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Vivir desde el espíritu
HENRI NOUWEN
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Vivir desde el espíritu
Título original: Here and Now. Living in the Spirit
© by Henri Nouwen
© The Crossroad Publishing Company, New York, USA
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tratado de entretejer las diferentes meditaciones alrededor de temas más
amplios, de manera que, al ser leídas en conjunto, se hace visible una mi-
rada coherente de la vida espiritual. Es como un mosaico: cada pequeña
piedra tiene un significado único, pero en conjunto, y vistas desde cierta
distancia, muestran algo nuevo que cada piedra en forma individual no
puede mostrar.
Espero y oro para que tú, que leas estas meditaciones, puedas des-
cubrir muchas conexiones con tu propio camino espiritual, aun cuando
ese camino sea muy diferente del mío. Confío en que estas conexiones te
harán consciente de que estamos viajando juntos hacia la Luz, siempre
animándonos unos a otros a mantener nuestros ojos fijos en Aquel que
nos llama de vuelta a casa.
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Capítulo I
VIVIR EN EL PRESENTE
1. Un nuevo comienzo
¡Un nuevo comienzo! Tenemos que aprender a vivir cada día, cada hora,
sí, cada minuto, como un nuevo comienzo, como una oportunidad única
de hacer nuevas todas las cosas. Imagina que pudiéramos vivir cada mo-
mento como un momento pleno de vida nueva. Imagina que pudiéramos
vivir cada día como un día lleno de promesas. Imagina que pudiéramos
atravesar el nuevo año oyendo continuamente una voz que nos dijera:
“Tengo un regalo para ti, y no puedo esperar para que lo veas”. Imagínate.
¿Es posible que nuestra imaginación pueda conducirnos a la verdad
de nuestras vidas? ¡Sí, puede! El problema es que nosotros permitimos
que nuestro pasado —que se hace cada vez más largo año tras año— nos
diga: “Tú lo sabes todo; tú lo has visto todo, sé realista; el futuro será sim-
plemente una repetición del pasado. Trata de sobrevivirlo lo mejor que
puedas”. Hay muchos zorros astutos saltando sobre nuestros hombros y
susurrando en nuestros oídos la gran mentira: “No hay nada nuevo bajo
el sol… No te dejes engañar”.
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Cuando escuchamos a estos zorros, parecen finalmente tener razón:
nuestro nuevo año, nuestro nuevo día, nuestra nueva hora se aplanan, se
hacen aburridos, apagados y sin nada nuevo.
Entonces, ¿qué podemos hacer? Primero, debemos enviar los zorros
de vuelta a donde pertenecen: a sus madrigueras. Y, luego, debemos abrir
nuestras mentes y nuestros corazones a la voz que resuena a través de los
valles y las montañas de nuestra vida, diciendo: “Permíteme mostrarte el
lugar en donde vivo entre mi gente. Mi nombre es Dios-contigo. Limpiaré
todas las lágrimas de tus ojos; ya no habrá más muerte, ni más duelo ni
tristeza. El mundo del pasado se ha ido” (ver Apocalipsis 21, 2-5).
Tenemos que elegir escuchar esa voz, y cada elección nos abrirá un
poco más a descubrir la nueva vida que se oculta en cada momento, es-
perando ansiosamente nacer.
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siempre en el momento presente; sea ese momento difícil o fácil, gozoso
o doloroso. Cuando Jesús habló de Dios, siempre habló de un Dios que
está cuando y donde estamos. “Cuando me ven a mí, ven a Dios. Cuando
me escuchan a mí, escuchan a Dios”. Dios no es alguien que ya fue o
que será, sino Aquel que es, y que es para mí en el momento presente.
Es por esa razón por la que Jesús vino a borrar la carga del pasado y
las preocupaciones por el futuro. Quiere que descubramos a Dios justo
donde estamos, aquí y ahora.
3. Cumpleaños
Los cumpleaños deben celebrarse. Creo que es más importante celebrar
un cumpleaños que un examen exitoso, una promoción o una victoria.
Porque celebrar un cumpleaños significa decirle a alguien: “Gracias por
ser como eres”. Celebrar un cumpleaños es exaltar la vida y estar conten-
tos con ella. En un cumpleaños no decimos: “Gracias por lo que hiciste,
dijiste o alcanzaste”. No, decimos en cambio: “Gracias por haber nacido
y por estar entre nosotros”.
En los cumpleaños, celebramos el presente. No nos quejamos por lo
que ocurrió, ni tampoco especulamos con lo que ocurrirá, sino que más
bien estamos a alguien y permitimos que todos le digan: “Te amamos”.
Conozco a alguien que, en su cumpleaños, es buscado por sus amigos,
conducido al baño, y arrojado con su ropa a una tina llena de agua. Todos
esperan ansiosamente su cumpleaños, hasta él mismo. No tengo idea de
dónde vino esta tradición, pero ser levantado y “re-bautizado” parece
una muy buena manera de celebrar tu vida.
Nos volvemos conscientes de que, aunque debemos mantener nuestros
pies sobre la tierra firme, hemos sido creados para alcanzar los cielos, y
que, aunque fácilmente nos ensuciamos, podemos ser siempre limpiados
nuevamente, dando a nuestra vida un nuevo comienzo.
Celebrar un cumpleaños nos recuerda las bondades de la vida, y en
este espíritu realmente necesitamos celebrar los cumpleaños de todas las
personas todos los días, demostrándoles gratitud, amabilidad, perdón,
gentileza y afecto. Éstas son formas de decir: “Es bueno que estés vivo, es
bueno que camines conmigo en esta tierra. Alegrémonos y regocijémonos.
Éste es el día que Dios ha hecho para que existamos y estemos juntos”.
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4. Aquí y ahora
Para vivir en el presente, debemos creer profundamente que lo más
importante es el aquí y el ahora. Nos distraemos constantemente con cosas
que han ocurrido en el pasado o que podrían ocurrir en el futuro. No es
fácil permanecer focalizados en el presente. Nuestra mente es difícil de
manejar y nos aparta constantemente del momento presente.
La oración es la disciplina del momento presente. Cuando oramos,
entramos en la presencia de Dios, cuyo nombre es Dios-con-nosotros. Orar
es escuchar atentamente a Aquel que se dirige a nosotros aquí y ahora.
Cuando nos atrevamos a confiar en que nunca estamos solos, sino que
Dios siempre está con nosotros, siempre nos cuida, y siempre nos habla,
podremos despegarnos gradualmente de las voces que nos hacen sentir
culpables o ansiosos, para permitirnos entonces habitar en el momento
presente. Éste es un muy duro desafío, porque la confianza radical en Dios
no es algo obvio. La mayoría de nosotros descree de Dios. La mayoría de
nosotros cree que Dios es una autoridad atemorizante y castigadora; o,
por el contrario, creemos que es una nada vacía y sin fuerza. El mensaje
central de Jesús fue que Dios no es ni un debilucho impotente ni un jefe
poderoso, sino que es amoroso, y que su único deseo es darnos lo que
más desea nuestro corazón.
Orar es escuchar a esa voz del amor. De eso se trata la obediencia. La
palabra “obediencia” viene de la palabra latina ob-audiere, que significa
escuchar con gran atención. Sin escuchar, somos “sordos” a la voz del
amor. La palabra latina para sordo es surdus. Ser completamente sordo es
ser absurdus, sí, absurdo. Cuando ya no oramos, cuando ya no escuchamos
la voz del amor que nos habla en el momento presente, nuestras vidas
se convierten en vidas absurdas, y somos arrojados hacia atrás y hacia
adelante, entre el pasado y el futuro.
Si sólo pudiéramos estar, por unos pocos minutos cada día, com-
pletamente donde estamos, descubriríamos verdaderamente que no
estamos solos y que Aquel que está con nosotros quiere solamente una
cosa: darnos amor.
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5. Nuestra morada interior
Para escuchar la voz del amor, necesitamos dirigir nuestras mentes y
nuestros corazones hacia esa voz, con toda nuestra atención. ¿Cómo pode-
mos hacerlo? La forma más fructífera —desde mi experiencia— es tomar
una oración simple, una oración o una palabra, y repetirla lentamente.
Podemos usar la Oración del Señor, la Oración de Jesús, el nombre de Jesús,
o cualquier palabra que nos recuerde el amor de Dios, y luego ubicarla en
el centro de nuestra morada interior, como una vela en un lugar oscuro.
Estaremos, es obvio, constantemente distraídos. Pensaremos en lo que
ocurrió ayer o lo que ocurrirá mañana. Tendremos largas e imaginarias
discusiones con nuestros amigos o enemigos. Planearemos nuestro próxi-
mo día, prepararemos nuestra siguiente charla u organizaremos nuestro
próximo encuentro. No obstante, mientras mantengamos encendida la vela
en nuestra morada interior, podremos retornar a esa luz y ver claramente
la presencia de Aquel que nos ofrece lo que más deseamos.
Ésta no es siempre una experiencia satisfactoria. A menudo, estamos
tan inquietos y tan imposibilitados de encontrar quietud interior, que no
podemos esperar sin ocuparnos nuevamente, evitando de esta manera la
confrontación con el estado caótico de nuestras mentes y de nuestros cora-
zones. No obstante, si permanecemos fieles a nuestra disciplina —aun si
se tratara de diez minutos por día—, llegaremos a ver gradualmente —por
la luz de la vela encendida de nuestras oraciones— que existe un espacio
en nuestro interior donde habita Dios y donde somos invitados a habitar
con Dios. Una vez que lleguemos a conocer ese lugar santo e interior —un
lugar más bello y precioso que cualquier lugar al que podamos viajar—,
querremos permanecer allí y ser espiritualmente alimentados.
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la presencia de Dios en nuestros propios corazones, también podemos
reconocer esa presencia en los corazones de los demás, porque el Dios que
nos ha elegido a nosotros como morada nos da los ojos para ver al Dios
que habita en los otros. Cuando sólo vemos demonios en nuestro interior,
sólo podremos ver demonios en los demás; pero, cuando veamos a Dios
en nuestro interior, podremos ver a Dios en los demás.
Esto podría sonar un tanto teórico pero, cuando oremos, nos experi-
mentaremos cada vez más como parte de la familia humana, infinitamente
ligada por Dios, que nos creó para compartir —todos— en la luz divina.
A menudo nos preguntamos qué podemos hacer por los demás,
especialmente por aquellos en gran necesidad. No es un signo de debi-
lidad decir: “Debemos orar los unos por los otros”. Rezar los unos por
los otros es, en primer lugar, ser conscientes, en presencia de Dios, que
nos pertenecemos unos a otros como hijos del mismo Dios. Sin esta con-
ciencia de humana solidaridad, lo que hagamos por los demás no fluirá
desde quienes verdaderamente somos. Somos hermanos y hermanas, no
competidores o rivales. Somos hijos de un único Dios, no partidarios de
dioses diferentes.
Orar, es decir, escuchar la voz de Aquel que nos llama “los amados”,
es aprender que esa voz no excluye a nadie. En donde yo habito, habita
Dios conmigo, y en donde Dios habita conmigo, encuentro a todas mis
hermanas y mis hermanos. Entonces, la intimidad con Dios y la solidaridad
con todas las personas son dos aspectos que nunca pueden ser separados
del habitar en el momento presente.
7. El eje de la vida
En mi país de origen, Holanda, todavía se pueden ver grandes ruedas
de carro, no en los propios carros, sino como decoraciones en las entradas
de granjas o en las paredes de los restaurantes. Siempre me han fascinado
estas ruedas de carro: con sus anchos bordes, sus fuertes rayos de madera
y sus grandes ejes. Estas ruedas me ayudan a comprender la importancia
de una vida vivida desde el centro. Cuando me muevo a lo largo del borde,
puedo alcanzar un rayo atrás del otro; pero, cuando permanezco en el eje,
estoy en contacto con todos los rayos a la vez.
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Orar es desplazarse hacia el centro de toda vida y de todo amor. Cuanto
más me acerco al eje de la vida, más cerca estoy, desde allí, de todo lo que
recibe su fuerza y energía. Mi tendencia es a distraerme enormemente por
la diversidad de los muchos rayos de la vida y, por lo tanto, permanezco
ocupado, pero no verdaderamente dando vida; por todas partes, pero no
focalizado. Si dirijo mi atención al corazón de la vida, estaré conectado
con su rica variedad mientras permanezco, al mismo tiempo, centrado.
¿Qué representa el eje? Yo lo pienso como mi propio corazón, el cora-
zón de Dios, y el corazón del mundo. Cuando hago oración, entro en lo
profundo de mi propio corazón y allí encuentro el corazón de Dios, que
me habla de amor. Y reconozco, allí mismo, el lugar en donde todos mis
hermanos y mis hermanas están en comunión los unos con los otros. La
gran paradoja de la vida espiritual es, realmente, que lo más personal es
lo más universal, que lo más íntimo es lo más comunitario, y que lo más
contemplativo es lo más activo.
La rueda del carro muestra que el eje es el centro de toda energía y
movimiento, aun cuando, a menudo, parece no moverse en absoluto. En
Dios, toda acción y todo descanso son una única cosa. ¡Así es también la
oración!
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Capítulo II
ALEGRÍA
1. Alegría y tristeza
La alegría es esencial en la vida espiritual. Sin alegría, ninguna cosa
que podamos pensar o decir sobre Dios —ya sean nuestros pensamientos
o nuestras palabras— dará fruto. Jesús nos revela el amor de Dios de ma-
nera que su gozo sea nuestro gozo y que nuestro gozo sea completo. La
alegría es la experiencia de saber que tú eres amado incondicionalmente
y que nada —la enfermedad, el fracaso, el quiebre emocional, la opresión,
la guerra o aun la muerte— puede quitarte ese amor.
La alegría no es lo mismo que la felicidad. Podemos sentirnos infelices
en relación con muchas cosas, pero la alegría puede estar, no obstante,
allí; porque surge de ser conscientes del amor de Dios por nosotros. Nos
sentimos inclinados a pensar que, si estamos tristes, no podemos estar
contentos; pero, en la vida de una persona centrada en Dios, la tristeza
y el gozo pueden coexistir. Esto no es fácil de comprender pero, cuando
pensamos en algunas de nuestras experiencias de vida más profundas,
como por ejemplo estar presentes en el nacimiento de un niño o en la
muerte de un amigo, la profunda alegría y la profunda tristeza se visua-
lizan generalmente como partes de la misma experiencia. A menudo,
podemos descubrir el gozo en medio de la tristeza. Recuerdo los tiempos
más dolorosos de mi vida como momentos en los que fui consciente de
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una realidad espiritual mucho más grande que yo, una realidad que me
permitía vivir el dolor con esperanza. Hasta me animaría a decir: “Mi
aflicción fue el lugar en donde encontré mi gozo”. No obstante, en la
vida espiritual, nada ocurre automáticamente. La alegría no nos ocurre
porque sí. Tenemos que elegir el gozo y seguir eligiéndolo todos los días.
Es una elección que se basa en saber que pertenecemos a Dios y que en
Dios hemos encontrado nuestro refugio y nuestra seguridad, y que nada,
ni siquiera la muerte, puede quitarnos a Dios.
2. La elección
Puede sonar extraño decir que la alegría es el resultado de nuestras
elecciones. A menudo, imaginamos que algunas personas tienen más
suerte que otras y que su gozo o su tristeza dependen de las circunstancias
de sus vidas, sobre la cual ellas no tienen el control.
No obstante, tenemos la posibilidad de elegir, no tanto en relación con
las circunstancias de nuestra vida, sino en relación con la forma en que
respondemos a estas circunstancias. Dos personas pueden ser víctimas del
mismo accidente. Pero, para una de ellas, este accidente se convierte en
una fuente de resentimiento; y, para la otra, en una fuente de gratitud. Las
circunstancias externas son las mismas, pero la elección de la respuesta es
completamente diferente. Algunas personas llegan a amargarse a medida
que van envejeciendo. Otras envejecen gozosamente. Esto no significa
que la vida de aquellos que se amargan haya sido más dura que la vida
de aquellos que viven con alegría. Significa que se hicieron elecciones
diferentes, elecciones interiores, elecciones del corazón.
Es importante ser conscientes de que, en cada momento de nuestra
vida, tenemos la oportunidad de elegir la alegría. La vida tiene muchas
facetas. Siempre encontraremos partes alegres y lados tristes en la realidad
que nos toca vivir. Y, en consecuencia, tenemos siempre la posibilidad de
elegir vivir el momento presente como causa de resentimiento o como
causa de alegría. Es en la elección en donde se asienta nuestra verdadera
libertad; y, en última instancia, esa libertad es la libertad del amor.
Una buena idea podría ser preguntarnos cómo desarrollamos nuestra
capacidad para elegir la alegría. Tal vez podríamos tomarnos un mo-
mento al final de cada día y decidir recordarlo —sea lo que fuera lo que
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haya ocurrido— como un día por el cual estar agradecidos. Al hacerlo,
incrementaremos la capacidad de nuestro corazón para elegir la alegría.
Y, a medida que nuestros corazones se llenen de alegría, llegaremos a
convertirnos, sin ningún esfuerzo en particular, en una fuente de alegría
para los demás. De la misma manera que la tristeza engendra tristeza, la
alegría engendra alegría.
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Aquellos que siguen hablando del sol mientras caminan bajo el cielo
nublado son mensajeros de la esperanza, son los verdaderos santos de
nuestros días.
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5. Gozo y risa
El dinero y el éxito no nos hacen alegres. En realidad, muchas personas
ricas y exitosas son también ansiosas, temerosas, y a menudo bastante
sombrías. En contraste, muchas otras personas que son muy pobres se
ríen fácilmente y muestran a menudo mucha alegría.
La alegría y la risa son los dones que resultan de vivir en la presen-
cia de Dios, confiando en que no hay motivos para preocuparse por el
mañana. Siempre me ha impactado que las personas ricas tengan tanto
dinero, mientras que los pobres tienen tanto tiempo. Y, cuando hay mucho
tiempo disponible, se puede celebrar la vida. No hay razón para idealizar
la pobreza pero, cuando veo los temores y las ansiedades de muchos de
los que poseen todos los bienes que el mundo tiene para ofrecer, puedo
comprender las palabras de Jesús: “Qué difícil es para un rico entrar en
el reino de Dios”. El dinero y el éxito no son el problema; el problema es
la ausencia de tiempo libre y disponible, momento en que Dios puede
ser encontrado en el presente, y la vida puede ser elevada en su simple
belleza y bondad.
Los niños pequeños que juegan juntos nos muestran la simple alegría
de estar juntos. En una ocasión, cuando me encontraba muy ocupado
entrevistando a una artista a quien admiro mucho, su hija de cinco años
me dijo: “Hice una torta de cumpleaños con arena. Ahora tienes que venir
y simular que la comes y que te gusta. ¡Será divertido!”. Su madre sonrió
y me dijo: “Más vale que juegues con ella antes que hables conmigo. Tal
vez ella tenga más para enseñarte que yo”.
La alegría simple y directa de una niña pequeña nos recuerda que
Dios busca los lugares en donde haya sonrisas y risas. Las risas abren las
puertas al reino. Es por eso por lo que Jesús nos llama a ser como niños.
6. Sin víctimas
Ser sorprendidos por la alegría es algo bien diferente del optimismo
ingenuo. El optimismo es la actitud que nos hace creer que las cosas esta-
rán mejor mañana. Un optimista dice: “La guerra terminará, tus heridas
serán curadas, la depresión se irá, la epidemia se detendrá… Pronto todo
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estará mejor”. El optimista puede tener o no razón pero, la tenga o no, no
controla las circunstancias.
La alegría no viene de predicciones positivas sobre la situación del
mundo. No depende de las idas y vueltas de las circunstancias de nuestras
vidas. La alegría está basada en el conocimiento espiritual de que, mien-
tras que el mundo en el que vivimos está envuelto en la oscuridad, Dios
ha vencido al mundo. Jesús lo dice clara y audiblemente: “En el mundo
tendrán problemas, pero alégrense, yo he vencido al mundo”.
Lo sorprendente no es que, de forma inesperada, las cosas mejoran más
de lo esperado. No, la verdadera sorpresa es que la luz de Dios es más real
que toda la oscuridad, que la verdad de Dios es más poderosa que todas
las mentiras humanas, que el amor de Dios es más fuerte que la muerte.
El mundo se asienta en el poder del Maligno. Realmente, las fuerzas
de la oscuridad gobiernan al mundo. No debería sorprendernos ver el
sufrimiento y el dolor humano a nuestro alrededor. Aunque deberíamos
sorprendernos por la alegría, cada vez que vemos que Dios, y no el Malig-
no, tiene la última palabra. Al entrar en el mundo y confrontar al Maligno
con la plenitud de la Bondad dvina, se abrió para nosotros el camino para
vivir en el mundo, ya no como víctimas, sino como hombres y mujeres
libres, guiados no por el optimismo, sino por la esperanza.
7. El fruto de la esperanza
Existe una íntima relación entre el gozo y la esperanza. Mientras que el
optimismo nos permite vivir como si algún día cercano las cosas fueran a
mejorar para nosotros, la esperanza nos libera de la necesidad de predecir
el futuro y nos permite vivir en el presente, con la profunda confianza
en que Dios nunca nos dejará solos, sino que cumplirá los deseos más
profundos de nuestro corazón.
La alegría, desde esta perspectiva, es el fruto de la esperanza. Cuando
confío profundamente en que hoy Dios está verdaderamente conmigo
y me mantiene a salvo en un abrazo divino, guiando cada uno de mis
pasos, puedo dejar ir mi ansiosa necesidad de saber cómo será mañana,
o qué ocurrirá el próximo mes o el próximo año. En cambio, puedo estar
plenamente donde estoy y prestar atención a los muchos signos del amor
de Dios en mi interior y a mi alrededor.
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Habitualmente hablamos sobre “los viejos buenos tiempos” pero, cuan-
do pensamos en forma crítica sobre ellos, y dejamos ir nuestros recuerdos
románticos, descubrimos que, durante esos mismos días, estábamos muy
preocupados sobre nuestro futuro.
Cuando confiemos profundamente en que hoy es el día del Señor y
en que mañana está oculto y seguro en el amor de Dios, nuestros rostros
podrán relajarse, y podremos devolverle la sonrisa a Aquel que nos sonríe
a nosotros.
Recuerdo una ocasión en que caminaba por la playa con un amigo.
Hablamos intensamente sobre nuestra relación, tratando esforzadamente
de hacernos entender el uno al otro y comprender los sentimientos de
cada uno. Estábamos tan preocupados con nuestro esfuerzo mutuo, que
no notamos la magnífica puesta del sol que desparramaba un rico espectro
de colores sobre las olas cubiertas de espuma que rompían en la amplia
y silenciosa playa.
De pronto, mi amigo exclamó: “Mira…, mira el sol…, mira”. Puso su
brazo sobre mi hombro, y juntos contemplamos la brillante pelota de fuego
que desaparecía gradualmente por debajo del horizonte del vasto océano.
En ese momento, ambos conocimos la esperanza y la alegría.
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Algunos de los momentos más gozosos y esperanzadores de mi vida
fueron momentos de gran dolor físico y emocional. Precisamente durante
la experiencia de rechazo o de abandono, fui “forzado” a gritarle a Dios:
“Tú eres mi única esperanza, tú eres la fuente de mi alegría”. Cuando ya no
pude aferrarme a mis apoyos normales, descubrí que el verdadero apoyo
y la verdadera seguridad se asentaban mucho más allá de las estructuras
de nuestro mundo.
A menudo, tenemos que llegar a descubrir que lo que considerábamos
esperanza y alegría no eran más que deseos egoístas de éxitos y recompen-
sas. No obstante lo doloroso que sea este descubrimiento, puede arrojarnos
directamente a los brazos de Aquel que es la verdadera fuente de nuestra
esperanza y de nuestra alegría.
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Capítulo III
SUFRIMIENTO
1. Abrazar el dolor
En el mundo a nuestro alrededor, se hace una distinción radical entre
la alegría y la tristeza. La gente tiende a decir: “Cuando estás contento,
no puedes estar triste, y cuando estás triste, no puedes estar contento”.
En realidad, nuestra sociedad contemporánea hace todo lo posible para
mantener separadas la tristeza y la alegría. La tristeza y el dolor deben
mantenerse afuera a cualquier costo, porque son los opuestos de la alegría
y de la felicidad que deseamos.
La muerte, la enfermedad, el quebrantamiento humano…, todos
deben permanecer ocultados de nuestra vista, porque nos apartan de la
felicidad por la que luchamos. Son obstrucciones en nuestro camino hacia
la meta de nuestra vida.
La visión ofrecida por Jesús se ubica en agudo contraste con esta visión
mundana. Jesús nos muestra, tanto en sus enseñanzas como en su vida, que
la verdadera alegría se esconde a menudo en medio de nuestra tristeza,
y que la danza de la vida encuentra sus comienzos en la aflicción. Él nos
dice: “A no ser que el grano de trigo muera, no podrá dar fruto… A menos
que perdamos nuestras vidas, no podremos encontrarlas. A menos que
el Hijo del Hombre muera, no podrá enviarnos el Espíritu”. A dos de sus
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discípulos, que estaban abatidos luego de su muerte, les dice: “¡Ustedes,
tontos, tan lentos para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿No fue
necesario que Cristo sufriera para poder entrar en su gloria?”.
Aquí se nos revela una forma completamente distinta de vivir. Es la
forma en la que el dolor puede ser abrazado, no por un deseo de sufrir,
sino sabiendo que algo nuevo nacerá a partir del dolor. Jesús llama a
nuestros dolores “dolores de parto”. Dice: “Una mujer, cuando nace su
hijo, sufre porque ha llegado su tiempo; pero, cuando ha nacido el niño,
olvida el sufrimiento, por la alegría de que un ser humano ha nacido en
el mundo” (Juan 16, 21).
La cruz se ha convertido en el símbolo más poderoso de esta nueva
visión. La cruz es un símbolo de muerte y de vida, de sufrimiento y de
gozo, de derrota y de victoria. La cruz nos muestra el camino.
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lo que Jesús les dijo a sus discípulos que hicieran cuando les pidió que
compartieran el pan y el vino en su memoria?
Unos días después, mi amiga llevó a su hija mayor a la tumba. Su
hermano menor la había convencido de que no había nada que temer.
A partir de entonces, a menudo van al cementerio y se cuentan entre
ellos historias sobre Bob. Bob ya no es un extraño. Se ha convertido en un
nuevo amigo, y hacer un picnic en su tumba se ha convertido en algo que
buscan hacer… ¡por lo menos cuando nadie está mirando!
Las lágrimas de tristeza y las lágrimas de alegría no deberían estar
tan apartadas. Mientras nos amigamos con nuestra tristeza —o, según
las palabras de Jesús, “tomamos nuestra cruz”—, descubrimos que la
resurrección está, en realidad, al alcance de la mano.
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cuentran su primer gran alivio cuando pueden compartir su dolor con
los demás y descubren que son verdaderamente escuchadas. Los muchos
programas que existen de “los doce pasos” son un poderoso testimonio
de una gran verdad: compartir nuestro dolor es el comienzo de la sana-
ción. Aquí podemos ver cuán cerca pueden estar la alegría y la tristeza.
Cuando descubro que ya no estoy solo en mi lucha, y cuando comienzo a
experimentar un nuevo “compañerismo en la debilidad”, puede aparecer
entonces la verdadera alegría, justo en medio de mi tristeza.
Pero no es fácil salirnos de nuestro aislamiento. De alguna manera,
siempre queremos resolver nuestros problemas por nuestra cuenta. Pero
Dios nos ha dado los unos a los otros para construir una comunidad de
amor mutuo en donde, juntos, podamos descubrir que el gozo no sólo es
para los demás, sino también para todos nosotros.
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Hacer de la compasión lo fundamental de la vida, estar abierto y vul-
nerable para los demás, hacer de la vida comunitaria el foco y permitir que
la oración sea el aliento de tu vida… requiere la voluntad de derrumbar las
incontables paredes que hemos erigido entre nosotros y los demás, para
mantener seguro nuestro aislamiento. Ésta es una batalla espiritual ardua
y de por vida porque, mientras tiramos abajo las paredes con una mano,
construimos nuevas paredes con la otra. Luego que dejé la universidad y
elegí una vida en comunidad, me di cuenta de que, aun en comunidad,
existen numerosas formas de desplegar los juegos controladores del in-
dividualismo. Realmente, la verdadera conversión pide mucho más que
un cambio de lugar. Nos pide un cambio de corazón.
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nos ha prometido. El verdadero peligro que enfrentamos es el de descreer
nuestro deseo de comunión. Es un deseo otorgado por Dios, sin el cual
nuestras vidas pierden su vitalidad y nuestros corazones se enfrían. Una
vida verdaderamente espiritual es una vida en la que no descansaremos
hasta que hayamos encontrado descanso en el abrazo de Aquel que es el
Padre y la Madre de todos los deseos.
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pasen por encima de sus sentimientos de ser rechazados, y tengan el coraje
de confiar en que no caerán en un abismo de la nada, sino en el abrazo
seguro de Dios, cuyo amor sanará todas las heridas”.
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8. El camino del Dalai Lama
Conozco pocas personas que hayan visto tanto sufrimiento como el
Dalai Lama. Como líder político y espiritual del Tíbet, fue expulsado de
su propio país y fue testigo de la matanza, la tortura, la opresión y la
expulsión sistemática de su pueblo.
No obstante, conozco poca gente que irradie tanta paz y alegría. La
risa encantadora y generosa del Dalai Lama está libre de todo odio o
amargura hacia los chinos que arrasaron su tierra y mataron a su pueblo.
Él dice: “Ellos también son seres humanos que luchan por encontrar la
felicidad y merecen nuestra compasión”.
¿Cómo es posible que un hombre que ha estado sujeto a semejante
persecución no esté lleno de enojo y de deseo de venganza? Cuando se
le formuló esa pregunta, el Dalai Lama explicó cómo, en su meditación,
permite que todo el sufrimiento de su pueblo y el de sus opresores entre
en lo profundo de su corazón, transformándose allí en compasión.
¡Qué desafío espiritual! Mientras que yo ansiosamente me pregunto
cómo ayudar al pueblo de Bosnia, Sudáfrica, Guatemala y, sí, el Tíbet…,
el Dalai Lama me pide reunir todo el sufrimiento de la gente de todo el
mundo en el centro de mi ser, para convertirlo allí en la materia prima de
mi amor compasivo.
¿No es ése, también, el camino de Jesús? Poco antes de su muerte y
resurrección, Jesús dijo: “Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos
hacia mí”. Jesús tomó para sí el sufrimiento de toda la gente y lo trans-
formó en un don de compasión a su Padre. Ése, verdaderamente, es el
camino que debemos seguir.
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último año de la segunda guerra mundial. Su nombre era Walter. Yo tenía
trece años en ese entonces, y vivíamos en una parte de Holanda que se
encontraba aislada por los grandes torrentes de los ejércitos del Día D.
La gente moría de hambre.
Amaba a mi pequeño cabrito. Pasaba horas recolectando bellotas
para él, lo llevaba a dar largas caminatas y jugaba a pelear con él, empu-
jándolo desde donde le crecían los cuernos. Lo cargaba en mis brazos,
construí un corral para él en el garaje, y le di un pequeño carro de madera
para empujar. En cuanto me levantaba en la mañana, lo alimentaba, y en
cuanto regresaba de la escuela, lo alimentaba nuevamente, limpiaba su
corral, y le hablaba sobre toda clase de cosas. Verdaderamente, mi cabrito
Walter y yo éramos los mejores amigos.
Un día, temprano en la mañana, cuando entré al garaje, encontré
vacío el corral. Walter había sido robado. No recuerdo haber llorado tan
vehementemente antes, ni tampoco tanto tiempo. Lloraba y sollozaba de
pena. Mi padre y mi madre no sabían cómo consolarme. Fue la primera
vez que aprendí sobre el amor y la pérdida.
Años más tarde, cuando la guerra hubo terminado y contábamos
nuevamente con suficiente alimento, mi padre me dijo que el jardinero se
había llevado a Walter para alimentar a su familia, porque no tenían nada
más para comer. Mi padre sabía que había sido el jardinero, pero nunca lo
confrontó, aunque sabía de mi dolor. Ahora me doy cuenta de que tanto
Walter como mi padre me habían enseñado algo sobre la compasión.
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Capítulo IV
CONVERSIÓN
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profundos deseos de nuestro corazón. A menudo, ni nosotros mismos
sabemos cuál es nuestro deseo más profundo. Fácilmente nos enredamos
en nuestra propia codicia y enojo, suponiendo, erróneamente, que nos
dirán lo que realmente queremos.
El espíritu del amor dice: “No tengas miedo de abandonar tu necesidad
de controlar la propia vida. Permíteme completar el verdadero deseo de
tu corazón”.
2. Darse vuelta
Las palabras de Jesús “Busquen primero el reino de Dios… y luego
todo lo demás se les dará por añadidura” son las que mejor resumen la
forma en que somos llamados a vivir nuestras vidas, con nuestros cora-
zones fijados en el Reino de Dios. Ese Reino no es una tierra distante a
la que esperamos llegar, ni tampoco es una vida después de la muerte
ni un estado ideal de vida. No. El Reino de Dios es, en primer lugar, la
activa presencia del Espíritu de Dios en nuestro interior, ofreciéndonos
la libertad que verdaderamente deseamos.
Entonces la pregunta principal es: ¿Cómo podemos fijar primero nues-
tros corazones en el reino de Dios, si nuestros corazones están preocupados
por tantas cosas? Es necesario, de alguna forma, un cambio radical del
corazón; un cambio que nos permita experimentar la realidad de nuestra
existencia desde el lugar de Dios.
Una vez vi a un mimo representando a un hombre que luchaba para
abrir una de las tres puertas de la habitación en la que se encontraba.
Empujaba y tiraba de los picaportes, pero ninguna de las puertas se abría.
Luego, pateó con sus pies los paneles de madera de las puertas, pero no
se rompieron. Finalmente, se tiró de cuerpo entero contra las puertas,
pero ninguna cedió.
Fue una escena ridícula y no obstante risible, porque el hombre estaba
tan concentrado en las tres puertas cerradas, que no se daba cuenta de
¡que la habitación no tenía la pared posterior y que él simplemente podría
haber salido si sólo se hubiera dado vuelta para mirar!
De eso se trata la conversión. Es un giro completo que nos permite des-
cubrir que no somos los prisioneros que creemos ser. Desde la perspectiva
de Dios, a menudo nos parecemos a alguien que trata de abrir las puertas
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cerradas de una habitación. Nos preocupamos por muchas cosas y hasta
nos lastimamos al preocuparnos. Dios dice: “Vuélvete, pon tu corazón en
mi Reino, y yo te daré toda la libertad que deseas”.
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4. Invitación a la conversión
En nuestra continua búsqueda de significado, necesitamos leer los
libros y los periódicos de una manera espiritual. La pregunta que siem-
pre debería acompañarnos es: “¿Por qué estamos viviendo?”. Todos los
acontecimientos de nuestras cortas vidas necesitan ser interpretados.
Los libros y los periódicos están allí para ayudarnos a leer los signos de
los tiempos, de manera de otorgar sentido a nuestras vidas. Jesús dice:
“Cuando ven una nube que se avecina por el oeste, dicen que finalmente
llegará la lluvia, y así ocurre. Y, cuando el viento viene del sur, dicen que
hará calor, y así ocurre. ¡Hipócritas! Saben cómo interpretar la faz de la
tierra y del cielo. ¿Cómo es que no saben interpretar estos tiempos?”
(Lucas 12, 54-56).
Aquí se asienta el verdadero desafío. Jesús no mira los acontecimientos
de nuestro tiempo como una serie de incidentes y de accidentes que tienen
poco que ver con nosotros. Jesús percibe los eventos sociales, económicos
y políticos de nuestra vida como signos que buscan una interpretación
espiritual. ¡Necesitan ser leídos espiritualmente! Pero ¿cómo?
Jesús mismo nos muestra la forma. En una ocasión, la gente le contó
a Jesús que el gobernador Pilatos había ejecutado a algunos rebeldes de
Galilea, mezclando su sangre con la de los sacrificios romanos. Cuando
Jesús oyó esto, dijo: “¿Ustedes creen que estos galileos fueron peores pe-
cadores que cualquier otro, para que esto les haya ocurrido a ellos? No lo
eran. Les digo que no. Y, a menos que ustedes se arrepientan, perecerán
como ellos” (Lucas 13, 2-3).
Jesús no brinda una interpretación política del acontecimiento, sino
una espiritual: “¡Lo que ha ocurrido los invita a la conversión!”. Éste es el
significado más profundo de la historia: una constante invitación que nos
llama a volcar nuestros corazones a Dios, descubriendo completamente,
de esta manera, el significado de nuestras vidas.
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que llegué a conocer la vasta red de pacientes con sida, y de aquellos
que trabajan con ellos y para ellos, me he preguntado el porqué de todo
ello. ¿Por qué esta epidemia de sida está causando la muerte de miles de
personas, jóvenes y ancianas, hombres y mujeres?
Cuando John, el hijo homosexual de un querido amigo de San Fran-
cisco, fue golpeado con el sida, esta enfermedad ya no fue una realidad
lejana para mí. Visité a John durante su enfermedad. Me presentó a sus
amigos gays, y me volví muy consciente del gran sufrimiento físico y
emocional de incontables adultos jóvenes.
Jesús me pregunta: “¿Tú crees que estos hombres son peores peca-
dores que tú, tú crees que esto debería ocurrirles?”. Y, profundamente
impactado, me doy cuenta de que la única posible respuesta es: “No,
no lo son; pero, a no ser que te arrepientas, perecerás como ellos”. Esa
respuesta pone todo patas para arriba. ¡Las muertes de los homosexuales
me llaman a la conversión!
Lo que me ha mostrado el sida es la dramática conexión entre el
amor y la muerte. Los hombres gays que buscan desesperadamente a
alguien que los ame se encontraron a sí mismos siendo devorados por las
fuerzas de la destrucción y la muerte. ¡Pero Dios es el Dios de los vivos,
no de los muertos! El amor de Dios trae vida, no muerte. Mis hermanos
homosexuales están muriendo de manera que yo pueda volcarme más
radicalmente a Dios y encuentre allí la plenitud para los anhelos de mi
cuerpo, de mi mente y de mi corazón. Debo aprender a leer el sida como
uno de los signos de nuestro tiempo, que me llama a la conversión. Rezo
para tener el coraje de hacerlo.
6. La misión inversa
Mientras viví durante unos meses en uno de los “barrios jóvenes” que
rodean Lima, Perú, oí por primera vez el término “misión inversa”. Había
llegado desde el Norte al Sur para ayudar a los pobres pero, cuanto más
estaba entre los pobres, más consciente era de que había otra misión: la
misión del Sur hacia el Norte. Cuando retorné al Norte, estaba profun-
damente convencido de que mi tarea principal sería la de ayudar a los
pobres de América Latina a convertir a sus hermanas y sus hermanos
ricos de los Estados Unidos y Canadá.
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Desde ese momento, he sido consciente de que, en cualquier lugar que
se encuentre el Espíritu de Dios, hay allí una misión inversa.
Cuando marché con miles de norteamericanos blancos y negros
desde Selma a Montgomery (Alabama, Estados Unidos), en el verano de
1965, para apoyar a los negros en su lucha por la igualdad de derechos,
Martin Luther King ya había dicho que “el significado más profundo del
movimiento de los derechos humanos era que los negros llamaban a la
conversión a los blancos”.
Cuando me uní, años más tarde, a L’Arche, para vivir y trabajar con
personas mentalmente discapacitadas, aprendí rápidamente que mi ver-
dadera tarea sería permitir a las personas a las que venía a ayudar que
me ofrecieran —y, a través de mí, a muchos otros— sus singulares dones
espirituales.
La “inversa” es el signo del Espíritu de Dios. Los pobres tienen una
misión para con los ricos, los negros tienen una misión para con los blan-
cos, los discapacitados tienen una misión para con los “normales”, los
homosexuales tienen una misión para con los “héteros”, los moribundos
tienen una misión para con los vivos. Aquellos que el mundo ha convertido
en víctimas, Dios los ha elegido para ser portadores de la buena noticia.
Cuando Jesús se enteró de que 18 personas habían muerto al ha-
berse derrumbado la torre de Siloé, le preguntaron si estos hombres y
mujeres eran peores pecadores que los otros. “No lo son. Yo les digo
que no —dijo— pero, a menos que ustedes se arrepientan, perecerán
como ellos”. Jesús nos indica, entonces, que las victimas se convierten
en nuestros evangelistas, llamándonos a la conversión. Ésta es la misión
inversa que sigue sorprendiéndonos.
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Éstas son preguntas formuladas desde abajo, las preguntas que hace-
mos cuando queremos imaginar quién es mejor o peor que nosotros. Pero
éstas no son preguntas formuladas desde arriba. No son las preguntas
de Dios. Dios no nos pide que definamos nuestra pequeña y conveniente
ubicación dentro de la humanidad, por encima o en contra de las otras
personas. La pregunta de Dios es: “¿Estás leyendo los signos de tu tiempo
como signos que te piden arrepentimiento y conversión?”. Lo que ver-
daderamente cuenta es nuestra voluntad de permitir que los inmensos
sufrimientos de nuestros hermanos y nuestras hermanas nos liberen de
toda arrogancia y de todo juicio y condena, entregándonos un corazón
tan gentil y humilde como el corazón de Jesús.
Pasamos incontables horas tratando de formarnos ideas sobre los
demás. Un incesante cambio de opiniones sobre personas cercanas o
lejanas nos mantiene distraídos y nos permite ignorar nuestra realidad:
que nosotros mismos somos los que primero necesitamos un cambio en
nuestro corazón y que probablemente seamos los únicos que podamos
cambiar verdaderamente nuestros corazones.
Pero repetimos una y otra vez: “¿Y qué pasa con él? ¿Y qué hay con
ella?”. Lo que nos dice Jesús, tal como le dijo a Pedro, que quería saber
qué le sucedería a Juan: “¿Qué te importa a ti? Tú tienes que seguirme”
(Juan 21, 21-22).
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y un profundo deseo de amarlas derrumbaron todas mis paredes interiores
y ensancharon mi corazón al tamaño del universo.
Uno de esos momentos tuvo lugar luego de permanecer durante
siete meses en un monasterio trapense. Estaba tan lleno de la bondad de
Dios, que veía bondad en cualquier lugar donde fuera, aun detrás de las
fachadas de la violencia, la destrucción y el crimen. Tenía que contenerme
de abrazar a las mujeres y los hombres que me vendían productos en el
almacén, flores o un traje nuevo. ¡Todos parecían santos ante mis ojos!
Todos podemos tener estos momentos si permanecemos atentos al
movimiento del Espíritu de Dios en nuestro interior. Son como atisbos
del cielo, atisbos de belleza y paz. Es fácil descartar estos momentos como
productos de nuestros sueños o de nuestra imaginación poética. Pero,
cuando elegimos declararlos como la forma que tiene Dios de golpearnos
el hombro para mostrarnos la más profunda verdad de nuestra existen-
cia, podemos ir gradualmente más allá de nuestra necesidad de juzgar a
los demás y de nuestra inclinación de evaluar a todos y todo. Entonces,
podremos cultivar la libertad interior real y la verdadera santidad.
Pero sólo podremos dejar de lado la pesada carga de juzgar a los demás
¡cuando no nos importe cargar la liviana carga de ser juzgados!
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nuestra falta de confianza en el amor de Dios. Si seguimos pensando que
nosotros mismos somos la suma total de nuestros éxitos, popularidad y
poder, nos haremos dependientes de las formas en que juzgamos y somos
juzgados, y terminaremos siendo víctimas manipuladas por el mundo. Y
finalmente llevaremos ese juicio hacia nosotros mismos. Nuestra muerte
significará no sólo el fin de este intercambio de juicios, sino también el
final de nosotros mismos, debido a que seremos nada más que el resultado
de lo que pensábamos de los demás y de lo que los demás pensaban de
nosotros.
Sólo cuando reivindiquemos el amor de Dios, el amor que trasciende
todo juicio, podremos vencer todo temor de ser juzgados. Cuando llegue-
mos a ser completamente libres de la necesidad de juzgar a los demás,
también seremos completamente libres del temor a ser juzgados.
La experiencia de no tener que juzgar no puede coexistir con el temor
de ser juzgados, y la experiencia del amor no enjuiciador de Dios no puede
coexistir con la necesidad de juzgar a los demás. Esto es lo que Jesús quiere
decir cuando dice: “No juzguen, y no serán juzgados”. La conexión entre
los dos lados de esta frase es la misma conexión que existe entre el amor
de Dios y el amor al prójimo. No pueden separarse. Esta conexión, no
obstante, no es simplemente una conexión lógica que se pueda reflexionar.
Es, en primer lugar y principalmente, una conexión del corazón, que se
lleva a cabo en la oración.
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Capítulo V
VIDA DISCIPLINADA
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Observé con especial atención al francés Gatier y al sueco Waldner,
en su último partido de tenis de mesa. La cuestión que creó una tensión
casi insoportable entre los jugadores y los miles de asistentes, incluyendo
al rey Gustavo de Suecia y su esposa, fue: ¿Quién de estos dos hombres
ganará el oro, y quién tendrá que aceptar la medalla de plata?
Con increíble virtuosismo, los dos rivales bailaron alrededor de la
mesa devolviendo la pequeña pelota amarilla desde lejos y desde cerca,
burlándose mutuamente y sorprendiendo constantemente a sus vocife-
rantes fanáticos. El poder, la velocidad, la agilidad, la exactitud con que
Waldner y Gatier convirtieron sus tantos mantuvo a todos adivinando
hasta el último segundo quién sería el ganador.
Cuando, finalmente, el sueco pudo romper el tercer empate y ganar
el juego 25/23, su tenso y sobrio rostro explotó en una inmensa sonrisa,
mientras se arrojaba a los brazos de su entrenador. Fue la primera medalla
de oro para Suecia en las Olimpíadas de Barcelona. La atronadora ovación
en el hall de deportes y el entusiasmo de los suecos sugirieron que algo
de suma importancia había tenido lugar.
Cuando Pablo vio un partido de esta clase, se debe de haber pregun-
tado cuándo tendríamos la misma dedicación y disciplina para ganar la
gloria eterna, al igual que los atletas la habían tenido para ganar su riqueza
o su medalla. Tal vez, nos sería de ayuda pensar en el coro de los santos,
de los ángeles y de los arcángeles, como los espectadores entusiastas,
para darnos cuenta de que el mismo Rey está mirando y espera poder
entregarnos el oro de su amor eterno.
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proclamó esa meta, ese premio celestial. A Nicodemo le dijo: “Ésta es la
forma en que Dios amó el mundo: le dio a su Hijo, de manera que cual-
quiera que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16).
No es fácil mantener nuestros ojos focalizados en la vida eterna; par-
ticularmente no lo es en un mundo que continúa diciéndonos que hay
cosas más inmediatas y urgentes en las cuales focalizarnos. Casi no hay
un día que no arrastre nuestra atención fuera de nuestra meta, haciéndola
aparecer como vaga y difusa. Pero sabemos por experiencia que, sin una
meta clara, nuestras vidas se fragmentan en muchas tareas y obligaciones
que nos drenan y nos dejan con una sensación de inutilidad y exhaus-
tividad. ¿Cómo podemos mantener entonces nuestra meta clara, cómo
focalizamos nuestros ojos en el premio? Por la disciplina de la oración: la
disciplina que nos ayuda a traer de vuelta a Dios, una y otra vez, al centro
de nuestra vida. Siempre estaremos distraídos, constantemente ocupados
con las muchas demandas urgentes; pero, cuando nos damos un tiempo
dedicado a retornar a nuestro Dios que nos ofrece vida eterna, podemos
gradualmente darnos cuenta de que las muchas cosas que tenemos que
hacer, decir o pensar ya no nos distraen, sino que nos llevan, en cambio,
más cerca de nuestra meta. Es importante, no obstante, que nuestra meta
permanezca clara. La oración mantiene clara nuestra meta y, cuando
nuestra meta se desdibuja, la oración la aclara nuevamente.
3. La vida eterna
La vida eterna... ¿Dónde está? ¿Cuándo? Durante mucho tiempo, he
pensado en la vida eterna como una vida luego de transcurridos “todos
mis cumpleaños”. Durante muchos años, me he referido a la vida eterna
como “el más allá”, como “la vida después de la muerte”. Pero, a medida
que pasan los años, menos interés despierta para mí la “vida del más allá”.
Preocuparme, no sólo sobre mañana, el año que viene y la próxima década,
sino también sobre la próxima vida, suena como una preocupación falsa.
Preocuparme por cómo serán las cosas para mí luego de que muera me
parece, mayormente, una distracción. Cuando mi meta clara es la vida
eterna, esa vida debe ser alcanzable ya mismo, en donde estoy, porque la
vida eterna es una vida en y con Dios, y Dios está donde estoy, aquí y ahora.
El gran misterio de la vida espiritual —la vida en Dios— es que no
tenemos que esperar algo que ocurrirá más adelante. Jesús dice: “Habi-
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ten en mí como yo habito en ustedes”. De este divino habitar se trata la
vida eterna. Es la activa presencia de Dios en el centro de mi vivir —el
movimiento del Espíritu de Dios en nuestro interior— lo que nos da la
vida eterna.
Pero, no obstante, ¿qué hay de la vida después de la muerte? Cuando
vivimos en comunión con Dios, cuando pertenecemos al propio hogar
de Dios, ya no hay “antes” o “después”. La muerte ya no es la línea di-
visoria. La muerte ha perdido su poder sobre aquellos que pertenecen a
Dios, porque Dios es el Dios de los vivos, no de los muertos. Una vez que
hayamos probado el gozo y la paz que provienen de haber sido abrazados
por el amor de Dios, sabremos que todo está bien y seguirá bien. “No
teman —dice Jesús—. Yo he vencido a los poderes de la muerte… Vengan
y habiten conmigo y sepan que donde yo estoy está su Dios”.
Cuando la vida eterna es nuestra meta clara, no es una meta distante.
Es una meta que puede ser alcanzada en el momento presente. Cuando
nuestro corazón comprende esta verdad divina, vivimos la vida espiritual.
4. Lectura espiritual
Una disciplina importante en la vida del Espíritu es la lectura espiritual.
A través de la lectura espiritual, tenemos algo que decir sobre lo que entra
en nuestras mentes. Todos los días, nuestra sociedad nos bombardea con
una miríada de imágenes y sonidos. Manejar por la calle en el centro de
Toronto se asemeja a manejar a través de un diccionario: cada palabra,
en toda clase de tamaños y colores, con todo tipo de gestos y sonidos, de-
manda nuestra atención. Las palabras nos gritan e interpelan: “¡Cómeme,
tómame, cómprame, habla conmigo, réntame, mírame, obsérvame, duer-
me conmigo!”. Si lo pedimos o no, carece de importancia; simplemente,
no podemos ir muy lejos sin estar engullidos por palabras e imágenes que
invaden forzadamente nuestras mentes.
Pero ¿queremos realmente que nuestra mente se convierta en el cubo
de basura del mundo? ¿Queremos que nuestra mente se llene de cosas que
nos confunden, nos excitan, nos deprimen, nos incitan, nos dan repulsión
o nos atraen, ya sea que pensemos que son buenas para nosotros o no?
¿Queremos permitir que otros decidan lo que entra en nuestras mentes y
que determinen nuestros sentimientos y nuestros pensamientos?
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Claramente no, pero se necesita de una verdadera disciplina para
permitir que Dios —y no el mundo— sea el Señor de nuestra mente. ¡Pero
para ello es necesario que nosotros no solamente seamos gentiles como
palomas, sino también astutos como serpientes! Por lo tanto, la lectura
espiritual es una útil disciplina. ¿Hay algún libro que estemos leyendo,
un libro que hayamos seleccionado porque nutre nuestra mente y nos
lleva más cerca de Dios? Nuestros sentimientos y nuestros pensamientos
se verían profundamente afectados si lleváramos siempre con nosotros
un libro que pusiera nuestras mentes, una y otra vez, en la dirección que
queremos ir. Hay tantos buenos libros sobre las vidas de hombres y mu-
jeres santos, sobre destacados ejemplos de pacifistas, sobre comunidades
que les llevan vida a los pobres y oprimidos, y también libros sobre la
vida espiritual misma. Aun si leyéramos esos libros durante sólo veinte
minutos cada día, pronto descubriríamos que nuestra mente sería cada
vez menos un depósito de basura y cada vez más una vasija llena de
buenos pensamientos.
5. Leer espiritualmente
La lectura espiritual no es sólo la lectura sobre personas espirituales
o sobre temas espirituales. ¡También es leer espiritualmente, es decir, de
una manera espiritual! Leer de una manera espiritual es leer con un deseo
de permitir que Dios se acerque más a nosotros.
La mayoría de nosotros lee para adquirir conocimiento o para satisfacer
nuestra curiosidad. Cuando queremos saber cómo reparar un auto, coci-
nar un alimento, construir una casa, ayudar a una persona discapacitada,
dar una conferencia, etc., tenemos que cumplimentar cierta cantidad de
lectura. Cuando queremos mantenernos informados sobre las noticias del
mundo, las noticias deportivas, del entretenimiento y las noticias sociales,
debemos recurrir a diferentes periódicos y revistas. El propósito de la lec-
tura espiritual, sin embargo, no es dominar conocimientos o información,
sino permitir que el Espíritu de Dios nos maneje. Por extraño que pueda
parecer, ¡la lectura espiritual significa permitirnos ser leídos por Dios!
Podemos leer la historia del nacimiento de Jesús con curiosidad y pre-
guntarnos: “¿Esto ocurrió realmente? ¿Quién armó la historia y cómo?”.
Pero también podemos leer esa misma historia con asombro y atención
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espiritual: “¿Cómo me habla a mí Dios aquí y me llama a un amor más
generoso?”.
Podemos leer las noticias del día para tener simplemente algo de qué
hablar en el trabajo. Pero también podemos leerlas para ser más conscientes
de la realidad de un mundo que necesita de las palabras de Dios y de sus
acciones salvadoras.
El tema no es solamente lo que leemos, sino cómo lo leemos. La lectura
espiritual implica leer con una atención interior al movimiento del Espí-
ritu de Dios en nuestras vidas interiores y exteriores. Con esa atención,
le permitiremos a Dios leernos y explicarnos lo que somos en realidad.
6. En busca de sentido
El gran valor de la lectura espiritual es que nos ayuda a dar sentido
a nuestras vidas. Sin sentido, la vida humana degenera rápidamente. La
persona humana no solamente quiere vivir, sino que quiere saber por qué
vivir. Viktor Frankl, el psiquiatra que escribió sobre sus experiencias en
un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial,
nos muestra convincentemente que, si nuestras vidas no tienen sentido,
no podremos sobrevivir durante mucho tiempo. Es posible vivir y atrave-
sar muchas privaciones, siempre que creamos que todavía hay alguien o
algo por lo cual vale la pena vivir. Los alimentos, las bebidas, el refugio,
el descanso, la amistad y muchas otras cosas son esenciales para la vida.
¡Pero el significado también!
Es sorprendente cuánto tiempo de nuestras vidas es vivido sin reflexio-
nar sobre su significado. ¡No sorprende ver tanta gente tan ocupada, pero
tan aburrida! Tienen muchas cosas que hacer y siempre están corriendo
para cumplirlas pero, por debajo de esa actividad frenética, se preguntan a
menudo si algo está ocurriendo verdaderamente. Una vida no reflexionada
pierde finalmente su significado y se hace aburrida.
La lectura espiritual es una disciplina que nos mantiene reflexionando
sobre nuestras vidas a medida que las vivimos. Cuando nace un niño,
cuando los amigos se casan, cuando un padre muere, cuando la gente
organiza una revuelta o cuando una nación padece hambre, no es sufi-
ciente sólo conocer estas cuestiones y celebrar, afligirnos o responder lo
mejor que podamos. Debemos, en cambio, seguir preguntándonos: “¿Qué
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significa todo esto? ¿Qué está tratando de decirnos Dios? ¿De qué manera
estamos llamados a vivir en medio de todo esto?”. Sin estas preguntas,
nuestras vidas se insensibilizan y se achatan.
¿Pero hay algunas respuestas? Sí las hay, pero nunca las encontrare-
mos a no ser que tengamos la voluntad de vivir las preguntas primero,
confiando en que —como dice Rilke—, sin notarlo, creceremos hacia la
respuesta. Cuando sostenemos la Biblia y nuestros libros espirituales
en una mano y el periódico en la otra, siempre encontraremos nuevas
preguntas, pero también descubriremos una forma de vivirlas fielmente,
confiando en que, gradualmente, la respuesta nos será revelada.
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Capítulo VI
LA VIDA ESPIRITUAL
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di cuenta de que no debería ser tan curioso. ¡Probablemente mi propia
inquietud no era muy diferente de la de aquellos que me rodeaban!
¿Por qué es tan difícil permanecer tranquilo y en quietud, permitiendo
que Dios me hable sobre el significado de mi vida? ¿Es porque no confío
en Dios? ¿Es porque no conozco a Dios? ¿Es porque me pregunto si Dios
está realmente allí para mí? ¿Es porque tengo temor de Dios? ¿Es porque
todo lo demás es para mí más real que Dios? ¿Es porque, desde lo pro-
fundo, no creo que Dios se preocupe por lo que ocurre en la esquina de
las calles Younge y Bloor?
No obstante, existe allí una voz; justo allí, en el centro de Toronto.
“Vengan a mí, todos los que trabajan y se sienten sobrecargados y yo les
daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, porque soy manso
y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Sí, mi yugo
es fácil y mi carga liviana” (Mateo 11, 28-30).
¿Puedo confiar en esa voz y seguirla? No es una voz muy fuerte, y a
menudo se ve ahogada por el clamor del centro de la ciudad. No obstante,
si escucho atentamente, oiré esa voz una y otra vez, hasta llegar a recono-
cerla como una voz que habla a los lugares más profundos de mi corazón.
2. ¿Me amas?
La simple declaración “Dios es amor” alcanza implicancias de largo
alcance, desde el momento en que comenzamos a vivir nuestras vidas
basadas en esa frase. Si Dios, que me ha creado, es amor y sólo amor, yo
he sido amado antes que cualquier ser humano me hubiera amado.
Cuando era un niño pequeño, les preguntaba continuamente a mi
papá y a mi mamá: “¿Me aman?”. Formulaba esa pregunta tan a menudo
y tan persistentemente. que llegó a convertirse en una fuente de irritación
para mis padres. Aunque me aseguraban cientos de veces que me amaban,
yo nunca parecía estar completamente satisfecho con sus respuestas y
continuaba formulando la misma pregunta. En el presente, muchos años
después, me doy cuenta de que yo quería una respuesta que ellos no po-
dían darme. Yo quería que me quisieran con un amor para siempre. Yo
sé que éste era el caso, porque mi pregunta “¿Me aman?” siempre estaba
acompañada por la pregunta “¿Tengo que morir?”. De alguna manera, yo
debo de haber sabido que, si mis padres me amaban con un amor total,
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incondicional e ilimitado, nunca moriría. De manera que continué acosan-
do a mis padres con la extraña esperanza de que yo sería una excepción
a la regla general de que toda la gente va a morir algún día.
Gran parte de nuestra energía se dirige hacia esta pregunta: “¿Me
amas?”. Y, a medida que avanzamos en años, desarrollamos muchas for-
mas más sutiles y sofisticadas de formular la pregunta. Decimos: “¿Confías
en mí, me cuidas, me aprecias, me eres fiel, me apoyarás, hablarás bien de
mí?”. Y cosas por el estilo. Mucho de nuestro dolor proviene de nuestra
experiencia de no haber sido bien amados.
El gran desafío espiritual es descubrir, a lo largo del tiempo, que
el amor limitado, condicionado y temporal que recibimos de padres,
esposos, esposas, hijos, maestros, colegas y amigos es un reflejo de ese
amor ilimitado, incondicional y perpetuo de Dios. En el momento en que
podamos hacer ese salto de fe, sabremos que la muerte ya no es el final,
sino la entrada a la plenitud del amor Divino.
3. Del fatalismo a la fe
Siempre nos vemos tentados por el fatalismo. Cuando decimos “Bueno,
siempre he sido impaciente, creo que tendré que vivir con eso”, estamos
siendo fatalistas. Cuando decimos “Ese hombre nunca tuvo un padre o
una madre amoroso/a, no debería sorprenderte que terminara en pri-
sión”, hablamos como fatalistas. Cuando decimos “Ella fue terriblemente
abusada cuando niña, ¿cómo esperas que tenga una relación saludable
con un hombre?”, permitimos que el fatalismo nos ensombrezca. Cuando
decimos “Las guerras entre naciones, la hambruna de millones de perso-
nas, la epidemia del sida, y la depresión económica en todo el mundo dan
cuenta de las pocas razones para la esperanza”, nos habremos convertido
en victimas del fatalismo.
El fatalismo es la actitud que hace que vivamos como víctimas pasivas
de las circunstancias exteriores que se encuentran más allá de nuestro
control.
Lo opuesto al fatalismo es la fe. La fe es la profunda confianza en
que el amor de Dios es más fuerte que todos los poderes anónimos del
mundo, y que puede transformarnos, de víctimas de la oscuridad, en
servidores de la luz.
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Luego de que Jesús expulsara los demonios de un joven lunático, sus
discípulos le preguntaron: “¿Por qué no pudimos nosotros sacarlos?”.
Jesús les respondió: “Porque ustedes tienen una fe muy pequeña. Yo
les digo solemnemente que, si su fe fuera del tamaño de una semilla de
mostaza, podrían decirle a esta montaña ‘muévete de aquí para allá’, y
ésta se movería; nada sería imposible para ustedes” (Mateo 17, 19-20).
Es importante identificar las muchas maneras en las que pensamos,
hablamos o actuamos con fatalismo y, paso a paso, convertirlas en mo-
mentos de fe. Este movimiento, del fatalismo a la fe, es el movimiento
que quitará de nuestros corazones esa fría oscuridad, transformándonos
en personas cuya confianza en el poder del amor podrá, verdaderamente,
mover montañas.
4. Bajo la cruz
Es difícil mirar siempre la vida desde arriba, desde el lugar de Dios.
Recientemente, me llamó mi querido amigo Jonas. Con una voz quebrada,
me dijo que su hija, Rebeca, había muerto cuatro horas luego de su naci-
miento. Jonas, su esposa, Margarita, y su pequeño hijo, Samuel, habían
estado esperando ansiosamente a esta nueva bebé. Nació prematuramen-
te, pero aún con posibilidades de vivir. No obstante, pronto quedó claro
que no viviría mucho tiempo. Jonas bautizó Rebeca a la pequeña, y él y
Margarita la tuvieron en brazos durante un tiempo, y luego todo terminó.
Jonas dijo: “Mientras manejaba fuera del hospital, le decía una y otra
vez a Dios: ‘Querido Dios, tú me diste a Rebeca; ahora te la doy de vuelta
a ti’. Pero es tan doloroso, es cortar de tal manera un maravilloso futuro,
semejante sentimiento de vacío”.
“Rebeca es tu hija —le dije—, y ella siempre seguirá siendo la hija tuya
y de Margaret. Ella te ha sido otorgada por unas pocas horas, pero esas
pocas horas no son en vano. Confía en que Samuel tiene una hermana, y
que Margaret y tú tienen una hija habitando en el abrazo eterno de Dios. Tú
la señalaste con el signo de la cruz de Jesús, con el que Samuel, Margarita
y tú han sido señalados, y bajo ese signo el amor de ustedes crecerá más
profunda y extensamente, aun cuando su corazón esté despedazado”.
Hablamos un largo tiempo por teléfono. Queríamos verdaderamente
mantenernos unidos y llorar juntos; queríamos simplemente estar juntos
y encontrar algún consuelo en la amistad del uno por el otro.
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¿Por qué ocurre esto? ¿Para que sea revelada la gloria de Dios? ¡Es tan
difícil decir que “sí” a eso cuando todo es oscuridad!
Observo a María sosteniendo el cuerpo muerto de Jesús en su regazo.
Pienso en Margarita y en Jonas sosteniendo a la pequeña Rebeca en sus
brazos. Y rezo.
5. Vida agradecida
¿Cómo podemos vivir una vida verdaderamente agradecida? Cuando
miramos para atrás, recordando todo lo que nos ha pasado, dividimos
fácilmente nuestra vida en cosas buenas por las que estar agradecidos y
cosas malas para olvidar. Pero, con un pasado dividido de esa manera,
no podemos movernos libremente hacia el futuro. Con tantas cosas para
olvidar, sólo podemos caminar lánguidamente hacia el futuro.
La verdadera gratitud espiritual abarca todo nuestro pasado: los acon-
tecimientos buenos tanto como los malos, los momentos alegres al igual
que los tristes. Desde el lugar en donde nos ubiquemos, todo lo acontecido
nos ha llevado a este lugar, y tenemos que recordarlo todo como parte
de la guía de Dios. Eso no significa que todo lo que ha ocurrido en el
pasado haya sido bueno, sino más bien significa que ni siquiera lo malo
ha ocurrido fuera de la presencia amorosa de Dios.
El propio sufrimiento de Jesús provino de las fuerzas de la oscuridad.
No obstante, él habla sobre su sufrimiento y sobre su muerte como su
camino hacia la gloria.
Es muy difícil poner permanentemente todo nuestro pasado bajo la
luz de la gratitud. Hay tantas cosas por las cuales nos sentimos culpables
o avergonzados, tantas cosas que simplemente desearíamos que no hubie-
ran ocurrido. Pero, cada vez que tenemos la valentía de mirarlo “todo”, y
mirarlo como Dios lo mira, nuestra culpa se convierte en una culpa feliz,
y nuestra vergüenza, en una vergüenza feliz, porque nos habrán llevado
a un reconocimiento más profundo de la misericordia de Dios, una con-
vicción más fuerte de la guía de Dios, y un compromiso más radical de
una vida al servicio de Dios.
Una vez que todo nuestro pasado haya sido recordado en gratitud,
estaremos libres para ser enviados al mundo a proclamar la buena noti-
cia a los demás. De la misma manera que las negaciones de Pedro no lo
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paralizaron, sino que, una vez perdonadas, se convirtieron en una nueva
fuente de su fidelidad, nuestros fracasos y nuestras traiciones pueden ser
transformados en gratitud, convirtiéndonos en mensajeros de la esperanza.
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7. El don de Adán
Sólo gradualmente descubriremos las bendiciones que los pobres tienen
para ofrecer a aquellos que los cuidan. Esto quedó claro para mí cuando,
un día, el padre Bruno, el anterior abad de un monasterio contemplativo,
vino a la comunidad Daybreak de El Arca para pasar algunos meses con
nosotros. La comunidad le pidió que viviera en una de las casas llamada
“Nueva casa” y cuidara de Adán.
Adán es un hombre sumamente discapacitado. No puede hablar ni
caminar por sí mismo. Adán no puede reconocer a las personas indivi-
dualmente, ni tampoco puede comunicarse con signos. Necesita de una
asistencia permanente para todo. Levantarse, tomar un baño, vestirse,
lavarse los dientes, afeitarse, y peinarse. ¡La única cosa que puede hacer
por sí mismo es comer! Ama comer, y con una cuchara, sostenida firme-
mente en su mano, puede llevar la comida del plato a su boca. También
puede sostener un vaso o una taza y tomar su leche o su jugo por sí mismo.
Bruno llegó a amar a Adán. Le brindó todo su tiempo y su atención.
Durante tres meses, Bruno y Adán fueron compañeros muy cercanos.
Cuando Bruno se fue, me vino a ver y me dijo: “Como abad, he dado
muchas charlas sobre la vida espiritual y he tratado de vivirla en mí mismo.
He estudiado La nube del no saber y otros escritos místicos; siempre supe
que tenía que vaciarme para Dios, dejando ir gradualmente todos los pen-
samientos, las emociones, los sentimientos y las pasiones que impidieran
esa profunda comunión que yo deseaba. Cuando conocí a Adán, conocí
a un hombre que, mientras el mundo lo consideraba profundamente dis-
capacitado, fue elegido por Dios para ser testigo de la profunda gracia de
la presencia de Dios. Debido a que pasé muchas horas y muchos días con
Adán, me descubrí siendo arrastrado a una profunda quietud interior. En
el “vacío” de Adán se encontraba presente para mí —como ha ocurrido
con otros— la plenitud del amor divino, una poderosa atracción a la vida
mística; es decir, la vida en comunión con Dios”.
Las palabras de Bruno me llegaron profundamente y fui consciente
de que Dios había enviado a Adán a la vida de Bruno para que fuera su
guía espiritual.
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8. Dos por dos
A menudo, viajar no es bueno para la vida espiritual. Particularmente,
viajar solo. Aviones, aeropuertos, ómnibus y terminales de ómnibus, trenes
y estaciones de trenes repletas de gente que va de aquí para allá, entre-
mezclados con revistas, libros e incontables objetos. Todo es demasiado;
demasiado sensual y distractivo como para mantener nuestros corazones y
nuestras mentes focalizados en Dios. Cuando viajo solo, como demasiado,
bebo demasiado y me distraigo demasiado. Mientras tanto, permito que
mi mente divague hacia lugares insalubres e imaginarios, dejando que
mi corazón navegue a la deriva con sentimientos y emociones confusas.
Jesús no quiere que viajemos solos. Nos envía de dos en dos diciendo:
“Miren, los estoy enviando como ovejas entre lobos; de manera que sean
astutos como serpientes e inocentes como palomas”.
Debido a que vivo en la comunidad Daybreak, una comunidad con
personas con discapacidades mentales, muy pocas veces viajo solo. La co-
munidad me envía con Bill, Francis, David, Peter y muchos otros miembros
discapacitados, no sólo porque ellos aman viajar, sino también porque yo
necesito su apoyo. ¡Y qué gran diferencia representa esto!
Viajar junto con ellos ha cambiado radicalmente el significado de
mis viajes. En lugar de ser viajes de conferencista, se han convertido en
misiones; en lugar de representar situaciones llenas de tentaciones, se han
convertido en aventuras espirituales; en lugar de momentos de soledad,
se han convertido en oportunidades para la comunidad.
Las palabras de Jesús “Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre,
yo estaré en medio de ellos” se han convertido en algo muy real para mí.
Juntos, estamos bien protegidos de las fuerzas seductoras que nos rodean,
y juntos, podemos revelar algo de Dios que ninguno de nosotros es capaz
de revelar por sí mismo. Juntos, podemos ser verdaderamente astutos
como serpientes y dóciles como palomas.
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Capítulo VII
ORACIÓN
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simplicidad, me atravesaron hasta alcanzar el centro de mi ser. Sabía que
ella había hablado la verdad y que yo tenía el resto de mi vida para vivirla.
Reflexionando sobre este breve pero decisivo encuentro, me doy
cuenta de que, en esa ocasión, yo formulé una pregunta desde abajo y
que ella me dio una respuesta desde arriba. Al principio, su respuesta no
parecía encajar con mi pregunta, pero luego me fui dando cuenta de que
su respuesta provino del lugar de Dios y no del lugar de mis quejas. La
mayoría de las veces, respondemos a las preguntas de abajo con respuestas
de abajo. El resultado de ello son más preguntas y más respuestas; y, a
menudo, más confusión.
La respuesta de la Madre Teresa fue como el resplandor de un rayo
en mi oscuridad. De pronto, llegué a conocer la verdad sobre mí mismo.
2. De la preocupación a la oración
Una de las formas que menos ayuda para dejar de preocuparnos es
tratar denodadamente de no pensar en las cosas por las que estamos
preocupados. No podemos alejar nuestras preocupaciones con nuestra
mente. Cuando estoy recostado en mi cama, preocupado por la próxima
reunión, no puedo detener mis preocupaciones diciéndome: “No pienses
en esas cosas; simplemente duérmete. Las cosas saldrán bien mañana”.
Mi mente simplemente responde: “¿Cómo lo sabes?”. Y ya comienza a
preocuparse nuevamente.
El consejo de Jesús de poner nuestros corazones en el Reino de Dios
es un tanto paradójico. Tú le podrías dar la siguiente interpretación: “Si
quieres preocuparte, preocúpate por lo que valga la pena. Preocúpate por
cosas más grandes que tu familia, tus amigos o la reunión de mañana.
¡Preocúpate de las cosas de Dios: la verdad, la vida y la luz!”.
No obstante, en el momento en que ponemos nuestros corazones
en estas cosas, nuestras mentes dejan de dar vueltas, porque entramos
en comunión con Aquel que está presente para nosotros aquí y ahora, y
está allí para darnos lo que más necesitamos. Entonces, la preocupación
se convierte en oración, y nuestros sentimientos de impotencia se trans-
forman al tomar conciencia de estar fortalecidos por el espíritu de Dios.
De hecho, no podemos prolongar nuestras vidas por el hecho de
preocuparnos, pero podemos movernos mucho más allá de los límites de
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nuestro corto período de vida y reclamar la vida eterna como los amados
hijos de Dios.
¿Pone esta circunstancia fin a nuestra preocupación? Probablemente
no. En tanto y en cuanto permanezcamos en nuestro mundo, lleno de
tensiones y presiones, nuestra mente nunca se verá libre de preocupacio-
nes; pero, si con nuestra mente y nuestro corazón seguimos retornando
al amor abrazador de Dios, podremos seguir sonriendo ante nuestras
preocupantes existencias, mientras mantenemos nuestros ojos y oídos
abiertos a las visiones y los sonidos del Reino.
3. De la mente al corazón
¿Cómo vamos poniendo concretamente nuestro corazón en el Reino
de Dios? Cuando me recuesto en mi cama sin poder dormir, debido a
mis muchas preocupaciones; cuando realizo mi trabajo, preocupado por
todas las cosas que pueden ir mal; cuando no puedo quitar mi mente de
la preocupación por un amigo moribundo, ¿qué se supone debo hacer?
¿Poner mi corazón en el reino? Bien, ¿cómo puede uno hacer eso?
Hay tantas respuestas para esta pregunta como personas con diferentes
estilos de vida, personalidades y circunstancias externas. No existe una
respuesta única, específica, que satisfaga las necesidades de todos. Pero
hay algunas respuestas que pueden ofrecer instrucciones de ayuda.
Una respuesta simple sería movernos de la mente al corazón, recitando
lentamente una oración con la mayor atención posible. Esto puede sonar
como ofrecer una muleta a alguien que te pide sanar su pierna rota. La
verdad, no obstante, es que una oración, rezada desde el corazón, sana.
Cuando conocemos de memoria el padrenuestro, el credo de los Após-
toles, el gloria al Padre, ya tenemos algo con que comenzar. Tú podrías
querer aprender de memoria el Salmo 23, “El Señor es mi pastor...”, o
las palabras de Pablo sobre el amor, en su Epístola a los Corintios, o la
oración de san Francisco: “Señor, hazme un instrumento de tu paz…”.
Mientras te recuestas en tu cama, manejas, esperas el ómnibus o paseas
el perro, en esos momentos, puedes permitir que las palabras de una de
estas oraciones atraviesen lentamente tu mente, tratando simplemente de
escuchar con todo tu ser lo que están diciendo. Seguramente, te distraerás
constantemente con tus preocupaciones; pero, si continúas retornando
una y otra vez a las palabras de la oración, poco a poco descubrirás que
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tus preocupaciones serán cada vez menos obsesivas y que realmente co-
menzarás a disfrutar la oración. Y, a medida que la oración desciende de
tu mente al centro de tu ser, descubrirás su poder sanador.
4. ¡Nada me falta!
¿Por qué es tan útil la atenta repetición de una oración conocida, para
poner nuestros corazones en el Reino? Nos ayuda porque las palabras de
dicha oración tienen el poder de transformar nuestra ansiedad interior
en paz interior.
Durante mucho tiempo, oré con las palabras: “El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar. Él me hace descansar en verdes praderas, me con-
duce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas”. Oraba estas palabras en
la mañana, durante media hora, sentado quietamente en mi silla, tratando
solamente de mantener mi mente focalizada en lo que estaba diciendo. Las
rezaba durante los muchos momentos del día, cuando iba de aquí para
allá, y aún las repetía durante mis actividades rutinarias. Las palabras se
ubican en marcado contraste con la realidad de mi vida. Quiero muchas
cosas; veo muchas rutas atestadas y horribles centros comerciales; y, si hay
aguas que atravesar, por lo general están contaminadas. Pero, a medida
que sigo repitiendo “El Señor es mi pastor…”, y permito que el pastoreo
amoroso de Dios entre más completamente en mi corazón, soy cada vez
más consciente de que las rutas atestadas, los horribles centros comerciales
y los cursos de agua contaminados no me están contando la verdadera
historia de quién soy. Yo no pertenezco a los poderes y los principados
que gobiernan el mundo, sino al Buen Pastor que conoce a los suyos y es
conocido por ellos. En presencia de mi Señor y Pastor, ya no habrá nada
que necesite. Él me dará, verdaderamente, el descanso que desea mi co-
razón, y me sacará de los pozos oscuros de mi depresión.
Es bueno saber que millones de personas han rezado estas mismas
palabras a lo largo de los siglos y que han encontrado consuelo y alivio
en ellas. No estoy solo cuando rezo estas palabras. Estoy rodeado por
incontables mujeres y hombres; aquellos que están cerca y aquellos que
están lejos, aquellos que están actualmente vivos y aquellos que han muer-
to recientemente o hace tiempo; y yo sé que, mucho después de que yo
haya abandonado este mundo, esas mismas palabras continuarán siendo
rezadas hasta el fin de los tiempos.
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Cuanto más profundo entren estas palabras en el centro de mi ser,
más llegaré a ser parte del pueblo de Dios y mejor comprenderé lo que
significa estar en el mundo sin pertenecer a él.
5. Contemplando el Evangelio
Cualquiera sea el método concreto que utilicemos para poner nuestras
mentes y nuestros corazones en el Reino, éste sólo será importante porque
nos lleva más cerca de nuestro Señor. La atenta repetición de una oración
es un método que ha probado ser fructífero. Otro método es la contem-
plación del Evangelio diario. Cada día del año tiene su propio pasaje del
Evangelio. Cada pasaje contiene para nosotros su propio tesoro. Para mí,
ha sido de inmenso valor espiritual leer cada mañana la historia sobre
Jesús que ha sido elegida para ese día, y observarla y escucharla con mis
ojos y mis oídos interiores. He descubierto que, cuando hago esto duran-
te un largo período, la vida de Jesús se hace cada vez más viva en mí y
comienza a guiarme en mis actividades diarias.
A menudo, me he encontrado diciendo: “¡El Evangelio que leí esta
mañana era justo lo que necesitaba hoy!”. Esto siempre ha sido mucho
más que una maravillosa coincidencia. Lo que en realidad estaba ocu-
rriendo no era que un texto del Evangelio me ayudaba con un problema
concreto, sino que los muchos pasajes del Evangelio que había estado
contemplando gradualmente me otorgaban nuevos ojos y nuevos oídos
para ver y escuchar lo que estaba ocurriendo en el mundo. No era que
el Evangelio había resultado útil para mis muchas preocupaciones, sino
que el Evangelio daba cuenta de la inutilidad de mis preocupaciones y
refocalizaba, por lo tanto, toda mi atención.
En una ocasión, estaba dedicado a ayudar a dos de mis amigos a re-
solver sus dificultades maritales. Como leía las historias de los Evangelios
día a día, me di cuenta de que estaba más interesado en ser un consejero
exitoso que en lograr que mis amigos estuvieran completamente abiertos
a la voluntad de Dios, cualesquiera fueran las implicancias en su vida
futura. Cada vez estuve menos ansioso de resolver sus problemas y más
libre para ser un instrumento de la sanación de Dios.
La contemplación diaria del Evangelio es una de las formas más
directas para poner nuestra mente y nuestro corazón en primer lugar en
el Reino.
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6. Retratos en nuestras paredes interiores
La diaria contemplación del Evangelio y la atenta repetición de una
oración pueden, ambas, afectar profundamente nuestra vida interior.
Nuestra vida interior es como un espacio santo que necesita ser mantenido
en buen orden y bien decorado. La oración, en cualquiera de sus formas,
es el camino para hacer de nuestra habitación interior un lugar en donde
podamos dar la bienvenida a aquellas personas que buscan a Dios.
Luego de haber pasado unas pocas semanas repitiendo lentamente
las palabras de Pablo “El amor es siempre paciente y amable; el amor
nunca es celoso; el amor nunca busca su propia ventaja”, estas palabras
comenzaron a aparecer en las paredes de mi habitación interior; tal como
el diploma de médico que se cuelga en las paredes de los consultorios. Ésta
no fue obviamente una “aparición”, sino la emergencia de una imagen.
Esta imagen de un retrato con palabras sagradas, en las paredes de mi
habitación interior, me dio una nueva comprensión de la relación entre
la oración y el ministerio.
En cualquier momento en que me encuentro con personas durante el
día, las recibo en mi habitación interior, confiando en que las imágenes
en mis paredes guiarán nuestro encuentro.
Han aparecido muchas nuevas imágenes en mis paredes interiores a lo
largo de los años. Algunas muestran palabras; otras, gestos de bendición,
de perdón, de reconciliación y de sanación. Muchas otras muestran rostros:
los rostros de Jesús y María, los rostros de Teresa de Lisieux y de Charles
de Foucauld, los rostros de Ramakrishna y del Dalai Lama.
Es muy importante que nuestra habitación interior tenga retratos en
sus paredes, imágenes que les permitan a aquellos que entran en nuestras
vidas tener algo que mirar, que les indique en dónde están y a dónde
están invitados a ir. Sin oración ni contemplación, las paredes de nuestra
habitación interior permanecerán estériles, y pocos serán inspirados.
7. Un ambiente espiritual
No podemos vivir una vida espiritual solos. La vida del Espíritu es
como una semilla que necesita suelo fértil para crecer. Este suelo fértil
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incluye no solamente una buena disposición interior, sino también un
ambiente de apoyo.
Es muy difícil vivir una vida de oración en un ambiente en donde nadie
reza ni habla amorosamente sobre la oración. Es casi imposible profun-
dizar nuestra comunión con Dios cuando aquellos con los que vivimos y
trabajamos rechazan, o incluso ridiculizan, la idea de que exista un Dios
amoroso. Se torna una tarea sobrehumana mantener nuestros corazones
en el Reino cuando todos aquellos que conocemos y con los que hablamos
están poniendo su corazón en cualquier otra cosa antes que en el Reino.
No debe sorprender que las personas que viven en un ambiente secular
(en donde nunca se menciona el nombre de Dios, en donde se desconoce
la oración, en donde no se lee la Biblia, y en donde la conversación sobre
la vida del Espíritu está completamente ausente) no puedan sostener su
comunión con Dios durante mucho tiempo. He descubierto cuán sensible
soy al ambiente en donde vivo. En mi comunidad, las palabras sobre la
presencia de Dios en nuestra vida llegan espontáneamente y con gran
facilidad. Y contrariamente, cuando me uno a una reunión de negocios
en el centro de Toronto o acompaño a aquellos que trabajan con pacientes
con sida, una conversación sobre Dios crea a menudo incomodidad y hasta
enojo, y generalmente termina en un debate sobre los pros y los contras
de la religión, que deja infeliz a todo el mundo.
Cuando tomamos en serio el vivir una vida espiritual, somos res-
ponsables del ambiente en donde pueda madurar y crecer. Aunque no
podamos crear el contexto ideal para una vida en el Espíritu, tenemos
muchas más opciones que podemos utilizar por derecho propio. Podemos
elegir amigos, libros, iglesias, arte, música, lugares para visitar y personas
a frecuentar que, en conjunto, ofrezcan un ambiente que permita que la
semilla de mostaza que Dios ha sembrado en nosotros crezca hasta con-
vertirse en un árbol fuerte.
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Capítulo VIII
COMPASIÓN
1. De la competencia a la compasión
Un concepto esencial a todas las grandes religiones es el de la “com-
pasión”. Las sagradas escrituras de los hindúes, de los budistas, de los
musulmanes, de los judíos y de los cristianos hablan de Dios como el Dios
de la compasión. En un mundo donde la competencia continúa siendo
la forma dominante de relacionamiento entre la gente, ya sea en política,
deportes o economía, los verdaderos creyentes proclaman la compasión,
y no la competición, como el camino de Dios.
¿De qué manera podemos hacer de la compasión el centro de nuestras
vidas? Como seres humanos inseguros, ansiosos, vulnerables y mortales
— siempre involucrados, de alguna manera y en algún lugar, en la lucha
por sobrevivir—, la competencia parece ofrecernos una gran dosis de
satisfacción. En las Olimpíadas, al igual que en la carrera presidencial nor-
teamericana, ganar es evidentemente lo más deseado y lo más admirado.
No obstante, Jesús dice: “Sean compasivos como su Padre celestial
es compasivo”; y, a lo largo de los siglos, todos los grandes guías espiri-
tuales se han hecho eco de estas palabras. La compasión —que significa
literalmente “sufrir con”— es el camino a la verdad de que somos más
auténticamente nosotros mismos, no cuando nos diferenciamos de los
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demás, sino cuando somos “con los demás”. Entonces, en realidad, la
principal cuestión espiritual no es “¿En qué nos diferenciamos?”, sino
“¿Qué tenemos en común?”. No es el “destacarnos” sino el “servir” lo que
nos hace más humanos. No se trata de demostrar que somos mejores que
los demás, sino el confesar ser sólo como los demás, lo que nos conduce
a la sanación y a la reconciliación.
La compasión, estar con los otros cuando y donde sufren, y entrar
voluntariamente en una amistad con los débiles, es el camino que Dios
nos señala hacia la justicia y la paz entre las personas. ¿Es esto posible?
Sí, lo es, pero sólo si nos animamos a vivir con la fuerte convicción de no
tener que competir por amor, ya que el amor nos es entregado libremente
por Aquel que nos llama a la compasión.
2. Siendo el amado
Jesús nos muestra el camino de la compasión, no sólo por lo que dice,
sino también por cómo vive. Jesús habla y vive como el Amado Hijo de
Dios. Uno de los acontecimientos principales de la vida de Jesús está
relatado por Mateo: “Cuando Jesús fue bautizado, salió de las aguas, y
de pronto, los cielos se abrieron y vio el Espíritu de Dios descendiendo
como una paloma, bajando sobre él. Y de pronto se escuchó una voz
desde el cielo, ‘Éste es mi Hijo, el Amado; mi complacencia descansa en
él’” (Mateo 3, 16-17).
Este acontecimiento revela la verdadera identidad de Jesús. Jesús es
el Amado de Dios. Esta verdad espiritual guiará todos sus pensamien-
tos, sus palabras y sus acciones. Es la roca sobre la cual se construirá su
ministerio compasivo. Esto se hace muy obvio cuando se nos dice que
el mismo Espíritu que descendió sobre él, cuando salió de las aguas, fue
el que lo condujo al desierto para que fuera tentado. Allí, el “Tentador”
llegó a él pidiéndole que probase ser digno de ser amado. El “Tentador”
le dijo: “Haz algo útil, como convertir las piedras en pan. Haz algo sen-
sacional, como arrojarte desde una elevada torre. Haz algo que te otorgue
poder, como homenajearme”. Estas tentaciones fueron las tres formas de
seducir a Jesús para que compitiera por amor. El mundo del “Tentador”
es precisamente ese mundo en donde la gente compite por amor, llevando
a cabo cosas útiles, sensacionales, de manera de ganar medallas que les
procuren afecto y admiración.
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Jesús, no obstante, es muy claro en su respuesta: “Yo no tengo que
probar que soy digno de ser amado. Yo soy el Amado de Dios, en quien
descansa el favor de Dios”. Fue la victoria sobre el “Tentador” lo que liberó
a Jesús para elegir la vida compasiva.
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torturados, los sin casa; hacia todos los que piden compasión. ¿Qué tienen
ellos para ofrecer? No es el éxito, la popularidad o el poder, sino la alegría
y la paz de los hijos de Dios.
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visitaba me preguntó un día: “¿No podrías pasar mejor tu tiempo, en vez
de trabajar con este hombre discapacitado? ¿Es para este tipo de trabajo
para lo que procuraste toda tu educación?”. Y entonces me di cuenta de
que no podría explicarle jamás la alegría que Adán me había traído. Él
tendría que descubrirlo por sí mismo.
La alegría es el don secreto de la compasión. Siempre lo olvidamos e
irreflexivamente miramos para otro lado. Pero, cada vez que retornemos
a donde hay dolor, tendremos un nuevo destello de la alegría que no es
de este mundo.
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Cuando finalmente miremos hacia abajo, en lugar de hacia arriba, en
la escalera de la vida, veremos el dolor de la gente en todos lados, y senti-
remos el llamado de la compasión en todo lugar. La verdadera compasión
siempre comienza justo donde estamos.
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7. Juntos en silencio
Los momentos de verdadera compasión permanecerán grabados en
nuestros corazones mientras vivamos. A menudo, éstos son momentos
sin palabras: momentos de un profundo silencio.
Recuerdo una experiencia en la que me sentí completamente aban-
donado, mi corazón angustiado, mi mente enloqueciendo por la deses-
peración, mi cuerpo temblando salvajemente. Lloré, sollocé, y golpeaba
el piso y las paredes. Dos amigos permanecieron conmigo. No dijeron
nada. Simplemente estuvieron allí. Cuando, luego de varias horas, me
tranquilicé un poco, todavía estaban allí. Me abrazaron y me sostuvieron,
acunándome como a un pequeño. Luego, simplemente nos sentamos
en el piso. Mis amigos me dieron algo de tomar: no podía hablar. Había
silencio…, un silencio seguro.
Hoy pienso en esa experiencia como un punto de inflexión en mi vida.
No sé cómo podría haber sobrevivido sin mis amigos.
También recuerdo el tiempo en que un amigo vino y me contó que su
esposa lo había abandonado ese día. Se sentó frente a mí, con lágrimas flu-
yendo de sus ojos. Yo no sabía qué decir. Simplemente, no había nada que
decir. Mi amigo no necesitaba palabras. Lo que necesitaba simplemente
era estar con un amigo. Sostuve sus manos en las mías, y permanecimos
sentados allí..., en silencio. Por un momento, quise preguntarle cómo y
por qué había ocurrido todo, pero supe que ése no era el momento para
preguntas. Era el momento para simplemente permanecer juntos como
amigos que no tienen nada que decir, pero que no temen permanecer
juntos en silencio.
Hoy, cuando pienso en ese día, siento una profunda gratitud porque
mi amigo me haya confiado su dolor.
Estos momentos de compasión continúan dando frutos.
8. Dar y recibir
Una de las características más bellas de la vida compasiva es que
siempre existe una reciprocidad en dar y recibir. Cualquiera que haya
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entrado verdaderamente en la vida compasiva dirá: “He recibido tanto
como he dado”. Aquellos que han trabajado con los moribundos en Cal-
cuta, aquellos que han vivido entre los pobres en los “barrios jóvenes”
de Lima o en las favelas de San Pablo, aquellos que se han dedicado a los
pacientes con sida o a las personas discapacitadas; todos ellos expresarán
profunda gratitud por los dones que recibieron de aquellos que ayudaron.
Probablemente, no haya signo más claro de verdadera compasión que esta
mutualidad de dar y recibir.
Uno de los momentos más memorables de mi vida fue el haber vivido
con la familia Osco Moreno en Pamplona Alta, cerca de Lima, Perú. Pablo
y su esposa, Sofía, con sus tres hijos, Johnny, María y Pablito, me ofrecieron
su generosa hospitalidad, aunque eran muy pobres. Nunca olvidaré sus
sonrisas, su afecto, su alegría; todo ello, en medio de una vida llena de
preocupaciones sobre cómo llegar al día siguiente. Fui a Perú con un pro-
fundo deseo de ayudar a los pobres. Retorné a mi casa con una profunda
gratitud por lo recibido. Más tarde, mientras enseñaba en la Escuela de
Teología en Harvard, sentía a menudo una nostalgia real por “mi fami-
lia”. Extrañaba a los niños colgándose de mis brazos y piernas, riéndose
estrepitosamente, y compartiendo sus galletas y sus bebidas conmigo.
Extrañaba la espontaneidad, la intimidad y la generosidad con la que me
rodearon los pobres de Pamplona Alta. Me inundaron literalmente con
dones de amor. No hay duda de que estaban felices y hasta orgullosos
de tener con ellos a este alto “gringo padre”, aunque cualquier cosa que
pudiera darles era nada comparado con lo que yo recibí.
Las recompensas de la compasión nos son cosas que se deban
esperar. Se encuentran ocultas dentro de la misma compasión. Sé esto sin
lugar a dudas.
9. El don de la autoconfrontación
Algunas veces, una vida de compasión nos ofrece un don que no esta-
mos tan deseosos de recibir: el don de la autoconfrontación. Los pobres en
Perú me confrontaron con mi impaciencia y mi necesidad, profundamente
arraigada, de eficiencia y control. Los discapacitados en Daybreak me
confrontan permanentemente con mi miedo al rechazo, con mi hambre
de afirmación y mi nunca decreciente búsqueda de afecto.
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Recuerdo muy vívidamente uno de esos momentos de autoconfron-
tación. Durante un viaje como conferencista a Texas, compré un gran
sombrero de vaquero para Raymond, uno de los miembros discapacitados
de la casa en donde yo vivía. Esperaba el momento de volver a casa para
entregarle mi regalo.
Pero cuando Raymond, cuyas necesidades de atención y afirmación
eran tan ilimitadas como las mías propias, vio mi regalo, comenzó a gri-
tarme: “No necesito tu estúpido regalo, ya tengo suficientes regalos. No
tengo lugar para ellos en mi habitación. Mis paredes ya están llenas. Mejor
te guardas tu regalo. No lo necesito”. Sus palabras abrieron una profunda
herida en mí. El me hizo tomar conciencia de que yo quería ser su amigo,
pero que, en lugar de pasar tiempo con él ofreciéndole mi atención, le había
entregado un regalo caro. La enojada respuesta de Raymond al sombrero
texano me enfrentó con mi incapacidad para entrar en una relación per-
sonal con él y desarrollar esa relación personal. El sombrero, en lugar de
ser una expresión de amistad, fue en realidad un sustituto de esa amistad.
Obviamente, de mi parte, esto no ocurrió conscientemente, ni tampoco
de parte de Raymond. Pero, cuando el estallido de Raymond me llevó a
estallar en lágrimas, me di cuenta de que mis lagrimas fueron, principal-
mente, lágrimas relacionadas con mi propio quiebre interior.
Esta autoconfrontación es también un don de la vida compasiva. Es
un don muy difícil de recibir, pero un don que puede enseñarnos mucho
y que nos ayuda en nuestra propia búsqueda de plenitud y santidad.
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Pero el corazón compasivo de Dios no tiene límites. El corazón de
Dios es más grande, infinitamente más grande que el corazón humano.
Es ese corazón divino el que Dios quiere darnos para que podamos amar
a todos sin consumirnos ni entumecernos.
Para este corazón compasivo, rezamos cuando decimos: “Crea en mí,
oh Dios, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me
arrojes lejos de tu presencia, ni retires de mí tu santo espíritu” (Salmo 51).
Se nos entrega el Espíritu Santo de Dios para que nos convirtamos en
participantes de la compasión de Dios y alcancemos entonces a todas las
personas, en todos los tiempos, con el corazón de Dios.
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Capítulo IX
FAMILIA
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tiempo largo, y aun si sus padres han muerto, todavía no han dejado su
casa verdaderamente.
Todo esto es muy real para aquellos que han tomado conciencia de
que fueron víctimas de abuso infantil. Este descubrimiento puede traer
de vuelta, y de improviso, la situación hogareña a la mente y al corazón
de una manera terriblemente dolorosa.
En este contexto, el llamado de Jesús a abandonar al padre y a la ma-
dre, a los hermanos y las hermanas, recibe un significado completamente
nuevo. ¿Tenemos la posibilidad y la voluntad de desengancharnos de los
lazos emocionales restrictivos que nos impiden seguir nuestra vocación
más profunda? Ésta es una pregunta con profundas implicancias para
nuestro bienestar emocional y espiritual.
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Cuanto más avanzamos en años, podemos ver más claramente las
profundas raíces de nuestras ataduras con aquellos que fueron nuestros
guías principales durante los años formativos de nuestra vida.
Jesús quiere liberarnos, liberarnos de todo lo que nos impide seguir
plenamente nuestra vocación, liberarnos también de cualquiera que
pretenda impedirnos conocer completamente el amor incondicional de
Dios. Para alcanzar esa libertad, tenemos que “seguir dejando a nuestros
padres, madres, hermanos y hermanas” y animarnos a seguirlo… aun allí
a donde no quisiéramos ir.
3. Perdón y gratitud
Dos de las formas más importantes de dejar al padre, a la madre, al
hermano y a la hermana son el perdón y la gratitud. ¿Podemos perdo-
nar a nuestra familia por no habernos amado tanto como nos hubiera
gustado ser amados? ¿Podemos perdonar a nuestros padres por haber
sido demandantes, autoritarios, indiferentes, poco afectivos, ausentes o
simplemente más interesados en otras personas o cosas que en nosotros?
¿Podemos perdonar a nuestras madres por haber sido posesivas, escru-
pulosas, controladoras, preocupadas, adictas a la comida, al alcohol o las
drogas, sobreocupadas, o simplemente más preocupadas por una carrera
que por nosotros? ¿Podemos perdonar a nuestros hermanos y nuestras
hermanas por no haber jugado con nosotros, por no haber compartido sus
amigos con nosotros, por hablarnos desde arriba o por habernos hecho
sentir estúpidos o inútiles?
Hay mucho que perdonar, no solamente porque nuestra familia no
haya sido tan cariñosa como otras familias, sino porque todo el amor que
recibimos fue imperfecto y muy limitado. Nuestros padres también han
sido hijos de padres que no los amaron de una manera perfecta, y ¡hasta
nuestros abuelos tuvieron padres que no fueron ideales!
Hay tanto para perdonar. Pero, si tenemos la voluntad de ver a nuestros
propios padres, abuelos y bisabuelos como personas similares a nosotros,
con un deseo de amar pero también con muchas necesidades insatisfechas,
tendremos la posibilidad de pasar por alto nuestro enojo, nuestros resen-
timientos, y hasta nuestro odio, y descubrir que su amor limitado es, no
obstante, un amor real, un amor por el que estar agradecidos.
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Una vez que podamos perdonar, podremos estar agradecidos por lo
que hemos recibido. Y hemos recibido mucho. Podemos caminar, hablar,
sonreír, movernos, reírnos, llorar, comer, beber, bailar, jugar, trabajar,
cantar, dar vida, dar gozo, dar esperanza, dar amor. ¡Estamos vivos! Nues-
tros padres y nuestras madres nos dieron la vida, y nuestros hermanos y
nuestras hermanas nos ayudaron a vivirla. Una vez que dejemos de estar
cegados por sus obvias debilidades, podremos ver claramente cuánto hay
para agradecer.
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El gran misterio de abandonar al padre y a la madre es, en verdad,
que su amor limitado se multiplicará y manifestará en cualquier lado que
vayamos; porque, en la medida en que podamos partir, podrá el amor al
que nos adherimos revelar su verdadera fuente.
5. Ser perdonados
Muchos de nosotros no sólo tenemos padres sino que también somos pa-
dres. Esta simple verdad es bastante aleccionadora, ¡porque no es extraño
que nuestros propios hijos pasen una gran cantidad de tiempo hablando
con sus amigos, consejeros, psiquiatras y sacerdotes sobre nosotros! ¡Y
hemos tratado tan duramente de no cometer los mismos errores que
cometieron nuestros padres...! No obstante, es muy posible que, siendo
más tolerantes que nuestros padres y nuestras madres, ¡nuestros hijos
puedan quejarse porque no hemos sido lo suficientemente estrictos! Y no
es ilusorio pensar que, mientras nos asegurábamos de que nuestros hijos
fueran libres para elegir su propio estilo de vida, religión o carrera, ¡puedan
pensar que, en realidad, somos personas de carácter débil, incapaces de
animarnos a marcar direcciones concretas!
Lo trágico de nuestras vidas es que, mientras sufrimos por nuestras
heridas infringidas por aquellos que nos aman, no podemos evitar herir
a aquellos que queremos amar. Tanto queremos amar bien, cuidar bien,
comprender bien...; pero, seguramente, antes de nuestra vejez, alguien nos
dirá: “No estuviste allí para mí cuanto más te necesitaba; no te importó
lo que estaba haciendo o pensando; no me comprendiste ni trataste de
entenderme”. Y, al oír estas aseveraciones, y al sentir la crítica de aquellos
que amamos, llegamos a la dolorosa realidad de que, de la misma manera
que tuvimos que dejar a nuestros padres y madres, a nuestros hermanos
y hermanas, ellos también tendrán que dejarnos para encontrar su propia
libertad. Es muy doloroso ver que aquellos por los que hemos dado nuestra
vida nos abandonen, a menudo en direcciones que nos llenan de temor.
En este punto, somos llamados a creer profundamente en que toda
paternidad y toda maternidad vienen de Dios. Sólo Dios es el padre y la
madre que puede amarnos como nosotros necesitamos y queremos ser
amados. Esta creencia, cuando es sentida fuertemente, puede liberarnos,
no sólo para perdonar a nuestros padres, sino también para permitir a
nuestros hijos perdonarnos.
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6. Los hijos son dones
¡Ser padre es como ser un buen anfitrión para un extraño! Mientras
pensemos que nuestros hijos son como nosotros, nos seguiremos sorpren-
diendo continuamente por lo diferentes que son. A veces, nos alegramos
por su inteligencia, sus dones artísticos o sus proezas atléticas, o nos
entristecemos por su lentitud en aprender, su falta de coordinación o sus
extraños intereses. De muchas maneras, no conocemos a nuestros hijos.
No creamos a nuestros propios hijos, ni tampoco los poseemos. Ésta
es una buena noticia. No necesitamos culparnos por todos sus problemas,
ni tampoco deberíamos reclamar sus éxitos para nosotros.
Los hijos son dones de Dios. Nos son entregados de manera que po-
damos ofrecerles un lugar amoroso y seguro para crecer hacia la libertad
interior y exterior. Son como extraños que piden hospitalidad, se hacen
buenos amigos, y luego se van nuevamente, para continuar su camino.
Ellos traen inmensa alegría e inmensa tristeza, precisamente porque son
dones. Y un buen regalo, como reza el proverbio, es “doblemente entrega-
do”. El don que recibimos lo tenemos que entregar nuevamente. Cuando
nuestro hijo nos deja para estudiar, para buscar trabajo, para casarse, para
unirse a una comunidad, o simplemente para independizarse, la tristeza
y la alegría se tocan. Porque es en ese momento cuando sentimos pro-
fundamente que “nuestro” hijo no es realmente “nuestro”, sino que nos
ha sido entregado para convertirse en un verdadero don para los demás.
Es tan difícil darles la libertad a nuestros hijos, especialmente en este
mundo tan violento y explosivo. Queremos protegerlos de todos los po-
sibles peligros. Pero no podemos hacerlo. No nos pertenecen. Pertenecen
a Dios, y uno de los mayores actos de confianza en Dios es permitir que
nuestros hijos hagan sus propias elecciones y encuentren su propio camino.
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Pero, cuando la graduación hubo llegado y pasado, el hijo llegó a casa
con una chica que lucía vello, en un antiguo auto convertible, para decirle
a su padre que viajaría hacia el oeste con su amiga, durmiendo al costado
de la ruta y buscando trabajo cuando se quedaran sin dinero.
Mi amigo sólo pudo imaginar drogas sexo, y locura, temiendo por la
vida de su hijo. Y con razón. Pero todas sus súplicas y advertencias sólo
fortalecieron la resolución de su hijo de escapar de su ambiente burgués
y explorar el “mundo real”.
Era una situación muy atemorizante, y el temor de mi amigo estaba
lejos de ser imaginario. No obstante, la pregunta final no era: “¿Cómo
ayudar a este díscolo adolescente? ¿Cómo impedir que el padre quede
destruido por su hijo?”. Yo le decía una y otra vez: “Cualquier cosa que
ocurra con tu hijo, no puedes permitirle que te quite el sueño, tu apetito y
toda tu alegría. Debes buscar tus propios talentos y dones como hombre,
y más que nunca antes, vivir una vida que sea completamente tuya”. No
fue fácil para mí decir estas cosas, porque compartía las preocupaciones de
mi amigo. Pero, dolorosa como era la partida de su hijo, tenía que dejarlo
ir, no sólo físicamente, sino también emocionalmente.
De esta manera, si su hijo retornara, encontraría un padre saludable
en casa.
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Mi madre, que fue una mujer muy amorosa y orante, se preocupaba
mucho, especialmente por mí, y por mis hermanos y mi hermana. Cuando
yo pasaba un tiempo en casa, nunca se iba a dormir hasta estar segura
de que yo había retornado a salvo. Esto fue el caso no sólo cuando era
un adolescente y me gustaba andar por ahí con mis amigos, tarde en la
noche, sino luego de que yo hubiera viajado largamente en avión, tren y
ómnibus, habiendo atravesado variadas situaciones de riesgo. Cuando
yo llegaba a casa, ya sea a mis 18 o a mis 40 años, mi madre permanecía
despierta, preocupándose por su hijo, ¡hasta asegurarse de que estuviera
a salvo en la cama!
La mayoría de nosotros no somos demasiado diferentes. Entonces, la
verdadera pregunta es: ¿podemos hacer algo para preocuparnos menos
y estar más en paz? Si es verdad que no podemos cambiar nada preocu-
pándonos, ¿cómo podemos, entonces, entrenar nuestro corazón y nuestra
mente para no perder tiempo y energía con cavilaciones ansiosas que nos
hacen dar vueltas y vueltas en nuestro interior? Jesús dice: “Pongan el
corazón en el Reino de Dios en primer lugar”. Esto nos da una pista hacia
la dirección correcta.
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Capítulo X
RELACIONES
1. La complejidad de la intimidad
¡Amar es una difícil tarea! En nuestra sociedad, se canta, se escribe y
se habla sobre el amor como un hermoso ideal que todos deseamos. Pero,
mientras Madonna canta sus canciones de amor, y una película atrás de
otra nos permiten presenciar las formas más íntimas de hacer el amor,
la realidad del día a día nos indica que la mayoría de las amistades no
duran mucho, que muchos amantes no pueden permanecer juntos, que
incontables matrimonios fracasan o se rompen, y que numerosas comu-
nidades van de crisis en crisis. Existe una inmensa fragmentación en las
relaciones humanas. Mientras que el deseo de amar ha sido pocas veces
tan directamente expresado, el amor, en su apariencia diaria, pocas veces
se ha mostrado tan quebrado. Mientras que en nuestra sociedad, inten-
samente competitiva, el hambre y la sed de amistad, intimidad, unión y
comunión son acuciantes, nunca ha sido tan difícil satisfacer esta hambre
y aplacar esta sed.
La palabra central en toda esta cuestión es “relación”. Deseamos
romper nuestro aislamiento y soledad para entrar en una relación que
nos ofrezca un sentido de hogar, una experiencia de pertenencia, un sen-
timiento de seguridad, y un sentido de una buena conexión. Pero, cada
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vez que exploramos dicha relación, enseguida descubrimos la dificultad
de estar cerca de alguien y lo complejo de la intimidad entre las personas.
Cuando nos sentimos solos y buscamos a alguien para que nos quite la
soledad, nos desilusionamos rápidamente. El otro, quien por un momento
puede habernos ofrecido una experiencia de plenitud y paz interior, pronto
demuestra ser incapaz de entregarnos felicidad perdurable y, en lugar de
sacarnos de la soledad, sólo nos revela la profundidad de ésta. Cuanto
más grande sea nuestra expectativa de que otro ser humano complete
nuestros deseos más profundos, más grande será el dolor cuando nos
enfrentemos con las limitaciones de las relaciones humanas. Y nuestra
necesidad de intimidad se convertirá fácilmente en una demanda. Pero,
en cuanto comenzamos a demandar amor de otra persona, el amor se
convierte en violencia, las caricias se convierten en golpes, los besos se
convierten en mordidas, las miradas tiernas se convierten en miradas
sospechosas, escuchar se convierte en escuchar al descuido, y la relación
sexual se convierte en violación.
Al percibir la intensa necesidad de amor y la atemorizante explosión
de violencia, tan cercanamente conectadas en nuestra sociedad, nos en-
frentamos con una pregunta crucial: ¿Cuál es el duro trabajo del amor?
2. Llamados a unirnos
¿Qué significa amar a otra persona? El afecto mutuo, la compatibili-
dad intelectual, la atracción sexual, los ideales compartidos, un campo
financiero, cultural y religioso común; todos ellos pueden ser factores
importantes para una buena relación, pero no garantizan el amor.
En una ocasión, conocí a un joven y a una joven que querían casarse.
Ambos eran muy bien parecidos, muy inteligentes, muy similares en sus
raíces familiares, y estaban muy enamorados. Habían pasado muchas
horas con psicólogos calificados, para explorar sus pasados psicológicos
y enfrentar directamente sus fortalezas y sus debilidades emocionales.
En todo sentido, parecían estar bien preparados para casarse y tener una
vida feliz juntos.
No obstante, la pregunta permanece: ¿podrán estas dos personas
amarse bien una a la otra, no solamente por un tiempo o por unos años,
sino para toda la vida? Para mí, a quien se le pidió acompañar a estas
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dos personas, esto no era tan obvio como lo era para ellos. Se habían en-
carado uno al otro durante un largo tiempo y se sentían seguros en sus
sentimientos, pero ¿podrían enfrentar juntos un mundo en donde hay
tan poco apoyo para una relación duradera? ¿De dónde provendría la
fortaleza para permanecer fieles el uno al otro en tiempos de conflicto, de
presión económica, de tristeza profunda, de enfermedad y de separaciones
necesarias? ¿Qué significaría para este hombre y para esta mujer amarse
el uno al otro como esposo y esposa hasta la muerte?
Cuanto más reflexionaba sobre ello, más sentía que el matrimonio es,
principalmente, una vocación. Dos personas son llamadas a unirse para
completar la misión que Dios les ha dado. El matrimonio es una realidad
espiritual. Es decir, un hombre y una mujer se unen de por vida, no sólo
porque experimentan un amor profundo el uno por el otro, sino porque
creen que Dios ama a cada uno de ellos con un amor infinito y los ha lla-
mado para que sean testigos vivientes de ese amor. Amar es encarnar el
amor infinito de Dios en una fiel comunión con otro ser humano.
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Jesús nos revela que somos llamados por Dios para ser testigos vi-
vos de su amor. Nos convertimos en esos testigos al seguir a Jesús y al
amarnos los unos a los otros como él nos ama. ¿Qué nos dice esto sobre el
matrimonio, la amistad y la comunidad? Nos dice que la fuente del amor
que sostiene estas relaciones no son los participantes en sí mismos, sino
Dios, que llama a los participantes a unirse. Amarse unos a otros no es
colgarse los unos a los otros para estar a salvo en un mundo hostil, sino
vivir juntos de tal manera que todos puedan reconocernos como personas
que hacen visible al mundo el amor de Dios. No sólo toda paternidad y
toda maternidad vienen de Dios, sino que toda amistad, toda sociedad en
el matrimonio, la verdadera intimidad y la comunidad también provie-
nen de Dios. Cuando vivimos como si las relaciones humanas fueran un
“producto humano” y, por lo tanto, sujetas a los vuelcos y a los cambios
de las regulaciones y los cambios humanos, no podemos esperar más que
la fragmentación y la alienación que caracteriza a nuestra sociedad. Pero,
si clamamos y reclamamos constantemente a Dios como la fuente de todo
amor, descubriremos el amor como el don de Dios a su pueblo.
- 92 -
de Dios. Es la intimidad entre Jesús y su Padre. Es la comunión divina.
Es el amor de Dios activo en nuestro interior.
La divina fidelidad es el centro de nuestro testimonio. Por nuestras
palabras, pero sobre todo por nuestras vidas, revelamos la fidelidad de
Dios al mundo. El mundo no está interesado en la fidelidad, porque la
fidelidad no ayuda en la adquisición del éxito, la popularidad y el poder.
Pero, cuando Jesús nos llama a amarnos unos a otros como él nos ha
amado, nos llama a relaciones fieles; relaciones que no se basan en las
preocupaciones pragmáticas del mundo, sino en el conocimiento del amor
eternamente duradero de Dios.
La fidelidad, obviamente, no significa apegarnos unos a otros hasta el
final. Ése no es el reflejo del amor de Dios. La fidelidad implica que toda
decisión que tomemos en nuestras vidas en conjunto estará guiada por una
profunda conciencia de haber sido llamados a ser signos vivientes de la fiel
presencia de Dios entre nosotros. Y esto necesita de nuestra atención, los
unos con los otros, que va mucho más allá de cualquier obligación formal.
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Cuando dos personas se comprometen a vivir juntas sus vidas, comien-
za a existir una nueva realidad. “Ellos se convierten en una sola carne”, dice
Jesús. Esto significa que su unidad crea un nuevo lugar sagrado. Pero, no
obstante, muchas relaciones son como dedos entrelazados. Dos personas
se cuelgan, la una a la otra, como dos manos enganchadas por el miedo. Se
conectan porque no pueden sobrevivir individualmente. Pero, a medida
que se entrelazan, también se dan cuenta de que no pueden erradicar la
soledad que cada una lleva. Y es entonces cuando aparece la fricción y se
incrementa la tensión. A menudo, el resultado final es la ruptura.
Pero Dios llama al hombre y a la mujer a una relación diferente. Es
una relación que se asemeja a dos manos que se pliegan en un acto de
oración. Las yemas de los dedos se tocan, pero las manos pueden crear un
espacio, como una pequeña carpa. Ese espacio es el espacio creado por el
amor, no por el miedo. El matrimonio es la creación de un espacio abierto
y nuevo, en donde el amor de Dios puede ser revelado al “extraño”: al
hijo, al amigo, al visitante.
Este matrimonio se convierte en un testigo del deseo de Dios de per-
manecer entre nosotros como un amigo fiel.
- 94 -
ama con un amor ilimitado e incondicional, podremos entonces confiar
en que existen en este mundo hombres y mujeres que están deseosos de
mostrarnos ese amor. Pero no podemos esperar pasivamente hasta que
aparezca alguien ofreciéndonos su amistad. Como personas que confiamos
en el amor de Dios, tenemos que tener el valor y la confianza de decirle
a alguien, a través del cual el amor de Dios se hace visible para nosotros:
“Me gustaría llegar a conocerte, me gustaría pasar tiempo contigo. Me
gustaría desarrollar una amistad contigo. ¿Y a ti?”.
Habrá quienes nos digan “no”, estará el dolor del rechazo. Pero. si
pretendemos esquivar todos los “no” y todos los rechazos, nunca podre-
mos crear el ambiente en donde podamos ser más fuertes y profundos
en el amor.
Dios se hizo humano para que nosotros hagamos tangible el amor
divino. De eso se trata la encarnación. Esa encarnación no sólo ocurrió
hace mucho tiempo, sino que ocurre permanentemente a aquellos que
confían en que Dios nos dará los amigos que necesitamos. ¡Pero la elec-
ción es nuestra!
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Capítulo XI
QUIÉNES SOMOS
- 97 -
tenemos nada más. Cuando somos lo que el mundo nos hace, no lo podre-
mos seguir siendo cuando hayamos abandonado el mundo.
Jesús vino a anunciarnos que una identidad basada en el éxito, en la
popularidad y en el poder es una falsa identidad, ¡una ilusión! Audible y
claramente, nos dice: “Ustedes no son lo que el mundo hace de ustedes,
sino que son hijos de Dios”.
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al mundo para proclamar la amorosidad de todas las personas, tal cual
él fue amado, y que finalmente escaparemos de los poderes destructivos
de la muerte, tal como él lo hizo.
3. La disciplina de la oración
Una de las tragedias de nuestra vida es que seguimos olvidándonos de
quiénes somos y perdemos mucho tiempo y energía para probar lo que no
necesita ser probado. Somos los amados hijos e hijas de Dios, no porque
hayamos probado ser merecedores de su amor, sino porque Dios libre-
mente nos ha elegido. Es muy difícil permanecer en contacto con nuestra
verdadera identidad porque aquellos que quieren nuestro dinero, nuestro
tiempo y nuestra energía se benefician más con nuestra inseguridad y con
nuestros temores que con nuestra libertad interior.
Nosotros, entonces, necesitamos disciplina para seguir viviendo
auténticamente y para no sucumbir a las interminables seducciones de
nuestra sociedad. En todas partes, oímos voces que nos dicen: “Ve allí, ve
allá, compra esto, compra aquello, conócelo, conócela, no te pierdas esto,
no te pierdas aquello”, y cosas por el estilo. Estas voces nos mantienen
apartados de la gentil y suave voz que nos habla desde el centro de nuestro
ser: “Tú eres mi amado, en ti descansa mi complacencia”.
La oración es la disciplina de escuchar esa voz amorosa. Jesús pasó
muchas noches en oración escuchando la voz que le había hablado en el
río Jordán. Nosotros también debemos orar. Sin la oración, nos volvemos
sordos a la voz del amor y llegamos a confundirnos con las muchas voces
que compiten reclamando nuestra atención. ¡Qué difícil es eso! Cuando
nos sentamos durante media hora —sin hablar con nadie, sin escuchar
música, sin mirar televisión ni leer un libro—, y tratamos de permanecer
en quietud, a menudo nos encontramos tan sobrepasados por nuestras
ruidosas voces interiores, que apenas podemos esperar para ocuparnos
y distraernos nuevamente. ¡Nuestra vida interior, a menudo, se parece a
un árbol bananero lleno de monos saltarines! Pero, cuando decidimos no
salir corriendo y permanecer focalizados, estos monos podrán retirarse
gradualmente ante nuestra falta de atención hacia ellos, y entonces la gentil
y suave voz que nos llama los amados podrá gradualmente hacerse escu-
char. La mayor parte de la oración de Jesús tuvo lugar durante la noche.
- 99 -
“Noche” significa algo más que la ausencia del sol. También significa la
ausencia de sentimientos satisfactorios o de perspectivas iluminadoras.
Por eso es tan difícil ser fieles. Pero Dios es más grande que nuestros
corazones y que nuestras mentes, y sigue llamándonos “los amados”…,
mucho más allá de todo sentimiento y de todo pensamiento.
- 100 -
tunidad de reclamar para nosotros el amor que Dios nos ofrece desde la
eternidad a la eternidad. Y entonces nuestras cortas vidas, en lugar de ser
este limitado número de años a los que ansiosamente nos aferramos, se
convierten en esa oportunidad salvadora para responder, con todo nuestro
corazón, nuestra alma y nuestra mente, al amor de Dios, convirtiéndonos
en verdaderos compañeros en la comunión divina.
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ser amados como hijos e hijas de Dios nos permitirá vivir nuestros días
finales, sean muchos o pocos, como días de nacimiento. Los dolores del
morir son dolores de parto. A través de ellos, dejamos el útero de este
mundo y nacemos a la plenitud de los hijos de Dios.
Juan dice claramente: “Mis queridos amigos, tienen que ver qué gran
amor nos ha prodigado el Padre al permitirnos ser llamados hijos de Dios”,
¡que es lo que somos! Ya somos hijos de Dios..., “pero lo que seremos en
el futuro todavía no nos ha sido revelado. Somos bien conscientes de
que, cuando él aparezca, seremos como él, porque lo veremos cómo es
realmente” (1 Juan 3, 1-2).
Al reclamar lo que ya somos, nos prepararemos mejor para lo que
seremos.
6. Volviendo a casa
Nuestra vida es una breve oportunidad para decir “sí” al amor de Dios.
Nuestra muerte es un pleno retorno a casa, a ese amor. ¿Deseamos volver
a casa? Parece que la mayoría de nuestros esfuerzos tienen la intención
de demorar esta vuelta a casa tanto como sea posible.
Escribiendo a los cristianos de Filipos, el apóstol Pablo muestra una
actitud radicalmente diferente. Dice: “Quiero irme y estar con Cristo, y
esto es de lejos el deseo más fuerte; y no obstante, por el bien de ustedes,
permanecer vivo en este cuerpo es una necesidad más urgente”. El deseo
más profundo de Pablo es estar completamente unido a Dios a través de
Cristo, y ese deseo lo hace mirar a la muerte como una “ganancia positiva”.
Su otro deseo, no obstante, es permanecer vivo en el cuerpo y completar
su misión. Esto le ofrecerá una oportunidad para un trabajo fructífero.
Se nos desafía una vez más a observar nuestras vidas desde arriba.
Cuando, verdaderamente, Jesús vino para ofrecernos una completa
comunión con Dios, al hacernos partícipes de su muerte y resurrección,
¿qué otra cosa podemos desear que dejar nuestros cuerpos mortales de
manera de alcanzar la meta final de nuestra existencia? La única razón
para permanecer en este valle de lágrimas puede ser la de continuar la
misión de Jesús, quien nos ha enviado al mundo como su Padre lo envió
a él al mundo. Mirando desde lo alto, la vida es una corta y a menudo
dolorosa misión, llena de ocasiones para realizar trabajos fructíferos para
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el Reino de Dios, y la muerte es la puerta abierta que conduce al salón de
la celebración, en donde el propio Rey nos servirá.
¡Todo parece una forma de ser patas para arriba! Pero es la forma de
Jesús y es el camino que tenemos que seguir. No hay nada mórbido en ello.
Por el contrario, es una visión gozosa de la vida y de la muerte. En tanto
y en cuanto permanezcamos en el cuerpo, permitámonos cuidar bien de
nuestro cuerpo, de manera que podamos traer la alegría y la paz del Reino
de Dios a aquellos que encontremos en nuestro camino. Pero, cuando haya
llegado el tiempo de morir, de nuestra muerte, regocijémonos, porque
podremos volver a casa y unirnos con Aquel que nos llama los amados.
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Palabras finales
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Guía de reflexiones
VIVIR EN EL PRESENTE
1. “¡Un nuevo comienzo! Tenemos que aprender a vivir cada día, cada
hora, sí, cada minuto como un nuevo comienzo, como una opor-
tunidad única de hacer nuevas todas las cosas” (Pág. 11). Trata de
imaginar cómo sería tu vida si comenzaras a vivir en el momento
presente. ¿Cómo te desafía e impulsa todo esto?
2. “El mundo del pasado se ha ido” (Apocalipsis 21, 4) (Pág. 12).
Cuando piensas sobre tu pasado, ¿qué imágenes y recuerdos son
los más fuertes para ti? ¿Piensas en la familia, la carrera, o los
amigos? ¿Recuerdas más vívidamente los recuerdos placenteros
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o los tiempos en que deseabas haber hecho las cosas de forma
diferente?
Escribe tres recuerdos de gran dolor de tu pasado. Escribe tres
preocupaciones (“y si pasara que…”) que sientes sobre el futuro.
3. “Dios es Dios en el presente. Dios está siempre en el momento
presente; sea ese momento difícil o fácil, gozoso o doloroso” (Pág.
12). Mira tus respuestas más arriba. Cuando piensas en ellas, ¿qué
imaginas que diría Dios sobre ellas? ¿Piensas que Dios guarda
un registro de defectos y errores? ¿Qué sugiere Nouwen sobre la
presencia de Dios? (“Jesús vino a borrar la carga del pasado y las
preocupaciones por el futuro” (Pág. 13).
4. “Celebrar un cumpleaños significa decirle a alguien: ‘Gracias por ser
como eres’” (Pág. 13). ¿Con qué frecuencia celebras tú, o tu gente
allegada, los cumpleaños? ¿Cuándo fue la última vez que celebraste
a alguien por ser simplemente como es?
Reflexiona sobre tu actitud al celebrar tu cumpleaños o el cum-
pleaños de otro, y observa de qué manera puedes profundizar tu
gratitud por tu propia vida o por la vida de otra persona. Puedes
querer escribir, llamar o enviar un e-mail a un familiar o a un amigo
en los próximos días, para contarle de tu gratitud.
5. “Toma una oración simple, una palabra o una frase, y repítela
lentamente” (Pág. 15). En los siguientes días, mientras esperas en
un semáforo o en la fila de un supermercado o de un banco, repite
una frase o una oración simple (por ejemplo: “Dios del amor, ven
a mí”). No te preocupes por elegir las palabras “correctas”. Lo que
importa es que elijas una palabra o una frase, y la repitas en cual-
quier momento que puedas.
6. “Somos hijos de un único Dios” (Pág. 16). Mantén estas palabras
en tu mente durante los próximos días. Repítelas cuando te miras
al espejo, y repítelas a ti mismo cuando te encuentras con otras
personas, ya sea que las conozcas o no.
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II
ALEGRÍA
- 109 -
III
SUFRIMIENTO
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¿Qué puede decirnos el amor imperfecto de las personas más cer-
canas, en relación con el amor perfecto de Dios?
7. “Es más importante que nunca permanecer muy fiel a mi vocación
de hacer bien las pocas cosas que estoy llamado a hacer” (Pág. 33).
Recuerda un tiempo reciente cuando esperabas poder “hacer más”
para ayudar a aquellos que sufren. ¿Cómo puede tu deseo de aliviar
el sufrimiento ayudarte a encontrar una mejor focalización en tu
vocación específica?
IV
CONVERSIÓN
1. “Hace diez años atrás, no tenía la más mínima idea de que termina-
ría en donde estoy ahora” (Pág. 37). Piensa en tu vida hacia atrás,
hace unos cinco o diez años. ¿Cómo imaginaste que serían tu vida,
tu carrera y tus relaciones? ¿Funcionaron las cosas de la forma en
que pensaste?
2. “Desde la perspectiva de Dios, a menudo nos parecemos a alguien
que trata de abrir las puertas cerradas de una habitación” (Pág.
38). ¿Te has sentido alguna vez tan consumido por la ansiedad,
que te hayas sentido “encerrado”? ¿Había allí puertas abiertas que
tú simplemente no notaste en medio de tus preocupaciones? ¿De
qué manera la oración, mirando la situación “desde arriba”, podría
haberte ayudado a descubrir la puerta abierta?
3. “Mis hermanos homosexuales están muriendo de manera que yo
pueda volcarme más radicalmente a Dios” (Pág. 41). Nouwen sugie-
re que el gran sufrimiento es siempre un llamado al arrepentimiento
en nuestra propia vida. ¿Puedes pensar en ejemplos, a lo largo de
tu vida, en que prestaste tanta atención al sufrimiento en el mundo
“allí afuera” que ignoraste tu propio corazón y tu relación con Dios?
4. “Aquellos que el mundo ha convertido en víctimas, Dios los ha
elegido para ser portadores de la buena noticia” (Pág. 42). En un
momento o en otro, muchas personas han creído secretamente que
alguien que sufre una terrible desgracia “se la merece” o se “la
estaba buscando”. ¿Puedes recordar un ejemplo de esta forma de
pensar en tu propia vida? ¿De qué manera las palabras de Nouwen
nos invitan a mirar a esa situación de forma diferente?
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5. “Imagina no tener la necesidad de juzgar a nadie. Imagina no tener
el deseo de decidir si alguien es una buena o una mala persona”
(Pág. 43). Reflexiona sobre esta oración, sustituyendo las palabras
“cualquiera” y “alguien” por el nombre de la persona que te desafía
o te incomoda más.
Piensa en las varias formas —en conversaciones, en reflexiones
solitarias— en que has juzgado la moralidad de otros. ¿El hacer esto
te hizo sentir más liviano o más pesado? Si te has sentido alguna
vez moralmente superior a alguien, ¿te dio esto un sentimiento de
alegría genuino?
6. “Cuando lleguemos a ser completamente libres de la necesidad
de juzgar a los demás, también seremos completamente libres del
temor de ser juzgados” (Pág. 45). Imagina que sientes el amor de
Dios tan profundamente, que tú sabes que Dios no te juzga. Mantén
ese sentimiento por un momento. ¿De qué manera esa conciencia
del amor de Dios y esa libertad de no ser juzgado te liberan de la
necesidad de juzgar a otros?
V
VIDA DISCIPLINADA
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4. “El tema no es solamente lo que leemos, sino cómo lo leemos” (Pág.
52). ¿Descubres que lees más por curiosidad que por tu búsque-
da de la verdad? ¿Qué te ayudaría a bajar el ritmo y saborear las
palabras?
Capítulo VI
LA VIDA ESPIRITUAL
- 113 -
VII
ORACIÓN
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VIII
COMPASIÓN
IX
FAMILIA
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3. “Nuestros padres también han sido hijos de padres que no los ama-
ron de una manera perfecta, ¡y también nuestros abuelos tuvieron
padres que no fueron ideales!” (Pág. 83). ¿Has pensado alguna vez
en tus padres como personas que una vez fueron los hijos de otros
padres? Reflexiona sobre lo que tus padres pueden haber experi-
mentado como hijos en un hogar imperfecto.
4. “Muchos de nosotros no sólo tenemos padres, sino que también so-
mos padres” (Pág. 85). Si eres un padre, una madre o un cuidador
de niños, ¿de qué manera criar niños te ha dado una perspectiva
en cuanto a los desafíos que tus propios padres tuvieron que en-
frentar para criarte a ti? ¿Te ha permitido la experiencia sentir más
compasión por algunos de sus errores?
5. “De esta manera, si su hijo retornara, encontraría un padre saludable
en casa” (Pág. 87). ¿Cuándo fue la última vez que viste a alguien cer-
cano a ti al borde de tomar una pobre decisión, que probablemente
le causara una gran miseria? ¿Pudiste permitirle sufrir o caer sin
juzgarlo y sin intervenir? ¿Cómo podrías hacer esto en el futuro?
6. “Sabemos que nuestras preocupaciones no nos ayudan, ni tampoco
resuelven ninguno de nuestros problemas. No obstante, nos preocu-
pamos mucho y, por lo tanto, sufrimos mucho” (Pág. 87). Piensa
en unas pocas cosas que te producen preocupación y, en amorosa
oración, ofrécelas a Dios. Trata de hacerlo a menudo.
X
RELACIONES
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3. “Para ser verdaderas, todas las relaciones humanas deben encontrar
su fuente en Dios y ser testigos del amor de Dios” (Pág. 92). Piensa
en una relación de la que hoy formas parte. ¿Es “testigo del amor
de Dios”? Si no es así, ¿qué elecciones necesitas hacer de manera
de hacer posible que esta relación lo sea?
4. “El matrimonio así considerado es Dios creando una nueva comu-
nión entre dos personas” (Pág. 93). Si estás casado, ¿tú y tu esposa
discuten alguna vez sobre tus creencias religiosas? ¿Tienen creencias
compartidas? ¿Qué puedes hacer para que tu matrimonio crezca y
refleje la visión “desde arriba”, de una nueva comunión?
5. “Dios nos dará los amigos que necesitamos” (Pág. 95). Da gracias
por los amigos pasados y presentes. Reza por tus amigos. Reza para
convertirte en un mejor amigo. A lo largo de la próxima semana,
reza con la confianza en que Dios te traerá amigos que te ayudarán
en tus necesidades más profundas.
XI
QUIÉNES SOMOS
- 117 -
4. “Cuando nos sentamos durante media hora, y tratamos de mante-
nernos en quietud, a menudo nos encontramos tan sobrepasados
por nuestras ruidosas voces interiores, que apenas podemos esperar
para ocuparnos y distraernos nuevamente” (Pág. 99). ¿Qué clase
de mensajes e ideas expresan tus ruidosas “voces interiores”? ¿Qué
mensajes te comunica la voz de Dios cuando eliges escuchar? Reúne
tus distracciones y ofrécelas al cuidado amoroso de Dios.
5. “Visto desde arriba, desde la perspectiva de Dios, nuestro tiempo-
reloj está encarnado en el eterno abrazo de Dios” (Pág. 100). Imagina
que Dios te habla y te llama “el Amado”, “la Amada”. ¿Cambia esto
tus sentimientos en cuanto a los pesares del pasado y las esperanzas
del futuro?
6. “¿Cómo entonces nos preparamos para la muerte? Viviendo cada
día con plena conciencia de ser hijos de Dios, cuyo amor es más
fuerte que la muerte” (Pág. 101). ¿De qué manera estás creciendo
para ser cada día más consciente de cómo el amor de Dios es “es
más fuerte que la muerte”?
7. “Regocijémonos, porque podemos volver a casa y unirnos con Aquel
que nos llama los amados” (Pág. 103). ¿Has conocido alguna vez
a alguien que saludara su propia muerte como una ocasión para
el regocijo? Cuando contemplas tu propia muerte, ¿puedes verla
como una celebración?
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PALABRAS FINALES
“No te detengas aquí. Continúa por tu cuenta” (Pág. 105). ¿Qué ideas
y preguntas suenan más fuertes en tu mente al finalizar la lectura de este
libro?
Anota cinco deseos que tienes para el próximo paso de tu vida espiri-
tual y ofrécelos en oración.
- 119 -
Índice
Reconocimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Capítulo X. RELACIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
1. La complejidad de la intimidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
2. Llamados a unirnos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
3. Testigos vivos del amor de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
4. Revelar la fidelidad de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
5. Vivir juntos el discipulado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
6. Elegir a nuestros amigos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94