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Por qué el marxismo es antagónico a corrientes como el

nacionalismo o el feminismo?

Si el lector no está familiarizado con algunos términos lo mejor será


contraponerlos unos a otros. 

El «patriotismo» o también llamado a veces como «orgullo nacional» es una


percepción que varía dependiendo de la clase social y el momento histórico. En
la Edad Contemporánea es una respuesta que nace como reflejo de la
consolidación de las naciones como comunidad socio-histórica humana
claramente identificable y estable. Véase la obra de Lenin: «Sobre el orgullo
nacional de los rusos» (1914).

Para empezar, no hay que confundir el patriotismo, esto es, el amor a la patria, a
su lengua, su gente y sus particularidades, con nacionalismo, que es una
ideología que pone por delante la nación a toda costa, incluso por encima de los
intereses de clase. 

En cambio, el «nacionalismo», per se, se convierte siempre en un enemigo del


movimiento revolucionario que trata de destruir el sistema capitalista, puesto
que lo atacará en alianza con las fuerzas reaccionarias si con ello cree defender
los pilares burgueses que dan forma y dirigen la nación. El marxismo no puede
conjugable con el nacionalismo por la sencilla razón de que el primero pone el
acento en lo «social» y el segundo en lo «nacional»; uno desea la lucha de clases
para elevar al proletariado a clase nacional dirigente, y el segundo piensa que la
conciliación de clases es la fórmula para lograr la «armonía y grandeza de la
nación».

El «chovinismo» en lo ideológico supone ya asumir directamente que tu país es


superior al resto en la mayoría de campos: lengua, filosofía, política, economía,
arte y demás. El chovinista vive e inculca una desconfianza constante hacia el
resto de países y sufre de una paranoia que le hace pensar que se conspira
contra su nación. 

Por su parte, el «cosmopolitismo» supone un desarraigo y desinterés sobre tu


nación. El cosmopolita es apátrida por naturaleza, o a lo sumo, reconoce su
patria, pero tiende a una infravaloración de todo lo que provenga de ella y se
desliza hacia una admiración todo lo que huela a extranjero. De forma idealista
pretende suprimir o fundir las lenguas y naciones inmediatamente, lo cual tiene
el mismo sentido que pretender abolir el dinero al día siguiente de la revolución
–un acto voluntarista dado que no se dan las condiciones materiales para tal
acto–. Conscientemente o no, suele tender hacia la negación de la opresión
nacional.

El revolucionario, el marxista, es «internacionalista», esto es, no comulga ni con


el nacionalista-chovinista ni con el cosmopolita-apátrida. Reconoce la existencia
de las naciones, reconoce a su patria, pero antepone los intereses de su clase, el
proletariado, antes que los supuestos «intereses generales de la nación» que le
intenta vender la burguesía. Evalúa la historia nacional e internacional desde un
prisma humanista, revolucionario y científico. No se deja deslumbrar por los
mitos de su burguesía sobre la historia de su país ni tampoco por la extranjera,
que intenta infravalorar los méritos de su pueblo. No reivindica una «cultura
nacional» con sus costumbres retrógradas y anticuadas, sino que recoge de ella
solo lo popular, lo progresista, lo que lo acerca a otros pueblos y le ayuda en su
misma empresa, por eso ve con buenos ojos el acervo cultural e histórico de
otros pueblos si sirven para su noble causa.

El nacionalismo, al igual que el feminismo es un movimiento unilateral e


idealista. Santifica que lo importante es a qué nación perteneces o de qué sexo
eres. El nacionalismo, en su defensa, esgrimirá que más bien le importa la
«defensa de la cultura y esencia de su nación», pero, para él, la «cultura
nacional» de la cual hace apología, siempre redunda en rescatar las costumbres
y tradiciones más reaccionarias, los rasgos que para cualquier humanista son
inaceptables en pleno siglo XXI con el desarrollo de las ciencias y el progreso. El
motor de la historia no es la de los «grandes imperios» y «reyes», dado que
estos se han creado y en ocasiones han desaparecido sin que las relaciones de
producción sufriesen cambios sustanciales.

¿Dónde reside la piedra filosofal? Para el feminismo el motor de la historia y del


progreso ha solido la contraposición entre hombre y mujer. ¿Y bien? El
feminismo exclamará que su movimiento antepone la ideología al concepto
abstracto de mujer, porque de hecho reconoce la existencia de «mujeres
alienadas» –a las cuales rechazan con desprecio–. Pero aquí entiéndase por
«alienada» como el sujeto que simplemente discrepa de sus fantasías que
plantean la historia en clave de lucha de sexos; pero, como se sabe, esta jamás
ha transcurrido principalmente por una «lucha de sexos», sino por una lucha de
clases, puesto que las mujeres bien han podido –y bien pueden ser hoy– parte
de las clases explotadoras. 

Por reconocer esto mismo, al marxismo se le ha acusado desde el nacionalismo


y el feminismo de «misticismo religioso», de hacer de la clase obrera «el nuevo
mesías» y perdonarle todo lo habido y por haber. Lo cierto es que el marxismo o
también llamado socialismo científico –y si no es tal no es sino una adulteración
del mismo– es suficientemente conocedor de que la clase obrera, antes de
tomar el poder y emprender la senda del comunismo, todavía opera dentro de
las fuerzas de una sociedad de clases, en un sistema económico y cultural como
es el capitalismo. Por tanto, es consciente de que no puede idealizar a esta clase
social ni considerarla como un todo homogéneo –aquí depende la llegada de
pequeños burgueses arruinados a sus filas, el nivel ideológico de las
asociaciones obreras, etcétera–. Simplemente hay que reconocer que, por sus
condiciones materiales, la clase obrera es la clase más revolucionaria de nuestro
tiempo, ya que, por su propio trabajo, no explota ni se aprovecha de otras clases
sociales, está acostumbrada en cierta medida a la disciplina, suele tender a la
solidaridad con sus homólogos y siente una repulsa –aunque sea a veces
primitiva o muy tenue– hacia el patrón y las injusticias sociales. Los pioneros
del socialismo científico llegaron a estas conclusiones estudiando el pasado y el
devenir histórico, analizando a fondo las condiciones de vida de esta clase social
y anotando sus fortalezas –y también debilidades–, véase la obra de Engels: «La
situación de la clase obrera en Inglaterra» (1845) o la obra de Marx: «El
Capital» (1867).

Nosotros no tenemos problema en reconocer que, en ocasiones también la clase


obrera puede arrastrar una ideología y vicios ajenos al progreso colectivo –
nacionalismo, sexismo, religiosidad, egoísmo, superstición, etc–. Razón por la
que jamás se congraciará políticamente con un reaccionario por ser obrero, en
todo caso, le explicará su fatal equivocación. No sin razón el «obrerismo» barato
ha sido históricamente y es hoy una tendencia «populista» –en el sentido más
peyorativo del término–. Este siempre comulga con las corrientes políticas que
aplauden el embrutecimiento y la ignorancia de las huestes obreras, sabedora
de que de esa forma este colectivo no irá solo ni a la vuelta de la esquina, todo,
en aras de aprovecharse de estos infelices y manipularlos con ensoñaciones
reformistas o nihilistas. Ello es similar a la tendencia «lumpen» que idealiza el
vivir entre ratas como sinónimo de superioridad moral, creyendo que esto le
otorga un cheque en blanco para ejercer la criminalidad sin reparos morales.
Aquí, se plantea que el aplastar al vecino para «salir adelante» como
«heroísmo» e incluso como «germen revolucionario», como si el ser carne del
mercenariazgo fuese un rasgo positivo para la causa, como si estos ejércitos de
«buscavidas» no hubieran sido utilizados siempre por las élites para acallar las
voces de protesta del pueblo encolerizado por las injusticias. La clase obrera no
puede permitirse el lujo de no tener moral, como la burguesía y el lumpen,
necesita de conciencia y honradez para que después de volar por los aires su
mundo, construya uno nuevo con sólidos cimientos. 
La clase obrera, si no quiere ser vapuleada por los de siempre, no puede caer en
trampas zafias como el chovinismo nacional o el supremacismo sexual. Así de
simple.

El nacionalismo habla de «solidaridad nacional» y el feminismo de «sororidad


entre mujeres», ¿con qué fin? El ya comentado: para el primero, que, por
encima de todo, prime «la nación» –aunque sea burguesa y sus actos produzcan
vergüenza nacional–, en el segundo, que prime la mujer por encima del
hombre, aunque esta sea una tirana y una ultrarreacionaria en sus políticas. El
marxismo, al hablar de «solidaridad de clase» y proclamar «¡Proletarios del
mundo uníos!» no lo dice en cualquier clave abstracta, lo dice en el sentido de
una unión ideológica muy clara: en base a unir a los elementos de la cultura y el
trabajo en los más altos ideales de la humanidad, en los más progresistas. Y
estos no se albergan en un cofre, sino que están a vistas de todos, el marxismo
es solamente el método que permite ordenar y sistematizar dichos
conocimientos, tanto de la sociedad como de la naturaleza. Y puesto que no hay
dos verdades, el pueblo no puede asumir dos ideologías. 

El marxista reconoce la «nación» como un fenómeno social histórico, del


mismo modo reconoce la histórica «división sexual del trabajo» y una
superestructura que ha beneficiado o beneficia a un sexo u otro en algún que
otro campo –cuando no en todos–, pero a diferencia del nacionalista, con sus
fines belicistas y expansionistas, o de la feminista, con su revanchismo hacia el
hombre, el revolucionario –marxista– aspira a construir una comunidad
humana global de naciones formadas por hombres y mujeres que convivan en
amistad, donde se produzcan libres asimilaciones o separaciones según la libres
apetencias de sus soberanos, donde hombres y mujeres puedan autorrealizarse
según sus aspiraciones personales –siempre en respeto y con conciencia sobre
la colectividad de la que forman parte–. Esto puede sonar a utopía humanista,
pero analizándolo fríamente no lo es, y seríamos unos irresponsables o
pesimistas si nos negásemos a tal aspiración. Hay una hoja de ruta muy clara.
Para alcanzar el fin de la desigualdad entre naciones y las guerras se debe
aspirar no solo a la abolición de la propiedad privada que impide todo lo
anterior, sino también a la abolición de las clases sociales, al fin de las
diferencias entre ciudad y campo, entre trabajo manual e intelectualidad. Estas
son las condiciones sine qua non. En consecuencia, el sujeto es conocedor de
que para tal fin no puede fijar dicho rumbo con prejuicios acuestas, en tanto las
filosofías bañadas en un idealismo subjetivo y los movimientos políticos
utópicos deben de ser desechados de una vez para siempre. Puesto que, si no es
así, habrá perdido la batalla antes de comenzar. Esto puede sonar a utopía
humanista, pero analizándolo fríamente no lo es pese a los múltiples obstáculos
que existen, pero seríamos unos irresponsables o pesimistas si nos negásemos a
tal aspiración. Si no realizamos una labor para tal fin, la única salida que nos
queda es dedicarnos al vacuo existencialismo pesimista, a ser una caricatura, a
desperdiciar el tiempo, a ser la vergüenza de nuestros ancestros y de los que nos
leerán en un futuro.

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