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Carlos Páez

“Señores, pónganse los cinturones porque el avión va a bailar un rato”. Esta


escueta frase pronunciada por uno de los militares encargados del vuelo 571
de la Fuerza Aérea Uruguaya fue el comienzo de la conocida como “Tragedia
de los Andes”, que protagonizó un joven equipo de rugby y sus
acompañantes cuando volaban desde Argentina a Chile para jugar un partido.
El viernes 13 de 1972, los 40 pasajeros y cinco tripulantes de aquel vuelo
sufrían un terrible accidente aéreo en la cordillera de los Andes, que ha
inspirado, entre otros libros y documentales, la película ‘¡Viven!’.
Entre los 16 supervivientes se encontraba Carlos Páez, escritor y
conferenciante, que ha recogido sus experiencias vitales en los libros
‘Después del día diez’ y ‘Desde la cordillera del alma’. Más allá de los gritos,
el amasijo de hierros, los muertos y la historia épica que protagonizaron para
salir de la cordillera después de 72 días, el autor recuerda cómo hicieron
posible lo imposible. “Nuestra historia fue una historia netamente grupal, de
trabajo en equipo. Tuvimos el accidente de avión, recibimos la noticia de que
no nos buscaban más, tomamos la decisión de alimentarnos de nuestros
compañeros muertos, sufrimos una avalancha, no funcionaba la radio… El
“no” fue permanente en nuestra historia. Pero el gran aprendizaje fue decir ‘sí’
al ‘no’”.
Carlos Páez. Mi nombre es Carlos Páez y participé en aquel vuelo en el año
1972, aquel equipo de rugby que iba a cruzar los Andes para jugar un partido
de rugby en Chile. El avión cayó en los Andes y tuvimos que permanecer
durante setenta largos días, con sus noches, en aquella historia increíble, de
la cual seguimos hablando hoy, de la cual se han hecho tres películas, se han
escrito veintiséis libros, nueve documentales que la convierten, sin duda,
como dice la National Geographic, en la historia más increíble de
supervivencia protagonizada por gente común.
Nosotros éramos un equipo de rugby que íbamos a jugar un partido a Chile y
salió el avión con 45 personas en un viaje que debería durar
aproximadamente cuatro horas. Al cabo de la tercera hora, el avión aterrizó
en Mendoza, que es la última ciudad argentina antes de cruzar la cordillera, y
retomamos el viaje al otro día, un fatídico viernes trece. Miren qué día nos
tocó, un viernes 13. Que me acuerdo que cuando subimos al avión, yo le dije
a un compañero mío, a Gustavo Zerbino, le dije: “Gustavo, hoy vamos a
saber si es el viernes 13 o el martes 13, el día de la mala suerte”. Acá
tenemos esa discusión, en Uruguay. La cuestión es que el avión…
agarramos hacia el sur y comenzamos a cruzar la cordillera por el paso de
Planchón.
Para nosotros los uruguayos en la cordillera es algo muy raro, porque la
montaña más alta que tenemos en Uruguay tiene quinientos metros, o sea, la
nieve, jamás la vimos y entonces era muy atractivo ver el paisaje que
teníamos al lado. Yo iba sentado del lado de la ventanilla del avión y mi
compañero de asiento, cuando íbamos por la mitad del cruce de la cordillera,
me dice: “Carlitos, déjame la ventanilla que quiero sacar fotos para llevarle a
mi novia”. Yo siempre aprovecho este momento para describirme quién era
yo, porque yo era ese chico malcriado, consentido, caprichoso, que no servía
absolutamente para nada, un chico de desayuno en la cama. Tenía 18 años,
mi padre, un pintor muy famoso y entonces, con tal de que lo dejáramos a él
pintar y todo, nos daba todo, ya que éramos, yo, por lo menos, era muy
malcriado.
Y digo esto porque me costó mucho darle la ventanilla. Viste que los
caprichosos tenemos esos antojos de la ventanilla del auto, la ventanilla del
avión. Pero, por otro lado, siendo yo el más chico de los que íbamos en ese
avión, le contesté con cierta arrogancia. Le dije: “Sí, Rafael, a mí no me
importa nada, siéntate al lado de la ventanilla”. Yo me hice como que yo
había viajado mucho. Él se sentó feliz a sacar fotos y yo del lado del pasillo,
tratando de que nadie se diera cuenta de la rabia que yo tenía. Pero fíjate lo
que es el hecho del destino, que ese hecho hizo que yo esté vivo y él no,
porque minutos después de ese episodio, salió uno de los militares de la
cabina y nos dijo: “Señores, pónganse los cinturones porque el avión va a
bailar un rato”. Y, efectivamente, nos ponemos los cinturones, el avión
empieza a sacudirse, porque venía una zona de turbulencias y, de pronto, un
pozo de aire gigantesco, que bajamos seiscientos metros de golpe. ¿Sabes
lo que es eso? Es una bestialidad, pero nosotros, como en la plaza de toros,
le gritamos: “¡Olé!”. El avión que retomó altura e inmediatamente caímos en
un segundo pozo de aire que volvimos a gritar “¡ole!”, pero la sensación era
de miedo y el miedo se convierte en pánico. Y de pronto, sentimos una
acelerada bestial del motor, el avión que levanta la nariz y, de pronto, el golpe
más brutal que te puedas imaginar cuando el avión choca con la panza y con
el ala y se parte al medio y vuela la parte delantera y cae en una especie
como de trineo que se desplazó por la nieve.
Claro, yo jamás perdí la consciencia. Imagínate lo que fue el impacto. Chocar
a 400 kilómetros por hora. Me acuerdo que me vinieron tres claros
pensamientos a la cabeza en ese momento. Primero que nada, recordé un
viaje que había hecho con mi padre a Río de Janeiro, donde había leído las
instrucciones de lo que había que hacer en caso de un aterrizaje forzoso. Y
me acuerdo que decían que había que poner la cabeza entre los brazos,
cosa que inmediatamente hice. El segundo pensamiento fueron imágenes
continuas con mi familia, con mi abuela, con mi madre, con mi padre, con mis
hermanas, con mi perro, como que pasaba toda la vida para atrás. Y el tercer
pensamiento fue arreglar cuentas con Dios.
Así que empiezo a rezar el avemaría en el momento en que el avión choca y
termino de rezar el avemaría en el momento en que el fuselaje finalmente se
detiene. Naturalmente, que a lo largo de ese avemaría muchas cosas
pasaban, el avión que se partió al medio, el frío más brutal que entraba, el
caos más absoluto, el griterío. De pronto, el silencio, porque el avión, al
perder los motores, se sentía en silencio. Solamente, el rozamiento contra la
nieve y los gritos hasta que después de esa carrera alocada, el fuselaje se
detiene abruptamente. Todos los asientos se van para adelante. Quedamos
apretados todos dentro de un remolino de fierros. Me costó como cinco o diez
minutos poder sacar las piernas de entre los asientos. Estaba… quedé arriba
y mis dos amigos, Gustavo Nicolich y Diego Storm, pero mira, yo dije: “Bueno,
si yo estoy vivo, tienen que estar vivos todos los demás”. Así salí yo de ese
atolladero y cuando salgo, de hecho, me encuentro con Roberto Canessa,
que estaba haciendo lo mismo. Fíjate en la pregunta ingenua, le digo a:
“Amigo Roberto, no pasó nada, ¿no?”. Y Roberto me dice: “Carlitos, esto es
un desastre”. Y realmente era un desastre, heridos por todos lados, muertos
por todos lados. Todo lo que te puedas imaginar estaba ahí y habíamos caído
a cuatro mil doscientos metros de altura, donde las nieves son eternas,
donde nunca antes un ser humano había estado ahí.
Aparte, no teníamos ropa adecuada porque eso era octubre, así que
estábamos de jeans, octubre, en mi país, es primavera y aparte no sabemos
el comportamiento de la nieve. Como pudimos… El avión se había partido
diez centímetros atrás de mi asiento, como queríamos hablar con los pilotos,
que por adentro del fuselaje era imposible ir, y fuimos por afuera
enterrándonos en la nieve hasta la cintura y llegamos a la cabina y, cuando
llegamos a la cabina, el comandante estaba muerto, el copiloto muriéndose y
lo único que decía el copiloto es: “Pasamos Curicó, pasamos Curicó,
pasamos Curicó”. Pidió agua y, al poco rato, murió.
Esa es la descripción, digamos, del accidente propiamente dicho, porque ahí
comienza otra historia, que es la historia de la supervivencia, donde pasamos
la peor noche que se puedan imaginar. Como decía uno de los sobrevivientes,
Roy Harley, decía: “Lo que yo comparo con el infierno fue lo que fue esa
noche”. Heridos por todos lados, gente que desvariaba, muertos de sed,
muertos de frío. Una noche espantosa que finalmente pasa, porque las cosas
pasan, y llegó el sábado y el sábado era un día espléndido en la cordillera. La
cordillera tiene esa paradoja de los días más feos, de los días más divinos,
un amanecer sin una nube en el cielo. Y ese sábado catorce pasaron por
arriba nuestro, dos aviones dos veces, que nosotros, naturalmente, les
gritamos, festejamos, celebramos. Me acuerdo que había media botella de
whisky que encontramos por ahí, que nos la tomábamos con Roberto
Canessa. Festejando, convencidos de que nos habían visto, aparte, el
absurdo de ser chico, de gritarle a un avión, fíjate que absurdo, estos aviones
pasaban como a mil metros de distancia y empezábamos a esperar a que
nos vengan a buscar.
Y empezaron a pasar los minutos y nadie venía a buscarnos y empezaron a
pasar las horas y nadie venía a buscarnos. Y empezaron a pasar los días y
nadie venía a buscarnos. Y así pasan diez días de nuestra historia, donde la
actitud nuestra era una actitud de espera, esperando a que la solución tenía
que venir del exterior y llega el día diez de nuestra historia, para mí, el día
más importante en cuanto al cambio, que sucede la peor noticia que se
puedan imaginar, que nosotros convertimos en oportunidad. De hecho, yo
escribí un libro. Uno de los veintiséis libros escritos de la historia es este, que
se llama ‘Después del día diez’, que habla justamente del parteaguas de la
historia, porque ese día, Gustavo Nicolich era el encargado de escuchar la
radio, que salía a escucharla entre medio de las turbulencias de las montañas.
Salía a escuchar la radio para ver por dónde venía el rescate, porque
nosotros estábamos convencidos de que aquellos aviones nos habían visto, y
estaba nevando ese día y me acuerdo que entró dentro del fuselaje y me dijo,
se dirigió a mí, quizás porque yo era el más chico, me dice: “Carlitos, tengo
una buena noticia para darte”. Le digo: “¿Qué pasó?”. Me dice: “Acabo de
escuchar en la radio, una radio chilena, donde el locutor dijo que dieron por
finalizada la búsqueda del avión uruguayo y van a venir a buscar los restos
nuestros en febrero, cuando vengan los deshielos”. Y yo le digo: “¿Cómo
buena noticia, hijo de puta, cómo buena noticia?”. Lo quería matar.
Imagínense que a ese chico malcriado y consentido y caprichoso le dicen que
es una buena noticia que no nos busquen más. Y él me agarró del cuello, me
miró a los ojos y me dijo: “Carlitos, ¿sabes por qué es buena noticia?” “¿Por
qué?”, le digo yo. Me dijo: “Carlitos, tenemos que encontrar nuestros propios
recursos”.
Mirando 47 años para atrás, puedo decir que qué razón tenía mi amigo
Nicolich cuando me dijo que era una buena noticia, porque ese día dejamos
de sobrevivir, pero empezamos a vivir. A ver si entendemos el concepto, para
mí sobreviviente es aquel que está esperando a que lo vengan a buscar, pero
cuando uno se convierte en el timonel de su propio destino, la historia cambia
y ese día cambia y nosotros salimos a pelear la historia. Curiosamente, hace
seis o siete años sucedió una historia, que la prensa del mundo entero se
empecinó en comparar con la nuestra, que fue la historia de los mineros en
Chile, que tienen algunos puntos en común, las dos historias duraron el
mismo tiempo, las dos historias fueron en Chile, los mineros chilenos
aparecieron el trece de octubre, que fue el día que nosotros nos caímos, pero
tienen una gran diferencia. En el día catorce, todos nos enteramos de que los
mineros estaban con vida. Es más, de hecho, yo mismo, una vez tuve hasta
una comunicación telefónica con los mineros. Y en el caso nuestro, en el día
a día, nos enteramos de que el mundo entero nos había abandonado porque
era así cómo nosotros lo sentíamos, cuando el ser humano tiene una cierta
arrogancia que, cuando a uno le pasan cosas, se cree que el mundo se
detiene y quizás el primer aprendizaje que yo tuve es que el mundo no se
detiene.
Quizás seamos de los pocos seres humanos que hemos padecido la
sensación de no existir más. O sea, que el mundo entero se había olvidado o
yo no podía entender de que se llegaba a la Luna en aquella época, se
escuchaba en las noticias que se seguía jugando al fútbol, que el ocho de
diciembre se festejaba el día de las playas en Montevideo y nosotros
perdidos en los Andes. Es algo que nos costaba mucho entender, pero que,
bueno, que nos dimos cuenta de que el camino va por uno, no va por lo que
le pasa a los demás. Eso con respecto al día diez, que como que cambia la
historia y ahí es donde empezamos a organizarnos realmente para buscar la
salida de los Andes, ahí es donde tenemos que tomar la decisión de
alimentarnos de nuestros compañeros muertos, porque bueno, no había otra
opción, esos aviones militares no llevan comida. Para que tengas una idea,
nosotros, en esos diez días habíamos comido una veintiseisava parte de una
lata de marisco que había en el avión, dos cuadraditos de chocolate que me
tocaron a mí, y la tercera parte de un caramelo de dulce de leche que
compartí con Roy Harley y con Vizintín.
Eso fue lo que comimos en diez días y recibimos la noticia, que no nos
busquen más. Y ahí empieza a surgir en todos al mismo tiempo la única idea
posible, que es la de alimentarnos de nuestros compañeros muertos. Pero
claro, nadie se animaba a comentarla, mucho menos yo, que era el más
chico. El primer comentario yo se lo siento a Nando Parrado. Yo me iba en
una expedición a tratar de encontrar la cola del avión. Y cuando me despido
de Nando, le digo: “Nando, no queda nada en la despensa”. La despensa era
un bolsito de mujer donde guardábamos esa lata de mariscos. Y Nando me
mira a los ojos y me dice: “Carlitos, yo me como al piloto”. Quizás, hasta un
comentario natural, él había perdido a su madre en el accidente, a su
hermana tres días después y se ve que él, a nivel consciente o inconsciente,
se las agarraba contra el piloto. Es lo lógico.
Me acuerdo que lo miré y no dije nada y me fui en esa expedición y me
quedé en una parte con Adolfo Strauch. Y, claro, yo quería ver qué opinaban
los demás, pues yo era el más chico. Entonces, le digo… Fíjate, en un acto
de cobardía mío, le digo: “Adolfo, Nando está loco, se quiere comer al piloto”.
Y Adolfo me dice: “No, Carlitos, no está tan loco. Yo, con mis primos, ya lo
pensamos”. Y ahí nos damos cuenta de que era una idea generalizada, que
todos estábamos pensando lo mismo, pero que nadie se animaba a
comunicarlo. Y cuando llegamos de esa expedición, nos juntamos, bueno, no
nos juntamos porque estábamos todo el día juntos, pero hablamos del tema y
créanme, señores, que no ofreció resistencia alguna. Fue mucho más simple
de lo que la gente se cree. La primera cosa que hicimos fue un pacto
solemne entre todos nosotros y, si alguno de nosotros moría, quedaba a
disposición de los demás. Y la segunda cosa que hicimos fue encomendarles
a los estudiantes de Medicina, de primer año de medicina, que se ocuparan
del asunto y se ocuparon y resolvimos uno de los temas, un tema importante
que teníamos que resolver, que era el tema de la alimentación, y de ahí en
adelante pudimos empezar a pensar en salir de los Andes, que de otra
manera era imposible.
Creo firmemente que, de la cordillera, muchas cosas aprendí, muchas cosas
aprendemos durante toda la vida, digo, a lo largo de la vida, pero si tuviera
que rescatar las cosas más importantes fue, primero que nada, fue el trabajo
en equipo. Nuestra historia fue una historia netamente grupal. O sea, que fue
de trabajo en equipo. Está convertida, de hecho, en una de las historias más
monumentales de trabajo en equipo, al punto que, en Estados Unidos,
muchas universidades usan el libro nuestro ‘Alive’ como libro de cabecera
para hablar sobre el “teamwork”, como dicen los americanos. Creo que fue
una historia netamente grupal. Después, la toma de decisión, nosotros
tuvimos que tomar decisiones durísimas, pero las tomamos. Nosotros nos
tuvimos que adaptar de golpe, de la nada, de ser unos chicos mimados y
consentidos, a tratar de vivir o de sobrevivir en un medio que nosotros no
conocíamos. Y después, una de las cosas para mí más importantes, que
hace referencia a una frase que aprendí hace poco tiempo, una frase de San
Francisco de Asís, que dice así: “Empieza por hacer lo necesario, luego lo
que es posible, y terminarás haciendo lo imposible”.
Yo la aprendí hace poco esa frase, pero fue lo que nosotros hicimos.
Empezamos haciendo lo necesario, luego lo que era posible, y terminamos
haciendo lo imposible, reapareciendo después de esos setenta largos días
con sus noches, en esa historia increíble de adaptación, de lucha permanente,
de solidaridad, de amor, mucho amor también, porque, aparte, nuestra lucha
era por cosas muy simples, porque uno aprende en la cordillera de las
pequeñas grandes cosas que son las que le dan el verdadero sentido a la
vida.
Muchas veces creemos que ciertas cosas son importantes y, cuando
suceden estas cosas, nos damos cuenta de la importancia que tiene la
pequeñez, la pequeña cosa. Fíjate que en algún momento dado en la
cordillera quise comprar un cigarrillo con setenta dólares, que era todo mi
capital. ¿Y sabes lo que pasó? No me lo vendieron. Hay dos palabras para
mí que son la cabecera de esta historia. Una es la humildad, pero no porque
yo sea humilde, sino porque Dios nos hizo… cada vez que nos la creímos,
nos pegó un garrotazo y nos dijo: “Señores, es por abajo”. Fíjate que
nosotros tuvimos el accidente de avión, recibimos la noticia de que no nos
buscan más, tomamos la decisión de alimentarnos de nuestros compañeros
muertos, cuando estábamos organizándonos, viene una avalancha, que
mueren ocho, o sea, que era como permanente el “no”. Después, encontrar la
cola del avión y no poder hacer funcionar la radio, que era donde estaban las
baterías. O sea, que lo permanente fue el “no” en nuestra historia. Pero
nosotros al “no”, gracias a la actitud, que es la otra gran palabra, pudimos
decirle que “sí” al “no”, que ese fue el gran aprendizaje, decirle que “sí” al “no”.
Creo que uno de los roles más importantes que tuve yo… Nosotros fuimos
muy respetuosos con los roles de cada uno, y a mí me tocó el rol de tapiar el
avión, tapiarlo para que no entrara frío. Tengo una cierta habilidad manual
para que los objetos calcen, o sea, como un rompecabezas, pero, más allá
de eso, uno de los roles principales que yo tuve fue un rol, que me doy
cuenta, con el tiempo, que fue importantísimo, que fue el humor y la
inconciencia. Yo me transformé en una especie de personaje como aquel
Benigni en ‘La vida es bella’, que, con inconsciencia, con humor, con ilusión,
creaba la ilusión del futuro más oscuro que te puedas imaginar. Porque ahí sí
que… si bien ahora estamos viviendo de incertidumbre con esta pandemia,
no te digo la incertidumbre que teníamos nosotros rodeados de veintinueve
muertos a veinticinco bajo cero, en esas condiciones. Y bueno, y había que
ponerle humor.
Mi padre es una especie, digamos, de un Dalí uruguayo, por decir un pintor
muy famoso, que la casa la visitan mucha gente. Y en aquel momento,
cuando teníamos 18 años, iba gente muy importante, iba Gunter Sachs, iba
Robert De Niro, iba toda la gente y todo el mundo moría por ir a la casa de mi
padre. Pero claro, a los 18 años yo no podía invitar a todo el mundo, pero en
la cordillera les hacía un juego, les decía: “Bueno, cuando volvamos de los
Andes, los invito a Casapueblo, tenemos una fiesta”. Y entonces, todos
encantados. Y si me peleaba con alguno de ellos, le decía: “Bueno, ya no te
invito más”. Y les generaba una angustia porque, claro, les había vendido tan
bien la ilusión que después, cuando los desilusionaba, también generaba
angustia. Pero fíjate, juego no teníamos. Naturalmente, no había Internet, no
había nada para jugar. No había WhatsApp, no había teléfonos, no había
absolutamente nada. Lo único que hacíamos en la cordillera era una lista de
los principales restaurantes con los platos de comida, era una especie de
masoquismo hablar de comida permanentemente. En eso nos entreteníamos
en esos días eternos.
Paradójicamente, hace dos años volví al lugar de los Andes. Ya había vuelto
dos veces antes y siempre con el humor como bandera. Pero volví hace dos
años con mis dos hijos y cuatro nietos. Volvimos al lugar y como cien
personas más. Y claro, no podía ser el humorista, no podía utilizar el humor
yendo con mis hijos y con mis nietos. Y vos sabes lo mal que me la pasé
porque no tenía ese escudo para defenderme. El humor a mí me defendió, y
no solamente a mí, a muchos, generalmente, siempre se acuerdan. Y donde
veas la imagen de Carlitos en alguna de las películas o documentales, verás
que siempre hay una sonrisa y creo que eso es importantísimo de mantener.
Yo soy muy español en ese sentido. En España, yo me siento como en casa,
me siento, cuando voy a Madrid, siento que la próxima cuadra voy a
encontrarme con un conocido, porque tienen los españoles esa manera de
reírse también, a veces hasta de uno mismo. Yo creo firmemente que cada
uno de nosotros tiene su propia cordillera y que todas las cordilleras son
importantes. La mía tiene mucho marketing, pero eso no quiere decir que sea
más importante que la de los demás.
Naturalmente que en la vida te tocan muchos eventos. A mí, en lo particular,
me tocó meterme en un proceso de drogas y de alcohol. Después de los
Andes, porque, bueno, quizás no supe manejar bien la fama. Nosotros
salimos como gente normal y volvimos como famosos. Dónde fueras en el
mundo, te querían conocer. Y me metí en un proceso de drogas y de alcohol.
Pero llegó un día, hace ya 30 años, gracias a un grupo también, empecé el
proceso de dejar la droga. Llevo 30 años limpio, sin alcohol y sin drogas.
También compartiendo mi historia con otra gente. O sea, que me di cuenta de
que la historia de los Andes también me servía en ese momento, porque
también era una historia grupal, porque yo entendí que cuando vos compartís
el dolor, el dolor hace que sea menos dolor y la alegría, más alegría. Y así
llevo un proceso también. Aparte, me planteaba, después de haberme
peleado tanto por la vida, ¿cómo me puedo meter en un proceso de muerte
como es la droga y es el alcohol? Y bueno, gracias a Dios llevo esos 30 años,
he escrito un libro que se llama ‘Mi segunda cordillera’, que no solamente
habla de cómo me metí en la droga, sino que habla de cómo salí de la droga,
que es durísimo. Te diría, y yo lo digo en el libro, que fue mucho más duro
salir del alcohol y de la droga que la historia de los Andes.
Permanentemente tengo aprendizaje, permanentemente en esta pandemia
que estamos viviendo, también hago referencia a lo que vivimos en los Andes,
permanentemente, la gente me pregunta, los medios porque, bueno, nosotros
otro que cuarentenas, nosotros vivimos una setentena y otra que
incertidumbre, una incertidumbre que estábamos con los muertos al lado
nuestro. O sea, que lo que tenía aquella cuarentena es que todo era tangible,
la montaña es tangible, la nieve es tangible. En esta pandemia o esta
cuarentena que estamos viviendo ahora, tenemos un enemigo invisible que
no sabemos por dónde te la va a pegar. Esa es la única diferencia que tiene
con aquella.
Si yo hubiera sido un observador externo, yo hubiera dicho, cuando se decía
que había sobrevivientes, yo hubiera dicho: “Carlitos Páez no se salvó”, ¿por
qué? Porque yo era un hipocondríaco, todo el tiempo me imaginaba que tenía
enfermedades, yo llevaba remedios, llevaba… Era un malcriado. Sin
embargo, la cordillera hizo que yo me transformara, que yo me diera cuenta
de que servía para algo, de que era un tipo útil. O sea, que para mí fue una
experiencia importante en mi vida porque me hizo dar cuenta de que yo era
un tipo que tenía mis valores, que muchas veces no los sacaba a relucir
porque no tenía la necesidad. Yo ahora sé las cosas que yo puedo hacer, o
sea, que para mí fue bien importante como experiencia y bueno, y eso hizo
que yo saliera adelante. Naturalmente que un poco de suerte tienes que tener,
pero yo creo que la suerte, también es el cuidado de los detalles, y nosotros
hicimos lo imposible para salir adelante, entre todos juntos nos
transformamos en una especie de máquina para vivir con lo que aportaba
uno, con lo que aportaba otro. Y así fue. Es netamente grupal. Acá no hay
individuos, no hay individuos ni hubo un líder absoluto para nada de la
historia. Creo que fue un liderazgo por mayoría, a tal punto que para el lado
que nosotros salimos fue el lado equivocado. ¿Por qué? Porque la mayoría,
haciéndole caso al copiloto que había dicho que habíamos pasado Curicó,
tomábamos el camino que nos había dicho el piloto. Pero había alguien,
Roberto Canessa, que decía que el lugar para salir era para el otro lado. Pero
nosotros salimos equivocadamente. Pero lo importante, lo importante, es que
nosotros aún equivocados, pero con pasión, con actitud, con ilusión, con
corazón, aún equivocados, llegamos igual.
Que muchas veces, el ser humano quiere vivir historias perfectas y no se
trata de historias perfectas, se trata de historias con ilusión, no se trata de
historias perfectas, se trata de historias con pasión. No se trata de historias
perfectas, se trata de historias con actitud, aún equivocados, llegamos igual.
Fue gracioso cuando volvimos a los Andes once de los sobrevivientes hace
muchos años, y Nando Parrado no fue, pero nos dejó una carta muy emotiva
porque tiene a su madre y a su hermana están enterradas ahí. Entonces, la
leímos en la tumba y hablaba de su madre, hablaba de su hermana, hablaba
del momento que habíamos vivido en los Andes, pero al final tenía una
posdata: “Les quiero decir, chicos, que, si se llegan a perder, la salida es para
el otro lado”. O sea, que lo teníamos muy inculcado, la equivocación, pero
que aun así habíamos llegado.
Yo a ese Carlitos adolescente le diría simplemente que se la creyera, que se
la creyera un poco. Yo en aquel momento no me la creía para nada. Yo creía
que no podía aportar, creía que no servía absolutamente para nada. La vida
me demostró que alguna cosa aporté, que puedo ser solidario, que puedo ser
un tipo útil, que puedo ser una buena persona, que es, en definitiva, de lo que
se trata, de ser buena gente. Creo que la vida me lo demostró y es lo que yo
le inculcaría a ese chico de 17 años. Lo que más cuesta a esa edad es darse
cuenta de lo que uno vale y realmente tener que esperar… Sería fantástico
que la vida empezara al revés, empezara a los sesenta y seis y terminara
cuando uno es joven, pero bueno, con la experiencia que uno tiene, la verdad
que la vida me ha demostrado que merece la pena vivirse, me ha demostrado
la vida que valió la pena nuestra historia para que lo que triunfe sea la vida,
en el fondo es un homenaje a la vida.
Y fíjate que hoy somos más de los que salimos en aquel avión, hoy están
nuestros hijos, tengo mis nietos. A mí me gusta mucho esta fotografía donde
están los sobrevivientes, pero también están los hijos de los sobrevivientes,
porque esto marca claramente que valió la pena nuestra pasión, que valió la
pena nuestra actitud, que valió la pena nuestra ilusión, que valió la pena el
corazón que le metimos para que lo que triunfe sea la vida, valió la pena.
Valió la pena, hoy somos más y creo que también, en este momento de
pandemia o de cuarentena o de lo que estamos viviendo, también tenemos
que homenajear la vida, tenemos que hacer los deberes, tenemos que hacer
las cosas bien para que lo que triunfe, también sea la vida.

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