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Me arrimé al muelle a esperar la chalupa. Deseaba llegar pronto a la

orilla del mar, que estaba a cientos de kilómetros de distancia y todavía

más lejos.

A esa hora del día el río parecía de vidrio bajo la resolana ardiente...

Por un momento pensé que de no embarcarme pronto el calor me iba a

derretir, pero al ver a una muchacha bajo una sombrilla de color es,

vestida con unos pollerines escandalosamente rojos caminando para

donde yo estaba, me olvidé de las ingratitudes del lugar y le di gracias a

la vida de no ser otro ciego entre los ciegos. Más que una muchacha

parecía una flor en el mes del más alto v erano.

La muchacha se detuvo a mi lado y comenzó a morder un mango,

mirando de soslayo hacia el muelle , dos tablas puestas ahí, a un lado


de la ribera. La fragancia de la fruta dulcificaba las arremetidas del

calor.

--¡Oye tú!, ¿cómo te llamas tú? ²me preguntó de repente.

Aunque insistió no creí conveniente decirle mi nombre. En esa parte

del país las muchachas querían saberlo todo desde niñas; después

cualquier cosa podía ocurrir.

--Tienes cara de no tener nombre ² dijo con desdén.

Eso me dolió, que se diera cuenta de mi desamparo. Herido en lo más

profundo de mi orgullo le respondí:

--¿Y tú, cómo te llamas? De pronto te pareces a algo...

--Ana Magdalena.

Seguramente no se llamaba así. Para unos viajeros ocasionale s como

nosotros cualquier nombre era bueno.

Tan pronto abordamos la chalupa, un mocetón de ébano se paró en

la proa con el bichero en ristre, dispuesto a enfrentarse con los bufeos,

las serpientes y los caimanes que se nos atravesar an durante la

navegación. El zumbido del motor fuera de borda nos impedía hablar

como no fuera a gritos. Tal vez por eso me dediqué a contemplar el

paisaje. Los ojos se me iban detrás de las bandadas de garzas, los loros

chillones, las casitas de palma de la ribera.

El timonel, un viejo lobo de río experto en esquivar los bancos de

arena, los troncos podridos y cadáveres de cosas se puso a cantar —

  Ý Un pescado saltó del agua y me golpeó la cara. Como para que

la oyeran en los linderos del paraíso , Ana Magdalena soltó una risa,

escandalosa y feliz, y eso fue suficiente para que los todos pasajeros
comenzaran a echar chistes y a decirse para dónde iban. Ana

Magdalena iba para Ciénaga ; tan pronto desembarcara tomaría el tren.

--Yo también voy para esos lados ²le dije. No creí conveniente decirle

que vendía libros. En esos lugares del país era una aventura y casi un

riesgo. En un pueblo me habían apedreado por culpa de unos versos de

amor y en otro, un señor muy rico sólo compraba libros por met ros

para que los vecinos lo creyeran inteligente.

Después de varias horas de navegación en las que no vi sino a un

caimán bostezando de hambre, cinco tortugas filosofales en los esteros,

una iguana prehistórica, pequeñas lanchas de cabotaje y pescadores y

mujeres fumando tabacos con la candela dentro de la boca en las

puertas de sus ranchos, desembarcamos en una estación de aluminio

puesta ahí en señal de progreso. Sin embargo allí no había donde

sentarnos, ni siquiera un ventorrillo donde me vendieran un café.

Llevaba varios días de viaje, durmiendo en hoteles baratos, espantando

el hambre con mendrugos de cazabe, pero nadie tenía la culpa de mis

desgracias.

cccTan pronto llegó el tren nos embarcamos para Ciénaga. Era tanta mi

ansiedad de llegar a la orilla del mar que no creí que me fuera a

alcanzar la vida para lograrlo. A todo momento me parecía ver el mismo

paisaje por la ventanilla: caseríos sin importancia, un hori zonte escaso

en árboles, pastos secos, tierras áridas, animales sedientos y estaciones

de aluminio en las que escasamente se veían unos cuantos guajiros,

vendedores de comestibles y baratijas de contrabando.

--¿En qué piensas? ²le pregunté al verla tan ensimismada.


Al día siguiente se iba a casar, me dijo. Sacó de su carterita la foto

de un boxeador y se quedó mirándola. Su novio le había prometido a

una casa con muchos lujos, con canario incluido. No era necesario que

me contara esas cosas. Su s asuntos sentimentales me importaban

menos que cualquier cosa, ¿quién era yo para cambiar el destino de

una muchacha?cUno más entre los mortales. Tenía los ojos azules para

que aquellos que me vieran una sola vez dijeran ´    

  À, para que en todos los puertos y ciudades recordaran mi rostro

de agua y mis ojos de agua y mis pasos de agua sobre el lomo del agua

que un día se llevó mi alma y la depositó en el bosque de los

fantasmas, en la gruta iluminada de sal donde habita e l ánima de los

ausentes. Durante mi viaje no había encontrado la felicidad pero sí

innumerables libros, porque hasta las algas eran y las escamas de los

peces también, el dorado de las mojarras, el blanco moco de las

anémonas ²siempre lo eran--, un libro abierto.

Después de la media noche llegamos a Ciénaga, un pueblo del litoral

salitroso y bullanguero, y también un cruce de caminos. En todas las

calles, casas y solares y aú n bajo las matas de guineo se veían

encapuchados, mujeres escandalosas, ta húres de todos los pelambres,

marineros curtidos por el salitre, estibadores del puerto, dráculas

tropicales, borrachos y hasta una negra de visos refulgentes de caderas

esplendorosas que vendía besos a 50 pesos.

El único hotel que encontramos para pasar la noche, parecía de

mentiras. No era el mejor lugar, pero un muchacho de uñas verdes

que dijo llamarse Adán, nos condujo por un largo corredor salitroso
hasta una habitación tan pobre que daba pena. No tenía mosquitero ni

tampoco ventilador; las sábanas olían a rancio, las lagartijas

correteaban por todas partes, el techo estaba a punto de caerse ; un

Cristo sangrante colgaba detrás de la puerta, y lo peor de todo: el calor

sofocante, el olor a orines, los mosquitos, las risas escandalosas en las

habitaciones contiguas, el tintinear de las botellas. Si el lugar no era un

burdel, es lo que parecía.

--¿Cuánto dura el carnaval? ²le pregunté.

--Todo el tiempo que uno quiera ²dijo.

Ana Magdalena me abrazó como un náufrago a una tabla de

salvación y me besó. El mar no se oía por ninguna parte pero debía

estar por ahí, perdido en la inmensidad de la noche. Una nube de

mosquitos me chuzaba las nalgas, las lagartijas correteaban por el

techo, el viento azotaba la ventana. Al otro lado de la pa red, por entre

las hendijas, cientos de ojos la observaban. Ana Magdalena era el mar,

la luna, la ola, la espuma. Yo era la playa, el desierto, la arena....

Cuando las olas se cansaron de morir en la playa, en alguna calle de

Ciénaga alguien comenzó a tocar una gaita y me sentí triste.

A la mañana siguiente mi vida comenzó a girar al revés: Ana

Magdalena no estaba. Se la pregunté al coime de uñas verdes, a la

dueña del hotel, a las parejas que aún permanecían allí aletargadas por

el alcohol. Nadie me dio razón. Salí a buscarla por las calles de Ciénaga.

Fui a la Iglesia, a la alcaldía, la pregunté casa por casa, calle por calle,

pensando que en cualquier momento volvería a encontrarla bajo su

sombrilla de colores... En ese pueblo de cumbiamberos lo único que


encontré fue un miserable canario enjaulado gritando que lo dejaran

libre.

Con la esperanza de verla de nuevo, me paré en una esquina por la

que tenían que pasar todas las mujeres de Ciénaga. Pasaron ancianas

huesudas, mujeres embarazadas, putas y hasta las niñas de la escuela

con la sonrisa todavía dibujada en el rostro.... Tal vez pasaron muchos

años en pocas horas porque cuando me cansé de esperarla, las niñas

de la escuela ya habían perdido la risa, las putas s e habían vuelto

santas, las mujeres embarazadas ya habían tenido muchos hijos y

algunos de ellos ya habían muerto.

Sé que la muerte vendrá a buscarme algún día de la misma manera

que lo hizo Ana Magdalena, pero ojalá sepa mi nombre para que no

tenga que preguntarme otra vez:

--¡Oye, tú!, ¿cómo te llamas tú?

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En el primer carguero que atracó en el muelle me fui para Samaria a

buscar a Haroldo, mi amigo de andanzas y perrerías. No digo que el

viaje fuera fácil porque tenía que trapear la cubierta, calafatear el

casco, hacer de centinela nocturno cuando era el caso, pero yo me

diferenciaba de los demás marineros porque cada vez que me ponía

nostálgico destapaba una botella de ron y con entonado acento me

ponía a cantar pequeños trozos de la Odisea:

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Si pudiera devolver el tiempo, diría que durante la travesía no hice

más que leer la rosa de los vientos, novelas y poemas, preferencialmente

de Pablo Neruda, porque a decir verdad los marineros guardaban en

sus bolsillos alguno de los magníficos poemas del vate chileno y,

naturalmente, la foto de su mamá o de alguna chica en pelota.

Después de varios días de navegación en los que no vi sino unas

cuantas gaviotas, uno que otro barco de cabotaje, desembarqué en

Samaria. Sin ser desierto ni playa c repitaba toda entera bajo un sol

incendiario. De la tierra brotaba un perfume salvaje que alborotaba los

sentidos y la belleza estaba regada por todas partes para que uno se la

bebiera a grandes sorbos.


Haroldo era más cuerdo que yo, pero soñaba una barbaridad:

comprar un castillo a la orilla del mar, importar hielo del Polo Norte,

hacer la revolución, triunfar. Como yo era el más entusiasta promotor

de sus visiones comerciales, al llegar a Samaria le propuse que pusiera

una venta de libros,            Ý

Vender libros en el litoral era el peor negocio, y todo porque

teníamos que competir con el mar, los turistas, los políticos , los vagos,

los analfabetas, y los que para colmo de males no sabían hacer nada.

Para que Haroldo no desistiera en tan noble empeño le auguré que con

el tiempo seríamos tan famosos que los barcos llegarían a Samaria, no

sólo por café y bananos sino también por libros. Mis débiles

argumentos lograron mellar su joven espíritu y se animó a abrir l a

flamante —  


, según rezaba el aviso.

cccSacudiendo el polvo, limpiando telarañas y espantando lagartijas, me

pasaba los días de la semana, que por tantos sucesos sociales y

políticos que vivía el país parecían pasar más lentos. Los guerrilleros

asaltaron el tren, los trabajadores del puerto entraron en huelga, unas

bombas estallaron en las propias barbas del gobernador y la policía

comenzó a vigilar todo lo que les pareciera sospechoso, porque

sospechosos eran casi todos los barbudos que entraban a la librería a

hablarme de plusvalía como si yo fuera su alumno más aventajado.

Para colmo de males, nunca compraban nada, pero siempre estaban

allí, hojeando libros, inclusive las obras completas de Marx que ya se

estaban merendando las cucarachas.


¡Pobre Haroldo! Una noche de tormentas, el viento azotó la costa,

las olas embravecidas rompieron los tajamares, un barco encalló en la

bahía y faltó poco para que el mar se tragara el puerto. Por más que

traté de levantarle el ánimo para que no cerráramos la librería, fue

inútil: dejó todo en manos de la desgracia y se fue a vivir como un

ermitaño en el faro a la entrada de la bahía. Para no morirme de

tristeza, el día siguiente empaqué unas cuantas cajas de libros y me fui

a venderlos a Riohacha. Era preferible agonizar bajo el so l del trópico

que de modorra detrás del mostrador.

Ríohacha, río de agua clara y a rena, espejo del cielo en el Caribe,

puerto antiguo iluminado por la luz meridiana y las cayenas. La poesía

se desparramaba por sus calles polvorientas, para que todo el que

llegara se la bebiera a mares.

Después de deambular un día entero sin vender ni siquiera una

miserable novela de amor, fui a la playa a mecer mi alma, a navegarla

por esos senderos recién descubiertos , que eran como para quedarse

toda la vida.

Como a ninguno de los bañistas parecía importarle los mil destellos

de luz que caían sobre el cabello de una rubia que en ese momento

saboreaba un helado de crema recostada contra una palmera de la

playa, me acerqué a hablarle.

--¡Riohacha is beautiful! --le dije.

--Yes, my lord ²dijo y continuó lamiendo su helado, diferente a como

suelen hacerlo las demás mujeres. Las demás mujeres metían la lengua

en la crema y engullían. En cambio ella... Metía la lengua en la crema,


la acariciaba, la arropaba con los labios y chupaba tan lentamente que

duraba una eternidad en tragarse un bocado. Y todavía más: la crema

embadurnaba la comisura de su boca pintada de rojo, se deslizaba por

su cuello, resbalaba por sus brazos y caía lentamente sobre su

barriguita pecosa, inundando el hoyuelo casi invisible de su ombligo.

Cuando la rubia terminó de engullirse la crema helada, le pedí que

me hablara de las manzanas azules de California, de los barcos a vapor

que navegaban el Mississippi, de los rascacielos de Nueva York y del

viejo Whitman, pero ella sólo hablaba inglés. Deduje que era una de

esas muchachas que iban por el mundo repartiendo pétalos y la invité a

caminar por esas calles de arena que antaño hollaran los piratas y

bucaneros de todas las naciones.

Después que cerraron los bares y cantinas, mucho después que el

viento arrastrara la hojarasca y las calles quedaran completamente

solas, la invité al hotel donde me hospedaba, un corral al que le habían

puesto unas hojas de palma en el techo y un aviso de neones rojos en

la puerta. Desde la habitación se podían ver la playa, las olas del mar

rebotando contra el malecón y una luna gigante acaballada sobre un

barco de guerra. Al ver a los marines en la cubierta del barco alistando

los cañones, le dije:

--¡Santo Dios! Nos van a matar como a unas cucarachas.

Sólo entonces pareció despertar de su letargo. Su marido era uno de

los altos oficiales del Pentágono que había venido a enseñarles a

despachurrar ideologías a los ejércitos de mi país.


--¡My husband! dijo dándome a entender que ella no era un bocado

para cualquier tigrillo muerto de hambre sino el banquete de un león.

Yo viento, yo fuego, las válvulas a todo full. Como tal vez jamás se me

volvería a presentar la ocasión de tenerla para mí solo, no mirando sus

ojos azules ni las pecas de su ombligo sino el pecado en persona, para

que ningún curioso viera el incendio de mi pasión ni el cuerpo de la

gringa en llamas, cerré la ventana, tranqué la puerta y empecé a

quitarle la camiseta, los shorts, toda la ropa. Y cuando la tuve desnuda

le dije:

--¡I am colombian tiger!

Inmediatamente comenzó a vaivenirse, lentamente, hasta alcanzar el

cielo:

--¡Come in, baby! ¡Come in, baby!

Tan pronto se fue, me metí debajo del mosquitero y me quedé

esperando que los marines comenzaran a bombardear la ciudad, pero

estaba tan cansado que me quedé tan profundamente dormido que ni

siquiera oí el canto de amor de las cigarras ni la voz de l viento, aunque

esa noche ocurrieron muchas desgracias juntas.

Al día siguiente la posadera me despertó dándole coces a la puerta

de la habitación. Con su vozarrón de macho me preguntó si había

dormido bien. Le respondí que sí. Que si yo era Kadir el árabe. Le dije

que no. Se rascó la barriga, hizo cabriolas en el aire, maldijo como un

hereje y se rió como una bruja. Después de husmear por debajo del

catre como buscando una alimaña, m e preguntó cuánto me había

pagado la gringa por engrasarle el á nima.


--¿Cuál gringa? --le respondí sorprendido.

--La que trajo anoche.

--Yo vendo libros; no sé de qué me habla.

Se quedó perpleja mirándome a los ojos con el mismo asombro de

quien mira un incendio. No podía creer que yo hubiera ve nido a vender

libros al desierto. Abrió la puerta y me echó a la calle a las patadas:

--¡Vete antes que la muerte te alcance!

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² Cuentos Eróticos--

Milcíades Arévalo

Sociedad de la Imaginación, Bogotá 2009, 112 Págs.

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Periodista. Universidad Surcolombiana. Neiva.

La obra narrativa de Milcíades Arévalo representa un ejemplar caso de

fidelidad a ciertas obsesiones temáticas, vitales y literarias. Sus relatos

y novelas, nutridos de un holga do universo testimonial, aúnan un

corpus que trasluce una vastísima miscelánea de vivencias, una

autenticidad escritural fundada en la transparencia y verismo de sus


personajes; y un modélico empleo de los tonos dialógicos, que deriva en

una esencial poesía como rasgo principal de sus ficciones. Libros de

relatos como ÷  u   e      , y novelas

como      han eslabonado un mundo en el que el

apremio de un estado que se sobreponga a la prosaica realidad, se

convierte en una pertinaz pulsión, en una desenfrenada vocación

transgresora.

Su nuevo libro de cuentos,


        o, atesora

fisionomías sicológicas y apuestas existenciales que le son transversales

a la obra. Tal unidad le confiere el carácter de cuaderno de viaje que

testimonia una azarosa vida. El narrador, en un despliegue de exquisito

recuento de bitácora de éxodos y mudanzas, protagoniza una continua

afrenta a la ajada realidad, en la que el erotismo, la poesía y la

turbación amatoria, buscan socavar el dique que blinda a la rutina. Ello

explica lo avieso del amor en personajes como Azaria en el cuento

2 6cc
$ y Erika en c2 c7c 7$cc'. El refugio en

el placer, es un antídoto que pulveriza la negación del sue ño. Así,

siempre que lo adverso se imponga, el amor se presentará como

ensalmo y los viajes como el escape que remedia. Haroldo, prevenido y

cauto cómplice del narrador, en una de las piezas que integran la obra,

escasea en osadía, en actitud contrapuesta al descomunal ímpetu y

valentía que porta el protagonista de cada uno de estos cuentos. En el

bello y logrado texto  c  c c $c /$ $) una vez sucumbe la

librería, una mujer gringa irrumpe como el abrasivo fármaco en el

desespero. Y este otro atribu to característico de este libro. Todas las


mujeres (Lavinia, Ana Magdalena, Dinara, Alina, Usina, Claudia,

Azaria, Marcela, Marsolaire, Maritza, Dahara), al igual que los libros

que con incomparable avidez se leen en algunos de los cuentos;

exorcizan, transportan, reinventan y alucinan:     

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)Ý Esta concepción del amor, como ablución catártica, como rito

expiatorio, estrecha un fecundo parentesco con Simone, el personaje

de la novela Historia del Ojo, del legendario francés Georges Bataille. La

fantasía, en sus muchas derivaciones y vetas (hedo nista, erótica,

sádica, estoica, etc.) siempre fungirá como alternancia a la desdeñada y

asfixiante rutina para implantar la fugacidad de lo utópico. En

         el taller literario, la carpa de circo, los

puertos, los desvaídos host ales, las vestimentas concupiscentes, las

fiestas de disfraces, las viejas librerías, la lascivia femenina y las

salitrosas canoas, escenifican la implacable imprecación del hombre al

tedio, la requisitoria de lo humano frente a la imperfección de la


existencia: u                

                  

                   

                    

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           Ý (/368c 9;c <c c

 =$ ). Pero, más allá de la verosimilitud ficcional que dota al libro ,

es el hálito de limpias y sublimes imágenes, el labrado tejido con la

escritura poética, la que le conceden una distintiva atmosfera que

ilumina su lectura con logradas y diáfa nas metáforas de alada

orfebrería lingüística. Súbitas viñetas que habitan las líneas de estos

cuentos, concibiendo una prosa de abonado lirismo y de fructuoso

alcance narrativo:     Ý —    

             

     Ý —           

     Ý — "        

   Ý La relación del hombre con el mundo, se establece

siempre signada por una no saciada vaciedad metafísica, por una

horadada concepción vital. Este desamparo, que se cristaliza en una

reveladora sentencia aforística en el cuento En el camposanto, al lanzar


el protagonista un reclamo ante su reciente orfandad por la muerte de

su padre, señala de modo concluyente, los constantes agobios que

pueblan toda la obra:           

                   

     Ý

Un absorbente y deleitoso libro, que en una sabía mixtura de

crudeza, floración imaginativa y aprobado dominio cuentístico,

revitaliza un género infravalorado por la predecible industria editorial

colombiana y confirma la vitalidad y madurez literaria de su autor.

> c?8cc Nació en El Cruce de los Vientos (Zipaquirá, 1943). c

Periodista cultural, fotógrafo, narrador, dramaturgo, editor y director de la

revista cultural     , fundada en 1972. Entre sus libros

publicados se destacan: u   (Relatos, 1978),  

  (Cuentos, 1981), ÷  u   (Relatos, 1988- Reeditada por

la Universidad Autónoma de Bucaramanga, 2004)),     

(Cuentos juveniles, 1995),      (Novela, 2001),


  

     (Cuentos eróticos, 2009). Tiene varios libros inéditos,

entre ellos: ÷ #      (Teatro) —       (cuentos), $ 

  (ensayos), — —   (Antología), ÷      

   (Relatos Medievales), — —       (Guión) y ÷

  (Entrevistas a escritores y poetas). Sus cuentos, crónicas,

entrevistas y ensayos figuran en diferentes periódicos c de Colombiay en

revistas como    (Argentina), dirigida por Mempo Giardinelli;  

 u  (Cuba) dirigida por Roberto Fernández Retamar,   de

México y en diferentes las antologías de cuentos:      


       (Francia) de Olver Gilberto de León;

%    (Italia) de Danilo Manera y —   $  y — 

  (México).

Jurado de cuento, novela, teatro y poesía en más de cien eventos de esta

naturaleza, y especialmente en los concursos de cuento: 

&     Universidad Central, Secretaria de Cultura de Neiva,

Secretaria de Cultura, Recreación y Deportes de Bogotá (SCRDB).

Ha participado en diferentes encuentros, entre otros: "Conmemoración de

los 10 años de la muerte de Pablo Neruda", Universidad Autónoma de Santo

Domingo (República Dominicana, 1983); "Viaje por la Literatura Colombiana",

realizado por el Banco de la República (1984); "Primer Encuentro

Iberoamericano de Teatro" (Madrid, 1985), con presentación de su obra "EL

JARDÍN SUBTERRÁNEO" en Madrid, Granada, Palma de Mallorca, Toledo.

Realizador del 1o, 2º y 3º "Encuentro de Revistas y Suplementos Literarios" en

la Feria del Libro de Bogotá, durante los años 1988, 1989 y 1990. "Primer

Encuentro de Revistas Culturales de América Latina y el Caribe", invitado por

Casa de las Américas (La Habana-Cuba, 1989). Durante su vida ha sido

marinero, vendedor de libros, publicista, conferencista de literatura

colombiana, editor de libros, corrector de estilo, periodista cultural, fotógrafo y

dramaturgo. Estudió Español y Literatura, pero se considera autodidacta por

naturaleza. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha

permitido hacer de su narrativa una experiencia

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