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LOUIS DE WOHL

EL ARBOL VIVIENTE
Historia de la Emperatriz Santa Elena
Tercera edición

Madrid
® 1947 by Louis de Wohl
Renewed 1974 by Ruth Magdalene de Wohl
Ediciones Palabra, S.A.
Castellana, 210 - 28046 M A D R ID

La versión original de este libro


apareció en
J. B. Lippincott Company
con el titulo
The liv in g w o o d

Traducción
M a n u e l m o re r a

Con licencia eclesiástica


Printed in Spain
I.S.B.N.: 84-7118-463-X
Depósito Legal: AV-69-1989

M IJ A N , Artes Gráficas. Avila.


LIBRO PRIMERO

Año 272
1.

Sobre el canal flotaba una densa niebla.


Un hombre solitario, que caminaba a tientas sobre las
rocas, maldecía en voz baja cada vez que sus pies resbala­
ban al pisar la hierba húmeda esparcida por las piedras co­
mo mechones de cabellos en la calva de un gigante.
La lluvia caía a través de esa atmósfera gris con una mo­
notonía obstinada y cansina; en realidad ni siquiera refres­
caba, porque no era agresiva, sino mansa con una humedad
pegajosa.
Es un país imposible —pensaba el hombre, mientras se
enjugaba las gotas que resbalaban por su rostro— , un país
infernal. Maldita idea la de salir fuera a vigilar esta costa.
Rufo se lo había advertido, desde luego, y Rufo conocía
bien el país, porque el pobre muchacho llevaba siete años
destinado en Britania. Pero él no le había hecho caso, sino
que le había replicado: «Muy bien, si te da miedo m ojarte
los pies, quédate en el campamento jugando a los dados.
Saldré solo».
Rufo había puesto una cara larga, como quien se resig­
na a obedecer una orden, y le saludó; él salió solo, com o un
idiota.
Maldita hierba. Maldita lluvia. Maldito país dejado de la
mano de los dioses. ¿Qué se sacaba con vigilar esta costa?
Nadie que estuviera en sus cabales sentiría la tentación de
invadir un país como éste, ni siquiera los mismos ger­
manos.
LOUIS DE WOHL

El servicio en cualquier lugar a lo largo del Rin era un


placer comparado con el de este país de brumas y humeda­
des; y eso por no decir nada de Bélgica o de Galia...
Muy diferente le parecía el panorama, cuando le llegó la
noticia de que había sido destinado a la Britania Oriental.
Estaba entonces pasando una estupenda temporada en el
Estado Mayor de la Legión XIV, en Milán; mejor dicho, es­
taba en el antiguo Estado Mayor Imperial. Los generales se
lo habían tomado con calma, desde que el Emperador se ha­
bía ido a Oriente —a Egipto, concretamente— para dirigir
la campaña contra la pequeña reina Zenobia, de Siria.
Entre los jóvenes oficiales no había duda sobre cuál era
la finalidad de esta campaña de Aureliano... Ya podían de­
cir lo que quisieran los viejos corceles de guerra de la plana
mayor acerca de la importancia que tenía Palmira como en­
crucijada de caminos para las caravanas que iban a Oriente
y al Sur.
¡Rutas de caravanas! ¡Como si un Emperador pudiera
emprender una guerra sólo por unas pocas rutas! Se decía
que Zenobia era la mujer más bella del mundo y Aureliano
había sido siempre un entendido en cosas buenas.
Así pues, todo lo que había en la Legión X IV era vino,
mujeres y, de vez en cuando, un poquito de instrucción; es­
to no prometía mucho futuro para un hombre con ambi­
ciones.
No estaba mal ser tribuno a los veintisiete años, pero es­
taba m ejor ser legado, y no se podía llegar a ser legado si no
se presentaba la oportunidad. Después de todo, Britania
era uno de los extremos del Imperio, no era sólo un lugar
de dónde se traían ostras.
En consecuencia, él hizo todo lo que estuvo en su mano
para que lo trasladaran allí.
Ya desde el mismo momento de su llegada sufrió una
decepción. Se encontró con un puñado de groseros rufianes
que se llamaban a sí mismos Legión XX; un general que, en
cuanto bebía tres vasos, proclamaba que él estaba allí por­
que no lo querían en ningún otro sitio: se trataba de Aulo
Caronio, calvo, barrigudo y tan perezoso como una ramera
siria.
— ¡Reumatismo, querido muchacho, reumatismo! Ya lo

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EL ARBOL VIVIENTE

cogerás tú también en este clima infernal, no te preocupes.


Los médicos lo enviaban todos los años a Aquae Sulis
para que tomara los baños.
Durante los intervalos intentaba sacar soldados de esa
chusma que pretendía llevar el honroso nombre de Le­
gión X.
jSombra del César, si pudieras verlos! Era difícil encon­
trar un romano entre ellos: galos exaltados, belgas inútiles,
unos cientos de germanos domesticados y unos puñaditos
de hispanos y griegos, y luego la zurrapa reclutada por ahí,
cuyos nombres eran un trabalenguas.
¡Qué vida! ¿Dónde estaba el condenado camino? ¡Por
Estigia, no se puede ver ni a tres yardas de distancia! ¡Por
el frío hocico de Cerbero, me he perdido! Sí que es un
acierto para un oficial que está de vigilancia para que la
costa no sea invadida. ¡Maldito sea ese Rufo, que está he­
cho un conductor tuerto de muías panzudas...!
Rocas, niebla y lluvia.
Estando así parado, se dio cuenta de que el agua lo em­
papaba; coraza, armadura, túnica, todo estaba chorreando.
Debería haber dejado la coraza en el cuartel. ¡Se le había
ocurrido dar ejemplo de disciplina! Rufo se iba a m orir de
risa cuando lo viera entrar..., si es que conseguía volver,
porque no estaba del todo seguro. Todo aquello se parecía
más por momentos al mayor y más complicado de los labe­
rintos del Hades. ¿Por dónde tirar? ¿Por la derecha? ¿Por
la izquierda?
El mar, naturalmente, no se veía; lo vería posiblemente
cuando ya fuera tarde, cuando un excelente romano saliera
volando por los aires, con la cabeza por delante, porque una
de esas malditas losas de yeso se había puesto debajo de
sus sandalias embarradas.
— ¡Alto! —gritó en latín una voz apremiante— . ¡Quédate
donde estás! ¿Quién eres?
El tribuno necesitó unos momentos para hacerse cargo
de la nueva situación. Lo último que se le habría ocurrido
pensar era que un enemigo le iba a dar el alto. N o estaban
en guerra. Cierto que allá arriba, mucho más al Norte, ha­
bía guerra siempre contra las tribus pintarrajeadas del
otro lado de la fortaleza, pero esa fortaleza estaba a cientos

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LOUIS DE WOHL

de millas de allí; ésta era una tranquila provincia


británica... al menos que él supiera.
Aunque, desde luego, salteadores los había siempre en
cualquier parte. Pero, ¿qué salteador que estuviera en sus
cabales iba a escoger para sus fechorías este rincón desola­
do y desapacible?
Hizo lo que cualquier soldado hace instintivamente
cuando se ve amenazado: levantó la adarga y echó mano a
la espada. Pero sus cavilaciones iban más despacio que su
cuerpo.
—¿Y tú quién eres? —preguntó con más curiosidad que
irritación.
Volvió a oírse la voz provocadora:
— Eso no te importa. Y o estoy en mi casa aquí; y tú, no.
Así. es que responde a lo que te pregunto.
Era un voz claramente enojada... pero también se nota­
ba que era una voz joven.
El se echó a reír.
—¿Has visto alguna vez a un tribuno romano?
— ¡Estúpido! —exclamó la voz— . ¿Crees que puedo ver
las insignias de nadie con esta niebla?
El latín del provocador era excelente, aunque se le nota­
ba un cierto acento extranjero.
Esta vez el tribuno se irritó:
—Se presenta el tribuno Constancio, de la plana mayor
de la Legión X X —respondió con ironía— . Y tú, ¿quién de­
monios eres y dónde te escondes?
—Aquí estoy —dijo la voz.
Una sombra empezó a dibujarse en la niebla. Era una
sombra muy tenue y parecía la de una persona que no iba
armada.
Cautelosamente, Constancio se adelantó un par de pa­
sos, porque el terreno estaba resbaladizo; se echó el escudo
a la espalda y agarró a la sombra por los hombros.
— Deja que te mire —dijo enérgicamente... y vio que era
una muchacha.
Era muy joven... diecisiete o dieciocho años, quizá; des­
de luego no más.
Muchas de las chicas nativas eran verdaderamente bo­
nitas en su estilo, y ésta no era una excepción. Por lo menos

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EL ARBOL VIVIENTE

eso es lo que le pareció a él cuando vio su fina figura.


Se echó a reír.
—Criatura, has escogido un tiempo muy malo para ver­
te con tu amado.
— No tengo amado — replicó la muchacha con
desprecio— . ¡Suéltame!
El la soltó, sorprendido. Iba vestida con más refina­
miento de lo que él estaba acostumbrado a ver, y llevaba un
hilo de perlas.
—Te he dicho quién soy, ¿no me vas a decir tú quién
eres?
—Soy Elena —dijo la chica—; y tú puedes ser todo lo tri­
buno que quieras, pero yo te diría bien lo que eres.
—¿Qué soy?
—Un extraviado. No sabes dónde estás, porque, si lo su­
pieras, no estarías aquí.
El preguntó sorprendido:
—¿Y por qué no?
—Porque esto es suelo sagrado. Solamente los druidas
pueden pisarlo.
Constancio frunció las cejas. En el ejército romano exis­
tía una ley no escrita que prohibía mezclarse en nada que
tuviera algo que ver con los dioses locales, no tanto por te­
mor a sus posibles poderes ocultos —aunque no se podía
estar absolutamente cierto de si los poseían o no— , com o
porque sería una mala política. No mantenerse a distancia
de los nativos en estas cuestiones era siempre origen de
complicaciones sin ningún provecho, y Caronio odiaba las
complicaciones y más si eran innecesarias. Si aquella era
una tierra sagrada... esa misma chica le estaba ofreciendo
la posibilidad de salir con bien del asunto.
—¿Entonces tú eres una druida? —preguntó con tono
de deferencia— . No sabía que hubiera druidas tan jóvenes.
— ¡No seas tonto! —dijo la chica seriamente— . Por su­
puesto que no soy una druida. Sólo soy una muchacha, pero
puedo estar aquí porque soy la hija del rey.
Esto era todavía peor..., si fuese verdad. N o tenía más
que ponerse histérica y empezar a gritar, y Caronio tendría
un escándalo de primera clase que tratar entre las noticias
que le llegaran a Aquae Sulis. «La hija del rey». El único

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LOUIS DE WOHL

rey que había por allí era el viejo Coel, que tenía la residen­
cia en algún lugar cercano a Camuladunum.
— ¿Cómo se llama tu padre, princesa?
— Coel, ¡lo tienes que saber! Todos los tribunos que yo
he conocido hasta ahora lo sabían.
— ¿Y has conocido a muchos?
—Demasiados —dijo la princesa con acritud.
El se echó a reír.
—Parece que no te gustan los tribunos.
— No me gustan los romanos. Pero no le vayas a contar a
mi padre que yo he dicho eso, porque a él no le gusta como
a mí decir esta verdad.
Constancio empezaba a divertirse.
— Pues en eso lleva razón, porque es peligroso.
Ella se enfureció.
— ¡Qué idiotez estás diciendo! Mi padre es más valiente
que cualquier romano. Pero está convencido de que no hay
que decir la verdad, cuando ésta hiere a la gente.
— Es m uy am able p o r su p a r te — rec o n o c ió
Constancio— . ¿Y tú no estás de acuerdo?
Ella irguió la cabeza.
—A mí no me importa molestar a la gente, cuando se lo
merece.
Es una joven que promete, pensó Constancio. Se acordó
de que había dicho que aquel terreno era sagrado.
— De todos modos tienes razón en una cosa —le dijo— .
Me he perdido en la niebla y lamento haber llegado a este
lugar, lo juro por todos los dioses.
Le costó trabajo simular una sonrisa. Era muy poco pro­
bable que los dioses se tomaran en serio ese juramento...,
después de todo, durante las últimas horas no había hecho
más que lamentar haber venido a Britania.
La muchacha lo miró, observándolo atentamente.
— Has admitido que te has extraviado y has dicho que lo
lamentas — puntualizó— . Bien, tendré que ayudarte.
— Eso está bien —murmuró Constancio— . ¿Nos vamos?
Ella asintió y se echó a andar.
—¿A qué distancia estoy del campamento?
—Por lo menos a cinco horas. No podrás llegar en toda
la noche. Te estoy llevando adonde está mi padre.

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EL ARBOL VIVIENTE

El tribuno sopesó unos momentos esta decisión de la


chica. El viejo Coel era considerado algo así como un lobo
solitario. Muy pocos oficiales de los que actualmente pres­
taban servicio en la guarnición lo habían visto. Lo había
visto Caronio, desde luego, y dos o tres más. N o resultaba
una idea agradable encontrarse con él..., podría ser fuente
de algún conflicto diplomático.
Pero acabó encogiéndose de hombros. Se había vuelto
demasiado cauteloso en la dorada ciudad de Milán, donde
cada cosa que uno decía era traída y llevada, y vuelta a
traer y vuelta a llevar por los cortesanos. Además, ¿qué po­
día hacer?... estaba chorreando y hambriento.
—Muy bien, princesa —dijo— . ¿Cuánto tardaremos?
—Hora y media, al paso que vamos. Si yo fuera sola, tar­
daría la mitad.
El echó una carcajada.
—Es que tú no llevas armadura —comentó.
—Y tú no la necesitas —fue la rápida respuesta— . Aquí
hay paz, creo yo. Pero vosotros los romanos siempre vais
tran, tran, tran... — imitió el largo y pesado paso de las tro­
pas regulares, y él volvió a echarse a reír.
—Algún día les daréis las gracias a vuestros dioses por
ese paso de las legiones, niña. Por donde marchan protegen
el país.
—Ahora marchan en Siria, ¿no es así? —preguntó.
El le lanzó una mirada..., ¿era una ingenuidad o era una
impertinencia?
Se trata de una expedición de castigo —replicó él lenta­
mente.
—Sí..., contra una mujer. Me gustaría saber cómo llama
ella a eso.
—¿Zenobia? Pues no sé..., quizá lo llama guerra de agre­
sión. Ya estamos acostumbrados.
La chica sonrió agudamente y él se dio cuenta de la
ironía.
—Es maravillosa. Ha vencido a tropas mandadas por
hombres, ¿no? Lo volverá a hacer.
—No podrá vencer al Emperador, muchacha.
—Eso habrá que verlo. Es una gran mujer..., tan grande

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LOUIS DE WOHL

como Boadficea... y Cleopatra... y tan grande como... —se


calló.
—Se ve que has estudiado historia, princesa —le dijo
Constancio amablemente— . Recordarás cómo murieron to­
das esas mujeres.
— ¿Y cómo murió César? — lo miró mientras aceleraba
la marcha.
El iba detrás de ella, tropezando en la oscuridad. No era
el momento más adecuado para insistir en la superioridad
del género masculino.
Estaba admirado de haber encontrado, allí en Britania
precisamente, a una muchacha que pensaba de esa manera.
—¿Cómo has dicho que te llamas, princesa?
— Elena. Anótalo, porque algún día te acordarás de este
nombre.
— No lo volveré a olvidar. Elena..., entre nosotros te lla­
marías Helena. Supongo que has oído la historia de
Helena..., la Helena... cuya belleza fue la causa de la muerte
de muchos hombres.
— No sé nada de ella —dijo la chica, indiferente— . Y,
además, la belleza no significa nada.
Al mirarla, Constancio se dio cuenta, no sin sorpresa,
que era muy bella.

2.

El rey Coel era un amable anciano, que tenía un bigote


blanco caído, unas espesas cejas blancas y un enmarañado
pelo blanco. Se hallaba sentado en el vestíbulo cuando su
hija le llevó a Constancio y, aunque ningún sirviente le
anunció la visita, no pareció sorprenderse en absoluto.
—Bienvenida, hija; bienvenido, huésped —dijo— . ¡A ver,
que venga alguien! Un vaso de vino para el noble Constan­
cio.
El tribuno estaba mirándolo lleno de asombro.
—¿Cómo sabes mi nombre, rey? No nos hemos visto
nunca.
Coel se echó a reír.
—Mi hija es muy joven y hay que contarle las cosas de

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EL ARBOL VIVIENTE

alguna manera; yo soy muy viejo y las cosas me han habla*


do de muchas maneras. Lamento que nuestro clima te haya
jugado esta mala pasada. Desgraciadamente, en esto es
muy poco lo que yo puedo hacer.
Un sirviente pequeño y enjuto trajo el vino; mientras le
servía, el romano tuvo tiempo de pensar. Recordó que mu­
chos decían que el viejo Coel era un pequeño loco; pero
otros lo consideraban un zorro astuto, que se hacía pasar
por loco. Decidió reservar su propio juicio para más ade­
lante. Por lo demás, el vino era excelente..., un másico de
buena cosecha.
—Pero lo que sí puedo hacer es ofrecerte un baño ca­
liente, como os gusta a vosotros, que sois una gente rara
—continuó el rey—. Yo nunca he podido entender lo que
pretendéis con un baño caliente: el agua no está lo bastante
caliente para cocerse, ni suficientemente fría para disfru­
tar de ella. Pero en fin, todos tenemos nuestras ideas raras
y unos a otros nos consideramos un poco locos.
Constancio, cogido por sorpresa, levantó bruscamente
la cabeza.
Coel sonreía beatíficamente.
—Este másico es estupendo —comentó— . Es un buen
producto, esta sangre de vuestros viñedos. Nosotros no he­
mos podido conseguir nada parecido en estas tierras. Aun­
que cargues la mano bebiendo, lo único que pasa es que te
sientes feliz, al estilo de los poetas y de los cantores; y no lo
que pasa con nuestro hidromel, que te hace el efecto de que
tienes siete cráneos en vez de uno. Me parece que me caes
bien. Tienes imaginación y llegarás lejos, pero anda, ve a
bañarte, muchacho. Te darán vestidos secos y después co­
meremos juntos.
Con un gesto de la mano, muy digno, el rey despidió a
Constancio, que hizo una reverencia y siguió al sirviente
delgadito, sin ni siquiera murmurar una palabra; iba son­
riendo torpemente. Hacía años que nadie se dirigía a él lla­
mándole muchacho.
* ★★

Eran doce a la mesa: el rey, Elena, una señora mayor cu­


yo nombre sonaba como Eurguein y a la que Constancio le

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LOUIS DE WOHL

dio por llam ar Virginia —medio aya y medio institutriz—, y


ocho hombres más, cuyas cadenas, brazaletes e insignias
mostraban que ei?n consejeros o algo por el estilo.
Después de haber tomado el baño, Constancio rechazó
cortésmente, pero con firmeza, los vestidos británicos y
volvió a enfundarse su túnica militar, que se encontró ya ca­
si seca. Disfrutó de la comida: pan, queso, huevos y, como
plato fuerte, cordero asado.
El rey comió poco, bebió menos, pero habló por los co­
dos, en un latín estrambótico y con voz aguda. Los notables
sólo tenían ojos para él, aunque era dudoso que supieran el
suficiente latín para comprender lo que decía.
Elena estaba muy silenciosa, pero Constancio no sabía
si achacarlo a la presencia de su padre o a la de Virginia.
Pudo contemplarla a su gusto, ya que, hasta entonces,
sólo había podido apreciar su perfil bien dibujado y la pro­
mesa de una buena figura. Era alta, más alta que su padre;
casi un poco delgada. Tenía ojos oscuros, largas pesta­
ñas, la piel pálida..., la boca todavía infantil y los labios ro­
jos. Su pelo era también oscuro, formando un pequeño fle­
quillo en medio de la frente. La barbilla era obstinada. Sólo
la barbilla dejaba ver algo del temperamento que había
mostrado cuando se encontraron.
Podría ser hispana, pensó Constancio. O quizá de raza
gala. Incluso podría ser romana.
—Elena parece una muchacha romana, ¿verdad? —le
interrumpió el rey sus pensamientos, con esa manera des­
concertante que tenía de decir exactamente lo que uno te­
nía en la cabeza— . Pero a ella no le gustan mucho los roma­
nos, ya lo sabes. Tiene una opinión muy pobre acerca de to­
do el que no ha nacido en esta isla.
Constancio sonrió cortésmente.
Un leve color rojo subió a las mejillas de la chica, pero
siguió en silencio.
— Ya le he dicho que no lleva razón —continuó hablando
Coel— . N o se puede medir a todo el mundo por el mismo ra­
sero. El otro día me trajeron a un jorobado que se lamenta­
ba amargamente de la injusticia de los dioses. Le pregunté
de qué se lamentaba y me respondió que porque era muy

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EL ARBOL VIVIENTE

feo. Yo le dije: «Pero sí no eres feo, amigo; no eres nada


feo... para ser jorobado».
Constancio se reclinó un poco en su asiento. N o estaba
seguro de si el rey bromeaba o no.
—Los romanos son romanos —dijo el rey Coel
animadamente—, y tienen que ser apreciados com o tales.
Elena parece romana. A veces pienso que casi es una pena
que no haya nacido hombre.
—Sin duda habría sido un gran guerrero —comentó
Constancio.
— ¡Pero si lo es...! —dijo el rey, sorbiendo vino y aspiran­
do su aroma con las narices dilatadas— . Hace quince días
mató un lobo ella sola.
—Era un lobo muy grande —comentó Elena— . Y no era
más que un macho.
—La hembra es siempre más peligrosa —comentó
Constancio—. He oído decir que los lobos están escaseando
en esta región... desde que la Loba Romana domina aquí.
Elena se mordió los labios. Coel se divertía.
—Todos pasamos por nuestra edad del lobo —dijo— .
Más tarde o más temprano nos hacemos más pacíficos. Y o
mismo me portaba como un lobo cuando era joven. Ya hace
tiempo de eso, aunque no tanto como la vida de la Loba que
has mencionado, Constancio.
—Llevas razón, rey —dijo el tribuno hablando
despacio— . Roma quiere paz... solamente paz.
—A Zenobia le gustaría oír eso —comentó Elena con in­
tención.
—La reina de Palmira ha sido tremendamente mal acon­
sejada —replico Constancio— . Nos llegaron informes de
que pretendía hacer de Egipto una provincia de Siria... y
eso era solamente el primer paso. Los palmiranos hablaban
sin disimulo de un imperio palmirano.
Su tono fue un poco más elevado de lo que él hubiera
querido, y se enfadó consigo mismo por tomar a esa precoz
jovencita tan en serio.
—Siria —dijo Coel— ; eso está en Oriente. Desde allí lle­
gan hoy día todas las cosas. Aquello antes era el Oeste, pero
de eso hace ya mucho tiempo...; entonces nadie hablaba de
Roma. Ni siquiera los dioses, que saben ver el futuro. La

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LOUIS DE WOHL

dirección cambia, pero el mensaje es siempre el mismo.


Constancio llenó su vaso. Estaba claramente molesto.
Al fin y al cabo quizá el viejo estuviera loco.
V io cómo Elena le echaba una rápida mirada, pero su
rostro siguió impasible. Probablemente estaba acostum­
brada a las cosas de su padre.
— El mensaje es siempre el mismo — repitió el rey
Coel— . Y nadie lo comprende nunca.
Los ocho consejeros se habían aplicado a devorar lo que
había quedado del carnero en la bandeja oblonga que esta­
ba en el centro de la mesa.
—Tenéis gente muy inteligente en Roma y en Milán,
Constancio —dijo Coel— . Leen sus tablillas, sus rollos, sus
pergaminos, y no paran de escribir otros..., pero no com­
prenden. ¿Y sabes por qué?
Se inclinó hacia adelante. Su vestido sencillo estaba des­
provisto de adornos, excepto una pesada cadena de oro que
llevaba alrededor del cuello. Por encima de esa cadena se
veía su vieja piel un poco arrugada.
Es igual que un perro viejo, pensó el tribuno. Es como el
padre de todos los perros. Y le preguntó cortésmente, aun­
que un tanto aburrido:
—¿Por qué no comprende, rey?
—Porque no creen en cuentos de hadas — respondió el
viejo misteriosamente—. Los cuentos de hadas son las úni­
cas historias verdaderas.
Está loco. O quizá un poco bebido. No ha bebido mucho,
pero puede que no tenga mucho aguante. Una cosa había él
aprendido en el ejército: aguantar la bebida.
¡Cuentos efe hadas! ¡Por Plutón!
—Inteligentes o no —dijo Elena de repente—, los roma­
nos no se interesan mucho por los cuentos de hadas, paare.
El rey Coel sonrió.
—Tú tampoco... todavía —le replicó amablemente— . Pe­
ro llegará quizá un día en que te interesarás por ellos. Y ese
día será el día más grande de tu vida, niña, y un gran día en
la vida de muchas otras gentes. Lástima que yo no viviré pa­
ra verlo... desde aquí. Constancio, Elena te tiene que ense­
ñar mí palacio. Es todo de madera... como quizá ya has ob­

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EL ARBOL VIVIENTE

servado. Roble, el rey de los árboles, Constancio. El árbol


sagrado.
— El roble está consagrado a Júpiter —comentó el roma­
no solemnemente.
El rey Coel sonrió otra vez.
—Ya era sagrado mucho tiempo antes de que Júpiter
fuera sagrado, Constancio. ¿Y sabes por qué?
—Supongo que porque atrae el rayo de los dioses
—aventuró el tribuno.
Tenía la costumbre de mostrarse un poco solemne...,
aunque sin exagerar, cuando los dioses eran mencionados.
Los Emperadores preferían que sus oficiales creyeran en
los dioses; era natural..., ¿no era el Emperador mismo una
divinidad, ante cuya estatua se quemaba incienso? Un o fi­
cial que no creyera en la divinidad de Júpiter no era fácil
que creyera en la divinidad de Aureliano, y esto podía dar
origen a ciertas desagradabes consecuencias. Por lo tanto,
lo mejor era mostrarse un poco solemne cuando los dioses
eran mencionados..., aunque sin exagerar, porque lo peor
que podía ocurrirle a uno en el ejército era adquirir fama
de pío. Adoptar y mantener esta actitud era un maldito fas­
tidio, que uno estaba deseando quitarse de encima en cuanto
llegaba a ser legado, pero de momento no había más rem e­
dio que aguantarse.
—La madera es sagrada —dijo el rey Coel, moviendo su
cabezota— . La madera es el desastre del hombre y el triun­
fo del hombre. Da muerte al hombre, y salva al hombre. El
mundo que conocemos está edificado sobre madera, sobre
Yggdrasil, el árbol sagrado, el árbol de la vida.
Constancio tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar su
aburrimiento.
—El árbol de la vida —repitió mecánicamente— . Creo
que he oído esas palabras antes de ahora en alguna parte...
—Quizá en Egipto —sugirió el extraño viejo— . O en Ger­
mania. O aquí en Britania. Es una historia muy vieja. El ár­
bol de la muerte y el árbol de la vida, Constancio. Está toda
ella en el mensaje del que te acabo de hablar..., el mensaje
que nadie comprende. Yo mismo he hecho esfuerzos por
comprenderlo, pero me parece que no lo he conseguido... El
árbol de la vida..., el árbol viviente..., el madero viviente...

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LOUIS DE WOHL

Constancio vació su vaso. Cuando levantó la vista, el rey


Coel se había dormido.
— Es su historia favorita —dijo Elena secamente— . Y
siempre le da sueño. ¿Has comido a tu gusto? Esos ya tie­
nen bastante... y yo también. Bueno, ¡Guio, enséñale al tri­
buno su habitación!
Se levantó y, con ella, Virginia, que no había dicho ni
una sola palabra en todo el tiempo.
— ¿Tengo que ir a acostarme? —preguntó el tribuno dó­
cilmente.
Elena se echó a reír.
—Puedes hacer lo que quieras..., pero ¿qué otra cosa se
puede hacer? El día está ya terminando.
— Podríamos quedamos hablando —murmuró el tri­
buno.
Pero Elena ya estaba ocupada en apartar a los ocho no­
tables de los últimos restos del camero..., unos cuantos ten­
dones pegados a los huesos. Se dedicaron mutuas reveren­
cias y ella se volvió.
—Podemos hablar mañana, si lo deseas, tribuno —dijo
con serena dignidad— . Haré que te den caballos para que
puedas volver pronto a tu campamento. Buenas noches.
—Buenas noches, princesa.
— ¡Asbol! ¡Burgán! — llamó Elena— . Llevad al rey a la
cama. Con cuidado. Si lo dejáis caer otra vez, mandaré que
os corten las orejas. Ya lo sabéis. ¡Cuidado! Así está mejor.

3.

La mañana era fresca y clara. Constancio encontró jun­


to a su cama la armadura limpia y la túnica y la capa cepi­
lladas, cuando se despertó en su sencilla habitación de
huéspedes. El pequeño y huesudo criado Guio le sirvió un
vaso de vino mezclado con miel. Conforme lo bebía, no pu­
do evitar sentirse bien impresionado, porque el vino endul­
zado de por la mañana era una costumbre romana, no bri­
tánica. El ofrecérselo allí era sin duda un gesto delicado
por parte o del viejo Coel o de su hija. Reflexionó sobre cuál
alternativa era más posible, y llegó a la conclusión de que

20
EL ARBOL VIVIENTE

había sido un detalle por parte del rey. Por alguna razón es­
to le causaba un cierto disgusto. ¿Por qué era la muchacha
tan rotundamente antirromana? Podría ser por un estúpi­
do patriotismo local, pero Britania era provincia romana
desde hacía tres siglos. Era una actitud ridicula...
Tomó un reconfortante desayuno en el enorme vestíbu­
lo donde había cenado la noche anterior. Se lo sirvió Guio:
pan, queso, huevos de gaviota y una abundante porción de
lomo de jabalí. También el vino que le pusieron ahora era
muy bebible: un falem o ligero de Fundi, si no estaba equi­
vocado. Incluso la copa era muy bonita.
Todo aquello era para él una agradable distracción, una
cosa que contar cuando volviera al campamento. Esta con­
sideración le trajo a la cabefca el pensamiento de que ten­
drían que estar preocupados por él en el campamento. T e ­
nía que volver ya. Se levantó.
—¿Dónde está el rey? —preguntó.
Guio pestañeó y sacudió la cabeza.
Justo en ese momento llegó el ruido ele unos cascos des­
de el patio y vio a Elena que entraba montando un precioso
alazán. Llevaba de las riendas un segundo caballo pío.
La vista experimentada del tribuno pudo percibir que
ella montaba mejor que muchos de los hombres de los tres
escuadrones que él había estado adiestrando durante los
últimos meses. Se fue hacia el patio andando despacio.
— ¡Maravilloso! —exclamó.
—Sí, son unos bonitos animales —asintió Elena.
Ni por un momento pensó que la observación no había
sido provocadá por los caballos.
—El legado Basiano se los vendió a mi padre hace tres
años.
—Bien, ésta es una cosa buena que viene de los romanos
—bromeó él.
—Vienen de Hispania. El único animal que Roma ha in­
troducido aquí es el conejo, y se ha convertido en una pla­
ga. ¿Te ha servido Guio algo de comer? Bien. ¿Estás listo?
—Todavía no me he despedido del rey...
— ¡Ah!, mi padre... se ha marchado hace horas. Siem ­
pre se levanta temprano y hace la ronda. Ya lo verás en otra
ocasión.

21
LOUIS DE WOHL

— Lo dudo mucho —dijo Constancio, y ella se rió.


— ¡Oh, sí! Lo verás. Oíste que lo dijo.
— Entonces, bien, si él lo ha dicho...
Ella se encogió de hombros.
—Tú no le conoces, yo sí... un poco. Si él dice algo, ese
algo es. El sabe... cosas. ¿Nos vamos ya?
— ¿ «N o s » vamos?
—Y o voy a ir contigo. Alguien tiene que traer los caba­
llos.
—Me siento muy honrado —murmuró Constancio.
¡Qué extraña muchacha! ¡Qué extraño viejo!
—Sólo hay una hora a caballo, cuando se conoce el ca­
mino como lo conozco yo.
Montó el caballo pío, haciendo sonar la armadura. Era
de estupenda raza hispánica. Además, había estado en ma­
nos expertas.
Ella hizo dar media vuelta a su alazán y echó a andar sin
volver la cabeza.
Cuando la alcanzó, ella le dijo:
—Ahí está el antiguo campamento. Mi padre esá cons­
truyendo un pequeño pueblo a su alrededor; dice que un
día se unirá a Camulodunum. Ahora ya lo llaman Coelcas-
tra.
Constancio recordó que Caronio le había hablado del
viejo campamento. «Está demasiado cerca del mar —le ha­
bía dicho— , no sé en qué estaría pensando mi antecesor
cuando lo instaló allí. No tenía ni idea de estrategia. Es un
lugar indefenso».
—Ahora tenemos que atravesar el río —dijo Elena— . Sé
dónde está el vado. No eres mal jinete.
Este elogio lo dejó sin habla. El alumno de la más se­
lecta escuela de equitación de Roma, instructor de la mejor
caballería del mundo «no era mal jinete». ¡Por todos los
dioses!
—Tú tampoco. Montas como Hipólita — le replicó él con
una mirada de picardía— . Además, te pareces a ella.
—¿Quién era ella? —preguntó Elena suspicazmente.
—La reina de las Amazonas.
— Ya estamos en el río.
Constancio tiró fuertemente de las riendas. A lo lejos, en
EL ARBOL VIVIENTE

la cima de un montículo, había un hombre inmóvil. Estaba


demasiado distante y no se percibía más que su larga capa
azul y su cabeza coronada por una cabellera blanca revuel­
ta. Podría perfectamene ser un viejo pastor solitario o un
granjero.
Pero él supo desde el primer momento que se trataba
del rey.
Se lo quiso decir a Elena, pero ésta había seguido su
marcha y ya estaba metida en el vado. Se contentó, pues,
con levantar un brazo y saludar a la figura solitaria; pero
no tuvo respuesta, y se introdujo en el río.
En medio de un remolino de agua alcanzó la otra orilla,
donde la chica lo estaba esperando.
—Creo que acabo de ver a tu padre —dijo—. Allá arriba,
en aquel montículo.
—Es posible —dijo Elena tranquilamente— . Nunca se
sabe por dónde puede aparecer.
Ella puso el alazán al galope y Constancio comprendió
que no quería conversación.
Una hora más tarde se acercaban al campamento, desde
el Sur. El centinela de la puerta decumana los saludó.
—Acompáñame a mi tienda —sugirió Constancio— , así
los caballos comerán una brazada de avena, mientras noso­
tros tomamos un vaso de vino.
—Yo no tengo sed —fue la réplica cortante de Elena— .
Y los caballos no tienen hambre.
Antes de que pudiera decir nada más, se acercó a ellos
Quinto Balbo, el impoluto Balbo.
— ¡Ah!, estás aquí, Constancio —dijo— . Todos pensába­
mos que habías tenido un accidente; teníamos razón: ¡qué
accidente más delicioso!
Hablaba con ese tonillo nasal afectado que solía em ­
plear la élite romana. Todavía no llevaba bastante tiem po
en Britania para haberlo perdido.
Constancio frunció las cejas.
—El tribuno Quinto Balbo —presentó— . Esta es la p rin ­
cesa Elena, hija del rey Coel.
Balbo hizo un gesto de amable acogida.
— ¡Por Júpiter! ¡Cómo te apañas tus cosas, Constancio!:
vigilancia de las costas británicas durante el día y de las

23
LOUIS DE WOHL

princesas británicas durante la noche... ¡Es toda una tarea!


La cara de Constancio era habitualmente pálida, pero
ahora se puso de color ceniza.
— Debes de estar bebido. ¡Discúlpate ahora mismo con
la princesa por haberte portado como un patán! —ordenó.
El elegante Balbo se irguió.
— No tienes que emplear ese tono, amigo..., sólo porque
hayas estado pasando el rato con este bocadito de nativa...
Constancio saltó del caballo y se lanzó sobre el infeliz
tribuno.
— Presenta tus excusas inmediatamente o te...
Pero Balbo tenía el miedo que tienen todos los cobardes
a dejar ver que son cobardes.
—¿O me qué...? —preguntó arrogante— . Me gustaría sa­
ber qué insinúas con eso.
— Te lo voy a enseñar —bramó Constancio, dejando caer
el escudo y agarrándole por el cuello.
Estaba ciego de rabia. Balbo aplastó su puño contra la
cara de Constancio, pero éste no lo soltó. Sus dedos, impla­
cables, se iban cerrando más y más alrededor del cuello.
Levantó la vista cuando oyó el ruido de unos cascos; era
Elena que se marchaba al galope, llevando de la brida al
otro caballo. Su cabellera negra flotaba tras ella como una
bandera.
Con un juramento, Constancio soltó su presa de la gar­
ganta de Balbo y le dio un puñetazo en pleno rostro.
Balbo dio unos traspiés retrocediendo, y cayó al suelo... a
los pies de un hombre alto y panzudo, vestido con el unifor­
me de legado imperial. Detrás de él había por lo menos una
docena de oficiales, en cuyas miradas se reflejaban todas
las emociones: horror, alegría, diversión, desprecio...
—Bonita conducta —dijo el legado— . Os presentaréis
los dos en mi tienda dentro de media hora... Dio media vuel­
ta bruscamente y se marchó, seguido de su Estado Mayor.
Constancio miró a Balbo, que estaba siendo ayudado
por dos robustos centuriones. No les costó poco trabajo po­
nerlo en pie.
—Aquí no termina esto, ni mucho menos —amenazó
Constancio con una irritación que aún no se había calmado.
«N o es extraño —pensó— que a ella no le gusten los ro-
EL ARBOL VIVIENTE

manos. Con todos estos malditos estúpidos malhablados


idiotas...».
Tardó bastante en tranquilizarse lo suficiente para to­
mar conciencia de su situación. Fue una estúpida mala
suerte que Caronio hubiera vuelto de Aquae Sulis precisa­
mente en ese momento; y peor todavía que lo hubiera pre­
senciado. Balbo, aunque no procedía de una fam ilia dema­
siado notable, tenía algunas influencias tanto en Milán co­
mo en Roma. Este incidente no le iba a hacer fácil la vida a
Constancio y podía significar un no pequeño tropiezo en su
carrera.
Se limpió el rostro y la nariz, vio sangre en sus manos e
hizo un gesto irónico. No había estado mal, al fin y al cabo.
No recordaba haber estado tan enfadado desde hacía siete
años, un día en que un superior envidioso lo había arresta­
do para quitarlo de en medio, porque los dos estaban corte­
jando a la misma chica.
Llegó Rufo con expresión desolada en su rostro.
—¿Qué hay, Rufo...? ¿Has estado jugando a los dados?
El viejo ordenanza se puso a gruñir, como una madre
cuyo hijo vuelve a casa sucio y lleno de desollones. Habían
estado todos muy preocupados por su ausencia y, si hubie­
ra tardado un poco más, una patrulla habría salido en su
búsqueda. Tercio sabía de buena fuente que el legado había
dicho: «¡Tenía que ocurrirle al joven Cloro. el mejor hom­
bre de toda mi gente!».
Constancio hizo una mueca. «M e parece que acaba de
cambiar de opinión», pensó. Pero le divirtió que hasta el le­
gado conociera su apodo de «Cloro»; Rostro Pálido. Un apo­
do, sin dejar de estar lejos de ser un cumplido, siempre era
señal de popularidad, y la popularidad podía ser una ayu­
da, hasta cierto punto. Aunque demasiada popularidad no
era buena, desde luego. En la vida, cada cosa debía tener su
mesura... La dosis adecuada. De todas formas...
—Rufo, cepíllame el casco, tengo que presentarme al le­
gado.
Cuando Constancio entró en la tienda de Caronio, Balbo
estaba ya allí. No tenía buen aspecto, con la cara arañada y
un ojo medio cerrado. Los cuatro guardaespaldas de plan-

25
LOUIS DE WOHL

tón ante la cortina que, en el interior de la tienda, aislaba el


despacho del legado, permanecieron impasibles, pero
Constancio percibió una pequeña contracción en sus labios
y un ligero guiño en sus ojos. Esa clase de incidentes diver­
tía a todo el mundo.
La alta y cadavérica figura de Curio, el ayudante de
campo de Caronio, apartó la cortina.
—Los tribunos Constancio y Balbo se presentan ante el
legado.
Entraron juntos, haciendo sonar las armaduras, y salu­
daron reglamentariamente.
Caronio estaba sentado en su silla de campaña, firman­
do unos papeles. Durante un rato no dio señales de haberse
enterado de que estaban allí. Cuando, por fin, levantó la vis­
ta, su cara mostraba el amargo aburrimiento de un maes­
tro de escuela que tiene que regañar a un par de muchachos
recalcitrantes.
— Los tribunos —dijo— , se supone que son hombres de
educación v de cultura. Me llena de asombro encontraros
armando camorra como dos gladiadores borrachos.
Los dos oficiales intentaron hablar al mismo tiempo, pe­
ro un gesto seco del legado los dejó cortados.
—Esta mañana no has estado en la formación, tribuno
Constancio. ¿Por qué?
Constancio tragó saliva.
—Salí ayer por la tarde a hacer una ronda, señor, la nie­
bla se echó encima y me perdí. Por fin encontré... con cierta
ayuda... la residencia del rey Coel y pasé la noche... en su
casa —no podía llamar verdaderamente palacio a aquella
vieja sala llena de humo.
El legado pareció mostrar interés.
—¿Viste al rey?
—Sí, señor. Fui recibido de la manera más amistosa. Es­
ta mañana, su hija fue tan amable que me acompañó hasta
el campamento.
— ¿Su hija? ¿Esa jovencita que vi salir galopando...?
— Esa era, señor. No habíamos hecho más que llegar a la
puerta decumana, cuando el tribuno Balbo vino e insultó
groseramente a la señorita...
— Yo sólo dije...
EL ARBOL VIVIENTE

— ¡Silencio, tribuno Balbo! —gruñó el legado.


Su dura faz estaba al rojo y tenía los ojos inyectados en
sangre.
—Continúa, tribuno Constancio.
—Balbo insinuó que yo había pasado la noche con la se­
ñorita...
El legado se levantó.
—¿Oyó ella lo que él dijo? —preguntó inquieto.
—No pudo dejar de oír ni una palabra, señor. Habla y
comprende el latín muy bien, y Balbo estaba tan cerca de
ella como yo lo estoy de ti.
El legado empezó a pasearse de arriba abajo.
—¿Y entonces qué hiciste? —preguntó.
—Ordené a Balbo que pidiera excusars a ia señorita y él
se negó. Así es que empecé a enseñarle buenos modales y...
ya conoces el resto, señor.
El legado se detuvo en su paseo de tigre enjaulado.
— ¡Por el Hades que sí! Conozco el resto —dijo— . Pero
vosotros, no. Tribuno Balbo, ¿tú que tienes que decir?
—Yo no dije que Constancio había pasado la noche con
la chica —refunfuñó el elegante tribuno.
—El no ha dicho que lo dijeras —replicó Caronio— . Ha
dicho que lo «insinuaste». ¿Fue así?
—No con esas palabras, señor.
—Ya comprendo. Quisiste demostrar tu agudeza; gas­
taste una broma sutil. Fuiste ingenioso. Y tu ingenio puede
costarle a Roma muy caro. La princesa Elena es la hija úni­
ca del rey Coel, un aliado de Roma, que puede tener a sus
órdenes quince mil hombres... y tú la haces blanco de tus
ingeniosidades, estúpido payaso.
A Balbo se le veía deprimido. Incluso Constancio estaba
desconcertado. El concepto que del viejo Coel había sacado
era más bien el de un terrateniente que el de un comandan­
te de un ejército tan considerable.
Caronio se sentó y se enjugó la frente.
—Tribuno Balbo, esta misma noche saldrás para el N o r­
te, al gran baluarte. No estás preparado para servir en esta
parte del país. Allá en el Norte podrás ejercitar tu admira­
ble agudeza con los pictos y los escotos, si así lo deseas. Pe­
ro yo en tu lugar me andaría con cuidado, porque esa gente

27
LOUIS DE WOHL

no tiene mucho sentido del humor. No es necesario que te


presentes a mí antes de marcharte. Esta es tu despedida.
El infeliz Balbo saludó y se fue.
El legado se sumió en una especie de ensueño. Constan­
cio permaneció inmóvil, tieso como una garrocha.
El ayudante de campo carraspeó y Caronio volvió a la
realidad.
— ¡Que precisamente ahora tenga que suceder una cosa
tan idiota, Curio!
— Muy inoportuno, señor.
— Es mejor decírselo, Curio.
—Sí, señor.
Caronio se volvió hacia Constancio.
—Siéntate, tribuno.
—Gracias, señor.
El legado fijo en él la mirada.
—Todo lo que yo te diga ahora es rigurosamente confi­
dencial, tribuno.
—Por supuesto, señor.
—Bien... Hay noticias extremadamente malas de Galia.
Constancio levantó la cabeza.
—¿Una insurrección, señor?
Los ojos del legado le miraron sorprendido.
— ¿Cómo lo sabes?
— Yo no lo sé. Pero conozco a los galos... un poco. Existe
una profunda sima entre los terratenientes y los campesi­
nos galos...
Caronio asintió.
—Eso es exactamente. Parece que tienes los ojos abier­
tos; tanto m ejor para lo que te voy a decir. Ha habido una
insurrección. Por eso es por lo que he tenido que regresar
tan de repente de Aquae Sulis. He pasado antes por
Eburacum y he estado viendo a Petronio Aquila. Tenemos
órdenes de enviar a Galia inmediatamente a la Legión
XXXV.
— ¡Una legión entera! —exclamó Constancio— . Esto de­
ja nuestras fuerzas por debajo del mínimo.
— Exactamente —asintió el legado— . Pero no tenemos
más rem edio que hacerlo. Ahora comprenderás hasta qué
punto es importante mantener las más amistosas relacio-

28
EL ARBOL VIVIENTE

nes con todas las tribus de esta provincia. N o sé, ni nadie lo


sabe, hasta dónde va a llegar este asunto de Galia, y no son
de esperar refuerzos procedentes de ninguna otra parte.
Aquí no nos queda otra cosa que hacer más que aguantar y
rezar. La sola conspiración de una docena de tribus podría
ser fatal para nosotros. ¡Y precisamente en estos momen­
tos ese fanfarrón joven inconsciente va y ofende a la hija
del rey Coel! Tendremos que enderezar ese entuerto, desde
luego. Voy a enviar una delegación con una carta para el
rey. Tendremos también que hacerle algún regalo. Ojalá su­
piera qué mandarle.
—Algo fabricado de madera —sugirió Constancio— . Le
gusta la madera. La madera es sagrada para él.
—Está consagrada a Júpiter —dijo Caronio solemne­
mente.
—Desde luego, señor.
—Ya se me ocurrirá algo. Iría yo mismo, pero no puedo.
Tengo que emplearme de lleno en buscar barcos para el
transporte de la XXXV. ¡Condenado asunto! Te voy a en­
viar a ti.
—¿A mí, señor?
—Por supuesto, a ti —gruñó el legado— . Parece que le
has caído bien al viejo... y a su hija. Una visita ceremoniosa,
muchacho. Ven a verme mañana por la mañana, después de
pasar revista.
—Muy bien, señor.
—Por cierto...
—¿Di, señor?
El legado le hizo un pequeño guiño.
—¿Vio... ejem... la princesa te vio zurrarle a ese meque­
trefe?
— ¡Oh, sí, señor! No tuvo más remedio que verme. Por lo
menos tuvo que ver el comienzo de la pelea.
Caronio hizo un gesto de satisfacción.
— ¡Espléndido, espléndido! Puedes retirarte.
Constancio se levantó, saludó, dio media vuelta y se fue.
Iba radiante.
LOUIS DE WOHL

4.

El rey Coel estaba sentado en su piedra favorita de su


bosque favorito. Elena estaba sentada a sus pies, con la mi­
rada perdida a lo lejos, a través de las colinas. Así llevaban
no se sabe cuánto tiempo, sin cruzar ni una palabra.
— No quiero casarme con él, padre.
-¿ N o ?
— Es arrogante y despectivo, y trata mi voluntad como
si fuese un juguete.
— ¿Y lo es?
Ella se sonrojó intensamente.
—Mi voluntad es mi voluntad. Es la mía.
—Por supuesto... cuando quieres lo bueno.
Ella respiró profundamente. Iba a preguntar: «¿Qué es
lo bueno?», pero ya lo había preguntado antes y recordaba
la respuesta: «L o bueno es lo que dice el corazón y no lo que
dicta el deseo. Lo sabes, pero a veces traicionas tus conoci­
mientos», y ella no respondió.
El rey se rió por lo bajo.
—Estás enfadada porque no puedes dominarlo. Pero si
lo dominaras, lo despreciarías. ¿Qué es lo bueno en esto?
Ella apretó los dientes.
—Quiero ser como Zenobia. No estoy hecha para que­
darme en casa y bregar con los sirvientes y mandar en co­
sas pequeñas.
—Si no puedes mandar en cosas pequeñas, ¿cómo vas a
mandar en las grandes?
Ella levantó la vista mirando a su padre ávidamente.
—¿Entonces, haré cosas grandes, padre? Háblame de
eso. ¿Las haré?
— No, si lo que quieres es ser como Zenobia, Elena.
— Pero ella es grande, padre...; manda incluso sobre su
marido. Es una verdadera reina. Quiero ser como ella.
— ¿Tú crees que lo es? —dijo el rey, y ella vio que en su
boca había una ligera sonrisa.
— Sea lo que sea, yo no quiero casarme con Constancio
— repitió ella irritada— . Me trata como a una niña y él sí
que es un niño. Además, no cree en sus propios dioses, en
realidad... no cree en ninguno.

30
EL ARBOL VIVIENTE

—Siempre lo quieres todo de una vez — le reprochó el


rey Coel, enigmáticamente.
—Lo trato como se merece, padre.
—Haz que calle tu cerebro —le aconsejó el rey con
amabilidad— . ¿Cómo vas, si no, a escuchar a tu corazón?
Ella hizo un ademán de impaciencia, pero su brazo cayó
y volvió a quedarse inmóvil.
—Ha estado viniendo todos los días, estas últimas sema-
ñas —comentó el rey.
— ¡Regalos...! —Elena se encogió de hombros— . Regalos
para mantenerte de buen humor, porque ellos te necesitan.
Están haciendo un juego torpe. Regalos cuando te necesi­
tan..., puño de acero cuando no te necesitan. Ya los cono­
ces.
—Todos los días es mucho —dijo el rey imperturbable.
—No piensa más que en su ambición —dijo Elena con
fiereza—. No hay más que Roma y el Imperio. Le dije la últi­
ma vez que no debía desperdiciar su tiempo en visitas de
cortesía, que él es el jefe, ahora que Caronio se ha vuelto a
marchar, y que es malo para la tropa que el jefe esté ausen­
te con frecuencia. No vendrá más.
El rey parecía no haber oído lo que ella dijo.
—Parul me ha informado de que tienen dificultades en
su pueblo, en el Sur —dijo—. La semana pasada, el tempo­
ral destrozó once barcos y destruyó muchas casas. Voy a ir
esta tarde, pero estaré de vuelta por la noche. Vete ahora,
hija... le he dado órdenes a Güilo de que tenga preparado el
banquete para una hora después de la puesta del sol.
Ella se le quedó mirando atónita. Un banquete era un
acto solemne, al que asistían al menos cincuenta dignata­
rios y damas de alto rango. Hizo intención de preguntar el
motivo de ese banquete y quiénes habían sido invitados, pe­
ro el rey inclinó la cabeza, clavando la barbilla en el pecho,
y vio que se había vuelto a dormir, como hacía con frecuen­
cia últimamente.
Se levantó sin hacer ruido, puso un beso en su enmara­
ñada cabellera gris y se marchó.
No había ningún peligro en dejarlo solo en el bosque.
Ella sabía que ni siquiera un lobo le haría daño. En cuanto
a ella... ella iba armada, llevaba una lanza y una daga corta.

31
LOUIS DE WOHL

Al cabo de un rato miró hacia atrás. Todavía lo podía


ver allí, viejo y blanco, y casi tan arrugadito como Güilo. Le
cruzó por la mente el pensamiento de que quizá muriera
pronto, y esto le produjo un dolor físico.
N o quiero que muera, se dijo a sí misma con rabia. Lo
necesito. Es la única persona a quien necesito.
Pasado el llano, había una franja de bosque, detrás de la
cual se podía ver la calzada romana a lo largo del río.
Algo se acercaba por la calzada, aunque todavía estaba
lejos; parecía un escarabajo brillante. Era él, que venía...

★★★

Se encontraron cerca del palacio. Venía solo y, por la


manera de saltar del caballo, ella se dio cuenta de que esta­
ba nervioso, como quien espera recibir buenas noticias.
—Bien, tribuno, ¿Qué es lo que te aleja otra vez de tus
obligaciones?
— ¡T ú ! — fu e la rá p id a resp u esta, y so n rió
abiertamente— . No, no digas nada, Elena. Tienes razón.
Ejerces una influencia muy mala sobre mí, sin duda, y, lo
que es peor, una influencia que aumenta cada día.
Se dirigieron al palacio; un corpulento sirviente se hizo
cargo del caballo.
—¿Está tu padre en casa, Elena?
—No. Está visitando un pueblo del Sur, en el que la tor­
menta ha causado daños.
—Es un padre para su pueblo —consideró el romano.
Se quitó el casco con el águila de bronce de la Legión
XX, a la que pertenecía.
— P a rece s ó lid o — c o m e n tó e lla con to n o
intrascendente— . Y está trabajado con finura.
—Es muy corriente —replicó Constancio, encogiéndose
de hombros— . Ahora se fabrican en Tréveris. Las armadu­
ras, los puños de las espadas y las lanzas se hacen en la Nar-
bonense, en una ciudad llamada Massilia. Es una ciudad
grande. Las hojas de las espadas vienen de Hispania.
—¿Es que hay algo que se manufacture en la misma Ro­
ma?
Ya estaba ahí otra vez ese tono sarcástico al que él no sa-
EL ARBOL VIVIENTE

bía nunca cómo replicar. Pero hoy no parecía que lo afecta­


ra mucho.
— ¡Ay! Olvidaba que sois un Imperio —siguió diciendo
ella—. Nosotros no somos más que pobre gente insignifi­
cante..., para vosotros somos sólo bárbaros. Aunque esta­
mos orgullosos de vivir en nuestro propio territorio y de
nuestras propias tierras. Mi lanza y mi daga han sido fabri­
cadas por el maestro armero de mi padre. No hacemos que
otra gente trabaje para nosotros, ni dejamos que otros ha­
gan la guerra por nosotros... como hace Roma.
El se detuvo y una arruga profunda se marcó en su en­
trecejo.
—¿Por qué odias tanto a Roma, Elena? Hace tiempo que
tengo ganas de hacerte esta pregunta. No es porque algún
romano no haya sabido cómo tratar a la hija del rey Coel. Tú
estás por encima de esas cosas. ¿Por qué es, entonces?
Ella fijó su mirada a lo lejos.
—Yo no odio a Roma —dijo despacio— . Yo amo a mi
propio país. Roma no significa nada para mí.
—Sin embargo, tú formas parte de Roma —machacó
él—. Esta tierra que pisamos...
—¿Es tierra romana? ¿De verdad? — se irguió en toda
su estatura; era tan alta como él.
—Sí, lo es. ¿O es que estamos ahora también en tierra
sagrada... como cuando nos conocimos?
Los ojos de ella echaban chispas.
—Sí lo estamos, romano. Pero tú no lo quieres compren­
der. La tierra de esta región es tierra sagrada. Los espíritus
pueblan el aire, colman las aguas, impregnan la misma tie­
rra. Están aquí desde hace generaciones...; pero ¿qué soli­
dez tiene vuestra dominación? Cualquier día se os escapará
de las manos, como las riendas a un mal jinete. Quienquie­
ra que venga a esta tierra mía ha de ser absorbido o recha­
zado. Y no hay más. Vosotros no queréis ser absorbidos...
estáis demasiado orgullosos de ser romanos. ¡Seréis recha­
zados!
El sacudió la cabeza.
—¿Quién te ha enseñado ese disparate?
Ella rió sarcásticamente.
—Mi padre, a quien llaman «el Sabio» en toda Britania.

33
LOUIS DE WOHL

Vosotros fuisteis los primeros en venir aquí no en son de


paz... excepto los bandidos de las islas del Norte y del Este.
Y éstos sólo atacan nuestras costas, no se atreven a inter­
narse en el país..., no luchan si no tienen sus barcos a la vis­
ta. Vosotros habéis sido los primeros que nos habéis trata­
do... como tratáis al resto del mundo. Dice mi padre que
vendrán otros detrás de vosotros, pero serán absorbidos
sucesivamente, y esta mezcla de sangre será la que nos dará
una fuerza como no tiene nadie. Estamos en los
comienzos... vosotros os estáis acercando a vuestro final.
El no la había escuchado. Estaba demasiado ocupado
contemplándola. Nunca estaba tan bella como cuando se
enojaba. ¿Qué importaba lo que dijera, si se transformaba
de esa manera?
— Eres encantadora —le dijo— . Eres increíblemente en­
cantadora cuando te enfadas conmigo.
Ella se sonrojó.
—Aparte de todo eso —continuó diciendo— , quiero ca­
sarme contigo.
Ella dio un paso atrás, como si una mano invisible la hu­
biera empujado.
—Roma debe de estar en mala situación —se burló— ,
para que el noble Constancio se sacrifique por su gloria, ca­
sándose con una simple británica. ¿Te vas a casar conmigo
o con el ejército de mi padre? Creo que hay desórdenes en
Galia... igual que los hay en Siria.
Constancio explotó:
— ¡Por Hércules! Roma estaría en muy mala situación si
yo le tolerara esto a nadie..., ni siquiera a ti. No te preocu­
pes tanto por nosotros, princesa. Esta mañana han llegado
noticias de que Palmira ha caído y Zenobia es prisionera
del Emperador. Le ha perdonado la vida. Formará parte del
cortejo triunfal en la Ciudad Eterna, dentro de unos meses.
Las legiones de Siria están disponibles.
—¿Zenobia... prisionera?
Elena se agarró con fuerza al asta de su lanza, como
buscando un asidero en un mundo que se derrumbaba en
su entorno.
— El Emperador es magnánimo —dijo Constancio fría­
mente.
EL ARBOL VIVIENTE

A ella le pareció que él se agigantaba: veía su cuello, sus


hombros, sus brazos como los del dios de la guerra. Todas
sus fuerzas la habían abandonado. Así debió de sentirse
Pantesilea ante Aquiles en el campo de batalla de Troya.
¡Zenobia, prisionera!
Un hombre con más sensibilidad se habría dado cuenta
del tremendo cataclismo que se había disparado en ella, se
habría percatado de que ahora ella estaba a los pies de un
ídolo caído. Pero él no había sintonizado con los sentimien­
tos de ella, ni sintonizaría durante muchos años.
Se acercó a ella, enfundado en su armadura, como una
cosa terrible.
—Si lo que tú quieres es guerra, puedes tenerla —dijo
con los ojos llameantes.
Ella levantó la vista y lo miró como se mira a una nube
tormentosa, intentando adivinar de dónde iba a caer el pri­
mer rayo. Zenobia había caído y Roma seguía siendo la po­
tencia más poderosa del mundo.
En ese momento, su mismo orgullo la destrozó. Ese ex­
traño y morboso deseo de entregarse que siente el fugitivo,
provocado por el miedo de que lo capturen...; el inconscien­
te impulso que lleva al débil a acercarse al fuerte...; la oscu­
ra ansia de reconciliarse con quien tiene el poder...; todas
esas cosas y más, aunque ninguna de ellas consciente ni ex­
presada con un movimiento físico, hicieron que ella «se fu­
gase» hacia él, que se metiera en esa enorme nube tormen­
tosa de la que iba a descargar el rayo.
Su cara, levantada hacia él, estaba bañada en lágrimas y
los labios le temblaban. Cuando él la besó, ella le corres­
pondió.
El empezó a reír con la risa profunda y feliz de un hom ­
bre que ha triunfado, sin saber por qué, cuando todo estaba
perdido.
El besó una sonrisa que se dibujó en sus labios.
Pero ella vio algo por encima de los hombros de él y, vo l­
viéndose éste, también vio a los sirvientes que traían un lar­
go banco de madera. Tardaron unos momentos en hacerse
cargo de que estaban en el vestíbulo, rodeados de sirvientes
que colocaban por allí bancos y mesas, y ellos les habían es­
tado estorbando en sus movimientos, abstraídos como esta­

35
LOUIS DE WOHL

ban en su guerra, en su derrota y en su victoria.


El mundo exterior volvía a imponérseles.
—Ahora esto es público, Elena..., es demasiado tarde pa­
ra que digas que no —dijo él con un gesto alegre.
— No he dicho que no —protestó ella.
Y con un sentimiento de misterioso miedo y de descan­
so, se dio cuenta de por qué su padre había ordenado que se
preparara un banquete para esa noche.
LIBRO SEGUNDO

Años 274-289
1.

El médico griego entró de puntillas en la habitación y se


sentó junto al lecho de ella. Era un hombre pequeño, con
una aureola de cabellos desordenados alrededor de su calva,
nariz respingona como la de Sócrates y ancha boca de la­
bios inquietos.
Elena se dio cuenta de que estaba allí, pero no se movió;
sus pestañas proyectaban sombra en sus mejillas, sus cabe­
llos negros hacían dibujos imprecisos sobre la almohada.
Llevaba horas medio despierta, imaginándose que era un
pez redondo, blanco y panzudo, que se iba hundiendo cada
vez más profundamente en la suave arena del fondo del
mar; cuando abría los ojos, veía cómo su cuerpo pesaba so­
bre la almohada v sobre el colchón, e inmediatamente vol-
vía a cerrarlos para volver a tener esa sensación suave de
estar flotando.
Desde el primer momento el médico no le cayó bien.
—Es tan obsequioso, Constancio, tan untuosamente ob­
sequioso...; no lo aguanto.
Pero Constancio se había echado a reír y había insistido
en que viniera Basilios, famoso por sus conocimientos has­
ta más allá de las fronteras de Britania y que, además, ha­
bía sido el médico que asistió a la mujer del legado, cuando
ésta tuvo a su hijo.
—No necesito en absoluto un médico..., sólo para dar a
luz. Es absurdo. Basta con que venga una m ujer con expe­
riencia.
LOUIS DE WOHL

—Querida, esa es la costumbre entre los trinobantes...,


pero no es la costumbre de Roma, excepto entre gente de
clase inferior.
Ella puso mala cara, como siempre que él se burlaba de
su «trib u ». Los trinobantes hacía tiempo que habían dejado
de ser una tribu; ahora eran un pueblo, desde hacía muchas
generaciones. El hecho es que Basilios fue un visitante asi­
duo durante los últimos meses del embarazo. Sonreía siem­
pre, cualquiera que fuese el estado de ánimo de ella; la tra­
taba con cortesía cuando ella estaba de humor desagrada­
ble; nunca le dio una oportunidad para despedirlo. Una vez,
ella le arrojó un jarrón y él, con toda calma, se agachó y re­
cogió los pedazos.
Ahora estaba decidida a hacerle creer que estaba dur­
miendo, pero cuando le cogió la mano para tomarle el pul­
so, la retiró.
—¿No ves que estoy descansando? ¡Déjame sola!
Basilios no replicó, y ella se sintió disgustada consigo
misma. Cierto que era un esclavo, pero no estaba bien tra­
tar mal a los esclavos. Eso lo hacían los nuevos ricos, que se
vengaban así mezquinamente de sus propias humillacio­
nes... y también lo hacían las personas de carácter desagra­
dable. Quizá es que yo tengo mal carácter, pensó; y por un
momento la divirtió esta idea, pero la dejó pasar: era un
pensamiento pobre y estúpido. Trató de volver a esa suave
sensación de estar flotando y hundiéndose en la arena. No
percibió que en los ojos del médico había una expresión
nueva. Basilios estaba preocupado. Ella no colaboraba y
parecía que hubiera perdido fuerzas en los últimos tres
días.
Además, esa pelvis tan estrecha...
Salió, también de puntillas; la sonrisa con la que quiso
tranquilizar a Constancio, que esperaba fuera, era un poco
forzada.
El tribuno se dio cuenta.
—Será mejor para ti que todo vaya bien — le advirtió—,
porque si no...
—Todo irá bien —le aseguró Basilios, nervioso— . He te­
nido casos más difíciles, noble tribuno...; no, no entres aho­
ra, la señora desea dormir y va a necesitar todas sus fuerzas.
EL ARBOL VIVIENTE

Se despidió, y Constancio volvió a su despacho, la última


habitación en el ala derecha de la casa. Esta estaba cons­
truida de madera sobre fundamentos de piedra, como mu­
chas de las villas elegantes. Las habitaciones eran rectan­
gulares y las paredes estaban pintadas de estuco. Tres de
las ocho habitaciones tenían calefacción por debajo del
suelo. Una amplia galería recorría el frente de la casa y ha­
bía otra más pequeña en la parte posterior. El jardín estaba
bien cuidado y rodeado de un muro de piedra rematado por
tejas verdes.
No había ruido, o casi nada de ruido, a pesar de que es­
taba situada a no más de media milla de la Domus palatina,
donde residía el legado consular, en el corazón mismo de
Eburacum; en realidad, era el corazón de toda Britania. Al
menos lo era en la época de Petronio Aquila. Bajo sus ante­
cesores estaba dividida en dos partes: Eburacum era la ca­
pital del Norte y Londinium la del Sur. Y no es que Petronio
Aquila fuera especialmente enérgico... aunque lo era más
que Caronio y superior a él en rango. En realidad, la divi­
sión se llevó a cabo porque el Emperador no se interesaba
mucho por Britania; fue una medida simplemente de políti­
ca imperial. Si se dividía el país, se dividía también el ejérci­
to de ocupación. Esto significaba que, si algún gobernador
ambicioso de Britania concebía planes propios, no podría
disponer de suficiente tropa para ejecutarlos.
Nada de esto cabía esperar de Petronio Aquila. La Le­
gión X X X V no había vuelto nunca de Galia, adonde había
sido enviada, hacía ya año y medio, junto con tres regim ien­
tos de caballería y un contingente de tropas auxiliares; y no
había sido sustituida por nadie. Había una legión entera en
el Norte y otra en el Sur, doce regimientos de caballería y
unos veinticinco mil soldados de tropas auxiliares que, ade­
más, eran de lo más variopinto. En conjunto, no llegaban a
cuarenta mil hombres. Con esto no se podía ser ambicioso,
sobre todo si tenías sentido común, y Petronio Aquila lo
tenía.
Era mejor que estuvieran las cosas así. N o había nada
más estúpido que forzar al destino, poniéndose al frente de
una arriesgada rebelión..., a no ser que uno fuera un genio
militar y tuviera un éxito rotundo. En la mayoría de los ca­

39
LOUÍS DE WOHL

sos se disfrutaba de unos meses de alegre conquista —esto


era com o una primera etapa— ; después se entablaba una
batalla campal, seguía una rotunda derrota y el final era
una carrera m ilitar truncada o todavía algo peor. No, una
cosa así sólo podría emprenderse en el momento oportuno,
por el hombre adecuado y con un número suficiente de
tropas.
Constancio sonrió levemente. Bonitos pensamientos pa­
ra un tribuno.
Un tribuno no podía quedarse en tribuno toda la vida...,
sobre todo cuando se ha ganado la estima de un superior;
además, Caronio ya no tenía nada que ganar en Aquae Sulis.
Era muy cómodo para el viejo panzudo despreocuparse de
la Legión XX , tener a los hombres viviendo en tiendas de
campaña, como si estuvieran en la guerra, en lugar de dejar­
los que se divirtieran en Londinium o en Verulamium o en
Camuladunum..., mientras él estaba a muchas millas de
distancia tomando sus apreciados baños. El no tenía que
hacer instrucción... ¡Y no sabía las maldiciones que le caían
encima! Pero todo esto se sabía en Eburacum, fielmente
transmitido por el servicio de información. A Caronio le
quedaban algo así como seis meses... o a lo sumo un año.
Entonces, él recibiría el mando de la XX . Pondría orden
entre esa gentuza; Caronio era un viejo maestro de escuela
v un cascarrabias: unas veces se mostraba demasiado seve-
ro y otras veces demasiado benigno. Un comandante tenía
que ser más ecuánime y debía tener un exigente sentido de
la justicia. Los oficiales se daban cuenta de esto inmediata­
mente, y lo mismo la tropa. Importaba dar un trato justo...
y tener sentido del humor. Siendo comandante en el Sur, se
podían poner en acción esas condenadas colonias de vagos
y hacerles trabajar. Verulamium, por ejemplo, se encontra­
ba en un estado lamentable...; si Aureliano o su sucesor tu­
vieran de repente la idea de hacer una visita de inspección,
aquello iba a ser un desastre. En cuanto a la defensa de la
costa, Isca estaba prácticamente inservible, y lo mismo le
sucedía a Segontium. Había que construir un rimero de
fortalezas nuevas, para defender la isla contra... ¡Oh! ¡Alto!
Todavía no estamos en ésas. ¡Quién sabe!... Es posible... En­
tonces...
EL ARBOL VIVIENTE

¡Si su hijo fuera un varón! Basilios decía que no se po­


día saber seguro, pero él creía que sí, que era probable.
¿Probable? ¿Por qué? ¿Porque ése era el deseo de su pa­
dre? El maldito griego tenía mirada de granuja... Quizá ha­
bía tenido otros casos difíciles. ¿Por qué éste era un caso
difícil ? Elena era una mujer saludable, era joven, deseaba a
la criatura más que ninguna otra cosa..., lo había dicho mu­
chas veces. Era una idiota disposición de la naturaleza...;
con los caballos y con las vacas era más fácil.
Esto de tener una criatura parecía que la había amansa­
do un poco.
Menos mal. Era una especie de incendiaria que, de todas
maneras, habría tenido que adquirir más sensatez. No sim­
patizaba mucho con las mujeres de sus superiores... espe­
cialmente cuando pretendían ser exquisitas, como aquella
vieja bruja de Petronio Aquila, con su estúpido orgullo de
pertenecer a una familia aristocrática. Algunos se aprove­
chaban de la popularidad de sus bellas esposas para pros­
perar en su carrera, y eso no estaba bien. ¡Al infierno con
todas esas cosas!
¡Si la criatura fuera un varón! Podía nacer cualquier
día, cualquier hora. Durbovix, el mayordomo galo, le había
dicho que en las habitaciones de los sirvientes estaban to­
dos rezando por la señora. Era costumbre hacer eso; Dur­
bovix se había adelantado a sus órdenes, lo cual demostra­
ba que era listo.
Por un instante, Constancio se acordó de los lares y dé­
los penates, los dioses del hogar, cuyas estatuas estaban en
el atrio de la casa. Pero rechazó ese pensamiento. Quema­
ría algún incienso en los pequeños altares cuando Elena
diese las primeras señales del alumbramiento; eso sí lo ha­
ría. Los sirvientes galos rezaban a Hesus, Tutatis o Epona...
no, ésta era la diosa de los caballos; los sirvientes británi­
cos rezaban a sus Tres Madres y seguramente también a to­
da la hueste de deidades menores: Camulus, Ancasta, Hari-
mela, Vanauns, Viradectis... y a cualquier cosa. Puede que
existieran, pero puede que no. ¿Cómo se podía saber eso?
Elena nunca hablaba de estas cosas. Eso era m ejor que es­
tar siempre charlando de eso, como hacía la mujer de Caro-
nio, la cual era tan supersticiosa que incluso había sido sos-

41
LOUIS DE WOHL

pechosa de simpatizar con el culto judío a Jesús, o un nom­


bre parecido, que había sido ejecutado en tiempos de Tibe­
rio, o quizá en el de Calígula. Muy probablemente, Elena te­
nia sus ideas propias, aprendidas de Coel; la ceremonia de
casamiento, que se celebró en el pequeño templo de Juno,
en Camuladunum, no la impresionó lo más mínimo...; a lo
único a lo que pareció darle cierta importancia fue a la ora­
ción que su padre murmuró sobre ambos en la antigua sala
de roble cerca de Coelcastra. Un galimatías estrambótico.
¡Por Júpiter! ¡Qué difícil era creer en algo...! Excepto en
el destino o en las tres viejas doncellas que hilaban el hilo
de la vida; los germanos creían en ellas y las llamaban Ha­
das o algo parecido. Posiblemente eran las mismas que las
Tres Madres y que las Tres Parcas.
Bueno, ¡escuchadme todas vosotras, lo que a mí me inte­
resa es tener un hijo!... un hijo fuerte y saludable, al que un
día yo pueda entregarle una substanciosa herencia. Dentro
de treinta años, o mejor, dentro de cuarenta. No hay
prisa...
Aquí estaba Virginia, más blanca que la pared. ¿Qué?
cYa ha empezado?
— ¿Dónde está Basilios? Manda inmediatamene a bus­
carlo. Lo mataré si no está aquí antes de que cuente cien.
¡Corre, mujer! ¡Corre!
El mismo salió corriendo hacia el ala izquierda de la ca­
sa; fue apartando a empujones a los esclavos que se encon­
traba en el camino e irrumpió en la habitación de Elena. Se­
guía echada tranquila en la cama; no lo miró, tenía la vista
puesta en el techo. Sólo las manos le temblaban un poco.
—Es absurdo —dijo ella— . No ha hecho más que empe­
zar. Puede durar horas y horas...
Su voz era seca y monótona. Constancio quiso hablar,
pero no tenía ni idea de lo que podía decir. Llegó Basilios.
Constancio vio que estaba preocupado; era evidente que es­
taba preocupado. Constancio empezó a lanzar amenazas y
Elena sonrió levemente. La imbécil de Virginia se puso a
gemir.
Todo marchó bien hasta la medianoche. Los dolores se
hicieron más seguidos, y Basilios le dijo a su paciente que
se levantara y se agarrara a las barras de las cortinas. Ele­
EL ARBOL VIVIENTE

na obedeció automáticamente. Las olas de dolor habían es


tremecido su cuerpo, impulsándolo a la acción; ella intentó
reprimir las ganas de gritar, pero Basilios se lo prohibió.
—No te resistas... abandónate... todas las mujeres gritan
en esta situación, incluso Júpiter gritó cuando Minerva sur­
gió de su cabeza...
A ella le dio risa, pero los dolores no le dejaban aliento
suficiente.
Constancio estaba amenazando a los lares y penates en
sus altares del atrio, ya no amenazaba a Basilios, porque el
hombre estaba haciendo lo que podía.
Poco después de la medianoche los dolores cesaron de
repente. Al mismo tiempo, Elena notó que se quedaba sin
fuerzas, ni ganas de luchar. Quería dormir, morir, cual­
quier cosa... nada le importaba con tal de poder echarse en
la cama y cerrar los ojos. Basilios murmuraba encanta­
mientos, oraciones, juramentos; estaba mortalmente páli­
do, su frente chorreaba sudor. Un esclavo entró trayendo
otro estuche de medicamentos. Había una hierba rara, cuyo
jugo se suponía que tenía la virtud de hacer que los dolores
recomenzaran, si con ella se frotaba el vientre. Pero el verda­
dero peligro estaba en que la pelvis era muy estrecha...
A las cuatro de la madrugada la situación era desespera­
da. A pesar de todos los esfuerzos, los dolores no habían
vuelto; Elena estaba echada completamene apática, sin mo­
vimiento; tenía los ojos abiertos de par en par. pero parecía
no ver nada. Cuando Constancio, a su lado, pronunció su
nombre, ella no respondió. El había estado durante toda la
última hora de rodillas junto al lecho. Ahora se levantó y
miró a Basilios. El médico empezó a temblar.
—Los dioses están contra nosotros, señor — tartamu­
deó— . He hecho lo que he podido..., estoy haciendo lo que
puedo... Estoy...
—Te voy a matar —dijo Constancio en voz baja— . Me
gustaría darte siete veces muerte, ¡perro!
—Señor, señor, no es culpa mía. El niño es muy grande y
está comprimido contra la pelvis..., los esfuerzos no sirven
de nada... no puedo llegar a él tal como se presenta...
—¿Qué quiere decir eso?
—Señor, tengo que matar al niño para salvar a la

43
LOUIS DE WOHL

madre... y aun así... su pulso es débil, muy débil...


Hubo un relámpago casi inmediatamente seguido por
un trueno.
Constancio se echó hacia atrás. Con ojos vidriosos, Basi­
lios vio cómo dejaba caer la daga. Dos esclavas empezaron
a gritar.
Relámpago - trueno - relámpago - trueno.
¿Tendría razón Basilios? ¿Eran hostiles los dioses? Ge­
neraciones de superstición se agitaron en su sangre. Miró a
Elena precisamente cuando brilló otro relámpago y se oyó
otro trueno. Ella no se movió.
El intentó dominar su cabeza, pero no pudo. No se daba
cuenta de que todos en la habitación estaban igual que él:
todos estaban poseídos por un único sentimiento, que les
recorría los nervios: el miedo.
Fuera empezó a diluviar. Pero no era sólo el ruido de la
lluvia el que estaban oyendo, ni tampoco era el estruendo
del trueno, aunque se le parecía. Era un tronar de la tierra,
el tronar de unos cascos a todo galope; y el de unas ruedas
cada vez más estrepitosas. De repente, el silencio.
El miedo flotaba en la habitación y, con él, el desamparo
y la impotencia. Nadie era capaz de moverse; los pies de to­
dos estaban pegados al suelo; como en uno de esos sueños
en los que uno quiere correr para huir del peligro más terri­
ble y no puede. Otro relámpago, más débil que los anterio­
res..., pero, en vez de seguirle un trueno, se oyeron unos pa­
sos en el corredor.
Entró un esclavo.
—Señor, hay una visita...
El trueno le cortó en seco la palabra.
Un momento después, el visitante entró en la habitación.
Miró fijamente a Elena, respiró profundamente y a conti­
nuación miró a los que había en la estancia; con un gesto
breve y terminante, dijo:
— Déjame sólo con ella, hijo.
En los ojos de Constancio brilló un rayo de esperanza,
pero se extinguió.
— Padre, hemos...
—Obedece, hijo.
Constancio titubeó..., pero sólo un momento.
EL ARBOL VIVIENTE

Hizo una inclinación y abandonó el cuarto, haciendo a


los demás una seña para que le siguieran. Basilios tuvo
también un momento de vacilación, pero una mirada irrita­
da del visitante lo hizo salir como un perro apaleado.
Ya solo, el rey Coel se acercó a la cama de Elena. No la
destapó. Solamente se inclinó e hizo unos pases con la mano
por encima de sus ojos y de su frente. Ella se despertó y
sonrió levemente. El también sonrió.
—Levántate, hija —le dijo.
—N...no puedo, padre.
—Levántate, hija.
Ella se levantó. El no la ayudó.
—Ven hacia m í— le ordenó.
Cuando ella arrancó a andar, él retrocedió. Ella empezó
a gemir.
—Mi espalda, padre, mi espalda...
—Ven hacia mí...
Ella andaba torpemente, paso a paso. Había una ancha
mesa al fondo de la habitación. El rey Coel barrió de ella el
estuche de las medicinas, unos cuantos vasos y platos, e in­
cluso el mantel que tenía puesto.
—Echate aquí encima, niña.
Ella obedeció, pero él tuvo que ayudarle, porque la me­
sa era alta. Posó su nudosa y vieja mano sobre el abultado
vientre con un gesto de infinita ternura; ella se dio cuenta
de que la bendecía y se encontró como si estuviera en su ca­
sa y llena de paz. En la estancia había un silencio profundo.
Su mirada estaba fija en el techo, pero en la expresión de
sus ojos había una nueva esperanza, el presagio de la ale­
gría.
—Levántate —dijo el rey Coel.
Había que moverse; se lo dijo con el mismo tono con el
que le mandaba que se pusiera de pie para cepillarle el ca­
bello, hacía ya tantos años, cuando ella era una niñita.
Siempre le cepillaba el cabello antes de acostarse y al le­
vantarse.
«N o tienes madre, le dijo una vez... una sola vez... Así es
que yo te tengo que cepillar el cabello».
Ella no había olvidado nunca la voz con la que le dijo es­
to... bajita y clara, como la de una mujer. Y a continuación

45
LOUIS DE WOHL

le había ordenado: «{Levántate!», en un tono totalmente


distinto, exactamente como se lo había dicho ahora: fuerte
y duro, como el hierro.
— ¡Levántate! ¡Súbete encima de la mesa!
Ella se puso sobre la mesa; su cabeza casi tocaba el te­
cho y sentía un ligero mareo. La espalda empezó a dolerle
otra vez, más fuerte que antes; sus pies se negaban a sopor­
tar su peso. Parecía mentira que antes hubiera podido co­
rrer por el bosque, saltar zanjas, bailar...
— ¡Echate hacia atrás, hija!
Se había puesto detrás de ella. Ella sintió su presencia
como un soldado en el frente nota la de su camarada. Pero
no podía echarse hacia atrás... no podía.
— Estoy aquí..., tengo los brazos abiertos, niña..., ¡dóbla­
te, dóblate!
El la cogió con sus manos y ella notó cómo tiraba de ella
hacia atrás, muy despacio. De repente le dio al cuerpo una
violenta sacudida de izquierda a derecha y ella lanzó un
alarido; un alarido tal que heló la sangre de todos los que
esperaban en el corredor.
— ¡Vuélvete a levantar! — tronó el anciano— . ¡Levánta­
te, Elena! ¿He engendrado sangre real o no?
Ella se levantó. Su labio inferior estaba ensangrentado,
pero se levantó.
Ahora él se puso delante de ella, erguido como un gigan­
te y con los ojos centelleantes. Abrió los brazos.
— ¡Salta, Elena!
Ella miró hacia abajo. El suelo estaba muy lejos; era un
abismo, un precipicio sin fondo, el vacío. Eso era el fin. La
cabeza le daba vueltas; abrió los brazos como si fuesen las
alas de un pajarillo, se echó a reír y saltó hacia los brazos
de su padre. Sus pies cedieron y le pareció que se hundía
hasta el centro de la tierra; pero, por encima de su propio
grito, ella oyó... oyó el rugido victorioso que salía de la gar­
ganta del rey Coel.
— ¡Ya podéis entrar todos!
Y ella acabó desvaneciéndose del todo.
EL ARBOL VIVIENTE

Cuando volvió en sí, vio el rostro ansioso de Constancio


inclinado sobre ella. Lo vio, pero sus ojos estaban fijos, con
fuerza mágica, en la cuna donde descansaba su hijo.
El rey Coel estaba sentado junto a la cuna, mirando sin
moverse al niño. Las cortinas habían sido descorridas y la
luz del día inundaba la habitación.
— ¡Dádmelo! ¡Dadme a mi hijo! —exigió ella.
El anciano tomó con gran cuidado el pequeño envolto­
rio, y se lo entregó.
—Es de buena raza —le comentó. No se extrañó lo más
mínimo de que ella supiera el sexo de la criatura.
Ella se comía, se bebía a su hijo con los ojos.
—Nació al amanecer —dijo el rey Coel—. ¿Cómo lo vas a
llamar?
—Constantino —dijo Constancio rápidamente.
El rey se echó a reír.
—Constantino... el pequeño Constancio. Está bien que se
llame como su padre, porque hará lo que haga su padre, pe­
ro será más grande que su padre.
El tribuno quiso replicar, pero Elena posó en su brazo
una mano blanca y cansada. Había visto los ojos de su pa­
dre.
—Toda tierra que recorra a caballo le pertenecerá
—dijo el rey Coel en voz baja—. Será bendición para su ma­
dre y muerte para su hijo. Vivirá para ver el Arbol de la V i­
da.

2.

— ¡Más arriba el escudo! —dijo el centurión— . ¡Más al­


to... arriba... arriba! Así... No se deben ver más que los ojos
por encima de él; así, si el enemigo lanza una salva de fle ­
chas, no tienes que levantar el escudo, sino agachar la cabe­
za una pulgada y te resguardas. Así..., ¿ves?
—Yo no haré eso jamás —dijo el muchacho ofendido— .
Porque el enemigo pensará que le temo.
El gigantesco centurión se burló:
—¿Y no será verdad?
El muchacho se puso de color escarlata.

47
LOUIS DE WOHL

— ¡Por supuesto que no! ¿Cómo te atreves...?


—Entonces es muy fácil —dijo Marco Favonio.
En la Legión X X lo llamaban «Facilis», porque todo era
fácil para él. Sorprender a una patrulla númida en el de­
sierto: es fácil. Levantar un campamento con fortificacio­
nes de primera y segunda fila, después de una marcha de ca­
torce horas: es fácil. Sacar de una taberna a doce gladiado­
res borrachos, q»ie habían provocado un alboroto: es fácil.
—Tú no tienes miedo, pero el enemigo cree que lo tienes.
¡Estupendo! Les llevas esa ventaja. Tienes totalmente enga­
ñado al enemigo acerca de la verdadera situación..., es una
ventaja definitiva. Un enemigo engañado es un enemigo me­
dio derrotado.
El muchacho sacudió violentamente la cabeza.
—No necesito que nadie piense que tengo miedo
—insistió— . ¡Observa..., te voy a atacar!
—Es una táctica muy anticuada —gruñó Favonio— . No
avisamos que vamos a atacar, sino que atacamos..., sube tu
escudo o te atacaré antes de que tú me ataques..., ¡ahí tie­
nes!
El muchacho dio un traspiés hacia atrás cuando la lanza
del centurión le arrancó el escudo de las manos. En lugar
de intentar recuperarlo, agachó la cabeza y atacó a su vez...,
como un ariete. Fue tan rápido, que el veterano tuvo el
tiempo justo de adelantar su escudo, el muchacho chocó
con la cabeza y salió trastabillado hacia atrás.
—El metal es más duro que los huesos —comentó Favo­
nio flemáticamente— . ¿Quién te ha enseñado esa manera
tan bárbara de luchar, Constantino? Yo, desde luego, no.
Vamos, toma el escudo y lucha como un romano. Es fácil.
Sus padres estaban tranquilamente sentados en una
pérgola que dominaba la pradera, y lo estaban viendo todo.
Constancio observó una chispa de ansiedad en los ojos de
su mujer.
—Va todo bien —comentó— . Favonio conoce su oficio.
— Desde luego que lo conoce — replicó ella— . Por ese la­
do no me preocupa. Es el carácter impulsivo de Constanti­
no; su temperamento le puede traer complicaciones algún
día. No se cubre adecuadamente. Míralo otra vez. ¡Ese pe­
queño loco!
EL ARBOL VIVIENTE

Constancio sonrió satisfecho. Había escogido a Marco


Favonio como instructor militar de su hijo..., pero había si­
do deseo de Elena que así fuera. Era una madre extraordi­
naria. No se podía comparar con las mujeres romanas que
había conocido en Roma, en Milán o en Nápoles. Elena era
mucho más matrona romana que esas tan conocidas: Domi-
tilia, Sabina o Vispasia. Elena podía haber pertenecido a la
época de la república, cuando las mujeres tenían el tempe­
ramento de un hombre y los hombres eran semidíoses. Hoy
día las mujeres eran perrillos falderos y los hombres eran
mujeres.
—Ahora está mejor —comentó Elena—. Ya lo aprende­
rá. ¿Has visto? Bonito golpe. Además es tenaz. ¿De qué te
ríes, legado Constancio?
Su marido soltó la carcajada a todo trapo.
—Es fácil, como diría Favonio. Me río porque soy feliz.
Soy feliz porque te tengo a ti y a ese crío. Mira, otra vez está
haciéndolo mal. Ahora le están sacudiendo. Le está bien
empleado, por no cubrirse, el pequeño asno. Se ha hecho
sangre.
—No llora —dijo Elena con satisfacción, pero se movió
intranquila en su asiento.
El pedagogo griego se acercó andando deprisa, con una
expresión severa en su cara arrugada.
—Señor, Constantino está ya con retraso para su clase
de literatura, y ahora lo veo ahí tumbado y sangrando..., así
no va a aprender ni a Plutarco ni a Anacreonte...
—A mí no me gusta Anacreonte —dijo Constancio.
—No me preocupa demasiado la literatura —murmuró
Elena.
El griego empezó a rogar y a suplicar; no podía hacerse
responsable de la educación de su joven amo, si no contaba
con la confianza y el apoyo de sus padres: no podía un mu­
chacho de casi trece años de edad...
—Doce y cuatro meses —puntualizó Elena.
— ...de doce años y cuatro meses tener una cultura lite­
raria, cuando empleaba todo su tiempo en golpear a un
hombre mayor y recibiendo golpes a cambio...
—Yo no quiero que el muchacho sea un hombre erudito,
quiero que sea un soldado como su padre —dijo Elena— .

49
LOUIS DE WOHL

Vete, Filostrato..., quiero ver eso..., ya se está poniendo en


pie.
—Vete, amigo —asintió Constancio, con una mirada
picara— . Diles a Hom ero y a Píndaro y a todos los demás
que el mundo no consiste sólo en los que escriben acerca de
hazañas heroicas...; diles que también ha de haber quienes
las lleven a cabo.
El pobre pedagogo se marchó, sonriendo resignado.
— ¡Pobre viejo Filostrato! —comentó Constancio.
El ataque que había repetido el muchacho había sido
perfecto.
—Estoy técnicamente muerto —dijo Favonio— . ¿Ves?
Así es exactamente. Una vez aprendido, es fácil. Ya está
bien por hoy.
—Otra vez, Favonio, otra vez...
—Basta. Vámonos, soldado.
El muchacho estaba radiante. Favonio no lo llamaba así
a no ser que estuviese verdaderamente satisfecho. Se diri­
gieron hacia la pareja que estaba en la pérgola.
Elena vio inmediatamene que la herida era un simple
rasguño, y miró a Favonio con una sonrisa de aprobación.
El centurión saludó con la lanza.
—Ha acabado el tiempo de instrucción, señor. El pro­
greso es satisfactorio.
Constancio aprobó con la cabeza.
—Lo he visto, Favonio. Ve a ver al viejo Rufo en la coci­
na y dile que yo te envío. El sabe lo que tiene que hacer.
—Gracias, señor —dijo Favonio con gravedad, y se mar­
chó.
Rufo, que había sido ayudante de campo de Constancio,
era ahora el administrador de la casa, con disgusto del ma­
yordomo Durbovix. Rufo y Favonio habían servido juntos
en la Legión X X y eran viejos amigos.
— ¿Cansado, Constantino? — le preguntó Elena.
Estuvo a punto de responder un «n o » despectivo; fue a
decir, más ponderadamente; «sí, un poco»; pero acabó di­
ciendo, un tanto huraño:
— No, realmente, no.
—¿Cómo se dice «verdad» en griego? — preguntó Elena
inocentemente.
EL ARBOL VIVIENTE

—Aleceia —respondió el muchacho automáticamente.


Ella afirmó con la cabeza.
—Lo sabes decir en griego... y lo sabes también en la vi­
da. Si no te apetece, no tienes que dar hoy la clase de grie­
go. Tu padre y yo vamos a dar un paseo a caballo. ¿Quieres
venir con nosotros?
—Mamá es maravillosa, papá. Siempre adivina lo que
pienso.
—Igual le pasa conmigo —rió Constancio, mirándola a
los ojos— . ¡Pobre Filostrato, no tiene nada que hacer con­
tra esta alianza de poderes!
Constantino frunció las cejas, intrigado; después su ros­
tro se iluminó.
—Podemos comprarle un trozo de ámbar —dijo— . Hay
mucho en la tienda de Bujorix, en la Via Nomentina. Le gus­
ta el ámbar. Yo tengo todavía la moneda de plata que me re­
galaste la semana pasada.
— ¡Soborno y corrupción! —exclamó Constancio riendo,
pero a Elena le pareció bien.
—Es una buena idea. Lo haremos —dijo.
Conforme iban andando hacia la casa, Constancio empe­
zó a pensar de dónde sacaría Bojorix el ámbar. En Britania
no se encontraba ámbar, sino que lo traían de un lejano
país del Nordeste: Estonia. Los estonianos lo cambiaban por
vino y por artículos de cuero. Había un intenso com ercio
con algunas tribus del otro lado del Rin; el ámbar, «oro del
mar» o «electrón», como lo llamaban en el Sur, llegaba a
Galia y a la tierra de los belgas, jutlandeses, frisones y an-
glos. Pero las mercancías que llegaban a Britania desde
Gesoriacum, y todos los barcos que atracaban o zarpa­
ban de este puerto estaban bajo su jurisdicción. Había visto
todos los conocimientos de embarque de todo el año pasa­
do o quizá más, y el ámbar no figuraba en ninguno de ellos.
¿Cómo podía haber tanto en la tienda de Bojorix? ¿Había
pasado el canal de contrabando? Y, si era así, ¿qué otras
mercancías podían haber pasado del mismo modo? ¿Am ias
quizá?
La situación militar en Britania era seria. Y a había esta­
do bastante mala en tiempos de Petronio Aquila. Ahora es­
taba mucho peor. Precisamente cuando había logrado me-

51
LOUIS DE WOHL

ter en vereda a la Legión XX, la mitad de ella había sido


trasladada a Galia, donde todavía estaba luchando contra
los sublevados. ¡Para toda Britania sólo quedaba una le­
gión y media! También las tropas auxiliares habían sido en­
viadas a diferentes provincias... y los agentes del Empera­
dor sabían escoger a los mejores.
Si efectivamente se estaba haciendo contrabando de ar­
mas, y si era algo más importante que el que podía hacer un
jefecillo o cualquier otro solamente para satisfacer sus gus­
tos personales, habría que hacer algo, y hacerlo pronto. De­
cidió visitar la tienda de Bojorix y hacerle unas cuantas
preguntas amistosas.
Pero cuando entró en casa, Durbovix vino hacia él ha­
ciendo reverencias. Constancio vio que el hombre estaba
pálido como un muerto y sudaba a chorros.
—¿Qué te pasa, hombre? ¿Estás malo?
El mayordomo respiró profundamente.
—Ha venido a verte un emisario imperial, señor. El pre­
fecto Alecto.
La boca de Constancio se torció un poco, pero su voz era
perfectamente tranquila.
—Muy bien, Durbovix, haz entrar al prefecto.
Durbovix se retiró, temblándole las piernas, y marido y
mujer se miraron el uno al otro.
—En otros tiempos —dijo Constancio lentamente—, es­
to podía significar... algo desagradable. Pero Diocleciano
no es Nerón ni Cómodo.
—¿Conoces al emisario?
—Alecto... no lo recuerdo. De todas maneras, adiós mi
paseo a caballo.
Constantino puso la cara larga.
—¿Por qué no le llevamos con nosotros, padre...? Quizá
él quiera también un trozo de ámbar...
— ¡Cállate, Constantino! —le dijo Elena.
—Vete tú con el chico a montar —sugirió Constancio—.
Yo tendré trabajo con Alecto. Supongo que vendrá en busca
de más tropas.
—Deja que me quede contigo —le rogó Elena.
El asintió con una sonrisa.
—Ha venido a verme aquí, a mi casa, en vez de ir a la ofi-
EL ARBOL VIVIENTE

ciña, por lo tanto, le recibiremos los dos. Pero después él y


yo tenemos que trabajar.
Durbovix reapareció, anunciando al emisario. El prefec­
to Alecto era un hombre alto, esbelto, su cabeza parecía la
de un ave de rapiña. Elena se fijó en sus ojos grises y fríos, y
en su boca sensual e inquieta. Cuando se puso el casco bajo
el brazo, vio su pelo color castaño claro con reflejos rojizos.
Quizá tuviera algo de sangre germana, pues había un buen
número de germanos que servían en el ejército de Roma.
Cuando Constancio se lo presentó a ella, él le dedicó una
sonrisa; entonces Elena sintió que lo aborrecía...; una son­
risa triste y torcida, tan engañosa como el mar; unos dien­
tes largos y amarillos, como los de un caballo.
—Tendréis que hablar de cosas importantes —se oyó de­
cir a sí misma—. Mi hijo y yo os rogamos que nos discul­
péis.
El prefecto le hizo una reverencia; ella le correspondió
con una leve inclinación de cabeza v pasó ante él, haciendo
seña a Constantino para que la siguiera. El muchacho se
había portado muy bien, con una dignidad natural que a
ella la llenó de orgullo, y se sintió feliz cuando también vio
en los labios de su marido una sonrisa orgullosa.
—Ven, Constantino, vamos a los establos. Hoy vas a es­
coger caballo.
Para su sorpresa, no hubo ninguna explosión de alegría,
y ella sabía bien la afición que su hijo tenía por los caballos,
que lo eran todo para él. Desde luego, era una decepción
que su padre no pudiera ir con él; y para ella lo era tam­
bién.
—No me ha gustado nada —dijo Constantino
adustamente—. Favonio podría acabar con él fácilmente,
¿no lo crees, madre? Tiene el pelo como el de un zorro. ¿Pa­
ra qué ha venido, madre?
—No lo sé, Constantino.
—Ojalá se vaya pronto —dijo el muchacho con acritud.
Y después de un momento, añadió—: yo también, dentro de
cosa de un año, estaría en condiciones de acabar con él. Es­
toy seguro.
Pero llegaron a los establos v se olvidó del resto del
mundo. Era admirable verle escoger la montura. Montaba

53
LOUIS DE WOHL

como un centauro. A su madre, una y otra vez le venía a la


cabeza aquella extraña profecía que había hecho su padre
el día en que el niño nació: «Toda la tierra que recorra a ca­
ballo le pertenecerá». Se lo había recordado a su padre
cuando, hacía tres meses, le hicieron una visita en Camula-
dunum, pero él se limitó a mover la cabeza en silencio. Ya
estaba muy viejo, pero aún acudían a él las gentes de todas
partes del país para pedirle consejo o ayuda. Ella y Cons­
tancio habían estado, durante tres horas, viendo cómo solu­
cionaba disputas, componía y recomponía, con infinita pa­
ciencia y con delicada sabiduría, las diferencias de la gente
obstinada, pendenciera y estúpida.
«¡Qué Emperador habría sido!», fue la consideración
que hizo Constancio. Le parecía a ella que todavía lo estaba
viendo, sentado en una simple silla, en el patio, con su pelo
blanco enmarañado y flotando al soplo del viento. Junto a
éi estaba aquel joven, Hilario, su «ayudante de campo», co­
mo le llamaba Constancio, pero que era más que eso...
era su asistente, su Estado Mayor y su Guardia de Corps,
todo al mismo tiempo; tenía un rostro bello y honesto, y
unos ojos soñadores. Era consolador saber que estaba pen­
diente del anciano.
—¿Qué caballo quieres, madre? —le preguntó Constan­
tino por tercera vez.
Ella despertó de sus pensamientos.
—Quiero a Bóreas —dijo.
Constantino respiró aliviado. Cuando su madre se ponía
soñadora, como estaba precisamente en aquel momento,
había siempre el peligro de que cambiara de parecer. Pero
ahora no lo hizo; Bóreas era un buen caballo. El aprobó la
elección. Iban a cabalgar...
★★★

Constancio estaba leyendo la carta imperial de pie, co­


mo era el protocolo; sabía que Alecto lo estaba mirando co­
mo un lince, pero era fácil mostrar la reacción que se espe­
raba de él. La carta era un manifiesto comunicando a los
comandantes de campo, a las guarniciones y a las provin­
cias, que el divino Emperador Diocleciano se había dignado

54
EL ARBOL VIVIENTE

elevar al muy ilustre César Maximiano al rango imperial,


con el título de Augusto; que Maximiano Augusto sería la
suprema autoridad de Italia y Africa, de Hispania, Galia y
Britania; que Diocleciano Augusto seguiría siendo, como
hasta ahora, la suprema autoridad de Tracia, Egipto y Asia;
que los comandantes de las tropas en las regiones y comar­
cas puestas bajo la autoridad de Maximiano tenían que ha­
cer que sus tropas jurasen lealtad al nuevo Emperador. El
resto de la carta era un panegírico de las virtudes y cualida­
des del nuevo corregente. La carta etaba escrita con la tinta
color púrpura de costumbre y sellada con el sello privado
del Emperador.
—Son noticias muy importantes —dijo Constancio
lentamente—. El divino Emperador se ha dignado seguir el
ejemplo de Nerva y de Marco Antonio, un ejemplo que
siempre trajo bendiciones para el Imperio.
—Ciertamente —comentó el prefecto Alecto.
—No habría podido e le g ir m ejor —continuó
Constancio—. El primer estadista y el primer soldado del
Imperio; ¿qué mejor garantía para la seguridad y el bien
del Estado?
—Voy a dar órdenes para que las tropas que están bajo
mi mando se reúnan, a fin de llevar a cabo la ceremonia.
Supongo que tú querrás asistir... a no ser que tus obligacio­
nes te exijan continuar el viaje hasta Eburacum para comu­
nicar la noticia a mi colega de allí...
—Antes de continuar, permíteme que te entregue un se­
gundo mensaje imperial —le interrumpió Alecto.
—¿Un segundo mensaje?
—Aquí está.
Constancio se inclinó cuando recibió el rollo cuidadosa­
mente sellado; cortó los cordones y lo primero que hizo fue
mirar la firma: era la de Maximiano. El nuevo Emperador
no había perdido el tiempo. Era muy de agradecer que su­
piera escribir su nombre... eso era más de lo que se podía
esperar del hijo de un campesino. Aunque el mismo Diocle­
ciano era todavía menos que el hijo de un campesino, pues
sus padres habían sido esclavos en la casa del senador ro­
mano Anulino. Procedía de Dalmacia; Maximiano había na­
cido en Sirmium, como Aureliano, de reciente y lamentable
LOUIS DE WOHL

memoria. Ahora el hijo de un esclavo y el hijo de un campe­


sino eran corregentes del Imperio romano.
La carta era breve: «Maximiano Augusto al legado Cons­
tancio, saludos. Te esperamos en Roma con la mayor rapi­
dez posible para tratar de asuntos urgentes de Estado.
Nombrarás un comandante que te represente durante tu
ausencia». Esto era todo.
—¿Cuándo piensas que podrás salir para Roma, legado?
—preguntó Alecto. Así pues, conocía el contenido de la car­
ta: era natural. No se podía enviar a un hombre de su cate­
goría para que llevara un mensaje a ciegas.
—Tan pronto como las tropas hayan prestado juramen­
to —dijo Constancio, pronunciando las palabras muy
despacio—. Dentro de tres días...
Pero Alecto meneó la cabeza.
—A no ser que los elementos te lo impidan, al divino
Emperador no le gustará ese retraso. Tengo órdenes de po­
ner mi barco, el Titán, a tu disposición; es un barco correo
rápido.
Constancio arqueó las cejas.
—¿Has hecho todo el viaje desde Roma én el Titán, pre­
fecto ?
Alecto titubeó un momento antes de responder.
—No. He viajado por tierra hasta Gesoriacum.
Constancio pareció interesado.
—Supongo que allí verías al almirante de la flota.
—Vi a Carausio —asintió Alecto.
—Es un gran hombre... a su modo, me parece.
—Es un fiel servidor del divino Emperador —dijo Alec­
to secamente.
Constancio percibió en sus ojos un brillo extraño.
—Desde luego —dijo con mirada observadora—. Aun­
que se dice que es de humilde procedencia...
—Un hombre de procedencia humilde puede llegar lejos
en estos tiempos —comentó el prefecto con una sonrisa
amenazadora—. Tú tienes algo de sangre imperial, Cons­
tancio...; según creo estás emparentado con el emperador
Claudio; quizá no sean de tu agrado los hombres que pros­
peran sin ser de rango elevado...
Constancio sonrió con simpatía.

56
EL ARBOL VIVIENTE

—Eso sería peor que una estupidez, Alecto; sería una lo­
cura. Un hombre no le pega fuego a la escala a la que está
agarrado.
El prefecto cambió de tema.
—¿A quién vas a nombrar comandante en tu lugar?
—Al tribuno Gayo Valerio.
Alecto arqueó sus cejas rojizas.
—Consideras que tiene la suficiente experiencia para
mandar un número tan elevado de tropas.
Constancio perdió la paciencia.
—Si no lo creyera así, no lo nombraría. Y espero que me
creas con el suficiente conocimiento para llevar mis pro­
pios asuntos.
El prefecto no se esperaba esta réplica.
—Nada más lejos de mi intención que ofender al coman­
dante cuyos auténticos méritos hacen su consejo tan valio­
so, que el divino Emperador no vea el momento de tenerlo a
su lado. Lo decía porque me parece que no es corriente po­
ner a un tribuno, aunque tenga experiencia, al frente de to­
da una legión y de quizá unos quince mil soldados de tropas
auxiliares.
Constancio echó una carcajada.
—Si el Emperador tiene un consejero en mí, es mucho
más cierto que tiene un cortesano en ti, Alecto. Y segura­
mente sabes que bajo mi mando...
Cortó la frase; en la cara de Alecto había una expresión
de avidez, algo que necesitaba ser alimentado, satisfecho,
saturado, repleto... ¿Qué sería? Al mismo tiempo, se des­
pertó en él la natural precaución de un jefe militar, aunque
sólo duró un instante. Las cifras eran secretas, naturalmen­
te, pero también era natural que no se le ocultaran a un
emisario imperial. Era difícilmente creíble que él no las co­
nociera ya. No obstante, había hablado de una legión ente­
ra, como si no supiese que Constancio sólo tenia bajo su
mando media legión. Las cifras de las tropas auxiliares de
la parte sur de la provincia también estaban equivocadas
en más de cinco mil hombres.
Por otra parte, Alecto parecía ser más un cortesano que
un militar..., en cuyo caso las cifras actuales de las tropas
no le preocuparían demasiado; su encargo era entregar un

57
LOUIS DE WOHL

mensaje a Constancio y no era hacer averiguaciones sobre la


cantidad de tropas. Era absurdo sospechar nada, no había
motivo para ello. Pero podría ser que Alecto estuviese insi­
nuando que el mando de todas las tropas de guarnición en
Britania debería ser puesto en manos del comandante del
Norte, que actualmente era Curio, el anterior ayudante de
campo de Caronio. ¡Esto debía de ser! Alecto temía que él
pudiese tener empeño en que, durante su ausencia, el man­
do estuviera dividido en dos. Era seguro que, como prefec­
to, era también lo suficiente militar para saber que Curio, le­
gado y comandante de una legión, era de por sí superior en
grado a un simple tribuno como Valerio.
Todo esto pasó por su cabeza como un relámpago..., tan­
to, que la pausa que hizo antes de continuar hablando fue
casi imperceptible.
—...bajo mi mando no están las tropas del Norte. El le­
gado Curio será el militar de más graduación durante mi
ausencia. Incluso tiene más antigüedad que yo, aunque es­
to no signifique mucho. Me ibas a decir si tu misión te lleva­
rá también hasta él.
—Iré a Eburacum a su debido tiempo —asintió
Alecto—, pero te estaría muy agradecido si fueras tan ama­
ble de presentarme al tribuno Valerio antes de marcharte.
—Es muy fácil, porque cenará con nosotros esta noche.
El prefecto estaba encantado.
—¿Y tú, Constancio, piensas que te será posible partir
mañana? El divino Emperador insistió mucho en ello...
—¿Dónde está tu barco? O mejor dicho, mi barco.
—En Anderida. Está cargando mercancías.
—Muy bien. Partiré mañana. Mientras, te ruego que
aceptes mi modesta hospitalidad. Somos provincianos,*
amigo Alecto, y no podemos ofrecerte los lujos de Roma...
El prefecto sonrió hipócritamente.
—Eres demasiado amable; yo soy un simple soldado... y
he pasado las últimas semanas a caballo o en carruajes ga­
los. Sólo los dioses saben lo que habré hecho para merecer
el castigo de viajar en esos carruajes, y en cuanto a los ca­
ballos no he encontrado uno bueno en todo el viaje. La pro­
vincia se encuentra en un estado abominable. Tu casa es un
remanso de paz, noble Constancio, un remanso de paz...

58
EL ARBOL VIVIENTE

Constancio se preguntó si era un bruto o un zorro


astuto.

3.

Tiene que venir a mí, pensaba Elena. Tiene que venir y


necesito que venga más que lo he necesitado nunca; sin em­
bargo, sería mejor que ya se hubiera marchado. Estoy can­
sada y me siento torpe, atenazada por el miedo a la soledad.
No quiero que se lleve de mí la imagen de una mujer cansa­
da, cobarde y patética.
Intentó amaestrar sus pensamientos, pero la voluntad
no le obedeció. Despidió a las dos esclavas galas que la ha­
bían ayudado a desvestirse y se acercó a la ventana.
Allí delante estaba el jardín, la pradera donde Constan­
tino había estado peleando con su entrenador; allí estaba la
pérgola desde donde, esa misma tarde, habían estado mi­
rándolo. Parecía como si hubieran pasado años después de
eso, como si hubiera sucedido en otra vida. Era otra mujer
la que se había sentido tan feliz.
Ahora el jardín le parecía extrañamente reducido y os­
curo; apenas si medía tres pasos de largo, después estaba la
carretera y los árboles detrás de la carretera; a continua­
ción campos, más allá de los árboles, y un río, casas y más
campos; al final estaba la costa y el mar, que parecía un se­
gundo cielo oscuro. Agua y más agua, ella lo conocía bien...:
el golfo tempestuoso, la costa de Hispania, las Columnas de
Hércules y el Mediterráneo. Y en alguna parte, al final del
final, Ostia, el puerto de Roma y, por último, Roma. El ha­
bía venido de Roma y Roma se lo volvía a llevar.
Era insoportable pensar que él todavía no se había mar­
chado...; la noche que se avecinaba, la despedida, la come­
dia lamentable de mostrarse fuerte y serena cuando estu­
viese delante de él. Quizá él estaría teniendo estos mismos
sentimientos y decidiera no venir a verla.
Quizá, si venía, fuera sólo porque él sabía que lo estaba
esperando.
Se rebeló con ardiente furia ante su propia debilidad; el
orgullo circuló por sus venas como un torrente, notó que se

59
LOUIS DE WOHL

renovaba su belleza y que se llenaba de una nueva espe­


ranza.
No había luna en el jardín y sólo unas pocas estrellas.
¿Por qué no brillaban esta noche?, pensó con rabia, y levan­
tó los brazos como si las invocara para que se presentaran
ante ella, como hacían los druidas en la fiesta de las Tres
Madres.
★* ★

Cuando Constancio entró, la encontró mirando al cielo


con una extraña intensidad.
—Ahora hay más —dijo ella—. Muchas más. Pero una ha
desaparecido.
Se arrojó a sus brazos, abandonándose temblando, pero
cuando sus labios se separaron él vio que su mirada no te­
nía brillo y comprendió que, aunque estuviera a su lado
cientos de años, algo que había en ella —una luz oscura y
serena, una llama sin calor— le impediría entenderla.

★★★

Ella estuvo velando su sueño como había velado el sue­


ño de su hijo. Constantino se parecía a él cada vez más. Te­
nía la misma curva entre el labio inferior y la barbilla, era
voluntarioso y siempre estaba dispuesto a reír a la más li­
gera provocación; el pelo le crecía igual que a su padre, cas­
taño oscuro, lustroso y espeso; las cejas, firmemente dibu­
jadas y casi rectas.
El había estado hablando con ella; pero ella le había es­
cuchado con el pensamiento puesto en sus cosas, que él
nunca podría penetrar, aunque no por eso había perdido ni
una sola de sus palabras. La invitación a ir a Roma era algo
que él había estado esperando desde el mismo momento en
que empezó su carrera. Tenía que llegar, y había llegado.
Se había serenado y se encontraba en armonía con el
mundo entero, feliz e infantilmente; habló de Roma y de
Alecto y de Maximiano, como un niño habla de su juego fa­
vorito.

60
EL ARBOL VIVIENTE

—Alecto es un zorro estúpido... es las dos cosas: zorro y


estúpido; él se cree que es listo y siempre tropieza con su
propia inteligencia. Es un oliscón, desde luego... siempre
envían a esta clase de personas; a su regreso escriben unos
informes larguísimos que nadie lee nunca; Maximiano cier­
tamente no los leerá. Nuestro nuevo divino Amo es casi un
analfabeto...; no creo que haya leído más de media docena
de cartas en toda su vida y, por supuesto, ni un solo libro.
Lo único que sabe es ser soldado, y en esto es competente.
Es admirable cómo parece que nos empeñamos en elevar a
la cumbre a hombres que sólo tienen vocación de soldados.
Es el instinto de la Loba Capitolina, supongo; siempre lo
ha tenido...
Zorro, sí, pero no solamente zorro. ¿Era verdaderamen­
te torpe? Durante la comida no había hablado más que de
los chismes de Roma, para distraerla, pensó él; los escánda­
los parecían burbujear de sus labios expresivos, acabando
su narración con una repulsiva sonrisa, como la sonrisa
pintarrajeada de una cortesana. El ingenuo pequeño Vale­
rio apenas si había dicho una palabra, era obvio que estaba
muy impresionado por el elegante huésped que venía de la
Ciudad Imperial. Incluso en la forma que tuvo Alecto de
apreciar la hospitalidad de Elena había una suave nota de
condescendencia. Sus ojos no dejaron un momento de ser
fríos y de estar alerta.
Ella le odiaba: era un enemigo más peligroso y traidor
de lo que Constancio se imaginaba. Lo odiaba porque le ha­
bía robado las últimas horas con Constancio y porque esta­
ba ocupando la mente de Constancio incluso ahora que es­
taba allí descansando a su lado. Alecto era muy poco roma­
no y, sin embargo, era el símbolo de Roma, que hacia peda­
zos la felicidad para dominar mejor. Notó que se rebelaba
como en los días antiguos, cuando sólo la vista de una túni­
ca romana le hacía rechinar los dientes. Constancio había
hecho que ella olvidara todo esto, pero Alecto se lo había
vuelto a despertar.
Pero todas estas cosas que pensaba eran excusas, para
no reconocer la simple verdad: se sentía desgraciada por­
que él tenía que marcharse.
En la conversación con ella, Constancio se había puesto

61
LOUIS DE WOHL

más serio; habló de sus planes; ella sabía que nunca había
hablado de ello con nadie, y esto la llenó de orgullo y volvió
a sentirse feliz. Era su mujer desde hacía trece años y le ha­
bía dado un hijo; se pertenecían el uno al otro. Su grandeza
era la grandeza de ella, y si la grandeza de él era Roma, en­
tonces también lo era de ella. Hacía ya tiempo que Roma
había dejado de ser romana en el sentido exacto del térmi­
no. ¿Cuántos Emperadores habían sido romanos? Diocle-
ciano era dálmata, Maximiano y Aureliano procedían de
Smirnium, Caro y Probo habían nacido lejos del suelo ita­
liano. Sus carreras habían sido idénticas...; todos proce­
dían del ejército. Si Constancio...
No serv ía de nada jugar al escondite consigo misma. Sí,
ella había considerado posible que también él alcanzara el
escalón más elevado; era posible. Tenía la edad adecuada,
sólo se precisaba que interviniera la suerte.
Cuando ella era más joven, en cada uno de los camara­
das de su marido veía un peligro para su carrera. Constan­
cio no se cansaba de tomarle el pelo por eso; incluso hubo
un tiempo en el que ella intentó tramar intrigas; él se dis­
gustó, y una o dos veces tuvieron escenas violentas.
No había sido fácil aprender el oficio de esposa de un
oficial romano. La vida en una ciudad de guarnición se de­
sarrollaba en un sector muy reducido: primero Eburacum,
cuando Constancio fue ayudante de campo de Petronio
Aquila; después, su actual jefatura como comandante de
Britania del Sur. Muchas veces, cuando él iba a Galia a ca­
zar con algunos colegas del ejército, ella pudo acompañar­
le, pero no lo hizo. Y cuando él partió hacia el Norte en ex­
pedición contra tres tribus caledonias, que se habían aliado
para instigar una rebelión, estuvo fuera casi seis meses.
Naturalmente, ella había estado preocupada, y también
irritada por su ausencia; no habían sido unos meses fáciles
de soportar... pero aquello había sido muy diferente de lo
de ahora. Ahora se iba a Roma.
La expedición a Caledonia había tenido un carácter pu­
ramente militar. Curio, el legado para el Norte, se había
puesto enfermo, y Constancio tuvo que sustituirlo. Llevó a
cabo su tarea tan bien que el viejo y gruñón legado no tuvo
más remedio que enviar a Roma un informe muy elogioso.

62
EL ARBOL VIVIENTE

Probo era el Emperador en aquellos momentos... cambia-


ban tanto los Emperadores por aquellos tiempos, que no se
podía llevar la cuenta; muchos eran asesinados... casi todos
eran asesinados. Pero eso no sucedería con Constancio, y
ella sabía quén cuidaría de ello.
Ella deseaba que triunfara... lo deseaba, lo deseba. Son­
rió, acordándose de cuando se veía a sí misma como sobe­
rana, igual que Boadicea y que Zenobia. Las mujeres no es­
taban destinadas a gobernar... al menos directamente.
Cleopatra había sido la más inteligente... al principio, por­
que después no había sabido comportarse inteligentemen­
te: Marco Antonio no era la clase de hombre del que se po­
día uno fiar; fue bastante fiel, pero estaba demasiado domi­
nado por los placeres de la vida. A Cleopatra le pasaba otro
tanto, y de esta manera lo alentaba. En realidad, ella estaba
engreída con él; no le amaba. En todo caso ella amaba, en
él, al César... quizá.
—Constancio, ¿crees que Cleopatra amaba de verdad al
César?
El estaba dormido y no la oyó. Su padre acostumbraba a
decir que, cuando un hombre dormía su espíritu estaba via­
jando por el pasado o por el futuro, pero que, al despertar,
el recuerdo de lo que había soñado se le disipaba en un ins­
tante. Acaso el pensamiento de Constancio estaba volando
hacia Roma, donde iba a hablar con el nuevo Emperador...
o quizá retrocedía al tiempo en el que se encontraron por
primera vez en medio de la niebla, en la costa.
Era difícil imaginar que ella había sido aquella mucha­
cha que odiaba todo lo que era romano y que deseaba ser
como Zenobia. Si para un hombre poderoso era difícil no
despreciar a todos los que estaban bajo su autoridad, para
una mujer eso era casi imposible. Ahora bien, gobernar a
través del hombre amado era otra cosa diferente. Constan­
cio iba a Roma... y esto era el primer paso hacia el verdade­
ro poder.
Tenía que alegrarse por ello. No estaría fuera más tiem­
po que cuando fue a pelear contra los caledonios, y posible­
mente menos. También el Emperador le podía encomendar
la jefatura de algún otro lugar. En ese caso, ella estaba dis-

63
LOUIS DE WOHL

pueta a seguirle. Tenía que alegrarse por ello. No había ra­


zón para no alegrarse.
Era como si enviara a Roma una parte de sí misma para
conquistar poder y honores. Era como si enviara su brazo
derecho. Una parte de su cerebro. ¡Adelante!... Apodérate
de ello. Lo necesito. ¿Te figuras hasta qué punto lo necesi­
to? ¿Te lo figuras? Maximiano, hijo de un campesino. Dio-
cleciano, hijo de esclavos. Tú eres más que ellos, ¿no es así,
Constancio?
Desde lejos llegó hasta ella el eco de un grito; el grito de
una voz vieja, vieja: «He engendrado sangre real, o no?».
Es la llamada de la sangre, Constancio. Ve y apodérate
de ello.
Se inclinó sobre él como si deseara inculcar sus pensa­
mientos en la cabeza de él. Su cuerpo, todavía ágil y esbel­
to, tenía la elasticidad vigorosa de un felino que estuviera a
punto de saltar.
Tú y yo, Constancio... gobernaremos el mundo, ¿no es
cierto? Sangre imperial de Roma y sangre real de Britania:
al lado de esto, ¿qué era el hijo de un campesino o el vásta-
go de unos esclavos? Nunca has expresado esto en pala­
bras, pero yo sé bien que este pensamiento ocupaba tu men­
te y que no estaba aletargado. Es en ti una llama oculta, co­
mo lo es en mí. Apodérate de ello... aunque tengas que em­
plear años para conseguirlo... empléalos. Podemos esperar,
tú y yo. Somos jóvenes. De todas maneras, no nos hagas es­
perar demasiado. Ya van apareciendo algunas canas en tus
sienes, querido mío. En las mías todavía no las hay... pero
no tardarán. Apodérate del Poder cuando todavía nos sea
posible gozar de él.
El se agitó en su sueño y ella se echó hacia atrás, pero no
se despertó. ¿Se había enfriado la habitación de repente?
Ya era mucho más de la medianoche... dentro de pocas ho­
ras él partiría. ¿Qué le había sucedido a ella? Qué locura...
qué sueño insensato... ella, que creía haber desterrado de
su pensamiento todo eso hacía años, volvía a hacer que re­
brotara desde una brillante profundidad.
El Poder. ¿Podría, como emperatriz, como soberana del
mundo entero ser más feliz de lo que había sido todos estos
años? ¿Quién era esa mujer que había estado insuflando

64
EL ARBOL VIVIENTE

pensamientos en los oídos de un hombre dormido?


Se levantó y se acercó a la ventana. Hacia la parte del
Nordeste estaba Camuladunum y el hogar paterno. Quizá él
podía escuchar sus pensamientos, como con frecuencia ella
estaba convencida de que lo había hecho cuando era peque­
ña. ¿Hay dos mujeres en mí, padre, en lugar de una sola?
¿Hay una que ambiciona el Poder y otra que no necesita
más que a su marido y a su hijo? ¿Soplaron los dioses dos
veces sobre mí, infundiéndome dos espíritus diferentes,
cuando yo estaba en el vientre de mi madre?
Pero su padre nunca había respondido a ninguna pre­
gunta acerca de los dioses.
Además, los dioses parecían no responder a ninguna
pregunta que se les hiciera acerca de sí mismos.
Iré a ver a mi padre, pensó. En cuanto Constancio se
marche iré a ver a mi padre. Esto era mostrar una debili­
dad; era la misma debilidad que llevaba a los hombres a
caer de rodillas ante los altares de tantos dioses y diosas,
para hacerles preguntas con el deseo de recibir una res­
puesta, aunque sabían perfectamente en el fondo de sus co­
razones que esa respuesta no existía, y que la pregunta y la
oración que hacían rebotaba hacia ellos como un eco.
Contempló al durmiente; podía oír su respiración, pro­
funda y rítmica... sin embargo, sintió que él ya se había ido,
buceando en la resplandeciente profundidad hacia el triun­
fo; sintió que su deseo había sido una invocación... tan irre­
vocable como una flecha que ya ha salido del arco; y sintió
que ella estaba sola... sola y asustada.

4.

—El nuevo ceremonial —dijo el chambelán imperial


nerviosamente— instaurado por sus divinas Majestades los
Emperadores Diocleciano y Maximiano, a quienes los dio­
ses otorguen larga vida y victorias inmortales, es el siguien­
te: entrarás en el patio interior a una distancia de cinco pa­
sos detrás de mí... serás presentado al prefecto de la guar­
dia de corps. A continuación pasarás a la Sala Circular, en
la cual te unirás a otros visitantes. Subiremos la Gran Es-

65
LOUIS DE WOHL

calera que conduce a la sala de audiencias... ¿Cómo has di­


cho que te llamas ?
—Soy el legado Constancio.
—Desde luego, desde luego; aquí está tu nombre...
El chambelán imperial manipulaba un ancho rollo de
cantos dorados. Constancio pudo ver que en él había cien­
tos de nombres, por eso la pregunta del chambelán era
comprensible. Lo que no era excusable es que el chambelán
imperial se moviera amaneradamente como una vieja enco­
gida, y que usase cosméticos.
—Muy bien, entonces, legado Constancio; tu puesto pa­
ra subir las escaleras está entre el legado Basanio y el lega­
do Terencio. Vamos a...
—¿Aulo Terencio, el de la Legión XIV?
En la pintarrajeada cara apareció un gesto huraño.
—Sí, sí..., pero te ruego que no me interrumpas. El nue­
vo ceremonial es un tanto complicado y tengo que atender
a un montón de obligaciones en muy poco tiempo. ¿Qué te
estaba diciendo? Ah, sí... por la Gran Escalera nos encami­
naremos a la sala de audiencias; el Primer chambelán, Sem-
pronio, se ocupará de iros presentando. Su Majestad Impe­
rial puede entrar o no en la Sala... si entra, tienes que pos­
trarte en tierra cuando las trompetas den la señal.
Constancio no daba crédito a sus oídos. ¿Los legados ro­
manos postrados como esclavos? El chambelán seguía con
su cháchara, pero él no lo escuchaba. ¿Qué le había sucedi­
do a Roma? Ya hacía mucho tiempo que en los ambientes
del ejército se rumoreaba que el Imperio se estaba degene­
rando, pero esto era siempre la comidilla de los oficiales in­
satisfechos porque las cosas no iban como ellos querrían.
Sobornos, maniobras e intrigas, favoritismo, corrupción...
de todo eso había ciertamente. Pero imitar así las peores
costumbres orientales... ni siquiera Heliogábalo se había
atrevido a una cosa semejante. Se limitó a imitar a Oriente
en el vestirse como una mujerzuela oriental para sus prác­
ticas decadentes; se había rodeado de esa clase de amantes
y les distribuía altos cargos en la medida de sus cualidades
amorosas. Pero Heliogábalo nunca osó involucrar al ejérci­
to en sus extravagancias orientales.
El chambelán continuaba parloteando acerca del «salu-

66
EL ARBOL VIVIENTE

do protocolario» y del «título oficial» y de lo que se podía y


no se podía decir en presencia del divino Emperador.
—Muy bien —cortó Constancio—. Esto es todo lo que
puedo digerir en una sola lección. He venido aquí para in­
formar y no para aprender gimnasia oriental.
El chambelán se encogió de hombros con indiferencia.
—Como te parezca, noble legado... pero después no me
eches los perros si las cosas van mal. Nuestro divino Empe­
rador no siempre es indulgente.
—Nunca he oído hablar de la indulgencia de Maximiano
—rió Constancio—. Así que prosigamos. Lo primero es el
patio interior, ¿no?
El patio interior era lo primero. El andar melindroso
del chambelán hizo que Constancio sintiera la comezón de
darle un buen puntapié en sus posaderas, que estaban ocul­
tas por un largo y primorosamente bordado manto. Quizá
el chambelán sabía que despertaba esa clase de sentimien­
tos, y por eso insistía en lo de la distancia de cinco pasos...
Anibaliano, prefecto de la guardia de corps, era un indi­
viduo grande y corpulento, que vestía un uniforme resplan­
deciente de oro.
—¿Qué tal por Britania? —preguntó secamente, que­
riendo demostrar que conocía bien al visitante.
No esperó respuesta, sino que se volvió para inspeccio­
nar a los centinelas situados a lo largo de las paredes de la
sala.
El chambelán se deslizaba con sus pasitos por un ancho
corredor, flanqueado también por centinelas, hasta la Sala
Circular, en la que un centenar de personas distinguidas
mantenían conversaciones distinguidas...
Constancio reconoció a Terencio y se dirigió hacia él a
través de esa multitud.
—Salud, querido viejo Cara-de-Cerdo —le dijo con
afecto—. Un siglo que no te veo. Estás igual que siempre.
¿Cómo va la Legión XIV?
— ¡Por Júpiter! —exclamó el enérgico y menudo oficial,
pestañeando—. ¡Pero si es el joven Constancio! Tampoco tú
has cambiado... ¿Cuánto tiempo que no nos vemos?...; pre­
fiero no hacer la cuenta. Pero me decepcionas, Constancio;

67
LOUIS DE WOHL

creí que regresarías preciosamente pintado de azul... igual


que ellos se pintan de añil, ¿no?
—Cálmate, Cara-de-Cerdo —se rió Constancio—. Ya sa­
bes que me he casado con una muchacha británica. Tengo
ya un hijo... de casi trece años, que puede competir con el
mejor jinete de la Legión XIV... a no ser que los bribones
que la componen hayan cambiado mucho desde la última
vez que los vi.
—No han cambiado nada —sonrió Terencio—. Ni cam­
biarán nunca. Están bien como son. ¿Así es que te has casa­
do con una nativa? Me parece muy bien. Estupendo lo de tu
hijo. Envíamelo cuando esté en edad y le enseñaré algunas
tretas; he aprendido dos o tres nuevas en la campaña de
Egipto; ya te las explicaré. No hubo nada de particular en
esa campaña: fue una simple preparación para acciones fu­
turas.
—¿Quieres decir para Persia?
—Sí. Están decididos a ella.
—Me has dicho que me he contagiado de los nativos...
pero me parece que, aquí en casa, estáis muy orientaliza-
cios. a juzgar por todo lo que me ha estado diciendo ese ex­
quisito amigo, el chambelán.
—Desde luego. Ahora somos condenamente orien­
tales.
Terencio echó una mirada alrededor, pero no había na­
die lo bastante cerca para haberlo oído; todos estaban por
allí charlando, en pequeños grupos por toda la sala. El
chambelán había desaparecido.
—No pueden hacer otra cosa, compréndelo —murmuró
Terencio—. Saben bien que son gente de procedencia mo­
desta... La única manera que tienen de meternos en la cabe­
za que son divinos es montar un gran espectáculo. En con­
secuencia, hemos adoptado el ceremonial persa... lo único
que hasta ahora le hemos conquistado a Persia.
—¿Tienes idea de quién tendrá el mando supremo?
—Eso se escapa a nuestro alcance... somos criaturitas
para Maximiano; Diocleciano lo decidirá, pero no será el
viejo quien vaya, créeme. Para mí, que será Galerio.
—Cuyo padre era pastor.
—Estás equivocado, amigo. Galerio era pastor. Nadie

68
EL ARBOL VIVIENTE

sabe quién era su padre... ni el mismo Galerio.


Ambos se echaron a reír.
—Me alegro de haberte encontrado aquí —dijo
Constancio—. Esta estupidez oriental me deprime.
—Cara-de-Cerdo y Rostro-Pálido frotando sus narices
en la alfombra imperial —gruñó Terencio—. ¡Bonita situa­
ción! ¿Tienes alguna idea de por qué te han hecho venir des­
de Britania?
—Ni la más ligera. Me visitó un tal Alecto, prefecto de
no sé qué cosa, que me llevaba una carta del Emperador...
—¿De Maximiano?
—Sí; decía «ven en el acto». Embarqué en una nave y me
vine. Me ordenaba venir a Roma y desembarqué en Ostia.
Allí me enteré de que el Emperador no estaba et¿ Roma, si­
no aquí en Milán, y me vine para acá.
—Estuvimos en Roma... cosa de una semana. El viejo
odia la Ciudad y los romanos no le tienen mucho afecto,
porque ha aumentado los impuestos.
Terencio silbó suavemente.
—Espera, que ya os llegará también a Britania. Alguien
tiene que pagar las ceremonias orientales y todo lo demás.
—Comprendo. ¿Y qué es todo lo demás?
—Bueno..., por ejemplo, la celebración de la victoria.
—¿Qué victoria?
Terencio volvió a silbar.
—¿Pero qué te pasa, hombre ? ¿Dónde has estado metido
que no lo sabes?
—Ya te lo he dicho..., a bordo de un barco. Decían que era
un barco correo, pero era el bote más lento que jamás haya
pasado por entre las Columnas de Hércules. Yo bramaba y
estaba que echaba humo, pero ninguna de mis protestas
sirvió para que fuera más de prisa. Le decía al capitán que
cuando arribásemos me habría convertido ya en un viejo
decrépito, y le llamaba Caronte, pero él se quedaba tan
tranquilo. Por lo demás, siempre estaba borracho. Pero
¿qué victoria es esa que estamos celebrando?
—La rebelión de la Galia ha sido sofocada; por fin.
— ¡Vaya victoria! Sobre una comparsa de campesinos
medio idiotas e indisciplinados...

69
LOUIS DE WOHL

— ¡Un momento, amigo! Es una nueva joya en la diade­


ma de nuestro divino Emperador...
Un oficial resplandeciente de oro pasó ante ellos.
—Es Sempronio —susurró Terencio—. El espía mejor
pagado de la Corte. Oficialmente es el Chambelán Mayor,
¡maldito sea! ¡Oh! te gustaría la vida en Milán. Pero com­
prendo tu irritación con el asunto de la Galia, porque te pi­
dieron que enviaras algunas de tus tropas allí, ¿no? Amigo,
fue un asunto difícil, créeme. Los campesinos sublevados
son los peores enemigos que uno puede tener. Un hombre
siempre luchará con más denuedo por la tierra que por di­
nero... especialmente si la tierra en litigio es la tierra en
donde ha nacido. Cuando los sometíamos en el Oeste, se re­
belaban en el Este. Pero hace dos semanas capturamos a
Eliano y fue crucificado, y eso vino a ser el final. Era un
hombre astuto... cogerle nos costó unos doce mil hombres.
Por supuesto que toda esa cuestión habría sido liquidada
hace tiempo, si no fuera porque el sanguinario Carausio...
—¿Carausio? ¿Qué tiene él que ver con esto?
—Bueno... es el almirante de nuestra flota...
—Sí, ya sé; que está surta en Gesoriacum. Mi calamitoso
barco pertenecía a ella. Supongo que querría deshacerse de
él y se agarró a esa oportunidad. ¿Pero qué tiene que ver él
con los campesinos galos?
—Todo y nada. ¿Que los campesinos necesitaban ar­
mas? ¿Y los francos tenían armas? Pues para llevarlas des­
de donde estaban los francos hasta donde estaban los cam­
pesinos había que pasar como fuera por donde estaban los
hombres de Carausio. Bueno..., pues las dejaba pasar. Así
ha amasado un bonito montón de dinero.
—Buen trabajo. ¿Y el viejo Maximiano no hizo nada pa­
ra eliminar eso?
—¿Parar a Carausio? Ya veo que no conoces a ese indivi­
duo. Manda toda la flota... con unos doce mil hombres,
aparte de los marineros y los esclavos. Tiene sus propias
tropas auxiliares, la gran mayoría francos. Cada uno de los
hombres bajo sus órdenes está dispuesto a degollar al pri­
mero que pestañee. Tiene un talento muy especial para ha­
cerse popular...
Constancio movió la cabeza.

70
EL ARBOL VIVIENTE

—Ese individuo, Alecto, parecía que también era espe­


cialmente entusiasta de él...
—Ahí está. Pero no durará mucho, ahora que la guerra
ha terminado. O mucho me equivoco o Carausio está en la
lista negra, y cuando se está en ella...
—...no te queda mucho tiempo de vida. Ya se sabe. Bien.
Carausio tiene que ser quitado de enmedio. Lo que yo me
pregunto es cómo se podrá echar mano de él si está arropa­
do por ese montón de entusiastas...
Terencio arrugó la nariz.
—Eso se lo tendrías que preguntar al viejo...
— ¡Atención! —gritó una voz. Era Anibaliano.
Todo el mundo guardó silencio. El chambelán había re­
gresado y estaba situado al pie de la escalera, con el rollo
en la mano.
—Los visitantes empezarán a subir —dijo con voz
suave— por el orden en que yo los nombre. El Presidente
del Senado, Marco Trebonio Víctor; el legado jefe Publio
Cornelio Mamertino; el prefecto de la guardia de corps,
Anibaliano...
—Una noble serpiente repta hacia arriba por la escalera
—susurró Constancio, y su amigo ahogó una carcajada con
gran dificultad.
—...el legado Licinio; el legado Basiano; el legado Cons­
tancio...
— ¡Adelante, muchacho!
—...el legado Terencio; el legado Aurelio Cotta...
Nombre tras nombre, fueron todos llamados... muchos
de ellos sonaban como toques de trompeta; nombres que
evocaban victorias desde hacía doscientos años... quinien­
tos años... y cuyos descendientes tendrían ahora que pos­
trarse ante un campesino vestido con una capa de púrpura.
La Sala de Audiencias era enorme, y también estaba me­
dio llena de dignatarios, oficiales v guardias. El chambelán
jefe Sempronio estaba de pie en el centro, en posición de
firmes, tan inmóvil como una estatua.
Con un pequeño movimiento de su bastón de mando iba
indicando su sitio a cada uno de los que entraban. No se oía
ni un ruido en la vasta sala, salvo los pasos de quienes iban
entrando.
LOUIS DE WOHL

—Hoy su tarea es fácil —susurró Terencio—. Tenías


que haberlo visto hace tres meses, cuando Diocleciano esta­
ba también aquí: ¡Dos Emperadores en un mismo palacio!
El pobre Sempronio sudaba la gota gorda con los proble­
mas del protocolo. Incluso llegué a sentir lástima de él. Un
día, los dos Señores quisieron hacer una declaración con­
junta. Era imposible hacerlos entrar uno al lado del otro,
porque a la fuerza uno estaría en el lugar más honorífico.
Sempronio tuvo entonces la ingeniosa idea de hacerlos en­
trar por sitios diferentes, pero exactamente al mismo tiem­
po. Con decirte que estuvo ensayando durante cuatro horas
con la guardia de corps... Salió maravillosamente. Diocle­
ciano estaba encantado... le gustan estas cosas. El viejo Ma-
ximiano las aborrece, pero piensa que, si cede en esta clase
de cosas, no tendrá que ceder en otras. ¡Por todos los dio­
ses, mira!
La cortina de uno de los extremos de la sala fue abierta
violentamente y apareció un hombre gigantesco: cabeza
grande, barbudo, cuello de toro; el pelo, todavía abundante,
estaba desgreñado. Llevaba una túnica de púrpura, pero no
llevaba capa; en una mano blandía un faisán asado.
La repentina aparición dejó de piedra a toda la asam­
blea. Sólo unos pocos se postraron. El desgraciado chambe­
lán jefe parecía como si fuera a desmayarse.
—¡Dónde está Mamertino! —rugió el Emperador—.
¡Dónde está Constancio!
—Aquí, Majestad.
—Aquí, Sire.
—¡Venid los dos! ¡Despide a los demás, Sempronio!
—S... sí, Majestad.
Atravesando la turbamulta, los dos oficiales se acerca­
ron a aquel hombre que ni siquiera se había puesto la capa;
Maximíano mordió el faisán, dio media vuelta y desapare­
ció detrás de la cortina.
Mamertino y Constancio avanzaron más y se encontra­
ron solos en una pequeña habitación, donde había un único
guardia de corps con una trompeta en la mano; parecía no
saber si tenía que utilizarla o no. Decidió ponerse en posi­
ción de firmes. Los dos oficiales siguieron adelante por un
corto corredor hasta otra habitación, y allí estaba Maximia-

72
EL ARBOL VIVIENTE

no... todavía con el trozo de faisán en la mano, ante una me­


sa sobre la cual había un gran mapa extendido. Con él esta­
ban unos cuantos oficiales de Estado Mayor. Constancio re­
conoció a Galerio, de quien su amigo le había dicho que iba a
ser el que más probablemente ostentaría el mando supre­
mo en la próxima guerra de Persia; y a Valerio, el legado de
la Legión XXII, conocido como el hombre más elegante del
Imperio; también estaba el joven Majencio, hijo del Empera­
dor...; había heredado de su padre la misma obstinada bar­
billa y también la misma ambición.
Para su satisfacción, Constancio vio que el legado jefe,
en vez de postrarse, solamente saludó militarmente, y él si­
guió su ejemplo. Aquello era con toda evidencia un Consejo
de guerra, no una recepción de Corte.
Maximiano quiso corresponder al saludo, levantó la ma­
no y se percató de que todavía estaba empuñando el faisán;
lo arrojó en medio de la habitación. Fue tan tremenda y tan
horrible su rabia, que su gesto no movió lo más mínimo a
hilaridad. Su rostro estaba casi azul... parecía que iba a dar
un estallido en cualquier momento. Las venas de su frente
parecían cuerdas.
—Eres el legado jefe de la Britania del Sur, Constancio
—dijo con voz ronca—. ¡Te interesará saber que la provin­
cia de Britania ha sido ocupada por el enemigo!

5.

Durante un breve momento Constancio pensó que el


Emperador se había vuelto loco. Algunos historiadores de­
cían que Tiberio perdía el juicio temporalmente en los ata­
ques de rabia. Pero, si éste fuera el caso de Maximiano, la ac­
titud de los hombres que en aquel momento estaban junto a
él sería diferente. Lo mirarían llenos de espanto; sin embar­
go, estaban a todas luces abatidos, enojados y sombríos.
¿La provincia de Britania había sido ocupada por el ene­
migo..? ¿Qué enemigo? Podría ser que Curio se hubiera re­
belado..., pero Curio nunca haría eso, no tenía suficiente
ambición; además, el Emperador habría hablado de insu­
rrección. ¿Los daneses? ¿Los francos? Era más probable

73
LOUIS DK WOHL

que fuesen éstos, pues tenían una flota bastante grande,


compuesta de rápidos bergantines, y precisamente por cau­
sa de ellos es por lo que estaba la flota de Carausio estacio­
nada allí... ¿La flota de Carausio? ¿Sería posible que Carau­
sio...? ¡Sí* por Júpiter, eso era!
—¿Carausio, Sire? —preguntó.
La cabeza de Constancio estaba todavía trastornada, pe­
ro se dominó. En un instante acudieron a su pensamiento
las causas y sus consecuencias con una soprendente clari­
dad; Carausio, el hombre que estaba en la lista negra... el
hombre que estaba apoyado por tropas que le eran fieles,
que estaba en posesión de una gran flota de excelentes bar­
cos estacionados a las mismas puertas de Britania. Segura­
mente le habían llegado rumores de los planes que el Empe­
rador tenía sobre él, y había levantado el vuelo... precisa­
mente hacia Britania. Pero volar hacia Britania significaba
tener que conquistarla... tratándose de Carausio. El pobre
pequeño Valerio tendría una suerte de perros, si se le venía
encima un ataque como ése. En cuanto a Curio, nunca ha­
bía sido un hombre de acción. El único oficial de alta gra­
duación peligroso —peligroso para Carausio— que había
en Britania era Constancio, y el legado Constancio había
dejado el campo libre, en el momento de suceder todo eso.
¿Había sido una casualidad? Recordó el extraño interés de
Alecto por saber la cantidad de tropas que tenía bajo su
mando, su ansiedad por que partiese inmediatamnte, la de­
sesperante lentitud del viaje del Titán... todo encajaba...
Mientras Constancio pensaba estas cosas, Maximiano
estaba jurando como un carretero. Su puño enorme se aba­
tía una y otra vez sobre la mesa, al mismo tiempo que vomi­
taba blasfemias y obscenidades hasta perder el resuello.
¡Carausio, tenía que ser Carausio! No podía ser más que
Carausio, ese bastardo, esa escoria, ese hijo y nieto de una
prostituta tuerta. ¿No había dicho él siempre que era un
traidor? ¿No había él insistido, rogado, suplicado al jefe de
Galia que metiese entre rejas a esa alimaña venenosa, a ese
pedazo de carroña putrefacta? Pero todo lo que había dicho
se lo había llevado el viento. ¡Ellos sabían más, el jefe de
Galia y el jefe de Britania!

74
EL ARBOL VIVIENTE

Vatinio, el jefe de la Galía del Norte y del Oeste empezó


a sentirse incómodo. Constancio se mantuvo impasible.
Procuraba apartar todo pensamiento de Elena y de Cons-
tan tino. Atenerse a los hechos, eso es lo que en esos momen­
tos importaba; atenerse a los hechos que conocía ese hom­
bre airado y apoplético que mandaba en la mitad del mun­
do civilizado.
—Y luego me vienen con celebraciones de victoria
—rugió Maximiano—. Victoria sobre Aeliano, ¡ese pobre
macaco! Victoria sobre mendigos famélicos, ¡así se os pu­
drieran los huesos! Victoria sobre la carpa, y, mientras, el
mero anda suelto. ¿Qué habré hecho yo para verme conde­
nado a mandar sobre un puñado de cobardes imbéciles que
no saben reconocer una víbora cuando la ven ?
No puede ser un viejo tamestúpido, pensó Constancio.
Diocleciano es demasiado inteligente para haber hecho una
elección tan mala. Dio un paso al frente y se puso en actitud
de firmes.
El Emperador se aclaró la garganta y escupió.
—Muy bien —espetó—. ¿Qué tienes que decir?
—El legado Constancio, jefe de la Britania del Sur, se
presenta siguiendo órdenes de Vuestra Majestad —dijo
Constancio—. Zarpé dentro de las veinticuatro horas des­
pués de recibir la orden. El barco, que me asignó el legado
de Vuestra Majestad, empleó sesenta y tres días en el viaje.
Maximiano abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Tengo la impresión de que este individuo me está re­
gañando —dijo bruscamente—, ¡Por Hécate, que tienes va­
lor!
—Si no lo tuviese —replicó Constancio con calma—, el
divino Emperador no me habría mandado venir. Vuestra
Majestad me dice que Roma ha perdido una provincia. De­
seo que se me encomiende recuperarla.
Galerio miró la cara del Emperador y se permitió reír
por lo bajo, pero no estuvo acertado.
—Me alegro de que alguien se divierta —le reprochó
Maximiano—. ¿Qué sabes de lo que ha ocurrido en Brita-
nia, Constancio?
—Sólo lo que Vuestra Majestad acaba de decirme —fue
la concisa respuesta—. Pero como Carausio es el culpable,
LOUIS DE WOHL

tengo una idea razonable de cómo ha sucedido.


—Oigamos esa «razonable idea» —gruñó Maximiano.
—¿Puedo hacer antes una pregunta, Sire?
—Sí, pero que sea breve.
—¿Me envió Vuestra Majestad al prefecto Alecto con
dos cartas?
—Si, te las envié. No sé quién fue el mensajero. ¿Quién
fue, Mamertino?
—El tribuno Estrabonio, Sire. Pero sé quién es Alecto...
es un oficial de Carausio.
—Es lo que yo suponía —afirmó Constancio—. Por eso
puso tanto interés en que me fuera rápidamente. Me dijo
que incurriría en desgracia ante Vuestra Majestad, si espe­
raba hasta que la tropa hiciera el juramento de fidelidad.
Carausio debió de apoderarse de Estrabonio cuando éste
llegó a Gesoriacum para cruzar Britania. Muy posible­
mente él ya tenía sospechas, sabía que el Emperador no...
no le tenía en mucho aprecio; sabía también que la guerra
de los campesinos estaba ya a punto de terminar y se figuró
que a continuación el encartado sería él. Llegó un tribuno
con las primeras órdenes del nuevo Emperador; para él era
vital saber de qué órdenes se trataba y si le afectaban. No
tenían nada que ver con él, pero se le ocurrió la idea de en­
viar lejos al jefe de la Britania del Sur, quitándome de en
medio. Alargó mi viaje a Italia asignándome un barco
particularmente lento. Yo tenía que estar navegando cuan­
do Carausio diera el golpe: supongo que atacó en las calen­
das del mes pasado...
—Exactamente —le interrumpió Maximiano—. ¿Cómo
lo sabes?
—En esas fechas las mareas eran favorables, Sire. Es lo
más importante que debe tener en cuenta cualquiera que
desee invadir Britania. Es sabido que Carausio es un hom­
bre competente, por lo tanto, tiene que haber atacado con
sus fuerzas por diferentes puntos. Su espía Alecto le debió
de informar con detalle sobre la potencia y los efectivos de
las tropas romanas... además de que habrá empleado el so­
borno. Ahora bien, si yo hubiera dispuesto de esa informa­
ción en el caso de Carausio, habría desembarcado en
Anderida, cuyas defensas son prácticamente nulas...

76
EL ARBOL VIVIENTE

—¿Por qué? —preguntó el Emperador bruscamente.


—Porque se supone que Anderida estaba defendida pre­
cisamente por la flota que la ha atacado, Sire. Otra parte de
mi flota la habría hecho remontar el estuario del Támesis, y
habría enviado la caballería a Londinium y, de allí, a Veru-
lamium. El resto estaba hecho.
—Excelente —comento Maximiano—. Eso es precisa­
mente lo que Carausio ha hecho... —y de repente mugió co­
mo un toro—. ¡Y el resto estaba hecho! ¿Por qué, legado
Constancio? Se te había confiado la defensa de la Britania
del Sur... y tienes la desfachatez de decirme que cualquier
pirata bravucón, gusano repugnante, podía conquistarla fá­
cilmente. ¡En nombre de todos los dioses! ¿Qué has estado
haciendo durante todos estos años?
—No he parado de protestar en vano contra el sistemáti­
co deterioro del ejército de ocupación —fue la respuesta
fría—. No había más que tres mil soldados de tropas regu­
lares en todo el Sur, y diez mil hombres de tropas auxilia­
res, cuya eficacia combativa era decididamente miserable.
En los últimos seis años he enviado once notas de protesta
por este motivo.
Mamertino vio que le había llegado el momento, como
legado jefe, de dar una explicación.
—Continuamente estamos recibiendo protestas de esa
clase, Sire —murmuró con timidez—. Si hiciéramos caso de
todas ellas, sería absolutamente imposible disponer de las
tropas estacionadas en ninguna parte del Imperio. No ha­
bía motivo para pensar que en Britania era necesario man­
tener unos efectivos militares tan grandes.
—Ya se ha visto! —vocife ó el Emperador.
—Britania —dijo Constancio— ha sido conquistada por
la misma flota cuya misión era evitar que fuera conquista­
da.
—Tu victoria sobre los campesinos de Galia —dijo
Maximiano— ha sido pagada a un precio muy alto, Vatinio.
No, no te disculpes... no ha sido culpa tuya. Tampoco es cul­
pa de Constancio.
Estaba visiblemente más calmado.
—Tengo un hambre del demonio —dijo—. ¿Por qué se­
rá? Ah, ya lo sé... ese maldito mensajero interrumpió mi co-
LOUIS DE WOHL

mida. Bueno, no vamos a reconquistar Britania dentro de


la próxima media hora; es mejor que vayamos a comer algo.
Que alguien dé la orden. Constancio, puedes quedarte y to­
mar algo con nosotros... y tú también, Mamertino. Y si al­
guien pronuncia el nombre de Britania en la próxima me­
dia hora, le arranco la cabeza. ¡Vamos!
Hasta ese momento Constancio no se había fijado en la
gran mesa que había al otro extremo de la habitación. No
había ni un solo esclavo a la vista... seguramente se les ha­
bía ordenado que se fueran cuando Maximiano, asustado
por las noticias de Britania, improvisó el Consejo de gue­
rra.
Pero la mesa no estaba desierta. Había allí sentadas dos
figuras solitarias... una mujer joven y una muchachita.
«¡Esto es de locos!», pensó Constancio. Todo parecía cosa
de locos, como si fuera un sueño loco. Quizá... quizá se tra­
taba de un sueño, y se despertaría en cualqaier momento
todavía a bordo del Titán, meciéndose al viento en su viaje
interminable. El ceremonial persa... el Emperador empu­
ñando el faisán... Britania conquistada por unos rebeldes...
Y, por último, todos sentados a la mesa para cenar con una
joven y una niña. Ciertamente esto era mucho más un sue­
ño que cualquier otra cosa. Quizá eran las situaciones co­
mo ésta las que hacían que algunos filósofos aseguraran
que la vida no era una realidad actual, sino sólo una ilu­
sión. Con respecto a esa filosofía, él siempre había pensado
que lo que había que hacer era darle al filósofo un puñetazo
en la mandíbula y ofrecerle así la oportunidad de que refle­
xionara.
Maximiano tomó asiento y los oficiales lo imitaron. Una
bandada de esclavos apareció de no se sabe dónde y le fue­
ron poniendo delante un plato tras otro; el modo en que el
Emperador la emprendió con la comida era tan auténtica­
mente real que tuvo que abandonar toda idea de que aque­
llo fuera un sueño.
Constancio se encontró situado frente a la joven. Maxi­
miano, que estaba a su lado, susurró una presentación, él
saludó inclinando la cabeza y ella le sonrió. La hija del Em­
perador. Teodora,., o mejor dicho, la hijastra, aunque él no
podía recordar quién había sido su padre. Era una mujer

78
EL ARBOL VIVIENTE

atractiva. Muy elegante. Llevaba unas perlas magníficas.


¿Tenía que entablar una conversación intrascendente?
Ella acudió en su ayuda.
—Tiene que haber sido un gran golpe para ti
—murmuró, mirando de soslayo a su padre, que en aquel
momento estaba devorando una docena de alondras en una
salsa que había hecho famoso al cocinero que la inventó—.
Por favor, no creas que tienes obligación de hablar, si no te
apetece. Lo comprendo perfectamente.
Constancio le dedicó una sonrisa agradecida.
—Eres muy amable, señora.
Tenía unos bellos ojos oscuros, con largas pestañas, casi
como las de Elena... ¿Dónde estaría ahora Elena? ¿Qué ha­
bría sido de ella en la tempestad desencadenada sobre Bri-
tania? Y Constantino...
La muchachita que estaba al lado de Teodora se inclinó
hacia él, apoyándose en la mesa.
—Yo soy Fausta —se presentó con mucha seriedad.
Tenía un rostro muy gracioso, con ojos muy oscuros y
una barbilla obstinada; debía de tener seis o siete años. El
no supo en absoluto cómo responder a esa autopresenta-
ción y se limitó a asentir gravemente con la cabeza y a ha­
cer una ligera inclinación. A todo esto, habían entrado
otras damas y se habían sentado a la mesa, sin que nadie les
hiciera demasiado caso. La situación era prácticamente la
que debió haber antes de que llegasen las noticias alarman­
tes, excepto que ahora había dos invitados más y que todos
ellos compartían lo que para la inmensa mayoría del Impe­
rio era todavía un secreto. Constancio se daba cuenta de
que lo mejor era apartar de sí todo pensamiento sobre Ele­
na y sobre Constantino, hasta que pudiera quedarse solo;
que tenía que estar atento al Emperador... ese viejo descon­
certante e irascible, que podía encomendar el mando de la
contraofensiva a Galerio o a Mamertino o incluso a su hijo,
a pesar de su inexperiencia..., y la reconquista de Britania
era asunto suyo y no de ningún otro. No iba a ser fácil; él lo
sabía. Por un instante pensó en pedir la autorización de
partir en el acto, con no importaba qué tropas que pudiera
reclutar, ni con cuántos barcos..., con media docena, con
tres, incluso con uno solo..., navegar hacia Britania, desem-

79
LOUIS DE WOHL

barcar en algún punto del Noroeste, donde menos podían


esperarle, y después ver lo que podía hacer; si Curio no es­
tuviese todavía totalmente aniquilado, podrían juntarse las
pocas fuerzas de ambos y avanzar hacia el Sur... Pero todo
esto era pura lucubración lunática. Había una probabili­
dad sobre diez de que Carausio no hubiera ya introducido
espías suyos por todas partes; todo barco que atravesara
las Columnas de Hércules le sería señalado y el barco
en cuestión se toparía con la flota de Carausio. Después de
todo, la flota de Carausio era la mejor flota de Roma. Ade­
más, Curio no era el hombre más a propósito para resistir
mucho tiempo y, aunque lo quisiera hacer, no conseguiría
gran cosa con su puñado de hombres.
No; era imposible reconquistar Britania sin disponer de
algo de caballería.
La muchachita que estaba sentada frente a él aporreó la
mesa con su pequeño puño.
—Soy Fausta —repitió—. Soy importante, ¿no lo sabes?
Seré emperatriz cuando sea mayor.
—Chist..., querida —le dijo Teodora suavemente; sus
ojos pidieron excusas a Constancio.
— ¡Pero si es verdad! —protestó Fausta—. Tú sabes que
es verdad. Seré emperatriz —no le quitaba la vista de enci­
ma a Constancio—. Y cuando sea emperatriz —continuó—,
me casaré contigo.
Teodora no pudo ahogar una carcajada.
—¿Qué está diciendo? —preguntó el Emperador con la
boca llena de codorniz y de setas.
Teodora lo repitió, ante la confusión tanto de Fausta co­
mo de Constancio, y el Emperador sonrió escrutando con
su mirada al ex legado de Britania del Sur.
—Me temo que seré demasiado viejo par ti, en ese mo­
mento —dijo Constancio—. Además, estoy casado.
—Eso no importa —replicó Fausta con un gesto de mag­
nanimidad.
Esta vez todo el mundo rió; la única que no lo hizo fue
Teodora; parecía que por su bello rostro pasaba una som­
bra de miedo. Se inclinó hacia delante.
—¿Está tu mujer en Britania?
—Sí. Mi mujer y mi hijo.

80
EL ARBOL VIVIENTE

Ella miró hacia otro lado. El esclavo que estaba coloca­


do detrás de ella se acercó con el ánfora del vino, pero ella le­
vantó la mano indicando que no le sirviese. Cuando se vol­
vió hacia Constancio, tenía los ojos llenos de lágrimas.
— ¡Pobre hombre! —dijo—. ¡Debe de ser terrible para ti!
Constancio se quedó mirando fijamente ante sí.
Vatinio derramó su vaso de vino y enrojeció de ira por­
que Galerio se le rió en la cara.
El Emperador, que seguía comiendo con un apetito in­
saciable, lo estaba observando todo. Pero nadie podía saber
cuáles eran sus pensamientos.

6.

—Pronto estaremos en casa —dijo Elena—. Debemos de


estar muy cerca.
—No estoy cansado, madre —le dijo Constantino, ne­
gando con la cabeza.
El centurión Favonio hizo un gesto de burla. Estaba ren­
dido de cansancio, como todos ellos: la señora, el joven
amo, el viejo Rufo y el miserable pequeño grupo de solda­
dos que habían conseguido reunir a lo largo del viaje. Pero
eso era lo que a un entrenador como él le gustaba que dije­
ra su pupilo.
Probablemente Marco Favonio era el único a quien la si­
tuación divertía. Durante todos esos últimos años las cosas
habían sido terriblemente monótonas, pero ahora ya no lo
eran.
Por supuesto que nadie podía decir que las cosas eran
monótonas. Habían vuelto los buenos viejos días; en la at­
mósfera había fuego, hierro y sangre, y había que tener los
ojos abiertos.
Era una lástima que no dispusieran de mejores caballos
para los soldados, pero los mendigos no podían ser exigen­
tes y, para ser caballos robados, no eran tan malos, después
de todo. El viejo Rufo no estaba en muy buenas condiciones
físicas... estaba falto de entrenamiento, eso es lo que le pa­
saba. Estaría en forma dentro de un par de semanas..., si es
que vivía para entonces, lo cual era un poquito dudoso, co­
mo sucedía siempre que las cosas se ponían mal.

81
LOUIS DE WOHL

Miro hacia atrás.


— ¡Agrupaos vosotros! —gritó a los que iban al final de
la pequeña columna—. Que nadie se quede rezagado. Ha­
ced un esfuerzo todos... es fácil.
Se agruparon en medio de protestas, y Favonio acercó
su caballo al de Elena.
—¿Puedo decirte una cosa, señora?
Ella volvió su rostro fatigado y pálido.
—Sí, Favonio, ¿de qué se trata?
El gigantesco centurión tragó saliva.
—Es algo que aprendí hace años, señora... lo aprendí de
un gran soldado. En tiempo de guerra, no hay que pensar
mientras se está cabalgando. Hay que mantener la mente
en blanco. Eso ayuda. De esa manera, si sucede algo, el pen­
samiento está preparado para reaccionar. Pero, mientras
tanto, no hay que pensar, porque esto corroe las fuerzas.
Ella le dedicó una sonrisa afectuosa.
—Muchas gracias, Favonio. Trataré de tenerlo en cuen­
ta.
Inclinó él la cabeza respetuosamente y se retiró. El vien­
to soplaba del lado del bosque y Favonio olfateó cautamen­
te. Por el Noroeste había fuego. Estaban llegando a Coel-
castra y era una suerte que la mayor parte del camino atra­
vesase el bosque, pues no había nada peor que cabalgar a
campo descubierto cuando no se tenían medios para lu­
char.
Deja la mente en blanco... eso ayuda. Elena se estreme­
ció. No podía apartar la imagen de Durbovix, subiendo a
rastras las escalinatas de la casa con una flecha en la gar­
ganta y vomitando sangre. Cuando él la vio hizo un esfuerzo
conmovedor por ponerse firme: «Señora... quizá., sería...
aconsejable...», y cayó muerto, como si el esfuerzo por dar­
le ese consejo hubiese sido demasiado para él.
Ella entró corriendo en la casa, pidiendo ayuda y bus­
cando a Constantino, que estaba entrenando con Favonio.
Lo que ocurrió después se le amontonaba confusamente en
el recuerdo: los sirvientes salieron por todas partes; Rufo
acudió con un largo cuchillo de cocina... lo cual hizo reír a
Favonio.
Después, apareció Alecto con seis hombres; se detuvo a

82
EL ARBOL VIVIENTE

la entrada de la casa, sonriendo cortésmente. Le hizo un pe­


queño discurso, que en realidad iba dirigido a todos. Esta­
ban viviendo unos momentos gloriosos, les dijo, y en tiem­
pos gloriosos surgen jefes gloriosos. El gran Carausio ha­
bía desembarcado en Britania con cien mil hombres. Había
ocupado Londinium, sin encontrar resistencia... lo cual era
un suerte para Londinium, pues resistir a Carausio signifi­
caba la muerte.
Continuó diciendo que Carausio era un gran hombre,
que independizaría a Britania de Roma y haría de ella una
isla libre y próspera. Y acabó expresando pomposamente
que estaba orgulloso de darles esas buenas noticias.
Ella pudo ver que dos de los hombres que lo acompaña­
ban eran arqueros y que las flechas que llevaban tenían plu­
mas rojas. Una flecha con plumas rojas había atravesado la
garganta del pobre Durbovix.
Constantino escuchaba con los ojos como platos; ella se
daba cuenta de que se iba poniendo nerv ioso. Cuando Alec­
to hizo una pausa para tomar aliento, la voz del muchacho
chilló:
—¿Qué va a decir papá de todo esto?
Favonio puso su enorme mano sobre el hombro del chi­
co y le dijo en voz baja:
— ¡Espera, soldado!
Ella entró en la casa... los criados se quedaron en el jar­
dín apelotonados...; ya sola con Alecto, que la había segui­
do, le dijo:
—Esto es una sublevación contra el Emperador, Alecto.
Tú y tus cómplices lo pagaréis.
El se rió con su risa odiosa.
—Sólo reconozco a un Emperador: a Carausio. Es el
hombre más grande de nuestro tiempo. Maximiano y Dio-
cleciano no son más que un puñado de polvo.
—Has hablado de tiempos maravillosos —le dijo ella,
sarcástica—. Se ve que ya han empezado... uno de tus hom­
bres ha asesinado a mi mayordomo.
Alecto se disculpó cortésmente. Eso había sido un la­
mentable error. El país no estaba seguro en esos momen­
tos... algunas tropas imperiales merodeaban por allí, sa­
queando, y eso habría que arreglarlo. Después de una

83
LOUIS DE WOHL

guerra siempre había muchos peligros y, a veces, un ino­


cente pagaba las culpas de otros. El le aseguraba que ella y
toda su casa estarían perfectamente seguros, si obedecían
al nuevo gobierno. Por su parte, él se comprometía a poner
todos los medios para hacerle la vida agradable. En cuanto
a ella, debía de estarle agradecida por haber hecho que su
marido estuviese a salvo lejos de allí tan oportuna­
mente...
Le dijo todo esto con una desvergonzada sonrisa, a la
que siguió una acción más desvergonzada aún. Ella le dio
una bofetada, él lanzó un juramento y se abalanzó sobre
ella, que vio el odioso rostro pegado al suyo y pudo oler su
aliento; él le desgarró el vestido a la altura del hombro.
Elena se debatió con todas sus fuerzas... y un puño enor­
me, surgiendo de la nada, lo arrastró lejos de ella.
—¡Oh, no! Eso sí que no —dijo el centurión Marco Favo­
nio Facilis, al mismo tiempo que le daba puñetazos de lleno
en la cara.
El prefecto consiguió sacar.su espada.
—¡Estupendo! —gritó Favonio—. Ahora sí que nos va­
mos a divertir un ratito los dos.
El también sacó la espada; Elena se dio cuenta de que
no era ese objeto embotado que utilizaba cuando entrenaba
a Constantino...; por lo visto, ya había ido a buscarla previ­
soramente a la armería.
Mientras tanto, Alecto empezó a gritar a pleno pulmón
llamando a su gente.
—No te molestes —le recomendó Favonio—. Ya hemos
dado cuenta de ellos. Ahora estamos tú y yo solos... estoy
seguro de que así vas a disfrutar mucho más. Espadas y na­
da de escudos... es fácil.
Elena percibió la terrible cólera que había en estas pala­
bras del centurión.
—Te voy a hacer despellejar por todo esto —vociferó
Alecto.
—¿Por qué no lo haces tú mismo? —preguntó
Favonio—. Aquí estoy; empieza a despellejarme.
Y se lanzó sobre su adversario, que retrocedía, haciendo
caer sobre él una lluvia de golpes.
En ese momento entró Constantino; tenía una mancha

84
EL ARBOL VIVIENTE

de sangre en la mejilla y empuñaba una daga.


Favonio lo miró con el rabillo del ojo.
—Mira, hijito, pero no intervengas. ¿Están a buen re­
caudo los seis hombres?
—Sí —respondió el joven con la respiración
entrecortada—. Déjame tomar parte en esto, te lo ruego...
Favonio se echó a reír.
—Sería demasiado honor para él, hijo. Yo me encargaré
de esta rata.
Acometió con la espada, dio un salto hacia atrás. Volvió
a acometer..., una mancha oscura apareció en la manga del
prefecto, precisamente donde empezaba la coraza. Era en
el brazo izquierdo y Alecto se echó mano a la herida, des­
plazando el brazo derecho; entonces, rápido como un re­
lámpago, Favonio le atacó a la cara, en plena frente; en el
acto, la cara del prefecto se cubrió con una máscara de san­
gre. Soltó la espada y cayó con estrépito sobre el suelo enlo­
sado.
— ¡Se acabó! —exclamó Favonio con enorme satisfac­
ción. Volviéndose a Constantino añadió—: Supongo que ha­
brás observado cómo inclinaba la cabeza, creyendo que el
golpe lo iba a recibir en ella y lo pararía con el casco, pero
yo me di cuenta y lo hice de otra forma —después, dirigién­
dose a Elena—: Lamento que el piso se haya manchado, se­
ñora.
—Gracias, Favonio —fue la respuesta.
Así quedó rechazado el primer ataque de las fuerzas de
Carausio contra la villa del ausente jefe de Britania del Sur.
Afuera, en el jardín, estaban reunidos la mayoría de los
esclavos —unos veinte— con actitud agresiva. Los seis
hombres de Alecto habían sido sometidos y atados; Rufo es­
taba de pie delante de ellos, con su largo cuchillo de cocina,
explicándoles con todo detalle lo que iba a hacer con ellos.
—No conocéis este país —les decía, despreciativa—. No
habéis hecho más que llegar. Yo he vivido aquí práctica­
mente toda mi vida. Os aseguro que es una región muy hu­
manitaria, especialmente en el trato con los perros; todos
los días se les da en el desayuno un trozo de carne bien pica­
da. Vosotros parecéis bien alimentados, amigos, y...
Favonio se interrumpió y saludó presentando armas,

85
LOUIS DE WOHL

con su cuchillo de cocina, a Elena y a Constantino, que se


acercaban. Dio la novedad:
—Seis prisioneros bajo custodia, señora. No han hecho
mucho por defenderse —explicó—. Aunque no hay que
echárselo en cara, realmente, pues éramos demasiados pa­
ra ellos. Dos de los nuestros han recibido unos arañazos sin
importancia. ¿Los encerramos en una celda, señora?
Ella dio su aprobación, y Rufo, con una docena de escla­
vos, ejecutó la orden.
Había un clima de triunfo... pero no iba a durar mucho.
Llegó un mensaje del tribuno Valerio... el mensajero había
sido atacado cinco veces por el camino, pero insistió en re­
gresar inmediatamente. El mensaje era breve:
«La mitad de mis hombres se han sumado a los rebel­
des; la otra mitad lo hará pronto. Aconsejo vivamente huir
hacia el Norte y ponerse bajo la protección del legado Cu­
rio. Es urgente. Londinium ya ha sido ocupado por el ene­
migo. Si ves otra vez al legado Constancio, dile que sólo ca­
pitularé ante la muerte, y no ante Carausio. Que los dioses
te acompañen —Gayo Valerio».
¡Pobre Valerio, tan orgulloso de su primer cargo de jefe!
La carta llegó por la tarde. En dirección de Londinium
se veía un resplandor rojo. Valerio llevaba razón. No había
tiempo que perder. Alecto parecía ser un hombre importan­
te entre esa gente. Pronto enviarían a buscarlo. No había
muerto; Favonio había informado a Elena de que había per­
dido mucha sangre, pero seguía con vida y se podría resta­
blecer.
—Tenemos que partir en el acto —dijo ella—. Pero no
voy a ir al Norte; voy a ir a casa de mi padre. Ten ensillados
los caballos, Favonio. Necesitaremos mantas, alimentos y
armas, desde luego, pero nada más. Les daré dinero a los
esclavos y los dejaré que se marchen a donde quieran. No
pueden permanecer aquí, para que los encuentren, después
de lo que han hecho con los seis hombres de Alecto.
El centurión afirmó:
—Eres prudente, señora. Pero, si me permites una suge­
rencia, yo creo que deberíamos llevar al viejo Rufo con no­
sotros. No es mal soldado.
Ella asintió con la cabeza y Favonio salió a escape.

86
EL ARBOL VIVIENTE

Elena entró en sus habitaciones, abrió los cofres en los


que guardaba el dinero y las joyas, llenó con todo ello una
bolsa de cuero y despidió a sus sirvientas a pesar de sus de­
sesperados lamentos y protestas.
—Estaréis mucho más seguras, si no estáis conmigo —les
dijo—. Aquí tenéis dinero bastante para salir adelante du­
rante un año por lo menos, tomadlo y marchaos a Londi-
nium o a Verulamium. No creo que nadie os haga daño. Soy
la mujer del legado imperial... querrán secuestrarme como
rehén. ¡Hala! Marchaos, muchachas, ya nos volveremos a
ver algún día. Esto no puede durar mucho. Roma recuperará
lo que es suyo.
Media hora más tarde ya estaban a caballo: ella, Cons­
tantino, Favonio y Rufo, que llevaba de las riendas otro ca­
ballo cargado con mantas, alimentos y algunos otros ense­
res. Era de noche, pero conocían el camino... había buenas
probabilidades de que pudieran abrirse paso. El enemigo se
había concentrado en las ciudades más grandes y en las
más importantes encrucijadas. Ellos tendrían que mante­
nerse apartados de las ciudades y utilizar los atajos siem­
pre que pudieran.
Cuando estaban llegando a territorio de trinobantes, se
encontraron con una docena de soldados... los supervivien­
tes de una dura escaramuza que hubo en un lugar próximo
al estuario del Támesis. La mayorí^ de esos hombres perte­
necían a la Legión XX y conocían a Favonio y a Rufo, a
quienes vitorearon con todas sus fuerzas. Favonio les diri­
gió unas palabras.
—Mirad, muchachos, no cabe duda de que esos despre­
ciables tienen ventaja sobre nosotros en estos momentos;
por consiguiente, es probable que encontréis la muerte si
os sumáis a nosotros... no duraréis más de cuatro o cinco
semanas. Podéis también sumaros a ellos, desde luego... en
cuyo caso probablemente conservaréis la vida, hasta que el
Emperador se haga cargo de todo esto. Entonces moriréis
con toda seguridad. Así es que ¿qué es lo que preferís: mo­
rir probablemente o morir con toda seguridad? Escoged.
Decidieron seguir fieles. Además, deseaban una vengan­
za de sangre. Favonio se rió satisfecho.
—No sois ni la mitad de estúpidos de lo que yo creí que

87
LOUIS DE WOHL

erais, muchachos. Ahora pues, papá Favonio os va a pro­


porcionar unos caballos... es fácil.
Como cuatrero, Favonio no tenia competidor. En el pla­
zo de tres horas consiguió doce caballos.
Y así era como ahora iban cabalgando a través del bos­
que de los trinobantes y ya no faltaba mucho para que lle­
garan a C'oelcastra si todavía existía.
— ¡Madre!
—Si, Constantino.
—¿Cuándo crees tú que vendrá papá a echarlos?
—No lo sé, Constantino..., pero vendrá.
El muchacho la miró.
—Desde luego que vendrá —dijo vibrante—. ¿Pero cuán­
do^ ¿Crees que tardará meses?
—Puede tardar incluso más, Constantino. No lo sé.
Siguieron cabalgando en silencio. Sí, bien podría ser
que tardara más que unos meses... Constancio estaba en
Roma con el Emperador y ¿quién podía decir lo que el Em­
perador decidiría? Podía enviar a otro general... podía in­
cluso hacer responsable a Constancio de lo que había ocu­
rrido. Sólo una cosa había cierta: en esos mismos momen­
tos ni Constancio ni el Emperador sabían nada dé lo que es­
taba ocurriendo en Britania...
Zarzas, aulagas, pinos... Dentro de una hora se pondría
el Sol.
Pero ella conocía aquellos grupos de árboles... los había
conocido desde toda la vida. Allí estaban los robles, que
eran los árboles favoritos de su padre. Y allí, al otro lado,
estaba aquella gran piedra que tenía un perfil tan peculiar
y ese color tan extraño... ni siquiera su padre sabía explicar
cómo esa piedra había llegado allí. Era su piedra preferida
y era su bosque preferido.
¿No se veía relucir algo blanco allá entre los árboles?
Favonio, que iba a la cabeza de la columna, levantó la
mano y observó con detenimiento. Todos se detuvieron, pe­
ro Elena se adelantó cabalgando y le hi/x> señas a Constanti­
no para que la siguiera.
—Allí hay alguien sentado —susurró Favonio.
Ella asintió con la cabeza y continuó cabalgando hacia
el claro que había entre unos robles que parecían centine­
las.
88
EL ARBOL VIVIENTE

»Bienvenida, hija. Bienvenido, hijo —dijo el rey Coel.


Hilario, que había estado sentado a sus píes, se levantó e
hizo una reverencia.
Elena se bajó del caballo y corrió hacia él.
—Está bien —dijo el anciano, cuando ella escondió su
rostro en su regazo, sollozando con todo su corazón—. Has
llegado a tiempo. Deja que el muchacho también se acerque
a mí. Hilario, lleva al oficial y a sus hombres a la casa y
ofréceles comida y bebidas. Después, vuelve a buscamos y
trae a los músicos... y uno de los carros pequeños. Estamos
cansados.
Constantino sacudió la cabeza. No le gustaba que su ma­
dre llorara como una niña pequeña; las mujeres lloraban
con facilidad, pero habitualmente su madre no era así. Lo
que él no acababa de entender era que su abuelo hubiera di-
cho «el oficial y sus hombres», aunque todavía no había po­
dido verlos y sin siquiera volver la cara hacia el lugar por
donde venían, porque estaba sentado de espaldas y, ade­
más, los grandes árboles se los ocultaban a la vista.
Ahora, cuando se acercaron, Hilario, haciéndole un ges­
to amistoso al muchacho, se fue hacia Favonio. Constantino
saltó del caballo y se acercó despacio a su abuelo. Las espe­
sas cejas blancas del rey Coel se contrajeron un poco.
—Siéntate, hijo... aquí, sobre el musgo.
El chico obedeció, después de haber besado tímidamen­
te la mejilla arrugada del anciano, tan reseca como un per­
gamino. Vio cómo Hilario conducía el caballo de Favonio a
través del claro; Rufo y los soldados lo seguían en fila de a
uno. Se quedaron solos.
Elena se calmó con las caricias que su padre te hacia pa­
sándole la mano por la cabeza.
—Ya sabes lo que ha pasado, padre —susurró—. Desde
luego, lo sabes. ¿Cuándo acabará? ¿Qué tengo que hacer?
—Los conquistadores vienen y pasan —dijo el rey
Coel—. Sólo el mensaje es eterno.
Ella lo miró asustada de repente.
—Pero Roma..., Roma no ha pasado...
El se rió con esa risita sorda que ella conocía tan bien.
—Recuerdo un tiempo en que lo estabas deseando, Ele­
na, ¿no?

89
LOUIS DE WOHL

—Entonces yo era una chiquilla.


—Todavía eres una chiquilla, Elena. Has aprendido muy
poco. Pronto vas a aprender más.
He aprendido mucho, pensó ella. Aquí, en este mismo
lugar, sentada a sus pies como lo estaba en este momento,
ella soñó sus sueños sobre Zenobia y sobre el poder que
quería alcanzar, y su padre se reía de sus sueños; y le decía
que nunca alcanzaría el Poder, si lo que quería era ser co­
mo Zenobia. Ahora ella quería el Poder para Constancio,
pero él lo había perdido y a ella la había dejado indefensa.
Haz que calle tu cerebro, pensó, porque no podrás escuchar
a tu corazón. Pero su corazón ya había hablado. Amaba a su
marido. Ella quería que él tuviese poder porque lo amaba...
—¿Eres sincera contigo misma, Elena?
El no había pronunciado estas palabras, pero ella se dio
cuenta de que las estaba pensando y que en la misma pre­
gunta estaba la respuesta.
—Lo amo, padre —dijo con arrebato—. Lo amo.
—Ahora está él pensando en ti —le aseguró el rey—. Pe­
ro quizá no piense siempre en ti. Si lo amas, ámalo con to­
das tus fuerzas. Esto te hará fuerte a ti. Amalo cuando no lo
comprendas. Amalo por encima de los desengaños y de las
preocupaciones. Esto dará sus frutos, a su debido tiempo.
Amalo con más fuerza que orgullo...; no olvides esto: ámalo
con más fuerza que orgullo, cuando llegue el momento.
Ella no comprendió, pero se dio cuenta de que en esto
había una oculta advertencia, una sombra oscura de acon­
tecimientos futuros, y sollozó amargamente.
—¿Qué tengo que hacer, padre? ¿Me quedo contigo?
¿Estará aquí seguro el niño?
—No, Elena, no te puedes quedar; ni yo tampoco, por­
que nuestros caminos no son los mismos.
Ella lo miró fijamente otra vez.
—¿Pero por qué no, padre? Seguramente nosotros...
Se calló de repente. Vio su rostro y, aunque estaba son­
riente, ella comprendió que sus días, quizá sus horas, esta­
ban contados.
—Padre...
—Tranquila, niña. Soy un hombre muy feliz. No desea­
rás estropear mi felicidad, ¿verdad? Ahora escúchame:

90
EL ARBOL VIVIENTE

cualquier cosa que hagas —y yo conozco bien tu orgullo y


tu lealtad—, no permitas que mi pueblo sufra. No lo incites
a que ofrezca resistencia al invasor. Es demasiado pronto.
Roma necesita tiempo para construir una flota. Deja que la
tormenta pase sobre sus cabezas como por encima de un
campo de trigo. Los conquistadores vienen y pasan. Sólo el
mensaje es eterno. Prométeme que no consentirás que mi
pueblo sufra.
—Lo prometo —susurró ella.
El asintió con la cabeza.
—Muy bien. No te puedo pedir que tú te inclines ante el
invasor. Tú le debes lealtad a tu marido y a Roma. Tienes
que hacer lo que tienes que hacer. No puedo dejarte en he­
rencia mi pueblo, pero te puedo dar algo más valioso que
eso... un regalo de una clase poco corriente. Mi criado Hila­
rio será tuyo desde ahora. No hay rey que haya dejado me­
jor herencia a un hijo suyo. Confía en él como has confiado
en mí.
—Lo haré, padre. Me gusta Hilario.
El viejo volvió a reír entre dientes.
—Hilario es sabio, a pesar de su juventud. Será para ti
lo que no podrá ser ese fuerte centurión. Vete hacia el Nor­
te, pero no al otro lado del gran baluarte, pues allí no tienes
amigos, ya que Roma se ha cuidado de ello. En el Norte hay
bosques... y los bosques son buen sitio para la hija de Coel.
Los bosques son madera, madera viva, Elena... aunque no
sean el madero de la vida. El árbol de la vida no ha crecido
en nuestros bosques.
Otra vez estaba con lo mismo... parecía que no podía
desprenderse de esa historia favorita suya.
—Madera, Elena, madera. Los árboles te protegerán
contra tus enemigos. Y también sobre quillas de madera
llegará la venganza, y la alegría y la pena. Cuando éste esta­
ba para nacer —su mano arrugada acarició el cabello oscu­
ro del muchacho—, ¿te acuerdas, Elena? Te hice subir a un
madero, ¿no fue así? Y desde ese madero diste el salto a la
victoria. Existe un fuerte vínculo, hija, entre tú y el mucha­
cho... más fuerte que la sangre... incluso más fuerte que el
amor de madre, del que los poetas afirman que es el lazo
más fuerte del mundo. Tú y él juntos encontraréis el Arbol

91
LOUIS DE WOHL

de la Vida... sí, desde luego... el verdadero árbol viviente...


Su voz se fue haciendo casi inaudible y, lo mismo que
antes le sucedía con tanta frecuencia, se quedó dormido.
Su respiración, aunque débil, era acompasada.
Los ojos de Elena se posaron en Constantino. También
el muchacho se había quedado dormido, cansado por el lar­
go camino a caballo. Ella sonrió compasivamente y se reti­
ró un poco para sentarse tranquila y en silencio; no quería
molestar ni al abuelo ni al nieto. Todos estaban cansados...,
cansados v débiles, pensó; tengo que ser fuerte para ellos.
La naturaleza, a su alrededor, estaba también serena.
Por un momento ella creyó ver la cabeza de un ciervo entre
los árboles, pero quizá fue sólo una imaginación. Se estaba
haciendo más oscuro.
Llegó hasta ella una música. Parecía venir desde muy le­
jos; eran notas breves, cortadas, seguidas de una pequeña
melodía y, después, otra vez las notas breves y cortadas.
Son los músicos de mi padre, pensó ella. La guerra se exten­
día por la isla, los hombres se mataban, las casas eran in­
cendiadas... y el rey Coel había hecho venir a los músicos.
Nunca antes se había ella encontrado tan distante de su
padre. No era ése el momento de la sabiduría cargadá de
años, ni de una prudente renuncia...: era el momento de pe­
lear. Ya estaba lamentando aquella promesa que le había
hecho de no incitar a los trinobantes. Además, no había ve­
nido para escuchar por centésima vez la historia del made­
ro viviente...
Pudo ahora ver a todos los que se aproximaban: Hilario,
los músicos, tres hombres más y un pequeño carro tirado
por un caballo de sólidas patas. Los músicos habían dejado
de tocar.
Ella captó la mirada de Hilario, llena de profunda ansie­
dad, que no se calmaba viendo la respiración tranquila del
viejo rey. Después la miró a ella y a Constantino. Se agachó
y tocó al niño en el hombro, pero no se despertó. Casi con
delicadeza maternal lo levantó en sus brazos. Ella lo siguió
despacio y vio cómo dejaba a su hijo sobre la cama cubierta
de mantas que había en el carro.
El cochero era el arrugadísimo Güilo. Tendría unos
ochenta años...; le hizo un gesto con su boca desdentada

92
EL ARBOL VIVIENTE

cuando ella se acercó. ¡El bueno de Güilo!


Hilario se volvió y su sonrisa le caldeó el corazón; se fue
hacia donde estaba el rey, pero de repente se detuvo y ella
pudo ver cómo su cara se puso rígida; le temblaron un poco
las manos; inclinó la cabeza.
Ella fijó su vista en él..., apartó la mirada y abrió los
ojos llenos de desesperación...
El rey Coel seguía sentado en su piedra preferida, pero
una especie de palidez de plata cubría su rostro. Vio que
había muerto.
Parecía que había pasado una eternidad... Nadie se mo­
vió. Todos los sueños habían acabado. Hasta el mismo sol
se ocultó del todo. La terrible quietud de la naturaleza le
paralizó los sentimientos... ni siquiera quedaban en ella los
remordimientos. Permaneció allí inmóvil... inmóvil...
Un profundo gemido la hizo volver la cabeza hacia el ca­
rro. Era el viejo Güilo: sujetaba las riendas con la mano, y
las lágrimas corrían por su pequeño y arrugado rostro.
Ella hizo un gesto con la mano a los músicos.
— ¡Tocad! —ordenó con una voz que no parecía la suya.
Empezaron a tocar el Cántico del Rey, tan antiguo como
la memoria de los hombres: el rey vuelve a casa, después de
su cabalgada... el rey vuelve a casa, después de su cabalga­
da...
Cuando el canto terminó con una nota alta y gloriosa,
Hilario se acercó a la piedra sagrada y, haciendo una pro­
funda reverencia, levantó el cuerpo que el rey había aban­
donado y lo llevó igual que antes había llevado el de su nie­
to.
Los músicos siguieron tras él, a continuación arrancó el
pesadote caballo arrastrando el carro en el que iba el mu­
chacho dormido; después avanzó Elena, sola, a través del
claro. Tenía la mente en blanco, pero sentía un dolor sordo
y vacío. Britania había caído.

7.

— ¡Buena caza! —deseó el legado Terencio.


Constancio ajustó la fíbula de su capa.

93
LOUIS DE WOHL

—¿Qué quieres decir, Cara-de-Ce rdo? —preguntó mien­


tras seguía luchando con la fíbula.
—Exactamente lo que he dicho, amigo. Buena caza.
La fíbula, de malaquita y oro, ya estaba bien puesta. La
capa caía en pliegues correctos. La túnica estaba recién
prensada. Las sandalias, con los pequeños botones de mala­
quita, eran indudablemente elegantes. Constancio dirigió
una ligera seña a su ordenanza, el cual saludó y se fue.
—No sé de qué estás hablando —dijo muy estirado—.
Voy a una pequeña recepción...
—...invitado por la señora Teodora, por supuesto.
—Mamertino también irá. Y hay una posibilidad de que
el mismo Emperador aparezca por allí...
—El viejo Maximiano está demasiado ocupado con sus
impuestos para tener tiempo de acudir a recepciones.
—Está muy ocupado para tener tiempo de ocuparse de-
la campaña de Britania —replicó Constancio con
amargura—. Ya ha pasado casi un año y todavía no se ha
hecho nada.
Terencio suspiró.
—Tú estás haciendo todo lo que puedes, Rostro-Pálido.
Nadie puede hacer más. Pero, si yo estuviera en tu lugar, no
haría caso de Mamertino. No creo que le quede mucho
tiempo de legado jefe. Lo mejor es el camino directo, mu­
chacho, créeme.
—Como te acabo de decir, es posible que el
Emperador...
— ¡Oh, dioses, dadme paciencia! Cuando hablo de cami­
no directo no me refiero al Emperador... ¡Qué nombre más
bonito!: Teodora, «el regalo de los dioses».
Constancio dio una patada en el suelo.
—Me gustaría que no hicieras esas alusiones tan tontas,
Cara-de-Cerdo. La princesa es una verdadera señora y se ha
mostrado muy amable conmigo.
—Eso —dijo Terencio con gran desenfado— es exacta­
mente lo que quiero decir. Y se supone que ejerce una enor­
me influencia sobre su padre. Creo que eres un hombre in­
teligente, aunque a veces te expreses como una doncella
vestal. ¡Buena caza!
Constancio quiso replicar, pero de repente su amigo pa-

94
EL ARBOL VIVIENTE

reció estar muy ocupado: llamó a su ordenanza, preguntó


por los papeles del informe que le había enviado el cuestor,
dio unas cuantas órdenes para que la semana siguiente las
clases en la escuela de equitación comenzasen una hora an-
tes..., en una palabra, en esos momentos era el legado jefe
de la Legión XIV... y nada más. Además, estaba en su casa y
había sido condenadamente amable por su parte ofrecién­
dole hospitalidad durante todos esos meses. Precisamente
la clase de hospitalidad más apreciable... la de un soldado.
No obstante, Terencio tenía una manera de gastar bro­
mas acerca de la hija del Emperador que, a veces, llegaba a
enojarle un poco.
Constancio abandonó la estancia sin añadir ni una pala­
bra. Uno de los carruajes del legado lo esperaba afuera.
—Conduciré yo mismo —dijo secamente, al mismo tiem­
po que subía a él.
El cochero le entregó las riendas y el látigo y bajó del ca­
rro. El se puso en marcha.
Milán había crecido considerablemente en los últimos
siete años y, por consiguiente, el centro de la ciudad había
cambiado mucho, en especial de muy poco tiempo a esta
parte. Diocleciano tenía la fiebre de la construcción. Nue­
vos templos, nuevos palacios, un nuevo palacio de Justicia,
todo era nuevo. No era de extrañar que hubiera aumentado
los impuestos. Su nuevo corregente no pudo frenar el pro­
grama imperial de construcciones. Y los desgraciados jefes
provinciales no conseguían pagar todo lo que esto costaba.
Entretanto, Roma había perdido una provincia por culpa
de un simple motín.
No era prudente estar pensando en estas cosas mientras
conducía un carro arrastrado por dos fogosos bayos a tra­
vés de las calles atestadas de gente. ¡Qué mar de gente y
qué escandaloso ruido se hacía en honor del gran dios Pro­
greso! Tenderos y clientes, vendedores ambulantes que
ofrecían toda clase de mercancías; las casas eran como in­
mensos trozos de queso, cuyos gusanos hubieran salido a
tomar el fresco. El aire estaba saturado de su hedor. Cien­
tos y cientos de personas gesticulaban, se empujaban, gri­
taban; literas que clavaban sus varales en los lomos de
quienes se ponían por delante; ladrones y prostitutas atarea-

95
LOUIS DE WOHL

dos en sus negocios; gritos estridentes de los conductores


de carros mezclados con la música de flautas y tamboriles;
olores de las carnicerías hirviendo de moscas, de las espe­
cias y del humo de la leña.
¿Habría entre todas esas personas alguien que pensase
siquiera en la provincia perdida? Todos tenían la única
preocupación de su provecho personal y de sus placeres...
llenarse los bolsillos, llenarse la tripa y acostarse con al­
guien. En la misma Roma sucedía igual, y en Nápoles, y en
Atenas, y en Bizancio, y en Alejandría... en todos los lugares
del Imperio.
Los soldados eran los únicos que pensaban en términos
de Imperio; eran los únicos para quienes las fronteras sig­
nificaban algo más que una mera diferencia de manera de
vestir y de costumbres. Incluso había entre ellos quienes
sólo pensaban en medrar, pero, al fin y al cabo, tenían a Ro­
ma en su pensamiento: ¡La diosa Roma y mil años de gloria!
Harían Emperadores a los campesinos... pero espera­
ban que sus Emperadores sacaran adelante el Imperio. Ma-
ximiano tenía que responder a esas esperanzas. Era verda­
deramente triste que uno tuviese que desperdiciar su tiem­
po en relaciones sociales, con la esperanza de sacar algún
provecho de eso; que uno tuviese que hacerse ver aquí y
allí; que tal o cual oficial le tuviese a uno en buen concepto;
que incluso las damas imperiales lo tuvieran a uno en con­
sideración. Era más que triste... era lo más parecido a lo re­
pugnante; pero no había más remedio que hacerlo, si uno
quería salir adelante. Cara-de-Cerdo le podría hacer todo
eso más llevadero si no le hiciera tantos gestos y tantos gui­
ños, como si él tuviese alguna relación amorosa con la seño­
ra Teodora, que era una mujer encantadora y amable, ade­
más de inteligente.
En los barrios extremos era más fácil conducir, y él hizo
restallar el látigo por encima de las cabezas de los caballos.
Si al menos pudiera recibir noticias de Britania... Parecía
como si la isla estuviese sellada herméticamente. Algunos
agentes consiguieron escapar en barco durante las prime­
ras semanas, pero desde entonces había un silencio triste y
abrumador. ¿Qué habría pasado con Elena... con Constanti­
no...?

96
EL ARBOL VIVIENTE

— ¡Basta! Te has prometido a ti mismo no pensar en es­


to. ¡Vamos! Hizo restallar el látigo de nuevo.
<r ür i

—Es guapo, ¿verdad? —dijo Domitila.


Un esclavo estaba llenándole la copa de vino enfriado en
nieve. Lo estaba haciendo muy elegantemente, pero el ma­
yordomo frunció las cejas, porque un esclavo no debía te­
ner ojos para mirar las muñecas ni los tobillos de las da­
mas, aunque se tratase de la señora Domitila, que se había
casadó seis veces.
Vipsania no paraba de tomar deliciosos pastelitos de
miel. Su figura estaba ya estropeada... ¿por qué no disfru­
tar de la vida?
—¿Quién es guapo? ¿El exlegado de Britania?
—¿Constancio? ¿Con esa cara tan pálida y su ceño siem­
pre arrugado? ¡No digas tonterías, querida! Me refiero a
Vatinio.
— ¡Ah, bueno! Todo el mundo lo sabe. No lo mires dema­
siado, querida, o tú también te enamorarás de él.
—¿Y por qué no? —dijo Domitila con indiferencia; ha­
bía estado bebiendo un poco demás y su gracioso rostro es­
taba enrojecido bajo el maquillaje.
Vipsania sofocó la risa con la boca llena de pastelitos de
miel.
—¿Que por qué no? Querida mía, porque con Vatinio se­
ría absolutamente inútil.
—He tenido éxitos mejores que eso —se encogió de hom­
bros Domitila.
—Sí, pero ya hace algún tiempo de eso, querida.
—De todos modos —insistió Domitila—, todavía no he
llegado a rebajarme tanto como para enamorarme de mis
esclavos.
Una mujer que pesaba el doble de lo que pesaba hacía
diez años no era fácil que se sintiera ofendida.
—Ya llegarás a ello, querida —replicó Vipsania con una
ancha sonrisa—. Y créeme, eso ahorra una gran cantidad
de preliminares innecesarios. Realmente, yo no quería
ofenderte con lo que te he dicho de Vatinio..., todo lo con­

97
LOUIS DE WOHL

trario; sólo quería prevenirte. Con él la competencia es de­


masiado peligrosa...
— ¡Ah! —exclamó Domitila interesada en el tema.
Era cierto que Vatinio había sido visto con demasiada
frecuencia en compañía de la princesa Teodora... pero, en
realidad, ésta siempre tenía a su alrededor un enjambre de
oficiales jóvenes, menos jóvenes y hasta nada jóvenes. Ade­
más, ella era muy prudente, hasta el punto de que nada se
le había podido criticar desde que murió su marido. Inclu­
so tenía fama de ser univira, o sea, mujer de un solo hom­
bre. Por supuesto que esto era una estupidez, porque no
existía un bicho semejante. Era una idea absurda...
—Vatinio —dijo Domitila— puede tener la mujer que él
quiera... y él lo sabe.
—A mí no me puede tener —declaró Vipsania—. Odio
esos forcejeos.
En otro rincón del jardín, bajo la sombra de unas palme­
ras. el senador Proculeyo estaba hablando de temas profe­
sionales con el presidente del Senado, Trebonio Víctor. No
cabía duda de que el Emperador tenía ciertas... ciertas pre­
venciones contra el Senado; Proculeyo se lamentaba amar­
gamente de que sus últimas cinco... ¡cinco!... sugerencias
acerca de los precios del trigo de Egipto no se hubieran te­
nido en cuenta, por el miedo que tenían los senadores de
caer en desgracia ante el Emperador. El presidente del Se­
nado sonrió fríamente.
—Es una lástima que no hubieras nacido en tiempos de
Catón, Proculeyo.
—¿Lo dices porque entonces los senadores tenían un pe­
so? —comentó Proculeyo muy halagado.
—No. No. No es eso lo que digo, sino porque yo no vivía
por esa época —la fría sonrisa se marchitó—. Si yo fuera
tú, sería más cauteloso, querido Proculeyo. Tienes razón,
su Majestad Imperial no se preocupa mucho por nosotros
desde un tiempo a esta parte, y si hubiera una reorganiza­
ción...
—Al contrario que muchos de mis colegas —dijo Procu­
leyo con su voz sibilante—, yo tengo mi conciencia tran­
quila.
—Es posible —afirmó el presidente del Senado, vacian­

98
EL ARBOL VIVIENTE

do su copa—, pero también tienes un solo cuello. Procura


ser más ahorrativo con él que con el trigo de Egipto, queri­
do Proculeyo.
En el césped, cerca de la fuente que había en medio del
jardín, diversos grupos de gente joven se divertían charlan­
do y bromeando. Un juglar galo y un contorsionista sirio
mostraban sus habilidades.
Alrededor de la mesa que ocupaba la princesa Teodora
en el centro de la terraza se había formado un gran círculo
de invitados. Constancio había estado conversando breve­
mente con el legado jefe, Mamertino, que se había mostra­
do muy escurridizo. Era más un viejo cortesano que un sol­
dado, y había empleado treinta años de su vida ejercitándo­
se en ser evasivo. Muy pocos podían alardear de haberle
comprometido en algo, y menos todavía de haberle dejado
en mal lugar. Por supuesto, el Emperador tomaría la inicia­
tiva en la reconquista de Britania... era sólo cuestión de
tiempo. En esos momentos se estaban construyendo barcos
con toda la rapidez posible. El inconveniente estaba ahora
en que había muy pocas tropas disponibles. ¡Si Constancio
se hiciera cargo de lo difícil que era enrolar gente! Los go­
biernos provinciales se resistían enormemente a interesar­
se por ese asunto: siempre encontraban excusas para darle
largas; no se podía pretender que aportaran miles de hom­
bres al ejército y que al mismo tiempo dispusieran de bra­
zos suficientes para la recolección...; si no se hacía la reco­
lección, sobrevendría el hambre y habría que importar gra­
no de Egipto o de Panonia o de Africa... en barcos. Los bar­
cos se necesitaban para Britania. Era un círculo vicioso.
Era un cargo muy ingrato el de legado jefe. Era muy cómo­
do para los comandantes urgir y presionar... no es que le
pareciera mal que lo hicieran, pues eso era lo que tenían
que hacer, tenían el deber de ser celosos, pero él tenía el de­
ber de poner todo el orden posible en la gigantesca maqui­
naria militar del Imperio. Ya llegaría el momento de recon­
quistar Britania, con toda seguridad. Y, desde luego, era na­
tural que Constancio aspirara a dirigir esa expedición, po­
día estar absolutamente seguro de que él lo tendría presen­
te. Aunque, por supuesto, la decisión estaba en manos del
Emperador. La posición del legado jefe ya no era la misma

99
LOUIS DE WOHL

que antes... pero sin duda alguna lo tendría presente...


Todo era muy benevolente, muy amistoso, muy encanta­
dor... Y muy resbaladizo. En resumidas cuentas, nada.
La princesa Teodora no estaba tan amistosa como ante­
riormente. Cierto que lo había saludado con la misma en­
cantadora sonrisa que, unas semanas e incluso unos meses
antes, a él le hizo pensar que le era grato. Ahora, la mayor
parte de la conversación la mantenía con Vatinio. ¡Qué de­
monios podría encontrar de atrayente en ese individuo!
Era lo que, en los medios militares, se llamaba un «soldadi-
to de oro»... un hombre que había experimentado más la vi­
da de guarnición que el servicio en el frente. No lo había he­
cho mal como joven oficial con Aureliano, eso era cierto;
pero aquello no fue una verdadera campaña contra esa cu­
riosa muchacha, Zenobia de Palmira. Los laureles conquis­
tados luchando contra una mujer... bueno; sí parecía que
podría conquistar más laureles como ésos. Se adornaba co­
mo un pavo real. Túnica de seda, capa de seda, pelo perfu­
mado como un petimetre.
Constancio estaba enfadado consigo mismo. En vez de
estar dándole vueltas a esa clase de.pensamientos, como si
fuera un decrépito oficial retirado, tendría que procurar
hacerse simpático a la princesa... halagarla, mostrarse in­
genioso.
La princesa Teodora parecía totalmente absorta en la
conversación que mantenía con aquel mequetrefe. Se levan­
tó y se puso a pasear por el césped. No pudo resistirse a mi­
rar hacia atrás... y vio que los ojos de Teodora le seguían
con una extraña expresión. Quizá alguien le había ido con
algún cuento acerca de él... o quizá simplemente, como a
tantas mujeres, le desagradaba ver que disminuía el círculo
de sus admiradores. ¡Cualquiera lo sabía! Las mujeres eran
unos seres muy curiosos.
Tomó una copa de cécubo de una bandeja de plata que
le ofreció una esclava muy bonita, y lo bebió de un trago.
¡Al diablo estas reuniones! ¡Al diablo las mujeres! ¿Qué
pintaba él allí? Vino. Quería más vino. De eso sí que había
allí en abundancia. Ya era algo.
Ojalá viniera el Emperador. Con un hombre de la clase de
Maximiano, acertar con la palabra justa en el momento

100
EL ARBOL VIVIENTE

oportuno sigificaba obtener el mando.


En esos momentos había una nueva distracción en el
césped: un prestidigitador. Era un tipo muy inteligente, sa­
caba interminables cintas de la nariz y de las orejas de una
encantadora muchacha circasiana, un ramo de flores gi­
gantesco de la túnica de un pomposo senador y una docena
de serpientes enroscadas de sus propios cabellos; cuando
unas cuantas señoras se asustaron, pronunció una fórmula
mágica en un misterioso lenguaje y las serpientes parecie­
ron encogerse, quedando rígidas como pequeñas varas de
madera a las que prendió fuego. Agitando sus secos brazos,
hacía que el fuego aumentase o disminuyese y, cuando for­
muló otro encantamiento, desapareció totalmente.
Estos prestidigitadores eran unos tipos listos. Constan­
cio sintió que le tocaban ligeramente en un brazo. Dio me­
dia vuelta y vio que era Livornia, una de las damas de com­
pañía de la princesa, una criatura encantadora, de labios
rellenos y ojos como brasas.
—Una hora después de la puesta del sol —susurró—. En
el portoncillo del jardín.
Domitila y Vipsania se estaban aproximando, y Livornia
desapareció inmediatamente entre un grupo de invitados.
Es una mujer encantadora, pensó Constancio. Pero con­
sideraba un descaro tratar de captar a un amante de esa
manera. Tomó otra copa de cécubo. Se sintió halagado, co­
mo se sentiría cualquier hombre al ver que una mujer boni­
ta lo desea. Pero no tenía la intención de emprender una
aventura con ella. Desde luego que no. Tenía que concen­
trarse en su misión y eso era lo que importaba. No podía
hacer disparates.
Ese vino se subía un poquito a la cabeza. Lo que tenía
que hacer era quitarse de en medio con disimulo y mar­
charse con el carro a un lugar sin estrépitos. Eso le sentaría
bien. Nadie lo iba a echar de menos y, además, esa reunión
en el jardín era informal...

★* ★

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Terencio


estuvo de lo más inquisitivo. Quería saberlo todo, hasta en

101
LOUIS DE WOHL

los detalles. Esto no era corriente en él; por regla general,


el legado de la Legión XIV ya llevaba dos horas de intenso
trabajo cuando se sentaba a desayunar; se limitaba a inge­
rir tremendas cantidades de carne y a dar pequeños gruñi­
dos como respuesta a las preguntas que se le hacían.
—Fue una reunión muy interesante —le comentó
Constancio—. Mamertino estuvo tan escurridizo como una
anguila; la princesa mostró gran interés por el áureo Vati-
nio; el Emperador no apareció por allí, tal y como tú habías
dicho; y yo bebí demasiado cécubo. Regresé antes de la
puesta del sol, tomé un baño y mi cena, estuve leyendo un
poco y me fui a la cama.
—El relato más aburrido que he oído jamás —le dijo Te-
rencio con la boca llena—. No me estarás ocultando algo,
¿verdad?, Rostro-Pálido.
—Te digo que eso es todo lo que había allí. Hubo un
buen prestidigitador, realizando muchos trucos que yo no
había visto nunca, y una bonita muchacha me pidió que nos
viéramos después de la puesta del sol, si es que también te
interesa saber esto...
—Bien... —Terencio bostezó y la emprendió con una
fuente de albaricoques en dulce—. ¿Y por qué no fuiste a
verla, si era tan bonita? ¿Quién era?
—No estaba de humor para esas cosas —explicó
Constancio— . Además, estoy casado, como sabes, y...
Terencio soltó la carcajada.
— ¡Maravilloso! ¡Oh, maravilloso! Está casado. Tiene un
hijo de trece años. ¡Por Juno que es increíble! Querido
viejo Rostro-Pálido, la vida en Britania tiene que ser espan­
tosamente aburrida...
—En absoluto —Constancio se sintió enfadado y moles­
to al mismo tiempo—. No he encontrado ni una sola mujer
que sea la mitad de atractiva que Elena.
—Conmovedor —asintió Terencio—, realmente conmo­
vedor. ¡Pero hombre, aunque tu buena mujer fuese el mis­
mo espíritu de Venus... no está aquí! ¿O es que tienes el pro­
pósito de serle fiel hasta que hayas reconquistado Brita­
nia? Dime que sí, no tienes más que decirme que sí y le
cuento esta historia a Beroncio, que anda siempre buscando
material para un nuevo poema. Está bien, amigo, no me ha­

102
EL ARBOL VIVIENTE

gas caso, no te enfades conmigo, no vale la pena. Pero díme,


¿quién era tu bonita admiradora?
—Eres un indiscreto, viejo Cara-de-Cerdo.
—Vamos, vamos, ¿qué te propones? ¿Defender el honor
virginal de una mujerzuela sólo porque ha tenido el buen
gusto de encontrarte atractivo? Créeme, te aseguro que en
esa reunión no había dos muchachas o dos mujeres de quie­
nes no te podría contar historias que harían sonrojarse a un
elefante. ¿Quién era? ¿Domitila? ¿Metela? ¿Fulvia? Esa
Fulvia es muy linda, pero tiene la fea costumbre de quedar­
se viuda cuando se cansa de su marido. ¿Paula? No, no pue­
de ser ella, porque acaba de enredarse con Rhesus, el can­
tor. En realidad no canta nada bien, pero las mujeres le si­
guen en formación cerrada y hasta se desmayan cuando
grazna una nota aguda. ¿Marcela? No tendrías muchos
competidores, si se tratara de Marcela. Sólo el viejo Emilio,
que se cree que le es fiel porque ya está chocheando; el jo­
ven Gabinio, que se cree lo mismo porque desprecia al viejo
Emilio, y Marco Polio que no cree nada. Total, nada. ¿No es
Marcela? Bueno, quizá sea Celia. Es la octava maravilla, es­
ta Celia nuestra. Para mi gusto, con ella hay incluso un po­
co demasiada competencia. Están el querido senador Pro-
culeyo, ese asno pomposo, y Varro, Estrabonio, el poeta Be-
roncio, que te he mencionado, y toda la oficialidad del regi­
miento de caballería númida. Sí, ésa es nuestra Celia.
—Todo eso es repugnante —comentó Constancio—. Dé­
jame que me tome el desayuno, Cara-de-Cerdo.
—Te he enumerado prácticamente a todas las mujeres
que asistían a la reunión. A la vieja Vipsania no me la imagi­
no tratando de enamorarte; se ha puesto que parece un hi­
popótamo y prudentemente ha abandonado esas lides. To­
das las otras están ya un poco pasaditas, y tú has dicho que
la mujer en cuestión era guapa. También están, por supues­
to, las damas de compañía, pero ésas no cuentan...
—¿Por qué? —preguntó Constancio ingenuamente.
Terencio lo miró.
—Bueno, pues porque es evidente que... —sorbió un po­
co de vino y se volvió a servir más.
—¿Qué te pasa, Cara-de-Cerdo?
LOUIS DE WOHL

En la cara del legado había una cierta palidez cuando


respondió:
—Mira, amigo, no te voy a preguntar el nombre de la da­
ma, puesto que eres tan discreto, pero repíteme exactamen­
te lo que te dijo.
Constancio sacudió la cabeza.
— No veo inconveniente —dijo encogiendo los
hombres—. Me tocó en el brazo y murmuró algo así como:
«una hora después de la puesta del sol..., en el portoncillo
del jardín», y como se acercaba gente, se marchó con disi­
mulo.
La cara de Terencio se había puesto tensa.
—Sólo una pregunta más: ¿Era una de las damas de
compañía?
—Pues bien, sí. ¿Por qué?
— ¡Oh, Júpiter! —rugió Terencio—. ¡Oh, Plutón! ¡Oh,
Rostro-Pálido!
—¿Me quieres decir qué es lo que te pasa? —le urgió
Constancio.
—¿Que qué me pasa? A mí no me pasa nada, te lo asegu­
ro. ¡Es a ti! Sí, tú... tú, increíble e imposible padre de la ino­
cencia. ¿No se te ha ocurrido que el mensaje que te dio no
era de ella misma?
—¿Q... qué?
— ¡Sí! ¿Por qué crees que es una dama de compañía?
¿Por qué te crees que he dicho que no podía tratarse de una
dama de compañía? Ninguna de ellas se atrevería a hacer
una cosa así ante las mismas narices de su ama, sobre todo
cuando está tan claro que su ama se interesa por el hombre
en cuestión. Te estaba dando un recado de parte de su
ama... ¡eso es lo que estaba haciendo! ¡Y tú, especie de cha­
lado, especie de legión de chalados, te fuiste a casa, cenas­
te, te pusiste a leer un ratito y te metiste en la cama! ¡Oh,
dioses, dadme fuerzas! La hija del Emperador lo cita y él se
va a casa a leer un ratito. ¿Cuál era ese libro tan interesan­
te, Constancio?
—Pero si ella estuvo toda la tarde hablando con
Vatinio... apenas si pude yo decir una palabra...
Terencio se echó a reír.
—Eso demuestra que es una mujer inteligente. Rostro-

104
EL ARBOL VIVIENTE

Pálido. Estaba haciendo la comedia, para que nadie se die­


ra cuenta. Era una excelente cobertura. Y después te hizo
llamar. Y tú... jpor todas las Furias! Acabas de perder el
mando de la expedición a Britania...
—De todas formas, ésa no es la manera de obtener el
mando de Britania —gruñó Constancio.
Terencio lo taladró con una mirada de lástima.
—Yo no sé lo que Britania ha hecho contigo —dijo—, fie­
ro si sigues creyendo que tienes la más ligera posibilidad
ahora, con Teodora como implacable enemiga, estás loco
de remate. Estás eliminado, amigo. Y tenías la victoria en
tus manos, ¿qué digo?, la tenías servida en bandeja de
plata.
—¿A quién van a enviar? —murmuró Constancio,
desalentado—. ¿A quién pueden enviar?
Supo la respuesta una semana más tarde, cuando se
anunció oficialmente que el legado Marco Vatinio se había
ido a Marsella para inspeccionar los astilleros y hacerse
cargo de la jefatura de las Legiones X IX y XX, que estaban
concentradas allí para una misión oficial.
Terencio tuvo razón, estaba eliminado.
Se fue a su habitación, se sentó ante su ancha mesa cer­
ca de la ventana y fijó la mirada en el extraño laberinto de
arcilla que la cubría. No era precisamente un buen modela­
dor: la maqueta que había hecho de Gesoriacum era muy
tosca, pero las proporciones eran muy aproximadas. Esta­
ban la ciudad, las dunas de la costa, el puerto, las fortifica­
ciones que él conocía y las que Carausio debía de haber le­
vantado, para defender la ciudad por el lado de tierra. Co­
mo Carausio conservaba aún la posesión de Gesoriacum, la
mayor parte de la flota estaba en el puerto. Era una plaza
fuerte. Pero si se construía un dique, extendiendo la tierra
¡aquí! —cosa que se podía hacer incluso a la vista del
enemigo—, un dique muy grande, se cortaba el puerto ais­
lándolo del resto de la ciudad. Era una buena idea, una ex­
celente idea. Desgraciadamente tendría que quedarse en
mera idea.
El capricho de una mujer le había dado la jefatura a Va­
tinio. De cosas como ésas dependía el destino de los Impe­
rios.

105
LOUIS DE WOHL

Barrió de un manotazo la arcilla que había encima de la


mesa. ¡Fuera! ¡Se acabó!

8.
— ¡Con cuidado! —advirtió Hilario—. Las rocas aquí
resbalan mucho. ¡Sujetarse bien!
—¿Estás bien, Constantino?
—Desde luego, madre —fue la respuesta un tanto
ofendida—. Es fácil.
Favonio se rió por lo bajo; siempre le hacía gracia cuan­
do su joven amo empleaba su expresión favorita. Entre to­
dos ayudaron, medio empujándolo y medio arrastrándolo
al viejo para que bajara.
—Esto es el descenso a los infiernos —murmuró el lega­
do Curio—. Me parece que no lo voy a conseguir, centurión.
—Por supuesto que sí, señor. Apóyate en mí.
Desde abajo les llegaba el murmullo del mar. Una Luna
pálida, medio escondida entre nubes, era la única luz que
tenían.
Elena se resbaló, y un brazo la sujetó rápidamente por el
talle.
—Todo va bien —dijo Hilario; su sonrisa tranquila valía
un imperio.
Ella también sonrió.
—Creo que no debía haber venido —dijo—. Pero tenía
que venir.
—¡Naturalmente! —replicó Hilario.
—¿Puedes ver la barca, Constantino?
—Todavía no, madre.
— ¡Por Júpiter! Lo hemos conseguido —exclamó
Curio—. Este es el lugar, ¿no?
—Sí, señor. ¡Constantino, la antorcha!
La pequeña llama vacilante aumentó.
—Ya veo el bote, madre.
—Tiene la vista de un halcón —murmuró Favonio.
—Tengo que decirte algo antes de marcharme, señora
Elena —dijo Curio. En su cara cadavérica había una expre-

106
EL ARBOL VIVIENTE

sión de entusiasmo—. Has hecho milagros. No es fácil que


algo me cause asombro... pero nunca había visto una mujer
como tú y, francamente, creo que no hay otra. Se puede ase­
gurar que, si no se ha reconquistado esta isla, no es por tu
culpa. El ataque estuvo muy mal organizado.
—Porque no lo había organizado mi marido —dijo Elena
con calma—. Cuando veas al Emperador, dile que más tar­
de o más temprano tendrá que darle el mando a Constan­
cio, y que, mientras más pronto sea, mejor será para Roma.
Yo no he hecho nada; podría haber hecho algo si el ataque
no hubiera fallado.
—Se lo diré —aseguró Curio—. Pero una vez más, seño­
ra... ¿por qué no cambias de idea y vienes conmigo? Es fácil
de comprender que tu marido será dos veces fuerte tenién­
dote a su lado.
Con la sombra de una sonrisa, Elena respondió:
—A bordo sólo hay sitio para una persona.
El viejo legado miró a Constantino y comprendió.
—Además —añadió Elena—, el Emperador necesita más
tener a su lado a un oficial con experiencia que a mí. Yo
tengo que agrupar a nuestros hombres para el próximo ata­
que. Menos mal que sólo han sido descubiertos unos pocos,
y me da mucha pena de cada uno de ellos. Ese Vatinio ten­
drá que dar cuenta de muchas cosas.
Hilario y Favonio estaban haciendo esfuerzos par acer­
car el bote a la plataforma rocosa en la que estaban. En el
bote había seis hombres, todos marineros.
—Que los dioses te protejan, Elena —le deseó Curio—.
Has venido al Norte para que yo te proteja y ahora eres tú
la que me está protegiendo... tú y tus leales. Y si no hubiera
sido por Hilario, yo no habría sabido dónde encontrar este
barco.
—Buen viaje, Curio. Creo que puedes confiar en el capi­
tán y en su gente. Son contrabandistas... pero aprecian sus
propias vidas e Hilario les ha advertido de mi parte que los
haré despellejar si algo malo sucede. Harán todo lo que
puedan, te desembarcarán en Galia, donde estarás libre.
Y... llévale a mi marido todo mi cariño, Curio.
—Lo haré —afirmó el viejo legado con sencillez.
—Está todo listo, señor —gritó Favonio.

107
LOUIS DE WOHL

—Muy bien. Adiós Constantino. Le diré a tu padre que,


cuando desembarque aquí, se encontrará con un hijo hecho
un hombre. Adiós, Hilario. Adiós, Favonio.
Apenas había tomado asiento, el bote se separó de allí.
Los contrabandistas no tenían tiempo que perder, pues sus
mercancías ya estaban a bordo...; habían sido avisados para
que recogieran a un pasajero cuando estaban a punto de ha­
cerse a la mar.
El pequeño grupo que estaba en la roca permaneció en
ella hasta que el bote se perdió de vista y luego empezaron
a subir. Delante iba Favonio, seguido de Constantino, des­
pués iban Elena e Hilario. Fue mucho más fácil la subida
que la bajada. Un cuarto de hora tardaron en llegar a lo alto
del acantilado, donde Rufo los estaba esperando con los ca­
ballos.
—¿Nada nuevo, Rufo?
—Todo tranquilo, Favonio.
— jPues adelante!
Tardaron una hora a caballo en volver a una granja soli­
taria en donde un hombre anciano vestido de campesino se
unió a ellos montando el caballo que había dejado Curio.
Cabalgaron en silencio. Seis personas habían abandonado
el pequeño pueblo de Iuvaco y seis personas regresaban.
Carausio tenía demasiados ojos como para no tomár to­
das las precauciones posibles.

★★*

Unas dos semanas más tarde estaban de vuelta en una


pequeña villa próxima a Verulamium, en donde «la viuda Ze-
nia y su hijo» habían vivido durante los últimos años. La
gente no sabía mucho acerca de ella, excepto que procedía
«de algún lugar del N orte»; con ella vivían su hijo, su ma­
yordomo Hilario y un hombre grandote, que se suponía que
era el jardinero. Se llamaba Marco y podía levantar a un
adulto en cada brazo al mismo tiempo. Había también un
cocinero llamado Rufo y algunos otros sirvientes.
La viuda Zenia llevaba una vida muy tranquila y retira­
da; cuidaba con esmero su bonito jardín y prestaba mucha
atención a sus establos: parecía entender mucho de caba-

108
EL ARBOL VIVIENTE

líos; su hijo era un excelente jinete, que prometía ser un


buen soldado del ejército del gran Carausio. Esto lo sabían
sus vecinos de buena fuente: el mismo jardinero Marco.
Llamaba un poco la atención que la viuda Zenia, una
mujer de gran dignidad y todavía muy guapa, cambiase de
sirvientes con tanta frecuencia. No los sirvientes principa­
les, que siempre eran los mismos, sino los mozos de cuadra,
los ayudantes de la cocina y del jardinero...; incluso hubo
un tiempo en el que el jefe de policía de Verulamium, Rutilo,
había hecho algunas averiguaciones acerca de esto. Pero el
resultado parecía haber sido satisfactorio y, desde enton­
ces, Rutilo saludaba muy respetuosamente a la viuda cuan­
do se encontraba con ella casualmente. ¿Por qué no habría
de hacerlo? Era una dama de buena familia, se veía a sim­
ple vista; pagaba los impuestos con regularidad al nuevo re­
caudador en la Via Capuana, o mejor dicho, Via Carausia,
como se llamaba ahora, y su mayordomo era muy dadivoso
con los pobres. Además, no derrochaba en vestidos y, salvo
dos mujeres mayores que estaban a su serv icio personal, no
tenía mujeres esclavas... lo cual es una medida de pruden­
cia cuando se tiene un hijo de dieciséis o diecisiete años.
Se decía, no obstante, que el muchacho había sido visto
más de una vez acompañando a la pequeña Minervina, cu­
yos padres eran vecinos de la villa. Con toda probabilidad
esto no era más que puro chismorreo, pues la chica sólo te­
nía quince años, una criatura menuda y encantadora, con
grandes ojos. Era una lástima que fuese romana de naci­
miento, en vez de ser celta o franca, pero a eso ella no podía
ponerle remedio. En estos tiempos, ser descendiente de ro­
manos era una desgracia más que un defecto. Algunas de
esas gentes seguían pensando que el Emperador de Roma
tenía intención de reconquistar la isla de Britania, lo cual
era, desde luego, una tontería. Nunca había existido un
ejército como el de Carausio, que iba haciéndose más po­
tente cada día; los francos, los frisones y los daneses envia­
ban tantos contingentes de tropas que los oficiales de Ca­
rausio se veían en la necesidad de seleccionar a los mejores
y devolver los restantes.
Se habían construido nuevas fortificaciones a lo largo
de las costas, y la frontera del Norte nunca había estado tan

109
LOUIS DE WOHL

estrechamente defendida. También el comercio se había re­


cuperado después de las inevitables dificultades en el pe­
ríodo inmediato a la invasión.
Y por si todavía quedaban algunas dudas en los corazo­
nes de esa gente, la clamorosa victoria sobre la armada ro­
mana las había disipado. Los romanos no habían consegui­
do que desembarcara ni un solo hombre. Los dioses habían
acudido en ayuda de Carausio, pues una tempestad, excep­
cional en esa época del año, dispersó la flota imperial, per­
seguida por los victoriosos barcos de los defensores...

★★*

—No tenemos que preocuparnos por ahora —dijo


Hilario— . He estado viendo a Rutilo... he hablado con él du­
rante casi una hora; no es hombre que sepa disimular sus
pensamientos. No sospecha nada de nosotros. Thrax y
Boaldo murieron sin hablar nada de nosotros. Toda nues­
tra red está prácticamente intacta. El tiempo que esto pue­
da durar es otra cuestión.
La viuda Zenia adelantó la barbilla característica de la
hija de Coel.
—Durará hasta que mi marido venga —dijo con voz
firm e— . Me alegro de no haber dado orden de atacar antes
de tiempo. El mérito es tuyo, Hilario, no mío.
—Tú mantuviste tu punto de vista contrario al mío
—sonrió H ilario— , sólo hasta que te enteraste de que Cons­
tancio no venía al mando de la flota imperial. Fue una suer­
te que lo supiéramos tan pronto. Por desgracia, Carausio es
un gran hombre.
Ella se indignó.
— No me gusta que digas eso, Hilario. Es un usurpador,
un amotinado... se ha aprovechado de una oportunidad.
—Lo siento —fue la sosegada réplica— . Fue un logro mi­
litar brillante. No le llamo gran hombre porque haya derro­
tado a la armada romana. La flota que él tiene es la mejor
que los romanos tenían y él es el mejor almirante... antes de
decidirse a hacer su propio juego. No hay grandeza en des­
truir a un inferior, aunque uno sea el mejor. La flota roma­
na tuvo que ser construida precipitadamente y estaba mal

110
EL ARBOL VIVIENTE

mandada, como dijo el legado Curio. Pero mira todo lo que


ha hecho Carausio en el poco tiempo que lleva en el Poder.
A pesar de ser un invasor, ha conseguido que lo acepten y
que le teman al mismo tiempo. La frontera del Norte está
segura; los caledonios se comportan con un saludable res­
peto. Sus barcos llevan su nombre hasta más allá de las Co­
lumnas de Hércules. Domina el canal con una total sobera­
nía, lo cual significa dominar Britania. No, no te enfades
conmigo, señora; ya sé que es un usurpador y que hay que
luchar contra él... pero no debemos minimizar su importan­
cia, porque eso sería minimizar nuestro esfuerzo y nuestro
mérito.
—Siempre estás en lo cierto, Hilario —sonrió Elena.
—Procuro estarlo, señora; he aprendido en una buena
escuela.
Ella se puso a sollozar.
—Mi padre murió en el momento preciso. Algo se rom­
pió dentro de mí, Hilario, cuando él murió. Pero murió en
el momento oportuno.
—Yo creo que todos morimos en el momento oportuno
—reflexionó H ilario— . Siempre he pensado que morimos
cuando hemos cumplido nuestra tarea. Y esto me llena de
esperanza.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la grandeza de Carausio puede estar
a nuestro favor.
—Estás hablando en acertijos.
Los ojos soñadores de Hilario estaban medio cerrados.
Estaba sentado frente a ella, pues, cuando estaban solos, a
menudo prescindían de las formalidades entre señora y sir­
viente.
—Su dominió-jestá construido sobre bases demasiado
endebles —dijo lentamente— . Está construido sobre su
propia grandeza. Es un sistema que descansa sobre un solo
hombre y, cuando muera, no habrá quien pueda sustituirlo.
—¿Por qué ha de morir?
—Morirá... cuando le llegue la hora. Pero es imposible
decir cuándo será.
—Salvo... —intervino ella con rapidez— que su muerte
sea producida por algún... accidente.

111
LOUIS DE WOHL

El movió la cabeza, sonriendo.


—Sigues siendo la salvaje, la reina salvaje —dijo— . Ze­
nobia, más que Zenia.
Ella también sonrió. Era cierto que había escogido ese
nombre porque sonaba como el de la reina de Palmira abre­
viado.
—No me estaba refiriendo a que nosotros hiciéramos
nada —continuó H ilario— , sino a que los conquistadores
rara vez mueren en su cama. Tenemos que esperar a ver
qué pasa. Ahora Curio debe de estar ya en Roma. Tenemos
nuestra organización... aunque es pequeña y no estaremos
nunca en condiciones de dar una batalla, pero podremos
hacer mucho cuando los romanos desembarquen. Además,
tenemos a los cristianos de nuestra parte.
—No creo que sean gente muy bélica, por lo que me ha
parecido ver —comentó Elena, frunciendo los labios—. En
su mayor parte son mujeres y esclavos; y no es de extrañar,
porque es una religión para débiles y no para fuertes.
—No estoy tan seguro —murmuró Hilario con los ojos
fijos en el suelo— . He visto cosas extrañas... y sé algo sobre
su historia. Cuando creen en algo son capaces de morir an­
tes que renunciar a ello. Y creen en la autoridad y en la ley.
Nunca se han rebelado contra la autoridad legítima, siem­
pre se someten a ella. Por eso es por lo que están a favor de
Roma y contra Carausio, cuya autoridad no es legítima.
—Se han portado bien con nosotros, cuando lo hemos
necesitado —admitió Elena.
Hilario asintió. Se acordó de cuando estuvieron vivien­
do escondidos en los bosques del Norte; cuando Favonio,
cyn él y con Constantino, ponían trampas para cazar cone­
jos y los soldados buscaban bayas silvestres, y hacían sopa
con hierbas y setas. Más de una vez habían estado cerca de
la inanición. Pero había soldados que siempre se las apaña­
ban para traer alimentos del pueblo cercano, sólo con ir a
pedirlos. Durante mucho tiempo no quisieron decir cómo
lo hacían, a pesar de la curiosidad de sus compañeros, pero
acabó descubriéndose... eran cristianos y todos ellos esta­
ban en contacto con personas de su misma fe que, a su vez,
tenían informados a otros miembros de la comunidad. Pa­
recía haber entre ellos una ley de ayuda mutua. Tenían

112
EL ARBOL VIVIENTE

ciertos signos secretos para reconocerse unos a otros. Re­


cordaba que esto le desagradaba, pues había odiado siem­
pre los secretos..., pero de esto ya hacía mucho tiempo. Fue
antes de que se encontrara a Al baño. Las cosas eran muy di­
ferentes después de conocer a Albano.
—¿Has sabido algo últimamente de tu amigo Albano?
Hilario levantó la vista, sorprendido; después sonrió.
—A veces me olvido de que eres la hija del rey Coel
—dijo— . Sí, estaba precisamente pensando en él. Estaba
pensando que las cosas eran diferentes cuando se le había
conocido.
Ella agitó la cabeza.
—No se deben dejar las cosas en manos de los dioses, o
de un dios, como hace tu amigo. Tiene que sacarlas adelan­
te uno mismo. No tengo interés por conocer a Albano...; no
creo que para mí sean diferentes las cosas, sí lo llego a co­
nocer.
Sonaron afuera unos pasos rápidos y Constantino
irrumpió en la habitación como un torbellino.
— ¡Madre... Hilario... grandes noticias!
Ella lo miró severamente.
—Hijo, ya eres un hombre; ninguna noticia es suficien­
temente grande para justificar esta manera de entrar.
Todo el cuerpo del muchacho se puso tenso como si se
quedara detenido en el aire. Hizo una leve reverencia.
—Lo siento, madre.
—Bueno... ¿qué noticias nos traes?
—Carausio va a pasar por Verulamium mañana por la
tarde.
En los ojos de ella brilló un relámpago, pero su voz sonó
tranquila e incluso un tanto despreocupada cuando pre­
guntó:
—Bueno, ¿y qué? No viene a hacerme una visita. ¿Quién
te lo ha dicho?
—El viejo Escápula... quiero decir Aulo Escápula. Lo ha
sabido por el gobernador mismo. Están adornando las ca­
lles. Me gustaría ver cómo es, ¿me dejas?
—¿Has visto a Minervina? —le preguntó ella con tono
seco.

113
LOUIS DE WOHL

La cara del muchacho se puso como una amapola.


—S...sí, madre.
Ella movió la cabeza.
—No olvides que pertenece a una familia de buena posi­
ción y que, si la ves con demasiada frecuencia, le puede per­
judicar. Surgirán rumores y chismes. Tienes que ser discre­
to y piensa que a nosotros tampoco nos conviene andar en
lenguas. No, no quiero que me digas nada. Piénsalo. Ahora
déjanos solos, hijo.
Ha habido un momento, pensó Hilario, en el que Cons­
tantino parecía realmente un hombre; pero nadie puede
mantener esa actitud ante ella.
Cuando la volvió a mirar, se dio cuenta en el acto de que
amenazaba el peligro. Había aprendido a ver los síntomas y
raramente se equivocaba. Ella no estaba pensando en Cons­
tantino y en su primer amor... Pensaba en algo totalmente
distinto. Hilario recordó la aparente indiferencia con que
recibió la noticia de la inminente llegada de Carausio:
«Bueno, ¿y qué?».
Ella tenía el pensamiento fijo en la llegada de Carausio;
a Hilario le vinieron a la cabeza las palabras que él mismo
había pronunciado hacía unos momentos acerca de que no
había nadie para sustituir a Carausio cuando éste
muriera... De repente, cayó en la cuenta de que ella estaba
pensando en cómo podría morir Carausio.

★★★

La vanguardia estaba formada por doscientos hombres


a caballo; las armaduras, las toscas corazas, los anchos es­
cudos, los cascos alados y las largas lanzas eran de estilo
franco. Como todo el mundo sabía,^Carausio era un admira­
dor de los francos; incluso se vestía como ellos, y la mayo­
ría de sus oficiales lo imitaban, así como sus guardias de
corps.
Las calles estaban cubiertas de flores, y muchas casas
tenían tapices colgados de las ventanas, con pequeños em­
blemas azul y plata, que eran los colores de Carausio.
Detrás de la caballería iba un carro ligero gálico, rodea­
do de cincuenta guardias a caballo. Seguían otros doscien­

114
EL ARBOL VIVIENTE

tos caballeros y, al final, otro carro gálico.


El joven oculto en la sombra del quicio de la puerta
apuntó con cuidado... la cuerda del arco se tensó... y una
mano poderosa cayó pesadamente sobre él; una voz conoci­
da le dijo:
—Eso no, hijito... además, ése no es el hombre.
—Favonio —susurró Constantino—, déjame solo... estás
loco. ¡Oh, dioses! Ya lo tenia... lo tenía frito...
—Calma, hijo. Ya ha pasado el momento. Te digo que te
estés quieto. ¿Quieres que nos metan en la cárcel, incluida
tu madre?
—Mi madre no tiene nada que ver en esto —murmuró el
joven— . No sé por qué me has tenido que espiar...
El gigante centurión se echó a reír.
—Cuando uno de mis mejores arcos desaparece de la ar­
mería... y cuando te escurres como el que no está haciendo
nada, como quien no es capaz de matar una mosca..., a uno
le vienen ideas a la cabeza.
El último destacamento de caballería ya había pasado,
pero todavía quedaban espías entre la masa. Favonio cerró
la puerta.
—Era un plan disparatado, hijo —le reprendió
severamente— . No podía salir nada bueno de él, aunque hu­
bieras acertado. Además, el hombre al que apuntabas era
Alecto y no Carausio.
—¿Y ése no merece morir? —replicó Constantino—. Es
un traidor, ¿no? No se me olvida lo que quiso hacerle a mi
madre hace cuatro años... aunque tú lo hayas olvidado.
—¿Y quién lo vapuleó entonces? —dijo Favonio, riendo
entre dientes— . No pude hacer un trabajo acabado en
aquel momento, pero por lo menos no le hizo daño a tu ma­
dre. Si ahora le hubieras acertado, tendríamos a los solda­
dos encima dentro de un instante; ¿puedes acaso defender
esta casa contra cientos de hombres? Eso era una travesu­
ra de niño, Constantino.
—Habría matado a un peligroso enemigo del Empera­
dor.
—¿A qué precio? ¿Vale Alecto la vida de tu madre? Tie­
nes que ser sensato, muchacho... es fácil. Un gran soldado
al que yo conocí solía decir: la grandeza consiste en hacer

115
LOUIS DE WOHL

lo que es esencial, no lo que es agradable.


Durante toda esta conversación no había dejado de mi­
rar a la calle a través del pequeño portillo que utilizaba el
«ostiario», el portero, para identificar a las personas que
llamaban a la puerta.
—Carausio iba en el primer carro —dijo— . Creo que iba
demasiado deprisa para ti; además, era muy difícil colocar
una flecha con tantos guardias de corps como le rodeaban.
Esta clase de intentos no los puede llevar a cabo un hombre
solo..., en el supuesto de que haya que intentar una cosa así.
Pero aun cuando Carausio...
Se interrumpió de repente y dio un breve suspiro.
—Muy bien —dijo con voz aburrida— . Devuelve ese ar­
co al lugar de donde lo has tomado y déjate ya de insensate­
ces. Sabes que no voy a decir nada de esto, pero me tienes
que dar tu palabra de que no vas a volver a hacer nada se­
mejante.
—Está bien —respondió Constantino, molesto.
Favonio miró cómo se alejaba lentamente; cuando estu­
vo fuera de la vista, abrió la puerta y se deslizó a la calle.
Todavía podía ver al último puñado de jinetes, que cabalga­
ban al paso. Eran alrededor de una docena, y los tres que
iban en el centro eran oficiales romanos...

★★★

Elena había estado contemplando la cabalgata de Ca­


rausio desde su ventana del primer piso de la casa; Hilario
estaba con ella.
—Tiene la cabeza de un toro —comentó— , y el cuello de
un toro. ¿No te contó nunca mi padre la historia de B ren­
gan, que era tan fuerte que podía segar la cabeza de un toro
con un solo golpe de hacha?
—Me gustaría saber lo que tu padre diría si conociera lo
que estás pensando en este momento...
—El hombre que iba en el segundo coche era Alecto
—siguió ella hablando— . Se ha recuperado totalmente.
—Ahora es un hombre importante —dijo H ilario— . Es
el Recaudador Jefe. Hay quien dice que el segundo hombre
del gobierno. Pero no es un gran hombre. Y me gustaría que

116
EL ARBOL VIVIENTE

no tuvieses esds pensamientos.


—A veces eres un pesado, Hilario.
—Es una locura, señora. No es ése el procedimiento. Lo
mires por donde lo mires, eso es un asesinato.
Ella volvió la cabeza hacia él.
—¿Cómo te atreves...?
El cayó de rodillas.
—Perdóname, señora. Pero tenía que decírtelo.
—Levántate —le ordenó ella secamente—. Odio ver a un
hombre de rodillas. Pero me gustaría que no agotaras de­
masiado mi paciencia...
El se levantó despacio.
—Cuando dudamos de si es bueno o malo algo que esta­
mos planeando —habló él con su clara voz habitual—, lo
mejor que podemos hacer es tratar de pensar en cómo lo
consideraría el mejor hombre que hemos conocido. Y cuan­
do pienso en tu padre... o en Albano...
—¿Albano? ¿Ese es el mejor hombre que tú conoces ac­
tualmente, Hilario? No sabía que significara tanto para ti.
¿Acaso eres cristiano?
Ella se decepcionó al verle titubear. ¿Sería posible real­
mente que él, Hilario, que tenía una cabeza tan clara, el dis­
cípulo del rey Coel, se hubiera dejado captar por esa ex­
traña ciencia de aquel profeta judío? Mujeres simplonas y
esclavos, incluso de cierto rango... sí. ¿Pero Hilario?
—No lo sé —respondió H ilario— . Todavía no estoy segu­
ro. Es muy difícil. Hay muchas cosas que aún no compren­
do. No he visto a Albano con suficiente frecuencia.
—A mí me parece que lo has visto con excesiva frecuen­
cia —exclamó ella—. Y, aplicando la regla que has mencio­
nado, Hilario..., me gustaría saber lo que diría mi padre
de eso.
El movió la cabeza con entusiasmo.
—Eso mismo me pregunto yo, señora. Llevo tiempo pen­
sando en ello. Una de las cosas que más lamento es que el
rey Coel y Albano no se hayan conocido.
Ella encogió los hombros con un gesto de impaciencia.
—Es una conversación desesperante. Lo que yo tengo
que pensar es qué diría mi marido... a quien le debemos
lealtad. Pienso en Roma. Carausio ha ido a pasar unos días

117
LOUIS DE WOHL

en el palacio del gobernador. La viuda Zenia puede fácil­


mente obtener una audiencia con él. Tú mismo has dicho
que todo el gobierno en la isla depende de él solo. Si le ocu­
rriera algo, Roma podría...
Vio que Hilario se llevaba un dedo a los labios. Un mo­
mento después entró un esclavo.
—Señora, el Jefe de la Guardia desea verte. Dice que es
urgente.
—Hazle pasar.
Sus ojos se abrieron con asombro cuando Favonio en­
tró. Nunca lo había visto tan pálido.
—¿Qué pasa, Favonio? No te quedes ahí como una esta­
tua. Habla, hombre. ¿Qué hay?
Pero él esperó, escuchando cómo se alejaban los pasos
del esclavo; pasó una eternidad hasta que levantó la cabeza
y dijo con voz ronca:
—He visto un grupo de jinetes pasar por delante de la
casa. No son parte de la comitiva de Carausio, sino otros.
Entre ellos había tres oficiales romanos con uniforme. Los
he seguido.
—¿Oficiales romanos?
—Sí, señora. Un legado y dos tribunos. Los demás eran
nobles de la Corte de Carausio y algunos guardias de corps.
— ¡La Corte de Carausio..., como si ese canalla fuera una
cabeza coronada!
Favonio tragó saliva.
—Me temo que lo es, señora.
—¿Estás loco?
—No me extrañaría que lo estuviera, señora. Me he
acercado a ellos... no me he podido resistir a hacerlo... y les
he preguntado qué estaban haciendo aquí. No eran prisio­
neros, pues llevaban armas. No me contestaron, sino que
uno de los nobles dijo: « ¡Fuera de aquí, perro! Estos nobles
romanos han venido a hacer las paces con nuestro amo y a
reconocerlo como Emperador de Britania en nombre de
Roma».
Elena se le quedó mirando y dijo atónita:
—No es verdad. No puede ser verdad. Estaba mintiendo.
Pero Favonio sacudió la cabeza.

118
EL ARBOL VIVIENTE

—Eso pensé yo también, señora; miré al legado y el lega­


do inclinó la cabeza...
— ¡Roma! —exclamó Elena—. ¡Oh, Roma!
—El noble me dijo eso levantando mucho la voz
—continuó Favonio— . Quería que la gente lo oyera; quería
que todos vieran que los romanos no lo contradecían. Lo
han oído cientos de personas, y la noticia ha corrido ya por
todo el pueblo.
—Carausio, Emperador de Britania. Mi marido debe de
haber muerto.
Favonio tenía los ojos llenos de lágrimas.
Pero el dolor más amargo lo sintió Hilario. El, para
quien Roma sigificaba muy poco, vio cómo la aflicción con­
vertía en piedra a la mujer que más amaba. Sí, la amaba. La
rígida disciplina que él mismo se había impuesto ya no era
suficiente para protegerlo contra ese dolor agudo y deses­
perado... no podía aguantar más. La amaba. Y por el amor
que le tenía abrazó su aflicción con todo el ardor de ese
mismo amor e hizo suya esa pena. No tenía consuelo ni es­
peranza.
LIBRO TERCERO

Años 294-296
1.

Britania entera estaba preparando una fiesta como no


la había habido nunca: «L a Fiesta de los Siete Años».
Carausio llevaba ya siete años gobernando Britania... y
hacía tres años que era Emperador de Britania.
Se celebrarían grandes fiestas oficiales en todas las ciu­
dades; discursos y guirnaldas, banquetes y fuegos artificia­
les, representaciones de teatro y desfiles militares; y todo
esto a lo largo de siete días y siete noches.
En el único sitio donde parecía que no se hacía defhasia-
do caso de todo esto era en el palacio de Londinium.
Todo el mundo en la ciudad conocía la fila de ventanas
en el primer piso del ala izquierda del edificio, donde el
Emperador trabajaba. Durante el día el palacio estaba si­
lencioso y se prohibía la entrada en él; por la noche, una luz
opaca brillaba a través de las ventanas. Pero de día y de no­
che el Emperador estaba siempr e trabajando.

★* ★

No era desacostumbrado que el ministro de Hacienda


tuese recibido en audiencia una hora antes de medianoche.
Y tampoco era raro que llevase con él a todos sus colabora­
dores... los responsables de los distintos departamentos,
con sus secretarios y asesores.
«Toda una galaxia de sanguijuelas», pensó Liudemar,
desperezándose un poco y cruzando ias manos sobre la em-

121
LOUIS DE WOHL

puñadura de su espada. El jefe de los guardias de corps del


Emperador era un franco que medía casi siete pies; parecía
que se hubieran necesitado los cuerpos de dos hombres pit­
ra hacer el suyo. Tanto en invierno como en verano llevaba
una piel de oso echada por los hombros, y la broma favorita
de Carausio era decir que Liudemar se había arrancado su
propia piel para tener menos calor.
El chambelán Teudovec anunció a los visitantes; tam­
bién él era franco, como más de la mitad de los oficiales de
palacio. Durante los años en que había estado luchando
contra ellos en el mar, Carausio había adquirido un gran
respeto hacia sus enemigos; por eso, ahora formaban la
fuerza de choque de su ejército y de su marina, así como
gran parte de su guardia de corps.
«Cifras, números», pensó Lindemar con ganas de escu­
pir, pero se acordó de que el Emperador le había amonesta­
do por ello hacía una semana. «Cifras, y nada más. Sumar.
Dinero. Sacar un buen provecho para ellos mismos y una
buena ración para el Emperador. Sanguijuelas».
Se puso a pensar en el ministro de Hacienda. Cara de
halcón. Buitre. Vanidoso. Sanguijuela. Cada vez que venía a
ver al Emperador lo ponía de mal humor. Hoy había traído
a un montón de ayudantes... sería porque los iba a nece­
sitar.
No es que al franco le cupieran demasiadas cosas en su
estrecha mollera, pero tenía la suficiente intuición para ver
que algo flotaba en el aire. Todo su día había estado lleno
de contrariedades. Cuando se levantó esa mañana, la espa­
da se salió de la vaina y se clavó en el suelo, y esto, como to­
do el mundo sabía, era un mal presagio. Le hizo una prome­
sa al dios Wodan: le sacrificaría un becerro al día siguiente
de cobrar la próxima paga. A veces estas cosas ayudaban; y
otras veces, no. Con Wodan uno no sabía a qué atenerse, era
tan cambiante como Carausio. Menos mal que el día estaba
acabando y las dificultades que surgieran después ya no
eran de su incumbencia. Pero el Emperador había estado
desagradable todo el día, como una mata de espinos.
El chambelán Teudovec regresó.
— El Emperador quiere ver al ministro de Hacienda a
solas —anunció.

122
EL ARBOL VIVIENTE

Alecto le dirigió una sonrisa y entró en el despacho.


Teudovec se acercó a Liudemar.
—No me gustaría estar en el lugar de Alecto esta noche
—susurró.
—Ni nunca —comentó Liudemar con desprecio.
Teudovec disimuló una sonrisa.
—El viejo no ha estado de buen humor en todo el día, co­
mo tú sabes —murmuró—, pero ha empeorado desde que
llegó ese mensajero.
—¿Cuál? Han venido una docena seguidos.
—El último... el de la consigna secreta. Ese es el que ha
tenido la culpa.
—¿Qué noticias traía?
—No tengo ni idea. Pero algo ha sucedido.
—Quizá los caledonios han vuelto a suscitar dificulta­
des.
—Quizá. Ya se las entenderá el viejo con lo que sea.
En esos momentos Alecto estaba acercándose a la gran
mesa de trabajo que había al fondo de la enorme habita­
ción, se puso firm e y saludó.
Carausio no le hizo caso. Estaba leyendo una carta. A
primera vista, el Emperador de Britania parecía tener mu­
cho en común con Maximiano. Tenía la misma complexión,
el mismo cuello de toro y la misma barbilla saliente bajo la
barba oscura. Pero en su cara maciza había una expresión
de extraña melancolía, y esto es lo que hacía que la gente se
sintiera incómoda en su presencia; era una melancolía con
la que parecía decir que ninguna cosa tenía verdaderamen­
te importancia... y una de esas cosas era la vida de un hom­
bre; no siempre había tenido esa expresión; hubo un tiem­
po, no mucho antes, en el que se reía a carcajadas con un
chiste indecente, estaba bebiendo toda una noche y se iba
de juerga, disfrutando con la misma alegría primitiva que
Liudemar. Pero había cambiado. Y no era que hubiese en­
vejecido o que estuviese cansado. A sus cincuenta y dos
años estaba tan fuerte como siempre; podía trabajar dieci­
siete horas al día tranquilamente. No se le había subido a la
cabeza que Diocleciano y Maximiano le reconocieran como
Emperador y lo llamaran «Augusto» en sus cartas. Necesi­
tó ese reconocimiento sólo por razones políticas. No le

123
LOUIS DE WOHL

preocupaban las ceremonias oficiales.


De todas formas, el hecho de ser Emperador era lo que
había producido ese cambio en él, porque se dio cuenta de
que entonces estaba solo.
Alecto esperaba allí de pie, alto, estirado y elegante.
«Está tardando mucho en leer una carta tan corta», pensa­
ba; «ha aprendido a hacer la comedia. ¿Hasta qué punto es­
tará enterado?».
Era inútil hacerse esta pregunta. Nada importaba lo
que supiera. El plan estaba trazado, irrevocablemente. Na­
da podría alterarlo. La arena ya estaba cayendo en el reloi.
Por fin Carausio levantó la vista.
—Seré breve —dijo con su voz profunda y sosegada—.
He de hacer cosas más importantes que hablar contigo.
«Eso es falso», pensó Alecto; «muy falso. Pero quién sa­
be. Venga, suéltalo».
—Me han llegado demasiadas quejas —dijo Carausio— .
Lo puedo tolerar durante un cierto tiempo, cuando se trata
de alguien a quien aprecio y en quien confío. Pero no lo pue­
do soportar indefinidamente. Has traído a la mitad de tus
colaboradores... lo cual es innecesario, pues he hecho mis
propias averiguaciones.
—Lo sé, Sire —dijo Alecto.
—¿Lo sabes? Tanto mejor —la boca de Carausio expresó
desprecio— . Has elevado los impuestos un diez por ciento
más de lo que tenías autorizado y ese aumento no está con­
tabilizado. No te pregunto lo que has hecho con ese dinero,
porque ya lo sé.
Alecto sonrió.
—¿Qué es lo que he hecho con él, Sire?
Carausio levantó su maciza cabeza.
—Has organizado el núcleo de un ejército privado —dijo
con toda tranquilidad—. Hay cinco mil hombres a tu servi­
cio particular. Serán desarmados y echados de Britania en
el plazo de una semana.
—¿De verdad? —preguntó Alecto; su sonrisa gris y tor­
cida exasperó al Emperador, el cual se levantó.
—Siempre has sido un imbécil, Alecto, pero no creí que
lo fueras tanto. Yo quería perdonarte, pero lo has hecho im­
posible. ¡Liudemar!

124
EL ARBOL VIVIENTE

Fue como el rugido de un león.


Pero el jefe de la guardia de corps no acudió. En cambio
se produjo un tumultuoso ruido en la antesala. Alecto se­
guía con su insolente sonrisa.
Por fin comprendió Carausio. Su mano se dirigió como
un rayo a la pequeña mesa que había junto a su escritorio,
pero su espada no estaba en su sitio. Sintió un dolor lace­
rante en el costado. Con sorpresa vio que un gran botón de
metal sobresalía de su túnica... eso no estaba allí antes,
¿qué era? ,
Entonces vio cómo Alecto lanzaba un segundo dardo; él
trató de esquivarlo, pero no se pudo mover y sintió su im­
pacto de lleno en el pecho. Se desplomó hacia atrás en el si­
llón adornado con dos leones coronados.
—¿Quién es el imbécil? —preguntó Alecto en voz baja;
con precaución, como cazador experto que era. se acercó a
su presa— . Has acabado tu tarea, Carausio —dijo sin deiar
de sonreír— . El trabajo más duro tenía que hacerlo un
hombre de tu clase. El trabajo más arduo tú lo has hecho
por mí. Ahora yo tomo el relevo. El tiempo de los almiran­
tes y de los generales ya ha pasado; empieza el tiempo de
los hombres de Estado. ¿Creías en serio que te estaba enga­
ñando por una décima parte, cuando podía quedarme con
todo sin necesidad de engañarte? Me has tenido en menos
siempre...
Afuera, el tumulto había cesado. Alecto comprendió lo
que eso significaba. Ni siquiera el mismo Liudeniar podía
resistir solo contra cincuenta hombres...; además, había
oficiales seleccionados, disfrazados de oficinistas, con las
espadas escondidas bajo sus capas. Liudemar había muer­
to. Teudovec había muerto. Quinientos hombres en grupos
de veinte y de treinta recorrían el palacio por todas partes
para asegurarse de que los oficiales sobornados no se vol­
vían atrás.
Se quedó mirando al Emperador moribundo, pero no
pudo mantener su sonrisa irónica. De repente comprendió
por qué: era porque el mismo Carausio estaba sonriendo.
Su primera reacción fue la de asustarse... porque miraba
por encima de su hombro, como si la sonrisa de Carausio se
debiera a que alguien venía por detrás en su auxilio, silen-

125
LOUIS DE WOHL

ciosamente; pero no había nadie... y la vida del Emperador


se perdía rápidamente... las dos heridas eran mortales.
¿Por qué se reía, pues? ¿O es que estaba delirando? No, no
lo estaba, pero sus ojos abiertos tenían una expresión de...
de gigantesca hilaridad; miraba como si fuera a estallar en
una carcajada tremenda, prolongada, que haría temblar los
mismos cimientos del palacio, de la ciudad, de la isla ente­
ra. Era como si le estuviese dando lástima del aturdimiento
de su asesino, un pobre hombre que no sabía comprender la
gracia maravillosa y formidable de todo aquello, y hubiera
que explicársela. Carausio abrió la boca para hablar. Un
chorro de sangre brotó, cayendo sobre los papeles y los ro­
llos que había en el escritorio. La cara del Emperador se
contorsionó, como una máscara horrible; siguió escupien­
do sangre y la boca se convirtió en una masa escarlata... pe­
ro seguía con su sonrisa, y entonces Alecto pudo oír un so­
nido, un suspiro más que una palabra, ronco y burlón...
— ¡Imbécil!
Después, los ojos de Carausio se fijaron en la eternidad;
la cabeza, el cuello y los hombros se hundieron más en el si­
llón.
«P or fin», pensó Alecto. Respiró profundamente. Había
vencido... él podía respirar y Carausio, no. Había vencido.
Por fin. El gran bulto que había en el sillón sería pasto de
los gusanos. En esos momentos la sangre se estaba secando
en sus venas.
Pero todavía... todavía su rostro muerto conservaba su
gesto, esa suprema expresión de alegría soberana y despec­
tiva.
Como atraído por una fuerza misteriosa, Alecto se acer­
có al cadáver y vio que aún tenía en la mano aquella carta;
no estaba ni siquiera arrugada y parecía que estaba ofre­
ciéndosela para que la leyera.
Y él leyó el secreto, con su cara apenas a una pulgada de
distancia de aquel rostro inmóvil.
Lanzó un alarido.
Inmediatamente la puerta se abrió y entraron en la ha­
bitación más de veinte hombres; habían estado esperando
que los llamara; tenían órdenes estrictas de no interrumpir

126
EL ARBOL VIVIENTE

esa «última audiencia con el Emperador» hasta que oyeran


su voz.
La habían oído y allí estában; los primeros que entraban
se detuvieron tan de repente que los que venían detrás los
atropellaron con gran estrépito de armas que entrechoca­
ban; se oyeron unas cuantas exclamaciones... y después se
hizo un silencio absoluto.
Encontraron a Alecto igual que él mismo había encon­
trado al Emperador cosa de un cuarto de hora antes, con
los ojos fijos en una pequeña carta que tenía en sus manos;
la leía y la releía.
Era la declaración de guerra de Roma.

2 .
Sesenta oficiales de alta graduación se pusieron en pie
cuando el César entró en la tienda. Este respondió al saludo
con un movimiento de cabeza y tomó asiento al extremo de
la mesa donde se iba a celebrar el Consejo de guerra.
Los cuatro portaestandartes que había ante la tienda
eran muestra de que, en esta ocasión, Roma no había aho­
rrado esfuerzos. Cuatro legiones regulares formaban un
gran ejército; y un ejército había sido necesario para recon­
quistar Gesoriacum. Quizá, ni siquiera con los miles de sol­
dados auxiliares habrían alcanzado su objetivo, si antes no
hubieran conseguido, con meses de trabajo, un gigantesco
aliado.
Allí estaba, visible desde la entrada de la tienda, algo
que parecía cubrir el horizonte entero: el dique más grande
de toda la historia militar. Muchas veces habían dudado de
si podrían acabarlo. Pero el César les urgía, los animaba,
los ame.iazaba, y el dique avanzaba lentamente, a pesar de
los cientos de contraataques por parte de los enemigos...,
hasta que llegó el día en que aisló a la flota de Carausio, en­
cerrándola en el mismo puerto que le había servido de ba­
se. En Gesoriacum se habían celebrado Consejos de guerra
uno tras otro, para estudiar el asunto del dique, hasta que
comprendieron qué pretendía el general romano al cons­
truirlo. Desde ese momento, aquella tremenda serpiente de

127
LOUIS DE WOHL

tierra y piedras se convirtió en una obsesión para los parti­


darios de Carausio, que veían cómo la vida de la infeliz ciu­
dad se iba estrangulando. No podían hacer salir del puerto a
los barcos, porque bien sabían que la flota romana, com­
puesta de barcos recién construidos, estaba esperándoles
fuera. El grueso de la flota de Carausio, sin embargo, esta­
ba al otro lado del canal, repartida por los diferentes puer­
tos de la isla de Vectis, y no se movía. La serpiente de pie­
dra fue creciendo, a pesar de todos los medios ingeniosos
que se pusieron para destruirla. Y, cuando el terrible dique
llegó hasta la entrada del puerto, el general romano atacó
con toda su fuerza. La ciudad cayó.
Una impresionante cantidad de material de guerra cayó
en manos de los romanos, incluido más de un tercio de la
flota de Carusio, prácticamente intacta. Inmediatamente
los atacantes empezaron a reparar todos los barcos, para
ponerlos en buenas condiciones de navegar y pintándolos
de color verde mar. Cientos de trabajadores estuvieron pre­
parando la pintura durante un montón de días.
El César mostró una clemencia increíble. Cierto que la
mayor parte de los oficiales de Carausio fueron enviados al
Sur de Galia bajo estricta vigilancia, pero a muchos otros
les permitió que ingresaran en su propio ejército, igual que
a todos los soldados que lo desearon. A los demás se les
obligó a trabajar. Había que reconstruir las casas que ha­
bían ardido y las instalaciones del puerto; y había también
que limpiar de escombros las calles... pues las máquinas de
asedio de los romanos habían causado muchos daños. Lle­
gaban grandísimos transportes con alimentos y el precio
del trigo se mantuvo muy bajo, de manera que todo el mun­
do pudo comprar. El vino también era abundante y barato;
el saqueo se prohibió estrictamente: «Esta es la ciudad del
divino Emperador Maximiano. Saquear esta ciudad es co­
mo saquear Milán o Roma».
Quizá el pueblo de Gesoriacum no se habría puesto tan
rápidamente de parte de los romanos, a pesar de la clemen­
cia del César, si Carausio hubiera estado vivo, pues éste ha­
bía sido el virtual Emperador de Gesoriacum antes de ser
Emperador de Britania. Pero Carausio había muerto y el
Emperador que lo había sustituido no fue bien recibido.

128
EL ARBOL VIVIENTE

Muchos ni habían oído hablar de Alecto, antes de recibir la


asombrosa noticia de que había matado a Carausio en bue­
na lid y que actualmente él era el Emperador.
Quizá el nombre de Carausio se hubiera impuesto al del
César, aunque éste era poderoso y yerno del Emperador ro­
mano; habrían tenido miedo de que Carausio volviera a
apoderarse del mando, y todos sabían que no era un hom­
bre clemente. Pero ahora que Carausio era sólo una som­
bra, Gesoriacum se hizo entusiasta partidaria de Roma.

* * *

En el Consejo de guerra, el legado Asclepiodato informó


de que todo estaba preparado. Los barcos estaban en condi­
ciones de navegar y las tripulaciones estaban listas. Las
tropas regulares habían recibido los refuerzos que necesi­
taban, así como las auxiliares. Según las últimas informa­
ciones, el enemigo esperaba un desembarco en las costas de
las tribus canti o regni, o posiblemente cerca de Anderida.
Su flota continuaba alerta en la isla de Vectis, preparada
para intervenir. Las mareas eran favorables para el ataque,
igual que el tiempo, y el mar estaba tranquilo como un es­
pejo.
—Di una sola palabra, señor, y dentro de dos horas esta­
remos en alta mar.
Pero el César movió la cabeza.
—No estoy de acuerdo en que este tiempo nos es favora­
ble. Ese mar tranquilo nos costará cinco mil hombres y to­
do el plan se vendrá abajo.
Asclepiodato, soldado con experiencia, lo comprendió.
—Precisamente con este buen tiempo espera el enem igo
que ataquemos —dijo el César, para que lo entendieran los
demás— . Recordad el principio militar: la sorpresa es m e­
dia victoria. Incluso una tormenta sería m ejor que el mar
en calma, pero lo más favorable sería la niebla. H e estado
en Britania suficiente tiempo para saber lo que es una nie­
bla. Con ella, podríamos desembarcar antes de que se die­
ran cuenta. ¡Legado Aurelio!
¿Sí, César?

129
LOUIS DE WOHL

—Que en cada barco haya barriles de pintura verde


mar. Tan pronto como se dé la señal de ataque, todos los
hombres de a bordo se pintarán de verde: armaduras, túni­
cas, caras, todo. Esto disminuirá la posibilidad de que sean
vistos y salvará muchas vidas. ¡Legado Asclepiodato!
—¿Sí, César?
—Tú mandarás la primera flotilla. Todos los barcos que
están ahora en la desembocadura del Sequana son tuyos.
Navegaréis hacia el Noroeste, entre la isla de Vectis y la
tierra, al Oeste de la costa sur, frente a la tierra de los duró-
trigos. Tu misión será atraer al enemigo... al enemigo de tie­
rra, no a su flota. Hay que evitar una batalla naval. Quien­
quiera que ataque a Britania tiene que hacer lo imposible
para evitar una batalla naval, pues tienen una flota muy
buena y dotada de marinos muy experimentados. En cuan­
to hayas desembarcado, quema tus barcos.
—¿Quemarlos, César?
—He dicho que los quemes. Vamos allí a quedarnos.
Quiero que a cada uno de tus soldados se le meta bien en la
cabeza esta idea. Además, procura que se forme una buena
hoguera, que se pueda ver desde la mayor distancia posi­
ble. Me interesa que Alecto piense que tú formas el grueso
de la tropa. Si tenemos suerte, lo creerá y se lanzará hacia
el Oeste para hacerte frente. Por mi parte, desembarcaré
exactamente en el sitio en que ahora piensa que vamos a de­
sembarcar... en Anderida. Tengo que apoderarme de Ande-
rida, porque es el único puerto practicable y necesito esta­
blecer una comunicación regular entre Anderida y Gesoria-
cum, para trasladar las tropas auxiliares con la mayor rapi­
dez posible.
Asclepiodato asintió con la cabeza.
—Estupendo —dijo— . ¿Cuáles son tus órdenes para
cuando los barcos hayan ardido, César? ¿Tengo que dar la
batalla o tengo que jugar al ratón y al gato hasta situar al
enemigo entre tú y yo?
El César le hizo una inclinación de cabeza, complacido.
—Tienes el mando supremo de tu flotilla, querido Asele-
piodato. Haz lo que te aconseje la situación.
Los ojos de Asclepiodato brillaron de satisfacción.
—Es un placer servir bajo tu mando, César —dijo.

130
EL ARBOL VIVIENTE

El César sonrió y se puso de pie. Mientras salía todos se


pusieron firmes.
Ya fuera, los cuatro portaestandartes lo saludaron. El
respondió al saludo y siguió andando. Seis ayudantes de
campo se le unieron. Miró satisfecho al gigantesco dique y
montó en su caballo; los ayudantes hicieron lo mismo. T o ­
dos ellos eran gente joven, deseosos de luchar y de triunfar:
eran el producto más selecto de la educación militar que se
podía encontrar en todo el mundo.
Un cuarto de hora más tarde llegaban a la casa cuartel,
que antes había sido cuartel general de Carausio.
—¿Mi esposa? —preguntó el César brevemente.
El mayordomo hizo una inclinación.
—La princesa está esperando al César.
—Muy bien —dijo; después, dirigiéndose a los
ayudantes— : Diez libras de oro para el que primero me
traiga noticias de que va a hacer mal tiempo... y veinte para
el que me anuncie niebla.
Ellos sonrieron abiertamente. Todos ellos le querían co­
mo se puede querer a un ser superior. El lo sabía bien y es­
taba muy satisfecho de ello. Pero en su cara había una ex­
presión de indefinible tristeza, cuando se dirigió a las habi­
taciones donde Teodora le estaba esperando.

3.
La pérgola estaba igual que antes; el césped se había
convertido en una maraña de hierbas, pero eso ya se arre­
glaría; la casa estaba intacta. Era realmente como un m ila­
gro, después de tantos años. Incluso se conservaba la ma­
yor parte de los muebles... quizá porque Alecto pidió y ob­
tuvo la villa como regalo agradecido de Carausio, hacía ya
casi diez años.
Casi diez años...
Parecía mentira. Parecía que fue ayer.
Elena recorrió despacio una habitación tras otra, recor­
dando... recordando..., allí estaba su cuarto, donde había
soñado con sucesos futuros... la ventana a través de la cual
había viajado con su imaginación, recorriendo campos y
ríos y mares... hacia Roma.

131
LOUIS DE WOHL

Sabia que Alecto nunca habitó esa casa, aunque sí llevó


allí a una parte de su séquito; quizá no la consideró sufi­
cientemente espaciosa para él... o quizá p refirió vivir cerca
de los distintos palacios del hombre que entonces era su
Emperador.
Por eso, ella sintió que allí sólo estaban sus propios pen­
samientos, sus recuerdos, sus sensaciones, como pegados a
las paredes y a los rincones; era su casa y estaba volviendo
a tomar posesión de ella. Estaba volviendo a tomar pose­
sión de su vida. Estaba volviendo a nacer. Retomando al
momento en que abrió sus brazos por última vez a la vida.
Aquellos últimos diez años le parecían irreales. Habían
sido diez años soñados, desde que Constancio se había mar­
chado a Roma hasta que había vuelto. A llí estaba ella... la
casa., el jardín... los árboles mirándose con serenidad en su
propia sombra, como ella se había m irado esa mañana en el
espejo.
Todavía era joven. El espejo de plata no mentía. En su
pelo había algunos mechones de cabellos blancos, a un lado
de esa curiosa punta que a él tanto le gustaba...; era como si
un pequeño genio m aléfico hubiera tocado su cabello,
mientras dormía, y le hubiera quitado la vitalidad. Tam­
bién había algunas arrugas, muy pocas, en el rabillo de sus
ojos, pero eran casi invisibles. Además quizá estuviera ya
oscureciendo o incluso fuera de noche cuando él llegara.
Llevaba allí dos o tres horas y ya había pensado en esto una
docena de veces... no muchas más. Se rió de sí misma. Siem­
pre corría ella más que el tiempo.
Había sido una audacia increíble venir allí, estando to­
davía insegura la reconquista de Britania. Pero cuando
supo que el «Em perador» Alecto había salido en marcha
hacia el Oeste con todas las tropas de que pudo disponer,
con ei fin de frenar el ataque romano, ya no pudo ella espe­
rar más. Los pequeños grupos de resistencia que ella había
organizado en el Norte y en el Este recibieron órdenes de
actuar como les fuese aconsejando la misma situación. Era
todo lo que les podía decir en aquellas circunstancias.
Ella, con Constantino, Hilario, Favonio, Rufo y una vein-
tena de esclavos salieron hacia e l Sur. Incluso e l precavido
y prudente Hilario tuvo que ceder ante este viaje; aunque
EL ARBOL VIVIENTE

antes celebró una especie de Consejo de guerra con Favo­


nio, pues éste era un perro viejo que tenía un sexto sentido
para todo lo que se refería a la guerra y al posible peligro.
Hilario sacó la conclusión de que ni una legión entera sería
capaz de detener a Favonio, y tuvo que ceder. Si se encon­
traban con tropas de Alecto, dirían que iban huyendo del
ataque romano. Elena seguiría siendo «la viuda Zenia».
Incluso ella había arrojado por la borda toda precau-
ción. Aquél era el momento que tanto había esperado... no
tenía ni la más ligera duda de que Constancio estaba al
mando, aunque eran muy pocas las noticias que había reci­
bido de Roma en los últimos diez años, pues Carausio había
cerrado herméticamente a Britania.
No tenía ninguna prueba... sólo unos rumores inconcre­
tos que no se podían considerar como prueba..., pero tam­
poco tenía dudas.
Constancio estaba al mando, y esto significaba que Alec­
to estaba perdido, que su frívolo y aventurado juego había
terminado.
Llegó el rum or de que Gesoriacum había caído en poder
de los romanos; inmediatamente se recibieron noticias de
que los romanos habían desembarcado en el Oeste. Hacía
ya tres días... no, cuatro... a la mañana siguiente de aquella
terrible noche de niebla.
La niebla le traía buena suerte... ella lo sabía. Por causa
de la niebla y entre la niebla fue como se encontró por pri­
mera vez con Constancio.
Cuando Favonio, con una enorme sonrisa de satisfac­
ción le dijo: «H an desembarcado ocultos por la niebla, se­
ñora», se le ocurrió en el acto lo que tenía que hacer. No iba
a esperar que Verulamium fuese ocupada por las tropas ro­
manas. Se dirigiría hacia el Sur, hacia la costa, para presen­
ciarlo todo. «H abrá un segundo desembarco. Favonio. Co­
nozco a mi marido. Me contó muchas veces cómo se podía
invadir Britania... lo ha puesto en práctica. Me decía: "M i
deber es defender Britania, por eso, tengo que pensar cómo
un posible enem igo se comportaría para atacarla". ¡Como
si lo estuviera oyen do!».
Favonio, no obstante, insistió en dar un rodeo. Había
que evitar Londinium a toda costa... porque, si no, irían di­

133
LOUIS DE WOHL

rectamente adonde estaba Alecto y entonces éste se daría


cuenta de quién era la viuda Zenia. Cierto que se suponía
que se había dirigido al Oeste, pero no podían estar seguros
de ello y, en todo caso, era correr un riesgo innecesario.
A pesar de eso, encontraron grandes masas de tropas di­
rigiéndose hacia el Oeste, algunas en perfecto orden, pero
otras en oleadas irregulares y confusas, como solían hacer
los bárbaros.
—Ese hombre está loco —dijo Favonio, refiriéndose a
Alecto— . Está dejando toda la comarca desprovista de tro­
pas. Si es verdad lo que dices de un segundo desembarco,
no van a encontrar ninguna resistencia.
—Constancio —fue todo lo que ella replicó. Estaba tan
orgullosa de él que las lágrimas se le saltaron.
Las últimas tropas enemigas pasaron por allí la noche
anterior. Eran una mezcla de caballería y de hombres de a
pie; la mayor parte de ellos eran francos, con enormes escu­
dos de madera y cascos adornados de plumas; iban cantan­
do sus tristes y guturales canciones de guerra.
Al día siguiente llegaron a la costa; no había señales de
un segundo desembarco... ni un solo barco a la vista.
— No te preocupes... vendrá.
Las gentes canti que habitaban allí eran tranquilos y
reservados; no sabían qué actitud adoptar. Todavía no ha­
bían llegado noticias del Oeste. Cuando llegaron... ¡qué no­
ticias!
Alecto se había precipitado en su ansia de conquistar
laureles. Llevó con grandes prisas sus tropas hacia el Oes­
te, con el propósito de atacar a los romanos antes de que des­
embarcaran demasiados soldados. El resultado fue que
llegó al campo de batalla con poco más que la caballería...
la infantería había quedado muy rezagada. El comandante
romano aprovechó la ocasión y atacó inmediatamente. En
vez de replegarse hacia donde estaba su infantería, Alecto
presentó batalla.
A lo largo de la costa británica, las hogueras fueron las
encargadas de transmitir la noticia de esa victoria...: las ca­
sas incendiadas, las columnas de humo que ascendían len­
tamente por encima de los pueblos conquistados, como es­
pectrales piernas de gigantes, cuyos cuerpos y cuyas cabe-

134
EL ARBOL VIVIENTE

zas ocultaban las nubes, desde donde oteaban todo el hori­


zonte. Alecto había sido derrotado. Había huido. No, había
sido asesinado. No, había sido hecho prisionero por la ca­
ballería romana, cuando huía. Sus tropas se habían disper­
sado por toda la comarca, saqueando todo lo que encon­
traban a su paso.
Entonces fue cuando Elena decidió volver a la villa don­
de había vivido hacía diez años. Dondequiera y cuando
quiera que el desembarco se efectuara, Constancio la bus­
caría en el lugar donde la había dejado.
—Voy a donde mi señor me va a buscar —le dijo a
Hilario—. No debo crearle dificultades.
Llegaron por la noche y encontraron la villa desierta. Se
instalaron como pudieron, y se acostaron.
Al menos los hombres durmieron... incluso los centine­
las que Favonio había puesto en la puerta principal y en las
entradas de la parte de atrás.
Constantino estuvo acompañándola un rato.
—Sé que estás disgustado conmigo, hijo...
—¿Sí, madre?
Ella le acarició el pelo oscuro.
—Desde luego que sí... ¿crees que no sé lo que está pa­
sando en esta cabeza tuya? Estás disgustado porque que­
rías haber luchado por tu cuenta y yo no te lo he permitido.
Estás pensando: siempre tendré que decir que Roma ha li­
berado a Britania y yo, Constantino, ni siquiera he empuña­
do mi espada, porque mi madre no me ha dejado.
El se sonrojó.
—¿Y no es cierto, madre? Tengo ya casi veintidós años...
—Poco más de veintiuno, pero no vamos a regatear por
unos meses. Ya eres un hombre, hijo, y eso significa que so­
bre ti pesa una responsabilidad.
—Precisamente, madre, yo...
—¿Cómo te juzgarías a ti mismo... cómo te juzgaría tu
padre, si hubieras ido a luchar contra algún destacamento
de Carausio y mientras tanto me hubiera ocurrido algo?
—Tenías a Hilario y a Favonio y sus hombres, madre.
Desde luego que no te habría dejado nunca sin protección.
Ella se echó a reír satisfecha.
-Pregúntale a Favonio, y te dirá que nuestra pequeña

135
LOUIS DE WOHL

expedición ha sido tan peligrosa que tú no te lo puedes ni


imaginar. Ha sido una gran suerte, o, según tú, una mala
suerte, que no hayamos tenido que pelear durante el cami­
no para abrirnos paso. Piénsalo, Constantino: ¿qué habrías
hecho si se hubieran cumplido tus deseos?
—Me habría dirigido hacia el Oeste... con una docena de
hombres... con tres hombres... yo solo incluso. Y me habría
reunido con el ejército romano...
— No habrías encontrado allí al ejército romano. Diri­
giéndote hacia el Oeste habrías caído en manos de las tro­
pas de Alecto. Te habrían matado antes de que hubieras po­
dido atravesar sus líneas, no habrías llegado a tiempo para
la batalla. Todo lo más, habrías tenido la suerte de matar a
algunos merodeadores del ejército de Carausio... lo cual no
es lo más propio de un héroe, querido Constantino, y tam­
poco un comienzo glorioso de una carrera militar. No te ha­
brías sentido orgulloso.
—Comprendo lo que dices, madre, pero...
Ella se sentó en el filo de la cama. Estaba muy oscuro.
La pequeña lámpara de aceite que Rufo le había proporcio­
nado — «es mejor que nada, señora»— dibujaba sombras
exageradas y monstruosas en la pared. Parecía una gigante
que hablaba con su hijo gigante.
—Escúchame, Constantino. Tú no eres el hijo de unos ti­
moratos pueblerinos tan poco conocedores acerca de la vi­
da y de la muerte que prefieren cometer una acción innoble
antes que exponerse ellos mismos o exponer a sus hijos a
un peligro. Si hubieras tenido el mando... o ni siquiera eso,
si hubieras tenido la más pequeña posibilidad de hacer algo
importante en esa batalla... yo misma te habría enviado,
aun sabiendo que ibas a encontrar la muerte. ¿Me crees,
Constantino?
—Sí, madre —respondió con seriedad el joven— . Creo
que realmente piensas que no habría importado nada que
yo peleara o no.
—¿Y tú no piensas igual?
—No, madre, yo no lo pienso. Si me hubiera ido solo, no
habría permanecido solo, porque habría reclutado hom­
bres... algunos de los nuestros, otros entre los viejos legio­
narios de la Legión XX, cerca de Spinae o de Caleva
EL ARBOL VIVIENTE

Atrevatum. He oído decir que sólo en Spinae hay más de


quinientos. Habríamos tenido que apoderarnos de las ar­
mas de los enemigos. Comprendo que es infantil... parece
que es jugar a la guerra y no hacer la guerra... pero créeme,
en tres o cuatro días habríamos tenido las armas. Y qui­
nientos hombres armados hostigando a un enemigo que hu­
ye pueden hacer mucho daño. No entablaríamos ninguna
batalla, por supuesto; no haríamos más que hostigarlos,
tenderles emboscadas. Los frenaríamos en su huida y así
los perseguidores podrían alcanzarles antes.
—Es una locura —exclamó Elena—. Pero creo que eres
de verdad un soldado, hijo.
—Yo sé que lo soy, madre.
Ella hizo una ligera inclinación.
—Perdóname —le dijo.
En los ojos de la madre brillaba el orgullo. El la besó
con ternura.
—Ahora tienes que dormir, madre. Has cabalgado todo
el día... a tu edad. Debes de estar tremendamente cansada.
—Buenas noches, Constantino —le deseó ella disimu­
lando una sonrisa.
—Buenas noches, madre.
El joven gigante se retiró y ella se quedó sola en aquella
casa de sus memorias. El se iba a sentir orgulloso de su hi­
jo. Ella sabía que sería así.
A la mañana siguiente tendría que poner la casa en or­
den... era raro pensar en eso, cuando Britania estaba en lla­
mas. Arreglar el jardín... limpiar la casa... buscar sirvientas
y criados.
¿Qué pasaría si el enemigo derrotado se retirara por
allí? Se dio cuenta de que este pensamiento era una tonte­
ría. Alecto había demostrado ser el peor general... impulsi­
vo, torpe, incluso ignorante. Una cosa era conspirar contra
un jefe legítimo y otra derrotar a un verdadero jefe en el
campo de batalla. Constancio había dicho que Alecto era
un zorro estúpido. Quizá ni siquiera habría una segunda
batalla. Si Alecto... o quien estuviera ahora al mando... se
hubiera dirigido hacia el Norte, quizá la guerra se habría
alargado. Pero no podía hacer esto, porque tenía que pen­
sar en su flota de la isla de Vectis.
LOUIS DE WOHL

Esto era otro pensamiento inútil. No llevaba a nada pen­


sar como un general, cuando no se era más que una simple
mujer. Una mujer vieja... a los ojos de Constantino. «A tu
edad, madre». Pero todavía conservaba todo lo que Cons­
tancio había amado en ella... su esbelta figura, su rostro...
¿Habría cambiado él?
Quizá estaba desembarcando en aquel momento... o
puede que lo hiciera mañana por la mañana... no, era más
probable que lo hiciera durante la noche. Eso sería el fin de
la gente de Carausio: se verían cogidos entre dos fuegos.
Todavía recordaba las interminables columnas de sol­
dados francos en marcha hacia el Oeste, cantando sus tris­
tes canciones bárbaras. Tenían aspecto feroz, rudo y bru­
tal... pero no parecían gente que iba hacia la victoria. Pare­
cían alicaídos, a pesar de todo, como agua que se derrama,
como una ola que va a perderse en la orilla; una parte mo­
ría allí y otra volvía al mar...
Ella lo había sabido siempre. Roma volvería por lo que
era suyo. Roma y Constancio. Fue una lástima que hubie­
ran llegado a reconocer la autoridad de Carausio, aunque
sólo había sido durante el tiempo necesario para construir
una nueva flota. Pero la historia se hacía así. ¡Qué insignifi­
cantes parecían ahora los esfuerzos que ella había hecho...
sus pequeñas conspiraciones en el Oeste y en el Norte! No
obstante, estaba satisfecha de haber hecho lo que tenía que
hacer... Volvió a pensar en Constancio.
★★★

Por la tarde del día siguiente llegaron noticias del se­


gundo desembarco. Se las trajo Favonio, que las había oído
de los refugiados que se retiraban por la carretera que iba
de Anderida a Londinium. El brillo de admiración que ha­
bía en los ojos del viejo soldado la llenó de alegría, pero se
limitó a sonreírle brevemente con agradecimiento. Ella ha­
bía estado siempre convencida de que sucedería.
—¿Por qué dices refugiados? —preguntó con serenidad.
Favonio hizo un gesto de satisfacción.
—Son los primeros... dentro de una hora habrá una ava­
lancha. Siempre es bueno quitarse de en medio cuando un

138
EL ARBOL VIVIENTE

ejército está en marcha... sea romano o sea cualquier otro.


Ella levantó las cejas con desprecio y volvió a su trabajo
de poner la casa en orden. Ya había empezado a tener otro
aspecto... aunque el jardín necesitaría meses para volver a
ser lo que había sido. Hilario había ido a ver si se propor­
cionaba algunos utensilios en las villas vecinas; Rufo había
contratado a media docena de trabajadores para que ayu­
daran a lim piar la casa. Había que comprar muchas cosas,
pero no se debía enviar a nadie a Londinium, donde todo es­
taba en plena confusión. No parecía estar muy claro dónde
había tenido lugar el desembarco... quizá en el mismo es­
tuario del Támesis o quizá cerca de Anderida... o en ambos
sitios al mismo tiempo.
De todas maneras, los canti no iban a ofrecer mucha re­
sistencia, después de lo que habían sufrido. Eran gente sen­
cilla y habían estado mucho tiempo acostumbrados al do­
minio romano; incluso muchos de ellos tenían sangre roma­
na. Pero eran campesinos y no les gustaba que sus cosechas
fuesen pisoteadas por nadie.
Les importaba muy poco la idea de Imperio, y era natu­
ral; no lo habían visto nunca, salvo en forma de soldados o
de recaudadores de impuestos. A ellos lo que les importaba
eran los tres siglos de paz que el Im perio les había propor­
cionado... Los canti permanecían en sus pequeñas casas.
Los refugiados a que se había referido Favonio eran se­
guramente gentes de los pueblos, de Lamanae, Dubrae o
Anderida... muchos tendrían miedo porque habían desem­
peñado algún cargo o habían trabajado directamente para
el régimen de Carausio, y todos estaban asustados por los
incendios y las luchas. Estas cosas pasaban siempre en los
primeros momentos de la invasión de un ejército. Todo esto
era detestable. Ella podía verlos desde una pequeña altura
que había en un extrem o del jardín, sin necesidad de echar­
se a la calle como Favonio; criaturas cochambrosas, arras­
trándose casi por el lodo de la carretera, carros con ruedas
chirriantes tirados por bueyes, por caballos, incluso por
personas. Era un espectáculo lamentable y la impresionó.
Era la hora del triunfo, o de la redención; era la victoria del
derecho; y aquella gente la estaba profanando.
Dio media vuelta y se fue para la casa; el pobre jardín...

139
LOUIS DE WOHL

también esto le daba pena. Pero quizá estaba mejor asi, por*
que Constancio no debía pensar que las cosas habían sido fá­
ciles todos esos años. Odiaba la expresión «todos esos aAos»,
pues parecía proyectar en su espíritu una especie de luz di-
fusa, como la leve luz fluorescente que sale de un árbol po­
drido. Ella quería olvidar, anular, aniquilar ese tiempo.
Quería pensar que él se había marchado ayer y que volvía
hoy.
Se había arreglado para él; incluso se había puesto sus jo­
yas. Había tenido que arreglarse ella sola... pues Hilario
no había conseguido encontrar unas doncellas que la ayu-
dasen. Constantino la había mirado tan sorprendido aque­
lla mañana, que ella no pudo evitar una carcajada. Durante
años la había visto vestida de la manera más sencilla... cier­
tamente ésa era una de las razones por la que la encontraba
más vieja; aunque desde luego una madre es siempre vieja
para un hijo ya crecido. Se había puesto un vestido
antiguo... sólo ios dioses sabían lo que en esos momentos
era la moda en Roma... pero eso era lo mejor que tenía y,
además, sólo se lo había puesto una vez anteriormente... el
día de su última comida con Alecto y el pobre Gayo Valerio,
que tan valerosamente había muerto hacía unas semanas.
jCon él y Alecto! Nadie podría haber predicho entonces
en qué circunstancias se iban a volver a encontrar... el uno
comandante romano en campaña, el otro Emperador de un
Imperio bárbaro en el último día de su imperio. Ahora todo
esto era historia... historia hecha por Constancio.
Entró en la casa. «¡Ven!», pensó con una ferocidad que
convertía a su pensamiento en un conjuro, «¡Ven a mí...
ven!».

* * *

Dos horas más tarde pasaron las primeras tropas roma*


ñas por la carretera hacia Londinium. Era la caballería y
marchaban a toda prisa. La infantería pasó una hora des*
pues. Favonio contó dos cohortes y sacó la conclusión de
que por otras carreteras tenían que estar dirigiéndose más
(ropas hacía Londinium.
Al ver los uniformes, le dio tanta alegría que se había

140
EL ARBOL VIVIENTE

puesto a gritar. Estaba llegando otro destacamento; en él


había tanto jinetes, como infantes, como algunos carruajes
galos. A la cabeza iba un centurión a caballo, el cual se
apartó de la carretera principal y se dirigió a la villa.
Favonio sonrió con cierta soma al centurión.
—Sigue habiendo malos jinetes en la Legión XXVII —le
di jo— . Supongo que tú no quieres ser una excepción.
El oficial se le quedó mirando y Favonio se echó a reír.
—Me alegro de verte, viejo. Ojalá hubiera venido una de­
cena de años antes. Pero has debido de estar muy ocupado
sacándole brillo a tu armadura, ¿no?
— ¡Alto! —ordenó el centurión, levantando la mano.
Era un hombre grande y vigoroso, que tenia una cicatriz
en una mejilla. La columna se detuvo. Le echó a Favonio
otra mirada.
—¿Qué Legión? —le preguntó.
Favonio volvió a reírse.
—La XX, por supuesto —le respondió— . ¿Dónde te
crees que estás... en Africa?
El centurión también se echó a reír.
—Parece que has recuperado tu sentido del humor; ten­
drías que economizarlo un poco menos. ¡La XX, desde lue­
go! Los chavales que Carausio se tragó en el desayuno. Me
figuro que se le indigestaron. ¿Vives aquí?
—Esta es la casa del legado Constancio.
—Ya lo sé. Y para ti es el César Constancio.
—Hermano —dijo Favonio—, ésta es la mejor noticia
que podías darme. Si no fueras un hombre y si no estuvie­
ras tan sucio y si no me preocupara tu reputación, te darla
un par de besos.
— Prefiero una muerte honorable —respondió el centu­
rión ariscamente—. Venimos a ocupar la casa y a ponerla
<n condiciones lo más pronto posible.
-¿Quieres decir que... el César viene aquí?
- Puede llegar en cualquier momento... quizá inmedia­
tamente. El no viaja arrastrando caracoles con ruedas, co­
mo lo tengo que hacer yo.
Favonio se frotó las manos.
—Amigo, no sé de dónde lo voy a sacar, pero te voy a lle­
nar c! casco con vino de Falemo, aunque se lo tenga que ro-

141
LOUIS DE WOHL

bar al propio cuestor. La esposa del César vive aquí preci­


samente.
—Lo sé —dijo—. ¿Pero cómo sabes tú que va a venir? Se
supone que es un secreto. De todas maneras, ábreme la
puerta, amigo. Tengo que darme prisa.
—¿Que va a venir? —preguntó Favonio—. ¿Qué quieres
decir con eso de que va a venir? ¡Está ya aquí!
El centurión se había dirigido ya hacia su columna; le­
vantó otra vez el brazo y dio una orden. Favonio mandó a
dos esclavos que abrieran la puerta y la columna empezó a
entrar.
En ese momento vio a Hilario que se acercaba al galope
por la carretera; atravesó la puerta junto con los últimos
hombres que entraban detrás del segundo carro de trans­
porte, y saltó del caballo. Había algo que no funcionaba
bien... Favonio nunca había visto a Hilario de esa manera.
Se fue hacia Hilario respirando trabajosamente.
—¿Qué te pasa, muchacho? ¡Pareces un muerto! ¿Qué
ha sucedido?
—;Todo! —gimió Hilario— . ¿Sabe ella que están las tro­
pas aquí? Curio viene hacia acá... ¡aquí llega! Debe de tener
un caballo muy bueno... para haberme alcanzado. ¿Lo sabe
va ella?
—¿Saber exactamente qué?
Pero antes de que Hilario pudiese responder, llegó Cu­
rio a la cabeza de un grupo de ayudantes de campo.
— ¡H o la , v ie jo s a m ig o s ! C re o q u e ... — d ijo
agitadamente—. Os recomiendo que... —se calló de repente,
porque vio la cara que tenía Hilario.
—Señor —dijo Hilario— . La princesa Elena y su hijo es­
tán en esta casa.
Para que el asombro de Favonio fuese completo, el lega­
do se puso pálido; igual que antes Hilario, él también pre­
guntó:
—¿Lo sabe ya ella? —pero él mismo se dio la
respuesta—. No lo sabe... desde luego que no. Si lo supiera,
no estaría aquí. Hilario, ¿qué podemos hacer?
—D ecírselo — resp n d ió H ila r io con los ojos
llameantes—, Al fin y al cabo tiene derecho a saberlo, ¿no
crees, señor?

142
EL ARBOL VIVIENTE

El viejo soldado estaba terriblemente impresionado.


—No lo sabes todo, querido muchacho. Vienen hacia
acá los dos... los dos.
— ¡No! —exclamó Hilario—. ¡Oh, no! ; ,
—Es cuestión de un cuarto de hora... quizá menos
—gimió el legado—. Y ella... la princesa... no sabe nada... no
me va a ser posible...
—Yo lo haré —dijo Hilario, pero se tambaleó y habría
caído si Favonio no lo hubiera sujetado.
El viejo legado irguió el cuerpo.
—Es asunto mío decírselo —dijo haciendo un esfuerzo
para que su voz fuera firm e—. Llevadme a donde está ella.
— ¡Por nuestra vieja amistad! —murmuró Favonio— .
Para que no me vuelva loco, dime, Hilario... ¿qué es todo es­
to?
—Es una cosa terrible, Favonio. La señora necesitará...
¡Oh, aquí está! Aprieta los dientes, muchacho, y sea lo que
sea en lo que creas, rézale, rézale como nunca has rezado.
El mundo está loco, pensó Favonio. Decididamente, el
mundo entero se ha vuelto loco. Pero era tal el respeto que
le tenía a Hilario, que se puso a pensar en Marte Repulsor,
a quien todo soldado reza, o debería rezarle, cuando está
esperando que lo ataque un enemigo superior en fuerza;
también pensó un poco en Júpiter, el Mejor y el más Gran­
de. Hilario estaba mirando hacia la puerta de la casa, como
si esperara que cayera un rayo o que se produjera un terre­
moto.
Elena apareció en la entrada... todavía no había visto a
Curio, ni a Hilario, ni a Favonio... estaba mirando a los sol­
dados, que descargaban los pesados carros de transporte.
El centurión que supervisaba ese trabajo reconoció en ella
a una dama de importancia y le dirigió un cortés saludo, al
que ella correspondió con una amable inclinación de cabe­
za, sin apartar la vista de tantas cosas... de tantas cosas má­
gicas... alfombras y jarrones, sillas con incrustaciones de
marfil..., vestidos de seda china y de preciosa lana india te­
ñida con púrpura fenicia; vasos de oro y bandejas... todo lo
que los soldados estaban entrando en la casa. El había pen­
sado en todo... y lo había enviado a la villa con las primeras
lropas, como si no pudiera esperar ni un momento para ver

143
LOUIS DE WOHL

su casa —la casa de ellos dos— otra vez llena de vida. No


era la riqueza de los objetos... era el hecho de que ella y él
hubieran tenido el mismo pensamiento lo que la conmovía
tan profundamente que se le saltaron las lágrimas.
Luego vio que los soldados se ponían firmes y volvió su
cara radiante hacia el jardín; pero no era Constancio el que
venía, sino Curio con su casco bajo el brazo.
Inmediatamente disimuló su decepción y le dirigió la
sonrisa que se le dedica a un viejo amigo.
—Curio —le dijo— , eres muy, muy bienvenido.
Hasta ese momento ella no se dio cuenta del color ceni­
za que tenía su cara y de que apretaba con fuerza los labios.
¿Estaría herido? ¿O enfermo? Pero sus ojos, fijos en ella
con una insistencia extraña, no estaban pidiendo nada para
si mismo. No era él quien estaba herido, ni él quien estaba
enfermo... era ella. Ella lo miró con estupor; sintió la inmi­
nencia de un peligro... y le dio miedo. Se puso la mano so­
bre el corazón. Y no pudo pronunciar ni una palabra.
El viejo se inclinó profundamente ante ella. Con su ca­
beza calva, rodeada de cabello gris, parecía un sacerdote
inclinándose ante el altar. Pero ella no era una diosa; ¿sería
entonces, una víctima?
Levantó él la vista.
—Señora Elena, traigo graves noticias... ¿Podemos en­
trar en la casa?
Ella dio unos pasos hacia él.
—Mi marido...
—Está vivo y está sano —dijo Curio.
Ella respiró aliviada.
—Eso es lo único que importa, Curio. Habla aquí. ¿De
qué se trata?
Entonces ella le oyó hablar. Pensó que lo que estaba
oyendo no tenía sentido. Había estado incomunicada de Ro­
ma esos últimos años... no conocía los últimos cambios rea­
lizados allí... los cambios más graves y decisivos, necesa­
rios para la vitalidad y la existencia del Imperio...
No, no sabía nada. ¿Qué significaban todas esas cosas?
Los dos Emperadores... Diocleciano y Maximiano eran
dos hombres ya ancianos... habían comprendido que la
fuerza y la energía eran imprescindibles para llevar a cabo

144
EL ARBOL VIVIENTE

una serie de tareas inmediatas, y por eso habían tomado la


decisión de elevar al rango de César a dos hombres en los
que podían confiar para que realizaran esas tareas. Esos
dos hombres, que sólo respondían de su cargo ante los Em­
peradores, eran Galerio para el Oriente y Constancio para
Occidente.
Constancio para Occidente. Constancio, César. Respon­
sable sólo ante los Emperadores. Un poder inmenso, in­
menso. ¿Por qué estas noticias eran graves?
La voz de Curio era casi un suspiro cuando continuó. Se
trataba de una situación excepcional, una emergencia...
Ella tenía que comprenderlo, ¿no? Nunca se habla dado an­
tes una situación como ésa. Era esencial para los Empera­
dores que sus primeros sirvientes, sus corregentes casi, es­
tuvieran ligados a ellos por una especial lealtad... una leal­
tad incluso más fuerte que la de un juramento sagrado: la
lealtad del parentesco. Así pues, el César Galerio se había
visto obligado a repudiar a su primera mujer para casarse
con la hija del Emperador Diocleciano, la princesa Valeria.
Elena asintió con la cabeza. Y en un instante, como en
un relámpago, se dio cuenta del golpe que iba a recibir; la
palabra «repudiar» fue la que abrió el abismo. Por un breve
momento perdió todo control de sí misma; miró como un
niño asustado. Pero cuando Curio, creyendo que iba a des­
mayarse, hizo un gesto como para acudir en su ayuda, ella
retrocedió y su cuerpo se puso rígido.
—Continúa, legado Curio —dijo.
El viejo tragó saliva con dificultad.
—También Constancio César se ha visto obligado a...
a hacer otro tanto, para poder casarse con la hija del Empe­
rador Maximiano, la princesa Teodora.
—Sí —dijo Elena.
Las caras de los que los rodeaban los miraban fijamen­
te; los soldados habían suspendido su trabajo; el centurión
miraba también; ninguno de ellos había podido oír una sola
palabra de las que pronunció Curio, pero todos se percata­
ban de que algo importante y terrible flotaba en el aire. Fa­
vonio, que por fin se había enterado de los hechos por me­
dio de Hilario, miraba alrededor, dispuesto a matar a cual­
quiera: alguien tenía que m orir por aquello, eso estaba cla-

145
LOUIS DE WOHL

ro. Hilario había caído de rodillas, rezando a quién sabe


qué dios. Pero en ese momento todos los dioses habían
ocultado sus rostros llenos de vergüenza ante los hombres
que ellos mismos habían creado. Favonio dio media vuelta
bruscamente y se marchó.
Constantino..., pensó Elena. No debe enterarse. No se lo
deben decir.
Curio llevaba casi cuarenta años de servicio, el cabello
se le había puesto gris bajo el casco; pero esos últimos minu­
tos lo dejaron exhausto. Era absolutamente imposible se­
guir mirando el rostro niveo de aquella mujer, pero com­
prendió que tenía que acabar de darle el mensaje que traía.
—Fue imposible informarte de... lo que sucedía —dijo
con los ojos fijos en el suelo— . No había manera de hacer
llegar noticias a Britania. Tu... el César cree que estás en
Verulamium. Yo mismo le he dicho que estás viviendo aquí.
Ha escogido esta villa como cuartel general y está viniendo
hacia aquí...
Eixa retrocedió un paso.
—... la princesa está con él —siguió diciendo Curio—.
Pueden llegar en cualquier momento.
Por fin... va lo había dicho todo. El cáliz estaba apurado.
— ¡Hilario! —llamó Elena con voz clara.
Al momento él se puso a su lado.
—Llama a mi hijo, Hilario. Quiero marcharme.
—Aquí estoy, madre —dijo Constantino.
Curio lo vio detrás de él; no estaba en la casa, como
creía. ¿Lo había oído todo? Sí, lo había oído. El viejo legado
se inclinó ante él.
—Eres el escudo de tu madre, Constantino.
—Sé quién soy —replicó Constantino.
Apareció Favonio acompañado de Rufo, trayendo entre
los dos cinco caballos.
Elena lo miró de una forma que él nunca olvidaría.
—Ya ves, Curio —se dirigió ella al legado— , todavía hay
fidelidad en este mundo.
El viejo legado empezó a sollozar.
Montaron a caballo.
— ¡Atención! —rugió Curio— . ¡El... saludo... imperial!
Llenos de pasmo, sus ayudantes y todos los soldados

146
EL ARBOL VIVIENTE

que estaban en el jardín se pusieron firmes y saludaron.


Lentamente la pequeña cabalgata se alejó.
—El saludo imperial —murmuró uno de los ayudantes,
un joven tribuno de familia ilustre.
Curio se volvió hacia él como un rayo.
—Sí, Agripa. Nada menos. No necesitas decírselo a él: se
lo diré yo mismo.
Desde lejos se oyó la trompeta que anunciaba la llegada
del César.

4.
—Un amigo mío ha venido a verte, señora —anunció Hi­
lario.
La mujer vestida de negro permaneció inmóvil, con ios
ojos fijos sin ver en las tejas grises de los tejados de enfren­
te. Tejas grises. Sólo tejas grises a través de la ventana. Las
mismas tejas siempre. La misma vida. ¿Un amigo?
—¿Qué desea?
—Verte, señora —repitió Hilario.
—No quiero ver a nadie. ¿Quién es?
—Albano, señora.
—Albano... —ella volvió la cabeza hacia donde él estaba.
Sus labios temblaron con una sonrisa de desprecio— . Estás
loco, Hilario, para pensar que yo podría... Muy bien; haz pa­
sar a tu Albano.
En sus ojos había un brillo peligroso; él lo vio, pero se li­
mitó a inclinarse y salir.
Iba a conocer a ese hombre extraño que parecía ejercer
tanta influencia sobre Hilario. Los hombres estaban locos.
O eran locos o eran traidores. Este Albano era un loco; le
iba a dejar en ridículo delante de su discípulo.
Oyó unos pasos que se acercaban. Lo vio venir por el co­
rredor... Una figura delgada, el pelo canoso, vestido con las
ropas propias de un artesano. Su saludo estuvo lleno de
dignidad. Ella inclinó la cabeza y le hizo seña de que toma­
ra asiento. Cuando Hilario, que se mantenía tras él, hizo
ademán de marcharse, ella lo detuvo con un breve gesto y
se quedó allí de pie, como siempre hacía en presencia de
otra persona.

147
LOUIS DE WOHL

Ella pensó que quizá debería haber dejado de pie tam­


bién a Albano. Fue una tontería ofrecerle un asiento, como
a un igual; pero ya estaba hecho. ¿Qué edad tendría? Sesen­
ta años o quizá más. Tenía unas manos finas..., recordó que
Hilario le había dicho que era un tallista de madera. Tam­
bién su rostro parecía tallado en madera; una nariz firme,
frente ancha... pero los ojos y la boca eran suaves, no tan
suaves como los de Hilario. Daba lástima hacerle daño a un
hombre tan dulce como un pajarillo.
—Bien, Albano... por fin nos conocemos.
—No has querido conocerme antes, princesa.
Ella levantó la barbilla.
—¿Y qué te hace suponer que ahora lo deseo?
—No es deseo tuyo, princesa, es deseo de Dios.
Ella rió brevemente.
—¿Sabes siempre lo que Dios desea, Albano?
—Si, princesa. El quiere siempre el Bien.
Más que verlo, ella sintió que Hilario sonreía, y esto la
irritó.
—Si eso es así, no debe de ser un dios muy poderoso ese
dios tuyo... porque no debe precisamente ver con demasia­
da frecuencia que se cumple su deseo, ¿no te parece? ¡Mira
cómo está el mundo!.
—Hay que distinguir dos cosas —replicó Albano con
calma—. El deseo de Dios... y la voluntad de Dios. El siem­
pre desea el Bien, pero no siempre impone su voluntad.
También nosotros tenemos una voluntad, Dios respeta ese
don que nos ha hecho y no quiere avasallarla con facilidad.
—Está claro —dijo Elena cortante— . De esa manera tu
dios está siempre a salvo, ¿no?
—Desde luego —convino Albano— , pero nosotros no.
Ella se movió inquieta en su asiento.
—¿Quién es ese dios tuyo?... Es el dios judío, ¿no? ¿Por
qué piensas que ejerce su poder también fuera de Palestina
o de Siria? ¿No se consideran los judíos como el pueblo es­
cogido por su dios? Si eso es verdad, ¿puedes imaginarte a
los romanos o a los británicos en segundo o tercer lugar?
Tú mismo eres británico... me sorprende ver que le rezas a
una deidad judía...
—Los judíos eran el pueblo escogido por Dios —explicó

148
EL ARBOL VIVIENTE

Albano pacientemente—. Era necesario que hubiera un


pueblo para llevar la verdad de un Dios único a través de
los siglos... del Unico que pudo decir «Y O SOY», porque él
siempre fue, es y será. Los judíos fueron un pueblo particu­
larmente bien escogido, porque cuando un judío acepta
una fe ya no la abandona fácilmente. En su conjunto, el
pueblo judío se portó espléndidamente bien; eran un pue­
blo pequeño, rodeado de tribus hostiles que creían en mu­
chos dioses: Baal, Melkart, Astarte, Nergal, Marduk y
otros varios. Los judíos se aferraron al Dios Unico, cuyo
nombre era tan santo que ellos mismos no se atrevían a
pronunciarlo. Sus santos, sus profetas, predijeron que un
día el Cristo nacería de ellos... y nacería de una virgen...
Vendría a salvar al mundo por medio de su vida y de su
muerte.
Elena asintió. Ya había oído antes esa historia.
—El Cristo —dijo con tono de indiferencia—. El
Ungido... ya lo sé; vino... hace unos trescientos años, según
creo... y reunió a su lado a un puñado de hombres ingenuos,
predicaba cosas sencillas a gente sencilla... hasta que al fi­
nal se inmiscuyó en cosas relativas a la ley y a las autorida­
des, fue detenido y condenado a muerte... creo que crucifi­
cado...
Albano suspiró profundamente.
—Sí, señora. Fue crucificado... por ti.
—¿Por mí? —exclamó Elena, auténticamente sorprendi­
da y molesta— . Estás diciendo una cosa absurda, Albano.
—Por ti —repitió con calma el tallista de madera—. Y
por mí; y por este Hilario... y por tu hijo; y por el Empera­
dor de Roma y por el último mendigo de su Imperio; por los
germanos del otro lado del Rin y por los negros de Africa.
Por todos los hombres, señora... incluso por los que ya no
viven... por todas las incontables generaciones que han de
venir... y también por cada uno de nosotros en singular. El
cargó con la maldición que pesaba sobre nosotros.
Elena no podía aguantar su aburrimiento.
—Una maldición... ¿qué maldición?
El anciano meneó la cabeza.
—La maldición que a todos nos hace sufrir, señora.
Cuando cualquiera de nosotros hace una cosa que está mal,

149
LOUIS DE WOHL

con frecuencia decimos, creo que con buena voluntad:


«¡Qué vamos a hacer! Es humano». Y eso es verdad hasta
cierto punto... es humano cometer faltas. Las leyendas y los
mitos de todos los pueblos nos hablan de un pasado lejano,
una edad de oro en la que no era humano hacer cosas ma­
las..., en la que había paz y buena voluntad en la tierra... has­
ta que algo ocurrió que lo cambió todo. La narración com­
pleta la poseemos en un Libro. El origen de ello consistió en
un acto de desobediencia... un acto por el cual nos corta­
mos nosotros mismos la comunicación con la Fuente de la
felicidad... y desde entonces el mundo se convirtió en lo que
hoy es...
—Una leyenda muy poética —reconoció Elena con indi­
ferencia.
—Las leyendas son las historias realmente verdaderas
—replicó Albano.
Ella volvió la cabeza para mirarlo.
—¿Quién te ha contado eso? —preguntó con energía—.
¿Fue Hilario? ¡Reconoce que fue Hilario!
El anciano la miró auténticamente sorprendido.
—¿Hilario? Nunca he hablado de leyendas con Hilario,
señora.
—El no sabe nada acerca de tu padre, señora
—intervino Hilario.
Ella le hizo señas para que se callara. Efectivamente, el
anciano no parecía un vulgar mentiroso. ¿Pero qué quería?
Nadie hace algo sin un motivo. ¿Qué quería de ella?
—Nuestros dioses celtas —dijo ella despacio— eran
crueles a veces... recuerdo uno que mis antepasados fabri­
caron de mimbre. Le infundieron vida... vida humana: los
prisioneros y los esclavos, atados de manos, eran introduci­
dos en el interior del dios; después, los despeñaban. Era
cruel, ¿verdad? Pero no tan cruel como tu dios, Albano. Al
parecer, él ha condenado a toda la humanidad... porque en
algún momento de un pasado lejano unos pocos hombres
desobedecieron....
Albano lanzó un suspiro.
—Cuando un padre es apresado porque ha cometido un
crimen, ¿no sufre con ello su familia entera? Cuando una
tribu abandona sus terrenos de caza, porque así lo ha deci­
EL ARBOL VIVIENTE

dido el Consejo de Ancianos, y emigra a través de un desier­


to, ¿no padecen sed los niños igual que los mayores? Cuan­
do la humanidad decidió apartarse de Dios, ¿no es natural
que sufra, generación tras generación, hasta que vuelva a
encontrar el camino que la lleva hacia El? El hombre es
una tribu, una familia, señora. Cada hombre es Adán, el p ri­
mer hombre... y cada mujer es Eva. Sólo hay un hombre
que no es Adán; y una mujer que no es Eva.
—Esos son acertijos —dijo Elena encogiéndose de
hombros—. ¿Dónde están? ¿Son marido y mujer?
—Son Madre e Hijo —respondió Albano.
—¿Son dos dioses?
—No hay más que un solo Dios, señora. La madre es una
mujer, pero, como ella misma dijo, «todas las generaciones
la llaman bienaventurada». Porque ella dio vida, vida hu­
mana, a Dios.
— ¡Qué locura! —exclamó Elena— . Pero es una locura
muy bella, como la de un poeta.
El anciano continuó hablando como si no la hubiera
oído.
—Fue la cosa más grande que nunca ha sucedido, mu­
cho más grande incluso que la Creación misma —dijo como
extasiado— . Nunca cesaremos de admiramos de ello... es el
canto de los cantos... no el de Salomón, sino el del mismo
Dios. Le dio al hombre una voluntad libre y, por consiguien­
te, le dio la posibilidad de escoger libremente... el hombre
utilizó mal ese don y cayó...; entonces, Dios se hace hombre
con el fin de destruir ese delito y hacernos idóneos para la
vida verdadera. Participó de nuestra humanidad para que
nosotros pudiésemos participar de su divinidad. Se hizo
hombre de carne y hueso... y fue su sangre, su sangre bendi­
ta la que sacrificó por nosotros en la Cruz. ¿Has visto algu­
na vez a un hombre crucificado, señora?
—No —respondió Elena— . A un hombre no... —repitió
cerrando los ojos.
— No hay nada más estéril que una cruz... — la voz de A l­
bano se convirtió casi en un susurro^-figsjggacosa horri­
ble. dos maderos cruzados para a eda m o­
rir en ellos sufriendo. Pero, alydo^acéó'con la ben­
dita, el madero estéril se con^igjjfisr^n elJU'bol de lÓTida...
A v·' li
LOUIS DE WOHL

Elena se puso en pie de un salto.


— ¿Quién eres tú? ¿Quién te ha contado... todo eso? ¡Por
la memoria de mi padre que, si te estás burlando de mí...!
La delgada mano de Albano la detuvo, con un gesto enér­
gico.
—Soy un siervo de Cristo —dijo—. Y Cristo es Dios. Y
Dios es Amor. ¿Cómo podría burlarme de ti...?
—Amor —repitió Elena— . ¿El Amor es tu dios? Bien,
entonces, yo he creído antes en él; como otras muchas mu­
jeres estúpidas. Pero ahora... estoy escarmentada. Me estás
hablando de una felicidad estúpida, Albano. La maldición
sigue existiendo... tu Cristo no se la ha llevado, créeme. Lo
que le ocurrió a él está ocurriendo todos los días.
Por primera vez Albano sonrió. Su sonrisa le dio un as­
pecto increíblemente joven, casi de niño.
—Llevas toda la razón, señora —le dijo— . Ocurre todos
los días, gracias a Dios.
Pero sus palabras se perdieron.
—El dios del amor —se burló Elena— . No puede borrar
la maldición. Es una maldición él mismo. Nos hace ciegos y
estúpidos... locos... hasta que la realidad nos mira cara a ca­
ra como una Gorgona y nos convierte en piedras. ¿Dónde
estaba tu dios cuando mi amor fue asesinado? ¿Dónde esta­
ba cuando mi hijo fue hecho un bastardo? ¿Qué hemos he­
cho mi hijo y yo... para que nos haya tenido que suceder to­
do esto?
Albano también se puso en pie.
—¡Alégrate! —exclamó— . El sufrimiento te ha acercado
a Dios. Toma tu sufrimiento con las dos manos y sacrifíca­
lo, como una cosa viva que es... como un sacrificio sin man­
cha, si tu amor es auténtico, es decir, si no es egoísta. Si tu
alma ha sido golpeada es porque es de oro puro.
Pero la cara de Elena seguía oscura y en sus ojos no ha­
bía vida.
—Tu mensaje no es para mí, Albano.
—¿No? —la voz de él era muy amable— ¿Por qué no?
—Porque ya no tengo meta en mi vida.
—¿Cuál era esa meta?
—Amor... y poder —respondió ella con brusquedad—. Y
no contestaré a más preguntas.

152
EL ARBOL VIVIENTE

—Entonces el mensaje es para ti —dijo Albano con


serenidad— . Y no podías haberlo recibido antes... porque
todavía no estabas preparada para ello. Has construido tu
mundo sobre unos cimientos de ilusión... la ilusión de que
Dios estaba obligado a hacernos favores exactamente de la
manera que a nosotros nos gusta; le has pedido que se adap­
te a tus esquemas, que subordine su sabiduría a la tuya.
—No sé cómo sigo escuchándote —dijo Elena entre
dientes.
—Porque eres lo suficientemente grande para soportar
la verdad —fue la sosegada respuesta— . Tus cimientos
eran una ilusión, por eso se disiparon cuando se enfrenta­
ron con la realidad; has amado egoístamente... has amado
por tu propia satisfacción. Ahora, cuando no esperas
nada... ahora que lo has perdido todo, puedes conquistar el
amor... y puedes ser poderosa. Entrégalo todo... y tendrás
más de lo que nunca has podido soñar. No te quedes nada
para ti misma y serás rica. Este es el mensaje. Que la paz de
nuestro Señor se quede contigo.
Cuando la cortina se cerró detrás de él, Elena se volvió
hacia Hilario; abrió la boca para decirle algo, pero cuando
lo miró, no le acudieron las palabras e incluso sus pensa­
mientos se perdieron en la sombra. Vio en el rostro de Hila­
rio algo que no podía expresarse con palabras humanas; no
era ni una expresión ni una mirada, no era ni una luz ni un
resplandor. Pero lo vio y, al verlo, comprendió que tanto Al­
bano como él estaban caminando hacia la muerte.

★★★

Los días transcurrieron muy tranquilos en la pequeña


casa de Verulamium. Para los buenos habitantes del pueblo
«la viuda Zenia» había regresado de su viaje. Posiblemente
había tenido miedo de la invasión romana, lo cual no les sor­
prendía; por lo menos en esos primeros días, cuando nadie
sabía lo que podría ocurrir. Pero los ejércitos del Em pera­
dor —del verdadero Emperador romano, no de aquel mise­
rable aventurero— habían ganado con facilidad en una sola
batalla. Al cabo de muy pocos días se veían cascos romanos
por todas partes. Los partidarios de Carausio capitularon

153
1,01/1S DE WOHL

en todos las lugares o simplemente arrojaron sus armas y


su» insignias, y aseguraron que ellos no habían sido nunca
más que unos ciudadanos pacíficos; algunos de los recau*
dadores de Carausio huyeron con sus dineros, pero otros los
entregaron, junto con los libros de contabilidad, a las auto·
ridades romanas, como si eso fuese la cosa más natural del
mundo. El hecho de que en las monedas que entregaban es·
tuviera acuñada la cabeza de Carausio no parecía Inquie­
tarle» lo más mínimo. El cambio, o mejor dicho, la restau­
ración de la autoridad, se llevó a cabo con tanta suavidad
que habría sido impensable, si Carausio hubiese estado aún
con vida. Pequeñas bandas de francos salvajes siguieron lu·
chando durante algunas semanas, pero no había una resis·
tencia organizada en ningún sitio; no hubo resistencia por
parte de los británicos, ni tampoco por parte de quienes,
unos años antes, habían aclamado la revolución de Ca­
rausio.
En tales circunstancias, era perfectamente natural que
la viuda Zenia reanudara su vida en Verulamium; a ella y a
su hijo se los veía con bastante frecuencia en el jardín de su
vecino Escápula... en compañía de la joven Minervina. Era
posible que ésta y el joven se hubieran tomado en serlo sus
relaciones... formaban una bonita pareja: él era alto y bien
plantado, como un soldado, y ella parecía una ninfa de los
bosques, menuda y delicada, de buena sangre romana...
¿podía haber mejor combinación?

* #*

—Sí no hubiese sido por tu carta —dijo Elena—, no te


habría recibido, Curio.
El viejo legado asintió.
—Me lo suponía, señora Elena... afortundamente me las
arreglé para escribirte esa carta; en realidad vengo a verte
como antiguo amigo tuyo... no como mensajero de nadie, y
me gustaría que esto quedase completamente claro.
Se veía que estaba mintiendo... y Elena se dio cuenta.
Pero en su carta había una frase que a ella le llamó la aten­
ción: «Como antiguo amigo creo que tengo derecho a car*
gar con una parte de tus preocupaciones; creo que serla

144
EL ARBOL VIVIENTE

provechoso para tu noble hijo, el que su madre accediera a


cambiar idea» con un viejo oficial como yo acerca de *u·
planes para el futuro».
Un esclavo había traído un poco de vino; bebieron en ti'
lene lo.
Ha adelgazado, puntó el viejo legado; está más delgada,
sí, y vieja. Muy vieja. La princesa Teodora podría dormir
tranquila, si lo tupiera. Pero no »eré yo el que se lo diga.
No le voy a hacer preguntas, pensaba Elena. Hilario te­
nía razón... era necesario recibir a este buen hombre en be-
neficio de Constantino; de todas formas, Hilario sabe cuá*
les son mis sentimientos. Pero, desde luego, no le haré nin­
guna pregunta.
El legado empezó a hablar de la situación política. Brí
tañía estaba recobrando muy rápidamente la normalidad,
dijo. Incluso los caledonios habían enviado embajadores a
Eburacum para concertar la paz. Había muchos proyectos
que realizar... algunas de las grandes ciudades tenían que
ser reorganizadas, construir fortificaciones en la costa...
En Eburacum la actividad era enorme.
La expresión hierática que ella tenía en la cara hizo que
Curio se fuese sintiendo incómodo. Como a muchos ancla
nos, le resultaba difícil entrar en materia... tanto más cuan
lo que él sabía que ella estaba esperándolo.
Le dijo que había visto a Constancio la semana pasada,
en la Domus palatina. «Ha/, todo lo que puedas, Curio —te
había rogado— . Eres la única persona a quien puedo enviar
con cierta posibilidad de que sea escuchada».
Pero a él también se le veía más viejo. La ambición era
un jinete terrible. Un César era un semidiós... y un hombre
mortal tenía que pagar un alto precio para convertirse en
uii semidiós.
—También se han efectuado muchos cambios en lo mili­
tar —dijo el legado— . Pronto el ejército será dividido bajo
•íes je!es supremos, y se ha creado un servicio nuevo con-
lia los contrabandistas...
De pronto ella sintió pena hacia el pobre viejo.
-Y a está bien de hablar de Britania —le dijo
amablemente—. Yo he dejado de interesarme por las cues*

155
LOUIS DE WOHL

tiones militares y políticas. Me hablabas de mi hijo en tu


carta...
El tragó saliva.
—Sí, señora.
—Vamos a entendernos, Curio. Mi hijo tiene ya edad y
es libre para tomar sus propias decisiones. Una cosa no ha­
rá nunca... aceptar favores de... del César. Así es que, si tie­
nes en la cabeza algo de ese tipo, ya puedes olvidarte de
ello.
—Lo sé de sobra —dijo Curio rápidamente— . Como di­
je antes, he venido por mi propia cuenta. Pero no creo que
tengas la intención de encerrar a un joven de su rango y de
su sangre aquí en Verulamium...
—Constantino no tiene rango —le cortó en seco Elena.
—Pero podría tenerlo —aventuró el legado—. Y lo que
es más: puede tenerlo. Esto no tiene nada que ver con... Cé­
sar. César no es el Emperador, y Britania no es el Imperio.
Se trataría de esto, señora: ¿por qué no dejarle que ingrese
en el ejército de Oriente? Allí siempre hay sitio para jóve­
nes oficiales. Yo tengo algunos amigos en la Corte del César
Galerio, que estarían encantados de darle un mando peque­
ño con el que empezar... podría ser tribuno, supongo... la
pequeña formalidad de incluir su nombre en la lista se
cumpliría fácilmente. Podría ir destinado a Bitinia o a Tra-
cia, los amigos que tengo allí no lo perderían de vista, para
ver qué tal se desenvuelve. ¿Qué te parece esto?
Ella cerró los ojos para ocultar la expresión que en ellos
había.
Así es que ése era el plan de Constancio...: enviar a su hi­
jo a Oriente. ¿Era sincero al desear que su hijo hiciera ca­
rrera? ¿O... quizá tendría otros motivos? ¿Razones de Esta­
do, quizá? Galerio era su colega en Oriente; y los dos Empe­
radores, Diocleciano y Maximiano, se estaban haciendo vie­
jos; incluso había rumores de que se querían retirar, en cu­
yo caso los dos Césares los sustituirían más o menos auto­
máticamente. Cuando esto sucediera —si sucedía— y Cons­
tantino estuviera sirviendo bajo el mando de Galerio, ¿cuál
sería su posición? ¿La de un rehén, quizá? Sí, prácticamen­
te un rehén. Seguramente que Constancio veía esto como
ella lo veía. ¿Deseaba que su hijo fuera un rehén? Esa mu*

156
EL ARBOL VIVIENTE

jer ya le había dado hijos... ¿quería él dejar a Constantino


fuera de juego?
Después de lo que le había hecho a ella, eso era total­
mente posible. ¡No! ¡No! No era posible. Ella no estaba pen­
sando en los proyectos que él podía tener... sino en sus pro­
pios pensamientos de odio. Ese era el único camino para
Constantino, pues no quería ni podía servir aquí en Brita-
nia, ni en Galia, que también estaba bajo el mando de Cons­
tancio. Para Constantino no había más posibilidades que el
Oriente. Aquí no hacía más que perder el tiempo corriendo
detrás de esa pequeña hija de Escápula.
Era una chica encantadora... pero a Constantino no le
convenía atarse demasiado pronto. Primero tenía que
abrirse camino.
Para Elena esto significaba, por supuesto, la soledad ab­
soluta. Había en este pensamiento suyo una especie de
agradable amargura. Primero se había ido su padre... des­
pués Constancio... ahora Constantino. Había sido despoja­
da de todo lo que hacía que la vida mereciese ser vivida.
¿Qué le había dicho Albano? «Ahora que lo has perdido todo,
ganarás el amor... y tendrás poder». ¡Qué insensatez!
Amor... poder... esas cosas se habían ido para siempre. Pero
había un cuadro que la perseguía desde que lo vio...: el cua­
dro de ella, Constancio, Hilario, Favonio y Rufo arrastra­
dos por la corriente de refugiados, cuando abandonaron la
villa, inmediatamente antes de que Constancio y aquella
mujer llegaran. La masa de aquella gente miserable, rota,
sudorosa, apretujada, atestando las carreteras e impidiéndo­
les el paso, huyendo de un peligro real o imaginario, con los
ojos hundidos y llenos de pánico. Esto era lo que les ocurría
a quienes se acobardaban y salían huyendo.
Recordaba cómo, de repente, se dio cuenta de que ella
misma era uno de ellos, ella y su hijo... que también lo ha­
bían perdido todo y no eran nada... que toda aquella gente
miserable no eran más que un símbolo de ella misma y de
Constantino.
No lo sentía por ella. Pero Constantino...
Ella podía continuar allí, en Verulamium, cuidando la ca­
sa. meciendo sus pensamientos: estaba haciéndose vieia; lo
sabía.

157
LOUIS DE WOHL

Pero Constantino tenía derecho a vivir.


—Se lo preguntaré —dijo al cabo de un rato.
El legado pestañeó. Había esperado pacientemente... in­
cluso creyó que se había quedado dormida, después de ha­
berle hecho la pregunta.
—Es él quien tiene que decidirlo —siguió hablando—.
Ya tiene edad... y tiene su propia voluntad.
—Es el hijo de su madre —comentó Curio, y se dio cuen­
ta inmediatamente de que había cometido un error.
Ella no lo disimuló.
—Sí, eso es todo lo que él es, Curio. A él le toca cambiar
eso.
—No he querido...
—Lo sé.
Lo tranquilizó con una sonrisa amable.
—¿Lo llamamos ahora? Muy bien... lo vas a encontrar
cambiado, Curio. Es un hombre hecho y derecho.
Envió a un esclavo para que lo buscara; pasó casi un
cuarto de hora hasta que entró Constantino, alto, atlético y
con una expresión adusta.
—¿Querías verme, madre?
—Tenemos visita, Constantino.
El joven inclinó la cabeza.
—Conozco al legado Curio —dijo secamente.
El viejo soldado comprendió que no iba a ser tarea fácil
hacer que ese joven aceptara las reglas del juego; ya había
algunos jefes de Oriente que sabrían cómo arreglárselas
con él; el mismo Galerio no era hombre que tolerara ningún
desmán. Vio, no sin satisfacción, que Elena tampoco estaba
de acuerdo con la manera altiva de comportarse de su hijo,
y decidió que fuese ella la que iniciara la conversación
con él.
—Constantino, nuestro viejo amigo, el legado Curio, ha
tenido la amabilidad de interesarse por tu futuro.
El rostro del joven permaneció impasible... fue como si
su madre le hubiera dicho que ese Curio había venido a en­
terarse del tiempo que hacía en Verulamium.
—Sugiere —continuó Elena— que podrías ingresar en el
ejército de Oriente.
— O una legión regular, o nada — replicó Constantino

158
EL ARBOL VIVIENTE

inmediatamente— . No quiero servir en las tropas auxilia­


res. Hay dieciocho legiones bajo el mando del César Gale­
no...
—Diecinueve —corrigió Curio.
—Dieciocho, señor —mantuvo el joven—. La I, la III, la
VII, la XXI...
—Se ha formado una nueva legión bajo el mando de
Marco Licinio —dijo Curio cortándole la palabra—. A ve­
ces en el ejército estamos mejor informados que los civiles.
Constantino se mordió los labios. Dijo:
—Lo siento, señor.
Curio continuó:
—Creo que necesitan jóvenes oficiales. Yo conozco bien
a Licinio. Es un antiguo amigo mío.
Constantino respiró como con dificultad. Pero no se de­
cidía a hablar.
Curio vio la expresión de los ojos de Elena y decidió sa­
lir en ayuda del joven.
—¿Le escribo una carta a Licinio recomendándote como
tribuno? —preguntó como sin darle importancia— . No im­
porta que tu nombre no figure todavía en las listas; eso se
puede arreglar.
—Sería... muy amable... de tu parte, señor —estas pocas
palabras le costaron un esfuerzo tremendo.
—Entonces de acuerdo —dijo el viejo legado, disimulan­
do el alivio que sentía—. Escribiré a Licinio mañana... está
de guarnición en Bitinia. Me atrevo a decir que no será ne­
cesario que esperes su contestación aquí en Britania. Si yo
estuviera en tu lugar, me iría a Bizancio directamente... la
semana próxima o la siguiente... y esperaría allí la respues­
ta de Licinio. No es probable que me diga que no.
Sólo Elena observó el pequeño instante de duda antes
de que el joven respondiera:
—Iré a Bizancio dentro de unas semanas, señor.
— ¡Excelente! ¡Excelente! —Curio se puso de pie— . Ya
tengo que marcharme —dijo amablemente— . Estoy en Ve-
>ulamium hasta mañana por la mañana. Después iré a Ebu-
i'aeum.
Cuando mencionó Eburacum, tanto la madre como el
hijo se estremecieron, y Curio se dio cuenta de que había

159
LOUIS DE WOHL

cometido un error. Eburacum significaba la Domus palati­


na, y la Domus palatina significaba el César Constancio.
—Todavía estoy en servicio activo —dijo con toda
calma— , aunque tengo poco quehacer. De hecho, creo que
mis días en Britania están contados.
—¿Puedo preguntarte cuáles son tus planes futuros?
—preguntó Elena con fría cortesía.
El viejo sonrió tristemente.
—¿Planes futuros? Tengo cerca de setenta años, señora,
y he sido legado durante los últimos treinta. Mis planes fu­
turos consisten en cultivar coles en mi pequeña finca de los
montes Sabinos.
—Tu desgracia es ser un hombre honrado —comentó
Elena—. Y para un hombre honrado el cargo de legado es el
último peldaño de la escalera.
Fue una frase dura... incluso Constantino le echó una
mirada preocupada a Curio. Pero el viejo legado se limitó a
hacer un saludo silencioso y se retiró.
Madre e hijo se quedaron solos.
—Viene de su parte... ¿verdad? —murmuró el joven.
—Es un soldado que cumple órdenes, hijo —puntualizó
Elena—. Tú también serás pronto un soldado, ¿no?
—Sí, madre... pero no...
—Lo sé. Quieres servir a las órdenes del César Galerio.
También Galerio había repudiado a su esposa legal, pa­
ra ser César de Oriente. Todos los hombres eran iguales.
Solamente su padre no se había comportado así... ni Hila­
rio... ni aquel Albano. ¿Qué secreto tenían hombres como
éstos? ¿Qué haría Constantino, si...?
—Madre...
—Dime, Constantino.
—Hay algo que no sabes, madre... y tengo que decírtelo
ahora...
El corazón de ella empezó a latir tan deprisa, que se vol­
vió un poco, como si él pudiera verlo...
—¿De qué se trata, Constantino?
—Yo... no puedo irme... así de repente.
Ella lo miró animándole.
—Tienes que pensar en tu futuro, hijo. Tiene que ser
así...

160
EL ARBOL VIVIENTE

Le iba a resultar muy duro... sin el último, el más precio­


so lazo que la ataba a la vida; pero no acabó la frase. Miró a
su cara y vio que no era en ella en quien estaba pensando.
Las finas arrugas que había en las comisuras de los labios se
hicieron más profundas y su boca se convirtió en la boca de
una mujer vieja. No, no estaba pensando en ella.
—Estoy pensando en mi futuro —dijo Constantino con
brusquedad—. Quiero llevarme a Minervina conmigo... co­
mo esposa.
Ella lo miró y vio en su rostro una expresión tan decidi­
da que sintió un ligero escalofrío.
—La necesito —afirmó el hijo de Constancio—. No nos
pondrás dificultades, ¿verdad, madre?
—No —respondió Elena sin inflexión en su voz—. Desde
luego que no. ¿Por qué no me la traes?
Su joven y serio rostro se puso radiante.
—Ya sabía yo que comprenderías, madre. Es una chica
encantadora. La he traído... está afuera... esperando. ¿La
llamo?
—Llámala —dijo Elena con una sonrisa— . Dile que en­
tre.
El se precipitó fuera. Elena se agarró a su silla. Minervi­
na... los Escápula... eran una buena familia romana. Si
Constantino hubiera sido hijo de Curio, habría sido la elec­
ción más acertada. Un joven tribuno casado... vida en un
destacamento... una promoción gradual... con un poco de
suerte podría mandar una legión; a los diez o doce años po­
dría ser legado. Y ya se quedaría de legado para el resto de
su vida. Para un hombre honrado el llegar a legado era el
último peldaño de la escalera. Eso es lo que ella había di­
cho hacía un minuto.
Lanzó una breve carcajada. Esto era el fin de la ambi­
ción, definitivamente. ¡Bien! Ya se acabó: por una vez su
padre se había equivocado. Constancio se casó con sangre
real de Britania y le pareció poco. Constantino se conforma
con una muchacha sencilla. ¿Qué diría Constancio cuando
se enterara? Quizá le parecería bien. Seguramente a ella... a
esa mujer... sí que le gustaría. Eso le aseguraría que a su ni­
dada ya no le amenazaría ningún peligro por parte del pri­
mer matrimonio de su marido.

161
LOUIS DE WOHL

Llegó Constantino con la chica. Era una cosa delicada.


Andaba con elegancia. Tenía unos movimientos dignos. La
manera de saludar inclinándose era también encantadora.
Nunca antes la había visto cara a cara... de hecho había
evitado cuidadosamente encontrarse con ella, pues no que­
ría parecer que aprobaba esas relaciones. Una o dos veces
había insinuado al muchacho que los Escápula eran una fa­
milia que estaba bien para mantener con ella una cierta
amistad, pero no era lo suficientemente buena para un ma­
trimonio. Pero el chico había seguido sin hacerle caso.
Ahora resultaba que esa pequeña criatura quería casar­
se con él, acompañarle a Oriente y compartir con él su vida.
Iría ejerciendo influencia sobre él... en realidad ya la ejer­
cía. Con ella planearía sus proyectos y con ella compartiría
sus penas y sus alegrías.
Allí estaba. Tenía que estudiarla ¿Qué expresaba su ros­
tro? ¿Qué decían sus ojos?
Elena la observó. No tenía expresión de triunfo... pero
tampoco de timidez; estaba allí delante, delgadita, cón su
piel blanca, en actitud modesta pero llena de tranquila dig­
nidad; sus ojos parecían dar una respuesta a la muda pre­
gunta de los ojos de la otra mujer... Y hacían más que eso:
también ellos preguntaban. Pero no miraban pidiendo
aprobación ni esperando una crítica, y tampoco eran inso­
lentes. Hablaban un lenguaje propio, expectante, con una
confianza que no era impertinente. Esta confianza fue la
que impresionó a Elena más que ninguna otra cosa. Esa
muchacha no tenía su fortaleza, ni en el espíritu ni en el
cuerpo; pero tenía confianza, estaba segura de poder atra­
vesar el fuego y el agua, y pasar por encima de las nubes co­
mo podía andar pisando la tierra firme. Creía todo eso por­
que estaba dispuesta a dar, a vivir dándose, a vivir a través
de ese mismo don de sí.
Elena abrió los brazos y la muchacha respondió inme­
diatamente a su amor; estaba preparada para ese cariño,
como la cosa más natural. Su cabello era fino y sedoso.
Elena pudo oír los latidos del corazón de la chica. Por
encima de su cabeza miró a su hijo. Constantino sonreía de
oreja a oreja, algo tímido; se sintió muy aliviado. Era evi­
dente que su madre mostraba cariño por Minervina, aun-

162
EL ARBOL VIVIENTE

que le estaba mirando como si... como si... quisiera pregun­


tarle algo. No, era más bien como si él le hubiera hecho al­
gún daño a la chica y ella se lo estuviera reprochando. Pero
nunca podrá un hombre comprender lo que de verdad está
pasando por la cabeza de una mujer.
U B R O CUARTO

Año 303-306
1.

El salón principal de la Domus palatina estaba lleno por


una multitud de personas brillantes... más de trescientos
oficiales, legados, tribunos y centuriones de primer rango,
todos los funcionarios de la casa civil del César y de la can­
cillería, todos los jefes de la administración.
En todos ellos se podía apreciar una tensión de nervios,
porque nadie sabía para qué se había convocado esa asam­
blea. Era evidente que algo importante había ocurrido, y
corrían rumores de que esa mañana había llegado un envia­
do especial del Emperador; nadie conocía ni siquiera un in­
dicio de la misión que traía el enviado especial, salvo el
mismo César, naturalmente, y su secretario particular, Es-
trabón, que se encargaba del correo confidencial entre
Eburacum y el cuartel general imperial. Estrabón estaba
pagado... muy bien pagado... para que mantuviera la boca
cerrada.
Si no hubiera sido por la llegada de ese enviado, supon­
drían todos que la princesa Teodora había tenido otra cria­
tura. Cumplía muy bien con su deber... pues tenía ya cinco
hijos en sólo ocho años de matrimonio. Pero en esta ocasión
lo más probable era que se tratara de alguna noticia políti­
ca. Seguramente no eran noticias militares, pues la guerra
de persia se había ganado el año pasado, y tanto Diocleciano
como su César Galerio estaban descansando sobre sus lau­
reles en Nicomedia; excepto algún incidente fronterizo sin
importancia, había paz en la mitad oriental del Imperio.

165
LOUIS DE WOHL

Maximiano estaba en Africa en viaje de inspección.


Esta vez incluso los cerebros más agudos estaban deso­
rientados; en una cosa estaban de acuerdo casi todos los
asistentes: las noticias no parecían ser buenas. La Corte del
César era provinciana, pero no dejaba de ser una Corte; y
los cortesanos tenían un instinto especial para las noticias.
En el aire flotaba un peligro.
Tan pronto como entró el César, algo acerca de la natu­
raleza de ese peligro se empezó a vislumbrar. Con él sólo
venían Estrabón y... Veleio, el protonotario, jefe del depar­
tamento jurídico, un hombre alto y delgado, calvo y con un
perfil aguileno. ¿Se trataría de una nueva ley?
Constancio, pálido y canoso, correspondió al saludo de
la asamblea y tomó asiento. Su trono era un ancho sillón de
ébano con adornos dorados; el resto de los asistentes per­
manecieron de pie.
—Amigos —empezó diciendo el César—, esta mañana he
recibido un nuevo edicto del divino Emperador Dioclecia-
no, firmado también por mi colega de Oriente el César Ga­
leno. El protonotario Veleio va a ponerlo en vuestro cono­
cimiento.
El viejo Veleio se aclaró la garganta y empezó a leer lo
que parecía un documento muy extenso.
Ya la sola enumeración de los títulos del Emperador se
llevó su tiempo... pero casi inmediatamente después el con­
tenido del edicto quedó bien claro. El Emperador exponía
que las nefastas y alevosas actividades de cierta secta reli­
giosa, cuya impiedad era notoria y causa de graves desór­
denes en todas las partes del Imperio, se habían hecho into­
lerables; el Emperador se había dignado convocar un Con­
sejo compuesto por las personas más relevantes de los de­
partamentos civil y militar del Estado; y que las conclusio­
nes del citado Consejo eran la base del presente edicto, que
entraría en vigor inmediatamene en todas las provincias
del Imperio.
Los seguidores de la secta en cuestión, que se llamaban
cristianos —apelativo derivado del nombre de su jefe, un
criminal judío que había sido ejecutado durante el reinado
del glorioso Emperador Tiberio— estaban intentando crear
un Estado dentro del Estado; renegaban de los dioses y de

166
EL ARBOL VIVIENTE

las instituciones de Roma. Se negaban a adorar al Genio del


Emperador y querían erigir una especie de república pro­
pia mandada por jefes propios a quienes profesaban una
obediencia absoluta. Esos jefes —obispos, como ellos los
llamaban— dictaban sus propias leyes y nombraban sus
propios magistrados; atesoraban dinero de su comunidad y
luego lo empleaban en difundir sus doctrinas. Este movi­
miento tenía que ser suprimido antes de que pudiera soca­
var el ejército y formar una fuerza militar propia.
La tensión entre la asistencia había llegado a un grado
considerable.
La mayoría de ellos sabían ahora que el edicto no les
afectaba personalmente, aunque muchos de ellos conocían
a personas que eran cristianos.
La monótona voz del protonotario seguía escuchándose.
Por consiguiente, el divino Emperador había dictado
medidas severas que tendrían que tomarse contra esa secta
y se había dignado dar las siguientes órdenes: los obispos y
presbíteros de la secta tenían que ser conminados a que en­
tregaran a los magistrados todos los libros y escrituras que
estuvieran en su poder; los magistrados deberían, bajo pe­
na de muerte, quemar esos libros y escrituras en la plaza
pública y en su presencia. Todas las propiedades de la Igle­
sia cristiana serían confiscadas y vendidas; el producto de
esa venta se versaría en el tesoro imperial.
Los individuos que perseverasen en su creencia y en las
actividades de la secta deberán ser declarados inhábiles pa­
ra desempeñar cargos y para ser funcionarios del Estado;
los esclavos cristianos no podrán ser libertados; ningún
cristiano podrá acudir a los tribunales de justicia, a no ser
como acusado. Y todas las iglesias de la secta serán demoli­
das hasta sus cimientos.
—Dado en nuestro palacio de Nicomedia —leyó
Veleio— el día de las Fiestas Terminales del año mil cin­
cuenta y seis de la fundación de Roma.
Se produjo una larga pausa.
El César se puso de pie.
—Habéis escuchado la voluntad de nuestro divino Em­
perador —dijo un tanto secamente—. Mi canciller dará las
órdenes necesarias a los magistrados de Britania; mientras

167
LOUIS DE WOHL

tanto nadie tomará ninguna medida por su propia cuenta.


Espero que esto quede claro. También está claro que la eje­
cución de las órdenes imperiales se iniciarán empezando
por mi propia casa civil y por mi administración. Hasta
ahora no he prestado ninguna atención a las creencias reli­
giosas de ningún tipo. Parece que a partir de ahora lo ten­
dré que hacer. Sé que algunos de vosotros sois seguidores
de la fe cristiana. Esto será un duro golpe. Os doy dos días
para decidir si deseáis seguir siendo cristianos o si abando­
náis esas peligrosas creencias. Quedáis convocados aquí
mismo para pasado mañana a esta misma hora. Erigiremos
un altar al Genio del Emperador y pediré a todos los pre­
sentes que ofrezcan incienso en su honor. Amigos... vuestra
suerte está en vuestras propias manos. Esto es todo
—saludó con una inclinación de cabeza y abandonó la es­
tancia.
La asamblea empezó a dispersarse lentamente. Era
ocioso cualquier comentario... pero algunos rostros mos­
traban una aflicción y una ansiedad profundas, incluso de­
sesperación; otros sonreían. Unos cuantos puestos apetito­
sos quedarían vacantes pasado mañana.
★ * ★

El César Constancio regresó a su despacho.


—¿Dónde está el expediente confidencial, Veleio?
—Aquí está, César.
Constancio lo estuvo estudiando un rato. Delante de los
nombres de ochenta y dos personas de su casa civil y de la
administración había una crucecita.
★★*

Cuarenta y ocho horas después se volvió a reunir la


asamblea. La ancha sala parecía diferente que la vez ante­
rior. A unos cinco pasos del trono de ébano del César había
sido levantado un altar; sobre él se había colocado un busto
de mármol del Emperador. No estaba muy favorecido, pues
los rasgos de Diocleciano eran muy vulgares, por mucho
que el escultor intentara ennoblecerlos; la barba estaba

168
EL ARBOL VIVIENTE

cuidadosamente rizada y arreglada..., pero, de todas mane­


ras, parecía que había ido al barbero por primera vez en su
vida.
Delante del busto, en el centro del altar, habían puesto
un pequeño trípode y un recipiente con incienso.
El César pronunció algunsa palabras; después, se acer­
có al altar y echó algunos granos de incienso dentro del trí­
pode. El humo ascendió hasta el rostro impasible del Dios-
Emperador.
Veleio y Estrabón siguieron el ejemplo del César y re­
gresaron a sus puestos junto al trono. Los seis guardias de
corps que estaban detrás del trono hicieron lo mismo.
Cuando éstos volvieron también a sus sitios, el Emperador
tomó la palabra otra vez.
—Aquellos de vosotros que profesan la fe cristiana que
den un paso al frente.
Se hizo un silencio glacial. Después, un cierto número
de hombres empezaron a moverse, despacio, a través de la
multitud, como cuerpos extraños arrojados de un organis­
mo sano; dos, tres, diez... quince, veinte...
—Agrupaos en este lado —ordenó Constancio.
Su rostro no dejaba ver ni la más ligera emoción; estaba
tan impasible como el busto del altar. Funcionarios de dife­
rentes grados, oficiales, hombres libres, esclavos sirvientes
de la casa... era la primera vez en sus vidas que formaban
un solo grupo en la casa del César.
...treinta... cuarenta... cincuenta...
La asamblea observaba con una extraña mezcla de ho­
rror y de admiración. Pero nadie pronunció una sola pa­
labra.
...sesenta... sesenta y tres... sesenta y cuatro.
Constancio frunció las cejas.
—Anota sus nombres —ordenó, y Estrabón así lo hizo.
Cuando terminó, entregó la lista a su señor, que la com­
paró con la otra.
—Faltan dieciocho nombres —dijo con voz tranquila—.
El tribuno Quinto Sarto; los centuriones Marco Niger, Lu-
c*o Pallio, Cneo Calvio...
Fue pronunciando nombre tras nombre. Solamente el

169
LOUIS DE WOHL

protonotario Veleio y Es trabón sabían que se había omiti­


do un nombre.
—Aquellos a quienes acabo de nombrar, que formen
otro grupo —ordenó el César—. Los dos grupos esperarán
hasta que los demás hagan la ofrenda al Genio del Empera­
dor. Veleio... toma nota de todos los que lo vayan haciendo.
¡Adelante!
Durante largo tiempo estuvo quieto, mirando cómo un
hombre tras otro arrojaban granos de incienso dentro del
trípode. El humo se hizo espeso.
Por último, sólo quedaron los dos grupos.
El tribuno Sarto dio un paso al frente.
—¿Di, tribuno?
—Deseo declarar que hemos profesado una creencia
contraria a la seguridad y al bienestar del Estado, César
—anunció con voz monótona—. Estamos dispuestos a ha­
cer la ofrenda al divino Emperador.
Constancio movió la cabeza asintiendo.
—Adelante, pues —dijo con voz ronca.
La mano de Sarto temblaba cuando arrojó el incienso
dentro del trípode; hubo unas cuantas miradas burlonas,
pero los espectadores guardaron silencio.
Niger, Pallio, Calvio y otros siguieron el ejemplo de
Sarto.
—Ahora el grupo de los cristianos —ordenó el César—.
Hará la ofrenda el tribuno Rutilo.
El oficial dio un paso al frente.
—No lo puedo hacer, César —dijo, saludó y dio un paso
atrás.
—El tribuno Cayo Vindex —nombró Constancio, sin in­
mutarse.
—Permíteme que me niegue, César —dijo Vindex cortés-
mente.
—El primipilario Marco Prisco.
Era un gigante, pero su voz sonaba sorprendentemente
suave.
—Estoy dispuesto a morir por el Emperador, pero no lo
puedo adorar, César.
—El aquilífero Tito Balbo.
EL ARBOL VIVIENTE

El portador del águila permaneció en posición de


firme.
—Está escrito: dar al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios.
Constancio, que no conocía esa frase, esperó; pero el
otro no se movió, y llamó al siguiente.
Después de los oficiales fueron llamados los funciona­
rios. Tenían menos aire marcial que los militares, pero no
menos determinación.
El gordo y anciano Gubates, superintendente de los hor-
ti, los jardines de palacio, estaba llorando como un niño; no
pudo pronunciar ni una palabra, pero negó enérgicamente
con la cabeza. Tenía a su cargo una esposa enferma y cua­
tro hijos.
Tusco, el jefe del servicio de cocina, vaciló. Era un exce­
lente jefe y había tardado veinte años en llegar a ese puesto.
Cuando su nombre fue pronunciado, estalló en sollozos y
dio unos pasos hacia el altar.
En ese momento se abrió la puerta del fondo de la estan­
cia y entró el legado Curio. Todo el mundo se volvió a mi­
rarlo. Todos sabían que había estado enfermo en la cama
las dos últimas semanas, y todavía estaba enfermo.
Se adelantó hacia el trono del César, saludó, dio media
vuelta y... se unió al grupo de los cristianos. Ocupó el pues­
to que había abandonado Tusco.
El jefe del servicio de cocina lo miró. Dio un grito ronco,
como de animal herido, se volvió en redondo y se reintegró
al grupo. Curio le sonrió y le estrechó la mano.
Después de esta escena, nadie vaciló. Uno tras otro to­
dos expresaron su negativa.
Se hizo un silencio.
El César se levantó del trono.
—Gracias, amigos —dijo con toda calma—. Esto ha sido
una buena prueba de lealtad... realmente lo ha sido —en su
cara pálida había una sombra de humor—. No necesito decir
que todos los que no pertenecen a alguno de estos dos gru­
pos seguirán en sus puestos como hasta ahora. Siempre han
reconocido a los dioses de Roma y al Genio del Emperador, y
los siguen reconociendo.
Hizo una pausa; la asamblea sintió en ese momento que

171
LOUIS DE WOHL

ese hombre de manto corto de púrpura tenía no sólo la


fuerza, sino también el poder de su cargo.
— S egu ram en te — d ijo C onstancio, hablando
lentamente—, lo que el Emperador quería saber es si puede
confiar en la lealtad de sus súbditos. Ese y no otro es el es­
píritu de este edicto... y este y no otro es el espíritu de esta
ceremonia. Por mi parte, no puedo creer en la lealtad de
quienes están dispuestos a renegar de su fe cuando están en
peligro sus puestos... por consiguiente, el grupo que rodea
al tribuno Sarto queda despedido ahora mismo de mi ser­
vicio.
Una especie de suspiro recorrió toda la asamblea. El tri­
buno Sarto cayó de rodillas y ocultó su rostro entre las ma­
nos. Los hombres que le rodeaban estaban como fulmina­
dos por un rayo.
—En cambio, estos hombres de aquí —continuó el César
con la misma voz tranquila— han demostrado que pueden y
quieren resistir cualquier presión, cuando su fe está en jue­
go. Hombres como éstos no necesitan hacer ofrendas al Ge­
nio del Emperador... su simple juramento profesional e in­
cluso su simple palabra es suficiente para mí. Estos hom­
bres conservarán sus puestos; los oficiales que haya entre
ellos pasarán a mi guardia de corps. Estoy convencido de
que mi vida está con ellos tan a salvo como el honor del Em­
perador. Se disuelve la asamblea.
— ¡Larga vida al César! —gritó el tribuno Rutilo; la
asamblea entera estaba arrebatada de entusiasmo; la ma­
yoría pensaba que el César había hecho una buena jugada y
había ganado, y el resultado había sido justo.
Constancio levantó el brazo. Cuando se hizo el silencio,
dijo con una sonrisa muy leve:
—Para el caso de que hubiera alguno de vosotros que no
estuviera de acuerdo con mi veredicto, y se creyese en la
obligación de escribir al Emperador: su dirección sigue
siendo el palacio imperial de Nicomedia. Debo advertir
que... yo mismo le escribí ayer, dándole cuenta de mi deci­
sión, y el mensajero ya está en camino hacia allá.
Unas risas respetuosas apreciaron el humor de esta sali­
da. Constancio asintió con la cabeza.
— ¡Legado Curio!

172
EL ARBOL VIVIENTE

El legado soltó la mano que todavía le tenía cogida Tus-


co, el cual, con lágrimas en los ojos estaba intentando be­
sarla, y se puso firme.
—¿César?
—Ven conmigo, viejo amigo. Vamos a mi despacho. No
deberías haberte levantado, porque todavía no estás bien.
Esta prueba no te incluía a ti.
En el despacho, Constancio despidió a Veleio y a Estra-
bón con una amistosa seña e hizo que Curio se sentara en e!
más cómodo de los sillones.
—Ha sido magnífico, César —dijo el viejo legado con voz
grave.
Constancio se echó a reír.
—A mí también me ha gustado. Toma un trago de vino,
es muy bueno: un vino másico casi tan viejo como tú. Lo ne­
cesitas. Bien, amigo... cuando los Emperadores se vuelven
locos, el César al menos debe conservar la cabeza serena.
Curio le echó una mirada inquisitiva.
—¿No estás de acuerdo con el edicto, entonces?
—Me parece que lo he dicho con bastante claridad, Cu­
rio. Pero no tendré más remedio que cumplirlo.
—Lo supongo —dijo el viejo legado con lasitud.
—Quizá pueda buscarle un poquito las vueltas, cuando
se trate de puestos en mi propia casa... incluso puedo apun­
tar hacia dónde se inclinan mis simpatías. Pero eso es todo
lo que podré hacer, y ya es demasiado. Afortunadamente
mi venerable suegro no se preocupa mucho por lo que la
gente cree y, después de todo, yo soy su César y no el de
Diocleciano. Además, de aquí a Nicomedia hay mucha dis­
tancia. Pero, en fin, las órdenes son órdenes.
Curio movió la cabeza, asintiendo.
—Me temo que tú y yo, César, hemos sido soldados de­
masiado tiempo.
Constancio lo miró pestañeando.
—No tanto tiempo como para cambiar nuestros puntos
de vista, según parece —replicó con una punta de irritación
por el reproche del viejo— . Ya sabía, desde luego, que esta­
bas en relación con los cristianos... ¿pero cómo demonios
te ha dado por esa clase de cosas? Un hombre cuyos antece­
sores lucharon en Zama, y en Gergovia, y en Farsalia. Y, si

173
LOUIS DE WOHL

mal no recuerdo, hubo un Curio en el asalto de Jerusalén...


—Lo hubo —reconoció el legado—. No entiendo en abso­
luto por qué eso tendría que impedir que yo acepte la ver­
dad cuando la encuentro.
Constancio se movió inquieto en su asiento.
—La verdad... la verdad... todos vosotros pensáis que te­
néis un especial olfato para descubrir la verdad. Curio, ya
he hablado otras veces con esos... con esa gente de tu fe.
Hasta donde se me alcanza, es una filosofía bastante noble,
pero...
—No es una filosofía —le interrumpió el legado,
negando—. Es una serie de hechos. Una vez que los has re­
conocido, no tienes más remedio que aceptarlos. Yo así lo
he visto.
—Una serie de hechos —repitió Constancio—. Tengo
que decir que lo encuentro un poco desconcertante. Cuan­
do dicen: «haz a los demás lo que deseas que los otros te ha­
gan a ti», no me cuesta trabajo comprenderlos, pues eso es
más o menos la base de toda filosofía moral. Incluso cuan­
do dicen que no existe más que un solo dios, uno se siente
inclinado a aceptarlo... nosotros tenemos demasiados dio­
ses y demasiadas pocas creencias serias. Quizá sería conve­
niente que cambiáramos en ese sentido, aunque sería un
cambio demasiado drástico para mi gusto. Yo no puedo
imaginar que sólo existe un dios, porque no puedo creer
que el Bien y el Mal tengan la misma fuente.
—Hay una explicación perfecta para eso...
—No lo dudo, no lo dudo —cortó Constancio—. No en­
tremos en detalles. Pero hay dos puntos en los que no pue­
do estar de acuerdo... y francamente, no comprendo cómo
tú lo estás. Es esa —perdóname— idiota creencia en que un
dios se ha hecho hombre, ha realizado toda clase de mila­
gros y, finalmente, incluso ha resucitado de su tumba. Su­
pongo que eso lo creen las almas sencillas de tu... secta...,
del mismo modo como hay almas sencillas que creen que
Júpiter se transformó en un toro o en una lluvia de oro. Tú
no deberías creer esa clase de cosas, ¿no te parece, Curio?
—Sí las creo —dijo el legado—, y también sé muy bien lo
que estás pensando en este momento; estás pensando en
que este viejo Curio está ya realmente muy viejo y que ya

174
EL ARBOL VIVIENTE

no puedo pensar con lógica. Probablemente yo pensaría lo


mismo que tú, si estuviera en tu lugar.
—Me desconciertas —afirmó Constancio.
—En realidad —prosiguió Curio—, yo he procedido con
una lógica sencilla. Si Dios es Dios, puede hacer milagros.
Si ha creado las leyes de la naturaleza, puede suspenderlas.
—¿Pero por qué lo tendría que hacer?
—Eso es una cuestión diferente, César, y no tiene nada
que ver con los hechos. Yo soy un hombre práctico... no se
me dan bien las especulaciones, al menos las especulacio­
nes acerca de la intención y los planes de un Ser que es
enormemente superior a mí. Lo que me interesa son los
hechos.
Constancio empezó a tamborilear con los dedos sobre la
mesa de madera preciosa. Estaba un poco molesto al verse
vencido dialécticamente por ese querido viejo que creía en
los milagros.
—Tú no has visto personalmente esos milagros —dijo.
—Tampoco he luchado en Farsalia ni he asaltado Jeru-
salén cuando Tito —replicó Curio—. ¿Eso quiere decir que
soy un ingenuo porque creo que Jerusalén fue asaltada?
—Pero hombre... esos son hechos históricos...
—Lo sé. Eso son precisamente. Eso son también los mi­
lagros de Cristo. Hechos históricos. Narrados por testigos
presenciales. No veo por qué tengo que creer a Flavio Jose­
fa cuando me cuenta la destrucción de Jerusalén y no tengo
que creer al Apóstol Juan cuando me cuenta los milagros
de Cristo. No tengo razones para negar a ninguno de esos
dos escritores la sinceridad.
—Eres el hombre más irritablemente lógico —exclamó
Constancio—. Actualmente cualquiera puede convencerse
del hecho de que Jerusalén fue destruida, porque ahí están
todavía las ruinas, aunque parte de la ciudad haya sido re­
construida. Puedes ir y verla con tus propios ojos. La analo­
gía que has puesto no sirve, amigo.
—Jerusalén está muy lejos —dijo el viejo legado, con
una sonrisa—. Si tú y yo tuviéramos que presentar ante un
juez pruebas de lo que estamos diciendo, tú estarías en po­
sición más desventajosa que yo.
—¿Qué quieres decir?
LOUIS DE WOHL

—Pues que tú dirías: ven conmigo a Jerusalén, empren­


deremos un viaje por mar que durará un mes o dos, y allí
veremos las ruinas. Y yo diría: quédate aquí en Eburacum.
Las ruinas de que tú hablas tal vez estén allí... pero lo cierto
es que los milagros de Cristo están aquí... y no están preci­
samente en ruinas. Acabas de ver al viejo Gubates firme en
su fe en Cristo, a pesar de que sabía —o creía que sabía—
que tendría que abandonar su empleo: tiene una mujer en­
ferma en casa y no sé cuantos chavales. Sabe que puede
conservar su empleo sólo con arrojar unos cuantos granos
de incienso dentro del trípode. Pero no lo hace. Prefiere
perder el empleo. Amigo, tú puedes probarme que Jerusa­
lén está en ruinas... p e r o yo te he probado que los milagros
de Cristo están más vivos.
Los ojos de Constancio estaban llenos de asombro.
—Muy bien —dijo—. Es posible que haga milagros. Es
posible que tu Apóstol Juan sea tan de fiar como Flavio Jo­
sefa. Pero yo he visto una buena cantidad de trucos en mi
vida... magos, juglares, que hacían las cosas más asombro­
sas. Vi uno en Milán, ya hace años... quizá tu Cristo es un
mago... un hechicero... qué sé yo. ¿Por qué tiene que ser un
dios?
—Porque él lo ha dicho —contestó Curio con amabi­
lidad.
Constancio lo miró desconcertado. Y empezó a reírse a
carcajadas.
—«Porque él lo ha dicho». Eso es maravilloso. Yo digo
que soy un dios. Por consiguiente, soy un dios. ¡A eso lo lla­
mas tú lógica!
—Es una lógica perfecta —dijo sonriendo el viejo
legado—. Piénsalo tú mismo, César. Cuando un hombre di­
ce que es Dios... ¿qué cosas se pueden pensar de él?
—Una sola. Que está loco.
—No estoy de acuerdo. También existe la posibilidad de
que sea un criminal... un impostor, que trate de engañar a
la gente sencilla.
—Es verdad y es lógico —asintió Constancio.
—Y hay una tercera —continuó Curio—. La posibilidad
de que esté diciendo la verdad. Quizá sea una posibilidad
fantástica... quizá sea la menos probable de las tres... pero

176
EL ARBOL VIVIENTE

es una posibilidad desde el punto de vista de la pura lógica.


—De acuerdo... teóricamente —sonrió Constancio.
—Así pues, tenemos tres posibilidades —afirmó
Curio—, y no solamente una. Ahora bien, me he tomado el
trabajo de estudiar la vida de ese hombre a quien los judíos
llamaban Yeshua o Jesús; he estudiado lo que dijo. Amigo,
si es un lunático, no me gustaría que a mí me dijeran que
estoy en mi juicio. Algunas de sus palabras tienen una pro­
fundidad parecida a la que encontré la primera vez que vi
los Alpes... creo que me explico. Otras están, sin más, llenas
de sencillo buen sentido... un sentido bueno y honrado, y te
das cuenta de que ya era hora de que alguien las dijera. No,
tuve que desechar esa posibilidad. Ese Jesús podría ser
cualquier cosa, pero no un loco.
—¿Y qué?
—Pues que examiné la segunda posibilidad. La de un
criminal que intenta estafar a los demás. En tal caso, tenía
que haber un motivo. Nadie es criminal por el solo hecho de
querer serlo. ¿Qué provecho deseaba sacar Jesús de todo
eso? ¿Dinero? Lo despreciaba. Toda su vida vivió como un
pobre. ¿Mujeres? Jamás tocó a una mujer. ¿Poder?
—Muy probablemente.
—Imposible. Le fue ofrecido... los judíos querían que
aceptara ser su rey. Miles de ellos estaban dispuestos a se­
guirle en una lucha para conquistarlo. El se negó. Dijo que
su reino no era de este mundo. ¿Conoces tú algún otro mo­
tivo? Yo, no. Así pues, no era un lunático ni era un criminal.
Por lo tanto, sólo queda la tercera posibilidad... que era
realmente lo que él decía que era.
—In te lig e n te v ie jo ló g ic o —d ijo Constancio,
sonriendo—. Te has desenvuelto bien. Pero yo veo otra po­
sibilidad.
Curio se reclinó en su asiento.
—Tu cerebro es mucho mejor que el mío —afirmó—.
Has despertado mi curiosidad. ¿Cuál es esa posibilidad?
—La cuarta posibilidad —dijo Constancio, hablando
lentamente— es que ese Jesús tuyo no haya dicho nunca
que él es un dios, y que eso lo hayan inventado sus seguido­
res. Sé bien en qué paran los informes cuando pasan de bo­
ca en boca. Por ejemplo, yo digo ahora mismo que he orde-

177
LOUIS DE WOHL

nado hacer un reclutamiento y que tengo tres legiones bajo


mi mando. Mañana, en la Galia, se dirá que tengo cinco; en
Italia que tengo diez; y cuando esa noticia llegue a Ni come­
dí a, tengo veinticinco legiones nuevas, lo cual significa que
me estoy preparando para conquistar todo el Imperio. Se­
guramente tú también tienes experiencia de lo que son los
rumores.
—Los rumores no son hechos —dijo el legado con
obstinación—. Insisto en fijarme solamente en los hechos
Un hecho es que Jesús fue condenado a muerte porque in­
sistía en que era Dios. Fue condenado por blasfemo. Otro
hecho es que sus primeros seguidores, sus discípulos direc­
tos, fueron ejecutados o torturados hasta morir, porque in­
sistían en que él era Dios y en que había dicho que él era
Dios. Las Escrituras que vosotros pensáis que han sido que­
madas, contienen copias de las cartas de algunos de los pri­
meros discípulos de Jesús, y una descripción de su vida es­
crita por cuatro autores diferentes. Uno de ellos fue discí­
pulo del mismo Jesús... otro fue discípulo de un discípulo y
era médico de profesión, se llamaba Lucas. Cuando un hom­
bre muere por aquello que cree, puede tener una creencia
equivocada o falsa, pero no hay duda de que la tiene. Con
esto tu cuarta posibilidad queda eliminada.
Constancio no replicó. No tenía mucho interés por la ló­
gica de Curio, pero estaba tremendamente impresionado
por el hecho de que un oficial del rango y de la categoría del
legado se hubiera convertido en un convencido seguidor de
esa extraña secta; de Oriente habían llegado muchas otras
sectas... los occidentales no eran lo suficientemente imagi­
nativos para inventar nada de esas cosas... y Roma las ha­
bía absorbido una tras otra; estaban los cultos de Isis, de
Mitra, e incluso del Dios de los judíos, que no se representa­
ba en estatuas y cuyo nombre no podía ser pronunciado; to­
das esas creencias habían sido como modas pasajeras en
Roma. Ningún legado romano o tribuno estaba dispuesto a
olvidar su rango o su cargo en favor de Isis o de Mitrá. Pero
esta situación era diferente.
Tal vez... tal vez el Emperador llevaba razón y esto era
algo peligroso, después de todo.
Se aclaró la garganta.

178
EL ARBOL VIVIENTE

—Dije que había dos puntos en los que no podía estar de


a cu erd o con esa r e lig ió n tu ya — p r o s ig u ió
argumentando—. Hemos discutido solamente el primero.
—Bien... ¿y cuál es el segundo?
—Comprendo que los cristianos se nieguen a hacer
ofrendas al Genio del Emperador; el mismo Diocleciano sa­
be bien que él es simplemente un hombre. Al menos eso es­
pero. Aunque a mí me parece que en ello hay además una
pequeña cabezonería, que tus correligionarios exageran
una cosa insignificante, porque, al fin y al cabo, no es tan
terrible arrojar un poquito de incienso dentro de un pebete­
ro. No obstante, cuando el centurión Marcelo arroja sus ar­
mas y declara que él quiere servir solamente a Cristo, el rey
de reyes; cuando el recluta Maximiliano se niega a que lo
enrolen y a prestar juramento...
—No ha sido eso —le interrumpió Curio.
—¿Conoces el caso?
—Conozco los dos casos, César. Marcelo y Maximiliano
no negaron más que lo que yo mismo he negado hoy. Se ne­
garon a cometer una blasfemia otorgando al Emperador
honores que sólo son debidos a Dios. Se puede ser soldado
y cristiano, créeme. Es cierto que Cristo detestaba la vio­
lencia, pero nunca condenó la milicia como tal. Tuvo pala­
bras de mucho elogio para un oficial romano... el coman­
dante de nuestra pequeña fortaleza de Cafamaúm. Lo que
él odiaba es la hipocresía, la dureza de corazón y el vicio.
Lo que él predicaba era el amor y la justicia.
—La justicia... —Constancio se volvió a mover un poco
intranquilo en su silla—. De todas las diosas del Olimpo ésa
es la más difícil de servir. No me gusta ese edicto, Curio.
Voy a dar orden de actuar con clemencia en su aplicación.
Es un enorme disparate demoler edificios perfectamente
buenos. Tampoco creo en la quema de los libros y de las es­
crituras. La justicia tiene que ser fría por su propia natura­
leza, no tiene nada que ver con las llamas.
—También existe otra justicia...
—Lo sé. No lo digas. No todo en mi vida lo he hecho con
justicia. No me lo recuerdes. Nunca te he agradecido bas­
tante lo que hiciste por mí hace cinco años... en Verula-
mium.

179
LOUIS DE WOHL

—No tienes que agradecérmelo —dijo Curio con expre­


sión seria—. Lo hice por ella... no por ti.
Constancio se rió un tanto incómodo.
—Nadie te puede llamar hipócrita, querido Curio.
—Eso espero. Y espero también que se cumpla ese de­
seo de que el edicto horrible sea aplicado con clemencia.
¿Podría ser? Hay que considerar que a los pequeños jefeci-
llos les ofrece una maravillosa oportunidad para alardear
de su poder. Es un edicto injusto... y mucho me temo que,
por más clemencia que se quiera emplear, la injusticia no
se pueda trocar en justicia.
—Tendrás que rezarle a tu Jesús —dijo Constancio con
su pálida sonrisa.
—Lo haré —repuso el viejo legado.

2.

El carruaje ligero gálico corría a toda velocidad por la


carretera que llevaba a Verulamium.
Despertándose, Elena sintió un escalofrío; el ambiente
se estaba enfriando... las hojas del bosque de su padre se
habían puesto amarillas y cubrían su roca preferida, bajo
la cual estaba enterrado tal como había sido su deseo. Ha­
bía estado allí todo el día, completamente sola, como hacía
cada año.
Había sido el último rey de los trinobantes... más que su
rey había sido su padre. No hubo necesidad de nombrar su­
cesor, porque la belicosa tribu hacía mucho tiempo que vi­
vía en paz, y la administración romana era buena en líneas
generales. Quizá incluso el mismo nombre de trinobantes
desaparecería pronto; pero el rey Coel no podía caer en el
olvido. Largas procesiones de peregrinos acudían a su tum­
ba. Muchos estaban seguros de que, desde el más allá, se­
guía velando sobre el destino de su tierra; incluso le reza­
ban como al espíritu protector de la región. La ciudad de
Camulodunum había crecido mucho y actualmente abarca­
ba el lugar donde había estado el viejo campamento militar
romano: Coelcastra. Hasta se había hablado de que el nom­
bre de la ciudad debería ser el de Coelcastra.

180
EL ARBOL VIVIENTE

Puede que algún día llegara a serlo. Pero lo que importa­


ba era que el nombre del rey Coel siguiese vivo en los cora­
zones de la gente.
Más de una vez Elena había pensado en abandonar la pe­
queña casa de Verulamium y retirarse a Camulodunum; en
el bosque de su padre encontraba la paz... Verulamium no
le traía más que recuerdos penosos. Pero si lo hacía, tenía
que volver a tomar su antiguo nombre y su rango, y no era
ése su deseo. Además, Hilario era feliz en Verulamium,
donde vivía su amigo Albano. ¡Debe ría ser más cauto en sus
actividades cristianas!
Cuando llegó el edicto imperial, hacía ya ocho meses, se
habían efectuado unas cuantas detenciones, y el gobierno
confiscó algunas casas que los cristianos utilizaban para
celebrar sus asambleas y sus ceremonias religiosas. Las co­
sas se habían calmado un poco desde entonces, pero podía
todo resurgir en cualquier momento... en cuanto cualquier
cosa no funcionase bien; los cristianos eran la cabeza de
turco para las autoridades municipales.
Lo peor de todo era que los cristianos carecían práctica­
mente de derechos... podían ser acusados, pero no podían
acusar. Esto llevaba consigo que continuamente eran esta­
fados y extorsionados. Aun cuando hubieran sido gente su­
persticiosa, intolerante para otras creencias y malos ciuda­
danos... ese trato... generalizado y sin discriminación... era
perverso e injusto.
Esa mujer no podía ejercer una buena influencia
sobre... sobre el César, cuando cosas como aquella suce­
dían en su gobierno. Le había dado otra hija el mes ante­
rior. Ya tenía seis criaturas de ella: tres niños y tres niñas.
Había tenido buen cuidado de que a Roma no le faltaran go­
bernantes...
Déjalos que gobiernen. Nada importaba quién dictara
edictos injustos o quién los ejecutara. Parecía como si la
misma palabra «gobierno» significara injusticia. Eso no era
propio de Constancio... no, no era propio de él... hacer su­
frir a personas inocentes... sin motivo. No podía creer de
verdad que los cristianos eran gente peligrosa. Tal vez no
sabía cómo estaban aplicando las medidas que él había to­
mado. Ningún gobernante podía saberlo con seguridad, a

181
LOUIS DE WOHL

no ser que tuviera súbditos ideales. Si todo el mundo lleva­


se la vida de Hilario y tuviese sus mismos principios...
El carruaje tuvo una sacudida y ella se asomó a la venta·
nilla para ver qué pasaba.
—Allá lejos hay algo ardiendo, señora —le dijo el
cochero—. Quizá sea mejor que tomemos otra carretera.
«Allá lejos» eran las primeras casas de Verulamium.
Elena vio una gruesa columna de humo que se levantaba de
una de ellas.
—Muy bien, toma otra carretera.
★★*

Media hora después llegaron a casa. Favonio vino co­


rriendo del jardín, secándose las manos en la túnica y con
la cara radiante.
—¿Todo bien, Fanovio?
—Todo bien, señora.
—¿Hay carta de mi hijo?
—No, señora.
Ella saludó con la cabeza a Favonio y a Rufo, el cual le
dio la bienvenida con una sonrisa desdentada, y empezó a
subir la escalinata.
No había carta. Ya hacía casi cinco meses que recibió la
última carta de Constantino. Minervina escribía con más
frecuencia que su marido, pero ahora estaba otra vez encin­
ta...; quizá esta vez sería una hija. El primer hijo, el peque­
ño Crispo, tenía ya cinco años.
Si lo pudiera tener aquí con ella...
No había carta. Seguramente estaba en la frontera de
Persia, y allí no tenían tiempo para escribir cartas. Quizá
había salido en una de esas prolongadas expediciones de
caza por los montes de Capadocia.
De todas formas, debería escribir un poco más a menu­
do. No le gustaba escribir. Lo único que le interesaba era
ser soldado... y además soldado en campaña y no en una
academia.
Sus cartas eran respetuosas... pero sin interés. Frases
hechas, lugares comunes, relatos de sus actividades.
Pero, aun así, debería escribir con mayor frecuencia.

182
EL ARBOL VIVIENTE

Favonio también lo echaba de menos... le apenaba su ausen­


cia, el pobre viejo.
¡Ah! Allí estaba por fin Hilario. Le dio tanta alegría ver­
lo que casi se olvida de lo enfadada que se puso cuando no
quiso acompañarla. Era la primera vez que la había dejado
ir sola a la tumba de su padre en Coelcastra. «No puedo, se­
ñora... y no me preguntes por qué». Ella no le preguntó; ya
sabía por qué. Estaba cada vez más metido en sus activida­
des cristianas. Un día le tendría que hablar de ello a Al-
bano.
De pronto, se dio cuenta de que su túnica estaba desga­
rrada en varios sitios y que estaba cubierto de tizne.
—¿Qué has estado haciendo, Hilario?
—He estado ayudando a apagar un fuego, señora.
—¿Cerca de Puerta Londinia?
—Exacto, señora. Se había incendiado una casa.
—Lo he visto. ¿Qué tenías tú que ver con eso?
El rehuyó su mirada.
—Es... era... una casa de reunión, señora. Por eso la han
incendiado.
—Y... ¿las autoridades?
—Han colaborado, señora.
—¿En la extinción?
—En el incendio, señora.
Ella golpeó el suelo con el pie.
—Verdaderamente todo el mundo está haciendo todo lo
posible por crear preocupaciones; las autoridades compor­
tándose como criminales y tú tienes que mezclarte en esas
cosas.
—No en el crimen, señora —replicó Hilario sonriente.
Ella sonrió también, a pesar suyo, y esto la enojó.
—Desearía que abandonaras esa... esas actividades, H i­
lario. Es peligroso. Nada bueno va a salir de ello.
Se dio cuenta de lo inútiles que eran sus palabras, y su
enojo aumentó.
—Un hombre puede tener una creencia y considerarla
sagrada... pero no por ese motivo tiene que meterse en esos
líos. No necesita acudir a reuniones clandestinas. No nece­
sita comportarse como un criminal acosado...
—Tú sabes bien, señora, de dónde procede el crimen.

183
LOUIS DE WOHL

—Sí, sí... lo sé; pero me disgusta verte así... ¡tienes san­


gre en el brazo! Deja que te cure... querría...
—No es nada —dijo Hilario atropelladamente—; no es
más que un rasguño. Por favor, no te preocupes, señora. Te
aseguro que no es nada. Acabo de llegar en este momento,
si no fuera por eso no me habrías visto en este estado. Voy a
lavarme, si me lo permites.
Se fue casi volando. Tenía algo... algo casi espiritual.
Era un hombre extraño. Tenía una fe extraña. Pero al me­
nos creía en lo que creía y también vivía lo que creía. Si no
hubiera tantos esclavos y tantas mujeres que practicaban
eso..., gente débil que necesitaba apoyarse en lo invisible;
personas cuyas vidas eran duras, llenas de preocupaciones
y de desengaños, dispuestos a creer en una mejor clase de
vida para después de la muerte. ¡Se agarraban a su ilusión
con una tenacidad...!
La verdad es que Hilario no era ni mujer ni esclavo...,
además estaba ese tal Albano, lleno de amabilidad; un hom­
bre, sin más. Había sido soldado en el ejército romano du­
rante siete años antes de dedicarse a tallar madera... ¿qué
era lo que hacía que un hombre así tuviera esa fuerza en su
discurso y esa distinción como si hubiera nacido con san­
gre real en sus venas?
Por centésima vez se sorprendió a sí misma pensando en
Albano contra su voluntad; se había introducido en sus pen­
samientos como por derecho propio..., como si le hubiese
escrito una carta y ella no la hubiese contestado. Era como
un deber incumplido, como una obligación molesta. Ella
dio media vuelta bruscamente y fue a ocupar su sitio de
costumbre ante la ventana.
Cuando Hilario regresó, la encontró allí sentada, dándo­
le la espalda y mirando hacia la calle. Se dio cuenta de que,
una vez más, había vuelto con su imaginación al pasado...
ese sitio ante la ventana era como un círculo mágico dentro
del cual ella se sentía segura.
—Señora...
No obtuvo respuesta.
—Señora, ya llevo dieciséis años a tu servicio...
Ella se estremeció. Había creído que lo había perdido
todo, pero en ese momento se dio cuenta de que no era así,

184
EL ARBOL VIVIENTE

porque vio que iba a perder todavía más. Hilario iba a


abandonarla. Ya la había abandonado. Una vez más le pare­
ció percibir la existencia de sombras en la habitación, som­
bras oscuras y mortales... como el día en que Albano vino a
visitarla.
—Señora, ha llegado el momento de contarte lo que el
rey tu padre guardaba en sus pensamientos más íntimos.
—¿Mi padre? ¿Qué quieres decir? —preguntó ella sin
volverse.
—La historia del árbol viviente, señora. La historia del
Arbol de la Vida.
El árbol viviente. La madera es sagrada. El madero es el
desastre del hombre y el triunfo del hombre. Mata al hom­
bre y salva al hombre. El mundo, tal y como lo conocemos,
está construido sobre madera, de Yggdrasil, el árbol sagra­
do que da la vida. Esto era todo el mensaje... el mensaje que
nadie comprendía. El árbol viviente.
Y después de decir esto, su padre se quedó dormido...
Era una historia que no tenía ni principio ni fin. Durante to­
da su vida la había tenido desasosegada. Ese fue su último
pensamiento. «Tú y Constantino... juntos encontraréis el
árbol viviente, te lo aseguro, el verdadero árbol de la
vida...»
—Nunca te contó el final de la historia —dijo Hilario—,
porque no podía. No sabía las cosas que vo sé... ahora.
—¿Qué es lo que sabes?
—La historia del árbol viviente es tan antigua como la
humanidad, señora. El rey Coel conocía las leyendas que se
cuentan en el Norte. Había oído hablar del árbol egipcio de
la vida, pero no sabía... aunque él veía cosas... lo que yo te
voy a decir ahora.
—¿Quién te lo ha contado?
—Albano, señora. El lo oyó en Siria, hace mucho tiem­
po, cuando servía en el ejército.
Albano. Otra vez Albano. Siempre Albano.
—Muy bien... dime.
—Esto cuenta la leyenda, señora. Cuando el primer
hombre y la primera mujer, Adán y Eva, tuvieron que aban­
donar el Paraíso... lo que los griegos llaman «la edad de
oto»... vivieron en el exilio. Llegó el día en que Adán murió.

185
LOUIS DE WOHL

Entonces Dios envió un mensajero alado a la tierra... un es­


píritu grande y poderoso, cuyo nombre era Miguel. Este se
apareció a Set, el hijo de Adán, y le entregó una semilla pe-
queñita... la semilla de un árbol. Cuando Adán murió, Set
plantó esa semilla santa en la boca de su padre. Y brotó un
árbol del seno de Adán. Miles de años más tarde, el árbol es­
taba en el patio de un palacio real... el palacio del rey Salo­
món, el sabio gobernante de Israel. Pero, a pesar de ser tan
sabio, él no sabía cuál era el origen de ese árbol. Hasta que
un día vino a visitarle una gran reina del Sur, la reina de Sa-
ba. Ella conocía el árbol y su secreto, porque Set había sido
antecesor suyo y se lo había contado a su hijo, y éste a su hi­
jo, y así de generación en generación. La reina de Saba le di­
jo a Salomón que ese árbol era sagrado porque el Salvador
del mundo moriría en él. El rey hizo arrancar el árbol y su
madera fue enterrada en un hoyo muy profundo cerca del
recinto del Templo. El agujero fue llenado de agua y, du­
rante generaciones allí era donde se lavaban los animales
que iban a ser sacrificados. Pero cuando llegó el tiempo
profetizado, el agujero se secó y la madera fue encontrada.
—¿El tiempo profetizado?
—El tiempo en que se realizó el mayor de todos los sa­
crificios. El sacrificio que había estado simbolizado en to­
dos los que hasta aquel momento se habían hecho.
De repente Elena recordó: «N o hay cosa más estéril que
una cruz —había dicho Albano—, pero al contacto con la
sangre sagrada el madero estéril se convirtió en el Arbol de
la Vida...».
—Hilario, ¿crees en esa historia?
—Sí, creo en lo que significa... Creo que no es una mera
coincidencia el que todos los pueblos del mundo hayan
oído hablar de un árbol de la vida. Creo que hay un motivo
por el cual en todos los pueblos existen leyendas acerca de
una edad de oro perdida, porque algo malo nos ocurrió; por
eso, como en un susurro, fue pasando de boca en boca y de
generación en generación que un día el mundo sería salva­
do por medio de un árbol de la vida. Cada generación, cada
raza y cada pueblo fue añadiendo algo a esa realidad o fue
olvidando algo de ella, y por eso tenemos innumerables his­
torias... la del fresno del mundo en el que se apoya la tierra,

186
EL ARBOL VIVIENTE

la de una llave mágica, la de la muerte de Osiris y el asesi­


nato de Atys... todas ellas haciendo alusión a la cruz. Tu pa­
dre conocía casi todas esas historias... excepto la que te'
acabo de contar. ¡Cuánto le habría gustado conocerla!
—Sí —se limitó a decir Elena.
—El rey Coel, el Sabio, era un precursor... —la voz de
Hilario era tan suave como la de una mujer—. Siempre alu­
día una y otra vez al árbol de la vida que va a venir...
—¿Pero... entonces tú no crees que ya ha venido? Tu
Cristo murió en la cruz hace ya trescientos años.
—Sí, señora. Incluso su enseñanza se ha extendido de
pueblo en pueblo y de generación en generación. Pero se di­
ce que abarcará al mundo romano sólo cuando la Cruz se
haya vuelto a encontrar; porque desapareció y nadie sabe
dónde está.
De repente y sin ningún motivo aparente su corazón co­
menzó a latir tumultuosamente; podía oír su latido como si
fuera un gong, clamando y clamando en una llamada res­
plandeciente, cada vez con más fuerza, hasta el punto que a
ella le parecía que no había otra cosa más que ese latido,
llenando la habitación y el mundo entero. Ella misma había
desaparecido, sólo existía ese latido, ni en todo el mundo
había nada más que ese latido...
Todo eso desapareció en un instante, incluso antes de
que ella se diese cuenta del todo, como un carruaje que pa­
sara atronándolo todo y, tan rápido, que sólo se pudiera ver
de él un destello de crines y colas y ruedas, desapareciendo
en una nube de polvo.
* ★*

Aquella tarde Hilario le dijo que se había hecho sacerdo­


te cristiano. Para ella ni siquiera fue una sorpresa; no hizo
más que mover la cabeza asintiendo..., comprendió por qué
no había ido con ella, como lo había hecho en años anterio­
res, a visitar la tumba de su padre. Tenía que hacer una co­
sa más importante... había dedicado su vida a servir al Ar­
bol de la Vida. La emocionó la manera que tuvo de decírse­
lo... tímidamente, vacilando como si temiese herir sus sen­
timientos. Ella no se molestó en absoluto.

187
LOUIS DE WOHL

Le preguntó cómo había sucedido y él le contó que unos


días antes había pasado por Verulamio el obispo Osio y lo
había ordenado de sacerdote. Se trataba de una breve y so·
lemne ceremonia, que terminaba con «la imposición de ma­
nos»; se celebró de noche en la casa que ella acababa de ver
ardiendo.
—Esa casa iba a ser mi iglesia —le dijo Hilario, y los es­
fuerzos que hacía por disimular su pena hicieron que ella
olvidara sus propios sentimientos.
—¿Quieres decir que ahora no tenéis dónde reuniros y
celebrar vuestros cultos?
—Nos reuniremos en casa de Albano mañana por la ma­
ñana. Pero se trata de una casa muy pequeña y no podemos
tener nuestras asambleas allí con regularidad... desperta­
ría sospechas muy pronto. La próxima vez nos tendremos
que reunir en otro sitio.
Ella levantó la vista.
—Esta casa está a tu disposición, Hilario —le ofreció
con sencillez, y sonrió feliz al ver que él enrojecía un
poco—. No soy cristiana y creo que nunca lo seré... pero
odio la injusticia. Sabes bien las cosas que se dicen de
vuestras reuniones secretas... que sacrificáis la carne y la
sangre de niños pequeños, y que adoráis la cabeza de un as­
no. No conozco vuestros sacrificios... pero si adoráis la ca­
beza de un asno, hacéis exactamente lo mismo que hacen
ellos..., por eso me resulta difícil comprender por qué os
negáis a adorar al Genio del divino Emperador...
Hilario se echó a reír y ella también; la atmósfera de la
habitación pareció volverse clara e irreal.
—En un aspecto los rumores tienen fundamento —dijo
Hilario, y la cara de ella se puso seria—. Es verdad... que sa­
crificamos el cuerpo y la sangre de una víctima inocente.
Ella movió la cabeza.
—Explícame que es lo que quieres decir, Hilario.
—No es fácil de comprender. Cuando el Señor y sus dis­
cípulos se reunieron para hacer juntos la última comida an­
tes de su prendimiento y de su muerte, el Señor convirtió
pan y vino en su cuerpo y su sangre. Seguían teniendo el sa­
bor del pan y del vino, pero eran su carne y su sangre, por-

188
EL ARBOL VIVIENTE

que él lo dijo así. Y les pidió que lo hicieran en su nombre y


en su memoria.
—Una alegoría encantadora...
—No —dijo Hilario con una voz dura como el metal—.
No es una alegoría. Es un hecho. Es la realidad.
— ¡Hilario!
—¿Por qué te sorprendes de que lo sobrenatural suceda
cuando lo sobrenatural es lo que está en juego?
—Hace ya trescientos años, Hilario... ¿Es que tú crees
ahora en lo que entonces no se creyó?
—El gran Ireneo lo menciona con toda claridad en su
tratado contra los marcionitas, escrito hace ciento veinte
años; lo mismo hizo el santo Justino hace ciento cincuenta
años. En el cristianismo no tenemos nada que ver con ale­
gorías y símbolos ya caducos, señora... para nosotros están
los hechos desnudos. Incluso hace doscientos años, el obis­
po Ignacio de Antioquía habla de la «medicina de la inmor­
talidad, el antídoto que nos impide morir, y nos hace vivir
para la eternidad en Jesucristo».
—Verdaderamente te has convertido en un sacerdote,
Hilario.
—Sí, señora... y eso significa que mis labios pueden in­
vocar al Todopoderoso en el altar. Lo mismo que Dios des­
cendió al mundo material y se hizo carne, la materia es aho­
ra convertida en Dios. Y nosotros comemos su carne y be­
bemos su sangre, de forma que participamos de su divini­
dad, igual que él participó de nuestra humanidad.
Es una locura magnífica, pensó ella. Y con repentina de­
terminación dijo:
—Quisiera presenciar uno de esos... sacrificios. Me gus­
taría ir contigo mañana por la mañana.
Casi en el mismo instante se arrepintió de haberlo di­
cho, pero ya no quiso herir los sentimientos de Hilario vol­
viéndose atrás.
—No se puede hacer sin peligro, señora... el edicto...
Esto la acabó de decidir.
—¿A qué hora mañana por la mañana, Hilario?

★★★

1ÍN
LOUIS DE WOHL

Era al amanecer.
Cuatro pequeñas lámparas de aceite ardían en la habita­
ción donde se apiñaba la gente. Muchos de ellos estaban allí
cuando Elena entró con Hilario y Albano, que los había es­
tado esperando en la puerta. Elena observó que no pareció
sorprenderse de su llegada; igual que ninguno de los de­
más. Ella no era más que otra persona en la habitación.
Vio uno o dos rostros conocidos... la viuda de un rico co­
merciante de la calle de las Platerías, y el propietario de la
tienda donde ella compraba sus cosméticos. Muchos de los
presentes eran de las clases más modestas; pero al fin y al
cabo, Verulamium no era una ciudad importante ni preten­
día poseer una especial elegancia, como Aquae Sulis, por
ejemplo.
Había algo que todos parecían poseer en común: algo di­
fícil de definir, que se manifestaba de modos diversos, pero
que estaba allí. Era como un deseo vehemente, un ansia ex­
pectante, como si hubieran venido a toda prisa y todavía no
hubieran recobrado el aliento y ahora estuvieran esperan­
do como la gente espera a las puertas de un palacio, para
escuchar a su amado rey que les iba a decir que la guerra
había terminado... Era una ansiedad en la que había una es­
pecie de triunfo.
Era fascinante ver la tremenda ascendencia que Albano
tenía sobre esa gente; aunque no era sacerdote, parecía el
cabeza natural de esa pequeña comunidad. Todos le cono­
cían, y les bastaba conocerlo para aceptarlo como jefe.
A pesar de lo apretados que estaban, él fue pasando entre
ellos con gran facilidad, y tenía una palabra, una sonrisa,
un gesto de aliento para cada uno.
Quizá Albano tenía un cierto rango... porque él fue
quien pidió silencio, primero levantando la mano y, después,
haciendo un misterioso signo: se llevó la mano a la frente,
después al pecho, y después al hombro izquierdo y al dere­
cho. La comunidad lo imitó. A continuación, el anciano se
inclinó hacia Hilario, sacó un manoseado y viejo rollo y em­
pezó a leer.
«Cuando Jesús vio lo grande que era su número, se su­
bió a un monte; se sentó y los discípulos se acercaron hasta
él. Empezó a hablarles; esto fue lo que les dijo: bienaventu-

190
EL ARBOL VIVIENTE

rados los pobres de espíritu, pues el reino de los cielos es


de ellos. Bienaventurados los mansos, pues ellos heredarán
la tierra. Bienaventurados los afligidos, pues serán conso­
lados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de san­
tidad, pues serán hartos. Bienaventurados los misericor­
diosos, pues obtendrán misericordia. Bienaventurados los
limpios de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados
los pacíficos, pues serán llamados hijos de Dios. Bienaven­
turados los que sufren persecución por la justicia, porque
el reino de los cielos es de ellos. Bienaventurados sois cuan­
do los hombres os injurian y os persiguen y dicen falsamen­
te toda clase de cosas malas contra vosotros por mi causa.
Alegraos y levantad el corazón, porque os espera una rica
recompensa en el cielo; así persiguieron a los profetas an­
tes que a vosotros. Sois la sal de la tierra...».
En ese momento la puerta se abrió violentamente y el
rojo resplandor de las antorchas iluminó la habitación ates­
tada.
—¡Que nadie se mueva! —tronó una voz. Las espadas de­
senvainadas brillaban en la entrada. Algunas mujeres grita­
ron.
— ¡Apagad las lámparas! —se oyó decir a Albano en voz
alta.
Los hombres próximos a las lámparas obedecieron al
instante. Los soldados no lo pudieron impedir... la habita­
ción se puso tan oscura que no pudieron entrar.
La luz de las antorchas sólo alumbraba a un pandemó­
nium de gente agitada y aterrada, formando una masa com­
pacta.
Elena no se movió. Estaba más enojada que asustada;
miraba hacia la puerta intentando ver si lograba localizar a
algún oficial entre los intrusos... alguien a quien poderle
expresar algo de lo que estaba pensando. Era un ultraje
perturbar de esa manera aquella reunión pacífica.
La oscura silueta de un hombre se alzó ante ella. Reco­
noció a Albano y lo oyó que le decía en voz baja a Hilario:
«¡Sal volando inmediatamente... por aquí! Ellos no conocen
la pequeña puerta lateral».
—No quiero abandonar a mi...

191
LOUIS DE WOHL

—Debes hacerlo. No podemos perder otro sacerdote.


Toma esto... ¡y date prisa!
—¿Qué es?
— ¡Ya lo sabes! Por la causa del Señor, ¡date prisa!
Pero él no la había olvidado.
—Ven, señora.
Se deslizaron detrás de una cortina y siguieron por un
pequeño corredor. Abrió una estrecha puerta y salieron a
una mañana fría, todavía demasiado oscura para distinguir
algo más que unas pocas yardas de pavimento y las tristes
sombras de las casas del suburbio.
Desde dentro de la casa les llegaban órdenes roncas, rui­
dos atronadores y, después, un prolongado grito de
agonía.
—¿A dónde vamos, Hilario?
El no le contestó; ella vio confusamente que llevaba algo
apretado fuertemente contra el pecho: era lo que Albano le
había entregado... parecía una copa grande.
A través de la neblina vislumbraron la armadura de un
soldado; no, eran dos... y los habían visto.
Una voz vulgar les dio el alto y, como ellos seguían an­
dando cada vez más deprisa, oyeron que los soldados em­
prendían una carrera.
Era como una pesadilla y, lo mismo que ella había he­
cho en una ocasión para poner fin a una pesadilla que tuvo,
dio media vuelta y les plantó cara a los perseguidores.
Hilario también se detuvo.
Los soldados llegaron jadeantes.
—¿Qué queréis? —les preguntó Elena con voz
enérgica—. ¿No tenéis nada mejor que hacer que perseguir
a una dama y a su liberto?
—¿Sois cristianos? —preguntó el soldado más alto de
los dos, con un fuerte acento gálico.
—No seas ridículo —le increpó Elena—. ¿Quién es el ofi­
cial que está a vuestro mando? El jefe de la cohorte, quiero
decir, no el del manípulo.
Ellos se miraron desconcertados.
—Bueno... ¿me vais a responder?
—El centurión Marco Tervax... señora —tartamudeó el
soldado—. Pero no está de servicio hoy.

192
EL ARBOL VIVIENTE

—No tengo trato con los centuriones, pero ya le diré


unas palabras acerca de esto a su legado. Ahora marchaos.
—Es mejor que regreses a tu casa, señora —le dijo el
soldado—. No es buen momento para que estés por aquí...
estamos registrando casas, buscando a esos cristianos per­
turbadores.
—Estoy yendo a casa —le replicó Elena con desdén—.
Ya os he visto bastante. Vamos, Hilario.
Se marcharon sin mirar hacia atrás. Toda la calle se ha*
bía despertado, desde luego, y parecía como si hubiera em­
pezado una cacería: gritos, voces salvajes, risotadas... igual
que cuando se conquista una ciudad. Habla muy pocos sol­
dados; la mayor parte de la gente era la escoria de los peo­
res barrios.
En la esquina de la calle siguiente vieron que había ca­
sas ardiendo.
—¿Casas de cristianos? —preguntó Elena.
Hilario asintió sin decir palabra. Su cara tenía una ex­
presión trágica.
—Hoy es un día de vergüenza, Hilario... pero no para los
cristianos.
Estaban ya cerca del extremo de la calle, cuando un in­
dividuo grandón y fuerte, con rasgos brutales, les impidió
el paso; llevaba un bulto muy grande... seguramente era un
saqueador.
—¡Eh, tú!, dame eso que llevas ahí... ¿Qué es... oro?
Extendió su mano libre para agarrarlo. Hilario se echó
a un lado y siguió andando; quizá pensó que ese hombre no
iba a correr tras él, cargado como estaba... o simplemente
que estaba borracho.
Pero Elena vio que el individuo dejaba el bulto en el sue­
lo, y exclamó:
—¡Cuidado, Hilario!
Lo que tenía que hacer era soltar lo que llevaba y luchar
contra ese bruto...; era más grande que Hilario, pero Elena
sabía que Hilario era fuerte. Por algún motivo no dejó caer
lo que Albano le había dado; lo apretó todavía más contra
su pecho y con la otra mano intentó defenderse del ataque.
Desesperada, miró a ver si había soldados cerca de allí... pe­
ro el único que vio iba corriendo como un loco tras una jo-

193
LOUIS DE WOHL

vencita; la alcanzó y Elena miró para otro lado. Hilario y el


saqueador estaban peleando; ambos parecían buenos lu­
chadores... pero ella vio brillar un puñal. Inmediatamente
se dio cuenta de lo que tenia que hacer y de que también era
demasiado tarde; no obstante, tomó el agudo estilo de su ta­
blilla de escribir, corrió hacia los dos y lo clavó con todas
sus fuerzas. El estilo penetró un par de pulgadas en el bra­
zo del saqueador y, al mismo tiempo, Hilario caía sobre sus
propias rodillas. El saqueador, rugiendo de dolor, soltó el
puñal y se sujetó el brazo, y cuando ella levantó otra vez el
estilo salió corriendo.
—¿Estas herido, Hilario?
El no dijo nada, pero cuando ella le ayudó a ponerse de
pie, vio que sus ojos brillaban con un agradecimiento inde­
cible, como nunca ella había visto... iba a preguntarle otra
vez, cuando se oyeron unos gritos terribles seguidos de un
estruendo prolongado. Miró hacia atrás y vio que una de las
casas se había derrumbado.
—Ven, Hilario... ¿crees que puedes andar?
Pero tuvo que ayudarle y notaba que su peso iba aumen­
tando sobre su hombro. Le pareció una eternidad hasta lle­
gar cerca de su casa; y cuanto más próxima estaba, más
grande era el peso. No se atrevía a abandonarlo allí mien­
tras iba corriendo a casa a buscar ayuda. El se aferraba a
ella como un hombre que está ahogándose. La neblina ma­
tutina empezaba a disiparse y los pájaros se pusieron a can­
tar. La calle estaba vacía y tranquila.
Las últimas cincuenta yardas fueron las más difíciles;
tenía casi que arrastrarlo. Parecía mucho más pesado de lo
que se podía esperar de un hombre de su estatura. Cuando
por fin llegaron a la puerta, ella estaba totalmente al cabo
de sus fuerzas; el corazón le latía locamente y la cabeza le
daba vueltas. Llamó y, mientras esperaba, sintió algo hú­
medo y viscoso en su brazo y en su hombro: vio que su vesti­
do estaba cubierto de sangre.
El esclavo que abrió la puerta llamó a Favonio, que apa­
reció al instante, completamente vestido. Levantó el cuerpo
de Hilario y lo llevó a su habitación. El sol ya había salido y
ella pudo ver con toda claridad que era demasiado tarde
para ayudarle. Había estado desangrándose, su rostro esta*

194
EL ARBOL VIVIENTE

ba del color de la cera y sus ojos medio cerrados. Favonio


había enviado a unos esclavos a buscar al primer médico
que puedieran encontrar; había intentado coger el objeto
que Hilario llevaba en las manos, pero le había sido imposi­
ble. El moribundo lo tenía agarrado con una fuerza terri­
ble; todos los nervios y los músculos del brazo estaban ten­
sos... parecía como si toda la vida que todavía había en él
estuviese concentrada en ese brazo que no se relajaba.
En vista de eso, Favonio cortó la túnica y descubrió la
herida, en el hombro. Se ocupó de ella.
Elena permanecía de pie, sin moverse; sus ojos eran co­
mo humildes mendigos suplicantes y rechazados.
No, rechazados, no. Los párpados de Hilario se abrieron
y la reconoció. Por última vez su cuerpo le obedeció y su
brazo rígido se relajó y se extendió hacia adelante. Ella vio
que sus labios se movían y se puso de rodillas para acercár­
sele más; todo lo que pudo oír fue:
—Tú... tómalo... seguridad.
El objeto era una copa de oro cubierta con una tapade­
ra. Ahora lo podía ver claramente y, cuando extendió su
mano para recibirla, los dedos de él se separaron y la dejó
caer en ella.
Hilario había muerto.
Ella permaneció donde estaba, de rodillas, con la copa
de oro en las manos, mirando fijamente su rostro exangüe;
en sus labios había la sombra de una sonrisa, con una sere­
nidad como la que se puede ver en los labios de un niño fe ­
liz. Ella pensó que estaba muy hermoso.
Favonio la levantó, y la llevó a su habitación; ella desta­
pó la copa; contenía una delgada oblea de pan sin levadura.
Todo lo que se le ocurrió fue: «mi padre me dio a H ila­
rio... e Hilario me ha dado a mí esto...». Cerró la tapa reve­
rentemente y colocó la copa sobre un mueble. «Esto no me
abandonará... nunca», pensó.
No consiguió romper a llorar.

195
LOUIS DE WOHL

3.

—Una dama desea ver al César —anunció el soldado


Davo.
El centurión de guardia le echó una mirada fría.
—¿Te has vuelto loco, hijo de mala madre bizca?
—Una dama desea ver al César —repitió el soldado Davo
hoscamente.
—¡Por qué! —exclamó el centurión de guardia—. ¡Por
qué me habrán castigado los dioses!; ¿qué habré hecho yo
para tener que mandar a unos imbéciles lunáticos? ¡Una
dama quiere ver al César! ¿Qué te crees que es esto, hijo de
excremento de camello? ¿Una sala de fiestas? ¿Una taber­
na? ¡Esto es la Domus palatina, pútrida carroña! Este es el
palacio. Hay una lista de audiencias para quienes desean
ver al César... si el César quiere verlos. Esa lista la lleva el
chambelán; y cuando es esperado alguien que tiene conce­
dida una audiencia, uno de los oficiales del chambelán baja
a la hora convenida. Nosotros no tenemos nada que ver con
eso. ¿Me has comprendido? Dile a esa buena mujer que se
marche, ¿lo entiendes? Dile que le escriba al chambelán del
César o, ¡en nombre de Júpiter!, al mismo César. Que diga
cuál es su dirección, su edad y el asunto que quiere tratar
con él. ¡Fuera!
—Una dama desea ver al César —dijo el soldado Davo.
Sólo entonces levantó la vista el centurión; vio una de­
sesperación muda en los ojos del soldado... y también vio la
alta figura de la dama que estaba casi inmediatamente de­
trás de él. Se puso de pie de un salto.
—Soy la princesa Elena —dijo la dama con un tono gla­
cial en su voz—. Ve al instante a decirle al chambelán que
estoy aquí para ver al César.
—Sí, señora —dijo el centurión de guardia, saludando.
Detrás de la dama había un hombre gigantesco con as­
pecto de militar, que se adelantó.
—Ofrece una silla a la princesa —gruñó—. Si esto es un
palacio tiene que haber una silla en algún sitio.
—Una silla para la princesa —ordenó el centurión al sol­
dado Davo—. Ve a traerla. Trae la mía... no, trae una del sa­
lón azul, que son mejores que ésta.

196
EL ARBOL VIVIENTE

Davo salió corriendo. El centurión saludó otra vez y se


marchó con una rapidez que dejó satisfecho a Favonio. Da­
vo regresó con una silla y la colocó contra la pared de la sa­
la de guardia.
—Estás totalmente loco —le dijo Favonio—. ¿Crees que
esta habitación es adecuada para que en ella pueda esperar
la princesa? Lleva esto a un salón decente.
Lo siguieron mientras llevaba la silla al salón azul, que
era la sala privada de audiencias del chambelán.
Elena tomó asiento. Estaba cansada, tenía un cansancio
de muerte. Había hecho el viaje desde Eburacum en tres
días; no había dormido casi nada; y todo el tiempo le habían
estado obsesionando las mismas imágenes, como fieras
amenazantes y feroces. La sangre en sus manos, la sangre
en sus vestidos; la cara sonriente de Hilario y el frío brillo
de la copa; las llamas de la casas ardiendo y el grito de una
mujer en peligro de muerte... No conseguía rechazarlas,
volvían una y otra vez como en larga e inacabable proce­
sión. El rostro de Albano mientras leía el rollo... ¡Albano!
El peso que sentía en el corazón cuando fue a ver al coman­
dante de la tropa. Un pobre hombrecillo aturdido... ¿qué
otra cosa podía hacer él? El no podía hacer nada, eran las
autoridades municipales quienes llevaban ese asunto... ¿si la
señora quisiera dirigirse a ellas? Pero él no se lo aconsejaba,
porque se haría sospechosa. Poco tiempo antes, esos cristia­
nos eran solo gente pobre, gente sencilla, pero últimamente
había rumores de que incluso personas de buena posición se
habían unido a la secta, y nadie estaba libre de sospechas. A
él personalmente no le importaba nada lo que la gente creye­
ra o dejara de creer, pero ¿qué podía él hacer? Las órdenes
eran órdenes. Y cuando las autoridades municipales le pe­
dían algún destacamento de soldados para esa clase de...
trabajo... no tenía más remedio que obedecer. Era muy la­
mentable. Muy lamentable.
Después, las autoridades municipales; al principio no
querían decirle lo que había sucedido con Albano y con
aquellas personas que estaban en aquella casa. Por el con­
trario, le preguntaron si sabía quiénes habían estado allí...
y si por casualidad no había estado ella misma. No ese mis­
mo día, desde luego, porque todos los que estuvieron ese

197
LOUIS DE WOHL

día habían sido detenidos. ¿Conocía ella a alguien que no hu­


biese sido detenido? ¿Por qué se interesaba por ese asunto?
Esa gente eran unos criminales y habían sido cogidos con
las manos en la masa, por así decir, en medio de sus blasfe­
mas actividades. Seguramente ella tenía tanto interés como
las mismas autoridades en que el honor y la seguridad del
Imperio Romano no se vieran en peligro.
¿Su sirviente había sido asesinado? Era verdaderamen­
te deplorable. ¿Podía decir las circunstancias en que aque­
llo ocurrió? ¿Dónde fue? ¿Qué hizo él cuando fue atacado...
estaba ella con él? Se daban muchos casos de ésos en aque­
llos días... sólo la indagación se llevaría semanas y quizá
meses. Más de veinte muertos y más de cincuenta heridos
hubo aquella noche. Y no había acabado todo... esos cristia­
nos eran muy insolentes. Si más pronto se les echaba de un
escondrijo, más pronto preparaban otro; además, nunca
hablaban, ni siquiera bajo tortura se podía sacar nada de
ellos. Eran unos fanáticos.
Por ejemplo, ese montón que habían cogido en casa de
Albano; eran setenta y cuatro..., pues bien, ni uno ha dicho
quien era su sacerdote. Era seguro que había allí un sacer­
dote, pues siempre se reúnen alrededor de uno que es quien
dirige sus ritos blasfemos.
Podría ser, desde luego, que algunos de ellos no supie­
ran dónde estaba... pero aun esto era muy poco probable.
Ese Albano, en todo caso, es seguro que lo sabe. ¡Y no hay
quien lo haga hablar! Bueno... a ella le podía decir que los
habían metido en la cárcel y que Albano, su jefe, había sido
ejecutado esa misma tarde. ¿Esto la impresionaba? ¿Por
qué? ¿Era ella quizá cristiana?
No, no era cristiana... pero las autoridades municipales
estaban haciendo todo lo posible para que lo fuera.
¡Seguro que la noble señora hablaba en broma! ¿Es que
había conocido a Albano por haberle comprado alguna ta­
lla de madera? Seguramente la consolaría saber que había
sido decapitado; era una muerte digna. En realidad, había
tenido suerte, porque aquella misma noche el populacho
había asaltado la cárcel, había dominado a los guardias y la
había incendiado con todos los que estaban dentro. Muy de­
plorable, ciertamente... pero esas cosas ocurrían cuando

198
EL ARBOL VIVIENTE

una ciudad decente albergaba miembros de una secta faná­


tica. Había mujeres y niños entre los prisioneros... era de
verdad muy, muy deplorable.
Recordaba, a continuación, la cara de asombro de Favo­
nio cuando, al volver a casa, ordenó que engancharan los
caballos. ¿A Eburacum? Sí, a Eburacum. No hizo ninguna
pregunta más. Era de esa clase de personas que son capa­
ces de ir hasta el fin del mundo sin hacer preguntas.
Era de esa clase de personas que habían hecho grande al
Imperio; y hombres como los que mandaban en Verula-
mium hacían todo lo posible por destruirlo. Entre un mi­
llar sólo se encontraba un Favonio.
Había que detener esa brutal persecución.
No obstante, hubo un momento en el que ella vaciló...
después de haber dado la orden de enganchar los caballos.
Estaba sola en su cuarto, con la capa de viaje en la mano. Se
quedó un instante parada.
¿Qué pasaría, si iba? ¿Iría a él... ella que había jurado no
volverle a ver? ¿Y qué pensaría él? Ta vez no quisiera reci­
birla. Era muy probable que no la recibiera. Y la otra... esa
mujer... estaría con él. Quizá hasta se reirían de ella, vién­
dola allí, esperando una audiencia.
Este pensamiento la hizo encogerse, como si le produje­
ra un dolor físico.
No podría soportar eso...
No acababa de comprender qué es lo que la había hecho
tomar esa decisión... Y otra vez volvieron las imágenes a
cruzar por su mente: la sonrisa de Hilario, los ojos de Alba-
no y hasta su voz mientras leía el manoseado pergamino...;
sintió un repentino y violento desprecio hacia su propio o r­
gullo; el orgullo de no ser orgullosa...; una voz interior la
urgía, le gritaba pidiéndole que se pusiera en acción. No da­
ría contraorden, desde luego; no la daría.
Se echó la capa por los hombros y salió decididamente.
Después, ya en el carruaje, que rodaba en medio de sa­
cudidas y chirridos, volvieron a acudir las dudas: comió,
bebió, durmió con ellas.
Pero las ruedas seguían dando vueltas y se iba acercan­
do cada vez más a Eburacum. Ya estaban en Eburacum, en
la Domus palatina. Y habían preguntado por el César... la

199
I.OU1S DE WOHL

princesa Elena desea verte, César...


Había ido a ver al César, no a Constancio.
Apareció un chambelán, un oficial joven, educado y evi­
dentemente nervioso. ¿Era... era realmente la princesa Ele­
na en persona? Si hubieran sabido que venía, todo habría
sido dispuesto para un mejor recibimiento. De todas mane­
ras, era imperdonable que una señora de su categoría hu­
biera tenido que esperar...
—¿Se le ha informado al César de que estoy aquí?
El chambelán estaba descompuesto; hacía apenas una
hora que había llegado un correo de Milán con noticias de
la mayor gravedad... asuntos de Estado, desde luego. El
mismo no sabía de qué se trataba. El propio César lo había
recibido a solas y, a los cinco minutos, había dado la orden
de que no se le molestara. ¿Dónde se alojaba la augusta
princesa? No se atrevía a desobedecer una orden tan tajan­
te, pero en el primer momento libre, la augusta princesa
podía estar segura de ello, en el primer momento libre el
César sería informado de su llegada a Eburacum...
—Me he alojado aquí, en esta habitación —dijo Elena—;
v me pienso quedar aquí hasta que vea al César.
Con las manos implorantes y una cortés desesperación,
el chambelán se desvivía. La augusta princesa se haría car­
go. . todo dependía del César; no podía informarle hasta
después, por la tarde; ¿por qué se tenía que tomar la augus­
ta princesa molestias innecesarias? Si aún no se había alo­
jado en ninguna parte, él procuraría tomar las disposicio­
nes necesarias y, tan pronto como el César estuviese libre,
le enviaría un mensajero...
—El César —insistió Elena—. Quiero ver al César. Y no
me moveré de esta habitación hasta que le vea. Tú no me co­
noces, jovencito.
El chambelán se marchó, excusándose en voz baja como
pudo.
Elena siguió esperando. No tenía otra cosa que hacer
más que esperar.
Noticias de la mayor gravedad... asuntos de Estado. Es­
tos of iciales de la Corte siempre se tomaban las cosas por la
tremenda. La única cosa grave era que se estaban cometien­
do injusticias, desde dentro y desde fuera. Nada más im*

200
EL ARBOL VIVIENTE

portaba. Ella era la que traía... ¿cómo


cías de la mayor gravedad. Habla que detener esoCoWAlán-
cio tenía que detenerlo; el César tenía que detenerlo. Si no
se hacía, no habría nadie que pudiera ser feliz, desde Bríta-
nia hasta Persia, porque esa felicidad sería a costa de lágri­
mas, de sangre y de desesperación.
¿Era ésa la verdadera imagen del Imperio? Una superfi­
cie de mármol y de triunfo, de esplendor y de valor, de ri­
queza y de poder... y, por debajo, una serie de mazmorras
en las que se cometían horribles atropellos.
Le vino a la cabeza la frase «sepulcros blanqueados»,
aunque no se podía acordar dónde la había oído. Quizá fue
Hilario quien la mencionó... siempre decía cosas sorpren­
dentes, metáforas increíblemente acertadas... era una lásti­
ma que no las hubiera dejado escritas.
Hilario. Hilario. ¡Qué verdad era lo que su padre le ha­
bía dicho de él: ningún rey ha dejado nunca una mejor he
rencia a un hijo suyo. Había perdido esa herencia, como ha­
bía perdido todo lo demás.
Y allí estaba ella... y no tenía derecho a hablar con su
propio marido; era otra mujer la que tenía ese derecho, la
que tenía todos los derechos. Además, en cualquier momen­
to podía la otra presentarse allí y decirle que se marchara...
¿Quién es esa mujer que insiste en tener una audiencia
con mi marido el César? ¿Aquella esposa británica, que fue
repudiada hace años? ¿Qué es lo que quería ahora? ¿Dine­
ro? ¿O quizá un puesto substancioso para su hijo "bastar­
do'’ ? Su momento ya pasó... pasó hace tiempo. ¡Que se va­
ya! ¡Qué insolencia entrar bajo mi techo!
Tal vez diría eso. En cualquier momento podía llegar y
decírselo. Bastaba con que dijera una palabra para que sus
órdenes fueran obedecidas al instante.
Hiena dio un suspiro. Y su corazón dejó de latir, pues la
puerta se abrió en aquel momento.
Pero el que entró fue un hombre anciano, andando des­
pacio un poco encorvado. Su cabello tenía el color gris del
acoro y estaba en desorden; su rostro estaba surcado por
arrugas profundas y tenía bolsas bajo los ojos. Era Cons­
tancio.
Ella se levantó; había preparado cada una de las pala­

201
LOUIS DE WOHL

bras que le iba a decir, en cuanto hubiera hecho una indi*


nación ante el César, el representante del Emperador. Pero
no se inclinó. En cambio, dijo:
—Pareces tremendamente cansado, Constancio. ¿Estás
enfermo?
—No estoy demasiado bien —respondió él—. Estoy un
poco sobrecargado de trabajo, eso es todo.
Pero eso no era todo; ella se dio cuenta. Y vio que él tam­
bién se daba cuenta. El se sentó con grandes precauciones,
como un anciano.
—Tú también pareces cansada, Elena. En mí, es explica­
ble, cumpliré sesenta años el mes próximo. Pero tú...
—Yo tengo cincuenta y cinco —replicó ella con la som­
bra de una sonrisa—. Pero estoy segura de que parezco
peor de lo que debiera; llevo tres días sin cambiarme de
vestido. Tenía que hablar contigo inmediatamente. O, me­
jor dicho... tenía que hablar con el César.
Ella se había vuelto a poner mortalmente seria; y ahora
fue él quien se echó a reír.
—Pues has tenido mala suerte, Elena. Ya no hay César.
Ella lo miró con los ojos como platos.
—¿Qué quieres decir?
—Diocleciano y Maximiano han abdicado los dos; Gale­
no y yo somos sus sucesores. En realidad, ya lo esperába­
mos, tanto él como yo.
—¿Quieres decir... que ahora tú eres el Emperador?
—Sí, Elena. La proclamación se está poniendo por escri­
to ahora mismo. Salvo los mensajeros y Estrabón, tú eres la
primera en saberlo.
El miraba al vacío; ella observó que su túnica estaba
manchada. Pensó que no había nadie que se ocupara de él
como se debía. También tenía las uñas roídas.
Atropelladamente volvió a dominar sus pensamientos.
—Es una noticia excelente —exclamó—. Esto hará las
cosas mucho más fáciles.
Los ojos de él estaban velados.
—¿De verdad? ¿Qué cosas?
Ella hizo un pequeño gesto de impaciencia.
—Lo que me ha traído aquí, por supuesto. Como César

202
EL ARBOL VIVIENTE

podrías haber encontrado algunas dificultades por parte


del Emperador. Pero ahora...
—Un emperador ha de temer mucho más a las dificulta'
des que un césar —dijo Constancio serenamente.
—Lo que más ha de temer un emperador es la injusticia
—replicó Elena—. La injusticia que se comete en su nom­
bre.
El suspiró. En su rostro había una sombra de decepción
cuando dijo:
—¿Y quién ha cometido una injusticia contigo,. Elena?
Yo sé bien la respuesta. La he cometido yo.
Un nuevo pequeño gesto de impaciencia.
—Sigues siendo tan obtuso como siempre, Constancio.
Lo que tengo que decirte no tiene nada que ver contigo y
conmigo... contigo y conmigo personalmente. Pensé que es­
to quedaba bastante claro cuando he dicho que venía a ver
al César.
—¿Para qué has venido, Elena? —preguntó Constancio
con cautela.
—Ese edicto, Constancio. Ese terrible, falso, hipócrita y
asesino edicto contra los cristianos.
—Hasta ayer mismo —dijo él sonriendo— eso habría si­
do lesa majestad.
—No me importa lo que habría podido ser hasta ayer; ni
me importa lo que pueda decir nadie. Me conoces lo bastan­
te para saberlo. He venido porque no puedo creer que tú te
quieras identificar con el crimen..., sí, crimen, Constancio.
Con el homicidio organizado de gente inocente, cuyo máxi­
mo delito es reunirse para rezar.
Le contó con vehemencia la historia de Hilario, la de Al-
bano. Le dijo lo que el gobernador militar le había replica­
do, y el oficial del municipio. Le relató el asalto a la prisión.
—He visto a la gente que ha sido asesinada en una de tus
cárceles, Constancio. ¡Había mujeres y niños! Y estaba Hi­
lario, al que tú apreciabas y al que yo le tenía mucho cari­
ño. Y Albano.
Constancio rehuyó su mirada.
—Comprendo que te afecte lo de Hilario. ¿Pero qué te
importa ese Albano? Un horpbre entre otros... uno más de
la muchedumbre. Mañana será olvidado.

203
LOUIS DE WOHL

—Tal vez su nombre sea olvidado, Constancio. Pero no


su muerte. Los cristianos no olvidan a sus muertos; los lla­
man «testigos», porque con su muerte ponen en evidencia
su fe. No, no creo que Albano sea olvidado tan fácilmente.
Además, ¿y tu propio nombre, Constancio? ¿Pasará a la his­
toria como el de un hombre que toleró una persecución co­
mo ésa? No estoy planteándote una cuestión personal mía,
aunque yo conociera a muchas de esas personas que fueron
asesinadas. Esas ya están muertas. No he venido a defen­
derlas... pues ya no están al alcance de la injusticia huma­
na. Ya no se puede impedir su fin. Para eso yo no tengo po­
der. Pfero me ha parecido que tenía que intentar que no se
cometieran más crímenes en nombre del Emperador. ¡Re­
voca el edicto, Constancio! Ahora eres el Emperador... lo
puedes hacer. Revócalo o... o... tendré que organizar grupos
de resistencia a los ataques contra los cristianos. Ya he
hecho eso antes, cuando Carausio mandaba en Britania. Lo
puedo volver a hacer, y quizá con mejores resultados.
—¿No has cambiado nada, verdad Elena? —sonrió
Constancio—. Tan impulsiva como siempre. Me estás ha­
blando de motines y de revolución, ¿no? —y con un tono de
voz serio de repente—: ¿Te has hecho cristiana... como
Curio?
—No. Y no sabía que Curio lo fuera, pero me alegro...
siempre fue un hombre de gran corazón. ¿Lo vas a mandar
a ejecutar?
Constancio se acarició la barbilla pensativo.
—Durante algún tiempo he estado perplejo ante lo que
debería hacer con él —dijo hablando despacio—. Es dema­
siado viejo para un servicio activo y demasiado valioso pa­
ra dejar que se retire a la pequeña posesión que tiene en Ita­
lia. Ahora ya lo sé: lo voy a nombrar gobernador de Veru-
lamium...
Ella se le quedó mirando llena de asombro.
— ¡Oh, Constancio...!
—Como es cristiano, ya se preocupará de que mis órde­
nes sean cumplidas. Sé que los cristianos creen en la auto­
ridad.
—Es cierto... es cierto...; pero...
—Pero... ¿cuáles son las órdenes que tendrá que cum-

204
EL ARBOL VIVIENTE

plir... eso es lo que quieres preguntar? Bueno, pues la pri­


mera orden es la revocación del edicto de Nicomedia.
—Constancio...
—Precisamente como estás tan interesada en ello
—habló el Emperador dejando caer las palabras—, te diré
que ya están copiando el documento adecuado. Estrabón se
está ocupando de ello; es un hombre muy eficiente ese Es-
trabón. Iremos a visitarle juntos después de comer, y vere­
mos cómo va su trabajo.
—¿Quieres decir... lo has revocado de verdad?
—Eso es lo que estoy intentando decirte —asintió con la
cabeza pacientemente—. Querida, ha sido muy difícil para
mí ser justo mientras he tenido al viejo Diocleciano por en­
cima... por no decir nada... de Maximiano. ¿No habrás pen­
sado que a mí me gustaba ese estúpido edicto? Aunque, en
realidad, ¿por qué no lo ibas a pensar? Temas toda la ra­
zón. No puedo hacer que los muertos resuciten, como dicen
que hacía ese Jesús. Pero sí puedo hacer que se detenga la
locura, y hasta quizá pueda encontrar la manera de reparar
algunas de esas injusticias...
Ella se puso de pie con los ojos llenos de lágrimas.
—Soy una mujer muy feliz —dijo—. Doblemente feliz,
porque no has esperado a que yo te lo pidiera para hacer lo
que es justo. Yo... yo había dudado de ti, y...
—¿No te irás a poner a pedirme perdón por casualidad?
—preguntó Constancio con una sonrisa burlona—. ¡Queri­
da, eres peor que los cristianos! ¡Por supuesto que has teni­
do que dudar de mí! Yo mismo llevo años dudando de mí.
Pero ahora creo que ya sé a qué atenerme. Al menos me pa­
rece que sé cuáles son las cosas que he hecho bien y cuáles
las que he hecho mal. No me voy a poner a decírtelas... Pero
sí te voy a decir otra cosa... Tengo buenas noticias de al­
guien a quien tú conoces.
—¿Más noticias buenas? Ya me has dado las mejores no­
ticias que podías darme. Estoy más que satisfecha.
—Entonces tienes que ser una madre muy mala.
—¿Constantino? ¿Qué sabes de él? Llevo sin noticias su­
yas hace muchos meses...
—No es extraño. Ha estado en la frontera. Ha peleado
muy bien y se ha ganado una condecoración al valor. Fue el

205
LOUIS DE WOHL

primero que asaltó los muros de una fortaleza árabe; le han


concedido una corona mural. Ahora ya ha vuelto a Nicome-
dia. Galerio está pensando en nombrarle legado.
—¿Cómo? ¿A los treinta y un años?
—¿Crees que es un error? —preguntó Constancio, simu­
lando un tono ingenuo—. Me inclino a estar de acuerdo con­
tigo. Date cuenta de que sólo digo que Galerio está pensan­
do en hacerle legado. Pero, entre tú y yo: no lo hará.
Al instante ella se indignó.
—¿Y por qué no? ¿Sólo porque es joven...?
— ¡Oh!, no se trata de eso. Es que yo tengo otros planes
para él.
Ella levantó las cejas.
—No sabía que tuvieses ningún plan con respecto a
Constantino. Y francamente, no creo...
—Yo no tenía ningún plan hasta hoy mismo. Para decir­
lo más exactamente, no tenía ningún plan hasta hace un
cuarto de hora. Pero ahora lo tengo.
—No te entiendo, Constancio.
—Está bien, puedes patear el suelo todo lo que quieras
—dijo el Emperador divertido—. ¡Esto es igual que en los
viejos tiempos! Nunca pude pensar que mi primer día de
Emperador iba a ser así.
—Te estás burlando de mí.
El arrugó el entrecejo.
— ¡Lo único que me faltaba!
—Si te crees que Constantino va a aceptar algún favor
tuyo, estás equivocado.
—Bien, pero creo que sí aceptará el trono...
Se hizo un silencio.
—¿Qué... es lo que... has dicho?
El tomó las manos de ella entre las suyas.
—Elena, querida... hace doce años hice algo vergonzoso,
la cosa peor que he hecho en mi vida. Estaba loco por el Po­
der, y solamente por el Poder. Siempre había sido un hom­
bre ambicioso, como tú bien sabes... ¿Recuerdas aquel últi­
mo día, aquella última noche, cuando salí para Roma y Mi­
lán?
Los labios de ella estaban lívidos.
—Lo recuerdo, Constancio...

206
EL ARBOL VIVIENTE

—Aquella noche... nunca te lo dije... aquella noche soñé


que sería Emperador. Y cuando me desperté por la maña­
na, recordé cada momento de mi sueño tan claramente co­
mo si hubiera sido la viva realidad. Consideré aquello como
un presagio y decidí conquistar esa meta por todos los me­
dios a mi alcance.
Ella pensaba: «es culpa mía; todo es sólo culpa mía».
El soltó sus manos y se puso de pie.
—En Milán me llegaron las noticias de la sublevación de
Carausio. Sólo tuve una idea: conseguir el mando de las tro­
pas que iban a reconquistar Britania. Pero ese mando no
iba a ser confiado al hombre que mejor cumpliera la mi­
sión. Esas cosas iban por otro camino diferente en la Corte
de Maximiano.
Ella sentía su propio cuerpo helado. No se podía mover.
El comenzó a pasearse de arriba abajo en la sala.
—Cuando Vatinio fracasó, Maximiano envió a buscarme
y me ofreció el mando, junto con el rango de César... pero
con la condición de que me casara con su hija. Yo había es­
tado cinco años corroyéndome, almacenando bilis. jCinco
años! Si lo rechazaba, estaba acabado. Acepté. Me hicieron
pasar por la abominable farsa del repudio en el templo de
Júpiter. Entonces aprendí a despreciar a los dioses. En el
templo de Juno nos habían unido a ti y a mí. En el templo
de Júpiter nos separaban.
Sus pasos se hicieron más rápidos.
—Me casé con Teodora —dijo con una voz salvaje—. Pa­
ra mí aquello era cometer con ella un crimen tan grande co­
mo el que cometía contigo. No amaba a Teodora. Afortuna­
damente ella no... es como tú. Es una buena mujer... pero...
—¡Basta! —le cortó ella—. ¡Basta, por favor! Ten en
cuenta que te ha dado hijos...
—¡Oh, sí... tenemos seis hijos! La chica mayor tiene once
años. El chico mayor tiene ocho. ¿Lo voy a hacer César a
esa edad? Además... tengo que decírtelo, Elena. Son unos
hi jos encantadores, buenos hijos todos ellos. Pero... Teodo­
ra no es Elena, y ninguno de ellos tiene madera de gober­
nante, créeme. Roma necesita gobernantes.
Se detuvo delante de ella.
—He aprendido algunas cosas, Elena. He aprendido al­

207
LOUIS DE WOHL

gunas cosas acerca del Poder. Cuando estaba en Milán los


observé a todos, a esos hombres que pueden ocupar un tro­
no. Galerio, Majencio, Licinio, y todos los demás. Son tigres
mezquinos, lampando por el Poder, enfermos de codicia y
de ambición. Nosotros los romanos hemos criado animales
sedientos de sangre para que nos gobiernen. ¿Vamos a te­
ner otra ralea de dragones: más Nerones, Calígulas, Cara-
callas? Ya soy viejo, Elena, y mi salud no es la que era. Ten­
go la responsabilidad del Imperio de Occidente. ¿Pero du­
rante cuánto tiempo? ¿Y quién va a ser mi sucesor? Diocle-
ciano y Maximiano han vuelto a introducir la norma de la
adopción. Ya veremos si esta norma es beneficiosa para Ro­
ma, como lo fue con Nerva, Trajano y los Antoninos.
Se echó a reír suavemente.
—Ha debido de ser un duro golpe para Maximiano —con­
tinuó—. Siempre adoró el Poder... es su único dios. Pe­
ro Diocleciano era demasiado listo para él. Cuando lo acep­
tó como corregente hizo un pacto con él: si uno de ellos ab­
dicaba, el otro tenía que abdicar también. El pobre viejo
Maximiano estaba dispuesto a aceptar... entonces. No podía
imaginarse que nadie quisiera abandonar el trono, y creyó
que ese pacto le aseguraba sólidamente su posición. Pero
ya entonces Diocleciano sabía que acabaría harto de todo
esto... no es mala persona en el fondo, a pesar de sus mu­
chos defectos, no es ni la mitad de cruel que Galerio, el ver­
dadero padre de ese lamentable edicto contra los cristia­
nos. También sabía Diocleciano que Maximiano era inca­
paz de gobernar él solo el Imperio, por eso lo ató a su pro­
pio destino, dando por supuesto que todo acabaría en unos
pocos años. Ahora ya está hecho. Se ha marchado a Dalma-
cia a cultivar coles en su huerta y a distraerse como un sim­
ple campesino. O mejor dicho, ha representado el papel de
Emperador y ahora a vuelto a lo que es en realidad: un cam­
pesino. Maximiano no ha tenido más remedio que seguirle
el juego, por muy poco que le haya gustado. Verdaderamen­
te le ha gastado una broma extraordinaria.
Volvió a pasearse de un lado para otro.
—Ahora nos toca a Galerio y a mí —prosiguió—. Pero
Galerio es más joven que yo... y es un hombre peligroso. Si
no nombro un sucesor mío, un buen sucesor, se convertirá

208
EL ARBOL VIVIENTE

en el único gobernador del Imperio. Y será un mal gober­


nante. Por eso necesito un sucesor. Los hijos de Teodora
son demasiado jóvenes... y no valen para gobernar. Queda
Constantino... al fin y al cabo es mi hijo mayor.
Otra vez se detuvo ante ella.
—Lo conozco muy poco... no sé cómo es ahora —le dijo
amablemente—. Sé que es un buen soldado y padre de un
hijo robusto. Esto es todo lo que sé. Eso, salvo una cosa...
que es hijo tuyo. El hijo de la mujer más extraordinaria que
he conocido. Si hubiera necesitado alguna prueba de esto...
tú acabas de dármela hoy.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella en voz baja.
El se echó a reír.
—¿Crees que yo no sé lo que te debe de haber costado
venir a verme, después de todos estos años? ¡Te conozco
bien, a ti y a tu orgullo! Y lo que es más, siempre he estado
de acuerdo contigo. Hubo un tiempo en el que deseé, sí, de­
seé que alguna vez hicieras algo mal hecho. Eso me habría
ayudado a encontrarme más a gusto a tu lado. Pero eras ca­
paz de morirte de hambre antes que aceptar algo de mí. Y
hoy vienes a mí... para pedirme no ayuda ni favores, sino
justicia; e incluso esa justicia que me pides no es para ti, si­
no para esos cristianos amigos tuyos. Pues bien, una mujer
que es capaz de hacer eso es adecuada para ser la madre del
Imperio, ¡y, por todos los dioses, si es que existen, tú serás
la madre del Imperio! Voy a enviar inmediatamente un des­
pecho a Nicomedia para hacer que Constantino regrese. Lo
necesito aquí, a mi lado. Quiero ver qué clase de hijo de Ele­
na y de Constancio es. A Galerio no le va a gustar, por su­
puesto. Pero no creo que se atreva a negármelo. Y también
sé a qué hombre voy a enviar: será Favonio, a quien he visto
a la puerta de esta habitación, ¿no? Muy bien... ¿Puedes
prescindir de él unos meses, Elena...? Bien.
Caminó hacia la puerta y la abrió.
—Entra, viejo amigo.
Favonio entró, se puso firme y saludó.
—¿Me conoces todavía, Favonio? —le dijo Constancio,
haciendo una mueca.
—Sí, Emperador.
—¿Emperador? ¿Cómo sabes que lo soy?

209
LOUIS DE WOHL

—He estado escuchando detrás de la puerta, Empera­


dor —fue la seria respuesta.
Constancio lanzó una carcajada.
—No ha cambiado mucho, ¿verdad, Elena? Bien, Favo­
nio: te voy a enviar como un vagabundo. Quiero que traigas
a tu antiguo alumno a Britania. Te daré las instrucciones...
y una carta. Y no olvides esto: no me importa lo que oigas.
Pero sí me importa mucho lo que digas. Ten la boca cerra­
da, ¿entendido? Bueno. Puedes retirarte.
Favonio hizo un enorme esfuerzo para reprimir la ale­
gría salvaje que imprimía a su cara una expresión muy po­
co ceremoniosa. Volvió a saludar y salió de la habitación
tan precipitadamente que hasta las sillas temblaron.
—Ahora tengo que irme, Elena —dijo el Emperador con
amabilidad—. Y tú tienes que descansar. Le diré a Curio
que cuide de ti mientras permaneces aquí. Vuelve esta tar­
de... me gustaría que le echaras un vistazo al nuevo edicto
sobre los cristianos. ¿Qué ibas a decir? ¿La Emperatriz?
Teodora está en Aquae Sulis. No le sienta bien Eburacum.
Deseo que estés presente en la proclamación oficial esta no­
che. Aunque si quieres regresar a Verulamium...
—Sí, quiero, Constancio.
—...aún así, deseo que mi Corte presente sus respetos a
la madre del futuro Emperador. Hasta esta noche, Elena.
Se inclinó ante ella, sonriendo, y se marchó. Sus pasos
eran ahora más firmes que cuando vino, mucho más que los
de un anciano.
Lentamente Elena se dirigió hacia la puerta.
Un océano de voces le llegaban de todas partes y le pare­
cía que andaba flotando, sin pisar el suelo.
«Ahora que lo has perdido todo, has ganado el amor... y
tendrás el Poder... No ambiciones nada para ti y serás
rica», le había dicho Albano.
«Amale por encima de la decepción y de las preocupa­
ciones. Llegarán los frutos cuando llegue su momento. Deja
que el amor sea más fuerte que el orgullo... no olvides esto:
deja que el amor sea más fuerte que el orgullo, cuando lle­
gue el momento», le había dicho Coel, el Sabio.
Y todavía con más fuerza, como una extraña y suave me­
lodía, llegaba hasta ella: «Bienaventurados los mansos,

210
EL ARBOL VIVIENTE

pues ellos poseerán la tierra».


Cuando pasó junto a él, Favonio la miró con mudo res­
peto.
Jamás en su vida, ni en los días de su más radiante ju­
ventud, la había visto tan bella.

4.

Vapores de vino y perfumes; el ruido de las voces ahoga­


ba la música de una pequeña orquesta invisible; el aire es­
taba lleno del vaho de cuerpos humanos perfumados, sudo­
sos y acalorados por la bebida.
Cuando el tribuno Constantino entró en el salón del ban­
quete en compañía de un grupo de jóvenes oficiales, todos
los invitados a la cena imperial, los más ancianos y encum­
brados huéspedes, llevaban ya entre pecho y espalda trein­
ta platos de manjares acompañados de treinta vinos dife­
rentes.
Por encima del ruido, se oyó la voz de una mujer.
—Te digo que son gusanos... una especie de gusanos que
le van comiendo la vida de su cuerpo; pasa unas noches ho­
rribles; he oído decir...
—Querida, cuando se tiene la constitución y la fuerza de
Galerio...
—¿Estás loca? Nadie ha mencionado ningún nombre...
Gusanos. Los jóvenes oficiales se presentaron ante la
mesa imperial y saludaron; unos esclavos los condujeron a
sus sitios. No hubo presentación de cada uno. Galerio odia­
ba las formalidades innecesarias en sus banquetes.
Gusanos. Se le comían la vida. Estaban en el salón persa
de los banquetes... decorado al estilo persa con trofeos con­
quistados en la última campaña; esa decoración valía más
que el importe de los impuestos recaudados en una provin­
cia durante treinta años; aquella locura de sedas y tapices,
en los que prevalecían los colores rojos y amarillos, le traía
a uno a la cabeza la idea de que aquello no era una habita­
ción, sino las entrañas de un hombre, sangre y visceras,
cuajadas de gusanos que chupaban ávidamente.
Un inmenso hongo de color púrpura, Galerio, estaba allí

211
LOUIS DE WOHL

rodeado de hongos más pequeños. Recordaba más el híga­


do que el corazón de un organismo, hinchado y amenazado­
ramente vivo.
¡Que se fuera a la Estigia aquella mujer y sus gusanos!
¿Vino cécubo o másico? Cécubo, por supuesto. Ese im­
perial hongo tenía buen vino en su bodega. Estaban sirvien­
do corazones y lenguas de alondras y ruiseñores, envueltos
en finas lonchas de tocino y aderezados con una salsa des­
conocida, que les dan un sabor a... a... ambrosía.
Era un banquete sólo para hombres, pero lo servían mu­
jeres; estaban ocultas debajo de las mesas y surgían como
danzarinas: aparecía un esbelto brazo, en el que tintinea­
ban unos brazaletes, después un bello rostro joven, grandes
ojos muy bien maquillados, unos hombros blancos, unos
pechos jóvenes bajo seda transparente, unas caderas flexi­
bles... Esto encandilaba a aquellos viejos chochos, incluso
más que los manjares y más que el mismo vino. Era una
odiosa repugnancia; Galerio no podía concebir que nadie
prefiriese su propia mujer a estas especies de falsas aman­
tes «prét-á-porter». Siempre había algunos a quienes esto
disgustaba, y se les tachaba de hipócritas o de gentes que
tenían un gusto muy peculiar. Lo mejor que se podía hacer
era intentar tratar amablemente a la muchacha que a uno
le tocase en suerte y, si insistía... si se pasaba de la raya, de­
cirle que uno estaba cansado o que no se encontraba muy
bien o algún otro pretexto por el estilo. Entonces podía uno
deshacerse de ella y comer algo. Lo más importante era
procurar no llamar la atención.
Sirvieron unas bandejas con cincuenta o sesenta clases
diferentes de pescados. No, no quería otra clase de vino; es­
taba satisfecho con el cécubo. El individuo que tenía en­
frente, un joven noble sirio, le propuso intercambiar las
muchachas; bueno, vamos a cambiar. Sorprendido por tan­
ta generosidad, el sirio cambió su propuesta por la de jugár­
selas a los dados; tenía unos dados muy bonitos, de marfil
indio incrustados de esmeraldas. Jugaron; el siró ganó, es­
cogió a su chica y, con mucha educación y muy bebido, pro­
cedió a besarla y a ofrecerle las sobras de su plato.
Constantino intentó ver quiénes estaban sentados a la
mesa del Emperador, pero entró un grupo de bailarinas ga-

212
EL ARBOL VIVIENTE

ditanas, que empezaron a evolucionar contorsionándose ri­


diculamente. No podía ver a Galeno más que a pequeños in­
tervalos... y tampoco a un hombre alto y macilento que es­
taba a su lado, Licinio, del que se decía que ambicionaba la
púrpura. En cualquier otro momento de los últimos tres­
cientos años esto habría bastado para ser borrado de la lis­
ta... incluso un leve rumor habría sido suficiente. Pero hoy
día un hombre no aspiraba a la púrpura, sino más bien a
una de las púrpuras. En una ocasión ya hubo dos hombres
que fueron Emperadores al mismo tiempo, pero ahora ha­
bía... ¿cuántos? Galerio aquí y Maximino, primo de Galerio,
en Egipto y Siria... y se decía que el César Severo en Italia
aspiraba también al título de Emperador; ya eran tres. Lici­
nio podría ser el cuarto; su padre Constancio, el quinto. O
mejor dicho, su padre era el cuarto y Licinio estaba inten­
tando ser el quinto, aunque sólo el dios Apolo sabía de dón­
de podría ser emperador... si llegaba a serlo.
Ninguno de éstos sabían nada aún de su padre, pero lo
sabrían pronto, aunque ya lo sospechaban. Cuatro empera­
dores y un quinto en potencia... ningún Imperio podía so­
portar esta situación mucho tiempo.
Condenada muchacha ésta y sus carantoñas. ¿Note puedes
estar quieta, pequeña bruja? Espera, que te voy a enseñar...
Atravesó el flexible cuerpo de la chica sobre sus rodi­
llas, la puso boca abajo, haciendo tintinear sus brazaletes,
sus pulseras y sus collares, colocó el plato que se acababa
de servir sobre sus espaldas y siguió comiendo.
Una ola de carcajadas recorrió las mesas y llegó hasta
Galerio.
El Emperador había estado entretenido con una chica
circasiana de quince años y dé exquisita belleza; tenía pues­
tos sobre ella sus gordos y blancos dedos, y le acariciaba
sus finas orejas, su nariz respingona y sus pequeños senos.
En realidad no mostraba mucho interés por ella, pero le
servía para no oír lo que no quería oír... Licinio tenía la in­
fernal costumbre de argumentar constantemente acerca de
sus ideas y de sus planes en los momentos más inopor­
tunos.
—¿Qué hacen todos esos asnos rebuznando? —preguntó
bruscamente.

213
LOUIS DE WOHL

—Hay un oficial que se está haciendo el gracioso —le di­


jo Licinio—. Como te estaba diciendo, Sire, es inadmisible
para un hombre de mi experiencia y de mi categoría con­
tentarse con...
—Es el joven Constantino —dijo Galerio—. Está utili­
zando el trasero de una chica como mesa para cenar. Buen
soldado ese joven Constantino. Que alguien le lleve una co­
pa de mi vino especial. Me agrada ese muchacho desenvuel­
to. Yo era así en mi juventud. Un condenado bribón. Me
agrada.
Está borracho, pensó Licinio enojado. O está borracho o
quiere aparentarlo... con Galerio nunca se sabe...
Un esclavo le entregó la pesada copa a Constantino, el
cual se puso de pie tan de repente, que la chica que tenía so­
bre las rodillas cayó al suelo.
El no le prestó atención, sino que tomó la copa y se fue
derecho hacia la mesa del Emperador; allí estaban Licinio,
un par de oficiales a quienes no conocía y Chanarangesh, el
recién nombrado prefecto de la guardia, que era un persa.
—¡A la salud del Augusto Emperador! —dijo, y vació la
copa de un solo y largo trago.
—Buen muchacho —rió Galerio—. Bueno en la pelea-
bueno en la bebida.
Constantino entregó la copa al esclavo que tenía más
cerca, dio un paso hacia delante y se puso firme.
—¿Qué deseas? —preguntó el Emperador con un leve
fruncimiento de cejas.
—Majestad, he recibido noticias de Britania... la salud
de mi padre está delicada y ha expresado el deseo de verme,
si Vuestra Majestad consintiera en darme permiso.
Galerio apretó sus delgados labios. Era entonces cierto
que Constancio se estaba haciendo viejo... como Dioclecia-
no... como Maximiano. Ninguno de los dos estaba hecho de
buen material... Permiso. El joven quería permiso. ¿Era
piedad filial? Podía ser y podía no ser... De todas maneras,
era demasiado joven... ¿Por qué estaba Licinio mirándole
pestañeando de esa manera? ¿Qué quería dar a entender?
Toda la noche había estado fastidiando. Condenado Licinio.
Ya te enseñaré...
—Tienes mi permiso, joven —concedió Galerio—. Dile a

214
EL ARBOL VIVIENTE

tu padre que nuestro deseo es que tu presencia le sirva para


reponerse. Dile que sé muy bien que es nuestro leal servi­
dor...
Le dirigió una mirada escrutadora con sus ojos abota­
gados, como porcinos... pero Constantino no se inmutó y el
Emperador continuó:
—...pero lamento haber oído decir que es más que bené­
volo con la plaga de cristianos en sus provincias. La benevo­
lencia con esa gente es debilidad y peor que debilidad. No
hemos publicado nuestro edicto contra ellos para que no
sirva de nada.
—No, Sire —dijo Constantino, por cumplir.
Conocía la aversión de Galerio hacia esa secta judía... to­
do el mundo lo sabía.
—Está subestimando a esa gente —prosiguió el
Emperador—. No los conoce como yo; nos hemos visto obli­
gados a tomar medidas contra su organización... y ¿cuál ha
sido el resultado? Esos fanáticos han conspirado contra
nuestra vida. Tuvimos que abandonar nuestro palacio en
nuestra leal ciudad de Nicomedia, porque se declararon in­
cendios, dos veces en quince días después de la promulga­
ción del edicto...
El rostro de Galerio iba enrojeciendo por momentos; en
sus mejillas y en su frente se formaron unas manchas de co­
lor cárdeno y su voz se hizo estridente.
—Muchas locuras peligrosas hemos visto en nuestro
tiempo, pero ninguna más peligrosa que la locura de los
cristianos. Muchos de ellos celebran cultos tenebrosos, má­
gicos y de brujería. Sólo hay una manera de tratarlos: su ex­
terminio fulminante. Dile esto a tu padre... y esperamos re­
cibir mejores noticias de él en el futuro. Deseamos seguir
teniendo confianza en nuestro César Constancio; de él de­
pende que lo podamos hacer. No se nos ocurre mejor mane­
ra de mostrarle nuestros amistosos sentimientos que en­
viarle a su propio hijo para que le diga eso... en lugar de em­
plear la vía oficial, como me han aconsejado.
De repente su mano derecha agarró a la chica circasiana
y le gustaban las bromas cuarteleras. El desconcierto de la
empezó a reírse a carcajadas y todo el mundo lo imitó, cum-

215
LOUIS DE WOHL

pliendo con su deber; Constantino y los cristianos fueron


olvidados.
Galerio había crecido en los barracones de los soldados
y le gustaban las bromas cuarteleras. El desconcierto de la
muchachita le divertía.
—Sigue bebiendo, muchacho —dijo—. Diviértete... tu
Emperador te lo ordena.
Derramó otra fuente sobre la cabeza de la infeliz chica
y, partiéndose de risa, mandó que se la llevaran.
—Sucia muchacha —dijo—. Necesita un baño... sucia
muchacha.
Se le trababa la lengua. No había duda de que estaba bo­
rracho perdido.
Constantino hizo una profunda inclinación y volvió a su
sitio en el otro extremo del salón, donde empezó a beber a
base de bien.
—Divino Emperador...
Galerio se volvió y miró la cara de Licinio; estaba mor­
talmente pálido.
—¿Qué te pasa, amigo? Parece que hubieras visto un
fantasma.
—Lo he visto, Sire —susurró Licinio—. He visto el fan­
tasma de la rebelión. Ese joven es peligroso, Sire.
— ¡Sandeces! Bebe, hombre, y deja ya de torturarte
con esos pensamientos morbosos. ¡Peligroso! Si es una
criatura...
—Tiene treinta y dos años, Sire. Pero si un Emperador
dice que no es peligroso, entonces es que no es peligroso...
De todas maneras, si una serpiente joven no puede todavía
morder, una serpiente vieja sí que puede... ¿Hasta qué pun­
to está enfermo el César Constancio? Eso quisiera yo saber.
El labio inferior de Galerio tembló un poco.
—¿Qué quieres decir? No me gustan los acertijos. Habla
claro, hombre. ¿Qué quieres decir?
—Existe algo así como una enfermedad diplomática, Si­
re —la mirada de Licinio parecía hipnótica—. Supongamos
que el César Constancio tiene unos planes más ambiciosos
que los de ser un leal servidor de su Emperador... ¿qué es lo
que haría? ¿Dejar a su hijo en la Corte imperial? ¿No trata­
ría más bien de tenerlo a salvo en su propia casa... lejos del

216
EL ARBOL VIVIENTE

alcance de la venganza imperial?


—Es... es un absurdo —repitió Galeno secamente.
No obstante, su cerebro, aunque entorpecido e intoxica'
do como estaba, empezó a trabajar.
Licinio observó una luz de sospecha en sus ojos y volvió
a la carga.
—Quizá su debilidad con los cristianos no sea una ver­
dadera debilidad —susurró—. Tal vez detrás de eso haya
una táctica: esa gente es realmente numerosa, como tú sa­
bes, Sire. Se está produciendo una emigración general ha­
cia Galia y Britania, adonde no les alcanzan las justas leyes
de tu Majestad. El joven Constantino puede que sea una
criatura, cosa que yo no creo, pero ciertamente es un apre-
ciable rehén en Nicomedia... y una gran tentación para su
padre, cuando esté en Britania.
Galerio apretó los dientes.
—¿Qué me aconsejas, Licinio?
—Mi consejo es que no debe llegar a Britania, Sire...
Galerio gruñó. Sus ojos congestionados buscaron a
Constantino en su mesa. El joven tribuno estaba medio tum­
bado en su asiento y medio caído en el suelo; tenía una bo­
rrachera tremenda.
El Emperador sonrió con soma.
—No, no, amigo... nada de medios drásticos. Tienes una
ambicioncilla demasiado grande por las provincias occi­
dentales, ¿no? No, no digas nada. Yo sé que la tienes. Y yo
la tendría, si estuviera en tu lugar. No te preocupes. Tu mo­
mento llegará. Déjalo de mi cuenta. Soy tu amigo, Licinio...
tu... amigo... verdadero... Pero no podemos matar todavía a
la pequeña serpiente. Tú mismo has dicho que puede ser
útil aquí en Nicomedia. Creo que tienes razón. Pero sin me­
didas drásticas. ¡Chanarangesh!
El prefecto de la guardia se acercó.
—¿Sire?
—Envía a un oficial mañana por la mañana a casa del
tribuno Constantino... cuando se recupere del estado en
que ahora se encuentra... y que le diga que he cambiado de
idea. Ha sido ascendido a legado y tiene que hacerse cargo
de la Legión XI. Tenemos en gran estima a ese joven, Cha­
narangesh. No queremos vemos privados de sus servicios;

217
LOUIS DE WOHL

no nos lo podemos permitir... precisamente ahora. Enviare­


mos uno de nuestros mejores médicos para que atienda a
su padre; puesto que está enfermo, el joven comprenderá
que esto es mucho más eficaz. ¡Ajajá! ¿Qué dices, Licinio?
—El Emperador es muy sabio —dijo Licinio con una fi­
na sonrisa.
Dos robustos esclavos ayudaron a Constantino a aban­
donar la sala. No era el único... ya había muchos huecos en
los triclinios.
—Bue.. buenos... chicos —murmuró Constantino—.
Amables chicos... necesito aire fresco... no, no quiero ir allí,
quiero ir al patio... quiero respirar aire fresco. Eso está
bien... buenos chicos... ¿Dónde está mi carruaje?
Le ayudaron a subir a él. El cochero sonrió divertido.
—No... t...te... rías —le regañó su amo—. A... a casa...
bastardo..
El cochero tomó las riendas, restalló el látigo y arrancó.
Cuando perdieron de vista el palacio imperial, el coche­
ro oyó que su amo le decía:
—Ahora dame las riendas, Fido.
Lo miró con ojos asombrados; su voz era totalmente
otra, clara y metálica y en absoluto la de un borracho.
Constantino, impaciente, le quitó las riendas de las ma­
nos. Chasqueó la lengua.
—El látigo, Fido.
Lo hizo restallar por encima de las cabezas de los caba­
llos. El carruaje salió zumbando a través de las calles.
En un cuarto de hora llegaron a la pequeña casa.
—Llévate los caballos, Fido; y ensilla a Bóreas y a Zafiro.
—¿Ensillarlos, amo?
—Ya lo has oído. Haz lo que te digo. Voy a cabalgar ha­
cia la costa para darme un baño nocturno.
—Sí, amo.
¡Cómo saltó del carro y entró en la casa! ¡Y en el palacio
se habían necesitado tres hombres para meterlo en el ca­
rruaje! ¡Un baño nocturno! Aquí estaba sucediendo algo ex­
traño y quizá habría que contárselo mañana al viejo
Tetras... estas cosas eran las que le interesaban, y pagaba
por ellas en buenas monedas de plata. Fido se fue hacia los
establos.

218
EL ARBOL VIVIENTE

En el atrio, Constantino silbó suavemente y una sombra


gigantesca vino hacia él.
—Aquí estoy, señor.
—¿Todo listo, Favonio?
—Todo listo... por mi parte, señor.
Constantino se rió por lo bajo.
—Y por la mía también. Tengo permiso de Galerio. Esta­
ba un poco borracho... no demasiado. No tanto como él
creía. Y no lo suficiente como para no darme cuenta de que
el viejo Licinio le estaba diciendo algo muy acaloradamen­
te. Tanto, que Galerio llamó a Chanarangesh y le dio unas
instrucciones. ¿Dónde está mi cinturón con las joyas? ¿Tie­
nes mis ropas de viaje? Bien...
Favonio le entregó las ropas, él se desvistió y el otro le
ayudó a ponérselas.
—Fido hablará —dijo tranquilamente.
—Desde luego que hablará, pero no antes de mañana
por la mañana.
Es tan fuerte como Milo de Crotón, pensó Favonio. Los
brazos y los músculos de los hombros son perfectos, igual
que las piernas. No tiene ni una onza de carne superflua.
En menos de cinco minutos Constantino estuvo listo;
llevaba unas sandalias resistentes, sin ningún adorno, una
simple túnica oscura, una capa corriente, el cinturón con
las joyas bien sujeto directamene sobre la cintura.
—Tu espada, señor.
—Gracias. Fido ya debe de tener los caballos prepara­
dos... sí, ya lo oigo. Vamos.
El cochero trajo los caballos. Eran los caballos que
Constantino montaba en campaña; les había puesto los mis­
mos nombres que tenían sus caballos favoritos cuando era
niño; de raza hispana, fuertes y resistentes.
—Muy bien, Fido. No tienes que esperarnos levantado.
Volveré tarde, ya de día. Buenas noches.
—Buenas noches, amo.
En cuanto la casa dejó de estar a la vista, se pusieron al
galope.
—Ha sido un error —murmuró Favonio— . Debí de ha­
berlo pensado.
—¿El qué?

219
LOUIS DE WOHL

Ojos agudos de lince, pensó el viejo soldado.


—Esas ropas —dijo—; no debimos habernos cambiado,
o al menos no debimos habernos puesto ropa de viaje. Fido
no se ha creído lo que le has dicho.
Constantino se echó a reír.
—Tampoco esperaba que se lo creyera —dijo, espolean­
do al caballo—. De hecho yo quería que sospechara. Por
eso le dije que iba a darme un baño nocturno.
—No lo entiendo —gruñó Favonio.
—Esta noche no puede hacer nada. Nadie va a escuchar
los chismes de un esclavo, si no se confirma lo que cuenta.
Mañana por la mañana, cuando vean que no volvemos, le
prestarán atención. Entonces se extrañarán... especialmen­
te si tengo razón al creer que el Emperador va a enviar a
buscarme. Después interrogarán a Fido.
—Exacto...
—Mi buen Favonio... ¿no lo ves? Sospecharían de cual­
quier modo; el hecho de que hayamos huido con ropa de
viaje no hará más que confirmar sus sospechas...
—Precisamente... y sabrán cómo vamos vestidos.
Constantino volvió a reírse.
—Creerán que saben cómo vamos vestidos. Y eso es
exactamente lo que yo quiero que crean. Pero abandonare­
mos los caballos y los vestidos en Bizancio, en casa de un
amigo mío, y saldremos para Adrianópolis con diferentes
caballos y vestidos de otra manera. Ya lo verás. Todo está
preparado.
—Es fácil —sonrió Favonio—. Una vez que uno ha pen­
sado en todo...
—Por eso es por lo que envié a Minervina a Bizancio con
mi hijo. Se ha ocupado de que todo esté a punto para cuan­
do lleguemos, después se ha ido a Dyrrachium... para to­
mar los baños.
—Que los dioses la acompañen —dijo Favonio—. La se­
ñora Minervina es una mujer encantadora y una gran da­
ma.
—Es látima que haya tenido que llevarse a Crispo con
ella —comentó Constantino—. Me habría gustado poder lle­
varlo con nosotros... pero eso no hay ni que pensarlo. No tie-

220
EL ARBOL VIVIENTE

ne más que ocho años. ¡Será un buen alumno tuyo, dentro


de pocos años, Favonio!
—Veo difícil que yo consiga enseñarle algo... siendo tú
su padre —refunfuñó el viejo soldado.
Constantino lanzó una carcajada.
— ¡Vamos...! ¡Otro galope!
Ya la ciudad había quedado muy atrás y la carretera se
extendía blanca y recta como una espada, flanqueada por
cipreses y olivares. A su izquierda el mar iluminado por la
luna parecía que pasaba corriendo por el lado de ellos.
Una hora después de la medianoche llegaron a un pe­
queño puerto pesquero; Favonio hizo que un viejo pescador
se levantara rápidamente de la cama. Lo conocía a él y co­
nocía su barca; era lo suficientemente amplia para ellos y
para los caballos; tenían que cruzar el Bosforo, no más de
cincuenta estadios. Por su parte más estrecha debía de te­
ner unos treinta, pero en ese sitio había aduanas oficiales
que controlaban todos los barcos y ellos no deseaban que
les hicieran preguntas.
Unas cuantas monedas de oro que sacó Favonio de su
bolsa convencieron al viejo pescador, y todavía más, des­
pertó incluso a sus tres hijos.
—Escuchad —les dijo Constantino—. Vosotros sabéis
quién soy... tan pronto como regreséis al puerto tenéis que
olvidar esta pequeña excursión. No habéis visto a nadie.
Habéis estado durmiendo a pierna suelta toda la noche...
¿está claro? Me enteraré de si habéis hablado o no. Una mo­
neda de oro más para cada uno, cuando desembarquemos
en la otra orilla. Y os daré diez más a cada uno dentro de un
año... si habéis mantenido la boca cerrada. Eso es todo. ¡Vá­
monos!
Los caballos se portaron bien... habían pasado por mu­
chas dificultades en la campaña de Persia. Favonio les dio
dátiles secos, que era su pienso favorito.

★* *

En Bizancio, en casa del liberto Perenne, comprobaron


que Minervina no había olvidado nada de la larga lista de
encargos que Constantino le había hecho aprenderse de

221
LOUIS DE WOHL

memoria. Además, Perenne había recibido instrucciones


concretas directamente de su antiguo amo Constancio.
—Habrá quince hombres a tus órdenes, señor —le dijo
el viejo Perenne—. No te esperábamos esta misma noche...
—Sí, lo sé... he tenido que aprovechar la primera opor­
tunidad. Yo mismo no lo sabía. Tenía que obtener permiso
del Emperador, si no me habría hecho arrestar por deser­
tor y eso es muy peligroso. No podía arriesgarme a ello.
—Sólo conozco a un Emperador, y su nombre es Cons­
tancio —afirmó Perenne, y Constantino se dio cuenta de
que tenía noticias de Britania.
—Guarda esa noticia sólo para ti, por el momento —le
ordenó Constantino—. ¿Cuándo estarán listos tus hom­
bres? Ten en cuenta que necesito que tres de ellos se vistan
de comerciantes y los demás de esclavos; además, necesito
ropas de esclavo para Favonio y para mí.
Favonio se llevó una sorpresa, pero Perenne se limitó a
asentir.
—Lo sé, señor. Los tres que van a ir disfrazados de co­
merciantes han sido cuidadosamente escogidos... su des­
cripción no se parecerá nada a la tuya y a la del noble cen­
turión. Habrá treinta mulos con mercancías. ¿Los necesita­
rás durante todo el viaje?
—Desde luego que no... viajaríamos demasiado despa­
cio. Lo que quiero es despistar a nuestros perseguidores...
si los hubiera. Creo que sí los habrá. Abandonaremos la ca­
ravana tan pronto como salgamos de Adrianópolis; enton­
ces todos podrán regresar.
— ¡Que no vuelvan aquí! —rogó Perenne—. Darían lugar
a comentarios. Les daré instrucciones para que vayan a la
casa de campo de un comerciante amigo mío. El también se
puede quedar con la mercancía.
—Muy bien. ¿Y cuándo estarán listos los hombres?
Perenne pestañeó.
—Vas a hacer el viaje con una caravana comercial, se­
ñor —dijo sonriendo—. Eso quiere decir que viajarás de
día. Ahora sólo han pasado dos horas desde la
medianoche... al amanecer estarán dispuestos en la calle de
ios Caldereros.
—Estupendo. Esto nos permite unas horas de sueño. Me

222
EL ARBOL VIVIENTE

vendrán muy bien. Hace sólo unas horas tuve que beber
una buena cantidad de cécubo en el banquete del Empera­
dor.
—Te enseñaré tu cuarto... y el del noble centurión. La
señora Minervina me encargó que te transmitiera su pro­
fundo cariño. Hace dos días que se marchó a Dyrrachium.
—Gracias, Perenne. ¿Se ha portado bien mi hijo?
—Es el retrato de su padre —sonrió Perenne.
—Lo cual quiere decir que ha roto por lo menos la mitad
de tus jarrones —dijo Constantino, con un tono de
orgullo— . Vamos, Favonio... A la cama. Hasta dentro de un
montón de tiempo no dispondremos de una tan buena como
ésta. Mañana por la mañana seremos esclavos.

5.

—Y así nos convertimos en esclavos —dijo Favonio, me­


tiendo los pies en agua caliente y suspirando con alivio—. Y
créeme, no es nada divertido. ¿Quieres frotarme la es­
palda?
El viejo Rufo lo hizo. Ya no le quedaban muchas fuerzas
en sus escuálidos brazos, pero hizo lo que pudo.
—Ayer esclavo... y hoy recibiendo un masaje de primera
clase —dijo— . Siempre has sido proclive a la buena vida.
¿Cómo se siente uno siendo esclavo?
— ¡Qué bueno es estar de vuelta en Verulamium!
—exclamó Favonio—. Frota un poco más fuerte, ¿quieres?
No era ayer cuando fui esclavo. Hace ya un montón de se­
manas. ¡Ten cuidado con la venda de mi hombro, vejestorio
hijo de cuatrero ligur...!
—Tienes otro arañazo, ¡por Marte Repulsor! —comentó
Rufo—. Quisiera saber cómo te has hecho eso. Además, es
en el sitio del escudo. ¿Desde cuándo se te ha olvidado có­
mo sostener bien un escudo? Te tienes que estar haciendo
viejo.
—Me estoy haciendo viejo —gruñó Favonio— . Aunque
no tan viejo como tú, con esos dedos de mantequilla. ¿Quie­
res que te cuente mi historia, o no? ¿Por dónde iba? Ah, sí...
uando nos convertimos en esclavos en Bizancio. Sabes que

223
LOUIS DE WOHL

a él le gustaba esa ciudad... siempre estaba recorriéndola y


decía que haría algo bueno con ella cuando llegase el mo­
mento. No le parecía acertado el modo como habían sido
construidas sus murallas y dijo que él las arreglaría de ma­
nera que los contrabandistas no pudieran pasar con la mis­
ma facilidad con la que nosotros pasamos la noche ante­
rior. Y añadió... un tanto misteriosamente y con brillo en
los ojos: «Esta ciudad está construida sobre siete colinas...
será una segunda Roma».
—¿Conque eso dijo?
—Sí, y después una vieja arrojó por la ventana un cesto
de pescado podrido, le cayó en la cabeza y durante un buen
rato se olvidó de sus planes futuros. Ha aprendido una se­
rie de cosas finas en Oriente, Rufo... ¡Las cosas que pudo
decir! Llegamos a la calle de los Caldereros y nos unimos a
la caravana. Seríamos esclavos de mercaderes de lana, has­
ta que abandonásemos Adrianópolis. Comíamos comida de
esclavos y bebíamos agua para poder pasarla.
— ¡No! —exclamó Rufo con asco.
—Dormíamos también como esclavos... sobre las albar-
das de nuestros mulos. Y nos trataban como a esclavos... él
había insistido en que fuera así. Uno de aquellos asnos que
iban disfrazados de mercaderes tuvo una atención con él
delante de alguna gente del pueblo; pues bien, cuando
acampamos por la noche, la emprendió a patadas con él
que yo creí que le rompía los huesos. «Esto te enseñará a te­
ner atenciones conmigo, cuando soy un miserable esclavo»,
le dijo. Al día siguiente el individuo en cuestión se
desquitó... le obsequió con una patada que lo tundió. Esa
noche, él le dio una paliza fabulosa. «N o debes exagerar», le
dijo. «Te advertí que debes andar con miramientos... pero
no te dije que me tengas que dar patadas». Después de eso
todo funcionó muy bien.
— ¡Desde luego que funcionaría! —comentó Rufo.
—En Adrianópolis hizo comprar dos caballos... los me­
jores que se pudieron encontrar... y cuando estuvimos so­
los en la carretera, nos cambiamos las ropas por el unifor­
me, montamos y salimos a escape. Habría sido mejor si hu­
biésemos cogido algunas muías... ¡Dioses! ¡Qué montañas
hay en Tracia! Cuando llegamos a lo alto del puerto, miré

224
EL ARBOL VIVIENTE

hacia abajo: era un abismo de millas de profundidad y se


veía la carretera por la que habíamos subido, haciendo innu­
merables curvas; pero allá abajo, a lo lejos, se movía algo
que brillaba; era como una pequeña serpiente que se arras­
traba subiendo; se lo mostré y él dijo: «Ahí están... ¡Ade­
lante!».
—¿Iban a vuestro alcance?
—¡Ya lo creo! Si no hubiéramos estado seguros de ello
en esos momentos, lo habríamos estado la tarde siguiente,
cuando mi caballo se rompió una pata. Me hizo montar en
su propio caballo... pues no se podía encontrar otro en mu­
chas millas a la redonda. Ya sabes que yo peso un poco y él
mide seis pies, así es que no íbamos muy deprisa. ¿Crees
que por eso me dejó abandonado?
— ¡En absoluto! —aseguró Rufo.
—Hombre, piensa antes de hablar. El es el amo, ¿no?
Iba a ser César, ¿no? Un día será el Emperador. ¿Y yo quién
soy? Un viejo perro de lucha sin más perspectiva que la de
seis pies de tierra parda ante mí... y un vaso de vino que me
vas a dar, si quieres que continúe con mi historia.
—Te lo daré —dijo Rufo haciendo una mueca simpática.
—El mismo que antes... falemo. Sí, de esa ánfora. No
eres mal muchacho, Rufo. Al cabo de media hora el caballo
pensó que ya estaba bien y se derrumbó. Entonces él me di­
jo: «Escóndete detrás de esos arbustos y espera un poco».
«¿Para qué?», le dije. «Nos alcanzarán y, entonces, buenas
noches. Ellos son treinta o más y nosotros somos dos».
»"N o tenemos otra salida ", me dijo. "Además, voy a
comprobar si realmente nos persiguen. No lo sabemos con
seguridad, ¿no es cierto? Tienen que ser muy listos para ha­
ber dado con nosotros tan rápidamente. En todo caso, ellos
tienen caballos... y nosotros los necesitamos".
»¿Qué te parece? ¡Quería apoderarse de sus caballos pa­
ra seguir adelante! Llegaron al cabo de una hora. Eran cua­
renta y seis hombres mandados por un tribuno. Cuando vie­
ron a nuestro caballo muerto en medio de la carretera, se
detuvieron y el tribuno y algunos hombres desmontaron
para examinarlo, ¿te das cuenta? El tribuno dijo: «Este es
el otro... ya no pueden estar lejos. Aquí debajo de las alfor­
jas hay algo...». Sí que lo había... monedas de oro, dos puña­

225
LOUIS DE WOHL

dos de ellas. Era él quien las había dejado. Sabía que eso
atraería su atención. Estando en éstas, salimos como un ra­
yo, saltamos sobre los caballos que teníamos más cerca y
partimos a galope tendido antes de que tuvieran tiempo ni
de estornudar. Fue fácil. Desde luego, se lanzaron tras no­
sotros como una plaga, pero ¡por las barbas de Júpiter!,
¡cómo monta! Yo casi me caigo del caballo. ¡Lo que pude
divertirme! ¿Me das otro vaso de ese brevaje, Rufo? ¡Vamos,
no seas tacaño! No te cuentan una historia como ésta todos
los días... Así está mejor... A partir de entonces ya fue una ca­
za del hombre... Entraron en juego el oro que habíamos traí­
do y el cinturón con las joyas que yo le había llevado desde
Britania. Adondequiera que llegábamos comprábamos los
dos mejores caballos y matábamos a los que sus propieta­
rios no nos querían vender, porque lo único que importaba
era retrasar a nuestros perseguidores. Adondequiera que
llegábamos dejábamos un montón de caballos muertos y un
puñado de monedas de oro a sus propietarios. Siempre in­
sistía él en hacerlo así. ¡En qué sitios tuvimos que
dormir!... en viejas granjas, en mitad de los bosques, en ca-
suchas de aldeas...; una noche que llovía a mares, con true­
nos y relámpagos, no tuvimos para guarecernos más que
nuetros propios mantos. Otra vez, en Dacia, no lejos de Ni-
cópolis, pasamos la noche en un pajar, y el dueño con cua­
tro esclavos suyos quisieron robamos el oro; me desperté
con uno de ellos sentado encima de mí, amenazándome con
un cuchillo.
— ¡Dale con la rodilla! —le interrumpió Rufo, entusias­
mado y con el interés de un experto.
—Exactamente... como pasó en Hipona, ¿te acuerdas?,
cuando aquel enorme negro me quiso atravesar con su cu­
chillo. Eso nos pasó en la Legión XX, ¿no? Habíamos...
—No me importan ni la XX, ni Hipona, ni el negro. ¿Qué
pasó en aquel pajar?
—Bien, pues que mi rodilla entró en funcionamiento, y
Constantino se despertó de un salto; quisieron arrebatarle
la espada, pero él fue demasiado rápido para ellos. Yo de­
senvainé la mía y pasamos un ratito en-can-ta-dor. Los deja*
mos a todos colgados de las vigas, como pollos, y no les que­

226
EL ARBOL VIVIENTE

dó ni un solo diente. Es extraordinario peleando... y a mí tú


ya me conoces, ¿no?
—Te conozco —dijo Rufo con cachaza—. Saca ya del
agua ese pedazo de pie. Ya lo has remojado bastante.
—No le gustó mucho Dacia. Estaba llena de germanos y
de sármatas. No le gustaron, y yo lo comprendo. Son un pu­
ñado de bárbaros impíos. El comentó que allí se necesita-
ban más fortificaciones nuevas, y que las viejas había que
restaurarlas. Incluso levantó un plano de todo aquello, una
noche que no podía dormir. Estaba preocupado con esos
germanos. Dijo: «Hay demasiados; se reproducen como co­
nejos. Lo que hay que hacer es tomar a nuestro servicio a
los mejores y enviarlos a Oriente, contra los persas. Tiberio
tenía razón. Siempre hay que tallar un diamante con otro
diamante. Hay también demasiados persas». En Panonia
no le gustaron los bosques. Comentó: «Las gentes de aquí
son mejores, pero son pocos, ¿y sabes por qué? Porque todo
el país es un gran bosque. Tendremos que talarlo y conver­
tir todo esto en una provincia agrícola. Ya me ocuparé de
ello». Y concibió un plan para que las aguas de un lago
—creo que se llama el lago Pelso— vertieran en el Danubio.
—¿No tuvisteis más peleas? —preguntó Rufo, que se es­
taba aburriendo con los planes del imperio de Constantino.
—Muchas. Teníamos que escoger entre cruzar directa­
mente a través de Noricum y por los Alpes hasta Galia, o
hacer el camino por Italia. Se decidió por Italia, donde las
carreteras son mucho mejores. No quería perder tiempo.
Pero en Italia el viejo Severo tuvo noticias de nuestro paso;
acababa de recibir su nuevo título y estaba tan orgulloso
como un pavo real de llamarse Emperador. Sabía que se las
tendría que ver con Galerio, si nos dejaba pasar y trató de
detenernos por todos los medios. Así es que tuvimos que
matar también caballos italianos, después de haber estado
matando caballos de Panonia, de Dacia y de Tracia. Conse­
guimos alquilar una buena cantidad de degolladores en Is-
tria, donde un par de ellos cuestan más de medio denario, y
seguimos nuestro camino. Pero cuando estábamos a punto
de entrar en Galia tuvimos que luchar contra esos mismos
degolladores, porque uno de ellos había visto el cinturón de
las joyas y le faltó tiempo para decírselo a los demás. Tuvi-

227
LOUIS DE WOHL

mos que matar a tres de ellos y logramos que los otros hu­
yeran. Allí fue donde me hice esto que tengo en el hombro.
Tú no tienes el escudo en la mano mientras estás desayu­
nando, ¿verdad, Rufo?
»Ya en Galia, todo fue más fácil... nuestro Emperador,
el Emperador, se cuidó de ello. En cada estación teníamos
caballos de refresco y no teníamos ni que pagar siquiera.
Cortamos Galia como con un cuchillo; un barco nos espera­
ba en Gesoriacum y, desde allí, hasta aquí. Y aquí estamos.
Rufo, nunca había hecho un viaje a caballo semejante
a éste...
Ninguno de los dos viejos soldados había visto la alta fi­
gura de una mujer, vestida con un largo traje gris, que apa­
reció en la puerta. Las palabras que Favonio dijo a conti­
nuación la hicieron detenerse en seco.
—Estuvimos cabalgando a través de toda la sangrienta
Europa. Atravesamos cabalgando Bitinia, Tracia, Dacia,
Panonia, Noricum, Italia, Galia y Britania. Era todo el san­
griento Imperio. Detrás de nosotros teníamos a un Empera­
dor sanguinario, y otro nos estaba esperando. En una oca­
sión estuvimos treinta y dos horas sin bajarnos de la silla...
¡por las piernas de Marte!, Rufo, no hay hombres en todo el
Imperio que hagan lo que nosotros hemos hecho. ¡Cómo
voy a dormir esta noche! Voy a dormir treinta y dos horas
seguidas, eso es lo que voy a hacer. Es fácil. Y...
—Favonio —dijo Elena, y los dos hombres se pusieron
en pie precipitadamente, mirándola como miran los niños
cuando han sido cogidos robando pasteles en la cocina—.
Favonio, mi hijo desea salir para Eburacum inmediatamen­
te. Quiere que estés preparado en cuanto puedas.
—Sí, señora —dijo Favonio con el rostro inexpresivo.
Ella le sonrió apenada.
—Lo siento, Favonio... sé lo muy cansado que debes de
estar... pero los caballos ya están ensillados.
— ¡Caballos! —exclamó Favonio, cuando la puerta se ce­
rró tras ella—. Estoy harto de ellos. Parece como si no hu­
biéramos matado a bastantes. ¿Es que tiene que volver a
cabalgar y matar a más todavía? Hemos estado aquí dos ho­
ras... sólo dos horas ha dedicado a su madre y sigue adelan­
te. ¡Quisiera saber qué clase de hombre es éste!

228
EL ARBOL VIVIENTE

—Hay que reconocer que para ti es muy duro —asintió


Rufo—. Para él está muy bien, porque tiene la mitad de tus
años, pero tú...
—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que soy un viejo chocho
como tú? Dame las botas de montar..., dame mi túnica. Ten­
go que darme prisa. ¿Qué esperas? ¡Ay, mis pies! ¡Caballos!
Ojalá los hubiéramos matado todos. Pero no habría servi­
do de nada; haría el camino corriendo a pie y yo tendría que
seguirle. Ayúdame a ponerme la armadura. ¿Cómo dices?
Por supuesto que me pondré la armadura. Vamos a ver al
Emperador. ¿Quieres que me presente como un desgracia­
do paisano?
Arriba de las escaleras, en el atrio, Constantino le dio un
beso a su madre.
—Te mandaré a buscar, si veo que está mal —le dijo— .
Te lo prometo. Pero creo que no tendré que hacerlo. Tiene
la fortaleza de un oso... tú lo sabes. Voy a ver qué pasa con
los caballos.
La reverencia que le hizo cuando se retiraba, le recordó
tanto a su padre, que no pudo evitar una sonrisa. Pero toda­
vía estaba en aquel estado de ánimo que la invadió cuando
oyó las palabras de Favonio, pues detrás de esas palabras
sonaba la voz del anciano rey Coel, el Sabio..., aunque no
como las había oído la última vez, en aquella roca favorita
del rey cerca de Coelcastra, sino muchos años antes... cuan­
do estaba junto a su lecho mirando a su hijo recién nacido.
«Será como su padre, será más grande que su padre. Se
apoderará de toda la tierra que recorra a caballo...»
«Toda la tierra que recorra a caballo». «Hemos cabalga­
do por toda la sangrienta Europa». Sí, sería Emperador... y
en él se cumplirían todos los sueños de ella.
Se estremeció. ¡Cuánto había crecido en todos los aspec­
tos! Ya era un hombre, al que Favonio, que le había enseña­
do a utilizar la espada y el escudo, tenía que mirar levan­
tando la vista. Había en él una ambición y un impulso que
dejaban pequeños a los que ella misma había sentido ja­
más. Había grandeza en él... pero no había ternura. No ha­
bía mencionado a su esposa... salvo para decir que su se­
gundo embarazo había terminado en un parto frustrado y
que ahora se estaba reponiendo en Dyrrachium. Parecía

229
LOUIS DE WOHL

que sólo lo uniera a ella su hijo. «Será la bendición de su


madre y la muerte de su hijo...». ¿Cómo podría ser esto? Sin
embargo su padre había acertado en todo lo demás que pro­
fetizó.
Favonio también sonrió abiertamente y sus fuerzas se
dirigió un saludo.
Ella le sonrió.
—Te he echado de menos —le dijo ella—. Vuelve pronto.
Favonio también sonrió abiertamente y sus fuerzas se
duplicaron con estas palabras, como ella suponía.
Lentamente se dirigió hacia la entrada. Acababan de
montar.
—Tienes mi promesa, madre —dijo Constantino, y la sa­
ludo con la mano. Después, se alejaron cabalgando, hacia el
futuro.
De pronto, ella se dio cuenta de lo que tenía que hacer.
—Tráeme a Rufo —ordenó al esclavo que tenía más
cerca.
Cuando el anciano se presentó, le dijo:
—Rufo, prepárame el carruaje gálico. Me voy a Ebura-
cum... ¡Inmediatamente!

6.

—El tribuno Constantino —anunció la voz ceremoniosa


del chambelán.
Constancio oyó las firmes pisadas en el vestíbulo, antes
de que la figura alta, ágil y marcial, avanzando a través de
la amplia sala, se pusiera al alcance de su vista, primero de
manera borrosa, después más clara, evocando de una ma­
nera sorprendente al tribuno Constancio de hacía treinta
años.
El Emperador estaba echado en la cama y sus delgadas
piernas descansaban sobre un montón de cojines; había pa­
sado una noche muy mala... un nuevo ataque al corazón, el
tercero en las últimas cuatro semanas, que lo había dejado
débil y mareado. Con frecuencia había tenido miedo de no
vivir para ver otra vez a su hijo..., pero nunca tuvo tanto co­
mo la noche última. Esa mañana, después de desayunar un

230
EL ARBOL VIVIENTE

poco de pan con vino y unas gachas muy ligeras, tuvo la im­
presión de que quizá duraría unos cuantos días más...; y
precisamente entonces le anunciaron que Constantino ha­
bía llegado. Ordenó que lo hicieran pasar inmediatamente.
A la distancia reglamentaria de tres pasos el joven tribu*
no se detuvo y saludó:
—El tribuno Constantino, a las órdenes de Vuestra Ma­
jestad.
El Emperador correspondió con una solemnidad cansa­
da.
«Eso soy yo», pensó el padre.
«Es un moribundo», pensó el hijo. «Un hombre viejísi­
mo, moribundo».
El chambelán se había marchado andando de puntillas.
«Dieciocho años...», pensó el padre. «Era un niño. Han
hecho de él un soldado. ¿Qué más será?». Se sintió irritado
consigo mismo porque notó que no podía tender un puente
entre su espíritu y el del joven.
«Lo he odiado durante todos estos años», pensó el hijo.
Tendría que seguir odiándole, pero ya no le queda nada que
poder odiar.
«Hijo, hijo, hijo», pensó el padre, «¿podrás evitar lo que
yo no pude evitar?».
Estuvieron un rato sin decir nada, ni siquiera hacer un
gesto.
Después, los ojos del joven se abrieron con asombro; el
Emperador se levantó de sus almohadones haciendo un in­
menso esfuerzo e inclinando la cabeza hacia él; una cabeza
calva de color pergamino, medio cubierta con algunos me­
chones de pelo gris.
Algo pareció romperse en el interior de Constantino, se
adelantó hacia la cama y cayó de rodillas; sintió el contacto
de unos dedos delgados en su cabeza.
—Levántate, hijo —dijo Constancio con voz
temblorosa—. No consientas que las penas del pasado se
apoderen de ti. Yo las he causado. Son mías.
Constantino obedeció.
—Hiciste lo que tenías que hacer... por la causa de
Roma.
El Emperador frunció las cejas.

231
LOUIS DE WOHL

—Los motivos son siempre sospechosos —dijo con


amargura—. Raramente un hombre es blanco o negro... el
color de la mayoría de nuestros actos es el gris. Los actos
grises engendran pensamientos grises, y éstos se convier­
ten en animales feroces cuando un hombre se acerca a la
mueile.
Detuvo la protesta de su hijo antes de que la expresara.
—Aun cuando haya sido por el bien de Roma, Constanti­
no... no deja de haber estado mal hecho. Ya no puedo hacer
que todo aquello sea bueno... no hay puente entre el pasado
y el futuro. Podemos hacer... pero no podemos deshacer.
Ninguna acción puede ser aniquilada. La injusticia no po­
drá nunca convertirse en justicia. Por mucho que yo inten­
tara deshacerlo... el hecho es que te he fallado. Y la injusti­
cia es horriblemente fecunda, hijo... sus descendientes son
muy numerosos.
Se dejó caer un poco hacia trás y sus ojos se cerraron un
momento.
Constantino se preguntó si no tendría que llamar al mé­
dico. al cual había visto en la antesala. Pero, como si el Em­
perador lo hubiera adivinado, le hizo un pequeño y enérgi­
co gesto.
—Deseo estar solo contigo —le dijo—. Tengo muchas
preguntas que hacerte... alárgame esa copa... sí... sujétala
tú por mí... el vino es la mejor medicina, aunque Crisafios
diga que no. Es un asno. Ser médico significa empeñarse en
batallas que al final se pierden. ¡Ah!, así está mejor. Pon la
copa allí. Bien, dime: ¿Te dejó Galerio venir o tuviste que
escaparte? Infórmame, tribuno Constantino.
* * ★

Cuando el carruaje se precipitó en el patio de la Domus


palatina y se detuvo ante la puerta principal, un grupo de
esclavos ya lo estaban esperando, y unos cuantos funciona­
rios acudieron corriendo con antorchas en la mano.
Apenas puso Elena el pie en el suelo, Constantino apare­
ció en la puerta.
— ¡Madre! ¿Cómo has podido venir tan pronto...?
—¿Llego a tiempo?

232
EL ARBOL VIVIENTE

—Si, madre, sí. ¿Pero cómo lo has hecho? El mensajero


que te he enviado ha salido hace sólo cuatro horas...
— Nos lo hemos encontrado en el camino... o mejor di­
cho, se cruzó con nosotros a una velocidad tal que sospeché
de qué se trataba. Era un mensajero imperial. ¿Cómo está
mi... cómo está el Emperador?
—Liegas a tiempo, madre... es todo lo que te puedo de­
cir. Está muy débil. No comprendo...
— Lo he presentido. Vamos donde él. Es decir... si la Em­
peratriz...
—La Emperatriz Teodora no ha sido llamada a la Do-
mus palatina —dijo el joven con voz enérgica^. Está en
Aquae Sulis con sus hijos. La mandaré venir... más tarde.
Durante un breve momento Elena vaciló, después entró
silenciosamente y Constantino la siguió.
Dentro del palacio muchos oficiales de alta graduación
esperaban formando pequeños grupos, junto con numero­
sos funcionarios de la Corte.
El bastón de plata del chambelán golpeó contra el suelo
cuando Constantino apareció; todos se volvieron hacia la
madre y el hijo e hicieron una inclinación o saludaron.
Subieron la ancha escalera y se adentraron por los co­
rredores, donde todo el mundo andaba de puntillas.
No era un secreto para quienes frecuentaban la Corte
que la primera mujer del Emperador había recobrado mu­
cha influencia sobre él; seis meses antes había presidido un
banquete imperial; por la forma en que Constancio la trata­
ba, más bien parecía que fuese la reina de un país poderoso
que su antigua esposa, repudiada en una ceremonia en el
templo de Júpiter. Incluso había quienes aseguraban que la
clemencia de Constancio hacia los cristianos y la revoca­
ción del edicto imperial de Nicomedia se debían a esa in­
fluencia...; una influencia tanto más comprensible cuanto
que la religión cristiana no reconoce el divorcio. Natural­
mente, para los cristianos la princesa Elena era la única
mujer legítima del Emperador.
Actualmente la influencia había pasado a un joven cuya
presencia era mejor no desestimar...; un joven que había
pasado horas a solas con el Emperador y que, además, era
su primogénito.

233
LOUIS DE WOHL

Se cruzaron miradas elocuentes; era sabido que el Em­


perador había prohibido estrictamene que se avisara a la
Emperatriz, que estaba en Aquae Sulis, ni a sus hijos, que
estaban con ella.
Mientras caminaba al lado de su hijo hacia las habita­
ciones del Emperador, Elena sintió como si llovieran sobre
ella los pensamientos, deseos, esperanzas y dudas, junto
con la admiración de unos y la burla socarrona de otros. En
la pequeña antecámara había algunos cortesanos más; un
grupo de médicos se disolvió, mientras hacían inclinacio­
nes y reverencias.
Constantino le dijo a su madre:
—Pidió verte a solas... en cuanto llegases. Yo esperaré
aquí.
Ella inclinó la cabeza y penetró en la habitación, que es­
taba en penumbra y desprovista de todos los muebles, sal­
vo de la amplia cama dorada. Las cortinas se cerraron tras
ella.
Como si fuera la sombra de la muerte, Crisafios, el jefe
de los médicos, desapareció del cuarto cuando ella entró.
En silencio ella se sentó a los pies de la cama.
Sí, estaba muriéndose. Su rostro, que siempre había si­
do pálido, estaba ahora de color marfil viejo; tenía los ojos
cerrados, rodeados de círculos de color púrpura.
Como si su presencia le infundiera energías, él se agitó
y, aún con los ojos cerrados, murmuró su nombre.
—Aquí estoy, querido —dijo ella suavemente.
El espectro de una sonrisa cruzó por el rostro arrugado.
Los labios exangües se movieron un poco. Ella leyó en
ellos, pues no produjeron ningún sonido:
—Yo... sabía... que... tú... no... me... abandonarías.
Pareció que la energía de ella se infundiera en él, pues
abrió los ojos y dijo casi inaudiblemente:
—Dame vino.
Tomó unos sorbos... después un poco más.
—Ayúdame a... sentarme.
Ella lo incorporó en la cama. Fue como si el contacto
con sus dedos le activara la circulación. Su voz se hizo casi
normal.
—Recibí... el informe de... Constantino... Un informe

234
EL ARBOL VIVIENTE

muy bueno... ha... visto muchas cosas... con los ojos de... un
jefe... Recibí... también... el informe de... Favonio... estoy...
muy... satisfecho.
—Es muy joven —dijo ella sin querer—. Y es muy... exi­
gente. Va a sufrir mucho... si no cambia.
Otra vez la sombra de una sonrisa.
—Tú estarás con él. Tú vigilarás... sobre él... Así estará
seguro... ¿Recuerdas... aquella última noche... antes de... ir­
me a... Italia? Mi sueño... de imperio.
—Lo recuerdo...
—No he sido... Emperador... mucho tiempo...
¿verdad?... Como en... el libro de... los judíos... su Moisés...
vio la tierra prometida... pero... no le fue... permitido... en­
trar... Constantino... entrará... ¿Recuerdas lo que... dijo... tu
padre?... «Será más... grande., que su... padre...» Y lo será...
Yo ya me... voy... pronto... Elena... Llámale...
Ella se levantó en silencio para obedecer.
Un instante después Constantino estaba junto a ella, er­
guido y lleno de calma.
El Emperador se inclinó hacia él.
—Gobernarás —le dijo—.Te confío... el futuro... de mis
hijos... pequeños... Te bendigo... por todo lo que... hagas...
por ellos... y... por la... Emperatriz... Tuya es la... responsa­
bilidad.
Muy pálido, Constantino hizo una profunda reverencia.
—Más... vino —susurró Constancio.
Elena se lo ofreció sin que le temblaran las manos. En
su corazón sentía el orgullo inocente de una prometida.
Volvía a ser su esposa. El había comprendido su íntimo te­
mor y lo había disipado invistiendo a su hijo con la sagrada
dignidad de tutor.
—Basta —ordenó Constancio—. Llama... a mis oficiales.
Cuando el joven abandonó la habitación, Constancio
dijo:
—Quiero... hacer más... por ti.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él sonrió. Pero
ya se acercaba el ruido de las armaduras y el cuarto se em­
pezó a llenar con la gente del dios Marte.
Los legados y prefectos de doce legiones se alinearon en
semicírculo alrededor de la cama del Emperador.

235
LOUIS DE WOHL

Se hizo un silencio absoluto cuando les empezó a


hablar.
—Amigos... os voy a abandonar... Es mi deseo... y el
vuestro... según creo... que los mejores soldados... de
Roma... no sean mandados... por un advenedizo... impuesto
por... el soberano... de Asia... Mi hijo Constantino es... dig­
no... no sólo por... su padre... sino también por... su madre...
Flavia... Julia... Elena... Augusta.
El murmullo profundo de asentimiento, que salió de
muchas voces fue como una última expresión de la unión
estrecha de todos con el moribundo.
—Os dejo... a mi hijo... como sucesor en el Imperio... Con
la asistencia... de la divinidad... él enjugará... las lágrimas
de los cristianos... y reparará la tiranía... que se... ha ejerci­
do contra ellos...
Elena cayó de rodillas, escondiendo el rostro entre las
manos. El no lo había olvidado. Eso era lo que quiso decir
cuando afirmó que haría más por ella...; era un regalo de
despedida. Levantó la cara y miró a su marido con un cari­
ño inexpresable.
Con un último esfuerzo, Constancio dijo:
—En esto, por encima de todo, pongo... la esperanza...
de mi felicidad.
Sufrió un espasmo; un espasmo de todo su cuerpo bajo
la fina sábana que lo cubría. Y esto fue todo, antes que Cri-
safio pudiera acercarse a él; lo único que el médico pudo
hacer fue cerrar los ojos del Emperador.
Elena permaneció de rodillas. En pie detrás de ella, dan­
do la espalda a los asistentes, estaba Constantino. Despa­
cio, muy despacio, el joven volvió primero su rostro y des­
pués todo su poderoso cuerpo hacia los hombres que esta­
ban a su espalda.
Los miró... uno por uno, como si quisiera calibrar la
fuerza y el valor de cada cual; y sus ojos de acero brillaron
con el fulgor del triunfo.
LIBRO QUINTO

Año 312
1.

—Esto no tiene demasiada importancia —dijo el legio­


nario Crocus—, pero ¿puede alguien decirme qué objeto
tiene esta guerra?
Fue Bemborix, como siempre, el que se apresuró a dar
la respuesta.
—Un joven Emperador tiene siempre que emprender
una guerra. Esto es evidente para todo el mundo, menos pa­
ra una cabeza germana como la tuya.
Crocus hizo un gesto, mirando hacia abajo al pequeño
celta, desde sus siete pies de altura.
—La guerra es evidente para todo el mundo, en el lugar
de donde vengo —replicó.
—¿Entonces de qué te lamentas?
—No me lamento. Me he alistado en este ejército porque
deseaba hacer un poquito de guerra. Ultimamente no he­
mos tenido mucha, allá en mi tierra.
—Eso es mala cosa —comentó Bemborix—. Es bien sa­
bido que vosotros, los germanos, no os encontráis a gusto si
no estáis haciendo la guerra a alguien. No estáis contentos
hasta que no os golpean en el cráneo.
—¿Estás de mal genio, hombrecito? Supongo que eso se­
rá porque estás cansado. ¿"Te puedo llevar en brazos un po­
co, criatura? Este país es encantador.
— ¡Un país horrible! —gruñó el celta—. Mira todas esas
montañas eriSangrentadas como úlceras. Tendrías que co­
nocer mi país: todo en él es bello, suave como la piel de una

237
LOUIS DE WOHL

mujer. Además, andas por él con toda facilidad, y no per­


diendo el aliento y cuesta arriba siempre como hay que
andar aquí.
Guardaron silencio cuando Aper, el centurión, pasó por
su lado; Aper era un puntilloso: había arrestado a un hom­
bre sólo por haber hablado durante la marcha... lo cual era
ridiculo Todos hablaban durante la marcha, si tenían
aliento para ello. Salvo, naturalmente, cuando el enemigo
estaba en las cercanías. Pero ése no fue el caso. Ni lo era
ahora y probablemente no lo sería durante los días próxi­
mos.
El casco de Aper desapareció en la distancia, pero vol­
vió a aparecer a la cabeza de la cohorte; quizá tenía que ha­
blar algo con el primipilario, que iba en la primera cohorte,
casi una millas más adelante y por lo menos a mil pies de al­
tura sobre ellos; esa misma distancia le llevaban ellos a la
tercera cohorte, que les seguía, ésta a su vez tenía igual sepa­
ración de la cuarta y así hasta la sexta; al final de todo ve­
nía la Legión VIII. Nadie en la X X I sabía qué es lo que
después seguía...: caballería gala, quizá, o algunas tropas
de Britania. Había decenas de miles de soldados bri­
tánicos.
El más grande dragón del mundo se estaba abriendo pa­
so a través del bosque; enormes porciones de su cuerpo
aparecían y desaparecían por entre las masas de pinos y
abetos, cuyo color verde se conservaba durante todas las
estaciones del año.
—Lo odio —dijo Bemborix—. Verde, verde, siempre ver­
de... nunca puedes saber si es verano o invierno, como las
mujeres que se pintarrajean la cara de tal forma que no se
sabe la edad que tienen.
—Todo es como las mujeres para vosotros, cerdos galos
—gruñó Crocus—. Este es un bosque limpio... nada repug­
nante hay en él.
—¿Nada repugnante? Me he resbalado cuatro veces des­
de que ha pasado Aper por aquí; el suelo está cubierto de
condenadas agujas de pino. ¡Vaya un país en el que los ár­
boles no tienen hojas! Creo que Aper me ha echado mal de
ojo... porque no me había resbalado ni una vez antes.
El rubicundo germano se reajustó la mochila y se secó

238
EL ARBOL VIVIENTE

los chorros de sudor que le caían por la frente y por la


nariz.
—Sigo deseando saber qué objeto tiene esta guerra
—dijo pensativamente.
—Ya te lo he dicho, idiota. Los Emperadores jóvenes
siempre tienen que emprender una guerra.
—¿Por qué?
— ¡Por qué! Porque todavía no son lo suficientemente
viejos ni tienen la sensatez para disfrutar una vida tranqui-
la. ¡Por eso! Necesitan lanzarse a conquistar laureles. Ese
es el objeto.
Crocus meditó esta respuesta.
—Entonces, si el pueblo quiere la paz#tiene que elegir a
un Emperador viejo —concluyó con gravedad.
Bemborix lanzó una risita falsa.
— ¡Ni hablar! Eso no cambiaría las cosas er» absoluto...
porque un Emperador viejo necesita hacer la guerra para
demostrar que todavía es joven.
Crocus movió la cabeza. Nunca sabía qué era lo que que­
rían decir exactamene las observaciones que hacía Bembo­
rix. El celta decía cosas que, a primera vista, parecían ver­
dades, pero, al examinarlas más despacio, no lo eran tanto.
En su ayuda acudió el legionario Vito, un hombre alto y
delgado, de ojos hundidos.
—Creo que no tienes razón —dijo—. El joven Constanti­
no no es como tú dices. Ha mantenido la paz muy bien estos
últimos cinco años.
—¿Qué? Ten en cuenta que hemos estado en el Norte...
—Eso ha sido suprimir una banda de malhechores... los
francos. Eso no ha sido una guerra.
—¿Que no ha sido una guerra? —exclamó Bemborix lan­
zando una carcajada—. Llevo una buena cicatriz de espada
en mi hombro izquierdo... y tú mismo, Vito, has pasado se­
rios apuros con un pequeño hachazo que te dieron. ¿Qué
crees que fue todo eso... una broma? De acuerdo, fue una
broma. Estuvimos divirtiéndonos un poquito. Pero esto de
ahora es una guerra, ¿o no?
—Más o menos —dijo Vito—. Es una guerra civil. Sólo
otra más. Aunque todavía no es una realidad. Hace falta
que se traduzcan en señales concretas.

239
LOU1S DE WOHL

—¿Señales concretas? —preguntó Crocus—. ¿Qué


señales?
—No le hagas caso —murmuró Bemborix—. Es un es­
trafalario. Siempre está hablando de cosas de ésas...
señales.
—Cuando haya señales —insistió Vito—, cuando en el
Sol y en la Luna haya señales que pueda ver todo el
mundo... entonces habremos llegado a los tiempos nuevos.
Y todo eso empezará con una guerra.
—Insensatez cristiana —gruñó el celta—. Tu gente me
pone enfermo... siempre están llenos de secretos y de miste­
rios... y detrás de ellos no hay nada. Nunca he visto gente
tan supersticiosa. ¿A qué es a lo que rezáis? Me han dicho
que a la cabeza de un asno.
—Yo todavía no sé qué objeto tiene esta guerra —volvió
a decir Crocus con obstinación—. ¿Contra quién vamos a
pelear?... eso es lo que yo quisiera saber.
—Contra un individuo llamado Majencio —explicó
Bemborix—. El Emperador Majencio. Está en Italia. Allí es
adonde vamos.
—¿El Emperador Majencio? —Crocus se rascó la
cabeza—. ¿Pero si yo creía que nosotros estábamos de par­
te del Emperador?
—Sí que lo estamos, so animal. De parte del Emperador
Constantino. ¡Por Hesus y por Tutatis! Deberían prohibirte
que fueras tan torpe.
—¿Dos Emperadores? ¿Cómo puede haber dos Empera­
dores?
Bemborix se atragantaba de risa.
—¡Dos! ¡Pero si hay seis! Seis o siete. Espera, que te lo
voy a explicar. Está Constantino, que mafida en Galia, Bri-
tania e Hispania, ¿de acuerdo? Después está Licinio, que
manda por allá por el Oriente, en Tracia e Iliria y en algo
más; después está Galerio, que manda todavía más hacia
Oriente, en Capadocia y Siria. Y tengo que añadir que éste
último es de cuidado... Hace cuatro años armó una terrible
trifulca porque Majencio y Maximiano asesinaron al Empe­
rador Severo en Italia, entonces desembarcó en Italia con
un considerable ejército y entabló una batalla... pero eso no
fue una verdadera guerra, ¿verdad, Vito? No hubo señales

240
EL ARBOL VIVIENTE

de ella, ¿verdad? Bueno, de todas formas, Majencio y Maxi-


miano lo rechazaron y él se volvió por donde había venido.
—¿Maximiano? —preguntó Crocus—. ¿Quién es? ¿Otro
Emperador?
Sí... no... sí. Ya ha muerto. Fue Emperador. Después ab­
dicó; después ayudó a su hijo Majencio para que lo sustitu­
yera. Después se asoció con él en el trono. Después quiso
volver a ser Emperador él solo, pero su hijo no lo consintió.
—Eso estuvo mal —sentenció Crocus—. El padre es más
que el hijo.
—En los bosques de tu tierra, quizá. Total, que a Majen­
cio no le gustó eso y el viejo Maximiano tuvo que marcharse
a Galia, donde estuvo una temporada. Llevó a su hija con
él... a la más joven. Es la mujer más bonita que puede uno
encontrarse... es la mujer más bonita que yo he visto en mi
vida, y yo he visto unas cuantas, créeme. Así es que nuestro
Emperador Constantino se casó con ella. Ahora es la Empe­
ratriz, la Emperatriz Fausta. Ya le ha dado un par de cria­
turas y otra viene de camino. No es una broma... Lo sé.
—El Emperador Constantino —dijo Crocus—. El Empe­
rador Majencio... ya son dos... —empezó a contar con los
dedos—. El Emperador Ga... Ga...
—Galerio, y van tres; Licinio, cuatro; Maximino es el
quinto....
—Pero si acabas de decir que ha muerto...
—El que ha muerto es Maximiano, no Maximino. Maxi­
mino manda en Egipto y en Africa.
—Max... Max... Max... —dijo Crocus, sacudiendo la
cabeza—. No conseguiré nunca saber quién es quién. Esto
es lo molesto con vosotros los romanos... sois tan comp...
comp...
—Complicados —le ayudó Vito—. Te lo voy a hacer más
fácil, Crocus. El amigo Bemborix no está tan bien enterado
como él cree. El Emperador Galerio también ha muerto;
murió en el mes de mayo pasado.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bemborix irritado—. No
he oído decir nada de eso. ¿De qué ha muerto?
—Comido por los gusanos. Una enfermedad terrible.
Una muerte horrorosa. Dios lo ha castigado por el daño que
nos ha hecho.

241
LOUIS DE WOHL

—Todos tenemos que morir algún día.


—Así pues, ahora es más sencillo para ti —continuó ex­
plicando Vito—. Ya no hay más que cuatro Emperadores:
Licinio y Maximino en Oriente; Majencio en Italia; y nues­
tro Constantino. La dificultad está en que Majencio no esta­
ba contento con su parte. No hacía más que afirmar que él
era el único verdadero Emperador. Mientras se limitó a ha­
blar, Constantino no le hacía caso. Pero Majencio empezó a
concentrar tropas en nuestra frontera... y eso ya no era
bueno. Así es que tuvimos que acudir... y aquí estamos.
—¿Cómo sabes que eso fue así? —preguntó Bemborix
agresivamente—. Ya he oído antes de ahora historias como
ésa. Dices que el otro quiere hacemos la guerra, y entonces
vosotros os ponéis en movimiento los primeros, para darle
una paliza antes de que él arremeta contra vosotros. ¿Cómo
sabes que eso es cierto?
—No lo sé —dijo Vito tranquilamente—. Pero he visto a
Constantino, y no es mala persona. Es un hombre cabal. Así
es que le creo. ¿Por qué no le iba a creer?
—Yo no creo en nadie —dijo Bemborix—. A veces no
creo ni en mí mismo.
—Yo tampoco creería en mí... si yo fuera tú —replicó Vi­
to bromeando—. Pero te voy a dar otro motivo por el que
creo en Constantino: porque Majencio es un hombre falso.
—¿Por qué razón?
—Porque dice que viene a vengarse de nosotros por la
muerte de su padre, y eso es una mentira.
—Pero Constantino mató al viejo Maximiano, ¿no es
cierto?
—Sí, Bemborix, lo hizo. Pero no sé si se quedó muy tran­
quilo, después de haberlo hecho.
—¿Asesinó a su propio suegro? —preguntó Crocus con
asombro.
Vito movió la cabeza tristemente.
—Ambición... eso era. No la ambición de Constantino...
sino la de Maximiano. Primero renuncia al trono. Después
pone en él a su hijo. Después quiere que su hijo renuncie a
su favor. Entonces el hijo lo destierra. El acude a Constan­
tino y se convierte en su suegro. Y cuando Constantino está
ausente luchando contra los francos, ¿qué es lo que hace?

24 2
EL ARBOL VIVIENTE

Extiende el rumor de que Constantino ha caído en la bata­


lla y se apodera de la púrpura. ¿Tú crees que uno puede es­
tar haciendo eso durante toda la vida? El viejo Max... no po­
día vivir sin el manto de púrpura. Tenía que poseerlo. De to­
das maneras, no es totalmente seguro que Constantino lo
matara, o si él mismo se suicidó. No lo sé. Yo no estaba allí.
Pero se dice que lo hizo matar, y seguramente se lo tenía
merecido. No me gusta juzgar. Pero de lo que sí estoy segu­
ro es de que Majencio es el último hombre que vengaría a
su padre. Lo echó de Italia él mismo... ¡Escucha! ¿Qué es lo
que pasa ahora?
Se oyó una trompeta a lo lejos. Después, otra más cerca.
Unas voces roncas empezaron a dar órdenes.
La columna, un tanto desperdigada, empezó a cerrar fi­
las. El enorme cuerpo del dragón se encogió, con sus esca­
mas brillando al sol de la tarde.
—Alguien está subiendo —susurró el impulsivo
Bemborix—. Es un carro... tirado por muías. Cuatro muías.
No, son más: son seis... ocho.
— ¡Silencio en las filas! —bramó el centurión Aper, apa­
reciendo de repente—. ¡Ponerse los cascos! —los habían lle­
vado sujetos por el barboquejo y echados hacia atrás.
— ¡Sa...ludo! —sonó una voz de mando enérgica.
Se oyeron claramente los cascos de las muías. Cuatro
muías... un carruaje... y otras cuatro muías pesadamente
cargadas. ¿Quién iba en el coche? No podía ser el Empera­
dor, pues todos sabían que estaba mucho más adelante, con
la Legión XXX.
— ¡Por Wotan! ¡Es una mujer! —Crocus no pudo repri­
mir la exclamación.
Tuvo suerte de que en ese momento Aper estaba de es­
paldas a él y el carruaje hizo ruido.
Una mujer alta, con la cabellera canosa, venía sola.
—Centurión, que los hombres se pongan cómodos du­
rante la marcha —le dijo con una sonrisa a la que ni el mis­
mo Aper pudo resistirse: él también sonrió con satisfacción
y muy poco ceremoniosamente.
—Sí, señora —dio media vuelta y ordenó con voz
poderosa—: ¡Fuera cascos! ¡Paso de maniobra!
El carruaje siguió adelante. Detrás de las cuatro muías

243
LOUIS DE WOHL

cargadas seguía un oficial gigantesco, cuya armadura y cu­


yo uniforme llamó mucho la atención.
—Yo sé qué es ese uniforme —musitó uno de los más an­
tiguos centuriones—. Es la armadura que se llevaba hace
veinticinco años. Lleva las condecoraciones de Africa... de
Siria... ¡dioses!... Ese hombre es un monumento histórico...
—¿Es posible? —comentó Bemborix—. ¿Sabéis quién es?
—Sí —respondió Vito.
—No —respondió Crocus.
—Es la madre del Emperador —explicó Bemborix—.
¡Por Epona! ¿Qué hace esa anciana señora aquí, en medio
de nuestra expedición? Y yo que creía que desde hace años
estaba distanciada de su hijo..
—¿Por qué? —preguntó Crocus.
—Por su matrimonio con Fausta. Ya estaba casado con
otra muchacha, de cuyo nombre no me acuerdo. A la vieja
señora no le gustó eso. A ella le sucedió lo mismo cuando
era joven, por eso sabe lo que debió de sentir la otra. Ella
no asistió a la boda.
—¡Ya está bien de charla! —dijo Vito; y el pequeño celta
vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué te pasa, Vito? ¿Qué te ha molestado?
Pero Vito estaba radiante.
—¿Le has visto la cara? —murmuró—. ¿Has visto su
sonrisa? «Que los hombres se pongan cómodos»... ¿lo has
oído? ¿Has visto alguna vez una cara como ésa, o una sonri­
sa como ésa, o has oído una voz como ésa? ¡Qué mujer!
—Pero si es una vieja... —Bemborix estaba perplejo—;
¿qué es lo que tanto te maravilla, viejo asno supersticio­
so?... ¡Ah, ya sé! Ella es de tu misma fe, ¿no es eso?
Vito asintió con la cabeza.
—Eso se dice. Yo no lo sé seguro. O mejor dicho, no lo
sabía hasta ahora mismo. Ahora sí que lo sé.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bemborix incisivo.
—Con toda seguridad que es cristiana... lo he visto per­
fectamente —insistió Vito.
—¿Es que lleva algún distintivo o algún uniforme espe­
cial ? —preguntó Crocus.
—Dicen que lleva con ella un cáliz de oro, adondequiera
que va —dijo Vito en voz baja—. Y, en el cáliz, el Pan de Vi*

244
EL ARBOL VIVIENTE

da. Cualquier sitio en donde ella está es un lugar sagrado.


Bemborix le echó una mirada de lástima,
— ¡Oh, Tutatis! —exclamó—. Vito, vas por muy mal ca­
mino. De todas las historias ridiculas...
Guardaron silencio todos. El camino que tenían por de­
lante era cada vez más empinado. El bosque se abría ante
ellos dando frente a las cumbres de los Alpes, enrojecidas
por el sol poniente. Durante un rato pudieron contemplar
el valle profundo, allá abajo... después, la carretera los con*
dujo a un nuevo mundo: un mundo de rocas peladas. El aire
era mucho más frío. El paso monótono de miles de pies con­
servó su ritmo, pero el sonido era diferente: era más duro,
más agudo.
Un prolongado « ¡Aaaalto!» llegó desde lejos y fue repeti­
do sucesivamente por el jefe de cada cohorte. El gigantesco
dragón se detuvo, sus escamas brillaron a la última luz del
día agonizante.
—¡Prohibido hacer hogueras!
Esto, naturalmente, levantó protestas. Ni siquiera po­
drían cocinarse una comida decente. Aquel lugar tenía algo
extrañamente opresivo en la oscuridad pétrea del paisaje.
Además, se levantó una tenue neblina. Y hacía frío. Desen­
rollaron los mantos y se los echaron por los hombros, que
tiritaban. Tomaron pan seco con un puñado de aceitunas y
un trozo de queso duro; el furriel fue recorriendo hombre
por hombre llenándoles la cantimplora con una mezcla de
vino y agua. En algún lugar de más abajo algunos pequeños
grupos comenzaron a cantar viejas canciones cuarteleras.
Pero no estuvieron mucho tiempo cantando.
Se callaron casi de repente. Probablemente algún oficial
cortó los cánticos. Cuando se hizo el silencio sintieron co­
mo una especie de alivio. No era aquél un sitio a propósito
para cantar.
—No me gusta este lugar —dijo Crocus.
Bemborix se rió.
—No creo que a nadie le guste. Rocas frías bajo tus po­
saderas y comida sin calentar para tu estómago. Ni un alma
en muchas millas a la redonda... salvo la anciana Elena.
— ¡Cállate! —dijo Vito.
—Estáis muy unidos, vosotros los cristianos, ¿no es así?

245
LOUIS DE WOHL

—replicó Bemborix—. ¿Por qué no vas y me denuncias por


hablar sin respeto de «Su Importancia», la Emperatriz-
Madre?
—Porque eres idiota —respondió Vito divertido—, y a
los idiotas no se les puede pedir más.
—Este es un lugar dejado de la mano de los dioses
—insistió Crocus—. No me gusta.
—No hay en la tierra ningún lugar dejado de la mano de
Dios —le corrigió Vito—. Dios está en todas partes.
El germano se mostró interesado.
—¿Eso es lo que los cristianos creen? ¿Qué clase de Dios
es el vuestro?
—Es el Dios —explicó Vito—. Y es uno solo y, no obstan­
te, tres.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Crocus con las ce­
jas juntas.
—No lo sé —admitió Vito—. Y creo que nadie lo sabe.
—¿Y por qué lo creen, entonces? —se echó a reír Bem­
borix.
—Precisamente por eso —respondió Vito muy
seriamente—. Lo creo porque no lo sé. Si lo supiera, no ten­
dría necesidad de creerlo, ¿no te parece?
—Estás loco —suspiró Bemborix.
—Y se hizo hombre —continuó Vito—. Vivió una vida
humana normal.
—¿Por qué? —preguntó Crocus—. ¿Quería conocer có­
mo era eso?
—Eso no lo sé —dijo Vito dudoso—. Creo que algo hay
de ello, pero desde luego lo hizo porque quería arreglar
nuestras cosas. Todos nosotros nos habíamos vuelto malos.
Tuvo que morir para arreglarnos y murió por nosotros,
igual que se mata a un cordero para sacrificarlo.
—Eso es lo que haremos nosotros con nuestros enemi­
gos, cuando se presente la ocasión —afirmó Crocus—. Es lo
más sensato.
—¡Qué ingenuo es este Crocus! —Bemborix se frotaba
Jas manos, divertido.
—Los cristianos no matan a los enemigos —corrigió
Vito—. De hecho no debemos tener enemigos. Tenemos que
amarlos.

246
EL ARBOL VIVIENTE

—¿Amarlos? —Crocus abrió los ojos lleno de


asombro—. ¿A vuestros enemigos?
—No es fácil —admitió Vito—. Lo he intentado con to­
das mis fuerzas más de una vez. No es fácil.
—Es imposible —sentenció Bemborix burlándose—.
Eso es contrario a la naturaleza de las cosas.
—Bueno, ¿y qué si lo es? —preguntó Vito, como
retándole—. ¿Acaso la naturaleza humana es tan buena que
se puede tomar como norma de conducta? Precisamente
para eso vino Cristo... para mejorar la naturaleza humana;
para cambiarla.
—Pues tendrá que cambiar un montón de cosas —gruñó
Crocus—, hasta que lleguemos a amar a nuestros enemigos.
Yo me quedo con Wotan, que no pone las cosas tan difíciles.
Un grupo de excitados soldados llegó bajando por las ro­
cas; venían alrededor de un hombre que llevaba en la mano
un objeto redondo, como un casquete.
—¿Qué es ese alboroto? —preguntó Bemborix—. ¿Qué
lleváis ahí? ¿Un casco?
—Sí... pero míralo. ¿Has visto alguna vez un casco como
éste?
—No veo nada en esta maldita oscuridad. No... ¿de qué
es? ¿De cobre? ¡Que forma más rara tiene!
—Sí... se lo he enseñado al viejo Calpumio... el primipi-
lario de la VIII. ¿Sabéis lo que me ha dicho? Busca al Em­
perador y enséñaselo. Es un casco púnico... tiene quinien­
tos años. Probablemente me lo comprará.
—¿Quinientos años? Estás bromeando. O el viejo Cal-
purnio te ha tomado el pelo.
—¿Entonces me dice que vaya a ver al Emperador para
gastarle una broma? El Emperador se lo tiraría a la cabeza,
¿no? Esto es un auténtico casco púnico, si el viejo Calpur-
nio lo dice.
Siguieron adelante y desaparecieron en la oscuridad.
—No es imposible —comentó Vito pensativo— . Este es
el camino que tomó Aníbal para cruzar los Alpes con el ejér­
cito púnico. Hace unos quinientos años de eso. Es fácil que
sea auténtico. Perdió una gran cantidad de hombres, al cru­
zar las montañas.

247
LOUIS DE WOHL

—¿Púnicos? —preguntó Crocus—. ¿Quiénes eran ésos?


¿Una tribu gala?
— ¡Qué d is p a r a te ! — e x c la m ó B em b orix ,
despectivamente—. Los púnicos eran africanos, ¿no es así,
Vito?
—Exacto. Vinieron a conquistar Roma, como nosotros
estamos haciendo. Tenían un numeroso ejército y muchos
elefantes.
—¿Elefantes? —preguntó Crocus extrañado—. ¿Qué
son elefantes?
—Animales —explicó Bemborix—. Animales enormes.
—¿Tan grandes como caballos?
—Mucho más grandes, ignorante.
—¿Tan grandes como los búfalos? No pueden ser tan
grandes.
—¿Que no pueden serlo? Un elefante es tres veces más
grande que un búfalo, germano embrutecido. Nada más
que sus orejas son tan grandes como tú.
Crocus movió la cabeza.
—Lo que te digo —le gritó Bemborix—. Y sus patas son
tan grandes como todo tu cuerpo. Y su nariz es tan larga co­
mo tu cuerpo...
—Mira, Bemborix...
—Mucho más larga que tu cuerpo. Y utilizan su nariz
como si fuera un brazo, ¿sabes?. La alarga y toma cosas con
ellas... cosas pesadas... y las levanta. Y coge el alimento con
la nariz y lo introduce en su boca.
— ¡Ya está bien! —dijo Crocus, y por primera vez pare­
cía estar enfadado—. Me creo que hay un Dios que es uno y,
no obstante, tres. Me creo que se hizo hombre y hasta que la
gente puede amar a sus enemigos. Pero no me creo que
exista un animal como ése.
—¡Pero si yo lo he visto! —vociferó Bemborix, levantan­
do las manos y agitándolas violentamente—. ¡Yo he visto al­
gunos con mis propios ojos!
—Entonces estás loco —concluyó Crocus—, o eres un
mentiroso. Buenas noches —y se envolvió en su manto dán­
doles la espalda.
Bemborix lo miró fijamente con desesperación; un rui-
EL ARBOL VIVIENTE

do sordo y gorjeante le hizo volver la cabeza hacia Vito. Lo


vio que se revolcaba en el suelo, retorciéndose de risa.

2.

—Un casco púnico —dijo Constantino—. ¿Crees que se­


rá un presagio el que haya sido encontrado y me lo hayan
traído? Aunque me parece que tú no crees en esas cosas
¿no?
Estaba de pie frente a la entrada de la tienda de campa­
ña que habían levantado para él; era una tienda corriente,
como las de los demás. Estaban levantando otra para su
madre... desde donde estaba podía oír cómo trabajaban
en ella.
Su madre no respondió y él no se atrevió a volverse a mi­
rar a donde ella estaba sentada en su pequeña silla de cam­
paña, envuelta en un manto; la débil luz de la lámpara de
aceite le daba en la cara. No le parecía que hubiera cambia­
do mucho desde la última vez que había estado con ella... a
juzgar por lo poco que había visto las dos o tres veces que
se atrevió a mirarla desde que estaba allí.
Volvió a hablarle precipitadamente, como si temiese
que ella tomase la palabra antes que él.
—Me alegro de que hayas venido, madre; me alegro mu­
cho. Es una locura, desde luego... no deberías haberlo he­
cho. Pero, no obstante, estoy contento. Eres igual que tu pa­
dre, ¿no? Siempre llegas en el momento oportuno.
Tampoco ella contestó a esto.
—Al fin y al cabo yo debo mi vida al hecho de que tu pa­
dre apareciera cuando las cosas estaban muy mal en mi na­
cimiento, ¿no es así? No olvidaré esa historia en todos los
días de mi vida. Y después, cuando tú llegaste a la Domus
palatina precisamente en el momento en que mi padre iba a
morir; ¿cómo supiste que te necesitaba, madre? Tú estabas
enterada, ¿no? Es ese don que posees. ¿Sabes que hay
quien te tiene miedo? Pero me alegro de que hayas venido.
Hace tiempo que tenía ganas de hablar contigo... acerca de
muchas cosas. Sé que tú no quieres. Por eso te has retirado
al campo. Durante mucho tiempo ni siquiera he sabido dón-

249
LOUIS DE WOHL

de estabas. ¿Dónde has estado, madre?


»N o tuve más remedio que hacerlo, madre. No lo pude
evitar. Yo sabía que te iba a disgustar; estabas encariñada
con Minervina. También yo la quería. Y la sigo queriendo.
Pero la vida es así, madre. Ahora me hago cargo de lo que
mi padre debió de sentir cuando hizo lo mismo. Uno... uno
no es libre cuando es Emperador. Uno tiene que hacer co­
sas... cosas que no querría hacer, si no fuera por... bueno,
madre, ya sabes, o hacemos algo con este Imperio o se que­
dará en nada. Y si ha de ser algo, uno tiene que sacrificarse,
aunque... aunque sean sacrificios agradables. No me he
vuelto un cínico, madre, odio a los cínicos. Es muy cómodo
ofrecer un sacrificio desagradable; eso te hace sentirte al­
go grande, a veces. Como cuando me hirieron por primera
vez; nunca te lo he contado: fue en mi penúltima escaramu­
za con los árabes. Pero, madre, un sacrificio agradable es
algo repelente. Te parece que todo el mundo te está apun­
tando con el dedo a tus espaldas. ¿Comprendes lo que quie­
ro decir?
El silencio de ella era cada vez má agobiante. Las cum­
bres de las montañas que brillaban a la luz de las estrellas
no eran más silenciosas que la anciana.
—Ya entiendo —dijo él enfadado—. No es sólo Minervi­
na. También se trata de Maximiano. Tenía que morir, ma­
dre... no lo pude evitar. No sé lo que te habrán contado. Pro­
bablemente lo peor. ¿Sabes que quiso sobornar a algunos
de mis mejores oficiales? Fue él quien hizo correr el rumor
de que yo había muerto... que es lo que él habría querido.
Yo lo sabía bien: el viejo deseaba poseer la púrpura aunque
para ello hubiera tenido que matar a su propio hijo. Faltó a
su palabra con Diocleciano; faltó a su palabra conmigo... te­
nía que desaparecer. Estoy seguro de que lo comprenderás,
madre...
Por fin se volvió hacia ella. Tenía los ojos cerrados y por
un breve momento él pensó, con gran miedo, que estaba
muerta. Tan grande fue el alivio que sintió al ver que respi­
raba, que le hizo caer a sus pies. Se puso de rodillas a su la­
do. Ella estaba durmiendo tan pacíficamente como un niño.
Podía ver el pulso latir en las venas de sus sienes. ¿Cuánto

250
EL ARBOL VIVIENTE

tiempo llevaba dormida? No podía llevar más de media ho­


ra; no, menos, desde que fue anunciada por Valentino. En
un primer momento, él creyó que se trataba de una‘broma
tonta. Pero después entró ella en pleno Consejo de guerra,
que estaban celebrando. Menos mal que no había mucho de
que tratar, sólo asuntos de trámite. De todas formas, no era
la ocasión más oportuna para una escena sentimental entre
madre e hijo. Todos se comportaron muy bien; muy correc­
tos y muy comprensivos; y el viejo Asclepiodato encontró el
procedimiento de que Constantino se quedara solo con ella.
Precisamente en ese momento le habían traído el casco pú­
nico. Aún ahora seguía con él en las manos.
Lo colocó sobre una de las mesas, todavía ocupada con
mapas y planos; Elena abrió los ojos, dando un profundo
suspiro, y vio a su hijo de rodillas ante ella; ella se movió y,
al levantar él la mirada, vio su rostro junto al suyo y aque­
llos ojos que le habían mirado cuando estaba en la cuna.
Aquel largo rato que llevaban juntos desde que salieron los
oficiales... aquel largo rato durante el que él estuvo hablan­
do manifestándole sus sentimientos... y ella no había escu­
chado nada; se había dormido. El acusado había hecho su
propia defensa... y el juez había estado dormido, muerto de
cansancio después del largo viaje en carro.
Constantino sintió un alivio tremendo, porque se dio
cuenta de que nada de lo que había dicho tenía consistencia
ni era convincente. Todo era verdad, pero una verdad de­
plorable. Era una excusa, una sarta de excusas, que todas
habrían podido ser condenadas. Sonrió aliviado y, con
enorme alegría, vio que el rostro de su madre también se
iluminaba con una sonrisa.
Se dieron un abrazo. Seguía usando el perfume de ver­
bena... durante un momento aquella tienda de campaña se
transformó en la habitación que ella ocupaba en la villa del
Sur de Britania. Las doncellas le cepillaban el largo cabe­
llo, impregnándolo con el perfume de verbena contenido en
un pomo de ámbar incrustado de oro.
Pero ahora su cabello era gris y su cutis tenía arrugas.
—Madre... ¿dónde has estado todo este tiempo?
Esto no era en absoluto lo que había pensado preguntar­
le. Pero se lo preguntó.

251
LOUIS DE WOHL

—La mayor parte del tiempo he estado en Camulado-


num. Y en Verulamium... tenía cosas importantes que ha­
cer allí.
De pronto él se dio cuenta de que no le había ofrecido
nada de comer.
—Debes de tener hambre, madre...
—No, Constantino. He comido en el carruaje. Favonio
ha estado pendiente de mí. No me ha faltado de nada.
El movió la cabeza.
—Desde luego que no, si Favonio ha estado pendiente de
ti. ¿Pero qué te parece un poco de vino? ¿Quieres que...?
—No, no. No necesito nada. Me he sentido un poco can­
sada cuando he llegado, pero ahora me encuentro muy
bien, ya estoy perfectamente.
El la miró.
—Cinco años, madre... ¡y qué cinco años...!
Se preguntaba si ella le hablaría de Minervina... y de
Maximiano. Le volvió a preguntar por qué había venido.
Ella le dijo:
—He hablado con muchos de tus súbditos, hijo... y me
han bendecido por haberte traído al mundo.
El la miró lleno de orgullo.
—¡Madre...!
—Has goberndo con sabiduría y rectitud, hijo. A la ben­
dición de ellos yo añado la mía.
—Me haces muy feliz, madre... Yo creía... yo temía... que
tú... no estabas de acuerdo con...
—He estado rezando por ti todos estos años, Constanti­
no. Espero que no te hayas acordado de mí sólo como al­
guien que te desaprobaba. No tendría derecho a desapro­
barte, si no tuviera en cuenta al mismo tiempo las cosas
que haces bien...; acerca de tu gobierno en Britania y en Ga-
lia la opinión es unánime. Muchas veces he deseado escri­
birte... pero cada vez que me ponía a hacerlo sentía que lo
que debía hacer era decírtelo de palabra.
—¿Por qué has esperado tanto tiempo, madre...?
—Nunca estabas solo, Constantino. Tenía que esperar a
que estuvieras solo.
Fausta, pensó Constantino. Era curioso que ella y su
madre no pudiesen entenderse; no era sólo cuestión de

252
EL ARBOL VIVIENTE

principios, se trataba de un antagonismo natural entre las


dos... como entre el agua y el fuego. Fausta no olvidaba
nunca que su madre había abandonado Arles dos días antes
de la boda.
Pero, de todas maneras, no dejaba de sorprenderle que
su madre hubiera esperado a que él estuviera en plena gran
campaña para ir a reunirse con él, llevando consigo un ca­
rruaje, muías, a Favonio y todo lo demás...
De repente empezó a reírse como un muchacho.
—Eres increíble, madre. No has cambiado nada, ¿lo
sabes?
Pero se dio cuenta de que no era verdad. Sí había cam­
biado. No acababa de localizarlo, pero algo había en ella
que él no entendía. Quizá fuera debido a esa extraña fe que
profesaba... sí, muy probablemente era eso...
—Madre, ¿desapruebas esta guerra?
Ella sacudió la cabeza.
—No, Constantino. La guerra es terrible, pero Majencio
es un gobernante malvado y traicionero. Aun así, yo estaba
profundamente disgustada, hasta que me enteré de lo que
ocurrió con Sofronia.
Constantino asintió con la cabeza. Sofronia, mujer del
prefecto de Roma, se apuñaló a sí misma para escapar de la
violencia de Majencio.
—Era cristiana, ¿no, madre?
—Sí.
—Otra Lucrecia —dijo Constantino—. Es curioso que
esa antigua tradición de la virtud romana haya sido revivi­
da por una cristiana.
Los ojos de ella echaron chispas.
—Tú eres el vengador —le dijo—. Dios estará contigo.
—Dios... —dijo Constantino; y empezó a pasear arriba y
abajo, como hacía su padre cuando los pensamientos se
arremolinaban en su cabeza—. Dios... Tú sabes, madre, que
no soy un intelectual. De lo único que verdaderamente en­
tiendo es de la milicia. Tampoco soy un asiduo de los tem­
plos. Pero cuando uno mira las cosas desde lo alto del Po­
der... es difícil creer que uno sea de verdad lo más elevado.
Tengo un alto concepto de mí mismo, pero no soy tan estú­
pido como para creerme eso. De todos esos abundantes dio-

253
LOUIS DE WOHL

ses nuestros, el único que me dice algo es Apolo... el dios


del Sol. El Sol es vida, ¿no? Sin el Sol nada puede crearse.
—El Sol es parte de la creación, Constantino.
El no la escuchaba.
—Hay una cosa, la única, que tiene sentido para mí en el
cristianismo...: que creen en un solo Dios. Entreveo que ahí
hay algo. Tiene sentido. Tendría que haber un solo Dios...
igual que tendría que haber un solo Emperador.
Ella sonrió ligeramente. No dijo nada.
—Cuando mi padre dejó todo esto... su última orden
—continuó hablando Constantino— fue que yo tendría que
reparar las injusticias cometidas con los cristianos, y tuve
que ocuparme de esto con detenimiento. Así es que aprendí
algo acerca de lo que creen... de lo que tú crees, madre. Pe­
ro mucho me temo que lo único que he podido digerir ha si­
do lo de un solo Dios. Perdóname por hablarte con tanta
franqueza. No sería bueno que me pusiera a disimular. Sé
que te gustaría que participara de tu fe, pero también sé
que no te gustaría que fuese un hipócrita. Sencillamente,
no puedo adoptar tus creencias, madre.
Ella seguía sentada sin moverse.
—¿Qué es lo que no puedes creer, hijo?
— ¡Oh! Pues todo lo demás... Eso de que se hizo hombre,
por ejemplo; que nació de una virgen, que vivió entre los
hombres y que murió en una cruz para redimir al mundo.
Es... es demasiado pedir que se crea en eso... en todas esas
cosas. La figura de Jesús es conmovedora. Pero, madre, es
una historia tan inverosímil... Y todo eso sobre el paraíso y
la serpiente... y ese pobre joven judío, Hijo de Dios... no,
madre, no puedo. Se trata de una historia judía... absoluta­
mente antirromana. Eso es. No tiene nada que ver con
nuestro mundo.
Se detuvo ante su mesa de trabajo.
—Roma significa mucho para mí —dijo—. Sé bien que
ha producido monstruos en los cientos de años de su histo­
ria. Pero también hemos dado los hombres más exquisitos
del mundo. No es verdad que nos hayamos apropiado o que
hayamos plagiado lo de los griegos. Roma no es estéril. Pa­
ra mí Tito Livio es tan gran historiador como Herodoto. Y
Virgilio es tan gran poeta como Homero. He estado leyendo

254
EL ARBOL VIVIENTE

la Eneida esta noche... es un canto a las armas y a un héroe:


ése es mi mundo, madre... y no la historia de un pobrecito
judío.
Golpeó con la mano los rollos que había sobre la mesa, y
uno de ellos cayó al suelo; se agachó a recogerlo. Este pe­
queño incidente rompió la tensión, y él sonrió.
—No estarás disgustada conmigo, ¿verdad, madre? Tú
sabes que haré todo lo que pueda por tus cristianos... para
eso no necesito ser yo uno de ellos.
Ella lo miró fijamente.
—Ya lo sé que harás todo lo que puedas —le dijo—, pero
eso no es nada para lo que Cristo puede hacer por ti... y por
Roma —se puso de pie—. Estoy cansada.
—Ya tienes la tienda preparada, madre. ¡Valentino!
El ayudante de campo se presentó.
—Valentino, la Augusta Elena desea retirarse.
El corpulento oficial de cuello de toro se inclinó profun­
damente ante ella. Había traído unos portadores de antor­
chas; unos momentos antes, un subalterno había examina­
do la tienda para ver si todo estaba en orden. Mantas, almo­
hadones, un par de mesas y sillas, una cama de campaña y
una lámpara de aceite; también unas ánforas enfriadas en
nieve. Allí era fácil permitirse el lujo de tener vino refresca­
do con nieve... pues habían encontrado nieve en unas hendi­
duras de las rocas, un poco más arriba.
—Me temo que todo esto sea un poco rústico, señora
—se excusó con una sonrisa, y entraron en la tienda.
—Joven —dijo Elena—, esto es una campaña bélica y no
un banquete. ¿De dónde has sacado todas estas mantas y
estos almohadones? Dime una cosa, y no te atrevas a men­
tirme: ¿se ha privado a alguien de estas mantas o de alguna
otra cosa por mí?
Valentino se apresuró a protestar, diciendo que aquello
que habían puesto en la tienda pertenecía a las reservas del
propio Emperador. No, no le mentía...; pensó que debía de
ser muy arriesgado mentir a aquellos ojos negros, que pare­
cían penetrar en los pensamientos. Tenía cuarenta y cinco
años, estaba casado y era padre de tres grandes mocetones,
pero se sintió como si, delante de aquella extraordinaria
mujer, tuviera seis años.

255
LOUIS DE WOHL

—¿Dónde están tus damas de compañía? —preguntó


Constantino, que había entrado con ellos—. He visto una
sombra gigante ahí fuera... sin duda es Favonio. ¿Pero dón­
de están las damas?
Ella se le encaró con dureza.
—¿Crees que voy a arrastrar a mis muchachas por estas
montañas y traerlas a una campaña de guerra? No me ser­
virían más que de estorbo.
—Pero, madre, tú misma...
—Hijo mío, yo domaba caballos antes de que tú nacie­
ras. No sé si ahora podría hacerlo, pero todavía soy lo bas­
tante fuerte para montar una muía. Y quiero estar presente
en esta campaña.
—¿Quieres decir que... vas a venir con nosotros?
Constantino y Valentino se miraron atónitos.
—¡Pero, madre, esto es una guerra! ¿Qué pasaría si...?
—Claro que es una guerra. ¿Qué te has creído que yo me
imagino que es? Vamos, vamos, hijo... Tú eres el Empera­
dor, ¿no? Esto es territorio romano, ¿verdad? Bien... ¿pues
qué es lo que puede impedir que la madre del Emperador
viaje por territorio romano? No seré un estorbo, no tengas
miedo de eso. Y ahora, buenas noches.
—Buenas noches, madre —dijo Constantino; y no se
atrevió a mirar a Valentino.
La abuela del Imperio, pensó Valentino mientras aban­
donaban la tienda. Es tan estimulante como un vaso de vino
antes de una batalla.
Vio al gigante que estaba a la entrada en posición de fir­
me; llevaba un uniforme anticuado.
—Bien, Favonio —le dijo el Emperador—, nunca pensé
que dejarías que mi madre viniera a una expedición como
ésta.
Valentino vio que el hombre hizo un gesto como lo ha­
bría hecho Hércules o uno de los Titanes.
—No la pude detener, señor. Creo que nadie habría po­
dido.
—Supongo que aludes a mí —asintió Constantino—.
Buenas noches, Favonio... cuídate.
—Buenas noches, señor. ¡Señor!
—¿Sí, Favonio?

256
EL ARBOL VIVIENTE

—La tercera cohorte de la Legión X X I está mal equipa­


da, señor. Las sandalias de la tercera parte de los hombres
no están en condiciones; y las armas de la cuarta parte de
ellos son defectuosas.
—Toma nota de esto, Valentino —dijo Constantino—.
¿Algo más, Favonio?
—El herrero de la II y de la III de caballería gala no co­
noce bien su oficio; he visto que once caballos han perdido
una herradura.
—Anota esto, Valentino. ¿Algo más?
—No, señor.
—Muy bien. Gracias, viejo amigo. Buenas noches.
Cuando llegaron a la tienda imperial, Constantino diio:
—Despiértame media hora antes del amanecer, Valenti­
no. A propósito, que le lleven un ánfora de vino al centurión
Favonio.
—Sí, Sire. Es un hombre extraordinario. Tiene la vista
de un halcón.
—¿Favonio? Es el soldado, Valentino. Tengo el orgullo
de que haya sido mi maestro cuando yo era un muchacho.
Buenas noches.
—Buenas noches, Sire.
Los centinelas saludaron poniéndose firmes. En la tien­
da hacía un frío tremendo. Cuando se acercó a la mesa de
trabajo, se dio cuenta, con sorpresa, que todavía llevaba en
la mano el rollo que había caído al suelo. Lo miró con aten­
ción y vio que no era la Eneida, sino otra colección de poe­
mas: Las Bucólicas . Era una verdadera vergüenza que las
hubiera leído por primera vez a sus treinta y ocho años. Re­
cordó vagamente que el viejo Filostrato había intentado
que leyera algunos de esos poemas cuando era niño... aun­
que Filostrato, en conjunto, le daba más importancia a la
poesía griega que a la latina. Pero, de todas formas, no tuvo
mucho éxito en sus intentos.
Era natural que Filostrato sintiera preferencia por sus
poetas griegos. Pero Virgilio tenía algo que los dejaba como
pálidos y sin brío, cuando cantaba la muerte de los héroes o
el encanto de la campiña latina. Virgilio era... como el espí­
ritu de Roma.
Constantino extendió el rollo sobre la mesa y, al hacerlo,

257
LOUIS DE WOHL

tropezó con el cobre viejo del casco púnico. Aquello era co­
mo los restos de la gloria de Africa: un objeto de metal ya
muerto, inútil y feo... era todo lo que quedaba de la magnífi­
ca aventura de Aníbal. Era como un símbolo, porque tanto
el casco como el infortunado general, que quizá lo llevó
puesto, nunca llegaron a Roma. Nada había sobrevivido al
poderío cartaginés, ni un verso, ni un canto a su grandeza y
a su caída. Quizá fuera el Destino... el gélido dios, más gran­
de que el mismo Sol... Las naciones tenían su propia vida,
como cada uno de los hombres: nacían, se hacían grandes,
envejecían y morían. Así habían muerto los asirios, los ba­
bilonios, los griegos...
¿Cuáles habían sido los sentimientos del gran púnico
cuando acampó allí mismo, bajo las cumbres nevadas de
los Alpes? Aquel hombre tuerto que odiaba a Roma, a
quien, siendo todavía un niño de nueve años, su padre le ha­
bía hecho jurar odio implacable a Roma. ¿Venía a vengar el
destino de su padre? Quizá tenía el sentimiento de que le
había sido confiada la venganza de un agravio más antiguo:
el de Dido, abandonada por Eneas, para convertirse en pa­
dre de Roma. La Eneida de Virgilio y ese casco seguramente
podrían contarse mutuamente muchas cosas...
Pero Cartago había muerto y Roma estaba viva. Y segui­
ría viviendo con una grandeza más grande todavía que la
que poseía hasta entonces. Nadie podía tener más fe en Ro­
ma que la que había tenido Virgilio. ¿No había dicho alguien
que un verdadero poeta era un verdadero profeta? No, ma­
dre. Quédate con tu dios o tu profeta judío... y déjame mi
Roma y mi Virgilio.
Tomó el rollo y leyó:
¡Oh Musas sicilianas!, cantemos cosas más elevadas.
Los arbustos y los humildes tamarindos no a todos
[agradan.
Si cantamos baladas, que sean dignas de un cónsul.
La última edad, cantada p or la Cumea, está llegando.
De nuevo empieza una serie de grandes siglos...

¡Empiezan de nuevo! No es malo este vaticinio. Quizá


sea infantil pensar de esta manera, pero de todas formas...

258
EL ARBOL VIVIENTE

Ya vuelve también la virgen Astrea


y vuelve el reino de Saturno.
Ya una nueva progenie es enviada
desde lo alto de los cielos...

¡Esto es todavía mejor! ¿Pero a quién se refiere? ¿A


Augusto? Difícilmente, pues aquello no era una nueva pro-
genie..., y en cuanto a que había sido enviada desde lo alto
de los cielos...
¡Oh, tú!, sé propicia al recién nacido,
con el cual prim ero acabará la edad de hierro
y la edad de oro invadirá al mundo,
¡Oh, casta Lucina!
Ya empieza el reino de tu Apolo...

El Emperador se detuvo un momento y se pasó la mano


por la frente. Se le agolpaban los pensamientos y tenía que
rechazarlos. Pensamientos locos. Era de idiotas poner en
relación cosas que no tenían relación entre sí. Era de idio­
tas, aunque los hombres tenían la costumbre de hacerlo, y
llamaban a esto profecía o... o incluso religión. Que Virgilio
nos dé la interpretación auténtica de Virgilio...
Porque, ¡oh, Polión!, bajo tu consulado
hará irrupción esta gloria de nuestra edad
y empezarán a contarse los grandes meses...

Polión... un contemporáneo. ¿Es que la edad de oro ha­


bía comenzado en tiempos de Augusto? ¿Hacía trescientos
años o poco más?
Bajo tu mandato
todos los vestigios de nuestra culpa
serán barridos,
la Tierra se verá libre para siempre de sus terrores.
Participará (el recién nacido) de la vida de los dioses,
los héroes estarán mezclados con los dioses,
y él m ism o será visto entre ellos,
gobernando pacíficamente el mundo
con las virtudes de su padre...

259
LOUIS DE WOHL

Pálido como la muerte, con dedos temblorosos, siguió


leyendo Constantino. Y Virgilio prorrumpió en un vibrante
cántico de gloria: la tierra producirá primicias de frutos co­
mo nunca...
desaparecerá toda ponzoña y
también serán muertas las serpientes.

Seguía leyendo y leyendo, como un sediento bebe el


agua, con avidez, salvajemente, con tragos atropellados;
una y otra vez volvía atrás para cerciorarse del sentido del
texto. Leyó: durante un cierto tiempo, en la edad de oro, las
cosas no irían bien. Quedarían aún restos de la antigua
maldad...
otras guerras habrá también...
N o obstante, la felicidad del m undo estaba asegurada...
Por sí m ism o el cordero teñirá su vellón
de vivo color púrpura o de brillante azafrán.
Sólo con pastar la hierba los corderillos se vestirán de
[ escarlata.
Las Parcas, en armonía con el orden establecido por los
[hados,
cantarán a sus husos:
¡Siglos... corred p or la era gloriosa!

Y aquí el poeta Prometeo se hincaba de rodillas y supli­


caba:
Amada estirpe de los dioses ,
ilustre vástago de Júpiter,
mira a tu paso las señales gradiosas:
el tiempo está ya aquí.
Mira cómo el mundo inclina su redondez hacia ti,
la tierra, los espacios del mar, los cielos sublimes.
Mira cómo todas las cosas se regocijan
con la proximidad de esta era.
¡Ojalá mis últimos años de vida se prolonguen
y tenga yo suficiente aliento para cantar tus proezas!

Y continuó leyendo: ni Orfeo ni Apolo Lino lo superaban


en este cántico, ni siquiera el dios Pan... y lo último que el

260
EL ARBOL VIVIENTE

poeta suplicaba, ya al final de sus estrofas era una sonrisa


del «tierno niño»... una sonrisa «para que su madre se sin­
tiera feliz».
Febrilmente, Constantino empezó otra vez a leer el poe­
ma desde el principio. Era la Egloga Cuarta. La virgen As-
trea... ¿no era la antigua diosa de la justicia, que había hui­
do de la Tierra, horrorizada por la impiedad de los hom­
bres... y de la cual se decía que se había convertido en la
constelación de estrellas que se llama Virgo? También de­
cían lo mismo de Isis, en Egipto. Su vástago... un vástago
que había de nacer de una virgen en la tierra... y que había
de eliminar la culpa del mundo... participar de la vida de
los dioses... dar muerte a la serpiente.
Pero lo más sorprendente era que Virgilio había visto
todo esto para un futuro próximo... y había deseado vivir
para presenciar el comienzo de estas cosas. Su amigo Po­
llón las vería...
— ¡Valentino!
El ayudante de campo se precipitó en la habitación ate­
rrorizado y con la espada en la mano.
Constantino no pudo evitar una sonrisa.
—No, Valentino, nadie trata de asesinarme. Se trata
de... otra cosa. Valentino... quiero que llames a uno de mis
oficiales cristianos... cualquiera de ellos... Tulio, o no im­
porta quién, pero tiene que ser un cristiano.
Valentino sonrió también.
—Yo mismo soy cristiano, Sire —dijo—. ¿Sirvo yo?
—¿Qué...? ¿Tú también? Nunca me lo has dicho. Ni me
lo imaginaba..., desde luego; ahora comprendo que lo eres.
Dime: ¿cuándo vivió ese Cristo vuestro y cuándo murió?
Valentino se había recobrado de su primera sorpresa.
—Nació el año setecientos cincuenta y tres de la era de
Roma, Sire. Y murió treinta y tres años más tarde, en el se­
tecientos ochenta y seis.
—Entonces, durante el Imperio de Augusto.
—Nació durante el Imperio de Augusto. Murió durante
el de Tiberio.
Sí, sí... desde luego. Pero dime... ¿sabes cuándo murió
Virgilio?
—¿Virgilio, Sire?

261
LOUIS DE WOHL

—Sí, hombre, el poeta. Seguro que cualquier cristiano


ha oído hablar de Virgilio. En todo caso, parece que Virgi­
lio oyó hablar... bueno, ¿lo sabes, o no?
—Sí, Sire. Murió el año setecientos treinta y cuatro de la
era de Roma.
—Eso... eso... diecinueve años antes de que tu Cristo na­
ciera, ¿no?
—Sí, Sire.
¿Quién había dicho que un verdadero poeta era un ver­
dadero profeta?
El Emperador se dejó caer en su silla.
—Muy bien, Valentino, gracias. Puedes retirarte. Tengo
que pensar.

3.

—Conozco la Egloga Cuarta de Virgilio —dijo el obispo


Osio con una suave sonrisa—. Para mi no cabe duda de que
es profética... como las palabras inspiradas de los hombres
del Antiguo Testamento. Dios no tiene por qué inspirar úni­
camente a los hombres de la nación judía...
Elena asintió con la cabeza.
—Ya sabía yo que ibas a decir eso, venerable obispo... o
al menos lo esperaba. También mi padre decía cosas que
iban a pasar... y pasaban. Y hay momentos en los que inclu­
so yo misma...
Interrumpió lo que estaba diciendo.
Se volvió a dejar oír el cántico; había mucha gente re­
zando en la Basílica. Sólo podía ver, a través de la ventana
de la sacristía, las últimas filas de sillas y de bancos que es­
taban abarrotados.
—Por fin podemos alabar a Dios abiertamente —dijo el
Obispo.
Sus ojos oscuros parecían demasiado jóvenes para su
cabello gris. ¿Qué edad tendría? ¿Cincuenta y cinco años?
¿Sesenta? El color de su piel era muy oscuro, incluso para
un latino... algunos decían que tenía sangre egipcia.
—Nosotros no hemos tenido tanta suerte como los súb­
ditos de tu gran hijo —siguió diciendo—. Sólo nos podía-

262
EL ARBOL VIVIENTE

mos reunir a escondidas... por la noche; muchos de noso­


tros han sido asesinados. La situación era tan mala como
en los días antiguos, cuando fue publicado el edicto de Dio-
cleciano. También hubo una época mala en Britania. Me
acuerdo muy bien. Entonces estaba yo viajando por Brita­
nia...
—Lo sé —dijo Elena—. Tú fuiste quien ordenó de diáco­
no a Hilario en Verulamium, ¿no es así?
El la miró sorprendido.
—Exacto —confirmó—. ¿Lo conocías? Me pregunto qué
habrá sido de él.
El cántico que llegaba hasta ellos se elevó en tono triun­
fal.
—Murió —dijo ella—. Murió cubriendo el Cuerpo de
nuestro Señor con el suyo propio.
El obispo se santiguó.
—Descanse en paz. No sabía que es mártir. Sabía de mi
viejo amigo Albano...
He hecho construir una iglesia en Verulamium, en me­
moria de Albano —la voz de Elena era tranquila y firme—.
Deseo que su memoria se conserve a lo largo de los siglos.
Estoy segura de que esto es lo que Hilario habría querido
que hiciera... era tan modesto como una muchachita; no le
habría gustado que le pusiera su nombre a una iglesia; y Al­
bano era su maestro.
—Tiene una iglesia en tu corazón —comentó el obispo
suavemente, y vio cómo sonreía por primera vez. Pero no le
duró mucho la sonrisa. Percibió que una profunda angustia
agobiaba a aquella extraordinaria mujer, que había llegado
a ser una figura legendaria en el Imperio de Occidente. Se
decía que era la hija de un hechicero; que un ángel la había
asistido cuando dio a luz a su hijo; que llevaba siempre con­
sigo, adondequiera que iba, el cáliz que Cristo había utili­
zado en la Ultima Cena. Siempre había él tenido curiosidad
por ver cómo era realmente; llegó pocos días después de
que las tropas de Constantino ocuparan Verona, y su pri­
mera visita fue para el jefe de la comunidad cristiana. Lo
encontró moribundo, y a su lado estaba «el obispo viajero*,
como llamaban al obispo Osio. Algunos días más tarde se
encontraron otra vez... aquí en la Basílica.

263
LOUIS DE WOHL

—¿Qué es lo que te preocupa, hija mía? —le preguntó—,


Has mencionado la Egloga Cuarta de Virgilio... pero no me
dices qué tiene que ver contigo...
—Mi hijo la leyó una noche, hace unas semanas, cuando
acabábamos de vernos después de mucho tiempo. La leyó
por... mera casualidad. Si es que fue por casualidad... Cons­
tantino no ha sido nunca un intelectual. Es un soldado ante
todo, y poco más. Pero parece haber descubierto a Virgilio.
Ese poema le impresionó fuertemente... y siempre que tie­
ne un poco de tiempo conversa acerca de él conmigo y con
su ayudante de campo, Valentino...
—¿Es cristiano?
—Sí. El poema era completamente nuevo para él y...
muy diferente de su manera de pensar; me ha dicho que
ahora mira al mundo de una forma muy distinta a como él
pensaba que era. Pero no me ha dicho más.
—Eso es una gran cosa... ¿no lo crees, hija mía?
Ella dio un profundo suspiro.
—Para un hombre corriente es una gran cosa, pero es
poco... demasiado poco... para el hombre cuya misión es po­
ner al Imperio bajo el reinado de Cristo.
El obispo retrocedió un paso. Años después recordaría
aquel momento como uno de los más impresionantes de su
vida.
—Emperatriz... hija mía, ¿qué es lo que te hace pensar
que tiene una misión de esa envergadura?
—Las últimas palabras de su padre moribundo... y más
que eso. Por favor, no me preguntes. Me temo que éste no
sea el momento para explicártelo con detalle.
¿Qué quería decir? El tono de su voz era inquieto, casi
desesperado. El obispo se preguntó si la tensión de las últi­
mas semanas no sería la causa de ello. Para una mujer, y
una mujer de su edad, cruzar los Alpes con un ejército tenía
que ser tremendamente agotador. Se decía que había esta­
do en el campo de batalla durante el combate de Turín; si
esto era verdad, había tenido que presenciar cosas que po­
cas mujeres soportarían sin grave quebranto para su salud.
Quizá estuviese deprimida. No obstante, él creía ver que la
fuente de su nerviosismo estaba en la natural intranquili­
dad que siente una persona convencida de que está perdien*

264
EL ARBOL VIVIENTE

do un tiempo precioso sin poder actuar. ¿Pero qué clase de


actuación?
—Me da la impresión de que estás preocupada por la si­
tuación espiritual de tu gran hijo —le sugirió con
cautela—. ¿Por qué no dejas que siga su curso natural? Tie­
nes la sensación, me parece, de que no se tropezó con ese
poema accidentalmente... sino que nuestro Señor está ti­
rando de él. Pues bien, ¿por qué no dejas eso en manos de
nuestro Señor?
Tenía unos ojos asombrosos... con una expresión que le
inclinaba a uno a pensar que eran ciertas las leyendas que
circulaban sobre ella.
—No, venerable obispo, me temo que no sea tan senci­
llo. Nuestro Señor ya hace tiempo que está tirando de él...
ahora le toca a él responder. ¿Cómo puede esperar ganar la
guerra, si no responde? He leído en las Escrituras que a los
tibios Dios los vomita de su boca. Y Cristo dijo: «Quien no
está conmigo, está contra mí». No hay término medio.
El obispo asintió moviendo la cabeza con gravedad.
—No te puedo contradecir. ¿Pero no parece como si
nuestro Señor estuviera de su parte? Ha conseguido atra­
vesar los Alpes, se ha apoderado de las fortificaciones de
las montañas con toda facilidad, ha derrotado a las tropas
de Majencio en Turín y a su general Pompeyano en
Verona... no estoy tratando de ignorar su mérito como ge­
neral; sé muy poco de asuntos militares, pero he oído decir
que sus dotes de mando son grandes y que su valor per­
sonal...
—Sí, sus propios oficiales le enviaron una delegación
rogándole que no se expusiera tanto. Eso lo sé. Pero esas
victorias han tenido su precio... y un precio elevado. Su
ejército no es ya lo que fue, y ahora no hay tiempo para re­
cibir refuerzos. He visto a su tropa... he estado viviendo con
ellos todo este tiempo... ninguno de sus hombres es el mis­
mo que trajo consigo. Han perdido mucho armamento, de­
masiado, y lo tienen que reponer con lo que buenamente en­
cuentran en los almacenes conquistados al enemigo; no son
la clase de armas a las que están acostumbrados y esto con­
diciona mucho a un hombre que tiene que luchar con ellas.
El asombro que mostraba el obispo la hizo sonreír.

265
LOUIS DE WOHL

—No tienes que sorprenderte, venerable obispo; he esta­


do viviendo con el ejército la mitad de mi vida. Conozco
bien cuáles son los sentimientos de un soldado y cuáles son
las cosas que tienen importancia para él.
—Eso parece —asintió el obispo Osio—. Y creo que aho­
ra comprendo tu preocupación. Además hay que conside­
rar la superioridad numérica del enemigo. Por lo que he
oido decir, Majencio tiene un ejército de unos ciento veinte
mil hombres, y quizá más...
Ella no tomó en consideración esto último.
—El número no es lo importante... no es eso. El número
no es lo que decide una batalla. Lo que importa es el espíri­
tu de Constantino... y el espíritu de sus hombres. Y eso es
precisamente... el estado de sus espíritus... lo que me preo­
cupa mucho. Has percibido la preocupación en mi espíritu,
venerable obispo... y has pensado que soy una pobre mujer
nerviosa que necesita unas palabritas de aliento. No, no me
repliques, sé bien que eso es lo que has pensado. Pero lo
que has notado no es en absoluto mi preocupación, sino la
de ellos, sus dudas y sus inseguridades reflejadas en mi
alma.
El experimentado pescador de almas la miró agudamen­
te; habitualmente era él quien leía los pensamientos de los
demás, y se sintió ligeramente irritado y, luego, se sintió
molesto por haberse irritado. Se percató de que la había
minusvalorado... le había hablado como si fuera inferior,
cuando quizá su espíritu estuviera por encima del suyo
propio.
Ella no pareció darse cuenta de esa mirada, y siguió di­
ciendo:
—Mi hijo y su ejército son como un solo cuerpo; él es la
cabeza, el cerebro, y lo que él piensa y siente se transmite
hasta el último de sus hombres. Soy su madre... y en cierto
sentido soy también la madre de todos ellos. Sus preocupa­
ciones son mías... las envuelvo con mi corazón y las hago
mías.
El obispo pensó un instante que habría que prevenirla
contra el pecado de orgullo espiritual... pero vio con total
seguridad que se equivocaba: no había hecho más que ex­
presar lo que para ella era una realidad. Ante su propio

266
EL ARBOL VIVIENTE

asombro, el obispo se oyó a sí mismo decir:


—Algunos de nosotros llevamos nuestro Getsemaní,
hija.
Ella se puso muy pálida; tan pálida que él creyó que se
iba a desmayar. Sin embargo, preguntó con voz totalmente
firme:
— ¿Y el Getsemaní lleva siempre a la crucifixión?
Otra vez, como contra su propia voluntad, el obispo se
escuchó decir:
— Ninguna victoria se alcanza sin sufrimiento, hija.
En ese momento les pareció a los dos que ya no estaban
solos... que muchos rostros se habían introducido en la pe­
queña habitación; instintivamente ambos miraron a su al­
rededor. Y allí estaban los rostros, muchos, desfilando por
la pequeña ventana que daba a la nave de la Basílica oscu­
ra... pues la ceremonia había terminado y la comunidad se
estaba marchando.
El obispo decidió que había que romper el hechizo.
—Tenemos suerte de que nos haya sido devuelta la Basí­
lica —dijo con un tono más ligero— . Y también de que no
haya sido incendiada como tantas otras. El ejército de Ma-
jencio la utilizó como almacén. La he tenido que volver a
consagrar, desde luego. ¿Quieres visitarla?
Elena se puso de pie.
— Sí, venerable obispo, en cuanto esas buenas gentes se
hayan marchado.
Unos minutos después entró en la nave; era un recinto
gigantesco, casi sin adornos. En el altar había flores. A la
derecha...
— He hecho erigir esta cruz en memoria de nuestros
mártires —explicó el obispo Osio— . Cada iglesia debería
tener una cruz grande como ésta, ¿no te parece? Es aproxi­
madamente del tamaño de la Cruz de nuestro Señor... Pero
no me estás escuchando.
— Es demasiado oscura — comentó Elena—. Debería ser
mucho más clara. Era mucho más clara.
Se dirigió a la cruz, despacio y con paso firme; parecía
como si la cruz la atrajera. Se puso de rodillas al pie y co­
menzó a rezar.
El obispo Osio permaneció donde estaba, hasta que vio

267
LOUIS DE WOHL

venir hacia él al diácono Galo, un hombrecillo que había es­


tado dirigiendo los oficios de esa tarde. Galo le dijo en voz
baja que la señora Metela acababa de ir a hablar con él... su
marido estaba a punto de morir. ¿Querría el obispo ir a
asistirle en sus últimos momentos?
Osio dirigió su vista a donde estaba Elena arrodillada
ante la cruz. No sabía exactamente lo que hacer, si inte­
rrumpir su oración para excusarse, o si marcharse y pre­
sentarle sus excusas al día siguiente por la mañana hacién­
dole una visita a su casa de la Vía Roma, que es donde se ha­
bía alojado durante su estancia en Verona. Se decidió por
esto último.
—Muy bien, Galo. Iré ahora mismo. Espérate aquí y,
cuando la Emperatriz-Madre acabe de rezar, preséntale
mis respetos y explícale por qué me he tenido que marchar.
Dile que iré mañana por la mañana a presentarle mis excu­
sas. No abandones la iglesia por ningún motivo antes de
que la Emperatriz-Madre se vaya.
El diácono se inclinó obediente y el obispo Osio salió,
andando de puntillas. Tardó casi media hora en llegar a la
casa de la señora Metela; unas dos horas después murió el
marido con entera paz; después, el obispo se quedó allí un
rato consolando a los hijos y a la viuda. Cuando por fin re­
gresó a casa era casi la media noche. Al pasar por delante
de la Basílica vio la figura del diácono Galo junto a la puer­
ta y oyó que le llamaba.
Se le acercó. El hombrecillo estaba temblando y era in­
capaz de hablar.
—Tanquilízate, hombre —le dijo el Obispo—. ¿Qué
pasa?
Con una sospecha repentina, añadió:
—¿Le ha ocurrido algo a la Emperatriz-Madre? ¡Habla,
Galo!
—No... no lo sé —balbució el hombrecillo—. Está... está
todavía aquí...
—¿Qué?
El obispo subió precipitadamente la escalinata y entró
en la Basílica.
La luz de una solitaria lámpara de aceite luchaba contra
el resplandor de la Luna que entraba por las ventanas. Una

268
EL ARBOL VIVIENTE

oscura silueta estaba de rodillas ante la cruz.


Los muertos no se mantienen de rodillas, fue su primer
pensamiento, dando un suspiro de alivio. Pero no se movía
lo más mínimo... estaba tan serenamente rígida, que el obis­
po volvió a sentir miedo.
Se acercó a ella... andando muy despacio. El diácono Ga­
lo le iba pisando los talones.
Ahora ya podía verle la cara... y los ojos; se detuvo en se­
co y le hizo señas a Galo para que también se detuviera.
Los ojos de Elena estaban abiertos de par en par, pero
no se podía saber qué era lo que estaban viendo. Sus manos
estaban en actitud suplicante, pero la fuerza que las mante­
nía elevadas no parecía ser la de ella misma. En su rostro
había una expresión de ternura extasiada; toda la vida que
había en ella parecía proyectarse sobre la gran cruz ilumi­
nada por la Luna... como si fuera un órgano vital, un órgano
que daba vida a su cuerpo, latiendo con un torrente de san­
gre y de rayos de Luna, resplandeciendo y centelleando con
un movimiento sin reposo.

4.
—Los puntos principales —dijo Constantino— son muy
sencillos y quiero que cada comandante se los meta en la
cabeza. Esta será una batalla por las alas; en otras pala­
bras, será una batalla de la caballería.
—Ellos tienen tres caballos por cada uno de los nues­
tros —observó el legado Asclepiodato.
—Lo sé. Pero su caballería está formada por númidas,
cuyos caballos son pequeños y cuyas armaduras son muy
endebles... y por ese nuevo invento que han hecho, la misma
clase de caballería que ya nos hemos encontrado en Turín y
en Verona: jinetes y caballos cubiertos con una armadura
que no les deja maniobrar. Nuestra caballería gala acabará
con unos y otros... ¿qué dices, Vindorix?
El pequeño general de caballería dijo riéndose:
—Aplasto a los númidas y jugueteo alrededor de los ji­
netes acorazados.
—Exacto. Ya lo has hecho otras veces. Lo puedes volver
a hacer una vez más.

269
LOUIS DE WOHL

—Posiblemente —comentó Vindorix—. Aunque... esta


vez hay muchos más y nosotros somos menos.
—Están cerca de Roma —advirtió el legado Trebonio—.
De hecho están respaldados por la capital. Lucharán con
mayor confianza.
—Al contrario —exclamó el Emperador—. Eso puede
ser fatal para ellos. Se han estado dando la buena vida allí.
Están cebados de comida y además se necesitaría un hom­
bre más enérgico que Majencio para apartarlos del vino y de
las mujeres. ¿Qué os pasa a todos vosotros? Les hemos ven­
cido en todas las batallas. Un esfuerzo más y acabamos la
guerra.
Se produjo un silencio. Después Asclepiodato tomó
aliento.
—Emperador, he tenido el honor de luchar a las órdenes
de tu Augusto padre así como a las tuyas, y estoy muy orgu­
lloso de ello. Creo que puedo decir que mi consejo nunca se
ha inclinado demasiado a la prudencia. Pero ésta no es una
situación fácil, Sire. Nos superan en número hasta tal pun­
to, que concebir la idea de atacarles es un verdadero atrevi­
miento que raya en la imprudencia. El enemigo perdió par­
te de sus fuerzas en Turín y en Verona... pero en estos mo­
mentos está perfectamente recuperado. Nuestro mayor
aliado hasta ahora fue la sorpresa. No nos esperaban. Aho­
ra sí nos esperan. En números redondos ellos son ciento
cuarenta mil contra nuestros cuarenta mil.
—Cifras —dijo Constantino con desprecio—. Uno solo
de mis veteranos vale por seis de sus reclutas bisoños.
—También tienen tropas con experiencia —replicó el
viejo legado—. Y lo que es más: dispone de la Guardia Pre-
toriana... los mejores combatientes del Imperio.
Constantino dio un salto, indignado.
—La Guardia Pretoriana —gritó—. Ese puñado de bri­
bones miserables que durante siglos ha estado vendiendo el
Imperio al mejor postor. jPor los dioses que los aplastaré!
Los destruiré de tal manera que no quedará ni rastro de
ellos. Aunque esta campaña no tuviera más resultado que
arrasar ese nido de víboras, la daría por bien emprendida.
Majencio no sólo les ha vuelto a conceder sus privilegios, si­
no que los ha aumentado... caerá con ellos, os lo juro. Yo

270
EL ARBOL VIVIENTE

mismo dirigiré el ataque contra ellos. ¡Ya está bien de pre-


torianos!
Asclepiodato se encogió de hombros.
—El Emperador es el Emperador —dijo con voz profun­
da y retumbante—. Yo soy un simple soldado. Haré lo que
me manden.
—Todos haremos lo que nos manden —añadió el peque­
ño Vendorix—. Una buena parte de la caballería morirá
mañana. Es una lástima.
Se veía claro que ésta era la única cosa que le preo­
cupaba.
Constantino recorrió con la mirada los rostros de aque­
llos hombres uno por uno. Algunos de ellos estuvieron con
él en Eburacum, cuando su padre murió. Los conocía bien.
Trebonio, que había asaltado la fortaleza de Susa; Ulpio,
cuyo ataque al ala izquierda del enemigo había significado
tanto para decidir la batalla de Turín; Asclepiodato, cuya
experiencia y cuya previsión fueron inestimables en el sitio
de Verona; y el pequeño Vindorix, un centauro más que un
hombre... y así todos los demás. Más de una vez habían rea­
lizado hazañas que parecían imposibles. Pero ahora pare­
cía como si sus ímpetus se hubieran desvanecido: estaban
fatigados. Pensaban en que todos los grandes hombres que
habían intentado conquistar Roma habían fracasado. Sólo
unos pocos años antes, Galerio lo intentó y fracasó ante ese
mismo enemigo.
Sea lo que fuere, todos tenían el aspecto de haber perdi­
do la fe. ¡Fe! Si se quiere alcanzar la victoria, hay que creer
en ella. Durante unos momentos estuvo dudando si dirigir­
les una perorata... para sacarlos de su letargo. Pero vio que
no tenía qué decir. Hacía un rato que había oído cómo Tre­
bonio decía: «los dioses estarán de nuestra parte»; y Vindo­
rix, con una risa estrepitosa como el relincho de un caballo,
le replicó: «¿los dioses? Prefieren apostar sobre seguro;
siempre se ponen de parte del ejército más poderoso y que
posee el mejor armamento».
¿Y si tuviera razón? Volvió a recordar las incontables
horas que había pasado inmerso en torturantes dudas, y es­
te recuerdo le produjo un latigazo de impaciencia.
—Esto es todo, amigos —dijo secamente—. Nos volvere­

271
LOUIS DE WOHL

mos a ver mañana... al amanecer. Buenas noches.


Abandonaron la tienda de mala gana, con los hombros
caídos, el paso vacilante, evitando mirarse los unos a los
otros.
Le invadió una oleada de cólera salvaje e incontrolada;
de buena gana les dispararía una flecha a cada uno de ellos;
pero inmediatamente reconoció que todo era culpa suya,
que tendría que haberles infundido la confianza que les ha­
bía abandonado, que tenía que insuflarles la energía perdi­
da, que tenía que haberles despertado el entusiasmo. Para
eso era su jefe. Para eso era su Emperador. Les había
fallado.
A la mañana siguiente se daría la batalla. Mañana era el
día decisivo. Si Majencio tenía su día, la guerra estaba per­
dida. ¡Si pudiera disponer de todo su ejército! Pero para
eso tendría que desguarnecer la frontera del Este... y eso
significaría que los francos y los sajones podrían invadir
Galia sin encontrar resistencia. Si Majencio estuviera en su
lugar, eso no le habría importado. Pero a él sí le
importaba... y esto podía ser la causa de su derrota. ¿Dónde
estaba la justicia?
¿Era entonces cierto que no había justicia, que Astrea
había abandonado desesperada la Tierra? ¿O, por el contra­
rio, llevaba razón Virgilio cuando cantaba que la justicia
había regresado?
Justicia... cuando nos sentimos débiles clamamos por la
justicia, como algo que nos es debido. Pero la justicia pre­
supone la existencia de los dioses... o la de un dios. Si no
hay dios, ¿por qué ha de haber justicia? ¿A quién se le po­
dría exigir? ¿A los hombres? ¿En virtud de qué? ¿Por qué
no iban a poder hacer los hombres simplemente lo que les
viniera en gana?
De todas maneras, si la batalla del día siguiente se per­
día, eso significaría la muerte para los cristianos del Impe­
rio. Por consiguiente, si el dios cristiano existía, no tendría
más remedio que ponerse de parte del ejército de Constan­
tino.
¿Pero existía? Si así era, no podía ser un dios de la gue­
rra. Las espadas no podían ser de su agrado, desde luego. Y
le volvía a sonar la voz estridente del pequeño Vindorix:

272
EL ARBOL VIVIENTE

«¿Los dioses? Siempre se ponen de parte del ejército más


poderoso y que posee el mejor armamento».
Su madre, naturalmente, estaba fírme en sus creencias.
Y todo le había ido bien mientras se mantuvo en ellas. Lás­
tima que ahora no estuviera allí con él. Era un pensamiento
estúpido... como un niño pequeño que lloriquea llamando a
su madre la víspera de la batalla. Si las tropas lo supieran...
De todas formas, era una mujer extraordinaria. Habría
sido preferible que estuviera allí con él.
Se asomó a la puerta de la tienda, donde encontró a Va­
lentino mirando al firmamento. Estuvo a punto de pregun­
tarle: «¿Qué estás mirando en el cielo?». Pero no lo hizo, si­
no que también él se puso a mirar.
Precisamente en ese momento el Sol se estaba ponien­
do; por encima del disco había una masa extraña y lumino­
sa, como si del Sol estuviera brotando un rayo muy ancho,
enormemente grueso, como si del Sol estuviese creciendo
otro Sol... no, era como un largo brazo de fuego con dos ra­
mas...
— ¡Qué cosa más rara, Valentino!
—Sí, Sire —respondió con voz espantada.
Era una prolongación larga, larga, que seguía creciendo
dividiéndose en dos ramas.
—Se parece... se parece a una cruz —dijo Constantino; y
oyó detrás de él la respiración entrecortada de Valentino.
Apartó su mirada y la dirigió hacia los millares de tien­
das; en aquella parte estaban acampadas las tropas de Tre-
bonio. Podía ver las pequeñas columnas de humo azul; esta­
ban preparando la comida, que para muchos sería la últi­
ma. Pero ahora veía la sombra de una cruz oscura proyecta­
da sobre las tiendas... y cuando miró en dirección contra­
ria, donde la cinta plateada del Tíber se destacaba entre
suaves colinas cubiertas de olivos, también allí estaba esa
cruz oscura, como la sombra de aquella extraña y llamean­
te aparición que surgía del Sol.
—Buenas noches, Valentino —y se volvió bruscamente,
entrando en la tienda.
Le habían servido la comida, pero no tenía hambre. Se
puso él mismo una copa de vino, pero se olvidó de tomárse­
lo. Se tendió sobre el camastro y trató de pensar en el plan

273
LOUIS DE WOHL

de batalla que había proyectado. El enemigo había desple­


gado al menos la mitad de sus fuerzas a lo largo del Tíber...
en este lado del río, no en la otra orilla. Esto quería decir
que pensaba dar la batalla con el Tíber a sus espaldas. Por
consiguiente, tenía que traer el resto de su ejército, bien en
aquellos mismos momentos, bien en las primeras horas de
la mañana... Era esencial, entonces, atacar lo más tempra­
no posible... antes de que trasladaran todas las tropas, y así
los puentes estarían congestionados. Si pudiera disponer
de más caballería... pero casi todos sus mejores hombres
habían caído en las llanuras del Norte... Lo que había visto
era como una cruz... Valentino lo había visto también...
¡Qué cosa más rara!

★ ★ *

Allí estaba, latiendo con vida propia, resplandeciente y


centelleante en eterno movimiento.
Todavía podía verlo cuando despertó por la mañana, y
se oyó a sí mismo repetir una y otra vez: «Con este signo
vencerás. Con este signo vencerás».
Se levantó tambaleándose: «Con este signo vencerás».
¿Quién había pronunciado esas palabras? ¿Las había di­
cho alguien? ¿Quizá las había visto escritas? «Con este sig­
no vencerás».
— ¡Valentino! ¡Valentino!
Cuando entró el ayudante de campo, medio borracho de
sueño, encontró al Emperador ante su mesa de trabajo, er­
guido y despejado.
—Toma nota, Valentino. Orden general al ejército...

★ ★ ★

La niebla matutina del día veintiocho de octubre estaba


levantando.
A Bemborix le despertó el ruido hecho por una armadu­
ra, se frotó los ojos y miró atónito a Vito, que estaba com­
pletamente vestido y se ponía el casco en aquel momento.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Es que nos han llamado ya?

274
EL ARBOL VIVIENTE

¿Qué hora es? El Sol no ha salido todavía ¿Es que hay alar­
ma general ?
Crocus también se estaba despertando. Lo mismo suce­
día con otros dos o tres de los veinte que había en la tienda.
Todos miraban pasmados a Vito, que estaba echando mano
del escudo y de sus dos lanzas: el pilum, con su larga punta
de hierro, y la pica, con su hoja corta y ancha.
—¿Qué le pasa a éste? ¿Está sonámbulo?
—Es mejor que os preparéis —dijo Vito con toda
seriedad—. Hoy es el día.
—El día aún no ha empezado. Aper no nos ha llamado.
Debes de estar loco.
—Hoy es el día —repitió Vito—. Ya sabéis lo que quiero
decir. Habéis visto las señales exactamente como las he vis­
to yo. Ya os dije que habría señales, y las ha habido.
— ¡Ya está bien con tus supersticiones! ¿Es que uno no
puede dormir tranquilo? Me gustaría saber qué clase de
ejército seríamos... sólo porque la puesta de Sol fue un po­
co rara...
—Era el signo de la Cruz —dijo Vito reposadamente—.
Y ésa es la señal. Todavía habrá más. Hoy es el día.
— ¡Dale un puñetazo! —dijo Crocus, bostezando—. ¡Dale
un puñetazo, Bemborix!
— ¡Arriba todos! —la voz profunda del centurión Aper
llegaba desde fuera de la tienda—. ¡Arriba! ¡A prepararse
todos cuanto antes!
Entró en la tienda con la armadura completa, y con él
iba un hombre que llevaba un balde lleno de un liquido
blanco.
— ¡Atención! —dijo.
Todos le miraron llenos de estupefacción. En su casco
llevaba pintada una tosca cruz blanca.
—Por orden del Emperador: todos los hombres se pinta­
rán una cruz en su casco y otra en su escudo. Y bien pinta­
da. A ver si lo hacéis con cuidado, gentuza. Vamos, ponéos
la armadura. ¿Qué esperas? Tú... tú que ya estás listo. ¡El
primero!
Vieron a Vito acercarse al hombre del balde; iba andan­
do despacio y Bemborix esperaba que Aper rompería en un
torrente de palabrotas; en efecto, el centurión tomó

275
LOUIS DE WOHL

aliento... pero no lo hizo. Se inmovilizó mirando cómo Vito


ponía una rodilla en tierra junto al balde, depositaba su es­
cudo en tierra y se quitaba el casco con un gesto casi sacer­
dotal. El rostro de Aper estaba inexpresivo. Pero los solda­
dos que podían ver a Vito cruzaron entre sí una rápida mi­
rada. Dentro del balde había una brocha. Acabó en pocos
momentos. Se levantó.
Entonces una docena de voces empezaron a hablar al
mismo tiempo.
—¿Conque orden del Emperador...?
—¿Qué significa esto...?
—Supongo que será una especie de conjuro...
—Sí, pero...
— ¡Venga! Vamos a hacerlo, que no nos hará daño...
—Sí, pero...
— ¡Vaya una ocurrencia!
— ¡Está claro! —gritó Bemborix—. Es lo de la puesta del
Sol... el Emperador se lo ha tomado como un presagio.
—Pero ésta es la señal del cristiano, ¿no? —preguntó
Crocus—. ¡Tú debes de saberlo bien, Vito!
Se volvieron todos a mirar al hombre alto de ojos pro­
fundos.
—Sí —dijo Vito—. Es nuestra señal. Y ésta es la victoria.
—Entonces es un talismán, ¿no? preguntó uno de los le­
gionarios.
—Es todos los talismanes del mundo juntos —afirmó
Vito—. Es la victoria. Es la nueva era. Yo lo sabía. ¡Te lo di­
je, Crocus... y a ti, Bemborix!
—Es cierto —admitió el germano—. Lo dijo. Alárgame
la brocha.
—Os lo dije cuando atravesamos los Alpes —continuó
diciendo Vito, con la voz excitada—. Y ha sucedido. Los em­
pujaremos delante de nosotros como si fuéramos un to­
rrente. El está con nosotros... ¿sabéis lo que eso significa?
Os lo diré: El es el Unico, el que dispersa a los ejércitos ante
él. El es el Unico, el que está por encima del mundo, y nadie
puede resistirse. Majencio puede darse por muerto.
—¿Has echado un vistazo al enemigo? —argüyó
Bemborix—. ¿Has contado las tiendas que hay plantadas a

276
EL ARBOL VIVIENTE

las orillas del Tíber? ¡Yo sí! Hay dos o tres por cada una de
las nuestras.
Vito lanzó una carcajada estruendosa.
—Aunque fueran diez contra uno de nosotros, aunque
fueran veinte contra uno... están acabados. ¡Ya lo verás!
— ¡Estás loco! -—dijo Bemborix con su habitual tono de
desprecio: tenía la brocha en la mano y la manejaba con fu­
ria—. ¡Una cruz! Preferiría cubrir mi escudo con una piel
de buey. ¡Vaya una protección! Una pincelada de pintura
no sirve para nada.
— ¡Tú sí que eres un buey! —dijo uno de los
legionarios—. ¡A ver si cierras de una vez tu bocaza! Este
individuo sabe de esto algo más que tú... eso está claro. Pá­
same la brocha.
—¿Y qué hacemos con Júpiter? —preguntó una voz lle­
na de angustia—. ¿Vamos a ofender a los dioses poniéndo­
nos de parte de esta tontería extranjera?
— ¡Cállate de una vez! El hermano de mi mujer es un
augur del templo de Júpiter y, según dice ella, miente más
que habla.
—Sí, y los sacerdotes del templo de Marte, en Autun, te
ofrecen unos amuletos que, supuestamente, te protegen
contra las flechas y las lanzas. Mi viejo camarada Aulo les
compró uno — ¡le costó dos meses de paga! — y en la prime­
ra escaramuza le clavaron una flecha en el pecho.
—Ya es hora de que probemos otra cosa.
—Además de eso —dijo uno delgaducho, mientras se co­
locaba la armadura—, ellos, los de ahí enfrente, creen en
Júpiter y en Marte y les ofrecerán sacrificios antes de la ba­
talla, ¿no? Y como son tres veces más numerosos que noso­
tros, según dice Bemborix, ofrecerán tres veces más sacrifi­
cios, así es que estamos listos si nos quedamos con Júpiter
y con Marte. Nos conviene probar otra cosa.
— ¡Eso está bien pensado!
Vito había salido de la tienda y estaba en la entrada, mi­
rando a lo lejos con los ojos brillantes. Cientos y cientos de
hombres surgían de las tiendas con cruces blancas pinta­
das en los cascos y en los escudos.
Reconoció a unos cuantos cristianos y los saludó con la
lanza, haciendo una señal vertical, primero, y horizontal,

277
LOUIS DE WOHL

después; ellos le respondieron de la misma manera y su sa­


ludo fue repetido por más cristianos en otras unidades. No
eran demasiados, quizá sólo había uno por cada quince o
veinte hombres... pero todos tenían la seguridad de que
aquél era el día que habían estado esperando.
Rara era la tienda en la que no se estuviera mantenien­
do la misma discusión.
Empezaron a distribuir las raciones de la mañana...:
pulsum, pan y agua mezclada con un poco de vinagre; ade­
más había un vaso extra de vino sin agua. Uno de los que
servían la comida iba contando una extraña historia: sabía
por qué habían dado la orden de pintarse esas cruces blan­
cas. A él se lo había contado Heracliano, el escanciador del
Emperador, que lo sabía por Valentino, el cual lo sabía por
el Emperador mismo. El Emperador había tenido una vi­
sión esa noche: se le apareció en sueños el dios cristiano y
le prometió la victoria si llevaba el emblema de los cristia­
nos durante la batalla. La victoria sobre Majencio y sobre
todos los enemigos. Y Heracliano le había dicho que Valen­
tino le aseguró que el dios de los cristianos era absoluta­
mente de fiar. Con él era absolutamente imposible fraca­
sar. Le contó que, una vez, prometió su ayuda a un ejército
que tenía que asaltar una fortaleza: lo único que tuvieron
que hacer fue sonar las trompetas, y los muros de la ciuda-
dela se derrumbaron.
Cuando el furriel dijo esto, fue acosado a preguntas.
¿Cuándo sucedió eso? ¿Cómo sabía él que era verdad? Pero
el furriel estaba bien informado: sucedió en algún lugar de
Siria o de Palestina, y Valentino lo había visto con sus pro­
pios ojos*.
Esta noticia les levantó el ánimo.
Apenas habían acabado el desayuno cuando se oyeron
los toques de corneta. Empezaron a lo lejos y fueron en
aumento, al mismo tiempo que se les unía un clamor de vo-

* La historia, deformada por la ignorancia, que cuentan los legiona­


rios, es la de la toma de Jericó por Josué, alrededor del año 1200 a.C. Este
hecho está relatado en la Biblia, en el libro de Josué. Entre la ignorancia y
los acontecimientos que están viviendo, los legionarios llegan a afirm ar
que Valentino estuvo presente en esa guerra, ocurrida más de 1.500 años
antes (N. del T )

278
EL ARBOL VIVIENTE

ces que llegó a las dimensiones de un rugir de miles de gar­


gantas.
—¿Se están derrumbando las murallas? —preguntó
Bemborix.
Pero el centurión Aper ordenó con voz potente:
— ¡Atención!
Y formaron en filas de a dos.
Surgieron filas de a dos por todas partes: desde el extre­
mo norte del campamento....
Surgieron filas de a dos por todas partes: desde el extre­
mo norte del campamento se acercaba una cabalgata. Cin­
cuenta trompetas a caballo; la guardia de corps, formada
por hombres bien seleccionados, cada uno de los cuales ha­
bía demostrado su valor en la batalla por lo menos tres ve­
ces. A continuación venían los portadores de las águilas del
Imperio, todos ellos hombres muy conocidos... pero en lu­
gar de las águilas, esta vez llevaban unas largas picas a las
que se les había puesto un travesaño de madera. Una tela
de seda color púrpura colgaba del travesaño, y en la punta
de la lanza habían colocado una corona dorada, que rodea­
ba a un signo misterioso, parecido a un anagrama.
—El nombre —susurró Vito—. ¡El santo nombre!
—¿Qué significa eso?
— ¡Es el nombre del nuevo dios!
Los centuriones no consiguieron impedir estas conver­
saciones... todos hablaban y vociferaban a más no poder.
Detrás venía el Emperador, radiante, montado en un mag­
nífico caballo. La cruz de su casco y de su escudo estaba
pintada con oro líquido.
— ¡Parece el dios Marte en persona!
— ¡Silencio! Marte es un demonio asqueroso. No hay
más que un Dios, y está de parte del Emperador. ¡Míralo!
¿Lo ves bien?
Anchas cruces plateadas habían sido pintadas en los
cascos y escudos de los oficiales del Estado Mayor del Em­
perador.
—Somos un nuevo ejército —musitó Vito—. Somos el
ejército del mismo Dios.
Había expresado lo que muchos de ellos sentían por ins­
tinto... aunque muy pocos comprendían verdaderamente

279
LOUIS DE WOHL

por qué. Era una sensación, elemental pero real, de que el


Emperador estaba haciendo algo nuevo y de lo cual estaba
muy seguro; había captado las íntimas vacilaciones de sus
hombres, sus miedos ocultos, y encontró la manera de des­
cubrir nuevas fuentes de energía. Era el sentimiento
—primitivo y supersticioso— de que esas cruces que se
veían por todas partes encerraban como un conjuro. Era
como si se hubieran puesto un nuevo uniforme. Se sentían
estrechamente unidos por un nuevo pacto que los aglutina­
ba a todos con una fuerza desconocida hasta ese momento.
Muchos recordaron el extraño signo que habían visto el día
anterior a la puesta del Sol. El Sol de siempre se había ocul­
tado, pero después de su ocaso siguió en el cielo una cruz
de fuego. No cabía duda de que aquello era un presagio, y el
Emperador lo tomó como tal con la misma certeza y la mis­
ma disposición con que había conquistado la victoria en
Susa, en Turín y en Verona. La creencia en los antiguos dio­
ses se había quedado vacía y se había corrompido hacía ya
tiempo. Algo nuevo estaba surgiendo. Muchos de ellos ha­
bían oído contar —y otros muchos habían visto— cómo los
cristianos morían por su fe...; y con no poca frecuencia,
bastantes de ellos se habían preguntado, en lo íntimo de su
alma, si serían capaces de morir con esa misma fortaleza
por Júpiter, Marte o Apolo, si se les hubiera presentado la
ocasión. ¡Un hombre tiene que estar tremendamente segu­
ro de su fe, si está dispuesto a morir por ella!
En realidad, no era necesario que sus primitivos y sim­
ples cerebros se pusieran a pensar en estas cosas... pues los
mismos cristianos que había en el ejército se las mostraban
con sus propias vidas. Cierto que solamente había unos
cientos, pero cada uno era como un héroe en aquellos mo­
mentos, igual que lo era Vito. Estaban exultantes; gritaban,
rugían incluso, de puro entusiasmo. Estaba haciéndose
realidad lo que todos habían creído siempre; ahora lo te­
nían ante los ojos. Era una nueva época, la edad de oro, el
nuevo reinado, la victoria de Dios. El momento estaba en
sus manos...
Pero también los no cristianos habían estado deseando
que algo sucediese, y ya había sucedido. Eran soldados, y
un soldado necesita tener la sensación de que está en el la-

280
EL ARBOL VIVIENTE

do de los vencedores. Todos aquellos sosegados, tranquilos,


misteriosos y secretos camaradas suyos se mostraban
abiertamente, y vociferaban convencidos de la victoria. Si
es que los presagios existían, aquello era uno. La noticia de
que hubiera llegado un refuerzo de cincuenta mil hombres
no les habría causado un efecto más estimulante. Habían es­
tado deseando sentir confianza en la victoria..., eso era lo
que más habían deseado... ahí tenían donde apoyar su segu­
ridad, y se agarraron a ello con avidez.
La cabalgata, magnífica, seguía recorriendo las calles
que formaban las tiendas. Detrás del Emperador y de su
Estado Mayor iban más guardias de corps y, cerrando el
cortejo, un interminable torrente de caballerías, la caballe­
ría gala, millares de jinetes.
Era una hora después del amanecer.

5.

—Ahí viene un oficial a caballo —dijo el soldado Prisco.


Los seis soldados que se habían quedado custodiando el
carro de los equipamientos se pusieron a mirar. No les en­
tusiasmaba el estar allí, sentados inactivos, mientras oían
el fragor de la batalla que se estaba dando a sólo una milla
de donde ellos se encontraban. A ellos y a unos quinientos
más de sus camaradas no se les había permitido participar
en la lucha; algunos de ellos era porque se habían portado
cobardemente en Turín o en Verona; otros porque estaban
enfermos o inválidos.
— {Miradlo...! ¿Qué clase de uniforme lleva...? Nunca se
ha visto una cosa igual. Es un centurión... pero...
— ¡Por las barbas de mi tía! ¡Si es más antiguo que Tro­
ya!
—Debe de tener más de setenta años. ¿Para qué se vesti­
rá de soldado?
—A lo mejor es un fantasma. En este mismo lugar ya ha
habido muchas batallas...
—¿Ya estás muerto de miedo, Caco? ¡Como en Turín!
— ¡O te callas, piojoso, o te asesino!
— Es un centurión. ¡Poneos firmes, tíos, o la pringamos!

281
LOUIS DE WOHL

Se pusieron de pie cuando el centurión se acercó y salu­


daron de mala gana, con una actitud insolente.
— ¡Descanso! —ordenó el oficial, desmontando—. ¿Es
éste el furgón que tiene las águilas?... Bien.
Se fue hacia el carro y levantó la lona que lo cubría. Sí,
aquí están las siete. Las águilas de las siete Legiones.
Los seis soldados miraban con un desconcierto hostil.
Ya no cabía duda de que era un oficial, aunque llevara un
uniforme tan anticuado como su misma edad. ¿Pero qué
pretendía acariciando esas malditas águilas como si fuesen
mujeres bonitas? Caco se puso el sucio dedo índice en la
sien y guiñó un ojo; los otros hicieron un gesto de burla. Es­
taba claro. El viejo tenía la cabeza a componer. Prisco lanzó
una carcajada.
El oficial se volvió hacia él; el movimiento de su cuerpo
gigantesco fue tan amenazador, que retrocedió.
— ¡Cincuenta pasos atrás! —ordenó—. ¡Si oigo un solo
ruido más, os fulmino! ¡Fuera todos!
Conocían bien esta manera de mandar, y obedecieron.
Favonio se volvió a inclihar hacia las águilas. Sí, allí es­
taba la de la Legión XXX... había estado presente en Africa,
en Siria, en Panonia y en Dacia; había penetrado entre las
masas de sármatas y había visto la muerte de Publio Draco,
que la había portado durante veintidós recios años. Allí es­
taba el águila de la XIX, que había recorrido Germania,
Hispania y Persia; una vez la capturaron los persas, cuando
la caballería árabe liquidó a media Legión, y fue recupera­
da por Aureliano en la guerra contra Zenobia, aunque era
un misterio cómo había ido a parar allí. Allí estaba el águila
de la Legión VIII, que se había paseado por el país de los
partos y por el desierto de Nubia; el pequeño Gumnorix la
había portado hacía veinte años, no, ya hacía veintisiete; él
había nacido en Autun, pero su madre era romana... una
mujer excepcional; a pesar de su talla pequeña mereció ser
portador del águila y murió con una espada germana clava­
da en el vientre. ¡Y no la soltó de su mano! La estuvo suje­
tando durante media hora, hasta que lo relevaron, con la
maldita espada hundida en la tripa. ¡Qué hombres aqué­
llos! Habían paseado esos objetos dorados por los confines
de todos los países... mejor era que no estuviesen vivos para

282
EL ARBOL VIVIENTE

ver cómo estaban ahora, amontonados en un furgón de im­


pedimenta.
¡Aquellos objetos eran sagrados! Habían sido consagra­
dos por la muerte de hombres valientes. «El Senado y el
pueblo de Roma»... todo el mundo sabía que esa inscripción
ya no significaba nada; el Senado era un rebaño de viejos
chochos, que le bailaban el agua a quienquiera que se sen­
taba en el trono; y el pueblo... ¡bah! ¡Aquello ya no era un
pueblo! Aquella inscripción no era nada. Pero el águila....
eso era otra cosa. No se trataba de que fueran las aves sa­
gradas de Júpiter. Poco importaba que fueran aves sagra­
das... y hasta quizá ni siquiera Júpiter era sagrado... Marte
Repulsor no era un mal dios, aunque uno no pensaba en él
cuando llegaba la hora de entrar de verdad en batalla. Tal
vez existiera, pero tal vez no... ¿quién podía asegurarlo? A
lo mejor la señora Elena tenía razón con su nuevo dios. Pe­
ro no por eso las águilas eran menos sagradas. La sangre
las había empapado, las había santificado, ése era el espíri­
tu que las había llevado desde Roma a Persia y desde Persia
a Britania y desde Britania a Africa.
¡Adiós, águilas!
Las besó; a las siete. Se puso firme y saludó. Dio me­
dia vuelta y montó en el caballo, saliendo a galope, sin ni si­
quiera mirar al grupo de soldados.
Conforme galopaba, oyó que el estruendo de la batalla
iba aumentando.
Sabía que aún llegaría a tiempo... eso era lo único que
ahora le importaba. Pasó a lo largo de la columna de la Le­
gión VIII, que estaba allí de reserva. Tenían un aspecto ex­
traño, con las cruces blancas en sus cascos y en sus escu­
dos. Todo aquello era inusitado. Adelantó a unas cuantas
formaciones de caballería gala. El Emperador las había
concentrado allí, en el ala derecha. Allí estaba el pequeño
promontorio de rocas rojizas, que se llamaba precisamente
Saxa Rubra. Conocía un camino que subía hasta su cima.
Unos grupos de oficiales de Estado Mayor, montados a ca­
ballo, estaban observando las orillas del Tíber. En la parte
más alta debía de estar el Emperador.
Nadie lo detuvo cuando subía a la colina. Muchos de los

283
LOUIS DE WOHL

altos oficiales ya lo conocían... o lo habían conocido en an­


teriores campañas.
Allí estaba el Emperador, montado en su alazán... le di­
rigió una ligera sonrisa, aunque sin dejar de mirar a lo
lejos.
—¿Está bien mi madre, Favonio?
—Sí, señor.
El Emperador movió la cabeza y siguió con la vista
puesta en la lejanía. No hizo más preguntas. Era natural
que el viejo Favonio no se perdiera ninguna batalla. Ade­
más, no era momento para una conversación.
El viejo centurión respiró profundamente con gran sa­
tisfacción. Aquel espectáculo le llenaba el espíritu. A la iz­
quierda había tres legiones formando un muro de acero, in­
móviles, esperando el ataque del enemigo. Más allá, como a
unas tres millas, la infantería enemiga se aproximaba...
muy despacio. Era imposible calcular el número de hom­
bres... detrás de ellos se veía con toda claridad el Tíber.
Más lejos, hacia la parte izquierda, se elevaba una nebli­
na polvorienta; allí la batalla estaba en pleno apogeo, los
cambios rápidos de las nubes de polvo indicaban que se tra­
taba de una pelea entre dos cuerpos de caballería.
Justo delante de donde ellos estaban se había desplega­
do una gran formación de caballería gala, compuesta por
unos tres mil hombres. El terreno era prácticamente llano
y, a una distancia de tres millas, estaba también la caballe­
ría enemiga, que ofrecía un aspecto absolutamente distin­
to. Se veía con toda claridad el brillo de sus armaduras, que
parecían que estaban plantadas en el suelo: aquello era el
orgullo de Majencio, su caballería pesada. Caballo y jinete
estaban cubiertos de pies a cabeza por una armadura.
Favonio silbó suavemente; había empezado a compren­
der. El enemigo tenía que creer que los tres mil jinetes ga­
los que estaban allí delante eran toda la fuerza del ala dere­
cha del Emperador... una débil cobertura, la suficiente para
resistir sobre el terreno hasta que llegaran los refuerzos, si
el ataque era demasiado violento. Pero, en realidad, aquello
era sólo una vanguardia, pues había otros miles aguardan­
do, escondidos detrás de las rocas: los que Favonio había
visto al pasar. El ala derecha del Emperador aparentaba

284
EL ARBOL VIVIENTE

ser sólo una fuerza defensiva... pero era de allí de donde


partiría el grueso del ataque.
Constantino observaba atentamente lo que estaba suce­
diendo en el ala izquierda; las columnas de polvo indicaban
que todavía los contendientes se perseguían mutuamente.
Vindorix estaba poniendo en apuros a la caballería númi-
da, llevándola de un lado para otro, como el lobo a las ove-
jas. También al otro lado del Tíber se podían apreciar movi­
mientos en las líneas del enemigo, que estaba trayendo re­
fuerzos. Si Vindorix consiguiese su objetivo...
Como él estaba viendo todo aquel despliegue en sus
exactas proporciones, se daba cuenta de que podía estar sa­
tisfecho. Si Majencio hubiera llevado una táctica más pru­
dente y hubiera dejado parte de sus tropas dentro de los
muros de la ciudad, la situación de los atacantes habría si­
do seriamente peligrosa, incluso desesperada. Roma estaba
bien abastecida de alimentos y podía resistir un sitio du­
rante muchos meses... y no había nada más difícil que man­
tener sitiada a una gran ciudad con fuerzas tan escasas. Sa­
lida tras salida, los asediados podían ir diezmando las fuer­
zas atacantes y, al final, seguirían la suerte de Aníbal: ten­
drían que dejar a Roma a sus espaldas, sin haberla podido
conquistar...
Estaba agradecido a Majencio por salir de su madrigue­
ra y presentar batalla...; estaba demasiado confiado en su
gigantesco ejército, tres veces superior en número.
Constantino volvió a observar el ala izquierda. Era esen­
cial que Vindorix derrotase a los númidas, antes de que el
centro de Majencio acudiese para echarles una mano.
Se oyó un galope que se acercaba... llegó un joven tribu­
no... su caballo estaba cubierto de espuma... no desmontó,
sino que subió al pequeño promontorio con el caballo.
—¿Qué hay, Aufidio?
—Un parte del legado Vindorix, Sire: los númidas han
perdido unos mil hombres y han empezado a ceder. En cosa
de media hora estarán derrotados.
—Muy bien. Quédate con nosotros, Aufidio.
Cosa de media hora. Empezó a hacer cálculos. Exacta­
mente lo que necesitaba... si lo que decía Vindorix era acer­
tado.

285
LOUIS DE WOHL

Llegó otro oficial a caballo.


—Un parte del legado Trebonio, Sire: el cuerpo de los
pretorianos se está aproximando al Tíber y pretende cruzar
el río inmediatamente por el puente Milvio.
—Bien. Puedes quedarte, Faber.
Favonio hizo un gesto de satisfacción. Un buen jefe debe
conocer el nombre de sus oficiales; estaba satisfecho de su
alumno.
«El puente Milvio», pensó Constantino. Así pues, allí era
donde el grueso de las tropas enemigas daría la principal
batalla. Eso es lo que Majencio pretendía. El puente Milvio.
— ¡Valentino!
—¿Sire?
—Una orden para el legado Asclepiodato: las Legiones
V III y X X I atacarán en dirección al puente Milvio dentro
de dos horas.
Valentino tomó nota rápidamente.
—Puede que las necesite antes. Si así fuera, les haré se­
ñales con seis banderolas blancas en mi propio estandarte
y ordenando el toque «C » con las tubas. Tendrá el honor de
derrotar a la Guardia Pretoriana... suponiendo que esto sea
un honor. Dile que les regalo a los pretorianos. Dile que
quiero que se los coma y que le deseo buen apetito.
—Sí, Sire.
Valentino terminó de escribir el despacho y lo envió con
un joven jinete a Asclepiodato. Después se aseguró de que
disponía de las seis banderolas blancas; no las había, así es
que echó mano de su propia capa blanca y la cortó en tiras.
El Emperador seguía mirando hacia el ala izquierda.
Lenta pero inexorablemente las nubes de polvo se desplaza­
ban en dirección Sur. ¡Bien por Vindorix! Estaba cumplien­
do su palabra.
— ¡Valentino!
—¿Sire?
—Da la señal a la caballería gala. Que ataque la primera
oleada.
—Sí, Sire.
Un ordenanza partió a caballo. Un minuto después las
lanzas se preparaban para el ataque y se ponían en movi­
miento. No eran necesarias órdenes más detalladas. Sabían

286
EL ARBOL VIVIENTE

con exactitud cómo tenían que habérselas con la caballería


pesada enemiga.
Los ojos de Valentino no se apartaban de los labios del
Emperador. De un momento a otro daría la orden para que
siguiera la segunda oleada. Los tres mil jinetes que inicia­
ron el ataque no eran suficientes, pues estaban en la pro­
porción de uno contra cinco.
¿Qué estaba esperando?
La caballería gala ya se había puesto al trote; inmediata­
mente emprendería el galope directo contra aquella tre­
menda masa de hierro que la estaba esperando, y que era
una muralla casi invulnerable de hombres y de caballos.
Los galos parecían un puñado de perros valientes que in­
tentaban atacar a unos elefantes... y además había cinco
elefantes por cada perro. Aquello era una locura.
Y el Emperador seguía impasible. Incluso el mismo Fa­
vonio contemplaba la escena aterrado. Ya estaba la caballe­
ría lanzada al galope. Estaban perdidos, ya podían darse to­
dos por muertos.
Por fin Constantino pareció despertarse.
—Valentino... la segunda y la tercera oleadas. Que las
tropas auxiliares las sigan inmediatamente.
Valentino cursó las órdenes.
—Perfecto —dijo el Emperador con toda calma—. Hay
que hacer que salgan un poquito de su caparazón.
De repente, Valentino comprendió. La primera oleada
era un sacrificio... un sacrificio deliberado... tenían que
provocar el suficiente desorden en medio de aquella terri­
ble masa de armaduras, para que la segunda y la tercera
oleadas tuvieran éxito. Valentino era un soldado muy vete­
rano, pero miró a Constantino casi con horror. Las faccio­
nes del joven Emperador estaban relajadas e inmóviles. En­
tre la Primera de Caballería había amigos tanto de él como
de Valentino. Era como si lo hubiese olvidado.
Regresó el ordenanza que le había enviado a Asclepioda-
to; traía una carta. Valentino cortó los cordones y le alargó
la tablilla a Constantino: «Voy a comerme a todos los preto-
rianos que se me pongan por delante —escribía
Asclepiodato—. Si después me duele la barriga, no me arre­
pentiré».

287
LOUIS DE W O H L

Años después, cuando Constantino contaba lo que decía


esta carta, siempre estallaba en carcajadas. Pero en esos
momentos no se rió. N o tenía tiem po para eso. M iraba con
enorme atención a la prim era oleada de la caballería gala
que, en ese momento preciso, se estrellaba contra el muro
de hierro de la caballería enemiga. Ese ataque pareció un
completo fracaso. Ni uno solo de los caballos penetró en
aquella muralla.
Pero el Em perador sabía que no era así. El sabía que sus
jinetes habían echado pie a tierra, se habían deslizado por
debajo de los caballos enemigos y les estaban rajando el
vientre uno por uno. Era un sistema desesperado, pero lo
había ensayado en Turín y ahora había decidido llevarlo a
la práctica en gran escala. Los jinetes se habían estado en­
trenando mucho para ello; eso era lo que el pequeño Vindo-
rix había llamado «juguetear con los jinetes acorazados».
En las prim eras filas de la caballería enem iga se estaba
produciendo un gran desconcierto.
La segunda oleada de la caballería gala se precipitaba
ya, partiendo de las Rocas Rojas. Ellos no tendrían que des­
tripar a los caballos... su cometido consistía en penetrar por
los huecos que habían abierto los de la prim era oleada. Y
la tercera...
Constantino echó una última mirada al ala izquierda.
Las nubes de polvo se retiraban hacia el Tíber... en po­
cos minutos una sola nube se cernía sobre el flanco d ere­
cho de Majencio. H abía llegado el momento.
— ¡Valentino! ¡Mi Guardia! Vamos a ocupar nuestro
puesto entre la segunda y la tercera oleadas de la caballe­
ría. ¿Cómo? ¿Creías que me iba a quedar aquí sin in terve­
nir? ¡Cornetas! ¡La señal! ¡Adelante, am igos!
Valentino se puso en el lado del escudo del Emperador,
Favonio en el de la espada; m edio centenar de oficiales ro ­
dearon a Constantino con las espadas desenvainadas. V a ­
lentino se había aprendido la lección: si el E m perador arre­
m etía contra el enem igo, tendrían buen cuidado de que no
le faltara una estrecha protección.
En la vanguardia del grupo iban trescientos guardias de
corps, seguía el E m perador m ism o con los cincuenta y dos
oficiales, y la retaguardia estaba form ada por otros tres­

288
EL A R B O L V I V I E N T E

cientos guardias de corps.


— ¡Que nos sigan las tubas! —ordenó Constantino—. ¡Al­
zad el estandarte! ¡Adelante! ¡Al trote!
Cabalgaron loma abajo en orden perfecto, dieron un gi­
ro y penetraron en el remolino de polvo que levantaba la se­
gunda oleada. Como a cien yardas detrás de ellos, la tercera
oleada se acercaba al galope.
— ¡Al galope! —gritó Constantino—. ¡Hala, Favonio! Co­
mo en los buenos tiempos. ¡I... ha!
El viejo centurión sonrió; no necesitaba decir nada.
Cuando se tienen setenta y dos años hay que controlar bien
el aliento para emprender un galope. Había muchos que lo
tenían que hacer bastante antes de llegar a esa edad. No era
de Estado Mayor ni lo había sido nunca. No le parecía nin­
gún disparate que el comandante en jefe del ejército desea­
ra meterse un poquito en un «fregado» como aquél. Era un
buen deporte. Además, Constantino tenía razón: de aquel
ataque dependía todo... era razonable que el mismo Epera-
dor tomara parte en él. Era razonable que también él estu­
viera allí... porque no cabía duda de que aquella sería la úl­
tima batalla de la guerra y no tendría muchas oportunida­
des de participar en otra.
Mantenía su caballo a medio cuerpo de distancia del de
Constantino; mientras él estuviera allí, la señora Elena no
recibiría la única noticia que no debía recibir.
A poca distancia delante de ellos se produjo un choque
terrorífico... la segunda oleada se había precipitado contra
la caballería pesada. Aquello era grandioso... los trescien­
tos guardias de corps llevaban las lanzas en ristre. Al minu­
to siguiente ya habían abierto una brecha profunda tras la
caballería gala, que seguía penetrando en las filas contra­
rías: su misión era dividir en dos partes a los enemigos y
proseguir la devastación llevada a cabo por la primera olea­
da, cuando ésta se retirara. El enemigo tenía los movimien­
tos demasiado entorpecidos; lo único que podía hacer era
lanzar una lluvia de dardos contra los intrusos, y eso lo hi­
cieron a conciencia. No había pasado medio minuto y ya
Favonio tenía cuatro dardos clavados en su escudo... iban
dirigidos al Emperador, por supuesto. La primera oleada
había conseguido plenamente su objetivo. Por todas partes
LOUIS DE WOHL

había jinetes contrarios caídos en el suelo, y el enorme peso


de sus armaduras les impedía ponerse en pie; aún había
unos cientos de combatientes de la Primera, embriagados
con la pelea, que se arrastraban por el suelo debajo de los
caballos y les rajaban los vientres. Cada vez que lo hacían,
era como si una pequeña torre se viniera abajo con es­
truendo... y por todas partes había torres que se venían
abajo. No había nada que hacer contra esta forma de ata­
car, y si hubieran dispuesto de más hombres, todo habría
concluido en menos de media hora. Pero la lucha era enco­
nada. En especial, la guardia de corps no podía descuidarse
ni un momento... sus escudos formaban como una concha
de tortuga alrededor del Emperador; de vez en cuando, te­
nían que arrancar los numerosos dardos del enemigo de
sus pequeños escudos redondos.
Valentino vio cómo caían dos guardias de corps, uno
con un dardo en el cuello y el otro porque su caballo se de­
rrumbó. Tuvo el tiempo justo de interceptar un dardo bien
dirigido al Emperador, pero se le clavó en el hombro.
—¡Atendedle! —ordenó Constantino—. Y dejadme que
me encarge de ese individuo que lleva el casco dorado. De­
jádmelo... es mío.
Favonio se entusiasmó... dejó caer el escudo que tenía
los cuatro dardos clavados y le estorbaba... y se abalanzó al
lado del Emperador contra el hombre del casco dorado. Un
instante después el hombre se derrumbaba con la espada
de Constantino clavada en el cuello; Favonio se apoderó de
su escudo y se protegió con él.
— ¡Como cuando robábamos caballos en Tracia! —gritó
riéndose.
Un grupo de guardias de corps pasaron galopando entre
ellos y el enemigo, y aprovecharon para tomar aliento.
—Es el único sitio en donde se les puede herir —dijo
Constantino con gran satisfacción—. Exactamente entre el
filo del casco y el borde de la coraza. Hay que apuntar bien.
Miró y vio la embestida de la tercera oleada. El impacto
fue demasiado fuerte para la debilitada y vacilante masa,
en la que se abrió una brecha enorme.
Con tremenda alegría, Constantino vio cómo las últimas
formaciones de la caballería acorazada se rompían y se re*

290
EL ARBOL VIVIENTE

tiraban. Y aún mejor: se vieron obligadas a huir derechas


contra las líneas de su propia infantería.
Miró al Sol... aún no hacía una hora que le había enviado
el mensajero a Asclepiodato. En no más de media hora po­
día acabar con aquello. Era esencial no tardar más de me*
dia hora... Majencio estaría ahora en plena tarea de hacer
que los pretorianos atravesaran el Tíber, y el puente Milvio
estaría congestionado. No tenía que dejarle tiempo para
que todos pasaran, así Asclepiodato no tendría después do­
lor de tripas...
— ¡El toque de trompeta, el toque «C»! —ordenó—. Izad
las seis flámulas blancas. Esperemos que las vean...
En efecto, las vieron. Y acudieron, acompañados por las
tres legiones que, en el centro, habían estado esperando el
ataque del enemigo, ataque que no tuvo lugar. Para una tro­
pa veterana no es fácil mantenerse resistiendo en su sitio
cuando las alas han cedido y, además, la caballería propia
la presiona en su retirada; para los legionarios de Majencio
no sólo era difícil, sino imposible, pues la mayoría no ha­
bía casi tomado parte en batallas, e incluso algunos eran
totalmente novatos. Miles de ellos lo único que sabían ha­
cer era esquivar a la caballería númida, que se les echaba
encima desde el Este y, sobre todo, a sus propios caballos
acorazados, que retrocedían desde el Oeste; para ello, se
precipitaron hacia los puentes del Tíber, precisamente
cuando Majencio estaba haciendo pasar por ellos a la reser­
va de la caballería. Así, los aterrados legionarios se veían
cercados por todas partes menos por un hueco... pero a ese
hueco acudió Asclepiodato con cinco legiones, todas ellas
de refresco... un total de veinticinco mil hombres experi­
mentados en muchas batallas, y batallas victoriosas. Las
cruces blancas brillaban al sol. Unos estandartes extraños
marchaban delante de ellos. No fue raro, pues, que al día si­
guiente circulase por Roma el rumor de que un ejército de
guerreros luminosos había ayudado a Constantino y había
decidido la victoria a su favor.
La caballería gala tuvo que atacar una y otra vez para
abrir una brecha a los hombres de Ascleopiodato. La carni­
cería alrededor del puente Milvio fue horrible. Murieron
muchos más hombres ahogados en el Tíber o atropellados

291
LOUIS DE WOHL

por sus mismos camaradas que heridos por dardos y por


espadas.
Cuatro veces había intentado Constantino abrirse paso
espada en mano... dos veces tuvieron que salvarle sus guar­
dias de corps. Era infatigable... igual se ponía al frente de
un destacamento de caballería contra la más próxima for­
mación de pretorianos, que capitaneaba una cohorte de in­
fantería. Había perdido de vista a muchos de sus primeros
seguidores; Valentino estaba herido, y también lo estaban
Aufidio y Faber. El viejo Favonio se había tenido que reti­
rar para que le sacaran una flecha del brazo izquierdo. Era
una gran imprudencia por parte del Emperador participar
de esa manera en la pelea; además, la batalla estaba gana­
da... pero no podía resistirse ante la oportunidad que se le
ofrecía...
Por fin incluso el estoicismo y el valor de los pretoria­
nos empezó a ceder, y Constantino reunió a dos o tres co­
hortes para lanzar el último ataque; en esos momentos co­
rrió la noticia de que Majencio había muerto... pero no ha­
bía caído en la batalla. Intentó huir pasando el puente, y
sus propios soldados lo lanzaron al Tíber. Se ahogó, arras­
trado al fondo por el peso de su armadura, y estaban tra­
tando de encontrar su cuerpo...
— ¡Majencio ha muerto! —gritaba la tropa de
Constantino—. ¡Rendios, locos! ¡El viejo Max ha muerto!
Esto desalentó incluso a los valientes, de manera que só­
lo quedaron luchando unos grupos sueltos.
Constantino vio que uno de esos grupos resistía un ata­
que detrás de otro... hasta que un hombre arremetió contra
ellos, dando mandobles a diestro y siniestro; se apoderó de
un objeto brillante, que parecía una lanza dorada y resultó
ser un águila. ¡El águila de la Legión Pretoriana!
—¡Ayudad a ese hombre y traédmelo aquí! —ordenó, al
tiempo que él mismo se lanzaba a luchar.
Pero llegó tarde, porque el grupo ya estaba desarmado y
estaban entregando las lanzas y las espadas, haciéndole el
saludo imperial.
Entonces vio venir al hombre que había conquistado el
águila... había perdido el casco y tenía la cara cubierta de
sangre, que también le empapaba el uniforme. Tenía el ca­

292
EL ARBOL VIVIENTE

bello blanco... era un anciano: era Favonio.


Constantino galopó hacia él. Favonio irguió su cuerpo
de gigante y saludó con el águila. El único ojo que le queda­
ba ardía como un ascua.
— ¡La última águila, mi Emperador! —exclamó—. Guár­
dala bien... consérvala. El hombre que la llevaba era un va­
liente.
Cuando Constantino, emocionado, tomó el águila de sus
manos, Favonio cayó muerto a sus pies.
El Emperador se echó abajo del caballo y se arrodilló a
su lado, empuñando el águila.
El griterío jubiloso cesó de repente y se hizo un gran si­
lencio.
—Marco Favonio Facilis —dijo Constantino con voz
temblorosa—. ¡Adiós, viejo amigo!
Volvió a montar.
—Enterradlo en Roma —dijo en voz baja—. Y enterrad
el águila con él...: la última águila de Roma.
Brotó de todos un rugido impresionante... habían com­
prendido. Mañana enterrarían al héroe en Roma... porque
el camino hacia Roma estaba libre.
LIBRO SEXTO

Año 326
1.

«Constantinus Imperator Augustus, por la gracia del


Santo Salvador Jesucristo, único Emperador del mundo ro­
mano, desde Britania hasta Persia, y desde el Danubio y el
Rin hasta el Nilo...
»...a Flavia Julia Elena Augusta, su venerable y santa
madre, saludos y filial obediencia.
»Hace tres años que nuestras armas, santificadas por el
nombre y la señal del Redentor, de gloriosa y eterna memo­
ria, y apoyadas por la oración de nuestra madre, obtuvie­
ron una completa y decisiva victoria a las puertas de Roma.
»En los anales de la Urbe no ha habido victoria compa­
rable a ésa de nuestras tropas contra un enemigo tan supe­
rior en número.
»Fuimos verdaderamente afortunados al contar con el
consejo y la orientación de nuestra augusta madre, que nos
exhortó a tener clemencia con nuestros enemigos vencidos
y extendió por todo el Imperio el espíritu de amor, fundan­
do orfanatos, creando instituciones para atender a las viu­
das y a otras personas necesitadas, y estimulando la cons­
trucción de muchas iglesias, de las cuales son ejemplos lu­
minosos la Iglesia Dorada en Antioquía v la de los Doce
Apóstoles.
»Por el Edicto de Milán hemos cumplido el último deseo
de nuestro augusto padre, devolviendo a los cristianos to­
dos los derechos que la injusticia de monarcas anteriores
les había arrebatado.
LOUIS DE WOHL

»Durante muchos años hemos conservado la paz, limi­


tándonos a rechazar los ataques de los bárbaros en nues­
tras fronteras, y dedicando nuestros esfuerzos a una com­
pleta reorganización de nuestros dominios. Podemos decir,
sin soberbia y sin falsa modestia, que durante doce años
nos hemos afanado por ofrecer a nuestros pueblos esa nue­
va edad de oro, que Virgilio canta en su inmortal poema.
»Sin embargo, no pudimos cerrar los ojos ante las inten­
ciones y los planes ambiciosos del Emperador de Oriente y
tomamos la determinación de adelantarnos a ellos. Una vez
más nos fue concedida la victoria, y las batallas de Adrianó-
polis y Calcedonia decidieron el fin de la guerra y la suerte
del Emperador Licinio, a quien ofrecimos asilo, pero no pu­
do o no quiso sobrevivir a su derrota.
»Desde entonces, el trono del Imperio quedó firmemen­
te establecido, y unas mismas leyes justas amparan a los
pueblos de todas nuestras provincias.
»Habríamos podido disfrutar de la paz y de las múlti­
ples bendiciones recibidas —y que nosotros procurábamos
que recayeran sobre nuestros pueblos—, si no hubiera sido
por una circunstancia que nos produce profunda ansiedad
y aflicción; de ahí nuestro deseo de escribir a nuestra
augusta madre, rogándole su comprensión, su afecto y su
compasión.
»Nuestra augusta madre recordará el esmero que siem­
pre hemos puesto en la educación y en la formación de
nuestro hijo mayor, Crispo.
»Pusimos a su lado a los mejores maestros de nuestro
tiempo, incluido el sabio Lactancio, y fue para nosotros
una gran satisfacción descubrir sus talentos para la mili­
cia, lo cual nos indujo a confiarle la alta dignidad y el rango
de César cuando cumplió los diecisiete años.
»No parecía que tuviéramos que arrepentimos de haber
dado ese paso, pues no solamente se distinguió en la guerra
de las fronteras, cuando pusimos bajo su joven mando a
nuestra querida provincia de Galia, sino que también com­
batió con extraordinario valor y con éxito contra el tirano
Licinio, y así contribuyó en no pequeña medida a la conse­
cución de la victoria.
»Pero después, fue siendo cada vez más evidente que to-

296
EL ARBOL VIVIENTE

das esas cualidades, en persona tan joven, le convirtieron


en objeto de adulación por parte de ciertos desaprensivos
egoístas, bajo cuya nefanda influencia cayó el César Crispo.
Durante mucho tiempo mantuvimos silencio ante los infor­
mes que nos daban quienes eran responsables de nuestra
seguridad personal, y los de nuestros amigos, acerca de las
opiniones que el joven César manifestaba cada vez con ma­
yor acritud y violencia. Algunas advertencias serias, hechas
con paternal afecto, fueron enteramene infructuosas y tuvi­
mos que desistir de confiarle el mando de una provincia, tal
y como habíamos pensado hacer en un futuro próximo. Pre­
ferimos mantenerle en nuestra Corte.
»No obstante, ahora ha surgido una situación seriamen­
te grave. Hemos recibido informes, de las más fidedignas
fuentes, de que el joven César, ciego por la ambición, se ha
puesto al frente de una conspiración dirigida no sólo con­
tra nuestro trono, sino contra nuestra propia vida.
»Nos duele, más de lo que se puede expresar, el tener
que decir estas cosas, pero tanto la dignidad del Empera­
dor como la seguridad del Estado exigen que se tomen in­
mediatamente enérgicas medidas.
»Es natural, pues, que, ante decisiones de tal importan­
cia, acudamos una vez más a nuestra augusta madre, como
tantas veces hemos hecho, pidiéndole su apoyo espiritual y
su comprensión amorosa, que siempre han sido para noso­
tros fuente de incalculables bienes.
»Dado en Roma, en julio del año mil setenta y siete de la
fundación de la Urbe.
CONSTANTINO

Esta fue la carta con que se encontró Elena, cuando re­


gresó a su pequeña casa de Camulodunum después de visi­
tar la tumba de su padre. Había hecho a pie el camino de
ida y vuelta, y había tardado más de una hora en el regreso.
Recordaba que antes solamente empleaba la tercera parte
de ese tiempo.
Cuando vio que un emisario imperial la estaba esperan­
do, inmediatamente presintió que había malas noticias.
Siempre había tenido presentimientos; parecía que con

297
LOUIS DE WOHL

la edad los tenía con mayor frecuencia. A veces sentía que


una persona iba a entrar en su habitación y, efectivamente,
entraba. Otras veces presentía con enorme claridad que al­
guien con quien estaba hablando iba a morir pronto; cuan­
do era joven estas cosas la asustaban mucho. Ahora ya se
había acostumbrado, sabiendo que el fin de su propia vida
estaba cercano. Había un mensaje de muerte en las manos
del mensajero imperial... lo sabía con sólo verlo allí delante
de la casa, en posición de saludo. Tomó el pergamino sella­
do que le tendía, ordenó a Terencia que atendiese al mensa­
jero y luego volviese junto a ella, y se sentó en su lugar de
costumbre, al pie de las tres estatutas.
La del centro respresentaba a Constancio cuando joven.
La de la derecha representaba a Hilario; la de la izquier­
da, a Favonio.
Las tres eran de bronce oscuro.
Se había dejado caer en el asiento, poniendo a su lado el
bastón negro con puño de marfil. Una carta de Roma. De
Constantino. Y significaba muerte. ¿La muerte de quién?
Seguramente no la de él mismo. No estaba enfermo. Lo ha­
bría presentido, si así fuera. ¿La muerte de quién?
Cortó los cordones, la abrió y leyó. ¡Qué estilo más anti­
pático y pomposo empleaba el Emperador! Así no se le es­
cribía a una madre. Elogiándose a sí mismo... haciéndole a
ella cumplidos empalagosos... debía de tener mala concien­
cia. ¡Ah... ya estaba! Se trataba de Crispo...
Arrojó la carta al suelo y la pisoteó. «Quienes eran res­
ponsables de nuestra seguridad personal...». Informado­
res miserables. Víboras. Y «nuestros amigos» también.
Amigos que enfrentaban al padre con el hijo.
— ¡Terencia!
Pero no le pidió a la dama de compañía que recogiera la
carta. Lo hizo ella misma. Setenta y cuatro años... y todavía
tan irascible. «Paga por tu irritación, Elena... recógela, aun­
que te duela doblar tu vieja espalda. Así...».
— ¡Terencia!
¡Cuánto tiempo tarda en ordenar que den algo de comer
y de beber a un hombre! Ya llegaba, por fin.
—Terencia, mi coche. Haz mi equipaje. Nos vamos a
Roma. Sí, a Roma, no hagas preguntas tontas. Envía un

298
EL ARBOL VIVIENTE

mensajero a Anderida, a las autoridades del puerto, que


tengan preparado un barco para nosotras cuando llegue*
mos... que no sea un barco grande, cualquier cosa que pue­
da flotar. Atravesaremos el canal y viajaremos por tierra.
¡Date prisa, criatura... no tenemos tiempo que perder!
La «criatura» Terencia, que tenía cincuenta y siete años,
salió como una exhalación.
Elena sonrió a su pesar; no se necesitaba ser un genio
para presentir lo que iban a ser las próximas semanas. Un
barco como una cáscara de nuez cruzando el canal... des­
pués los coches del correo oficial, tirados por seis u ocho
caballos, las carreteras interminables, noches en toda clase
de posadas, Terencia sin parar de vomitar, los estúpidos re­
cibimientos en cada ciudad, que no harían más que retra­
sar el viaje... carreteras de Galia, carreteras de Italia... y
cuando llegara, sería demasiado tarde.
Crispo. ¡Qué magnífico joven era cuando lo vío la última
vez!... era la estampa de su abuelo, fuerte y majestuoso, con
un toque de genio en sus ojos oscuros... los ojos de Constan­
tino. Ya tenía veinticinco años...
¡El pensamiento de que Crispo conspiraba contra el tro­
no y contra la vida de su padre! ¡Con veinticinco años! ¿Qué
le había pasado a Constantino para creer en una historia
tan absurda? Esto no era propio de él. Ahí había la influen­
cia de alguien. No era difícil suponer quién: Fausta. Era la
misma influencia venenosa que le había hecho repudiar a
la madre de Crispo, la encantadora Minervina.
Con frecuencia se había prometido a sí misma no pensar
mal de la Emperatriz... pero siempre había algo que se lo
hacía inevitable. Crispo en desgracia... y el camino para los
hijos de Fausta estaba abierto. A la pelirroja no le gustaba
correr ningún riesgo. No quería que a ella le sucediera lo
que a la Emperatriz Teodora... que el hijo de un primer ma­
trimonio fuera Emperador y tutor de los otros.
¿Estaba ciego Constantino? Si fuera así, era por culpa
de Fausta.
Elena se levantó, no sin dificultad. Esos viejos huesos...
Tomó el bastón negro y se dirigió a su dormitorio, donde
las sirvientas, avisadas por Terencia, estaban esperando
sus órdenes.

299
LOUIS DE WOHL

—No más equipaje que el que quepa en un solo coche


—ordenó— . Ninguna cosa inútil. Ni jarrones ni estatuas.
Daos prisa, muchachas.
Ella misma se puso a echar una mano, rígida y un poco
encorvada; empezó a sacar muchas de las cosas que las sir­
vientas ya habían puesto en el equipaje y lo preparó a su
gusto. Las sirvientas la conocían lo suficiente como para no
estorbar lo que estaba haciendo.
—Se hace así —dijo—. Ahora continuad vosotras. El co­
che debe estar listo ya en cualquier momento. Tendréis me­
ses y meses de tiempo libre. Pero ahora quiero que os deis
prisa.
Volvió abajo, a su rincón preferido. Al pie de las tres es­
tatuas, junto a un viejo sillón —de roble, la madera
sagrada— había un cofre de hierro, cuya llave ella sola po­
seía. Lo sacó y lo abrió. Contenía una copa de oro o cáliz,
cubierta con una tapadera del mismo metal muy bien ajus­
tada. Frotó el cáliz cuidadosamente con un pico de su velo
de tisú de plata, cerró el cofre y colocó el cáliz encima de él.
Despacio y con dificultad se puso de rodillas y rezó en silen­
cio. Se levantó justamente cuando Terencia llegaba para
anunciarle que el coche estaba esperando y que las sirvien­
tas habían terminado de hacer el equipaje.
—La cubierta de seda azul para el cáliz, Terencia. ¿Has
preparado tus cosas? ¿No has pensado en ello? Eres muy
buena, pero a veces pareces tonta. Ve a que te hagan el
equipaje. Antes tráeme el velo azul. Gracias. Ahora ve... Te
esperaré en el coche. No es necesario que te lleves todas tus
cremas y demás; el coche tiene poca cabida.
Sonrió ligeramente cuando Terencia salió a escape, y
cubrió el cáliz con el velo. Mientras se dirigía hacia el co­
che, se le ocurrió que el pensamiento que había cruzado
por su cabeza acerca de la muerte, se refería a la suya pro­
pia y no a la de Crispo.
Aunque así fuera... ¿no había ella ya cumplido con su
misión ?
Crispo tenía que ser salvado... si aún era posible.

♦ * *

300
EL ARBOL VIVIENTE

—Demasiado tarde —dijo el obispo Osio tristemente—.


El César Crispo ha sido asesinado en Pola, en Istria, hace
una semana. Hice todo lo que pude para prevenirle... tengo
una cierta influencia sobre el Emperador, como sabes... pe­
ro en esta ocasión fue inflexible. Incluso se negó a hablar
de ello.
La anciana Emperatriz ni siquiera pestañeó; estaba sen*
tada tiesa en su silla, con ambas manos cruzadas sobre el
puño del bastón. Esas manos parecían no haber
envejecido... conservaban su suavidad y su blancura. La ca­
ra sí se le había arrugado un poco, y unos surcos iban desde
su nariz hasta las comisuras de la boca. Sorprendentemen­
te, en su frente no se veían arrugas... era como una frente
joven en un rostro anciano... coronado por una mata de pe­
lo plateado.
—Demasiado tarde —repitió ella después de un largo
rato—. He venido lo más deprisa posible. Cuando llegamos
tuvieron que sacar en brazos a mi pobre Terencia para en­
trarla en la casa. Todavía sigue durmiendo. Y llego dema­
siado tarde —golpeó el suelo con el bastón—. Parece como
si mi destino fuera llegar siempre tarde para salvar la vida
de las personas a quienes amo —dijo irritada—. Hilario...
Albano... y ahora Crispo.
El obispo puso vino en una copa.
—Fue hace una semana, como te he dicho, señora... no
podías haber llegado a tiempo. Has hecho todo lo que has
podido.... eso es todo lo que se nos pide. El tiempo de Dios
no es nuestro tiempo, lo sabes bien.
—La Providencia —dijo Elena con amargura—. La invo­
camos demasiado a menudo para excusar nuestra debili­
dad. Ya había oído rumores anteriormente... tendría que
haberles hecho más caso. Pero preferí no prestarles oídos.
Quería ir a la tumba de mi padre, como todos los años. Me
resultaba muy desagradable venir a Roma en vez de ir allá.
Soy una necia, venerable obispo. En lugar de ir a la tumba
de mi padre, tendría que haberme acordado de sus pala­
bras: «Será muerte para su hijo», eso fue lo que dijo cuando
Constantino nació.
—...«y bendición para su madre» —añadió el obispo mo­

301
LOUIS DE WOHL

viendo la cabeza—. Me lo contaste en Verona —le alargó la


copa de vino.
Ella se rió brevemente.
— Me repito... soy ya una vieja —bebió unos sorbos de
vino— . «Bendición para su madre...» —repitió—. Siempre
tuve miedo de que se endureciera. Se lo dije a Constancio,
incluso en el último día de su vida.
—¿Cuándo vas a verlo? —preguntó el obispo.
—Ahora ya no corre prisa —respondió con voz
cansada—. Me alegro de haber venido a verte a ti primero.
No sabía cuál era la situación... ahora ya lo sé. Mi hijo no se
disgustará porque te haya venido a visitar antes que a él.
No soy una invitada. Iré a verlo mañana. «Bendición para
su madre...»; dime, venerable obispo... ¿cómo murió el po-
bre muchacho?
El obispo Osio suspiró.
—No lo sabemos con seguridad —dijo con cierta
vacilación—. Corre el rumor de que fue envenenado... y
también que lo mataron con un hacha de lictor. ¿Pero por
qué torturas tu mente con esas imaginaciones, Empera­
triz7 Ya ha pasado todo, y...
Ella se inclinó hacia adelante y sus ojos brillaron como
el metal bruñido.
—¿Era verdaderamente culpable? —preguntó—. ¿Cons­
piró contra el trono de su padre... y contra su vida?
—¿Contra su vida? —exclamó el obispo horrorizado—.
No oí decir nada de eso... y no lo creo ni por un instante.
Era un joven ambicioso... y no es extraño. Pero conspirar
contra la vida de su padre... no, no lo puedo creer. ¿Quién te
ha dicho eso, Emperatriz?
—El Emperador —respondió Elena con firmeza—. Y él
lo cree así. ¿Puedes imaginarte quién se lo ha hecho
creer?... ¿y bien?... Tu silencio es muy elocuente, venerable
obispo. Supongo que odias a las víboras tanto como yo.
El obispo Osio guardó silencio. Sabía, desde luego, a
quién se refería la Emperatriz-Madre... y se sentía inclina­
do a estar de acuerdo con ella. Pero precisamente porque
sentía esa inclinación, no quería darlo a entender. No tenía
pruebas de ello.
Elena se puso en pie temblando.

302
EL ARBOL VÍVIENTE

—Venerable obispo, ¡que mí Dio* me perdone por su


bendito Hijo! He fracasado en la misión que tenía mi vida.
El obispo también se puso de pie.
— ¡Cómo puedes decir eso, Emperatriz! Tú, a quien tus
oraciones te han sido premiadas con la victoria. Tú que
conseguiste que el edicto de Nicomedia fuera sustituido
por el edicto de Milán. Si nosotros los cristianos podemos
adorar libremente a Dios y vivir para Cristo sin la amenaza
de la muerte y de la tortura, es en gran parte gracias a ti.
Pero ella movió la cabeza.
—¿De qué me sirve ganar el mundo entero, si mi hijo
pierde su alma? Soy madre, venerable obispo. Si puedo per*
donar a Fausta lo que ha hecho...
—No tienes pruebas, seftora...
—Me lo dice el corazón, y nunca me ha engañado. Si
puedo perdonarla es porque considero que lo que ha hecho
lo ha hecho en beneficio de su propio hijo. Soy responsable
de mi hijo ante Dios y ante mi difunto esposo. Tuve que so­
portar que, por ambición, repudiase a su primera mujer.
Tuve que soportar que, por el trono, matara a su suegro. Y
ahora tengo que soportar que haya matado a su propio hijo.
¿Acaso he dado vida a un monstruo?
— ¡Señora!... ¡Señora!
Pero no se la podía detener.
—¿Cómo es posible que esas manos.,, esas manos ensan­
grentadas vayan a contribuir al reinado de Jesucristo en el
mundo? ¿He sido engañada en todo lo que he hecho duran­
te tantos años? ¿He hecho el trabajo de Satanás, en vez de
el de Dios?
— ¡Siéntate! —le ordenó el obispo secamente—. Y escú­
chame.
Hacía décadas que nadie osaba hablarle así. Obedeció
atónita.
El rostro severo de Osio se inclinó hacia ella.
—Estás sobreexcitada y fatigada —le dijo con calma—.
De lo contrario no hablarías así. Estás en un grave error...
tan grave que puedes poner en peligro a tu propia alma.
¡Ten cuidado!... antes de hacerte responsable del alma de
otro, preocúpate de la tuya. ¡Eres una mujer arrogante...
eso es lo que eres! ¿Crees que verdaderamente sólo un hom-

303
LOUIS DE WOHL

bre perfecto puede ser instrumento de Dios? Piensa en los


Apóstoles... ¿no abandonaron al Señor..., todos ellos..., cuan­
do los guardias lo apresaron? El mismo Pedro, jefe de los
Apóstoles, ¿no traicionó al Señor tres veces en una misma
noche? Y no obstante, fue a él a quien nuestro Señor llamó
Roca y sobre quien construyó su Iglesia. Desde los comien­
zos de la humanidad sólo ha habido un Hombre intachable.
Nosotros lo único que podemos hacer es tratar de seguir
sus huellas lo mejor posible...
Parecía crecer a medida que le hablaba.
—Hemos nacido con la mancha del pecado original
—dijo despacio—, lo cual quiere decir que, desde la caída
en el Paraíso —donde fuera y cuando fuera— la naturaleza
humana está desconcertada. Hemos rezado a los dioses del
egoísmo y de la violencia, de la sensualidad y de la codicia.
A Júpiter y a Venus, que cometieron adulterio; a Marte, que
vive envuelto en matanzas de guerra. Al dios Pan, que se re­
vuelca en la sensualidad. ¿Crees que nuestra naturaleza, no
la de cada individuo, sino la naturaleza en general, la natu­
raleza de la humanidad, puede ser cambiada en unos cien­
tos de años tan radicalmente que la tierra vuelva a ser un
paraíso? Todo lo que podemos hacer es consolidar los fun­
damentos del Reino de Cristo... procurar que cada vez haya
más gente que se libere de la condenación de la Caída por
medio del sacramento del Bautismo, y que las enseñanzas
del Señor vayan calando en sus almas jóvenes tan pronto
como sean capaces de pensar. Durante miles de años el
mundo ha padecido violencia... se ha hecho tan duro como
el hierro. Tenemos que fundir ese hierro en el fuego del
amor... pero se necesitará mucho tiempo para que la llama
dé el suficiente calor para que eso sea posible.
—No viviré para verlo —dijo Elena, desalentada.
—¿Por qué tendrías que verlo? —exclamó Osio con un
tono de voz implacable—. ¿Qué derecho tienes a exigir un
privilegio que ni siquiera tuvieron los Apóstoles? —pero su
rostro perdió la expresión severa y su voz se hizo más sua­
ve, cuando continuó diciendo—: De todas formas, has visto
el comienzo... y se te ha permitido ser un instrumento de
Dios. Soy un hombre práctico, señora, y no se me dan bien
las palabras altisonantes del lenguaje místico. Cuando tu

304
EL ARBOL VIVIENTE

hijo, el Emperador, implantó el signo de la Cruz en el ejérci­


to, se produjo una oleada de entusiasmo, que llevó las tro­
pas a la victoria. Pero aquello no fue un entusiasmo santo,
señora... conozco la manera de ser de los hombres demasia­
do bien. No cambió mucho por aquello. Siguen estando dis­
puestos a gritar hoy «Hosanna», y «Crucifícale», mañana.
Ellos, muchos de ellos, seguirán a la Cruz hoy, y mañana se­
guirán otra insignia cualquiera. No es la fuerza del bien la
única que provoca entusiasmos... créeme. Incluso cuando
nuestro Señor andaba por esta tierra hubo algunos que pri­
mero se mostraron partidarios acérrimos suyos... y des­
pués lo traicionaron. No vayas a pensar que no estoy pro­
fundamente agradecido por la victoria alcanzada en el
puente Milvio, señora... no vayas a pensar que soy tan necio
que no veo el dedo de Dios, cuando su huella era tan inequí­
voca como lo fue entonces, en aqueila grandiosa encrucija­
da de la historia de la humanidad. Pero la Cruz en el yelmo
y en el escudo no cambia el corazón del hombre. Tú misma
fuiste quien, en Verona, me dijiste cuán estrechamente
identificado estaba el espíritu de tu hijo con el de sus solda­
dos. Pues bien, aún hay mucho de pagano en Constantino...
y hay mucho de pagano en el Imperio. Despacio, despacio
irá cambiando. Habrá recaídas... ahora mismo estamos
afligidos y doloridos por una de esas recaídas. Pero esto no
nos da derecho a desesperar de nuestra tarea... tenemos
que seguir adelante, aunque no nos sea permitido ver la vic­
toria final. El poder del mal es grande, y seguirá siendo
grande durante generaciones... pero Dios no construye en
cien años... ni siquiera en miles de años. Dios construye en
Su tiempo oportuno...
—He pecado —dijo Elena, con el mismo apagado tono
de voz que antes.
Se quedó profundamente pensativa y el obispo no quiso
interrumpirla. Pero la interrupción vino de fuera.
Entró un joven sacerdote, sin darse cuenta del gesto de
advertencia que le hizo el obispo.
—Un mensaje urgente del obispo Timeón —dijo en voz
alta.
Osio miró rápidamente a Elena y después al mensajero.
—¿De palacio? —preguntó.

305
LOUIS DE WOHL

—Sí, venerable obispo. Todas las audiencias han sido


canceladas... el Emperador no quiere ver a nadie.
Elena despertó de sus pensamientos.
—¿Por qué motivo? —preguntó el obispo Osio, con cier­
ta inquietud.
—No se sabe seguro, venerable obispo, pero corre el ru­
mor de que la Emperatriz ha muerto... ha muerto de repen­
te.
Elena se puso en pie de un salto.
—Llévame a palacio... inmediatamente —dijo.
Su rostro estaba ceniciento; pero ahora las manos no le
temblaban.
★ * *

Las puertas del enorme palacio se fueron abriendo una


por una ante la anciana dama, con su bastón negro. Nadie se
atrevía a detenerla en su paso decidido, inexorable, a través
de habitaciones y salas. Al principio se cruzó por todas par­
tes con funcionarios... hombres y mujeres... que se inclina­
ban a su paso. Pero cada vez había menos gente y, al final,
no había más que guardias malencarados, firmes ante las
puertas, custodiando una imponente y oscura soledad de si­
llas doradas y de colgaduras silenciosas.
Gradualmente, los que la acompañaban se iban quedan­
do atrás... el jefe chambelán, el médico del Emperador y,
por último, también el obispo Osio y su joven sacerdote.
Ante la puerta de la habitación en la que unas voces su­
surrantes y aterrorizadas le habían dicho que estaba el Em­
perador, había dos gigantescos guardias de corps con las
lanzas cruzadas.
La anciana, sin decir palabra, levantó el bastón y golpeó
con él las lanzas.
Los dos guardias la miraron a los ojos... y lo que vieron
en ellos, más que las frenéticas señas que les hacía el cham­
belán desde el otro extremo de la gran sala, hizo que, atóni­
tos, pusieran las lanzas en posición de saludo.
Y Elena penetró en la habitación donde nadie más que
ella, en todo el Imperio, se habría atrevido a entrar en esos
momentos.

306
EL ARBOL VIVIENTE

Por el rancio y empalagoso perfume que lo impregnaba


todo, comprendió que estaba en una de las estancias de la
Emperatriz. Todo allí era extremadamente femenino... los
muebles exquisitos, las adornadas cortinas, las espesas y
suaves alfombras.
Tendido en una cama y mezclado con almohadones de
todas formas y colores, había el cuerpo de un hombre.
Elena se detuvo... el silencio que había en la habitación
la asaltó con fuerza terrible.
El hombre de la cama miró...
— ¡Madre! —gritó Constantino; y vacilante como un bo­
rracho, trató de ponerse de pie.
Ella corrió hacia él y, abranzándolo, lo empujó suave­
mente sobre los almohadones; sintió que sus manos y sus
brazos se aferraba a ella como si se estuviera ahogando;
oyó que murmuraba las mismas palabras una y otra vez y,
aunque no las entendía, porque él tenía la cara apretada
contra el manto de ella y, además, ella estaba un poco sor­
da, sí se dio cuenta de lo que estaba diciendo.
—La he matado, madre... La he matado, madre... La he
matado, madre.
Ella notó como si una mano de hielo le apretara el cora­
zón y no la dejara respirar. ¡Oh, Jesucristo! Haz que esto no
sea verdad, haz que esto no sea verdad, no puede ser ver­
dad, esto no...
Pero bien sabía que sí era verdad, y sabía que eso tenía
que suceder. Nada de lo que él pudiera decirle la sorpren­
dería, porque ya lo sabía todo y, en realidad, lo había sabi­
do desde el comienzo, cuando por primera y única vez ha­
bía puesto los ojos sobre la orgullosa y bella hija de Maxi-
miaño. Dos días antes de la boda, ella se marchó; para ella
era un pensamiento insoportable ver el destino de su hijo li­
gado a aquella lagartona, cuyos ojos no se cansaban de
atraer la admiración de todos y cada uno, cuya boca pare­
cía ofrecerse no ya al mejor postor, sino a cualquier
postor... y cuya única ambición era la sensualidad y el
Poder.
En esos momentos, las circunstancias exigían a Elena
que fuera madre de su hijo.
Esto era..., pensó ella; esto era por lo que tenia que venir

307
LOUIS DE WOHL

a Roma...; no era por Crispo, porque para éste ya era dema­


siado tarde. Era por Constantino... y para esto había llega­
do justo a tiempo. «En el tiempo de Dios...». ¡Oh, gran ami­
go querido Osio!
Ella no decía nada; se limitaba a acariciar la cabeza de
oscuro cabello que ya empezaba a encanecer y a clarear.
Cuando por fin él se recobró lo suficiente para poderse
sentar, ella vio con inmensa compasión que su rostro esta­
ba arrasado y lleno de surcos... como un campo acabado de
arar por los más despiadados patanes; el desaliento, el mie­
do y la desesperación habían sido sembrados en aquellos
surcos.
¡Qué bendición de Dios era haber llegado a tiempo!
—Cuéntamelo todo, hijo. Cuéntame.
Necesitó un poco de tiempo antes de poder hablar, y pa­
só un rato hasta conseguir expresarse con coherencia. Ha­
bía encontrado a la Emperatriz... él mismo había encontra­
do a la Emperatriz en los brazos de uno de los esclavos de
las caballerizas. El esclavo fue muerto en el acto. La Empe­
ratriz...
—Madre, yo había ido a buscarla porque yo... yo no po­
día dormir. No he dormido desde que murió Crispo. Quería
preguntarle... preguntarle, una vez más si estaba absoluta­
mente segura de lo que me contó acerca de él... me contó
que había intentado acostarse con ella, madre... que se ha­
bía burlado de mí y que había dicho que un buen hijo tenía
que ocuparse de las cosas que su padre descuidaba. Me
contó que él había querido ganarla para su causa... que le
prometió no casarse con ella, pero que la consideraría co­
mo si fuera su auténtica reina... ¡Oh! Ella estaba indignadí­
sima. Hablé con Crispo largamente, le estuve haciendo pre­
guntas... a solas los dos, por supuesto. ¡No iba a pregonar
mi propia vergüenza! Lo negó... era natural que lo negara.
Lo negó todo. Incluso cosas que yo sabía que eran verdad,
cosas de las que yo me había enterado a través de personas
dignas de crédito, cosas referentes a su ambición... lo negó
todo. Si mentía en éstas cosas... ¿por qué no iba a mentir
también en lo otro?
Solamente Fausta me merecía crédito. Yo sabía, desde
luego, que era ambiciosa para sus hijos. Sabía que era tan

308
EL ARBOL VIVIENTE

dura como el hierro cuando de esa ambición se trataba. No


era yo tan ciego como para no haber visto cómo se sintió
cuando mandé matar a su padre. Ella lo odiaba. Siempre lo
había odiado. Temía que su padre se volviera a casar, tuvie­
ra más hijos y los pusiera por delante de ella y de los
suyos...
—¿Dónde están ahora? —le interrumpió Elena—. ¿Dón­
de están tus hijos?
—Ninguno está en Roma, madre... afortunadamente.
Cómo les voy a decir...
—Ya hablaremos de eso después. Fuiste a buscarla... y
la encontraste con el esclavo... hiciste matar al esclavo.
—Sí, sí. Después di órdenes de que preparasen un baño
para la Emperatriz y que lo calentasen al máximo... tan hir­
viendo que pudiese disolver su culpa Eso es lo que hice. Y
murió. Se asfixió. Está todavía ahí... en esa habitación. Hi­
ce que los hombres que intervinieron me juraran guardar
el secreto. La Emperatriz había muerto en un accidente.
¡Madre, madre! ¿Por qué tengo que hacer estas cosas? Ma-
ximiano... Crispo... Fausta. ¿Por qué?
Elena sollozó. ¿Por qué sería que los hombres siempre
castigaban a los demás por sus propias faltas y errores?
Fausta había sido siempre lo que Constantino veía ahora...
pero él la veía antes de otra manera... y cuando los hechos
le demostraron lo que verdaderamente era, él la mató... la
mató por ser distinta de lo que él quería que fuera. Mató a
Fausta por ser Fausta. El mundo se había endurecido. Te­
nemos que fundir el mundo en el fuego del amor... la meta
está a distancia inconmensurable... más allá de nuestro al­
cance.
—Estaba fuera de mí, madre... tú sabes que a veces me
pongo así... no sólo la habría matado a ella, sino que...
—Calma, hijo, calma.
—...a veces pienso que no es verdad que yo haya hecho
eso... que es otro quien lo hace en mí y a través de mí...
Ella levantó la cara y sus ojos se clavaron en los de él.
—Si no aceptas la responsabilidad de tus propios peca­
dos, tampoco tienes derecho a esperar en tus buenas accio­
nes. Has hecho lo que has hecho... y no lo puedes deshacer.
No culpes a los muertos... cúlpate a ti mismo. Les has pedi-

309
LOUIS DE WOHL

do que fueran lo que no podían ser. Ya ves adónde esto te


ha llevado. Sólo hay una cosa que puedas hacer ahora.
£1 empezaba a recuperar el dominio sobre sí mismo.
Mecánicamente comenzó a alisarse el cabello y a arreglarse
las ropas. Ella vio que el color iba volviéndole a las mejillas
y, de manera instintiva, se dio cuenta de que ahora le iba a
atacar otro demonio; después del demonio del orgullo heri­
do, de la vanidad y de la ira... Muchos hombres habían co­
metido crímenes porque sentían el peso de la vergüenza.
Sabía que aquél no era momento para detenerse en sus
propios sentimientos... él se encontraba en su peor hora y
ella no podía fallarle. Había pasado irrevocablemente el
instante en el que se le había permitido ser su madre y nada
más que su madre. Este hombre de casi cincuenta años era
el Emperador absoluto del mundo romano, el vencedor del
puente Milvio, de Adrianópolis y de Calcedonia.
—Nadie te puede exigir responsabilidades por haber
matado a tu... a la Emperatriz, Constantino. Tanto como je­
fe de Estado que como padre de familia estás por encima de
cualquier jurisdicción. Y aunque no lo fueras... habría mu­
chos que te absolverían de lo que has hecho hoy. Eres tú, tú
mismo, quien no te puedes absolver. Y no puedes deshacer
lo hecho. Sólo puedes hacer una cosa: ¡actuar!
—¡Actuar! —repitió él mecánicamente—. ¿Qué debo ha­
cer?
Ella se puso de pie dificultosamente, apoyándose en el
bastón.
—En cuanto hijo mío, sólo puedo ofrecerte mi amor
—dijo—. En cuanto Emperador, te digo: las sombras de Ma-
ximiano, de Crispo y de Fausta han oscurecido tus victorias
ante la historia. En cuanto hombre, te digo: arrepentimien­
to sin reparación no basta ante Dios.
El levantó la vista hacia ella.
—¿Qué puedo hacer, madre?
—Puedes hacer el bien... puedes trabajar para la gloria
de Dios. No necesitas que una anciana te diga cómo ha­
cerlo...
Se quedó callada.
De repente y sin ningún motivo aparente su corazón co­
menzó a latir tumultuosamente, podía oír su latido como si

310
EL ARBOL VIVIENTE

fuera un gong, clamando y clamando en una llamada res­


plandeciente, cada vez con más fuerza, hasta el punto que a
ella le parecía que no había otra cosa más que ese latido,
llenando la habitación y el mundo entero. Ella misma había
desaparecido, sólo existía ese latido, ni en todo el mundo
había nada más que ese latido...
Todo eso desapareció en un instante, incluso antes de
que ella se diese cuenta del todo, como un carruaje que pa>
sara atronándolo todo y, tan rápido, que sólo se pudiera ver
de él un destello de crines y colas y ruedas, desapareciendo
en una nube de polvo.
—¡Madre... madre! ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
Ella respiró profundamente.
—No, Constantino. Pero ha llegado el momento de de­
cirte... mi secreto. Lo he guardado fielmente durante mu­
chos, muchos años. Sabes que cuando naciste mi padre pre­
dijo unas cosas extrañas, de ti y a propósito de ti. Dijo que
poseerías toda la tierra por la que cabalgaras; que serías
como tu padre, pero más grande que tu padre; que serías
muerte para tu hijo y bendición para tu madre. Yo te he
contado algunas cosas de éstas... pero no todas. Cuando
murió me dijo: «Existe un fuerte vínculo entre tú y tu hijo...
más fuerte que la sangre... incluso más fuerte que el amor
de madre, del que los poetas afirman que es el lazo más
fuerte del mundo. Tú y él... los dos juntos encontraréis el
Arbol de la Vida... sí, el verdadero árbol viviente...». Y éstas
fueron las últimas palabras que dijo en este mundo, Cons­
tantino.
El Emperador la miraba pasmado; Coel, el Sabio, había
predicho casi toda su vida... hasta la muerte de Crispo. Pe­
ro, incluso más que el hecho de enterarse de todo esto, la mi­
rada de su madre le hizo sentirse de repente un ser insigni­
ficantemente pequeño, como si ella fuera un ser superior.
—Cuando me enteré de tu victoria en el puente Milvio
—siguió diciendo Elena—, pensé que incluso esa parte de
las palabras de mi padre se habían cumplido, porque el ár­
bol de la vida, el árbol viviente, es la Cruz de nuestro Salva­
dor, y aquel día tú hiciste de ella el emblema de todo tu
ejército. Y con ese signo venciste.
El asentía con la cabeza, en silencio.

311
LOUIS DE WOHL

—Pero me equivoqué —continuó ella—. Ahora me doy


cuenta de hasta qué punto estaba equivocada. Pensaba que
se trataría de un símbolo... y no de una realidad. Sin embar­
go, cuando se trata de Cristo, todo es una fuerte realidad.
Olvidé que Hilario, al morir, me dijo: «Se dice que las ense­
ñanzas de Cristo se extenderán por el mundo romano sólo
cuando se vuelva a encontrar la Cruz. Porque ha desapare­
cido... v nadie sabe dónde está».
Ella dio un paso adelante, y sus ojos brillaban.
—Cuando me enteré de tu victoria pensé que mi misión
había concluido —dijo—. Pero no era así. ¡Tengo que en­
contrar la Cruz... la verdadera Cruz!
El se puso en pie de un salto.
—Madre, desapareció después de su muerte. ¿Cómo
puedes esperar...?
Ella sonrió.
—La encontraré, hijo. Necesito que me des carta
blanca... que pongas a mi disposición barcos, hombres, di­
nero. ¿Me otorgarás esos poderes, Emperador de Roma?
Profundamente conmovido, él asintió con la cabeza.
—Tu poder proviene de una fuente más alta que lo que
yo te puedo ofrecer, madre. Pero todo el poder que yo tenga
es tuyo.

3.

El obispo Macario de Jerusalén estaba desesperado. Ha­


bía empezado a estar preocupado desde el momento en que
recibió la primera carta del Emperador, anunciándole que
la Emperatriz-Madre viajaría a Tierra Santa al cabo de
unas semanas y se establecería en Jerusalén. El Emperador
le pedía, de la manera más delicada y respetuosa, pero al
fin y al cabo era una orden, que ayudara a su madre en su
propósito: construir una iglesia en el Monte Calvario y en­
contrar la verdadera Cruz de Cristo.
Una iglesia en el Monte Calvario... cuando no había ni
un alma que supiera dónde había estado el Monte Calvario
en tiempos de nuestro Señor. Los alrededores de Jerusalén
estaban plagados de pequeñas colinas y de montículos,

312
EL ARBOL VIVIENTE

cualquiera de ellos podía haber sido el Monte Calvario ha­


cía trescientos años.
En cuanto a la verdadera Cruz, era simplemente una ilu­
sión encontrarla. ¿Por dónde empezar? ¿A quién pregun­
tar?
En aquellos momentos, había una comunidad muy nu-
merosa en su diócesis, paganos convertidos, judíos conver'
sos... había sirios, fenicios, árabes y coptos, griegos de las
islas y de la misma Grecia. Había también, desde luego, un
pequeño núcleo que habían sido siempre cristianos y, des*
de el edicto de Milán, de santa memoria, podían adorar pú­
blicamente al Señor.
Estaba agobiado de trabajo... había trabajo para no pa­
rar desde el amanecer hasta bien entrada la noche, un día y
otro día, sin esa nueva carga que suponía buscar algo que
había desaparecido hacía tres siglos.
Además, ahora que podía uno comunicarse con sus cole­
gas. Tenían que intercambiar experiencias e ideas de tras­
cendental importancia, había que puntualizar algunos ar­
tículos de la fe y someter los trabajos al obispo de Roma.
Cierto que el Concilio de Nicea había sido muy fructífero, el
año pasado, y se habían asentado bases que perdurarían co­
mo rocas firmes hasta el final de los tiempos. Pero, por mu­
cho que un concilio cuente con la inspiración del Espíritu
Santo, no puede resolver todos los problemas. Era esencial
relacionarse con los demás obispos.
Había que estar muy encima de las obras de caridad y
beneficencia, porque algunas personas que parecían muy
piadosas habían demostrado que en realidad eran egoístas
y corruptibles, y el clero joven tenía demasiada poca expe­
riencia para reconocerlas. El gran problema de la confe­
sión tenía que ser bien estudiado... el Papa Silvestre tendría
que dar instrucciones claras acerca de ello. Había quienes
afirmaban que la remisión de los pecados sólo se podía ob­
tener una vez en la vida y que una recaída en el mismo peca­
do era imperdonable. ¡Con toda seguridad que eso no podía
ser así! Si teníamos que perdonar a nuestros hermanos no
siete veces, sino setenta veces siete, ¿no era lógico esperar
el mismo perdón de quien era el Perdón mismo? Un obispo
debía disponer de un poco de tiempo para meditar en pro-

313
LOUIS DE WOHL

blemas de esta magnitud, por mucha actividad que tuviera


que desplegar.
Además, había unos cuantos miembros de la comunidad
que, últimamente, habían dado ciertas muestras de orgullo
espiritual; esto era comprensible, después de un período de
tiempo tan largo de represión y persecución, pero aun así
era una actitud injusta y peligrosa. Cuando un hombre ha
tenido que ocultar su fe ante el mundo, o ha sido escarneci­
do y vilipendiado por el mundo a causa de su fe y, de repen­
te, el Emperador proclama que esa fe es verdadera y ade­
más que es la verdadera fe del Imperio... entonces tiene que
ser un hombre bueno de verdad para que ese cambio tan ra­
dical no se le suba a la cabeza.
El rápido crecimiento y la expansión experimentados
por la religión desde la vida prácticamente subterránea
que llevaba hasta la enorme organización que dominaba el
mundo, y además en el transcurso de pocos años, había te­
nido miles de consecuencias y había originado un desbor­
damiento de duro trabajo.
En medio de todo este maremagno, se presentaba la
increíble Emperatriz-Madre con su auto-adjudicada misión
de encontrar la verdadera Cruz. Desde el primer momento
se veía que aquello iba a ser un estorbo imponente. Pero na­
die pudo imaginar hasta qué punto lo sería...
En una semana había puesto a Jerusalén patas arriba.
Llegó con una troupe de expertos, agentes, investigado­
res, que se extendieron por toda la ciudad y asaltaban a to­
do el mundo haciendo preguntas; abordaban a comercian­
tes de vino y de aceite, a sacerdotes cristianos y a rabinos
judíos; conversaban con los dueños de hostelerías y de tien­
das, y escuchaban las historias que les contaban los oficia­
les de alta graduación con el mismo interés que las que les
contaban los mendigos.
Era fácil prever a dónde llevaría todo eso: en el mejor de
Jos casos les contaban rumores vagos, pero lo normal era
que no oyeran más que una sarta de mentiras. Este asunto
iba a dar mucha guerra, porque era ofrecer en bandeja a
cualquier sirio marrullero, judío avispado o griego soca­
rrón la oportunidad de engatusar a la querida Emperatriz-

314
EL ARBOL VIVIENTE

Madre con toda clase de historias que ella misma estaba de­
seando creerse.
No se puede ser obispo si no se conoce en buena medida
la condición de la naturaleza humana; el obispo Macario no
era una excepción; gemía cada vez que era llamado a la im­
perial presencia... lo cual sucedía a diario.
Ella tenía ya cerca de setenta y seis años, pero parecía
tener las energías de un hombre de la mitad de esa edad... y
de excepcional vitalidad. Su trato con el obispo era del más
absoluto respeto... pero quedaba inequívocamente claro
que ella consideraba su misión en Jerusalén como algo de
primordial importancia, y que no toleraría ni la más míni­
ma negligencia en la ayuda que se le debía prestar.
Ella misma se ponía a interrogar a un montón de gente,
sin distinción de rango, sexo, nacionalidad o creencia; cal­
correaba por toda la ciudad con la sola compañía de una o
dos damas y de, todo lo más, dos guardias. Además, parecía
mostrar una desconcertante preferencia por los barrios
menos respetables y, en consecuencia, los más peligrosos,
por las calles habitadas por la gente más baja: ladrones,
mendigos y prostitutas.
Pasaba horas absolutamente sola en las laderas del
Monte de los Olivos, rezando o meditando; estaban en pri­
mavera —era el mes de mayo— y las higueras tenían ya los
nuevos retoños; las filas de cipreses ofrecían un verde más
fresco, bordeando los campos de olivos plateados. Los mo­
nótonos colores amarillos y ocres de Jerusalén se alegra­
ban con una infinidad de tonos vivos. Incluso las ruinas de
la ciudad, que eran numerosas sobre todo en la periferia,
parecían menos austeras y terribles. El aroma de los jazmi­
nes, de la lavanda y del tomillo flotaba por toda la ciudad,
mezclado con los olores de las especias y del estiércol que­
mado.
Hacía calor... las prolongadas horas en el Monte de los
Olivos no debían de perjudicar a la salud de la Emperatriz-
Madre; de todas maneras algo podían dañarle. Sulpicio, el
jefe de la policía romana, estaba agobiado. Sus hombres no
tenían descanso, vigilando a los delincuentes, siguiendo a
la formidable huésped como sombras silenciosas, tan preo­
cupados por no ser descubiertos y ser enviados a paseo por

315
LOUIS DE WOHL

la anciana señora, como por la seguridad de ésta. El prefec­


to Sulpicio había tenido que ir a ver al obispo Macario cinco
veces en quince días.
—¿No puedes hacer nada para acabar con todo esto?
—gimió el funcionario, sudando a mares—. ¡Me están sa­
liendo canas! No puedo dormir. ¿Sabes lo que hizo ayer?
Salió fuera de las murallas, a los barrios asquerosos de jun­
to a la Puerta del Camello. Con una... una sola... dama de
compañía y sin ninguna escolta. Tenía seis hombres prote­
giéndola... ¡los descubrió y los echó con cajas destempla­
das! Está firmemente convencida de que la presencia de los
policías, aunque vayan de paisano, impide que la gente le
hable abiertamente. ¡Abiertamente! ¡Conductores de came­
llos y mercaderes de especias! Ya le han dicho que el Monte
Calvario estaba en todos los lugares habidos y por haber.
No hay cuento, por muy estúpido que sea, que no se lo crea.
Estoy al cabo de mis fuerzas.
—Ya sé... ya sé... —el obispo Macario era el colmo de la
comprensión—. Es una prueba terrible para ti; y tampoco
es fácil para mí. Me pone al corriente de todo, cuando voy a
verla después de comer, ¡todos los días! Me sé todos los
cuentos. No me podía figurar que el pueblo tuviera tal ca­
pacidad de inventiva. Incluso ha habido un viejo mercader
que le contó que el Monte Calvario desapareció misteriosa­
mente y fue trasplantado a Jericó, después de la conquista
de Jerusalén por Tito. Ha habido otro...
— ¡Una idea estupenda! —le interrumpió Sulpicio, tem­
blando de emoción—. ¿No podrías confirmar esa historia?
¿O por lo menos, no podrías decir que tú también habías
oído algo por el estilo? Así se iría a Jericó y le daría a mi co­
lega de allí un poquito que hacer, para variar. O todavía me­
jor... ¿no podrías persuadirla de que es preferible no remo­
ver ese asunto? Después de todo eres obispo... si ella es tan
buena cristiana, tiene que creerte.
—Precisamente por eso no puedo contarle mentiras
—dijo Macario, poniéndose serio—. Querido amigo, yo tam­
bién he tenido que recortar mis actividades con todas
estas... investigaciones, pero eso no quiere decir que cargue
con la responsabilidad de disuadir a la Emperatriz-Madre...
y menos que la engañe deliberadamente.

316
EL ARBOL VIVIENTE

El prefecto de la policía se deshizo en excusas.


— ¡Pero tienes que admitir, venerable obispo, que todo
esto es una gran locura! Es como tratar de encontrar una
aguja en un pajar. ¡Ya son ocho las colinas donde han em­
pezado a excavar! Son cientos los trabajadores que se han
contratado, y cada día son contratados unos cientos más...;
si esto continúa, se va a remover la tierra de todos los alre­
dedores. Y aunque la encuentre... la colina en cuestión, ¿có­
mo se las va a apañar para encontrar la Cruz? Es algo impo­
sible, y tú lo sabes como lo sé yo.
—No se sabe nunca —dijo Macario, sorprendiéndose de
lo que él mismo había dicho.
Quizá fue la actitud del jefe de policía la que le llevó a
adoptar esta postura, aunque se dio cuenta de que había al­
go más: no podía ser sólo eso. La inagotable y casi feroz
energía de la anciana parecía ser contagiosa. De repente se
echó a reír.
—Mucho me temo que no podré ayudarte, Sulpicio. Ella
me tiene dominado, igual que te tiene a ti. Y además, hay
una posibilidad... una remota posibilidad... de que ella ten­
ga razón. No puedes esperar que yo la disuada. Si quiere le­
vantar todos los alrededores de la ciudad, lo menos que
puedo hacer es dejar que los levante. Ya es una ventaja que
de esta manera muchos trabajadores encuentren ocupa­
ción... igual que en el orfanato que está construyendo en el
distrito Sur y el albergue para peregrinos pobres. No, no,
este asunto, sea inspiración o sea locura, tiene que seguir
adelante. Sopórtalo como un hombre, Sulpicio. Yo haré lo
mismo...
En realidad, Macario estaba haciendo algo más que so­
portarlo. El fue quien le facilitó a Elena la información de
que, de acuerdo con la ley judía, los cuerpos de los crimina­
les ajusticiados tenían que ser enterrados en el mismo lu­
gar de la ejecución, junto con los instrumentos que habían
sido utilizados en el suplicio. No había sido asi con el cuer­
po de Jesús, como bien decían los Evangelios, pero era más
que probable que la Cruz hubiese sido enterrada en el mis­
mo Calvario. Por eso, si pudiera localizar dónde estaba esa
pequeña colina...
Lo que pasaba era que Jerusalén estaba rodeada de una

317
LOUIS DE WOHL

pequeña colina al lado de otra... ésa era la principal difi­


cultad...

★ ★ *

—Buenas tarde, Simón —dijo Elena, levantando su


bastón con un amistoso saludo. Terencia sonrió tímida­
mente.
—Buenas tardes, señora —respondió el muchacho, ha­
ciendo una pequeña y solemne inclinación.
Tendría unos quince años. Sus ojos eran oscuros y al­
mendrados, en un rostro fino y de rasgos bien dibujados; el
cabello negro y rizado... podría haber sido un muchacho
muy apuesto —pensaba Terencia—, si no fuera por aquel
brazo derecho lisiado, que le colgaba como muerto y que,
más que un miembro humano, parecía una excrecencia sin
sentido. Le era imposible reprimir un estremecimiento
cuando miraba el brazo del chico, pero ponía buen cuidado
en disimularlo... porque la señora Elena no soportaba estas
reacciones. Habían encontrado al muchacho varias veces
durante sus excursiones por los alrededores, fuera de las
murallas destruidas de la ciudad. Siempre se le veía por
allí, tranquilo, cerca de la cabaña donde vivía con su ma­
dre, una mujer envejecida por el trabajo excesivo. El procu­
raba cuidar de ella todo lo que podía, haciendo los trabajos
que estaban a su alcance, generalmente de mensajero. No
podía dedicarse a trabajos manuales, desde que, unos siete
años antes, cayó un rayo en el árbol bajo el cual se había
guarecido durante una tormenta; perdió el conocimiento y,
cuando lo recobró, vio que tenía el brazo inútil.
Elena le había tomado afecto; era inteligente y la diver­
tía ver el porte digno que tenía el chaval. En dos ocasiones
lo había tomado como guía y cada vez le había pagado con
una moneda de oro, que él aceptó con una respetuosa indi­
ferencia. Esta actitud había irritado a Terencia. ¡Como si
un mocoso como él viera monedas de oro todos los días!
—Hoy vamos a intentarlo en otra dirección —dijo
Elena— . ¿Nos quieres guiar otra vez, Simón?
—Con mucho gusto, señora —dijo el muchacho—. Pero
ya has estado en todos los sitios de por aquí cerca; hay

318
EL ARBOL VIVIENTE

otras dos colinas un poco más allá... no están lejos. Aunque


me parece que no te van a gustar.
Se habían puesto en camino.
—¿Por qué no? —preguntó Elena.
El chico encogió sus escuálidos hombros.
—Allí no hay nada que ver. No son más que unas colinas
corrientes.
La primavera había estallado... el camino estaba lleno
de flores y en el aire flotaban sus aromas. Aquella extraña
anciana no quería más que visitar colinas. Cerca de Jerusa-
lén las había en cantidad... Unos días antes, cuando llegó a
lo alto de una de ellas, movió su pequeña cabeza de pelo
blanco y dijo: «No... no es aquí...», como si estuviera bus­
cando un sitio en el que había estado ya anteriormente. No
obstante, ella le había dicho que nunca había estado en el
país. Era una señora muy anciana.
Sin duda estaba un poco chiflada... no tanto como Mor-
decai, el jorobado, al que tenían que atar cuando le daba
uno de sus ataques; era como Raquel, que con frecuencia
decía cosas que no se comprendían y que se ponía a cantar
a pleno pulmón. Algunas de las cosas que la anciana señora
decía no se comprendían.
Más de una vez había tenido ganas de preguntarle qué
es lo que en realidad estaba buscando, pero no se había
atrevido. No parecía de esa clase de personas a las que se
les podían preguntar cosas. Incluso la altanera y bien com­
puesta dama, que siempre la acompañaba, no le hacía pre­
guntas y nunca hablaba antes de que lo hiciera ella.
A él le agradaba. No lo miraba compasivamente, como
hacían otras viejas. Nunca hacía mención de su brazo. Lo
trataba como si fuera la cosa más natural tener el brazo así.
Eso le hacía sentirse normal a él también.
Además, era buena andariega y parecía que no se cansa­
ba... sin embargo, la otra, que era más joven, se cansaba
con frecuencia.
—Aquí ya hemos estado otra vez —dijo Elena.
Un arroyo, las adelfas, el olor de la hierba fresca, le re­
cordaban a Britania. Cerca de allí, un pastor que estaba
guardando su pequeño rebaño se les quedó mirando sin in­
mutarse.

319
LOUIS DE WOHL

Simón movió la cabeza. No, no habían estado allí antes.


Es que una colina se parece mucho a otra colina. Su latín
era un poco torpe, pero no demasiado malo. Ella quiso sa­
ber cómo había aprendido latín. Lo aprendió con su rabino.
Muchos chicos lo aprendían. Había tenido un rabino muy
bueno. Pero ahora ya no tenía tiempo para estudiar, porque
su madre se estaba haciendo vieja. A él le habría gustado
seguir estudiando... pero ¿de qué servía darle vueltas a es­
to? Sencillamente, no podía ser.
Llegaron a las dos pequeñas colinas que él había dicho...
una de ellas estaba cubierta de hierba y de flores, con un ci­
prés solitario... la otra tenía unas ruinas. Las ruinas de un
templo. Hacía mucho, mucho tiempo, que había sido cons­
truido por un Em perador que se llam aba Adriano. Simón
se sentía un poquito orgulloso de sus conocimientos. El
templo estaba dedicado a una diosa romana, a la que se le
consagraban las palomas... su nombre era Venus.
Sorprendido, se dio cuenta de que la anciana señora no
estaba escuchando.
Se había detenido, mirando hacia la colina de las ruinas.
Su respiración era dificultosa; quizá ese día se había cansa­
do... en su frente se veían pequeñas gotas de sudor. ¿Esta­
ría enferma, quizá? Sus ojos estaban muy abiertos... eso no
era habitual. La otra la m iraba preocupada y no sabía lo
que hacer.
Elena seguía inmóvil; una vez más su corazón atronaba
en su pecho como una llamada apremiante, cada vez más
estridente, hasta que ella misma era un puro latir de su co­
razón... hasta que el mundo entero era el latir de su cora­
zón. Empezó a andar despacio, atravesando el prado hacia
la cumbre de la colina cubierta por las ruinas del templo.
No se daba ni cuenta de que estaba moviéndose... sólo sen­
tía una suave brisa que la acariciaba, envolviéndole todo el
cuerpo. Le parecía oír violines... flautas... tambores..., que
sonaban cada vez más fuerte... todas las flores del mundo
se inclinaban hacia esa colina... todos los árboles del mun­
do se inclinaban hacia esa colina...
Pasito a paso... y cada paso le producía la impresión de
que sonaba como un trueno que subiera desde las profundi­
dades de la tierra. Espinos, ortigas y cardos se le engancha·

320
EL ARBOL VIVIENTE

ban en las ropas; una serpiente salió corriendo entre los ar­
bustos.
Las ruinas del templo, semicubiertas por hierbajos, le
cerraron el paso.
Cuando Terencia y Simón llegaron a lo alto de la colina,
encontraron a Elena plantada ante las ruinas; sus ojos se­
guían muy abiertos y parecía que no tuviese ni una gota de
sangre en la cara. Con el bastón señalaba las ruinas. Su voz
sonó extraordinariamente serena, cuando dijo:
— ¡Estas ruinas... deben ser excavadas hoy!

Por la tarde del día siguiente, Simón volvió a la colina


de las ruinas; por todas partes había un continuo ir y venir;
había cientos de personas por el camino en el que el día an­
terior no había visto más que a un pastor solitario. La ma­
yoría de esas personas eran trabajadores que llevaban pi-
cos y palas; también llevaban unos cuantos carros tirados
por bueyes. H abía funcionarios de todas clases, un destaca­
mento de soldados mandados por un centurión y un peque­
ño grupo de sacerdotes cristianos; todas esas gentes camina­
ban indiferentes ante la mirada de una masa de curiosos.
Simón se preguntaba qué es lo que habrían ido a ver
allí... porque unas pocas ruinas de un templo no tenían mu­
cho que ver.
Cuando la anciana señora dio aquella orden en lo alto de
la colina, él se convenció de que estaba chiflada. Tenía un
aspecto muy raro... además, ¿por qué había que excavar
esas viejas ruinas, sólo porque ella lo quisiera?
A las dos horas de haber regresado a Jerusalén llegaron
los primeros trabajadores, que estuvieron removiendo aque­
llo hasta la puesta del sol, vigilados por soldados. No se
contentaron con acabar de derribar las ruinas, sino que em­
pezaron a llenar el suelo de grandes agujeros. Por la noche,
los soldados se quedaron allí, haciendo guardia en lo alto
de la colina, como si estuvieran custqdiando un tesoro.
¡Quizá se trataba de eso! ¡Quizá estaban efectivamente cus­
todiando un tesoro!
Pero aunque así fuera... ¿cómo es que la anciana señora

321
LOUIS DE WOHL

podía mandar en todos esos trabajadores, e incluso en los


soldados? Esto fue para el muchacho un quebradero de ca­
beza..., hasta que se enteró de la verdad por algunos de los
trabajadores. ¿Una anciana... con un bastón negro? ¿Corre­
teando por todas partes y buscando colinas? Era la Empera­
triz-Madre, Elena, ¿no lo sabía? Había estado haciendo ex­
cavaciones en una docena de sitios, alrededor de Jerusalén,
ésta era una más.
La Emperatriz-Madre.
Tenia que volverla a ver, ahora que sabía quién era. Es­
taba enterado de que la Emperatriz estaba en Jerusalén...
incluso sabía que había mandado hacer excavaciones. Pero
se la había imaginado ataviada de oro y púrpura y rodeada
de un enjambre de esclavos y de funcionarios...; no se figu­
ró que era una señora muy anciana y encorvada, que anda­
ba apoyada en un bastón negro, y que podía hablar con él
como ella lo hacía.
Se sumó al gentío que iba en dirección a la colina; se
deslizaba ágilmente por entre la masa, pero se topó con un
cordón de soldados, ya bien arriba de la ladera, y compren­
dió que no podría pasar por entre ellos. Pero entonces vio a
la anciana que, esta vez, estaba rodeada de media docena
de damas; a su lado había un sacerdote vestido con ropas
espléndidas.
Cautelosamente se abrió camino entre la multitud; todo
el mundo estaba mirando hacia donde, hasta el día ante­
rior, habían estado las ruinas del templo. Ahora las ruinas
habían desaparecido y en su lugar había un enorme y pro­
fundo agujero lleno de la actividad de los trabajadores.
Aquello parecía un hormiguero.
— ¡Atrás, muchacho! —le gritó uno de los guardias.
Pero en ese momento Elena lo vio y le hizo señas para
que lo dejasen pasar; tímidamente se acercó a ella y la salu­
dó con una inclinación. Ella le tocó la cabeza con sus dedos.
—Este es Simón, venerable obispo... él fue quien me tra­
jo aquí ayer.
El obispo Macario asintió con la cabeza.
—Quizá también él cambie su nombre por el de Pedro
algún día —comentó amablemente.
Por dentro, el obispo no estaba predispuesto a la amabi-

322
EL ARBOL VIVIENTE

lidad. Aquella mañana, la Emperatriz-Madre lo había man­


dado llamar por medio de un mensajero y desde ese mo­
mento se había visto arrastrado por el torbellino de los
acontecimientos. Ella le había insistido para que la acom­
pañara a la colina; las mujeres, por supuesto, no habían po­
dido mantener sus bocas cerradas... la mitad de la ciudad
estaba allí. ¿Qué pasaría si todo aquello era en vano? No se­
ría bueno para la dignidad del Imperio el que la madre del
Emperador fuese tomada por loca. Tampoco sería bueno
para la dignidad de la joven Iglesia. Por no decir nada de
que él mismo llevaba ya tres horas allí. De todas maneras,
él era un hombre y no tenía aún sesenta años, pero que ella,
con su edad, pudiera resistir tanto, era algo que no com­
prendía. Aquello era como salir a la caza de una quimera.
¡Con la cantidad'de pequeños terremotos que había habido
en Jerusalén... Colinas se habían convertido en llanuras, y
llanuras se habían convertido en colinas... Era absurdo es­
tar allí mirando a unos trabajadores que cavaban un hoyo
cada vez más hondo...
Se acercó a él una comisión formada por tres jóvenes sa­
cerdotes; uno de ellos le dirigió la palabra y le dijo en voz
baja algo a propósito de unas cartas que habían llegado de
Antioquía; se le requería urgentemente en la ciudad.
—Mi sitio está aquí —respondió el obispo Macario—.
Vete, hijo mío.
Y siguió mirando el hoyo que se abría en la tierra.
No podía ser, por supuesto. Estaba fuera de duda. Pero
la más leve, la más remota de las posibilidades...
Sin embargo, había un punto, solamente uno, que le ha­
cía poner en juego la agudeza de su razonamiento: que el
Emperador Adriano había mandado construir un templo a
Venus en aquella colina. Adriano... hacía doscientos años;
no había sido amigo de los cristianos. La verdad es que los
había odiado, tanto como un hombre con una mente tan cu­
riosamente retorcida como la suya podía odiar. Adriano y
sus perversos amigos... él podía ser precisamente el hom­
bre a propósito para concebir una idea como aquélla: cons­
truir un templo a Venus en el Calvario. La diosa de la luju­
ria era una abominación para los cristianos... levantarle
allí un templo significaba evitar de raíz que aquel lugar se

323
LOUIS DE WOHL

convirtiera en su lugar de reunión para la odiada secta...


Aquello tenía sentido. Pero era la única cosa que lo tenía
en todo aquel asunto, y si... Pero ¿qué le pasaba ahora a la
Emperatriz? Estaba temblando violentamente...
Desde la profundidad del hoyo llegó un grito prolonga­
do... y después otro... y otro...
— ¡Madera! ¡Madera! ¡Madera!
Elena cayó de rodillas; instintivamente, sus damas hi­
cieron lo mismo.
El obispo Macario miró adentro del hoyo; su respira­
ción se agitó. Había tantos trabajadores en la excavación
que no se podía ver nada.
En la multitud se había hecho el silencio; un silencio
que flotaba en el aire como una cosa viva. No hacía viento.
Incluso los pájaros y los insectos parecía que se habían
vuelto mudos.
Sólo se oían los golpes acompasados de un azadón.
El obispo Macario se hincó de rodillas, lanzando una
breve y ronca exclamación. Un instante después todo el
mundo estaba arrodillado.
Desde el fondo del hoyo fueron surgiendo tres cruces.
Asomaban poco a poco... oscilando conforme los traba­
jadores tiraban de ellas.
Ya estaban arriba. Un puñado de hombres las seguían
con sus azadones y sus palas... Uno de ellos traía en la mano
algo que parecía un pedazo de pergamino. Todavía salieron
más hombres. Se quedaron allí parados, vacilantes, descon­
certados, como si no se atreviesen a acercarse a la Empera­
triz.
Elena intentó ponerse en pie, pero no pudo. Entre Maca­
rio y Simón la levantaron, tomándola cada uno por un bra­
zo. Las rodillas se le doblaban cuando se adelantó, tamba­
leándose, hasta el pie de las tres cruces; se puso a sollozar y
el cuerpo entero le temblaba.
A pesar de su enorme excitación, la mente de Macario
trabajaba con admirable claridad. Vio el pergamino en las
manos de aquel hombre y reconoció los restos de los carac­
teres hebreos, griegos y latinos... era el cartel que había
mandado escribir Pilato. Así es que una de aquellas tres
cruces tenía que ser la verdadera Cruz. ¿Pero cuál?

324
EL ARBOL VIVIENTE

Antes de que pudiera terminar su pensamiento, Elena se


abrazó a una de las cruces, como una madre se abraza a su
hijo. Después, con un rápido movimiento, agarró al peque·
ño Simón por un hombro y tiró de él hacia ella. Con los ojos
llenos de espanto, el muchacho vio cómo ella tomaba su
brazo tullido y le hacía tocar la madera de la cruz.
Simón lanzó un gemido. Una lengua de fuego pareció re­
correrle el brazo de arriba abajo, como si le ardiera. Atóni­
to, vio con estupefacción que el brazo le obedecía. Sobreco­
gido, comprobó que, por primera vez desde hacía siete
años, los dedos de su mano derecha se movían. Lo intentó
otra vez, y otra vez se movieron. Trató después de balan­
cear el brazo... primero hacia arriba... luego hacia los
lados...
A la multitud le pareció que estaba haciendo el signo de
la Cruz.
Muchos de los presentes conocían a Simón, el tullido... y
una ola de asombro recorrió a los espectadores.
Los ojos de Elena y de Macario se encontraron. Muy des­
pacio, el obispo se inclinó y besó el madero de la Cruz.
* ★ ★

El regreso a Jerusalén fue una larga y gloriosa proce­


sión.
Entre la multitud había muchos cristianos: iban cantan­
do.
El mismo Macario, con dos de sus sacerdotes, llevaba la
Cruz; Elena los seguía detrás, apoyada en Simón, que cami­
naba como en sueños. A mitad de camino, el anciano obispo
tuvo que ceder la Cruz, pues estaba agotado por la emoción
más que porque le faltaran las fuerzas. Pero cuando se acer­
caron a la puerta de la ciudad, volvió a tomarla. Con el ros­
tro bañado en lágrimas, pensó que aquella puerta, que ahora
estaba medio en ruinas, podría muy bien ser la misma por
donde la Cruz había sido llevada, hacía casi trescientos
años.

325
LOUIS DE WOHL

4.

—Ahora está dormida —dijo Constantino en voz baja—.


Cuéntame. Cuéntamelo todo con detalle.
Terencia miró una vez más hacia la pequeña terraza; la
Emperatriz estaba durmiendo pacíficamente en su sillón...
su rostro parecía tan pequeño como el de un niño. El Sol,
que ya se ocultaba por encima de los pinos, ponía sus últi­
mas pinceladas de oro, de rojo y de púrpura en las colinas
de Roma.
El Emperador y el obispo Osio escuchaban en tensión.
El informe del obispo Macario había llegado en el mismo
barco que la Emperatriz; estaba escrito con gran minucio­
sidad. Cada detalle era importante en esta historia; la Em­
peratriz estaba demasiado fatigada y enferma para hacer
un relato... Terencia sí podía, porque había estado a su lado
todo el tiempo y lo había visto todo.
—También se encontraron los santos clavos —susurró
Terencia—. Y una lanza. Quizá era la lanza que abrió el cos­
tado de nuestro Señor... no lo sé. La señora le entregó al
obispo Macario un trozo grande de la Cruz: van a construir
una Basílica para conservarlo en ella. Lo han puesto en un
precioso relicario de plata. Uno de los tres clavos se perdió
durante nuestro viaje en el barco. No hemos podido saber
lo que ha ocurrido con él. La Emperatriz tiene los otros
dos. Hicimos un terrible viaje de vuelta... una tormenta tras
otra... en una ocasión llegamos a pensar que nos hundía­
mos. Pero por fin volvió la calma de repente...
El obispo Osio asintió en silencio. En Roma corría el ru­
mor de que la Emperatriz hizo que la tormenta se calmara
arrojando al mar uno de los clavos.
—La Emperatriz se puso enferma —continuó Teren­
cia— tan pronto como puso pie en tierra. Pero insistió en
seguir el viaje hasta Roma. Creo que incluso quería
seguir... porque esta mañana ha dicho algo acerca de Brita-
nia... pero su voz era muy débil, no la pude entender con
claridad.
—Es la mujer más grande que ha nacido en Britania
—dijo Osio.
—Por la tarde —siguió contando Terencia—, me hizo sa­

326
EL ARBOL VIVIENTE

car el cáliz que siempre lleva con ella... y abrirlo.


—¿Qué había dentro? —preguntó Osio rápidamente.
—Un poquito de polvo blanco... lo estuvo mirando un ra­
to... yo creo que estaba rezando. Después cogió el cáliz con
mano firme, aunque es pesado, se lo llevó a los labios y se
tomó el contenido.
Constantino miró sorprendido al obispo, el cual movía
la cabeza con gesto de muda comprensión. De repente, los
tres miraron hacia la terraza. No había ningún ruido, nin­
gún movimiento... pero todos fueron corriendo hacia el si­
llón donde estaba la Emperatriz.
Los ojos de Elena estaban abiertos, pero no se podía sa­
ber qué es lo que estaban mirando. En su rostro había una
expresión de suave dulzura.
Al otro extremo de la terraza, la enorme Cruz estaba ilu­
minada por el sol poniente; parecía un ascua, como si un
flujo de rayos de Sol la recorriera y la hiciera brillar y
centellear con un latido eterno.

327
BREVE LEXICO PARA MEJOR INFORMACION
DEL LECTOR

A d r ia n á p OLIS: La actual Edime, ciudad de la Turquía euro­


pea. El Emperador Adriano la embelleció. En sus cerca-
. nías venció Constantino a Licinio en el año 323.
ANDERIDA: Ciudad que estaba en el mismo lugar de la actual
Hasting, en el Canal de la Mancha, Condado de Sussex,
donde Guillermo el Conquistador desembarcó en 1066.
A q u a e S u l i s : E s la actual ciudad de Bath, en Inglaterra,
donde todavía pueden verse las ruinas de los antiguos
baños romanos.
A q u i l e s : El más célebre de los héroes homéricos, protago­
nista de la Ilíada.
AQUILlFERO: Portador del águila imperial. En latín aquilam
jerre = llevar el águila.
A s t r e a : Era una diosa que se identificaba frecuentemente
con la Justicia. Vivía entre los hombres durante la pri­
mera Edad de Oro, pero, al ver que los hombres se vol­
vieron injustos y pendencieros, primero se retiró a los
montes y después se fue al firmamento, en donde se con­
virtió en la constelación Virgo. Cuando el nuevo niño,
cantado por Virgilio, inaugura otra Edad de Oro, Astrea
se decide a volver entre los hombres.
A u r e l i a n o : Emperador romano (a. 270-275). Venció a Zeno­
bia, reina de Palmira, y fue asesinado por uno de sus li­
bertos. Rodeó a Roma de murallas que todavía se con­
servan. Fue el primer Emperador que se hizo divinizar
todavía en vida.
B i t i n i a : Región del nordeste de Asia Menor, al borde del
mar Negro y del mar de Mármara. Nicomedia era su ca­
pital. Pasó a ser provincia romana el año 74 a. C.
B o a d ic e a (o B ú d ic a ): Reina de los Ícenos en Gran Bretaña.

329
LOUIS DE WOHL

Organizó una sublevación contra los romanos. Fue ven­


cida por Paulo Suetonio y se envenenó el año 61.
BRITANIA: Nombre latino de Gran Bretaña. El vocablo pro­
cede de «pretani» = pintados, porque las tribus celtas
que los romanos encontraron allí iban pintadas o tatua­
das.
CALCEDONIA: Capital de Bitinia, fundada en el 264 a.C. por
el rey Nicomedes I.
CALEDONIA: Antiguo nombre de Escocia.
C a l e v a A t r e v a t u m La actual ciudad de Silchester.
C a m u l o d u n u m : La actual ciudad de Colchester, en el conda­
do de Essex.
Ca n t i : Nombre de los habitantes de la costa Sur de Gran
Bretaña. De ese nombre deriva el del actual condado de
Kent.
CARONTE: Barquero mitológico de los Infiernos, que pasaba
en su barca las almas de los muertos a través de la lagu­
na Estigia hacia el Infierno.
CECUBO: Nombre del vino que sé criaba en Caecubo, ciudad
de la Campania, en Italia.
C e r b e r o : Perro monstruoso mitológico (Can-cerbero =
Cancerbero), de tres cabezas, y tres colas que eran ser­
pientes y su cuerpo estaba erizado de vívoras, guardián
de la puerta de los Infiernos.
C o e l c a s t r a : Traducido: «Campamento de Coel». Se unió a
Camulodunum, que es la actual ciudad de Colchester.
CIMAS: Ciudad de Italia, en la vertiente occidental de los
Apeninos.
C u m a s , Sibila de: Las sibilas, en las mitologías griega y lati­
na, eran personajes que transmitían los oráculos de
Apolo. De las sibilas latinas, la más famosa era la de Cu­
mas; a ella se le atribuían los tres libros (habían sido
nueve, pero ella quemó seis), que se conservaban en el
templo de Júpiter Capitolino y que se consultaban para
conocer el porvenir de la antigua Roma. La profecía que
relata Virgilio y que, en el texto, impresiona a Constan­
tino, se refiere al nacimiento del niño que traería la nue­
va Edad de Oro.
DlOCLECIANO: Nació en Dalmacia (a. 245-313) y fue Empera­
dor en los años 284-305. En el año 285 asoció consigo co­
mo César a Maximiano; al año siguiente lo nombró

330
EL ARBOL VIVIENTE

Augusto y le confió el Occidente, quedándose él con el


Oriente. Para mejor organizar el Imperio, en el año 293
estableció la tetrarquía: Constancio y Galeno fueron
nombrados Césares con derecho de sucesión. Persiguió
muy cruelmente a los cristianos.
D u b r a e : L os naturales de Dubris, la actual Dover, en la eos*
ta Sur de Britania.
D u r ó TIGOS: A sí se llamaban los habitantes del actual con­
dado de Dorsetshire, en el Sur de Inglaterra.
D y r r a c h i u m : La actual Durrés (en italiano, Durazzo). Fun­
dada por los griegos en el 627 a. C., con el nombre de
Epidamos.
E b u r a c u m : La actual ciudad de York.
E g l o g a C u a r t a : Se trata de la obra Las Bucólicas , de Virgi­
lio. En esta Egloga Cuarta, el autor anuncia el nacimien­
to de un niño, con el cual se iniciará una serie de siglos
de paz y de prosperidad: la nueva Edad de Oro. Aunque
todavía persistan algunos vestigios de la maldad ante­
rior, cuando el niño llegue a hombre ya habrán comen­
zado esos siglos en los que el mundo se habrá apacigua­
do y la dignidad del hombre se habrá enaltecido. No se
sabe con exactitud quién es el niño que el poeta canta;
para los que sostienen que Virgilio era un poeta inspira­
do, el niño es el Hijo de Dios, que nace en Belén.
ESTADIO: Medida griega, equivalente a 600 pies: entre 147 y
192 metros.
ESTIGIA: Laguna que había que atravesar para llegar a las
regiones infernales, según la mitología antigua.
F a r s a l ia : Ciudad de Grecia, en Tesalia, donde César venció
a Pompeyo en el 48 a. C.
F u n d a c ió n d e R o m a : En el Imperio romano los años se em­
pezaban a contar desde la Fundación de Roma ( = ab Ur­
be condita), que se suponía había sido el año 753 a. C.
Gergovia : Ciudad de Galia (Francia) en el territorio de los
Arvernas.
GESORIACUM: La actual Boulogne, situada sobre la costa
francesa un poco al Sur de Calais y frente a la ciudad
británica de Hastings.
G o r g o n a : Las Gorgonas eran seres monstruosos, cuyos ca­
bellos eran serpientes. Eran tres hermanas, llamadas
Medusa, Euriala y Steno. Poseían la facultad de conver­
tir en piedras a quienes las miraban.

331
LOUIS DE WOHL

Hades: Dios de los Infiernos, que se identificaba con el Plu-


tón de los romanos. También se llamaba así a la morada
subterránea de las almas de los muertos, según los grie­
gos.
H é c a t e . Diosa de Grecia y de Roma. Patrocinaba la magia y
la adivinación y la hechicería. Se la representaba en for­
ma de mujer de triple cuerpo o bien tricéfala.
H i d r o m i e l : También llamado aloja. Bebida compuesta de
agua, miel y especias.
H i p ó l i t a : Reina de las amazonas, hija de Marte y de Otrera,
a quien dio muerte Hércules en un combate. Las amazo­
nas eran mujeres de una raza guerrera que los antiguos
creían haber existido en los tiempos heroicos.
I r e n e o , San: Nació hacia el año 130 y fue educado en Es­
mima (Asia Menor). Fue discípulo de san Policarpo,
obispo de aquella ciudad. El año 177 era presbítero en
Lyon (Francia) y poco después ocupó la sede episcopal.
Murió mártir hacia el año 200.
I s c a : Isca Silurum es la actual ciudad de Caerleon, en el
país de Gales. Fue la capital de lo que se llamaba Brita-
nia segunda. En el Caerleon está el castillo, hoy en rui­
nas, del legendario Rey Arturo, fundador de los Caballe­
ros de la Tabla (Mesa) Redonda.
Jú p i t e r : El dios más importante y más universal de los la­
tinos. Era el dios de los grandes acontecimientos.
JUSTINO, San: Filósofo y mártir, nació en Flavia Neápolis (la
actual Naplusa), en Samaría, a comienzos del siglo II, de
familia pagana. Abrió en Roma una escuela donde man­
tenía discusiones públicas. Fue martirizado con varios
compañeros en tiempos de Marco Aurelio, hacia el año
165.
L a m a n a e : L os naturales de la región de la actual Folkesto­
ne, en la costa sur británica, frente a Calais.
L ictor : Ministro de justicia, que precedía a los cónsules y a
otros magistrados; llevaba en la mano las llamadas fal­
ces, que eran un hacha rodeada de varas.
L o n d i n i u m : Nombre romano de Londres.
L ü c i n a : Diosa de los alumbramientos.
LUCRECIA: Dama romana que, después de haber sido ultra­
jada por un hijo de Tarquino el Soberbio, se suicidó apu­
ñalándose, para no sobrevivir a su deshonra. El pueblo
romano se sublevó y derribó a la monarquía de los Tar·

332
EL ARBOL VIVIENTE

quinios, estableciendo la República (510 a. C.). En el Mu­


seo de Arte Moderno de Madrid hay un cuadro de Rosa­
les que representa la escena de su muerte.
M a r t e : E s el dios de la guerra. Se le consideraba padre de
Rómulo y Remo, los fundadores de Roma.
MASICO: Vino criado en el monte Másico, en la Campania
italiana.
MASSILIA: La ciudad actual de M arsella.
NARBONENSE: La Galia Narbonense era una provincia del
Imperio romano situada al Sur de Francia, en la costa
del Mediterráneo; su capital era Narbona.
N ic o m e d ia : Ciudad de Bitinia, en el Asia Menor, a orillas
del mar de Mármara. Es la actual Izmit.
NORICUM: Provincia del Imperio romano comprendida en­
tre el Danubio y los Alpes Cárnicos (Alpes Orientales).
OsiO: Obispo de Córdoba, nacido probablemente en esta
ciudad (a. 256-357). Desde el 312 al 325 acompaña a
Constantino, como consejero en cuestiones religosas, a
petición del mismo Emperador. Influyó decisivamente
en su conversión al cristianismo.
PANONIA: Región de la Europa antigua, situada entre el Da­
nubio, la Norica, la Iliria (hoy repartida entre Italia, Yu-
goeslavia y Austria) y la Mesia (parte de Bulgaria).
P a l m i r a : Hoy es Tadmor (ciudad de las palmeras), aldea de
la Turquía oriental, que en otros tiempos fue poderosa
ciudad de la Palmirense, y especialmente durante el rei­
nado de Zenobia. Tomada por los romanos en el año 272,
fue destruida por Aureliano. Sus ruinas fueron descu-
birtas a fines del siglo XII.
P a r c a s : Tres diosas hemanas. Eran hilanderas, por eso, al
hablar de ellas, se hace referencia al huso. Presidían el
transcurso de la vida de los hombres: nacimiento, matri­
monio y muerte.
PRIMIPILARIO: El centurión de más categoría: primus-pi-
lum = el primero entre los que portaban el pilum , es de­
cir, la lanza.
P u e r t a D e c u m a n a : Se llamaba así la puerta principal de
los campamentos y asentamientos militares.
A l b a n o , San: Protomártir de Inglaterra (-1- 285), prefirió
morir a delatar a un sacerdote que se había ocultado en

333
LOUIS DE WOHL

su casa. La abadía de Saint-Albans fue fundada por el


rey Offa en el siglo VIII, pero la iglesia existía anterior­
mente.
SATURNO: Era el dios romano que enseñó a los hombres la
agricultura y, por lo tanto, la prosperidad y la abundan­
cia. En sus fiestas —llamadas Saturnalia— se celebraba
la vuelta a la Edad de Oro, en la que todos los hombres
eran pacíficos y justos.
SEGONTINUM: Antigua ciudad de Inglaterra, en la región de
los ordoricos (en el país de Gales), a unos mil metros de
la actual Caernarvon.
T a m a r in d o s : Plantas consagradas a Apolo. Era, así como la
hiedra, un emblema más modesto que el laurel.
T ito : Hijo de Vespasiano, fue Emperador en los años 79 a
81. Su padre lo asoció al Imperio ya en el año 71. En el
año 70 tomó y arrasó Jerusalén. Durante su imperio se
produjo la erupción del Vesubio, que destruyó, en una
noche, las ciudades de Pompeya y Herculano.
T r a c ia : Región de Europa oriental, que se repartieron en­
tre Grecia, Turquía y Bulgaria los años 1919 y 1923.
T ri NOBANTES: Tribus primitivas de la región británica al
borde del mar de Irlanda.
VECTIS: La isla de Wight.
V e r ü LAMIUM: Antigua ciudad de Inglaterra, en el condado
de Hertford, situada al norte de Saint-Albans: hoy está
en ruinas.
Z a m a : Ciudad de Numidia, donde Escipión el Africano ven­
ció a Aníbal el año 202 a. C.
Z e n o b i a : Reina de Palmira, famosa por su belleza y por la
energía de su carácter. Era esposa de Odenato, y des­
pués de la muerte de éste, que pereció asesinado, regen­
tó el reino en nombre de su hio Vaballath. Mientras
Claudio II rechazaba una invasión de los godos en el año
270, ella se apoderó de Egipto y proclamó rey a su hijo
Augusto. En el 273 fue derrotada por Aureliano, que la
hizo prisionera.

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