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Gregory K.

Popcak

Dioses rotos
Los siete anhelos

del corazón humano


Título original: Broken Gods. Hope, Healing, and the seven longings of the
human heart

Copyright © 2015 by Gregory K. Popcak, Ph. D. 2016 This translation


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ÍNDICE

1. Más de lo que eres capaz de imaginar

2. Los siete anhelos divinos del corazón humano

3. Libérate de la lucha: el secreto del místico imperfecto

4. Satisfacer el anhelo divino de abundancia

5. Satisfacer el anhelo divino de dignidad

6. Satisfacer el anhelo divino de justicia

7. Satisfacer el anhelo divino de paz

8. Satisfacer el anhelo divino de confianza

9. Satisfacer el anhelo divino de bienestar

10. Satisfacer el anhelo divino de comunión

11. Cerca de la divinidad: la escala del amor divino

Nota del autor

Agradecimientos

Bibliografía
Bibliografía adicional
El Hijo Unigénito de Dios,

queriendo hacernos partícipes de su divinidad,

asumió nuestra naturaleza, para que,

habiéndose hecho hombre,

hiciera dioses a los hombres.

Santo Tomás de Aquino


1. MÁS DE LO QUE ERES CAPAZ

DE IMAGINAR

Imagínate que mañana te despiertas y descubres que


por la noche te has convertido milagrosamente en un dios:
no en Dios –omnipresente, omnisciente, omnipotente–, sino
en un dios en el sentido clásico del término. Es decir, te
despiertas y resulta que eres perfecto e inmortal, y estás
totalmente seguro de quién eres, adónde te diriges en esta
vida y cómo vas a llegar hasta allí. Puede que, de primeras,
te parezca ridículo pensarlo, pero permítete imaginar esa
transformación milagrosa. ¿Cómo sería vivir sin miedo?
¿Cómo te sentirías estando absolutamente en paz contigo
mismo y con los demás? Figúrate lo que sería poder
resolver –de una vez por todas– la tensión que existe ahora
mismo entre tus sentimientos, impulsos y deseos
contradictorios. ¿Qué cambiaría en tu vida si te hubieras
convertido en esa persona materializada en lo divino?

Quizá convendría más preguntarse: «¿Qué no


cambiaría?».

¿Qué ve Dios en ti cuando te mira?


Eso que acabas de imaginar es exactamente el destino
que Dios te tiene reservado. Lo cierto es que Dios pretende
real y verdaderamente convertirte en un dios: un ser
perfecto, pleno, sanado y… sí, también inmortal. «Por tanto,
si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo
pasó, ya ha llegado lo nuevo» (2 Co 5, 17). Los cristianos
hablamos a menudo de «salvarnos»; y la verdad es que,
más que de algo (es decir, del pecado), somos salvados
para algo: ¡para hacernos divinos!

Si esta idea parece una locura, y tal vez incluso


blasfema, es solo porque estamos acostumbrados a vernos
como nos ve el mundo: rotos, luchando contra todo,
fracasados y frustrados. No obstante, cuando Dios te mira,
brota en Él un amor eterno y sin límites, y ve más allá de
toda duda, de todo temor y de cuanto hay dentro de ti que
consideras vergonzoso y frágil. Cuando Dios te mira, ve
algo más hermoso, más extraordinario y más asombroso de
lo que puedes hacerte idea. En palabras de san Juan Pablo
II, «nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y
nuestros fracasos; al contrario, somos la suma del amor del
Padre a nosotros y de nuestra capacidad real de llegar a
ser imagen de su Hijo» (san Juan Pablo II, 2002).

Cuando Dios te mira, ve en ti el cumplimiento de toda


esperanza, de todo sueño, de todo deseo y toda
potencialidad. En resumen: cuando Dios te mira, ve en ti a
un dios.

No estoy dándole vueltas a un hermoso espejismo. La


doctrina de que los seres humanos estamos destinados a
través de Cristo a hacernos dioses es un tesoro perdido que
se encuentra en la esencia misma del cristianismo. Es una
verdad oculta a simple vista, pero capaz de transformar
cualquier aspecto de tu vida espiritual, emocional y
relacional si sabes cómo llevarla a la práctica.

Conviértete en todo lo que estás destinado a ser

En las páginas que siguen no solo descubrirás la


increíble visión que Dios tiene de tu vida: también acabarás
comprendiendo que lo que menos te gusta de ti, las
tentaciones que te desgarran, los anhelos que te parecen
imposibles de satisfacer, los deseos que intentas reprimir,
pueden –con la gracia de Dios– revelarte el camino hacia la
nueva creación que Él quiere hacer de ti. Y lo que es más
importante: irás descubriendo cómo transformar en el
motor de tu perfección lo que hay en ti de más débil, más
roto y más vergonzoso.

En primer lugar, examinaremos esa verdad


sobrecogedora de la divinización, esa antigua afirmación
cristiana –sorprendentemente ortodoxa– de que Dios quiere
hacer de ti un dios, y lo que eso significa en la práctica
para tu vida hoy y ahora. A continuación te enseñaré cómo
tus deseos e incluso tus pasiones más oscuras e
inquietantes ponen al descubierto el motor que Dios quiere
emplear para obrar esa asombrosa transformación en tu
vida. Por último, te ofrezco un plan paso a paso para
cooperar con más eficacia al milagro que Dios desea obrar
en ti, de modo que puedas experimentar la profunda dicha
que nace de satisfacer los siete anhelos divinos de tu
corazón y cumplir tu destino de convertirte en el dios que
Él te ha llamado a ser.
«¡Sois dioses!»

Los teólogos emplean términos como «deificación»,


«filiación divina», «theosis» y –como he mencionado antes–
«divinización» para referirse a ese extraordinario plan de
Dios de convertir en dioses a quienes le aman. Aunque
estas palabras parezcan un trabalenguas, no son más que
modos diferentes de decirte que estás destinado a una
grandeza que escapa a tus fantasías más descabelladas.
Por disparatados que sean los sueños que tienes para tu
vida, Dios los supera con creces. Gracias al amor
excepcional y eterno que te tiene, su proyecto es hacer de
ti un dios perfecto, íntegro, sanado y sin temor alguno, que
tenga vida en abundancia en este mundo y que reine para
siempre junto a Él en el venidero.

La Sagrada Escritura nos revela esa increíble verdad de


que Dios se hizo hombre para que los hombres pudieran
hacerse dioses. La segunda carta de Pedro (1, 4) afirma
que, por medio de la obra salvífica de Cristo, nos hacemos
«partícipes de la naturaleza divina». Por otra parte, fue el
mismo Jesús quien dijo: «Sed vosotros perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Cuando
leemos este pasaje, solemos pensar que significa que
«Jesús desea que seamos muy buenos»; no obstante, el
cristianismo ha enseñado siempre que el significado de este
versículo va mucho más allá. Jesús nos habla así cuando
recuerda a los fariseos: «¿No está escrito en vuestra ley:
“Yo dije: Sois dioses”?» (Jn 10, 34, en que Cristo cita el
versículo 6 del salmo 82). En Mero cristianismo, C. S.
Lewis aclara el maravilloso significado de este pasaje:
El mandamiento «Sed perfectos» no es una
banalidad idealista. Tampoco es un mandamiento
para hacer lo imposible. Dios va a convertirnos en
criaturas que puedan obedecer ese mandamiento.
En la Biblia, Dios dijo que éramos «dioses», y va a
llevar a cabo Sus palabras. Si Le dejamos (…),
convertirá al más débil y sucio de nosotros en un
dios o una diosa, en criaturas luminosas, radiantes,
inmortales, latiendo en todo su ser con una energía,
un gozo, un amor y una sabiduría tales que
devuelvan a Dios la imagen perfecta (…) de Su
poder, deleite y bondad infinitos (Lewis, 1952).

Tanto los primeros cristianos más destacados como los


santos de la Iglesia primitiva trataron por extenso el tema
de la divinización. Los autores del Catecismo de la Iglesia
Católica recogen las reflexiones más famosas a este
respecto cuando responden a la pregunta «¿Por qué Dios se
hizo hombre?».

El Verbo se encarnó para hacernos «partícipes


de la naturaleza divina» (2 P 1, 4): «Porque tal es la
razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo
de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al
entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la
filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios» (San
Ireneo). «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre
para hacernos Dios» (San Atanasio). «El Hijo
Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes
de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para
que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los
hombres» (Santo Tomás de Aquino) (CCC, 460).
El Catecismo no se dedica a recoger al azar varias citas
de unos cuantos lunáticos. Estas frases proceden de
algunas de las mentes más clarividentes de la historia de la
cristiandad, universalmente respetadas por católicos,
ortodoxos y protestantes tanto por sus conocimientos como
por su santidad. Además, las pocas citas que aparecen en el
Catecismo no son más que un botón de muestra de un
conjunto mucho más amplio de citas similares que se
remontan a los primeros tiempos del cristianismo, como las
que recogemos a continuación:

Los hombres concebidos para ser impasibles e


inmortales, como lo es Dios, con la condición de
observar sus mandamientos, y juzgándoles Él
dignos de ser llamados sus hijos, son ellos los que,
por hacerse semejantes a Adán y Eva, se procuran
a sí mismos la muerte. Sea la traducción del salmo
la que se quiera; aun así queda demostrado que a
los hombres se les concede llegar a ser dioses, ser
llamados todos hijos del Altísimo.

San Justino Mártir (c. 100-165 d. C.),

Diálogo con Trifón, cap. 124.

El que obedece al Señor y se adhiere a la


profecía comunicada por Él, finalmente acaba
siendo, a imagen del Maestro, un dios que
peregrina corporalmente.

San Clemente de Alejandría (c. 150-215 d. C.),

Stromata, Libro VII, cap. 16.


De esta comunión con el Espíritu procede (…) el
ser semejantes a Dios y lo más sublime que se
puede desear: que el hombre llegue a ser como
Dios.

San Basilio Magno (c. 330-379 d. C.),

De Spiritu Sancto.

Si se nos ha hecho hijos de Dios, también se nos


ha dado la categoría de dioses.

San Agustín (354-420 d. C.),

Comentario al salmo 50.

Quizá lo más sorprendente de la promesa de Dios de


hacernos dioses es que no generó prácticamente ninguna
controversia en el seno de las primeras comunidades
cristianas: algo que resulta francamente extraño, ya que los
primeros siglos del cristianismo sufrieron el azote de
célebres debates que llegaron a abordar hasta la
naturaleza de Cristo. No obstante, no hay constancia de un
solo cristiano del siglo I que se mostrase mínimamente
incómodo ante la idea de que los hombres están destinados
mediante la obra salvífica de Jesucristo a ser divinos. En
palabras del teólogo Juan González Arintero, «tan
corrientes eran estas ideas acerca de la deificación que ni
los mismos herejes de los primeros siglos se atrevían a
negarlas» (1979). Y continúa diciendo: «Esta deificación,
tan celebrada de los Padres –aunque hoy,
desgraciadamente, muy echada en el olvido–, es el punto
capital de la vida cristiana».

Como puedes comprobar, la divinización es una


enseñanza que se encuentra en la raíz misma del
cristianismo, aunque se trate de un tesoro perdido.
Evidentemente, existe un solo Dios verdadero; sin embargo,
nosotros, hechos a su imagen y semejanza, hemos sido
incorporados a la vida de Dios y hechos partícipes de esa
divinidad por medio de la obra salvífica de Jesucristo.

¿Y qué más da?

¿Y a mí qué? ¿En qué me afecta todo esto? Desde luego,


la idea es sugerente, pero ¿cambia en algo las cosas? Sería
muy fácil despachar el tema de la divinización como un
simple concepto teológico pasado de moda. Pero es mucho
más que eso. Cuando tantas veces estamos tentados de
pensar que nuestras vidas, esperanzas y sueños se
desmoronan a nuestro alrededor, la deificación es el plano
que nos lleva a reconstruir nuestras vidas desde los
cimientos y convertirnos en todo lo que Dios ha querido
desde un principio que seamos: es el mapa del tesoro que
nos ayuda a redescubrir la maravilla y el prodigio que
somos (cfr. Sal 139, 14). Entender la deificación nos
permite dejar de escapar a la carrera de nuestros pecados
para dirigirnos a la carrera hacia Dios. Nos permite
convertirnos no solo en nuestro mejor yo, sino en mucho
más. Si asumimos la idea de que Dios desea hacernos
dioses, perdemos el miedo y hallamos en nuestros
corazones la paz que este mundo no puede dar (cfr. Jn 14,
27). En ese camino adquirimos la fuerza para resolver
todos los problemas que llenan nuestros días con sus
pequeños e inacabables dramas y experimentar una unión
radical y armoniosa con Dios y con quienes comparten
nuestra vida (cfr. Jn 17, 21). Y lo que es más importante: el
plan de divinización que Dios nos tiene preparado nos
permite frenar el vacío y el dolor permanentes de nuestros
corazones y emprender un camino de abundancia hacia la
auténtica satisfacción de todos nuestros deseos terrenales
y celestiales (cfr. Jn 10, 10).

Por otra parte, la idea de la divinización ayuda a situar


en el contexto adecuado esa idea clave y esencial en el
cristianismo de que estamos rotos y necesitados de
salvación. El conocido bloguero ateo Neil Carter subraya la
importancia de esta idea en su artículo «No estamos rotos»
al referirse a su búsqueda infructuosa de un lenguaje
común incluso con los cristianos progresistas que coinciden
con él en muchos temas sociales.

Entonces sugiero que los hombres no están


rotos, que no son pecadores ni carecen de algo
esencial para alcanzar la plenitud; que son
sencillamente lo que son y que no «se espera» que
sean otra cosa. Y entonces la conversación varía de
rumbo. Acabo de tocar lo que para ellos es una
piedra angular, inamovible. La idea de la condición
esencialmente defectuosa del hombre es una
cuestión neurálgica y necesaria de su modo de
pensar. Si a la fe cristiana le quitas la deficiencia
del hombre, le quitas su fundamento. Si no me
crees, haz la prueba. Insinúa que estamos bien
como estamos: por supuesto que no somos
perfectos, que tenemos defectos y no somos
infalibles; pero tampoco estamos echados a perder,
ni rotos, ni heridos, ni somos deficientes. Y verás
qué pasa: no lo admitirán. Eso no puedes quitárselo
(Carter, 2014).

Carter se refiere a lo que muchos cristianos se esfuerzan


por entender y no son capaces de explicar a los demás. A
los ateos les gusta pensar que tienen una visión optimista
de la naturaleza humana; que son los cristianos los que la
tienen tomada con la humanidad. No obstante, los ateos
como Carter se hallan inmersos en el pesimismo aun sin
saberlo. Desde un principio, el cristianismo ha enseñado
que el hombre no está destinado a ser meramente humano.
De hecho, somos dioses rotos. Debido a la realidad del
pecado, la humanidad ha perdido su divinidad; y es
precisamente esa «vida en abundancia» (Jn 10, 10) la que
Jesucristo ha venido a restaurar. Quizá tú, Neil Carter, y yo
queramos creer que estamos bien como estamos, pero no
somos dioses –ni perfectos ni inmortales–… al menos por
ahora. Sin embargo, por la gracia de Dios, ¡eso es
exactamente lo que estamos llamados a ser!

¿Divinidad o narcisismo?

Por asombrosa que sea la promesa divina de


transformarnos en dioses, no cabe sino admitir que no
podemos exigir esa divinidad ni generarla solos. La
divinización es un don que recibimos cuando corremos a
abandonarnos en los brazos amorosos del Dios que nos ha
creado y que ansía completar su milagrosa obra en
nosotros. Solo si reconocemos esa verdad, podremos evitar
confundir la promesa de divinización de Dios con el mero
engreimiento del New Age.

En este sentido, el teólogo Peter Kreeft señala tres


aspectos que distinguen la idea de la divinización cristiana
de la pretendida humanidad cuasidivina del New Age: la
piedad, la moral objetiva y el culto (1988).

La piedad lleva al cristiano a proclamar que existe algo


superior a nosotros. En su mayoría, los seguidores del New
Age y los neopaganos creen que los hombres son divinos
por méritos propios (Zeller, 2014). No obstante, la visión
cristiana de la divinización afirma que la divinidad no es
una dimensión esencial de la humanidad: «Si llevas cuenta
de las culpas, Señor, Señor mío, ¿quién podrá quedar en
pie?» (Sal 130, 3). Los cristianos reconocen que la
humanidad no se merece la deificación –más aún si
tenemos en cuenta la caída–. Solo a través de Jesucristo,
nuestro Salvador, somos capaces de alcanzar la cima más
alta, de atrevernos a mirar a Dios a los ojos y verle no como
nuestro Maestro, sino como nuestro «amigo» (Jn 15, 15),
con quien podemos esperar legítimamente entrar en plena
unión gracias a su misericordia divina e infinita.

En segundo lugar, los cristianos reconocen una moral


objetiva. Los seguidores del New Age creen en muchas
morales y en verdades múltiples. El razonamiento moral del
neopagano moderno es expresión de un politeísmo de
«muchos dioses, muchos bienes, muchas morales» (Kreeft,
1988). En el modelo de divinidad humana (o de humanidad
divina) del New Age, YO –y no Dios– soy el autor de mi
propia verdad. Me autoconfiero el derecho a pretender que
soy capaz de hacer realidad lo que digo simplemente
cerrando los ojos y pidiendo que se cumpla mi deseo.

El cristiano, por el contrario, sabe que en el mundo


existe un orden objetivo dispuesto por Dios que sus hijos
tienen el deber de acatar movidos no por una sumisión
esclava a leyes extrañas, sino con el fin de poder cumplir su
extraordinario destino de convertirse en dioses por la
gracia de Dios. Nuestra capacidad de culminar esta
asombrosa misión depende en buena parte de nuestra
participación activa en ese orden moral de autoría divina,
porque «no entrará nada profano» en el Reino de los cielos
(Ap 21, 27).

El tercer aspecto que diferencia la noción cristiana de


deificación de la del New Age es que el neopagano
moderno no rinde culto a nada que no sea él mismo. Da por
sentada su divinidad y exige que tú también la admitas,
aunque no exista ninguna señal de ella ni en su persona ni
en su conducta. Cree que puede hacer lo que desee –
incluso si te está infligiendo un daño a ti– porque es divino
y dueño de su propio destino, y solo rinde cuentas ante su
propio sentimiento de autorrealización.

El cristiano, por su parte, se plantea la idea de su


destino de convertirse en dios con un sentimiento de
asombro, estupor y agradecimiento, y no sin cierto temor
nacido del reconocimiento de que en esa promesa entran
en juego fuerzas decisivas. Sin embargo, incluso ese miedo
comprensible se disipa ante el amor perfecto (cfr. 1 Jn 4,
18) que brota del corazón del Dios que nos llama, que sale
a nuestro encuentro y nos viste con su mejor traje: su
divinidad (cfr. Lc 15, 22).
La llamada cristiana que recibimos todos a participar del
proyecto divino de hacer dioses de los hombres no es un
ejercicio de narcisismo o de satisfacción de un deseo. No
sirve de carné gratuito para eludir la moral. Se trata de una
invitación nacida del amor de nuestro Padre celestial,
dirigida a cada uno de nosotros y extensiva a toda la
humanidad gracias a la obra salvífica de Jesucristo. Es más:
se trata de una invitación que Dios ha estado haciendo
extensiva a la humanidad desde el principio de los tiempos.

Érase una vez…

En los albores de la creación Dios tenía previstas


grandes cosas para nosotros, pero la trágica caída de
nuestros primeros padres en el jardín del Edén provocó una
desconexión radical con Él y conllevó una profunda
distorsión de nuestra humanidad. Aunque fuimos creados a
imagen de Dios, la caída hizo que los hombres apartáramos
la vista del rostro de Dios, impidiéndonos ver nuestro
destino reflejado en sus ojos. Al separarse de Él, nuestros
primeros padres hicieron pedazos el espejo interior que les
permitía reflejar su imagen y alcanzar la plenitud de
perfección de su naturaleza. Esa primera elección
catastrófica nos enseña que, al negar a Dios, nos negamos,
en último término, a nosotros y, por lo tanto, nos
destruimos.

A través de la encarnación de Jesús, Dios inició el


proceso de sanación de nuestra fragilidad esencial, de
nuestra naturaleza caída. Haciéndose carne introdujo un
rescoldo de su divinidad en el corazón de la creación; y, con
esa chispa divina que creció en nosotros, comenzó a fundir
y enderezar nuestros corazones de hierro, refinándonos
para convertirnos en el oro puro que quiso que fuéramos.

Así pues, la encarnación es el primer párrafo de la


invitación que Dios dirige a toda la humanidad anunciando
su intención de transformarnos en dioses. No obstante,
aunque esa encarnación redime nuestra humanidad
esencial, no puede salvar a cada persona en particular a
menos que esta responda a ella y colabore en el proceso de
transformación. Toda invitación lleva consigo un S.R.C. (se
ruega contestación) y Dios nos proporciona un modo de
contestar a su llamada. El bautismo constituye el segundo
párrafo de la invitación de Dios y el paso siguiente de
nuestra transformación: es nuestro «sí» personal a la
íntima actuación de Dios en nuestras vidas. Imprime en
nuestros corazones su sello de familia (cfr. Ct 8, 6) y nos
implica en el proceso de permitir que su gracia nos
transforme en los dioses que fuimos llamados a ser (cfr. Jn
3, 5). En el tercer párrafo de la invitación, Dios nos prepara
un banquete, la Eucaristía, y nos invita a convertirnos en su
carne y su sangre comiendo su verdadera carne y su
verdadera sangre (cfr. Jn 6, 55): el alimento que nos
sostiene en nuestro viaje divino y sana esa desconexión
radical entre nosotros, Dios y el mundo.

Eres más de lo que salta a la vista

A través de estos dones Dios pone en movimiento


fuerzas poderosas que, además de completarnos, nos hacen
superiores a lo que jamás podríamos soñar llegar a ser con
nuestras escasas fuerzas. Gracias a esos inmensos dones de
Dios, ya no nos define nuestra debilidad, sino el
desbordante amor de nuestro Padre celestial y el destino
hechos posibles por la pasión, muerte y resurrección de
Jesucristo. En palabras de san Juan XXIII, «consulta no a
tus miedos, sino a tus esperanzas y tus sueños. No pienses
en tus frustraciones, sino en tu potencial sin explotar. Que
no te inquiete lo que has intentado y no has conseguido,
sino lo que todavía puedes hacer» (Meconi, 2014).

La mayoría de nosotros ni siquiera somos capaces de


empezar a comprender cuál es nuestro verdadero potencial
–ni nuestro destino–. San Juan XXIII, sin embargo, nos
recuerda que lo que «todavía puede hacer» el cristiano es
nada menos que cumplir el plan divino de convertirse en
divino.

Dios nos llama una y otra vez y, seamos o no conscientes


de ello, una parte de nuestro yo más profundo está
programado para volver a Dios. Como una radiobaliza que
suena en la oscuridad, esa parte de nosotros no deja de
recordarnos que aún no estamos en el lugar al que
pertenecemos y que debemos darnos prisa para encontrar
el camino que nos lleve de regreso a casa. Como dice san
Agustín, «nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en ti, Dios mío». ¿Y cuál es esa radiobaliza? Nada menos
que la suma de nuestros deseos, que luchan ferozmente
para librarse de las cadenas que frustran sus ansias
desesperadas de una realización plena.

El anhelo interior

Todos anhelamos «más». Queremos más. Queremos


tener más. Queremos ser más. Sin embargo, muchos
creemos que, cuando nos entregamos a esas fantasías de
abundancia, solo estamos mostrando nuestro egoísmo. Y
más de uno, en algún momento, disfrutará diciéndonos que
la idea de estar llamados a algo más es un ejercicio de
ilusión narcisista.

Es cierto que muchas veces intentamos satisfacer ese


anhelo de un modo que nunca llegará a colmarnos. Pero
eso no cambia el hecho de que esa ansia universal apunta a
algo que se halla fuera de nuestro alcance. Con demasiada
frecuencia nuestra respuesta consiste en silenciar nuestros
deseos o rendirnos ante quienes intentan acallarlos.

Hay otra opción. Podemos aprender a escuchar qué es lo


que esa ansia de algo más nos está diciendo acerca de
nuestro destino y del modo de lograrlo. No hay nada malo
en desear más. De hecho, Dios promete colmar ese anhelo:
«Pon tu delicia en el Señor, y te concederá los deseos de tu
corazón» (Sal 37, 4). El ansia insaciable de nuestros
corazones –por equivocada que sea– es sumamente
importante: está ahí para recordarnos que Dios nos ha
destinado a ser dioses y para movernos a emprender una
vida que haga posibles sus extraordinarios e increíbles
planes. Todos y cada uno de nuestros deseos –también
nuestros deseos terrenales e incluso los que son ilícitos–
existen para indicarnos el camino de regreso a Dios. Por
desgracia, muchas de las cosas que hacemos –tanto si lo
que pretendemos es alcanzar nuestro destino como aplacar
un hambre imperiosa y urgente– acaban rompiéndonos.
Nuestra radiobaliza necesita una reparación. Su timbre
continúa sonando y repitiéndose en el fondo de nuestro ser,
pero no siempre nos indica la dirección correcta. La
frustración lleva a mucha gente a intentar ignorar el sonido
insistente de esa baliza oculta en el fondo de sus deseos;
otros se limitan a encaminarse hacia donde esa baliza
parece indicarles, sin cuestionarse nunca la dirección que
están tomando hasta que se encuentran cada vez más
perdidos.

Pese a estos desafíos, aún podemos hallar nuestro


camino de regreso a Dios y a nuestro destino en Él.
Estamos llamados a ser dioses, pero nuestra naturaleza
caída nos hace por el momento dioses rotos necesitados de
una sanación profunda: una sanación que hacen posible
Dios y sus dones divinos, junto con nuestra lucha por dejar
de vivir atemorizados por nuestros deseos más profundos,
esos siete anhelos divinos de cualquier corazón humano.
Cuando dirigimos esos anhelos hacia Dios, Él nos pone en
el camino de convertirnos en los dioses que quiso hacer de
nosotros al crearnos: íntegros y sanados, perfectos y llenos
de paz, confiados, sin miedos y totalmente colmados.
2. LOS SIETE ANHELOS DIVINOS

DEL CORAZÓN HUMANO

«No tengáis miedo».

Mt 14, 27

«Recibe la filiación divina

que constituye la esencia

de la Buena Nueva».

San Juan Pablo II,

Cruzando el umbral de la esperanza.

Pasamos buena parte de nuestra vida consumidos por


miedos de una u otra clase. Quizá los peores sean los que
nos apartan de nosotros mismos.

¿Y si hubiera un modo de dejar de sentir temor de tus


deseos? En este capítulo descubrirás cómo hasta tus deseos
más neuróticos y destructivos pueden transformarse en
motores de una materialización divina capaz de lanzarte
hacia el camino de una vida más feliz en este mundo y del
cumplimiento de tu destino último, convirtiéndote en el
dios que Dios quería que fueras cuando te creó.
El amor y la reorientación del deseo

Enamorarme de mi mujer significó para mí una


experiencia transformadora. De repente todo giraba en
torno a ella. El amor tiene el poder de reorientarnos
radicalmente, sacándonos de nosotros para dirigirnos hacia
el otro. Y entonces descubrimos que nos estamos perdiendo
a nosotros mismos.

De un modo semejante, cuando respondemos a la


invitación divina de convertirnos en dioses, ocurre algo
sorprendente. De pronto todo gira en torno a Él. Nuestras
esperanzas, nuestros sueños, nuestras relaciones, nuestros
deseos toman una nueva orientación. No desaparecen, pero
sí adquieren un nuevo significado. Todo apunta no a
nuestros deseos como un fin en sí mismos, sino a un modo
nuevo de conocer mejor a Dios y acercarnos más a Él.
Directa o indirectamente, nuestros deseos giran
enteramente alrededor de Él.

Las tres actitudes frente al deseo

Deseamos muchas cosas: la riqueza, el estatus, el poder,


el sexo, la seguridad, la autoafirmación y la salud no son
más que algunos de los anhelos que prácticamente
cualquier persona aspira a satisfacer. Por desgracia,
nuestra relación con nuestros deseos suele ser complicada.
En su libro Fill These Hearts (2012), Christopher West
explica que, frente a nuestros deseos, tendemos a
convertirnos en adictos, estoicos o místicos.

El adicto
Quienes adoptan la postura de adictos tienden a
rendirse ciegamente a sus deseos, sean cuales sean. Si bien
el término «adicto» puede aplicarse a las adicciones de hoy
en día, West hace un uso más metafórico. El adicto suele
asumir que su entrega al sexo, la comida, el dinero, el
estatus, la estima, los extremos emocionales, las drogas, el
alcohol y demás es buena y escapa con mucho a su
capacidad de control. Muchos de nosotros adoptamos la
actitud del adicto en alguna área de nuestra vida cuando
nuestras pasiones o deseos nos consumen y nos complican
la vida de uno u otro modo.

Los adictos tienen tendencia a pensar que el problema


reside en la fuerza de sus deseos. No obstante, bien
entendidos y rectamente ordenados, los deseos más fuertes
son capaces de alimentar nuestra divinización. En realidad,
el problema está en que, en lugar de descubrir que ese
deseo apunta a algo más grande, el adicto lo convierte en
un ídolo (Pargament, 2011). Puede que perseguir a esos
ídolos –tanto si se trata de adicciones químicas como de
obsesiones habituales o de relaciones de codependencia–
imite el sentimiento de trascendencia que experimentamos
en momentos verdaderamente sagrados, pero esas
compulsiones acaban provocando la desintegración y el
conflicto en lugar de la integración y la paz que nacen de lo
auténtico (Pargament, 2011). El problema de estos ídolos
corrientes no es que sean fuentes de placer, sino que
terminan no siendo lo bastante placenteros.

Dios nos ha creado para que cualquiera de nuestros


deseos apunte, en último término, a nuestro anhelo
esencial de una honda intimidad con Él. Por desgracia, en
lugar de perseguir el encuentro con lo sagrado que
permanece oculto tras nuestros deseos terrenales, el adicto
se instala en el placer del momento. Y, curiosamente,
cuanto más instalados estamos en él, más inestables nos
sentimos. El resultado es una relación aún más obsesiva
con el ídolo. Acudimos una y otra vez al pozo cegado con la
esperanza de que esta vez saciaremos nuestra sed. En
palabras del escritor y analista cultural Mark Shea, «nunca
se tiene bastante de lo que en realidad no se quiere»
(2001).

Para la reflexión: ¿Frente a qué deseos tiendes a adoptar


la actitud del adicto?

El estoico

Los estoicos, por el contrario, viven temiendo y/o


rechazando sus deseos. Tanto si están consumidos por sus
propias pasiones como si son víctimas del intento de servir
de objeto de los deseos de otro, intentan negar que los
tienen y, en consecuencia, tienden al resentimiento y la
amargura. Son «pesimistas quejosos y desencantados con
cara de vinagre», como los describe el Papa Francisco en la
Evangelii gaudium (La alegría del Evangelio, 2013).

Todos podemos recordar alguna ocasión en que no


hemos sido del todo honestos con nuestras necesidades o
en que nos ha amargado el intento de reprimir nuestros
deseos. No obstante, cuando esa actitud se convierte en un
modo de vida, el estoicismo puede generar un dolor
terrible. Los estoicos suelen ser víctimas de lo que los
psicólogos denominan conflictos sagrados internos
(Pargament, 2011). En otras palabras: cuando dos bienes
espirituales parecen chocar (por ejemplo, el deseo de una
relación íntima frente al deseo de libertad, o el deseo de
satisfacción sexual frente al deseo de fidelidad), los
estoicos intentan reprimir e incluso eliminar el deseo que
consideran más problemático en lugar de aprender a
satisfacer los dos de un modo legítimo. Desgraciadamente,
los deseos reprimidos vuelven a la carga para vengarse.
Cuanto más estoicos nos mostramos frente a nuestros
deseos, más probable es que nos condenemos a un ciclo
constante de negación represiva, seguida de una
autoindulgencia secreta que acaba conduciendo a la
desintegración del yo.

Para la reflexión: ¿Cuándo sueles reaccionar

con estoicismo frente a tus deseos?

Las actitudes del adicto y el estoico frente al deseo no


responden a la llamada a convertirnos en dioses por la
gracia de Dios. La divinización lleva a la plena integración
de la persona y a la completa restauración de nuestra
relación con Él, mientras que la postura que adoptan el
adicto y el estoico conduce a la desintegración de la
persona y a la ausencia de una auténtica experiencia de
Dios. Afortunadamente, existe una tercera vía: la del
místico.

El místico

Mucha gente se imagina al místico como alguien que


está sentado en la cima de un monte apartado de la
humanidad, y que dedica todo su tiempo a pensamientos
profundos. Lo cierto es que todos los cristianos están
llamados a ser místicos. En la tradición cristiana el místico
no es más que aquel que percibe a Dios en y detrás de cada
instante, que le descubre cerca de nosotros en las
experiencias humanas más mundanas y hasta en las más
profanas. Para el místico, sus deseos son la puerta del
cielo: sabe que podemos alcanzar la verdadera plenitud
entrando en contacto con esas realidades más profundas
hacia las que apuntan nuestros deseos.

Me encanta comer –dice Aarón–. Disfruto


probando cosas nuevas, conociendo nuevos
restaurantes, cocinando recetas nuevas. Pero
nunca pensé que hubiera algún significado detrás…
hasta que el año pasado tuve una especie de
revelación.

Con lo que me gusta comer, el ayuno siempre


me ha parecido un castigo. Sin embargo, durante la
última Cuaresma, me subí al coche después de oír
misa y me puse a pensar. Estaba allí sentado
cuando me vino esta pregunta a la cabeza: «¿De
qué tienes hambre?». Al principio mi mente empezó
a recorrer los sitios en los que me gusta tomar el
aperitivo con mis amigos después de misa, pero
enseguida noté que Dios me animaba a profundizar
un poco más. Seguía oyendo la pregunta «¿de qué
tienes hambre?», y pensé: «De ti, Señor. Tengo
hambre de ti. ¡Sáciame!». Me quedé allí sentado…
no sé: unos segundos, quizá un minuto. No fue
mucho tiempo, pero a mí me pareció casi eterno.
Recuerdo que me eché a llorar. No estaba triste.
Solo me sentía… liberado. Puedo decir que hasta
entonces nunca había sentido algo así. Cuanto más
pienso en ese momento, más consciente soy de que
ahí está la clave del ayuno. No es que la comida sea
algo malo, o que Dios me estuviese diciendo que
tenía que perder peso, o que comer bien sea
pecado. El ayuno es una oportunidad de
recordarme a mí mismo mi hambre de Dios; de
recordarme que, por mucho que me guste el
aperitivo en mi bar favorito, Dios es lo único capaz
de satisfacer mis ansias más profundas. Desde
entonces no he vuelto a ser el mismo. Lo curioso es
que creo que me gusta más comer ahora que antes.
Sigo disfrutando saliendo a comer y probando
recetas nuevas, pero las comidas han adquirido una
dimensión totalmente distinta. Ya no se trata solo
de placer: es algo más espiritual. ¿En qué sentido?
Cuando abro el menú, recuerdo que –como dice el
salmo– Dios quiere «preparar una mesa ante mí»,
una mesa con todos sus dones y su gracia, y me
siento urgido a detenerme un momento para
agradecer a Dios sus dones y decirle que le quiero.
Y cuando ayuno o me pongo a dieta (porque, como
sabes, me encanta comer), el hambre que siento no
es solo algo que me hace sufrir: me recuerda que,
por mucho que Dios desee satisfacer todos mis
anhelos y deseos, lo que más desea es darse. Solo
tengo que abrir mi corazón y pedirle: «Sáciame».
Ahora tanto comer como no comer me satisface
más. Las dos cosas tienen un significado… mayor.

A partir de su encuentro con Dios, después de misa, en


su coche, Aarón no ha vuelto a ser el mismo porque nadie
sigue siendo el mismo cuando se enamora. He empezado
este capítulo sobre el deseo confiándoos cómo al
enamorarme de mi mujer todo comenzó a girar en torno a
ella. Enamorarse de Dios conlleva un proceso semejante.
Dios no quiere arrancarnos nuestros deseos de las cosas
menores: solo quiere enseñarnos cómo satisfacerlos de un
modo verdaderamente enriquecedor y recordarnos que
hemos sido creados para desearle a Él por encima de todo.

La divinización y la evolución del deseo

A lo largo de los siglos los místicos cristianos han


descubierto que la divinización purifica nuestros deseos en
tres etapas o por tres «vías» distintas. Primero, en la vía
purgativa, experimentamos una rehabilitación del deseo a
medida que Dios nos va enseñando a satisfacer
saludablemente nuestros deseos terrenales. A
continuación, en la vía iluminativa, el significado del deseo
se aclara al descubrir que Dios se acerca y quiere revelarse
a nosotros a través de nuestros anhelos. Por último, en la
vía unitiva, experimentamos la unión de nuestros anhelos y
deseos con el corazón de Dios. En cada etapa, tanto
nuestros deseos torcidos como los medios equivocados que
empleamos para satisfacerlos sufren una transformación
mientras nos vamos preparando para alcanzar la plenitud
definitiva de nuestro destino divino. En ese proceso
aprendemos que Dios no es enemigo de nuestros deseos,
sino que quiere satisfacerlos hasta un punto que nunca
hubiéramos creído posible. Ansía colmar las necesidades
más profundas de nuestro corazón, incluso las que no
conocemos.
Pero ¿por dónde empezamos? Una vez aceptada la
invitación de Dios a la theosis, ¿cómo emprender ese
camino extraordinario que nos lleva a convertirnos en los
dioses que estamos destinados a ser?

Los siete pecados capitales

Nuestros propios vicios, si los pisoteamos,

nos sirven para hacernos una escala

con que remontarnos a las alturas.

San Agustín. Sermón III (De Ascensione)

Sorprendentemente, nuestro viaje hacia la deificación


adquiere impulso cuando permitimos que el perfecto amor
de Dios deseche el temor que sentimos frente a nuestros
más oscuros deseos, es decir, los siete pecados capitales,
esa lista negra de defectos: la soberbia, la lujuria, la
envidia, la avaricia, la gula, la ira y la pereza. Los siete
pecados capitales representan los anhelos que todos
odiamos desear y deseamos odiar; unos anhelos que
consumen una parte demasiado grande de nuestro tiempo,
nuestros esfuerzos y nuestras energías.

¿Un indicio de esperanza oculto en el pecado?

A mucha gente le desespera esa lucha interminable


contra su naturaleza caída. Pero ¿qué ocurre si te digo que
la existencia de los siete pecados capitales es, más que un
motivo de desesperación, un signo de esperanza? En
realidad, los siete pecados capitales apuntan a los siete
anhelos divinos de todo corazón humano: siete anhelos que
Dios no solo aprueba, sino que intenta satisfacer con
creces.

Tradicionalmente, el pecado se entiende como la


«ausencia de bien». Dicho con otras palabras: el pecado se
conforma con menos de lo que Dios quiere darte. Dios, por
ejemplo, quiere que experimentemos los placeres
terrenales de un modo que nos lleve a unas relaciones más
sólidas y saludables, y pretende que alcancemos nuestro
destino en Él. Nosotros, por el contrario, tendemos a
contentarnos con experiencias del placer terrenal que
destruyen nuestra integridad y nuestro bienestar, socavan
nuestras relaciones y solo provocan vacío. El pecado no nos
hace «malos»: nos hace personas rotas; nos hace, de hecho,
dioses rotos, porque nuestro destino es la divinización. El
pecado nos roba ese destino y nos convierte en hombres
que se sienten débiles y solos, en hombres llenos de
autocompasión y consumidos por la búsqueda de
autocomplacencia, pues desean escapar del dolor.

Dios, por su parte, porque nos ama, quiere que


deseemos el bien y sanarnos a través de nuestros más
hondos anhelos. Por eso nos da la gracia para colmar todos
nuestros deseos –incluidos los terrenales– de un modo
dinámico que satisfaga a nuestro cuerpo, a nuestra mente y
a nuestro espíritu.

Dame de esa agua

Piensa en la historia de la samaritana que se encuentra


con Jesús junto al pozo. Él le pide que le dé de beber y,
después de una breve conversación, le revela que le tiene
preparado algo muy superior.
«Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de
nuevo», respondió Jesús, «pero el que bebe del
agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino
que el agua que yo le daré se hará en él fuente de
agua que salta hasta la vida eterna». «Señor, dame
de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que
venir hasta aquí a sacarla», le dijo la mujer (Jn 4,
13-15).

A medida que avanza el relato, descubrimos que la


mujer del pozo ha tenido cinco maridos y ahora convive con
su amante. Está claro que busca algo más y lucha por
encontrarlo. Sería muy fácil condenarla, pero eso
significaría ignorar algo muy importante: la fuerza de sus
deseos es en realidad un gran recurso. Ella no es como
tantos que se dan por vencidos al creer que sus anhelos
nunca se verán satisfechos, sino que continúa buscando
algo capaz de llenarla. Igual que esa samaritana de otra
época, todos nos presentamos sedientos ante Cristo,
aunque no sabemos con certeza de qué tenemos sed.
Perseguimos la plenitud en la búsqueda del placer como un
fin en sí mismo, pero ningún placer logrará satisfacernos.
Solo podremos descubrir esa agua viva que aplaca nuestra
sed si nos volvemos hacia Cristo, que nos enseña que, si
nuestros deseos de las cosas terrenales van unidos a su
gracia, pueden servirnos de vehículo que nos impulsa hacia
la verdadera plenitud y hacia nuestro destino último.

Los pecados capitales versus los anhelos divinos

Por eso –como afirmaba al principio de este capítulo–,


los siete pecados capitales son en realidad un signo de
esperanza: pese a los intentos por taparlos, su misma
presencia revela la existencia de los siete anhelos divinos
del corazón humano, es decir, nuestras profundas ansias,
ocultas pero ineludibles, de abundancia, dignidad, justicia,
paz, confianza, bienestar y comunión. Estos siete anhelos
divinos actúan con tanto poder en ese impulso hacia la
divinización que Satanás hace cuanto puede por
mantenerlos escondidos allí donde es menos probable que
busquemos: detrás de lo que más odiamos de nosotros
mismos.

¿No basta con las virtudes?

Desde hace siglos, la Iglesia nos ha ofrecido siempre


siete virtudes como antídoto contra los siete pecados
capitales. La soberbia, por ejemplo, puede sanarse con la
humildad; la envidia, con la amabilidad; la ira, con la
paciencia; la pereza, con la diligencia; la avaricia, con la
generosidad; la gula, con la templanza; y la lujuria, con la
castidad. Estos antídotos espirituales tradicionales se han
ido consolidando con siglos de práctica y reflexión. No
obstante, cuando intentamos contrarrestar los siete
pecados capitales con estas virtudes, suelen plantearse tres
problemas.

En primer lugar, la gente no entiende bien lo que exigen


estas virtudes. Así, cuando descubren que la paciencia es el
antídoto contra la ira, muchos piensan que deben sentirse
culpables si experimentan el más mínimo enfado con quien
les ha hecho un daño terrible. De igual modo, cuando
entienden que la humildad es el antídoto contra la
soberbia, creen que nunca deben hablar o pensar bien de sí
mismos, ni alegrarse de sus talentos y éxitos. Ninguna de
estas dos ideas es verdad. Pese a nuestras mejores
intenciones, si no entendemos qué es lo que realmente nos
piden las virtudes, nuestros intentos de evitar errores
graves pueden generar un problema diferente, aunque
igual de serio.

En segundo lugar, cuando la gente se entera de que


estas virtudes son el antídoto contra los siete pecados
capitales, tiende a pensar que para «ser buenos» tenemos
que practicarlas todas. Una idea totalmente errónea. El
cielo no es tanto para los buenos como para los que buscan
a Dios. Nuestra divinización reside en la solidez de nuestra
relación con Dios, y no en la «bondad» que logramos con
nuestro propio esfuerzo. Puede que la bondad sea uno de
los signos visibles de esa relación (cfr. St 2, 17), pero no
siempre es así. Quizá somos buenos por motivos
equivocados. Hay quien es bueno porque teme no ser
apreciado si no sigue las reglas; otros son buenos porque
quieren obtener algo de ti. Para el cristiano, la bondad no
es un objetivo en y por sí mismo: es el fruto de una relación
con Cristo auténtica y viva. Por eso la amabilidad, el gozo,
la paz, la paciencia, la mansedumbre, la longanimidad, la
fe, la bondad y la templanza son los frutos del Espíritu y no
sus raíces. La raíz o el fundamento de estas virtudes es
nuestra relación con Cristo. Si las buscamos por sí mismas
sin consolidar esa relación, hasta las mayores virtudes se
convierten en un «bronce que resuena o un golpear de
platillos» (1 Co 13, 1).

En tercer lugar, para mucha gente «ser bueno» per se


no suele ser un estímulo demasiado poderoso. De hecho,
nos encanta ser buenos y entregados para pensar que lo
somos. Es como si deseáramos lo bueno con menos
consistencia que cualquier otro placer que se nos ponga
por delante. «Puedo resistirlo todo menos la tentación»,
dice la célebre frase de Óscar Wilde. Cuanto mayor es
nuestro empeño en enfrentarnos directamente a nuestros
pecados, más nos dejamos atrapar por ellos.

Los siete anhelos divinos:

el camino hacia la libertad y la plenitud

Descubrir los siete anhelos divinos del corazón humano


nos proporciona un medio para escapar de la trampa de
«intentar ser bueno y fracasar». Si bien Jesús ha dicho que
su yugo es suave y su carga ligera (cfr. Mt 11, 30), lo que
muchos experimentamos en nuestra vida es justo lo
contrario. Aunque las apariencias sean otras, Jesús no
mentía: la carga que nos pide que llevemos es ligera; lo que
ocurre es que la llevamos de un modo que nos destroza la
espalda y echa a perder nuestro punto de equilibrio
espiritual.

Las virtudes no son tanto un arma contra el pecado


como un medio para hacer que el pecado sufra un desgaste
mediante la satisfacción de nuestros anhelos divinos. De
hecho, cuanta más energía dedicamos a identificar y
colmar nuestros anhelos divinos practicando las virtudes,
menos sentimos la necesidad del pecado. Cuando dejamos
de luchar contra nuestra debilidad y nos limitamos a
intentar sanarla saciando esos anhelos queridos por Dios
que quedan ocultos por nuestros pecados, dejamos de
pelear contra nosotros mismos y comenzamos a buscar
aquí y ahora nuestra plenitud, junto con nuestro destino
último de convertirnos en dioses por la gracia de Dios.
Detengámonos un poco más a considerar de qué modo
los siete pecados capitales, los siete anhelos divinos y las
siete virtudes están relacionados entre sí.

La soberbia

La soberbia es la distorsión del anhelo divino de


abundancia, ese anhelo de toda persona de lograr una vida
plena, llena de sentido y provechosa: un anhelo que es un
don innato recibido de Dios. Jesús afirma que hemos sido
creados para tener una vida más abundante y que ha
venido para enseñarnos cómo alcanzarla (cfr. Jn 10, 10).
Podemos aprender a experimentar dicho anhelo como un
don de Dios; como algo que nos ha dado para facilitar
nuestra divinización; como algo que nos recuerda que la
auténtica plenitud solo se puede conseguir cuando nuestros
corazones inquietos descansen en Él.

La soberbia desvirtúa ese anhelo de abundancia


haciéndome creer que yo, y solo yo, soy capaz de decidir
qué significa lograr una vida plena, llena de sentido y
provechosa. Me dice que fijarme en cualquier otro que no
sea yo mismo disminuye mi felicidad y mi realización; me
dice también que no debo poner mis dones al servicio de
otros; y que, para vivir mi versión de una vida abundante,
debo emplear toda mi valía en distinguirme de los demás.

Pese a todas las mentiras que la soberbia intenta


vendernos, nuestro anhelo de abundancia solo puede
quedar satisfecho practicando la virtud de la humildad, que
no tiene nada que ver con pisotearnos o degradarnos a
nosotros mismos, ni con negar nuestros talentos y
capacidades. En realidad, cultivar la humildad nos lleva a
asumir que debemos colaborar con Dios y con los demás si
queremos vivir una vida abundante; nos permite aprender
de las lecciones divinas y de la experiencia ajena; y nos
confiere el poder de emplear nuestros méritos en bien de
los que nos rodean, fortaleciendo nuestras relaciones y
permitiéndonos trabajar juntos para explotar todo nuestro
potencial.

La envidia

La envidia es la distorsión del anhelo divino de dignidad,


ese deseo de que nuestro valor como persona reciba
aprecio y reconocimiento. Todos queremos saber que
valemos algo, que merecemos estima y que poseemos una
dignidad innata. De hecho –como ha demostrado nuestro
análisis de la llamada a la divinización–, Dios ansía
concedernos una dignidad muy superior a la que nadie
sería capaz de imaginar. En esta vida, el anhelo divino de
dignidad nos ayuda a darnos cuenta de que somos un
verdadero regalo de Dios para el mundo (en el sentido más
positivo de la expresión). Además, facilita nuestra
divinización estimulándonos a ser instrumentos más
eficaces del amor y el cariño de Dios.

La envidia desvirtúa nuestro anhelo de dignidad


diciéndonos que no valemos nada si no poseemos todo lo
que poseen quienes nos rodean, y que somos capaces de
lograr cualquier cosa que los demás sean capaces de
lograr. Cuando cedemos a la envidia, vemos todas las
relaciones como una competición en la que, si no quedamos
los primeros, hemos perdido.
El anhelo divino de dignidad solo puede quedar
satisfecho si practicamos la virtud de la amabilidad.
Cuando practicamos la amabilidad inspirada por la gracia,
animamos a los demás a florecer ante nuestros ojos. La
amabilidad nos lleva a descubrir nuestra dignidad
permitiéndonos convertirnos en el medio gracias al cual los
demás encuentran la suya.

La ira

La ira es la distorsión del anhelo divino de justicia: un


anhelo que en esta vida nos lleva a responder a las ofensas
con eficacia y a restaurar el recto orden. Nuestro anhelo de
justicia es un don del cielo. «Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de justicia», dice el Señor (Mt 5, 6).
Este anhelo divino facilita nuestra divinización haciéndonos
salir de nosotros mismos y recordándonos que nos
preocupemos por quienes nos rodean.

La ira desvirtúa nuestro anhelo divino de justicia


empujándonos a buscar «soluciones» egoístas a nuestros
problemas hiriendo a otros tanto o tan profundamente
como ellos nos han herido a nosotros. Perpetúa y magnifica
la injusticia convenciéndonos de que la venganza –incluso
la más mezquina– es el mejor modo de reparar el daño.

El anhelo divino de justicia solo puede quedar satisfecho


cuando practicamos la virtud de la paciencia. En contra de
la opinión más extendida, ser paciente no significa tolerar
las ofensas sin abrir la boca. Cuando cultivamos la
paciencia, demostramos nuestra disposición a dejar que
madure nuestro empeño en resolver las injusticias, en lugar
de forzar «soluciones» precipitadas y poco meditadas que
hacen daño a otros y solo sirven para empeorar las cosas.

La pereza

La pereza es la distorsión del anhelo divino de paz: un


anhelo que nos lleva a vivir de un modo más armonioso. En
el Sermón de la Montaña, Jesús llama «bienaventurados» a
los que buscan la paz verdadera (cfr. Mt 5, 9). Nuestro
deseo de paz es una necesidad innata que procede de Dios.
Cuando buscamos la paz facilitamos nuestra divinización,
ya que en ese proceso ganamos en sintonía con la voluntad
de Dios. La pereza desvirtúa nuestro anhelo divino de paz
porque, influidos por ella, pensamos que el mejor modo de
lograrla es cerrar los ojos a los problemas que nos rodean,
agachar la cabeza y evitar cualquier posible conflicto,
incluidos los que conllevan trabajar por la justicia, por
nuestro bien y el de los demás.

Este anhelo solo puede quedar satisfecho practicando la


virtud de la diligencia. En el padrenuestro decimos:
«Hágase tu voluntad». Cuando somos diligentes hacemos
posible la voluntad de Dios, cueste lo que cueste y
tardemos lo que tardemos en el único camino que trae la
verdadera paz a nuestra vida. La diligencia (o fortaleza)
manifiesta nuestro compromiso a cooperar con la gracia de
Dios para que se haga su voluntad en este mundo –o, al
menos, en nuestro pequeño rincón del mundo–. Si
descubrimos sin tardanza qué es lo que Dios quiere de
nosotros y lo secundamos en nuestras vidas y en nuestras
relaciones, podremos comenzar a mitigar ese dolor del
corazón que es el anhelo divino de paz.
La avaricia

La avaricia es la distorsión del anhelo divino de


confianza, ese deseo de estar seguros de que nos basta con
nosotros mismos y con lo que poseemos para enfrentarnos
a los desafíos que nos plantea la vida. En este mundo, el
anhelo divino de confianza nos lleva a superar nuestros
temores. La Escritura, por su parte, nos dice que la
divinización depende de nuestra capacidad de confianza: a
cuantos confiaron en Él «les dio la potestad de ser hijos de
Dios» (Jn 1, 12).

La avaricia desvirtúa esa necesidad de confianza porque


nos conduce a rendirnos a nuestros miedos y nos dice que
la única seguridad con la que podemos contar es lo que
somos capaces de acumular. Sabemos que todo puede
desvanecerse de un plumazo. Un revés de fortuna, una
enfermedad grave, una tempestad, un mal día, y toda
nuestra seguridad desaparece. Nuestra avaricia nos dice
que el único modo de acrecentar el sentimiento de
seguridad es acaparar más, amontonar más, lograr más.
Nos hace creer que, solo si somos capaces de comprar
tierras suficientes y suficiente semilla, de darnos prisa en
cosechar, conseguiremos adelantarnos a la langosta.

El anhelo divino de confianza solo puede quedar


satisfecho practicando la virtud de la generosidad, que es
la capacidad de compartir lo que tenemos, en un acto de fe
y de esperanza en la Divina Providencia. Cuando
practicamos la generosidad, confiamos en que Dios nos
proveerá de cuanto necesitamos y en que no hay nada que
temer.
La gula

La gula es la distorsión del anhelo divino de bienestar,


es decir, el deseo de integridad mental, física y espiritual.
Jesús dio testimonio de este anhelo divino con su dilatado
ministerio de sanación de cuerpos y almas. En este mundo
el anhelo divino de bienestar nos permite llevar una vida
equilibrada, saludable y completa. Facilita nuestra
divinización buscando el desarrollo y la perfección de cada
una de las partes de que está compuesto el hombre: el
cuerpo, la mente y el espíritu. La gula desvirtúa el deseo
divino de integridad en dos sentidos.

En primer lugar, nos dice que saciarnos de comida y/o


bebida es un buen sustituto de una vida sana y equilibrada.
Comer con ansia, atiborrarse de alcohol y drogas o utilizar
otras cosas para satisfacer nuestros sentidos supone un
intento de anestesiarnos ante el desorden y el caos de otros
aspectos de nuestra vida. Nos convence de que
«obsequiarnos» o darnos gusto es lo mismo que proteger
nuestra vida y a nosotros mismos.

La gula puede desvirtuar también nuestro anhelo divino


de bienestar cuando nos lleva a alcanzar nuestra integridad
obsesionándonos con la clase de alimentos que tomamos o
siendo especialmente exigentes con lo que comemos. Santo
Tomás llama a esta segunda clase de gula studiose: esa
tendencia a ser excesivamente caprichosos o exquisitos con
los alimentos.

Alimentarse bien es importante, pero creer que cómo,


cuánto y lo que consumimos es capaz de salvarnos puede
convertirse en un problema serio. El anhelo divino de
bienestar solo queda satisfecho practicando la virtud de la
templanza, que es la capacidad de buscar y utilizar todas
las cosas –no solo la comida– de un modo saludable que
fomente la plenitud y el equilibrio que todos ansiamos.

La lujuria

La lujuria es la distorsión del anhelo divino de comunión,


ese deseo de un vínculo íntimo, de conocer y ser conocido
por otro. «No es bueno que el hombre esté solo», dijo Dios
(Gn 2, 18). Hemos sido creados para una íntima comunión y
no podremos estar satisfechos si nos apartamos del
auténtico amor a Dios y a los demás. En esta vida el anhelo
divino de comunión nos ayuda a entablar relaciones
profundas, íntimas y gratificantes. Facilita nuestra
divinización haciéndonos desear la comunión suprema con
el Dios que nos ha creado y nos atrae hacia Él. El espíritu
de lujuria nos miente diciéndonos que no nos hace falta una
verdadera comunión; nos susurra que basta con crear una
relación con otra persona que se quede en lo epidérmico.
Ignora la llamada a la tierna intimidad que estamos
llamados a gozar y nos hace conformarnos con la ilusión de
un vínculo.

Nuestro anhelo divino de comunión solo puede quedar


satisfecho practicando la virtud de la castidad. Muchos
creen que la castidad se limita a eso que algunos padres les
dicen a sus hijos: «¡No tengas relaciones antes de casarte,
o te vas a enterar!». Pero no es así. En sentido amplio,
practicar la castidad es procurar amar rectamente a
cualquier persona. La castidad nos permite querer a todas
las personas con las que nos relacionamos –y no solo a
nuestra pareja– con el amor que merecen. En general, la
castidad es la virtud que nos impide ver en la gente un
medio para lograr un fin, en lugar de personas que tienen
derecho a ser tratadas con cariño y respeto.

La tabla siguiente nos ofrece una vista rápida de la


relación que existe entre los siete anhelos divinos, los siete
pecados capitales y sus siete virtudes contrarias.

ESTE DESVIRTÚA
QUE SOLO PUEDE

PECADO
EL ANHELO SATISFACER

CAPITAL… DIVINO DE… ESTA VIRTUD


HUMILDAD

SOBERBIA
ABUNDANCIA
AMABILIDAD

ENVIDIA
DIGNIDAD
PACIENCIA

IRA
JUSTICIA
DILIGENCIA /
PEREZA
PAZ
FORTALEZA

AVARICIA
CONFIANZA
GENEROSIDAD /
GULA
BIENESTAR
CARIDAD

LUJURIA COMUNIÓN TEMPLANZA

CASTIDAD

Los anhelos divinos: un giro de enfoque

Ver en nuestros deseos la expresión de los siete anhelos


divinos nos permite descubrir que sucumbir al pecado no
es tan atractivo ni gratificante. De hecho, significa
apartarse de la verdadera satisfacción de nuestros deseos
más profundos: unos deseos que apuntan a las realidades
eternas. Igualmente, comprender los siete anhelos divinos
fortalece nuestra noción del bien. No practicamos las siete
virtudes solo para poder evitar los azotes existenciales de
una figura paterna trascendente: las practicamos para
poder encontrar, después de buscarla, la verdadera
satisfacción de los siete anhelos divinos de tal manera que
alcancemos nuestro destino de convertirnos en dioses por
la gracia de Dios. Cualquier bien que se derive de ello no es
el objeto, sino el fruto de ese esfuerzo, y refleja mejor la
acción de la gracia de Dios en nosotros que cualquier
medalla que nos colguemos en señal de nuestra búsqueda
personal de una superioridad espiritual.

No te condeno

Cuando Jesús le dijo a la mujer adúltera «tampoco yo te


condeno» (Jn 8, 11), se estaba dirigiendo a cada uno de
nosotros. Hay demasiada gente para quien el camino
cristiano consiste en pasarse la vida entera intentando huir
del dedo celestial, imponente y amenazador de Dios: una
serie de «prohibidos» que hay que evitar escrupulosamente
si se quiere tener la esperanza de pasar con éxito la
inspección. Pero el camino cristiano no es nada de eso.
Como dice el papa Benedicto XVI, el cristianismo en
general y el catolicismo en particular debe ser algo más
que «un cúmulo de prohibiciones» (Spiegel Online
International, 2006). El camino cristiano es una llamada a
la plenitud; en él se descubre que Dios nos habla a través
de nuestros deseos y que los mismos anhelos que tan a
menudo suelen equivocarnos de senda pueden ser, con la
ayuda de la gracia de Dios, los motores que impulsen
nuestra deificación. En palabras del papa Benedicto XVI,

no debemos olvidar que el dinamismo del deseo


está siempre abierto a la redención (…). Todos
necesitamos recorrer un camino de purificación y
de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la
patria celestial (…). No se trata de sofocar el deseo
que existe en el corazón del hombre, sino de
liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera
altura (2012).

Tengo la esperanza de que, al descubrir los siete


anhelos divinos de tu corazón, te liberes y te enfrentes a tu
fragilidad con una visión distinta. Espero que puedas
empezar a superar la censura y los agobios de tu lucha
espiritual, y cargues con un yugo nuevo y más ligero que te
enseñe a hacerte amigo de tus deseos. El camino que Dios
te pone por delante, a pesar de sus desafíos, no pretende
ser un camino de castigos, negaciones, fracasos y
reproches, sino un camino de plenitud, aceptación, victoria
y aliento que te conduce a tu destino celestial en Cristo.
3. LIBÉRATE DE LA LUCHA:

EL SECRETO DEL MÍSTICO

IMPERFECTO

Que las almas que tienden a la perfección se distingan

por una confianza sin límites en Mi misericordia.

Yo mismo me ocupo de la santificación de estas almas,

les daré todo lo que sea necesario para su santidad.

Santa Faustina. Diario de santa María Faustina


Kowalska:

la Divina Misericordia en mi alma.

En el capítulo anterior has descubierto cómo el intento


de saciar los siete anhelos divinos de tu corazón puede
permitirte dejar de escapar del pecado para empezar a
correr hacia la abundancia y la deificación.

Aunque este nuevo enfoque es capaz de hacer nuestra


vida espiritual infinitamente menos gravosa, tendremos que
seguir luchando. Habrá ocasiones en que tropecemos y
caigamos. La mayoría reaccionamos muy mal ante el
fracaso, y más si este se produce en el camino espiritual.
Nos dejamos consumir por una culpa neurótica y por el
odio a nosotros mismos. Pensamos que, cuanto más severo
sea el trato que nos dispensemos, más en serio nos
estaremos tomando nuestro crecimiento personal.

Ten una cosa clara: cuando caemos –como es inevitable


que ocurra–, Dios no quiere que nos culpemos. En ese caso,
su único deseo es que dejemos a un lado nuestros esfuerzos
estériles y recurramos a los amorosos cuidados del Médico
Divino para que pueda consumar en nosotros la sanación
que somos incapaces de lograr solos. Para hacerlo, para
liberarnos del odio a nosotros mismos y de nuestros juicios
críticos, hemos de adoptar la visión que tiene el místico de
la imperfección.

La lucha y el místico

Recuerda que todos los cristianos estamos llamados a


ser místicos, es decir, personas capaces de descubrir la
obra de Dios detrás de los acontecimientos mundanos –e
incluso profanos– de nuestra vida diaria. Antes nos hemos
centrado en la particular relación que establece el místico
con sus deseos y en cómo todos nuestros deseos –incluidos
nuestros anhelos más oscuros– revelan algo acerca del
amor infinito de Dios y de los increíbles planes que nos
tiene reservados.

Cuando se enfrentan a la lucha interior, los místicos son


capaces de resistir la tentación de rendirse a una culpa
neurótica y de gozar con la misericordia desbordante de
Dios, especialmente cuando han metido la pata hasta el
fondo.

¡He caído y no puedo levantarme!


Satanás no quiere que nos convirtamos en los dioses que
Dios pretende que seamos. Por eso –ya lo hemos dicho en el
capítulo anterior–, su principal estrategia consiste en
encubrir totalmente el camino de deificación que revelan
los siete anhelos divinos. La otra manera de conspirar en
contra de nuestro éxito es hacernos perder de vista la
gracia de Dios después de nuestras caídas. Confía en poder
convencernos de que nos quedemos tirados en el lodo de
nuestra patética fragilidad y evitar que nos levantemos de
nuevo. ¡Entonces será Dios –si le dejas– quien te levantará!

Pedro fue capaz de caminar sobre las aguas mientras


mantuvo fijos los ojos en Cristo; pero, en cuanto miró hacia
el viento y las olas, comenzó a hundirse (cfr. Mt 14, 28-31).
Lo mismo nos ocurre a nosotros. Cuando caemos –cosa que
es inevitable que suceda–, tenemos que decidir entre
quedarnos aborreciendo nuestros fallos y debilidades, o
bien volver la mirada hacia el rostro misericordioso de Dios
y hallar la fuerza para reírnos amablemente de nuestra
fragilidad y alegrarnos de su misericordia desbordante y
llena de amor: Él cuenta con el poder del universo para
sacarnos de la zanja que nos hemos cavado nosotros
mismos.

¡Me gloriaré en mis flaquezas!

¡Qué feliz me siento de verme tan imperfecta,

tan necesitada de la Misericordia divina!

Santa Teresa del Niño Jesús


El místico sabe que no es nuestra bondad, sino lo
profundo de nuestra relación con Dios lo que nos empuja al
camino de la deificación, y se da cuenta de que el fracaso
es una ocasión para encontrarse con la gracia. Así lo dice
san Pablo en la segunda carta a los corintios:

Por eso, para que no me engría, me fue clavado


un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para
que me abofetee, y no me envanezca. Por esto,
rogué tres veces al Señor que lo apartase de mí;
pero Él me dijo: «Te basta mi gracia, porque la
fuerza se perfecciona en la flaqueza». Por eso, con
sumo gusto me gloriaré más todavía en mis
flaquezas, para que habite en mí la fuerza de
Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas,
en los oprobios, en las necesidades, en las
persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando
soy débil, entonces soy fuerte (2 Co 12, 7-10).

¿Cuántos de nosotros podríamos identificarnos con la


frustración de Pablo? Pablo suplica a Dios que le libre de
esa lucha, de eso que hay en él que considera frustrante,
pero que sigue ahí. ¿Y qué le dice Dios que haga? ¿Que se
recrimine? ¿Que se desespere porque nunca llegará a ser lo
bastante bueno? Dios desafía a Pablo a renunciar a su
deseo de demostrar su propia valía con sus patéticos
esfuerzos y le pide que se entregue a una relación más
profunda con Él y a un encuentro más intenso con su amor
transformador.

Un poco antes, en la primera carta a la iglesia de


Corinto, san Pablo alude con estas palabras a lo que yo he
llamado los siete anhelos divinos del corazón humano:

Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo,


hasta que venga el Señor: él iluminará lo oculto de
las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones
del corazón; entonces cada uno recibirá de parte de
Dios la alabanza debida (1 Co 4, 5, la cursiva es
mía).

La mayoría de la gente lee este pasaje y piensa que san


Pablo está diciendo que Dios saca a la luz las tinieblas de
nuestro corazón, es decir, que está hablando de nuestro
pecado. Pero, si lo que hace es sacar a la luz nuestros
pecados más escondidos, ¿por qué nos va a alabar?

Dios no nos alaba porque revela nuestros pecados –que


son obvios–, sino porque revela los anhelos divinos que hay
tras ellos y que sí son dignos de alabanza. En definitiva,
Pablo nos recuerda que nos alegremos del poder de Dios:
Él recupera el tesoro divino enterrado bajo nuestra
fragilidad y nos ayuda a alcanzar la plenitud y la
divinización pese a nosotros mismos.

Así es como se enfrenta el místico a sus fracasos: no con


vergüenza ni condenándose; no odiándose ni paralizado por
la culpa, sino sabiendo que está recibiendo una invitación a
acercarse más a Dios para que Él pueda educar su corazón
en el amor y transformarlo de arriba abajo. Cuando
renunciamos a nuestros patéticos esfuerzos por
transformarnos nosotros solos, descubrimos el poder que
tiene Dios para hacerlo.
Entonces ¿por qué es tan difícil vencer nuestra lucha
particular? ¿Cómo llegar a ese punto en el que la lucha deja
de atormentarnos y somos capaces de rendirnos al poder
transformador del amor de Dios? La respuesta práctica a
ambas preguntas tiene un origen sorprendente: la
neurociencia.

La gracia y el cerebro

La neurociencia demuestra que el cerebro se bloquea


cuando experimenta estrés, incluso si es a corto plazo
(Baram, 2008). El estrés desencadena cambios químicos y
neurológicos que dificultan el crecimiento de las células
nerviosas y la formación de nuevas conexiones en el
cerebro. Estas conexiones son parte esencial del cableado –
por decirlo así– que enlaza con nuestras experiencias
pasadas para poder aprender de ellas, retener la lección y
aprovecharlas en el futuro. La tendencia del cerebro al
bloqueo mientras existe estrés nos protege del trauma de
las malas experiencias a corto plazo, pero es también la
causa de nuestra inclinación a cometer una y otra vez los
mismos errores. La culpa neurótica, la actitud crítica, la
ira, el reproche y la vergüenza afectan a nuestra capacidad
de procesar nuevas experiencias, asimilar nueva
información y generar el cambio. Si nos sentimos atacados,
incluso por nosotros mismos, el cerebro se retrae para
frenar la amenaza y evitar un impacto negativo de la
experiencia que se considera perjudicial. Cuando esto
ocurre, nuestro campo de visión se reduce y rechazamos
todo lo que no se dirija a la búsqueda inmediata de alivio
para nuestro dolor. Nos centramos en «sobrevivir» a la
experiencia y no en aprender de ella. Somos reactivos
antes que receptivos. No nos sentimos eficaces, vinculados
a los demás y capaces de crecer y adaptarnos, sino inermes
y aislados; nos compadecemos de nosotros mismos y
buscamos la autocomplacencia para anestesiarnos frente al
dolor del momento.

Por el contrario, el cerebro está más abierto al cambio


cuando adquirimos la actitud mental derivada de la
presencia de cuatro cualidades –cuyas iniciales forman en
inglés el acrónimo COAL–: curiosidad (curiosity), apertura
(openness), aceptación (acceptance) y amor (love) (Siegel
2007; 2012).

Me propongo explicar qué significa contemplarse a uno


mismo y contemplar los fracasos personales con una
actitud mental que nos permita ver a Dios actuando detrás
de nuestros fallos. Pero antes me gustaría abordar dos
objeciones que supongo que algunos pueden plantear a la
actitud COAL. En primer lugar: ¿no debemos sentirnos
culpables cuando hacemos algo mal? Y en segundo lugar: si
lo que nos interesa es nuestro crecimiento espiritual, ¿por
qué ha de importarnos lo más mínimo el cerebro?

¿Descartamos la culpa?

Por supuesto que debemos sentirnos culpables cuando


hacemos algo mal. Pero hay dos clases de culpa. La
primera es una corrección del Espíritu Santo llena de amor.
Cuando experimentamos la culpa divina, reconocemos que
hemos cometido una ofensa, pero al mismo tiempo el
Espíritu Santo nos indica qué debemos hacer para intentar
solucionar el problema. Si la culpa es divina, la conciencia
de nuestro delito va inmediatamente seguida de la paz de
saber que Dios nos ayudará a repararlo. El sentimiento de
quien experimenta esta clase de culpa es de consuelo, y no
de condena: «No te condeno» (Jn 8, 11).

La culpa neurótica, por el contrario, nos lleva a


regodearnos en el error, sin ningún plan y sin ninguna
esperanza de mejorar las cosas. Para san Ignacio de
Loyola, esta clase de culpa neurótica es la «desolación»:
una tentación del demonio que hace más difícil nuestro
acercamiento a Dios y nuestra transformación en aquello
para lo que hemos sido creados.

Por desgracia, después de rechazar esa experiencia de


culpa que resulta dañina, mucha gente cae en la aceptación
–igual de absurda– de todas sus imperfecciones. Piensan:
«Vale: si sentirme miserable por mis fracasos no ha
funcionado, ahora me dedicaré a decirme a mí mismo lo
estupendo que soy a pesar de ellos». Esto es lo que suele
pensar la gente cuando me refiero a adoptar una actitud de
curiosidad, apertura, aceptación y amor a uno mismo. Al
principio creen que estoy hablando de adquirir la conducta
del adicto que nunca ha seguido un impulso que no le
agrade. Evidentemente, no es eso lo que pretendo decir.
Enseguida hablaremos de ello.

La culpa y el cerebro místico

La segunda objeción que se suele plantear a la idea de la


actitud COAL es: «¿Y a mí qué me importa el cerebro?». Al
fin y al cabo, este es un libro de espiritualidad. La
respuesta es muy sencilla. En su teología del cuerpo, san
Juan Pablo II nos dice que la contemplación orante del
diseño del cuerpo puede enseñarnos mucho sobre el plan
que Dios tiene para nuestras vidas y nuestras relaciones:
«El hecho de que la teología comprenda también el cuerpo
no debe maravillar ni sorprender a nadie consciente del
misterio y de la realidad de la Encarnación» (san Juan
Pablo II, 2006).

Acuérdate de que el místico descubre la acción de Dios


detrás de todos los aspectos mundanos y profanos de la
vida diaria. Desde esta perspectiva mística, la biología se
ve también como una teología. Hemos sido hechos a
imagen y semejanza de Dios y las huellas de sus dedos
están impresas en todo nuestro diseño. Cuanto mejor
entendemos cómo nos ha hecho Él, más fácilmente
desarrollamos enfoques holísticos para cooperar con su
gracia y poder guiar nuestros impulsos, instintos y deseos
en lugar de luchar contra ellos. Si san Francisco de Asís
hubiera dispuesto de la información que vas a conocer tú
en las páginas siguientes, quizá no habría tenido necesidad
de arrepentirse al final de su vida de haber llamado a su
cuerpo «hermano asno». Ya era tarde cuando exclamó en
su lecho de muerte: «Alégrate y perdóname, hermano
cuerpo. Desde ahora tendré más en cuenta tus gustos y
deseos» (Wiseman, 2001).

Coal[1]: El combustible para el cambio

Como he mencionado antes, la neurociencia explica que


nuestros cerebros se vuelven más receptivos al cambio
cuando adoptamos una actitud de curiosidad, apertura,
aceptación y amor ante la vida en general, pero
especialmente ante nuestros fallos (Siegel, 2007; 2012).
Vamos a examinar brevemente de qué modo el desarrollo
de estas cualidades puede ayudarnos a cooperar más
eficazmente con la gracia transformadora de Dios.

Curiosidad

La curiosidad está relacionada con el deseo genuino de


entender las cosas. Lo opuesto a ella es la actitud crítica.
La mayoría de nosotros, cuando cometemos un error,
somos críticos con nosotros mismos y nos avergonzamos.
Así intenta impedir Satanás que nos planteemos otras
preguntas más profundas que nuestros fracasos nos invitan
a hacernos: ¿cuál es la herida hacia la que se orienta mi
conducta? ¿Qué anhelo divino intenta colmar Dios? ¿Cuál
es el motivo divino que hay detrás de mis decisiones
erróneas? Satanás no quiere que nos hagamos estas
preguntas. Prefiere que permanezcamos en la ignorancia,
porque las respuestas apuntan a los siete anhelos divinos,
cuya auténtica satisfacción nos pone en el camino de la
deificación. Cuando reaccionamos con curiosidad ante la
vida, adoptamos una postura amable e inquisitiva hacia
nosotros mismos. Si somos capaces de acercarnos a
nuestra fragilidad con curiosidad, nos abrimos a aprender
algo nuevo, y Dios nos lo enseña. La actitud crítica, por el
contrario, nos da a nosotros y a Dios con la puerta en las
narices. No tenemos nada que aprender: ya nos lo hemos
dicho todo… y todo es malo.

Jimmy ha luchado siempre contra la pérdida de


tiempo y la procrastinación (una forma de pereza).
«No paraba de recriminarme a mí mismo. Cuando
era pequeño mis padres solían sermonearme
porque no estaba a la altura de lo que esperaban de
mí y era un chapucero. De adulto solía llegar tarde
a todo, o hacía las cosas en el último minuto, o no
las hacía. Hasta perdí más de un trabajo por ese
motivo. Alguien me dijo que a lo mejor tenía TDH y
empecé a medicarme, pero no dejaba de pensar
que había algo más. No era solo cuestión de
concentración. En realidad evitaba esforzarme por
ser mejor. Me resistía a comprometerme. Hasta me
negaba a llevar un horario. No anotaba las cosas ni
aunque mi vida dependiera de ello. Era muy raro.

Me hacía reproches y me decía que era un vago,


que nadie podía contar conmigo. Una vez, me
estaba confesando y el sacerdote me hizo una
pregunta extraña: “¿Alguna vez te has preguntado
qué intenta enseñarte Dios con tu inclinación a
evitar cualquier responsabilidad?”. En ese
momento pensé que se había vuelto loco. Le dije
que no tenía ni idea. Él lo dejó correr y me dio la
absolución.

Pero aquella pregunta no se me quitaba de la


cabeza. Al final la llevé a la oración. Me puse
delante del Santísimo y le pedí a Dios que me
ayudara a descubrir qué me ocurría. A los pocos
minutos todo encajó en mi cabeza. De niño mi
hermano estaba siempre enfermo. Padecía una
enfermedad genética y cada cierto tiempo acababa
ingresado en el hospital. Murió con siete años: yo
tenía diez. En ese momento recordé que, cuando se
ponía enfermo, procuraba cuidar de mis padres y
encargarme de todo. Ellos estaban tan preocupados
por él… Lavaba los platos, quitaba el polvo,
limpiaba, etc. Mis padres casi no lo advertían, pero
a mí me daba igual: solo quería que no se
preocupasen. Después de la muerte de mi hermano
no volví a hacer nada. Hasta entonces no lo había
pensado nunca, pero se me ocurrió que para mí el
hecho de comprometerme, de “ser responsable”,
hacía renacer la preocupación y la pena por mi
hermano. Al principio creí que era una estupidez,
que solo eran excusas, pero luego pensé: “¿Y si hay
algo de eso?”. No es una excusa. Aún tenía que
cambiar, pero para mí fue un primer paso darme
cuenta de que mi pereza era en realidad un intento
de evitar que regresaran los malos tiempos.

Después de ese rato de oración, me observé para


saber cuándo se hacían más intensos esos
sentimientos. Y descubrí que era más perezoso si
estaba estresado o preocupado por algo. Entonces
me bloqueaba. Comencé a estar más atento y, en
cuanto notaba que iba a bloquearme, me ponía a
rezar y le pedía a Dios su gracia para recordar que
no tenía por qué rehuir el estrés, que ya no era un
niño y que el mundo no se me iba a derrumbar
encima en cualquier momento por sentirme
desbordado. Las cosas no cambian de la noche a la
mañana, pero con el tiempo fui comprobando que
Dios me libraba de mi temor a la responsabilidad y
al compromiso. Es curioso, pero hasta que no dejé
de luchar con mis fuerzas no fui capaz de superarlo.
Dios no quería que me enmendara por mí mismo.
Quería que confiase en su amor y en su
misericordia, que dejara que mi lucha me acercase
más a Él para que su amor pudiera sanarme».

Jimmy cambió la actitud crítica por el espíritu de


curiosidad, fue capaz de descubrir a Dios actuando detrás
de su fragilidad y recibió la clave para su transformación.
Aunque sabía que aún le quedaba mucho por hacer, sentía
una esperanza que hasta entonces le había parecido
imposible. Su experiencia del amor y de la misericordia de
Dios y de una profunda unión con Él sustituyeron a la culpa
y el autorreproche. En definitiva, cuando ponemos en
marcha nuestra curiosidad, somos capaces de plantearle a
Dios las preguntas para las que necesitamos respuesta y de
descubrir lo que está intentando decirnos. La curiosidad
nos hace receptivos a lo que Dios pretende hacer en
nosotros.

Apertura

La apertura es la segunda cualidad que hace posible la


transformación. Es lo opuesto a la cerrazón. Si poner en
marcha nuestra curiosidad nos lleva a preguntarnos sobre
nuestras motivaciones, la apertura nos ayuda a recibir con
un corazón abierto las respuestas que van surgiendo. En el
caso que acabamos de analizar, Jimmy luchaba con una
actitud abierta. Cuando salieron a la luz los recuerdos de
su conducta durante la enfermedad de su hermano, se dijo
que estaba siendo estúpido y poniendo excusas. Dios tuvo
que alentar en Jimmy esa apertura inicial para disponerle a
reflexionar sobre lo que le intentaba revelar.
Esta cerrazón la suelo encontrar muy a menudo entre
mis clientes. Cuando brotan los recuerdos o las ideas, se
ponen una venda en los ojos. «¡Qué ridiculez!», dicen; o
bien: «¡Eso no tiene nada que ver!». Puede que tengan
razón, pero la falta de disposición a considerar la
posibilidad de que Dios les esté revelando algo es una
necedad. Antes de descartar un recuerdo o una idea, al
menos debemos llevarlos a la oración. Nuestra mente no
funciona al azar: responde a un orden; recuerda las cosas
por alguna razón. Si me vienen a la cabeza un pensamiento,
una idea o un recuerdo mientras medito con actitud orante
sobre alguna de las luchas de mi vida, vale la pena pensar
si existe cuando menos una tenue conexión. Puede ser de
ayuda continuar meditándolo en la oración aunque al final
acabemos descartándolo por irrelevante. Ser abiertos no
nos exige aceptar como palabra de Dios cualquier tontería
que nos pase por la cabeza, pero sí admitir que esa idea
inicial puede ser algo más que lo que parece a simple vista.
Nuestra apertura en la oración proporciona a Dios la
oportunidad de ampliar las imágenes que empiezan a
asomar a la luz de su gracia.

Aceptación

La aceptación es la tercera cualidad que facilita la


transformación espiritual. Es lo contrario a la actitud
crítica, pero diferente de la aprobación. Imagínate que eres
un técnico y te piden que repares una pieza rota de una
maquinaria compleja. Llegas allí y lo examinas todo. ¿Cómo
reaccionas cuando descubres lo que se ha estropeado? ¿Te
lo tomas como algo personal? Claro que no: aceptas las
cosas como vienen y te pones pacientemente a resolver el
problema. Sabes que, cuanto más impaciente seas, más
probable es que acabes rompiendo otra cosa y
complicándote el trabajo.

Cuando nos centramos en el proceso de repararnos a


nosotros mismos, la aceptación es la cualidad que nos lleva
a confiar en que «nos basta la gracia de Dios» y a
descansar en Él si nuestros esfuerzos no están a la altura
de la tarea que tenemos entre manos. Naturalmente,
debemos hacer en nuestra vida todos los cambios de que
seamos capaces, pero –al igual que el técnico– hay que
asumir que la tarea lleva el tiempo que lleva. Cualquier
intento de precipitar las cosas no hace sino dificultar el
proceso.

La aceptación no significa disfrutar con nuestras


debilidades, como le ocurre al adicto: significa que estamos
dispuestos a dar por hecho lo que parece ir mal y lo que
tenemos que hacer para arreglarlo. Abordamos lo que está
en nuestra mano y nos alegramos de lo que no somos
capaces de hacer, sabiendo que la misericordia infinita de
Dios suplirá.

Amor

Llegamos así a la última cualidad de nuestro acrónimo


COAL: el amor. Querer a alguien significa que nos
comprometemos a buscar su bien, y el amor a nosotros
mismos significa que nos comprometemos a buscar nuestro
propio bien. La teología del cuerpo de san Juan Pablo II
enseña que el verdadero amor debe ser libre, total, fiel y
fecundo (2006). Aunque el papa habla en el contexto del
amor entre el hombre y la mujer, creo que estos términos
pueden aplicarse también a un saludable amor a uno
mismo. ¿Qué significa quererse a uno mismo con un amor
libre, total, fiel y fecundo? Veámoslo.

Me quiero a mí mismo libremente. Me comprometo a


buscar mi bien sin reservas, sin protestar. No escatimaré
mis esfuerzos por desafiarme a mí mismo a abrir de par en
par mi corazón para recibir la transformación que Dios
quiere concederme y para cooperar con su gracia en la
medida de mis posibilidades y en todo momento.

Me querré totalmente. Aunque hay aspectos de mí


mismo que me cuesta aceptar, no les daré la espalda.
Celebraré el prodigio y la maravilla de haber sido creado
(cfr. Sal 139, 14), de ser bueno (cfr. Gn 1, 31) y la grandeza
de lo que Dios me tiene preparado (cfr. 1 Co 2, 9).
Cooperaré sin miedo con la gracia de Dios y lucharé por
esa grandeza de modo que todo mi yo, y especialmente lo
que menos me gusta de mí mismo, pueda ser transformado
y dar testimonio de las maravillas que Él es capaz de hacer.

Me querré fielmente. Seguiré peleando el noble combate


(cfr. 2 Tm 4, 7) incluso en los momentos en que desee
darme por vencido. Rechazaré las actitudes críticas, la
falsa culpa y cualquier movimiento del espíritu que intente
separarme del amor de Dios o de su capacidad de llevar a
cabo los increíbles planes que tiene para mi vida (cfr. 2 Co
10, 5). Cuando deje de creer en mí mismo, me aferraré a la
certeza de que Dios sí cree en mí. Cuando no pueda contar
con mis propias fuerzas, me apoyaré en Él. No me culparé
de mi debilidad, sino que me gloriaré en su poder (cfr. 1 Co
1, 31) para elevarme de la debilidad a la gloria.
Me querré fecundamente. Me alegraré de lo bueno que
hace Dios en y a través de mí. Buscaré cómo ser una
bendición para los demás. Compartiré los dones que Él me
ha concedido y proclamaré todo el bien que me ha dado
(cfr. Sal 116, 12) para que las maravillas que obra en mí
muevan a los demás.

¡No tengas miedo!

Esta es la actitud que debemos adoptar los que


aspiramos a místicos al enfrentarnos a los aspectos más
oscuros de nosotros mismos y a nuestros esfuerzos
frustrados por sanar. En lugar de rendirnos al miedo, a la
ira o a la condena, practicaremos la curiosidad, la apertura,
la aceptación y un amor libre, total, fiel y fecundo que nos
permitirá alegrarnos de nuestros fallos a causa de la
misericordia y el amor inconmensurables de Dios y, a su
vez, ser transformados por el poder de su infinita gracia.

¡Sed lo que sois!

En las audiencias a san Juan Pablo II le gustaba decir:


«¡Sed lo que sois!». ¿A qué se refería? Sencillamente, a que
debemos dedicar nuestra vida a convertirnos en los dioses
que Dios ve en nosotros cuando nos mira, en los dioses que
estamos destinados a ser con ayuda de su gracia.

Una vez planteado el sistema que nos permite situar en


el contexto adecuado nuestros deseos y nuestros intentos
de satisfacerlos, estamos preparados para empezar –o más
bien para continuar– la obra de convertirnos en la persona
divinizada que Dios nos dice que podemos ser si confiamos
en Él y le dejamos mostrarnos el camino. Lo que queda de
este libro explica de qué modo concreto colmar cada uno
de esos anhelos divinos:

el anhelo divino de abundancia,

el anhelo divino de dignidad,

el anhelo divino de justicia,

el anhelo divino de paz,

el anhelo divino de confianza,

el anhelo divino de bienestar,

el anhelo divino de comunión.

Confío en que, a medida que vayamos analizando estos


sagrados y ocultos anhelos, descubras que tus deseos te
confieren el poder de cooperar al plan que tiene Dios de
transformarte con su gracia en todo lo que estás destinado
a ser. Que Él te bendiga y te sostenga en el camino.

[1] En inglés, «coal» significa «carbón» (N. de la T.).


4. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE ABUNDANCIA

Yo he venido para que tengan vida

y la tengan en abundancia.

Jn 10, 10

Cuando les pregunto a mis clientes qué esperan obtener


de la terapia, la respuesta más habitual es: «Solo quiero ser
feliz».

En nuestra búsqueda de felicidad, todos tendemos a dar


tumbos en la oscuridad persiguiendo imposibles, entre los
cuales son pocos los que nos proporcionan la dicha
verdadera. Pero hay una buena noticia: si tú deseas la
felicidad, Dios anhela aún más llenar tu corazón de una
dicha que colma tu alma y está pensada para superar tus
máximas expectativas.

En este capítulo descubrirás la fuente de la verdadera


felicidad, que guarda relación con el anhelo divino de
abundancia, y cómo evitar los errores más comunes que
cometemos en nuestra lucha por colmarlo. Por último, te
propongo un ejercicio que puede ayudarte a superar los
obstáculos que se interponen entre la felicidad que buscas
y tú mismo.

A Dios le importa tu felicidad

En el centro de las numerosas promesas que Dios hace a


la humanidad se halla el hecho de que le importa mucho tu
felicidad. «El hombre ha sido creado para la felicidad –
proclamaba san Juan Pablo II–. Vuestra sed de felicidad,
por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestro
deseo. Pero os pide que confiéis en Él» (2002).

El papa Benedicto XVI corroboraba así las palabras de


su predecesor: «Dios quiere que seamos siempre felices. Él
nos conoce y nos ama. Si dejamos que el amor de Cristo
cambie nuestro corazón, entonces nosotros podremos
cambiar el mundo. Ese es el secreto de la auténtica
felicidad» (Zenit, 2012).

El Papa Francisco, por su parte, concedió una entrevista


en 2014 en la que ofrecía un programa para ser felices
compuesto de diez puntos que incluía –entre otras–
recomendaciones como la aceptación (descrita con detalle
en el análisis de la actitud COAL), la entrega a los demás y
dedicar tiempo a la familia y a una serena reflexión (Pentin,
2014). Y, por último –y lo más importante–, en el pasaje de
la Escritura que encabeza este capítulo Jesús manifiesta su
deseo de enseñarnos el camino hacia la abundancia.

Lo cierto es que Dios tiene preparado para ti un


proyecto increíble de felicidad en esta vida y en la futura.
Nunca serías capaz de imaginar la dicha que desea que
alcances. Como escribe san Pablo, «ni ojo vio, ni oído oyó
(…) las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1 Co
2, 9).

El anhelo divino de abundancia

Si Dios desea tanto nuestra felicidad, ¿por qué nos


resulta tan difícil alcanzarla? Quizá sea porque apuntamos
al blanco equivocado.

La psicología enseña que hay dos clases de felicidad: la


felicidad hedónica (dominada por el placer) y la felicidad de
plenitud (dominada por el significado) (Ryan y Deci, 2001).
La felicidad dominada por el placer procede de la búsqueda
del goce y de la evitación de las situaciones estresantes. La
felicidad de plenitud (conocida también como la «auténtica
felicidad») es una dicha derivada de vivir bien que colma el
alma (Seligman, 2002). La investigación demuestra que, si
bien ambas clases de felicidad pueden ser placenteras, la
felicidad que busca el placer tiende a ser muy fugaz,
efímera e inestable, mientras que la felicidad de plenitud es
constante, consistente y capaz de aportar una profunda
dicha interior pese a los vaivenes de la vida (Seligman,
2002). Lo sorprendente es que la diferencia entre estos dos
tipos de felicidad se halla en nuestra propia carne.

Un estudio fascinante ha examinado cómo estos dos


tipos de felicidad afectan al modo en que se expresan los
genes (que se encienden o se apagan en función de las
condiciones del entorno) y ha descubierto que las personas
orientadas hacia una búsqueda de la felicidad basada sobre
todo en el placer presentan una expresión génica
consistente con una elevada respuesta inflamatoria
(inflamación articular y otros dolores), así como una baja
respuesta de los anticuerpos y los antivirales (que las hace
más vulnerables a enfermedades e infecciones). Por el
contrario, las personas que buscan la felicidad a través de
una buena vida presentan una expresión génica consistente
con una baja respuesta inflamatoria y una alta producción
de anticuerpos y antivirales (Wheeler, 2013). Los
investigadores señalan que no son los genes los que
influyen en el tipo de felicidad que persiguen los
participantes en el estudio, sino que el tipo de felicidad que
persiguen es la causa de una u otra respuesta genética.

En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II afirma que


la contemplación orante del modo en que está diseñado
nuestro cuerpo nos lleva a descubrir cosas decisivas sobre
el proyecto de Dios de una vida y unas relaciones plenas. Él
ha estructurado nuestro cuerpo para que ansíe la
abundancia con el fin de poder encontrar el camino hacia la
plenitud y la divinización a través de su amor. Es este
anhelo humano de plenitud, universal, programado e
impreso en nuestra carne, lo que yo denomino anhelo
divino de abundancia, el primero de los siete anhelos
divinos del corazón humano y el más importante.

Cómo se define «vivir bien»

¿Qué necesitamos exactamente para satisfacer ese


anhelo divino de abundancia? La investigación demuestra
que la abundancia viene definida por la búsqueda de tres
cualidades: significatividad, intimidad y virtud.

Cuando intentamos aportar significatividad a nuestras


vidas, empleamos nuestros dones, talentos y habilidades de
un modo enriquecedor para nosotros y, al mismo tiempo,
beneficioso para los demás. Podemos buscarla a través de
cosas más elevadas –por ejemplo, eligiendo una profesión o
una actividad de voluntariado que ayuden a hacer del
mundo un lugar mejor– o menos elevadas –por ejemplo,
haciendo todo lo posible por dedicarnos plenamente y de
forma creativa a todas las actividades mundanas que llenan
nuestros días, en lugar de chapucear–.

Vivir significativamente es algo parecido a lo que san


Juan Pablo II llama «autodonación», una generosidad
heroica que nos lleva a preguntarnos cómo puedo emplear
todo lo que Dios me ha dado –no solo mis talentos, dones y
habilidades, sino también mi cuerpo– para hacer mejor o
más feliz la vida de los demás. Vivir una vida significativa
contribuye a nuestro sentimiento de abundancia
haciéndonos sentir que importamos; que tenemos lo que
hace falta para que la vida de los demás sea diferente; que
nuestra sola presencia puede ser un don.

La intimidad se refiere a nuestra capacidad de buscar


relaciones profundas, estrechas, saludables y solidarias.
Imagínate la intimidad como la unidad de medida del amor,
igual que los litros lo son de los líquidos o los metros, de la
longitud. Si el amor es un cuerpo líquido, la intimidad nos
indica si se trata de un charco o de un océano. Las
personas que buscan la intimidad procuran acercarse a los
demás de algún modo saludable que les permita
experimentar las relaciones como un don. En su teología
del cuerpo, san Juan Pablo II nos recuerda que estamos
llamados a crear «comunidades de amor» en las que
nosotros y los demás nos comprometamos mutuamente a
trabajar por el bien del otro. Quienes buscan la intimidad
dan prioridad a una comunión más profunda con las
personas saludables que tratan y al establecimiento de
vínculos que, a la larga, puedan sanar las relaciones
difíciles. La intimidad contribuye a nuestro sentimiento de
abundancia convirtiéndonos en parte de una comunidad en
la que somos queridos, estimados y apreciados como
personas. El hombre es relacional por naturaleza. La
búsqueda de intimidad nos ayuda a asegurarnos de que
nuestro yo relacional es todo lo saludable que puede ser.

Por último, la virtud se refiere a nuestra capacidad de


aceptar lo que nos depara la vida y utilizarlo para ser
personas mejores, más fuertes y saludables: ejemplos más
íntegros de todo lo que afirmamos defender y creer. La
palabra «virtud» procede de los términos latinos que
significan «fortaleza» y «virilidad». La virtud es la cualidad
que nos permite asumir lo que la vida trae consigo,
incluidos los desafíos, y preguntarnos: «¿Cómo puedo
responder a esto para obtener de ello un crecimiento y un
bien?». La virtud contribuye a nuestro sentimiento de
abundancia haciéndonos ver que no existen ni el fracaso ni
la adversidad, sino que cualquier experiencia es una
oportunidad más para descubrir cómo vivir una vida plena
y rica enraizada en la sabiduría y la fortaleza.

La abundancia a través de la comunidad

Quizá sea aún más importante el hecho de que la


búsqueda de significatividad, intimidad y virtud nos ayuda
a lograr la abundancia permitiéndonos redescubrir nuestra
necesidad humana esencial de relacionarnos con los
demás. Recuerda que en el Génesis Dios dice que no es
bueno que estemos solos (cfr. Gn 2, 18). Nuestra capacidad
de relacionarnos con los demás nos permite ser plenamente
humanos. Fomentar la significatividad en nuestras vidas
posibilita esa relación moviéndonos a emplear nuestros
talentos en bien de los demás. La intimidad pone el acento
en la importancia de construir una comunidad solidaria
saludable que nos permita llegar a ser todo aquello para lo
que hemos sido creados y ayudar a los demás a serlo
también. Y la virtud nos orienta hacia los demás
ayudándonos a abrirnos a lo que podemos aprender de
ellos y haciendo que nuestras experiencias les sirvan a ellos
de inspiración.

Tanto la tradición cristiana como la investigación


psicológica nos demuestran que las claves para
experimentar la abundancia en cualquier nivel de nuestra
persona –emocional, espiritual e incluso físico– residen en
elegir la búsqueda de la significatividad, la intimidad y la
virtud. Esa es la felicidad que quiere darte Dios, la felicidad
que anhelas en lo más hondo: esa felicidad auténtica e
impresa en tu carne que procede de vivir una vida más
abundante (cfr. Jn 10, 10).

¡Yo solo!

No obstante, aun siendo conscientes de que la felicidad


que ansía nuestro corazón se logra sobre todo mediante la
búsqueda de la abundancia, no deja de ser estimulante
descubrir y seguir los caminos que conducen a ella. ¿Dónde
está el secreto? San Juan Pablo II apuntaba la respuesta en
la segunda parte de su cita acerca de la felicidad que he
mencionado en este mismo capítulo: «Cristo tiene la
respuesta a vuestro deseo. Pero os pide que confiéis en Él»
(2002).

Aunque no cabe duda de que Jesucristo se merece


nuestra confianza, a la mayoría nos resulta difícil
otorgársela. Bastante nos cuesta confiar en nuestros
amigos, a quienes vemos, como para confiar en Dios, a
quien no podemos ver. Nos empeñamos en que solo
nosotros tenemos derecho a decidir qué nos hará felices.
Como los niños pequeños, que se creen mucho más capaces
de lo que demuestra la realidad, todos queremos «hacer las
cosas solos». Tememos que, si confiamos en alguien, y más
aún en Dios, nos veremos condenados a una vida de
solitaria y triste servidumbre. Sí, puede que consigamos ser
buenos si escuchamos a los demás, y puede que
consigamos ser santos si escuchamos a Dios; pero tenemos
serias dudas de alcanzar la plenitud y la felicidad.

Como ya has descubierto en el capítulo 2, en el núcleo


mismo del pecado de soberbia se halla la convicción de que
nosotros solos somos capaces de encontrar el camino a la
felicidad. Para el cristianismo la soberbia es el más mortal
de los pecados, ya que frustra el anhelo más profundo del
corazón humano: el anhelo divino de abundancia. Nos
empuja a acaparar nuestros talentos y a intentar encontrar
nuestro propio camino hacia la abundancia, cuando esta
solo se puede alcanzar siendo lo suficientemente humildes
para reconocer que no tenemos todas las respuestas y que
no nos basta con nuestros talentos. Lograr la abundancia
exige participar en la comunidad, compartir mis talentos
con otros y beneficiarme de los talentos de otros, así como
admitir que tengo mucho que aprender de la vida y de lo
que exige vivir una vida plena. Dios quiere que seamos
felices y nos ofrece una visión de la felicidad que nos
colmará tanto en esta vida como en la venidera, pero a
nosotros nos da miedo «confiar en Cristo» y acabamos
correteando de un lado para otro en busca de dichas
menores que no pueden satisfacernos. No del todo.

La soberbia: conformarse con menos

Cuando cedemos a la soberbia, adoptamos esa actitud


de «si uno quiere ser feliz, tiene que ocuparse de sí
mismo». La soberbia nos lleva a confiar en nuestro poder,
que es limitado; por eso percibimos tantas veces que a
nuestra vida le falta el significado que debería tener. La
soberbia nos dice que no necesitamos a Dios ni a los
demás; por eso carecemos de intimidad y nos sentimos
solos. La soberbia nos dice que no tenemos nada que
aprender de la vida; por eso dejamos de desarrollar las
virtudes que nos ayudan a pasar por los vaivenes de la vida
viendo en ellos los dones que realmente representan. Así,
en lugar de experimentar la abundancia que Dios quiere
enseñarnos a experimentar, nos vemos obligados a
conformarnos con menos. Cuando vivimos sin
significatividad, sin intimidad y sin virtud, nuestra vida se
hace más y más pequeña a medida que nuestras decisiones
nos van encerrando cada vez más en nosotros mismos,
apartándonos de los demás y frustrando nuestros intentos
de autosatisfacernos.

La búsqueda consciente y deliberada de significatividad,


intimidad y virtud nos permite aprovechar al máximo cada
momento y llegar a apreciar nuestra vida y a nosotros
mismos como los dones divinos que estamos destinados a
ser.

La soberbia: ¡No serviré!

La soberbia corrompe también nuestra capacidad de


buscar la abundancia al negar nuestra naturaleza
radicalmente comunitaria. «¡Viviré mi vida yo solo!», dice.
Es un eco de las palabras de Satanás en los albores de los
tiempos: «Non serviam! ¡No serviré!». En lugar de
incitarnos a emplear lo que tenemos en favor de los demás,
nos dice que tenemos que ser los únicos beneficiarios de
todas las ventajas que hemos recibido. En lugar de
proponernos ver en los demás a personas con derecho a ser
amadas y de las que podemos aprender mucho, nos inclina
a considerarlos objetos inferiores que solo tienen valor en
la medida en que puedan servirnos para algo o satisfacer
nuestro placer. En lugar de disponernos a aprender y a
hacer uso de las lecciones que nos brinda la vida, nos dice
que la vida no tiene nada que enseñarnos, que somos
perfectamente perfectos tal y como somos, y que ante la
vida lo único que hay que hacer es ser quien nos interesa
ser. No obstante, como demuestra el estudio al que nos
hemos referido antes, la búsqueda hedonista inspirada por
la soberbia socava la abundancia emocional, psicológica e
incluso física a la que aspiramos.

La humildad: Fuente de abundancia

Para vencer al demonio,

el arma más poderosa es la humildad.

Porque, igual que no sabe cómo emplearla,

tampoco sabe cómo defenderse de ella.

San Vicente de Paúl

Ser humilde no es pensar menos de ti,

sino pensar menos en ti.

C. S. Lewis

La humildad es la virtud tradicionalmente entendida


como antídoto contra la soberbia. Por desgracia, se suele
identificar a menudo con la baja estima y el menosprecio
propios. Pensamos que es lo contrario a estar orgullosos de
nosotros mismos y a felicitarnos de nuestros éxitos y demás
talentos.

Como ya he apuntado anteriormente, la soberbia no es


el «pecado» de sentirnos contentos con nosotros mismos o
con nuestros talentos, ni la supuesta «virtud» de no
alegrarnos de ellos. Cuando le regalas algo a tu hijo, ¿no es
verdad que confías en que se alegre? ¿No te quedarías muy
desilusionado si lo recibiera con poco más que una mueca
de disgusto nacida del temor a mostrarse demasiado feliz?
Jesús nos dice que, si nosotros, que somos imperfectos,
damos a nuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más hará
nuestro Padre del cielo por sus hijos? (Mt 7, 11). Si esto es
así, ¿cuánto crees que desea Dios que nos alegremos y
felicitemos de los dones, los talentos, los tesoros y la
belleza que hemos recibido? Cuando el salmista contempla
la maravilla de su cuerpo no dice: «Esto… gracias, Dios
mío. Me parece bien». ¡No! «Te doy gracias –exclama–
porque me has hecho como un prodigio: tus obras son
maravillosas» (Sal 139, 14). ¿Cuándo ha sido la última vez
que te has mirado al espejo y has dicho algo así al verte?
¿Mostraba David demasiado ego al entonar este espléndido
cántico? Por supuesto que no.

La palabra «humildad» comparte su raíz con el término


latino «humus» o suelo; lo que no quiere decir que la
humildad equivalga a mera suciedad. Como bien sabe todo
jardinero que se precie, el humus es un suelo rico y fértil.
Da mucho fruto y muchas flores. Es esa zona buena de
terreno de la que podemos congratularnos.

Entonces, si la humildad no consiste en castigarse a uno


mismo por motivos presuntamente espirituales, ¿qué es
realmente y cómo nos ayuda a contrarrestar la soberbia y
lograr la abundancia? Recuerda que la soberbia niega
nuestra esencial naturaleza comunitaria. Afirma que no
tengo obligación de compartir mis talentos con los demás
ni nada que aprender de ellos, y que tampoco tengo
necesidad de complicarme la vida entablando relaciones
estrechas con otros. La humildad, por el contrario, es la
virtud que me hace radicalmente receptivo a estar con los
demás, a aprender de ellos y a compartir mis talentos y a
mí mismo. Lo cual se aplica también a cualidades como la
belleza, el éxito o el estatus que se consideran asociadas a
la clase de soberbia conocida como vanidad o vanagloria.
Pecar de vanidad o de vanagloria no tiene nada que ver con
pecar porque vistes bien o porque te alegras de tus éxitos:
consiste en que la apariencia o los éxitos propios me llevan
a sentirme superior a los demás, y no a usar esa apariencia
para facilitar una interacción social saludable o esos éxitos
en beneficio de otros. También en estos casos la soberbia
es el pecado de decir «no serviré».

Como ya he comentado antes, la abundancia solo puede


satisfacerla la búsqueda activa de significatividad,
intimidad y virtud. La humildad facilita esa significatividad
al hacerme desear entregar a los demás mis dones y mis
talentos. «Si lo que tengo puede ayudarte», dice la
humildad, «déjame que lo comparta contigo».

La humildad facilita la intimidad al movernos a decir:


«Eres importante para mí. Quiero descubrir la verdad, la
bondad y la belleza de todo lo que tú consideras verdadero,
bueno y bello. ¡Enséñame a ver el mundo igual que tú!».

La humildad facilita la virtud al invitarnos a hacernos


esta pregunta: «¿Qué me puede enseñar la vida hoy?». Es
la virtud que nos vuelve útiles para Dios y nos permite ser
una verdadera bendición para los demás. Tiene tanto poder
que, en palabras de santa Teresa de Jesús, «más vale un
poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la
ciencia del mundo» (Clores, 2002).

Parece –nos recuerda la Escritura– que nunca somos


capaces de encontrar el momento de actuar, el camino que
emprender y la forma de obrar que nos hagan felices (cfr.
Qo 3). Llega un punto en que todo lo que la soberbia nos
anima a buscar nos resulta indiferente. La humildad hace
posible la abundancia al dotar a nuestro corazón de una
actitud receptiva. Nosotros no somos capaces de hallar el
momento de actuar, pero Dios sí. Si estamos dispuestos a
aprender, Él nos mostrará el camino que nos conduzca al
mismo tiempo a esa felicidad y a esa divinización auténticas
que llevamos impresas en lo más hondo. La humildad nos
guía hacia el asombroso descubrimiento de que es posible
ser a la vez verdaderamente feliz y santo.

La humildad y la abundancia en acción

Una cosa es hablar de cómo la humildad puede hacer


posible la abundancia, y otra distinta aplicarlo en la vida
real. Veamos dos ejemplos:

«Me gustaría entender mejor a mi mujer», me


decía Jonathan. «Estos dos últimos años Marianne y
yo no lo hemos pasado bien. No siempre he estado
muy dispuesto a escuchar, pero creo que por fin soy
capaz de prestar atención a lo que necesita
decirme».

Jonathan vino a verme por primera vez porque


su mujer amenazaba con irse si no lo hacía él, pero
desde entonces ha demostrado una participación
activa. «Estaba convencido de que todo lo que
hacía lo hacía por ellos: el trabajo, las horas extra,
el llegar tarde… Me decía que incluso el tiempo que
dedicaba a mis aficiones me permitía estar más con
ellos, pero la terapia me ha abierto los ojos.
Marianne me parecía una gruñona sin remedio,
pero desde que venimos a terapia he descubierto
que, cuando me pedía que cambiara el modo de
invertir mi tiempo, no quería decirme que yo la
estaba cagando o que no era lo bastante bueno: en
realidad me estaba diciendo que me quiere, que me
echa de menos y que quiere pasar más tiempo
conmigo. Yo nunca lo había visto así.

Me ha dicho muchas cosas que me ha costado


oír, pero me alegro de haber sabido escucharla
mejor estas dos últimas semanas. Puedo decir que
Marianne se siente más importante para mí, siente
que la he escuchado de verdad. Creo que, si somos
capaces de seguir siendo humildes y aprendiendo el
uno del otro, saldremos adelante».

Paige sabe que no puede hacerlo todo sola. Es


una madre que trabaja fuera de casa y dispone de
poco tiempo y pocas energías. Conoce a muchas
madres convencidas de que deben demostrar que
pueden con todo. Ella también solía pensar así,
pero ha comprendido que no llega a todo y que no
debe intentar hacerlo. Cuenta con su marido y con
sus hijos. Ha tenido que aprender a apoyarse más
en ellos.

Al principio no fue fácil. Pedir a James, su


marido, y a sus hijos que la ayudaran más hirió su
orgullo. Y también le costó dejar de preocuparse
por el modo de hacer las cosas. A veces Paige es un
poco especial: es difícil no querer que las cosas «se
hagan así». Pero se ha dado cuenta de que su modo
de hacerlas no es el único y, cuando las hacen los
demás, está aprendiendo a agradecer la ayuda.
«Me ha venido bien abrir mi corazón y dejar que los
demás me ayuden –dice–. A veces mi marido no
cuida de la casa como yo, pero también me ha
enseñado algunos trucos. La verdad es que no le
han educado para ocuparse de la casa, así que
siempre he subestimado sus capacidades. Ahora
veo que no tenía más que pedirle que me echara
una mano. Creo que estamos aprendiendo el uno
del otro».

Jonathan y Paige han descubierto dos pequeños modos


de ejercitar la humildad. No ha sido fácil para ellos: les ha
exigido abrirse más a las personas que comparten su vida.
Aun así, a medida que se iban abriendo, han aprendido
algunas cosas importantes sobre ellos mismos, sobre cómo
recibir mayor intimidad y más ayuda de quienes los rodean
y sobre cómo vivir de un modo más gratificante. Los dos
han aprendido a hacer en pequeños aspectos eso que los
cristianos llaman «morir a ellos mismos», es decir, han
descubierto pequeños caminos para adquirir esa humildad
de reconocer que necesitan a Dios y a los demás para que
les enseñen cómo vivir abundantemente. Por irónico que
parezca, y por horrible que suene eso de «morir a uno
mismo», Jonathan y Paige han hallado un modo más
auténtico, dichoso y abundante de abrazar la humildad y
abrir su corazón a los demás: incluso a aquellos con los que
chocan.

Quizá tú también hayas luchado contra tu inclinación a


cerrar tus oídos y tu corazón a los demás. Quizá tiendas a
emplear tus talentos para tu propia gloria o a destacar tu
competencia, tus habilidades y tus dones, como si fueras
mejor que los que te rodean. Quizá te cueste reaccionar
bien a las críticas, hablar de tus errores o escuchar a los
demás sin sentir amenazada tu felicidad. De ser así, el
siguiente ejercicio puede ayudarte a empezar a librarte de
las ataduras de la soberbia y a abrazar la verdadera
humildad que te lleve a alcanzar la abundancia en esta vida
y la divinización en la futura.

Satisfacer el anhelo divino de abundancia

EJERCICIO

Oración

Señor Jesucristo:
Renuncio a mi derecho a hallar mi propio
camino para seguir el tuyo. Tú me has hecho a tu
imagen y semejanza. Padre, Hijo y Espíritu Santo,
que sois diferentes y os veneráis entre vosotros:
ayudadme a seguir vuestro ejemplo en mi vida.
Ayudadme a recordar que nunca podré entenderme
a mí mismo ni encontrar la verdadera felicidad si
me mantengo alejado de vosotros y de los demás.
Ayudadme a abrir mi corazón a las necesidades
ajenas. Ayudadme a ser receptivo a los problemas
de los demás. Dadme fuerzas para compartir mis
dones con ellos. Concededme vuestra gracia para
admitir que os necesito y que solo así seré capaz de
descubrir el camino hacia la abundancia, la
perfección y la vida eterna en vosotros.
Conducidme y guiadme. Vuestro soy. Amén.
COAL: El combustible para el cambio

Mientras consideras los medios que te permitan


satisfacer mejor el anhelo divino de abundancia en
tu vida, párate un momento a reflexionar en qué
aspectos la actitud COAL puede ser el combustible
para los cambios que buscas.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que abrirme a estar atento
y a escuchar los sentimientos y las opiniones de los
demás constituye una amenaza?
¿Quién me ha enseñado esta respuesta?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.

Aceptación

Piensa: «Estas son las experiencias que han


forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
abundancia. Acepto mi pasado igual que acepto la
llamada de Dios a cambiar y crecer».

Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que puedo
colmar mi profundo anhelo de abundancia si
respondo con humildad ante la gente y ante las
circunstancias de mi vida.
En los momentos en que adopto una actitud
defensiva o me siento amenazado, ¿cómo podría
responder con la sana humildad descrita en este
capítulo?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
estos objetivos?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por este camino de
humildad cuando me tiente la soberbia».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Piensa en qué momentos del día puede
tentarte la soberbia e imagínate respondiendo con
humildad. Pide a Dios que te ayude a recordar que
debes responder con amor siempre que se ponga a
prueba tu humildad.

Practicar la humildad

Plan de acción

Vivir en la humildad fomenta la abundancia


ayudándote a cultivar la significatividad, la
intimidad y la virtud. Reflexiona y responde a estas
preguntas:
La significatividad nace de poner nuestros dones
al servicio de los demás. ¿De qué modo pueden
servir tus dones más eficazmente a quienes se
hallan más cerca de ti?
La intimidad nace de la disposición a ver el
mundo con los ojos de los demás. ¿En qué
situaciones te vas a esforzar en ser más receptivo a
las experiencias/perspectivas de alguna de las
personas que tratas?
La virtud nace de procurar aprender qué nos
está enseñando la vida sobre nosotros mismos a
través de los retos que nos plantea. ¿Qué intenta
enseñarte la vida por medio de las dificultades a las
que te enfrentas en tu situación actual?

El anhelo divino de abundancia: una promesa

En este capítulo hemos analizado la naturaleza del


anhelo divino de abundancia, las claves para lograrla, de
qué manera desvirtúa ese anhelo la soberbia y, por último,
cómo la verdadera humildad nos permite abrir nuestro
corazón para aprender las lecciones que Dios quiere
enseñarnos a través de las experiencias de nuestra vida y la
de los demás.

Como conclusión, querría recordarte una vez más, en


palabras de san Juan Pablo II, cuánto desea Dios tu
plenitud y tu integridad: «El hombre ha sido creado para la
felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima.
Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero os pide que
confiéis en Él».

Pido a Dios que llegues a conocer la felicidad que nace


de la confianza en Cristo, fuente de nuestra abundancia: lo
que más desea es ayudarte a encontrar la plenitud en esta
vida por caminos que te conduzcan a tu divinización en la
futura.
5. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE DIGNIDAD

La persona humana debe ser respetada

con una reverencia religiosa. Hemos de tratar

a los demás con ese sentimiento de asombro

que surge en presencia de algo santo y sagrado.

Porque eso somos los hombres:

hemos sido creados a imagen de Dios.

Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos,

Justicia económica para todos

¡Si supieras cuánto vales a ojos de Dios! Párate un


momento a pensar en las personas que más quieres en este
mundo. Piensa por qué las quieres, todo lo que tienen que
te hace feliz. ¿Saben de verdad cuánto amor reciben de ti?
¿No darías cualquier cosa por que entendieran lo
preciadas, lo valiosas e importantes que las consideras?

Jesús nos recuerda que cuanto sentimos hacia los que


amamos, cuanto desearíamos darles, nuestro Padre del
cielo lo desea para nosotros multiplicado por cien (cfr. Mt
7, 11). A ojos de Dios, nuestro valor es inconmensurable.
Nuestra dignidad no reside en lo que hacemos, en nuestros
logros ni en lo que somos capaces de hacer. Nuestra
dignidad reside en el amor de Dios por nosotros.

Analicemos la parábola de la perla de gran precio (cfr.


Mt 13, 45-46) para ilustrar cómo el plan de Dios de
hacernos partícipes de su naturaleza divina es el don más
preciado que puede concedernos. En concreto, me gustaría
que enfocáramos el relato desde la perspectiva de Dios. Un
mercader encuentra una perla perfecta que cuesta muy
cara y vende cuanto tiene para comprarla. Para Dios tú
eres esa perla de gran precio. El Verbo de Dios se despojó
de sí mismo y se hizo hombre. Lo sacrificó todo para
comprar tu libertad y hacerte suyo. Jesucristo pagó el
precio máximo en la cruz para que nunca puedas dudar de
lo mucho que te ama. En la Última Cena dijo a los
apóstoles: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno
la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Por si este supremo acto de amor en la cruz no fuera


suficiente, Jesús nos explica claramente cuánto valemos a
ojos de Dios diciéndonos que no tenemos nada que temer ni
de qué preocuparnos, pues nuestro Padre del cielo cuida de
cada uno de nosotros y atiende nuestras necesidades:

Fijaos en los cuervos: no siembran ni siegan; no


tienen despensa ni granero, pero Dios los alimenta.
¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! (…).
Contemplad los lirios, cómo crecen; no se fatigan ni
hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria
pudo vestirse como uno de ellos (Lc 12, 24.27).

El origen de nuestra dignidad


El mundo moderno tiene una idea sesgada de lo que
confiere la dignidad a la persona. Solemos pensar que
nuestra dignidad va ligada a nuestros bienes, a nuestro
estatus, a nuestros éxitos o a nuestra posición social. No
obstante, ninguna de estas cosas posee el poder o la
estabilidad suficientes para conferirnos la dignidad innata
que todos tenemos a ojos de Dios.

Un amigo mío cuida de su padre anciano que a duras


penas puede valerse solo. Está débil y enfermo, y le cuesta
levantarse de la cama. Pero mi amigo le quiere. Le va a ver
a diario a la residencia. Apenas habla de los detalles de su
enfermedad: se dedica a contar al personal cosas de
cuando su padre era joven, de sus aventuras de juventud y
de la clase de padre que ha sido. Mi amigo irradia el amor
que le tiene. Gracias a su dedicación, el personal trata a su
padre con un poco más de respeto. No lo conocen; no
tienen ningún motivo para verlo bajo una luz diferente que
al resto de los residentes. Entonces ¿por qué pasan más
tiempo con él y le hablan con más amabilidad? Porque es
querido.

Una niña recién nacida no puede hacer nada sola: ni


bañarse, ni comer, ni vestirse; no puede pagar facturas ni
limpiar la casa. No obstante, los extraños la ven y
comentan lo preciosa que es. ¿Por qué? Porque es querida.

Nuestra dignidad y nuestro valor no nacen de lo que


somos capaces de hacer, sino que hunden sus raíces en el
amor eterno y constante de Dios. Como recoge la cita que
encabeza este capítulo, cada persona es sagrada y digna de
asombro debido al increíble amor que Él nos tiene. Si nos
fallara el amor de los demás, el suyo no nos fallará nunca
(cfr. 1 Cro 16, 34). Dios te quiere tanto que no solo te ha
hecho a su imagen y semejanza, sino que ha nacido, ha
vivido, ha padecido, ha muerto y ha resucitado con el fin de
hacerte saber lo mucho que vales para Él. Y, por si fuera
poco, te quiere tanto que desea hacer de ti un dios –un ser
perfecto, inmortal e íntimamente unido a Él– para que
puedas pasar toda la eternidad siendo amado por Él.

La raíz de nuestro anhelo de dignidad

San Juan Pablo II afirma que en el principio, antes de la


caída, vivíamos una «unidad original» que nos hacía
íntimamente conscientes del amor de Dios por nosotros
(2006). Fuimos hechos para ser amados y conscientes de lo
mucho que Él nos ama. Ese amor nos permitía estar
«desnudos y no sentir vergüenza» en su presencia (Gn 2,
25); confiados en el amor imperecedero de Dios y en la
dignidad innata que ese amor nos confirió, no
albergábamos ninguna duda acerca de nuestro valor o el de
cualquier otra persona. No teníamos nada que temer ni de
lo que avergonzarnos en ningún aspecto de nuestro ser
físico, psicológico, emocional o espiritual.

Entonces entró en el mundo el pecado y, con él, la


vergüenza. ¿Qué es lo primero que hacen Adán y Eva
después de comer el fruto prohibido del Paraíso? Como
cada día, oyen pasear a Dios por el Edén y se esconden.

Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se


paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el
hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del
Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor
Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?».
Este contestó: «Oí tu voz en el jardín y tuve miedo,
porque estaba desnudo. Por eso me oculté» (Gn 3,
8-10).

San Juan Pablo II explica que el hecho de esconderse


indica que, cuando entró en el mundo el pecado (la elección
de nuestro propio camino frente al plan de plenitud de Dios
para nosotros), nos separamos de Dios y sentimos el miedo
y la vergüenza derivados de encontrarnos solos, expuestos
y vulnerables. Nos avergonzamos de lo poco que somos y
de todo lo que nos falta sin Dios. Estábamos
completamente desnudos, pero Él nos cubrió con su gracia.
Desprovistos de ese manto de gracia, nos hallamos
expuestos a los elementos espirituales hasta el punto de
quedar impotentes, temerosos y muy lejos de la tarea que
nos aguarda: lo que Sartre llamaba la náusea existencial.
¿Qué poder tiene un átomo de carbono o de agua frente a
la inmensidad del universo? Debemos recordar que nuestra
dignidad procede de la participación en esa divinidad de
Dios que es nuestro destino. Apartados del camino, nos
damos cuenta de lo poco que somos nosotros solos y, por
primera vez, sentimos una carencia, nos vemos pequeños,
defectuosos y totalmente privados de dignidad.

No obstante, la dignidad es tanto nuestro estado original


como nuestro destino último. Aunque la hayamos perdido,
seguimos recordándola. Nuestra necesidad de ella arrastra
a nuestra alma, que ansía recuperarla. A lo largo de los
siglos hemos seguido sintiendo esa ansia como un anhelo
divino de dignidad. Sabemos que merecemos más que esto;
es decir, intuimos que, de alguna manera, estamos
destinados a ser más de lo que somos ahora. Por grandes o
por muchos que sean nuestros logros, percibimos que no
hay nada comparable a lo que estamos llamados a ser y
hacer. Como dice el libro de Qohélet, «¡vanidad de
vanidades, todo es vanidad!» (Qo 1, 2).

Hubo una vez en que estuvimos unidos a Dios y su


íntima presencia nos daba calor. Nos hallábamos bajo su
protección: nos hizo hijos e hijas suyos, nos marcó con su
sello y afirmó en nosotros el sentimiento de que con Él
éramos capaces de cualquier cosa. Después de perderlo
todo, buscamos desesperadamente algo que nos
proporcione una vaga sensación, por efímera que sea, de
nuestro valor y significado. Sabemos intuitivamente que no
podemos devolvernos nuestra dignidad divina; por eso
intentamos demostrar lo que valemos de un modo patético,
el único del que creemos disponer: siendo superiores a los
demás o, al menos, «tan buenos como» ellos. Ese es el
pecado de envidia.

Cómo desvirtúa la envidia el anhelo de dignidad

La envidia convierte la vida en una competición que


siempre corremos el peligro de perder o que ya hemos
perdido. Susurra a nuestro oído espiritual que, si
pudiéramos tener X, mereceríamos la pena, estaríamos
completos, podríamos ser «tan buenos como» el de al lado.
El problema es que, aunque lleguemos a ser «tan buenos
como» nuestro vecino, hermano, colega o quien se nos
ponga delante, no seremos los dioses que estamos
destinados a ser. Por eso nunca nada es suficiente. Nuestro
anhelo de dignidad solo lo puede colmar la búsqueda de la
divinidad que es nuestro destino. La envidia nos hace
confundir ese anhelo de divinidad con el deseo de las cosas
pasajeras. Querer poseer lo bueno que el mundo nos ofrece
no es nada malo. En realidad, el pecado de envidia no tiene
nada que ver con desear cosas. No debemos sentirnos
culpables de querer disfrutar de lo bueno de este mundo,
que ha sido creado por Dios. Como dice un proverbio
yiddish, «Dios nos reprenderá por no disfrutar los placeres
permitidos de este mundo»; o, en palabras de san Juan
Bosco, «disfruta cuanto quieras, siempre que no peques».

La envidia es pecado porque significa suponer que


buscar las cosas de este mundo es suficiente para
satisfacer nuestro anhelo más profundo de divinidad.
Recuerda que pecar consiste en «conformarse con menos
de lo que Dios quiere darnos». Intentar llenar el vacío de
nuestra alma adquiriendo y logrando cosas que nunca
llegan a satisfacer: no porque seamos malas personas,
avaras y codiciosas, o porque las cosas temporales que
deseamos sean necesariamente malas, sino porque en lo
más profundo de nuestro ser intuimos que no es eso lo que
ansiamos realmente.

Naturalmente, no solo envidiamos las cosas materiales y


temporales que vemos en las tiendas o que divisamos
detrás de la ventana del vecino. A veces lo que suscita
nuestra envidia puede parecer muy bueno e incluso noble.

«Si tengo que ir a una sola despedida de soltera


más, creo que voy a vomitar», decía Charlotte.
Hace seis meses su novio la dejó por otra chica.
«Ha llegado un punto en que me da miedo
acercarme al buzón. Cada vez que lo miro, resulta
que hay una invitación para celebrar una despedida
o para la boda de alguna amiga. Me gustaría
alegrarme por ellas, pero soy incapaz. No puedo
soportar quedar con ellas, mirar sus sortijas y oírlas
hablar de sus preparativos. Me da vergüenza
reconocerlo, pero a veces hasta me cuesta
encender la tele. Ver un anuncio de sortijas de
pedida puede amargarme el día entero. Solo quiero
meterme en un agujero. Estoy muy enfadada con
Dios. Vale que me robe un sueño, pero ¿es que
además tiene que restregármelo en la cara?».

No hay respuestas fáciles para esa clase de dolor tan


real y profundo que siente Charlotte; pero, si no tiene
cuidado, la envidia contra la que lucha solo acabará
hundiéndola cada vez más en él, hasta donde no puede
llegar la gracia ni se puede hallar la esperanza.

La dimensión social de la envidia

La gacela de Thomson es el Big Mac de McDonald’s del


Serengueti: todos los depredadores se las comen. Pero,
como son animales gregarios, no es fácil capturarlas.
Corren mucho y las astas que emplean para atacar o
defenderse son muy sólidas. Si alguna leona quiere comida
rápida para sus crías, sabe que tiene que apartar a su presa
de la manada. En solitario la gacela es un bocado
relativamente fácil.
La envidia social es la herramienta que utiliza Satanás
para hacernos caer en la trampa. El hombre es un animal
social. Nuestra naturaleza comunitaria forma parte
esencial de nuestra humanidad. El estrés siempre es duro,
y más duro aún seguir siendo fiel en situaciones de estrés;
pero, si nuestras relaciones de apoyo permanecen intactas,
por lo general salimos adelante. Satanás lo sabe y emplea
todas sus mañas para dejarnos solos. Si la soberbia nos
lleva a vivir aislados y convencidos de que no necesitamos a
nadie, la envidia nos hace mantener a distancia a quienes
podrían prestarnos apoyo. Dios quiere que vivamos a salvo
y en estrecha comunión con Él, mientras que Satanás desea
que nos quedemos solos para poder devorarnos. La envidia
provoca en nosotros el desprecio de la compañía de otros;
nos incita a fijarnos en todos los dones que Dios les ha
concedido y, en lugar de inspirar en nosotros la esperanza
de que su generosidad se manifestará de algún modo y en
igual medida en nuestra vida, nos sume en la desesperanza
haciéndonos creer que no valemos nada, porque no
tenemos nada de lo que tienen quienes nos rodean.

El antídoto: la virtud de la amabilidad

Tradicionalmente se ha propuesto la virtud de la


amabilidad como antídoto contra la envidia, pero muy poca
gente entiende por qué. Si la envidia es una distorsión del
anhelo divino de dignidad, la amabilidad nos hace capaces
de localizar y redescubrir la esencia de nuestra dignidad.
La amabilidad es uno de los frutos del Espíritu (cfr. Ga 5,
22-23); es, en otras palabras, una de las cualidades que
resplandecen en nosotros cuando establecemos un vínculo
con el amor de Dios. Nos recuerda que el fundamento de
nuestra dignidad reside en que Dios nos ama; y, al mismo
tiempo, nosotros recordamos a los demás su dignidad
amándolos, y ellos nos recuerdan la nuestra devolviéndonos
ese amor. El término griego para designar la amabilidad es
chrestotes, que significa «bondad, interés afectuoso y
rectitud».

Todos los teólogos, filósofos y psicólogos han entendido


siempre el amor como el deseo y la búsqueda del bien del
otro. La amabilidad puede considerarse con todo derecho la
hermana pequeña del amor: es el empeño en buscar
pequeños modos de hacer el bien a los demás; emplear lo
que tenemos para facilitarles la vida y hacérsela más grata
mediante sencillos actos de generosidad. Con esa
amabilidad tan sencilla volvemos la espalda a todas las
formas de envidia que socavan nuestra dignidad. Para ser
amables, primero tenemos que establecer un vínculo con el
amor que Dios nos tiene: un amor que nos recuerda
nuestra dignidad. Ese vínculo hace nacer en nosotros el
deseo de restablecer el vínculo con los demás y promover
su dignidad buscando modos sencillos de cuidar de ellos.
Cuantos más sean nuestros pequeños actos de amabilidad,
más capaces haremos a los demás de florecer por el mero
hecho de estar en nuestra presencia.

Piensa unos instantes en esta última frase. ¿En qué


consiste ser esa clase de persona que hace posible que los
demás florezcan solamente con entrar en la misma
habitación? A mí me llama la atención este superpoder
particularmente asombroso, del que sin duda no está falto
el Papa Francisco. Cuando fue elegido papa, la popularidad
de la Iglesia católica alcanzaba –comprensiblemente–
mínimos históricos. Al año de su elección, el mundo estaba
dispuesto a volver a prestar oído al catolicismo gracias a
actos tan sencillos –pero tan poderosos– como su llamada
telefónica a una futura madre soltera con la promesa de
encargarse personalmente de bautizar al niño; su abrazo a
un hombre desfigurado por los tumores provocados por una
neurofibromatosis; su indulgencia con el niño autista que
juega en medio del estrado durante la celebración de una
audiencia al Consejo Pontificio para la Familia; y el regalo a
otro niño de un paseo en el papamóvil. Gestos tan sencillos
como estos y tantos otros no solo han transmitido la
espontánea cordialidad del Papa, sino su honda estima por
la dignidad de los demás, con la que ha reafirmado a su vez
su propia dignidad y la de la Iglesia a la que representa.

El neurólogo Daniel Siegel señala que «la amabilidad es


la integridad que se hace visible» (2012). Su investigación,
basada en imágenes funcionales del cerebro, demuestra
que la amabilidad es señal de un óptimo funcionamiento del
mismo. El cerebro amable –por llamarlo de alguna manera–
presenta una mejor comunicación entre los hemisferios
izquierdo y derecho y el cerebro superior (córtex) e inferior
(límbico), que nos dota de niveles más elevados de
percepción, conciencia y autocontrol. El óptimo
funcionamiento del cerebro humano a la hora de integrar la
información del cuerpo, los pensamientos y las relaciones,
nos lleva a experimentar una sensación de armonía en
nuestro interior y en nuestras relaciones. Normalmente,
esa armonía se manifiesta en la amabilidad hacia uno
mismo (materializada en la indulgencia con los propios
errores y la cuidadosa atención a nuestras necesidades
personales físicas, emocionales y espirituales) y la
amabilidad con otros (materializada en gestos de afecto).
Siegel afirma que, desde una perspectiva neurológica, la
amabilidad constituye uno de los mejores indicadores de
nuestro óptimo funcionamiento como personas biológicas,
psicológicas y relacionales. Por otra parte, la amabilidad no
es solo una señal de que la persona funciona bien: de
hecho, ser amable puede ayudar a trasladar al cerebro de
un estado de desregulación a otro de regulación. Las
personas deprimidas o ansiosas que buscan
deliberadamente maneras sencillas de ser amables con los
demás no solo mejoran con ello su estado de ánimo
subjetivo, sino también el funcionamiento de su cerebro
(Layous, Chancellor, Lyubomirsky et al., 2011). Ser
deliberadamente amable ayuda al cerebro a reajustarse
después de una situación de estrés y restablece en nosotros
un cuerpo, una mente y una integración relacional mejores.

El vínculo de la amabilidad

La amabilidad, además de hacernos bien, es un medio


poderoso de afirmar la dignidad de los demás. Hace unos
años, caminando con un amigo mío por el centro de
Pittsburgh, nos cruzamos con un indigente que estaba
sentado delante de un escaparate abandonado. Los dos le
dimos unos cuantos dólares, pero mi amigo se quedó
mirándolo.

—Tenga –le dijo–. ¿Cómo se llama?

El hombre lo miró atónito, sin dar crédito a lo que


estaba oyendo. Mi amigo volvió a preguntarle:

—¿Cómo se llama usted?

—Jack.
Mi amigo le tendió la mano.

—Encantado, Jack. Yo me llamo Michael. ¿Suele estar


usted aquí?

—Esto… Sí, todos los días.

—¿Le gusta el café?

—Sí, claro.

—¿Cómo le gusta?

—¡Con mucho azúcar!

—Muy bien, Jack. Verá, la próxima vez que pase por


aquí, le traeré un café con dos de azúcar, ¿le parece?

—¡Estupendo! ¿Con leche?

—Eso está hecho. Con leche y dos de azúcar. ¡Cuídese!


Nos vemos…

—Dios le bendiga.

—¡Gracias, Jack! Dios le bendiga a usted también.

Puede que la conversación no durara más de treinta


segundos, pero ¡qué gran ejemplo me dio aquel amigo mío!
En lugar de limitarse a soltarle a aquel indigente unos
cuantos dólares sin dejar de hablar conmigo sobre algún
tema más interesante, dedicó un momento a aquella
persona sentada a sus pies, le preguntó su nombre y se
interesó por ella. Esa conversación totalmente
intrascendente me pareció un detalle impresionante de
amabilidad. No solo me hizo ver con otros ojos a Jack, sino
también a mi amigo. En ese instante, la dignidad de Jack y
la de mi amigo adquirieron una nueva dimensión: fue un
solo instante, pero de tanta trascendencia que engrandeció
a los tres.

Ser amables nos ayuda a redescubrir dónde reside


nuestra auténtica dignidad: en el recuerdo del amor que
Dios nos tiene para transmitírselo a otros.

Cuando sentimos envidia, podemos disminuir nuestro


dolor y, al mismo tiempo, satisfacer nuestro anhelo divino
de dignidad si nos vencemos a nosotros mismos y somos
amables con el otro.

Annie se describe a sí misma como una madre y


un ama de casa insatisfecha. Hace cerca de un año
perdió su puesto de directora de marketing en una
agencia de publicidad y desde entonces no ha
vuelto a encontrar un trabajo que le convenga.
Tom, su marido, estaba encantado de que Annie
decidiera quedarse en casa: creía que así
contribuiría a la economía doméstica al ahorrarse
la guardería y algunos gastos más. Annie coincidía
en que quedarse en casa tenía sus ventajas, pero
fue pasando el tiempo y a veces cuidar de sus hijos
Bethany (cuatro años) y John (dos) la hacía sentirse
como un león enjaulado.

«Quiero mucho a mis hijos y me sabe fatal


decirlo, pero tenía envidia de Tom cuando le veía
marcharse a trabajar», dice Annie. «Me daba
envidia que comiera con sus colegas. Me daba
envidia que se sintiera realizado. Me daba envidia
que trajera un sueldo a casa, porque eso daba más
relevancia a lo que hacía él que a lo que hacía yo.
Todo me daba envidia. Sabía que Tom no andaba
por ahí divirtiéndose, pero yo estaba deseando
tratar con adultos y echaba muchísimo de menos
ejercer mi grado en administración. Era como si se
me estuviese secando el cerebro.

Aquella situación acabó generando en mí mucho


rencor. Sentía como un fracaso haber perdido mi
trabajo y me imagino que empecé a dejar que las
cosas me reconcomieran. Plantaba a los niños
delante de la tele y me dedicaba a hablar con la
gente en Facebook. Cuando Tom volvía a casa, la
tomaba con él. No me porté nada bien.

Dejé mi vida de oración. Me enfadé con Dios por


haberme quitado el trabajo y obligarme a quedarme
en casa. Pero una noche volví a rezar, no sé muy
bien por qué. Aunque no recuerdo haber notado
ninguna diferencia en ese preciso momento, a
partir de entonces comencé a sentirme culpable por
dejar que las cosas llegaran hasta ese punto. Supe
que algo tenía que cambiar. Conocía a un montón
de mujeres que lo habrían dado todo por estar en
mi lugar. Al menos podía intentar valorar la
oportunidad de quedarme en casa… hasta
conseguir encontrar un puesto de trabajo
conveniente para mí y para la familia.
Empecé procurando ser más amable con los
niños a lo largo del día. Intentaba participar en sus
juegos en lugar de irritarme cuando se ponían a
jugar a mi alrededor. Me esforzaba en mirarles a
los ojos cuando me hablaban o en sentarme en el
suelo y cogerlos en brazos si querían enseñarme
algo. Le preparaba a Tom los platos que más le
gustaban y reservaba fuerzas para hablar y estar
con él, en lugar de colocarle a los niños en cuanto
llegaba para salir a pasear o darme un baño.

Al principio notaba en mí una fuerte resistencia.


No estaba dispuesta a volverme una de esas
madres de la tele de los años cincuenta. Pero
continué intentando ser yo misma, es decir, más
amable. En el blog de una madre leí algo que me
removió: “La tarea de los padres consiste en
reflejar en sus hijos el amor de Dios”. Me quedé
muy impresionada: hasta entonces no lo había visto
nunca de ese modo. Seguí luchando y me
sorprendió descubrir en mí un cambio. Me sentía
muy identificada con la dignidad del nuevo papel
que había asumido. Ahora las cosas son muy
distintas. Aún me gustaría volver a trabajar, pero
estoy empezando a entender lo que ven tantas
mujeres en quedarse en casa con sus hijos. El otro
día, Bethany, John y yo nos estábamos partiendo de
risa haciendo manualidades cuando me sorprendí a
mí misma pensando que no cambiaría aquello por
nada del mundo. Me eché a reír: era como si me
hubiera olvidado de la supuesta necesidad de sentir
rencor. Me encanta mi trabajo y, como ya he dicho
antes, no estoy preparada para decir que no volveré
a trabajar nunca, pero he comenzado a entender
que mi dignidad no depende de un puesto de
trabajo: mi dignidad depende del amor que Dios me
tiene y del modo en que le demuestro ese amor a
mi familia. Me parece algo genial ahora que me
siento mucho más a gusto con la situación».

Annie ha descubierto otro de los secretos del Papa


Francisco, quien en una ocasión animó a los padres a
«perder el tiempo con los hijos» (Wooden, 2013). El Papa
cree que una de las mejores maneras de ser amable con
alguien –y especialmente con nuestros hijos– consiste en
dedicarle tiempo: limitarse a estar junto a él como si no
existiera otro lugar en el que estar ni adonde ir… aunque
solo sean cinco minutos.

La amabilidad nos afianza. Hace que nuestra dignidad se


asiente sobre lo que importa y nos recuerda que nuestro
destino consiste en ser un canal más eficaz del amor de
Dios. Ser amables facilita nuestra divinización porque nos
permite gustar la felicidad de Dios cuando infunde vida a la
creación y deja que florezca en su presencia. La virtud de
la amabilidad sacia la sed divina de dignidad
recordándonos que esta nace de nuestra capacidad de
reflejar el poder transformador de Dios hasta en los
momentos más insignificantes de la vida diaria.

Satisfacer el anhelo divino de dignidad

EJERCICIO
Oración

Señor Jesucristo:
Me cuesta mucho ver cómo los demás disfrutan
de lo que yo deseo tener. Te ruego, Señor, que
colmes todos los deseos de mi corazón y me ayudes
a estar abierto a tu modo de satisfacer mis anhelos
más profundos. Entretanto, ayúdame a practicar la
amabilidad. Ayúdame a arrancar de mí el dolor, la
frustración y la amargura, y a buscar activamente
cómo ser una bendición para los demás. Ayúdame a
entender que no gano ni pierdo dignidad por lo que
hago: la gano dejándome amar por ti y
compartiendo ese amor con los demás. Te lo ruego
en el nombre de Jesús. Amén.

COAL: El combustible para el cambio

Mientras consideras los medios que te permitan


satisfacer mejor el anhelo divino de dignidad en tu
vida, párate un momento a reflexionar en qué
aspectos la actitud COAL puede ser el combustible
para los cambios que buscas.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que lo que valgo depende
de estar o no a la altura de los demás?
¿Quién me ha enseñado a pensar así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.

Aceptación

Piensa: «Estas son las experiencias que han


forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
dignidad. Acepto mi pasado igual que acepto la
llamada de Dios a cambiar y crecer».

Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que puedo
colmar mi profundo anhelo de dignidad siendo
amable con quienes me rodean, y especialmente
con quienes tienen más que yo.
En los momentos en que siento envidia o rencor,
¿cómo podría mostrarme amable en lugar de
envidioso?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por el camino de la
amabilidad y venciendo la tentación de la envidia».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Piensa en qué momentos del día puede
tentarte la envidia e imagínate respondiendo con
amabilidad. Pide a Dios que te ayude a recordar
que debes responder con amor siempre que sientas
la tentación de la envidia.

Practicar la humildad

Plan de acción

Si luchas contra la envidia y quieres descubrir


cómo empezar a satisfacer tu anhelo divino de
dignidad, plantéate estas preguntas:
Recuerda algún momento en que alguien haya
sido especialmente amable contigo. ¿Cómo te
sentiste? ¿Qué puedes hacer esta semana para que
alguien se sienta igual de querido por ti?
Confecciona una lista de veinticinco detalles
pequeños con los que facilitar y hacer más
agradable la vida a los que te rodean.

El anhelo divino de dignidad: una promesa

Dios quiere que sepas lo mucho que vales no por lo que


tienes o por tus logros, sino simplemente porque Él te ama.
Cuando sientas que no llegas o que nunca llegarás a ser
bastante, recuerda que eso no tiene importancia. Resístete
de todo corazón a la envidia que sientes y acude a Dios.
Pídele que te ayude a verte a ti mismo con sus ojos. Respira
su amor. Descansa en ese amor. Luego celebra que eres
más querido que todas las estrellas del universo, que todos
los pájaros que vuelan y que todas las flores del campo
compartiendo ese amor con un pequeño detalle de
amabilidad hacia quien también necesita que le recuerden
su auténtico valor. Sé esa persona que hace que los demás
florezcan por el mero hecho de hallarse en tu presencia.
6. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE JUSTICIA

El tiempo está fuera de quicio.

¡Oh, suerte maldita, que ha querido

que yo nazca para recomponerlo!

Hamlet, Acto I, Escena V.

La vida no es una fiesta. Escuchar las noticias suele


resultar casi siempre una experiencia terrorífica. Y, en el
plano personal, es difícil que transcurran las primeras
horas de la mañana sin enfrentarnos a alguna injusticia,
por pequeña que sea. Los niños han vuelto a dejar los
juguetes en medio de la escalera. El marido o la mujer
están durmiendo y les irrita que el otro o la otra ande de
aquí para allá arreglándose para ir a trabajar. O puede que
todavía sigas rumiando el comentario que te hizo tu
hermana el fin de semana pasado. No: las cosas no son
como se supone que deberían ser.

La verdad es que siempre me han intrigado nuestras


expectativas de que las cosas sean diferentes o, en algún
sentido, mejores de lo que son. ¿En qué se basan
exactamente esas expectativas? La perfección escapa a
nuestra experiencia. ¿Nos ha ocurrido alguna vez que las
cosas sean exactamente como deberían? En los escasos
días en que la mayoría salen según lo previsto, ¿no nos
parece algo así como un milagro? Aunque la norma es el
caos, da la impresión de que no es eso lo que esperamos.
Por normal e incluso natural que sea el desorden, jamás
contamos con él. En contra de lo que se suele pensar, y con
tanta imperfección, tanto caos y… sí, tanto mal como llenan
nuestros días, ¿no resulta raro que demos por hecho que el
mundo debe funcionar mejor de lo que lo hace? ¿A qué se
debe ese extraño e improbable supuesto?

La raíz de nuestro anhelo

En el Sermón de la Montaña, Jesús llama


bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia
(cfr. Mt 5, 6). La «justicia» está relacionada con el esfuerzo
por hacer que las cosas sean como deben ser y como Dios
quiere que sean en nuestra vida, en nuestras relaciones y
en el mundo en general. Como afirma el Catecismo de la
Iglesia Católica:

La justicia es la virtud moral que consiste en la


constante y firme voluntad de dar a Dios y al
prójimo lo que les es debido. La justicia para con
Dios es llamada «la virtud de la religión». Para con
los hombres, la justicia dispone a respetar los
derechos de cada uno y a establecer en las
relaciones humanas la armonía que promueve la
equidad respecto a las personas y al bien común
(CCC, 1807).
La justicia es, en pocas palabras, el recto orden que
existe entre las personas y el mundo cuando todo y todos
reciben lo que les es debido y se comportan como deben.
Como cualquier otro anhelo divino, nuestro anhelo divino
de justicia –fundamento de nuestra expectativa innata de
que las cosas deberían funcionar infinitamente mejor de lo
que lo hacen– nos fue concedido al principio de la creación.
Recuerda que la Unidad Original es la situación que existía
entre Dios y Adán y Eva antes de la caída. En ese tiempo –
nos recuerda san Juan Pablo II–, la vida, el universo y todo
lo demás guardaban un orden perfecto. Entre Dios y su
creación había una total armonía. La vida era justa.

Tras la caída, las cosas se volvieron indiscutiblemente


injustas. Se perdió la rectitud. La naturaleza se desligó de
la gracia. El hombre y la mujer se hicieron enemigos (cfr.
Gn 3, 12-14). Se alzaron unos contra otros (cfr. Gn 4, 8) y
pueblo contra pueblo (cfr. Gn 11, 1-10). Incluso la tierra
opuso resistencia a nuestros esfuerzos por cultivar el suelo
(cfr. Gn 3, 17).

No obstante, aunque hayamos crecido acostumbrados a


que todo se rebele en nuestra contra, en algún lugar de
nuestro fuero interno recordamos que hubo una vez en que
tuvimos más. Hubo una vez en que tuvimos orden. Hubo
una vez en que tuvimos paz. Hubo una vez en que tuvimos
justicia. Aun sabiendo que todo está irremediablemente
hecho trizas, ansiamos el regreso de la armonía existente
cuando había paz entre Dios, la humanidad y el mundo.

La gran injusticia
La pérdida de esa armonía es la Gran Injusticia que
sigue sufriendo la humanidad. Ese dolor exacerba las
demás injusticias –grandes o pequeñas– que
experimentamos en nuestra vida terrenal. Imagínate que en
mi juventud me lesioné un hombro jugando al fútbol y
veinte años después, un día de lluvia, chocamos en el
pasillo, me das un golpe y se me escapa una mueca de
dolor. Quizá me habría resentido del golpe aunque no
hubiera habido lesión, pero esta hace aún más intenso el
dolor que experimento en ese instante. Ocurre lo mismo
con el dolor provocado por nuestras expectativas
frustradas, las ofensas grandes o pequeñas y las demás
injusticias. Cualquier dolor empeora la distancia que existe
en la relación entre la persona herida y Dios. Aunque la
mayoría no lo sepa, debajo de la superficie todos
escondemos un pozo de angustia. Basta un golpe
inesperado que nos levante la costra para sacarnos de
quicio. No es que el tráfico nos haya hecho llegar tarde a la
reunión: es que, por debajo de todo eso, la parte más
profunda de nuestra humanidad se siente desnuda sin Dios;
y la impotencia de encontrarnos total, absoluta y
aterradoramente solos nos resulta abrumadoramente
exasperante.

El problema no está en el dolor del presente: el


verdadero origen de nuestra rabia impotente es la distancia
que nos separa de Dios. El viajero espiritual que recorre las
vías iluminativa o unitiva ofrecerá una respuesta muy
diferente y mucho más paciente a las ofensas más
dolorosas que aquel que ni siquiera ha emprendido aún la
vía purgativa. Y es que este último se halla mucho más lejos
de Dios y todavía no ha aprendido a abandonarse y a
recibir las gracias que Él puede concederle. Nuestra
capacidad de practicar la obra de misericordia de «sufrir
con paciencia los defectos del prójimo» depende en buena
medida del lugar que ocupemos en el camino hacia la
divinización. ¿Por qué? Porque, a medida que
experimentamos la sanación gradual de esa injusticia, aún
más profunda por la separación de Dios, disponemos de
más recursos para enfrentarnos a los sufrimientos menores
de este mundo. Abrazar la llamada a la divinización hace
posible la satisfacción de nuestro anhelo divino de justicia –
la restauración de nuestra unión con Dios– dotándonos de
una actitud de compromiso responsable (frente a una
actitud de reacción impulsiva) ante las injusticias que
sufrimos aquí y ahora.

En ese aquí y ahora, el anhelo divino de justicia nos


mueve a enfrentarnos a la injusticia con que nos
tropezamos en la vida y a trabajar en la medida de nuestras
posibilidades en la construcción del reino de Dios. El
proyecto de divinización de Dios implica no solo
restaurarnos a nosotros, sino el universo entero. Algún día
seremos una nueva creación y veremos un cielo nuevo y
una tierra nueva (cfr. Ap 21, 1), donde se restablecerá la
armonía entre nosotros y los demás hasta un grado que
nuestro estado posterior a la caída nos impide imaginar.
Entretanto, el anhelo divino de justicia nos empuja a buscar
y a generar esa armonía allí donde nos sea posible. Ese
anhelo de justicia, además de recordarnos qué es lo que
perdimos, nos recuerda la intención de Dios de restaurar
las cosas. Nos desafía, aquí y ahora, a cooperar con su
gracia para hacer lo posible por promover la armonía con
los demás y en el mundo.
La ira: La distorsión del anhelo divino de justicia

Muchos cristianos piensan que la ira consiste en el


simple hecho de enfadarse ante una ofensa o una injusticia.
En mi ejercicio profesional me encuentro con gente
gravemente perjudicada por otra: personas con profundas
heridas recibidas de padres maltratadores, de esposos
ligeros de cascos, de jefes y colegas injustos, de parientes
desaprensivos y amistades rotas, etc. Muchos de mis
clientes continúan muy enfadados por el profundo daño
infligido, y eso les hace sentirse terriblemente culpables y
preguntarse si están cometiendo un pecado. Como me dijo
uno de ellos, «puedo perdonar, pero no olvidar; y, cuando
recuerdo lo que me hicieron mis padres, me lleno de
indignación».

No obstante, enfadarse no es pecado. ¿Cómo va a serlo?


Se trata de una emoción creada por Dios igual que todas
las demás, y Él mismo ha dicho que todo lo creado es
«bueno» (cfr. Gn 1, 31). La indignación es producto del
mismo sistema neuroendocrino responsable del hambre y
del impulso reproductivo. Rectamente ordenada, no es más
que la respuesta emocional a la injusticia: el piloto de aviso
del salpicadero humano que reclama nuestra atención
diciendo: «¡No es así como se supone que deben ser las
cosas!».

En sí mismo, enfadarse no es un problema: lo que sí


puede ser un problema –o bien estar justificado– es el modo
de responder a ese enfado. Si nos dejamos llevar por él a
una acción meditada, adecuada, respetuosa y
proporcionada con la que corregir una injusticia, enmendar
un error o restaurar un orden armonioso, se puede calificar
de recto ¡e incluso santo! No obstante, estas cuatro
palabras –meditado, adecuado, respetuoso y
proporcionado– constituyen la clave para determinar si
nuestro enfado es justo y recto, o si hemos cometido un
pecado de ira. Mientras que el enfado nos mueve a actuar
de un modo razonable y respetuoso con el fin de arreglar
las cosas, la ira nos empuja a obrar de tal manera que las
cosas empeoran, y mucho. La ira es el enfado manifestado
de forma impulsiva, inadecuada, irrespetuosa y
desproporcionada.

Bill le rompió el corazón a Margie al engañarla


con Britta, una conocida suya del gimnasio. Cuando
su esposa habló con él, Bill se echó a llorar y le dijo
que, aunque estaba intentando poner fin a la
relación, Britta le había amenazado con contarle
todo a Margie. Ese mismo día llamó a Britta para
decirle que se acabó. Dejó el gimnasio, cambió su
número de móvil y pidió a Margie que lo
acompañara a terapia. Acudieron a un par de
sesiones, pero al final Margie dejó de ir: le
resultaba demasiado duro. Aunque han pasado
varios meses desde que Bill puso fin a la aventura,
a Margie le sigue costando mucho estar en la
misma habitación con él. Cuando se ponen a hablar,
la conversación acaba derivando inevitablemente
en su infidelidad. Hasta el roce más insignificante
se convierte en «un motivo más para no confiar en
ti».

Bill ha recurrido a la ayuda de su pastor, quien


ha intentado animar a Margie a perdonar y superar
su enfado, pero ella niega estar enfadada. «El
problema no es mío», dice. «Es Bill quien me ha
engañado a mí. Ya no estoy enfadada. Le he
perdonado, pero nunca olvidaré lo que ha hecho.
Creo que no tiene usted razón cuando me pide que
le perdone. No me voy a divorciar, pero mi corazón
jamás volverá a ser suyo».

Por desafortunada que sea la conducta de Margie,


conviene recordar el anhelo de justicia que se halla en la
raíz de su manera de actuar: solo quiere que Bill
comprenda lo profundo de su herida. Por desgracia, el
camino que tomó en su búsqueda de justicia encerró a toda
la familia en una creciente espiral de dolor. Margie estaba
en su derecho de pedir justicia por las ofensas de su
marido, pero su comportamiento con Bill no podía sino
empeorar las cosas. Como muy sabiamente dice san
Ambrosio, «nadie se cura a sí mismo hiriendo al otro».

La frase de san Ambrosio ilustra de un modo espléndido


la naturaleza insidiosa de la ira: convierte nuestro enfado
en una flecha que somos capaces de disparar al corazón de
quien ha sido injusto con nosotros. Puede que a veces eso
nos haga sentir mejor, pero acabará arrastrándonos con
ella, degradándonos y apartándonos de aquellos de quienes
exigimos justicia. Es más, en las garras de la ira nos
convencemos de que podremos obtener satisfacción
haciendo justicia en esta vida, pero no es así. Por cada
ofensa que reparemos, habrá otra a la vuelta de la esquina
que nos quitará la paz. A algunos esta idea les parecerá
deprimente, pero solo lo es si creen que nuestro anhelo
divino de justicia se puede ver totalmente colmado
buscando únicamente la justicia terrenal. Para saciar de
verdad ese anhelo, no cabe duda de que hemos de
perseguir la justicia en este mundo, pero debemos hacerlo
apuntando al mismo tiempo a esa herida más profunda
causada por la caída y la pérdida de la Unidad Original, y
de un modo coherente con nuestra llamada a la
divinización.

La virtud de la paciencia: El antídoto contra la ira

Satisfacer nuestro anhelo divino de justicia exige la


práctica de la virtud de la paciencia. Muchos creen que ser
paciente significa aguantar las ofensas de los demás y
«dejar correr» las cosas. Pero existe una gran diferencia
entre la paciencia y la indulgencia.

Ser pacientes nos permite dar una respuesta meditada,


adecuada, respetuosa y proporcionada a una injusticia; nos
permite distanciarnos de la ofensa, sopesar lo ocurrido y
discernir qué podemos hacer para repararla. La paciencia
deja un espacio para que maduren los intentos
responsables de manejar una injusticia. Me ayuda a
conservar la paz a la hora de abordar la ofensa recibida, no
porque las cosas no me importen, sino porque sé que,
cooperando con la gracia de Dios, puedo estar seguro de
que mi esfuerzo será recompensado con la solución –si no
total, al menos parcial– del problema, concediéndome un
respiro mientras sigo trabajando en su resolución. Por
último, cuando ejercito la paciencia, permito que mi
respuesta a las injusticias de este mundo sane al mismo
tiempo y en pequeña medida la Gran Injusticia que
representa mi separación de Dios. La práctica de esta
paciencia reflexiva y deliberada (tan distinta de una
resignación absurda) me mueve a buscar refugio bajo las
alas de Dios (cfr. Sal 17, 8) y deja que mi corazón se
ablande al calor de su protección para hacerse más
moldeable en sus manos.

La paciencia no solo hace bien a nuestra alma, sino que


es beneficiosa en todos los aspectos de nuestra vida. Los
psicólogos se refieren a esta virtud como la «gratificación
diferida»: la disposición a privarse de pequeños beneficios
a corto plazo para obtener otros mayores a largo plazo. El
dinero que me queda después de pagar mis gastos puedo
invertirlo, por ejemplo, en un fin de semana en Las Vegas, o
bien puedo ahorrarlo para la universidad de mis hijos, para
la casa de mis sueños o para un viaje más interesante.
Décadas de investigación demuestran que la capacidad de
ser paciente –es decir, de aplazar la gratificación– está
directamente relacionada con el nivel de satisfacción que
una persona puede esperar de su vida y sus relaciones. En
el experimento de Stanford de principios de los 70,
ofrecieron a varios niños de cuatro años comerse un
bombón en ese mismo momento, o bien esperar quince
minutos y tomarse dos. Los estudios posteriores a que se
sometieron los sujetos del experimento demostraron diez
años después que tanto los profesores como los padres
consideraban más competentes a los niños capaces de
esperar al segundo bombón; y veinte años más tarde estos
obtuvieron una media de 210 puntos más en los exámenes
de ingreso a la universidad. Nuestra capacidad de ser
pacientes ejerce una enorme influencia sobre nuestra
salud, nuestro nivel de riqueza y nuestro bienestar
generales.
La paciencia, por último, facilita nuestra divinización
recordándonos en todo momento cuál es el objetivo
supremo al que aspiramos; nos ayuda a tratar las heridas
pasadas y presentes de nuestros corazones y nuestras
almas; y nos concede el tiempo necesario para elaborar un
plan de acción divino.

Carl casi siempre se sentía atacado, criticado y


menospreciado por los demás, incluso cuando le
aseguraban que no tenían intención de herirle.
Enseguida ponía fin a toda situación que le
pareciese siquiera potencialmente dañina.

«Por mi parte, daba igual si querían hacerme


daño o no», decía Carl. «La vida ya me había dado
suficientes palos. No necesitaba más, vinieran de
quien vinieran o fuese cual fuese la razón».

Su carácter impulsivo se agudizaba con su mujer


y sus hijos. Cuando ella le defraudaba por el motivo
más insignificante o si se atrevía a expresar su
decepción por algo, aunque lo hiciera con mucha
suavidad, él pasaba rápidamente a la ofensiva. No
estaba dispuesto a tolerar resistencia ni titubeo
alguno por parte de sus hijos si les pedía que
hicieran algo: esperaba que respondieran de
inmediato. Fue precisamente eso lo que le llevó a
cambiar.

«Estaba reparando algo cuando entró mi hijo


Ben», recordaba Carl. «Le pedí que me trajera una
herramienta. Él me contestó que no podía y le paré
en seco. Me puse a gritarle que no estaba dispuesto
a aguantar su vaguería ni su falta de respeto y que
moviera el culo. Ben se echó a llorar y entonces le
dije que, si no paraba, le iba a dar un verdadero
motivo para llorar».

Sandee, la mujer de Carl, que oyó la


conversación, entró corriendo en la habitación con
las manos y la cara manchadas de sangre. Estaba
sangrando por la nariz y le pidió a Ben que fuera a
buscarle unos kleenex para detener la hemorragia y
limpiarse. Luego le dijo a Carl que era un abusón y
que, si no aprendía a controlarse, tendría que irse
de casa.

«Ahí estaba ella, sangrando por todas partes y


gritándome, y lo único que pensé fue: “¿Pero qué
he hecho?”», dijo Carl.

Ese mismo día Carl llamó a un consejero y se


puso a trabajar para lograr una gestión eficaz de su
ira. «Aprendí que no había por qué dejarse llevar
por las oleadas de sentimientos», dijo. «Siempre
había pensado que, cuando me enfadaba, no tenía
más remedio que desahogarme. Mi consejero me
ayudó a comprender que la ira es como una ola,
que alcanza un pico y luego rompe. Si eres capaz
de esperar a que rompa la ola, ganas control y
puedes responder de un modo más reflexivo y
respetuoso.
Ahora, cuando me hierve la sangre, cierro los
ojos, me imagino esa ola y procuro respirar. Una
vez que llega a la orilla, me pregunto si debo hacer
algo para solucionar el problema o si solamente
necesito desahogarme. Soy capaz de dejar correr
las cosas mucho mejor que antes y me siento bien.
Cuando no puedo hacerlo, consigo hablar de tal
modo que los demás me escuchen. Nunca dejaré de
lamentar la época en que me dejaba llevar por la
ira, pero agradezco estar aprendiendo a ser más
paciente. Me ayuda a ser mejor persona».

Carl y Sandee describen una situación doméstica muy


corriente en que la ira puede ejercer un poderoso impacto
negativo, mientras que la paciencia tiene un efecto muy
saludable. Al principio del relato, Carl menciona uno de los
principales errores que cometen quienes luchan contra el
pecado de ira: creen que la única alternativa para
manejarla consiste en tragarse la rabia. Muchos cristianos
piensan que eso es lo que se les pide, pero se equivocan. En
su Regla pastoral, san Gregorio Magno aconseja: «El callar
siempre y a destiempo puede llevarnos (…) a que broten en
la mente malos pensamientos por querer guardarlos en un
indiscreto silencio».

Como dice san Gregorio, la paciencia no nos exige


tragarnos nuestras emociones, sino que nos brinda la
oportunidad de respirar el sereno aliento de Dios para que,
inspirados por la gracia, nuestro enfado pueda convertirse
en la medicina con que tratar la herida de una injusticia, y
no en el veneno que la agrande.
Si esto es así en situaciones tan corrientes como el
drama doméstico de Carl y Sandee, ¿qué ocurre cuando se
trata de situaciones más graves? ¿Cómo funcionan la
tentación de la ira y la virtud de la paciencia ante
situaciones permanentes de injusticia?

Cecilia guarda el recuerdo de una infancia llena


de castigos humillantes, comentarios crueles,
burlas, una amarga indiferencia y hasta daños
físicos infligidos en nombre de la disciplina. Y lo
que es peor: sus padres estaban muy bien vistos
entre la comunidad y en la parroquia que la vieron
crecer. Al final de su vida, el padre de Cecilia fue
ordenado diácono. Además de soportar los
maltratos, Cecilia no hacía más que escuchar lo
estupendos que eran sus padres. «Me ponía
enferma», decía.

No es de extrañar que, cuando se hizo mayor,


quisiera saber poco de ellos. Varios años de terapia,
una dirección espiritual y su feliz matrimonio con
Frank lograron sanar muchas de las heridas de su
infancia, aunque seguía luchando contra cierto
sentimiento de inseguridad y una baja autoestima.

Con los años, a medida que se iba recuperando,


Cecilia se permitió cierta relación con sus padres.
Una felicitación de Navidad. Una llamada. Una
cena en algún lugar público. «Pero nunca fueron
capaces de reconocer lo que me habían hecho»,
decía Cecilia. «Cuando intentaba sacar el tema, o
bien lo negaban, o bien se las arreglaban para
echarme a mí la culpa. A veces me hervía tanto la
sangre que quería verlos muertos».

Cuando la madre de Cecilia falleció, a su padre –


el más cruel de los dos– le diagnosticaron un cáncer
de colon. «Al principio me sorprendió alegrarme
tanto. Estaba deseando que supiera qué es lo que
se siente cuando estás asustado y solo y eres
vulnerable, y quienes se supone que deberían
cuidarte te vuelven la espalda. Pero por entonces
las cosas habían cambiado mucho. Llevaba años
intentando arreglar el caos que habían generado en
mi interior. El amor de Dios se había adueñado de
mi vida y conocía mi auténtico valor: no necesitaba
a mi padre para constatar y confirmar lo que ya
tenía por cierto. Algunos me dicen que, si sus
padres hubiesen sido como los míos, habrían
pasado de ellos, y que admiran mi paciencia. Pero
por lo general yo no era muy paciente.

Cuando mi padre enfermó de cáncer, mi


intención era hacer por él lo mínimo posible. Su
situación económica nos permitía mandarle a algún
sitio donde pasar sus últimos y tristes días. Pero yo
sabía que Dios quería algo más de mí. No podía
traérmelo a casa –la cosa no habría funcionado–,
pero me propuse dedicarle una hora diaria. Al
principio fue una verdadera penitencia. Me pasaba
prácticamente todo el rato deseando salir de la
habitación. Con el tiempo, las cosas empezaron a
cambiar. Él nunca llegó a admitir lo que me había
hecho, pero a veces me hablaba de su infancia. Yo
no sabía casi nada de mi abuelo, excepto que no era
buena persona, pero ignoraba hasta qué punto.
Resulta que murió en la cárcel. Era alcohólico y
muy violento y descargaba su ira sobre mi abuela y
sus ocho hijos. Un día se enzarzó en una pelea con
alguien en un bar. Mi abuelo le pegó un puñetazo y
el otro fue a caer de espaldas encima de una botella
de cerveza rota que le perforó el pulmón. El
hombre murió y eso fue lo último que mi padre
supo del suyo.

Tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar


para ayudar a cubrir los gastos. A los dieciséis años
se instaló por su cuenta. Yo sabía que lo había
pasado mal, pero, cuando vine al mundo, mi padre
ya era un próspero hombre de negocios. Nunca
conocí los detalles ni me interesaron demasiado. En
cualquier caso, nada justificaba lo que había hecho
conmigo, pero al mismo tiempo creo que comprendí
que se había portado mucho mejor que su padre.
Hasta entonces mi padre me había parecido un
perverso desalmado al que no le importaba nada
hacerme daño. Cuando le escuché, entendí que
había intentado portarse mejor conmigo. Jamás fue
capaz de pedirme perdón, pero quiso hacerme
saber a su manera que había intentado hacerlo
mejor.

Cuando falleció, yo estaba con él. Murió en paz.


Ni siquiera en el último momento una parte de mí
dejó de pensar que mi padre había recibido más de
lo que se merecía, pero otra parte de mí, más
poderosa aún, se alegraba de que no hubiera
sufrido más. Y me alegraba también de haber
aprovechado para arreglar las cosas entre nosotros.

En todo ese proceso nunca dejé de sentir que


Dios actuaba con fuerza en mi corazón. Es difícil
ponerle palabras, pero a veces me resultaba tan
agotador estar allí con él que solía quedarme unos
minutos en la capilla antes de ir a verle. Pasar ese
rato con mi Padre del cielo me recordaba que
estaba a salvo y que no tenía nada que temer de mi
padre biológico. Aunque aún no lo he superado del
todo, sé que esa experiencia fue sanadora: no tal y
como yo esperaba, pero me hizo subir varios
peldaños. Doy gracias a Dios por brindarme la
oportunidad de acercarme más a Él con todo esto.
No sé si mi padre estará en el cielo, pero al menos
ahora puedo rezar para que así sea, y quizá incluso
me alegraré de volver a verle algún día».

La historia de Cecilia es dramática, pero su ejemplo


ilustra los distintos grados de sanación que Dios desea
conceder a los corazones de quienes reaccionan con
paciencia a las ofensas que despiertan su indignación. No
sé si tu historia personal contendrá tanto dolor; en
cualquier caso, pararte a ejercitar la paciencia cuando te
enfadas puede ayudarte a responder al daño sufrido –en el
presente, en el pasado y a lo largo de tu vida– de un modo
que colme de verdad el anhelo divino de justicia.
Satisfacer el anhelo divino de justicia

EJERCICIO

Oración

Señor Jesucristo:
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed
de justicia», has dicho. Bendíceme, Señor. Dame
paciencia para poder responder dignamente a los
desaires y ofensas que sufra en esta vida. Haz que
mi esfuerzo por restaurar la justicia dé un fruto
maduro. Concédeme, Señor, la justicia que busco,
pero recuérdame que la busque siempre sin
limitarme a sanar la herida, sino sanando también
el quebrantado Cuerpo de Cristo. Te lo pido en
nombre de Jesucristo, a quien reconozco Señor de
mi anhelo divino de justicia. Amén.
COAL: El combustible para el cambio

Mientras consideras los medios que te permitan


satisfacer mejor el anhelo divino de justicia en tu
vida, párate un momento a reflexionar en qué
aspectos la actitud COAL puede ser el combustible
para los cambios que buscas.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que el mejor modo de
responder a las ofensas consiste en desahogar mi
ira?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.

Aceptación

Piensa: «Estas son las experiencias que han


forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
justicia. Acepto mi pasado igual que acepto la
llamada de Dios a cambiar y crecer».

Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que solo
puedo colmar mi profundo anhelo de justicia
respondiendo con paciencia a las ofensas y los
conflictos a los que me enfrento.
En los momentos en que me siento ofendido o
enfadado, ¿cómo podría ejercitar la paciencia
cuando normalmente suelo dar rienda suelta a la
ira?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por el camino de la
paciencia y venciendo la tentación de la ira».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Imagina en qué momentos del día puede
tentarte la ira e imagínate respondiendo con
paciencia. Pide a Dios que te ayude a recordar que
debes responder con amor siempre que pongan a
prueba tu paciencia.

Practicar la paciencia

Plan de acción

Un estudio de la Universidad Northwestern ha


demostrado que las personas que utilizaron durante
dos semanas su mano no dominante para las tareas
sencillas eran capaces de controlarse mejor cuando
se enfadaban (Denson, DeWall y Finkel, 2012). ¿Por
qué? Porque eso les obligaba a pararse a pensar en
lo que estaban haciendo. Plantéate seguir esta
estrategia o algún otro modo de detenerte antes de
responder. Ser paciente y reducir la marcha entre
cincuenta y cien milisegundos antes de actuar
proporciona al cerebro un tiempo para procesar la
información y reaccionar de forma más deliberada
y racional (Teichart, Ferrera y Grinband, 2014).
Las técnicas de visualización como las que
emplea Carl en el caso descrito pueden ser de
mucha ayuda. Cuando te enfades, imagínate el pico
de la ola y cómo acaba rompiendo; y, antes de
actuar, espera a que haya alcanzado la orilla.
Estrategias tradicionales como el ayuno, la
confesión frecuente y rezar una breve oración antes
de hablar, especialmente en situaciones difíciles,
combinan los beneficios de las técnicas psicológicas
antes descritas con la gracia que Dios nos concede
para hacer más de lo que seríamos capaces de
lograr obrando con nuestras propias fuerzas.
Todas estas actividades pueden mejorar tu
capacidad de detenerte y pensar antes de
responder, lo cual constituye una parte esencial de
la resolución de problemas (es decir, de una
conducta saludable que aspire a la justicia) y del
cultivo de la paciencia que hemos tratado en este
capítulo. ¿Qué otras ideas se te ocurren? Puedes
escribirlas aquí.

El anhelo divino de justicia: Una promesa

Si en vuestro interior clama el anhelo divino de justicia,


sabed que no estáis solos en la batalla. Dios os acompaña.
De hecho, por medio de la cruz de Jesucristo, se ha alzado
con la victoria en todas vuestras batallas. Confiad en Él.
Porque bienaventurados seáis los que tenéis hambre y sed
de justicia.
7. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE PAZ

La paz exige el trabajo más heroico

y el máximo sacrificio. Exige mayor heroísmo

que la guerra. Exige una mayor fidelidad a la verdad

y una pureza de conciencia más perfecta.

Thomas Merton

Paz. ¿Quién no desea que haya más paz en su vida?


Nuestras vidas están llenas de conflictos. Nuestros
corazones se consumen en constantes batallas contra esa
voz interior que no deja de aguijonearnos una vez y otra…

Y, en medio de tanto caos, de tanto conflicto y tanto


ruido, Jesús viene a traernos la paz que todos anhelamos.

Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo


os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y
aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y encontraréis descanso para vuestras
almas: porque mi yugo es suave y mi carga, ligera
(Mt 11, 28-30).
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como
la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se
acobarde (Jn 14, 27).

Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En


el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he
vencido al mundo (Jn 16, 33).

A muchos estas palabras de Cristo nos aportan un


extraordinario consuelo, sin que por ello nos resulte fácil
creerlas. Dado que este mundo es todo menos pacífico,
cuesta mantener la esperanza de experimentar algún día en
nuestra vida algo parecido a la paz. No obstante, en el
fondo de nuestro corazón existe una llamada a la paz, una
llamada aún más intensa cuanto más cerca nos hallamos de
Dios.

La raíz de nuestro anhelo de paz

Igual que el anhelo divino de justicia, el anhelo divino de


paz hunde sus raíces en la memoria colectiva inconsciente
de la Unidad Original entre Dios y la humanidad. Como ya
hemos señalado en estas páginas, la Unidad Original es un
término acuñado por san Juan Pablo II en su teología del
cuerpo (2006) para referirse al estado de armonía existente
antes de la caída, cuando Dios, el hombre y la mujer se
hallaban unidos entre sí y el mundo entero funcionaba
siguiendo el designio querido por Él.

Tras la caída, el pecado entró en el mundo y la paz y la


armonía de la Unidad Original quedaron destruidas. Nada
funcionaba como debía. Reinaban el caos, el desorden y la
discordia. Aun así, por la misericordia de Dios, la
humanidad continúa perseguida por un profundo anhelo de
paz: no solo de esa paz derivada de la ausencia de conflicto
e injusticia en nuestra propia vida, sino de la «paz de la
mirada interior», cuando Dios, el hombre y la mujer eran
uno y podían conocerse entre ellos íntima y
armoniosamente.

Definición del anhelo de paz

Por mucho que deseemos la paz, con frecuencia


ignoramos en qué consiste exactamente. Si le preguntas a
un centenar de personas qué quieren decir cuando rezan:
«¡Señor, dame la paz!», la mayoría te contestará que solo
desean que las dejen en paz y no tener que enfrentarse más
con las tensiones y los dramas de este mundo. No obstante,
la verdadera paz no equivale a la evitación. Evitar
problemas y peleas solo conduce, en el mejor de los casos,
a la tranquilidad, que puede entenderse simplemente como
ausencia de conflicto. Y, aunque la tranquilidad desempeña
un papel importante, no es lo mismo que la paz.

Esto es lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

El respeto y el desarrollo de la vida humana


exigen la paz. La paz no es solo ausencia de guerra
y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas
adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra,
sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la
libre comunicación entre los seres humanos, el
respeto de la dignidad de las personas y de los
pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es la
«tranquilidad del orden». Es obra de la justicia y
efecto de la caridad (CCC, 2304).

La paz es algo que cuesta, y a veces cuesta mucho.


Exige decir lo que hay que decir, perseguir la justicia,
garantizar que las personas reciban un trato digno y
respetuoso, y asegurarme de que tanto mis necesidades
como las tuyas coincidan de tal modo que respeten nuestro
bien común.

Paz versus justicia: ¿cuál es la diferencia?

Aunque el anhelo divino de justicia y el de paz coinciden


hasta cierto punto, existe una diferencia esencial. El anhelo
divino de justicia nos permite ser conscientes del desorden
que nos rodea y nos lleva a desear hacer algo para
corregirlo. El anhelo divino de paz, por su parte, nos
confiere el poder para mantener nuestro esfuerzo, evaluar
nuestro progreso, rectificar el rumbo en caso necesario y
desarrollar si es preciso nuevas estrategias. Imagínate que
quieres cruzar el mar para dirigirte a un territorio lejano: el
anhelo divino de justicia es el que hace que tu barco zarpe
del puerto, mientras que el anhelo divino de paz te
mantiene en el rumbo correcto para llegar a tu destino e
impide que des media vuelta y regreses a casa cuando las
cosas se tuercen.

La divinización y el anhelo divino de paz


Naturalmente, el anhelo divino de paz no apunta
solamente a la armonía de este mundo: también nos
recuerda que no alcanzaremos la verdadera armonía
mientras no hayamos cumplido nuestro destino de ser
divinizados. La capacidad de experimentar la paz definitiva,
esa paz que el mundo no puede dar (cfr. Jn 14, 27),
depende de la búsqueda de una auténtica unión con Dios.
«¿De qué sirve la paz del mundo –se preguntaba san
Agustín– si estamos en guerra con nosotros mismos?»
(Thigpen, 2001).

Tal y como sugiere esta frase, aunque fuéramos capaces


de resolver todos los problemas de este mundo (incluidas
las tensiones de nuestra propia vida), si no somos capaces
de lograr esa unidad interior que solo puede nacer de
haber alcanzado la unión con Dios, nuestro anhelo divino
de paz seguirá quedando insatisfecho. La auténtica paz –en
especial la que proporciona nuestro intento de convertirnos
en los dioses que estamos destinados a ser– exige un
compromiso y un esfuerzo sostenido: y es en este punto
donde las cosas empiezan a fallar.

Cómo distorsiona la pereza el anhelo divino de paz

El veneno más mortal de nuestros tiempos es la


indiferencia.

San Maximiliano Kolbe

La pereza es el pecado capital que arruina nuestra


capacidad de satisfacer el anhelo divino de paz. Solemos
identificar la pereza con el mero hecho de ser vagos: nos la
imaginamos como el pecado que cometemos si pasamos
demasiado tiempo sentados delante de la tele, alargamos
los ratos de descanso o perdemos el tiempo. Y, sin
embargo, es mucho más que eso.

La pereza es el pecado de la indiferencia, es decir, elegir


no intentar mejorar una relación o una situación que sé que
es nociva o injusta, bien porque creo que será muy costoso,
bien porque no me apetece. La pereza es la falsa paz de
Satanás. Si la verdadera paz consiste en la armonía que
resulta de haber solucionado satisfactoriamente un
problema y, en último término, de haber logrado una mayor
unión con Dios, la pereza es el intento de eliminar
tensiones, conflictos y complicaciones limitándose a hundir
la cabeza bajo tierra. Es el pecado de «no preocuparse por
insignificancias» y decidir que prácticamente todo es una
insignificancia.

David es una persona muy agradable. Cae bien a


todo el mundo por su carácter fácil y complaciente;
cosa que, por desgracia, saca de quicio a su mujer,
Lizzie, porque David nunca opina de nada. Su frase
preferida es: «Como tú veas, cariño». Lilly suele
bromear diciendo que mandará grabar esas
palabras en su tumba.

«Al principio pensaba que David solo intentaba


ser generoso y atento», dice Lilly. «Pero hemos
llegado a un punto en que da la impresión de que
no le importa nada. Da igual lo que le pregunte:
desde “¿qué color prefieres para el dormitorio?”
hasta “¿a qué colegio crees que deben ir los niños?”
o “¿tú qué opinas?” –por no hablar de temas
espinosos como las cuentas de la casa o su
madre–… Es totalmente alérgico al conflicto. Se
queda impávido, como si le resbalara. A veces
tengo la impresión de haberme casado con un
fantasma. La verdad es que podía ser un poco
menos “agradable” y poner algo más de pasión e
implicarse en nuestras vidas».

Katelin es enfermera de cuidados paliativos.


Trabaja en un plan para enfermos terminales y las
normas obligan a admitir únicamente a pacientes a
quienes, a criterio de los médicos, les queden seis o
menos meses de vida. Katelin sabe que el director
ha incluido en el plan a enfermos crónicos graves.
Aunque muchos de ellos sufren problemas serios,
pueden vivir muchos años y otros planes les
procurarían una atención mejor. A Katelin le
preocupa que el director esté falseando los datos y
quizá defraudando al seguro. Aun así, ha decidido
cerrar los ojos y no preguntar por qué han admitido
a esos pacientes. «Yo me ocupo de cuidar enfermos.
Estoy aquí para ayudar a la gente, no para
buscarme follones», dice.

En un intento de satisfacer su anhelo de paz, tanto David


como Katelin se han instalado en la pereza. Ninguno de los
dos está haciendo lo que puede por asumir compromisos y
abordar lo que tiene delante. David cree que la clave de
una vida pacífica es no buscarse el más mínimo problema.
Ha aceptado convertirse en un ser inexistente con tal de
conservar lo que él considera paz –y que en realidad solo es
tranquilidad–, y eso ha creado una distancia entre él y su
mujer. Katelin, por su parte, cree que hay un problema muy
serio en su lugar de trabajo. Puede que no sea responsable
de las decisiones que tome el director del plan, pero sí se
hace cómplice de la estructura de pecado que existe donde
trabaja al negarse a aclarar siquiera a qué se debe la
admisión de determinados pacientes.

Sería muy fácil criticar a David y a Katelin si no fuera


porque todos hemos sido culpables de pecados de omisión
parecidos. ¿Cuántas veces les damos la razón a los demás
con tal de tener la fiesta en paz? ¿Cuántas veces
detectamos un problema en casa, en el trabajo, en nuestra
parroquia, en nuestra comunidad, y nos negamos a mover
un dedo para no meternos en líos? ¿Cuántas veces vemos
sufrir a alguien cercano a nosotros y cerramos los ojos
porque estamos demasiado cansados para solucionar lo que
les duele? ¿Y por qué lo hacemos? ¿Porque «somos malos»?
Creo que es demasiado fácil llegar a esta conclusión y, en
cualquier caso, no es del todo cierta. No cometemos esos
pecados de omisión porque queramos ser malos: los
cometemos porque anhelamos la paz –«la tranquilidad del
orden»–; pero, como pensamos que esa paz o no es posible
o no merece un esfuerzo, nos quedamos de brazos
cruzados.

No nos confundamos. Algunas situaciones exigen


paciencia. Como hemos visto al hablar del anhelo divino de
justicia, a veces hemos de dejar que nuestros propósitos
maduren, y eso requiere distanciarse, aguardar y esperar el
momento oportuno; cosa muy distinta de negarnos a hacer
lo que podamos para abordar una situación que está
impidiendo la paz.
Tradicionalmente, la pereza se conoce con el nombre
más técnico de acedia, es decir, la huida de la ocasión de
discernir o hacer algo bueno. La pereza nos aparta de la
llamada a la divinización porque nos impide preguntarle a
Dios qué quiere que hagamos, bien porque no nos importa
nada su voluntad, bien porque nos da miedo lo que nos
puede responder si le preguntamos. Una cosa es decidir
conscientemente dejar pasar algo después de llevarlo a la
oración, de un cuidadoso discernimiento y de una petición
responsable de consejo; y otra muy distinta, prescindir
desde un principio de plantearse nada para evitarse
problemas.

La virtud de la diligencia: el antídoto contra la


pereza

La diligencia es la virtud que vence a la pereza y, al


mismo tiempo, nos ayuda a materializar nuestro anhelo
divino de paz poniendo en funcionamiento nuestros dones
para responder a los problemas a los que nos enfrentamos
y haciéndonos mantener el rumbo cuando, inevitablemente,
las cosas no salen tan bien como habíamos previsto. Como
nos recuerda san Carlos Borromeo:

Si queremos avanzar en el servicio a Dios,


hemos de empezar cada día de nuestra vida con
nuevo ímpetu. Debemos mantenernos todo lo
posible en su presencia y nuestras obras no deben
tener otro objetivo ni otro fin que la honra de Dios
(Boston Catholic.org).
Cuando vemos amenazada nuestra paz, en lugar de
practicar la diligencia, surge en nosotros ese sentimiento
de «yo no puedo hacer nada».

Brenda se había distanciado de su hija Maddie,


que vivía con su novio. Se avergonzaba
profundamente de que Maddie hubiera traicionado
todos los valores que le habían enseñado y aún le
frustraba más sentirse rechazada por ella, sobre
todo cuando intentaba darle algún consejo.

«No sé qué hacer», decía Brenda. «Me siento


totalmente impotente. No puedo aceptar la forma
de vida que ha elegido, pero lo que le digo no vale
para nada. Tengo ganas de darme por vencida».

Pero, en lugar de darse por vencida, Brenda


acudió a mí para gestionar la tristeza y el enfado
provocados por la ruptura de la estrecha relación
que la unía hasta entonces a su hija. Le aconsejé
que intentara renunciar a convencerla y que se
centrara en reconstruir la relación sobre aquello en
lo que Maddie estuviera dispuesta a ceder. Brenda
siguió mi consejo y pasó varios meses dedicando
tiempo a su hija y adaptándose a lo que esta le
proponía. Comían juntas, iban juntas al cine y
hablaban por teléfono. Aunque le hervía la sangre,
Brenda no sacaba el tema de la pareja de Maddie:
se limitaba a pedirle al Espíritu Santo que obrara a
través de su testimonio y de la relación que estaba
cultivando. Dejó las cosas en manos de Dios y,
cuando se sentía urgida a sacar otra vez el tema,
las volvía a abandonar en Él.

Al cabo de varios meses, Brenda vino a verme


muy contenta: entre Maddie y ella las cosas iban
mucho mejor, y su hija se estaba planteando
algunas cuestiones de fe. Había empezado
preguntándole sobre la Iglesia y sus conversaciones
despertaron su interés por la iniciación cristiana de
adultos para ella y para su novio. Brenda estaba
feliz.

«Sé que queda mucho camino por recorrer», me


dijo Brenda, «pero estoy encantada de verla tan
receptiva. Me alegro de que Dios haya arreglado
así las cosas y se haya servido de mi relación con
Maddie para actuar en su vida».

Cuando Brenda vino a verme por primera vez, estaba


dispuesta a renunciar a la relación con su hija. Se sentía
impotente. Pensaba que lo único que podía hacer era cortar
con ella y quedarse sola. Pero su decisión de vencer esa
tentación obrando con diligencia le permitió descubrir que
su presencia era el don que podía ofrecerle a Maddie. Al
abrir su corazón y perseverar en la oración pese a la
frustración que sentía, fue capaz de servir de canal de la
gracia en la vida de su hija. Al final, Maddie y su novio
recibieron la catequesis de iniciación cristiana y, por
sugerencia del sacerdote, vivieron un tiempo separados
mientras se planteaban el matrimonio; hasta que
decidieron casarse por la Iglesia poco después de ser
admitidos en ella.

Las cosas no siempre salen tan bien. No se trata de eso.


El verdadero significado de esta historia consiste en
demostrar que, cuando vencemos la tentación de actuar
como si no pudiéramos hacer nada y obramos con
diligencia, abrimos canales de gracia a través de los cuales
dejamos obrar al espíritu de Dios. Y, al hacerlo así, la
transformación no solo afecta a nuestro entorno, sino a
nuestros corazones y a los de quienes nos rodean. En la
situación de Brenda no existía un conflicto abierto; pero
también cuando se dan conflictos abiertos estamos
llamados a ser instrumentos diligentes de la gracia.

La diligencia para mantener el rumbo

Peter acudió a mí porque quería solucionar sus


problemas matrimoniales. Buena parte de ellos
tenían que ver con su mujer, Fiona; ella sabía muy
bien lo que quería, mientras que él se conformaba
con mirar desde la barrera y le dejaba tomar todas
las decisiones. Con el tiempo, Peter aprendió a dar
su opinión y a responder a Fiona, tal y como ella le
pedía. Pero sus esfuerzos no obtuvieron el
resultado esperado.

«Hemos tenido una buena bronca», dijo Peter.


«Me he pasado años oyendo a Fiona decir que yo
nunca opino de nada y que lo que quiere es una
pareja, y ahora ¡Dios me libre de decir algo! Hay
que ver la que se monta… Nunca está contenta con
nada».

Primero le pregunté a Peter si lo que pretendía


era hacer feliz a Fiona, o bien sentirse mejor y ser
mejor pareja. Le expliqué que, si se trataba de lo
primero, entonces podía estar toda la vida pasando
por el aro, porque las personas suelen ser más
caprichosas de lo que a cualquiera nos gustaría.
Pero, si lo que pretendía era sentirse mejor y ser
mejor pareja, debía admitir que estaba en el buen
camino, y que quizá ese era el aspecto de su
relación en el que tenía que ayudar a Fiona a ser la
pareja que ella pretendía ser.

Peter reconoció que algo había de eso. «Los


padres de Fiona discutían constantemente», me
dijo. «Nunca les vi tomar una decisión de común
acuerdo. Ahora que lo menciona, creo que a Fiona
le gustaría que fuésemos una pareja, pero me
parece que tiene tan poca idea como yo sobre qué
hacer. Ninguno de los dos hemos crecido en una
familia así».

En la siguiente ocasión en que Fiona se enfadó


porque Peter dio su opinión, este siguió mi consejo
y le recordó que siempre se estaba quejando de que
quería una pareja. «Le dije: “Resulta que estoy
intentando ser lo que siempre has querido que sea
y lo echas todo a perder. Tenemos que ir de la
mano para aprender a… bueno, eso: a ir de la
mano”».

Peter le propuso a Fiona acudir a un consejero


matrimonial y juntos fueron capaces de aprender a
utilizar la opinión del otro para afrontar cualquier
reto buscando soluciones nuevas y satisfactorias
para ambos.

Cambiar no es fácil. Peter tenía toda la razón en


enfadarse con Fiona por no ser consecuente con lo que
decía querer para su matrimonio. Desde un punto de vista
emocional, habría sido lógico que se diera por vencido. No
obstante, gracias a su compromiso con la diligencia, tanto
él como Fiona han crecido en las virtudes que les
permitirán lograr un matrimonio mejor y más unido.

Diligencia y divinización

En Proverbios 4, 23 se nos recuerda: «Con toda


diligencia guarda tu corazón, porque de él brota la vida». Si
el logro de cualquier fin bueno al que merece la pena
aspirar requiere perseverancia y diligencia, con mayor
motivo aún las requiere el de hacernos partícipes de la
naturaleza divina. Cuando contemplamos la vida con los
ojos de la fe, descubrimos que las repercusiones de esa
respuesta diligente y fiel a los desafíos terrenales son
eternas. En palabras del arzobispo Fulton Sheen, «cada
momento que nos llega va cargado de un propósito divino».
El sentido común aconseja no preocuparse por naderías, y
es cierto que hemos de procurar no hacer un mundo de las
pruebas y las dificultades diarias; pero eso no quiere decir
actuar como si nada tuviese importancia. En cada momento
y cada día, el poder de Dios emplea cualquier medio para
transformarnos en los seres divinos que estamos llamados a
ser, de modo que podamos compartir con Él toda la
eternidad. Nuestro anhelo divino de paz solo se verá
totalmente satisfecho cuando nos hayamos reunido con
Dios y se restaure la armonía original entre Él y la
humanidad. Nosotros podemos empezar a buscar esa unión
poniendo nuestros dones y talentos al servicio de cualquier
situación en la que nos hallemos. Cada vez que elegimos
rechazar esa tentación de impotencia a que nos expone la
pereza obrando con diligencia y con la intención de que la
gracia de Dios se derrame sobre las circunstancias que
vivimos, avanzamos un paso más hacia la restauración del
orden querido por Él en nuestras vidas. Y entonces
sentimos una tranquilidad que colma nuestro anhelo divino
de paz.

Satisfacer el anhelo divino de paz

EJERCICIO

Oración

Señor Jesucristo:
Tú eres la fuente de esa paz que escapa a
nuestra comprensión. Ayúdame, Señor, a recordar
que la verdadera paz solo se puede alcanzar
buscando el recto orden. Dame la diligencia
necesaria para sacar el máximo partido a mis dones
y perseverar pese a los obstáculos y fracasos a los
que me enfrente. Ayúdame a recordar que me has
llamado a ser tu presencia en el mundo. Ayúdame a
un compromiso más ardiente que me permita vivir
una vida más abundante en este mundo y en el
venidero. Te lo pido por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.

COAL: El combustible para el cambio

Mientras consideras los medios que te permitan


satisfacer mejor el anhelo divino de paz, párate un
momento a reflexionar en qué aspectos la actitud
COAL puede ser el combustible para los cambios
que te gustaría hacer en tu vida.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que el mejor modo de
«sobrevivir» es cruzarse de brazos y asentir a todo?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.

Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han
forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
paz. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada
de Dios a cambiar y crecer».

Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que solo
puedo colmar mi profundo anhelo de paz actuando
con diligencia frente al desorden que me rodea.
¿Cómo mejorarían esta o aquella circunstancia
concreta de mi vida si obrara con más diligencia
para restaurar el recto orden?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por el camino de la
diligencia y venciendo la tentación de la pereza».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Piensa en qué momentos del día puede
tentarte la pereza e imagínate respondiendo con
diligencia. Pide a Dios que te ayude a recordar que
debes responder con más amor siempre que te
sientas tentado a no hacer nada o a inhibirte de lo
que sucede delante de ti.

Practicar la paz
Plan de acción

Aumentar tu capacidad de obrar con diligencia


con el fin de satisfacer tu anhelo divino de paz
exige dos cosas. En primer lugar, tienes que ser
más consciente de que puedes usar tus dones
(incluidos tu tiempo, tu dinero, tu talento e incluso
tu cuerpo) para hacer mejor la vida de los que te
rodean. En segundo lugar, tienes que aprender a
perseverar en tu esfuerzo a pesar de los obstáculos.

SER MÁS CONSCIENTE

Cuando entres en una habitación, hazte esta


pregunta: ¿Qué puedo hacer para que, al salir de
aquí, la situación que deje sea mejor que la que
había?
Pregúntate todos los días: ¿Qué voy a hacer hoy
para facilitarle la vida a esa persona que conozco?

PERSEVERAR EN TU ESFUERZO

Pregúntate cada día: ¿Qué problemas les


preocupan a quienes me rodean? ¿Qué cosa
pequeña puedo hacer yo para idear alguna solución
nueva, o qué paso pequeño puedo dar para
lograrla?
Al terminar el día, escribe una o dos frases sobre
lo que has hecho por intentar solucionar el
problema: reunir más información, sugerir una idea
o hacer algún pequeño esfuerzo por resolverlo.
Escribe una o dos frases recogiendo los
obstáculos con los que te has encontrado (dentro o
fuera de ti mismo) cuando has abordado el
problema.
Escribe una o dos frases sobre cómo puedes
superar ese obstáculo (por ejemplo, reuniendo más
información, hablando con la persona que se
interpone, buscando más formación o ayuda
profesional, etc.).
Escribe una frase que describa cuál es el paso
que vas a dar mañana para avanzar un poco más.
Luego mira tu horario y ponte un recordatorio.

El anhelo divino de paz: una promesa

Como has podido comprobar a lo largo de este capítulo,


el anhelo divino de paz no se colma sentándose en una silla
y quitándose un peso de encima. Solo lo puedes colmar, en
primer lugar, descubriendo en la oración cuáles son los
cambios que Dios desea que se obren en ti y a través de ti;
y, en segundo lugar, esforzándote diligentemente por
cambiar para poder vivir una vida más plena en este mundo
y en el venidero. Como decía san Gerardo Mayela, «¿quién
sino Dios puede darte la paz? ¿Cuándo ha sido capaz el
mundo de colmar el corazón?».

Solo puedes esperar satisfacer de verdad el anhelo


divino de paz si renuncias a la tentación de intentar
arreglar la vida –que nunca será tan poca cosa como para
poder manejarla tú solo– y abrazas la grandeza de la vida
que Dios quiere para ti. Si lo haces así, lograrás mucho más
de lo que esperabas. No solo te convertirás en un
instrumento más poderoso de cambio y de gracia, sino que
te irás acercando a tu destino último al conformarte cada
vez más con la imagen del Dios, que ha dicho: «La paz os
dejo, mi paz os doy» (Jn 14, 27).
8. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE CONFIANZA

[La vida cristiana exige] una decidida confianza

en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda

de nuestra debilidad» (Rm 8, 26) (…). Es verdad

que esta confianza en lo invisible puede producirnos

cierto vértigo: es como sumergirse en un mar

donde no sabemos qué vamos a encontrar (…).

Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar

por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo,

y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente,

nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien

lo que hace falta en cada época y en cada momento.

Papa Francisco, La alegría del Evangelio.

¡Qué felices seríamos si fuéramos capaces de confiar!


¿Cómo nos sentiríamos si dejáramos de tener miedo porque
todo depende de nosotros; si dejáramos de azuzarnos a
nosotros mismos, de correr más, de trabajar más, para
poder adelantarnos a las facturas, a los reveses
inesperados de la fortuna, a las fuerzas hostiles que
parecen aliarse en nuestra contra; si creyéramos de verdad
que Dios desea colmar y colmará todas nuestras
necesidades (cfr. Flp 4, 19)?

La raíz de nuestro anhelo

Nuestro anhelo divino de confianza, como todos los


demás, se fundamenta en la experiencia humana del jardín
del Edén previa a la caída. El libro del Génesis (2, 15) dice
que el hombre fue creado en parte para que trabajara la
tierra. La tradición cristiana afirma que, antes del pecado
original, el trabajo era algo digno, productivo y gratificante.
Dios era –por decirlo así– un buen jefe; y, gracias a la
armonía entre Él, el mundo y la humanidad, Adán podía
confiar en que la tierra respondería a sus cuidados
produciendo cuanto necesitaban nuestros primeros padres.

El Catecismo de la Iglesia Católica explica cuál era para


Dios el sentido original del trabajo, tan distinto de lo que
muchos de nosotros experimentamos hoy en día:

El trabajo humano procede directamente de


personas creadas a imagen de Dios y llamadas a
prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra
de la creación dominando la tierra (CEC, 2427).

En el trabajo, la persona ejerce y aplica una


parte de las capacidades inscritas en su naturaleza.
El valor primordial del trabajo pertenece al hombre
mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo
es para el hombre y no el hombre para el trabajo
(CEC, 2428).
La clase de trabajo que nuestros primeros padres
llevaban a cabo en el Paraíso y del que habla el Catecismo
es aquel que nos permite sentirnos realizados al
comprometernos en actividades significativas que nos
plantean retos y nos exigen lo mejor de nosotros,
ayudándonos a convertirnos en aquello para lo que fuimos
creados: un trabajo que lleva inherente la seguridad de que
conviene a nuestra dignidad, de que cubrirá nuestras
necesidades, de que nuestro esfuerzo será recompensado y
que no tenemos nada que temer porque está bendecido por
Dios, que colmará todos nuestros deseos.

Jesús corrobora esta llamada a la confianza


recordándonos:

Por eso os digo: no estéis preocupados por


vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro
cuerpo: con qué os vais a vestir (…). Fijaos en los
cuervos: no siembran ni siegan; no tienen despensa
ni granero, pero Dios los alimenta. ¡Cuánto más
valéis vosotros que los pájaros! ¿Quién de vosotros
por mucho que cavile puede añadir un codo a su
estatura? Si no podéis ni lo más pequeño, ¿por qué
os preocupáis por las demás cosas? Contemplad los
lirios, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan, y yo os
digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse
como uno de ellos. Y, si a la hierba del campo, que
hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así,
¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! (Lc
12, 22-28).
Fíjate: Jesús emplea la palabra «fatiga» (Lc 12, 27), y no
«trabajo». La palabra «fatiga» la encontramos por primera
vez en el Génesis (3, 17-19) después de la caída:

Por haber escuchado la voz de tu mujer y haber


comido del árbol del que te prohibí comer:

Maldita sea la tierra por tu causa.

Con fatiga comerás de ella

todos los días de tu vida.

Te producirá espinas y zarzas

y comerás las plantas del campo.

Con el sudor de tu frente comerás el pan.

Tras la caída, una vez roto el delicado equilibrio entre


Dios, el mundo y la humanidad, el trabajo pasó a llamarse
«fatiga». El pecado entró en el mundo y la armonía
característica de nuestras actividades dejó de existir.
Nuestros esfuerzos ya no producían el mismo fruto que
antes. La fatiga es, en esencia, el trabajo despojado de
nuestra confianza en que las cosas que se nos pide que
hagamos no son indignas, en que nuestras necesidades
quedarán cubiertas y en que nuestros esfuerzos serán
recompensados.

No obstante, aunque hemos perdido esa capacidad


natural de confiar sin esfuerzo en la Providencia divina,
una parte de nuestro inconsciente colectivo recuerda y
ansía el regreso a nuestro estado original: ese estado en el
que confiábamos y estábamos seguros de que el trabajo
que Dios nos pedía se hallaba a la altura de nuestra
dignidad y de que, a través de nuestro esfuerzo, nos daría
cuanto necesitáramos. Esa ansia es el anhelo divino de
confianza.

La avaricia: La distorsión del anhelo divino de


confianza

Estad alerta y guardaos de toda avaricia;

porque, aunque alguien tenga abundancia de bienes,

su vida no depende de lo que posee.

Lc 12, 15

Aunque ansiamos confiar en Dios, no siempre lo


hacemos. Confiar nos da mucho miedo, así que nos
agarramos a cualquier cosa que nos quede a mano para
calmar nuestros temores. En lugar de salir al encuentro del
perfecto amor de Dios que disipa todo temor, corremos
atropelladamente hacia algo a lo que aferrarnos: el dinero,
los objetos de valor o la posición social. Los niños pequeños
se abrazan a la seguridad de su peluche y los adultos, a la
de la Bolsa. Unos y otros tienen la misma ilusión de
seguridad, pero solo son ilusiones. El miedo es una
consecuencia inevitable del pecado original. Igual que
nuestros primeros padres después de la caída, estamos
desnudos y lo sabemos. Dios anhela apaciguar nuestros
temores: no tenemos más que dejarnos arrastrar hacia Él y
la seguridad de sus brazos. Nos pide que confiemos en Él y
nosotros nos conformamos con nuestra avaricia.

La avaricia es nuestra respuesta a ese miedo que


contradice las promesas de Dios y que Él está siempre
dispuesto a hacernos perder. Distorsiona nuestro anhelo
divino de confianza depositando tantas cosas en nuestras
manos que somos incapaces de estrechar las de Dios. Nos
grita que solo de nosotros depende nuestro propio cuidado
usando de cualquier medio al alcance; y, si eso significa
sacrificar la dignidad, la salud, las relaciones y nuestra
humanidad, que así sea.

La avaricia nos dice que nunca podremos tener


suficiente. La madre de un buen amigo mío creció durante
la Gran Depresión y solía contar cómo, de vuelta de la
escuela, solía encontrarse con algún grupo de vecinos
desahuciados de sus casas, sentados en la acera en medio
de lo poco que les quedaba. Aunque ella salió relativamente
indemne de la Depresión gracias a que su padre era el
conserje de un edificio de apartamentos, vivía traumatizada
por el recuerdo de aquellos amigos suyos desesperados y
plantados en la calle. Al final acabó siendo tan adicta al
trabajo que nunca estaba en casa. Mi amigo creció
prácticamente solo, porque sus padres estaban demasiado
ocupados escapando del temor a la espada que sentían
pender constantemente sobre sus cabezas pese a su vida
acomodada. Como dice mi amigo, «procuro estar
agradecido por no haber deseado nunca bienes materiales,
pero a veces mi anhelo de haberme sentido querido puede
más que mi gratitud».

En realidad, se trata de un temor no del todo irracional.


Las riquezas, sea cual sea su monto, pueden desaparecer
de un plumazo. La gente sufre. En el mundo hay mucha
necesidad. No obstante, la avaricia nos dice que somos
capaces de evitarlo. No hace falta confiar en Dios: basta
con trabajar más, más y más; y, si trabajamos lo suficiente
y acumulamos todo lo que obtenemos con nuestro esfuerzo
(mucho o poco), podremos escapar nosotros solos del ángel
exterminador.

¿Significa eso que ahorrar o ser bendecido


económicamente es malo? Por supuesto que no. La
parábola del rico insensato lo deja muy claro (cfr. Lc 12,
13-21). Aquel hombre no era insensato por felicitarse de
que ese año la cosecha hubiese sido buena o por querer
guardar sus ahorros; ni siquiera por desear los frutos de su
trabajo. Era insensato porque creía que su buena suerte lo
hacía tan autosuficiente que ya no tenía que depender de
Dios ni preocuparse del prójimo. Por eso Jesús concluye
con el versículo 21: «Así ocurre al que atesora para sí y no
es rico ante Dios». No nos condenaremos por tener cosas:
lo que nos condenará es creer que las cosas pueden ser
nuestra salvación.

En esta vida es muy poco lo que está sujeto a nuestra


capacidad de control, e intentar negarlo matándonos
trabajando, excluyendo a los demás y aislándonos de ellos
es, en el mejor de los casos, una insensatez; y, en el peor,
acaba destruyendo nuestro cuerpo y nuestra alma.
La avaricia y la ilusión de control

Conozco al capellán de un hospital que trabaja con


gente traumatizada por alguna circunstancia de su vida.
Tanto si se han visto sacudidos por una pérdida debida a un
accidente de tráfico o de avión, a las catástrofes de una
tormenta o a un diagnóstico terminal, una de sus
principales luchas se orienta –dice– hacia la falta de
sentimiento de control.

«He descubierto que me ayuda pedir a estas personas


que me hablen de la época de su vida en que tenían
realmente el control en sus manos. Por lo general empiezan
refiriéndose a alguna situación en la que las cosas les iban
bien. Yo les escucho y después les pregunto: “Pero
¿realmente tenías tú el control?”. No les queda otro
remedio que entender lo que quiero decir. Unas veces las
cosas van bien y otras, mal. En realidad, nosotros nunca las
controlamos, y mucho menos cuando creemos hacerlo.
Podemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que
corran a nuestro favor, pero eso no significa que las
controlemos: nuestros esfuerzos pueden quedar sin fruto
en un pestañeo. Solo podemos poner nuestra confianza en
la fidelidad de Dios. Si nos olvidamos de su presencia y de
su Providencia, lo demás solo es una ilusión».

A la mayoría nos aterra vernos obligados a enfrentarnos


a nuestra absoluta falta de control sobre cualquier cosa y
en cualquier momento, pero creo que, si lo aceptamos,
puede resultar profundamente liberador. Cuando somos
capaces de asumir que no controlamos nada, quedamos
libres para dejar de dedicar nuestras vidas a búsquedas
inútiles. Si no podemos controlar nada, ¿por qué no parar
de dar bandazos y escuchar a Dios, que lo controla todo? Si
no controlamos nada, ¿qué tenemos que perder si dejamos
de seguir nuestra voluntad y le preguntamos a Él cuál es la
suya? Si trabajar de una forma enfermiza no es una
garantía para prevenir los reveses, ¿por qué no trabajar de
un modo más humano que respete nuestra dignidad y
proteja nuestras relaciones? Si no podemos estar seguros
de nuestra capacidad de conservarlo todo por mucho que
intentemos acumular, ¿por qué no compartir lo que
tenemos con quienes pasan necesidad?

La virtud de la generosidad: El antídoto contra la


avaricia

La caridad es forma, fundamento, raíz

y alma de todas las virtudes.

Santo Tomás de Aquino

La generosidad (o caridad) es el medio genuino para


abordar esa ansia que es nuestro anhelo divino de
confianza. Muchos identifican la generosidad o la caridad
con aquello que hacemos por los demás. La mayoría –yo
incluido– vivimos centrados sobre todo en nosotros mismos.
No nos gusta demasiado hacer nada que no consideremos
un beneficio directo para nosotros. Si bien es cierto que,
superficialmente, la caridad tiene que ver con los demás, la
generosidad es en realidad un acto de valiente resistencia.
Cuando somos generosos con los demás con nuestros
bienes, nuestro talento o nuestro tiempo, nos estamos
riendo en la cara de Satanás, que quiere convencernos de
que nuestra entrega acabará siendo nuestra perdición. Por
eso santo Tomás de Aquino llama a la caridad «forma,
fundamento, raíz y alma de todas las virtudes»: porque ser
caritativo nos recuerda que Dios nos da todo lo que
tenemos para que podamos emplearlo en bien de los
demás. Cuando llevamos a cabo estos actos desafiantes de
caridad y generosidad, nos quedamos mirando fijamente la
pistola con que Satanás nos apunta a la cabeza: una pistola
cargada con balas de deseo, carencia, miedo y caos; y, en
lugar de cubrirnos, nos reímos de él y nos ponemos a
bailar.

Hay pocas cosas tan valerosas como la caridad. Si te


cabe alguna duda, piensa cómo te sientes cuando ves pasar
el cepillo en la iglesia. ¿Qué es más valiente que desafiar
esa inclinación natural a escarbar en tu cartera en busca
del billete más pequeño, en lugar de dar lo que realmente
puedes dar, siempre que ello no te impida atender tus
necesidades? ¿Te crees que no es Satanás contra quien
luchamos mientras reunimos la cantidad más escasa
posible? No se me ocurre otra cosa que exija más valor que
pelear contra el demonio.

Lo que das a la Iglesia o a cualquier obra benéfica es


una cuestión entre Dios y tú; es decir, demos lo que demos,
el motivo de que escatimemos lo más posible es la avaricia,
el temor de que, si no nos quedamos con todo lo que
podemos, quizá no salgamos adelante.

La generosidad es la virtud que nos desafía a superar


ese miedo que nos atenaza. Por otra parte, por mucho que
los demás se beneficien de nuestros actos de caridad, los
principales beneficiarios somos nosotros. Un importante
estudio de la Universidad de British Columbia ha
demostrado que, ante la disyuntiva de gastar dinero en
nosotros o en otros, quienes se portan con mayor
generosidad con los demás son significativamente más
felices que quienes invierten la misma cantidad en ellos
mismos (Dunn, Aknin y Norton, 2014). Este estudio se
fundamenta en una abundante literatura que constata que
dar a los demás aumenta considerablemente el sentimiento
de bienestar y felicidad del que da. De hecho, los autores
del estudio de la UBC, en su resumen de las investigaciones
anteriores, señalan que la generosidad puede ser una clave
del bienestar universal; y destacan en concreto algunos
estudios que demuestran que la generosidad es beneficiosa
para la actividad cerebral porque estimula los centros de
recompensa del cerebro y disminuye la producción del
estrés químico, el cortisol (Harbaugh, Mayr y Burghart,
2007; Dunn, Ashton-James, Hanson y Aknin, 2010); al
tiempo que hace más felices a personas de todo el mundo,
ricas o pobres. Se trata de un hecho dotado del máximo
grado de comprobación que pueden ofrecer las ciencias
sociales: cuanto más das a los otros –en la medida de tus
posibilidades–, más feliz eres. De hecho, aunque los
investigadores han descubierto que los que dan dinero son
más felices que los que no dan nada, quienes entregan su
dinero y su tiempo son más felices aún que los que solo dan
dinero.

Esto nos lleva a la segunda manifestación de la


generosidad: hacernos presentes. Al inicio de este libro, he
contado la historia de ese amigo mío que, además de darle
unos dólares al indigente, aprovechó para hacer el esfuerzo
de aprenderse su nombre y saber cómo le gustaba el café.
Su disposición a hacerse presente en ese momento y a ver
en ese hombre no solamente una oportunidad de practicar
la caridad, sino a una persona, es lo que lo distingue de los
demás. Podemos dar de nuestros recursos, sí; pero nuestra
presencia y nuestra disposición a invertir el tiempo en
nuestras relaciones son el regalo más importante.

Ser generosos con nuestro dinero y nuestro tiempo


ayuda a satisfacer nuestro anhelo divino de confianza, ya
que con ello demostramos que aceptamos nuestra falta de
control sobre la vida y nos asociamos al perfecto amor de
Dios, que disipa el temor que nos lleva a aferrarnos a todo
solo «por si acaso». Abrazamos la llamada de Dios a ser tan
generosos con los demás como Él lo es con nosotros. Si los
demás pueden contar con nosotros pese a nuestra
debilidad, nuestros miedos y nuestros defectos, ¿cuánto
más podremos contar nosotros con que Dios será generoso
con su abundante tesoro en esta vida y en la futura?

Generosidad y divinización

A medida que vamos volviéndonos más generosos con


los demás y, al mismo tiempo, reflejando la generosidad de
Dios con nosotros, acabamos centrando nuestra atención
en la increíble generosidad con que obra al hacernos
partícipes de su don más preciado: su divinidad. ¡Quiere
convertirnos en dioses! ¿Qué derecho tenemos a reclamar
ese don? ¿Cómo podríamos ganárnoslo? Naturalmente, es
imposible aspirar a la deificación por nuestros propios
medios; pero Dios, en su infinita generosidad, desea que lo
logremos.

Reflexionar sobre este acto supremo de generosidad


comienza a satisfacer nuestro anhelo divino de confianza en
otros dos sentidos que nos afectan a un nivel todavía más
profundo. En primer lugar, considerar el deseo de Dios de
hacernos partícipes de su divinidad nos lleva a entender
que, si quiere compartir con nosotros un don tan
admirable, ¿qué podrá negarnos? Con esto no quiero decir
que, si le pides una mansión o un yate, te los concederá. Lo
que quiero decir es que, si está dispuesto a hacernos
partícipes del don de su divinidad, ¿cómo no va a
ayudarnos a conseguir pagar la factura de la luz?
Conociendo el don de la divinización, es absurdo dejarnos
inquietar por tantas cosas. Eso no significa que nos
sentemos a esperar que las cosas nos lluevan del cielo.
Como dice la Escritura, si alguno no quiere trabajar, que no
coma (cfr. 2 Ts 3, 10). Evidentemente, tenemos que
trabajar para hacer frente a nuestros gastos; pero, a la luz
del don de la divinización, quizá podríamos permitirnos
trabajar de un modo más coherente con nuestra dignidad y
nuestra vida de relaciones; quizá podríamos confiar en las
palabras de la Escritura: «Realizad vuestra tarea a tiempo,
y él os recompensará en su tiempo» (Si 51, 38).

En segundo lugar, reflexionar acerca del don de la


divinización nos recuerda hasta qué punto desea Dios
colmar nuestro anhelo divino de confianza. Es como si,
sabiendo lo que nos cuesta confiar en Él, nos dijera: «Mira,
te pasas todo el día dándome la lata con esas
insignificancias que necesitas y, por mucho que yo te diga:
“Toma”, sigues dudando de mí. ¿Qué ocurre si te doy algo
tan impensable, tan imposible, tan increíble que, si lo
consigues, no volverás a dudar de mí? ¿Te gustaría?». Y
entonces nos coge de la mano y empieza a transformarnos
en dioses.
La divinización exige una confianza radical. Como hemos
dicho en capítulos anteriores, pensar que nosotros –con
nuestra fragilidad, nuestra tendencia al pecado y nuestros
defectos– podemos aspirar a convertirnos en dioses sería
ridículo, cuando no claramente ofensivo… si no fuera
porque eso es exactamente lo que desea Dios. Aunque en
realidad no somos capaces de controlar nada y menos de
garantizarlo, podemos conservar al menos la ilusión de que
sí somos capaces de pagar la factura del agua nosotros
solos. No obstante, no existe ilusión alguna de convertirnos
en dioses por nuestros propios medios que no acabe en
decepción. Aun así, cuanto mayor sea nuestra generosidad,
más capaces seremos de rozar la generosidad radical de
Dios y creer, por imposible que nos resulte de comprender,
que Dios quiere hacernos semejantes a Él, perfectos y
eternos. Si nosotros, que no somos perfectos, podemos
dedicarnos enteramente al bien de los demás, ¿cuánto más
puede nuestro Padre del cielo dedicarse enteramente a
obrar maravillas en nuestra vida (cfr. Lc 11, 13)?

Esta es la razón de que quienes avanzan en su camino


espiritual por las vías iluminativa y unitiva sientan cada vez
menos ansiedad y más confianza. Cuanto más adelantados
nos hallamos en esa senda espiritual que conduce a la
divinización, más real es la idea de la promesa de Dios de
hacernos partícipes de su divinidad. Cuanto más evidente
nos resulta, más ridículo nos parece inquietarnos por
cualquier otro objetivo o deseo, porque todos palidecen a
su lado. Solo somos capaces de hallar la plena satisfacción
de nuestro anhelo divino de confianza si nos acercamos a
Dios y nos damos cuenta de que no hay parte de Él que nos
niegue. Él es nuestro y nosotros somos suyos. Aceptando su
generosidad en nuestro corazón y dejando que esta nos
anime a ser con los demás todo lo generosos que las
circunstancias nos permitan, comenzamos a emprender el
camino que colma uno de los anhelos divinos más
profundos del corazón humano: el deseo de confianza, de
dejarse llevar por Dios.

Satisfacer el anhelo divino de confianza

EJERCICIO

Oración

Señor Jesucristo:
Con tu pasión, tu muerte y tu resurrección, me
lo das todo y me permites poder participar de tu
naturaleza divina. Acepto tu don. Aduéñate cada
día más de mi corazón y haz que, como Tú, me
entregue plenamente a los demás. Que descubra
cómo entregar más de mi tiempo, de mi presencia y
de mis bienes a aquellos con quienes convivo y a
quienes trato cada día. Dame un corazón que arda
de generosidad para desterrar la ilusión de control
sobre mi vida y no confiar nada más que en ti. Tú
eres todo para mí; a tu amorosa protección confío
mi trabajo, mis relaciones, mi bienestar y mi
eternidad. Te lo pido por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
COAL: el combustible para el cambio

Mientras consideras los medios que te permitan


satisfacer mejor el anhelo divino de confianza,
párate un momento a reflexionar en qué aspectos la
actitud COAL puede ser el combustible para los
cambios que te gustaría hacer en tu vida.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que tengo que «cuidar de
mí mismo» y que el mejor modo de hacerlo es
trabajar sin medida o acumular lo que gano?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.

Aceptación

Piensa: «Estas son las experiencias que han


forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
confianza. Acepto mi pasado igual que acepto la
llamada de Dios a cambiar y crecer».

Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que solo
puedo colmar mi profundo anhelo de confianza
siendo generoso y practicando la caridad en
cualquier prueba que afronte.
¿En qué aspectos concretos de mi vida me pide
mi conciencia –la voz de Dios en mi corazón– ser
más generoso con mi tiempo, mi presencia o mis
bienes?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por el camino de la
generosidad y venciendo la tentación de la
avaricia».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Piensa en qué momentos del día puede
tentarte la avaricia e imagínate respondiendo con
generosidad. Pide a Dios que te ayude a recordar
que debes responder con más amor siempre que te
sientas tentado a negarte a compartir tu tiempo o
tus bienes con los demás.

Practicar la generosidad

Plan de acción

Vive la devoción a la Divina Misericordia. La


oración constante de santa Faustina era «Jesús, en
ti confío». Rezar el rosario de la Divina
Misericordia puede ayudarnos a confiar en el
generoso plan que Dios nos tiene reservado y
animarnos a ser igual de generosos con los demás.
Hay más información disponible sobre la devoción a
la Divina Misericordia de Jesús en www.divina-
misericordia.org.
En una ocasión, santa Teresa de Calcuta
aconsejó lo siguiente a una mujer que deseaba
practicar mejor la caridad: cuando fuera a comprar
un sari nuevo, debía escoger los dos que más le
gustaran y comprar el más barato para dar la
diferencia a los necesitados. ¿De qué modo podrías
poner en práctica esta idea la próxima vez que
vayas a comprar ropa, cosas para la casa, e incluso
un coche o una vivienda?
Lleva a la oración tu situación económica.
Consulta con algún asesor qué cantidad razonable
puedes dedicar a obras benéficas teniendo en
cuenta tus necesidades y las de aquellos que
dependen de ti (sin olvidar la necesidad rectamente
ordenada de disfrutar de la vida que Dios te ha
dado). Poco a poco y sin abandonar la oración,
procura aumentar mes a mes la cantidad destinada
a fines benéficos.
Lleva a la oración en qué inviertes tu tiempo.
¿Cómo podrías ser más generoso con el tiempo que
dedicas a los que conviven contigo? Mira la lista
siguiente y escribe cuánto tiempo pasas
aproximadamente con estas personas a lo largo de
la semana:
tu cónyuge,
tus hijos,
tus colegas,
otras personas con las que coincides cada día.
Repasa todos los días tus respuestas y
pregúntate si has estado atento a las oportunidades
de hacerte más presente a las personas con quienes
compartes tu vida. Una vez logrados estos primeros
objetivos, piensa en otros modos de ser más
generoso con tu tiempo y tu presencia con quienes
tratas a lo largo del día.

El anhelo divino de confianza: una promesa

Pese al caos y las tempestades de esta vida, el anhelo


divino de confianza nos recuerda que lo imposible es
posible. Podemos dejar de inquietarnos. Podemos dejar de
matarnos trabajando. Podemos dejar de acumular.
Podemos permitirnos ser generosos con nuestro tiempo,
nuestra presencia y las cosas materiales que Dios nos ha
dado. Y, finalmente, podemos confiar en que Dios tiene
planes asombrosos para nuestra vida y, sobre todo, que
quiere tomar lo más roto, lo más herido y despreciable de
nosotros para transformarlo y hacernos capaces de
entregarnos a Él tan plena y totalmente como Él se entrega
a nosotros.

Abandónate en los brazos amorosos de Dios, que no


desea otra cosa que atender tus necesidades físicas,
emocionales, relacionales y espirituales; que anhela llenar
todos los huecos de tu vida y, sobre todo, el espacio que
existe entre su corazón y el tuyo. Que cada vez que respires
broten de ti las palabras de santa Faustina: «¡Jesús, en ti
confío!». Y siente la amorosa y generosa presencia de Dios,
que llena tu vida y te transforma en la imagen generosa de
su propio rostro.
9. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE BIENESTAR

Cuando te unes a la voluntad de Dios,

recibes una vida nueva y te armas de valor,

abrazando gustosamente la cruz

y besando Su mano (…); una mano que se acerca a ti

llena de amor y no tiene otra intención

que concederte el mayor bienestar espiritual.

San Pablo de la Cruz

«Que te vaya bien».

Eso me dijo un amigo mío el otro día cuando salía de su


casa: un saludo sincero e informal que expresaba su deseo
de que me fueran bien las cosas hasta la siguiente ocasión
en que nuestros caminos volvieran a cruzarse.

Que las cosas nos vayan bien es algo que todos


deseamos. Nadie quiere estar enfermo o –por decirlo de
alguna manera– «averiado». Todos aspiramos a una vida
saludable, feliz, plena y de relaciones significativas con los
demás. Y hacemos cuanto podemos por lograrla. Todos
deseamos crecer.
Definición de bienestar

«Crecer» es otra manera de referirse al «bienestar».


Cuando afirmamos: «Yo no quiero limitarme a sobrevivir.
Quiero crecer», lo que en general queremos decir es que
«no deseo ir renqueando como un conjunto inconexo de
necesidades insatisfechas y en conflicto. Quiero sentir paz,
plenitud y satisfacción en todos los aspectos de mi vida».

Los psicólogos definen el crecimiento como la


interacción de cinco dimensiones distintas del bienestar
(Feeney y Collins, 2014):

1. El bienestar hedónico está relacionado con el


disfrute que obtienes de tu vida. Difiere de la
felicidad motivada por el placer (hedónica) a
que nos hemos referido en el capítulo 4 en
nuestro análisis de la abundancia. El hedonismo
tiende a ser destructivo, mientras que el
bienestar hedónico es consecuencia de la
búsqueda de placeres saludables. Si sabes
cómo divertirte de un modo saludable, si tienes
sentido del humor y aficiones estimulantes, si
intentas de un modo consciente y deliberado
disfrutar de las sencillas alegrías de la vida
diaria, puede decirse que posees un grado
saludable de bienestar hedónico.

2. El bienestar eudaimónico consiste en la


felicidad de vivir una vida con sentido
(Boniwell, 2012). Si posees una vida espiritual y
un sistema de valores significativos, si sientes
que empleas tus talentos en bien de los demás,
si eres capaz de identificar de qué modo –por
pequeño que sea– estás cambiando este mundo
y tienes la suerte de saber que quienes te
rodean se ven beneficiados por tu presencia en
su vida, es probable que experimentes un fuerte
sentimiento de bienestar eudaimónico.

3. El bienestar psicológico guarda relación con la


visión saludable y positiva de uno mismo, unida
a la ausencia de síntomas de trastornos de la
salud mental. Si te gustas tal y como eres, si te
sientes bien con tu capacidad de fijarte y
alcanzar metas positivas y careces de
problemas psicológicos/emocionales que
afecten a tu capacidad de desenvolverte bien en
tu trabajo, tus roles y tus relaciones,
seguramente mostrarás un alto grado de
bienestar psicológico.

4. El bienestar social implica mantener una


relación significativa con la gente que te
importa y a la que tú importas. Si crees que
puedes confiar en los demás y que, por lo
general, la gente es digna de confianza; si
recibes el apoyo de un grupo que comparte tus
valores y creencias; si te sientes querido por la
gente con la que convives, seguramente
cuentas con un alto grado de bienestar social.

5. El bienestar físico combina la fuerza y la salud


físicas. Si estás en forma y no sufres
enfermedades, si eres capaz de mantener
niveles adecuados de actividad y puedes
realizar todas las actividades que consideras
importantes, es probable que muestres un alto
grado de bienestar físico.

Muy poca gente logra el bienestar en los cinco aspectos


asociados al crecimiento; no obstante, el grado de
bienestar que goces en cada una de estas cinco categorías,
manteniendo el equilibrio, te da la idea de si estás
creciendo.

La raíz de nuestro anhelo

Ya que el deseo de bienestar es un sentimiento tan


fuerte y universal, quizá no se nos ocurra preguntarnos de
dónde procede ese anhelo divino. Al fin y al cabo, el estado
de la persona después de la caída es todo menos «bueno».
El dolor –derivado bien de la enfermedad, bien del estrés y
los conflictos– es un estado del ser que a la mayoría de
nosotros nos resulta mucho más conocido, aunque no por
ello descartemos el deseo de bienestar considerándolo una
fantasía.

Tal vez por eso –como sucede con los demás anhelos
divinos–, una parte de nosotros recuerda la plenitud que la
humanidad experimentaba antes de la caída. En el capítulo
dedicado al anhelo divino de paz mencionaba la frase en
que san Agustín afirma que la paz es «la tranquilidad del
orden». Antes de la caída, el mundo entero se hallaba en
paz consigo mismo y con Dios, porque todo conservaba el
recto orden dispuesto por Él. No obstante, no puede haber
paz en el mundo si no la hay en nuestros corazones. ¿Quién
de nosotros es capaz de mantener un ánimo pacífico hacia
los demás cuando le duele una muela o está estresado? La
paz exterior es fruto de la paz interior.

Por lo tanto, podemos hablar del bienestar como la paz


interior derivada del equilibrio entre las cinco dimensiones
del yo que acabamos de citar. Como escribía Pablo VI en la
Populorum Progressio (1967), «el verdadero desarrollo
humano (…) es el paso, para cada uno y para todos, de
condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida
más humanas». Podremos decir que hemos alcanzado el
bienestar en la medida en que toda nuestra persona se
desarrolle adecuadamente y mantenga un equilibrio
(Siegel, 2012; Pargament, 2011).

Después de la caída perdimos la capacidad de mantener


ese equilibrio perfecto entre todos los aspectos de nuestro
yo físico, psicológico, espiritual y social. De hecho,
sospecho que muchos diríamos que lo normal es que esas
partes de nuestro yo estén en guerra entre ellas. Queremos
rezar, pero nos dormimos. Queremos cuidar de nosotros,
pero también los demás necesitan que los cuidemos.
Queremos hacer ejercicio, pero no nos apetece. Nos
gustaría vivir con la compañía de los demás, pero sus
pequeños dramas nos agotan. Cada uno de nosotros es un
batiburrillo de intenciones contradictorias.

Pero no siempre fue así. Al principio existía la unidad


entre Dios y el hombre, y dentro del propio hombre.
Nuestros primeros padres experimentaron ese bienestar,
esa vida perfectamente equilibrada resultado de la armonía
interior y exterior. A través de los siglos, esa dimensión de
la Unidad Original nos interpela bajo la forma del anhelo
divino de bienestar, esa profunda ansia de plenitud y salud
que todos experimentamos.

La gula: La distorsión del anhelo divino de


bienestar

El mundo ha redefinido la gula como el presunto


«pecado» de estar gordo. La gula es la nueva promiscuidad.
En una cultura que honra a la lujuria como principal virtud,
el pecado de «no ser lo bastante atractivo» se ha
convertido en el único vicio digno de condena.

Los cristianos –aunque por razones totalmente distintas–


siempre han visto en la gula un grave problema. Tenemos
en mucha estima a nuestro cuerpo: al fin y al cabo, creemos
en su resurrección. En su teología del cuerpo, san Juan
Pablo II habla de su significado no solo biológico, sino
teológico: «El cuerpo, y solo él, es capaz de hacer visible lo
que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado
para transferir a la realidad visible del mundo el misterio
escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo»
(2006).

En señal de respeto hacia la creación de Dios y dado su


significado espiritual, el cristianismo concede mucha
importancia al dominio del cuerpo: de ahí que la gula haya
sido siempre uno de los siete pecados capitales. La gula
socava el funcionamiento y el bienestar saludables del
cuerpo y de toda la persona. Evita que vivamos
conscientemente sustituyendo el cuidado de nosotros
mismos por la autocomplacencia y frustrando nuestra
llamada a amar y aceptar nuestro cuerpo como el don que
realmente es.
La gula y la consciencia

Sería muy fácil afirmar que la gula es el «pecado» de


disfrutar comiendo: algo que no le «suena» a nadie
mínimamente conocedor de la cultura católica. Como dice
abiertamente el poema del historiador y escritor Hillaire
Belloc,

Allí donde brilla el sol católico,

hay alegría, música y buen vino.

Así, al menos, lo he comprobado yo.

Benedicamus Domino!

La mayoría de los expertos en el tema de la gula no se


oponen tanto al placer de comer –ni tampoco a ganar unos
kilos– como a nuestra inclinación a comer de un modo
inconsciente. En palabras de Máximo el Confesor, «no son
malos los alimentos, sino la gula (…). Ninguno entre los
seres es malo, a no ser el abuso que viene de la negligencia
del intelecto en cultivarse a sí mismo».

Y san Alfonso de Ligorio escribe:

No deberá entenderse (…) que quiera


clasificarse de pecado el sentir placer al mismo
tiempo que se reciben los manjares; no es posible
dejar de experimentar aquella sensación que
naturalmente presta; lo que sí habrá de
comprenderse es que se comete culpa por
alimentarse con solo el fin de recrearse con ese
mismo deleite sensual, a semejanza de las bestias,
que ningún otro fin honesto se proponen. De donde
se infiere que nosotros podemos disfrutar de
manjares aunque sean delicados, sin cometer la
más leve culpa cuando lo hacemos con un fin recto;
y podemos también, por el contrario, usar de viles y
groseras viandas gravando la conciencia cuando
estas se toman por apego o afecto desordenado al
mismo placer del sentido.

Recuerda que el pecado consiste en aceptar menos de lo


que Dios desea darnos (es decir, «la ausencia de bien»).
Todos estos santos señalan que la comida, e incluso
disfrutar de ella, puede ser algo bueno. Sin embargo,
muchos comemos por la misma razón que George Mallory
escaló el Everest: «¡Porque estaba ahí!». Por desgracia, los
resultados son menos admirables.

Comer de manera irreflexiva, igual que meros animales,


niega en su esencia nuestra humanidad. Puesto que
nuestro destino está en trascender nuestra humanidad y
convertirnos en dioses por la gracia de Dios, optamos por
algo muy inferior si rechazamos a un tiempo nuestra
herencia divina y nuestra humanidad esencial viendo en la
comida lo que ve un animal y comiendo solamente porque
tenemos ganas de hacerlo.

Pero tampoco es esta la cuestión de fondo. Como seres


humanos, somos capaces de entender que muchas veces
nuestra hambre consiste en algo más que en una necesidad
de comer. Los expertos en nutrición saben que la causa
principal de nuestra relación poco saludable con la comida
es el apetito emocional: el intento de satisfacer un hambre
emocional, psicológica, relacional o espiritual haciendo uso
de la comida y la bebida (Geliebter y Aversa, 2003).

Cuando las relaciones con la gente que tratamos, o


nuestras elecciones, o nuestra manera de trabajar, de
pensar e incluso de rezar (o de no rezar) no son saludables,
sentimos una insatisfacción que nos hace tener hambre del
bienestar que nos falta. Pero, si no nos detenemos a pensar
qué es lo que nos mueve, es fácil confundir esa hambre más
profunda con el simple deseo de comer y beber. Adoptando
como lema el del adicto –el de que uno nunca tiene
suficiente de lo que en realidad no desea–, confiamos en
que nuestra próxima visita a la nevera o al bar colme el
ansia de todo nuestro ser. Cuando interpretamos esa ansia
como hambre, no nos equivocamos; pero no es un hambre
de alimentos ni de alcohol. Es el hambre de satisfacer el
anhelo divino de bienestar, el deseo de vivir una vida
equilibrada para mayor gloria de Dios: una vida atenta a
nuestro bienestar físico, emocional, relacional y espiritual.
«¡La gloria de Dios es el hombre vivo!», decía san Ireneo.
Si vivimos de un modo que aspira al auténtico bienestar,
nuestras vidas se convierten en una obra de arte:
esculturas vivas que glorifican al escultor demostrando
que, dejándonos manejar por el cincel de la gracia, todos
los aspectos de nuestra vida son capaces de desarrollar la
milagrosa armonía que Dios quiso para nosotros desde el
principio de los tiempos.

Dos clases de gula: El exceso y la exquisitez


La gula distorsiona nuestra búsqueda de bienestar de
dos modos que, curiosamente, son contradictorios: uno es
el exceso, es decir, despreocuparnos de qué es lo que «le
echamos» al cuerpo; y el otro es la exquisitez, es decir,
preocuparnos exageradamente de cómo y qué comemos.
Tanto el exceso como la exquisitez son una manifestación
de la dudosa idea de que la salvación puede provenir de
nuestros cuerpos y nuestros sentidos. Vamos a echar una
ojeada a ambos aspectos.

El exceso

Al médico le preocupa mucho el peso de Anna.


Tiene la tensión por encima de 16 y otros
problemas de salud relacionados con el peso. Anna
ha probado un montón de dietas y se ha operado
para ponerse una banda gástrica, pero no le
funciona nada. Reconoce que, cuando sigue una
dieta o intenta comer un poco menos, siente un
pánico que ni ella misma se explica. Hablando con
su pastor, comprendió que la infelicidad de su
matrimonio era un desencadenante decisivo de sus
atracones. Durante el día estaba bien; pero, cuando
su marido llegaba a casa, se pasaba la tarde
comiendo de pura ansiedad. También le contó que,
desde que había engordado tanto, su vida sexual se
había reducido a nada; y que, aunque se imaginaba
que debería sentirse culpable, en el fondo era un
alivio, porque nunca había disfrutado del sexo con
él. El pastor le dijo que Dios se estaba valiendo de
sus problemas con el peso para animarla a abordar
sus problemas matrimoniales, y que debía buscar
consejo para sanar su relación. Ella le agradeció su
apoyo, pero todavía no ha dado el paso. «No sé si
saldría bien», dijo. «Mi marido y yo llevamos años
así. No es probable que él vaya a cambiar y yo,
sinceramente, creo que no tengo energías para
intentarlo. Además, los consejeros matrimoniales
son caros. No le veo sentido». Entretanto, su peso
se sigue disparando y, con él, los problemas de
salud que conlleva.

Kirk se quedó sin trabajo hace seis meses. Desde


entonces no ha vuelto por la iglesia. En realidad, ha
dejado de hacer un montón de cosas. Le
avergüenza estar en el paro. No soporta que su
mujer, que es enfermera anestesista, se vaya a
trabajar. Por mucho que ella le diga que está
encantada de poner de su parte, solo consigue
deprimirle más. Quiere a sus hijos, pero el papel de
papá ama de casa le resulta humillante. Cuando los
niños están en el colegio, en lugar de ocuparse de
la casa o enviar currículums, se dedica a navegar
por Internet y a jugar con la videoconsola. Si su
mujer le pregunta cómo va el tema de buscar
trabajo, se enfada y se pone a la defensiva. La
mayoría de las noches, una vez que ella ya está en
casa y acuesta a los niños, Kirk se mete en el cuarto
de estar a ver la tele y a beber cerveza hasta que se
queda dormido. Asegura que no tiene problemas
con la bebida: solo bebe para relajarse. Es el único
momento del día en que siente algo de dignidad. A
él no le parece un problema.
No cabe duda de que el apetito de Anna es un hambre
de intimidad y plenitud, pero le da terror luchar por lo que
de verdad desea, bien por miedo a que no funcione, bien
por miedo a lo contrario, en cuyo caso tendría que
reconciliarse con su sexualidad. Por otra parte, es evidente
que Kirk está deprimido y consumido por una ansiedad
destructiva derivada de la incapacidad de ser el sostén
económico que desearía, cosa perfectamente comprensible;
pero, en lugar de acercarse a Dios en momentos de
dificultad, de agradecer el respaldo de su esposa o de
buscar ayuda para gestionar su lucha emocional, se refugia
en la bebida, abrazándose al letargo alcohólico como si
fuera un peluche capaz de espantar a los monstruos. Por lo
menos, hasta la mañana siguiente.

¿No nos sentimos todos tentados de recurrir a la comida


o a la bebida si hay algo que va mal en nuestra vida?
Cuando estamos en crisis, la gula por exceso nos lleva a
aferrarnos a la puerta de la nevera o a la copa de vino en
lugar de cogernos de la mano de Dios con la esperanza de
que nos guíe por el camino hacia nuestro destino. Pero,
además, la gula distorsiona nuestro anhelo divino de
bienestar de un modo que, curiosamente, toma la dirección
opuesta.

La exquisitez

Hay una viñeta fantástica en la que Jesús, después de


multiplicar los panes y los peces, se dispone a dar de comer
a la multitud. La gente que aparece en la viñeta, en lugar
de agradecérselo, está diciendo: «¡Es que yo soy vegano!»,
«¿el pan lleva gluten?» o «¿ese pescado ha pasado el
control del mercurio?».

Alimentarse bien es muy conveniente. Nadie discute la


importancia de una buena nutrición para nuestro bienestar.
Debemos vigilar lo que le damos a nuestro cuerpo. De
hecho, igual que hay numerosos trastornos causados por
los malos hábitos alimentarios, una correcta alimentación
puede mejorar considerablemente e incluso eliminar
muchos problemas de salud. Las personas que piden
consejo a su médico o a un buen nutricionista para
enterarse de cómo comer y colaborar en su mejora son
dignas de elogio.

No obstante, estos últimos representan una porción


relativamente pequeña. Son muchos más los que, después
de leer algún artículo o consultar una tarde al Dr. Google
para matar el aburrimiento delante del ordenador, deciden
que todos los problemas de su vida se deben a comer X; y, a
veces, a comer X, Y, Z, P, D y Q. Si son capaces de eliminar
todo eso de su dieta, se salvarán. Santo Tomás de Aquino
llamaba studiose a esta inclinación a ser demasiado
exquisito con la comida y la consideraba una clase de gula.

Las personas tan preocupadas por lo que comen no


hacen nada malo y tienen muy buena intención. Pero, sin
darse cuenta, caen en el mismo error que los que comen en
exceso. En lugar de analizar cuál es el posible desequilibrio
de su vida causante de los problemas que intentan
solucionar, buscan un subterfugio que calme su dolor. Su
búsqueda de ese remedio secreto para la salud los
convierte en esclavos de la misma idea de quienes pecan
por exceso: la de que pueden lograr la salvación a través
del cuerpo.

De este modo, en lugar de limitarse a vigilar lo que


comen, convierten la alimentación prácticamente en una
religión. Estas personas bienintencionadas pueden pasarse
horas meditando en esos templos que reciben el nombre de
tiendas de comida sana y suplementos alimenticios. Se
enfrascan con ánimo religioso en lecturas sacras,
analizando pormenorizadamente libros y publicaciones
sobre la salud. Siguen a especialistas y gurús de dudosas
credenciales que predican el evangelio de una vida larga y
de la salud y la felicidad a través de las privaciones.
Refiriéndose a este fenómeno, el célebre predicador Robert
Barron comentaba que, en su opinión, todos los puritanos,
llevados por su fe en una renuncia radical, se han
convertido en editores de revistas de comida sana y
ejercicio físico (Barron, 2007).

El problema está en que todas esas privaciones –por


irónico que parezca– constituyen también un exceso. No
solo pueden hacer que acabemos ignorando los verdaderos
problemas que requieren nuestra atención, sino que llegan
a constituir serios obstáculos para las relaciones: muchos
dejan de frecuentar otras casas por temor a lo que puedan
sentirse tentados a comer; o, si van a algún restaurante,
torturan a la pobre camarera y al personal de cocina y
reclaman una exagerada atención con una lista
interminable de necesidades especiales. A veces este culto
al cuerpo causa perjuicios aún mayores a las relaciones,
como en el caso de Jillian Michaels, gurú de la salud y el
ejercicio físico, que afirmó que nunca se quedaría
embarazada porque «no puedo hacerle eso a mi cuerpo»
(Huffington Post, 2010). Nuestra fascinación por el aspecto
externo nos ha convertido en un país cuyos habitantes
están tan dedicados al culto al cuerpo que se han olvidado
de que Dios quiere que el cuerpo humano sea un signo
visible del amor que las criaturas estamos llamadas a ser y
dar.

Según la Asociación Nacional de Trastornos


Alimenticios, los profesionales de la salud que tratan este
tipo de casos han acuñado el término ortorexia para
describir la relación obsesiva y desordenada con la
«alimentación sana» (Kratina). Los especialistas en
trastornos alimentarios constatan el aumento de la
ortorexia y la consideran la posible causa de un intenso
sufrimiento personal, emocional y relacional.

Francis acudió a terapia por un cúmulo de


cuestiones profesionales y sociales. Es abogado y
trabaja con otros socios, que le «animaron» a
buscar ayuda. Sus colegas decían que en la sala de
descanso no había quien le aguantara, con sus
constantes lecciones al resto del personal sobre su
modo de comer y de envenenar sus cuerpos.
Llegaba incluso a criticar los hábitos alimentarios
de sus clientes, lo que provocó varias quejas ante
los socios veteranos de la firma.

Su matrimonio también era un desastre. Era tan


especial para las comidas que su mujer dejó de
cocinar para él. Rara vez comía con su familia:
prefería prepararse sus propios platos o salir a
algún restaurante con comida apta para él, por lo
que solía llegar a casa cuando los niños ya estaban
acostados. Además se estaba preparando para un
maratón y los fines de semana dedicaba mucho
tiempo a entrenar. Todo lo cual le impedía estar
con sus hijos. Su mujer se quejaba a menudo de ser
una madre soltera y los niños se resentían de su
ausencia.

En la terapia, Francis reconoció que tenía mucha


ansiedad –decía que estaba «eléctrico»– y que solía
reaccionar exageradamente a la más mínima
frustración. Contó que hacía unos días su secretaria
estaba ocupada y tuvo que buscar él mismo el
expediente de un cliente. Un incidente tan
insignificante como ese fue convirtiéndose en una
bola de nieve y se pasó todo el día haciendo una
relación mental de las distintas clases de
decepciones que le hacía sufrir la gente. Muchas
noches esa clase de pensamientos le impedían
dormir.

Cuando su consejero le preguntó sobre su


relación con la alimentación y el ejercicio, Francis
admitió que había optado por esa manera de comer
para manejar su ansiedad, y que creía que le
convenía el ejercicio para liberar el estrés. De
hecho, el único momento en que dejaba de sentir
ansiedad era cuando hacía ejercicio.

El terapeuta se quedó sorprendido cuando, al


preguntarle qué buscaba en la terapia, Francis
pasó por alto cualquier problema emocional,
relacional y profesional, y le pidió que le ayudara a
superar su «adicción a las bebidas gaseosas sin
azúcar»: era lo único de la dieta que no lograba
controlar y le hacía sentirse culpable. Estaba
seguro de que, si conseguía dejar de meterse tantas
sustancias químicas, no se sentiría tan ansioso ni
fracasado… por lo menos en lo referente a su salud
y al ejercicio, cosas de las que estaba muy
orgulloso.

Francis está lleno de buenas intenciones. Torturado por


la ansiedad que domina su vida, solo busca algo que la
aplaque; pero, aunque la dieta y el ejercicio pueden jugar
un papel muy importante para aliviar la ansiedad, lo único
que consigue es trasladar su estilo de pensamiento y
conducta ansiosa a algo sobre lo que tiene un control
absoluto: su modo de comer y hacer ejercicio. En lugar de
gestionar los múltiples problemas y preocupaciones
profesionales, relacionales y emocionales que están
socavando su bienestar, busca la salvación a través del
cuerpo, creándose aún más problemas.

Aunque el de Francis es un caso extremo, la exquisitez


en las dietas no se reduce solo a cuestiones relacionadas
con la salud y el ejercicio. Hay un estudio que señala que,
pese a la abundancia de pruebas que apuntan al valor
positivo de las comidas en familia, muchos padres
renuncian a ellas porque no siempre se pueden permitir los
alimentos orgánicos que les gustaría ofrecer (Bowen, Elliott
y Brenton, 2014). Actuando de ese modo tergiversan el
sentido de las comidas familiares: lo que debe primar es la
ocasión para la unión y la comunicación, no lo que se sirve
en el plato.

Por importante que sea cuidarlo, nuestro cuerpo no


puede salvarnos. Centrarse exclusivamente en él –bien por
el placer que se busca en el exceso, bien por el sentimiento
de control que se adquiere a través de la renuncia– no
puede producir un sentimiento de bienestar si ignoramos
otros aspectos importantes de nuestra vida. Entonces,
¿cuál es la respuesta?

La virtud de la templanza: El antídoto contra la


gula

La virtud de la templanza, esa capacidad de aspirar de


un modo saludable a todo lo que es bueno, es el único
camino que nos conduce a obtener el equilibrio necesario
para alcanzar la integridad que ansiamos. Si la gula
proporciona una ilusión de bienestar –bien saciándonos,
bien provocando en nosotros un falso sentimiento de
control–, la templanza nos ayuda a equilibrar todos los
aspectos de nuestra vida: el trabajo, la diversión, las
relaciones y la salud. Favorece la vida consciente,
haciéndonos encontrar la estabilidad que permite el
crecimiento de la curiosidad, la apertura, la aceptación y el
amor. En realidad, el único modo de satisfacer el anhelo
divino de bienestar y vencer la gula consiste en
comprometerse a trabajar en uno mismo y en las relaciones
personales con vistas a lograr una auténtica experiencia de
integridad. La templanza nos empuja a conseguir una
ecología entre nuestro mundo interior y nuestro mundo
exterior para presentarnos hacia afuera de forma adecuada
e íntegra. Descuidar el trabajo psicológico, relacional y
espiritual que debemos llevar a cabo y centrarnos en
aspectos externos como las dietas o los gimnasios nos
convierte en lo que Jesús definió como «sepulcros
blanqueados» (Mt 23, 7), hermosos por fuera y llenos de
muerte y huesos secos por dentro.

La templanza facilita nuestra llamada a la divinización


de dos maneras. En primer lugar, nos hace detenernos a
preguntarnos: «¿Qué es lo que realmente necesito?». En
lugar de consumir irreflexivamente alimentos y bebida, o
de buscar irreflexivamente soluciones físicas a cualquier
problema, nos permite pararnos, pensar y descubrir qué
aspecto de nuestra vida está necesitado de equilibrio, de tal
manera que no nos ocupemos solo del hambre de
alimentos, sino también del hambre de sentido, de
objetivos, de una relación saludable con Dios y con los
demás y de la paz espiritual.

Los psicólogos se refieren a la capacidad de conocer las


verdaderas necesidades propias como «consciencia». Los
cristianos pueden plantearse la consciencia como la
templanza en acción. La templanza favorece esa
consciencia y nos ayuda a permanecer vigilantes a los
pequeños cambios positivos o negativos en cada una de las
principales áreas del bienestar que hemos analizado al
principio del capítulo, y a elaborar los planes adecuados
para corregir cualquier desequilibrio que estemos
experimentando. El ejercicio de esta capacidad aumenta
nuestro sentimiento de un saludable autocontrol (Teper y
Inzlicht, 2013). La consciencia cultivada mediante la
práctica de la templanza ha demostrado toda una variedad
de saludables beneficios directos para la salud: desde la
disminución del estrés (Creswell, Pacillio, Lindsay y Brown,
2014) y la moderación de los efectos de la depresión y la
ansiedad sobre la salud física (Kurdyak, Newman y Segal,
2014), hasta la bajada de la presión arterial (Hughes,
Fresco, Myerscough et al., 2013) y la mejora del estado de
salud de los pacientes que sufren enfermedades coronarias
y diabetes (Keyworth, Knopp, Roughley, Dickens et al.,
2014), e incluso cáncer (Newswise, 2014). Con tantos
beneficios positivos para la salud, no es de extrañar que la
investigación haya descubierto que quienes cultivan el
autocontrol saludable que acompaña a la templanza tienen
una vida considerablemente más larga que los que no lo
hacen (Turiano, Chapman, Agrigroaei et al., 2014). De
hecho, los sujetos de esta investigación con bajos niveles de
templanza presentaron tres veces más probabilidades de
morir durante el período de estudio que quienes mostraron
niveles más altos.

En segundo lugar, la templanza favorece la llamada a la


divinización garantizando que cada una de las partes que
componen al hombre se abran a la gracia de Dios para que
nuestro yo personal, emocional, social y espiritual pueda
ser explotado en todo su potencial. Acuérdate de que no
entrará nada profano en la presencia plena de Dios (cfr. Ap
21, 27). La templanza posibilita nuestro crecimiento en la
perfección conectándonos con cada aspecto de nosotros
mismos que pueda beneficiarse de cierta atención y
asegurando que ni una sola dimensión de nuestro bienestar
agote todas nuestras energías a costa de cualquier otra
parte de nosotros mismos.

En resumen, la templanza es un componente clave para


una vida abundante, más saludable, más feliz y más larga
en este mundo y en el venidero. Es la virtud que nos
permite no limitarnos a sobrevivir y poder crecer.

Satisfacer el anhelo divino de bienestar

EJERCICIO

Oración

Señor Jesucristo:
Te entrego cada una de las partes de mi vida. Te
entrego mi salud, mis relaciones, mi trabajo, mi
búsqueda de significado y mi deseo de placer.
Enséñame a vivir una vida equilibrada para que
cada elección que haga te alabe y te glorifique a ti.
Enséñame a vivir la templanza en todo y a permitir
que tu gracia desarrolle en todas sus capacidades
cada parte de mí, de modo que, con ayuda de esa
gracia, algún día alcance la perfección y merezca
cumplir mi destino de participar de tu naturaleza
divina. Te lo pido en nombre de Jesucristo, Señor de
cada parte de mi vida. Amén.

COAL: el combustible para el cambio

Mientras consideras los medios que te permitan


satisfacer mejor el anhelo divino de bienestar,
párate un momento a reflexionar en qué aspectos la
actitud COAL puede ser el combustible para los
cambios que te gustaría hacer en tu vida.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que la comida (o el modo
de relacionarme con la comida) es mi principal
medio de satisfacción?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esa
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.
Aceptación

Piensa: «Estas son las experiencias que han


forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
bienestar. Acepto mi pasado igual que acepto la
llamada de Dios a cambiar y crecer».
Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que solo soy
capaz de colmar mi profundo anhelo de bienestar
por medio de la templanza y cuidando de cada
parte de mi vida para poder vivir y crecer
equilibradamente.
¿Qué aspectos concretos de mi vida creo que
afectan negativamente a mi relación saludable con
la comida: mi bienestar físico, psicológico, social y
espiritual –por ejemplo–, o bien mi búsqueda de
placer? ¿Qué puedo hacer para prestar más
atención a esos aspectos de mi vida?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por el camino de la
templanza y venciendo la tentación de la gula».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Piensa en qué momentos del día puede
tentarte la gula e imagínate respondiendo con
templanza, identificando y satisfaciendo tu
verdadera hambre, en lugar de centrarte en tu
relación con la comida. Pide a Dios que te ayude a
recordar que debes responder con más amor
siempre que te sientas tentado a preocuparte en
exceso por tu alimentación o por tu actitud hacia
ella.

Practicar la templanza

Plan de acción

SI TIENDES A COMER DEMASIADO

Antes de comer recita una breve oración:


«Señor, sáciame. Recuérdame en qué tengo
verdadera hambre y ayúdame a evitar servirme de
la comida para apartarme de la satisfacción de mis
necesidades más profundas».
Pregúntate: «¿Para qué como?», «¿tengo
hambre?»; y, si la respuesta es negativa,
pregúntate: «¿Cómo puedo hacer mejor uso de mi
tiempo?».
Sal del club del plato impoluto: acostúmbrate a
dejar en él una pequeña porción de cada alimento.
O, si te sirves tú mismo, coge una cantidad
razonable que quepa en la cuchara o el tenedor y
luego, antes de servírtelo en el plato, devuelve un
poco a la fuente.
Come más despacio. Deja los cubiertos entre un
bocado y otro. Mastica concienzudamente. Traga y
espera un segundo antes de volver a coger los
cubiertos. Recuerda lo que has aprendido en el
capítulo de la ira: frenarte aumenta tu autocontrol.
El ayuno es una antigua práctica muy
importante. Prívate de vez en cuando de una
comida y entrega el dinero que te habría costado a
una labor benéfica de tu elección.

SI TIENDES A SER EXQUISITO CON LA COMIDA

QUE ELIGES

A menos que lleves una dieta pautada por un


médico o un nutricionista competente, piensa que
tus preferencias son solo eso: preferencias.
Entiende que en las comidas ser buena
compañía es más importante que estar pendiente
de lo que comes. En la medida de lo posible, come
algo parecido a lo que come tu acompañante.
Naturalmente, en casa come lo que prefieras.
Pero, a menos que el médico o el nutricionista haya
restringido tu dieta, cuando te invitan a casa de un
amigo o de un familiar, toma lo que te sirvan sin
protestar.
En los restaurantes tampoco pierdas de vista las
órdenes de tu médico. Pide lo que más te guste y
cómetelo sin dejar que la atención recaiga sobre ti
o sobre lo que estás tomando. Piensa sobre todo en
quien te está sirviendo y no en tus preferencias.

El anhelo divino de bienestar: Una promesa

En los evangelios Jesús recibe varias veces el nombre de


«rabbí» o «maestro». Deja que Dios te enseñe a vivir
equilibradamente y vaya sanando poco a poco tu tendencia
a convertir tu relación con la comida en el principal modo
de lograr el confort o el control sobre tu vida (bien en
función de cuánto consumes, bien en función de tu
preocupación por lo que consumes). Si aspiras a un modo
de vida más moderado, permitirás que Dios perfeccione
cada parte de ti y te guíe hacia la perfecta unión con Él.
Descubrirás el secreto para crecer, es decir, para
desarrollar cada aspecto de ti mismo y practicar la
templanza de modo que esos aspectos de tu bienestar
funcionen con un equilibrio feliz y armonioso.
10. SATISFACER EL ANHELO DIVINO

DE COMUNIÓN

No ruego solo por estos, sino por los que van

a creer en mí por su palabra: que todos sean uno;

como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos

estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú

me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste,

para que sean uno como nosotros somos uno.

Jn 17, 20-21

En nuestro fuero más interno, ansiamos la unión con los


demás. Anhelamos conocer y ser conocidos, ser queridos,
ser capaces de entregarnos libremente y de recibir al otro
sin reservas. Entre nuestros deseos más profundos está el
de ser amado. Pese a las enfermedades y la pobreza de que
fue testigo, santa Teresa de Calcuta (madre Teresa)
afirmaba: «La soledad y el sentimiento de no ser querido es
la pobreza más terrible». En esta profunda ansia de unión
reside el anhelo divino de comunión.

El anhelo divino de comunión


Aunque el anhelo divino de comunión puede describirse
como un profundo deseo de unión, intimidad y amor, hay
algo esencial que debemos saber acerca de él. Se trata de
una llamada dirigida desde lo más hondo del corazón de
Dios a lo más hondo de nuestro corazón.

No cabe duda de que a muchos la palabra «comunión»


nos lleva a pensar en la Eucaristía; y con razón. No
obstante, comunión no es un término del todo adecuado, ya
que la Eucaristía consiste en una promesa de Dios: es
expresión de su promesa de que el anhelo de ser uno con Él
y con toda la humanidad que brota de lo más profundo de
nuestro ser quedará colmado. La comunión toma su
nombre del mismo anhelo que pretende satisfacer. La
persona humana desea pertenecer a otro y, en último
término, al Otro divino. Solo nos sentimos completos
cuando nos entregamos enteramente y recibimos
enteramente al otro. En este mundo la forma más corriente
de colmar ese anhelo de unión es el matrimonio; no
obstante, el matrimonio más excelente y lleno de amor solo
puede apuntar a la profunda intimidad que esperamos
alcanzar en presencia de Dios participando de la comunión
de los santos.

La raíz de nuestro anhelo de comunión

Este deseo de comunión no es meramente psicológico,


sino que forma parte integral de lo que significa ser
humano también en el plano biológico y espiritual. En su
teología del cuerpo, san Juan Pablo II enseña que, por lo
que se refiere a los hombres, no existe el individuo como
tal. Por naturaleza, todos existimos en comunión con otros
humanos. De hecho, nuestra biología expresa esa
necesidad de un modo radical.

La necesidad de comunión es una necesidad tan


profunda y básica que, si no reciben el contacto, el apoyo y
el amor suficientes, los niños pueden desarrollar un estado
conocido como falta de crecimiento que les lleva a rechazar
el alimento hasta el punto de morir de hambre. Las
observaciones del psiquiatra John Bowlby sobre las
interacciones padres-hijos y su importancia en el desarrollo
social, psicológico y biológico de la persona son el
fundamento de lo que los psicólogos llaman teoría del
apego. Según esta teoría, los patrones de rapidez,
generosidad y atención con que nuestros padres responden
a nuestras necesidades de alimento, confort y afecto
quedan registrados en nuestro sistema nervioso,
condicionando la evolución del cerebro social, es decir, las
estructuras cerebrales responsables de la empatía, el
autocontrol, la flexibilidad en la respuesta, el razonamiento
moral, la conducta prosocial y un cúmulo de habilidades
más que nos hacen humanos (Siegel, 2012; Cozolino,
2014). Todo ello explica el hecho de que no solo deseemos
la comunión en cuanto seres humanos: necesitamos la
comunión, en primer lugar, para ser plenamente humanos;
y, en último término, para restaurar la comunión con Dios y
con la humanidad, y alcanzar nuestro destino de ser dioses
con la gracia de Dios.

Basándose en esa necesidad biológica fundamental de


comunión, san Juan Pablo II escribió acerca de lo que
llamaba el «significado nupcial del cuerpo». El término
«nupcial» suele aplicarse a las bodas; y en este caso ocurre
lo mismo, aunque san Juan Pablo II lo empleaba para
hablar de las bodas que se celebran una vez concluida la
vía unitiva de nuestro viaje espiritual: la cena de bodas del
Cordero, donde llegaremos a la unidad con Dios y a la
comunión de los santos.

En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II afirma que


Dios creó nuestros cuerpos con una necesidad específica de
comunión, de modo que nuestra propia naturaleza humana
pueda orientarnos hacia la comunión celestial a la que
estamos destinados. Recuerda las palabras de Dios en los
albores de la creación: «No es bueno que el hombre esté
solo» (Gn 2, 18). Los seres humanos empleamos un
vocabulario compuesto por palabras y gestos; en el caso de
Dios, la creación es el vocabulario divino. Dios habla y las
cosas cobran existencia. Con las palabras «no es bueno que
el hombre esté solo», Dios expresa una necesidad de
comunión impresa en nuestra biología –en nuestra
estructura genética– para que, por alejados de Él que
caminemos, siempre haya alguna parte de nosotros que se
oriente inevitablemente de vuelta hacia Él. Podemos
negarnos a escuchar la llamada de Dios a la comunión,
pero nunca dejaremos de sentir esa urgencia. Por extraño
que resulte, san Agustín y la neurociencia cognitiva
parecen coincidir acerca de nuestra búsqueda innata de la
unión con Dios. Si Agustín nos recuerda que el corazón
humano está inquieto hasta que descanse en Dios, los
científicos que estudian el funcionamiento más oculto del
cerebro humano «son cada vez más conscientes de que en
los procesos de pensamiento humanos puede estar tan
profundamente arraigada una visión metafísica que es
imposible eliminarla» (Vittachi, 2014). En el principio de
los tiempos, fuimos creados para vivir en comunión, y
todavía hoy, pese a la caída, lo más profundo de nosotros se
orienta hacia nuestro destino: una eternidad vivida en
comunión con Dios y con los santos en el banquete de
bodas celestial.

El significado nupcial del cuerpo

Si la humanidad fue creada en un estado de comunión


(es decir, la Unidad Original) y está destinada a la
comunión con Dios y con los santos a través de la
divinización ¿qué ocurre en el presente? Aquí y ahora
experimentamos el significado nupcial de nuestro cuerpo
en el deseo mutuo que sienten el hombre y la mujer. La
carta a los efesios (5, 32) nos recuerda que la comunión
entre los esposos es signo de la unión de Cristo con toda la
Iglesia. Acuérdate de lo que hemos dicho antes acerca del
significado nupcial de nuestro cuerpo. San Juan Pablo II
afirmaba que Dios creó al hombre y a la mujer de tal modo
que desearan convertirse en un don para el otro. Creó su
cuerpo de forma que pudieran entregarse y recibirse libre,
total, fiel y fecundamente. En el acto amoroso, ambos se
hacen uno solo a todos los niveles. Como explico en mi libro
Holy Sex!, esa unidad no se limita solo al momento de la
relación sexual (Popcak, 2007). El coito crea una unión
duradera entre el hombre y la mujer no solo en el plano
espiritual, sino también en el fisiológico, ya que los
neuroquímicos que se liberan durante el acto sexual llevan
a cada uno a pensar en el otro como si formara parte de su
propio cuerpo. Gracias a esta conexión, las interacciones
saludables entre los esposos influyen en el bienestar físico
de ambos; y las amenazas contra la integridad de la
relación (disputas, separación, etc.) socavan la salud de
ambos, activando los mismos centros cerebrales del dolor
que se ponen en marcha cuando sufrimos un daño físico
(Beckes, Coan y Hasselmo, 2013).

El deseo mutuo del hombre y la mujer es un signo del


anhelo del corazón de Dios de hacerse uno con nosotros
(cfr. Ef 5, 32). Naturalmente, Dios no tiene sexo porque no
tiene cuerpo. Pero es nupcial en el sentido de que desea
una unión amorosa y creativa con nosotros. Anhela darse
plenamente a nosotros y recibirnos plenamente. En la
oración de la Vigilia Pascual conocida como Exultet,
cantamos que «el cielo se une con la tierra» en la cruz
cuando Jesucristo se entrega libre, total, fiel y
fecundamente a la humanidad en un acto supremo de amor
desinteresado.

Los cristianos creen que, cuando un hombre y una mujer


se donan el uno al otro en el matrimonio, se convierten en
un icono de esa unión celestial. En otras palabras: en el
matrimonio los esposos se convierten en signos físicos del
amor libre, total, fiel y fecundo que Dios les tiene. Si los
esposos se aman así en todos los aspectos de su relación,
incluida la vida sexual, gustan en parte el inmenso don de
amor que Dios les tiene reservado en la comunión celestial
que sustituirá al matrimonio. Cuando Jesús dice que en el
cielo no se casarán ni ellas ni ellos (cfr. Mc 12, 25), no está
desaprobando el amor conyugal, sino haciéndonos ver que
en la comunión de los santos experimentaremos la plenitud
de la unión nupcial (sin unión sexual) con Dios y con toda la
humanidad, de la que el hombre y la mujer solo son
capaces de saborear una muestra.

Naturalmente, no todo el mundo se casa, pero el cuerpo


de cualquier ser humano –casado o no– habla de la
naturaleza nupcial de la persona humana; es decir, toda
persona ha sido creada por Dios para entregarse
libremente a los demás a través de actos de amor y servicio
generoso. Cuando aceptamos esa invitación, descubrimos
que nuestro esfuerzo por lograr la comunión con los demás
a través del servicio nos permite descubrirnos a nosotros
mismos. En palabras del Concilio Vaticano II en la Gaudium
et Spes, «[Cristo] sugiere una cierta semejanza entre la
unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios
en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que
el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado
por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no
es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».

La lujuria: la distorsión del anhelo divino de


comunión

El pecado mortal de lujuria es una distorsión del anhelo


divino de comunión. Satanás sabe que el deseo de
comunión se halla tan arraigado en nosotros que no es
capaz de arrancarlo; de ahí que lo desvirtúe, haciéndonos
creer que el mero contacto físico lo colmará.

Causa asombro comprobar hasta qué punto nuestra


cultura rinde culto a la lujuria. Algunas estimaciones
hablan de un gasto anual de 16.000 millones de dólares en
pornografía. Y, aparte de ofrecerle el sacrificio de nuestro
dinero, le ofrecemos también el de nuestro tiempo. Según
un reportaje de ABC News, el uso de la pornografía cuesta
a los empleadores 11.000 millones de dólares anuales
debido al descenso de la productividad. Sería lógico pensar
que, con tanto gasto de tiempo y dinero, nuestra lujuria
quedará saciada; pero la verdad es que jamás tenemos
suficiente de lo que no deseamos. Y nadie desea la lujuria.

Muchos piensan que los cristianos –y los católicos en


especial– se oponen a la lujuria porque odian el sexo,
cuando en realidad lo que hacen los católicos es reconocer
el poder espiritual del sexo. Como señala Benedicto XVI, un
sentido saludable del eros (es decir, la unión en un amor
santo) permite al hombre y a la mujer «elevarse en éxtasis
hacia Dios» (2005). La Iglesia enseña que el matrimonio no
es tanto el sacramento de lavar los platos juntos como el de
la sexualidad. Los sacramentos se sirven de una «materia»
física para comunicar la gracia de Dios. En el bautismo, la
materia del sacramento que obra el nacimiento de un
nuevo hijo espiritual de Dios es el agua. La Eucaristía
emplea la materia del pan y el vino para convertirnos en el
cuerpo y la sangre de Dios. El matrimonio se sirve del sexo
como materia del sacramento para reorientarnos hacia la
Unidad Original entre el hombre, la mujer y Dios, y el sexo
es un signo físico de la pasión con que Dios nos ama a cada
uno. En contra de la opinión general, el cristianismo –y más
aún el cristianismo católico– dista mucho de ser una
religión sexofóbica.

AMOR VERSUS USO

Entonces ¿por qué nos postramos ante la lujuria? San


Juan Pablo II tenía razón cuando decía que lo contrario al
amor no es el odio, sino el uso. Cuando amamos a alguien,
procuramos ayudarle a ser aún más la persona que es;
cuando usamos a alguien, lo cosificamos, lo reducimos a un
instrumento puesto a nuestro servicio. El verdadero amor,
expresado a través de lo que me gusta llamar el «sexo
santo» (Popcak, 2007), además de proporcionar placer,
afirma nuestra humanidad. Nos ayuda a superar la
vergüenza y a abrazar una vulnerabilidad saludable, trae
nuevas vidas al mundo, hace de dos personas una sola y es
fuente de salud y bienestar. La lujuria, por el contrario, al
tratar a uno mismo y al otro como objetos, socava nuestra
humanidad, genera vergüenza y miedo a la vulnerabilidad,
teme y desprecia las nuevas vidas, aleja a las personas
primero de sí mismas y luego de los demás, y provoca
muertes y enfermedades. El pecado de lujuria consiste
esencialmente en tratar a las personas como objetos; y a
nosotros, sencillamente, no nos han diseñado para eso.

Cuando se utiliza algo con un fin distinto de aquel para


el que ha sido diseñado, se rompe. Un tostador, por
ejemplo, no es un buen martillo, y es probable que no
vuelva a tostar si intentamos clavar algo con él en la pared.
Del mismo modo, los seres humanos, creados para el amor,
se quiebran y les cuesta mucho dar y recibir verdadero
amor y sentirse en comunión cuando han usado a otros o a
sí mismos para satisfacer la lujuria. Un estudio de la
Universidad Estatal de California publicado en el Journal of
Sex Research demuestra que las personas con relaciones
sexuales ocasionales ofrecen un sentimiento de bienestar
menor e índices más elevados de ansiedad y depresión que
aquellas que no las practican (Bersamin, Zamboanga,
Schwartz et al., 2014). Algunos investigadores de la
Universidad de Virginia, por su parte, han descubierto que
los matrimonios que han tenido numerosas parejas
sexuales antes de casarse presentan una menor
satisfacción conyugal que quienes han tenido pocas o han
llegado vírgenes al matrimonio (Rhoades y Stanley, 2014).
Decía santo Tomás de Aquino que la separación del
cuerpo del alma es un hecho contra naturaleza. La lujuria
es un pecado mortal porque, al igual que la muerte, separa
de un modo antinatural el cuerpo del alma en nuestras
relaciones con los demás. Si el anhelo divino de comunión
nos invita a dar todo lo que exige de nosotros cada relación
concreta con el fin de darnos a conocer realmente al otro,
la lujuria nos hace ser tacaños y entregar solo lo necesario
para poder crearnos la ilusión de que conocemos y somos
conocidos por el otro. Y, desgraciadamente, las ilusiones
nunca satisfacen.

Los terapeutas que tratan problemas de conducta sexual


derivados de la lujuria saben que quienes pelean contra
ella suelen ver frustrados sus intentos de crear un vínculo
íntimo y profundo con los demás. Cuanto más se lucha
contra la lujuria, más se tiende a luchar para comunicar de
un modo eficaz las propias necesidades y emociones, para
ser competente en la negociación y en la resolución de
problemas y para ser saludablemente vulnerable a los
demás. Solo cuando se abordan estos problemas
subyacentes –problemas que influyen directamente (y no
por casualidad) en la capacidad de la persona de satisfacer
su anhelo divino de comunión con los demás– pueden
librarse de sus compulsiones quienes pelean contra la
lujuria.

Tom lleva diez años casado. Es un buen marido


para Maryann y muy cariñoso con sus tres hijos.
Colabora con la parroquia y le gusta ayudar al
párroco en todos los proyectos que puede. De ahí la
desolación de su mujer cuando una noche se lo
encontró masturbándose delante del ordenador.
Aunque Maryann se había acostado pronto, se
levantó para beber agua y se le ocurrió pasar a ver
a Tom, que le había dicho que tenía trabajo
pendiente. Y se lo encontró delante del ordenador.

Maryann se puso furiosa y le obligó a enseñarle


el historial de navegación y las demás páginas que
había visitado. Después de estar discutiendo hasta
altas horas de la noche, Tom confesó que –igual que
muchos hombres– veía pornografía desde la
adolescencia. Aunque siempre había pensado que
su afición al porno acabaría cuando se casara, el
deseo era cada vez más fuerte. Había llegado a un
punto en que eran más los días que se masturbaba
que los que no. No sabía por qué. Estaba
avergonzado. Tom le dijo a Maryann que solía
confesarse y que, después de cada confesión, era
capaz de abstenerse algunos días, pero el deseo
volvía siempre para vengarse. Intentó convencer a
Maryann de que no quería hacerlo y de que no era
culpa suya, pero ella estaba desolada.

Ante la insistencia de Maryann, Tom buscó


consejo. «Cuando acudí a la primera cita», dice
Tom, «me pasé casi todo el tiempo hablando de mi
interminable lucha contra el porno y de todos mis
intentos por dejarlo. Al cabo de media hora de
monólogo, el terapeuta me preguntó si sabía hablar
sinceramente con Maryann de mis sentimientos y
necesidades. Al principio creí que se refería al
aspecto sexual; él me aclaró que, por supuesto,
también se refería a eso, pero sobre todo a mi
capacidad de comunicar mis sentimientos y
necesidades en general.

Al principio la pregunta me desconcertó; pero,


cuanto más pensaba en ello, más consciente era de
que solía callarme las cosas. Quiero decir: hablo de
lo que me ha pasado en el día y ese tipo de cosas,
pero, si se trata de decirle a ella –o, en realidad, a
cualquiera– qué es lo que necesito, tiendo a
guardármelo para mí.

En mi niñez no hablábamos demasiado de


sentimientos. Me educaron con la idea de que, si
necesitaba algo, no debía molestar a los demás: que
me las apañara yo solo. Mi terapeuta me ayudó a
darme cuenta de que esa actitud podía ser útil en
algunos aspectos, pero en otros me mantenía
aislado y frustrado. Me ayudó a ver que lo que a mí
me parecía “ser responsable” en realidad me
impedía contar con los demás.

Me pidió que hiciera dos cosas que me han


ayudado muchísimo. En primer lugar, me dijo que,
cuando me sintiera tentado de ver porno o de
masturbarme, recordara que lo que en realidad
estaba deseando era crear un vínculo con otra
persona. De hecho, me explicó que por eso solía
sentirme tan triste después de masturbarme:
deseaba ese vínculo y no podía conseguirlo a través
del porno. Me aconsejó que, en lugar de dejarme
arrastrar por las ganas de ver porno, pensara en
algún detalle de servicio que pudiera tener con los
demás o en algún otro modo de crear vínculos con
otros. Me ayudó a confeccionar una lista de
posibles cosas que hacer en casa o en la oficina.

Lo segundo que me pidió fue que llevara un


registro diario de cómo me sentía, de los altibajos
del día y de lo que creía que me podía haber hecho
falta para sentirme mejor o con más control sobre
mi vida. Nos centramos en el control, porque en mi
caso era un desencadenante decisivo del uso del
porno. Si tenía un mal día y me descontrolaba, me
conectaba a Internet en lugar de pensar qué podía
hacer para encarrilar las cosas.

No me resultó fácil hablar de todo esto,


especialmente con Maryann. Pero, aunque al
principio ella no siempre comprendía lo que le
quería decir, descubrí que, si seguía intentando
explicarme, acabábamos entendiéndonos. Era muy
raro, pero comprobé que, cuanto más capaz era de
compartir con Maryann mis sentimientos y mis
deseos, aunque no lograse lo que deseaba –fuera lo
que fuera–, menos tentado me sentía de recurrir al
porno. Todavía sigo trabajando en ello, pero lo que
he aprendido en la terapia ha cambiado mucho las
cosas. Cuanto más me esfuerzo por permitir que los
demás –sobre todo, mi mujer– entren en mi vida,
más fácil me resulta refrenar el deseo de
masturbarme».
Tom descubrió que estaba manteniendo a raya a los
demás negándose a compartir sus necesidades. Su deseo
reprimido de un contacto real le llevó a buscar al menos
una ilusión de intimidad a través de Internet y de una vida
imaginaria. Hay numerosas formas de aislarse y proteger el
corazón, y muchas de ellas tienden a empujarnos hacia el
acto sexual como un modo de llenar el vacío que deja ese
deseo innato insatisfecho de vivir en unión con los demás.

Mucha gente piensa que solo los hombres sienten este


intenso deseo sexual, pero no es así. Recuerda que, en
sentido amplio, la lujuria consiste en intentar usar a otra
persona, en tratarla como un objeto que existe para tu
propio placer.

A Annette nunca le ha costado encontrar novio.


Además de ser muy atractiva, tiene un carácter
alegre y extrovertido que atrae a la gente, y en
especial a los hombres.

Annette se quedó sorprendida cuando descubrió


que era culpable de utilizar a los hombres. Estaba
en un bar con unos amigos y, como de costumbre,
no llevaba dinero. No solía llevarlo nunca: siempre
había algún chico dispuesto a pagarle una copa o
unas tapas. Pero, esta vez, uno de sus amigos –un
chico que le gustaba bastante– se metió con ella
cuando le preguntó si no le importaba pagarle una
copa, porque «sin darse cuenta» se había dejado la
cartera en casa.
«Me dijo que sabía que no había sido un
descuido», contaba Annette; «que habíamos salido
juntos un montón de veces y siempre pasaba lo
mismo; y que, si yo quería, me pagaba encantado
una copa e incluso la cena, pero solo si prometía
devolverle el dinero. Me dijo que no le gustaba
nada que utilizara a los chicos para sentirme bien
conmigo misma; que pensaba que yo era mejor
persona y que no le gustaba que le utilizaran ni iba
a permitir que le usara a él.

Me puse furiosa. De hecho, enseguida busqué


una excusa para irme. ¿Cómo se atrevía a hablarme
así? Pero, cuando me calmé, tuve que reconocer
que tenía bastante razón. Me gusta que los chicos
vayan detrás de mí y procuro aprovecharlo para
sacarles algo, incluso cuando no tengo ninguna
intención de salir con ellos. Hace mucho que no
mantengo una verdadera relación con alguien ¡y ni
siquiera lo he echado de menos! Es gracioso. Todas
mis amigas hablan de los chicos que conocen y
dicen que solo van buscando una cosa; y yo no
estoy muy segura de ser distinta de ellos. En mi
caso no se trataba de sexo, pero también yo
utilizaba a los chicos para satisfacer mi ego. Solo
tengo que sentarme, sonreír y menear la melena.
Sé que es una tontería, pero funciona; y, al final,
me bastaba con eso. No me daba cuenta de lo poco
con que me conformaba».

Annette tuvo que vérselas con una dura realidad: usaba


su sexualidad de un modo interesado; se había reducido a
sí misma a un objeto de deseo y a los hombres, a un objeto
de satisfacción personal. Por eso se negaba a crear una
relación con los demás que le permitiera ser valorada como
persona y, a su vez, tratar a los hombres como personas.

Evidentemente, lo que anhelamos en último término no


es crear un vínculo con otros, sino con Dios. «El hombre
que llama a la puerta de un burdel está buscando a Dios»,
dijo en cierta ocasión G. K. Chesterton; y su intención no
era únicamente mostrarse atrevido. Recuerda que el san
Agustín que bromeaba diciendo: «Señor, hazme casto, pero
todavía no», es el mismo que descubrió que su corazón
estaría inquieto hasta que descansara en Dios.

Nunca podremos estar tan unidos a otra persona como


para satisfacer plenamente nuestro anhelo de comunión.
Por estrecha que sea nuestra relación, siempre ansiamos
estar más cerca. Nadie será nunca suficiente para hacernos
sentir completos del todo; y es que nuestras relaciones
humanas solo pueden apuntar a esa única y suprema
relación que acabará colmándonos plenamente: nuestra
relación con Dios.

No obstante, podemos lograr la máxima plenitud en


todas nuestras relaciones –no solo en las románticas– si
practicamos la virtud de la castidad.

La virtud de la castidad: el antídoto contra la


lujuria

«Castidad». ¡Qué palabra tan horrorosa! O, al menos,


con qué reputación tan horrorosa… Mucha gente la
identifica con reprimirse, pero no es ese en absoluto el
sentido católico de la castidad. Para la Iglesia, la castidad
significa la integridad –no la degradación– de la persona. El
Catecismo de la Iglesia Católica dice:

La castidad significa la integración lograda de la


sexualidad en la persona, y por ello en la unidad
interior del hombre en su ser corporal y espiritual.
La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia
del hombre al mundo corporal y biológico, se hace
personal y verdaderamente humana cuando está
integrada en la relación de persona a persona, en el
don mutuo total y temporalmente ilimitado del
hombre y de la mujer.

La virtud de la castidad, por tanto, entraña la


integridad de la persona y la totalidad del don
(CCC, 2337).

Menudo trabalenguas. Con menos palabras, podríamos


decir que el anhelo divino de comunión me invita a dar de
mi yo completo cuanto conviene para que el otro me
conozca de verdad (y viceversa) en cualquier relación. La
castidad es la virtud o la capacidad que me permite amar
plenamente en el momento correcto y del modo correcto a
la persona correcta, y que ordena todas mis relaciones.

Puede que te preguntes: «Pero ¿cómo va a ordenar la


castidad todas mis relaciones? No todas son sexuales». Por
supuesto que lo son. Aunque no toda relación es sexual en
el sentido de que no todas conllevan una relación genital, sí
lo es –en el sentido más amplio del término– porque
cualquiera de ellas implica compartirse con otro y generar
–o crear– algo superior a uno mismo y que sobrevive
potencialmente al yo (por ejemplo, la amistad; o, en el caso
del matrimonio, los hijos).

Cada vez que me comparto con otra persona, incluso de


un modo platónico, estoy siendo sexual, porque
compartirme a mí mismo crea unidad y capacidad de
generación. Si tengo contigo un detalle de servicio, tú te
sientes más cerca de mí. Esa cercanía genera una amistad
más intensa que está por encima de ti y de mí, y que quizá
sobreviva en los relatos que cuenten lo buenos amigos que
éramos.

Los cristianos están llamados a vivir un amor pleno en


todo momento. La castidad es la virtud que nos ayuda a
identificar qué significa eso en cada situación. Nos ayuda a
ordenar todas nuestras relaciones. Nos dice cuánto o
cuánto no compartir con nuestros colegas para ser buenos
amigos, pero no eso que llaman «esposo de oficina» (esa
persona de tu trabajo que está más cerca de ti que tu
propio cónyuge). La castidad es la virtud que nos impide
mentir y decirle a otro «¡unidos para siempre!» con el
cuerpo, y con nuestra vida «disfruto estando contigo de vez
en cuando». Nos invita a expresar mejor nuestra sexualidad
cuando compartimos físicamente nuestra intimidad en
nuestro cuarto con nuestra pareja; pero también nos
impide lanzarnos sobre ella en medio del supermercado,
donde el amor más pleno consiste en coger la leche
mientras el otro coge la lechuga. La castidad es la virtud
que nos ayuda a asegurarnos de mantener los límites
correctos y adecuados y de ser, al mismo tiempo, todo lo
generosos que debemos ser en las relaciones más íntimas;
y, finalmente, permite que los otros nos conozcan –y que
nosotros conozcamos a los otros– tan a fondo como
conviene a la clase de relación que mantenemos con ellos y
al contexto en el que nos hallamos.

Castidad y divinización

La castidad hace posible la divinización recordándonos


que nuestras relaciones con los demás solo pueden
satisfacer en cierta medida nuestro anhelo divino de
comunión. Como hemos dicho antes, por muy cerca que te
sientas de quien más cerca te sientes, siempre desearás
estarlo más. Eso puede llevar a algunos a desesperarse y a
otros a no tener nunca suficiente en su constante demanda
de algo más que aquello que el otro sería capaz de dar en
este o en otro universo. La castidad impide que tal cosa
suceda recordándonos que la comunión suprema es nuestra
relación con Dios, y que nuestro corazón no estará en paz a
menos que –o hasta que– logremos la unión con Él. Esa
relación con Dios no menoscaba en nada nuestras
relaciones terrenales: simplemente nos ayuda a tener unas
expectativas realistas de lo que podemos obtener de ellas.
Gracias a la castidad nos aseguramos de reservar para Dios
ese agujero de nuestro corazón que tiene su forma.

Satisfacer el anhelo divino de comunión

EJERCICIO

Oración
Señor Jesucristo:
Ayúdame a colmar mi anhelo de comunión; mi
hondo deseo de conocer al otro y de ser conocido
por él y, en último término, de conocerte
íntimamente a ti y de que Tú, Señor, me conozcas.
¡Cuántas veces estoy tentado de conformarme con
la ilusión de comunión! Enséñame el camino para
lograr un verdadero vínculo. Cuando me tiente la
lujuria, recuérdame cuál es mi verdadero anhelo y
dame coraje para buscar vínculos auténticos con
quienes me rodean. Dame la castidad que me haga
capaz de amar plenamente y de ser plenamente
amado en todos los aspectos de mi vida.
Te lo pido en nombre de Jesucristo, Señor de
cada parte de mi vida. Amén.

COAL: el combustible para el cambio

Mientras reflexionas acerca de las ideas de este


capítulo, párate un momento a pensar en qué
aspectos la actitud COAL puede ser el combustible
para los cambios que te gustaría hacer con el fin de
satisfacer tu anhelo divino de comunión.

Curiosidad y apertura

Pregúntate:
¿Dónde he aprendido a ver en los demás un
medio para satisfacer mi deseo de placer?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esa
lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas
experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las
respuestas con un espíritu de apertura y de gracia.

Aceptación

Piensa: «Estas son las experiencias que han


forjado mi lucha por satisfacer mi anhelo divino de
comunión. Acepto mi pasado igual que acepto la
llamada de Dios a cambiar y crecer».

Amor

Amarme a mí mismo significa esforzarme por ser


la persona que Dios quiere que sea. Sé que solo
puedo colmar mi profundo anhelo de comunión
siendo casto, es decir, aprendiendo a amar tan
plenamente como conviene en función de cada
relación y las circunstancias en las que me
encuentre.
¿Qué cosas concretas creo que suelen
desencadenar mi afán de usar al otro como objeto
de deseo o de satisfacción? ¿Qué puedo hacer para
ser más consciente de esos desencadenantes? ¿Qué
puedo hacer para neutralizarlos?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr
este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo
necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor
que Dios me tiene optando por el camino de la
castidad y venciendo la tentación de tratar a los
demás como medios para un fin (es decir, la
tentación de la lujuria)».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de
amor. Piensa en qué momentos del día puede
tentarte la lujuria e imagínate respondiendo
castamente, identificando el verdadero origen de tu
anhelo de comunión y elaborando un plan para
colmarlo en lugar de caer en la tentación. Pide a
Dios que te ayude a recordar que debes responder
con más amor siempre que te sientas tentado a
pensar en el otro como fuente de placer o de
satisfacción personal.

Practicar la castidad

Plan de acción

Recuerda que la castidad consiste en buscar un


vínculo saludable con toda la gente que tratas. Para
lograrlo, acostúmbrate a hacerte esta pregunta a lo
largo del día: «¿Qué puedo hacer en este momento
para establecer el vínculo apropiado con esta
persona?».
Pregúntate: «¿Soy todo lo generoso que debo en
mis relaciones?». Piensa en alguna relación en la
que deberías dar un poco más de ti mismo. ¿Qué
podrías hacer para amar más y crear un vínculo
más estrecho con esa persona?
Reflexiona: ¿Mantienes con alguien una relación
más estrecha de lo conveniente? ¿Qué vínculo
tienes que establecer para hacerla más saludable?

El anhelo divino de comunión: una promesa

Recuerda la oración de Jesús para que todos sean uno


entre ellos y con Él. El deseo más profundo de Dios es
satisfacer tu anhelo de comunión. Si en el pasado te has
dejado tentar por la lujuria, espero que seas capaz de
comprender que lo que realmente deseas es un vínculo de
corazón a corazón con Dios y con los demás. Aunque no
estés seguro de cómo lograrlo o no lo creas posible,
entrega a Dios ese deseo y pídele que te enseñe cómo
colmar ese anhelo.

Cuando dejes de conformarte con vínculos que solo son


una ilusión, Dios hará sitio en tu corazón para una
verdadera comunión. Te colmará hasta rebosar y tu dicha
será plena (cfr. Rm 15, 12).
11. CERCA DE LA DIVINIDAD:

LA ESCALA DEL AMOR DIVINO

En la tribulación acude luego a Dios confiadamente,

y serás esforzado, y alumbrado y enseñado.

San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor.

El místico español san Juan de la Cruz comparaba el


proceso de divinización con una escala que el amante
apoya bajo la ventana de su amada la noche de su fuga; y le
ponía el nombre de «escala de amor divino».

Aunque subir esa escala exige un gran esfuerzo, no es


tarea que se lleve a cabo a regañadientes. El plan no
consiste en pintar la fachada de la casa, sino en fugarse
con la amada. Con cada peldaño que subimos nos
enamoramos más y más profundamente de Dios, que es
nuestro principio, nuestro medio y nuestro fin. Con cada
peldaño que subimos nos sorprendemos un poco más de la
maravilla que es nuestro Dios, nos asombran un poco más
las increíbles obras que realiza en nuestras vidas, muchas
veces sin que nos demos cuenta. Enamorarse de Dios es
como enamorarse del hombre o la mujer de nuestros
sueños, pero mil veces mejor. El enamoramiento no tiene
nada de aburrido o gravoso: es una fuente de fascinación,
exploración, transformación y alegría infinitas. Nuestra
unión con Dios, culmen de la divinización, no es solo un
proyecto de mejora personal, ni un deber que cumplir, ni
un trabajo que llevar a cabo, sino una participación gozosa
en la mayor historia de amor jamás contada.

Subir la escala del amor divino

En la primera etapa de la divinización –conocida como


vía purgativa– empezamos a subir la escala del amor divino
aprendiendo (como decía san Agustín) a «pisotear nuestros
vicios».

Más arriba –en la vía iluminativa–, avanzamos con mayor


confianza empleando unos peldaños más sólidos,
construidos con los anhelos divinos del corazón humano. En
esta segunda etapa dejamos de percibir nuestros deseos
como una distracción y les damos una orientación
totalmente distinta que nos permite centrarnos únicamente
en acercarnos a Dios y cumplir su misión en nuestra vida.
Cuanto más perfecta es nuestra respuesta a cada uno de
esos siete anhelos divinos, más próximos nos hallamos no
solo a nuestro verdadero yo, sino al mismo Dios. A medida
que vamos subiendo la escala del amor divino, el
sentimiento de mayor abundancia, dignidad, justicia, paz,
confianza, bienestar y comunión que recibimos como dones
que proceden de Dios nos lleva a experimentar una
participación más profunda en la vida de Dios.

Ya cerca del final de la escala de san Juan de la Cruz,


entramos en la vía unitiva y en las últimas etapas de
nuestra transformación divina, hasta que por fin estamos
preparados para caer en los brazos de nuestro prometido,
el Dios a quien santa Catalina de Siena llamaba ese «loco
de amor».

Penetrar en el fuego divino

Cuando llegamos al final de la escala y cruzamos la


ventana, descubrimos una habitación presidida por un
inmenso corazón abrasado en un fuego ardiente.

De pronto nos parece oír una voz procedente de ese


fuego que nos invita a acercarnos más, a entrar en él. Con
una claridad libre de cualquier duda, comprendemos que
no es un fuego corriente, pero aun así nos asusta.
¿Confiamos en esa voz que nos dice que avancemos? ¿Nos
atrevemos a intentar lo imposible? Si fuera de ese fuego
sentimos calor, sabemos que dentro de él el calor es mucho
mayor. La luz que desprende e ilumina la habitación no es
comparable al resplandor que contienen las llamas. Y ese
fuego nos llama a introducirnos en ellas. Ya no nos basta el
calor que desprende: ahora queremos llenarnos de él.

Entonces nos adentramos en las llamas y el fuego de la


vida de Dios comienza a apoderarse de nosotros y nos
abrasa. Es una experiencia fascinante, gozosa y arrolladora
a la vez. Temerosos de ser consumidos por las llamas, nos
aterra no ser consumidos. Hasta ahora teníamos miedo de
perdernos a nosotros mismos si nos acercábamos al fuego.
Ahora descubrimos que, cuanto más nos consume, más
«nosotros» somos, más auténticos nos volvemos.
Penetramos en la experiencia numinosa que Rudolf Otto
llamaba mysterium tremendum et fascinans: misteriosa,
aterradora, pero irresistiblemente fascinante.
Cuanto más nos consume el fuego, más ansiosos
estamos de fundirnos totalmente en él. Contemplamos la
obra que Dios está haciendo en nosotros y ansiamos que la
complete. Sentimos la gozosa agonía de miles de niños la
víspera de Navidad, colmados de una urgente anticipación
por los maravillosos dones que traerá consigo la mañana.
Los mayores placeres que nos puede proporcionar esta vida
no son nada al lado de la dicha que sabemos próxima y que
no acaba de llegar. Pasamos por la agonía y el éxtasis que
aguardan a la noche oscura del alma, ese momento en que
lo único que somos capaces de hacer es anhelar el instante
final del abandono total, en el que cualquier sueño de este
mundo no es más que una distracción, una pálida sombra
del espléndido amanecer que se acerca y en el que se nos
ha concedido el privilegio de participar.

Por fin somos una llama encendida. Eternos,


resplandecientes y perfectos, nos consumen las llamas, que
no nos destruyen, sino que nos glorifican. Seguimos siendo
única e irrepetiblemente nosotros, y cada vez más. A través
de nosotros el fuego se revela al mundo de un modo aún
más deslumbrante y llama a otros hacia él en un ciclo de
luz, calor y belleza más y más amplio.

Esas llamas a que me refiero son la gracia, la misma


vida divina de Dios, que primero nos caldea, luego nos
enciende y acaba por consumirnos, arrastrándonos hacia
Él. Cuanto más avanzamos en el camino de la theosis, más
participamos de la naturaleza divina de Dios. El fuego de su
amor ya no solo nos da calor, ya no solo arde dentro de
nosotros: se convierte en nosotros; o quizá sea más
correcto decir que somos nosotros quienes nos convertimos
en él al penetrar en la ardiente pasión del corazón de Dios.
Recibir el corazón de Dios

¡Cuánto nos ama Dios! Estas palabras tan sencillas


suenan trilladas, pero ¡qué infinita verdad contienen! El
amor de Dios es tan intenso, tan poderoso, tan profundo,
que suele ser más fácil ignorarlo pasivamente que intentar
comprenderlo activamente.

De modo semejante, y en un plano meramente humano,


a veces tampoco yo logro comunicar mi amor a mi mujer.
Se lo declaro. Intento demostrárselo con los pequeños
gestos de que soy capaz. Pero nunca me parece bastante.
Creo sinceramente que, si supiera cuánto la amo, la pasión
que arde en mi corazón la haría resplandecer. A veces le
digo que me gustaría arrancarme el corazón y meterlo en el
suyo para hacerle sentir lo que siento por ella y ver todo lo
que veo en ella. Y no puedo hacerlo.

Pero Dios sí puede. Y lo hace. Eso es la gracia, la vida de


Dios en nosotros. Cuando nos da su gracia, es como si se
arrancara del pecho el corazón –que late de amor, de
pasión y de dicha– para colocarlo en el nuestro, para que
nos llenemos de todo lo que siente por nosotros y
contemplemos las maravillas que ve al mirarnos con sus
ojos de enamorado.

En las visiones de santa Margarita María Alacoque, el


Señor tomaba su corazón en sus manos y se lo tendía a la
santa en señal de su amor y pasión; y ella le oía decir:
«Toma el corazón que tanto ha amado a la humanidad».
Dios te quiere tanto que desea poner su Sagrado Corazón
en tu pecho para dejarte sentir el latido constante de su
amor que te llena hasta lo más hondo de tu ser.
El viaje espiritual no es un recorrido culpable. No es una
senda de lágrimas por la que caminamos hacia un jefe
celestial cruel que nos exige la perfección o la muerte. Es
un viaje de novios en el que nuestro Amante del cielo corre
a nuestro encuentro para salvarnos de nosotros mismos y
sanarnos con su amor, de modo que podamos vivir juntos,
felices y enamorados, por toda la eternidad.

¡La voz de mi amado!

Ya está aquí, ya viene

saltando por los montes,

brincando por los cerros.

Mi amado parece una gacela,

un cervatillo.

Vedle. Está detrás de nuestra tapia.

Mira por las ventanas,

atisba por las celosías.

Toma la palabra mi amado y me dice:


¡Levántate, ven, amada mía,

hermosa mía, vente! (Ct 2, 8-10).

En este libro hemos examinado los siete anhelos divinos


de tu corazón: los anhelos de abundancia, dignidad,
justicia, paz, confianza, bienestar y comunión. Cada uno de
esos anhelos es en realidad una invitación de Dios a unirte
a Él en el altar del banquete de bodas eterno. A través de
esos anhelos, Dios se arrodilla ante nosotros y, en lugar de
un anillo, nos ofrece su Sagrado Corazón. Te propone
sanarte y mostrarte cómo vivir en su amor por toda la
eternidad. Te pregunta si le harías el honor de permitirle
colmar tus deseos más profundos para que nunca más
vuelvas a querer otra cosa, para que puedas descubrir
cómo amarte como Él te ama.

El Dios de toda la creación, el Rey de reyes, el Señor de


señores, el Dios de dioses, el Salvador del mundo se
humilla por amor a ti. Se arrodilla ante ti. Contiene el
aliento. ¿Y tú qué le vas a contestar?

Decir «sí» a nuestro divino esposo

Como consejero matrimonial, a las parejas les recuerdo


que no decimos «sí» una sola vez: tenemos mil ocasiones de
decirlo cada día. De hecho, todos los días tenemos también
mil ocasiones de decir «no» a nuestro cónyuge. Si amo a mi
mujer, si le doy un trato digno y respetuoso, si busco
pequeños modos de hacerle la vida más fácil y más grata, le
digo «sí». Si me encierro tanto en mi pequeño mundo que
dejo de atenderla, si no la respeto ni la honro, si no cuento
con ella, le digo «no».

En el camino espiritual ocurre lo mismo. Cuando día tras


día sentimos el dolor que acompaña a cada uno de los siete
anhelos divinos del fondo de nuestro corazón, podemos
decir «sí» o «no» a la invitación de Dios a dejarnos amar
por Él por toda la eternidad. Cada vez que respondemos a
nuestros anhelos divinos de un modo coherente con las
virtudes, le elegimos a Él. Le decimos «sí». Y, cada vez que
elegimos lo contrario, le decimos «no», y una parte de
nosotros se marchita.

Aprender a amar en general no es fácil. Aprender a


amar a Dios es un reto aún mayor. Pero aprender a amar es
el único esfuerzo que merece realmente la pena. Déjale que
te enseñe. Entrégale los anhelos más profundos de tu
corazón en cada momento del día. No te avergüences. No
tengas miedo. Dios ama cada parte de ti, y especialmente
aquellas que tú temes que no son dignas de amor. Él sabe
que detrás del pecado, de la fragilidad y de la vergüenza
hay algo hermoso, algo divino, y lo ha sacrificado todo para
mostrarte tu belleza, y cuánta más belleza puedes alcanzar
si, simplemente, colocas su corazón junto al tuyo.

Recibe su amor. Dile «sí». ¡Y vive!


NOTA DEL AUTOR

En este libro has descubierto los grandes proyectos que


tiene Dios para tu vida, seguramente muy superiores a lo
que jamás te habrías atrevido a imaginar.

Aunque tu vida contiene una importante promesa,


alcanzarla puede suponer un reto. En el camino solemos
encontrar muchos obstáculos. Si luchas por poner en
práctica las ideas de este libro o te cuesta hallar la paz, la
alegría y el amor de Dios en algún aspecto de tu vida o de
tus relaciones, me gustaría invitarte a contactar con el
Pastoral Solutions Institute para conocer nuestro servicio
católico de asesoramiento a distancia (en inglés).

En el Pastoral Solutions Institute podrás descubrir


soluciones eficaces a los difíciles retos de la vida. Te
ayudaremos a aplicar la sabiduría intemporal de nuestra fe
católica y los conocimientos psicológicos contemporáneos
para que puedas convertirte en todo lo que Dios quiere que
seas.

Para saber más, visita nuestra página


www.CatholicCounselors.com.

Deseo de corazón que Dios te bendiga abundantemente;


que te goces en Él y que Él te enseñe a satisfacer todos los
deseos de tu corazón conforme a su perfecta voluntad en
Cristo Jesús.

Tuyo en Cristo,

Dr. Gregory Popcak,

Pastoral Solutions Institute


AGRADECIMIENTOS

¡Qué honor poder escribir y publicar sobre unos temas


que significan tanto para mí! Cuando te conceden ese
honor, se impone el deber de dar las gracias. Lo que sigue
es mi pobre intento de cumplir con ese deber lo más
exhaustivamente posible.

En primer lugar, me gustaría dar las gracias a mis


lectores: a los de mis libros anteriores y a los de este más
reciente. Sin vuestro perseverante interés, esta obra no
habría sido posible. Me conmueve hondamente que hayáis
descubierto en mi trabajo algo de valor y os agradezco
vuestro apoyo durante estos años. Espero que lo que hayáis
leído aquí justifique una relación larga e ininterrumpida.

Mi más profundo agradecimiento, por supuesto, a


quienes han hecho posible este libro. Ante todo, a Michael
Aquilina, desde siempre mi héroe y mi mentor. Gracias por
tu contribución a la hora de proponer este título y por tus
amables palabras entre bastidores. Mil gracias también a
mi editor, Gary Jansen: primero, por tu interés inicial en la
idea; segundo, por no perder los estribos (al menos delante
de mí) cuando entregué un manuscrito casi dos veces más
largo de lo esperado; y, por último, por darle a este libro su
forma actual, mucho más manejable y mucho más atractiva
–así lo espero al menos–. Por supuesto, le debo mucho
también a Maggie Carr, mi intrépida correctora, que se
enfrentó a la jungla de palabras que le envié y la domó para
que otros pudieran aventurarse en ella sin perderse.

Me gustaría además dar las gracias a mi coro de


lectores y críticos, que me han ayudado a desarrollar y dar
forma a mis ideas. Gracias, Dr. Kevin Miller, por tus
inestimables críticas, sobre todo acerca de los capítulos
iniciales. Si me las he arreglado para no decir ninguna
herejía a lo largo de las cien primeras páginas, se lo debo
prácticamente todo a él –tanto si está o no dispuesto a
reconocerlo públicamente–. Gracias, Dave McClow, mi
colega en el Pastoral Solutions Institute, por tu interés y tu
disposición a ayudarme con la investigación que contiene
este libro. Las citas y los recursos de apoyo que has
encontrado han sido de inmensa ayuda. ¡Dios bendiga tu
casa! Gracias también a mi hijo, mi mejor amigo y mi
crítico más eficaz, Jacob Popcak: este proyecto no habría
llegado a tan buen término sin tus comentarios críticos
tanto al tono como al contenido. Aparte de las espléndidas
y perspicaces observaciones que has aportado, el tráiler
sobre el libro que has filmado y editado es excelente. No
puedo estar más orgulloso de ser tu padre. Muchas gracias
también a mi mujer, Lisa. No cabe duda de que tu decisiva
contribución y tu apoyo incondicional –sobre todo a lo largo
de esas pocas e infaustas semanas llenas de quejas en que
tuve que hallar el modo de reducir a la mitad el
manuscrito– te han encaminado por la senda más rápida
hacia la divinización. Desde luego, no soy digno de atarte
las sandalias, pero gracias de todos modos por
permitírmelo. Gracias también a mis preciosas hijas,
Rachael y Liliana, que me han ayudado a recordar qué es lo
más importante y cuyo cariño me anima a seguir adelante
cada día. Por último, gracias a vosotros, mamá y papá
(«brille sobre él la Luz Eterna»), que me mostrasteis cómo
amar a Dios de un modo íntimo y personal, y me
enseñasteis a dar los primeros pasos por ese camino.
Vosotros sois los únicos culpables de todo esto y ahora ya
no podéis hacer nada. Queda dicho.
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