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RESUMEN PSICOANÁLISIS TERCER PARCIAL

Fetichismo
Freud habla en Tres ensayos de lo que llama “el sustituto inapropiado del objeto sexual”, el fetiche.
Fetichismo implica dos cosas como desvío respecto a un objeto. Fetichismo es el nombre de un tipo clínico dentro de
una estructura clínica, y a la vez, el paradigma de esa estructura. Dentro de esa estructura clínica, que es la perversión,
hay varias formas, y el fetichismo es una de ellas.
Freud diferencia fetichismo de fetichización. Son dos conceptos diferentes y nombran dos estructuras clínicas distintas:
el fetichismo habla de perversión y fetichización habla de neurosis. Se diferencia la perversión del rasgo de perversión.
La perversión como una estructura clínica y los rasgos de conducta respecto al goce sexual en las neurosis y psicosis. El
fetiche es elevar un objeto al lugar de falo. Freud dirá que en general los objetos fetiches son aquellos objetos anteriores

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al encuentro con la castración de la mujer. El objeto fetiche que reniega de la castración es aquel anterior al encuentro
con los genitales femeninos. Ante el horror que le provoca ese encuentro, el sujeto produce el objeto anterior al
encuentro, a aquello que vio antes del horror de la castración, se le da la dignidad de falo.
Fetichización es condición erótica, se le exige al objeto sexual determinados rasgos físicos, pero no se desprende el rasgo
de la persona, no se tiene una relación sexual con ese rasgo separado de quien lo porta. En el fetiche, el objeto se
desprende de la persona determinada y pasa a ser objeto sexual en sí mismo.
Las tres grandes estructuras clínicas, neurosis, psicosis y perversión, se diferencian por cómo responde un sujeto al

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encuentro con la castración.
En la neurosis, el mecanismo es la represión: se reprime el encuentro con esa verdad de la castración, y cada vez que se
reprime hay retorno de lo reprimido. La represión de ese no querer saber sobre la castración, retorna produciendo
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síntomas. En la psicosis, es más radical ese no querer saber. No se separaba el representante del monto de afecto, por lo
tanto había un retorno de lo que era expulsado del nexo asociativo. No se trata de un representante que queda
reprimido, sino que queda por fuera de todo nexo asociativo.
El fetiche que viene a desmentir la castración no es un síntoma, no tiene valor metafórico. Desmentida es el nombre de
la operación de respuesta frente al encuentro con la castración específica de los perversos. Pero la desmentida implica n
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solo no querer saber sobre la castración femenina, sino que también, en el lugar en el que podría encontrarse con la
castración, erige algo como falo.
El fetichismo es, por un lado, el paradigma de la perversión en el sentido de que toda perversión implica la desmentida.
Se trata de no querer saber sobre la castración y elevar algo, un objeto, a la dignidad de falo.
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Más allá del principio del placer.


I. Es incorrecto hablar de un imperio del principio del placer sobre el decurso de los procesos anímicos. Si fuera así, la
mayoría de los procesos anímicos deberían estar acompañados de placer o llevar a él, y la experiencia refuta esta
conclusión. La situación es esta: en el alma hay una tendencia al principio del placer, pero ciertas fuerzas la contrarían,


de suerte que el resultado final no siempre puede corresponder a la tendencia al placer.


El principio de placer es propio de un modo de trabajo primario del aparato anímico. Bajo el influjo de las pulsiones de
autoconservación del yo, es relevado por el principio de realidad, que, sin resignar el propósito de una ganancia final de
placer, exige y consigue posponer la satisfacción, renunciar a diversas posibilidades de lograrla y tolerar
provisionalmente el displacer en el largo rodeo hacia el placer.
El relevo del principio de placer por el de realidad puede ser responsabilizado sólo de una parte de las experiencias de
displacer, implica un rodeo para llegar al placer, un displacer temporario. Otra fuente de desprendimiento de displacer,
surge de los conflictos y escisiones producidos en el aparato anímico mientras el yo recorre su desarrollo hacia
organizaciones de superior complejidad. Aun así, estas dos fuentes de displacer están lejos de abarcar la mayoría de
nuestras vivencias de displacer; pero de las restantes puede afirmarse que su existencia no contradice el imperio del
principio de placer, en su mayoría, es displacer de percepción.

II. Referentes clínicos y no clínicos que dan cuenta del más allá del principio de placer:

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• El cuadro de neurosis traumática se aproxima al de la histeria por presentar en abundancia síntomas motores
similares, pero lo sobrepasa en sus indicios de padecimiento subjetivo.
Terror, miedo, angustia, se usan equivocadamente como expresiones sinónimas, pero se las puede distinguir en
relación con el peligro. La angustia designa cierto estado como de expectativa frente al peligro y preparación
para él, aunque se trate de un peligro desconocido; el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del
cual uno lo siente; en cambio, el terror es el estado en el que se cae cuando se corre un peligro sin estar
preparado: destaca el factor sorpresa.
La vida onírica de la neurosis traumática reconduce al enfermo una y otra vez a la situación del accidente, de la
cual despierta con renovado terror. El enfermo está, fijado psíquicamente al trauma.
• Fort-Da: Freud observaba a su nieto de un año y medio, mientras jugaba cuando su madre se había ido. El niño
exhibía el hábito de arrojar lejos de sí todos los pequeños objetos que encontraba a su alcance, y al hacerlo

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profería, con expresión de interés y satisfacción, un prolongado <o-o-o>, que según la madre significaba fort (se
fue). El niño tenía un carretel de madera atado con un piolín, lo arrojaba, el carretel desaparecía, el niño
pronunciaba su significativo <fort> y después, tirando del piolín, volvía a sacar el carretel, saludando su aparición
con un amistoso <Da> (acá está). Este era el juego completo, pero la mayoría de las veces sólo se había podido
ver el primer acto, repetido incansablemente, aunque el mayor placer correspondía al segundo.
Freud entiende que el juego completo era una forma de tramitación de la ida de su madre, pero sostiene que

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hay una ganancia de placer de otra índole, ya que la parte displacentera del juego era la que se repetía.
• Agieren: el enfermo no puede recordar todo lo que hay en él de reprimido, más bien se ve forzado a repetir lo
reprimido como una vivencia presente. Esta reproducción tiene siempre por contenido un fragmento de la vida
sexual infantil y, por lo tanto, del complejo de Edipo y sus ramificaciones; regularmente se escenifica en el
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terreno de la transferencia.
Lo que la compulsión repite genera displacer para un sistema y placer para otro. Hay una compulsión que
pertenece a un más allá del principio de placer. La compulsión de repetición es más originaria y elemental que el
principio de placer.
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III. Lo inconsciente, lo reprimido, no ofrece resistencia alguna a los esfuerzos de la cura. La resistencia en la cura
proviene de los mismos estratos y sistemas superiores de la vida psíquica que en su momento llevaron a cabo la
represión. Pero, dado que los motivos de las resistencias son al comienzo inconscientes en la cura.
La resistencia del analizado parte de su yo. La resistencia del yo consciente y preconsciente está al servicio del principio
de placer. Quiere ahorrar el displacer que se excitaría por la liberación de lo reprimido, en tanto nosotros nos
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empeñamos en conseguir que ese displacer se tolere invocando el principio de realidad.


En la vida anímica existe una compulsión de repetición que se instaura más allá del principio del placer.

V. La tarea de los estratos superiores del aparato anímico sería ligar la excitación de las pulsiones que entra en
operación en el proceso primario. El fracaso de esta ligazón provocaría una perturbación análoga a la neurosis


traumática. Pero, hasta este momento, el aparato anímico tenía la tarea de dominar o ligar la excitación, no en
oposición al principio del placer, pero independientemente de él y sin tenerlo en cuenta.
Las exteriorizaciones de una compulsión de repetición muestran un carácter pulsional y, donde se encuentran en
oposición al principio de placer, demoníaco.
Una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducción de un estado anterior que lo vivo
debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas; sería una suerte de elasticidad orgánica o, la
exteriorización de la inercia en la vida orgánica.
La meta de toda vida es la muerte; y retrospectivamente, lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo.
En algún momento, por una intervención de fuerzas que todavía nos resulta enteramente inimaginable, se suscitaron en
la materia inanimada las propiedades de la vida. Quizás fue un proceso parecido a aquel otro que más tarde hizo surgir
la conciencia en cierto estrato de la materia viva. La tensión así generada en el material hasta entonces inanimado
pugnó después por nivelarse, y así nació la primera pulsión.

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Las pulsiones de autoconservación son pulsiones destinadas a asegurar el camino hacia la muerte peculiar del organismo
y a alejar otras posibilidades de regreso a lo inorgánico que no sean las inmanentes. El organismo vivo lucha con la
máxima energía contra peligros que podrían ayudarlo a alcanzar su meta vital por el camino más corto.
Las pulsiones que vigilas los destinos de estos organismos elementales que sobrevienen al individuo, cuidan ir su segura
colocación mientras se encuentran inermes frente a los estímulos del mundo exterior y provocan su encuentro con las
otras células germinales, etc., constituyen el grupo de pulsiones sexuales. Son conservadoras en el mismo sentido que
las otras, en cuanto espejan estados anteriores de la sustancia viva; pero lo son en mayor medida, pues resultan
resistentes a injerencias externas, ya que conservan la vida por lapsos más largos. Son las genuinas pulsiones de vida,
que contrarían el propósito de las otras pulsiones.

VII. Una de las más tempranas e importantes funciones del aparato anímico es la de hacer que el aparato anímico quede

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exento de excitación, o la de mantener en él constante, o en un mínimo nivel posible, el monto de la excitación.
La ligazón de la moción pulsional sería una función preparatoria destinada a acomodar la excitación para luego
tramitarla definitivamente en el placer de descarga.
Los procesos no ligados, los procesos primarios, provocan sensaciones mucho más intensas en ambos sentidos que en
los ligados, los del proceso secundario. Además, los procesos primarios son los más tempranos en el tiempo; al
comienzo de la vida anímica no hay otros, y podemos inferir que si el principio de placer no actuase ya en ellos, nunca
habría podido instaurarse para los posteriores.

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Las pulsiones de vida tienen mucho más que ver con nuestra percepción interna, se presentan como revoltosas, sin
cesar aportan tensiones cuya tramitación es sentida como placer, mientras que las pulsiones de muerte parecen realizar
su trabajo de forma inadvertida. El principio de placer parece estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte.
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Esquema del psicoanálisis.
El yo tiene la tarea de obedecer a sus tres vasallajes: de la realidad objetiva, del ello y del superyó, y mantener pese a
todo su organización, afirmar su autonomía. La condición de los estados patológicos sólo puede consistir en un
debilitamiento del yo, que le imposibilita realizar sus tareas. El más duro reclamo para el yo es probablemente sofrenar
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las exigencias pulsionales del ello, para lo cual tiene que solventar grandes gastos de contrainvestiduras.
También las exigencias del superyó pueden volverse tan intensas en implacables que el yo quede paralizado frente a sus
otras tareas. En los conflictos económicos que se ahí resulta, vislumbramos que a menudo ello y superyó hacen causa
común contra el oprimido yo, que para conservar su norma quiere aferrarse a la realidad objetiva. Si los dos primeros
devienen demasiado fuertes, consiguen menguar y alterar la organización del yo hasta el punto de perturbar o cancelar
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su vínculo correcto con la realidad objetiva.


El médico analista y el yo debilitado del enfermo, deben formar un bando contra los enemigos, las exigencias pulsionales
del ello y las exigencias morales del superyó. Nuestro saber debe remediar su no saber, debe devolver al yo del paciente
el imperio sobre jurisdicciones perdidas de la vida anímica.
Para que el yo del enfermo sea un aliado valioso en el trabajo, debe conservar cierto grado de coherencia. Pero no se


puede esperar eso del yo psicótico, incapaz de lograr un trabajo analítico.


El papel del yo no se limita a brindarnos el material pedido. Muchas otras cosas suceden, el paciente ve en el analista un
retorno, de una persona importante de su infancia, de su pasado, y por eso transfiere sobre él sentimientos y reacciones
que se referían a ese arquetipo. Esta transferencia es ambivalente, incluye actitudes positivas, tiernas y negativas,
hostiles hacia el analista, que por lo general es puesto en el lugar parental. Por esto se le otorga el poder que su superyó
ejerce sobre su yo, que los progenitores son el origen del mismo. Entonces, el superyó tiene oportunidad para una
suerte de poseducacion del neurótico, puede corregir sus desaciertos.
Nuestro camino para fortalecer al yo debilitado parte de la ampliación de su conocimiento de sí mismo. La pérdida de
ese saber es el más palpable indicio de que esta constreñido y estorbado por los reclamos del ello y del superyó.
El yo se protege mediante unas contrainvestudiras de la intrusión de elementos indeseados oriundos del ello
inconsciente y reprimido; que estas contrainvestiduras permanezcan intactas es una condición para el funcionamiento
normal del yo. Mientras más estorbado esté el yo, más se aferrará a estas contrainvestiduras a fin de proteger lo que le

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resta frente a ulteriores asaltos, registrándose como resistencias a nuestro trabajo. Nosotros queremos que el yo, tras
cobrar osadía por la seguridad de nuestra ayuda, arriesgue el ataque para reconquistar lo perdido.
Estas resistencias se llaman resistencia de represión, pero no son las únicas que nos aguardan.
Vencer las resistencias es la parte de nuestro trabajo que demanda el mayor tiempo y la máxima pena. Pero también es
recompensada, pues produce una ventajosa alteración del yo, que se conserva independientemente del resultado de la
transferencia y se afirma en la vida. Simultáneamente trabajamos para eliminar aquella alteración del to que se había
producido bajo el influjo del inconsciente. Una precondición para nuestra operación terapéutica era que esa alteración
debida a la intrusión de elementos inconscientes no hubiera superado cierta medida.
Dos factores que reclaman la máxima atención como fuentes de la resistencia:
1. Necesidad de estar enfermo o padecer: es el sentimiento de culpa o conciencia de culpa, pese a que el enfermo
no lo registra ni lo discierne. Es la contribución que presta a la resistencia un superyó que ha devenido muy

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duro y cruel. El individuo no debe sanar, sino permanecer enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia
no perturba nuestro trabajo intelectual, pero lo vuelve ineficaz.
Para defendernos de esta resistencia, estamos limitados a hacerla consiente y al intento de desmontar poco a
poco ese superyó hostil.
2. Esta segunda es más difícil de demostrar. Entre los neuróticos hay personas en quienes las pulsiones de
autoconservación han experimentado un trastorno. Parecen no perseguir otra cosa que dañarse y destruirse a sí
mismos. Suponemos que en ellas han sobrevenido vastas desmezclas de pulsión a consecuencia de las cuales se

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han liberado cantidades hipertróficas de la pulsión de muerte vuelta hacia adentro. Tales pacientes no pueden
tolerar ser restablecidos por nuestro tratamiento, lo contrarían por todos los medios.
Al comienzo hacemos participar a este yo debilitado en un trabajo de interpretación puramente intelectual, que aspira a
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un llenado provisional de las lagunas dentro de sus dominios anímicos; hacemos que se nos transfiera la autoridad de su
superyó, lo alentamos a aceptar la lucha en torno a cada exigencia del ello y a vencer las resistencias que así se
producen. Restablecemos el orden dentro de su yo pesquisando contenidos y aspiraciones que penetran desde lo
inconsciente, y despejando el terreno para la crítica por reconducción a su origen.
Las neurosis son afecciones del yo, y mientras todavía es endeble, inacabado e incapaz de resistencia fracasa en el
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dominio de las tareas que más tarde podría tramitar. El yo desvalido se protege de las exigencias pulsionales mediante
intentos de huida (represiones) que más tarde resultan desacordes al fin y significan unas limitaciones duraderas para el
desarrollo ulterior.
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El yo y el ello. Capítulo IV.


El yo se encuentra bajo la influencia de la percepción y tienen para él, la misma significatividad y valor que las pulsiones
para el ello. El yo está sometido a la acción eficaz de las pulsiones, lo mismo que el ello, del que no es más que un sector
particularmente modificado.
Se distinguen dos variedades de pulsiones:


➢ Pulsiones sexuales o de vida: es más fácil anoticiarse de ellas. Comprende la pulsión sexual no inhibida, genuina
y las pulsiones sexuales sublimadas y de meta inhibida, derivadas de aquella y también las pulsiones de
autoconservación.
➢ Pulsión de muerte: llegamos a ver en el sadismo un representante de ella. Se encarga de reconducir al ser vivo
orgánico al estado inerte, mientras que el Eros persigue la meta de complicar la vida mediante la reunión, la
síntesis de la sustancia viva dispersada.
Ambas pulsiones se comportan de manera conservadora en sentido estricto, pues aspiran a restablecer un estado
perturbado por la génesis de la vida. La génesis de la vida sería, la causa de que ésta continúe y simultáneamente, de su
pugna hacia la muerte. Y la vida misma sería un compromiso entre estas dos aspiraciones.
El modo en que las pulsiones de estas dos clases se conectan entre sí, se entremezclan, se ligan, sería totalmente
irrepresentable aún; empero, que esto acontece de manera tan regular y en gran escala.

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Una vez que hemos adoptado la representación de una mezcla de las dos clases de pulsiones, se nos impone también la
posibilidad de una desmezcla de ellas. En los componentes sádicos de la pulsión sexual, estaríamos frente a un ejemplo
clásico de mezcla pulsional; y en el sadismo devenido autónomo, como perversión, el modelo de una desmezcla.
Al principio, toda libido está acumulada en el ello, en tanto el yo se encuentra todavía en formación o es endeble. El ello
envía una parte de estas libido a investiduras eróticas de objeto, luego de lo cual el yo fortalecido procura apoderarse de
esta libido de objeto, e imponerse al ello como objeto de amor. Por lo tanto, el narcisismo del yo es secundario,
sustraído de los objetos.

Masoquismo erógeno
Masoquismo femenino Masoquismo moral
Compulsión de repetición Reacción terapéutica negativa

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Ello Superyó
El núcleo del síntoma que se ubica ahora es la necesidad de castigo, la satisfacción en el dolor.

El yo y el ello. Capítulo 5: Los vasallajes del yo


El yo se forma en buena parte desde identificaciones que toman el relevo de investiduras del ello, resignadas; que las
primeras de estas identificaciones se comportan como una instancia particular dentro del yo, se contraponen al yo como
superyó, en tanto que el yo fortalecido, más tarde, acaso ofrezca mayor resistencia a tales influjos de identificación. El

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superyó debe su posición particular respecto del yo a un factor que se ha de apreciar desde dos lados: el primero, es la
identificación inicial, ocurrida cuando el yo todavía es endeble; y el segundo es el heredero del complejo Edipo.
El superyó conserva a lo largo de la vida su carácter de origen, proveniente del complejo paterno: la facultad de
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contraponerse al yo y dominarlo. Descender del complejo de Edipo lo pone al superyó en relación con las adquisiciones
filogénicas del ello y lo convierte en reencarnación de anteriores formaciones yoicas, que han dejado su sedimento en el
ello. Por eso el superyó mantiene duradera afinidad con el ello, y puede subrogarlo frente al yo.
Reacción terapéutica negativa: hay personas a las cuales si uno les da esperanzas y les muestra contento por la marcha
del tratamiento, parecen insatisfechas y por regla general su estado empeora. Al comienzo, se lo atribuye a desafío, y al
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empeño por demostrar su superioridad sobre el médico. Pero después se llega a una concepción más profunda y justa.
Uno termina por convencerse no sólo de que estas personas no soportan elogio ni reconocimiento alguno, sino que
reaccionan de manera trastornada frente a los progresos de la cura. Toda solución parcial cuya consecuencia debiera ser
una mejoría o una suspensión temporal de los síntomas, les provoca refuerzo momentáneo de su padecer, empeoran en
el curso del tratamiento. Presentan la reacción terapéutica negativa.
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Se llega a la intelección de que se trata de un factor por así decir moral de un sentimiento de culpa que halla su
satisfacción en la enfermedad y no quiere renunciar al castigo del padecer. Ese sentimiento de culpa es mudo para el
enfermo, no le dice que es culpable; no se siente culpable, sino enfermo.
Las pulsiones de muerte son tratadas de diversa manera en el individuo: en parte se las torna inofensivas por mezcla de
componentes eróticos, en parte se desvían hacia afuera como agresión, pero en buena parte prosiguen su trabajo


interior sin ser obstaculizadas.


Vemos a yo como una pobre cosa sometida a tres servidumbres y que, en consecuencia, sufre las amenazas de tres
clases de peligros: da parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó. Tres variedades de
angustias corresponden a estos tres peligros. El yo se enriquece a raíz de todas las experiencias de vida que le vienen de
afuera, pero el ello es su otro mundo exterior, que procura someter. Sustrae libido al ello, trasforma las investiduras de
objeto del ello en conformaciones del yo. Y con ayuda del superyó, se nutre, de una manera desconocida para nosotros,
de las experiencias de la prehistoria almacenadas en el ello.
El yo no solo es auxiliador del ello, haciendo de mediador entre él y el mundo, sino que también es su siervo sumiso.
El yo es el genuino almácigo de la angustia. Amenazado por las tres clases de peligro, el yo desarrolla el reflejo de huida
retirando su propia investidura de la percepción amenazadora, o del proceso del ello estimado amenazador, y emitiendo
aquella como angustia.
Entre los vasallajes del yo, acaso el más interesante es el que lo somete al superyó.

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Pegan a un niño
La representación-fantasía “pegan a un niño” es confesada con sorprendente frecuencia por personas que han acudido
al tratamiento analítico a causa de una histeria o de una neurosis obsesiva. A esta fantasía se anudan sentimientos
placenteros en virtud de los cuales se la ha reproducido innumerables veces o se la sigue reproduciendo. Se abre paso
casi regularmente una satisfacción onanista, al comienzo por voluntad, pero luego también con carácter compulsivo.
Las primeras fantasías de esta clase se cultivaron muy temprano, antes de la edad escolar.
Cabía esperar que contemplar a un niño azotado hubiera sido una fuente de goce, pero no sucedía así. Co-vivenciar
escenas reales provocaba en el niño espectador una peculiar emoción, en la que la repulsión tenía una participación
considerable.
Es en el período de la infancia que abarca de los dos a los cuatro o cinco años cuando por primera vez los factores
libidinosos congénitos son despertados por las vivencias y ligados a ciertos complejos. Las fantasías de palizas, sólo

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aparecen hacia el final de ese período. También es posible que tuvieran una prehistoria.
Esta conjetura es corroborada por el análisis. Las fantasías de paliza tienen una historia evolutiva compleja, en cuyo
trascurso su mayor parte cambia más de una vez: su vínculo con la persona fantaseadora, su objeto, contenido y
significado. Hay tres fases.
1. El padre pega al niño que yo odio: corresponde a una etapa muy temprana de la infancia. Hay algo que
permanece asombrosamente indeterminable, como si fuera indiferente. El niño azotado nunca es el
fantaseador, lo regular es que sea otro niño, casi siempre un hermanito, cuando lo hay. La fantasía es sádica,

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pero el niño no es el que pega. En cuanto a quién es la persona que pega, no queda claro al comienzo. Es un
adulto, y se vuelve más tarde reconocible como el padre.
Es una representación agradable que el padre azote a este niño odiado, sin que interese para nada que se haya
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visto que le pegaran precisamente a él. Esto quiere decir: “el padre no ama a ese niño, me ama solo a mí.”
2. Yo soy pegado por el padre: entre la primera y esta fase se consuman grandes trasmudaciones. Es cierto que la
persona que pega sigue siendo el mismo, pero el niño azotado ha devenido otro; por lo regular el niño
fantaseador mismo, la fantasía se ha teñido de placer en alto grado y tiene un carácter masoquista.
Esta segunda fase es la más importante y grávida en consecuencias. En ningún caso es recordada, nunca ha
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llegado al devenir-consciente. Se trata de una construcción de análisis.


Esta fantasía, la de ser azotado uno mismo por el padre, pasaría a ser la expresión directa de la conciencia de la
culpa ante la cual ahora sucumbe el amor por el padre. “El padre me pega” es ahora una conjunción de
conciencia de culpa y erotismo.
3. Pegan a un niño: esta fase se aproxima a la primera. La persona que pega nunca es el padre, o se la deja
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indeterminada, o es investida de manera típica por un subrogante del padre. La persona propia del niño
fantaseador ya no sale a la luz en la fantasía de paliza. Si se les pregunta con insistencia, los pacientes
exteriorizan “probablemente yo estoy mirando”. En lugar de un solo niño azotado, casi siempre están presentes
ahora muchos niños.
Esta fantasía parece haber vuelto de nuevo hacia el sadismo. Produce la impresión como si en la frase “el padre


pega a otro niño, solo me ama a mí” el acento se hubiera retirado sobre la primera parte después de que la
segunda sucumbió a la represión. Sólo la forma de esta fantasía es sádica; la satisfacción que se gana con ella es
masoquista, su intencionalidad reside en que ha tomado sobre sí la investidura libidinosa de la parte reprimida.
Los niños azotados son sólo sustituciones de la persona propia.
En la niña, la fantasía masoquista inconsciente parte de la postura edípica normal; en el varón, de la trastornada, que
toma al padre como objeto de amor. En la niña, la fantasía tiene un grado previo (la primera fase) en la que la acción de
pegar aparece en su significado indiferente y recae sobre una persona a quien odia por celos; ambos elementos faltan
en el varón. En la tercera fase, la niña retiene al padre y con ella, al sexo de la persona que pega. Por el contrario, el
varón cambia persona y sexo de quien pega. En la niña, la situación originariamente masoquista es trasmudada por
represión en sádica; en el varón sigue siendo masoquista.

El problema económico del masoquismo

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Desde el punto de vista económico, la existencia de la aspiración masoquista en la vida pulsional de los seres humanos
puede calificarse de enigmática. Es incomprensible si el principio de placer gobierna los procesos anímicos de moto tal
que su meta inmediata sea la evitación de displacer y la ganancia de placer.
El masoquismo se ofrece a nuestra observación en tres figuras: como una condición a la que se sujeta la excitación
sexual, como una expresión de naturaleza femenina y como una norma de la conducta en la vida. Es posible distinguir un
masoquismo erógeno, uno femenino y uno moral. El primero, el masoquismo erógeno, el placer de recibir dolor, se
encuentra también en el fundamento de las otras dos formas.
En el ser vivo, la libido se enfrenta con la pulsión de muerte; esta querría desagregarlo y llevar a cada uno de los
organismos elementales a la condición de estabilidad inorgánica. La tarea de la libido es volver inocua esta pulsión
destructora; la desempeña desviándola en buena parte hacia afuera, dirigiéndola hacia os objetos del mundo exterior.
Un sector de esta pulsión es puesto directamente al servicio de la función sexual, donde tiene a su cargo una importante

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operación. Es el sadismo propiamente dicho. Otro sector no obedece a este traslado y allí es ligado libidinosamente con
ayuda de la coexcitación sexual antes mencionada; en ese sector tenemos que discernir el masoquismo erógeno.
- Masoquismo erógeno: después de que la parte principal de la pulsión de muerte fue trasladada hacia afuera,
sobre los objetos, en el interior permanece, como residuo, el genuino masoquismo erógeno, que por una parte
ha devenido un componente de la libido, pero por la otra sigue teniendo como objeto al ser propio. Ese
masoquismo sería un testigo de aquella fase de formación en que aconteció la liga entre pulsión de muerte y de
vida. Acompaña a la libido en todas sus fases de desarrollo:

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a. Fase oral: angustia a ser devorado por el padre.
b. Fase sádico anal: el deseo de ser golpeado por el padre.
c. Fase fálica: miedo a la castración.
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d. Fase genital: miedo a parir o ser poseído sexualmente.
- Masoquismo femenino: de esta clase de masoquismo nos dan noticia las fantasías de personas masoquistas que
o desembocan en el acto onanista o figuran por sí solas la satisfacción sexual. Las escenificaciones reales de los
perversos masoquistas responden punto por punto a estas fantasías. El contenido manifiesto es el mismo: ser
amordazado, atado, golpeado dolorosamente, azotado, maltratado, ensuciado, denigrado. Se pone a la persona
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en una situación característica de la feminidad, significan ser castrado, o poseído sexualmente, o parir.
En el contenido manifiesto de estas fantasías se expresa también un sentimiento de culpa cuando se supone que
la persona afectada ha infringido algo que debe expiarse mediante todos esos procedimientos dolorosos y
martirizadores.
Este masoquismo se basa enteramente en el masoquismo primario, erógeno, el placer de recibir dolor.
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- Masoquismo moral: es notable sobre todo por haber aflojado su vínculo con lo que conocemos como
sexualidad. Es que en general todo padecer masoquista tiene por condición la de partir de la persona amada y
ser tolerado por orden de ella; esta estricción desaparece en el masoquismo moral. El padecer como tal es lo
que importa; no interesa que lo inflija la persona amada o una indiferente, el verdadero masoquista ofrece su
mejilla toda vez que se le presenta la oportunidad de recibir una bofetada.


En la clínica se expresa como reacción terapéutica negativa: la satisfacción de este sentimiento inconsciente de
culpa es quizás el rubro más fuerte de la ganancia de la enfermedad.
Cambiamos el nombre de sentimiento inconsciente de culpa por “necesidad de castigo”. Hemos atribuido al
superyó la función de la consciencia moral, y reconocido en el sentimiento de culpa la expresión de una tensión
entre el yo y el superyó.
Las personas aquejadas despiertan la impresión de que sufrieran una desmedida inhibición moral y estuvieran
bajo el imperio de una conciencia moral particularmente susceptible.
Mediante el masoquismo moral, la moral es resexualizada, el complejo de Edipo es reanimado, se abre la vía
para una regresión de la moral a complejo de Edipo. Para provocar el castigo por parte de esta última
subrogación de los progenitores, el masoquista se ve obligado a hacer cosas inapropiadas, a trabajar en contra
de su propio beneficio.
El masoquismo moral pasa a ser el testimonio clásico de la existencia de la mezcla de pulsiones. Su peligrosidad
se debe a que desciende de la pulsión de muerte, corresponde a aquel sector de ella que se ha sustraído a su

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vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Pero como, por otra parte tiene el valor psíquico de un
componente erótico, ni aun la autodestrucción de la persona puede producirse sin satisfacción libidinosa.
Se producen una mezcla y una combinación muy vastas, y de proporciones variables, entre las dos clases de pulsión; no
debemos contar con una pulsión de muerte y una de vida pura, sino sólo con contaminación de ellas. A una mezcla de
pulsiones puede corresponderle una desmezcla.
El to encuentra su función en conciliar entre sí las exigencias de las instancias a las que sirve, para esto tiene en el
superyó el arquetipo a que puede aspirar. Este superyó es el subrogado tanto del ello como del mundo exterior. Debe su
génesis a que los primeros objetos de las mociones libidinosas del ello, la pareja parental, fueron introyectados en el yo,
a raíz de lo cual el vínculo con ellos fue desexualizado, experimentó un desvío de las metas sexuales directas.

La escisión del yo en los procesos defensivos.

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La condición del ello se puede indicar diciendo que acontece bajo la injerencia de un trauma psíquico. El yo de niño se
encuentra al servicio de una poderosa exigencia pulsional que está habituado a satisfacer, y es de pronto aterrorizada
por una vivencia que le enseña que proseguir con esa satisfacción pulsional le traería por resultado un peligro real-
objetivo difícil de soportar. Entonces debe decidirse: reconocer el peligro real, inclinarse ante él y renunciar a la
satisfacción pulsional, o desmentir la realidad objetiva, instilarse la creencia de que no hay razón alguna para tener
miedo, a fin de perseverar así en la satisfacción. Es entonces, un conflicto entre la exigencia pulsional y el veto de la
realidad objetiva. El niño hace simultáneamente estas dos cosas. Responde al conflicto de dos reacciones contrapuestas,

.C
por un lado, rechaza la realidad objetiva con ayuda de ciertos mecanismos, y no se deja prohibir nada; por el otro,
reconoce el peligro de la realidad objetiva, asume la angustia como un síntoma de padecer y luego busca defenderse.
La pulsión tiene permitido retener la satisfacción, a la realidad objetiva se le ha tributado el debido respeto. Pero el
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resultado se alcanzó a expensas de una desgarradura en el yo que nunca se reparará, sino que se hará más grande con el
tiempo. Las dos reacciones contrapuestas frente al conflicto subsistirán como núcleo de una escisión del yo.

Rasgos de carácter
La tarea psicoanalítica consiste en buscar que el síntoma vuelva a lo pulsional. El carácter no le interesa, a menos que se
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transforme en una resistencia y obstaculice el trabajo analítico. Existen 3 modos de carácter:


1. Las excepciones: el enfermo sólo debe renunciar a esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un
prejuicio, sólo debe privarse por un tiempo y aprender a trocar esa ganancia inmediata de placer por una más
segura, aunque pospuesta. Debe realizar, bajo la guía del médico, ese avance desde el principio de placer hasta
el principio de realidad
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A menudo se tropieza con individuos que con alguna motivación particular se revuelven contra esa propuesta.
Dicen que han sufrido y se han privado bastante, que tienen derecho a que se los excuse de ulteriores
requerimientos, y que no se someten más a ninguna necesidad desagradable, pues ellos son excepciones y
piensan seguir siéndolo.
Para presentarse como una excepción y reclamar privilegios sobre los demás hace falta un fundamento. Se logró


revelar una peculiaridad en común de estos pacientes en sus más tempranos destinos de vida: su neurosis se
anudaba a una vivencia o a un sufrimiento padecido en la primera infancia, de los que se sabían inocentes y
pudieron estimar como un injusto perjuicio inferido a su persona. Los privilegios que ellos se arrogaron por esa
injusticia, y la rebeldía que de ahí resultó, habían contribuido a agudizar los conflictos que llevaron al estallido
de la neurosis.
2. Los que fracasan cuando triunfan: en ocasiones ciertos hombres enferman precisamente cuando se les cumple
un deseo hondamente arraigado y por mucho tiempo perseguido. Parece como si no pudieran soportar su dicha,
pues el vínculo causal entre la contracción de la enfermedad y el éxito no puede ponerse en duda. A la
contracción de la enfermedad subsigue al cumplimiento del deseo y aniquila el goce de este.
El trabajo psicoanalítico enseña que las fuerzas de la conciencia moral que llevan a contraer la enfermedad por
el triunfo, y no, como es lo corriente, por la frustración, se entraman de manera íntima con el complejo de
Edipo, la relación con el padre y con la madre.

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Hay una posición masoquista en términos de masoquismo moral. Cumple con la cuota de necesidad de castigo.
Es el modo opuesto a las excepciones.
3. Los que delinquen por conciencia de culpa: con mucha frecuencia, en sus comunicaciones sobre su juventud, en
particularidad los años de pubertad, personas después muy decentes informas acerca de ciertas acciones
prohibidas de que se habían hecho culpables entonces: fraudes, incendios deliberados, etc.
El trabajo analítico trajo entonces un sorprendente resultado: tales acciones se consumaban sobre todo porque
eran prohibidas y porque a su ejecución iba unido un alivio anímico para el malhechor. Este sufría de una
conciencia de culpa, de origen desconocido, y después de cometer una falta esa presión se aliviaba. Por lo
menos, la conciencia de culpa quedaba ocupada de algún modo.
La conciencia de culpa preexistía a la falta, que no procedía de esta, sino que a la inversa, la falta provenía de la
conciencia de culpa. Este sentimiento de culpa brota del complejo de Edipo, es una reacción frente a los dos

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grandes propósitos delictivos, el de matar al padre y el de tener comercio sexual con la madre.
Estos últimos dos corresponden al masoquismo moral. Los tres se presentan como obstáculos y en ellos hay una
satisfacción que se debe abandonar.

Moisés y la religión monoteísta.


Llamamos traumas a esas impresiones de temprana vivencia, olvidadas luego, a las cuales atribuimos tan grande
significatividad para la etiología de las neurosis. No en todos los casos se puede poner de relieve un trauma manifiesto

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en la historia primordial del individuo neurótico.
La génesis de la neurosis dondequiera y siempre se remonta a impresiones infantiles muy tempranas. Es correcto que
hay casos designados traumáticos porque los efectos se remontan de manera inequívoca a una o varias impresiones de
DD
esa época temprana que se han sustraído de una tramitación normal, de no haber sobrevenido aquellas, tampoco se
habría producido la neurosis. La vivencia cobra carácter traumático únicamente a consecuencia de un factor cuantitativo
que, toda vez que una vivencia provoque reacciones patológicas, el culpable de ello es un exceso de exigencia.
Los síntomas de la neurosis son las consecuencias de ciertas vivencias e impresiones a las que, justamente por ello,
reconocemos como traumas etiológicos. Tenemos dos tareas frente a nosotros: en primer lugar, buscar el carácter
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común de estas vivencias y, en segundo, el de los síntomas neuróticos.


I. Todos esos traumas corresponden a la temprana infancia, hasta los cinco años aproximadamente. Las impresiones del
período en que se inicia la capacidad del lenguaje se destacan como de particular interés.
Por regla general, las vivencias pertinentes han caído bajo un completo olvido, no son asequibles al recuerdo,
pertenecen al período de la amnesia infantil que las más veces es penetrado por restos mnémicos llamados “recuerdos
encubridores”. Se refieren a impresiones de naturaleza sexual y agresiva, y también a daños tempranos del yo.
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Los traumas son vivencias en el cuerpo propio o bien percepciones sensoriales, las más veces de lo visto u oído,
vivencias o impresiones.
La vida sexual de los seres humanos muestra un florecimiento temprano que termina hacia los cinco años, tras el cual
sigue el llamado período de latencia, en el que no se produce ningún desarrollo de la sexualidad hacia adelante y se


deshace lo ya alcanzado.
En cuanto a las propiedades o particularidades comunes de los fenómenos neuróticos, corresponde destacar dos
puntos: a) los efectos del trauma son de índole doble, positivos y negativos. Los primeros son unos empeños por
devolver al trauma si vigencia, vivenciar de nuevo una repetición de ella. Resumimos tales empeños como fijación al
trauma y como compulsión de repetición.
Las reacciones negativas persiguen la meta contrapuesta: que no se recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados.
Podemos resumirlas como reacciones de defensa. Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden
acrecentarse hasta inhibiciones y fobias. Son también fijaciones al trauma pero de tendencia contrapuesta.
b) Todos estos fenómenos, tanto los síntomas como las limitaciones del yo y las alteraciones estables del carácter
poseen naturaleza compulsiva; es decir que a raíz de una gran intensidad psíquica, muestran una amplia independencia
respecto de la organización de los otros procesos anímicos.
Trauma temprano – defensa – latencia – estallido de la neurosis – retorno parcial de lo reprimido: así rezaba la fórmula
que establecemos para el desarrollo de las neurosis.

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Paralelismo entre los sucesos de índole sexual y agresivo en la historia.
Frei hace una lectura de la historia de Moisés diferente a la de la Biblia. El asesinato de Moisés por su pueblo judío pasa
a ser una pieza indispensable para nuestra construcción, un importante eslabón unitivo entre el proceso olvidado del
tiempo primordial y su tardío reafloramiento en la forma de religiones monoteístas. Es una atractiva conjetura que el
arrepentimiento por el asesinato de Moisés diera la impulsión a la fantasía de deseo del Mesías, quien volvería y traería
a su pueblo la redención y el imperio universal prometido. Si Moisés fue este primer Mesías, Cristo es su sustituto y su
sucesor. En la resurrección de Cristo hay cierta verdad histórica-vivencial pues era Moisés resurrecto, y, tras él, el padre
primordial retornado, de la horda primitiva; glorificado y situado, como hijo, en el lugar del padre.
Su hipótesis es que el mismo pueblo mata a Moisés, repitiendo en agieren la matanza del padre. Luego hay un tiempo
indeterminado tras la matanza, que correspondería al período de latencia en las neurosis y la constitución de la religión

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cristiana como un síntoma en la neurosis por el retorno de lo reprimido.
El cristianismo sería un retorno como una fantasía de redención. Asume la responsabilidad de la matanza del padre. El
judaísmo no lo hace. Y el rito de la comunión, en que los fieles incorporan la sangre y la carne del Salvador, repite el
contenido del antiguo banquete totémico.

Duelo y melancolía
➢ Duelo: es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que

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haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc. No es patológico, no necesita medicación, solamente
acompañamiento y tiempo. Se necesita tiempo para reelaborar. Es muy parecido a la melancolía pero en el
duelo no hay sentimiento de indignidad.
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El objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con
ese objeto. A esto se opone una comprensible renuencia que puede alcanzar tal intensidad que produzca un
extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo.
Inhibición y falta de interés se esclarecen por el trabajo del duelo que absorbe al yo.
➢ Melancolía: a raíz de idénticas influencias al duelo, en muchas personas se observa melancolía, y por eso
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sospechamos en ellas una disposición enfermiza. La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón
profundamente dolida, una cancelación de interés en el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la
inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y
autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo.
La sombra del objeto perdido recae sobre el yo y ya no hay diferencias entre ellos dos.
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La melancolía es una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada
inconsciente en lo que atañe a la pérdida. La relación con el objeto no es simple; la complica un conflicto de
ambivalencia. Esta es o bien constitucional, inherente a todo vínculo de amor de este yo, o nace de las vivencias
que conllevan la amenaza de la pérdida del objeto.
Hay una rebaja en el sentimiento yoico, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho


pobre y vacío, en la melancolía eso le ocurre al yo mismo.


El enfermo describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y
espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás. Sería infructuoso trata de oponérsele al enfermo
que promueve contra su yo tales querellas.
Hubo una elección de objeto, una ligadura de la libido a una persona determinada; por obra de una afrenta real
o un desengaño de parte de la persona amada sobrevino un sacudimiento de ese vínculo de objeto. El resultado
no fue el normal, que habría sido el quite de la libido de ese objeto y su desplazamiento a uno nuevo, sino otro
distinto, que para producirse parece requerir varias condiciones. La investidura de objeto resultó poco
resistente, fue cancelada, pero la libido libre no se desplazó a otro objeto, sino que se retiró sobre el yo. Pero ahí
no encontró un uso cualquiera, sino que sirvió para establecer una identificación del yo con el objeto resignado.
La pérdida del objeto hubo de mudarse en una pérdida del yo.
La disposición a contraer melancolía se remite al predominio del tipo narcisista de la elección de objeto. El
estado primordial del que parte la vida pulsional un amor tan enorme del yo por sí mismo, y en la angustia que

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sobreviene a consecuencia de una amenaza a la vida vemos liberarse un monto gigante de libido narcisista. El yo
sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la investidura de objeto puede tratarse a sí mismo como
un objeto, si le es permitido dirigir contra sí mismo esa hostilidad que recae sobre un objeto y subroga la
reacción originaria del to hacia objetos del mundo exterior. En la regresión desde la elección narcisista del
objeto, este último fue por cierto cancelado, pero probó ser más poderoso que el yo mismo.

Inhibición, síntoma y angustia.


Primer teoría de la angustia: había adoptado como postulado fundamental el principio de constancia, según el cual era
inherente al sistema nervioso la tendencia a reducir, o al menos a mantener constante el monto de excitación presente
en él. Cuando se hizo el hallazgo clínico de que en los casos de neurosis de angustia era siempre posible comprobar
cierta interferencia de la descarga de la tensión sexual, se estableció la conclusión de que la excitación acumulada

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buscaba la vía de salida transformándose en angustia. Se trataba de un proceso puramente físico.
La angustia sobrevenida en las fobias o en las neurosis obsesivas planteó una complicación, pues era imposible descartar
la presencia de fenómenos psíquicos; pero en lo tocante al surgimiento de la angustia, la explicación siguió siendo la
misma. En estos casos, la razón de que se acumulase excitación no descargada era de índole psíquica: la represión en
todo lo demás ocurría como en las neurosis actuales, la excitación acumulada se trasmudaba en angustia.
Segunda teoría de la angustia: Freud deja de lado la teoría de que la angustia es libido trasmudada, sino que es una
reacción frente a situaciones de peligro regida por un modelo particular. La psique cae en el afecto de la angustia

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cuando se siente incapaz para tramitar, mediante la reacción correspondiente, una tarea que se avecina desde afuera;
cae en la neurosis de angustia cuando es incapaz de reequilibrar la excitación endógenamente generada.
DD
I. Inhibición: es una limitación funcional del yo, que puede tener muchas causas. Tiene un nexo particular con la función
y no necesariamente designa algo patológico; se puede dar ese nombre a una limitación normal de una función. Muchas
son una renuncia a cierta función porque a raíz de su ejercicio se desarrollaría la angustia, a fin de no verse precisado a
emprender una nueva represión, de evitar un conflicto con el ello. Está presente una simple rebaja de la función. Se liga
conceptualmente de manera tan estrecha a la función, que uno puede dar en la idea de indagar las diferentes funciones
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del yo a fin de averiguar las formas en que se exterioriza su perturbación a raíz de cada una de las afecciones neuróticas:
a. La función sexual: sufre diversas perturbaciones, la mayoría de las cuales presentan el carácter de inhibiciones
simples. Son resumidas como impotencia psíquica. La perturbación puede intervenir en cualquier punto de él. Las
estaciones principales de la inhibición son, en el varón: extrañamiento de la libido en el inicio del proceso, la falta de
preparación física, la abreviación del acto, la detención del acto antes del desenlace natural, la no consumación del
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efecto psíquico.
b. La alimentación: la perturbación más frecuente de la función nutricia es el displacer frente al alimento por quite de la
libido. Tampoco es raro un incremento del placer de comer. El rehusamiento de la comida a consecuencia de la angustia
es propio de algunos estados psicóticos.
c. La locomoción: es inhibida en muchos estados de neuróticos por un displacer y una flojera en la marcha: la traba


histérica se sirve de la paralización del aparato de movimiento o le produce una cancelación especializada de esa sola
función. Son característicos los obstáculos puestos a la locomoción interpolando determinadas condiciones, cuyo
incumplimiento provoca angustia.
d. La inhibición del trabajo: nos muestra un placer disminuido, torpeza en la ejecución, o manifestaciones reactivas
como fatiga cuando se es compelido a proseguir el trabajo.

II. Síntoma: equivale a un indicio de un proceso patológico. Es un indicio y sustituto de una satisfacción pulsional
interceptada, es un resultado del proceso represivo. La represión parte del yo, quien, eventualmente por encargo del
superyó, no quiere atacar una investidura pulsional incitada en el ello. Mediante la represión, el yo consigue coartar el
devenir consiente de la representación que era portadora de la moción desagradable. Por obra del proceso represivo, el
placer de satisfacción que sería de esperar se muda en displacer, el decurso excitatorio intentado en el ello no se
produce; el yo consigue inhibirlo o desviarlo. Una inhibición puede ser un síntoma. No puede describirse como un
proceso que sucede dentro del yo o que le suceda al yo.

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Cuando el yo, recurriendo a la señal de displacer, consigue su propósito de sofocar por entero la moción pulsional, no
nos enteramos de nada de lo acontecido. A pesar de la represión, la moción pulsional ha encontrado un sustituto, pero
desplazado, inhibido. Ya no es reconocido como satisfacción.

El yo adquiere este influjo a consecuencia de sus vínculos con el sistema percepción, vínculos que constituyen su esencia
y han devenido el fundamento de su diferenciación respecto del ello. Recibe excitaciones no sólo de afuera, sino de
adentro y, por medio de las sensaciones de placer y displacer, que le llegan desde ahí, intenta guiar todos los decursos
del acontecer anímico en el sentido del principio del placer. Cuando se revuelve frente a un proceso pulsional del ello,
no le hace falta más que emitir una señal de displacer para alcanzar su propósito con ayuda de la instancia casi
omnipotente del principio de placer.
A raíz de un peligro externo, el ser orgánico inicia un intento de huida: primero quita la investidura a la percepción del

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peligro; luego discierne que el medio más eficaz es realizar acciones musculares que vuelvan imposible la percepción del
peligro. La represión equivale a un intento de huida. El yo quita la investidura de la agencia representante de pulsión
que es preciso reprimir, y la emplea para el desprendimiento de displacer de angustia. La angustia no es producida como
algo nuevo a raíz de la represión, sino que es reproducida como estado afectivo siguiendo una imagen mnémica
preexistente. En el hombre, el acto de nacimiento, en su calidad de primera vivencia individual de angustia, parece
haber presentado rasgos característicos a la expresión del afecto de angustia.
El yo es el verdadero almácigo de la angustia.

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III. En el caso de la represión se vuelve decisivo el hecho de que el yo es una organización, pero el ello no lo es; el yo es
justamente un sector organizado del ello. Sería injustificado representarse al yo y al ello como dos ejércitos diferentes,
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en que el yo procurara sofocan una parte del ello mediante la represión, y el resto del ello acudiera en socorro de la
parte atacada y midiera sus fuerzas con el yo.
El acto de la represión nos muestra la fortaleza del yo, al mismo tiempo atestigua su importancia y el carácter no
influible de la moción pulsional singular del ello. El proceso que por obra de la represión ha devenido síntoma afirma
ahora su existencia fuera de la organización yoica y con dependencia de ella.
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El yo es una organización que se basa en el libre comercio y en la posibilidad de un influjo recíproco entre todos sus
componentes; su energía desexualizada revela todavía su origen en su aspiración a la ligazón y la unificación, y esta
compulsión a la síntesis aumenta a medida que el yo se desarrolla más vigoroso. Así se comprende que el yo intente
cancelar la ajenidad y el aislamiento del síntoma, aprovechando toda oportunidad para ligarlo de algún modo a sí e
incorporarlo a su organización mediante tales lazos.
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El síntoma es encargado poco a poco de subrogar importantes intereses, cobra un valor para la afirmación de sí, se
fusiona cada vez más con el yo, se vuelve cada vez más indispensable para este.
Lo que nos es familiar como ganancia secundaria de la enfermedad, viene en auxilio del afán del yo por incorporarse el
síntoma, y refuerza la fijación de este último. Cuando intentamos prestar asistencia analítica al yo en su lucha contra el
síntoma, nos encontramos con que estas ligazones de reconciliación entre el yo y el síntoma actúan en el bando de las


resistencias. No nos resulta fácil soltarlas.

IV. Consideramos como primer caso el de la fobia del pequeño Hans a los caballos.
El pequeño Hans se rehúsa a andar por la calle porque tiene angustia al caballo. La incomprensible angustia frente al
caballo es el síntoma; la incapacidad para andar por la calle, un fenómeno de inhibición, una limitación que el yo se pone
para no provocar el síntoma-angustia.
No es una angustia indeterminada frente al caballo, sino de una determinada expectativa angustiada: el caballo lo
morderá. Este contenido procura sustraerse de la conciencia y sustituirse mediante la fobia indeterminada, en la que ya
no aparecen más que la angustia y su objeto.
Hans se encuentra en la actitud edípica de los celos y hostilidad hacia su padre, a quien, empero, ama de corazón toda
vez que no entre en cuenta la madre como causa de la desavenencia. Es por lo tanto un conflicto de ambivalencia. Su
fobia tiene que ser un intento de solucionar ese conflicto. La moción pulsional que sufre la represión es un impulso hostil
hacia su padre.

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Hans ha visto rodar a un caballo, y caer y lastimarse a un compañerito de juegos con quien había jugado al “caballito”.
Así nos dio derecho a construir en Hans una moción de deseo, la de que ojalá el padre se cayese y se hiciera daño.
Si el pequeño mostrara angustia hacia su padre, no tendríamos derecho a atribuirle una neurosis, una fobia. Nos
encontraríamos con una reacción afectiva enteramente comprensible. Lo que la convierte en neurosis es, única y
exclusivamente, otro rasgo: la sustitución del padre por el caballo. Es, pues, este desplazamiento lo que se hace
acreedor al nombre de síntoma.
El conflicto de ambivalencia no se tramita entonces en la persona misma; se la esquiva, por así decir, deslizando una de
sus mociones hacia otra persona como objeto sustitutivo.
Si Hans hubiese mostrado una conducta agresiva hacia los caballos, el carácter de moción pulsional agresiva, chocante,
no habría sido alterado en nada por la represión; sólo habría mudado de objeto.
La representación de ser devorado por el padre es la expresión, degradada en sentido regresivo, de una moción tierna

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pasiva: es la que apetece ser amado por el padre, como objeto, en el sentido del erotismo genital.
Las dos mociones pulsionales afectadas, la agresión sádica hacia el padre y la actitud pasiva tierna frente a él, forman un
par de opuestos; y más aún: si apreciamos correctamente la historia de Hans, discernimos que mediante la formación de
su fobia se cancela también la investidura de objeto-madre tierna, de lo cual nada deja traslucir el contenido de la fobia.
En Hans se trata de un proceso represivo que afecta a casi todos los componentes del complejo de Edipo.
En lugar de una sola represión, nos encontramos con una acumulación de ellas, y además nos topamos con la regresión.
El motor de la represión es la angustia frente a una castración inminente. Por angustia de castración resigna el pequeño

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Hans la agresión hacia el padre: su angustia de que el caballo lo muerda puede completarse, sin forzar las cosas: que el
caballo le arranque de un mordisco los genitales, lo castre.
En Hans, expresaba una reacción que trasmudó la agresión hacia su parte contraria. Pero el afecto-angustia de la fobia
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no proviene del proceso represivo, de las investiduras libidinosas de las mociones reprimidas, sino del represor mismo;
la angustia de la zoofobia es la angustia de castración inmutada, una angustia realista, angustia frente al peligro que
amenaza efectivamente o es considerado real. Aquí la angustia crea la represión y no, como Freud creía antes, la
represión a la angustia. La angustia de las zoofobias no corrobora la tesis antes sustentada, ya que es la angustia de
castración del yo.
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Puede seguir siendo correcto que a raíz de la represión se forme angustia desde la investidura libidinal de las mociones
Pulsionales. No es fácil reducir esos dos orígenes de la angustia a uno solo.

V. Los síntomas de la neurosis obsesiva son en general de dos clases, y de contrapuesta tendencia. O bien son
prohibiciones, medidas precautorias, penitencias, de naturaleza negativa, o por el contrario son satisfacciones
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sustitutivas, con disfraz simbólico. Constituye un triunfo de la formación de síntoma que se logre enlazar la prohibición
con la satisfacción.
La situación inicial de la neurosis obsesiva es la misma que la histeria, la necesaria defensa contra las exigencias
libidinosas del complejo de Edipo. Toda neurosis obsesiva parece tener un estrato inferior de síntomas histéricos,
formados muy temprano. La organización genital de la libido demuestra ser endeble y muy poco resistente. Cuando el


yo da comienzo a sus intentos defensivos, el primer éxito que se propone como meta es rechazar la organización genital
de la fase fálica hacia el estado anterior, sádico-anal. Este hecho de la regresión es determinante.
Freud busca la explicación metapsicológica de la regresión en una “desmezcla de pulsiones”, en la segregación de los
componentes eróticos que al comienzo de la fase genital se habían sumado a las investiduras destructivas de la fase
sádica.
El forzamiento de la regresión significa el primer éxito del yo en la lucha defensiva contra la exigencia de la libido.
En la neurosis obsesiva se discierne con más claridad que en los casos normales y en los histéricos que el complejo de
castración es el motor de la defensa, y que la defensa recae sobre las aspiraciones del complejo de Edipo. Ahora nos
situamos en el período de latencia, que se caracteriza por el sepultamiento del complejo de Edipo, la creación o
consolidación del superyó y la erección de barreras éticas y estéticas en el interior del yo. En la neurosis obsesiva, estos
procesos rebasan la medida normal; a la destrucción del complejo de Edipo se agrega la degradación regresiva de la
libido, el superyó se vuelve particularmente severo y desamorado, el yo desarrolla, en obediencia al superyó, elevadas
formaciones de la conciencia moral.

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Puede aceptarse como un hecho que en la neurosis obsesiva se forme un superyó hipersevero o puede pensarse que el
rasgo fundamental de esta afección es la regresión libidinal e intentarse enlazar con ella también el carácter del superyó.
La pubertad introduce un corte tajante en el desarrollo de la neurosis obsesiva. La organización genital, interrumpida en
la infancia, se reinstala con gran fuerza. Por una parte vuelven a despertar las mociones agresivas iniciales, y por la otra,
un sector más o menos grande de las nuevas mociones libidinosas se ve precisado a marchar por las vías que prefiguró la
regresión, y a emerger en condición de propósitos agresivos y destructivos.
El yo se revuelve contra invitaciones crueles y violentas que le son enviadas desde el ello a la conciencia, y ni sospecha
que en verdad está luchando contra unos deseos eróticos, algunos de los cuales se habrían sustraído en otro caso de su
veto. El texto genuino de la moción pulsional agresiva no se ha vuelto notorio para el yo. Lo que ha interrumpido hasta
la conciencia es un sustituto desfigurado. La agresión no aparece al yo como un impulso, sino como un “contenido de
pensamiento”.

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VI. En el curos de estas luchas pueden observarse dos actividades del yo en la formación del síntoma; merecen particular
interés porque son claramente subrogados de la represión. Cuando estas técnicas auxiliares y sustitutivas salen a un
primer plano, tengamos derecho a ver en ello una prueba de que la ejecución de la represión regular tropezó con
dificultades. Las dos técnicas son el anular lo acontecido y el aislar:
▪ Anular lo acontecido: tiene un gran campo de aplicación y llega hasta muy atrás. Es, por así decir, magia
negativa; mediante un simbolismo motor quiere “hacer desaparecer” no las consecuencias de un sujeto, sino a

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este mismo. En la neurosis obsesiva nos encontramos con la anulación de lo acontecido sobre todo en los
síntomas de dos tiempos, donde el segundo acto cancela el primero como si nada hubiera acontecido, cuando
en la realidad efectiva ocurrieron ambos. El ceremonial de la neurosis obsesiva tiene en el propósito de anular lo
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acontecido una segunda raíz.
Esta misma tendencia puede explicar también la compulsión de repetición, tan frecuente en la neurosis, en cuya
ejecución concurren luego muchas clases de propósitos que se contrarían unos a otros. Lo que no ha acontecido
de la manera en que habría debido de acuerdo con el deseo es anulado repitiéndolo de un modo diverso de
aquel en que aconteció.
▪ Aislamiento: recae también sobre la esfera motriz, y consiste en que tras un suceso desagradable, así como tras
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una actividad significativa realizada por el propio enfermo en el sentido de la neurosis, se interpola una pausa en
la que no está permitido que acontezca nada, no se hace ninguna percepción ni se ejecuta acción alguna. Esta
conducta nos revela su nexo con la represión. El efecto de ese aislamiento es el mismo que sobreviene de la
represión con amnesia. Es esta técnica, pues, la que reproducen los aislamientos de la neurosis obsesiva, pero
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reforzándola por vía motriz con un propósito.


El aislamiento es una cancelación de la posibilidad de contacto, un recurso para sustraer a una cosa del mundo
de todo contacto; y cuando el neurótico aísla también una impresión o una actividad mediante na pausa, nos da
a entender simbólicamente que no quiere dejar que los pensamientos referidos a ellas entren en contacto
asociativo con otros.


El neurótico obsesivo halla particular dificultad en obedecer a la regla psicoanalítica fundamental. Su yo es más vigilante
y son más tajantes los aislamientos que emprende, probablemente a consecuencia de la elevada tensión de conflicto
entre su superyó y su ello.
En tanto procura impedir asociaciones, conexiones de pensamientos, ese yo obedece a uno de los más antiguos y
fundamentales mandamientos de la neurosis obsesiva, el tabú del contacto. Si uno se pregunta por qué la evitación del
contacto desempeña un papel tan importante en la neurosis y se convierte en contenido de sistemas tan complicados,
halla esta respuesta: el contacto físico es la meta inmediata tanto de la investidura de objeto tierna como la agresiva.
Eros quiere el contacto pues pugna por alcanzar la unión. Pero también la destrucción, que tiene como premisa el
contacto corporal, el poner las manos encima.

VII. El yo debe proceder contra una investidura de objeto libidinosa del ello, porque ha comprendido que ceder a ella
aparejaría el peligro de la castración.

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Casi nunca nos las habemos con mociones pulsionales puras, sino, todo el tiempo, con ligas de ambas pulsiones en
diversas proporciones de mezcla. Por lo tanto, la investidura sádica de objeto se ha hecho también acreedora a que la
tratemos como libidinosa.
Tan pronto como se discierne el peligro de castración, el yo da la señal de angustia e inhibe el proceso de investidura
amenazador en el ello, por medio de la instancia placer-displacer. Al mismo tiempo se consuma la formación de la fobia.
La angustia de castración recibe otro objeto y una expresión desfigurada: ser mordido por el caballo, en vez de ser
castrado por el padre. La formación sustitutiva tiene dos manifiestas ventajas; la primera, que esquiva un conflicto de
ambivalencia, pues el padre es simultáneamente un objeto amado; y la segunda, que permite al yo suspender el
desarrollo de angustia. La angustia de la fobia solo emerge cuando su objeto es asunto de la percepción.
Hemos adscrito a la fobia el carácter de una proyección, pues sustituye un peligro pulsional interior por un peligro de
percepción exterior. La exigencia pulsional no es un peligro en si misma; lo es solo porque conlleva un auténtico peligro

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exterior, el de la castración.
El hecho de que el yo pueda sustraerse de la angustia por medio de una evitación o de un síntoma-inhibición armoniza
muy bien con la concepción de que esa angustia s sólo una señal-afecto, y de que nada ha cambiado en la situación
económica. La angustia de las zoofobias es una reacción afectiva del yo frente al peligro; y el peligro frente al cual de
emite la señal es el de la castración. He aquí la única diferencia respecto de la angustia realista que el yo exterioriza
normalmente en situaciones de peligro: el contenido de la angustia permanece inconsciente y solo deviene consciente
en una desfiguración.

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La fobia establece por regla general después que en ciertas circunstancias se vivenció un primer ataque de angustia. Así
se proscribe la angustia, pero reaparece toda vez que no se puede observar la condición protectora.
Esto es también aplicable a la neurosis obsesiva. El motor de toda la posterior formación de síntoma es aquí
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evidentemente la angustia del yo frente al superyó. La hostilidad del superyó es la situación de peligro de la cual el yo he
ve precisado a sustraerse. La angustia frente a la castración se trasmuda en una angustia social indeterminada o una
angustia de conciencia moral. Pero esa angustia está encubierta; el yo se sustrae de ella ejecutando, obediente, los
mandamientos, preceptos y acciones expiatorias que le son impuestos.
Conclusión: la angustia es la reacción frente a la situación de peligro; se la ahorra si el yo hace algo para evitar la
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situación o sustraerse de ella. Ahora se podría decir que los síntomas son creados para evitar el desarrollo de la angustia,
para evitar la situación de peligro que es señalada mediante el desarrollo de la angustia.
La castración se vuelve representable por medio de la experiencia cotidiana de la separación del contenido de los
intestinos y la pérdida del pecho materno vivenciado a raíz del destete.
Estamos ante una segunda posibilidad: la de que la angustia no se limite a ser una señal-afecto, sino que sea también
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producida como algo nuevo a partir de las condiciones económicas de la situación. Obtenemos entonces una nueva
concepción de la angustia.
El nacimiento no es vivenciado subjetivamente como una separación de la madre, pues esta es ignorada como objeto
por el feto enteramente narcisista. He aquí otro reparo: las reacciones afectivas frente a una separación nos resultan
familiares y las sentimos como dolor y cuelo, no como angustia.


VIII. La angustia es algo sentido. La llamamos estado afectivo. Tiene un carácter displacentero evidentísimo, pero ello no
agota su cualidad; no a todo displacer podemos llamarlo angustia. El carácter displacentero de la angustia parece tener
una nota particular.
El análisis del estado de angustia nos permite distinguir entonces: 1) un carácter displacentero específico, 2) acciones de
descarga, y 3) percepciones de estas.
En la base de la angustia hay un incremento de la excitación, incremento que por una parte da lugar al carácter
displacentero y por la otra es aligerado mediante las descargas antes mencionadas. El estado de angustia es la
reproducción de una vivencia que reunió las condiciones para un incremento del estímulo como el señalado y para la
descarga por determinadas vías, a raíz de lo cual, también el displacer de la angustia recibió su carácter específico. El
nacimiento nos ofrece una vivencia arquetípica de tal índole, y por eso nos inclinamos a ver en el estado de la angustia
una reproducción del trauma del nacimiento.

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La angustia se generó como reacción frente a un estado de peligro; en lo sucesivo se la reproducirá regularmente
cuando un estado semejante vuelva a presentarse.
Hay dos posibilidades de emergencia de la angustia: una, desacorde con el fin, en una situación nueva de peligro, para
que ocurra debe producirse en el ello una situación análoga al trauma del nacimiento, en que la reacción de angustia
sobreviene de manera automática; la otra, acorde con el fin, para señalarlo y prevenirlo, en el ello sucede algo que
activa una de las situaciones de peligro para el yo y lo mueve a dar la señal de angustia a fin de inhibirlo. En el acto de
nacimiento amenaza un peligro objetivo para la conservación de la vida. El peligro del nacimiento carece aún de todo
contenido psíquico. El feto no puede más que notar una enorme perturbación en la economía de su libido narcisista.
Con la experiencia de que un objeto exterior, aprehensible por vía de percepción, puede poner término a la situación
peligrosa que recuerda al nacimiento, el contenido del peligro se desplaza de la situación económica a su condición, la
pérdida del objeto. La ausencia de la madre deviene ahora el peligro. Esta mudanza significa un primer gran progreso en

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el logro de la autoconservación; simultáneamente encierra el pasaje de la neoproducción involuntaria y automática de la
angustia a su reproducción deliberada como señal de peligro.
Al despersonalizarse la instancia parental, de la cual se temía la castración, el peligro se vuelve más indeterminado. La
angustia de castración se desarrolla como angustia de consciencia moral, como angustia social. Ahora a no es tan fácil
indicar qué teme la angustia. Es la ira, el castigo del superyó, la pérdida de amor de parte de él, aquello que el yo valora
como peligro y a lo cual responde con la señal de angustia. La última mudanza de esta angustia frente al superyó es la
angustia de muerte.

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Antes, Freud creía que la angustia se generaba de manera automática en todos los casos mediante un proceso
económico, mientras que la concepción de angustia que ahora sustenta, como una señal deliberada del yo con el
propósito de influir sobre la instancia placer-displacer, nos dispensa de esta compulsión económica. El yo es el genuino
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almácigo de la angustia.
La angustia es un estado afectivo que sólo puede ser registrado por el yo. El ello no puede tener angustia como el yo: no
es una organización, no puede apreciar situaciones de peligro. En cambio, es muy frecuente que en el ello se consumen
procesos que den al yo ocasión para desarrollar angustia.
La angustia de castración es el único motor de los procesos defensivos que llevan a la neurosis.
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XI. ADDENDA. La represión reclama un gasto permanente. La acción de resguardo de la represión es lo que en el
empeño terapéutico registramos como resistencia. Y esta última presupone lo que hemos designado como
contrainvestidura. Se manifiesta como una alteración del yo, como formación reactiva en el interior del yo.
Estas formaciones reactivas de la neurosis obsesiva son exageraciones de rasgo de carácter normales, desarrollados en
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el curso del período de latencia.


Cinco resistencias que provienen de tres lados:
➢ Resistencias del yo (3): la represión, la resistencia de transferencia y la integración del síntoma en el yo.
➢ Resistencia del ello: es la responsable de la necesidad de reelaboración.
➢ Resistencia del superyó: parece brotar de la conciencia de culpa o necesidad de castigo; se opone a todo éxito.


Angustia antes: antes se consideraba una reacción general del yo bajo las condiciones de displacer, en cada caso Freud
procuraba dar razón de su emergencia en términos económicos. En las neurosis actuales suponía que una libido
desautorizada por el yo o no aplicada hallaba una descarga directa en angustia.
Angustia ahora: el veto de la concepción anterior partió de la tendencia a hacer del yo el único almácigo de la angustia.
Para la concepción anterior era natural considerar a la libido de la moción pulsional reprimida como la fuente de la
angustia; de acuerdo con la nueva, en cambio, más bien debía de ser el yo el responsable de esa angustia. Por lo tanto:
angustia yoica o angustia pulsional (del ello). Puesto que el yo trabaja con energía desexualizada, en la nueva concepción
se aflojó también el nexo íntimo entre angustia y libido.

La afirmación de Otto Rank, según la cual el afecto de la angustia era una consecuencia del proceso del nacimiento y una
repetición de la situación por cuya vivencia se atravesó entonces, obligó a reexaminar el problema de la angustia. Freud
no podía seguirle en su tesis del nacimiento como trauma. Así se vio precisado a remontarse de la reacción de angustia a
la situación de peligro que estaba tras ella. Al introducirse este factor, surgieron nuevos puntos de vista. El nacimiento

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pasó a ser el arquetipo de todas las situaciones posteriores de peligro planteadas bajo las nuevas condiciones del
cambio en la forma de existencia y el progreso en el desarrollo psíquico. La angustia sentida a raíz del nacimiento o se
reproducía en situaciones análogas a las originarias, como una forma de reacción inadecuada al fin, o el yo adquiría
poder sobre este afecto y él mismo lo reproducía, se servía de él como alerta frente al peligro y como medio para
convocar la intervención del mecanismo placer-displacer.
Se atribuyen dos modalidades al origen de la angustia en la vida posterior:
- Angustia automática: involuntaria, económicamente justificada en cada caso, cuando se había producido una
situación de peligro análoga a la del nacimiento-
- Angustia señal: generada por el yo cuando una situación así amenazaba solamente, y a fin de movilizar su
evitación. El yo se sometía a la angustia como si fuera una vacuna, a fin de sustraerse, mediante un estallido
morigerado de la enfermedad, de un ataque no morigerado. El yo se representa vívidamente la situación de

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peligro, con la inequívoca tendencia de limitar ese vivenciar penoso a una señal.
La situación de peligro es la situación de desvalimiento discernida, recordada, esperada. La angustia es la reacción
originaria frente al desvalimiento en el trauma, que más tarde es reproducida como señal de socorro en la situación de
peligro. El yo, que ha vivenciado pasivamente al trauma, repite ahora de manera activa una reproducción morigerada de
este, con la esperanza de poder guiar de manera autónoma su decurso.
La angustia nace como reacción frente al peligro de la pérdida del objeto. Ya tenemos noticia de una reacción así frente
a una pérdida del objeto; es el duelo. En el duelo queda sin entender su carácter particularmente doliente.

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La primera condición de angustia que el yo mismo introduce es la de la pérdida de percepción, que se equipara a la de la
pérdida del objeto. El objeto permanece presente, pero puede ponerse malo, y entonces la pérdida de amor por parte
del objeto se convierte en un nuevo peligro y nueva condición de angustia más permanentes.
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El dolor es la genuina reacción frente a la pérdida del objeto; la angustia lo es frente al peligro que esta pérdida conlleva,
y en su ulterior desplazamiento, al peligro de la pérdida misma del objeto.

Freud retoma el concepto de proceso defensivo, el cual había sustituido por represión. Pero ahora entiende a la defensa
como la designación general de todas las técnicas de que el yo se vale en sus conflictos que eventualmente llevan a la
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neurosis, mientras que represión sigue siendo el nombre de uno de estos métodos.
En la histeria hicimos nuestras primeras experiencias sobre la represión y formación del síntoma; vimos que el contenido
perceptivo de vivencias excitantes, el contenido de representación de formaciones patógenas de pensamiento, son
olvidados y excluidos de la reproducción en la memoria, y por eso discernimos en el aparato de la conciencia un carácter
principal de represión histérica. Más tarde estudiamos la neurosis obsesiva y hallamos que en esta afección los procesos
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patológicos no son olvidados. Permaneces consientes, mas son aislados de una manera todavía irrepresentable, de
suerte que se alcanza más o menos el mismo resultado que mediante la amnesia histérica.
En la neurosis obsesiva se llega, bajo el influjo de la revuelta del to, a la meta de una regresión de las mociones
pulsionales a una fase anterior de la libido. La contrainvestidura desempeña en la neurosis un papel muy considerable
como alteración reactiva del yo; así prestamos atención a un procedimiento de “aislamiento”, cuya técnica no podemos


indicar todavía, que procura una expresión sintomática directa, y también al procedimiento de la “anulación de lo
acontecido” que ha de llamarse mágico, y acerca de cuya tendencia defensiva no pueden caber dudas.

Análisis terminable e interminable.


La terapia psicoanalítica, el liberar a un ser humano de sus síntomas neuróticos, de sus inhibiciones y anormalidades de
carácter, es un trabajo largo. Desde el conexo se emprendieron intentos de abreviar la duración de los mismos.
Un intento particularmente enérgico fue en de Otto Rank, que supuso que el acto del nacimiento era la genuina fuente
de la neurosis, pues conllevaba la posibilidad de que la fijación primordial a la madre no se superara y prosiguiera como
represión primordial. Mediante el trámite analítico, Rank esperaba eliminar la neurosis íntegra, de suerte que una
piecita de trabajo analítico ahorrara todo el resto. Unos pocos meses bastarían, pero no resistió a un examen crítico.
Freud mismo intentó apresurar el decurso de una cura analítica, recurriendo al medio de fijar un plazo, sin importar lo
que el paciente consiguiera en el tiempo que así se le concedía. La medida es eficaz, bajo la premisa de que se la adopte
en el momento justo, pero no puede dar ninguna garantía de la tramitación completa de la tarea. Al contrario, se puede

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estar seguro de que mientras una parte del material se vuelve asequible bajo la compulsión de la amenaza, otra parte
permanece retenida y en cierto punto encerrada; así se pierde para el empeño analítico.

El análisis ha terminado cuando analista y paciente ya no se encuentran en la sesión de trabajo analítico. Y esto ocurrirá
cuando estén aproximadamente cumplidas dos condiciones: la primera, que el paciente ya no padezca a causa de sus
síntomas y haya superado sus angustias y sus inhibiciones, y la segunda, que el analista juzgue haber hecho consciente
en el enfermo tanto de lo reprimido, esclarecido tanto de lo incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior,
que tal no quepa temer que se repitan los procesos patológicos en cuestión.
Otro significado de “término” de un análisis es mucho más ambicioso. En nombre de él se inquiere si se ha promovido el
influjo sobre el paciente hasta un punto en que la continuación del análisis no prometería ninguna ulterior alteración.
Todo analista habrá tratado algunos casos con feliz desenlace. Se ha conseguido eliminar la perturbación neurótica

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preexistente, y ella no ha retornado ni ha sido sustituida por ninguna otra. El yo de los pacientes no estaba alterado de
una manera notable, y la etiología de la perturbación era únicamente traumática.
La intensidad constitucional de las pulsiones y la alteración perjudicial del yo, adquirida en la lucha defensiva, en el
sentido de un desquicio y una limitación, son los factores desfavorables para el efecto del análisis y capaces de prolongar
su duración hasta lo inconcluible.
Ni siquiera un tratamiento analítico exitoso protege a la persona por el momento curada de contraer luego otra
neurosis, y hasta una neurosis de la misma raíz pulsional, un retorno del antiguo padecer.

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De los tres factores decisivos para las posibilidades de la terapia analítica (influjo de traumas, intensidad constitucional
de las pulsiones y alteración del yo) nos interesa aquí solo la del medio, la intensidad de las pulsiones.
Es concebible que un refuerzo pulsional sobrevenido más tarde en la vida exteriorice los mismos efectos. El desenlace
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depende de la intensidad pulsional. El análisis no consigue en el neurótico más de lo que el sano lleva a cabo sin ese
auxilio.

Si durante el tratamiento de un conflicto pulsional uno puede proteger al paciente de conflictos futuros, y si es realizable
y acorde al fin despertar con fines profilácticos un conflicto pulsional no manifiesto por el momento, son las dos
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cuestiones subsiguientes. Si antes se trataba de prevenir el retorno del mismo conflicto, ahora se trata de su posible
sustitución por otro. La experiencia nos ha preparado para un rotundo rechazo. Si un conflicto pulsional no es actual no
se exterioriza, es imposible influir sobre él en el análisis.
Dos cosas podemos hacer: producir situaciones donde devenga actual, o conformarse con hablar de él en el análisis,
señalar su posibilidad. El primer propósito puede ser alcanzado por dos diversos caminos: primero, dentro de la realidad
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objetiva, y segundo, dentro de la trasferencia, exponiendo al paciente en ambos casos a cierta medida de padecer
objetivo mediante frustración y estasis libidinal.
Si procuramos un tratamiento profiláctico de conflictos pulsionales no actuales, sino meramente posibles, no bastará
regular un padecer presente e inevitable; habrá que resolverse a llamar a la vida un padecer nuevo, coa que hasta hoy
acertadamente se dejó librada al destino.


El trabajo analítico se cumple de manera óptima cuando las vivencias patógenas pertenecen al pasado. Uno e cuenta al
paciente sobre las posibilidades de otros conflictos pulsionales y despierta su expectativa de que tales cosas podrían
suceder en él también. Uno espera que tal comunicación y advertencia tendrá por resultado activar en el paciente uno
de los conflictos indicados, en una medida moderada, aunque suficiente para el tratamiento. Pero esta vez la
experiencia da una respuesta unívoca. El resultado que se esperaba no comparece. El paciente escucha, pero no hay eco
alguno. Uno ha aumentado el saber del paciente, sin alterar nada en él.

La alteración del yo: la situación analítica consiste en aliarnos nosotros con el yo de la persona objeto a fin de someter
sectores no gobernados de su ello, o sea, de integrarlos en la síntesis del yo. El yo, tiene que ser un yo normal. Pero este
yo normal, como la normalidad en general, es una ficción ideal. El yo anormal, inutilizable para nuestros propósitos, no
es por desdicha una ficción.
Si preguntamos de dónde provienen las modalidades y los grados, tan diversos, de la alteración del to, he aquí la
inevitable alternativa que se presenta: son originarios o adquiridos. El segundo caso será más fácil de tratar. Si se los ha

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adquirido, fue sin duda en el curso del desarrollo desde las primeras épocas de la vida. Desde el comienzo mismo, el yo
tiene que procurar e cumplimiento de su tarea, mediar entre el ello y el mundo exterior al servicio del principio del
placer, precaver al ello de los peligros del mundo exterior. Si en el curso de este empeño aprende a adoptar una actitud
defensiva también frente al ello propio, y a tratar sus exigencias pulsionales como peligros externos, esto acontece, al
menos en parte, porque comprende que la satisfacción pulsional llevaría a conflictos con el mundo exterior. El yo se
acostumbra entonces, bajo el influjo de la educación, a trasladar el escenario de la lucha de afuera hacia adentro, a
dominar el peligro interior antes que haya devenido un peligro exterior. Durante esta lucha de dos frentes, el yo se vale
de diversos procedimientos para cumplir su tarea, que consiste en evitar el peligro, la angustia, el displacer. Llamemos
mecanismos de defensa a estos procedimientos.
De uno de estos mecanismos, la represión, ha partido el estudio de los neuróticos en general. Nunca se dudó de que la
represión no es el único procedimiento de que dispone el yo para sus propósitos. El aparato psíquico no tolera el

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displacer, tiene que defenderse de él a cualquier precio, y si la percepción de la realidad objetiva trae displacer, ella
tiene que ser sacrificada. Pero de sí mismo no puede huir, contra el peligro interior no vale huida alguna, y por eso los
mecanismos de defensa del yo están condenados a falsificar la percepción interna y a posibilitarnos sólo una noticia
deficiente y desfigurada de nuestro ello. El yo queda entonces, en sus relaciones con el ello, paralizado por sus
limitaciones o enceguecido por sus errores.
Muchas veces el resultado es que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que ellos le prestan. El
gasto dinámico que se requiere para solventarlos, así como las limitaciones del yo que conllevan casi regularmente,

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demuestran ser unos pesados lastres para la economía psíquica.
Al efecto que en el interior del yo tiene el defender podemos designarlo “alteración del yo”.
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El próximo interrogante es si toda alteración del yo es adquirida durante las luchas de la edad temprana. La respuesta es
inequívoca. No hay razón alguna para impugnar la existencia y significatividad de diversidades originarias, congénitas,
del yo. Un hecho es decisivo: cada persona selecciona siempre sólo algunos de los mecanismos de defensa posibles, y los
emplea luego de continuo. El yo singular está dotado desde el comienzo de predisposiciones y tendencias individuales.
Cuando hablamos de herencia arcaica, solemos pensar únicamente en el ello y al parecer suponemos que un yo todavía
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no está presente al comienzo de la vida singular. Pero no descuidemos que el ello y el yo son originariamente uno.
Con la intelección de que las propiedades del yo que registramos como resistencia pueden ser tanto de
condicionamiento hereditario cuanto adquiridas en las luchas defensivas, el distingo tópico entre ello y yo ha perdido
mucho su valor para nuestra indagación.
Las resistencias de otra índole ya no las podemos localizar y parecen depender de constelaciones fundamentales dentro
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del aparato anímico. Sólo hay algunas muestras de este género:


• Viscosidad de la libido: los procesos que la cura inicia en las personas en las que se encuentra esta resistencia,
trascurren mucho más lentamente que en otras, porque, según parece, no pueden decidirse a desasir
investiduras libidinales de un objeto y desplazarlas a uno nuevo, aunque no se encuentren particulares razones
para tal fidelidad a las investiduras.


• También uno se topa con el tipo contrario, en que la libido aparece dotada de una especial movilidad, entra con
rapidez en las investiduras nuevas propuestas por el análisis y resigna a cambio las anteriores. Los resultados
anímicos suelen ser muy lábiles: las investiduras nuevas se abandonan muy pronto, y uno recibe la impresión, no
de haber trabajado con arcilla, sino de haber escrito en el agua.
• Resistencias del ello: uno es sorprendido por una conducta que no puede referir sino a un afrontamiento de la
plasticidad, de la capacidad para seguir desarrollándose, que de ordinario se espera. En el análisis estamos
preparados para hallar cierto grado de inercia psíquica; cuando el trabajo analítico ha abierto caminos nuevos a
la moción pulsional, se observa casi siempre que no se los emprende sin una nítida vacilación.
• Necesidad de castigo: cabe inculpar como fuentes de resistencia a la cura analítica e impedimento del éxito
terapéutico. Entra en juego la conducta de las dos pulsiones primordiales, su distribución, mezcla y desmezcla.
Durante el trabajo analítico no hay impresión más fuerte de las resistencias que la de una fuerza que se defiende
por todos los medios contra la curación y a toda costa quiere aferrarse a la enfermedad y al padecimiento.
Reacción terapéutica negativa.

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