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Alicia quería saber cuánto tiempo es para siempre, y le respondió

Conejo Blanco: a veces solo un segundo.


Siempre y aún después, Payán. Forever and a day.

Preguntaste cuál era esa montaña que veías desde tu balcón. Esa
montaña es La Mare de Deu de Queralt, te informaron. Y tú, con una
sonrisa: siempre sospeché que la madre de Dios era una montaña.
Tu infancia, en el barrio popular de La Merced, en el corazón de la
Ciudad de México. En unas Navidades te robaron por la calle los
zapatos que acababan de traerte los Reyes Magos. Para consolarte, tu
madre horneó, solo para ti, un pastel de frutas con ron, miel y vainilla.
Fui un niño pobre pero feliz, me decías.

Eras divertido y tremendo. No perdonabas una. A la salida de un


hotel, en Cartagena de Indias, un gringo que pasó corriendo te pegó un
empujón y te dijo excuse me, así al desgaire y sin voltear a mirarte.
“Qué esquiusmi ni qué esquiusmi”, le gritaste, “¡Devuélveme a Texas,
cabrón!”
Tantos años de un amor tan suave... y de repente te fuiste muy lejos,
demasiado lejos, ultra auroram et Gangem. Se te paró el corazón
mientras comías quesadillas con flor de calabaza. Tu Última Cena.
Íbamos a Montparnasse, en París, a visitar la tumba de César Vallejo,
quien predijo que moriría un jueves con aguacero. Se equivocó
Vallejo, murió un viernes soleado. También yo me equivoqué, te creí
cuando juraste que no te ibas a morir mientras yo estuviera lejos.

En medio de la errancia, el nómada cavó una tumba, y los primeros


sedentarios fueron los muertos. En qué andarás tú, ¿en el viaje o en la
calma? ¿Buscas o encuentras? Te fascinaban las piedras y brújulas.

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