Por consiguiente, después
de examinar diligentemente el orden y el procedimiento de las dos
elecciones y los méritos, la vida y reputación de los dos candidatos,
saturado del Espíritu Santo y hablando en nombre de todos, declaró
a Inocencio Pontífice legítimo. Esta decisión fue aprobada por toda
la asamblea.” Similar, casi idéntica en verdad, es la narración del
obispo Teobaldo, otro testigo contemporáneo: “Por el consentimiento
y deseo de todos, el asunto de la Iglesia de Dios fue encomendado al
santo. El examinó diligentemente los méritos de los dos candidatos,
su vida y reputación, así como el orden de las elecciones. Luego, ha­
blando por el Espíritu Santo, proclamó Papa a Inocencio, cuya deci­
sión fue ratificada por el concilio.” A la vista de un testimonio tan
explícito de testigos de impecable autoridad, se pregunta uno cómo el
autor del artículo sobre Inocencio II en la Enciclopedia Católica pu­
do decir que Inocencio debió su victoria en Etampes a la influencia
y elocuencia del abad Suger.

Dieta de Wurzburgo

Fue en la abadía de Cluny, donde se hospedaba como huésped


de honor de Pedro el Venerable y donde acababa de consagrar la
suntuosa iglesia de la abadía con magnífico ceremonial, donde Ino­

236
SAN BERNARDO

cencio se enteró del resultado del Concilio de Etampes. El enviado


no fue otro que el propio Suger. Ya no podía haber duda alguna
acerca del resultado de la lucha, pues en aquella época toda la cris­
tiandad seguía la pauta marcada por Francia. En todas las ciudades
y en todos los pueblos que visitó el desterrado Pontífice después de
esta fecha se le recibió con una ovación. Presidió en noviembre el
Concilio de Clermont, que anatematizó al antipapa. En San Benito del
Loira, Luis el Gordo con la reina y su hijo fueron a prestarle home­
naje. Más tarde tuvo otro triunfo igualmente espléndido, que debió
al celo del abad de Clairvaux. Los obispos ingleses favorecían a Ana-
cleto y habían empleado su influencia con el rey, Enrique I, para
atraerlo al lado del antipapa. El cardenal Pedro había alcanzado una
alta reputación en Inglaterra cuando visitó este país como legado bajo
el papado de Calixto II. Su generosidad, en particular, le ganó mu­
chos amigos. Enrique se encontraba en Francia hacia fines del año
1130. A petición de Inocencio Bernardo fue a visitarle con el fin de
separar a un aliado tan importante de la causa de Anacleto. Era una
empresa difícil, pues Enrique llevaba en su comitiva varios obispos,
que hicieron todo lo posible por evitar que el monarca se pasara al
otro bando. Obligado por los argumentos del santo a abandonar una
posición tras otra, Enrique ofreció su última resistencia basándose en
fundamentos de conciencia: estaba completamente dispuesto a reco­
nocer a Inocencio, pero temía, al hacerlo, ofender a Dios. A esto re­
plicó el santo abad: “¿Teméis ofender a Dios si reconocéis a Ino­
cencio? Entonces, pensad cómo vais a responder a Dios por los otros
pecados; en cuanto a éste, dejádmelo a mí: que caiga sobre mi
alma.” Inmediatamente capituló el rey y con un numeroso cortejo de
obispos y nobles acompañó a Bernardo a Chartres, donde Inocencio
le estaba esperando para recibirle 2. “Allí—dice Vacandard—el rey
puso a los pies del soberano Pontífice su homenaje, su cetro y su
espada.” En octubre del mismo año los obispos alemanes se reunieron
en Wurzburgo para estudiar las pretensiones de los dos competido­
res. Lotario acudió en persona. Norberto, arzobispo de Magdeburgo,
fue el espíritu dominante de la dieta, la cual bajo su influencia se
declaró en favor de Inocencio. Los historiadores, sin embargo, consi­
deran al abad de Clairvaux responsable, en cierto modo, de este feliz

3 El anterior relato está tomado de la Vida de San Bernardo, de Ernald.


Es aceptado como cierto por todos los historiadores. Así, Lingard escribe: “En­
rique, en contra del consejo de sus obispos, fué convencido por Bernardo de
que apoyara la causa de Inocencio” (Historia de Inglaterra, val. II, pág. 205).
No se conoce el lugar en que se reunieron el santo y el rey.
- - -<5
237
AILBE J. LUDDY

resultado. Es probable que se dirigiera por carta al sínodo, aunque


tal documento no ha llegado a nosotros.

Los REYES DE INGLATERRA Y ALEMANIA, GANADOS


PARA EL PARTIDO DE INOCENCIO

El 22 de marzo de 1131 Lotario, rodeado por veinticinco arzobis­


pos y obispos, cincuenta y tres abades y un gran acompañamiento de
nobles fue a Lieja a ver al Papa. Allí atravesó las calles sosteniendo
la brida del caballo blanco de Inocencio, y al terminar la procesión
ayudó al ilustre exiliado a apearse. Encontrando al monarca alemán
dispuesto tan favorablemente, el Pontífice le volvió a pedir que enviara
un ejército para librar a Roma del poder de su rival, pues Lotario como
emperador-electo del Sacro Romano Imperio—había sido elegido en
1125, pero no había sido coronado todavía—era el defensor natural de
la Santa Sede. Pero el buen rey tenía malos consejeros. Le recordaron
que ahora tenía una magnífica oportunidad de recuperar el codiciado
derecho de investidura por el cual habían luchado sus predecesores
tanto tiempo y tan amargamente contra el poder de los papas.
El derecho de investidura significaba, particularmente en aquella
época, que a la muerte de un obispo o de un abad el soberano podía
nombrar un sucesor y entregarle el anillo y el báculo con la fórmula:
Accipe ecclesiam. Los múltiples peligros que se derivaban de este sis­
tema para la Iglesia son evidentes para todo el mundo. Los reyes que
necesitaban dinero—lo que sucedía habitualmente a los reyes medie­
vales—quedaban expuestos a la tentación de simonía, las mitras se
concedían a los mejores postores y el episcopado era invadido por
hombres indignos, para deshonra de la religión y ruina de las almas.
Este era el precio que pedía Lotario para poner a Inocencio en po­
sesión de Roma. El Pontífice, dolorosamente apesadumbrado y tur­
bado, sólo pudo contestar que la condición era imposible: conceder
el derecho de investidura sería una traición a la Iglesia. Lotario in­
sistió en su demanda, sin embargo, e irritado por la insistente nega­
tiva se puso muy enfadado, profirió violentas palabras e incluso des­
cendió a las amenazas. Estaban presentes varios cardenales y obispos,
pero ninguno de ellos tuvo el valor de levantarse en defensa del bon­
dadoso Papa, que tan bajamente era amenazado. El hombre que ha­
bló y desafió toda la ira del furioso monarca no fue ni un cardenal
ni un obispo, sino un simple monje. Fue Bernardo. Y habló de un
modo tan adecuado, que, acallado y abrumado por su lógica y por

238
SAN BERNARDO

su elocuencia, Lotario retiró sus pretensiones e hizo las paces con el


Pontífice. “Gracias a esta valiente intervención, la Iglesia escapó una
vez más al yugo del poder civil y conservó su libertad de elección.”
Así habla el abate Vacandard. Antes de partir el rey prometió po­
nerse al frente de una expedición contra el antipapa en el plazo de
cinco meses.
Desde Lieja Inocencio y su comitiva se dirigieron a París, pues
en atención a Suger él había decidido honrar la abadía de San Denis
con su presencia durante la Semana Santa. Mantuvo a Bernardo a
su lado en este viaje triunfal y elevó al cardenalato a un miembro de
su comunidad llamado Balduino 3. El santo había ganado tan com­
pletamente su confianza y afecto, que, según dice el abad Hernald, el
Papa “no podía soportar el separarse de él y le hacía sentarse con
los cardenales en las reuniones del Concilio”.

Reclutas para Clairvaux

Al pasar por Cambray, Bernardo, siempre en busca de oportunida­


des de hacer el bien, convirtió a un caballero llamado Hugo d’Oisy, un
“caballero ladrón”, que era el terror y el escándalo de toda la provincia.
Como agradecimiento por el favor conferido, Hugo donó a Clairvaux
una parcela de terreno. Este terreno fue el emplazamiento de la abadía
de Vaucelles fundada el año siguiente, siendo Nivardo uno de los miem­
bros de la comunidad. Cuando Bernardo regresó de París, adonde había
acompañado al Papa, a su monasterio, llevó consigo no menos de
30 novicios. Los más distinguidos de ellos eran Guerric, jefe de la Es­
cuela Episcopal de Tournay, más tarde abad de Igny; y Geofredo
de Peronne, tesorero de la iglesia de San Quintín, el cual, elegido su­
cesivamente para la sede de Tournay y Nantes, rechazó ambas y
murió la muerte de los santos como un sencillo monje en el año 1140.
También pertenecía a este grupo Alanus, no (como al parecer supone
Manríquez) Alanus de Lille, el célebre filósofo que mereció por su
erudición el título de “Doctor Universalis”, pues es seguro que éste
ingresó en la Orden no en Clairvaux sino en Citeaux, donde murió
en 1203, sino otro del mismo nombre, que sucedió a Hugo de Macón
en la sede de Auxerre y escribió la segunda Vida de San Bernardo.
Que eran todos jóvenes educados y de alto rango resulta evidente de
3 Muchos creen que el hermano Martín, que fue elevado al cardenalato
con Balduino aquel mismo año en el Concilio de Clermont, fue también un
monje de Clairvaux. Bernardo le llama “nuestro propio Martín” (£>e consid., li­
bro IV, cap. V).

239
AILBE J. LUDDY

una carta de felicitación y aliento que el santo abad les dirigió, pro­
bablemente mientras estaba con el Papa en París:
“A sus amados hijos, Geofredo y sus compañeros, Bernardo, abad
(así le llaman) de Clairvaux. La noticia que se ha extendido por todas
partes ha servido de edificación para muchos y además ‘alegró a toda
la ciudad de Dios’ (Ps 45, 5), de forma que ‘los cielos están contentos
y la tierra se regocija’ (Ps 95, 11) y todas las lenguas dan gloria al
Señor debido a vuestra conversión. Sí, mis queridos amigos, ‘la tierra
se ha conmovido porque los cielos arrojaron rocío del rostro del Dios
del Sinaf (Ps 67, 9), derramando con más abundancia que de costum­
bre ‘la generosa lluvia’ que el Señor ‘ha puesto aparte para herencia
suya’. (Ibid 10). La cruz de Cristo no aparecerá por más tiempo es­
téril en vosotros, como en tantos ‘hijos de la incredulidad’ (Eph 5, 6)
los cuales, demorando su conversión de día en día, han sido sor­
prendidos por una muerte repentina ‘y en un momento bajaron al in­
fierno’ (lob 21, 13). Otra época fructífera ha venido para ese árbol en
el que estuvo colgado el Señor de la gloria, que dio Su vida ‘no so­
lamente por la nación, sino para reunir en uno a los hijos de Dios
que estaban dispersos’ (loh 11, 52). Es Él mismo quien os ha unido
en vuestro santo propósito, quien os ha amado como Su propia Alma,
como el fruto más precioso de Su cruz, como la recompensa más
rica de Su amarga pasión. Si los ángeles de Dios se alegran de que
un pecador haga penitencia (Le 15, 10), ¡cuán grande tiene que ser
su alegría ante la conversión de tantos pecadores, y unos pecadores
cuyo mal ejemplo era más pernicioso debido a sus elevados conoci­
mientos y a su rango mundano! He leído en San Pablo: Mirad her­
manos vuestra vocación; pues no ‘hay entre nosotros muchos sabios, ni
muchos poderosos, ni muchos nobles, pues Dios ha elegido las cosas
necias para que Él pueda confundir a los sabios, y las cosas débiles
para que Él pueda confundir a los fuertes, y las cosas bajas y las cosas
que no son para que Él pueda convertir en nada las cosas que son’
(1 Cor 1, 26-28); pero ahora, al revés de lo que acostumbra, Él ha
obrado la conversión de una multitud de grandes, de sabios y de nobles.
Una multitud de jóvenes desprecian la gloria de la tierra, pisotean la
flor de la juventud, no conceden valor a la nobleza de la sangre, consi­
deran como una locura la sabiduría del mundo, repudian las pretensio­
nes de la carne y de la sangre, renuncian al amor de parientes y amigos
y estiman que todas las ventajas, honores y dignidades temporales no
son ‘sino basura, a fin de que les sea posible ganar a Cristo’ (Phil 3, 8).
Os alabaría, amigos míos, si creyera que todo esto lo habéis hecho
vosotros. Pero indudablemente el dedo de Dios está aquí (Ex 8, 19),

240
SAN BERNARDO

‘éste es el cambio debido a la mano derecha del Altísimo’ (Ps 76, 11).
Es ‘un don bueno y perfecto’, en consecuencia ha ‘descendido del Pa­
dre de la luz’ (lac 1, 17). Por consiguiente, atribuyo toda la gloria al
‘que Él sólo hace cosas maravillosas’ (Ps 135, 4) y que desea haceros
partícipes de su ‘copiosa redención’ (Ps 129, 7).
”¿Qué queda ahora sino llevar a cabo vuestra loable resolución?
Rezad porque tengáis perseverancia, la única virtud que obtiene la
corona. No seáis inconstantes, sino mostraros como verdaderos hijos
de vuestro Padre que está en el cielo, ‘en quien no hay ningún cambio
ni la menor sombra de alteración’ (lac 1, 17). Sí, ‘cambiaos en la mis­
ma imagen de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el
Espíritu del Señor’ (2 Cor 3, 18).
"Amadísimos hijos, tanto como os felicito me felicito a mí mismo
porque (según me han dicho) se me ha considerado digno de ser ele­
gido consejero vuestro en esta materia. Aquí tenéis mi consejo y os
prometo mi ayuda. Si pensáis que puedo seros útil, o más bien si
creéis que merezco serviros, ‘yo no rehuso el trabajo’ y haré todo lo
posible. Alegremente inclino mis hombros, a pesar de que están can­
sados, ante esta carga también, si el Señor tiene a bien colocarla so­
bre mí. Muy alegremente y con los brazos abiertos daré la bienvenida
a estos nuevos ‘compatriotas de los santos y siervos de Dios’
(Eph 2, 19). ¡Oh, cuán feliz me sentiré en obedecer el mandato del
profeta de ‘acercarse con pan a los que huyen del filo de la espada
y con agua a los sedientos’! (Is 21, 14).”
Geofredo, que al parecer era el jefe del grupo, estaba cariñosamente
unido a su anciano padre, a quien dejó con el corazón destrozado en
su hogar. Después de entrar en Clairvaux, el recuerdo del pesar del
anciano le turbó tanto que llegó a constituir una seria tentación. Per­
dió la tranquilidad de espíritu. Por fin, incapaz de soportar por más
tiempo el sufrimiento, decidió abandonar el monasterio lo más silen­
ciosamente posible. Pero Bernardo adivinó sus pensamientos e inten­
ciones y, llamándole, le dijo: “Hijo mío, deja de preocuparte por tu
padre. El profesará aquí como tú, y habiendo perseverado hasta el fin,
será enterrado y descansará en nuestro cementerio.” Luego, con aque­
lla bondad que tanto le caracterizaba, el abad envió una bella carta
de consuelo a los padres del joven: “Si Dios ha consentido en ha­
cer a vuestro hijo, hijo Suyo, ¿qué habéis perdido? ¿O qué ha per­
dido él? Antes era rico, pero ahora es más rico; antes era noble,
pero ahora es más noble; antes era glorioso, pero ahora es mucho
más glorioso; y lo que es mucho mejor: antes era un pecador, pero
ahora es un santo. Pero él se tiene que preparar para el reino que le

241
S. BERNARDO.----Ift
AILBE J. LUDDY

ha sido preparado ‘desde la fundación del mundo’ (Mt 25, 34), y, por
consiguiente, tiene que permanecer aquí con nosotros hasta que las
manchas y el polvo que ha traído del mundo hayan sido completa­
mente quitados por la penitencia y esté en condiciones de entrar en
las mansiones celestiales. Si realmente lo amáis, os alegraréis, porque
él va al Padre y a un Padre tan grande (loh 14, 28). El va hacia Dios,
sin embargo, no lo habéis perdido, más bien habéis ganado, gracias
a él, una multitud de hijos. Pues todos nosotros aquí en Clairvaux y
todos los que pertenecen a Clairvaux, aunque no están aquí, le quie­
ren como a un hermano y a vosotros como si fuerais su padre y su
madre.
”Pero quizá tengáis miedo de que la austeridad de nuestro modo
de vivir sea demasiado para este cuerpo tierno y delicado. Es de este
vano temor del que dice el Salmista: ‘Ellos han temblado de miedo
allí donde no había ningún miedo’ (Ps 13, 5). Consolaos y tened con­
formidad. Os prometo que seré como un padre para él y él para mí
como un hijo, hasta que lo entregue en los brazos de ‘el Padre de
misericordia y el Dios de todo consuelo’ (2 Cor 1, 3). Cesad, enton­
ces, de lamentaros por él y secad vuestras lágrimas, porque vuestro
hijo se dirige apresuradamente hacia la paz y felicidad eternas. Seré
para él un padre y una madre y una hermana y un hermano. Para
él convertiré ‘los senderos sinuosos en senderos derechos y los caminos
montañosos en caminos llanos’ (Is 40, 4). Suavizaré y modificaré la
regla para él a fin de que mientras avanza su espíritu no flaquee su
cuerpo. De forma que él servirá al Señor con alegría y regocijo: Sí,
‘él cantará en los caminos del Señor, porque es grande la gloria del
Señor’ (Ps 137, 5).”
Tan plenamente satisfizo esta carta al padre de que Geofredo
había elegido, en verdad, el mejor camino, que a pesar de que era
viejo y no estaba acostumbrado a la penitencia—se le describe como
un hombre muy rico, noble y poderoso y que, al parecer, había sido
también un tanto mundano—decidió compartir la felicidad de su hijo.
Tomó el hábito religioso en Clairvaux, donde, después de servir a
Dios durante algunos años con humildad y arrepentimiento, tuvo una
muerte santa de acuerdo con la predicción de Bernardo.

242
CAPITULO XVIII

LA VISITA DEL PAPA

Inocencio en Clairvaux

Los eruditos difieren en cuanto a la fecha exacta en que el papa


Inocencio visitó Clairvaux. Manrique/, siguiendo al abad Ernald y el
Chronicon Belgicum, la coloca inmediatamente después de la confe­
rencia de Lieja y antes de la visita a París. Otros escritores eminen­
tes prefieren colocarla entre la estancia en San Denis y el Concilio de
Reims. Esta última opinión nos parece la más probable. Sin embargo,
este extremo no tiene una importancia particular. Según Vacandard,
Inocencio fue a Clairvaux entre finales de julio de 1131 y finales de
septiembre; es decir, durante los dos meses que residió en Auxerre.
Ernald nos ha dejado un relato detallado de este memorable aconte­
cimiento. Toda la comunidad salió en orden procesional a dar la bien­
venida al Vicario de Cristo. A la cabeza de la procesión figuraba
una sencilla cruz de madera. Los monjes, en sus hábitos burdos y
andrajosos y con salterios en las manos, parecían tan pálidos y del­
gados, que, a pesar de los alegres cánticos que entonaban, ni el
Pontífice ni los cardenales que le acompañaban pudieron dejar de llo­
rar. Se observó que ninguno de ellos levantaba la vista para mirar
a los visitantes, tan completamente indiferentes a la curiosidad eran
estos “pobres de Jesucristo”. Al entrar en la iglesia de la abadía, Ino­
cencio quedó sorprendido al ver que su único adorno era un cruci­

243
AILBE J. LUDDY

fijo de madera. En el refectorio, donde comió con los monjes, con


los pies en el suelo desnudo, le esperaba la misma austera sencillez.
No había ni carne ni vino, sino pan tosco, coles, habas y, para uso
especial de Su Santidad, como sucesor del Pescador, un pequeño pes­
cado que los otros huéspedes tuvieron que contentarse con mirar de
lejos, como dice el abad Ernald. De bebida había un brebaje hecho
con jugo de hierbas. No nos han dicho si les agradó a los visitantes
la comida, que tuvo por lo menos para ellos el mérito de la novedad.
Tampoco nos han dicho cuánto tiempo permanecieron en el monas­
terio ; pero parece que, según Ernald, la visita duró varios días.

Concilio de Reims

Para que sus adversarios vieran que el mundo lo reconocía como


el verdadero sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, Inocencio convocó
un gran concilio que había de reunirse en Reims en el mes de oc­
tubre de 1131. Trece arzobispos, 263 obispos, de diferentes naciones
de Europa, y una gran multitud de abades de varias órdenes respon­
dieron al llamamiento. El rey Luis de Francia acudió en persona, mien­
tras que los soberanos de Alemania, España e Inglaterra estuvieron
representados por sus embajadores. De este concilio, que comprendía
todo lo mejor de la Europa cristiana, fue el oráculo Bernardo; su ex­
traordinario genio dominó aquí lo mismo que había dominado en
Etampes y en Troyes. Respecto al sermón que se supone fue predi­
cado en esta ilustre asamblea y que ha sido atribuido al santo, hay
diferencia de opiniones sobre dos puntos: si fue pronunciado en
Reims y si pertenece a Bernardo. Se puede suponer con seguridad
que si Inocencio invitó a alguien a predicar a los prelados reunidos
esa persona sería el gran abad de Clairvaux. En todo caso, el princi­
pio del discurso tiene todo su estilo: “Muy difícil es la tarea que se
me ha encomendado hoy: enseñar a los doctores e instruir a los pa­
dres de la Iglesia; mientras que está escrito: ‘Pregunta a tu padre y
él te explicará, a tus mayores y ellos te contarán’ (Dt 23, 7). Pero a
mí me manda Moisés, cuyas manos son pesadas (Ex 17, 12) y a quien
se debe obediencia no sólo por mí, sino por todos. Además aquí está
uno más grande que Moisés. Pues a Moisés se le encomendó el go­
bierno de tan sólo una nación, mientras que tenemos aquí al supremo
legislador de la Iglesia universal. Tenemos más que un ángel aquí.
¿Pues a qué ángel le dijo jamás Dios: ‘Lo que atares en la tierra
atado será en el cielo’? (Mt 16, 19). Estoy hablando, desde luego, no

244
SAN BERNARDO

del mérito personal, sino solamente de la dignidad del cargo. En su


condición oficial el soberano Pontífice no tiene igual ni en el cielo
ni en la tierra y está sujeto a Dios solamente.” El predicador habla
a continuación de los obispos. Dice que son necesarias cuatro cosas
para un pastor de la Iglesia: primera, que entre en el redil sólo por
la puerta (loh 10, 9)—es decir, por medio de la elección e investidura
canónicas—; segunda, la humildad; tercera, el alejamiento de las co­
sas temporales, y cuarta, una moral irreprochable. Luego se ocupa de
los vicios opuestos y habla con terrible severidad y asombrosa au­
sencia de reserva. “¿De qué sirve la elección canónica, si vuestra vida
y conducta no son también canónicas? El Salvador dijo a sus após­
toles: ‘¿No os he elegido a doce y uno de vosotros es un demonio?’
(loh 6, 71). Mi Señor Jesucristo, puesto que aquella elección estuvo en
Tu poder, sin que nadie te contradijera ni se te opusiera, ¿por qué
elegiste a un hombre destinado a convertirse en demonio más bien
que a alguien que te sirviera en justicia y santidad?”
Las razones principales por las cuales los críticos dudan en atri­
buir este sermón a Bernardo son: primera, el hecho de que, en contra
de su costumbre, se llama a los obispos “hermanos”, y segunda, la
extrema severidad de lenguaje. Pero un lenguaje tan severo se puede
encontrar en muchos sermones que pertenecen indudablemente al san­
to, por ejemplo, en el famoso discurso a los estudiantes de París, al
cual volveremos a referirnos. Y en cuanto a la diferencia en el trata­
miento, se puede explicar fácilmente bien por una inadvertencia por
parte del santo o por un error del copista, o porque Bernardo consi­
derase más adecuado llamar hermanos a los que se sentaban con él
en el Concilio. Por el contrario, la asombrosa semejanza, o más bien
identidad, de pensamiento y expresión entre este discurso y ciertos pa­
sajes del tratado De Consideratione y del gran sermón De Conver-
sione demuestra que es el trabajo del mismo autor o de un plagiario
sin escrúpulos e inteligente. Nosotros estamos convencidos de que el
sermón fue predicado en Reims y que lo predicó Bernardo.
El Concilio duró quince días. Proclamó a Inocencio como único
Papa legítimo, anatematizó al antipapa y a sus partidarios y definió
las relaciones entre la Iglesia y el Estado en varios aspectos impor­
tantes. Luis el Gordo aprovechó la oportunidad de la presencia del
Santo Padre en Reims para que su hijo, Luis VII, fuese coronado por
el Vicario de Cristo, lo cual se efectuó con la mayor pompa y solem­
nidad.

245
AILBE J. LUDDY

Llamamiento al arzobispo Hildeberto

Aunque, como lo puso de manifiesto el Concilio de Reims, la


gran mayoría de los obispos y de los más poderosos estados europeos
se habían puesto definitivamente al lado de Snocqpcio, el cisma no
estaba curado ni mucho menos. Roger de Sicilia, el soldado y mo­
narca más capaz de su época, cuyo ducado había sido elevado por
Anacleto, a despecho de Lotario, a la dignidad de reino, se declaró
en favor del antipapa y su ejemplo fue seguido por el clero de sus
dominios. En el mismo bando estaban el poderoso duque de Aquita-
nia, Guillermo X; el duque de Suabia, rival de Lotario—era cosa
natural que el antiemperador hiciera causa común con el antipapa—
los patriarcas de Constantinopla, Antioquía y Jerusalén; toda Ro­
ma, como hemos visto; otras varias importantes ciudades de Italia,
como Milán y Benevento, y un gran porcentaje del clero de casi to­
dos los países T. Había también algunos obispos, por ejemplo, Hilde­
berto, arzobispo de Tours, que todavía no se habían comprometido
con ningún partido, bien por motivos políticos o bien porque no ha­
bían podido decidirse. Bernardo estaba ya en amistosa corresponden­
cia con Hildeberto y decidió ver si podría sacarle de su indecisión o
despertar su conciencia. “Escuchad—escribe Bernardo—, Inocencio, el
Cristo, el ungido del Señor, ‘ha sido colocado para la caída y para la
resurrección de muchos’ (Le 2, 34). Pues los que pertenecen a Dios vo­
luntariamente se adhieren a Él, mientras que los que se le oponen
defienden al Anticristo y a sus seguidores. Hemos visto ‘a la abomi­
nación de la desolación colocarse en el lugar sagrado’ (Mt 24, 15), y
para conseguirlo el antipapa ‘quemó con fuego el santuario de Dios’
(Ps 73, 7). Él persigue a Inocencio y con él a toda la inocencia y ellos
huyen ante el rostro del León... Expulsado de Roma, Inocencio es
recibido por el mundo. De todos los confines de la tierra vienen Jos
hombres a prestarle homenaje, aun cuando, con la furia de otro Se-
mei, Gerardo de Angulema continúa todavía maldiciendo a David
(2 Sam 16, 5).

1 Algunos escritores recientes, como Jungmann y Vacandard, colocan a


Escocía al lado del antipapa, basándose, al parecer, en Ricardo de Hexham, quien
dice que los escoceses “parecían favorecer al apóstata Pedro de Leone, de
odiosa memoria”. Pero la antipatía de Ricardo por los escoceses quita todo
valor a su testimonio. Además, él es desmentido por San Bernardo, que dice
que Escocia defendía a Inocencio en 1131, y también por el cronista de Melrose,
quien describe a Inocencio como sucesor de Honorio en el año 1130. Cfr. Gil-
martín, Historia de la Iglesia, vol. II, pág. 38, nota. Los patriarcados orientales
reconocieron pronto su error y se sometieron a Inocencio.

246
SAN BERNARDO

¿No han reconocido todos los príncipes cristianos como verda­


dero al elegido de Dios? Los soberanos de Francia, Inglaterra, Es­
paña y Alemania han prestado homenaje a Inocencio y le han reco­
nocido como el pastor supremo de sus almas. Él recibió los votos de
los mejores cardenales, sus partidarios superan en número a los de
su rival y, lo que es más importante todavía, su vida ha sido más
santa. Por consiguiente, venerable padre, esperamos vuestra decisión,
que, en verdad, tanto estáis tardando en adoptar. Sin embargo, no os
critico por vuestra lentitud, que es debida a vuestra seriedad y aleja
toda sospecha de ligereza. Pero considero una vergüenza que la vieja
serpiente con nueva audacia, abandonando a las necias mujeres, haya
asaltado vuestro poderoso corazón e intentado derrumbar un pilar tan
poderoso de la Iglesia. Y aun cuando él haya conseguido hacerle va­
cilar, confío en que no haya logrado derribarlo.” Esta carta logró su
objeto: Hildeberto, un prelado de extraordinarias dotes, se sometió al
Papa Inocencio en diciembre de 1131.

Gerardo de Angulema

Anacleto podía contar entre sus defensores a muchos hombres de


gran influencia y capacidad; pero no había ninguno tan bien dotado
ni tan dispuesto a servirle como Gerardo, obispo de Angulema. Na­
cido en Normandía, este prelado había conseguido gran renombre co­
mo orador, canonista, teólogo y literato; poseía una capacidad extra­
ordinaria para administrar y se le conocía como amante y generoso
protector de las artes. Pero a pesar de que era grande la reputación
que gozaba por su cultura y erudición, todo esto no podía compensar
algunos serios defectos de su carácter y de su conducta. El orgullo y
la ambición se habían apoderado fuertemente de él y por fin incurrió
en sospechas de simonía. Como premio a Jos distinguidos servicios
prestados al papado durante la controversia con el emperador Enri­
que V sobre los derechos de investidura, Pascual II le había nombrado
legado en varias provincias de Francia, dignidad que continuó disfru­
tando bajo tres pontífices sucesivos. Parece que Anacleto conocía bien
su carácter, pues poco después de su elección le escribió confirmán­
dole su nombramiento. Pero Gerardo no deseó declararse por el mo­
mento. Quería esperar, para estar seguro previamente, de cuál iba a
ser el partido triunfante. Su prudencia mundana no le permitió acudir
al Concilio de Etampes, pero envió una carta de simpatía que mereció
los honores de ser leída a los obispos reunidos. Poco más tarde se

247
AILBE J. LUDDY

traicionó al pedir a Inocencio que le confirmara en el cargo de legado


que había desempeñado bajo los papas anteriores. Pero el nuevo Pon­
tífice estaba enterado de la sospecha que recaía sobre su integridad y,
para su honra eterna, rechazó la demanda: el codiciado cargo fue
otorgado al amigo de Bernardo, Geofredo, obispo de Chartres. Pro­
fundamente herido por esta inesperada repulsa, Gerardo ofreció inme­
diatamente sus servicios al antipapa. Fue nombrado legado de Ana-
cleto y aportó a la causa de su amo todos los poderosos recursos de
su capacidad, celo y erudición. Con sus escritos y declamaciones ga­
nó muchos partidarios para el usurpador.

El duque Guillermo

El más importante de éstos fue Guillermo, duque de Aquitania,


un príncipe de gigantesca fuerza y estatura, obstinadamente aferrado
a sus opiniones, de genio violento, conducta licenciosa y poseído de
una piedad que rayaba en Ja superstición: tenía en realidad todas las
cualidades que atribuyen a la formación de un tirano fanático. Pare­
cía que había el peligro de que obligaría a todos sus súbditos a repu­
diar a Inocencio, pues su poder era supremo dentro de los límites de
sus amplios dominios. En 1131 Pedro el Venerable intentó celebrar
una entrevista con él, con la esperanza de apartarle de la causa del
antipapa, pero sin éxito. Por este motivo, a principios del año siguiente
Inocencio envió a Bernardo con el mismo objeto, pensando que el
que había vencido el prejuicio de Enrique y el orgullo de Lotario acaso
triunfaría también sobre la obstinación de Guillermo. Según Manrí-
quez esta primera embajada a Aquitania del santo abad tuvo lugar en
el año 1130, pero según otros eruditos se celebró hacia el final de
1131. La opinión que seguimos aquí es la de Vacandard.
Era una empresa aventurada acercarse a un hombre del tempera­
mento y carácter de Guillermo para un asunto de está clase. Pero Ber­
nardo no tema miedo. Acompañado por el obispo de Soissons, fue a
una casa de su Orden cerca de Poitiers, la ciudad donde residía el
duque, y envió un mensaje al gran hombre invitándole a celebrar una
conferencia en el monasterio. Cosa extraña, Guillermo aceptó la in­
vitación y acudió solo. Durante siete días completos permaneció en
íntimo coloquio con el santo. Cuando, por fin, se despidió, Anacleto
había perdido uno de sus más poderosos partidarios por algún tiem­
po. Apenas se había ido Bernardo de la vecindad, cuando apareció
Gerardo en escena y con sus artes y argumentos hizo de Guillermo

248
SAN BERNARDO

un cismático más violento que antes. Tan profundo fue el odio senti­
do contra Bernardo por los partidarios del antipapa en la ciudad de
Poitiers, que hicieron pedazos el altar en que el santo abad había
celebrado misa. El duque, obrando bajo la malévola influencia de Ge­
rardo, comenzó entonces una activa persecución contra los partidarios
de Inocencio. Expulsó de sus sedes a los obispos de Poitiers y Limo-
ges, colocando en su lugar a partidarios de Anacleto. Era evidente su
intención de no tener en sus dominios ningún obispo que no recono­
ciera al antipapa.
Mientras tanto, Bernardo se enteró de su recaída y le envió una
solemne advertencia para que no provocase la ira de Dios : “Hace
algún tiempo me separé de vos con los sentimientos más amables para
vos y los vuestros y con la voluntad y el propósito de hacer todo
lo posible en todo momento en pro del honor y salvación de vos y de
vuestra familia. Me sentía inclinado de esta manera porque mi vi­
sita a vos no había sido infructuosa, sino que en contra de lo que
todo el mundo esperaba yo había logrado obtener la paz para la
Iglesia. ¿Por qué medios y en virtud de qué consejero se ha conver­
tido en nada este maravilloso ‘cambio de la mano derecha del Altí­
simo’ (Ps 76, 11) de forma que habéis empezado a perseguir a la
Iglesia desterrando al clero de Poitiers y atrayendo sobre vos mismo
la ira de Dios de un modo más implacable que antes? ¿Quién pudo
haberos separado tan pronto del sendero de la verdad y de la salva­
ción? ‘Sea quien fuere, tendrá que soportar la sentencia’ (Gal 5, 10).
Con San Pablo, ‘yo quisiera que fueran eliminados los que os turban’
(Gal 5, 12)2. Volved, os lo ruego, a vuestra verdadera alianza, no
sea que (Dios no lo quiera) seáis también eliminado. Volved, repito,
reconciliaos con los que son vuestros verdaderos amigos y restableced
al clero en sus iglesias, o incurriréis en la implacable cólera del
‘que arrebata el espíritu de los príncipes y es terrible para los reyes
de la tierra’ (Ps 75, 13).”

Cartas a Geofredo de Loroux y a


LOS OBISPOS DE AQUITANIA

Parece que Guillermo no hizo caso de esta advertencia. Tan solo


la presencia del abad y su voz podían amedrentar a aquel hombre,
pero Bernardo estaba ocupado entonces en otro asunto. Por consi-

2 Dentro de los tres o cuatro años siguientes a la fecha de esta carta, dos
de los malos consejeros de Guillermo, el mismo Gerardo y el cismático obispo
de Limoges, fallecieron de muerte repentina.

249
AILBE J. LUDDY

guíente, la persecución del clero fiel continuó con el mismo vigor.


Pero la astucia de Gerardo era más temible que la fuerza de Gui­
llermo. Con incansable energía, el falso legado atravesó toda la pro­
vincia sembrando por todas partes la semilla de la discordia. Mu­
chos altos dignatarios y también muchos sencillos sacerdotes y reli­
giosos se dejaron seducir y pareció que la administración eclesiástica
de Aquitania estaría muy pronto en manos de los cismáticos por
completo. Bernardo, informado de lo que ocurría, escribió a Geo-
fredo de Loroux, célebre erudito, más tarde arzobispo de Burdeos,
reprochándole su falta de celo en la causa de la religión: “Amadísi­
mo hermano, juzgamos las flores por su perfume, pero los frutos por
el gusto. El buen aroma de vuestro nombre, como el del aceite derra­
mado (Cant 1, 2), que ha llegado hasta mí me hace desear ver el
buen fruto de vuestras obras. No somos nosotros solos los que tene­
mos necesidad de vuestra ayuda, sino Dios mismo, el cual, sin em­
bargo, no necesita ninguna. Indudablemente es una cosa gloriosa es­
tar en condiciones de prestar un servicio a Dios, pero es también
una cosa muy peligrosa poseer ese poder y no utilizarlo. Ahora bien,
vos tenéis ciertamente todos los títulos necesarios para un campeón
de la Iglesia: disfrutáis del favor de Dios y los hombres, tenéis la
cultura necesaria, tenéis espíritu de libertad, tenéis la ‘palabra viva
y eficaz’ (Heb 4, 12). Por consiguiente, siendo ‘un amigo del Esposo’
(loh 3, 29) estáis obligado a hacer todo lo posible por su Esposa en
esta hora de apuro. La necesidad es la única prueba verdadera de
la amistad. ¿Es que podéis tener la conciencia tranquila mientras
vuestra madre la Iglesia está siendo atacada violentamente? Hay
épocas de reposo; hasta ahora nos podíamos entregar legítima y li­
bremente a las ocupaciones que pertenecen al santo ocio. Pero ahora
‘es el momento de obrar, oh, Señor, porque ellos han conculcado tu
ley’ (Ps 118, 126). Esa bestia del Apocalipsis, a quien se le ha dado
una boca que profiere blasfemias y poder para hacer la guerra a los
santos (Apc 13, 5-7) se ha sentado en la silla de Pedro, ‘como un
león que acecha a su presa’3 (Ps 16, 12). Hay otra bestia que susurra
a vuestro lado ‘como un cachorro de león que mora en lugares secre­
tos’ (Ps 16, 12). La primera es la más salvaje, pero la última la más
astuta; y ambas ‘han venido juntas contra el Señor y contra su un­
gido’ (Ps 2, 2). Pero ‘destrocemos sus ligaduras y arrojemos su yugo
lejos de nosotros’ (Ps 2, 3).
”Por mi parte, he trabajado con otros siervos del Señor que han sido
tocados por la llama divina por traer a los pueblos y a los prín­
3 Alusión al nombre del antipapa Pedro de Leone.

250
SAN BERNARDO

cipes a un solo rebaño, por frustrar la conspiración de los hom­


bres malvados y por ‘rebajar toda altura que se alzara contra
el conocimiento de Dios’ (2 Cor 10, 4-5). El Señor cooperó con
nuestros esfuerzos, de forma que no han sido inútiles. Los. reyes
de Alemania, Francia, Inglaterra, Escocia, España y Jerusalén, con
todo su clero y todo su pueblo, han dado su afecto, ayuda y adhe­
sión a Inocencio, como los hijos a su padre, como los socios a su
presidente, pues ellos son ‘cuidadosos de mantener la unidad del Es­
píritu en el vínculo de la paz’ (Eph 4, 3). Rectamente ha reconocido
la Iglesia como jefe a aquel cuya reputación es más pura que la de
su rival y cuya elección ha sido también favorable tanto en lo que
respecta al número como lo que respecta al mérito de los electores.
Pero por lo que afecta a vos, ¿por qué permanecéis tan inactivo?
¿Cuánto tiempo vais a dormitar en falsa seguridad junto a una ser­
piente venenosa? Sé muy bien que sois demasiado amante de la paz
para abandonar la causa de la paz y de la unidad, pero eso no es
bastante. Tenéis que consagraros con toda vuestra fuerza a la defensa
activa de la paz y a humillar y confundir a sus enemigos. No os
duela el sacrificio de vuestro tiempo de ocio, que será compensado
con creces para gloria vuestra si conseguís bien amansar o bien amor­
dazar a esa bestia salvaje de vuestra vecindad, o si, por vuestros me­
dios, la gracia de Dios liberase una presa tan importante como el du­
que de Aquitania de las garras del León.”
Hacia fines de 1132 el incansable abogado de Inocencio dirigió
a los obispos fieles de Aquitania una larga carta estimulándoles a
permanecer firmes contra las maquinaciones y la violencia de Gerar­
do, cuya personalidad es presentada de una manera muy desfavorable.
La causa del legítimo Pontífice no ha sido jamás defendida de una
manera más eficaz y elocuente. “El nuevo Diotrephes ‘que le gustaba
tener la preeminencia’ (3 loh 9) no os reconoce, porque no reconoce
a quien toda la Iglesia con vosotros recibe como venido en el nom­
bre del Señor. No, no lo recibe a él sino a otro que tan solo viene
en su propio nombre (loh 5, 43). Esto no es nada sorprendente, pues
Gerardo, como Anacleto, incluso a su edad prestan homenaje a la
ambición. Y no hago esta acusación contra él basándome en ningún
rumor falso o incierto: lo juzgo por sus propias palabras. Y para
que no se crea que me apoyo en meras sospechas y que censuro te­
merariamente los secretos de su conciencia, que no conozco, voy a
mencionar ahora una acción suya. Gerardo fue el primero, o uno de>
los primeros, que escribió al Papa Inocencio. Pedía el cargo de legado
y se le negó. ¡Ojalá hubiese conseguido su pretensión! Pues la am­

251
AILBE J. LUDDY

bición es menos dañosa cuando se le complace que cuando se le


defrauda. Cuando se le complace arruina solamente a su poseedor,
cuando se le defrauda se venga de todo el mundo. El cargo de legado,
como todo el mundo lo sabe, es una carga pesada, especialmente para
unos hombros ya doblados bajo el peso de los años. Sin embargo,
este hombre, en la extrema vejez, considera que es una carga más
insoportable vivir sin esa carga los pocos días de vida que todavía
le quedan.
"Encolerizado por la negativa, abandona a Inocencio y se pasa a
Anacleto, de quien obtiene la dignidad deseada. Si no hubiese pedido
este cargo al primero o no lo hubiese aceptado del último, se podría
decir que tenía algún motivo distinto de la ambición para su apos-
tasía. Pero ahora no tiene ningún subterfugio. Que renuncie al vacío
nombre de legado—el cargo para él no es sino una sinecura—y haré
todo lo posible para cambiar la opinión que tengo de él. Pero sé que
a duras penas se le podría persuadir de que lo hiciera. Ha disfrutado
durante tanto tiempo de superioridad entre sus hermanos-obispos, que
se sonrojaría de parecer inferior a sí mismo. Esta es la falsa vergüen­
za que, según las Escrituras, ‘conduce al pecado’ (Eccli 4, 25). Pero
¿qué otra cosa puede ser sino un pecado, un grave pecado y un repug­
nante crimen, el hecho de que por orgullo y vergüenza un hombre,
es decir, polvo y cenizas, se sonroje no de obedecer, sino de no po­
der mandar?
”Por esta causa, por consiguiente, abandonó Gerardo a Inocencio,
abandonó a su ‘santo padre’ (este es el título que empleó para diri­
girse al papa Inocencio) y además a su santa madre, me refiero a
la Iglesia católica. Por esta causa se pasó al autor del cisma (schis-
matarcha). Estos dos, Gerardo y Pedro, han formado una liga para
turbar al pueblo de Dios y se adulan recíprocamente con los títulos
de legado y Papa, ‘engañándose el uno al otro con su vanidad’
(Ps 61, 10). Ellos ‘se han reunido contra el Señor y contra su Cristo’
(Ps 2, 2) con igual celo, aunque no con la misma intención. Ellos se
defienden, consuelan y alaban recíprocamente; sin embargo, no exis­
te ningún amor entre ellos. Cada uno se vale del otro para sus fines
egoístas. El legado fabrica—cudit—nuevos obispos para su papa, por
miedo a que, de lo contrario, tenga a todo el papa para él solo. Es­
tos obispos son sucesores no de los muertos, sino de los vivos. Apo­
yados por el poder de un cruel tirano, se han introducido en las sedes
de dónde han sido expulsados los legítimos pastores. Pero ¿es que
Gerardo sirve a su amo gratuitamente? No es probable. Pues sabéis
que ha añadido ya toda Francia y Borgoña a su primitiva legación.

252
SAN BERNARDO

Para lo que le va a valer, puede también si le place, decir que tiene


jurisdicción sobre los medos y los persas y además sobre el país de
Decápolis. ¿Por qué no extender su autoridad de legado incluso al
pueblo de Sarmatia y considerar como sujeto a él todo lugar donde ha
puesto el pie, de forma que pueda tener bastantes vanos títulos de
qué gloriarse? ¡ Pobre hombre 1 Está completamente desprovisto de ver­
güenza y de sensatez y no se preocupa ni del temor de Dios ni de su
propia dignidad. Se figura que no se ha descubierto su locura, siendo
así que se ha convertido en la irrisión de todo el mundo. No es ex­
traño. Pues ha convertido el santuario en una plaza de mercado; y
como un comerciante en busca de buenas gangas, va de un lado para
otro preguntando precios a los distintos vendedores, y, por fin, compra
lo que necesita al precio más bajo: de la misma manera, Gerardo
ha buscado ansiosamente, en este lado y en aquél, honores eclesiás­
ticos y finalmente ha decidido aceptar como papa al que consintió en
nombrarle legado suyo. ¿Es que la Iglesia sólo podía tener un papa a
condición de que a Gerardo se le nombrara legado? ¿Cómo ha ad­
quirido este privilegio en la Iglesia de Cristo? ¿Es que pretende ‘po­
seer el santuario de Dios por derecho hereditario’? (Ps 82, 13). Mien­
tras tuvo esperanza de conseguir de Inocencio su desvergonzada peti­
ción éste fue su papa legítimo y santo padre. ¿Con qué motivos le
denuncia ahora por cismático? ¿Cómo es que Inocencio ha perdido
su santidad y su título justamente cuando Gerardo perdió la esperanza
de que le nombraran legado? Ayer era católico, santo y el único pas­
tor supremo; hoy es cismático, pecador y perturbador de la paz.
Ayer el papa Inocencio era el Santo Padre, hoy es Gregorio a secas,
cardenal diácono.”
El error de Gerardo—continúa el santo—consistió en quitarse de­
masiado pronto la máscara. Se olvidó en su ansiedad de que la am­
bición, “madre de la hipocresía”, no prospera a la luz del día, que
pierde todo su poder cuando se alía con la impudicia. Se olvidó tam­
bién de que los hombres no se han perdido para la gracia hasta el
extremo de honrar la ambición cuando ésta se muestra ante su vista
con toda su fealdad nativa. La ambición es fea en cualquier sitio en
que se la encuentre, pero es peculiarmente repugnante cuando se pre­
senta en la forma de un viejo sacerdote que debería haber aprendido
sabiduría por sus años y humildad por su profesión. Este vicio en
un anciano le parecía a Bernardo particularmente odioso, puesto que
carecía incluso de la pequeña excusa que lleva consigo la pasión arre­
batadora; por el contrario, le encantaba de un modo especial la vir­
tud cuando iba asociada con la juventud. “¿Y qué mayor deshonor

253
AILBE J. LUDDY

puede haber para un hombre, especialmente para un obispo, que sen­


tir ambición de gloria, puesto que incluso a los simples cristianos se
les prohíbe gloriarse a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo?”
Dejando la sátira, el santo procede a denunciar con un lenguaje
espantoso el crimen de Gerardo y su amo. “Pero qué osada e incon­
tenible tiene que ser la ambición de este hombre desde el momento
en que para obtener una legación que no puede durar más de un año
a lo sumo no respeta ni su ancianidad ni su condición de sacerdote,
ni aun siquiera el Corazón de su Salvador de donde brotó sangre
y agua para la redención de los pueblos y para que se unieran en la
unidad de la fe: de forma que cualquiera que intente separar lo que
Él ha unido así demuestra no ser cristiano, sino un anticristo, un ene­
migo de la pasión y de la cruz de Cristo (Phil 3, 18) ¡Oh codicia re-
frenable e indómita que vas en pos del sucio lucro! ¡Oh ciega y
degradante pasión por el poder! Defraudado en su petición, Gerardo
se vuelve cismático y obteniendo de una mano sacrilega la codiciada
autoridad no duda en atravesar de nuevo el Corazón del Señor de la
Gloria. Pues él ha dividido la Iglesia por cuya unidad aquel Corazón
fue dividido en la cruz. Pero seguramente llegará el día en que él
también ‘mirará al que ha atravesado’ (loh 19, 37). Sí, ‘el Señor será
conocido cuando Él ejecute su sentencia’ (Ps 9, 17), aunque los hom­
bres se nieguen a reconocerle ahora mientras Él está sufriendo ul­
trajes... Digo llorando: este hombre, este enemigo de la cruz de Cristo
está desterrando sus iglesias a santos sacerdotes y obispos porque
se niegan a adorar a la bestia (Pedro de Leone) que ha ‘abierto la
boca para blasfemar contra Dios, para blasfemar su Nombre y su
tabernáculo’ (Apc 13, 6). Él se esfuerza por erigir altar contra altar
y no se avergüenza de confundir lo justo con lo injusto. Sustituye a
los abades por los abades, a los obispos por los obispos, a los fieles
católicos por cismáticos. ¡Miserables hombres, dignos de lástima, que
han aceptado el encumbramiento de tales manos! Pues Gerardo ‘dará
la vuelta alrededor de¡l mar y la tierra para hacer un obispo, pero
cuando lo haya hecho lo habrá convertido en un hijo del infierno dos
veces más maldito que él mismo’ (loh 23, 15). ¿Cuál creéis que es
la causa de esta locura? Es que los mortales no están satisfechos con
la división hecha por los ángeles cuando asignaron la paz a los hom­
bres y la gloria a Dios (Le 2, 14), e intentando usurpar lo que perte­
nece a Dios, pierden la paz y la gloria. Solo merece la gloria quien
‘Él solo hace obras maravillosas’ (Ps 71, 18). De aquí que diga el
apóstol: ‘Solo para Dios sean el honor y la gloria’ (1 Tim 1, 17). Po­
demos estar contentos si se nos permite disfrutar la paz de Dios y la

254
SAN BERNARDO

paz con Dios. Pero ¿cómo podemos esperar poseer esa paz si la glo­
ria de Dios no está segura entre nosotros? ¡Oh, insensatos hijos de
Adán, que despreciando la paz y persiguiendo la gloria perdéis la
una y la otra! Por consiguiente, ‘el Dios de la venganza ha removido
y turbado la tierra’ (Ps 59, 4; 93, 1), ‘Él ha mostrado a su pueblo
cosas duras y nos ha hecho beber el cáliz de la amargura’ (Ps 59, 5).
"Queramos o no queramos, las palabras inspiradas por el Espíritu
Santo tienen que cumplirse más pronto o más tarde y aquella revuelta
predicada por el apóstol (2 Thes 2, 3) tiene que producirse. ‘Sin em­
bargo, ay del hombre por cuya culpa venga’ (Mt 18, 7), ‘le sería me­
jor no haber nacido’ (Mt 26, 24). ¿Quién es este antipapa sino el
‘hombre del pecado’ (2 Thes 2, 3), puesto que después de expulsar al
Papa católico, elegido canónicamente por los católicos, ha invadido
el puesto sagrado, que codicia no por su santidad, sino por su eleva­
ción? Afirmo que ha tomado posesión del puesto sagrado por medio
del fuego, la espada y la corrupción, no por los méritos de su vida;
y ahora se asegura en ese puesto por los mismos medios sucios que
empleó para obtenerlo. La elección de que se vanagloria no es sino
una capa que oculta su malicia. Llamarla elección es una impúdica
mentira. Pues es un principio admitido en derecho canónico que des­
pués de la primera elección no puede haber una segunda. En conse­
cuencia, la elección que siguió a la de Inocencio fue nula y sin nin­
gún efecto. ¿Y qué importa que la primera elección no tuviera toda la
solemnidad y formalidad propias de tales actos, como sostienen los
enemigos de la concordia? En todo caso esta elección debería haber
sido discutida y anulada jurídicamente antes de que se pudiera cele­
brar otra elección... Pero ahora ellos piden esa sentencia, que debían
haber esperado; ahora quisieran someterse a juicio, aunque cuando
se les propuso eso mismo en el momento adecuado lo rechazaron:
su propósito es hacernos aparecer como culpables si rechazamos la
oferta y ganar tiempo si la aceptamos. ¿O es que desesperan ya de
su causa y consideran que sea cual fuere el resultado de un nuevo jui­
cio éste no podría empeorar la situación para ellos? ‘Lo pasado, pa­
sado—dicen ellos—•, pero oídnos ahora.’ Esto es sólo un subterfugio.
¿Pues qué otros medios les quedan para seducir a los inocentes, armar
a los reacios y ocultar su malicia? Si no dicen esto, ¿qué podrían de­
cir? Pero es demasiado tarde para que los hombres piensen en vol­
ver a abrir un caso cuando Dios ya lo ha juzgado. Él ha juzgado en el
caso presente; no, en verdad, por medio de una sentencia verbal, sino
por la evidencia de sus obras. ¿Y tendrá cualquier tribunal humano
la temeridad de volver a juzgar lo que Él ha decidido?”

255
AILBE J. LUDDY

Vienen a continuación los nombres de algunos de los más ilustres


partidarios de Inocencio, “hombres cuya eminente santidad y autori­
dad, respetadas incluso por sus adversarios”, los señalan como guías
seguros de los demás. “No han sido sobornados, ni engañados, ni
tienen prejuicios debido a sus relaciones familiares, ni han sido inti­
midados por las autoridades civiles, y, sin embargo, como si cono­
cieran y obedecieran la voluntad de Dios, todos rechazan unánime­
mente a Pedro de León y reconocen sin dudar a Inocencio II.” Luego
tenemos una lista de las órdenes religiosas que apoyan a Inocencio:
cluniacenses, cartujos, cistercienses, etc.
Parece que el partido del antipapa ofreció que se sometiera la
cuestión en disputa al juicio de la Iglesia. Bernardo señala la futi­
lidad de este procedimiento. “¿Qué lugar sería suficiente para albergar
la inmensa multitud de príncipes de ambos órdenes (de la Iglesia y
del Estado), por no mencionar a los cristianos ordinarios”, los cuales,
sin embargo, deberían tener voz en la decisión, “puesto que es una
materia que concierne a toda la Iglesia?” ¿Y cómo persuadir a tantos
miles de personas sagradas para que derriben lo que han construido?
Ellos—los cismáticos—proponen lo que es imposible, a fin de encon­
trar una ocasión de calumniar a su madre; o más bien cavan un pozo
para sí mismos y extienden una red para cazar sus almas e impedir
que retornen al regazo de la paz. Al que está decidido a reñir con
su amigo no le faltará nunca una ocasión. Pero dejando todo esto,
suponed que Dios cambiara su pensamiento (hablo al estilo de los
hombres), dejara en suspenso su sentencia, convocara un concilio para
que acudieran de todos los confines de la tierra y, en contra de su
costumbre, permitiera que se volviese a abrir una cuestión decidida
por Él: ¿quiénes, pregunto, deberán ser nombrados jueces? Pues to­
dos los hombres han tomado partido en esta disputa, y, puesto que per­
tenecen a bandos opuestos, será muy difícil para ellos llegar a un
veredicto unánime. Así, como fruto de su pesado viaje, no encontrarán
paz, sino guerra... No es ninguna desconfianza respecto de la justicia
de nuestra causa lo que me hace oponerme a esta sugestión, sino el
temor de fraude. Pues Dios ya ha ‘hecho brotar su justicia como la
luz y su sentencia como en mediodía’ (Ps 36, 6); pero para el que es
ciego la luz brilla en vano y el esplendor del mediodía no es más que
oscuridad: ‘para él la luz y la oscuridad son una sola cosa’ (Ps 138, 12).
“La cuestión en disputa es ésta: si el Papa legítimo es Inocencio o es
Anacleto. Primero compararé a los dos en cuanto a su carácter per­
sonal; y para que no parezca que adulo a uno o calumnio al otro,

256
SAN BERNARDO

diré solamente lo que todo el mundo dice y lo que nadie puede negar:
que la vida y reputación del primero no tienen nada que temer in­
cluso de sus enemigos, mientras que las del último no están seguras
ni siquiera respecto de sus amigos. Luego, si examináis las elecciones,
veréis que la de Inocencio es recomendable por la mayor honestidad
de los electores, mayor canonicidad en la forma y por su prioridad en
el tiempo. Respecto de este tercer punto, no se necesita decir nada.
Los otros dos están fuera de duda por la dignidad y personalidad de
los electores. A menos que esté equivocado, reconoceréis que estos
electores constituyen la sanior pars. Entre ellos había cardenales-obis­
pos, cardenales-presbíteros y cardenales-diáconos, a los cuales perte­
nece de un modo especial la elección de soberano Pontífice, y en núme­
ro suficiente para una elección válida de acuerdo con las constitucio­
nes antiguas. En cuanto a la consagración, ésta fue realizada por una
persona a quien corresponde oficialmente esta misión, el obispo de
Ostia. Por consiguiente, puesto que encontramos más méritos en Ino­
cencio, más prudencia y honestidad en sus electores, más regularidad
en la forma de su elección, ¿no están actuando los cismáticos al mar­
gen de todo derecho y justicia cuando intentan, contra la voluntad de
la Iglesia y de todos los buenos cristianos, deponerle y erigir a otro
elegido por ellos?”. Algunos de los argumentos aducidos aquí en fa­
vor de Inocencio no parecen a los hombres modernos “canónicamente
convincentes”. ¿De qué vale la prioridad de elección y toma de po­
sesión, se puede preguntar, si, como afirmaban los partidarios de Ana-
cleto, aquella elección y, en consecuencia, aquella toma de posesión
fueron inválidas? Sin embargo, aquí se apoya el santo abad en una
base firme, pues tiene el apoyo de un antiguo canon según el cual la
primera elección se considerará válida hasta que se pruebe lo contra­
rio : “La Iglesia ordena que se dará siempre preferencia al que, a
petición del pueblo y con el consentimiento y concurrencia del clero,
ha sido colocado primero por los cardenales en la Silla del Bienaven­
turado Pedro” 4. Ahora bien, Pedro de Leone y su partido procedie­
ron a realizar la segunda elección sin intentar demostrar la invalidez
de la primera, la cual, como no era nula per se, dio a Inocencio por lo
menos un derecho presunto. En cuanto al argumento referente a los
méritos superiores del elegido y los electores, había otro canon refe­
rente a la elección de obispos que exigía que “tendría preferencia el
que fuese apoyado por el mayor número de votos y de méritos”. Des­

1 Cf. Vacandard, Vida de San Bernardo, vol. I, pág. 303, nota.

257
S. BERNARDO.---- 17
AILBE J. LUDDY

de luego, el número de partidarios de Inocencio no podía tener nada


que ver con la validez de su elección. Pero el santo apela a esto tan
sólo como un signo probable del favor divino y como un medio eficaz
de asegurar adeptos: los que no pudieran decidirse basados en las
razones de la controversia podrían seguir seguramente el ejemplo de
tantos santos y doctores. En su carta a Geofredo de Loroux, Bernardo
afirma que la mayoría de los electores estaban al lado de Inocencio y
la misma razón alega el propio Inocencio en sus cartas a los reyes
cristianos. Esto se tiene que entender con referencia a la comisión
de ocho, de los cuales cinco votaron en la primera elección, o a los
cardenales obispos que tenían derechos especiales en las elecciones
pontificias, la mayoría de los cuales se inclinó por Inocencio; pues
por lo menos 24 cardenales apoyaron a Anacleto 5.
Los lectores que conocen al gran abad solamente a través de sus
sermones, quedarán indudablemente extrañados por el gran contraste
entre la dulzura y cariño que los caracteriza y el estilo cáustico de la
carta a los obispos de Aquitania y de otras composiciones suyas, es­
pecialmente del tratado De Consideratione. Les será difícil compagi­
nar una severidad tan tajante con el carácter del Doctor Melifluo.
Pero hay que tener en cuenta que la “Abeja de Francia” tenía, además
de miel, un aguijón y sabía cómo usarlo cuando era necesario. La có­
lera tiene su función en la vida en una proporción no inferior a la
de la mansedumbre. “Enfádate y no peques”, dice el Salmista (Ps 4, 5),
y Helí causó la ruina de sí mismo y de su nación por su excesiva bon­
dad (1 Reg 3-4). Bernardo podía “soportar alegremente a los tontos”
(2 Cor 11, 9), pero no tenía paciencia con aquellos que con sus es­
cándalos deshonraban a la Esposa de Cristo, aquellos que adulteraban
Su doctrina u oprimían a sus pobres, o con aquellos que traficaban
con las dignidades y los oficios eclesiásticos “suponiendo que la usura
era piedad” (1 Tim 6, 5). Trató a Anacleto y a Gerardo como Saúl
trató a Elymas (Act 12, 8-11), pues su delito era el mismo: negarse
ellos mismos a entrar en el reino y poner obstáculos en el camino de
los demás (Mt 23, 13). Era lá misma clase de pecadores que excita­
ron la cólera del Salvador: los que dan escándalo, los traficantes sa­
crilegos y los fariseos codiciosos y beatos que, lo mismo que los
pobres, están siempre con nosotros. Y tanto en el santo como en su
Maestro la indignación brotaba de un exceso de caridad divina. Esto

5 Parece que algunos de ellos, por ejemplo, el cardenal Pedro de Pisa,


se oponía al principio a la candidatura de Pedro de Leone, y sólo votaron por
él como protesta contra la forma de obrar, arbitraria, a su juicio, de Haimeric.

258
SAN BERNARDO

nos dice en su sermón 44 sobre el Cantar de los Cantares: “Si amáis


a Jesucristo con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma y con
toda vuestra fuerza, ¿es posible que os contengáis cuando veis que
Él es víctima del insulto y del ultraje? Claro que no. Más bien cada
uno de vosotros, arrebatados por el espíritu de un justo celo, ‘como
un hombre poderoso que ha sido embriagado con vino’ (Ps 77, 65)
e inflamados con el santo ardor de Phinees (Num 25, 7) diréis con el
Salmista: ‘Mi celo me ha hecho desfallecer porque mis enemigos han
olvidado tus palabras’ (Ps 118, 139), y con el Salvador: ‘El celo de
tu casa me ha devorado’ (loh 2, 17).”

259
CAPITULO XIX

LA ORACION DE LA MUSICA

Corrección de los libros de coro

El celo por el digno cumplimiento del oficio divino era una de las
virtudes características de los fundadores de Citeaux. Verdaderos dis­
cípulos de San Benito, deseaban ver realizada lo más perfectamente
posible la “obra de Dios” en sus comunidades y además con absoluta
uniformidad. “También hacían objeto de su más asiduo cuidado y re­
ligiosa solicitud—escribe Bernardo—, el que no se cantase nada en
las divinas alabanzas que no fuese completamente auténtico”, es decir,
que no estuviese completamente de acuerdo con la tradición grego­
riana. Con este fin decidieron copiar sus libros litúrgicos de los me­
jores ejemplares disponibles y hacer obligatorio en cada uno de sus
coros el texto y el canto seleccionados. Pensaron que era inútil buscar
en su vecindad nada que mereciera la pena de ser transcrito, pero se
suponía que la lejana iglesia de Metz poseía un antifonario de gran
valor, puro tanto en el texto como en la música. En consecuencia, allí
fueron algunos hermanos de Citeaux para transcribir la obra. Pero
cuando regresaron con la copia, Roberto y sus consejeros vieron, des­
ilusionados, que valía mucho menos de lo que creían: les parecía que
estaba llena de defectos y corrupciones. Sin embargo, la utilizaron
mientras esperaban una oportunidad de revisarla.
No se hizo nada hasta 1132. El Capítulo general de este año decidió

260
SAN BERNARDO

que el trabajo de recensión no se podía demorar por más tiempo.


Bernardo, que era la autoridad más grande de la Orden en canto llano,
fue comisionado para corregir el gradual y el antifonario de acuerdo
con el tradicional canto gregoriano y también para hacer las enmien­
das del texto que fueran necesarias. Pero como la causa de la Iglesia
reclamaba todo el tiempo y atención del santo abad, confió esta tarea
a un grupo de discípulos suyos en cuyos conocimientos musicales
podía confiar completamente. Entre éstos se encontraba Guillermo,
fundador y primer abad de Rievaulx, en Yorkshire, y Guido, fundador
y primer abad de Cherlieu (Carus-Locus), en Borgoña. Este último
había escrito un libro sobre música, titulado Regulae de Arte Música,
de cuya obra se conserva todavía una copia manuscrita en la Biblio­
teca Vaticana.
Las correcciones hechas en el antifonario fueron numerosas, pero
relativamente ligeras. Aunque el Capítulo general, reacio a separarse
del todo de la costumbre dominante, no quiso aprobar algunos de los
cambios que los comisionados consideraron necesarios o deseables
—como se dice en el prólogo—, quedó muy satisfecho del resultado de
sus trabajos. Las alteraciones que se hicieron realmente aparecen indi­
cadas y justificadas en un prólogo largo y docto que generalmente se
atribuye a Bernardo y que se imprimió entre sus tratados bajo el
título de Tractatus de Canta; pero que es más probablemente obra
de Guido, puesto que contiene muchos pasajes tomados de su libro
De Arte Música. Quienquiera que haya sido el autor, muestra una
familiaridad con la teoría de la música en general y del canto llano
en particular sorprendente para aquella época. La única aportación
indiscutida de Bernardo al antifonario revisado es la corta carta que
precede a la obra ordenando, en nombre del Capítulo general, su
uso exclusivo en cuanto al texto y la música en todas las casas cister-
cienses L Este mandato fue fielmente obedecido. Los graduales y an­
tifonarios usados hoy en los coros cistercienses están de perfecto acuer­
do con la edición bernardina.

El canto cisterciense

Algunos escritores modernos han criticado severamente el trabajo


de los recensores cistercienses. El antifonario de Metz, nos informan,

1 El segundo artículo de la Carta de Caridad ordena a todas las comunidades


cistercienses la uniformidad en el canto y en los libros pertenecientes a la misa
y el oficio divino: misales, epistolarios, biblias, graduales, antifonarios, libros
de himnos, leccionarios y salterios.

261
AILBE J. LUDDY

merecía sin reservas su reputación de pureza, en todo caso en lo que


respecta a la música. Su canto era el genuino canto gregoriano. Los
llamados defectos y corrupciones no eran realmente más que peculia­
ridades del auténtico canto llano. ¡Y, por tanto, los correctores
del antifonario estaban en realidad corrompiéndolo! No hay duda de
que es una acusación seria. Otros autores de la misma escuela son
más moderados en sus censuras. Así el docto Dom Johner, de la aba­
día de Beuron. se contenta con decir que “San Bernardo, abad de
Clairvaux, con la ayuda del abad Guido de Cherlieu, arregló los libros
corales para la Orden cisterciense, en cuyo arreglo el compás de los
cantos fue con frecuencia reducido y algunos de los más complicados
grupos de notas abreviados, aunque en otros aspectos todo fue tratado
de un modo muy conservador”. (A New Schoolf of Gregorian Chant,
p. 195, traducción inglesa.) Se puede hacer observar aquí que al sim­
plificar los neumas y abreviar el compás los recensores sostenían que
habían sido guiados por el respeto a la tradición y a las reglas de
arte—como claramente lo afirman en el prólogo—de ninguna manera,
como generalmente se supone, por principios de ascetismo. Quizá la
mejor respuesta a la acusación de corromper el canto es la sugerida
por el autor del admirable libro Méthode du Chant Gregorien a l’Usage
des Cisterciens Réformés para hacer resaltar el hecho de que el anti­
fonario Bernardino, todavía en uso por los cistercienses, no difiere
de un modo importante de los antiguos manuscritos publicados en
Solesmes y que representan a los antifonarios de Metz y San Gall.
Y donde se encuentran diferencias, es imposible decir qué canto es
más auténtico y más puramente gregoriano.
Acaso sea de interés observar que la copia manuscrita más antigua
del antifonario Bernardino hasta ahora descubierta se encuentra en
posesión del monasterio de Mount Melleray.
Sean cuales fueren las faltas que encuentren los críticos en las
teorías musicales y en los arreglos de los primitivos cistercienses,
todos están dispuestos a reconocer que la ejecución del canto era ad­
mirable del todo. San Malaquías gozaba escuchando el coro de Clair­
vaux, Pedro de Roya habla con entusiasmo de su salmodia, y Esteban,
obispo de Tournai (ob. 1.203), escribe: “Los cistercienses celebran el
oficio divino con tal devoción y solemnidad que creeríamos que los
mismos ángeles mezclan sus voces con las de los monjes. Con salmos,
himnos y cánticos espirituales invitan a todos los hombres a unirse
en alabanza de Dios y a imitar sobre la tierra las funciones de los
espíritus- celestiales.” (Ep. LXXI.)
En una carta al abad Guido de Montier-Ramey, en la que incluía

262
SAN BERNARDO

el oficio que había compuesto para la fiesta de San Víctor, Bernardo


nos expone sus ideales sobre el texto y la música litúrgicos: “Vos me
pedisteis, amadísimo Guido, y vuestra comunidad se unió a la peti­
ción, que compusiera un oficio para ser cantado o recitado solemne­
mente en la fiesta de San Víctor, cuyo cuerpo yace enterrado entre
vosotros. Cuando dudé, vosotros insististeis, negándoos a escuchar mis
excusas y sin hacer caso de mi timidez, a pesar de que era razonable.
Incluso buscasteis la intercesión de otros para conseguir mi consenti­
miento, como si pudiera haber alguien que tuviese más poder que vos
para vencer mi desgana. Pero deberíais haber consultado con vuestra
razón y considerado no tanto el afecto que sentís por mí, como mi
humilde puesto en la Iglesia de Dios. En verdad, cuando necesitamos
a un hombre para un trabajo importante de esta categoría, la amistad
no debe ser considerada como mérito suficiente: la erudición y la
santidad de vida son mucho más necesarias. El autor de un oficio litúr­
gico debería ser una persona cuya dignidad de rango, pureza de con­
ciencia y esplendor de estilo ilustrara lo que él escribiese y armonizara
con la santidad del tema.
“Pero ¿quién soy yo para que mis palabras se lean en las iglesias?
¿Qué talento tengo, o qué dones de elocuencia, para que se me pida
a mí precisamente un oficio digno de ser cantado en un día de fiesta?
¿Es que voy a empezar a alabar aquí abajo al que es considerado
digno de toda alabanza y que es realmente alabado por los ángeles
del paraíso? Seguramente, el desear añadir elogios humanos a los
celestiales sería más bien disminuir estos últimos. No es que los hom­
bres no puedan honrar a los que los ángeles honran, no quiero decir
eso. Lo que digo es esto: en las fiestas solemnes se debería desterrar
toda cosa nueva y ligera de las iglesias y no se debería oír sino todo
aquello que lleve el sello de autenticidad, antigüedad, piedad y ver­
dadera gravedad eclesiástica. Si no obstante existiera el deseo o la
necesidad de algo nuevo, la composición, según creo, debería ser con­
fiada a un autor cuya eminencia, por su virtud y rango, y cuya gracia
de estilo le hicieran más agradable a las mentes de los fieles y, en
consecuencia, más provechosa para sus almas. Los pensamientos debe­
bían aparecer resplandecientes con la luz de la verdad; deberían in­
culcar la justicia, recomendar la humildad, enseñar la equidad; debe­
rían instruir al corazón y formarle en la virtud, mortificando las pa­
siones, elevando e inflamando los afectos, disciplinando los sentidos.
El canto debería ser grave, alejado igualmente de la voluptuosa sua­
vidad y de la rústica vulgaridad. Debería ser dulce, mas no ligero, y
debería satisfacer de tal modo el oído, que al mismo tiempo suavi­

263
AILBE J. LUDDY

zara el corazón2. Para la tristeza debería ser consolador, para la ira


tranquilizador. Debería ayudar a aclarar el sentido en vez de oscu­
recerlo, pues perdemos no poco de la gracia de la devoción cuando
la ligereza del canto aleja la atención de las palabras y cuando estamos
más ocupados con las debidas inflexiones de la voz que con el sentido
de las palabras que articulamos. Así debe ser todo oficio, en lo que
respecta al texto y a la música, que se destina a ser usado en la iglesia
y así debe ser el autor. No esperéis recibir de mí nada por el estilo,
ni me consideréis capacitado para producirlo. Sin embargo, como
habéis insistido en llamar a mi puerta y molestarme, me he levantado,
si no en atención a la amistad, sí, por lo menos, en atención a vuestra
importunidad (Le 11, 8), y he hecho lo que me pedisteis en la medida
en que mi pobreza me lo ha permitido.”
Las ideas de Bernardo sobre la música sacra coinciden exactamente
con las de San Agustín. El peligro de que el significado sea sacrificado
al sonido le parecía tan grave al gran obispo, que a veces pensó que
sería mejor que se desterrara por completo la música de las iglesias.
Sin embargo, se retractó de este juicio al pensar cuánto puede ayudar
el canto a la devoción cuando se ejecuta adecuadamente: “Así mi
mente oscila entre el temor a la sensualidad y la esperanza del pro­
vecho espiritual; y aunque no puedo llegar a una decisión definitiva,
me siento más bien inclinado a aprobar la costumbre de cantar en
las iglesias : pues el placer sensible, penetrando a través del oído,
ayuda a hacer brotar en el alma sentimientos de piedad. Sin embargo,
siempre que presto más atención al canto que a lo que es cantado, me
confieso culpable y preferiría que no tuviésemos tal canto” (Conf. 1.
X, c. XXXIII). San Atanasio, como nos informa el mismo santo pre­
lado (ibid..), tenía un horror tan grande a convertir a la religión en
esclava de una sensualidad refinada, que no permitía más modulación
en la salmodia que la estrictamente suficiente para distinguirla de la
recitación.
En cuanto a la ejecución del canto, el pasaje siguiente de su ser­
món 47 sobre el Cantar de los Cantares muestra lo que exigía Ber­
nardo : “Nuestra regla nos dice que no se debe preferir nada a la
obra de Dios. Con las palabras ‘la obra de Dios’ nuestro santo padre
San Benito quería designar el solemne servicio de alabanza que nos­
otros cumplimos diariamente en nuestras iglesias y su propósito era

2 “Un canto adecuado para usarlo en la liturgia debe poseer cualidades que
le den un carácter sagrado y le hagan provechoso para las almas. Por consi­
guiente, debería tener, en primer lugar, gravedad religiosa; en segundo lugar,
debería ser capaz de expresar con dulzura y fidelidad los sentimientos de un
alma cristiana.” Del prefacio a la edición vaticana del Gradual Romano, 1908.

264
SAN BERNARDO

dejar bien impresa en nuestras mentes la necesidad de dedicarnos con


el mayor celo a ese gran deber. Por consiguiente, os exhorto, amadí­
simos hermanos, a que asistáis a todas las horas del oficio canónico
con celo y recogimiento. Tenéis que ser celosos a fin de uniros fer­
viente, e incluso reverentemente, para cantar las alabanzas de Dios,
no de una manera perezosa ni soñolienta, ni bostezando, ni haciendo
lo menos posible, ni mutilando u omitiendo palabras o sílabas, ni
con voces débiles y melindrosas que produzcan un sonido nasal y
femenino 3, sino cantando con la viril plenitud y sonoridad y con el
afecto religioso adecuados a las canciones que han sido inspiradas por
el Espíritu Santo. Es también necesario el recogimiento, de forma que
vuestras mentes sólo se ocupen de los pensamientos que os sugieren
los salmos que cantáis.”
Con razón insistía tanto Bernardo en la seriedad del canto. La for­
ma de cantar en la iglesia que se hallaba en boga en aquella época,
por lo menos en algunos lugares, era increíblemente extravagante. San
Aelred, abad de Rievaulx y contemporáneo de San Bernardo, nos ha
dejado una animada descripción en su Speculum Charitatis, 1. II, c. II:
“¿Qué significan esos ahogos y esas interrupciones súbitas en la voz
del cantor? Hay tenores y bajos y tiples y otras voces que cruzan y
dividen la armonía con ciertas notas intermedias. Tan pronto son las
voces estentóreas y agudas como casi imperceptibles; tan pronto cantan
velozmente como se detienen en interminables sonidos. A veces—¡oh,
vergüenza!—un cantor parece que imita el relincho de un caballo.
A veces cambia sus tonos viriles por la penetrante agudeza de la voz de
una mujer y a veces tenemos un maravilloso tejer y destejer de notas
que nos recuerda los movimientos de una serpiente. Además, se ve
a veces a un solista con la boca completamente abierta como si fuera
a morirse por falta de aliento; no se puede oír ni una sola nota suya,
ha interrumpido su canto con un silencio súbito como si todo hubiera
terminado; pero en un momento le oirás imitando los gritos y lamen­
tos de los agonizantes, o las expresiones de éxtasis de los bienaventu­
rados. Todo esto va acompañado de gestos histriónicos. Los cantores
retuercen los labios, hacen girar los ojos, encorvan los hombros y
mueven los dedos al compás de la música. ¡Y esta miserable repre­
sentación teatral recibe el honorable nombre de religión y además se
supone que se sirve a Dios más dignamente cuanto más frecuentemente
se practica! Mientras tanto, el pueblo, alarmado y asombrado por el

3 “Muliebre quiddam balba de nare sonantes”, evidentemente una adapta­


ción de la del poeta: “Rancidulum quiddam balba de nare locutus”. Per-
sius I. 33.

265
AILBE J. LUDDY

ensordecedor estrépito producido por los címbalos, flautas y otros ins­


trumentos, abre los ojos maravillados. Pero cuando oye los ridículos
cambios y modulaciones de las voces de los cantores y ve sus gestos
inadecuados no puede contener la risa. De aquí que acudan a la igle­
sia como al teatro, no a rezar, sino a divertirse.”
El abuso sobrevivió tanto a Aelred como a Bernardo. Así vemos
que el papa Juan XXII, dos siglos más tarde, condena la música
mundana en las iglesias, así como los gestos inadecuados de los can­
tores. Y en el siglo xvn el autor jesuita Jerónimo Drexel describía la
música sacra de sus días con un lenguaje semejante al usado por San
Aelred. Los discípulos de Bernardo, por lo menos, han sido fieles a
su enseñanza en lo que respecta al santo. La música cisterciense, como
la arquitectura cisterciense, se ha caracterizado siempre por una aus­
tera sencillez. Y tanto la una como la otra han demostrado que son
capaces de ganar la entusiasta admiración de las mentes cultivadas.
Nadie, seguramente, puede dudar del gusto artístico del difunto J. K.
Huysmans. El gran crítico no toleraba la mala música, y raras veces
encontraba algo que fuese completamente de su gusto. He aquí cómo
describe sus aventuras en París una mañana de Navidad en que bus­
caba una iglesia donde pudiera oír misa tranquilamente—habla de sí
mismo en tercera persona bajo el apellido de Durtal:
“¡Oh, aquella misa de medianoche! Había tenido la desafortu­
nada idea de acudir a ella en Navidad. Fue a San Severino y encontró
una escuela de señoritas instalada allí en vez del coro, las cuales, con
voces tan agudas como agujas, tejían los gastados ovillos del Cantar
de los Cantares. Huyó a San Sulpicio y, confundido en una muche­
dumbre que andaba y hablaba como si estuviera al aire libre, oyó las
marchas de las sociedades corales, los valses de las fiestas en el
jardín, las tonadas de los fuegos artificiales, y se escapó furioso. Le
pareció inútil probar San Germán de los Prados, pues sentía horror
por esa iglesia. Además del aburrimiento que inspiraba su mal res­
taurada cubierta y las miserables pinturas con que Flandrin la llenó,
el clero era terriblemente hosco y el coro realmente detestable. Eran
lo mismo que una banda de malos cocineros: muchachos que escu­
pían vinagre y viejos hombres de coro que cocinaban en el horno de
sus gargantas una especie de caldo vocal, una delgada pasta de sonido.
Tampoco se le ocurrió refugiarse en Santo Tomás, donde temía el
ladrido de los coros. Había en verdad Santa Clotilde, donde por lo me­
nos la salmodia es elevada y no ha perdido, como la de Santo Tomás,
el sentido de la vergüenza. Fue allí, pero de nuevo se encontró con

266
SAN BERNARDO

música de baile y tonadas profanas, una orgía mundana. Por fin, se


fue a la cama furioso, diciéndose: ‘En París, en verdad, se le reserva
al Recién Nacido un singular bautismo de música.’ ”
Y he aquí cómo describe sus impresiones de la Salve Regina tal
como la oyó en la abadía cisterciense de Issigny:
“Repentinamente todos se levantaron y con gran estruendo el Salve
Regina hizo temblar las bóvedas. Durtal quedó impresionado al es­
cuchar este admirable canto, que no tenía nada en común con el que
es berreado en las iglesias de París. Este era flexible y ardiente a la
vez, sostenido por una adoración tan suplicante que parecía concen­
trar en sí mismo la inmemorial esperanza de la humanidad y su la­
mentación eterna. Cantado sin acompañamiento, sin el apoyo del ór­
gano, por voces sometidas al conjunto, que se fundían en una sola,
voces masculinas y profundas, el canto se elevó con serena firmeza y
emprendió un vuelo irresistible hacia Nuestra Señora, luego se volvió
sobre sí mismo, como si dijéramos, y aminoró su firmeza; avanzó más
temblorosamente, pero tan tímido, tan humilde, que se sintió perdo­
nado y se atrevió entonces a demandar en tonos apasionados los inme­
recidos placeres del cielo. Era el triunfo absoluto de los neumas, aque­
llas repeticiones de notas en la misma palabra, en la misma sílaba, que
la Iglesia inventó para describir la abundancia de esa alegría o de esa
tristeza interior que las palabras no pueden expresar; era un precipi­
tarse, un surgir del alma que escapaba en las voces apasionadas, emi­
tidas por los cuerpos de los monjes, que, puestos en pie, temblaban.
”Durtal siguió en su libro de oraciones esta antífona de un texto
tan corto y de un canto tan largo; y mientras escuchaba y leía con
recogimiento, esta oración magnífica parecía descomponerse y repre­
sentar tres diferentes estados del alma, parecía mostrar la triple fase
de la humanidad en su juventud, su madurez y su decadencia. Era,
en una palabra, un resumen esencial de la oración para todas las
edades.
"Primero aparecía el cántico de júbilo, la alegre bienvenida de un
ser todavía pequeño que, balbuciente, emitía respetuosas caricias, mi­
mando con suaves palabras y con la ternura de un niño que pretende
engatusar a su madre. Esta es la Salve Regina mater misericordiae,
vita dulcedo et spes nostra, salve. Luego, el alma, tan cándida, tan
sencillamente feliz, ha crecido, y conociendo los voluntarios fallos del
pensamiento, las pérdidas repetidas por culpa del pecado, une sus ma­
nos y pide, sollozante, ayuda. Ya no adora con una sonrisa, sino con
lagrimas: es Ad te clamamus, exsules filii Hevae ad te suspiramus,

267
AILBE J. LUDDY

gementes et fíenles in hac lacrymarum valle. Por fin llega la vejez. El


alma, atormentada por el recuerdo de los consejos despreciados, se
apena por las gracias perdidas y, habiéndose debilitado y estando arra­
sada en lágrimas, se alarma antes de su liberación, antes de la des­
trucción de la prisión de la carne cuya proximidad ella siente; y en­
tonces piensa en la muerte eterna de los que el Juez condena. De
rodillas implora a la Abogada de la tierra, la Consejera del cielo:
es el Eia ergo, Advócala nostra, illos tuos misericordes oculos ad nos
converte-, et Jesum, benedictum Fructum vestris tul, nobis post hoc
exilium ostende. Y a esta verdadera esencia de la oración, compuesta
por Pedro de Compostela o Hermann Contract, San Bernardo, en un
exceso de hiperdulía, añadió las tres invocaciones finales: O clemens,
o pía, o dulcís María, sellando la inimitable prosa con un triple sello
mediante esas tres exclamaciones de amor que hacen volver a la antí­
fona a la cariñosa adoración de sus comienzos.
” ‘Esto no tiene precedentes’, pensó Durtal cuando los trapenses
cantaron estas invocaciones dulces y apasionadas. Los neumas se
prolongaban en las oes que pasaban por todos los colores del alma,
por todos los registros del sonido; y estas interjecciones resumían de
nuevo, en la serie de notas que las revestían, el inventario del alma
humana, que ahora recapitulaba la estructura completa del himno. Y
repentinamente en la palabra ‘María’, en la gloriosa exclamación de
ese nombre, amenguó el canto, se apagaron las velas, cayeron los
monjes de rodillas, se hizo un silencio de muerte en la capilla, sonaron
las campanas lentamente y el Angelus desplegó bajo las bóvedas los
separados pétalos de sus claros sonidos.
”¡Ah!, el verdadero creador del canto llano, el desconocido autor
que derramó en el cerebro humano la semilla del canto llano fue en
verdad el Espíritu Santo, dijo Durtal, mareado y deslumbrado y con
lágrimas en los ojos.”
A este elocuente pasaje unimos una descripción de la misma antí­
fona oída en Mount Melleray, debida a la pluma de otro autor emi­
nente, el difunto canónigo Sheehan de Doneraile:
“Hubo una pausa y las primeras notas de un buen órgano escon­
dido a lo lejos bajo unas cortinas colgantes flotaron en el aire. En­
tonces oí por primera vez esa maravifiosa Salve Regina que no
abandona nunca ni la mente ni la memoria de los que han oído una
vez su solemne melodía. Desde entonces he oído a grandes coros de
catedral interpretar las obras maestras de los inspirados compositores
de Italia y Francia; he oído todos los inventos humanos aportados

268
SAN BERNARDO

al servicio de la música y uncidos a su carro triunfal; he oído las


trompetas de plata en la iglesia de San Pedro y lo que es todavía más
maravilloso el impresionante Miserere las noches de Semana Santa,
pero todos se han esfumado de mi memoria. Sin embargo, tan claro
como hace veinte años vuelve a mí el canto lento, mesurado, de esos
trapenses, ¿y será una hipérbole decir o un fantasma el que me hace
pensar que es el logro más sublime del arte cristiano? ¡Pero apar­
temos esa palabra y ese pensamiento! ¿Qué tiene que hacer aquí el
arte esta noche cuando la Madre benigna se inclina sobre sus hijos
vestidos con blancas túnicas y llega hasta ella ese grito de adoración,
de amor y de suplicante oración que le es más querido que todas las
sinfonías de los ángeles?...
"Analicemos como queramos la música y nuestras sensaciones y
lo que nos rodea, el embrujo de nuestros sentidos no nos abandonará.
Nos sujeta con cadenas que ni la razón ni la incredulidad pueden rom­
per. La ciencia puede destruir la mayoría de las mágicas ilusiones
que encadenan nuestros sentidos bajo el nombre de arte y poesía; y
esa terrible máquina de la ciencia moderna, el análisis de las ideas
y emociones, acaso desenrede y explique muchas de esas profundas y
terribles sensaciones que mantienen en esclavitud a nuestras aliñas.
Pero nadie que tenga un alma que no se haya convertido en una mera
negación, podrá atreverse a penetrar detrás de la magia que nos enca­
denó aquella noche y de las suaves imágenes celestiales que descen­
dieron a nuestras almas para morar en ellas. No pude resistir el
‘pathos’ y la sublimidad que flotaban sobre cada pausa y crescendo
de aquella antífona; y cuando el órgano y las voces se elevaron en
una lamentable exclamación en las palabras:

‘Eia, ergo, Advocata riostra


Illos tuos misericordes oculos
Ad nos converte’

recé una oración que tomó la forma de una lágrima.


"Pero no fue una lágrima, fue una emoción de terror la que brotó
de mí cuando la antífona, habiendo descendido hasta convertirse en un
profundo susurro en el nombre de Jesús y en las palabras suplicantes
nobis post hoc exilium ostende, se elevó de nuevo llena de pena, de
tristeza y de desesperación al final. Si alguna vez pudieran rezar las al­
mas del infierno, lo harían seguramente en estos tonos y con estas
palabras. Si alguna vez un alma, hundida en la agonía del remordi­
miento por pecados casi imperdonables, pudiese asirse a una última

269
AILBE J. LUDDY

esperanza y poner las energías de una última oración desesperada en


lenguaje humano, como una hendidura aparecida en el negro y ceñu­
do rostro del cielo y a través de ella mirase el rostro más dulce que
jamás brillara sobre la negrura del mundo, seguramente exclamaría lo
mismo que exclamaban aquellos monjes allí en la plácida belleza del
atardecer estival: O clemens, o pía, o dulcís Virgo María.”

270
CAPITULO XX

GUARDIAN DE LA JUSTICIA

Rievaulx

El abad de Cluny había reclamado y recibido hasta entonces diez­


mos de las casas cistercienses, lo mismo que de las casas sujetas a su
jurisdicción; pero el papa Inocencio II, habiendo visto por sí mismo
durante su estancia en Francia la riqueza de aquella noble abadía y
la pobreza de los monjes blancos, relevó a estos últimos de su pesada
carga. Ellos no habían solicitado este favor. Sin embargo, produjo el
efecto de reavivar los viejos recelos entre las dos órdenes. Otro favor
concedido en aquella época, indudablemente a petición de Bernardo,
fue: “que ningún obispo ni arzobispo obligase a ningún abad de la
Orden cisterciense a acudir a sínodos o concilios a no ser en interés
de la fe.” En este año de 1132 el viejo amigo de Bernardo, Hugo de
Macón, abad de Pontigny, fue nombrado obispo de Auxerre. No era
el primer cisterciense elevado a una dignidad eclesiástica. El abad
Pedro de La Ferié fue nombrado arzobispo de Tarentaise, Saboya,
en 1124, mientras que, como hemos visto, otros dos miembros de la
Orden, de los cuales uno por lo menos pertenecía a la propia comu­
nidad de Bernardo, fueron creados cardenales en el año 1130. El
mismo año 1132 hubo un notable aumento en la expansión de la
Orden. El número de fundaciones nuevas ascendía a trece, cuatro de
las cuales por lo menos procedían de Clairvaux. De éstas la más fa­

271
AILBE J. LUDDY

mosa era Rievaulx \ en la diócesis de York, Inglaterra. Bernardo


envió una comunidad a petición de un noble llamado Walter, quien
construyó el monasterio para ellos, atendió a todas sus necesidades y
terminó él mismo por tomar el hábito. Ya había escrito al rey Enrique
para obtener la protección y el favor real para la primera de sus fun­
daciones inglesas. El tono de esta carta, aunque muy respetuoso, no
deja de ser muy digno: el escritor más parece pedir que rogar, pues
habla en nombre de su Maestro: “En el reino de vuestra majestad hay
una riqueza que pertenece a mi Soberano y al vuestro, una riqueza que
Él estima tanto que Él murió por redimirla. He decidido impedir que
Él la pierda y, por consiguiente, enviaré un destacamento de mi ejér­
cito a buscarla, recuperarla y devolvérsela a su Propietario, confiado
en vuestra buena voluntad. Los portadores de esta carta son mis ex­
ploradores, a quienes he enviado en vanguardia para explorar el país
y obtener toda la información necesaria. Ayudadlos como enviados
acreditados de vuestro principal Señor y así prestadle a Él, por medio
de ellos, el homenaje de vuestro vasallaje. Y ojalá que Él por su propio
honor, por vuestra salvación y por la prosperidad y paz de vuestro
reino, os recompense con alegría y gloria y os reserve un fin feliz.”
El primer abad de Rievaulx fue Guillermo, que había sido en otro
tiempo secretario de Bernardo. Pero la principal gloria de este monas­
terio fue el inmediato sucesor de Guillermo, San Aelred, el Bernardo
inglés, como merece llamarse en atención a su santidad eminente, su
nobleza de sangre y carácter y la dulzura de su estilo literario. Empa­
rentado con algunas de las principales familias tanto en Inglaterra como
en Escocia y educado en la corte del rey David, que le amaba como
a uno de sus hijos, Aelred poseía también las ventajas del genio, la
erudición y la fortuna. Pero en el año 1135, cuando tenía unos veinticua­
tro años de edad, volvió las espaldas al mundo y a sus brillantes pers­
pectivas para enterrarse vivo en un monasterio cisterciense. Fue enviado
al frente de la comunidad que iba a fundar la abadía de Revesby, Lin-
colnshire, en 1143, de donde fue llamado más tarde para gobernar la
casa donde había profesado. Se dice que cuando fue abad la comu­
nidad de Rievaulx contaba con 640 monjes. Su muerte acaeció en 1144
y su fiesta se celebra el 3 de febrero. Dejó muchas obras escritas de
gran mérito, siendo la más conocida el Espejo de Caridad (Speculum
Charitatis).

1 Según muchos autores, esta casa se fundó en 1131. Tintem, en Gales, fue
con certeza establecida aquel año, mientras que Waverley, en Suney, databa del
año 1124. Ambas fueron más tarde filiales de Citeaux.

272
SAN BERNARDO

Fountains

Otra fundación atribuida a este año por algunos autores (Janaus-


chek dice que data de 1135) es la de Fountains, también en la dió­
cesis de York. Había en esa diócesis un gran establecimiento clunia-
cense habitado por una comunidad ferviente y bien disciplinada.
Algunos de estos religiosos, al contemplar las vidas austeras de sus
vecinos cistercienses de Rievaulx que seguían la misma regla bene­
dictina, empezaron a dudar de su observancia y fueron atormentados
por el temor de ser infieles a sus solemnes compromisos. El resultado
fue que unos doce o trece de los más fervientes, incluidos el prior,
Ricardo, se retiraron del monasterio con el permiso y aprobación del
arzobispo Thurstan y se establecieron en un lugar al norte de Ripon,
donde, con ayuda del mismo santo prelado, construyeron la abadía
llamada Fountains 2. Ricardo, hombre de gran santidad, fue elegido
abad y pidió a Bernardo que le enviase varios religiosos para adies­
trar a la joven comunidad en las observancias de Citeaux. El santo,
desde luego, accedió alegremente a esta petición y envió también una
carta de felicitación y de aliento: “ ‘Qué cosas tan grandes hemos oído
y aprendido y nos han contado nuestros hermanos’ (Ps 77, 3) acerca
de la caridad de Dios con la que habéis sido inflamados nuevamente,
acerca de vuestra conversión de una vida de imperfección y de vuestro
firme avance en santidad. ‘Este es el dedo de Dios’ (Ex 8, 19), que
trabaja invisiblemente renovando dulcemente, produciendo un cambio
saludable y no haciendo, en verdad, el bien del mal, sino lo mejor
de lo bueno. ¡Ojalá me fuera posible ‘ir a ver este gran espectáculo’
(Ex 3, 3)! Pues vuestro progreso en el camino de la perfección no
es menos maravilloso y consolador que vuestra primera conversión
del mundo. En verdad, es más fácil encontrar seculares convertidos
del mal al bien que religiosos del bien a lo mejor. La especie más
rara de la tierra es el monje que asciende, aunque sea un poco, por
encima del punto que ha alcanzado en el ardor de su fervor primi­
tivo. Por consiguiente, lo que habéis hecho, amadísimos hermanos,
no sólo me alegra a mí, que deseo ser siervo de vuestra santidad, sino
a toda la ciudad de Dios, pues el espectáculo que ofrecéis es tanto
más admirable por el hecho de que se ve tan raras veces. La pru­
dencia os sugirió la idea de que deberíais elevaros por encima de esa

2 Para un relato de la amarga persecución que los disconformes sufrieron


a manos de sus hermanos religiosos, véase la carta de Thurstan a Guillermo,
arzobispo de Canterbury, Migne, vol. CLXXXI1I, pág. 608.

273
S. BERNARDO.—18
AILBE J. LUDDY

mediocridad que bordea el pecado y por encima de esa tibieza de la


cual dice el Señor que le hace vomitar (Apc 3, 16). Fue también un
deber de conciencia, pues habiendo profesado según la santa regla de
San Benito, no podíais, sin peligro de vuestras almas, dejar de cum­
plirla al pie de la letra.”
El santo abad escribió también al arzobispo Thurstan, dándole
las gracias por su amabilidad con los monjes y prometiéndole que su
nombre sería mezclado para siempre con las alabanzas divinas can­
tadas en el coro. El abad de la iglesia de Santa María, así se llamaba
la casa cluniacense de York, indignado ante la deserción de Ricardo
y sus compañeros, se quejó al rey de su conducta, así como a todos
los obispos y abades vecinos y a San Bernardo, de quien sospechaba,
al parecer, que había sido cómplice en aquel asunto. En su contes­
tación el santo rechazó toda responsabilidad por lo que había ocu­
rrido : “El hecho de que vuestros súbditos os hayan abandonado no
se puede imputar ni a mi consejo ni a mi persuasión, ni tampoco,
que yo sepa, al consejo o persuasión de cualquiera de mis hermanos.
Me parece, sin embargo, que ha sido obra de Dios el procurar que
vos con todos vuestros esfuerzos no pudierais evitarlo. Al parecer tie­
nen la misma opinión los hermanos interesados, quienes han pedido
mi opinión acerca de su conducta. Pero en cuanto a las preguntas
que se me han formulado, dudo si puedo ya contestarlas, o ya igno­
rarlas, sin ofender a alguien. Por tanto, remito a los que me pre­
guntan a uno más docto que yo y que tiene una autoridad más
elevada y santa. En su Libro para los Pastores, el papa San Gregorio
escribe: ‘Quien se ha comprometido a realizar un bien mayor no
puede legítimamente sustituirlo por un bien menor, lo cual le hubiera
sido lícito en otro caso’. Y esto lo prueba con las palabras de Cristo:
‘Nadie que ponga la mano en el arado y mire hacia atrás merece el
reino de los cielos’ (Le 9, 62), a lo cual añade: ‘Quien comenzó por
aspirar a una perfección más elevada es culpable de mirar hacia atrás
si se inclina hacia cosas más bajas’ (Part. 3, ch. 28). El mismo autor
dice en su tercera homilía sobre Ezequiel: ‘Hay personas que mien­
tras hacen el bien se proponen un bien de un orden superior, pero
después renuncian a su designio. Realizan el bien inferior con que
empezaron, pero fracasan con respecto al otro. A los ojos de los hom­
bres ellos permanecen firmes en el bien, pero con arreglo al juicio
de Dios son traidores a su vocación.’ Os ofrezco esto como espejo.
No reflejará el rostro de un hombre, pero le ayudará a examinar su
conciencia... Reverendo padre, permitidme que os diga sencillamente
con San Pablo: ‘No extingáis el Espíritu’ (Thes 5, 19). ‘No apartéis

274
SAN BERNARDO

de hacer el bien a quien es capaz; si tú eres capaz, hazlo también’


(Prv 3, 27). Lejos de sentir indignación, deberíais más bien alegraros
de los progresos de vuestros hijos, pues ‘un buen hijo es la gloria
de su padre’ (Prv 11). Por lo demás, puedo decir ahora con el Salmis­
ta : Señor, ‘no he escondido tu justicia dentro de mi corazón, he procla­
mado tu verdad y tu salvación’ (Ps 39, 11), sólo que por miedo a
dar escándalo no he dicho quizá todo lo que debía.”

Vaucelles y Moreruela

Estas dos filiales inglesas de Clairvaux prosperaron de un modo


maravilloso y cada una de ellas llegó a ser madre de una numerosa
descendencia. Los otros dos monasterios fundados este año desde
Clairvaux (1132) fueron Longpont, en la diócesis de Soissons; Vau­
celles, en la diócesis de Cambray, y Moreruela, en la diócesis de Za­
mora, España. Vaucelles empezó su carrera bajo los más favorables
auspicios. Hugo d’Oisy, señor de Crevecoeur, lo dotó espléndida­
mente. Tuvo un santo por primer abad, un inglés llamado Rodolfo o
Ralph 3, y otro santo como primer maestro de novicios, el cual no
fue otro que Nivardo, el hijo más joven de Tescelín. En veinte años
la comunidad llegó a tener 240 miembros entre monjes de coro y
hermanos legos. Moreruela era un antiguo monasterio benedictino
que Alfonso VII, rey de Castilla y de León, pidió a Bernardo tomase
a su cargo y lo poblase con una comunidad de monjes suyos. El santo
consintió, pero al parecer después de algunos titubeos. Colocó al
frente de la nueva comunidad a un santo religioso llamado Pedro,
cuya memoria todavía es bendecida por los españoles. Este fue el
primer establecimiento cisterciense en España. La historia de la fun­
dación de Tarouca en 1119 por Bernardo, por mandato de San Juan
Bautista y con la cooperación del ermitaño Juan Zirita, es apócrifa,
como lo demuestra Manríquez. En consecuencia, la carta del santo
al ermitaño, considerada como genuina por muchos autores respeta­
bles, tiene que ser considerada como una falsificación escrita por Dios
sabe quién o con qué propósito.
Después del Concilio de Reims Inocencio comenzó a dirigir sus
pasos hacia Roma, confiando en la promesa de Lotario de ayudarle
con un ejército. Algunos autores notables suponen que Bernardo lo
acompañó, pero esto es improbable. En todo caso el santo abad

3 Tiene también el título de santo en el Menologio cisterciense y es llamado


San Ralph por el erudito Dr. Janauschek, Origines, I, 25.

275
AILBE J. LUDDY

estaba en su monasterio a principios de 1132 para ocuparse de las


nuevas fundaciones. El viaje del Pontífice hacia Roma fue triunfal.
En todas partes recibía la bienvenida como sucesor de San Pedro y
Vicario de Cristo. Lotario no le siguió tan pronto como le había pro­
metido y cuando por fin alcanzó al papa Inocencio cerca de Piacenza,
en noviembre de 1132, iba a la cabeza de un ejército enormemente
pequeño. El rey, sin embargo, tenía una buena excusa. Tenía en
casa un peligroso rival en el duque Conrado de Hohenstaufen, que
estaba aguardando solamente una oportunidad para usurparle la coro­
na: en consecuencia, la principal parte del ejército tuvo que quedar
en Alemania. La fuerza que había llevado sería suficiente para vencer
cualquier resistencia que pudiera ofrecer Anacleto; pero había el
peligro de que el rey Roger de Sicilia enviara tropas en ayuda del
antipapa. El único medio de evitar esto era la cooperación de las
escuadras de Pisa y Génova para guardar las costas y la desembo­
cadura del Tíber. Pero estas repúblicas estaban entonces en güeña.
Una tregua celebrada por mediación de Inocencio había sido violada
y las hostilidades se habían roto de nuevo con tanta violencia como
antes.
En su apuro el Papa se acordó del humilde abad cuyo poder de
persuasión había vencido tantas dificultades. Hasta entonces había
tenido éxito en todo lo que había emprendido: quizá también ten­
dría éxito ahora. Así, Bernardo recibió una orden de partir para
Pisa, donde le esperaba el Papa. Llegó a aquella ciudad en enero de
1133. Inocencio invitó entonces al gobierno genovés a que enviara
diputados bajo salvoconducto para celebrar una conferencia de paz,
que se celebraría en Pisa. Así se hizo, aunque el pueblo de Génova
todavía no se había decidido entre el Papa y el antipapa y estaba
profundamente resentido por la acción de Inocencio de aceptar la hos­
pitalidad de sus enemigos. La cuestión en disputa entre las ciudades-
estados era tan complicada y difícil y sus pretensiones tan eviden­
temente irreconciliables, que parecía imposible encontrar una solución
que satisficiera a ambos. Sin embargo, la conferencia terminó con un
tratado redactado con tan maravillosa prudencia que no se puede
dudar que fue obra de Bernardo. La ciudad de Pisa lo aceptó con
alegría. El papa Inocencio comisionó al abad de Clairvaux para que
lo recomendara al pueblo de Génova. Se dudaba que quisieran con­
sentir cualquier arreglo, porque eran la parte agraviada y las recientes
victorias les habían hecho concebir la esperanza de obtener un triunfo
definitivo.
La llegada de Bernardo a la ciudad causó una gran sensación,

276
SAN BERNARDO

pues el pueblo le tenía en tal estimación que dos años antes, a la


muerte de Sigfrido, su primer obispo, desearon tener a Bernardo por
obispo4. Cinco días permaneció con ellos, predicando tres veces al
día en la iglesia catedral. Su éxito fue completo. La poderosa fuerza
de su elocuencia abatió y barrió toda oposición. No solamente acep­
taron los genoveses los términos de paz propuestos por el santo, sino
que, por sugestión de éste, entraron en una alianza, defensiva y
ofensiva, con la república de Pisa contra el rey Roger de Sicilia. Así
los estados que habían estado en guerra durante medio siglo estaban
ahora unidos en una causa común. Bernardo también tuvo éxito en
convencer a los genoveses para que reconocieran al papa Inocencio.
Elevada la diócesis a la dignidad de metrópoli, el pueblo agradecido,
según nos refieren, suplicó al santo abad que fuese su primer arzobispo,
y Syrus, que era entonces su diocesano, ofreció dimitir en su favor 5.
Pero no se le pudo convencer al santo de que aceptase el puesto: no
le correspondía, dijo, él pertenecía a su comunidad. Tampoco quiso
el Papa emplear su autoridad para obligarle, pues había prometido a
los hermanos de Clairvaux, sin duda cuando permaneció entre ellos,
que su abad no sería nunca obligado a abandonarlos, “por miedo a
que la alegría de los demás constituyese su aflicción.”
Bernardo no olvidó nunca las atenciones que recibió del pueblo
de Génova. Algún tiempo después de haber dejado Ja ciudad les escri­
bió una carta en la que dice: “Que mi visita a vosotros no ha sido
infructuosa lo descubrió poco después en su momento de apuro la
Iglesia que me envió. Me recibisteis y me obsequiasteis con toda clase
de muestras de honor durante el poco tiempo que pasé entre vosotros:
fue en verdad digno de vosotros el obrar de esta forma, pero una
consideración tan grande estuvo por encima de mis humildes méritos.
Creedme, nunca seré ingrato a vuestra amabilidad, ni tampoco la
olvidaré jamás. Que Dios os premie, pues Él solo tiene el poder de
hacerlo y por Su causa me honrasteis. Pues, ¿qué puedo daros a
cambio por todo ese honor, esa bondad y esa amabilidad tan llenos
de gracia y caridad? Lo que me deleita no es pensar en los favores
que me habéis hecho, sino en vuestra devoción hacia uno a quien
considerabais como siervo de Dios. ¡Cuán felices, pero cuán cortos,
han sido los días de mi estancia entre vosotros! Pueblo devoto, nación
honorable, Estado ilustre, nunca os olvidaré. Os prediqué por la ma­
ñana, por la tarde y por la noche y vuestro interés, tan grande como

1 Así lo afirma Manríquez, Anuales, ad an. 1130, c. VI, n. 8.


5 Ernald, Vita, II, IV, 26. Vacandard se muestra escéptico respecto de este
ofrecimiento del arzobispo Syrus.

277
AILBE J. LUDDY

vuestra caridad, jamás flaqueó. Os traje el mensaje de paz y como


sois hijos de la paz, mi paz descansó en vosotros (Le 10, 6). Salí a
sembrar como un sembrador, pero no mi semilla, sino la de Dios,
y la buena semilla cayó en un buen suelo y en seguida dio un fruto
cien veces mayor (Le 8). La cosecha granó pronto porque la necesi­
dad era urgente. No encontré ninguna dificultad ni tuve que retra­
sarme : casi en el mismo día sembré y coseché y regresé ‘con alegría
llevando las gavillas’ de la paz (Ps 125, 7). Esta fue la cosecha que
recogí: A los que estaban en el destierro, cautivos, encadenados y
presos les llevé la alegre esperanza de la libertad y de la repatriación;
llevé el temor al enemigo, la confusión a los cismáticos, la gloria a
la Iglesia y la alegría al mundo.” Él había oído que Roger se esfor­
zaba por recuperar su amistad. Por eso, después de exhortarles a
perseverar en su buena disposición, continúa: “Sed fieles a la paz que
habéis concluido con vuestros hermanos de Pisa, sed fieles al Papa,
al rey (Lotario) y a vuestro propio honor. La conveniencia, la verdad
y la justicia piden esto de vosotros. Me han dicho que Roger de
Sicilia os ha enviado embajadores. No sé lo que proponen ni la contes­
tación que han recibido. Pero hablando francamente: ‘Me dan miedo
los griegos aun cuando vengan con regalos’ (Virgilio, En. 2, 49). En
el caso de que (Dios no lo quiera) se encuentre alguien entre vosotros
culpable del crimen horrible de extender la mano al enemigo por
asqueroso lucro: vigilad a ese hombre y tenedlo por enemigo de vues­
tro nombre, traidor a la ciudad y traficante con el honor de su país.
Aún más, si encontráis entre el pueblo algún calumniador secreto
que realiza la obra del demonio sembrando la discordia y alterando
la paz, castigadlo con rápida severidad, pues tal individuo es una
peste tanto más peligrosa cuanto que trabaja secretamente. Un ejército
hostil devastará vuestras tierras y destruirá vuestros hogares; pero
‘las malas relaciones corrompen la buena moral’ (1 Cor 15, 33) y ‘un
poco de levadura corrompe toda la masa’ (1 Cor 5, 6).”
En un momento de apuro, quinientos años más tarde, el pueblo de
Génova recordó la promesa de Bernardo de no olvidarlos nunca y le
pidió que cumpliera su promesa. Las circunstancias eran estas: en la
primavera del año 1625, Carlos Manuel, duque de Saboya, en guerra
entonces con la república, se acercó a la ciudad con un gran ejército
devastando con el fuego y la espada todo el país contiguo. Los geno-
veses no estaban en condiciones ni de enfrentarse con él ni de aguantar
un sitio. Todo parecía perdido y no tenían que esperar sino la des­
trucción de su Estado, cuando sus gobernantes se acordaron de la
promesa del santo abad. Inmediatamente reunieron en la catedral a

278
SAN BERNARDO

todos los hombres más importantes de la ciudad, que hicieron allí


voto solemne de honrar en adelante a San Bernardo como a uno de
los principales patrones de la república, de observar su festividad como
un día de fiesta con una solemne procesión, de asistir a la misa que
se celebraría en aquel día en un altar dedicado a él, bien en la catedral
o bien en otra iglesia, y, finalmente, dar todos los años en su honor
una dote suficiente a doce muchachas pobres si, fiel a su palabra,
salvaba ahora a su ciudad de la ruina inminente. El voto se anotó
por escrito y se firmó por todos “en la iglesia catedral, domingo, 25
de abril de 1625.” Pero pasaron los días y las semanas sin que apa­
reciera la esperada ayuda. Parecía como si al santo le faltara el poder
o la buena voluntad de cumplir su promesa. La ciudad se las arregló
para aguantar hasta el 19 de agosto, víspera de la fiesta de San Ber­
nardo. Aquel día la escuadra española, de un modo completamente
inesperado, entró en el puerto y ayudó de tal manera a los sitiados
que el ejército del duque tuvo que retirarse a toda prisa. Esta narración
está tomada de Manríquez, que la escribió en 1642.
Habiendo asegurado la cooperación de las dos repúblicas marí­
timas contra las actividades del rey Roger, el Papa, con Lotario y
su ejército, avanzó en dirección a Roma. Anacleto empezó por fin a
darse cuenta de que su causa no tenía defensa. Sus amigos le aban­
donaban uno por uno; incluso en Roma muchos de los grandes nobles
que al principio se habían declarado en su favor estaban ahora al
lado de Inocencio. Ahora veía que tenía que perder, por fin, la tiara
que tanto se había esforzado por ganar, pero lo que le afligía mucho
más que su derrota era el pensar en el triunfo de su enemigo. Si tan
sólo pudiera evitar esto, si pudiera tan sólo envolver a Inocencio en
su propia ruina... Lotario quedó sorprendido un día al ser informado
de que varios cardenales, enviados de Anacleto, habían llegado de
Roma y deseaban verle. Venían a proponer en nombre de su señor
que ambos litigantes sometieran su causa a la sentencia de un tribunal
regular c. Era una iniciativa inteligente. Era realmente una proposición
de que tanto Inocencio como Anacleto dimitieran para dar paso a
una nueva elección, lo cual indudablemente traería como consecuencia
la elección de un hombre que no estuviera vinculado con ninguno de
los partidos: pues así parecían requerirlo los intereses de la paz. Nin­
guna sugestión podía ser más halagadora para Lotario, cuya antipatía
personal por Inocencio era muy conocida y el cual tendría práctica-

r‘ Segün la Crónica de Benevento, fueron Inocencio y Lotario los que invi­


taron a Anacleto a someter su causa a un “concilio de religiosos”, lo cual es
extraordinariamente improbable, por lo menos en lo que concierne a Inocencio.

279
AILBE J. LUDDY

mente en sus manos el poder de disponer de la tiara como quisiese.


No es extraño entonces que aprobase la proposición. Fue un momento
crítico. ¿Avasallarían la jactancia y la violencia del monarca germano
la resistencia del tímido Papa? Era imposible contestar. Pero Inocencio
no tenía que comprometerse solo en un combate tan desigual: Ber­
nardo estaba allí con toda su energía luchadora. Ya había desechado
la sugestión del antipapa en su carta a los obispos de Aquitania. ¿De
qué servía nombrar un tribunal que resolviese una materia que ya
no ofrecía la menor duda? La Iglesia se había pronunciado claramente
en favor de Inocencio y en contra de su adversario: no era legítimo
apelar de su decisión ante ningún tribunal particular. Una vez más
se sometió el alemán y una vez más fue Bernardo el que salvó la
situación.
Desde las puertas de Roma, Bernardo escribió al rey inglés infor­
mándole que Inocencio y sus aliados carecían de las cosas más nece­
sarias y sugiriéndole delicadamente que debía acudir en su ayuda. Pero,
dice Morison (Vida y época de San Bernardo, pág. 163), “parece que
al astuto normando no le pareció conveniente comprender la insinua­
ción que le hacía el abad: no envió dinero alguno para que el papa
Inocencio pudiese ser aliviado de su triste estado de indigencia”. Sin
embargo, las tropas alemanas entraron en Roma sin oposición el 30
de abril de 1133. Pero la victoria no había sido ganada todavía ni
siquiera a medias. Anacleto y su partido ocupaban la iglesia de San
Pedro y los barrios vecinos: su posición era tan fuerte que podían
desafiar cualquier intento que se hiciera para desalojarlos. Lotario se
encontró ahora ante un pavoroso dilema. Quizá el principal objeto
que tenía al escoltar a Inocencio a Roma era recibir de sus manos la
corona imperial, lo cual aumentaría enormemente su influencia y
autoridad. Ahora bien, de acuerdo con los precedentes, la ooronación
del emperador romano debería tener lugar en la iglesia de San Pedro,
y él no veía ninguna posibilidad de arrancarla de las manos del anti­
papa. Además, tendría que regresar pronto a su patria, y el volver a
Alemania sin la dignidad por la cual había venido era una cosa en la
que no había ni siquiera que pensar. Y como solución única de salir
del atolladero, volvió a abrir negociaciones con Anacleto, ofreciéndole
nombrar un tribunal extraordinario ante el cual cada uno de los dos
pretendientes defendería su causa a condición de que tanto la iglesia
de San Pedro como la de Letrán (donde Inocencio había establecido
su residencia) deberían ser entregadas como rehenes en sus manos. Lo
que pensó de la propuesta el papa Inocencio no lo podemos decir:
Bernardo ya no estaba cerca, habiendo regresado poco antes a Francia,

280
SAN BERNARDO

donde se necesitaba urgentemente su presencia. Pero el antipapa se


negó obstinadamente a entregar la iglesia de San Pedro y las nego­
ciaciones se rompieron de nuevo. Por fin, se acordó llevar a cabo la
ceremonia de la coronación en la basílica laterana. Antes del solemne
acto, Lotario prometió bajo juramento, en presencia de testigos, pro­
teger al papa Inocencio y a sus legítimos sucesores en sus vidas y
libertades, en sus derechos y en su dignidad papal, guardar el patri­
monio de San Pedro y hacer todo lo que estuviese en su poder para
recuperar aquella parte del patrimonio que el antipapa había usurpado.
Luego fue coronado, juntamente con la reina Richinza.
Poco después de la coronación, Lotario y su ejército se pusieron en
camino hacia Alemania. No merece ninguna censura por esto. Los
naturales del frío Norte no podían soportar los ardores del verano
romano. Además no se podía ganar nada quedándose allí por más
tiempo. En cuanto al papa Inocencio, privado de sus protectores, vio
que la ciudad no le ofrecía seguridad y volvió a buscar refugio dentro
de las hospitalarias murallas de Pisa.

La elección de Tours : celo por la justicia

El asunto que le había hecho salir a Bernardo rápidamente de


Roma fue un cisma local en la archidiócesis de Tours. El arzobispo
Hidelberto, que había dudado tanto tiempo entre Inocencio y Ana-
cleto, murió a principios de 1133. Habiendo sido desterrados de Tours
por la tiranía del conde Geofredo, representante local del poder civil,
los principales miembros del capítulo, se decidió celebrar la reunión
para la elección del nuevo arzobispo en un lugar algo distante de la
ciudad. Pero una minoría adelantó el día y eligió a un joven diácono
llamado Felipe, que era uno de los más íntimos amigos de Bernardo.
¡Felipe se apresuró a ir a Roma con el fin de solicitar la confirmación
de su elección y la consagración episcopal de manos de Anacleto!
La noticia produjo una terrible impresión al santo abad, que estaba
entonces hospedado en Viterbo con el papa Inocencio. Inmediatamente
escribió al joven una carta muy conmovedora de reprensión: “Estoy
lleno de tristeza, queridísimo Felipe, por tu causa. Por favor, no te
burles de mi pesar. Si no crees que tú mismo eres objeto de com­
pasión, con más motivo debes ser compadecido. Sea cual fuere la for­
ma en que aparezcas ante tus propios ojos, a mí me parece tu posición
lo bastante triste para agotar la fuente de mis lágrimas. Y mi tristeza
merece más bien compasión que risa, pues no brota de la carne ni

281
AILBE J. LUDDY

de la sangre, no es causada por la pérdida de bienes perecederos,


sino por la pérdida de ti, queridísimo Felipe. No puedo indicar mejor
cuán grande es mi pesar que diciendo que su causa es Felipe. Cuando
digo esto, expreso la profunda tristeza de la Iglesia que en una ocasión
te acarició en su regazo, donde tú ‘floreciste como el lirio’ (Os 14, 6),
adornado con dones y gracias celestiales. ¿Quién no te tuvo entonces
por un joven de floreciente porvenir, como un joven de noble carácter?
Pero ahora, ¡ay!, ‘el oro más fino ha perdido su color’ (Lam 4, 1).
¡ Oh, qué desilusión para Francia, que te ha producido y alimentado!
¡ Oh ‘si tú también hubieras conocido las cosas que son para tu paz’!
(Le 19, 42). Además, si tú hubieses ‘aumentado el conocimiento’ de
tu estado también habrías ‘aumentado tu pena’ (Eccl 1, 18) y tu pena
habría impedido que hubiera sido infructuosa la de todos tus amigos.
Diría mucho más si siguiera la inclinación de mi afecto, pero no
tengo deseo de ‘aspirar a una cosa incierta’, o ser ‘como uno que
apalea el aire’ (1 Cor 9, 26). He dicho todo esto para que puedas
comprender cómo te amo y cuánto me agradaría tener una conver­
sación contigo si, por la gracia de Dios, me concedes una oportuni­
dad. Ten la bondad de escribirme diciéndome qué sentimientos te ins­
pira esta carta y si tengo que aumentar mi tristeza o disminuir el flujo
de mis lágrimas. Pero si desprecias mis sugestiones, si no prestas aten­
ción a mis palabras, no perderé el fruto de mi caridad y tú tendrás
que responder de tu desprecio ante el tribunal del Juez terrible.”
El llamamiento no produjo efecto alguno. Felipe había ido dema­
siado lejos para volverse atrás, bien fuera por afecto o bien por temor.
Mientras tanto se había celebrado otra elección en Tours, que dio por
resultado la elección de un clérigo llamado Hugo, que todavía no
tenía las órdenes sagradas y que recibió la consagración episcopal en
la catedral de Mans, por estar cerrada contra él la de Tours. Aumentó
las dificultades de la situación el hecho de que muchos de los parti­
darios de Felipe eran también al parecer partidarios de Inocencio, de
forma que las líneas de separación no corrían en este caso paralelas
a las del cisma mayor. Habiendo sido sometida la cuestión al Papa,
éste envió a Bernardo con poderes de legado para resolver el litigio.
Al llegar a Tours el santo abad reunió al capítulo e investigó las
circunstancias de la elección de Felipe. Se encontraron varios fallos
fatales: no hubo suficiente número de electores, algunos de los que
votaron carecían de títulos para hacerlo y el propio Felipe estaba
bajo la edad canónica. Así que Bernardo declaró inválida la elección.
Los partidarios de Felipe se negaron a aceptar este fallo y apelaron a
Inocencio. El propio joven emprendió el viaje a Roma con el propó­

282
SAN BERNARDO

sito, según se dijo, de comprar la protección del Pontífice a quien


recientemente él había abandonado. Pero el santo se le anticipó y
escribió una carta advirtiendo a Inocencio de su intención: “ ¡ No
quiera Dios que la cruel ambición se albergue en Inocencio, que es
el defensor de los inocentes! Sin embargo, esto es lo que Felipe tiene
la osadía de buscar, esto es lo que ese loco espera. ¡Este hombre que
ha discutido la autoridad pontificia ha logrado escapar a la justicia
dos veces y ahora tiene la impudicia de presentarse ante vuestro rostro!
Todo el mundo sabe que, no teniendo ninguna probabilidad de éxito
si se juzga su causa por sus propios méritos, ha concebido el impío
designio de atacar la torre de vuestra fortaleza, es decir, vuestra inte­
gridad, con el ‘espíritu malvado de la iniquidad’ (Le 16, 9). Pero yo
estoy tranquilo: es Inocencio quien es tentado, ‘y el hijo de la iniqui­
dad no tendrá el poder de dañarlo’ (Ps 88, 23).”
No se sabe si el infortunado Felipe se presentó o no realmente
ante el Pontífice. Si lo hizo no consiguió sus deseos. Pero Anacleto
le consoló de la pérdida de Tours haciéndole arzobispo de Tarento.
Sin embargo, no habían acabado todavía las desgracias de Felipe. En
1139, cuando Inocencio gobernaba la Iglesia con autoridad indiscutida,
se acordó del papel desempeñado en el cisma por Felipe y castigó
con mano dura la deslealtad del prelado.
Depuesto, degradado, abandonado e ignorado por todos, el ex
arzobispo sabía que todavía le quedaba un refugio, un corazón abierto
para recibirlo, un corazón con cuyo perdón y amor podía contar con
seguridad. Como otros muchos pobres proscritos, dirigió sus cansados
pasos en dirección a Clairvaux ¿Y Bernardo? Disfrutó un anticipo
de la bendición celestial al dar la bienvenida al pródigo que regresaba
al hogar. Ni una reprensión, ni un solo reproche. Más bien se dedicó
a derramar bálsamo en las penosas heridas y a calmar aquel corazón
roto. Felipe, desilusionado al fin, llegó a ser un religioso ejemplar.
Nadie le ganó en humildad y fervor. Bernardo pidió al Papa que le
diera permiso para ejercer sus órdenes, pero todo lo que pudo obtener
en su favor fue un permiso para actuar como diácono. Al cabo de
algún tiempo Bernardo mostró la confianza que tenía en la sinceridad
de la conversión de Felipe haciéndole prior de Clairvaux 7.
Después de restablecer el orden y la paz en la archidiócesis de
Tours, Bernardo regresó a su monasterio. Aborreciendo la ajetreada
vida que había tenido que llevar durante los meses anteriores, se
dirigió presuroso y lleno de alegría a la humilde celda que era su

7 Según Manríquez, Vacandard opina que el prior Felipe de Clairvaux fue


otra persona.

283
AILBE J. LUDDY

cielo en la tierra, y ningún cautivo sintió tanto regocijo al entrar en


la libertad como él al cruzar el umbral de Clairvaux. Sin embargo,
su reposo iba a durar poco. En el mes de agosto de 1133 dos espan­
tosos asesinatos llenaron de horror a Francia. Los crímenes eran muy
semejantes por sus circunstancias: en ambos casos la víctima fue un
santo eclesiástico, en ambos casos el motivo fue la venganza, la ven­
ganza contra la corrección de un abuso, y en ambos casos el culpable
fue un clérigo que tenía el cargo de archidiácono. Ya hemos visto
cómo Esteban, obispo de París, introdujo en Notre Dame a los canó­
nigos regulares de San Víctor a despecho de las protestas de los canó­
nigos seculares. El prior Tomás, jefe de los Victorinos, un hombre
que se distinguía tanto por su piedad como por su erudición, adquirió
una gran influencia en el capítulo e introdujo ciertas reformas que
ofendieron al archidiácono Notier porque tales reformas reducían
considerablemente sus ingresos. Este discípulo de Simón Mago juró
vengarse del hombre que había osado enojarle.
El domingo 20 de agosto el obispo, acompañado por el abad,
el prior de San Víctor y otros varios eclesiásticos regresaba del campo
cuando, a poca distancia de París, el grupo fue asaltado por varios
hombres armados. Los asesinos, sin hacer caso de los demás, aparta­
ron a Tomás y lo mataron a puñaladas. “Muero por la justicia
—exclamó el mártir al expirar—■, y perdono a mis enemigos”. Los asesi­
nos fueron identificados como sobrinos del arcediano. En lugar de
entrar en París, el obispo Esteban se dirigió apresuradamente a Clair-
vaux para recibir consejo de Bernardo respecto de lo que se debía
hacer. El santo, escribiendo en nombre de Esteban, envió un relato
completo de la tragedia al Papa y pidió justicia para los asesinos. Es
significativo que no hizo ninguna reclamación al rey. Luis el Gordo no
se había olvidado todavía de su querella con el obispo de París y en
todo este asunto mostró muy poco celo por los intereses de la
justicia.
Poco después de la noticia del asesinato de Tomás se vino en
conocimiento de un crimen semejante perpetrado en Orleans, donde
el subdeán del capítulo, un reformador celoso llamado Archambaud,
fue asesinado por instigación del arcediano Juan. Una vez más, Ber­
nardo tomó su incansable pluma: “Amigo del Esposo—así se dirigió
a Inocencio—, guardián de la Esposa de Cristo, pastor de las ovejas
de Cristo, ¿qué estáis haciendo? ¿Os figuráis que será suficiente con
buscar un remedio contra un mal tan horrible e inaudito? No tenéis
que buscar meramente, tenéis que encontrar un remedio y un remedio
que cure la presente herida de la Iglesia y sea una salvaguardia para

284
SAN BERNARDO

el futuro. Por consiguiente, ‘ciñe tu espada a la cintura, oh, tú el más


poderoso’ (Ps 44, 4), porque a no ser que en esta ocasión también ‘se
alce Fineas y pacifique al Señor, no cesará la matanza’ (Ps 105, 30).
Pues, ¿quién ignora las consecuencias que se producirán si el tribunal
eclesiástico no castiga a estos asesinos, los arcedianos Juan y Notier,
por cuyo consentimiento e instigación, aunque no por sus manos, se
ha derramado sobre la tierra la sangre de los inocentes? ¡A cuántos
clérigos, si se deja impune a estos asesinos, no se les ascenderá debido
más bien al temor a la violencia que al .mérito de la santidad! Los
nuevos desórdenes demandan nuevos remedios. Pero creo que vos
actuaréis de la manera más prudente y justa si, con vuestra autoridad
apostólica, priváis a estos hombres de todo cargo y dignidad eclesiás­
ticos, de forma que pierdan a la vez lo que tienen y toda esperanza
de ascenso futuro.”
El Papa comisionó a los obispos de las dos provincias, Reims y
Sens, para juzgar y castigar a los criminales. Tanto la Iglesia como
el Estado estuvieron representados en el juicio, pero debido a la
poderosa influencia ejercida en su favor, los asesinos escaparon con
una sentencia muy liviana. Inocencio, descontento del resultado, im­
puso por su propia autoridad a Notier el castigo recomendado por
el abad de Clairvaux. Las circunstancias, al parecer, le impidieron
castigar al arcediano Juan de la misma manera.

285
CAPITULO XXI

MISIONES Y MILAGROS

Muerte de Esteban: su sucesor

Había una tristeza desacostumbrada en los rostros de los padres


reunidos en Citeaux para el Capítulo General de septiembre de 1133.
Esteban, su jefe venerado y digno de confianza, deseaba que le acep­
tasen la dimisión. “El bienaventurado padre Esteban—así leemos en
el exordio—, habiendo desempeñado virilmente el cargo que se le
confió de acuerdo con el verdadero modelo de humildad que nos dio
Nuestro Señor Jesucristo, agotado por la edad y tan débil de la vista
que apenas podía ver, deseaba dejar su cargo pastoral a fin de poder
dedicar el resto de sus días a Dios y a su alma exclusivamente en la
dulzura de la santa contemplación.” Era un gran sacrificio el que
pedía a sus hermanos abades. Esteban era uno de los que pertenecía
al grupo heroico—quizá el único superviviente— gracias al cual se
había fundado la Orden; él había vigilado junto a su cuna; la había
defendido contra sus enemigos; la había criado y alimentado y había
rogado por ella cuando se cernía la sombra de la extinción; había
dirigido su curso y su desarrollo; había moldeado sus destinos para
siempre: y ahora, cuando su gobierno prudente y amable, pero firme,
era tan necesario como siempre, deseaba transferir a otros hombros
la pesada carga del gobierno. Podemos estar seguros de que los supe­
riores ofrecieron una gran resistencia y que tan sólo porque se trataba

286
SAN BERNARDO

de una necesidad real se consiguió su reacio consentimiento. Se le


pidió que nombrara sucesor, pero por humildad rehusó el privilegio,
diciendo que era una cuestión a decidir mediante el voto.
La elección favoreció a Guido, abad de Trois-Fontaines, el mismo
que había consultado a Bernardo sobre la cuestión de la omisión del
vino en la misa Era un hombre de grandes dotes, distinguido por su
sabiduría, erudición y elocuencia. A pesar de ello no tuvo éxito. Per­
maneció escasamente un mes en el cargo y luego fue sustituido por
un hombre más digno, Rainardo, discípulo y amigo querido de Ber­
nardo. No se conoce la causa de la destitución de Guido. Su nombre
ha sido borrado del catálogo de los abades de Citeaux, indudable­
mente debido a la corta duración de su administración. Su sucesor,
Rainardo, justificó plenamente la confianza depositada en él. Tenía
todas las cualidades necesarias para continuar la obra de los santos
Roberto, Albérico y Esteban, y presidió dignamente la Orden durante
el período más glorioso de su existencia. A todo el mundo se le tiene
que pasar por la mente la siguiente pregunta: ¿por qué fue olvidado
Bernardo en estas dos elecciones? Era, sin duda, el hombre más emi­
nente de la Orden, bien consideremos sus cualidades naturales, bien
sus cualidades sobrenaturales. Se pueden dar muchas contestaciones.
En primer lugar, es más que probable que no pudo acudir a Citeaux
este año y, en consecuencia, no tomó parte en las elecciones: él tenía
que hacer por la Iglesia un trabajo que requería su presencia en otra

1 El autor del artículo sobre San Esteban Harding en la Enciclopedia Cató­


lica hace algunas afirmaciones extraordinarias. Nos dice que “Esteban designo
como sucesor suyo a Roberto de Monte, el cual fue, por consiguiente, elegido
por los monjes. La elección del santo, sin embargo, resultó desacertada, y el
nuevo abad estuvo en el cargo solamente dos años.. ” En esto el escritor está
en abierta contradicción con el Exordium Cisterciense (cap. XXIV, lib. I), reco­
pilado hacia el año 1200 y considerado hasta ahora como nuestra fuente de
información principal y más auténtica acerca de los primeros cistercienses: se
pone enfrente de todas las autoridades reconocidas en historia cisterciense, tales
como Henríquez, Manríquez, Mabillon, Janauschek, Dalgairns, Vacandard
—por no mencionar el Breviario Cisterciense—. Todos ellos están de acuerdo
con el Exordium en dar como inmediato sucesor de Esteban no a Roberto de
Monte, sino a Guido o Wido, abad de Trois-Fontaines. Encontramos a dos
cistercienses llamados Roberto de Monte citados por los autores de anales: uno,
el abad de Royaumont (Regalis Mons), en la diócesis de Versalles, y el otro,
el abad de Monte San Nicolás, en la diócesis de Riga; pero ninguno de los
dos había nacido en la época de la dimisión de San Esteban. Un tercero del
mismo nombre, que murió en 1186, continuador de Sigebert el Cronista, no fue
jamás cisterciense. Profesó en la abadía benedictina de Bec, en 1128, y llegó
a ser superior, en 1154, de la abadía de San Miguel de Periculo (de la misma
Orden), la cual gobernó hasta su muerte. Es también un error decir que el
sucesor de Esteban desempeñó el cargo dos años. El santo vivió exactamente seis
meses después de su dimisión, y en la época de su muerte, Rainard era abad
de Citeaux. Hay otro error al atribuir a Esteban dos cartas, una, al papa Hono­
rio ; la otra, a Luis el Gordo, ambas fueron escritas indudablemente por Ber­
nardo, siendo bastante solamente el estilo para probarlo.

287
AILBE J. LUDDY

parte. En aquel tiempo sus dotes extraordinarias le hacían tan indis­


pensable a las autoridades eclesiásticas que estaba siempre expuesto
a que se le ordenase trasladarse a un sitio o a otro para asuntos
públicos, lo cual, desde luego, era incompatible con los deberes del
superior general. Manríquez sugiere otra razón: la promesa dada por
el papa Inocencio a la comunidad de Clairvaux de que no les sería
nunca arrebatado su querido abad. San Esteban no sobrevivió mucho
tiempo a su liberación de los cuidados del gobierno. El 28 de marzo
del año siguiente, rodeado de sus apenados hijos y de varios abades de
las inmediaciones, entregó su alma pura en la paz de Dios. Cuando
estaba agonizante, algunos de los presentes empezaron a hablar entre
sí de su gran mérito y de la seguridad con que podía aparecer delante
de su Juez. No tenían miedo de que les oyera, pero la aproximación
de la muerte aguza algunas veces las facultades y ante su sorpresa y
confusión el enfermo protestó contra aquel imprudente lenguaje:
“¿Qué es lo que estáis diciendo?—preguntó en tono de reproche—.
Dejadme que os diga con toda sinceridad que voy delante de mi Dios
tan lleno de temor y ansiedad como si no hubiese realizado nunca una
sola buena acción. Sea cual fuere el bien que se haya hecho por mi
mediación y el fruto que haya premiado mis trabajos, todo es debido
a Su gracia y a Su ayuda; y tiemblo al pensar que por mi falta de
humildad y valía esa gracia haya rendido menos frutos.” Así murió
como había vivido, como el ser más humilde entre los humildes. Y
sin embargo, se necesitaría seguramente ser un santo para no poder
albergar orgullo en el corazón después de una vida como la de Es­
teban. Alistado en el primer momento, pues había llevado el yugo
del Señor desde su juventud, había soportado fielmente y sin quejarse
todas las cargas y procupaciones de su puesto. La historia de la cruz
luminosa adornada de estrellas y la de las armonías angélicas, así
como otras maravillas presenciadas a su muerte se pueden descartar
como apócrifas. Fue enterrado junto a San Alberico en la iglesia de
la abadía. La Orden por la que tanto hizo celebra su memoria el
16 de julio con una fiesta del más elevado rito y con una solemne
octava.

Guillermo de San Thierry ingresa


en la Orden de Citeaux

Guillermo de San Thierry había estado largo tiempo pensando en


dimitir su cargo abacial a fin de entrar en Clairvaux, pero Bernardo
no quería ni oír hablar de ello. “No es lo que vos o lo que yo deseamos

288
SAN BERNARDO

lo que sería mejor para vos, sino lo que quiere Dios. Por consiguiente,
seguid mi consejo y permaneced donde estáis, ayudando según vues­
tra capacidad a los que se hallan confiados a vuestro cuidado. ¡Ay
de vos si gobernáis sin que se beneficien los gobernados! ¡ Pero vuestra
condena será mayor si os negáis a beneficiarlos por un temor cobarde
a la carga del gobierno!” Guillermo, sin embargo, no quiso hacerle
caso. En 1134 abandonó la abadía de San Thierry, pero sabiendo que
no tenía ninguna probabilidad de ser admitido en Clairvaux, ingresó
en la casa cisterciense de Signy, en la archidiócesis de Reims, donde
pasó el resto de su vida como un simple monje.

Conversión del duque Guillermo

Gracias al infatigable celo de Bernardo, la causa de Inocencio


continuaba progresando firmemente. Sin embargo, el antipapa tenía
todavía poderosos partidarios. Sicilia permanecía a su lado, lo mismo
que Milán y otros lugares importantes de Italia, mientras que a este
lado de los Alpes su influencia era todavía poderosa en Aquitania. El
obispo de Angulema (también ocupaba la sede de Burdeos en esta
época) había perdido gran parte de su antiguo prestigio desde que
Bernardo escribió su carta circular a los obispos de la provincia, pero
el duque Guillermo era tan poderoso y se mostraba tan violento como
siempre. Hacia fines de 1134 el santo recibió de Inocencio la orden
de iniciar una nueva campaña en esta fortaleza de los anacletistas.
El santo partió en compañía de Geofredo, obispo de Chartres y legado
de la Santa Sede. Con ellos fue una comunidad de discípulos del santo,
destinada a una nueva fundación cerca de Nantes, la cual fue dotada
por Ermengarde, duquesa de Bretaña. Después de acompañar a los
monjes a su destino sin novedad—esta nueva casa fue llamada Buzay—
los dos amigos entraron en la ciudad de Nantes. Apenas habían llegado
cuando una pobre mujer, que durante siete años había sido afligida
de un modo horrible por un espíritu maligno y buscaba en vano su
liberación, fue corriendo al encuentro de Bernardo y se arrojó a sus
pies, implorando que se apiadara de su desgraciada suerte. Al pare­
cer, el demonio le había hablado de la llegada de Bernardo, pero le
había advertido que no se acercara a él o lo pasaría mal. Ahora que
ella había hecho caso omiso de la advertencia, se sentía muy asustada.
Pero el santo la calmó y entregándole su báculo le prometió que
éste sería una protección contra la violencia de su perseguidor. El
domingo siguiente durante la misa y en presencia de los obispos de

289
S. BERNARDO -—10
AILBE J. LUDDY

Chartres y Nantes y de una inmensa muchedumbre de fieles que sos­


tenían en las manos velas encedidas, el santo la exorcizó. La mujer
no fue molestada en adelante. (Cfr. Ernald, Vita Prima, 1. II, c. VI,
n. 34-5).
El arte de intrigar le era desconocido a San Bernardo. Prefería los
métodos directos y siempre iba derecho a su objeto. Así, cuando entró
en la provincia de Aquitania para enfrentarse con los cismáticos, buscó
a sus jefes, pero éstos tuvieron la prudencia de apartarse de su camino.
Incluso el obispo Gerardo no se atrevió a enfrentarse con él. Y había
advertido a su víctima, Guillermo, que evitase toda reunión con el
abad de Clairvaux. Pero Bernardo estaba decidido a hablar con el
noble y no quería ser defraudado. Por fin el duque consintió en cele­
brar una conferencia en Parthenay. El santo empezó por hacer lesaltar
que entonces toda la cristiandad, prácticamente, reconocía a Inocencio
y anatematizaba a Anacleto: solamente Aquitania permanecía en el
cisma, es decir, fuera del rebaño de Cristo, fuera de la única arca
de salvación. Luego, recordó a Guillermo el terrible castigo que im­
puso Dios al cisma de Coré, Datán y Abirón (Num 26, 10): ¿no
debería esperar Guillermo una condena semejante si perseveraba en
el mismo delito? Asustado por esto, Guillermo prometió renunciar al
antipapa y reconocer a Inocencio como verdadero Vicario de Cristo.
Pero se negó obstinadamente a reponer al desterrado obispo de Poitiers.
Así terminó la primera conferencia.
Al día siguiente Bernardo, acompañado por el obispo de Chartres
y otros clérigos, volvió al ataque, pero una vez más sin éxito. Otras
entrevistas tuvieron el mismo resultado. Entonces el siervo de Dios
decidió hacer un último esfuerzo para vencer la obstinación del noble.
Invitó al duque a la iglesia donde intentaba celebrar la misa para su
conversión. Guillermo no se atrevió a rehusar, aunque estando bajo
pena de excomunión se vio obligado a permanecer a la puerta. La
iglesia estaba abarrotada de gente cuyo instinto les decía que algo
extraordinario iba a ocurrir. En el santuario se arrodillaron los obis­
pos de Chartres y Poitiers. Todo fue como de costumbre hasta el
momento de la comunión, en que después de dar la pax al pueblo,
“el siervo de Dios, no actuando ya como un mero hombre, alzó el
Cuerpo del Señor, lo colocó en la patena y con rostro radiante y los
ojos lanzando llamas, lo sacó de la iglesia para mandar ahora, no
para suplicar. Dirigiéndose al duque Guillermo con terrible acento, le
dijo: ‘Os he suplicado y me habéis despreciado, os he suplicado por
segunda vez en presencia de una multitud de siervos de Dios y nos
habéis despreciado tanto a ellos como a mí. Mirad, el Hijo de la Vir­

290
SAN BERNARDO

gen, el Jefe y Señor de esa Iglesia que estáis persiguiendo ha venido


Él mismo a vos. Aquí está vuestro Juez ante cuyo nombre se dobla
toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno. Aquí está el
Juez en cuyas manos vuestra alma caerá algún día. ¿Le despreciaréis
a Él también? ¿Despreciaréis a Cristo como habéis despreciado a sus
servidores?’
”La gente estaba alrededor llorando y rezando, con el ánimo en
suspenso, y esperando no sabían qué. Guillermo, al oír estas palabras
y al ver la Hostia sostenida sobre la patena en la mano del abad,
sintió un temblor por todo el cuerpo, perdió el dominio de sus miem­
bros y cayó de bruces al suelo. Levantado por su ayudante, volvió a
caer, lamentándose pesadamente mientras le brotaba la saliva de los
labios. Ni habló ni levantó los ojos; tenía todo el aspecto de un hom­
bre que acaba de sufrir un ataque de epilepsia. Entonces, aproximán­
dose el siervo de Dios le tocó el pie con el suyo y le ordenó que se
levantara a escuchar lo que mandaba el Señor. Guillermo obedeció
en silencio. ‘El obispo de Poitiers—dijo el abad—, a quien expulsasteis
de su diócesis está aquí presente: id ahora y reconciliaos con él,
dadle el beso de paz y conducidle a la sede de donde le habéis ex­
pulsado. Restableced el reino de la caridad y concordia en vuestros
dominios. Luego tenéis que someteros al papa Inocencio y obedecer
al Vicario de Cristo como lo hacen los demás cristianos’. Sin decir
una palabra el duque se dirigió al obispo y le dio el beso de paz.
Después le condujo por la mano a la iglesia catedral de Poitiers.”
Esta es la descripción del devoto abad Ernald de esta escena extra­
ordinariamente impresionante y única. Tenemos que suponer que Ber­
nardo actuó por una inspiración divina al abandonar el altar con la
Hostia. En cuanto al duque Guillermo, se convirtió completamente.
Como agradecimiento por la gracia que se le había conferido fundó
el mismo año el monasterio cisterciense de Grace-Dieu en Aunis, dió­
cesis de La Rochelle, que fue ocupada por monjes de Clairvaux. Pasó
el resto de sus días retirado, esforzándose por expiar con la piedad y
la penitencia las iniquidades del pasado. Su muerte ocurrió dos años
más tarde mientras estaba de peregrinación al santuario de Santiago
de Compostela a los cuarenta años de edad. Su testamento, que confió
al obispo a quien había perseguido tan cruelmente, es un noble mo­
numento a la piedad con que cerró su carrera. Transcribimos los si­
guientes fragmentos tomados de Manríquez: “En el nombre de la
Santísima e indivisa Trinidad, un solo Dios. Esta es mi última vo­
luntad y este mi último testamento. Por la gracia de Dios, en pre­
sencia de Guillermo, obispo de Poitiers, en honor del Salvador del

291
AILBE J. LUDDY

mundo, de los santos mártires, confesores, vírgenes y especialmente de


la Virgen María; lleno de tristeza por los innumerables pecados que
he cometido por sugestión del diablo y de temor al pensar en el
último juicio; considerando que los bienes y goces terrenales no son
más que humo que desaparece sin dejar rastro y que difícilmente pode­
mos vivir aquí abajo una hora sin pecar; considerando también la
brevedad de nuestra vida mortal y las tristezas y preocupaciones que
la acompañan: yo, Guillermo, me encomiendo a mi Señor y Salvador
a quien deseo seguir de aquí en adelante y renunciar a todas las cosas
por su causa. Y para que no parezca que me aparto del ejemplo de
mis piadosos antecesores, lego a todos los monasterios de mis do­
minios mil acres de tierra que mis barones distribuirán entre ellos, a
fin de que yo pueda participar en las buenas obras de los siervos de
Dios y merecer la bendición del cielo.” De lo transcrito se desprende
que Guillermo se despojó de todas las posesiones terrenales antes de
salir en peregrinación, de la cual no había de regresar jamás2. Su genio
maligno, Gerardo de Angulema, murió un año antes, es decir en
1136, sin dar ninguna señal de arrepentimiento. “Se le encontró muer­
to en la cama—dice el viejo cronista—, y su cuerpo estaba horrible­
mente hinchado.” La desaparición de estos dos hombres puso fin al
cisma en Aquitania. Es de justicia añadir que este relato del abad
Ernald (a quien una autoridad tan eminente como el abate Vacandard
considera como un hombre de maravillosa sagacidad y agudas dotes
críticas) es contradicho por otros documentos de fecha antigua. Según
ellos el desgraciado Gerardo fue atendido en sus últimos momentos
por varios sacerdotes y declaró que si debido a su ignorancia se había
opuesto a la voluntad divina al defender la causa de Pedro de Leone,
lo lamentaba sinceramente Y añaden que murió lleno de paz y de las
más sagradas inclinaciones. Desearíamos que este fuera el relato ver­
dadero, pero hay que decir que proviene de la pluma de un autor par­
tidario de Gerardo.

- La hija mayor del duque Guillermo, Leonor, una dama más notable por
su belleza que por su virtud, imitó a su padre en su falta de piedad, pero no
en su penitencia. Se casó con el rey Luis VI de Francia, aportando una dote
equivalente a la tercera parte de su reino. Divorciada de él después de muchos
años, llegó a ser esposa de Enrique II de Inglaterra. Luis fue tan imprudente
que le devolvió la dote, por cuyo motivo los reyes ingleses llegaron a ser duques
de Normandía y Aquitania y condes de Anjou, Poitou y Touraine. “Este fatal
divorcio—dice Ratisbonne—introdujo un enemigo en el corazón del país y
permitió a Inglaterra luchar contra Francia valiéndose de las manos de los
franceses.” Cfr. págs. 668-669.

292
SAN BERNARDO

Carta a los pisanos

Mientras tanto, en Italia había surgido un nuevo peligro. El rey


Roger, que parece haber sido un genio militar, había desembarcado
un ejército en la península y estaba ganando victoria tras victoria so­
bre sus adversarios. En poco tiempo el sur de Italia había caído en
sus manos. La sumisión de Génova y Pisa al papa Inocencio fue un
gran golpe para él, por cuyo motivo trabajó firmemente para separarlos
de su alianza, o al menos para debilitar su poder, sembrando entre
ellos la semilla de la discordia. Tenía esbirros a sueldo en ambas
ciudades, cuya misión era facilitar activamente este designio. Bernardo
ya había advertido a los genoveses contra estas maquinaciones. Ahora,
en el año 11343, dirigió una carta muy bella al pueblo de Pisa, donde
el Papa había establecido su residencia, alabándoles y agradeciéndoles
por su lealtad a Inocencio y exhortándoles a perseverar en su fideli­
dad: “A sus amados amigos de Pisa, cónsules, magistrados y ciuda­
danos, Bernardo, llamado abad de Clairvaux. Que Dios os bendiga y
recuerde por siempre el fiel servicio, así como el honor, la compasión
y el consuelo que habéis ofrecido tan piadosamente a la Esposa de
Su Hijo en estos días malos y en los momentos de aflicción. En ver­
dad este deseo y ruego de mi corazón ha sido ya realizado en parte.
Vuestra recompensa ha seguido de cerca a vuestro mérito. Dios ha
empezado ya a mostrar su cariño hacia vosotros, ‘el pueblo a quien
Él ha elegido como abolengo suyo’ (Ps 32, 12), ‘un pueblo aceptable
para Él, un pueblo que realiza buenas obras’ (Tit 2, 14). ¡Pisa es
elegida para ocupar el lugar de Roma, elegida entre todas las ciuda­
des del mundo para ser la sede de la autoridad apostólica! No os
figuréis que éste es el resultado de la casualidad, ni lo atribuyáis
a los consejos humanos: no, es una muestra del especial favor y pro­
videncia de Dios, pues Él ama a los que le aman y él dijo a Inocencio,
su ungido: ‘Habita en Pisa y Yo la bendeciré’ (Ps 131, 15); ‘allí
habitaré porque la he elegido’ (Ps 131, 14). Oh, hombres de Pisa,
hombres de Pisa, realmente ‘el Señor ha hecho grandes cosas por
vosotros y nosotros nos hemos alegrado’ (Ps 125, 3). ¿Dónde hay una
ciudad que nos os envidie? Pueblo fiel, guarda bien tu prerrogativa,
reconoce el favor que se te ha hecho y no permitas nunca que te
acusen de ingratitud. Honra a quien es tu padre y padre común de

3 Según Mabillon, ambas cartas fueron escritas en 1133. Vacandard dice


que ambas son de 1134; mientras que Manríquez sostiene que hay un año de
diferencia entre ellas, cuya opinión nos parece la más probable.

293
AILBE J. LUDDY

todos los cristianos, honra a los príncipes de la Iglesia que están con
él y cuya presencia hace a vuestra ciudad ilustre, gloriosa y famosa
para siempre. Por medio de mis exhortaciones vuestra constancia ha
derrotado todos los designios maliciosos del tirano siciliano. No pudo
ni aterrorizaros con amenazas, ni compraros con oro, ni venceros con
su astucia...”

Bernardo ayuda a restaurar


la paz en Alemania

Las dos ciudades-repúblicas permanecieron fieles a su alianza, sin


hacer caso de las promesas ni de las amenazas de Roger. Sin embargo,
no podían hacer nada para detener su triunfal avance por las pro­
vincias del sur de Italia. El emperador Lotario era el único soberano
de Europa que podía enfrentarse al siciliano con alguna probabilidad
de éxito. Pero Lotario estaba comprometido en una lucha a muerte
con el duque Conrado de Hohenstaufen, el cual durante diez años
había estado esforzándose por arrancarle el cetro de las manos. Por
consiguiente, parecía que el ambicioso Rogelio iba a poder extender
sus conquistas sin una oposición seria, pues nadie podía decir cuánto
tiempo duraría la guerra civil alemana. A Inocencio se le ocurrió la
la idea de que acaso Bernardo, que había mostrado unas facultades de
persuasión tan notables en otras ocasiones, podría ser capaz de nego­
ciar una paz entre el emperador y sus rebeldes súbditos. De acuerdo
con ello, a principios de 1135 el siervo de Dios recibió la orden de ir
a Alemania como legado papal a fin de trabajar con todo ahinco por
el restablecimiento de la paz. Obedeció sin vacilar, aunque necesitaba
urgentemente descanso. El resultado de su mediación fue que Conrado
y su hermano Federico renunciaron a la inútil lucha y se reconcilia­
ron con el emperador4. Bernardo apremió entonces a Lotario para
que enviase sus tropas a Italia contra el rey de Sicilia. El agradecido
monarca prometió hacerlo al año siguiente, y sus antiguos enemigos,
a quienes por consejo de Bernardo, como podemos suponer, había tra­
tado con gran generosidad, prometieron su cooperación. Ahora podía
despedirse el santo abad con corazón alegre. La paz, a cuya conse­
cución tanto había ayudado, constituía un doble triunfo: dejaba a
Lotario en libertad de enfrentarse con Roger y privaba a Anacleto de
amigos poderosos; pues, como hemos dicho, había habido una alian­

* Federico se sometió en la Dieta de Bambemberg, el 17 de marzo


de 1135, estando presente Bernardo; Conrado tardó unos meses más.

294
SAN BERNARDO

za íntima, producida por la comunidad de intereses, entre el antipapa


y la casa de Hohenstaufen.

Concilio de Pisa

Es probable que Bernardo, en vez de regresar a Francia, pasara


de Alemania a Italia, pues el papa Inocencio había convocado a los
obispos de todas las naciones a un concilio que había de inaugu­
rarse en Pisa el 30 de mayo de aquel año. Por unas razones o
por otras, Luis el Gordo estaba entonces enfadado con el Pontí­
fice y prohibió a los obispos franceses abandonar sus dominios. Este
acto de tiranía originó una protesta vigorosa del siervo de Dios:
“A Luis, por la gracia de Dios excelentísimo rey de Francia, Ber­
nardo, llamado abad de Clairvaux, su fiel súbdito. Las coronas terre­
nales y las prerrogativas reales permanecen seguras para sus propie­
tarios mientras éstos permanecen fieles a Dios no oponiéndose a sus
decretos y nombramientos. ¿Por qué se ha encendido la rabia de
vuestra majestad contra Inocencio, el elegido de Dios, a quien vos
disteis recientemente la bienvenida en vuestro reino y elegisteis como
padre vuestro y como otro Samuel para vuestro hijo? (1 Sam 16, 13).
”En este caso la indignación real se ha vuelto no contra los ex­
traños, sino contra vuestra casa y contra vuestros mejores intereses.
No es extraño que el apóstol escriba: ‘La cólera del hombre no obró
la justicia de Dios’ (lac 1, 20), puesto que la indómita pasión nos
impide a menudo percibir el peligro más manifiesto de nuestros inte­
reses, honor y salvación y además nos vuelve insensibles a su pérdida.
Se había convocado un concilio: ¿de qué manera esto perjudica a
vuestra gloria real o a los intereses de vuestra corona? Esta asam­
blea recordará y encomiará la rápida y singular devoción con que
vuestra majestad fue el primero de los soberanos, o por lo menos uno
de los primeros, en avanzar con verdadero valor cristiano en defensa
de la Santa Madre Iglesia contra la loca furia de sus perseguidores.
Vos recibiréis las gracias solemnes de la multitud de obispos reunidos
allí y miles de personas sagradas rogarán por vuestra prosperidad. Y
¿quién no ve la necesidad urgente de un concilio en una época como
esta? Pero diréis que el calor en esta época es excesivo en Pisa. ¡Cómo
si nuestros cuerpos estuviesen hechos de hielo! Son nuestros corazones
los que están helados, de forma que como se queja el profeta, no
sentimos ninguna ‘ansiedad por la aflicción de José’ (Am 6, 6). Ahora,
aunque soy el último de vuestros súbditos—en dignidad, no en fide­

295
AILBE J. LUDDY

lidad—me atreveré a deciros esto: No es conveniente para vuestra


majestad colocar obstáculos en el camino de un bien tan grande y
necesario. Podría convenceros de esto por medio de argumentos evi­
dentes, pero una sola palabra basta a los sabios. Finalmente, si el
supremo Pontífice ha hecho algo que cause vuestro desagrado, vuestros
leales súbditos harán todo lo posible por defender vuestro honor, y yo
en particular prometo emplear con este propósito la influencia que
pueda poseer.” El rey Luis siguió su consejo y retiró la prohibición.
El Concilio, mucho menos numeroso que el de Reims cuatro años
antes, duró ocho días. Bernardo fue el oráculo de esta augusta asam­
blea, como lo había sido de otras muchas. En verdad su influencia
había crecido evidentemente desde el Concilio de Reims. “El santo
abad—escribe Ernald—tomaba parte en todas las decisiones, juicios
y definiciones. Su puerta estaba constantemente sitiada por una mul­
titud de clérigos que esperaban su turno para ser oídos; de forma que
el siervo de Dios, que por humildad evitaba todo honor, parecía
poseer no una parte, sino la plenitud del patronazgo eclesiástico.”

Misión en Milán

Algún tiempo antes de que se abriera el Concilio una comisión


compuesta de clérigos y legos vino de Milán a invitar al abad de
Clairvaux a su ciudad. Había tenido lugar ahí una revolución contra
el partido de Conrado y el antipapa, cuya autoridad había sido reco­
nocida hasta entonces sin discusión. Bernardo no pudo aceptar enton­
ces la invitación, pero prometió visitar la ciudad de San Ambrosio lo
antes posible. Otra comisión de milaneses esperaba a Inocencio mien­
tras se celebraba el Concilio, rogándole que aprobase la acción de sus
conciudadanos al expulsar al clero cismático y que se les enviara
alguna persona elocuente y con autoridad que pudiese completar lo
que ellos habían empezado solamente. Era muy claro adivinar a quién
necesitaban. El Papa prometió enviar a Bernardo a Milán con poderes
para absolver al pueblo de la excomunión en que habían incurrido,
cuyos poderes, sin embargo, a petición de Lotario, no habían de ejer­
cerse hasta que los milaneses le hubiesen reconocido públicamente
como emperador. Para dar mayor esplendor a este acto de reconcilia­
ción fueron nombrados dos cardenales para acompañar al santo. En
consecuencia, al clausurarse el Concilio salió él acompañado por tres
legados papales, los cardenales Guido y Mateo y el legado de Francia
Geofredo de Chartres.

296
SAN BERNARDO

Entusiasta bienvenida

La ovación que recibió de los naturales de Milán sobrepasó a


todo lo que él había experimentado hasta entonces. Cuando
llegó a la ciudad la noticia de que se acercaba “toda la pobla­
ción, nobles y plebeyos, ricos y pobres salieron en tropel a través
de las puertas de la ciudad y anduvieron siete millas para salir a su
encuentro”. No hay palabras que puedan describir el entusiasmo con
que ellos saludaron su aparición. Era para ellos el siervo de Dios, el
que obraba maravillas, el ángel de la paz, la imagen viviente de la
bondad divina, el abogado poderoso que protegería a su ciudad de
la ira del emperador y lograría su reconciliación con el Vicario de
Cristo. Lo mismo que las otras ciudad-estados de Italia, Milán debía
homenaje al emperador romano. Pero habiéndose puesto al lado del
antipapa, que reconocía las pretensiones del duque Conrado, se habían
negado hasta entonces a reconocer a Lotario y habían ayudado con­
tra él a la casa de Hohenstaufen. Ahora que el poder y el derecho de
Lotario se habían establecido sin que sobre ello cupiese disputa, tenían
miedo, con razón, a su venganza: habían oído hablar deí terrible cas­
tigo que había infligido a las ciudades de Suabia por el mismo delito.
Su única esperanza era la mediación de Bernardo. A través de él
también esperaban alcanzar el favor de Inocencio, cuya autoridad
habían repudiado hasta entonces.
No es extraño entonces que diesen la bienvenida al santo abad
como a un ángel del cielo. Acudiendo a su encuentro en la séptima
piedra miliaria, dieron rienda suelta a sus emociones de una forma
que fue un tanto embarazosa para el santo. Durante un buen rato
pareció que la inmensa multitud estaba decidida a ahogarlo o a
aplastarlo. “Todo el mundo quería ver al siervo de Dios—continúa el
abad Ernald—, y se consideraban felices los que oían el timbre de su
voz. Todos deseaban besar sus pies, cosa que le enojaba enormemente;
sin embargo, por mucho que hiciera, no podía evitarlo. Algunos in­
cluso le arrancaban hilos de su hábito que conservaban piadosamente
y los usaban como remedios contra las enfermedades, pues conside­
raban que era santo todo lo que él tocara y creían que estos objetos
consagrados tendrían un efecto santificante sobre ellos. Así avanzó
en triunfo hacia la ciudad, precedido y seguido por una multitud que
no cesaba de gritar. Habiendo sido expulsado en la reciente revolu­
ción Anselmo, firme partidario de Anacleto, Bernardo no encontró a
nadie que le contradijera o se le opusiera. El pueblo estaba de un

297
AILBE J. LUDDY

modo unánime en favor de Inocencio, parecía como si no hubiese oído


hablar nunca de su rival. Ellos ya habían accedido prestamente a reco­
nocer la autoridad imperial de Lotario y a darle la debida satisfacción
por cualquier injuria que pudieran haberle causado. Ahora se podía
retirar el anatema sobre la ciudad. Para hacer el acto de reconciliación
con el Papa y el emperador todo lo solemne e impresionante que fuera
posible, Bernardo reunió al pueblo con sus gobernantes, civiles y ecle­
siásticos, en la catedral de San Ambrosio, donde celebró misa en su
presencia. Después de recibir públicamente el juramento de homenaje
a Inocencio y Lotario, tanto el clero como los legos recibieron la Sa­
grada Comunión de sus manos. Fue una de las horas más felices de
la existencia del santo abad. La buena voluntad del pueblo le encantó
extraordinariamente y desde aquel día Milán fue su ciudad predilecta,
prerrogativa no inmerecida, pues en ninguna otra parte, ni siquiera en
Génova, recogió una cosecha tan abundante y tan rápida.

Milagros

Un gran número de curas milagrosas ensalzaron más todavía tanto


su reputación como su influencia. En cierta ocasión, conversando con el
cardenal Mateo sobre una cuestión de importancia, un muchacho con la
mano anquilosada les interrumpió bruscamente, solicitando su cura
del santo. El santo, con cierta aspereza, le dijo que se fuera, pero el
cardenal le llamó y unió sus ruegos a los del pobre suplicante. Por fin
Bernardo le cogió al chico de la mano y haciendo sobre él la señal
de la cruz lo envió a casa completamente curado. En otra ocasión un
soldado le llevó su hijita que padecía una penosa enfermedad de los
ojos, de forma que el más pequeño rayo de luz le producía agudos su­
frimientos. El mismo sencillo remedio tuvo éxito con ella. Curó a
varios enfermos, bien colocándole las manos encima o dándoles agua
bendita a beber. El cardenal Mateo mismo se repuso de un ataque
muy violento de fiebre bebiendo de un vaso que había usado el santo.
Con el signo de la cruz devolvía la vista a los ciegos y el uso de sus
miembros a los paralíticos. Pero este poder sobrenatural se usaba más
frecuentemente para liberar a los que estaban poseídos por el demo­
nio, de los cuales parece que había muchísimos en Milán en aquella
época, hecho que intenta explicar Ernald sugiriendo la idea de que
Dios, para castigar a los milaneses por su intervención en el cisma,
le concedió al demonio un poder más que el poder acostumbrado en
aquella ciudad.

298
SAN BERNARDO

Entre las muchas curas de esta clase hubo dos que destacaron
sobre las demás por su gran solemnidad y publicidad y por lo sagrado
del tiempo y lugar en que se ejecutaron. El mismo autor—Ernald—
las ha registrado con todo detalle. Una fue realizada en una anciana
de alto rango que desde el momento en que fue poseída por el demo­
nio perdió la vista, el oído y el habla. “Tenía la costumbre de hacer
rechinar los dientes y sacar la lengua de una manera monstruosa;
mientras que su ridículo rostro, su feroz apariencia y su pestilente
aliento testimoniaban la existencia del espíritu que moraba dentro de
ella.” Algunos amigos la arrastraron a la iglesia de San Ambrosio,
donde el santo abad se preparaba para la misa. Al dirigirle la primera
mirada se dio cuenta el santo de que se encontraba ante un caso
difícil. La violencia de la anciana aumentó en presencia del santo y a
pesar de los esfuerzos de sus guardianes, estuvo a punto de golpear
al santo. Así que él pidió a los reunidos que rezaran con fervor redo­
blado y se dirigió al altar. Varios clérigos y religiosos retuvieron a
la posesa en el santuario. Durante la misa el abad se daba la vuelta
de vez en cuando y hacía la señal de la cruz sobre la pobre esclava
de Satán, lo cual le producía unas convulsiones tan violentas que a
duras penas se la podía sujetar. Después del Padrenuestro, el siervo
de Dios descendió del altar y colocó la patena con la Hostia Sagrada
sobre la cabeza de la mujer. “Espíritu malvado—exclamó—, éste es
tu Juez cuyo poder es infinito: resístele si puedes. Este es el que
prometió antes de sufrir por nuestra salvación que el príncipe de este
mundo sería expulsado (loh 12, 31). Este es el Cuerpo bendito que
nació de la Virgen, fue crucificado, colocado en el sepulcro, resucitó
al tercer día y ascendió a los cielos a la vista de los discípulos. En
el nombre de la Grandiosa Majestad aquí presente, te ordeno, asque­
roso demonio, que te vayas de esta mujer y no vuelvas a molestarla
más.” La orden no fue obedecida inmediatamente: la desgraciada
mujer se puso más agitada que nunca. Bernardo regresó al altar y
continuó con la misa. En el pax la mujer se calmó súbitamente,
recuperó la razón y los sentidos de que tanto tiempo había estado pri­
vada, y tan pronto como el santo hubo terminado el sagrado sacrificio
fue corriendo a arrojarse, sollozando, a los pies de Bernardo. El entu­
siasmo de los fieles no conoció límites. “Un clamor ensordecedor llenó
la iglesia, las campanas extendieron la alegre noticia, jóvenes y viejos
se unieron en sus bendiciones a Dios y toda la ciudad empezó a
considerar al venerable abad como algo más que un simple hombre.”
El otro caso fue una joven llevada ante el siervo de Dios cuando
celebraba misa mayor en la misma iglesia. Bernardo estaba sentado

299
AILBE J. LUDDY

en el santuario con los otros ministros sagrados mientras el coro can­


taba la parte de la misa que precede a la consagración. Yendo al
altar, introdujo el dedo en el vino del cáliz e hizo que la enferma
tragase una gota del líquido. Quedó instantáneamente curada.
La noticia de estos múltiples milagros traspasó las murallas de la
ciudad y se extendió por toda la Lombardía. Como consecuencia, Milán
se convirtió en un centro de peregrinación, verdaderas muchedumbres
entraban diariamente de las ciudades vecinas a presenciar por sí mis­
mas las maravillas de que todo el mundo hablaba. Llevaban consigo
pan o agua para que la bendición del siervo de Dios los convirtiera
en panaceas. Desde el alba hasta el ocaso una enorme multitud blo­
queaba la casa donde se hospedaba Bernardo, de forma que ya no
pudo mostrarse en las calles, sino que predicaba y bendecía al pueblo
desde la ventana superior.
Hemos dicho que, antes de abandonar Pisa para ir a Milán, Ber­
nardo recibió instrucciones del emperador de que los milaneses no
habían de reconciliarse con la Iglesia hasta que renunciaran a su
alianza con el duque de Suabia. Al santo le pareció esto muy razona­
ble desde el momento en que el propio Conrado había reconocido a
Lotario como jefe del imperio romano. Pero Bernardo obró sin auto­
rización al prometer al arrepentido pueblo un perdón completo y des­
interesado en nombre del emperador: confiaba en la generosidad de
aquel noble príncipe. Para obtener la sanción imperial de este acto,
dirigió, sin embargo, la siguiente carta a Lotario, no como han
supuesto muchos—entre ellos Mabillon—a la emperatriz Richinza:
“Al reconciliar a los milaneses no me olvidé de las instrucciones de
vuestra majestad. Aun cuando no hubieseis hablado vos en absoluto,
me habría esforzado exactamente lo mismo por favorecer vuestro honor
y la prosperidad de vuestro imperio. El pueblo de Milán no fue admi­
tido a la comunión con la Santa Sede y al seno de la Iglesia hasta que
renunció a su alianza con Conrado y reconoció, con todo el mundo, a
Lotario como su rey y señor y como el augusto emperador de los
romanos. Además, de acuerdo con el deseo y mandato del Papa ju­
raron sobre los Sagrados Evangelios daros plena satisfacción por las
ofensas que os habían inferido. Por tanto, deberíais dar las gracias
más expresivas a la divina bondad por haber triunfado de esta ma­
nera sobre vuestros enemigos sin los peligros de la guerra ni de la
efusión de sangre. Ruego a vuestra imperial majestad, cuya amabi­
lidad he experimentado más de una vez, que cuando los milaneses
vayan a solicitar perdón os encuentren favorablemente dispuesto. De
esta manera no se arrepentirán de haber seguido mi consejo; de esta

300
SAN BERNARDO

manera obtendréis de ellos servicio y honor voluntariamente prestados.


Sería indigno de vuestra majestad poner en la picota a vuestros leales
súbditos, que no desperdician nunca la ocasión de favorecer los inte­
reses de vuestra corona. Pero yo seré colocado en la picota si—Dios
no lo quiera—os mostráis inexorable con estas buenas gentes a quie­
nes yo, fiándome en vuestra clemencia, he alegrado con la promesa
de perdón.” La intercesión del santo abad tuvo éxito. Lotario estaba
más que satisfecho. También el papa Inocencio acogió favorablemente
al arrepentido pueblo. No se olvidó del pasado, pero restableció a la
ciudad en su dignidad metropolitana de la cual, según la mayoría de
los autores—Vacandard tiene una opinión diferente—le había privado
en castigo de su deslealtad* 5. Los milaneses sabían bien cuánto debían
a la caridad y al celo desinteresado de Bernardo y no perdieron nin­
guna oportunidad de demostrarle su gratitud. Su palabra era ley para
ellos. Para agradarle quitaron de su gloriosa catedral todos los orna­
mentos de oro, plata y piedras preciosas y los encerraron, fuera de la
vista, en la sacristía; aunque Bernardo, sin duda alguna, habría prefe­
rido ver convertidos tales objetos en pan y carne para los pobres. A
petición suya también liberaron bastantes prisioneros de guerra y
consintieron en hacer la paz con las ciudades vecinas de Pavía, Pia-
cenza y Cremona, contra las cuales estaban entonces en guerra; mien­
tras que él por su parte se comprometió a visitar estas ciudades a fin
de negociar las condiciones de paz.
Y como recuerdo imperecedero de su estancia entre ellos cons­
truyeron y dotaron generosamente la abadía de Chiaravalle, a unas
dos millas fuera de la ciudad, la cual fue el primer monasterio cister-
ciense en suelo italiano. La obra se empezó el 22 de julio de 1135
mientras estaba el santo todavía con ellos.

Rechaza el arzobispado

El día anterior al de su partida de Milán el clero y el pueblo cele­


braron una reunión, probablemente para elegir sucesor al cismático
arzobispo Anselmo, el cual había sido destituido por el Concilio de
Pisa. De repente alguien empezó a gritar: “Bernardo arzobispo.” G In­

5 Sostiene Vacandard que la iglesia de Milán no fue nunca degradada


de su rango metropolitano. Añade que el papa Inocencio la castigó retirando
de su jurisdicción la importante diócesis de Bobbio, que fue transferida a la
provincia de Génova. Vida de San Bernardo, vol. II, pág. 386, nota.
5 En el año 374, cuando los milaneses celebraban una elección en la
catedral para designar un nuevo obispo, Ambrosio, a la sazón gobernador
civil de la provincia, y que no estaba bautizado todavía, entró en el sagrado

301
AILBE J. LUDDY

mediatamente fue acogida esta proposición con el mayor entusiasmo


y se extendió con la velocidad del pensamiento. Pronto toda la ciudad
estuvo reunida bajo la ventana de Bernardo, mientras 10.000 gargantas
vociferaban: “Bernardo arzobispo, Bernardo arzobispo.” El santo
abad miraba completamente atónito y desalentado a la creciente marea
de rostros levantados. Pudo haber rehusado secamente como lo había
hecho ya más de una vez, pero no quería ofender a aquellos entusias­
tas partidarios. Además había el peligro de que se pidiera al Papa
que le obligara a aceptar—ya había obligado a otros cistercienses a
aceptar un ascenso eclesiástico—, en cuyo caso Inocencio probablemen­
te se sentiría justificado para retirar su promesa a la comunidad de
Clairvaux; pues tenía muchos deseos de tener a Bernardo junto a él
y ver una diócesis tan importante como la de Milán en manos de una
persona en quien podía confiar plenamente. Por este motivo el siervo
de Dios propuso que celebraran una conversación. ¿Ellos no querían
obligarle a hacer nada contra la voluntad de Dios? No. Bien, enton­
ces montaría en su caballo al día siguiente y le dejaría en libertad de
elegir su camino: si el animal se iba derecho hacia el campo, ello
sería una indicación de que Dios desaprobaba su elección; en caso
contrario, consentiría Bernardo en ser su arzobispo. Esta propuesta
fue aceptada. Cuando llegó el momento del experimento, el santo
subió a la silla a la vista del pueblo y dejó rienda suelta a su caballo,
el cual, sin embargo, tomó el camino que conducía hacia la puerta de
la ciudad y pronto puso a su caballero fuera de las murallas avan­
zando rápidamente en dirección a Pavía. La fecha fue el 28 de julio
de 1135.

El ángel de la paz

La fama del santo abad le había precedido en Pavía, de forma que


le dieron la bienvenida con el mayor respeto. La gente de la ciudad
no tuvo que esperar para presenciar con sus ojos las sobrenaturales
facultades del santo. A despecho de la guerra existente entre las dos
ciudades, un hombre de Milán, arrastrando consigo a su diabólica
esposa, le siguió al santo a Pavía implorándole que hiciera lo que

edificio para mantener el orden, pues los católicos y los arrianos eran contra­
rios acérrimos y su número era aproximadamente igual. Ambrosio exhortó
al pueblo para que evitase la violencia y el tumulto. Cuando hubo terminado,
un niño exclamó en voz alta: “Ambrosio, obispo”, proposición que acogió
toda la asamblea, viéndose obligado el gobernador a aceptar la dignidad ofre­
cida, pero solamente después de una larga lucha.

302
SAN BERNARDO

pudiese por ella. El espíritu malvado, valiéndose de los órganos del


habla de su víctima, se burlaba y reía de Bernardo: “Este comedor
de berzas, este devorador de puerros no me expulsará de mi morada.”
El santo ordenó al marido que la llevara a la iglesia de San Syrus y
pidiera ayuda al santo mártir. Se hizo esto, pero sin que la mujer
tuviese ninguna mejoría. Así que se la llevaron de nuevo a Bernardo.
“Ni Syrus ni el pequeño Bernardo (Bernardulus) serán capaces de ex­
pulsarme”—exclamaba el demonio—. “No—contestó el santo—, no se­
rás vencido por ninguno de esos dos, sino por el poder de Nuestro Señor
Jesucristo.” Entonces empezó a rezar sobre la mujer. Repentinamente
exclamó el demonio: “Con mucho gusto dejaría a esta miserable cria­
tura en la que soy cruelmente atormentado, pero no puedo porque
Dios no quiere tolerarlo todavía.” Pero el santo abad continuó rezando
hasta que el demonio se marchó. Curó en esta ciudad a otro endemo­
niado que solía ladrar como un perro, ”para diversión de algunos y
horror de muchos” (Ernald, 1. II, c. IV).
Sin embargo, a pesar de la veneración con que se le miraba, sus
proposiciones de paz no fueron recibidas favorablemente. De Pavía
se dirigió a Cremona. Aquí el forjador de la paz se encontró con la
misma desilusión. “El pueblo de Cremona—escribe al Papa—tiene
endurecidos sus corazones contra mis consejos de paz, su prosperidad
ha sido su ruina. Engañados por un exceso de confianza, desprecian
a los milaneses. He sido defraudado en mis esperanzas y he perdido
mi trabajo en una ciudad que pone su confianza en los caballos y en
las carrozas.” (Ps 19, 8). Luego dice que una carta que acababa de
recibir de Inocencio contenía noticias que le llenaban el alma de tris­
teza. Estas noticias se referían a sus amados milaneses. Al día siguiente
de su marcha un tal Robaldo había sido elegido arzobispo. Era un
buen hombre, lleno de celo y piedad, y había estado siempre al lado
del papa Inocencio. Pero apenas fue consagrado cuando se encontró
en un terrible dilema. El Papa le exigía que entregase ciertos privilegios
antiguos disfrutados por la iglesia de Milán y el pueblo amenazaba
con rebelarse contra su autoridad si se renunciaba a estos derechos. No
sabiendo qué hacer, esperó cierto tiempo sin hacer nada, a excepción
de enviar a Bernardo un relato completo de su posición. Este retraso
dio lugar a que Inocencio sospechara. Vio en él un signo de renova­
ción del cisma y en la carta al santo declaró su intención de infligir
un terrible castigo tanto al pastor como al pueblo. El santo abad le
escribió en seguida para disuadirle de una acción que sólo serviría
para empeorar las cosas:
“Estoy encantado de recibir las buenas noticias acerca de vuestra

303
AILBE I. LUDDY

salud, de las ganancias de nuestros amigos y las pérdidas de nuestros


enemigos. Pero lo que vos escribís al final de vuestra carta entibia mi
alegría. ¿Quién puede dejar de sentirse aterrado ante vuestra indig­
nación? Confieso que es justa y por eso mismo la temo más. Sin em­
bargo, permitidme decir esto: lo que os proponéis hacer no se debe
hacer hasta que Dios facilite una oportunidad. No perdéis nada con
esperar de vuestro poder para llevar a cabo lo que amenazáis y ese
poder se podrá ejercer más tarde con mayor seguridad. Pero si insistís
en obrar ahora, ¡ay!, qué fácilmente destruiréis el trabajo de salva­
ción realizado entre esa gente hace poco por la ilimitada compasión
de Dios y los múltiples trabajos de sus siervos. Dudo que tal decisión
pueda ser agradable al que se representa colocando la misericordia
por encima de la justicia (lac 2, 14). Respecto del infortunado arzo­
bispo, ¿qué puede hacer él? Desea obedeceros, pero el pueblo se
opone. Busca, como hombre prudente, contemporizar por el momento
y, ¡ay!, atrae sobre sí mismo el aplastante peso de vuestra cólera. Se
enfrenta con dificultades por todas partes, pero prefiere la pérdida de
su rebaño a la de vuestro favor y estima más la aprobación del sobe­
rano Pontífice que su sede archiepiscopal. ¿Tenéis alguna duda de su
lealtad? El que sugiera tales dudas a vuestra mente es un traidor
convicto y confeso, pues con una lengua calumniosa se esfuerza por
injuriar a un hombre cuya fidelidad no admite la menor posibilidad
de duda. Por consiguiente, sed amable, santo padre, sed amable con
vuestro fiel siervo. Perdonad, os lo imploro, a esta ciudad que todavía
no es más que ‘una nueva planta’ (Ps 143, 12); perdonad a este ‘pueblo
comprado’ (1 Pet 2, 9), olvidaos de las muchas muestras de particular
afecto que, como decís con verdad, les habéis otorgado. Recordad,
amadísimo padre, las palabras del Salvador: ‘Mirad, durante estos
tres años he estado buscando fruta en esta higuera y no he encontrado
ninguna’ (Le 13, 7). Habéis aguardado tres meses escasos y ya estáis
preparado para manejar el hacha. Aun cuando hubieseis esperado tres
años, todavía podría yo pedir al fiel siervo que respetase el árbol esté­
ril un año más, siguiendo el ejemplo de su Señor. Por lo menos quiero
decir ahora: padre santo, ‘déjalos en paz este año también’: quizá
cuando el mayordomo haya cavado alrededor con la azada de la dis­
ciplina y la haya regado con sus lágrimas esta iglesia estéril de Milán
producirá al fin fruto.”
Habiendo salido de esta manera en defensa del pastor y del pueblo
de Milán, el santo les dirigió una carta de advertencia y reproche: “A
todos los ciudadanos de Milán, clérigos y seglares, Bernardo, llamado
abad de Clairvaux. El Señor ha sido bueno con vosotros, el Romano

304
SAN BERNARDO

Pontífice os ha tratado cariñosamente; Dios os ha mostrado la tole­


rancia de un padre, Roma la dulzura de una madre. ¿Qué más podría
haber hecho la Santa Sede por vosotros? ¿Qué razonable petición
vuestra no ha sido otorgada y otorgada sin demora? Escuchad enton­
ces a uno que os ama sinceramente, a uno que desea ardientemente
vuestra salvación. La sede romana es maravillosamente cariñosa y
paciente, pero muy poderosa. Ahora os doy ‘un fiel consejo digno de
ser plenamente aceptado’ (1 Tim 1, 15): No abuséis de su clemencia
a fin de que no seáis aplastados por su poder. Pero acaso me diréis
que sólo estáis obligados a prestar la debida reverencia a la Iglesia
romana. Concedido. Pues si queréis mostrarle la reverencia que le
debéis, tenéis que prestarle obediencia absoluta. Es prerrogativa sin­
gular de la sede apostólica ejercer la plenitud de poder sobre todas las
iglesias de la cristiandad. Y ‘el que resiste a ese poder resiste los man­
datos de Dios’ (Rom 13, 2). El Romano Pontífice, si lo considera
adecuado, puede nombrar obispos donde anteriormente no existía nin­
guno. Puede destituir obispos y colocar otros en su Jugar cuando lo
crea conveniente. Puede hacer a un obispo arzobispo y viceversa a su
discreción. Puede citar a personas eclesiásticas de cualquier dignidad
desde los confines de la tierra y obligarlas a presentarse ante él y no
una sola vez, ni dos veces, sino todas las que considere adecuadas.
Además tiene el poder de castigar la desobediencia de los que se
opongan a su voluntad. De esto ya tenéis pruebas por vuestra propia
experiencia. ¿Qué provecho os produjo vuestra primera rebelión?
‘¿Qué fruto obtuvisteis de aquellas cosas de las que ahora estáis aver­
gonzados?’ (Rom 6, 21). Reconoced más bien hasta qué punto fuisteis
privados de poder, honor y gloria. ¿Con qué medios pudisteis opo­
neros a la autoridad pontificia cuando, justamente indignada por
vuestros excesos, os privó de vuestras antiguas e ilustres prerrogativas?
Es claro que hoy vuestra iglesia estaría humillada y mutilada si la
Santa Sede no hubiese decidido daros una prueba de su clemencia
más bien que una prueba de su poder. No volváis a caer. Pues podéis
estar seguros de que si delinquís de nuevo no será tan fácil obtener
perdón. Seguid mi consejo en este asunto, pues sabéis que no os voy
a guiar mal. Practicad la humildad y la mansedumbre, porque ‘Dios
da gracia al humilde’ (1 Pet,5, 5) y ‘los mansos poseerán la tierra’
(Mt 5, 4); y no hagáis nada que pueda privaros de nuevo del favor
del Papa, sino más bien haced todo lo que podáis para agradarle, de
forma que él no sólo os permita retener lo que ya os ha devuelto,
sino que incluso os conceda más beneficios.”
A pesar de que esta argumentación era muy poderosa, no produjo

305
S. BERNARDO.—20
AILBE J. LUDDY

el efecto deseado. Sólo la mágica influencia de la voz del abad en


persona podía calmar la tormenta. En consecuencia, decidió hacer una
segunda visita a Milán, puesto que estaba todavía en las inmediaciones
de esta ciudad, probablemente en Cremona. Parece que los instiga­
dores de la revuelta pertenecían al partido de Anselmo, el arzobispo
destituido, que entonces ocupaba una celda de la prisión. Bernardo lo
redujo rápidamente al silencio y a la sumisión, de forma que Robaldo
quedó en libertad para cumplir las instrucciones de la Santa Sede. El
abad Emaldo nos asegura que esta segunda visita a la capital de Lom-
bardía fue acompañada de tantos milagros como la primera; pero
añade que el mayor milagro de .todos fue la infantil humildad del hom­
bre a quien todo el mundo veneraba. Las maravillas obradas por él
turbaron la mente del santo. “No puedo comprender por qué Dios ha
de obrar milagros por medio de un hombre como yo—dijo una vez—.
Por regla general, los verdaderos milagros son obrados por santos, los
milagros simulados los hacen los impostores. Pero yo estoy muy lejos
de ser un santo y—hasta donde puedo juzgar—no soy tampoco un
impostor.” Cualquiera de sus oyentes pudo haberle dado la solución
que su humildad no le permitía ver, pero ninguno habló por temor a
ofender su modestia. Después de algunos momentos de reflexión se
iluminó su rostro. “Sí—exclamó—, ahora lo veo. Los milagros no
tienen nada que ver con la santidad, no son más que medios de ganar
almas para Dios. Él me emplea simplemente como su instrumento, no
para glorificarme, sino para edificación de mi prójimo.” Esto le satis­
fizo: podía reclamar tan poco mérito por las maravillas obradas a
través de él como la vara de Moisés (Ex, 7) o la sombra de San Pedro
(Act 5, 15). Ya había llegado noviembre y el santo abad tuvo
libertad de seguir los impulsos de su corazón, que le encaminaron a
Clairvaux. Los trabajos de sus tres meses de apostolado en Lombardía
fueron coronados por magníficos resultados; sin embargo, él se sentía
defraudado. Pues de las tres ciudades que estaban en guerra con Milán,
sólo una, Piacenza, pudo ser convencida de que hiciera las paces.
Llevó consigo una gran multitud de novicios recogidos en los diversos
lugares por donde pasó. De éstos el más ilustre fue Pedro Bernardo,
canónigo de Pisa. Se le encomendó el cuidado de la estufa en la sala
común de Clairvaux. Lo volveremos a encontrar de nuevo bajo el
nombre de Eugenio III.

306
CAPITULO XXII

SERMONES SOBRE EL CANTAR


DE LOS CANTARES

Erección del nuevo monasterio


en el Valle de la Gloria

El regreso de Bernardo al hogar después de casi un año de ausen­


cia fue un motivo de gran alegría para su incondicional comunidad.
Era tan débil y delicado y se prodigaba tanto que los monjes no estu­
vieron tranquilos hasta que volvieron a ver su querido rostro. Una
comisión de monjes fue a su encuentro hasta el límite de la diócesis
de Langres y lo llevó en triunfo al monasterio. Sería difícil decidir
cuál experimentó mayor alegría al encontrarse, si los amados hijos
o el amado padre. “No hubo ni el menor ruido ni la menor conmo­
ción—dice Emald—, pero todos los rostros parecían más brillantes
—-porque todos los corazones estaban más alegres—y la alegría que
abundaba en el interior se reflejaba en todas las caras.”
Cuando hubo pasado la excitación de la bienvenida, el prior, Geo-
fredo de la Roche, y el procurador, su hermano Gerardo, con otros
dignatarios, fueron a hablar al abad de un asunto importante. A pesar
de las numerosas comunidades enviadas a otros lugares—dos cada año
por término medio—la comunidad había aumentado tanto que la
abadía era insuficiente para acomodarlos. Apenas había espacio sufi­
ciente en la iglesia para todos los religiosos profesos, de forma que
los novicios eran excluidos del coro a las horas del oficio canónico.

307
AILBE J. LUDDY

Por consiguiente, le propusieron la construcción de un monasterio más


amplio. Más abajo, en el valle, a una distancia conveniente del río
Aube, habían descubierto un emplazamiento muy apropiado con am­
plio espacio no sólo para todos los edificios necesarios, sino incluso
para jardines, granjas, arboledas y viñedos. Aunque no había bos­
ques que sirvieran de valla natural, como en el actual emplazamiento,
por lo menos había abundancia de piedras, con las que se podía
construir la cerca. El santo se opuso enérgicamente a este proyecto al
principio. “Vosotros sabéis—contestó—■, qué trabajo y dinero nos
costó construir este monasterio y los canales que llevan el agua desde
el río. Ahora, si abandonamos todo eso, los que viven en el mundo
se escandalizarán: dirán que somos ligeros de cascos e inconstantes,
o que tenemos tanta riqueza que no sabemos qué hacer con ella, y
no necesito decir cuán lejos de la verdad está esto. Y aquí encuentro
otra objeción. El Evangelio nos dice que el que desee construir una
torre debe calcular primero los gastos de la obra. Pues si se ve obli­
gado a renunciar después de haber empezado, dirá la gente: ‘Este
necio empezó a construir y no pudo terminar’ (Le 14, 30).” “Lo que
decís sería razonable—replicaron los monjes—si Dios hubiese dejado
de inspirar vocaciones tan pronto como se llenó el monasterio. Pero
tal como están las cosas, tenemos que cerrar las puertas a los novicios
que acuden aquí diariamente, o de lo contrario facilitar más acomo­
dación. Seguramente el Señor desea que recibamos a los que Él nos
envía. ¿Y vamos a incurrir en su desagrado por una cobarde falta de
confianza?” El santo abad al oír esto quedó encantado de su fe y
caridad y gustosamente dio su consentimiento.
Tan pronto como se extendió la noticia de que los monjes de
Clairvaux iban a construir un nuevo monasterio, todos los obispos y
nobles vecinos rivalizaron en ayudarles en la tarea. El conde Teobaldo,
como se podía esperar, se distinguió de los demás por su principesca
generosidad. Gran parte del trabajo fue realizado por los mismos re­
ligiosos : derribaron árboles, labraron sillares, cavaron canales, cons­
truyeron cascadas, etc., etc., y todo artesano de la comunidad fue
empleado con arreglo a su oficio. Las manos voluntariosas hacen el
trabajo rápidamente y el nuevo monasterio se levantó sobre sus ci­
mientos con maravillosa rapidez. Los monjes demostraron su pre­
ocupación por tener un buen saneamiento construyendo un excelente
sistema de alcantarillado, que la proximidad del río les permitió hacer.
“Por medio de canales subterráneos—escribe el abad Ernald—se con­
dujo el agua desde el Aube a todos los edificios, siendo después vertida
en el río arrastrando toda la suciedad y todas las sustancias superfinas.”

308
SAN BERNARDO

El nuevo monasterio, si bien era mucho más extenso que el anterior


—podía acomodar a 700 monjes—no era en modo alguno más lujoso.
Había nueve altares en la segunda iglesia, pero estaba tan desnuda
de adornos como la primera.

Comienzo de los sermones sobre el


Cantar de los Cantares

Bernardo había regresado al hogar muy feliz, en verdad, pero muy


débil y agotado y con grandes deseos de silencio y soledad. Sentía la
necesidad de un retiro espiritual después de las preocupaciones, tra­
bajos y perturbaciones de los diez meses últimos. En el jardín del
monasterio había un arbolito (casula) formado por una maraña de
plantas de guisantes sostenidas por una especie de enrejado. Allí le
gustaba retirarse para sus meditaciones. Podemos suponer que fue allí
donde discutió la cuestión del nuevo monasterio con sus dignatarios,
pues Ernald nos dice que ellos le tuvieron que bajar del cielo para
que escuchara su proposición. El tema de sus reflexiones piadosas era
el canto favorito del rey Salomón, el Cantar de los Cantares. Mientras,
meditaba sobre las inspiradas palabras del amoroso rey-poeta, se le
ocurrió que un curso de conferencias sobre este epitalamio místico
ayudaría a sus religiosos a progresar en el conocimiento y en el amor
de Dios. Ya había compuesto un corto comentario sobre el Cantar
de los Cantares a petición de su amigo Guillermo de San Thierry; y
otro amigo no menos querido de su corazón, Bernardo, subprior de la
comunidad Cartuja de Portae, en la diócesis de Lyon, y que se supone
que anteriormente había sido obispo de Bellay, le instó repetidamente
a escribir una detallada exposición de ese libro sublime. Los sermones
empezaron en Adviento de 1135. Se puede deducir la riqueza que
encontró en esta obra del hecho de que tos primeros nueve discursos
no le llevaron más allá del primer verso. En los mismos sermones en­
contramos pruebas de que a veces eran escritos solamente después de
haber sido pronunciados a los hermanos en el auditorio monástico o
en la sala del capítulo. Desde que Mabillon publicó su famosa edición
de las obras de San Bernardo (1667) los eruditos se han mostrado uná­
nimes en sostener que estos escritos, como todos los demás escritos
que tenemos del santo, fueron compuestos originalmente en latín.
El lector de estos sermones quedará seguramente defraudado si es­
pera encontrar en ellos una exposición científica de la Canción de
Salomón.

309
AILBE J. LUDDY

El objeto de Bernardo no es la ciencia, sino la edificación y devo­


ción. No se preocupa del sentido literal del texto: si el monarca hebreo
tuvo la intención de dar a sus palabras el significado espiritual que
tiene o si compuso esta canción para celebrar sus bodas con la hija
del rey Faraón. Simplemente vio en el libro un canto inspirado, dis­
puesto en la forma de un drama griego y representando la unión mís­
tica de Dios con el alma. Los interlocutores del diálogo son el Verbo,
como Esposo celestial, y la Iglesia, o la sagrada alma individual, como
Esposa. Un coro está formado por los “amigos del Esposo”, es decir,
por los ángeles, y el otro por los “compañeros de la Esposa”, es decir,
por las almas que todavía no están muy avanzadas en virtud. Es im­
portante tener en cuenta que el santo no se dedica tanto a comentar
el texto como a predicarlo y que, en consecuencia, puede reclamar
las libertades de un predicador. En realidad el texto sólo le sirve como
una armazón sobre la que teje el lienzo maravillosamente bello de una
fantasía extraordinariamente fértil, como punto de partida para reco­
rrer su luminoso camino alrededor del extenso reino del pensamiento,
o como una torre vigía desde la cual contempla todas las cosas que
están en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra. Así, estos sermones
en vez de ser tan áridos como las homilías, están llenos de fuerza y
frescura y son tan variados y de tantos colores como la vida espiritual,
cuyos diversos aspectos estudia el santo predicador con la misma so­
lidez y elegancia. Los sermones muestran la misma independencia de
pensamiento que caracteriza todas las demás obras de su autor. San
Agustín, San Ambrosio y San Gregorio el Magno son casi las únicas
autoridades humanas de que se vale Bernardo, pero su dependencia
respecto de ellas es ligera. Por otra parte sería difícil nombrar otro
autor tan empapado de Sagrada Escritura, de la cual toma prestada
alguna cosa en casi todas las frases. Aun cuando no esté realmente
citando ningún pasaje de la misma, su discurso se acompasa incons­
cientemente a la música de sus cadencias.
Los sermones sobre el Cantar de los Cantares estaban excluidos,
al parecer, de las fiestas, pues en tales días el santo prefería hablar
del tema que correspondía a la solemnidad. Sabemos esto por sus
propias palabras. El tercer sermón para la fiesta de la Epifam'a em­
pieza como sigue: “Creo necesario, hermanos míos, de acuerdo con
mi costumbre en otras fiestas, explicaros también el significado de la
presente solemnidad. A veces os predico discursos para apartaros
del vicio y los sermones de esta clase son indudablemente muy útiles.
Sin embargo, me parece que son más apropiados para los días ordi­
narios. Pero en las fiestas, particularmente en las fiestas principales,

310
SAN BERNARDO

creo que deberíamos mejor ocupamos de lo que pertenece al misterio


conmemorado, a fin de que nuestras mentes se instruyan plenamente
y se estimulen nuestros afectos. Pues, ¿cómo podéis celebrar un acom-
tecimiento que no conocéis?”.
Como no hay ni que pensar en hacer un análisis detallado de estos
86 sermones, tendremos que contentarnos con citar aquí algunas opi­
niones de los autores más representativos:
Mabillon: “Contienen todo lo que el santo doctor ha dicho en
sus otras obras referente a la moral y a la piedad; contienen en reali­
dad todo lo que él escribió sobre las virtudes y los vicios y sobre la
vida espiritual. Repite todo ello en estos discursos, pero con mayor
solidez y elevación de estilo, mientras que hace desaparecer los velos
y oscuridades de las palabras de sentido místico y alegórico del texto
sagrado y saca a la luz todos los secretos de la perfección de una
manera tan deliciosa como sublime.”
Montalembert: “En este código inmortal del amor divino, San
Bernardo celebra los esponsales del alma con Dios y pinta con trazos
luminosos a esa Esposa que ama solamente por amar y por ser
amada... La ternura humana, por elocuente que haya sido, no ha ins­
pirado nunca acentos más apasionados ni más profundos.”
El cardenal Gasparri: “Entre los muchos escritos preciosos de
San Bernardo, hay que conceder indudablemente el primer lugar a
su sublime y mística exposición del Cantar de los Cantares en la que,
con un estilo de extraordinaria dulzura, explica el sentido oculto de
la Sagrada Escritura, intercalando instrucciones prácticas sobre la
piedad.”
El doctor Bales: “Estos sermones tienen el temblor del incesante
resplandor de las alegorías..., son tan ricos en atractivo espiritual que
caen sobre la mente como rayos que vienen directamente del cielo y
que pertenecen a esa ‘luz que no estuvo nunca sobre el mar o sobre
la playa’.”
Después de haber empezado esta formidable tarea, Bernardo es­
cribió a su homónimo: “Cuanto más insistente os habéis mostrado en
pedir, más decidido me he mostrado en rehusar, no por desconsidera­
ción a vos, sino por compasión a mí mismo. ¡Cómo desearía tener el
poder de producir algo digno de vos, digno de vuestro genio! ¿Que
os haga una exposición del Cantar de los Cantares? Sí, y con ella os
doy la luz de mis ojos y mi propia alma, si fuera posible, queridísimo
amigo, a quien abrazo en el Corazón de Cristo con todo el afecto
espiritual. Pero ¿dónde voy a encontrar el talento necesario para esta
obra y dónde tiempo suficiente? Pues puedo ver que no os contentaréis

311.
AILBE J. LUDDY

con algo trivial y vulgar, que es lo que yo podría intentar con alguna
esperanza. Vuestra misma insistencia me lo asegura. Y mi desgana
ha sido proporcionada a vuestra ansiedad. ¿Preguntáis por qué? Os
lo diré: por temor a que unas esperanzas tan grandes sean tristemente
defraudadas por el nacimiento de nada mejor que el ‘ridículo ratón’1.
¿Quién se preocuparía de dar algo de lo que más tarde tendría que
avergonzarse por ser inútil para el receptor? Vos que tenéis tanto
tiempo libre sólo pensáis en recoger por todas partes leña para esa
caridad que os inflama a fin de que podáis inflamaros más. Esto es
muy digno de elogio, siempre que busquéis donde haya esperanza de
alcanzar. Pero erráis si creéis que vais a encontrar en mí lo que
buscáis. Más bien soy yo quien debe dirigirse a vos. Sé que ‘es una
cosa más bienaventurada dar que recibir’ (Act 22, 39), pero sola­
mente cuando lo que se da honra al donante y procura una ventaja
al donatario. Si os ofrezco lo que tengo, me temo que os avergonzaréis
de haberlo deseado y os entristeceréis por haberlo pedido. Sin em­
bargo, sucumbo a vuestra importunidad; haré lo que pedís, aun
cuando me exponga por ello al ridículo. He predicado ya varios ser­
mones sobre el Cantar de Salomón, los cuales, una vez transcritos,
os los enviaré. Me esforzaré por trabajar en la obra de acuerdo con
el tiempo libre que el Señor me permita, a condición—fijaos bien—
de que vos con vuestras oraciones logréis que Él me otorgue toda la
ayuda que necesito.”
Con los sermones prometidos le envió otra carta en la que le pide
que le excuse por no haber visitado Portae según le había prometido.
‘‘No puedo disimular por más tiempo la tristeza de mi alma, queridí­
simo Bernardo, ni ocultaros el dolor que siento en el corazón. Tenien­
do en cuenta mi promesa, había decidido visitaros a vos ‘a quien ama
mi alma’ (Cant 1, 6) a fin de coger fuerza para mi viaje, descansar de
mis trabajos y conseguir un remedio para mis males espirituales. Pero,
¡ay!, en castigo de mis pecados se ha alejado de mí la posibilidad,
mas no el deseo, de cumplir mi" compromiso. El obstáculo no es ni
la indiferencia ni la pereza, sino la causa de Dios que no puede ser
descuidada. Os envío aquí los sermones que me habéis pedido. Tan
pronto como los hayáis leído, escribidme diciéndome si debo conti­
nuar o abandonar la tarea.” La decisión del buen cartujo de que la
obra debería ser continuada le ha convertido en un bienhechor de la
humanidad.

“Parturiunt montes: nascetur ridiculus mus”, Horacio, De Arte Poética.

312
SAN BERNARDO

Carta al emperador

En la primavera de 1136 llegaron noticias inquietantes de Italia.


El rey Roger había estado enfermo últimamente y durante su forzada
inactividad había perdido casi todos los frutos de sus victorias. Pero
ahora estaba de nuevo en el campo al frente de un formidable ejército
al que los aliados italianos de Inocencio no podían hacer frente. En
poco tiempo había recuperado todo lo que había perdido y estaba
haciendo nuevas conquistas. Su ejército amenazaba ahora a Nápoles.
¡Oh Lotario y sus duros teutones! Pero el emperador no parecía
tener mucha prisa en cumplir la promesa dada en Bamberg. Inocencio
envió al cardenal Gerard y al conde Roberto de Capua para que se
diera prisa. Probablemente pidió también a Bernardo que usara su
influencia con Lotario a este fin. En todo caso, el santo abad dirigió
al emperador una carta exhortándole a tomar las armas contra el
opresor de la Iglesia: “A Lotario, por la gracia de Dios emperador de
los romanos, Bernardo, llamado abad de Clairvaux. Bienaventurado
sea Dios, quien para su alabanza y honor os ha elegido ‘y ha colocado
una tabla de salvación para nosotros’ (Le 1, 69) en vuestra persona
para mantener la gloria de su imperio y defender su Iglesia en un
mal día. Vos le debéis que el brillo de vuestra corona sea cada día
más resplandeciente, que avancéis cada día en magnificencia y esplen­
dor a los ojos del cielo y de la tierra. Por su gracia y poder pudisteis
realizar prósperamente un trabajoso y peligroso viaje, emprendido en
defensa de la Iglesia y de la paz del reino. Pues vos alcanzasteis en
Roma el pináculo de la dignidad imperial y ello fue tanto más glo­
rioso cuanto que vuestro poder no era grande, lo que hizo que brillara
con peculiar esplendor la grandeza de vuestro valor y confianza. Pero
si el pequeño ejército que entonces mandabais hizo temblar de terror
al enemigo, cuál no será su pánico cuando el emperador marche contra
él al frente de una fuerza poderosa y animada además por la justicia
de su causa y estimulada por una doble obligación. No me corres­
ponde incitar a los soldados al combate, pero—lo digo con plena
confianza—es deber del campeón de la Iglesia defenderla de los ata­
ques de los feroces cismáticos; es deber del César mantener los inte­
reses de su corona contra el usurpador siciliano. Pues así como es cierto
que el hijo de un judío ha usurpado la silla de Pedro para deshonra
de Cristo, no es menos cierto que cualquiera que se haga a sí mismo
rey en Sicilia ‘habla contra el César’ (loh 19, 12). Así tiene ahora el
César el deber de ‘dar al César lo que es del César y a Dios lo que

313
AILBE J. LUDDY

es de Dios’ (Mt 22, 21).” El emperador escuchó este llamamiento lleno


de tacto y empezó inmediatamente a prepararse para emprender una
expedición contra Roger. A principios de otoño del mismo año 1136
entró en Lombardía con un ejército selecto y de potencia adecuada.
Antes de Navidad había ganado muchas victorias importantes y
arrancado varias ciudades del poder del usurpador.

Muerte de Guido

En este año falleció Guido, hermano mayor de Bernardo 2. Este


no tuvo ni siquiera el consuelo de recibir su último aliento, pues Guido
murió muy lejos de la casa donde profesó y del hogar amado por su
corazón. Nos dicen que esto no fue más que el cumplimiento de una
profecía y el castigo de una falta. “En cierta ocasión—así escribe el
autor del Exordium (1. II, c. X)—el siervo de Dios se enteró de que
uno de sus hijos espirituales, un religioso bueno y santo, a quien había
enviado por asuntos de negocio a Normandía, había caído enfermo
en el camino y estaba a punto de morirse. Bernardo decidió enviar a
algunos hermanos para que lo trajeran a casa, a fin de que tuviera
el consuelo de morir en su monasterio nativo. Pero uno de sus her­
manos carnales, llamado Guido, se opuso a este proyecto—era enton­
ces procurador auxiliar en Clairvaux—y supongo que deseaba aho­
rrarse los gastos del viaje. Como se mostrase algo terco en su oposi­
ción, el bienaventurado Bernardo le dijo por fin: ‘Parece que te pre­
ocupan más tus bestias de carga y tu dinero que tus hermanos reli­
giosos. Permíteme que te diga entonces que, como no tienes el menor
deseo de que nuestros hermanos duerman todos con nosotros aquí en
Clairvaux, tú morirás' y serás enterrado en el exilio’.” Y así resultó.
Guido, que regresaba de la diócesis de Bourges, donde había estado
trabajando en una nueva fundación, se puso tan mal en el camino que
tuvo que detenerse en el monasterio de Pontigny, donde murió y fue
enterrado. Se dice que Bernardo sabía por medio de la revelación que
se acercaba el fin de su hermano y pidió a la comunidad de Clairvaux
que se uniese en oración para que tuviera una muerte feliz. Pero cuan­
do estaban recitando las oraciones de los moribundos, Bernardo les
detuvo con las palabras: “Hermanos, pedid a Guido que interceda por
nosotros; ahora está en el lugar donde puede hacerlo eficazmente.”
Manríquez declara que este santo monje se apareció en la gloria a varias

2 Esta es la opinión de Manríquez, Jobin y otros; pero Vacandard opina


que Guido sobrevivió hasta 1141 ó 1142.

314
SAN BERNARDO

personas después de su muerte, lo cual ocurrió la noche anterior a la


solemnidad de Todos los Santos.

Otra llamada a Italia

En el mes de febrero del año siguiente Bernardo recibió Ja orden


de visitar al Papa, en Pisa. Le era duro abandonar a sus hijos, así
como su soledad y su pequeña celda, poco después de su regreso, pero
Cristo había hablado a través de su Vicario y él obedecía sin vacilar.
En esta ocasión llevó consigo a su hermano Gerardo. Inocencio tenía
en verdad necesidad apremiante de su influencia y consejo. No se
trataba ahora de ningún nuevo peligro que amenazara por parte de
Roger de Sicilia. Había dejado de ser una amenaza después de los te­
rribles golpes que había recibido su poder el otoño anterior, y el em­
perador, deseoso de continuar sus victorias, había iniciado ya la cam­
paña de primavera. Pero el Pontífice sabía que una paz permanente
no se podía ganar por la fuerza de las armas. Los cismáticos podían
ser aterrorizados y obligados a mostrar una sumisión exterior, pero
mientras sus corazones no fuesen tocados permanecería el cisma. Pero
¿quién estaba mejor calificado para tocar y conquistar corazones que
el melifluo abad de Clairvaux? Inocencio tenía todavía otra razón
para llamarle a Pisa. Las relaciones entre él y el emperador nunca
habían sido cordiales; había continuamente el peligro de una ruptura
abierta que habría sido desastrosa para la Iglesia. Desde que las tro­
pas alemanas habían entrado en Italia, la situación en este aspecto se
había vuelto más delicada y difícil. La captura de Viterbo por el
duque Enrique de Baviera, yerno de Lotario, produjo una grave crisis.
El tributo de 3.000 talentos arrancado a los habitantes fue reclamado
por el Papa basándose en que la ciudad pertenecía a los estados pa­
pales. Pero el duque se negó a reconocer su pretensión y se adueñó
del dinero.
El Pontífice creyó conveniente mantenerse en continuo contacto con
los príncipes alemanes, y así después de la sumisión de Viterbo tras­
ladó la corte a esta ciudad, en la que el duque victorioso tenía su
cuartel general. Aquí Gerardo cayó enfermo hacia el mes de marzo
o abril. Se puso tan grave que durante algún tiempo pareció que la
muerte era inminente. Bernardo estaba agobiado de pena. Sólo unos
meses antes Guido había muerto fuera del monasterio. ¿Iba a ser
también esta la suerte de Gerardo? ¡Oh, cómo podría enfrentarse
con su comunidad, que amaba tan tiernamente a Gerardo, si se veía

315
AILBE J. LUDDY

obligado a volver sin él! Abrumado por la pena se atrevió a regatear


con Dios. Un año más tarde lo describió todo a sus monjes en la sala
capitular de Clairvaux el día del funeral de Gerardo. “Me acuerdo, oh
Señor, de mi convenio—exclamó—y de tu condescendencia, ‘para que
Tú puedas ser justificado por tus palabras y puedas vencer cuando
seas juzgado’ (Ps 1, 6). El año pasado cuando estábamos en Viterbo,
defendiendo a la Iglesia, Gerardo cayó enfermo. Su enfermedad se
hizo cada vez más grave, hasta que pareció que la muerte estaba en el
umbral de la puerta. No podía en modo alguno hacerme a la idea de
dejar en un país extranjero a mi compañero de viaje, y qué compañero.
Tampoco me contentaba nada que no fuese devolverlo sin novedad a
la comunidad que lo había confiado a mi custodia. Pues sabía lo
mucho que todo el mundo le amaba, porque él, en verdad, era extra­
ordinariamente digno de ser amado. Así que me entregué a la oración
con lágrimas y suspiros. Y te dije: ‘Espera, oh Señor, espera hasta
que hayamos vuelto a casa. Cuando haya sido devuelto a sus herma­
nos, llévatelo si te place, no me quejaré’. Tú accediste a mi petición.
Gerardo se repuso. Realizamos la tarea que Tú nos diste y regresamos
‘con alegría llevando las espigas’ de paz (Ps 125, 6). Luego yo olvidé
nuestro pacto, pero Tú no lo olvidaste. Estoy avergonzado de estos
sollozos que delatan mi infidelidad. ¿Qué más necesito decir? Tú has
reclamado que te devuelva lo que Tú me prestaste. Tú no has hecho
más que tomar lo que te pertenece.”

En Montecasino

No tenemos un relato detallado de los servicios que Bernardo pres­


tó a Inocencio y a la Iglesia durante esta tercera misión en Italia,
pero los pocos datos que quedan son suficientes para mostrar lo bien
aconsejado que estuvo el Pontífice al mandar en busca de Bernardo.
Fue principalmente debido a su intercesión el que la ciudad de Lucca
escapase a la destrucción total cuando, después de una valerosa resis­
tencia, cayó en manos de los alemanes. En otra ocasión en que el
Papa y el emperador habían llegado a un punto muerto en su discu­
sión, fue Bernardo (así se figuran los autores) quien encontró una
solución. El caso era éste. La provincia de Apulia, conquistada al rey
Roger, era reclamada por Inocencio por pertenecer a los estados
papales y por Lotario por ser parte de su imperio. A modo de com­
promiso, ambas partes acordaron anexionar el territorio disputado al
principado del bravo y fiel duque Rainulph, yerno del monarca sici­

316
SAN BERNARDO

liano, que debería prestar homenaje y jurar asistencia primero al Papa


y luego al emperador. El santo abad tuvo también mucho que hacer
con el restablecimiento del orden en Montecasino, la abadía de San
Benito, por cuyo motivo era muy querida al corazón de nuestro santo.
La comunidad de Montecasino estaba entonces gobernada por el abad
Raynald, el cual, como muchos de sus monjes, era un celoso defensor
de Anacleto y de Roger. Se negó a reconocer a Inocencio en absoluto,
pero atemorizado por la proximidad de las tropas alemanas consintió
en transferir su sumisión política del rey Roger a Lotario. Desde luego
esto no podía satisfacer al Pontífice, por cuyo motivo, después de
larga y porfiada lucha, la comunidad fue obligada a renunciar a Ana­
cleto y todos los miembros prestaron juramento de obediencia al papa
Inocencio. Entonces el Papa nombró una comisión compuesta por dos
cardenales (Haimeric y Gerard, con el abad de Clairvaux) para exa­
minar la canonicidad de la elección de Raynald. La comisión empezó
su trabajo con un discurso a la comunidad pronunciado por Bernardo
en la sala capitular. Desgraciadamente no se ha conservado nada de
este discurso. La investigación resultó desfavorable para el abad Ray­
nald, que fue destituido y al que se le ordenó que entregara las insig­
nias del cargo abacial, lo cual hizo él colocando la cruz y el anillo
sobre la tumba de San Benito en presencia de la corte del emperador.
Cuando llegó el momento de elegir al nuevo abad, Jas relaciones entre
Inocencio y Lotario estaban de nuevo tirantes a más no poder. El
emperador estaba decidido, a despecho de los cánones que permitían
a los monjes plena libertad de elección, a nombrar un favorito suyo,
un tal Vibaldo, e Inocencio, viendo que sus protestas eran inútiles,
aprobó el nombramiento. Roger, completamente derrotado, se acercó
con proposiciones de paz, las cuales, haciéndole justicia, eran muy
razonables: renunciaría a toda reclamación de territorios fuera de Si­
cilia, pagaría al emperador una indemnización de guerra y le entregaría
uno de sus hijos como rehén, con tal de que a su otro hijo se le
permitiera tener en feudo la provincia de Apulia. Tuvo que haberle
costado mucho al orgulloso siciliano ofrecer estas condiciones. Pero
Lotario se negó a tratar con él, lo cual no fue en modo alguno uno de
sus actos más prudentes. El rey Roger se vio obligado muy pronto a
retirarse a Sicilia, habiendo perdido todas sus posesiones en la penín­
sula. Pero Anacleto poseía todavía Roma, que estaba tan fuertemente
defendida que los alemanes no se atrevieron a atacarle. Esta era la
situación a primeros de octubre de 1137 en que el emperador pensó
que había llegado el momento de regresar a casa con su ejército. Antes
de abandonar Italia, tanto él como Inocencio encargaron al santo

317
AILBE J. LUDDY

que fuese a Apulia con la misión, probablemente, de conquistar al


pueblo y separarle de su adhesión a Roger y al antipapa. A Bernardo
no le agradaba la tarea. Se sentía enfermo, cansado y con deseos de
volver al hogar. Pero la obediencia era su virtud principal, así que
se inclinó ante la voluntad de Dios.

Cartas al Capítulo general y a la


COMUNIDAD DE CLAIRVAUX

A principios del mes de septiembre había enviado una corta carta


a sus hermanos abades que iban a reunirse para el Capítulo general en
Citeaux en la fiesta de la Santa Cruz. “Dios sabe—dice—con cuánta
debilidad en el cuerpo y ansiedad en el alma estoy dictando esta carta
para vosotros; soy un ‘hombre lleno de miseria’ y ‘nacido para tra­
bajar’ (lob 14, 1; 5, 7), sin embargo, soy vuestro hermano. ¡ Ojalá que
yo fuese digno de tener como intercesor mío con vuestra sencilla asam­
blea al mismo Espíritu Santo en quien os reunís, para que Él pudiera
imprimir en vuestros corazones alguna idea de la calamidad que sufro
y presentar ante vuestro afecto fraternal la imagen de mi espíritu triste
y suplicante en este momento! No le pido que provoque en vuestros
pechos nuevos sentimientos de compasión, pues bien sé hasta qué
punto es en todos vosotros innata esa virtud, pero le ruego que os
haga comprender íntimamente hasta qué extremo debéis sentir piedad
por mí. Pues estoy convencido de que si os dierais cuenta de esto
brotarían tales raudales de lágrimas de los manantiales de vuestra pie­
dad, resonarían tales sollozos y suspiros en los oídos del Señor, que
Él escucharía y tendría misericordia de su pobre siervo y me diría:
‘Vuelve ahora con tus hermanos, no morirás entre extraños, sino entre
los tuyos’. Es tal el trabajo que tengo que soportar y tal el sufri­
miento, que con frecuencia estoy cansado de la vida. Sin embargo,
no siendo más que un hombre con las debilidades humanas, no me
gustaría morir hasta que vuelva a vosotros, a fin de que pueda exhalar
mi último suspiro entre vosotros. Por lo demás, hermanos, ‘seguid
vuestro camino y realizar bien vuestros actos’ (1er 7, 3), manteniendo
y estableciendo lo que es justo, verdadero y saludable. Pero sobre todas
las cosas ‘tened cuidado de mantener la unidad del Espíritu en el
vínculo de la paz’ (Eph 4, 3) y ‘el Dios de la paz será con vosotros’
(Phil 4, 9)”. En la víspera de su salida para Apulia escribió a su co­
munidad de la manera siguiente: “Mi alma está llena de tristeza mien­
tras se retrasa mi regreso y se niega a ser consolada hasta_que yo esté
en casa entre vosotros. Pues, ¿cuál es mi consuelo en estos tiempos

318
SAN BERNARDO

malos y en esta tierra de mi exilio? ‘¿No estás tú en el Señor?’


(1 Thes 2, 19). El dulce recuerdo de vosotros no me abandona nunca,
vaya a donde vaya, y ese recuerdo de vosotros se hace tanto más
dulce cuanto que mi ausencia se vuelve más amarga. ‘¡Es una pena
que se prolongue mi destierro!’ (Ps 119, 5), y no solamente que se
prolongue, sino que se duplique, de forma que pueda decir con verdad
juntamente con el profeta: ‘ellos (los que me separan de vosotros cor­
poralmente) han aumentado el pesar de mis heridas’ (Ps 68, 27). Es
Bástante aflictivo ese destierro común por el cual ‘mientras estamos
en el cuerpo estamos ausentes del Señor’ (2 Cor 5, 6). Pero además de
este tengo que soportar otro más particular, lo cual a duras penas
puedo hacer con paciencia: pues estoy obligado a vivir sin vosotros.
¡ Oh, el dolor y la pesadumbre de tener que esperar tanto tiempo aquí
abajo, sujetos a la vanidad universal, rodeados de las horribles mu­
rallas de la prisión de la sangre que se corrompe, atados por los lazos
de la mortalidad y los grillos del pecado, desterrados del Señor! Pero
entre todos estos males tengo un consuelo, un consuelo que me es en­
viado desde el cielo en lugar de la visión de gloria que me es negada
todavía: ver ‘el sagrado templo de Dios que vosotros sois’ (1 Cor 3, 17).
Corto y fácil me pareció el camino desde este templo visible a ese
otro glorioso por el que suspiraba el Salmista al cantar: ‘Una cosa he
pedido al Señor, a esta cosa aspiraré: que pueda morar en la casa
del Señor todos los días de mi vida, que pueda ver la delicia del Señor
y visitar su templo sagrado’ (Ps 26, 4). ¿Qué diré, hermanos? ¡Oh,
cuán a menudo he sido privado de este consuelo! Mirad, esta es la
tercera vez, si no me equivoco, que me han arrancado el corazón. A
mis pequeños les han quitado el pecho antes de tiempo y no se me
permite criar a los hijos a quienes ‘he engendrado por medio del Evan­
gelio’ (1 Cor 4, 15). Estoy obligado a abandonar mis asuntos para
cuidar los asuntos de los demás. Y en verdad no sé qué prueba es
peor: si el ser alejado de los primeros, o el tener que ver con los
últimos. Dulce Jesús, ¿tendrá que ser ‘toda mi vida echada a perder
de esta manera con tristeza y mis años con suspiros’? (Ps 30, 2). Señor,
es mejor que muera que no que viva más tiempo con tal angustia; pero
déjame morir entre mis hermanos, mis amigos, mis queridísimos hijos.
Eso sería seguramente más dulce y más feliz y además más misericor­
dioso. Y sería conforme a tu bondad ‘consentirme que pueda descan­
sar antes de marcharme de aquí y no existir más’ (Ps 38, 14). Pluguiera
a mi Señor que las manos de mis hijos cerraran los ojos de su padre
(aunque no merezco ser llamado padre suyo), que ellos presenciaran

319
AILBE J, LUDDY

su última agonía, que le consolaran al morir y—si Tú lo ordenases


así—que elevaran ellos el espíritu de su padre con sus oraciones hasta
unirse a los bienaventurados y finalmente que enterrasen el cuerpo de
su pobre abad entre Jos de sus pobres hijos. Si yo he merecido favor
a tus ojos, esto es lo que más encarecidamente te pido y espero obtener
por las oraciones y méritos de mis hermanos: ‘Sin embargo, no como
yo quiero, sino como Tú quieres’ (Mt 26, 39). En cuanto a mí, no
deseo ni vivir ni morir.
"Ahora que habéis oído mi relato angustioso, tenéis que oír tam­
bién hablar de mi consuelo. En primer lugar, creo que es por Él solo
por quien viven todas las cosas (Le 20, 38), por quien estoy soportando
todos estos trabajos y pesares. Lo quiera o no lo quiera, tengo que
vivir por el que compró mi vida a costa de la suya y el que es capaz
de recompensarnos por Jo que sufrimos por Él cuando aparezca en
el último tribunal como Juez justo, pero misericordioso. Si le sirvo
contra mi voluntad, ‘una misión tan sólo me ha sido confiada’ y seré
considerado como un siervo malvado, pero ‘si le sirvo voluntariamen­
te, tendré una recompensa’ (1 Cor 9, 17). Este pensamiento me da
valor. Puesto que sé por repetida experiencia, y vosotros mismos lo
sabéis en parte, que Él ‘me ha honrado en mis trabajos’ (Sap 10, 10)
más allá de mis méritos por su gracia celestial y que ‘su gracia para
mí no ha sido inútil’ (1 Cor 15, 10). Quisiera deciros, para consolaros,
aunque parezca que me envanezco, cuán necesaria para la Iglesia de
Dios ha sido y es todavía mi presencia aquí. Es mejor que oigáis
hablar de esto a los demás.
"Accediendo a la apremiante petición del emperador y a las ór­
denes del Papa, aunque con pesar y desgana, pues no he tenido nunca
fuerza ni salud y como puedo afirmar con verdad llevo conmigo la
pálida imagen de la terrible muerte, parto hacia Apulia. Rogad por
la paz de la Iglesia, rogad también por mí para que pueda veros de
nuevo y pueda vivir o morir entre vosotros. Y procurad que vuestra
conducta sea tan buena que merezcáis alabanzas por ella. Estoy tan
enfermo en este momento que dicto esta carta con lágrimas y suspi­
ros, como puede testimoniarlo nuestro amadísimo hermano Balduino.
Ahora está actuando de secretario mío, aunque la Iglesia le ha nom­
brado para otro puesto y para una dignidad mayor. Rogad por él,
pues es mi único consuelo, el único en quien mi fatigado espíritu en­
cuentra el más dulce reposo. Rogad también por nuestro _señor el Papa
que nos ama con afecto paternal. Y rogad por el cardenal canciller,

320
SAN BERNARDO

que es como una madre para mí. Los hermanos Bruno y Gerardo os
saludan a todos y piden vuestras oraciones.”
El hermano Balduino mencionado en esta carta era un monje de
Clairvaux y el mismo que con Martín había sido creado cardenal
por Inocencio en 1130 en el Concilio de Clermont. Más tarde llegó a
ser arzobispo de Pisa.

321
S. BERNARDO.---- 21
CAPITULO XXIII

LA ELECCION DE LANGRES

Derrota del rey Roger

Apenas se habían retirado de Italia las tropas alemanas cuando


Roger reapareció al frente de un poderoso ejército. Si antes había sido
feroz, ahora era malvado. Sus soldados perpetraron las atrocidades
más increíbles en los diferentes lugares que cayeron en sus manos. El
duque Rainulph, fiel a su juramento, avanzó para enfrentarse a él
con los hombres que pudo reunir. Los dos ejércitos se hallaban frente
a frente en la llanura de Ragnano el 30 de octubre de 1137 esperando
la voz de mando. Repentinamente apareció una figura vestida de blan­
co, como un ángel de paz, que se movía a lo largo de la línea de
batalla siciliana. Era Bernardo; buscaba al cruel tirano cuyo nombre
inspiraba terror donde era conocido. Sin temor, se enfrentó con el
veterano guerrero, y como ministro de Dios le ordenó valerosamente
que envainara su criminal espada. Roger le oyó con desusado respeto,
pero se negó a retirarse del campo de batalla. Embriagado con sus
éxitos recientes, estaba seguro de la victoria y ardía en deseos de
vengarse de su traidor yerno. “Sigue adelante, entonces—dijo el siervo
de Dios—, puesto que ésta es tu decisión, sigue adelante, pero no
hacia el triunfo que tan confiadamente esperas, sino hacia la derrota,
la huida y la más completa confusión.” El propósito de Bernardo era
evitar un inútil derramamiento de sangre. Puesto que el rey Roger

322
SAN BFRNARD0

no quiso escuchar su consejo, no quedaba otra solución que aban­


donarle a su suerte. Antes de que comenzase la batalla el santo abad
se dirigió a las tropas de Rainulph, prometiéndoles una gloriosa vic­
toria con la misma confianza con que había predicado la derrota al
otro bando.
El resultado fue el que Bernardo había profetizado. El ejército
de Roger fue completamente derrotado y huyó en confusión del campo
de batalla. El santo se había retirado a una pequeña ciudad de las
inmediaciones, y entrando en la iglesia con algunos compañeros, entre
los que se encontraba sin duda su hermano Gerardo, se entregó a la
oración mientras se libraba la batalla. Fue arrancado de sus devocio­
nes por un estrépito ensordecedor y por un gran clamor que venía
de la calle. Dirigiéndose a la entrada vio a los sobrevivientes del des­
trozado ejército de Roger que huían en espantoso desorden persegui­
dos de cerca por el ejército victorioso de Rainulph. El duque, al verle,
saltó de su caballo y arrojándose a sus pies, exclamó: “Es a Dios y a
vos, su fiel siervo, a quienes debemos la victoria, no a nuestra fuerza
y valor”. Luego, volviendo a montar en su caballo, se alejó con la
velocidad del viento.

Conferencia en Salerno

Aunque, como más de una vez dice Bernardo, un hombre puede


ser humillado sin volverse humilde y aunque las humillaciones no reci­
bidas con humildad tienden más bien a endurecerle que a ablandarle
el corazón, es verdad, como el mismo santo doctor enseña, que sólo a
través de las humillaciones podemos esperar alcanzar la humildad. En
la hora de la prosperidad Roger fue sordo a la palabra de Dios.
¿Acaso la desgracia no solamente le había humillado sino hecho hu­
milde? En este caso su derrota habría sido para él una bendición dis­
frazada, pues Dios, que “resiste a los orgullosos, da Su gracia a los
humildes” (lac 4, 6). Con esta esperanza Bernardo siguió al rey fugi­
tivo a Salerno y le imploró que entonces por lo menos abandonara el
cisma e hiciera la paz con la Iglesia de Dios. Roger contestó que su
conciencia no le permitiría reconocer a Inocencio hasta que se hubiese
convencido de la justicia de sus pretensiones. Pero hizo la siguiente
proposición: que tanto Inocencio como Anacleto le enviaran tres
delegados que hubieran presenciado lo que ocurrió en las dos eleccio­
nes del 14 de febrero de 1130. El los examinaría separadamente y luego
se decidiría. Era una pequeña concesión, o más bien, como Bernardo

323
AILBE J. LUDDY

sabía perfectamente, no era ninguna concesión, sino simplemente un


recurso para ganar tiempo. Roger esperaba también tener la satisfac­
ción de ver a los amigos de Inocencio derrotados en un debate pú­
blico, pues el antipapa tenía a su favor un polemista de gran renombre,
el cual, así lo creía él, sería capaz de vencer a cualquier adversario.
Este era el cardenal Pedro de Pisa, comúnmente llamado Petrus Pisa-
nus, un canonista, filósofo y orador muy distinguido. Sin embargo,
el santo abad aceptó la proposición, pues era lo mejor que pudo obte­
ner. Por consiguiente, los tres cardenales, Haymeric, Guido y Gerardo
fueron a Salerno como testigos del papa Inocencio. Anacleto estuvo
representado por los cardenales Pedro, Mateo y Gregorio. La confe­
rencia tuvo lugar en Adviento de 1137. Se oyó primero a los testigos
de Inocencio; durante cuatro días estuvieron encerrados con el rey.
Luego éste escuchó lo que tenía que decir la otra parte. Como se
podía esperar, las declaraciones contradictorias, lejos de disipar sus
dudas, confundieron su mente más que nunca. Sin embargo, manifestó
una profunda parcialidad por los representantes del antipapa. Fue su
deseo que la conferencia terminase con un debate público entre Ber­
nardo y el cardenal Pedro. El santo, siempre desconfiado de sí mismo
y odiando la publicidad, consintió solamente cuando vio que su nega­
tiva perjudicaría la causa de Dios.
Una inmensa muchedumbre se reunió para presenciar el duelo. El
propio Roger presidió, adornado de todas las insignias de la realeza y
rodeado de su corte. El cardenal habló primero. Se dice que su dis­
curso fue una obra maestra, que no dejó la menor duda en las mentes
de la mayoría del auditorio que sería el vencedor del debate. Ber­
nardo vio en su adversario algo más que un hombre de genio y elo­
cuencia; reconoció en él un hombre de noble carácter que, por estar
honradamente equivocado, podía ser ganado para la verdad. Por con­
siguiente, se dedicó no tanto a refutar como a convencer. De un modo
delicado y humilde, sin adoptar aires de orador, comenzó su réplica:
“Sé, cardenal Pedro, que sois un hombre sabio y docto. ¡Pero quisiera
Dios que vuestros talentos se emplearan en una causa más alta! ¡ Qui­
siera Dios que vuestras nobles dotes se ejercieran más noblemente!
¡Quisiera Dios que pudiera llamaros abogado de la justicia! Enton­
ces, en verdad, mientras defendierais el derecho, sería imposible resis­
tir vuestra elocuencia. En cuanto a mí, que soy solamente un pobre
rústico, más acostumbrado a la azada que al arte de la retórica, debería
ciertamente guardar silencio como lo manda mi regla si Jos intereses
de nuestra sagrada fe no me obligaran a hablar. Sí, la causa de la
fe y de la caridad suelta ahora mi lengua, pues veo a Pedro de Leone

324
SAN BERNARDO

desgarrando y destruyendo la túnica de Cristo que durante su pasión


ni los judíos ni los gentiles se atrevieron a cortar (loh 19, 24). ‘Un
Señor, una fe, un bautismo’, dice el apóstol (Eph 4, 5). En consecuencia,
no deberíamos reconocer dos señores, ni dos fes, ni dos bautismos.
Leí en el Antiguo Testamento que no había más que un arca en la
época del diluvio. En aquella arca ‘se salvaron ocho almas’ (1 Pet 3, 20),
quedando todos los demás sumergidos en las aguas; de los que queda­
ron fuera ni uno solo sobrevivió. Ahora bien, no hay duda alguna
que el arca era la figura de la Iglesia, la cual, por tanto, tiene que
ser una tan sólo. Recientemente se ha construido una segunda arca.
Por consiguiente, hay ahora dos arcas; y como el arca de la salvación
no puede ser más que una, tenemos que creer que la otra, sea la que
fuere, no es un arca verdadera y está condenada a la destrucción. Así,
si el arca que Pedro de Leone gobierna, es el arca de Dios, la gober­
nada por Inocencio tiene que perecer infaliblemente. En consecuencia,
toda la Iglesia oriental tiene que perderse y le ocurrirá lo mismo a
toda la Iglesia del oeste. Tiene que ser inundada Francia, lo mismo
que Alemania, España e Inglaterra y todas las demás naciones están
destinadas a ser tragadas en lo más profundo de las aguas. Las órde­
nes religiosas de los camandulenses, los cartujos, los cluniacenses,
los grandimontenses, los cistercienses, los premonstratenses y otras mu­
chas congregaciones de hombres y mujeres santos, siervos de Dios,
serán enviadas juntas al fondo del abismo. Muchos obispos, abades y
otros dignatarios de la Iglesia se ahogarán con la piedra de molino del
error atada al cuello en lo profundo del mar (Mt 18, 6). Entre todos
los príncipes de la tierra, el rey Roger, que está aquí, es el único que
ha entrado en el arca de Pedro de Leone. En consecuencia, sólo Roger
se salvará (el auditorio tuvo que haberse reído), todos los demás prín­
cipes perecerán en el común naufragio. Pero no quiera Dios que la
Iglesia de todo el mundo se pierda y que el ambicioso Pedro, cuyos
antecedentes son demasiado bien conocidos, sea el único que alcance
el reino de los cielos. Escuchad, me diréis, ¿por qué la salvación se
limitará a él y al puñado de seguidores suyos? ¿Cuáles son sus obras,
sus virtudes y los méritos de su vida?”

Conversión del cardenal Pedro

Al llegar aquí el orador fue interrumpido por un rugido de conde­


nación de la muchedumbre que, hasta entonces favorable a Anacleto,
amontonaba maldiciones y anatemas contra su querido jefe. En este

325
AILBE J. LUDDY

crítico momento Bernardo cogió por la mano al cardenal Pedro y dijo:


“Venid, seguid mi consejo y entrad conmigo en un arca más segura
que la de Leone.” Y prometió en nombre del Papa, tal como estaba
autorizado, perdón pleno por el pasado. El cardenal no ofreció nin­
guna resistencia. Anacleto había perdido el partidario en quien más
confiaba. Pero no era fácil vencer tan fácilmente a Roger. No necesi­
taba más información, sino más honradez. Había usurpado, con el
consentimiento del Papa, al parecer, gran parte del territorio pertene­
ciente a los estados papales y, desde luego, tendría que devolverlos tan
pronto como se sometiera a Inocencio. Además, era muy dudoso que
se le permitiera conservar el título de rey, que debía a Anacleto. Le
parecía que la menor muestra de indecisión podría ayudarle a hacer
una componenda. De acuerdo con esto, declaró que todavía no estaba
convencido, y como quería zarpar pronto para Sicilia donde'pensaba
pasar las Navidades, propuso que un cardenal de cada bando—parece
que Bernardo estaba descartado—le acompañasen allí a fin de que
pudiera continuar la discusión.
El santo decidió abandonar Salerno inmediatamente. Se sentía seria­
mente defraudado por el rey Roger, sin que bastaran para consolarle
las conversiones del cardenal Pedro y de los habitantes de Salerno. Pero
Dios tuvo a bien glorificar a Su siervo más todavía en esta ciudad y
privar al infiel monarca de toda excusa. Cierto noble, que sufría de
una enfermedad declarada incurable por los médicos, soñó que si bebía
el agua en la que Bernardo se lavaba las manos—probablemente en
misa—recuperaría la salud. Siguió este consejo y se curó instantá­
neamente. El milagro produjo gran entusiasmo entre la gente, así como
una gran veneración por el santo abad. Vieron en él la aprobación
divina de su misión, como así era en verdad. “Sólo el rey Roger
—escribe Ernald—permaneció tercamente en su malicia.”
El cardenal Pedro acompañó a Bernardo a Roma, donde residía
Inocencio desde fines de octubre. No tenía nada que temer después
de la victoria del duque Rainulph y de la fuga precipitada de Roger,
aunque Anacleto todavía conservaba las tres cuartas partes de la Ciu­
dad Eterna. El ilustre converso se sometió con la humildad más
edificante. El papa Inocencio le recibió con tanta amabilidad que
hizo creer que el pasado estaba olvidado aunque no perdonado. Antes
de Navidad llegó la triste noticia de la muerte del emperador, que
ocurrió el 4 de diciembre, antes de que hubiese llegado a su
patria. Fue un gran pesar para Bernardo, que amaba a este rudo
soldado por su franqueza y por su amable inclinación, aun cuando

326
SAN BERNARDO

su conducta era a veces despótica y su genio distaba mucho de ser


agradable.

Muerte de Anacleto

El siervo de Dios se dedicó entonces sin ayuda alguna a la tarea


que ni las tropas del emperador ni las de Rainulph se sentían capaces
de realizar: la tarea de arrancar a Roma del poder del antipapa. “No
fue ni en los caballos ni en las carrozas donde él puso su confianza
—dice el antiguo biógrafo—, sino en la espada de dos filos de la
palabra de Dios (Heb 4, 12). Su predicación produjo una impresión
extraordinaria. Todos los días se convertían grandes multitudes. Mu­
chos clérigos cismáticos declaraban que con mucho gusto reconocerían
a Inocencio, pero se retraían por temor a la destitución, que signi­
ficaría para ellos una desgracia eterna y la mendicidad. Otros sentían
escrúpulos de violar el juramento de fidelidad a Anacleto; a estos
Ies explicó el santo que el juramento de hacer lo que es injusto y
contra la piedad no puede obligar en conciencia. Otros estaban in­
fluidos por los lazos familiares: no podían repudiar a su propia
sangre. Bernardo echó pronto por tierra estas miserables excusas. Si
estamos obligados a dar nuestras propias vidas y a sufrir toda clase
de tormentos por ■ la fe de Cristo, a renunciar a nuestro padre y
madre cuando lo pidan Sus intereses: ¿qué grande no será nuestro
delito si le negamos un sacrificio tan relativamente pequeño? Como
resultado de esta campaña, el antipapa se encontró en una situación
muy embarazosa. No sabía en quién confiar, pues sus más celosos
partidarios le dejaban uno por uno. Pero su tormentosa carrera se
acercaba a su fin. El 25 de enero de 1138, después de tres días de
enfermedad, el desgraciado fue a rendir cuentas a Dios sin mostrar
ningún signo de arrepentimiento.
Bernardo envió la noticia en seguida a Pedro el Venerable, del
cual acababa de recibir una carta muy afectuosa. “A mi reverendísimo
señor y padre, Pedro de Cluny: Ojalá que la Estrella de Oriente se
digne visitaros (Le 1, 78), queridísimo amigo, porque vos me habéis
visitado en tierra extraña con vuestra carta y me habéis consolado de
mi destierro. Fuisteis amable en ‘acordaros de los necesitados y de los
pobres’ (Ps 40, 2). Estaba lejos de casa, lejos durante mucho tiempo
y vos, aunque ocupado por un trabajo tan grande y siendo vos mismo
tan grande, tuvisteis la bondad de recordarme. Bendito sea vuestro
ángel guardián por haber puesto en vuestra mente ese piadoso pen­

327
AILBE J. LUDDY

samiento y bendito sea Dios por cuya gracia fuisteis impulsado a obrar
de esa manera. Ahora tengo algo de que vanagloriarme entre los
extraños con quienes vivo, y este algo es vuestra dulce carta, en la
que parece que habéis derramado toda vuestra alma en un raudal
de afecto. Oh, sí, puedo envanecerme de que me conserváis, no so­
lamente en la memoria, sino también en el corazón. Puedo gloriarme
de ser el objeto de vuestro especial amor y de ser favorecido con la
exuberancia de la dulzura de vuestro espíritu. ‘Y no solamente esto,
sino que también me glorío en las tribulaciones’ (Rom 5, 3), que soy
digno de soportar por la Iglesia de Dios. El triunfo de la santa Iglesia,
ese es ‘mi gloria y lo que me hace alzar la cabeza’ (Ps 3, 4). Si
he sido partícipe de su sufrimiento también lo seré de su consuelo
(2 Cor 1, 7). Estamos deseosos de trabajar y sufrir con nuestra madre,
de lo contrario ella tendría motivo de queja: ‘Los que estaban cerca
de mí se apartaron y los que buscaban mi alma emplearon la violencia’
(Ps 27, 12-13). ‘Pero sean dadas gracias a Dios que le ha dado a ella
la victoria’ (1 Cor 15, 57), que ‘le ha hecho honorable en sus trabajos
y los ha terminado’ (Sap 10, 10). Mi tristeza se ha transformado en
alegría, mi lamentación, en música, ‘pues el invierno ya ha pasado,
la lluvia ha cesado, las flores han aparecido en nuestra tierra y el
tiempo de la poda ha llegado’ (Cant 2, 11-12). Sí, es la época de la
poda, y las ramas inútiles, los miembros improductivos se deben
cortar. El que ‘hizo pecar a Israel’ (1 Reg 14, 16) ha sido cortado por
la muerte. Otro enemigo de la Iglesia, el más capaz de todos y el
peor de todos—Gerardo de Angulema—ha sido llamado a dar cuenta
de sus actos. Si todavía quedan algunos, espero verles muy pronto
condenados a la misma pena. Está próximo el momento de mi re­
greso; pienso visitaros si vivo para llegar tan lejos en mi jornada.
Mientras tanto me encomiendo a vuestras santas oraciones.”

VÍCTOR IV : SU SUMISIÓN

Sin embargo, el trabajo de Bernardo no estaba todavía completa­


mente terminado. Los cismáticos, aunque no tenían la menor espe­
ranza de conseguir el éxito definitivo, estaban decididos a continuar
una lucha desesperada. Hacia mediados de marzo eligieron como
sucesor de Anacleto al cardenal Gregorio Conti, que tomó el nombre
de Víctor IV. El santo abad continuó su campaña ganando nuevos
partidarios día tras día para la causa de Inocencio, mientras que el
palacio del antipapa se convertía rápidamente en un lugar solitario.

328
SAN BERNARDO

Incluso los hermanos de Anacleto, que durante muchos años habían


sido el terror de Roma, renunciaron al cisma. Y como remate de todo
esto a principios de mayo, de un modo encubierto, el pobre simulacro
de papa se dirigió humildemente a la residencia de Bernardo a decirle
que estaba cansado de la guerra y deseoso de someterse. Podemos
estar seguros de que tuvo un amable recibimiento, pues Bernardo
no era hombre que se permitiera hacer reproches innecesarios. Aquel
celo orgulloso con que perseguía incansablemente a los delincuentes
arrogantes y orgullosos se convertía en dulzura cuando éstos se humi­
llaban. Recibió de su visitante todas las insignias del cargo pontifical y
se las llevó en seguida al papa Inocencio. El 29 de mayo, octava de
Pentecostés, se vio una escena solemne e impresionante: era el acto
final del largo drama del cisma. Aquel día el antipapa y todos sus
principales partidarios, incluidos los hermanos de Anacleto, se pos­
traron a los pies del soberano Pontífice, a la vista de todo el pueblo,
prestaron juramento de fidelidad a Inocencio y recibieron a cambio
la sentencia de perdón. Este es el relato que Bernardo, testigo pre­
sencial de lo que cuenta, envió a su prior de Clairvaux. “Ahora no
hay nada que me detenga aquí—añadía—■, por tanto, soy libre de
hacer lo que me pedís: cambiar el yo vendré por el yo vengo. ‘Ved
que vengo rápidamente y que mi recompensa va conmigo’ (Apc 22, 12):
la victoria de Cristo y la paz de la Iglesia. ‘Al regresar volveré con
alegría, llevando las espigas’ de la paz (Ps 125, 7). Sin duda alguna
éstas eran muy bellas palabras, pero las cosas que significaban eran
mucho más bellas. En realidad eran tan bellas que el que no se
alegra con ellas es un loco o un malvado.”

Regreso de Bernardo al hogar

El humilde abad deseaba abandonar Roma (que era para él como


una prisión) tan silenciosamente como fuera posible. Pero no pudo
conseguir su deseo. Cuando se supo en la ciudad que estaba a punto
de partir, una numerosa multitud, entre la que se hallaba toda la
nobleza y gran número de clérigos, se reunió para desearle buen viaje
y recibir su última bendición. Fue acompañado hasta más allá de las
puertas de la ciudad por una escolta que cualquier papa o emperador
hubiera envidiado. Pero estos honores no significaban nada para él.
Estaba ardiendo de impaciencia por ver de nuevo a sus amados hijos
después de una ausencia tan prolongada. Este consuelo no lo iba a
disfrutar hasta que hubiese apurado otro trago de amargura. Durante

329
AILBE J. LUDDY

su viaje a Clairvaux tuvo noticias de un acontecimiento que le ape­


sadumbró mucho y que exigía su presencia inmediata en Lyon, adonde
se dirigió inmediatamente.
Un incidente conmovedor de este feliz regreso al hogar nos lo ha
conservado el autor del Exordium (1. II, c. XII). Cuando llegó, des­
pués de saludar a cada uno de los monjes profesos según su costum­
bre, el santo fue a ver a los novicios de Clairvaux, de los cuales hubo
algunas veces hasta un centenar. Todos parecían alegres y felices,
menos uno. Habiendo consolado y estimulado a estos “bebés” suyos,
a estos “pequeños en Cristo”, como él sólo sabía hacerlo, llevó aparte
al de la cara triste y con una ternura más que maternal le dijo: “ ‘Dime,
mi querido hijo, ¿a qué se debe esta tristeza que te oprime de tal
modo el corazón?’ El pobre novicio apenas podía hablar de ver­
güenza. ‘Yo sé, hijo, yo sé lo que te pasa y te compadezco desde el
fondo de mi corazón. Durante mi larga ausencia del hogar, viéndome
privado con gran dolor de la presencia corporal de mis hermanos,
Dios en su bondad me permitió visitar en espíritu a los que de otra
forma no hubiera podido alcanzar. Así, volviendo aquí con frecuen­
cia, solía dar una vuelta por las diversas oficinas y departamentos del
monasterio observando con ansiedad cómo les iban las cosas a mis
hermanos. No olvidé a los novicios. Cuando entré en su sala los en­
contré a todos menos a uno extasiados en el temor y en el amor de
Dios y llenos de ardor por los trabajos de la penitencia. Tú eras la
única excepción. Viéndote agobiado por la tristeza yo también me
turbé y me lamenté angustiado. Cuando intentaba consolarte, cuando
quería estrecharte contra mi corazón, solías rechazarme y volvías la
cara llorando amargamente’. Luego, el bienaventurado padre consoló
al joven tan dulcemente con sus palabras de gracia y sabiduría, que
las nubes de la melancolía se desvanecieron de su mente: el que
hasta entonces había estado oprimido por un aplastante peso de tris­
teza, entraba ahora en la libertad de la alegría espiritual.”
El santo reanudó sus sermones sobre el Cantar de los Cantares
después de una interrupción de dieciocho meses. Ya había pronun­
ciado veintitrés, lo cual le llevó solamente hasta la última cláusula del
tercer verso: “Los justos Te aman.” Su primer sermón después de su
regreso versó sobre estas palabras y Bernardo empezó así: “Por fin,
amadísimos hermanos, he regresado a vosotros desde Roma por ter­
cera vez. Y este último regreso mío ha sido acompañado por los pre­
sagios más favorables y por las indicaciones más manifiestas de la
buena voluntad del cielo. Pues el León (Pedro de Leone) ha dejado
de rugir, el poder del mal se ha alejado y la paz ha vuelto para la

330
SAN BERNARDO

Iglesia. ‘Ante la vista de ella se ha convertido en nada el maligno’


(Ps 14, 4), el cual durante cerca de ocho años la mantuvo en estado
de agitación y confusión con su temible cisma. Pero ¿es que acaso
me han traído sin novedad otra vez a vosotros, sin más ni más, des­
pués de haber pasado tan grandes peligros? ¡Dios no lo quiera!
Antes bien, desde que he sido devuelto a vuestros deseos, estoy más
ansioso y dispuesto a ayudaros en vuestro avance espiritual. Puesto
que debo la vida al mérito de vuestras oraciones, deseo vivir solamente
para vuestros intereses y para vuestra salvación. Y ya que es vuestro
deseo que reanude mis conferencias sobre el Cantar de los Cantares,
comenzadas hace tanto tiempo, os digo que accedo muy gustosamente.
Pero creo que es mejor repetir y completar mi último discurso, que
me vi obligado a interrumpir, que entrar en otra cosa completamente
nueva. Sin embargo, temo que mi mente, tanto tiempo turbada y pre­
ocupada por mil desvelos, tan indignos como numerosos, no esté en
condiciones de tratar este tema de un modo adecuado a su dignidad.
‘Pero lo que tengo os lo doy’ (Act 3, 6). Y a mi fiel servicio Dios
puede añadir lo que yo no tengo a fin de que pueda transmitirlo a
vosotros. En caso de que no sea este su deseo, censurad mi inteli­
gencia, no mi buena voluntad.”
Por esta introducción nos enteramos de que el santo predicador
había interrumpido su último sermón obedeciendo a alguna llamada
urgente, muy probablemente la orden del papa Inocencio de dirigirse
a Pisa. Esto explica el hecho de que algunas ediciones de sus obras
ofrecen ochenta y siete sermones sobre el Cantar de los Cantares,
contando como dos el sermón interrumpido y el repetido. Y cuando se
ofrecen estos discursos como uno solo, hay una gran variedad de ver­
siones. La razón de esto es que Bernardo predicó el sermón con exor­
dios diferentes en ambas ocasiones y de aquí que los editores que
desearon combinarlos dispusieron de amplio campo para las discre­
pancias.

La elección de Langres

Bernardo no disfrutó largo tiempo de la paz y del piadoso reposo


del claustro. En verdad, incluso antes de que llegase a su abadía se
encontró envuelto de nuevo en una enojosa disputa que le era espe­
cialmente desagradable. Mientras Bernardo estuvo en Roma, la sede
de Langres, dentro de cuya jurisdicción estaba su monasterio, quedó
vacante por la muerte de Guillenc d’Aigremont, y una comisión del

331
AILBE J. LUDDY

Capítulo acompañada de Pedro, arzobispo de Lyon, como metropo­


litano, fue a consultar al papa Inocencio respecto de la elección de
un nuevo obispo. Deseaban que el santo les ayudara con su consejo y
que hablara a Inocencio en su nombre; pero él, como si hubiese
tenido algún presentimiento de lo que iba a ocurrir, se negó de plano
hasta que le prometieron no elegir como candidato a nadie que fuese
incompetente o indigno. Ellos, además, se comprometieron entre sí a
seguir su consejo en esta materia. El arzobispo advirtió que no con­
sentiría nunca en consagrar a ningún candidato que fuese elegido vio­
lando este compromiso. El cardenal Haimeric, como canciller, garan­
tizó que estas promesas serían cumplidas. Satisfecho con esto, el santo
accedió a ayudar a los delegados todo lo que pudiera. Después de
varias consultas entre ellos, seleccionaron a dos candidatos entre los
cuales debería decidir el Capítulo. Bernardo informó al Papa de este
acuerdo y el Papa dio su aprobación incondicional y mandó al arzo­
bispo que cuidara de que se llevara a la práctica. Los delegados re­
gresaron a casa algún tiempo antes de que el santo pudiera obtener
permiso para regresar a su monasterio. Durante su viaje al hogar
oyó noticias que le asombraron. Le dijeron que, en abierta violación
del pacto celebrado en Roma y aprobado por el soberano Pontífice,
los dos candidatos elegidos por el propio Bernardo y por los delega­
dos habían sido eliminados y se había elegido, para ser consagrada, a
una persona de dudosa reputación; además, que el arzobispo Pedro
de Lyon había consentido en consagrar al obispo-electo. Al principio
esta noticia le pareció completamente increíble. Cuando se convenció
de que era verdad, decidió, a pesar de que estaba enfermo y cansado,
desviarse de su camino a fin de visitar Lyon y reprender al voluble
metropolitano.
“Cuando llegué a Lyon—así habla el santo abad en una carta al
Papa—, vi que el caso era exactamente como me lo habían contado.
Se estaban haciendo preparativos para el feliz, o más bien desdichado,
acontecimiento (de la consagración). Sin embargo, el deán del Capítulo
y la mayoría de los canónigos de Lyon se oponían de. un modo abierto
y enérgico. ¿Qué iba a hacer yo? Me dirigí al arzobispo y respetuo­
samente le recordé su promesa y la orden que había recibido del Vi­
cario de Cristo. El no negó nada, pero declaró que el hijo del duque
de Borgoña era responsable de lo que se había hecho. Era, alegó, para
evitar que se encolerizase este noble y por la paz por lo que había
roto nuestro pacto. Añadió que, pasara lo que pasara, se dejaría guiar
de mi consejo en el futuro. Le agradecí, pero le dije: es la voluntad
de Dios la que cumplimos, no la mía; y su voluntad se puede averi­

332
SAN BERNARDO

guar sometiendo este asunto a un concilio compuesto de los obispos


y otros religiosos que ya han venido aquí para asistir a la ceremonia
invitados por vos, o que están todavía para llegar. Entonces, si des­
pués de invocar al Espíritu Santo, estáis todos de acuerdo en que
continúe la consagración, santo y bueno; en otro caso, obedeced al
apóstol y ‘no impongáis manos ligeramente sobre nadie’ (1 Tim 5, 22).
El arzobispo pareció complacido con este consejo. Mientras tanto, se
había anunciado la llegada del obispo-electo, el cual en vez de ir al
palacio del arzobispo se hospedó en una posada. Llegó el viernes por
la noche y se marchó el sábado por la mañana. No me corresponde
a mí decir por qué se negó a presentarse ante la corte archiepiscopal
después de hacer un viaje tan largo y fatigoso con ese mismo propó­
sito. Supondría que fue debido a modestia religiosa y al desprecio de
los honores terrenales, si su conducta posterior no indicara todo lo
contrario. Pues el arzobispo, al regresar de una entrevista con él,
declaró en presencia de todos nosotros que no había podido convencer
a aquel hombre para que accediese a lo que habíamos acordado.”
El alejamiento del obispo electo del palacio del arzobispo se debió
indudablemente al hecho de que sabía que Bernardo estaba allí. No
tenía el menor deseo de verse con el siervo de Dios. Sin embargo,
el arzobispo Pedro, como metropolitano, ordenó a los canónigos de
Langres que celebraran otra elección. Pero apenas estas instrucciones
se habían leído en el capítulo de Langres cuando se recibió una se­
gunda carta en sentido contrario del mismo prelado, el cual declaró su
intención de continuar con la consagración del candidato que ya había
sido elegido. Esta poca firmeza de propósito desató la cólera de Ber­
nardo. Sólo se enteró de ella después de haber llegado a casa, cre­
yendo que el asunto estaba definitivamente arreglado. “Se pensaría
—escribió a Inocencio—que estas dos cartas, que se contradicen punto
por punto, proceden no solamente de dos personas diferentes, sino
de personas opuestas mutuamente y envueltas en una querella, a no
ser por el hecho de que ambas llevan el mismo sello y la misma
firma. Tengo los dos documentos contradictorios en mi poder. Bien
se obedezca a uno o bien se obedezca a otro, en ambos casos se
desobedece a su autor. Si se sigue al primero, el segundo te condena;
si se obra como manda el segundo, caes bajo la condena del. primero.
Y desearía que tuviésemos la seguridad de que, lo mismo que el
segundo anula al primero, éste no será anulado por un tercero.”
Mientras tanto, el obispo-electo había solicitado y obtenido la
investidura real de las temporalidades de la sede y prestado juramento
de fidelidad a Luis VII. Para evitar una reclamación a Roma por

333
AILBE J. LUDDY

parte de Bernardo o de los canónigos de Langres, la mayoría de los


cuales se oponían a la consagración, el arzobispo cambió el lugar de
la ceremonia y anticipó el día señalado para la misma, de forma que
cuando llegó la noticia a Clairvaux el santo tenía sólo cuatro días
para actuar. Además, estaba entonces enfermo y al parecer recluido
en su lecho. Parecía como si tuviera que resignarse a lo inevitable.
¡Pero no! Había un rescoldo de energía volcánica dentro de aquella
forma frágil y enfermiza; y él movería cielos y tierra para impedir
la consagración de un pastor indigno y, además, de un intruso cuyo
único título era el favor de los grandes. En consecuencia, envió con
toda urgencia a Lyon un canónigo de Langres para impedir la cere­
monia con una reclamación al Papa. El mensajero llegó a tiempo, pero
no obtuvo ninguna satisfacción. El arzobispo Pedro, asistido por los
obispos de Macón y Autun, continuó con la consagración: sería fácil
conseguir la aprobación de la misma después de un fait accompli.
Pero ellos no conocían todavía a Bernardo. Desde el lecho del dolor
dictó carta tras carta al papa Inocencio, a los cardenales romanos, a
las autoridades de la Iglesia de Lyon, llenas de las más vehementes
protestas contra lo que según él era un sacrilegio. “¡Creí que venía
a casa a disfrutar de un poco de descanso!—escribe al Pontífice—,
creí que tendría una oportunidad de compensar las pérdidas espiri­
tuales que había sufrido durante mi ausencia del monasterio. Pero
ved, ‘la tribulación y la angustia han caído sobre mí’ (Ps 118, 143).
La enfermedad me tiene clavado al lecho; sin embargo, os aseguro
que el pesar de mi alma es más difícil de soportar que los tormentos
de mi cuerpo.” Al deán y al tesorero de Lyon les dice: “Todo en esta
consagración ha sido irremisiblemente arbitrario; sin consideración a
la ley, al orden ni a la razón se ha llevado todo a cabo de una manera
tan fraudulenta y con tanto aceleramiento que anularía el nombra­
miento no digo de un obispo, sino incluso de un alguacil o de un
recaudador de contribuciones.”
El resultado de sus gestiones fue la destitución del obispo recién
consagrado, por el motivo de que su elección había sido inválida. En
la elección siguiente la elección de los canónigos recayó sobre el pro­
pio Bernardo, pero no hubo modo de convencerle para que aceptase
la dignidad que le ofrecían. En consecuencia, fue necesario verificar
una nueva votación. Esta vez fue elegido unánimemente Geofredo de
la Roche, prior de Clairvaux. Bernardo quedó satisfecho de este re­
sultado, aunque le entristeció el perder un ayudante tan capaz. Pero
entonces se presentó un obstáculo imprevisto. El joven rey dé Fran­
cia, Luis el Joven, que sucedió a su padre, Luis el Gordo, en 1137

334
SAN BERNARDO

había dado ya la investidura de la regalía al obispo depuesto a peti­


ción del duque de Borgoña, del arzobispo de Lyon y del abad de
Cluny 1. No le agradó saber que su acto había sido declarado nulo y
sin ningún efecto. Así, cuando el nuevo obispo-electo solicitó la in­
vestidura, su solicitud no fue bien recibida. La contestación del rey
mostró claramente que la calumnia había estado muy ocupada en la
obra de envenenar su mente: se sospechaba que Bernardo era el cau­
sante de la anulación de la primera elección con el fin de hacer que
se nombrara a un subordinado suyo. Al santo abad no le costó mucho
refutar una acusación tan ridicula. “Yo digo la verdad, yo no miento
—le escribió al monarca—: la elección de mi prior en Langres fue en
contra de mis deseos e intenciones. Pero hay Uno que puede a su
manera arrancar el consentimiento del que se muestra reacio y obligar
a hacer su gusto incluso a las voluntades más opuestas. ¿Cómo iba a
dejar de temer para Geofredo el peligro que yo temía para mí mismo,
y en el mismo grado, cuando le amo como a mi propia alma? ¿Cómo
podría dejar de alejarme con una especie de horror de aquellos que
‘están atados por cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los
hombros de los hombres y no quieren menear ni siquiera un dedo
para moverlas’? (Mt 23, 4). Sin embargo, ya no se puede deshacer lo
hecho. No ha perjudicado en lo más mínimo a vuestra majestad, pero
me ha perjudicado a mí muchísimo. He sido privado del báculo que
sostenía mi debilidad, he perdido la luz de los ojos, me han cortado
el brazo derecho. ‘Todas estas montañas y olas de pesar han pasado
sobre mí’ (Ps 41, 8). Y ‘tu cólera ha caído también sobre mf (Ps 87, 17).
Si huyo de las cargas, me las imponen contra mi voluntad y deseo y
encuentro ‘difícil dar coces contra el aguijón’ (Act 9, 5). Quizá esta
carga no pesaría tanto sobre unos hombros voluntarios como sobre
unos hombros reacios e involuntarios. De todos modos, si yo tuviese
fuerzas, ¿no habría sido más fácil para mí ejercer el cargo que echarlo
sobre hombros ajenos? Sin embargo, Dios ha dispuesto las cosas de
otro modo que el que yo hubiera deseado y no es prudente ni posible
para mí contender con Él en poder o en palabras, ni tampoco para
vos. Pues Él ‘es terrible con los reyes de la tierra’ (Ps 75, 13). Incluso
para vos, oh rey, ‘es una cosa terrible caer en manos del Dios Viviente’
(Heb 10, 31).”
El rey se avino por fin a razones y concedió a Geofredo la inves­
tidura pedida. El nuevo obispo recibió la consagración episcopal en
octubre de 1138.
1 Pedro el Venerable, el cual, engañado en cuanto a la personalidadi del
primer obispo electo, defendió su causa contra el abad de Clairvaux, sin que
ello perjudicara en lo más mínimo su mutua estima y amistad.

335
CAPITULO XXIV

BERNARDO REHUSA LA MITRA

Muerte del beato Gerardo : oración fúnebre

En medio de la controversia referente a la elección de Langres,


Bernardo tuvo que soportar la segunda gran tristeza de su vida. Ge­
rardo, el hermano que más amaba, murió. Se recordará que cuando
este religioso modelo estuvo a punto de morirse en Viterbo, el santo
hizo un convenio con Dios, rogándole que conservara a su hermano
hasta que regresaran a casa: luego, Él podía llevárselo, si tal era Su
voluntad. El enfermo se restableció y el pacto se le olvidó a Bernardo,
pero no a Dios. Poco después de su regreso a Clairvaux en junio de
1138, Gerardo cayó enfermo con unas fiebres que pronto le pusieron
a las puertas de la muerte. Hacia medianoche del 13 al 14 de junio
su rostro se puso repentinamente radiante y ante el asombro de los
hermanos que le cuidaban empezó a cantar en voz alta y en tono ju­
biloso el salmo de la alegría (Ps 148): “Alabad al Señor de los cielos,
alabadle en los lugares elevados.”
“No tengo la menor duda—dice Bernardo dirigiéndose a su her­
mano en la oración funeral—que ahora estás con aquellos a quienes
hacia la mitad de tu última noche en la tierra invitaste a alabar al
Señor, cuando con rostro radiante y voz alegre, ante el asombro de
todos los presentes, gritaste repentinamente con las palabras de Da­
vid : ‘Alabad al Señor de los cielos, alabadle en los lugares elevados’.”

336
SAN BERNARDO

Pues, hermano mío, aunque era todavía medianoche, la aurora ya


había aparecido para ti y ‘tu noche estaba iluminada como el día’,
sí, seguramente ‘la noche era para ti como la luz en tus placeres’
(Ps 138, 11-12). Fui llamado para presenciar este milagro, el milagro
de un hombre que espera triunfalmente la proximidad de la muerte
y se burla de sus terrores. ‘Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh,
muerte, ¿dónde está tu aguijón?’ (1 Cor 15, 55). No, no tuvo aguijón
de dolor ni de temor para Gerardo, sino solamente un impulso para
cantar jubilosamente. Pues él cantaba mientras moría y murió can­
tando. Oh, muerte, en otra ocasión madre de tristeza, te has vuelto
ahora una fuente de alegría. Siendo enemiga de la gloria, estás ahora
obligada a servir los intereses de la gloria. Has sido transformada en
el portal del paraíso cuando antes eras la puerta del infierno. En otro
tiempo eras el mismo pozo de perdición, ahora eres el camino de sal­
vación. Oh, muerte, ahora estás muerta. Has sido pescada en el An­
zuelo Divino que tan incautamente tragaste y cuyas palabras leemos
en el profeta: ‘¡Oh muerte, yo seré tu muerte! ¡Oh infierno, yo seré
tu cebo!’ (Os 13, 14). Atravesada, repito, por ese Anzuelo Divino,
ofreces ahora a los fieles que pasan a través de ti un paso amplio y
agradable hacia la vida. A través de tus mandíbulas abiertas entró
Gerardo en la patria, no solamente con confianza, sino incluso con ale­
gría y con canciones de alabanza. Cuando llegué al lado de su lecho
y le oí terminar el salmo con una voz clara, levantó los ojos al cielo
y exclamó: ‘Padre en tus manos encomiendo mi espíritu’ (Le 23, 46).
Luego, repitiendo las mismas palabras con frecuentes gritos de ‘Padre,
Padre’, se volvió a mí con el rostro radiante y dijo: ‘ ¡ Oh, qué bondad
tan grande por parte de Dios el convertirse en Padre de los hombres!
¡Y qué gloria para los hombres ser los hijos y herederos de Dios!
Pues si hijos, también herederos’ (Gal 4, 7). Así cantaba, hermanos
míos, el que ahora lamentamos. Y confieso que el recuerdo de esto
casi cambia mi tristeza en alegría, pues cuando pienso en la gloria
de Gerardo casi me olvido de mi propia desgracia.”
El día del funeral de Gerardo, los monjes, que estaban todos llo­
rando, observaron con sorpresa que el abad no derramaba ninguna
lágrima. Esto era muy asombroso porque, como su secretario Geofredo
de Auxerre nos informa, “nunca o casi nunca pudo ver enterrar, in­
cluso a un extraño, sin llorar”. Durante toda la ceremonia mantuvo el
mismo aspecto estoico y no mostró la menor señal de pena durante
el resto de aquel día. A la mañana siguiente apareció en el auditorio
como de costumbre y empezó su discurso. Era el sermón número 26
sobre el Cantar de los Cantares. Aquel día el texto era el siguiente :

337
S. BERNARDO.---- 22
AILBE J. LUDDY

“Soy negra, pero bella, oh, vosotras, hijas de Jerusalén, como las tien­
das de cedro, como las cortinas de Salomón.” (Cant 1, 4). Durante
unos diez minutos habló con la elocuencia y el encanto que le carac­
terizaba. Luego, viendo que no podía continuar, pero no deseando
revelar la tristeza que le agobiaba, dijo que no podía terminar el
discurso sin tener una mayor preparación. “Mientras tanto, como de
costumbre, impetrad con vuestras oraciones la luz y la gracia del Es­
píritu Santo a fin de que, con el deseo aumentado en proporción a
nuestra confianza, podamos volver en otra ocasión sobre este tema
que exige una atención mayor que la ordinaria. Y quizá el devoto
suplicante descubrirá aquello que se le escaparía al precipitado inves­
tigador.” Luego, anadió ingenuamente: “En todo caso, el pesar pol­
la calamidad que ha caído sobre nosotros no me permite continuar.”
Esta alusión fue fatal para lo que él se proponía. No pudo conte­
nerse por más tiempo. “¿Por cuánto tiempo voy a disimular?—excla­
mó—-/¿por cuánto tiempo voy a esforzarme por ocultar en mi pecho
el fuego que consume mi destrozado corazón y devora todo mi ser?
La llama oculta se propaga más libremente y destruye con más cruel­
dad^ ¿Qué tengo yo que ver con este Canto de amor, si estoy sumer­
gido en un océano de amargura? La vehemencia de mi pena extravía
mi atención y la cólera del Señor ha aniquilado mi alma. Pero he
violentado mis sentimientos; me he esforzado por ocultar mi pena
hasta ahora, por miedo quizá de que pudiese parecer que la fe había
sucumbido bajo el afecto natural. Por consiguiente, mientras todos los
demás lloraban, yo sólo con los ojos secos seguía al cruel ataúd, como
vosotros mismos pudisteis verlo. Con los ojos secos permanecí junto
a la tumba hasta que se terminaron todos los tristes ritos. Cubierto
con mis vestiduras sacerdotales, pronuncié con mis propios labios las
oraciones usuales sobre el cadáver. Con mis manos esparcí arcilla,
según nuestra costumbre, sobre el cuerpo de mi amado Gerardo que
pronto se convertiría en arcilla. Los que me contemplaban estaban
llorando y se preguntaban por qué no lloraba yo; aunque mi hermano
no era objeto de la compasión universal tanto como yo, que había
sido privado de él. Pues seguramente más duro que el hierro tiene que
ser el corazón que no se haya derretido al verme sobrevivir a Ge­
rardo -Intenté-resistir-mi-pena-con-todas-las-fuerzas que-pudesacar--------
de la fe, esforzándome por reprimir incluso aquellas emociones vanas
e involuntarias causadas por lo que después de todo no es más que
nuestro destino natural, la deuda de nuestra mortalidad, la necesidad
de nuestra condición, el mandato del Poderoso, el juicio del Justo, el
látigo del Terrible... Pero el pesar aprisionado echa raíces más profun­

338
SAN BERNARDO

damente y se hace más violento por el hecho de que se le niega una


salida. Hermanos míos, tengo que reconocer que he. sido vencido.
Tengo que dar rienda suelta a mi dolor interior. Tengo que exhibir mi
desgracia ante los ojos de mis hijos para que, dándose cuenta de su
magnitud, puedan contemplar más cariñosamente las lágrimas que
derramé y también puedan consolarme más dulcemente.
"Sabéis, oh, hijos míos, sabéis lo razonable, que es mi pesar, cuán
digna de lágrimas es la pérdida que he sufrido; pues comprendéis que
un amigo muy fiel me ha sido arrebatado. Sabéis lo atento que era
en sus deberes, lo diligente que se mostraba en el trabajo, conocéis su
dulzura y su amable inclinación. ...Era mi hermano de sangre, pero
lo era mucho más por la profesión religiosa. ¡ Oh, compadeceos de mi
suerte, vosotros que sabéis todo esto! Yo era débil corporalmente y
él me sostenía. Yo era cobarde y él me animaba. Yo era perezoso y
negligente y él me espoleaba. Yo era olvidadizo y descuidado y él me
aleccionaba. ¡Oh!, ¿adonde te han llevado? ¿Por qué has sido arran­
cado de mis brazos? Si nos hemos amado en vida, ¿por qué hemos
de ser separados en la muerte? ¡Oh cruel divorcio que sólo la muerte
puede provocar! Pues cuando vivías, queridísimo hermano, ¿me ha­
brías abandonado de esta manera? No hay duda de que esta dolorosa
separación es obra de la muerte; pues ¿quién sino la muerte, la
enemiga de todas las cosas amables, se habría negado a respetar el
dulce lazo de nuestro amor mutuo?... ¿Por qué hemos estado tan uni­
dos en un afecto fraternal? Y si estábamos tan unidos, ¿por qué
hemos sido separados de esta manera? ¡Oh suerte lamentable! Pero
es mi suerte la digna de lástima, no la suya. Pues tú, dulce hermano,
aunque estás separado de los que querías, estás ahora unido a otros
que son todavía más queridos. Pero ¿qué consuelo me queda, desven­
turado de mí, después de perderte a ti, que eras mi único consuelo?
Nuestra camaradería era una fuente de alegría para cada uno de nos­
otros debido a la conformidad de nuestras voluntades y sentimientos,
pero yo sólo he sufrido con nuestra separación. La alegría era común,
pero ahora quedo solo para sufrir el pesar y la tristeza. Dulce era
nuestra mutua presencia, dulce la compañía, dulce la conversación.
Pero mientras que yo he perdido la felicidad de los dos, tú no has
hecho más que cambiarla por algo mejor...
"Todos mis consuelos y todas mis alegrías se han desvanecido con­
tigo. Ahora llueven las preocupaciones sobre mí, ahora me asaltan los
disgustos por todos los lados, ahora me rodean las aflicciones y me
encuentran abandonado y solo. Porque después de tu muerte sólo me
han quedado estos compañeros y, encontrándome sin ayuda, gimo bajo

339
AILBE J. LUDDY

la. pesada carga. Ahora tengo que hundirme bajo esta carga o apar­
tarla, puesto que tú me has retirado el sostén de tus hombros. Oh,
¿quién me otorgará la dicha de morir pronto y seguirte? No pediría
nunca morir en tu lugar, pues eso equivaldría a perjudicarte retra­
sando tu entrada en la gloria. Pero el sobrevivirte, ¿qué es más que
‘trabajo y dolor’? (Ps 10, 7). Mientras viva, viviré en un mundo de
amargura y de tristeza... Brotad ahora, lágrimas mías, pues se ha ido
aquel cuya presencia os impedía hasta ahora brotar quitando, para
ello, la causa. Fluid, fuentes de mi infeliz cabeza, y derramaos en ríos
de agua, porque acaso de esta manera podáis arrastrar el cieno de mis
pecados por los cuales he atraído la justa cólera del cielo. Cuando
mis lágrimas hayan apaciguado y consolado al Señor, acaso merezca
que Él también me otorgue un pequeño consuelo. Pero El hará esto
solamente a condición de que no deje de llorar, pues tan sólo a los
que lloran les ha prometido Él consuelo (Mt 5, 5). Por consiguiente,
sed indulgentes conmigo, todos vosotros que sois santos y espirituales,
y soportad mis lamentaciones. Me apeno y me lamento por Gerardo.
La causa de mis lágrimas es Gerardo. Mi alma está unida a la suya
(1 Sam 18, 1). Los dos éramos uno, no tanto por los lazos de la san­
gre y de la carne como por la identidad de sentimientos, la conformi­
dad de mentes y la armonía de voluntades. ¿Y me prohibirá alguien
lamentar su pérdida? Todo mi ser ha sido desgarrado, ¿y habrá quien
me diga: ‘no lo sientas’? Pero lo siento; oh, sí, lo siento, porque ‘mi
fuerza no es la fuerza de las piedras, ni mi carne es de bronce’
(lob 6, 12). Lo siento, sin duda alguna, y estoy dolorido y ‘mi pena
está continuamente delante de mi’ (Ps 36, 18). Ciertamente, el que
maneja el látigo no puede reprocharme de dureza y de insensibilidad,
como Él lo hizo refiriéndose a aquellos de que el profeta se quejaba,
diciendo: ‘Tú les has golpeado y ellos no se han afligido’ (1er 5, 3).
He confesado mi pena y no la he negado. Podéis decir que es una pena
carnal; no niego que es humana, como tampoco niego que soy hom­
bre. Si esto no os satisface, reconoceré incluso que es carnal pues,
como el apóstol, ‘yo soy carnal y vendido bajo pecado’ (Rom 7, 14),
condenado a morir y sujeto a toda clase de sufrimientos y pesares.
Reconozco que no soy insensible al dolor. El pensar en la muerte
cercana para mí o para los míos me hace temblar de horror. Y Ge­
rardo era mío, indudablemente mío.
"Perdonadme, hijos míos. Más bien, porque sois mis hijos, compa­
deceos de la desgracia de vuestro padre. ‘Tened piedad de mí, tened
piedad de mí, por lo menos vosotros, amigos míos’ (lob 19, 21), que
sabéis cuán pesadamente ha puesto Dios la mano sobre mí por mis

340
SAN BERNARDO

delitos. Con la vara de Su indignación Él me ha golpeado, justamente


en verdad y según mis méritos, pero severamente en comparación con
mi debilidad. Sin embargo, ‘no contradeciré las palabras del que es
Santo’ (lob 6, 10). Encuentro justa la sentencia por la cual cada uno
de nosotros, mi hermano y yo, ha recibido lo que respectivamente
merecía, él la corona, yo la cruz. ¿O se dirá que me opongo a la
sentencia porque siento el dolor? Pero el dolerse bajo el látigo no
es lo mismo que rebelarse contra la autoridad, pues lo primero es
solamente humano mientras que lo último es impiedad. Repito que
es humano e inevitable el sentir placer en compañía de nuestros amigos
y tristeza cuando están ausentes. Las relaciones familiares, particu­
larmente entre personas que se quieren recíprocamente, tienen el afecto
de atar sus corazones firmemente. Y este resultado, producido en los
amigos por su amor mutuo mientras disfrutan entre sí de su compañía,
es revelado por el temor de separarse y por la tristeza que experi­
mentan cuando se separan realmente.
”Me aflijo por ti, amadísimo Gerardo, no porque tu suerte sea
digna de lástima, sino solamente porque ya no estás conmigo. Y qui­
zá por esta razón no debería afligirme por ti, sino sólo por mí, que
tengo todavía que beber el cáliz de la amargura. Y el pesar será
para mí solo, porque bebo solo, puesto que no participas conmigo de
esta copa. Yo solo tengo que sufrir toda la angustia que se suele com­
partir por igual entre los amigos que se aman tiernamente. ¡Dios
quisiera que yo estuviese seguro de que no te he perdido para siem­
pre, sino que no has hecho más que marcharte antes! ¡Dios quisiera
que yo tuviese la seguridad de que, aunque tarde, te seguiré al fin al
lugar adonde has ido!... Que nadie me moleste diciéndome que no
debería permitirme el ser agobiado por los sentimientos naturales.
Pues al cariñoso Samuel se le permitió entregarse a la pena por el ré-
probo rey Saúl (1 Sam 15, 35), y al piadoso David por el traidor
Absalón, y todo ello sin el menor perjuicio para su fe y sin la menor
oposición a los designios del cielo. ‘Absalón, hijo mío—se lamentaba
el santo David—mi hijo Absalón’ (2 Sam 19, 4). ‘Y mirad, uno más
grande que Absalón está aquí’ (Mt 12, 42). El mismo Salvador con­
templando Jerusalén y previendo la suerte que pronto iba a correr,
‘lloró sobre ella’ (Le 19, 41). ¿Y no se me va a tolerar que sienta mi
propia desolación, que no es futura sino real y presente? ¿Tengo que
permanecer insensible e indiferente al dolor de mi reciente y penosa
herida? Seguramente puedo llorar de dolor, puesto que Jesús lloró de
compasión. Pues en la tumba de Lázaro Él ciertamente no reprendió
a las plañideras sino que, por el contrario, unió sus lágrimas a las

341
AILBE J. LUDDY

de ellas. ‘Y Jesús lloró’, escribe el evangelista (loh 11, 35). Aquellas


lágrimas suyas no demostraban en modo alguno falta de confianza,
sino, que daban fe de la realidad de su naturaleza humana. Pues Él
inmediatamente le mandó al muerto que se levantara, a fin de ense­
ñarnos que la fe.no sufre nada por el sentimiento de tristeza. De la
misma manera mi, llanto no es un signo de poca fe, sino solamente
de la debilidad de mi estado. Del hecho de que llore de dolor al ser
golpeado no se tiene que deducir que censuro a quien me golpea. Sólo
apelo a su compasión y me esfuerzo todo lo posible por suavizar su
severidad. De aquí que aunque mis palabras están llenas de pesar,
están libres de toda queja. ‘Tú eres justo, oh, Señor, y tu sentencia
es justa’ (Ps 118, 127). Tú diste a Gerardo, Tú te lo has llevado; y
si bien nosotros lamentamos su marcha, no nos olvidamos de que él
no fue más que un préstamo,.. Pero ahora me veo obligado a poner
fin a mis palabras por el flujo de mis lágrimas.”
Esta magnífica lamentación,, impetuoso efluvio de un corazón
agobiado, se tiene que leer en el original para apreciarla plenamente.
A juicio de un crítico tan competente como Dom Rivet (Tits. Liter.,
t. X, pref.) nada igual ha aparecido en lengua latina desde la edad de
Augusto, si exceptuamos las dos oraciones fúnebres sobre San Mala-
quías del mismo autor. Berengarius de Poitiers, para vengar la derro­
ta de su maestro Abelardo a manos del santo, tuvo la impudicia de
acusar al santo abad de robar ciertos pasajes de San Ambrosio. Pero
la acusación, nunca probada, ha sido brillantemente refutaba por el
ilustre Mabillon, Y si algunas expresiones acaso nos parezcan exage­
radas, hemos de tener en cuenta que Bernardo estaba dotado de un
corazón extraordinariamente afectuoso y que entonces se permitía más
libertad que ahora para manifestar los sentimientos personales. No
se ha citado ni siquiera la mitad de la lamentación, pero es suficiente
para mostrar lo completamente falsa que es la opinión mantenida por
muchos de que la santidad tiende a embotar nuestra sensibilidad na­
tural. La gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza y
sigue siendo siempre verdad que ser un hombre santo es ser un hom­
bre completo. “No puedo por menos de pensar—escribe el eminente
erudito no católico Dr. Stors, después de citar algunos pasajes de la
lamentación—que tales extractos fragmentarios tienen que ofrecernos
una idea clara del corazón de Bernardo, de la infinita profundidad de
su tierno cariño, de la inexplicable plenitud de su ‘pathos’ apasionado;
y estoy seguro, hasta donde es posible en cosas que no se ofrecen a
los sentidos ni se hallan incluidas en la experiencia personal, que esto
le había venido como herencia vital no de una larga serie de señores

342
SAN BERNARDO

feudales y de barones guerreros, sino del pecho de una madre tierna,


devota y heroica que años antes había sido llevada a la tumba. A
ella le debió Bernardo, gracias a Dios, que a la vez que era fuerte
entre los fuertes, fuera apasionado y cariñoso como la mujer más
ardiente; y era el espíritu de su madre el que dentro de él.suspiraba
y penaba, o se remontaba a las cimas del triunfo cristiano. Esta
misma delicada calidad de espíritu, femenina, pero no afeminada,
amable, pero extraordinariamente heroica, aparece, en toda su vida y
personalidad.”

Bernardo elegido arzobispo de Reims

Apenas había amainado la tormenta ocasionada por la elección de


Langres cuando el santo abad se encontró en el centro de otra. La
sede archiepiscopal de Reims estaba vacante desde el principio de
1138 y no había, la menor señal que indicara que se iba a celebrar una
elección. Aprovechándose de este prolongado interregno,. las autori­
dades municipales constituidas en comunidad en virtud de una carta
real, estaban invadiendo gradualmente los derechos y libertades de la
Iglesia. Bernardo le escribió al joven rey instándole para que ordenase
que se celebrara una elección sin más demora. Pero Luis el Joven no
tenía ninguna prisa por perder las rentas de la sede que iban a la
corona mientras duraba la vacante. Además, temía provocar el resen­
timiento del pueblo, que al menos por entonces no quería un nuevo
arzobispo. Entonces el santo se dirigió personalmente al papa Ino­
cencio : “La Iglesia de Reims va rápidamente a la ruina, la gloriosa
ciudad ha caído en desgracia. ‘Oh, todos los que paséis por el camino
—exclama ella—, prestad atención y ved si hay alguna pena parecida
a la mía’ (Lam 1, 12). Ella tiene ‘combates fuera, temores dentro’
(2 Cor 7, 5), sí, y también combates dentro, puesto que sus propios
hijos le están haciendo la guerra y no hay nadie que se encargue de
su defensa. Su única esperanza es Inocencio, el único que puede
secar las lágrimas de sus ojos. Pero ¿cuánto tiempo, padre santo, vas
a tardar en darle la protección de tu poderoso brazo? ¿Cuánto tiempo
vas a verla pisoteada antes de que acudas en su auxilio? Escuchad,
el rey de Francia se ha acobardado y su justa cólera se ha evaporado
por completo. ¿No es cierto que no queda otro remedio sino que
vos, con vuestra autoridad apostólica, ayudéis a esta iglesia afligida,
llevándole la alegría y curando sus numerosas heridas? Lo primero
que hay que hacer es celebrar a toda prisa una elección, no sea que

343
AILBE J. LUDDY

los ciudadanos en su insolencia destruyan lo que hasta ahora han


respetado.”
Inocencio siguió su consejo. La elección se celebró algo antes de
fines de 1139. Fue elegido Bernardo por unanimidad. El rey Luis le
escribió al santo rogándole que se inclinara ante los deseos del Capí­
tulo, que veía en él el único hombre capaz, por su sabiduría y santi­
dad, de restablecer el orden en aquella perturbada iglesia y en aquella
perturbada ciudad: podía contar siempre con el apoyo del poder
real. Por quinta vez se pidió al santo abad que aceptase el puesto
episcopal y por quinta vez rehusó. “Me produce gran placer—le dijo
al rey—ver a vuestra majestad tan honestamente celoso en las cosas
que pertenecen a Dios. Pues por no citar ninguna otra cosa, vuestro
ardiente interés por el nombramiento de uno que es tan indigno sólo
pudo haber nacido de vuestro amor a Dos: ¿qué ventaja temporal
podéis esperar de mí, que no tengo ni riqueza ni recursos? Y no satis­
fecho con aprobar la votación de los electores, os habéis dignado
incluso rogarme. Más que eso, me honráis con vuestro favor real, me
abrís de par en par vuestro generoso corazón y, por miedo a que mi
pusilanimidad me asuste de la carga, me prometéis la protección de
vuestro poder. Es raro encontrar esta condescendencia en un personaje
tan elevado, esta madurez de juicio en un hombre tan joven.
”Pero, majestad, no puedo consentir en aceptar esta carga, pues
soy un hombre de corazón cobarde y salud quebrantada, ‘y sólo la
tumba me queda’ (loh 17, 1). Sé que soy indigno e inadecuado, por lo
cual no me atrevo a aceptar un cargo tan sagrado. Los electores de­
berían haber considerado mis deficiencias; pero si ellos han cerrado
sus ojos a las mismas, yo no puedo hacerlo porque recuerdo lo que
está escrito: ‘Ten piedad de tu propia alma, agradando a Dios’
(Eccli 30, 24). O si ellos me consideraron digno debido al hábito reli­
gioso que llevo, deberían saber que el hábito no es la esencia, sino
el símbolo de la santidad. Nadie me conoce mejor que yo mismo, ni
a nadie le soy mejor conocido que a mi propia conciencia. Contra su
testimonio no puedo aceptar el veredicto de los que ven solamente mi
exterior y me juzgan de acuerdo con él. ‘Considera que yo y los hijos
que Dios me ha dado’ (Is 8, 18) somos felices aquí y, aunque pecado­
res, estamos rezando por vuestro reino y por vos: si fuerais a separar­
los a los unos de los otros—una cosa tan cruel como difícil—, no
oiríais oraciones, sino lamentos... Ojalá que vuestra majestad admi­
nistre este reino de Francia de tal forma que merezca el reino de los
cielos.”

344
SAN BERNARDO

Amadbus

El lector se acordará del joven príncipe Amadeus que con su


padre abandonó la casa cisterciense de Bonnevaux para ir a Cluny
en 1121. Ahora es el momento de contar el resto de su historia. Como
era un joven de dotes brillantes, las autoridades cluniacenses decidie­
ron enviarlo a la corte de su primo el emperador Enrique V, donde
tendría las mejores oportunidades de completar su educación. Per­
maneció en la corte imperial hasta la muerte de Enrique, el 23 de
mayo de 1125, y entonces se retiró, no a Cluny, sino a Clairvaux. Se
dice que su conversión se debió a las oraciones de su padre, que era
ahora un santo monje en Bonnevaux. Hasta qué punto tenía vocación
y estaba asistido por la gracia, se puede deducir del hecho que en 1139
fue nombrado abad de Hautecomb, en Saboya. Cinco años más tarde
fue elegido obispo de Lausana, pero se negó a aceptar este cargo hasta
que fue obligado por una orden de la Santa Sede. Su muerte ocurrió
en 1158 después de una vida tan santa que la Iglesia le ha incluido
en el calendario de sus santos y honra su memoria el 28 de enero.
Compuso cierto número de bellos sermones sobre la Virgen Santa en los
que claramente proclama su exención del pecado original.

Conrado elegido emperador

La elección de un nuevo emperador tuvo lugar en febrero de


1138. Sólo entonces se dio el mundo perfecta cuenta de la inmensa
importancia de la misión diplomática de Bernardo en Alemania y de
su éxito al reconciliar la casa de Hohenstaufen con la Santa Sede. Los
dos candidatos eran el duque Enrique de Baviera, apodado el Orgu­
lloso, y el duque Conrado de Suabia. Inocencio conocía al primero lo
suficiente para sentir los más graves temores por el futuro si alguna
vez subía al trono imperial. El último había estado, en verdad, conde­
nado por la Iglesia y había ayudado a prolongar el cisma colocándose
al lado del antipapa; sin embargo, tenía muchas cosas en su favor
que le hacían recomendable: fueren cuales fueren sus errores, se había
mostrado siempre como un hombre de honor y de palabra, tenía a
su lado a la mayoría de los nobles alemanes y era superior a su
rival por su carácter y capacidad. Y, así, la misma influencia eclesiás­
tica que había s.ido un obstáculo para Conrado en 1125 fue para él

345
AILBE J. LUDDY

una ayuda poderosa en 1138. La Iglesia no ha tenido nunca el menor


motivo de lamentar su elección.

Décimo Concilio Ecuménico

Seguro de la protección del nuevo emperador, Inocencio convocó un


concilio general que había de empezar sus reuniones el 3 de abril de
1139 en la basílica Laterana de Roma. Casi mil prelados, arzobispos,
obispos y abades respondieron a su llamamiento. El abad de ClairVaux
no estaba allí, lo que indudablemente defraudó a muchos. Él no habría
acudido sin una orden especial, y el Papa tenía motivos para no recla­
mar su presencia en este segundo concilio general lateranense : el que
había sido la luz y el oráculo de los concilios de Etampes, Reims y
Pisa sería sólo un obstáculo aquí.

Bernardo reconviene al Papa

Parece que se dio por descontado que Inocencio, satisfecho del


arrepentimiento de los partidarios del antipapa, proclamaría una am­
nistía para lo pasado, echando de esta manera los cimientos de una
paz duradera: en verdad, muchos creían, Bernardo entre ellos, que ya
lo había hecho virtualmente. Pero esta esperanza iba a quedar defrau­
dada. Ante el asombro de todos y la consternación de no pocos, el
Pontífice dictó sentencia de destitución contra todos los que habían
sido ordenados, consagrados o ascendidos a cualquier rango o digni­
dad eclesiástica por Anacleto o por Gerardo de Angulema, sin excep­
tuar a los que libremente y en los primeros momentos habían renun­
ciado al cisma. Y lo que fue todavía más asombroso, ordenó a los
miembros del concilio que habían favorecido al antipapa, incluido el
cardenal Pedro de Pisa, a quien el santo abad, obrando en nombre
de Inocencio, había dado una garantía de que se le permitiría conser­
var su rango de cardenal, entregar en aquel lugar y en aquel mo­
mento sus cruces, anillos y todas las demás insignias del rango car­
denalicio y episcopal \ Hay que agradecer que Bernardo no fuese

1 El cronista de Morigny (cfr. Baronius, Anal. Ecl. ab an. 1139, n. 7) nos


ha dejado una descripción gráfica de este penoso accidente. Después de hablar en
los términos más crudos del infortunado Anacleto, Inocencio continuó así:
“Puesto que sus actos están viciados por su propia indignidad, anulo todo lo
que él ha establecido; depongo. a todos los que él ha elevado; suspendo y
degrado a todos los que él ha consagrado. Además, a todos a quienes Gerardo
de Angulema ha elevado al servicio del altar, les prohíbo por mi apostólica

346
SAN BERNARDO

testigo de esta, desgraciada escena. Al enterarse de ella, el santo abad


experimentó la más profunda angustia. El ex cardenal Pedro le diri­
gió inmediatamente una carta llena de amargos reproches, acusándole
al santo de traicionar a los que habían confiado en él y de violar su
palabra solemne.
Agobiado por la pena, el santo cogió la pluma y escribió reconvi­
niendo a Inocencio, pero no tuvo contestación. Luego, le volvió a es­
cribir de esta manera: “¿A quién pediré justicia contra vos? Si
hubiese un juez ante quien pudieseis ser citado, tened la seguridad de
que ahora os daría lo que merecéis. Hablo como un hombre que
se halla turbado por la tristeza. Tengo desde luego el tribunal de
Cristo. Pero Dios no quiera que tenga que acusaros ante ese tribunal.
Preferiría defenderos ante él con todas mis fuerzas y responder por
vos de acuerdo con vuestra necesidad y según mi capacidad. Por
consiguiente, no recurriré a Cristo pidiendo justicia, sino al que ha sido
nombrado juez de todos los asuntos terrenales, es decir, a vos mismo.
Os cito ante vuestro propio tribunal. Vos tenéis que obrar como juez
entre Inocencio y yo.
”¿Por qué, pregunto, ha merecido este hijo vuestro un trato tan
malo de vuestra paternidad hasta el punto de que habéis tenido a bien
marcarle y estigmatizarle con el nombre y el sello de traidor? ¿No os
dignasteis nombrarme vicario vuestro cuando se trató de reconciliar
al cardenal Pedro de Pisa si Dios garantizaba su rescate del sucio lodo
del cisma por mi mediación? Si vos negáis esto, puedo probarlo por
tantos testigos como eclesiásticos teníais en vuestra corte en aquella
época. Y después de su reconciliación, ¿no fue admitido Pedro, de
acuerdo con vuestra palabra, al rango y al honor que le correspon­
dían? Entonces, ¿quién ha sido el que con sus consejos, o más bien
con sus malas artes, os ha convencido para retirar el perdón otorgado
y para ‘anular las palabras que salieron de vuestra boca’? (Ps 88, 35).
"Hablo así, no por criticar vuestra severidad apostólica y vuestro
celo ardiente y divinamente inflamado contra los cismáticos, el cual

autoridad ejercer sus órdenes o ascender jamás a un grado más elevado."


“Habiendo dicho esto—añade el cronista—, llamándoles por su nombre a los
que entonces eran cismáticos y que ahora estaban presentes, y amontonando
reproches contra ellos, les arrebató violentamente los báculos de las manos
y . arrancó de sus hombros los palios pontificales. Además, de un modo impla­
cable, les quitó incluso los anillos que simbolizaban sus esponsales espirituales
con la Iglesia.”
No hay duda que Inocencio siguió esta cruel conducta bajo la influencia
de ciertos cardenales para quienes era muy duro reunirse en pie de igualdad
con los que debían su elevación al antipapa. Lo peor de todo fue la ruptura
de la promesa hecha a Bernardo, de la cual el santo abad tan amargamente
se queja. Es imposible suponer que el Pontífice no estaba enterado de la
promesa de amnistía dada en su nombre a Pedro Pisanus, o que la desaprobaba.

347
AILBE J. LUDDY

como ‘un viento huracanado hace pedazos los barcos de Tharsis’


(Ps 47, 8), sí, y que, como Phinas, mata a los tranagresores de acuerdo
con lo que está escrito: ‘¿No he odiado, oh, Señor, a los que te
odiaban y no me he consumido por culpa de tus enemigos?’
(Ps 138, 21). Pero cuando hay alguna diferencia en la culpa, no debe
ser igual el castigo; el que oportunamente abandonó su pecado no
merece el mismo castigo que quien esperó hasta que fue abandonado
por su pecado; es decir, quien sólo se sometió cuando se hizo impo­
sible la resistencia.
”Os suplico, por el amor del que no se salvó a Sí mismo a fin
de salvamos a nosotros pecadores, que hagáis desaparecer este motivo
que me induce a reprocharos y que cuidéis de vuestra propia repu­
tación. Esta es la segunda vez que os he escrito sobre el mismo asunto,
pero hasta ahora no he recibido contestación y tengo que suponer
que mi primera carta no llegó a su destino.”
No sabemos si el Papa recibió la primera carta. Los historiadores
no están de acuerdo en cuanto al resultado de la intercesión de Ber­
nardo. Algunos dicen que se le reconocieron de nuevo sus dignidades
al cardenal Pedro en un breve plazo, pero otros opinan que vivió en
desgracia hasta el pontificado de Celestino II en 1143. Esta última
opinión es con mucho la más probable. Existen también razones fun­
dadas para creer que el Pontífice se dio por ofendido por la temeri­
dad del lenguaje de Bernardo. Es cierto en todo caso que desde este
momento en adelante las relaciones entre los dos hombres fueron, si no
tirantes, por lo menos no tan cordiales como solían ser, claro es por
parte de Inocencio, pues el santo continuó dirigiéndose a él en la acos­
tumbrada forma familiar en la que el afecto y la reverencia luchaban
siempre por la primacía.

Una mirada a Clairvaux: carta


de Pedro de Roya

Quizá convenga que nos detengamos aquí en nuestra narración


para echar una mirada a esa ciudad de Dios que transformó el Valle
del Ajenjo en el Valle de la Gloria, donde setecientos religiosos procu­
raban emular las vidas de los bienaventurados espíritus del paraíso:
“Hombres cuyas vidas se deslizaban como ríos que riegan los bos­
ques, oscurecidos por las sombras de la tierra, pero reflejando una ima­
gen de los cielos.”
Sin embargo, no quisiéramos llamar la atención sobre los aspectos
externos de su existencia, sobre la ininterrumpida y visible rutina de

348
SAN BERNARDO

oraciones, trabajo y estudio: para enterarse de ello basta con examinar


la santa regla de San Benito. Quisiéramos saber cuáles eran la dis­
posición y sentimientos interiores, la mentalidad de aquellos monjes
medievales que se esforzaban por conseguir la santidad. ¿Eran aque­
llos monjes una multitud de seres mortales desilusionados, demasiado
orgullosos para reconocer que se habían equivocado y obstinados ter­
camente en seguir, a toda costa, ocultando un corazón irritado y un
espíritu rebelde bajo la máscara del decoro religioso? ¿O eran las
víctimas sin esperanza del remordimiento, que intentaban cubrir la
suciedad de su conciencia con las hojas de higuera de las observan­
cias monásticas? ¿O eran ellos hombres de carácter débil, “negaciones
pálidas y exangües de la personalidad”, moldeados en una mortal
uniformidad bajo la acción de la rutina; muñecos piadosos, obedien­
tes por falta de energía para resistir? Parece que muchos escritores
protestantes suponen que todos los monjes que no son rematados im­
postores pertenecen a una u otra de estas categorías. Les parece algo
imposible un alegre servicio de Dios bajo la carta de los votos y
reglas religiosos, pues, como observa San Bernardo, esas personas ven
claramente la cruz, pero no pueden ver la unción que la endulza. Esta
unción de santa alegría, con paz en la mente y tranquilidad en la con­
ciencia, ha sido prometida cien veces en esta vida a los que dejan
todas las cosas por causa de Cristo. Entonces podemos tener la segu­
ridad de que, aun sin su testimonio explícito, los monjes de Clairvaux
eran una familia feliz. Su dura vida de severa penitencia y continua
oración no parecía demasiado dura a las almas inflamadas en el amor
de Dios y ocupadas siempre con el recuerdo de la amarga pasión de
su Señor, ni un precio demasiado elevado por la felicidad eterna del
cielo. Podemos también estar seguros de que eran hombres de carác­
ter, que nada puede desarrollar mejor que una vida de oposición
constante a los instintos naturales. No hay vida tan agotadoramente
activa como una vida de obediencia religiosa. Pero aunque no es
necesario, conviene tener el testimonio de un testigo digno de crédito,
que da fe de lo que él mismo ha experimentado y que no tiene ningún
motivo para falsear la verdad. La Providencia ha sido particularmente
amable a este respecto, conservando para nosotros una carta escrita
por uno de los novicios de Bernardo, Pedro de Roya, a un amigo
seglar, la cual nos da toda la información que requerimos. Es un
documento curioso, que contiene una gran cantidad de auto-revelación
y nos permite adivinar los pensamientos y sentimientos de las silen­
ciosas almas que San Bernardo conducía al cielo. Está dirigida “a su
amado C., preboste de la iglesia de Noyón, del hermano Pedro, por

349
AILBE J. LUDDY

la misericordia de Dios novicio de Clairvaux”. El escritor es eviden­


temente un joven de gran cultura, capaz de expresarse con gracia y
soltura.
“Es usual entre amigos—empieza—que están unidos por la cari­
dad de Cristo, pero separados por la distancia, al no poderse reunir
y hablar cara a cara, conservar por lo menos un recuerdo recíproco
constante y amable en el Señor y conversar juntos por medio de
los afectos del corazón, interesándose el uno por el otro con el len­
guaje silencioso, pero tierno del pensamiento, y rogando el uno por el
otro a Dios con las súplicas más vehementes. De acuerdo con esta
ley de amor, tú, a veces, a menos que esté equivocado, preguntas por
mí en el recinto sagrado de tu corazón, te preguntas cuáles serán mis
sentimientos y emociones actuales, cuál es el estado de mi alma y
de mi cuerpo, cuáles los objetos de mis pensamientos y deseos. Y.
quizá, llevado por la amistad, temes que la carga de la vida que he
adoptado resulte demasiado pesada para unos hombros como los
míos, que como sabes son pequeños y delicados. Querido amigo mu­
chos ‘han temblado de temor donde no había temor alguno’ (Ps 13, 5).
Pero tú que me amas en Jesucristo no tienes que sentir ninguna falsa
alarma. Sean cuales fueren las asperezas que soporto, ellas proceden
del Señor, cuyo yugo es dulce y cuya carga es ligera. Te aseguro que
no tengo palabras bastantes para contarte los innumerables ejemplos
de virtud que presencio diariamente en este lugar sagrado; sin embar­
go, para calmar tu corazón con respecto a mi actual disposición y
estado de ánimo, me esforzaré por decirte algo acerca de Clairvaux,
acerca de los pobres de Cristo que moran aquí y acerca de la forma
de vida que llevan estos santos religiosos cuyas virtudes deseo imitar
con toda mi alma.
”Pero en primer lugar te describiré con cierta extensión la forma
en que yo vivía anteriormente en el mundo. Quiero que fijes una
atención particular en esto para tu provecho, porque te mostrará los
numerosos y terribles peligros de que he sido rescatado por mi mise­
ricordioso Salvador y te inclinarás a glorificar al que nunca expulsa
a ningún pecador, por degradado que sea, que se acerca contrito
a sus pies (loh 6, 37).”
A continuación viene una confesión general hecha en un lenguaje
enérgico y muy franco. Pedro había llevado una vida fácil y lujosa
que, teniendo en cuenta su piadosa exageración, podíamos decir que
fue más mundana que perversa. El recuerdo de la muerte y del juicio
nunca se apartó mucho de su conciencia y le perseguía incluso en
medio de sus diversiones frívolas. Cuando se sentaba a la mesa del

350
SAN BERNARDO

banquete, parecía que le susurraba una voz al oído de su alma : “Pe­


dro, todo este oro y plata y todo lo demás que ves y que tanto te
deleita pertenecen al mundo; Por consiguiente, llegará un momento
en que dejarán de existir, pués ‘el mundo y su concupiscencia fene­
cieron’ (1 loh 2, 17). Pero tú, Pedro, ¿dónde estarás entonces? Ahora
eres un ‘enemigo de la cruz de Cristo’ (Phil 3, 18), la cual, no lo
dudes, es el único objeto en que los cristianos deberían gloriarse,
mientras que tú has puesto tu corazón sobre cosas mundanas que
están pereciendo diariamente delante de nuestra vista. Recuerda que
el hombre ‘cuando muera no se llevará nada, ni su fama descenderá
con él’ (Ps 48, 18). Por tanto, ese vil cuerpo, cuyo cuidado te hace
ahora olvidar a tu alma y a tu Dios, será abandonado a los gusanos
y a la podredumbre. Y cuando dejes tu cuerpo, y no sabes cuándo lo
dejarás, ¿adonde irás? ¿Con quién te encontrarás? ¿Qué contestarás?
¿Dónde morarás hasta la reunión con tu cuerpo? ¡Ay!, piensa en esa
resurrección a la vida y a la felicidad, o a la muerte y el dolor, y
piensa que tanto la una como la otra son eternas.” La gracia de Dios
triunfó por fin de las seducciones del mundo. “El Padre de miseri­
cordia se compadeció de mi alma y me llevó a su Hijo (loh 6, 44).
Entonces ya ves cuánto bien ha hecho Dios por mí, alejándome mise­
ricordiosamente de los ríos de Babilonia y trayéndome con mayor mi­
sericordia todavía a las fuentes del Salvador (Is 12, 3) en esta abadía
de Clairvaux.
”Es verdad que físicamente Clairvaux está situado en un valle, pero
espiritualmente ‘sus cimientos están en las montañas sagradas’, y ‘el
Señor ama sus puertas más que todos los tabernáculos de Jacob’
(Ps 86, 1-2). ‘Se dicen cosas gloriosas de ti, oh, ciudad de Dios’ (Ps 86, 3),
porque en ti el que Él sólo es grande y maravilloso obra cosas grandes
y maravillosas. Pues aquí ‘los transgresores regresan al corazón’
(Is 46, 8); y aunque su ‘hombre exterior está corrompido, el hombre
interior se renueva día por día’ (2 Cor 4, 16), es decir, ‘ellos se con­
vierten en un hombre nuevo que, según Dios, es creado en justicia’
(Eph 4, 24). Aquí los orgullosos se vuelven humildes, los ricos pobres,
a los pobres se les predica el Evangelio y la oscuridad de los peca­
dores se convierte en luz del Señor. En este hogar feliz se halla reunida
una vasta multitud de bienaventurados pobres. de todas las regiones
y de las naciones de los confines de la tierra, de forma que se podría
decir: ‘Mira, los extranjeros y Tiro y el pueblo de los etíopes, todos
ellos están aquí’ (Ps 86, 4). Sin embargo, todos tienen solamente un
corazón y un alma. Es en verdad ‘la morada de todos los que se
regocijan’ (Ps 86, 7), y se regocijan, no con una alegría falsa, sino

351
AILBE J. LUDDY

con una alegría verdadera y firme. Pues ellos tienen la esperanza


segura de la alegría eterna en el cielo, la cual ha empezado ya para
ellos aquí en Clairvaux. Aquí han encontrado una escala de Jacob
en la que los ángeles ascienden y descienden: descienden para aten­
der a sus necesidades corporales de forma que no desfallezcan en el
camino, ascienden para dirigir su alma a la cima de la perfección
religiosa.
"Cuanto más diligentemente estudio su vida día por día, más ple­
namente me convenzo de que estos maestros en la pobreza evangélica
son en todo amantes y seguidores perfectos de Cristo y verdaderos
siervos de Dios. El verlos en la oración hablando al Señor en espíritu
y con verdad, con una piedad y un fervor tan grandes en sus palabras
y con tanta humildad en su conducta, bastaría para convencer a cual­
quiera que ellos son amigos queridos e íntimos de la Divina Majestad.
Pero cuando están ocupados más públicamente en alabar a Dios con
sus salmodias en las horas canónicas es cuando por encima de todo
se revelan ese fervor y esa devoción de sus mentes por medio de sus
posturas corporales, que recuerdan el santo temor y la santa reve­
rencia ; mientras que la lenta pronunciación de las sílabas y su manera
de cantar los salmos evidencian que las palabras de Dios son para su
paladar más dulces que la miel (Ps 118, 103). Cuando les veo cantando
las divinas alabanzas con tanta asiduidad y devoción en los diversos
oficios diurnos y en las vigilias nocturnas desde poco después de
medianoche hasta el amanecer, con un corto intervalo solamente, me
parecen ‘poco menos que ángeles’ (Ps 8, 6), pero mucho más que hom­
bres. Seguramente esta atención siempre renovada, constante y persis­
tente hacia la obra de Dios, este fervor y devoción extraordinario, no
se pueden atribuir a la mera naturaleza humana, sino a la gracia del
Espíritu Santo. En sus lecturas espirituales parecen beber suave, pero
abundantemente las aguas de Siloé que fluyen silenciosamente y que
‘brotan y ascienden hasta la vida eterna’. Se desprende de su mismo
aspecto y conducta que son todos discípulos de un Maestro que ins­
truye sus corazones y les dice: ‘Oye, oh, Israel, y permanece en silen­
cio’ (Eccli 32, 9), pues ellos mantienen su paz a fin de oír y progresar
en sabiduría, de acuerdo con lo que está escrito: ‘Un hombre sabio
oirá y será más sabio’ (Prv 1, 5).
”Mi querido amigo, es imposible describir la impresión producida
en la mente por la contemplación de estos hombres cuando están tra­
bajando o cuando van o vienen al lugar de sus trabajos. Por todas
partes se puede ver que ellos son conducidos, no por su propio espí­
ritu, sino por el Espíritu de Dios. Pues ellos realizan todas las cosas

352
SAN BERNARDO

con tal tranquilidad espiritual, tal inalterable serenidad de expresión,


tal bello y edificante orden que, aunque trabajan de firme, parecen
en cierto modo estar siempre descansando y no muestran nunca señales
de fatiga por muy pesada que sea su tarea. Esto demuestra que tienen
dentro de ellos el santo Espíritu de Dios, que ‘dispone todas las cosas
dulcemente’ (Sap 8, 1), en quien encuentran reposo y descanso incluso
cuando trabajan externamente. Algunos de estos pobres evangélicos,
según me han informado, pertenecen al episcopado, otros desempe­
ñaban el cargo de magistrados civiles u otro igualmente honorable,
muchos se han distinguido por su erudición y muchos por la nobleza
de su nacimiento. Pero ahora, a través de la gracia de Dios, todas
estas distinciones están completamente olvidadas. Cuanto más elevado
ha sido uno de ellos en el mundo, más se humilla aquí, considerándose
el último de la comunidad. Cuando les veo trabajar en el jardín con
la azada, en los prados con la horca y el rastrillo, en los campos de
trigo con la hoz, en los bosques con el hacha y en otros lugares con
sus diversas herramientas de trabajo y cuando considero lo que ellos
han sido y comparo su anterior posición con su pobreza y abyección
presente, juzgando por la impresión de la vista, diría que son una
multitud alocada que han renunciado a usar el habla y la inteligencia
y que son además ‘el desecho de los hombres y los proscritos del
pueblo’ (Ps 21, 7); pero un testigo interior y más digno de confianza
me asegura que su ‘vida está escondida con Cristo en Dios’ (Col 3, 3).
"Entre ellos me alegra contemplar a Geofredo de Peronne, Rai-
naldo de Morigny, G. de Saint-Omer y Valterio de Lille. Todos más
jóvenes en malicia que yo mismo y conocidos por mí cuando eran ‘el
hombre de antes’ (Col 2, 9), del cual, por la gracia de Dios, no es
visible ni el menor vestigio. En aquellos hombres de antes, los conocí
como hombres de corazón orgulloso y aspecto altivo, que les gustaba
‘intervenir en grandes asuntos y en cosas maravillosas que estaban por
encima de ellos’ (Ps 130, 1); pero ahora los veo ‘más humildes bajo
la poderosa—pero misericordiosa—mano de Dios’ (1 Pet 5, 6), ocu­
pándose en asuntos bajos y en cosas maravillosas que están por debajo
de ellosz.
Antiguamente ellos eran ‘sepulcros blanqueados con una bella apa­
riencia exteriormente, pero llenos por dentro de huesos de muerto y
de toda suciedad’ (Mt 23, 27); ahora son, según creo, ‘vasos de elec­
ción’ (Act 9, 15), que son despreciables acaso en su exterior, pero que

2 El príncipe Enrique, hermano de Luis el Joven, desempeñó el cargo


de cocinero de la comunidad de Clairvaux, mientras que Bernardo de Pisa,
el futuro Pontífice, estaba encargado de la estufa de la sala común.

353
s. BERNARDO.—23
AILBE J. LUDDY

por dentro están Henos dé especias celestiales de la más dulce fragáncia.


Cuando les ves dirigirse a su trabajo acostumbrado, o volver del mis­
mo, caminando uno tras otro con paso grave y modesto, en orden
de batalla, por así decirlo, y equipados con las armas de la paz y la
humildad, no puedes dejar de pensar que los ángeles de Dios se delei­
tan con esta procesión de pecadores convertidos recientemente a Cristo
desde la oscuridad del pecado y exclamar con alegre admiración:
‘¿Quiénes son éstos que avanzan como el alborear de la mañana, que
son tan bellos como la luna, tan brillantes como el sol, tan terribles
como un ejército en orden de batalla?’ (Cant 6, 9). Este espectáculo
obliga al demonio a huir lleno de confusión y profundamente ofendido
por la pérdida de tantas almas para su reino. Se arma contra ellas
con mayor malicia y procura compensar su fracaso en mantenerlas
enredadas en los placeres mundanos por medio de fieras persecuciones
y sutiles ataques a su paz de espíritu. Pero todos sus esfuerzos están
condenados a terminar en una desilusión. Pues estos hombres han
hecho, en verdad, del Altísimo su refugio (Ps 90, 9) y de Ja cruz de
Cristo, que abrazan con amor y llevan con constancia, su única
esperanza.
”En fin, mi querido amigo, ¿qué impresión te figuras que haría en
tu mente presenciar la modestia y la templanza de estos santos monjes
en sus comidas, si se te permitiera presenciarlas? Su recogimiento y
piedad bastarían para satisfacerte de que son en verdad lo que pare­
cen ser, hombres llenos de virtud y de temor de Dios. No creo que el
Divino Maestro vea nada que Él desapruebe en su frugal comida,
ni que aun el hombre pueda encontrar algo que criticar. Ellos escu­
chan con la mayor ansiedad la palabra de Dios, que es su principal
comida y de la cual tienen siempre gran apetito, mientras que utilizan
parvamente esos otros dones de Dios que les ponen delante, dones que
no son muy apetitosos ni delicados, simples garbanzos o legumbres,
fruto de su propio trabajo. Beben un brebaje hecho de jugo de hier­
bas cuando lo tienen, de lo contrario se contentan con agua fresca.
El vino lo tocan raramente y aun entonces muy diluido. Así ellos
hacen provisión de víveres, no para el placer, sino para la necesidad
del cuerpo, sabiendo que ‘el reino de Dios no es la comida y la bebida,
sino la justicia, la paz y la alegría en el Espíritu Santo’ (Rom 14, 17).
Estas son las cosas que atraen toda su atención y todos sus deseos.
"Toda su vida está regulada y dirigida por la obediencia, cuya guía
sigue tan fielmente en todas las cosas que ni un solo momento del
día o de la noche está exento de su influencia. De aquí que esté fir­
memente persuadido de que, dejando a un lado sus acciones más im­

354
SAN BERNARDO

portantes, a cada paso que da y a cada movimiento de sus manos


en el trabajo que le ordenan merece bien el perdón de sus pecados
o un aumento de gloria eterna. Pero si alguna vez comete por ca­
sualidad alguna falta—lo cual es en verdad inevitable mientras viva
en la frágil carne humana—aunque ‘caiga no se lastima, pues el
Señor pone su mano debajo de él’ (Ps 36, 24).
"Ahora ya tienes el corto relato de los pobres monjes de Clairvaux
que te prometí al principio de esta carta. He omitido los rasgos más no­
bles y admirables de su vida, consciente de mi evidente incapacidad
para describirlos. Lo que te he dicho tiene que bastar por ahora. Es mi
ardiente deseo asociarme con estos siervos de Dios tanto en cuerpo
como en espíritu, a fin de que, ayudado por sus oraciones, tenga fuerza
para cumplir una penitencia digna y poder decir con confianza: ‘Oh,
Señor, a Ti he huido; líbrame de mis enemigos. Enséñame a hacer tu
voluntad, pues Tú eres mi Dios’ (Ps 142, 9-10); ‘A Ti, oh, Señor, he
levantado mi alma, en Ti he puesto mi confianza, Dios mío, no per­
mitas que sea turbado’ (Ps 24, 1-2).
"Todavía estoy sometido a prueba y, por la gracia de Dios, estoy
adquiriendo el conocimiento de la regla, costumbres y espíritu de la
Orden. Adiós.
"Posdata: Dios mediante, profesaré y recibiré el hábito el primer
domingo después de la Ascensión, lo que ojalá quiera Jesucristo en
su bondad que ocurra mediante los méritos de su Santa Madre y de
vuestras piadosas oraciones. Otra vez adiós. Recuerda las últimas
cosas y cuida de tu alma.”

355
CAPITULO XXV

LA PRISION DEL PAPA

Sermones sobre el salmo XC

Durante la época de Cuaresma de 1139, Bernardo interrumpió sus


discursos sobre el Cantar de los Cantares para pronunciar una serie
de sermones sobre el salmo XC, que se recita diariamente en el oficio
de Completas y se usa mucho en todos los servicios litúrgicos de esta
época. La serie contiene diecisiete homilías, una por cada verso del
salmo. Los temas tratados son los que sugieren sus inspiradas pala­
bras : La providencia especial que gobierna a los elegidos, los ángeles
santos y su cargo como guardianes nuestros, los demonios y sus ardi­
des, las alegrías de los bienaventurados y los tormentos de los conde­
nados. No hay que decir que tanto por el fondo como por la forma
estos sermones, o más bien estas conferencias, son un modelo en su
género. Llevan este bello prólogo:
“Amadísimos hermanos, cuando pienso en vuestros trabajos y su­
frimientos, mi corazón se anega de compasión. Intento buscar algo
que os consuele y entonces surgen espontáneamente los consuelos
terrenales. Pero luego pienso que estos consuelos, lejos de ayudaros,
os ocasionarían un daño incalculable. Pues incluso una pequeña sus­
tracción de la simiente significa una disminución no pequeña en la
cosecha; y la cruel amabilidad que os haría descansar de vuestros
trabajos penitenciales os robaría a la vez y poco a poco las gemas de

356
1 SAN BERNARDO

vuestra corona. Por consiguiente, ¿qué debo hacer? ¿Dónde encon­


traré la sabrosa comida del profeta? Pues sin este aderezo ‘está la
muerte en la vasija’ de vuestra penitencia (2 Reg 4, 38-41). A vosotros
‘os están matando’, amadísimos hermanos, ‘durante todo el día’
(Ps 43, 22). ‘Con el trabajo y el dolor y las muchas vigilias y el hambre
y la sed y los frecuentes ayunos... además de esas cosas que están’
dentro, es decir, el pesar de corazón y una multitud de tentaciones
(2 Cor 11, 27-28). Os están matando en verdad, hermanos míos, pero
por causa del que fue muerto por vosotros. Y si ‘los sufrimientos de
Cristo abundan en vosotros, también hará Cristo que abunde vuestro
consuelo’ (2 Cor 1, 5) y vuestros corazones que rehúsan todos los
demás consuelos se ‘deleitarán en el Señor’ (Ps 36, 4). Pues incluso los
mismos sufrimientos que padecemos por Él se convierten a través de
su amor en una fuente de consuelo. ¿No es cierto que la carga de
vuestras tribulaciones va más allá de lo que es costumbre en los mon­
jes, más allá del poder de la naturaleza o de la fuerza humana? Por
consiguiente, se tiene que llevar no por vosotros, sino por Otro,
indudablemente por Aquel que, según el apóstol, ‘sostiene todas las
cosas por la palabra de su poder’ (Heb 1, 3). ¿Y no es muerto así el
enemigo con su propia espada, cuando el mismo peso de tristeza con
que acostumbra a tentarnos se convierte en el medio de vencer su
tentación dándonos la seguridad infalible de la proximidad de Dios?
Pues ¿qué tenemos que temer mientras esté con nosotros el que ‘sos­
tiene todas las cosas?’ ‘El Señor es el Protector de mi vida’, canta
el Salmista, ‘¿de quién he de tener miedo? Pues aunque tuviera que
caminar en medio de las sombras de la muerte no temería ningún mal,
pues Tú estás conmigo’ (Ps 22, 4). ¿Qué es lo que sostiene toda la
masa de esta pesada tierra? ¿En qué descansa el universo entero?
Y si hay alguien que sirve de fundamento a todos los demás, ¿por qué
es sostenido? Seguramente nada más que por la Palabra de poder que
‘sostiene todas las cosas’. Pues ‘por la Palabra del Señor se estable­
cieron los cielos y todo el poder de ellos por el Espíritu de su boca’
(Ps 32, 6).
”Por eso, a fin de que encontréis algún consuelo en las palabras
del Señor, durante estos días particularmente en que vuestros trabajos
y privaciones (como es justo) son algo más severos que de costumbre,
no estará de más, según creo, explicaros algo adecuado de la Sagrada
Escritura. En verdad, se me ha pedido que haga esto por varios de
vosotros. Y me parece que debería escoger ese salmo particular que
Satanás utilizó para tentar al Señor, a fin de que las mismas palabras
que el maligno intentó emplear en su provecho se conviertan para

357
AILBE J. LUDDY

nosotros en un medio de destruir su poder. Aquí quisiera recordaros


que es manifiestamente un imitador del enemigo de las almas quien­
quiera que haga un uso no sagrado de cualquier parte de la Sagrada
Escritura, quienquiera que quisiese ‘transformar la palabra de Dios en
injusticia’ (Rom 1, 18), como se ve frecuentemente que hacen muchos.
Poneros en guardia contra éstos, amadísimos hermanos, poneros en
guardia, repito, porque es obra del demonio, y todos los que partici­
pen en ella demuestran, por este motivo, que le pertenecen retorciendo
para su desgracia lo que se escribió para su salvación. Pero no
insistiré por más tiempo sobre este tema: creo que basta el haberlo
tocado brevemente. Permitidme ahora, con la ayuda del Señor, intentar
un estudio y una exposición del salmo que he elegido.”

El papa Inocencio, cautivo

Si Bernardo hubiera sido un hombre rencoroso se habría alegrado


de un acontecimiento que ocurrió en el verano de este año 1139. Pero
siendo un santo, le llenó de tristeza. Gracias a su celo infatigable no
quedaban del cisma más que algunas consecuencias. Pero el hombre
que lo había utilizado como un medio de favorecer su ambición, el
temible Roger, no había sido convencido todavía y continuaba siendo
un enemigo de la Iglesia. A la renovación de la excomunión dictada
contra él por el Concilio Lateranense replicó iniciando otra campaña
en Italia. Tenía todas las probabilidades de éxito, porque la muerte
había eliminado sus más importantes adversarios, el emperador Lotario
y el duque Rainulfo. El conde Roberto de Capua, acompañado por
el papa Inocencio y toda su corte, marchó contra él con un ejército
bien equipado. La guerra fue breve, pero sangrienta. El 22 de julio
el ejército del conde Roberto fue sitiado y obligado a entregarse a
discreción. El conde consiguió escapar, pero el Papa y los cardenales
cayeron en manos de Roger. Sería difícil imaginarse una victoria más
completa. El vencedor podía dictar sus condiciones y sus condiciones
fueron estas: tenía que ser liberado inmediatamente de la excomunión
que tantas veces se había dictado contra él; habría que reconocerle
su título de rey de Sicilia y tendrían que anexionarse a sus dominios
los ducados de Apulia y Capua. Inocencio protestó contra la injusticia
de estas exigencias, pero en vano. Ahora no tenía a Bernardo para
enfrentarse contra el tirano y suavizarle con su dulzura o someterle
por la fuerza de su carácter. Así que se vio obligado a claudicar.
Tuvo que consentir la anexión de todo el territorio perteneciente a

358
SAN BERNARDO.

sus fieles aliados, el conde Roberto y el difunto duque Rainulfo, muerto


recientemente. No menos ofendido por este desgraciado tratado fue el
emperador Conrado, porque como dijo Bernardo: “Quienquiera que
se haga rey de Sicilia habla contra el César.”
Conrado expresó sus quejas en una carta dirigida al santo abad.
La contestación del santo es cauta: su posición entre el Papa y el
emperador exigía el máximo tacto. “He recibido la carta y los saludos
de vuestra majestad con una alegría proporcionada a mis pocos mere­
cimientos para tal honor. Pues soy uno de los últimos hombres, en
mérito quiero decir, no en devoción, a vuestra real persona. Los
pesares de vuestra majestad son míos, especialmente vuestra queja res­
pecto de la invasión de vuestro imperio (es decir, respecto del reco­
nocimiento de la pretensión de Roger al reino de Sicilia). Siempre he
defendido con todo mi corazón el honor de vuestra corona y la inte­
gridad de vuestro imperio y no tengo ninguna simpatía por los adver­
sarios de cualquiera de ellos. Pues tengo presente lo que está escrito:
‘Que toda alma esté sujeta a los poderes superiores’ y también: ‘El
que resiste al poder, resiste las órdenes de Dios’ (Rom 13, 1-2). Deseo
amonestaros con el mayor interés para que vos también observéis este
precepto mostrando debida reverencia a la Sede Apostólica y al Vi­
cario de San Pedro, de la misma manera que vos querréis que vuestros
súbditos os rindan la debida reverencia. Hay algunas cuestiones que
no estimo prudente tratarlas por escrito: se podrán discutir con más
seguridad cuando nos veamos.”

Bernardo censura al arzobispo de Sens

Enrique, arzobispo de Sens, era una fuente constante de pre­


ocupación para el santo, que le amaba como a uno de sus hijos espi­
rituales y que, sin embargo, no podía mantenerle alejado de conflictos.
No obstante, la ingratitud no se encontraba en la larga lista de defectos
de Enrique. Siempre conservó su afecto reverente hacia el santo abad
y no se negó nunca a escuchar su voz. En dos ocasiones Bernardo le
reconvino con éxito por el trato que daba a los monjes de Molesme,
por los cuales el inquieto prelado no parecía sentir mucho amor. En
1136 fue suspendido de sus funciones por el papa Inocencio debido a
alguna mala acción. Pero pronto le devolvieron todas sus prerrogativas,
probablemente a petición de Bernardo. En 1139 se había puesto de
nuevo en una situación peligrosa al destituir injustamente a su arce­
diano. Al oír esto el santo le envió este duro reproche. “Muchas veces

359
AILBE J. LUDDY

he pensado escribiros por vuestro propio interés respecto de muchos


asuntos, pero decidí no hacerlo debido a vuestra detestable precipi­
tación. Pero la caridad prevalecerá siempre. Quiero retener para vos
a vuestros amigos y vos no os dignáis ayudarme; quiero reconciliaros
con vuestros enemigos y vuestro orgullo no lo consiente. No tenéis el
menor deseo de paz. Parece que estáis haciendo todo lo que está en
vuestra mano para atraer los disgustos sobre vos y además la confusión
e incluso la destitución. Estáis multiplicando el número de vuestros
acusadores mientras que os estáis enajenando la amistad de vuestros
defensores. Con nuevas faltas estáis reviviendo contra vos viejas
quejas hace tiempo olvidadas. Vuestros partidarios son insultados por
vos, vuestros adversarios provocados. Vuestra santa voluntad es vues­
tra única regla de conducta. Vuestra autoridad se enfrenta con todo,
pero no tenéis la menor consideración por el temor de Dios. ¿Cuál de
vuestros enemigos no se ríe de vos? ¿Cuál de vuestros amigos no tiene
motivos de queja?
”¿Con qué derecho os habéis atrevido a destituir a un hombre, no
digo inconfeso, sino incluso sin darle la menor oportunidad de defen­
derse? ¡ Oh, qué escándalo tan enorme ha producido este acto vuestro!
¡ A cuántos les ha hecho burlarse y a cuántos corazones ha inflamado!
¿Consideráis que es justicia desterrar del mundo entero, pues a tanto
equivale desterrarlo de vuestro pecho, a un hombre que ha sido des­
tituido de esta forma, lo que equivale a hacerle perder su dignidad?
Pero ¿quizá preferís la satisfacción de quitar lo que habéis otorgado,
a conservar la buena voluntad del beneficiario? Poned fin, os lo ruego,
poned fin a este escándalo que ha producido extrañeza a todo el
mundo sin causar la admiración de nadie
”Temo que os parezca esta carta demasiado atrevida y demasiado
amarga para vuestro gusto, pero si os inspira el propósito de corregir
vuestras faltas, tendréis motivo para agradecerme.”
No sabemos cuál fue el resultado de esta reprimenda, pero no es
ligero indicio en favor del arzobispo el que Bernardo le pudiera enviar
esta carta sin temer perder su amistad. El santo abad tenía el don—un
don muy raro—de corregir de forma que su corrección no provocara
el resentimiento. De esta manera no era sólo un santo sino un forja­
dor de santos. Los que vivían en el mundo v seguían sus orientaciones
(que eran muchísimos) se habían convertido en religiosos en todo
menos en el vestido, y a muchos orgullosos nobles los cambió, como
cambió al conde Teobaldo al que convirtió en humilde seguidor del
humilde Cristo.

360
SAN BERNARDO

SUS RELACIONES CON LAS MONJAS Y


OTRAS MUJERES DEVOTAS

Parece que Bernardo se había mostrado un tanto reacio a encar­


garse de dirección de mujeres, religiosas o no religiosas. Así su
contestación a una carta muy confidencial1 de Santa Hildegarda
dio pocos ánimos a la célebre mística para continuar la correspon­
dencia. “Que el testimonio de algo referente a mi insignificancia—es­
cribe a la santa—difiera tanto del que me ofrece mi conciencia se tiene
que atribuir no a ningún mérito por mi parte, sino a la estupidez de
los demás. Sin embargo, me apresuro a contestar a vuestra cariñosa
carta, tan llena de dulzura y caridad, aunque mis múltiples ocupacio­
nes no me permiten escribiros tan extensamente como desearía. Ante
todo, os felicito por las gracias que habéis recibido de Dios, pero al
mismo tiempo os aconsejo que las consideréis como verdaderas gracias,
es decir, como dones gratuitos y que os esforcéis por corresponder a
ellas con toda humildad y devoción: ‘Dios resiste al orgulloso, pero
da la gracia al humilde’ (lac 4, 6). La humildad y el fervor son las
virtudes a cuya práctica os exhorto y las cuales os recomiendo con
todas mis fuerzas. Pero ¿qué necesidad hay de instruir o aconsejar
a una mujer que tiene al Espíritu Santo como consejero interior y
la ‘unción que enseña todas las cosas’? (1 loh 2, 27). Pues se ha
dicho que os han sido revelados los misterios celestiales y que gracias
a la luz del Espíritu contempláis las verdades que se hallan más allá
del alcance de la inteligencia humana. Por consiguiente, os pido an­
siosa y rendidamente que nos recordéis tanto a mí como a mis her­
manos religiosos en la presencia de Dios. Estando tan íntimamente
unida a Él, vos tenéis el poder, estoy convencido de ello, de benefi­
ciarnos y ayudarnos mucho. Nosotros, por nuestra parte, nos mostra­
remos asiduos en rogar por vos a fin de que podáis afincaros sóli­
damente en la virtud, ser iluminada interiormente y seguir con segu­
ridad el camino que conduce al cielo: a fin de que las que han puesto
su esperanza en Dios no sean tentadas a desesperar por vuestra culpa
sino que, por el contrario, vuestro firme progreso en la gracia que os
ha sido conferida pueda confirmarles en su avance rápido y seguro
hacia la perfección.”

1 Escrita alrededor de 1146. La autora informa al santo abad que lo


había visto en una visión dos años antes como un hombre que, semejanza
a un águila, contemplaba el sol sin deslumbrarse. Sabemos cómo apreciaría
Bernardo los cumplidos de esta clase.

361
AILBE J. LUDDY

¡Pero no dice nada acerca de las experiencias místicas que la


santa monja había sometido a su juicio!
Encontramos solamente otras tres cartas escritas a monjas. La
primera a Sofía, que había renunciado a la riqueza y categoría social
para consagrarse a Dios en la santa religión; contiene varios severos
comentarios sobre la vanidad y el despilfarro de las mujeres de la
alta sociedad. Parece que Sofía había sido una religiosa muy ferviente,
de forma que el santo sólo tuvo que exhortarla a perseverar. De las
otras dos—cuyo nombre desconocemos—no está tan satisfecho. Una
había llevado una vida muy tibia, pero ahora estaba decidida a em­
pezar de nuevo y le escribía pidiéndole consejo. Se lo dio de un
modo que halagaba poco a su amor propio. “Estáis pasando ahora
de la muerte a la vida. Pues hasta este momento, viviendo de acuerdo
con vuestra propia voluntad, no de acuerdo con la voluntad de Dios,
estabais a la vez viva y muerta, muerta para Dios, pero viva para
el mundo. O hablando más correctamente, estabais muerta tanto para
el mundo como para Dios. Deseando vivir una vida mundana bajo
el hábito religioso, expulsasteis a Dios de vuestra voluntad, y al no
poder realizar vuestro propósito de agradar a los hombres, fuisteis
rechazada por el mundo. Así, habiendo repudiado a Dios y habiendo
sido repudiada por el mundo, quedasteis sin ningún amparo. No vivis­
teis para Dios porque no quisisteis, ni para el mundo porque no pudis­
teis.” La otra pertenecía al convento benedictino de Troyes. Contra la
voluntad de sus superioras, ella deseaba abandonar la comunidad y
retirarse a la soledad en busca de una mayor perfección, pero ofrecía
someter su caso al abad de Clairvaux y seguir su consejo. “Acaso
sintáis en esto el ‘celo de Dios—le dice Bernardo—, pero dudo que
ello sea ‘de acuerdo con la razón’ (Rom 10, 2). Me diréis que en la
soledad tendréis mayor seguridad. No lo admito. Cuando hay voluntad
de hacer el mal el desierto ofrece amplias oportunidades. No habrá
nadie que reproche lo que nadie presencia. Y cuando no tenemos el
temor de la reprensión, somos tentados con más fuerza y sucumbimos
con menos temor. Pero en el convento, si deseáis ser buena, no encon­
traréis ningún obstáculo, mientras que si queréis ser mala no lo en­
contraréis tan fácilmente. Pues tan pronto como se comete una falta,
la conoce todo el mundo y sois castigada y obligada a corregirla. Por
el contrario, el bien que realizáis en la comunidad es alabado e imitado
por todas. Así veis, hija mía, que en el convento vuestras buenas
obras dan más gloria a Dios y vuestras faltas son corregidas más rá­
pidamente, puesto que allí tendréis a aquellas a quienes vuestras vir­
tudes edifiquen o vuestros vicios desagraden. Pero para que no os

362
SAN BERNARDO

quede excusa alguna, vos sois bien una de las vírgenes locas o una
de las prudentes (Mt 16, 1). Si lo primero, el convento os es necesario;
si lo segundo, vos sois necesaria al convento. Pues si sois una monja
ferviente y santa, la comunidad que, desde su reciente reforma es
alabada en todas partes, tiene que sufrir una grave difamación con
vuestra marcha. Pero si no sois ni ferviente ni santa, entonces se
dirá que como no pudisteis vivir una vida viciosa entre las monjas
buenas, al no poder soportar esta sujeción habéis ido donde podéis
seguir libremente vuestras inclinaciones. Y habría fundamentos para
esa sospecha, pues antes de la reforma del convento nunca se os oyó
hablar de la soledad. Recordad, os lo ruego, que el desierto es la
morada del lobo de cuyas dentelladas no tienen ninguna oportunidad
de escapar las indefensas ovejitas. Escuchadme, hija mía, escuchad a
un fiel consejero. Santa o pecadora, no tenéis que separaros de vuestra
comunidad, ‘no sea que el lobo os arrebate y no haya nadie que os
libre’ (Ps 49, 22). ¿Sois una santa? Esforzaos con vuestro ejemplo
por ayudar a vuestras hermanas a que lo sean. ¿Sois una pecadora?
Guardaos de añadir pecado tras pecado; haced penitencia donde
estáis, no sea que marchándoos escandalicéis a la comunidad y os
convirtáis en objeto de calumnia.”
Pero había dos damas que vivían en el mundo a quienes él podía
llamar en el sentido más estricto de la palabra hijas espirituales suyas
y a quienes escribió sin reserva, Milisendis2, reina de Jerusalén, y
Ermengarda, duquesa de Bretaña. Los informes que recibía de la pri­
mera no eran siempre favorables; así vemos que se dirige a ella en la
forma siguiente: “Estoy sorprendido de que no me hayáis escrito du­
rante tanto tiempo, ni me hayáis enviado los saludos acostumbrados.
Sin embargo, no puedo olvidar vuestro antiguo afecto, que tantas
veces he puesto a prueba. Siento deciros que han llegado a mis oídos
algunos informes desfavorables respecto a vos. No los he creído del
todo; sin embargo, es una fuente de pesar para mí que esté en
entredicho vuestra reputación, con fundamento o sin él. Mi querido
tío Andrés3, en quien tengo confianza absoluta, me ha hablado mucho
en vuestro favor: que sois amable y tranquila, que os gobernáis tanto
a vos misma como a vuestros súbditos con el consejo de hombres
prudentes, que protegéis a los templarios y los tratáis como amigos,
que con la prudencia que Dios os ha dado habéis tomado medidas

2 Ella era hija de Balduino, segundo rey de Jerusalén, y viuda de Fulk, su


sucesor.
3 Hermano de Aleth; fue en esta época gran maestre de los Caballeros
Templarios.

363
AILBE J. LUDDY

contra los peligros que amenazan a vuestros dominios. Todo ello


parece muy bien en vos, lo mismo como viuda humilde que como
reina gloriosa. Pero no olvidéis el consejo del apóstol de ‘hacer buenas
cosas, no sólo a la vista de Dios, sino también a la vista de todos los
hombres’ (Rom 12, 17); ‘a la vista de Dios’, como viuda; ‘a la vista
de los hombres’, como reina. Recordad que sois una soberana cuyas
virtudes y vicios no permanecen ocultos, sino que están colocados en
un candelabro para que los vean todos (Mt 5, 15). Recordad también
que sois una viuda que, libre de la preocupación de complacer al ma­
rido, debe ahora preocuparse de complacer a Dios solamente (1 Cor 7,
34). Por consiguiente, cuando penséis en vuestra grandeza, pensad tam­
bién en vuestra viudedad, pues, creedme, no podéis ser una buena reina
a menos que seáis una viuda virtuosa... Ahora ya he hecho lo que debía
para renovar nuestra familiar correspondencia y no admitiré ninguna
excusa si vuestras cartas no llegan más frecuentemente en el futuro.”
Las relaciones entre Bernardo y Ermengarda han sido comparadas
a las de San Francisco de Sales y Juana Francisca de Chantal. Por
indicación del santo abad la duquesa se retiró de la vida pública y
vivió apartada dedicándose enteramente a la oración y a las obras de
caridad. Contestando a una carta suya en la que le hablaba ella del
consuelo que encontraba en el servicio de Dios, dice: “La noticia de
vuestra felicidad ha llenado mi alma de delicia. Participo de vuestra
alegría, pues la noticia de vuestro fervor me ha dado nueva fuerza y
valor. Este consuelo que experimentáis no debe nada ni a la carne
ni a la sangre. ¿Cómo podría deberles nada desde el momento en que
habéis cambiado vuestro elevado rango por la humildad, la nobleza
por la oscuridad, las riquezas por la pobreza, habiéndoos privado
incluso de la compañía de vuestro hermano y de vuestro hijo? Por
consiguiente, no puede haber duda de que la alegría nacida en vos
procede del Espíritu de Dios. Concibiendo gracias al espíritu del
temor, habéis, por fin, engendrado el espíritu de salvación, la caridad
que ‘expulsa el temor’ (1 loh 4, 18). ¡Oh, cuán feliz sería si, estando
vos presente, pudiera deciros de viva voz lo que ahora escribo en el
papel! Creedme, detesto estas ocupaciones que me impiden veros más
a menudo y me agradan las oportunidades (¡ ay, demasiado raras!) de
satisfacer el deseo de mi alma.”

364
SAN BERNARDO

San Malaquías visita Clairvaux y Roma

La terminación del año 1139 trajo una nueva influencia y una


nueva dulzura a la vida de nuestro santo. Malaquías O’Morgair,
obispo de Down, Irlanda, cuando se dirigía a Roma a pedir al sobe­
rano Pontífice los palios archiepiscopales para las dos sedes metropo­
litanas de Armargh y Cashel, visitó Clairvaux para ver al hombre
cuya fama llenaba el mundo. Hablando de este primer encuentro con
el que acaso fue el más querido de todos sus queridos amigos, el santo
abad dice (Vita Sancti Malachiae, c. XVI.): “Se me otorgó también
encontrar a Malaquías en este viaje. Hallé alivio en su compañía y
conversación y ‘me deleité (con su amor) como con todas las riquezas’
(Ps 117, 14). Aunque soy pecador, encontré buena acogida a sus ojos
y desde aquel momento hasta su muerte me honró con su amistad.
Tuvo la bondad de apartarse de su camino para visitar Clairvaux.
Cuando vio la comunidad, el contemplarla le llenó de emoción y los
religiosos por su parte no quedaron poco edificados con sus palabras
y conducta. Quedó muy encantado del lugar y sus habitantes. Cuando
por fin nos dijo adiós y reanudó el viaje, nos llevó encerrados en el
mismo centro de su corazón.”
Inocencio recibió al santo obispo con extraordinarias muestras de
honor. Pero antes de mencionar el asunto que le llevaba desde Irlanda,
Malaquías, con lágrimas en los ojos, suplicó al Papa que le concediese
un favor que deseaba de todo corazón: le pidió que le permitiese
renunciar a su sede y pasar el resto de su vida en Clairvaux. No se
accedió a su petición. Inocencio sabía la necesidad que la Iglesia
irlandesa tenía de su celo y ejemplo y en vez de aceptar su dimisión
le nombró legado para toda Irlanda. Aprobó la elevación de Cashel
a la dignidad de sede metropolitana, pero cuando le fueron pedidos
los palios replicó: “Esta es una petición que se tiene que hacer con
más solemnidad. Regresad a vuestro país nativo, reunid en concilio
general a los obispos, al clero y a los nobles de la tierra y entonces,
por el deseo común de esa asamblea, acordar que se soliciten los pa­
lios por enviados honorables, siendo vos uno de ellos.” Malaquías per­
maneció un mes en Roma y durante este tiempo informó al Pontífice
plenamente respecto del estado de la religión en Irlanda. Cuando
estaba a punto de despedirse, Inocencio, como muestra de estimación
especial, colocó su propia mitra en la cabeza del santo obispo y le
dio además el manípulo y la estola que solía usar el propio Inocencio
en el altar.

365
AILBE J. LUDDY

LOS PRIMEROS CISTERCIENSES IRLANDESES

El peregrino irlandés visitó de nuevo Clairvaux en el viaje de


vuelta. Su disgusto era grande por no habérsele permitido pasar el
resto de sus días en aquel lugar sagrado. Pero si no podía per­
manecer en Clairvaux, acaso podría llevar consigo Clairvaux a
Irlanda. Acercándose a Bernardo, acompañado por cuatro de sus com­
pañeros de viaje, le dijo: “Permitid a estos, os lo ruego, que perma­
nezcan aquí una temporada para que puedan aprender vuestra manera
de vivir y enseñárnosla después. Serán como una semilla y en esta
semilla será bendecida toda la nación.” Christian, futuro obispo de
Lismore, de quien se dice que era del condado de Waterford, es el
único de los cuatro cuyo nombre ha llegado hasta nosotros. Al llegar
al hogar, Malaquías envió varios discípulos más para que fueran alec­
cionados bajo la dirección de Bernardo en el espíritu y observancias
del Instituto cisterciense. Estos fueron los portadores de una carta al
santo abad y también de un bastón—probablemente de madera de
endrino irlandés—para uso personal del santo. Bernardo replicó de la
manera siguiente. Advertimos que el título de “arzobispo de los irlan­
deses” que da a su querido amigo, es solamente un título honorífico:
no había arzobispos canónicos en Irlanda antes del año 1152:
“A su venerable señor y muy bienaventurado padre Malaquías, por
la gracia de Dios arzobispo de los irlandeses y legado de la Sede
Apostólica, el hermano Bernardo, llamado abad de Clairvaux, le
envía sus saludos y reza para que el Señor le favorezca.
"Entre los muchos cuidados y ansiedades de mi corazón, con los
cuales ‘mi alma está excesivamente turbada’ (Ps 6, 4) han venido aquí
los hermanos desde un lejano país a servir al Señor, y vuestra carta
‘y vuestro bastón me han consolado’ (Ps 22, 4). Pues en la carta
encuentro la muestra de vuestro amor, el bastón me ayuda a sostener
mi débil cuerpo, mientras que los hermanos me consuelan con su
fervor y humildad. He recibido todo, me he deleitado en todo,
‘todo obra en conjunto para mi bien’ (Rom 8, 28).
”Pero con respecto al deseo que habéis expresado de que dos de
los cuatro que han estado con nosotros algún tiempo sean enviados a
casa para elegir un emplazamiento adecuado para la nueva fundación,
he llegado a la conclusión, después de hablar del asunto con todos los
monjes irlandeses de aquí, que no deberían separarse los unos de los
otros hasta que Cristo haya sido formado más plenamente dentro de
ellos y hayan aprendido perfectamente la forma de pelear las batallas

366
SAN BERNARDO

del Señor. Por consiguiente, tan pronto como hayan sido plenamente
adiestrados en la escuela del Espíritu Santo, tan pronto como hayan
sido ‘dotados del poder procedente de lo alto’ (Le 24, 49), los hijos
volverán a su padre a ‘cantar las canciones del Señor’, no ahora ‘en
tierra extraña’, sino en la tierra donde nacieron (Ps 136, 4). Mientras
tanto, elegid ‘según la sabiduría que os ha dado Dios’ (2 Pet 3, 15),
y preparad para ellos un hogar situado como las casas de la Orden
que habéis visto en Francia en un lugar alejado del bullicio y del ruido
del mundo. Pues se acerca el día en que, por la gracia de Dios, os
devolveremos hombres completamente renovados. ¡Oh ‘bendito sea
por siempre el nombre del Señor’ (Dan 2, 20), a cuya generosidad debo
el tener hijos en común con vos! Fuisteis vos quien ‘plantó’ con
vuestra predicación, yo ‘regué’ con la exhortación, ‘pero Dios dio el
crecimiento’ (1 Cor 3, 6).
”Os ruego, santo padre, que no desistáis de anunciar la palabra de
Dios, a fin de que vos podáis ‘dar el conocimiento de la salvación a
su pueblo’ (Le 1, 77). Estáis obligado a hacer esto por una obligación
doble: en virtud de vuestro cargo de legado y en virtud de vuestro
cargo episcopal. En cuanto a lo demás, puesto que ‘todos ofendemos
en muchas cosas’ (lac 3, 2) y puesto que los que tenemos a menudo
ocasión de mezclarnos con los hombres del mundo tenemos que cu­
brirnos necesariamente con algo de polvo mundano, me encomiendo
a vuestras oraciones y a las de vuestros discípulos para que Jesucristo,
Fuente de piedad, acceda a lavarme y limpiar mis manchas en la
fuente de su misericordia: pues es Él quien dijo a Pedro: ‘Si no te
lavo, no tendrás ninguna parte conmigo’ (loh 13, 8). Este servicio no
sólo os lo pido como un favor sino que os lo exijo como un derecho,
porque yo, por mi parte, no dejo de importunar al Señor por vos,
por si las oraciones de un pobre pecador pueden servir para algo.
Dios os guarde.”

Tomás de Beverley y Tomás de San Omer

Podemos mencionar aquí la correspondencia del santo con Tomás,


preboste de Beverley, Yorkshire. Este joven dignatario se distinguía
por la nobleza de su nacimiento, su gran fortuna y sus brillantes dotes
intelectuales. Concibió el deseo de entrar en la comunidad de Clair-
vaux, pero desistió, al parecer, por el recuerdo de sus pecados pasados
que, según él, le hacían indigno de asociarse con los siervos de Dios.
Bernardo, informado de su estado de ánimo, le escribió para animarle.

367
AILBE J. LUDDY

“Estoy muy encantado de lo que me han dicho de vos algunos amigos


vuestros—dice—•, no me refiero a la nobleza de vuestra sangre, o a
vuestra belleza personal, o a vuestra gran riqueza, o a vuestra alta
alcurnia, sino más bien a la agudeza de vuestra mente, a vuestro ca­
rácter franco y sencillo y sobre todo al amor de la santa pobreza que,
según creo, poseéis últimamente en medio de vuestras riquezas. Esto
me ha producido, en verdad, mucho placer y me ha hecho concebir
elevadas esperanzas, que, con la ayuda de Dios, no serán defraudadas
(Rom 5, 5). ¡Ojalá que esta alegría mía se comunique pronto a los
ángeles santos, que esperan ahora ansiosamente una fiesta de delicia
y alegría con motivo de vuestra conversión! (Le 15, 7). ¡Oh, si se me
concediera el atender y guardar la flor de vuestra juventud, una flor
tan adorable, conservarla pura de toda corrupción y presentarla al
Señor llena de dulce aroma! Pero vuestra conciencia acaso replique
que he hablado demasiado tarde, que la flor de vuestra inocencia ya
se ha marchitado con una multitud de pecados graves. Aun así, no
seréis peor recibido. Un pecador difícilmente puede ser una abomi­
nación para otro. Estando yo mismo infectado, no tengo derecho a
mirar con desprecio al que parece estar en la misma condición. Y
por muy espantosa que sea la gravedad de la enfermedad espiritual
que vos sufrís, no me alarma si pienso en la destreza y amabilidad
del Médico celestial, de lo cual he tenido frecuente experiencia en mis
enfermedades graves. Por muy sucios que sean los vicios que hayáis
contraído, por muy estropeada que esté vuestra conciencia, aun cuando
hayáis malogrado vuestra juventud con los crímenes más horribles y
estéis como los animales pudriéndoos ahora en las inmundicias de
vuestra maldad (loel 1, 17), no dudéis que Él os lavará de tal forma
que ‘quedaréis más blanco que la nieve’ (Ps 1, 9) y ‘vuestra juventud
será renovada como la del águila’ (Ps 102, 5).
”Una buena conciencia es un tesoro sin precio. Pues ¿qué hay en
el mundo que pueda hacer a un hombre tan rico y feliz, tan tranquilo
y seguro? Una buena conciencia no teme nada, ni la pérdida de las
riquezas, ni las palabras injuriosas, ni las aflicciones corporales, ni
siquiera la muerte, cuya proximidad más bien la alegra que la deprime.
¿Qué felicidad terrenal se puede comprar con esta? ¿Tiene el mundo
algo parecido que otorgar a sus partidarios? ¿Pretende siquiera pro­
meter una cosa semejante a sus necios admiradores? Suponed que
habéis adquirido fincas sin límites, espléndidos palacios, altos puestos
eclesiásticos, incluso la misma dignidad real, ¿no os lo arrancará todo
eso la muerte? Eso sin decir nada de las ansiedades con que se obtie­
nen y poseen esas cosas. Pues está escrito: ‘Ellos han dormido su

368
SAN BERNARDO

sueño y todos los hombres ricos no han encontrado nada en sus manos
*
(Ps 75, 5). Pero las flores y frutos de una buena conciencia no se
marchitan nunca, nunca se pierden: no se marchitan con el trabajo ni
se desvanecen a la muerte, sino que, por el contrario, es entonces
cuando florecen de nuevo. Ellos alegran a los que vivimos, consuelan
a los moribundos; muertos, ellos nos reviven y continúan con nosotros
para siempre.” Tomás llegó hasta el extremo de obligarse mediante
un voto a ingresar en Clairvaux, pero retrasaba tanto tiempo el cum­
plimiento de su compromiso que el santo abad le envió otra carta
mucho más larga. Entre otras cosas le decía al indeciso preboste:
“Vos tenéis riquezas en abundancia y el mundo tiene que amar lo que
a ellas pertenece. Pero ¿cuánto tiempo creéis que durarán esas ri­
quezas? ¿Para siempre? Eso no puede ser, puesto que el mundo mis­
mo no durará para siempre. Ni siquiera puede preservaros vuestras
posesiones o vuestra vida por largo tiempo, pues ‘los días del hombre
son cortos’ (lob 14, 5). ‘EJ mundo mismo perecerá con su concupis­
cencia’ (1 loh 2, 17), pero antes de desaparecer os hará desaparecer
a vos.”
Estas solemnes palabras son sin duda doblemente significativas a
la luz de los acontecimientos posteriores. Tomás abandonó su propó­
sito de hacerse religioso, parece que renunció también a la práctica
de la virtud y fue segado en la flor de su juventud por una muerte
repentina. Escribiendo a Tomás de San Omer, el cual imitaba a su
tocayo haciendo y rompiendo la promesa de ingresar en Clairvaux,
dice Bernardo: “¡Ay, ay! parece que estáis inspirado por el mismo
espíritu, ya que lleváis el mismo nombre que Tomás, el difunto pre­
boste de Beverley, que se había comprometido' de la misma manera
por un voto a ingresar en nuestra Orden y abadía. Pero empezó a mos­
trarse moroso, y así poco a poco perdió su fervor hasta que, viviendo
como un hombre mundano y como un apóstata, ‘un doble hijo del
infierno’ (Mt 23, 15), fue arrebatado por una muerte repentina y terri­
ble. Que nuestro misericordioso y compasivo Señor se apiade de su
alma, si esto es todavía posible. Le escribí advirtiéndole lo mejor que
pude ‘las cosas que le tenían que ocurrir en un breve plazo’ (Apc 1, 1),
pero todo en vano, excepto que yo descargué mi conciencia. Habría
sido feliz si hubiese escuchado mi consejo. Sin embargo, él se negó y
‘yo estoy limpio de su sangre’ (Dan 13, 46). Pero eso no me satisface ;
pues aunque mi conciencia no tiene que acusarme nada en este asunto,
la ‘caridad, que no busca su propio bien’ (1 Cor 13, 5), me obliga a
lamentarme de aquel que no tenía ninguna seguridad al morir porque
había vivido demasiado seguro. ¡Oh, el abismo inescrutable que los

369
S. BERNARDO.—24
AILBE J. LUDDY

juicios divinos! ¡Oh, cuán ‘terrible es Dios en sus consejos sobre los
hijos de los hombres’! (Ps 65, 5). Él dio su Espíritu Santo y lo retiró
de nuevo, haciendo al pecador más culpable que antes; Él comunicó
su gracia sin otro resultado que multiplicar el pecado por culpa, no
del Donante, sino del que abusó de la gracia.”

Estima de la vocación religiosa

Gran número de cartas del santo son de este tipo, están dirigidas a
hombres indecisos que después de haber empezado una cosa se arre­
pienten de ella. Los puntos en que hace más hincapié son la brevedad
e inseguridad de la vida, la indignidad de todo lo que el tiempo nos
puede arrebatar, el peligro a que nos exponemos resistiendo a la gracia
y la paz de una buena conciencia que compensa con creces todos los
sacrificios exigidos por la vocación religiosa. En opinión de Bernardo,
Dios no tiene un don mayor que otorgar que la gracia de la vocación
por el claustro, tampoco hay mayor gloria posible para el hombre que
la de corresponder a esta gracia y ayudar a otros a imitarle. Lo mejor
que puede hacer un hombre es obedecer rápidamente a su vocación,
pues la experiencia le había enseñado a Bernardo que los retrasos son
doblemente peligrosos en estos casos: “La palabra del Señor corre
rápidamente” (Ps 147, 15), esta era una de sus citas favoritas sobre este
asunto. En una ocasión en que un joven estudiante de filosofía, des­
pués de comprometerse a ingresar en Clairvaux, pidió permiso para
retrasar la fecha de ingreso con el propósito, al parecer, de completar
sus estudios, el estudiante recibió esta contestación: “Hablándoos en
el lenguaje que os es familiar, el hombre es un animal racional y
mortal. Su racionalidad es el don de su Creador, su mortalidad es la
pena de su pecado. La primera le iguala a los ángeles, la última le
rebaja al nivel de los animales. Pero tanto la una como la otra nos
deben animar y excitar a buscar al Señor. ‘No olvido tu palabra en
la que me has dado esperanza’ (Ps 118, 49). Y como ha llegado el
momento señalado, exijo el cumplimiento de vuestra promesa. Os
ruego que no 'tembléis de miedo cuando no hay ningún miedo’
(Ps 13, 5). ‘Servir al Señor con alegría’ (Ps 99, 2) no es tanto una
carga como un honor. No, no me atrevo a permitiros que dilatéis la
ejecución de vuestro propósito: no hay nada más cierto que la muerte,
nada más incierto que la hora de la muerte. Pero ¿qué diré de vuestra
tierna edad? Cabalmente esto: el fruto no maduro es con frecuencia
arrancado del árbol por la mano o por la tempestad. En cuanto a

370
SAN BERNARDO

vuestra belleza personal, permitidme que os diga con las palabras del
poeta:
‘No te fies del color, hermoso niño,
a menos que desdes alejarte de la verdad:
Recogemos con cuidado los negros arándanos,
pero dejamos que se pudra la blanca alheña’ 4.
"Márchate, márchate, digo, con José de la casa del Faraón y como
aquel santo joven, abandona tu manto, es decir, la gloria del mundo
detrás de ti en manos de la incitadora egipcia (Gen 39, 12). Márchate
de tu país y parentela, ‘olvida a tu familia y la casa de tu padre
y el rey deseará grandemente tu belleza’ (Ps 44, 11-12). Recuerda
que el Niño Jesús no fue hallado entre sus ‘parientes y amigos’
(Le 2, 44). Márchate de la casa de tu padre para reunirte con Él,
porque Él ha dejado la casa de su Padre por tu causa: ‘Él se fue
desde lo alto de los cielos’ (Ps 18, 7). Mereció encontrar a Cristo
aquella mujer de Canaán que salió de su país y le gritó: ‘Ten mise­
ricordia de mí, oh, Señor, Tú, Hijo de David’. Y Él, como ‘la gracia
se derrama sobre sus labios’ (Ps 44, 3), le contestó con las siguientes
palabras: ‘Oh mujer, tu fe es grande. Hágase como deseas’ (Mi 15,
22-28). Satán puede expulsar a Satán (Mt 12, 26), pero el Espíritu
de la Verdad no puede ser nunca inconsistente consigo mismo. Ahora
estoy convencido de que fue este buen Espíritu el que me habló
por su boca cuando señalamos el día de vuestro ingreso aquí. Por
lo tanto, procurad no desviaros ni a la derecha ni a la izquierda,
sino venir a Clairvaux según vuestra promesa. He escrito esta corta
nota de mi propia mano y os la envío con Gerardo, mi amado hijo
y amigo vuestro. No intentéis poner ninguna excusa. Si creéis que
es una pena dejar vuestra educación incompleta y quisierais continuar
en la escuela bajo un maestro, escuchad: ‘el Maestro está aquí y te
ha llamado’ (loh 11, 29), ese Maestro ‘en quien están escondidos
todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia’ (Col 2, 3). Él es
‘quien enseña al hombre la ciencia’ (Ps 93, 10), quien ‘hace elocuentes
a las lenguas de los niños’ (Sap 10, 21), ‘quien abre y ningún hombre
cierra, cierra y ningún hombre abre’ (Apc 3, 7)”.
A un eminente erudito, Walterio de Chaumont, que no entraba en el
claustro por amor a su madre, le escribe el santo: “Atado por el afecto
a vuestra madre, no podéis abandonar todavía el mundo que habéis

* “O formóse puer, nimium ne crede colorí:


Alba ligustra cadunt, vaccinia nigra leguntur.”
Virgilio, Buc., II, 17-18.

371
AILBE J. LUDDY

aprendido desde hace mucho tiempo a despreciar. ¿Qué consejo voy a


daros? ¿Que abandonéis a vuestra madre? Pero eso parece cruel-¿Que
permanezcáis con ella? Pero eso no sería conveniente ni siquiera para
ella, puesto que se convertiría en la causa de la perdición de su
hijo. ¿Que sirváis a la vez a Cristo y al mundo? ‘Pero ningún hombre
puede servir a dos amos’ (Mt 6, 24). La voluntad de vuestra madre
en este asunto, al ser contraria a vuestra salvación, es también con­
traria a la suya. Si la amáis verdaderamente, la abandonaréis por su
propio interés, por miedo a que si abandonáis a Cristo para perma­
necer con ella seáis la causa de su ruina. Pues ¿cómo puede ella
escapar a la destrucción si permitió la destrucción de su hijo? He
dicho esto por condescendencia hacia vuestro afecto natural. Pero es
‘un dicho fiel y digno de toda confianza’ (1 Tim 1, 15): que aunque
es impiedad despreciar a nuestra madre por una razón terrenal, es
la piedad misma despreciar a nuestra madre por causa de Dios. Pues
el que dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre’ (Mt 15, 4), dijo tam­
bién : ‘El que ama a su padre o a su madre más que a Mí no es
digno de Mí’ (Mt 10, 37).”
Habida cuenta de la extraordinaria estima en que Bernardo tenía
la vocación religiosa, podemos suponer con qué severidad trataría a
los que se oponían a ella. Pero no es necesario que juzguemos por
meras inferencias. Tenemos una carta dirigida a un padre y a una
madre que estaban haciendo todo lo posible por inducir a su hijo
Elias a que abandonara el noviciado de Clairvaux. El lenguaje em­
pleado en ella es absolutamente terrible, demasiado terrible para ser
citado aquí. Nos muestra que a Bernardo le tenían sin cuidado las
sensiblerías humanas o las pretensiones de la carne y de la sangre
cuando se trataba de salvaguardar un alma inmortal. Cualquiera que
intentase seducir a un novicio para que regresara al mundo era, en
opinión del santo, un agente del demonio que hacía el trabajo del
demonio; pues en el sermón número 63 sobre el Cantar de los Can­
tares, hablando de la tentación de los novicios, describe el paso de
la vida religiosa a la secular como “un salto desde lo alto ai abismo,
desde la cima del cielo a lo profundo de la tierra, desde el paraíso
al infierno.” Podemos suponer que ocurrió raras veces que un novicio
fuera expulsado de Clairvaux durante la vida de Bernardo. Que nos­
otros sepamos no se ha registrado ningún caso, y sólo sabemos de
un postulante a quien se negó el ingreso por razones desconocidas.
Pero tenemos pruebas de la intervención del santo en ayuda de un
pobre novicio expulsado de otro monasterio. Al superior, que-se
mostraba reacio en readmitir al joven, le dice: “¿No habéis leído:

372
SAN BERNARDO

‘juicio sin misericordia para aquel que no ha tenido misericordia’?


(lac 2, 13). Os habéis olvidado de las palabras del Salvador: ‘Con
la misma medida que vosotros midáis, seréis también medidos vos­
otros’? (Mt 7, 2). ¿O despreciáis la promesa hecha a los misericor­
diosos de que ‘ellos obtendrán misericordia’? (Mt 5, 7). ‘Pero—repli­
caréis—este novicio ha sido expulsado justamente’. Si es la expulsión
justa o injusta ni lo pregunto ni me importa mucho. Pero de lo
que me quejo, lo que me parece mal, lo que considero increíblemente
cruel es que ahora que se ha humillado, que ha insistido en llamar a
vuestra puerta, que ha practicado la paciencia y prometido enmen­
darse, vos no os ablandáis, aunque el apóstol ‘os ruega que confirméis
vuestra caridad hacia él’ (2 Cor 2, 8), y San Benito ordena que se
le debe conceder el ser sometido a otro juicios. Indudablemente, si su
expulsión ha sido injusta, la justicia exige que se le readmita; pero
si ha sido expulsado justamente, será un ejercicio de caridad el re­
admitirle. Por consiguiente, sin discutir los méritos del caso, os ofrezco
este consejo que estoy seguro que podéis seguir perfectamente: bien
sea por justicia o bien sea por misericordia, volved a admitir a este
novicio, no sea que se aleje por completo de nuestro justo y miseri­
cordioso Señor. Por consiguiente, os imploro que le permitáis conse­
guir por mis oraciones lo que ha venido a pedir, un favor del que
se le consideraba indigno cuando quería conseguirlo por sus propias
oraciones.”

5 Según la. Sagrada Regla (cap. XXIX), un hermano que es expulsado,


o deja el monasterio sin autorización, debe ser readmitido—bajo promesa de
enmienda—hasta tres veces. “Después, las puertas del monasterio le serán
cerradas para siempre.”

373
CAPITULO XXVI

DOCTRINA SOBRE
LA INMACULADA CONCEPCION

Bernardo condena la fiesta de la Concepción

El acontecimiento más importante del año 1140 fue la carta de


San Bernardo a los canónigos de Lyon protestando contra su conducta
al introducir la fiesta de la Concepción de María en la archidiócesis
sin consultar a la Santa Sede. Unas cuantas palabras sobre el origen
e historia de esta fiesta nos ayudará a considerar la postura del santo
abad. Ya en el siglo séptimo los monjes de Palestina celebraban la
Concepción de Santa Ana, madre de la Virgen Bendita, el 9 de di­
ciembre, como lo hacen hoy las iglesias orientales. Se supone que esta
fiesta ha sido el comienzo de la de María. Pero la mención explícita
más antigua de una fiesta en honor de la Concepción de la Virgen
aparece en el famoso libro irlandés conocido con el nombre de Már­
tirología de Talmagt, recopilado en el último cuarto del siglo octavo.
En otro monumento célebre de la antigua Iglesia irlandesa, llamado
el Ceilire de Oenglus, compuesto hacia el año 800, la fiesta es colo­
cada en el 3 de mayo y descrita como la gran fiesta de María; pero
una glosa dice que la Concepción—inceptio—de la Virgen se debería
celebrar, no en mayo, sino en febrero o marzo, puesto que el naci­
miento de María tuvo lugar siete meses después de su Concepción
—una idea de los orientales—. Cuando los normandos llegaron a In­
glaterra en 1066 encontraron la fiesta establecida en algunas iglesias,

374
SAN BERNARDO

pero sus obispos, considerándola supersticiosa, la suprimieron rápida­


mente. No hay ninguna prueba de que Jos sajones celebraran la Con­
cepción antes del siglo xi y es razonable suponer que tomaron
prestada esta práctica de la Iglesia irlandesa. Hacia finales del mismo
, siglo varias diócesis inglesas empezaron a guardar esta fiesta a conse­
cuencia, según nos dicen, de una visión concedida al abad Helsin de
Ramsey, Huntington, el cual en 1070, estando en peligro de naufragar
fue salvado por un ángel, después de haberle prometido introducir la
fiesta de la Concepción en su monasterio. El gran San Anselmo, que
llegó a ser arzobispo de Canterbury en 1092, dirigió la atención a la
doctrina que implicaba la fiesta en su tratado De Concepta Virginali
et Peccato Originali. Esta obra, sin embargo, no contiene ninguna
afirmación explícita de que María fue conservada inmune de la man­
cha del pecado original, aunque hay pasajes de los que se puede decir
que implican esa doctrina. Por ejemplo, se nos dice en el capítulo
XVIII que era adecuado que la Virgen destinada a dar a luz al
Verbo Encarnado estuviera adornada de la pureza más grande conce­
bible en una simple criatura x. Tomando la concepción en el sentido
activo, como equivalente a proceso generativo, que era el significado
usual de la palabra en aquella época y durante mucho tiempo después,
el gran arzobispo podía solamente entender una concepción inmacu­
lada como una concepción libre de la contaminación de la concupis­
cencia camal. Además, como él enseñaba, de acuerdo con las ideas
fisiológicas de su época, que el feto humano no está animado del alma
racional hasta la terminación del tercer mes de su existencia, no podía
comprender cómo, durante ese intervalo, podía estar sujeto ni a pecado
ni a santidad, a no ser en un sentido anticipatorio. No obstante, es
por lo menos muy probable que defendiera la doctrina de la In­
maculada Concepción de María en el sentido en que se entiende
ahora la frase, es decir, expresando la inmunidad de su alma del
pecado original desde el primer instante de su creación y unión con
el cuerpo. Ciertamente, esa doctrina encaja muy bien dentro de sus
principios.
Otro tratado, De Conceptione B. Mariae Virginia, que se supone
que es del mismo período y que en un principio se atribuyó a San
Anselmo, pero que ahora se considera obra de su discípulo y biógrafo,
el monje Eadmer, claramente defiende la doctrina de la Inmaculada
Concepción y la demuestra por medio del argumento que comúnmente
se atribuía a Duns Scotus: potuit, decuit, fecit; esta es en verdad

1 “Decens erat ut ea puritate qua major sub Deo intelligi nequit, Virgo illa
niteret”, citado en la bula Ineffabilis.

375
AILBE J. LUDDY

considerada como la primera disertación formal sobre el tema. Ahora


bien, nos parece que esta obra no se puede atribuir a Eadmer con
mayor motivo que a Anselmo, por dos razones: primero, porque
proclama inequívocamente la absoluta ausencia de pecado en María:
“¿Cómo, entonces, puedo creer, oh Señora—exclama el pío autor—,
que en vuestra concepción moristeis la muerte del pecado que, por
la envidia del demonio, ha ocupado toda la tierra? No, mi mente se
niega a admitir tal opinión, mi voluntad la repudia, mi lengua se
niega a expresarla”2. Parece imposible reconciliar estos sentimientos
con el siguiente pasaje de una de las obras indudablemente auténticas
de Eadmer: De Excellentia B. Mariae (Cap. III), donde, hablando
de la Anunciación—que tuvo lugar cuando María estaba entre los
trece y quince años—dice: Defendemos como artículo de fe que su
corazón era (en este momento) tan puro de toda mancha de pecado,
original o real, que pudiera todavía haber quedado en ella, que el
Espíritu Santo verdaderamente descansó en ella, porque ella era
humilde y tranquila y temblaba ante sus palabras3. La segunda razón
es el hecho de que el autor del libro De Conceptione habla (Cap. I)
de los esfuerzos hechos por personas de gran erudición y autoridad
para suprimir la fiesta de la Concepción, basándose en que este jubi­
loso acontecimiento estaba suficientemente honrado con la fiesta de la
Natividad de María. Ahora bien, no hay ningún documento referente
a una controversia sobre la fiesta de la Concepción anterior a la que
originó la carta de Bernardo a la iglesia de Lyon en 1140, diecinueve
años después de la muerte de Eadmer. Merece la pena hacer resaltar
también que la objeción a la fiesta basándose en que su objeto se hallaba
ya incluido en la fiesta de la Natividad aparece en el tercero de los
sermones sobre la Salve Regina, impreso entre las obras de San Ber­
nardo, pero compuesto por otro abad cisterciense contemporáneo del
santo. Hay otras indicaciones también de que el tratado se escribió
mucho después de la época de Eadmer.
Pedro, arzobispo de Lyon, murió, según parece, hacia 1140 y el
capítulo se aprovechó del interregno para introducir la fiesta de la
Concepción en la iglesia metropolitana sin otra autoridad que la suya.
Bernardo, siempre reacio a las novedades y celoso de los derechos de
Roma, les dirigió inmediatamente la vigorosa protesta que ha suscitado

a “Te, igitur, Domina, crediderimne, quaeso, monte peccati, quae per invi-
diam diaboli occupavit orbem terrarum, in tuo conceptu potuisse gravari?
Me animus hoc credere vitat, intentio abhorret, lingua fateri non audet.”
3 “Tenemus fide, ab omni siquid adhuc in illa originalis sive actualis pecca­
ti supererat, ita mundatum cor illius, ut vere super eam Spiritus Dei scilicet
super humilem et quietam et trementem verba cua, requiesceret.”

376
SAN BERNARDO

tantas disputas. Empieza con alabanzas. La Iglesia de Lyon ha tenido


hasta ahora la preeminencia entre todas las iglesias de Francia, bien
se considere la dignidad y antigüedad de su sede, o las sabias regu­
laciones por las que se gobierna, o la virtud y erudición que adornan
a sus clérigos. Pero sobre todo podía envanecerse de no haber intro­
ducido nunca novedades en sus funciones litúrgicas, de no haber nunca
comprometido su reputación de Iglesia prudente. “Por consiguiente,
estoy muy sorprendido de que algunos de vosotros hayáis creído opor­
tuno ‘cambiar el color más delicado’ (Lam 4, 1) introduciendo una
nueva solemnidad que no tiene en su favor ni la sanción de la Iglesia,
ni la aprobación de la razón, ni la autoridad de la tradición antigua.
¿Es que pretendemos sobrepasar a nuestros padres en erudición o en
devoción? Es una presunción peligrosa instituir en una materia de
esta clase algo que ellos en su prudencia omitieron. Pues podemos
estar seguros de que, a no ser porque el culto mereciese ser omitido,
no habría sido pasado por alto por nuestros padres en la fe.
”Pero, diréis vosotros, la Madre del Señor merece ser honrada de
un modo eminente. Concedido. Pero ‘el honor de la Reina ama la
razón’ (Ps 98, 4). La Virgen real no tiene necesidad de falsos honores.
Posee superabundancia de glorias reales y de dignidades verdaderas.
Celebrad por todos los medios su integridad corporal y la santidad de
su vida. Maravillaos ante su fecundidad virginal. Adorad la Divinidad
de su Hijo. Exaltad su inmunidad de la concupiscencia al concebirle
y del dolor al darle a luz. Proclamadla como mujer digna de la
veneración de los ángeles, como ‘la deseada de las naciones’
(Gen 40, 10) como la pre-conocida de los patriarcas y profetas, como
la elegida y preferida ante todos. Magnificadla como la receptora de
la gracia, la mediadora de la salvación, la restauradora del mundo
arruinado. Glorificadla hasta colocarla por encima de todos los coros
de ángeles en el reino celestial. Todo esto lo canta de María la
Iglesia y me ha instruido para que haga lo mismo. Estoy seguro al
defender y enseñar todo lo que la Iglesia me ha enseñado, pero sos­
pecho de cualquier doctrina que ella no me haya confiado. “He apren­
dido de la Iglesia a celebrar con toda devoción ese día glorioso en
que la Virgen Santa fue sacada corporalmente de este mundo malvado
y llevó a los mismos ángeles, con su entrada en el paraíso, una festi­
vidad de alegría universal e indecible. He aprendido también de la
Iglesia a considerar como festivo y santo el día de la Natividad de la
Virgen y con la Iglesia sostengo firmemente que ella fue santificada
en el vientre antes de nacer. Leí del profeta Jeremías que el Señor le
santificó antes de que naciera del vientre de su madre (1er 1, 5) y lo

377
AILBE J. LUDDY

mismo creo de San Juan Bautista, que todavía sin nacer proclamó
la presencia del nonnato Cristo (Le 1, 41). Considerad si no se puede
afirmar esto también de David, teniendo en cuenta lo que le dice
a Dios: ‘En Ti he sido confirmado desde el vientre, desde el vientre
de mi madre Tú eres mi Protector’ (Ps 70, 6), y también: ‘Desde
el vientre de mi madre Tú eres mi Dios, no te separes de mf (Ps 21, 11).
A Jeremías Dios le habló de esta manera: ‘Antes de que Yo te
formara en el vientre, te conocí, y antes de que nacieras del vientre
te santifiqué’ (1er 1, 5). Vosotros os dais cuenta de cuán bellamente
el oráculo divino distingue entre la formación en el vientre y el
nacimiento desde el mismo, a fin de enseñarnos que mientras la pri­
mera fue sólo pre-conocida, el último tenía el adorno de la santidad,
por si alguno pensara que el profeta no fue privilegiado nada más
que en el hecho de ser objeto de la presciencia y predestinación
divinas...
"Ahora bien, sería impío suponer que un privilegio concedido
incluso a unos cuantos mortales le fuera negado a una mujer tan su­
blime como la Virgen, cuando por medio de ella solamente todos los
seres mortales pueden alcanzar la vida inmortal. En consecuencia, no
hay duda alguna de que la Madre del Señor fue santificada antes del
nacimiento. Tampoco se engaña la Iglesia al considerar santo el día
de su natividad y honrarlo año tras año con una fiesta solemne y con
universal regocijo. Por mi parte, sostengo que a Ella le fue concedida
incluso en mayor medida que a Juan o a Jeremías la gracia de la
santificación, una plenitud de gracia tan grande que no sólo santificó
su origen, sino que además la preservó a través de la vida de todo
pecado—privilegio que no ha sido otorgado a ningún otro mortal—.
Pues era tan sólo justo que Ella, la Reina de las Vírgenes, por una
prerrogativa especial de santidad, pasara toda la vida inmune de
toda mancha de pecado—Ella que había de dar a luz al Destructor
del pecado y de la muerte, comunicando así justicia y vida a todos—.
Por consiguiente, su natividad fue santa, santificada por la casi infinita
santidad recibida en el vientre.
"¿Qué más queda, en vuestra opinión, por añadir a estos honores?
Celebrar la concepción que precedió al nacimiento, diréis vosotros,
pues a no ser por la concepción anterior no habría natividad alguna
que honrar. Entonces, ¿qué os parecería si alguien, basándose en el
mismo principio, exigiera el honor de una fiesta para los dos padres
de ella? Además se nos podría pedir con la misma justicia guardar
fiesta en honor de sus abuelos, bisabuelos y así indefinidamente. De
esta manera todos los días serían fiesta. Pero esta sucesión ininterrum­

378
SAN BERNARDO

pida de fiesta no pertenece a la tierra, sino al cielo; no a los desterrados


mortales, sino a los bienaventurados santos. Me informan que esta
nueva fiesta tiene en su apoyo un documento que, según dicen, con­
tiene una revelación divina1: como si, en verdad, no fuese tan fácil
presentar otro documento haciendo que la Virgen exija honores fes­
tivos, no solamente para ella, sino también para sus padres, pues
acaso se sintiera obligada a hacerlo en virtud del mandamiento:
‘Honra a tu padre y a tu madre’ (Ex 20, 12). A decir verdad, concedo
poca importancia a las revelaciones de este tipo que no tienen la
sanción ni de la autoridad ni de la razón. Pues ¿de dónde sacamos
que, como la concepción precedió al nacimiento santificado, debería
ser considerada la concepción misma santificada? ¿Es que la con­
cepción santificó al nacimiento por el hecho de precederlo? No, por
el hecho de precederlo no hizo al nacimiento sagrado sino posible...
"¿Cómo, entonces, pudo la santidad pertenecer a la concepción?
¿Diremos que fue precedida por la santificación, de forma que la
Virgen fue santificada antes de ser concebida y que su concepción
también fue santa por consecuencia, de la misma manera que decimos
que su natividad derivó la santidad de la santificación en el vientre?
Pero la Virgen no pudo haber tenido santidad antes de haber sido,
pues antes de su concepción no existía en absoluto. ¿Acaso fue santi­
ficada en el mismo acto de la concepción? Esto tampoco se puede
admitir. Pues ¿cómo pudo haber santificación sin el Espíritu santifi­
cante? O ¿cómo pudo ese Santo Espíritu aliarse con el pecado? 4 56 O
¿cómo pudo estar ausente el pecado en presencia de la concupiscencia?
A no ser, en verdad, que se diga que la Virgen no fue concebida por
hombre, sino por el Espíritu Santo, opinión que hasta ahora no se
ha oído G. Pero he leído que el Espíritu Santo vino sobre Ella (Le 1, 35),
no que El vino con Ella. Y si se me permite declarar lo que piensa
la Iglesia—y ella sólo piensa lo que es verdad—la Virgen gloriosa
concibió, aunque ella misma no fue concebida, del Espíritu Santo;
Ella dio a luz como Virgen, pero no nació de una virgen. En otro
caso, ¿qué sería de la prerrogativa de la Madre del Señor por la
cual se cree que es ella la única que ostenta el privilegio de la unión

4 Esta es una alusión a la visión del abad Helsin, y demuestra que la


fiesta de la Concepción fue introducida en Francia desde Inglaterra.
s Aquí se trata no del pecado formal, sino del deleite carnal: así, la
concupiscencia es con frecuencia llamada pecado, como en Rom 7, 17-20.
6 “Algunos escritores enseñaban incluso que María nació de una virgen,
y que fue concebida de una manera milagrosa cuando Joaquín y Ana se encon­
traban en la puerta dorada del templo.” Holweck, Cath, Encx> Art. Immacu-
late. La misma superstición se encuentra entre las “revelaciones” de Catalina
Emmerich.

379
AILBE J. LUDDY

de la virginidad con la maternidad? Si, por consiguiente, no pudo


haber sido santificada antes de la concepción porque no existía enton­
ces, ni en el momento de la concepción debido a la presencia de la
concupiscencia, sólo queda que después de la concepción Ella recibió
en el vientre la gracia de la santificación, la cual, excluyendo todo
pecado, santificó su natividad, pero no su concepción.
”De donde se desprende que aunque se ha otorgado a algunos
hijos de Adán el nacer en santidad, ni siquiera a estos se les ha con­
cedido el ser concebidos en santidad, a fin de que esta prerrogativa
de una concepción santa fuese reservada solamente al que vino a san­
tificarnos a todos, ‘haciendo una limpieza de los pecados’ (Heb 1, 3).
Sólo Nuestro Señor Jesucristo fue concebido por el Espíritu Santo,
porque sólo Él fue santo antes de su concepción. Respecto a toda la
otra posteridad de Adán, cada uno puede decir, en verdad, con el
humilde David: ‘Mirad, fui concebido en la iniquidad y mi madre me
concibió en el pecado’ (Ps 1, 7).
"Siendo esto así, ¿por qué se va a celebrar la concepción de la
Virgen con una fiesta? ¿Cómo, pregunto, se puede llamar santa a una
concepción que no fue del Espíritu Santo, sino del pecado de concu­
piscencia? Y si no es santa, ¿por qué honrarla con una fiesta? La
gloriosa reina del cielo estará muy contenta, os lo aseguro, de pasarse
sin esta solemnidad que parecería celebrar el pecado o atribuirle a
a Ella una santidad falsa. Pero Ella está lejos de sentirse encantada
de aquellos que se han atrevido sin la sanción de la Iglesia a introducir
una novedad, madre de la imprudencia, hermana de la superstición e
hija de la ligereza. Pues en cualquier caso, si consideráis deseable ins­
tituir esta fiesta, era vuestro deber consultar a la Sede Apostólica y no
seguir ciegamente el ejemplo de algunas gentes sencillas. En verdad
ya había observado este error (el adscribir la santidad a la concepción)
en ciertas esferas antes de que apareciese entre vosotros, pero me
callé, respetando una devoción que surgió de un corazón puro y de
un amor tierno a la Virgen santa. Pero cuando vi que la superstición
se apoderaba de los sabios y era admitida en la Iglesia grande y
noble con la cual tengo un lazo especial de filiación, me pareció que
no podía permanecer por más tiempo en silencio teniendo en cuenta
mi obligación con todos vosotros. Sin embargo, someto mi opinión
al juicio de los que son más competentes. En particular remito al
veredicto autorizado de la Iglesia romana tanto este asunto como
todos los de la misma naturaleza, y estoy dispuesto a rectificar de
acuerdo con su decisión cualquier cosa que haya dicho o pensado
erróneamente.”

380
SAN BERNARDO

Cualquiera que lea con atención esta célebre epístola reconocerá


fácilmente que el santo abad no está hablando de la concepción en
el sentido de unión del alma y el cuerpo, de la concepción en el sentido
pasivo en que ahora la entendemos, sino en el sentido activo, es decir,
designando el acto físico de la generación. Su argumento es este:
María no nació de una madre virgen, pues este es un privilegio inco­
municable de Cristo. Por consiguiente, fue concebida en la concu­
piscencia. Pero ¿cómo podía pertenecer la santidad a tal concepción?
¿Cómo podía asociarse la santidad con el pecado? No habría pro­
blema en este argumento si nos refiriésemos a la concepción pasiva,
que, según la creencia común de la época, tenía lugar (en las hembras)
aproximadamente tres meses después del acto de la generación. Todos
los grandes doctores escolásticos interpretaron el lenguaje del santo
en este sentido, en el sentido de la concepción en su acepción activa,
aun aquellos a quienes habría agradado darle otro significado si
hubieran podido. En verdad, como ya hemos dicho, la palabra con­
cepción era usada comúnmente entonces en su significación activa.
Tomando la palabra en este sentido, Bernardo tenía muchísima razón
en negar santidad a la concepción, pues eso nadie puede dudarlo.
Pero ¿cómo podía suponer el santo que los canónigos de Lyon, hom­
bres inteligentes y educados, podrían ser tan supersticiosos que cre­
yeran que el acto de la generación era un objeto digno de una fiesta?
Bien, a pesar de lo absurda y supersticiosa que es indudablemente esa
doctrina, tenía muchos defensores en la época de Bernardo, incluso
entre los hombres educados. Manríquez acusa a la iglesia de Lyon de
celebrar no la concepción pasiva, sino la activa. Pedro Comestor, en
su defensa de la fiesta contra el santo abad, entiende la concepción
honrada por la fiesta como la concepción en sentido activo 7. Otro
crítico del santo, el tantas veces alabado Nicolás de San Albano, nos
explica la santidad de la concepción de María en un sentido más
extravagante todavía, en el sentido de su inmunidad de los impulsos
de la concupiscencia (Cfr. pág. 697). De forma que se puede decir que
la fiesta ha tenido defensores desafortunados.
Por consiguiente, la carta a los canónigos de Lyon no contiene
nada que sea incompatible con la doctrina de la inmunidad de María
del pecado original. Incluso se puede demostrar que tanto aquí como
en otros escritos suyos, el santo abad enseña esa doctrina más cla­

7 Mantiene que la carne de María fue santificada antes de su concepción.


Esto está de acuerdo con la creencia entonces dominante de que su cuerpo fue
formado milagrosamente de un trozo de la carne de Adán que Dios había pre­
servado de la infección del pecado original y transmitido por medio de la
generación natural. Cfr. Holweck, o. c.

381
AILBE J. LUDDY

ramente que ningún otro padre de la Iglesia latina hasta su época. Y


en nuestra opinión no prestó nunca un servicio más importante a la
religión que cuando protestó contra la conducta de los canónigos de
Lyon. Pues esta protesta dio lugar a un estudio científico de la doc­
trina y ayudó así a evitar la admisión de un error supersticioso en
las mentes de muchos. San Bernardo no condenó nada que sería tole­
rado hoy por la Iglesia. Para un estudio más amplio de su actitud
respecto de la doctrina de la Inmaculada Concepción véase el Apéndice
I de este volumen.

Roger entre los profetas

El verano del mismo año 1140 trajo a Bernardo una sorpresa tan
agradable como grande. El rey Roger de Sicilia, que se había estado
portando muy respetablemente desde su victoria sobre Inocencio,
pidió al santo abad una colonia de monjes para fundar un monasterio
en. sus dominios, en un emplazamiento que ellos mismos eligieran.
El conde Teobaldo acaso tuviera algo que ver con esta proposición,
pues su hija estaba a punto de casarse por entonces con un hijo de
Roger, el nuevo duque de Apulia. La oferta fue aceptada y agrade­
cida y dos religiosos salieron de Clairvaux para elegir un emplaza­
miento adecuado. No se ha conservado hasta nosotros nada acerca
de la historia de esta fundación. Ni siquiera podemos decir si se
estableció en Apuña o en Sicilia, ni el nombre por el que fue conocida.
El rey tenía un deseo ardiente de verle al santo y le apremió para que
fuese a Italia. Bernardo, sin embargo, estaba demasiado enfermo para
viajar, como lo explica en la siguiente nota, que envió con los dos
monjes:
“Si me necesitáis, oh rey, ‘contempladme a mí y a los hijos que
Dios me ha dado’ (Is 8, 18). Me han dicho que mi indignidad ha
sido bien acogida a los ojos de vuestra real majestad, hasta el punto
de que incluso deseéis verme. Y ¿quién soy yo para desobedecer al
rey? Por consiguiente, me apresuro a contestar a vuestra llamada y
aquí estoy, no en la débil presencia corporal, sino en las personas
de los que son para mí como mi corazón y mi alma, es decir, en mif,
queridísimos hijos. Ellos nunca se separarán de mí. Les seguiré con
mi cariño adonde quiera que vayan. Si ‘moran en las partes más
lejanas del mar, incluso allí también’ les seguirá mi amor (Ps 138, 9-10).
En ellos, oh rey, tenéis la misma luz de mis ojostenéis, como he
dicho, mi corazón y mi alma. ¿Qué importa si alguna pequeña por­

382
SAN BERNARDO

ción mía está ausente? Me refiero a mi desgraciado cuerpo, este esclavo


vil a quien la voluntad le obligaría a emprender este viaje si no se
lo prohibiera la necesidad. Mi cuerpo no es capaz de seguir a mi alma
veloz, porque está enfermo y ‘sólo le queda la tumba’ (loh 17, 1).
Pero eso no importa. Mi ‘alma morará en las buenas cosas’ cuando mi
‘semilla herede la tierra’ (Ps 24, 13). Una buena semilla, oh rey, es
esta semilla que os envío. Brotará si cae en terreno fértil. ‘Mi alma
se regocijará en la fertilidad’ (Is 55, 2), porque como confío, ‘se le
dará a ella del fruto de sus manos’ (Prv 31, 31), ‘mi esperanza está
colocada en mi pecho’ (lob 19, 27), y así puedo pacientemente sopor­
tar el ser separado corporalmente de. mis hijos, No es extraño que
hable de esta manera. Os aseguro que preferiría morir a separarme
de estos hijos amados si no fuera por causa de Dios. Por consiguiente,
recibirles ‘como peregrinos y extranjeros’ (1 Pet 2, 2); sin embargo,
también ‘como conciudadanos de los santos y siervos de Dios’
(Eph 2, 19). ¿Como conciudadanos? Es decir muy poco. Ellos son
reyes, ‘pues suyo es el reino de los cielos’ (Mt 5, 3) por derecho y
título de santa pobreza. No sería digno de vuestra majestad que ellos
fueran convocados desde tan lejos solamente para encontrarse defrau­
dados y desterrados de su monasterio sin ningún buen resultado. Sin
vuestra protección, ‘¿cómo cantarán ellos las canciones al Señor en
una tierra extraña?’ (Ps 136, 4). Pero quizá no debería llamar a esa
tierra extraña, porque ella ha abierto generosamente su pecho a la
buena semilla y se ha comprometido a criar el depósito precioso con
solícito cuidado. Esta semilla, como puedo observar, ha caído en ‘muy
buena tierra’ (Le 8, 15). Confío en que por la gracia de Dios arraigará,
germinará y multiplicará y ‘producirá fruto de paciencia’ (Le 8, 15).
Yo compartiré este fruto con vuestra majestad a fin de que ‘todo
hombre pueda recibir su recompensa de acuerdo con su trabajo’
(1 Cor 3, 8).”
Esta carta fue seguida de otra agradeciendo a Roger su cariño
por la nueva comunidad: “Vos les habéis tratado con liberalidad real,
‘vos les habéis reconfortado’ (Ps 65, 12), vos ‘les habéis instalado en
una tierra noble para que puedan comer los frutos del campo, chupar
la miel de la peña y el aceite de la roca más dura, obtener mante­
quilla del rebaño y leche de las ovejas y grasa de los corderos, higos
juntamente con el pan y para que puedan beber la sangre más pura
de las uvas’ (Dt 32, 13-14). Estos son en verdad bienes pasajeros,
pero pueden ser convertidos en precio de la gloria eterna, pueden ayu­
darnos a subir a las estrellas sic ¡tur ad ostra (Ene., IX, 641).”

383
AILBE J. LUDDY

El santo predica a los estudiantes de París

En adelante las relaciones entre el santo abad y el monarca sici­


liano fueron de lo más amistosas. El salvaje perseguidor de otros
tiempos se convirtió en propagandista de la religión; el lobo se tornó
cordero, la serpiente, paloma, lo cual justificó un dicho de Bernardo
de que es muchas veces más prudente halagar que defraudar la pasión
de la ambición. Aceptando la cronología de Vacandard, suponemos
que fue en 1140 cuando Bernardo predicó sus famosos sermones 8 a
los estudiantes de París. Como pasara casualmente cerca de la metró­
poli por asuntos de su Orden, fue invitado por el obispo Esteban a
hablar a los estudiantes de la ciudad, que constituían entonces un
cuerpo muy numeroso que representaba a casi todos los países de la
cristiandad y cuya reputación moral no era precisamente de las me­
jores. Al principio rehusó, pues, según dice Geofredo de Auxerre, no
quería nunca hablar en público a no ser forzado por una grave nece­
sidad. Pero a la mañana siguiente él había cambiado de opinión a
consecuencia, según suponemos, de la visión que nos va a referir el
mismo santo a continuación. Entró en París y ofreció hacer lo que el
obispo le había pedido. No se conoce con seguridad el lugar de su
predicación, pero podemos suponer que fue la escuela eclesiástica de
Notre Dame 9. Una inmensa muchedumbre se reunió para oírle, atraída
por la fama que tenía Bernardo de ser el más grande de los oradores
que entonces vivían. Era un auditorio de una clase con la que nunca
se había enfrentado anteriormente, formado en su mayor parte de
jóvenes inflamados por el deseo apasionado de saber y dispuestos a
comprobar toda doctrina por medio de las reglas de silogismo aristo­
télico. El santo consideró que su primer sermón fue un fracaso. Pro­
dujo mucha admiración y vehementes aplausos, pero muy poca com­
punción o examen de conciencia. Después del discurso, discutió un
rato con alguno de los profesores presentes y luego se retiró escoltado
por una muchedumbre de estudiantes que le arrancaron la promesa
de que predicaría de nuevo al día siguiente. Pero a pesar de este
entusiasmo su corazón estaba muy apesadumbrado. Era la primera vez
que no había conseguido conmover al auditorio en la forma que él

8 Manríquez los atribuye .al año 1122; otros, al 1127. Pero nosotros sa­
bemos, por el testimonio de Geofredo de Auxerre, que Bernardo predicó a los
estudiantes de París en 1140, y no hay ninguna prueba de que les predicará
más que una sola vez. - -----------------
9 Esta escuela, con las de Santa Genoveva y San Víctor, formaba el núcleo
de la Universidad de París, fundada hacia el año 1208.

384
SAN BERNARDO

deseaba. Al llegar a la casa del arcediano en que se hospedaba, se


retiró a su cuarto y dio rienda suelta a la tristeza que le llenaba el
alma. Por sus infidelidades, así . le parecía, había irritado al Señor y
merecía, como Saúl, que su ministerio fuese repudiado. Sus sollozos
y lamentos se podían oír desde fuera. El arcediano, llamando al monje
Rainaldo que acompañaba al santo, preguntó la causa de toda esta
lamentación. “Este hombre maravilloso—replicó Rainaldo—está tan
inflamado en la caridad divina y tan completamente absorbido en las
cosas de Dios que su único deseo en este mundo es hacer volver a los
pecadores al camino de la verdad y ganar almas para su Salvador.
Y habiendo acabado de predicar la palabra de la vida a los estu­
diantes de la ciudad sin obtener ningún fruto de conversión, deduce
que ha incurrido en el desagrado de Dios, puesto que su gracia no ha
cooperado con él como de costumbre.” Fue del mismo Rainaldo, más
tarde abad de Foigny, en la diócesis de Laon, de quien el autor del
Exordium consiguió su relato de la predicación del santo en París.
“A la mañana siguiente temprano—dice este pío autor—el siervo
de Dios volvió a las escuelas y por mandato del Señor lanzó al pro­
fundo mar el navio de la santa doctrina y echó sus redes para pescar
(Le 5, 4).” Esta vez tuvo más éxito. Un incidente recordado por
Geofredo de Auxerre, el cual, siendo todavía discípulo de Pedro Abe­
lardo estaba entre el auditorio, indica el grado de entusiasmo que
produjeron sus palabras. Mientras hablaba, un joven se levantó en
estado de profunda agitación y, adelantándose, se arrojó a sus pies.
Cuando avanzaba entre la muchedumbre el predicador susurró a un
monje que se hallaba cerca: “Vi a ese joven que venía hacia mí, tal
como está ahora, en una visión de anoche y es en parte por su causa
el que el Señor nos haya traído aquí.” “Ese joven—continúa Geo­
fredo—llegó a ser monje de Clairvaux y allí tuvo un fin feliz después
de una vida de gran pureza y devoción.”
Al parecer, otros dos fueron testigos del poder de las palabras del
santo predicador de la misma manera sensacional. Al terminar el
sermón más de veinte jóvenes decidieron abandonar el mundo y se­
guir al santo a Clairvaux. Estos dos sermones constituyen el llamado
Tratado sobre la conversión. En algunos aspectos importantes son los
más notables de los muchos discursos notables que nos ha legado el
santo. En ninguna otra parte es su lenguaje tan terrible, en ninguna
otra parte parece tan semejante a los austeros profetas de la antigüe­
dad. El empíreo era su morada usual. Su alma vivía, moría y existía
entre cosas alegres, ligeras y adorables. Pero ahora desciende a los
abismos. Hablando en otra parte de los designados para instruir a los

385
S. BERNARDO.----25
AILBE J. LUDDY

demás dice: “Estos son ‘los que se lanzan al mar en barcos, haciendo
su trabajo en alta mar’ (Ps 106, 23). No están confinados en modo
alguno, sino que son libres para moverse en todas las direcciones, de
forma que puedan ayudar a todos los que han de ayudar, guiar sus
pasos por puentes y vados, conservar el orden en las filas en movi­
miento, descubrir los peligros escondidos y protegerles de ellos, esti­
mular a los tibios y sostener a los débiles. Verdaderamente, ‘ellos
ascienden a los cielos y descienden a los abismos’ (Ps 106, 26), tratando
unas veces de materias sublimes y celestiales y discutiendo otras cosas
infernales y horribles.” En los dos sermones predicados a los estu­
diantes de París, él tiene mucho más que decir acerca de las “cosas
infernales y horribles” que de las “materias sublimes y celestiales”.
Pero ¿qué tiene esto de extraño si él estaba imbuido del Espíritu y
del poder de Elias en presencia de estos discípulos de Baal? Aunque
se dice que el santo retocó y completó los sermones, no hay motivos
para pensar que hizo ningún cambio material. La división en capítulos
es anterior al año 1520 y en nuestra opinión es poco afortunada, puesto
que tiende a dar a la obra el aspecto de un tratado formal. Y no es
que digamos que sería indigno como tal, pues serviría como un tra­
tado admirable sobre la vía purificadera. El Tratado de la conver­
sión—dice el abate Chevallier—, es la obra de un maestro consumado
de la vida espiritual. Se caracteriza por su elevación de pensamiento,
el uso científico de la Sagrada Escritura y un conocimiento profundo
del corazón humano que le hacen recomendable a las almas atraídas
por la gracia y que les impulsan a entregarse sin reservas a Dios”
(Histoire de Saint Bernard, vol. I, p. 193).
El santo predicador empieza de un modo completamente brusco:
“Vosotros habéis venido aquí, según creo, a oír la palabra de Dios.
Por lo menos no puedo concebir ningún otro motivo que explique
la presencia de esta ansiosa multitud. (Evidentemente sospechaba, como
así era en realidad, que muchos de ellos habían venido no tanto
a ser edificados como a disfrutar de un banquete oratorio). Apruebo
vuestro deseo de edificación y os felicito por vuestra buena disposi­
ción. ‘Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios’, dice el Sal­
vador, pero Él añade, fijaos bien: ‘y la guardan’ (Le 11, 28). Son
también bienaventurados los que ‘recuerdan sus mandamientos’, pero
de forma que ‘los cumplen’ (Ps 102, 18). Pues Él ‘tiene las palabras
de la vida eterna’ (loh 6, 69) y ‘viene el tiempo’—ojalá pudiese yo
añadir: !‘y ya ha llegado’!—‘en que los muertos oirán la voz del
Hijo de Dios y los que oigan vivirán’ (loh 5, 25). Sí, ‘pues hay vida
en su buena voluntad’ (Ps 29, 6). Y si deseáis saber qué exige de

386
SAN BERNARDO

nosotros su buena voluntad os diré que nuestra conversión. Oíd lo


que Él mismo dice: ‘¿Es mi voluntad que un pecador muera y no
que sea convertido de sus costumbres y de su vida?’ (Ez 18, 23).
Estas palabras son suficientes para mostrar que nuestra vida verda­
dera consiste en una verdadera conversión a Dios y que sin esta con­
versión la vida eterna no se puede alcanzar. La misma doctrina nos
comunican las palabras de Cristo: ‘A menos que os convirtáis y lle­
guéis a ser como los niños pequeños, no entraréis en el reino de los
cielos’ (Mt 18, 3). Con razón se dice que nadie más que los niños pe­
queños entrarán allí, puesto que se dice también que ‘un Niño pequeño
los conducirá’ (Is 11, 6), el mismo Niño pequeño, sin duda, que
nació por nosotros y se dio a nosotros (Is 9, 6) para este mismo
propósito. Pero deseo saber cuál es esa palabra Suya que incluso los
muertos oirán y al oírla revivirán. Pues acaso me corresponda tam­
bién predicar el Evangelio a los muertos (1 Pet 4, 6). Ahora se me
ocurre una frase muy corta, pero preñada de significación, que la boca
del Señor ha hablado, como lo testimonia el profeta. ‘Tú has dicho’,
canta el Salmista dirigiéndose a Dios su Señor, ‘convertiros, oh, vos­
otros, hijos de los hombres’ (Ps 89, 3). No sin justicia, seguramente, se
exige la conversión a los hijos de los hombres, pues no hay nada más
necesario para los pecadores. En cuanto a los ángeles santos, se les
pide no la conversión, sino la ‘alabanza que conviene a los justos’
(Ps 32, 1). Así el mandato que se les da es: ‘Alaba al Señor, oh
Jerusalén, alaba a tu Dios, oh Sión’ (Ps 147, 12).
” ‘Convertiros, oh, vosotros, hijos de los hombres’. Observad que
el Salmista nos dice deliberadamente que estas palabras fueron habla­
das por Dios y que en mi opinión no deben ser ligeramente pasadas
por alto. Pues ¿quién tendría el atrevimiento de comparar las pala­
bras de Dios con ningún discurso de los hombres? Pues las palabras
de Dios son ‘vivas y eficaces’ (Heb 4, 12); ‘su voz tiene poder y
magnificencia’ (Ps 28, 4). Y tenemos la prueba en estos otros testi­
monios: ‘Él habló y ellos fueron hechos, Él mandó y ellos fueron
creados’ (Ps 148, 5). ‘Él dijo : Hágase la luz y la luz se hizo’ (Gen 1, 3).
Con el mismo poder Él puede decir a los pecadores: ‘Convertiros,
oh, vosotros, hijos de los hombres’, y serán convertidos. En conse­
cuencia, la conversión de las almas se tiene que atribuir no a la voz
del predicador, sino a la voz de Dios. Simón, el hijo de Juan, aunque
llamado por Cristo y nombrado por Él pescador de hombres (Mt 4, 19)
trabaja toda la noche sin coger nada; pero cuando echó su red por
orden del Señor, ‘cogió una gran multitud de peces’ (Le 5, 5-6). Dios
quiera que yo también pueda echar hoy la red ‘por orden del Señor’,

387
4ILBE J. LUDDY

a fin de que experimente la verdad de lo que está escrito: ‘Mira, Él


dará a su palabra la voz del poder’ (Ps 67, 34). Hermanos, si os digo
una mentira, esa mentirá será’ ciertamente mía (loh 8, 44). Acaso
consideréis que estoy hablando de mí mismo si veis que ‘estoy buscando
las cosas que me pertenecen, no las cosas que son de Jesucristo’
(Phil 2, 21). Pero aun cuando hablo la justicia de Dios y busco su
gloria, no será menos necesario tenerle sólo en cuenta a Él al pre­
tender un resultado y rogarle que ‘añada a su palabra la voz del po­
der’. A esta voz interior, por consiguiente, os aconsejo que abráis el
oído del corazón y que prestéis más atención al Señor que susurra
dentro que a mí, cuya voz suena externamente. Pues la suya es la
voz de la magnificencia y el poder que ‘sacude al desierto’ (Ps 28, 8),
que revela los secretos y despierta a las almas de la modorra del
pecado.
“Esta voz interior—que es realmente la gracia estimulante de
Dios—no cesa nunca de susurrar en el oído de vuestro corazón, de
forma que es menos difícil estar atento a sus saludables sugestiones
que no estarlo. No es solamente una voz de poder, sino también un
rayo de luz, que nos manifiesta nuestros pecados y que ‘ilumina las
escondidas cosas de la oscuridad’ (1 Cor 4, 5). Así es estimulada la
conciencia. ¡Ay de aquel que habiendo sido despertado así, persevera
todavía en el propósito de pecar! Tal hombre se odia a sí mismo
tanto en su cuerpo como en su alma, de un modo real aunque no
querido, puesto que para ambos está preparando una eternidad de
tormento. Lo mismo que un hombre frenético usa ambas manos para
desgarrar su propia carne, los obstinados pecadores laceran sus pro­
pias almas, pero mucho más cruel e incurablemente, en atención a la
mayor excelencia de la naturaleza espiritual del alma. Pero el alma
todavía no se da cuenta de su miseria. Ocupada en la búsqueda de
satisfacciones terrenales, se ha vuelto insensible a las graves heridas
que padece. Está en cualquier parte como en su propia casa, en el
estómago del glotón o en los cofres del avaro: pues ‘donde esté tu
tesoro, allí estará también tu corazón’ (Mt 6, 21). Pero llegará el
momento en que se abrirán sus ojos y entonces comprenderá lo mu­
chísimo que se ha destrozado. No puede comprender esto mientras
arde en deseos insaciables de placeres sensibles y se consume, como
una araña, en tejer hilos sacados de su propia sustancia inmortal con
los cuales caza las miserables moscas de la vanidad y la codicia. Por
consiguiente, cuando se despierta la conciencia no nos esforcemos por­
que se adormezca de nuevo: es mucho mejor sentir la mordedura del _
gusano ahora que puede ser curada que más tarde. Soportemos su

388
SAN BERNARDO

mordedura actualmente y al cabo de cierto tiempo dejará de moles­


taros. Que coma ahora por completo la podredumbre y corrupción
que hay dentro de nosotros, porque cuando se haya agotado ese
alimento, tendrá que perecer necesariamente de hambre. Temamos
nutrirlo para que sea nuestro tormento en la eternidad, ‘donde su
gusano no muere y su fuego no será extinguido’ (Is 66, 24). ¿Quién
puede soportar ni siquiera el pensamiento de estas mordeduras eter­
nas? Actualmente tenemos muchos consuelos para suavizar el escozor
de una conciencia herida. El Señor es cariñoso, ‘El no sufrirá que
seamos tentados más de lo que somos capaces’ (1 Cor 10, 3), tampoco
Él consentirá que el gusano nos atormente más allá de nuestra capa­
cidad de sufrimiento. Además, al principio de nuestra conversión
particularmente, Él suaviza nuestros dolores con el aceite de su mise­
ricordia. No nos permite percibir la gravedad de nuestra dolencia o la
dificultad de su curación más allá de lo que nos conviene conocer;
antes bien Él permite que seamos engañados por una apariencia de
facilidad, que, sin embargo, pronto se desvanece. Pero cuando nuestra
virtud se haya madurado más, Él ‘nos dará un fuerte conflicto para
que podamos vencerlo y conocer que la sabiduría es más poderosa
que todo’ (Sap 10, 12).”
El santo procede a continuación a describir con el lenguaje más
gráfico las dificultades que se han de vencer para pasar del pecado
a Dios y romper las fuertes cadenas de los hábitos viciosos. Los que
son inexpertos en la vida espiritual, dice, se figuran que esto se
puede hacer con la voluntad, pero verán que es de otra manera muy
distinta. Es cosa fácil arrojarse a un precipicio, pero no es tan fácil
volver a escalarlo; de la misma manera, és más difícil salir de los
hábitos pecaminosos que caer en ellos. Pero el alma, llevada casi a
la desesperación por el motín de sus facultades encuentra consuelo en
las palabras del Salvador: “Bienaventurados sean los pobres de es­
píritu, pues de ellos será el reino de los cielos” (Mt 5, 3). “Pues,
¿quién es más pobre de espíritu que aquel que no encuentra descanso
en su espíritu y ‘no tiene dónde reclinar su cabeza’? (Mt 8, 20). Este
es un consejo de la bondad del Señor: que quien se desagrada a sí
mismo sea agradable a Dios y que quien odia su propia casa, por
estar llena de suciedad e infelicidad, sea llamado a la casa de su
gloria, ‘una casa no hecha con las manos, eterna en los cielos’
(2 Cor 5, 1). No es extraño que el pecador contrito se sienta agobiado
por la grandeza de esta condescendencia; que le parezca difícil dar
crédito a un anuncio tan asombroso y que, oprimido por el estupor
exclama: ‘¿He de entender entonces que la miseria hace a un hom­

389
AILBE J. LUDDY

bre feliz?’ Pero que sea valiente. Es la misericordia, no la miseria,


la que beatifica, pero la miseria es el objeto adecuado de la miseri­
cordia. Podría incluso reconocer que la miseria misma beatifica en
tanto en cuanto que la humillación es el camino hacia la humildad y
en tanto que podemos hacer de la necesidad una virtud.”
Ilustrada por la gracia divina, el alma percibe ahora la vanidad
de todas las satisfacciones terrenales y se extraña de cómo ha podido
ser tan esclavizada por ellas. Se da cuenta que no hay esclavitud tan
amarga y degradante como la sumisión al mundo y las pasiones, que
nos hace infelices aquí y prepara para nosotros una eternidad infeliz
más tarde. “Qué tiene entonces de extraño que el Evangelista des­
criba como ‘descansando completamente en la maldad’ (1 loh 5, 19)
a este mundo donde las almas inmortales, engañadas por la vana
promesa de delicias momentáneas y olvidándose de su nobleza nativa,
no se avergüenzan de servir a los cuerpos y solamente ansian parti­
cipar en sus sucios placeres (Le 15, 16). ¡Oh, que sumisión tan per­
vertida! ¡Qué degradación tan inexplicable! ¡Una criatura elevada,
capaz de felicidad eterna y de ‘la gloria del gran Dios’ (Tit 2, 13) por
cuyo aliento fue creada, con cuya imagen fue adornada, con cuya San­
gre fue redimida, con cuya fe fue dotada, por cuyo Espíritu fue adap­
tada : esta criatura no se avergüenza de esclavizarse en medio de la
podredumbre por los apetitos corporales!
”Pero aun cuando las delicias fueran ofrecidas por el mundo como
algo grande y honorable, a pesar de que son frívolas y sucias, ¿quién no
conoce que esa promesa es engañosa? El período de goce será segu­
ramente corto y, por serlo, su fin será incierto. Nada es más cierto
que la muerte, tampoco hay nada tan incierto como la hora de la
muerte. La muerte ni se apiada de la pobreza, ni respeta la riqueza;
no tiene en cuenta ni el rango, ni la persona, ni incluso la edad; con
esta excepción, que entra por la puerta en busca de los ancianos y
salta sobre los jóvenes como si les tendiera una emboscada. ¡Qué
infelices son entonces los que confían los frutos de su trabajo a la
oscuridad e inseguridad de la vida presente, que es solamente ‘un
vapor que aparece durante un rato y después se desvanece’! (lac 4, 15).
Esclavo de la ambición, ¿has logrado por fin obtener la dignidad
tanto tiempo codiciada? Ten cuidado no sea que la vuelvas a perder.
Esclavo de la avaricia, ¿has llenado tus cofres? Guárdalos bien, o
te los robarán. Hacendoso labrador, ¿han producido tus campos una
abundante cosecha? Derriba tus graneros y construye otros mayores;
conviértelos de cuadrados en redondos y di a tu alma: ‘Tú tienes
muchas cosas buenas recogidas para muchos años’. Pero llegará el

390
SAN BERNARDO

momento en que oirás el terrible anuncio: ‘Tú, estúpido, esta noche


ellos te pedirán el alma; ¿y de quién serán todas esas cosas que tú
has almacenado?’ (Le 12, 19-20).”
Después de mostrar cuán loca es la esperanza del pecador de esca­
par a la mirada de Dios, que todo lo ve, el santo doctor advierte a
los que se imaginan que pueden pecar impunemente siempre que
conserven la fe y les dice que es posible perder el alma aun dentro
del palio de la Iglesia verdadera. Les recuerda que la red de Pedro
encierra peces buenos y malos y que cuando se alcance la costa los
primeros serán recogidos y los últimos rechazados. (Mt 13, 47-48). Hay
en realidad cuatro causas de condenación que incluso los católicos
han de temer : “pues ‘el alma que peca morirá’ (Ez 18, 4), el árbol
que .no dé fruto será derribado (loh 15, 2), la virgen que no tenga
aceite en su lámpara será excluida de la fiesta del matrimonio
(Mt 25, 12) y el que haya recibido buenas cosas en la vida presente
tendrá como herencia tormentos en Ja futura. (Le 16, 25). Si cualquiera
de las cuatro es causa suficiente de perdición, desesperado, en verdad,
será el caso de aquel en quien se hallen unidas las cuatro. Seguramente
Dios ‘es terrible en sus consejos sobre los hijos de los hombres’
(Ps 65, 5), pero Él es también misericordioso y Él ha mostrado su
misericordia revelándonos de antemano la forma del juicio final.
Contra las cuatro causas de condenación tenemos que defendernos
por medio de las cuatro virtudes cardinales, necesitamos fortaleza, para
fortalecernos contra las incitaciones a pecar, a fin de que, fuertes en
la fe, podamos ‘resistir al demonio que anda rondando como un león
rugiente’ (1 Pet 5, 8); necesitamos justicia, para recoger el fruto de
las buenas obras! necesitamos prudencia, para no correr la suerte de
las vírgenes locas; necesitamos templanza, no sea que, abandonándo­
nos a la consecución del placer, oigamos lo que oyó el infeliz Dives
después de varios días de lujo y festejos: ‘Recuerda, hijo mío, que
tú recibiste buenas cosas en tu vida y Lázaro malas; ahora Él es
consolado y tú eres atormentado’ (Le 16, 25). La inteligencia debería
proponer estas consideraciones a la voluntad y cuantas más veces lo
haga, más perfectamente será iluminada por el espíritu de Dios. Feliz
aquel cuya alma sigue los consejos de la razón, de forma que, conci­
biendo al principio por temor y luego por la esperanza de las prome­
sas divinas, pueda al fin dar nacimiento al espíritu de salvación
(Is 6, 18). Pero acaso el alma resultará rebelde y obstinada, se volverá
peor con las admoniciones, más dura con las amenazas, más amarga
con los halagos. Quizá incitará a los miembros y facultades a obe­
decer al placer como antes y servir a la iniquidad (Rom 6, 19). En

391
AILBE J. LUDDY

verdad, tenemos de lo siguiente una experiencia diaria: que aquellos


que se proponen practicar la virtud son tentados más violentamente
que de costumbre por los placeres de la carne, lo mismo que los
hebreos de la antigüedad eran oprimidos más gravemente en los tra­
bajos de yeso y ladrillo cuando intentaban huir de la tiranía del Fa­
raón” (Ex 1, 14).
Se explican con gran extensión las diversas ayudas e incitaciones a
perseverar en la lucha. Luego el santo predicador se detuvo y dijo
apologéticamente: “Me temo que os he aburrido con este prolijo ser­
món y que os he entretenido demasiado tiempo. Ahora, por fin, tengo
que poner punto a mi locuacidad si no por modestia, al menos por
la hora que es. Pero recordad que el apóstol en una ocasión prolongó
su discurso hasta medianoche. Y ‘Dios quisiera que pudieseis soportar
un poco más mi locura, pues estoy celoso de los otros con el celo de
Dios’ (2 Cor 11, 1-2)” Esta es evidentemente la conclusión del primer
sermón. El segundo es mucho más corto, pero mucho más demoledor.
Comienza con un ataque a la ambición clerical. “Mis pequeños hijos,
¿quién ‘os enseñará a huir de la ira que viene’? (Mt 3, 7). Pues segu­
ramente nadie merece tanto la ira como el enemigo que finge ser
amigo. ‘¿Judas, traicionas al Hijo del hombre con un beso?’
(Le 22, 48), ‘tú, un hombre de una sola intención que tomaste dulces
alimentos conmigo’ (Ps 54, 14-15) y metiste tus manos conmigo en la
fuente (Mt 26, 23). Los que pertenecéis a esta clase no participaréis en
la oración ofrecida al Padre por el Salvador moribundo: ‘Padre, per­
dónalos, pues no saben lo que hacen’ (Le 23, 34) ‘¡Ay de vosotros,
pues habéis arrebatado la llave de la ciencia’ (Le 11, 52), sí, y también
la llave de la autoridad! ‘Vosotros mismos no habéis entrado y los
que estaban entrando en vosotros tienen muchos caminos obstruidos
(Le 11, 52). ‘Vosotros habéis arrebatado la llave’, repito: ella no os
ha sido confiada. Es de otros que se parecen a vosotros, de quienes
el Señor se queja por su profeta: ‘Ellos han reinado, pero no por Mi;
ellos han sido príncipes y Yo no lo sabía’ (Os 8, 4). ¿De dónde viene
esta ansia de poder, esta desvergonzada ambición, esta loca presun­
ción? ¿Alguno de vosotros se habría atrevido a usurpar de esta
manera el gobierno o la riqueza de cualquier príncipe terrenal sin su
aprobación o contra su voluntad? No os figuréis que el Todopoderoso
aprueba lo que Él sufre en silencio ‘de los vasos de la ira preparados
para la destrucción’ (Rom 9, 22.) A continuación sigue una letanía
de lamentaciones contra los clérigos mundanos y egoístas. Luego viene
la cúspide de este espantoso discurso, una denuncia terrible de las
costumbres inmorales de los estudiantes, los cuales tuvieron que haber

392
SAN BERNARDO

sentido un estremecimiento de terror apocalíptico y tuvieron casi que


haberse figurado que era el día del juicio. Implacablemente sonda el
santo sus conciencias hasta lo más hondo; implacablemente saca a la
luz los monstruos ocultos de pecados sin nombre. “ ¡ Quisiera Dios que
no se hiciesen estas cosas! ¡ Quisiera Dios que no fuese mi deber men­
cionarlas! ¡Quisiera Dios que no encontrase yo a nadie que me cre­
yera, a nadie que creyera que la mente del hombre ha sido jamás
ensuciada con el pensamiento de semejante maldad!”
Lo que más apesadumbraba al gran abad era el pensar que perso­
nas esclavizadas por tanto vicio se envanecieran de “entrar en el taber­
náculo del Dios Viviente, morar en el templo consagrado de Dios,
introducirse en lo más santo”. Era mucho mejor que permanecieran
en la sociedad. El celibato es una torre costosa y los que se proponen
construirla deberían primero sentarse a calcular el coste, “para ver si
tienen con qué terminarla” (Le 14, 18), es una frase dura que no
todos pueden recibir (loh 6, 61; Mt 19, 11), pero es mejor segura­
mente salvarse como hombre laico que perderse como sacerdote.
A continuación tenemos una exhortación muy enérgica a la peni­
tencia. “Conservad vuestras almas inmortales, os lo ruego, hermanos;
conservad la Sangre de Cristo que fue derramada para rescataros.
Evitad el temible peligro que os amenaza, huid del fuego eterno encen­
dido para atormentaros. Dejad de burlaros de la santidad y tened la
virtud de la piedad, así como la apariencia de la misma (2 Tim 3, 5).
Sed célibes en realidad, no merameme de nombre. Es en verdad duro
ser virtuosos teniendo en cuenta cómo estáis situados. Pues la castidad
no está segura en medio de las delicias, la humildad tampoco está
segura en medio de las riquezas, nj la devoción en medio de las dis­
tracciones, ni la verdad en medio del ocioso comadreo, ni la caridad
en medio de este mundo malvado. ‘Huid vosotros, por consiguiente,
de Babilonia, huid y que todo el mundo salve su propia alma’ (1er 51,
6); huid, os digo, ‘a las ciudades de refugio’ (Num 35, 11-12) donde po­
dáis hacer penitencia por el pasado, conseguir la gracia en el presente y
tener confianza de recibir una corona de gloria en el futuro. Que la
conciencia de vuestros pecados no os retenga, pues ‘donde ha abun­
dado el pecado abunda más la gracia’ (Rom 5, 20). Y no os des­
alentéis por la austeridad de una vida de penitencia. Pues ‘los sufri­
mientos de esta época no son dignos de compararse’ ni con los pecados
del pasado que serán olvidados, ni con la gracia del consuelo que se
infundirá en vuestras almas, ni ‘con la gloria que ha de venir’ y que
os está prometida (Rom 8, 18). Hacedme caso: no hay amargura que

393
AILBE J. LUDDY

no pueda dulcificar el alimento místico (2 Reg 4, 41), que no pueda


volver agradable al paladar la sabiduría, el árbol de la vida.
"Pero si las palabras no logran convenceros, hermanos, creed en
el testimonio de los hechos, convenceros' por medio de innumerables
ejemplos. Mirad alrededor y contemplad a los pecadores que corren
desde todas partes en busca del remedio de la penitencia. Ved con qué
ardor hombres de constitución delicada y delicadamente educados
abrazan la vida monástica, sin desmayar por su dureza, buscando
solamente el alivio de las heridas de su conciencia. Nada es imposible
para los que creen (Me 9, 22), nada difícil para el que ama, nada
rudo para los dóciles, nada arduo para los humildes; pues la gracia
de Dios hace la carga ligera y la virtud de la obediencia endulza el
yugo de la autoridad. ¿Por cuánto tiempo vais a ‘tratar de grandes
asuntos y de cosas maravillosas que están por encima de vosotros?’
(Ps 130, 1). Es seguramente un ‘gran asunto y una cosa maravillosa’
ser ministro de Cristo y dispensador de sus santos misterios. La orden
del sacerdocio está todavía muy por encima de vosotros, a no ser que
os propongáis omitir los. pasos anteriores y os atéis a la cima en vez
de trepar arrastrándoos. Pero os digo a cada uno de vosotros, o mejor
os lo dice el Señor, no yo: ‘Cuando seas invitado a una fiesta, acude
y siéntate en el lugar más bajo, porque todo el que se ensalce será
humillado y el que se humille será ensalzado’ (Le 14, 10-11).”
El santo abad se aprovecha de esto para hablar de los pastores
verdaderos y de los falsos, y una vez más su celo se inflama. “¡Qui­
siera Dios que nuestros modernos fariseos hicieran—si no lo que
dicen—, por lo menos lo que debían hacer! (Mt 33, 3). ¡Quisiera Dios
que los que no quieren ‘predicar el Evangelio de balde’ (1 Cor 9, 18)
lo hicieran incluso a costa de la Iglesia, ojalá que predicaran incluso
por un salario! ‘El asalariado ve venir al lobo y huye’ (loh 10, 12).
¡Dios quisiera que los falsos pastores de nuestro tiempo resultaran
solamente asalariados, mas no lobos!” Entre los jóvenes convertidos
a Dios por este discurso hubo uno que merece mención especial, Geo-
fredo de Auxerre, hasta entonces discípulo de Pedro Abelardo y más
tarde secretario, biógrafo y panegirista del santo abad y su sucesor
(no inmediato) en el gobierno de Clairvaux.
A la mañana siguiente temprano Bernardo partió hacia su hogar
acompañado de los religiosos y conversos. No habían ido muy lejos
cuando se detuvo y dijo: “Es necesario que regresemos a París, por­
que todavía hay algunos que tienen que ser traídos y unidos al rebaño
del Señor.” Apenas habían vuelto a entrar en la ciudad, cuando vie­

394
SAN BERNARDO

ron que se dirigían hacia ellos tres jóvenes clérigos. “Dios nos ha
ahorrado la molestia de buscar—dijo el santo—, estas son las per­
sonas por las que he regresado”. Al parecer, le habían estado bus­
cando, y al enterarse de que el santo se había ido de la ciudad, no
sabían qué hacer. Por consiguiente, alegrándose de esta feliz solución
del problema, acompañaron al santo a Clairvaux.

395
CAPITULO XXVII

PROTECTOR DE ESTUDIANTES

Apreciación de Bernardo del


CONOCIMIENTO HUMANO

Se ha dicho a veces de San Bernardo en tono de reproche que era


hombre de horizontes limitados que no sentía el menor interés fuera
de la religión y que sólo le inspiraba desprecio la ciencia humana.
Esta es una de las verdades a medias que constituyen mentiras com­
pletas. El santo indudablemente no quería hacernos buscar la cultura
como fin en sí misma, despreciaba el conocimiento que “infla”
(1 Cor 8, 1) y colocaba la oración y la práctica de la virtud delante
de todos los afanes intelectuales. Pero tenía en gran estima tanto al
talento como a la erudición como medio de ganar gloria para Dios.
De aquí que considerase la cultura como un requisito esencial en los
abades y obispos. Pero haremos mejor en dejarle hablar por sí mismo.
“Vosotros sabéis—dice el sermón treinta y seis sobre el Cantar de los
Cantares—que el tema que he elegido para el presente discurso es la
ignorancia, o más bien las variedades de la ignorancia. Pues, como
recordaréis, hablé de dos clases, a saber, la ignorancia de nosotros
mismos y la ignorancia de Dios, de las cuales dije que eran criminales
y debían ser evitadas. Debo ahora explicar este tema más claramente
y estudiarlo de un modo más exhaustivo. Pero me parece que primero
debería inquirir si toda clase de ignorancia es digna de censura. No

396
SAN BERNARDO

me siento inclinado a pensar que sea este el caso, puesto que no sere­
mos condenados por no saberlo todo y hay muchas, muchísimas co­
sas, cuya ignorancia no es un obstáculo para la salvación. Por ejem­
plo, ¿en qué iban a sufrir vuestros intereses espirituales por desco­
nocer las artes mecánicas, tales como la del carpintero, o la del
albañil, o la de cualesquiera de esos otros oficios que los hombres
suelen practicar para usos temporales? Incluso sin ningún conoci­
miento de las llamadas artes liberales, cuyo estudio y ejercicio se con­
sidera tan noble y provechoso, incontables multitudes de hombres
han salvado sus almas, agradando a Dios con sus virtudes y buenas
obras. ¡ Cuántos, por ejemplo, enumera el apóstol en su Epístola a los
Hebreos, que fueron gratos a Dios no tanto por su ciencia como por la
pureza de su conciencia y la sinceridad de su fe! Todos agradaron al
Señor mientras vivieron aquí abajo, no por la profundidad de su
cultura, sino por el mérito de sus vidas. Ni Pedro, ni Andrés, ni los
hijos de Zebedeo, ni ninguno de sus hermanos-apóstoles fue buscado
en las escuelas de filosofía o retórica. Y, sin embargo, por medio de
ellos el Salvador ‘obró la salvación en medio de la tierra’ (Ps 78, 12).
"Acaso me consideréis indebidamente severo y estrecho en mis
opiniones sobre la ciencia humana y supongáis que estoy censurando
a los doctos y condenando el estudio de la literatura. ¡Dios me libre
de hacerlo! Me doy perfecta cuenta de lo mucho que los miembros
cultos han beneficiado y benefician todavía a la Iglesia, bien refutando
a sus adversarios, o bien instruyendo a los ignorantes. Y he leído lo
que dice el Señor por boca de su profeta Oseas: ¡ Porque tú has recha­
zado la ciencia, Yo te rechazaré, a fin de que no hagas el oficio del
sacerdocio para Mí’ (Os 4, 6) y por su profeta Daniel: ‘Pero los doctos
brillarán con el brillo del firmamento; y los que instruyen a muchos
en la justicia brillarán como estrellas por toda la eternidad’ (Dan 12, 3).
Sin embargo, recuerdo también haber leído que ‘la ciencia infla’
(1 Cor 8, 1) y: ‘el que aumenta su ciencia, aumenta también su
tristeza’ (Eccl 1, 18). Os dais cuenta, hermanos míos, de que hay dis­
tinciones en el conocimiento, puesto que hay una clase que nos hincha
de vanagloria y otra que nos hace sobrios. Ahora deseo saber: ¿cuál
de estas os parece más útil o necesaria para la salvación, la que infla
con orgullo o la que duele y nos humilla? Pero estoy seguro que pre­
ferís el conocimiento que modera al que infla... San Pablo exhorta así
a los fieles: ‘Digo, por la gracia que se me ha dado, a todos los que
están entre vosotros, no que sean más sabios de lo que corresponde
a los sabios, sino que sean sabios de un modo sobrio’ (Rom 12, 3).

397
AILBE J. LUDDY

Él no nos prohíbe ser sabios, fijaos, sino ser ‘más sabios de lo que
conviene’. Pero ¿qué puede él querer decir con la expresión ‘ser sabio
de un modo sobrio’? Quiere, sin duda, advertirnos que tenemos que
examinar muy cuidadosamente qué objetos de conocimiento tienen me­
jor derecho a nuestro estudio, pues ‘el tiempo es corto’ (1 Cor 7, 29).
Ahora bien, todo conocimiento es bueno en sí mismo, siempre que
esté fundado en la verdad. Pero nosotros que tenemos prisa por obrar
nuestra salvación ‘con temor y temblando’ (Phil 2, 12) en el limitado
tiempo que se nos ha concedido, deberíamos ciertamente consagrar
en primer lugar nuestra mejor atención a la adquisición de esa cul­
tura que parece estar más íntimamente vinculada a nuestro bienestar
espiritual. ¿No afirman los médicos que constituye una parte de sus
remedios el determinar qué deben tomar sus pacientes primero en las
comidas, qué deben tomar luego y en qué cantidad han de usar cada
clase de carne? Pues aunque es evidente que todos los alimentos son
buenos en sí mismos por haber sido creados por Dios para nuestro
uso, podemos fácilmente convertirlos en malos para nosotros al dejar
de observar el orden y la medida adecuados. Por consiguiente, aplicad
a ¡as variedades de conocimiento lo que he dicho de las variedades de
alimentos.
"Pero haría mejor en remitiros al propio San Pablo, a quien reco­
nozco como maestro mío. Pues la doctrina que predico no es mía,
sino suya; sin embargo, es mía en otro sentido, porque es la doctrina
de la verdad. ‘Si algún hombre—dice el doctor de las naciones—,
piensa que sabe algo, no ha aprendido todavía lo que debería saber’
(1 Cor 8, 2). Observaréis que no recomienda el conocimiento de mu­
chas cosas al que ignora la forma correcta de conocer. Observaréis
cómo él hace consistir el fruto y provecho del conocimiento en la
manera correcta de conocer. Evidentemente, desea enseñarnos en qué
orden, con qué ardor y con qué intención se debería adquirir cada
clase de conocimientos. En qué orden, porque deberíamos aprender
primero las verdades que más inmediatamente atañen a nuestra salva­
ción. Con qué ardor, porque se debe perseguir más ansiosamente el
conocimiento que más enérgicamente conduce a la caridad. Con qué
intención, porque el motivo de nuestros estudios no tiene que ser ni
la vanagloria, ni la curiosidad, ni ninguna cosa por el estilo, sino sola­
mente nuestro progreso espiritual y la edificación de nuestro prójimo.
Hay algunos que desean saber solamente por el afán de saber, y esto
es una curiosidad vergonzosa. Y hay algunos que desean saber a fin
de hacerse conocidos, y esto es una vanidad vergonzosa. A estas per­

398
SAN BERNARDO

sonas se les puede aplicar, en verdad, lo que dice el poeta satírico


del hombre que se vanagloria:
‘Vosotros valoráis en poco el conocimiento.
A menos que vuestro prójimo sepa que sabéis’x.
Y hay algunos que desean saber a fin de comerciar con su cono­
cimiento, vendiéndolo por oro o por honores y esto es un tráfico ver­
gonzoso. Pero hay algunos también que desean saber a fin de edificar,
y esto es caridad. Y algunos, en fin, que desean saber a fin de ser
edificados, y esto es prudencia. “De las clases arriba mencionadas,
solamente las dos últimas están libres de la acusación de ser un cono­
cimiento abusivo, pues solamente ellas buscan la inteligencia como
medio de hacer el bien. Leemos en los Salmos: ‘La inteligencia es
buena para todo el que la ejercita’ (Ps 110, 10) esto es para todo el
que tiene la buena voluntad de guiarse por sus prescripciones. En
cuanto a los demás, que oigan las palabras de Santiago: ‘El que sabe
obrar lo bueno y no lo obra, comete pecado’ (lac 4, 17). O expresando
la misma verdad metafóricamente: para el que toma alimento y no
lo digiere, el alimento es perjudicial. Pues el alimento que está mal
preparado o es mal digerido genera humores nocivos y así daña a la
salud en vez de favorecerla. Lo mismo acontece al conocimiento al­
macenado en la memoria—que es, como si dijéramos, el estómago del
alma—a. menos que haya sido bien cocinado en el fuego de la caridad
y distribuido así entre nuestros miembros espirituales—que son nues­
tros actos y hábitos—. El alma deriva bondad, como lo testimonian
nuestras vidas y nuestra conducta, de la bondad de las cosas que
sabe: en otro caso nuestro conocimiento nos será imputado como
pecado y se le comparará a la comida no digerida que produce humo­
res malos e insanos.”
Esta es la expresión más completa que Bernardo nos ha dado de
sus opiniones acerca de la educación. Aquí está tratando de este tema
de un modo explícito y formal, de forma que las observaciones
casuales que se encuentran en otros escritos suyos se tienen que inter­
pretar a la luz de lo expuesto más arriba. En primer lugar—dice—
deberíamos adquirir el conocimiento, el conocimiento necesario para
el fiel cumplimiento de nuestros deberes; luego, tenemos libertad para
extender nuestros estudios de modo que sean provechosos para nues­
tro prójimo o para nosotros. Todo conocimiento es bueno y por consi­
guiente se puede aspirar a él, excepto cuando su adquisición estorbe a

1 “Scire tuum nihil est, nisi te scire hoc sciat ilter”. Persius, Sat. I, 27.

399
AILBE J. LUDDY

un bien más elevado, o a un bien obligatorio. “Estoy lejos de decir


—protesta el santo doctor en su discurso inmediato sobre el Cantar de
los Cantares—que el conocimiento de las letras debe ser despreciado
o descuidado. Este conocimiento alimenta y adorna a la mente y
nos permite instruir a los demás. Pero es conveniente y necesario ad­
quirir en primer lugar ese doble conocimiento de Dios y de uno mis­
mo en el que, como he demostrado, radica esencialmente nuestra
salvación”. Se podría, en verdad, argumentar que toda clase de cono­
cimientos se relacionan directamente con Dios, pues el conocimiento
es la verdad y lá verdad es Dios: Ego sum vertías (loh 14, 6). ¿Hay
estrechez de miras aquí? En todo caso se puede decir que si Bernardo
es censurado por poner grillos al intelecto humano, la misma acusa­
ción se puede hacer contra todos nuestros grandes maestros cristianos 2,
por no hablar de los filósofos del paganismo: Sócrates, como es bien
sabido, resumió toda la ciencia humana en el corto precepto: conócete
a ti mismo. aeaoTÓv.3

3 Es cierto que el Cardenal Newman ha consagrado una conferencia com­


pleta a demostrar que el conocimiento es fin en sí mismo y que este fin, la cul­
tura intelectual, es el objeto propio de una educación liberal (Idea of a University,
Discurso V). Respecto al primer punto, no dice nada realmente incompatible
con lo expuesto más arriba. Está hablando del fin intrínseco y directo del
conocimiento, lo que los filósofos llaman finís operis; nosotros tratamos del.
fin mediato y extrínseco, del finís operantis. Ese conocimiento es fin en sí mismo
en el sentido de que como está per se ordenado hacia la religión o la moralidad,
tiene que ser admitido por todos los que no están dispuestos a mantener que
un hombre culto es necesariamente un hombre devoto o moral, o a suscribir
la doctrina de Platón de la identidad de la ignorancia y el vicio. Se puede, si
uno lo desea, no aspirar en la búsqueda del conocimiento a nada más elevado
que la simple satisfacción de conocer y merecer todavía ser llamado filósofo.
Lo que San Bernardo afirma es que debemos aspirar a algo más elevado. Y una
autoridad más venerable incluso que el abad de Clairvaux nos dice: “Bien
comáis o bien bebáis o bien hagáis cualquier otra cosa, hacedlo para gloria
de Dios” (1 Cor 10, 31). La gloria de Dios es un fin tan poco intrínseco y
directo del comer y beber como del estudio. Pero se nos manda o aconseja que
ennoblezcamos estas acciones indiferentes ejecutándolas por un motivo sobrena­
tural. El finís operis es determinado solamente por la naturaleza de la acción,
nuestra intención no puede alterarlo; pero podemos elevar el finís operantis tan
alto como queramos. En cuanto al segundo punto: afirmar que una universidad,
como tal, llena el fin de su creación cuando convierte a sus alumnos en caba­
lleros de mente cultivada y modales atractivos, sin preocuparse de imbuirles
sanos principios morales y religiosos, aquí el ilustre Newman está en conflicto
no sólo con San Bernardo, sino con las tradiciones educativas de la Europa
cristiana. Y si la educación liberal deja de ser liberal en el momento en que
ordena hacia unos fines superiores a la cultura meramente humana, entonces
todo lo que tenemos que decir es que la educación liberal es algo de que pode­
mos prescindir fácilmente. Cfr. el artículo: Liberal Education and Moral Aims,
en “Thought”, junio, 1926.

400
SAN BERNARDO

UN PATRÓN DE LOS ESCOLARES

Ahora demostraremos que Bernardo, lejos de ser un apóstol del


oscurantismo, demostró ser, por el contrario, un protector generosísi­
mo de la cultura, procurando a los estudiantes pobres los medios y
oportunidades de continuar sus estudios en las escuelas de París, que
era entonces la metrópoli intelectual del mundo. Entre los que se
beneficiaron de esta manera estaba el famoso Pedro Lombardo, el
Maestro de las Sentencias, cuyo libro Liber Sententiarum, se usó de
libro de texto en todas las universidades medievales y fue honrado por
los comentarios de los más grandes doctores escolásticos, Alejandro
de Hales, Alberto el Magno, San Buenaventura, Santo Tomás de
Aquino y Juan Duns Scotus. Véase una carta en la que el santo reco­
mienda este destacado estudiante a la caridad del abad y de los canó­
nigos de San Víctor: “A mis reverendos señores y padres y queri­
dísimos amigos, a Gilduin, abad de San Víctor, París, y a toda su
santa comunidad. Estoy obligado a pediros mucho, porque mucho me
piden a mí. Tengo que molestar a mis amigos porque mis amigos me
molestan a mí. El señor obispo me ha recomendado al venerable
Pedro Lombardo, pidiéndome que por medio de mis amigos provea
a su subsistencia mientras cursa sus estudios en Francia. He podido
hacer esto mientras él ha permanecido en Reims. Como está ahora
en París, lo recomiendo a vuestra caridad, pues no hay ningún otro
a quien me atreva a pedir tanto. Por consiguiente, os suplico que le
facilitéis todo lo que necesite durante su estancia en la ciudad.”
Otro erudito eminente protegido por nuestro santo fue el inglés
Roberto Pullen, considerado por algunos como el fundador de la Uni­
versidad de Oxford. Ciertamente, contribuyó mucho a su desarrollo,
y el suyo es el primer nombre notable asociado a ese célebre centro
del saber. Alrededor del año 1140, siendo arcediano de Rochester,
visitó a Bernardo, el cual le convenció para que pasase algún tiempo
en París, a fin de aprender los nuevos métodos y de ayudar a refrenar
a ciertos innovadores, tales como Abelardo. Su obispo Anselín, indig­
nado por el retraso, dirigió una dura reprimenda al santo abad, quien
le había escrito explicándole lo que pasaba y pidiéndole su consenti­
miento. Bernardo replicó: “Vos sois muy severo conmigo sin motivo.
¿En qué os he ofendido? Es cierto que he convencido al maestro Ro­
berto Pullen para que se quedase algún tiempo en París, porque reco­
nozco que es un hombre de sanas doctrinas. Pero yo no habría hecho
esto si no lo hubiera considerado necesario, como sigo considerándolo

401
S. BERNARDO.---- 26
AILBE J. LUDDY

todavía. Ya os he pedido consejo para esto y quisiera repetir ahora


el ruego, pero veo que mi primera petición ha excitado vuestra ira,
como lo sé, a costa mía. Si os recordé que Roberto cuenta con la
ayuda de muchos amigos influyentes de la Curia romana, mi propósito
era poneros en guardia para que no incurrieseis en su desagrado. Me
han informado que ahora le habéis castigado por apelar contra vos
apoderándoos de sus bienes: esta conducta no merece ni mi alabanza
ni mi aprobación. Pero no le he aconsejado nunca (ni lo haré jamás)
que se oponga a vuestra voluntad en ningún aspecto. Por lo demás,
creedme, vuestro devoto servidor, siempre dispuesto a mostraros el
honor y la veneración debidos a vuestro elevado rango. Consciente de
mi respetuosa consideración por vuestra ilustrísima, ¿puedo atrever­
me, basándome en ella, a suplicaros y aconsejaros una vez más que
permitáis al maestro Roberto permanecer un poco más en París con
vuestra completa aprobación?”
Parece que Pullen no vio Inglaterra más. Enseñó lógica y teología
en París con gran éxito hasta 1143 en que fue llamado a Roma por
Inocencio. Al año siguiente el papa Celestino II le hizo cardenal, el
primero de su nación elevado a esa dignidad. Llegó a ser canciller
con Lucio en 1145; y cuando uno de los discípulos de Bernardo subió
al trono pontificio en el mismo año el santo le escribió al cardenal
Pullen rogándole que le concediera al nuevo Papa los beneficios de su
sabiduría y experiencia.
Juan de Salisbury fue otro estudiante que disfrutó la amistad, y la
protección del santo abad. De muchacho, fue a París, donde estudió
con los profesores más brillantes, aunque no más ortodoxos, de la
época: Pedro Abelardo, Alberico de Reims, Roberto de Melun, Gil­
berto de la Porrée y Simón de Poissy. Bernardo le conocía bien, y
viendo que era más rico de talento que de dinero, recomendó al pobre
estudiante a la generosidad de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, a
quien conoció en Reims. Años más tarde, cuando Juan, todavía tan
pobre como siempre, regresó a Inglaterra, el santo abad le dio la
siguiente carta dirigida al arzobispo Teobaldo: “Os quedo muy agra­
decido y me hacéis un gran honor cuando, por mi causa, hacéis algún
favor a mis amigos. Sin embargo, no busco la gloria de los hombres,
sino ‘el reino de Dios y su justicia’ (Mt 6, 33). Basándome en la
amable disposición que, según creo, tenéis hacia mí, me aventuro a
recomendaros a vuestra excelencia al portador de esta carta, Juan, que
es mi amigo y amigo de mis hijos. Tiene buen testimonio de todas las
buenas personas en lo que se refiere a su piedad y cultura? He oído
esto no de los que usan sus palabras a la ligera, sino de mis propios

402
SAN BERNARDO

religiosos, en cuya palabra confío como en la evidencia de mis senti­


dos. Os hablé en su favor hace algún tiempo y ahora lo hago de
nuevo y con más confianza, puesto que en el intervalo he recibido
pruebas más poderosas de sus virtudes y méritos, según lo confirman
testigos dignos de confianza. Si, por consiguiente, tengo alguna in­
fluencia con vuestra excelencia, os ruego que atendáis a este buen
hombre de forma que pueda vivir de un modo decente y honorable.
Y que vuestra caridad le socorra sin demora, pues carece por com­
pleto de recursos. Mientras se adopta una solución definitiva, facili­
tadle lo indispensable. Tomaré esta caridad a mi amigo como prueba
del gran amor que tenéis por mí, afectísimo padre.”
Como resultado de esta recomendación Juan fue nombrado secre­
tario del arzobispo, puesto de gran importancia. En repetidas ocasio­
nes el rey inglés le encomendó misiones diplomáticas privadas en la
Curia romana: según el propio Juan “cruzó diez veces los Alpes en
su viaje desde Inglaterra”. En 1159 perdió el favor real por su celo
en la defensa de las libertades de la Iglesia y fue desterrado de Ingla­
terra en 1163. Llegó a ser obispo de Chartres en 1176 y murió cuatro
años más tarde. Sus obras principales son la Metalogicus, tratado filo­
sófico en cuatro libros, notable porque demuestra un conocimiento
inmediato de los escritos de Aristóteles; el Polycraticus, composición
miscelánea en ocho libros, y la Historia Pontificalis. La personalidad
de Juan queda un tanto perjudicada por “un deseo excesivo de encon­
trar faltas”. Y en la última obra citada—si en realidad es suya—mues­
tra muy poca gratitud a su santo bienhechor.

Pedro Abelardo

El nombre de Pedro Abelardo ha aparecido ya más de una vez en


estas páginas. Ahora tenemos que presentar a nuestros lectores de un
modo formal a este hombre notable. Nació en 1079 en la aldea de
Pallet, cerca de Nantes. Sus padres, piadosos y acomodados, le desti­
naron, por ser el mayor de muchos hijos, a la profesión militar; pero
Pedro prefería una carrera más intelectual y, como nos dice pomposa­
mente, ‘abandonó a Marte por Minerva’.
De muy joven abandonó su hogar para ir en busca de conoci­
mientos. Fue de una escuela famosa a otra, permaneciendo solamente
en cada una lo suficiente para sentir desprecio por el maestro y ponerle
en un aprieto con sus objeciones, pues tenía una mente maravillo­
samente aguda, rara facilidad de palabra y no le estorbaba, en verdad,

403
AILBE J. LUDDY

una modestia excesiva. Le encantaban especialmente los torneos dia­


lécticos, en los cuales mostraba gran destreza y salía invariablemente
victorioso.
El problema filosófico candente del día era el que se refería a la
naturaleza y objetividad de los universales, problema sobre el que
“se ha derramado mucha tinta e incluso mucha sangre”3 en las uni­
versidades medievales. Las palabras expresan las ideas y por medio
de las ideas los objetos de nuestro conocimiento. Las palabras o tér­
minos singulares (nombres propios y sus equivalentes) expresan las
ideas singulares y los objetos singulares. Hasta aquí no hay ninguna
disputa. Pero junto a los términos singulares, tales como “Aníbal” o
el “Víctor de Clontarf”, tenemos términos generales o universales (nom­
bres comunes) tales como “hombre”, “pastel”, “sustancia”. ¿Qué ideas
u objetos corresponden a éstos? Se han dado cuatro contestaciones a
esta pregunta. Según algunos filósofos, los términos universales no
tienen nada que se relacione con ellos, ya sea dentro o ya sea fuera del
intelecto humano: tanto las ideas como los objetos son todos necesa­
riamente singulares; el término es universal en virtud de que puede
ser empleado para designar indiferentemente cualquiera de un grupo de
objetos semejantes que constituyen lo que llamamos una clase. Esta
es la doctrina de los nominalistas. Su argumento es el siguiente: los
objetos de la experiencia, aunque más o menos semejantes y, según
sus puntos de semejanza, más o menos capaces de ser agrupados en
clases, son, sin embargo, y de un modo indudable, individuos singu­
lares. En consecuencia, las ideas que los representan verdaderamente
tal como son tienen que ser igualmente singulares. El principal defen­
sor de esta opinión en la época de Abelardo era Roscelin de Com-
piégne que tenía su escuela en Locmenach, cerca de Vannes. Otros
consideraban que tiene que haber ideas universales lo mismo que tér­
minos universales, puesto que el término no es sino la expresión de
la idea y solamente es denominado singular o universal de acuerdo
con la extensión de la idea que expresa. Además, la introspección les
revelaba que cuando oían una sentencia como “el hombre es mortal”,
ellos no tenían en la mente ningún hombre individual ni ningún mor­
tal individual, sino ideas generales que correspondían a estos términos
generales. Por el contrario, estaban de acuerdo con los nominalistas
en que no puede haber universaüdad en el objeto. Los que adoptaban
esta opinión eran llamados conceptualistas.
Una tercera escuela, llamada los ultrarrealistas, sostenía que los ob­

3 Joseph, Introduction to Logic., pág. 56.

404
SAN BERNARDO

jetos son universales de la misma forma que las ideas y los términos:
si las ideas universales tienen que ser admitidas porque están represen­
tadas por términos universales, por el mismo motivo tenemos que ad­
mitir los objetos universales porque son representados por ideas univer­
sales; pues la idea tiene la misma relación con el objeto que el
término con la idea 4. En consecuencia, como tenemos ideas del hom­
bre en general, del pastel en general y de la sustancia en general,
fuera de nuestras mentes se tienen que encontrar objetos que corres­
pondan exactamente a estas ideas, por ejemplo, el hombre, que no
es un hombre particular, sino todos en general; la dulzura, que no es
la dulzura particular, sino toda en general; la sustancia, que no es
ninguna sustancia particular, sino toda en general, etc., etc. Según
Platón la naturaleza universal existe aparte de los ejemplos indivi­
duales, muy lejos en alguna región celeste: los hombres individuales
de nuestra experiencia, por ejemplo, no son sino manifestaciones
pasajeras o imitaciones de lo universal, del hombre eterno superior.
Guillermo de Champeaux, Columna Doctorum, como le llamaban, el
cual ocupó la cátedra de filosofía de la escuela catedral de París de
1103 a 1108, enseñaba que existe la naturaleza universal, no fuera, sino
en los individuos, los cuales, por consiguiente, difieren entre sí sola­
mente en los accidentes. Así, con arreglo a esta opinión, todos los
hombres tienen la misma naturaleza humana física y solamente se
diferencian en tanto en cuanto se manifiesta esa naturaleza singular con
varias características accidentales en los diversos individuos.
La cuarta solución del problema es la aceptada por todos los
doctores escolásticos desde el siglo xm. Expuesta brevemente, dice
lo siguiente; Los términos y las ideas universales no tienen por objeto
ninguna naturaleza universal existente como tal fuera de la mente y
común realmente a los ejemplos individuales, sino grupos de indi­
viduos en tanto en cuanto se ve que se asemejan, o más bien estas
mismas semejanzas consideradas aparte de los rasgos no semejantes.
Los defensores de esta teoría han recibido el nombre de realistas
moderados.
Abelardo pronto encontró el camino de Locmenach, donde Roscelin
daba sus conferencias con una reputación que sólo era sobrepasada
por el gran doctor de París. Su mente aguda descubrió rápidamente
los defectos de la teoría nominalista. Parece que se había hecho una idea
muy pobre de las facultades de Roscelin, pues omite el nombre del

1 Excepto, desde luego, que mientras que la idea representa a su objeto


por una necesidad natural, el significado del término es una cosa convencional.
De aquí que el mismo objeto tiene que evocar la misma idea en las metetes
de todos los hombres, mientras que la expresión admite una variedad infinita.

405
AILBE J. LUDDY

maestro de la lista de aquellos a quienes, según él, debía estar agra­


decido. Convencido de que no tenía nada que aprender en Locmenach,
se fue a París atraído por la fama de Guillermo de Champeaux. La
sala de conferencias de Guillermo estaba atestada de ansiosos estu­
diantes de todas las naciones de Europa. La excitación producida por
sus brillantes discursos era con frecuencia tan extraordinaria, que las
autoridades civiles tenían que intervenir para mantener el orden. Tan
pronto como Abelardo se dio cuenta de la grandeza del prestigio de
este maestro, empezó a arder en deseos de expulsarle, haciendo de esta
manera la reputación de Guillermo tributaria de la suya propia: su
triunfo sería tanto más glorioso cuanto mayor fuera la eminencia del
vencido. Así, sin arredrarse de la dignidad majestuosa, ni de la santa
personalidad, ni del renombre mundial del venerable profesor criticó
valientemente en público su doctrina ultrarrealista. Guillermo al princi­
pio estaba lleno de admiración por este alumno que tanto prometía;
pero la admiración se cambió pronto en enojo y alarma cuando el inco­
rregible Pedro continuó presentando una objeción tras otra y expo­
niendo hábilmente las falacias de las supuestas soluciones del maestro.
El resultado de todo ello fue que el doctor más renombrado de la
cristiandad se sintió obligado a modificar su admirada teoría bajo la
presión de las críticas de su discípulo. Sin embargo, Abelardo pagó
muy caro su triunfo, pues no solamente perdió la estimación de su
maestro, sino que se expuso además a la rencorosa envidia de sus con­
discípulos.
Pero la presunción de este joven no conocía límites. Formó enton­
ces el arriesgado propósito de abrir una escuela nueva en contra de
la de Guillermo. Primero enseñó en Melún, luego en Corbeil y final­
mente, en la ciudad de París, en Mount St. Geneviéve. Su éxito fue
prodigioso. Acudían a oírle estudiantes de todas partes. Se convirtió
en el ídolo y oráculo de París. Se dice que cuando pasaba por las
calles camino de su escuela, los habitantes se abalanzaban a las puer­
tas y ventanas para poder ver su majestuosa figura y que incluso los
niños interrumpían sus juegos para contemplar en silencioso homenaje
al profesor más brillante del mundo. No dejaba en paz al profesor
de la escuela catedral. Aunque su propio conceptualismo era en verdad
tan indefendible como el ultrarrealismo de su rival, no dejó nunca
de reírse de la teoría de Guillermo sobre los universales y, desde luego,
todo París se reía con él. El pobre Guillermo, viéndose despreciado y
abandonado, renunció a su cátedra y se retiró a la soledad de San
Víctor. Esto ocurrió en 1108. Abelardo esperaba sucederle, pero quedó
defraudado. Sin embargo, tuvo la satisfacción de obligar con sus obje­

406
SAN BERNARDO

ciones y críticas a que dimitiera no solamente el nuevo profesor, sino


también su sucesor \ Su victoria sobre Guillermo hizo que Abelardo
fuese reconocido como la primera figura en el dominio de la dialéctica.
Pero su ambición no estaba todavía satisfecha. Quería ganar nuevos
laureles. En Laon había una floreciente escuela teológica presidida por
un anciano escolástico llamado Anselmo, discípulo de su gran homóni­
mo de Canterbury, hombre de gran capacidad y amplia erudición, pero
completamente sobreestimado: sus contemporáneos le daban el título
pomposo de Doctor doctorum. Abelardo no había estudiado nunca teo­
logía, pero viendo que era un medio de elevar todavía más su reputación,
decidió empezar a estudiarla. Así se dirigió a Laón y ocupó el puesto
entre los discípulos de Anselmo. Su aprendizaje fue corto. Unas pocas
conferencias le bastaron para conocer al “Doctor de doctores,” a quien,
como él nos dice, encontró bastante elocuente, pero completamente des­
provisto de sentido y razón. Compara al desgraciado profesor a una hi­
guera estéril, que tiene muchas hojas, pero ningún fruto a una ho­
guera que nos ciega con su humo en vez de darnos luz. Aunque era
todavía un principiante, estableció una escuela teológica por su cuenta.
Para sus primeras conferencias eligió al más difícil de todos los au­
tores inspirados, al profeta Ezequiel. Su auditorio, que había ido a
burlarse, empezó pronto a admirarse, pues el nuevo maestro desple­
gaba una originalidad, una vivacidad y una versatilidad realmente ad­
mirables, que contrastaban ventajosamente con el estilo plomizo y
prosaico a que estaban acostumbrados y que amenazaba con dejar
muy pronto vacía el aula del viejo profesor. Para precaverse contra
esta desgracia. Anselmo se ingenió para hacer de Laon un lugar tan
desagradable para este advenedizo que Abelardo rápidamente regresó
a París.
Se encontró en París con que le estaba esperando la tan codiciada
cátedra de la escuela catedral de Notre Dame. No habría sido fácil
encontrar otro dispuesto a ocuparla después de la suerte que habían
corrido Guillermo y sus dos sucesores. Abelardo inició entonces una
carrera de una gloria tan deslumbrante como sólo la consiguen muy
pocos. Su genio y su cultura, su elocuencia, su ingenio y su poder de
exponer claramente, su magnífica voz, su noble porte y la belleza de
su rostro y persona, todo ello se combinaba para hacer de él el pro-

5 Guillermo abrió una nueva escuela en el monasterio de San Víctor, donde


continuó sus conferencias, pensando que estaría a salvo de cualquier interrupción,
pero estaba equivocado. Abelardo lo descubrió rápidamente, invadió su santua­
rio y, una vez mas, lo puso en vergüenza en presencia de sus discípulos. En 1113,
Guillermo fue nombrado obispo de Chalons. Incluso Abelardo reconoce que
fue un gran profesor: “Re et fama praecipuus.”

407
AILBE J. LUDDY

fesor más popular, sin ninguna comparación, de su época. “La gente


acudía a él—describe el cardenal Newman—de todas partes: de Roma,
a pesar de las montañas y de los ladrones; de Inglaterra, a pesar del
mar; de Flandes y Alemania; de Normandía y de los distritos remotos
de Francia; de Angers y Poitiers; de Navarra, en los Pirineos, y
de España, además de los estudiantes del mismo París.” Hubo mo­
mento en que el número de sus discípulos alcanzó la cifra de 5.000;
pudo afirmar que entre sus discípulos hubo dos papas, Celestino II y
Celestino III; diecinueve cardenales, más de cincuenta arzobispos y
obispos y eruditos eminentes como Pedro Lombardo, Otto de Freising,
Juan de Salisbury, Pedro de Poitiers y Geofredo de Auxerre. Habría
requerido una santidad heroica el mantener incólume tanta popula­
ridad ; y como Abelardo no era un santo, cayó debajo de la carga y
quedó gravemente lastimado y enlodado. “El orgullo va delante de la
destrucción—dice el sabio—y el espíritu es levantado antes de caer”
(Prv 16, 8). La posteridad ha sido indulgente con este orgulloso filó­
sofo, pues el mundo perdona mucho a sus favoritos G; la fértil fan­
tasía de los poetas y pintores se ha empleado en rodear con un halo
romántico la historia de sus pecados y desgracias, que en realidad
fue bastante sórdida. Pero no nos toca tratar de este asunto aquí.
Después de su matrimonio con la desgraciada Eloísa y de la cruel
venganza del tío de ella, decidió renunciar al mundo para siempre.
Tomó el hábito benedictino en la abadía de San Denis, París, mientras
que su joven esposa ingresaba en el convento de Argenteuil. Habría
sido una suerte que hubiese renunciado también a la arrogancia que
iba a hacerle una vez más el blanco de las burlas de sus enemigos.
Su antiguo espíritu de discusión no tardó mucho tiempo en re­
aparecer. Riñó con el abad y la comunidad y fue enviado a una casa
filial en provincias. En ella se enfadó con Anselmo de Laon y sus
discípulos, quienes le denunciaron como hereje a las autoridades ecle­
siásticas. El Concilio de Soisson en 1121 le obligó a recitar en público
el Credo de Atanasio y a quemar con sus propias manos un libro que
había compuesto sobre la Trinidad—el mismo que lleva el título de
Theología Christiana—. Se le condenó también a estar preso en un mo­
nasterio, pero logró escaparse. Estableció su morada en lo más pro­
fundo de un bosque cerca de Troyes, decidido a pasar en la soledad
el resto de su vida. Pero no lo consiguió. Sus discípulos descubrieron
pronto su escondite y acudieron en muchedumbre de todas partes,

6 Ueberweg llega hasta el extremo de afirmar que Abelardo debe su po­


pularidad más a su caída y a los conflictos con la Iglesia que a su indudable
genio.

408
SAN BERNARDO

deseosos de soportar toda clase de molestias y privaciones para gozar


del privilegio de seguir sus conferencias. De esta manera el solitario
silencio fue interrumpido por una verdadera Babel de voces que no
cantaban salmos como en la antigua Tebaida, sino que discutían sobre
genera y species, propia y accidentia y todas las demás cuestiones
propias del arte dialéctico. Innumerables tiendas y cabañas, que daban
al lugar el aspecto de un campamento militar, se amontonaban alre­
dedor de un oratorio dedicado al Paracleto y designado con este nom­
bre. Esta escuela en el desierto sólo funcionó durante un año aproxi­
madamente, pues cuando Suger fue nombrado abad de San Denis en
1122, le reclamó al distinguido desterrado y le devolvió sus derechos
de miembro de la comunidad. El Paracleto fue entregado a las monjas
de Argenteuil, que habían sido expulsadas recientemente de su anti­
gua casa y de las cuales era ahora Eloísa abadesa. Tres años más
tarde Abelardo fue elegido abad de San Gildas, una casa cluniacense
situada cerca de Vannes, en la costa de Bretaña. Pero como superior
no tuvo éxito. Los monjes, considerando que su gobierno era inde­
bidamente severo, le obligaron a abandonar el monasterio.
Después de pasar varios años en el silencio y la oscuridad, apa­
reció una vez más en las escuelas de París y reanudó sus conferencias.
Si se hubiera limitado a hablar de cuestiones puramente filosóficas,
habría pasado probablemente el resto de sus días en paz; pero no
podía hacer esto, su genio no tenía bastante horizonte para desenvol­
verse. Y no es que su filosofía contuviese ninguna doctrina peligrosa.
Si el nominalismo de Roscelin tuvo una tendencia materialista, si el
ultrarrealismo de Guillermo conducía lógicamente al panteísmo, con el
mismo fundamento se puede decir que el conceptualismo 7 de Abelardo
contenía los gérmenes de la duda universal. Seguramente, no pode­
mos saber nada de nada si nuestras ideas del ser, la sustancia y la
causa y otras semejantes son puramente creaciones mentales que no
representan ninguna parte de nuestra experiencia. Por lo que respecta
a esta parte de sus enseñanzas, Abelardo, en todo caso, fue el pre­
cursor no de los grandes doctores eclesiásticos, sino de los campeones
del escepticismo, tales como Descartes, Hume, Kanf y Stuart Mili.
7 Abelardo es comúnmente incluido entre los conceptualistas. Pero parece
estar de acuerdo con el nominalismo cuando dice [Dial. 496): “Según nuestra
opinión, no es la cosa, sino el término, el que se puede predicar de varios
objetos.” Sin embargo, el término era para él solamente la expresión de la idea.
Cfr. Uewerbeg, Hist. Fil. vol. I, págs. 31)2-393; Turner, Hist. of Phil., pági­
nas 287-288; también el artículo A belardo, Ene. Caí.

409
CAPITULO XXVIII

CONTRA ABELARDO

Bernardo visita el Paracleto

Se supone que la amistad de Bernardo con Abelardo comenzó


aproximadamente entre 1131 y 1135. En ese intervalo el santo abad
hizo una visita al convento del Paracleto a invitación de la abadesa
Eloísa y de la comunidad. Fue recibido por las religiosas con toda
clase de honores. Cuando se dirigió a las buenas monjas, éstas cre­
yeron que escuchaban no a un simple hombre, sino a un ángel de
Dios. Así le informó Eloísa a Abelardo. Parece que el santo quedó
muy satisfecho del orden y disciplina de la casa y del fervor de las
hermanas. Sin embargo, hubo una cosa que desaprobó enérgica­
mente. Observó con sorpresa que en el Pater Noster, que como lo
ordena San Benito en su regla se recitaba en voz alta a las horas de
Laudes y Vísperas, la palabra de San Mateo supersubstantialem (su-
persustancial) sustituía a la de San Lucas quotidianum (de cada día).
Esto le pareció una innovación no autorizada y así se lo dijo a la
abadesa. Esta le informó que Abelardo era el autor de tal modificación,
pero esto no le pareció al santo una justificación suficiente. Algo más
tarde recibió una carta muy larga dél propio Abelardo. Iba dirigida
al “Venerable Hermano Bernardo, abad de Clairvaux, amadísimo en
Cristo, de Pedro, su hermano sacerdote”. El comienzo es bastante
respetuoso, incluso afectuoso, pero hay un aguijón, en la cola, en la

410
SAN BERNARDO

prodigiosamente larga cola: “Ultimamente, con motivo de mi visita


al Paracleto por algunos negocios necesarios, oí a la abadesa, que es
hija vuestra y hermana mía en Cristo, que habíais hecho a la comu­
nidad la visita tanto tiempo deseada y que las habíais exhortado más
como un ángel que como un simple hombre. Esto me lo dijo con el
entusiasmo más extraordinario. Pero me dijo privadamente que la
caridad con que me distinguís de una manera especial1 quedó perju­
dicada en cierto modo cuanto oísteis recitar en el Oficio la oración
del Señor de un modo distinto al acostumbrado. Os informaron que
yo era responsable del cambio que vos calificasteis de innovación.” El
escritor se justifica a continuación haciendo resaltar con pesada pedan­
tería que la forma de Mateo del Pater Noster es más perfecta que la
de San Lucas. En cuanto al reproche de apartarse de la costumbre,
la gente que vive en casas de cristal debería abstenerse de arrojar
piedras: la Orden a que pertenecía Bernardo había mostrado lo que
le importaba la costumbre al ir en muchos aspectos contra la tradición
eclesiástica y monástica. A continuación enumera las innovaciones
cistercienses. Además Cristo no dijo: Ego sum consuetudo (Yo soy la
costumbre), sino: Ego sum veritas (Yo soy la verdad) (loh 14, 6).
Esto dará una idea de la irreverente petulancia de Abelardo. Bernardo
no se dignó contestarle.

Guillermo de San Thierry da la alarma

Mientras tanto, el maestro Pedro continuaba dando sus conferen­


cias en París. No había perdido nada de su brillantez ni de su osadía.
Una multitud de estudiantes se apretaba alrededor de su cátedra como
en los tormentosos días de su juventud, mientras que las obras suyas
que habían sido publicadas se extendían ampliamente y eran leídas
en todas partes con avidez. Parece casi increíble que no se alzara
ninguna voz en protesta contra sus libros y conferencias hasta 1140,
pues algunas de las doctrinas que contenían tenían que haber sonado
a blasfemia en los oídos piadosos. El primero en dar la señal de
alarma fue Guillermo de San Thierry, que ahora era un simple monje
en la casa cisterciense de Signy, Reims. Escribió a los dos eclesiás­
ticos más influyentes de Francia, Bernardo y el legado del Papa Geo-
fredo, obispo de Chartres, rogándoles que se alzaran en defensa de
la fe: “Mis señores y padres, Dios sabe cuán avergonzado, yo, un
nadie, me veo obligado a hablar de una necesidad común y gravísima

1 “Ea charitate qua me praecipue amplectimini”. Esto demuestra que tuvo


que haber habido ya alguna relación entre los dos hombres.

411
AILBE J. LUDDY

de la cual vosotros, que deberíais hablar, no tenéis al parecer nada


que decir. Cuando veo el serio peligro de corrupción que amenaza
ahora a nuestra fe, sin que haya nadie que se oponga o lo denuncie,
esa fe, base de nuestra esperanza, que Cristo compró para nosotros
con su preciosísima Sangre, por la cual los apóstoles y mártires com­
batieron incluso hasta la muerte, que los santos doctores defendieron
con un trabajo tan arduo y prolongado, transmitiéndola pura e in­
maculada a nuestros degenerados tiempos, mi espíritu desfallece y el
dolor de mi corazón me obliga a hablar en defensa de esa fe, por
la cual moriría alegremente si fuera necesario. No se trata de puntos
de doctrina sin importancia. Sois requeridos para defender lo que
enseña la fe acerca de la Divina Trinidad, de la Persona del Redentor,
del Espíritu Santo, de la gracia sobrenatural y del misterio de nuestra
redención común. Pedro Abelardo se ha puesto de nuevo a trabajar,
diseminando con la voz y con la pluma nuevas doctrinas. Sus libros
se propagan sobre los mares y las montañas; sus nuevas enseñanzas
referentes a la fe y sus nuevos artículos de creencia se extienden
velozmente por provincias y reinos y son proclamados y defendidos
temerariamente por todas partes. Además, se dice que sus opiniones
han encontrado defensores en la propia Curia romana. Os advierto,
por consiguiente, que estáis poniendo en peligro tanto vuestras almas
como los intereses de la Iglesia con vuestro silencio en estas circuns­
tancias. ¿Podemos contemplar con indiferencia los esfuerzos de este
hombre por corromper la fe por la cual hemos renunciado a nosotros
mismos? ¿Es que el temor de ofenderle nos ha privado del temor de
ofender a Dios? El mal, os aseguro, está solamente en embrión to­
davía ; pero a menos que nos enfrentemos con él a tiempo, se conver­
tirá en un basilisco para cuyo exterminio dudo que encontremos hechi­
cero. Permitidme explicarme.
”Hace poco recibí un tratado titulado Theologia Petri Abelardi.
El título, lo confieso, estimuló mi curiosidad por leerlo. Vi que cons­
taba de dos libros que contenían la misma materia y que uno de ellos
era más largo que el otro. Leí la obra y encontré muchas expresiones
que me alarmaron: estas expresiones las he anotado, uniendo a ellas
las razones de mi oposición. Os envío tanto los extractos como los
comentarios punto con los mismos libros. A vosotros os corresponde
decidir si he sido precipitado en mis juicios. Atónito y alarmado por
los nuevos términos empleados por este autor al estudiar artículos de
fe y por los nuevos significados que atribuye a términos que han
estado en uso largo tiempo, y no teniendo a nadie cerca de mí a quién"
pudiera abrir mi corazón, decidí dirigirme a vosotros y requeriros

412
SAN BERNARDO

para que defendáis la causa de Dios y de toda la Iglesia latina. Sois


las únicas personas a quienes teme Abelardo. Si cerráis los ojos, no
habrá nada que le contenga. Pues ahora, cuando casi todos los
grandes doctores de la ciencia eclesiástica han sido arrebatados por la
muerte, este enemigo doméstico, invadiendo los indefensos derechos
de la Iglesia, ha usurpado temerariamente su autoridad docente. Si­
gue el mismo método al exponer la Sagrada Escritura que al enseñar
dialéctica, expresando constantemente sus artimañas, sus novedades
diarias, mostrándose más como un crítico de la fe que como un cre­
yente humilde, prefiriendo reformar sus enseñanzas que obedecer sus
mandatos.
"Estas son las proposiciones que he extractado de sus libros con
el propósito de someterlas a vuestro juicio:

I.—Define la fe como una opinión (aestimatió) sobre las cosas


invisibles.
II.—Dice que los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo no tienen
su propia significación en Dios, sino que sirven solamente para
describir la plenitud del Bien Supremo.
III.—Que el Padre es todo poder, el Hijo una especie de poder y el
Espíritu Santo ningún poder.
IV.—Que el Espíritu Santo no es de la Sustancia del Padre e Hijo
en el sentido en que Hijo es de la Sustancia del Padre.
V.—Que el Espíritu Santo es el alma del mundo.
VI.—Que podemos obrar y querer meritoriamente por medio de
nuestra facultad de libre albedrío, sin la asistencia de la gracia
divina.
VII.—Que no fue para librarnos del poder del demonio para lo que
Cristo se hizo hombre y sufrió.
VIII.—Que Cristo—el Dios—Hombre, no es la Segunda Persona de la
Trinidad.
IX.—Que en el Sacramento del altar los accidentes de las sustancias
naturales permanecen suspendidos en el aire después de la
consagración.
X.—Que el demonio hace uso de las virtudes de los objetos natu­
rales para inspiramos malas sugestiones.
XI.—Que lo que nosotros heredamos de Adán no es la mancha, sino
la pena del pecado original.
XII.—Que no hay pecado salvo en la mala intención y en el despre­
cio de Dios.
XIII.—Que no pecamos cuando actuamos bajo la influencia de la

413
AILBE J. LUDDY

concupiscencia, del placer o de la ignorancia, porque entonces


seguimos a la naturaleza.

”He creído necesario someteros en primer lugar estas pocas pro­


posiciones recogidas de los libros arriba mencionados para despertar
vuestro celo y para que no supongáis que me he alarmado sin causa.
Procedo ahora a criticarlas ampliamente 2 (con algunas otras que sur­
gen de ellas) con la ayuda de Aquel de quien dependemos tanto para
nuestra existencia como para nuestras palabras, poco preocupado de
si os agradaré con mi estilo, con tal de que quedéis satisfechos de mi
doctrina. Pues si os convenzo de que tengo fundados motivos de
alarma, vosotros también os alarmaréis y no temeréis sacrificar el pie
o la mano o incluso el ojo (sea lo que fuere Abelardo) a fin de salvar
la cabeza. Dios es testigo de que yo también he amado a este hombre
y deseo amarlo todavía, pero cuando están en juego los intereses de
la religión no conozco ni amigos ni vecinos. Sería inútil intentar re­
mediar este mal con el consejo o la amonestación privada, porque ya
se ha hecho público.” No es extraño que el honrado Guillermo se
escandalizara, pues sería muy difícil, en verdad, armonizar algunos, de
los artículos citados con la doctrina católica. ¿Y qué camino había
de seguir Bernardo con su celo ardiente por la pureza de la fe y la
honra de la Iglesia? Sostiene en la mano estas condenadas proposi­
ciones y los libros que las contienen; ha recibido una advertencia so­
lemne de que a menos que se actúe rápidamente se hará un daño
irreparable a las almas; conoce la historia de Abelardo, sabe que
nunca se apiadó de un adversario vencido, sino que se deleitó humi­
llando hasta hacerles morder el polvo a hombres venerables por su
edad, sabiduría y virtud. ¿Saldrá inmediatamente de su retiro y con
el fiero ardor del predicador denunciará con voz de trueno a este
corruptor de la fe, a este sembrador de cizaña en el campo de trigo
de su Señor? Esto deberíamos esperar si Bernardo fuese un cruel
Torquemada3, como sus críticos antiguos y modernos nos quieren
hacer creer, un implacable perseguidor de Abelardo. Pero siendo en
realidad un santo afectuoso, obró de un modo muy diferente. Había
llegado ya la Cuaresma cuando recibió la carta de Guillermo y le con­

2 El examen del abad Guillermo de la teología de Abelardo se puede


encontrar en Migne, vol. CLXXX. Se titula: Disputatio adversas Petrum Abe-
lardum, donde demuestra su maravillosa ciencia patrística, así como sus
grandes dotes de lógico. Más tarde publicó otra crítica más detallada en tres
libros que tituló: Disputatio altera contra Petrum Abelardum.
3 Debido a la falsa información dada por escritores llenos de prejuicios,
el nombre de Torquemada se ha convertido en el símbolo-del fanatismo y de
la crueldad. Para un relato imparcial del difamado inquisidor, véase el artículo
Torquemada, en la Catholic Encyclopaedia.

414
SAN BERNARDO

testó con la carta siguiente: “La indignación que sentís me parece a


la vez razonable e inevitable. Y que no ha estado ociosa resulta
evidente de lo que habéis escrito para confundir y ‘detener la boca de
los que hablan cosas malvadas’ (Ps 62, 12). Todavía no he tenido la
oportunidad de leer toda vuestra composición atentamente, como
deseáis, pero incluso una lectura rápida me ha convencido de su mé­
rito y en mi opinión es una sólida refutación de la impía doctrina de
Abelardo. Sin embargo, como sabéis, no tengo la costumbre de confiar
en mi juicio, particularmente en materias importantes. Creo, por
tanto, que convendría que nos reuniéramos en lugar y momento con­
venientes para estudiar este asunto detalladamente. Pero me temo que
no habrá oportunidad para celebrar una conferencia hasta después de
Pascua, porque no podemos permitir que asuntos de esta clase per­
turben el piadoso recogimiento a que estamos especialmente obligados
durante el sagrado tiempo de Cuaresma. Mientras tanto, tened pa­
ciencia con mi paciencia y permitidme que guarde silencio por un poco
más de tiempo sobre las cuestiones sometidas a mi juicio, muchas
de las cuales me son poco familiares. Pero Dios me dará luz y gracia
suficientes para la tarea que me encomendáis, siempre que le roguéis
fervientemente. Adiós.”

Conferencia con Abelardo

De acuerdo con esto, los dos amigos se reunieron después de


Pascua para estudiar la situación. Bernardo “con su acostumbrada
bondad y amabilidad—escribe Geofredo de Auxerre—deseando
corregir al maestro Pedro sin exponerle a la vergüenza pública”, pro­
puso amonestarle en secreto. Guillermo creía que esto no era más
que una inútil pérdida de tiempo, pero no hizo ninguna objeción. En­
tonces el santo buscó a Abelardo—no se conoce el lugar de la re­
unión—y le habló del peligro que amenazaba a la religión cuando sus
misterios y doctrinas más sagrados se examinaban y criticaban libre­
mente en las esquinas de las calles de todas las ciudades y aldeas por
jóvenes y ancianos, doctos e ignorantes, nobles y campesinos. Pedro
estaba enterado de este abuso y lo lamentó. Pero mostró gran sor­
presa cuando oyó que él era el responsable del mal, que su método
de enseñanza, su preferencia por la razón sobre la autoridad, incluso
en cuestiones puramente teológicas, había producido este espíritu de
arrogancia intelectual. Bernardo le hizo ver también las numerosas
proposiciones censurables que contenían sus libros. Pero aunque ate­
morizado por la imperiosa personalidad del santo, el héroe de cien
combates no estaba dispuesto a someterse sin lucha. Así se concertó

415
AILBE J. LUDDY

una segunda reunión a la cual, en cumplimiento del precepto del


Evangelio, llevó Bernardo dos o tres testigos. A la tercera conferencia
la resistencia de Abelardo estaba completamente vencida. Prometió
renunciar a sus doctrinas peligrosas y corregir todos sus escritos de
acuerdo con el deseo de Bernardo. El santo abad regresó a su mo­
nasterio con el corazón aligerado y lleno de gratitud a Dios, que tan
generosamente había bendecido sus trabajos4.

Comienzan las hostilidades

Pero su felicidad duró poco. Tan pronto como Abelardo volvió a


sentarse en su cátedra de profesor, reanudó, olvidando su promesa,
su antiguo método y sus anteriores doctrinas. Se supone que los res­
ponsables de este cambio fueron malos consejeros, especialmente Ar-
noldo de Brescia, de quien tendremos que decir algo más adelante.
Hasta tal punto se olvidó, que llegó a publicar un venenoso libelo
contra el santo abad, a quien presentaba como la zorra de la fábula,
como un ignorante fanático que denunciaba las doctrinas que no
podía entender; sin embargo, había declarado anteriormente que no
había ningún ser viviente a quien le dolería tanto ofender como a
Bernardo.
El santo, mientras tanto, no estaba ocioso. Los métodos suaves
i
habían resultado ineficaces, pero todavía le quedaban otros recursos.
Ahora tendría que emplear medidas drásticas. Advirtió a los fieles lo
mejor que pudo contra los errores que contenían las obras de Abe­
lardo. Envió también un verdadero diluvio de elocuentes cartas al
Papa, cardenales y otros dignatarios, denunciando a Abelardo como
maestro de múltiples herejías. La siguiente carta dirigida al cardenal
C., es un modelo de las demás: “Mi venerable señor y queridísimo
padre: no puedo por menos de hablaros de las injurias infligidas a
Cristo, de la tristeza y sufrimientos de su Iglesia, de ‘la miseria de
los necesitados y los lamentos de los pobres’ (Ps 11, 6). Hemos caído
en tiempos peligrosos. Hay entre nosotros doctores con ‘orejas esco­
cidas’ y discípulos que ‘apartan su oído de la verdad, pero escuchan
las fábulas’ (2 Tim 4, 3-4). Aquí en Francia tenemos un monje que

4 Respecto de estas conferencias privadas entre Bernardo y Abelardo, te­


nemos el testimonio explícito de dos testigos irrecusables: el propio santo
{Epis. CCCXXXVII) y Geofredo de Auxerre, el cual nos dice que Bernardo
obró con tal amabilidad que el profesor, “compungido, prometió corregir todos
sus escritos bajo su dirección” {Vita. I, 1. III, c. V). Por consiguiente, Berenga-
rius es culpable del delito de grave calumnia al presentar al santo arrojándose,
como un asesino, sobre Abelardo y haciendo que éste fuese condenado sin
el menor juicio o advertencia. Cfr. su Apologéticas.

416
SAN BERNARDO

no se atiene a ninguna regla, un prelado que carece de feligreses que


cuidar, un abad que no tiene una comunidad para guiarla en los
caminos de Dios. Hablo de Pedro Abelardo, que pasa el tiempo dis­
cutiendo problemas con los niños y celebrando coloquios con las
mujeres. Ha colocado en sus libros delante de sus discípulos ‘aguas
hurtadas y pan escondido’ (Prv 9, 17) y sus conferencias están llenas
de novedades profanas tanto en el fondo como en la forma. Tampoco
está satisfecho con penetrar solo, como Moisés, la oscura nube que
rodea a Dios (Ex 19); no, invade el Sancta Sanctórum rodeado por
sus discípulos y seguido de la chusma. Por todas partes ‘en las calles
y en las avenidas’ (Cant 3, 2) la gente discute las doctrinas de la fe
católica, del Nacimiento virginal del Niño, del sacramento del altar e
incluso del incomprensible misterio de la Santísima Trinidad. Hemos
escapado del rugiente Pedro de Leone sólo para encontrarnos con el
silbante Pedro el Dragón. Pero Tú, oh, Señor Jesús, ‘harás bajar los
ojos de los orgullosos’ (Ps 17, 28), ‘Tú pisotearás tanto al León como
al Dragón’ (Ps 90, 13). El primero nos hizo daño mientras vivió y su
poder para el mal terminó con su vida. Pero el último ha tomado las
medidas necesarias para transmitir su veneno a la posteridad a fin de
que ninguna generación futura pueda escapar a su malicia; pues ha
utilizado la pluma y la tinta para evitar que caigan en el olvido sus
pestilentes doctrinas. He conseguido ejemplares de sus obras, los cua­
les os envío. Su personalidad se puede conocer por sus escritos. Ob­
servaréis cómo este teólogo nuestro, lo mismo que Arrio, distingue
grados y proporciones en la Trinidad; lo mismo que Pelagio, coloca7
el libre albedrío sobre la gracia y, siguiendo a Nestorio, divide a Cristo
y excluye de la asociación con las Personas de la Trinidad la natu­
raleza humana asumida por el Verbo. Estos no son más que unos
cuantos ejemplos de sus múltiples errores. ¿No habrá nadie entre vos­
otros que se compadezca de los sufrimientos de Cristo, nadie que
demuestre que ama la justicia y odia la iniquidad? (Ps 44, 8)”.

Concilio de Sens

Otras voces se sumaron a la de Bernardo para denunciar los erro­


res de Abelardo. El maestro Pedro también tenía sus partidarios,
eruditos de reputación y eclesiásticos de elevada categoría s. Sin em­

3 Quizá el más eminente era Guido del Castello, que pronto iba a subir
al trono pontifical con el nombre de Celestino II. A él le hizo Bernardo
un llamamiento patético, implorándole que sacrificase su afecto particular
a los intereses de la Iglesia: “Os haría una injusticia—dice—suponiendo que

417
S. BERNARDO.---- 27
AILBE J. LUDDY

bargo, comprendió que no tendría ninguna probabilidad de éxito si


el resultado había de ser decidido por la pluma. El debate oral le
ofrecía perspectivas mucho mejores. En este arte su temible adversario
tenía poca práctica, mientras que para él había constituido la ocupa­
ción de su vida y le ofrecía una oportunidad espléndida de exhibir
sus facultades. Y vencer de esta manera en combate singular al po­
deroso abad de Clairvaux sería la gloria cumbre de su carrera. Así,
decidió provocar un debate. Iba a tener lugar una gran reunión de
obispos y nobles en la catedral de Sens el primer domingo después
de Pentecostés del año 1140. El propio rey Luis acudiría también allí.
El motivo era la solemne exposición de algunas reliquias. Abelardo
no pudo haber deseado ni un lugar más público ni una asamblea más
augusta para lo que él esperaba que iba a constituir el más brillante
de todos sus brillantes triunfos. En consecuencia, escribió al arzobispo
de Sens, pidiendo que se le enfrentara con su acusador, el abad de
Clairvaux, y que se le diera una oportunidad de reivindicar su fama
delante de los prelados que se iban a reunir en la iglesia metropolitana.
El arzobispo quedó, desde luego, encantado de poder ofrecer a sus
huéspedes un entretenimiento tan espléndido: la reunión devota se
podría convertir en concilio. Informó al santo abad de la proposición
de Abelardo y le apremió a que aceptara. Pero Bernardo veía el
asunto desde otro punto de vista. Halló muchas razones poderosas
para declinar el reto. Le parecía muy imprudente hacer que el triunfo
o la derrota de la doctrina católica dependiera del resultado de un
debate en el que las ventajas del adiestramiento y la experiencia esta­
rían del lado del error y en que la vivacidad de una respuesta aguda
y la destreza en la esgrima dialéctica serían mucho más eficaces que
la fuerza de cualquier argumento sólido. Además, la victoria de la
verdad en semejante encuentro no sería en absoluto un bien tan
grande como el mal que implicaría la derrota. Un león, retado a duelo

amáis a ningún hombre hasta el extremo de amar también sus errores, y mos­
traría poca estimación por vuestra piedad si fuera a insistir extensamente
sobre el deber de no preferir a nadie a Cristo en la causa de Cristo. Pero estad
seguro de esto: que es conveniente, tanto para vos, en quien el Señor ha
delegado parte de su autoridad, como para la Iglesia, e incluso para Abelardo,
que se le reduzca al silencio, pues ‘su boca está llena de maldiciones y de
amargura y de engaño’ (Ps 10, 7). Contra la fe, disputa él cuestiones de fe;
vuelve las palabras de la ley contra la misma ley. No ve nada ‘a través de un
cristal oscuro, pero lo ve todo cara a cara’ (1 Cor 13, 12), gustándole ‘tratar
de grandes asuntos y de cosas maravillosas que están por encima de él’
(Ps 130, 1). Sería mucho mejor para él conocerse de acuerdo con el título
de su libro (Scito Te Ipsum), y en vez de ir más allá de su medida, ser ‘pru­
dente hasta la sobriedad’ (Rom 13, 3). ‘No creas que le acusaré al Padre. Hay
uno que le acusa’, su libro sobre la Trinidad (loh 5, 45).”

418
SAN BERNARDO

por una avispa G, podría excusarse fundadamente de aceptar, porque


tendría poco que ganar y mucho que perder: por lo menos la pérdida
de dignidad sería inevitable, mientras que para la avispa la desgracia
de una posible derrota equivaldría a nada comparada con la gloria de
un triunfo probable. Por consiguiente, el arzobispo Enrique recibió la
desconsoladora contestación de que el abad de Clairvaux no podía
encontrar la forma de reunirse con el filósofo de Sens. “Este gran
Goliat—escribe Bernardo explicando el asunto al Papa—con su in­
mensa masa cubierta de las armas de guerra, se erguía con su escudero
Arnoldo de Brescia entre las líneas de batalla adversarias y llamó a
gritos a la hueste de Israel y desafió al ejército del Dios viviente tanto
más osadamente cuanto que sabía que no teníamos a David entre
nosotros (1 Sam 17). Y mientras todo el mundo huía lleno de pánico
delante de su rostro, él me retó, siendo yo el más desvalido de todos,
a singular combate. Pues por sugestión suya, el arzobispo de Sens me
escribió señalando un día para sostener una disputa en presencia de
él mismo y de sus hermanos obispos. Ante esa asamblea Abelardo
se esforzaría por fundamentar contra mí esas doctrinas perniciosas
suyas contra las cuales me he atrevido a protestar. Decliné la invi­
tación por dos razones. Primero, porque en el arte de la discusión yo
no soy ‘más que un muchacho y él es un guerrero desde la juventud’
(1 Sam 17, 33). En segundo lugar, porque creo equivocado hacer que
las verdades de la fe, que evidentemente no pueden ser más que
ciertas, dependan del resultado de la argumentación humana. Dije al
arzobispo que Abelardo tenía bastantes acusadores con sus escritos,
de lo cual no era a mí, sino a él y a sus colegas a quienes corres­
pondía juzgar. Pero este Goliat no hizo más que gritar más alto,
invitando a muchos a presenciar el duelo y reuniendo a su alrededor
a sus discípulos. No me molesto en comunicaros lo que él dijo de
mí en las cartas que dirigió a sus amigos. Ha manifestado por todas
partes que iba a defenderse contra mí en Sens el día señalado. La
noticia se extendió por todas partes, por lo que me enteré de ello.
Al principio no le presté la menor atención: los rumores populares
no me afectan demasiado. Pero mis amigos, viendo que todo el mundo
esperaba ansiosamente el debate como un gran espectáculo, por miedo
a que mi ausencia escandalizara a los fieles y envalentonara al ad­
versario y considerando que la herejía se afianzaría más si no había
nadie que se opusiera a ella y la refutara, mis amigos, repito, me
exhortaron a aceptar el reto y por fin consentí, aunque no sin lágri­
mas. Acudí en punto al lugar señalado, no habiendo hecho ningún
6 El Abate Sanvert compara a los adversarios con un león y una mosca,
“una mosca brillante, ágil y atolondrada”, o. c., pág. 26.

419
AILBE J. LUDDY

preparativo ni adoptado ninguna medida, excepto que pensaba una y


otra vez en las palabras del Salvador: ‘No te preocupes de cómo vas
a hablar o de qué vas a hablar, pues en aquel momento se te comu­
nicará lo que has de hablar’ (Mt 10, 19), y las del profeta: ‘El Señor
es mi Auxiliador, no temeré lo que pueda hacerme el hombre’
(Ps 117, 6).”
Lo expuesto nos ofrece un ejemplo de la inteligencia de Abe­
lardo. Resuelto a no dejar a su adversario la menor oportunidad
de escape, hizo que la disputa que él tan ansiosamente deseaba se
anunciara tan ampliamente como fuera posible. ¿Qué pensarían y
dirían las multitudes reunidas y llegadas de lejos y de cerca si uno de
los protagonistas las defraudaban? Además, cuantió mayor fuera
el auditorio, mayor sería la gloria del vencedor y la desgracia del
vencido. En cuanto al resultado del duelo, no tenía la más ligera
duda. ¿Cómo iba a tenerla? Después de haber discutido con los más
brillantes maestros de su tiempo, tenía todavía que encontrar un rival
digno de él en el debate. El intento de Bernardo de evitar la disputa
le confirmó en su aplomo, pues lo consideró como un acto de home­
naje involuntario a sus dotes superiores. Así, lo que todo el mundo
sabía estaba oculto para el maestro Pedro por su orgullo y para
Bernardo por su humildad: que el vencedor de Roscelin, Guillermo
y Anselmo iba ahora a enfrentarse con la voz más elocuente, la inte­
ligencia más noble y el corazón más bravo de la cristiandad. En la
octava de Pentecostés (2 de junio), Bernardo, acompañado de uno o
dos monjes suyos, llegó a Sens. La ciudad estaba atestada de forasteros
de todas partes ansiosos de presenciar el combate. Sin embargo, este
día se dedicó a los servicios religiosos, que eran el propósito original
de la asamblea. Pero por la tarde el santo acudió a una reunión de
obispos para arreglar el programa del día siguiente 7. El señaló a este
cónclave las diversas proposiciones heterodoxas de los libros de Abe­
lardo y su incompatibilidad con las enseñanzas de la Iglesia y de los
padres. Abelardo no estuvo presente.
Pocas veces había visto el pueblo de Sens una reunión tan bri­
llante como la que llenó la gloriosa basifica de San Esteban aquel
lunes memorable. El rey Luis VII estaba allí rodeado por sus princi­
pales nobles, incluido el conde Teobaldo de Champaña; el legado
papal, Geofredo de Chartres, estaba allí para presidir; también esta­
ban los arzobispos de Sens y Reims con sus sufragáneos y una in­
mensa multitud de abades, priores, clérigos y estudiantes. Muchos
habían acudido como partidarios acérrimos de una u otra parte, pero
7 Barengarius desvergonzadamente describe esta conferencia como una
bacanal.

420
SAN BERNARDO

muchos también habían venido solamente por un interés deportivo


en el debate. Abelardo no tenía motivos para quejarse de la compo­
sición del tribunal, pues el presidente Geofredo fue un antiguo dis­
cípulo suyo y le había defendido ante el Concibo de Soissons en 1126.
Podía también contar con la amistad de Alton, obispo de Troyes, y
Geofredo, obispo de Chalons. Fuera del tribunal episcopal podía con­
tar sus partidarios por docenas, siendo los más importantes Amoldo
de Brescia y Gilberto de la Porrée, a los cuales volveremos a encon­
trar más adelante.

Abelardo se niega a defenderse

Dejaremos que el elocuente arzobispo Vaughan, O. S. B„ describa


en nuestro lugar lo que ocurrió en el concilio: “Se puede imaginar
cómo se volvieron todos los ojos hacia San Bernardo cuando avanzó
cubierto por el manto blanco de Citeaux para ocupar su sitio en la
reunión. Un examen detenido habría descubierto en la apacible ma­
jestad del preocupado rostro arrugas de sufrimiento y señales de lágri­
mas. Había algo tristemente espantoso en aquella noble frente, en el
clásico dibujo de aquellos labios sensibles, en la mirada de aquellos
ojos penetrantes y en el movimiento de aquel ligero armazón adel­
gazado por largas vigilias, terribles penitencias, por un amor ardiente
a la casa de Dios y por el incesante desgaste de una vida laboriosa.
Fue él quien, de niño, había visto a Jesús, había sido visitado por
los ángeles, había multiplicado el pan y había resucitado a los muertos.
”Y ahora Abelardo, con su túnica negra benedictina contrastando
ominosamente con la lana blanca de los cistercienses se dirigía hacia
la iglesia. Muchos que se hallaban en la parte inferior de la nave
le eran conocidos personalmente. Entre otros, Gilberto de la Porrée,
un antiguo amigo, hombre de mente poderosa y acérrimo racionalista.
Al pasar junto a él, Abelardo le susurró al oído estas proféticas pala­
bras de Horacio: ‘Nam tua res agitur parles cum próximas ardet’s.
Abelardo no estaba solo. Iba precedido de Amoldo de Brescia y alre­
dedor de él zumbaba, como de costumbre, un enjambre de alegres
discípulos suyos que esperaban con ansiedad e inmensa delicia el
resultado de la contienda: la victoria, que daban por descontada, que
su maestro alcanzaría sobre los malévolos atacantes de su ortodoxia,
sobre los implacables enemigos de su fama. Cuando avanzó a lo largo
de la iglesia y fijó sus ojos en el rey y luego en la línea de mitras,
8 “Cuando veas la casa de tu vecino rodeada por el fuego, ten miedo”.
Horacio, Ep. I, XVIII, 84.

421
AILBE J. LUDDY

su vista se distrajo por un movimiento entre los padres. Era San


Bernardo. Se estaba abriendo paso entre los reunidos. Llevaba un
rollo de pergamino en la mano, el cual contenía las herejías sacadas
de la teología de Abelardo. Avanzó y con su clara voz. las leyó, recal­
cándolas, por su orden. Luego fijó sus ojos tranquilos sobre su anta­
gonista y con tono autoritario le informó, en nombre del concilio,
de que podía elegir tres caminos: defender las proposiciones, corre­
girlas o negar que fueran suyas. Al momento todos los ojos se vol­
vieron hacia Abelardo y el pulso de los reunidos se aceleró mientras
esperaban los primeros sonidos de la conocida voz que había decidido
tantas victorias en la arena de la lucha intelectual.
Abelardo habló: ‘No contestaré al cisterciense—exclamó—, apelo
contra el concilio a la Sede de Roma’.
”La asamblea estaba muda de asombro. Los obispos se miraban
sorprendidos. Y los reunidos a duras penas se habían repuesto de la
impresión cuando se dieron cuenta de que Abelardo había vuelto la
espalda al rey, al legado y a los obispos y, seguido por sus asom­
brados discípulos, había abandonado la iglesia” (Vida de Santo Tomás,
vol. I, 189-192).

Explicaciones probables

El concilio condenó “no sólo como falsas, sino como heréticas”


unas diecisiete proposiciones sacadas de las obras de Abelardo, pero
aunque su apelación fue considerada como anticanónica, le aseguró
la libertad personal. Muchos y variados han sido los intentos de ex­
plicar el desastre del maestro Pedro. Algunos dicen que le falló de
repente la memoria, otros que se le ocurrió que encontraría un tri­
bunal más favorable en Roma, donde muchos cardenales le reconocían
como maestro. El insolente Berengarius de Poitiers nos informa que
Abelardo apeló a Roma contra un tribunal de obispos beodos consi­
derándoles incompetentes para entender sus doctrinas, lo mismo que
si fueran otros tantos asnos o cerdos. Según Otto de Freising, la ape­
lación se formuló por miedo a un levantamiento popular. Pero si fuera
así, lo habría mencionado sin duda alguna Berengarius, que estuvo
presente y que se habría alegrado de presentar una explicación como
esta del colapso de su héroe. Además está contradicha por el informe
oficial de las actuaciones del concilio redactadas por el propio Ber­
nardo y enviadas al papa Inocencio 9. He aquí sus palabras: “El abad
’ Según Geofredo de Auxerre, a la sazón discípulo de Abelardo y más
tarde secretario y biógrafo de Bernardo, el propio filósofo dijo a sus amigos

422
SAN BERNARDO

(Bernardo) sacó el libro de teología del maestro Pedro y leyó en voz


alta las proposiciones absurdas, o más bien heréticas, que había des­
cubierto en él a fin de que el citado maestro Pedro se negara a reco­
nocer estas proposiciones como suyas o, si las reconocía, las defendiera
o se retractara de ellas. Pero al parecer había perdido el valor y bus­
cando un medio de escaparse se negó a contestar. Y aunque se le
había ofrecido un juicio equitativo en un lugar seguro y ante jueces
imparciales, apeló a vos, santísimo padre, y abandonó el concilio acom­
pañado por sus amigos.” Tenemos aquí una explicación suficiente de
la conducta de Abelardo sin necesidad de recurrir a la imaginación.
Al oír la lectura de las páginas heterodoxas y darse cuenta repentina­
mente de que era imposible la defensa, apeló ante el Papa solamente
como un medio de evitar la prisión. Se recordará cómo eludió me­
diante la fuga parte del castigo que le había impuesto el Concilio de
Soissons.

Carta de Bernardo al papa Inocencio

Además del informe enviado a Inocencio en nombre del concilio,


el santo abad escribió a varios cardenales advirtiéndoles para que no
diesen ninguna protección a Abelardo, cuyas doctrinas habían conde­
nado dos concilios. Envió también al Papa una lista de las proposi­
ciones condenadas en Sens, acompañada cada una del texto completo.
Esta lista era sin duda la misma que había leído en la asamblea. Se
pueden encontrar en el prólogo del Tratado contra Abelardo (Ep. CXC)
de la edición de Mabillon de las obras del santo. Juntamente con
los trece errores sobre los cuales le había llamado la atención Gui­
llermo de San Thierry, contiene otros varios no menos serios:
I. La negación de la libre voluntad de Dios. “Creo que de lo que
se ha dicho resulta evidente para todos que Dios puede hacer u omitir
solamente lo que Él hace u omite realmente, de esa manera y en ese
momento, mas no de otra forma.”
II. Que Dios no hace más por los elegidos antes de que la gracia
sea aceptada que lo que Él hace por los réprobos. “Si el hombre no
puede hacer ningún bien por sí mismo ni consentir la gracia sin la
ayuda de la gracia, sólo con su libre albedrío, parece que no hay mo­
tivos para castigarle si peca. Si está constituido de tal manera que
tiene una inclinación más fuerte para el mal que para el bien, ¿no

que la aparición del santo abad confundió sus pensamientos y paralizó sus
facultades de tal manera, que se sintió incapacitado (S. Bernardi, vita Pri­
ma, v. 14). Lo mismo le ocurrió a Guillermo de Aquitania en 1134.

423
AILBE J. LUDDY

está libre de culpa si peca y no recae la responsabilidad en Dios que


le hizo tan débil y endeble? Entonces, tenemos que decir que el hom­
bre sólo por su razón puede consentir la gracia y que Dios no hace
más por el que se salva antes de consentir la gracia que por el que no
es salvado. Dios actúa como un comerciante que expone piedras pre­
ciosas a la venta y de esta manera invita a todos igualmente y pro­
duce en todos el deseo de comprarlas. El que es prudente se esfuerza
por adquirirlas, el que es perezoso descuida el hacerlo.”
III. Que Dios no tiene el poder de impedir el mal. “Por consi­
guiente, no se puede hacer a Dios responsable de los males porque Él
no tiene ni el deber ni el poder de impedirlos.”
IV. Que los judíos no cometieron ningún pecado al hacer que
Cristo fuese crucificado. “Aquellos sencillos judíos no actuaban contra
sus conciencias, sino que persiguieron a Cristo en virtud del celo que
tenían por la ley; no creyeron que hacían el mal y, por consiguiente,
no pecaron.”
V. Que los sacerdotes no tienen el poder de perdonar los pecados.
“Lo que he dicho—que sólo Dios puede perdonar los pecados—parece
que lo contradice el Evangelio, en el que Cristo habló así: ‘Recibid
el Espíritu Santo; aquellos a quienes perdonéis los pecados les serán
perdonados’ (loh 20, 22-23). Pero esto se dijo sólo a los apóstoles, no
se dijo también a sus sucesores.” El santo presenta otros extractos en
los cuales Abelardo intenta aplicar a las Personas de la Divinidad la
doctrina aristotélica de los géneros y las especies y afirma que cuando
la Hostia Consagrada cae al suelo, no cae el Cuerpo de Cristo, y hace
depender de la intención toda moralidad 10.

10 En su obra Cinco siglos de Religión, vol. I, pág. 283, Mr. Coulton (el
cual, a pesar de su indudable erudición, trabaja con la característica incapacidad
de los protestantes para comprender las prácticas y los ideales católicos) hace
la asombrosa afirmación de que “en todos los puntos principales eni discusión
entre los dos hombres—Bernardo y Abelardo—, los eclesiásticos más capaces
y ortodoxos del siglo siguiente decidieron tácitamente contra San Bernardo”
Es una pena que no considere oportuno dar algunas referencias de estos “ecle­
siásticos más ortodoxos”. Los “principales puntos en discusión entre los dos
hombres” están contenidos en las dos listas dadas más arriba: nos preguntamos
qué doctor católico las ha defendido jamás. Todavía es más sorprendente y
dolorosa la observación del eminente autor del artículo sobre Abelardo
(Cath. Ency.) de que Bernardo tenía “cierta tendencia a desatender la razón
en favor de la contemplación y de la visión extática”. ¿Tuvo necesidad de
“desatender la razón” a fin de ver los errores en las proposiciones anteriores?
El santo doctor, sin duda alguna, tomaba su fe muy en serio, pero nunca siguió
la guía de “la contemplación y la visión extática” con preferencia a la razón,
como lo saben muy bien los que están familiarizados con sus escritos. En su
carta a los canónigos de Lyón, reconoce tres criterios de verdad religiosa: la
autoridad, la tradición auténtica y la razón humana; y declara que una reve­
lación privada—la visión extática—no es digna de confianza, a menos que
esté apoyada por algunos de los citados criterios. Así, no prestó ninguna aten­
ción a la revelación que se suponía se había hecho al abad Helsin respecto

424
SAN BERNARDO

Con esta lista de errores Bernardo incluyó una detenida refutación


de los mismos, tomados uno por uno. Se conoce el Tratado contra
Abelardo y es incuestionablemente uno de los más brillantes ensayos
polémicos de la historia de la literatura. Al leerlo, piensa uno que

de la fiesta de la Concepción, ni tampoco a la que alegaba San Norberto refe­


rente al día del juicio. Y hemos visto también con qué prudente reserva
recibió las comunicaciones de una persona, la gran Santa Hildegarda, cuya
visión extática era considerada como guía segura por los hombres más emi­
nentes de la época. Las siguientes líneas tomadas de su gran obra De Conside-
ratione, v. III, nos permitirán comprender con qué poco fundamento se le
describe como el enemigo de la razón:
“Hay tres medios o caminos por los cuales Dios y los bienaventurados es­
píritus que moran con Él pueden ser objeto de nuestra consideración: estos
medios se llaman la opinión, la fe y la comprensión (la certidumbre natural). En
cuanto a ellos, la comprensión depende de la evidencia, y la fe, de la auto­
ridad, mientras que la opinión no tiene otro sostén que la mera similitud de la
verdad. Tanto la fe como Ja comprensión poseen cierta verdad, pero con la
diferencia de que en la primera está velada y rodeada de oscuridad, mientras
que en la última aparece de un modo abierto y manifiesto. En la opinión no
hay ninguna certeza en absoluto; y podemos decir de ella que no capta la
verdad, sino que más bien la averigua por medio de señales e indicaciones
probables.
"Tenemos que estar en guardia particularmente para no confundirlas entre
sí, no sea, por ejemplo, que atribuyamos la certeza de la fe a lo que es
solamente materia de la libre opinión; o, por el contrario, que consideremos
abierto a la opinión lo que la fe ha fijado y ratificado. Esto también es digno
de recordar: que mientras que la opinión es culpable de precipitación siempre
que hace un pronunciamiento dogmático, la duda es la evidencia de la
debilidad por parte de la fe. La comprensión merece igualmente ser considerada
como intrusa y ‘buscadora de majestad’ (Prv 25, 27) si alguna vez intenta
irrumpir en lo que ha sido sellado por la fe. Muchos han caído en el error
por tomar su propia opinión como comprensión. Y, en verdad, es muy posible
creer que es comprensión lo que realmente no es sino opinión. La comprensión,
sin embargo, no puede ser nunca tomada equivocadamente por opinión. ¿Cómo
es esto? Porque mientras que la última puede ser engañada, la primera es infa­
lible. De aquí que si lo que hemos considerado como comprensión resulta que
está sujeto a error, deduzcamos que no es comprensión en modo alguno, sino
solamente opinión. Pues la verdadera comprensión implica tanto la certeza de
la verdad conocida como la certeza de nuestro conocimiento de la verdad.
De acuerdo con ello, podemos definir de esta manera estos tres modos de
consideración: la fe es el asentimiento cierto y voluntario a una verdad que
no es evidente todavía; la comprensión es el conocimiento cierto y evidente
de cualquier objeto suprasensible; y la opinión consiste en sostener como
verdadero todo lo que no es manifiestamente verdadero o falso. De aquí que la
fe no admita ninguna incertidumbre, y que cuando se encuentre la incertidum­
bre, no se trata de fe, sino de opinión. Pero ¿en qué difiere la fe de la
comprensión? En esto: que mientras que toda incertidumbre es excluida de
ambas, la primera, a diferencia de la última, envuelve a la verdad en el
misterio. Para lo que comprendes, no necesitas investigar; pero si necesitas
hacerlo, esta es una prueba de que no has comprendido plenamente. Pero no
hay nada que deseemos tan ardientemente investigar como lo que conocemos
por la fe. Y cuando las verdades que son ciertas para nosotros ahora con la
certeza de la fe han llegado a ser igualmente ciertas para nuestra inteligencia,
no se necesita nada más para nuestra felicidad.” Incluso en materia de pura
devoción, Bernardo quisiera que la voluntad siguiese la guía de la razón ilus­
trada. “Si la ciencia sin el amor, dice (sermón LXIX sobre el Cantar de los
Cantares), infla la mente, el amor sin la ciencia conduce al engaño.”
No era la ciencia, por consiguiente, la que Bernardo atacaba en Abelardo,
sino la vanidad y la arrogancia bajo la máscara de ciencia (cfr. Vacandard,

425
AILBE J. LUDDY

después de todo Abelardo obró muy prudentemente al apelar a Roma.


Y ahora, oigamos al abate Vacandard: “Bernardo despliega toda la
flexibilidad de su inteligencia. A pesar del desdén que siente por las
sutilezas de Platón y los refinamientos de Aristóteles, muestra una
maravillosa destreza en el uso de la dialéctica” (Vie, vol. II, pág. 536).
“Es a la Sede Apostólica a la que tenemos que volvernos—empieza—
tantas veces como cualquier peligro o escándalo surge en el reino de
Dios, más particularmente en materias que pertenecen a la fe. Pues
me parece que los errores de doctrina no pueden ser en ninguna parte
tan bien corregidos como allí donde la verdadera fe no puede per­
derse nunca. Esta es la prerrogativa de la Iglesia romana. ¿A quién,
además de Pedro, se le dijo jamás : ‘He rogado por ti para que tu
fe no desfallezca’? (Le 22, 32). En consecuencia, a los sucesores de
Pedro se les ha impuesto el deber expresado en las palabras siguientes:
‘Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos’. Santo Padre, ese

San Bernardo, pág. 278); no la razón, sino el racionalismo; del cual Cousin ha
proclamado padre al Maestro Pedro (His. Gen. de la Phil., pág. 227). El abate
de Rocheli se ha encargado de demostrar que Bernardo fue el campeón de Ja
sana filosofía en el encuentro con Abelardo, y que su victoria, lejos de ser
una traba, fue un verdadero triunfo de la razón humana (San Bernardo, Abe­
lardo y el racionalismo moderno, págs. 118-246). El mismo autor muestra cuán
completamente indigno de confianza y cuán injusto con el santo abad es el
relato de la controversia dado por el fanático de Remusat (Abelardo'), a quien
el enciclopedista cita como una de sus autoridades. M, de Remusat traza un
paralelo entre las escuelas de Bernardo y Abelardo, por una parte, y de los
jesuítas y jansenistas, por la otra. ¡Aceptamos la comparación! También la
aceptaría nuestro santo. Pero dudamos que Abelardo o los jansenistas la con­
siderasen como un cumplido. El escritor de la Enciclopedia Católica dice que
Abelardo “adoptaba un tono y empleaba una fraseología, al hablar de ternas
sagrados, que ofendía, con motivo, a sus contemporáneos más conservadores”.
Y eso, ciertamente, “hablando en términos suaves”. Incluso los apologistas de
Abelardo, Otto de Freising y Berengarius de Poitiers, reconocían que el len­
guaje de su maestro era indefendible y solamente pretendían excusar la inten­
ción. El propio Abelardo hace esta confesión: “Quizá he escrito algunos erro­
res, pero Dios es testigo de que los errores de que me acusan no fueron
cometidos por malicia.” Y las doctrinas en cuestión ofendieron tanto al Papa
Inocencio, que impuso a su autor “silencio perpetuo como culpable de herejía”,
además de excomulgar a sus defensores.
Hay que reconocer que Abelardo negó que algunos de los pasajes citados
por Bernardo se hallen en sus libros, protestando que si era así, estaba dis­
puesto a reconocer que era ‘un hereje y además un heresiarca’. Pero ¿por qué
desperdició; entonces, en Sens, una oportunidad espléndida de poner a su
adversario en vergüenza y presentarle ante el mundo como culpable de las
más sucias de las falsificaciones? El abate Vacandard nos dice que esta
protesta no tiene que ser tomada en serio (Vie, vol. II, 127), y Mabillon.
asombrado de la desvergüenza de Abelardo, procede a señalar en sus libros
casi todas las proposiciones condenadas. Para las pocas proposiciones que no
se encuentran cita a tres contemporáneos de Abelardo—dos de ellos, discí­
pulos suyos—, que dan testimonio de que se hallaban contenidas en las prime­
ras ediciones de las obras de ese autor. Y su Introductio ad Theo’iogiam mues­
tra indudablemente señales de mutilación. Por ejemplo, no hay ninguna men­
ción de ciertas cuestiones para cuya-discusión el mismo autor, en -su-obra
Expositio in Epistolam Pauli ad Romanos, nos remite a la Introductio, que
termina con las significativas palabras: “Caetera desuní".

426
SAN BERNARDO

oficio es ahora necesario. Ha llegado el momento de que reconozcáis


vuestra primacía, probéis vuestro celo, honréis vuestro ministerio
(Rom 11, 13). Por consiguiente, dedicaos a confirmar con vuestras
admoniciones a los que titubean en la fe y con vuestra autoridad a
frenar a los propagadores del error. Así desempeñaréis el papel de
aquel a quien habéis sucedido tanto en el cargo como en el poder.
”Aquí en Francia tenemos un nuevo profesor que antes lo era de
dialéctica y se ha convertido ahora en profesor de Teología, y el cual,
después de haberse divertido toda la vida con el arte de la lógica,
está empezando ahora a entrar a saco en las Sagradas Escrituras. Se
está esforzando por revivir ciertos errores condenados hace tiempo y
casi olvidados, algunos suyos y otros prestados, e incluso ha añadido
a ellos otros nuevos. No hay nada en el cielo ni en la tierra que,
según él, no conozca, nada excepto la forma de reconocer su igno­
rancia. Mete la cabeza en el cielo (Ps 72, 9) e ‘investiga las profundas
cosas de Dios’ (1 Cor 2, 10); vuelve luego a la tierra y habla de
cosas inefables ‘que ningún hombre tiene el privilegio de expresar’
(1 Cor 12, 4). Y como está dispuesto a explicar todas las cosas,
incluso las cosas que están más allá del alcance de la razón humana,
tiene el atrevimiento de ir no sólo contra la razón, sino incluso contra
la misma fe. Pues ¿qué puede haber más contrario a la razón que
esforzarse por trascender la razón por medio de la razón? ¿Y qué
puede haber más contrario a la fe que no querer creer todo lo que
la razón no puede establecer? Así en su exposición de las palabras de
Salomón: ‘Quien confía precipitadamente es ligero de corazón’
(Eccli 19, 4), este nuevo doctor dice: ‘Confiar precipitadamente es
someterse al dictamen de la fe antes de que la razón tenga la evi­
dencia de la verdad en cuestión’: mientras que Salomón no está ha­
blando aquí de la fe divina en absoluto, sino solamente de esa con­
fianza que los hombres dan generalmente a las afirmaciones de otro.
Pero respecto a la fe en Dios, el papa Gregorio, de bendita memoria,
afirma claramente que carece por completo de mérito si depende de
las pruebas de la razón humana. María fue alabada por anteponer la
fe a la razón (Le 1, 45); y el apóstol encomia a Abraham, ‘el cual
contra la esperanza creyó en la esperanza’ (Rom 4, 18).
”Pero este teólogo nuestro defiende una opinión diferente. ‘¿Para
qué sirve—pregunta—dar instrucción si lo que deseamos comunicar
no se puede explicar de modo que sea entendido por nuestros oyentes?’
Y así, prometiendo dar a su auditorio una demostración de las ver­
dades más sublimes y sagradas contenidas en el profundo regazo de
nuestra santa fe, él ha descubierto grados en la Trinidad de Dios,

427
AILBE J. LUDDY

medida en la Majestad de Dios, número en la Eternidad de Dios. Pues


él enseña que el Padre es la plenitud de poder, el Hijo cierta clase de
poder y el Espíritu Santo ningún poder en absoluto. Según él el Hijo
se halla en la misma relación respecto del Padre que una clase de
poder respecto del poder simplemente, como un sello de cobre res­
pecto al cobre, como la especie respecto al género, como el hombre
respecto al animal. ¿No es esto ir más lejos que el propio Arrio? 1
¿Quién puede tolerar semejante blasfemia? ¿Quién no se tapa los
oídos contra un lenguaje tan sacrilego? ¿Quién puede dejar de horro­
rizarse ante unas novedades de pensamiento y expresión tan impías?
Él enseña que el Espíritu Santo procede realmente del Padre y del
Hijo, pero no de su Sustancia. Por tanto, que nos diga cómo Él
procede. Acaso sostenga que de la nada, como se hicieron todas las
cosas. Pues estas también proceden de Dios, según el apóstol, quien
no duda en decir: ‘Porque de él, y por él, y para él son todas las
cosas’ (Rom 11, 36). ¿Diremos entonces que el Espíritu Santo procede
del Padre y del Hijo de la misma manera que todas las criaturas, es
decir, no esencial, sino eficientemente? ¿O, acaso, se encontró un
tercer modo de derivarle del Padre y del Hijo por el profesor, que
está siempre a la caza de novedades, inventando todo lo que no
puede encontrar y afirmando lo que no es con la misma seguridad
que lo que es? ‘Pero—dice él—si el Espíritu Santo procede de la
Sustancia del Padre, Él es manifiestamente engendrado por el Padre
y en consecuencia el Padre tiene dos Hijos’. Como si, en verdad, no
pudiera proceder nada de la sustancia de otra cosa excepto por vía
de generación...
”Lo que más me asombra es que un hombre que se considera tan
inteligente y culto pueda reconocer la consustancialidad del Espíritu
Santo con el Padre y el Hijo, y no obstante niegue su procedencia de
la Sustancia del Padre y del Hijo. Sin embargo, mantendría posi­
blemente que el Padre y el Hijo proceden de la Sustancia del Espí­
ritu Santo, doctrina tan blasfema como nueva. Pero si ni el Espíritu
Santo es de la Sustancia del Padre y del Hijo ni ellos de la suya,
¿dónde está, pregunto, la consustancialidad? Por consiguiente, que
confiese de una vez con la Iglesia que el Espíritu Santo es de la Sus­
tancia de las otras dos Personas o que niegue, con Arrio, su consus­
tancialidad con ellas y que afirme abiertamente su origen por medio
de la creación.
"Además, si el Hijo procede de la Sustancia del Padre, y el Espí-

11 Arrio (250-336) negaba la divinidad del Hijo y su “consustancialidad”


con el Padre. Fue condenado por el concilio general de Nicea del año 325.

428
SAN BERNARDO

ritu Santo no procede, estas dos Personas diferirán necesariamente


entre si no solamente en que el Hijo tiene su origen por generación y
el Espíritu Santo por espiración, sino también porque la segunda Per­
sona, pero no la Tercera, será de la misma Sustancia que el Padre.
Ahora bien, esta última es una distinción que hasta ahora no ha sido
reconocida por la Iglesia católica. Y si la admitimos, ¿en qué viene
a parar la Trinidad de Personas? ¿En qué se convierte la Unidad de
Esencia? Pues la Unidad se pierde por la pluralidad de diferencias
que, según se alega, existen entre el Hijo y el Espíritu Santo, especial­
mente desde el momento en que lo que pretende establecer nuestro
teólogo es evidentemente una diferencia sustancial. Por otra parte ya
no tendremos una Trinidad, no tendremos sino una Dualidad, si ne­
gamos al Espíritu Santo la comunidad de Sustancia con el Padre y
el Hijo. Pues ciertamente no sería correcto admitir entre las Personas
divinas una que—como se supone—no tendría en lo que se refiere
a su sustancia nada en común con las otras dos.
”Os daréis cuenta, Santo Padre, de qué manera los razonamientos,
o más bien los desvarios, de este hombre destruyen la Trinidad de
Personas y disuelve su Unidad y de esta manera, sin duda alguna,
deshonran su Majestad. Pues sea lo que fuere eso que puede ser
Dios, tiene que ser incuestionablemente algo que nada más grande
se puede concebir. Pero si en esta Majestad única y soberana, consi­
derada en su Trinidad de Personas admitimos tan siquiera la más
pequeña imperfección y añadimos a una Persona lo que quitamos de
otra, el todo es claro que no llegará a ser tan grande que no se pueda
concebir. Pues, manifiestamente, lo que es perfecto como un todo y en
todos los aspectos es más grande que lo que es perfecto solamente
en algunos aspectos. Pero si estimásemos la magnitud de Dios tan dig­
namente como podemos con nuestras limitadas facultades, no tendría­
mos que reconocer ninguna desigualdad en quien todo es supremo,
ninguna división en quien todo es uno, nada deficiente en quien todo
es perfecto, nada incompleto o parcial en quien todo es íntegro. Pues
el Padre es todo lo que son el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo,
y el Hijo es todo lo que son el Hijo y el Espíritu Santo y el Padre,
y el Espíritu Santo es todo lo que son el Espíritu Santo y el Padre y
el Hijo. Y ese todo es un todo indiviso, ni superabundante en los
tres juntos, ni disminuido en cada uno aparte. Las personas no tienen
cada una su diversa participación de ese bien verdadero y soberano
que ellas son, porque ellas no lo poseen por participación, sino que
están más bien identificadas con Él por Esencia. Pues aunque decimos
con toda verdad que una de ellas tiene su origen de otra o de las

429
AILBE J. LUDDY

otras y que ellas se hallan en mutuas relaciones entre sí, al hablar


así afirmamos solamente la distinción de las Personas, en modo alguno
ninguna división de la Sustancia. De acuerdo con la enseñanza de
la verdadera fe católica, reconocemos en la inefable e incomprensible
esencia de la Deidad una pluralidad de Personas, porque así lo re­
quieren las propiedades personales, no una pluralidad de sustancias,
sino solamente una Sustancia, simple e indivisa: de forma que la
confesión de la Trinidad no perjudica la Unidad, como tampoco la
afirmación de la Unidad no excluye las distinciones personales.
”Por consiguiente, alejemos de nuestra mente como está alejada
de la verdad esa detestable semejanza, o más bien de semejanza, del
género y la especie. Pues el género y la especie se relacionan entre sí
como lo más ancho y lo más estrecho. Pero no se puede admitir seme­
jante distinción en Dios que es supremamente uno. Entonces, no puede
haber ninguna analogía entre una disparidad tan grande y una igual­
dad tan absoluta. Semejante a esta y digna de semejante pronuncia­
miento es la segunda comparación del cobre en general y del cobre
específico... En cada uno de estos ejemplos tenemos dos cosas que
se relacionan entre sí naturalmente con la relación mutua de conti­
nente y contenido, superior e inferior. De aquí que no podamos ad­
mitir ninguna semejanza entre cualquiera de ellas y Aquel en el
cual no hay ninguna desigualdad, ninguna desemejanza. Pero pensad
en qué abismo de ignorancia o impiedad tienen que haber tenido su
fuente estas comparaciones.
”Según Abelardo, el poder pertenece propia y especialmente al
Padre y la sabiduría, en la misma forma, al Hijo. Esto es falso sin
duda alguna. Pues podemos decir también, sin apartarnos lo más mí­
nimo de la verdad y ortodoxia, que el Padre es la sabiduría y el Hijo
el poder. Ahora bien, evidentemente lo que es común a ambos no
puede ser propio de cualquiera de ellos. Pero esos nombres que sig­
nifican, no la Esencia, sino las relaciones personales, son en realidad
mutuamente excluyentes y, por consiguiente, su propio ser es tan propio
de cada Persona que no puede ser comunicado a ninguna otra. Pues
el que es el Padre no es el Hijo, y el que es el Hijo no es el Padre:
porque con el nombre de Padre se expresa, no lo que la Primera Per­
sona es para Sí misma, sino lo que Ella es para la Segunda; similar­
mente, con el nombre de Hijo se significa, no lo que la Segunda
Persona es para Sí misma, sino lo que Ella es para la Primera. El
caso es completamente diferente con los nombres de poder y sabiduría
y otros atributos semejantes que son predicados indistintamente del
Padre y del Hijo, puesto que ellos son uno en Esencia, no porque

430
SAN BERNARDO

ellos son personalmente distintos. ‘Eso es así—dice Abelardo—, sin


embargo, sostengo que la omnipotencia pertenece propia y exclusiva­
mente a la Persona del Padre, porque no solamente Él es capaz de
hacer todas las cosas igualmente con las otras dos Personas, sino
porque Él sólo tiene existencia procedente de Sí mismo; y teniendo
su existencia de Sí mismo, Él tiene igualmente que tener su poder de
Sí mismo. ¡Oh, segundo Aristóteles! Si este argumento fuese válido,
serviría igualmente para demostrar que la sabiduría y la benignidad
pertenecen propiamente a la Persona del Padre, puesto que el Padre
tiene su sabiduría y benignidad lo mismo que Él tiene su existencia
y poder que no proceden de otra fuente que Él mismo. Pero si el
doctor admite esto—y tiene que hacerlo si desea no contradecirse—,
¿en qué viene a parar esa bella división que ha hecho según la cual la
sabiduría es atribuida propiamente a la Persona del Hijo y la benig­
nidad a la Persona del Espíritu Santo, de la misma forma que el poder
se atribuye a la persona del Padre? 12
”La piedad de la fe sabe bien cómo distinguir cautamente, por
medio de alius y aliud, las formas masculinas y neutras entre las
propiedades personales y la unidad indivisible de la Esencia, y to­
mando un curso medio avanza a lo largo del camino real de la
verdad, sin inclinarse a la derecha confundiendo las Personas ni
volverse a la izquierda dividiendo las Sustancias. Pero si dices que,
debido a la absoluta simplicidad de la Divina Naturaleza, la existencia
12 En su Introducto ad Theologiam, 1. III, c. VIII, Abelardo va mucho
más lejos, confundiendo los atributos personales o relativos con los absolutos.
“Es fácil probar—escribe—que incluso aquellos que, como los judíos y paga­
nos, se apartan con horror de la expresión de nuestra fe en la Trinidad, por
ejemplo, cuando nos oyen hablar de Dios Padre y Dios Hijo, no difieren
realmente de nosotros en el sentido. Pues si les preguntáis si creen en la sabi­
duría de Dios, dirán que sí. De aquí se desprende claramente que tienen la
misma fe que nosotros, puesto que por el Verbo o el Hijo de Dios entendemos
solamente su sabiduría. Pero quien crea en el Hijo tiene que creer igualmente
en Aquél de quien Él es Hijo, es decir, en el Padre. Podemos probar igual­
mente que estas personas tienen fe en el Espíritu Santo si les explicamos que
por el Espíritu Santo entendemos solamente la bondad de Dios. Y creo que
estarían dispuestas a abrazar la fe de Cristo si les explicáramos claramente
que en el fondo ellas ya tienen nuestra doctrina. En verdad, no lo dicen con
los sabios, como nosotros, porque todavía no entienden el significado de nues­
tras palabras, pero creen en su corazón—y ‘con el corazón creemos en la
justicia’ (Rom 10, 10).”
Esto suena de un modo sospechoso a sabelianismo o unitarianismo, cuya
herejía, es justo decirlo, Abelardo repudia explícitamente en una obra posterior,
Theologia Christiana.
El Maestro Pedro incurrió en la sospecha de nestorianismo al acusar a
Bernardo, como nos lo dice un testigo contemporáneo, de enseñar que “Dios
Hijo y la naturaleza humana asumida forman una persona en la Trinidad; pero
la naturaleza humana—continúa el profesor—es corporal, compuesta y mortal,
mientras que la Divinidad es espiritual, simpre e inmortal. De aquí que Dios
no puede ser llamado hombre ni el hombre Dios”. Cfr. Mabillon: Admonitio
in Oposculum IX Sancti Bernardi; Migne, vol. CLXXXII, 1045.

431
AILBE J. LUDDY

del Hijo implica necesariamente la del Padre, incluso esto no ayudará


a tu argumento, porque es la característica de las relaciones el ser
recíprocas y el que la proposición recíproca es tan cierta como la
directa; de forma que si el Hijo implica al Padre, el Padre tiene que
implicar igualmente al Hijo. Lo mismo no es verdad de los ejemplos
que habéis puesto de género y especie, de cobre en general y del sello
de cobre. Pues mientras que podemos decir de un modo absoluto y
adecuado que si el Hijo existe, el Padre tiene que existir igualmente,
y recíprocamente si el Padre existe el Hijo tiene también que existir,
sería evidentemente incierto afirmar la misma implicación necesaria y
mutua entre género y especie, o entre cobre y sello de cobre. Puedo
decir, en verdad, que si un hombre existe, un animal existe, o que
si el cobre especial existe, el cobre existe; pero no recíprocamente, si
un animal existe, un hombre existe, o si el cobre existe, un sello de
cobre existe...
"Tampoco ha de sorprendernos el ver a este charlatán inquieto y
desconcertado entremetiéndose en los misterios de la fe y poniendo
sus manos sacrilegas y violentas en los escondidos tesoros de la pie­
dad, puesto que sus opiniones acerca de la piedad no son ni piadosas
ni ortodoxas. En la misma página primera de su Teología, o más bien
de su estultología (stultologiae), define la fe como una opinión. ¡Como
si, en verdad, fuera permisible a cada uno pensar como guste en
materias de fe! ¡ Como si los misterios de la fe no tuviesen sostén más
firme que la incertidumbre de las opiniones caprichosas y diversas y
no estuvieran, más bien, fundadas en el sólido cimiento de la verdad
indubitable! ¿Cómo puede dejar de ser vana nuestra esperanza si
nuestra fe no está fundada firmemente? ¿Y no parecería que nues­
tros santos mártires han actuado neciamente al sufrir tan terribles
tormentos para obtener una corona incierta, no dudando en entrar
por medio de una muerte cruel en un destierro interminable de la vida,
todo por la esperanza de una recompensa dudosa? ¡Pero Dios no
quiera que supongamos que hay algo en nuestra fe o en nuestra espe­
ranza sujeto a la inconstancia de la opinión incierta, como querría
hacernos creer nuestro teólogo! No, todo lo que creemos y espera­
mos descansa sobre la certeza y solidez de la verdad, está testimo­
niado desde el cielo por oráculos y milagros, confirmado y consagrado
por el Nacimiento virginal y por la Sangre preciosa del Redentor y
también por la gloria de su Resurrección, ‘testimonios dignos de todo
crédito’ (Ps 92, 5). ‘Conozco a Aquel en quien he creído, y estoy cierto’,
exclama el apóstol (2 Tim 1, 12). ¿Y vas tú a susurrarme al oído: ‘la
fe no es más que una opinión?’ ¿Presentas como dudoso lo que es

432
SAN BERNARDO

completamente cierto? San Agustín no habla así: ‘La fe—dice—no


es ni una conjetura ni una opinión formada en la mente del que la
posee, sino un conocimiento cierto y aprobado como tal por la voz
de la conciencia’. ¡Dios no quiera, entonces, Dios no quiera, repito,
que nuestra fe cristiana quede confinada dentro de los límites que le
señala Pedro Abelardo! Dejemos estas vanas opiniones para los aca­
démicos, cuya profesión consiste en dudar de todo y no saber nada
de nada. Por mi parte, seguiré con toda confianza las enseñanzas del
Doctor de las Naciones y sé que no seré confundido. Su definición de
la fe, lo confieso, es una alegría para mí, aun cuando el maestro
Pedro la ataque encubiertamente: ‘La fe es la sustancia de las cosas
que se esperan, la evidencia de las cosas que no aparecen’ (Heb 11, 1).
Observad que la llama sustancia, no fantasmagoría o vana conjetura.
De esto podemos deducir que no nos es lícito en materia de fe conce­
bir y discutir a nuestro antojo o vagar libremente de un lado para
otro a través de vacías especulaciones y laberintos de error...
"Pasaré por alto su teoría de que ‘el Espíritu del temor del Señor’
no estaba en Nuestro Señor Jesucristo (Is 11, 3); que el casto temor
del Señor no tendrá lugar en la vida venidera; que después de la
consagración del pan y del vino en el Santo Sacrificio los accidentes,
que anteriormente eran inherentes a estas sustancias, empiezan ahora
a estar suspendidos en el aire; que las sugestiones diabólicas nos las
inspira el contacto con las piedras y las hierbas, porque (así nos lo
dice) la astuta malicia del demonio conoce cómo se deben emplear las
virtudes de estas cosas para excitar e inflamar las diferentes pasiones
en nuestro corazón; que el Espíritu Santo es el alma del mundo; y
que el mundo, según las enseñanzas de Platón, es un animal superior
a todos los demás animales, puesto que posee en el Espíritu de Dios,
un alma superior. Así, en sus esfuerzos para demostrar que Platón
era cristiano nuestro teólogo sólo ha logrado demostrar que él mismo
era pagano. De estas y otras extravagancias semejantes—que son in­
numerables—no diré nada más. Pero pasaré a considerar sus errores
más serios. No es que intente refutar detalladamente todos ellos, pues
el hacerlo requeriría la composición de un grueso volumen. Por con­
siguiente, sólo trataré de aquellos que no se pueden pasar en silencio.
”En su Libro de Sentencias, y también en su Exposición de la Epís­
tola a los Romanos, este atrevido ‘buscador de majestad’—según re­
cuerdo haber leído—se mete a discutir el misterio de nuestra reden­
ción, y en el mismo comienzo de sus disertaciones expone y rechaza
con desprecio lo que según él es la enseñanza unánime de los doctores
católicos en esa cuestión, envaneciéndose de que él tiene algo mejor

433
S. BERNARDO.—28
AILBE J. LUDDY

que ofrecer y sin hacer caso del consejo del hombre prudente: ‘No
pases más allá de los antiguos límites que tus padres han colocado’
(Prv 22, 28). ‘Es necesario observar—escribe—que todos nuestros doc­
tores desde el tiempo de los apóstoles se han mostrado unánimes en
enseñar que el demonio tenía poder y dominio sobre la raza humana y
que esto le pertenecía por derecho, porque el hombre, debido al libre
albedrío de que estaba dotado había consentido deliberadamente sus
sugestiones. Y, por consiguiente, así argumentan, era necesario que el
Hijo de Dios encarnase, a fin de que el hombre, que no podía ser
rescatado de otra manera, pudiese justamente conseguir su liberación
del yugo del demonio mediante la muerte del Inocente. Pero en mi
opinión el demonio no tuvo nunca ningún derecho sobre el hombre,
excepto, acaso, el derecho del carcelero, y esto solamente con per­
miso de Dios. Tampoco creo que el propósito del Hijo de Dios al
asumir la carne fue liberar al hombre. ¿Qué deberé juzgar más into­
lerable en estas palabras, la blasfemia o la arrogancia? Qué es más
condenable, ¿la temeridad o la impiedad? ¿No merece el que usa este
lenguaje ser golpeado con varas y no refutado con argumentos? ¿No
provoca quien golpea a todos a que todos le golpeen a él? Dices que
el Hijo de Dios no asumió la naturaleza del hombre a fin de liberar
al hombre. Esta es ciertamente una opinión que sólo la defiendes tú.
Veamos entonces de dónde la has derivado. No del hombre prudente,
en modo alguno, ni de los profetas, ni de los apóstoles, ni del Señor.
San Pablo recibió del Señor lo que él, a su vez, nos entregó a nos­
otros (1 Cor 11, 23). El mismo Cristo confiesa que su doctrina no es
suya. Pero tú nos das la tuya. Ahora bien, el que ‘dice una mentira la
dice por su cuenta’ (loh 8, 44). Por consiguiente, guarda para ti lo que
es tuyo. En cuanto a mí, escucharé a los profetas y apóstoles, obede­
ceré el Evangelio, pero no el evangelio nuevo de Pedro Abelardo.
Dice, ¿qué otra cosa nos anuncian la ley, los profetas, los apóstoles y
los hombres apostólicos sino eso que tú sólo niegas, es decir, que
Dios se hizo hombre a fin de redimir al hombre? Y si un ángel del
cielo predicase un Evangelio diferente, sea anatema (Gal 1, 8).
”Los doctores que han venido después de los apóstoles no poseen
ninguna autoridad a tus ojos, de forma que puedes decir con el Sal­
mista: ‘Yo he entendido más que todos mis profesores’ (Ps 118, 99).
Sí, tienes la desvergüenza de ufanarte de que estás solo en oposición
a sus enseñanzas unánimes. En consecuencia, sería inútil que expu­
siera la fe y la doctrina de aquellos cuya autoridad no admites. Así,
te enfrentaré con los profetas y apóstoles.” Después de probar la doc­
trina católica con argumentos irrefutables y testimonios sacados del

434
SAN BERNARDO

Viejo y del Nuevo Testamento, continúa: “Pero Abelardo cree y man­


tiene que el Señor de la gloria ‘se vació’ (Phil 2, 7). Se hizo ‘un poco
menos que los ángeles’ (Ps 8, 6), nació de una mujer, ‘trató con los
hombres’ (Bar 3, 38), vivió una vida de humildad, se sometió a in-
sultos y ultrajes y, finalmente, regresó a su puesto por la muerte en la
cruz, ¡ todo ello tan sólo para enseñar a los hombres cómo deben vxvir
siguiendo sus palabras y ejemplos e indicándoles con su pasión y
muerte hasta qué límites debería llegar la caridad humana! En con­
secuencia, ¿no comunicó Él la justicia, sino que se limitó a revelarnos
lo que es? ¿Nos enseñó Él la caridad sin infundirla en nuestros cora­
zones y volvió a subir de esta manera a los cielos? ¿Y así, este es
aquel ‘gran misterio de santidad que se manifestó en la carne, se jus­
tificó en el Espíritu, apareció en los ángeles, ha sido predicado a los
gentiles, es creído en el mundo y enaltecido en gloria’? (1 Tim 3, 16).
¡Incomparable doctor! ¡Él ‘busca incluso las cosas profundas de
Dios’, las desentraña para sí mismo y habiéndolas aclarado las mani­
fiesta a todo el que guste! ¡Sí, los misterios más insondables, ‘el
misterio que ha estado oculto durante siglos’ (Col 1, 26), este hombre,
con su ficción, lo ha hecho tan sencillo y comprensible para todos que
ahora es un camino real por el que todo el mundo puede pasar fácil­
mente, incluso los no limpios y los no circuncisos!...
"Además, nuestro doctor se toma gran trabajo en enseñarnos que
el demonio no tiene ni el poder ni el derecho de ejercer dominio
alguno sobre el hombre, excepto con permiso de Dios; y que Dios
podría haber reclamado y liberado a su esclavo fugitivo con una mera
palabra, sin hacer una injusticia al demonio, si Él hubiese querido
mostrar su misericordia de esta manera, como si verdades tan mani­
fiestas hubiesen sido alguna vez puestas en tela de juicio. Después
de decir muchas más cosas con el mismo fin, termina con la pre­
gunta : ‘Puesto que la divina misericordia podría con una palabra haber
liberado al hombre de la esclavitud del pecado, ¿cuál era la necesidad,
o el apremio, o la razón por la cual, a fin de realizar esto, el Hijo de
Dios iba a envolverse en la carne y a sufrir tantos y tan grandes
tormentos e indignidades?’ Yo contesto: Había necesidad, y había
apremio y había razón para esto. La necesidad era nuestra, la terrible
necesidad de los que ‘estaban sentados en la oscuridad y en la' sombra
de la muerte’ (Ps 106, 10). El apremio, también, era nuestro, pero no
sólo nuestro; era también la urgencia de Dios y la de sus ángeles
santos. Pues necesitábamos ser liberados del yugo de nuestra cauti­
vidad y Él necesitaba haber realizado el misericordioso propósito de
su voluntad y los ángeles santos necesitaban que se completara su

435
AILBE J. LUDDY

número. El motivo de elegir este modo de redención fue la graciosa


condescendencia del Redentor. ¿Quién puede dudar de que la Omni­
potencia tenía otros innumerables caminos de redimirnos, justificarnos
y liberarnos? Pero esto no disminuye la eficacia del modo elegido en­
tre muchos: el cual acaso obtuvo la preferencia 3 3 por el motivo de
que los sufrimientos del Salvador ayudarían a presentar y guardar
más vividamente delante de nuestras mentes en esta tierra de olvido’
(Ps 87, 13) la gravedad de nuestra caída. Pero ningún hombre co­
noce o puede conocer perfectamente qué tesoros de gracia, qué
plenitud de divina sabiduría, qué belleza y gloria, qué eficaces ayudas
para la salvación se hallan contenidas en la enorme profundidad de
este misterio venerable e inescrutable que ej profeta, después de pen­
sarlo, temió no poder sondear y que el Precursor del Señor se juzgó
indigno de penetrar (loh 1, 27).
”La única razón por la cual Dios apareció en la carne—dice el
doctor—fue instruirnos con sus palabras y ejemplos, la única razón
por la cual Él sufrió y murió fue encomendar su caridad a nosotros.
Pero ¿de qué serviría instruirnos, a menos que Él nos devolviera tam­
bién a la gracia? ¿O cómo podíamos aprovecharnos de sus enseñanzas
si el ‘cuerpo del pecado’ no fuese primero destruido en nosotros, ‘a
fin de que no fuéramos esclavos del pecado por más tiempo’? (Rom 6, 6).
Si Cristo no nos ha beneficiado de otra manera que dándonos el buen
ejemplo de su virtud, con la misma razón se puede decir que Adán
no nos ha perjudicado de otra manera que dándonos el mal ejemplo
de su pecado. Pues el remedio aplicado tiene que haber sido acomo­
dado a la enfermedad. Y el apóstol nos dice que ‘así como en Adán
todos mueren, así también en Cristo todos vivirán’ (1 Cor 15, 22).
”Por consiguiente, de la misma manera que fue la muerte es tam­
bién la reanimación. Si la vida que Cristo nos ha conferido no es nada
mejor que el buen ejemplo de su virtud, se puede decir igualmente que
la muerte conferida por Adán no fue para nosotros nada peor que
el mal ejemplo de su caída. Pero si preferimos seguir la fe cristiana
mejor que la herejía de Pelagio y confesar que el pecado de Adán—y
a través del pecado la muerte—ha sido transmitido hasta nosotros,

13 En el sermón número 11 sobre el Cantar de los Cantares se da otra


razón: “¿No podría el Creador haber realizado el trabajo de sus manos sin
todo este sufrimiento? Claro que sí. Sin embargo, Él prefirió salvarnos a costa
de Sí mismo, a fin de no dejamos ninguna sombra de excusa para la ingratitud.
Si, por consiguiente, Él sufrió tanto, fue con el fin de hacer al hombre deudor
suyo por tanto amor, y que por lo menos la dificultad de la redención pudiera
recordar a los mortales la obligación del agradecimiento, a los mortales a quie­
nes la creación, debido a su facilidad, no había producido el efecto de des­
pertar ningún sentimiento de devoción o gratitud.

436
SAN BERNARDO

no meramente como ejemplo, sino por generación, tenemos que reco­


nocer igualmente que es por regeneración, no por el ejemplo, como
Cristo nos ha restablecido a la justicia y, a través de la justicia, a
la vida: De forma que ‘lo mismo que por el delito de uno son conde­
nados todos los hombres, así también por la justicia de Uno todos
los hombres son devueltos a la justificación de la vida’ (Rom 5, 18).
Y si esto es así, ¿cómo puede afirmar Pedro Abelardo que ‘el único
propósito de la encarnación fue el deseo de Dios de iluminar al
mundo con la luz de su sabiduría e inflamar todos los corazones con
su amor’? Pues entonces, ¿dónde estaría la redención? El doctor
reconoce por lo menos que gracias a Cristo somos iluminados y ex­
citados a amar. Pero ¿por quién hemos sido redimidos? ¿O por quién
liberados?
"Reconozco que la venida de Cristo es incluso por sí misma un
gran beneficio para aquellos que pueden ajustar sus vidas a la suya y
devolver amor por amor. ¿Y qué será de los pequeños? ¿Cómo
puede Él comunicar la luz de su sabiduría a los que a duras penas
han recibido todavía la luz de la vida? ¿Cómo puede Él inflamar
en el amor a Dios a quienes apenas saben todavía cómo amar a
sus madres? ¿Diremos, por consiguiente, que los niños no han sido
beneficiados en modo alguno por la encamación de Cristo? ¿Debe­
remos suponer que ella no benefició a los que por el bautismo ‘han
sido cosepultados a semejanza de su muerte’ (Rom 6, 4), porque
debido a la incapacidad propia de su tierna edad no pueden tener
ni el conocimiento ni el amor de Cristo? ‘Nuestra redención—dice el
doctor—consiste en la perfecta caridad encendida en nuestros cora­
zones por la consideración de los sufrimientos de Cristo’. En conse­
cuencia, no hay redención para los pequeños, que son incapaces de
tener esta caridad perfecta. Pero quizá él replicará que si los niños
no tienen este amor redentor, tampoco tienen nada que merezca la
condenación, de forma que no les es necesaria la regeneración en
Cristo, puesto que ellos no han contraído ninguna mancha por su
generación desde Adán. Si es ésta su opinión, ha caído en la herejía
de Pelagio. De todos modos, bien defienda que los niños están ex­
cluidos de la participación en los beneficios de la redención, o que
no necesitan redención, es evidente que deshonra mucho el misterio
de la salvación del hombre y destruye—en lo que depende de él—
el fruto de este misterio inescrutable, atribuyendo la totalidad del mis­
terio a la devoción y nada a la regeneración y constituyendo toda la
gloria de nuestra redención, todo el mérito de nuestra salvación no

437
AILBE J. LUDDY

en la virtud de la cruz y de la Sangre de Cristo, sino más bien en


nuestros esfuerzos en busca de la perfección.”
Al recibir las cartas de Bernardo, el Papa condenó a Abelardo,
ordenó que se quemaran sus libros en cualquier parte que se encon­
traran y que su autor fuese encarcelado a perpetuidad en algún mo­
nasterio. La apelación era ahora inútil, así que por consejo de Pedro
el Venerable el desgraciado profesor dirigió sus pasos hacia Cluny,
donde fue amablemente recibido. La pesadumbre le hizo entrar en
razón (Is 28, 19) y Abelardo encontró en la humillación la paz que
no había conocido nunca en los días de orgullo y de gloria 14. Es
agradable ver que se reconcilió con el abad de Clairvaux, quien le
visitó en Cluny. Falleció en 1142 en Chálons-sur-Saóne, adonde le
había enviado el abad Pedro para bien de su salud y fue enterrado en
el Paracleto 1S. Además de sus tratados filosóficos y teológicos, dejó
varios sermones, epístolas, himnos y poemas: se dice de él que fue el
primero en emplear el idioma francés como medio de expresión poé­
tica. Una de sus epístolas—la primera—es realmente una autobiogra­
fía y se titula Historia Calamitatum. Pero más importante que ninguno
de sus escritos fue la participación que tuvo en perfeccionar el lla­
mado método escolástico.

14 Esta vez su conversión fue indudablemente sincera. Se desprende del


testimonio de Pedro el Venerable (Caria a Eloísa) y del cronista de Cluny
que pasó los últimos días de su vida corrigiendo sus erróneos escritos. “Arre­
pentido de sus errores por los consejos de San Bernardo, abad de Clairvaux, y
de Pedro el Venerable—escribe el cronista—se hizo monje de Cluny y abjuró
las doctrinas que una vez había defendido perversamente.” Pero los errores
contenidos en los escritos que habían sido diseminados por toda la cristian­
dad no se pudieron arrancar fácilmente. Y así las obras de Abelardo han
quedado como un monumento al orgullo y presunción de su autor y también
a su innegable genio. ________
15 Durante la Revolución francesa sus huesos y los de Eloísa fueron
llevados a París y vueltos a enterrar juntos en el cementerio de Pére la Chaise,
donde un suntuoso monumento indica el lugar en que se halla su tumba.

438
CAPITULO XXIX

EL DOCTOR DE LOS SACRAMENTOS

Doctrina sobre el bautismo y los pecados


COMETIDOS POR IGNORANCIA

Alrededor de esta época, Hugo, el ilustre presidente del colegio


Victorino de París, consultó a nuestro santo sobre cuestiones de mu­
cha importancia. Una persona, cuyo nombre se ocultó al santo abad,
expuso las siguientes opiniones:
I. Que la obligación del bautismo cristiano entró en vigor en el
momento en que Cristo dijo a Nicodemus: “A menos que un hom­
bre vuelva a nacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo, no
entrará en el reino de los cielos” (loh 3, 5)'.
II. Que nadie se puede salvar sin el bautismo por el agua o por
la sangre (martirio).
III. Que el pueblo de Dios bajo el Antiguo Testamento tenía
un conocimiento tan claro del misterio de la encarnación como lo
tienen los cristianos.
IV.—Que nadie puede pecar por ignorancia.
V.—Que Bernardo cometió una equivocación cuando dijo, en su
primera homilía sobre las glorias de la Virgen Madre, que los án­
geles no conocían el designio de Dios referente a la encarnación.
En el tratado que escribió contestando a estos puntos, el santo
dedica un capítulo a cada uno de ellos. En cuanto al primero, dice

439
AILBE J. LUDDY

que es un principio admitido que una ley sólo empieza a obligar des­
pués de su promulgación, de cuyo principio la ley del bautismo no
es ninguna excepción, a menos que queramos representar al Autor
de la vida como Autor de la muerte que golpea sin avisar y, como
si dijéramos, a traición. Además, desde el momento en que el bautismo
se convirtió en una obligación universal, el rito de la circuncisión
y los otros remedios contra el pecado original en boga entre los
judíos y gentiles perdieron su poder de conferir la gracia. De aquí que
si la obligación empezó tan pronto como el Salvador habló en pri­
vado a Nicodemus, hubo un período en que los mortales no tuvieron
ningún medio de salvación, ni la circuncisión ni los otros ritos anti­
guos porque estaban ya abolidos, ni el bautismo porque no era
todavía conocido. Además tenemos las claras palabras de Cristo: “Si
yo no hubiese venido a hablarles, ellos no habrían pecado” (loh 15, 22).
“Observad—comenta el santo abad—que Él no dice simplemente ‘a
hablar’, sino ‘a hablarles, ellos no habrían pecado’, dando a entender
sin ningún género de dudas que Él no les hacía responsables del
delito hasta que ellos tuviesen conocimiento de la ley.”
Respecto del segundo punto, es decir, que el martirio es el único
sustituto del bautismo—doctrina defendida por Abelardo en su co­
mentario a la Epístola a los Romanos—el santo prueba por medio
de la autoridad de San Ambrosio y San Agustín que hay un tercer
remedio, al menos para los adultos : la fe con la contrición perfecta
o la cáridad bastarán para limpiar el alma de todo pecado, original y
presente; sin embargo, tiene que haber la intención, implícita o for­
mal, de recibir el sacramento cuando sea posible \ “Se afirma, en
tercer lugar, que los fieles de la antigua revelación tenían tan pleno
conocimiento de los misterios cristianos como los que viven después
de su realización, que incluso los más sencillos de entre ellos conocían
perfectamente todo lo que leemos en la narración del Evangelio: La
Encarnación del Verbo, el Nacimiento virginal, la doctrina del Sal-

1 Los padres hablan de tres clases de bautismo: fluminis, flaminis, san-


guinis. “Bautismo flaminis” se traduce comúnmente como “bautismo de deseo”,
que ha ocasionado un error muy serio y extendido: la mayoría de la gente
cree que el mero deseo del bautismo en una persona que no puede recibir
ahora el sacramento, aunque haya descuidado oportunidades en el pasado,
basta para su justificación. Nos sentimos inclinados a preguntar: ¿por qué
va a ser el deseo de bautismo más eficaz que el deseo de absolución, el cual
nadie considera suficiente para obtener el perdón? En realidad, “bautismo
flaminis” significa bautismo por caridad e implica la doctrina de que la caridad
o la contrición perfecta, con el deseo del bautismo, explícito o virtual, hará
la obra del sacramento en lo que concierne al perdón del pecado. Pero el
mero deseo de ser bautizado, por muy ardiente que sea, no sirve, a menos
que vaya acompañado de la caridad.

440
SAN BERNARDO

vador, sus milagros, su cruz, muerte, entierro, descendimiento al


limbo, resurrección y ascensión a los cielos; y que nadie se podía
justificar o salvar sin una presciencia clara, explícita y detallada de
todas estas verdades. Considero que esto es un error. El defensor de
esta doctrina (que parece ser más aficionado a la novedad que a la
verdad y no querer decir nada que él no sea el primero o el único
en decir) representa a Dios bien como demasiado tacaño o bien como
demasiado pródigo de sus beneficios. Pues desde el momento en que
todas estas verdades no fueron nunca puestas por escrito ni procla­
madas públicamente, tenemos que admitir que, o bien se salvaron muy
pocos o en otro caso que los profetas eran demasiado numerosos.”
Además, puesto que todos lo sabían todo con plena claridad, no se
ve cómo pudo haber distinciones y grados de conocimiento; no
obstante, se dice que Dios ha revelado a Moisés lo que Él ocultó a
los demás (Ex 6, 3) y David dice que Él comprendía más que todos
sus maestros (Ps 118, 99). Además, si admitimos esta teoría, tenemos
que admitir también que Dios fue más generoso con los que vivieron
bajo la antigua revelación que con los que vivimos bajo la nueva,
que la ley del temor era preferible a la ley de la gracia y del amor.
Y dejaremos por mentiroso a San Pedro, que representa como cum­
plida no en los judíos, sino en los cristianos la profecía de Joel
(Act 2, 17; loel 2, 28): “Yo me derramaré de mi Espíritu sobre
toda la carne y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán.”
Por último, si los misterios de Cristo fueron conocidos tan plena­
mente antes como después de Su venida, ¿cómo pudo Él decir a
sus apóstoles: “Muchos reyes y profetas han deseado ver las cosas
que vosotros veis y no las han visto, y oír las cosas que vosotros oís
y no las han oído” (Le 10, 24). Viniendo ahora a la afirmación si­
guiente, la de que no se puede pecar por ignorancia2, no hay ninguna
necesidad de que la refute, dice el santo abad, porque nuestro autor
anónimo la ha refutado él mismo y además de una manera muy efec­
tiva. Después de que acaba de decirnos que multitudes han sido con­
denadas por pecar por ignorancia contra la ley no promulgada del
bautismo, ahora niega la posibilidad de semejante pecado. Pero él
yerra tanto en lo que afirma como en lo que niega. “Supongo que
esta persona no implora nunca perdón por su ignorancia, sino que

2 La ignorancia invencible excusa el pecado, pero no la ignorancia ven­


cible. La ignorancia es invencible cuando uno no sospecha su presencia, o,
sospechando, ha hecho todo lo posible para descubrir la verdad sin lograrla.
Pero incluso la ignorancia vencible disminuye ordinariamente la culpabilidad
del pecado.

441
AILBE J. LUDDY

preferiría burlarse de la oración del profeta: ‘Los pecados de mi ju­


ventud y mis ignorancias no los recuerdo, oh, Señor’ (Ps 24, 7). Qui­
zá quisiera él reprender también al Todopoderoso por exigir satis­
facción por el pecado de ignorancia. Pues en el Levítico el Señor dice
a Moisés: ‘Si alguien pecara por ignorancia e hiciera una de esas
cosas prohibidas por la ley del Señor y, siendo culpable de pecado,
comprendiese su iniquidad, ofrecerá un carnero sin mácula y el sacer­
dote orará por él, porque lo hizo ignorantemente: y le será perdonado,
porque por error obró contra el Señor’ (Lev 5, 17-19). Si la ignorancia
excusa siempre del pecado, entonces Saúl no pecó cuando ‘persiguió
a la Iglesia de Dios más allá de toda la medida’ (Gal 1, 13), cuando
fue ‘un blasfemo y un perseguidor y un difamador’ (1 Tim 1, 13),
cuando ‘respiraba amenazas y matanza contra los discípulos del Señor’
(Act 9, 1), siendo en esto también ‘más abundantemente celoso de las
tradiciones de sus padres’ (Gal 1, 14). En consecuencia, no debería
haber dicho: ‘Obtuve la misericordia de Dios, porque lo hice ignoran­
temente en la incredulidad’ (1 Tim 1, 13). Si la ignorancia excusa
siempre el pecado, no tenemos que censurar a los asesinos de los
apóstoles, puesto que lejos de creer que obraban mal, creían que
incluso estaban prestando un servicio a Dios (loh 16, 2). No; tam­
poco los verdugos de Cristo, los cuales, como Él mismo testifica, no
sabían lo que hacían (Le 23, 34). ¡Y, sin embargo, Él rezaba para que
fueran perdonados! Pero basta de esto.”
Por lo que se refiere al último punto, el santo no se interesa
mucho. Lo que él dijo del designio de Dios respecto a que la encar­
nación era desconocida para los ángeles fue expuesto no como cosa
cierta, sino simplemente como una suposición. En otro punto tam­
bién había sido mal interpretado por su crítico. Él nunca pensó negar
que los ángeles tenían conocimiento de que Dios se iba a convertir en
hombre, a nacer de una Virgen y sufrir y morir por la salvación del
hombre: muchos mortales lo sabían. Lo que él negó fue que los
ángeles lo supieran todo al detalle en lo que respecta a personas,
lugares, épocas y modos; en particular, que ellos supieran qué Vir­
gen iba a ser elegida para Madre del Dios Hombre. Ningún profeta
señaló nunca a Nazaret como el escenario de la encarnación, ni indicó
el momento exacto en que aquel misterio se iba a cumplir. En cuanto
al modo, ni la misma Virgen lo sabía, puesto que preguntó al Ar­
cángel: ‘¿Cómo se hará esto?’ (Le 1, 34); tampoco fue él capaz de
ilustrarla, sino que contestó de un modo generar que el Espíritu Santo
vendría sobre Ella y que el poder del Altísimo la eclipsaría. No es

442
SAN BERNARDO

improbable, entonces, que el conocimiento poseído por los ángeles y


profetas referente a la primera venida de Cristo no fuese más claro y
definido que el que tenemos ahora los cristianos de su segunda venida.
En una carta al cardenal Haimeric, declara Bernardo que él no
podía ver con indiferencia nada que afectara a la Iglesia de Cristo.
Como San Pablo, estaba lleno de “solicitud por todas las Iglesias”
(2 Cor 11, 28) y con él podía decir: “¿Quién es débil que yo no
me debilite? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?”
(2 Cor 11, 29). En lo más enconado de la controversia con Abelardo,
cuando se podía suponer que no tenía tiempo para atender a ninguna
otra cosa, oyó que un hombre indigno había sido nombrado para la
sede de Rodez, en la provincia de Bourges, un lobo rabioso desig­
nado para guardar ovejas. Inmediatamente abrió una enérgica cam­
paña y no desistió hasta que el falso pastor hubo sido destituido. A
comienzos de 1141 intervino en favor del arzobispo de Burdeos que
había incurrido en el desagrado real por consagrar a Grimoard, nuevo
obispo de Poitiers, sin esperar la investidura real. Luis se negó a con­
cederla y no quiso permitir a Grimoard que tomara posesión de su
sede. En lugar de dirigirse al rey directamente, Bernardo escribió a
su principal consejero Joscelin, obispo de Soissons. Es en verdad una
noble carta que merece ser citada entera; nadie que la lea tendrá la
menor duda de que fuere cual fuere la influencia que el santo abad
tuviera con los grandes y poderosos, no la había adquirido por la
adulación.
“Es una desgracia—escribe—tanto para el reino como para sus
gobernantes que los designios del rey se publiquen con precipitación y
se ejecuten sin una prudente meditación previa. Estoy encantado, muy
encantado, de que su majestad escuche vuestros consejos y confíe en
vos implícitamente, porque sé lo celoso que sois por sus intereses y
por la gloria de Francia; sé también que estáis dotado ‘del espíritu
de consejo’ (Is 11, 2). Esto es muy necesario. Es muy necesario, repito,
que un consejero real sea leal y prudente. Con estas dos cualidades,
se puede esperar que sólo dé buen consejo y guíe a su soberano de
un modo seguro. Pero si la devoción se apartara de la prudencia o si
la prudencia se apartara de la devoción en el consejo real, entonces
‘ ¡ay de ti, oh país, cuando el rey no es más que un niño!’ (Eccli 10, 16).
¡Dios quiera que yo no tenga nunca por consejeros bien a los que,
sin sabiduría, sienten amor por mí, o a los que tienen sabiduría sin
amarme! Fueron estos consejeros los que hicieron caer a Adán de las
cimas de la inmortalidad: Eva, que le amaba, pero que carecía de

443
AILBE J. LUDDY

sabiduría, y Satán, que tenía sabiduría suficiente, pero carecía de amor.


¿Por qué mi señor, el rey, se esfuerza por querellarse sin motivo con
el arzobispo de Burdeos? ¿Sois vos su consejero en este asunto? ¡Dios
no lo quiera! ¡Dios no quiera que yo albergue tal sospecha! Pues
¿qué mal ha hecho el arzobispo? ¿Es, acaso, que valerosamente con­
sagró según los cánones a un hombre elegido por la voz unánime del
pueblo de Poitiers, elegido pacíficamente y sin intrigas? O es, acaso,
que se negó a arrebatar de las bocas de los hambrientos y del seno
de la Iglesia el pan que les había legado un bienhechor moribundo?
¡Fijaos, este es el delito de que se le acusa! Admito que no hay
excusa para él si es un crimen dar un pastor a las ovejas descarriadas,
abstenerse de saquear a las viudas y a los huérfanos, haber salva­
guardado lealmente las prerrogativas de la Santa Sede. ¡Oh, sen­
tencia irracional que confunde la justicia con la impiedad y la ino­
cencia con el delito! Tened cuidado, vosotros, obispos: ‘Cuando veáis
la casa de vuestro vecino rodeada por el fuego, tened temor’ {Horacio,
Ep. IH, 84).
”Mi señor, vos estáis al lado fiel rey y tenéis la dirección de su
conducta. Por consiguiente, deberíais emplear vuestra influencia para
moderar su cólera siempre que se inflama contra vuestros hermanos
obispos. Respecto al arzobispo de Burdeos, os advierto que encontra­
réis en él un hombre de carácter resuelto, ‘enérgico en palabras y obras’
(Le 25, 19), a quien será muy difícil arrebatarle sus derechos, pues es
muy estimado por los fieles. Si surge algún conflicto, habrá muchos
que defiendan su causa. Por consiguiente, guardaos de añadir lefia
al fuego. Antes bien procurad apagar el fuego antes de que se con­
vierta en una conflagración. Recordar:
‘Cuando el mal ha tenido tiempo de adquirir fuerza,
es demasiado tarde intentar detener su curso’ ” 3.

La intervención del santo abad tuvo éxito. Luis se reconcilió con


el arzobispo y otorgó la investidura al obispo de Poitiers. Pero pronto
empezó un conflicto más serio. Habiendo quedado vacante la sede
archiepiscopal de Bourges, el rey propuso a un favorito suyo llamado
Cadurc para la elección del capítulo y vetó a Pedro de la Chatre,
pariente del cardenal Haimeric. En lo demás, la elección fue libre. A
despecho del veto real, los canónigos eligieron a De la Chatre, que
fue consagrado en Roma por el propio Inocencio. Y para castigar la
ambición del candidato del rey, el Pontífice le declaró incapaz de dis­

3 “Sero medicina paratur —■ Cum mala per longas convaluere moras.”


Ovidio, De Remed, 91-92.

444
SAN BERNARDO

frutar ningún beneficio eclesiástico. Luis se vengó prohibiendo al nuevo


arzobispo entrar en Bourges, e inmediatamente Inocencio decretó la
interdicción de todo pueblo y ciudad, aldea y mansión en que habitase
el monarca. Otro acontecimiento que ocurrió al mismo tiempo con­
tribuyó a complicar todavía más las cosas. El conde Rodolfo de
Vermandois, con un fútil pretexto, repudió a su mujer legítima Leonor,
sobrina del conde Teobaldo, y se casó con Petronila, hermana de la
reina. Bernardo denunció rápidamente el segundo matrimonio por
considerarlo una burla y apeló al Papa. Un concilio celebrado en Lagny,
presidido por el cardenal Ivo, legado papal en Francia, después
de declarar válido el primer matrimonio ordenó al conde Rodolfo y
a Petronila que se separaran. Como se negaran a hacerlo, los dos
fueron excomulgados y el territorio del conde fue colocado bajo inter­
dicto. El rey Luis y la reina se habían puesto al lado de Rafael contra
Teobaldo, por quien el rey sentía ya profunda antipatía. Cuando el
arzobispo De la Chatre regresó de Roma, no pudiendo entrar en Bour­
ges, buscó y encontró asilo junto al conde Teobaldo. De esto hizo
Luis un casas belli. Dirigió sus tropas contra Vitrí, pueblo que perte­
necía a la jurisdicción de Teobaldo y estaba situado a la orilla dere­
cha del Marne. Durante el sitio fue incendiada la ciudad. La conflagra­
ción se extendió a la iglesia, a la que habían huido trescientas personas
en busca de refugio y todas perecieron en las llamas. Una catástrofe
tan espantosa hizo que el rey buscara la paz. Ofreció devolver a Teo­
baldo el territorio que había conquistado y retirar sus tropas a con­
dición de que el conde prometiera bajo juramento que se esforzaría
por medio del abad de Clairvaux en hacer que se retirasen todas las
penas eclesiásticas, en el plazo más breve posible, dictadas contra sus
amigos Rodolfo y Petronila. El conde aceptó. Un tratado que contenía
estas condiciones fue redactado y firmado por Suger y Joscelin en
nombre del rey, y, de parte del conde, por Bernardo y su amigo Hugo
de Macón, obispo. Además Luis y Teobaldo accedieron a que cual­
quier controversia futura entre ellos sería sometida al arbitraje de los
cuatro firmantes. El santo recomendó de mala gana a Inocencio que
levantase a Rodolfo y a su cómplice la excomunión que el propio
santo había atraído contra ellos, pero consideró que estaba justificado
por la necesidad del caso 4. El Papa siguió su consejo y levantó las

4 La carta que contiene este consejo (CCXVII) ha sido causa de escándalo


para muchos. Se supone que condena a Bernardo comcj autor de un doble
juego: aconsejar a Inocencio que levantara las penas impuestas a Rodolfo y
Petronila hasta que el rey hubiese retirado Jas tropas del territorio de Teobaldo
y luego renovarlas. Morison estudia la cuestión bajo el subtítulo: “Duplicidad
de Bernardo” (Vida de San Bernardo, pág. 346-348); incluso el abate Vacan-

445
AILBE J. LUDDY

censuras. Pero el rey continuaba bajo interdicto porque se negaba


todavía a permitir que el arzobispo de Bourges tomase posesión de
su sede. Incluso había jurado en una asamblea pública, con la mano
sobre una reliquia sagrada, que mientras él viviese no consentiría
nunca que Pedro de la Chatre entrase en la diócesis de Bourges. Aun­
que había cambiado por ahora de opinión y le habría alegrado hacer
las paces con la Iglesia, el juramento era un obstáculo. Fue inútil
decirle que este juramento, siendo ilegal e injusto, no podía obligar
en conciencia. Se consideraba obligado por su honor, ya que no de
otro modo, a perseverar en su oposición a De la Chátre. Se envió una
embajada a Roma para ver si era posible obtener la absolución del
interdicto sin perjuicio de este desgraciado compromiso. Bernardo
apoyó la petición con una carta dirigida al nuevo canciller, Gerardo,
y a otros tres cardenales, rogándoles que usaran su influencia en favor
de la paz en cuanto ello fuese compatible con las exigencias de la
justicia. No le escribió al Papa porque Inocencio ya no le miraba
con buenos ojos. La embajada, por desgracia para la paz, resultó un
fracaso. El papa Inocencio se negó firmemente a retirar el interdicto.

Dard considera la acción del santo un tanto digna de censura (Vie, vol. II,
pág. 188) y merece que le felicite el profesor Coulton por su sinceridad. Pero, en
primer lugar, el santo abad no propuso personalmente este plan, lo menciona
simplemente como sugestión de otras personas. Después de relatar cómo Teo­
baldo, impotente ante el tirano, había sido inducido “por consejo y ruego de
hombres sabios y buenos” a dar el consentimiento, continúa:
“Dicebant enim—aquellos ‘hombres sabios y buenos’ en sus esfuerzos por
tranquilizar la conciencia del conde—id a vobis facileet absque laesione Eccle-
siae impetrari posse, dum in manu vestra sit eamdem denuo sentetiam, quae
juste data fuit, incontinenti statuere et irrectrabiliter confirmare, quatenus et
ars arte deludatur et pax proinde obtineatur.” El no ofrece ningún comentario,
sino que añade solamente: “Tengo que decir mucho que no es necesario
escribir en el papel, pues el portador sabe mi opinión y os lo dirá todo.”
En segundo término, no veo ninguna necesidad de reconocer que hubo algo
indigno en el consejo dado al Pontífice. La imposición de las penas eclesiás­
ticas tiene que estar gobernada por la prudencia “Censure ne infligantur nisi
sobrie et magna cum circumspectione”-Codex Jur. Can. 2241. Por consiguiente,
puede ser omitida por muy merecida que sea, o retirada después de impuesta,
incluso sin ninguna señal de enmienda por parte del delincuente, según las
circunstancias. Ahora bien, les pareció al papa Inocencio y a sus consejeros
un dictado de prudencia liberar al conde Rodolfo y a su cómplice de las
penas en que habían incurrido, puesto que este era el único medio de salvar
al noble Teobaldo de la ruina. Pero al retirar las penas el Papa no renunciaba
a su derecho de volver a imponerlas cuando la crisis hubiera pasado si la
causa continuaba todavía. Acaso se diga que el rey Luis estaba engañado y,
por ello, perdió una ventaja. Si estaba engañado, se engañó a sí mismo por
esperar más de lo que estaba estipulado. Teobaldo mantuvo su promesa: las
penas fueron levantadas. Si fueron renovadas más tarde, no fue culpa suya,
como Bernardo afirma explícitamente. Inocencio consideró justo imponer de
nuevo las censuras porque Rodolfo y Petronila permanecían obstinadamente
en público concubinato. Las palabras del santo abad: “ut ars arte deludatur”,
parecen implicar que el principal motivo del rey al atacar a Teobaldo era
obligar a la Santa Sede a levantar las penas por causa del virtuoso conde de
Champaña.

446
SAN BERNARDO

Y todavía más, ordenó al conde Rodolfo y a Petronila que se sepa­


rasen inmediatamente so pena de incurrir de nuevo en todas las penas
que les habían sido levantadas. Enfurecido por esta doble repulsa,
Luis informó a Bernardo que la renovación de las censuras sería la
señal de la inmediata renovación de las hostilidades contra el conde
Teobaldo. El santo replicó: “Mi conciencia es testigo de que, de
acuerdo con mi escasa capacidad, me he esforzado siempre por pro­
mover la honra de vuestra corona y de vuestro reino (como vos mismo
habéis tenido la bondad de reconocer) y estoy decidido a esforzarme
siempre de esta manera. Pero en cuanto a la queja de vuestra ma­
jestad contra mi insignificancia respecto de la amenaza de renovar
el anatema contra el conde Rodolfo y a vuestro deseo de que yo
haga todo lo posible para impedirlo teniendo en cuenta los muchos
males que, según decís, resultarán de ello, no veo cómo puedo disuadir
al soberano Pontífice de su propósito, e incluso si yo poseyera ese
poder, dudo si estaría justificado en utilizarlo. Lo sentiré, desde luego,
si hay malas consecuencias; pero no se nos permite hacer el mal como
medio de conseguir el bien. Es mucho mejor y más seguro para
nosotros dejar el asunto al juicio y disposición de Dios Todopoderoso,
que puede hacer que surja y perdure el bien que Él quiere y puede
evitar el mal que los hombres mal pensados se proponen provocar y
puede también hacer que este mal caiga sobre las cabezas de los que
lo desean y lo buscan.
”Hay una cosa en la carta de vuestra majestad que me aflige pro­
fundamente: que la renovación de las censuras pondrá fin a Ja tregua
entre vos y el conde Teobaldo. ¿No sabéis que habéis cometido ya
un grave pecado obligando al conde a jurar contra Dios y la justicia,
obligándole a pedir y obtener para Rodolfo una absolución inme­
recida y, permitidme añadir, ilegal? ¿Por qué motivo, entonces, vais
a añadir un pecado a otro pecado y, Dios no lo quiera, atraer sobre
vos la acumulada venganza del cielo? ¿Qué nuevo crimen ha come­
tido el conde Teobaldo, que ha vuelto a incurrir en vuestro desagrado?
Vos sabéis qué dificultades tuvo que vencer para obtener una abso­
lución injusta de una censura justa. No es debido a su instigación o
deseo el que la misma censura se vaya a imponer de nuevo. Os ruego,
mi señor, que no tengáis la audacia de oponeros a vuestro Rey y al
Creador de todas las cosas en su propio reino y jurisdicción. Tened
cuidado de esta temeraria y repetida resistencia contra la voluntad de
‘Aquel que es terrible, de Aquel que arrebata el espíritu de los prín­
cipes y es terrible con los reyes de la tierra’ (Ps 75, 12).”
Pero la cólera del rey estaba inflamada de un modo demasiado

447
AILBE J. LUDDY

violento para apaciguarse fácilmente. Reanudó las hostilidades contra


Teobaldo, el cual se defendió con vigor. Todo el este de Francia
quedó entregado a los horrores de la guerra civil, pues varios, grandes
nobles se pusieron al lado del conde de Champaña. Las tropas reales
fueron culpables de grandes atrocidades, devastando a sangre y fuego
las hermosas provincias sujetas al gobierno de Teobaldo y saqueando
incluso iglesias y monasterios. Ellas tenían la autorización del rey
para estos actos sacrilegos. En verdad, incluso él mismo les ofreció
un ejemplo. Cuando vacaron las sedes de París y Chalons durante la
guerra, prohibió la elección y se apropió de las rentas. Bernardo, con
su gran corazón, no pudo guardar silencio a la vista de esta injus­
ticia. Con indomable coraje protestó contra la conducta tiránica del
rey. “Dios sabe—escribe—cuánto os he amado y cuán celoso he sido
de vuestra honra. Sabéis con qué trabajo y solicitud me esforcé el año
pasado por obtener la paz que deseabais. Pero ahora veo que ha sido
trabajo perdido. Pues con increíble volubilidad habéis abandonado
apresuradamente vuestra buena resolución y por el consejo de algún
diablo os habéis echado de cabeza una vez más en medio de los crí­
menes que lamentabais no hace mucho. He dicho ‘por consejo de
algún diablo’, pues ¿quién sino el diablo podría apremiaros a producir
conflagración tras conflagración, asesinato tras asesinato y hacer que
los gritos de los pobres y los lamentos de los cautivos y la sangre de
los sacrificados (Gen 4, 10) resuenen de nuevo en los oídos de Aquel
‘que es el Padre de los huérfanos y el Juez de las viudas’? (Ps 67, 6).
Este es el trabajo en que se deleita el diablo, porque él mismo es ‘un
asesino desde el principio’ (loh 8, 44). Es inútil que atribuyáis la culpa
al conde Teobaldo, ‘haciendo excusas en los pecados’ (Ps 140, 4),
porque él declara que está dispuesto a observar las condiciones del
tratado convenido entre vosotros y a hacer enmiendas inmediatas y
honorables de acuerdo con la sentencia de jueces consagrados a vues­
tros intereses, es decir, aquellos jueces que actuaron como intermedia­
rios en las últimas negociaciones de paz, por cualquier injusticia que
ellos le puedan condenar, lo cual, sin embargo, él no cree posible.
”Pero si vos os negáis a oír una palabra en favor de la paz, ni
observáis el pacto en que habéis puesto vuestro nombre, ni os avenís
a los sanos consejos. Por el contrario, no sé por qué disposición
divina habéis confundido y pervertido todo de tal modo que miráis
el honor como una desgracia y la desgracia como un honor, sois
osado cuando deberíais ser miedoso y miedoso cuando deberíais ser
osado; y además de esto merecéis el reproche que Joab dirigió a
David, porque vos también amáis a quienes os odian y odiáis a quienes

448
SAN BERNARDO

desean amaros (2 Sam 19, 6). Pues esos consejeros que os animan a
repetir vuestros anteriores crímenes contra un inocente no buscan con
ello el honor real, sino su propia ventaja, o más bien la del diablo.
Siendo enemigos de vuestra corona y manifiestos perturbadores de la
paz del reino, están usando el poder del rey para ejecutar los malicio­
sos designios de su propia animosidad, que en otro caso continuarían'
siendo ineficaces 5.
”Pero sea cual fuere lo que queráis hacer con vuestra alma y
con vuestra corona, tened la seguridad de que nosotros, los leales
hijos de la Iglesia, no miraremos con indiferencia las injurias hechas
a nuestra madre, no permaneceremos inactivos mientras la vemos ultra­
jada, despreciada y pisoteada. Nos adelantaremos a defenderla, incluso
hasta la muerte, con las únicas armas que nos son permitidas, no con
espadas y escudos, sino con lágrimas y oraciones derramadas delante
del Todopoderoso. Hasta ahora he rezado diariamente con toda hu­
mildad por la salud del alma y del cuerpo de vuestra majestad y por
la paz y prosperidad de vuestro reino; además he defendido vuestra
causa con la Santa Sede por medio de cartas y mensajeros hasta un
extremo que mi conciencia a duras penas aprobaba y que excitó contra
mi la justa cólera del soberano Pontífice. Pero ahora, disgustado por
vuestros repetidos excesos, empiezo a avergonzarme de mi necedad
y de mi injusta parcialidad por vuestra juventud. En el futuro aportaré
mi pequeña contribución a promover el interés de la justicia. Además,
tengo que quejarme de que os habéis convertido en el aliado y aso­
ciado de personas excomulgadas y en el compañero de bandidos y la­
drones, con el asesinato de hombres, el incendio de hogares, la des­
trucción de iglesias y la expulsión de los pobres. Como si vos no
pudierais hacer bastante daño sin su ayuda. Tengo también que
quejarme de que todavía no os habéis retractado del ilegal y maldito
juramento que tan irreflexivamente prestasteis contra la iglesia de
Bourges, el cual es ya la causa de tanto mal; de que no permitiréis
que se nombre obispo para la diócesis de Chalons; y de que, contra
toda ley y derecho, habéis dado el palacio episcopal a vuestro her­
mano para que lo use como cuartel de sus soldados y de que vos
mismo estáis dilapidando las rentas de la Iglesia en los gastos de esta
malvada guerra. Permitidme advertir a vuestra majestad que, si per­
sistís en vuestra conducta actual, la divina venganza no se retrasará
por más tiempo. Por consiguiente, como amigo y fiel consejero, os

5 Los consejeros aludidos aquí eran evidentemente Rodolfo y Petronila,


acaso también Cadurc, que era canciller de Luis por esta época y estaba en­
fadado con Roma.

449
S. BERNARDO.----29
AILBE J. LUDDY

exhorto con todas mis fuerzas a que desistáis a tiempo, por si con la
humilde penitencia podéis incluso ahora, como el rey de Ninive
(loh 2, 7), detener la mano ya levantada y dispuesta a descargar el
golpe. Si he hablado ásperamente es debido a los terribles peligros
que temo. Pero recordad las palabras del Sabio: ‘Son mejores las
heridas de un amigo que los abrazos engañosos de un enemigo’
(Prv 27, 6).”
A esto contestó el rey acusando al conde Teobaldo de haber sido
el primero en violar el pacto y de haber sido un impostor con Ro­
dolfo y Petronila. Al mismo Bernardo le acusaba de intentar arrastrar
al conde Rodolfo al lado de Teobaldo, ofreciéndole como cebo el
perdón de sus pecados. El autor exigió rápidamente que se le enfren­
tara con el autor de esta calumnia. Mostró la futilidad del intento de
Luis de transferir la responsabilidad de la guerra a los hombros de
su enemigo; aun cuando Teobaldo hubiere sido culpable de impos­
tura, el rey estaba obligado por el tratado a someter su causa a un
arbitraje antes de recurrir a las armas. Pero dejando aparte al conde
Champaña, no había la menor excusa para perseguir a la Iglesia
de Cristo.

Carta a Joscelin

Bernardo se dirigió luego a los consejeros de Luis, Suger y Jos­


celin. Después de enumerar los crímenes cometidos en nombre del
rey, pregunta: “¿Es posible que se hagan estas cosas por vuestro con­
sejo? Sería sorprendente que se hicieran contra vuestro consejero;
pero la sorpresa y también el escándalo serían mayores si os hicieseis
responsables de crímenes tan atroces. Dar tal consejo equivaldría a
fomentar el cisma, resistir a Dios, esclavizar a la Iglesia y robarle sus
libertades. Todo hombre piadoso, todo hijo leal de la Iglesia demos­
trará su fidelidad resistiendo como una muralla en defensa de la casa
de Dios. Pero si deseáis la paz para la Iglesia, como debierais, ¿por
qué no os disociáis abiertamente de esos malos consejos? Tened en
cuenta que cualquier mal hecho por un joven monarca no le será
imputado a él, sino a sus consejeros.”
Esta carta ofendió a Joscelin. Acusó al. santo del delito de ca­
lumnia. “No creo que yo tenga ese espíritu—replicó Bernardo—. Y
sé que no he calumniado a nadie ni tengo la intención de hacerlo,
mucho menos al príncipe de mi pueblo... La cólera de que soy objeto
estaría mejor empleada contra los opresores de la Iglesia. No he

450
SAN BERNARDO

creído ni afirmado, de palabra o por escrito, que vos sois cismático


o fomentáis el escándalo: lo digo con plena confianza. Si encontráis
algo parecido en mi última carta, me confesaré culpable del delito de
sacrilegio y de haber obrado, como decís, con ánimo calumnioso. Sin
embargo, tengo que reconocer que he sido defraudado, y lo estoy
todavía, por vuestra falta de valor varonil para vengar las injurias in­
feridas a Cristo y defender las libertades de su Iglesia. He pensado y
sigo pensando que no es bastante para vos ser inocente de promover
el cisma, que es preciso también que os opongáis con toda vuestra
fuerza a los que se hallan comprometidos en ese malvado trabajo,
por muy altos que se encuentren; es preciso que condenéis a la vez
sus consejos y sus consejeros.” De esto desprendemos que la duda ex­
presada por el santo abad en su anterior comunicación tenía por objeto
sencillamente advertir a Suger y a Joscelin que mientras no protestasen
abiertamente contra la conducta del rey y de sus malos consejeros su
propia honestidad era objeto de sospechas. Por fortuna no se inte­
rrumpió la amistad que había entre ellos. Joscelin aceptó la expli­
cación y cooperó (aunque tímidamente) con Bernardo en sus esfuerzos
en favor de la paz, “en arrebatar la porra de las manos de Hércules”,
como dijo el último.

La elección de Burdeos: guerra civil

La controversia con Luis y su corte no fue el único conflicto que


tuvo que sostener Bernardo en esta época. Thurston, arzobispo de
York, murió en febrero de 1141. Cuando se reunió el capítulo para
elegirle sucesor, recibieron una orden del rey Esteban de elegir a su
propio sobrino, Guillermo, que entonces desempeñaba el puesto de
tesorero diocesano. Se creía generalmente que el propio candidato había
asegurado su elección mediante un inteligente empleo del oro. En con­
secuencia, Guillermo obtuvo la mayoría de los sufragios. Pero cierto
número de eminentes eclesiásticos protestaron airadamente contra su
elección por haber sido asegurada mediante la corrupción y la inti­
midación. Entre ellos, además de varios miembros del capítulo, esta­
ban los abades de Fauntains y Rievaulx, los priores de Gisburn, Kir-
kham y Hexham y el arcediano de Londres. Este último fue puesto en
prisión por su abierta oposición al arzobispo electo. Sin embargo, la
violencia no pudo arreglar la disputa. El partido de la oposición re­
currió a Bernardo en busca de ayuda y envió una diputación a Roma,
adonde ya se había encaminado Guillermo. Según una información

451
AILBE J. LUDDY

recibida de personas de indudable piedad y prudencia, el santo abad


escribió a Inocencio dándole un informe muy desfavorable del so­
brino del rey Esteban, el cual, decía Bernardo, había ido a ver lo
que el oro inglés, tan poderoso en York, podía conseguir en la Curia
romana: “Contemplad a este hombre que no busca la ayuda de Dios,
sino que confía en la abundancia de sus riquezas” (Ps 51, 9). El Papa
se vio en un gran aprieto. Al principio parecía inclinado a anular la
elección, pero después accedió a permitir la consagración con tal de
que el deán del capítulo de York declarase que la intervención del
rey no coartaba la libertad de los votantes. Esto no satisfizo a Gui­
llermo. Pidió, y al parecer consiguió, que sustituyese al deán cual­
quier otro testigo digno de confianza. Sus adversarios negaron que
el deán hubiese consentido esto, consentimiento que según Guillermo
le había dado el deán en privado. El deán, como probablemente era
de esperar, se mostró opuesto a hacer la declaración exigida; pero se
encontraron otros testigos más acomodaticios y Guillermo recibió la
consagración episcopal de manos de su tío Enrique de Bois, obispo de
Winchester y legado papal en Inglaterra. Su victoria fue completa,
pero duró poco tiempo, como veremos más tarde.

Los CISTERCIENSES EN IRLANDA

Hacia principios del año 1142 6 Irlanda recibió de Clairvaux su


primera colonia cisterciense, compuesta del joven Gaens, confiado al
cuidado de Bernardo por Malaquías, y otros varios extranjeros expe­
rimentados. Christian, que iba a ser destinado como abad de la pri­
mera fundación, permaneció algunos meses más en la casa principal a
fin de formarse más plenamente en el espíritu y observancias de la
orden. Fue acompañado a Irlanda por un religioso francés llamado
Roberto. Se supone que este monje fue el arquitecto de la nueva
abadía, cuyo mismo nombre—Mellifont, es decir, Fuente de Miel—
era un poema en miniatura, que evocaba dulzura, frescura y pureza.
Estaba situado en Louth, en el territorio de Domough O’Carroll,

8 Esta es, con mucho, la fecha más probable. La afirmación de que


Mellifont se fundó en 1140 se refiere, según Janauschek, a los preparativos
hechos por San Malaquías para la recepción de los religiosos. Algunos
autores señalan como fecha de la fundación el año 1133: así HarURY.
Cfr. Triumphalia Santae Crucis pág. 192 (edición del padre Murphy) Esto es
evidentemente un error. El mismo autor comete otro error cuando dice que la
comunidad benedictina de Santa María, Dublín, adoptó la reforma cister­
ciense en 1139: se afilió en aquel año a la congregación de Savigny y con
las otras casas saviñianas se sometió a Citeaux alrededor del año 1147. Cfr. Ja-
nauschek, o. c., 104.

452
SAN BERNARDO

príncipe de Uriel, y a unas cinco millas de Drogheda. Los postulantes


entraban en un número tan grande que durante los primeros diez años
de su existencia esta abadía se convirtió en la madre de seis filiales
florecientes: Bective (de Beatitudine) en la diócesis de Meath, Boyle
(de Buellió) en la diócesis de Elphin, Newry (de Viridi Lignó) en la
diócesis de Dromore, Baltinglass (de Valle Salutis) en la diócesis de
Leighlin, Nenay (de Magió) en la diócesis de Limerick y Santos Pe­
dro y Benito en Athlone. La consagración de la iglesia de la abadía
de Mellifont fue un acontecimiento de importancia nacional. Jamás se
había visto antes semejante ceremonia en Irlanda. Gelasio, el pri­
mado, ofició. Christian, ahora obispo de Lismore y legado de la
Santa Sede, estuvo presente con otros diecisiete miembros del episco­
pado y varios abades. El rey Murtough O’Louthlin, acudió vestido
de gala y rodeado de la flor de la nobleza. En esta ocasión el prin­
cipesco O’Carroll hizo un considerable donativo que vino a aumentar
la dote original de la abadía: entregó 60 onzas de oro en manos del
abad Malchus—hermano y sucesor de Christian—. Su ejemplo fue se­
guido por los otros príncipes que se hallaban presentes. El rey Mur-
tourgh, con real munificencia, hizo una oferta de 60 onzas de oro,
140 vacas y un pueblo en las inmediaciones de Drogheda. La esposa
incrédula de Tighernan O’Rourke, Tevorgilla, la Elena Irlandesa co­
mo se le ha llamado, dio un cáliz de oro para el altar mayor y mobi­
liario para los otros nueve altares de la iglesia. Ella amaba muchí­
simo a los monjes y su bella abadía. Aquí acudió ella en 1153 a hacer
penitencia por el escándalo de que había sido culpable y aquí fue
enterrada por fin en 1193, más injuriada, quizá, que pecadora. Su
amante, también, el infame Dermot M’Murrough encontró una tum­
ba en la abadía cisterciense de Baltinglass, que él había dotado gene­
rosamente.
Mellifont continuó prosperando hasta el año 1539 en que 150
monjes con su abad, Ricardo Conttour, fueron expulsados de sus
protectores muros por orden del rey Enrique VIII. El hogar que ellos
habían amado tanto y habían hecho tan bello se convirtió en residencia
de la familia Moore, enemigos implacables de su religión y de su
raza; y fue allí donde el ilustre Hugo O’Neill hizo su rendición final
al poder inglés el 24 de marzo de 1602. Así, la historia de Mellifont,
desde su fundación hasta su caída, compendia en cierto sentido la
historia de Irlanda 7.
7 Había 46 monasterios cistercienses en Irlanda en la fecha de la Diso­
lución, todos ellos (excepto Tintern, Co. Wexford) de la línea de Clairvaux y
por lo menos dos conventos de monjas cistercienses, uno en Down, el otro
en Derry. Cuánto les debía el país en materias temporales y espirituales ha

453
AILBE J. LUDDY

Tratado sobre los preceptos y la dispensa

Bernardo dominaba de tal manera el mundo con la fuerza de su


virtud, de su genio y de su carácter que acudían a él cuando surgían
toda clase de dificultades para que las resolviera. Algunos religiosos de
la comunidad benedictina de San Pedro, Chartres, tenían dudas res­
pecto de varios puntos de la sagrada regla: si sus ordenanzas eran
verdaderos preceptos o solamente consejos; si obligaban bajo pena
de pecado y, en caso afirmativo, si el pecado era leve o grave; si
todas sus disposiciones eran igualmente obligatorias; si la violación
por desprecio es más seria que la violación debida a la pasión o a la
pereza; si el abad tiene poder para dispensar de la regla y hasta qué
punto; si el abad tiene derecho a ser obedecido en materias al mar­
gen de la santa regla; si es recomendable el cambio de monasterio;
si un monje tiene libertad para pasar a otro monasterio, al menos
después de la muerte o de la destitución del abad con quien profesó,
si una falsa conciencia es tan capaz de convertir el mal en bien como
el bien en mal.
Sin saberlo su abad, ellos escribían al santo pidiéndole que con­

sido elocuentemente explicado por el difunto arzobispo Healy (Papers and


Anddresses-The Cistercians in Ireland). Ellos enseñaron al pueblo a amar la
belleza de la casa de Dios y la magnificencia del rito de la Iglesia; ellos die­
ron nueva inspiración e impulso a la arquitectura y a las artes y oficios asocia­
dos y mostraron lo que se podía hacer con una organización. “Además toda
abadía tenía su escuela para los niños de la comunidad... Los jóvenes de la
vecindad eran admitidos también a estas escuelas monásticas y recibían la edu­
cación que necesitaban. El monasterio tenía una escuela técnica, así como una
escuela literaria y, sobre todo, era una escuela agrícola para todo el país de
alrededor. La agricultura irlandesa en su estado actual debe mucho a los cis­
tercienses. Ellos roturaban y renovaban la tierra; ellos recogían abundantes co­
sechas; ellos hicieron de sus campos los más verdes y fértiles de todo el país.
Todavía se pueden ver esos fértiles campos, ahora en manos de extraños, que
fueron rescatados del brezal y de la ciénaga por el incesante trabajo de los
monjes. Los celtas no eran grandes agricultores; eran más bien un pueblo pas­
tor. Los cistercienses fueron sus mejores maestros, los cuales les enseñaron cómo
labrar el suelo de un modo extenso y provechoso.
"Pero el monasterio cisterciense era mucho más que una escuela técnica
y un colegio agrícola. Hacía todo el trabajo de un asilo, un dispensario y un
hotel para el país de alrededor. No todos los monjes eran médicos, pero muchos
de ellos eran muy hábiles en Ja ciencia médica de la época y beneficiaban con
sus consejos no sólo a sus hermanos, sino a todos los enfermos de la vecindad,
a quienes se les daba tanto medicinas como consejos médicos gratuitamente
siempre que los necesitaban. No tenían todas las drogas que se encuentran en
un dispensario moderno y quizá esto era mejor; pero tenían esos sencillos re­
medios que se necesitan y que generalmente resultan muy eficaces, pues mu­
chos monjes eran excelentes botánicos y se dice que las hierbas del campo tie­
nen un remedio para cada enfermedad si sabemos encontrarlas.
"Entonces la casa monástica era un hogar para todo viajero, donde podía
permanecer todo el tiempo que quisiera sin que se Je molestara para el pago
de la cuenta. Si el viajero daba un donativo a los pobres, santo y bueno; si

454
SAN BERNARDO

testara a estas y a otras preguntas. Como él se negara a complacerles,


porque consideraba que sus peticiones eran irregulares por no tener
la sanción de la santa obediencia, ellos volvieron a escribirle. Esta
vez el santo sucumbió a su importunidad. “Todos tenemos motivos
de agradecimiento—dice Mabillon—hacia aquellos monjes de San Pe­
dro que persuadieron al más bienaventurado padre para que nos legara
sus opiniones y su doctrina sobre las cuestiones propuestas. En mi
opinión no hay nadie más competente para instruir a los religiosos en
estos puntos que Bernardo a causa de su rara santidad, ciencia ce­
lestial y conocimiento práctico de todas las cosas monásticas. Su
enseñanza es tan piadosa, tan exacta y tan digna de aceptación para
todo religioso que por mi parte creo que no deberíamos preferir nin­
gún otro maestro a él; no, ni aun cuando pudiésemos conseguir que
descendiera del cielo uno de los maestros bienaventurados.” Pero los
monjes de San Pedro no recibieron directamente la ansiada contesta­
ción del santo. Fue enviada primero al abad de otro monasterio bene­
dictino de la misma diócesis con la siguiente carta: “Os envío, como
os prometí, la contestación a las cartas qué he recibido de algunos
religiosos de Chartres. Era mi intención no pasar de los límites de
una carta, pero siguiendo vuestro consejo he compuesto un verda­
dero tratado, como podéis ver. Cuando lo hayáis leído, pasadlo al
monasterio de Chartres, pero no a los monjes que me lo han pedido,
no, podía marcharse tan libremente como había venido. En las puertas del
hospicio los pobres de la vecindad eran siempre bien recibidos. Todos los ali­
mentos sobrantes se distribuían diariamente entre ellos según sus necesidades;
y los monjes preferían pasar hambre que ver a los pobres marcharse hambrien­
tos de sus puertas.
”Es fácil ver la benéfica y enorme influencia que estas instituciones ejer­
cieron en toda Irlanda...
”Un gran monasterio cisterciense era en todos los aspectos una institución
perfecta que se bastaba a sí misma. En primer lugar, todo gran monasterio
tenía su grupo de artesanos en la comunidad—albañiles, carpinteros, canteros,
pintores, etc., etc.— y cada uno de estos oficios tenía su capataz. Los Anales,
por ejemplo, recuerdan la muerte del capataz o maestro albañil de la abadía
de Boyle. Pues estas abadías, además de sus edificios, cuando se enriquecían te­
nían grandes granjas adyacentes con sus edificios adecuados. Por consiguien­
te, era bastante fácil, cuando se iba a fundar una nueva casa, para la Orden
enviar un grupo completo de artesanos que hicieran el trabajo, era fácil ali­
mentarlos y los materiales eran tan abundantes que se necesitaba relativa­
mente poco dinero. Pues todos estos hombres hacían su trabajo no por dine­
ro, sino por Dios, y de aquí que lo hicieran de una manera tan completa, gran­
diosa y bella y que su trabajo, realizado en aquellos lejanos días, avergüence
incluso a los grandes logros de nuestra cacareada civilización. Además la comu­
nidad producía todo lo que necesitaba para sí misma. Tenían alimento—mu­
cho alimento—de sus campos, huertas y huertos. Tenían pesca en sus propios
ríos. Tenían lana para sus hábitos de sus propias ovejas; ellos la hilaban, te­
jían y trabajaban, pues eran sus propios sastres y zapateros. Tenían sus mo­
linos, molían su trigo y cocían su pan...
”Y cuando llegó su fin y primero Enrique y luego Isabel decretaron la di­
solución de los cistercienses, ellos cayeron noblemente.”

455
AILBE J. LUDDY

sino a su abad: que lo conozcan a través del abad, si éste quiere.


Pues son monjes benedictinos y les está prohibido por su regla enviar
o recibir cartas sin permiso del abad. Esta en verdad es la razón por
la cual, aunque se me rogó de un modo apremiante, dudé en contes­
tar, porque tuve la sospecha de que se habían decidido a escribirme
sin la debida autorización. Mi sospecha, como me he enterado, era
fundada.”
Luego estudia los diferentes puntos por orden lógico. “De vuestra
primera pregunta referente a la fuerza obligatoria de la santa regla
dependen, en mi opinión, todas o casi todas las demás. Preguntáis
si la regla de San Benito obliga, y en qué grado, a los que la profesan.
Es decir, si todas sus disposiciones tienen que ser consideradas como
verdaderos preceptos que, en consecuencia, obligan bajo pena de
pecado, o meramente como consejos y admoniciones de pequeña o
ninguna importancia para los que han profesado la regla y las cuales
pueden, por consiguiente, ser violadas con poca o sin ninguna culpa;
o si alguna de sus disposiciones son verdaderos mandatos y otros sólo
consejos, de forma que las últimas pueden descuidarse sin cometer
pecado, más no las primeras. Y en caso de que decida en favor de
esta tercera opinión, se me pide que determine claramente cuáles son
los mandatos y cuáles los consejos, no sea que alguno de vosotros
filtre los mosquitos y se trague los camellos (Mt 22, 24) por no
conocer la importancia relativa de las diferentes disposiciones de la
regla. Creo que es este el sentido de vuestra pregunta, aunque ex­
presado en diferentes palabras; en mi contestación encontraréis tam­
bién la respuesta a vuestra otra pregunta, la referente a la obediencia
y sus diversos grados.
”En mi opinión la regla de San Benito es propuesta a todo hom­
bre, pero no se impone a ninguno. Hay mérito en aceptarla y obser­
varla con devoción; sin embargo, no hay ningún pecado en negarse a
seguir su orientación. Ahora bien, una ley que no es impuesta por el
poder del legislador, sino conservada libremente por la voluntad del
súbdito, se puede llamar con razón ley voluntaria. Pero esta ley vo­
luntaria se vuelve obligatoria en el momento en que la abrazamos y
prometemos cumplirla; tampoco tenemos en adelante libertad de
dejarla a un lado. Por consiguiente, estamos obligados a partir de ese
momento a soportar el yugo que no estábamos obligados a aceptar, sino
que lo hemos colocado libremente sobre nosotros: tenemos obligación
de ‘respetar los votos que nuestros labios han pronunciado’ (Ps 65, 5)
y ‘por nuestras palabras seremos justificados o por nuestras palabras
seremos condenados’ (Mt 12, 37), pero como observa San Agustín ‘es

456
SAN BERNARDO

feliz la sujeción que nos obliga a avanzar en la virtud’ (Ep. 127).


Entonces, colocando a un lado las regulaciones que tienen que ver con
las cosas espirituales, tales como la caridad, la humildad, la manse­
dumbre, etc., etc., y que vienen no de San Benito, sino de Dios mismo
y que por ello obligan siempre y a todos, los otros puntos de nuestra
santa regla se tienen que considerar como meros consejos o admonicio­
nes para los que no la han profesado, pero para los que la profesaron
son preceptos obligatorios bajo pena de pecado.”
Luego viene un magistral estudio de la ley, sus clases y su poder
obligatorio. Las leyes, como reglas obligatorias de conducta, se dividen
en tres clases, llamadas: absolutamente indispensables, inviolables y
estables. La primera clase abarca solamente los preceptos primarios
de la ley natural que no puede ser dispensada nunca, ni siquiera por
Dios, eomo, por ejemplo, la obligación de la criatura de amar, obrar
y obedecer a su Hacedor; la segunda comprende todos los demás
mandamientos divinos indispensables para todos, excepto para Dios,
solamente; la tercera comprende todas las leyes humanas, como tales
leyes. La obligación de la primera ley procede de la naturaleza del
objeto, la de la segunda de la autoridad del legislador y la de la ter­
cera surge en último término de un contrato libre. Los superiores hu­
manos pueden dispensar las leyes puramente humanas. Las leyes ecle­
siásticas y monásticas se pueden dispensar por los legisladores, o por
los superiores, o por sus sucesores legítimos. Pero estas dispensas no
se deben otorgar sin motivo suficiente. Estas leyes se han hecho para
la conservación y aumento de la caridad. Mientras llenan su propósito
deben ser impuestas estrictamente; pero si alguna vez resultan, bien
de un modo general o de un modo particular, perjudiciales a la ca­
ridad deben ser suspendidas o derogadas. Esta es la contestación a
la pregunta: si el superior tiene poder, y hasta qué punto, para dis­
pensar la santa regla de San Benito. No tiene poder para dispensar en
materias que pertenecen a la ley positiva natural o divina, e incluso
respecto de las regulaciones puramente monásticas no puede dispensar
a su libre albedrío, sino solamente cuando parezca que lo requieran
la prudencia o la caridad. San Benito ha explicado claramente este
punto: “En todas las cosas—dice—(c. III) guiaros sin excepción por
la regla y no os apartéis ligeramente de ella.”
A continuación estudia la cuestión de la obediencia. ¿Hay algún
límite al derecho de mandar que tiene el superior, y en consecuencia a
la obligación que tiene el súbdito de obedecer? Sí; tanto el derecho
como la obligación están restringidos de acuerdo con el alcance de
nuestra profesión. “Yo prometo obediencia—dice el novicio—según

457
AILBE J. LUDDY

la regla de San Benito”, no según la voluntad del abad. Y él promete


obediencia no sólo en las cosas contenidas en Ja regla, sino también
en las cosas que estén de acuerdo con la regla. “Así, el tenor de mi
profesión limita mi obligación y más allá de este límite no se extiende
el derecho del superior a mandar o prohibir. No puede aumentar mis
obligaciones sin mi libre consentimiento, ni tampoco puede disminuir­
las sin una razón adecuada: intentar lo último sería no dispensa sino
transgresión; intentar lo primero, lejos de beneficiarme me convertiría
en un murmurador. Por consiguiente, los superiores deberían recor­
dar que no son sus deseos, sino el alcance de la profesión lo que mide
la obligación de sus súbditos, a quienes pueden exhortar, pero no
obligar a cosas más elevadas. También deberían estar dispuestos, cuan­
do lo requiere la necesidad, a aflojar el rigor de la regla en favor
de los débiles de forma que no caigan ellos mismos en un nivel espi­
ritual más bajo.
”Se tiene que observar, sin embargo, que la obediencia que se
limita a la obligación del voto es muy imperfecta. La perfecta obe­
diencia no reconoce ninguna regla, salta por encima de todos los lími­
tes. No contenta con la estrechez de la obligación, pasa generosamente
a la amplitud de la caridad, y sin considerar modos ni medidas, sin
excepción ni reserva, con todo el ardor de un espíritu libre y noble,
ejecuta todo lo que se le manda. De esta obediencia dice el apóstol
Pedro: ‘Purificando vuestros corazones en la obediencia de la cari­
dad’ (1 Pet 1, 22) distinguiéndola bellamente de esa perezosa y esclava
obediencia que tiene su fuente no en el amor, sino en el temor. San
Benito se refiere también en la santa regla a esta ‘obediencia de cari­
dad’, cuando dice que si a un hermano se le manda hacer lo que es
imposible, ‘permitidle por el amor de Dios, y confiando en su ayuda,
que emprenda el trabajo’ (c. LXVIII). En otro lugar manda al monje
‘que se someta con toda obediencia al superior por amor de Dios’
(c. VII). La frase ‘con toda obediencia’, implica que no deberíamos
estar satisfechos con obedecer dentro de los límites de nuestra obli­
gación estricta, sino que deberíamos ir más allá de lo que nos hemos
obligado por la profesión religiosa y practicar la obediencia en todas
las cosas. ¿Tiene la obediencia algún h'mite temporal? Lo tiene, pero
solamente el mismo límite que la vida. En esto tenemos que imitar al
único Hijo de Dios que fue obediente a Su Padre incluso hasta la
muerte (Phil 2, 8).
El punto siguiente estudiado es la diferencia de dignidad entre los
preceptos. Esto depende, dice, de la mayor o menor autoridad del

458
SAN BERNARDO

que manda y de la mayor o menor importancia de la acción ordenada.


Así, en caso de órdenes contradictorias, se debe obedecer al superior
antes que a un subordinado; y si el mismo superior diese órdenes in­
compatibles, el súbdito debe cumplir la que juzgue más importante. El
delito de desobediencia varía proporcionalmente a la dignidad del
precepto. Pero la violación de incluso un precepto de poca importancia,
si se hace con desprecio, se convierte en un delito grave. El desprecio
formal es siempre gravemente pecaminoso, independientemente de la
materia, porque ataca al mismo principio de autoridad y, por conse­
cuencia, a Dios. El superior, dentro de los límites de su jurisdicción,
debería ser obedecido como Dios mismo, con tal de que no ordene
nada contrario a la voluntad de un superior de más categoría; pues
Cristo ha dicho, hablando a los superiores; “El que os oiga, me oye,
y el que os desprecie me desprecia” (Le 10, 16). Esta es también la
enseñanza de San Benito que dice en su santa regla (c. V): “La obe­
diencia prestada a los superiores es prestada a Dios.” “Y, en verdad,
¿qué importa que Dios nos haga conocer su voluntad ya directamente
o ya por el ministerio de ángeles o de hombres? Incluso un superior
ignorante e imperfecto interpreta auténticamente esa voluntad para
nosotros excepto en cosas que están incluidas claramente en la ley
positiva divina o natural, porque con respecto a ellas somos instruidos
por la razón y la Escritura y no necesitamos que nos enseñen los
hombres.”
Tenemos deberes hacia nuestros iguales e inferiores, así como hacia
nuestros superiores y particularmente el deber de evitar el escándalo.
‘El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, le sería
mejor que se colgara una piedra de molino alrededor del cuello y se
ahogara en lo profundo del mar’ (Mt 18, 6). No todos los escándalos
son iguales ni igualmente pecaminosos. Tenemos que distinguir entre
el escándalo farisaico y el escándalo de ‘los pequeños’. Cuando los
apóstoles temerosos dijeron al Salvador que los fariseos se escanda­
lizaban de su doctrina, Él contestó: ‘Dejadles en paz; ellos son
ciegos y guías de ciegos’ (Mt 15, 14). Su escándalo tiene su fuente
en la malicia. Pero el escándalo de los pequeños proviene de la igno­
rancia. Ellos se escandalizan no como los fariseos, porque odien la
verdad, sino porque la desconocen. Y en mi opinión son llamados
‘pequeños’, porque, aunque tienen buena voluntad son pequeños en
conocimiento: ‘ellos sienten celo por Dios, pero no de acuerdo con
el conocimiento’ (Rom 10, 2). Los verdugos de Cristo, a pesar de
que sin duda alguna eran grandes pecadores, tienen que ser colocados
entre los pequeños a este respecto, porque ellos pecaron por ignorancia.

459
AILBE J. LUDDY

Esto se demuestra con la oración del Divino Paciente: ‘Padre, per­


dónalos, pues no saben lo que hacen’ (Le 23, 34); y San Pablo da
testimonio de ellos al decir que ‘si hubiesen conocido, no habrían
crucificado nunca al Señor de la gloria’ (1 Cor 2, 8). El mismo apóstol
advierte al que es mejor instruido que condescienda con la flaqueza
de estos pequeños: ‘¿Y debido a tu conocimiento deberá perecer el
hermano débil por quien Cristo ha muerto?’ (1 Cor 8, 2).” Respecto
de la otra clase de escándalo no necesitamos ser muy soh'citos, porque
ninguna precaución por nuestra parte puede evitarlo. Si los hombres
encontrasen ocasión de escándalo en las acciones del Hijo de Dios,
¿dónde podrían ellos dejar de encontrarla? “Si ellos han llamado al
señor de la casa Belzebú, ¿cuánto más a los de su casa?” (Mt 10, 25).
El santo doctor pasa a tratar de una dificultad presentada por los
monjes que le consultaban. Si tenemos que obedecer la regla y el abad
como a Dios mismo, entonces la más pequeña transgresión se con­
vertirá para los religiosos en un grave pecado. Y puesto que estas
faltas son inevitables, ¿cómo se puede decir que el estado religioso es
más seguro que el secular, en el cual no todo pecado es un “pecado
para la muerte” (1 loh 5, 17). El santo al contestar señala la falsa
suposición en que se basa este argumento, es decir, que todo acto de
desobediencia a Dios es gravemente pecaminoso. Si esto fuera así, el
pecado venial sería tan imposible fuera del claustro como dentro. En
la ley del Evangelio, como en la de San Benito, hay preceptos gra­
ves y leves y obligan bajo pecado grave y leve, lo cual lo insinúa el
Salvador al hablar de algunos pecados diciendo que son como vigas y
otros como motas (Mt 7, 4). Unos merecen reflexión, otros consejo y
otros el fuego del infierno (Mt 5, 22). Nos dice también que hay un
“mandamiento, el primero y más grande” (Mt 22, 38), y mandamien­
tos que son más pequeños (Mt 5, 19). San Benito reconoce la misma
distinción de preceptos y faltas en el capítulo XXIV de su regla
cuando dice: “El castigo debe ser proporcionado a la naturaleza y
extensión de la falta”, y en el mismo capítulo habla de transgresiones
pequeñas.
La obediencia exigida por San Benito les parecía difícil, incluso
imposible, a los monjes de San Pedro. “No niego que es difícil—con­
testa el santo—, pero sólo para los que carecen de fervor y generosidad.
Ahora bien, es un signo de corazón poco generoso y de voluntad tibia
criticar nuestras constituciones monásticas, dudar en todo mandato,
preguntar la razón de lo que se manda y mostrarse suspicaz cuando
no se da la razón; igualmente, si no obedecemos nunca con celeridad,
a no ser que la orden nos agrade, o esté apoyada por la sanción de

460
SAN BERNARDO

la razón o de la autoridad indudable. Pero esta no es la ‘obediencia


sin demora’ requerida por la santa regla (c. V). Y las almas car­
nales que están contentas con ella tienen que sentirse inevitablemente
oprimidas y aplastadas bajo la carga de lo que ellas han emprendido
de un modo presuntuoso. La perfección religiosa es una carga dema­
siado pesada para la debilidad de la carne; es solamente el espíritu
voluntarioso (Mt 26, 41) el que la considera un yugo dulce y una
carga ligera. Pues son, en verdad, la carga y el yugo de Cristo inso­
portables salvo para el Espíritu de Cristo.”
Pero si la regla de San Benito obliga bajo pena de pecado, ¿no
es una presunción que nos la impongamos, considerando que todos
nosotros tenemos bastante quehacer con guardar los mandamientos
de Dios? Además, puesto que es cierto que nadie puede estar mucho
tiempo sin cometer alguna transgresión cuando los preceptos son tan
numerosos, ¿no cometen los monjes un sacrilegio al profesar, pro­
metiendo lo que saben que no van a poder cumplir? En cuanto a
la primera objeción, los que argumentan de esta manera muestran
claramente que no han gustado todavía la dulzura del amor de Dios.
La regla en vez de aumentar nuestra carga, si la observamos devo­
tamente, la aligera, no sólo negativamente al remover obstáculos, sino
también positivamente al obtener para nosotros el Espíritu que con
su gracia “ayuda nuestra flaqueza” (Rom 8, 26). En otra parte el
santo doctor asimila los preceptos de la regla a las plumas que, lejos
de estorbar al pajarillo, le permiten elevarse rápidamente hacia e1
cielo. La segunda objeción supone que toda transgresión de la regla
hace que un monje viole su promesa. Esto no se puede admitir.
La santa regla consta en su parte disciplinaria de dos elementos:
preceptos y remedios, es decir, penas. Ahora bien, el que viola un
precepto, pero está dispuesto a aceptar el remedio prescrito por la
regla, permanece todavía sujeto a la regla, y esto aunque la trans­
gresión sea grave. Por consiguiente, no es la transgresión lo que hace
que un monje viole su compromiso, sino la negativa a someterse,
después de la transgresión, a la pena prescrita. “¿Quién no reconocerá
ahora que lejos de ser imposible es, por la gracia de Dios, muy fácil
para un religioso observar lo que ha prometido cuando recordamos
que no es el pecado, sino la impenitencia lo que le hace apóstata?”
La pregunta siguiente es: si el que toma el bien por mal es siempre
culpable del mal que él cree estar haciendo. Y, por el contrario, el
que toma el mal por bien tiene el mérito del bien que cree estar
haciendo y si no, ¿por qué motivo? Pues parece razonable suponer
que una buena intención posee tanto poder para convertir el mal

461
AILBE J. LUDDY

en bien como una mala intención para convertir el bien en mal.


El santo admite que un hombre hace el mal que cree estar haciendo
e intentando hacer, porque el mal ojo de la intención mancha todo
el cuerpo de la acción. (Mt 6, 23). Pero con respecto a la buena in­
tención niega la similitud. El Salvador dice en verdad que “si el ojo
—es decir, la intención—es sencillo, todo tu cuerpo será ligero”, es
decir, toda tu acción será buena (Mt 6, 23). Pero a fin de que se
pueda decir que el ojo interior es sencillo, se requieren dos cosas:
caridad y verdad. Sin verdad un hombre puede “tener celo por Dios,
pero no de acuerdo con el conocimiento” (Rom 10, 2). De aquí que
Cristo dijera a sus apóstoles: “Por consiguiente, sed sabios como la
serpiente y sencillos como las palomas” (Mt 10, 16), es decir, el cono­
cimiento les era tan necesario como la buena voluntad. Y el profeta
Isaías anuncia el infortunio, no sólo contra aquellos que llaman bien
al mal, sino también contra los que llaman mal al bien (Is 5, 20). En
consecuencia, el que hace el mal creyendo que es el bien actúa en
virtud de una inclinación en parte buena debido a su recta intención,
pero también en parte mala por su falta de conocimiento: ¿Cómo se
puede llamar simple a un ojo que está nublado por la oscuridad de
la ignorancia? Pero el que hace el bien tomándolo equivocadamente
por el mal obra según una disposición doblemente mala, pues está
afectado por dos males, la ignorancia y la malicia. ¿Qué extraño es
entonces que una disposición completamente mala sea más capaz de
convertir el bien en mal que una disposición parcialmente buena de
convertir el mal en bien? Sin embargo, aunque la buena intención no
basta para hacer una acción completamente buena, es digna de ala­
banza y tendrá su recompensa s.
¿Es siempre tan pecaminoso no cumplir la voluntad del superior
como meritorio cumplirla? No, contesta el santo, pues hay algunas
manifestaciones de voluntad que, si son obedecidas, nos reportan
mérito y gloria, pero que pueden ser olvidadas sin cometer pecado.
De esta clase, según él cree, es la orden dada a Abraham de inmolar
a su hijo. Y con referencia a estas órdenes, o más bien consejos,
deberíamos entender las palabras de Cristo: “El que pueda tomar,

8 Esta es, en efecto, la enseñanza de los teólogos modernos, aunque ellos


la expresarían con palabras algo distintas. Dejando aparte las circunstancias,
la moralidad de un acto depende del objeto y la intención. Cuando ambos
son buenos la acción tiene una doble bondad; cuando ambos son malos tiene
una doble malicia; si la intención es buena, pero el objeto malo, la acción de­
riva la bondad en mérito solamente de la bondad de intención; si la intención
es mala, pero el objeto bueno, la acción deriva su malicia solamente de la in­
tención. Respecto del mérito en particular, no puede haber ninguno en abso­
luto cuando la intención es mala, por muy bueno , que sea el objeto, aunque
la bondad del objeto se añada al mérito de una buena intención.

462
SAN BERNARDO

que tome” (Mt 19, 12). Lo mismo que, por otra parte, hay preceptos
cuya observancia no tiene mérito alguno, aunque su violación lleva
consigo mucho pecado, tal como aquellos de quienes Cristo dice: “Si
amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? Y si saludáis
sólo a vuestros hermanos, ¿qué más hacéis?” (Mt 5, 46-47). Hay
amenaza de castigo para la violación de mandamientos como “No
robarás, no matarás”, pero no hay prometido ningún premio para su
observancia9. Esta clase de justicia fue comprendida por el poeta
pagano que cantó:

“¿No robar?, bueno. Ahora oye el galardón a tu virtud:


No estarás en la cruz en la que los buitres se alimentan”.
(Horacio, Epist. lib. I, XVI, 46)

¿Es siempre legítimo para un monje pasar de la casa donde pro­


fesó a otra, y si lo es, bajo qué circunstancias? El santo doctor hace
distinciones. No es nunca legítimo cambiar a otra observancia más
floja: eso sería apostasía, sería mirar hacia atrás después de poner
las manos en el arado (Le 9, 62). Pero un monje puede legítima­
mente pasar a una casa de observancia más estricta si, por falta de
disciplina u otras causas, no puede cumplir sus obligaciones en el
monasterio donde profesó; aunque también en este caso debe tener,
si es posible, el consentimiento del abad. Sin embargo, estos cambios
no se pueden hacer a la ligera. Es fácil tomar erróneamente la volu­
bilidad o el amor a la novedad por el deseo de una mayor perfec­
ción, y el religioso que pasa a una observancia más estricta bajo la
influencia de motivos tan indignos terminará donde empezó—si no
termina en un plano inferior—después de escandalizar a dos comuni­
dades.
Pero después de la muerte o destitución del abad que recibió sus
votos, ¿no son los monjes libres de cambiar su domicilio? No, el
monje benedictino promete fijeza de domicilio, no durante la vida
del abad, sino de la suya. “Perseverando en el monasterio hasta la
muerte—dice San Benito—nos haremos partícipes de los sufrimientos
de Cristo” (Prólogo de la Regid). Pero supongamos que el nuevo abad
es un hombre que me desagrada profundamente, ¿qué debería elegir :
permanecer en la desgracia bajo su gobierno o cambiar a otro mo­
nasterio? “Es un problema difícil—contestó el santo—; vos no po­
dréis marcharos sin violar vuestro voto y no podéis permanecer sin
odiar, arruinando de esta manera vuestra alma. Creo que el caso es

’ Se entiende a menos que se observen por un motivo sobrenatural.

463
AILBE J. LUDDY

parecido a éste: vos habéis decidido suicidaros ¡y me consultáis si


deberíais arrojaros al fuego o por un precipicio! Pues el que alberga
el odio se consume en el fuego y el que viola sus votos se arroja por
un precipicio. Pero preguntaréis de nuevo, ¿qué pasa si la elección
del abad es inválida por algún defecto secreto que no se puede pro­
bar? Aun así hay que obedecerle, porque como ha dicho alguien:
‘Lo que no se puede probar a los ojos de la ley es como si no exis­
tiera’. ¿Vos pensáis que no era vuestro deber someteros a un supe­
rior que sabéis, aunque sin poder probarlo, que es indigno? Herma­
nos míos, ¿no habéis leído tanto en vuestra regla como en el Evan­
gelio: ‘Los escribas y los fariseos se han sentado en la silla de
Moisés. Por consiguiente, haced y observad todas las oosas que os
digan, pero no hagáis lo que ellos hacen’? (Mt 23, 2-3; Santa Regla,
cap. IV).”
Viene a continuación cierto número de preguntas misceláneas.
San Agustín enseña que el matrimonio contraído después de la
profesión religiosa es, en verdad, ilegítimo pero válido: ¿tiene razón?
El santo, como es evidente, cree que no 10, pero se niega a dictar
sentencia contra un doctor tan eminente. El mismo santo obispo, co­
mentando las palabras de Cristo: “Mirad, nuestra recompensa es
muy grande en el cielo” (Le 6, 23), dice que tenemos que entender esto
en el sentido de que se refiere al cielo espiritual. ¿Qué quiere él
decir? El alma, contesta Bernardo, “pues el cielo es el reino de Dios
y según el Salvador, ‘el reino de Dios está dentro de vosotros’ (Le 17,
21), y ‘Cristo mora por la fe en vuestros corazones’, como afirma San
Pablo (Eph 3, 17), como un rey en su reino. El mismo apóstol declara
que la gloria del cielo será revelada, no a nosotros, sino en nosotros
(Rom 8, 18), dando a entender que ya la poseemos dentro de nos­
otros, pero en cierto modo cubierta y oculta. Debería satisfaceros
que tenéis que buscar el reino de Dios y su justicia, no yendo fuera
ni ascendiendo, sino entrando en el santuario de vuestro propio
corazón.”
San Pablo dijo en cierta ocasión que “nuestra ciudadanía está en
el cielo” (Phil 3, 20) y en otra que “mientras estamos en el cuerpo
estamos ausentes del Señor” (2 Cor 5, 6): ¿Cómo se pueden recon­
ciliar estas dos afirmaciones? “El mismo apóstol nos da la solución
—replica Bernardo—cuando dice en otra parte ‘nosotros en parte co­
nocemos y en parte profetizamos’ (1 Cor 13, 9). Pues con respecto a

10 Ahora deberíamos hacer una distinción entre la profesión-solemne y la


simple: la primera hace inválido al matrimonio subsiguiente, la última solo
ilegítimo.

464
SAN BERNARDO

lo que ya hemos entendido y poseído de Él estamos en verdad con el


Señor; pero en tanto en cuanto miramos al futuro, creyendo lo que
no podemos comprender, esperando lo que no vemos, estamos ausen­
tes del Señor. ‘Pero cuando ha llegado lo que es perfecto—es decir, la
posesión segura y la visión clara de Dios—entonces lo que tan sólo
sea parcialmente será expulsado’ (1 Cor 13, 10), es decir, entonces
seremos al fin liberados de la corrupción del cuerpo, que es la causa
de nuestro destierro actual, ‘pues el cuerpo corruptible hunde al alma’
(Sap 9, 15); el cuerpo ansia ser ‘disuelto y estar con Cristo’ (Phil 1, 25).
Ahora bien, se puede decir que nuestra ciudadanía está en el cielo
por la fe, esperanza y amor, al mismo tiempo que estamos ausentes
físicamente del Señor mientras vivimos aquí en la tierra...
"Vosotros me preguntáis por qué la profesión monástica es tan
privilegiada entre todas las otras obras de penitencia hasta el punto
de merecer que se le llame segundo bautismo. Contesto: porque im­
plica una renuncia completa del mundo, porque la vida monástica es
la más excelente de todas, haciendo a los que la aman y profesan
más semejantes a los ángeles que a los hombres y además porque res­
tablece en el hombre la imagen original y la semejanza de Dios, puesto
que, como el bautismo, nos une de nuevo a Cristo. Pues en cierto
sentido somos bautizados de nuevo cuando ‘mortificando los miem­
bros que están sobre la tierra’ (Col 3, 5) nosotros de nuevo ‘nos po­
nemos a Nuestro Señor Jesucristo’ (Rom 13, 14), siendo por segunda
vez ‘plantados juntos en la semejanza de su muerte’ (Rom 6, 5). Y
de la misma manera que en el bautismo somos rescatados de los po­
deres de las tinieblas y transferidos al reino de la gloria eterna, así
también en la regeneración de los votos monásticos somos liberados
de las tinieblas más densas de los múltiples pecados personales e
introducidos en la luz de la virtud, de forma que podemos decir con
el apóstol: ‘La noche ha pasado y el día está a mano’ (Rom 13, 12).”
Se debe observar que el santo doctor no dice que la profesión reli­
giosa perdona el pecado sacramentalmente, ex opere operato, como
hace el bautismo, sino ex opere operantis, dependiendo de la disposi­
ción y de los actos del religioso. En verdad, como dice Suárez (T. XV,
438) ei santo no está aquí hablando tanto acerca de la profesión de
votos como de su observancia.

465
S. BERNARDO.—30
CAPITULO XXX

AUXILIO DE LOS AFLIGIDOS

Bernardo incurre en el desagrado del Papa

El cardenal Ivo, que sucedió a Geofredo de Chartres como legado


en Francia, murió a principios de 1143 dejando bienes considerables.
Bernardo y otros dos abades fueron nombrados albaceas y facultados
para distribuir entre los pobres de Cristo lo que quedara después de
pagar los legados especiales. Sucedió que el santo estaba ausente de
su monasterio por esta época, trabajando en la causa de la paz entre
el rey y el conde Teobaldo, de forma que no oyó nada del testamento.
Cuando regresó, todos los bienes habían sido distribuidos por los
otros albaceas de acuerdo con los deseos del testador. Sus enemigos
dieron al Papa un relato muy distinto del asunto. Le dijeron que
el cardenal había muerto sin testar y que Bernardo se había arrogado
la facultad de disponer arbitrariamente de sus bienes, que según los
cánones deberían haber ido a la Iglesia. Por extraño que parezca, Ino­
cencio creyó la ultrajante calumnia. Desde el Concilio Lateranense
había tratado al santo abad con cierta frialdad, pero todavía escu­
chaba sus sugestiones y con frecuencia seguía sus consejos. La queja
de que Bernardo se había constituido en administrador único de los
bienes de la Iglesia excitó su cólera. Reprochó al santo que se mez­
claba demasiado en los asuntos públicos y que hacía demasiadas peti­

466
SAN BERNARDO

ciones a la Sede Apostólica. El santo abad se sintió ofendido grave­


mente. No es extraño. Escribió a Inocencio lo siguiente: “A mi reve­
rendísimo señor y padre. Hubo una época en que, lo confieso, me creí
algo, por poco que yo fuese; pero ahora ‘he sido convertido en nada
y no lo sabía’ (Ps 72, 22). No pude pensar que no fuese nada mien­
tras los ojos de mi señor se fijaran en su siervo y sus oídos estuvieran
abiertos a mis súplicas; mientras él recibiera con ansiedad y leyera
con delicia toda carta que yo le escribiera y respondiese a mis peti­
ciones con la máxima bondad y generosidad. Ultimamente, sin em­
bargo, ha apartado de mí su mirada, de forma que me parezco a
mí mismo que ya no soy lo que solía ser; creo, en verdad, que no
soy nada en absoluto. ¿Cuál puede ser la razón de este cambio? ¿En
qué he delinquido? Grande en verdad hubiera sido mi pecado si los
bienes del cardenal Ivo hubiesen sido distribuidos a mi gusto y no
como él ordenó. Este es, según me han dicho, el relato del asunto
que ha llegado a oídos de mi señor. Pero confío en que cuando vos
sepáis toda la verdad, se calmará vuestra indignación contra mí.
”No soy tan ignorante como para no saber que todos los bienes
de que no dispusiera en otra forma el cardenal son propiedad de la
Iglesia. Pero escuchad la pura verdad. Si soy culpable de cualquier
falsedad en esta afirmación, mis propias palabras me condenarán. En
el momento en que el cardenal murió yo estaba ausente y lejos de
mi casa. Pero me enteré por los que estaban presentes que había hecho
testamento y que lo había hecho poner por escrito. También que
había dispuesto de todos sus bienes a su gusto y en favor de quienes
le plugo—excepto cierta suma que había dejado para que la distri­
buyeran tres abades, dos de los cuales estaban con él en aquel mo­
mento—. El tercero era yo. Nos dio este encargo porque él creía que
sabíamos mejor que él mismo qué casas religiosas estaban más necesita­
das de su caridad. Los dos abades vinieron a Clairvaux y no encontrán­
dome allí (entonces estaba yo por orden vuestra trabajando en pro
de la paz de la Iglesia) distribuyeron el dinero según su propia dis­
creción, no sólo sin mi consentimiento, sino incluso sin mi cono­
cimiento.
”Que ahora remita vuestra cólera, os lo imploro, ante la verdad
manifiesta. No me miréis ya con ceño fruncido ni con mirada indig­
nada, sino haced que la antigua serena expresión vuelva a vuestro
amable rostro, haced que la antigua sonrisa brillante de benevolencia
resplandezca de nuevo en vuestros labios.
”Veo que he sido también causa de vuestro enojo por mis frecuen­

467
AILBE J. LUDDY

tes peticiones. Esto, sin embargo, no me causa mucha turbación, pues


se puede remediar muy fácilmente. Me doy perfecta cuenta, santo
padre, de que he sido indebidamente presuntuoso, no considerando
quién era yo y quién era aquel a quien escribía. Pero no me negaréis
que vuestra condescendencia me animó a serlo. Además, la caridad
fraternal me apremió a haceros muchas de mis peticiones. Si mal no
recuerdo, no he solicitado con frecuencia favores para mí. Sin embargo,
debemos ser moderados en todas las cosas. En adelante, haré todo lo
posible por moderar mi celo con el conocimiento (Rom 10, 2) y ‘colo­
caré el dedo en los labios’ (Idc 18, 19). Pues es mejor ofender a mis
amigos con una negativa que importunar con mis peticiones al ungido
del Señor.”

Abogado de los afligidos

Esta es la última de las numerosas cartas dirigidas por el santo


abad a Inocencio. Fue escrita en 1143, poco antes de la muerte del
Papa. No sabemos cómo fue recibida, podemos esperar solamente
que diera por resultado la reconciliación entre ambos. En verdad, muy
duro tenía que haberse vuelto el corazón de Inocencio si pudo resis­
tir un llamamiento tan conmovedor. Entre los mejores hombres surgen
malentendidos sin culpa por parte de ninguno de ellos. Sin embargo,
es una pena que una amistad tan tierna, reforzada por tantos trabajos
y fatigas sufridos en común, no continuara hasta el fin. Bernardo
reconoció que él había tenido la culpa: sus peticiones habían sido
excesivas y demasiado inoportunas y habían agotado la paciencia del
Papa. Pero no pedía para sí mismo. Entre los muchos llamamientos
hechos a Inocencio ni uno solo, que sepamos, fue para su monasterio
o para su Orden, sino para todos sus amigos. Y los amigos de Ber­
nardo eran los pobres, los débiles y los desgraciados de todo rango y
nacionalidad. En su segunda oración fúnebre por San Malaquías, él
inconscientemente pinta su retrato de la siguiente manera: “Pobre
para consigo mismo, era rico para los pobres. Se hizo ‘el padre de los
huérfanos y el protector de las viudas’ (Ps 57, 6) y el refugio de los
oprimidos. ‘Un generoso donante’ (2 Cor 9, 7), pocas veces pidió y,
cuando lo hizo, recibió con vergonzosa humildad. Lleno de un celo
ardiente por la justicia, fue al mismo tiempo ‘dulce y manso y gene­
roso en la misericordia para todos’ los que estaban necesitados
(Ps 85, 5). Como si fuese el padre de todos, vivió sacrificándose por
todos. Amó y acarició a todos, ‘como una gallina a sus polluelos’

468
SAN BERNARDO

(Mt 23, 37) y ‘los protegió cubriéndolos con sus alas’ (Ps 60, 5). No
hizo ninguna distinción de sexo o edad, de rango o condición: estuvo
de una manera absoluta al servicio de todos con un corazón que
desbordaba simpatía por todos. Fuere cual fuere la desgracia de los
que acudían a él en busca de ayuda, siempre la consideró como suya.
Sin embargo, había una diferencia: que mientras sabía cómo ser
paciente bajo las aflicciones que le afectaban, en las que se referían
al prójimo era no solamente un paciente por participación simpática,
sino con frecuencia un verdadero impaciente.”
Los ricos y poderosos veían que la amistad de estos hombres cons­
tituía un lujo muy caro e incluso a veces embarazoso; pues si los
santos no piden con frecuencia para sí mismos, no tienen ninguna
dificultad en pedir para los demás. La conocida influencia de Bernardo
con el Papa y su bondad de corazón, igualmente conocida, se combi­
naban para erigirle en el abogado oficioso de todos los desgraciados.
Así en un solo año, en 1139, además de su intercesión en favor del
cardenal Pedro de Pisa, escribió a Inocencio en favor de Sampson,
nuevo arzobispo de Reims; en favor de Teobaldo, arzobispo de
Canterbury, el cual, habiendo sido citado a Roma para arreglar una
disputa, no pudo realizar el viaje por una tormenta violenta; tres
veces en favor de Albero, arzobispo de Tréveris, que tenía algunas
dificultades con sus sufragáneos; en favor de Roberto, obispo de Lon­
dres, cuya iglesia había sido despojada injustamente de sus posesio­
nes ; y en favor de Pedro, el obispo destituido de Salamanca. Este
último había visitado Cluny y Clairvaux a su regreso de Roma, donde
acababa de ser privado de su sede, y suplicó la ayuda del santo abad.
“Cuando oí la historia de las desgracias del pobre hombre—escribió
el santo—alabé al juez, aprobé la sentencia, pero no debo ocultaros,
Santo Padre, que me compadecí del condenado. Pues cuando concluyó
su triste relato, me pareció como si él dijese con el Salmista: ‘Ha­
biendo sido exaltado, he sido humillado y turbado’ (Ps 87, 16). Refle­
xionando sobre vuestra inflexible justicia y esa firmeza de voluntad
que tan bien conozco, empecé a pensar también en la abundancia de
vuestra compasión, cuyo efecto tantas veces he experimentado y me
dije: ‘¿Quién sabe si él se volverá atrás, perdonará y dejará una
bendición tras de sí?’ (loel 2, 14). Seguramente, pensé, el Soberano
Pontífice no tiene necesidad de que le indiquen cuándo debe aplicar
la justicia y cuándo mostrar merced; él sabe cómo humillar a los
orgullosos y perdonar a los humildes y además, de acuerdo con el
ejemplo de su Divino Maestro, está acostumbrado a exaltar la mise­
ricordia sobre la justicia (lac 2, 13). Y con mi acostumbrada presun­

469
AILBE J. LUDDY

ción, consentí en ‘hablar a mi Señor mientras que no soy más que


polvo y cenizas’ (Gen 18, 27). Me dio más valor, confianza y celo
para este acto de caridad el ver a este hombre por quien intercedo
regresar a su patria sin ninguna amargura en el alma y sin ninguna
intención de oponerse a vuestra sentencia. ‘Olvidando la cólera’
(Rom 12, 19) y adoptando el espíritu de mansedumbre, llamó a Cluny
donde, postrado a los pies de Jos humildes, imploró la ayuda de sus
oraciones. Estas son las únicas armas con que se propone luchar contra
vos y espera, por medio de estos artificios de piedad, abatir las mu­
rallas enemigas de vuestra severidad. Confía que no despreciaréis las
oraciones de los humildes y que la piedad prevalecerá en uno en cuya
presencia tiemblan los poderosos. Con confianza me sumo a estas
oraciones. De rodillas delante de vos, os ruego que seáis misericor­
dioso con el suplicante. Lo digo sin temor: si su anterior orgullo le
ha hundido, su humildad actual le debe exaltar, pues no es justo que
la recompensa de la virtud sea menor que el castigo del vicio.”
Según Manríquez, esta petición habría sido atendida a no ser por
la intervención del rey español, que deseaba que se nombrase a un
favorito para la sede de Salamanca.

Celestino II: paz por fin

El papa Inocencio II murió el 24 de septiembre de 1143 y le


sucedió el amigo y discípulo de Abelardo Guido del Castello, el cual
tomó el nombre de Celestino II. Bernardo imploró inmediatamente su
intervención en la cruel guerra que devastaba todavía Francia. Al
pobre Teobaldo le había ido mal en la larga lucha. Atacado por
un enemigo mucho más numeroso, abandonado y traicionado por
sus aliados y vasallos, estaba ahora reducido al último extremo. El
único amigo que le permanecía fiel en su infortunio era el abad de
Clairvaux, pero éste valía tanto como un ejército. “Los monjes son
malos luchadores”, decían despectivamente los amigos del rey Luis
cuando se enteraron de la simpatía de Bernardo por el conde. Se olvi­
daban de que la fuerza bruta no es siempre el factor decisivo de
la victoria; olvidaban que la suerte de la batalla fue en cierta ocasión
decidida por la oración de un profeta (Ex 17). El santo hizo lo que
pudo para consolar a Teobaldo, diciéndole que Dios, “que castiga
a los que ama” (Prv 3, 2), permitía que le ocurriesen estas calamidades
para probarle y para que adquiriese un mérito mayor; que la cruz
es siempre signo de salvación y la prueba más verdadera de la nobleza

470
SAN BERNARDO

del hombre: David fue salvado por la adversidad, pero Salomón se


perdió por falta de ella; y Job parecía más glorioso cuando se sentaba
pacientemente en su muladar que en su época de poderío y prospe­
ridad. Cuando el panorama se mostraba más oscuro, anunció solem­
nemente que a los cinco meses a partir de aquella fecha la guerra
habría terminado. La profecía se cumplió exactamente.
El papa Celestino quitó el principal obstáculo para la paz levan­
tando el interdicto. Luis, por su parte, devolvió a las iglesias de
París y Chalons las libertades que les había arrebatado. Incluso con­
sintió en iniciar negociaciones de paz. La primera conferencia se ce­
lebró en Corbell, presidiendo el rey en persona con Suger como con­
sejero; Bernardo y Hugo de Macón, obispo de Auxerre, represen­
taron al conde Teobaldo. Esto sólo valió para empeorar las cosas.
Algo que dijo el santo abad y que fue mal interpretado por el mo­
narca, irritó tanto al rey que abandonó bruscamente la conferencia.
El santo le escribió en la forma siguiente: “Hace mucho tiempo que
abandoné mi monasterio y mis asuntos para trabajar con celo (como
Dios sabe que he hecho) en la causa de vuestra majestad y por la
paz de vuestro reino. Pero siento decirlo, muy poco fruto o ninguno
ha premiado mis esfuerzos. Los pobres están todavía clamando a nos­
otros y pidiéndonos piedad, el reino se precipita todavía hacia su
destrucción. ¿Qué reino, preguntaréis? El reino de Francia, majestad.
Es dentro de vuestro propio reino y contra vuestro propio reino como
se cometen todos estos males. Indudablemente, veremos pronto cum­
plidas las palabras del Salvador: ‘Todo reino dividido contra sí
mismo será arrastrado a la desolación’ (Le 11, 17). Y lo que es peor:
los causantes de la división y de la desolación han nombrado jefe
de toda esta maldad a vos—el rey—a quien más bien deberían temer
como al más poderoso defensor de la paz y vengador del mal. Era
mi creencia que, tocado e iluminado por Dios, os habíais, por fin,
dado cuenta de la monstruosa impiedad de estas personas y reconocido
vuestro error y que deseabais seguir consejos más prudentes y apartar
vuestro pie de la trampa. Pero vuestra conducta en la reciente confe­
rencia ha estado a punto de conducirme a la desesperación. Vos sabéis
cuán irrazonablemente (excusadme que os lo diga) obrasteis al reti­
raros en la forma que lo hicisteis. Con ello me privasteis de la opor­
tunidad de explicarme. Si hubieseis esperado tranquilamente mi expli­
cación, quizá habríais visto que no hubo en mis palabras nada insul­
tante ni irrespetuoso para vuestra majestad, teniendo en cuenta el
estado actual de vuestro reino. Pero al sucumbir a una indignación

471
AILBE J. LUDDY

inmotivada, hicisteis que nosotros, que deseamos y buscamos vuestro


bienestar, nos sintiéramos ansiosos y no supiésemos qué hacer.
”Sin embargo, aunque defraudado, no desespero del todo. Todavía
espero que el Espíritu de Dios, que últimamente inspiró en vos una
pena saludable por vuestra pasada maldad, os traerá de nuevo a un
estado de ánimo mejor y os llevará a realizar lo que habéis empren­
dido prudentemente. Pero si persistís en vuestra negativa a escuchar
los consejos de paz, ‘Yo estoy limpio de vuestra sangre’ (Dan 13, 46).
Sin embargo, sabed esto: Dios no permitirá por más tiempo que su
Iglesia sea pisoteada por vos o por los vuestros.”
Como se puede ver, no era una carta muy conciliatoria. Sin em­
bargo, consiguió su propósito. El rey accedió a celebrar otra confe­
rencia que tuvo lugar en la abadía de San Denis, de Suger, en París,
alrededor de principios de 1144. La reina Leonor, que se oponía
enérgicamente a toda política de paz, acudió con su marido. Geofredo
de Auxerre nos dice que el día de la fiesta de San Denis (9 de octubre)
se aproximó a Bernardo en la iglesia de la abadía y le confió la secreta
tristeza de su corazón: hacía ahora nueve años que se había casado
y todavía no había ningún heredero del trono. El santo replicó: “Con­
fiando en la misericordia de Dios, os prometo que pronto seréis madre,
a condición de que ejerzáis vuestra influencia en favor de la paz.”
Leonor aceptó la condición, cooperó con el santo abad para poner
fin a la guerra, y al año siguiente dio a luz una hija. Así, la conferencia,
que se había inaugurado bajo auspicios poco favorables, constituyó
un éxito completo. El rey Luis prometió retirar sus tropas inmedia­
tamente del territorio de Teobaldo, y para expiar sus crímenes hizo
voto de que iría en peregrinación a Tierra Santa. También otorgó la
investidura al arzobispo de Bourges, Pedro de la Chatre, a quien trató
en adelante con marcado respeto. Tan sincera fue su reconciliación
con el conde de Champaña que nombró al hijo de Teobaldo para el
cargo de senescal, y más tarde (después de repudiar a Leonor) se casó
con su hija, mientras que las dos hijas que había tenido de Leonor se
casaron con dos hijos del conde.
El santo llamó también la atención del nuevo Papa por el estado
de los asuntos de York, donde Guillermo (el cual a los ojos de Ber­
nardo no era más que un intruso), bajo la protección de sus tíos, el
rey Esteban y el legado Enrique, obispo de Winchester, continuaba en
la pacífica posesión de la sede archiepiscopal. Bernardo dio. a Celestino
un breve esbozo de la controversia y le instó enérgicamente para que
ejecutara la sentencia de su predecesor, el papa Inocencio. En otra
carta a la Curia romana, escrita alrededor de la misma época, pide

472
SAN BERNARDO

a los cardenales que intervengan en el asunto. Ambas cartas demues­


tran claramente que Inocencio había decidido contra Guillermo y nin­
guna de ellas menciona la concesión que, según se supone, se dio al
último para elegir sus testigos. Así, el santo abad dice a los cardenales:
“Vosotros no ignoráis esa sentencia pronunciada por el papa Inocencio
de bendita memoria con el consentimiento general de la Curia ro­
mana anulando la elección, o más bien la intrusión de Guillermo, a
no ser que el deán del capítulo, personalmente, le absolviera mediante
juramento de las acusaciones presentadas contra él. Vosotros sabéis
igualmente que esta no fue una sentencia en justicia, sino en ejercicio
de la misericordia: porque fue otorgada a petición del propio Gui­
llermo. ¡Dios quiera que incluso una sentencia tan liviana hubiese
sido ejecutada! Pero no; el deán se negó a prestar juramento y, sin
embargo, Guillermo continúa ocupando la sede”. Celestino no tuvo la
oportunidad de arreglar la cuestión, pues murió el 8 de marzo de
1144 después de un corto pontificado de seis meses. Pero mostró la
opinión que le merecía el caso al privar al obispo de Winchester de
su puesto de legado.
El mismo año murió el hermano más joven de Bernardo, Andrés,
que desempeñaba el cargo de portero en Clairvaux. Muchos autores
le dan el título de beato. De todos los parientes del santo abad que
habían ingresado en el estado religioso, no quedaba ninguno en el
Valle de la Luz. Su padre, su tío Gaudry, sus tres hermanos, Guido,
Gerardo y Andrés habían pasado a mejor vida; Bartolomé había
sido elegido abad de La Ferté-sur-Grosne en 1124, para suceder al
abad Pedro que fue nombrado arzobispo de Tarentaise1; Nivardo
abandonó Clairvaux en 1132 para tomar posesión del cargo de maes­
tro de novicios en la abadía de Vaucelles, Bélgica, y en esta época
era superior de Buzax, en la diócesis de Nantes, y su primo Geofredo
de la Roche era obispo de Langres.

Los HEREJES DE COLONIA

Apenas se había terminado felizmente este conflicto con los go­


bernantes de Francia por la paz de San Denis, cuando el abad se

1 Todas las autoridades cistercienses identifican al abad Bartolomé de la


Ferté con el hermano de Bernardo, pero hay otros escritores, como Jobín y Va-
candard, para quienes esta identidad es muy dudosa. También difieren las opi­
niones respecto del año de la muerte de Bartolomé (el pariente del santo). Se­
gún algunos historiadores vivió hasta 1160, mientras que Manríquez, Mabi-
llón y Le Nain están de acuerdo en que murió en 1144, el mismo año que
su hermano Andrés. El Menologe de Citeaux y el Journal des Saints dan
a Bartolomé el título de santo. Su memoria es honrada el 9 de diciembre.

473
AILBE J. LUDDY

vio obligado a tomar parte en otro conflicto de un carácter muy dis­


tinto de los otros en que se había visto envuelto. Una nueva herejía,
o mejor una nueva forma de una antigua herejía de tipo variable había
hecho su aparición en las proximidades de Colonia. Era muy difícil
de combatir debido al hecho de que, antes de la iniciación en sus
misterios, todo prosélito tenía que prometer no divulgar bajo ningún
motivo sus doctrinas y observancias. Además, estos sectarios, como
los jansenistas mucho más tarde y los modernistas en nuestra época,
seguían frecuentando las iglesias católicas, recibiendo los sacramentos
y obrando externamente de acuerdo con todas las costumbres de los
fieles entre los cuales vivían. Esto hizo que su descubrimiento fuese
difícil. Sin embargo, aun con estas precauciones, no pudieron ocultarse
ni tampoco ocultar sus dogmas. Esta es la lista de los principales
errores:
I. Su secta constituía la única iglesia verdadera fuera de la cual
no había salvación.
II. No hay ninguna autoridad para las enseñanzas de Cristo o
sus apóstoles en lo que se refiere al bautismo de los niños, la vene­
ración de los santos, las oraciones por los muertos o la creencia en
el purgatorio.
III. El matrimonio es siempre ilegal, como lo es también el uso
de la carne y la prestación de juramento.
IV. Ningún pecador, es decir, ninguno fuera de su propia secta
podía recibir o administrar ningún sacramento.
V. Cada uno de los elegidos, o de las clases más elevadas, sin
distinción de sexo, recitando el Padrenuestro consagraba el Cuerpo
y la Sangre de Cristo diariamente en las comidas ordinarias.
VI. El bautismo podía ser administrado por imposición de ma­
nos tan válidamente como por el agua.
Como ellos alegaban la tradición apostólica para estas doctrinas
se llamaban a sí mismos apostólicos. Esta era en verdad tan sólo una
forma de una maligna herejía que se mostró al mismo tiempo bajo
aspectos ligeramente distintos en otras varias partes. Los petrobusianos
y enriquistas de Provenza y Languedoc, los cathari en Italia, los
ptarins y los perfectos en Alemania, los pifilis en Flandes, los tolo-
sanos, los textores, etc., etc., tenían sustancialmente el mismo credo
que los apostólicos. Todos procedían de una rama del maniqueísmo 2

2 El maniqueísmo deriva su nombre y origen de Manes, un filósofo per­


sa del siglo ni, que, después de su conversión, intentó introducir en la teolo­
gía cristiana la doctrina persa de los dos principios supremos, uno el autor del
espíritu y la luz y de todo lo que es bueno y el otro, de la materia y la os­
curidad y de todo lo que es malo. De aquí que la materia es el mal por propia

474
SAN BERNARDO

que al parecer había conservado su vitalidad en el sur de Francia


desde el mismo nacimiento del cristianismo, a pesar de los esfuerzos
de los papas y reyes y concilios, y que brotaba de vez en cuando en
formas y modalidades siempre nuevas. Los petrobusianos y los enri-
quistas derivaban sus nombres de sus jefes. Pedro de Bruys y En­
rique de Lausana. El primero, un sacerdote apóstata, fue muerto en
1140 por el populacho enfurecido de San Gilíes, Nimes, que lo
arrojó a la hoguera que Pedro había encendido para quemar las
imágenes sagradas. Enrique, su discípulo más capaz, llevado ante el
Concilio de Pisa por el arzobispo de Arlés, abjuró humildemente sus
errores y prometió la enmienda. Tanto Inocencio como Bernardo que­
daron satisfechos de la sinceridad de su arrepentimiento; el último,
compadecido, le ofreció asilo en Clairvaux. Pero cualesquiera que
hubieren sido las intenciones de Enrique en Pisa, tan pronto como
puso pie en Francia, volvió a caer bajo la influencia de su genio ma­
léfico. Después de la muerte de su maestro, continuó, con mucho celo
y no poco éxito, propagando su herejía en muchas partes, pero espe­
cialmente en Provenza, Languedoc y Gascuña. Juntamente con la
mayoría de los errores defendidos en común con los apostólicos y las
otras sectas semimaniqueas de la época, los petrobusianos o enriquis-
tas tenían otros muchos que les eran peculiares: rechazaban por com­
pleto la doctrina de la misa y la Eucaristía, consideraban supersticiosas
todas las formas de religión externas y de aquí que recomendaran
la abolición del orden clerical y de los lugares particulares de adora­
ción, negaban la autoridad del Viejo Testamento y de los padres de
la Iglesia y aceptaban solamente con reservas las inspiradas epístolas.

Carta de Eberwin

En el transcurso del año 1143 algunos apostólicos fueron arrestados


en Colonia y condenados por herejía delante de una comisión com­
puesta en parte de clérigos y en parte de laicos. Como se negaran
obstinadamente a abjurar sus doctrinas fueron arrastrados y quemados
vivos por el populacho. Ellos soportaron sus sufrimientos, no sólo con
fortaleza, sino incluso con manifestaciones de alegría. Esto impresio­
nó al pueblo y dejó perplejo al clero. Eberwin, preboste de Steinfeld,
que fue miembro de la comisión, escribió a Bernardo pidiendo expli­
cación del misterio. Su carta muestra incidentalmente el interés con

naturaleza. Esta doctrina, como la de todas las sectas arriba mencionadas, nos
revela su fuente única y explica la semejanza familiar.

475
AILBE J. LUDDY

que el mundo exterior a Clairvaux seguía las maravillosas conferen­


cias del santo sobre el Cantar de Salomón, las cuales eran llevadas
hasta los confines de la tierra tan pronto como eran pronunciadas:
“Eberwin, el humilde preboste de Steinfeld, a su reverendo señor
y padre, Bernardo, abad de Clairvaux deseándole consuelo en el Señor
y rogándole que consuele a la Iglesia de Cristo. ‘Me alegro de tus
palabras como uno que ha encontrado gran botín’ (Ps 118, 162). Sí,
pues en vuestras palabras y en todos vuestros escritos, vos ‘publicáis
la memoria de la abundancia de la dulzura de Dios’ (Ps 144, 7), espe­
cialmente en vuestros sermones sobre el Cantar de los Cantares y sobre
el mutuo amor del Esposo y la Esposa. Nosotros podemos deciros, por
consiguiente, con las palabras del principal despensero: ‘Tú has guar­
dado el buen vino hasta ahora’ (loh 2, 10). El Esposo celestial os ha
nombrado su copero para que nos déis este vino preciosísimo. Por
favor, dádnoslo sin interrupción. No os mostréis tacaños de él porque
no podréis nunca vaciar las místicas hidrias. Y no aleguéis, bien­
aventurado padre, vuestra débil salud como motivo para interrumpir
vuestra tarea, puesto que el éxito en el cumplimiento del deber depende
mucho más de la piedad que de ningún ejercicio de esfuerzo corporal.
Tampoco deberíais excusaros basándoos en vuestras múltiples ocupa­
ciones. Pues no conozco ninguna tan importante que merezca ir
delante de este trabajo que concierne vitalmente al bien común.
”Vos tenéis ahora, bienaventurado padre, que sacarnos de la quinta
hidria (loh 2, 6). De la primera hemos bebido todo lo que necesitába­
mos y con ello nos hemos vuelto sabios y fuertes contra la ciencia y
el poder de los escribas y fariseos. La segunda nos fortifica para
hacer frente a los argumentos y persecuciones de los paganos. La
tercera es una defensa contra los engaños sutiles de los sectarios. La
cuarta nos protege de los falsos cristianos. En la quinta encontra­
remos seguridad contra esos herejes cuya aparición se ha reservado
para la última época del mundo y de quienes ‘el Espíritu dice mani­
fiestamente—hablando por boca de San Pablo—que en los últimos
tiempos algunos se apartarán de la fe escuchando a los espíritus del
error y las doctrinas de los demonios, diciendo mentiras hipócritamente
y teniendo su conciencia marchita, prohibiendo casarse (y ordenando)
abstenerse de la carne que Dios ha creado para que la recibamos con
agradecimiento’ (1 Tim 4, 1-3). La sexta embriagará a los fieles y
les fortalecerá para resistir al ‘hombre del pecado’, al ‘hijo de la
perdición’, ‘cuya venida está de acuerdo con la obra de Satán con
todo el poder y con todas las señales y mintiendo maravillas y
habiendo en todo la seducción de la iniquidad’ (2 Thes 2, 9). Después

476
SAN BERNARDO

de esto no se necesitará una séptima hidria, pues entonces estaremos


embriagados con la plenitud de la casa de Dios y se nos hará ‘beber
del torrente de Su placer’ (Ps 35, 9).
"Querido padre, nos habéis dado ya a beber abundantemente todas
las cosas de la cuarta hidria que podemos necesitar: los principiantes
para ser corregidos, los adelantados para ser edificados, los perfectos
para su consumación; y mientras el mundo dure, los hombres encon­
trarán en vuestra enseñanza protección contra la tibieza y depravación
de los falsos sermones. Pero ya es hora de beber de la quinta hidria
y distribuir el vino que contiene como defensa contra estos herejes
modernos que están en todas partes y en todas las iglesias saliendo de
un pozo sin fondo como si estuviese a mano el día del Señor. El
verso del epitalamio de Cristo y su Iglesia que vais a explicar a
continuación, es decir: ‘Cogernos los zorros pequeños que destruyen
las viñas’ (Cant 2, 15) viene como anillo al dedo a este misterio de
iniquidad; os lleva a la quinta hidria. Por consiguiente, os ruego,
bienaventurado padre, que expongáis claramente las diversas doctrinas
falsas contenidas en esta herejía y, oponiéndoles los argumentos y
autoridades de nuestra fe, las refutéis y destruyáis por completo.
"Aquí, en Colonia, hemos descubierto últimamente varios herejes,
algunos de los cuales han hecho ya penitencia y se han reconciliado
con la Iglesia. Pero dos de ellos, el llamado obispo suyo y su asociado,
se nos resistieron en una asamblea pública de clérigos y laicos, estando
presentes el arzobispo y muchos nobles. Ellos defendieron su herejía
con palabras de Cristo y San Pablo. Pero viendo que no podían pre­
valecer, pidieron que se les señalara un día en que presentarían hom­
bres doctos de su propio partido, prometiendo someterse en caso de
que estos doctores fracasaran en su defensa: de lo contrario, decla­
raron, preferirían morir a renunciar a sus errores. Después de esto 3
fueron advertidos por espacio de tres días y como todavía se negaron
a desdecirse, el pueblo en un exceso de celo los arrastró, a pesar de
nosotros, y los quemó. Ahora, la cosa más maravillosa de todo fue
que estos herejes soportaron el tormento del fuego, no solamente con
firmeza, sino incluso con alegría. Sobre este punto especialmente qui­
siera oír.lo que vos tengáis que decir: cómo podéis explicaros en el
caso de estos hijos de Satán una fortaleza tan grande que a duras
penas se puede encontrar en los miembros más perfectos de la Iglesia
de Cristo.”
A continuación viene una enumeración de las doctrinas heréticas

3 El que escribe parece dar a entender que no se accedió a la petición de


celebrar una conferencia.

477
AILBE J. LUDDY

tal como las hemos expuesto anteriormente. Los apostólicos se divi­


dían en tres clases: los elegidos, los creyentes y los oyentes o cate­
cúmenos. Los oyentes, después de una instrucción y de una prueba
suficiente, ascendían a la categoría de creyente mediante la imposición
de manos y finalmente, después de una prueba ulterior, eran admitidos
a la orden de los elegidos. Estos herejes no solamente tenían sus obis­
pos, sino incluso su propio papa. En la misma carta Eberwin men­
ciona otra secta existente en Colonia que difería poco de los apostó­
licos. Dice que fueron las querellas entre las dos sectas las que hicieron
que se hiciesen públicas sus doctrinas.

El santo denuncia a los apostólicos


Y REFUTA SUS DOCTRINAS

La atención del santo abad había sido ya atraída por los hechos
de algunos de estos pequeños zorros y él no les apartaba la vista.
Parece que el santo opinaba que las enseñanzas de Abelardo, especial­
mente su desprecio a la autoridad, eran responsables de tanto daño.
Había guardado silencio hasta entonces respecto de los sectarios, pues
no le gustó nunca adelantarse sin haber tenido antes una idea clara
de que ésta era la voluntad de Dios. Consideró que esta voluntad divina
era la carta de Eberwin. En consecuencia, se puso inmediatamente al
trabajo que le habían mandado y los truenos de su poderosa elo­
cuencia empezaron a brillar por toda la cristiandad, llevando la
alegría y la esperanza a los corazones de los fieles y creando la con­
fusión y el pánico entre los enemigos de la Iglesia. El abrió la cam­
paña en su sermón 65 sobre el Cantar de los Cantares. “Hasta ahora
—dice—el cuidado de mi viña privada me ha entretenido tanto que
no me he ocupado de esa viña universal. Pero ahora me siento im­
pelido a patrocinar su causa debido a la muchedumbre de ladrones,
a la escasez de protectores y a la dificultad de su defensa. Lo que
hace difícil la tarea es el hecho que los ladrones están ocultos para
nosotros. La Iglesia ha tenido sus zorros desde los mismos comienzos,
pero hasta ahora han sido rápidamente descubiertos y cogidos. El
hereje de los tiempos primitivos hacía la guerra contra la Iglesia
abiertamente; en verdad esto era especialmente lo que le convertía
en hereje, su deseo de conseguir un triunfo público. El hereje, repito,
en los primeros tiempos atacaba a la Iglesia abiertamente y era ven­
cido. Así esta especie de zorro era fácilmente cazada. ¿Qué impor­
taba, cuando la verdad había sido reivindicada, que continuase obsti­
nadamente en la oscuridad de sú orgulloso engreimiento y cuando

478
SAN BERNARDO

encadenado y condenado a una manifiesta impotencia era arrojado


para que se marchitara solo? (loh 15, 6). Incluso así, se creía que
el zorro había sido capturado por el hecho de que la doctrina impía
había sido condenada y su impío autor obligado a beneficiar a los
demás, de allí en adelante, con el ejemplo de su caída, aunque ya no
podía producir ningún fruto por sí mismo. Pues a los tales se les da,
usando la expresión del profeta Oseas, ‘un vientre sin hijos y unos
pechos secos’ (Os 11, 14). Es decir, el error no puede florecer de
nuevo una vez que ha sido públicamente confundido. Tampoco puede
continuar propagándose la falsedad después de que ha sido denunciada.
”Pero ¿qué medios emplearemos para cazar a estos malévolos zo­
rros a quienes les gusta más injuriarnos con un fraude secreto que
vencernos con una violencia abierta, y los cuales ni siquiera se mos­
trarán, prefiriendo atacarnos cuando estamos descuidados? Hasta
ahora, el fin común de todos los herejes ha sido ganar el aplauso
humano mediante el despliegue de conocimientos superiores. Pero el
hereje de nuestra época, más malicioso y más astuto que ninguno de
los herejes anteriores, es también singular en esto: en que puede pros­
perar sobre la ruina de los demás sin buscar ninguna ventaja ulterior
para sí mismo. El seductor moderno, advertido, según creo, por la
suerte de sus predecesores, tiene cuidado de poner en práctica el
‘misterio de iniquidad’ (2 Thes 2, 7) con una nueva especie de artificio
y lo hace más libremente cuanto menos se sospecha de él... La des­
trucción reciente de las viñas nos dice inequívocamente que el zorro
ha estado ocupado en ellas. Pero la malvada bestia ha cubierto tan
inteligentemente su rastro mediante un artificio que desconozco, que
la inteligencia humana no puede descubrir fácilmente por qué punto
entró, ni por dónde salió. El daño causado es bastante manifiesto, pero
el autor no puede ser descubierto, tan astutamente se oculta a sí mismo
y oculta su maldad bajo una apariencia de afectada inocencia. Exa­
minad a uno de estos herejes en asuntos de fe y veréis que es perfec­
tamente ortodoxo. Escuchad su conversación y no le oiréis nunca
nada digno de censura. Además, prueba con sus actos la sinceridad
de sus palabras. Podéis verle dar testimonio de su fe frecuentando
iglesias, mostrando reverencia al sacerdote, ofreciendo sus donativos,
confesándose y aproximándose a la mesa sagrada. ¿Qué mayor prueba
de ortodoxia podéis requerir? Luego, en lo que respecta a su vida
y moral, no engaña a ningún hombre, no le defrauda, no le ataca. Su
rostro está pálido y marchito con un riguroso ayuno, y, lejos de comer
su pan sin trabajar, lo gana con el esfuerzo de sus manos. Entonces,
¿dónde está el zorro? Lo habíamos atrapado al parecer hace tan sólo

479
AILBE J. LUDDY

un momento y se nos ha escapado. Pero démosle caza al momento.


Esforcémonos por seguir sus huellas. Por sus frutos le conoceremos
(Mt 7, 16). Ciertamente, la destrucción de las viñas demuestra que es
un verdadero zorro. ¿Por qué le tomábamos? Mujeres abandonando
a sus maridos y maridos abandonando a sus mujeres a fin de unirse
a estos sectarios. Además, clérigos y sacerdotes, jóvenes y viejos,
habiendo abandonado sus iglesias y feligreses se les ve con frecuencia
entre ellos, codo con codo con los tejedores, machos y hembras. ¿No
es esto una espantosa destrucción de las viñas? ¿No vemos aquí la
obra de los zorros?”
El santo continúa hablando de la vida en común adoptada por los
herejes, hombres y mujeres viviendo dentro del mismo recinto. Aun
cuando ellos no fueran culpables de otro delito, este, declara, sería
suficiente para condenarles por dar escándalo público y violar la ley
natural. “¿Hemos estado desperdiciando nuestro tiempo en esta dis­
cusión? Creo que no. Pues hemos cazado al zorro descubriendo sus
tretas. Hemos desenmascarado a esos falsos católicos que están ocultos
en la Iglesia y fueron los verdaderos devastadores de la viña. ‘Los
malvados han sido cazados en sus propias trampas’ (Prv 11, 6), lo cual
no es pequeña ventaja para los justos, particularmente cuando esto
ocurre a aquellos malvados que confían más en su destreza en poner
trampas que en la violencia abierta. Pues cuando les falla la trampa,
quedan sin recursos, sin medios de ataque ni de defensa. Esto ocurre
con los herejes de que estoy hablando. Son la clase más despreciable,
sin cultura, ni educación, ni el menor coraje varonil. Pues son sólo
zorros, pero zorros pequeños. Incluso las falsas doctrinas de que se les
acusa son completamente indefendibles. Sólo son plausibles para las
ignorantes mujeres y para los aldeanos, pues estos son en su mayoría
los miembros de la secta, según me han informado. Tampoco recuerdo
haber encontrado nada nuevo entre todos sus dogmas heréticos, y son
muchísimos, pues no hay nada que no haya sido predicado hace
tiempo por los antiguos herejes y rebatido por nuestros doctores
católicos.”
En el discurso del día siguiente azota a los herejes con mayor
severidad todavía. “Aquí estoy de nuevo—empieza—para reanudar
la caza de los zorros, que, como dice el Salmista, se apartan de su
camino para devastar el viñedo (Ps 79, 13). No les basta con aban­
donar el camino recto, sino que tienen que destrozar las viñas, aña­
diendo al error el crimen de la injusticia. No les basta con ser here­
jes, tienen que ser hipócritas. Estos son los que vienen cubiertos con
piel de cordero para arrebatar las ovejas y llevarse los cameros. ¿Y

480
SAN BERNARDO

no creéis que han conseguido ambos objetos allí donde al pueblo se


ha despojado de su fe y a los sacerdotes de sus feligreses? Son ovejas
por su aspecto, zorros por su astucia, lobos por su conducta y cruel­
dad. Ellos son los que desean parecer virtuosos sin serlo y ser vi­
ciosos sin aparentarlo. Son malvados y desean ser considerados como
buenos por miedo a quedar aislados en su maldad. Tienen miedo de
ser considerados como malos, no vaya a suceder que no lo sean
bastante, pues el mal manifiesto es siempre relativamente impotente
para el daño. Es solamente la simulación de la virtud lo que puede
seducir siempre al virtuoso. Estos, por consiguiente, aunque malvados,
se esfuerzan por parecer buenos, a fin de echar a perder a los real­
mente buenos. No quieren que se sepa que son malos por miedo a
que su poder para el mal quede disminuido. La práctica de la virtud
no está en boga entre ellos, pero emplean un simulacro de virtud como
barniz del vicio. Incluso dan el honroso nombre de religión a su
impía superstición. Como ya he dicho antes, son rústicos, ignorantes,
patanes, no tienen nada que inspire respeto. Pero a pesar de todo
esto, es necesario, os lo aseguro, andar con mucho cuidado con ellos.
‘Pues ellos se inclinan mucho hacia la impiedad’, como dice el após­
tol, ‘y su lenguaje se extiende lo mismo que un cáncer’ (2 Tim 2, 16-17).
"Seguramente ellos declaran ilegítimo el matrimonio por hipocresía
y con la astucia de los zorros. Pues mientras pretenden ser movidos por
amor a la continencia, el propósito real de su doctrina es estimular y
multiplicar el pecado. Esto es tan manifiesto que no puedo concebir
cómo hay un solo cristiano que haya sido engañado. O bien los que
representan a la secta son tan brutalmente torpes que no pueden
darse cuenta de que la prohibición del matrimonio da rienda suelta
a toda clase de sensualidad, o en otro caso están tan propensos a la
iniquidad, tan llenos de diabólica malevolencia, que aceptan las con­
secuencias que prevén claramente y se deleitan con la pérdida de las
almas humanas. Elegid, entonces, una de estas alternativas: o afir­
máis que ninguna clase de inmoralidad, por horrible que sea, puede
ser un obstáculo para la salvación, o limitáis el número de predes­
tinados a los pocos que tienen fortaleza para permanecer castos. ¡ Cuán
rigurosos sois en el segundo caso! ¡Cuán liberales en el primero!
Pero el Salvador no sancionará ni el uno ni el otro. ¿Es que la depra­
vación moral va a ser coronada en el cielo? Nada podría ser más
indigno del Divino Autor de la pureza. ¿Es que toda la raza humana,
excepto algunos que son castos, va a ser condenada? Entonces Cristo
no podría ser llamado con justicia Salvador de la humanidad. La
continuidad es un raro don de los hombres. No vamos a suponer que

481
S. BERNARDO.—31
AILBE J. LUDDY

el Verbo Divino se vació de su plenitud (Phil 2, 7) a causa de una


cosecha tan pequeña en la tierra. ¿Y cómo se puede decir que todos
hemos recibido algo de esa plenitud (loh 1, 16) si sólo ha sido comu­
nicada a los castos? Los herejes no tienen respuesta para esto. Y
me parece que les será igualmente imposible defender la otra alter­
nativa. Pues si el cielo es la morada de la pureza y si la virtud no
puede tener ninguna camaradería con el vicio, lo mismo que la luz
no puede aliarse con la oscuridad, no puede haber espacio para los
no limpios en la sociedad de los salvados. Negar esto equivaldría a
contradecir al apóstol, que declara en términos inconfundibles que ‘los
que hacen estas cosas no conseguirán el reino de Dios’ (Gal 5, 21).
¿Por dónde podrá escapar ahora el astuto zorro? Si no quiere admi­
tir en el cielo más que a los castos, la inmensa mayoría de los hom­
bres quedan excluidos de la salvación; si abre el paraíso a los sen­
suales juntamente con los puros, la pureza perece...
"Como el apóstol predijo de ellos, se abstienen de la carne que
Dios ha creado para ser recibida con gracias (Tim 4, 3). En esto
también demuestran que son herejes no porque se abstienen, sino
porque su abstinencia es Ja confesión de sus doctrinas heréticas. Yo
también me abstengo a veces; pero mi abstinencia tiene por fin dar
una satisfacción y un remedio por el pecado, no es la expresión de
una superstición impía. Seguramente nosotros no censuramos a San
Pablo por castigar su cuerpo y reducirlo a servidumbre. Así, yo me
abstengo del vino porque en el vino hay lujuria, como me dice la Sa­
grada Escritura (Eph 5, 18). Me abstengo también de la carne, no
sea que fomentando indebidamente la carne, fomente al mismo tiempo
los vicios de la carne. Incluso el pan seco lo como con moderación,
porque cuando el estómago está lleno de alimento, le es a uno difícil
estar atento durante la oración; además temería el reproche del
profeta si comiera pan hasta hartarme (Ez 16, 49). Igualmente me
acostumbraré a ser parco incluso en el uso del agua fría, no sea que
el cuerpo lleno estimule los movimientos de la concupiscencia. Pero
el hereje tiene motivos muy diferentes para su abstinencia. Así tiene
horror a la leche, como a lo que se hace con ella y a todo lo que se
halla relacionado de alguna manera con la procreación. ¡Si tan sólo
renunciara a estas cosas, no porque son el fruto, sino porque son el
estímulo de la pasión, cuán loable y digna de un cristiano sería su
abstinencia!
"Pero ¿qué pretende él con esta exclusión general de toda clase
de alimentos que tengan su fuente en la concupiscencia? _La_distinción
de carnes me hace sospechar. Si me dices que sigues el consejo del

482
SAN BERNARDO

médico, no te censuraré por tener cuidado de tu salud, con tal de


que te mantengas dentro de los límites de la moderación. Si me dices
que sigues las reglas del ascetismo, es decir, que pones en práctica
el consejo de los médicos espirituales, incluso aplaudiré tu virtud.
Pero si influido por el fanatismo maniqueo proscribes las dádivas
de Dios, de forma que dices que es sucio y se debe evitar como un
mal, erigiéndote no en ingrato, sino en desvergonzado censor, lo
que Él ha creado y nos ha otorgado ‘para que lo recibamos con gra­
cias’ en ese caso, lejos de alabar tu abstinencia aborreceré tu blasfe­
mia, te consideraré como no limpio porque te atreves a atribuir su­
ciedad a las criaturas de Dios.
”Ellos se llaman a sí mismos la Iglesia de Cristo. Pero contradicen
a Aquel que ha dicho: ‘No se puede ocultar una ciudad colocada
sobre una montaña’ (Mt 5, 14). Yo les digo: ¿creéis realmente que
la piedra que fue ‘cortada de la montaña sin manos’, y que ‘se con­
virtió en una gran montaña y llenó toda la tierra’ (Dan 2, 34-35) está
encerrada dentro de vuestros pequeños escondites?... Ellos proclaman
con orgullo que son los sucesores de los apóstoles y se llaman apos­
tólicos, aunque son incapaces de presentar ninguna credencial. ‘Vos­
otros sois la luz del mundo’, dijo el Señor a sus apóstoles (Mt 5, 14);
y, por consiguiente, los colocó en un candelabro para que pudiesen
iluminar la tierra entera. Pero los apostólicos son las tinieblas del
mundo. En todo caso prefieren tener la luz debajo del celemín
(Mt 5, 15). Se niegan a proclamar abiertamente lo que creen, conten­
tándose con su secreto cuchicheo. Nosotros los católicos somos ridi­
culizados porque administramos el bautismo a los niños, porque roga­
mos por los muertos, porque solicitamos la intercesión de los santos.
Ellos, por el contrario, están llenos de impaciencia por prohibir a
Cristo entre toda clase de hombres de ambos sexos, niños y adultos,
vivos y muertos. Pues Él está prohibido a los niños debido a su
incapacidad natural y a los que han alcanzado la edad de la razón
debido a la dificultad de la continencia. Los muertos están privados
de toda ayuda de los vivos y los vivos de la asistencia de los santos.
Pero Dios no quiera que prosperen sus designios. No, el Señor no
abandonará a su pueblo, que rivaliza en número con las arenas del
mar; tampoco se conformará con salvar a un montón de herejes el
que ha redimido a todos los hombres. ‘Con Él hay una plena—no
una escasa—redención’ (Ps 129, 7). Pero ¿qué proporción existe entre
la insignificancia de estos sectarios y la inmensidad del rescate? Más
bien se privan del beneficio de la redención con su intento de ami­
norar sus frutos. ¿Qué importa que el niño no pueda hablar por

483
AILBE J. LUDDY

sí mismo, puesto que la voz de la Sangre de su Hermano—y qué


Hermano—clamó a Dios desde la tierra en su ayuda? (Gen 4, 19).
Su madre, la Iglesia, se alza también y habla por él. ¿Pero es el
niño completamente mudo? ¿No parece suspirar por ‘las fuentes del
Salvador’ (Is 12, 3) y llamar a gritos a Dios y con sus sonidos in­
articulados exclamar: ‘Señor, sufro violencia, contesta Tú por mi’
(Is 38, 14). Él ignora la ayuda de la gracia porque sufre la violencia
de la naturaleza. La miseria del inocente y la ignorancia del pequeño
y la impotencia del abandonado levantan su voz. Todos estos abo­
gados defienden la causa del niño, la sangre de su hermano, la fe
de su madre, la impotencia de su miseria y la miseria de su impo­
tencia. Y ellos le defienden ante el Padre. Ahora bien, el Padre,
siendo un padre verdadero, no puede nunca contradecir el nombre
que Él lleva.
”Que nadie me diga que el niño no tiene fe. Pues su madre, la
Iglesia, le comunica la suya, envolviéndola para él, por así decirlo,
en el sacramento de la regeneración hasta que se hace capaz de reci­
birla por el concurso positivo y formal de su inteligencia y voluntad.
¿Creéis que la fe de la Iglesia es como la del profeta ‘que cubre poco
y no puede cubrir a dos’? (Is 28, 20). No, es una capa muy com­
pleta. Pues seguramente su fe no es menor que la de la mujer de
Canaán, la cual, como sabemos, bastaba para sí misma y para su
hija. De aquí que mereciese oír: ‘Oh, mujer, grande es tu fe. Hágase
tu voluntad’ (Mt 15, 28). Tampoco se puede considerar inferior a la
fe de aquellos que condujeron al paralítico tejado abajo y consiguie­
ron para él la salud del alma y del cuerpo. ‘Y Jesús viendo la fe
de ellos—así leemos—dijo al hombre enfermo de parálisis: sé de
buen corazón, hijo, tus pecados te son perdonados’. Y luego añadió:
‘Levanta, abandona tu lecho y anda’ (Mt 9, 2-6). Cualquiera que
crea lo que aquí está expuesto no puede tener la menor dificultad
para convencerse de lo razonable que es la confianza que tiene la
Iglesia, no sólo respecto de la salvación de los niños bautizados en
su fe, sino también en lo que se refiere a la corona del martirio para
los pequeños que han sufrido la muerte por Cristo.
"Estos herejes mantienen además que no hay que temer el fuego
del purgatorio, que no existe después de la muerte, sino que toda
alma, tan pronto como se separa del cuerpo, o sube al cielo o baja
al infierno. Por consiguiente, que ellos demanden de Aquel que ha
dicho que hay un cierto pecado que ‘no será perdonado ni en este
mundo ni-en el venidero’ (Mt 12,-32): Que pregunten al Señor, repito,
por qué Él habló así, puesto que, según ellos creen, no puede haber

484
SAN BERNARDO

ningún perdón ni purgación del pecado en la otra vida. No tiene


nada de extraño que los que se niegan a reconocer a la Iglesia calum­
nien a los diversos órdenes de la misma, rechacen sus instituciones,
desprecien sus sacramentos, desobedezcan sus leyes... Dicen que nin­
gún pecador puede ser un prelado verdadero. Pero esto es evidente­
mente falso. ¡Caifas era un verdadero sacerdote supremo y, sin em­
bargo, fue un gran pecador! Pues fue él quien pronunció la sentencia
de muerte contra el Señor. Si negáis que fue un verdadero sumo
sacerdote, entonces contradecís a San Juan Evangelista, quien nos
informa que él (Caifás) realmente profetizaba en virtud de su cargo
de sumo sacerdote (loh 11, 51). Judas Iscariote fue un apóstol elegido
por el mismo Cristo. ‘¿No os he elegido a doce?—dijo el Salvador—y
uno de vosotros es un diablo’ (loh 6, 70). ¿Negáis todavía que es
posible que un pecador tenga autoridad? Entonces oíd: ‘Los escri­
bas y fariseos se han sentado en la silla de Moisés’, y en consecuencia
todos los que se nieguen a escucharles en su calidad de superiores
eclesiásticos serán considerados como culpables de desobediencia, in­
cluso contra el Señor que dio la orden: ‘Cualquier cosa que te digan,
hazla y obsérvala’ (Mt 23, 2-3). Por consiguiente, es claro que aunque
ellos sean escribas, y aunque ellos sean fariseos, y aunque ellos sean
los peores pecadores, como ‘se han sentado en la silla de Moisés’,
hemos de entender también que se aplican a su autoridad estas otras
palabras de Cristo: ‘El que os escucha me escucha y el que os des­
precia me desprecia’ (Le 10, 16).
”Otras muchas doctrinas malvadas han sido infundidas en las
mentes de ‘este pueblo necio y sin sentido’ (Dt 3, 6) por los espíritus
del error ‘que dicen mentiras hipócritamente’. Pero no es posible exa­
minarlas todas. Pues, en primer lugar, ¿quién las conoce todas?
Además, la tarea sería excesivamente laboriosa y completamente in­
necesaria. Pues en lo que respecta a los mismos sectarios, no pueden
ser convencidos con argumentos, porque no tienen capacidad para
entenderlos; no pueden ser corregidos por la autoridad, porque no
reconocen ninguna; y no pueden ser ganados con ruegos, porque están
completamente corrompidos. La experiencia ha demostrado que pre­
fieren morir a renunciar a sus errores. Ha ocurrido que los fieles, des­
pués de haberles detenido, los han llevado ante los jueces. Al pre­
guntárseles por sus creencias, han negado al principio todos los
errores de que eran acusados ; pero cuando no pudieron por más
tiempo disimular la verdad, empezaron a morderse la lengua, como
dice el refrán, y con la osadía más miserable hicieron gala, más bien
que confesaron, de sus doctrinas impías, estando dispuestos incluso a

485
AILBE J. LUDDY

sufrir la muerte antes que abjurarlas. Y tampoco los que los detuvieron
se hallaban menos dispuestos a infligir la muerte. La multitud se aba­
lanzó sobre ellos y dio a los herejes nuevos mártires de su perfidia.
Apruebo su celo, pero no puedo alabar su acción. Pues los incré­
dulos no pueden ser obligados por la fuerza a aceptar la fe, sino que
tienen que ser ganados con razonamientos. Sin embargo, es sin duda
alguna mejor que sean frenados por la fuerza de la autoridad legal
que autorizados a imbuir en la mente de los demás sus dogmas heré­
ticos. Pues el príncipe es ‘el ministro de Dios, el vengador que ejecuta
la cólera sobre aquel que hace el mal’ (Rom 13, 4).
"Algunos de los fieles han quedado asombrados al ver a estos
herejes ir a la muerte con alegría y alborozo. Pero su asombro mues­
tra evidentemente que no se dan suficiente cuenta de lo grande que
es el poder de Satanás tanto sobre las mentes y corazones como sobre
los cuerpos de los que se han entregado a él. ¿No es una cosa más
extraña que un hombre atente contra su vida que no que se someta
voluntariamente a' la violencia de los demás? Y, sin embargo, el
demonio puede conseguir que muchos hombres hagan esto. Pues he­
mos oído frecuentemente hablar de personas que por sugestión del
demonio se ahogaron o se ahorcaron. No hay, por consiguiente, nin­
guna comparación entre la fortaleza de los santos mártires y la obs­
tinación mostrada por estos herejes. En el caso de los primeros, su
desprecio de la muerte era un efecto de su piedad; en los últimos,
procedía de la dureza de su corazón. El sufrimiento era el mismo para
todos, pero la disposición variaba ampliamente” 4.
Durante este año de 1144 el santo abad recibió un regalo de una
clase que él podría apreciar plenamente. Era una gran reliquia de
la Cruz verdadera enviada por el patriarca de Jerusalén, el cual pe­
día a cambio una colonia de monjes: ya tenía alojamiento para ellos
en el patriarcado. Sin embargo, Bernardo consideró que la posición
de los cristianos en Palestina era demasiado insegura para fundar un
monasterio entre ellos. Había más necesidad en aquella región de
soldados, dijo, que de monjes. Por sugestión suya el emplazamiento
que le habían ofrecido fue entregado a los premonstratenses.

4 San Agustín explica de la misma manera la diferencia entre la fortale­


za mostrada por los mártires cristianos y la de los incrédulos: “La constan­
cia de los paganos proviene del orgullo, la de los cristianos de la caridad”
(Contra Julián, I, 1); “no es el sufrimiento, sino la causa lo que hace al már­
tir” (Iñ Sai. LXXXIV). Y de los que murieron por error dice: “Elfos corrie­
ron bien, pero fuera de Ja pista, Bene cucurrerunt sed extra viam.” La misma
explicación es dada por el segundo Concilio de Orange, can. 17.

486
CAPITULO XXXI

MAESTRO DEL PUEBLO ROMANO

Eugenio III: cartas de Bernardo


a él y a la Curia romana

El papa Lucio II, que sucedió a Celestino el 12 de marzo de 1144,


murió el 15 de febrero del año siguiente de efectos, según parece, de
la lapidación de que fue objeto en un motín unos días antes. El mismo
día los cardenales se reunieron en cónclave. Unánimemente eligieron
como Papa al humilde Bernardo de Pisa, a la sazón abad del mo­
nasterio de San Vicente y San Anastasio \ fuera de Roma, entregado
a los cistercienses en 1140 por Inocencio II. El nuevo Papa fue entro­
nizado sin demora y con poca pompa o ceremonia, después de lo
cual él y sus electores tuvieron que huir de la ciudad para escapar a
la violencia del populacho. Roma era entonces un fermento de exci­
tación política. Durante muchos años el pueblo se había esforzado
por arrancar el poder temporal de manos del Papa y por restablecer
la República romana, gobernada por el Senado y el pueblo, Senatus
Populusque Romanus. Inocencio II sucumbió a sus demandas por lo
que afectaba a la institución de un Senado; pero Lucio, viendo que

1 Más conocido por el nombre de “San Pablo de las Tres Fuentes” o sen­
cillamente “Tres Fuentes”. Se erigía en el lugar consagrado por el martirio
del gran apóstol cuya cabeza, según la tradición, dio tres saltos cuando la se­
pararon del cuerpo, surgiendo una fuente milagrosa para señalar los diferen­
tes lugares donde se posó. Los cistercienses están todavía en posesión de este
terreno sagrado.

487
AILBE J. LUDDY

este organismo había usurpado prácticamente todas las funciones del


gobierno civil, declaró que estaba disuelto. Esta acción temeraria le
costó la vida. El pueblo se rebeló contra él y eligió a Jordán de Leone
(hermano del antipapa Anacleto) como senador o presidente, el cual
tomó posesión de la administración temporal. El Pontífice se esforzó
por recuperar sus derechos por Ja fuerza de las armas, pero fue derro­
tado y fue después de la derrota de sus tropas cuando recibió las
heridas a consecuencia de las cuales sucumbió. Había fundado
temor de que el partido republicano trataría de obligar al nuevo
Papa, si caía en sus manos, a renunciar a su soberanía temporal y a
reconocer la de los representantes del pueblo. De aquí la prisa y el
secreto con que se hizo la elección y el entronizamiento. El Papa cis-
terciense tomó el nombre de Eugenio III. Recibió la consagración
episcopal en el monasterio de Farfa, a cierta distancia fuera de Roma.
De aquí se retiró a Viterbo, adonde fueron a presentarle sus respetos
los representantes de varios gobiernos cristianos. Mientras tanto, el
populacho romano se vengó volviendo a establecer la República.
Bernardo recibió al mismo tiempo la noticia de la inesperada
muerte del papa Lucio y de la elección de su discípulp. La noticia
llenó su alma de contradictorias emociones, en las que se mezclaban el
temor y la alegría. Describe sus sentimientos en dos cartas dirigidas,
una a Eugenio y la otra a la Curia. La primera es una de las más
bellas que jamás compusiera: “A su amadísimo padre y señor, Eu­
genio, por la gracia de Dios soberano Pontífice, Bernardo, llamado
abad de Clairvaux, presenta sus humildes respetos.
”Las noticias de las grandes cosas que el Señor ha hecho por
vos ‘se han oído en nuestra patria’ (Cant 2, 12) y se han comentado
en todas partes. Pero no he escrito hasta ahora porque he estado
considerando el asunto en silenciosa meditación. Esperaba, lo con­
fieso, recibir carta vuestra y ser así ‘prevenido con las bendiciones
de la dulzura’ (Ps 20, 4). Esperaba la llegada de un fiel mensajero
enviado por vos que me contara todo debidamente: lo que se ha
hecho, por qué medios y de qué modo. Deseaba ver si por casua­
lidad alguno de mis hijos se preocuparía de suavizar la tristeza de
su padre y decirle: ‘José, tu hijo vive y ahora gobierna toda la tierra
de Egipto’ (Gen 45, 26). De forma que si aun ahora estoy escribiendo,
no lo hago voluntariamente, sino por necesidad, obligado por las sú­
plicas de mis amigos, a quienes no puedo negar ningún servicio que
yo pueda hacerles durante el corto tiempo que me queda de vida.
Pues ahora ‘mis días se han acortado y sólo me queda la tumba’
(lob 17, 1). Sin embargo, ‘viendo que ya he empezado, hablaré a mi
Señor’ (Gen 18, 27). Ya no pretendo llamaros hijo mío, porque el hijo

488
SAN BERNARDO

se ha convertido en padre y el padre en hijo. ‘El que vino detrás de


mí, ese mismo es preferido a mí’ (loh 1, 27). Sin embargo, no os
envidio, porque lo que me faltaba lo poseo ahora en vos, que no
solamente vinisteis detrás de mí, sino también a través de mí. Pues
si me permitís decirlo, en cierto modo ‘os he engendrado por medio
del Evangelio’ (1 Cor 4, 15). ‘¿Cuál, por consiguiente, es mi esperanza,
o mi alegría, o mi corona de gloria? ¿No estás delante de Dios?’
(1 Thes 2, 19). Pues está escrito: ‘Un hijo sabio es la gloria de su
padre’ (Prv 10, 1). Sin embargo, ya no seréis llamado hijo; en adelante
‘seréis llamado por un nuevo nombre que la boca del Señor ha nom­
brado’ (Is 62, 2). ‘Este es el cambio de la mano derecha del Altísimo’
y muchos se alegrarán de ello (Ps 76, 11). Pues del mismo modo que
antiguamente Abram fue cambiado en Abraham y Jacob en Israel y,
por presentaros algunos ejemplos de vuestros predecesores apostólicos,
lo mismo que Simón fue cambiado en Cephas y Sanio en Pablo, de
la misma manera mi hijo Bernardo se convierte en mi padre Eugenio
en virtud de lo que espero que sea una transformación alegre y pro­
vechosa. ‘Este es el dedo de Dios’ (Ex 8, 19): ‘Quien sacó a los
pobres del polvo y levantó a los necesitados del calabozo para que
puedan sentarse con los príncipes y ocupar el trono de gloria’
(1 Sam 2, 8; Ps 112, 7-8).
”Ahora sólo queda que, después de este cambio vuestro, la que
ha sido confiada a vuestro cuidado, me refiero a la Iglesia, la Es­
posa de Cristo, se cambie para mejor, de forma que no se le llame
por más tiempo Sarai, sino Sara (Gen 17, 15). Si vos sois en verdad
‘el amigo del Esposo’ (loh 3, 29) tendréis cuidado de no llamar a su
amada ‘mi Señora’, es decir, Sarai, sino simplemente ‘Señora’, es decir,
Sara. Pues no tenéis que mirarla en modo alguno como vuestra, aun­
que, si fuera necesario, estuvierais dispuestos a ofrendar vuestra vida
por ella. Si habéis sido en verdad enviado por Cristo, debéis considerar
que no habéis venido a ser servido, sino a administrar (Mt 20, 28) y
a administrar, no solamente vuestra sustancia, sino incluso vuestra
vida, como ya he dicho. El verdadero sucesor de Pablo dirá con Pa­
blo: ‘No es que vayamos a ejercer nuestro dominio sobre vuestra fe,
sino que somos los que ayudamos a vuestra alegría’ (2 Cor 1, 23).
Y el heredero de Pedro escuchará la voz de Pedro cuando dice: ‘Tam­
poco imponiéndola sobre el clero, sino haciendo de ella un modelo para
el rebaño’ (1 Pet 5, 3). Así, la Esposa, no siendo ya una doncella
esclava sino libre y muy bella, será por fin admitida, gracias a vos,
a los codiciados abrazos de su bellísimo Esposo. Pero si vos también,
que aprendisteis hace tiempo a no admitir ninguna propiedad ni si­
quiera la de vuestro propio ser (Regla Santa, c. XXXIII)—por no

489
AILBE J. LUDDY

hablar de los bienes externos—si vos también (lo cual Dios no quiera)
empezaréis a buscar en la herencia de Cristo las cosas que son vues­
tras (Phil 2, 21), entonces, ¿en quién podría la Iglesia confiar para
obtener la libertad que tan justamente se le debe?
”Pues teniendo ella más confianza que la que ha colocado, al
parecer, en cualquiera de vuestros predecesores durante largo tiempo,
la Iglesia universal de los santos, pero especialmente esa Iglesia que
os llevó en su vientre y amamantó a sus pechos, se regocija justamente
por vuestra elevación al papado y glorifica por ello a Dios. ¿Y no he
de regocijarme yo? ¿No seré yo uno de los que se han alegrado de
vuestro ascenso? En verdad me ha alegrado (lo confieso), pero no sin
inquietud. Me he regocijado, pero en el mismo momento de mi rego­
cijo ‘me han acometido el temor y el temblor’ (Ps 54, 6). Pues aunque
he perdido el nombre de padre con relación a vos, no he perdido ni
el temor ni la ansiedad de un padre. Considero la eminencia a que
habéis sido elevado, pero tengo miedo de una caída. Elevo mi mirada
a la cima de vuestra dignidad y luego la hago descender al abismo
que se abre debajo. Pienso en la sublimidad del honor que habéis al­
canzado, y el peligro que os acecha me llena de alarma. Pues está
escrito: ‘El hombre cuando estaba en un puesto de honor no com­
prendía’ (Ps 48, 21), que según creo significa no que la incapacidad
de un hombre para entender se halla sincronizada con el hecho de ser
honrado, sino que la primera era en verdad el efecto del último.
”Vos elegisteis realmente ser un hombre abyecto en la casa de Dios
(Ps 83, 11) y sentaros en el lugar más bajo en el festín de boda; pero
ello le ha agrado al que os invitó a decir: ‘Amigo, sube más alto’
(Le 14, 10). En consecuencia, vos habéis subido al pináculo del honor.
Sin embargo, ‘no seas presuntuoso y teme’ (Rom 11, 20), no sea que
quizá, en caso contrario, seas obligado a lanzar muy tarde ese grito
digno de lástima del profeta: ‘Porque Tu cólera e indignación me
han elevado, Tú me has hundido’ (Ps 101, 11). Vos habéis alcanzado
un puesto más elevado, en verdad, pero no más seguro; un puesto
más sublime, pero no más fijo. Terrible, indudablemente, ‘terrible es
este puesto’ (Gen 28, 17). ‘El lugar en que te encuentras es un lugar
sagrado’ (Ex 3, 5). Pues es el puesto de Pedro, el puesto del Príncipe
de los apóstoles, ‘el puesto en que se han posado sus pies’ (Ps 131, 7).
Es el puesto de aquel a quien el Señor ‘ha hecho amo de su casa y
gobernante de todas sus posesiones’ (Ps 104, 21) y sus huesos están
enterrados en el mismo lugar para dar testimonio contra vos, en caso
de que os apartéis del camino del Señor.”
Luego se nos informa de quiénes eran aquellos amigos que le

490
SAN BERNARDO

habían rogado que escribiera esta carta: son los contrarios del arzo­
bispo de York, y en particular el arzobispo Teobaldo de Canterbury,
que no se llevaba muy bien con Guillermo, y su tío, el obispo de
Winchester.
“Permitidme explicaros el motivo de que os escriba antes de tiempo.
El obispo de Winchester y el arzobispo de York no se llevan bien con
el arzobispo de Canterbury, sino que son más bien contrarios suyos:
pues hay entre ellos una antigua querella debido al oficio de legado.
Pero ¿quién es él y quiénes son ellos? ¿No es el arzobispo de York
el hombre a quien en vuestra presencia cuando erais todavía uno de
los nuestros, vuestros hermanos ‘se le opusieron cara a cara, porque
tenía que ser censurado?’ (Gal 2, 11). ‘Pero él confió en la abundancia
de sus riquezas y prevaleció en su vanidad’ (Ps 51, 9). Sin embargo,
no hay duda de que ‘él entró, no por la puerta en el redil, sino que
trepó por otro lado’ (loh 10, 1). Si hubiera sido el pastor, debería ser
amado; pero si no fue nada peor que un mercenario, podría ser
soportado. Pero tal como se presenta el caso, tiene que ser repelido
como ladrón y estafador. ¿Qué diré del obispo de Winchester? ‘Las
obras que hace dan testimonio de él’ (loh 5, 36). El arzobispo de
Canterbury, por el contrario, es un hombre religioso de carácter in­
tachable, a pesar de que estos se oponen tanto a él. En su nombre
suplico que se le haga justicia. En cuanto a sus enemigos, que la
iniquidad caiga sobre sus cabezas. Tan pronto como se presente la
oportunidad, ‘de acuerdo con las obras de sus manos, acércate a
ellos’ (Ps 27, 4) y ‘hazles saber que hay un profeta en Israel’ (2 Reg 5, 8).
” ¡ Quién me concederá ver antes de morir a la iglesia de Dios tal
como era en los días de su prístino fervor, cuando los apóstoles solían
echar las redes para pescar no oro o plata, sino almas inmortales!
¡Cómo desearía veros heredar la voz, como habéis heredado el puesto
y el poder, del que dijo al tentador: ‘Guárdate tu dinero a fin de
que perezca contigo’! (Act 8, 20). ¡Oh, voz del poder y de la mag­
nificencia (Ps 28, 4), ‘voz del trueno’ (Ps 66, 19), ante cuyo terror
‘todos los que odian a Sión serán confundidos y rechazados’ (Ps 128, 4)!
Esta voz es la que vuestra madre—la Orden cisterciense—espera an­
siosamente oír de vuestros labios, esta es la voz por la que los hijos
de vuestra madre, ‘tanto pequeños como grandes’ (Ps 113, 13), están
rogando y anhelando, de forma que ‘toda planta que no haya plan­
tado el Padre celestial sea arrancada’ (Mt 15, 13) y por vuestras manos.
Pues vos habéis sido ‘colocado sobre las naciones y los reinos para
esto: para desarraigar, y derribar, y marchitar, y destruir, y construir y
plantar’ (1er 1, 10). Muchos, al oír la noticia de vuestra elección se

491
AILBE J. LUDDY

han dicho: ‘Ahora el hacha se dirige a la raíz de los árboles’


(Mt 3, 10). Muchos más han murmurado dentro de sus corazones:
‘Las flores han aparecido en nuestra tierra, ha llegado el momento de
podar’ (Cant 3, 12).
”Por consiguiente, ‘tened ánimo y ser valiente’ (Dt 31, 23). Defen­
ded con constancia de ánimo y energía de espíritu la reclamación de
la parte que el Padre Omnipotente ‘os ha dado más que a vuestros
hermanos y que Él arrebató de manos del amorrita con su espada
y arco’ (Gen 48, 22). Sin embargo, en todas vuestras obras y deci­
siones recordad que no sois más que un hombre y mantened siempre
delante de vuestros ojos el temor de Aquel ‘que arrebata el espíritu
de los príncipes’ (Ps 75, 13). ¡Cuántos pontífices romanos no habéis
visto con vuestros ojos llevados al otro mundo en el espacio de unos
pocos años! Por consiguiente, que la suerte de vuestros predecesores
os recuerde vuestra inevitable y rápida destrucción y que la corta du­
ración de sus pontificados sea una advertencia para vos de que vuestro
reinado será también corto. Y entre las seducciones de esta gloria
fugaz, no perdáis nunca de vista vuestro último fin por medio de la
meditación constante, porque seguiréis seguramente a la tumba a
aquellos a quienes habéis sucedido en poder y dignidad.”
Estos consejos fueron seguidos fielmente por el Pontífice. Nunca se
olvidó de los intereses de su alma en medio de los variados deberes de
su cargo, y fue tan humilde y se mortificó tanto en la cima del honor
como cuando cuidaba de la estufa de Clairvaux.
A los miembros de la Curia romana les escribió el santo: “Ojalá
que Dios os perdone lo que habéis hecho. ¡ Habéis vuelto a traer entre
los vivos a un hombre que estaba muerto y enterrado! ¡ A un hombre
que había huido de los cuidados del mundo y de las multitudes lo
habéis vuelto a colmar de cuidado y a rodear de multitudes! Habéis
hecho lo último primero, y, ¡ay!, el último estado de ese hombre es
más peligroso que el primero (Mt 12, 45). Habéis hecho vivir de nuevo
para el mundo a uno que estaba crucificado para el mundo y habéis
elegido para señor de todos al que había decidido ser un hombre
abyecto en la casa de Dios (Ps 83, 11). ¿Por qué habéis ‘confundido
el designio del pobre’? (Ps 13, 6) ¿Por qué motivo habéis frustrado
la intención del necesitado y del contrito de corazón? Él caminaba
bien: ¿por qué os ha parecido bien cerrar sus caminos, obstaculizar
sus senderos y trabar sus pies? Como si él hubiese bajado de Jeru-
salén en lugar de subir de Jericó2, de esta manera ha caído entre

2 El descenso de Jerusalén (la ciudad de Dios y la “Visión de la Paz”)


a Jericó (que significa luna), ejemplo de inconstancia e imperfección; se empleó
por los padres para simbolizar la decadencia del fervor religioso y que el ca-

492
SAN BERNARDO

los ladrones (Le 10, 30). Y el que se había liberado enérgicamente


de las poderosas garras del demonio, de las seducciones de la carne y
de la gloria del mundo, ¿no ha podido escapar de vuestras manos? ¿Es
que abandonó Pisa a fin de conquistar Roma? ¿Es posible que quien
consideró el puesto de deán en una diócesis particular como una
carga demasiado pesada estuviera dispuesto a encargarse del gobierno
de la Iglesia universal?
”Por consiguiente, ¿por qué habiduría o por qué consejero fuisteis
influidos cuando, después de la muerte del último Pontífice, os aba­
lanzasteis sobre un sencillo patán, pusisteis vuestras manos violentas
sobre uno que había decidido llevar una vida oculta y, después de
arrancar de sus puños crispados el hacha, el pico y la azada, le
arrastrasteis por fuerza a palacio, le colocasteis sobre el trono, le ves­
tísteis de púrpura e hilo fino y le ceñisteis a la cintura la espada a fin
de que pudiese ‘vengarse de las naciones, castigar a los pueblos, ahe­
rrojar a sus reyes con grillos y a sus nobles con esposas de hierro’?
(Ps 149, 7-8). ¿‘Es que no hay entre vosotros un solo hombre pru­
dente’ (1 Cor 6, 5), de experiencia, a quien podríais haber elegido
más adecuadamente para tal dignidad? Parece en verdad ridículo que
un pobre monje miserablemente vestido haya sido elegido para presi­
dir a príncipes, gobernar a obispos y disponer de imperios y reinos.
Pero ¿debemos llamar a esto ridículo, o debemos decir más bien que
es milagroso? Por mi parte, estoy seguro de que ha sido obra de Dios,
‘quien es el único que hace grandes maravillas’ (Ps 135, 4). Especial­
mente me han informado numerosas personas que consideran la elec­
ción como puramente providencial. Tampoco he olvidado los antiguos
juicios del Señor y los numerosos ejemplos registrados en la Sagrada
Escritura de hombres que se han elevado por la voluntad de Dios
desde una situación oscura a gobernar al pueblo elegido.
”Sin embargo, estoy muy lejos de sentirme seguro de él, pues ‘este
hijo mío es joven y delicado’ (1 Par 22, 5) y extremadamente tímido,
más acostumbrado al reposo tranquilo y contemplativo que al manejo
de los asuntos públicos. De aquí que sea de temer que no muestre
suficiente firmeza en el cumplimiento de sus deberes pontificales.
¿Cuáles creéis que son ahora los sentimientos del Papa, que se ve
arrancado de las secretas delicias de la contemplación espiritual y de
la agradable soledad del corazón—lo mismo que un niño arrancado
repentinamente del pecho de su madre—y arrastrado a la vista del
público y conducido a ocupaciones desagradables y que no le son fa­

mino estaba sitiado por ladrones y asesinos espirituales ; mientras que el paso
de Jericó a Jerusalén, del pecado o de la tibieza a santificar Ja vida, era
considerado bastante difícil, pero relativamente libre de peligro.

493
AILBE J. LUDDY

miliares, como un cordero al matadero? A menos ‘que el Señor ponga


su mano debajo de él’ (Ps 36, 24), caerá inevitablemente y será aplas­
tado debajo de este nuevo y excesivo peso, que resultaría temible
para los hombros de un gigante, como dice el refrán, e incluso para
los hombros angélicos. Sin embargo, como ya le ha sido impuesta esta
carga, e impuesta por el Señor, a vosotros os corresponde, queridísi­
mos y reverendísimos padres, ayudarle con vuestro celo y fiel servicio
en el puesto a que, por medio de vosotros, ha sido elevado. Por con­
siguiente, ‘si hay algún consuelo en vosotros, si tenéis algún alivio
de caridad en el Señor, si tenéis algo de conmiseración’ (Phil, 2, 1)
ayudadle y cooperar con él en el trabajo que se le ha dado. ‘Cuantas
cosas haya verdaderas, modestas, justas, santas, bellas, bien considera­
das’ (Phil 4, 8) recordádselas, exhortadle a estas cosas, dadle ejemplo
de estas cosas ‘y que el Dios de la paz sea con vosotros’ (2 Cor 13, 11).”

El santo se opone a Arnoldo de Brescia

Tenemos que dar cuenta aquí de una figura siniestra, que ya se ha


cruzado en nuestro camino, el famoso Arnoldo de Brescia. Nacido
hacia fines del siglo xi, de padres nobles, en la ciudad lombarda aso­
ciada a su nombre apareció en París alrededor de 1115 entre los
estudiantes de Abelardo. La naturaleza había derramado abundante­
mente sobre él sus mejores dones. Poseía una noble inteligencia, un
celo y una energía de carácter maravillosos, una elocuencia poco co­
mún y un encanto irresistible en sus modales. Considerando solamente
sus dotes naturales, dudamos que hubiera otro hombre en aquella
época que se aproximara tanto a Bernardo de Clairvaux como Arnoldo
de Brescia. Sus ideales religiosos y sociales también tenían mucho
en común; ambos eran reformadores, aunque diferían ampliamente
en cuanto a los métodos y a los medios. Al regresar de Francia, Ar­
noldo ingresó en el monasterio de canónigos regulares de su ciudad
nativa y edificó a la comunidad por la austeridad y por las eminentes
virtudes de su vida. Fue elegido superior de su convento siendo todavía
muy joven. Durante algún tiempo todo fue bien. Luego surgió una
querella entre el obispo y las autoridades municipales, en la cual el
elocuente prior de los canónigos regulares defendió la causa de las
últimas. Durante la controversia, empezó a predicar la doctrina de que
los obispos, clérigos y monjes, tanto como comunidades como indivi­
duos, tenían prohibido-por la ley divina poseer-bienes; Pero no se
contentó con teorizar. Aprovechándose de la ausencia del obispo, se

494
SAN BERNARDO

hizo responsable de la confiscación de los bienes de la sede. Por esto


fue sentenciado por el Concilio Lateranense de 1139 a destierro de
Italia y a silencio perpetuo. Tomó de nuevo el camino de Francia y
al año siguiente acudió al Concilio de Sens para presenciar la esperada
victoria de Abelardo sobre el abad de Clairvaux. El discípulo siguió
la fatídica suerte de su maestro, pues la bula de Inocencio conde­
nando a Abelardo a prisión perpetua imponía la misma pena al des­
graciado prior. Después de pasar una corta temporada recluido, Amol­
do empezó a dar conferencias públicas en París sobre temas morales y
políticos, sin hacer caso de la sentencia dictada contra él por el Con­
cilio de Letrán. Sus discípulos eran pocos y estaban tan necesitados
que tenían que sostenerse pidiendo. En sus conferencias expresaba
plenamente sus ideas sobre la reforma social y religiosa, atribuyendo
todos los males de la Iglesia a la escandalosa riqueza de los obispos
y monasterios, riqueza que, en su opinión, pertenecía legítimamente a
los hombres laicos. Estas peligrosas doctrinas no podían pasar inadver­
tidas. Bernardo estaba bien informado de los fines y antecedentes
del nuevo profesor—en una carta a Inocencio le llama escudero de
Abelardo—y por este motivo le sometió a estrecha vigilancia. Cuando
pareció que las enseñanzas de Amoldo iban a ser perjudiciales, una
carta del santo al rey Luis produjo su expulsión de Francia.
Expulsado de Francia y estándole prohibido el regreso a Italia,
el reformador buscó refugio en Suiza, donde Hermann, obispo de
Constanza, desconociendo sus antecedentes, le permitió predicar. Ber­
nardo, al enterarse de que todavía se dedicaba a hacer propaganda
anticlerical, dirigió la siguiente carta al obispo Hermann: ‘Si el amo
de la casa supiese a qué hora iba a venir el ladrón, vigilaría sin duda
alguna y no consentiría que su casa fuese allanada’ (Mt 24, 43). ¿Sa­
béis que el ladrón ya ha llegado de noche y entrado no en vuestra
casa, sjno en la casa del Señor, de la cual fuisteis nombrado guardián?
A duras penas puedo creer que vos lo ignoréis; que no os hayáis
enterado todavía de un hecho que ha llegado hasta Clairvaux. No es
sorprendente que no pudieseis ver la llegada nocturna del ladrón ni
adivinar la hora de su entrada. Pero sí sería en verdad muy sorpren­
dente que, cogiéndole en su malvado trabajo, no lo reconocierais, no
lo apresarais y no le impidieseis llevarse los objetos más preciosos
confiados a vuestra custodia, las almas de vuestro rebaño, almas se­
ñaladas con la imagen del mismo Dios y compradas con la Sangre del
Salvador. Hablo de Amoldo de Brescia. ¡Dios quisiera que su fe
fuese tan ortodoxa como austera en su vida! Es un hombre que ni
come ni bebe, como el diablo; solamente tiene hambre y sed de la

495
AILBE J. LUDDY

sangre de las almas. Pertenece al número de los que dice el apóstol


que teniendo ‘la apariencia de santidad, niegan el poder de la misma’
(2 Tim 3, 5): y el Señor, que ellos ‘llegan vestidos de corderos, pero
en el interior son lobos rabiosos’ (Mt 7, 15). En todas las partes en
que este hombre ha estado hasta ahora ha dejado tras sí tales re­
cuerdos de maldad que no se atreve a presentarse por segunda vez en
el mismo lugar. Empezó excitando al motín en su ciudad natal, siendo
denunciado a Roma por cismático y desterrado de Italia, prometiendo
bajo juramento no regresar sin permiso del Papa. Un delito semejante
produjo su expulsión de Francia. Habiendo sido repudiado por Pedro
el apóstol, fraternizó con Pedro Abelardo, cuyos errores, ya condena­
dos por la Iglesia, defendió sin excepción de un modo celoso y
obstinado.
” ‘A pesar de todo esto, no se ha disipado su cólera, sino que su
mano se extiende todavía’ (Is 5, 25). Pues aunque es ‘un vagabundo
y un fugitivo en la tierra’ (Gen 4, 14), intenta hacer entre los extran­
jeros lo que ya no puede hacer en su patria, y ‘como un león ru­
giente anda por ahí viendo a quién puede devorar’ (1 Peí 5, 8). Y
ahora, según me han informado, está obrando en vuestra diócesis la
iniquidad y devorando a vuestro pueblo como pan (Ps 13, 4). Es uno
de esos de quienes se dice: ‘Su boca está llena de maldiciones y amar­
gura, sus pies son rápidos para la sangre, la destrucción y la des­
gracia son sus métodos y no han conocido nunca el camino de la
paz’ (Ps 13, 3). Por esto Amoldo es un enemigo de la cruz de Cristo
(Phil 3, 18), un semillero de discordia entre hermanos, un perturbador
de la paz, un destructor de la unidad, un arquitecto del cisma, cuyas
‘palabras son más suaves que el aceite, pero son dardos’ (Ps 54, 22). De
aquí que esté acostumbrado a congraciarse con los ricos y poderosos
por la blandura de su discurso y su simulación de la virtud, de acuerdo
con lo que está escrito: ‘Él se sienta emboscado con los ricos en luga­
res privados para poder matar a los inocentes’ (Ps 9, 29). Pero tan
pronto como ha ganado su buena voluntad y su amistad, le veréis
atacando abiertamente al clero al frente de una turbamulta armada,
rebelándose contra los obispos y persiguiendo a los eclesiásticos de
todo grado. Sabiendo esto, creo que su camino mejor y más pru­
dente en estas circunstancias sería seguir el consejo del apóstol y ‘ale­
jar al malo de entre vosotros’ (1 Cor 5, 13), aunque el verdadero amigo
del Esposo antes pondría coto al autor de la iniquidad que lo expul­
saría, por miedo a que, expulsado de un sitio, vaya a hacer más daño
a otra parte. El Papa, en verdad, ha dado orden de-que le detengan.
Y si la Escritura nos exhorta a ‘coger los pequeños zorros que es­

496
SAN BERNARDO

tropean las viñas’ (Can 2, 15), ¿cuánto más no deberíamos esforzarnos


para impedir que este robusto y rabioso lobo penetre en el rebaño
de Cristo para herir y matar a las ovejas?”
Esta terrible carta trajo como consecuencia que una vez más fuese
expulsado Amoldo. Se dirigió a Bohemia, donde recibió la hospita­
lidad del legado papal, Guido. Bernardo descubrió su retiro e informó
al legado de su fama, diciéndole en qué forma este espíritu turbulento
había sido desterrado de Italia, Alemania y Francia. El santo sólo
podía entender el favor mostrado por el representante del Papa ba­
sándose en una de estas hipótesis: o bien Guido no conocía los ante­
cedentes de su huésped, o bien esperaba conseguir su conversión. Si
era esto último le deseaba éxito: “ ¡ Oh, cuán alegremente recibirá la
madre Iglesia de vuestras manos como un ‘vaso de honor’ a aquel a
quien ella durante largo tiempo ha soportado como ‘un vaso de des­
honor’! (2 Tim 2, 20) Es ciertamente justo hacer este intento; sin
embargo, una persona prudente no sobrepasaría los límites estableci­
dos por el apóstol: ‘Evita al hombre que es hereje después de la
primera y segunda advertencia’ (Tim 2, 10).”
¿Por qué esta implacable persecución, esta caza sin remordimiento,
de Amoldo de país en país? Era porque Bernardo se daba cuenta
del especial peligro de las enseñanzas del reformador y de su capa­
cidad y decisión para llevar a la práctica sus enseñanzas. Previo las
consecuencias de la doctrina de que los eclesiásticos eran incapaces de
poseer bienes, si se extendía ampliamente3. La Iglesia tenía bastante
con guardar sus temporalidades de la codicia y capacidad de los no­
bles; ¿qué habría ocurrido si a estos se les hubiera dicho que les per­
tenecían en derecho y que harían un servicio a la religión haciendo
efectiva su reclamación sobre dichas propiedades? La riqueza excesiva
de los obispos y monasterios era para el santo tanta causa de escándalo
como para Amoldo y la denunció en el momento oportuno, e incluso
cuando no lo era. En su opinión un clérigo de cualquier rango que
realiza fielmente sus deberes tiene derecho a un nivel de vida decente,
pero no a más: el resto pertenece a los pobres y apropiarse de esta

3 Wycliff (1324-1384) debió la popularidad que gozó en Inglaterra a su


defensa de una Iglesia sin bienes: enseñó que: “ningún monje ni clérigo,
ni siquiera los virtuosos, podían tener posesiones temporales sin cometer pecado,
y que es legítimo para los reyes y príncipes privarles de lo que ilegalmente de­
tentan.” La misma doctrina formó uno de los “Cuatro artículos de Praga”,
que dieron origen a la espantosa guerra de los husitas que ocuparon gran
parte del siglo xv y sumergieron a Bohemia en sangre. Los reformadores del
siglo xvi debieron también no poco de su éxito a la esperanza que tenían sus
seguidores de participar de los despojos de la Iglesia. Si Bernardo hubiese sido
menos vigilante y enérgico Amoldo de Brescia acaso se hubiera anticipado
a Martín Lutero.

497
S. BERNARDO.----32
AILBE J. LUDDY

parte sería pura y simplemente un latrocinio. Pero no negó nunca a


la Iglesia a los eclesiásticos—excepto los monjes que habían hecho voto
de pobreza—■, la capacidad de poseer. Amoldo, por el contrario, pro­
clamaba por todas partes: “Todas las posesiones terrenales pertenecen
al príncipe, el cual no puede disponer de ellas sino en favor de los
hombres laicos. El Papa debería renunciar al poder temporal; los
obispos, sacerdotes y monjes—incluso como comunidades—no pueden
poseer nada sin incurrir en la pena de condenación eterna.” También
se le acusó, incluso en aquella época, de negar la validez del bautismo
de los niños y de defender doctrinas erróneas sobre la Sagrada Eu­
caristía.
El reformador permitió que le convirtiera Guido, gracias al cual,
según parece, se dirigió a Viterbo y abjuró de sus errores humilde­
mente a los pies del papa Eugenio. Aquel cariñoso Pontífice trató al
pobre pródigo con extraordinaria amabilidad. Le impuso la acostum­
brada penitencia de ayuno, vigilia y visita de las basílicas romanas.
Eugenio se preparaba a la sazón para realizar su regreso triunfal a
la Ciudad Eterna. No se había contentado con permanecer inactivo
hasta que los romanos quisieran volverle a llamar. En vez de esto,
con una energía que sorprendió a sus amigos y a sus enemigos, or­
ganizó y equipó un ejército lo suficientemente fuerte para obligar
a sus enemigos a someterse. La República fue derrocada, pero se per­
mitió que continuara el Senado, a condición de que se limitara a las
funciones puramente municipales. Al entrar en Roma en diciembre de
1145, le dio la bienvenida una muchedumbre inmensa con las más
entusiastas aclamaciones. Pero no había la menor duda de que el des­
contento y el desencanto se albergaban en los corazones de muchos
que se habían sometido por no tener poder para resistir.

Establecimiento de la República romana

No se sabe si Arnoldo llegó a Roma antes o después que Eugenio.


De todos modos, deploró grandemente la caída de la República y la
devolución del poder temporal al Papa. Los descontentos estaban muy
ocupados en la labor de propaganda, de manera que el aire volvió a
cargarse de ideas revolucionarias. No hay que decir que el impenitente
reformador se contagió y, olvidando sus buenos propósitos y su jura­
mento de obediencia, hizo causa común con los enemigos de la Iglesia.
Empezó a criticar de un modo ultrajante al Papa y a los cardenales
ante una turbamulta deseosa de recibir con agrado sus palabras. A
los últimos los describió como viles hipócritas, como hombres entre­

498
SAN BERNARDO

gados a la pasión de la codicia, verdaderos herederos de los fariseos.


Del santo Pontífice que había sido tan bueno para él dijo que había
ganado su causa por medio de la violencia y del asesinato y que “pen­
saba más en mimar su cuerpo y llenar su bolsa que en imitar el celo
de los apóstoles a quienes sucedió.” Así se transformó el pío peregrino
en demagogo revolucionario. Sus arengas eran para la muchedumbre
como chispas para la pólvora. Excitada hasta la locura, la turbamulta
saqueó y destruyó los magníficos palacios de los cardenales. Estos dig­
natarios sufrieron ultrajes y malos tratos y algunos de ellos incluso
heridas. Las iglesias y monasterios no salieron mejor parados que las
mansiones cardenalicias, siendo invadidos y saqueados por el enfure­
cido populacho: la misma basílica de San Pedro fue profanada con
escenas de violencia y derramamiento de sangre. Eugenio, viéndose
demasiado débil para enfrentarse con la situación, huyó de la ciudad
en que había entrado triunfalmente un mes antes. A fines de enero
de 1146 era de nuevo un desterrado en Viterbo. Después de una breve
estancia allí, cruzó los Alpes y pasó a Francia.

Llamamiento de Bernardo al pueblo de Roma

Bernardo oyó abatido la noticia de la expulsión del santo Pontí­


fice. Había esperado que la mansa humildad de Eugenio desarmara
toda oposición y llevase la paz a la turbulenta Roma. Pero ni aun
entonces perdió el valor. Los romanos le habían oído hablar una
vez, cuando defendió ante ellos al papa Inocencio. ¿No serían acaso
en esta ocasión también dóciles a su voz? Pero como no podía visitar
su ciudad personalmente decidió dirigirse a ellos por carta. Y les
escribió de la manera siguiente:
“A los nobles, a los ciudadanos principales y a todo el pueblo de
Roma, el hermano Bernardo, llamado abad de Clairvaux, les envía
sus saludos y reza para que eviten el mal y hagan el bien.
"Aunque soy vil y despreciable, un pobre desgraciado que nada
significa, me atrevo a dirigirme a vosotros, pueblo ilustre y renombrado.
No es para mí tarea fácil, os lo aseguro, sino pesada y embarazosa,
especialmente cuando considero quién soy yo y a quiénes estoy es­
cribiendo y desde qué punto de vista tan distinto pueden considerar
los demás mi acción presente. Pero creo que es mejor arriesgarme a
que me llamen presuntuoso los hombres a ser condenado por Dios
por guardar silencio cuando el deber exige que diga la verdad y pro­
clame su justicia. Pues es el Señor quien ha dicho: ‘Mostrad al pue­
blo sus acciones malvadas y a la casa de Jacob sus pecados’ (Is 58, 1).

499
AILBE J. LUDDY

Por consiguiente, será un testimonio a mi favor el que pueda decirle:


‘Señor, no he ocultado tu justicia en mi corazón: he declarado tu
verdad y tu salvación’ (Ps 39, 11). Por estas razones he violentado
mi modestia y, a pesar de mi insignificancia, no temo escribir desde
lejos a un pueblo glorioso, y con esta carta de más allá de las mon­
tañas advertir a los romanos de su peligro y de su pecado, ‘pues acaso
ellos oirán y se abstendrán’ (Ez 2, 7). ¿Quién sabe si los que se han
negado a rendirse a las amenazas de los poderosos y a la fuerza de
los ejércitos serán convertidos a la oración por un humilde monje?...
Esta es mi excusa para aquellos que estén dispuestos a censurarme
por atreverme a dirigirme a vosotros.
”Pero por miedo a que esta excusa no sea suficiente, añadiré otra
consideración. La causa que está ahora en litigio afecta a toda la cris­
tiandad sin distinción de grandes y pequeños. Pues incluso las partes
más pequeñas y remotas del cuerpo no dejan de ser afectadas cuando
está enferma la cabeza. En consecuencia, yo también participo de los
sufrimientos de Roma. Sí, sin duda alguna, estos sufrimientos han
descendido hasta mí, que soy el último de todos, tanto porque son
tan grandes como porque al atacar a la cabeza tienen que atacar
igualmente a todo el cuerpo de que yo soy miembro... ¿Hay un cris­
tiano en la tierra que sea tan bajo que no se enorgullezca de esa sede
primada que San Pedro y San Pablo, aquellos príncipes gloriosos,
ennoblecieron con sus triunfos y adornaron con su sangre? En conse­
cuencia todo fiel sufre cuando se injuria a la Sede Apostólica y a estos
santos apóstoles...
”¿Por qué motivo entonces, oh romanos, os ha parecido bien in­
currir en el desagrado de los que han sido ‘hechos príncipes de toda la
tierra’ (Ps 44, 17) y son vuestros especiales patronos? ¿Por qué habéis
atraído sobre vuestras cabezas la venganza del Rey del mundo y del
mundo y del Señor del cielo mientras que, con una furia tan irra­
cional como execrable, habéis asaltado y os habéis esforzado por
deshonrar sacrilegamente la Santa y Apostólica Sede, tan singular­
mente exaltada con prerrogativas divinas y reales que vosotros debe­
ríais estar dispuestos a defender con vuestras vidas, si fuera nece­
sario, contra el universo entero? Oh, pueblo ensoberbecido, ¿estás tan
desprovisto de juicio y de todo sentido de la realidad que desgra­
cias—en lo que depende de ti—tu propia capital y la capital del mun­
do, por cuyo honor deberías estar dispuesto á morir, si fuera nece­
sario? Tus antepasados hicieron al mundo tributario de Roma; pero
vosotros habéis hecho de Roma el escándalo del mundo. Pues fijaos,
habéis expulsado a Pedro de la sede de Pedro y de la ciudad de

500
SAN BERNARDO

Pedro. Fijaos, los cardenales y los obispos, ministros del Señor, han
sido despojados por vosotros de sus hogares y posesiones. ¿Qué es
ahora Roma sino un tronco sin cabeza, una cara a la que le han
despojado los ojos y envuelto en la oscuridad? Mira a tu alrededor,
oh, pueblo miserable, mira a tu alrededor y contempla la desolación
que está a punto de caer sobre ti. ¡Oh, ‘cómo se ha empañado el oro,
cómo se ha alterado el más fino color’! ‘¡Cómo se ha convertido la
dueña de las naciones en una viuda, cómo le han hecho tributaria los
príncipes de las provincias!’ (Lam 4, 1; 1, 1).
”¿No vas a caer en una rápida destrucción si continúas como has
empezado? Date cuenta, incluso en esta hora tardía, de lo que estás
sufriendo y de lo que has sufrido y por quién sufres. Recuerda que
las rentas y los ornamentos de tus iglesias fueron saqueados y des­
trozados hace poco tiempo4. Todo el oro y la plata que se pudo
encontrar entonces en los altares o en los vasos del altar, e incluso
en las imágenes sagradas fue saqueado por manos impías y llevado
lejos. Pero de todo eso, ¿cuánto encuentras ahora en tus cofres? ¿Y
por qué habías de renovar la maldad y atraer sobre vosotros malos
días una vez más? ¿Qué ganancia mayor o qué esperanza más segura
tenéis ahora en perspectiva? Antes bien, parecéis más imprudentes en
esta revuelta que en la primera, porque entonces muchos clérigos y
gobernantes os ayudaban en vuestro cisma; mientras que ahora, como
habéis atacado a todo el mundo, todo el mundo está contra vosotros.
Todos son inocentes de tu sangre, oh, malvada Roma, excepto tú
misma y los hijos que están dentro de ti. Ay de ti, por consiguiente, y
ay de todo lo que te ha ocurrido, no por culpa de naciones extran­
jeras, ni de la furia de hordas bárbaras, ni de ejércitos poderosos,
sino solamente por tus amigos y criados, por las luchas intestinas,
por la agonía del corazón y el espasmo doloroso del vientre...
”Pero quiero añadir el ruego al reproche. Por tanto, os suplico que
por amor de Cristo os reconciliéis con vuestros príncipes—me refiero a
San Pedro y San Pablo—, a quienes habéis desterrado de su hogar en la
persona de Eugenio. Reconciliaos, repito, con estos príncipes del mun­
do entero, no sea que todo el mundo en su nombre os haga la guerra,
locos romanos. ¿No os dais cuenta de que, cuando Pedro y Pablo
se alcen contra vosotros, no os quedará ninguna esperanza, lo mismo
que cuando os sean propicios no tendréis nada que temer? Recon­
ciliaos con ellos, por consiguiente, y con los miles de santos mártires
que duermen dentro de vuestras murallas, pero que ahora están con­
tra vosotros debido al horroroso crimen que habéis cometido y en el

4 Durante el cisma de Anacleto.

501
AILBE J. LUDDY

que persistís todavía. Reconciliaos con toda la Iglesia de los santos


que se ha escandalizado en todas partes al conocer vuestra rebelión.
De lo contrario esta carta dará testimonio contra vosotros. Además,
también los apóstoles y los mártires ‘se alzarán contra vosotros con
gran energía por haberles afligido y haberles arrebatado sus traba­
jos’ (Sap 5, 1). Ahora daré fin a mi carta. Os he dicho cuál es vuestro
deber, os he advertido de vuestro peligro, he proclamado la verdad,
os he exhortado a la enmienda. Sólo me queda alegrarme de vuestra
inmediata conversión o lamentarme inconsolablemente ante la visión
cierta de vuestra justa y rápida ruina ‘angustiado de terror y ansiedad
por lo que vendrá sobre todo el mundo’ (Le 21, 26).”
Fue inútil esta elocuencia con el pueblo romano cuyos ídolos por
el momento eran Amoldo de Brescia y Jordán de Leone. Este úl­
timo había sido elegido de nuevo presidente.

502
CAPITULO XXXII

EL PACIFICADOR

Viaje al sur de Francia

Mientras tanto la herejía enriqueña hacía alarmantes progresos en


las provincias del sur de Francia. Comunidades enteras, tanto los
ricos y nobles como los pobres y sencillos, daban ansiosamente la
bienvenida a una religión que ofrecía tantos atractivos para la natu­
raleza humana. Incluso algunos clérigos se contagiaron. Los que per­
manecieron fieles se vieron impotentes para contener la marea cre­
ciente de la iniquidad, quedaron expuestos a los insultos y burlas en
todo momento y tuvieron que ser testigos día tras día de escenas de
horribles sacrilegios. El Languedoc, la Provenza, la Gascuña quedaron
en poco tiempo casi completamente descristianizados. Sobre Bernardo
llovían de todas partes urgentes llamamientos de ayuda. Parecía ser
el único hombre calificado para enfrentarse con la situación. Pero te­
nía que ponerse en contacto inmediato con el enemigo. Se necesitaría
la magia de su palabra y de su presencia para hacer volver a aquel
pueblo extraviado a la religión de Cristo. A todos aquellos ruegos
les dio la misma contestación: no podía pensar en dejar de nuevo su
monasterio; era un monje enclaustrado obligado al retiro y como su­
perior su primer deber era consagrarse a su comunidad; había otros
muchos más competentes que él para defender la causa de la Iglesia;
además, su salud estaba peor que de costumbre: ‘Miradme a mí y

503
AILBE J. LUDDY

mirad a los hijos que el Señor me ha dado’ (Is 8, 18) era una de sus
citas favoritas, “somos felices juntos. ¿Por qué queréis separarnos?
Nuestra misión como monjes es rezar, no predicar: rezaremos sin
interrupción por el triunfo de la verdad. Sólo os pido que nos dejéis
en el silencio y en la paz de nuestra amada soledad”. Difícilmente
pudo haber olvidado que incluso una orden de sus superiores, en vir­
tud de la santa obediencia, de tomar parte en los asuntos públicos
no le salvó siempre de ser tildado de entremetido, siendo así que
había hecho lo que se le había ordenado y dándose el caso peregrino
de que a veces la orden y el reproche salieron de los mismos labios.
Por ñn, sin embargo, accedió a las apremiantes peticiones del cardenal
Alberico, legado de la Santa Sede y obispo de Ostia.
A pesar de que estaba enfermo, partió para su largo y cansado
viaje en mayo de 1145 con Geofredo de Auxerre como compañero
de viaje. Su debilidad era tan grande que, cuando llegaron a Poitiers,
casi tuvo que abandonar la empresa. Sin embargo, fue consolado por­
que, de un modo milagroso, recibió la seguridad de que tendría la
asistencia divina. Una vez, como nos informa su compañero, oyó voces
celestiales que cantaban con misteriosa intención las palabras: “Y la
casa se llenó del aroma del ungüento” (loh 12, 3); y a la noche si­
guiente el verso: “Los justos se alegrarán en el Señor” (Ps 63, 14),
quedó tan impreso en su mente que al despertar no podía pensar en
ninguna otra cosa. Y cuando caminaba por la casa en las tinieblas,
una vela que sostenía en la mano fue apagada y vuelta a encender
por algún agente invisible. Considerando estos incidentes sobrenatura­
les como una prueba de la aprobación divina de su misión, reanudó
el viaje con el corazón alegre.

El santo lleva la paz a la Iglesia de Burdeos

En la ciudad de Burdeos pudo ejercitar su celo de una manera


distinta de la que él buscaba. El arzobispo, Geofredo de Loroux,
había intentado siete años antes introducir a los canónigos regulares
en su catedral. Pero los canónigos seculares, ayudados por el pueblo,
opusieron una vigorosa resistencia, negándose a someterse a pesar de
haber sido amenazados con la pena de excomunión. La amenaza se
llevó a efecto, los canónigos fueron excomulgados, pero los ciudada­
nos se rebelaron y obligaron al arzobispo a abandonar la diócesis.
Geofredo había pasado cinco años en el destierro cuando se encontró
con el santo abad y le imploró su intervención. Cuando el santo entró
en Burdeos, el pueblo, sospechando que venía para favorecer los

504
SAN BERNARDO

intereses del arzobispo, le hizo tanto a él como a su compañero un


recibimiento hostil. Sin embargo, se les pudo convencer de que oye­
ran al santo. Este no quería más. Sus palabras de fuego penetraron
derechas en todos los corazones. El demonio del odio fue exorcisado
de las almas de que se había apoderado durante casi siete años. Y
esta reconciliación entre el pastor y el pueblo fue tan sincera como
repentina. Los canónigos, por su parte, prometieron no colocar más
obstáculos en el camino de las intenciones del arzobispo. Esta pro­
mesa se puso por escrito y se conserva todavía. Un triunfo tan es­
pléndido era un buen augurio para el futuro.

Triunfo completo sobre los herejes : carta


a los ciudadanos de Tolosa

El santo continuó su viaje en compañía del legado Alberico, de


Geofredo de Leves, obispo de Chartres, y de Raimundo, obispo de
Agen. Su objetivo era Tolosa, donde tenían su cuartel general los
herejes, los cuales tomaron de dicha capital el nombre de tolosanos.
El representante del poder civil en aquella región era Ildefonso, conde
de Tolosa. A él le dirigió, probablemente desde Burdeos, el santo
abad la carta siguiente: “Me han informado de los espantosos males
que el hereje Enrique ha causado y está causando diariamente en las
iglesias de Dios. Un lobo rapaz, vestido de cordero, está haciendo
estragos en vuestra tierra, pero según el criterio del Señor, le conoce­
mos por sus frutos (Mt 7, 15-16) ¿Qué es lo que vemos? Iglesias sin
fieles, fieles sin sacerdotes, sacerdotes a quienes no se les presta la
reverencia debida, cristianos sin Cristo. Las iglesias son miradas como
sinagogas, el santuario de Dios ya no es considerado como algo sa­
grado. A los sacramentos se les ha arrebatado su carácter sagrado y
a los días de fiesta de sus solemnidades festivas. Los hombres mueren
diariamente en pecado, las almas humanas comparecen precipitada­
mente por todas partes en juicio ante el espantoso tribunal de Cristo
sin reconciliarse por la penitencia ni fortificarse con el santo Viático.
La vida que viene de Cristo es retirada, con la gracia del bautismo,
de los hijos de padres cristianos; se les prohíbe acercarse al Salvador,
aunque Él ha dicho: ‘Dejad que los niños se acerquen a Mí’
(Mt 19, 14). Por consiguiente, Dios, que ha multiplicado su miseri­
cordia hasta el punto de salvar a hombres y animales (Ps 35, 8),
excluye a los inocentes, y sólo a ellos, de participar en su misericor­
dia. ¿Por qué motivo, pregunto, han de apartar los herejes a Cristo
de los niños para los cuales Él nació? Esta es, en verdad, la envidia

505
AILBE J. LUDDY

del demonio por el cual entró la muerte en el mundo (Rom 5, 12).


”Este hombre, Enrique, no puede venir de Dios porque con sus pa­
labras y acciones se opone a Dios. Sin embargo, lo digo con pena,
encuentra a muchos que le escuchan y que siguen su orientación.
¡Oh pueblo infeliz! La voz de un solo hereje ha ahogado en sus
oídos las voces de todos los profetas y de todos los apóstoles que,
hablando por el mismo Espíritu de Verdad, han profetizado que Ja
Iglesia comprendería a hombres de todas las naciones unidos en la fe
de Cristo. ¡En consecuencia, los que hemos venerado como oráculos
divinos son solamente impostores! ¡Y todos esos testigos que dan fe
de haber visto el cumplimiento de lo que anunciaron los profetas han
sido engañados por sus sentidos o por su razón! Sólo este hombre
miserable, envuelto en tinieblas más densas que las de los judíos,
no puede ver o se niega a ver, por envidia, una verdad evidente para
todos los demás; y por medio de no sé qué arte diabólico ha per­
suadido a un pueblo necio y sin sentido para que no dé crédito al
testimonio de sus ojos en un asunto tan claramente visible. Basán­
dose en su palabra creen que todas las generaciones pasadas han sido
engañadas y han legado su engaño hasta la época presente. Les ha
convencido de que, a pesar de la Sangre derramada en el Calvario,
todo el mundo está condenado a una perdición inevitable, a excepción
de sus pobres ilusos, que van a monopolizar todas las riquezas de la
compasión divina y todas las gracias de la redención.
"Aunque estoy aquejado de una enfermedad corporal, viajo ahora
hacia esos lugares que esta ‘fiera singular ha devastado’ (Ps 79, 14)
cruelmente porque ‘no había nadie para defender o salvar’ (Ps 7, 3),
viajo ahora, repito, para ver si puedo poner fin a la obra de la
maldad. El hereje ha sido ya desterrado de otras provincias de
Francia por su impiedad, pero en vuestro territorio y bajo vuestra
protección disfruta todavía de plena libertad para mostrar su rabia con
toda su furiosa malicia contra el rebaño de Cristo. A vos, noble prín­
cipe, os corresponde decidir si esto conviene al honor de vuestro nom­
bre. Sin embargo, no estoy sorprendido de que esta serpiente astuta
os haya engañado, pues ‘tiene en verdad la apariencia de santidad,
pero niega el poder de la misma’ (2 Tim 3, 5). Permitidme que os
cuente algo de sus antecedentes”. Viene a continuación un esbozo muy
vivido de la carrera de Enrique, que es mucho más interesante que
edificante. Recuerda la historia del doctor Achilli tal como la contó,
con la misma elocuencia y el mismo motivo, el cardenal Newman.
Pues Enrique también era un apóstata lleno de resentimiento contra
la Iglesia, que no había tolerado sus vicios. Había sido expulsado de

506
SAN BERNARDO

muchas ciudades debido a sus escandalosos desórdenes. “Preguntad


a este ilustre predicador—continúa el santo—, por qué abandonó
Lausana, por qué Poitiers, por qué Le Mans, por qué Burdeos. Nin­
guna ciudad que visite una sola vez le volverá a admitir, porque por
donde va deja un sucio rastro detrás de sí. ¿Y podéis esperar recoger
buenos frutos de un árbol tan podrido? El mismo suelo que le sos­
tiene se ha convertido en lugar de cuarentena en el mundo.”
En vez de viajar directamente a Tolosa, Bernardo y sus compa­
ñeros se desviaron para visitar las ciudades de Bergerac, Périgueux,
Sarlat y Cahors, todas las cuales estaban más o menos contagiadas de
la herejía. Obró dos milagros en Bergerac y dos en Cahors, y la gente
fue fácilmente convencida casi en todas partes para que volviera a la
fe de Cristo. Se sabía que Périgueux era un centro tan violento de
herejía como la misma Tolosa; sin embargo, fue allí donde el santo
abad recibió la bienvenida más calurosa. Las muchedumbres casi le
ahogaron en su ansiedad de ver y oír al ángel de la paz y sólo pudo
partir de allí ocultamente. En Sarlat su aparente imprudencia dio a sus
compañeros un susto. Después de predicar a la multitud contra los
errores de Enrique, le ofrecieron pan para bendecir. Hizo el signo de
la cruz sobre el alimento y exclamó en voz alta: “Por esta prueba
conoceréis si mis palabras son verdaderas y las del hereje falsas; si
los enfermos que están entre vosotros, al comer este pan, recuperan
la salud.” “Es decir, si comen con verdadera fe—añadió el obispo de
Chartres—temeroso de que Bernardo hubiese ido demasiado lejos.”
“No, no—replicó el santo rápidamente—. No pongo esa condición,
sino que prometo que todo el que coma será curado.” La promesa fue
cumplida perfectamente. Incontables curas fueron obradas en la ciu­
dad y en el distrito por medio del pan bendito. Como consecuencia, le
fue muy difícil al santo abad viajar por allí debido a la enorme mu­
chedumbre que le rodeaba continuamente.
Muy animado por estos éxitos, el santo dirigió por fin sus pasos a
Tolosa donde, como suponía, le esperaba la batalla decisiva. Pues
se sabía que el hereje estaba en la ciudad apoyado por un gran por­
centaje de la población. Ante el asombro de todos, Enrique se dio a
la fuga al acercarse Bernardo y sus amigos. Esto, sin duda alguna,
ayudó a quebrantar el valor de sus partidarios, que se encontraron
abandonados por su general la víspera de la batalla. El santo y su her­
mano religioso, Geofredo de Auxerre—a quien debemos gratitud por
todo lo que sabemos de este apostolado—se hospedaron en el monas­
terio de los canónigos regulares llamado San Serenín. Un miembro
de la comunidad llamado Juan estaba en cama muriéndose de con­

507
AILBE J. LUDDY

sunción no en el monasterio, sino en un hospital de la ciudad adonde


había sido trasladado, pues los canónigos no podían soportar el hedor
que salía de su cuerpo. Había estado en cama durante siete meses y
durante tres últimos meses estuvo completamente paralítico, habién­
dose encogido sus miembros de un modo extraordinario. Al oír que
Bernardo estaba en Tolosa, se hizo llevar en su cama a una casa no
lejos del monasterio. Aquí le visitó el santo abad, oyó su confesión
y en respuesta a su petición de que fuese curado hizo el signo de la
cruz sobre él. Luego, abandonó la casa a toda prisa acompañado por
Geofredo. Pero antes de que llegasen a San Serenín fueron alcanzados
por el enfermo, o más bien por el hombre que últimamente había
estado enfermo, pues ahora gozaba de perfecta salud, “andando,
saltando y alabando a Dios” (Act 3, 8). La alegre noticia se extendió
rápidamente por la casa y toda la comunidad, incluidos Juan y su
bienhechor, se dirigieron a la Iglesia y cantaron un Te Deum de
gracias.
Parece que el santo encontró grandes dificultades en la conversión
de Tolosa. Encontró a muchos obreros, nobles y especialmente mi­
litares gravemente contagiados. Para destruir la influencia del hereje,
ya perjudicada por su huida, les contó toda la historia de su cri­
minal carrera. Esto bastó para desilusionar a los que habían sido en­
gañados por la hipocresía de Enrique. Pero era más fácil quitar las
tinieblas de sus inteligencias que la corrupción de sus voluntades. Los
hábitos viciosos adquiridos bajo el régimen enriqueño no se podían
exorcisar con una palabra. Los militares, dice Geofredo, resultaron
particularmente obstinados. Bernardo predicó sin interrupción, obrando
diariamente los más asombrosos milagros en los enfermos, los lisiados,
los ciegos, los sordos y los mudos. Por fin, la resistencia se desmoronó
completamente y vio cómo se renovaban las escenas presenciadas en
Sarlat y Périgueux. Antes de abandonar la ciudad el pueblo se obligó
mediante juramento público y solemne a no tener más comunicación
en materias civiles ni en materias religiosas con Enrique ni ninguno de
sus partidarios. Luego tuvieron que ser evangelizadas las ciudades y
aldeas inmediatas. Pero ahora su itinerario fue un avance triunfal
hasta que llegó a Verfeil. Su recibimiento no fue bueno. La gente
se negó a escucharle y se encerró en sus casas para quedar fuera del
alcance de su influencia magnética. Obró un milagro en la plaza
con un pobre lisiado, hijo de un fanático hereje. Nos dicen (mas no
Geofredo) que, cansado de esperar a que mejorase la situación, sacudió
el polvo de los pies y pronunció esta terrible maldición sobre el lugar :
“Verfeil-Viride Folium, es decir, Hoja Verde, Dios te marchitará.” La

508
SAN BERNARDO

predicción—o imprecación—no tuvo que esperar mucho para cum­


plirse. En pocos años el pueblo quedó reducido a un estado de extrema
pobreza y todo el país de alrededor quedó completamente desolado.
De Verfeil se trasladó a Albi, donde el legado, cardenal Alberico,
le había precedido. Los nativos le hicieron al cardenal un recibimiento
más hostil incluso que el que tuvo Bernardo en Verfeil. Algunos ciu­
dadanos montados en burro salieron a su encuentro y le escoltaron
en procesión burlesca dentro de la ciudad con acompañamiento de
música grotesca. Y cuando las campanas repicaron llamando a los
fieles a misa, a duras penas respondieron treinta personas. Tres días
más tarde apareció el siervo de Dios. Su presencia produjo el cambio
más sorprendente en la actitud del pueblo. Le recibieron con el más
delirante entusiasmo. Al principio sospechó el santo que se trataba
sólo de una burla. Pero cuando al día siguiente, fiesta de San Pedro y
San Pablo, vio a toda la población esforzándose en vano para apre­
tujarse en la espaciosa catedral donde iba a predicar, no pudo dudar
por más tiempo. Esta súbita conversión de una ciudad entera fue, en
opinión de Geofredo, el mayor de sus milagros. Su primer sermón
produjo un efecto maravilloso. “He venido a sembrar entre vosotros
la buena semilla—empezó—, pero encuentro que el campo está pla­
gado de mala hierba. Pero como el camino es racional, pues, ‘vosotros
sois la labranza de Dios’ (1 Cor 3, 9) os sembraré ambas semillas y
vosotros podréis elegir entre ellas.” Luego, empezando con la Sagrada
Eucaristía, estudió los varios misterios de la fe impugnados por los
herejes, explicando y estableciendo claramente la doctrina católica y
refutando la de Enrique. Cuando hubo completado su instrucción, pi­
dió al pueblo que eligiese entre Enrique y la Iglesia de Dios, No hubo
duda alguna. Con un grito poderoso la multitud se declaró por Ber­
nardo y la verdad católica y lanzó imprecaciones contra el hereje.
“Sólo queda—dijo el santo abad—que aquellos de vosotros que han
sido seducidos vuelvan a la Iglesia y hagan penitencia por sus peca­
dos. Pero para que yo pueda saber cuántos están dispuestos a arre­
pentirse del pasado y a recibir la palabra de la vida, que tengan la
bondad de levantar la mano al cielo como signo de unidad católica.”
Todos los presentes, hombres, mujeres y niños, sin una sola excep­
ción, levantaron las manos “con gran alegría y regocijo”. Este, con
toda la narración de la campaña contra los enriqueños1 es el relato
de un testigo de vista agudo y de mucha conciencia, pues está tomado

1 Excepto la denuncia de la maldición contra Verfeil, para la cual nos


hemos valido de Guillermo de Puylaurens como la más antigua autoridad,
y el empleo de las armas con el esbirro de Enrique relatado en el párrafp
siguiente.

509
AILBE J. LUDDY

de una carta escrita por Geofredo desde el lugar de operaciones a sus


hermanos de Clairvaux. Relata muchos de estos mismos incidentes en
su aportación a la vida de San Bernardo.
En el Exordium encontramos un incidente digno de ser citado
como prueba de la destreza de Bernardo en las respuestas. Alguien
había observado que era siempre desgraciado en sus cabalgaduras. En
todo caso, hizo su viaje apostólico a través de las ciudades y villas de
Languedoc en un espléndido caballo, reluciente, gordo y brioso. En
un lugar, quizá en Tolosa, cuando se sentaba en la silla después de
despedirse de los fieles que se apiñaban a su alrededor, un partidario
de Enrique, que tenía fama de inteligente, se adelantó y dijo en un
tono que todos pudieron oír: “Mi señor abad, no creo que el caballo
de mi maestro Enrique, de quien tenéis tan mala opinión, sea tan
brioso y de cuello tan liso como este animal vuestro.” “Vos acaso
tengáis razón en lo que decís, señor—contestó Bernardo dulcemente—
pero no es correcto juzgarnos por los cuellos de nuestros caballos,
pues estos pobres animales no son responsables de su condición. De­
jemos que nos juzguen más bien por nuestros propios cuellos. Ahora,
mi buen amigo, mirad mi cuello y decidme honradamente cuál os
parece más gordo, el de Enrique o el mío.” Y diciendo esto el santo
echó hacia atrás su capuchón y se desnudó el cuello hasta los hom­
bros. “Era largo y gracioso como el de un cisne—escribe Geofredo
que estaba con él—, maravillosamente blanco y bello, pero tristemente
delgado y casi sin carne.” El contraste con el aspecto del gordiflón
Enrique era bastante evidente. En cuanto al hereje, viendo que había
salido tan malparado, volvió a perderse entre la muchedumbre abo­
chornado y confuso. La costumbre del santo era aceptar con toda sen­
cillez el caballo que le facilitaban, sin pensar, a veces sin saber, si
era bueno o malo; pero desde luego sus amigos no iban a ofrecer a un
hombre a quien consideraban como el más grande del mundo nada
que no fuese lo mejor que pudieran conseguir.
Habiendo terminado en un tiempo increíblemente breve la tarea
que le habían asignado en el Languedoc, Bernardo se dirigió hacia
Clairvaux. Juan, el canónigo regular al que había curado milagrosa­
mente en Tolosa, le acompañó al monasterio y allí ingresó en la
Orden. Siendo un médico muy diestro, fue una valiosa adquisición para
la comunidad. Después de llegar a casa el santo dirigió una carta al
pueblo de Tolosa para reafirmarle en su buena disposición y preca­
verle contra los ardides de los herejes. “Estoy encantado de oír hablar
de vuestra perseverancia en la fe—escribe—de vuestra devoción hacia
mí y del celo que habéis mostrado contra los herejes. Gracias a Dios

510
SAN BERNARDO

mi trabajo entre vosotros no ha sido inútil; y a pesar de que mi es­


tancia fue breve, ha producido fruto abundante. Tan pronto como os
declaré la verdad ‘no sólo de palabra, sino también con fuerza’ (1 Thes
1, 5), descubristeis a los lobos que se acercan a vosotros con piel de
cordero a fin de ‘devorar a vuestro pueblo como pan’ (Ps 13, 4), des­
cubristeis a los astutos zorros que devastaban vuestra viña, esa pre­
ciosísima viña del Señor: los lobos y Jos zorros fueron descubiertos,
repito, pero no capturados. Por consiguiente, amadísimos hermanos,
‘perseguidlos y cogedlos’ (Ps 70, 11) y ‘no regreséis hasta que los
desbaratéis’ (Ps 17, 38); desterradlos de vuestros confines, pues es
peligroso ir a dormir cerca de las serpientes... Me agradaría muchí­
simo volver a visitaros si así lo dispone la Providencia. Creedme, ni
las fatigas del largo viaje, ni mi débil estado significan nada compa­
rados con el placer de veros una vez más y de contribuir con mis
consejos a la salvación de vuestras almas. Mientras tanto, ‘manteneos
así firmes en el Señor, amadísimos hermanos’ (Phil 4, 1) como ya
habéis empezado y yo os he instruido. Obedeced a vuestros obispos y
a los demás superiores eclesiásticos... Repito el consejo que os di
cuando estuve entre vosotros: no admitáis a ningún predicador que
no conozcáis y que vaya sin la aprobación del obispo o del soberano
Pontífice, pues ‘¿cómo han de predicar a menos que sean enviados?’
(Rom 10, 15). Teniendo tan sólo la apariencia de piedad (2 Tim 3, 5),
os ofrecerán sus profanas novedades de pensamiento y expresión mez­
clados con el lenguaje de la Sagrada Escritura, como el veneno en la
miel. Apartaos de estos hombres como de la peste: son lobos rabiosos
disfrazados de corderos.”
Enrique fue arrestado poco después de ausentarse el santo de Lan-
guedoc y parece que pasó el resto de su vida en prisión. La herejía
desapareció con el heresiarca para brotar de nuevo en forma más gra­
ve un cuarto de siglo más tarde cuando ya no vivía San Bernardo para
oponerse a ella. Hablando del éxito que coronó el celo y la elocuencia
del santo abad, dice Ratisbonne: “San Bernardo detuvo el brote de
herejía en el siglo xn. ¿Qué habría sucedido si hubiera vivido San
Bernardo en el siglo xvi? ¿Y si tuviéramos ahora a San Bernardo?
(Histoire, II, 182). Fue por esta época cuando Geofredo de Auxerre,
que a la sazón actuaba como secretario del santo abad, publicó el
Corpus Epistolarum, la primera colección de cartas bernardinas, dos­
cientas treinta y cinco en total.”

511
CAPITULO XXXIII

¡DIOS LO QUIERE!

La segunda cruzada

Ahora tenemos que contar la historia de la segunda cruzada, y


para enmarcarla históricamente de un modo adecuado tenemos que
retroceder medio siglo a una época en que Bernardo sólo tenía cuatro
o cinco años de edad.
En el año de gracia de 1096 se presenció un fenómeno sin prece­
dentes en la historia del mundo. Fue un milagro moral, de primera
magnitud, el milagro de la fe y del sentimiento cristiano triunfando
sobre el estrecho ideal secular, el milagro de las naciones de Europa
olvidando sus feudos y rivalidades y enviando sus ejércitos unidos por
mandato del Vicario de Cristo para conquistar el Santo Sepulcro.
El papa Urbano II, impulsado (al parecer) por lo que había oído a
Pedro el Ermitaño, que acababa de llegar de Oriente, acerca de los
sufrimientos e indignidades a que estaban sometidos los fieles de
Palestina a manos de los turcos, resolvió enviar a todas partes la ar­
diente cruz y hacer un llamamiento a Europa a las armas contra el
cruel opresor. Por consiguiente, convocó un concilio en Clermont,
Auvernia, el 18 de noviembre de 1095. Respondieron al llamamiento
14 arzobispos, 250 obispos, 400 abades, los embajadores de varios
estados europeos y una incontable muchedumbre de nobles, caballeros
y guerreros. Urbano presidió personalmente. Fue también el principal

512
SAN BERNARDO

orador. Su emocionante llamamiento se dirigió derecho a los corazones


de todos y fue contestado con el vigoroso grito de: “¡Dios lo quiere!
¡Dios lo quiere!” “Que estas palabras sean vuestro grito de guerra
—exclamó el gran Pontífice—y que ellas anuncien por todas partes
la presencia del Dios de los ejércitos. Que la cruz sea el estandarte
de vuestra expedición; que brille sobre vuestras espaldas y pechos,
sobre vuestras banderas y armas. Será para vosotros el heraldo de la
victoria o de la palma del martirio. Será siempre el recuerdo de que
estáis dispuestos a derramar vuestra sangre por Jesucristo allí donde
Él derramó su Sangre por vosotros.” El Papa apeló por carta a todos
los príncipes cristianos para que cooperasen en su gran empresa de
arrancar la Tierra Santa de las garras de los sarracenos.
El 15 de agosto del año siguiente (1096), fiesta de la Asunción, fue
el día señalado para la partida de las huestes cristianas. Pero Pedro el
Ermitaño no tuvo paciencia para esperar. Mostró el celo más infati­
gable en la predicación de la cruzada, viajando de ciudad en ciudad,
descalzo y con un crucifijo en la mano. Pero su prudencia no igualaba
a su buena voluntad. En el mes de marzo salió para Palestina a la
cabeza de un numeroso ejército, o más bien de una horda indiscipli­
nada, “temible para todo el mundo menos para el enemigo”. Fue
atacado en Asia Menor y su fuerza casi fue aniquilada por las adies­
tradas tropas del Profeta. El ejército principal de los cruzados, mucho
mejor equipado y organizado, y dirigido por jefes más competentes,
llegó a Constantinopla a principios del año 1097. Este ejército com­
puesto de franceses, alemanes e italianos, constaba de cuatro divisiones
bajo el mando de Godofredo de Bouillón, duque de Lorena, Hugo
de Vermandois, hermano del rey Felipe de Francia, Raimundo, conde
de Tolosa, y los condes Bohemond y Tancredo. El emperador griego,
Alexius, les obligó a prometer que todos los territorios conquistados
por sus tropas serían añadidos a su imperio. Pero incluso después de
haber dado esta promesa, ellos no pudieron confiar en su neutralidad,
porque les entorpeció y les puso todos los impedimentos que pudo.
Después de indecibles sufrimientos y lastimosamente reducido su nú­
mero, el ejército de la cruz—o lo que quedaba de él—dio vista por
fin a la Ciudad Santa y la tomó por asalto el 15 de julio de 1099.
Godofredo de Bouillón, héroe de cien batallas, fue elegido unánime­
mente primer rey cristiano de Jerusalén, y su hermano, Balduino, tan
valiente como él, señor de Edesa. Toda la cristiandad recibió con
inmensa alegría y gratitud la noticia de este feliz resultado.
Pero los cruzados pronto comprendieron que les faltaba todavía
mucho para completar su trabajo. Si la tarea de tomar Jerusalén fue

513
s. BERNARDO.---- 33
AILBE J. LUDDY

difícil, no menos difícil era la tarea de conservarla. Los sarracenos,


derrotados, pero no sometidos, no daban respiro. Sin embargo, los cru­
zados consiguieron mantenerse a pesar de todas las desventajas du­
rante cuarenta y cinco años. Luego fueron atacados por el enemigo más
peligroso que hasta entonces habían tenido, el temido emir Zenghi.
Además en aquel momento estaban mal preparados para resistir el
asalto. Balduino II, tercer rey cristiano de Jerusalén, acababa de morir
dejando la corona a su hijo, un muchacho de doce años. Y lo que
empeoró todavía más la situación fueron las disensiones entre los jefes.
La caída de Edesa el día de Navidad de 1144 pareció indicar el
principio del fin. Y así fue en verdad.
La noticia de este espantoso desastre despertó en el mundo cris­
tiano el sentido del peligro que amenazaba a la Ciudad Santa y todos
dirigieron su mirada a Oriente. Se comprendió perfectamente que, a
menos que llegaran socorros rápidamente, la Cruz tendría que incli­
narse ante la Luna y la sangre de los cruzados se habría derramado en
vano. El obispo de Gabala en Siria salió rápidamente hacia Europa
a pedir ayuda. El papa Eugenio III, a quien encontró en el destierro
en Viterbo, le recibió muy amablemente, prometiéndole recomendar su
causa a los soberanos de la cristiandad. Otros enviados de Oriente
aparecieron hacia la misma época en la corte de Francia. Ellos tam­
bién fueron oídos con simpatía. El joven monarca Luis VII, consu­
mido de remordimiento por los crímenes que había cometido en la
guerra contra el conde Teobaldo, especialmente por el incendio de la
iglesia de Vitri, abrazó alegremente esta oportunidad de expiar sus
pecados. Durante la ceremonia de su coronación el día de Navidad de
1145 anunció públicamente su intención de dirigir una expedición
contra los sarracenos. Su ministro, el abad Suger, se mostró disconfor­
me con el proyecto, por cuyo motivo el asunto fue encomendado a
Bernardo. Pero el humilde santo declinó el dar una decisión: resolver
en materias de tanta importancia, dijo, pertenecía no a él, sino a la
Santa Sede. El Papa, después de haber sido consultado, dio al pro­
yecto su calurosa aprobación, negándose a rendirse a las objeciones
de Suger. En realidad ya había publicado una bula dirigida a Luis
haciendo un llamamiento a los fieles de Francia para que se armasen
en defensa del Santo Sepulcro y ofreciendo a todos los que tomaran
la cruz los mismos favores espirituales concedidos a los primeros
cruzados por Urbano II, es decir, indulto de todas las penas ecle­
siásticas e indulgencia plenaria (a condición de que confesaran y se
arrepintieran de sus pecados) mientras qué la Iglesia tomaba baio su
protección especial a sus esposas, hijos y propiedades de todas clases.

514
SAN BERNARDO

Bernardo de Clairvaux, que era el primer orador de su tiempo, fue


comisionado para predicar la guerra santa.

Vezelay

El santo empezó su misión el 31 de marzo de 1146, Domingo de


Ramos. En aquel día memorable se dirigió en la ciudad de Vezelay,
Borgoña, a una enorme muchedumbre en la que se hallaban Luis el
Joven y la reina, la flor de la nobleza y gran número de obispos. El
acto empezó con una oración al Espíritu Santo. Luego, el gran ora­
dor subió a una elevada tribuna1 con el rey y la reina a su lado y
leyó en voz alta la bula papal autorizándole a predicar una nueva
cruzada. El discurso comenzó con una descripción gráfica de la situa­
ción crítica de Oriente, después de lo cual el orador, con toda la apa­
sionada elocuencia de que era capaz, instó y exhortó a la caballería
de Francia y de Europa a salir al campo contra los enemigos de
Cristo. Se dice que este discurso fue el mayor triunfo oratorio del
santo abad. Desgraciadamente ni un solo párrafo del mismo ha lle­
gado hasta nosotros. El pueblo, enloquecido de entusiasmo, interrum­
pió al orador una y otra vez gritando: “¡La cruz! ¡La cruz! ¡Dios
lo quiere! ¡Dios lo quiere!” Cuando por fin hubo terminado, se
adelantaron a recibir el sagrado símbolo con una ansiedad que no
pudo ser reprimida. La reina Leonor fue la primera 2 en arrodillarse
a los pies del abad, luego llegaron el hermano y el tío del rey, después
los grandes nobles con sus esposas, varios obispos—Geofredo de la
Roche entre ellos—e incontables caballeros y guerreros. La inmensa
pila de cruces preparadas para aquella ocasión quedó agotada y
todavía los voluntarios se adelantaban apretujándose. Antes que defrau­
darles, el santo rasgó su capuchón para hacer cruces y su ejemplo fue
seguido por otros religiosos que se hallaban presentes. Varios mila­
gros 3 ayudaron a elevar todavía más el entusiasmo general, dando
a entender que la cruzada era en verdad obra de Dios.

1 Esta tribuna fue conservada con religioso cuidado hasta uno o dos años
antes de estallar la Revolución francesa.
2 El mismo rey Luis llevaba ya la cruz que le había enviado el Papa
como muestra especial de honor. De ello tenemos el testimonio explícito de
Odo de Diogilo, monje de San Denis, que acompañó al rey a Palestina como
capellán y consejero de confianza y que nos ha dejado el relato más auténtico
que poseemos de aquella desgraciada expedición. De Ludovici Vil ¡tiñere. De
aquí que el docto Michaud esté equivocado cuando dice que el rey y la reina
dieron ejemplo a sus súbd:tos al recibir la cruz del santo delante de todos los
reunidos en Vezelay (Hixtoire de Crusades, Vol. I, 365).
’ Según Odo de Diogilo, que probablemente fue un testigo de vista, es­
tos milagros fueron increíblemente numerosos. Se excusa de no dar un relato
detallado de estos milagros diciendo: “Si mencionara algunos solamente, se po-

515
AILBE J. LUDDY

Durante la semana siguiente el santo se dedicó a predicar la cru­


zada en las principales ciudades de Borgoña y en las provincias ve­
cinas. Por todas partes los milagros confirmaban sus palabras y au­
mentaban su reputación de santidad. Todo el reino de Francia estaba
en ascuas. El primero de mayo de 1146, Bernardo escribió a Eugenio:
“Vos habéis ordenado y yo he obedecido y el mandato de la auto­
ridad ha hecho fructífera mi obediencia. Pues respecto de los soldados
de la cruz, ‘yo he anunciado y he hablado: ellos se han multiplicado
innumerablemente’ (Ps 39, 6). Ciudades y aldeas enteras quedaron
vacías de habitantes; a duras penas se encuentra un hombre por
cada siete mujeres, mientras que el país está lleno de viudas cuyos
maridos viven todavía.”

El arzobispo Sampson, en apuros

Sin embargo, el principal objeto de esta carta no es el avance de


la cruzada. Una seria querella había estallado entre De la Chatre, arzo­
bispo de Bourges—el viejo enemigo del rey—y Sampson, arzobispo
de Reims. La causa del disgusto era que el último había llevado a
cabo la ceremonia de la coronación de Luis * 4 en la catedral de Bour­
ges sin el consentimiento del ordinario y se atrevió (así se dijo) a
celebrar misa en una iglesia colocada bajo interdicto. De la Chátie
denunció el asunto a Eugenio, el cual castigó a Sampson privándole
del palio. El castigo era severo, especialmente porque el prelado cas­
tigado alegaba que había obrado en virtud de un antiguo privilegio
otorgado a los sucesores de San Remigio de coronar a los reyes de
Francia incluso fuera de la diócesis de Reims. Luis también se sintió
ofendido, pues el privilegio usado por Sampson favorecía más al prín­
cipe que al prelado. No se podía predecir qué decisión podría adoptar en
tales circunstancias un hombre que tenía un temperamento tan vivo; si
reñía con el Papa, la cruzada había terminado. Bernardo suplicó al
Santo Pontífice que impidiese la ruina de sus esperanzas comunes reti­
rándose sin demora de una posición tan peligrosa: así lo requerían
tanto la justicia como la conveniencia. “Que Dios tenga misericordia
de vos—escribe—, ¿qué es lo que habéis hecho? Habéis puesto pú­
blicamente en vergüenza a uno de los hombres más modestos y habéis
humillado ante el mundo a un prelado cuya honra está en la Iglesia
dría suponer que no los hubo; y si los mencionara todos, se creería probable­
mente que yo había exagerado la verdad” (o. c., 1. I).
4 Luis VII fue coronado tres veces diferentes, la primera vez por Inocen­
cio II en el Concilio de Reims, mientras su padre, Luis el Gordo, vivía
todavía.

516
SAN BERNARDO

(2 Cor 8, 18). Habéis alegrado a todos sus enemigos, pero ¿a cuántos


os figuráis que habéis entristecido? La simpatía por el arzobispo es
universal, porque sus amigos son innumerables. ‘Amado por Dios y
los hombres’ (Eccli 45, 1), sufre la pena que corresponde a un gran
crimen que él no ha confesado y del cual no ha sido declarado cul­
pable. Nuestro Fincas en un exceso de celo ha matado al israelita
cuando no había ninguna hija de Moab culpable (Num 25, 7-8). El
arzobispo Sampson es acusado de haber coronado al rey, pero él piensa
que al hacerlo obró de acuerdo con su derecho. También se le acusa
de haber celebrado misa, sabiéndolo, en una iglesia bajo interdicción:
esto lo niega él. Respecto de la primera queja, está dispuesto, cuando
tenga una oportunidad, a probar su privilegio, y a probar su negativa
respecto de la segunda.
”Pero incluso suponiendo que las acusaciones contra él estuviesen
claramente demostradas, ¿era justo castigar con tan rigurosa severidad
a un hombre cuya conducta ha sido hasta ahora ejemplar? El haber
delinquido tan sólo una vez acaso habría sido considerado como una
virtud si el juicio sobre el arzobispo hubiese procedido de vuestro
corazón y no de la instigación de sus enemigos. ¿Cómo podría, en
verdad, haber obrado él de otra manera teniendo en cuenta la difícil
posición en que se encontraba? La nobleza de la fiesta (Navidad), que
atrajo una gran muchedumbre a la iglesia; la presencia del joven mo­
narca con toda su corte y sobre todo el asunto por el cual se habían
reunido, es decir, la expedición a Jerusalén, teniendo en cuenta todo
esto, ¿cómo se podía haber omitido la misa y la solemne ceremonia
de la coronación del rey? El arzobispo de Bourges, en mi opinión,
no mostró mucha discreción al intentar privar al rey Luis de ese
honor... Por consiguiente, por esta vez permitid que ‘la flecha de
Jonatán vuelva hacia atrás’ (2 Sam 1, 22), o si eso es imposible, haced
que apunte hacia mí. Pues os aseguro que estaría más contento con
que se me suspendiera el derecho de decir misa que ver al arzobispo
de Reims privado del palio. Además hay otra consideración que
debería inclinaros a la clemencia. Es ésta. Vuestra acción acaso ofenda
y provoque seriamente al rey Luis, puesto que parece que él ha sido el
motivo de la desgracia del arzobispo. Ciertamente convendría mu­
chísimo evitar esto, particularmente ahora, no sea que la noble em­
presa que por vuestra exhortación ha emprendido el rey magnánima­
mente se malogre, lo cual Dios no quiera.”
Felizmente Eugenio hizo caso del consejo del santo y Sampson
volvió a disfrutar del favor del Papa.
El rápido éxito de la campaña de reclutamiento de Bernardo es

517
AILBE J. LUDDY

tanto más maravilloso cuanto que, como observa Ratisbonne: “El


santo abad no encontró en el pueblo aquella disposición favorable
que tan poderosamente había conducido a facilitar la predicación de
la primera cruzada.” Había muchas razones para esto. Una de las
principales, según el mismo historiador, era que había empezado la
época de la construcción de iglesias, y los fieles, encontrando un des­
ahogo suficiente a su devoción en la erección de templos magníficos
a la gloria de Dios, tenía pocos deseos de embarcarse en una em­
presa, como la cruzada, tan llena de peligros, trabajos e inseguridad.
A esto se puede añadir que los principales estados europeos, Ale­
mania, Francia, Inglaterra e Italia estaban entonces muy debilitados
por las guerras civiles, que la autoridad de la Santa Sede había sufrido
por ocho años de cisma, que el Pontífice reinante había sido despojado
de su patrimonio y vagaba en el exilio, que muchos obispos habían
desaprobado la cruzada—en el concilio de Bourges en 1145 sólo un
prelado, Geofredo de Langres, se expresó en favor de él, que la
herejía había extendido enormemente la corrupción y que en las
ciudades el nacimiento de las municipalidades había ocasionado fric­
ciones entre el clérigo y el pueblo. Pero no había apatía que pudiera
resistir el fuego y la fuerza de la arrebatadora elocuencia de Bernardo.
Las muchedumbres le escuchaban como a un inspirado, olvidaban
todos sus prejuicios, quedaban aclaradas todas sus dudas. Hablaba,
según dicen, con la voz de un ángel, era el oráculo viviente del cielo,
celeste organon. El esfuerzo tuvo que haber sido terrible, suficiente
para agotar al hombre más fuerte: viajes diarios sobre malos cami­
nos de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, sin la menor espe­
ranza de descansar al llegar a su destino hasta que hubiese hablado
a las ansiosas multitudes y distribuido las cruces. Sólo Dios sabe de
dónde procedía la energía. Cuando el santo apareció en Vezelay, pa­
recía tan enfermo y agotado que la gente se preguntaba por qué el
soberano Pontífice había elegido a un hombre en el que se veía cla­
ramente la huella de la muerte. Les parecía un acto de monstruosa
crueldad, como uncir un cordero a un arado. Sin embargo, Eugenio
sabía lo que hacía y pronto se vio hasta por los más torpes que su
elección había sido en verdad la elección del cielo.
No satisfecho con los frutos de su predicación, aunque fueron ma­
ravillosos, el santo abad se esforzó por ampliar su esfera de influencia
y en cierto modo por multiplicar su presencia mediante epístolas elo­
cuentes dirigidas a pueblos y gobernantes que no se hallaban al alcance
de su voz. Estas exhortaciones escritas se enviaron a Grecia, Italia,
España, Polonia, Dinamarca, Moravia, Bohemia, Baviera, Sicilia e In­

518
SAN BERNARDO

glaterra. Difieren entre sí tan poco que se pueden considerar como


ejemplares de una encíclica. Como no se ha conservado ninguno de
los discursos del reclutamiento de cruzados, no nos quedan más que
estas cartas para indicar el estilo de propaganda adoptado por el
santo. Los extractos siguientes se han tomado de la dirigida a los
bávaros, que entonces soportaban las miserias de una guerra civil:
“El tema de que me atrevo a hablaros se refiere a Jesucristo, en el
cual reside nuestra salvación común. Por consiguiente, perdonad mi
reconocida indignidad respecto de la Majestad en cuyo nombre hablo
y respecto de vuestros intereses superiores. Es cierto que yo no tengo
ninguna importancia, pero no es pequeño el amor que os tengo en
Jesucristo. Esa es la razón de que os escriba ahora, es esa caridad
la que me da ánimos para dirigirme a vosotros colectivamente. Pre­
feriría hacer esto de viva voz si tan sólo no le faltase una oportunidad
adecuada a mi buena voluntad.
"Hermanos, ‘mirad, ahora es el tiempo aceptable; mirad, ahora
es el día de salvación’ (2 Cor 6, 2). ‘La tierra ha sufrido una sacudida
y ha temblado’ (Ps 17, 8) porque el Señor del cielo ha empezado a
perder la tierra que es peculiarmente suya. Peculiarmente suya, repito,
porque en ella por más de treinta años el Verbo invisible del Padre
se hizo visible, instruyó al pueblo y conversó como un hombre entre
los hombres. (Bar 3, 38). Peculiarmente suya, repito, en tanto en
cuanto Él la glorificó con sus milagros, la consagró con su sangre y
la adornó con las primeras flores de su gloriosa resurrección. ¡ Y ahora,
a causa de nuestros pecados, los enemigos de la cruz han levantado su
blasfemo estandarte y devastado con la espada y el fuego la Tierra
Santa, la Tierra Prometida! A menos que sean atacados de un modo
eficaz, irrumpirán en la Ciudad del Dios Vivo para destruir los pre­
ciosos recuerdos de nuestra redención y profanar los santos lugares
que en otro tiempo se tiñeron de púrpura con la Sangre del Cordero
Inmaculado, ¡Ay de nosotros! Ellos ansian de un modo impío in­
vadir el santuario mismo de la religión cristiana y violar ese sepulcro
en el que Cristo, que es nuestra Vida (Col 3, 4), durmió por nuestra
causa el sueño de la muerte.
”Y vosotros, bravos caballeros, ¿qué haréis? ¿Qué haréis vosotros
soldados cristianos? ¿Voy a pensar que daréis a los perros todo eso
que es sagrado, y perlas a los puercos? (Mt 7, 6). ¡ Oh, qué multitud
de pecadores, confesando sus delitos con arrepentimiento, se han re­
conciliado con Dios en esa Tierra, Santa desde que las espadas de
los guerreros cristianos expulsaron de allí a los sucios paganos! El
‘malvado ha visto y se ha puesto furioso; ha hecho rechinar sus

519
AILBE J. LUDDY

dientes y ha desfallecido’ (Ps 111, 10). Él ha excitado a los instru­


mentos de su impiedad y si alguna vez consigue tomar posesión de
los Lugares Sagrados tened la seguridad de que no consentirá que
quede el menor resto o vestigio de los monumentos y lugares asociados
a la pasión de Jesucristo.
"¿Qué decís, hermanos? Si os anunciaran que el enemigo había
entrado en vuestras ciudades, había violado vuestros hogares, había
ultrajado a vuestras familias y profanado vuestras iglesias, ¿cuál de
vosotros no volaría a tomar las armas? ¿Y haréis menos por el honor
de Jesucristo? Pues todos esos males, y aún peores, han caído sobre
su familia, de la cual sois miembros. El hogar del Salvador ha sido
destrozado por las espadas de los sarracenos; los bárbaros han derri­
bado la casa de Dios y dividido su herencia entre ellos. ¿Y dudaréis
en deshacer semejante mal y en vengar tanto ultraje? ¿Consentiréis
que los infieles contemplen en paz la inmensa ruina que han causado
entre el pueblo cristiano? Recordad que su triunfo será la causa de
un pesar inconsolable para las generaciones que aún no han nacido y
una desgracia eterna para todos los que lo permitamos. Y lo que es
más importante: el Dios Viviente me ha encargado que proclame que
Él se vengará de los que se nieguen a defenderle de sus enemigos.
¡ A las armas, entonces! Que una santa indignación os anime al com­
bate y que el grito del profeta resuene por toda la cristiandad: ‘Mal­
dito el que retire su espada de la sangre’ (ler 48, 10).
"Pero, hermanos, ¿vamos a suponer que ‘la mano del Señor es
demasiado corta para salvar’ (Is 59, 1), puesto que Él recurre a unos
gusanos tan despreciables como nosotros para restablecer y defender
su herencia? ¿No podría Él enviar tan sólo veinte legiones de ángeles
(Mt 36, 53) o con una palabra liberar la tierra que le es tan querida?
Claro que sí, pues Él tiene todo el poder para hacer aquello que le
parezca bueno a sus ojos. Pero la verdad es que Dios vuestro Señor
está poniendo a prueba vuestra lealtad. ‘Él ha contemplado desde el
cielo a los hijos de los hombres para ver si hay alguno que comprenda’
(Ps 13, 2) y se apene de sus reveses. Sí, el Señor se compadece de su
pueblo y ha facilitado un remedio salvador para nuestras almas enfer­
mas de pecado. Comprended y asombraos de que condesciende de esta
manera a requerir vuestra ayuda y de que con ello no hace sino usar de
un artificio para salvaros. Contemplad, oh, vosotros pecadores, este
abismo de misericordia divina y cobrad ánimo. No es vuestra muerte
lo que Él desea, sino más bien que os convirtáis y viváis (Ez 18, 23).
Él busca una ocasión de beneficiaros, no de destruiros. Decidme, ¿no
parece algo maravilloso, un gran misterio de amor divino, que Dios

520
SAN BERNARDO

Nuestro Señor Omnipotente se digne aceptar el servicio de asesinos,


ladrones, adúlteros, perjuros y hombres entregados a todos los vicios?
Por consiguiente, tened confianza, vosotros delincuentes, pues el Señor
es misericordioso. Si Él se propusiera castigaros, lejos de requerir
vuestros servicios, se negaría incluso a aceptar los que le ofrecierais.
"Además, añado, considerad las riquezas de la Divina Bondad, el
designio de su tierna compasión: cómo condesciende a necesitar vues­
tra ayuda en su amoroso deseo de ayudaros en vuestras necesidades.
Ansia que le hagáis deudor vuestro, de forma que tengáis títulos para
demandar de Él, en compensación del servicio prestado, el perdón de
vuestros pecados y la gloria eterna. Por tanto, llamo feliz a esta
generación que vive en una época de tan liberal indulgencia, que
ha sido favorecida con este año santo de jubileo y perdón. La ben­
dición es común a todo el mundo y por todas partes los hombres
acuden ansiosamente al estandarte adornado con el signo de la vida.
"El país en que habitáis abunda, según sé sabe, en bravos soldados
y robustos jóvenes, de forma que vuestra fama ha dado la vuelta al
mundo y vuestra reputación de hombres valientes ha llenado toda
la tierra. Por consiguiente, ceñid vuestras espadas virilmente, coged
vuestras armas vencedoras en honor del nombre cristiano. Poned fin
a esa guerra maldita en la que os destruís continuamente los unos
a los otros y unios en mutua ayuda contra el enemigo común. ¡Qué
locura se apodera del que atraviesa con su espada el cuerpo de su
hermano y quizá, al mismo tiempo, mata su alma! Tampoco el
vencedor escapa ileso. Se vanagloria de que sólo su adversario ha
caído y, ¡ay!, su propia alma inmortal ha sido muerta dentro de él.
No, no es valor ni virtud lo que impulsa a esa lucha doméstica, sino
locura manifiesta. Pero ahora, valiente caballero; ahora, bravo gue­
rrero, tenéis un enemigo con quien podéis pelear sin peligro para
vuestras almas; tenéis un combate en el cual es glorioso vencer y
beneficioso morir. Si sois comerciantes prudentes, ardientes buscado­
res de la riqueza de este mundo, no perdáis la ventajosa oferta que
se os propone ahora. Aceptar la cruz y con ella el perdón total de
todos vuestros pecados siempre que los confeséis con arrepentimiento.
Mirando el aspecto material, esta insignia de cruzado vale en verdad
muy poco; sin embargo, para vosotros tendrá el valor del reino de
los cielos si la colocáis sobre un corazón fiel y devoto.” La carta
concluye con un recuerdo de lo que ocurrió a la expedición mandada
por Pedro el Ermitaño y una exhortación a los alemanes a obrar
unidos y no seguir más que a los caudillos experimentados y diestros.

521
AILBE J. LUDDY

Misión y milagros en la región del Rhin

En aquella época toda la región del Rhin se hallaba en un estado


de espantoso desorden por culpa del fanático monje Rodolfo, el cual,
hablando en nombre de Bernardo, pidió la exterminación de los
judíos como acto preliminar a la expedición contra los sarracenos. Su
propaganda, inspirada por el infierno, tuvo un éxito excesivo. A pesar
de todos los esfuerzos de los obispos, hubo espantosas matanzas en
Colonia, Maguncia, Worms, Spira, Estrasburgo y otras ciudades del
Rhin. El arzobispo de Maguncia albergó a los desgraciados israelitas
en su propia casa y recurrió al santo en busca de ayuda. Bernardo en
su contestación denuncia al falso profeta en los términos más enér­
gicos: “Es necesario que venga el escándalo—escribe— ‘pero ¡ay!
de aquel hombre por quien venga el escándalo’ (Mt 18, 7). ¡Oh hom­
bre sin corazón! ¡Oh monstruo desvergonzado que tienes que colocar
tu locura criminal ‘sobre un candelabro a fin de que lo vean todos
los que están en la casa’ (Mt 5, 15). ...¿Eres tú el que vas a desmentir
a los profetas y apóstoles cuando predican la conversión de los judíos;
el que vas a hacer inútil para ellos todos los tesoros de amor y mise­
ricordia de nuestro Señor Jesucristo; el que vas a hacer nula la ora­
ción ofrecida por la Iglesia desde la salida hasta la puesta del sol
en favor de los pérfidos judíos rogando al Señor que quite el velo
de sus ojos y los saque de sus tinieblas a la luz de la verdad? 5 La
Iglesia triunfa de un modo más sublime sobre los judíos convirtién­
doles de su incredulidad que no destruyéndoles con el filo de la
espada. ‘No los mates—dice el Señor por boca de su profeta—•, no
sea que alguna vez mi pueblo llegue a olvidar’ (Ps 58, 12), pues son
para nosotros como recuerdos vivos de la pasión del Salvador... Tu
doctrina no es tuya, sino que la has tomado de tu padre, el diablo,
que te envió. Pues él fue un asesino desde el principio; es un em­
bustero y el padre de las mentiras (loh 8, 44). Y es bastante para ti que
mientas como tu amo (Mt 10, 25). ¡Oh, doctrina abominable, sabi­
duría infernal, opuesta a las enseñanzas de todos los profetas y após­
toles, destructora de la caridad y la gracia! ¡Oh, la más repugnante
de las herejías, llena de blasfemias y sacrilega impiedad, que inspirada
por el espíritu de la mentira ha engendrado la tristeza y producido la
iniquidad! (Ps 7, 15).
”Hay más que quema decir sobre este tema, pero el tiempo no

5 De la oración de la Iglesia por la conversión de los judíos, cantada en


la misa del Presantificado el Viernes Santo.

522
SAN BERNARDO

me lo permite. Resumiendo brevemente: Rodolfo es un hombre lleno


de orgullo y arrogancia. Sus palabras y obras revelan que se está es­
forzando por hacerse ‘un gran nombre, como el de los grandes que
están en la tierra’ (2 Sam 7, 9), pero con ello no va a conseguir su
propósito (Le 14, 28).”
Después de enviar esta epístola, el santo decidió visitar personal­
mente la zona de los disturbios. Empezó su viaje hacia el otoño de
1146, acompañado por Geofredo de Auxerre y otro religioso llamado
Gerardo. Sus esfuerzos fueron coronados por un gran éxito en Brujas,
Afflighem, Lieja y Worms. En Maguncia encontró a Rodolfo, que
iba a la cabeza de una chusma manchada de sangre y sedienta de
sangre, y aunque estuvo durante algún tiempo en peligro su vida,
consiguió intimidar al fanático e inducirle a regresar a la soledad de
su celda. “Dios—dice Bossuet (Oeuvres, tomo IX, 508)—había im­
preso en el rostro del venerable Bernardo una majestad tan tremenda,
que los pecadores se sentían obligados a someterse a él.”
Un escritor judío contemporáneo, llamado Joshua Ben-Meir, nos
ha dejado un vivido recuerdo de lo que sufrió en aquellos trágicos
días. Después de describir las horribles crueldades perpetradas por
Rodolfo y sus seguidores, continúa así: “El Señor fue conmovido por
los lamentos de su pueblo. Recordó su convenio con ellos y renovó
sus grandes mercedes. Contra este hijo de Belial (Rodolfo) Él alzó
a un hombre sabio, llamado Bernardo de Clairvaux, una ciudad de
Francia. Este religioso (según su modo de hablar) calmó al pueblo
y dijo: Marchad hacia Sión, defended el sepulcro de Cristo, pero no
toquéis a los hebreos. Habladles con cariño, pues son de la carne y
de la sangre del Mesías; dañarlos es herir al Salvador en la niña de
su ojo. No, el cruel Rodolfo no os ha predicado de acuerdo oon el
espíritu de la verdad, pues el Espíritu Santo ha dicho por boca del
Salmista: ‘No los mates, no sea que alguna vez mi pueblo llegue a
olvidar’ (Ps 58, 12). Así habló este sabio y su voz prevaleció, porque
era amado y respetado por todos. La multitud escuchó sus consejos
y se enfrió el fuego de su cólera. Sin embargo, el sacerdote Bernardo
no recibió ni oro ni rescate de los judíos. Fue su corazón el que le
condujo a amarles y le impulsó a hablar buenas palabras por Israel.”
Desde Maguncia el santo y sus compañeros partieron para visitar
otras ciudades de la Alemania occidental. Por todas partes fue reci­
bido con el mayor entusiasmo y por todas partes reclutó verdaderas
multitudes para el ejército de la cruz. En Frankfort se encontró con
el emperador Conrado, a quien ya había prestado más de un impor­
tante servicio. Conrado recibió a sus visitantes con las mayores mues­

523
AILBE J. LUDDY

tras de respeto; pero cuando fue apremiado para seguir el ejemplo del
rey Luis tomando la cruz, se excusó alegando el perturbado estado de
su imperio, pues había estallado de nuevo la guerra civil, los roma­
nos se habían rebelado y había desavenencias con Sicilia. Sin embargo,
no pondría ningún obstáculo a la predicación de la cruzada en su reino.
Durante la visita del santo abad a Frahkfort ocurrió un incidente digno
de mención. A consecuencia de un pasmoso milagro obrado en un
paralítico muy conocido, toda la ciudad se excitó de tal manera que el
santo fue tan apretujado en la catedral por la insensata multitud que
estuvo a punto de morir asfixiado. El emperador, dándose cuenta
de la situación, se metió en la muchedumbre y levantándole como si
fuera un niño en sus poderosos brazos B lo llevó a lugar seguro.
Desde Frankfort siguió Rhin arriba hasta Constanza ante el lla­
mamiento urgente de Hermann, obispo de aquella ciudad. En su viaje
fue acompañado por un grupo de hombres doctos en el que figuraban
—-además de sus dos primeros compañeros—el obispo Hermann y su
capellán, Eberhard, los abades Balduino y Frovino, Felipe, arcediano
de Lieja, y Alejandro de Colonia (estos dos ingresaron en la comu­
nidad de Clairvaux) y los sacerdotes Otto y Franco. Estos llevaron
una especie de diario en el que registraron los milagros obrados día
por día durante este memorable viaje sobre el gran río, pues el santo
y sus amigos desembarcaron en las distintas ciudades de su curso a
fin de predicar la cruzada aj pueblo. La comitiva abandonó Frankfort
hacia fines de noviembre y llegó a Constanza el 12 de diciembre.
Afortunadamente el diario se ha conservado. Gracias a él tenemos
todavía, después del transcurso de casi nueve siglos, el testimonio de
testigos de vista, inteligentes y prudentes, de los numerosos milagros
realizados por el santo abad. He aquí algunos extractos:
“El obispo Hermann, ‘El primer domingo de Adviento (este día y
los dos siguientes la comitiva los pasó en Friburgo) un sacerdote de
la ciudad de Hernheim me señaló a un hombre que había estado ciego
durante diez años y que fue curado instantáneamente con el signo de
la cruz’.
"Felipe: ‘El lunes, en mi presencia, un anciano ciego fue condu­
cido a la iglesia y curado por la imposición de manos, como todos
habéis oído’.
”E1 abad Frovino: ‘El hermano Geofredo y yo encontramos a
aquel hombre después de su cura’.
"Franco: ‘En Friburgo, el martes, una madre trajo a su hijo

0 Como prueba de la fuerza hercúlea de Conrado, cuenta 'el-'autor de


la Gesta Ludovici Regis que aquél una vez partió en dos a un sarraceno,
desde el hombro izquierdo al costado derecho, de un solo sablazo.

524
SAN BERNARDO

ciego al hospicio. El santo padre (Bernardo) impuso las manos sobre


el niño y ella inmediatamente se lo llevó. Le seguí para asegurarme
de que había recuperado la vista y le encontré perfectamente curado’.
"Geofredo: ‘Tan pronto como entramos en la iglesia un joven li­
siado recuperó el uso de las piernas gracias al signo salvador’.
”E1 obispo Hermann: ‘Todos le vimos en pie delante del altar
mientras el pueblo cantaba alabanzas al Señor’.
"Eberhard: ‘Aquel mismo día vi curar a oíros tres lisiados’.
"Franco: ‘Todos vosotros fuisteis testigo de la cura de la ciega a
la puerta de la iglesia’.
"Gerardo: ‘El mismo día vi cómo un muchacho recibía la vista’.
"Otto: ‘El miércoles, después de misa, cuando el bienaventurado
padre regresaba de la iglesia, tocó las manos marchitas de una pobre
mujer, las cuales al poco rato aparecieron llenas de vida y vigor.
Franco y yo examinamos las manos de la mujer’.
"Geofredo: ‘Cuando abandonábamos la ciudad, un muchacho que
tenía un brazo paralítico fue curado a la vista de todos. Una mujer
coja, a la que nuestro amigo Enrique había traído en su caballo,
recobró el uso de sus piernas, así como también una muchacha que
estaba impedida desde su nacimiento’.
"Franco: ‘Al mismo tiempo otra muchacha recobró el uso de un
brazo paralítico. Yo, para probarla, le mostré el báculo del abad (el
regalo de Malaquías, como se puede suponer), el cual ella cogió fir­
memente’.
”E1 obispo Hermann: ‘Pero habéis omitido lo que ocurrió el pri­
mer día de nuestra estancia en Friburgo. Bernardo pidió al pueblo que
ofreciera una oración por los ricos a fin de que Dios arrancase el
velo de sus corazones: porque mientras que los pobres acudían en
muchedumbre a coger la cruz, los ricos se sentían inclinados a echarse
para atrás. Vosotros sabéis la respuesta que tuvo la oración. Todos
los ricos de la ciudad, entre ellos algunos pecadores impenitentes, se
ofrecieron voluntarios para la guerra santa. Esta mañana, miércoles,
cuatro de diciembre, después de misa mayor le presenté una mucha­
cha que tenía una mano inválida; se la curó al momento’'
"Eberhard: ‘En Secking el sábado por la tarde el elegido de Dios
curó a un muchacho que tenía el cuello tan paralizado que no podía
ni elevar la cabeza ni mirar alrededor’.
"Geofredo: ‘En la misma ciudad, a la mañana siguiente, curó a tres
lisiados, los cuales, arrojando sus muletas, fueron por las calles glori­
ficando al Señor. Poco más tarde curó a una enferma, de lo cual todos
fueron testigos, como también del clamor y la alegría que ello pro­

525
AILBE J. LUDDY

dujo. El signo de la cruz sobre un loco le devolvió la razón ins­


tantáneamente. Por la tarde, cuando encontramos a Conrado, un niño
cojo recobró el uso de sus piernas bajo los mismos ojos del emperador
y de su ejército.”
Ya hemos transcrito lo suficiente para mostrar el carácter de este
diario. Las anotaciones son todas del mismo estilo, cortas y senci­
llas. Cuando los viajeros se aproximaban a Constanza los milagros
empezaron a aumentar. Eberhard menciona treinta y nueve obrados
en Doningen, cerca de Rheinfeld, el mismo día, segundo domingo de
Adviento; fueron curados nueve ciegos, dieciocho inválidos, once
mancos y un sordo. Pero esta lista no es completa; se operaron otros
muchos milagros, dice, que él no tuvo ocasión de investigar. Scha-
fhausem, donde llegaron el martes siguiente, fue testigo de muchísimos
más favores milagrosos. El santo se vio obligado por agotamiento a
desistir de bendecir e imponer sus manos sobre la multitud de per­
sonas enfermas que se apretaban a su alrededor en todas las partes
en que aparecía. El jueves 12 de diciembre llegaron a Constanza,
donde fueron objeto de un recibimiento regio. El número de milagros
obrados en este lugar es incontable. Se mencionan cincuenta y tres en
el diario, pero los autores dicen que esto no es sino una parte del
conjunto, porque el gran número de personas que rodeaban al santo
hacía la investigación casi imposible, “y decidimos—añade Geofredo—
hablar solamente de los milagros que habíamos presenciado con nues­
tros propios ojos”.
El milagro más maravilloso obrado por el santo en este período
fue el volver a un muerto a la vida. No hay mención de este milagro
en el diario, pero es descrito con todo detalle en el Exordium (1. II,
c. XIX). El Enrique a que se refiere más arriba Geofredo de Auxerre
llamándole “nuestro amigo” era un joven noble de Friburgo, “rico
en bienes terrenales, pero muy pobre en las cosas celestiales y lleno
de vicios”. Bernardo le convirtió y le dio la cruz. Se mostró tan
ferviente que decidió no montar a caballo hasta que estuviese pre­
parado para partir hacia Jerusalén, resolución que el santo abad no
quiso autorizarle. Él acompañó a la comitiva a Constanza y, como
hablaba correctamente francés y alemán, actuó como intérprete del
santo. Sin embargo, nos informa Geofredo que el pueblo alemán, que
no podía entender una palabra de francés (romano)—el idioma en
que les hablaba Bernardo—mostró claramente que le seguía, pues es­
cuchaban con gran atención, lloraban con frecuencia y por sus gritos
y gestos denotaban la presencia de las emociones que el orador sé
esforzaba por despertar: como si, dice Geofredo, sintieran en sus al­

526
SAN BERNARDO

mas de un modo misterioso el significado de las palabras que no po­


dían comprender con su inteligencia. El intérprete, aunque era elo­
cuente, no tema el mismo poder para mantener su atención o agitar
sus sentimientos. Ocurrió que mientras Enrique acompañaba al santo
se encontró con uno de sus escuderos el cual, disgustado por el cam­
bio de vida del noble, empezó a burlarse de éste y de su compañero:
de pronto una fuerza invisible lanzó al impío miserable contra el
suelo con tal violencia que se rompió el cuello. Murió sin disponer de
un momento para arrepentirse. Enrique, aterrorizado ante este tre­
mendo castigo, rogó al santo abad que hiciera lo que pudiese por el
alma de aquel desgraciado. “Es por vuestra causa—dijo—, por lo
que este hombre ha corrido semejante suerte, como castigo de sus
palabras blasfemas contra vos.” “Dios no quiera que se pierda nadie
por causa mía”, replicó el santo. Y diciendo esto, se arrodilló junto
al cadáver y oró en silencio durante unos momentos. Luego exclamó
en voz alta: “En el nombre del Señor, levántate.” Instantáneamente
el espíritu volvió al cuerpo que había abandonado y el hombre se
levantó tan sano como siempe. Siguió el ejemplo de Enrique, cogiendo
inmediatamente la cruz y los dos tomaron parte en la expedición a
Palestina. Más tarde Enrique ingresó en la abadía de Clairvaux, donde
después de una vida de piedad ejemplar, terminó felizmente.

527
CAPITULO XXXIV

LA DERROTA DE LOS CRUZADOS

Dieta de Spira

Después de pasar algunos días en Constanza reclutando ciudadanos


para el ejército de la cruz, el santo y sus amigos siguieron a Win-
terthur y de allí a Zurich, en cuyos lugares obró muchos milagros,
devolviendo la vista a los ciegos, el habla a los mudos, el oído a los
sordos y el vigor a los paralíticos. Estos milagros fueron debidamente
registrados por los compañeros del santo abad que continuaron escri­
biendo su diario. La comitiva dejó Zurich con la intención de volver
a bajar por el gran río hasta Spira, donde Bernardo deseaba pasar la
Navidad. En aquella antigua ciudad, así le habían informado, se iba
a reunir una dieta de los obispos y nobles de Alemania el día de
Navidad para la ceremonia de la coronación de Conrado y para concer­
tar medidas en favor de la paz del imperio. No quería perder la
ocasión singular de predicar la guerra santa a la flor de la caballería
teutónica, a la cual tenía en alta estima. En el camino a lo largo del
río tocaron en diferentes lugares tales como Rheinfelden y Basilea,
pues el santo, que era un propagandista nato, no quería desperdiciar
ninguna oportunidad de alentar la causa que tanto acariciaba su co­
razón. Así, el llamamiento a las armas se oyó por todas las pobla­
ciones de las orillas del río. No nos han dicho lo que él pensó
del magnífico paisaje a través del cual se abre camino el río real.

528
SAN BERNARDO

Muy probablemente ni siquiera pensó en él, no por no saber apreciar


la belleza natural, sino porque su mente estaba a la sazón continua­
mente ocupada en asuntos de gran importancia. Quizá, en verdad,
su espíritu de mortificación, que no descansaba nunca ni siquiera du­
rante los viajes, le hizo tan insensible a las bellezas del Rhin como
le había hecho en otra ocasión a las del lago Ginebra. Estuvo en
Estrasburgo el cuarto domingo de Adviento, 22 de diciembre, y llegó
a su destino la víspera de Navidad.
La entrada de Bernardo en la ciudad de Spira fue un magnífico
espectáculo. Varios escritores contemporáneos nos han dejado des­
cripciones de la maravillosa manifestación. Fue el Tabor, o más bien
el Domingo de Ramos del santo abad, con el Calvario y sus tinieblas
en las cercanías. El obispo, el clero y los ciudadanos salieron a
recibir al siervo de Dios en orden procesional con cruces y banderas.
Los miembros de los diversos gremios marchaban juntos bajo sus
emblemas y adornados por las divisas distintivas de su oficio o pro­
fesión. Fue conducido por las calles acompañado del repicar de las
campanas y de cánticos sagrados hasta la puerta de la catedral, donde
el emperador Conrado y los príncipes alemanes, magníficamente ata­
viados, le recibieron con tales honores, que ante ellos hubieran pali­
decido los honores reales. Una inmensa multitud llenaba por com­
pleto el lugar, estando todos deseosos de poder contemplar, aunque
fuera por un momento, al poderoso autor de maravillas, del cual se
creía que con sólo la mirada de sus ojos era capaz de curar las en­
fermedades del cuerpo y del alma. La gran procesión avanzó desde
la gran puerta de la catedral hasta el coro, cantando alegremente el
himno Salve, Regina. Bernardo caminaba en medio, junto al em­
perador. Estaba profundamente conmovido. Cuando las últimas notas
de este bello himno se extinguieron en los lugares alejados de la
gloriosa basílica, se dice que el santo abad, no pudiendo contenerse
por más tiempo, exclamó en un transporte de amor a su Reina ce­
lestial, en un verdadero “exceso de hiperdulía”: Oh clemens, oh pía,
oh dulcís María inclinándose a cada exclamación. Desde entonces
este triple grito del corazón ha formado parte de la Salve. La
palabra Virgo que ahora se coloca delante de “María” es una
adición posterior y estropea tanto el metro como el ritmo.
Algunos críticos modernos se han esforzado en poner en duda
el origen bernardino de la triple exclamación, basándose principal­
mente en el silencio de sus contemporáneos. Pero a esto podemos
oponer la antiquísima tradición existente en el pueblo de Spira, que
puede señalar las placas de bronce colocadas en el suelo de su

529
S. BERNARDO.----34:
AILBE J. LUDDY

catedral para señalar con fines devotos a la posteridad el lugar exacto


en que el santo apeló de un modo tan conmovedor a la clemencia,
amor y dulzura de María. Además tienen la costumbre, que al parecer
data de la visita de Bernardo, de cantar diariamente el Salve, Regina
en conmemoración del acontecimiento. En cuanto al silencio de los
cronistas, estos estaban ocupados principalmente en registrar los mi­
lagros del santo: Así el diario no menciona acontecimientos tan im­
portantes como la entrada triunfal en Spira o la victoria sobre Con­
rado. La disputa no quedará decidida de un modo definitivo hasta
que alguien descubra una copia del himno que sea anterior a la dieta
de Spira, lo cual no sería imposible, en la que aparezca la Salve
tal como era y se cantaba por lo menos medio siglo antes de 1146 \
En la ciudad de Spira se obraron relativamente pocos milagros, “por­
que—dice el arcediano Felipe—Dios no se digna manifestar sus glo­
rias donde hay una multitud tan grande de curiosos. Sin embargo,
—continúa diciendo—■, la visita del bienaventurado padre no fue en
vano, pues, usando sus propias palabras, el milagro de los milagros
fue presenciado en este lugar cuando, en contra de lo que todo el
mundo esperaba, el emperador aceptó la cruz.” El día de Navidad,
después de la ceremonia de la coronación, Bernardo subió al púlpito
y predicó en favor de la guerra santa, exhortando a Conrado y a sus
nobles a tomar las armas en defensa de la herencia de Cristo. Aunque
profundamente impresionados, muy pocos nobles se adelantaron para
alistarse: estaban esperando a que el emperador les diera ejemplo,
pero éste permanecía todavía indeciso.

Conrado toma la cruz

Dos días más tarde, fiesta de San Juan Evangelista, el siervo de


Dios se aproximó de nuevo a Conrado y le apremió para que diese
una contestación definitiva. A la objeción relativa al estado tumul­
tuoso del imperio replicó el santo diciendo que la cruzada, al facilitar
un interés común y un campo legítimo para las proezas guerreras, ser­
viría más bien como un remedio efectivo; además se podía confiar en
Dios que compensaría con sus más abundantes bendiciones el sacrificio
hecho por su causa. El emperador, por fin, prometió someter la cues­
tión a su consejo, que se iba a reunir el día siguiente. Esto no satisfizo

1 Algunos eruditos atribuyen a San Anselmo de Luccas (ob. 1086) la


meditado in Salve Regina, impresa en Migne (CLXXXIV, 1078)-que~contiene
las tres exclamaciones. Esto sería desde luego decisivo contra la tradición. Pero
la meditado es muy probablemente obra de San Buenaventura.

530
SAN BERNARDO

al santo, pero éste no dijo nada en aquel momento. Más tarde, el mis­
mo día, mientras celebraba la misa en presencia de Conrado y su corte,
se volvió súbitamente a la congregación y, después, de describir grá­
ficamente las penalidades de los cristianos orientales, transportó a sus
oyentes a la escena del Juicio final. Allí representó a Conrado, que era
citado ante el Juez supremo para dar cuenta de su gobierno y se le re­
prochaba su ingratitud al negarse a emplear el poder y la riqueza do­
nados por Dios para la liberación del Santo Sepulcro. La resistencia del
emperador se desmoronó completamente ante semejante asalto. Arro­
jándose a sus pies, gritó entre lágrimas y sollozos que estaba dispuesto
y deseoso de obedecer la llamada de su Salvador. Su generoso ejem­
plo fue seguido sin demora por todos los príncipes y por los princi­
pales nobles del imperio, entre ellos por su sobrino Federico, llamado
Barbarroja, que estaba destinado a sucederle en el trono imperial.
Cierto número de impresionantes milagros dieron testimonio de
la divina complacencia ante la conducta caballeresca de los nobles
alemanes. Se ha dado especial importancia a una de estas maravillas.
El 28 de diciembre el santo se dirigió a los nuevos soldados de la
cruz con palabras “más divinas que humanas”. El entusiasmo fue
indescriptible. Cuando todo hubo pasado, Bernardo, que estaba junto
al emperador, fue requerido para que diera su bendición a un pobre
muchacho lisiado: la bendición del abad curó al lisiado inmedia­
tamente. “Esto ha ocurrido por vuestra causa—dijo el santo a su com­
pañero—como una indicación de que Dios estará con vos y de que
Él aprueba vuestra empresa.” La cura milagrosa fue seguida en rápida
sucesión por otras varias.
El noble emperador tenía todavía otra preocupación. Temía que
su rival, el duque Enrique de Baviera, sobrino de Lotario, se aprove­
chara de su prolongada ausencia de Alemania para usurpar la corona.
Bernardo resolvió la dificultad convenciendo a este príncipe y a sus
principales aliados a alistarse en el ejército de la cruz. Así Alemania
estaba ahora unida para la cruzada y, como había predicho el siervo
de Dios, curada por ella de sus disensiones civiles 2.

2 Otto de Freising, que merece ser llamado el padre de la historia ale­


mana, nos dice que durante la preparación para la guerra santa, “una profun­
da paz reinó en toda Europa”, y después de la partida de los cruzados, “no
sólo no hubo ninguna ruptura de hostilidades, sino que incluso se consideró
un crimen aparecer armado”. Gesta Frederici, cap. XI.

531
AILBE J. LUDDY

El santo visita Colonia

Bernardo partió de Spira el 3 de enero de 1147. Viajó a través de


Worms, Pickenback y Coblenza hacia Colonia con los mismos com­
pañeros, excepto el obispo Hermann, cuyo lugar había ocupado un
eclesiástico llamado Volkemar. La guerra santa fue predicada en toda
ciudad, pueblo o aldea por donde pasaron y, como de costumbre, nu­
merosos milagros confirmaron las palabras del siervo de Dios. De este
viaje se conserva también un diario. A pesar de la prisa que tenía,
pues a decir verdad el santo añoraba profundamente su retiro monás­
tico y no andaba muy bien de salud, se apartó de su camino para
consolar al anciano duque de Hohenstaufen, el cual, según le habían
dicho, estaba agobiado por la pena debido a que su hijo y heredero
había tomado la cruz. En Colonia se renovaron las escenas de deli­
rante entusiasmo presenciadas en Constanza. Bernardo y sus amigos,
con el arzobispo de la ciudad, se encontraron sitiados de tal modo en
el hospicio que no pudieron salir ni siquiera para los asuntos más
indispensables. El santo predicó a la multitud desde una ventana
abierta, a la cual se subió una escalera que partía de la calle, por
cuyo medio los enfermos ascendían o eran llevados para que el santo
pudiera tenerlos al alcance de sus manos dispensadoras de la gracia.
Viendo que el hospicio era muy incómodo, nuestros viajeros se tras­
ladaron al palacio archiepiscopal, probablemente durante la noche.
Por espacio de cuatro días—desde el 9 al 12 de enero—las campanas
de la ciudad no descansaron, anunciando un milagro tras otro y con
su clamor se mezclaban los gritos de la multitud recitando en alta
voz la letanía: Christ, uns gnade, Kyrie eleison, Die Heiligen alie
heljen uns. Dos nuevos nombres aparecen en este viaje entre los
colaboradores del diario: Campensis, es decir, el abad de Campen, y
Herwn, abad de Steinfeld. El número de milagros registrados, aunque
fueron increíblemente numerosos, solamente incluye, dice Eberhard,
“aquellos que pudieron ser examinados y comprobados”. “Tampoco
se obraron en un rincón apartado—añade el abad de Campen—, sino
en las calles públicas y a presencia de toda la población.” Pero el
milagro más maravilloso de todos fue la completa reforma de la moral
en el clero y el pueblo. Con gran delicia por parte del santo, una
gran multitud de jóvenes se alistaron en el ejército de la cruz.
Después de dejar Colonia, Bernardo predicó la guerra santa en
Juliers, Aix-la-Chapelle, Maestricht, Lieja, Huy, Gembloux, Villers,
Fontaine, Binche, Mons, Valenciennes, Cambray, Laon y Reims, y
en todos estos lugares obró muchos milagros y reclutó muchos solda­

532
SAN BERNARDO

dos. Parece que los colaboradores del diario no acompañaron al santo


más allá de Maestricht con excepción de Geofredo, el cual continúa
solo la obra en el resto del viaje. El 2 de febrero, fiesta de la Puri­
ficación, el siervo de Dios llegó a Chalons-sur-Marne donde el rey
Luis y los delegados del emperador Conrado estaban celebrando con­
sejo de guerra. Fue recibido con los mayores honores y durante dos
días estuvo celebrando consultas con los príncipes ante el disgusto
del pueblo que estaba deseoso de verle y oírle. Desde Chalons se
dirigió a Clairvaux, predicando y obrando maravillas en toda ciudad
y pueblo por donde pasaba, particularmente en Rosnay y en Bar-sur-
Aube.

Regreso a Clairvaux

La misión del Rhin no solamente multiplicó el número de cruza­


dos, sino que aumentó considerablemente el ejército espiritual de Cristo.
Treinta postulantes nativos de Colonia acompañaron al santo en su
regreso al monasterio, y otros tantos se comprometieron a hacer lo
mismo. Uno de estos últimos merece mención especial. Era un noble
llamado Amulfo, muy rico y padre de familia. Arrepentido de una
vida mundana por la predicación del siervo de Dios, concibió la idea
de ingresar en la comunidad de Clairvaux. Pero primero tuvo que
arreglar sus asuntos y disponer de sus bienes, lo cual exigió algún
tiempo. Para evitar la oposición de sus parientes, decidió mantener
en secreto su intención hasta el último momento, de forma que nadie
se enteró de ella, sino el santo. Sin embargo, parece que le abandonó
el valor, o por lo menos que, si no desistió del todo su propósito,
demoró su ejecución. Un día se le acercó un pastor y arrodillándose
a sus pies le dijo: “Os imploro, en nombre de Nuestro Señor Jesu­
cristo, que me llevéis a Clairvaux y salvéis mi alma y la vuestra.”
Comprendiendo que esto era una advertencia del cielo, Arnulfo no
dudó por más tiempo. Al llegar a Clairvaux—donde llevó una parte
considerable de sus bienes—hizo una confesión general al santo abad
y quedó asombrado al ver que le imponía como penitencia la recita­
ción del Padrenuestro tres veces con la obligación de perseverar en
la Orden. “Padre—exclamó—no os burléis de un pobre pecador.”
“¿Burlarme de vos?”, preguntó el santo. “Claro, siete o diez años
de ayuno vestido de tela burda y durmiendo sobre cenizas no bas­
tarían para borrar los pecados que he confesado, ¡y vos me mandáis
que diga tres Padrenuestros!” “¿Entonces vos sabéis mejor que yo
lo que es necesario para vuestra salvación?” “No quiera Dios que sea

533
AILBE J. LUDDY

tan presuntuoso, pero os ruego que no me perdonéis, a fin de que sea


perdonado más tarde, y que me impongáis una penitencia tan grande
que no quede nada por satisfacer después de la muerte.” “Haced sola­
mente lo que os mando—contestó Bernardo—y os prometo que cuando
vuestro espíritu abandone el cuerpo irá a Dios sin demora.”
Arnulfo inició una vida de fervor tan distinta de su vida anterior
que el santo abad dijo que su conversión era una maravilla tan grande
como la resurrección de Lázaro. Al cabo de cierto tiempo cayó enfer­
mo de una penosa dolencia y viéndose a las puertas de la muerte
se le oyó murmurar de vez en cuando: “Tus palabras son ciertas,
Jesús.” Habiéndole oído a uno de los hermanos que le cuidaban decir
a otro en voz baja que estaba delirando, él le dijo tranquilamente:
“Estás equivocado, hermano. Hablo con todo el conocimiento. Jesús
nos dice en el Evangelio que cualquiera que renuncie a sus amigos y
y bienes por su amor recibirá cien veces más en esta vida presente
y la felicidad eterna en la futura (Mt 19, 29). Ahora estoy experimen­
tando la verdad de sus palabras, pues ya poseo los bienes centupli­
cados por Él prometidos. Los desgarradores dolores que sufro me
llenan de tal alegría debido a la promesa de perdón que contienen
que no los cambiaría por mil veces los bienes que abandoné en el
mundo. Y si la mera esperanza del cielo extasía de esta manera a
un pobre pecador en medio de los tormentos físicos, ¿qué grande
no tendrá que ser la felicidad de los santos? Sí, hermanos, la alegría
espiritual que ahora me produce la esperanza sobrepasa un millón de
veces en dulzura al mayor placer que puede dar este mundo. Y tened
la seguridad de que cualquier religioso que no disfrute este bien cen­
tuplicado no ha cumplido la condición de dejarlo todo, sino que ha
traído algo suyo, por lo menos su propia voluntad, consigo al claus­
tro.” Este discurso fue tanto más sorprendente cuanto que Arnulfo,
como muchos otros nobles de su época, era completamente analfabeto.
Murió de tal manera, que no quedó ninguna duda de su entrada
inmediata en la gloria de acuerdo con la predicción de San Bernardo.
El santo no encontró ni aun en Clairvaux el reposo que buscaba
y que tan necesario le era. En verdad, un hombre que poseía como
él el poder de otorgar la salud no tenía derecho a buscar reposo o
soledad en un mundo en que padecen todas las criaturas. Tan pronto
como se supo que estaba en el monasterio, Geofredo de la Roche,
obispo de Langres, le llevó un muchacho sordo, a quien curó el santo
con el signo de la cruz. Después empezaron a llegar de todas direc­
ciones a la abadía verdaderas muchedumbres de-personas enfermas
para beneficiarse de los poderes sobrenaturales del santo. A fin de no

534
SAN BERNARDO

distraer a la comunidad, no quiso permitir que ninguno de estos en­


fermos fuese admitido dentro de la clausura; así, ellos esperaban
fuera pacientemente hasta que Bernardo salía a bendecirles.

Etampes

Los obispos y nobles de Baviera celebraron una dieta en Ratis-


bona en el mes de febrero de 1147 para considerar la cuestión de la
güera santa. Bernardo fue invitado a la reunión, pero como no pudo
acudir en persona nombró como representante suyo a Adam, abad de
Eprach, monasterio cisterciense de Wurzburg, el cual leyó en la re­
unión la encíclica del santo a los bávaros. Pero no pudo excusarse
tan fácilmente de acudir a otra reunión más importante y más pró­
xima a su hogar. Por orden del rey Luis los señores espirituales y
temporales de su reino habrían de reunirse en Etampes el 16 de febrero
para discutir ciertos asuntos relacionados con la expedición a Pales­
tina. La presencia de Bernardo era indispensable. Así, apenas al cabo
de una semana de su regreso de la Renania, le vemos de nuevo en
camino. A la convención de Etampes acudieron embajadores de Ale­
mania y Sicilia y en la misma se leyeron cartas del rey de Hungría
y del emperador griego prometiendo plena cooperación. La principal
cuestión a decidir era el camino que los ejércitos cristianos iban a
seguir. Los delegados del rey Roger insistieron en que el viaje se
debía hacer por mar, ofreciéndose a suministrar buques suficientes
para transportar todas las fuerzas hasta desembarcar sin novedad en
Joppa: esto, argumentaron, ahorraría tiempo y libraría también a las
tropas de los peligros y fatigas de una larga marcha; pero su prin­
cipal motivo para preferir este camino era, como confesaron franca­
mente, un invencible temor a la traición griega. Pero Luis y los ale­
manes consideraron que en cierto sentido estaban obligados por su
honor a seguir los pasos de los primeros cruzados. Por fin, prevale­
ció esta opinión. Entonces el monarca francés pidió a Bernardo que,
en compañía de algunos otros, seleccionara un consejo de ministros
a quienes pudiera confiar el gobierno del reino durante su ausencia.
Después de una breve consulta, el santo señaló al abad Suger y al
conde de Nevers, diciendo: “Mirad, he ahí dos espadas, y es bastante”
(Le 22, 38). El conde se excusó porque estaba a punto de abandonar
el mundo para hacerse cartujo. Así, a pesar de sus objeciones y escrú­
pulos, Suger fue nombrado regente único.

535
AILBE J. LUDDY

Frankfort: CRUZADA CONTRA LOS ESLAVOS

Poco después el santo tuvo que ponerse de nuevo en camino hacia


Alemania. El emperador iba a abrir una dieta general en Frankfort
el 13 de marzo y le presionó para que acudiera. Bernardo no podía
rehusar semejante invitación. El principal asunto a tratar por el con­
cilio era la adopción de las medidas, necesarias para la defensa del
país mientras Conrado y su ejército estaban ausentes en el Este.
Gracias a Bernardo los alemanes estaban ahora unidos. Pero había
enemigos externos contra los que había que precaverse. Los infieles
eslavos del otro lado del Elba, que odiaban a la cristiandad tan pro­
fundamente como los mismos sarracenos, tenían que ser mantenidos
a raya. Así se decidió que los daneses, moravos, polacos, rusos y sa­
jones organizasen una cruzada contra ellos y Bernardo, en nombre del
Papa, ofreció los mismos favores espirituales a todos los que partici­
paron en esta expedición que los concedidos a los que iban al Este.
La dieta le comisionó para publicar el resultado de sus deliberaciones,
lo cual hizo el santo abad por medio de una encíclica muy autori­
taria y guerrera dirigida probablemente desde Frankfort “a los arzo­
bispos, obispos, nobles y a todos los fieles” de aquellos países. Satán,
escribe, a fin de estorbar la expedición a Palestina, “ha agitado a una
maldita generación de paganos, los eslavos, a quienes, perdonadme
que lo diga, vuestro valor cristiano ha soportado durante demasiado
tiempo, permitiéndoles causar verdaderos desastres por medio de trai­
cioneros ataques en vez de aplastarlos y hacerles desaparecer. Pero
ahora, por fin, su orgullo será humillado y no tendrán el poder de
estorbar la marcha a Jerusalén. El Señor me ha designado, a pesar
de que soy indigno, para predicar esta cruzada. Por consiguiente, des­
pués de consultar con el emperador, los obispos y los príncipes re­
unidos en Frankfort, os anuncio que se está organizando un ejército
cristiano para enfrentarse con estos paganos y que los soldados toman
la cruz con la decisión de exterminarlos o convertirlos. Muchos se
han alistado ya para este servicio, y a fin de animar a los demás a
hacer lo mismo, hacedles saber que los que vayan a esta guerra dis­
frutarán de los mismos privilegios espirituales que los que van a
Palestina, con tal de que obren en obediencia de los obispos y de sus
jefes. Una cosa queda absolutamente prohibida: hacer un tratado con
el enemigo por cualquier motivo, sea el que fuere, bien de rescate
o tributo, hasta que con la ayuda de Dios haya sido completamente
aniquilada, ya sea la nación o ya sea la superstición... Es orden de
la dieta que se envíe esta carta a todas las iglesias para que sea leída

536
SAN BERNARDO

al pueblo por sus obispos y sacerdotes, a los cuales se les insta apre-
miantemente a que alisten y armen tropas contra los enemigos de
Cristo más allá del Elba.” El lenguaje de esta carta no nos parecerá
demasiado duro cuando recordemos que durante dos siglos los eslavos
estaban haciendo una guerra implacable a los pueblos cristianos de
Sajonia y Dinamarca.
Se decidió también que los cruzados españoles, en vez de ir al
Este, hicieran la guerra a los moros infieles en su propio país, sobre
el cual estos enemigos del nombre cristiano ejercían todavía un pode­
roso dominio. Así, casi todas las naciones de la cristiandad fueron
arrastradas por el torbellino de la guerra santa. “El nuevo Moisés
—escribe el abate Ratisbonne—ha agitado las aguas y las ondula­
ciones aue comenzaron en Francia, se extendieron de provincia en
provincia y cruzaron el vasto imperio de Alemania desde el Rhin
hasta el Danubio. Toda Europa es presa de un fermento de excitación
mientras que Asia se bambolea en sus cimientos. Es la inauguración
solemne de una nueva era. Es una regeneración completa realizada en
el vientre de la sociedad en medio de los dolores del parto. El Este
y el Oeste se preparan para el conflicto y en el choque de la batalla
nacerá un nuevo mundo.” (Histoire de St. Bernard, vol. II, 271).

Autenticidad de los milagros


ATRIBUIDOS A BERNARDO

De Frankfort el santo continuó a Tréveris, donde toda la población


salió a darle la bienvenida, y luego a Sierk, Metz y Toul. El incansable
apóstol visitó también Troyes, Sens y Auxerre y mostró tanto celo en
hacer soldados como en hacer santos. Estas ciudades rivalizaron entre
sí en el entusiasmo de su bienvenida y no es extraño, porque a todas
partes donde iba llevaba la curación del alma y del cuerpo y dejaba
tras sí una imperecedera bendición. Desde los tiempos apostólicos no
había aparecido sobre la tierra un autor de maravillas tan grande como
el santo. “Bernardo ha realizado más milagros—dice el cardenal Bellar-
mino—que ningún otro santo cuya vida se haya escrito.” Y estos
milagros están tan bien comprobados que dudar de ellos equivaldría
a desacreditar toda la historia. Fueron obrados en personas conocidas,
ante los ojos de cientos y miles de personas y registrados, a medida
que aparecían, por testigos prudentes e inteligentes, hombres de alta
categoría en la comunidad. Estos registros escritos fueron hechos pú­
blicos y ampliamente distribuidos inmediatamente, de forma que pu­
dieron haber sido refutados fácilmente si contenían algo falso, teniendo

537
AILBE J. LUDDY

en cuenta especialmente que, por lo general, se da el lugar y el tiempo


exacto de los milagros y a veces el nombre y la historia de la persona
curada. Tampoco se puede suponer que la gente se puso de acuerdo
para realizar una impostura que constituyera un medio útil de pro­
paganda, en primer lugar, porque fueron en parte los milagros que pre­
senciaron lo que entusiasmó al pueblo en favor de la cruzada; además
había muchos contrarios de la cruzada que rápidamente habrían des­
cubierto y denunciado el fraude. Bernardo tenía también sus enemigos
personales, tales como Berengarius y otros discípulos de Abelardo,
los cuales no omitieron medios de todas clases para perjudicar su
fama y debilitar su influencia, pero ellos jamás pensaron en negar sus
milagros. No es extraño entonces que el historiador crítico Luden,
aunque no era creyente, se sintiese obligado a decir: “Es absoluta­
mente imposible dudar de la autenticidad de los milagros de San
Bernardo, pues no podemos suponer ningún fraude ni por parte de
los que daban cuenta de ellos ni por parte del que los obró.”
Pero lo que es imposible para la ciencia sin prejuicios no pre­
senta ninguna dificultad para la fanática ignorancia. “A la hora pre­
sente—escribe el apóstata Gibbon, splendide mendax—, tales prodi­
gios no tendrán crédito más allá del recinto de Clairvaux; pero en las
curas sobrenaturales de los ciegos, los lisiados y los enfermos, que
fueron presentados al siervo de Dios, nos es imposible determinar la
participación separada de la casualidad, la imaginación, la impostura
y la ficción” (Decline and Fall, VII, 249). Ningún erudito se atrevería
a hablar hoy de esa manera. La tendencia entre los autores no cató­
licos de la época presente es aceptar los hechos y explicarlos atri­
buyéndolos a la sugestión, lo mismo que nosotros tenemos que explicar
los llamados milagros de nuestros modernos científicos cristianos.
Indudablemente la sugestión puede hacer maravillas respecto de toda
clase de enfermedades neuróticas; pero ningún poder concebible de
sugestión, ninguna fuerza de imaginación, puede hacer que un ciego
vea o que un sordo oiga, ni vigorizar una pierna paralizada o arreglar
una columna vertebral rota.

Partida de los cruzados

Habiendo terminado, por fin, todos sus preparativos, el monarca


germano salió para Palestina en marzo de 1147 a la cabeza de un
ejército que según los diferentes escritores tenía de 100.000 a 1.600.000
hombres: los griegos declararon que contaron 900.366 alemanes al
cruzar el Bosforo, después de las “pérdidas casi infinitas” que ya

538
SAN BERNARDO

habían sufrido, según Odo. Estas pérdidas fueron debidas en su mayor


parte a la traición griega, que empezó a sufrir el ejército de Conrado
tan pronto como entró en suelo búlgaro. Hay que reconocer que los
rudos teutones habían provocado groseramente la hostilidad de los
súbditos del emperador Manuel, a quienes trataron con poca cortesía
y no pocas veces saquearon. El 8 de septiembre, fiesta de la Natividad
de Nuestra Señora, acamparon bajo las murallas de Constantinopla.
No hay que decir que Manuel no les había dado la bienvenida; in­
cluso les había enviado mensajeros con la petición de que cruzaran a
Asia sin entrar en la capital. Los alemanes no hicieron caso de sus
deseos. Permanecieron acampados fuera de las murallas varias sema­
nas ; sin embargo, los dos emperadores no se vieron nunca, pues Con­
rado se negó a entrar en la ciudad y Manuel no quiso salir. Por fin
los cruzados reanudaron su larga marcha con guías facilitados por
el emperador griego. Estos guías les prometieron llevarles hasta las
puertas de Iconium (Konieh) en ocho días. Al cabo de este tiempo,
el ejército, con los víveres agotados, se encontró encerrado en un
laberinto de estrechos pasos de montañas con los turcos tan numero­
sos como langostas en las alturas. Era una verdadera trampa mortal.
Para empeorar la situación los traidores guías desaparecieron, de for­
ma que los cruzados no sabían a donde dirigirse. La batalla—o más
bien la matanza—que siguió fue terrible. Manteniéndose a una dis­
tancia segura, los sarracenos hicieron llover sus mortíferas flechas so­
bre la densa masa de tropas, las cuales no podían hacer otra cosa
que esperar con paciencia su fatídica suerte. Según Guillermo de Tiro,
historiador contemporáneo de alta reputación, escasamente logró es­
capar la décima parte. Casi sin descargar un solo golpe, decenas de
millares de los más bravos caballeros de Europa sucumbieron ante los
infieles, a los cuales esperaban confiadamente desperdigar como si
fuesen ovejas al primer envite. E indudablemente este habría sido el
resultado si hubieran encontrado al enemigo en campo abierto. Pero
el valor y la destreza no podían enfrentarse con el hambre y la sed
y el completo agotamiento, ni tampoco con el astuto engaño, ni con
la más inmunda traición. El mismo Conrado fue gravemente herido,
pero se las arregló para regresar a Nicea con los escasos restos de su
destrozado ejército.

Traición griega

Ahora tenemos que ver cuál fue la suerte de los franceses. En


Ratisbona, donde cruzaron el Danubio, encontraron a varios mensa­
jeros del emperador Manuel que les estaban esperando. Al ser intro­

539
AILBE J. LUDDY

ducidos a presencia del rey y de su consejo, estos enviados empezaron


a dirigirse a Luis en unos términos de gran adulación tan grandes
que el monarca se sonrojó. Geofredo de Langres, perdiendo la pa­
ciencia, interrumpió la empalagosa arenga con las siguientes palabras:
“Basta de esto, caballeros ; el rey Luis sabe lo que vale y también lo
sabemos nosotros, sus súbditos. Así que decidme claramente lo que
queréis.” Esto obligó a los oradores a tratar del asunto principal.
Lo que deseaban era que Luis prometiese bajo juramento no atacar
a ninguna ciudad griega y entregar a Manuel toda ciudad que su
ejército ganara a los turcos: en compensación el emperador le garan­
tizaba que las tropas francas recibirían todos los suministros necesa­
rios. La primera parte de su petición fue cordialmente concedida; en
cuanto a la segunda, Luis la discutiría con su dueño imperial cuando
llegara a la metrópoli. Con esto tendrían que contentarse.
A pesar de la garantía del emperador, sus súbditos trataron a
los cruzados franceses con la misma hostilidad que habían mostrado
a los alemanes. Todo pueblo y ciudad de su línea de marcha cerró
las puertas contra ellos y sólo les vendían provisiones en tan pequeñas
cantidades que se vieron obligados a obtenerlas por la fuerza. A
veces incluso tuvieron que pelear para abrirse paso. En Adrianópolis
encontraron a otros enviados de Manuel, que les pidieron que si­
guieran hacia el Bosforo por un camino distinto del que conducía a
Constantinopla. Los cruzados se negaron a hacerlo. Pero cuando se
acercaron a la capital bizantina, los nobles, el clero y el pueblo salieron
para darles la bienvenida y conducir al rey Luis al palacio imperial.
Nada podía superar la buena voluntad mostrada por toda la población
a los guerreros del Oeste. A pesar de que estaban disgustados de los
modales serviles de los ciudadanos, los honrados francos a duras
penas podían dudar de su sinceridad. Sin embargo, hubo un franco
de clara visión, que miraba con suspicacia todas estas manifestaciones
de devota amistad, pues recordaba haber leído: Timeo Dañaos et
dona ferentes. Este fue Geofredo de la Roche, pariente de Bernardo
Y antiguo prior, ahora obispo de Langres. Y cuando como compen­
sación por un acto de violencia realizado por algunos cruzados Ma­
nuel insistió en que los varones franceses le prestaran homenaje, el
patriótico obispo propuso que, en vez de deshonrarse, los soldados de
Francia deberían tomar posesión de Constantinopla y poner fin para
siempre al imperio Bizantino. Este imperio, dijo, aunque teóricamente
cristiano, ha resultado un enemigo tan grande de la cristiandad como
lo fue el otomano, pues había hecho la guerra contra las colonias cris­
tianas establecidas en el Este a costa de tanta sangre y dinero fran­

540
SAN BERNARDO

ceses. Muchas voces se elevaron en apoyo del plan de Geofredo, pero


también hubo muchas que se opusieron. Odo de Diogilo, que proba­
blemente estuvo presente en el debate, cree probable que el obispo
habría ganado a no ser por la astucia del marrullero emperador. Al
parecer, Manuel tenía algunas sospechas de lo que pasaba en la sala
de concilios de los cruzados y se asustó. Sin embargo, su astucia
estuvo a la altura de las circunstancias. Hizo correr el rumor de que
los alemanes en una batalla habían destrozado a un gran ejército de
sarracenos, que la guarnición de Iconiun había huido al acercarse
los cruzados y que el magnánimo Conrado había enviado mensajeros
al emperador de los griegos invitándole a que fuese a tomar posesión
del territorio conquistado. El pobre Luis estaba loco de envidia. O
partía inmediatamente, o dejaba al soberano alemán toda la gloria
de liberar la Tierra Santa. Confiaba en Manuel para obtener guías y
provisiones, pero Manuel no quiso facilitar nada hasta que los nobles
franceses le hubiesen prestado homenaje. Luis, considerando que esto
era un deshonor más pequeño que el regresar sin gloria a Francia,
aceptó la dura condición. Así, ante el disgusto del obispo Geofredo,
los orgullosos varones doblaron la rodilla en homenaje ante el dege­
nerado heredero de Constantino.

Destrucción de los ejércitos conducidos


por Conrado y Luis

Pero no habían hecho más que cruzar a Asia Menor cuando oyeron
hablar de la destrucción del ejército alemán causada por la traición
de los griegos. Amargamente lamentaron entonces su error al no se­
guir el consejo del obispo de Langres. Pero ahora era demasiado tarde
y no les quedaba otra alternativa que avanzar. Cerca de Nicea (Iznik)
se encontraron con los restos del ejército de Conrado, que hubiese
muerto de hambre y por los ataques a retaguardia del enemigo for­
mado por griegos y sarracenos a no ser por la oportuna llegada de
los franceses. Aun así, más de treinta mil habían muerto de hambre
durante la retirada. Los dos monarcas se abrazaron con lágrimas en
los ojos. El noble Conrado, más grande que nunca en la desgracia,
se echó generosamente toda la culpa. “Yo solo tengo la culpa de
todos los males que han caído sobre mí—dijo—. Dios es justo, pero
yo y mis soldados hemos obrado neciamente. Cuando conduje desde
mi reino un ejército numeroso y escogido, si hubiese dado las gracias
más rendidas al Autor de todo bien, Él me habría conservado lo que
me dio. Y cuando estaba a punto de entrar en este país infiel, si

541
AILBE J. LUDDY

hubiese enmendado mi vida y hecho penitencia por el pasado, el


Señor no me habría castigado por los vicios que ya he abandonado;
tampoco me habría Él humillado como lo ha hecho si no hubiese
confiado orgullosamente para vencer a los turcos más en mi propia
fuerza que en su omnipotente ayuda.”
Los turcos con sus aliados griegos atacaron por primera vez a los
cruzados franceses la víspera de Navidad, pero fueron fácilmente
derrotados. El siguiente encuentro tuvo lugar en el río Meandro, donde
los sarracenos habían acumulado un gran ejército para disputar el
paso a los franceses. Aquí de nuevo las armas cristianas quedaron
completamente victoriosas, siendo el héroe de la batalla Enrique, hijo
del conde Teobaldo. Después no ocurrió nada de particular hasta que
los cruzados llegaron a las montañas frigias. Aquí cayeron en una
trampa, como habían caído los alemanes, y Jo pasaron casi tan mal
como ellos, aunque pelearon con valor desesperado. La historia de
cómo Luis, aislado de sus seguidores y subido a una roca, tuvo a
raya a una horda de infieles hasta que llegó la protectora oscuridad,
forma una de las páginas m'ás bellas de los anales de la guerra. Esta
no es una historia romántica, sino una historia real escrita por la
pluma de Odo de Diogilo (cfr. De Lud, Itin., 1, VI, ad finem). Los su­
pervivientes lograron abrirse paso a través de los sitiadores griegos
y sarracenos y consiguieron llegar a Attalia. De aquí casi todos los
guerreros se dirigieron a Antioquía por mar, dejando detrás de ellos
a los enfermos, heridos, a una gran muchedumbre de peregrinos y
a algunos guerreros que no pudieron conseguir dinero para el pasaje.
Las autoridades griegas de Attalia prometieron llevar a los enfermos
y heridos a la ciudad y cuidarles hasta que estuviesen bastante fuertes
para viajar, en cuyo momento serían enviados a sus camaradas por
mar; los otros habrían de tener guías y una fuerte escolta al día
siguiente para dirigirse a Tarsus, que era la ciudad más próxima
perteneciente al principado latino de Antioquía. Por este servicio los
gobernantes de Attalia recibieron por adelantado la suma de qui­
nientos marcos del rey Luis. Este fue el compromiso. Veamos ahora
cómo fue cumplido. En la mañana señalada para emprender la larga
marcha a Tarsus, los peregrinos estaban fuera de las murallas espe­
rando los guías y la escolta que se les había prometido, cuando repen­
tinamente fueron atacados por los turcos. Los griegos de Attalia
habían traicionado a sus hermanos cristianos. Ahora los dejaban sin
defensa, expuestos a las flechas del enemigo, negándose a admitirlos
dentro del abrigo de la ciudad. Miles de seres humanos, muchos de
ellos enfermos y heridos, se agachaban detrás de una muralla que era

542
SAN BERNARDO

tan baja que sólo podía proteger a los que se hallaban más próximos a
ella. Los arqueros turcos mataron a los demás a placer. Pero la
obra de la muerte fue realizada mucho más rápidamente por el ham­
bre y la enfermedad. Las personas estaban densamente apretadas las
unas contra las otras en un sucio recinto sin alimento ni abrigo,
respirando una atmósfera que estaba envenenada por el hedor de los
cuerpos en putrefacción. Luego, unos cuatro mil sitiados a los que
todavía les quedaba algo de energía, incapaces de soportar por más
tiempo los horrores de su situación, hicieron un esfuerzo desesperado
para romper las líneas enemigas. Unos fueron muertos y otros captu­
rados. Al no encontrar más resistencia, los sarracenos se dirigieron al
recinto. El espectáculo que encontraron sus ojos, y que los griegos
contemplaron impasibles, llenó de piedad incluso sus corazones de
pedernal. Se apresuraron a llevar alimentos a los que se morían de
hambre y generosamente se hicieron cargo de los enfermos y heridos.
El contraste entre este tratamiento humano y la cruel conducta de
los griegos impresionó de tal forma a los pobres peregrinos que más
de tres mil renunciaron al cristianismo y libremente abrazaron la
religión de Mahoma. Todo esto ha sido tomado de la narración de
Odo de Diogilo, el cual ha registrado solamente lo que él presenció
personalmente u oyó de testigos de confianza3.

Triunfo de las armas cristianas en Portugal :


Alfonso Henríquez

Mientras que a los ejércitos conducidos por Conrado y Luis les iba
tan mal en Asia Menor, otro ejército de cien mil hombres reclutados en
Moravia, Sajonia, Dinamarca, Rusia, Polonia, Suecia y Noruega avanzó
contra los infieles eslavos al otro lado del Elba. Una expedición mucho
más pequeña formada por trece mil cruzados renanos, flamencos e in­
gleses zarpó de Dartmouth en una flota de ciento sesenta y cuatro bar­
cos bien hacia Africa o bien hacia Palestina. Esta flota fue arrojada al

3 Algunos escritores modernos se han esforzado por atenuar, si no por


excusar, la conducta del emperador griego. Ciertamente tenía motivos de que­
ja de los rudos modales de los cruzados, los cuales estaban coaligados con su
mortal enemigó, el rey Roger, entonces en guerra con su imperio. Sin em­
bargo, es imposible considerarle de otra manera que como un taimado traidor
a la causa cristiana. Odo de Diogilo acusa formalmente tanto a él como a
sus súbditos de traicionar a los franceses y a los alemanes entregándolos en
manos de los turcos, de hacer todo lo que pudo para ponerles obstáculos y,
por fin, de unirse descaradamente con los infieles para atacar al ejército cris­
tiano. “No hubo cosa mala que él (Manuel) no les hiciera”, escribe el his­
toriador griego Nicetas. Se necesitarían muchos razonamientos para desvanecer
la fuerza de semejante prueba.

543
AILBE J. LUDDY

Tajo por una violenta tormenta. Sabiendo que Alfonso Henríquez,


primer rey de Portugal, estaba sitiando a Lisboa, poseída por los
moros, decidieron ayudarle. Gracias a este refuerzo inesperado el rey
Alfonso tuvo un éxito completo. En el mismo año 1147 capturó a los
infieles la casi inexpugnable ciudad de Santarem, victoria que él con­
sideró debida al abad de Clairvaux, cuyas oraciones había solicitado
vehementemente y que según dijo, se le apareció antes de que comen­
zara el asalto y le prometió una gloriosa victoria. El piadoso monarca
había hecho voto de establecer un monasterio cisterciense en Santarem
si lograba expulsar a los moros. Habiendo triunfado de acuerdo con
sus esperanzas, no olvidó su compromiso. Su hermano, el príncipe
Pedro, fue enviado a Clairvaux a anunciar la victoria a Bernardo y a
pedir una colonia de monjes para la nueva fundación. El santo y su
comunidad entonaron un solemne Te Deum de gracias por el triunfo
de las armas cristianas y prometió satisfacer la petición del monarca.
Dio al príncipe una carta para su real hermano, que es notable porque
demuestra su conocimiento de acontecimientos alejados en el espacio
y en el tiempo: “ ‘Las murallas de Jericó se han venido al suelo—es­
cribe—, la gran Babilonia ha caído’ (Apc 14, 8) ‘el Señor ha destruido
las fortalezas’ de sus enemigos (Lam 2, 2) y ‘Él ha exaltado la frente
de su pueblo’ (Ps 148, 14). Yo sabía esto antes de que aconteciera
por revelación del Espíritu Santo que ‘sopla donde Él quiere’ (loh 2, 8)
sin ruido de palabras 4. Para obtener este triunfo de vuestra majestad
hemos humillado nuestras almas en obras de penitencia y mientras que
vos y vuestros guerreros batallabais con el enemigo, mis hermanos y
yo, postrados en oración ante Dios, le rogábamos ardientemente que
mantuviera vuestra fuerza y valor. Es una gran alegría saber que mis
pecados no han sido obstáculo para vuestro triunfo. También sabía
antes de que llegara vuestro enviado que habíais hecho el piadoso voto
de fundar una abadía cisterciense. Por consiguiente, os envío algunos
de mis hijos espirituales a quienes he criado en Jesucristo y a quienes
encomiendo al cuidado de vuestra majestad: ellos os permitirán cum­
plir vuestro santo designio. Fundarán un monasterio que, mientras con­
tinúe sin obstáculos con sus posesiones, será la gloria imborrable de
vuestro reino. Pero si alguna vez sus rentas son divididas, sabed que
os será arrebatado el reino.”

4 Una confesión tan explícita de revelación sobrenatural ha conducido a


Mabillon a dudar de la autencidad de esta carta. Pero el docto benedictino
se vale de un criterio erróneo, pues, como hace resaltar Vacandard, el santo
alude_.repetidamente a sus dotes sobrenaturales. Además si la carta no es de
Bernardo tiene que haber sido escrita por un impostor, y como fue escrita sin
duda alguna mucho antes de 1580, ese impostor tuvo que haber estado do­
tado de visión profética.

544
SAN BERNARDO

Fundación de Alcoba^a

En el año 1580 se cumplió esta profecía. Alcobaga, la abadía fun­


dada por el rey Alfonso en la diócesis de Lisboa, prosperó maravillo­
samente. Su comunidad llegó a tener más de mil miembros y en la
iglesia .de. Ja^abadíai se cantaban las divinas alabanzas día ,.y?.noche
sin interrupción. Debido, ,a Iq, generosidad de sucesivos príncipes llegó
a serjnuy rica, comprendiendo en sus posesiones trece,pueblos y aldeas
con^cuatro .puertos, .mientras que.: su abad era . miembro del consejo
^supremo de. Estado, realizaba las funciones de. limosnero^ real y¡.tenía
jurisdicción civil y criminal, sobre ,más deseis mil.vasallos; En el
año 1578 el cardenal Enrique, a la sazón rey de Portugal, separó del
monasterio una parte de sus posesiones, las cuales se nos asegura que
eran administradas prudente y fielmente para gloria de Dios y alivio
de los pobres. Antes de dos años murió y la corona que había sido
llevada durante cuatrocientos treinta y tres años por los príncipes de
la casa de Borgoña, pasó a poder de la dinastía castellana.

El rey Guimard se hace monje

Muchos autores serios, tales como Manríquez y Mabillon, asegu­


ran que Alfonso Henríquez debió su título de rey, y Portugal su reco­
nocimiento como Estado independiente a la intercesión de Bernardo
con la Santa Sede, pero no se sabe en qué pontificado, pues se nom­
bran tres papas: Inocencio II, Lucio II y Eugenio IIIs. Esto explicaría
otro hecho que no admite duda alguna. Por un acto solemne y formal
el rey Alfonso hizo a sus dominios feudatarios y se impuso sobre
sí mismo y sus sucesores para siempre la obligación de pagar al
abad de aquel monasterio un tributo anual de cincuenta maravedíes de
oro, Este tributo fue pagado por lo menos hasta el año 1738, siem­

5 Hay otra carta de Bernardo dirigida a Alfonso, en la cual el autor alu­


de a un importante favor concedido por la Santa Sede a instancias suyas al
soberano portugués. Este favor fue muy probablemente el reconocimiento for­
mal de la condición real de Alfonso. En la misma carta el santo abad habla de
la conversión del príncipe Pedro como un acontecimiento inmediato; “He
recibido con gran alegría la carta y los saludos de vuestra majestad. Los he­
chos pondrán de manifiesto lo que yo he hecho en vuestra causa, compren­
deréis el celo con que he trabajado por el apremio de vuestra petición y por
el gran amor que os tengo... Mi hijo, Rolando, tiene una carta para vos, la
cual contiene la prueba de la generosidad del Papa. Pedro, el hermano de
vuestra majestad, que me trajo vuestras órdenes, después de haber atravesado
Francia con su ejército, está haciendo ahora la guerra en Lorena. Pero muy
pronto peleará en el ejército del Señor.”

545
AILBE J. LUDDY

pre el día de la fiesta de la Anunciación, 25 de marzo. En cuanto


al príncipe Pedro, enviado de Alfonso a Clairvaux, quedó tan im­
presionado de lo que vio en la santa comunidad que regresó al cabo
de cierto tiempo y tomó el hábito. Habiendo perseverado en su voca­
ción murió como un santo en el año 1165. Otro gran personaje de
mayor rango todavía ingresó en la familia de Bernardo alrededor de
la misma época. Este fue Guimard, rey de Cerdeña. En un viaje que
hizo como peregrino a la tumba del gran San Martín, se desvió de su
camino para visitar Clairvaux. Tan pronto como volvió a su casa
abdicó en favor de su hijo y luego regresó y se convirtió en un humilde
religioso. Tenía cuarenta años en el momento de su ingreso en religión
y vivió hasta el año 1190 aproximadamente.

546
CAPITULO XXXV

EL PAPA EN CLAIRVAUX

Eugenio, en Francia

El papa Eugenio llegó a Francia en la primavera de 1147. Fue


recibido por el rey Luis y su corte en Dijon y escoltado a París, donde
estableció su residencia en la abadía de San Denis. Del concilio que
abrió allí en Pascua y al cual acudió Bernardo hablaremos más ade­
lante. En junio visitó Auxerre y fue huésped de honor de- Hugo de
Macón, obispo de la diócesis, hasta septiembre en que fue a Citeaux
para el Capítulo general. En esta reunión el augusto Pontífice apa­
reció sin ningún aire de autoridad “sin presidirnos con dignidad apos­
tólica—dice Geofredo de Auxerre que estaba presente—■, sino sentán­
dose entre nosotros como uno de los nuestros.” Pedro el Venerable
declara también que el Papa tenía la costumbre de tratar como igual
a cualquiera que se le acercase.

Adscripción a Citeaux de la
Congregación saviñana

Una cuestión muy importante retenía la atención del Capítulo ge­


neral este año, la afiliación a la Orden de la congregación religiosa
de Savigny. La primera casa de la congregación se fundó en 1105
en el bosque de Savigny, diócesis de Coutances, Francia, por San Vital
de Mortain. En poco tiempo se había convertido en la casa matriz

547
AILBE J. LUDDY

de una numerosa descendencia desparramada por Francia e Inglaterra


y era reconocida como una de las casas más importantes de Europa.
Seguían la regla de San Benito. Serlon, tercer sucesor de San Vital,
concibió la idea de afiliar toda la congregación, de la que era supe­
rior general, a la Orden de Citeaux y en particular al monasterio de
San Bernardo. El Papa, así como los superiores cistercienses, apro­
baron este proyecto y con ello aumentaron considerablemente las de­
pendencias de Clairvaux, es decir, se unieron todas las casas saviñanas
de Francia. Pero hubo un gran número en Inglaterra que al principio
rechazó el cambio. Sin embargo, Eugenio el año siguiente obligó a
seguir el ejemplo de los establecimientos franceses \
Al terminar el Capítulo, el Papa, acompañado por Bernardo, re­
gresó a Auxerre, de donde se trasladó, acompañado todavía por el
santo, a Tréveris. Allí estableció su corte desde fines de noviembre
hasta mediados de febrero de 1148, aproximadamente, y, entre otros
asuntos despachados en esta época, se resolvió la larga disputa acerca
de la elección de York, consagrando a un nuevo arzobispo. Ya hemos
visto con qué energía el abad de Clairvaux defendió la causa de los
enemigos de Guillermo. Requirió a un Pontífice tras otro para que
se ocuparan del asunto. Todos ellos estaban dispuestos a seguirJsu
consejo, pero de., algún , modo la muerte parecía interponerse siempre.
Lucio envió al cardenal Imar a Inglaterra para..tramitar una encuesta
sobreseí,terreno y,,de acuerdo con, el resultado. de; su investigación,
otorgar o retirar/el palio que Guillermo había solicitado. El .cardenal,
evidentemente, no. pudo quedar satisfecho,,de (la. canpnicidad de la
elección del arzobispo, porque , se negó a . otorgar el palio y se le volvió
a llevar, a Roma, Esta era ,1a .situación cuandp, Eugenio, fue nombrado
Soberano ;Ppntífice. ,,;£- i,,.:.;.,.,:,.,.
-rthlnori f’UÚí ojjiuxoq ucóúru •n,:uzijA 'ó, ■Ay/ficúA u.xb loUo!

Enrique Murdach -pid-ci -nn—p

f.I i':.'!) plíCÍJO ''


Tenemos que presentar ahora a un personaje que aparece durante
largo tiempo en la historia eclesiástica de esta época turbulenta. Nos
referimos a Enrique Murdach. Era hombre de" gran cultura1 y' había
sido director de una escuela en alguna parte dé Inglaterra, proba-
- Ó OiOí/túJ h;, Í!(J' iijíllJ'íOpff¡i -;pni ftÓ'Ü20'!t) Bill!
1 Parece que Janauschek (Orig. Cist., I, 95-96) dice que todas las. casas
saviñanas afiliadas :a Citeaux' sólo eran veintiocho.! Según el autor' del1 ar­
tículo Savigny,.'ewjAa.r:Enciclppedia. Católica, sólo las , casas de la congrega­
ción en territorio inglés ascendían por lóamenos a_ veintinueve en._.1135,t_La
abadía de Santa María, de; Dublín, había1 adoptado la regla saviñafia' antes
de que ésta- se sometiera a .Citeaux., En 'consideración a la dignidad de su aba­
día, el abad de Savigny figuraba el quinto entre los superiores cistercienses.

548
SAN BERNARDO

blemente en York, antes de tomar el hábito religioso. La historia de


su vocación tiene un interés peculiar. Desgraciadamente faltan las fe­
chas, pero podemos colocarla hacia el año 1131. El buen aroma de
Cristo que se desprendía del Valle de Ja Gloria se difundía por toda
la cristiandad originando en todas partes muchos actos de contrición.
Enrique y sus discípulos sintieron la fuerza de su atractivo. Un día,
dos de los últimos llamados Guillermo e Ivo, cerraron sus libros y
partieron hacia Clairvaux. Al llegar a su destino dijeron a Bernardo,
según parece, que su brillante maestro estaba casi a punto de abando­
nar el mundo. El santo abad resolvió cooperar con el Espíritu de
Dios en la lucha para obtener un premio tan precioso. Por consi­
guiente, envió al maestro de escuela la siguiente exhortación:
“A su amado Enrique Murdach, Bernardo, llamado abad de Clair­
vaux. ¿Qué tiene de extraño que fluctuéis en la variable corriente de
la fortuna si no habéis puesto todavía los pies sobre la roca? Pero
si os decidís de una vez para siempre, de forma que podáis decir al
Señor con el Salmista: ‘He jurado y estoy resuelto a observar la sen­
tencia de tu justicia’ (Ps 118, 106), ni la prosperidad ni la adversidad
podrán separaros jamás de la caridad de Cristo (Rom 8, 39). ¡Oh, si
tan sólo pudieseis entender Ib que está escrito: ‘El ojo no ha visto,
oh, Dios, además de Ti cuántas cosas has preparado Tú para los
que te aman’! (Is 64, 4; 1 Cor 2, 9).
”Me dicen que vos estudiáis a los profetas: ‘¿Crees tú que entien­
des lo que lees?’ (Act 8, 30). Si vos entendéis, sabréis con toda segu­
ridad que Cristo es la preocupación de los anuncios proféticos. Ahora
bien, el que desee llegar a Cristo lo logrará mucho mejor siguiendo
sus pasos que leyendo lo que se ha escrito acerca de Él. ¿Por qué
vais a buscar en la página escrita ese Verbo que se ofrece ahora a
vuestra contemplación en la carne visible? Desde su lugar escondido
detrás de los profetas, Él ha salido a la vista de los pescadores; desdé
las cimas nebulosas y sombrías de la Ley, Él ha descendido ‘como un
novio que sale de la habitación de su novia’ (Ps 18, 6), a la llanura
abierta del Evangelio. Ahora ‘el que tiene oídos que oiga’ (Apc 2, 7)
la Palabra que clama en el templo: ‘Si alguien tiene sed qué venga
a Mí y beba’ (loh 7, 37) y ‘Venid hacia Mí todos los que trabajáis y
soportáis pesadas cargas y yo os refrescaré’ (Mt 11, 25) ¿Entonces,
tenéis miedo de sucumbir a la fatiga cuando la Verdad misma pro­
mete ayudaros? Oh, si incluso la ‘oscuridad invade las nubes del
aire’2 (Ps 17, 12) os encantan tanto, qué tesoros de santa alegría no
2 Es decir, los oráculos proféticos que, como nubes, ocultaban a la vez
que revelaban el Divino Sol de Justicia y contenían en sus oscuros rincones
las aguas de la sagrada sabiduría (Eccli. 13, 3).

549
AILBE J. LUDDY

sacaréis de las dulces fuentes del Salvador (Is 12, 3). ¡ Oh, si vos gus­
taseis tan sólo una vez un poco de ‘la flor del trigo’ con el cual el
Señor sacia a Jerusalén! (Ps 147, 3) ¡Cuán alegremente abandonaríais
al amoroso Jesús esas duras cortezas que ellos ahora roen contentos!
¡Quisiera Dios que fueseis mi condiscípulo en la escuela del amor
divino en la que Jesús es Maestro! ¡ Quisiera Dios que yo pudiese
ofrecer al Espíritu Santo el vaso purificado de vuestro corazón para
que Él lo llenara con la unción que ‘enseña todas las oosas’!
(1 loh 2, 27). ¡Qué gustosamente participaría con vos de ese pan
celestial que, todavía caliente y humeante y recién salido del horno,
por así decirlo, reparte Cristo con generosidad entre sus pobres! ¡Oh,
si yo pudiera tan sólo haceros partícipe de las pequeñas gotas que
Dios en Su bondad hace caer sobre mí de la ‘lluvia copiosa’ que Él
ha ‘apartado como herencia Suya’! (Ps 67, 10). Creed a uno que
puede hablar por experiencia: encontraréis más instrucción en los
bosques que en los libros. Los árboles y las rocas os enseñarán lo que
no podéis aprender de la naturaleza humana 3.
"¿Creéis imposible ‘chupar la miel de la roca y el aceite de la
piedra más dura’? (Dt 32, 13). ¿No está escrito que ‘las montañas
destilarán dulzura y las colinas darán miel y leche’ (loel 3, 18) y que
‘abundará el trigo en los valles’? (Ps 64, 14). Hay mucho más que
quisiera decir; en verdad a duras penas puedo contenerme. Pero como
vos necesitáis ahora más la oración que la instrucción, ‘ojalá que el
Señor abra vuestro corazón a su ley y a sus mandamientos y os envíe
la paz’ (2 Mach 1, 4). Adiós.”
Los dos discípulos de Enrique añadieron una posdata: “A esta
oración Guillermo e Ivo decimos amén. ¿Qué más vamos a decir? Vos
sabéis que ansiamos veros y también sabéis por qué; pero es impo­
sible que vos comprendáis o que nosotros digamos con palabras
hasta qué punto deseamos tener esta satisfacción. Por consiguiente,
rogamos a Dios que, ya que no nos precedisteis aquí, como deberíais
haberlo hecho, tengáis por lo menos la bondad de seguimos. Mos­
trando que el maestro no se avergüenza de seguir los pasos de sus
discípulos, nos daréis una lección de humildad.”
Esta carta puso fin a la indecisión del profesor, el cual siguió
a sus discípulos a Clairvaux. Bernardo debía estar satisfecho de los
progresos que hizo en la profesión monástica, pues en el año 1134

3 Hace algunos años, un escritor llamaba la atención en el Tablet de


Londres acerca de la íntima semejanza entre este pasaje y otro pasaje muy
conocido de Shakespeare: “Y esta vida nuestra, exenta de las preocupacio­
nes públicas, encuentra lenguas en los árboles, libros en los arroyos que
fluyen, sermones en las piedras y el bien en todas las cosas.” As Yon Like
It. Acto II.)

550
SAN BERNARDO

le envió al frente de una colonia a fundar la abadía de Vauclair en la


diócesis de Laon. Aquí permaneció Murdach como abad hasta 1144,
en que la comunidad de Fountaines, en York, habiendo perdido a
su abad Ricardo, pidió al santo que les diese como sucesor al supe­
rior de Vauclair. Bernardo accedió y de esta manera el maestro En­
rique Murdach regresó a la patria en que había nacido. El abad Ri­
cardo se había distinguido entre los contrarios del arzobispo Gui­
llermo y en esto también le sucedió Murdach, el cual en la época de
la elección de Eugenio acaudillaba la oposición.

La controversia acerca de la elección de


York, resuelta definitivamente

El Papa, durante su estancia en París, de abril a junio de 1147,


hizo una cuidadosa investigación de todas las circunstancias de la
elección de York, oyendo lo que ambas partes tenían que decir. El
resultado fue desfavorable al arzobispo. El papa Inocencio, mediante
un acto público y oficial y con la aprobación unánime de los carde­
nales, había decidido que Guillermo sólo podría ser consagrado a
condición de que el deán del capítulo acreditara bajo juramento que
la elección había sido libre: si, como se alegó, él—el Pontífice—
había hecho privadamente, bien de palabra o por escrito, alguna otra
concesión, permitiendo que cualquier otro testigo pudiese sustituir al
deán, entonces un acto tan informal como este no podía esgrimirse
contra un solemne decreto judicial. Si, por consiguiente, el testigo
nombrado por Inocencio—este testigo era a la sazón obispo de Durham
y un hombre distinguido por su “cultura, prudencia y probidad”4—
quisiera ahora prestar el juramento requerido, el arzobispo Guillermo
podría retener su sede; de lo contrario, tendría que ser depuesto.
Este veredicto irritó de tal manera a los amigos del arzobispo que
atacaron, saquearon y quemaron por completo la abadía de Foun­
taines. El abad Enrique, en quien habían decidido vengarse sin más
trámites, escapó a duras penas con vida. No hay que decir que el
obispo de Durham se negó de nuevo a dar fe de la canonicidad de
la elección —'“se negó a ser perjuro”, como dice Bernardo—y declaró,
por el contrario, que se había empleado la intimidación. A continua­
ción Eugenio destituyó al arzobispo Guillermo en el Concilio cele­
brado en París y ordenó a los canónigos de York que procedieran a
verificar una nueva elección dentro de los cuarenta días siguientes a
" Este es el testimonio de John de Hexham, Joannes Hagustaldensis, autor
cuyas simpatías se inclinaban del todo por el arzobispo Guillermo.

551
AILBE J. LUDDY

la fecha en que recibieran su carta. Los votos se dividieron entre


Enrique Murdach y un clérigo llamado Hilario, a quien apoyaron los
partidarios de Guillermo. Según Vacandard, el abad de Fountaines
tuvo a su lado no sólo la mayoría, sino todos los miembros princi­
pales del capítulo: el chantre, los arcedianos y los obispos de Durham
y Carlisle5.
Eugenio estaba en Tréveris cuando se enteró de este resultado y
fue allí donde consagró e invistió con el palio archiepiscopal a su
hermano cisterciense el 7 de diciembre de 1147. Según Baronius, Hilario
era también monje cisterciense 6. El mismo autor nos dice que recibió
la mayoría de los votos, pero que el soberano Pontífice utilizó su
indudable derecho de decidir, por encima del dignissimus, en favor
de Murdach, afirmación en cuyo favor se cita e] testimonio de Ger­
vasio de Canterbury, que floreció en la segunda mitad del siglo Xll.
Pero el silencio de otros cronistas antiguos (algunos de ellos encarni­
zadamente opuestos a Murdach y a Eugenio), los cuales dicen sim­
plemente que los votos estaban divididos, hace que esta cuestión sea
muy dudosa. De acuerdo con el deseo de conciliar a todas las partes,
el Papa nombró a Hilario para la sede vacante de Chichester. Sin em­
bargo, la iglesia de York estaba muy lejos de haber encontrado la
paz.
Al regresar de Inglaterra el nuevo arzobispo fue requerido por el
rey Esteban para que prestara un juramento que su coneiencia des­
aprobaba. Declaró resueltamente que no lo haría por ningún motivo.
A continuación el rey castigó su desobediencia negándole la investi­
dura. En York los amigos de Guillermo organizaron una oposición tan
grande contra su autoridad, que Enrique colocó la ciudad bajo in­
terdicto. El poder civil se interpuso e intentó hacer que el clero no
hiciese caso del interdicto. Pero en vano. Al cabo de dos anos de
conflictos, Murdach, que demostró ser un hombre de indomable deter­
minación y un prelado que tenía el corazón de Bernardo, triunfó de
toda oposición y se reconcilió por completo con el rey. El capítulo
de York no tuvo motivos para lamentarse de haberlo elegido, pues
resultó un administrador capaz, lleno de celo, piedad, valor e inteli­
gencia. Incluso sus contrarios están obligados a rendirle un honorable
tributo por su vida retirada y por su devoción al deber. “Después de
5 Vie de Saint Bernard, vol..II pág. 324. Véase también la Historia Regum
de Symeón de Durham, continuada por John de Hexham, ad annúm 1146, la
Addition a las Lives of the Archbishóps of York de Hugo el Cantor y la
Life of St. William con las dos Lives of Henry Murdach incluidas en el vo­
lumen II de los Historians of the Church of York and its Archbishóps de
Raine. Serie Rolls.
11 El ilustre autor confundió probablemente a Hylarius Cicestrensis (de
Chichester) con “Hylarius Cisterciensis.

552
SAN BERNARDO

su consagración—dice Stubbs—llevaba una camisa de cabello sobre


la piel, practicaba otras, muchas mortificaciones extraordinarias y estu­
diaba a fin de que su vida fuese un modelo para su rebaño” (Hist. of
the Church of York, vol. II, págs. 393-394).
En cuanto al arzobispo destituido, aceptó la humillación resigna-
damente y con pacífica sumisión, lo cual le ayudó a que llegara a
ser santo. Fue repuesto en su sede después de la muerte de Murdach
en 1153. No puede haber duda alguna de que no mereció alguno de
los epítetos que Bernardo le aplica en sus cartas a los papas y car­
denales ; pero hay que tener en cuenta que el santo abad sólo le
conoció a través de lo que le dijeron sus contrarios, de lo cual no
tenía ningún motivo de sospecha. Las apariencias, en todo caso, esta­
ban contra Guillermo. Indiscutiblemente debió la elección a la inde­
bida influencia de su real tío, y muchos hombres santos y doctos cre­
yeron que él mismo no era inocente en aquel asunto. Bernardo vio que
se ventilaba un principio importante, el principio de la libertad de
la Iglesia en las elecciones episcopales. De aquí el gran ardor con
que intervino en el conflicto. En cuanto a sus aliados ingleses, los
abades de Fountaines y Rievaulx, con los demás contrarios de Gui­
llermo, “eran los gloriosos sucesores de San Anselmo—dice el
juicioso Vacandard—y los dignos predecesores de Santo Tomás Bec-
ket”.

Santa Hildegarda

El arzobispo Enrique de Maguncia se aprovechó de la presencia


del Papa en la vecina ciudad dé Tréveris para llamar su atención
respecto de las visiones y revelaciones de la abadesa Hildegarda. La
vida de esta famosa mística, llamada la Sibila de Renania, fue un
continuo milagro. Había nacido en el año 1098 y, habiendo sido consa­
grada a Dios al nacer por sus piadosos padres según la costumbre de
los tiempos, la colocaron en el convento benedictino de Disibodenberg,
archidiócesis de Maguncia, cuando tenía unos ocho años de edad.
Debido al estado delicado que caracterizó sus primeros años, no re­
cibió nunca más que la educación elemental. Pero desde la niñez fue
favorecida con visiones y con el dote de profecía. Al principio ella
hablaba libremente de estas gracias extraordinarias, bajo la impresión
de que todo el mundo también las poseía, pero cuando se dio cuenta
de que su caso era muy singular, se volvió muy reservada. A la
edad de cuarenta, años, siendo superiora de su convento, recibió
un mandato interior de publicar sus revelaciones. Dudó durante largo

553
AILBE J. LUDDY

tiempo; pero al fin, por consejo de su confesor, se sometió a su


invisible consejero y con ayuda de las monjas y de un monje llamado
Volmar empezó a poner por escrito las misteriosas comunicaciones
que ella recibía. Fue hacia esta época cuando escribió a Bernardo, a
quien ella contempló en una visión “como un hombre que miraba al
sol y que estaba lleno de valor y no temía nada”. Le hizo un relato
de sus experiencias místicas y le pidió su opinión. La contestación del
santo, como hemos visto, fue intencionalmente vaga: le recomendaba
simplemente que cultivase la virtud de la humildad, lo cual fue un
sano consejo, fuese cual fuese la naturaleza de sus visiones. Tan
pronto como el primer tomo de la obra titulada Scivias estuvo ter­
minado, lo enviaron para que lo examinase el arzobispo de Maguncia.
A este le fue difícil emitir juicio acerca de su contenido. Después de
hablar en un ensayo preliminar de sí misma y de la naturaleza de
sus visiones, la autora describe detalladamente seis de estos fenóme­
nos sobrenaturales. Las visiones están relacionadas con la naturaleza
divina, la Santísima Trinidad, la creación, la redención, los ángeles y
los hombres, y todas están descritas en un lenguaje apocalíptico. Hilde-
garda declara que ella vio todo lo que Dios deseó revelarle en la luz
de un sol7 misterioso que iluminaba su alma. Incapaz de decidir
respecto de los méritos de esta obra extraordinaria, el arzobispo En­
rique la sometió al juicio de Eugenio. El Papa hizo que se la leyeran
y nombró una comisión de personas prudentes que examinaran a su
autora. Bernardo fue el primero en pronunciarse en favor de la santa
monja. Su autoridad se impuso a los demás, lo que trajo por resul­
tado que Eugenio enviase a Hildegarda una carta muy cariñosa
dándole ánimos y asegurándole que, en efecto, sus visiones y revela­
ciones procedían realmente del Espíritu de Dios. Se tiene que recordar
que esta aprobación solamente se extiende a la primera parte del
Scivias, que no fue terminada hasta 1151.

Concilio de Reims

Eugenio abrió un concilio importante en Reims el 21 de marzo


de 1148. Acudieron a él más de 400 obispos y abades de Francia,
Alemania, Italia e Inglaterra. Ante esta asamblea apareció Eon de
l’Etoile, un fanático de Bretaña, el cual decía que era el juez de los
vivos y los muertos 8, y que con un numeroso grupo de seguidores
~ Un sol semejante aparece como medio de las revelaciones sobrenatu­
rales en la historia espiritual de algunas otras personas sagradas, _ como la
beata Juliana de Mont-Cornillon y Ana María Taigi.
8 El tomó esta idea de las palabras de la liturgia: “Per cum (pronuncia­
da entonces con) qui ventivius est judicare vivos et mortuos.”

554
SAN BERNARDO

había destruido varias iglesias y monasterios en su provincia natal.


£1 concilio, considerando que era más bien un loco peligroso que
un hereje, lo entregó a las autoridades civiles para que lo pusieran a
buen recaudo.
Arreglado este asunto, se presentó para discusión un problema
más difícil. Ya hemos tenido ocasión de mencionar el nombre de
Gilbert de la Porrée. Ahora es necesario que contemos algo de su
historia. Nacido en Poitiers en el año 1076, estudió con los maestros
más célebres de su época y parece haber sido condiscípulo de Abelardo
en la escuela de Anselmo de Laon. A su debido tiempo Gilbert abrió
una escuela propia. Enseñó con mucho éxito primero en Chartres y
más tarde en París, donde Juan de Salisbury acudió a sus conferen­
cias. Si defendió algunas opiniones heterodoxas durante este período,
las debió tener bien guardadas, pues la única indicación que encon­
tramos son las palabras que le susurró a Abelardo en el Concilio de
Sens. En 1142 fue nombrado obispo de Chartres. Sus disgustos empe­
zaron en 1146 cuando sus dos arcedianos, Calón y Arnoldo, protes­
taron públicamente contra ciertas doctrinas sobre la naturaleza divina
y la Trinidad de Personas que ellos oyeron de sus labios y encontra­
ron en sus escritos, especialmente en su Comentario sobre Boecio.
Introduciendo en la Teología el error metafísico que quería hacer a
la naturaleza específica realmente distinta de los individuos que la
poseían, sostenía que de la misma manera que la humanidad de un
hombre no es realmente el hombre, sino la forma por la cual él es
hombre, la Divinidad o la naturaleza divina no es Dios, sino la
forma por la cual Dios es Dios; y como sería incierto afirmar que
la humanidad obra o sufre, pues los que obran y sufren son sola­
mente los hombres individuales, tampoco deberíamos decir que la
Divinidad encarnó, sino solamente una Persona divina particular.
Las serias consecuencias de esta doctrina serán evidentes para todos.
Nos veríamos obligados a admitir en Dios no solamente una com­
posición metafísica de formas que, aunque realmente identificadas,
podrían ser concebidas aparte de un modo adecuado—incluso esto
lo rechaza la verdad católica como perjudicial a la divina sencillez—,
sino también la composición física de un sujeto con una forma que
es realmente distinta de él. Es decir, la idea de Dios como un Ser
infinito, que subsiste por sí, se desvanecería por completo. Pues desde
el momento en que se supone que sujeto y forma son realmente dis­
tintos y también que son recíprocamente los necesarios complementos,
ni el uno ni la otra pueden ser descritos como infinitos o subsistentes

555
AILBE J. LUDDY

por sí mismos. Por consiguiente, no es extraño que los arcedianos se


alarmaran. Como no obtuvieron ninguna satisfacción del orgulloso
obispo, apelaron al papa Eugenio, a quien encontraron en Viterbo.
Este prometió investigar el asunto en el concilio que se iba a abrir
en París el domingo de Pascua de 1147.

Gilbert de la Porree, refutado por Bernardo

Parece ser que los arcedianos pidieron a Bernardo, cuyo celo en


pro de la pureza de doctrina conocían muy bien, que presentara el
caso de ellos ante el concilio. Por consiguiente, Bernardo acudió
acompañado de su secretario, Geofredo de Auxerre. Este último nos
ha dejado un relato detallado de las actuaciones contra Gilbert tanto
en esta asamblea como en el sínodo siguiente de Reinas, en el cual
estuvo también presente. Uno de estos relatos titulado Libellus contra
Gilbertum fue escrito poco después de la condena del obispo, pero
se perdió durante algún tiempo. El otro no apareció hasta cuarenta
años más tarde; Geofredo lo escribió siendo ya anciano a petición
del legado, cardenal Albino, obispo de Albano, el cual quedó confuso
ante los relatos contradictorios en circulación. El hecho de que coin­
cida exactamente con el Libellus, una vez descubierto, es un argu­
mento en favor de la veracidad de ambos. Se puede añadir que el
historiador Otto de Freising, que fue amigo de Gilbert y que también
acudió a estos dos concilios, confirma casi todos los puntos del relato
de Geofredo. El autor de la Historia Pontificialis, que se supone fue
Juan de Salisbury, desfigura los hechos muy injustamente en favor del
obispo.
En París el santo abad atacó con lógica implacable las doctrinas
imputadas a Gilbert. Negó la semejanza entre las naturalezas finitas
y las infinitas. “Ningún hombre—dijo—puede ser llamado su propia
sabiduría o su propia bondad”, excepto de una manera figurada; pero,
Dios que es absolutamente simple y que existe por sí mismo, “es ver­
dadera y adecuadamente su propia Sabiduría y su propia Bondad y
su propia Esencia”. Gilbert contestó negando que jamás hubiese defen­
dido o enseñado tales opiniones. Fue retado a mostrar su libro sobre
Boecio, pero dijo que no tenía a mano ningún ejemplar. Sin embargo,
encontró testigos que juraron que la doctrina que niega que la Divi­
nidad es Dios, no constituía parte de sus enseñanzas. Pero otros se
presentaron y juraron lo contrario. Como único medio de salir del
atolladero, el Papa demoró la solución del caso hasta el Concilio de

556
SAN BERNARDO

Reims, ordenando a Gilberto que en el intervalo le enviase un ejem­


plar de su Comentario sobre Boecio. El Papa entregó el libro a un
abad premonstratense, llamado Godescalc, con instrucciones de leerlo
cuidadosamente y señalar todos los pasajes sospechosos que pudiese
encontrar.
Durante la discusión en París, el obispo Gilbert se mostró muy
humilde y sumiso. Pero cambió por completo en Reims. Este cambio
de actitud fue debido probablemente a que se enteró de que tenía la
simpatía y el apoyo de la mayoría de los cardenales, los'cuales, como
habían sido discípulos de Abelardo y acaso también ¡por envidia/’sé
oponían enérgicamente a la influencia de Bernardo. Godescalc; nom­
brado para actuarjcomo. defensor de la fe, era un notable teólogo, pero
no tenía el don de la elocuencia!. ElrPapa, por consiguiente, lo apartó
y colocó a Bernardo en su lugar. El'día: fijado ipara la apertura de la
discusión, Gilbert > entró en.el lugar :de la reunión seguido por sus
discípulos cargados de. pesados tomos.., Bernardo no llevó ningún
libro; solamente- una simple hoja de papel qué contenía, algunos ex­
tractos: tomados; de los padres. Los gilbertiños: hicieron algunas obser­
vaciones despectivas a- cuenta. de esto, olvidando la historia de David
y ¡Goliat. Gilbert era .un. buen¡ oradorconocía completamente las
¡Obras denlos : santos padres y tenía ;una .memorias prodigiosa. Con­
fiando . en. estas ventajas, empezó a- pronunciar unac; arenga intermi­
nable, asombrando a ¡su auditorio/concitas !;y silogismos, hasta que
el ¡abad de. Clairvaux le: .interrumpió al . fin con ¡estas palabras: ¿“Una
.tregua para ¡este retórico.-.El.asunto es ¡este: se osacusa. de! defender
y .enseñar que la .Esencia. o ■ Naturaleza Divina no es Dios, sino la
forma en; virtud de la. cual Dios: es Dios,, i que tampoco la Divina Sa­
biduría, ni la Divina. Bondad, ni la¡ Divina Grandeza es ¡Dios. Decidnos
sencillamentessi es?o no esy esta ¡vuestra opinión.” Así acorralado,.; el
obispo replicó osadamente. “La Divinidad, no: es,Dios,-.sino la forma
por la cual Dios es Dios.” “Pero—exclamó Gepfredo, grandemente
asombrado—,. ¿no se contradice esto-, con.lo: que. ¡dijisteis, en el sínodo
de París?” “Fuere cual fuere lo que dije en París—contestó ¡Gilbert—•,
esto es. lo que. digo ahora.” .“Fijaos,? ya tenemos la confesión que.nece-
í sitábamós--exclamó Bernardo/-, haced. । que se ponga: ¡por escrito la

confesión del obispo.” “Y que se pongac también por escrito vuestra


doctrina—replicó: Gilbert, evidentemente i; enfadado-—, es decir, que
la Divinidad és Dios.”: “Sí—contestó el. santo—, ¡ que se escriba con
una pluma de hierro en una pizarra de diamante ‘o por lo menos que
- se grabe sobre pedernal’ (lob 19,‘24): que la Divinidad, la Naturaleza,
Esencia, Forma, Bondad, Sabiduría,!;-Poder y Grandeza Divina es

<557
AILBE J. LUDDY

realmente y propiamente Dios.” El santo doctor pasó a señalar algu­


nas cosas absurdas de la opinión de su adversario. “Si la Divinidad
—dijo—no es Dios, tiene que ser algo más grande que Dios, puesto
que hace que Dios sea Dios.” “Tengo buenos motivos para recordar
esto—añade Geofredo—, porque después del debate entré en la bi­
blioteca de Reims y en el libro agustino sobre la Trinidad encontré
casi palabra por palabra el argumento empleado por Bernardo.”
A continuación se discutió la doctrina de Gilbert sobre la Tri­
nidad. Retado por el santo, reconoció que su posición era la siguiente:
“Ni el Dios uno ni nada que sea uno es las tres Personas d!-’--
aunque las tres Personas divinas son un solo Dios, es decir, ellas son
una por su común Divinidad.” Defendía también que las propiedades
personales, aunque eternas, no son ni idénticas a Dios ni proceden de
Dios y que no la Divina Naturaleza, sino la segunda de las Personas
divinas se hizo hombre. Cuando se hubo terminado el debate, los
cardenales dijeron que se retiraban a consultar en privado para decidir
la sentencia que se iba a dictar. Otros muchos miembros del con­
cilio, incluidos diez arzobispos y gran número de obispos, abades y
profesores, en su mayoría franceses, celebraron una reunión por su
parte para estudiar la situación. Era evidente para todos que los
cardenales eran parciales en favor de Gilbert, “simpatizando con el
errado más bien que con sus errores”, como dice Geofredo. Los obis­
pos decidieron, a propuesta de Bernardo, poner por escrito las doc­
trinas erróneas de Gilbert y oponer a ellas su propia profesión de fe:
luego, el documento se entregaría a los cardenales como un medio
de guiar sus deliberaciones. El propio Bernardo fue comisionado para
redactar los artículos de la creencia ortodoxa. Se mostró reacio a
hacerlo, alegando que correspondía a los obispos pronunciarse en
cuestiones de fe, pero por fin accedió. “Os corresponderá a vosotros
—dijo—aprobar o rechazar los artículos que os voy a recitar.” Luego,
los recitó en voz alta:
(1) “Creo que la Divinidad es Dios y recíprocamente—Placetne
vobis?” “Placet”, contestó la asamblea.
(2) “Creo que las tres Personas divinas, el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo son un solo Dios, una sola Sustancia divina
y recíprocamente—Placetne vobis?” “Placet”.
(3) “Creo que la Divinidad misma, es decir, la Naturaleza Di­
vina encarnó, pero solamente en el hijo—Placetne vobis?”
“Placet”.
(4) “Creo que debido a la simplicidad divina, todo lo que está en
Dios es Dios y que las propiedades personales son las Per­

558
SAN BERNARDO

sonas mismas: que el Padre es la Paternidad divina, el Hijo


la Filiación divina y el Espíritu Santo la Espiración divina—
Placetne vobis?”.
A este artículo cuarto se le hicieron algunas objeciones. Cierto
arcediano manifestó que los doctores católicos de reputación conside­
raban dudosa la identidad de las Personas con las relaciones perso­
nales. La proposición de Bernardo estaba de acuerdo con la sana
Teología, pero deseando ahorrar tiempo y asegurar la unanimidad,
modificó la fórmula por esta otra:
(4) “Creo que sólo Dios en tres Personas, el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo es eterno y que todo lo que está en Dios y es
eterno es Dios mismo—Placetne vobis?” “Placet”.
El santo procedió a continuación a formular estos artículos en el
siguiente símbolo:
“Creemos y confesamos que la Naturaleza simple de la Divinidad
es Dios y que no se puede negar de acuerdo con la fe católica que
Dios es la Divinidad y la Divinidad Dios. Pero si alguna vez se dice
de Dios que es sabio por la sabiduría, bueno por la bondad, grande
por la grandeza, eterno por la eternidad, uno por la unidad, divino
por la Divinidad, etc. etc., creemos que se tiene que entender en este
sentido: que Él es sabio por la sabiduría que es Dios—no una forma
distinta o cualidad—, bueno por la bondad que es Dios, grande por la
grandeza que es Dios, eterno por la eternidad que es Dios, uno por la
unidad que es Dios, divino por la Divinidad que es Dios. Es decir:
Él es sabio y bueno y grande y eterno y uno y divino por Su Esencia.
"Cuando hablamos de las tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, confesamos que ellas son un solo Dios, una sola Sustancia
Divina; por el contrario, cuando hablamos de un solo Dios, de una
sola Sustancia Divina, confesamos que este Dios único, esta Sustancia
Divina única es las tres Personas divinas.
"Creemos que sólo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es eterno y
que no hay nada que sea eterno en Dios, bien sea una relación o una
propiedad o una singularidad o una unidad, que no sea Él mismo.
"Creemos que la Divinidad misma, es decir, la Sustancia o Natu­
raleza Divina encarnó, pero solamente en el Hijo.”
El abad Suger, regente de Francia; el obispo Hugo de Auxerre
y el obispo Milon de Thérouanne fueron encargados de presentar el
documento que contenía estos artículos con los errores de Gilbert al
Papa y a los cardenales. “Vos tenéis aquí dos confesiones de fe—di­
jeron al entregar el documento—, la del obispo Gilbert y la nuestra:
juzgad entre ellas.” Eugenio, después de leer el símbolo compuesto

559
AILBE J. LUDDY

por Bernardo, declaró que en él estaba incorporada la fe de la Iglesia


romana. Pero los cardenales creyeron ver en la acción del santo una
invasión de sus derechos. “Es prerrogativa inviolable de la Iglesia
romana—dijeron—pronunciarse sobre las cuestiones de fe y el Papa
no puede sacrificar los intereses de la Santa Sede a su afecto por su
superior anterior.” Si podemos creer al parcial autor de la Historia
Pontificialis, ellos incluso acusaron al santo de atacar a Gilbert con la
misma, astucia! que había empleado contra Pedro Abelardo. Bernardo
se apresuró a explicar que ni él ni los obispos tenían la menor. in­
tención de usurpar los.derechos de Roma; ellos habían presentado el
símbolo, no con la intención de prejuzgar el caso o de dictar el
veredicto, sino simplemente como una confesión de fe ;en contraposi­
ción de las doctrinas de Gilbert. Esta explicación calmó a rlos carde­
nales. Ya no pusieron más dificultades y aprobaron las ■proposiciones
presentadas por..el¡ santo abad en nombre de los obispos.;.Entonces
el. Papa exigió a . Gilbert que se retractara de sus erróneas afirmacio­
nes una por, una. El obispo obedeció .recitando en voz alta las ?.doc-
trinas condenadas y añadiendo detrás de cada, una;,ü “Si vos creéis de
otra, manera, yo también; si vos habláis de otra manera, yo también;
si vos escribís de.: otra manera, yo también/S Con este acto de hu­
mildad recobró la; estimación de i la Santa iSede y .fue enviado : de
inuevo;,a, sq. diócesis con todosdlos honores;dSin 'embargo,.- eluPapa
prohibió ¡bajo: .pena de excomunión leer o transcribir el Comentario
sobre Boecio¿hasta que hubiese sido. corregido a satisfacción de la
Santa Sede. Incluso, se negó, a permitir que, Gilbet .hiciese esta correc­
ción personalmente, A veces yernos .que! se .insinúa que la oposición
de: Bernardo a -Gilbert fue debida a su fobia contra la .‘.‘Nueva Cul­
tura”, es decir, el escolasticismo. Hasta qué punto se halla; esto lejos
de la verdad, lo - demuestra de ■. un modo .evidente [ el hecho de que
entre los partidarios del santo en el Concilio de Reims había muchos
profesores escolásticos, entre ellos , ¡el propio Pedro Lombardo, el
ilustre maestro,-deAas Sentencias. Igualmente infundada-es la afir­
mación.que,se.hace con.frecuencia, de,que;la, controversia,.terminó con
.ek.triunfo ,:de:, Gilbert,, yjcon la .humillación de sus ■ adversarios. El
obispo se retractó públicamente de todas las proposiciones impug­
nadas y de esta manera evitó que lo condenaran-.como hereje. ¡Ber-
¡ nardo tuyo motivos para, alegrarse de este resultado,. pues no deseaba
la humillación de Gilbert,Osinojsu-conversión.,.,¡,!n.. omom.'rx.'.
En un sermón predicado a sus monjes poco. después, el número
ochenta sobre el Cantar ¡de los Cantares, en, el quq/escribe Mabjllon,
“revela la profundidad y,¡sublimidad de su...cultura, teológica yhabla

560
SAN BERNARDO

de la imagen de Dios en el Verbo y en el alma de la sencillez


divina de un modo tan delicado y profundo que nadie le ha sobre­
pasado . ni antesñii ahora”,; el santo doctor dice;. “Es solamente la
Naturaleza suprema e increada, la que es un sólo Dios, en tres per­
sonas, la que ¡ vindica para Sí una sencillez tan pura é incomunicable
de esencia que excluye, no solamente toda clase de diferencias entre
cosa y cosa, sino igualmente todas las distinciones referentes al espacio
y al tiempo. Pues morando en Sí misma, esa Naturaleza Divina es
todo lo que Ella tiene y es lo que Ella es eterna e inmutablemente.
Las cosas que son múltiples en otra parte se reducen en Ella a la
unidad y las cosas que son distintas por su naturaleza se vuelven en
Ella idénticas; de forma que la multitud de sus perfecciones no afecta
a su unidad, ni tampoco su variedad perjudica a su sencillez. Ella se
contiene en sí misma todos los lugares y en sus lugares adecuados
dispone de todo el universo de las criaturas, pero no ocupa ningún
lugar. No le afecta la sucesión del tiempo, que prosigue su curso
fuera y por debajó de Ella. No tiene futuro por que preocuparse, ni
pasado que mirar hacia atrás, ni presente que experimentar.
"Mantengámonos lejos, amadísimos hermanos, mantengámonos le­
jos de estos profesores modernos, más bien herejes que meros dialéc­
ticos, que de una manera impía mantienen que ni la grandeza por la
cual Dios es grande, ni la bondad por la cual Él es bueno, ni la
sabiduría por la cual Él es sabio, ni la justicia por la cual Él .es justo,
ni en fin, la Divinidad por la cual'Él es Dios, es en sí misma Dios.
Dios es Dios, dicen ellos, por razón de su Divinidad; sin embargo, su
Divinidad no es Dios. Acaso ellos piensen que sería degradante para
la Divinidad que se la considerase como Dios, puesto que Ella es
tan excesivamente grande que Ella hace a Dios ser Dios. Pero si Ella
no es Dios, ¿qué es entonces? O bien es Dios, o algo distinto de Dios,
o nada en absoluto. Vosotros, los herejes, no queréis reconocer que
Ella es Dios. Y supongo que no pensaréis que Ella no es nada, puesto
que confesáis que Ella es tan indispensablemente necesaria a Dios que
sin Ella no solamente Él no sería Dios, sino que es Ella sola la que le
hace ser Dios. Pero si vosotros consideráis la Divinidad como algo
distinto de Dios, este algo tiene que ser bien mayor o menor que Dios
o igual a Dios. Pero ¿cómo puede ser menos que Dios eso que le
hace a Dios ser Dios? Por consiguiente, no queda más que decir que,
o bien es mayor que Dios o bien es igual a Él. Si es mayor, tenemos
que admitir que, no Dios, sino la Divinidad de Dios es el Supremo
Bien. Y si es igual, la consecuencia es que tendremos dos Bienes Su­
premos en vez de uno. Estas dos conclusiones son igual y evidente­

561
AILBE J. LUDDY

mente opuestas a la verdad católica. Y por lo que respecta a la gran­


deza de Dios, su bondad, su justicia y su sabiduría, mantengo exacta­
mente lo mismo que he dicho referente a su Divinidad, es decir, que
todas estas perfecciones son una en Dios y una con Dios. Pues Él
es bueno por un motivo que no es distinto de aquel por el cual Él
es grande y Él es justo y sabio por un motivo que no es distinto de
aquel por el cual Él es grande y bueno y Él es todas estas cosas a la
vez por un motivo que no es distinto de aquel por el cual Él es Dios
y Él es Dios por un motivo que no es distinto de Sí mismo.
"Pero se me dirá: Entonces, ¿vos negáis que Dios es Dios por su
Divinidad? En modo alguno. Pero sostengo que la misma Divinidad
por la cual Él es Dios es Ella misma Dios, y estoy obligado a hacerlo,
no vaya a ser que se me sorprenda afirmando la existencia de algo
que es más excelente que Dios. También afirmo que Dios es grande
por su grandeza, pero que esta grandeza no es nada que sea distinto
de Él mismo, porque en otro caso yo tendría que admitir una cosa
mayor que Dios. Y digo que Él es bueno por razón de su bondad la
cual, sin embargo, digo que es realmente idéntica con Él mismo, no
sea que por admitir una distinción parezca que yo mismo he descu­
bierto algo mejor que Dios. Similarmente debemos razonar respecto
de sus otras perfecciones. Gustosamente, con seguridad y sin temor de
tropezar, camino sobre los pasos del que ha dicho: ‘Dios es grande
solamente por esa grandeza que es lo que Él es, en otro caso esa gran­
deza será mayor que Dios’. Estas son las palabras de San Agustín ’,
aquel poderoso martillo de los herejes. Si se puede predicar alguna
cosa con justicia de Dios, será más correcto y más propio decir:
‘Dios es la Grandeza, Dios es la Bondad, Dios es la Justicia, Dios
es la Sabiduría’, que: ‘Dios es grande, Dios es bueno, Dios es justo,
Dios es sabio’910.

9 San Agustín, De Trinitate, 1. V., c. X., n. II.


10 Estos dos modos de predicación con respecto a Dios son comparados
de esta manera por Hunter, Theol. Dogm. II, 29: “La predicación por me­
dio de sustantivos abstractos (Dios es la Grandeza, la Bondad, etc.) expre­
sa la perfección absoluta de la Divina sencillez; mientras que la predica­
ción por medio de adjetivos concretos, tales como bueno, justo, sabio, siem­
pre implica alguna composición, como si diera a entender una cualidad
sobreañadida e inherente. Pues quien es bueno está poseído por la bondad.
Pero el que posee la bondad parece distinto de la bondad, no es la misma
bondad, y, por consiguiente, a fin de ser bueno tiene que ser instruido por
la bondad. Ahora bien, la instrucción implica composición. Además, el pri­
mer modo de predicación expresa la infinidad de las perfecciones divinas,
¿pues qué bondad puede faltar a uno que es la bondad misma? Este modo
expresa la perfección original (no derivada), pues la bondad, por ejemplo,
no es buena en virtud de algo que sea distinto de ella misma. En fin. expre­
sa la perfección no como una cualidad inherente a la sustancia, sino idén­
tica a la sustancia o esencia.” Pero añade: “Puesto que tales predicados sus-

562
SAN BERNARDO

”Con motivo, por consiguiente, el papa Eugenio y los otros obis­


pos, en el concilio celebrado recientemente en Reims, condenan como
perturbadora y sujeta a sospecha de herejía la explicación que Gilbert,
el obispo de Poitiers, da en su libro a las muy ortodoxas y católicas
palabras de Boecio referentes a la Santísima Trinidad. El comentario
dice así: El Padre es la Verdad, es decir, el Padre es verdadero;
el Hijo es la Verdad, es decir, el Hijo es verdadero; el Espíritu Santo
es la Verdad, es decir, el Espíritu Santo es verdadero. Y estos tres no
son tres verdades, sino una sola Verdad, es decir, ellos son un solo
Ser verdadero. ¡Oh, oscura y perversa exposición! Cuánto mejor y
más verdadero hubiese sido hablar por el, contrario, de esta manera:
‘El Padre es verdadero, es decir, el Padre es Verdad; el Hijo es
verdadero, es decir, el Hijo es Verdad; el Espíritu Santo es verda­
dero, es decir, el Espíritu Santo es Verdad; y estos tres son un solo
ser verdadero, es decir, ellos son una sola Verdad. De esta manera
habría hablado Gilbert, en verdad, si se hubiese dignado imitar a San
Fulgencio que dice: ‘La Verdad única del Dios único, o más bien la
Verdad única que es el Dios único, no permite que la criatura participe
en el servicio y adoración que pertenece al Creador’ 1X.
”Sin embargo, no estoy hablando contra el propio Gilbert porque en
el mencionado Concibo de Reims él tuvo la humildad de someterse al
veredicto de los obispos y con su boca condenó tanto estas opiniones
como otras dignas de censura que se encontraron en sus escritos. Pero
hablo contra aquellos que desafiando el interdicto apostólico, están
todavía leyendo, según se dice, y transcribiendo su libro,, persistiendo
obstinadamente en el error del cual ha abjurado su autor y deseando
imitar el ejemplo de su delito más bien que el de su arrepentimiento.”

El Pontífice visita Clairvaux

El 24 de abril, quince días después de la clausura del Concilio


de Reims, Eugenio visitó Clairvaux y permaneció allí hasta el 26. La
contemplación de su antiguo hogar y de sus viejos compañeros pro­
dujo en su corazón emociones contrapuestas de alegría y tristeza que
se manifestaron en un torrente de lágrimas. Aunque el nuevo monas-

tanciales significan la perfección abstracta, para que no se piense que Dios


tiene sólo una existencia abstracta e ideal, es decir, una existencia en la
mente de los hombres, conviene combinar lo concreto con lo abstracto y
hablar de Él no sólo como bondad, sabidura, justicia, etc., sino también como
bueno, sabio y justo, porque esta última manera de hablar indica su exis­
tencia objetiva.
11 De Fide Orth., can. m.

563
AILBE J. LUDDY

terío ya estaba terminado, prefirió alojarse, según nos dicen, en la pri­


mitiva edificación, donde había pasado los años más felices de su vida.
Durante su corta estancia se mostró tan sencillo' y humilde como
cuándo lavaba los platos y atendía a la estufa, de lá comunidad. Ber­
nardo, considerando que era el momento oportuno, le rogó que anulara
la suspensión de Felipe el ex arzobispo. Pero en este punto' el Pon­
tífice se mostró inexorable: ni siquiera se pudo obtener el permiso
para que el pobre penitente dijera misa; y los cardenales reprendieron
ál santo por atreverse a interceder en favor de un cismático tan no­
torio. Bernardo no consideró esta sentencia como definitiva, según
veremos más adelante.

Posdata

En el corto artículo sobre San Guillermo de York escrito para la


Enciclopedia Católica por un conocido, autor, se leen las siguientes
afirmaciones:
(1) “En 1142 Guillermo fue elegido arzobispo de York frente a
la candidatura de Enrique Murdach, monje cisterciense.” .
(2) “San Bernardo ejerció su poderosa influencia contra Guiller­
mo en favor de Murdach.”
(3) “En 1143 el Papa decidió que se consagrara a Guillermo si
podía liberarse de. la acusación de soborno y si el capítulo
podía demostrar que no había habido una presión real in­
debida.”
(4) “Guillermo demostró su inocencia de una manera tan con­
cluyente que el legado (su tío, obispo de Winchester) le consa­
gró como arzobispo.”
(5) “Descuidó el obtener del cardenal Hincmar el palio que Lu­
cio II le envió en 1146.”
(6) “Hincmar devolvió el palio a Roma, de forma que en 1147
Guillermo se vio obligado a viajar para obtenerlo.”
(7) “El Papa (Eugenio) le suspendió (Guillermo) de sus funciones
basándose en que había consagrado al obispo de Durham (an­
terior deán del capítulo de York que se había negado a decla­
rar en su favor y que, por el contrario, le había denunciado por
intruso) sin exigir las garantías requeridas por el Papa an­
terior.” . ■
(8) “Sus partidarios en Inglaterra se vengaron de un modo im­
prudente destruyendo la abadía de Fountaines de la cual Mur-

564
SAN BERNARDO

' dach era ahora prior. Esto irritó todavía más a los "enemigos
de San Guillermo, el cual se acercó, de nuevo al.Papa,-con el
resultado de que este en 1147 destituyó al arzobispo .y como
: . el capítulo ño lograra elegir un sucesor, consagró a Murdach
en su lugar.” . i
Todas estas afirmaciones no son solamente gratuitas sino, como se
puede demostrar, carentes en absoluto de veracidad. Las estudiaremos
por el mismo orden.
(1) En el año 1142 Enrique Murdach gobernaba todavía el mo­
nasterio de Vauclair en la diócesis de Laon, Francia, del cual había
sido hombrado primer abad en 1134. No regresó a su nativa Ingla­
terra hasta finales de 1144 o principios de 1145, en que sucedió al
abad Ricardo en el gobierno de Fountaines. No había ni que pensar
en su candidatura para la sedé de York antes de la destitución de
Guillermo en el año 1147. Hemos hecho una cuidadosa investigación
valiéndonos de los historiadores y cronistas ingleses antiguos, tales
como Guillermo de Newburgh, Juan de Hexham, Gervasio de Can-
terbury, Juan Capgrave, Rogelio de Hoveden, continuador de Hugo
el Cantor, los biógrafos de San Guillermo y de Enrique Murdach en
la serie de Archivos y en los bolandistas en busca de algo que
apoyara la afirmación del autor de la Enciclopedia, pero sin obtener
mucho éxito. Solamente uno de ellos, Roger, que sepamos, parece
mencionar a Murdach como candidato a la sede de York en 1142.
Juan de Hexham—a quien el escritor en cuestión considera como su
primera autoridad—nos dice (Historia Regum, anno mcxlii) que a
la muerte del arzobispo Thurstan en 1141 Enrique de Winchester,
legado papal y hermano del rey Esteban, indujo al capítulo de York a
elegir a su sobrino Enrique de Sodly. Sin embargo, el papa Inocencio
anuló esta elección. La siguiente votación fue favorable a Guillermo,
otro sobrino del rey y del legado, el cual tenía el puesto de tesorero
en la iglesia de York. Juan no hace ninguna mención de ningún can­
didato rival, pero nos informa que cierto número de eminentes ecle­
siásticos, incluidos los abades cistercienses de Fountaines y Rievaulx,
los priores agustinos de Hexham, Gisbum y Kirkham, Roberto el
Hospitalario; Osberto, arcediano de York; Walterium, arcediano de
Londres, y Guillermo, chantre de York protestaron contra la elección
por considerarla debida a la intimidación y al soborno: el prior de
Hexham dejó su monasterio y se retiró a Clairvaux antes que reco­
nocer a un arzobispo a quien consideraba cómo un intruso. Enrique
Murdach aparece en escena solamente en 1145 y entonces no como
candidato a'la mitra, sino cómo el miembro más activo dél partido

565
AILBE J. LUDDY

que se oponía a Guillermo. Los otros historiadores consultados bien


corroboran este relato o, en último caso, no dicen nada que sea incom­
patible con el mismo. Rogerio de Hoveden parece ser una excepción.
“En el mismo año—dice (Chronica, anno mcxl)—, Thurstan, arzobispo
de York, murió y surgió una disputa en relación con la elección de
su sucesor. Algunos de los canónigos eligieron a Guillermo, tesorero
de la iglesia de York, el cual fue consagrado por Enrique, obispo de
Winchester y legado de la Santa Sede. Los demás canónigos votaron
por Enrique Murdach el cual prevaleció y ocupó la sede archiepisco-
pal hasta su muerte.” Pero es evidente que este autor, bien por igno­
rancia o bien por brevedad, confunde la elección de 1142 con la de
1147. Por consiguiente, la afirmación (1), se puede descartar por ser
enteramente gratuita y oponerse al testimonio de autorizados escritores.
(2) El apoyo de Bernardo es producto de la imaginación, lo mis­
mo que la candidatura de Murdach. El santo abad dirigió numerosas
cartas en relación con la disputa de York a los papas Inocencio II,
Celestino II, Lucio II y Eugenio III, a la Curia romana y al abad
Guillermo de Rievaulx, en las cuales no menciona ni una sola vez,
directa o indirectamente, a Murdach. Cosa extraña, en verdad, si,
como se alega, estaba prestando a la candidatura de Murdach el
apoyo de su “poderosa influencia”. Seguramente es increíble que
quien con tanta frecuencia y de un modo tan vehemente denunció
la ambición en los eclesiásticos, especialmente en los monjes, fuese
tan inconsecuente como para fomentar los ambiciosos designios de
un allegado suyo. El aseguró al rey Luis VII, después de la elección
de su prior Geofredo de la Roche, para la sede de Langres, que temía
la carga del episcopado tanto por sus súbditos como por él mismo.
Y cuando en 1150 otro de sus discípulos llamado Hugo fue elevado
al cardenalato, escribió al soberano Pontífice quejándose de que
estaba causando la ruina de la Orden, privándola de sus mejores
miembros (Ep. CCLXXIII). Tan lejos estaba él de desear el ascenso
eclesiástico para los suyos. Pero una vez que se había celebrado la
elección legítimamente, consideraba la elección del capítulo como la
elección de Dios y defendía a capa y espada los derechos del obispo
elegido.
(3) No es cierto lo que se afirma respecto del capítulo. El papa
Inocencio, como lo afirman todas las autoridades en la materia, dejó
el asunto en manos de un solo miembro, el deán, y eso a petición
del propio arzobispo electo, dice San Bernardo (Ep. CCXXXVI).
Se presentó más tarde una carta pontifical autorizando al legado En­
rique de Winchester para elegir otro testigo digno de confianza a falta

566
SAN BERNARDO

del deán, cuya carta el santo abad declaró que había sido falsificada
o que, si era auténtica, se había obtenido por medio de medios des­
honrosos (Ep. CCXL).
(4) La cuestión principal no se refería a la culpabilidad o inocen­
cia de Guillermo, sino a la validez de su elección, lo que era una
cuestión completamente distinta. Algunos de sus adversarios, en ver­
dad, acusaron de simonía al arzobispo electo, pero parece que se jus­
tificó a entera satisfacción del papa Inocencio. El punto que quedaba
por probar era que la recomendación en su favor de su real tío había
dejado a los votantes en perfecta libertad. Ahora bien, si esto se
había probado de una manera “concluyente”, ¿por qué Teobaldo,
arzobispo de Canterbury, se negó a oficiar como prelado consagrante?
Se negó, dice el cronista Gervasio, “porque no estaba satisfecho de la
forma en que se había realizado la elección” (Chron., anno mcxlh).
No era cosa difícil para Guillermo probar la validez de su elección
a satisfacción de su tío, el ambicioso Enrique de Winchester (el cual
probablemente no iba a ser demasiado exigente) particularmente por­
que podía elegir sus testigos y, como nos informa Juan de Hexham,
ninguno de sus adversarios se atrevía a aparecer contra él. La con­
sagración, realizada por el propio obispo Enrique, fue considerada
y denunciada como una nueva ofensa. Ciertos clérigos de York se
quejaron al Papa de que Guillermo “no había sido canónicamente
elegido ni legalmente consagrado” (Gervasio, Chron., anno mcxlvii)
mientras que Bernardo describió la consagración como una segunda
intrusión (Ep. CCXXXV).
(5) El relato verdadero se puede leer en Vacandard, Vie, II, 320-
322. Lucio II envió al cardenal Hincmar o Imar, obispo de Frascati,
como legado suyo a Inglaterra en 1144. Llevó el palio para Guiller­
mo, pero como dijo a Bernardo (cfr. Ep. CCCLX), no había de ser
entregado a menos que el obispo de Durham, testigo nombrado por
Inocencio, prestase la declaración jurada que ya se había negado an­
teriormente a prestar. Al no cumplirse la condición, Imar regresó a
Roma con el palio. El relato dado por Juan de Hexham (a quien el
escritor de la Enciclopedia parece haber seguido) es tan improbable
por sí mismo como deshonroso para Guillermo. “El cardenal Hincmar
fue enviado como legado a Inglaterra—escribe—con el palio para el
arzobispo Guillermo. Guillermo, sin embargo, retrasó por negligencia
(per negligentiam) el verse con él, estando ocupado como de costumbre
en asuntos menos importantes, pues había sido criado en medio de la
riqueza y el lujo y estaba poco acostumbrado a trabajar” (o. c., an.
mcxlvi). Lucio había mostrado ya la opinión que tenía del asunto

567
AILBÉ' j. LUDDY’

dé York al negarse a devolver él cargo de legado al obispo de Win­


chester, del cual Celestino i II,: sil predecesor, le había privado. ’
(6) Esto parece implicar que Guillermo consiguió el palio, lo cual
es falso. Además, la afirmación es ininteligible. En 1147 no había ni
Papa ñi cardenales en Roma, abandonada 'en aquella época a los
seguidores de Arnoldo: Eugenio y su corte,-abandonaron lá ciudad en
enero de 1146 y no regresaron hasta 1149. Véase Kíe, II, 267; (Va-
candárd); véase también el artículo sobre Eugenio III en la Enci­
clopedia Católica.
(7) Esto es una parodia de verdad. La promesa exigida’ era un
juramento del obispo de Durham respecto de la canonicidad de la
elección de Guillermo, juramento que el obispó se había negado repe­
tidamente a prestar. Fue por este motivo por lo que “el Papa le sus­
pendió—al arzobispo Guillermo—de sus funciones”, como lo testimo­
nia Juan de Héxham : “En consecuencia él—Eugenio—mandó al citado
Guillermo que cesara en el ejercicio de sus funciones episcopales hasta
que Guillermo, obispo de Durham, antiguo déán dé York, pusiese
con su juramento fin a la controversia de acuerdo con el decreto del
papa Inocencio” (Hist. Reg., ánno mcxlvii).
(8) El motivo de lá destitución de Guillermo aparece en la sen­
tencia pronunciada contra el que se leyó en el Concilio de París por
el cardenal Alberico, obispo: de Ostia: “Decretamos en virtud de
nuestra autoridad apostólica que Guillermo, arzobispo de York, sea
destituido dél cargo pontifical, porque fue nombrado por Esteban, rey
de Inglaterra, antes de la elección canónica.” (Cfr. Gervasio, Chron., an.
mcxlvii). Ño sabemos con qué fundamento se afirma que él capítulo
no logró elegir un sucesor. Juan de Hexham y el continuador de Hugo
el Cantor incluso nós dan los nombres de los principales votantes.
“Roberto de Gante—escribe el primero (Hist. Reg., anno mcxlvii)—
canciller del rey y deán del capítulo, y Hugo, sobrino y tesorero del
rey- a los cuales Guillermo había ascendido a dignidades de la iglesia
de York, y otros con ellos, votaron por el clérigo maestro Hilario;
pero Guillermo, obispo de Durham; Adolfo, obispo de Carlisle; Gui-
llermó, chantre de York, y los arcedianos con los demás miembros apo­
yaron a Enrique Murdach, abad de Fountaines.” Según Gervasio
(Chron:, afino mcxlvii) Hilario tuvo él mayor íiúiñero de votos. Pero
otro relato, preferido por Vacandard, asigna la mayoría a Murdach. El
artículo en cuestión es también désorientador, puesto que produce la
impresión de que solamente los cistercienses sé Oponían á Guillermo.
Tres cistércienséS superiores dé Inglaterra, el abad Guillermo de Rié -
váülx, el abad Ricardo de Fountaines y su sucesor Enrique Murdach

568:
SAN BERNARDO

son nombrados entre los arzobispos de la oposición; pero había


tantos superiores agustinos, por ejemplo: los priores de Hexham,
Kirkham y Gisburn, por no mencionar al clero secular con el arzo­
bispo de Canterbury a la cabeza. San Bernardo, que es presentado bajo
un aspecto falso y desfavorable, tomó una parte importante en la
lucha, no con vistas a conseguir ventajas para sí mismo, sino para
poner coto a lo que consideraba que era un escándalo público.
Para una información exacta acerca de este tema de las elecciones
de York, cfr. Vacandard, Vie de St.Bernard, II, págs. 313-327. Consúl­
tense también las cartas de San Bernardo,CCXXXV, CCXXXVI,
CCXXXIX, CCXL, CCCXLVI, CCCXLVII, CCCLX.
El deán protestante Milman en su Historia de la cristiandad latina,
vol. III, pág. 397, disparata de un modo tan malo como el escritor de
la Enciclopedia. El también presenta a Murdach (a quien llama Gui­
llermo y presenta erróneamente como ex monje cluniacense) como
rival del arzobispo Guillermo. La conducta de Bernardo durante la
controversia la considera como “una página siniestra de su vida”: fue,
añade, “el espíritu mezquino corporativo de su Orden el que le trai­
cionó al tomar parte en la enorme y clamorosa injusticia hecha a
Guillermo”. El profesor Morison ha expuesto competentemente estas
falsedades en su Vida de San Bernardo, págs. 351-352.

569
CAPITULO XXXVI

MUERTE DE MALAQUIAS

Muerte de Guillermo de San Thierry

En el transcurso del año 1148 Bernardo perdió dos de sus amigos


más queridos. Guillermo de San Thierry terminó una bella vida con
una muerte feliz en su monasterio de Signy. Hombre de gran capa­
cidad y amplia cultura, que se había distinguido especialmente por
sus conocimientos de la patrística, nos ha dejado muchos monumentos
de su erudición: los tratados Sobre la vida solitaria, Sobre la divina
contemplación, Sobre la naturaleza y dignidad del amor divino,
Sobre la je, Sobre el sacramento del altar, Contra los errores de
Abelardo, así como comentarios acerca de el Cantar de los Cantares y
de la Epístola de San Pablo a los Romanos. Pero su obra más im­
portante es su aportación a la primera Vida de San Bernardo. Em­
prendió esta tarea poco antes de su muerte, en un momento en que,
como nos dice el prefacio, el aumento de sus enfermedades corpo­
rales le advertía que se acercaba la hora de su muerte, por lo cual
temió que había empezado demasiado tarde. Había decidido años
antes escribir una vida del santo abad, “el cual había devuelto a la
Iglesia la gracia y el esplendor de la edad apostólica”, pero pensando
que iba a sobrevivir a su amigo, consideró que ya tendría bastante
tiempo, aunque empezara después de la subida del santo a la gloria.
Dándose cuenta por fin de la probabilidad de que él muriese antes

570
SAN BERNARDO

que Bernardo, se puso a trabajar, obteniendo su información “de los


que vivieron constantemente con el siervo de Dios y fueron testigos
de lo que ellos contaron”. Murió después de terminar el primer libro,
que contiene catorce capítulos. El trabajo fue continuado por Ernald,
abad del monasterio benedictino de Bonneval, de la diócesis de Be-
sangon. Desde luego Bernardo ignoraba por completo lo que pasaba.

San Malaquías va a morir a Clairvaux

San Malaquías murió en Clairvaux la noche del 1 de noviembre.


Dejaremos que el propio abad describa cómo pudo ser que estuviese
allí y cómo ascendió desde allí a los cielos. Damos a continuación
una traducción de los dos últimos capítulos de la obra de San Ber­
nardo titulada Vida de San Malaquías-.
“Siendo preguntado en una ocasión dónde preferiría, si le daban a
elegir, exhalar su último aliento, el santo obispo dudó y no quiso
replicar. Pero presionado por sus discípulos (probablemente los mon­
jes de Bangor) que se habían estado haciendo la misma pregunta, el
santo obispo dijo por fin: ‘Si estoy destinado a morir en mi patria,
en ninguna parte esperaría tan gustosamente la resurrección como en
el lugar en que se halla enterrado nuestro apóstol nacional (se refería
a San Patricio). Pero si la muerte me ha de sorprender fuera de Irlanda,
en ese caso elijo Clairvaux’. A la pregunta sobre el día que elegiría
para su muerte, contestó que le gustaría irse de este mundo en la
fiesta de Todos los Santos. Si consideramos estas palabras como meras
expresiones de sus deseos, fueron cumplidas exactamente. Si las con­
sideramos como predicciones, no falló nada en su realización. ‘Como
hemos oído, hemos visto’ (Ps 47, 9), tanto en lo que se refiere al lugar
como al tiempo. Permitidme que os explique brevemente la forma y
ocasión de la muerte.
"Desde hacía mucho tiempo había sido una fuente de profunda
tristeza para Malaquías que la Iglesia irlandesa no pudiese todavía
vanagloriarse de tener un solo palio archiepiscopal. Pues tenía en un
aprecio tan grande estas prerrogativas sagradas que no podía soportar
el ver a su nación privada ni siquiera de una de ellas. El recuerdo de
que el papa Inocencio II se había comprometido a satisfacer sus deseos
sólo servía para ponerle más triste, porque había descuidado el pedir
el cumplimiento de la promesa durante la vida del Pontífice. Pero en
el año 1148 en que se publicó que Eugenio, ahora Papa, había ido
a visitar Francia, las esperanzas de Malaquías revivieron y se alegró

571
AILBE J. LUDDY

desque se le ofreciese una oportunidad tan favorable de verle. Pues


pensó que podía confiar en la buena voluntad de Eugenio. Le parecía
que su petición sería otorgada rápidamente por un Pontífice que tenía5
tan; nobles cualidades personales, que además era miembro de la
Orden ■ cisterciense’ y sobre todo un hijo amado de un modo especial
en Clairvaux. Así se convocó a los obispos de la Iglesia irlandesa que
se reunieron en concilio. Se emplearon tres días en solucionar otras
varias cuestiones importantes, y, por fin, llegó la cuarta cuestión, que
se refería a la petición de palios. Los prelados coincidieron. con las
opiniones de Malaquías, pero manifestaron sus deseos de que la so­
licitud no se hiciese por él, sino por algún otro. Sin embargo, como
el viaje sería ahora mucho más corto y en consecuencia mucho menos
fatigoso, cedieron por fin a sus ruegos y le permitieron salirse con la
suya.
”En cuanto se disolvió el sínodo, Malaquías partió hacia Francia:
se permitió a algunos discípulos (además de sus compañeros de viaje)
acompañarle hasta la costa. Uno de éstos, llamado Catolicus, con los
ojos llenos de lágrimas y trémula voz se dirigió a él de esta manera :
•¡Ay padre mío! ¿Te vas lejos de nosotros? Y aunque sabes bien
que me abandonas a terribles aflicciones diarias no tienes compasión
de mi desgracia. Acaso mis pecados merezcan tal castigo. Y, sin em­
bargo, ¿qué han hecho mis hermanos para que se les condene al
pesado trabajo de vigilarme y protegerme día y noche sin descanso?’
Y el pobre hombre lloraba. Estos sollozos y estas palabras llegaron
al paternal corazón del obispo. Abrazó al hermano cariñosamente y
haciendo sobre su pecho el signo de la cruz, le dijo: ‘Ten la seguridad
de que no volverás a ser turbado hasta mi regreso’. Este Catolicus
era un epiléptico que sufría varios ataques en el mismo día. En aque­
lla época había sido víctima durante seis años de la temible enfer­
medad. Sin embargo, gracias a las palabras de Malaquías quedó com­
pletamente curado. Desde aquel momento hasta ahora no ha sufrido
ningún ataque y, sí lo espero, gozará de la misma inmunidad en el
futuro, porque esperará en vano el regreso de Malaquías.
"Justamente en el momento en que se embarcaba, dos de sus
hermanos se acercaron con la petición de que les otorgara un favor.
‘¿Qué deseáis?’—preguntó—. ‘No; no Os lo diremos—contestaron—
hasta’ que no ños prometáis otorgarlo’.' EL se lo prometió. Entonces
ellos lé dijeron: ‘Necesitamos que nós aseguréis que regresáis a Ir­
landa’. Todos los dferhás se unieron a este ruego. Malaquías recapacitó
eñ silenció unos momentos, muy triste pór haberse comprometido de
antemano y no viendo forma de salir de su compromiso. Se encontraba

572
SAN BERNARDO.

gravemente turbado, pues no tenía otra solución que violar su com­


promiso o traicionar el deseo de su corazón.: Por fin, se decidió y eli­
gió la alternativa que en aquel momento era más urgente, dejando lo
demás a la decisión de la divina Providencia; Por consiguiente, acce­
dió al ruego de sus discípulos, pero lleno de tristeza y porque no
deseaba apesadumbrarles. Así, después de darles la seguridad deseada
se embarcó.
-”E1 barco había recorrido la mitad de su camino cuando surgió
una tormenta repentina y fue arrojado de nuevo a la costa irlandesa.
Malaquías desembarcó y pasó la noche en una iglesia de su Orden
que se hallaba junto al puerto. Lleno de santa alegría, dio gracias a
Dios, cuya Providencia le había permitido guardar su promesa sin
perjuicio de sus esperanzas. A la mañana siguiente temprano volvió a
embarcar y, después de un feliz viaje, desembarcó en las costas de
Escocia. Tres días más tarde llegó a un lugar llamado Greenpool,
donde por órdenes suyas se habían hecho preparativos para la erec­
ción de un monasterio cisterciense. Dejó allí un abad con una colonia
de monjes que había llevado desde Irlanda y, diciéndoles adiós, siguió
su camino.
"Después de abandonar Greenpool, se entrevistó con David, rey
de Escocia, quien le recibió con gran alegría. Pasó algunos días con el
monarca, durante los cuales hizo mucho por la gloria de Dios, y luego
prosiguió el viaje. Al atravesar Escocia visitó la iglesia de Gisburn
en la frontera inglesa, donde algunos religiosos vivían bajo una regla
de vida canónica y a los cuales conocía de oídas hacía tiempo por la
fama que tenían de piedad y de observancia regular. Allí curó a una
mujer que le llevaron, la cual padecía la. enfermedad comúnmente
conocida por el nombre de cáncer y que se hallaba en estado graví­
simo. La cura se realizó rociando las partes afectadas con agua ben­
decida por Malaquías. Esto alivió el dolor inmediatamente y al día
siguiente habían desaparecido las úlceras. Continuando su viaje llegó
a la costa inglesa, pero no se le permitió tomar pasaje para Francia.
Si no estoy equivocado, la razón de ello era una disputa entre el Papa
y el rey inglés Esteban \ el cual sospechaba que le, traería malas
consecuencias el permitir a Malaquías pasar al continente. Lo cierto
es que no se permitió en aquella época que ningún obispo pasara de
Inglaterra a Francia. Este retraso, aunque contrario a los deseos de
nuestro peregrino, no se oponía realmente a su propósito primordial.
Y lamentaba como un obstáculo a sus esperanzas lo que en verdad

1 Debido al parecer a la destitución del arzobispo Guillermo o, como


dice Lingard, a la negativa del Papa a otorgar el cargo de legado a Enrique,
obispo de Winchester. Cfr. History of England, vol. II, pág. 260.

573
AILBE J. LUDDY

conducía a su realización. Pues si hubiese obtenido el pasaje inme­


diatamente, habría tenido que ir a toda prisa a Italia detrás del Papa
sin tener la menor oportunidad de desviarse para visitar Clairvaux,
porque Eugenio había abandonado Francia y estaba ya en Roma o
muy cerca. Pero la prohibición real, al retrasarse el cruce del canal,
contribuyó a llevarle oportunamente al lugar y momento de su santí­
sima muerte.
"Aunque él venía del Oeste, lo recibimos como a un verdadero
‘sol levante que nos visita desde lo alto’ (Le 1, 78). ¡Oh, qué flujo
de esplendor derramó aquel sol radiante sobre nuestro Clairvaux!
‘Aquel fue en verdad un día que hizo el Señor’ (Ps 117, 24) y nosotros
estábamos ‘contentos y nos regocijábamos en él’. A pesar de que yo
estaba débil y vacilante, ¡con qué ágil y enérgico paso me apresuré
a salir al encuentro de nuestro huésped! ¡Con qué ansiedad me aba­
lancé a abrazarle! ¡Con qué brazos tan felices estreché contra mi pe­
cho la gracia que los cielos me habían enviado! ¡Con qué alegre
corazón y con qué alegre rostro os conduje, oh, padre mío, a la casa
de mi madre y al cuarto en que ella me dio luz! (Cant 3, 4). ¡Qué
días tan alegres pasamos juntos, pero qué pocos por desgracia! Y por
su parte, ¿qué actitud mostró el peregrino hacia nosotros? ¡ Se mostró
cariñoso y afable e indeciblemente amistoso con todos! ¡Oh, ‘cuán
bueno y agradable’ (Ps 132, 1) se mostró con aquellos a quie­
nes había venido a visitar desde los confines de la tierra! Sin em­
bargo, no vino, como la reina de Saba, a oír a Salomón (1 Reg 10, 1),
sino más bien a mostrarse en su propia persona. Pues hemos oído su
sabiduría; hemos gozado y todavía gozamos en espíritu de las dulces
delicias de su conversación.
"Habían transcurrido cuatro o cinco días desde que habíamos te­
nido la fortuna de que se hallara entre nosotros, cuando el 18 de octu­
bre, fiesta de San Juan Evangelista, después de celebrar los sagrados
misterios en la iglesia con su habitual devoción cayó enfermo con
fiebre y fue obligado a guardar cama. La enfermedad que le atacó
nos abatió a todos con él. Así ‘la lamentación se aferra al final
de la alegría’ (Prv 14, 13). Sin embargo, nuestra tristeza no era
excesiva, porque la fiebre no parecía peligrosa. Entonces podríais
haber visto a los hermanos bullendo alrededor dispuestos a ser útiles
en algo. La misma contemplación del enfermo era una fuente de
consuelo para todos. Pero era todavía más dulce atenderle. Y tanto
verle como servirle era tan saludable como consolador. El atenderle
era para todos nosotros una tarea amorosa y además una ocasión de
provecho espiritual, puesto que era recompensada con una concesión

574
SAN BERNARDO

de gracia celestial. Todos estábamos a su alrededor. Todos estábamos


‘ocupados con el mucho servir’ (Le 10, 40), preparando medicinas,
ofreciéndole bebidas calmantes e instándole frecuentemente a que to­
mase alimento. Pero Malaquías decía: ‘Os estáis molestando en vano.
Sin embargo, haré lo que mandáis’. Hablaba de este modo porque
sabía que le había llegado su hora.
”Los hermanos que le habían acompañado desde Irlanda insistían,
en un exceso de confianza, en que no había por qué desesperarse,
puesto que todavía no había aparecido ningún síntoma de la muerte.
El contestaba sencillamente: ‘Es necesario que el alma de Malaquías
abandone al cuerpo este año’, añadiendo poco después: ‘Ved, se
aproxima el día en que, como sabéis, he deseado siempre morir. ‘Yo
conozco a Aquel en quien he creído y estoy seguro’ (2 Tim 1, 1) de
que, habiendo obtenido una parte, no seré defraudado respecto del
resto de mi deseo. Aquel cuya graciosa providencia me ha traído
al lugar de mi elección no me negará el otro favor que he ansiado
con igual fervor, es decir, el terminar mis días aquí. Respecto a mi
cuerpo, éste es mi descanso para siempre y aquí moraré porque lo he
elegido (Ps 131, 14). Dios, que salva a los que esperan en Él, cuidará
de mi alma (Ps 16, 7). Y no es pequeña la esperanza que tengo, puesto
que en ese día sagrado los muertos reciben una ayuda muy grande de
los vivos’. El día aludido, el de la Conmemoración de Todas las Al­
mas, 2 de noviembre, no estaba lejano cuando se pronunciaron estas
palabras.
"Mientras tanto, pidió la unción. Toda la comunidad estaba pre­
parada para dirigirse a su lecho en orden procesional para la solemne
administración de los últimos sacramentos, pero él no quiso consen­
tirlo. Prefirió descender hasta nosotros desde la habitación superior
en que se hallaba postrado. Así recibió la Extremaunción y el Santo
Viático en la iglesia, encomendándose a las oraciones de los herma­
nos, los cuales le encomendaron a Dios. Luego regresó a la cama.
De la misma manera que había bajado a la iglesia sin ayuda, desde
su remota habitación en lo alto del monasterio, volvió de nuevo sin
ayuda alguna. Sin embargo, nos aseguró que la muerte estaba cerca.
No tenía la frente arrugada, ni los ojos hundidos, ni la nariz afilada,
ni los labios contraídos, ni los dientes secos y descoloridos (non dentes
adustí) ni el cuello fláccido, ni ninguna parte del cuerpo exhibía una
delgadez desacostumbrada. Había la misma simetría y gracia en la
forma, la misma belleza de rostro y expresión, que no se habían alte­
rado ni siquiera por la proximidad de la muerte. Lo mismo que en
la vida, no apareció nada en la muerte que indicase el menor cambio.

575
AILBE J. LUDDY

”He llegado hasta este punto en mi narración. Pero aquí tengo


.que detenerme y vacilar porque Malaquías ha terminado su carrera.
Ha llegado a un momento de reposo y no me queda otra solución que
permanecer con él. Pues ¿quién correría voluntariamente hacia la
muerte? ¿Quién querría hablar precipitadamente, oh padre bendito,
de vuestra muerte, especialmente?. ¿Y quién desearía que le hablaran
dé ella? En Cuanto a mí, que le amé en vida, no me separaré de él
en la muerte. Hermanos míos, abandonemos ahora al muerto cuya
presencia en vida nos produjo tanta delicia y honor. Desde la más
remota Hibernia se apresuró a venir aquí a morir en medio de nos­
otros: ‘Vayamos a morir con él’ (loh 11, 16). Nó, no puedo dejar de
hablar de aquélla muerte que no pude por menos de presenciar.
”Bien, es la fiesta de Todos los Santos, celebrada con tanta pompa
y esplendor en todo el mundo. Pero como está escrito: ‘La música en
la lamentación es como un relato inoportuno’ (Eccli 22, 6). Acudimos
al coro como de costumbre. Intentamos cantar los himnos acostum­
brados, aunque nos costó un gran esfuerzo. Llorábamos mientras can­
tábamos y cantábamos mientras llorábamos. Malaquías no se unía
a nosotros ni en la música ni en las lamentaciones. ¿Por qué, en
verdad, va a lamentarse quien se encamina apresuradamente hacia la
felicidad? Pero a nosotros que quedamos detrás no nos queda más
que lamentarnos; sólo guarda fiesta Malaquías. Y lo que no puede
hacer externamente lo hace en espíritu, de acuerdo con lo que está
dicho: ‘El pensamiento del hombre Te alabará, oh, Señor, y los
restos del pensamiento te festejarán’ (Ps 75, 11). A medida que las
facultades corporales le fallan y la lengua material permanece en si­
lencio y lá voz deja de ejecutar sus funciones, sólo Je queda festejar
con el jubileo de su mente. ¿Por qué no ha de festejar el que va a ser
admitido en seguida a la fiesta eterna de los santos? Ahora les rinde
el honor qué pronto le será rendido á él mismo, pues dentro de muy
poco Malaquías será uno de lós bienaventurados.
”A1 finalizar el día, cuando nosotros celebrábamos la solemnidad
lo mejor que podíamos, se hizo evidente que el santo obispo se acer­
caba, no a las tinieblas de lá noche, sino a la alborada del día eterno.
No hay momento como el alba para él cuando ‘la noche há pasado y
el día está a mano’ (Rom 13, 12). A medida que aumentaba la fiebre
en intensidad, un sudor ardiente brota de todo su cuerpo, de forma
que, como el Salmista, él en cierto modo es ‘llevado a refrigerio átrá-
vesando por el fuego y por el agua’ (Ps 65, 12). Ahora no tenemos
esperanza alguna de que se cure. Ahora todo el mundo modifica su
juicio anterior y no queda la menor duda de que los hechos van a

576
SAN BERNARDO

justificar la profecía de Malaquías. Nos llaman a su lecho y acudimos


presurosos. Elevando sus ojos nos mira mientras permanecemos a su
alrededor. Entonces susurra: ‘Con deseo he deseado comer esta Pascua
con vosotros (Le 22, 15). Doy las gracias a la divina Bondad por no
haber sido defraudado en mi deseo’. ¡ Mirad aquí a un hombre confiado
bajo la sombra de la muerte y, antes de partir, seguro de la vida! Y
no era de extrañar. Dándose cuenta de la proximidad de la noche
tanto tiempo ansiada y brillando sobre él la luz del alba que disipaba
las tinieblas parece decir: Ahora no cantaré por más tiempo: ‘Quizá
la oscuridad me cubrirá’ (Ps 138, 11), no, porque ‘esta noche será mi
luz en mis placeres’ (Ps 138, 11). Luego, consolándonos dulcemente,
continúa: ‘Tenedme presente y yo me acordaré de vosotros, si es per­
mitido, como lo será. He creído en Dios y para el que cree todas las
cosas son posibles (Me 9, 22). He amado a Dios y os he amado a
vosotros y la caridad jamás decae’ (1 Cor 13, 8). Habiendo dicho esto,
eleva los ojos al cielo y reza así: ‘Oh Dios, guárdalos en Tu nombre
(loh 17, 11) y no sólo a ellos, sino además a todos aquellos que por
mi palabra o ministerio se han consagrado a Tu servicio’. Con estas
palabras, coloca sus manos sobre nosotros uno por uno y nos ordena
que volvamos a descansar, pues su hora no ha llegado todavía.
”Nos retiramos, pero nos vuelven a llamar a medianoche. Pues
a esta hora se ha anunciado que una luz ha empezado a brillar a
través de las tinieblas. La habitación del enfermo está abarrotada,
puesto que toda la comunidad se halla reunida allí. Están también
presentes varios abades que están casualmente de visita en Clairvaux.
‘Con salmos e himnos y cánticos espirituales’ (Col 3, 16) escoltamos
a nuestro amigo en su camino hacia el hogar desde la tierra de su
destierro. Así, a los cincuenta y cuatro años de edad, en el lugar y
momento que él mismo había profetizado, Malaquías, obispo y legado
de la Santa Sede, fue arrancado de mis brazos por los ángeles de Dios
y durmió felizmente en el Señor.
”Y seguramente aquel no fue más que un sueño. La tranquila ex­
presión de su rostro indicaba que había pasado tranquilamente de esta
vida a la vida eterna. Aunque los ojos de todos estaban fijos en él,
nadie pudo decir en qué momento expiró. Ya muerto se diría que
estaba aún vivo y se pensaría que estaba muerto cuando todavía vivía.
Tan poco se podía distinguir un estado del otro. Tenía la antigua ex­
presión serena y animada, como si tan sólo estuviese dormido, y esta
expresión era más bien realzada que disminuida por la presencia de
la muerte. Aunque él no había cambiado, nos cambió a todos, pues
en virtud de una maravillosa transformación nuestro pesar se convirtió

577
S. BERNARDO.---- 37
AILBE J. LUDDY

súbitamente en alegría y nuestras tristes lamentaciones en himnos de


júbilo. Entre estos cánticos jubilosos es transportado a la iglesia el
cadáver a hombros de los abades. Estamos celebrando no Jos ordi­
narios ritos funerales, sino la victoria de la fe y el triunfo de la caridad.
No hay la menor excitación ni Ja menor confusión; todo es tranquilo
y decoroso; todo se desarrolla en el orden más completo.
”Y, en verdad, ¿qué motivo podía haber para mostrar un pesar
inmoderado por Malaquías, como si su muerte no fuese preciosa a
los ojos del Señor (Ps 115, 15), como si no fuera un ligero sueño, como
si no fuese más bien una liberación de la muerte y una puerta que
conduce a la vida inmortal? Malaquías ‘nuestro amigo duerme’ (loh
11, 11), ¿y voy a entregarme a la tristeza? Este pesar sólo puede
encontrar justificación no en la razón, sino en la costumbre. ¿Debo
entristecerme por aquel a quien la tristeza no puede alcanzar ya?
El celebra una fiesta, conmemora un triunfo, ha sido admitido a la
‘alegría de su Señor’ (Mt 25, 21), ¿y voy a lamentarme por él? ¡No!
No tengo que envidiar en mi amigo la felicidad que deseo para mí.
”Pero mientras tanto nosotros preparamos la exequias. Es ofrecido
el Santo Sacrifico por su eterno descanso y todo se realiza según la
costumbre y con la mayor devoción. A cierta distancia del cadáver se
hallaba un muchacho con el brazo paralítico que le colgaba del hom­
bro más como un obstáculo que como una ayuda para él. Tan pronto
como me di cuenta de su presencia le hice señas de que se aproxi­
mara. Luego, sosteniendo su mano marchita toqué con ella la de
Malaquías e instantáneamente quedó curada. Pues la gracia de curar
vivía aún en aquel sagrado cadáver; la mano del obispo fue para la
mano del muchacho lo que los huesos de Elíseo fueron antiguamente
para el cuerpo llevado a enterrar (2 Reg 13, 21). Aquel muchacho
había venido de un lugar distante. Ahora regresaba a casa con el
brazo que había traído colgando al costado perfectamente sano y
vigoroso. Cuando se realizaron todos los ritos, los sagrados restos
fueron enterrados en la capilla de Nuestra Señora, donde le gustaba
rezar a Malaquías, el 2 de noviembre del año de gracia de 1148.
Ese cuerpo sagrado es tu posesión, oh, buen Jesús, que está confiada
a nuestro cuidado. Es tu tesoro depositado entre nosotros. Lo guar­
daremos fielmente para Ti y te lo devolveremos cuando te parezca
bien pedírnoslo. Solamente concédenos que tu siervo no vaya a
reunirse Contigo a tu venida sin nosotros, sus compañeros, y que, lo
mismo que él participó de nuestra hospitalidad aquí, podamos nos­
otros participar de su gloria más tarde y reinar Contigo y con él por
los siglos de los siglos. Amén.”

578
SAN BERNARDO

Geofredo de Auxerre añade algunos detalles interesantes. Mien­


tras lavaban el cuerpo después de muerto, según la costumbre monás­
tica, Bernardo se apoderó de la túnica de Malaquías poniéndole la
suya en su lugar. Así Malaquías fue enterrado con la túnica de su
amigo, mientras que nuestro santo conservaba la del santo obispo como
un tesoro inapreciable, llevándola en el altar en las grandes solem­
nidades y proponiéndose llevarla consigo a la tumba. Durante la
solemne misa de réquiem, el día del funeral de Malaquías, ocurrió
una cosa extraña. Bernardo era el celebrante. Todo transcurrió como
de costumbre hasta después de la Comunión. Entonces, ante el asom­
bro de todos los presentes el santo abad cantó, en vez de la oración
de los difuntos, la Poscomunión para los pontífices confesores: “Oh,
Dios que has hecho al bendito obispo Malaquías igual en mérito a tus
santos, otórganos, te lo ruego, que los que celebramos la fiesta de su
santa muerte podamos también imitar el ejemplo de su vida”. Tan
pronto como hubo terminado la misa, fue a besar los pies del cadáver.
Pero—añade el biógrafo—aunque se le preguntó muchas veces, no
explicó nunca la razón de su extraña conducta. La gente dio por des­
contado que obró de acuerdo con alguna visión que se le apareció
o por alguna inspiración repentina.

Carta a las comunidades religiosas de Irlanda

Sabiendo hasta qué punto apenaría a las comunidades irlandesas la


pérdida de su ilustre patrón, Bernardo se encargó de consolarles.
Por consiguiente, les dirigió la siguiente carta:
“A sus hermanos religiosos de Irlanda y especialmente a las co­
munidades establecidas ahí por el obispo Malaquías, de bendita me­
moria, Bernardo, llamado abad de Clairvaux. Hermanos, nosotros
teníamos ‘aquí una ciudad duradera’ (Heb 13, 14) y bien podíamos la­
mentar con lágrimas abundantes la pérdida de un compatriota tan
noble. Y aunque nosotros más bien ‘buscamos a uno que ha de venir’
(Heb 13, 14), como en verdad estamos obligados, tenemos todavía una
causa no liviana de tristeza con la pérdida de un guía tan necesario;
sin embargo, el conocimiento que tenemos de la fe debería templar el
rigor de nuestro pesar y la esperanza segura debería moderar su
violencia. Nadie se debe sorprender si ocasionalmente un sollozo brota
del corazón herido, si ocasionalmente la sensación de desolación
arranca una lágrima de los ojos turbados. Pero tenemos que intentar
guardar estas manifestaciones dentro de los límites debidos ; además
no tenemos pequeños motivos para sentimos consolados, ‘mientras

579
AILBE J. LUDDY

consideramos no las cosas que se ven, sino las cosas que no se ven.
Pues las cosas que se ven son temporales, pero las cosas que no se
ven son eternas’ (2 Cor 4, 18). Entonces debemos, en primer lugar,
felicitar a Malaquías por la felicidad que ha alcanzado, no sea que
nos reproche por falta de caridad y nos diga como el Señor a sus dis­
cípulos: ‘Si me amarais estaríais contentos, en verdad, pues he ido
al Padre’ (loh 14, 28). Sí, hermanos, el espíritu de nuestro padre Ma­
laquías ha ido antes que nosotros a presencia del ‘Padre de los Espí­
ritus’ (Heb 12, 9); y resultará que careceremos no sólo de caridad,
sino también de gratitud por todos los numerosos beneficios que hemos
recibido a través de él si no nos alegramos con nuestro bienhechor,
que ha pasado del trabajo al reposo, del peligro a la seguridad, ‘de
este mundo al Padre’ (loh 13, 1). Por consiguiente, si la piedad filial
nos inclina a llorar por Malaquías muerto, la misma piedad filial
debería inclinarnos, con mayor apremio, a alegrarnos por Malaquías
vivo. ¿No está vivo? Sin duda alguna y además vive feliz. ‘A la vista
de los ignorantes pareció morir y su partida fue tomada por una des­
gracia y su alejamiento de nosotros por una completa destrucción,
pero él está en paz’ (Sap 3, 2).
”En segundo lugar, la consideración de nuestro propio bien debería
darnos otro motivo de alegría y regocijo: que ha ido antes que nos­
otros a defender nuestra causa en el tribunal celestial un patrón tan
poderoso, un abogado tan fiel, un padre cuya ardiente caridad no le
consiente que olvide a sus hijos y cuya probada santidad tiene que ser
acogida favorablemente por Dios. ¿Quién sería tan temerario que su­
pusiera que el bendito Malaquías tiene ahora menos amor por los
suyos o menos poder para ayudarles? Fue, en verdad, amado por Dios
durante su vida en la tierra, pero ahora podemos estar seguros de que
ha recibido pruebas más manifiestas de la divina predilección. Y en
cuanto a él, ‘habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el fin’ (loh 13, 1): ¡Dios no quiera que consideremos
tus oraciones menos eficaces ahora, oh alma bendita, que en presencia
de la Divina Majestad puedes ser más eficaz en la súplica, que por
más tiempo ‘no caminas por fe’ (2 Cor 5, 7), sino que estás coronado
ya con la visión de la gloria! ¡Dios no quiera que tu caridad, hasta
ahora tan llena de energía, sea considerada ahora menos ardiente, pues
no hay ni que pensar que se haya extinguido del todo cuando, habiendo
llegado a la misma fuente de la caridad eterna, estás bebiendo copiosos
tragos de ese divino amor cuya más pequeña gota anhelaste sediento
en la tierra. No/él"amor de Malaquías no podía sucumbir a la muerte,
porque era ‘fuerte como la muerte’ (Cant 8, 6) e incluso más fuerte

580
SAN BERNARDO

que la muerte. Pues incluso en el momento de su partida de aquí no


se olvidó de vosotros, sus hijos irlandeses, sino que con el más tierno
afecto os encomendó a Dios y también con su acostumbrada dulzura
y humildad me suplicó, aunque soy indigno de ello, que no os olvidara
nunca. Por consiguiente, he considerado conveniente escribiros y hace­
ros saber que estamos dispuestos con la mejor voluntad a daros el
consuelo espiritual que esté a nuestro alcance por los méritos de
nuestro bendito padre, así como la ayuda temporal que nos sea po­
sible según nuestros medios.
”Y aquí quisiera también expresaros, amadísimos hermanos, mi
profunda simpatía por la Iglesia irlandesa en estos tristes momentos
de prueba. Y mi compasión por vosotros es tanto mayor cuanto que
habéis experimentado una aflicción tan grande—lo reconozco—que
nos ha hecho más que nunca deudores vuestros. Pues ‘el Señor ha
hecho grandes cosas por nosotros’ (Ps 125, 3), puesto que Él ha otor­
gado un gran honor a nuestra abadía haciendo de ella el escenario de
una muerte tan santa y enriqueciéndola con el tesoro del cuerpo de
Malaquías. Os ruego, hermanos, que no os pese que vuestro santo
padre se halle enterrado entre nosotros, pues así ha sido ordenado por
Dios ‘de acuerdo con la multitud de sus tiernas mercedes’ (Ps 115, 45):
es decir, que vosotros lo tuvieseis en vida y que nosotros lo tengamos
muerto. Pues él era y es el padre común de todos nosotros, y esto fue
su última voluntad y testamento, como quedó patente ante nosotros
en el momento de su muerte. (Heb 9, 7). Por consiguiente, en nombre
de un padre tan noble os abrazo a todos como verdaderos hermanos
nuestros en Cristo con todo el afecto de nuestros corazones; y nuestro
parentesco espiritual nos anima a creer que vosotros por vuestra parte
albergáis los mismos sentimientos fraternales hacia nosotros.
"Finalmente, os exhorto, amadísimos hermanos, a que no dejéis
nunca de seguir los pasos de vuestro santo padre, tanto más cuanto
que el diario contacto con él os ofreció la oportunidad de observar
más íntimamente la santidad de su vida. Pues demostraréis de un
modo especial que sois sus verdaderos hijos si seguís valerosamente el
camino que él os ha trazado; y si habiendo aprendido de sus palabras
y ejemplos ‘cómo debéis caminar, camináis de manera que os aventa­
jéis más y más’ (1 Thes 4, 1). Recordad que la gloria de un padre es
la sabiduría de sus hijos (Prv 10, 1).
"Incluso yo mismo había empezado a sacudir con vehemencia mi
usual pereza y tibieza y a adquirir un poco de fervor debido a la
presencia entre nosotros de un modelo tan grande de perfección. Dios
quiera que continúe atrayéndonos con el suave aroma de sus virtudes

581
AILBE J. LUDDY

de forma que corramos tras de sus pasos incluso hasta el final de


nuestro camino con un celo y una celeridad todavía mayores.
"Rogad por nosotros, hermanos, y que Cristo os proteja a todos.”
Bernardo predicó dos sermones sobre San Malaquías que igualaron
en belleza de pensamiento y expresión al discurso fúnebre por su her­
mano Gerardo; el primero fue pronunciado el día del entierro, el
segundo en un aniversario. Escribió su famosa Vida del santo obispo
a ruego del abad (Comgan) y de la comunidad de Inislounaght, mo­
nasterio cisterciense cerca de Clonmel y, excepto el último capítulo,
con información facilitada por ellos y por otros irlandeses. Esto lo
afirma expresamente en el prólogo dirigido al abad Comgan, su “dulce
amigo y venerado hermano”. “Acepto vuestro relato con plena con­
fianza—dice—, pues no puedo dudar de que estáis seguros de la cer­
teza de todo lo que me habéis dicho.” Es importante tener esto en
cuenta cuando se contempla el cuadro siniestro de Irlanda que nos
ofrece el santo abad tal como era antes de la reforma de San Mala­
quías, “cristiana en el nombre, pagana en realidad”. Eruditos irlan­
deses competentes y patriotas, como el difunto arzobispo Healy, no
discuten la exactitud de la descripción de Bernardo en cuanto se li­
mita al distrito en que está más directamente interesado, es decir, el
condado de Antrim, pero consideran que erróneamente tomó un
defecto local por uno nacional. El Dr. MacNeill (Pitases of Irish His-
tory, pág. 282), de acuerdo con Lanigan y O’Laverty, supone que el
santo, por lo menos en alguna de sus acusaciones, denunció como
impiedades lo que en realidad no eran más que inocentes desviaciones
de la práctica general de la Iglesia. Pero fueron irlandeses los que in­
formaron a Bernardo de estos abusos y seguramente sabían la dife­
rencia existente entre el delito y la costumbre nacional. El triste estado
en que había caído la religión en la “Isla de los Santos” se tiene que
atribuir a la prolongada lucha contra el poder de los noruegos, durante
la cual el país fue despojado de sus iglesias, monasterios y centros
de cultura. Que el mal no había calado muy hondo, incluso en An­
trim, se desprende claramente del relato del propio Bernardo. La rá­
pida y completa reforma de la moral y disciplina realizada por Mala­
quías sería inconcebible en una nación profundamente corrompida.
En cuanto al valor histórico de la Vida de San Malaquíds, dire­
mos que es indudablemente la fuente de información más importante
que poseemos en relación con la Iglesia irlandesa de la primera mitad
del siglo xn. Como libro de hagiografía podemos estimar su valor por
el hecho de que el docto padre Maffei, S. J., “verdadero árbitro y es­
tudiante apasionado de elocuencia”, como le llama Alban Butler,

582
SAN BERNARDO

otorgó a la Vida de San Malaquías escrita por San Bernardo el pri­


mer lugar entre las diecisiete vidas modelo de confesores que él
publicó. Se puede hacer resaltar que muchas de las antífonas usadas
para la fiesta de San Bernardo son tomadas de este libro: así la
Iglesia canta las alabanzas del santo con sus propias palabras.

583
CAPITULO XXXVII

BERNARDO ESCRIBE SU PROPIA APOLOGIA

Conrado y Luis, en Palestina :


REGRESO DE LOS CRUZADOS

Grande fue la desilusión de los cristianos de Oriente cuando, en


vez de los imponentes ejércitos que ellos esperaban de Europa, vieron
desembarcar en Antioquía algunos miles de guerreros agotados y aba­
tidos, más propios para inspirar compasión que para levantar los
ánimos. Terrible fue su cólera al enterarse de cómo una vez más la
traición griega había colaborado con los sarracenos. Los mismos
cruzados no podían dejar de pensar que habían obrado muy necia­
mente: habían cometido un error garrafal cuando rechazaron la pro­
posición del rey Roger de transportarlos por mar y otro cuando se
pusieron en manos del emperador Manuel. Ahora era inútil pensar
en rechazar la marea creciente del islamismo; lo único que parecía
posible era contener su avance. La dificultad de idear un plan común
de campaña reveló a los cruzados que la debilidad real de la posición
de los principados cristianos era su falta de unidad. En todo caso, a
los gobernantes de algunos de estos estados les parecían sus inte­
reses privados mucho más importantes que los intereses de la reli­
gión. Por fin, en un consejo de guerra, en el cual no tomaron parte
varios príncipes cristianos, se decidió abrir una campaña con el asalto
a Damasco. De acuerdo con ello, en el mes de julio de'1148 úñjñúmé-
roso ejército, bajo el mando conjunto de Conrado, Luis y Balduino III,

584
SAN BERNARDO

el joven rey de Jerusalén, atacó aquella poderosa fortaleza. El in­


tento resultó un fracaso debido, según se dijo, a la traición del rey
Balduino. Por ello, Conrado, completamente disgustado, partió hada
Europa con el resto de su ejército, pues ya no eran posibles los pro­
pósitos de la cruzada. La mayoría de los caballeros franceses siguie­
ron su ejemplo. Sin embargo, el rey Luis se negó a abandonar Tierra
Santa hasta que, según escribió a Suger, hubiese hecho algo para re­
parar su honor y el honor de Francia. Permaneció un año más en Pa­
lestina sin ganar mucho ni para su honor ni para el de su patria;
pero sabía que la administración de Francia no podía estar en mejores
manos. Y así la poderosa expedición a Oriente terminó en un mise­
rable fracaso.

Exito de la expedición contra los eslavos

La cruzada contra los infieles eslavos tuvo más éxito. Derrotados


en varias sangrientas batallas, los enemigos de la cruz se alegraron
cuando pudieron pediz la paz. La obtuvieron bajo condiciones cle­
mentes: sólo se les exigió la promesa de dejar de molestar a sus
vecinos cristianos. En esto los cruzados obraron en directa oposición
a las instrucciones dadas por el abad de Clairvaux. Pronto tuvieron
motivo de arrepentirse de su blandura, pues tan pronto como se retiró
el ejército de los cruzados, los infieles, olvidándose de su promesa,
volvieron a empezar sus depredaciones.

Clamor contra Bernardo

La noticia de los terribles desastres sufridos por los ejércitos diri­


gidos por Conrado y Luis levantó en toda la cristiandad una violenta
tormenta de indignación contra Bernardo. Fue acusado de falso pro­
feta que había enviado a la muerte a decenas de millares de bravos
soldados de todas las naciones, que había llenado el mundo de viudas
y huérfanos y había llevado el luto y la miseria a innumerables hoga­
res. Sólo Dios sabe lo que sufrió bajo estas inmerecidas acusaciones,
pues como era un santo sufrió en silencio. Sin embargo, incluso en
aquella época tuvo sus apologistas. Así, Otto de Freising, hermanas­
tro de Conrado, el cual, aunque era monje y obispo, mandó una divi­
sión de cruzados alemanes, escribió: “Si decimos que el santo abad
fue inspirado por Dios para animamos a esta guerra y que nosotros,

585
AILBE J. LUDDY

por nuestro orgullo y vida licenciosa, olvidamos siempre sus saluda­


bles consejos y por ello hemos cosechado el fruto de nuestros excesos
en forma de pérdida de hombres y bienes, no diremos nada que no sea
conforme a la razón y que no esté justificado por los ejemplos de la
antigüedad.” El mismo emperador alemán tuvo la honradez de reco­
nocer esto mismo: que los infieles turcos y los traidores griegos no
fueron más que los instrumentos empleados por Dios para castigarles
por sus pecados. Y el abad Juan de Casa-Maria, monasterio cister­
ciense de Italia, envió esta notable carta al afligido santo: “Estoy
enterado, amadísimo padre, de que todavía sufrís por este asunto,
me refiero a la expedición a Jerusalén, que no tuvo el éxito que deseá­
bamos. Por consiguiente, me tomo la libertad de manifestaros humil­
demente lo que Dios me ha hecho pensar sobre este asunto: recor­
dando que el Señor a veces revela a los ignorantes lo que oculta a
los más cultos y que Jethro, un extranjero, aconsejó a Moisés que
conversó con Dios cara a cara (Ex 18). Me parece, entonces, que el
Todopoderoso ha recogido una abundante cosecha de esta expedición,
aunque no en la forma esperada por nuestros soldados. Indudable­
mente, si se hubieran conducido como cristianos en la guerra, Cristo
habría bendecido sus armas y habría hecho de su triunfo un medio
para su mayor gloria. Pero como decidieron abandonarse al pecado 1
y como el Señor lo sabía esto cuando Él les inspiró con el pensamiento
de esta cruzada, Él no quiso permitir que incluso sus excesos crimi­
nales frustraran los designios misericordiosos de su providencia, sino
que les envió estas aflicciones y desgracias a fin de que, purificados
por los sufrimientos, pudieran alcanzar por fin la corona de la felici­
dad celestial. Muchos de los que regresaron de la guerra me han dicho
que vieron morir a los hombres alegrándose de su suerte: pues te­
mían que volverían a recaer en sus costumbres pecaminosas si alguna
vez regresaban a Europa.
”Y para que no podáis albergar la menor duda de lo que afirmo,
os diré en confianza, pues sois mi padre espiritual, que los santos

1 La acusación de inmoralidad formulada contra los cruzados es reco­


gida por muchos testigos contemporáneos. Guillermo de Newburgh, por
ejemplo, escribe: “Porro, in nostro illo exercitu, tanta, tam contra Chris-
tianam quam contra 'casitrensem etiam disciplinad, mala increverunt ut
mirum non sit quod eis tanquam pollutis et inmundis favor nequáquam divi-
nus arriserit... Castra illa nostra castra non erant, in quibus utique infelici
quadam licentia moltorum spumabant libídines.” Hist. Rer. Agí., anno 1, 48.
Y Roger de Hoveden: “Exercitus imperatoris Alemanniae et regis Franco-
rum qui, summis ducibus; illustrati, cum summa incedebant superbia, ad ni-
hilum devenerunt quia Deus sprevit eos. Ascendit enim in conspectu Dei
incontinentía eorum quam exercebant in fomicationibus et in adulteriis mani-
festis, postemo in rapinis et in omni genere scelerum.” Chronica, an. 1148.

586
SAN BERNARDO

mártires San Juan y San Pablo, patronos de nuestra iglesia, se han


dignado visitarnos con frecuencia y al ser preguntados recientemente
qué debíamos pensar de la expedición a Palestina, contestaron que
muchos cristianos que cayeron en la guerra santa han sido llamados a
llenar los puestos de los ángeles apóstatas. Permitidme que os diga tam­
bién que hablaron de vos con profundo respeto y predijeron que se
acerca la hora de vuestra muerte. En consecuencia, puesto que la em­
presa a que consagrasteis tanto trabajo ha sido coronada por el éxito,
no en verdad según la voluntad del hombre, sino de Dios, conviene a
vuestra sabiduría encontrar consuelo en Aquel cuya gloria os importa,
porque fue Él, quien previendo los efectos saludables de ese designio,
os dio la gracia y el poder de ponerlo en práctica. Y ahora, santo
padre, ojalá que Él os conceda un fin feliz y nos lleve a nosotros tam­
bién a reinar con vos en la gloria.”
Es un placer encontrar un autor moderno, y un autor tan poco in­
clinado a sentirse indebidamente favorable a los santos como Mr. Fre-
derick Harrison, que reconoce que, incluso en relación con el objeto
a que se destinaba, la segunda cruzada no fue un fracaso. En su fa­
moso ensayo Bernardo de Clairvaux, en cuya vida “descubre elementos
de belleza y grandeza tan sublimes que no se encuentra un tipo tan
perfecto en toda la historia de la civilización humana”, el veterano
agnóstico escribe: “Se inició la cruzada y su autor vivió para con­
templar su completo desastre. El fracaso de sus esperanzas amargó los
pocos años de vida que le quedaban. Vio en ello solamente un castigo
por la perversidad y por los pecados de los hombres. No pudo ver
hasta qué punto había contribuido a su verdadero objeto: detener la
ola del islamismo y unir a Europa y ponerla en relaciones más ínti­
mas con Oriente, recogiendo semillas para la ciencia y la industria.”

Su APOLOGÍA

Ocupémonos ahora de la apología del propio santo. Guardó silen­


cio humildemente hasta que se calmó la tormenta. Luego se oyó de
nuevo aquella voz elocuente que el mundo había escuchado años
enteros extasiado, una voz que defendía la justicia, no en su favor,
sino en favor del mismo Señor y de su Vicario en la tierra. La
apología ocupa el primer capítulo del segundo libro del tratado De
Consideratione. Está dirigida al Papa, y dice: “Santísimo Padre Euge­
nio: No me he olvidado de la promesa que os hice hace mucho

587
AILBE J. LUDDY

tiempo3 y ahora, por fin, me dispongo a cumplirla. Ciertamente me


sentiría avergonzado por el retraso si estuviese convencido de que
procedía de negligencia o de falta de respeto por mi parte. Sin em­
bargo, la causa no ha sido esa, han sido las dificultades de los tiem­
pos en los cuales, como sabéis, vivimos y que amenazaron con poner
fin a mi existencia e interrumpieron mis trabajos literarios. Pues el
Señor, provocado por nuestros pecados, nos castigó con tanta seve­
ridad que pareció que juzgaba al mundo antes de tiempo (1 Cor 4, 5),
olvidándose, en verdad, de su misericordia (Ps 9, 9). No ha respe­
tado ni a su pueblo ni su nombre. ¿No se dice ahora entre los gen­
tiles: ‘Dónde está su Dios’? (Ps 113, 2). Y no es extraño, puesto que
los hijos de la Iglesia, los que figuraban en el pueblo cristiano, han
sido arrojados al desierto habiendo perecido de hambre o por el filo
de la espada. Pues se ‘derramó la pugna sobre sus príncipes y el Se­
ñor les hizo errar en yermo sin camino’ (Ps 106, 40). ‘La destrucción
y la desgracia estaban en su camino’ (Ps 13, 3) y el temor y la aflic­
ción y la confusión ‘en la cámara interior de sus reyes’ (Ps 104, 30).
¡Oh, ‘cuán confundidos han sido los pasos de los que traían buenas
noticias y predicaban la paz’! (Is 53, 7). Yo dije: ‘paz, paz y no hubo
paz’ (1er 6, 14). Prometí paz y ‘contemplo lucha’ (1er 14, 19). Parece,
en verdad, como si yo hubiese obrado imprudentemente al predicar
esta cruzada, o como si hubiese ‘usado ligereza’ (2 Cor 1, 17). Pero, en
verdad: ‘yo, pues, así corrí no como a la ventura’ (1 Cor 9, 26) puesto
que obraba en obediencia a vuestros mandatos, Santo Padre, o más
bien a los mandatos de Dios manifestados a través de vos. Entonces
‘¿por qué hemos ayunado y Él no ha mirado, hemos humillado nues­
tras almas y Él no se ha fijado?’ (Is 8, 3). Pues ‘después de todas estas
cosas su indignación no ha desaparecido, pero Su mano está extendida
todavía’ (Is 9, 21). Cuán pacientemente continúa Él soportando las
palabras blasfemas de los egipcios que dicen: ¡‘Él astutamente los
sacó para que Le fuera posible matarlos en el desierto’! (Ex 32, 12).
‘Los juicios de Dios son verdaderos’ (Ps 18, 10) es cierto: ¿quién
no sabe eso? Sin embargo, esta última sentencia ‘es un gran abismo’
(Ps 30, 7) tan oscuro e insondable que el que no se escandalice con
él merece, en mi opinión al menos, que le llamen bienaventurado
(Mt 11, 6).
"¿Cómo se explica entonces que la temeridad de los mortales
se atreva a reprobar lo que no puede entender? Recordemos los de­
cretos divinos que proceden de la eternidad (Ps 24, 6), pues acaso en

3 La promesa de continuar escribiendo De Consideratione, cuyo primer


libro estaba ya en manos del Pontífice.

588
SAN BERNARDO

ellos encontremos algún consuelo, lo mismo que el profeta que dijo:


‘Recordé, oh Señor, tus juicios antiguos y fui consolado’ (Ps 108, 52).
Nadie desconoce lo que voy a decir y, sin embargo, en este momento
parece que para todos es desconocido. Pues es tal la perversidad del
corazón humano, que parece que no conocemos en absoluto cuando
más las necesitamos aquellas verdades que nos son bien conocidas.
Cuando Moisés se propuso sacar fuera de Egipto al pueblo de Dios
les prometió llevarles a una tierra mejor. Pues de lo contrario, ¿cómo
habría consentido en seguirle aquel pueblo que sólo saboreaba las
cosas de la tierra, aquel pueblo carnal? Así les sacó de la tierra de
la esclavitud, pero no les condujo a la tierra prometida. Sin em­
bargo, no habría sido justo acusar a Moisés de imprudencia por el
amargo fracaso de las esperanzas que él había inspirado. Pues obró
en todo de acuerdo con el mandato divino, ‘trabajando el Señor al
mismo tiempo y confirmando la palabra con signos que siguieron’
(Me 16, 20). Pero me diréis que este pueblo era terco (Ex 32, 9) y
siempre discutía obstinadamente contra el Señor y contra Moisés, su
siervo. Sí, admito que eran a la vez incrédulos y desobedientes. Pero
¿qué me decís de la hueste cristiana que hace poco partió hacia el
mismo destino, confiando en una promesa semejante? Que contesten
ellos. ¿Qué necesidad hay de acusarles de lo que ellos confiesan tan
espontáneamente? Por consiguiente, me contentaré con hacer esta ob­
servación : ¿Cómo podían progresar los que (a diferencia de las cria­
turas vivientes de la visión del Profeta, Ez 1, 9) estaban siempre
volviendo la vista hacia atrás mientras caminaban? ¿Hubo un solo
momento durante todo el viaje en que no estuviesen, de corazón,
regresando a Egipto? Y si los infieles judíos fueron arrojados al
desierto y ‘perecieron por culpa de su iniquidad’ (Ps 62, 19), ¿nos debe
asombrar que los cristianos que cometieron los mismos crímenes hayan
sufrido el mismo castigo? Seguramente nadie pretenderá que la suerte
de los primeros desmintió las promesas de Dios. Por consiguiente,
tampoco pretenderá nadie afirmar lo mismo de la destrucción de los
últimos. Pues las promesas dadas por Dios no pueden ser nunca con­
trarias a su justicia. Pero ahora escuchad otro ejemplo: “Benjamín
había pecado y todas las demás tribus hebreas se comprometieron
a vengarse con la sanción del Señor. Él mismo designó al hombre
que había de conducirles a la guerra. Y así cayeron sobre sus ene­
migos confiando en su superioridad numérica, en la justicia de su
causa y sobre todo en el favor divino. ¡ Pero qué ‘terrible es Dios en sus
consejos sobre los hijos de los hombres’! (Ps 55, 5). ¡Los vengadores
del crimen huyeron delante de los criminales! ¡Los más fueron

589
AILBE J. LUDDY

derrotados por los menos! ¡Sin embargo, ellos recurrieron de nuevo


al Señor: ‘¡Y Él les contestó: Levantaros contra ellos’. Ellos se
alzaron, por consiguiente, una vez más y una vez más fueron disemi­
nados y puestos en fuga! Así, la primera vez con la aprobación divina
y la segunda por mandato divino, los justos entablaron combate con
los malvados y las dos veces fueron derrotados. Pero aquéllos se
mostraron más fuertes en la fe de la misma manera que habían tenido
menos éxito en las armas. Y, ahora, ¿qué creéis que me harían los
cristianos si a instancias mías hiciesen de nuevo la guerra a los sarra­
cenos y fuesen de nuevo derrotados? ¿Os figuráis que estarían dis­
puestos a escucharme si les exhortara por tercera vez a emprender
la misma excursión y a sufrir las mismas calamidades que habían ter­
minado por dos veces en un fracaso tan espantoso? Y, sin embargo,
los israelitas, sin desmayar por el fracaso de su primero y de su segundo
intento, se prepararon para un tercer intento y esta vez tuvieron
éxito (Idc 19-20). Pero quizá se me dirá: ¿Cómo conocemos que esta
palabra ha venido del Señor? (loh 2, 29). Santísimo Padre, no me
corresponde a mí contestar a esta pregunta, pues no se me tiene que
pedir que violente mi modestia1*3. Antes bien contestad por mí y
por vos, de acuerdo con lo que habéis oído y visto, o en todo caso
de acuerdo con la inspiración que Dios os envíe.
”He expuesto las anteriores observaciones a modo de apología
a fin de facilitaros aquellos hechos que os permitan justificaros tanto
a vos como a mí, si no ante aquellos hombres que estiman las em­
presas de acuerdo con su resultado visible, sí por lo menos ante
vuestro corazón y ante vuestra conciencia. El testimonio de una buena
conciencia es la mejor defensa. Por lo demás, ‘me importa poco ser
juzgado’ (1 Cor 4, 3) por aquellos ‘que llaman mal al bien y bien
al mal, que colocan las tinieblas en el lugar de la luz y la luz en el
de las tinieblas’ (Is 5, 20). Y puesto que es inevitable que los hom­
bres murmuren, preferiría que murmurasen contra mí y no contra
el Señor. Será para mí una gran alegría si Él se digna utilizar mi
pequeñez como escudo para Su defensa. Gustosamente me expondré
como blanco de las lenguas murmuradoras a fin de que Su honor no
sufra. Estoy contento de que caiga sobre mí la ignominia con tal
de que la gloria de Dios sea así salvaguardada. ¡Oh, ojalá pudiera
gloriarme como el Salmista diciendo con él: ‘Por tu causa, Señor,
he soportado los reproches; la vergüenza ha cubierto mi rostro’

1 Tenemos aquí una delicada alusión a los milagros obrados durante la


predicación de la cruzada y una-refutación de-la -afirmación-de-GiBBON- de
que el santo no habla en ninguna parte de sus milagros. Véase también la
carta al pueblo de Tolosa.

590
SAN BERNARDO

(Ps 53, 8). Es seguramente una gran gloria para mí el asociarme con
Cristo, el cual dijo, hablando al Padre, por medio de su profeta:
‘Los reproches de los que te reprochan han caído sobre mí’ (Ps 53, 10)”.
Se observará que en esta apología el santo no considera que
fracasó la cruzada, puesto que reprende a los que estiman las em­
presas únicamente por su éxito visible. Y si él tuviese poder de
atravesar con ojo profético el velo del futuro y seguir el curso de la
historia hasta llegar a los acontecimientos de los tiempos modernos,
habría encontrado pocos motivos para lamentar que los Lugares San­
tos que tanto amaba hubiesen salido del protectorado de los estados
cristianos de Europa.

591
CAPITULO XXXVIII

EL PRIMADO DE PEDRO

Bernardo compone el tratado


“De Consideratione”

Procedemos ahora a dar una idea de la obra titulada De Consi­


deratione, que es el tratado más largo, más importante y el último
de los compuestos por nuestro santo. Fue escrito a petición del papa
Eugenio. Baronius está equivocado cuando dice (AnnaL Eccles. ad an.
1149) que los cinco libros de que consta fueron escritos en el mismo
año 1149 y presentados juntos al Papa. La verdad es que fueron com­
puestos a intervalos durante los cinco últimos años de la vida del
autor. El primer libro se terminó en 1149, como lo testifica el secre­
tario del santo, Nicolás, en una carta a Pedro el Venerable. En cuanto
a los demás, tenemos la prueba intrínseca de que el segundo apareció
en 1150, después de que se hubo calmado la tormenta producida por
los desastres sufridos en Oriente, y el tercero en 1152. El cuarto y
quinto tuvieron que aparecer poco después, pues tanto el Pontífice como
el abad pasaron a mejor vida en el verano del año siguiente.
Este tratado—el Deuteronomium Pontificum, como ha sido lla­
mado—tiene derecho indiscutible a ser incluido entre los grandes libros
del mundo, lo mismo si lo juzgamos por su mérito intrínseco que si
lo juzgamos por la influencia que ha ejercido en la historia de la
Iglesia. Es la obra por la que el Doctor Melifluo es más conocido y

592
SAN BERNARDO

también su aportación más importante a las ciencias sagradas. Desde


su primera aparición lo han usado eminentes autores como un locus
teológico y su título ha sido familiar a todos los estudiantes de teolo­
gía, derecho canónico o historia eclesiástica durante los pasados ocho­
cientos años. Es en esta obra donde el santo abad aparece—según su
acérrimo partidario Helinandus—más elocuente que Demóstenes, más
sutil que Aristóteles, más sabio que Platón y más prudente que Só­
crates”. En ninguna otra parte exhibe un conocimiento tan profundo
de las cosas humanas y divinas; en ninguna otra parte es deplegada
de un modo tan pasmoso su asombrosa versatilidad. Según dice tex­
tualmente Mabillon: “Entre todos los escritos de San Bernardo no
hay nada que parezca más digno de él que los cinco libros De Consi­
derárteme, escritos para el papa Eugenio. Pues si se mira la grandeza
del tema tratado o la dignidad de la persona a quien se dirige, no
se puede encontrar nada más exaltado; si se mira la forma en que
está tratado el tema, no puede haber, nada más sublime; si conside­
ramos la majestad del estilo y la profundidad y vigor del pensa­
miento, no puede haber nada más elocuente ni más enérgico; y, final­
mente, si se mira la doctrina contenida en estos libros, su conformidad
con los cánones sagrados y la propiedad de lenguaje en que está
expresada, no puede haber nada más digno de un doctor católico o
de un santísimo padre de la Iglesia. Sin embargo, ¿qué podría ser
más difícil para uno que ha vivido en la soledad, para un extraño
a las preocupaciones y afanes del mundo, que establecer y, como si
dijéramos, prescribir reglas de conducta para el soberano Pontífice e
incluso para toda la Iglesia de Dios? ¿Qué podría ser, pregunto, más
difícil para un individuo particular que hablar sabiamente, con la
misma exactitud y precisión de juicio, sobre el estado de la Iglesia
universal, la moral de sus ministros, sus deberes y sobre las virtudes
y vicios de todas las clases de cristianos? ¿Dónde iremos a buscar
mayor prudencia que la de Bernardo, que supo exponer, criticar y
castigar los errores y abusos de los hombres de las más altas cate­
gorías, de forma que no incurrió en el odio o en la sospecha de sec­
tarismo, logrando, por el contrario, conquistar el amor y la admiración
de todos? Y, en verdad, tan maravillosa es la destreza o la gracia,
o más bien la autoridad dada al autor por Dios, que desde su primera
publicación estos libros De Consideratione han sido buscados ansio­
samente y leídos, releídos y amados por todo el mundo, incluso por
los papas, a pesar de que son tratados en esta obra con extraordinaria
severidad.”
En realidad esta obra ha sido un libro favorito de los soberanos

593
S. BERNARDO.—38
AILBE J. LUDDY

pontífices. San Pío V (1566-1572) y su sucesor Gregorio XIII (1572-


1585) lo tenían en tan alta estima que solían hacer que se lo leyeran
en la mesa. Fue igualmente apreciado por Nicolás V (1447-1455),
Urbano VII (1590) y Gregorio XIV (1590-1591). Este último deseaba
ver los libros De Consideratione en manos de todos los eclesiásticos
y especialmente de los prelados y a este fin concibió la idea de pu­
blicarlos juntos en un volumen separado. Así nos lo dice Vossius
en la dedicatoria de su edición a Clemente VII (1592-1605). Por
consiguiente, no es de extrañar que, bajo esta protección, la obra, que
ya era de por sí excelente, haya tenido una circulación prodigiosa.
Ningún estudiante de historia eclesiástica se sorprenderá por las
severas censuras del santo a la corte papal, cuyos abusos habían sido
denunciados en la generación precedente por San Pedro Damián con
un lenguaje todavía más enérgico. También el pueblo romano se
merecía lo que decía de él San Bernardo. Había sido siempre exci­
table y turbulento, pero estas características habían alcanzado un
grado de verdadera locura desde la fecha en que abrazaron las ideas
republicanas. Incluso Gibbon se ve obligado a reconocer que no les
trata injustamente er el retrato que presenta de su carácter, a pesar
de ser este muy negro y desagradable. En cuanto al valor del santo
al reprender al soberano Pontífice, diremos que no es más que el
valor de Jethro con Moisés, de Pablo con Cephas o de Catalina de
Siena con Urbano VI. Estaba celoso de su hijo espiritual “con los
celos de Dios” (2 Cor 11, 2), temeroso de que las cumbres del poder
y de la dignidad, o el exceso de atención a las cosas externas, o los
otros mil peligros que rodean al trono pontifical le hiciesen olvidar
la única cosa que importa. Y así, como observa el doctor Alzog,
“él usa la libertad y franqueza de un padre qué se dirige a su hijo,
lo cual, hay que reconocer, es una libertad que raras veces se emplea
con los grandes de este mundo y una prueba indudable de la sinceri­
dad de la amistad entre estos dos grandes hombres” (Univ. Ch. Hist.,
vol. II, pág. 391). Incluso el historiador protestante Milner, aunque
poco inclinado a alabar a los santos y pontífices católicos, reconoce
de buena gana que el tratado De Consideratione es un monumento
tanto a la “sincera humildad del Papa” como a la “honrada franqueza
del abad” (Hist. of Church., vol. III, pág. 401). El santo conocía al
hombre a quien hablaba y sabía cómo serían recibidas sus admoni­
ciones. Y como hemos visto, pontífices posteriores, que se asemejaban
a Eugenio en sabiduría, humildad y santidad de vida, se asemejaron
a él también en su estimación de la obra.

594
SAN BERNARDO

Plan de la obra

El plan del tratado es muy sencillo. Se proponen a la considera­


ción del Papa cuatro grandes temas que abrazan todo el universo: él
mismo, las cosas que están por debajo de él, las cosas que están a su
alrededor y las cosas que están sobre él. El papado es el principio
fundamental y vivificante de la Iglesia, el centro indestructible de
unidad. Un espíritu inmortal como el espíritu humano no puede su­
frir corrupción, pero puede mancharse; puede ser deshonrado, aun­
que no destruido. ¡Pero ¡ay! del hombre que debido a su indignidad
degrade el oficio pontifical! Por consiguiente, el Papa debe estudiarse
cuidadosamente en primer lugar; debe esforzarse por vivir una vida
interior en medio de las ocupaciones y existencias de la administra­
ción. Las ocupaciones externas deben ser mantenidas dentro de los
límites de la necesidad estricta y más bien soportadas como males
necesarios que abrazadas con deleite, pues son ellas las que impiden
a la pobre Marta gozar el reposo feliz a ios pies del Señor. Incluso
parte del trabajoso día se tiene que dedicar a atender los intereses
del alma.
“Empezad a pensar en vos mismo—aconseja al Pontífice—pues si
vuestra alma es olvidada la atención a los demás asuntos será de
poco provecho. ¿‘Qué beneficio obtendrá un hombre si gana el mundo
entero y pierde su propia alma’? (Mt 16, 26). En todo caso, os digo
francamente que todavía os faltará prudencia mientras no seáis pru­
dentes para vos mismo. ¿Desearíais saber lo que os falta? En mi
opinión, os falta toda la prudencia en absoluto. Pues aunque cono­
cieseis todos los misterios, aunque entendieseis todas las cosas que se
hallan sobre la extensa tierra, en el alto cielo y en los profundos
abismos del mar, si no os conocieseis a vos mismo, seríais como un
hombre que intentara construir sin cimientos, edificar, no una casa,
sino una ruina. Sea cual fuere el edificio espiritual que levantéis, a
menos que esté cimentado en el conocimiento propio, no será más
que un montón de polvo expuesto a los embates del viento. Por con­
siguiente, no es verdaderamente sabio quien no es sabio para sí mis­
mo. El verdadero sabio lo será para sí mismo en particular y será
el primero que beba las aguas de su propia fuente. En consecuencia,
vuelvo a repetir: que vuestro estudio empiece por vos mismo. Y
no solamente eso, sino que habéis de procurar que termine en vos
mismo. Por mucho que se aparte de su camino, hacedle que vuelva a
vos mismo con los frutos de la salvación. Sesuid el ejemplo del Padre
Supremo de todos, que se aleja mientras retiene al mismo tiempo

595
AILBE J. LUDDY

dentro de Sí mismo su Palabra Eterna. Vuestra palabra constituye


vuestro estudio. Por consiguiente, haced que se ocupe de las cosas
externas de tal forma que no pierda nunca de vista su fuente; haced
que avance de tal manera que no se aparte de vos. Tratándose de la
salvación eterna, no permitáis que nadie esté más cerca ni sea más
querido de vos que el único hijo de vuestra madre. En consecuencia,
no permitáis que nada que sea perjudicial a la salvación de vuestra
alma ocupe vuestra mente. Pero eso no basta. No tenéis que permitir
que nada ocupe vuestra mente excepto aquello que realmente conduce
a la salvación de vuestra alma. Sea cual fuere el objeto que se pre­
tende ante vuestro pensamiento, tiene que ser rechazado inmediata­
mente si es enteramente inútil respecto de este importante fin.

Tres puntos a estudiar

”E1 estudio de vos mismo se puede dividir en tres puntos: qué


sois vos por naturaleza, qué sois vos en rango y dignidad, qué sois
vos por vuestra personalidad y carácter. Así, sería una contestación
a la primera pregunta decir que sois un hombre; a la segunda, que
sois Papa o soberano Pontífice; a la tercera, que sois amable, cari­
ñoso, etc., etc. Y aunque la investigación del primero de estos puntos
pertenece más bien al discípulo de Aristóteles que al sucesor de San
Pedro, hay algo en la definición que se da generalmente del hombre
diciendo que es un animal mortal racional1 que merece ser estudiado
más atentamente. Este estudio no tiene nada que sea incompatible
bien con vuestra dignidad de Pontífice o con vuestra profesión de
monje y además podría contribuir de un modo importante a vuestra
perfección espiritual. Pues el pensar en la verdad de que sois a la
vez racional y mortal dará este doble fruto: que lo que es mortal en
vos servirá para humillar a lo que es racional, mientras que, por otra
parte, lo que es racional consolará a aquello que es mortal. Dos re­
sultados, ninguno de los cuales será descuidado por un hombre pru­
dente...
"Considerad a continuación lo que vos sois ahora y lo que fuisteis
anteriormente. Sin embargo, me parece que no debería decir nada

1 En tanto en cuanto se creía que los ángeles tienen cuerpo—opinión


sostenida por algunos, tales como Catejon incluso en el siglo xvi—fue nece­
sario emnlear en términos “mortal” como distinción específica en la defini-
c'ón del hombre. Pues de acuerdo con esta opinión, los ángeles como los
hombres deberían ser llamados animales racionales—como, en verdad_son lla­
mados por San Gregorio el Magno y San Agustín—, pero con la califica­
ción de “inmortal”. Las enseñanzas de San Bernardo respecto de la natura­
leza angélica serán estudiadas más adelante.

596
SAN BERNARDO

referente a este último punto, sino que debería dejarlo a vuestra me­
ditación silenciosa. No obstante, diré esto: sería una vergüenza que,
después de haber vivido tanto tiempo en un estado tan perfecto,
fuereis a mostraros en cualquier cosa imperfecto. ¿No os avergonza­
ríais de aparecer pequeño en las cosas grandes cuando podéis recordar
haber sido grande incluso en las cosas pequeñas? No habéis olvidado
todavía vuestra primera profesión como monje; aunque habéis sido
arrancados de su protección, el amor y el recuerdo de esa profesión
permanece todavía en vos. Sería provechoso que tuvierais esto pre­
sente en todas vuestras empresas y en todos vuestros juicios y manda­
tos, pues ello os convertirá en un hombre que desdeña el honor en
las altas cumbres del honor—y este no es un beneficio pequeño...

La HERENCIA APOSTÓLICA

”Es un hecho innegable que habéis sido elevado al pináculo del


honor y del poder. Pero ¿con qué fin habéis sido elevado tan alto?
Esta es una cuestión que requiere vuestra más seria consideración. Su­
pongo que no fue para que gocéis la gloria del mando. Pues cuando
el profeta Jeremías fue exaltado de la misma manera, oyó la voz
del Señor que le decía: ‘Escucha, te he colocado hoy sobre las naciones
y sobre los reinos para desarraigar y derribar y para devastar y
destruir y para construir y plantar’ (1er 1, 10). ¿Qué hay en estas pala­
bras que sugiera la idea de pompa y de gloria? ¿No vemos en ellas
más bien la imposición de una fatigosa administración espiritual ex­
presada metafóricamente con el lenguaje de la agricultura? En con­
secuencia, a fin de que no os estiméis demasiado, tened en cuenta que
se os ha impuesto un deber de servicio y que no se os ha concedido
ningún dominio. ¿No es verdad que no sois más grande que Jeremías?
Y aunque acaso sois igual a él en poder, os supera inconmensurable­
mente por los méritos de su vida... Aprended de su ejemplo a usar
vuestro cargo eminente no tanto para mostrar vuestra autoridad como
para realizar el trabajo que los tiempos demandan. Sabed que nece­
sitáis más una azada que un cetro para cumplir las funciones inherentes
a vuestro cargo. Pues el profeta Jeremías fue elevado no para gober­
nar la tierra, sino para limpiarla de plantas nocivas. ¿Suponéis que ha
quedado algo en el campo del Señor para que vos también podáis
ejercitar vuestra actividad? Sí, os lo prometo, ha quedado muchísimo.
Los profetas no pudieron terminar todo el trabajo de limpieza; deja­
ron algo que ocupase el celo de los apóstoles que vinieron detrás de
ellos; y los apóstoles, a su vez, han dejado algo para vos. De un

597
AILBE J. LUDDY
1
modo inevitable quedará también algo que habrá de hacer vuestro
sucesor y éste tendrá que dejar algo para el suyo y así sucesivamente
hasta el ñn del mundo. Recordad que incluso en la hora oncena los
trabajadores son reprendidos por su vagancia y enviados a trabajar
en la viña del Padre de familia (Mt 20, 6-7)... Ahora bien, a fin de
demostrar que sois un heredero auténtico de los santos apóstoles,
tenéis que dedicaros con celo al trabajo de vuestro ministerio. De lo
contrario se dirigirá también contra vos la queja: ‘¿Por qué estás
aquí haciendo el vago todo el día?’ (Mt 20, 6).
”Pero todavía mucho menos habrán de veros entregado a los pla­
ceres o desperdiciando vuestro tiempo en pompas y vanidades. En
verdad, en la escritura del testador no se os ordena nada de esto. En­
tonces, ¿qué os ha legado el apóstol? Trabajo y ‘solicitud por todas
las iglesias’ (1 Cor 11, 28). Si estáis satisfecho con el testamento apos­
tólico, deberéis considerar estas iglesias y no las riquezas y la gloria
como vuestra herencia legítima. ¿Halaga vuestro orgullo esa silla
pontifical que ocupáis? Miradla simplemente como una torre vigía.
Estáis colocado en ella tan sólo para vigilar la Iglesia. El mismo
nombre de obispo 2 expresa más bien el poder de vigilar que el poder
de gobernar. Esta vigilancia deja poco tiempo libre, suponiendo que
lo deje, y lleva consigo un trabajo incesante. Entonces ¿cómo podéis
gloriaros en un cargo que no os deja nunca un momento de descanso?
Seguramente es imposible el descanso cuando ‘la solicitud por tedas
las iglesias’ apremia constantemente. Y ¿qué otra cosa sino esto os
ha legado Pedro? ‘Lo que tengo—dijo—te lo doy’ (Act 3, 6). Pero
¿qué es eso? Ciertamente, no es ni oro ni plata, porque él ya había
dicho: ‘No tengo nada de plata ni de oro’ (Act 3, 6). Sin embargo,
si por casualidad llegaseis a poseer estas riquezas terrenales, usadlas
no de acuerdo con vuestro placer, sino de acuerdo con las necesidades
de los tiempos; de esta manera las usaréis como si no las usaseis
(1 Cor 7, 3). Es verdad que, por lo que se refiere al alma, la riqueza
mundana no es ni buena ni mala. Sin embargo, el uso de ella es
bueno y su abuso es malo, pero no es tan malo como la ansiedad
de poseerla, ni tan vergonzoso como su avariciosa persecución. Os
garantizo que podéis reclamar el oro y la plata basándoos en cual­
quier otro título, pero no como heredero de San Pedro, pues éste no
pudo transmitiros lo que él mismo jamás poseyó. Lo que él tenía se
lo legó a sus sucesores: ‘La solicitud por todas las iglesias’. ¿Y acaso
el dominio también? Escuchadle a él: ‘Alimentad el rebaño de
Cristo que está entre vosotros, teniendo cuidado de él, no por la fuerza

’ Episcopus, del griego ézíaxoitoq que significa capataz.

598
SAN BERNARDO

sino voluntariamente, de acuerdo con Dios; no por causa del sucio


lucro, sino gustosamente; tampoco imponiendo el dominio, sino ha­
ciéndoos modelos, que brotan del corazón, para el rebaño’ (1 Pet 5,
2-3)...
”A1 conduciros como os he rogado que lo hagáis, seguiréis el
ejemplo de los profetas y de los apóstoles. Ellos preferían demostrar
su valor en la guerra que disfrutar del ocio en casa en medio de sedas
y comodidades. En consecuencia, si queréis ser considerado como un
verdadero heredero suyo deberéis obrar como ellos. Acreditad vuestro
derecho de pertenecer a un linaje tan noble por medio de actos y sen­
timientos dignos de tales antepasados: pues la única nobleza verdadera
es la que procede de una conducta virtuosa y de una fe firme. Aquí
tenéis la ejecutoria de vuestra herencia paterna; yo la he desenrollado
para que la estudiéis, a fin de que podáis ver la herencia que os ha
correspondido; Por consiguiente ‘vestiros con la virtud’ (Ps 92, 2) y ya
es vuestra parte de la herencia. Haceos propietario de una fe inven­
cible, de la devoción, de la sabiduría—me refiero a la sabiduría de
los santos, que no es otra cosa que el temor de Dios—y habréis en­
trado en la plena posesión de vuestra hijuela. La virtud es la más
preciosa posesión. La humildad es la finca más valiosa, todo edificio
espiritual construido sobre ella ‘se alza hasta convertirse en templo
santo en el Señor’ (Eph 2, 21). ¿Qué otra virtud está mejor calificada
para abatir el orgullo de los demonios y vencer la tiranía de los hom­
bres? Pero aunque la humildad es para todas las personas sin dis­
tinción ‘una torre de fortaleza enfrente del enemigo’ (Ps 60, 4) en
cierto modo se muestra más brillantemente en los grandes y aparece
de un modo particularmente noble en los nobles. Estad seguro de
que esta virtud es la joya más espléndida que puede brillar en la tiara
pontifical. Pues ella os hará tan superior a vos mismo como vos lo
sois en rango sobre todos los demás hombres.”

Primacía y dignidad del Romano Pontífice

“Examinemos ahora más atentamente lo que sois vos en rango y


dignidad, es decir, qué posición ocupáis en la Iglesia de Dios. ¿Quién
y qué sois vos? Vos sois el sacerdote supremo del Señor y el soberano
Pontífice. Sois el príncipe de los sacerdotes y el heredero de los após­
toles. Por vuestra primacía sois un Abel, por vuestro puesto de piloto
de la barca de San Pedro un Noé, por vuestro patriarcado un Abrahám,
por vuestras órdenes sacerdotales un Melquisedec, por vuestra digni­
dad un Aarón, por vuestra autoridad un Moisés, por vuestro poder

599
AILBE J. LUDDY

judicial un Samuel, por vuestra jurisdicción un Pedro, por vuestra


unción un Cristo. Se os han entregado las llaves y se os ha confiado
el rebaño. En verdad, hay otros porteros del reino celestial y otros
pastores del rebaño; pero vos sois en ambos aspectos superior a ellos
por cuanto habéis, ‘heredado un nombre más glorioso’ (Heb 1, 4). A
ellos se les habían asignado porciones particulares del rebaño, a cada
uno la suya; mientras que a vos se os ha confiado el rebaño entero,
como pastor único y principal de todas las ovejas. Y no sólo sois el
único y supremo pastor de las ovejas, sino también de los demás
pastores...
"Después de estudiar vuestro rango y dignidad es necesario ver
lo que sois vos por vuestra personalidad y carácter. Este conocimiento
se refiere únicamente a vos mismo y no consentirá que os alejéis de
vuestro centro; tampoco os permitirá ‘tratar de grandes asuntos ni
de cosas maravillosas que se hallan por encima de vos’ (Ps 130, 2). Pues
debéis contentaros con vuestra propia medida y no pasar vuestros
límites ni en altura ni en profundidad, ni en largura ni en anchura.
Si no deseáis perder la estimación de los justos, manteneos en el
puesto medio; aquí encontraréis seguridad, pues éste es el lugar del
medio dorado y el medio dorado es la virtud. Todo lugar que se
halle fuera de este medio dorado debe considerarse por el hombre
prudente como un destierro. Por consiguiente, no dará a su morada
una extensión que sobrepase la extensión media, ni una amplitud que
vaya más allá, ni una altura que la sobrepuje, ni una profundidad que
esté por debajo de dicho medio. Pues él sabe que la extensión exce­
siva de la largura suele apartar a la mente de sus cimientos y que
una expansión injustificada en anchura produce frecuentemente un
desarreglo mental; sabe también que el alma que se remonta dema­
siado está en peligro de caer, mientras que la que desciende dema­
siado corre el riesgo de ser sumergida. Cuando hablo de largura me
refiero al hecho de que un hombre se prometa una larga vida; cuando
hablo de anchura me refiero al caso de que la mente de un hombre se
distraiga con preocupaciones superfinas ; al hablar de altura me re­
fiero al hecho de que un hombre presuma indebidamente de sí mismo
y cuando hablo de profundidad me refiero al hombre que se des­
anima excesivamente...
"Tenéis que proceder con gran precaución en este estudio de vos
mismo y obrar con la más perfecta honradez, apropiándoos tan sólo
de lo que os pertenece y reservándoos solamente lo debido. Pero un
hombre puede atribuirse demasiado a sí mismo, no solamente pre­
tendiendo un bien que no tiene, sino también reclamando como suyo

600
SAN BERNARDO

el bien que tiene. Y al examinar vuestras condiciones presentes, os


convendrá evidentemente recordar qué clase de hombre erais vos an­
teriormente. Comparad el estado presente de vuestra alma con el es­
tado anterior. Tenéis que ver si habéis progresado en sabiduría, en
comprensión, en dulzura, etc., o si (Dios no lo quiera) ha habido algún
retroceso en cualquiera de estos aspectos... Es necesario que averi­
güéis cuál es vuestro celo, cuál es vuestra clemencia y también cuál
es vuestra discreción, que es la reguladora de las otras dos virtudes.
Es decir, tenéis que reflexionar sobre la forma en que perdonáis y
castigáis los delitos y ver hasta qué punto observáis la justicia de
ambos en lo que respecta a la medida, al lugar y al tiempo. Es abso­
lutamente esencial tener en cuenta estas tres circunstancias en el
ejercicio de la clemencia y del celo, pues si las descuidáis, dejarán de
ser virtudes en absoluto. Pues no es su propia naturaleza la que eleva
a estas cualidades morales a la dignidad de virtudes, sino el uso debido
que se hace de ellas. Como sabéis, en sí mismas son indiferentes, no
son ni buenas ni malas. A vos os corresponde convertirlas ya en
vicios haciendo mal uso de ellas y confundiéndolas, o haciendo de
ellas virtudes, empleándolas de un modo bueno y prudente. Cuando
acontece que la mirada de la discreción se halla enturbiada, ellas suelen
usurpar el puesto de la otra y ocupar su territorio. Ahora bien, hay
dos causas que pueden enturbiar la mirada de la discreción: la cólera
y el afecto desordenado. El último enerva el brazo de la justicia mien­
tras que la primera le hace caer precipitadamente. Por consiguiente,
¿no está claro que la una es un peligro para la piedad de la clemencia
y el otro para la rectitud del celo? Cuando ‘la vista está turbada por
la indignación’ (Ps 6, 8), no puede contemplar nada de un modo
clemente, ni tampoco puede examinar nada rectamente cuando está
invadida por la blanda ternura del afecto femenino. No seréis inocente
si castigáis al que deberíais haber perdonado, o perdonáis al que
merecería ser castigado.

Las virtudes que necesita

"Desearía que consideraseis francamente cómo os conduciríais en


la adversidad. Podríais alegraros en el caso de que os mostraseis cons­
tante en vuestras tribulaciones y compasivo con las tristezas de los
demás. Pues esta es una prueba de que tenéis un corazón recto. Por
el contrario, es un signo de una inclinación perversa el que os mos­
tréis impaciente en vuestras dificultades o insensible ante los sufri­
mientos del prójimo. Y respecto de la prosperidad, ¿no hay nada que

601
AILBE J. LUDDY

demande vuestra consideración? Indudablemente, sí. Pues si exami­


náis el asunto cuidadosamente, os daréis cuenta de cuán pocos ha
habido cuyas mentes no han aflojado en la prosperidad su acostum­
brada vigilancia y ponderación, en cierto grado al menos. Y para los
incautos, ¿no ha sido siempre la prosperidad respecto de la virtud lo
que es el fuego para la cera y los rayos del sol para el hielo y la
nieve? El rey David fue un hombre sabio y el rey Salomón más sabio
todavía, pero los halagos de una fortuna demasiado feliz hicieron que
uno olvidara en parte su sabiduría y el otro que la olvidase completa­
mente. Es un gran hombre quien, cayendo en la desgracia, no se
aparta, ni siquiera un poco, de la sabiduría. Pero no es menos grande
aquel que no pierde la cabeza en medio de los halagos de la prospe­
ridad. En verdad, se pueden encontrar más hombres que han con­
servado su equilibrio en la desgracia que en la felicidad. Por consi­
guiente, opino que debería ser preferido y que es el más grande entre
los grandes aquel que no permite que influya en él el favor de la
fortuna, convirtiéndose en un ser más frívolo en sus modales, más
arrogante en sus palabras o más preocupado de un modo innecesario
por las cosas del cuerpo...
"Para la pereza, madre de la frivolidad y madrastra de la virtud,
no debería haber tolerancia en ningún momento. Entre los hombres
laicos el lenguaje frívolo es solamente frívolo: en labios de un sacer­
dote, es blasfemo. Sin embargo, algunas veces tendréis que escuchar
con paciencia una de estas conversaciones, pero nunca deberéis tomar
parte en ella. Deberéis tener cuidado de contener el flujo de las con­
versaciones en broma, pero con prudencia y precaución. Esto lo conse­
guiréis mejor introduciendo algunas observaciones serias, que se oirán,
no sólo con provecho, sino también con placer, y de esta manera conse­
guiréis fácilmente distraer la atención de los otros temas más ligeros.
Vuestros labios han sido consagrados al Evangelio de Jesucristo, por
consiguiente, no os es lícito usarlos para bromear y será sacrilego que
los empleéis constantemente para expresar chanzas y bromas. Respecto
a la difamación, me es difícil determinar qué delito es más condenable,
calumniar o escuchar la calumnia.
"Ahora, en lo que se refiere al vicio de la avaricia, no hay necesidad
de fatigaros con muchas palabras, porque tenéis fama de no sentir lá
menor inclinación por el dinero. En todo caso, no tengo a este respecto
temor alguno de vuestro juicio. Pero a veces se suele presentar un peli­
groso obstáculo en el camino de todos los que administran justicia. Y
sentiría mucho que ignoraseis la forma de proceder en este caso en lo
más íntimo de vuestra conciencia. ¿Sabéis de qué estoy hablando? Ha­

602
SAN BERNARDO

blo de las personas. Consideraos culpable de un grave delito siempre


que ‘aceptéis las personas de los malvados’ (Ps 81, 2) en lugar de dictar
sentencia de acuerdo con los resultados del caso. Hay otro vicio
respecto del cual, aunque vuestra conciencia no tenga nada que acu­
saros, me permite informaros que ‘sois el único’ (Sam 3, 28) entre todos
los jueces que conozco. La falta a que me refiero ahora es la credu­
lidad excesiva, pequeño y astuto zorro contra cuyos malvados ardides,
que yo sepa, no ha habido nadie suficientemente precavido. De aquí
la indignación que con frecuencia muestran sin ninguna causa razo­
nable; de aquí los frecuentes veredictos dictados contra hombres
inocentes; de aquí también las condenas dictadas contra los ausentes;
Sin embargo, permitidme que os felicite—pues no temo que creáis que
os adulo—; permitidme que os felicite, repito, por el hecho de que
hasta ahora vuestra administración no ha dado lugar a muchas quejas
en esta materia; pero vos podéis decir mejor si ello se ha debido a
que no ha habido muchos casos para quejarse.”
El supremo Pontífice, más que ningún otro, necesita cubrirse con
las vestiduras de la virtud:
“Pues sin esta vestidura espiritual cuanto más elevado estéis más
repulsiva parecerá vuestra deformidad. ¿Cómo se puede ocultar la
desolación de una ciudad construida en lo alto de una montaña? ¿Có­
mo se puede ocultar el humo de una vela recién apagada puesta en
un alto candelabro? Un imbécil colocado sobre un trono es lo mismo
que el mono en lo alto de una casa. Escuchad ahora mi cantar, que
aunque no suena muy dulcemente es muy saludable. Sería una mons­
truosa inconsecuencia ser el más alto en rango y el más bajo en
condiciones personales, el primero en dignidad y el último en virtud,
tener una lengua jactanciosa y un par de manos inútiles, abundar en
palabras y carecer de actividad, ser grave de aspecto y frívolo en la
conducta, poseer un poder soberano y poca constancia. Ahora, coged
el espejo y colocadlo ante vuestros ojos.
”Lo que he estado describiendo es el reflejo de un rostro feo. Ale­
graos si veis que el vuestro no se parece a él. Sin embargo, examinad
vuestra imagen con cuidado, porque aunque es agradable en ciertos
aspectos, en otros acaso deba disgustaros. Deseo que os gloriéis en
el testimonio de vuestra conciencia, pero también deseo que esto os
haga más humilde. Es raro encontrar un hombre que pueda decir con
el apóstol: ‘no tengo conciencia de nada’ (1 Cor 4, 4).
”E1 conocimiento del mal que hay en vos os hará más cuidadoso
del bien. Por consiguiente, desearía que os conocieseis, no sólo para
que entre los reveses y desilusiones que forzosamente han de venir

603
AILBE J. LUDDY

podáis tener el testimonio de una buena conciencia que os consuele,


sino también y más especialmente para que podáis comprender lo que
os falta todavía. Pues ¿dónde está el hombre a quien no le falte
siempre algo? El que cree que no le falta nada demuestra con ello
que le falta todo. ¿Y qué importa que seáis el soberano Pontífice?
¿Creéis que porque seáis supremo en autoridad sois igualmente su­
premo en todo? Si tal es vuestra creencia os habéis convertido en el
último y en el más bajo. ¿Quién es supremo de un modo absoluto?
Solamente aquel a quien no se le puede añadir nada. Vos erráis
gravemente si creéis que éste es vuestro caso. ¡Dios no lo quiera!
Pues no sois uno de esos que confunde las dignidades con las virtudes.
Vos teníais experiencia de la virtud antes de que alcanzaseis las dig­
nidades. En cuanto a la filosofía que pretende identificar ambas, es
mejor dejarla a los Césares y a los demás que no han temido usurpar
los honores debidos a Dios solamente: dejarla, repito, a los Nabu-
codonosores, a los Alejandros, a los Antíocos y a los Herodes.”

La fuerza de la costumbre

El Papa es advertido .de que ningún hábito virtuoso, por muy fir­
memente que esté establecido, puede dar seguridad para el futuro sin
la oración y la vigilancia:
“No confiéis demasiado en vuestra disposición presente, porque no
hay nada que esté tan arraigado en el alma que no se pueda borrar
por el tiempo y la desidia. Una herida se vuelve callosa si no se la
atiende a tiempo y resulta incurable en proporción a su pérdida de
sensibilidad. Además, el dolor agudo y continuo no se puede soportar
largo tiempo: si no es eliminado de otra forma, tiene que sucumbir
necesariamente a su propia violencia. Quiero decir lo siguiente: o se
encuentra pronto un remedio que lo calme o, debido a su persistencia,
surge un estado de apatía. ¿Qué disposición no puede ser originada,
destruida o trastrocada por la fuerza del hábito? ¿Cuántos no han
llegado con el uso a encontrar placer en el mal que antes les inspiraba
sólo horror y disgusto? Escuchad a un justo lamentarse de su des­
gracia: ‘Las cosas que antes mi alma no quería tocar—dice el santo
Job—•, ahora, debido a la angustia, han venido a ser mi alimento’
(Job 6, 7). Al principio algo os parecerá insoportable. Al cabo de
cierto tiempo, cuando os hayáis acostumbrado un poco, no os pare­
cerá tan horrible. Más tarde habrá dejado de extrañaros en absoluto.
Finalmente, empezaréis a encontrar placer en ello.'Así, poco a poco,
pasaréis a endurecer el corazón y de esto a aborrecer la virtud. Y

604
SAN BERNARDO

de esta manera, como he dicho, un dolor agudo y continuo encon­


trará pronto alivio bien en una cura completa o en una completa in­
sensibilidad.” El santo vio aquí un peligro real para Eugenio, el cual,
por un celo o por una caridad mal entendidos, concedía demasiado
tiempo a los asuntos públicos, aunque sentía horror por esta ocu­
pación.

Advertencias contra la aceptación de personas


Y CONTRA LA ACTIVIDAD EXCESIVA

“Aquí está, entonces, la razón por la cual he temido siempre y sigo


temiendo por vos: que dilatando la aplicación de un remedio y
siendo incapaz mientras tanto de soportar el dolor, os volváis al fin
descuidado y os abandonéis irrevocablemente al mal. Sí, temo gran­
demente que, desesperando de ver alguna vez el fin de los múltiples
cuidados que os perturban, empecéis, al fin, a acallar vuestra con­
ciencia y de este modo, poco a poco, a sofocar este sano sentimiento
de desasosiego. ¡Cuánto más prudente sería retiraros ocasionalmente
de vuestras ocupaciones, incluso por poco tiempo, en vez de permi­
tir que os agobien y os conduzcan ‘a donde no quisierais’! (loh 21, 18).
¿Preguntáis que adonde?? A endureceros el corazón. No me pregun­
téis lo que significa esto. Pues si no tenéis miedo por vos mismo, es
algo que ya os pertenece. Sólo el corazón endurecido no se aborrece,
puesto que no es sensible a su propio mal. No ha habido nunca un
corazón duro que haya obtenido la salvación, a menos que sea un
hombre a quien Dios en su misericordia le arrancó el corazón de
piedra y lo sustituyó por un corazón de carne (Ez 11, 19). Entonces,
¿qué significa un corazón duro? Es un corazón que no puede ser ni
atravesado por el remordimiento, ni suavizado por la piedad, ni
emocionado por la oración, un corazón a quien las amenazas no pue­
den amansar y al que el castigo sólo le vuelve más obstinado; es un
corazón que se muestra ingrato por los beneficios recibidos, que es
traidor en sus consejos, cruel en sus juicios, desvergonzado en su depra­
vación, descuidado en el peligro, insensible en las cosas humanas,
audaz en las divinas; que se olvida del pasado, es imprevisor para el
futuro y no se ocupa del presente. O más bien yo diría que no se
acuerda de nada del pasado excepto de las injurias que le hicieron,
que no hace uso en absoluto del presente ni es previsor para el futuro
a menos que esté pensando en vengarse. Para abarcar todos los males
de este terrible mal en una sola fase, diré que un corazón duro es
un corazón que ni teme a Dios ni le importa el hombre (Le 18, 4).

605
AILBE J. LUDDY

”Ved, por consiguiente, a lo que estas malditas ocupaciones pue­


den arrastraros, si continuáis todavía, como habéis empezado, entre­
gándoos a ellas por completo, sin reservar para vos mismo nada de
vuestra atención. Además, al obrar así, no hacéis más que desperdiciar
el tiempo. Y si puedo aventurarme a dirigirme a vos con las palabras
de Jetró a Moisés sabed también que ‘os estáis agotando en un
necio trabajo’ (Ex 18, 18) en estos quehaceres seculares cuyo único
resultado—en lo que a vos se refiere—son la aflicción de espíritu, la
vejación de la mente y la pérdida de la gracia de la devoción. Pues
¿no se parece el fruto de vuestro trabajo a las inútiles telas de araña
en cuyo tejido la araña se agota?” El juzgar los pleitos era el asunto
en que el Pontífice corría más peligro de olvidar todo lo demás. De
aquí que leamos:

CÓMO SE DEBEN LLEVAR LOS PLEITOS

“Decidme, os lo ruego, ¿qué clase de vida es esa que lleváis ocu­


pado desde el amanecer hasta que llega la noche en defender causas o
escuchar a los litigantes? ¡Y quisiera Dios que bastara el día para
soportar ese mal! ¡Pero, ay, los litigios os ocupan incluso la noche!
Apenas os queda tiempo libre para satisfacer la natural necesidad
del pobre cuerpo de tomarse un descanso y luego ¡otra vez arriba a
continuar las disputas! Han llegado las cosas a tal extremo que ya
no os es posible, no sólo disfrutar en paz las delicias de la contem­
plación, sino incluso alternar el trabajo con el reposo o disfrutar tan
sólo un intervalo fortuito de distracción. No tengo duda alguna de que
también en vuestra opinión es esta una situación deplorable. Pero es
inútil que os lamentéis del mal si no os esforzáis por corregirlo.
Mientras tanto y hasta que estéis en situación de aplicar el remedio
adecuado, quisiera que perseveraseis en esta disposición de saludable
descontento y no permitieseis nunca que el uso o la costumbre os
reconciliara con lo que ahora estáis lamentando...
”La paciencia es indudablemente una noble virtud, pero lamentaría
veros ejercitándola en estas cosas que os distraen. Hay momentos y
circunstancias en los cuales la impaciencia es más recomendable. Se­
guramente no aprobaríais la paciencia de aquellos a quienes San Pablo
dijo: ‘Vosotros sufrís algremente la necedad, mientras que vosotros
mismos sois sabios; pues soportáis si un hombre os esclaviza’ (2 Cor
11, 20). Ahora bien, el soportar que a uno le esclavicen cuando tiene
poder de ser libre no es ciertamente verdadera paciencia.
”Por consiguiente, deseo que os deis cuenta plenamente de la clase

606
SAN BERNARDO

de servidumbre a la que, sin sospecharlo, os veis reducido diaria­


mente.;. Quizá me recordaréis las palabras de San Pablo: ‘Mientras
que yo era libre de todos, me hice esclavo de todos’ (1 Cor 9, 19)
Pero el apóstol habla aquí de una servidumbre muy distinta de la
vuestra. ¿Pensáis que él se hizo esclavo de los hombres para ayu­
darles en la consecución del sucio lucro? ¿Pensáis que acudían a él
en muchedumbre desde todas las partes del globo los ambiciosos, los
avariciosos, los simoníacos, los sacrilegos, los licenciosos y los repre­
sentantes de todos los vicios para obtener o conservar los honores
eclesiásticos por medio de su autoridad apostólica? No puede haber
nada más lejos de la verdad. Aquel gran hombre para quien vivir era
Cristo y morir era ganar (Phil 1, 21) se convirtió en el esclavo de
todos, no para aumentar los provechos de la avaricia, sino para que
le fuese posible convertir más almas a Dios. En consecuencia, no
podéis encontrar justificación de vuestra condición servil en las pru­
dentes actividades de San Pablo, o en su caridad, que era tan inde­
pendiente como ilimitada. ¿Qué esclavitud puede ser más degradante
y más indigna del soberano Pontífice que estar ocupado en negocios,
no digo todo el día, sino cada hora de cada día a fin de favorecer los
sórdidos designios de la avaricia y de la ambición? ¿Qué tiempo
libre queda para la oración? ¿Qué tiempo sobra para instruir al pue­
blo, edificar la Iglesia y meditar sobre la ley? Es cierto que vuestra
residencia resuena diariamente con ruidosas discusiones sobre la ley,
pero no sobre la ley del Señor, sino sobre la ley de Justiniano. Decid­
me: ¿es esto como debería ser?
”Por consiguiente, acordaos, no digo siempre ni siquiera frecuen­
temente, sino de vez en cuando por lo menos, de retornar a vos mismo.
Cuidaos de vos mismo entre los demás, o en todo caso después de los
demás. ¿Podría ser alguna cosa más indulgente que esta? Me parece
que en esta materia soy menos exigente que el apóstol. Diréis, por
consiguiente, que exijo menos de lo que es justo, no lo niego. Pero
quizá sea prudente exigir menos de lo debido. Pues vos, así lo espero,
no os contentaréis con dar la pequeña medida, que es todo lo que
se atreve a pedir mi inquieta timidez, sino que más bien ‘os aventa­
jaréis más y más’ (1 Thes 4, 1). Además es mejor que parezcáis gene­
roso que no valeroso en extremo.
”No os pido que renunciéis en absoluto a la función judicial. Pues
sabéis bien lo que dirían los hombres de esta generación si, al pre­
sentarse los litigantes, recibieran esta contestación de acuerdo con
las palabras del Señor: ‘¿Quién me ha nombrado juez o árbitro sobre
vosotros?’ (Le 12, 14). ‘¿Qué quiere decir este rústico ignorante?

607
AILBE J. LUDDY

No conoce sus prerrogativas de soberano Pontífice; es una deshonra


para esta eminentísima sede de Roma; su conducta es indigna del
cargo apostólico’. Y, sin embargo, no creo que estos censores serían
capaces de mostrar cuándo cualquiera de los apóstoles actuó como
juez entre los hombres para fijar los linderos o la división de las
tierras. ‘¿Quién me ha nombrado juez?’, dijo el que es el Señor
soberano y el maestro de todos. ¿Y va a considerarse deshonrado el
siervo a no ser que juzgue al universo entero? Seguramente no podría
haber nada más ridículo. Revela una falta de buen sentido o de apre­
ciación debida de los valores el considerar como un deshonor para
los apóstoles y sus sucesores (que han sido nombrados jueces para
asuntos de mayor importancia) el que no se pongan a juzgar las cosas
de la tierra. Esto y muchísimo más encaminado al mismo fin, os diría
si desease hablar de lo que se refiere a la fortaleza, a la competencia
y a la verdad...
”Pero me diréis—lo admito—que ahora vivimos en otros tiempos y
que prevalecen otras costumbres. Pues mirad el fraude, la intriga y la
violencia han ‘prevalecido sobre la tierra’ (Gen 7, 24). Hay muchos
acusadores, pero pocos defensores ; los poderosos por todas partes
oprimen a los pobres. ‘Entonces—preguntaréis—, ¿puedo desear ser
oprimido? ¿Cómo puedo negarme a administrar justicia a los que
sufren la injusticia?' (Ps 145, 7). Y a menos que se inicien pleitos, a
menos que se oiga a ambos litigantes, ¿cómo puedo juzgar entre las
dos partes? Es verdad, pero yo no me opongo a los pletitos. Que sean
llevados adelante por todos los medios, pero solamente en la forma
debida. Pues la forma corriente de llevarlos es en mi opinión abomi­
nable : desgraciaría la plaza del mercado y aún más la Iglesia de Dios.
Me pregunto cómo vuestros piadosos oídos pueden soportar el escu­
char las disputas y logomaquias de los litigantes que están concebidas
más bien para ocultar que para descubrir la verdad. Poned fin, os lo
ruego, a este abuso pernicioso; frenad las lenguas de estos ociosos
charlatanes y cerrar sus labos mentirosos. Ellos son los hombres que
‘han enseñado a sus lenguas a decir mentiras’ (1er 9, 5), hombres
elocuentes para oponerse a la justicia y doctos en la defensa de la
falsedad. ‘Ellos son sabios para hacer el mal’ (1er 4, 22) y diestros para
confundir la verdad. Son los hombres que pretenden instruir a aque­
llos de quienes más bien deberían recibir instrucciones, que trabajan
para establecer, no lo que ellos saben que es verdad, sino todo aquello
que posee el mérito de haber sido pensado por ellos mismos, que
con su malicia idean calumnias contra la inocencia, oscurecen la sen-
cillez de la verdad y obstruyen los caminos del juicio. La forma más

608
SAN BERNARDO

sencilla y rápida de esclarecer un caso es exponer los hechos de una


forma breve y simple. En consecuencia, quisiera que decidieseis des­
pués de oír breve, pero cuidadosamente, aquellos pleitos en los que sea
necesario que intervengáis personalmente—esta necesidad no se exten­
derá a todos los pleitos—y excluyeseis todas aquellas dilaciones in­
necesarias que están destinadas a derrotar a la justicia o a multiplicar
las costas judiciales. Que la causa de la viuda tenga libre acceso
a vuestro tribunal, lo mismo que la causa de los pobres y la causa de
aquel de quien vos no tenéis nada que esperar. Habrá muchos otros
pleitos cuya decisión podréis confiar a vuestros subordinados y un
gran número que podrán ser rechazados inmediatamente por ser indig­
nos de que los juzguéis. Pues ¿para qué sirve el conceder audiencia
a aquellos cuyos ‘pecados son manifiestos y van delante de ellos a
juicios’? (1 Tim 5, 24). Sin embargo, tan desvergonzada es la impu­
dicia de algunos que, aunque todo el aspecto de su causa lleva el
sello manifiesto de la ambición, tienen todavía el descaro de pedir
que se les oiga, proclamando así su culpa para conocimiento de mu­
chos, mientras que en verdad debería bastarles su propia conciencia
para confundirles. Hasta ahora no ha habido nadie que reprima la
audacia de estas personas y, en consecuencia, han aumentado tanto
en número como en desvergüenza.”

NO SE DEBE TOLERAR LA SIMONÍA

A continuación instruye al Papa sobre la forma en que debe


proceder contra el dominante vicio de simonía: “Si vos queréis ser
un verdadero seguidor de Cristo, haced que se inflame vuestro celo
y se ejerza vuestra autoridad contra esta plaga universal. Contemplad
el ejemplo que el Maestro os ha dado y recordad sus palabras: ‘Si
alguien me sirve, que me siga’ (loh 12, 26). Él estaba tan lejos de
conceder audiencia a los traficantes sacrilegos que hizo un látigo y
los expulsó a latigazos del templo. Tampoco quiso escuchar sus pa­
labras ni perder el tiempo en ello; Él no se sentó a juzgar su causa,
sino que les castigó. ‘Vete y haz lo mismo’ (Le 10, 37). Haced que los
que ahora imitan a los traficantes del templo se sientan avergonzados
de vuestro rostro, si esto es posible; de lo contrario, hacedles temer
vuestra cólera. Pues vos también estáis armado de un látigo. Que
tiemblen los que cambian dinero y que su dinero sea para ellos una
fuente de temor, no de confianza; que estén ansiosos de esconder su

609
S. BERNARDO.----Af)
AILBE J. LUDDY

oro delante de vos, sabiendo que estáis más dispuesto a desparra­


marlo por el suelo que a aceptarlo. Obrando de esta manera con
celo y constancia obligaréis a que muchos cazadores del sucio lucro
se dediquen a ocupaciones más honrosas y preservaréis a muchos más
de la tentación de este vicio.”

610
CAPITULO XXXIX

LAS VIRTUDES DEL PAPA

El Papa tiene que ejercer la inspección


SOBRE TODA LA IGLESIA

Las cosas que se hallan bajo la potestad del Romano Pontífice


comprenden todo el universo visible, pues es el vicerregente de Dios:
“El que desee descubrir algo que no pertenezca a vuestro cargo tendrá
que ir fuera del mundo.” Los temas principales tratados en esta sec­
ción son la naturaleza del cargo pontifical—que es una administración
más que un dominio—, la propagación de la fe, por la cual los prede­
cesores inmediatos de Eugenio habían hecho poco, las apelaciones, el
mantenimiento de los grados jerárquicos en rango y funciones y el
deber del Papa de vigilar, la ejecución de los decretos apostólicos,
tanto los suyos como los de sus predecesores. Respecto a las apela­
ciones contra los tribunales episcopales, el Pontífice no tiene que ad­
mitirlas sin un motivo grave. En esta como en otras materias tiene
que respetar los derechos de los obispos, quienes, aunque inferiores a
él en jurisdicción, son sus iguales en órdenes. Sin embargo, se deben
corregir los abusos, en cualquier parte en que se encuentren: el Papa
tiene la obligación de mantener la disciplina en cualquier parte de
la Iglesia.
“Ahora os queda el dirigir vuestra atención al estado general de la
cristiandad: ver si el pueblo es sumiso al clero con la debida humil­
dad, el clero a los obispos y los obispos a Dios; ver si en los monas­

611
AILBE J. LUDDY

terios y en otros establecimientos religiosos reinan el buen orden y la


disciplina estricta; ver si las malas acciones y las malas doctrinas son
implacablemente reprimidas por los censores eclesiásticos; ver si las
viñas místicas florecen como debían gracias a las virtudes y al buen
ejemplo de los sacerdotes y si las flores van seguidas del fruto en la
obediencia de un pueblo fiel; ver si vuestros decretos apostólicos y las
constituciones de vuestros predecesores se observan con la debida so­
licitud; ver, finalmente, si crecen plantas silvestres en el campo del
Señor o si del mismo se sustrae algo subrepticiamente”. En particular
se exhorta a Eugenio a hacer cumplir los decretos del Concilio de
Reims respecto al traje del clero y a la colación de las dignidades
eclesiásticas en favor de personas que no tienen las órdenes sagradas.

Tiene deberes especiales con el


CLERO Y EL PUEBLO ROMANO

Al hablar de las cosas que rodean al Papa se quiere designar al


clero y al pueblo romano. Están incluidos, desde luego, entre sus
súbditos, pero requieren un estudio especial por razón de su especial
relación con el Papa. Bernardo no dice al Pontífice qué es el clero
romano, sino qué debe ser.
“Digo entonces, en primer lugar, que el clero romano debe ser el
más irreprochable de todos, porque a él principalmente mira el clero
de todas las demás diócesis para tomarlo como modelo. Además,
cualquier abuso del clero que vos presidís de un modo especial redun­
dará más particularmente en vuestro descrédito. Por consiguiente, afecta
al honor de vuestro nombre procurar que los eclesiásticos que viven
con vos estén tan bien disciplinados y tan prudentemente regulados
que sean dignos de servir como espejo y modelo de virtudes y de
buena conducta. Deben distinguirse del resto por una mayor devoción
a sus sagradas funciones, por una mayor idoneidad para la adminis­
tración de los sacramentos, por un mayor celo en la instrucción del
pueblo, por un mayor cuidado y una mayor solicitud en conservarse
completamente puros.”
El Papa debe recordar que es un pastor y que, en consecuencia,
está obligado a cumplir los deberes de un pastor, más particularmente
con respecto a su propio y peculiar rebaño, el pueblo de Roma, hecho
que parece haber sido descuidado por sus más inmediatos predecesores:
“Llego ahora a una parte muy difícil y delicada de mi tema. Y
veo claramente lo que ocurrirá en el momento en que exprese mis
sentimientos. Lo que sugiero será denunciado como una novedad, por­

612
SAN BERNARDO

que no puede ser condenado como injusto. Pero es una novedad que
me niego a admitir. Pues fue incluso una práctica común en tiempos
anteriores. Ahora bien, en otros tiempos una costumbre pudo en
verdad caer en desuso, pero sería incorrecto hablar de su restable­
cimiento como si fuese la introducción de una novedad. ¿Y habrá
alguien que niegue que ha sido una costumbre que durante largo
tiempo, no sólo fue practicada, sino que se practicó de un modo
general? Ahora explicaré a qué me estoy refiriendo, aunque tengo
pocas esperanzas de lograr buen resultado. ¿Por qué? Porque mi
sugestión no agradará a los sátrapas, que están siempre más dispues­
tos a cortejar a la majestad que a la verdad. Ahora bien, entre nues­
tros predecesores ha habido algunos que se han consagrado sin reser­
vas al cuidado de su rebaño, que se han gloriado con el nombre y las
funciones de pastor, que no consideraban nada indigno para ellos
excepto lo que estimaban que era perjudicial para la salvación de
las almas, de forma que lejos de buscar las cosas que eran suyas
(Phil 2, 21) sacrificaron más bien sus intereses personales al bien
del pueblo. No regateaban ni sus dolores ni sus bienes, no se regatea­
ban ni siquiera a sí mismos. De aquí que oigáis a uno de ellos gritar
a sus ovejas: ‘y yo alegremente gastaré y me desgastaré en favor de
vuestras almas’ (2 Cor 12, 15). Y si bien ellos intentaban dejar sentado
claramente que venían lo mismo que Cristo ‘no a ser administrados,
sino a administrar’ (Me 13, 45), ellos ‘predicaban el Evangelio gra­
tuitamente’ (1 Cor 9, 18). El único provecho que ellos buscaban de
sus súbditos, la única gloria, el único consuelo, era éste; ver si por
cualquier medio podían ‘hacer de ellos un pueblo perfecto en el Señor’
(Le 1, 17). Para conseguir esto se esforzaron con todos los medios a
su alcance, con muchas tribulaciones de la mente y del cuerpo, ‘con
trabajo y fatigas, con hambre y sed, con frío y desnudez’ (2 Cor 11, 27).
"¿Dónde, pregunto, está ahora esa costumbre? Ha dado paso a
otra de un carácter muy diferente. Los viejos hábitos, los viejos inte­
reses y afanes han sufrido un cambio, ¡ y Dios quiera que el cambio no
sea para mal! Reconozco, sin embargo, que el cuidado, la ansiedad,
el celo y la solicitud continúan como antes. No han decrecido, pero
se dirigen ahora a otros fines. Soy testigo de que vos y vuestros
inmediatos predecesores habéis ahorrado los esfuerzos tan poco como
los pontífices de tiempos pasados. Pero hay una gran diferencia en
lo que respecta al propósito de los esfuerzos. Hoy día—y esto es
en verdad un escándalo intolerable—muy pocos miran a la boca del
legislador, sino que todos dirigen los ojos a sus manos. Y no sin
motivo. Pues últimamente los soberanos pontífices se han acostum­

613
AILBE J. LUDDY

brado a arreglar todos sus asuntos por medio de sobornos y regalos


de su mano. ¿Podéis señalar una sola persona entre la inmensa po­
blación de Roma que os hubiese reconocido como Papa sin un soborno
o la esperanza de un soborno?

Carácter del pueblo romano

”¿Qué diré de este pueblo? Basta una palabra: ¡Es el pueblo


romano! No puedo expresar lo que pienso de ellos de una manera
más escueta y elocuente que dándoles ese título. ¿Qué hecho ha sido
mejor conocido en todas las épocas que la arrogancia y el orgullo de
los romanos? Sólo un pueblo ajeno a la paz y acostumbrado al
tumulto, un pueblo feroz e intratable incluso ahora, un pueblo que
no sabe cómo someterse mientras es posible la resistencia. Les gusta
dominar y cuando confiesan que son vuestros esclavos es especial­
mente cuando quieren hacerse vuestros amos. Prometerán serviros
fielmente para dañaros con más facilidad una vez ganada vuestra
confianza; y después de esta promesa se imaginarán que tienen dere­
cho a conocer todos vuestros designios y a penetrar en todos vues­
tros secretos. Y siempre que cualquiera de ellos llame a vuestra
puerta y el portero se retrase lo más mínimo... bueno, no quisiera
ser ese portero. ‘Ellos son sabios para hacer el mal, pero ignorantes
para hacer el bien’ (1er 4, 22). Odiosos a la vez a los cielos y a
la tierra porque a los dos atacan, están siempre en guerra entre sí.
Sienten celos de sus vecinos y son crueles con los extraños; no
aman a nadie ni por nadie son amados; y puesto que desean hacerse
temidos de todos, se hallan obligados a temer a todos. Ellos no
pueden soportar el ser súbditos, pero no saben cómo gobernar,
siendo infieles a los superiores e insoportables para los inferiores.
Son tan desvergonzados para pedir como despiadados para negar a
los demás. Mendigos importunos, no pueden descansar hasta que
han obtenido lo que desean; pero en cuanto a gratitud, ningún bene­
ficio puede despertar este sentimiento en sus corazones. ‘Ellos han
enseñado a sus lenguas a hablar’ (1er 9, 5) grandilocuentemente,
aunque sus obras son muy mezquinas. Son muy generosos haciendo
promesas, pero muy avaros para mantenerlas; muy groseros en la
adulación y muy venenosos en la calumnia. Aunque son los más
malvados traidores, saben ocultar su traición bajo una apariencia
de ingenua franqueza.___ ___ _____________________________
”Se os ha confiado el cuidado de este pueblo y es esta una obli­
gación que no podéis descuidar. Acaso os reiréis de mí por hablar

614
SAN BERNARDO

así porque estáis plenamente convencido de que los romanos son in­
corregibles. Sin embargo, no tenéis que desanimaros. Lo que se os
pide no es la curación del paciente, sino que lo cuidéis con solicitud.
‘Tener cuidado de él’, dijo la buena samaritana al posadero, no
dijo ‘curadlo’, o ‘sanadlo’ (Le 10, 35). Y uno de los poetas ha dicho:
‘Se ve con frecuencia que el paciente está tan enfermo
que de nada sirve la habilidad del médico.’

Ovidio, l de Ponto, eleg. 10.

”Por consiguiente, os suplico que hagáis lo que os corresponde. En


cuanto a lo demás, Dios sabrá realizar lo que Le pertenece sin nece­
sidad de vuestro cuidado y solicitud. Plantar, regar, no escatiméis
vuestros esfuerzos y habréis cumplido con vuestro deber. No os co­
rresponde a vos, sino a Dios hacer que la planta crezca cuando le
plazca (1 Cor 3, 6). Pero si por casualidad a Él le pluguiera detener
el crecimiento, no os extrañéis, puesto que la Sagrada Escritura nos
asegura que el Señor ‘otorgó a los justos la recompensa de sus tra­
bajos’ (Sap 10, 17). En consecuencia, seguro es el trabajo al que
ninguna falta de éxito puede privar de su recompensa. Sin embargo,
al hacer estas observaciones no he intentado nada que sea perjudicial
al poder y a la sabiduría divina. Sé lo endurecido que está el corazón
de este pueblo. Sin embargo, ‘Dios es capaz incluso de hacer surgir
de estas piedras hijos para Abraham’ (Mt 3, 9) y ‘quién sabe si Él
se volverá y perdonará’ (loel 2, 14), pero Él los convertirá y curará.
Pero no me corresponde a mí dictar a Dios lo que Él debe hacer;
mi propósito es diferente y quiera el cielo que logre realizarlo:
deseo persuadiros para que emprendáis el trabajo al cual estáis obli­
gado.”
El santo denuncia a continuación la costumbre que durante
largo tiempo habían seguido los romanos pontífices de arrojar mo­
nedas entre el pueblo en las ocasiones festivas y también el gasto
innecesario originado por los espectáculos públicos:
“¿Qué se ha de pensar de la práctica de comprar los aplausos de
la muchedumbre y pagarlos con el saqueo de las iglesias? Los pobres
encuentran su medio de vida sembrado en las calles de los ricos. Se
ven brillar las monedas de plata en el barro. La gente se abalanza
de todas partes. Pero no es el más indigente quien consigue el premio,
sino más bien el que tiene más fuerza física o supera a sus compe­
tidores en la rapidez de sus pies. No puedo decir que este uso, o
mejor este ignominioso abuso, comenzase con vos, pero por amor de
Dios hacer que termine con vos.

615
AILBE J. LUDDY

”Y ahora tengo que seguir para hablar de otros escándalos. En


medio de estas escenas deprimentes os contemplo a vos, el pastor
supremo del rebaño, avanzando majestuosamente, ‘cubierto de ves­
tiduras doradas y rodeado de variedad’ (Ps 44, 10). Decidme, ¿qué
provecho saca el rebaño de estos deslumbrantes espectáculos? Si se
me permite decirlo, están mejor calculados para dar carnaza a los
lobos que pasto a las ovejas. ¿Creéis que a San Pedro o a San Pablo
les gustaba rodearse de pompa y alarde? No, en todo Jo que per­
tenece a la magnificencia terrenal, habéis sucedido, no a Pedro, sino
a Constantino. Sin embargo, os aconsejaría que toleraseis este esplen­
dor durante algún tiempo por lo menos, pero sin aficionaros a él o
considerar que es esencial para vuestro puesto.”

El Colegio de Cardenales debe representar


a todas las naciones cristianas

Entre las personas que rodean al Pontífice ningunas son tan nece­
sarias ni están tan cerca de él como los cardenales, que se sientan a su
lado y comparten con él las preocupaciones del gobierno. Debido a
esta asociación íntima, según ellos sean, así será o se volverá el
Papa y así será el carácter de su pontificado. De aquí que él no
tenga otro deber más importante que la selección de los miembros
del sacro colegio, en el cual debe estar representada toda nación
cristiana.

Condiciones para el Cardenalato

“Es vuestro deber convocar de todas las partes del mundo y aso­
ciarlos con vos, según el ejemplo de Moisés (Núm 11, 16), no a jóvenes,
sino a hombres de edad madura, como sabéis que son los ancianos
del pueblo, contando la edad más por las virtudes que por los años.
¿No es razonable que aquellos cuya misión será juzgar a todas las
naciones se elijan de entre todas las naciones? 1 Ninguno debería

1 Esto se convirtió en ley por el Concilio de Basilea (1431) y más tarde


por el Concilio de Trento. De Reform., s. 24, c. 2: “Y el santo sínodo or­
dena que todos los particulares qute han sido decretados en otra parte por
este sínodo referentes a las condiciones de los que van a ser nombrados
obispos sean requeridos en la creación de cardenales, a quienes el santo
Romano Pontífice deberá seleccionar—en tanto en cuanto pueda hacerlo con­
venientemente—de todas las naciones de la cristiandad a medida que él en­
cuentre personas adecuadas” (Traducción de Waterworth). Mabillon, comen­
tando esta sabia sugestión dej santo, da tres razones en virtud de las cuales
toda nación cristiana debe estar representada en el sacro colegio: primera,
a fin de que la Santa Sede pueda estar informada de las necesidades peculia­
res de cada nación; segunda, para facilitar las negociaciones con los gober-

616
SAN BERNARDO

obtener esta dignidad por su propia petición. Al hacer estos nombra­


mientos no deberéis tener en cuenta en absoluto los ruegos, sino so­
lamente consideraciones de prudencia e idoneidad... No parece bien
en el soberano Pontífice el tener que volver sobre sus pasos, ni es
adecuado que incurra con frecuencia en errores de juicio. Por consi­
guiente, considerad diligentemente en vuestra mente, con aquellos
que os aman, todo lo que hay que hacer. Antes de obrar examinad
la materia cuidadosamente, porque será demasiado tarde para en­
contrar fallos una vez que la acción está realizada. Recordad las
palabras del sabio: ‘Hijo mío, no hagas nada sin consejo y no te
arrepentirás cuando lo hayas hecho’ (Eccli 32, 23). Y aseguraos de
esto: será casi imposible poner a prueba a los hombres una vez que
hayan sido admitidos a la corte. En consecuencia, debéis seleccionar
hasta donde sea posible, no a los que requieran ser probados, sino
más bien a los que ya se han probado a sí mismos. Nosotros, los
superiores religiosos, recibimos en nuestros monasterios a todos los
que se presentan, incluso a los imperfectos, con la esperanza de
reformarlos; pero es más fácil y ciertamente más corriente para la
corte papal admitir a los buenos que reformar a los malvados.”
A continuación—después de una rápida revista de las diversas
especies y de los diversos ardides de los que van a la caza de puestos
eclesiásticos, en la cual el santo abad revela su maravilloso conoci­
miento de la naturaleza humana—tenemos una lista de las condiciones
requeridas para el cardenalato.
“Por consiguiente, no es al que quiere ni al que corre (Rom 9, 16)
a quien debéis elegir, sino más bien al que duda y al que rehúsa. A
estos incluso tendréis que forzarles para obligarles a ingresar. Opino
que vuestro espíritu debe descansar en aquellos que no son presun­
tuosos, sino modestos y tímidos; que no temen nada sino ofender
a Dios y no esperan nada sino de Dios; que no mirarán a las manos,
sino a las necesidades de los que piden asistencia; que virilmente se
pondrán al lado de los oprimidos y ‘levantarán su voz con equidad
por los mansos de la tierra’ (Is 11, 4); los cuales veréis que son
hombres de irreprochable carácter y verdadera santidad, prontos en
la obediencia, ejercitados en la paciencia, sumisos a la regla, rigu­
rosamente justos en sus censuras, ortodoxos en la fe, honrados en su
administración, consagrados a la paz, amantes de la unidad, y con­

fiantes de los diversos estados: tercera, para evitar los celos nacionales y ase­
gurar que en caso de querellas internacionales el Papa tendrá la oportuni­
dad de oír a ambas partes y no se verá expuesto a ser mal orientado por
los partidarios políticos, cosa que ha ocurrido con bastante frecuencia an­
tes y después de la época de Mabillon.

617
AILBE J. LUDDY

cordia, justos en sus juicios, providentes en sus consejos, prudentes


en sus órdenes, diligentes en la preparación, esforzados en la acción,
modestos en el discurso, confiados en la adversidad, fieles en la pros­
peridad, sobrios en celo; cuya misericordia no degenerará en blan­
dura ; cuyo tiempo libre no será consagrado a la vagancia; que mos­
trarán hospitalidad sin excederse y sabrán cómo contenerse en los
banquetes; que no se preocuparán demasiado de las temporalidades,
ni codiciosos de los bienes de su vecino ni pródigos de los suyos, sino
siempre y en toda cosa persiguiendo el justo medio; que no se
negarán a actuar como ‘embajadores de Cristo’ (2 Cor 4, 20) siempre
que la necesidad o la obediencia lo requiera y en quienes, sin embargo,
se pueda confiar que no emprenderán nada por su propia cuenta;
que no rechazarán obstinadamente aquello que acaso la modestia les
lleve a evitar; que siendo enviados con una embajada no buscarán su
propio provecho, sino que caminarán por los pasos del Salvador; que
no considerarán su misión como una oportunidad para ganar, sino
que se preocuparán más del éxito de esa misión que de ninguna
ventaja para sí mismos; que representarán el papel del Bautista en
presencia de los reyes (Mt 14), de Moisés ante los tiranos (Ex 5-12),
de Fineas con los libertinos (Núm 24), de Elias con los idólatras
(1 Reg 18), de Eliseo con los avariciosos (2 Reg 5), de Pedro con
los mentirosos (Act 5), de Pablo con los blasfemos (Act 13), de
Cristo con los traficantes sacrilegos (Mt 21, 12); que en lugar de
despreciar al pueblo lo instruirán, en lugar de adular a los ricos los
aterrorizarán, en lugar de oprimar a los pobres los aliviarán, en lu­
gar de temer las amenazas de los poderosos las despreciarán; que
no entrarán tumultuosamente ni partirán iracundos; que no despo­
jarán, sino reformarán las iglesias; que no vaciarán la bolsa de los
fieles, sino que más bien estudiarán la forma de fortalecer sus cora­
zones y purificarlos de sus manchas; que serán celosos de su buen
nombre sin envidiar la fama de los demás; los cuales veréis que
poseen el amor y el hábito de la oración, confiando en ella más que
en su trabajo y desvelos; cuya llegada traerá la paz y cuya marcha
dejará tristeza; cuya palabra será edificante, cuya vida será un
modelo de justicia, cuya presencia dará alegría y cuyo recuerdo será
bbndito; que se harán querer no tanto por sus palabras como por
sus hechos y provocarán el asombro de los hombres más con grandes
acciones que con alardes magnificentes; que serán humildes con los
humildes e inocentes con los inocentes (Ps 17, 26) y que, sin embargo,
reprenderán severamente al obstinado, doblegarán al malvado y ‘darán
su merecido al orgulloso’ (Ps 93, 2); que no se apresurarán a enri­

618
SAN BERNARDO

quecerse ellos y sus subordinados con la dote de la viuda 2 y el patri­


monio del Crucificado, sino que darán gratuitamente lo que gratuita­
mente han recibido (Mt 10, 8), gratuitamente ‘practicarán justicia a
los oprimidos’ (Ps 145, 7), ‘venganza sobre las naciones y castigo entre
el pueblo’ (Ps 149, 7); que parecerán haber recibido de vuestro espí­
ritu, como los setenta ancianos del espíritu de Moisés (Núm 11, 17),
por medio del cual, estéis ausente o presente, ellos trabajarán para
agradar a Dios (2 Cor 5, 9) y a vos; que regresarán siempre de sus
misiones de legados cansados de hacer el bien, mas no cargados de
botín, gloriándose, no por haber traído a casa consigo lo más precioso
y lo más curioso que hallaron en los países que visitaron, sino por
haber dado paz a las naciones, leyes a los bárbaros, tranquilidad a
los monasterios, orden a las iglesias, disciplina al clero, y ‘un pueblo
aceptable y celoso en la práctica de las buenas obras’ (Cit. II, 14) a
Dios”.

CÓMO DEBE EL PAPA TRATAR A SUS DOMÉSTICOS

El Papa debe encomendar el cuidado de su casa y de sus tem­


poralidades enteramente a un mayordomo en cuya sabiduría y fide­
lidad pueda confiar por completo:
“Hay algunas cosas que tendréis que hacer vos sólo, otras en que
tendréis que cooperar con vuestros subordinados y, en fin, hay otras
que deberéis dejar exclusivamente a estos últimos. Me parece que
vuestros asuntos domésticos pertenecen a la tercera de estas catego­
rías. Es decir, que deben ser confiados enteramente al cuidado de
otros. Pero si el mayordomo no es fiel os defraudará y se defraudará
a sí mismo si no es sabio. En consecuencia, tenéis que buscar un
‘mayordomo fiel y sabio’ a quien podáis encomendar vuestra familia
(Le 12, 42). Pero hay una cosa que le es más necesaria y sin la cual
él no servirá de nada, esta cosa es la autoridad. Pues ¿de qué sirve
que sepa cómo disponerlo todo de la mejor manera posible y que
tenga la buena voluntad de obrar de acuerdo con su conocimiento,
si le falta autoridad para hacer lo que él sabe que se debe hacer y
desea que se haga? Por consiguiente, se le debe permitir obrar como
guste. Si os parece irrazonable el permitir a un subordinado esta liber­
tad de acción, recordad que se le supone fiel y, en consecuencia,
dispuesto a hacer lo que es debido; recordad también que se le

3 También estas palabras, como observa Mabillon, son reproducidas


por el Concilio de Trente en su decreto de reforma (ch. í, s. xxv). La viuda
es, desde luego, la Iglesia.

619
AILBE J. LUDDY

supone prudente y, en consecuencia, que conoce lo que es recto. Pero


su fidelidad y prudencia pueden servir de poco a no ser que tenga
poder para realizar sus planes sin impedimento y para exigir pronta
obediencia a los miembros de vuestra casa. De aquí que todos deban
estar sujetos a él y que no tenga que haber nadie que se oponga a
su voluntad ni le pida cuentas. Concededle autoridad para excluir
y admitir al que le plazca, para cambiar los domésticos y para hacer­
les pasar de un cargo a otro como le parezca bien... No escuchéis
ninguna acusación secreta contra él, sino más bien tratadla como si
fuera una calumnia. Y quisiera recomendaros como regla general
el que sospechéis de todo acusador que tema decir en público lo que
susurra a vuestro oído. Pero si todavía se niega a hacer una denuncia
pública cuando creáis necesario que debe hacerla, tratadlo como un
calumniador, no como un acusador.
”Pero si acontece que no podéis encontrar un hombre fiel y
prudente, confiad el cargo al que sea fiel sin ser prudente antes que
al que sea prudente sin ser fiel. Estimo que ese es el mejor camino.
Sin embargo, si fuese imposible encontrar un mayordomo cuya fideli­
dad no ofrezca sospechas, os aconsejo que os contentéis incluso con
uno que sea menos fiel antes que embrollaros en quehaceres innume­
rables. Recordad que Judas fue el apoderado de Cristo. ¿Puede haber
algo menos digno de un obispo que ocuparse de cuestiones de econo­
mía doméstica, preocupándose de su mobiliario y de la administra­
ción de su miserable renta, preguntándolo todo, atormentado por la
sospecha, turbado por cualquier caso de pérdida o negligencia? ¡ Hablo
para vergüenza de ciertos prelados que tienen la costumbre de hacer
un examen diario de todas sus posesiones, sin dejar pasar nada y
pidiendo cuenta, hasta el último céntimo, de los gastos! ¡Cosa ex­
traña! Hoy día los obispos pueden encontrar más personas de las
que necesitan calificadas para encargarse por ellos del cuidado de
las almas; ¡pero en su opinión no se puede encontrar a ninguna a
quien puedan confiar con seguridad el cuidado de sus temporalidades!
En verdad, son unos tasadores extraordinarios estos obispos que
manifiestan tanto cuidado por las cosas pequeñas y de poca impor­
tancia y ninguno por las más grandes! De esta manera se ve clara­
mente que nos preocupan más nuestras pérdidas que las pérdidas de
Cristo. Todos los días se exige a los domésticos que rindan cuentas
del precio de las provisiones y del número de panes comprados y
consumidos, pero es muy raro que oigamos hablar de un obispo que
ha consultado con su clero lo que atañe a los pecados del pueblo
Un asno cae bajo su carga y siempre se encuentra alguien a mano

620
SAN BERNARDO

que lo levante; un alma inmortal perece y esto a nadie le importa.”


Respecto a la forma en que el Pontífice debe comportarse con los
miembros de su casa, tenemos las siguientes recomendaciones:
. “Por consiguiente, nombrad a otro, como he dicho, que admi­
nistre las temporalidades, pero encargaos personalmente de la disci­
plina de vuestra casa: esta es una responsabilidad que no se puede
confiar a ningún subordinado. Si alguien os ofendiera en vuestra pre­
sencia con un lenguaje o un comportamiento irrespetuoso, castigadlo
inmediatamente y vengad el insulto a vuestro honor. Pues la impunidad
estimula a la presunción y la presunción conduce a toda clase de
excesos. No consintáis que aparezca nada impropio o inadecuado en
el rostro, en el aspecto o en la conducta de aquellos con quienes
vivís. El sacerdote de vuestra casa tiene que ser o un modelo o un
escándalo y un objeto de burla para todos... Sin embargo, no qui­
siera que os mostrarais austero en los modales, sino solamente grave.
La austeridad suele repeler al tímido, mientras que la gravedad vuelve
cuerdo al frívolo. La presencia de la primera disposición os haría
odioso, la ausencia de Ja última os haría despreciable. En ésta,
como en todas las demás cosas, haréis mejor en observar moderación.
En consecuencia, evitad tanto la severidad excesiva como la excesiva
ligereza. ¿Qué puede ser más agradable que aquellos modales igual­
mente alejados de la rigidez que hiela y de la familiaridad que pro­
duce desprecio? Sed el Papa en palacio, pero en el hogar entre vues­
tros domésticos mostraos más bien como un padre. Haceos amar, a
ser posible, por los miembros de vuestra casa, en otro caso haced que
os teman. Es siempre bueno estar en guardia con lo que se dice, pero
sin que ello excluya la gracia y la afabilidad.

Resumen de las virtudes necesarias


en el Romano Pontífice

”En consecuencia, os aconsejo que seáis siempre circunspecto en


el hablar, pero especialmente en la mesa. Pero si deseáis regular
vuestro exterior de la mejor manera posible, procurad que vuestra
conducta sea siempre grave, vuestro rostro benigno y vuestra conver­
sación seria. Vuestros capellanes y los demás clérigos que suelen
ayudaros en todas las funciones sagradas tienen que ser honrados y
a vos os corresponde elegir a los que sean dignos de recibir honores.
Deberán ser servidos por todos los domésticos tan respetuosamente
como lo sois vos mismo. Deberán recibir de vuestra mano todo lo
necesario; habrán de contentarse con lo que vos les dais, mientras

621
AILBE J. LUDDY

que a vos os corresponde procurar que no les falte nada. Pero si


vieseis alguna vez que alguno de ellos no está satisfecho de ello y
anda buscando propinas de extraños, castigadlo como Elíseo castigó
a Guejazi (2 Reg 5, 20-27). Y vos debéis tratar a los ujieres y a
todos los demás funcionarios exactamente de la misma manera que
a vuestros capellanes. Pero estos consejos son superfinos. Pues re­
cuerdo que vos adoptasteis hace tiempo como regla de conducta lo
que aquí os recomiendo. ¿Qué podría ser más digno de vuestro
pontificado, más saludable para vuestra conciencia, más honorable
para vuestra fama o más útil como precedente? Admirable regla, la
cual no sólo preserva a vuestra conciencia del delito de avaricia,
sino que también defiende a vuestra reputación contra la sospecha de
este vicio.” Antes de pasar al quinto libro, que se ocupa de las cosas
que están por encima del Pontífice, el santo resume las enseñanzas de
los libros precedentes en el conocido pasaje que transcribimos a
continuación:
“Recordad sobre todas las cosas que la santa Iglesia romana, de
la cual Dios os ha hecho legislador, es la madre no la dueña de las
demás iglesias y que vos no sois el amo y señor de los obispos, sino
uno de ellos3, el hermano de los que aman a Dios y ‘un copartícipe
de todos los que Le temen’ (Ps 118, 63). En cuanto a lo demás,
consideraos obligado a ser el modelo de la justicia, el espejo de la
santidad, la muestra de la piedad, el oráculo de la verdad, el defensor
de la fe, el doctor de las naciones, el guía de los cristianos, el
amigó del Esposo, el paraninfo de la Esposa, el regulador del clero,
el pastor del pueblo, el instructor de los ignorantes, el refugio de
los oprimidos, el abogado de los pobres, la esperanza de los misera­
bles, el tutor de los huérfanos, el protector de las viudas, el ojo de
los ciegos, la lengua de los mudos, el sostén de los ancianos, el
vengador del delito, el terror de los malhechores, la gloria de los
buenos, el azote de los poderosos, el martirio de los tiranos, el
padre de los reyes, el modelador de las leyes, el administrador de
los cánones, la sal de la tierra, la luz del mundo, el sacerdote del
Altísimo, el vicario de Cristo, el ungido del Señor y finalmente el
Dios de Faraón.”

3 La primacía del Papa es. una primacía de jurisdicción no de órdenes.


Con respecto al poder de órdenes todos los obispos son iguales, todos po­
seen igualmente la plenitud del sacerdocio.

622
CAPITULO XL

SOBRE LOS ANGELES

LOS NUEVE COROS DE ÁNGELES Y LAS FUNCIONES


PROPIAS DE CADA UNO DE ELLOS

Al hablar de las cosas que están por encima del Pontífice Ber­
nardo se refiere a Dios y sus ángeles santos. A estos últimos les dedica
dos capítulos de maravillosa sutileza y sublimidad. He aquí cómo ex­
plica las funciones y perfecciones propias de cada coro:
“Sabemos por la Sagrada Escritura y lo creemos por la fe que
la ciudad, celestial está poblada por espíritus, finitos, poderosos,
gloriosos, muy felices, distintos por sus personalidades, dispuestos
por orden de dignidad, conservando siempre los lugares asignados a
ellos desde el principio, perfectos en sus diversas especies, dotados de
vida inmortal, impasibles, no por la creación, sino en virtud de un
don gratuito, es decir, no por naturaleza, sino por gracia, puros de
pensamiento, benévolos en inclinación, fervientes en piedad, inmacu­
lados en castidad, unidos en sentimiento, establecidos en paz, depen­
diendo para su existencia de la voluntad de Dios y enteramente con­
sagrados a su alabanza y servicio... Angeles, Arcángeles, Virtudes,
Poderes, Principados, Dominaciones, Tronos, Querubines y Serafines
éstos son los nombres de los coros celestiales. Pero ¿qué significan
estos nombres? Seguramente no vamos a creer que no hay diferencia
más que en el nombre entre estos espíritus; por ejemplo, entre los
llamados simplemente Angeles y los llamados Arcángeles.

623
AILBE J. LUDDY

”Por consiguiente, supongamos—a menos que vos sugiráis algo más


plausible—que el nombre de Angeles se da a ese orden de espíritus ben­
ditos que, como sabemos, están destinados a vigilar a los hombres, uno
por cada hombre, ‘siendo enviados’, como dice el apóstol, ‘a ministrar
a aquellos que recibirán la herencia de la salvación’ (Heb 1, 14). De
estos habla el Señor cuando Él nos dice que los Angeles ven siempre
el rostro de su Padre (Mt 18, 10). Supongamos que los inmediatos
sobre los Angeles son los Arcángeles, los cuales, como confidentes
de los más secretos consejos de Dios, son enviados solamente a la
tierra con embajadas especiales de gran importancia. Así leemos
(Le 1, 26) cómo el glorioso Arcángel San Miguel fue enviado a la
Virgen María con la misión más importante que se puede concebir.
Sobre éstos coloquemos las Virtudes, las cuales, por su voluntad o
actividad obran signos y prodigios en los elementos y con la concu­
rrencia de ellos exhiben esos signos y prodigios para advertencia de
los mortales. Y quizá esta es la razón por la cual el Señor después
de decir: ‘Habrá signos en el sol, en la luna y en las estrellas’,
añadió casi inmediatamente: ‘Pues las Virtudes (virtutes) del cielo
serán movidas’ (Le 21, 25-26), como si Él quisiera dar a entender que
estos son los espíritus que elaboran los signos. Supongamos que a
continuación de las Virtudes en orden de dignidad vienen los Poderes,
por cuya acción los poderes de las tinieblas son dominados y ‘el
príncipe de la potencia del aire’ (Eph 2, 2), contenido, de forma que
su maldad no pueda dañamos tanto como él desea, ni hacemos otro
mal que aquel que en último término redunde en nuestro beneficio.
Sobre los Poderes están colocados los Principados, los cuales con su
sabiduría y autoridad establecen, gobiernan, limitan, transfieren, al­
teran o destruyen cualquier principalidad que exista sobre la tierra.
"Creamos que las Dominaciones se hallan tan por encima de los
coros precedentes, que con respecto de ellos, son todas ‘espíritus pro­
tectores’, y que dependiendo de ellas, como de verdaderos señores, se
ejerce la autoridad de gobierno de los Principados, el protectorado de
los Poderes, las operaciones portentosas de las Virtudes, el cargo de
embajadores de los Arcángeles y la tutela y providencia de los An­
geles. En cuanto a los Tronos, podemos conjeturar que se hallan ele­
vados sobre las Dominaciones y separados de las mismas por un
intervalo igual de ancho y deben su nombre al hecho de que están
sentados; y la razón de que estén sentados es que el Señor está sen­
tado sobre ellos. Pues evidentemente Él no podría sentarse sobre
ellos a menos que estuviesen sentados. Acaso preguntéis qué hemos
de entender por este sentarse de los Tronos. En mi opinión significa

624
SAN BERNARDO

la tranquilidad más perfecta, la serenidad más plácida y una ‘paz


que sobrepasa toda comprensión’ (Phil 4, 6). Pues tal es el que está
sentado sobre los Tronos, el Dios de los ejércitos, que juzga todas
las cosas con placidez, muy pacífico, muy tranquilo, muy sereno. Y
de la misma manera que Él es en Sí mismo, ha hecho a esos espíritus
bienaventurados en quienes se digna sentarse.
"Todavía más elevados podemos suponer a los Querubines, que
se sacian de la misma fuente del conocimiento, incluso de la boca
del Altísimo, y comunican las aguas de la sabiduría a todos los demás
habitantes del cielo Y es a esto a lo que el profeta alude cuando
dice: ‘La corriente del río alegra a la ciudad de Dios’ (Ps 45, 5).
Respecto a los Serafines, finalmente, creamos que son espíritus celes­
tiales completamente inflamados en el amor divino, cuya misión es
encender el mismo fuego en todos sus conciudadanos, de forma que
cada uno de ellos se convierta en una luz ardiente y brillante, que
arde con la caridad y brilla con el conocimiento 12.”
En estas funciones y perfecciones angélicas tenemos una bellísima
revelación de Dios:

1 Tenemos aquí la doctrina de la “iluminación” angélica. Para una ex­


posición completa de esta doctrina remitimos al lector a SuÁtez en su obra
De Angelis, I. V, cc. XI-XV. En otra parte—en el Sermón V sobre el Can­
tar de los Cantares—el doctor santo explica extensamente la forma en que
los ángeles adquieren sus ideas y demuestra que para este propósito no ne­
cesitan ni cuerpos ni órganos sensitivos:
“Los espíritus bienaventurados arriba citados, sin la ayuda de un cuerpo
y sin la intuición de los objetos perceptibles a los sentidos, tan sólo por la
mera espiritualidad y sutileza de sus naturalezas inmortales, son capaces de
comprender las cosas más elevadas y de penetrar las más profundas. Evi­
dentemente el apóstol se dio cuenta de esto, porque después de decir: ‘Las co­
sas invisibles de Dios se ven claramente, siendo entendidas por las cosas
que están hechas’; añadió inmediatamente: ‘por la criatura del mundo’
(Rom., 1, 20), es decir, de la tierra (mundi). De esta manera él insinúa que
esto mismo no es verdad respecto de las criaturas del cielo. Pues estos obje­
tos de contemplación hasta los cuales el espíritu humano, encerrado como
está en la carne y habitando aquí abajo, se esfuerza por elevarse poco a
poco y paso a paso a partir de la consideración de las cosas materiales, estos
objetos son alcanzados rápida y fácilmente por los ciudadanos angélicos del
paraíso, debido a su sublimidad y agudeza nativas, sin ninguna dependencia
de las facultades corpóreas, sin ninguna ayuda de los miembros corporales,
sin ninguna experiencia de los objetos sensibles. ¿Por qué los ángeles bie­
naventurados habían de buscar en los cuerpos esas comunicaciones espiritua­
les que ellos pueden leer directamente en el libro de la vida sin ninguna
contradicción y también entender con facilidad? ¿Por qué habían de traba­
jar con el sudor de su frente para separar el grano de la paja, prensar el
vino de las uvas o el aceite de las olivas cuando tienen una abundancia e
incluso una superabundancia de estas cosas a su inmediata disposición? ¿Quién,
teniendo lo suficiente en casa mendigaría su pan de puerta en puerta? ¿Quién
cavaría un pozo y buscaría laboriosamente el agua en las entrañas de la tie­
rra mientras que una fuente abundante y natural derramaba sus límpidos te­
soros a sus pies con generosidad inextinguible?”
2 Para un estudio más amplio de este tema, véase el sermón XIX sobre
el Cantar de los Cantares.

625
AILBE J. LUDDY

“¡Oh, Eugenio, cuán bueno es para nosotros estar aquí! (Mt 17, 4).
¡Pero cuánto más feliz será nuestra suerte si se nos permite ascender
con todo nuestro ser ahí donde ya hemos llegado con una parte de
éste! ‘He pedido al Señor una cosa que yo busco: que pueda habitar
en la casa del Señor todos los días de mi vida a fin de que me sea
posible ver las delicias del Señor y visitar Su templo sagrado’ (Ps 26, 4).
Pues ¿no se permite a los que entran en ese templo contemplar en
él el mismo corazón de Dios? ¿No se nos otorgará allí ‘el probar lo
que es bueno y aceptable y la perfecta voluntad de Dios’ (Rom 12, 2),
bueno en sí mismo, aceptable en sus efectos, perfecto para los perfectos
y para aquellos que no buscan nada fuera de ello? Allí se expondrá
a nuestra vista las mismas entrañas de la misericordia divina. Allí
Dios nos pondrá de manifiesto sus ‘pensamientos de paz’ (1er 29, 11)
y las riquezas de su salvación y los misterios de su buena voluntad y
los secretos de su benignidad, que ahora están velados para nuestros
ojos mortales y que además son objeto de sospechas incluso para los
elegidos. Esta ocultación de los consejos divinos nos es ahora nece­
saria, no vaya a ser que dejemos de temer antes de haber alcanzado
la capacidad para el amor perfecto.
”Allí también contemplaremos en los espíritus llamados Serafines
cómo ama quien tiene que ser Él mismo el único motivo de su amor
y quien no odia ninguna de las cosas que Él ha hecho (Sap 11, 25)
como Él protege, como Él mejora, cómo Él abraza a los que Él ha
creado para salvarles, cómo el fuego de su caridad consume en sus
elegidos los pecados de su juventud y el lastre de su ignorancia y de
esta manera les hace enteramente puros y muy dignos de su amor.
Veremos en los Querubines, cuyo nombre significa plenitud de cono­
cimiento, que ‘el Señor es Dios de todo el conocimiento’ (1 Sam 2, 3).
El cual entre todos los seres es el único que no ignora más que la
ignorancia. El cual es todo Luz y no admite la menor amistad con
las tinieblas. El cual es todo Ojos y unos Ojos que no pueden ser
nunca engañados porque están siempre abiertos. El cual no depende
de ninguna luz fuera de Sí mismo que Le permita ver, siendo no
solamente el Ojo que ve, sino también la Luz que le permite ver 3.
”En los Tronos veremos el escaso motivo que tiene la inocencia
para temer al Juez que está sentado sobre ellos y el cual no quiere
engañar lo mismo que Él no puede ser engañado, porque es a la vez

3 “Qui solus solam nesciat ignorantiam; qui totus sit lux et tenebrae in
eo non sint ullae; totus sit oculus et qui _minime fallitur guia minime clau-
ditur; qui extra se non quaerat lumen cui admoveatur ut videat: ipse qui
videt, ipse unde videt.” Esto nos dará una idea del poder de condensación del
santo.

626
SAN BERNARDO

Amor infinito e infinita Sabiduría. Tampoco está Él sentado sin motivo,


pues esto simboliza la tranquilidad de sus juicios. ‘Que mi juicio
brote de tu rostro, oh, Señor’ (Ps 26, 2), en quien mora siempre el
amor, a quien el error y la perturbación no tienen acceso.

Cada coro expresa un atributo divino especial


QUE, SIN EMBARGO, SE ENCUENTRA EN DlOS
EN GRADO INFINITAMENTE MÁS ELEVADO

”Las Dominaciones nos mostrarán lo grande que es la majestad


del Señor que gobierna por su sola voluntad y cuyo imperio no tiene
otros límites que los de la eternidad y la universalidad. En los Prin­
cipados nos será dado contemplar aquel principio del cual todas las
cosas proceden y todo el universo depende girando como una puerta
sobre sus goznes. Contemplaremos en los Poderes lo enérgicamente
que el supremo Legislador de todo protege a los que Él gobierna,
restringiendo y rechazando los poderes contrarios. En las Virtudes
se nos pondrá de manifiesto que aquella divina virtud 4 la cual está
igualmente presente en todas partes, conservando la existencia de
todas las cosas, vivificante, eficaz, invisible e inmóvil, pero al mismo
tiempo moviendo beneficiosamente y sosteniendo firmemente todo lo
que es; cuyos afectos menos familiares en la creación visible solemos
llamar milagros o prodigios. Finalmente, veremos y admiraremos en
los Angeles y Arcángeles la verdad y el cumplimiento de lo que está
escrito: ‘Pues tiene cuidado de vosotros’ (1 Pet 5, 7), El que no
cesa de alegramos con las visitas de los príncipes celestiales tan gran­
des y sagrados, de ilustrarnos con sus instrucciones, de advertirnos con
sus sugestiones y de consolamos con su ayuda continua.”
Sin embargo, la actuación divina no es como la angélica, sino infi­
nitamente más independiente y perfecta: “Todas estas gracias y
prerrogativas manifiestas en ellos, las deben los coros angélicos a
Aquel a quien ellos deben su existencia, ‘uno y el mismo Espíritu que
se divide entre todos de acuerdo con su voluntad’ (1 Cor 12, 11).
Todas estas operaciones obra Él en ellos y también Él les permite
obrar, pero de una manera diferente. Así, los Serafines queman, pero
con el fuego de Dios, o más bien con el fuego que es Dios. Su atributo
distintivo es la intensidad de su amor; sin embargo, ellos no aman ni
tan intensamente como Dios ni de la misma manera. Los Querubines

4 El nombre de cada coro angélico denota una participación en alguna


perfección que se halla en Dios como, por ejemplo, el nombre de Virtudes
denota una participación en la virtud divina.” Santo Tomás, Sum. Theol.,
I, q. CVIH, a. V.

627
AILBE I. LUDDY

brillan y son preeminentes en el conocimiento; sin embargo, poseen


la verdad sólo por participación y, por consiguiente, no la poseen ni
de la misma manera ni con la misma plenitud con que es poseída por
Aquel que es la Verdad por Esencia. Los Tronos están sentados, pero
ellos lo deben a la condescendencia de quien está sentado sobre
ellos. Ellos también juzgan con tranquilidad, pero no en la medida
ni de la manera de Aquel que es la Paz pacificadora, la Paz ‘que
sobrepasa toda comprensión’ (Phil 4, 7). Las Dominaciones ejercen
dominio, pero dependiendo del único Señor Supremo a quien al mismo
tiempo sirven humildemente. ¿Y qué es su dominio comparado con el
dominio soberano, singular y sempiterno que le pertenece? Los Prin­
cipados gobiernan como Él lo hace, pero también son gobernados por
Él y de tal manera que perderían el poder de gobernar en el mo­
mento en que dejasen de ser gobernados. El poder es la perfección
característica de los Poderes. Pero Aquel de cuya generosidad han
recibido su poder es también poderoso y más poderoso que ellos:
en verdad sería más propio llamarle poder que llamarle poderoso.
Las Virtudes, de acuerdo con su oficio y especial eficacia, se esfuerzan
por renovar los prodigios a fin de arrancar a los corazones de los
hombres de su estado de letargo. Pero es la virtud divina que mora
en ellas la que ‘hace las obras’ (loh 14, 10). No es que ellas no
trabajen, pero en comparación con la actividad divina la suya es como
si no existiera. Pues tan grande es la diferencia entre su parte y la
de Dios que el Salmista, dirigiéndose al Señor, Le dice, como si Él
fuese el único agente: ‘Tú eres el Dios que obra maravillas’ (Ps 76, 15)
y en otra parte dice cantando de Él: ‘el Unico que hace grandes
maravillas’ (Ps 125, 4). Los Angeles y Arcángeles, finalmente, se
hallan cerca para ayudarnos. Pero más cerca todavía se halla el que
no solamente está a nuestro lado, sino que mora en nuestras almas.”
Los ángeles también pueden estar presentes en nuestras almas,
pero no tan íntimamente ni de la misma manera que Dios:
“Pero acaso se diga que los ángeles también pueden morar dentro
de nosotros. Esto no lo niego. Pues recuerdo lo que está escrito: ‘Y
el ángel habló dentro de mí y me dijo’ etc. (Zach 1, 14). Sin embargo,
hay una gran diferencia entre el modo de presencia interior que le
es posible a un ángel y el que es propio a Dios. El ángel está presente
para el alma no como obrando el bien en ella, sino meramente como
sugiriendo buenos pensamientos; no como haciéndola virtuosa, sino
sólo como incitándola a la virtud. Pero la divina estancia en el inte­
rior afecta al alma inmediatamente por medio de una infusión y
comunicación de la propia sustancia divina, de forma que se puede

628
SAN BERNARDO

decir que Dios es un sólo espíritu con nosotros, aunque no una sola
persona ni una sola sustancia. De aquí que diga el apóstol: ‘El
que está unido al Señor es un solo espíritu’ (1 Cor 6, 17). En conse­
cuencia, el ángel está más bien con el alma, pero Dios está verda­
deramente en ella. El ángel está presente como compañero íntimo
del alma, Dios como su vida.
”Por consiguiente, de la misma manera que el alma ve con los
ojos, huele con la nariz, gusta con el paladar, toca con todas las partes
del cuerpo, Dios exhibe diferentes operaciones con los diferentes coros
angélicos, con los Serafines, por ejemplo, se revela como amante,
con los Querubines como inteligente, y manifiesta otros aspectos de su
vida con los demás, de modo que ‘la manifestación del Espíritu se
da a cada cual para provecho’ (1 Cor 12, 7). ¿Qué es entonces Aquel
cuyo nombre está tan constantemente en nuestros labios y cuyo Ser
está tan remoto de nosotros? 5 ¿Cómo se explica que mientras que
hablamos de Él tan familiarmente, Él permanece oculto en su majes­
tad, completamente fuera del alcance tanto de nuestra vista como de
nuestras inclinaciones? Escuchad lo que Él dice de Sí mismo, hablando
de sus criaturas mortales: ‘Lo mismo que los cielos están más altos
que la tierra, mis caminos son más elevados que vuestros caminos, y
mis pensamientos, que vuestros pensamientos’ (Is 55, 9). Se dice que
amamos e igualmente que Dios ama y hay otros muchos actos y atri­
butos de los que igualmente se dice que son comunes a Dios y a
nosotros. Pero Dios ama como Caridad, conoce como Verdad, juzga
como Equidad, domina como Majestad, gobierna como Principado,
protege como Salvación, obra como Poder, se revela como Luz,
ayuda como Amabilidad. Todas estas operaciones pertenecen tam­
bién a los ángeles e incluso a los hombres, pero de un modo muy
inferior. Pues pertenecen a las criaturas, no en virtud del bien que
ellas son, sino por razón del Dios en que participan.”

El nombre de Dios

El doctor santo llega ahora a la parte más difícil de su tema; la


consideración del Ser y de los atributos de Dios, que él trata con
una sublimidad de pensamiento y una magnificencia de lenguaje difí­
cilmente igualadas:

5 Es decir, remoto de nuestra experiencia sensible, como “habitando en


una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver”. (1 Tim.,
6, 16). Pero el mismo apóstol nos asegura que ‘Él no está lejos de cada
uno de nosotros, pues en Él vivimos y nos movemos y somos’ (Act, 7, 27-28).

629
AILBE J. LUDDY

“Ascended ahora con el pensamiento al mundo de los espíritus


creados, si acaso os es otorgado el decir con la Esposa en el Cantar
de los Cantares: ‘Cuando había pasado un poco más allá de ellos,
encontré a Aquel que ama mi alma’ (Cant 3, 4). Pero ¿quién es Él?
No puedo contestar mejor a esta pregunta que diciendo que Él es quien
es. Pues éste es el nombre que Él deseaba que se le diera; éste es
el nombre que Él mismo reveló cuando mandó a Moisés anunciar al
pueblo hebreo: ‘El que es me ha enviado a vosotros’ (Ex 3, 14). Y
es un nombre muy apropiado. ¿Cuál otro podría expresar tan propia­
mente la eternidad que es Dios? Podéis hablar de Él como grande,
bueno, feliz o sabio; podéis predicar de Él cualesquiera otras per­
fecciones que os plazcan; sin embargo, en esta palabra única podéis
resumirlo todo cuando decís de Él que Él es. Pues para Él ser es ser
del todo perfecto. Por consiguiente, aunque le atribuyeseis mil de
estos atributos, no podríais ir nunca más allá de lo que su existencia
implica. No aumentáis nada a ella por expresarlos, ni le quitáis nada
por omitirlos. Ahora bien, si consideráis bien este Ser único y sobe­
rano, ¿no parece que todo lo que es distinto de Él es en comparación
más bien no ser que ser?
"Repito: ¿qué es Dios? Aquello sin lo cual nada es. Es comple­
tamente imposible que ninguna otra cosa exista sin Él, como que
Él exista sin Él mismo. Pues Él existe no sólo por Sí mismo, sino
también por todas las demás cosas que es. Y, por consiguiente, pode­
mos decir, al menos en cierto sentido, que sólo existe Aquel que es
a la vez su propia existencia y la existencia de todo lo que está fuera
de Él.

Dios como primer principio de todas las cosas

”¿Qué es Dios? Él es el Principio. Este nombre también se ha dado


Él mismo (loh 8, 25). El nombre de principio se aplica a muchas
cosas en el universo y siempre en relación con lo que procede de ellas
en cierto modo. Pero cuando descubrimos o consideramos alguna
otra cosa de la que estos principios han procedido, es a esta y no a
aquellos a la que damos el nombre de principio. Por consiguiente, si
buscáis el principio verdadero y absoluto, veréis necesariamente que
es algo que no tuvo principio. Ahora bien, es evidente que ese ser que
no tuvo principio es el principio de todo lo demás. Pues si hubiese
tenido principio, habría empezado manifiestamente a partir de algún
antecedente, porque nada empieza a partir de sí mismo. A menos que
alguien sostenga acaso que lo que todavía no había tenido existencia

630
SAN BERNARDO

pudiera haberse hecho empezar a sí mismo o que existiera antes de


que fuese. Pero puesto que ninguna de estas hipótesis las aprueba la
recta razón, tenemos que decir que nada puede ser para sí mismo el
comienzo de la existencia. Ahora bien, aquello que tuvo su principio
a partir de un ser antecedente no es en modo alguno el primer ser.
En consecuencia, el principio verdadero y absoluto no ha tenido ningún
principio y todas las otras cosas han empezado a partir de él.

El está sobre las condiciones


DE TIEMPO Y ESPACIO

”¿Qué es Dios? Un Ser para el cual el tiempo no tiene ni futuro


ni pasado y que, sin embargo, no es coetemo con Él.
”¿Qué es Dios? Aquel ‘del cual y por el cual y en el cual son
todas las cosas’ (Rom 11, 36): del cual son todas las cosas, pero por
la creación de la nada, no por emanación o por producción de algo
preexistente; por el cual son todas las cosas, porque tenemos que
creer que Aquel que es el primer Autor es igualmente el Hacedor de
todo G; en el cual son todas las cosas, pero no como en un lugar, sino
como en una virtud o poder. Del cual son todas las cosas, como pro­
cedentes de un Principio y de una Fuente común para todas; por el
cual son todas las cosas, no sea que vayamos a suponer que la ma­
teria creada por un solo Principio recibió forma y figura de otro; en
el cual están todas las cosas, porque el espacio no tiene que ser con­
cebido como una tercera realidad distinta de Dios y el universo. Ob­
servad que se dice que todas las cosas son a partir (ex) de Él, no de
(de) Él, porque Él no es materia, sino espíritu: Él es la causa eficiente
no la causa material de las cosas. En vano han buscado los filósofos
los elementos con los cuales construyó Dios el universo. Pues Dios no
necesitaba tales elementos; tampoco necesitaba Él ni taller ni arte­
sano. Él por Sí mismo hizo todas las cosas. ¿A partir de qué? A
partir de nada. Pues si Él las hubiera hecho de algo preexistente,
entonces Él no habría hecho ese algo y, en consecuencia, no se podría
decir con verdad que Él ha hecho todas las cosas. Sería absurdo e
impío imaginar que una multitud tan grande de cosas, buenas sin
duda alguna pero sujetas a corrupción, han sido producidas por Él
de su propia Sustancia incorrupta e incorruptible. Pero acaso pre­
guntéis: ¿Si todas las demás cosas están en Él, dónde está Él? No

6 Parece que ésta es una alusión al error de los gnósticos, los cuales
sostenían que el universo visible fue hecho no por Dios directamente, sino por
una criatura de Dios a quien llamaban el Logos o el Demiurgo.

631
AILBE J. LUDDY

hay pregunta que me sea más difícil contestar. ¿Qué lugar es sufi­
ciente para contener su inmensidad? Quizá me preguntaréis ahora
dónde Él no está. Soy incapaz de daros incluso esta información. Pues
¿qué lugar se puede encontrar donde Dios no está presente? Dios
es incomprehensible para la inteligencia finita. Sin embargo, no habéis
alcanzado poco conocimiento referente a Él si podéis entender esto:
Que Él no está en ninguna parte en el sentido de que Él no está
circunscrito por ningún lugar, y está en todas partes en el sentido
de no hallarse excluido de ningún lugar. Pero en esa manera sublime
e inconcebible que le es propia, así como todas las cosas están
en Él, Él está en todas las cosas. Pues como dice el evangelista:
‘Él estaba en el mundo’ (loh 1, 10). Pero, por otra parte, sabemos que
allí donde Él estuvo antes de la creación del mundo, ha permanecido
Él siempre. No tenemos ninguna necesidad de preguntar dónde estaba
Él entonces. Pues entonces no existía nada más que su bendito Yo.
En consecuencia; Él mismo era el lugar de su existencia.

El ser más grande concebible

”¿Qué es Dios? Aquello que nada más excelente se puede con­


cebir. Si esta definición es aceptable para vos, no tenéis que admitir,
en consecuencia, que haya nada por lo cual Dios exista y que no
sea Dios. Pues eso sería ciertamente más excelente que Dios. ¿Cómo
podía dejar de ser más excelente que Dios, puesto que, según supo­
nemos, no es Dios, pero da a Dios su existencia? Por consiguiente, es
mejor para nosotros reconocer que la Divinidad por la cual se dice
que Dios existe no es nada distinto de Dios. Entonces no hay en Dios
nada distinto de Dios. ‘¡Cómo!—exclamará el hereje—, ¿negáis que
Dios tiene una Naturaleza Divina?’ No, en verdad; pero sostenemos
que Él es lo que Él tiene. ‘¿Negáis que Él es Dios por razón de su
Divinidad?’ No, sino solamente que Él es Dios en virtud de algo
distinto de Sí mismo... Decimos, en verdad, que hay muchas perfec­
ciones en Dios, pero esto se tiene que entender en el verdadero sentido
católico, según el cual lo que es virtualmente múltiple es realmente
uno. Si pensáramos de otra manera, tendríamos en Dios, no una
Trinidad, ni siquiera una cuaternidad, sino una infinita multiplicidad.
Así, por ejemplo, decimos que Dios es grande, bueno, justo y así suce­
sivamente sin parar. Ahora, evidentemente, a menos que consideréis
que todas estas perfecciones son una sola y la misma en Dios y con
Dios, os veréis obligado a reconocer una deidad multiforme.

632
SAN BERNARDO

SU UNIDAD Y SENCILLEZ

"Pero por lo que a mí respecta, puedo fácilmente concebir algo


más excelente que este dios múltiple, ¿Me preguntáis qué es? Es
un Dios que es absolutamente simple. La recta razón prefiere una
naturaleza simple a una compuesta 1. Conozco la contestación que
usualmente se da a esta pregunta. ‘No sostenemos—se me dirá—que
Dios debe su existencia a una multitud de perfecciones, sino solamente
que Él existe en virtud de su Divinidad’. Por consiguiente, se dice que
Dios consta, si no de muchos, por lo menos de dos elementos distin­
tos; y, así, no hemos alcanzado lo absolutamente simple o aquello
que nada más excelente se puede concebir. Pues lo que es compuesto
no se puede llamar simple por razón de una forma única, lo mismo
que la esposa de un marido único no puede ser llamada virgen.
Entonces digo sin temor que incluso esta doble divinidad no será
mi Dios, porque yo tengo uno mejor. Un dios que está constituido por
sólo dos elementos es preferible, lo reconozco, a un dios múltiple,
pero es completamente digno de desprecio comparado con un Dios
simple. Esta simple Divinidad mía es el único Dios a quien un católico
puede adorar. Él no tiene en Sí mismo más de esto y de aquello que
de estos y aquellos. Él es Quien es, no las cosas que son. Puro, simple,
inviolable, perfecto, inmutable, Él no toma nada prestado del tiempo,
nada del lugar, nada de los objetos externos, ni pierde Él para ellos
nada de su Ser. No hay en Él nada susceptible de división en ele­
mentos, tampoco hay elementos capaces de ser combinados para for­
mar una unidad. Es decir, Él es uno simplemente, no uno por com­
posición. No está compuesto de partes como un cuerpo, no tiene
variedad de inclinaciones como un alma, no admite pluralidad de for­
mas como todo lo que es hecho, ni incluso una sola forma, como al­
gunos autores modernos se figuran. “Ascended todavía más arriba, si
podéis, hasta ‘un corazón más alto y Dios será exaltado’ (Ps 63, 7).
Dios es más bien una Forma, pura y subsistente por sí misma, que
algo que posee forma. Similarmente, se le puede describir más propia­
mente como un Afecto subsistente que como algo modificado por el
afecto. Pues no hay ninguna clase de composición en Dios; Él es la
Sencillez absoluta. Él es tan simple como uno; pero Él es uno en

7 Se dice que la composición es una “perfección mezclada”, puesto que


esencialmente encierra la imperfección: la misma pluralidad de partes impli­
ca la insuficiencia de cada una y la dependencia del todo de algún agente
unificador. La sencillez, por el contrario, es llamada “perfección pura”, porque
no hay ninguna imperfección incluida en su idea. Caeteris paribus, por con­
siguiente, una naturaleza simple es más excelente que una compuesta.

633
AILBE J. LUDDY

una forma en que ninguna otra cosa es una; Él es suprema­


mente uno (unissimus) si se me permite la palabra. El sol es uno
en el sentido de que no hay un segundo sol; la luna es una en la
misma forma, porque no hay ninguna otra luna. Dios también es uno
de esta manera, pero Él es uno en otro sentido también. ¿En qué
sentido? Él es uno Consigo mismo. ¿Deseáis que sea más claro?
Él es siempre el mismo, permaneciendo siempre inalterable en uno y
el mismo estado. Ni el sol ni la luna es uno de esta manera. Ambos
proclaman del modo más claro, el primero por sus movimientos, la
última por sus fases, que no son uno consigo mismos. Pero Dios no
es sólo uno Consigo mismo, es igualmente uno en Sí mismo. No
sufre ningún cambio con el transcurso del tiempo, tampoco puede Él
experimentar ninguna modificación de Su sustancia... Sin embargo,
Dios es tres en Personas. Entonces ¿es que contradecimos lo que hemos
dicho de la Unidad de Dios al afirmar la Trinidad? No, sino que
establecemos la Unidad. Decimos que el Padre es Dios, y decimos
que el Hijo es Dios, y decimos que el Espíritu Santo es Dios. Pero
decimos que Ellos son un solo Dios, no tres dioses...
”La fe católica nos obliga a reconocer que las propiedades perso­
nales no son nada distinto de las Personas, y que igualmente las
Personas no son nada distinto del Dios único, la única Sustancia Di­
vina, la única Naturaleza Divina, la única Majestad Divina y Soberana.
Confesemos, por consiguiente, que Dios es tres, pero sin perjuicio de
la Unidad de su naturaleza; digamos que Él es uno, pero sin con­
fundir la Trinidad de Personas; pues las palabras uno y tres, unidad
y trinidad, aplicadas a Dios, no son meras palabras vacías, sino que
tienen una significación verdadera y definida. Acaso algunos me
pregunten ahora cómo puede ser verdad eso que yo declaro que es
un artículo de fe católica. Contesto que se tienen que contentar con
creer firmemente que así es. No es evidente para la razón natural,
pero tampoco es dejado al azar de la opinión, pues nos lo certifica
la infalibilidad de la fe. Es un misterio profundo, que estamos obliga­
dos a aceptar con toda reverencia en vez de intentar penetrarlo. ¿Có­
mo puede haber pluralidad en la unidad y especialmente en una uni­
dad tan perfecta? ¿O cómo puede existir la unidad en la pluralidad?
Escrutar este misterio es temeridad, creerlo es piedad, conocerlo es
vida, sí, vida eterna. Por consiguiente, no contradecimos nuestra
creencia en la Unidad de Dios al afirmar la Trinidad, porque en la
Trinidad de Personas no admitimos ninguna multiplicidad, de la mis­
ma manera que no admitimos ninguna soledad en la singularidad de
la naturaleza. Cuando digo que Dios es uno, no estoy desconcertado

634
SAN BERNARDO

por el pensamiento de la Trinidad, el cual, lo sé, no multiplica la


Esencia, ni la varía, ni la divide. Igualmente cuando hablo de Dios
como tres, no me siento desconcertado por el recuerdo de su Unidad,
pues la Unidad de Sustancia ni excluye ni confunde las distinciones
personales...
"Quizá os impacientaré si continúo preguntando qué es Dios,
tanto porque ya me habéis oído hacer esta pregunta frecuentemente 8
como porque no tenéis esperanza de oír una contestación satisfactoria.
Pero permitidme que os diga, padre santo, que Dios y sólo Dios no
puede ser nunca buscado en vano, incluso cuando no seamos capaces
de encontrarlo. Vuestra propia conciencia os dará la prueba de esto;
pero si no, creed a uno que habla por experiencia, no me refiero a
mí, sino al profeta Jeremías, que dice: ‘El Señor es bueno para los
que esperan en Él, para el alma que le busca’ (Lam 3, 25). ¿Qué es
Dios, entonces? Con respecto al universo, Él es su primer principio
y su último fin; respecto de sus elegidos, Él es su salvación; pero
por lo que se refiere a lo que Él es para Sí mismo, eso sólo Él lo
sabe.
“¿Qué es Dios? La Voluntad Omnipotente, el Poder Benévolo, la
Luz Eterna, la Razón Inmutable, la Beatitud Soberana. El que crea
mentes finitas que participen de su felicidad. El que aguza su sensi­
bilidad a fin de que le sientan. El que atrae su voluntad a fin de que
le deseen. El que expande sus corazones a fin de que tengan espacio
para albergarle. El que las justifica a fin de que puedan merecerle.
El que las inflama con el celo de su gloria. El que las fertiliza a fin
de que puedan dar fruto. El que las dirige por los senderos de la
equidad. El que las inclina a la benevolencia. El que las hace avan­
zar por los caminos de la sabiduría. El que las fortalece en la Vir­
tud, las visita para consolarlas, les ilumina con el conocimiento de la
verdad, las conserva en la vida eterna, las llena de felicidad, las rodea
de paz y seguridad.
”¿Qué es Dios? El castigo de los perversos y también la gloria de
los humildes. Pues Él es la regla viva e inteligente de la equidad,
inflexible e inevitable porque alcanza a todas partes, a la cual no se
puede oponer ninguna maldad sin ser confundida. ¿Y cómo no ha
de ser inevitable que toda cosa hinchada y toda cosa falseada se
estrelle contra esta regla y quede hecha pedazos? ¡Pero ay de aquel

8 Leemos de Santo Tomás que estando de niño en la escuela monacal de


Montecasino, solfa importunar a sus maestros haciéndoles continuamente
la pregunta: “¿Qué es Dios?” No es imposible que esta pregunta la tomase
prestada de San Bernardo cuyas obras eran entonces ampliamente conocidas
y se usaran acaso como libros de texto por los estudiantes de Montecasino.

635
AILBE J. LUDDY

que se alce en el camino de esta Rectitud que no puede doblegarse


ni rendirse, porque es también Fortaleza 1 ¡ Qué puede ser tan opuesto,
tan contrario a la voluntad pervertida como estar siempre esforzán­
dose, siempre luchando contra la Voluntad Divina y siempre en vano?
¡Ay de estas voluntades rebeldes, pues el único fruto de sus esfuerzos
es el dolor de su oposición! ¿Qué mayor miseria que estar deseando
siempre lo que no será nunca? ¿Qué destino puede ser más horrible
que el de una voluntad sujeta a una necesidad tan grande de amar y
de odiar que ya no puede amar ni odiar nada sino de un modo per­
verso o con tanta desventura como malicia? 9 Eternamente le será
negado lo que ambiciona y eternamente tendrá que soportar lo que
odia... ¿Quién ha sido la causa de todo esto? Nuestro justiciero
Señor y Dios quien ‘con los perversos se mostrará perverso’ (Ps 17, 27).
No puede haber concordia alguna entre la voluntad perversa y la
Voluntad que es completamente justa, las dos tienen que estar siem­
pre en discordia. Sin embargo, sólo una de ellas puede sufrir daño y
sería blasfemo suponer que ha de ser la Voluntad de Dios. De aquí
que se dijera a Saúl: ‘Es duro para ti dar coces contra el aguijón’
(Act 9, 5), duro, fijaos, no para el aguijón, sino para el que da coces
contra él.

LUZ QUE ATORMENTARÁ A LOS REPROBOS

”Dios es igualmente el castigo de los impuros. Pues Dios es luz, y


¿qué cosa es tan inadecuada como la luz para las almas impuras y
degradadas? Por consiguiente, está escrito: ‘Todo el que hace el mal
odia la luz’ (loh 3, 20). Pero pregunto: ¿no pueden ellos esconderse
de sus rayos? No, eso es imposible. Pues la luz brilla en todas partes,
aunque no para todos. Brilla en las tinieblas y las tinieblas no la
contienen (loh 1, 5). La luz contempla las tinieblas, porque para ella
brillar es ver; pero no es contemplada por las tinieblas, puesto que
las tinieblas no la contienen. Por tanto, los impuros son vistos para
que puedan ser confundidos, pero no puede ver para que no sean
consolados... ¡Oh, en qué horrible posición se encuentran los réprobos,
eternamente enfrentados, como así lo estarán, con el poderoso torrente
de la justicia inflexible, eternamente expuestos a la luz de la Verdad
desnuda! ¿No es evidente que tienen que estar eternamente aplasta -

9 “Una voluntad obstinada en la malicia sólo puede tender al mal. Aho­


ra bien, los réprobos son obstinados en la malicia. En consecuencia, sus vo­
luntades no pueden ser nunca buenas”. Santo Tomás, Sum. Theol., III,
Suppl. q. XCVin, a. I.

636
SAN BERNARDO

dos, eternamente confundidos? De aquí que leamos en el profeta:


‘Trae sobre ellos el día de la aflicción y con una doble destrucción
destrúyelos, oh, Dios nuestro Señor’ (1er 17, 18).

Largura, anchura, altura y profundidad

”¿Qué es Dios? Largura y Anchura y Altura y Profundidad. He


empleado aquí muchas palabras ; sin embargo, el objeto a que ellas
se refieren es solamente uno. He designado al Dios único de acuerdo
con nuestra manera de concebirle, no como Él es en Sí mismo. Pues
estas distinciones o divisiones le pertenecen no tal como Él existe en
su propia naturaleza, sino solamente como Él es objeto del pensa­
miento humano. Por consiguiente, aunque las palabras son muchas
y son también muchos los modos de buscar, uno es el objeto signifi­
cado por las palabras y uno el objeto buscado. De aquí que la
cuaternidad de nombres dados arriba no indican ninguna división real
en la Sustancia Divina, ni ninguna dimensión física tal como la vemos en
los cuerpos, ni ninguna distinción personal tal como adoramos en
la Trinidad, ni ningún número de propiedades tal como reconocemos
que pertenecen a las Personas divinas aunque no son objetivamente dis­
tintas de las Personas. Pues estas cuatro cualidades, Largura, An­
chura, Altura y Profundidad, cada una separadamente es en Dios lo
que son todas ellas tomadas juntas y todas ellas tomadas juntas
no son más que lo que es cada una separadamente. Pero respecto a
nosotros, debido a que nuestra clase de inteligencia no puede repre­
sentar perfectamente la Divina Sencillez, mientras nos esforzamos por
concebir a Dios como uno, Él se manifiesta a nuestras mentes como
cuádruple. Esta multiplicidad es debida a la intervención de ese cristal
a través del cual y solamente a través del cual se nos permite verle ‘de
una manera oscura’ (1 Cor 13, 12) mientras vivamos aquí abajo. Pero
cuando se nos otorgue el verle cara a cara, entonces lo veremos como
Él es verdaderamente. Tampoco necesitamos tener miedo de que la
vista del alma, ahora tan delicada, será en modo alguno deslumbrada
por la refulgencia y disuelta, por así decirlo, en su primera multipli­
cidad 10 por muy forzadamente que se aplique. Por el contrario, reco­
gerá y concentrará todas sus energías y así se conformará a la unidad
de su objeto, o mejor, a la Unidad que es su objeto, de suerte que el
rostro que contemple será tan único como el Rostro contemplado. De

Es decir, obligada a representar a la Divinidad bajo una multitud de


conceptos inadecuados, como en la vida presente.

637
AILBE J. LUDDY

esta forma se cumplirán las palabras del evangelista: ‘Seremos como


Él porque le veremos como Él es’ (1 loh 3, 2).
"Por tanto, ¿qué es Dios? Contesto: Él es Largura. ¿Y qué
es eso? Eternidad. Hasta tal punto es eternidad que no tiene límites en
absoluto, ni en el espacio 11 ni el tiempo. Dios es igualmente Anchura.
¿Me preguntáis qué es Anchura? Caridad. Esta tampoco está confinada
por ningún límite en Dios, que ama todas las cosas que son y no odia
ninguna de las cosas que Él ha hecho (Sap 11, 25). Por tanto, in­
cluso sus enemigos están encerrados dentro del seno de su caridad.
Tampoco su caridad se satisface con esto, pues se extiende hasta el
infinito, trascendiendo no solamente todo poder finito de afecto, sino
también toda facultad de pensamiento creada. De aquí que el apóstol,
después de mandarnos ‘comprender con todos los santos lo que es la
anchura, la largura, la altura y la profundidad’, nos dice que ‘conoz­
camos también la caridad de Cristo que sobrepasa todo conocimiento’
(Eph 3, 18-19). ¿Qué más diré referente a esta caridad? Es eterna, o
más bien—lo' que acaso es todavía más grande—es la misma eter­
nidad. ¿No veis que la Anchura de Dios es tan grande como su
Largura? Deseo que podáis entender esto: que su Anchura no es sólo
igual, sino idéntica a su Largura, que la una es absolutamente lo
mismo que la otra, de forma que cualquiera de las dos no es menos
que las dos juntas, ni las dos juntas más grandes que cualquiera de
ellas. Dios es Eternidad, Dios es también Caridad; Él es Largura y
Él es Anchura, pero en ambas Él es independiente de todas las rela­
ciones espaciales, en ambas trasciende los estrechos límites del espacio
y el tiempo, pero no por la magnitud de su tamaño, sino por la
libertad de su Naturaleza espiritual. Así, El que ha hecho todas las
cosas dentro de una medida (Sap 11, 21) es Él mismo sin medida; y
aunque Él no tiene medida en Sí mismo, tenemos aquí el modo o
la medida, por así decirlo, incluso de su inmensidad.
“Una vez más: ¿Qué es Dios? Él es Altura y Él es Profundidad.
Como Altura, Él está sobre todas las cosas; como Profundidad, Él
está por debajo de todo. Por Altura hemos de entender el Poder Di­
vino, por Profundidad la Sabiduría Divina. Entre estas dos hay una
relación de correspondencia semejante a la que hay entre Largura
y Anchura: pues sabemos que la Altura es tan inaccesible como
insondable es la Profundidad. San Pablo da testimonio de esto cuando
lanza aquel grito de maravilla y admiración: ‘ ¡ Oh, la profundidad

11 Propiamente hablando, la eternidad no denota sino la duración ilimi­


tada; sin embargo, un Ser eterno, tiene que ser existente por sí mismo y, por
tanto, infinito en toda perfección y sin límites en el espacio.

638
SAN BERNARDO

de las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán


incomprensibles son sus juicios y cuán inescrutables sus caminos!’
(Rom 11, 33). Y también nosotros mismos viendo, aunque oscuramente,
la más absoluta humildad de estas perfecciones en Dios y con Dios,
podemos gritar como el apóstol y decir: ‘¡Oh Sabiduría omnipo­
tente, que alcanzas poderosamente del uno al otro confín! ¡Oh Poder
omnisciente, ‘que dispones de todas las cosas dulcemente!’ (Sap 8, 1).’
La Cosa es una en sí misma, pero es multiforme en sus manifestaciones,
múltiple en sus operaciones. Y esta Cosa única es Largura debido a
su eternidad, Anchura debido a su caridad, Altura debido a su
majestad, Profundidad debido a su sabiduría” l2.

12 Santo Tomás entiende por Anchura la Omnipotencia Divina, pero en


lo demás su exposición de Eph 3, 18, concuerda con la de San Bernardo.

639
CAPITULO XLI

BERNARDO SALVA A FRANCIA

El santo condena el duelo

La pérdida de popularidad debida al desastroso resultado de la


cruzada no produjo en el santo abad el efecto de disminuir nada de
su celo. Al regreso de los cruzados franceses, hacia fines del año
1148, se anunció que se iba a celebrar un duelo después de Pascua
entre el príncipe Roberto, hermano del rey de Francia, y Enrique,
hijo del conde Teobaldo. Bernardo, visitó a Suger, como regente,
para poner fin al escándalo, aun cuando fuese necesario emplear la
fuerza, y para suprimir “esta diabólica costumbre, estos malditos
torneos” que los nobles mencionados y otros nobles intentaban revivir.
“Os podéis imaginar—escribió—en qué condiciones salieron para Je-
rusalén, puesto que han vuelto a su patria en este estado de ánimo.
Después de soportar tantos trabajos y tantos peligros, estos dos
nobles, aprovechándose de la ausencia del rey, desean perturbar la
paz del reino y sembrar la confusión en Francia. Imploro a vuestra
alteza, como primer príncipe del reino, que impidáis este duelo bien
por la persuasión o bien por la fuerza: este asunto concierne a vues­
tro propio honor, concierne a los intereses de vuestra patria y a los
intereses de la Iglesia de Dios.” Su intervención tuvo éxito y en
una cierta posterior felicita al regente por su fidelidad a Dios y al

640
SAN BERNARDO

rey, profetizando que su memoria sería bendecida y admirada por


todas las generaciones venideras.

Conversión del príncipe Enrique


Y UN COMPAÑERO

El año 1149 se destacó por un acontecimiento que dio una vez


más ocasión al santo abad para ejercitar su celo. Entre los religiosos
que servían a Dios en Clairvaux estaba el príncipe Enrique, tercer
hijo de Luis VI. Este fue un día al monasterio, acompañado por un
grupo de caballeros, a consultar a Bernardo sobre algunos negocios
seculares y encomendarse a las oraciones de los monjes. “Espero en
el Señor—contestó el santo—que no moriréis en vuestro estado actual,
sino que pronto aprenderéis por vuestra propia expericiencia cuán
poderosas son las oraciones que solicitáis.” Pocas horas más tarde el
príncipe, ante el asombro de todos y el disgusto de algunos, anunció
su propósito de ingresar en la comunidad. Uno de sus compañeros
en particular, llamado Andrés de París, no pudo ocultar su contra­
riedad. Declaró que Enrique tenía que estar beodo o loco para
pensar en enterrarse vivo en aquel lugar. El príncipe, en lugar de
tomar a mal esta conducta ultrajante, pidió a Bernardo que rezase por
la conversión del caballero. “ ‘Dejadlo solo, pues su alma está angus­
tiada’ (2 Reg 4, 27)—contestó el santo—y no necesitáis preocuparos
por él porque es vuestro.” Y siendo importunado para que al menos
aconsejase a Andrés, dijo: “¿Qué es esto? ¿No os he dicho que es
vuestro?” Andrés se puso más encolerizado cuando oyó esta predic­
ción. Partió al momento lanzando toda clase imprecaciones contra
el monasterio y deseando que a éste se lo tragara la tierra con todos
los ocupantes. Se prometió una compensación: mostraría al abad
como falso profeta, pues Bernardo había profetizado claramente que
él, Andrés, se haría religioso. Aquella misma noche se produjo en
él un cambio maravilloso. Súbitamente se desvanecieron todos los
prejuicios y tan impaciente estaba de ingresar en el claustro de Clair­
vaux que ni siquiera esperó al alba, sino que volvió sobre sus pasos
en la oscuridad.. Tenemos esta narración de la pluma de Geofredo
de Auxerre que la oyó, según nos informa, de labios del propio
Andrés.

La disputa de Beauvais

El príncipe Enrique resultó uñ religioso modelo. Durante algún


tiempo desempeñó el cargo de cocinero de la comunidad. No tenía

641
S. BERNARDO.---- 41
AILBE J. LUDDY

otro deseo que pasar así su vida: como siervo de los siervos de
Dios, “prefiriendo ser un hombre abyecto en la casa del Señor antes
que morar en los tabernáculos de los pecadores” (Ps 83, 11). Pero la
Providencia dispuso las cosas de otra manera. En 1149 el capítulo de
Beauvais le eligió como sucesor del obispo Eudes, fallecido poco
antes. El príncipe recibió la noticia con tal desaliento que Bernardo
no sabía qué aconsejarle hasta que consultó a Pedro el Venerable,
el cual declaró que Enrique tenía que someterse a la voluntad de Dios
tal como había sido manifestada por medio de la elección del capí­
tulo. Esto decidió el asunto. Al tomar posesión de su sede el nuevo
obispo encontró las temporalidades de la misma gravadas con un
oneroso impuesto reclamado por los señores solariegos del distrito en
compensación de los servicios prestados a su predecesor. Anunció
que, siendo injusto este gravamen, no se pagaría más. Los nobles
amenazaron con la violencia y se aprestaron los ejércitos de ambas
partes. El rey Luis, que apoyaba la causa de los adversarios de su
hermano, declaró que arrasaría Beauvais a menos que se sometiera
el prelado, cosa que el obispo Enrique no pensaba hacer porque
estaba fuertemente apoyado por el pueblo. Parecía como si la nación
estuviese a punto de verse envuelta en otra guerra civil. Pero gracias
a Bernardo y a Suger se venció la crisis. Los dos ilustres abades
lograron convencer a ambos contrincantes para que sometieran la
causa al arbitraje de la Santa Sede. Eugenio, después de escuchar
cuidadosamente a ambas partes, decidió en favor de Enrique y su
veredicto fue aceptado por el rey. Bernardo selló el arreglo condu­
ciendo al obispo a la corte y reconciliándolo con su real hermano.

Bernardo protesta contra la elevación


DE SUS MONJES AL CARDENALATO

A principios del año siguiente, 1150, Eugenio promovió al carde­


nalato a tres de los discípulos de Bernardo, a los hermanos Enrique
y Rolando, simples monjes de Clairvaux, y a Hugo, abad de Trois-
Fontaines (Chalons). El santo consideraba al último como uno de
los pilares de la Orden. Hugo era además uno de sus más íntimos
amigos, a quien le gustaba consultar en sus dudas y dificultades. Por
consiguiente, lamentó su traslado a Roma, no sólo como una pér­
dida para el instituto religioso del que era un adorno tan brillante,
sino también como una pérdida personal. Tan pronto como se enteró
de las intenciones del Papa, le envió esta vigorosa protesta: “El abad
de Trois-Fontaines era ‘como un árbol plantado juntó a las aguas

642
SAN BERNARDO

corrientes’ (Ps 1, 3) y siendo un buen árbol producía fruto abundante.


Pero temo que su trasplantación destruirá su fertilidad. Pues vemos
a veces viñas que siendo fructíferas en un sitio se vuelven estériles en
otro; vemos árboles que florecen cuando se plantan por primera
vez y se marchitan al ser trasplantados. Oh, mi corazón quedará
destrozado a no ser que me devolváis mi amigo, pues él y yo estamos
íntimamente unidos. Si nos separáis, los dos viviremos llenos de tris­
teza y dolor. ¡Ay! ¿Cómo voy a poder soportar yo solo la carga
que a duras penas podíamos soportar los dos, si me arrebatáis el
báculo de mi ancianidad? (Tob 10, 4). Pero si la pérdida para mí
personalmente no basta para que desistáis de vuestro propósito,
pensad en el perjuicio que nuestra Orden sufrirá. ¿Es prudente abrir
la puerta a males inevitables en la esperanza de un bien dudoso?
Pero si no obstante estáis completamente decidido a llevar a cabo vues­
tro designio, por lo menos rogad a Dios que envíe un sucesor digno
de Hugo para esta abadía de Trois-Fontaines.”

Diferencias con Roma

La designación de este sucesor fue una dura prueba para el santo


abad. Como “padre inmediato”, es decir, como abad del monasterio
desde el cual Trois-Fontaines fue fundado, Bernardo tenía derecho
de presidir la elección y también (en aquella época) de recomendar a
los votantes un candidato adecuado. Se acordó entre Hugo y Bernardo
presentar a un religioso de elevadas cualidades llamado Nicolás: am­
bos dieron por descontado que la comunidad lo elegiría gustosamente.
Pero ante la sorpresa y desilusión del santo abad, la persona que él
recomendó apenas si obtuvo un solo voto. Un miembro de su pro­
pia comunidad fue elegido en su lugar. Como el elegido no carecía
de ninguna de las virtudes y cualidades necesarias en un superior,
no pudo hacer ninguna objeción razonable y, por tanto, dio su
consentimiento. Poco tiempo más tarde oyó que su conducta res­
pecto a la elección había ofendido gravemente al Papa y al cardenal
Hugo, ahora obispo de Ostia. Este último creía que Bernardo había
violado el pacto y apartado a Nicolás a fin de dar paso a un amigo
suyo. Además de esto, habían llegado a Roma acusaciones calumnio­
sas contra la personalidad de Turold, el nuevo abad de Trois-Fon­
taines. El santo tuvo conocimiento por una tercera persona de la
cólera originada contra él, circunstancia que le disgustó muchísimo.
Siempre que él se sentía disgustado por la conducta de otro se diri­
gía a ese otro directamente, en lugar de emplear un intermediario,

643
AILBE J. LUDDY

por cuyo motivo esperaba que sus críticos le trataran de la misma


manera. No puede haber nada más conmovedor que la carta que
envió al cardenal Hugo. Fue su Et tu, Brute, pues hay que recordar
que la tormenta de difamación contra el predicador de la cruzada
apenas había amainado todavía:
“¡Ay del mundo a causa de los escándalos! (Mt 18, 7). ¿De
manera que me he convertido en un escándalo para vos? ¡Oh, quien
había creído posible semejante cosa, excepto el que no supiese nada
de nuestra unanimidad, de nuestro afecto mutuo y de la forma ‘en
que caminábamos en dulce camaradería en la casa de Dios’! (Ps 54, 15).
¡ Qué cambio tan triste y tan súbito! ¡ El que solía ser mi consuelo es
ahora la causa de mi aflicción; el que solía defenderme me asusta
ahora con amenazas y me acusa de deshonestidad! Nuestros primeros
padres no fueron castigados hasta que hubieron reconocido su pecado,
los ninivitas tuvieron tiempo para hacer penitencia, incluso a los ciu­
dadanos de Sodoma no quiso el Señor castigar por lo que le dijeran
ni antes de que Él hubiese comprobado su delito por Sí mismo. Pero
yo no soy considerado digno de esta clemencia. Se me cree indigno
de que se me conceda una oportunidad de responder por mí mismo,
de defenderme, de justificar mi conducta. Se me juzga sin oírme y
se me condena sin que haya una prueba de mi culpa. Ahora escu­
chad mi explicación, que, aunque acaso no os satisfaga, es completa­
mente verdadera.”
La explicación era que Bernardo había hecho todo lo posible,
todo lo que pudo hacer en conciencia, para asegurar la elección de
Nicolás y había fracasado. En cuanto a Turold, que fue el único reco­
mendado después de la repudiación del otro, era un hombre virtuoso
y docto, prudente y dotado de elocuencia: la única cosa contra él
era el hecho de que debido a una desavenencia con el diocesano, la
cual en opinión de San Bernardo no implicaba ninguna falta por
parte de Turold, éste había dimitido su puesto en la comunidad de
Fountaines en Inglaterra y regresado a Clairvaux.
“Por consiguiente, esto es lo que tengo que decir en justificación
de mi conducta”, concluye el santo. “Si lo juzgáis suficiente, haced
que cese vuestra indignación; de lo contrario hacedme sufrir la pena
de la clase y gravedad que queráis imponerme. Sería en verdad muy
duro para mí destituir tan rápidamente a un hombre cuya elección
recomendé. Pero si deseáis quitarle, ciertamente tenéis poder para ello.
”No ofreceré ninguna resistencia, temiendo el torrente de vuestra
cólera. Mi conciencia no me acusa de nada malo en este asunto. Si
parece que he carecido de prudencia, a vos os corresponde corregir

644
SAN BERNARDO

mi torpeza o si lo consideráis justo administrar el castigo. Sin em­


bargo, diré; ‘El justo me corregirá en misericordia y me reprenderá’
(Ps 140, 5), él no me condenará colérico sin oírme y delante de
otros, de la misma manera obraréis conmigo si deseáis ejercitar la
caridad y tolerancia cristiana. Esta ha sido siempre mi manera de
hacer los reproches. Y así, habiendo oído hablar de vuestra cólera
contra mí, no directamente a vos mismo sino a los demás, no voy
a trataros del mismo modo: no me quejo de vos a otros, sino a vos
mismo y con esta carta. Por lo demás, doy gracias a Dios por haberme
privado misericordiosamente antes de mi muerte de un consuelo en
el cual acaso he confiado indebidamente—me refiero a la amistad
del papa Eugenio y a la vuestra—a fin de que aprenda por mi propia
experiencia a no poner mi confianza en los hombres (1er 17, 5)”.

Preparativos para la nueva cruzada: Bernardo


ELEGIDO COMANDANTE EN JEFE

El alejamiento, permitido por la providencia para aumento del


mérito del santo abad, fue afortunadamente de breve duración. Su
explicación disipó todos los motivos de disgusto e indudablemente
hizo que sus amigos de Roma se sintiesen profundamente avergon­
zados de sí mismos. Acaso se esperase que el resultado desastroso
de la segunda cruzada impediría cualquier otro esfuerzo para liberar
la Tierra Santa, por lo menos durante la generación que vivía en­
tonces. Sin embargo, no fue así. El gran Suger, como hemos visto,
había hecho todo lo posible en 1145 para evitar que el rey Luis tomase
parte en la guerra santa, estando firmemente convencido de que la
empresa era una locura. Pero ahora que los anteriores entusiastas se
quejaban estrepitosamente de haber sido engañados por los falsos
profetas y mentirosas esperanzas, se puso tranquilamente a organi­
zar una nueva cruzada. El sentimiento patriótico tuvo probablemente
algo que ver con este cambio de actitud: la sangre de los franceses
tenía que ser vengada y el honor de Francia vindicado. Encontró un
aliado dispuesto y entusiasta en el abad de Clairvaux. Los obstáculos
a su propósito parecían casi insuperables. Además del desaliento debi­
do al fracaso del intento anterior, había ahora una gran desunión entre
las naciones cristianas ; pues el emperador alemán se había aliado a
los griegos para hacer la guerra al rey Roger de Sicilia y los esfuerzos
de paz de Bernardo y de Pedro el Venerable resultaron infructuosos.
Además la Santa Sede, aunque simpatizaba con el proyecto, no quiso
aportar a la campaña más que el ofrecimiento a los nuevos cruzados

645
AILBE J. LUDDY

de las mismas ventajas que habían disfrutado sus predecesores. Pero


a pesar de todo, los dos abades prosiguieron el trabajo de organi­
zación. Sus esfuerzos fueron coronados por un éxito sorprendente.
Miles de franceses acudieron a su llamada y la esperanza revivió de
nuevo en el corazón de Bernardo. Para esta época él ya había recupe­
rado parte de su antiguo ascendiente, como se desprende claramente
del hecho de que en Un congreso que se reunió en Chartres el 7 de
mayo de 1150, al que acudieron los arzobispos y obispos de Francia
y una gran multitud de clérigos de categoría inferior, le eligieron
unánimemente comandante en jefe del nuevo ejército de la cruz. En
vano intentó excusarse alegando su débil salud, sü inexperiencia en
todos los asuntos militares y su profesión de monje. Los cruzados no
quisieron escuchar ninguna objeción. Les parecía que la victoria estaba
asegurada y que no tendrían nada que temer bajo el caudillaje de un
hombre en quien parecía que Dios había delegado su omnipotencia.
Los prelados fueron de la misma opinión. Después del concilio el
santo abad escribió a Eugenio, reprochándole su excesiva timidez en
lo que concernía a la nueva cruzada y pidiendo su protección contra
los que querían arrancar a un pobre y anciano monje de su pacífica
celda para ponerle a la cabeza de un ejército. Empieza refiriéndose
a una carta dirigida recientemente a Suger por la Santa Sede, en la
cual los obispos franceses y otros identificados con el movimiento
son alabados por su celo, pero advertidos contra los peligros de la
imprudencia:
“Habéis hecho bien en alabar el laudable celo de nuestra Iglesia
gala y en apoyarnos con la autoridad de vuestra carta. Pero creo
que deberíais mostrar un poco más ardor y menos timidez en una
causa tan seria y que concierne a la Iglesia universal. Recuerdo haber
leído en cierto filósofo: ‘No es verdaderamente valiente el hombre
cuyo coraje no aumenta en presencia de las dificultades’ (Séneca,
Ep. XXII). A esto añado que en el que es verdaderamente leal se
puede confiar más que nunca en medio de las tribulaciones. ‘Las
aguas han entrado incluso en el alma’ de Cristo (Ps 68, 2). Él ha sido
herido en la niña del ojo. La pasión del Salvador está siendo reno­
vada en el mismo lugar en que Él sufrió antes. De aquí que sea
tiempo de que las ‘dos espadas’ (Le 22, 38) sean desenvainadas. ¿Y
por quién sino por vos? Pues ambas pertenecen a Pedro, una para ser
manejada por su propia mano, la otra por mandato suyo, siempre
que lo requiera la necesidad. Respecto de la espada material se le
dijo: ‘Mete la espada en la vaina’ (loh 18, 11). Por consiguiente, esto
también le pertenece, aunque su mano no tenga que manejarla.

646
SAN BERNARDO

”Digo que ha llegado el momento en que ambas espadas se deben


sacar en defensa de la Iglesia oriental. Vos estáis obligado a ejercer
el celo de aquel cuyo lugar ocupáis. Seguramente no es justo tener un
cargo y descuidar los deberes anejos al mismo. ¿No habéis oído la
voz del Salvador gritando: ‘Voy a Jerusalén a ser crucificado de
nuevo’?1 Aun cuando otros permanezcan sordos o indiferentes a
esta voz, es el deber del sucesor de Pedro oír y escuchar. Él también
debería contestar: ‘Incluso si todos se escandalizaren, yo no me es­
candalizaré nunca’ (Mt 26, 33). Él no tiene que desalentarse por la
pérdida de un ejército, sino más bien tiene que aplicarse con el mayor
celo a compensar sus pérdidas. ¿Creéis que un hombre no está obli­
gado a cumplir su deber porque Dios sea libre de actuar como a Él
le parezca bien? Por mi parte, como fiel cristiano, espero un éxito
tanto mayor en el futuro cuanto mayores fueron los reveses experi­
mentados en el pasado; y de acuerdo con el consejo del apóstol, ‘con­
sidero una dicha completa que hayamos caído en varias tentaciones’
(lac 1, 2). Pues con toda verdad hemos ‘comido el pan de la amar­
gura’ (Ps 59, 5). ¡Oh amigo del Esposo!, ¿por qué desconfías? ¿‘No
sabes que este gracioso y prudente Esposo ha reservado el mejor vino
para el final’? (loh 2, 10). ‘¿Quién no sabe que nuestro Señor regre­
sará y perdonará y dejará una bendición detrás de Él?’ (loel 2, 14).
Esta es al menos la forma de obrar y juzgar usual de la divina Bon­
dad, como vos bien sabéis. ¿Qué grandes beneficios no han recibido
siempre los mortales que no sea mediante la sucesión de grandes ma­
les? Incluso aquel beneficio sublime y singular de la salvación del
hombre fue precedido por la muerte del Salvador. Por consiguiente,
como amigo del Esposo, dadle pruebas de vuestra amistad en sus
momentos de necesidad. Si amáis a Cristo, como debéis, con ese triple
amor respecto del cual fue interrogado vuestro predecesor, es decir,
con todo vuestro corazón, con toda vuestra alma y con toda vuestra
fuerza, no pondréis ningún pretexto, ninguna excusa cuando su Es­
posa está en peligro, sino que trabajaréis por su liberación con toda
vuestra energía, solicitud y celo, con toda vuestra autoridad y poder.
Un esfuerzo extraordinario se ha de hacer para enfrentarse con una
grave amenaza. Cuando vacilan los cimientos, tenemos que esforzar­
nos hasta el máximo para impedir que el edificio se derrumbe. He

1 Hegesippus, De Excid. 1. III, c. II, nos dice que al estallar la perse­


cución de Nerón en el año 64, San Pedro, huyendo de Roma, se encontró
con su Maestro, que se dirigía a la ciudad con la cruz sobre sus hombros.
“¿Adónde vais, Señor?—preguntó el Apóstol. Voy a ser crucificado de
nuevo”, le contestó. Pedro comprendió el reproche y regresó a la metró1-
poli.

647
AILBE J. LUDDY

escrito esta carta en interés vuestro, como fiel, aunque franco, con­
sejero. .
"Supongo que ya sabéis lo que voy a decir a continuación: cómo
la asamblea que se reunió en Chartres me eligió, debido a alguna
ofuscación, generalísimo del ejército de la cruz. Permitidme que os
asegure que esto se hizo sin mi deseo y sin mi consentimiento; tam­
poco tengo la fuerza física necesaria para ese cargo. ¿Quién soy yo
para que me nombren con el fin de poner las fuerzas en orden de
batalla y de avanzar a la cabeza de bandas armadas? Y aun cuando
no careciese de fuerza corporal y de experiencia militar, ¿qué podría ser
más opuesto a mi profesión de monje? Pero no me incumbe ilustrar
a vuestra sabiduría: vos tenéis una clara visión de todo el asunto.
Sólo os suplico en nombre de esa caridad de que soy especial objeto
que no me abandonéis a la voluntad de estos hombres, sino más bien
que consultéis al Señor sobre el caso y procuréis que se cumpla su
voluntad” 2.
En el otro bando, Suger y los obispos franceses presionaron a Eu­
genio para que confirmase la elección del concilio, lo que hizo el
Papa después de algunas dudas. Bernardo, siempre modelo de obe­
diencia, se inclinó ante esta decisión por considerarla como la volun­
tad manifiesta de Dios. Los preparativos continuaron febrilmente hasta
comienzos del año 1151 en que ocurrió un acontecimiento que arrebató
a la empresa su principal esperanza de éxito. Nos referimos al falle­
cimiento del abad Suger. En diciembre del año anterior este eminente
estadista cayó enfermo de una dolencia que le llevó rápidamente a las
puertas de la muerte y sumió de tristeza a toda la nación. El último
intercambio de cartas entre él y Bernardo muestra lo íntimamente
unidos que estaban estos dos nobles corazones. Cuando las sombras
de la muerte empezaron a agrandarse a su alrededor y cuando la
hora del juicio se acercó, Suger, al parecer, se asustó mucho y recurrió
a su amigo para que le consolara. Bernardo, no siéndole posible
visitar al ilustre paciente en aquel momento, le envió la siguiente
carta:
“A su amadísimo e íntimo amigo Suger, por la gracia de Dios
abad de San Denis, el hermano Bernardo le envía sus saludos y le
desea la gloria que procede del interior y la gracia que viene de

2 Manríquez, Mabillon y otros muchos autores modernos suponen sin


discusión que esta carta fue escrita en el año 1146. Pero su mismo conte­
nido demuestra que esta suposición es errónea. Bernardo habla de la -recien­
te pérdida de un ejército, de una catástrofe terrible cuyos efectos está su­
friendo todavía el mundo cristiano. Además, Eugenio no podía haber sido
acusado de timidez o de falta de celo en 1146. Cfr. Vacandard, Vie, II, 444.

648
SAN BERNARDO

arriba. No temáis, oh, siervo de Dios, el dejar a un lado al hombre


terrenal, a este. cuerpo mortal cuya carga os impide elevaros sobre
la tierra y os amenaza con arrastraros incluso al infierno. No temáis
separaros de un enemigo que os enoja, oprime y contraría. ¿Por qué
esta cubierta de arcilla va a significar por más tiempo algo para vos,
que estáis a punto de ascender a los cielos para ser vestido con vesti­
duras de gloria? Esta ropa inmortal espera vuestra llegada, pero antes
de que la recibáis tenéis que despojaros de la ropa mortal, pues aquella
no se puede llevar sobre los vestidos terrenales... Entonces, id alegre­
mente a donde ‘la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia’
(Phil 4, 7) os aguarda, a donde ‘la alegría de vuestro Señor’ (Mt 25, 21)
os espera, a donde los justos os están aguardando para ver cómo sois
recompensado (Ps 141, 8).
”En cuanto a mí, queridísimo amigo, tengo el deseo más ardiente
de veros y recibir el beneficio de vuestra última bendición. Pero
puesto que ‘el hombre no es dueño de su camino’ (1er 10, 23), no me
atrevo a prometeros aquello de que no estoy completamente cierto.
Todo lo que puedo decir es que haré todo lo posible para encontrar
la forma de realizar lo que actualmente parece imposible. Acaso pueda
visitaros, acaso no. Pero sea lo que fuere, lo mismo que os he amado
desde el principio os amaré hasta el fin, y además sin limitaciones.
Digo con plena confianza: no puedo perder a uno que amé tanto.
Me precedéis, pero no os separáis de mí, pues nuestras almas están
ligadas por lazos que no se pueden aflojar ni romper. Tan sólo recor­
dadme cuando hayáis llegado a vuestro destino y obtened para mí la
gracia de seguiros pronto y compartir vuestra felicidad. Mientras
tanto podéis tener la seguridad de que el dulce recuerdo de mi amigo
np se apartará nunca de mi mente, aun cuando su presencia visible
sea apartada de mí por algún tiempo.
”Sin embargo, Dios tiene todavía el poder de devolveros a nues­
tras oraciones y de conservar vuestra vida para los que tanto os nece­
sitan. De aquí que no debamos desesperar.”

Muerte de Suger

En contestación a esta carta el gran ministro escribió su última


carta: “A su amadísimo señor y venerado padre Bernardo, por la gracia
de Dios abad de Clairvaux, Suger, el humilde discípulo de San Denis
le envía sus saludos y su verdadero afecto. Vos me habéis visitado
con vuestra carta: ojalá que la Estrella de lo alto os visite en com­
pensación. Habéis consolado a un pobre pecador y dado inmensa

649
AILBE J. LUDDY

tranquilidad a un moribundo con vuestros pequeños pero inaprecia­


bles regalos, un pañuelo que amo por venir de vos y pan que vuestra
bendición ha santificado, por no decir nada en vuestra carta llena
de palabras cariñosas, de palabras sagradas, de palabras que tienen
la dulzura de la miel y la leche. ¡Oh, si pudiese contemplar de
nuevo vuestro rostro angelical tan sólo una vez antes de morir, con
qué confianza me iría de este mundo malvado! Pero permitidme ase­
guraos que si se me otorgara el vivir en la tierra mil años más, no
consentiría en permanecer aquí a menos que esta fuese la voluntad
divina. Confiando, por consiguiente, no en ningún mérito mío, sino
en la infinita misericordia de Dios, que se extiende siempre a los que
confían en ella, ansio con todo mi corazón volver al Autor de mi
ser. Encomiendo mi espíritu en vuestras santas manos y postrado a
vuestros pies os imploro que con vuestras oraciones y las de vuestra
devota comunidad obtengáis para mi pobre alma la gracia de la paz
y del perdón.”
Parecía probable que el enfermo muriese el día de Navidad de
1150, pero no queriendo entristecer a sus hermanos en esta fecha
alegre y memorable, rezó al Señor, según nos dicen, para que demo­
rase su muerte hasta que hubiesen pasado las fiestas. Su ruego fue
escuchado, pues sobrevivió hasta el 13 de enero del año siguiente.
Cuando vio que se aproximaba su fin hizo que lo llevasen a la sala
capitular, donde habló a la comunidad por última vez. Luego, con
conmovedora humildad, se postró delante de cada uno de sus monjes
pidiéndoles perdón por cualquier mal ejemplo que pudiera haberles
dado. La muerte le sorprendió recitando el Credo (a los setenta años
de edad, a los cincuenta y cinco de su profesión religiosa y a los
veintinueve de su dignidad abacial). Escribiendo a Eugenio, poco
después, el abad de Clairvaux habla así de su difunto amigo: “Si hay
algún vaso preciso que adorne el palacio del Rey de los reyes, tened
la seguridad de que es el alma del abad Suger.”

Historia de Nicolás

Quizá no haya nada que cause a las naturalezas nobles un sufri­


miento tan amargo como el dardo envenenado de la traición. “Si
mi enemigo me hubiese ultrajado—dijo el profeta real—apostrofando
al traidor Achitofel, lo habría soportado, en verdad; y si el que me
odiaba hubiese dicho cosas terribles contra mí, acaso me hubiese
escondido de él: ¡pero tú fuiste mi igual, mi guía y mi confidente!”
(Ps 54, 13-14). Y el Salvador, que podía hablar con calma de todas

650
SAN BERNARDO

sus demás desilusiones y penalidades, se puso muy agitado cuando Él


habló de la traición de Judas: “Cuando Jesús hubo dicho estas cosas
se encontró con el espíritu turbado y Él testificó y dijo: “En verdad,
en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará” (loh 13, 21).
Bernardo tuvo también que gustar la amargura de esta prueba. En
el año 1145, un monje llamado Nicolás, del monasterio cluniacense de
Montier-Ramey, de la diócesis de Troyes, pidió por carta ser admi­
tido en Clairvaux, que él había visitado recientemente. Como Ber­
nardo estaba entonces ausente, el postulante se dirigió al prior y
al consejo. “¿Qué alegría puede haber para mí—escribió—, que me
siento en las tinieblas porque ya no estoy iluminado con la luz de
los cielos, la luz de Clairvaux? ¡Oh, luz ‘que desciendes del Padre de
las luces!’ (lac 1, 17). Feliz valle, donde brillan las luminarias de los
cielos y de donde se cogió aquella gran luz—me refiero al papa Eu­
genio—que ilumina todo el mundo! Fundo toda mi esperanza de
ser aceptado en vuestra humildad y en mi propia necesidad y también
en el cariñoso recibimiento que últimamente dispensasteis a un hom­
bre tan insignificante como yo.” “Los días parecen tan largos como
los años—añadió—mientras estoy ausente de Clairvaux.” Siguieron
otras dos cartas escritas en el mismo estilo describiendo los esfuerzos
hechos por los monjes de Montier-Ramey para disuadirle de su pro­
pósito. Por fin se escapó del monasterio y encontró refugio en Rievaulx
una casa cisterciense cerca de Troyes, de donde pensaba marchar a
Clairvaux. Pero su abad descubrió su escondite y se lo volvió a llevar
al monasterio en triunfo. Más tarde le dio permiso a Nicolás para
que siguiera su vocación, este abad era Guido, el mismo para quien
Bernardo compuso el oficio de San Víctor.
Nicolás era todavía un hombre joven cuando llegó a Clairvaux y,
sin embargo, ya había ganado una alta reputación por su cultura:
mientras estuvo en Montier-Ramey, dirigió las escuelas anejas al mo­
nasterio. Tan pronto como hubo profesado, Bernardo le nombró uno
de sus secretarios. Se quejó de esto en una carta a un amigo: “Sabéis
que ahora vivo en compañía de hombres notables por la austeridad
de su disciplina, la sobriedad de sus modales, la sabiduría de sus
consejos, el peso de su autoridad y su regla inviolable de silencio.
No tengo el menor deseo de incurrir en el delito de singularidad, pero
mientras mis hermanos ocupan sus horas libres en la contemplación
divina, mi trabajo consiste en mover la pluma y colocar las palabras
humanas de una manera ordenada y artística. Esta es mi ocupación
desde la mañana hasta la noche. Pero no quiero imputar ningún delito
a los que han echado esta carga sobre mí.” ¡Cómo tuvo que haber

651
AILBE J. LUDDY

alegrado esta carta el corazón de Bernardo! Allí estaba en verdad


la hacendosa Marta quejándose de la reposada María, si tan sólo
hubiese sido sincera.
En otra carta Nicolás describe muy agradablemente su pequeña
oficina scriptoriolum. “Tengo una pequeña secretaría aquí en mi amado
Clairvaux. Está completamente rodeada y oculta a la vista por talle­
res donde artesanos religiosos trabajan para Dios y comunica por una
puerta con el noviciado que alberga una multitud de jóvenes nobles
y bien educados, que están muy ocupados en desentenderse del viejo.
A mano derecha está el claustro que usan los profesos como ambu­
latorio. Allí también estudian las Sagradas Escrituras, no tanto para
aumentar su ciencia como su amor, su compunción y su devoción. A
la izquierda se puede ver la casa y el ambulatorio destinados al uso
de los enfermos, donde al pobre cuerpo, debilitado o quebrantado por
el trabajo y la penitencia, se le da la oportunidad de recobrar la
salud y fuerza bajo un régimen menos riguroso; pero tan pronto
como recuperan su fuerza corporal, los monjes abandonan la enfer­
mería para participar de nuevo en las oraciones y trabajos de sus
hermanos que están atracando al cielo, sí, apropiándoselo violenta­
mente (Mt 11, 12). No te imagines que mi humilde oficina es un lugar
despreciable. Por el contrario, es muy atractiva, tiene un aspecto muy
bonito y es un retiro tan confortable como se pudiera desear. Está
bien surtida de los libros más selectos sobre temas sagrados, cuya
sola vista me produce placer y llena mi alma de desprecio por las
cosas del mundo. Estos libros me los han entregado para que los lea
y transcriba y para que me ayuden a meditar y a rezar y adorar al
Señor de la majestad.”
Como secretario de Bernardo, Nicolás entró en relaciones íntimas
con los hombres más destacados de la Iglesia y del Estado en aquella
época. Entre aquellos con quienes mantenía correspondencia en nom­
bre del santo abad estaban el emperador griego Manuel, Pedro el
Venerable, el obispo Amadeo de Lausana, el abad Pedro de Cells, el
obispo Humberto de Lúea, el cardenal Pullen, canciller de la Santa
Sede, e incluso el propio soberano Pontífice. Escribió también una
carta circular a los nobles de Inglaterra llamándoles para tomar parte
en la expedición contra los sarracenos. Hizo un estudio especial del
estilo de Bernardo, del cual era un ardiente admirador, y aprendió a
imitarle con éxito maravilloso. Como los demás secretarios, Nicolás
tenía un sello suyo. Pero al cabo de algún tiempo este devoto con­
templativo tuvo la increíble audacia de falsificar el del abad. Desde
entonces personas distinguidísimas empezaron a recibir cartas escritas

652
SAN BERNARDO

en el estilo familiar del santo y llevando su sello privado, lo cual les


extrañó mucho, pues los sentimientos que expresaban parecían
desentonar por completo con la forma de pensar de Bernardo. Se
produjo una gran confusión y no poco malestar. El santo abad se
dio cuenta pronto de que había entrado en acción un falsificador. Y
también descubrió al culpable. Fue un disgusto terrible, pues amaba
a Nicolás de un modo extraordinario. Deseando dar al culpable una
oportunidad de arrepentimiento, ni le destituyó del cargo de secre­
tario ni le castigó de otra manera, sino que le hizo ver por medio
de varias indicaciones que se conocía su perfidia. Sin embargo, para
evitar mayores males hizo que le modelaran un nuevo sello y escribió
advirtiéndoselo a sus amigos, pero sin denunciar al infiel secretario.
Así en una carta a Eugenio escrita hacia fines del año 1150, o princi­
pios de 1151, dice: “Estoy en peligro de falsos hermanos (2 Cor
11, 26), pues circulan muchas cartas falsificadas que llevan un dupli­
cado de mi sello. Estoy muy apurado por temor a que os hayan
enviado algunas cartas falsificadas. A causa de esta falsificación me
he obligado a adquirir un nuevo sello que lleva, como veréis, mi nom­
bre y mi imagen. Por consiguiente, no reconozcáis como mía nin­
guna carta que ño lleve este sello.”
La esperanza acariciada por Bernardo de que el secretario se
arrepentiría estaba condenada al fracaso. El hermano Nicolás había
ido muy lejos en el camino del mal para retroceder, a no ser que
ocurriera un milagro. Su conducta posterior mostró cuán extraordi­
nariamente se había endurecido íu corazón. Robó el nuevo sello del
abad y también el del prior, y luego escribió a Pedro el Venerable
pidiendo que interviniera cerca del abad Bernardo cuya conducta
hacia su fiel Nicolás había cambiado sin motivo alguno últimamente.
Pedro accedió al ruego y, al hacerlo, averiguó que Nicolás era un
pillo sin conciencia. Bernardo reconoció entonces la inutilidad de
esperar más tiempo a que se arrepintiera y se preparó para actuar.
El secretario, dándose cuenta del peligro, intentó huir, pero fue dete­
nido y registrado, con el resultado que el santo abad describe en una
carta a Eugenio escrita en septiembre de 1151:
“Nicolás se ha escapado de nosotros porque no era uno de nos­
otros. Se ha escapado, pero ha dejado tras sí las huellas. Yo mismo
lo descubrí mucho tiempo antes, pero esperaba en la confianza de
que Dios le convertiría o hasta que él proclamara abiertamente que
era un Judas. Esto es lo que ha hecho ahora. Al marcharse se le
encontraron tres sellos, uno el suyo, otro el del prior y el tercero el
mío—el nuevo que sus anteriores falsificaciones me habían obligado a

653
AILBE J. LUDDY

hacer—junto con varios manuscritos y una gran cantidad de dinero


en plata y oro. A él me refería, sin descubrir su nombre, cuando os
hablé del peligro en que me hallaba por culpa de falsos hermanos.
¿Quién puede decir a cuántas personas escribió lo que le parecía en
mi nombre y sin mi conocimiento? ¡Dios quiera que las mentes de
los cardenales que componen vuestra corte se puedan limpiar de las
sucias falsedades de Nicolás! ¡Dios quiera que pueda defender la
inocencia de mis monjes contra las impúdicas calumnias con que ha
manchado la conciencia de muchos! Me he enterado por su propia
confesión y por otros medios que os ha enviado, incluso a vos, más
de una carta falsificada. En el caso de que él visite la Curia—se enva­
nece de que tiene amigos ahí—acordaos de Amoldo de Brescia y
tened la seguridad de que Nicolás es más culpable que él.” Después
de abandonar Clairvaux, se supone que Nicolás huyó a Inglaterra—su
tierra natal según muchos autores—a fin de eludir la pena de sus
delitos: prisión perpetua. Veinticinco años más tarde reaparece en
Montier-Ramey, pero no como miembro de la comunidad, sino en
calidad de lo que San Benito llama un giróvaga, es decir, “que no
está sujeto ni a regla ni a abad.” La cosa más sorprendente es que le
encontramos en esta época como amigo íntimo de obispos y nobles
que difícilmente podían ignorar sus antecedentes. Para una informa­
ción más amplia acerca de Nicolás, véase el Apéndice I.

Muerte de Rainard de Citeaux y


de Hugo de Macón

La caída del secretario a quien antes tanto había amado no fue


la única aflicción que tuvo que soportar Bernardo en esta época.
Durante el invierno de 1150 a 1151 perdió otro amigo querido con
la muerte de Rainard, abad de Citeaux. Tuvo conocimiento del triste
suceso por medio de una revelación interior, como nos informa Geo­
fredo de Auxerre. Un día, hablando con un religioso en su monasterio
de Clairvaux, exclamó súbitamente, lo mismo que una persona que
ha recibido una inspiración: “El abad de Citeaux está muerto o se
está muriendo.” A su debido tiempo llegó la noticia de que el abad
Rainard había pasado a mejor vida precisamente en aquella hora. En
una carta al Papa, Bernardo habla de esta manera de la muerte de
Rainard, el cual en otro tiempo había sido miembro de su propia
comunidad:
“El abad de Citeaux nos ha abandonado. Su muerte es un duro
golpe para la Orden. En cuanto a mí, tengo un doble motivo de lamen-

654
SAN BERNARDO

tación, puesto que oon Rainard he perdido a la vez un padre y un


hijo. Gosvin, abad de Bonneval3, ha sido elegido para sucederle:
tened la bondad de consolarle y confirmar su elección con una carta
apostólica. Vos lo conocéis, de forma que no es necesario alabar a
uno cuya vida y cuya divina sabiduría constituyen una recomendación
suficiente... Mi salud es ahora peor que de costumbre; mi fuerza se
esfuma gradualmente, como si yo no fuese considerado digno de ser
muerto de un solo golpe y entrar en la vida inmediatamente.”
Apenas había dejado de lamentarse por Rainard cuando recibió
la noticia de la muerte de otro querido amigo de toda la vida, Hugo
de Macón, el gran obispo de Auxerre. La elección de sucesor fue una
fuente de muchos disgustos y molestias para el santo, debido a las
intrigas del astuto conde de Nevers que recurrió a todos los medios
para asegurar el nombramiento de un favorito suyo. Y cuando por
fin el capítulo eligió a Alanus, monje de Clairvaux y autor de la se­
gunda Vida de Bernardo, hubo más dificultades para obtener el consen­
timiento del rey Luis. Pero la energía y el celo del siervo de Dios triun­
faron sobre todos los obstáculos.

El santo salva de nuevo a Francia


DE LA GUERRA CIVIL

En esta época Francia se vio amenazada de nuevo con los horrores


de la guerra civil. Geofredo, conde de Anjou, y su hijo Enrique, du­
que de Normandía (más tarde Enrique II de Inglaterra), atacaron e
hicieron prisioneros a un barón vecino, Gerardo, señor de Montreuil-
Bellai. Inmediatamente el rey Luis (que hacía tiempo tenía que vengar
un agravio del duque Enrique, debido a que éste se había negado a
prestarle homenaje por su ducado) se preparó a hacer la guerra a los
vencedores. Nadie podía predecir cuál sería el resultado, pues el
conde y su hijo poseían un ejército lo suficientemente fuerte para
enfrentarse con cualquier fuerza que Luis enviara contra ellos. Pero
antes de que empezasen las hostilidades algún ángel de la paz, pro­
bablemente Bernardo, convenció a las partes para que recurrieran
al arbitraje. En todo caso es cierto que el santo abad tuvo una
intervención decisiva en las negociaciones de paz, que dieron por

3 Había tres monasterios de este nombre en Francia, uno en Ja diócesis


de Chantres, una casa benedictina cuyo abad Ernald continuó la Vida de San
Bernardo después de la muerte de Guillermo de San Thierry; otro en la dió­
cesis de Rhodez y el tercero en la diócesis de Besanpon—estos dos eran cis-
tercienses.

655
AILBE J. LUDDY

resultado un éxito que realmente no se esperaba. Se dice que antes


de la conferencia Bernardo tuvo una visión de su difunto amigo,
San Malaquías, que le inspiró mucha confianza. Geofredo de Auxe-
rre, que menciona este incidente, nos dice que el santo, después
de intentar en vano vencer la oposición del conde de Anjou a cierto
artículo del tratado, le advirtió solemnemente que no se haría esperar
el castigo a su obstinación. El conde se sometió al fin, pero la profecía
se cumplió, pues murió a los quince días del concilio.
La intimidad entre la reina Leonor y el duque Enrique, que
trajo como consecuencia el divorcio de la reina y del rey Luis, em­
pezó durante estas negociaciones. Muchos autores han hecho a Ber­
nardo responsable de esta separación, tan desastrosa para Francia,
pero sin motivo. Luis repudió a Leonor basándose en el impedimento
de consanguinidad dentro de los grados prohibidos, por cuyo motivo
alegaba que el matrimonio era nulo. Y en 1142, cuando el rey para
sus propósitos egoístas se opuso al matrimonio del hijo del conde
Teobaldo y de la hija del conde de Flandes debido al cercano paren­
tesco de ambas partes, el santo en una carta al papá Inocencio (que
probablemente no vio nunca Luis) manifestó que mientras que él no
podía encontrar prueba alguna de los grados prohibidos entre los
hijos de los dos condes, el rey y su consorte, como todo el mundo
lo sabía, eran parientes en el tercer grado de consanguinidad. Estas
palabras, según los autores en cuestión, le dieron a Luis la excusa
que quería para librarse de una esposa cuya conducta le disgustaba.
Como si, en verdad, el monarca no hubiese sabido, a no ser por la
carta de Bernardo, lo que todo el mundo sabía.
Hacia la misma época Bernardo hizo otro llamamiento al Pontí­
fice en favor del ex arzobispo Felipe. “Hay algo que me apesadumbra
más profundamente que ninguna otra cosa y que por ello exige con
urgencia una epístola especial. Se trata de que mi querido Felipe,
después de humillarse, no ha sido exaltado todavía, según la promesa
de Cristo; aunque cuando él se exaltaba fue, en verdad, bien humi­
llado. Esto es sin duda un rigor implacable; es justicia, lo reconozco,
pero una justicia no atenuada por la misericordia. No niego que
esta es la medida con que a muchos se mide, una medida con la que
pocos quisieran ser medidos. Pero si Dios nos va a tratar como nos­
otros tratamos a nuestros semejantes, entonces habrá ‘un juicio sin
misericordia para aquel que no la ha tenido’. La majestad, es cierto,
‘ama la justicia’, pero, Dios no lo quiera, no ama la exclusión de
la clemencia... Pero si continúo de esta manera, provocaré vuestra
indignación más bien que vuestra compasión. Incluso a mí me parecen

656
SAN BERNARDO

estos argumentos tan endebles como telas de araña, pues sé que son
mucho más fuertes las razones que podéis oponerles. Por consiguiente,
emplearé las armas de petición de los pobres y humildes. El padre
de los pobres, el amante de la pobreza, no rechazará la oración del
pobre. Todos vuestros hijos de Clairvaux se suman a esta petición,
excepto el propio Felipe que ni pide ni desea que los demás pidan
por él. En realidad no estoy seguro que le agradara obtener una
dispensa. Antes creo que preferiría continuar siendo un hombre servil
en la casa del Señor.”
Según Mabillon esta súplica logró para Felipe el permiso de
ejercer sus funciones sacerdotales.

657
S. BERNARDO.---- i2
CAPITULO XLII

EL VIAJE A DIOS

Bernardo apela al emperador en favor de


Eugenio: su doctrina sobre las relaciones
entre la Iglesia y el Estado

Tenemos que ver ahora lo que le ocurrió a Eugenio en su lucha


con Arnoldo por la posesión de Roma. Se retiró a Italia después del
Concilio de Reims, en la primavera de 1148, y empezó a reunir un
ejército. En el transcurso del año siguiente consiguió entrar en la
capital con la ayuda del rey Roger; pero no pudiendo mantener su
ventaja fue expulsado de nuevo. En una carta de fecha desconocida
Bernardo hizo un enérgico llamamiento en su favor al emperador
alemán, empleando a la vez motivos patrióticos y religiosos para
estimular el celo de Conrado y exponer muy claramente las relacio­
nes que deberían existir entre las autoridades civiles y eclesiásticas:
“Las dignidades reales y las sacerdotales no pueden ser un lazo
de unión más dulce, más bello o más poderoso que el hecho de que
ambas se encontraron unidas en la persona del Salvador, el cual deseó
nacer en las tribus de Leví y Judá a fin de que Él pudiera ser a la
vez nuestro sumo sacerdote y nuestro rey. Además, Él combinó y
enlazó estos dos poderes en su cuerpo místico, que es el pueblo
cristiano, llamado en consecuencia por el apóstol ‘raza elegida, sacer­
docio real’ (1 Pet 2, 9). Y en otro inspirado pasaje, ¿no son todos los
predestinados a la gloria descritos como reyes y sacerdotes?’ (Ape 1, 6).

658
SAN BERNARDO

De acuerdo con ello, ‘no separe el hombre lo que Dios ha unido’


(Mt 19, 6). O más bien que la voluntad del hombre cumpla celosa­
mente lo que ha ordenado la autoridad divina y que se alíen en el
corazón y en los sentimientos aquellos cuyos institutos están aliados,
es decir, los representantes de los poderes espirituales y temporales ;
que se amen y defiendan recíprocamente, que cada uno soporte la
carga del otro. Pues, como dice el sabio: ‘un hermano que es ayudado
por un hermano es como una ciudad poderosa’ (Prv 18, 19). Pero si,
por el contrario, lo que Dios no quiera, se atacasen y enfrentasen
recíprocamente, ¿no serán conducidos ambos a la destrucción? Por
lo que a mí respecta no aprobaré nunca la opinión de los que dicen
que la paz y libertad de la Iglesia son perjudiciales para el Estado,
o que la prosperidad y la gloria del Estado son dañosas para la Igle­
sia. Pues el mismo Dios es el Autor tanto de la Iglesia como del
Estado y Él les ha unido no para la destrucción, sino para la edifi­
cación mutua (2 Cor 10, 8).
”Si vuestra majestad sabe esto, ¿por qué pasáis por alto el ultraje
y la injuria dirigidos a la vez contra el imperio y la Iglesia? Si Roma
es la Sede Apostólica, ¿no es también la capital de vuestro imperio?
Dejando aparte las demandas de la religión, ¿no afecta al honor de
un emperador que su imperio esté decapitado, por así decirlo? No
sé qué consejo os darían los grandes y los sabios de vuestra patria
sobre este punto, pero aunque yo no puedo presumir de sabiduría
tengo que decir lo que pienso. Desde su primera institución la Iglesia
de Dios ha sido con frecuencia perseguida y otras tantas veces libe­
rada. Oíd lo que ella dice de sí misma en el salmo: ‘Con frecuencia
han peleado contra mí desde mi juventud, pero no prevalecerán contra
mí, aunque los malvados me hayan atacado por la espalda y prolon­
gado su iniquidad’ (Ps 128, 1-3). Y vuestra majestad puede estar se­
guro de que también en esta ocasión ‘el Señor no permitirá la vara
de los pecadores sobre el lote de los justos’ (Ps 124, 3). 'La mano
del Señor no se ha acortado hasta el punto de que no pueda salvar’
(Is 59, 1). Esta vez también Él liberará a su Esposa, a quien Él ha
redimido con su propia Sangre, animado con su Espíritu, adornado
con dones celestiales, y además dotado de posesiones terrenales. Re­
pito que Él seguramente la liberará. Pero dejo a vuestra majestad deci­
dir si Él va a hacer esto mediante otro que no sea el emperador para
honor y provecho del Sacro Romano Imperio.
”Por consiguiente, ‘coloca tu espada en el cinto, oh, tú, héroe’ y ‘da
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ (Mt 22, 21).
Evidentemente corresponden al César estos dos deberes: guardar su

659
AILBE J. LUDDY

corona y proteger los intereses de la Iglesia. Está obligado a lo pri­


mero como jefe del Estado y a lo segundo como defensor de la
Santa Sede 1. Es seguro que os espera la victoria, como confío en el
Señor, pues 'el orgullo y arrogancia (del populacho romano) es mayor
que su fuerza’ (Is 16, 6). ¿Se atrevería ninguna persona grande o
poderosa, ningún rey o emperador, a cometer un ultraje tan atroz con­
tra vuestra majestad y el honor de la Santa Sede? No, es sólo el
maldito y turbulento pueblo de Roma, que no sabe medir su fuerza
para prever el resultado de su acción o darse cuenta de sus conse­
cuencias, el que tiene la locura y el frenesí de perpetrar un sacrilegio
tan horrible. Pero es seguramente imposible que esta turba indisci­
plinada resista ni un solo momento a las tropas de vuestra majestad.
"Reconozco que es una locura que uno tan insignificante e innoble
como yo se entremeta en los concilios de los sabios y de los grandes,
y en un asunto de tanta importancia; pero cuanto más vil y abyecto
sea, más libremente puedo decir lo que la caridad me sugiere. Por
consiguiente, llegaré incluso a decir: Si alguien os ofreciera un con­
sejo contrario al mío (lo cual difícilmente creo posible), o no os ama
sinceramente, o no comprende lo que ha sido vuestro honor impe­
rial, o ‘busca las cosas suyas’ (Phil 2 21) antes que la gloria de Dios
y la prosperidad del imperio.”

Muerte de Conrado : los romanos se someten


a su sucesor. Fin de Arnoldo

A Conrado le sorprendió la muerte (15 de febrero de 1152) en


medio de los preparativos para la expedición contra los arnoldistas.
Su sobrino y sucesor, Federico Barbarroja, impulsó estos preparati­
vos con gran energía, rechazando el soborno que le ofreció el par­
tido antipapista. A principios del año siguiente los romanos se dieron
por contentos con pedir la paz. Arnoldo quedó reducido de nuevo
a la condición de “vagabundo y fugitivo sobre la tierra”. Fue dete­
nido en 1155, durante el pontificado de Adriano IV, y condenado
a expiar sus delitos en el cadalso. No le asustaba en absoluto la
muerte. Hasta el último momento se negó a abjurar sus doctrinas he­
réticas y declaró que estaba dispuesto a sacrificar su vida por ellas.
De esta manera murió el monje apóstata de aguda inteligencia y arre­

1 Desde la época de Carlomagno los emperadores romanos se consti­


tuían al coronarse en guardianes oficiales de la Iglesia, a la cual prometían
defender con todo -el-poder-del imperio. De aquí que el-título-de—“Vicario
de Cristo” se diese a veces a los emperadores como se daba a los mismos
pontífices.

660
SAN BERNARDO

batadora elocuencia, que, como un Mazzini del siglo xn, creyó que
tema la misión de despojar al papado de su poder temporal y volver
a establecer sobre las ruinas de la hierocracia la antigua república de
Roma, para cuya consecución turbó la paz de la Iglesia durante seis
pontificados.

Muerte de Eugenio

El papa Eugenio murió el 8 le julio de 1153, en Tívoli, adonde


se había retirado para huir del s focante calor de Roma. En opinión
de San Antonino, “fue uno de los papas más grandes y más afligidos”
y fue también uno de los más santos. Hizo mucho para restablecer el
prestigio y la influencia moral del papado que había sufrido un tanto
en los pontificados precedentes. Siguiendo el consejo de Bernardo, des­
terró de la Curia y, hasta donde pudo, de la Iglesia el arraigado vicio
de simonía, estableció el gobierno pontifical sobre una base sólida,
fomentó generosamente el progreso de la cultura (bajo sus auspicios
se emprendió la traducción de los padres griegos) y abrió negociaciones
para la unión del Este y el Oeste. Estas son solamente algunas de
sus nobles realizaciones, tanto más dignas de crédito teniendo en
cuenta que prácticamente pasó en el destierro la totalidad de su
pontificado.

Enfermedad de Bernardo. Ultima carta

Mientras tanto, Bernardo estaba postrado en cama por la última


enfermedad. Durante el invierno de 1152-1153, se puso tan grave que
se esperaba su muerte a cada momento. Entre los que acudieron a
recibir su última bendición estaba el príncipe Roberto, hermano del
rey de Francia. El propio Luis, según se dice, visitó al santo mori­
bundo; en todo caso le escribió una carta muy afectuosa, a la cual
respondió el abad con otra muy corta de su puño y letra:
“Ojalá Dios conceda alegría a vuestro corazón en compensación
de la alegría que, por su causa, me ha dado vuestra majestad con
vuestra carta. Pero ¿‘quién soy yo, o qué es mi vida o la casa de mi
padre’ (1 Reg 18, 18) para que el rey se preocupe por mi salud?
Sin embargo, como os habéis dignado preguntar por mi estado, sabed
que he mejorado tanto que estoy fuera de peligro inmediato, aunque
todavía me hallo débil, muy débil. Deseo deciros también que vuestro
hermano, el príncipe Roberto, vino a verme con gran humildad y

661
AILBE J. LUDDY

afecto; susurró algo en mi oído que me consoló extraordinariamente


y me inspiró las mejores esperanzas para él en el futuro. Hacedle com­
prender que vos le amáis. Si cumple la promesa que me ha hecho,
merecerá en verdad vuestro amor. Pues se ha comprometido a dejarse
guiar en adelante por mis consejos y los de aquellos en quienes tiene
confianza. No tengo el sello al alcance de la mano, pero reconoceréis
la letra, pues yo mismo he escrito esta carta.” En la primavera de
1153 se produjo la mejoría que aquí se menciona. En esta época llegó
a Clairvaux otro distinguido visitante, mas no para dar, sino para
recibir consuelo. El arzobispo Hillin de Tréveris había hecho un largo
viaje desde la Renania para implorar la ayuda del santo a fin de
detener una guerra devastadora. Los beligerantes eran el obispo y el
pueblo de Metz, por una parte, y el duque de Lorena con muchos
nobles inferiores, por la otra. Ya había tenido lugar una sangrienta
batalla en la que el obispo perdió 2.000 hombres. Ambas partes se
preparaban ahora para otra batalla más desesperada. Sólo un hombre
en la tierra tenía autoridad suficiente para hacerles escuchar los
consejos de paz, y ese hombre era Bernardo. ¿Podría hacer el viaje?
¿Querría hacerlo? Parecía suicida sugerir este viaje a un hombre que
se hallaba en un estado tan grave como el santo. Pero “la caridad es
fuerte como la muerte” (Cant 8, 6). A pesar de hallarse enfermo y
agotado, el santo abad montó en su caballo y emprendió el largo viaje
a Lorena. Encontró a los dos ejércitos hostiles el uno enfrente del otro
sobre las orillas opuestas del río Mosela. Parecía haber pocas esperan­
zas de lograr un arreglo pacífico, pues un bando estaba inflamado
con el deseo ardiente de venganza y el otro resuelto a no renunciar
a las ventajas obtenidas. Pero todos los obstáculos sucumbieron ante
la elocuencia y los milagros del siervo de Dios. Él mismo redactó
el tratado que el duque y el obispo firmaron. Hecho esto, regresó a
su hogar a morir. Sus sufrimientos se fueron agravando a medida
que el fin se aproximaba. En una carta escrita poco antes de su muerte
al abad Ernald de Bonneval (que le había enviado algunas golosinas
de regalo) los describe de la manera siguiente :
“He recibido vuestra caridad con amor, ya que no con placer. Pues
¿qué placer puede haber para un hombre sumergido en un océano de
amargura? La abstinencia de todo alimento es la única satisfacción
que disfruto. El sueño me ha abandonado, a no ser por algunos inter­
valos de inconsciencia que interrumpen la sensasión de dolor. La de­
bilidad- de mi estómago es la causa de todo mi mal. Frecuentemente,
tanto durante el día como durante la noche, me veo obligado a tomar
unas gotas de líquido de una u otra clase, pero no hay ni que pensar

662
SAN BERNARDO

en que tome ningún alimento sólido. Incluso la pequeña cantidad de


líquido que puedo tomar me causa una penosa angustia; sin embargo,
estaría mucho peor sin él o si tomase tan sólo un poco más de la
cantidad usual. Tengo las manos y los pies hinchados como Jos de
un enfermo hidrópico. Sin embargo, para no ocultar nada a la cari­
tativa preocupación de un querido amigo, a pesar de todos estos sufri­
mientos y de acuerdo con el hombre interior (‘Hablo como uno menos
sabio’, 2 Cor 11, 23), tengo un ‘espíritu voluntarioso’ en la ‘débil
carne’ (Mt 26, 41). Rogad al Salvador, el cual no desea la muerte
del pecador (Ez 33, 11), no que demore mi salida, que ya está
al alcance de mi mano, sino que me proteja en el camino Y con
vuestras oraciones cubrid mi pie desnudo para que la serpiente que se
halla en acecho (Gen 3, 15) no encuentre ningún lugar expuesto a su
picadura. A pesar de que estoy enfermo, os he escrito esta carta de
mi puño y letra como prueba del amor que os tengo.” Estas fueron
las últimas palabras que él escribió.

Muerte y funeral del santo

La noticia de la muerte de Eugenio agudizó su ardiente deseo de


abandonar este mundo miserable. Sintiendo un día una ligera mejo­
ría, reprochó a sus hermanos por mantenerle en el destierro con el
poder de sus oraciones : “¿Por qué queréis mantener en la esclavitud a
un hombre miserable? Sois más fuertes que yo y prevalecéis sobre
mí. Pero dejadme, os lo ruego, dejadme, y permitidme marchar.”
Ahora era evidente que se estaba muriendo, y toda Europa esperaba
la noticia del desenlace. Todos los días acudía una muchedumbre de
visitantes a Clairvaux, incluidos obispos, abades y nobles, deseosos
todos de obtener una bendición final del siervo de Dios y de pedir
su consejo sobre materias importantes para él. Pero su alma estaba
de tal manera absorta en la contemplación divina que le era difícil
atender a otras cosas. Su primo y anterior prior, el obispo Geofredo
de Langres, se quejaba de su aparente falta de interés por el asunto
sobre el cual deseaba su consejo: “Ya no pertenezco a este mundo”,
fue la contestación del santo. Sin embargo, había un asunto que ocupó
su atención hasta el final, la Tierra Santa, para cuya liberación estaba
organizando la cruzada cuando le sorprendió la enfermedad. Su único
consuelo durante estos días de incesante sufrimiento fue la celebra­
ción de los misterios sagrados, que, según nos dicen, no omitió nunca
mientras fue capaz de sostenerse en pie ante el altar. Ahora tenemos
que esforzarnos por describir la triste y última escena, triste pero

663
AILBE J. LUDDY

gloriosa a la vez con la gloria de la puesta del sol de un bello día


de verano. Por la mañana temprano del jueves 20 de agosto pidió
el Santo Viático y la Extremaunción. Cuando hubieron sido debida­
mente administrados los últimos sacramentos, los ancianos de la co­
munidad se reunieron alrededor de su lecho, rogándole que pidiese a
Dios permiso para permanecer con ellos un poco más tiempo. Esta
escena de despedida, tal como la pinta uno que la presenció, Geofredo
de Auxerre, fue muy emocionante. “Entonces, ¿no tenéis compasión
de este monasterio?”, dijeron los monjes. “¿No sentís piedad por
nosotros, vuestros pobres hijos, a quienes como una madre amaman­
tasteis a vuestros pechos, a quienes criasteis con paternal afecto?
¿Cómo podéis abandonar así el fruto del trabajo de toda vuestra
vida en este valle? Oh, ¿cómo podéis pensar en dejarnos habiéndonos
amado tanto tiempo y tan tiernamente?” De esta manera le impor­
tunaban con los ojos llenos de lágrimas y el corazón dolorido. Y el
dulce santo lloraba con sus hijos sollozantes. Luego, levantando sus
bellos ojos al cielo, sollozó con las palabras del apóstol: “Me siento
estrechado de ambos lados y no sé qué elegir” (Phil 1, 22-23). “Lo
dejaré al Señor—añadió—que decida Él” 2* . El Señor aceptó el oficio
lo
de árbitro y se llevó Consigo a su fiel siervo. El cansado trabajador
que había soportado tan pacientemente la “carga del día y los calo­
res” (Mt 20, 12) fue convocado al hogar celestial para recibir el pre­
mio de sus trabajos: Bernardo había muerto. Exhaló su último sus­
piro hacia las nueve de la mañana del jueves dentro de la octava de
la Asunción. En aquel momento había seguramente una gran alegría
en el cielo, pero en Clairvaux había un gran pesar. Les parecía a los
monjes que el sol había caído súbitamente del firmamento, dejando
al mundo envuelto en la oscuridad. Mucho más tarde, cuando Geofredo
cogió la pluma para describir la desolación de la desamparada fa­

2 El llamado testamento espiritual de Bernardo se encuentra en la Vida


escrita por Alanus. capítulo XXX. Cuando el santo se dio cuenta de que
su fin está próximo llamó a su alrededor a aquellos religiosos que habían es­
tado asociados con él más íntimamente y les exhortó de un modo especial
a practicar la humildad, la caridad y la paciencia. “No creo—dijo—, que
pueda ponerme a mí mismo como modelo para que me imitéis en nada. Pero hay
tres virtudes que siempre me he esforzado por cultivar hasta donde me ha sido
posible: he procurado confiar más en el juicio de los demás que en el mío;
nunca he hablado ni obrado con resentimiento, y no solamente he procurado
evitar dar escándalo, sino que cuando el escándalo ha aparecido he hecho todo
lo posible por apartarlo.” Críticos competentes, como Vacandard, aceptan el
“testamento” como genuino. Sin embargo, hay dos circunstancias que nos incli­
nan a dudar de su autenticidad; el silencio de Geofredo, que seguramente estaría
"presente”y que"nos ha" dejado un relato detallado de la última enfermedad de
Bernardo y la incurable ceguera del santo respecto de sus bondades, lo cual hace
muy improbable que llamase la atención, por muy modestamente que lo hiciese,
sobre sus propias virtudes.

664
SAN BERNARDO

milia, ardientes lágrimas brotaron de sus ojos cegándole la vista y


estropeando el papel3, pero incluso en medio de esta agobiadora tris­
teza, no perdieron su religiosa compostura. El cuerpo del bienaventu­
rado abad, cubierto con la túnica de San Malaquías, de acuerdo con
lo que había pedido al morir, y con sus vestiduras sacerdotales fue
colocado en la iglesia y todo continuó como de costumbre.
Tan pronto como se extendió la noticia de la muerte de Bernardo,
una multitud de peregrinos de todas partes y de todas las clases so­
ciales empezó a afluir al valle sagrado. Se consideró muy feliz el que
pudo besar las manos o los pies del ilustre muerto. Numerosos mi­
lagros premiaron la devoción de los fieles, pues la gracia de curar
vivía todavía en aquella carne sin vida, y la virtud brotaba todavía de
ella como brota el perfume del estrujado nardo. Estos prodigios pro­
dujeron un efecto excitante sobre el pueblo, que expresaba sus senti­
mientos con tumultuosos clamores incluso en la iglesia monástica
sin hacer caso de la regla del silencio. Por este motivo corrió peligro
la disciplina. Gosvin, abad de Citeaux (había llegado unos días antes
a visitar a Bernardo), dándose cuenta de esto, se acercó al santo difunto
y le mandó, en virtud de la santa obediencia, que no obrara más mi­
lagros. La orden fue obedecida. Geofredo de Auxerre no menciona
este incidente; aparece registrado en el Exordium, 1. II, c. 20. Pero
Geofredo menciona otro hecho que muestra de la misma manera
hasta qué extremos había llegado la excitación. Temiendo que sería
imposible mantener el orden si la inmensa muchedumbre reunida
en el monasterio tomaba parte en el funeral, los abades presentes
decidieron adelantar la hora del entierro. Así, el santo cuerpo fue ente­
rrado delante del altar de Nuestra Señora después de una solemne
misa de réquiem el sábado por la mañana, 22 de agosto. Antes de
rellenar la tumba, los religiosos colocaron sobre el pecho de su amado
abad un cofrecito con algunas reliquias del apóstol Tadeo, que le
habían sido enviadas de Jerusalén pocos meses antes de su muerte y
que él deseaba que fuesen enterradas con él.
Hay motivos para creer que no fue éste el único objeto que enton­
ces reposó sobre el pecho del santo difunto. En el año 1855 se en­
contró en el ataúd que contenía los huesos del santo abad (junto con
otras reliquias) una delgada tablita de madera cubierta de pergamino
en el que aparecían inscritas las siguientes palabras: “Fasciculus
myrrhae dilectas meus mihi, ínter libera mea conmorabitur. Para mí
es mi Amado una bolsita de mirra, Él morará entre mis pechos”

3 Parcamus paginas et, quantum possumus, stringamus oculae, palpebras


complodamus adversas lacrymus.

665
AILBE J. LUDDY

(Cant 1, 12). Un clavito sujetaba el pergamino a la tabla y la tablilla


llevaba un eslabón de madera como si estuviese destinada a ser col­
gada. La deducción natural es que estaba colgada de la pared de la
pequeña celda del santo y “moró entre sus pechos” en la tumba. Al­
gunas de las palabras, que estaban dispuestas en cuatro líneas, habían
sido borradas. Bernardo sentía predilección por este texto, como se
puede ver fijándose en su sermón cuarenta y tres sobre el Cantar de
los Cantares: “En cuanto a mí—dice en él—, desde el mismo prin­
cipio de mi conversión a Dios y para compensar todos los méritos de
que, como sé muy bien, carezco, me dediqué con diligencia a colec­
cionar y atar en una bolsa que coloqué en mi pecho todos los cui­
dados y pesares que mi Señor tuvo que soportar: en primer lugar,
los sufrimientos de los años de su niñez; luego los trabajos que Él
soportó al predicar, la fatiga de sus viajes, su orar vigilante, sus ten­
taciones y ayuno, sus lágrimas compasivas, las trampas que le colo­
caron en su discurso; y, finalmente, los peligros de los falsos herma­
nos, los ultrajes, los salivazos, los golpes, las burlas, los reproches,
los clavos y todas las demás plantas de mirra que, como sabéis,
están creciendo en abundancia para nuestra curación en el bosque
evangélico. Y vosotros también, queridísimos hermanos, si sois pru­
dentes, no consentiréis nunca que esta bolsita de mirra os sea arre­
batada del centro del corazón, ni siquiera por espacio de una sola
hora, sino que mantendréis constantemente delante de vuestras mentes
y pensaréis con asidua meditación en todo lo que Cristo soportó
por nuestros pecados, de forma que podáis decir también como la
Esposa: ‘Para mí es mi amado una bolsita de mirra. Él morará entre
mis pechos’.”

Misa y oficio de su fiesta : historia


DE SUS RELIQUIAS

El 18 de enero de 1174, el papa Alejandro III incluyó solemne­


mente a Bernardo en el catálogo de los santos y publicó al mismo
tiempo la misa y el oficio—que él mismo había compuesto—para la
nueva fiesta. Esta misa sufrió algunas modificaciones importantes en
1201, en que Inocencio III incluyó las oraciones adecuadas, dando
al santo abad el título de “Doctor Egregius-Doctor Ilustre”. Después
de la canonización, los sagrados restos fueron exhumados y deposi­
tados en una tumba provisional en la iglesia, a la entrada_deLcrucero
del sur, mientras se le preparaba otra tumba más digna. Al cabo de
cuatro años el nuevo mausoleo estaba preparado. Era una construc­

666
SAN BERNARDO

ción bellísima de mármol rojo, que se alzaba un poco a la derecha


del altar mayor, con un altar delante dedicado al santo. Rematando
el monumento había una imagen del santo abad, hecha, según nos
dicen, inmediatamente después de su muerte, y delante colgaba una
costosa lámpara de plata, donativo del pueblo de Génova, para cuyo
mantenimiento este pueblo entregó una generosa dotación. En el se­
gundo traslado de los restos, Enrique 4, entonces abad de Clairvaux,
separó un hueso de un dedo, que regaló al rey Enrique II de Ingla­
terra 5 en compensación de la liberalidad del monarca al facilitar los
medios necesarios para colocar una cubierta de plomo sobre el tejado
de la iglesia de la abadía. Entre los años 1330 y 1348, durante la
administración del abad Juan d’Aizanville, se sacó de la tumba la
cabeza del santo y se encerró en un rico relicario de plata 6. La repú­
blica genovesa, que siempre había considerado al santo abad como
uno de sus patronos principales, consiguió un pequeño hueso en el
año 1633. El esqueleto permaneció por lo demás intacto hasta 1792,
en que por orden del gobierno republicano de Francia, la abadía de
Clairvaux fue secularizada y sacada a pública subasta. Así, el hogar
de San Bernardo y de sus hijos durante casi setecientos años pasó a
manos de un caballero llamado Pierre-Claude Cansón. Este empren­
dedor ciudadano decidió convertir la iglesia en una fábrica de cristal.
Encontrándose con las tumbas de los santos Bernardo, Malaquías,
Eutropio, Zozima y Bonosa 7, se dirigió a las autoridades civiles para

* Fue nombrado cardenal en 1179, y después de la muerte del papa


Urbano III, en 1187, fue elegido para sucederle, pero se negó a aceptar esta
responsabilidad. Siendo elegido entonces Gregorio VIII, le nombró legado uni­
versal de la Santa Sede. En 1188 fue comisionado por Clemente III para predicar
la tercera cruzada, y consiguió persuadir a los soberanos de Alemania, Francia
e Inglaterra para que tomasen la cruz. Murió al año siguiente. A petición propia
se llevaron sus restos a Clairvaux, siendo enterrados entre los sepulcros de San
Malaquías y San Bernardo.
5 Su madre, Matilde, hija de Enrique I y esposa del emperador alemán
Enrique V, y más tarde de Geofredo de Anjou, había sido muy amiga del santo
abad. En una carta escrita poco después del nacimiento del príncipe, le dice:
“Cuidad muy bien del niño, pues yo también reclamo mis derechos a él.”
• La cabeza de San Malaquías fue encerrada igualmente en una urna al
mismo tiempo, Los dos relicarios tenían la forma de un busto y representaban
los rasgos de los santos de una manera tan parecida, que Meglinger, que los vio
en 1367, nos dice que quedó mudo de asombro y contempló las maravillosas
imágenes esperando oírlas hablar. El piadoso alemán hizo un dibujo de la ima­
gen de Bernardo, que publicó en su Itinevarium.
7 Los cuerpos de los santos mártires Eutropio, Zozima y Bonosa fueron
enviados desde Oporto a Clairvaux hacia el año 1226 por el cardenal Conrado,
que había sido anteriormente abad de ese monasterio. La tumba de San Mala­
quías estaba delante y un poco a la derecha de la de San Bernardo. Tres
lámparas de plata ardían delante de ella, para cuyo mantenimiento Roberto
Bruce, el rey-héroe de Escocia, recordando las relaciones entre el santo obispo
y el rey David, apartó una finca llamada Osticrost, en Annandale. Se puede
leer la cédula de constitución en Migne, t. CLXXXV, marzo, 1895 pág. 453.

667
AILBE J. LUDDY

que le permitiesen quitarlas. Le dieron el permiso; el gobierno ordenó


que se exhumaran los huesos y se volviesen a enterrar en el cementerio
de la parroquia y envió un arquitecto para vigilar el cumplimiento
de esta orden. Este arquitecto, que al parecer era menos faná­
tico o más prudente que sus superiores, hizo que se abrieran las tum­
bas y se sacaran los huesos en presencia de una inmensa muchedum­
bre; pero observando la devoción del pueblo, decidió no enviar las
reliquias al cementerio común hasta haber explicado la situación a
las autoridades. El gobierno, por consejo del arquitecto, permitió
que los sagrados restos fuesen trasladados a la iglesia de Ville-sous-
la-Ferté en tres cajas de madera el 8 de mayo de 1796. Pero los mau­
soleos fueron derribados, y el mármol y los ataúdes de plomo se
vendieron en pública subasta a beneficio de la república.
Otro funcionario que presenció la apertura de las tumbas, M. De-
laine, administrador del Directorium de Bar-sur-Aube, nos ha dejado
el siguiente informe: “En 1793, siendo administrador del Directorio
de Bar-sur-Aube, asistí con tres colegas míos a la apertura de ciertas
tumbas de la iglesia de la abadía de Clairvaux, donde se iba a esta­
blecer una fábrica de cristal. En la tumba de San Bernardo había un
ataúd de plomo que contenía los huesos del esqueleto de un hombre
cuya cabeza había sido quitada. Estos huesos estaban envueltos en
una mortaja de hilo fino, pero un poco descolorido, que a su vez estaba
envuelta en un trozo de tela de seda y lana. Otra tumba, la de San
Malaquías, contenía también un ataúd de plomo en el que había un
esqueleto completo de hombre con todos los dientes8. En estas tum­
bas, que eran de mármol, encontramos rollos de pergaminos que tenían
inscripciones ilegibles en caracteres góticos. Me guardé algunos trozos
de la mortaja de San Bernardo y de la tela que la cubría y también
algunos huesos de sus manos y un diente de San Malaquías, que per­
manecieron en mi poder hasta 1814 en que se perdieron debido a los
azares de la guerra. Actualmente sólo poseo un trozo de la cubierta

• Aquí tiene que haber alguna equivocación. Sabemos, gracias a una auto­
ridad indiscutible, que la cabeza de San Malaquías fue quitada de la tumba
y encerrada en un busto de plata durante la administración de Juan d’Aizanville
11330-1348). En los archivos de Troyes se conserva una crónica manuscrita de
Clairvaux, escrita en el siglo xiv, que dice lo siguiente: “Juan de Aizanville,
abad de Clairvaux durante los años (aquí hay un espacio en blanco, mostrando
que Juan vivía todavía), ordenó que se hicieran urnas de plata, bellamente
doradas, en las que fueron colocadas las cabezas de los gloriosos confesores
San Malaquías y San Bernardo.” Un inventario de la sacristía de Clairvaux,
fecha 21 de septiembre de 1405, menciona entre otros tesoros: “Caput beati
Malachiae in vase argénteo, LXI marcharum.” Para mayores pruebas, cfr. Migne.
tomo CLXXXV, págs. 1663-1666, y Le Tresor de Clairvaux, págs. 98-108 Tene­
mos entonces que suponer solamente que M. Delaine confundió el mausoleo de
San Malaquías con algún otro de los mausoleos desmantelados.

668
SAN BERNARDO

exterior de los huesos de San Bernardo, de seis centímetros de largo


por cuatro de ancho, que difieren en ambos lados: un lado es de
color azul celeste con un dibujo que representa un león de color de
oro, el otro lado es de color de oro con el león en azul.”
Las tres cajas que contenían, una, los huesos de San Bernardo;
otra, los de San Malaquías, y, la tercera, los de los bienaventurados
mártires fueron depositadas sin novedad en la sacristía de Ville-sous-
la-Ferté y allí permanecieron seguras, pero olvidadas, hasta 1837. En
aquel año el buen cura de la parroquia alcanzó la inmortalidad por
un acto peregrino... bueno, llamémosle imprudencia. Echó en una
caja el contenido de las tres cajas; ¡y de esta manera, después de
sobrevivir las vicisitudes de siete siglos, las reliquias de San Bernardo
y San Malaquías perdieron al fin su identidad por el increíble ato­
londramiento de un cura de parroquia económico! Todos los intentos
para distinguir los huesos han sido infructuosos hasta ahora.
Gracias a la previsión de Louis M. Rocourt, último abad de Clair­
vaux, los cráneos de los dos santos se han conservado para la devo­
ción de los fieles. Al estallar la revolución este prudente superior tras­
ladó las sagradas reliquias de sus urnas de plata9 a vulgares cajas
de madera. Los codiciosos funcionarios del gobierno llegaron a su
debido tiempo y, como el abad se había figurado, se llevaron los
relicarios vacíos. En 1813, por uno u otro motivo, regaló sus inapre­
ciables tesoros, debidamente identificados, a un piadoso caballero, el
barón de Caffarelli, prefecto de Aube, quien se lo entregó al obispo
de Troyes. Todavía se conservan en la catedral de esa ciudad, ence­
rrados en el mismo magnífico relicario: se puede leer una detallada
descripción de este en la obra del abate Lalore Trésor de Clairvaux,
págs. 219-221. “Lo he amado en vida—dijo el abad de Clairvaux ha­
blando de su amigo, el obispo Malaquías—, no me separaré de él en
la muerte.” ¿Se pudo cumplir el deseo o la profecía de una manera
más exacta? Sus huesos yacen en el mismo ataúd mezclados indistinta­
mente y sus cabezas se hallan encerradas en una urna común 10.
En Troyes se conserva otra preciosa reliquia: la Biblia manuscrita
que él estudió con tanta asiduidad. Muestra señales de haber sido muy

0 En el inventario de la sacristía de Clairvaux redactado en 1504 se des­


cribe el relicario que encerraba la cabeza de San Malaquías, diciendo que era
de plata dorada, que pesaba más de treinta libras y representaba la cabeza
mitrada del santo apoyada en seis imágenes de plata resplandeciente de zafiros
y otras piedras preciosas. Como el de San Bernardo, fue reducido a pedazos por
los fanáticos revolucionarios, y los fragmentos llevados... como reliquias, pro­
bablemente.
10 Los huesos del cráneo encerrados en estos relicarios no estaban en modo
alguno completos. En diversas ocasiones se quitaron fragmentos que fueron
regalados, como uno que se dio a Ana de Austria, reina de Francia en 1643.

669
AILBE J. LUDDY

usada: las hojas que contiene el Cantar de los Cantares están especial­
mente desgastadas.

Discípulos distinguidos

Como el mérito de los discípulos refleja la gloria de su maestro,


hay que decir algo de los miembros de la comunidad de Bernardo
que se han distinguido. Junto con él otros cinco han sido elevados a
los honores del altar: Balduino, Eugenio, Gerardo, Martín y Ama­
deo Uno—Eugenio—llegó a ser Papa y otro, el cardenal Enrique,
elegido sumo Pontífice para suceder a Urbano III en 1187, se negó a
aceptar el temible cargo, para el que fue nombrado luego otro cis­
terciense, el cardenal Alberto de Morra, conocido más tarde con el
nombre de Gregorio VIII.—Cfr la obra del autor De Montor, His-
toire des Souverains Pontifes Romains, c. 1, pág. 327. Cincuenta años
más tarde el cardenal Conrado, hijo también de Clairvaux, siguió el
ejemplo de Enrique rechazando la tiara papal que se le ofreció des­
pués de la muerte de Honorio III. Por lo menos siete monjes de Ber­
nardo fueron creados cardenales: Esteban, Balduino (no el santo, pues
éste murió de obispo de Rieti), Conrado (elevado a la púrpura por
Inocencio II; por tanto, una persona distinta del Conrado que rechazó
el cargo pontifical y que debió su elevación al cardenalato a Hono­
rio III), Rolando, Enrique, Hugo y Bernardo—no Bernardo de Pisa,
que fue el nombre de Eugenio III antes de ser nombrado Papa.
No disponemos de una lista completa de los obispos que salieron de
Clairvaux, pero fueron muy numerosos.
Sin embargo, todos estos monjes abandonaron con desgana el
claustro para ascender a sus tronos papales o episcopales. Todo reli­
gioso que profesaba en Clairvaux ansiaba terminar su vida en aquel
bendito valle. Cuando al fin la obediencia los enviaba a trabajar en
otras viñas, “Ellos tenían todavía la esperanza, pasadas sus largas ve­
jaciones, de retornar aquí y por fin morir en su hogar”.

11 Nivardo, el hermano más joven de Bernardo, es honrado como santo


en España; su fiesta se celebra el 7 de febrero. Se desconoce la época y el
lugar de su muerte, pero la mayoría de los autores consideran probable que
muriese en Clairvaux. No hemos mencionado a San Guarín ni a San Martín de
Valparaíso;^ porque^aunque fueron discípulos de San Bernardo y monjes de
monasterios fundados por él, no es seguro del todo que viviesen alguna vez en
Clairvaux.

670
SAN BERNARDO

“Nostalgia claravallensis”

Era la nostalgia claravallensis. Los abades dimitieron sus cargos—a


veces a despecho de la prohibición de Bernardo—a fin de morir en
la casa de su noviciado. Uno de ellos, el abad de Alvastra, en Suecia,
cuando fue atacado por su última enfermedad, ¡hizo el largo viaje
sentado en una silla suspendida entre dos caballos! A veces, cuando
enviaba a un monje en un viaje largo, el santo tema que asegurarle
que no moriría hasta que regresara. De aquí que con el tiempo se
considerase como una señal especial de predestinación el morir en
Clairvaux.

Monasterios bernardinos

En el momento de la muerte de Bernardo los monasterios a su


cargo en toda la cristiandad se elevaban al número de 164 12, de los
cuales 68, que se sepa, fueron fundados directamente desde Clair­
vaux. No tenemos medios de averiguar cuántos monjes había en cada
una de estas casas: la casa matriz albergaba unos 700 religiosos en
1153, según nos asegura Geofnedo, y algunas de las filiales, como, por
ejemplo, Rievaulx, en Inglaterra, y Alcobaga, en Portugal, se acercaban
a este número. De esta manera Clairvaux cumplió la profecía de su
nombre: de Valle del Ajenjo se había convertido con toda verdad en
un Valle de la Gloria, que irradiaba luz y calor espiritual por todo
el mundo cristiano. Sus brotes—el pueblo las llamaba casas bernar­
dinas—se podían encontrar en todos los países de Europa y donde se
establecían se convertían en un foco de influencia espiritual. Estas
bienaventuradas hijas de una madre bienaventurada han desaparecido
todas de la tierra, dejando apenas rastro, excepto algunos muros de­
rruidos y algunas vagas tradiciones. ¿Y qué fue del propio Clairvaux?
¿Cuál ha sido la suerte de esta abadía, de este valle, el lugar más
santo de la bella Francia, donde tantos santos y amigos de Dios espe­
ran la llamada de la trompeta del arcángel? ¡Oh lamentable cambio!
El Valle de la Gloria se ha convertido de nuevo en el Valle del Ajenjo.
“¿Con qué te compararé, o a qué te asimilaré, oh, hija de Jerusalén?
¿Con qué te igualaré que yo pueda confortarte, oh, virgen, hija de
Sión? Pues grande como el mar es tu destrucción: ¿quién te cuidará?”

12 Cfr. Vacandard, Vie, II, 426 Geofredo de Aüxerre da el número de 160.


El número total de casas cistercienses a finales del siglo xn era de 530, que
aumentó más tarde a 742. Cfr. Janauschek, Orig. cist., I, 304.

671
AILBE J. LUDDY

Con razón puede esta profanada Ciudad de Dios exclamar en la


amargura de su aflicción: “ ¡ Oh, todos los que pasáis por el camino,
deteneos y ved si hay alguna tristeza como la mía!” (Lam 2, 13 ; 1, 12).
Pues una condena más grave que la destrucción y la desolación ha
caído sobre el hogar de San Bernardo. Este lugar que él describió una
vez como una prisión abierta, llena de cautivos atados tan sólo con
las cadenas del amor de Jesucristo, se ha convertido ahora en prisión
central de la república, en el sumidero moral de la infiel Francia.

Títulos dados a Bernardo

Unas palabras más acerca de los títulos dados a San Bernardo.


Fue virtualmente declarado doctor de la Iglesia en 1174, cuando
Alejandro III asignó como Evangelio de su misa el propio de los
doctores: “Vos estis sal terrae”. Veintisiete años más tarde recibió el
título de Doctor Ilustre—Doctor Egregias—de Inocencio III. Esta
dignidad le fue confirmada formalmente por Pío VIII en un decreto
de 23 de julio de 1830. Teófilo Reynauld en su libro Apis Gallicana
(la “Abeja gala”), publicado en 1508, fue el primero en llamar a
nuestro santo el Doctor Melifluo, epíteto que ahora le es tan propio
como el de Angélico a Santo Tomás o Seráfico a San Buenaventura.
A veces se le llama a Bernardo la Abeja Gala; este bello nombre,
muy apropiado también, sugiere las mismas ideas que el nombre de
Doctor Melifluo.
6eo8í8axroq (enseñado por Dios) fue uno de sus conocidos sobre­
nombres durante la Edad Media. Por común consentimiento Bernardo
ha sido llamado el último de los padres. El cierra la larga lista de
los nombres ilustres que empiezan con San Clemente. Y aunque es
el más joven de los padres en el tiempo, no cede a ninguno en gran­
deza, según afirma aquel espléndido erudito patrístico, Dom John
Mabillon. “Ultimas Ínter paires, primis certe non impar”: veredicto
que ha sido confirmado por el último y más científico biógrafo fran­
cés de San Bernardo, el abate Vacandard, que dice (Vie, II, pág. 557):
“Aunque es el último de los padres, Bernardo es tan grande como el
más grande de ellos.”

672
CAPITULO XLIII

INFLUENCIA POSTUMA DE SAN BERNARDO

Inmensa circulación e influencia


DE LAS OBRAS DE BERNARDO

Después de todo, las reliquias más importantes de San Bernardo


son sus escritos y estos, gracias a Dios, se han conservado para nos­
otros casi intactosx. Son afortunadamente muy numerosos y com­
prenden trece tratados, trescientos cuarenta y cinco sermones y qui­
nientas treinta y tres cartas, sin incluir una multitud de composiciones
en prosa y en verso cuya autenticidad parece dudosa. No sería fácil
exagerar la influencia, directa e indirecta, de estos escritos en la
historia religiosa de los últimos ocho siglos. Incluso en vida del
santo sus obras—incluidos sus sermones y cartas—tuvieron una circu­
lación inmensa y fueron transcritas afanosamente, como nos informa,
entre otros, su enemigo Berengarius. A todo lo largo de la Edad
Media, según Horst, que escribió hacia 1679, fueron más universal­
mente leídas y más frecuentemente publicadas que las obras de cual­
quiera de los demás padres. No sólo han servido a la Iglesia como
medio poderoso de edificación, sino que muchas de las más bellas
devociones que adornan su liturgia y fortalecen su imperio sobre los
corazones de sus hijos deben a ellas su inspiración o su popularidad,

1 Hüffer y Vacandard creen que una parte considerable de su correspon­


dencia se ha perdido o que todavía se halla enterrada en los archivos de Europa:
el primero descubrió y publicó veinticuatro cartas nuevas.

673
S. BERNARDO.---- 43
AILBE J. LUDDY

tal como las devociones al Sagrado Corazón, a los santos nombres de


Jesús y María, a San José, a los santos ángeles y a los ángeles guar­
dianes en particular. Desde su primera publicación, escritores místicos
y ascéticos de todas las épocas han encontrado en ellas una mina
inagotable de tesoros espirituales, con los cuales no han dudado enri­
quecer sus propias composiciones. De esta manera muchos de los
brillantes epigramas y de las bellas imágenes que adornan las páginas
de los autores populares no son más que plumas que han tomado pres­
tadas de las obras de San Bernardo. Sir Francisco Cruise ha demos­
trado lo muchísimo que el autor de la Imitación debe a nuestro santo,
tanto que en opinión de un crítico francés moderno, M. Arturo Loth,
la obra casi podría ser considerada como una obra de San Bernardo.
Su influencia es también claramente distinguible en las otras dos obras
que, de diversa manera, tuvieron acaso la participación más grande en
la formación del pensamiento medieval: la Summa Theologica de
Santo Tomás y la Divina Comedia del Dante. El gran florentino re­
presenta al “fiel Bernardo de María” como el supremo panegirista de
la Virgen, incluso en el cielo (cfr. Paraíso, cant. XXXI-XXXIII). Lo
mismo se puede decir de los escritos de San Juan de la Cruz, San
Francisco de Sales y San Alfonso de Ligorio, los tres maestros de la
vida espiritual que se hallan más en boga en nuestra época.
“El último de los padres—escribe el juicioso Vacandard {Vie, II,
557-558)—, Bernardo, es tan grande como el más grande de ellos. Si­
tuado entre dos mundos, el antiguo y el moderno, el abad de Clair­
vaux recibió la doctrina tradicional y se la entregó a los que venían
detrás de él. Desde el comienzo del siglo xni, los profesores de las
escuelas, los oradores y los escritores místicos tomaron prestado de
él más que de ningún otro padre, griego o latino, con la sola excep­
ción de San Agustín. Los mismos herejes, tales como Lutero y Calvino,
no menos que los doctores católicos, tales como Santo Tomás y Ger-
son, se deleitaron con sus obras y se gloriaron de permanecer leales
a sus enseñanzas... Antes de principios del siglo xvr, se habían pu­
blicado ochenta ediciones de estas obras, pero en nuestros días el
número de ediciones ha llegado a quinientas, cifra realmente prodi­
giosa. ¿Y se halla exhausta o debilitada en nuestra época esta fuerza
que, generación tras generación, ha atraído las mentes de los hombres
hacia el último de los padres? ¿Parece probable que el gusto por sus
obras que nos legaron los siglos pasados acabe por perderse? No hay
nada que indique una disminución de su popularidad. Todo lo con­
trario. Pues nunca ha sido Bernardo más estudiado que hoy. jamás
su figura dominadora ha resplandecido con una luz más brillante.”

674
SAN BERNARDO

No sólo los autores privados han tomado prestadas ideas de Ber­


nardo: la misma Iglesia ha sacado de sus obras algunas de las pá­
ginas más sublimes de su breviario. Él ha aportado lecciones para la
mayoría de las fiestas modernas, tales como las del Santo Nombre de
Jesús, el Sagrado Corazón, el Santo Nombre de María, los Siete Do­
lores, San José y los Angeles Guardianes, y así se ha convertido, se­
gún dice el autor arriba citado, en “el órgano oficial de la oración pú­
blica” (Vacandard, St. Bernard, pág. 279).

Es EXAMINADA SU DOCTRINA SOBRE EL BAUTISMO


Y EL ESTADO PRESENTE DE LOS SANTOS

Respecto a las doctrinas teológicas de San Bernardo, hay algunos


puntos que necesitan aclaración. Su actitud hacia la Inmaculada Con­
cepción ya ha sido estudiada y será objeto de un estudio más amplio
en un apéndice. En lo que se refiere a la forma del sacramento del
bautismo, defiende una opinión que hoy sería difícil mantener. Con­
sultado por el arcediano de Arlés si se debería volver a bautizar a
un niño bautizado con las siguientes palabras: “Yo te bautizo en el
nombre de Dios y de la verdadera y santa cruz”, contestó que no,
porque este bautismo era válido, puesto que las palabras expresaban,
aunque de una manera oscura, la Unidad de Naturaleza y la Trinidad
de Personas en Dios y esta era la intención del bautizante. “El nombre
de Dios—escribe—expresa la Sustancia única de la Trinidad y la
mención de la verdadera y santa cruz hace evidentemente referencia
a la pasión del Señor... Ahora bien, cuando bautizamos de acuerdo
con la forma usual, sancionada por la Iglesia: ‘En el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’, se ha de entender este bautis­
mo como conferido en el nombre de la Trinidad. Además, nombrar
la santa cruz es nombrar al Crucificado. Pero leemos en los Hechos
de los Apóstoles que la gente era bautizada no sólo en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, sino también en el nombre de
Nuestro Señor Jesucristo (Act 10, 48).” Aunque válida, añade el santo
doctor, esta forma es ilegítima y sería gravemente pecaminosa si no
la excusara su sencillez. Se puede decir en primer lugar que la carta
que contenía esta doctrina (Ep. CDIII) ha sido considerada como
falsa por muchos críticos competentes. En segundo lugar, más de un
autor eminente ha sostenido que una invocación implícita de las Tres
Personas Divinas basta para la validez del bautismo. Esta era la opi­
nión de Hugo de San Víctor y de Pedro Lombardo entre los contem­
poráneos de Bernardo. Anteriormente había sido defendida por Beda

675
AILBE J. LUDDY

el Venerable y otros padres y después por Pedro de Poitiers y el car­


denal Cayetano2.
Las enseñanzas del santo doctor en cuanto al estado presente de
los santos tiene que ser examinada a continuación. En su cuarto
sermón para la fiesta de Todos los Santos, comentando las palabras
“su mano izquierda está bajo mi cabeza y su mano derecha me abra­
zará” (Cant 2, 6)—que él considera como habladas por una de las
almas bienaventuradas que espera la reunión con el cuerpo—, él dice:
“El alma beatífica será elevada, después de la resurrección, por en­
cima de los misterios de la encamación de Cristo y su santa Hu­
manidad, justamente llamada su mano izquierda, a la más elevada
contemplación de su Divinidad, llamada con igual justicia su mano
derecha.” En este párrafo parece suscribir la opinión condenada como
herética por los concilios de Florencia y Trento: que la Visión Bea­
tífica de Dios es retirada de las almas de los justos hasta su reunión
con el cuerpo. Pero que esto no es lo que él quiso decir se desprende
ampliamente de un modo evidente de numerosos pasajes de sus obras.
En su carta a las comunidades religiosas de Irlanda, por ejemplo, se
dirige de esta manera al alma de San Malaquías: “Dios no quiera
que consideremos tus oraciones menos eficaces ahora, oh, alma bien­
aventurada, cuando, en la misma presencia de la Majestad Divina,

3 Estos autores, como San Bernardo—suponiendo que el santo había sido


el autor de la epístola en cuestión—■, basaban su opinión en Act 10, 48, que
interpretaban en su sentido literal. Encontraron otro apoyo más firme en una
decisión dada por el papa San Nicolás I (858-867). Preguntado por ciertos
búlgaros si el bautismo conferido en nombre de la Trinidad o en el nombre
de Cristo era válido y si la ceremonia debía ser repetida con las personas así
bautizadas, replicó: “Si esas personas han sido bautizadas en el nombre de la
Trinidad o en el nombre de Cristo sólo (de acuerdo con lo que leemos en los
Hechos de los Apóstoles) es evidente que no tienen que ser re-bautizadas”, y el
Pontífice se refiere a San Ambrosio, que dice: “Quien es bendecido en Cristo,
es bendecido también en el Padre y en el Espíritu Santo, porque los Tres
tienen en común un nombre y un poder..., El que nombre a Cristo, es decir, al
Ungido, nombra al Hijo, que es ungido, y al Padre, por quien Él es ungido,
y al Espíritu Santo, que es la Unción.” De Spiritu Sancto, cap. III. Esta es
exactamente la explicación dada por el consultado al arcediano de Arlés. Santo
Tomás y San Buenaventura sostuvieron que en los tiempos apostólicos, por
especial dispensa divina, el bautismo administrado en el nombre de Cristo sola­
mente, era válido y legítimo, puesto que tendía a la glorificación del nombre
del Salvador, que entonces era objeto de muchas blasfemias de los judíos y
gentiles. Pero de acuerdo con la opinión común, la única defendible hoy, es
y ha sido requerida siempre una invocación explícita de las Tres Personas para
la validez del sacramento. Entonces tenemos que suponer que cuando San
Pedro “mandó a Cornelio y sus amigos que fueran bautizados en el nombre
del Señor lesucristo” (Act 10, 48), sólo quiso decir que fueran bautizados en
la familia cristiana o con el bautismo instituido por Cristo. En cuanto a la
decisión del papa San Nicolás, parece que no fue pronunciada excátedra, sino
que expresó- solamente una- opinión - del -Pontífice como—teólogo—privado.
Cfr. Suárez, t. XX, disp. XXI, sect. III, y Hurter, Theol. Dogm. vol. III, pá­
gina 523.

676
SAN BERNARDO

puedes ser más perentoria en tus súplicas, cuando ya no caminas por


la fe, sino que ya estás coronada con la visión de la gloria.” Y en su
segundo sermón sobre el mismo santo obispo dice: “Malaquías dis­
fruta ahora de una gloria y felicidad igual a la de los ángeles.” En­
tonces ¿cómo hemos de entender lo que se dice en el discurso para
Todos los Santos? La explicación se encuentra en estas palabras del
sermón LXXXVII de Diversis'. “Antes de la resurrección general las
almas de los santos beberán en verdad, pero no hasta embriagarse,
porque no pueden alcanzar la perfectísima contemplación de Dios
mientras ansíen reunirse con el cuerpo.” Por consiguiente, San Ber­
nardo enseña, con San Agustín y San Buenaventura, que aunque las
almas de los santos disfrutan ya de la visión intuitiva de Dios, y han
colmado así su presente capacidad de felicidad, ellas disfrutarán de
esa visión más perfectamente después de la resurrección y, en con­
secuencia, una felicidad más perfecta, no sólo extensiva, como admite
Santo Tomás (Sum. Theol. I, 2, q. 4, a. 5), sino también intensiva3*lo.
El santo nos explica cómo es posible que ese anhelo por el cuerpo im­
pida la contemplación perfecta en el caso del alma de los justos,
diciéndonos que ese anhelo impide al alma el olvidarse enteramente,
como en la embriaguez completa, y, por tanto, el pasar enteramente
a Dios. Lo que equivale a decir que la capacidad del alma para disfru­
tar de Dios aumentará mediante la reunión con el cuerpo. Esta opi­
nión, así explicada, es completamente ortodoxa; aunque la opinión

3 La diferencia entre San Bernardo y Santo Tomás sobre este punto es


menos real que aparente. Pues, según el Doctor Angélico (loe, cit.), una mayor
felicidad intensiva significa una felicidad de una clase más elevada; una mayor
felicidad extensiva significa mayor en grado. “Una cosa puede ser requerida
para la perfección de otra cosa—escribe—en dos sentidos. Puede ser requerida
para constituir la misma esencia de la otra cosa, de esta manera es requerida
el alma para la perfección del hombre; o puede ser requerida para el bienestar
de la otra cosa, de esta manera la belleza o la brillantez de facultades es reque­
rida para la perfección del hombre. En este segundo sentido, mas no en el
primero, es requerido el cuerpo para la perfección de la felicidad... De aquí que
San Agustín conteste (7n Gen, XII, 35) a la pregunta de si las almas de los
santos pueden disfrutar la felicidad del cielo antes de reunirse con sus cuerpos,
diciendo que ellas no pueden contemplar en ese estado la Esencia Divina, como
lo hacen los ángeles, estando impedidas por un anhelo natural por el cuerpo
o por algún otro obstáculo.” En consecuencia, lo que Santo Tomás niega es
que la resurrección del cuerpo traerá a los santos ninguna felicidad específica­
mente distinta de la que ellos disfrutan ahora, no que su felicidad aumentará
en grado, incluso para el alma. “El deseo del alma—vuelve a decir—encuentra
plena satisfacción en su objeto; sin embargo, no está totalmente apaciguado,
porque todavía no posee ese objeto tan completamente como anhela poseerlo.”
Esta es la doctrina de San Bernardo. Cfr. Perrone, Proel. Theol. II, págs. 117-118.
Parece que ha habido una interpretación errónea de esta doctrina, que condujo
a ciertos teólogos, incluido el papa Juan XXII, a enseñar que las almas de los
santos disfrutan actualmente una felicidad imperfecta, semejante a la felicidad
del limbo, y no serán admitidos a la Visión Beatífica de Dios hasta después
de la resurrección general.

677
AILBE J. LUDDY

que niega un aumento intensivo de felicidad es ahora generalmente


admitida, si bien la cuestión no ha sido decidida nunca dogmática­
mente. Pues el canon del Concilio de Florencia afirmando que “las
almas de los santos son ahora perfectamente felices, pero que tendrán
una mayor felicidad después de la resurrección”, se puede interpretar
y ha sido interpretado en favor de ambas opiniones.
Otro hecho que tiene que parecer un tanto extraño a los lectores
modernos de San Bernardo es su posición respecto de la naturaleza de
los ángeles. Parece inclinado a considerarlos como seres compuestos,
como nosotros, de espíritu y materia, pero de una materia de una
clase más sutil que todas las que nosotros conocemos. La cuestión es
estudiada en su sermón quinto sobre el Cantar de los Cantares y
también en el tratado De Consideratione, N. IV. En el sermón leemos:
“En cuanto a si los cuerpos angélicos, como los humanos, están
unidos naturalmente a los espíritus que moran dentro de ellos, de for­
ma que el ángel, como el hombre, es un animal, diferenciándose sólo
de nosotros en que es inmortal, lo cual no somos todavía; si estas
criaturas celestiales pueden cambiar sus cuerpos a placer y aparecer
cuando lo deseen en la forma y figura que quieran, condensando y
solidificando a discreción las envolturas materiales, las cuales, sin
embargo, son enteramente impalpables e imperceptibles a nuestros sen­
tidos en su propia naturaleza real por razón de la sutilidad de su esen­
cia; o si, finalmente, los ángeles subsisten como sustancias espiritua­
les simples que, cuando lo necesitan, asumen el cuerpo y lo vuelven
a dejar cuando ya no es necesario para que se disuelva en los ele­
mentos de los cuales fue formado; a estas preguntas, hermanos míos,
no puedo daros una contestación definida. Parece que los padres han
tenido distintas opiniones sobre este tema. En cuanto a mí, confieso
que no veo claramente mi camino para adoptar una u otra opinión:
tengo que dejarlo en duda h Sin embargo, no creo que un conocimiento

4 En algunos pasajes habla como si sostuviese que los ángeles son espíritus
puros, como cuando enseña que ellos adquieren su conocimiento sin ninguna
dependencia de los sentidos corporales, y que pueden pasar sin obstáculo a
través de las más densas sustancias corporales. Cfr. Sermón III sobre las Glorias
de la Virgen Madre, y el Sermón V sobre el Cantar de los Cantares. Su gran
dificultad era entender las relaciones respecto del espacio y particularmente la
locomoción de los espíritus finitos, que no tienen ninguna dependencia natural
de la materia y que, por consecuencia, carecen de extensión. “¿Cómo pueden
ejercer ellos su ministerio sin cuerpos—pregunta—, especialmente respecto de
los seres que moran en cuerpos? Además, sólo las sustancias corporales pueden
atravesar el espacio y pasar de un punto a otro; sin embargo, los doctores
afirman como cosa indudable y conocida que los ángeles hacen esto frecuen­
temente.”- El-principio-aquí-supuesto deriva- de Aristóteles,-el—cual-enseña
(Physica, VI) que lo indivisible, es decir, lo que no tiene extensión, es incapaz
de movimiento. Aunque ya no hay la menor duda respecto de la inmaterialidad
de los ángeles, Ja dificultad de Bernardo continúa siendo todavía una dificultad.

678
SAN BERNARDO

de esta clase pueda contribuir mucho a nuestro perfeccionamiento en


la virtud.”
No es extraño que le fuese difícil al santo doctor decidirse en
una cuestión sobre la cual los doctos estaban entonces igualmente
divididos. San Agustín, San Basilio, San Atanasio, San Metodius y
San Fulgencio podrían ser citados en favor de la composición de la
naturaleza angélica; la misma opinión fue defendida por Ruperto,
teólogo distinguido de la época de Bernardo, y mucho más tarde, in­
cluso después de Santo Tomás, por Cayetano y Báñez*5. La Iglesia no
ha dado nunca ninguna decisión sobre este punto; sin embargo, la
doctrina de que los ángeles son espíritus puros está ahora admitida de
un modo tan general que ya no puede ser puesta en tela de juicio.
Además de las obras indudablemente auténticas de nuestro santo,
circulan con su nombre un gran número de tratados cuya autentici­
dad es puesta en duda o negada por los doctos. Las principales son:
Vitis Mystica, Scala Claustralium, Lamentatio in Passionem Christi,
De Interiori Domo, Instructio Sacerdotis, De Conscientia, De Charitate,
De Ordine Vitae et Morum Institutione. Críticos competentes se in­
clinan a la opinión de que la mayoría fueron escritos por los discípulos
del santo doctor, que imitaron su estilo en mayor o menor grado y
tomaron prestados tanto su lenguaje como su pensamiento. Respecto
de la Vitis Mystica en particular nos parece muy probable que Ber­
nardo fuese su autor. Especialmente el tercer capítulo es completa­
mente de su estilo y se parece muchísimo, en las ideas y en la ex­
presión, al sermón sesenta y uno del santo sobre el Cantar de los
Cantares. En el breviario cisterciense (y también en el romano hasta
la última recensión) las lecciones del segundo nocturno para la fiesta
del Sagrado Corazón, tomadas de este capítulo, son atribuidas a San
Bernardo.

LOS HIMNOS BERNARDINOS

Llegamos ahora a los quince himnos latinos atribuidos a San Ber­


nardo. Están impresos juntos al final del volumen CLXXXIV, ex­
cepto el de San Malaquías, que está colocado inmediatamente después
de la Vida del santo obispo en el volumen CLXXXII, pág. 1118. Todos

La forma de la locomoción angélica queda envuelta en una oscuridad que los


grandes doctores escolásticos, con toda su erudición y laboriosidad, han sido
incapaces de disipar. Cfr. Santo Tomás, Sum. Theol. I, q. LUI, y Suárez, De
Angelis, L. IV, CC. I-XXV.
5 Algunos, como Tertuliano y Casiano, enseñaron que los ángeles eran
completamente materiales. Cfr. Suárez, o. c., m. I, c. V.

679
AILBE J. LUDDY

están en rima, pero el metro varía. Muchos eruditos modernos los han
declarado falsos o al menos de dudosa autenticidad. Sin embargo, el
profesor Wedewer, de Wiesbaden, que ha sido el último que ha escrito
sobre el tema, ha vuelto a la opinión tradicional y se ha declarado en
favor de la paternidad bernardina de los poemas. Respecto, por lo
menos, de dos de estas composiciones, el himno al Santo Nombre y
el himno a San Malaquías, con mucho gusto asentimos al juicio emi­
tido por el difunto Dr. Eales, que “si no fueron escritos por la propia
mano de San Bernardo, que en conjunto es la conclusión más pro­
bable, son por lo menos un centón de frases bernardinas” 6. Bernardo

0 Los pasajes incluidos a continuación permitirán al lector ver por sí


mismo cuán íntima es la afinidad entre el predicador del Cantar de los Can­
tares y el poeta del Santo Nombre:
“Jesu dulcís memoria,
Dans vera cordi gaudia,
Sed super mel et omnia
Ejus dulcis praesentia.
Nil canitur suavius,
Auditur nil jucundius,
Nil cogitatur dulcius,
Quam Jesús Dei Filius.
Jesu, decus angelicum,
In aure dulce canticum,
In ore mel mirificum,
In corde néctar coelicum.”
“Quam pius es petentibus,
Quam bonus Te quaerentibus,
Sed quid invenientibus?”
“Nec tantum lux est nomen Jesu, sed est et cibus. An non toties confortaris
quoties recordaris? Quid aeque mentem cogitantis impinguat? Quid ita exercitatos
reparat sensus, virtutes roborat, vegetat mores bonos atque honestos, castos
fovet affectiones? Aridus est anima cibus si non oleo isto infunditur, insipidus
est si non hoc sale conditur. Si scribas, non sapit mihi, nisi legero ibi Jesum.
Si disputes aut conferas, non sapit mihi, nisi sonuerit ibi Jesús, Jesús mel in
ore, in aure melos, in corde jubilus.” Del sermón quince sobre el Cantar de
los Cantares. ___________
“Si sic bonus es, Domine, sequentibus Te, qualis futuros es consequentibus?”
Del sermón cuarenta y siete sobre el Cantar de los Cantares.
Los versos siguientes, traducidos del himno de San Malaquías, sólo repiten
lo que Bernardo dice en Jas oraciones funerales a su amigo:
“Aunque ahora con Cristo, ¿pueden los que amó antes
creer que ya no les ama ni le importan?
¿Que él, tan humilde, no protege desde arriba
a los pobres y humildes con su antiguo amor?
¡Fuera el pensamiento de que ese cambio de estado ha secado
la fuente del amor o ha disminuido su flujo!
¡Fuera el pensamiento de que para los huérfanos
Tú, el padre de los huérfanos, no tienes ahora ningún sentimiento!
---------------- Oh, Malaquías, cuyos huesos-enterrados entre nosotros------------------------
hicieron más glorioso nuestro valle de gloria,
oh, te rogamos humildemente que no dejes nunca de proteger
la paz de esta casa que tanto amaste.”

680
SAN BERNARDO

se distinguió entre sus contemporáneos como ascético, místico, teó­


logo, orador, escritor y propagandista en el mejor sentido de la pa­
labra: ¿era también poeta? “Indudablemente—contesta el abate San-
vert (Sí. Bernard, pág. 33-nota)—fue poeta toda su vida al estilo de San
Francisco de Sales, al estilo de Fenelón. Su poesía era la misma
fuente de su elocuencia popular.” Este veredicto ha sido confirmado
por un juez de la categoría de Francisco Thompson. “La prosa de
San Bernardo—escribe el autor de El Sabueso del cielo—se remonta
a veces a una belleza que es esencialmente la de una emocionante poesía
etérea.” No en vano le ha exaltado el Dante en el Paraíso. En sui ju­
ventud, como hemos visto, se consagró apasionadamente a las Musas
y fue considerado como el mejor poeta de Chatillón. Es evidente que
no perdió nunca por completo su afición a los versos, como se des­
prende de su costumbre de citar a Horacio, Ovidio, Virgilio y Terencio,
incluso en los temas más sagrados. Algunos autores han caído en el
error de juzgar sus facultades como poeta basándose en los himnos
del oficio que compuso para la gesta de San Víctor a petición de
Guido, abad de Montjer-Ramey. Pero él los escribió olvidando deli­
beradamente las exigencias de la medida, como lo reconoce en una
carta al mismo Guido, “por miedo a que la atención a la técnica
oscureciese el sentido”, el cual, en su opinión, debería ser expresado
con la mayor claridad posible en las piezas litúrgicas.

681
APENDICES

SAN BERNARDO
Y LA INMACULADA CONCEPCION
*

Durante acaso ocho siglos la actitud de San Bernardo hacia la


doctrina de la Inmaculada Concepción ha sido objeto de debates entre
los eruditos. Antes de la definición, fue proclamado campeón por cada
una de las opuestas escuelas teológicas, y cada una pudo citar pasajes
de sus obras en apoyo de su tesis; hubo también escritores que sos­
tuvieron que él no tenía ninguna tesis definida en la cuestión discutida.
Por consiguiente, la discusión tenía entonces importancia por la doc­
trina considerada en sí misma. Ahora el único punto discutido es,
desde luego, el que se refiere a la reputación del santo abad. A mu­
chos les pareció que esa reputación fue victoriosamente vindicada,
siendo dicha la última palabra en un tema tan debatido cuando
Passaglia publicó la magistral disertación, que ocupa treinta y tres
páginas de su obra monumental, De Inmaculato Conceptu B. Virginis
Mariae. Uno se pregunta si algunos escritores recientes, que tan con­
fiadamente presentan al “fiel Bernardo de María” negando la inmuni­
dad de María del pecado original, han dado a los argumentos del
docto jesuíta la consideración que merecen. Uno se pregunta también
en qué se basan para atreverse a olvidar sus conclusiones, pues no
hay ningún intento de probar su falsedad. Así es como los prejuicios y
las falsas nociones se mantienen vivos. Y así nos informa un distin­

* N. del E.—Reproducido del Irish Ecclesiastical Record (junio, 1925), con


permiso del editor.

683
AILBE J. LUDDY

guido escritor actual, que en otros aspectos es un entusiasta admirador


del Doctor Melifluo, que todavía sobrevive el recuerdo de su oposi­
ción a la prerrogativa de María como la única nube que empaña su
reputación. Disipar esta nube o más bien aclarar ese malentendido es
el propósito de este artículo.
Los que incluyen a San Bernardo entre los adversarios de la
Inmaculada Concepción se basan casi exclusivamente en su carta a
los canónigos de Lyon. Este célebre documento se escribió hacia el
año 1140, como protesta contra la introducción de la fiesta de la
Concepción en la archidiócesis sin la autorización de la Santa Sede.
Ahora bien, se tiene que observar en primer lugar que la autentici­
dad de esta carta se ha puesto en tela de juicio por respetables eru­
ditos, incluido el famoso padre Ballerini, S. J. Las razones que alegan
son principalmente estas:
l.° El autor se llama a sí mismo hijo de la iglesia de Lyon, mien­
tras que Clairvaux estaba en la diócesis de Langres y la diócesis na­
tiva del santo abad era Dijon.
2.° La notable diferencia de estilo y dicción entre la composición
en cuestión y las obras indudablemente genuinas del santo.
3.° Ni los cronistas de la iglesias de Lyón, ni ninguno de los
biógrafos contemporáneos del santo—hubo varios—mencionan esta
carta. Sin embargo, estas dificultades, aunque indiscutibles, no bas­
tarían para anular la fuerza de una tradición constante que alcanza
hasta los contemporáneos del santo abad. Además, se han encontrado
soluciones satisfactorias; tanto Langres como Dijon pertenecían a
¡a provincia de Lyon, de aquí que el santo reconozca en otra parte
(Epíst. 172) a la iglesia últimamente citada como su madre metropo-
lico jure: la supuesta diferencia de estilo no es del todo evidente; y
en cuanto a la omisión en las vidas y en las crónicas, daremos
más explicaciones antes de terminar.
Por consiguiente, la carta se puede considerar como indiscutible­
mente auténtica. Nos queda por averiguar hasta qué punto condena a
su autor como hostil a la doctrina de la Inmaculada Concepción.
No puede haber la menor duda de que el santo condena la fiesta
de la Concepción, no meramente como una innovación no autorizada,
sino también como supersticiosa por su objeto, como una fiesta “des­
conocida para la Iglesia, rechazada por la razón y no aprobada por la
tradición.” El niega con énfasis la santidad de la Concepción: “¿Qué
motivo hay para presentarla como sagrada, puesto que no procede del
Espíritu Santo, sino del pecado, es decir, de la concupiscencia?
Pero si no era sagrada, ¿por qué honrarla con una fiesta?” Es claro

684
SAN BERNARDO

que si se toma aquí la palabra concepción en el sentido que nos es


familiar no hay lugar a discusiones. Podemos solamente preguntar
cómo el que en su generación fue considerado como el portavoz de la
Iglesia y el oráculo del Espíritu Santo, pudo haber dejado de ver lo
que nos parece tan sencillo: cómo el que fue y se reconoce que es
el panegirista par excellence de la Reina de los Cielos (Citharista Ma-
riaé), cuya incomparable elocuencia y ardiente celo marcan en la iglesia
el punto culminante de la devoción a María que llevó la doctrina de
su pureza triunfalmente por encima de todos obstáculos e incluso a la
gloriosa publicación de la bula Ineffabilis, cómo pudo él haber defen­
dido un error tan injurioso a su honor. Pero, por fortuna, el caso es
completamente distinto. Se puede demostrar que el término se usó por
Bernardo con un significado completamente distinto.
En su significado primario y etimológico, la concepción significa
más bien el proceso de generación que el término de ese proceso con
la infusión del alma racional. Este es el sentido en que se entendió
comúnmente a todo lo largo de la patrística y de los primeros perío­
dos de la escolástica. De aquí la definición dada por Alejandro de
Hales, Doctor Irrefragabilis (Ob. 1.245): “Conceptio dicit commixtio-
nem quae est in principiis seminalibus viri et mulieris, quae commixtio
est per natiiram” (III. p. q. ix. memb. II. a. 2-3). Y de aquí estas
palabras del gran doctor de la Iglesia que precedió inmediatamente a
San Bernardo, el ilustre San Anselmo (Ob. 1.109): “In peccatis con-
cipi potest homo intelligi, non quod in semine sit immunditia peccati,
sed qui ab ipso semine et ipsa conceptione, ex qua incipit homo esse,
eccipit necessitatem ut, cum habebit animan rationalem, habeat pecca­
ti immunditiam” (De Concept. Virg. et Orig. Peccato, III)1.
Es muy importante recordar que, según la teoría derivada de Aris­
tóteles y común a los padres latinos y a los doctores escolásticos, entre
la concepción tal como se halla arriba definida y la infusión del alma
racional había un intervalo de unos cuarenta días para los varones y
ochenta para las mujeres2. Las distinciones de concepción, tan fami­
liares a los últimos escolásticos, eran conocidas incluso en el siglo xni.

1 Compárese con el siguiente párrafo que Scorus cita con aprobación del
Maestro de las Sentencias: “In ipso conceptu cum caro propagatur, nondum
infunditur anima. Quomodo igitur ibi peccatum transmittitur, cum peccatum non
possit esse ubi anima nin est? Ad quod dici potest quia in illo conceptu
dicitur peccatum transmitti, non quia peccatum origínale ibi sit, sed quix
ibi contrahit id ex quo peccatum fit in anima quum infunditur.” 11 Sent.
dist. XXXI.
Fassari muestra (Trut. Theol., disp. III) que “desde tiempo inmemorial
hasta Santo Tomás inclusive, “este fue el sentido en que la palabra concep­
ción fue usada y entendida en teología, en filosofía y en derecho civil y
canónico.
2 Cfr. Eschbach, Disputationes Physiplogico-theologicae, disp. III, cap. I.

685
AILBE J. LUDDY

Leemos esto en la obra del abad Engelbert, que nació hacia el año
1250, titulada De Virtutimus et Gratiis B. Mariae Virginis, en la que
dice:
“Se tiene que observar que se suelen distinguir tres concepciones:
la concepción de la sustancia seminal, la concepción del alma y la
concepción de la gracia. La concepción seminal es el acto de la
generación física; la concepción del alma tiene lugar en el momento
de la animación del feto y de la infusión del alma, a los cuarenta y
seis días a partir del momento de la concepción seminal; finalmente,
la concepción de la gracia sigue a la infusión del alma, puesto que el
alma es el sujeto de la gracia.” San Vicente Ferrer (ob. 1419) habla
de la primera concepción llamándola “carnal” o “activa”, a la segunda
“germinal” o “pasiva” (Orat. II in Virg. Nativ.)
Que San Bernardo entendió la concepción en el sentido activo no
admite duda alguna. Así, hablando de sí mismo dice (De Anima II):
“Fui enim in momento conceptionis de humano semine conceptas,
deinde, spuma illa coagulata, modicum crescendo, caro jacta est”
El mismo hecho aparece con una evidencia mayor todavía de la cana
a los canónigos de Lyon. El santo argumenta de esta manera: Si
la Concepción de la Virgen es santa, decid o bien que ella fue santi­
ficada antes de ser concebida de forma que la santidad tiene que ser
derivada desde ahí a la concepción, pero esto es imposible, porque
entonces no existía nada de ella; o bien decid que ella fue santificada
en el acto de la concepción, lo cual es igualmente imposible, pues
¿cómo pudo asociarse la santidad con el pecado, es decir, con la con­
cupiscencia? En otras palabras, la concepción no puede considerarse
como santa, porque la concupiscencia tuvo parte en ella. Los que la
consideran santa, prosigue, deberían para ser consecuentes mantener
que fue realizada, como la de Cristo, por el poder y la acción del
Espíritu Santo y de esta doctrina hasta ahora “no se ha oído hablar”.
Pues admitir que la Concepción de la Virgen se debió a hombre es lo
mismo que admitir que procede de concupiscencia y, por tanto,
carece de santidad. El razonamiento es concluyente si la concepción
se ha de entender en el sentido activo o si se aplica al feto antes de
la animación, pero carece en absoluto de sentido en otro caso.
Ahora demostraremos con el testimonio de testigos competentes
y sin prejuicios que era, en verdad, a la concepción activa a la que
San Bernardo negaba toda santidad. Esta fue la interpretación dada

3 Es justo decir que~láaüteñticidad“dé—ésta" obra es discutida; Horst la


atribuye al abad Gilbert, amigo y discípulo del santo y continuador de sus ser­
mones sobre el Cantar de los Cantares.

686
SAN BERNARDO

a sus palabras por la Facultad teológica de París no mucho después


de la publicación de la carta dirigida a los canónigos de Lyon (cfr. Pas-
saglia, o. c., II, pág. 1827). Este también fue el sentido en que fueron
entendidas por los más ilustres eruditos. Citaremos a cuatro de éstos
en particular, todos ellos opuestos a la doctrina de la Inmaculada
Concepción, y, por tanto, no sospechosos de parcialidad en sus jui­
cios. El beato Alberto escribe: “Afirmamos que la Bienaventurada
Virgen María no fue santificada antes de la animación (es decir, antes
de la infusión del alma racional) y los que defienden lo contrario son
culpables de la herejía condenada por San Bernardo en su carta diri­
gida a Lyon y por todos los doctores de París.” (In III Sent. dist. VIII,
aa. 3-4). San Buenaventura, tratando de la concepción en su sentido
pasivo, después de afirmar la opinión que la considera inmaculada,
continúa: “Esta doctrina no es contradicha por las palabras de San
Bernardo. Pues su propósito fue excluir el error de sostener que la
Virgen fue santificada en la concepción que precedió a la animación
de que él habla, más bien que disminuir nuestra devoción por ella.”
(In 3 dist., III, q. I).
Santo Tomás (In Sent. dist. III, q. I, a. I; Sum Theol. III, q.
XXVII, aa. 1-2) se propuso tres preguntas: ¿Fue la Virgen santificada
antes de su concepción? ¿En su concepción? ¿Después de su con­
cepción?, ¿pero antes de su animación, o de tal manera que la impe­
diría contraer el pecado original? Y las contesta negativamente a todas
ellas. A la primera y a la segunda basándose en la autoridad de San
Bernardo, al cual, sin embargo, no se refiere en modo alguno al estu­
diar la tercera. Alejandro de Hales, de un modo similar, se vio obli­
gado a reconocer que el santo abad podía ser citado solamente como
testigo contra la santidad de la concepción activa. Duns Scotus inter­
pretó también las palabras de San Bernardo de la concepción activa a
la cual solamente, afirma, se puede aplicar lo que el santo doctor
dice sobre la concupiscencia (III Sent. dist. III. q. I. schol). Mabillon,
aunque inclinado a la opinión opuesta, admite francamente que “los
doctores antiguos diferían de los modernos en su interpretación de la
intención de San Bernardo en esta carta. La causa de la diferencia
—continúa—es la diversidad de significados dados a la palabra con­
cepción. Pues los que florecieron poco después de la época del santo
abad entendieron la palabra en el sentido activo de generación física
y formación del embrión; mientras que escritores más recientes la
toman en la significación pasiva, es decir, como animación por la
infusión del alma en el cuerpo organizado. La primera fue la inter­
pretación de las palabras de San Bernardo adoptada por Alejandro de

687
AILBE J. LUDDY

Hales, Santo Tomás, Alberto Magno y San Buenaventura” {Nota ad


Epist. CLXXIV Sti. Bemardi). Sin embargo, es un error suponer que
todos o la mayoría de los doctores posteriores abandonaron la opinión
primitiva. Quizá la mayoría dejaron la cuestión sin decidir. Y muchos
de los doctores más eminentes han seguido valientemente la interpre­
tación tradicional. He aquí lo que dice el cardenal Belarmino:
“Aunque San Bernardo declara que la Bienaventurada Virgen fue
santificada en el vientre, no dice que la santificación tuvo lugar des­
pués de la infusión del alma racional más bien en el momento de la
infusión, que es lo que nosotros sostenemos. Y cuando él afirma que
ella fue concebida en pecado, y de aquí que su concepción no fue
santa, se ha de entender que él habla de la primera concepción, de la
concepción carnal. Pues él prueba su afirmación partiendo del hecho
de que la concepción fue realizada ínter amplexus maritales. Pero esto
se puede decir solamente de la primera concepción. La otra razón que
él alega, es decir, que sólo Cristo, pero no su Madre, fue concebida
del Espíritu Santo, sólo demuestra que únicamente en el caso de
Cristo fue santa la primera concepción. {De Amissione Gratiae, I, IV,
c. XVI).”
Con Belarmino se pueden asociar Dom Alberic\ De Valentía,
Bivarius, Gerwig, Manríquez y Piazza. Entre los teólogos modernos
que defienden la misma opinión se hallan Perrone, Pasaglia, Migne,
Hurter, Ratisbonne, Husenbeth, Mazella y los doctos autores del
Dictionaire Encyclopédique de la Theologie Catholique, vol. XXV,
271-275. Perrone declara que tanto por la evidencia intrínseca como por
la extrínseca es tan claro como el día {luculenter constaf) que el santo
en la carta a Lyon habla de la concepción activa solamente {De
Immac. Conc., 99).
Es en este sentido, por consiguiente, en el que San Bernardo niega
la santidad de la concepción. En el mismo sentido es negada por
defensores tan celosos y reconocidos de la prerrogativa de María
como Scotus {III Sent. dist. III. q. II.), donde dice que el embrión
sin alma no es susceptible de santificación, Hugo de San Víctor {In
Sent., I, 16), Ricardo de San Víctor {De Emm., I, 12), el abad Engel-
bert, que dice que “la Iglesia no celebra la concepción seminal, por­
que el feto no estaba entonces animado ni, en consecuencia, santificado,
sino que más bien celebra las concepciones del alma y de la gracia,
que fueron simultáneas en el tiempo, aunque lógicamente la anima­
ción precedió a la santificación” (o. c.) y San Vicente Ferrer,

4 Autor de Bernardas Theologus, una “summa” de la teología bernardina,


publicada en Alemania en 1673.

688
SAN BERNARDO

según el cual “la santificación de la Virgen tuvo lugar cuando el


cuerpo fue formado y el alma creada, porque ella era entonces racio­
nal y susceptible de santidad” (Orat. I in Virg. Nativ). “Es imposible
—escribe Suárez (XIX disp., III. s. 1)—que la Bienaventurada Vir­
gen fuese santificada formalmente antes de su animación. Lo pruebo
con el argumento de Santo Tomás de que el sujeto propio de la
santidad formal es una persona o un alma racional.” Finalmente,
tenemos el testimonio autorizado del papa Benedicto XIV (De Festis,
p. II, n. 185-6): “La concepción se puede tomar en dos sentidos : Hay
la concepción activa, que consiste en la generación física, la forma­
ción, organización y disposición del cuerpo a fin de prepararlo para
la recepción del alma racional; y hay la concepción pasiva, cuando
el alma racional es unida al cuerpo... Aquí no se trata en modo alguno
de la concepción activa, sino de la pasiva, de la que se dice que ha
sido santa e inmaculada. Pues la Bienaventurada Virgen fue librada
de la mancha original y de la infección común a todos los hombres
por la gracia santificante, que Dios le otorgó en el primer momento
de la concepción, cuando el alma fue unida al cuerpo organizado.”
Por consiguiente, San Bernardo tenía razón al negar la santidad a la
concepción tal como él la entendía, es decir, a la generación física
y al embrión sin alma *
s.
Respecto de lo que se dice en la misma carta de la exclusión de
María del pecado original por la santificación recibida en el vientre,
ello admite una explicación fácil. Pues el verbo excludere se puede
emplear, y se emplea a menudo, en un sentido preventivo, en cuyo
sentido el propio doctor santo usa el término más fuerte expeliere,
cuando dice: “Timor Domini expellit pecatum, sive quod jam admis-
sum est sive quod tentat mirare” (De Viv. VIII).
El silencio de los cronistas y biógrafos de un acontecimiento de
tanta importancia como la condena de San Bernardo de la fiesta
de la Concepción puede ser estudiado aquí. Lo que se ha dicho hasta
ahora respecto de este silencio lo hace completamente ininteligible.
Seguramente es una suposición razonable que, habiendo explicado los
canónigos en su respuesta el verdadero objeto de la nueva fiesta, es
decir, la concepción pasiva, el santo retiró inmediatamente su obje­
ción ; el asunto quedó zanjado pacíficamente; la fiesta continuó cele­
brándose como antes y de esta manera, como la protesta no produ-

5 No sería fácil encontrar entre todos los padres latinos hasta San Bernardo
tan sólo uno que hable de la Concepción de María (qua ipsa concepta est) y la
llame santa; en los pasajes que se citan comúnmente se trata de su Concepción
de Cristo (conceptio qua ipsa concepit).

689
S. BERNARDO.---- 44
AILBE J. LUDDY

jo ningún cambio ni conmoción, se consideró innecesario registrarla.


En el caso contrario, sería necesario suponer que los amigos y dis­
cípulos del santo—pues tales fueron sus biógrafos—se sintieron tan
avergonzados de su ignorancia o impiedad ¡que intentaron delibera­
damente hacer desaparecer la carta o no pudieron soportar el aludir
a ella! La explicación que hemos sugerido es todavía más probable
si se considera el celo mostrado por la doctrina de la Inmaculada
Concepción entonces y a partir de entonces en la Orden de que
Bernardo fue gloria y luz orientadora. Y demos todavía más de­
talles 6.
Hay un pasaje en el segundo sermón del santo doctor para la
fiesta de la Asunción7 del que algunos adversarios de la opinión
defendida aquí están dispuestos a sacar consecuencias exageradas.

0 Al dar el año de 1140 como fecha de la carta, hemos seguido a Mabillon,


Perrone, Vacandard y los autores del Dictionnaire Encyclopedique señalan el
año 1130, mientras que Manríquez, siguiendo a Baronius, cree que el año 1136
es la fecha más probable. Debemos decir que, si la carta se escribió antes
de 1139, tenemos pruebas de que la controversia no produjo ningún cambio en
las relaciones amistosas entre el santo y los canónigos, a cuyo requerimiento
obtuvo el santo este año del papa Inocencio la confirmación de la elección de
Falco para la sede archiepiscopal de Lyon. Hay también diferentes opiniones en
cuanto a si continuó' la celebración de la fiesta o fue interrumpida. De acuerdo
con los autores más eminentes no hubo ninguna interrumpida. Por el contrario,
la fiesta empezó a extenderse por toda Francia. Antes de 1183 se celebraba en la
sede metropolitana de Ruán y en sus seis diócesis sufragáneas como fiesta de pre­
cepto del mismo rango que la Anunciación. Aquí podemos mencionar la teoría ex­
puesta por el célebre Manríquez, O. Cist., Doctor undequaque perfectus, el cual,
después de ocupar la primera cátedra de teología en Salamanca durante treinta
años, murió de obispo de Pax Augusta hacia mediados del siglo xvu. Este autor
sostiene que los canónigos de Lyon honran realmente a la Concepción en el
sentido activo, como creía San Bernardo. Y llega a esta conclusión por el hecho
de que la Concepción era considerada así en aquella época, y especialmente por
la fecha de la fiesta—exactamente nueve meses antes de la Natividad de la
Virgen (8 de septiembre)—correspondiendo, por tanto, al instante de la con­
cepción activa, cabalmente de la misma manera que la fiesta de la Anunciación
está colocada exactamente nueve meses antes de Navidad. Ahora bien, de acuer­
do con la creencia dominante entonces, y luego hasta fines del siglo xvm, la con­
cepción pasiva tuvo lugar ochenta días más tarde, de forma que si era éste el
objeto de la fiesta, se debía celebrar el último día de febrero. Parece increíble
que cristianos cultos, como los canónigos de Lyon, pudieron haber pensado en
guardar fiesta en honor de la concepción activa, o que San Bernardo pudo
haberles supuesto capaces de esta superstición. Sin embargo, no hay la menor
duda de que muchos contemporáneos del santo abad, incluso algunos que pasa­
ban por doctos, entendieron y aprobaron la fiesta como en conmemoración de
la concepción en el sentido activo. Tal fue, por ejemplo, Pedro Comestor, el
primero que criticó la carta a los canónigos de Lyon. Se cree que San Juan
Damasceno tuvo la misma opinión. Es probable también que algunas iglesias
del este y del sur de Italia celebrasen las fiestas de la Concepción en su sentido
activo, pues ellas la llamaban—como se llama hoy día en la Iglesia griega—
la fiesta de la Concepción de Santa Ana. Hubo incluso quienes defendieron otra
doctrina extravagante, reprobada por San Bernardo: que María fue concebida
"de una madre virgen. Cfr. Ency., artículo: Immaculate Conception.
7 Algunos escritores recientes,, como Ballerini (Dissert de Scrip, Sti. Bern..
n. 59) y Pesch (Prael. Dogm. III. 160), han declarado que este sermón es falso.

690
SAN BERNARDO

Esta es la traducción literal: “Incluso suponiendo que la Virgen here­


dara la mancha original (maculam originalení) de sus padres, la
piedad cristiana no nos permitirá creer que ella fue menos santificada
en el vientre que el profeta Jeremías, o menos plena del Espíritu
Santo que el Bautista. Además, si no hubiera nacido santa, su naci­
miento no sería honrado en toda la Iglesia universal con unas fiestas
tan jubilosas. Finalmente, puesto que no hay duda alguna que María
fue purificada de la contaminación hereditaria sólo por la gracia
de la misma manera que sólo por la gracia es lavada incluso ahora en
el sacramento del bautismo, mientras que fue solamente con ‘cuchillos
de piedra’ (los 5, 2) como se podía quitar bajo la primera Dispensa,
siendo este el caso y estando la santísima Virgen completamente libre
de todo pecado personal, como debemos creer piadosamente, se des­
prende que su corazón completamente inocente no pudo haber tenido
nunca ninguna experiencia de penitencia.” Se puede observar, en pri­
mer lugar, que a juicio de San Buenaventura y de otros doctores
escolásticos arriba citados, este pasaje no contiene nada que sea irre­
conciliable con la inmunidad de la Santísima Virgen de la culpa del
pecado original; de lo contrario, se puede suponer con seguridad,
teniendo en cuenta el prestigio de que gozaba San Bernardo, que
ellos no habrían dejado de recurrir a su autoridad. Entonces es claro
que el santo está hablando en hipótesis. Quiere demostrar que la
penitencia no pudo tener lugar en la Madre de Cristo y sostiene que
esto se tiene que admitir incluso por los que suponen que ella incu­
rrió en la mancha del pecado heredado. Así Perrone (o. c., 100-1),
que hace resaltar que el contraste entre el lenguaje hipotético de aquí
y el tono categórico, por no decir vehemente, de la carta de Lyon es
una prueba adicional de que está hablando en aquel de un tema com­
pletamente distinto. En consecuencia, no hay ninguna necesidad de
entender la mancha de que se habla en el sermón—como algunos
creen—como debitum proximum culpae, que, de acuerdo con la
enseñanza más común, contrajo la Santísima Virgen por la caída del
primer hombre; o, según Passaglia, como concupiscencia, o Jomes
pecad: pues muchos teólogos eminentes han sostenido que María,
aunque libre del pecado original, no estuvo libre de concupiscencia
hasta el momento de la Encarnación, admitiendo, sin embargo, que
desde el principio no era posible en ella ninguna rebelión de los sen­
tidos, debido a la superabundancia de la gracia que poseía. Incluso
aun cuando no hubiera habido el socorrido quod si en el párrafo
arriba citado, ello sería todavía completamente explicable por referen­

691
AILBE J. LUDDY

cia al debitum; pues es así como tenemos que explicar las expresio­
nes similares que aparecen en autores (incluido San Pablo, Rom 5,
12; 2 Cor 5, 14), de cuya creencia en la Inmaculada Concepción no
puede caber la menor duda. Por ejemplo, tenemos en San Cirilo:
“Solus Jesús est qui nunquam invenitur extra sancta, solus qui pecca-
tum non fecit” (I, XVI, in Levit.)-, y de San Ambrosio: “Carnem
Christi in matre fuisse obnoxium peccato” (Serm. 6, in Salm CXVIII);
y en San Agustín: “Mariam, ex Adam conceptam, fuisse mortuam
propter peccatum” (In Sal XXX); y en San Anselmo: “Virgo in
iniquitatibus concepta et in originali peccato nata est quia ipsa in
Adam peccavit” 8 (Cur Deus Homo, XVI). Pero acaso se alegue que
Bernardo habla de la mancha como si ésta hubiese sido lavada por la
gracia: ¿es posible entender esto del debituml Sí, contesta Suárez,
“el debitum no continuó después de la infusión de la gracia”, porque
corresponde a la naturaleza de toda deuda que “se puede extinguir
por el pago o el perdón” (De pecc. orig., disc. IX, s. IV, n. 27).
La afirmación de que la Santísima Virgen fue santificada en el
vientre no necesita ninguna explicación, la misma afirmación se repite
en la carta a Lyon, con la adición importante de que María recibió
en el vientre una gracia de santificación más abundante que cualquier
profeta o precursor. ¿Implica el hecho de su santificación un estado
previo de pecado? Seguramente no. El debate dentro de las escuelas
versaba sobre si esa santificación tuvo lugar en el primer instante de
la concepción o en el segundo. Lo que se dijo acerca de que la Santa
Virgen había sido “purificada de la contaminación hereditaria” re­
quiere un comentario especial, puesto que ha resultado difícil para
algunos. Acaso fuese suficiente hacer resaltar, con Perrone (o. c.),
que esto cae dentro de la hipótesis formulada en el párrafo anterior
de una concepción en pecado. Sin embargo, se puede observar con
razón que los autores que de una manera más vehemente se han
expresado en favor de la Inmaculada Concepción hacen uso frecuente
de esta frase y de otras similares. Así, según San Juan Damasceno
(Floruit saec. 8.°), quien dijo que en la Virgen “la gracia se anticipó
a la naturaleza, reservando a su inmaculada para los esponsales
divinos”, la misma Virgen Santísima fue purificada y santificada en
el vientre de su madre por el poder del Espíritu Santo: “Te ejusdem

8 Aunque el santo pone estas palabras en labios de Boso, su interlocutoi


en el diálogo las hace suyas al aprobarlas; y, sin embargo, él escribe (De Con-
cep. Virt’. CXVIII): _ “Decens erat ut _ea puritatc qua sub Deo major ncquit
inteííigi, Virgo illa niteret.” Algunos autores consideran dudoso e incluso más
que dudoso que San Anselmo afirmara realmente la doctrina de la Inmaculada
Concepción. Pero, en todo caso, defendió los principios que la implican.__

692
SAN BERNARDO

Spiritus virtus in útero materno purgavit, sanctam reddit, et baptis-


mate quodammodo praevenit” (De Dorm. Del Genitricis); según San
Anselmo María fue “purificada de toda contaminación: ab omni lade
mundatam”; Ricardo de San Víctor habla de ella como “limpia” y
“purificada” (De Emm., I. 12); y el tercero de los sermones sobre
la Salve Regina—-atribuido durante siglos al propio santo, pero asig­
nado ahora a otro abad cisterciense, que evidentemente fue discípulo
del santo doctor (cfr. Horst, v. 288)—contiene este notable pasaje diri­
gido a María: “Tú fuiste libre tanto del pecado original como del
pecado actual y nadie más que tú. De aquí aquel dicho de San Agus­
tín: ‘cuando se trate del pecado no tendré ninguna mención de Ma­
ría, pues creemos que la que mereció concebir y dar a luz a Aquel que
no tuvo pecado obtuvo con ello la virtud de vencer al pecado en
todos los aspectos’ (De Nat. et. Grat., XXXVI) en todos los aspectos,
es decir, tanto en el pecado original como en el actual... también
sostengo con fe piadosa que tú, oh, Virgen, fuiste absuelta del pecado
original en el vientre de tu madre—in útero matris tuae ab origina-
libus te absolutam peccatis.” Como Suárez explica (o. c.), los tér­
minos “purificada”, “purgada”, “absuelta”, y otros por el estilo se
deben entender en un sentido anticipatorio y preventivo, lo mismo que
ahora hablamos de Nuestra Señora y la llamamos “redimida” 9.
El embrión humano, como el mismo autor (Suárez) nos enseña,
de acuerdo con San Anselmo (De Concept. Virg. et de orig. pet. XIV)
y Duns Scotus (II Sent. dist. XXXI), antes de su animación por el
alma racional, se puede llamar sucio, por razón de su origen y su
destino, pues tiene su fuente en la concupiscencia y está destinado a
unirse con un alma contaminada de pecado. Pero en sí mismo está
tan desprovisto de cualidades morales como la sangre o la saliva.
Y si el alma con la cual ha de ser unido fuese creada en santidad,
por excepción de la ley común se puede decir de él que está santifi­
cado, limpio o purificado por esa unión.
Monseñor Pohle, en su Mariología (Elg. Trans. 56-7), presenta
de esta manera el argumento de San Bernardo: “Si María no pudo
ser santificada antes de su concepción ni en el acto de la concepción,
se desprende que fue santificada en el vientre después de la concep­

9 Duns Scotus, en particular, explica de esta forma el lenguaje de San


Bernardo: “Ella—la Santísima Virgen—fue limpia, no de ninguna mancha que
hubiese realmente en ella, sino de una mancha que habría estado en ella
a no ser que hubiese sido infundida la gracia.” (o. c.) El gran doctor irlandés,
cuya defensa de la Inmaculada Concepción le ha granjeado para siempre el
cariño de todos los hijos de la Iglesia, concede, sin embargo, que María fue “jus­
tificada : ” “Quando arguitur quod prius naturaliter fuit filia Adae quam justifíca­
la, concedo” (III Sent. dist., III. q. I).

693
AILBE J. LUDDY

ción, la cual, puesto que ella estaba limpia de pecado, hizo su nati-
vidad, no su concepción, santa.” Y él considera falaz este argumento,
puesto que “ignora una cuarta posibilidad, es decir: la santificación
del alma de María en el instante de su creación”. Se podría poner
reparos a la frase “limpia de pecado” que San Bernardo no usa en
ninguna parte, salvo bajo condición; pero pasémosla por alto: ella
no podría constituir una dificultad especial en ningún caso, como tiene
que resultar evidente de lo que se ha dicho anteriormente. Pero
¿dónde y cómo ignora el santo la “cuarta posibilidad” 10? Él senci­
llamente afirma que la santificación de la Virgen tuvo que tener lugar
entre el momento de la concepción activa y el del nacimiento. ¿Cómo
excluye esto el instante de la creación de su alma que, según la
creencia universal de la época, era alrededor de ochenta días des­
pués de la concepción? Si este razonamiento fuese válido, sería igual­
mente concluyente contra San Juan Damasceno, San Vicente Fe-
rrer, Engelbert y en verdad contra todos los doctores escolásticos sin
exceptuar a Duns Scotus. Pues todos sostuvieron que el alma racio­
nal, la única sujeto de pecado y santidad, no fue infundida en el
embrión hasta doce o trece semanas después de la concepción o ge­
neración, que para ellos significaba lo mismo. Sí, pero San Bernardo
afirma que el alma de la Virgen Santa fue santificada en el vientre.
Indudablemente, pues sólo podía ser santificada allí donde existía y
antes del nacimiento existía sólo en el vientre. ¿Está implícito que
el alma es creada fuera del feto y luego infusa, de forma que cual­
quier santificación de ella en el vientre debería ser posterior al ins­
tante de su creación? Esa no fue ciertamente la opinión de San Ber­
nardo. Sus palabras son clásicas: “Creando immititur, immitendo crea-
tur” (Segundo Sermón de Navidad).
Ahora nos esforzaremos por demostrar que el Doctor Melifluo
realmente defendió y enseñó, y no negó en modo alguno, lo que
ahora entendemos por doctrina de la Inmaculada Concepción. "Es
claro, según sus argumentos, que era solamente la imposibilidad de
la cosa la que le impedía al santo abad adscribir la santidad a la con­
cepción activa y por eso mantiene enfáticamente la santificación en
el vientre. Es razonable, por tanto, suponer que él coloca la santi­

10 “Aunque San Bernardo declara que la Santísima Virgen fue santificada


en el vientre, no dice que la santificación tuvo lugar después de la infusión
del alma racional, más bien en el momento de la infusión”, escribe Belarmino.
Si monseñor Poblé recordase que Bernardo está hablando de la concepción en
el sentido activo, se habría dado cuenta de cómo la santificación podría haber
ocurrido después de la concepción y simultáneamente con la creación e infusión
del alma.

694
SAN BERNARDO

ficación en el momento más temprano posible. Pero ese fue el mo-


mentó de la creación e infusión del alma.
En el Segundo Sermón sobre las Glorias de la Virgen Madre,
encontramos lo siguiente:
“La única natividad digna de Dios fue la que Le hizo Hijo de la
Virgen, cabalmente como la única maternidad digna de la Virgen
fue la que le hizo Madre de Dios. Por consiguiente, cuando el Crea­
dor de los hombres quiso convertirse en hombre y nacer al estilo
humano, Le fue necesario elegir de entre todas las criaturas posibles,
o más bien crear para Sí mismo una Madre tal que, como Él sabía
por anticipado, fuese digna de Él y mereciese su estimación. En con­
secuencia, Él decretó que fuese una Virgen Inmaculada, de forma
que de ella pudiese nacer inmaculado el que venía a limpiar las man­
chas de todos los demás—Voluit itaque esse virginem de qua inma-
culata inmaculatus procederet, omnium maculas purgaturus.” María,
por consiguiente, fue elegida eternamente de entre todas las criaturas
posibles y preparada y adornada como correspondía a la que iba a
convertirse en Madre de la Pureza Infinita. Seguramente la prepara­
ción más esencial sería la preservación de la contaminación del peca­
do, si ello era posible. Pero ¿era posible? ¿Era compatible con la
universalidad de la redención y, en consecuencia, con el honor del
Redentor que Su Madre fuese libre tanto de la mancha original como
de la culpa personal? Esta fue la dificultad que le pareció insupera­
ble a Santo Tomás. Pero para San Bernardo no era ninguna difi­
cultad, pues él estaba familiarizado con el principio de la redención
preventiva y lo aplicó incluso en el caso de los santos ángeles- “El
que levantó al hombre de su caída—dice en el sermón veintidós sobre
el Cantar de los Cantares—■, concedió al ángel que se mantuvo firme
el que no cayera, preservando al último de la misma cautividad de
que Él había librado al primero. De esta forma Él fue igualmente
Redentor de ambos, impidiendo el pecado en un caso y perdonándolo
en el otro.”
En la carta a los canónigos de Lyon el santo escribe: “Sostengo
que a ella (María) se le otorgó la gracia de la santificación incluso
en una medida más plena (que a Juan o a Jeremías) una plenitud tal
de gracia que no sólo santificó su origen, sino que además la preservó
durante toda su vida del pecado, privilegio no concedido a ningún otro
mortal. Pues era muy propio que ella, la Reina de las Vírgenes, fuese
libre de toda mancha durante su vida.”
Esto, tomado estrictamente, no es ni más ni menos que una pro­
fesión de fe en la Inmaculada Concepción.

695
AILBE J. LUDDY

Los pasajes siguientes han sido tomados del magnífico Sermón para
la Octava de la Asunción’.
“Ella es exaltada sobre toda clase de defectos; ella, por encima
de todas las demás criaturas, se ha elevado y trascendido, por un modo
muy admirable de elevación, de todo lo que es perecedero y corrup­
tible. Ella está sumergida en ese Océano de inaccesible Luz todo lo
que es posible a cualquier naturaleza no deificada por la unión hipos-
tática. Ella está hundida en ese Fuego celestial con el que los labios
del profeta fueron purificados y con el que son inflamados los Sera­
fines. A ella le es debido no solamente el ser tocada ligeramente con
ese Fuego, sino estar completamente rodeada de él, estar absolutamente
envuelta y absorbida por él. Intensísima, sin duda, es la radiación y
también el calor de la vestidura de esa Mujer en quien todo es tan
bellamente brillante y cálido que sería impío sospechar que ella
contenga, no digo nada negro, sino ni siquiera oscuro o que no fuese
perfectamente luminoso; no digo nada templado, sino ni siquiera
nada que no fuese excesivamente ardiente.”
En otra parte nos dice que “en María se encuentra la naturaleza
humana pura de toda contaminación—-pura ab omni contaminatione”—.
(Sermón sobre la Natividad de la Virgen)’, que ella es el Acueducto
espiritual a través del cual nos vienen todas las gracias, un Acueducto
que llega incluso al trono de Dios en virtud de su pureza y que,
aunque elevado a una altura tan grande, no muestra ninguna filtración
(ibídem). Ella es el vellón de Gedeón, siempre saturado del rocío de la
gracia mientras todas las demás cosas están secas y agostadas—alusión,
al parecer, a su singular privilegio de exención de la ley del pecado
heredado—; ella es descrita como “no descubierta recientemente ni
por casualidad, sino preconocida desde la eternidad, elegida y prepa­
rada para Él por el Altísimo” (Sobre las Glorias de la Virgen Ma­
dre, II). En el Sermón LI, De Diversis, se nos dice que María nece-
sitaba tan poco la purificación como su Hijo la circuncisión. En el
tratado De Laude Mariae, ella es llamada “La Estrella del Mar
que adorna el cielo, ilumina la tierra y penetra los abismos”, “más
brillante que el sol, más bella que la rosa”, “lirio inviolable”, “joya
de valor inestimable, producida del tesoro de la sabiduría divina,
adornada indeleblemente por el arte de toda la Santísima Trinidad”;
ella es contrastada con Eva: “una rama tan hermosa procedente
de tal tallo, una hija tan excelsa procedente de tal madre, una hija
libre de una madre proscrita.” Y eséuchad esto: “ ‘Transmite la palabra
el día al día’ (Ps 18, 2). El Padre, indudablemente puede ser llamado
Día, puesto que el Hijo es llamado ‘Día del Día’ (Ps 95, 2). ¿Se

696
SAN BERNARDO

puede, acaso, asignar también a la Madre el nombre de Día? Sin


la menor duda. Ella es en realidad un Día bellísimo, un Día de
deslumbrante esplendor, que ‘brota como el amanecer, bello como la
luna, brillante como el sol’ (Cant 6, 9).” Sobre la Natividad de la
Virgen.
Por consiguiente, María está tan apartada del pecado como el
día de la noche, la luz de las tinieblas.
Como observa Passaglia, mucho de lo que se dice en el bello dis­
curso sobre la Natividad de la Virgen solamente se puede entender
referido a lo que nosotros llamamos Concepción. Los dos estaban
íntimamente unidos en el pensamiento del predicador. Tampoco es
esto nada extraordinario. El autor de los Sermones sobre la Salve
nos dice que la fiesta de la Natividad de María está dirigida a cele­
brar su triunfo sobre el pecado original (o. c.). A veces la Concepción
pasiva es llamada Natividad, pero “Natividad uterina”, para distin­
guirla de la “extra-uterina” (Cfr Suárez, XIX, q. 27, a. 2.)
Veamos ahora cómo entendieron esta doctrina los discípulos y los
amigos personales del santo. El ataque más sañudo contra San Ber­
nardo vino, veinte años después de su muerte, de un inglés, Nicolás
de San Albano, hombre de mucho celo, pero “no de acuerdo con el
conocimiento”. La defensa del santo doctor, fue asumida por Pedro
Cellensis, más tarde obispo de Chartres. Como se proclama a sí mis­
mo discípulo (alumnos) del santo, las opiniones que expresa se pue­
den considerar como derivadas de su maestro. Le dice a Nicolás:
“Sois una piedra de escándalo, puesto que os esforzáis en privar
al beatísimo Bernardo del honor que se le debe... Atacar a su Ber­
nardo es herir a Nuestra Señora en la niña del ojo... Vos alabáis a
la Virgen, yo también; vos la colocáis por encima de los coros de
ángeles, yo también; vos la declaráis inmune de todo pecado, yo
también... creo y confieso y proclamo y juro que nuestra Santísima
Virgen, por su eterna predestinación, fue singularmente privilegiada y
no sufrió ninguna contaminación desde su concepción, sino que siem­
pre fue y ha permanecido inmaculada.”
Sin embargo, él se niega a celebrar o aprobar la fiesta de la
Concepción hasta que esta haya obtenido la sanción formal de la
Santa Sede. También protesta vigorosamente contra el grosero len­
guaje de Nicolás 11
12. Un testimonio importante de las verdaderas ense­

11 “Utrumque vocatur conceptas, scilicet, et cum caro propagatur formanque


corporis humani recipit, et cum anima infunditur, quod aliquando dicitur nati-
vitas, unde ‘quod natum est in ea’ (Mt 1, 20); proprie autem nativitas dicitur
in lucem editio” (Scotus, II Sent. dist. XXXI), donde él cita a Pedro Lombardo.
12 Según la mayoría de los doctos, este Nicolás debe ser identificado con

697
AILBE J. LUDDY

ñanzas de San Bernardo sobre el tema en disputa se puede derivar


del hecho de que la influencia de la Orden que le honra (después de
la Madre de Dios) como su principal Patrón, ha estado siempre en favor

Nicolás de Clairvaux, el infame falsificador que, como secretario de San Ber­


nardo, falsificó su sello y firma y terminó en abierta apostasía. La prueba de
esta identidad es muy fuerte. (1) El falsificador, mientras vivió en Clairvaux,
fue amigo muy íntimo de Pedro Cellensis, y le sirvió varias cartas que están
marcadas por las mismas cualidades literarias que caracterizan la epístola de San
Albano, todas ellas están impresas entre las obras de Cellensis, Migne, CCII;
(2) el inglés exterioriza un ánimo violento, no sólo contra San Bernardo, sino
contra toda la Orden cisterciense, como se podía esperar de un desvergonzado
apóstata; (3) Cellensis reprende al corresponsal de Clairvaux y al de San
Albano por las mismas faltas, descaro y cierta tendencia a retorcer el sentido
de las palabras: como dice Manríquez, los dos (en el caso de que sean dos)
coinciden el nombre, edad, estado, estilo, talento, gusto y desvergüenza; (4) el
argumento de la tradición: Mabillon (1632-1704) admite que hasta su época
todos reconocían en el censor postumo de San Bernardo a este anterior secre­
tario, que había huido a su país natal, Inglaterra, para escapar a la pena de
sus delitos. La única dificultad real que se alza en el camino de esta opinión
estriba en el hecho de que Cellensis parece dar a entender que no tiene ninguna
amistad personal con Nicolás de San Albano, mientras que tenía una gran
amistad con el otro Nicolás. Pero estaría de acuerdo con el carácter del após­
tata engañar a su viejo amigo, cosa fácil después de veinte años y tratándose
de un hombre tan ingenuo como Pedro. Si se hubiese presentado como el
notorio falsificador, se habría prestado muy poca atención a su carta. Además,
el autor de la epístola de San Albano se muestra extraordinariamente familiar
para ser un extraño, parece descubrirse de vez en cuando, como si no fuese
capaz de representar el papel. Es concebible también que lograse su admisión
en la comunidad de San Albano sin revelar su identidad—nuestros optimistas
antecesores no eran tan exigentes en lo que respecta a litterae testimoniales.
Por lo que respecta a la tan citada carta contra San Bernardo, cualquiera
que se moleste en leerla reconocerá que el argumento que contiene es un
ejemplo admirable de ignoratio elenchi. El escritor confunde el pecado original
con la sujeción a las inclinaciones de la concupiscencia (cfr. Pesch, Tract.
Dogm, III, 166), y se expresa con una impresionante grosería que ofendió y
disgustó al honrado Pedro. Lo que dice San Bernardo de la concupiscencia
de los padres, Nicolás lo entiende del hijo: por consiguiente, tiene una tesis
fácil. Sin embargo, la realidad es que el santo mantiene implícitamente que
María no fue sólo libre de las tentaciones de la concupiscencia, sino libre
de la misma concupiscencia, como lo prueban los pasajes arriba citados
(cfr. Suárez, XIX, disp. IV, S. V.; Mazzella, De Deo Creante, 821). Esto es
mucho más de lo que el crítico de San Bernardo está dispuesto a reconocer
a María. _
Según Nicolás, la concupiscencia no se extinguió nunca en la Virgen, pero
sus tentaciones fueron dominadas por la naturaleza hasta los doce años, y más
tarde por la gracia. He aquí sus palabras: “Constare debet quod Virgo singu-
laris numquam in carne motum illicitum sensit, numquam legem membrorum
sensit. Ante doudennatum ex naturae beneficio, post duodennatum ex gratiae
dono peccatum sentiré non potuit.... Culpam peccati, scil. concupiscentiam,
ex omni parte vicit, quod numquam sensit.” Este es el hombre a quien un dis­
tinguido autor describe diciendo que es un “teólogo docto y piadoso”.
En la misma carta se encuentra la narración siguiente. Algún tiempo después
de su muerte, San Bernardo se apareció a uno de sus subordinados, todo vestido
de blanco, excepto una mancha negra en el pecho. El monje, asombrado, pre­
guntó la significación de aquella fea mancha y se le contestó que simbolizaba
la purificación que el santo abad tenía que sufrir a cuenta de su blasfemia
contra la Madre de Dios. Se sometió al capítulo general de Citeaux un relato
escrito de la revelación. Pero los abades, más preocupados del honor de Ber­
nardo que del de María, decidieron echar tierra al asunto y ordenaron que se
quemara el manuscrito. Sin embargo, alguno de los monjes comunicó los hechos

698
SAN BERNARDO

de la Inmaculada Concepción; pues es difícil creer que los suyos le


hubiesen abandonado en una cuestión de esta clase, particularmente
mientras el peso de los doctos sancionaba todavía la supuesta opinión
de San Bernardo. Manríquez, el más grande historiador cisterciense,
nos dice que la inmunidad de Nuestra Señora del pecado original no
fue nunca puesta en tela de juicio en la Orden (Annal. Cist. II, 519.)
Ogerius, abad del monasterio cisterciense de Locedio (diócesis de
Vercelli, Piedmont), considerado por algunos como contemporáneo de
San Bernardo y perteneciente ciertamente al siglo xn, proclamó en tér­
minos inequívocos su fe en el origen puro de María. Lo mismo se puede
decir de San Amadeo, monje de Clairvaux, que murió de obispo de
Lausana, 1158 (cfr. Hom. III de Virg. Concep, Migne, CLXXXVIII);
de San Aelred, abad de Rielvaux, York (ob. 1166), si es el autor de
los sermones in Nativitate Domini, atribuidos a él por Horst; de
Gilberto, abad de Santa María, Swineshed, Lincoln (Santa María,
Dublín, según Mabillon), que fue educado por el mismo San Ber­
nardo; de Alano de Insulis, Doctor Universalis (ob. 1202); y de
todos los escritores cistercienses que han tratado el tema, especial­
mente San Gertrude, San Mechtilde, Bivarius, Manríquez y el renom­
brado cardenal Bona. Merece la pena mencionar que la oración que
se acostumbraba a recitar ante una estatua milagrosa de María en
el monasterio cisterciense de Cambrón, Hainault, a principios del
siglo xiv, comenzaba con las palabras : “O gloriosa Virgo María,
Filii Dei Mater immaculata, coelis stellisque purior, tota pulchra et
sine peccati macula.” Manríquez dice que en su época se conser­
vaba en los archivos de Sacramenia, casa cisterciense situada en Es­
paña, un documento auténtico fechado el “Sábado antes de la fiesta
de San Gregorio, Papa, el año de Nuestro Señor 1330”, y firmado
por el padre visitador. Raimundo, abad de Scala Dei, facultando a
los monjes de Sacramenia “con autorización de la Orden” para intro­
ducir y celebrar anualmente la fiesta de la Concepción de la Bienaven­
turada María (Annal. Cist., I, 414, 415).
Ahora se puede ver qué justamente el cardenal Manning declaró
en 1855, el año siguiente a la definición de la Inmaculada Concep­
ción : “San Bernardo mantiene (1) que la Bienaventurada Virgen estuvo
toda su vida sin pecar; (2) que ella fue sin pecado original. Se puede

a Nicolás secretamente. Este, comprobando que el santo había vuelto a reparar


el mal que había hecho cuando vivía, pero que fue impedido por la perversidad
de los abades, creyó que le prestaría un servicio (y quizá satisfaría su rencor
al mismo tiempo) publicando la historia, y es así cómo la tenemos. No hay que
decir que no se ha encontrado nunca el menor rastro de esta leyenda fuera
de la epístola de San Albano.

699
AILBE J. LUDDY

además probar (1) que la doctrina rechazada por San Bernardo es una
doctrina rechazada por la Iglesia en esta época; (2) que la doctrina
que él enseñó bajo el nombre de Inmaculada Natividad es, en sus­
tancia, la dloctrina de la Inmaculada Concepción tal como está
ahora definida,” (Prólogo a la traducción inglesa de la obra de Ra-
tisbonne Vida de San Bernardo) Y él continúa:
“¡Con qué alegría habría saludado él—San Bernardo—la defini­
ción autoritaria de su propia doctrina, perfecta en identidad de sus­
tancia, pero expresada solamente con más exactitud científica de aná­
lisis mental y verbal! Se habría alegrado con todo el poder de su
razón y de su corazón, como se habrían alegrado los padres de la
época antenicena si hubiesen podido oír la definición de Nicea y las
distinciones más perfectas del Credo Atanasio”.

700
II

EJEMPLOS DE LA ORATORIA
DE SAN BERNARDO

Sobre la doble misión y las diferentes


OPERACIONES DEL ESPÍRITU SANTO

“Hoy, queridísimos hermanos, celebramos la solemne fiesta del


Espíritu Santo, una fiesta, seguramente, digna de ser guardada con
toda devoción y alegría espiritual, porque el Espíritu Santo es la
misma Dulzura de Dios, la misma Benignidad de Dios y el mismo
Dios. Si, por consiguiente, honramos los días festivos de los santos,
¿con cuánta mayor razón no debemos honrar la fiesta de Aquel a
quien todos los santos deben su santidad? Si mostramos respeto por
los que han sido hecho santos, ¿cuánto más no debemos respetar al
Divino Autor de su santidad? Hoy, entonces, es la fiesta del Espíritu
Santo, porque fue hoy cuando Él, invisible en Sí mismo, se apareció
a los apóstoles en forma visible: cabalmente lo mismo que el Hijo
también, que es invisible en su Divina Naturaleza, condescendió en
hacerse visible en la carne mortal. Hoy el Espíritu Santo nos reveló
algo acerca de Su propia Personalidad, lo mismo que ya se nos
había enseñado algo referente a la Personalidad del Padre y del
Hijo. Pues la vida eterna consiste en un conocimiento perfecto de la
Trinidad. Actualmente ‘conocemos en parte’ (1 Cor 12, 9) y cree­
mos por la fe lo demás que no podemos comprender. Con respecto
al Padre, sé que Él es el Creador del mundo, puesto que todas las

701
AILBE J. LUDDY

criaturas lo atestiguan proclamando que ‘Él nos hizo y no nosotras’


(Ps 99, 3). Y el apóstol dice: ‘Los atributos invisibles de Él son cono­
cidos claramente por la creación del mundo, siendo entendidos por las
cosas que son hechas’ (Rom 1, 20). Pero el entender su eternidad o su
inmutabilidad está muy lejos de mi alcance: respecto de tales per­
fecciones ‘Él habita una luz inaccesible’ (1 Tim 6, 16). Respecto del
Hijo también, a través de su gracia conozco algo muy importante:
que Él se ha convertido en hombre. Pero ‘¿quién explicará su genera­
ción divina?’ (Is 53, 8). ¿Quién puede comprender cómo el Hijo eS
co-igual con su Padre?
”De la misma manera se me permite conocer algo del Espíritu
Santo, no en verdad la naturaleza de ese proceso por el cual Él procede
eternamente del Padre y del Hijo, pues ‘ese conocimiento se ha vuelto
maravilloso para mí, está alto y no puedo alcanzarlo’ (Ps 138, 6),
solamente conozco el hecho de Su venida a los hombres. Hay dos
cosas, hermanos míos, que tenemos que tener en cuenta en la proce­
dencia del Espíritu Santo: de dónde viene y adonde va. Él procede
del Padre y del Hijo, y hasta ahora su procedencia ‘ha hecho de la
oscuridad su escondite’ (Ps 17, 12); y Él se dirige a nosotros y a
este respecto su venida empezó a conocerse el primer Pentecostés
cristiano y ahora es manifiesta para todos los fieles.
”Y al principio, en verdad, pues así era necesario, el invisible Es­
píritu de Dios anunció su venida por medio de signos visibles. Pero
ahora, cuanto más espirituales son las indicaciones de su presencia,
reconocemos que son más propias y más dignas de Aquel que es lla­
mado adecuadamente Espíritu Santo. Él, entonces, vino sobre sus
discípulos en forma de lenguas de fuego, a fin de que pudieran pre­
dicar con lenguas de fuego la ley del fuego, y predicarla en el len­
guaje de cualquier nación. Que nadie se queje de que este don mila­
groso del Espíritu no nos haya sido otorgado, pues ‘la manifestación
del Espíritu se da a cada cual para provecho común’ (1 Cor 12, 7).
Y en verdad, si se me permite decirlo, esta manifestación fue dada
a los apóstoles más por nuestra causa que por la suya. Pues ¿para
qué necesitaban ellos las lenguas de las naciones, sino como medio
para la conversión de las naciones? Pero a ellos se les dio otra
manifestación, más propia y personal, y esta ha continuado en nos­
otros incluso hasta la hora presente. ¿No es evidente que los que
pasaron de tal pusilanimidad a tal constancia de alma habían sido
‘dotados de fuerza desde lo alto?’ (Le 24, 49). Ellos yajno huyen, ya
no se ocultan ‘por temor a los judíos’ (loh 20, 19); muestran ahora
mayor coraje en la predicación del Evangelio que la cobardía que

702
SAN BERNARDO

mostraron no hacía mucho al ocultarse. ‘Este cambio de la mano


derecha del Altísimo’ (Ps 76, 11) es claramente visible en el caso
del príncipe de los apóstoles, el cual una vez tembló de terror ante
las palabras de una sirvienta y poco después soportó con fortaleza los
azotes a que fue condenado por los gobernantes. Pues la Escritura
nos dice que ‘ellos, es decir, Pedro y Juan, salieron de la presencia
del consejo alegrándose de que los considerasen dignos de sufrir los
reproches por el nombre de Jesús’ (Act 5, 40-41), por el nombre de
Aquel a quien, sólo unos días antes, cuando Él era conducido al
mismo consejo, habían abandonado y dejado solo.
”Por consiguiente, en tanto en cuanto hemos recibido el mandato
de evitar el mal y hacer el bien (Ps 36, 27), observad cómo ‘el Espí­
ritu ayuda nuestra falta de firmeza’ con respecto a ambos (Rom 8, 26):
pues ‘hay diversidad de gracias, pero el mismo Espíritu’ (1 Cor 12, 4).
En consecuencia, con el fin de apartarnos del mal, Él opera tres
cosas en nosotros, que son: la compunción, la súplica y la remisión.
El arrepentimiento del pecado es el principio de nuestra conversión
a Dios, y este arrepentimiento lo opera en nosotros, no nuestro
espíritu, sino el Espíritu de Dios, como nos lo enseña de un modo
manifiesto la razón y lo define la autoridad. ¿Dónde está el hombre
que, habiéndose acercado lleno de frío al fuego y habiéndose calen­
tado, pueda seriamente poner en duda que el calor que no podía
haber disfrutado sin la presencia del fuego le ha sido comunicado
realmente por este fuego? De la misma manera, entonces, aquel que
una vez tuvo frío en la impiedad y empezó después a resplandecer
con el calor de un ferviente arrepentimiento debería sentir la seguri­
dad de que otro Espíritu ha descendido sobre el suyo y le está
reprendiendo y condenando. De esto tenemos el testimonio del mismo
Cristo, quien nos dice en el Evangelio, hablando del Espíritu a quien
los discípulos estaban a punto de recibir, que ‘cuando Él—el Pará­
clito—venga, reprenderá al mundo a causa del pecado’ (loh 16, 8).
”Pero ¿de qué sirve el arrepentimiento a menos que vaya acom­
pañado de la súplica de perdón? Es necesario, por consiguiente, que
el Espíritu opere esto en nosotros también, colmando nuestras mentes
de la peculiar dulzura de la esperanza, de forma que pidamos ‘con
fe, sin el menor titubeo’ (lac 1, 6). ¿Queréis que os demuestre que
esta es igualmente la obra del Espíritu Santo? Entonces digo que mien­
tras Él esté ausente no podéis descubrir este poder de súplica en
vuestro espíritu. Además, según el testimonio de San Pablo, es por
Él por lo que ‘nosotros gritamos ¡Abba, Padre!’ (Rom 8, 15). Y el
mismo apóstol nos asegura que ‘el mismo Espíritu intercedió por

703
AILBE J. LUDDY

nosotros con gemidos inefables’ (Rom 8, 26). Estas dos operaciones de


arrepentimiento y súplica las realiza el Espíritu Santo dentro de nues­
tros corazones. Pero ¿qué hace Él en el corazón del Padre? Lo mis­
mo que morando en nosotros Él intercede por nosotros, morando en
el Padre Él perdona con el Padre. Él es nuestro abogado cerca del
Padre en nuestros corazones, pero en el corazón del Padre Él es,
como el Padre, nuestro Señor y Dios soberano. En consecuencia, lo
que suplicamos nos es otorgado por el mismo Espíritu que inspiró
nuestra súplica. Y lo mismo que Él nos eleva a Dios en amorosa
confianza, Él hace que Dios se incline hacia nosotros en amorosa
compasión. Pero a fin de que conozcáis con toda certeza que la remi­
sión de nuestros pecados es también una operación del Espíritu Santo,
recordad lo que Cristo dijo una vez a sus apóstoles: ‘Recibid al Es­
píritu Santo: aquellos a quienes perdonéis los pecados les serán
perdonados’ (loh 10, 22-23). Esto por lo que respecta a las opera­
ciones con que ‘el Espíritu ayuda nuestra flaqueza’ en evitación del
mal.
"Consideremos ahora qué ayuda para hacer el bien recibimos
del ‘buen Espíritu’ (Le 11, 13). Él nos advierte, Él nos impulsa,
Él nos instruye. Él advierte a nuestra memoria, Él impulsa a nuestra
voluntad, Él instruye a nuestra razón. Él sugiere lo que es bueno para
la memoria en meditaciones santas y de esta manera destierra de
nuestra mente la pusilanimidad y la pereza. Por consiguiente, tantas
veces como os deis cuenta de estas incitaciones al bien en vuestros
corazones, glorificad a Dios y reverenciad al Espíritu Santo, cuya voz
está sonando en vuestros oídos. Pues es Él ‘quien habla justicia’
(Is 63, 1). Y en el Evangelio oímos al Señor decir del Paracleto, a
quien estaban a punto de recibir los discípulos: ‘Él traerá todas las
cosas a vuestra mente, todo lo que Yo os habré dicho’ (loh 14, 26).
Observad también las palabras que preceden inmediatamente: ‘Él
os enseñará todas las cosas’ (loh 14, 26). Pues como he dicho, una
de las misiones del Espíritu Santo es instruir a la razón. Muchos son
advertidos a fin de que hagan el bien, pero no saben cuál es el bien
que deberían hacer, a menos que la gracia del Espíritu Santo venga
de nuevo en su ayuda. Él tiene que enseñarnos la forma de poner en
práctica el saludable pensamiento que Él nos inspira, de lo contrario
su gracia en nosotros será nula (1 Cor 15, 10). ¿Qué más le queda
por hacer? ‘El que sabe hacer el bien y no lo hace comete pecado’
(lac 4, 17). En consecuencia, necesitamos, no solamente ser advertidos
e instruidos, sino también ser impulsados y arrastrados hacia el bien
por el mismo Espíritu que ‘ayudó a nuestra flaqueza’ y por quien ‘la

704
SAN BERNARDO

caridad de Dios es derramada en nuestros corazones’ (Rom 5, 5).”


{Del primer sermón para la Fiesta de Pentecostés)

Sobre los motivos de contrición

“Pensad en Dios como Creador vuestro, pensad en Él como Bien­


hechor vuestro, pensad en Él como Padre vuestro, pensad en Él como
Señor vuestro. Lamentad vuestros delitos contra ÉL Que se despierte
vuestro temor ante el pensamiento en el Señor y Creador y avergonzaos
cuando recordéis al ofendido Bienhechor y Padre. Un padre, segura­
mente, por el hecho de ser padre, no puede inspirar temor; pues es
propio de un padre ‘compadecerse siempre y perdonar’ {Oración del
Misal). Y si pega, no es con el palo de la venganza, sino con la vara
de la corrección. Además, acude solícito a suavizar el dolor causado
por su golpe. Escuchad la voz de un padre: ‘Golpearé y curaré’
(Dt 32, 39). Por consiguiente, no hay nada que temer de un padre,
el cual, aunque a veces aplique el castigo como remedio, no puede
nunca infligir dolor por el mero propósito de castigar. Sin embargo,
si el pensamiento de haber pecado contra mi Padre de los cielos no
me inspira terror, debe en verdad llenarme de confusión. Generosa­
mente Él me engendró con la palabra de la verdad y no por ningún
impulso acuciante, a diferencia del padre de mi carne. Y por uno
tan generosamente engendrado, Él sacrificó a su Hijo Unico y nece­
sariamente engendrado. De suerte que Él ha demostrado ser un ver­
dadero Padre para mí; pero, ¡ay!, yo, a mi vez, no me he portado
como un hijo hacia Él. Un hijo tan malo de un Padre tan bueno,
¿cómo va a atreverse a levantar sus ojos hacia su santo Rostro? Estoy
avergonzado de haber deshonrado con mis hechos a mi parentela. El
pensamiento de que me he mostrado como un hijo degenerado de un
Padre tan noble me llena de confusión. ¡Que se conviertan mis ojos
en caudalosas fuentes! ¡Que la mayor confusión cubra mi rostro!
¡Que el sonrojo de la vergüenza cubra mi ceño y lo oscurezca como
una nube! ¡‘Que mi vida se agote con el pesar y mis años con los
suspiros’! (Ps 30, 11) ¡Ay! ¡Ay! ¿‘Qué he ganado con estas acciones
de que ahora me avergüenzo’? (Rom 6, 21). Si yo he ‘sembrado en
la carne, de la carne también cosecharé’, pero solamente ‘corrupción’
(Gal 6, 8); si en el mundo, ‘el mundo y su concupiscencia pasan’
(1 loh 2, 17). ¡Cómo! ¿He sido tan desvergonzado, tan infeliz, tan
loco que he preferido las cosas transitorias, vanas, que no son casi
nada y ‘cuyo fin es la muerte’ (Rom 6, 21) al amor y al honor de mi
Padre celestial? Estoy confuso, estoy aplanado y agobiado cuando oigo

705
S. BERNARDO.----45
AILBE J. LUDDY

las palabras de reproche: ‘Si Yo soy Padre, ¿dónde está mi honor?’


(Mal 1, 6).
”Pero completamente aparte de los derechos que Él tiene sobre
mí como Padre, Él también me ha colmado con sus beneficios. Él
diariamente multiplica su testimonio para mí en el alimento que
Él facilita a mi cuerpo, en la prolongación de mi vida, y sobre todo
en la Sangre de su Amado Hijo que ‘clama desde la tierra’ (Gen 4, 10)
en mi favor, por no decir nada de otros innumerables favores. -Y
para que no falte nada a mi confusión, estoy confeso de devolver mal
por bien y odio por amor. Sin embargo, tengo tan poco que temer de
mi Bienhechor como de mi Padre. Pues Él es un verdadero Bien­
hechor ‘que da a todos los hombres abundantemente y no zahiere’
(lac 1, 5). No me zahiere a cuenta de sus donativos, por el motivo de
que son verdaderamente regalos. Los beneficios de Dios se dan gra­
tis, no vendidos por un precio y, como nos asegura el apóstol, sus
‘donativos son sin arrepentimiento’ (Rom 11, 29). Pero en proporción
a mi admiración de la divina generosidad está la vergüenza que me
veo obligado a sentir por mi indignidad. ¡Que sea confundido, oh,
alma mía, confundido y entristecido! Pues aunque no pertenece a
nuestro Bienhechor zaherir o reprender, no está bien que seamos olvi­
dadizos o ingratos. ¡Sin embargo, ¡ay! de mí! Incluso ahora, ¿qué
daré al Señor por todas las cosas que Él me ha dado?’ (Ps 115, 3).
”Pero si la vergüenza fuere perezosa y ejecutare sus funciones
negligentemente, que acuda el temor en su ayuda. Apartad vuestra
atención por un momento, hermanos míos, de los tiernos nombres
de Bienhechor y Padre y dirigidla a otros títulos más severos. Pues
del mismo que es llamado ‘Padre de misericordia y Dios de todo
consuelo’ (2 Cor 1, 3), leemos igualmente: ‘El Señor es el Dios a
quien pertenece la venganza’ (Ps 93, 1), ‘Dios es un Juez justo’
(Ps 7, 12), ‘Que es terrible en sus consejos sobre los hijos de los
hombres’ (Ps 65, 5) y también: ‘Yo soy el Señor tu Dios, poderoso y
celoso’ (Ex 20, 5). Para nosotros Él es Padre y Bienhechor; Él es
Dios y Creador. ‘Él ha hecho las cosas por Sí mismo’ (Prv 16, 4).
¿Os imagináis, entonces, que El que defiende y preserva para nos­
otros lo que es nuestro, no mostrará, más pronto o más tarde, un celo
semejante para lo que es Suyo? ¿Suponéis que Él no exigirá el honor
de su principado? Es en verdad bajo este engaño como ‘el malvado
ha provocado a Dios, pues se ha dicho en su corazón: ‘Él no lo exi­
girá’ (Ps 9, 13). ¿Y qué es decir dentro de su corazón: ‘Él no lo
exigirá’-sino-no tener- miedo de su exigencia? Ah, pero Él lo exigirá,
incluso hasta ‘el último céntimo’ (Mt 5, 26). Él lo exigirá, repito, y

706
SAN BERNARDO

‘pagará con creces a los que obran orgullosamente’ (Ps 30, 24). Sí,
hermanos míos, Él exigirá servidumbre de los que Él ha redimido,
honor y gloria de las criaturas de su mano.
”Es cierto que el Padre pasa por alto, que el Bienhechor perdona;
pero no así el Señor; pero no así el Creador. El que como Padre
perdona a su hijo, no perdonará como Creador a su criatura, no
tendrá compasión, como Señor, de un criado malvado. ¡Pensad, her­
manos míos, qué cosa tan horrible, tan tremenda es haber despreciado
a vuestro Hacedor y al Creador de todos, haber insultado al Señor
de la Majestad! El temor es inspirado por la majestad, el temor
es inspirado por el señorío, pero especialmente por la Divina Ma­
jestad y por el Divino Señorío. Y si se impone la pena de muerte
por las leyes humanas a los que delinquen contra la majestad hu­
mana, pensad cuál será la suerte de los que desprecian la Omnipo­
tencia Divina. ‘Él toca las montañas y éstas echan humo’ (Ps 143, 5),
¿y va un saquito de vil polvo, que se puede desparramar en un mo­
mento por un sólo soplo sin remisión, va semejante cosa a atreverse
a provocar a una Majestad tan tremenda? Él, hermanos míos, Él en
verdad debería llenarnos de temor pues ‘Él, después de haber matado,
tiene poder para arrojar al infierno’ (Le 12, 5). Ah, es el infierno el
que asusta. Temo el colérico rostro del Juez, que infunde terror incluso
en los corazones de los espíritus angélicos. Temo cuando me acuerdo
de la ira del Omnipotente y el rostro de su furia y el crujir de un
universo que se bambolea hasta destruirse, y la conflagración de los
elementos y la violenta tempestad y la voz del arcángel y ‘la palabra
aguda’ (Ps 90, 3) de la reprobación final. El horror me sobrecoge al
pensar en las garras de la bestia infernal, en el abismo insondable,
en ‘los rugientes leones, dispuestos para lanzarse sobre su presa’
(Eccli 51,4). Tiemblo de horror siempre que pienso en el roedor gusano
que ‘no muere’ (Me 9, 43), en las cataratas de fuego, en el humo, en
los envolventes vapores negros, en el azufre, en ‘la tormenta de
vientos’ (Ps 10, 7) y en la ‘oscuridad exterior’ (Mt 8, 12). ¿‘Quién
dará agua a mi cabeza y una fuente de lágrimas a mis ojos’ (1er 9, 1)
para que, llorando por mis pecados ahora, pueda impedir el llanto
eterno en el futuro y huir de los dientes rechinantes y de las crueles
cadenas y esposas y del opresivo peso de los grillos que oprimen y
queman, pero no consumen? ¡Ay de mí madre mía! ¿Oh, por qué
me trajiste al mundo para ser hijo de la tristeza y de la amargura, de
la cólera eterna y de la eterna lamentación? ¿Oh, por qué pusiste
sobre tus rodillas y amamantaste a tus pechos a uno nacido para ser

707
AILBE J. LUDDY

leña del fuego, destinado a abrasarse?” (Del sermón XVI sobre


el Cantar de los Cantares.)

Amor de Dios por el alma

“ ¡ Cómo me amas Tú, oh, Dios mío, mi Amor, cómo me amas Tú!
¡En todas partes Tú te acuerdas de mí! ¡En todas partes Tú eres
celoso de mi salvación, no sólo contra el orgullo de los hombres, sino
también contra los orgullosos y exaltados espíritus angélicos! Tanto
en el cielo como en la tierra, ‘Tú, oh, Dios, juzgas a los que me hacen
mal y derribas a los que luchan contra mí’ (Ps 34, 1). ¡En todas
partes Tú eres mi Defensa, en todas partes Tú eres mi fuerte Sostén,
en todas partes Tú apareces a mi derecha para protegerme! Por estos
favores ‘en mi vida alabaré al Señor, cantaré a mi Dios mientras yo
exista’ (Ps 145, 2). Estas son sus obras de poder, éstas son ‘las ma­
ravillas que Él ha obrado’ (1 Par 16, 12) y ése es el primero y el más
grande de Sus juicios, que la Virgen María, la confidente de Sus
secretos, me reveló cuando dijo: ‘Él ha derribado a los poderosos
de sus tronos y ha exaltado a los humildes; Él ha llenado a los ham­
brientos con buenas cosas y a los ricos los ha despachado vacíos’
(Le 1, 52-53).” (Del sermón XVI sobre el Cantar de los Cantares?)

Por qué y cómo deberíamos amar a Cristo

“Empezaré con las palabras de mi maestro San Pablo: ‘Si alguien


no ama a Nuestro Señor Jesucristo, sea anatema’ (1 Cor 16, 22).
Seguramente Él es muy merecedor de mi amor, pues a Él le debo la
existencia, la vida y la inteligencia. Si yo soy ingrato por estos bene­
ficios, demuestro que soy indigno de ellos. Evidentemente cualquiera
que se niegue a vivir por Ti, oh, Jesús, es indigno de vivir. ¡Además,
está ya muerto! Y aquel que no tenga conocimiento de Ti, por
mucho que sepa de otras cosas, no es más que un necio. Y el que
desee existir, a no ser por Ti solamente, deberá ser considerado como
nada, pues nada es él en verdad. Pues ‘¿qué es el hombre’ excepto en
tanto en cuanto ‘Tú te has hecho conocer a él’? (Ps 143, 3). Tú, oh
Dios, has hecho todas las cosas por Ti mismo; por consiguiente el
que pretenda existir, no por Ti, sino por su propia causa, ha perdido
ya su título a la existencia. ‘Temed a Dios y guardad sus Manda­
mientos’, dice Salomón, ‘pues esto es todo el hombre’ (Eccl“12~13)r
Pero si esto es todo el hombre, se desprende que sin ello el hombre

708
SAN BERNARDO

no es nada. Que se incline ante Ti completamente, oh, Dios mío, esta


cosa pequeña e insignificante que Tú has consentido que yo sea.
Acepta, te lo ruego, los años que quedan de mi vida miserable, y
por los que yo he disipado en la mala vida te ofrezco ‘un corazón
humilde y contrito’ (Ps 50, 19). Pero hay otro incentivo para amar
que tiene todavía mayor poder para impulsarme, para levantarme,
para inflamarme. Lo que te hace amistoso, oh, gran Jesús, a mis ojos
por encima de todo y para siempre, es el cáliz que Tú apuraste por
nosotros, la obra de nuestra redención. Esto fácilmente atrae hacia
Ti todo el amor de nuestros pobres corazones. Esto es, repito, lo que
más dulcemente incita a nuestra afectuosa devoción, lo que más
fuertemente la obliga y lo que más poderosamente la ata a tu Divino
Ser. Pues en esto, hermanos míos, el Salvador tuvo que soportar un
inmenso trabajo. Como Creador, el hacer todo el Universo no le costó
el menor esfuerzo. Así leemos acerca de aquella obra grandiosa: ‘Él
habló y fueron hechas, Él mandó y fueron creadas’ (Ps 32, 9). Pero
para redimirnos, le fue necesario soportar la contradicción a sus pa­
labras, la crítica de sus actos, la burla en sus sufrimientos, los repro­
ches en su muerte. ¡Ved cómo Él nos ha amado! Recordad también
que en esto Él no correspondía a nuestro amor, sino que más bien
nos hacía otro anticipo de amor. Pues ‘¿quién le era dado primero y
será recompensado?’ (Rom 11, 35). Y oíd lo que dice San Juan Evan­
gelista : ‘No como si nosotros hubiésemos amado a Dios, sino porque
Él nos ha amado el primero’ (1 loh 4, 10). Sí, Él nos amó antes de
que existiéramos y, lo que es todavía más extraño, nos amó aun
cuando nosotros rechazamos su amor. Tal es el testimonio de San
Pablo cuando dice: ‘cuando todavía éramos sus enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo’ (Rom 5, 10). Pues
a menos que Él nos amara cuando éramos sus enemigos, no podría
nunca habernos amado como amigos suyos; cabalmente de la misma
manera que no habríamos existido en absoluto para ser los objetos
de su amor si su amor no nos hubiera abrazado mientras todavía
no éramos nada.
”Su amor por nosotros es dulcemente tierno y sabio y fuerte...
Aprended, oh, cristianos, aprended de Cristo cómo debéis amar a
Cristo. Aprended a amarle con un amor caracterizado por la ternura,
la prudencia y la fortaleza. A menos que vuestro amor a Dios sea
tierno, acaso renunciéis a él bajo la seductora influencia de los atrac­
tivos contrarios; a menos que sea prudente, acaso os descarriéis y lo
perdáis debido al fraude; a menos que sea fuerte, sucumbirá a la
violencia. Si deseáis evitar el ser seducidos y apartados de Cristo por

709
AILBE J. LUDDY

la gloria del mundo y las delicias de la carne, tenéis que encontrar


en El que es la Sabiduría 1 del Padre (1 Cor 124) un placer más
atractivamente dulce que cualquiera de aquéllos. Si no queréis extra­
viarlos por el espíritu del engaño y del error, tendrá que irradiar
vuestras mentes Cristo, que es la Verdad (loh 14, 6).
”Y para que no os hundáis y desfallezcáis bajo la adversidad, el
mismo Cristo que es el Poder de Dios (1 Cor 1, 24) tiene que fortale­
ceros y sosteneros. Que vuestro celo pida fervor a la caridad, luz al
conocimiento, fuerza a la constancia. Que vuestro amor sea ardiente,
prudente, invencible. Que sea igualmente libre de la pereza, la teme­
ridad y la timidez. Y considerad ahora si estas cualidades del amor
verdadero no están prescritas en la Ley en que Dios da este mandato:
‘Tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón’, es decir, tierna­
mente, ‘y con toda tu mente’, es decir, prudentemente, ‘y con toda tu
fuerza’ (Dt 6, 5), es decir con fortaleza.” (Del sermón XX sobre el
Cantar de los Cantares.)

Sobre María, corredentora y


MEDIADORA UNIVERSAL

“Es verdad, amadísimos hermanos, que el primer hombre y la


primera mujer nos hicieron un gran daño, pero gracias a Dios, por
medio de otro Hombre y de otra Mujer todo lo que se perdió se
nos ha devuelto, pero aumentado con abundante gracia. Pues ‘no
cual fue el delito, así también fue el don’ (Rom 5, 15): la magnitud
de la gracia ganada para nosotros por Cristo excede con mucho la
ruina obrada por Adán. En lugar de hacer pedazos lo que estaba
dañado, el Creador Todopoderoso en Su infinita sabiduría y bondad
hizo lo que era más glorioso para Él y más ventajoso para nosotros:
Él lo devolvió a su perfección original, formando un nuevo Adán
del antiguo y dándonos en María una segunda Eva. Cristo, sin duda
alguna, habría sido suficiente, pues incluso ahora ‘toda nuestra sufi­
ciencia proviene de Él’ (2 Cor 3, 5); pero no sería bueno para nos­
otros que el hombre estuviese solo (Gen 2, 18). Parecía más adecuado
que como ambos sexos contribuyeron a la ruina de nuestra raza,
ambos sexos también participaran en la obra de reparación. Un ver­
dadero, fiel y poderoso ‘Mediador de Dios y los hombres es el Hombre,
Jesucristo’ (1 Tim 2, 5). Pero la Majestad de su Divinidad inspira
1 Sapientia: ésta palabra sé deriva dé sapor, que significa gusto, por cuyo
motivo el santo define la sabiduría como “el gusto por lo que es bueno”
(Sermón LXXXV sobre el Cantar de los Cantares).

710
SAN BERNARDO

temor a los mortales. Su humanidad parece estar sumida en su Divi­


nidad, no porque haya ninguna confusión real de las dos Naturalezas,
desde luego, sino porque sus cualidades humanas están en cierto modo
deificadas. Él es el Señor a quien tenemos que cantar, no sólo miseri­
cordia, sino ‘misericordia y justicia’ (Ps 100, 1); porque aunque ‘Él
aprendió compasión de las cosas que Él sufrió’ (Heb 5, 8) ‘a fin de
que Él pudiese ser misericordioso’ (Heb 2, 17), Él también tiene que
ejercer el oficio judicial (loh 5, 22). Además está escrito que ‘el Señor
nuestro Dios es un fuego consumidor’ (Dt 4, 24). No sin causa, por
consiguiente, teme el pecador aproximarse a Él, por miedo a que ‘lo
mismo que la cera se derrite delante del fuego, perezcan los malvados
ante el rostro de Dios’ (Ps 67, 3).
”De esto se debería deducir de un modo evidente que la Mujer
a quien se llamó ‘bendita entre todas las mujeres’ (Le 1, 28) no deja
de tener su función propia en la ejecución de los designios de Dios.
Además también se encontró algo que hacer para ella en el trabajo
de la reconciliación. Cristo es un mediador tan grande que necesitamos
otro que medie entre Él y nosotros y para esto no podemos encontrar
a nadie tan bien calificado como María. Una mediadora muy cruel
fue nuestra madre Eva, a través de la cual la ‘vieja serpiente’ (Apc 12, 9)
comunicó el veneno mortal del pecado incluso al hombre; pero María
es más fiel, María ofrece el remedio de la salvación tanto a los hom­
bres como a las mujeres. La primera Eva fue la causa de nuestra
seducción, la segunda cooperó en nuestra reconciliación; a la primera
se le hizo instrumento de la tentación; a la última, canal de la
redención.
”¿Por qué ha de temer la fragilidad humana el recurrir a María?
En ella no se encuentra nada austero, nada que aterrorice. Todo en
ella está lleno de dulzura. Ella tiene para todos solamente la dulzura
de la leche y la suavidad de la lana. Repasad cuidadosamente en
vuestras mentes toda la narración del Evangelio y si podéis descubrir
en María nada que parezca digno de reproche o áspero, o el menor
signo de indignación, miradla con recelo en el futuro y temed el
acercaros a ella. Pero, si como realmente tiene que ser, encontráis
que todo lo que le pertenece está lleno de bondad y de gracia, oliendo
a misericordia y mansedumbre, entonces dad gracias a Aquel que, en
su compasiva amabilidad, nos ha dado una mediadora tal que no po­
demos desconfiar de ella. Pues ella se ha convertido en ‘todas las cosas
para todos los hombres’ (1 Cor 9, 22) ella se ha hecho ‘deudora de
los sabios y de los ignorantes’ (Rom 1, 14). A todos abre el regazo de
su misericordia, de forma que todos puedan recibir de su plenitud

711
AILBE J. LUDDY

(loh 1, 16): los cautivos la liberación, los enfermos la salud, los tristes
el consuelo, los pecadores el perdón, los justos la gracia, los ángeles
la alegría, toda la Santísima Trinidad la gloria y la Persona del Hijo,
en particular, la Sustancia de su Naturaleza Humana: de forma que
‘no hay nadie que pueda ocultarse del calor’ de su caridad (Ps 18, 7).
"Escucha, oh, hombre, el consejo de Dios, reconoce el consejo
de Su sabiduría. Intentando regar la faz de la tierra con el rocío del
cielo, el Señor derramó sobre el vellón todo el precioso líquido
(Idc 6, 37): intentando redimir la raza humana, Él colocó todo el res­
cate en manos de María. ¿Y por qué motivo? Posiblemente para que
la Madre Eva pudiera ser excusada por su Hija y a fin de que la queja
del hombre contra la mujer pudiera ser acallada para siempre. Nunca
de nuevo, oh, Adán, nunca de nuevo dirás a Dios: ‘La mujer que
me diste por compañera me dio la fruta prohibida’ (Gen 3, 12); sino
más bien que tus palabras sean en adelante: ‘La mujer que Tú me
diste me ha alimentado con el fruto de la bendición’...
"Acerquémonos un poco más al asunto y veamos con qué senti­
mientos de devoción querría Dios que nosotros honráramos a María,
en la que Él ha colocado la plenitud de todo bien, de forma que si
hay algo de esperanza en nosotros, algo de gracia, algo de salvación,
estemos seguros de que se ha derramado en nosotros por la que ‘subió
del desierto rebosante de delicias’ (Cant 8, 5). Oh, verdaderamente,
podemos llamarla jardín de delicias sobre el que el Divino ‘Viento
Sur’ no sólo ‘llega y sopla’ (Cant 4, 16), sino que desciende y
respira haciendo que las especias aromáticas, es decir, los dones
preciosos de la gracia celestial broten y se difundan en todas direc­
ciones. Apartad de los cielos este sol material que ilumina al mundo
¿y qué es del día? Apartad a María, apartad a la Estrella del mar
de la vida ‘del grande y ancho mar’ (Ps 103, 25) ¿y qué queda, sino
una nube de completa tristeza y ‘la sombra de la muerte’ (lob 10, 22)
y una oscuridad muy densa? Por consiguiente, con todas las fibras,
con todos los sentimientos de nuestros corazones, con todo el afecto
de nuestras mentes y con todo el ardor de nuestras almas honremos
a María, porque tal es la voluntad de Dios, que quisiera que obtu­
viésemos todo a través de las manos de María. Tal, repito, es la
voluntad de Dios, pero una voluntad en provecho nuestro. Ejerci­
tando un cuidado providente por nosotros, sus pobres, muy pobres
hijos, en todas las cosas y a través de todas las cosas, la Virgen Ma­
dre calma nuestro tembloroso temor, anima nuestra fe, fortalece nues­
tra esperanza, aleja nuestra desconfianza y hace desaparecer nuestra
pusilanimidad. Tú tenías miedo, oh, hombre pecador en acercarte al

712
SAN BERNARDO

Padre; temblaste ante el mero sonido de su voz e intentaste ocultarte


entre el follaje (Gen 3, 8). Por consiguiente, Él te dio a Jesús como
Mediador. ¿Qué no podrá obtener para, ti tal Hijo de tal Padre?
Indudablemente, Él debe ser oído ‘debido a su reverencia’ (Heb 5, 7),
pues ‘el Padre ama al Hijo’ (loh 3, 27). Seguramente, no tendrás miedo
también de acercarte a Él, ‘Él es tu Termano y tu carne’ (Gen 37, 27),
‘como tú es tentado en todas las cosas, pero sin pecado’ (Heb 4, 15)
‘para que Él pudiera ser misericordioso’ (Heb 2, 17). María te lo ha
dado como Hermano. ¿Pero quizá te aterroriza la Divina Majestad
de Jesús? Pues aunque Él se ha convertido en hombre no ha dejado
de ser Dios. ¿Deseas acaso tener un abogado incluso con Él? En ese
caso, recurre a María. En María se encuentra la naturaleza humana
completamente pura, no solamente pura de toda contaminación, sino
pura también de composición con otra naturaleza. Tampoco estimo
dudoso que ella igualmente será oída debido a su reverencia. Segura­
mente el Hijo escuchará a la Madre y el Padre escuchará al Hijo.
Mis pequeños hijos, contemplad la escala del pecador, contemplad
la fuente principal de mi confianza, la base fundamental de mi espe­
ranza. ¿Cómo? ¿Puede el Hijo negar algo a su propia Madre o le
puede ser negado algo por su propio Padre? ¿Puede el Hijo negarse
a oírla o le puede negar audiencia el Padre? Ambas proposiciones
son sencillamente imposibles. ‘Tú has encontrado gracia con Dios’
(Le 1, 30) dijo el Arcángel a María. ¡Feliz Virgen! Sí, queridísimos
hijos, María encontrará siempre gracia con Dios y sólo necesitamos
esa gracia.
”Oh Santísima Virgen María, que se niegue a glorificar tu mise­
ricordia aquel que—-si lo hubiere—recuerde haber invocado tu asis­
tencia y no le hayas asistido en sus momentos de apuro 2. En cuanto
a nosotros, tus pobres siervos, te congratulamos por las otras virtudes
que posees, pero por ésta nos congratulamos a nosotros mismos. Ala­
bamos tu virginidad, admiramos tu humildad, pero como somos tan
miserables, tu misericordia es más consoladora para nosotros que
cualquiera de ellas. Amamos tu misericordia muy tiernamente, la re­
cordamos frecuentemente y muy a menudo la invocamos. Y el mo­
tivo es que estamos en deuda con ella por el restablecimiento del
mundo entero y por la salvación de todos... ¿Quién podrá, enton­
ces, ‘comprender cuál es la anchura y la largura y la altura y la
profundidad’ (Eph 3, 18) de tu misericordia, oh, Santísima Virgen?
Su largura se extiende hasta el día del juicio final para socorrer a

2 Comparad este pasaje con el primer párrafo del Memorare.

713
AILBE J. LUDDY

todos los que la invoquen. Su anchura es tan grande como el uni­


verso, de forma que también se pueda decir de ti: ‘La tierra entera
está llena de tu misericordia’ (Ps 32, 5). Su altura llega hasta la ciudad
de Dios, cuyas ruinas ella ha reparado. Y su profundidad desciende
hasta los que ‘se sientan en las tinieblas y a la sombra de la muerte’
(Ps 106, 10), para los cuales ella ha obtenido la redención. Pues a
través de ti, oh, María, se han llenado los cielos, se ha vaciado el
infierno, se han reparado las brechas de la muralla de la espiritual
Jerusalén (Ps 50, 20) y se ha devuelto a los miserables y ansiosos mor­
tales la vida que habían perdido. De esta manera ha abundado tu om­
nipotente y tierna caridad no solamente en sentimientos de compasión,
sino también en actos de misericordia, con la misma generosidad en
ambos.
”Por consiguiente, amadísimos hermanos, corramos con almas se­
dientas a esta fuente de misericordia, que nuestra miseria recurra con
toda la vehemencia del deseo a este tesoro de compasión. Contempla,
oh, Santísima Virgen, el afecto con que nos esforzamos por honrarte
hoy. En adelante, te suplico, que la preocupación de tu cariño sea
hacer conocer a todo el mundo la gracia que has encontrado en
Dios, consiguiendo con tus santas oraciones perdón para los culpa­
bles, salud para los enfermos, valor para los pusilánimes, consuelo
para los afligidos, ayuda y liberación para todos los que se hallan en
peligro. En este día, en este día de fiesta y regocijo universal, ojalá,
oh Reina benigna, ojalá merezcamos recibir por tu intercesión un
abundante acopio de la gracia celestial de Jesucristo, tu Hijo y Señor
nuestro, que está sobre todas las cosas, Bendito de Dios para siempre.
Amén.” De los sermones sobre la Asunción y la Natividad de la San­
tísima Virgen.

Sobre los ángeles guardianes

(El santo tenía gran empeño en inspirar a los cristianos en gene­


ral, y a sus religiosos en particular, una tierna devoción a sus ángeles
guardianes. Algunos pasajes del siguiente sermón se usan para las
lecciones del segundo nocturno de su fiesta, 2 de octubre.)
“ ‘Pues ha dado a sus ángeles la custodia sobre ti, para que te
guarden en todos los caminos’ (Ps 90, 11). ‘Que las gracias del Señor
le den gloria a Él y a sus maravillosas obras por los hijos de los_______
hombres’ (Ps 106, 8). Que confiesen y ‘digan entre los gentiles: el
Señor ha hecho grandes cosas por nosotros y nos hemos alegrado’

714
SAN BERNARDO

(Ps 125, 2). ‘Oh, Señor, ¿qué es el hombre para que Tú te hayas dado
a conocer a él, o el hijo del hombre para que te cuides de él?’
(Ps 143, 3) ‘O ¿por qué colocas tu corazón sobre él?’ (lob 7, 17).
Pues en verdad Tú colocas tu corazón sobre nosotros y ‘tienes cuidado
de nosotros’ (1 Pet 5, 7) y te preocupas siempre de nuestro bienestar.
Tú nos has enviado a tu único Hijo engendrado, Tú nos has dado
tu Santo Espíritu, Tú nos has prometido la visión de tu Rostro. Y
para que no haya nadie en el reino de los cielos desocupado en el
cuidado de nosotros, Tú has nombrado a los ángeles benditos ‘para
cuidarnos’ (Heb 1, 14): Tú les has encargado de nuestra guarda y
les has ordenado que obren como guías nuestros. No es bastante con
que Tú ‘hagas a estos espíritus tus mensajeros’ (Ps 103, 5), sino que
Tú tienes que hacerles también mensajeros de tus pequeños..., tus
mensajeros para nosotros y nuestros mensajeros para Ti.
” ‘Él ha dado a sus ángeles la custodia sobre ti’ ¡ Oh, maravillosa
condescendencia! ¡ Oh, verdadero afecto divino de caridad! Pues
¿quién es el que ha dado la custodia? ¿Y sobre quiénes? Hermanos,
recordemos afanosa y cuidadosamente las palabras de esta custodia
tan consoladora. ¿Quién es el que ha dado la custodia? ¿De quién
son los ángeles? ¿Qué mandatos obedecen? ¿A los mandatos de
quién se muestran sumisos? Escuchad al salmista: ‘Él—el Todopo­
deroso—ha dado a Sus ángeles la custodia sobre ti, para que te
guarden en todos los caminos’. Tampoco los ángeles santos muestran
ninguna oposición a ejecutar la orden dada, puesto que ellos incluso
‘te llevan en sus manos’ (Ps 90, 12). La Divina Majestad, por consi­
guiente, ha dado la custodia a los ángeles, a sus propios ángeles, a
esos sublimes y felices espíritus que moran tan cerca de Él, que
están tan íntimamente unidos a Él y son verdaderamente los ‘criados
de Dios’ (Eph 2, 19). Y Él les ha dado la custodia sobre nosotros.
¿Qué somos nosotros? ‘Señor, ¿qué es el hombre para que te pre­
ocupes de él, o qué es el hijo del hombre para que Tú lo visites?’
(Ps 8, 5). ¡Como si, en verdad, el hombre no fuese más que podre­
dumbre y el hijo del hombre otra cosa que un gusano! Pero ¿qué
pensáis que es la custodia que Él ha dado para nosotros? ¿Quizá,
como el santo Job temía, Él ha ‘escrito cosas amargas contra nosotros
y nos consumirá por los pecados de nuestra juventud’? (lob 13, 26).
¿Quizá Él ha encargado a sus santos ángeles ‘que muestren su poder
contra una hoja que es arrastrada por el viento’ y que ‘persigan a
una paja seca?’ (lob 13, 25) ¿Quizá les ha encargado que se lleven
al impío para que él no vea la gloria de Dios? (Is 26, 10). No,
hermanos míos, ese encargo no se ha dado todavía, pero llegará el

715
AILBE J. LUDDY

día en que se dará. Y para que no se dé contra vosotros, tened buen


cuidado de no separaros nunca de ‘la ayuda del Altísimo’ sino de
‘morar bajo la protección del Dios de los cielos’ (Ps 90, 1). Pues ese
terrible encargo se dará no contra, sino a favor de los que el Dios de
los cielos protege. Y si no se da ahora es por causa de ellos, porque
todas las cosas son en beneficio de los elegidos. Pues cuando los cria­
dos estaban dispuestos a salir con la intención de arrancar en seguida
la zizaña sembrada entre el trigo, ‘el dueño de la casa se acercó a
ellos y les dijo: consentid que crezcan ambos hasta la recolección, no
sea que, acaso, al arrancar la zizaña arranquéis también el trigo con
ella’ (Mt 13, 24-30). Pero ¿cómo se conservará el trigo hasta la época
de la recolección? Esta es, hermanos míos, la tarea ordenada a los
ángeles, ésta es la tarea en que están ahora ocupados.
”Y así, ‘Él ha dado a sus ángeles la custodia sobre ti para guar­
darte’. ¡Oh Verbo encarnado! ¡Oh trigo entre cizaña! ¡Oh grano
entre ahechadura! ¡Oh lirio entre espinas!’ (Cant 2, 2). Demos
gracias a Él, amadísimos hermanos, demos gracias a Él tanto
en vuestro nombre como en el mío. Pues Él os ha confiado a mi
cuidado como un preciosísimo depósito, como el fruto de su pasión
y el precio de su Sangre. Pero Él no está contento con esta pobre
protección para vosotros, tan insegura, tan débil, tan insuficiente,
tan inútil; y por ello Él proclama por su profeta: ‘Sobre tus mura­
llas, oh, Jerusalén, he colocado vigías’ (Is 62, 6). Pues los que parecen
ser las murallas de la espiritual Jerusalén, o las torres de las murallas,
necesitan ellos mismos, en verdad, más que los otros, la vigilancia de
estos guardianes.
” ‘Él ha dado a sus ángeles la custodia sobre ti para guardarte en
todos los caminos’. ¡Oh, hermano mío cuánta reverencia, cuánta gra­
titud, cuánta confianza deberían inspirarte estas palabras! ¡Cuánta
reverencia por una presencia tan augusta! ¡Cuánta gratitud por una
benevolencia tan grande! ¡Cuánta confianza por una custodia tan se­
gura! Caminad, por consiguiente, con circunspección, recordando que
los ángeles de Dios os acompañan en todos vuestros caminos, como
el Señor les ha ordenado. En todo lugar, público o privado, mostrad
respeto por vuestro ángel. ¿No es cierto que no os atreveríais a hacer
en su presencia lo que no temeríais hacer en la mía? Pero ¿es que
acaso dudáis de la presencia del que no podéis ver? ¿Y si lo oyerais,
o tocarais o gustarais? Comprender, por tanto, que no sólo por la
vista podemos tener la certeza de la presencia de los objetos. Pues
incluso no todas lás cosas pertenecientes al orden material son per­
ceptibles a la vista. Entonces, mucho menos puede ella percibir los

716
SAN BERNARDO

objetos puramente espirituales, que se hallan fuera del alcance de toda


facultad corporal y requieren ser ‘examinados espiritualmente’ (1 Cor
2, 14). Pero si consultáis vuestra fe, os facilitará una amplia prueba
de la presencia de los santos ángeles. Digo deliberadamente que os
facilitarán la prueba porque el apóstol mismo define la fe como ‘la
prueba de las cosas que no se ven’ (Heb 11, 1). Los ángeles están
presentes, por tanto, y están presentes junto a vosotros; no sólo
están presentes junto a vosotros, sino que están presentes para obrar
en defensa vuestra. Sí, hermanos míos, los ángeles de Dios se hallan
cerca para asistiros y protegeros; ‘¿Qué daréis al Señor por todas
las cosas que Él os ha dado?’ (Ps 115, 12). Pues a Él sólo le es debido
todo el honor y la gloria. ¿Por qué digo: ‘a Él sólo’? Porque es Él
quien ‘ha dado a sus ángeles la custodia sobre ti’. Y ‘todos los me­
jores dones y todo don perfecto vienen de arriba, descendiendo del
Padre de las luces’ (lac 1, 17).
”Sin embargo, aunque es el Señor quien ha dado a sus ángeles
la custodia sobre nosotros, tenemos también que mostrarnos agra­
decidos a esos espíritus celestiales, que con tanta caridad obedecen
el divino mandato y nos ayudan en un apuro tan grande. Por consi­
guiente, mostremos nuestra gratitud y nuestro afecto a unos guardia­
nes tan gloriosos. Devolvámosles amor por amor. Honrémosles todo
lo que podamos, tanto como estamos obligados. Sin embargo, toda
nuestra reverencia y todo nuestro amor tienen que ser dirigidos últi­
mamente a Aquel de quien, tanto los hombres como los ángeles, deri­
van toda su capacidad para honrar y amar y todo su derecho a ser
honrados y amados. Pero no deberíamos interpretar las palabras del
apóstol: ‘Sólo a Dios el honor y la gloria’ (1 Tim 1, 17) de forma que
se contradigan con lo que dice el salmista: ‘Pero para mi tus amigos,
oh Dios, son extraordinariamente honorables’ (Ps 138, 17). En mi
opinión este pasaje de San Pablo tiene que ser entendido en el mismo
sentido que cuando escribe en otro lugar: ‘No debáis a nadie nada,
sino amaos los unos a los otros’ (Rom 13, 8). Pues seguramente él
no aconseja aquí a los fieles que se nieguen a reconocer sus obliga­
ciones. Especialmente porque les ha dicho en el último verso prece­
dente: ‘dar a todos los hombres lo que les es debido, el tributo a
quien se debe el tributo, el temor a quien se debe temer, el honor a
quien se debe honrar.’ Por tanto, para que podáis entender lo que
él intenta enseñar o aconsejar en estos dos pasajes, tomad un ejemplo
de las luces del firmamento. Considerad cómo, cuando brilla el sol,
las luminarias menores no se pueden ver. ¿Os figuráis que han sido
retiradas del cielo? ¿O que se han extinguido? No, amigos míos, ésa

717
AILBE J. LUDDY

no es la razón. Están todavía en sus sitios, pero se hallan tan cubiertas


y rodeadas por el brillo más radiante del sol, que ya no son visibles
para nuestros ojos. Ahora bien, la ley del amor debe superar a todas
las demás obligaciones y reinar sola en nuestros corazones, apropián­
dose de lo que es debido a otras leyes, de forma que hagamos todas
las cosas sólo por amor. Así también tiene que prevalecer el honor
debido a Dios sobre el honor debido a los demás y en cierto sentido
excluirlo, de suerte que Él sea honrado, no solamente más que ningún
otro, sino que sea honrado en todos los demás, Y esto es igualmente
cierto respecto de la caridad que debemos tener con Dios comparada
con la que debemos a las criaturas. Pues cuando hemos dado a Dios
nuestro Señor el amor de todo nuestro corazón y de toda nuestra alma
y de toda nuestra mente y de toda nuestra fortaleza, ¿qué amor hemos
dejado para los demás? En consecuencia, amemos en Él a sus santos
ángeles y amémosles tiernamente, puesto que estamos destinados co­
mo ‘co-herederos’ (Rom 8, 17) a compartir su gloria. Pues ahora, en
verdad, somos hijos de Dios, pero ‘todavía no ha aparecido lo que
será’ (1 loh 3, 2) porque somos todavía como niños, ‘bajos tutores y
curadores hasta el momento señalado por el Padre’ (Gal 4, 2) y pare­
cemos, mientras tanto, ‘no diferenciarnos de los criados’ (Gal 4, 1).
”Sin embargo, hermanos míos, aunque no somos más que peque
ñuelos y aunque hay todavía un largo camino delante de nosotros, y
un camino cercado de innumerables peligros, ¿por qué vamos a tener
miedo bajo la protección de unos guardianes tan poderosos? Los que
nos guardan en todos los caminos no pueden ser vencidos por ninguna
fuerza hostil y no pueden ni extraviarse ni extraviarnos. Son fieles,
prudentes, invencibles. Entonces, ¿por qué hemos de temer? Sigá­
mosles, unámonos a ellos solamente y ‘moraremos en la ayuda del
Altísimo y bajo la protección del Dios de los cielos’. Y considerad
cuán necesaria nos es esta protección, esta guarda en todos nuestros
caminos. ‘En sus manos—canta el salmista—te llevarán, no sea que tu
pie tropiece con una piedra’. ¿Te parece cosa de poca importancia
que haya ‘una piedra atravesada’ en el camino? (Is 8, 14). Escucha
las palabras siguientes: ‘Caminarás sobre el áspid y el basilisco y
pisotearás al león y al dragón’ (Ps 90, 13). ¡Oh, cuán necesario es un
guía, o más bien uno que te lleve, especialmente para un pequeñuelo
como tú que va a entrar en un camino tan peligroso! ‘En sus manos
te llevarán ellos’. Ellos os guardarán y protegerán en todos vuestros
caminos; ellos os llevarán de la mano como a niños pequeños por
donde podáis caminar. Pero no consentirán que seáis? téñtadósPmás~
allá de vuestras fuerzas (1 Cor 10, 13) y siempre que aparezca en el

718
SAN BERNARDO

camino ‘una piedra atravesada’, os cogerán en sus brazos y os levan­


tarán. ¡Oh, cuán fácilmente vence los obstáculos el que es llevado en
las manos de los ángeles santos! ¡ Cuán fácil le es a uno nadar cuando
(según el proverbio vulgar) otro le sostiene la cabeza sobre el agua!
”Por consiguiente, hermanos míos, os digo a cada uno de vosotros:
siempre que sintáis el agobio de la tentación violenta, siempre que las
aguas de la amarga tribulación amenacen ahogaros, invocad a vuestro
guardián, llamad a vuestro guía, gritad a vuestro ‘salvador en los mo­
mentos de tribulación’ (Ps 9, 10). Llamadle a voces y decid: ‘Señor,
sálvame, que perezco’ (Mt 14, 30). Aunque Él a veces se oculte de ti
durante algún tiempo, ‘el que te guarda ni dormita ni duerme’
(Ps 120, 4), no sea que no sabiendo que él te está sosteniendo, vayas,
con gran peligro, a huir de sus brazos. Estos brazos suyos se han
de entender espiritualmente. Son, en realidad, socorros espirituales,
que son aplicados de un modo diverso e invisible a cada uno de los
elegidos de acuerdo con la magnitud de la especial dificultad o del
especial peligro en que se encuentran de acuerdo con el tamaño de la
‘piedra atravesada’, si se me permite expresarme así.
"Mencionaré ahora algunas de estas pruebas que considero más
comunes y de las cuales, estoy seguro, la mayoría de vosotros habéis
tenido experiencia. Suponed que veis a una persona presa de una vio­
lenta tentación. Es puesta a prueba seriamente bien por una enferme­
dad corporal o por una desgracia temporal, o bien es atacada de
tristeza espiritual, o sufre de desfallecimientos del alma. Ya empieza a
ser tentada más de lo que puede soportar; ya ha llegado a la ‘piedra
atravesada en el camino’ y seguramente dará con el pie contra ella a
menos que alguien acuda presuroso en su ayuda. Pero, amadísimos
hermanos, ¿qué es esa piedra? En mi opinión no es más que esa
‘Piedra atravesada’, esa ‘Piedra de escándalo’ (Is 8, 14), sobre la cual
‘cualquiera que caiga será destrozado, pero que si Ella cae sobre
cualquiera, lo dejará reducido a polvo’ (Mt 21, 44); la ‘piedra Clave,
elegida, preciosa’ (1 Pet 2, 6), es decir, Nuestro Señor Jesucristo. Caer
sobre la Piedra es murmurar contra Él, escandalizarse debido a ‘pu­
silanimidad de espíritu y a la tormenta’ (Ps 54, 9). Y así, el que está
ahora a punto de caer, el que está dispuesto a dar con el pie contra la
Piedra, tiene necesidad urgente del consuelo angélico, de manos angé­
licas que lo lleven en alto. Es del todo cierto que el murmurador o
el blasfemo cae sobre la Piedra atravesada y que no sólo se daña él,
sino también a la Piedra contra la cual ciegamente golpea su pie.
”Me parece que las personas sujetas a esta tentación son con fre­
cuencia levantadas por las manos espirituales de los ángeles de un

719
AILBE J. LUDDY

modo tan vigoroso que pasan, casi inconscientemente, sobre los obs­
táculos que les habían causado una enorme alarma. Y después se
sienten tan sorprendidos de la facilidad que han tenido, como ante­
riormente se habían sentido desalentados por la dificultad que habían
temido. ¿Deseáis ahora que os diga lo que significa (según mi opi­
nión) las dos manos de los ángeles? Me. parece que significan una
doble admonición: somos alzados en las manos angélicas tantas veces
como somos advertidos de la fugacidad de nuestra tribulación actual
y también cuando se sugiere a nuestra conciencia la eternidad del
premio futuro: debería haber dicho, tantas veces como estas verda­
des son tan grabadas e impresas en nuestros corazones que percibi­
mos de una manera vivida e íntima cómo ‘eso que es ahora mo­
mentáneo y ligero en nuestra tribulación nos produce con exceso un
eterno caudal de gloria’ (2 Cor 4, 17). Pues ¿quién se atreve a poner
en duda que estas inspiraciones son obra de los ángeles buenos, puesto
que sabemos que las malas sugestiones vienen de los ángeles malos?
(Ps 77, 49).
"Amadísimos hermanos, haced de los ángeles de Dios vuestros
amigos familiares; frecuentad su sociedad mediante el recuerdo cons­
tante y la oración ferviente, pues ellos están siempre junto a vosotros
para consolaros y protegeros.” (Del sermón XII sobre el Salmo XC.)

De las cuatro clases de participantes


EN EL CORTEJO DEL SALVADOR

“Hablando ahora del cortejo, me parece que puedo discernir en


él cuatro clases distintas de participantes, a todos los cuales, acaso,
encontraremos representados en nuestro cortejo hoy. Había algunos
que iban en cabeza y preparaban el camino. Son las personas que
preparan el camino del Señor hacia vuestros corazones, que os go­
biernan y ‘dirigen vuestros pies por caminos de paz’ (Le 1, 79). Había
otros que caminaban detrás. Encontramos un ejemplo de éstos en
aquellos que conscientes de su ignorancia son fervientes y fieles en
seguir los pasos de sus guías. Luego estaban los discípulos que, como
eran más íntimos del Salvador, iban muy cerca a su lado. Estos repre­
sentan a los que han ‘elegido la mejor parte’ (Le 10, 42), es decir,
los que viven sólo para Dios en el retiro del claustro, siempre aferra­
dos a Dios y siempre pendientes de su voluntad. Estaba finalmente
la bestia de carga en la que Él se sentaba. Este animal tipifica a los
de corazón duro, cuyas mentes son en cierto sentido como las de los

720
SAN BERNARDO

brutos. Observaréis que esta especie de animal no estaba representada


muy numerosamente en el cortejo del Salvador, ni debía estarlo. Pues
se suele emplear a los asnos más bien como bestias de carga que para
exhibiciones; y su presencia no añade nada a la dignidad y grandeza
de una procesión triunfal, porque no pueden contribuir ni siquiera a
la música, pues no son capaces de nada mejor que de un rebuzno
poco melodioso (rugitus male sonorus). Por consiguiente, el asno de
la procesión representa a las almas poco generosas, que necesitan siem­
pre el látigo y la espuela. Sin embargo, ni siquiera a éstos abandonará
Dios con tal de que estén dispuestos a someterse a la disciplina. Pues
es a ellos a quienes el salmista dirige estas palabras: ‘Abrazad la
disciplina, no sea que en cualquier momento se enfade el Señor y
perezcáis en el camino’ (Ps 2, 12). Pero en el caso de que el asno se
niegue a llevar el yugo de la disciplina, ¿qué otra cosa ha de esperar
sino que el Señor en su cólera lo expulse? Y entonces, vagando
lejos del camino recto, se enredará en esas zarzas y malezas que aho­
gan la palabra de Dios y que en verdad no son más que las riquezas
de este mundo y los placeres de la carne (Mt 13, 7-22).
”Si hay alguien entre nosotros a quien la regla le oprima pesada­
mente y para quien todo deber es una carga de forma que haya que
emplear el látigo y la espuela frecuentemente para que avancen, les
ruego que hagan un esfuerzo para cambiarse—si ello es posible—de
bestias de carga en hombres y para ocupar su lugar en alguna de las
otras tres clases que componen el cortejo, bien con los que preceden al
Salvador, o con los que caminan junto a Él, o con los que le siguen.
Pero si no pueden hacer esto, les ruego que por lo menos permanezcan
en el lugar en que están y se sometan con paciencia al yugo, que si
no es muy dulce, es por lo menos muy saludable, hasta que el Señor
tenga a bien premiar su humildad y llamarlos a un estado superior.
Pero ¿quisierais que yo ofreciese algún consuelo a esos pobres asnos
nuestros? Sabemos que no pueden cantar, pues no pertenecen al nú­
mero de los que pueden decir con el salmista: ‘Tus justificaciones
fueron el tema de mi canción en el lugar de mi peregrinación’
(Ps 118, 54). Hay, sin embargo, un aspecto en que el asno debe ser
envidiado: de ninguno de los demás participantes en la procesión está
Nuestro Señor Jesucristo tan cerca. Pues ni siquiera los discípulos que
caminan a ambos lados de Él Le tienen tan cerca como el animal sobre
el que Jesús va montado. Y escuchad al profeta que proclama el
mismo hecho: ‘El señor—canta el santo David—está cerca de los
que son de corazón contrito’ (Ps 33, 19). De la misma manera acari-
riciará una madre más dulcemente y abrazará más frecuentemente al

721
S. BERNARDO.—46
AILBE J. LUDDY

niño que sufre dolores. Por consiguiente, que nadie sienta cólera o
desprecio por aquellos que desean ser bestias de carga de Cristo.
Pues cualquiera que ‘escandalizare a uno de mis pequeñuelos’ (Le 17, 2)
ofenderá gravemente al Señor, Quien como una madre, los acaricia
tiernamente en el regazo de Su misericordia hasta que son bastante
fuertes para andar. De aquí también que nuestro santo padre, San
Benito, nos advierta que soportemos con paciencia las flaquezas
tanto morales como físicas del prójimo 3.
”Hay, entonces, cuatro clases de personas en el cortejo del Señor.
Las que preceden al Salvador y las que le siguen representan, respec­
tivamente, a los sabios y piadosos y a los sencillos y piadosos. Em­
parejo la piedad con la sabiduría y con la sencillez, porque los sabios
que no son también piadosos son impíos, según lo que está escrito:
‘Ellos son sabios para hacer el mal’ (1er 4, 22); y los sencillos, si
no son piadosos, no son más que necios. Pero en el cortejo del Señor
no hay lugar ni para los impíos ni para los necios. Los que se aferran
a los costados del Salvador son los contemplativos, mientras que los
duros de corazón y los no devotos son los que le llevan y se sienten
cargados con su peso. Pero observad que aunque todos van en la
procesión de Cristo, ninguno de ellos puede ver su rostro. Pues los
que le preceden están ocupados en preparar el camino y se muestran
solícitos con los pecados y tentaciones de los demás. Los que le
siguen no pueden, evidentemente, mirar su cara, sino que como Moi­
sés, tienen que contentarse con ver sus ‘partes posteriores’ (Ex 33, 23).
En cuanto a la pobre bestia sobre la que Él va montado, sus ojos no
se levantan nunca para. contemplar el rostro de su Amo, sino que
están siempre humildemente inclinados hacia el suelo. Los que ca­
minan a su lado consiguen de vez en cuando una visión momentánea
de su cara, pero no pueden contemplarla de un modo pleno o con­
tinuo mientras la procesión avanza. Sin embargo, en comparación con
los otros, se puede decir que éstos le ven cara a cara, de acuerdo con
lo que está también escrito de Moisés: que mientras a los otros
profetas Dios les habló en sueños y visiones, Él conversó con Moi­
sés cara a cara (Ex 33, 11). Pero ni siquiera Moisés pudo, mientras
vivió en el mundo, conseguir su súplica de contemplar el rostro de
Dios con una visión plena y diáfana, porque como el mismo Señor
declaró: ‘el hombre no me verá y vivirá’ (Ex 33, 20). ‘Yo no puedo
ser visto’, parece decir Él; ‘en esta vida presente: ningún hombre
verá Mi rostro en este viaje, en este cortejo’. Ojalá, por consiguiente,

3 Que (los hermanos) soporten con toda paciencia recíprocamente sus flaque­
zas, bien corporales o bien espirituales. Santa Regla LXXII.

722
SAN BERNARDO

que Él nos otorgue, en su amabilidad perseverar en esta procesión


mientras vivamos de tal manera que en esa otra procesión, en que
Él y todos sus miembros serán recibidos por el Padre, ‘en la que
Él entregará el reino a Dios Padre’ (1 Cor 15, 24) podamos también
ser considerados dignos de entrar con Él en la ciudad sagrada con
El que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.” (Del sermón II
del Domingo de Ramos.)

Sobre la pasión del Señor

“ ‘No hay amor mayor que el de un hombre que da su vida por sus
amigos’ (loh 15, 13). Estad alerta, hermanos, para que no dejéis
de aprovecharos de los misterios del tiempo perecedero. Muy abun­
dantes son las gracias que se ofrecen ahora. Venid con vasos limpios
a recibirlas: presentaos con mentes devotas, sentidos despiertos,
afectos castos y con una conciencia pura para recibir un acopio tan
grande de generosidad divina. Se os pide esta vigilancia especial en
este tiempo santo no sólo por la clase especial de vida que habéis
abrazado, sino también por ser práctica general de la Iglesia a que
pertenecéis. Pues durante la Semana Santa actual todos los cristia­
nos, con un fervor mayor que de ordinario, dan ejemplo de mo­
destia, practican la piedad, cultivan la humildad, adoptan un aspecto
serio a fin de mostrar cómo se compadecen de los sufrimientos de
Cristo. ¿Quién, en verdad, puede ser tan irreligioso que no se entris­
tezca durante estos días benditos? ¿Quién tan orgulloso que no
se sienta humilde? ¿Quién tan rencoroso que no olvide? ¿Quién tan
blando que no haga penitencia? ¿Quién tan sensual que no se con­
tenga? ¿Quién tan endurecido en el mal que no se arrepienta? Tene­
mos derecho a esperar esta conversión general del corazón, porque
nos aproximamos a la Pasión del Señor, que puede hoy, como al prin­
cipio, sacudir la tierra, desgarrar las rocas y abrir los sepulcros
(Me 27, 51-52).
”Nos acercamos también al día de su resurrección, en el que cele­
braremos una fiesta solemnísima en honor del Altísimo. ¡Y Dios
quiera que podamos elevarnos en fervor y presteza de alma incluso
a ‘las cosas más altas y más grandes que Él ha hecho!’ (Ps 70, 19).
Pues aquí en la tierra no se pudo hacer nada mejor que lo realizado
por el Señor en estos días. No se podía recomendar a los mortales
nada mejor ni más provechoso que celebrar con un rito perpetuo
y con ‘anhelos del alma su recuerdo’ (Is 26, 8) y ‘publicar el recuerdo

723
AILBE J. LUDDY

de la abundancia de tu dulzura’, oh, Señor, Dios nuestro (Ps 144, 7).


Y tanto la pasión como la resurrección son por nuestra causa, puesto
que en ambas nos encontramos con el fruto de la salvación, en ambas
‘la vida del espíritu’ (Is 38, 16). Maravillosamente eficaz es tu pasión,
Jesús, que has puesto en fuga las pasiones de todos nosotros, que
has expiado todas nuestras iniquidades y encontramos remedio infa­
lible para todas las enfermedades de nuestras almas. Pues ¿qué enfer­
medad puede ser tan grave que no sea susceptible de curación por esa
muerte Tuya?
"Ahora, hermanos míos, en la pasión del Salvador hay tres cosas
en particular que requieren nuestra consideración: Lo que Él sufrió,
la forma en que Él sufrió y la causa de su sufrimiento. En la primera
se nos recomienda paciencia, en la segunda humildad y en la tercera
caridad. Incomparable, en verdad, fue la paciencia que Él mostró
cuando ‘los malvados le golpearon la espalda’ (Ps 128, 3), cuando su
Cuerpo fue extendido sobre la cruz de tal manera que se podían con­
tar todos sus huesos (Ps 21, 18), cuando aquella fuerte Torre que
defendía a Israel fue atravesada por todas partes, cuando sus Manos
y sus Pies fueron cruelmente taladrados (Ps 21, 17). Pues Él fue ‘con­
ducido como una oveja al matadero; y como un cordero ante el esqui­
lador Él no abrió la boca’ (Is 53, 7), ni murmuró contra el Padre,
que le enviaba a sufrir, ni contra la raza humana por cuya causa
pagaba lo que Él no había arrebatado (Ps 68, 5), ni incluso contra
su propio pueblo del cual Él recibía tanto mal en pago de tanta bon­
dad. Hay algunas personas que, cuando sufren por sus pecados, se
someten con toda humildad y esto se considera como paciencia
(Gen 15, 6). Hay otras que tienen que soportar la aflicción, no tanto
para satisfacer sus pecados como para prueba y aumento de su mé­
rito y esto es considerado en ellas como una paciencia más perfecta.
Entonces no hay duda de que es preciso suponer que la paciencia
alcanzó su mayor perfección posible en Cristo. El cual- ‘en el lote
de su herencia’ (Ps 104, 11) fue condenado a la muerte más cruel, como
un ladrón, por el mismo pueblo al que Él había venido de un modo
especial como Salvador suyo: y eso aunque Él estaba completamente
libre de todo pecado, tanto personal como original, y aunque Él in­
cluso no podía mejorar ni en mérito ni en gracia. Pues Él es Aquel
‘en quien mora toda la plenitud de la Divinidad, no de una manera
mística, sino corporalmente’ (Col 2, 9), en quien Dios habita, no en
figura, sino sustancialmente, ‘reconciliando al mundo Consigo mismo’
(2 Cor 5, 19), quien, finalmente, está -lleno de gracia—y—verdad-
(loh 1, 14), no cooperativamente, sino personalmente, a fin de que

724
SAN BERNARDO

pueda realizar su trabajo: ‘su trabajo que es ajeno a Él’, como dice
el profeta Isaías (28, 21). Es decir, es realmente su trabajo, porque
el Padre se lo dio para que lo hiciera (loh 17, 4), y, sin embargo,
le es ajeno o extraño, porque los sufrimientos y las humillaciones de
la pasión tenían poca relación con su Divina Majestad. Por tanto,
de esta manera Él nos ha dado un ejemplo de paciencia en lo que Él
ha sufrido.
”Si ahora consideráis con atención la forma en que Él sufrió,
reconoceréis que Él no fue solamente manso, sino también humilde
de corazón (Mt 11, 29). Pues ‘en humildad su juicio fue tomado’
(Is 53, 8) cuando no replicó a tan espantosas blasfemias y a tan falsas
acusaciones. ‘Lo hemos visto—dice el profeta—y no había ningún
aspecto en Él’ (Is 53, 2): Él ya no era ‘bello por encima de los hijos
de los hombres’ (Is 44, 3), sino más bien ‘el reproche de los hombres
y el proscrito del pueblo’ (Ps 21, 7) ‘despreciado y el más abyecto
de los hombres, un hombre digno de lástima... como si fuese un
leproso, y como uno castigado y afligido por Dios’, de forma que
ahora ‘no había en Él ni belleza ni gracia’ (Is 53, 2-4). ¡Oh, el más
abyecto y el más exaltado! ¡El más humilde y el más sublime! ¡El
reproche de los hombres y la gloria de los ángeles! No hay ningún
hombre más elevado que Él ni ninguno tan bajo. Pues Él fue com­
pletamente ensuciado con salivazos, fue ‘saturado de oprobios’ (Lam
3, 30), fue ‘condenado a la muerte más vergonzosa’ (Sap 2, 20) ‘y fue
contado entre los malvados’ (Is 53, 12). Y una humildad tan grande,
llevada hasta tal extremo, llevada más allá de todo grado y medida,
una humildad tan grande, repito, ¿no tiene ningún mérito? Por consi­
guiente, la humildad de Cristo fue tan maravillosa como su paciencia,
y ambas son igualmente incomparables.
"Además, su humildad y su paciencia resplandecerán de una ma­
nera más magnífica si las consideramos en relación con su caridad,
que fue su causa. Porque ‘debido a la extraordinaria caridad con
que Él (Dios) nos ha amado’ (Eph 2, 4) y para redimir a un esclavo
el Padre ‘no salvó ni a su propio Hijo’ (Rom 8, 32) ni el Hijo se
salvó a Sí mismo. Extraordinaria, en verdad, fue esta caridad, porque
fue más allá de toda medida, sobrepasó todos los límites, demostró
ser superior a todo otro afecto. ‘No hay amor más grande que el de
un hombre que da su vida por sus amigos’ (loh 16, 13). Pero Tú
mismo, oh, Jesús, has mostrado un amor mayor al dar tu vida, no
por tus amigos, sino por tus enemigos. Pues ‘cuando éramos todavía
enemigos, fuimos reconciliados’ por tu muerte con Dios Padre y Con­
tigo mismo. (Rom 5, 10). ¿Qué otra caridad, por consiguiente, se

725
AILBE J. LUDDY

puede encontrar en otra parte que sea comparable a ésta, ya en el


pasado, en el presente o en el futuro? ‘A duras penas moriremos
por un justo’ (Rom 5, 7): pero Tú has sufrido tu pasión por los in­
justos y has muerto por nuestros pecados, Tú que viniste a justifi­
car a los pecadores con tu gracia, a hacer servidores a tus hermanos,
cautivos a tus co-herederos y colocar a los desterrados sobre los tro­
nos de tu reino. No hay ninguna otra circunstancia que tanto eleve la
gloria de la paciencia y humildad de Cristo como el hecho de que
‘Él ha entregado su alma a la muerte y ha soportado los pecados de
muchos y ha rogado por los transgresores’ (Is 53, 12) ‘para que no
perezcan’ (Sap 18, 19). ‘Es esta una afirmación verdadera y digna de
toda aceptación’ (1 Tim 1, 15). Pues ‘Él fue ofrecido porque así fue
su voluntad’ (1 Tim 1, 7). Observad que Él no sólo fue ofrecido
voluntariamente, sino que fue ofrecido porque Él lo quiso. Él sólo
tenía el poder de entregar su vida; nadie podía arrebatársela: Él la
ofreció por su propia voluntad. ‘Cuando Él hubo tomado el vinagre,
dijo: Consumado está’ (loh 19, 30). Es decir, todo está cumplido;
no queda nada por hacer; no hay nada que me detenga en esta vida
mortal. ‘E inclinando la cabeza—para mostrar que Él era obediente
hasta la muerte (Phil 2, 8)—entregó su alma’ (loh 19, 30). ¿Qué otro
ha tenido jamás este poder de resignarse cuando deseaba, al sueño
de la muerte? La sujeción a la muerte, hermanos míos, es indudable­
mente una gran debilidad de nuestra naturaleza: pero morir de esta
manera es una prueba de poder omnipotente. Pues ‘la debilidad de
Dios es más fuerte que los hombres’ (1 Cor 1, 25).” {Del sermón de
Miércoles Santo).

Sobre San Víctor

“ ‘Amadísimos hermanos, alegraos en el Señor’ (Phil 4, 2) que, entre


otros inapreciables dones que su bondad está derramando constante-
temente sobre nosotros, quiso también bendecir al mundo con el
nacimiento de un hombre cuyo ejemplo, por designio divino, iba a ser
para muchos un medio de salvación. ‘Alegraos, repito’ (Phil 4, 2)
porque este hombre ha sido arrebatado del mundo y unido a Dios,
a fin de que se salven muchos a través de su intercesión. Nuestro
‘compasivo y misericordioso Señor’ (Ps 102, 8) ha elegido ahora
entre los hombres uno por cuya causa Él perdona los pecados de los
hombres, y nuestro compasivo y misericordioso abogado ha encon­
trado tiempo y lugar adecuados para interceder en nuestro favor, un

726
SAN BERNARDO

lugar de paz y un tiempo de reposo, ‘Se le vio sobre la tierra y con­


versaba con los hombres’ (Bar 3, 38) a fin de damos ejemplo y ha
sido elevado a los cielos para damos protección. Aquí nos enseñó
él la forma de vivir, allí nos invita a la gloria. Habiendo exhortado en
la tierra a los hombres a practicar la virtud, se ha convertido ahora
en su mediador y a través de él podemos obtener la corona. Un buen
mediador es Víctor, quien no teniendo ya nada que pedir para él
no tiene más deseo que nuestra felicidad, aboga solamente por nos­
otros y nos entrega todo el fruto de sus súplicas. Pues ¿qué iba a
buscar para él si no necesita nada? ‘El Señor le protegió y le dio la
vida y le hizo bienaventurado’ (Ps 40, 3) en la gloria. ‘Él no necesitaba
nada’, porque el Señor que le gobernaba ‘le había colocado en her­
mosas praderas’ (Ps 22, 1-2). Este, hermanos, es el día de su gloriosa
exaltación éste es ‘el día de la alegría de su corazón’ (Cant 3, 11);
‘alegrémonos y regocijémonos de ello’ (Ps 117, 24). Él ha ‘entrado en
poder del Señor’ (Ps 70, 16): regocijémonos de nuevo porque ahora
posee más poder para ayudarnos y salvamos.
”Hoy Víctor, habiendo dejado a un lado el cuerpo de la carne,
que era lo único que parecía impedirle hasta ahora entrar en la
felicidad, ha entrado en el sancta sanctorum ‘siendo semejante a los
santos de la gloria’ (Eccli 45, 2). Hoy, por invitación del Padre supre­
mo de la familia, desde el lugar último y más bajo que, siguiendo
el consejo del Salvador, había elegido para él en la tierra, este ver­
dadero amigo ha ido ‘más arriba’ y ha tenido ‘gloria delante de
los que se sientan a la mesa con él’ (Le 14, 10). Hoy, habiendo des­
preciado al mundo y vencido al ‘príncipe del mundo’ (loh 14, 30)
nuestro victorioso Víctor se ha remontado sobre el mundo para
recibir ‘una corona de gloria de manos del Señor’ (Is 62, 3). Pero ha
ascendido llevando consigo un acopio inmenso de méritos, siendo ilus­
tre por sus triunfos y resplandeciendo con sus milagros. Hoy el sol­
dado retirado ha empezado a descansar de sus luchas y después de
los sufrimientos y fatigas de la guerra santa, ha sido llamado a la
tierra de las alegrías inmortales y coronado de gloria y honor. De
aquí en adelante y por siempre ‘su alma morará en cosas buenas’
(Ps 24, 13). ¿Me preguntáis dónde? ‘Con Abraham, Isaac y Jacob
en el reino de los cielos’ (Mt 8, 11). Sí, hermanos míos, ésta es la
compañía y éste el lugar en que el alma de Víctor está ahora sentada
y se sienta gloriosa y exaltada, llena de alegría y de alabanzas de
Dios. Allí se sienta ella, llena de dulzura y ‘como una novia ador­
nada de joyas’ (Is 61, 10) ‘cubierta de flores y rodeada de manzanas’
(Cant 2, 5). Allí repito, está sentada, libre de cuidados, ‘nadando

727
AILBE J. LUDDY

en delicias’ (Cant 8, 5) y con abundante reposo y tiempo libre para


ocuparse de la sabiduría. La que antes ‘se sentó y lloró junto a
los ríos de Babilonia, (Ps 136, 1) está ahora sentada en la fuente de la
vida y sus días transcurren junto ‘al torrente de placer’ (Ps 35, 9)
cuya ‘corriente hace alegre a la ciudad de Dios’ (Ps 45, 5). Ha descu­
bierto para ella ‘la fuente de los jardines, el pozo de las aguas
vivientes’ (Cant 4, 15) y lo mismo que a la mujer samaritana ‘le
dan a beber el agua de la sana sabiduría’ (Eccli 15, 3), de forma que
‘no tenga sed jamás’ (loh 4, 13). Allí se ‘le da el fruto de sus manos,
y sus obras la alaban a la puerta de entrada’ (Prv 31, 31) y ella se
regocija con el testimonio de una buena conciencia (2 Cor 1, 12): me
refiero al testimonio de la conciencia de ella, no de la de otra per­
sona. Ella tiene su asiento entre los ángeles santos, de cuya compañía
es muy digna, puesto que arde en el mismo deseo ferviente que les
consume a ellos y brilla con la misma inocencia y pureza con que
ellos están adornados. También entre los apóstoles se sienta entroni­
zado nuestro Víctor, tampoco hay razón alguna para que no esté en
compañía de los profetas, puesto que ellos profetizaron que él ‘glori­
ficaría a Dios en su cuerpo’ (1 Cor 6, 20). Tampoco se considera
ajeno a los victoriosos coros de los mártires el que con un amargo y
largo martirio inmoló la víctima viviente de su propio cuerpo.
”Sí, queridísimos hermanos, el veterano soldado de Cristo des­
cansa ahora, disfruta tranquilamente la dulzura de un bien ganado
reposo. Está libre de todo cuidado respecto de sí mismo, pero no
así respecto a nosotros. Pues su compasión no se ha podrido al mismo
tiempo que su carne, ni él se ha puesto junto con ‘la túnica de
gloria’ (Eccli 6, 32) el olvido de su misericordia y de nuestra miseria.
El alma de Víctor no mora en ninguna ‘tierra del olvido’ (Ps 87, 13);
tampoco es una tierra de labranza donde el trabajo le ocuparía toda
su atención: su hogar ya no está en la tierra, sino en el cielo. ¿Y
vamos a creer que la morada celestial endurece a las almas admitidas
dentro de sus fronteras, o les roba la memoria o les despoja de su
misericordia? Amadísimos hermanos, sucede todo lo contrario. Los
corazones se dilatan en vez de contraerse en la amplitud del cielo.
Las mentes se llenan de alegría, pero no cambian sus sentimientos.
Los afectos se agrandan, no se empequeñecen, en esa morada feliz.
La luz del rostro de Dios tranquiliza pero no oscurece la memoria:
no olvidaremos lo que conozcamos en esa luz. Por el contrario, apren­
deremos lo que no sabemos. Esos espíritus celestiales que han vivido
con Dios desde el principio del mundo ¿van a despreciar la tierra
en vez de visitarla frecuentemente por el hecho de que tengan su

728
SAN BERNARDO

morada en el cielo? ¿El hecho de que ‘vean siempre el rostro del


Padre’ (Mt 18, 10) les va a impedir ejercitar la virtud de la miseri­
cordia? En modo alguno. Pues el apóstol nos asegura que ‘son espí­
ritus administradores enviados a servir a los que recibirán la herencia
de salvación’ (Heb 1, 14). ¿Y entonces qué? Los ángeles santos se
ocupan voluntariamente en socorrer a los mortales ¿y podemos creer
que los bienaventurados de nuestra raza ignoran nuestras preocupa­
ciones y no saben cómo compadecerse de nosotros en medio de los
peligros a que ellos mismos estuvieron expuestos? Es natural que los
que no han tenido ninguna experiencia del sufrimiento se compadez­
can de los nuestros; ¿pero es que ‘los que han salido de una gran
tribulación’ (Apc 7, 14) no se acuerdan ya de las miserias de la vida
terrenal? Pero yo sé quién es el que dijo al Señor: ‘Los justos me
esperan hasta que Tú me recompenses’ (Ps 141, 8). Ahora bien, Víctor
es uno de los justos; por consiguiente, no podemos dudar que está
esperando vemos recompensados, como él mismo. No es probable
que el mayordomo del rey Faraón, habiendo recuperado el favor
de su señor, usara su influencia en su provecho exclusivamente y no
se acordara más del profeta encarcelado. No, Víctor es el ministro de
Cristo y sigue los pasos de su Maestro (loh 12, 26). Cristo no olvidó
su promesa ni negó una participación en su gloria a los que partici­
paron en su pasión. Ahora bien, los discípulos no contradicen a su
Maestro. Víctor no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que le ve
hacer a su Maestro, y ‘todas las cosas que Él hace’, el discípulo
‘las hace de la misma manera’ (loh 5, 19).
"Nuestro Víctor ha entrado ahora en la morada de los bienaven­
turados, la cual, incluso cuando él vivía aquí abajo, estaba abierta para
sus felices ojos; ahora, en verdad, él ‘contempla la gloria del Señor cara
a cara’ (2 Cor 3, 18). Pero aunque está absorto en la contemplación di­
vina, ‘no ha olvidado el clamor de los pobres’ (Ps 9, 13). ¡Oh, feliz vi­
sión por la cual Víctor es ahora ‘transformado en la misma imagen de
gloria en gloria ‘como por el Espíritu del Señor’! (2 Cor 3, 18). Ya era
un gran vencedor cuando todavía era tan sólo un pequeño guerrero, pues
incluso antes de nacer puso en fuga a los demonios; luego, viviendo
‘entre pecadores’ y progresando diariamente en mérito y virtud, ‘fue
trasladado’ por fin a la gloria (Sap 4, 10). ¡Oh, hombre de singular
santidad! ¡Era santo antes de ver la luz y fue vencedor, en verdad,
antes de que fuera Víctor de nombre! Pues aun estando dentro del
vientre de su madre triunfó del demonio. ¡Oh, santidad admirable
a los ojos de los mismos ángeles, a los que con igual ardor, pero
tendencias opuestas, se aproximan los buenos espíritus y de los que

729
AILBE J. LUDDY

huyen los espíritus malos! Y no es fácil decir cuál es la prueba me­


jor de la santidad de nuestro santo, si el favor de los primeros o el
temor de los últimos. Habitando en la tierra con el cuerpo y en el
cielo con el pensamiento y afectos, solía oír con emoción de inexpli­
cable delicia las dulces voces de los espíritus sobrenaturales, anun­
ciándole unas veces algún secreto de lo alto y cantándole otras sus
canciones celestiales. Verdaderamente, Víctor, tu propio espíritu fue
una de esas joyas con las que viste adornada la cruz. Pues estaba
entonces realmente sujeto a la cruz, cuando fue admitido a la visión
de la gloria divina y empezó a brillar con el reflejo de la luz que con­
templaba. El que te animó con su Espíritu en el combate abrió los
brazos para recibirte cuando se hubo ganado la victoria. Oh, alma
victoriosa que, volando lejos como un gorrión (Ps 10, 2), has escapado
de esta manera a las asechanzas del mundo; mira hacia abajo, te lo
imploro, a las almas incautas peligrosamente enredadas en esas ase­
chanzas y líbranos con tu protección.
”Oh, soldado emérito, que has cambiado ahora los instrumentos
y los trabajos de la guerra cristiana por la felicidad y el reposo de
los bienaventurados: vuelve tus ojos hacia nosotros, tus débiles e
inexpertos hermanos de armas, que en medio de espadas hostiles *y
de los espíritus de maldad’ (Eph 6, 12) estamos ocupados en celebrar
tus alabanzas. Oh, ilustre Víctor, que has triunfado muy gloriosamente
en la tierra y en el cielo, desdeñando con noble orgullo la gloria de
la una y consiguiendo con santa violencia el reino del otro (Mt 11, 12);
mira desde tu elevado trono a los que estamos aquí en esclavitud y
haz que el logro de tu victoria nos haga sentir que has vencido tam­
bién para nosotros. Pues si debes tu nombre a las victorias que has
ganado, ese nombre sólo encontrará su justificación completa en
nuestra liberación. Ciertamente faltará algo para su perfecta realiza­
ción mientras nosotros, que somos tuyos, no hayamos sido todavía
emancipados. ¡ Cuán piadoso, cuán dulce, cuán consolador es, oh, Víc­
tor, en ‘este lugar de aflicción’ (Ps 43, 20) y en ‘el cuerpo de la muerte’
(Rom 7, 24) cantarte, invocarte y adorarte! ‘Tu nombre y tu recuerdo’
(Is 26, 8) ‘son como panales que destilan miel’ (Cant 4, 2) en nues­
tros labios, en los labios de unos pobres cautivos; son como ‘miel
y leche bajo la lengua’ (Can 4, 2) de los que se deleitan pensando en
ti. Por consiguiente, oh noble atleta, oh dulce patrón, oh fiel abogado,
‘levántate y ayúdanos’ (Ps 34, 2) de forma que podamos regocijamos
de nuestra liberación y tú puedas gloriarte con la consumación de tu
triunfo. Padre Todopoderoso, hemos pecado contra Ti y somos como
‘hijos extraños’ (Ps 17, 46); pero nos hemos acercado a Ti en la

730
SAN BERNARDO

persona de Víctor. ¡Ojalá que el que venció sus propias pasiones,


venza también tu cólera justamente encendida contra nosotros y nos
reconcilie una vez más con tu gracia! Oh, Jesús victorioso, nosotros
te glorificamos en nuestro Víctor, sabiendo que eres Tú quien ha ven­
cido en él. Concédenos, misericordioso Jesús, gloriamos de tal manera
en la victoria que Víctor ha ganado en Ti, que no se olvide él de
nuestras necesidades. Hijo de Dios, inspírale con la voluntad de recor­
darnos siempre al verte y de defender nuestra causa ante tu temible
tribunal, Tú que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas,
un solo Dios verdadero, por los siglos de los siglos. Amén.”

731
III

TESTIMONIOS DE LA GRANDEZA
DE SAN BERNARDO

De testigos católicos

“Por la maravillosamente firme y perseverante constancia, por la


prudencia y el ardor religioso, por los múltiples y poderosos argu­
mentos con que tú, amado hijo Bernardo, defendiste la causa de Pedro
y de nuestra Santa Madre, la Iglesia Romana, durante el cisma de
Pedro de Leone, colocándote como muro protector delante de la
casa de Dios, tú has conservado o traído de nuevo a la unidad cató­
lica muchos reyes y príncipes y una multitud de otras personas,
eclesiásticas y legas... Tus trabajos han dado por resultado un gran
beneficio para la Iglesia de Dios y para nosotros.”—Papa Inocencio II.
“Me acuerdo de su vida santa y admirable y de cómo estaba
adornado de las singulares prerrogativas de la gracia. No solamente
poseyó en grado extraordinario los dones de la devoción y santidad,
sino que también ilustró a la Iglesia Universal de Dios con la luz de
su fe y de su cultura.”—Papa Alejandro III.
“Por la grandeza de su genio, la santidad de su vida y su conoci­
miento de la Sagrada Escritura, prestó los más importantes servicios
a la Iglesia Universal. Con la voz y _la_ pluma atacó y confundió_a_los
herejes de su época y defendió a la Santa Sede contra sus atacantes.”—
Papa Pío VIII.

732
SAN BERNARDO

“San Bernardo, ese tierno amante de la Santa Virgen, ese inspirado


comentador del Cantar de los Cantares, ese predicador de sermones
tan llenos de luz y fuerza, ese ilustre maestro de la vida espiritual:
no podemos rendir demasiado honor a tal hombre. El ha ilustrado
con los rayos de su santidad y los monumentos de su sabiduría, no
sólo a su patria, sino a la Iglesia Universal y ha convertido en deu­
dora a toda la posteridad. En la exposición alegórica de la Sagrada
Escritura ocupa un puesto pre-eminente.”—Papa León XIII.
“Habéis oído las bellas palabras de San Bernardo, a quien le
eran familiares las más elevadas alturas de la contemplación y todas
las dulzuras de la oración. Estas palabras tienen un sabor peculiar
que experimentaréis vosotros meditando. Son con frecuencia citadas
en este librito, porque no son solamente espirituales y penetran en el
corazón y están bien calculadas para despertar la devoción, sino que
además son maravillosamente bellas. Pues Bernardo tenía el extra­
ordinario don de la elocuencia. Fue igualmente notable por su sabi­
duría como por la santidad de su vida. Os lo propongo como modelo,
pues deseo veros imitar sus virtudes y poner en práctica sus ense­
ñanzas.”—San Buenaventura.
“En él vemos resplandecer las nueve piedras preciosas de que
habla el profeta Ezequiel, con las cuales se simbolizan los nueve
coros de ángeles, pues Bernardo poseía las virtudes y ejercía las
funciones de todos los órdenes angélicos. Su boca era un cáliz de oro
purísimo “engastado de joyas” que embriagaba a todo el mundo
con el vino de su dulzura.”—Santo Tomás de Aquino.
“ ‘El carro de Israel y su conductor’ (2 Reg 2, 12), vos fuisteis el
escudo de los oprimidos y el puerto de los perseguidos por la tem­
pestad, y además, como Job, ‘un pie para el cojo y un ojo para el
ciego’ (lob 29, 15). Vos fuisteis el modelo de toda perfección, la
muestra de la virtud, el espejo de santidad, ‘la gloria de Jerusalén,
la alegría de Israel y el honor de nuestro pueblo’ (Idc 15, 10). Vos
fuistes el adorno de vuestra época, ‘un vaso de elección’ (Act 9, 15),
un vaso de honor en la casa del Señor. Vos fuisteis el pilar más fuerte
y más espléndido de la Iglesia, la poderosa trompeta de Dios, el órgano
divinamente dulce del Espíritu Santo, cuya presencia fue para los
Concilios lo que el sol para el cielo, cuya ausencia dejaba a las
asambleas mudas y sin luz.”—Geofredo de Auxerre.
“El pilar fuerte y blanco como la leche del monasticismo... Lo
mismo que una reluciente estrella derramó un brillo maravilloso, no

733
AILBE J. LUDDY

sólo en el claustro, sino en toda la Iglesia Latina.”—Pedro el Ve­


nerable.

“Durante aquel terrible cisma que dividió al mundo cristiano, Ber­


nardo pasó de provincia en provincia destruyendo la obra del mal.
Ceñido con la espada de la palabra divina, humilló el orgullo de los
déspotas; y tan grande fue su autoridad, que los gobernantes de la
Iglesia y del Estado hablaron por su boca como a través de su oráculo
autorizado.”—César Heisterbach.
“Bendito eres, oh, Bernardo, con tu lengua melosa, entre todos
los doctores de la Iglesia, cuya alma fue maravillosamente iluminada
por los eternos esplendores de la Palabra, que de la abundancia de
tu corazón hablaste tan dulce y conmovedoramente de la pasión dél
Salvador... No es extraño que tu lengua destile tal dulzura, pues tu
corazón está lleno de la miel que fluye de la meditación sobre los
sufrimientos de Cristo.”—B. Henry Suso.
“Vivió muy santamente y enseñó muy excelentemente... Lo mis­
mo que el rostro de Moisés brillaba tanto por las comunicaciones
divinas que le eran otorgadas que deslumbraba los ojos del pueblo,
también Bernardo irradió a través de la Iglesia la luz del conoci­
miento celestial del cual estaba inundada su alma.”—San Guillermo
de París.

“San Bernardo fue verdaderamente un hombre apostólico. Más


bien fue un verdadero apóstol enviado por Dios, poderoso en pala­
bras y obras, confirmando por todas partes su misión con milagros,
de forma que en ningún aspecto fue inferior a los grandes apóstoles.
Adorno y poderoso sostén de la Iglesia Universal, merece ser consi­
derado de un modo especial como la luminaria más brillante y la
gloria suprema de la Iglesia de Francia.”—Cardenal Baronius.
“San Bernardo fue verdaderamente un apóstol, no menos ilustre
por sus milagros que por el esplendor de su sabiduría. Tiene en rea­
lidad más milagros en su haber que ningún otro santo cuya vida haya
sido escrita.”—B. Robert Bellarmine.
“Bernardo es dulce, piadoso, penetrante, elegante, elocuente y
enardecedor.”—Ribera.
“Las obras de San Bernardo tienen un gusto de admirable dul­
zura, de forma que se le lee siempre con santa delicia.”—Cardenal
Valerius.
“Su discurso es siempre dulce y ardiente. Deleita y enardece tan
fervientemente que parece fluir de su dulcísima lengua miel y leche

734
SAN BERNARDO

en sus palabras, y de su ardiente pecho brota un fuego de inflamado


afecto.”—Sixto Sinensis.
“¿Dónde puede encontrar nadie un profesor más excelente de
amor divino que este santo, cuyas palabras no son más que otras
tantas chispas que brotan del horno de la caridad?”—Gerson.
“Bernardo es cristianamente docto, santamente elocuente, devo­
tamente alegre y agradable, poderoso para impulsar las pasiones.”—
Erasmo.
“De todos los padres griegos estoy encantado con Crisóstomos,
que sobrepasa a todos en elocuencia, variedad y en toda clase de
adornos. Entre los latinos, prefiero a Bernardo, cuyo ardor y acri­
monia hace brotar las emociones, mientras que su agudez y sabiduría
ilustran la mente.”—Lipsius.
“Ningún monje escribió mejor ni vivió jamás más santamente. El
lenguaje de Bernardo es inusitadamente limpio y prudente. De aquí
que él sea con frecuencia muy alabado incluso por los enemigos de
la Iglesia, no sólo por su gran cultura, sino también por su destreza
y moderación como profesor... Por todas partes es honrado y reve­
renciado debido a su sabidura inspirada por el cielo y a su santidad,
testimoniada a menudo por los milagros más maravillosos.”—San Pe­
dro Canisius.
“Bernardo enciende en los corazones de sus lectores el mismo
dulce fuego de amor que consume el suyo. Sus labios destilan leche y
miel, especialmente cuando habla del Verbo Encarnado o de su Madre
Virgen.”—Cornelio a Lapide.
“¿Qué puede animar nuestra devoción, excitar nuestra compun­
ción o inflamar nuestro amor tanto como la vida y enseñanzas del
bendito Padre San Bernardo? ¿Dónde encontraremos otro más efi­
caz en exhortar a la virtud, disuadir del vicio y elevar nuestros afec­
tos de la tierra al cielo? Su doctrina y elocuencia han adornado y
glorificado a la Iglesia Universal de Cristo con deslumbrantes joyas;
mientras que su genio, iluminado por la gracia del Espíritu Santo,
nos ha abierto los secretos de la Sagrada Escritura, nos ha resuelto
nuestras dificultades, disipado nuestras dudas y aclarado como la
luz del día lo que había sido oscuro.”—De Hassia.
“Tú eres, oh, melifluo Bernardo, el que continúa todavía, como
hasta ahora, regando el mundo con el rocío de tu doctrina celestial
y refrescándolo muy dulcemente con tus escritos que rebosan leche y
miel. Mientras los leemos, nos parece disfrutar los placeres de la

735
AILBE J. LUDDY

tierra prometida, incluso en este lugar de horror y desolación, y las


amargas aguas del desierto parecen endulzarse con un gusto premo­
nitorio de la felicidad futura.”—-Horst.
“¿Qué diré de Bernardo, sino que todo lo que le rodea tiene la
dulzura de la miel? Su doctrina es muy pura y perfecta. Está tan
pleno de Sagrada Escritura que se podría decir que la Escritura nos
habla por su boca, lo cual, junto a la vivacidad de su estilo, hace a
sus escritos tan maravillosamente eficaces... Los beneficios que con­
firió a la Iglesia difícilmente se pueden estimar. Trabajó con un celo
y un éxito tan grande durante el espantoso cisma contra Inocencio,
que se podría afirmar que él lo extinguió sin ayuda de nadie. Primero,
atrajo al rey, a los obispos y a la nobleza de Francia al lado del
verdadero Pontífice. Luego al monarca inglés, a pesar de la oposición
de todos los obispos de su reino. Luego a toda Alemania. En el
Concilio de Pisa, donde se reunieron los obispos de Europa alre­
dedor del Papa para deliberar sobre asuntos de la mayor impor­
tancia, Bernardo presidió en cierto modo, puesto que se le sometía
toda cuestión. Con sus milagros y autoridad devolvió la paz a la
provincia de Aquitania, donde hombres malintencionados perse­
guían a la Iglesia y desterraban a los obispos legítimos. Convocado
a Italia, confundió al rey Roger en una disputa pública, y por su
-n.biduría y prudencia se ganó a tantos cismáticos que el antipapa
quedó casi solo. Más tarde encontró y redujo al silencio al hereje
Abelardo, que tenía una reputación tan grande de erudición y elo­
cuencia que ningún otro tuvo el valor de enfrentarse con él. Y en el
Concibo de Reims, refutó de una manera tan completa al famoso
obispo de Poitiers que le obhgó a condenar sus doctrinas.”—Platus.
“Leed ese bello hbro titulado De Consideratione y de su muy
noble estilo desprenderéis que el autor fue más elocuente que Demós-
tenes, más sutil que Aristóteles, más sabio que Platón, más prudente
que Sócrates.”—Helinandus.
“Sus obras son las más útiles para la piedad entre todos los es­
critos de los padres.”—-Valois.
“El elegido de Dios entre los elegidos, el más excelente profesor
de religiosos, la luz y gloria de los monjes, el modelo y ejemplo de
los devotos, que fue colmado desde lo alto con tales gracias, ador­
nado con tales cuahdades, distinguido con tales privilegios, que nin­
guna mente es suficientemente poderosa para concebir su grandeza,
ninguna lengua lo bastante elocuente para expresar sus alabanzas.”-—
Denis el Cartujo.

736
SAN BERNARDO

“Después de la Sagrada Escritura, ninguna obra debería ser tan


altamente estimada por los devotos, pues ninguna es tan provechosa,
como las obras de San Bernardo. En ellas se encuentran unidas
todas las perfecciones dispersas en los escritos de los demás: solidez
de doctrina, gracia de estilo, variedad de materia, elegancia de dicción,
concisión, fervor, fuerza de expresión... Probablemente sorprenderá
al lector saber que se dice de San Bernardo que se ha llevado la
palma de la elocuencia sagrada no sólo entre los padres latinos, sino
también entre los griegos, los cuales sobresalieron de una manera
particular en este arte.”—Mabillon.
“Habló a los hombres en el lenguaje de los ángeles y a duras
penas pudieron entenderle.”—Fleury.
“La caridad se había enfriado y sobre la tierra se multiplicaban
los desórdenes. Pero Dios no olvidó a Francia: hizo surgir a San
Bernardo, un apóstol, un profeta, un ángel terrenal por su doctrina,
su predicación, sus asombrosos milagros y por su vida más asom­
brosa que cualquiera de sus milagros. Fue él quien volvió a despertar
tanto en su reino como en todo el mundo el espíritu de piedad y
penitencia. Nunca hubo súbdito más leal a su príncipe, ni sacerdote
más sumiso a su obispo, nunca un hijo de la Iglesia defendió a su
madre con más apostólica autoridad.”—Bossuet.
“¡Dulces y tiernos escritos de San Bernardo, inspirados por el
Mismo Espíritu Santo, legados preciosos con que ha enriquecido a
la Iglesia, nada os borrará jamás! Y los siglos sucesivos, lejos de
oscurecer vuestro brillo, os verán relucir con un esplendor siempre
creciente. Sí, viviréis eternamente y Bernardo vivirá en vosotros.”—
Fenelón.
“El nombre de San Bernardo acude inmediatamente a la memoria
de cualquier investigador que busque el tipo más perfecto de religioso.
Ningún otro ha derramado tanta gloria sobre el hábito del monje.
Por consentimiento de todos, fue un gran hombre y un hombre de
genio. Ejerció sobre su época un ascendiente sin paralelo. Reinó
por su elocuencia, virtud y valor. Más de una vez decidió la suerte
de naciones y coronas: hubo un momento en que incluso tuvo en
su mano los destinos de la Iglesia. Fue capaz de influir sobre Europa
y precipitarla hacia el Este; fue capaz de combatir y arrollar a
Abelardo, el precursor del racionalismo moderno. Todo el mundo lo
sabe y lo afirma. Pero no es bastante. Si él fue—¿y quién lo duda?—
un gran orador, un gran escritor, un gran hombre, ni lo supo ni le

737
S. BERNARDO.---- 47
AILBE J. LUDDY

preocupó nunca. Fue y deseó ser por encima de todo algo diferente:
fue un monje y un santo.”—Montalembert.
“Es imposible encontrar una personificación más sublime de la
Iglesia Católica que combatía contra los herejes de su época que
el ilustre abad de Clairvaux, que habla, como si dijéramos, en nom­
bre de la fe cristiana. Nadie pudo representar más dignamente las
ideas y sentimientos que la Iglesia se esforzaba por difundir entre
la humanidad, ni delinear más fielmente el curso a través del cual
el Catolicismo quería dirigir al intelecto humano. Detengámonos en
presencia de esta mente gigantesca, que alcanzó una eminencia que
excedió con mucho a la de cualquiera de sus contemporáneos. Este
hombre extraordinario llena el mundo con su nombre, lo enardece
con sus palabras, lo domina con su influencia. En medio de la oscuri­
dad, él es la luz. Todas sus facultades parecen igualmente desarro­
lladas y obran de perfecto acuerdo. Abunda en fieles retratos y
cuadros magníficos. Se insinúa en el corazón, lo encanta, lo subyuga,
infundiendo en el pecador un terror saludable y confortando y ani­
mando al afligido... Su exposición de un punto de doctrina es notable
por su facilidad y lucidez; sus demostraciones son claras y conclu­
yentes; su razonamiento es conducido con una fuerza lógica que
gravita pesadamente sobre su adversario y no le deja resquicio alguno
para escaparse; mientras que él sabe defenderse con asombrosa ra­
pidez y habilidad. En sus contestaciones es claro y preciso, en la
réplica aguda se muestra presto y penetrante y, sin meterse en las
sutilezas de las escuelas, despliega un tacto maravilloso para separar
la verdad del error, la sana razón del artificio y el fraude. He aquí
un hombre formado entera y exclusivamente bajo la influencia del
Catolicismo, un hombre que no soñó nunca en liberar a su intelecto
del yugo de la autoridad y que, sin embargo, se alza como una in­
mensa pirámide sobre todos los hombres de su época.”—Balmes.
“Bernardo es igualmente dulce, tierno y vigoroso. Su estilo es ani­
mado, sublime y agradable. Trata los temas teológicos a la manera
de los antiguos, por cuyo motivo y debido a la gran excelencia de
sus escritos está incluido entre los padres. Y aunque el más joven de
ellos en el tiempo, es uno de los más útiles para los que deseen me­
jorar sus corazones en la piedad sincera.”—Alban Butler.
“Favorito de la naturaleza, la gracia le enriqueció con sus más
selectos dones. Un prodigio de elocuencia, habló a todos en el severo
lenguaje del deber y, sin embargo, se ganó siempre el entusiasta-amor
de todos, fue un milagro viviente del poder de la religión y del celes­

738
SAN BERNARDO

tial encanto de la gracia. Como orador y escritor es el primero de


su época... Su estilo es fogoso y florido, sus pensamientos ingeniosos,
su imaginación brillante y rica en alegorías. La meditación asidua
sobre la Sagrada Escritura había entrelazado a ésta de tal manera
con sus pensamientos que todas sus expresiones reproducen natural­
mente las ideas y la fraseología de la Biblia.”—Darras.
“Conocemos a un hombre que, aunque vivió en la soledad, pudo
dominar el mundo y dirigir la Iglesia con el encanto de sus palabras
y el poder de su genio. Aunque fue el más manso de los hombres,
fue también al mismo tiempo el más resuelto... Hablamos de San
Bernardo, cuya grandeza mental y moral tan bien supieron conocer y
apreciar sus contemporáneos.”—Rohrbacher.
“Levantando su mirada a las regiones más elevadas de la verdad
divina, el santo doctor tiene una clara visión del camino que conduce
a los mortales de la oscuridad de su destierro a la luz de su patria
celestial. El no compuso ninguna obra completa sobre la vida ascé­
tica, pero en sus sermones, en sus cartas y sobre todo, en sus homilías
sobre El Cantar de los Cantares se encontrarán instrucciones para
la consecución de la perfección más sublime. Es por medio del amor
divino como explica él los dogmas de la fe, por medio del amor como
expone la doctrina y la práctica de la oración; por medio del amor
señala él las reglas de la dirección moral: el amor divino, el prin­
cipio de su actividad, es también el objeto principal de sus enseñan­
zas. El horno que ardía en su corazón irradia sus ardores a todas
partes, en todas ocasiones, en cualquier trozo de sus escritos. En
sus cartas, en sus conversaciones, en sus sermones y tratados, está
siempre intentando incendiar los corazones para elevarlos a Dios, la
Fuente eterna del amor.”—Ratisbonne.
“San Bernardo, se yergue sobre sus celebridades contemporáneas
como el Monte Blanco sobre los picos vecinos. Su figura se destaca,
lo domina todo. Si el siglo xn no hubiese poseído nada más que a
él, todavía habría sido grande. Su virtud y su influencia gobernaron
al mundo. Cuando entraba en una asamblea de obispos, la brillantez
de su genio eclipsaba a todos: él representaba a toda la Iglesia.
Contempladlo: él funda firmemente sobre el cambiante elemento del
sentimiento popular la empresa más gigantesca; acomete y encuen­
tra solución a todos los problemas de su época, sean de legislación,
de guerra, de religión, del equilibrio de poderes, no al estilo de un
simple utópico, sino al estilo de un hombre prudente: sus soluciones

739
AILBE f. LUDDY

son siempre prácticas y se caracterizan por el sentido común.”—


Sanvert.
“San Bernardo llena la primera mitad del siglo xn; ocupa ese
período intermedio y turbulento que se halla limitado por los glo­
riosos pontificados de Greorio VII e Inocencio III. Se podría decir
que en la víspera de la espantosa tempestad que estaba a punto de
estallar sobre la Iglesia y la sociedad, la Providencia hizo surgir este
genio incomparable y colocó en sus manos todos los recursos y todas
las energías que contribuirían al triunfo del ideal cristiano.
”E1 abad de Clairvaux fue el alma de su época. Sin llevar la tiara,
ejerció más influencia y fue oído con más sumisión que los soberanos
Pontífices de su tiempo; manteniéndose por encima del torbellino de
los negocios políticos, modeló los destinos de imperios y reinos;
rehusando honores y dignidades eclesiásticas, llegó a ser el consejero
y maestro de los mismos Papas; enterrado en su retiro claustral, hizo
resonar el trueno de su elocuencia por todo el mundo, una vez
denunciando los escándalos sociales o religiosos, otra levantando a
las naciones y precipitando a la caballería de Europa sobre los ca­
minos reales del Este. Apóstol, estadista, doctor, monje, es siempre y
en todo más grande que los que le escuchan, más santo que los que
le admiran, más poderoso que los que se esfuerzan por hacerle frente.”
Chevallier.
“A pesar de que todos los recursos de la admiración, el amor y
la elocuencia se han empleado para glorificar el ilustre nombre y los
logros espléndidos de San Bernardo, él no ha recibido nunca todas las
alabanzas que merece. Y no es bastante decir esto. Cuando estudia­
mos de cerca esta gran figura que domina todo el siglo xn y que ha
influido en todos los siglos sucesivos de un modo difícil de exa­
gerar, reconocemos fácilmente que el homenaje que se le ha pres­
tado, aunque fue grande, no es nada cuando se le compara con la
grandeza de su objeto: todo lo que se ha escrito para celebrar la me­
moria de Bernardo palidece ante el ideal que su nombre hace surgir
en la mente. Es tan perfecto, que desde cualquier punto de vista se
nos aparece exento de los fallos que, según se supone, son los con­
comitantes inseparables de la existencia humana. Siempre y en todas
partes, en el claustro, en el Concilio, en la corte real, es él el primer
hombre y el más poderoso de su tiempo, es un modelo perfecto para
su época y para todas las épocas sucesivas. Todo queda empeque­
ñecido cuando se le compara con la altura del santo. Su genio es in­
comparable. El brillo de su nombre eclipsa todos los demás espíen-—
dores. Incluso juzgado según los cánones meramente humanos, merece

740
SAN BERNARDO

el honor más elevado.”—El autor anónimo de Les Gloires de S. Ber-


nard.
“Los autores han comparado a San Bernardo con el sol. La com­
paración, por muy exagerada que parezca, es completamente justifi­
cada. Cuando, después de siglos de oscuridad y barbarie, apareció
este gran santo en el mundo, irradió a través de la sociedad cristiana
una abundancia de luz vivificadora tan grande que hizo florecer de
nuevo las virtudes más nobles. La Iglesia se regocijó en medio de una
rica cosecha de justicia y santidad. Nunca ha parecido ella a los
hombres más santa, más fértil, más divina.”—Jobin
“Este hombre extraordinario es una figura completamente aparte
en la historia de la humanidad. Ha habido otros grandes hombres que,
como él, dominaron y dirigieron la época en que vivieron. Pero
poseyeron los recursos del poder, de la fortuna, o del rango elevado;
los recursos de la espada, de la corona, o de la tiara. O por lo menos
usaron las pasiones de la multitud como una poderosa palanca para
alcanzar sus objetos. Pero aquí hubo un humilde monje, escondido
en el desierto, cuya sola ambición era permanecer desconocido. Fue a
despecho suyo, con lamentos de angustia y con indescriptible repug­
nancia como tomó parte en los negocios públicos. Riquezas, rango,
poder material, todo lo apartó con desdén; en vez de adular las pa­
siones populares, declaró una guerra implacable contra ellas. Sin
embargo, este solitario, este discípulo de la pobreza de Jesucristo,
sostuvo casi solo durante treinta años la carga de la Iglesia y del
mundo. Hizo que Inocencio fuese reconocido como Pontífice legí­
timo, extinguió dos veces el cisma en la Iglesia, hizo la paz entre
el papado y el Imperio, revivió la fe, reformó la moral, puso fin a
las enemistades y logró las más maravillosas conversiones. Nunca se
ha visto un triunfo mayor de la fuerza moral.”—Martin.
“Parece que hubo en esta mente única una inextinguible abun­
dancia, variedad y fluctuación de dones. Sin dejar de ser un monje
humilde y mortificado, Bernardo aparece como la voluntad domi­
nante de su tiempo. Se destaca como sacerdote, predicador escritor
místico, polemista, reformador, pacificador, mediador, árbitro, diplo­
mático y estadista. De todos los escritores de los primeros mil años
de la Iglesia, ninguno está más pleno de amor ferviente, venerable y
tierno por nuestro Divino Señor y ninguno es más notable por su
ardiente afecto y veneración a la Madre de Dios.”—Cardenal Man-
ning.

“Bernardo es un santo; es también un doctor y su enseñanza ha


ejercido una influencia extraordinaria, no solamente en su época, sino

741
AILBE J. LUDDY

en todas. A pesar del desdén que profesa por la especulación elevada,


Bernardo fue un teólogo muy docto y muy profundo. Aunque no
tomó parte en las ociosas especulaciones de las escuelas, la verdadera
metafísica no tenía secretos para él. No tenía la costumbre de andar
a tientas para llegar a las conclusiones, paso a paso, mediante una
larga cadena de razonamientos, como el que va por un oscuro labe­
rinto, al estilo de los dialécticos profesionales, que con frecuencia son
extraviados por seguir indicios falsos. No, él más bien se remontaba
a la verdad con un solo esfuerzo; la alcanzaba, no por el discurso
de la razón, sino por intuición, gracias a su infalible sentido teo­
lógico. A veces con una sola palabra iluminaba lo que hasta en­
tonces había sido un problema oscuro, y los más diestros quedaban
atónitos al verle resolver las dificultades al momento, unas dificultades
tales que su estudio les había hecho languidecer durante largos años...
Sus estudios están impregnados de vida y piedad, de amor a Dios y
a las almas. Su característica es la unción, es decir, una combinación
indefinible de dulzura, fortaleza y ternura que hace a su estilo tan
delicioso y capaz de penetrar hasta las profundidades del corazón a
la manera de la gracia divina.”—Vacandard.
“San Bernardo fue el hombre más notable de su siglo y poseyó
una influencia que ningún eclesiástico, antes o después, ha alcanzado.
Sin dejar de amar la soledad del claustro, que nunca abandonó a no
ser obligado por los intereses de la religión, tomó parte en todos los
grandes movimientos de su época. En el cisma de Pedro de Leone
él fue el instrumento decisivo para asegurar el reconocimiento de
Inocencio II como legítimo Papa; él organizó la Segunda Cruzada;
él fue consultado sobre todas las cuestiones importantes de la Iglesia
y del Estado por Papas, emperadores y reyes; él combatió con éxito
el falso racionalismo de Abelardo; . él fue el padre del misticismo
escolástico; finalmente, él predicó contra los herejes en el Sur de
Francia, a miles de los cuales ganó para la Iglesia con su elocuencia,
sus milagros y su santo ejemplo... Pasó a mejor vida en 1153, des­
pués de haber dejado impreso su carácter en todo gran movimiento
de su época.”—Gilmartin.

De testigos no católicos

“Bernardo sobrepasa a todos los demás doctores de la Iglesia.”—


Lutero.
“El abad Bernardo en su libro De Consideratione habla en el
lenguaje de la verdad misma.”—Calvino.

742
SAN BERNARDO

“¿Quién puede escribir más dulcemente que Bernardo? Llamo a


sus meditaciones río del paraíso, néctar espiritual, alimento de los
ángeles, el alma misma de la piedad.”—Hein.
“Unas pocas páginas de Bernardo contienen más espíritu, vida,
doctrina y fe que todos los escritos de Jerónimo (Doctor Maximus).”
Neander.
“En sus discursos, en sus escritos y en sus actos Bernardo se
halla muy por encima de sus rivales contemporáneos... Llegó a ser
el oráculo de Europa.”—Gibbon.
“Una gran luminaria llama nuestra atención a la entrada del siglo
xin, el famoso Bernardo, abad de Clairvaux. Como el panorama ge­
neral de nuestra historia continúa oscuro y lúgubre, aferrémonos con
fuerza a este espléndido objeto... El gran historiador romano (Tito
Livio), en un bello fragmento referente a la muerte de Cicerón, que
ha llegado hasta nosotros, dice que para celebrar su personalidad
dignamente habría que encontrar otro Cicerón como panegirista. Una
observación similar se puede hacer por lo que se refiere a San Ber­
nardo. Su genio fue verdaderamente sublime, su temperamento vehe­
mente, su mente activa y vigorosa. El amor de Dios parece haber
arraigado profundamente en su alma y haber sido siempre constante,
aunque siempre ardiente.”—Milner.
“No ha habido nunca un religioso más capaz de compaginar la
intervención activa en el tumulto de los asuntos públicos con la aus­
teridad de su estado de vida. Mucho más que los otros, él adquirió
una influencia que nacía puramente de sus méritos personales y que
sobrepasaba en eficacia a la de la autoridad oficial.”—Voltaire.
“San Bernardo fue el más elocuente, el más influyente, el más pia­
dosamente desinteresado de todos los cristianos de su época.”—
Guizot.
“Mi sentido reverente del singular poder y belleza del hombre
y del amplio campo de su trabajo no es reciente en modo alguno.
Por muchos años su figura ha sido para mi una de las más santas y
heroicas del calendario de la historia europea... Seguramente tenemos
que aceptarle como el hombre más eminente e influyente de su
época. Su temperamento tenía una notable combinación de dulzura y
ternura y de sagacidad práctica, devota consagración, indomable co­
raje y terrible intensidad; su palabra encerraba una energía soberana
que sobrepasaba la de cualquier otro; su mano modeló la historia de
un modo decisivo. Su concentración de fuerza era igualada por la
amplitud de su campo de acción. Se movía con toda su energía en

743
AILBE J. LUDDY

lo que acometía; sin embargo, le interesaba todo el desenvolvimiento


de la cristiandad... y difícilmente hubo un movimiento secular de
importancia en Francia o a su alrededor que no atrajese su vehemente
atención, sobre el cual no ejerciera una influencia siempre poderosa.
Nada le parecía bastante insignificante, ni nada bastante grande para
fatigar su paciencia o hacer vacilar su valor. Envió una cruzada y rigió
los asuntos de un convento con la misma aptitud, casi podríamos
decir con la misma facilidad. Puso a un Pontífice en el trono y con
la misma voz y el mismo pulso inalterable hizo entrar en razón a un
monje refractario. En los debates de los sínodos y en los consejos de
los reyes su voz era imperiosa, y nobles y prelados le reconocían como
maestro suyo; sin embargo, cuando murió, los más débiles habían
perdido a su maestro y consolador y los más pobres a su afectuoso
compañero. Incluso la tumba no puso fin a su influencia; el nombre
y la fama del gran abad siguieron siendo una inspiración, una defensa
y una advertencia después de haber vuelto Bernardo al polvo... La
Iglesia en cuyo seno un hombre tan grande fue producido y en la
cual se ejerció majestuosamente su poder tiene que honrarse siempre
con él; pero el esplendor de su espíritu brilla por encima de las
murallas de los partidos. El ejemplar de contemplación, el extraordi­
nario modelo de devota caridad, el guía de los que, con mirada dis­
ciplinada, querrían remontarse con los rayos de los cielos—ese fue
él cuando trabajó sobre la tierra con una fuerza tan incansable y un
cuerpo tan débil. Lo espiritual sublimó a lo natural en él. Fuerzas
celestiales irrumpieron en las esferas tenebrosas durante toda su
vida. Procedente de mundos situados en lo alto vino el inextinguible
acopio de su asombrosa e invencible energía. No se sabe dónde mirar
en busca de una exhibición más elevada y brillante del poder de la
fe como fuerza subjetiva y del entusiasmo que ella inspira. Aquí resi­
día la fuente de todo lo que era más majestuoso en su asombroso
carácter y en su pasmosa carrera. Esta vinculó su vida frágil y humilde
con las tendencias y triunfos continentales. Esta hizo de sus rápidos
y densos años la fuente de una influencia que no ha cesado nunca.”—
Storrs.
“Para nosotros, mirando retrospectivamente a Bernardo a través
de un panorama de siete siglos, el santo aparece como uno de las
mentes grandes y activas de su época, mandando a reyes, obligando a
naciones, dirigiendo a los hombres y a las cosas entre los cuales vivió
en una palabra, como uno de los estadistas de la historia. El siglo xn
habría tenido otro aspecto si él no hubiera vivido nunca.”—Morison.

744
SAN BERNARDO

“Nosotros, separados de aquella época por un vasto abismo en


hábitos e ideas, somos libres para juzgar a San Bernardo tan des­
apasionadamente como juzgamos a Confucio. Y si obramos así,
tenemos que llegar a la conclusión de que la vida de San Bernardo
y su relación con el espíritu de su época muestra elementos de belleza
y grandeza tan extraordinarios que hasta ahora no se puede encon­
trar un tipo tan perfecto en toda la historia de la civilización hu­
mana.”—Frederick Harrison.
“Se puede decir sin miedo que ha habido pocas almas más nobles,
pocas vidas más inmaculadas que la suya... Durante toda una gene­
ración su influencia sobre la Iglesia fue suprema. Su voz fue la
más digna de confianza y la de más autoridad en Europa. En él fue
sentido por todos el ascendiente de una inteligencia superior, de
una naturaleza espiritual más noble, de unos propósitos más puros y
elevados, de una verdadera fuerza religiosa... Como teólogo era igual­
mente distinguido. Aunque no dejaba de estar familiarizado con los
escritos de los padres, sus exposiciones les deben poco. Tienen la in­
dividualidad que demuestra que son la expresión de una mente sin­
gular. Trata todos los temas con grandeza de miras, relaciona todas
las acciones con los modelos espirituales y, a la vez, ilustra y concreta
la cuestión que está tratando con principios y justificaciones sacados
de las fuentes más inesperadas y frecuentemente de las más aluci­
nantes alturas de la autoridad. Tiene la imaginación de un poeta;
y sus obras están llenas de imágenes que brillan y centellean como
gemas. En sus escritos no hay pocas de ésas

Joyas de cinco palabras


Que relucen eternamente
En el extendido índice de todos los tiempos.

El misticismo que brota de su boca se convierte en algo que


encanta a la mente devota y que eleva al pensador a regiones de emo­
ción nuevas y más elevadas.”—Eales.
“Papas, cardenales y príncipes se sometían a él... Sus cartas y
sermones, incluso al cabo de tanto tiempo, tienen la fuerza de los
de Newman: sencillez esencial, penetración investigadora en el cora­
zón del hombre mediante el conocimiento que tenía del suyo el pre­
dicador y bastante cultura clásica auténtica para dar una claridad
y frescura poco comunes a las palabras que brotaban de su profunda
y vivida fuente. Pero el verdadero secreto radicaba en la fuente mis­
ma: ‘¿No arden nuestros corazones dentro de nosotros?’ escribió uno

745
AILBE J. LUDDY

de sus discípulos en años posteriores, dándose cuenta de que nada


menos que esas sagradas palabras de Emaús 1 podían dar plena ex­
presión a la verdad. La elocuencia de Bernardo era irresistible; las
madres ocultaban a sus hijos, las mujeres a sus maridos para apar­
tarlos de su voz y de su mirada dominadora. Pensad en las cualidades
que en lá vida ordinaria conquistan el éxito sin violencia. Un hombre
ve tan claramente su propósito final y está tan evidentemente concen­
trado sobre él—son inútiles halagos y amenazas—que al mundo le
es más fácil dejarle que se salga con la suya. Otro es tan franco, está
tan acostumbrado a pensar en voz alta toda su vida, que le perdona­
mos la más ruda franqueza; es su manera de ser. Un tercero está tan
limpio del mundo que nos vemos obligados a dudar de nuestro ideal
cuando éste choca con el suyo; otro es tan amable y digno de ser
amado que casi no nos atrevemos a corregir sus faltas. San Bernardo
combinaba en su persona todas estas cualidades y aún más. Quizá
ningún luchador tan duro tuvo tan pocos enemigos permanentes,
especialmente porque su sentido común marcaba claramente los lími­
tes para lograr una lucha victoriosa. ‘Cuando sólo un contendiente
está enfadado—decía él—todavía se puede hacer algo; cuando ambos
están enfadados, no se puede obtener ningún provecho.’ ”—Coulton.

1 N. del T.—Se refiere a las palabras pronunciadas por los dos discípulos
de Jesucristo que iban a la aldea de Emaús (Le 24, 32), y a los que se
acercó y acompañó Jesucristo.

746
INDICE ALFABETICO
*

A Alejandro de Hales, 401, 685, 687.


Alejandro II, papa, 37.
“Abad de los abades”, 73. Alejandro III, papa, 175, 666, 672,
Abate de Rocheli, 426. 734.
Abbo, monje, 23. Alemania, 12, 14, 43, 244 247, 251,
Acchilli, 506. 325, 474.
Adam, abad de San Denis, 127, 140. Aleth, madre de B., aparición a An­
Adelina, hija de Guido, 46. drés, 45; caridad, 20; cría perso­
Adriano IV, 660. nalmente a sus hijos, 19 sig.; influen­
Aelred, abad de Rievaulx, 265, 272, cia en B., 31; interviene en la voca­
699. ción de B., 22; muerte, 13, 28-30;
Agustín, San, 16, 34, 205, 214, 227, nombres que le dan los historiado­
264, 310, 440, 486, 562, 596, 677, res, 18; se establece en Chatillon,
694 sig. 24; visiones, 19.
Alanos de Lille, 239. Alescius, emperador, 513.
Alanos, monje, 239, 655, 664. Alfonso VII, 275.
Alanos, obispo de Auxerre, 13. Alfonso Henríquez, 543 sig.
Alazán, ver Tescelin. Alfonso, San, 193.
Alberic, Dom, 688. Alzog, 594.
Alberico de Ostia, 504. Amadeo de Lausana, 652.
Alberico de Reims, 402, 509. Ambición, 34 sig.
Alberico, prior de Molesme, 37 sigs., Ambrosio, San, 29, 301 sig., 310, 342,
40, 287. 440, 676, 692.
Albero de Tréveris, 469. Amedeus, primo de Enrique V, 108 si­
Alberto, beato, 687. guiente, 345.
Alberto de Morra, 670. Amor a Cristo, 708-710.
Alberto Magno, 401. Amor de Dios, 192-214, 708.
Albi, 509. Anacleto II, 234 sigs., 246, 276, 279,
Alcobaqa, fundación de, 545. 294, 323, 327, 346.
Alejandro, beato, 95. Ana María Taigi, 554.
Alejandro de Colonia, 12, 524 sigs. Andrés de París, 641.

* La abreviatura de Bernardo es B.

747
AILBE J. LUDDY

Andrés, hermano de Aleth, 363. Bartolomé de Vir, 95.


Andrés, hermano de B., 19, 29, 44 sig., Bartolomé, hermano de B., 19, 2Í sig.,
68. 83 sig., 473. 68, 84, 473.
Angeles, 623-630, 716-722; arcángeles, Bautismo, 439-443.
624; coros angélicos, 623-627; do­ Beaune, vizconde de, 38.
minaciones, 624; expresión de atri­ Bec, 24.
butos divinos, 627-629; funciones de Belarmino, cardenal, 688, 734.
los coros, 623-627; guardianes, 716- Bélgica, 12.
722; poderes, 624; principados, 624; Benedicto XIV, 689.
querubines, 625; serafines, 625; tro­ Benevento, 246.
nos, 624 sig.; virtudes, 624. Benigno, San, 24.
Anselin, obispo, 401. Benito, San, 92, 264, 373.
Anselmo de Laon, 407 sig., 555. Berengarius de Poitiers, 15, 34, 342,
Anselmo de Luccas, 530. 420, 422, 426, 538.
Anselmo de Marmoutiers, 24, 297, Bernaldo de Pisa, 353, 487, ver Lu­
301. cio II.
Anselmo, San, 375, 685, 692. Bernardo de Portae, 232, 309.
Anticristo, 145. Bernardo, San:
Antifonario de Metz, 260-262.' Abad de Clairvaux, 54 sigs.
Antifonario de San Gall, 262. Abogado de los afligidos, 163-165,
Apostolado de monjes, 61. 176 sig., 468-470.
Apostólicos, 474 sig., 478-486. Abuso de su autoridad, 14.
Apulia, 316. Acusado del fracaso de los cruza­
Archambaud, 284. dos, 585-587.
Archenfred, maestro, 13. Afición a los oficios litúrgicos, 51 si­
Aristóteles, influencia europea de, guiente.
28, 678. Amistad con Abelardo, 410 sig.
Aritmética, 24. Anécdotas, 229-232.
Armargh, 365. Apela al emperador, 658-660.
Arnold, abad de Morimund, 136-142. Apología, 587-591.
Arnoldo de Brescia, 421, 497-498, Biografías, 9-16.
502, 660 sig. Calumnias, 466 sigs.
Arnulfo, 533. Carrera literaria, 34.
Arquímedes, 34. Cartas: 70 sigs., 74-81, 108-122 pas-
Arrás, 149. sim, 134 sig., 137-168 passim, 189-
Arrio, 428. 191, 216, 249-259, 262-264, 271-
Artes liberales, 24. 285 passim, 293 sig., 295, 313 sig.,
Artículos de Praga, 497. 318-333, 359 sigs., 401 sig., 423-
Ascensión espiritual, 61, 150, 273 sig. 438, 443 sigs., 466 sigs., 472 sig.,
Astronomía, 24. 487-494, 505-511, 544 sig., 579-
Atanasio, San, 264. 583, 644-657 passim, 661-663.
Athlone, 453. Casa natal, 17.
Aube, 148. Celo por el honor de la religión, 21.
Aunis, 291. Circulación de sus obras, 673-675.
Ausencia de abades, 93. Completa la Salve, 529 sig.
Austeridad, 63 sig. Condena el duelo, 640.
Autun, 18, 85. Contra Abelardo, 415-438.
Auxerre, 13, 24, 148, 175, 239. Contra apostólicos, 478-486.
Contra Arnoldo de Brescia, 498.
Conversión, 32 sig.
B Cualidades físicas, 34.
Cultura profana, 21' sig.
Balduino, abad, 12, 524 sig. Decae su influencia, 13 sig.
Balduino, cardenal, 239, 320. Defensor de los judíos, 522 sig.
Balduino II, rey, 183, 363, 514. Despedida de su padre, 49.
Balduino III, rey, 584 sig. Diferencias con Roma, 643-645.
Balmes, 14, 738. Discípulos, 670.
Balue, cardenal, 132. Disgustos con órdenes rivales, 69 si­
Ballerini, 684, 690. guiente, 108-122.
Baronius, 15, 341, 592, 690, 734. Doctrinas sobre ambición, 34 sig.;
Bar-sur-Aube, 167, 668. amor a Cristo, 708-710; amor de
Bartolomé, amigo de B., 44, 55. Dios, 192-214, 708; ángeles, 623-
Bartolomé de la Ferté, 473. 630, 714-720; anticristo, 145; as­

748
INDICE ALFABETICO

censión espiritual, 61, 150, 273 si­ Influencia, 9, 142-152, 189, 216,
guiente ; austeridad de la regla, 673-675.
63 sig.; bautismo, 439-443, 675- Ingreso en Citeaux, 50.
679; Cantar de los Cantares, 32, Llamamiento al pueblo de Roma,
105, 174, 199 sigs., 259, 264, sig., 499-502.
309-312, 330 sig., 337 sigs., 372, Madre de B., 17 sig.
396-400, 436, 478-486, 560 sigs., Método para exhortar a sus mon­
625, 630; canto litúrgico, 263 si­ jes, 61-67.
guientes; ciencia social, 165; co­ Milagros, 93-95, 298-301, 507 sig.,
legio cardenalicio, 616-619; con­ 522-527, 534 sig., 537 sig.
trición, 705-708; corredención de Misa y oficio, 666.
María, 710-714; cortejo del Salva­ Misiones: Chalons, 59; estudian­
dor, 720-725; criterios de verdad tes de París, 384-395; Milán,
religiosa, 424-426; dignidades ecle­ 296-298; región del Rhin, 522-
siásticas, 173-175; Dios, 629-639; 525.
duelo, 640 sig.; educación, 396- Modestia, 52, 85 sig., 144.
400; Espíritu Santo, 701-705; es­ Muerte, 663-665.
tado presente de los santos, 675- Noviciado, 50 sigs.
679; fragilidad humana, 62; gra­ Opiniones sobre B.: de testigos
cia, 215-228; humildad, 323; hu­ católicos, 732-742; de testigos no
mildad del monje, 67, 97-100; im­ católicos, 742-746.
penitencia final,- 100; Inmacula­ Oratoria, 96, 101.
da Concepción, 374-382, 685-700; Pacificador, 302-306, 504 sig., 655-
(actitud de B., 683 ; carta a los ca­ 657.
nónigos de Lyon, 684 sig.; in­
fluencia en su reputación, 683 sig.; Padre de B., 18.
razones de su oposición, 684 sig.); Pobreza y oscuridad, 35.
libre albedrío, 215-221; lujo del Poeta, 21 sig., 681.
clero, 71; mariología en general, Posibilidad de éxito social, 34, 43.
100-107; mediación universal de Predica la cruzada, 121, 515-533.
María, 710; merecimientos, 65; Profesión religiosa, 53.
misa, 154-156; misericordia, 161- Proselitismo de B., 42-49, 82-84,
168; mortificación, 89 sig.; obe­ 239-242, 533 sig.
diencia, 457 sig.; ocupaciones de Proselitismo en favor de los tem­
los monjes, 68; oficio episcopal, plarios, 185-187.
169-174; orgullo, 98-100; papa, Protector de la cultura, 401-403.
592-622; pasión del Señor, 725- Protesta contra la elevación de sus
728; pecados por ignorancia, 439- monjes al cardenalato, 642 sig.
443; perseverancia en religión, 61 Reforma el canto cisterciense, 261-
siguiente, 463 sig.; proximidad a 266.
Dios del monje, 67; Redención, Reforma los libros de coro, 260 sig.
64 sig.; relaciones entre la Igle­ Refuta a Gilbert de la Porrée, 556-
sia y el Estado, 658-660; relaja­ 563.
miento de la regla, 62 sig.; re­ Refutación de herejías, 228, 505-
nuncia a la libertad, 65; salmo 511.
XC, 356 sigs.; San Víctor, 726- Relaciones con monjas, 361-364.
731; silencio, 151 sig.; sutileza del Relaciones con otras órdenes, 142-
diablo, 62; valor moral de las 152.
acciones, 140 sig., 461 sig.; vida Reliquias, 666-670.
apostólica de los monjes, 61; vida Reprende al Papa, 145, 346-348.
religiosa, 67, 370-372. Reprendido por el Papa, 466-470.
Edad de ingreso en Citeaux, 50. Retirada a Chatillon, 47 sigs.
Educación familiar, 20. Sepultura, 665 sig.
Elegido obispo, 229, 276, 301 sig., Tibieza juvenil, 32.
343 sig. Títulos, 672.
Enfermedades, 85-90, 95, 156 sig., Trabajo manual, 52.
192, 334, 661-663. Viajes: Aquitania, 290 sig.; Ci­
Excesos en la mortificación, 51 teaux, 72; Colonia, 532 sig.;
sig., 60, 85 sig. Chalons, 56; Frankfort, 536 sig.;
Fecha de nacimiento, 17 sig. Grenoble, 143 sig.; lago Leman,
Hermanos de B., 19. 52; Lorena, 662 sig.; Lyon, 230;
Himnos, 679-681. Pisa, 276 sig., 315 sig.; sur de
Humildad, 97-100. Francia, 503, 511.

749
AILBE J. LUDDY

Vida en Citeaux, 50 sigs. Carlos Manuel, duque de Saboya,


Visiones, 59, 153-168 passim, 231. 278.
Visita al Paracleto, 410 sig. Carta de Caridad, 92 sig., 261.
Visitado por el Papa, 243 sig., 547, Cartas de hombres ilustres: valor
563 sig. biográfico, 16.
Vocación, 31 sigs., 42 sigs. Cartujos, 325.
Voto de castidad, 33. Cashel, 365.
Voz, 34. Casiano, 679.
Berno, San, 73. Catalina Emmerich, 379.
Bivarius, 688, 699. Catedral de Notre Dame, 284, 384,
Bohemond, conde, 513. 407.
Bona, cardenal, 699. Castejón, 596.
Borgoña, 17, 36, 261. Cathari, 474.
Bossuet, 523, 737. Cayetano, cardenal, 676.
Bourges, 314. Ceilire de Oenglus, 374.
Bruno, arzobispo de Colonia, 145. Celestino II, papa, 348, 402, 408,
Bruno, San, 142, 321. 417, 470-473.
Buenaventura, San, 193, 401, 530, Celestino III, papa, 408.
687, 733. Cementerio de Pére la Chaise, 438.
Burchard, obispo de Metz, 170. Ciencia social, 165.
Burdeos, 504. Cirilo, San, 694.
Bushel, 58, 170. Cismas, 232-234.
Butler, Alban, 582 sig., 738. Cistercienses, 325, 454, sig.
Cistercienses irlandeses, 365-367, 452-
454, 579-583.
Clemente V, papa, 188 sig.
c Clemente VII, papa, 594.
Cluniacenses, ver monasterio de Clu-
Caballeros: ny.
de Alcántara, 184. Colan, bosque de, 37.
de Aviz, 184. Colegio cardenalicio, 616-619; condi­
de Calatrava, 184. ciones, 616-619; universalidad,
de Cristo, 184. 616.
del Ala de San' Miguel, 184. Colonia, 475.
de Montesa, 184. Comgan de Inislounaght, 582.
de San Lázaro, 184. Conceptualismo, 404.
de San Mauricio, 184. Concilio:
templarios: aprobación, 184; ca­ de Arrás, 189.
lumnias, 188; comparación con de Basilea, 616.
los seglares, 186; disolución, 189; de Cambray, 189.
fundación, 183; grados, 188; de Clermont, 239, 321, 512.
hábito, 184; misión, 183; prose- de Chalons, 189.
litismo, 183; prosperidad, 187 de Etampes, 234-236, 247.
siguiente; regla, 184; reivindi­ de Florencia, 206.
cación, 188. de Lagny, 445.
Cadurc, canciller de Luis VII, 444, de Laon, 189, 408.
449. de Letrán, 358, 466, 495.
Caffarelli, barón de, 669. de Nicea, 428.
Caída de Edesa, 514. de Orange, 214, 486.
Calixto II, papa, 92, 110, 127, 232, de París, 551 sig., 568.
237. de Pisa, 295 sig., 475.
Calvino, 228, 744. de Reims, 244-247, 275, 516, 554-
Camandulenses, 325. 556.
Cambray, 148, 275. de Roma, 233.
Canónigos de San Víctor, 284, 401. de Roma, X ecuménico, 346.
Cansón, Pierre-Claude, 667. de Sens, 417-423, 495, 555.
Canterbury, 54, 375. de Trento, 214, 226, 616, 619.
Canto cisterciense, 261-270. de Troyes, 182.
Canto litúrgico, 263 sig. de Viena, 189.
Capítulo de Evreux, 132. Conferencias:-----------------------------------------
Capítulos generales, 86, 92, 286, 318- bernardinas, 9.
328, 547 sigs. en Corbell, 471.

750
INDICE ALFABETICO

en Etampes, 535. David, arzobispo de San Andrés, 95.


en Salerno, 323-326. David, rey de Escocia, 272, 573.
en San Denis, 472. Decadencia de la orden cisterciense,
Congregación saviñana, 547 sig. 13 sig.
Conrado de Heisterbach, 231. De Consideratione, 592-639.
Conrado de Hohenstaufen, 142, De Hassia, 737.
235, 276, 294, 345 sig., 523 sig., De Montor, 670.
541-543, 584 sig., 660 sig. De Rochely, 14.
Conrado de Suabia, ver Conrado de De Valentía, 688.
Hohenstaufen. Delaine, M., 668 sig.
CONRAD OF EbERBACH, 15. Denis el Cartujo, 736.
Consagración a Dios de los hijos, 73. Derby, 14.
Constancio, monje, 165. Dermot M’Murrough, 453.
Consuelos naturales, 35. Derry, 454.
Contrición, 705-708. Descartes, 409.
Corbeil, 406. Dialéctica, 24.
Cornelio a Lapide, 735. Dieta:
Coronación de monarcas franceses, de Bambemberg, 294.
175. de Frankfort, 536 sig.
Corpus Epistolarum, 511. de Ratisbona, 535.
Corrección de libros de coro, 260 sig. de Spira, 528-530.
Corsi, 233 sig. de Wurzburgo, 236-238.
Cortejo del Salvador, 720-723. Dignidades eclesiásticas, 173-175.
Coulton, 15, 424, 446, 746. Dijon, 17, 24, 29, 42, 72, 83, 144,
Cousin, 426. 148.
Criterios de verdad religiosa, 424-426. Discípulos de B., 670.
Crónica de Benevento, 279. Disputa de Beauvais, 641 sig.
Cronista de Cluny, 438. Dios, 629-639; largura, anchura, al­
Cruise, Francisco, 674. tura, profundidad, 637-639; nom­
Cruzadas: bre, 629 sig.; primer principio,
primera, 512-514; causas, 512; 630 sig.; ser más grande, 632; so­
derrota, 514; hacia Palestina, 513; bre tiempo y espacio, 631 sig.;
predicación, 512 sig.; toma de Je- tormento de los réprobos, 636 sig.;
rusalén, 513. unidad y sencillez, 633-636.
segunda, 514-541, 584 sig.; causas, Disciplina eclesiástica, 23.
514; contra los eslavos, 536-543, Dispensa de preceptos, 454-465.
585; inmoralidad de los cruzados, Domough O’Carroll, 452 sig.
586; predicación, 515-521, 528- Dorsetshire, 36.
533; regreso, 584 sig.; salida de Down, 364, 454.
los cruzados, 538 sig.; traición Drogo, monje de San Nicasio, 133-
griega, 539-543. 135.
tercera, 645-649. Dromore, 453.
Cultura europea medioeval, 23 sig. Dublín, 14.
Dubois, 142.
Duelo, 640 sig.
CH Dumesnil, R., 10.
Duns Scotus, 375, 401, 685, 688,
Chabanne, general, 132. 693 sig. 697.
Chalons, diócesis de, 38, 54, 69, 74, Durtal, ver Huysmans.
84, 448, 471.
Chartres, 11, 24, 175.
Chatillon-sur-Seine, 24 sigs., 29, 55,
E
144. Eadmer, monje, 375 sig.
Chevallier, 14, 386, 740 sig. Eales, 15, 311, 680, 745.
Chompton, 14. Eberhard, capellán, 524 sigs.
Christian de Lismore, 366, 452. Eberwin de Steinfeld, 475-478.
Edmundo de Canterbury, 54.
Educación, 396-400.
D Elbold, monje, 56.
Elecciones:
Dalgairns, 287. de Burdeos, 451 sig.
Darrás, 14, 740 sig. de Langres, 331-335.

751
AILBE J. LUDDY

de Tours, 281-285. F
de York, 551-553.
Elizabet, esposa de Guido, 45 sigs., Fassari, 685.
83. Federico, arzobispo dé Colonia, 136.
Eloísa, 408 sig. Federico Barbarroja, 142, 660 sig.
Elphin, 453. Federico de Suabia, 235, 294.
Ellendorf, 14. Felipe de Clairvaux, ver Felipe,
Engelbert, 688. diácono.
Enrique, abad, 551. Felipe de Lieja, archidiácono, 12,
Enrique, arzobispo de Sens, 169, 176 524 sigs.
siguiente, 359 sig. Felipe, diácono, 281 sig., 656 sig.
Enrique de Baviera, 315, 345, 531. Felipe el Hermoso de Francia, 188.
Enrique de Bois, 452. Felipe, hijo de Honorio II, 177 sig.
Enrique I de Inglaterra, 164, 237. Fenelon, 213, 737.
Enrique II de Inglaterra, 292. Fiesta de la concepción de Santa
Enrique V de Inglaterra,. 235, 247, Ana, 374, 690.
345. Fiesta de la Inmaculada Concepción,
Enrique VIII de Inglaterra, 453. 374-382.
Enrique de Lausana, 475. Fiesta de la Mediación Universal de
Enrique de Winchester, 472, 565, María, 9.
573. Fiesta de la Natividad de María, 376.
Enrique, hijo de Teobaldo, 640. Filoteo, biógrafo de B., 13.
Enrique Murdach, 548-551. Flandes, 474.
Enrique el Orgulloso, ver Enrique Flandrin, 266.
de Baviera. Fleury, 737.
Enrique, noble de Friburgo, 526 sig. Fontaines, 17, 19, 28, 43.
Enrique, principe, 353, 641. Fragilidad humana, 62.
Enrique Valois, 97. Frailes de San Víctor, 144.
Enriquistas, 474. Francia, 12, 247, 251.
Eon de l’Etoile, 554 sig. Francisco de Sales, San, 193, 206,
Epernay, 144. 214, 364.
Erasmo, 735. Franco, sacerdote, 524.
Ermengarde, madre de Roberto, abad, Frangipiani, 233 sig.
37, 289, 363. Frankfort, 536 sig.
Ermitaños de Fontemoi, 148. Fromundo, premonstratense, 147.
Ernald, abad de Bonneval, 11 sig., Frovinus, abad, 12, 524 sigs.
236, 237, 243 sig., 277, 290, 296, Fulberto, abad del Santo Sepulcro,
299, 308, 326, 662. 148, 189 sig.
Ernand, abad, 69. Fulk, 70 sig., 363.
Eschbach, 687.
Escocia, 36, 246, 251.
Escuela episcopal de Tournay, 239. G
Escuelas abaciales, 24, 454.
Escuelas catedralicias, 24. Gaens, monje, 452.
España, 14, 244, 247, 251, 275, 325. Galicanismo, 14.
Espíritu Santo, 703-705. Gardner, Edmundo G., 193.
Esteban de Garlande, 131, 133. Gascuña, 475, 503.
Esteban de París, 384 sig. Gasparri, cardenal, 311.
Esteban de Tournai, 262. Gasquet, 16.
Esteban de Vitry, 59 sig. Gaudry de Tuillon, tío de B., 42
Esteban Harding, San, 15, 36, 38, siguientes, 68, 94, 153 sig.
40 sig., 50, 53 sig., 55, 72, 74, 86, Gauthier, prior de Clairvaux, 55 sig.
92, 183, 286 sig. Gelasio II, papa, 127, 232.
Esteban, obispo de París, 176, 284. Gelasio, primado de Irlanda, 453.
Esteban, rey de Inglaterra, 573. Génova, 276.
Eugenio III, papa, 32, 306, 487-494, Geofredo, abad de San Médard,
514, 545, 547 sigs., 563 sigs. 658- 198.
661. Geofredo de Auxerre, 11, 167, 384
Exégesis bíblica, 24. siguiente, 504, 507, 523, 579, 671,
733; colabora en el Líber Miracu-
lorum, 12 sig.; discípulo de Abe­
lardo, 408, 422; revisa la obra de

752
INDICE ALFABETICO

Guillermo y Ernald, 12; secretario Guido del Castillo, ver Celesti­


de B., 12, 422. no II, papa.
Geofredo de Chartres, 170, 246, Guido de Marcy, 72.
289, 296, 411, 420, 466, 505. Guido de Montier-Ramey, 262 sig.,
Geofredo de Langres, 518, 540, 663. 681 sig.
Geofredo de la Roche, 28, 85, 94, Guido, hermano de B., 19, 28 sig.,
307, 334, 473, 515, 540. 45, 68, 84 sig., 94, 314 sig.
Geofredo de Leves, ver Geofredo Guido, obispo de Lausana, 174.
de Chartres. Guillenc, d'Aigremont, 331.
Geofredo de Loroux, 249, 258, 504. Guillermo de Aquitania, 73, 246,
Geofredo de Peronne, 239, 353. 248 sig., 289-292.
Geofredo de Tours, 281. Guillermo de Canterbury, 273.
Guillermo de Champeaux, 56, 69,
Geometría, 24.
84, 86 sig., 144, 405 sigs.
Gerard, cardenal, 313, 324. Guillermo de Newburgh, 565, 586.
Gerardo, canciller, 446. Guillermo de París, San, 736.
Gerardo de Angulema, 247 sig., Guillermo de Puylaurens, 509.
292, 328, 346. Guillermo de Rievaulx, 261, 272,
Gerardo de Montreuil-Bellai, 655. 568.
Gerardo, hermano de B., 19, 21, 28 Guillermo de San Thierry, 11, 60,
siguiente, 46, 307, 321, 323; enfer­ 76, 85, 87-92, 111, 113, 153 sigs.,
medad, 315 sig.; liberación, 48; 216, 288 sig., 309, 411-415, 570
muerte, 84, 336-343; ocupación en siguiente.
Clairvaux, 68; prisión, 46 sig.; Guillermo de Tiro, 539.
vocación, 46. Guillermo de Winchester, 491.
Gerson, 735. Guillermo de York, 564 sigs.
Gertrude, San, 699. Guillermo, hijo de Teobaldo, 175.
Gervase of Canterbury, 15, 565. Guimard de Cerdeña, 545 sig.
Gerwig, 688. Guizot, 743.
Gibbon, 538, 590, 594, 743. Gurney, 15.
Gilbert, abad, 686, 699. Guyon, 213.
Gilberto de la Porrée, 402, 421,
555-563.
Gilmartin, 246, 742.
Gilson, Etienne, 10.
Godescalc, 557.
H
Geofredo de Bouillon, 513. Hábito cisterciense, 40.
Gosvin de Citeaux, 665. Haimeric, cardenal, 179, 189, 192,
Gracia, 215-228. 258, 324, 332, 440.
Gramática, 24. Harrison, Frederick, 587.
Grancey-le-Chateau, 43 sig. Hatry, 452.
Grandimontenses, 325. Healy, arzobispo, 454.
“Gran prior”, 73. Hegesippus, 647.
Gregorio, cardenal, 324. Hein, 743.
Gregorio Conti, ver Víctor IV, Heisterbach, César, 734.
papa. Helinandus, 593, 736.
Gregorio Magno, San, 22, 60 sig., Helsin de Ramsey, 375, 379.
131, 274, 310, 596. Henríquez, 15, 287.
Gregorio VIII, papa, 667. Henry Suso, B., 734.
Gregorio XIII, papa, 593. Herbert, conde de Vermandois, 23.
Gregorio XIV, papa, 594. Herbert de Clairvaux, 15.
Gregorio Papareschi, ver Inocen­ Herejes de Colonia, 473-475.
cio II, papa. Hermann, obispo de Constanza, 12,
Grimoard de Poitiers, 443. 495, 524.
Guelph, 235. Hernald, abad, 239.
Guerra civil, 451 sig. Hilario, monje, 552.
Guerra de los husitas, 497. Hildegarda, Santa, 361, 425, 553 sig.
Guerric, 71, 239. Hilderberto, arzobispo de Tours,
Guibert, monje, 58. 246.
Guido, abad de Cherlieu, 261 sig. Hillin de Tréveris, 662.
Guido, abad de Trois-Fontaines, 154 Himnos bernardinos, 19, 21, 33, 679-
siguientes, 183, 287. 681.

753
S. BERNARDO.---- 48
AILBE J. LUDDY

Hincmar, 564 sig. Irlanda, 23, 36, 364.


Hohenstaufen, 235. Isabel, hija del conde de Forez, 29.
Holanda, 12. Ivo, cardenal, 466.
Holweck, 379.
Honorio, papa, 184, 287.
Honorio II, rey, 177-180, 182, 232.
Horacio, 312, 421, 444, 463.
J
Horrison, F., 747. Janauschek, 15, 142, 273, 287, 452,
Horst, 15, 673, 686, 693, 699, 735 548, 671.
siguiente. Jansenio, 228.
Hüffer, 14, 673. jansenismo, 14.
Hugo, arzobispo de Lyon, 38. Jarenton, abad, 29.
Hugo de Macón, obispo de Auxerre, jlMÉNEZ de Cisneros, 34.
13, 28, 47 sig., 54, 133, 239, 271, Jobin, 14, 68, 314, 473, 741.
445, 471, 547, 559, 655. Johner, Dom, 262.
Hugo de Payens, 183. joHN of Hexham, 15, 551.
Hugo de Pontigny, 177, 183. joHN OF SALISBURY, 15.
Hugo de San Víctor, 439, 675, 688. Johnson de Goldsmith, lOlt---------------
Hugo de Troves, 54. Jorannus, abad de San Nicasio, 133.
Hugo de Vermandois, 513. Jordán de Leone, 488, 502.
Hugo de Vitry, 84. Josbert, vizconde de Dijon, 93.
Hugo d’Oisy, 239, 275. Joscelin de Soissons, 443, 450 sig.
Hugo, duque de Borgoña, 41. Joseph, 404.
Hugo el Cantor, 552, 565. josHUA Ben-Meir, 523.
Hugo O’Neill, 453. Journal des Saints de Citeaux, 68.
Humanidades, 24. Juan, arcediano,. 284.
Humbelina, hermana de B., 19, 21, Juan Bautista, San, 275.
32, 49, 72, 82-84. Juan Capgrave, 567.
Humberto, abad de Igny, 69, 94. Juan d’Aizanville, 667.
Humberto de Luca, 652. Juan Damasceno, 690, 692, 694.
Humberto, vasallo de Teobaldo, 161 Juan de Casa-María, 586.
siguientes. Juan de Hexham, 565.
Hume, 409. Juan de la Cruz, San, 203.
Humildad, 323. Juan de Salisbury, 402 sig., 408,
Humildad del monje, 67, 97-100. 555.
Hummeler, Hans, 10. Juan de San Serenin, 507.
Hunter, 562. Juan el Ermitaño, 313.
Hurter, 676, 688. Juan Miguel, 189.
Huntington, 375. juAN X, papa, 23.
Husenbeth, 688. Juan Zirita, ermitaño, 275.
Husitas, 497. Juana Francisca de Chantal, 364.
Huysmans, J. K., 266 sigs. Jubainville, 165.
Hylarius Cicestrensis, ver Hilario, Juliana de Mont-Cornillon, 554.
monje. junEN, Dom, 40.
juNGMANN, 246.
Justicia social en la época-de B., .20___
I siguiente.

Iglesias monásticas: ornamentación,


40 sig.; patronazgo a las 41. K
Umar, cardenal, 548.
Impenitencia final, 100. Kant, 409.
Inglaterra, 14, 244, 247, 251, 272, Kelleher, John, 16.
325. Kempis, Tomás de, 199.
Inmaculada Concepción, 374-382, Kern, 10.
685-702.
Inocencio II, papa, 135, 145, 234,
236, 243-259, 271, 276, 289, 294, L
323, 358-470 passim, 487, 545,
571, 732. . Lalore, 14, 669.
Inocencio IV, papa, 30. Lanfranc, 24.
Investidura, derecho de, 238. Langres, 36, 84, 145, 231.

754
INDICE ALFABETICO

Languedoc, 474 sig., 503. 384, 470, 473, 648, 688, 690, 699
Lanigan, 582. siguiente.
Laon, ver Soissons. Mans, 24, 282.
La Róchele, 291. Manuel, emperador, 539 sig., 584,
Legos, origen, 40. 652.
Leman, lago, 52. Map, Walter, 15.
Le Nain, 473. Mariología, 100-107, 710-7I4, ver In­
Leonor de Aquitania, 292. maculada Concepción.
Leonor, sobrina de Teobaldo, 445, Martin, cardenal, 239, 741.
472, 515, 656. Martirologio de Talmagt, 374.
León XIII, papa, 733. Martyrologe de Langres, 68.
Líber Miraculorum, 12 sig. Matanza de judíos, 522 sig.
Líber Usuum, 93, 95. Mateo, cardenal, 182, 190, 296, 299,
Libre albedrío, 215-228. 324.
Limerick, 453. Matilde, esposa de Enrique V. 667.
Limoges, 249. Mazella, 688, 690.
Lingard, 237, 573. Mazzini, 661.
Lindsay, 15. Mechtilde, San, 699.
Locmenach, 404. Meglingér, 56, 667.
Lombardía, 314. Melún, 406.
Lorain, 110. Menandro, abad de De Mores, 231.
Lotario de Supplinburg, 235. Merecimientos, 65.
Lotario, rey, 235, 246, 278 sig., 294, Michaud, 515.
313, 326, 358. Migne, 273, 414, 530, 668, 688, 699.
Loth, Arturo, 674. Milán, 246, 296-298.
Louth, 452. Milisendis de Jerusalén, 363.
Lucca, 316. Milman, 569.
Lucio II, papa, 487 sig., 545. Milner, 594, 743.
Luis el Gordo, ver Luis VI. Milon de Thérouanne, 559.
Luis el Joven, ver Luis VII. Misa, 154-156.
Luis VI, rey, 127, 132, 176 sig., 235, Misericordia, 161-168.
244 sig., 284, 287, 292, 295, 334, Monasterios:
516. Argenteuil, 408.
Luis VII, rey, 245, 333 sig.. 343. Bec, 287.
420, 444 sigs., 514, 516, 541-543, Bective, 453.
566. Bonneval, 11.
Luis XI, rey, 132. Bonnevaux, 108.
Lujo del clero, 71. Buzax, 473.
Lutero, 228, 497, 742. Buzay, 289.
Cambrón, 699.
Celle, 37.
Citeaux: emplazamiento, 38; fun­
M dación; 38 sigs.; prosperidad,
60; protección papal, 40; reci­
Mabillon, 96, 132, 135, 180, 193, be los primeros auxilios, 39; sa­
287, 293,300, 309, 311, 342, 426, turación, 59; vida de los mon­
431, 455,473, 544, 593, 616, 619, jes, 39; vida de los novicios, 51.
648, 657,672, 687, 690, 699, 737. Clairvaux, 11; ayuda providen­
MacNeill, 582. cial, 58 sig.; concilio de obis­
Maestro Pedro, 426, 431. pos y abades, 12; descripción,
Maffei, 582. 56 sig., 91 sig.; emplazamiento,
Malaquías O’Morgair, ver Mala­ 55 sig., 91 sig.; etimología, 55;
quías, San. fundación, 54-56; iglesia pri­
Malaquías, San, 262, 364-367, 571- mitiva, 56; indigencia, 56-60;
579. vida de los frailes, 88-91 sigs.,
Malchus, abad, 453. 348-355.
Manes, 474. Cluny, 13, 35; autoridad sobre
Maniqueismo, 474. otros monasterios, 73, 92, 271:
Manning, cardenal, 699, 741. fundación, 73; privilegios a los
Manríquez, 15, 37, 72, 83, 93, 97, abades, 110; reforma, 124; rela­
136, 160, 180, 239, 243, 248, 275, jación, 75, 108-122.
277, 283, 287, 291, 293, 314, 381, Chaise-Dieu, 69.

755
AILBE J. LUDDY

Chiaravalle, 301. Sherbone, 36.


Disibodenberg, 553. SlGNY, 11, 411.
Farfa, 488. Tarouca, 275.
Firmitas, 54. Tart, 46, 84.
Foigni, 95. Tintern, 272.
Fontenay, 85. Trois-Fontaines, 84 sig.
Fountains, 273-275, 564 sigs. Valle de la Gloria, 307-309.
Grace-Dieu, 291. Vaucelles, 239, 275 sig.
Hautecomb, 345. Waverley, 272.
Horricourt, 69 sig. Monasterios bernardinos, 671 sig.
Inislounaght, 582. Monasterios filiales, tributos de los,
Jully, 45 sig., 83. 93.
La Ferté, ver Firmitas. Monasterium Ve tus, 56.
Las Tres Fuentes, ver de San Vi­ Monjas cistercienses, 40.
cente y San Anastasio. Monjas de San Benigno, 189 sig.
Lerins, 14. Monje, proximidad a Dios del, 64
Longpont, 275. siguiente.
Mabillon, 12, 15. Montalembert, 14, 311, 740.
Maison-Dieu, 81. Moore, 453.
Mellifont, 452 sigs. Morison, 15, 280, 445, 569, 744.
Molesme : descripción, 36 sig.; in­ Mortificación, 89 sig.
digencia de sus monjes, 36; ori­ Mount, St. Geneviéve, 406.
gen, 36 sig.; pérdida de reputa­ Murdach, 565 sigs.
ción, 39; recibe la comunidad de Murphy, 452.
Colan, 37; reforma, 39, 148; re­ Murtough, O’Louthlin, 453.
lajación de disciplina, 38. Música, 24.
Montecasino, 316-318.
Montier-Ramey, 651.
Moreruela, 275 sig. N
Morimund, 136-142.
Mount-Melleray, 16, 262. Nantes, 239, 403, 473.
Neander, 14 sig., 743.
Nenay, 453.
Newry, 453. Neumann, 14.
Newman, 16, 400, 506.
Paracleto, 409-411. Nicolás de Montier-Ramey, 650-
Pontigny, 54, 314.
654.
Poulangy, 46. Nicolás de San Albano, 381, 697.
POUTHIERES, 148. Nicolás de San Nicolás, 113.
Reigny, 148.
Nicolás I, papa, 676.
Rievaulx, 271 sig.
Nicolás V, papa, 594.
Sacramenta, 699.
Nivardo, hermano de B., 19, 49, 71
San Andrés, 233 sig.
siguiente, 84, 239, 275, 473, 670.
San Aigulphus, 37.
Nogues, Dominique, 10.
San Benigno, 29, 35, 148.
San Bertin, 149.
Nominalismo, 404.
Norberto, San, 144, 237.
San Claude, 149.
San Denis, 127 sigs. Normandía, 24.
San Gildas, 409.
Nostalgia Claravallensis, 670-sig. -----
San Juan, 190. Notier, archidiácono, 289.
San Martín, 145. Novicios cistercienses, edad 50
San Miguel, 37, 287. Novum Monasterium, 39.
San Nicolás, 148.
San Oyan, 149. O
San Pablo .de las Tres Fuentes.
ver San Vicente y San Anas­ Obediencia, 457 sig.
tasio. Obispos de Aquitania, 251-256.
San Samuel, 145. Odo de Diogilo, 15, 515, 541, 543.
San Serenin, 507 sig. Odo, duque de Borgoña, 39.
San Vicente y San Anastasio, 487. Odo, prior de Clémentipré, 58.
Santo Sepulcro, 148. Ogerio de Locedio, 699.
Santa María, 274, 548;---------------- -Ogerio de San Nicolás, 111_________
Santos Pedro y Benito, 453. O’Laverty, 582.
Sept-Fontaines, 145. Olston, 73.

756
INDICE ALFABETICO

Ordenes militares, 182-189, ver Ca­ Pedro de Pisa, 258, 324, 347, 469.
balleros de. Pedro de Poitiers, 408, 676.
Oficio episcopal, 169-174. Pedro de Roya, 262, 349-355.
Orgullo, 98-100. Pedro de Salamanca, 469.
Orleans, 284. Pedro el Ermitaño, 512 sigs.
OSBERTO DE YORK, 565. Pedro el Venerable, 15, 34, 108-
Otto, hermano de Conrado de Ho- 122, 233, 327, 335, 438, 642, 652,
HENSTAOFEN, 142. 733 sig.
Otto of Freising, 15, 408, 422, 426, Pedro Lombardo, 97, 401, 408, 560,
524, sigs., 531, 556, 585. 675, 697.
Ovidio, 444, 615. Pedro, monje, 275.
Pelagio, 228.
Perfectos, 474.
P Perrone, 14, 677, 688, 690 sigs.
Perseverancia en religión, 61 sig.,
Pallet, 403. 463 sigs.
Papado, 592-622; aceptación de per­ Persius, 120, 265, 399.
sonas, 605 sig.; actividad excesiva, Pesch, 690.
605 sig.; deberes con el clero y Peter de Roya, ver Pedro de Roya.
pueblo romano, 612-614; digni­ Peter Lombard, ver Pedro Lombar­
dad, 595 sig., 599-601; hábitos vir­ do.
tuosos, 604 sig.; herencia apostó­ Petrobusianos, 474 sig.
lica, 597-599; inspección univer­ Petronila, 445.
sal, 611 sig.; primacía, 599-601, Petrus Pisanus, ver Pedro de Pisa.
622; pleitos, 606-609; simonía, Piacenza, 276.
609 sig.; trato a sus domésticos, Piazza, 688.
619-621; virtudes, 601-604, 621 sig. Pierloni, 233 sig.
París, 23, 36, 144, 406, 448, 471, Pifilis, 474.
494. Pío V, papa, 593.
Parvin, monje de San Vicente, 148. Pío VIII, papa, 672, 732.
Pascual II, papa, 40, 232, 247. Pío XI, papa, 9.
Pasión de Jesucristo, 723-726. Pisa, 276.
Passaglia, 14, 683, 687 sig., 691, PlSZTER, 10.
697. Plan de estudios medieval, 24.
Pecados por ignorancia, 439-l,!3. Platos, 736.
Pedro Abelardo, 15, 228, 385, 402, Pohle, 693.
403-438; abad, 409; amores con Poitiers, 23 sig., 248.
Eloísa, 408; cátedra en Laon, 407; Pons, abad de Cluny, 74, 109.
cátedra en Notre Dame, 407; con­ Pons, J., 10.
denación, 438; contra B., 415- Portugueses contra turcos, 543 sig.
438; crítica de su doctrina, 409; Pourrat, 14, 101, 103.
discípulos, 408; doctrina herética, Preceptos, 454-465.
411-415, 423-426; educación, 403 Predicación de abades, 95.
siguiente; forma escuela, 406 sig.; Premonstratenses, 144 sig.
muerte, 438; nacimiento, 403; Premontré, 144.
obras, 438; oposición a Guillermo Profesores espirituales, 14.
de Champeaux, 406 sig.; profesa Provenza, 474 sig., 503.
en los benedictinos, 408; retracta­ Ptarins, 474.
ciones, 408; sepultura, 438. Pueblo romano, carácter, 614-616.
Pedro Bernardo, ver Eugenio III. Pullen, cardenal, 652.
Pedro Canisio, San, 735.
Pedro, cardenal, 180, 324.
Pedro Cellensis, 15, 652, 697.
Pedro Comestor, 381, 690. Q
Pedro Damián, 594.
Pedro de Bruys, 475. Quadrivium, 24.
Pedro de la Chatre, 444 sigs., 472,
516 sig.
Pedro de La Ferté, 271. R
Pedro de Leone, 180, 232, 250, 258,
292, 325. Ragnano, 322.
Pedro de Lyon, 332, 376. Raimundo de Agen, 505.

757
AILBE J. LUDDY

Raimundo de Scala Dei, 699. Roger de Sicilia, 246, 272, 279, 294,
Raimundo de Tolosa, 513. 322 sigs., 382 sig., 543, 584.
Rainaldo, abad de Foigny, 385. Roger of Hoveden, 15, 565, 586.
Rainaldo de Morigny, 353. Rohrbacher, 741.
Rainardo, abad de Citeaux, 287, 654 Roscelin de Compiégne, 404.
siguientes. Roscrea, 10.
Raine, 552.
Rainulph, duque, 316, 322 sígs., 358.
Ralph, ver Rodolfo de Vaucélles.
Rangel, 10.
s
Ratisbonne, 14 sig., 216, 292, 511, Saboya, 271, 345.
518, 688, 700, 739. Sacerdotes de Larzicourt, 164.
Raynard, señor de Montbard, 85. Sacerdotes de San Víctor, 176.
Realismo moderado, 405. Sacro Romano Imperio, 235.
Reforma protestante, 14. Sagradas Escrituras, revisión de Es­
Regla de San Benito, 35, 73, 90, 373, teban Harding, 53.
910, 457 sigs., 489, 722. Saint-Omer, G. de, 353.
Reims, 11, 13, 23 sig., 133, 148, 175, Salerno, 326.
402, 411. Salmo XC, 356 sig.
Relaciones entre la Iglesia y el Es­ Salve cisterciense, 267-270, 529 sig.
tado, 658-660. Sampson, arzobispo de Reims, 13,
Relajamiento de la Regla, 62 sig. 516 sig.
Remusat, M. de, 426. Sansfond, 38.
Renuncia a la libertad, 65. Santiago de Compostela, 291.
República romana, 498-502 Sanvert, 14, 123, 183
* 235, 419, 681,
Retórica, 24. 739 sig.
Reynauld, Teófilo, 672. Seguidores de B., 69.
Reynel, 58. Séneca, 646.
Ribera, 734. Sens, ver Auxerre.
Ricardo, abad de Fountains, 273, Serlon, abad, 548.
551, 568. Shakespeare, 550.
Ricardo Conttour, 453. Sheehan de Dóneraile, 268-270.
Ricardo de Hexham, 246. SlGEBERT EL CRONISTA, 287.
Ricardo de SAn Víctor, 144, 693. Silencio, 151 sig.
Richelieu, 34. Simón, abad de San Nicolás, 148.
Richinza, reina, 281, 300. Simón de Poissy, 402.
Ripon, 273. Simonía, 23, 609 sig.
Ritual cisterciense, 154 sig. Simón Mago, 284.
Rivet, Dom, 342. Sínodo de Macón, 48.
Roberto, abad de Molesme, 37 sigs.; Sixto .Sinensis, 734 sig.
canonización, 39; deja Molesme, Sofía, monja, 167, 362.
39, 287; muerte, 39; regresa a Soissons, 95, 144 sig., 148, 248, 275,
Molesme, 39. 385, 407.
Roberto de Capua, 313, 358. Sorus, ver Tescelin.
Roberto de Londres, 469. Storrs, 15, 342, 743 sig.
Roberto de Melun, 402. Stuart Mill, 409. ___________________
Roberto de Monte, 287. Stubbs, 553.
Roberto el Hospitalario, 565. Suárez, 141, 214, 465, 625, 679, 689,
Roberto, hermano de Luis VII, 640. 692 sig., 697 sig.
Roberto, primo de B.: defección, Suger, abad, 34, 127-133, 236 sigs.,
73, 81; escribe sobre la muerte de 409, 451, 471, 514, 559, 648-650.
Aleth, 13. Suiza, 12.
Roberto Pullen, 401 sig. Sutileza del diablo, 62.
Rocourt, L. M., 669. Symeón de Durham, 552.
Rochester, 401. Syrus, arzobispo, 277.
Roder, 443. S. Vorles, 24.
Rodolfo de Vaucelles, 275.
Rodolfo de Vermandois, 445 sigs.
Rodolfo, monje, 522 sig. T
Rogelio de Chalons, 69. —
Roger, abad de Trois-Fontaines, 59. Tancredo, conde, 513.
Roger de Chalons, 85. Tarentaise, 271.

758
INDICE ALFABETICO

Teobaldo, arzobispo de Canterbury, Valerios, 734.


402, 469, 491. Valois, 736.
Teobaldo, conde de Champaña, 161- Valor moral de las acciones, 140 sig.,
168, 175, 308, 360, 382, 420, 514, 461 sigs.
640. Valterio de Lille, 353.
Teología, 24. Vannes, 404, 409.
Teresa de Jesús, Sta., 90, 202 sig. Verdún, 145.
Tertuliano, 679. Verfeil, 509.
Tescelín, padre de B.: muerte, 72; Vezelay, 515 sig.
ocupaciones, 19; posición social, Vicente de Beauvais, 72.
18; virtudes, 18; vocación, 71 sigs. Vicente Ferrer, San, 686, 688, 694.
Tevorgilla, 453. Víctor IV, papa, 328 sig.
Textores, 474. Víctor, San, 726-731.
Thighernan O’Rourke, 453. Vida religiosa, 67, 370-372.
Thompson, Francisco, 681. Vienne, 108.
Thurstan, arzobispo, 273, 451. Ville-sous-la-Ferté, 668.
Tolosa, 505. Virgilio, 278, 370.
Tolosanos, 474. Vital de Mortain, 547.
Tomás de Aquino, Santo, 34, 97, 141, Viterbo, 315.
193, 203, 206, 214, 401, 627 sig.v Vitri, 445, 514.
635 sig., 639, 677, 679. 687, 733. Volmar, monje, 554.
Tomás de Becket, Santo, 54. VolTAIRE, 743.
Tomás de Beverley, 367-369. Vossius, 594.
■Tomás de San Omar, 369.
Tomás de San Víctor, 284.
Torquemada, 414.
Tournay, 111, 239.
w
Tours, 24, 281 sig. Walterio de Chaumont, 371.
Trabajo de los monjes, 68. Walterium de Londres, 565.
Trivium, 24. Walters, Agnes, 10.
Troves, 37, 181. Walter, noble, 272.
Turner, 409. Waterford, 366.
Turold, 643. Waterworth, 616.
Watkin, Williams, 10.
Wedewer, 680.
u William of Newburgh, 15.
William of Tyre, 15.
Ueberweg, 408 sig. Wolsey, 34.
Ultrarrealismo, 404 sig. Wrench, 15.
Universales, 404 sig. Wycliff, 497.
Universidad de París, 384.
Urbano II, papa, 39, 512.
Urbano III, papa, 667.
Urbano VII, papa, 594. Y
Yonne, 54.
York, 272 sig., 472.
V Yorkshire, 261, 367.
Vacandard, 14 sig., 18, 24, 93, 124,
149, 165, 168, 184, 237, 243, 246,
248, 251, 277, 283, 287, 292 sig., z
301, 314, 384, 425 sigs., 445 sigs.,
473, 544, 567, 648, 664, 671 sigs., Zamora, 275.
690, 741 sig. Zenghi, emir, 514.

759
INDICE ESCRITURISTICO

Gen 48, 22; 492.


49, 18; 102.
1, 3; 387.
26; 195.
2, 17; 62. Ex
18; 710.
3, 1; 62. 1, 14; 392.
2-3; 62. 3, 3; 273.
4; 62. 5; 490.
6; 98. 14; 630.
7; 141. 5, 12; 618.
8; 713. 6, 3; 441.
12; 712. 7, 306.
15; 663. 8, 19; 240, 273,489.
18; 196. 17. 470.
4, 10; 448, 706. 12; 244.
14; 496. 18 586.
19; 484. 18; 606.
7, 24; 608. 19 417.
9, 173. 20, 5; 706.
15, 6; 724. 12; 379.
17, 5; 489. 32, 9; 589.
18, 27; 470, 488. 12; 588.
31; 164. 33, 11; 722.
28, 12; 150. 20; 722.
17; 490. 23; 722.
34, 1-2; 98.
37, 23; 133.
27; 713. Lev
32; 114.
39, 12; 371. 5, 17-19; 442.
40, 10; 377. 19, 14; 190.
45, 26; 488.

761
AILBE J. LUDDY

Ntim 10, 6-7; 144.


14-16; 328.
11, 16; 616. 18, 618.
17; 619. 18; 661.
24, 618. 19, 4; 149.
24, 19; 104.
25, 7; 259.
7-8; 517. 2 Reg
26, 10; 290.
35, 11-12; 393. 2, 12; 733.
4, 27; 641.
38-41; 357.
Dt 4, 40; 89.
3, 6; 485. 41; 394.
4, 24; 711. 5, 618.
6, 5; 710. 8; 491.
23, 7; 244. 20-27; 622.
31, 23; 492. 13, 21; 578.
32, 10; 139.
13; 550.
13-14; 383. 1 Par
39; 705.
16, 12; 708.
22, 5; 493.

5, 2; 691. Tob
4, 16; 208.
10, 4; 643.
Idc
6, 37; 712. 2 Mach
15, 10; 733.
18, 19; 468. 1, 4; 550.
19-20; 590.

lob
1 Sam
2, 626.
3; 5, 7; 318.
489.
8; 6, 7; 604.
3, 603.
28; 10; 341.
13, 104.
14; 12; 340.
15, 341.
35; 7, 17; 715.
295.
13; 10, 22; 115, 712.
16, 13, 25; 715.
17, 419.
33; 419. 26; 146, 715.
18, 1; 340. 14, 1; 318.
4; 171.
5; 369.
2 Sam 17, 1; 488.
2; 35.
1, 22; 517. 19, 21; 340.
7, 9; 523. 24; 557.
16, 5; 246. 27; 383.
19, 4; 341. 21, 13; 240.
6; 449. 24, 15; 733.
20-21; 116.

1 Reg Ps
3-4; 258. 1, 3; 643.
10, 1; 574. 6; 316.

762
INDICE ESCRITURISTICO

7; 380. 26, 2; 627.


8; 104. 4; 319.
9; 368. 8; 205.
2, 2; 250, 252. 13; 229.
3; 250. 24; 225.
12; 150, 212, 721. 27, 4; 491.
3, 4; 328. 12-13; 328.
4, 5; 154, 258. 28, 4; 387, 491.
6; 65. 29, 6; 386.
6, 4; 366. 30, 2; 319.
8; 601. 7; 588.
7, 3; 506. 11; 705.
12; 706. 20; 130, 208.
15; 522. 24; 707.
8, 5: 715. 32, 1; 387.
6; 352, 435. 5; 714.
9, 9; 588. 6; 357.
10; 719. 9; 709.
13; 706, 729. 12; 293.
17; 254. 33, 3; 128.
29; 496. 9; 130, 204,208.
10, 2; 730. 19; 721.
7; 340, 418, 707. 34, 1; 708.
11, 6; 416. 2; 730.
13, 2; 520. 3; 724.
3; 496, 588. 35, 8; 505.
4; 496, 511. 9; 477, 728.
5; 242, 350, 370. 10; 106.
6; 492. 36, 4;. 357.
14. 4; 331. 6; 256.
15, 2; 194. 18; 340.
8; 212. 24; 355, 494.
16, 7; 575. 27; 703.
12; 250. 28; 197.
17. 2-3: 198. 38, 14; 319.
3; 198. 39, 6; 516.
8; 519. 11; 275, 500.
12; 549, 702. 40, 2; 327.
26; 618. 3; 727.
27; 636. 41, 3; 205.
28; 417. 4; 44.
38; 511. 8; 335.
46; 730. 43, 1; 255.
18, 2; 696. 20; 730.
6; 150, 549. 22; 112.
7; 371, 712. 22; 357.
10; 588. 44, .3; 371.
19, 8; 303. 4; 285.
20, 4; 202, 488. 8; 417.
21, 7; 353, 725. 10; 114, 616.
11; 378. 11-12; 371.
17; 724. 12; 101.
18; 724. 17; 500.
22, 1-2; 727. 45, 5; 240, 625, 728
4; 357, 366. 47, 8; 348.
23, 10; 195. 9; 571.
24, 1-2; 355. 48, 18; 351.
6; 588. 21; 490.
7; 442. 49, 15; 107, 204.
11; 65. 18; 70.
13; 383, 727. 22; 363.
25, 8; 121.

763
AILBE J. LUDDY

50, 19; 709. 49; 720.


20; 714. 65; 259.
51, 9; 491. 78, 12; 64, 102, 397.
52, 6; 170. 79, 13; 480.
53, 8; 591. 14; 506.
10; 591. 81, 2; 603.
54, 6; 490. 82, 13; 253.
9; 719. 83, 11; 490, 492, 642.
13-14; 650. 85, 5; 468.
14-15; 392. 86, 1-2; 351.
15; 644. 3; 66, 351.
22; 466. 4; 351.
55. 5; 589. 7; 351.
57, 6; 468. 87, 13; 436, 728.
58, 12; 522, 523. 14; 203.
59, 4; 255. 16; 469.
5; 255, 647. 17; 335.
9; 452. 88. 23; 283.
60, 4; 599. 31-33; 33.
5; 469. 35; 347.
61, 10; 252. 87. 3; 387.
62, 12; 415. 15; 62.
19; 589. 90, 1; 716.
63, 7; 633. 3; 709.
14; 504. 9; 354.
64, 14; 550. 11; 714.
65, 5; 369, 391, 456, 706. 12; 715.
12; 383, 576. 13 ; 417, 718.
14; 78. 92, 2; 599.
66, 19; 491. 5; 432.
67, 3; 711. 93, I; 706.
5; 61. 2; 618.
6; 448. 10; 195, 371.
9; 240. 95, 2; 696.
10; 240, 550, 11; 240.
19; 223. 98, 4; 201, 377.
34; 388. 99, 2; 370.
68, 2; 646. 3; 702.
3; 64. 100, 1; 711.
5; 724. 101, 1; 490.
27; 319. 26-28; 211.
70, 6; 378. 102, 5; 368.
11; 511. 8; 726.
16; 727. 18; 386.
19; 723. 103, 5; 715.
71. 18; 254. 25; 105, 712.
72, 5; 113. 104, 11; 724.
9; 427. 21; 490.
22; 467. 105, 24; 131.
73, 7; 246. 30; 285.
12; 223. . 35; 121.
74, 3; 162. 106, 8; 714.
75, 5; 368. 10; 435, 714.
11; 576. 23; 386.
12; 447. 40; 588.
12-13; 176. 108, 52; 589.
13; 249, 335, 492. 109, 3; 63.
76, 3-4; 197. 110, 1; 63.
11; 128, 241, 249, 489, 703. 10; 399.
15; 628. 111, 5; 125,
77, 3; 273. 10; 520.
25-26; 213. 15; 578.

764
INDICE ESCRITURISTICO

112, 7-8; 489. 142, 9-10; 355.


113, 2; 187, 588. 143 3; 708, 715.
13; 491. 5; 707.
115, 3; 706. 12; 304.
12; 64, 197, 717. 144, 3; 198.
15; 186. 7; 476, 724.
45; 581. 145, 2; 708.
117, 6; 420. 7; 608, 619.
14; 365. 146, 5; 198.
18; 157. 147, 3; 550.
24; 574, 727. 12; 387.
118, 49; 370. 15; 370.
54; 728. 17; 44.
60; 183. 18; 44.
63; 622. 148, 336.
99; 434, 441. 5; 197, 387.
103; 352. 14; 544.
106; 549. 149, 7; 619.
115; 143. 7-8; 493.
126; 250.
127; 342.
139; 259. Prv
143; 334.
162; 476. 1, 5; 352.
119, 5; 319. 7; 211.
120, 4; 719. 3, 2; 470.
121, 1; 84. 27; 275.
122, 1; 98. 9, 17; 417.
124, 3; 187, 654. 10, 1; 489, 581.
125, 2; 715. 11, 275.
3; 293, 581. 6; 480.
4; 628. 26; 166.
6; 316. 14, 13; 574.
7; 278, 329. 16, 4; 706.
128, 1-3; 659. 8; 408.
3; 724. 18, 19; 659.
4; 49. 21, 6; 107.
129, 7; 197, 241, 483. 22, 28; 434.
130, 1; 353, 394, 418. 23, 14; 77.
2; 600. 25, 27; 425.
131, 7; 490. 27, 6; 450.
14; 293, 575. 31, 19; 174.
15; 293. 31; 383, 728.
132, 1; 574.
135, 4; 241.
4; 493. Eccl
25; 195.
136, 1; 728. 1, 18; 397.
4; 366, 383. 12, 13; 708.
137, 5; 242. 14, 5; 70.
138, 1; 66, 67.
6; 703.
9-10; 382. Cant
11; 577.
11-12; 337. 1, 2; 250.
12; 256. 3; 125, 150, 222.
16; 198. 4; 338.
17; 717. 6; 312.
21; 348. 12; 666.
140, 4; 448. 2, 2; 716.
5; 645. 5; 196, 727.
141, 8; 649, 729. 6; 676.

765
AILBE J. LUDDY

11-12: 328. 45, 1; 517.


12; 488. 2; 727.
14; 101. 51, 4: 707.
15; 497, 477.
16; 213.
17; 66. Is
3, 1; 102, 196.
2; 417. 2, 10; 68.
4; 574, 630. 3, 16; 167.
11; Til. 5, 20; 190, 462, 590.
12; 492. 25; 496.
4 2; 730. 6, 18; 391.
7; 213. 8, 3; 588.
15; 728. 14; 718, 719.
16; 712. 18; 344, 382, 504.
6, 9; 354, 697. 9, 6: 387.
' 8, 1; 130. 21; 588.
5; 712, 728. 11, 2; 443.
6; 580, 662. 3; 62, 433.
4; 617.
6; 387.
Sap 12, 3; 61, 351, 484, 550.
16, 6; 660.
2, 20; 725. 21, 14; 241.
3, 2; 580. 26, 8; 723, 730.
4, 10; 729. 10; 715.
5, 1; 171, 502. 28, 19; 438.
7, 30; 155. 20; 484.
8, 1; 353, 639. 21; 725.
9 15; 465. 30, 15; 151.
10, 10; 328. 33, 17; 151.
12; 389. 38, 5; 65.
17; 615. 14; 66, 67, 484.
21; 371. 16; 724.
11, 21; 638. 40, 4; 242.
25; 626, 638. 44, 3; 725.
18 19; 726. 45, 2; 62.
46, 8; 351.
53, 2; 725.
Eccli 2-4; 72;5.
7; 219, 729.
1, 7; 200. 8: 702, 725.
8; 151. 12; 725, 726.
18; 282. 55, 2; 383.
3, 23; 617. 9; 64, 629.
4, 25; 252. 58, 1: 499.
6, 32; 728. 3; 89.
9, 1; 229. 59, 1; 520, 659.
10, 1; 151. 61, 10; 727.
4; 63. 62, 2; 489.
15; 172. 3; 727.
16; 443. 6; 716.
13, 3; 549. 63, 1; 704.
15, 3; 728. 64, 1; 549.
18, 6; 135. 66, 2; 172.
22, 2; 150. 24; 389.
6; 118. 67, 8; 64.
24, 29; 150.
31; 216. 1er
30, 24; 344.
31, 9-10: 220. 1, 5; 377, 378.
32, 9; 352. 10; 491, 597.

766
INDICE ESCRITURISTICO

4, 22; 608, 614, 722. loel


5, 3; 340.
6, 14; 588. 1, 17; 368.
7, 3; 318. 2, 14; 469, 615, 647.
9, 1; 707. 28; 441.
5; 608, 614. 3, 18; 550.
14, 19; 588.
17, 5; 645.
18; 637. Am
18, 20; 146.
24, 11; 626. 6, 6; 295.
31, 29; 149.
48, 10; 520.
Jl, 6; 393. Hab
3, 1; 146.
Lam

1, 1; 501. Zach
12; 343.
2, 2; 544. 1, 14; 628.
3, 25; 203,213, 635.
26; 151.
30; 196, 725. Mal
4, 1; 282, 377, 501.
1, 6; 199, 706.
12; 671.
Bar 2,13; 671.
3, 38; 435, 519, 727.

Ez 3, 7; 392.
9; 615.
1, 9; 589. 10; 492.
2, 7; 500. 4, 19; 387.
3, 17; 174. 5, 3; 167, 383, 389.
18; 119. 4; 305.
11, 19; 605. 5; 340.
16, 49; 482. 6; 90, 198.
18, 4; 391. 7; 116, 162, 372.
23; 387, 520. 13-14; 119.
33, 11; 663. 14; 483.
15; 170, 364, 483, 522.
19; 460.
Dan 22; 460.
26; 65, 706.
2, 20; 367. 5, 45; 195.
34-35; 483. 46-47; 196.
12, 3; 397. 6, 3; 112.
13, 46; 369, 472. 20; 160.
21; 388.
22-23; 154.
Os 23; 462.
24; 170, 371.
4, 6; 397. 33; 402.
8, 4; 392. 7, 2; 162, 372.
11, 14; 479. 4; 460.
13, 14; 337. 6; 130, 519.
14, 6; 282. 12; 208.
15; 496.
15-16; 505.

767
AILBE J. LUDDY

16; 480. 24; 110.


8, 11; 727. 27; 353.
12; 79, 707. 37; 469.
20; 389. 24, 15; 246.
9, 2-6; 484. 33; 66.
13; 75. 43; 495.
10, 8; 619. 25. 12; 391.
16; 139, 462. 21; 578, 649.
19; 420. 23; 104.
25; 460, 522. 34; 242.
27; 128. 45; 171.
37; 372. 26, 23; 392.
11, 3; 102. 24; 255.
6; 588. 33; 647.
8; 79. 34; 222.
12; 652, 730. 39; 320.
25; 549. 41; 461, 663.
29: 172, 725. 33, 3; 394.
12, 26; 371. 36, 53; 520.
29; 62.
■ 32; 484.
37; 78, 457. Me
45; 492.
13, 7-22; 721. 9, 22; 138, 394, 577.
24-30; 716. 43; 707.
47-48; 391. 13, 45; 613.
14, 618. 14, 4; 43.
30; 719. 16, 20; 589.
15, 4; 372. 27, 51-52; 723.
13; 491.
14; 120, 459.
22-28; 371. Le
28; 484.
16, 1; 362. 1, 17; 613.
17; 230. 26; 624.
19; 244. 26-38; 100.
26; 595. 27; 104, 105.
17, 4; 626. 28; 711.
18, 3; 387. 30; 713.
6; 325, 459. 34; 442.
7; 131, 255, 522, 644. 35; 379.
10; 624, 724. 41; 378.
28; 67. 45; 427.
19, 6; 659. 52-53; 708.
11; 173, 393. 69; 313.
12; 463. 77; 367.
19, 14; 505. 78; 65, 327, 574.
29; 534. 79; 720.
20, 6; 598. 2, 14; 254.
6-7; 598. 34; 246.
12; 664. 44; 371.
28; 439. 49; 212.
21, 12; 618. 51; 103.
44; 719. 52; 150.
22, 21; 314, 659. 3, 14; 187.
24; 456. 5, 5-6; 387.
30; 66. 6, 23; 464.
38; 460. 24; 197.
23, 2-3; 464, 485. 27; 207.
4; 335. 38; 197.
13; 258. 45; 99.
15; 369. 47; 196.

768
INDICE ESCRITURISTICO

8, 278. 16; 482, 712.


15; 383 27; 436, 489.
9, 62; 78', 274, 463. 2, 6; 476.
10, 6; 278. 7; 450.
16; 176, 459, 485. 8; 544.
24; 441. 10; 476, 647.
30; 493. 17; 259.
35; 615. 29; 590.
37; 609. 3, 5; 439.
40; 575. 16; 194.
42; 720. 20; 636.
11, 8; 264. 27; 713.
13; 704. 3, 29; 250, 489.
17; 471. 4, 13; 728.
28; 386. 18; 130.
52; 392. 5, 19; 729.
12, 5; 707. 22; 711.
14; 607. 25; 386.
19-20; 391. 36; 491.
42; 619. 43; 251.
13, 7; 304. 45; 418.
14, 10; 490, 727. 6, 5; 98.
10-11; 394. 37; 350.
18; 393. 44; 221, 351.
19; 66, 67. 61; 104, 393.
23; 221. 69; 386.
28; 523. 70; 485. *
30; 308. 71; 245.
15, 7; 368. 7, 37; 549.
10; 240. 8, 25; 630.
16; 390. 44; 388, 434, 448, 522.
17; 211. 10, 1; 491.
32; 77. 9; 245.
16, 9; 164, 283. 12; 394.
25; 391. 18; 219.
17, 2; 722. 20; 154.
10; 227. 22-23; 704.
21; 119, 464. 32; 146.
18, 2; 99. 33; 146.
4; 605. 11, 11; 578.
19, 41; 341. 16; 576.
42; 282. 29; 371.
20, 38; 320. 35: 342.
21, 25-26; 624. 11, 51; 485.
26; 502. 52; 240.
22, 15; 577. 12, 3; 504.
32; 426. 26; 609, 729.
38; 535, 646. 31; 299.
48; 392. 13, 1; 580.
23, 34; 392, 460. 8; 367.
46; 337. 21; 651.
23-24; 442. 14, 6; 224, 400, 710.
24, 32; 746. 10; 628.
49; 366, 702. 15; 207.
25, 19; 444. 26; 704.
28; 242, 580.
30; 727.
loh 15, 5; 217.
6; 479.
1, 5; 636. 12; 391.
10; 632. 13; 195, 723.
14; 126, 724. 22; 440.

769
S. BERNARDO.---- 49
AILBE J. LUDDY

16, 2; 442, 6; 436.


8; 703, 12; 219.
13; 725. 19; 391.
33; 80. 21; 305, 705.
17, 1; 344, 383. 22; 219.
4; 725. 23; 151.
11; 577. 7, 14; 114, 340.
18, 11; 646. 14-20; 227.
19, 12; 313. 16; 208.
23; 114. 18; 217.
24; 114, 325. 24; 730.
30; 726. 8, 7; 208.
37; 254. 15; 78, 703.
20, 19; 702. 17; 66, 718.
22-23; 424. 18; 66, 197, 226, 393,
21, 18; 605. 464.
23, 15; 254. 21, 219.
26; 217, 461, 703 , 704.
28; 150, 366.
Act 31; 80.
32; 195, 725.
2, 17; 441. 39; 186, 549.
3, 6; 106, 331, 598. 9, 16; 217, 225, 617.
8; 508. 21; 66, 126.
4, 32-35; 118. 22; 392.
5, 618. 10, 2; 362, 459, 462, 468.
15; 306. 10; 431.
20; 140. 12; 203.
38-39; 703. 13; 225.
40-41; 703. 15; 511.
7, 27-28; 629. 17; 210.
8, 20; 491. 11, 13; 170, 427.
30; 549. 20; 78, 490.
9, 1; 442. 29; 706.
5; 335, 636. 33; 639.
8; 222. 35; 709.
15; 106, 353, 733. 36; 428, 631.
10, 48; 675, 676. 12, 2; 626.
12, 8-11; 258. 3; 397.
13, 618. 17; 364.
22, 39; 312. 19; 470.
20; 207.
13, 1-2; 359.
Rom 2; 305.
3; 418.
1, 14; 120, 174, 194, 711. 4; 486.
16; 131. 8; 717.
18; 358. 12; 465, 576.
20; 702. 12-13; 106.
31; 208. 14; 465.
4, 18; 427. 14, 5; 155.
5, 3; 328. 8; 186.
5; 130, 368, 705. 17; 354.
7; 726.
7-10; 64.
10; 194, 709, 725. 1 Cor
12; 506, 692.
15; 710. 1, 19; 35.
18; 437. 24; 710.
20; 393. 25; 726.
6, 4; 437. 26-28; 240.
5; 465. 2, 2; 106, 196.

770
INDICE ESCRITURISTICO

8; 104, 460. 22; 436.


9; 66, 549. 24; 723.
10; 427. 24-28; 66.
14; 717. 28; 205.
3, 1; 211. 33; 278.
6; 367, 615. 46; 204.
8; 383. 55; 337.
9; 224, 509. 57; 328.
17; 319. 16, 22; 708.
4, 3; 590.
4; 603.
5; 388, 588.
7; 225. 2 Cor
14; 78.
15; 319, 489. 1, 3; 242, 706.
5, 6; 151, 278. 5; 357.
13; 496. 7; 328.
6, 5; 493. 12; 89, 728.
7; 202. 17; 588.
17; 629. 17-19; 63.
20; 728. 23; 489.
7, 3; 598. 2, 8; 373.
20; 114. 3, 5; 224, 710.
29; 398. 17; 219.
34; 364. 18; 213, 223, 241, 729
8, 1; 35, 396, 397. 4, 16; 351.
2; 398, 460. 17; 231, 720.
9, 4-5; 187. 18; 580.
17; 320. 20; 618.
18; 394, 613. 5, 1; 389.
19; 607. 4; 164.
22; 168, 711. 6; 319, 464.
24; 150. 7; 580.
26; 282, 588. 9; 619.
27; 174. 14; 692.
10, 3; 389. 19; 724.
12; 150, 229. 6, 2; 160, 519.
13; 718. 7, 5; 343.
20; 131. 9; 154.
22; 114. 8, 18; 517.
31; 400. 9, 6; 152.
ii- 20; 116. 7; 152, 468.
23; 434. 10, 4-5; 251.
28; 598. 8; 659.
iz, 3; 63, 217. 11, 1-2; 392.
4; 427, 703. 2; 594.
4-11; 114. 3; 62.
7; 629, 702. 9; 258.
9; 701. 20; 606.
11; 627. 23; 146, 663.
31; 172. 26; 653.
13, 1-3; 172. 27; 61, 613.
5; 194, 198, 369. 27-28; 357.
8; 147, 577. 28; 137, 443.
9; 465. 29; 443.
10; 465. 12, 2; 98.
11; 212. 9; 172.
12: 418, 637. 11; 146.
18; 115. 15; 613.
54; 205. 13, 11; 494.
15, 10; 320, 704.
19; 112.

771
AILBE J. LUDDY

Gal 4, 1; 61, 511.


2; 726.
1, 8; 434. 6; 625.
10; 130, 170. 7; 198, 628, 649.
13; 442. 8; 494.
14: 442. 9; 318.
2, 11; 491. 13; 138.
4, 1; 718. 17; 121.
2; 718.
7; 337.
27; 61. Col
5, 10; 249.
12; 249. 1, 26; 435.
21; 482. 2, 3; 172, 371.
6, 2; 155. 9; 172.
8; 705. 9; 353, 724.
3, 1; 171.
3; 353.
Eph 4; 67, 519.
5; 465.
2, 2; 624. 16; 577.
4; 725.
12; 167.
19; 241, 383, 715. 1 Thes
21; 599.
3, 17; 464. 1, 5; 511.
18; 639, 713. 2, 19; 319, 489.
18-19; 638. 4, 1; 581, 607.
19: 196. 5, 19; 274.
4, 3; 147, 251, 318.
5; 325.
8; 196. 2 Thes
11-13; 114.
24; 351. 2, 3; 145, 255.
5, 5; 121. 7; 479.
6; 240. 9; 476.
8: 106.
18; 482.
6, 12; 730. 1 Tim
1, 7; 726.
Phil 13; 442.
15; 305, 372, 726
1, 6: 47. 17; 199, 254, 717.
21; 186, 607. 2, 4; 221.
22-23; 664. 5; 710.
23; 186. 9; 171.
25; 465. 10; 497.
2, 1; 494. 3, 16; 167, 435.
3; 217. 4, 1-3; 476.
6; 63. 3; 482.
7; 435, 481. 5, 22; 333.
8; 458, 726. 23; 117.
10; 186. 24; 609.
12; 229, 398. 6, 5; 258.
13; 224. 8; 118.
21: 70, 138, 388, 490. 16; 629, 702.
613.
3, 8; 121, 240.
13; 149, 150, 207. 2 Tim
13-14; 78, 212.
18; 254, 351, 496. 1, 1; 575.
20; 464. 12; 227, 432.

772
INDICE ESCRITURISTICO

2, 16-17; 481. 6; 719.


20; 497. 9; 106, 304, 658.
3, 5; 393, 496, 506, 511. 3, 20; 325.
4, 3-4; 416. 4, 6; 387.
7-8; 226. 5, 2-3; 599.
3; 489.
5; 305.
Tit 6; 353.
2, 13; 212, 390. 7; 627, 715.
14; 293. 8; 139, 391, 496.
3, 5; 207, 217.

Heb 2 Pet
1, 3; 63, 357, 380. 3, 15; 366.
4; 600. 18; 63.
14; 624, 715, 729.
2, 17; 711, 713.
4, 12; 250, 327, 387.
15; 713. 1 loh
5, 7; 713.
8; 98, 711. 2, 6; 150.
6, 6; 227. 17; 351, 369, 705.
9, 7; 581. 27; 361, 550.
10, 31; 335. 3, 2; 66, 638, 718.
11, 1; 431, 717. 18; 208.
12, 6; 77. 4, 1; 139.
9; 580. 8; 214.
13, 14; 579. 10; 194, 709.
16; 199.
18; 199, 364.
lac 5, 16; 100.
1, 2; 647. 17: 400.
5; 706. 19; 390.
6; 703.
17; 223, 241, 651.
717.
20; 295. Apc
27; 151.
2, 13; 162, 372, 469. 1, 1; 369.
14; 304. 6; 658.
3, 2; 367. 2, 7; 549.
4, 4; 170. -■» 7; 371.
6; 172, 323, 361. 16; 274.
15; 390. 7, 14; 729.
17; 399, 704. 12, 9; 711.
13, 5-7; 250.
6; 254.
1 Pet 14, 2; 113.
8; 544.
1, 22; 458. 13; 186.
2, 2; 211, 387. 22, 12; 229.

773
INDICE

Págs.
Prefacio a la segunda edición inglesa.................................................. 9
Prólogo........................................................................................................ 11
I. Los PRIMEROS AÑOS ... ...................................................................... 17
Linaje del santo: su nacimiento y niñez ..................... 17
II. Formación intelectual ......................................................... 23
Escuelas de la época ......................................................... 23
Bernardo en Chatillón-sur-Seine ................................... 24
Muerte de su madre ......................................................... 28
III. La llamada de Dios.............................................................. 31
Pruebas y vocación de Bernardo .................................. 31
Relato del origen de Molesme y Citeaux ............... 36
IV. Pescador de hombres .......................................................... 42
Conversión de los parientes y amigos de Bernardo 42
Estancia en Chatillón ......................... 47
Adiós a Fontaines.............................................................. 49
Noviciado ............................................................................ 50
V. Clairvaux ... ............................................................................. ... 54
Fundación de Clairvaux ................................................... 54
Miseria ................................................................................. 56
Enfermedad de Bernardo .................................................. 60
VI. Historia de una deserción ............................................... 69
Recluta de los canónigos regulares de San Agustín 69
Fulk ........................................... 70
Defección de Roberto........................................................ 73
Carta a Roberto .......................... 75

775
INDICE

Págs
VIL Trois-Fontaines y Fontenay .............................................. 82
Conversión e historia subsiguiente de Humbelina ... 82
Trois-Fontaines y Fontenay ............................................. 84
Enfermedad de Bernardo ............................................... 85
Guillermo de San Thierry visita Clairvaux .............. 86
VIII. Se manifiesta el taumaturgo .......................................... 91
La Carta de Caridad ........ 91
Primeros milagros ..................................... 93
Tratado sobre la humildad ............................................. 97
Sobre las glorias de la Virgen Madre .......................... 100
IX. Pedro el Venerable: el adversarioamigo .................. 108
Disgustos con Cluny.......................................................... 108
Pedro el Venerable .......................................................... 109
La Apología ....................................................................... 110
X. Historia de una conversión ............................................ 123
Consecuencias de la Apología ................................... 123
Correspondencia con Pedro elVenerable ....................... 124
Conversión de Suger........................................................ 127
Drogo ................................................................................... 133
XI. Influencia de Bernardo ...................................................... 136
El caso del abad Arnold ............................................ 136
Relaciones e influencia de Bernardo con los cartujos
premonstratenses, frailesybenedictinos ................. 142
XII. Enfermedades y visiones ................................................... 153
Muerte de Gaudry ....................................................... 153
Instrucciones sobrela misa ............................................ 154
Enfermedades ... ............................................................... 156
Visiones ................................................................... 157
El conde Teobaldo ....................................................... 161
Bernardo como abogado de los pobres y los desgra­
ciados ...., .................................................................... 163
Pionero en ciencia social.................................................. 165
XIII. El buen pastor ................................................................... 169
Tratado sobre el oficio episcopal ........................... ■■■ 169
Ascenso de los muchachos a las dignidades eclesiás­
ticas ............................. 173
Bernardo defiende a Enrique, arzobispo de Sens y a
Esteban, obispo de París, contra la tiranía de Luis
el Gordo ........................................................................ 176
Protesta contra la acción de Honorio II ............... ... 177
Una profecía cumplida .................................................... ISO
XIV. Los templarios ..................................................................... 182
Concilio de Troyes ........................................................... 182
Los Caballeros templarios ............................................... 183
Elogio de Bernardo .......................................................... 185
Disgusto con Roma .......................................................... 189
XV. El amor divino ..................................................................... 192
Doctor del Santo Amor ................................................. 192
XVI. La gracia ............................................................................... 215
Doctor de la gracia divina ............................................. 215
XVII. Bernardo y el cisma .................. 229
Anécdotas ............................................................................ 229

776
INDICE

Págs.
Origen del cisma ............................................................... 232
Concilio de Etampes ......................................................... 234
Dieta de Wurzburgo ....................................................... 236
Los reyes de Inglaterra y Alemania ganados para el
partido de Inocencio ................................................ 238
Reclutas para Clairvaux ................................................... 239
XVIII. La visita del Papa ........ . ................................................. 243
Inocencio en Clairvaux ................................. 243
Concilio de Reims ........................................................... 244
Llamamiento al arzobispo Hildeberto ........................... 246
Gerardo de Angulema ..................................................... 247
El duque Guillermo .......................................................... 248
Cartas a Geofredo de Loroux y a los obispos de Aqui-
tania ............................................................................. 249
XIX. La oración de la música ................................................ 260
Corrección de los libros de coro ................................. 260
El canto cisterciense ......................................, ............... 261
XX. Guardián de la justicia ................................................... 271
Rievaulx ............................................................................... 271
Fountains ............................................................................. 273
Vaucelles y Moreruela ................................................... 275
La elección de Tours: celo por la justicia .............. 281
XXL Misiones y milagros ............................................................ 286
Muerte de Esteban: su sucesor ................................... 286
Guillermo de San Thierry ingresa en la Orden de
Citeaux ......... 288
Conversión del duque Guillermo .................................. 289
Carta a los pisanos .......................................................... 293
Bernardo ayuda a restaurar la paz en Alemania ... 294
Concilio de Pisa .................... 295
Misión en Milán ................................................................ 296
Entusiasta bienvenida ...................................................... 297
Milagros............................................................................... 298
Rechaza el arzobispado .................................................... 301
El ángel de la paz ............................................................. 302
XXII. Sermones sobre el Cantar de los Cantares ......... 307
Erección del nuevo monasterio en el Valle de la
Gloria............................................................... 307
Comienzo de los sermones sobre el Cantar de los
Cantares ...................................................................... 309
Carta al emperador ........................................................... 313
Muerte de Guido ........ , ................................................... 314
Otra llamada a Italia ..................... 315
En Montecasino ................................... 316
Cartas al Capítulo General y a la comunidad de
Clairvaux ..................................................................... 318
XXIII. La elección de Langres ..................................................... 322
Derrota del rey Roger ..................................................... 322
Conferencia en Salerno .................................................... 323
Conversión del cardenal Pedro ....................................... 325
Muerte de Anacleto .......................................................... 327
Víctor IV: su sumisión .................... 328
Regreso de Bernardo al hogar ....................................... 329
La elección de Langres .................................................... 331

777
INDICE

Pdgs.
XXIV. Bernardo rehúsa la mitra ..................................................... 336
Muerte del beato Gerardo: oración fúnebre .............. 336
Bernardo elegido arzobispo de Reims .......................... 343
Amadeus .................................................................. 345
Conrado elegido emperador ... ..................................... 345
Décimo Concilio Ecuménico ......................................... 346
Bernardo reconviene al Papa ........................................ 346
Una mirada a Clairvaux: carta de Pedro de Roya 348
XXV. La prisión del Papa ........................................................... 356
Sermones sobre el salmo XC ........................................ 356
El papa Inocencio, cautivo ............................ 358
Bernardo censura al arzobispo de Sens ..................... 359
Sus relaciones con las monjas y otras mujeres devotas 361
San Malaquías visita Clairvaux y Roma ... .............. 365
Los primeros cistercienses irlandeses ........................... 366
Tomás de Beverley y Tomás de San Omer .............. 367
Estima de la vocación religiosa ... ................................ 370
XXVI. Doctrina sobre la Inmaculada Concepción .................... 374
Bernardo condena la fiesta de la Concepción ........ 374
Roger entre los profetas ....... 382
El santo predica a los estudiantes de París .............. 384
XXVII. Protector de estudiantes ............................. 396
Apreciación de Bernardo del conocimiento humano 396
Un patrón de los escolares ........................... 401
Pedro Abelardo ................................................................. 403
XXVIII. Contra Abelardo ........ 410
Bernardo visita el Paracleto .......................... 410
Guillermo de San Thierry da la alarma ... .............. 411
Conferencia con Abelardo ............... 415
Comienzan las hostilidades ..................... 416
Concilio de Sens ............................................................... 417
Abelardo se niega a defenderse ............... 421
Explicaciones probables ........, ........................................ 422
Carta de Bernardo al papa Inocencio . ......................... 423
XXIX. El Doctor de los Sacramentos .............. 439
Doctrina sobre el bautismo y los pecados cometidos
por ignorancia .......................................................... 439
Carta a Joscelin ................... 450
La elección de Burdeos: guerra civil ........................... 451
Los cistercienses en Irlanda ............... 452
Tratado sobre los preceptos y la dispensa .............. 454 -
XXX. Auxilio de los afligidos ... ............................................... 466
Bernardo incurre en el desagrado del Papa .............. 466
Abogado de los afligidos.................................................. 468
Celestino II: paz por fin ................................................. 470
Los herejes de Colonia ............................ 473
Carta de Eberwin .............................................................. 475
El santo denuncia a los apostólicos y refuta sus doc­
trinas ....................... 478
XXXI. Maestro del pueblo romano ................................. 487
Eugenio III: cartas de Bernardo a él y a la Curia ro­
mana ................................................... 487
El santo se opone a Amoldo de Brescia ..................... 494
Establecimiento de la República romana ..................... 498
Llamamiento de Bernardo al pueblo de Roma.............. 499

778
INDICE

Págs.
XXXII. El pacificador ....................................................................... 503
Viaje al sur de Francia ................................................... 503
El santo lleva la paz a la Iglesia de Burdeos ... ......... 504
Triunfo completo sobre los herejes: carta a los ciu­
dadanos de Tolosa ..................................................... 505
XXXIII. ¡Dios lo quiere 1 ... .......................................................... 512
La segunda cruzada .......................................................... 512
Vezelay ........ , ........................... ................................. 515
El arzobispo Sampson, en apuros ................................. 516
Misión y milagros en la región del Rhin .............. 522
XXXIV. La derrota de los cruzados ......... 528
Dieta de Spira................................ 528
Conrado toma la cruz ..................................................... 530
El santo visita Colonia .................................................... 532
Regreso a Clairvaux ................................. ... ............... 533
Etampes ............... 535
Frankfort: cruzada contra los eslavos ..................... 536
Autenticidad de losmilagros atribuidos a Bernardo 537
Partida de los cruzados ................................................... 538
Traición griega .................................................................. 539
Destrucción de los ejércitos conducidos por Conrado
y Luis .......................................................................... 541
Triunfo de las armas cristianas en Portugal: Alfonso
Henríquez .......................... , ......................................... 543
Fundación de Alcobapa .................................................... 545
El rey Guimard se hace monje ...................................... 545
XXXV. El Papa en Clairvaux ......................................................... 547
Eugenio, en Francia ............. 547
Adscripción a Citeaux de la Congregación saviñana ... 547
Enrique Murdach ............................................................... 548
La controversia acerca de la elección de York, resuelta
definitivamente ............................................................ 551
Santa Hildegarda ............................................................... 553
Concilio de Reims ...................... 554
Gilbert de la Portée, refutado por Bernardo .............. 556
El Pontífice visita Clairvaux ......................................... 563
Posdata ................................................................................ 564
XXXVI. Muerte de Malaquías ....................................................... 570
Muerte de Guillermo deSan Thierry ............................. 570
San Malaquías va a morir a Clairvaux ..................... 571
Carta a las comunidades religiosas de Irlanda ......... 579
XXXVII. Bernardo escribe su propia apología ........................... 584
Conrado y Luis en Palestina: regreso de los cruzados 584
Exito de la expedición contra los eslavos .................... 585
Clamor contra Bernardo ................................................... 585
Su apología.......................................................................... 587

XXXVIII. El primado de Pedro ............................................................. 592


Bernardo compone el tratado De Consideratione ........ 592
Plan de la obra ................................................................ 595
Tres puntos a estudiar .................................................... 596
La herencia apostólica .., ................................................ 597
Primacía y dignidad del Romano Pontífice .............. 599
Las virtudes que necesita......................... 601
La fuerza de la costumbre .............................................. 604

779
INDICE

Págs.
Advertencias contra la aceptación de personas y con­
tra la actividad excesiva ......................................... 605
Cómo se deben llevar los pleitos ................................. 606
No se debe tolerar la simonía ....................................... 609
XXXIX. Las virtudes del Papa ..................................................... 611
El Papa tiene que ejercer la inspección sobre toda la
Iglesia .......................................................................... 611
Tiene deberes especiales con el clero y el pueblo
romano ......................................................................... 612
Carácter del pueblo romano ........................................ 614
El Colegio de Cardenales debe representar a todas las
naciones cristianas..................................................... 616
Condiciones para el cardenalato ................................. 616
Cómo debe el Papa tratar a sus domésticos ......... 619.
Resumen de las virtudes necesarias en el Romano
Pontífice ...................................................................... 621
XL. Sobre los ángeles .............................................................. 623
Los nueve coros de ángeles y las funciones propias de
cada uno de ellos ................ 623
Cada coro expresa un atributo divino especial que, sin
embargo, se encuentra en Dios en grado infinita­
mente más elevado ...., ............................................ 627
El nombre de Dios ............................ 629
Dios como primer principio de todas las cosas ........ 630
El está sobre las condiciones de tiempo y espacio ... 631
El ser más grande concebible ... ................................. 632
Su unidad y sencillez ............. 633
Luz que atormentará a los reprobos ........................... 636
Largura, anchura, altura y profundidad ..................... 637
XLI. Bernardo salva a Francia ............................................... 640
El santo condena el duelo ............................................. 640
Conversión del príncipe Enrique y un compañero ... 641
La disputa de Beauvais ................................................... 641
Bernardo protesta contra la elevación de sus monjes
al cardenalato ............................................................ 642
Diferencias con Roma ..................................................... 643
Preparativos para la nueva cruzada: Bernardo elegido
comandante en jefe ................. 645
Muerte de Suger ............................................................... 649
Historia de Nicolás .......................................... 650
Muerte de Rainard de Citeaux y de Hugo de Macón 654
El santo salva de nuevo a Francia de la guerra civil 655
XLII. El viaje a Dios .................................................................... 658
Bernardo apela al emperador en favor de Eugenio: su
doctrina sobre las relaciones entre la Iglesia y el
Estado .......................................................................... 658
Muerte de Conrado: los romanos se someten a su
sucesor. Fin de Amoldo............................................ 660
Muerte de Eugenio ............................................................ 661
Enfermedad de Bernardo. Ultima carta ..................... 661
Muerte y funeral del santo ............................................. 663
Misa y oficio de su fiesta: historia de sus reliquias 666
Discípulos distinguidos .................................................... 670
Nostalgia claravallensis .................................................... 671
Monasterios bernardinos ................................................... 671
Títulos dados a Bernardo .............................................. 672

780
INDICE

Págs.

XLIII. Influencia póstuma de San Bernardo ... ........................ 673


Inmensa circulación e influencia de las obras de Ber­
nardo ............................................................................ 673
Es examinada su doctrina sobre el bautismo y el estado
presente de los santos... , ....................................... 675
Los himnos bernardinos ................................................... 679

APENDICES

I. San Bernardo y la Inmaculada Concepción .................... 683


II. Ejemplos de la oratoria de San Bernardo .................... 701
Sobre la doble misión y las diferentes operaciones del
Espíritu Santo .................................. ... ... .............. 701
Sobre los motivos de contrición .................................. 705
Amor de Dios por el alma ............................................. 708
Por qué y cómo deberíamos amar a Cristo ............... 708
Sobre María, corredentora y mediadora universal ... 710
Sobre los ángelesguardianes .......................................... 714
De las cuatro clases de participantes en el cortejo del
Salvador ............. 720
Sobre la pasión delSeñor ............................................... 723
Sobre San Víctor ............................................................. 726
III. Testimonios de la grandeza de San Bernardo ......... 732
De testigos católicos............ . ........................................ 732
De testigos no católicos ... ................................ , ......... 742
Indice alfabético................... 747
Indice escriturístico ................................................................................. 761

781
Nihil obstat: D. Vicente Serrano.
Madrdid, 12 de julio de 1962. Imprí­
mase: f José María, Obispo Auxiliar
y Vicario General

Este libro se terminó de imprimir en


“Selecciones Gráficas”, Avda. del
Doctor Federico Rubio y Galí, 184,
Madrid, el día 22 de marzo de 1963

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