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EL ARBOL VIVIENTE
Historia de la Emperatriz Santa Elena
Tercera edición
Madrid
® 1947 by Louis de Wohl
Renewed 1974 by Ruth Magdalene de Wohl
Ediciones Palabra, S.A.
Castellana, 210 - 28046 M A D R ID
Traducción
M a n u e l m o re r a
Año 272
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rey que había por allí era el viejo Coel, que tenía la residen
cia en algún lugar cercano a Camuladunum.
— ¿Cómo se llama tu padre, princesa?
— Coel, ¡lo tienes que saber! Todos los tribunos que yo
he conocido hasta ahora lo sabían.
— ¿Y has conocido a muchos?
—Demasiados —dijo la princesa con acritud.
El se echó a reír.
—Parece que no te gustan los tribunos.
— No me gustan los romanos. Pero no le vayas a contar a
mi padre que yo he dicho eso, porque a él no le gusta como
a mí decir esta verdad.
Constancio empezaba a divertirse.
— Pues en eso lleva razón, porque es peligroso.
Ella se enfureció.
— ¡Qué idiotez estás diciendo! Mi padre es más valiente
que cualquier romano. Pero está convencido de que no hay
que decir la verdad, cuando ésta hiere a la gente.
— Es m uy am able p o r su p a r te — rec o n o c ió
Constancio— . ¿Y tú no estás de acuerdo?
Ella irguió la cabeza.
—A mí no me importa molestar a la gente, cuando se lo
merece.
Es una joven que promete, pensó Constancio. Se acordó
de que había dicho que aquel terreno era sagrado.
— De todos modos tienes razón en una cosa —le dijo— .
Me he perdido en la niebla y lamento haber llegado a este
lugar, lo juro por todos los dioses.
Le costó trabajo simular una sonrisa. Era muy poco pro
bable que los dioses se tomaran en serio ese juramento...,
después de todo, durante las últimas horas no había hecho
más que lamentar haber venido a Britania.
La muchacha lo miró, observándolo atentamente.
— Has admitido que te has extraviado y has dicho que lo
lamentas — puntualizó— . Bien, tendré que ayudarte.
— Eso está bien —murmuró Constancio— . ¿Nos vamos?
Ella asintió y se echó a andar.
—¿A qué distancia estoy del campamento?
—Por lo menos a cinco horas. No podrás llegar en toda
la noche. Te estoy llevando adonde está mi padre.
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había sido un detalle por parte del rey. Por alguna razón es
to le causaba un cierto disgusto. ¿Por qué era la muchacha
tan rotundamente antirromana? Podría ser por un estúpi
do patriotismo local, pero Britania era provincia romana
desde hacía tres siglos. Era una actitud ridicula...
Tomó un reconfortante desayuno en el enorme vestíbu
lo donde había cenado la noche anterior. Se lo sirvió Guio:
pan, queso, huevos de gaviota y una abundante porción de
lomo de jabalí. También el vino que le pusieron ahora era
muy bebible: un falem o ligero de Fundi, si no estaba equi
vocado. Incluso la copa era muy bonita.
Todo aquello era para él una agradable distracción, una
cosa que contar cuando volviera al campamento. Esta con
sideración le trajo a la cabefca el pensamiento de que ten
drían que estar preocupados por él en el campamento. T e
nía que volver ya. Se levantó.
—¿Dónde está el rey? —preguntó.
Guio pestañeó y sacudió la cabeza.
Justo en ese momento llegó el ruido ele unos cascos des
de el patio y vio a Elena que entraba montando un precioso
alazán. Llevaba de las riendas un segundo caballo pío.
La vista experimentada del tribuno pudo percibir que
ella montaba mejor que muchos de los hombres de los tres
escuadrones que él había estado adiestrando durante los
últimos meses. Se fue hacia el patio andando despacio.
— ¡Maravilloso! —exclamó.
—Sí, son unos bonitos animales —asintió Elena.
Ni por un momento pensó que la observación no había
sido provocadá por los caballos.
—El legado Basiano se los vendió a mi padre hace tres
años.
—Bien, ésta es una cosa buena que viene de los romanos
—bromeó él.
—Vienen de Hispania. El único animal que Roma ha in
troducido aquí es el conejo, y se ha convertido en una pla
ga. ¿Te ha servido Guio algo de comer? Bien. ¿Estás listo?
—Todavía no me he despedido del rey...
— ¡Ah!, mi padre... se ha marchado hace horas. Siem
pre se levanta temprano y hace la ronda. Ya lo verás en otra
ocasión.
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—Eso sería peor que una estupidez, Alecto; sería una lo
cura. Un hombre no le pega fuego a la escala a la que está
agarrado.
El prefecto cambió de tema.
—¿A quién vas a nombrar comandante en tu lugar?
—Al tribuno Gayo Valerio.
Alecto arqueó sus cejas rojizas.
—Consideras que tiene la suficiente experiencia para
mandar un número tan elevado de tropas.
Constancio perdió la paciencia.
—Si no lo creyera así, no lo nombraría. Y espero que me
creas con el suficiente conocimiento para llevar mis pro
pios asuntos.
El prefecto no se esperaba esta réplica.
—Nada más lejos de mi intención que ofender al coman
dante cuyos auténticos méritos hacen su consejo tan valio
so, que el divino Emperador no vea el momento de tenerlo a
su lado. Lo decía porque me parece que no es corriente po
ner a un tribuno, aunque tenga experiencia, al frente de to
da una legión y de quizá unos quince mil soldados de tropas
auxiliares.
Constancio echó una carcajada.
—Si el Emperador tiene un consejero en mí, es mucho
más cierto que tiene un cortesano en ti, Alecto. Y segura
mente sabes que bajo mi mando...
Cortó la frase; en la cara de Alecto había una expresión
de avidez, algo que necesitaba ser alimentado, satisfecho,
saturado, repleto... ¿Qué sería? Al mismo tiempo, se des
pertó en él la natural precaución de un jefe militar, aunque
sólo duró un instante. Las cifras eran secretas, naturalmen
te, pero también era natural que no se le ocultaran a un
emisario imperial. Era difícilmente creíble que él no las co
nociera ya. No obstante, había hablado de una legión ente
ra, como si no supiese que Constancio sólo tenia bajo su
mando media legión. Las cifras de las tropas auxiliares de
la parte sur de la provincia también estaban equivocadas
en más de cinco mil hombres.
Por otra parte, Alecto parecía ser más un cortesano que
un militar..., en cuyo caso las cifras actuales de las tropas
no le preocuparían demasiado; su encargo era entregar un
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más serio; habló de sus planes; ella sabía que nunca había
hablado de ello con nadie, y esto la llenó de orgullo y volvió
a sentirse feliz. Era su mujer desde hacía trece años y le ha
bía dado un hijo; se pertenecían el uno al otro. Su grandeza
era la grandeza de ella, y si la grandeza de él era Roma, en
tonces también lo era de ella. Hacía ya tiempo que Roma
había dejado de ser romana en el sentido exacto del térmi
no. ¿Cuántos Emperadores habían sido romanos? Diocle-
ciano era dálmata, Maximiano y Aureliano procedían de
Smirnium, Caro y Probo habían nacido lejos del suelo ita
liano. Sus carreras habían sido idénticas...; todos proce
dían del ejército. Si Constancio...
No serv ía de nada jugar al escondite consigo misma. Sí,
ella había considerado posible que también él alcanzara el
escalón más elevado; era posible. Tenía la edad adecuada,
sólo se precisaba que interviniera la suerte.
Cuando ella era más joven, en cada uno de los camara
das de su marido veía un peligro para su carrera. Constan
cio no se cansaba de tomarle el pelo por eso; incluso hubo
un tiempo en el que ella intentó tramar intrigas; él se dis
gustó, y una o dos veces tuvieron escenas violentas.
No había sido fácil aprender el oficio de esposa de un
oficial romano. La vida en una ciudad de guarnición se de
sarrollaba en un sector muy reducido: primero Eburacum,
cuando Constancio fue ayudante de campo de Petronio
Aquila; después, su actual jefatura como comandante de
Britania del Sur. Muchas veces, cuando él iba a Galia a ca
zar con algunos colegas del ejército, ella pudo acompañar
le, pero no lo hizo. Y cuando él partió hacia el Norte en ex
pedición contra tres tribus caledonias, que se habían aliado
para instigar una rebelión, estuvo fuera casi seis meses.
Naturalmente, ella había estado preocupada, y también
irritada por su ausencia; no habían sido unos meses fáciles
de soportar... pero aquello había sido muy diferente de lo
de ahora. Ahora se iba a Roma.
La expedición a Caledonia había tenido un carácter pu
ramente militar. Curio, el legado para el Norte, se había
puesto enfermo, y Constancio tuvo que sustituirlo. Llevó a
cabo su tarea tan bien que el viejo y gruñón legado no tuvo
más remedio que enviar a Roma un informe muy elogioso.
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— ¡Con cuidado! —advirtió Hilario—. Las rocas aquí
resbalan mucho. ¡Sujetarse bien!
—¿Estás bien, Constantino?
—Desde luego, madre —fue la respuesta un tanto
ofendida—. Es fácil.
Favonio se rió por lo bajo; siempre le hacía gracia cuan
do su joven amo empleaba su expresión favorita. Entre to
dos ayudaron, medio empujándolo y medio arrastrándolo
al viejo para que bajara.
—Esto es el descenso a los infiernos —murmuró el lega
do Curio—. Me parece que no lo voy a conseguir, centurión.
—Por supuesto que sí, señor. Apóyate en mí.
Desde abajo les llegaba el murmullo del mar. Una Luna
pálida, medio escondida entre nubes, era la única luz que
tenían.
Elena se resbaló, y un brazo la sujetó rápidamente por el
talle.
—Todo va bien —dijo Hilario; su sonrisa tranquila valía
un imperio.
Ella también sonrió.
—Creo que no debía haber venido —dijo—. Pero tenía
que venir.
—¡Naturalmente! —replicó Hilario.
—¿Puedes ver la barca, Constantino?
—Todavía no, madre.
— ¡Por Júpiter! Lo hemos conseguido —exclamó
Curio—. Este es el lugar, ¿no?
—Sí, señor. ¡Constantino, la antorcha!
La pequeña llama vacilante aumentó.
—Ya veo el bote, madre.
—Tiene la vista de un halcón —murmuró Favonio.
—Tengo que decirte algo antes de marcharme, señora
Elena —dijo Curio. En su cara cadavérica había una expre-
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Sesenta oficiales de alta graduación se pusieron en pie
cuando el César entró en la tienda. Este respondió al saludo
con un movimiento de cabeza y tomó asiento al extremo de
la mesa donde se iba a celebrar el Consejo de guerra.
Los cuatro portaestandartes que había ante la tienda
eran muestra de que, en esta ocasión, Roma no había aho
rrado esfuerzos. Cuatro legiones regulares formaban un
gran ejército; y un ejército había sido necesario para recon
quistar Gesoriacum. Quizá, ni siquiera con los miles de sol
dados auxiliares habrían alcanzado su objetivo, si antes no
hubieran conseguido, con meses de trabajo, un gigantesco
aliado.
Allí estaba, visible desde la entrada de la tienda, algo
que parecía cubrir el horizonte entero: el dique más grande
de toda la historia militar. Muchas veces habían dudado de
si podrían acabarlo. Pero el César les urgía, los animaba,
los ame.iazaba, y el dique avanzaba lentamente, a pesar de
los cientos de contraataques por parte de los enemigos...,
hasta que llegó el día en que aisló a la flota de Carausio, en
cerrándola en el mismo puerto que le había servido de ba
se. En Gesoriacum se habían celebrado Consejos de guerra
uno tras otro, para estudiar el asunto del dique, hasta que
comprendieron qué pretendía el general romano al cons
truirlo. Desde ese momento, aquella tremenda serpiente de
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La pérgola estaba igual que antes; el césped se había
convertido en una maraña de hierbas, pero eso ya se arre
glaría; la casa estaba intacta. Era realmente como un m ila
gro, después de tantos años. Incluso se conservaba la ma
yor parte de los muebles... quizá porque Alecto pidió y ob
tuvo la villa como regalo agradecido de Carausio, hacía ya
casi diez años.
Casi diez años...
Parecía mentira. Parecía que fue ayer.
Elena recorrió despacio una habitación tras otra, recor
dando... recordando..., allí estaba su cuarto, donde había
soñado con sucesos futuros... la ventana a través de la cual
había viajado con su imaginación, recorriendo campos y
ríos y mares... hacia Roma.
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también esto le daba pena. Pero quizá estaba mejor asi, por*
que Constancio no debía pensar que las cosas habían sido fá
ciles todos esos años. Odiaba la expresión «todos esos aAos»,
pues parecía proyectar en su espíritu una especie de luz di-
fusa, como la leve luz fluorescente que sale de un árbol po
drido. Ella quería olvidar, anular, aniquilar ese tiempo.
Quería pensar que él se había marchado ayer y que volvía
hoy.
Se había arreglado para él; incluso se había puesto sus jo
yas. Había tenido que arreglarse ella sola... pues Hilario
no había conseguido encontrar unas doncellas que la ayu-
dasen. Constantino la había mirado tan sorprendido aque
lla mañana, que ella no pudo evitar una carcajada. Durante
años la había visto vestida de la manera más sencilla... cier
tamente ésa era una de las razones por la que la encontraba
más vieja; aunque desde luego una madre es siempre vieja
para un hijo ya crecido. Se había puesto un vestido
antiguo... sólo ios dioses sabían lo que en esos momentos
era la moda en Roma... pero eso era lo mejor que tenía y,
además, sólo se lo había puesto una vez anteriormente... el
día de su última comida con Alecto y el pobre Gayo Valerio,
que tan valerosamente había muerto hacía unas semanas.
jCon él y Alecto! Nadie podría haber predicho entonces
en qué circunstancias se iban a volver a encontrar... el uno
comandante romano en campaña, el otro Emperador de un
Imperio bárbaro en el último día de su imperio. Ahora todo
esto era historia... historia hecha por Constancio.
Entró en la casa. «¡Ven!», pensó con una ferocidad que
convertía a su pensamiento en un conjuro, «¡Ven a mí...
ven!».
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—Un amigo mío ha venido a verte, señora —anunció Hi
lario.
La mujer vestida de negro permaneció inmóvil, con ios
ojos fijos sin ver en las tejas grises de los tejados de enfren
te. Tejas grises. Sólo tejas grises a través de la ventana. Las
mismas tejas siempre. La misma vida. ¿Un amigo?
—¿Qué desea?
—Verte, señora —repitió Hilario.
—No quiero ver a nadie. ¿Quién es?
—Albano, señora.
—Albano... —ella volvió la cabeza hacia donde él estaba.
Sus labios temblaron con una sonrisa de desprecio— . Estás
loco, Hilario, para pensar que yo podría... Muy bien; haz pa
sar a tu Albano.
En sus ojos había un brillo peligroso; él lo vio, pero se li
mitó a inclinarse y salir.
Iba a conocer a ese hombre extraño que parecía ejercer
tanta influencia sobre Hilario. Los hombres estaban locos.
O eran locos o eran traidores. Este Albano era un loco; le
iba a dejar en ridículo delante de su discípulo.
Oyó unos pasos que se acercaban. Lo vio venir por el co
rredor... Una figura delgada, el pelo canoso, vestido con las
ropas propias de un artesano. Su saludo estuvo lleno de
dignidad. Ella inclinó la cabeza y le hizo seña de que toma
ra asiento. Cuando Hilario, que se mantenía tras él, hizo
ademán de marcharse, ella lo detuvo con un breve gesto y
se quedó allí de pie, como siempre hacía en presencia de
otra persona.
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Era al amanecer.
Cuatro pequeñas lámparas de aceite ardían en la habita
ción donde se apiñaba la gente. Muchos de ellos estaban allí
cuando Elena entró con Hilario y Albano, que los había es
tado esperando en la puerta. Elena observó que no pareció
sorprenderse de su llegada; igual que ninguno de los de
más. Ella no era más que otra persona en la habitación.
Vio uno o dos rostros conocidos... la viuda de un rico co
merciante de la calle de las Platerías, y el propietario de la
tienda donde ella compraba sus cosméticos. Muchos de los
presentes eran de las clases más modestas; pero al fin y al
cabo, Verulamium no era una ciudad importante ni preten
día poseer una especial elegancia, como Aquae Sulis, por
ejemplo.
Había algo que todos parecían poseer en común: algo di
fícil de definir, que se manifestaba de modos diversos, pero
que estaba allí. Era como un deseo vehemente, un ansia ex
pectante, como si hubieran venido a toda prisa y todavía no
hubieran recobrado el aliento y ahora estuvieran esperan
do como la gente espera a las puertas de un palacio, para
escuchar a su amado rey que les iba a decir que la guerra
había terminado... Era una ansiedad en la que había una es
pecie de triunfo.
Era fascinante ver la tremenda ascendencia que Albano
tenía sobre esa gente; aunque no era sacerdote, parecía el
cabeza natural de esa pequeña comunidad. Todos le cono
cían, y les bastaba conocerlo para aceptarlo como jefe.
A pesar de lo apretados que estaban, él fue pasando entre
ellos con gran facilidad, y tenía una palabra, una sonrisa,
un gesto de aliento para cada uno.
Quizá Albano tenía un cierto rango... porque él fue
quien pidió silencio, primero levantando la mano y, después,
haciendo un misterioso signo: se llevó la mano a la frente,
después al pecho, y después al hombro izquierdo y al dere
cho. La comunidad lo imitó. A continuación, el anciano se
inclinó hacia Hilario, sacó un manoseado y viejo rollo y em
pezó a leer.
«Cuando Jesús vio lo grande que era su número, se su
bió a un monte; se sentó y los discípulos se acercaron hasta
él. Empezó a hablarles; esto fue lo que les dijo: bienaventu-
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vendrán muy bien. Hace sólo unas horas tuve que beber
una buena cantidad de cécubo en el banquete del Empera
dor.
—Te enseñaré tu cuarto... y el del noble centurión. La
señora Minervina me encargó que te transmitiera su pro
fundo cariño. Hace dos días que se marchó a Dyrrachium.
—Gracias, Perenne. ¿Se ha portado bien mi hijo?
—Es el retrato de su padre —sonrió Perenne.
—Lo cual quiere decir que ha roto por lo menos la mitad
de tus jarrones —dijo Constantino, con un tono de
orgullo— . Vamos, Favonio... A la cama. Hasta dentro de un
montón de tiempo no dispondremos de una tan buena como
ésta. Mañana por la mañana seremos esclavos.
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dos de ellas. Era él quien las había dejado. Sabía que eso
atraería su atención. Estando en éstas, salimos como un ra
yo, saltamos sobre los caballos que teníamos más cerca y
partimos a galope tendido antes de que tuvieran tiempo ni
de estornudar. Fue fácil. Desde luego, se lanzaron tras no
sotros como una plaga, pero ¡por las barbas de Júpiter!,
¡cómo monta! Yo casi me caigo del caballo. ¡Lo que pude
divertirme! ¿Me das otro vaso de ese brevaje, Rufo? ¡Vamos,
no seas tacaño! No te cuentan una historia como ésta todos
los días... Así está mejor... A partir de entonces ya fue una ca
za del hombre... Entraron en juego el oro que habíamos traí
do y el cinturón con las joyas que yo le había llevado desde
Britania. Adondequiera que llegábamos comprábamos los
dos mejores caballos y matábamos a los que sus propieta
rios no nos querían vender, porque lo único que importaba
era retrasar a nuestros perseguidores. Adondequiera que
llegábamos dejábamos un montón de caballos muertos y un
puñado de monedas de oro a sus propietarios. Siempre in
sistía él en hacerlo así. ¡En qué sitios tuvimos que
dormir!... en viejas granjas, en mitad de los bosques, en ca-
suchas de aldeas...; una noche que llovía a mares, con true
nos y relámpagos, no tuvimos para guarecernos más que
nuetros propios mantos. Otra vez, en Dacia, no lejos de Ni-
cópolis, pasamos la noche en un pajar, y el dueño con cua
tro esclavos suyos quisieron robamos el oro; me desperté
con uno de ellos sentado encima de mí, amenazándome con
un cuchillo.
— ¡Dale con la rodilla! —le interrumpió Rufo, entusias
mado y con el interés de un experto.
—Exactamente... como pasó en Hipona, ¿te acuerdas?,
cuando aquel enorme negro me quiso atravesar con su cu
chillo. Eso nos pasó en la Legión XX, ¿no? Habíamos...
—No me importan ni la XX, ni Hipona, ni el negro. ¿Qué
pasó en aquel pajar?
—Bien, pues que mi rodilla entró en funcionamiento, y
Constantino se despertó de un salto; quisieron arrebatarle
la espada, pero él fue demasiado rápido para ellos. Yo de
senvainé la mía y pasamos un ratito en-can-ta-dor. Los deja*
mos a todos colgados de las vigas, como pollos, y no les que
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mos que matar a tres de ellos y logramos que los otros hu
yeran. Allí fue donde me hice esto que tengo en el hombro.
Tú no tienes el escudo en la mano mientras estás desayu
nando, ¿verdad, Rufo?
»Ya en Galia, todo fue más fácil... nuestro Emperador,
el Emperador, se cuidó de ello. En cada estación teníamos
caballos de refresco y no teníamos ni que pagar siquiera.
Cortamos Galia como con un cuchillo; un barco nos espera
ba en Gesoriacum y, desde allí, hasta aquí. Y aquí estamos.
Rufo, nunca había hecho un viaje a caballo semejante
a éste...
Ninguno de los dos viejos soldados había visto la alta fi
gura de una mujer, vestida con un largo traje gris, que apa
reció en la puerta. Las palabras que Favonio dijo a conti
nuación la hicieron detenerse en seco.
—Estuvimos cabalgando a través de toda la sangrienta
Europa. Atravesamos cabalgando Bitinia, Tracia, Dacia,
Panonia, Noricum, Italia, Galia y Britania. Era todo el san
griento Imperio. Detrás de nosotros teníamos a un Empera
dor sanguinario, y otro nos estaba esperando. En una oca
sión estuvimos treinta y dos horas sin bajarnos de la silla...
¡por las piernas de Marte!, Rufo, no hay hombres en todo el
Imperio que hagan lo que nosotros hemos hecho. ¡Cómo
voy a dormir esta noche! Voy a dormir treinta y dos horas
seguidas, eso es lo que voy a hacer. Es fácil. Y...
—Favonio —dijo Elena, y los dos hombres se pusieron
en pie precipitadamente, mirándola como miran los niños
cuando han sido cogidos robando pasteles en la cocina—.
Favonio, mi hijo desea salir para Eburacum inmediatamen
te. Quiere que estés preparado en cuanto puedas.
—Sí, señora —dijo Favonio con el rostro inexpresivo.
Ella le sonrió apenada.
—Lo siento, Favonio... sé lo muy cansado que debes de
estar... pero los caballos ya están ensillados.
— ¡Caballos! —exclamó Favonio, cuando la puerta se ce
rró tras ella—. Estoy harto de ellos. Parece como si no hu
biéramos matado a bastantes. ¿Es que tiene que volver a
cabalgar y matar a más todavía? Hemos estado aquí dos ho
ras... sólo dos horas ha dedicado a su madre y sigue adelan
te. ¡Quisiera saber qué clase de hombre es éste!
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poco de pan con vino y unas gachas muy ligeras, tuvo la im
presión de que quizá duraría unos cuantos días más...; y
precisamente entonces le anunciaron que Constantino ha
bía llegado. Ordenó que lo hicieran pasar inmediatamente.
A la distancia reglamentaria de tres pasos el joven tribu*
no se detuvo y saludó:
—El tribuno Constantino, a las órdenes de Vuestra Ma
jestad.
El Emperador correspondió con una solemnidad cansa
da.
«Eso soy yo», pensó el padre.
«Es un moribundo», pensó el hijo. «Un hombre viejísi
mo, moribundo».
El chambelán se había marchado andando de puntillas.
«Dieciocho años...», pensó el padre. «Era un niño. Han
hecho de él un soldado. ¿Qué más será?». Se sintió irritado
consigo mismo porque notó que no podía tender un puente
entre su espíritu y el del joven.
«Lo he odiado durante todos estos años», pensó el hijo.
Tendría que seguir odiándole, pero ya no le queda nada que
poder odiar.
«Hijo, hijo, hijo», pensó el padre, «¿podrás evitar lo que
yo no pude evitar?».
Estuvieron un rato sin decir nada, ni siquiera hacer un
gesto.
Después, los ojos del joven se abrieron con asombro; el
Emperador se levantó de sus almohadones haciendo un in
menso esfuerzo e inclinando la cabeza hacia él; una cabeza
calva de color pergamino, medio cubierta con algunos me
chones de pelo gris.
Algo pareció romperse en el interior de Constantino, se
adelantó hacia la cama y cayó de rodillas; sintió el contacto
de unos dedos delgados en su cabeza.
—Levántate, hijo —dijo Constancio con voz
temblorosa—. No consientas que las penas del pasado se
apoderen de ti. Yo las he causado. Son mías.
Constantino obedeció.
—Hiciste lo que tenías que hacer... por la causa de
Roma.
El Emperador frunció las cejas.
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muy bueno... ha... visto muchas cosas... con los ojos de... un
jefe... Recibí... también... el informe de... Favonio... estoy...
muy... satisfecho.
—Es muy joven —dijo ella sin querer—. Y es muy... exi
gente. Va a sufrir mucho... si no cambia.
Otra vez la sombra de una sonrisa.
—Tú estarás con él. Tú vigilarás... sobre él... Así estará
seguro... ¿Recuerdas... aquella última noche... antes de... ir
me a... Italia? Mi sueño... de imperio.
—Lo recuerdo...
—No he sido... Emperador... mucho tiempo...
¿verdad?... Como en... el libro de... los judíos... su Moisés...
vio la tierra prometida... pero... no le fue... permitido... en
trar... Constantino... entrará... ¿Recuerdas lo que... dijo... tu
padre?... «Será más... grande., que su... padre...» Y lo será...
Yo ya me... voy... pronto... Elena... Llámale...
Ella se levantó en silencio para obedecer.
Un instante después Constantino estaba junto a ella, er
guido y lleno de calma.
El Emperador se inclinó hacia él.
—Gobernarás —le dijo—.Te confío... el futuro... de mis
hijos... pequeños... Te bendigo... por todo lo que... hagas...
por ellos... y... por la... Emperatriz... Tuya es la... responsa
bilidad.
Muy pálido, Constantino hizo una profunda reverencia.
—Más... vino —susurró Constancio.
Elena se lo ofreció sin que le temblaran las manos. En
su corazón sentía el orgullo inocente de una prometida.
Volvía a ser su esposa. El había comprendido su íntimo te
mor y lo había disipado invistiendo a su hijo con la sagrada
dignidad de tutor.
—Basta —ordenó Constancio—. Llama... a mis oficiales.
Cuando el joven abandonó la habitación, Constancio
dijo:
—Quiero... hacer más... por ti.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él sonrió. Pero
ya se acercaba el ruido de las armaduras y el cuarto se em
pezó a llenar con la gente del dios Marte.
Los legados y prefectos de doce legiones se alinearon en
semicírculo alrededor de la cama del Emperador.
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tropezó con el cobre viejo del casco púnico. Aquello era co
mo los restos de la gloria de Africa: un objeto de metal ya
muerto, inútil y feo... era todo lo que quedaba de la magnífi
ca aventura de Aníbal. Era como un símbolo, porque tanto
el casco como el infortunado general, que quizá lo llevó
puesto, nunca llegaron a Roma. Nada había sobrevivido al
poderío cartaginés, ni un verso, ni un canto a su grandeza y
a su caída. Quizá fuera el Destino... el gélido dios, más gran
de que el mismo Sol... Las naciones tenían su propia vida,
como cada uno de los hombres: nacían, se hacían grandes,
envejecían y morían. Así habían muerto los asirios, los ba
bilonios, los griegos...
¿Cuáles habían sido los sentimientos del gran púnico
cuando acampó allí mismo, bajo las cumbres nevadas de
los Alpes? Aquel hombre tuerto que odiaba a Roma, a
quien, siendo todavía un niño de nueve años, su padre le ha
bía hecho jurar odio implacable a Roma. ¿Venía a vengar el
destino de su padre? Quizá tenía el sentimiento de que le
había sido confiada la venganza de un agravio más antiguo:
el de Dido, abandonada por Eneas, para convertirse en pa
dre de Roma. La Eneida de Virgilio y ese casco seguramente
podrían contarse mutuamente muchas cosas...
Pero Cartago había muerto y Roma estaba viva. Y segui
ría viviendo con una grandeza más grande todavía que la
que poseía hasta entonces. Nadie podía tener más fe en Ro
ma que la que había tenido Virgilio. ¿No había dicho alguien
que un verdadero poeta era un verdadero profeta? No, ma
dre. Quédate con tu dios o tu profeta judío... y déjame mi
Roma y mi Virgilio.
Tomó el rollo y leyó:
¡Oh Musas sicilianas!, cantemos cosas más elevadas.
Los arbustos y los humildes tamarindos no a todos
[agradan.
Si cantamos baladas, que sean dignas de un cónsul.
La última edad, cantada p or la Cumea, está llegando.
De nuevo empieza una serie de grandes siglos...
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—Los puntos principales —dijo Constantino— son muy
sencillos y quiero que cada comandante se los meta en la
cabeza. Esta será una batalla por las alas; en otras pala
bras, será una batalla de la caballería.
—Ellos tienen tres caballos por cada uno de los nues
tros —observó el legado Asclepiodato.
—Lo sé. Pero su caballería está formada por númidas,
cuyos caballos son pequeños y cuyas armaduras son muy
endebles... y por ese nuevo invento que han hecho, la misma
clase de caballería que ya nos hemos encontrado en Turín y
en Verona: jinetes y caballos cubiertos con una armadura
que no les deja maniobrar. Nuestra caballería gala acabará
con unos y otros... ¿qué dices, Vindorix?
El pequeño general de caballería dijo riéndose:
—Aplasto a los númidas y jugueteo alrededor de los ji
netes acorazados.
—Exacto. Ya lo has hecho otras veces. Lo puedes volver
a hacer una vez más.
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¿Qué hora es? El Sol no ha salido todavía ¿Es que hay alar
ma general ?
Crocus también se estaba despertando. Lo mismo suce
día con otros dos o tres de los veinte que había en la tienda.
Todos miraban pasmados a Vito, que estaba echando mano
del escudo y de sus dos lanzas: el pilum, con su larga punta
de hierro, y la pica, con su hoja corta y ancha.
—¿Qué le pasa a éste? ¿Está sonámbulo?
—Es mejor que os preparéis —dijo Vito con toda
seriedad—. Hoy es el día.
—El día aún no ha empezado. Aper no nos ha llamado.
Debes de estar loco.
—Hoy es el día —repitió Vito—. Ya sabéis lo que quiero
decir. Habéis visto las señales exactamente como las he vis
to yo. Ya os dije que habría señales, y las ha habido.
— ¡Ya está bien con tus supersticiones! ¿Es que uno no
puede dormir tranquilo? Me gustaría saber qué clase de
ejército seríamos... sólo porque la puesta de Sol fue un po
co rara...
—Era el signo de la Cruz —dijo Vito reposadamente—.
Y ésa es la señal. Todavía habrá más. Hoy es el día.
— ¡Dale un puñetazo! —dijo Crocus, bostezando—. ¡Dale
un puñetazo, Bemborix!
— ¡Arriba todos! —la voz profunda del centurión Aper
llegaba desde fuera de la tienda—. ¡Arriba! ¡A prepararse
todos cuanto antes!
Entró en la tienda con la armadura completa, y con él
iba un hombre que llevaba un balde lleno de un liquido
blanco.
— ¡Atención! —dijo.
Todos le miraron llenos de estupefacción. En su casco
llevaba pintada una tosca cruz blanca.
—Por orden del Emperador: todos los hombres se pinta
rán una cruz en su casco y otra en su escudo. Y bien pinta
da. A ver si lo hacéis con cuidado, gentuza. Vamos, ponéos
la armadura. ¿Qué esperas? Tú... tú que ya estás listo. ¡El
primero!
Vieron a Vito acercarse al hombre del balde; iba andan
do despacio y Bemborix esperaba que Aper rompería en un
torrente de palabrotas; en efecto, el centurión tomó
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las orillas del Tíber? ¡Yo sí! Hay dos o tres por cada una de
las nuestras.
Vito lanzó una carcajada estruendosa.
—Aunque fueran diez contra uno de nosotros, aunque
fueran veinte contra uno... están acabados. ¡Ya lo verás!
— ¡Estás loco! -—dijo Bemborix con su habitual tono de
desprecio: tenía la brocha en la mano y la manejaba con fu
ria—. ¡Una cruz! Preferiría cubrir mi escudo con una piel
de buey. ¡Vaya una protección! Una pincelada de pintura
no sirve para nada.
— ¡Tú sí que eres un buey! —dijo uno de los
legionarios—. ¡A ver si cierras de una vez tu bocaza! Este
individuo sabe de esto algo más que tú... eso está claro. Pá
same la brocha.
—¿Y qué hacemos con Júpiter? —preguntó una voz lle
na de angustia—. ¿Vamos a ofender a los dioses poniéndo
nos de parte de esta tontería extranjera?
— ¡Cállate de una vez! El hermano de mi mujer es un
augur del templo de Júpiter y, según dice ella, miente más
que habla.
—Sí, y los sacerdotes del templo de Marte, en Autun, te
ofrecen unos amuletos que, supuestamente, te protegen
contra las flechas y las lanzas. Mi viejo camarada Aulo les
compró uno — ¡le costó dos meses de paga! — y en la prime
ra escaramuza le clavaron una flecha en el pecho.
—Ya es hora de que probemos otra cosa.
—Además de eso —dijo uno delgaducho, mientras se co
locaba la armadura—, ellos, los de ahí enfrente, creen en
Júpiter y en Marte y les ofrecerán sacrificios antes de la ba
talla, ¿no? Y como son tres veces más numerosos que noso
tros, según dice Bemborix, ofrecerán tres veces más sacrifi
cios, así es que estamos listos si nos quedamos con Júpiter
y con Marte. Nos conviene probar otra cosa.
— ¡Eso está bien pensado!
Vito había salido de la tienda y estaba en la entrada, mi
rando a lo lejos con los ojos brillantes. Cientos y cientos de
hombres surgían de las tiendas con cruces blancas pinta
das en los cascos y en los escudos.
Reconoció a unos cuantos cristianos y los saludó con la
lanza, haciendo una señal vertical, primero, y horizontal,
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Madre con toda clase de historias que ella misma estaba de
seando creerse.
No se puede ser obispo si no se conoce en buena medida
la condición de la naturaleza humana; el obispo Macario no
era una excepción; gemía cada vez que era llamado a la im
perial presencia... lo cual sucedía a diario.
Ella tenía ya cerca de setenta y seis años, pero parecía
tener las energías de un hombre de la mitad de esa edad... y
de excepcional vitalidad. Su trato con el obispo era del más
absoluto respeto... pero quedaba inequívocamente claro
que ella consideraba su misión en Jerusalén como algo de
primordial importancia, y que no toleraría ni la más míni
ma negligencia en la ayuda que se le debía prestar.
Ella misma se ponía a interrogar a un montón de gente,
sin distinción de rango, sexo, nacionalidad o creencia; cal
correaba por toda la ciudad con la sola compañía de una o
dos damas y de, todo lo más, dos guardias. Además, parecía
mostrar una desconcertante preferencia por los barrios
menos respetables y, en consecuencia, los más peligrosos,
por las calles habitadas por la gente más baja: ladrones,
mendigos y prostitutas.
Pasaba horas absolutamente sola en las laderas del
Monte de los Olivos, rezando o meditando; estaban en pri
mavera —era el mes de mayo— y las higueras tenían ya los
nuevos retoños; las filas de cipreses ofrecían un verde más
fresco, bordeando los campos de olivos plateados. Los mo
nótonos colores amarillos y ocres de Jerusalén se alegra
ban con una infinidad de tonos vivos. Incluso las ruinas de
la ciudad, que eran numerosas sobre todo en la periferia,
parecían menos austeras y terribles. El aroma de los jazmi
nes, de la lavanda y del tomillo flotaba por toda la ciudad,
mezclado con los olores de las especias y del estiércol que
mado.
Hacía calor... las prolongadas horas en el Monte de los
Olivos no debían de perjudicar a la salud de la Emperatriz-
Madre; de todas maneras algo podían dañarle. Sulpicio, el
jefe de la policía romana, estaba agobiado. Sus hombres no
tenían descanso, vigilando a los delincuentes, siguiendo a
la formidable huésped como sombras silenciosas, tan preo
cupados por no ser descubiertos y ser enviados a paseo por
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ban en las ropas; una serpiente salió corriendo entre los ar
bustos.
Las ruinas del templo, semicubiertas por hierbajos, le
cerraron el paso.
Cuando Terencia y Simón llegaron a lo alto de la colina,
encontraron a Elena plantada ante las ruinas; sus ojos se
guían muy abiertos y parecía que no tuviese ni una gota de
sangre en la cara. Con el bastón señalaba las ruinas. Su voz
sonó extraordinariamente serena, cuando dijo:
— ¡Estas ruinas... deben ser excavadas hoy!
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