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Otros títulos de la colección

Care Santos

Care Santos El loco de los pájaros


Áncora y Delfín

Obscuritas
David Lagercrantz
Eugene Schieffelin es rico, singular y aficionado a los
pájaros. Su hermana y su mujer, devotas amantes de
El loco de los pájaros
Shakespeare. Sus amigos, miembros de una Sociedad
El refugio de las mariposas más desfasada que científica que sueña con llenar los
Xabier Gutiérrez cielos neoyorquinos de pájaros europeos. Nueva York,
una ciudad que aún no se parece a ella misma, el
La vida secreta de Sylvia Nolan escenario ideal para cualquier locura, por
Núria Pradas descabellada que sea.
Care Santos (Mataró, 1970) es autora de
Esperando al diluvio En esta novela, ambientada en el Nueva York de la
catorce novelas, entre las que destacan
Dolores Redondo segunda mitad del siglo XIX, Care Santos mezcla
Habitaciones cerradas (2011), adaptada a
personajes reales tan extravagantes que podrían ser
la televisión en 2014, El aire que respiras
La hija ejemplar imaginarios con seres imaginarios que merecerían
(2013), Deseo de chocolate (Premi Ramon
Federico Axat ser reales para construir una fábula sobre la
Llull 2014), Diamante azul (2015), Media
condición humana, el poder del amor, el lastre de
la pérdida, la valentía de los pioneros y las
vida (Premio Nadal 2017), Todo el bien
Pájaro de aire y fuego y todo el mal (2018) y Seguiré tus pasos
Pilar Rahola consecuencias fatales que a veces pueden tener
nuestros actos más bienintencionados. (2020). Su obra ha sido traducida a
veintitrés idiomas, entre ellos el inglés,
El precio del honor el alemán, el francés, el sueco, el italiano
Andrea Camilleri y el holandés. Es colaboradora habitual
de El Periódico de Catalunya.
Ese lugar al que llamamos casa
Marta Orriols
@CareSantos
www.caresantos.com
Nadie en esta tierra
Víctor del Árbol

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@edicionesdestino 1595 Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
@eddestino Ilustración de la cubierta: © Abigail Miles / Arcangel y © History
www.edestino.es Archive / Universal Images / Getty Images
www.planetadelibros.com Fotografía de la autora: © Xavier Torres-Bacchetta

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TD 30 mm 21/12/22 17:59
El loco
de los
pájaros
Care
Santos

Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
Volumen 1595

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© Careoriginal:
Título Santos, xxxxxx
2023

Columna
© Autor, añoedicions, llibres i comunicació, S.A.U.
© Editorial Planeta, S. A., 2023
Ediciones Destino, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal,
Ediciones Destino,662-664,
un sello08034 Barcelona
editorial (España)
de Editorial Planeta, S. A.
www.planetadelibros.com
www.edestino.es
www.edestino.es
www.planetadelibros.com
Primera edición: febrero de 2023
ISBN: 978-84-233-6273-8
Canciones del interior:
Depósito legal: B. 468-2023
Composición:
(Italy) Realización por
S.p.A., interpretada Planeta
Ornella Varoni
Impresión y encuadernación: Rotoprint, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España

Composición: Realización Planeta


Impresión y encuadernación: XXXXXX
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I
Schieffelin & Co.

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Troglodytes

Una ola de frío se acerca a Nueva York. Hoy la tem-


peratura todavía es agradable, aunque fresca, como
corresponde a finales de noviembre. Mañana será
diferente.
Corre el año 1889. Las ventanas del salón de casa
de los Schieffelin están abiertas. Por ellas pueden
verse los aún raquíticos arbolitos de la avenida Ma-
dison y las aceras desiertas. El desayuno se ha servi-
do con la opulencia de todos los días, aunque los
Schieffelin siempre han sido frugales, y ahora más
que nunca. En sus casi cuarenta años de matrimonio
apenas han desayunado separados media docena de
veces.
A un lado de la mesa, más cerca de la ventana,
está Eugene, un hombre magro, de abundantes y
muy bien cepillados cabellos grises, con un vago as-
pecto de escritor ruso de su tiempo. Va vestido de
calle porque hace poco ha regresado de su paseo ma-
tutino, y de negro estricto porque está de luto desde
que hace tres semanas murió su hermana Martha.
Toma notas en un cuaderno con la expresión contra-
riada de quien no da con la palabra que busca.

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Al otro lado está Catherine: elegancia ausente,
movimientos armónicos, facciones suaves. Aún no
se ha vestido, y su atuendo consiste en una bata de
seda y una manta que le abriga las piernas. Sobre la
nariz, sus gafas de leer, de montura dorada. El cabe-
llo recogido con cuidado en un moño esponjoso, de
color gris. Paladea su taza de té mientras lee el New
York World con el interés y la atención de todos los
días.
Schieffelin resopla por tercera vez. Catherine le-
vanta la mirada de las páginas del diario:
—¿Qué te ocurre, Gynx? —pregunta.
Él chasquea la lengua.
—Este lápiz es un desastre. —Lo arroja sobre la
mesa con el gesto de quien capitula después de una
larga lucha.
Cierra los ojos contrariado. Suelta otro bufido.
Catherine dobla el periódico y lo deja sobre la mesa.
Sabe que el problema no es solo el lápiz. Adivina la
angustia de Eugene aunque él no la nombre. Dema-
siados años de convivencia. Con esta manía de no
hablar por no preocuparla, en realidad la preocupa
mucho más. Se dispone a tener con él una conversa-
ción seria cuando suena un aleteo y ambos levantan
la mirada hacia una de las volutas de yeso del techo.
—Tenemos visita —dice Eugene.
Allá arriba, iluminado por la claridad dorada
de la mañana, los ignora un pequeño pájaro pardo-
rojizo, con las alas algo más oscuras, tan rechoncho
que desde abajo parece una bola de plumas.
—Un Troglodytes troglodytes —observa él sin
atisbo de pedantería.

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Es decir, un pájaro de pequeño tamaño y gran vi-
vacidad. Tiene la cola muy enhiesta y la mueve de
continuo, como si estuviera nervioso. Son comunes
por aquí, aunque raramente entran en las casas. De-
masiado asustadizos. Veremos cómo acaba esto.
Se abre la puerta y llega con paso militar la ru-
bicunda Edith, la criada irlandesa, vieja como ellos
y como su convivencia, hasta el punto de que allí
es considerada el tercer miembro de la escueta fa-
milia.
Los encuentra a los dos mirando hacia el mismo
punto del techo y también ella vuelve la cabeza.
—Oh, qué les parece —masculla—. ¿Quién es ese?
El Troglodytes está incómodo en la moldura. No
es un animal sociable. No de este modo.
—Es un wren —explica Schieffelin—, aunque
hay quien le llama chochín, monteriza, ratonero...
No sabemos si macho o hembra, porque en esta es-
pecie no se da dimorfismo sexual.
—Ah, vaya —murmura la criada impresionada.
A algunos el pájaro les podría parecer poca cosa.
Mide apenas cuatro pulgadas. No pesa ni media
onza. Es decir, diez centímetros y doce gramos. Sin
embargo, desborda energía, curiosidad y no es in-
significante en absoluto. Tampoco es silencioso. Se
suele decir de él que tiene un canto alegre y agudo,
aunque esa es una apreciación exclusivamente hu-
mana, alejada de la verdadera naturaleza de sus
cosas.
De un brinco el ave alcanza la cornucopia, la pila
de periódicos, la mesa. Revolotea un poco hasta la
chimenea y se esconde tras uno de los elefantes japo-

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neses de porcelana. Edith suelta un grito y se tapa
con las dos manos la boca, en la que faltan algunos
dientes. Masculla:
—¡Pobrecillo! ¡Le ponemos nervioso!
Edith tiene razón. El lugar no es propicio para el
pájaro. No parece haber aquí nada que comer (ni
larvas, ni arañas, ni ciempiés). Escarbaría el suelo,
pero desde la distancia no parece buena idea. En
efecto, no lo es: ese colorido brillante y geométrico es
tan solo el diseño de una alfombra carísima.
Schieffelin se levanta dispuesto a ayudar al ani-
mal en apuros. Aparta el pesado elefante, una anti-
güedad del siglo xvii que compraron en Londres
hace más de veinte años, y el chochín revolotea con
torpeza, se estrella contra el espejo y regresa a la
moldura incómoda. Desde allí los mira y dice algo a
su modo: «Trittrittrittrit, trit».
—Trae una escoba, Edith —ordena Schieffelin,
y la criada sale a toda prisa y regresa armada con el
escobón del patio.
Eugene toma el mango de madera, lo levanta,
realiza maniobras para espantar al pajarito de donde
está. Lo consigue. El Troglodytes revolotea de nuevo
—más gritos de Edith—, se posa un instante ante
una hilera de libros, brinca para volver a la repisa,
junto a otro de los elefantes de la colección de Cathe-
rine, y allí se queda, muy quieto, palpitante, vuelto
de espaldas a ellos.
Se siente raro aquí. Su mundo es el sotobosque.
Los arbustos tupidos, en especial. Vive en uno, en el
parque, cerca del lago, a resguardo. De día merodea
por los alrededores, comiendo lo que hay y escapan-

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do de los gatos y los córvidos, que están por todas
partes. Conoce su hábitat lo bastante para saber que
más allá de las verjas fronterizas del parque y de las
cabezas de los caballos de alquiler se extiende un
bosque de piedra al que los humanos llaman ciudad,
y en el que de vez en cuando merece la pena aden-
trarse.
Schieffelin se acerca despacio al visitante.
—Ven aquí, muchacho —susurra—. Te enseña-
ré el cami...
El pajarillo intenta levantar el vuelo, pero Schief-
felin reacciona con rapidez y, tras dos movimientos
bruscos, logra apresarlo. Lo retiene entre sus manos
abombadas.
—No te asustes —le dice—. Ya está.
Lo lleva a la ventana y lo deposita con cuidado en
el alféizar, donde se acomoda también el primer hilo
de sol del día. El chochín da un saltito, y otro, y otro
más, hasta el borde de piedra, agita la cola una vez
más, en lo que a los humanos les parece una despedi-
da, y emprende un vuelo elegante para encaramarse
a uno de los arbolitos de la calle.
—Buen viaje —le desea Eugene, volviendo a la
mesa.
—¿Puedo cerrar las ventanas? —pregunta Edith,
que hace un rato vino para eso.
Catherine asiente. Hace frío aquí.
—Hoy vamos a tener suerte —dice Edith mien-
tras cierra los batientes, las contraventanas, los pesa-
dos cortinajes y sume la sala en su semipenumbra
habitual (mucho sol no es bueno para los muebles ni
para los libros, sentencia siempre Catherine)—. Mi

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abuela decía que cuando un pájaro entra en una
casa, atrae la fortuna.
Catherine parece despertar del encantamiento en
que estaba para decirle a la irlandesa:
—El señor ha perdido su lápiz, Edith. Búscalo
por toda la casa, haz el favor.
Edith asiente sin preguntar. Algo tendrá ese lá-
piz cuando desvela tanto al señor, aunque ella no
pueda imaginarlo. Se acerca al elefante de la repisa
para moverlo un milímetro, como si el wren hubiera
desarreglado la perfecta caravana que adorna el sa-
lón. Se aleja un poco para mirarlo y suelta un gruñi-
do de aprobación.
—De un momento a otro esperamos al doctor
Ludlow —sigue Catherine con sus instrucciones—.
Ocúpate de que todo esté preparado.
La criada, con la altanería de un mariscal de
campo y la barbilla tan enhiesta como hace un ins-
tante la cola del Troglodytes, replica:
—Hace rato que lo está, señora.

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