Está en la página 1de 363

Matthew Riley y Anthony D.

Smith

Nacionalismo y música clásica


De Händel a Copland

Traducción de
Patrick Alfaya McShane
y
Javier Alfaya McShane
Índice

Prefacio

Introducción

1. Música y comunidad nacional: de monarcas a ciudadanos


2. La música tradicional en la música culta
3. La música de la patria
4. Mitos y recuerdos de la nación
5. La música conmemorativa
6. La canonización de la música nacional
Conclusión. Naciones, nacionalismo y música clásica

Bibliografía
Créditos
Prefacio

Anthony Smith murió poco después de que entregásemos este libro


a producción, tras una larga enfermedad que fue física, aunque no
intelectualmente, debilitadora. Durante toda su vida fue un amante
de la música clásica, disfrutó yendo a conciertos, era el dueño de
una considerable colección de CD y tocó el piano hasta entrados los
setenta. Su interés por la música clásica puede rastrearse al menos
hasta su experiencia como estudiante en interpretaciones
universitarias de la Jovánschina de Mussorgski. Nacionalismo y
música clásica es la última de sus numerosas y destacadas
publicaciones acerca de diversos aspectos de las naciones y el
nacionalismo y, junto con su libro previo The Nation Made Real: Art
and National Identity in Western Europe, 1600-1850 (Oxford
University Press, 2013), constituye una explicación continuada de
trabajos anteriores y más teóricos que situaron a la cultura y el
simbolismo en el centro de nuestra comprensión del nacionalismo.

Matthew Riley
Agosto de 2016
Introducción

El objeto de este libro es realizar un análisis comparativo de la


relación entre la música occidental y los fenómenos de la nación y el
nacionalismo. Por un lado, estudia la influencia de las naciones
emergentes y el nacionalismo en el desarrollo de la música clásica
en Europa y América del Norte. Por otro, examina las ideas, sonidos
y resonancias que en mayor o menor medida diferencian el
repertorio de cada una de las naciones y que contribuyeron a dar
forma y sentido al concepto abstracto de nación. Todo ello nos
permitirá evaluar la aportación de la música clásica al dinamismo y
la propagación del ideal nacional, a la vez que nos ayudará a
determinar cuánto contribuyó este ideal al ascenso de una clase
especial de «música nacional». Nuestro principal foco de atención
es el mundo interior del sentimiento y la emoción nacionales, el
desarrollo de su simbolismo auditivo y el modo en que los músicos,
y sobre todo los compositores, participaron a la hora del darle forma
comprometiéndose profunda y ampliamente con la construcción
nacional.
Ha llegado el momento de reunir las ideas de los estudios sobre
nacionalismo, historia cultural y musicología. El estudio sobre las
naciones y el nacionalismo, que durante un tiempo restringió su
interés a temas económicos y políticos en las sociedades
industriales modernas, ha dirigido su mirada en las últimas décadas
a asuntos culturales e identitarios, y en la actualidad tiene una
amplia visión histórica. Al mismo tiempo, la musicología en inglés ha
abrazado el estudio del nacionalismo junto con un interés más
amplio por las políticas culturales, dejando de lado el viejo modelo
«centro/periferia» —paradójicamente en sí mismo un legado del
nacionalismo alemán—, según el cual la historia de la música de
Alemania, Francia e Italia representaba la tradición universal,
mientras que los compositores de otros países eran susceptibles de
ser considerados «nacionalistas». La noción romántica de que la
música nacional expresa sin tapujos «el espíritu del pueblo» e
instintivamente generará evocaciones en el público connacional ha
sido sustituida por un modelo activamente creativo por parte de
compositores, críticos e historiadores.
La obra de Richard Taruskin sobre la música rusa fue un ejemplo
precoz de estas tendencias 1 . Taruskin adoptó una postura crítica
hacia la música y la historia de su acogida, resistiéndose a su
enclaustramiento nacional tanto por parte de historiadores
occidentales como soviéticos y combinando enfoques históricos con
un detenido análisis de la música. Tres estudios más sobre la
música rusa provienen de la misma corriente: los de Francis Maes,
Marina Frolova-Walker y Rutger Helmers 2 . Varias monografías
sobre la música de compositores concretos o escuelas nacionales
en particular han seguido también una línea crítica: los historiadores
culturales Robert Stradling y Meirion Hughes en lo relativo al
«renacimiento musical inglés»; Taruskin respecto de Stravinski;
Steven Huebner sobre la ópera francesa; Stephen Meyer en lo
tocante a Weber; David E. Schneider respecto a Bartók y Lynn M.
Hooker de manera más general sobre la música húngara; Daniel M.
Grimley sobre Grieg y Nielsen; Tomi Mäkelä y Glenda Dawn Goss
respecto a Sibelius; y Alexandra Wilson sobre la acogida de la obra
de Puccini 3 . A estos estudios se pueden añadir trabajos
revisionistas de historia cultural, principalmente sobre el anterior
«centro», a menudo obra de autores que no son musicólogos: Celia
Applegate, Cecilia Hopkins Porter, Hannu Salmi y Barbara Eichner
respecto a Alemania, Jane Fulcher y Barbara Kelly sobre Francia y
Philipp Ther sobre Europa Central 4 . Benjamin Curtis ha llevado a
cabo una aproximación comparativa al nacionalismo musical
decimonónico que comprende a los así llamados centro (Wagner) y
periferia (Smetana, Grieg) 5 . Tiene muy en cuenta el nacionalismo
político y cultural y el debate respecto a los escritos de los
compositores como «discurso»; sin embargo, apenas analiza la
música. Hay muchos más estudios breves sobre compositores en
concreto, obras o tradiciones nacionales, incluidas tres colecciones
de ensayos y cuatro publicaciones especiales en revistas 6 . Entre
los estudios más generalistas sobre el tema de la música, las
naciones y el nacionalismo se incluyen los de Jim Samson, Richard
Taruskin y el de Philip V. Bohlman, que cuenta con una orientación
etnomusicológica «de abajo arriba» 7 .
Nuestro libro utiliza estos trabajos para el análisis comparativo.
Pero a la vez ofrece una perspectiva distintiva, más amplia. En la
literatura musicológica se tiende a destacar intensamente el periodo
que va de 1848 a 1914, incluyendo a unos pocos compositores
anteriores, como Weber, Glinka y Chopin. Ciertamente, este fue el
momento culminante de la «música nacional»: la época de las
sociedades corales, grandes óperas y poemas sinfónicos, y de los
florecientes movimientos nacionales en la Europa central y del este.
La identidad nacional se convirtió en la preocupación de muchos
músicos, y los compositores procuraron expresarlo a través de
modos, patrones rítmicos y texturas que tomaban prestados de
fuentes vernáculas («música tradicional»), de efectos evocadores de
paisajes nacionales, de la plasmación a través de la música de
cuentos tomados de la historia y leyendas nacionales.
Aunque nosotros también hemos tomado principalmente de este
periodo los ejemplos de música nacional, nos esforzamos mucho
por no perpetuar la visión que la trata —como a todos los
fenómenos culturales nacionales— como una mera imagen, incluso
«decorativa», de los cambios políticos, y que la asocia en exceso
con movimientos nacionalistas concretos. Además, un enfoque
demasiado estrecho, centrado en el siglo XIX tardío, trae a la mente
la limitada definición de nación como una comunidad política masiva
e inclusiva, y por tanto moderna, de ciudadanos 8 . Esta perspectiva
pasa por alto la historia anterior, y mucho más larga, del lenguaje y
el simbolismo elitistas de la nación, que se retrotrae a la Edad Media
(por ejemplo, entre oficiales de la corte y humanistas), un periodo
que después proporcionaría una gran cantidad de contenido para la
música «nacional» —y «nacionalista»— 9 . De hecho, la interacción
entre música y nación abarca los oratorios de Händel, la música al
aire libre de la Revolución francesa de Gossec, Cherubini y Méhul y
las obras orquestales de Beethoven y Mendelssohn, y se extiende
en la música culta hasta por lo menos mediados del siglo XX con
Prokofiev, Shostakovich, Copland y otros. No todo este repertorio
está vinculado a la expresión de la identidad nacional como tal o al
empleo de fuentes vernáculas; gran parte se refiere a la «nación» en
un sentido más abstracto.
Como resultado, creemos que hace falta una aproximación
comparativa más amplia. Pero, más que un análisis general de «la
nación en la música» y la «música en la nación» de Monterverdi a
Shostakovich —una empresa que supondría varios volúmenes, por
no mencionar el tener que hurgar en los archivos en busca de
personajes ya olvidados—, hemos optado por una aproximación
más concisa y temática, un estudio minucioso sobre la variedad de
temas culturales que constituyen los aspectos clave de esta relación
ambivalente. Sucesivamente, abordamos cada uno de los
principales temas culturales nacionales haciendo referencia a
música clásica bien conocida de diferentes países de Europa y
Norteamérica. Nuestra selección del repertorio pretende captar la
atención del público general de la música clásica, familiarizado con
obras habituales en los auditorios y en grabaciones.
Inevitablemente, es parcial, y de hecho refleja en parte el proceso
de «canonización» de la música nacional que describimos en el
capítulo 6, un legado con el que escogemos trabajar, antes que
oponernos a él, por el bien de nuestros propósitos.
En cuanto al método, este procedimiento requiere, primero,
algunas definiciones funcionales de términos esenciales: «nación»,
«identidad nacional», «música nacional» y «música nacionalista».
Esto nos permitirá el examen de temas culturales clave que sirven
para esclarecer aspectos del polifacético concepto de nación y que
han provocado una fuerte respuesta por parte de diversos músicos y
públicos. Un segundo requisito es enmarcar los temas culturales de
manera que se facilite un análisis comparativo a gran escala para
Europa y América del Norte, necesario si queremos calibrar su
influencia relativa. Por último, el subsiguiente marco de trabajo nos
permitirá seguir de cerca algunos debates generales sobre el
significado y el papel de la «música nacional» en la tradición
occidental y su relación bidireccional.
Estos debates operan a dos niveles: conceptual e histórico. Por
un lado, la música, como otras artes, puede ser analizada como un
medio semiótico, pero uno que únicamente requiere ritmos y tiempo
e intervalos para generar sus efectos auditivos, intelectuales y
emocionales. Sin embargo, en cuanto materia simbólico-subjetiva, la
música puede ser emparejada con otras artes (por lo general, teatro
y literatura) para resaltar sus efectos o para incluir temas sociales,
políticos e históricos. Por otra parte, la música es un arte escénico:
requiere de uno o más intérpretes y algún tipo de público para un
acto de una duración limitada y definida. A ese nivel, la música se ve
involucrada en el devenir tecnológico y social, especialmente en los
cambios en los recursos, sobre todo en los instrumentos musicales,
y en la aparición de un público melómano cada vez más
acostumbrado a asistir y a responder a actuaciones musicales
programadas y de duración limitada con una serie de instrumentos,
incluida la voz humana, en edificios públicos y privados.
Antes del siglo XVIII la música estaba bajo el dominio de la iglesia
y la aristocracia con sus orquestas de corte. Con la excepción de
Inglaterra —y Händel—, no fue hasta finales de ese siglo cuando un
nuevo público secular empezó a asistir a conciertos presentados por
impresarios (como, por ejemplo, Solomon 10 *) con grandes
orquestas y con solistas que a menudo interpretaban piezas
encargadas especialmente para la ocasión, como las sinfonías de
París y Londres de Haydn. Esencialmente, fue gracias a estas
actuaciones públicas que los contenidos que conforman los
principales aspectos del concepto de nación se desarrollaron y
diseminaron ampliamente, ayudando a movilizar y unificar a los
miembros instruidos de las clases medias de la nación. Por lo que,
desde el punto de vista histórico, la «nación en la música» y «la
música en la nación» aparecen exclusivamente con el surgimiento,
primero, de una élite cultural nacional y, después, de la nación de
ciudadanos de clase media, que se convierten en espectadores de
eventos públicos, lo que se traduce en una creciente necesidad de
músicos para el cada vez mayor número de espectadores en
emplazamientos construidos a ese efecto.

Definiciones
Probablemente el problema más grande en este campo sea la falta
de acuerdo en la definición de términos básicos como «nación»,
«nacionalismo» y «música nacional»; hay tantas definiciones como
estudiosos. Primero nos encontramos en la bibliografía con una lista
de «nacionalismos»: étnico, territorial, tradicionalista, progresivo,
racial, religioso, secular, anticolonial y muchos otros. No cabe duda
de que los antecedentes históricos muestran todos estos tipos. La
pregunta es qué los une lo suficiente como para que podamos
catalogarlos a todos como «nacionalistas». La cuestión es aún más
complicada por el hecho de que el mismo término «nacionalismo»
se utiliza para referirse a diferentes formas de nacionalismo, en
concreto:

1) una ideología o ideologías de la nación, su unidad, identidad y


autonomía;
2) un movimiento por lo general consistente en una o más
organizaciones que han adoptado estas ideologías;
3) un «lenguaje» y un simbolismo de la nación y sus elementos;
4) un sentimiento («sentimiento nacional» o «conciencia») de
pertenencia a una nación y el deseo del bienestar de esta;
5) el «desarrollo de las naciones», un proceso histórico que
supuso el surgimiento de las naciones.

Para nuestros propósitos, el término «nacionalismo» debe


restringirse a los dos primeros usos antes mencionados; «nacional»
hace referencia a los usos 3 y 4, lenguaje y sentimiento nacionales;
y en cuanto al quinto uso, es el más complejo y en gran medida
irrelevante para lo que nos ocupa. Teniendo en cuenta todo esto,
definimos «nacionalismo» como un movimiento ideológico para
obtener y mantener la autonomía, unidad e identidad de un grupo
humano que algunos de sus miembros consideran una nación
efectiva o potencial.
La ideología en cuestión constituye una «doctrina esencial» del
nacionalismo, cuyas principales proposiciones pueden ser
resumidas de la siguiente manera:
1) el mundo está dividido en naciones, cada una con su propio
carácter, historia y destino;
2) la nación es la única fuente del poder político;
3) la lealtad a la nación está por encima de todas las otras
lealtades;
4) para ser libre, el individuo debe pertenecer a una nación;
5) las naciones han de obtener autonomía y absoluta
autoexpresión;
6) la paz y la justicia en el mundo únicamente se pueden edificar
sobre una pluralidad de naciones libres 11 .

Autonomía nacional, unidad nacional e identidad nacional


constituyen los principales fines del nacionalismo en todo el mundo;
sin embargo, podríamos añadir valores decisivos como la dignidad
nacional, la continuidad, la autenticidad y la patria nacional.
Probablemente, aparte de esta última, todas son abstracciones
elevadas, y en la práctica los nacionalistas se han visto en la
necesidad de remplazarlas o materializarlas con ideas y nociones
secundarias más concretas, más tangibles: por ejemplo, la idea de
que Polonia fue un Cristo crucificado y resucitado, que encontramos
en los escritos de exiliados polacos como el poeta Adam Mickiewicz,
o la creencia en Japón de que el emperador, el «padre» de la
nación, era descendiente de la diosa solar.
Además de esta versión política del nacionalismo, también hay un
nacionalismo cultural que enfatiza la identidad e incluye las
proposiciones 1, 3, 4 y 5, pero no la 2 ni la 6. De acuerdo con
nuestros enunciados, la labor de los nacionalistas culturales es más
«nacional» que «nacionalista». Por ejemplo, Johann Gottfried
Herder, el padre del nacionalismo cultural, no era una entusiasta del
estado, pero entendía que era crucial que cada nación tuviese su
propia cultura diferenciada y, por tanto, su propia identidad 12 .
Pero si los problemas para definir el «nacionalismo» no fuesen
suficientemente serios de por sí, palidecen ante los que plantea el
concepto de «nación», el objeto de todo nacionalismo.
Probablemente este haya sido el tema más controvertido en el
campo de los estudios nacionalistas, y ha dado casi tantas
definiciones como estudiosos en este campo. Sin embargo, la
mayoría de ellos admitirían la proposición según la cual la «nación»
es una forma de comunidad humana; no como el estado, al que se
define mejor en términos de autoridad institucional, sobre todo
respecto a los medios para ejercer la violencia y la exacción. Y el
hecho de que la mayoría (pero no todos) de los nacionalismos
aspiren a conseguir estados soberanos para sus naciones —
convertirse en «estados nacionales» (o incluso «estados-nación», si
la población es monoétnica)— no debería ensombrecer la diferencia
entre naciones y estados 13 .
El término «nación» posee dos usos significativamente diferentes.
Por un lado, como categoría general analítica, sirve para diferenciar
un tipo particular de comunidad cultural e identidad colectiva de
otras categorías relacionadas de comunidad cultural e identidad
colectiva, como pueden ser las comunidades étnicas, las
comunidades religiosas o los sistemas de castas. Por otro lado,
como término descriptivo, «nación» reúne los rasgos de un tipo de
comunidad cultural y/o política que puede ser definida como una
comunidad humana denominada y autodefinida cuyos miembros
mantienen memorias, mitos, símbolos, valores y tradiciones
comunes, residen y están ligados a lo que perciben como una tierra
natal histórica, crean y diseminan una cultura pública distintiva y
observan costumbres y leyes comunes. Esto nos permite a su vez
definir el concepto de «identidad nacional» como la continua
reproducción y reinterpretación de los patrones de memorias, mitos,
símbolos, valores y tradiciones que componen la herencia distintiva
de la nación y la variable identificación de los miembros de la
comunidad con esa herencia 14 .
¿Cómo nos ayudan estas definiciones a explicar a qué nos
referimos con «música nacional»? Los límites que definen una
«música nacional» específica son difíciles de establecer. Sin duda,
la idea de nación pudo estar presente en la mente de algunos
intelectuales antes de su materialización moderna, pero incluso
entonces se basaba por lo general en (1) algunos rasgos culturales
preexistentes del grupo dominante entre la población escogida —por
ejemplo, algunos vínculos lingüísticos, étnicos o religiosos comunes
— y (2) algún modelo exterior de nación —por ejemplo, los
nacionalismos del este de Europa a menudo veían en Francia e
Inglaterra sus modelos—. Desde este punto de vista, las naciones
modernas no son ni «preformadas» ni completamente «inventadas»;
son habitualmente creadas sobre la base de la variable cultura
existente de la ethnie (comunidad étnica) dominante y un modelo
histórico nacional externo. En este proceso de creación nacional, a
menudo todo tipo de artistas ayudan a «redescubrir» elementos de
culturas anteriores (héroes, paisajes, costumbres, etc.) en el área o
áreas designadas y los utilizan para popularizar la imagen deseada
de la nación 15 .
La música culta occidental no es una excepción.
Tradicionalmente, los compositores han hecho uso de las historias
de los poetas, de los héroes de los historiadores y de los paisajes de
los geógrafos y pintores para forjar un retrato compuesto de la
nación tal y como ellos la ven y tal y como desean que su público la
sienta. A finales del siglo XIX y principios del XX a menudo esta era
la base de la «música nacional», un tipo de música que induce ideas
positivas sobre la nación y provoca fuertes sentimientos nacionales
en el público, sobre todo —aunque no únicamente— si son
compatriotas. El efecto también puede producirse sin que el
compositor lo pretenda: puede que el público, y los espectadores en
general, lleguen con el paso del tiempo a «sentir la nación», por
decirlo así, a través de obras musicales concretas que parecen
evocar poderosos sentimientos nacionales, esto es, sentimientos
relativos a una comunidad humana identificada y territorializada
cuyos miembros comparten mitos, símbolos, memorias, valores y
tradiciones, crean una cultura pública y observan leyes y
costumbres comunes. Tales evocaciones pueden suscitarse con un
mínimo programa literario, como ocurre con el último poema
sinfónico de Sibelius, Tapiola (1926), que recurre a la leyenda del
dios Tapio para evocar el misterio y el terror de los bosques
finlandeses. La música nacional es en esencia una forma de
nacionalismo cultural, y en nuestro vocabulario se la debe
diferenciar de la «música nacionalista», cuyo objetivo es puramente
político y pretende involucrar a sus oyentes en la acción política.
Esta aproximación a la música nacional es sin duda preferible a la
que se limita a definir como nacional a cada compositor que es
miembro de una comunidad nacional particular sin tener en cuenta
sus intenciones o lugar de residencia y la respuesta del público a —
o la naturaleza de— su trabajo; el resultado es que obras como la
Cuarta sinfonía de Chaikovski y el Concierto para violín de Brahms
se convierten en obras nacionales rusas y alemanas,
respectivamente, en la misma categoría que, por ejemplo, Cuadros
de una exposición de Mussorgski o Lohengrin de Wagner. Esto
supone vaciar la categoría de lo nacional de su contenido ideológico
o cultural. También es preferible a tratar a la música nacional como
una desviación de una norma universal o clásica, de modo que
algunos países —aquellos con instituciones de pedagogía musical
secular propias relativamente recientes o que carecen de ellas—
generarían música nacional y otros con tradiciones pedagógicas
más longevas producirían música universal.
La siguiente cuestión concierne a la diferencia entre música
«nacional» y «nacionalista». Philip Bohlman afirma que la «música
nacional» enfatiza características nacionales internas, tales como
los paisajes nacionales, la lengua y las experiencias históricas, de
manera que la cultura nacional se genera desde dentro y desde
abajo y su música tradicional es representada por individuos y
grupos locales. Por el contrario, la «música nacionalista» subraya
las características externas, porque sus artífices sienten que su
cultura tradicional se ve amenazada desde fuera; como resultado, la
cultura se torna competitiva y posesiva, y su música tradicional se
caracteriza por grandes eventos escénicos. Como dice Bohlman, «la
música nacionalista sirve a los estados-nación para competir con
otros estados-nación, y eso es lo que la diferencia
fundamentalmente de la música nacional» 16 . Sin duda Bohlman
acierta al subrayar las formas por las que una música «nacional»
contribuye a definir las ideas abstractas, a menudo incipientes, de la
nación. Por otra parte, sería difícil demostrar, al menos en lo que
respecta a la música culta occidental, que este fue un proceso
puramente interno, de abajo arriba, dado el intercambio
considerablemente fértil y la competencia virtuosista en la música
europea de los siglos XVIII y XIX . Además, ¿qué debemos decir de
Smetana y Grieg, dos compositores nacionalistas, según Benjamin
Curtis, ambos miembros de pequeñas naciones sin estado pero de
cuya música se decía, y se sigue diciendo, que «reflejaba a la
nación» (de los checos y noruegos)? 17 . Incluso si omitimos la
referencia al «estado-nación» —un término en sí mismo
problemático—, ¿en qué sentido es Peer Gynt de Grieg música
«nacional» y Fantasy on a Theme by Thomas Tallis de Vaughan
Williams «nacionalista»? ¿Porque esta última fue compuesta en un
«estado-nación» soberano y la de Grieg no? ¿Se puede afirmar
coherentemente que la música de Grieg destaca la especificidad
nacional intrínseca, y la de Vaughan Williams, la competición y
comparación con el exterior?
Al parecer, no es posible sostener distinciones inflexibles. Nos
movemos más bien en un continuo que va de lo implícitamente
nacional a la música abiertamente (y a veces oficialmente)
nacionalista, como pueden ser la Obetura 1812 de Chaikovski o
Finlandia de Sibelius, en las que las intenciones nacionalistas del
compositor o de sus mecenas son nítidas y bien conocidas. Así, en
un lado de la secuencia encontramos la evocación y la definición de
los elementos nacionales (naturaleza, historia, comunidad, lengua);
en el otro, la divulgación didáctica de la «moralidad» política del
carácter nacional; y en medio, la considerable superposición de los
modos de expresión musical evocativos y didácticos. En los
términos en que se emplean aquí las definiciones de nación y
nacionalismo, podemos decir que la música nacional está más
interesada por los mitos, memorias, símbolos y tradiciones de la
comunidad, su tierra natal y su cultura, mientras que la música
nacionalista tiende a proclamar la autonomía, unidad e identidad de
la nación política, a menudo con una música cargada de emoción.
Sin embargo, una vez más, aunque los extremos de este continuo
están claros, muchas obras se mueven entre uno y otro y muestran
simultáneamente características de ambos.
En este libro evitamos la expresión «compositores nacionalistas»,
a la que la antigua literatura musicológica hace referencia a
menudo, partiendo de la base de que un compositor puede un día
escribir música nacional y al siguiente otro tipo de música. Por otra
parte, no tiene sentido afirmar que los compositores italianos,
franceses y alemanes escribían música universal mientras que los
de la «periferia» eran «compositores nacionalistas». Aquí se usa
«nacionalista» como un adjetivo con el significado antes señalado,
pero también sustantivamente para referirnos a un intelectual que se
adhiere a la ideología nacionalista. En lo que respecta a la música,
entre estos intelectuales —cuyo nacionalismo era principalmente
cultural— se puede incluir a los propios compositores de música
nacional, como Balakirev, Wagner, Smetana, Grieg y Vaughan
Williams, que desarrollaron una actividad programática para
promocionar la causa de la nación a través de la música. Sin
embargo, más a menudo, los «nacionalistas» en el ámbito de la
música no eran esencialmente músicos que componían o
interpretaban, sino recopiladores de canciones tradicionales, como
Ludwig Erk (Alemania), Ludvig Mathias Lindeman (Noruega), Julien
Tiersot (Francia) y Cecil Sharp (Inglaterra), o críticos, escritores e
historiadores que animaron a los compositores a componer música
nacional y se la explicaron al público, como Franz Brendel y A. B.
Marx (Alemania), Zdeněk Nejedlý (territorios checos), Vladimir
Stasov (Rusia) y J. A. Fuller Maitland, H. C. Colles y Frank Howes
en Inglaterra. A menudo la música nacional se despliega en el
espacio abierto por estos nacionalistas culturales y lleva a cabo sus
programas.

Comparación y marco temporal


A pesar de estas advertencias, los puntos extremos en este
continuo pueden servir de ayuda a la hora de realizar
comparaciones entre naciones, algo esencial para el enfoque
temático de la relación entre «música» y «nación». El objetivo es
comparar una variedad de evocaciones y narrativas musicales de
los elementos claves de la nación para revelar así las poderosas
dimensiones musicales de la formación y la continuidad nacionales,
así como la influencia de las naciones y el nacionalismo en la
música. La variedad es en parte musical, en parte cultural. Por un
lado, se adaptan diferentes géneros musicales a respectivos
elementos y fuentes nacionales. Ciertos géneros de música
instrumental pueden expresar mejor las danzas comunitarias, como
las mazurcas para piano de Chopin, mientras que los poemas
sinfónicos de Smetana a Sibelius son más indicados para evocar
paisajes nacionales, siendo la ópera una manera óptima de narrar
episodios históricos nacionales (aunque también sirva para otros
fines nacionales).
Por otra parte, las diferentes culturas étnicas e historias
nacionales dotan de marco, contenido y color a elementos y formas
particulares de la nación. Por ejemplo, en la década de 1860
emergió una tímida escuela nacional rusa —más tarde adquirió
mayor consistencia conceptual— caracterizada por una mezcla
variable de literatura rusa (habitualmente Pushkin), música
eclesiástica ortodoxa, folclore y música tradicional, y a veces un
orientalismo exótico, todo lo cual contribuyó a subrayar la diferencia
de esta música con las tradiciones alemana y francesa 18 . La
tradición alemana de Bach a Brahms se configura dentro del marco
literario y cultural alemán y las tradiciones luteranas o católicas, que
contribuyeron a forjar la disposición hacia la música «seria» y hacia
formas musicales rigurosas como la sinfonía, el cuarteto y la sonata
y la elevación de la música abstracta 19 .
Como estos ejemplos ponen de manifiesto, en este estudio nos
ocuparemos del desarrollo de la tradición musical occidental y de la
emergencia simultánea de la nación moderna en Europa. Por lo
general, tendremos que ignorar la evidencia de otras formas de
nación anteriores en las épocas antigua y medieval, así como de
formas no occidentales de nación, y los controvertidos debates en
torno a estos asuntos, aunque solo sea por razones de espacio 20 .
Para nuestros propósitos, podemos hablar del desarrollo de la
música occidental en relación con el surgimiento de las naciones
desde el siglo XVI en adelante, cuando las «escuelas nacionales» de
música empezaron a emerger en estados nacionales como Francia,
Inglaterra o España. Pero, en este punto, es difícil valorar la
influencia de la nación en la música, o viceversa, excepto en las
danzas de las diferentes comunidades étnicas. A partir del siglo XVII
podemos discernir gradualmente elementos nacionales en
composiciones orquestales y especialmente vocales, como King
Arthur (1691) de Purcell, con su profecía de la gloria inglesa. Para
señalar una fecha final, las naciones y el nacionalismo siguieron
siendo una fuerza potente en la música clásica por lo menos hasta
la Segunda Guerra Mundial. Para Bohlman, las canciones
tradicionales recientes y los concursos populares como Eurovisión
se han convertido en fuerzas motrices competitivas entre naciones
incluso hoy en día, aunque estos repertorios no caen dentro de
nuestro radio de acción. En cuanto a la extensión de la tradición
occidental, no incluimos únicamente a Europa, desde Irlanda y
Escandinavia hasta Rusia, sino también a América del Norte y del
Sur, donde compositores como Charles Ives, Samuel Barber,
George Gershwin, Aaron Copland, Leonard Bernstein y Hector Villa-
Lobos, todos trabajando dentro de la tradición clásica, han
contribuido con sus obras al canon de la música nacional.

La dimensión nacional
¿Cuáles son entonces las principales dimensiones culturales de la
nación que facilitan la comparación de las relaciones entre nación y
música en Europa y América? Según nuestra definición, la primera
es la dimensión de la comunidad en sí misma, la percepción de que
el «pueblo» de la nación constituye una comunidad vinculada por
relaciones sociales, sentimientos compartidos, mitos y memorias y
valores y propósitos comunes. Estos se expresan periódicamente en
los ritos y ceremonias, símbolos y tradiciones de una cultura
tradicional distintiva con sus festivales conmemorativos. La música
desempeña un papel fundamental en estos ritos y ceremonias, y en
los festivales públicos en los que estos son elementos centrales.
Esto resultaba obvio en las fêtes de la Revolución francesa y en
todos los festivales nacionales que tomaron como modelo el ejemplo
francés. En este punto podemos incluir los himnos nacionales que
proliferaron a lo largo de Europa y las Américas desde finales del
siglo XVIII en adelante, así como la respuesta «heroica» de algunos
compositores clásicos, desde Beethoven hasta Verdi y Chaikovski, o
el incremento en el uso de canciones y bailes tradicionales en las
obras clásicas y la compilación de libros de canciones tradicionales
en casi todas las naciones europeas.
Una segunda dimensión respecto a la nación se forma en torno al
territorio actual o putativo de la nación, la tierra considerada natal.
La idea de que a cada comunidad nacional le pertenece una tierra
natal histórica es, sin lugar a dudas, muy antigua; la referencia
bíblica a la «tierra de Israel» es solo el caso más conocido e
influyente del mundo antiguo, pero existen muchos otros expresivos
ejemplos en las páginas de Heródoto. Sin embargo, no fue hasta
finales de la Edad Media cuando las patrias nacionales fueron
vinculadas a estados nacionales en Europa Occidental, y fue
únicamente a partir del siglo XVIII , bajo el culto a la autenticidad y,
más tarde, el Romanticismo, cuando se destacaron las cualidades
especiales de sus respectivos paisajes y estos fueron investidos de
propiedades cuasi míticas. Por eso, aunque en épocas anteriores
encontramos trabajos musicales que claramente describen la tierra y
su gente, hasta el siglo XIX las obras musicales no empezaron a
evocar el sentimiento de una tierra natal específica para
connacionales.
Junto al paisaje, la historia nacional forma el otro eje principal de
la nación. Esto refleja la concepción de las naciones como
categorías temporales con sus propias trayectorias, que empezarían
desde los orígenes primitivos e irían adquiriendo riqueza y
complejidad hacia una edad (o edades) heroica o dorada, para
luego entrar durante muchas generaciones en un declive del que
solo despertarían gracias a los esfuerzos de los «proselitistas»
nacionales. Vital para esta etnohistoria —una narración contada una
y otra vez de generación en generación— es la creencia en héroes y
heroínas históricos y legendarios, modelos de heroísmo y virtud que
deberían ser emulados por futuras generaciones. Tales exempla
virtutis fueron ganando popularidad en el arte occidental desde
aproximadamente 1750, y encontraremos ejemplos similares en la
música de los siglos XVIII y XIX , sobre todo en los poemas sinfónicos
(Stenka Razin, de Glazunov, Suite Lemminkäinen, de Sibelius), las
óperas (Aida , Siegfried) y los oratorios de Händel a Mendelssohn.
La música dramática ayuda a recrear, por medio de la imaginación,
una personalidad heroica en la época del que la escucha, sin tener
en cuenta las evidencias históricas. Lo que se busca y se representa
es la autenticidad poética —una que evoque un periodo histórico
ficticio—.
Puesto que se presupone que las naciones tienen un pasado (o
pasados), en consecuencia se las dota de un futuro. No de cualquier
futuro, sino de uno predestinado, el destino nacional al que la
historia conduce a la comunidad. Es un destino al que solo se puede
llegar a través de la lucha y el sacrificio, los sacrificios que, como
señaló el historiador decimonónico Ernest Renan, se han hecho en
el pasado y se ha de estar dispuesto a hacer en el futuro 21 . Son
esos sacrificios los que deben ser conmemorados y esas hazañas
las que deben ser celebradas en los ritos y ceremonias realizados
ante los memoriales y monumentos a los caídos. Otra vez, la música
es parte integral de los rituales de la nación, a menudo en forma de
lamentos fúnebres, como en el Dido y Eneas de Purcell, la marcha
fúnebre de Götterdämmerung de Wagner y el lamento del Alexander
Nevski de Prokofiev. A menudo los ritos de la nación son
acompañados por marchas solemnes que pueden aparecer en
obras más abstractas, como el segundo movimiento de la Sinfonía
«Heroica» de Beethoven.
Estas constituyen las principales dimensiones de la nacionalidad,
y en este libro servirán para ordenar la gran variedad de vínculos
entre música y nación y los muchos tipos de composiciones
musicales que expresan estas relaciones. Tras un capítulo dedicado
a examinar en términos generales las expresiones musicales de la
dimensión nacional, pasaremos a estudiar pormenorizadamente la
serie de temas musicales de la siguiente manera. El capítulo 2
aborda la comunidad nacional expresada a través de la música culta
que incorpora la «música tradicional» para definir la identidad
nacional. Los capítulos 3 y 4 tratan sobre la tierra natal y la
etnohistoria, respectivamente. El capítulo 5 retoma el tema de la
comunidad nacional, pero desde la perspectiva de las prácticas
conmemorativas. Estas dimensiones no agotan las múltiples
relaciones entre música y nación, y menos aún la variada tipología
de obras musicales que de alguna manera pueden contener un
elemento nacional. Es más, algunas composiciones pueden
expresar más de un tema, e incluso todos ellos. El capítulo 6 enfoca
estos temas con distancia y aborda cuestiones más amplias
relativas a las tradiciones musicales nacionales y la canonización de
la música nacional en diversos países. Este enfoque temático y
comparativo, cimentado en las cuatro dimensiones, arroja luz sobre
el impacto de las naciones y el nacionalismo en la música culta
occidental, a la vez que revela las vías por las que varios géneros
musicales han contribuido a definir las propiedades de las naciones
y, en algunos casos, a promover los objetivos del nacionalismo. Al
mismo tiempo, el acercamiento comparativo y temático ayudará a
explorar y analizar razonamientos más generalistas sobre el auge y
el papel de la «música nacional» en la tradición occidental.

Esencialismo y constructivismo
Generaciones de oyentes han atribuido cualidades nacionales a
cierto repertorio de música culta europea y americana de los siglos
XIX y XX . Perciben, o creen percibir, la expresión de la nacionalidad
a través del sonido, y hablan de carácter «ruso», «checo», «inglés»,
etc. (véase el capítulo 6). Esta impresión puede ser muy fuerte y
propiciar sentimientos identitarios sólidos compartidos entre grupos
de oyentes. ¿Cómo explicarlo? Por una parte, los propios
nacionalistas tienen una respuesta a mano: la música nacional capta
una cualidad nacional esencial —Herder lo llamaba Volksgeist
(espíritu del pueblo)— que es debidamente reconocida como propia
por los connacionales. Esta explicación atribuye un contenido
espiritual a la música y es, esencialmente, recalcitrante. Por lo
general es rechazada por los estudiosos contemporáneos, que se
muestran escépticos a la hora de idealizar lo referente al
nacionalismo, en gran medida por las desastrosas consecuencias
que este ha tenido en las guerras y conflictos étnicos del siglo XX .
En su lugar, destacan la «construcción» de la nacionalidad en la
música en determinados momentos históricos por parte de
determinadas personas con determinados intereses y la «invención
de la tradición» en la música. Los términos «invención» y
«construcción» aparecen en los títulos de numerosos artículos de
musicología sobre el nacionalismo musical que ponen de manifiesto
dos amplias tendencias musicológicas. Una es la postura
«modernista» en la historia de las naciones y el nacionalismo, según
la cual la aparición del nacionalismo se debe a la modernización del
sistema económico, mientras que las culturas nacionales son
fenómenos secundarios. La segunda es la comprensión del lenguaje
y el «texto» en el estructuralismo y el posestructuralismo en el
ámbito de las humanidades, que establece estructuras de
diferencias en lugar de un contenido esencial. Este concepto de
«diferencia» sirve de guía a la reciente historia del «pensamiento
nacional» en Europa de Joep Leerssen, que encuentra las raíces del
pensamiento nacional en antiguas formas de pensar sobre uno
mismo y otros y sobre la sociedad y la naturaleza que la rodea. La
noción misma de ethnie se entiende no solo como «pertenecer al
grupo» sino como «ser diferente a los otros» 22 .
En su libro sobre la construcción de la nación y los compositores
nacionalistas (Wagner, Smetana y Grieg), Benjamin Curtis incluye
un capítulo titulado «Constructing “Difference” in the National
Culture» sobre la creación de fronteras nacionales en torno a la
música, la «producción discursiva de la diferencia» y la
«fetichización de la diferencia». Dicha producción opera en dos
niveles: la definición de las características para diferenciar la música
de una nación y la «diferenciación» de tradiciones musicales
separadas, haciéndolas opuestas a la música de «uno» mismo con,
implícita o explícitamente, un juicio de valor negativo. Las naciones
se definen musicalmente por exclusión, aunque Curtis admite que
los límites pueden ser «duros» o «blandos». No analiza la música de
los tres compositores mencionados como tal, únicamente sus
«formaciones discursivas». Por poner otro ejemplo, desde el punto
de vista del influyente musicólogo alemán Carl Dahlhaus, el
«folcrorismo» en la música decimonónica —que no es lo mismo que
el nacionalismo pero está muy relacionado con él— es, en el plano
de la técnica compositiva, esencialmente lo mismo que el
«exotismo»: la descripción musical de una cultura remota o ajena,
tal y como se refleja en las óperas de temática egipcia o asiática
para los escenarios franceses. En ambos casos la autenticidad de
los materiales musicales es irrelevante a tal efecto. «El elemento
clave no es tanto la sustancia étnica original de estos fenómenos
como el hecho de que se diferencien de la música culta europea y la
función que cumplen como desviaciones de la norma europea.» Esa
función es la misma en una pieza para piano de Grieg, una canción
de Balakirev o un episodio de una de las óperas exóticas de
Gounod, Saint-Saëns o Bizet. De la misma manera, la «descripción
del paisaje» en la música —otro elemento clave en la música
nacional— «va en contra de la corriente principal de la evolución
compositiva» y surte efecto principalmente a través de la negación
de los procesos habituales en la música moderna europea 23 .
Poner en duda ese planteamiento sobre la música nacional no
significa restaurar la hipótesis del Volksgeist . Después de todo, las
primeras etapas de la música nacional a menudo no especifican
ninguna identidad nacional en particular o evocan varias, mientras
que las celebraciones y festivales conmemorativos y las
ceremonias, tal y como veremos en los capítulos 1 y 5, ponen más
énfasis en la forma nacional que en el contenido. Así pues, es más
importante el sentimiento de una comunidad con una memoria y una
cultura pública comunes que el contenido de esa memoria o la
singularidad de esa cultura. Incluso la música que proyecta un
característico «color local» o habla con un fuerte «acento» nacional
que suena diferente a la norma a menudo incorpora las formas de
las tradiciones celebratorias y conmemorativas, colmándolas, por
así decirlo, de un particular contenido nacional.
Por otra parte, los historiadores y musicólogos nacionalistas, a
pesar de su tendencia a la idealización, pueden poseer
«conocimientos» acerca de sus propias tradiciones musicales —con
maneras diestras de escuchar y entender— que los foráneos
deberían tomarse en serio. La semiótica de la música nacional no
viene determinada únicamente por diferencias respecto a un
lenguaje que es percibido como «universal», y aún menos respecto
a «una corriente principal de la evolución compositiva» que pasa por
los compositores austriacos y alemanes de Bach a Schönberg, sino
por desarrollos y diálogos internos dentro de las tradiciones. Desde
luego, estas tradiciones tienen un punto de partida, y más tarde
pueden ser reinventadas, pero al mismo tiempo la música nacional
tiene más formas de comunicación que la negación. En el plano
estético, la música nacional se concibe mejor como un juego de
similitudes y diferencias dentro de una tradición distintiva junto con
las diferencias con la tradición considerada universal. Por lo que, al
contrario de lo que afirmaba Dahlhaus, el folclorismo en la música
puede ser mucho más que exotismo. El modelo está compuesto de
múltiples tradiciones interrelacionadas que se diferencian las unas
de las otras pero a la vez están entretejidas y comparten una
sintaxis básica: tonalidad armónica, estructuras de frase regladas y
texturas homófonas. El intercambio transnacional es habitual, sobre
todo en lo que respecta a formas musicales y técnicas compositivas.
Los ejemplos incluyen las influencias de Brahms en Dvorak; Wagner
en Smetana, D’Indy y Elgar; Stravinski en Szymanowski y Copland;
Borodin, Rimski-Korsakov y Chaikovski en Sibelius; y Sibelius en
Vaughan Williams y Harris. De hecho, la «diferenciación» de las
tradiciones musicales no nativas solo es aplicable a uno de los tres
compositores mencionados por Curtis —Wagner (respecto a la
tradición musical francesa)—, y por lo general raramente se
encuentra en compositores que, si eran nacionalistas, tendían a
adherirse a un pluralismo cultural herderiano (véase el capítulo 6).
La música nacional funciona a menudo como un «contrato» por el
que el compositor acepta usar ciertas convenciones, y el oyente,
interpretarlas de una forma determinada. La comunicación se da en
condiciones establecidas por el contrato, y de esta manera el
significado es reconocido. El contrato de la música nacional no es
inmemorial: entra en vigor en el curso de la historia. Las tradiciones
nativas existentes pueden ser «nacionalizadas» a través de nuevas
asociaciones o usos, mientras que fenómenos culturales bien
asentados como los mitos y las leyendas pueden ser redivivos y
recibir nuevos significados (capítulo 4). Un contrato puede
evolucionar con el tiempo y ser «renegociado», sobre todo en o
después de tiempos de crisis: en esos momentos la creatividad
puede ser necesaria. Un ejemplo sería el paso en los años veinte de
Manuel de Falla del andalucismo al neoclasicismo castellano, que
fue rápidamente reconocido como un «verdadero» modismo español
por los oyentes simpatizantes (capítulo 3). Este es el punto en que
las edades de oro pueden ser postuladas (véase el capítulo 6) en un
esfuerzo por erradicar tradiciones compositivas más recientes o
heredadas de otros. Los procesos de recepción cultural también
desempeñan un papel importante en la negociación de los
contratos, de modo que algunas composiciones son seleccionadas y
preferidas por encima de otras como ejemplos del estilo nacional y
algunas piezas que no fueron pensadas para ello por sus
compositores han acabado siendo interpretadas como nacionales,
como en el caso de La pasión según San Mateo de Bach,
Kamarinskaya de Glinka y «Nimrod» de Elgar (véase, de nuevo, el
capítulo 6).
Esencialmente, Stephen Meyer llega a la comprensión
contractual en su estudio de Der Freischütz de Weber, una obra que
sin duda alguna marcó un momento de crisis cultural y cuyo estreno
adquiriría más adelante estatus mítico como el inicio de la música
nacional alemana. El «carácter nacional» de la ópera, sugiere, es
a la vez el tema y el resultado de un diálogo entre «actos de composición» y
«actos de interpretación y percepción» […]. Weber adoptó significantes
preexistentes del estilo nacional, pero los cambió a través de «actos de
composición». Después del estreno de Freischütz, algunas de sus
características fueron adoptadas, a través de «actos de interpretación y
percepción», como precondiciones del estilo nacional, y tal vez como
elementos de la siempre cambiante definición de la propia nación. Esta
relación recursiva siempre es fluida y redefine continuamente sus términos. En
cualquier caso, para que un estilo nacional se convierta en una realidad […]
tiene que haber una cierta continuidad de expectación y convención 24 .

Podemos observar esta relación recursiva no solo en la réplica


compositiva de Wagner a Weber, sino también en la de
Mendelssohn a Beethoven y Bach; Balakirev, Rimski-Korsakov y
Borodin a Glinka; la de Glazunov y Rachmaninov, a su vez, a ellos;
Vaughan Williams a Parry y Elgar, etc. En este libro, por lo tanto,
evitamos tanto los extremos esencialistas como los constructivistas.
Prestamos atención a los orígenes históricos del nacionalismo en la
música, pero no lo vemos como un mero delirio de masas ideado
por los nacionalistas. Al mismo tiempo destacamos los complejos
procesos de intercambio transnacional que a menudo se encuentran
en estos repertorios.
1 . Richard Taruskin, Mussorgsky: Eight Essays and an Epilogue (Princeton y
Chichester: Princeton University Press, 1993); Defining Russia Musically:
Historical and Hermeneutical Essays (Princeton y Chichester: Princeton University
Press, 1997); On Russian Music (Berkeley y Los Ángeles: University of California
Press, 2009).

2 . Francis Maes, A History of Russian Music: From Kamarinskaya to Babi Yar


(Berkeley y Londres: University of California Press, 2002); Marina Frolova-Walker,
Russian Music and Nationalism: From Glinka to Stalin (New Haven y Londres:
Yale University Press, 2007); Rutger Helmers, Not Russian Enough? Nationalism
and Cosmopolitanism in Nineteenth-Century Russian Opera (Rochester:
University of Rochester Press, 2014).

3 . Meirion Hughes y Robert Stradling, The English Musical Renaissance 1840-


1940: Constructing a National Music, 2.ª ed. (Mánchester: Manchester University
Press, 2001); Richard Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions: A
Biography of the Works through Mavra, 2 vols. (Berkeley: University of California
Press, 1996); Steven Huebner, French Opera at the fin de siècle: Wagnerism,
Nationalism, and Style (Oxford: Oxford University Press, 1999); Stephen C. Meyer,
Carl Maria von Weber and the Search for a German Opera (Bloomington: Indiana
University Press, 2003); David E. Schneider, Bartók, and the Renewal of Tradition:
Case Studies in the Intersection of Modernity and Nationality (Berkeley: University
of California Press, 2006); Lynn M. Hooker, Redefining Hungarian Music from Liszt
to Bartók (Nueva York: Oxford University Press, 2013); Daniel M. Grimley, Grieg:
Music, Landscape and Norwegian Identity (Woodbridge: Boydell Press, 2006);
Daniel M. Grimley, Carl Nielsen and the Idea of Modernism (Woodbridge: Boydell
Press, 2010); Tomi Mäkelä, Jean Sibelius, trad. de Steven Lindberg (Woodbridge:
Boydell Press, 2011); Glenda Dawn Goss, Sibelius: A Composer’s Life and the
Awakening of Findland (Chicago y Londres: University of Chicago Press, 2009);
Alexandra Wilson, The Puccini Problem: Opera, Nationalism and Modernity
(Cambridge: Cambridge University Press, 2007).

4 . Celia Applegate y Pamela M. Potter, Music and German National Identity


(Chicago: University of Chicago Press, 2002); Celia Applegate, Bach in Berlin:
Nation and Culture in Mendelssohn’s Revival of the St. Matthew Passion (Ithaca y
Londres: Cornell University Press, 2005); véase también «What is German Music?
Reflections on the Role of Art in the Creation of the Nation», German Studies
Review 15 (1992), pp. 21-32; «How German is it? Nationalism and the Idea of
Serious Music in the Early Nineteenth Century», 19thCentury Music 21/3 (1998),
pp. 274-296; Cecilia Hopkins Porter, The Rhine as Musical Metaphor: Cultural
Identity in German Romantic Music (Boston: Northeastern University Press, 1996);
Hannu Salmi, Imagined Germany: Richard Wagner’s National Utopia (Nueva York:
Peter Lang, 1999); Barbara Eichner, History in Mighty Sound: Musical
Constructions of German National Identity , 1848-1914 (Woodbridge: Bodybell
Press, 2013); Jane Fulcher, French Cultural Politics and Music: From the Dreyfus
Affair to the First World War (Nueva York: Oxford University Press, 1999); Jane
Fulcher, The Composer as Intellectual: Music and Ideology in France: 1914-1940
(Nueva York: Oxford University Press, 2005); Barbara L. Kelly (ed.), French Music,
Culture, and National Identity, 1870-1939 (Woodbridge: Bodybell Press, 2008);
Philipp Ther, Center Stage: Operatic Culture and Nation Building in Nineteenth-
Century Central Europe, trad. de Charlotte Hughes-Kreutzmüller (West Lafayette:
Purdue University Press, 2014).

5 . Benjamin W. Curtis, Music Makes the Nation: Nationalist Composers and


Nation Building in Nineteenth-Century Europe (Amherst: Cambria, 2008).

6 . Toni Mäkelä (ed.), Music and Nationalism in 20th Century Great Britain and
Finland (Hamburgo: Bockel, 1997); Helmut Loos y Stefan Keym (eds.), Nationale
Musik im 20. Jahrhundert: kompositorische und soziokulturelle Aspekte der
Musikgeschichte zwischen Ost-und Westeuropa: Konferenzbericht Leipzig 2002
(Leipzig: Gundrun Schröder, 2004); Michael Murphy y Harry White (eds.), Musical
Constructions of Nationalism: Essays on the History and Ideology of European
Musical Culture , 1800-1945 (Cork: Cork University Press, 2001); Journal of
Modern European History 5/1 (2007) sobre el siglo XIX ; Studia musicologica 52
(2011) respecto a la ópera nacional; Journal of Modern Italian Studies 17/4 (2012)
sobre la ópera italiana, y Nations and Nationalism 20/4 (2014) sobre temas
escogidos.

7 . Jim Samson, «Nations and Nationalism», en Samson (ed.), The Cambridge


History of Nineteenth-Century Music (Cambridge y Nueva York: Cambridge
University Press, 2001), pp. 568-600; Jim Samson, «Music and Nationalism: Five
Historical Moments», en Athena S. Leoussi y Steven Grosby (eds.), Nationalism
and Ethnosymbolism: History, Culture and Ethnicity in the Formation of Nations
(Edimburgo: Edinburgh University Press, 2007), pp. 55-67; Richard Taruskin,
«Nationalism», en Staley Sadie (ed.), The New Grove Dictionary of Music and
Musicians, 29 vols., 2ª ed. (Londres: Macmillan, 2001), vol. 17, pp. 689-706; Philip
V. Bohlman, Focus: Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, 2ª ed.
(Nueva York y Londres: Routledge, 2011).

8 . Eric J. Hobsbawn, Nations and Nationalism since 1780: Programme, Myth,


Reality (Cambridge: Cambridge University Press, 1990), cap. 1 [trad. cast.,
Naciones y nacionalismo desde 1780 (Barcelona: Crítica, 1991)].

9 . Adrian Hastings, The Construction of Nationhood: Ethnicity, Religion, and


Nationalism (Cambridge: Cambridge University Press, 1997); Caspar Hirschi, The
Origins of Nationalism: An Alternative History from Ancient Rome to Early Modern
Germany (Cambridge: Cambridge University Press, 2012).

10 . * Johan Peter Solomon (1745-1815) fue un violinista, director, compositor y


empresario alemán que hizo carrera en Londres organizando conciertos con
música de afamados compositores como Joseph Haydn, al que llevó a Londres.
[N. del T.]

11 . Véase Walker Connor, Ethnonationalism: The Quest for Understanding


(Princeton: Princeton University Press, 1994), cap. 4; Anthony D. Smith, National
Identity (Londres: Penguin, 1991), cap. 4 [trad. cast.: La identidad nacional
(Madrid: Trama, 1991)].

12 . Respecto al nacionalismo cultural, véase John Hutchinson, The Dynamics of


Cultural Nationalism: The Gaelic Revival and the Creation of the Irish Nation State
(Londres: Allen & Unwin, 1987).

13 . Véase Montse Gibernau, Nations without States: Political Communities in a


Global Age (Malden, Mass.: Blackwell, 1999).

14 . Véase Anthony D. Smith, Nationalism: Theory, Ideology, History (Cambridge:


Polity, 2010), cap. 1 [trad. cast.: Nacionalismo (Madrid: Alianza Editorial, 2004].

15 . Véase Peter F. Sugar, Ethnic Diversity and Conflict in Eastern Europe (Santa
Bárbara: ABC Clio, 1980), sobre todo los ensayos de Hofer, Fishman y Petrovich;
para los vínculos étnicos preexistentes, véase Anthony D. Smith, The Ethnic
Origins of Nations (Oxford: Blackwell, 1986).

16 . Bohlman, Music, Nationalism and the Making of the New Europe, p. 86.

17 . Curtis, Music Makes the Nation.

18 . Maes, A History of Russian Music, cap. 5.

19 . Applegate, Bach in Berlin, cap. 2.

20 . Pero véanse Stein Tonnesson y Hans Antlov, Asian Forms of the Nation
(Richmond: Curzon Press, 1996), esp. introducción; y Anthony D. Smith,
Nationalism and Modernism: A Critical Survey of Recent Theories of Nations and
Nationalism (Londres: Routledge, 1998), cap. 8.

21 . Ernest Renan, Qu’est-ce qu’une nation? (París: Calmann-Lévy, 1882);


traducido en John Hutchinson y Anthony D. Smith, Nationalism (Oxford y Nueva
York: Oxford University Press, 1994).

22 . Joep Leerssen, National Thought in Europe: A Cultural History (Ámsterdam:


Amsterdam University Press, 2006), sec. 1, p. 17.

23 . Curtis, Music Makes the Nation, pp. 146, 147; Carl Dahlhaus, Nineteenth-
Century Music, trad. de J. Bradford Robinson (Berkeley y Los Ángeles: University
of California Press, 1989), p. 306; véase también Ralph P. Locke, Musical
Exoticism: Images and Reflections (Cambridge: Cambridge University Press,
2009), cap. 4.

24 . Meyer, Carl Maria von Weber, p. 115.


1 Música y comunidad nacional: de monarcas a
ciudadanos

El principal sujeto cultural de la nacionalidad es la idea de


comunidad, es decir, la unidad de un «pueblo» a través de
obligaciones mutuas y de los recuerdos y valores compartidos. En el
contexto más amplio de nuestro relato sobre el auge de la música
nacional y su papel en el desarrollo de las naciones y del
nacionalismo, es el intento por parte de los «preceptores
nacionales» de hacer efectiva la comunidad nacional movilizando a
sus ciudadanos de forma vernácula. En sus esfuerzos se sirvieron
de la música con el fin de despertar el sentimiento nacional y hacer
parecer real a la nación, evidente en sí misma y accesible a su
gente al apelar al lenguaje, las costumbres, los recuerdos, la historia
y el destino. En este capítulo se mencionan los principales avances
y se sintetizan algunos de los temas más importantes en el intento
de desarrollar la comunidad nacional, poniendo sobre todo el foco
en el devenir político e intelectual de finales del siglo XVIII y su
legado. Pues únicamente cuando las ideas nacionales quedaron
vinculadas a la noción de «el pueblo», más que a la de un monarca
o la aristocracia, fue factible el desarrollo sostenido de la música
nacional y esta pudo sumarse a la configuración de la nación.

Las trayectorias de «música» y «nación»


Aunque tuvo antecedentes destacados en las tradiciones musicales
judía (el templo) y grecorromana, la música clásica occidental
evolucionó desde el canto gregoriano en Roma e Italia hacia la rica
y compleja tradición polifónica presente en gran parte de Europa
Occidental y Central en los tiempos de Tallis, Victoria y Palestrina,
con la influencia dominante de las exigencias de la liturgia católica
—y posteriormente protestante—. Sin embargo, ya en el siglo XVI la
música secular era importante en las cortes de reyes y príncipes en
Italia, Francia, España e Inglaterra. A lo largo del siglo siguiente
tanto la música sacra como la profana, sobre todo la ópera, fueron
desarrolladas por Monteverdi en Mantua y Venecia, y la música
profana, incluidas obras instrumentales, mascaradas y danzas,
floreció en Italia y en la corte de Luis XIV, que se convirtió en el
modelo para las cortes principescas de Alemania, Austria, Bohemia
y otros lugares. Con el mecenazgo musical tan consolidado en
instituciones supranacionales, o monopolizado por las élites
aristocráticas, a menudo no nacionales, hubo poco rastro de
influencia nacional, por no hablar de nacionalista, en el desarrollo
musical anterior al siglo XVII . Resulta aún más difícil evaluar la
contribución de diversos tipos de música a la formación de las
naciones modernas en los periodos tardomedieval y principios de la
Época Moderna. Pero pudo haber una influencia indirecta en las
diversas fanfarrias y procesiones de los monarcas y sus cortes,
probablemente vinculadas a la iglesia, como en la Venecia de
Gabrieli, o en las marchas y canciones de guerra, como las
cantadas por los lanceros suizos de cada cantón 25 .
Probablemente resulte más complicado rastrear la evolución de
las naciones. En parte se debe a una falta de acuerdo respecto a las
evidencias, en parte a las disputas en torno a la definición del
concepto de nación. Sin embargo, se puede argumentar que existió
una forma de nación en el mundo antiguo, sobre todo entre los
egipcios, los judíos y los armenios, no fundamentada en la
esencialidad de los ideales cívicos o la ciudadanía (excepto de
forma limitada en la antigua Atenas) sino en la pertenencia religiosa
a una comunidad etnopolítica. La historia posterior del ideal de
nación, tras la caída del Imperio Romano de Occidente, es oscura, y
en opinión de muchos, inexistente. Por otra parte, en el siglo XI ya
hay claros signos de disparidad nacional en términos
eminentemente culturales y territoriales, aunque las evidencias son
más literarias que musicales o artísticas. En unos pocos casos, y de
manera notable en las Islas Británicas, surgió algún tipo de
sentimiento nacional defensivo entre las élites, por ejemplo en las
guerras contra los vikingos daneses 26 .
Ya en el siglo XVI nos encontramos con intelectuales, como
Petrarca, que dan rienda suelta a intensas expresiones de
antagonismo étnico cultural-nacional, pero rara vez iban ligadas a
objetivos políticos. Sin embargo, estos últimos se hacen explícitos
en los debates del Concilio de Constanza (1415-1420), en el que los
conflictos territoriales y políticos entre delegaciones eclesiásticas
definidas territorial y lingüísticamente, que a menudo actuaban en
beneficio de sus patrones seculares, presagiaban la desintegración
de la «cristiandad» como concepto político unificador europeo. En el
siglo XVI , el poder de las monarquías territoriales occidentales
europeas fundamentadas en ethnies (comunidades étnicas)
dominantes —y con él un «patriotismo concentrado en torno a la
corona»— había acabado en buena medida con el del papado, el
Sacro Imperio Romano Germánico y las ciudades-estado,
preparando el terreno para una creciente identificación nacional de
las élites en estos estados 27 .
Es en este punto donde empiezan a cruzarse el desarrollo de la
música occidental y la formación de la nación moderna. Pero solo de
manera muy moderada: no son naciones de ciudadanos (los
holandeses y posiblemente los suizos son excepciones parciales), y,
como hemos visto, la mayoría de la música pública era sacra y
eclesiástica, aunque las danzas cortesanas tenían a menudo
carácter «étnico». Incluso en el siglo siguiente hay pocos ejemplos
de influencia mutua entre música secular y élites nacionales; no
obstante, como veremos, la Inglaterra de la Restauración fue una
excepción en este sentido. En el continente, únicamente después
del Tratado de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los
Treinta Años, pudieron los conflictos subsiguientes entre los estados
absolutistas por las sucesiones española y austriaca estimular la
producción de marchas y canciones glorificando al monarca y al
estado, lo que, en retrospectiva, preparó el terreno para los himnos
(tanto en Austria como en Gran Bretaña), que a su vez sirvieron de
modelo para los posteriores himnos republicanos de las naciones de
ciudadanos 28 .
En consecuencia, debemos considerar dos formas de nación en
la temprana época moderna y en la época moderna. La primera es
jerárquica y dirigida por la élite, si no monárquica: una paternal
«nación súbdito-amo», como en Suecia, y también en otros lugares
29 . Este tipo de nación surgió en la Edad Media, pero adquirió

preeminencia entre los siglos XVI y XIX . El segundo tipo es


republicano, teóricamente igualitario y dirigido por la burguesía;
surgió primero en Holanda e Inglaterra (donde se diluyó después de
la Restauración en el primer ejemplo de nación dirigida por la élite),
y después de manera más radical en Estados Unidos y Francia. A
menudo, este segundo ejemplo es considerado el único modelo
genuino de nación (principalmente por su fuerte componente
democrático); pero esto supone valorar la historia occidental desde
un punto de vista teleológico, un progreso paulatino hacia un estadio
final inclusivo, racional, liberal y en definitiva cosmopolita. De hecho,
a lo largo del siglo XIX e incluso hasta el XX hallamos naciones
modernas emergentes, es decir, naciones modernas creadas sobre
la base de etnias o vínculos étnicos mucho más antiguos, caso de
España, Rusia, Polonia, Japón y Etiopía, dirigidas por élites
hereditarias e incluso por monarcas. (También hay casos mixtos,
como Gran Bretaña, Dinamarca e Italia 30 .)
Probablemente haya sido aún más importante la influencia de un
tercer tipo de tradición cultural de legitimación política que podemos
denominar «pactismo». La idea de un pacto entre Dios y su Pueblo,
cuyo origen es el pacto del monte Sinaí, pasó a formar parte de la
corriente dominante del cristianismo, con el resultado de que desde
principios de la Edad Media y hasta la revuelta de los Países Bajos y
la Revolución Gloriosa inglesa la pretensión de constituir un pueblo
en alianza y «elegido» de acuerdo con el modelo del Israel bíblico
se reprodujo a lo largo de Europa y América. A menudo adoptó la
forma, en su expresión moderna y secular, de un contrato político
entre los miembros de la ethnie dominante con el fin de crear y
mantener una comunión sagrada en el pueblo del estado nacional
emergente, como ocurre en las repúblicas en las que se jura
fidelidad, como Francia y Estados Unidos 31 .
Al contrario que las tradiciones jerárquicas y republicanas, el
pactismo ha sido un tipo de tradición cultural legitimadora
demasiado inestable como para crear naciones que siguieran tan
solo su modelo, excepto durante breves periodos revolucionarios.
Sin embargo, como señaló Max Weber refiriéndose al carisma, el
don de la gracia, el empuje dinámico de un movimiento pactista
como el nacionalismo puede ser, y a menudo es, suficiente para
destruir o remodelar las estructuras jerárquicas y republicanas
existentes y sustituirlas por otras más adaptadas a las
circunstancias y necesidades de la población. Aún más importante
es señalar que el pactismo, religioso o secular, ha desempeñado un
papel fundamental en la creación del mito de la elección étnica, que
bajo su apariencia secular ha demostrado ser hasta la fecha una
dinámica cultural potente y duradera para la nación moderna 32 .

El papel de las artes


Incluso hoy en día, las naciones modernas de Europa y las
Américas presentan diferentes combinaciones de las tradiciones
políticas legitimadoras jerárquica, republicana y pactista; pero es a
sus formas de gobierno y sus ethnies , y a menudo a la combinación
entre ambas, a las que debemos mirar en busca de sus estructuras
materiales y culturales a largo plazo. Sin embargo, cuando volvemos
la mirada hacia los caminos por los que emergieron las diferentes
naciones, debemos complementar estos factores estructurales
subyacentes tomando en consideración las dimensiones de la
acción cultural y humana. En este contexto, el papel desempeñado
por los «preceptores nacionales» ha sido de suma importancia,
ejerciendo su labor junto a los líderes políticos y, en algunos casos,
supliéndolos. Su papel ha sido crucial. Filósofos sociales, filólogos,
historiadores y folcloristas, desde Rousseau, Herder y Fichte hasta
Mazzini, Palacky y Karamzin, han tomado a menudo la iniciativa,
proveyendo a las futuras generaciones de compatriotas de una
educación nacional, si no nacionalista, e inculcando su visión de la
nación en las mentes y corazones de los jóvenes.
Pero conceptos como nación, identidad nacional y nacionalismo
son abstracciones novedosas y elevadas, extrañas a la gran
mayoría de aquellos a los que los preceptores nacionales
consideran miembros de la nación futura y a quienes quieren
movilizar. Como descubrieron Mazzini y Fichte, entre otros, sus
visiones nacionales caian fácilmente en saco roto y a la mayoría de
las élites educadas, por no hablar de las clases bajas analfabetas,
les parecían irrelevantes. De ahí la necesidad de medios sensuales
para galvanizar, y educar, tanto a las élites como a las clases bajas,
y también el reclamo de apoyo y dedicación entusiasta a toda clase
de artistas —literarios, musicales y visuales— para contribuir a la
tarea de conseguir que la nación parezca natural y real. Este es el
proyecto de «movilización vernácula» que llevó a preceptores
nacionales y artistas a tratar de despertar a sus compatriotas y
hacer de la nación algo tangible y accesible a través de la referencia
a un lenguaje cívico y unas costumbres comunes, unos paisajes
nacionales, una historia étnica y un destino nacional. Y del mismo
modo que los preceptores nacionales se volvieron hacia los artistas
en busca de ayuda para materializar su sueño, muchos artistas se
sintieron atraídos por el ideal de la nación y sus instituciones
nacionales, en las que esperaban poder ejercer un papel
pedagógico y adquirir cierto grado de prestigio nacional 33 .
La creación de una «música nacional» que despierte ideales y
sentimientos nacionales en sus espectadores e inspire amor por la
patria entre sus miembros debe situarse en el contexto de la
«materialización» de la nación y la movilización de sus ciudadanos
de forma autóctona. Los temas de este tipo de música replican los
del proyecto de movilización nacional vernácula. Como hemos visto,
estos son los temas que celebran la comunidad y la ciudadanía,
evocan el paisaje y la tierra natal, recrean historias heroicas y
conmemoran el sacrificio y el destino nacional. En el resto de este
capítulo estudiaremos más de cerca el primero de estos temas de la
música nacional: la celebración de la comunidad y de la ciudadanía.

«Armonías» protestantes masivas


Las comunidades de la magnitud y la complejidad de las «naciones
modernas», incluso habiendo dominado estados soberanos y
pudiéndose vanagloriar de un extenso aunque más bien
presupuesto pedigrí étnico, han tenido que desplegar un intenso
trabajo político y cultural, por no hablar de los recursos
socioeconómicos, si querían sobrevivir y prosperar en un entorno
moderno. Han necesitado crear instituciones nacionales, organizar
procesos políticos nacionales y acordar normas y prácticas legales y
educativas, incluso cuando carecían de un estado independiente,
como es el caso de Cataluña y Escocia. Pero igual de importante ha
sido el trabajo cultural necesario para crear la nación y hacer a sus
miembros «nacionales». Tal y como se afirma que dijo el líder del
Risorgimento Massimo d’Azeglio: «Hemos hecho Italia, ahora hay
que hacer a los italianos». «Hacer realidad la nación» e imbuir a las
masas del pueblo escogido de sentimientos nacionales, cuando la
mayoría de sus lealtades se dirigían a la familia, aldea, localidad o
provincia, requería un largo y enérgico proceso de educación y
adoctrinamiento sobre el significado y los beneficios de la nación, y
la inevitable necesidad de una comunidad y una solidaridad
nacionales. De ahí deriva el frecuentemente repetido llamamiento a
la unidad y el incesante recurso a la fraternidad y la solidaridad en la
historia de las naciones modernas y del nacionalismo.
Es en este momento cuando los artistas, y en particular los
músicos, desempeñaron un papel fundamental. Al fin y al cabo, no
hay mejor ejemplo de unidad y fraternidad que la «armonía» de los
coros de masas y la solidaridad generada por los conmovedores
cantos corales de libertad tras la opresión. Lo observamos en la
Inglaterra del siglo XVIII y durante la Revolución francesa. Ya
después de la Revolución Gloriosa, el King Arthur de Purcell (1691),
con textos de John Dryden, una ópera en la tradición de las
mascaradas escrita para el teatro de la reina, volvía a narrar la
historia legendaria del rey Arturo: cómo derrotó a las fuerzas de la
oscuridad y a los invasores sajones y cómo gracias a las profecías
de Merlín esperaba la llegada de la Revolución Gloriosa, invocando
la ayuda del todopoderoso para su pueblo elegido y las virtudes de
este último, celebradas por el coro de campesinos. También fue esta
la principal temática de otra mascarada aún más exitosa, King Alfred
de Thomas Arne, escenificada por vez primera en 1740, con libreto
de James Thomson y David Mallet. Vuelve a contar la historia del
ascenso de Alfred de fugitivo a conquistador de los daneses, pero
su verdadero mensaje es el nacionalismo británico, que remonta los
derechos de los británicos a la Revolución Gloriosa y lanza un
llamamiento a las armas, sobre todo en el celebrado coro final,
«Rule Britannia». En sus últimos seis cuartetos el autor se las
ingenia para repasar el espectro nacionalista británico del siglo XVIII
, desde la ayuda providencial y el ideal de libertad hasta la
supremacía naval global, la excelencia cultural y la belleza natural
de la «bendita isla», y aún hoy sigue siendo una evocación
poderosa de la resistencia y la grandeza británicas 34 .
En 1747, con este boyante clima, apareció el Judas Macabeo de
Händel, dedicado al duque de Cumberland, vencedor de los
escoceses en Culloden. Es una gran canción de victoria. «See the
Conquering Hero Comes» expresa a la perfección el temperamento
del momento, que viraba desde la desesperación tras la victoria
jacobita en Prestonpans hacia el posterior triunfalismo tras la victoria
en Culloden. El oratorio de Händel no satisfizo únicamente a los
judíos londinenses, sino sobre todo a los protestantes, que vieron a
los británicos como el moderno pueblo elegido, al igual que lo
habían sido los antiguos israelitas, a quienes al armarse «En
defensa de la nación, la religión y las leyes el todopoderoso Jehová
fortalecerá tus manos» y en cuya tierra natal británica «lanudos
rebaños adornan las colinas, / y los valles sonríen con ondulado
trigo» (Morell, 1746).
Judas Macabeo fue uno de los varios oratorios bíblicos (y en este
caso apócrifo) con los que resurgió la decadente carrera londinense
de Händel, junto a Saúl (1739), Sansón (1743), Joseph (1743),
Belshazzar (1744), Joshua (1747), Salomón (1748) y Jephta (1752),
por nombrar únicamente aquellos basados en el Antiguo
Testamento. De hecho, la mayoría de estos oratorios procedían de
la biblia hebrea y los evangelios apócrifos, con la excepción del
Mesías (1742), cuyos textos proceden del Nuevo Testamento. En
varios de estos oratorios, un héroe trágico en apuros es situado en
el marco de un providencialismo casi mesiánico que obra en función
de un pueblo elegido, una temática atractiva para los protestantes
británicos del siglo XVIII en lucha con los franceses católicos. La
excepción es Israel en Egipto (1739), en el que la esclavitud y la
opresión de todo el pueblo de Israel y su milagrosa liberación por
una poderosa deidad tocaron especialmente la fibra sensible de
muchos británicos enfrentados a las hostiles potencias católicas
continentales. Aquí es el coro el que expresa las emociones del
pueblo judío (británico), como ocurriría en numerosas ocasiones en
las décadas y siglos venideros 35 .
Pero esto quizá no fuera más que el presagio de un sentimiento
nacional popular, ya que muchos otros trabajos de Händel, como los
himnos y los tedeums compuestos para el duque de Chandos (c.
1718), la Música acuática (1716) y la posterior Música para los
reales fuegos de artificio (1749), estaban vinculados a la monarquía
británica, a menudo fuente de mecenazgo musical. Sin embargo, el
cambio hacia los oratorios bíblicos, con su énfasis en el destino
divino del pueblo elegido, fue elocuente al subrayar el papel crucial
de la elección étnica y la convicción asociada de que los británicos,
bajo su antigua monarquía, eran los elegidos. Este fue también el
tema del que sería el himno nacional británico, «God save the
King», cuya melodía fue escrita por vez primera por John Bull en
1619 pero no fue publicada hasta 1744, y aún tendría que esperar
hasta el año siguiente para ser cantada en público tras la derrota del
ejército real por los jacobitas en Prestonpans. Con arreglo de
Thomas Arne, al principio fue una súplica a la ayuda divina frente a
los rebeldes escoceses; pero la victoria final en la guerra le aseguró
un puesto en la conciencia nacional, y su constante repetición
impuso la unisonancia nacional de coros de masas, que resultaron
cruciales a la hora de «nacionalizar» a los británicos 36 .

Himnos de la república secular


La contrapartida francesa al providencialismo protestante británico
fue, claro está, el republicanismo revolucionario recubierto de
ropajes seculares clásicos, a pesar de lo cual también incorporaba
un «pactismo» mesiánico, tan minucioso y profundo como el de su
rival británico. También en este caso el concepto fundamental de
pueblo elegido —la ilustrada y republicana (más tarde imperial)
ethnie francesa, que se afirmaba vivamente en las ceremonias de
juramento de la Revolución— se manifestaba a través de las artes,
de manera destacable en las dimensiones musicales y visuales de
los espectáculos revolucionarios dramáticos. Musicalmente
hablando, lo que importaba no era tanto la implicación de un Gossec
o un Méhul como la presencia de la canción popular. Desde los
tiempos de Luis XIV, con la celebérrima canción de triunfo
«Marlbrough s’en va-t-en guerre» (1709), pasando por la posterior
canción de victoria «La batalla de Fontenoy» (1745), punto álgido de
la dinastía Borbón en el siglo XVIII , hasta la temprana canción
revolucionaria «Ça ira», que la gente cantaba en todas partes en
1790, las marchas y las canciones callejeras fueron la contrapartida
popular al culto aristocrático a la ópera. Estas canciones culminaron
en «El canto de guerra del ejército del Rin», más tarde conocido
como «La Marsellesa», compuesto en Estrasburgo por Claude-
Joseph Rouget de I’Isle en 1792. Después de una primera
interpretación allí, se enviaron copias a París, una de ellas a André
Grétry, mentor de Rouget. Pero fue al ser adoptada por unos
cuatrocientos voluntarios marselleses, que cantaron el himno de
batalla repetidamente de camino a la capital y una vez allí poco
antes del asalto el 10 de agosto a las Tullerías, cuando adquirió el
estatus indiscutible como principal himno de batalla de Francia. No
está claro en qué medida contribuyó a cambiar el curso de la guerra
de 1792-1793. Sin embargo, muchos testigos de Jemappes en
noviembre de 1792 y de Cambrai en julio de 1793 confirmaron su
potencial nacional; su lenguaje sangriento y la sacralización de la
nación aseguraron su preeminencia en Francia y su influencia en el
extranjero 37 .
Todo ello sugiere que únicamente cuando las ideas y el lenguaje
nacionales estaban estrechamente ligados a la creencia en «el
pueblo», en lugar de en el monarca o en la aristocracia, fue posible
una prolongada interacción entre música y nación. Aunque hubo
excepciones notables, como ilustra el ejemplo británico, la
experiencia de la Revolución francesa y de todas las revoluciones,
exitosas o no, que la siguieron sustenta esta tesis. Tan solo la
destrucción de los anciens régimes y el surgimiento de la nación de
ciudadanos hicieron posible que la música se involucrara en la
elaboración de la nación, primero y principalmente a través de los
coros de masas cantando al unísono y los himnos nacionales de
guerra y celebración.
Hasta cierto punto, el terreno para esta transformación estaba
bien abonado en las artes. Aparte de los pensadores radicales de la
Ilustración, principalmente Voltaire y Rousseau, el teatro, la pintura y
los dramas musicales en Francia habían rechazado el estilo y las
preocupaciones rococó y habían dirigido su mirada al pasado, a
menudo hacia la antigüedad clásica, en busca de ejemplos heroicos
de la virtud y el patriotismo que a partir de 1750 habían empezado a
ser objeto de interés de las clases educadas. Esta tendencia tendría
su culmen en la gran serie de pinturas de David de la década de
1780 sobre episodios de la antigüedad grecorromana —Belisario
(1781), Héctor y Andrómaca (1783), El juramento de los Horacios
(1785), La muerte de Sócrates (1787) y Bruto (1789)— que
ejemplifican de manera manifiesta la virtud cívica, la austeridad y el
sacrificio patriótico. En el ámbito de la música, un nuevo estilo de
armonía libre llevado a París por Gluck después de 1774 también
fue aplicado a temas heroicos de la mitología griega, y consiguió
muchos adeptos en la capital francesa; las óperas de Gluck
Iphigénie en Aulide, Iphigénie en Tauride, Orphée et Eurydice y
Armide continuaron gozando de popularidad durante la Revolución
38 .
Todo ello estaba en línea con el culto a la sensibilidad y el
llamamiento de Rousseau a que la música expresase la «verdad y
sencillez de la naturaleza», estimulado por la influencia de los
compositores alemanes e italianos traídos por María Antonieta
después de 1774. Especialmente importante fue el papel de las
óperas cómicas y las óperas de Grétry (1741-1813). Desde Le
Huron (1768) hasta L’épreuve villageoise (1784), Grétry buscaba la
naturalidad y la fidelidad a los sentimientos individuales. Las
canciones de su ópera trovadoresca Richard Coeur de Lion (1784)
se distinguieron por su popularidad, sobresaliendo «Ô Richard!, Ô
mon Roi», que fue adoptada por la escolta de la guarnición de
Versalles en octubre de 1789. En su Guillaume Tell (1791), una
ópera llena de color local «suizo», utilizaba cuernos de vaca y
tormentas, para transmitir el «tumulto y la violencia». Ese mismo
año, el italiano Luigi Cherubini escribió su ópera Lodoïska, una
«ópera de rescate» que incluía un castillo en la Polonia medieval y
una dama cautiva que esperaba a su liberador, Floreski, junto al
color coral y orquestal mediante el uso de instrumentos como el
clarinete y el corno francés, todo lo cual anticipaba la ópera
romántica y, yendo un poco más lejos, el Fidelio de Beethoven 39 .
Sin embargo, fue en los diferentes festivales revolucionarios
(fêtes) donde la música desempeñó un papel muy importante en el
espíritu de la Revolución. Ya que fue en ellos, como entendió muy
bien David, donde el ideal de la fraternidad podía materializarse
gracias a los coros de masas cantando al unísono himnos
revolucionarios. A través de la música de François-Joseph Gossec,
Luigi Cherubini y Étienne Nicolas Méhul, la poesía de Marie-Joseph
Chénier y el arte escénico y las coreografías de Jacques-Louis
David, la fête revolucionaria procuraba crear, y expresar, una nueva
nación soberana de iguales como no había existido anteriormente.
Por eso en la Fête de la Fédération en julio de 1790 (véase la figura
5.1, en pág. 268), durante la celebración principal, además de un
drama sagrado (hiérodrame) de Marc-Antoine Désaugiers que
conmemoraba la toma de la Bastilla, se interpretó un tedeum
compuesto especialmente para la ocasión por Gossec, el cual, a
pesar de sus muchas deudas con sus obras religiosas previas,
buscaba atraer a una multitud de unas 400.000 personas (más
50.000 guardias nacionales) en el amplio espacio abierto del Campo
de Marte. Más tarde Gossec compuso «Offrande à la Liberté, scène
religieuse», una adaptación teatral de la liturgia para santificar la
libertad, que fue interpretada 130 veces durante la Revolución; más
adelante escribió «Himno a la igualdad» (1793), «Himno a la
humanidad» (1795) y «Canción marcial para el Festival de la
Victoria» (1796), mientras Cherubini componía himnos a la
Fraternidad y al Panteón en 1794, y a la Victoria en 1796. En los
grandes festivales de agosto de 1793 (Fête de la Réunion) y junio
de 1794 (Fête de l’Être Suprême), la música de Gossec jugó un
papel importante en la procesión que iba de la Plaza de la Bastilla al
Campo de Marte, en la que se dividió al coro por edad y género,
cantando antifonalmente y al unísono. Pero, a pesar de sus muchas
colaboraciones con el poeta revolucionario Chénier, la música de
Gossec no consiguió ser políticamente efectiva; con su excesiva
ornamentación y difícil instrumentación, sus obras tenían más de
motetes que de himnos profanos, lo que impedía a las multitudes
parisinas sumarse al canto, tal y como se esperaba. Las
excepciones fueron su «Himno al Ser Supremo» (1794) y su «Himno
a Jean-Jacques Rousseau» (1794). En el Festival del Ser Supremo
que organizaron Robespierre y David el 8 de junio de 1794, 2.400
delegados de las secciones de París, divididos en hombres
ancianos, madres, chicas jóvenes y niños pequeños, cantaron coros
antifonales con el público y después, al unísono, el «Himno al Ser
Supremo», antes de que Robespierre apareciese para quemar la
estatua del ateísmo y mostrar la de la sabiduría 40 .
La Revolución francesa mostró la importancia de la música y de
la coreografía a la hora de crear los sentimientos de unidad y
solidaridad nacionales. La clave de esta relación fue el concepto
relativamente nuevo de ciudadanía dentro de la nación, la fuente de
la soberanía. Como resultado, la música tenía que ser «popular» y
«nacional» y elevar y santificar a la nación y a todos sus miembros,
creando una comunidad sagrada de ciudadanos. Aquí se puede
observar la continuidad con las antiguas ideas religiosas de la
«alianza» y la «elección» divinas, que fueron secularizadas y
politizadas en los rituales de las ceremonias de juramento de los
ciudadanos a la patrie y en el principio de la «libertad del pueblo»
que forma la comunidad nacional. Al igual que sus banderas y sus
himnos revolucionarios, la música de los festivales no solo reflejaba
sino más bien exhortaba al traspaso de la autoridad del monarca a
los ciudadanos, alabando su liberación de la opresión tanto interna
(la aristocracia) como (tras 1792) externa (austriaca, británica) 41 .

Los sucesores alemanes


La senda abierta por los republicanos franceses fue continuada de
forma intermitente por los liberales alemanes en las décadas
siguientes. La derrota de Prusia por Napoleón en 1806-1807
estimuló un movimiento de reforma política que coincidió con la
primera floración del movimiento romántico. En la guerra de
liberación de 1813-1815 la juventud alemana desempeñó un papel
pequeño pero significativo en los regimientos de voluntarios —entre
los que se encontraba el poeta Theodor Körner—, que dejaron atrás
el mito de la liberación nacional gracias al heroísmo bélico. Durante
el subsiguiente periodo de represión estatal, fundamentalmente en
Prusia, la intelectualidad alemana, sobre todo los estudiantes y sus
Burschenschaften , trató de mantener vivo el espíritu nacionalista
revolucionario. Con este propósito organizaron dos grandes
festivales. El primero en 1817, en el castillo de Wartburg, el lugar
donde Lutero tradujo la Biblia, y el segundo en Hambach, en 1832.
El festival de Wartburg fue planeado por las asociaciones
estudiantiles y deportivas, muchos de cuyos miembros eran
discípulos de Friederich Ludwig Jahn. Clave en este festival fue la
interpretación de himnos protestantes mientras los estudiantes,
portando hojas de roble, marchaban castillo arriba iluminados por
antorchas. Tras escuchar un discurso sobre la justicia y un sermón,
unieron las manos y juraron defender el Bund , para concluir con un
servicio religioso luterano. La reunión de Hambach fue un
acontecimiento más confuso y desorganizado, aunque también
incluyó una procesión a las ruinas del castillo en la que todos los
participantes portaban emblemas negros y dorados e iban vestidos
como antiguos griegos, mientras cantaban canciones patrióticas y
ondeaban banderas, junto con fasces y guirnaldas de hojas de
roble. También en este caso hubo discursos, fuegos en lo alto de las
colinas y una comida al mediodía, pero la multitud mostró menos
unidad y los símbolos fueron más seculares y revolucionarios 42 .
¿Cómo se expresaba este nuevo espíritu de libertad en la música
alemana de la época? Ya antes de la Revolución, Mozart utilizó la
versión de Da Ponte de la obra teatral Le mariage de Figaro (1785)
de Beaumarchais al año siguiente como Le nozze di Figaro . Su
crítica de la nobleza, como señaló Danton, allanó el camino para el
derrocamiento del Antiguo Régimen y el surgimiento de las nuevas
libertades, pero estas eran sociales, no nacionales. Incluso las
sinfonías de Beethoven y su ópera Fidelio , con sus deudas a la
música de la Revolución, sobre todo a Cherubini y Méhul,
abordaban una concepción de la libertad universal, pero ninguna en
particular, y mucho menos de la libertad nacional. Quizá por esta
razón el último movimiento de su Quinta Sinfonía y el segundo
movimiento de su Séptima Sinfonía se hicieron tremendamente
populares en Francia a principios del siglo XIX . La excepción a esta
regla es su música incidental para la reposición vienesa de la obra
de Goethe Egmont en 1810, que cuenta la vida y persecución de un
patriota luchador por la libertad en la Holanda del siglo XVI . La
visión que tiene Egmont en su celda, poco antes de ser ejecutado,
de un levantamiento holandés y de su triunfo sobre los opresores
españoles tuvo un claro significado político para Austria durante las
guerras napoleónicas 43 .
Para entonces había enraizado en parte de la intelectualidad
alemana cierta concepción de la identidad nacional alemana. Pero
se trataba exclusivamente de una identidad cultural, y a lo largo del
siglo XVIII , como ha demostrado Celia Applegate, consideró
fundamentales para su autoconcepción y su sentido de autoestima
cultural no solo la literatura alemana sino también la música
instrumental y coral, sobre todo la del norte protestante, en
contraposición a la «ligera» música vocal italiana y a la «frívola»
música francesa. Esta identidad y sentimiento nacionales,
desarrollados y propagados por críticos musicales, estudiantes y
periodistas alemanes, se basaban en una herencia musical
independiente a lo largo de todo el siglo y desde finales del XVII . A
la vez, todo ello preparó el camino para el redescubrimiento de Bach
por parte de Mendelssohn y su reveladora interpretación de La
Pasión según San Mateo en Berlín en 1829 ante la familia real y un
grupo de notables. En muchos sentidos, reinaba un sentimiento
cultural nacional conservador, cuyo fin era apoyar el orden
monárquico y aristocrático, que no se debe confundir con el
nacionalismo cultural ilustrado de Herder, interesado por «el pueblo»
y las canciones tradicionales, ni con el posterior nacionalismo
político, proclamado enérgicamente por Fichte en el Berlín ocupado
por los franceses en sus Discursos a la nación alemana de 1807-
1808, así como por los escritores románticos y los propagandistas
alemanes, como «Turnvater» Jahn y Ernest Moritz Arndt en la
década de 1810. Sin embargo, proporcionó tanto a la identidad
cultural como al sentimiento nacional cultural romántico el
entusiasmo de los coros de masas, que de acuerdo con el modelo
de las Singakademie berlinesas y las Gesangverein de Hamburgo
se diseminó por innumerables pueblos y ciudades a lo largo de las
tierras germanohablantes de mediados del siglo XIX 44 .
El resurgir de Bach también nutrió esa mezcla de religión
protestante e identidad cultural alemana que algunas de las obras
de Mendelssohn, como su Sinfonía n.° 2 («Lobgesang»), Op. 52
(1840), ejemplifican. El vínculo con la identidad alemana en esta
obra es contextual: la celebración en la Marktplatz de Leipzig en
junio de 1840 del cuatrocientos aniversario de la invención de la
imprenta por parte del «patriota alemán» Johannes Gutenberg, y
sobre todo de la Biblia de Gutenberg, que, según los liberales del
siglo XIX , diseminó la ilustración espiritual por todos los territorios
germanohablantes y preparó el camino para la Reforma de Lutero.
Para la ocasión, Mendelssohn compuso un Festgesang para coro
masculino y banda doble de metales (uno de cuyos movimientos
adquirió vida propia a partir de 1861 como villancico navideño:
«¡Escuchad! Los ángeles cantan»). Al día siguiente Mendelssohn
estrenó su Sinfonía «Lobgesang», que une tres movimientos
instrumentales a una cantata de nueve movimientos, principalmente
basados en los Salmos, en un himno general de alabanza a la
victoria de las luces sobre la oscuridad, del conocimiento espiritual
sobre la ignorancia. Para Larry Todd, esta sinfonía sin texto
«impresiona como una composición instrumental que aspira hacia
una música en apariencia religiosa, mientras la cantata, con el
añadido de textos litúrgicos, a su vez se acerca a la condición de
música litúrgica». El coro se presenta, de forma implícita, como el
pueblo alemán celebrando su propia herencia religiosa y cultural 45 .
Esto, sin duda, no supone un sentimiento nacional alemán puro, y
menos aún un nacionalismo alemán. Sin embargo, tanto por su
contexto inmediato como por su aspiración a combinar
específicamente la religión luterana con la tradición alemana de la
música sinfónica de Beethoven y Schubert, la sinfonía-cantata de
Mendelssohn se basaba en la tradición (norte)alemana de la
identidad nacional cultural. Contribuyó al gran movimiento coral
alemán del siglo XIX , que desde la década de 1840 involucró a un
importante número de alemanes de clase media en una tarea de
participación musical, armonía social y patriotismo. Además de para
dar conciertos, los coros se reunían para participar en
competiciones en festivales en localidades como Wartburg (Fig. 1),
hogar de una legendaria competición coral medieval, en los que el
patriotismo era el tema principal. En este contexto, es poco
sorprendente que en 1841 el escritor August Heinrich Hoffmann von
Fallersleben, por entonces exiliado en la Heligoland británica,
compusiera los textos del «Deutschlandlied», con sus primeras
estrofas «Deutschland, Deutschland, über alles», utilizando como
música la melodía de Haydn conocida en Austria como el
Kayserhymne («Gott erhalte Franz den Kaiser»). Más tarde fue
adoptado como el himno nacional alemán, porque su incondicional
celebración de Alemania y de los alemanes era preferida con
diferencia a cualquier otra canción tradicional 46 .
En las revoluciones de 1848, la libertad y la unidad fueron los
objetivos principales de los liberales, los radicales y los demócratas
de la Asamblea de Frankfurt. Después de la disolución de esta
última y el fracaso parcial de los movimientos nacionales de
liberación, Robert Schumann asumió para sus trabajos corales
posteriores los ideales de la unidad alemana, la libertad y la patria,
que se hacían eco de los de la Revolución francesa. Muchos de los
arreglos de sus part-songs 47 * para coro masculino de 1848 (Drei
Gesänge, op. 62, y tres Freiheitsgesänge , WoO 13-15), así como el
motete de 1849 para doble coro masculino, «Verzweifle nicht im
Schmerzensthal», el «Adventlied» op. 71 de 1848 y el
«Neujahrslied» op. 144 de 1850 (basado en poemas de Ruckert),
proyectan el deseo de un futuro próspero nacido de las desgracias
presentes. Algunas de estas piezas tienen un decidido tono militar,
mezclado con una nostalgia religiosa; sin embargo, todas pregonan
la esperanza de un triunfo republicano, al igual que las últimas
cuatro Baladas para solista, coro y orquesta (1851-1853),
compuestas en Düsseldorf 48 .
Fig. 1 Sängerfahrt con motivo del Festival de la Canción de Wartburg en agosto de
1847. Litografía.
© ACI / Bridgeman

El pueblo a escena
Un número significativo de óperas de mediados de siglo se centran
en ensalzar a la nación a través de su «pueblo» y en la idea de una
comunidad nacional definida por obligaciones mutuas o valores
compartidos. Los libretos están en lengua vernácula, no en italiano,
y en la mayoría de los casos hay una aspiración a la autenticidad
étnica en el estilo musical y, a veces, también en el vestuario y los
decorados originales. El coro de escena tiene un papel clave. Sin
embargo, estas obras no expresan sentimientos republicanos o
revolucionarios: o bien las clases sociales aparecen conviviendo en
armonía, o bien no se menciona en absoluto la división estructural
en jerarquías sociales. Es el planteamiento musical el que da una
nueva fuerza al «pueblo».
El estreno de La vida por el zar (1836) de Mijaíl Glinka fue
apoyado por el zar Nicolás I y la corte imperial, y se presentó como
un importante evento para el estado. Retrata la abnegación de un
campesino ruso del siglo XVII que le salva la vida al zar de manera
heroica, uniendo a monarca y campesino en una concepción
jerárquica de la nación. Glinka incluso representó la unidad de Dios,
el zar y el pueblo en un tema recurrente, más o menos al estilo del
leitmotiv wagneriano. El gran coro final «Slv’sya» es una marcha con
aires de himno en la que los campesinos y los nobles rusos se unen
como una única nación en la gloria de la religión ortodoxa. Sin
embargo, Glinka se inspiró profundamente en la música tradicional
rusa, por lo menos tal y como la entendían las clases cultivadas de
la época, y el «estilo ruso» es esencial en la ópera, no solo un
colorido localista. Por vez primera un campesino es el héroe de una
gran ópera trágica, y él y su familia son el centro de la acción. Por
este motivo La vida por el zar gustó tanto a los liberales como a los
monárquicos rusos, que dieron la bienvenida al uso de la tradición
para definirse culturalmente 49 . La segunda ópera de Glinka,
Ruslan y Ludmila (1842), combina de nuevo monarquismo y folclore,
pero esta vez añadiendo elementos de épica mágica y cuentos de
hadas. Comienza con las celebraciones previas a la boda de Ruslan
y Ludmila en Kiev y acaba con una fiesta nupcial: antiguos símbolos
de la cultura campesina rusa. Maes distingue cuatro tipos de
modismos nacionales: un estilo ruso-italiano para la boda de Ruslan
y Ludmila, música tradicional finlandesa para el mago Finn, una
parte de ópera bufa italiana para el petulante Farlaf y estilos
«orientales» para Ratmir, Naina y Chernomor. Estos últimos no
están relacionados con los estilos orientales de la música:
sencillamente describen una lánguida sensualidad, en particular en
la música con la que Naina seduce a los héroes masculinos 50 .
Esto encaja con las intenciones de Glinka de —sobre todo al final—
englobar dentro de la Rusia eslava varias regiones y gentes. Marina
Frolova-Walker define el final como una «concepción épica-imperial»
por la que los enemigos históricos de Rusia se unen bajo su
influencia en preparación de un futuro glorioso 51 .
Encontramos una preocupación similar por el campesinado en
Halka, de Stanislaw Moniuszko (1848, estrenada en Varsovia en
1858). Como Glinka, Moniuszko combina la tradición con la historia
trágica de un campesino, trasladando los bailes nacionales que se
habían usado tanto en Polonia como en Rusia a comienzos del siglo
XIX para los Singspiele al contexto de una ópera trágica con el
objetivo de establecer un estilo operístico nacional. Desde los
primeros compases de la obertura, Halka le debe mucho a la gran
ópera francesa, y la heroína campesina canta en un estilo noble. Se
enamora de un aristócrata, que de manera imprevista la abandona
para casarse con alguien de su misma clase. Cuando Halka se
entera del engaño gracias a su pretendiente campesino, se vuelve
loca, pero en lugar de prender fuego a la iglesia en la que se está
casando la pareja de nobles, se tira por un precipicio. Según
Michael Murphy, el trágico episodio de su suicidio se enmarca
dentro de un agudo sentimiento revolucionario y religioso, con el
coro cantando una canción popular tradicional a la que se une Halka
perdonando la traición de su señor, en el espíritu del mesianismo
redentor romántico que predicaban los nacionalistas polacos como
Juliusz Slowacki y Adam Mickiewicz. Sin embargo, a pesar de la
crítica social a la nobleza y su apoyo al levantamiento campesino de
Galitzia de 1846, la ópera acaba de manera abrupta con los
campesinos forzados a cantar alegremente en la celebración de los
nobles recién casados. Por lo tanto, a la gran tragedia Moniuszko
añade tanto la celebración del campesinado como verdadero
representante de la nación como un nacionalismo mesiánico que lo
envuelve todo 52 . La popularidad de Halka se debió menos a su
trama melodramática que a sus muchas danzas polacas: polonesas
para la nobleza y mazurcas para el campesinado, sobre todo de la
región de Mazur. Fueron estas las que dieron expresión al «espíritu
nacional» de Polonia y, como los carteles publicitarios sugerían, las
responsables de su gran popularidad.
En la década de 1860 varias óperas revelan un pronunciado
nacionalismo cultural, y los monarcas y la nobleza desaparecen de
ellas por completo. Ahora únicamente «el pueblo» ocupa la escena,
y se despolitiza el argumento, por lo menos en apariencia.
Encontramos una clara alabanza del campesinado checo en la
siempre popular ópera cómica de Bedrich Smetana Prodaná
nevěsta (La novia vendida, 1866-1870), con libreto de Karel Sabina,
prominente figura del movimiento nacionalista checo. La ópera se
desarrolla en una comunidad campesina autónoma e igualitaria,
retratada de manera realista en sus aspectos ideales y terrenales
(no presume de ningún aristócrata, a diferencia de Las bodas de
Fígaro, a la que Smetana tomó como modelo). Lo que hizo a esta
ópera tan popular fue la inclusión de conocidas danzas
tradicionales, así como la presencia de trajes nacionales y el retrato
de la vida cotidiana campesina, un asunto fundamental para los
nacionalistas culturales de todo el mundo, cuya búsqueda de la
«autenticidad» quedaba ejemplarizada en el propósito y el contenido
de La novia vendida 53 . El hecho de que Smetana no aludiese a
ninguna melodía tradicional y que sus fuentes fuesen bailes
procedentes de las ciudades más que del campo no impidió que La
novia vendida definiese el sonido de lo «checo» en la música 54 .
Los maestros cantores de Núremberg (1867), de Wagner, fue
concebida y escrita en vísperas de la unificación política de
Alemania; sin embargo, e irónicamente, su mensaje se refiere a la
grandeza alemana a través de la cultura. El retraso de la unificación
alemana en comparación con su modernidad industrial, comercial y
administrativa supuso que desde principios del siglo XIX el
nacionalismo alemán siempre estuviera marcado por un fuerte
sesgo cultural, y Los maestros cantores representa el culmen de
esta tendencia. Sin embargo, en este caso la tradición cuenta poco,
incluso en la música. El escenario, la Núremberg del siglo XVI , es
urbano, no rural, y «el pueblo» es la burguesía urbana, no el
campesinado, unida por los gremios comerciales, no por el cultivo
de la tierra. Wagner escogió una imagen idealizada y nostálgica de
Núremberg como una comunidad Volksgemeinschaft, tal y como
promovían los románticos, que veían en esta ciudad el ancestral
emplazamiento de la grandeza y la libertad alemanas, un lugar
situado en el centro geográfico de Alemania y conocido por la gloria
de sus artistas y artesanos. En consecuencia, no se define al
«pueblo» a través de la monarquía ni de la ciudadanía republicana,
sino de los valores y la cultura. En palabras del historiador alemán
Friedrich Meinecke, Wagner imagina Alemania como una
Kulturnation idealizada que, como en la realidad, está a punto de
convertirse en una Staatsnation . La ópera no alude a la actividad
comercial de la ciudad, y las autoridades civiles apenas hacen acto
de presencia. Por otra parte, la cultura alemana queda vinculada a
la religión. Tal y como dice el zapatero-poeta Hans Sachs en su
último discurso a la gente de Núremberg: «¡Aunque se esfumase en
el humo / el Sacro Imperio Romano Germánico, / siempre existirá
floreciente / el Sacro Arte Alemán!». En este punto la cultura
sustituye al monarca como representación de la nación y adquiere
un aura religiosa 55 .
El coro es esencial para transmitir este mensaje. El primer acto
da comienzo con un canto que imita a una coral luterana en la
Iglesia de Santa Caterina, y la ópera termina con una manifestación
coral en el «prado del festival» a las afueras de la ciudad al final del
concurso de canto. De hecho, la escena final recuerda
inconfundiblemente la cultura historicista de festivales de la
Alemania decimonónica, un movimiento de masas que, como dice
Arthur Gross, «se aproximó a la liturgia de una religión secular».
Derivado del festival de Wartburg de 1817 y del festival de Hambach
de 1832, el movimiento Volkfest se extendió por las sociedades y
clubes alemanes, que realizaban procesiones ataviados de época y
portando banderas que representaban los oficios artesanos hacia
lugares sagrados o de importancia nacional, donde solían escuchar
discursos o sermones y cantar himnos. Estas reuniones
multitudinarias fueron adquiriendo un carácter cada vez más
nacional. La misma Núremberg celebró uno de estos festivales en
1861, transformando la ciudad en un escenario histórico, y miles de
hombres alemanes de 260 clubes musicales se congregaron para
desfilar, reunirse y cantar. Estas actividades eran muy anacrónicas
respecto al Núremberg del siglo XVI , pero a Wagner le servían de
modelo para celebrar la cultura alemana a través de las voces del
pueblo. Hans Sachs defiende la sensatez musical de la gente
corriente frente a unos maestros cantores escépticos, y al final de la
ópera el pueblo y los maestros cantores cantan al unísono, al tiempo
que las artes gremiales son identificadas con la cultura nacional. De
modo que Los cantores da preeminencia tanto «al pueblo» como al
mismísimo proceso de movilización vernácula 56 .
La definición de la nación a través de la cultura del pueblo queda
reforzada cuando está a punto de terminar la fase final del festival
en el prado a través de las advertencias de Hans Sachs acerca de
las amenazas externas que se ciernen sobre la cultura alemana.
Exhorta a sus compatriotas a «honrar a los maestros alemanes» del
gremio de maestros cantores, pues
si modos de sureña trivialidad
(se) plantasen en la tierra alemana,
nunca nadie sabría lo que es más alemán y auténtico
si no sobreviviese en el honor de los maestros alemanes.

Esto es, de manera literal, una profecía de la separación entre los


gobernantes y el pueblo que seguiría a la imposición del
absolutismo en una Alemania fragmentada tras la Guerra de los
Treinta Años y del desarrollo en sus diversas cortes de una cultura
afrancesada. Sin embargo, las generaciones posteriores, en
consonancia con los escritos chovinistas de Wagner en la década
de 1860, entendieron que se refería a la amenaza de la corrosiva
influencia judía y francesa. Aunque más adelante este fragmento
ganara notoriedad en la historia posterior de Alemania, el tema de la
infiltración foránea era un aspecto habitual y que incluso se
consideraba lógico en la ópera nacional de la época: sirva de
ejemplo Los brandemburgueses en Bohemia (1862-1863), de
Smetana.
La música tradicional y la nación
Mientras la Revolución francesa impulsaba y hacía realidad el ideal
de la comunidad nacional y ciudadana, con la música como fuerza
movilizadora autóctona, un nuevo movimiento intelectual miraba
hacia la cultura y las artes con el objetivo de poder definir a la
mismísima comunidad nacional, y llegaba a sugerir que casi se
podía «sentir» la nación a través de las experiencias estéticas de la
visión, la lectura y la escucha. Los temas y el estilo de una obra de
arte debían mostrar la particular herencia de la nación, apelando —
supuestamente— a los más profundos instintos de los
connacionales o despertándolos cuando estos se encontraran
adormecidos. Este punto de vista iba en paralelo con el interés por
el folclore, la mitología y la historia local y nacional de las artes, y en
última instancia suponía un alejamiento del universalismo ilustrado
y, de manera más general, del tradicional mecenazgo nobiliario. En
la música, se hizo especial hincapié en la llamada «música
tradicional», en particular en la «canción tradicional», y en su
incorporación a la música culta compuesta por profesionales. Las
estrategias adoptadas por los compositores para conseguirlo a
menudo fueron pragmáticas, y la autenticidad de sus fuentes,
bastante cuestionable, pero no hay duda de su eficacia ni del
profundo impacto causado: la definición cultural de la nación a
través de la música ha dejado un legado internacional e influye
incluso hoy en día en la reacción del público, los programas de
concierto, la grabación de CD, la crítica musical y los libros.
El siglo XVIII fue testigo del creciente interés de los intelectuales y
el público europeo por las músicas étnicas, que se inició alrededor
de 1720 con la publicación y promoción de canciones y baladas
escocesas en antologías y en escenarios ingleses. Los escoceses
de las tierras bajas iniciaron este proceso como una manera de
autodefinirse culturalmente dentro de la Unión con Inglaterra; esta
música les atraía a ellos y a los ingleses como una forma de
primitivismo benigno, mientras que los pobladores de las tierras
altas quedaban retratados como salvajes y toscos a la vez que
inocentes y pintorescos. El poeta Allan Ramsay abanderó la
publicación de las «canciones escocesas» y urgió a los músicos
escoceses a «apropiárselas» y «refinarlas» con sus obras, uniendo
así la música de las tierras altas y de las tierras bajas en una única
música nacional. Esto se consiguió en gran parte con el «estilo
escocés de salón», en el que las melodías eran armonizadas, se les
añadían características del estilo «galante» a la moda en toda
Europa y se publicaban para el mercado de clase media escocés y
londinense 57 . El culto en Alemania a Osián contribuyó a dar a
estas piezas el atractivo de una pasada época heroica. La demanda
de arreglos de canciones escocesas para músicos principiantes fue
satisfecha por compositores como Haydn, Kozeluch y Pleyel y, más
tarde, por Beethoven, Weber y Hummel.
El concepto de «música tradicional» fue divulgado por primera
vez por estudiosos —que no músicos— de la generación de 1760 y
1770, y enseguida fue objeto de investigaciones. En aquel
momento, los círculos intelectuales europeos, guiados por Herder y
los románticos alemanes, mostraban un creciente interés por la
música «del pueblo» de cualquier región o etnia —sus baladas,
danzas, músicas e instrumentos—, como si los estudiosos la
hubiesen «redescubierto» en sus rústicos lugares de «origen». Ya
en la década de 1750 Jean-Jacques Rousseau había llamado la
atención sobre la influencia de los diferentes patrones lingüísticos en
las variantes musicales nacionales. En su Dictionnaire de la
Musique (publicado en inglés en 1779) destacaba los repertorios
musicales italiano, francés y alemán y afirmaba que el lenguaje, más
que ningún otro factor, determinaba formas sonoras específicas y
patrones melódicos y que estos, en gran medida, habían devenido
nacionales. Sin embargo, fue Johann Gottfried Herder quien no solo
acuñó el término «canción popular» (Volkslied) para referirse a las
canciones de la población rural en Von deutscher Art und Kunst
(1778), sino que también destacó el papel fundamental que
desempeñaban la música, el baile y, sobre todo, las canciones en la
especificidad y la diversidad cultural nacionales. En sus antologías
Stimmen der Völker in Liedern (1778) y Volkslieder (1778-1779)
afirmaba que «las voces del pueblo» de diversas naciones podían
ser escuchadas en sus canciones, además de en la poesía y las
danzas. A pesar de que se centró específicamente en los textos de
las canciones, la mayoría publicadas sin melodía, destacó la etnia o
nación de origen de estas (incluidas las de Irlanda y Estonia, que
aún no eran independientes). Como ilustrado, pensaba que las
canciones poseían tanto una cualidad universal, ya que podían
representar toda la cultura humana, como una dimensión privativa,
ya que también podían dar voz a culturas diferenciadas en sus
formas más específicas, entre las cuales la nacional era la forma
más común, y la otorgada por Dios 58 . Herder no fue el único que
puso nombre a este fenómeno musical; en otros países se utilizaban
términos como canzoni populari y canzoni tradizionali; narodnaya
pesnya; national song y popular song . Estos términos reflejan una
creciente conciencia respecto a la música de las sociedades
campesinas tradicionales, arraigada en el trabajo y las costumbres
cotidianas; una mirada antropológica a las sociedades premodernas,
incluidas las ideas sobre el primitivismo de Rousseau, el auge del
turismo en busca de lo exótico y la acogida de la poseía de James
Macpherson, que él atribuía a un antiguo bardo gaélico llamado
«Osián» 59 . De hecho, Von deustcher Art und Kunst, de Herder, es
en realidad un ensayo sobre los escritos de Macpherson.
El siglo XIX fue testigo de la difusión, la sistematización y, sobre
todo, la nacionalización del estudio de la música tradicional. Al
comienzo, «música tradicional» era casi sinónimo de música
escocesa. La primera colección de canciones tradicionales (1774;
rápidamente retirada de circulación) de Herder únicamente incluía
material alemán y británico, y daba gran importancia a las canciones
escocesas en su análisis de la música tradicional 60 . Sin embargo,
las colecciones posteriores (1778, 1779) de Herder contemplaban
muchas más tradiciones europeas, incluyendo Francia, España,
Italia, Escandinavia, los países bálticos e incluso Laponia,
Groenlandia y Perú. De nuevo, los siguientes pasos se dieron en
Alemania, con la antología en dos partes de Clemens Brentano y
Achim von Arnim, Des Knaben Wünderhorn (1806, 1808), que hacía
hincapié en la lengua alemana y que fue reeditada y adaptada a lo
largo de todo el siglo, obteniendo así una mayor repercusión
nacional. Le siguieron Deutsche Lied für Jung und Alt (1818),
editado por Bernhard Klein y Karl August Groos, cuyos textos eran
predominantemente de los mayores poetas alemanes, como
Goethe, Friedrich Schlegel y Ludwig Uhland, escritos al estilo de
canciones tradicionales, pero esta vez con música añadida, y la
emblemática publicación Deutscher Liederhort (1893-1894), de
Ludwig Erk y Franz Magnus Böhme, que incluía 2.175 canciones.
Gracias sobre todo al ejemplo y a las ideas provenientes de
Alemania, el estudio, la publicación y la estética de la música
tradicional se extendieron por Europa, primero por los países celtas,
Escandinavia y las regiones eslavas —las ideas de Herder fueron
especialmente influyentes en el este de Europa— y más adelante, a
finales del siglo XIX , también por Italia, Francia e Inglaterra. En
Rusia se habían publicado canciones tradicionales desde la década
de 1770, pero la famosa colección de Nikolai Lvov (1790) fue una
respuesta a Herder. Los ejemplos de investigación sobre música
tradicional y folclore incluyen los de Ludvig Matthias Lindeman
(1840) en el caso de Noruega; Oskar Kolberg (1857-1890) en
Polonia; Karel Jaromír Erben para el caso checo (1842-1845), y
Julien Tiersot (1889) en Francia. Un policía de Chicago, Francis
O’Neill, recopiló más de 2.500 melodías irlandesas, que publicó en
nueve volúmenes a principios del siglo XX ; como consecuencia de
la diáspora irlandesa, contribuyó a unificar las diferentes tradiciones
musicales locales. En el otro lado de Europa, Shaul Ginsburg y
Pesach Marek publicaron una antología integral de 367 canciones
tradicionales judías bajo el título de Canciones tradicionales judías
de Rusia (1901), tanto en yidis como en otras lenguas. Esta labor
fue apoyada por la Sociedad de San Petersburgo para la Canción
Tradicional Judía y ponía en evidencia la clara motivación ideológica
de los editores, que siguieron el modelo del Deutscher Liederhort de
Erk y Böhme con la idea de rescatar para el pueblo judío una parte
esencial de su historia 61 .
Desde el comienzo, el interés por la música tradicional estaba
vinculado a una crítica implícita a las sociedades modernas
europeas que sufrían la industrialización y la racionalización
burocrática. La idea de que los diferentes pueblos expresaban sus
diferencias a través de la cultura y de que la música era un aspecto
vital del culto a lo autentico se fue extendiendo por la Europa del
siglo XIX , en la que los diversos significados del término «pueblo»
se vieron reducidos a una ecuación que incluía al campesinado en
su entorno rural original. Era aquí donde los seguidores de Herder
esperaban encontrar a la auténtica nación con su verdadera y
genuina cultura, en los dialectos, bailes, baladas y música de
campesinos supuestamente incorruptos, incluso si, como la mayoría
de los artesanos, permanecían al margen del espacio generado por
los vínculos entre ciudadanos. La música tradicional se convirtió en
un medio por el que una clase media recientemente incorporada a la
ciudad podía, y en algunos casos lograba, reconectar con lo que
consideraban su verdadera etnicidad y su distante pasado rural. Al
mismo tiempo, los preceptores nacionales diferenciaban la música
tradicional de otras músicas populares, especialmente de las
canciones populares urbanas, que les parecían impuras, cursis o
comerciales. Coleccionistas como Arnim y Brentano no pretendían
únicamente reunir un catálogo de costumbres que se desvanecían,
sino, tal y como ellos lo entendían, educar y mejorar el gusto de las
clases bajas urbanas, que habían olvidado sus raíces campesinas.
A comienzos del siglo XX , la estética de la música tradicional se
alejó de la ideología ciudadana inicial para servir en su lugar a
varios movimientos de regeneración nacional que surgían en
aquellos momentos. Estos movimientos, haciéndose eco del
conservadurismo völkisch enunciado por primera vez en la Alemania
decimonónica por Fichte y otros, proponían un modelo de
comunidad orgánica opuesto a la sociedad moderna, urbana y
«cosmopolita» y pretendían revertir el proceso de mestizaje cultural
e incluso racial para devolver a la nación a su verdadera
«naturaleza».

La incorporación de la música tradicional


Como se demostrará en el capítulo 2, el siglo XVIII fue testigo de un
creciente interés por los modismos étnicos en la música, en
particular por las canciones escocesas, los efectos de «color local»
para los escenarios musicales, sobre todo en las obras teatrales, y
la aparición de un estilo «pretendidamente popular» en las
canciones alemanas para la interpretación doméstica. Pero ninguna
de estas formas musicales era presentada o percibida como
«música nacional» tal y como entendemos el término hoy en día —
despertar en el público ideas positivas respecto a la nación y los
sentimientos nacionales—. La nacionalización de los modismos
musicales y de los estilos populares tuvo lugar, conceptualmente, a
finales del siglo XVIII y, más tarde, en el siglo XIX , en la práctica, al
ser adoptados por los programas e ideologías nacionalistas y
combinados con otros potentes recursos culturales, tales como las
ideas de tierra natal y de historia y mitología nacionales. Este sólido
entorno intelectual supuso una elevación de la calidad y las
aspiraciones de las composiciones basadas en lo popular. Los
grandes compositores que tomaron esta senda fueron Weber,
Chopin y Glinka en las décadas de 1820 y 1830; más tarde, a finales
del siglo XIX , les siguieron Liszt, Smetana, Balakirev, Borodin,
Mussorgski, Rimski-Korsakov, Grieg, D’Indy, Dvorak y otros, y
Albéniz, Vaughan Williams y otros a principios del siglo XX . Algunos
compositores coleccionaron y publicaron música tradicional para
más tarde incorporarla a su propia música, destacando Balakirev,
Janáček, Vaughan Williams, Holst, Bartók y Kodály. Hasta cierto
punto, podemos detectar una creciente precisión en la reproducción,
que es reflejo de la profesionalización en el estudio de la música
tradicional. Mussorgski y Janáček estaban interesados en la relación
entre los ritmos del habla y la música tradicional, y en sus trabajos
esta influencia iba en paralelo a una estética integradora de estilos
compositivos realistas y duros que se erguían frente a la superficial
ornamentación burguesa. Pero todo ello no siempre derivó en
música nacional: una mayor exactitud etnográfica no supone en sí
misma más nacionalismo en la música clásica. Hacia 1900 y 1910
algunas composiciones influidas por la música tradicional ya no eran
lo que consideramos música estrictamente nacional, sino un
modernismo con un barniz étnico preocupado por problemas de
comunicación, individualidad artística y renovación del lenguaje
musical a través de principios estructurales alternativos.
Un buen ejemplo de la incorporación de la música tradicional se
encuentra en cuatro de los compositores rusos del llamado
moguchaya kuchka («El gran puñado» o «Grupo de los cinco»): Mily
Balakirev, Alexander Borodin, Nikolai Rimski-Korsakov y Modest
Mussorgski. En estos casos, esta incorporación se combina con un
programa explícitamente nacionalista, y en ocasiones también con
una investigación etnográfica original. El kuchka se formó durante
un periodo de liberalización en Rusia durante el reinado de Alejando
II y se vio estimulado por el desacuerdo con Anton Rubinstein y sus
organizaciones: la Sociedad Musical Rusa y el Conservatorio de
San Petersburgo (fundado en 1862). El proyecto de Rubinstein era
internacional, tenía un carácter profesional, con personal traído del
extranjero, y su objetivo era importar la cultura musical y técnica de
Alemania a Rusia, donde, desde su punto de vista, la composición
estaba en manos de diletantes. Los miembros del kuchka eran
autodidactas, y todos trabajaron en algún momento fuera del ámbito
musical. Además del resentimiento con la nueva entidad musical
creada por Rubinstein, les unían las ideas nacionalistas de su
mentor, el crítico Vladimir Stasov (que dio nombre al grupo), y
Balakirev, el líder intelectual de los compositores, que promovía y
supervisaba algunas de las composiciones del resto. Los kuchka
eran musicalmente progresistas, se oponían al academicismo y
defendían la música programática, el brillante color orquestal, los
contrastes fuertes y un estilo pseudooriental derivado de la ópera
Ruslan y Ludmila, de Glinka. No coincidían respecto al uso de las
canciones tradicionales: Stasov y el quinto compositor del grupo,
César Cui, pensaban que no pasaban la prueba del realismo. Sin
embargo, Balakirev realizó un viaje por el Volga en el verano de
1860 para recoger canciones tradicionales, cuyo resultado fue un
volumen de cuarenta arreglos (1866). Prestó atención a la música
tradicional del Cáucaso, desarrolló un nuevo sistema armónico
basado en la modalidad de las baladas tradicionales rusas y abogó
por el uso de canciones tradicionales en las composiciones
orquestales, junto a principios estructurales alternativos a los
desplegados por la música sinfónica convencional —principalmente
alemana—. En este sentido, consiguió crear una escuela de
composición orquestal (de la que se hablará en el capítulo 2). Al
mismo tiempo, Mussorgski y Rimski-Korsakov hicieron uso en sus
óperas de las canciones tradicionales con amplias funciones
dramáticas. En la década de 1870 el kuchka ya se había disuelto
como grupo coherente —Rimski-Korsakov se sumó como profesor
al Conservatorio de San Petersburgo, Balakirev sufrió una crisis
nerviosa, Mussorgski se unió a grupos reaccionarios y Cui tenía más
éxito como crítico que como compositor—, pero el estilo de todos
ellos y su manera de estilizar las canciones tradicionales se
convirtieron en un referente para compositores rusos posteriores
que querían evocar la nacionalidad.
En Inglaterra, el renacimiento de las canciones tradicionales
empezó a finales de la década de 1880 —más tarde que en la
mayoría de Europa—, y desde el comienzo estuvo fuertemente
imbuido de antiurbanismo y antiindustrialismo. Se convirtió en foco
de interés para las clases medias descontentas con el utilitarismo
victoriano y las consecuencias culturales de su política económica.
En su discurso inaugural de la recién creada Folksong Society en
1898, el compositor Hubert Parry, generalmente considerado el líder
de la profesión musical en Inglaterra, recomendó a los compositores
ingleses estudiar las canciones tradicionales, ya que «este estilo es
en definitiva nacional» y podía ser una alternativa saludable «a la
sórdida vulgaridad de los habitantes de nuestras ciudades» 62 . A
medida que la creciente urbanización atraía cada vez a más
trabajadores rurales a las ciudades en expansión, las tradiciones
populares iban desapareciendo en Inglaterra, y la principal
preocupación de estos revitalizadores nacionales de lo tradicional
era salvar todo el patrimonio que pudiesen. Al mismo tiempo, la vida
musical inglesa, incluida la composición profesional, estaba viviendo
un «renacimiento», como decían sus defensores, profesionales
cultivados pertenecientes a las clases medias y a las familias
radicales de la «aristocracia intelectual» inglesa 63 . Intentaban
revitalizar las grandes tradiciones musicales inglesas de los
periodos Tudor y jacobita, así como aprovechar las posibilidades de
las canciones tradicionales y contrarrestar lo que consideraban una
larga tendencia de los ingleses a importar música de fuera en lugar
de crear la suya propia.
Las preocupaciones de ambos movimientos se cruzan en la
figura de Ralph Vaughan Williams, el compositor inglés más exitoso
de esa generación después de Elgar, que se dedicó a recoger,
arreglar y editar canciones tradicionales, a publicitarlas y dar
conferencias sobre ellas. En este campo se le unieron sus amigos y
colegas compositores Gustav Holst y George Butterworth. El interés
de Vaughan Williams no era únicamente etnográfico, sino también
cultural y filantrópico, una actitud propia de un caballero ocioso de
familia de tradición radical y con un fuerte sentido ético. Su proyecto
musical fue un claro ejemplo de la movilización de lo autóctono, ya
que quería crear una cultura musical desde la base, familiarizando a
la gente corriente con la música tradicional inglesa y uniendo la
composición profesional con la música sencilla hecha por
aficionados, en la creencia de que el arte debe surgir de la
comunidad. Vaughan Williams incluyó las melodías de canciones
tradicionales en su edición del English Hymnal (1906), un intento de
reformar desde abajo la música de la Iglesia Anglicana. Él y Holst
eran socialistas declarados, pero de la variante de clase media
representada por William Morris y la Sociedad Fabiana 64 . Vaughan
Williams decía que las canciones tradicionales eran «la sangre
espiritual del pueblo» 65 . De entre su música instrumental original,
la Norfolk Rhapsody n.° 1 (1906), la Fantasia on English Folk Song
(1910) y Five Variants on Dives and Lazarus (1939) se basan en las
canciones tradicionales que fue reuniendo. Las óperas Hugh the
Drover (1911-1914; estrenada en 1924) y Sir John in Love (1924-
1929) se inspiran en canciones tradicionales. Sin embargo, en
contraste con su reputación de «compositor popular», las alusiones
directas a canciones tradicionales son relativamente poco
frecuentes en las composiciones artísticamente ambiciosas de
Vaughan Williams. En sus primeros años buscaba una identidad
propia como compositor, y la encontró al impregnar su estilo con
algunos de los ritmos y formas de las canciones tradicionales
inglesas, a lo que unió otras influencias, como Debussy y Ravel,
junto a su interés por los paisajes, la música del periodo Tudor y la
literatura y la religión visionarias de la tradición radical inglesa. En
los años veinte su música exploró temas como la religión (Sancta
Civitas, 1925; The Pilgrim’s Progress, 1921-1951), la sexualidad
(Flos Campi, 1925), la mortalidad (Riders to the Sea, 1936) y la vida
moderna y la música (Sinfonías n.° 4 y n.° 6, 1934, 1947, Concierto
para piano, 1931). Volvió a las canciones tradicionales y al
imaginario paisajístico solo por necesidad durante e inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial, escribiendo partituras para
películas propagandísticas del gobierno y una, The People’s Land
(1943), para el recién creado National Trust. El interés de Vaughan
Williams por las canciones tradicionales formaba parte de una fuerte
síntesis artística que se hacía eco de la redefinición antiindustrial y
comunitaria de la nacionalidad inglesa a partir de 1880, en la era de
la contracción industrial, la competencia económica alemana y
estadounidense y el desafío al imperio de ultramar.
El primer compositor de envergadura que siguió una carrera
paralela como etnomusicólogo profesional fue Bela Bartók, quien a
partir de 1905 recogió material en Hungría junto a su colega Zoltán
Kodály, que preparaba un doctorado sobre la música tradicional
húngara. Más adelante Bartók amplió sus miras, primero hacia otros
grupos étnicos dentro de la esfera política húngara, en las actuales
Eslovaquia y Rumanía, más tarde hacia el norte de África y por
último hacia Turquía. Desarrolló su propio método de
etnomusicología comparada, que explicó en sus ensayos y
posteriormente en su libro La música tradicional húngara y de los
pueblos vecinos (1934). Las primeras composiciones originales de
Bartók, como el poema sinfónico Kossuth (1903), se enmarcan
dentro de un estilo compositivo tradicional húngaro derivado de Liszt
y Brahms, muy dependiente de los modismos de los verbunkos, que
se asociaban con las actuaciones de los gitanos húngaros. Esta
música gitana se vio favorecida por la nobleza y la alta burguesía de
Budapest, y Liszt y sus Rapsodias húngaras la hicieron
internacionalmente popular como estilo nacional húngaro. El ímpetu
inicial de Bartók por el estudio de la canción tradicional supuso el
reconocimiento de que la auténtica canción tradicional húngara tal y
como él la entendía —la música de los campesinos— era algo
bastante diferente. Asumió el cometido de salvaguardar la poco
conocida y sin embargo verdadera música húngara frente a la
invasión de la falsa, y en un primer momento tuvo la esperanza de
poder crear sobre estas bases un nuevo estilo de composición
nacional. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a combinar
diferentes influencias étnicas y las usó para alterar su lenguaje
musical de manera esencial, lo que hizo que su estilo se adhiriese al
de un grupo internacional de compositores modernistas que incluía
a Stravinski, Scriabin y Schönberg. Bartók era un patriota húngaro
que quería llamar la atención sobre la música tradicional magiar,
pero también ayudó a promocionar otras músicas étnicas, reconoció
el intercambio entre ellas y, en sus trabajos de las décadas de 1910
y 1920, desarrolló un estimulante lenguaje modernista dirigido a
entendidos en el que no había rastro de la música nacional
decimonónica y que difícilmente movilizaría a los ciudadanos en
favor de la causa nacional. Sin embargo, a finales de los años
treinta Bartók volvió a utilizar en su lenguaje el estilo de los
verbunkos en obras como Contrasts , el Cuarteto n.° 6 y el Concierto
para violín 66 . Por lo general sus trabajos reflejan la noción de una
Hungría imperial multiétnica que dejó de existir tras la Gran Guerra.
La práctica de incorporar música tradicional a composiciones de
música clásica no estaba ligada a una única postura política, y podía
servir a concepciones de la nación monárquicas, republicanas u
organicistas. En el caso de comunidades relativamente pequeñas
que luchaban por su independencia, como por ejemplo los territorios
checos, Finlandia y Noruega, la definición cultural de la nación a
través de la música y los característicos acentos y temas nacionales
contribuyeron a configurar un modelo de nación basado en la
ciudadanía. Por ejemplo, Smetana se sentía identificado con el
partido de los «jóvenes checos», al tiempo que en la década de
1890 Sibelius estaba asociado a la «Joven Finlandia». La música
sirvió al modelo de movilización autóctona y a la educación nacional
de futuros ciudadanos libres. En los estados-nación bien
desarrollados la situación era a veces bastante diferente. En la
Rusia posnapoleónica el nacionalismo era una política estatal, y el
movimiento tradicional fue adaptado e incluso promovido por el
estado, como demuestra La vida por el zar de Glinka. Chaikovski,
que se vio muy favorecido por el mecenazgo imperial, nunca utilizó
tanto la música tradicional como en su ópera Vakula el herrero
(1874), que fue un encargo de la corte y que reflejaba la propaganda
estatal contra el separatismo ucraniano. La feria de Soróchinets
(1874-1881) de Mussorgski, incluida dentro del mismo estilo
aprobado oficialmente de la «opereta cómica rusa», utilizó más que
nunca auténticas canciones tradicionales; sin embargo, refleja la
cercanía del compositor con aristócratas reaccionarios, como el
experto en canciones tradicionales Tertiy Ivanovich Filippov 67 .
Incluso Balakirev cambió el programa revolucionario que reflejaba el
ambiente político de comienzos de la década de 1860 y que
acompañaba a su segunda Obertura sobre temas rusos , basada en
temas tradicionales, por uno antiliberal y eslavófilo que celebraba la
historia de Rusia, demostrando que la misma pieza musical podía
promover programas tanto progresistas como reaccionarios 68 . En
Francia, las composiciones influidas por las canciones tradicionales
eran alentadas por la Schola Cantorum, una institución creada en
1894 en oposición a los conservatorios estatales que reflejaba los
objetivos regeneracionistas de su creador, el compositor Vicent
d’Indy, un feroz y elocuente enemigo del liberalismo de la Tercera
República. (La Sinfonía sobre un aire montañés francés de D’Indy y
su entorno cultural se abordan en el capítulo 2.) El alumno de D’Indy
Joseph Canteloube, que dedicó su vida a coleccionar y arreglar
canciones tradicionales francesas, era miembro del movimiento
contrarrevolucionario monárquico Action française y se posicionó a
favor del gobierno de Vichy. Las observaciones de Hubert Parry —
un darwinista social comprometido que creía en la superioridad
racial germánica— ante la Sociedad Inglesa para la Canción
Tradicional (citadas anteriormente) muestran sus miedos por la
degeneración urbana. Los escritos musicales de Bartók están llenos
de referencias a la raza, la degeneración y la contaminación cultural.
Temía la influencia de judíos y gitanos en la vida cultural húngara, y
quería revertir el cosmopolitismo del Imperio Austrohúngaro con el
objetivo de preservar la música étnica rural, ya que aquellos
músicos, aunque también híbridos, eran híbridos campesinos
aceptables 69 . El compositor, pianista y coleccionista de canciones
tradicionales australiano Percy Grainger mantuvo toda su vida la
creencia en la superioridad racial nórdica como si fuese una
cuestión de fe: creía que Australia era la reserva sur de la pureza
racial nórdica 70 . Estas ideas aún apelan al «pueblo», pero lo hacen
en referencia tanto a lo biológico y ancestral como a cualquier ideal
republicano de ciudadanía.
25 . Ulrich Im Hof, Mythos Schweiz: Identität, Nation, Geschichte, 1291-1991
(Zúrich: Neue Zürcher Zeitung, 1991), cap. 1.

26 . Hastings, The Constrution of Nationhood, cap. 2; Leonard Scales, «Identifying


“France” and “Germany”: Medieval Nation-Making in Some Recent Publications»,
Bulletin of International Medieval Research 6 (2000), pp. 23-46.

27 . Scales, «Identifying “France” and “Germany”»; Leonard Scales, «Late


Medieval Germany: An Under-Stated Nation?», en Leonard Scales y Oliver
Zimmer (eds.), Power and the Nation in European History (Cambridge: Cambridge
University Press, 2005), pp. 166-191; Hirschi, The Origins of Nationalism; Anders
Toftgaard, «Letters and Arms: Literary Language, Power and Nation in
Renaissance Italy and France, 1300-1600», tesis doctoral, Universidad de
Copenhague, 2005.

28 . Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, pp. 109-
117.

29 . Bo Strath, «The Swedish Path to National Identity in the Nineteenth Century»,


en Oysten Sorensen (ed.), Nordic Paths to National Identity in the Nineteenth
Century (Oslo: Research Council of Norway, 1994), pp. 55-63.

30 . Anthony D. Smith, The Cultural Foundations of Nations: Hierarchy, Covenant,


and Republic (Oxford: Blackwell, 2008), caps. 4 y 5.

31 . Véase Hastings, The Construction of Nationhood, cap. 8; Anthony D. Smith,


Chosen Peoples: Sacred Sources of National Identity (Oxford: Oxford University
Press, 2003), caps. 3 y 5.

32 . Max Weber, From Max Weber: Essays in Sociology, ed. de H. Gerth y W. Mills
(Londres: Routledge & Kegan Paul, 1948), cap. 9.

33 . Véase Leerssen, National Thought in Europe, pp. 186-203; Anthony D. Smith,


«National Identity and Vernacular Mobilisation in Europe», Nations and
Nationalism 17/2 (2011), pp. 223-256.

34 . T. C. W. Blanning, The Triumph of Music: Composers, Musicians and Their


Audiences, 1700 to the Present (Londres: Penguin, 2008), pp. 241-245.

35 . Linda Colley, Britons: Forging the Nation, 1707-1837 (New Haven: Yale
University Press, 1992), pp. 31-33; respecto a la contribución de las artes
visuales, véase también Johan Bonehill y Geoff Quilley (eds.), Conflicting Visions:
War and Visual Culture in Britain and France, c. 1700-1830 (Aldershot: Ashgate,
2005).
36 . Blanning, The Triumph of Music, pp. 246-247.

37 . Blanning, The Triumph of Music, pp. 248-260; Michael Vovelle, «La


Marseillaise: War or Peace», en Lawrence D. Kritzman (ed.), Realms of Memory:
The Construction of the French Past under the Direction of Pierre Nora, trad. de
Arthur Goldhammer, vol. 3, Symbols (Nueva York y Chichester: Columbia
University Press, 1998), pp. 29-74; véase también Simon Schama, Citizens: A
Chronicle of the French Revolution (Nueva York y Londres: Knopf y Penguin,
1989), pp. 597-599.

38 . Emmet Kennedy, A Cultural History of the French Revolution (New Haven y


Londres: Yale University Press, 1989), pp. 116-118, Robert Rosenblum,
Transformation in Late Eighteenth Century Art (Princeton: Princeton University
Press, 1967), cap. 2.

39 . Kennedy, A Cultural History of the French Revolution, pp. 119-121.

40 . David Charlton, «Introduction: Exploring the Revolution», en Malcolm Boyd


(ed.), Music and the French Revolution (Cambridge: Cambridge University Press,
1992), pp. 1-11; Robert Herbert, David, Voltaire, «Brutus» and the French
Revolution: An Essay in Art and Politics (Londres: Allen Lane, 1972); Jean-Louis
Jam, «Marie-Joseph Chénier and François-Joseph Gossec: Two Artists in the
Service of Revolutionary Propaganda», en Boyd (ed.), Music and the French
Revolution, pp. 221-235; Kennedy, A Cultural History of the French Revolution, pp.
239-241, 337, 343.

41 . Aviel Roshwald, The Endurance of Nationalism: Ancient Roots and Modern


Dilemmas (Cambridge: Cambridge University Press, 2006), cap. 4; M. Elisabeth C.
Bartlet, «The New Repertory of the Opera During the Reign of Terror:
Revolutionary Rethoric and Operatic Consequences», en Boyd (ed.), Music and
the French Revolution, pp. 107-156.

42 . George I. Mosse, The Nationalism of the Masses: Political Symbolism and


Mass Movements in Germany from Napoleonic Wars through the Third Reich
(Ithaca y Londres: Cornell University Press, 1975), pp. 77-79, 83-85.

43 . Beate Angelika Kraus, «Beethoven and the Revolution: The View of the
French Musical Press», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 300-
314.

44 . Applegate, Bach in Berlin; Celia Applegate y Pamela M. Potter, «Germans as


the “People of Music”: Genealogy of and Identity», en Applegate y Potter (eds.),
Music and German National Identity, pp. 1-35.

45 . R. Larry Todd, «On Mendelsohn’s Sacred Music, Real and Imaginary», en


Peter Mercer-Taylor (ed.), The Cambridge Companion to Mendelssohn
(Cambridge: Cambridge University Press, 2004), pp. 167-188; véase también
Mark Evan Bonds, After Beethoven: Imperatives of Originality in the Symphony
(Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1996), cap. 3; Ryan Minor, Choral
Fantasies: Music, Festivity, and Nationhood in Nineteenth Century Germany
(Cambridge: Cambridge University Press, 2012), cap. 2; y más adelante, en el
capítulo 6.

46 . Eichner, History in Mighty Sounds, p. 163; Bohlman, Music, Nationalism, and


the Making of the New Europe, pp. 35-37; Leerssen, National Thought in Europe,
pp. 148-149.

47 . * Las part-songs son una forma de música coral secular a dos o más voces.
[N. del T.]

48 . John Daverio, «Einheit-Freiheit-Vaterland: Intimations of Utopia in Robert


Schumann’s Late Choral Music», en Applegate y Potter (eds.), Music and German
National Identity, pp. 59-77.

49 . Taruskin, Defining Russia Musically, cap. 2; Frolova-Walker, Russian Music


and Nationalism, pp. 58-61.

50 . Maes, A History of Russian Music, pp. 24-25.

51 . Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 119-127.

52 . Michael Murphy, «Moniuszko and Musical Nationalism in Poland», en Murphy


y White (eds.), Musical Constructions of Nationalism, pp. 163-180.

53 . Anthony Arblaster, Viva La Libertà! Politics in Opera (Nueva York y Londres:


Verso, 1992), pp. 212-213, 215-217.

54 . John Tyrrell, Czech Opera (Cambridge: Cambridge University Press, 1988),


pp. 215-217, 226-232.

55 . Stephen Brockmann, Nuremberg: The Imaginary Capital (Rochester:


Camdem House, 2006), cap. 2, pp. 102-103.

56 . Arthur Groos, «Constructing Nuremberg: Typological and Proleptic


Communities in Die Meistersinger», 19th-Century Music 16/1 (1992), pp. 26-32,
Stewart Spencer, «Wagner’s Nuremberg», Cambridge Opera Journal 4/1 (1992),
pp. 31-32; Brockman, The Imaginary Capital, pp. 52-55; Stephen C. McClatchie,
«Performing Germany in Wagner’s Die Meistersinger von Nürnberg», en Thomas
S. Grey (ed.), The Cambridge Companion to Wagner (Cambridge: Cambridge
University Press, 2008), p. 142.
57 . Matthew Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music»: Emerging
Categories from Ossian to Wagner (Cambridge: Cambridge University Press,
2007), pp. 28-31; Graham Johnson, Berlioz and the Romantic Imagination
(Londres: Arts Council, 1969), p. 34.

58 . Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, pp. 28-29;
F. M. Barnard, «Culture and Political Development: Herder’s Suggestive Insights»,
American Political Science Review 62 (1969), pp. 379-397.

59 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 106-107.

60 . Ibíd., p. 102.

61 . Bohlman, Music, Nationalism and the Making of the New Europe, pp. 75-82.

62 . Hubert Parry, «Inaugural Adress», Journal of the Folksong Society 1/1 (1989),
p. 3.

63 . Noel Annan, «The Intellectual Aristocracy», en J. H. Plumb (ed.), Studies in


Social History: A Tribute to G. M. Trevelyan (Londres: Longman, Green & Co.,
1955), pp. 241-287; Julian Onderdonk, «Ralph Vaughan Williams’ Folksong
Collecting English Nationalism and the Rise of Professional Society» (tesis
doctoral, Universidad de Nueva York, 1998), pp. 79-140, y «The Composer and
Society: Family, Politics, Nation», en Alain Frogley y Aidan J. Thomson (eds.), The
Cambridge Companion to Vaughan Williams (Cambridge: Cambridge University
Press, 2013), pp. 9-28.

64 . Paul Harrington, «Holst and Vaughan Williams: Radical Pastoral», en


Christopher Norris (ed.), Music and the Politics of Culture (Londres: Lawrence &
Wishart, 1989), pp. 106-127.

65 . Ralph Vaughan Williams, National Music and other Essays (Oxford: Oxford
University Press, 1987), p. 23.

66 . Schneider, Bartók, Hungary, and the Renewal of Tradition, introducción y p.


263.

67 . Maes, A History of Russian Music, pp. 124-126, 129.

68 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 145-149.

69 . David Cooper, «Bela Bartók and the Question of Race Purity in Music», en
Murphy y White (eds.), Musical Constructions of Nationalism, pp. 16-32; Katie
Trumpener, «Bela Bartók and the Rise of Comparative Ethnomusicology:
Nationalism, Race Purity and the Legacy of the Austro-Hungarian Empire», en
Ronald Radano y Philip V. Bohlman (eds.), Music and the Racial Imagination
(Chicago: University of Chicago Press, 2000), pp. 403-434; Julie Brown, «Bartók,
The Gyspsies and Hybridity in Music», en Georgina Born y David Hesmondhalgh
(eds.), Western Music and its Others: Difference, Representation and
Appropriation in Music (Berkeley: University of California Press, 2000), pp. 119-
142.

70 . Malcolm Gillies y David Pear, «Percy Grainger and American Nordicism», en


Julie Brown (ed.), Western Music and Race, pp. 115-124.
2 La música tradicional en la música culta

Como hemos visto, los preceptores nacionales del siglo XIX y


principios del XX , habiendo puesto sus esperanzas en dar forma a
la comunidad nacional, dirigieron su atención hacia «el pueblo». Los
adeptos al pensamiento de Herder buscaron la esencia de la nación
en la cultura autóctona del pueblo. El estudio del folclore era vital
para su proyecto, y difundieron ampliamente sus conclusiones para
llamar la atención de sus connacionales respecto a su propia
cultura. En concreto, los pensadores nacionalistas exhortaron a los
compositores a construir la música culta de alto nivel sobre esas
bases, con la esperanza de que la idea de nacionalidad fuese
diseminada y tomada en consideración en la cultura de las clases
acomodadas. El interés académico por la música tradicional surgió
en Alemania, para extenderse después por países que carecían de
una tradición profesional larga o culta en cuanto a la composición
musical, y más tarde por aquellos que sí la tenían (Francia e Italia).
A partir de entonces surgió una tradición intelectual que estableció
fuertes vínculos entre la música cotidiana de las poblaciones rurales
y la música de la alta cultura europea. El proyecto de una
movilización autóctona se vería apoyado por la creación de
modismos semivernáculos en el ámbito de la tradición de la música
culta.
El programa de la música nacionalista tuvo éxito por cuanto en la
actualidad miles de oyentes de música clásica siguen escuchando el
carácter nacional en aquella música culta basada en fuentes étnicas
nativas, empezando por Chopin y Glinka y continuando con
Smetana, Dvořák, Grieg, los miembros del kuchka y, a comienzos
del siglo XX , Vaughan Williams, Albéniz y Falla. A primera vista
podría parecer que la influencia de la música tradicional es un
prerrequisito para la existencia de música nacional y que la define.
Sin embargo, esta impresión es parcialmente errónea. A pesar del
notable solapamiento, no toda la música clásica bebe de la música
vernácula étnica ni, a la inversa, toda la música clásica que bebe de
ella puede ser llamada, según nuestra definición, música nacional.
Der Ring des Nibelungen de Wagner se basa en el folclore no
musical —las fuentes literarias, la mitología y los pseudoantiguos
versos aliterativos Stabreim de Wagner—, pero no en canciones o
bailes tradicionales, aunque sin duda se consideró y se percibió
como una contribución a la cultura nacional alemana. La cantata de
Elgar Caractacus y su «estudio sinfónico» Falstaff no tienen en
cuenta a la tradición para nada y, sin embargo, ambas pretendían, y
así se percibió, retratar las características nacionales inglesas y
despertar sentimientos nacionales. Por otra parte, los metódicos
estudios folclóricos de Janáček y Bartók y la absorción de una
modalidad, unas estructuras rítmicas y unas inflexiones melódicas
particulares en sus modismos composicionales no los
circunscribieron en ningún caso a la música nacional en sus trabajos
posteriores. Del mismo modo, la autenticidad de las fuentes
utilizadas por un compositor no determina el carácter nacional de su
música. Der Freischütz de Weber marcó el comienzo de la ópera
romántica alemana y fue toda una institución teatral en la
Centroeuropa germanohablante, pero sus melodías
pseudotradicionales, cantadas por campesinos alemanes en un
idílico ambiente rural, eran invenciones de Weber, a pesar de que
fueran rápidamente adoptadas en las calles aledañas a los teatros
de ópera. En cuanto a la técnica compositiva, el intercambio
trasnacional fue fundamental para este repertorio, y los
compositores escudriñaban al otro lado de la frontera en busca de
modelos para los géneros preferidos, como rapsodias, oberturas,
sinfonías y colecciones de bailes para piano.
Los compositores mostraron diferentes grados de asimilación
estilística, imitación y transformación de los materiales étnicos, no
se limitaron únicamente a las citas literales y combinaron estos
elementos musicales con temas literarios sobre la cultura, la historia
y los paisajes nacionales para crear una música que fuese percibida
como nacional por su público urbano. Pero el nacionalismo no fue la
única razón que les atrajo hacia la música tradicional. Un segundo
conjunto de fuerzas culturales —relacionadas con el nacionalismo
pero diferentes a él— les urgía a buscar autenticidad expresiva,
individualidad y originalidad. El artista romántico mantenía una
relación ambivalente con las tradiciones históricas y percibía un
creciente distanciamiento entre la cultura tradicional urbana y el arte
de lo «poético». Una solución a la alienación romántica era evocar el
espíritu de un colectivo humano naíf (el pueblo tradicional) cuya
producción cultural se consideraba simple, audaz, primitiva y no
burguesa. La música étnica ofrecía una fuente de autenticidad para
el artista creativo, que empezaba a ser valorado, y era una manera
de reintegrar al individuo en una sociedad reformada. Los objetivos
del movimiento nacionalista se solapaban con los del romanticismo
gracias a la búsqueda común de los orígenes y de la autenticidad y
su simultánea articulación herderiana. Pero a veces es necesario
separarlos conceptualmente, sobre todo desde que, en las primeras
décadas del siglo XX , el legado del romanticismo, potenciado bajo la
apariencia del modernismo artístico, sustituyó al nacionalismo como
inspiración de numerosas composiciones que absorbieron
influencias étnicas.
Hacía mucho que la música rural había sido asimilada por la
música profesional de las cortes y las ciudades —por ejemplo,
Georg Philipp Telemann (1681-1767) a menudo usaba melodías
polacas— sin que ni sus creadores la concibiesen ni sus mecenas la
percibiesen como «música nacional». Las «óperas de balada»
satíricas como The Beggar’s Opera (1728) de John Gay
incorporaban melodías, baladas e himnos. El proceso se aceleró
con el cambio en los gustos de las comunidades urbanas en
detrimento de los estilos floridos y entretejidos del «barroco» y en
favor de las texturas homofónicas (melodía/acompañamiento), las
frases simétricas y breves, las armonías simples y el lirismo sencillo,
junto a la estética «galante» que valoraba «lo natural» y «lo
sencillo». Resultó fácil adaptar elementos de la música campesina a
este marco. Es más, los compositores más sofisticados podían
deliberadamente enfrentar, a modo de contraste, modismos rústicos
contra estilos cultos y refinados. Se desarrolló un vocabulario
convencionalizado que representaba la música campesina: breves
frases de conjunto, improvisaciones efectistas y bordones que
recuerdan a gaitas. Este vocabulario puede escucharse en los
movimientos de minueto de los tríos de Haydn y Mozart (el mismo
nombre «trío» proviene de la conformación de un conjunto rústico).
Haydn introdujo innumerables finales en ritmo de «contradanza» y
melodías vivaces con fines humorísticos en movimientos serios e
imponentes. Puede que hiciese uso de melodías tradicionales
croatas, aunque se sigue debatiendo al respecto. Pero, en cualquier
caso, este lenguaje seguía siendo considerado música rural. Refleja
una visión de la sociedad jerárquica y dispar en la que los diversos
estilos y los gestos rítmicos de algunos bailes representaban
distintos estratos sociales en un orden universal, transnacional. En
la música el color local era posible, como el estilo «turco» en Mozart,
pero como parte de un exotismo estandarizado en el siglo XVIII .
Junto a los estilos rústicos, esta música «turca» contribuyó a forjar
una visión del mundo basada en tipologías de caracteres y estilos,
que definía en función de su uso y no de su origen 71 .
Del mismo modo, hacía tiempo que existían ideas acerca de los
«estilos nacionales», que se reflejaban sobre todo en las
distinciones que hacían los teóricos musicales entre los estilos
franceses, alemanes e italianos. Pero estos estilos estaban
asociados con las tradiciones y los gustos de la corte y el público
urbano, no con la música rural y de las clases bajas. A menudo los
estilos ni siquiera estaban definidos por características internas: por
ejemplo, se consideraba que el estilo alemán era una mezcla de los
otros. Los compositores de cualquier país podían adaptar los
distintos estilos nacionales. El italiano Giovanni Battista Lulli fue
aceptado como maestro compositor del estilo francés (como Jean-
Baptiste Lully), y de hecho más adelante fue mirado como una
autoridad por los compositores de la ópera seria francesa. J. S.
Bach escribió un «Concierto italiano» BWV 971, llamado así
únicamente por usar el ritornello , y Mozart se enorgullecía de su
habilidad profesional para imitar el estilo favorito de los países que
visitaba. Los enciclopedistas franceses abogaron por la música
francesa por encima de la italiana en la famosa querelle des
bouffons, pero únicamente porque pensaban que era mejor.
Rousseau, a pesar de su herencia y residencia fundamentalmente
francófonas, atacó apasionadamente a la ópera francesa y defendió
el estilo de la ópera italiana moderna, según él porque el estilo
italiano era más «natural», más humano y más universal, y se lo
recomendaba al público francés.
Es probable que el primer paso hacia una música nacional
basada en modismos vernáculos se diese en Berlín, donde se
compusieron las primeras canciones de música clásica en el sentido
moderno (Lieder). Eran remedos de canciones tradicionales con
melodías simples, estructuras de frases simétricas y sencillos
acompañamientos opcionales para interpretar en casa. Los
principios de este repertorio fueron planteados por vez primera por
Christian Gottfried Krause (Von der musikalischen Poesie, 1752), y,
entre otros, también contribuyeron al género C. P. E. Bach, Johan
Adolf Peter Schultz y Johann Friederich Reichardt. El estilo alentaba
la expresión personal sensitiva por parte del intérprete, pero no la
individualidad del compositor; por tanto, era personal a la vez que
teóricamente colectivo —un tema que posteriormente podría atraer
a los románticos—. Se evitaba la exhibición u ornamentación
melódica, así como cualquier forma que pudiese recordar al
virtuosismo o el ámbito público moderno. En este punto, la línea
entre lo que se tomaba prestado de fuentes tradicionales y lo que se
componía era muy borrosa, tal y como indica la expresión im
Volkston («al estilo popular»). Los compositores estaban sacando
partido de la tendencia rousseauniana, una estética de lo «natural»
que se traducía en algo sencillo y sin amaneramientos y, a la vez,
universal. Como la posterior música nacional, se suponía que los
primeros Lieder seducirían a todas las clases sociales. El repertorio
se amplió durante el siglo XIX con vínculos más explícitos con lo
nacional alemán, sobre todo en las partes para coro masculino.
Brahms continuó la tradición en sus Lieder, que a veces llevan el
título Volkslied, aunque claramente son sus propias composiciones
72 .
Los alemanes del sur también tenían su versión de este estilo
tradicional. El Singspiel alemán de Mozart Die Zauberflöte (1791)
fue escrito para el público de las clases medias del burgués
Freihaus-Theater auf der Weiden, en los barrios residenciales de
Viena, y está plagado de prosaicas melodías, valses, Ländler y
contradanzas. No obstante, en su combinación de estos elementos
con estilos eruditos (para Sarastro y sus sacerdotes) y formas
clásicas, Die Zauberflöte representa la culminación de los principios
de síntesis y universalidad del siglo XVIII : en su música, así como en
su temática intelectual, busca la reconciliación y un lenguaje común
73 . Haydn continuó con este planteamiento en sus últimos oratorios,
Die Schöpfung (1798) y Die Jahreszeiten (1801). En este último, los
modismos musicales rústicos se asocian con antiguos tropos
pastoriles y personajes comunes de origen campesino que celebran
el cambio de estaciones: apenas nada que ver con la música
nacional. Como contraste, el famoso Kayserhymne de Haydn es un
primer ejemplo del Volkston como música nacional. Haydn
ensalzaba a la monarquía Habsburgo, pero el sentimiento nacional
que representa el himno se supone que debe atraer a todas las
clases sociales. Fue usado como himno nacional de Austria y, más
tarde, de Alemania. Beethoven desarrolló una versión de la melodía
festiva de estilo tradicional, más famosa como «Oda a la alegría» de
su Novena Sinfonía, también presente en su Fantasía Coral op. 80,
en el final del Concierto para Piano n.° 4 op. 58 y en el Cuarteto
para Cuerdas en Mi bemol op. 127. Todas son diatónicas y
simétricamente fraseadas, con la mayoría de las notas del mismo
valor. Sin embargo, estos ejemplos conservan gran parte del espíritu
del universalismo de la Ilustración: ni los textos ni las melodías
hacen referencia a ninguna nación en concreto. Esta falta de
concreción de la Novena Sinfonía contribuyó a que a finales del
siglo XX fuese adoptada como el himno supranacional de la Unión
Europea.
La estética del Volkston en la música vienesa fue perfeccionada
por Schubert, que la desarrolló a partir del legado de la escuela de
canto berlinesa pero llevó el Lied a un nivel artístico mucho mayor e
incorporó toques con los guiños irónicos, el distanciamiento y la
nostalgia propios del Romanticismo. Muchos de los Lieder de estilo
tradicional de Schubert están estructurados o tienen inflexiones
sofisticadas para que sugieran una inocencia perdida, una
perfección inalcanzable o la recuperación de memorias olvidadas.
En su primer ciclo de canciones de poemas de Wilhelm Müller, Die
schöne Müllerin (1824), la configuración estrófica de estilo
tradicional esconde una historia trágica y expresa una amarga ironía
bajo la cándida superficie. Más adelante, «Der Lindenbaum», del
Winterreise (1827), el segundo ciclo de Schubert sobre Müller, fue
considerada en las escuelas alemanas una canción tradicional
genuina, aunque su cambio a la tónica menor al comienzo de la
segunda estrofa y el acompañamiento magníficamente graduado del
arreglo original son detalles artísticos que nunca se encontrarían en
una canción tradicional. Schubert también puso el estilo al servicio
de la música instrumental. En su Cuarteto para cuerdas en La
menor D. 804 (1824), dos compases de acompañamiento
introductorio preceden la aparición del melancólico tema principal,
de estilo tradicional, que se repite tres veces, la última en una
versión transfigurada en modo mayor. El tercer movimiento del
cuarteto es un Ländler en tonalidad menor que se ve interrumpido
por algunos de los cambios tonales hacia notas remotas más
atrevidos de Schubert. En este caso, el contraste de los efectos «de
afinación» de la imaginaria banda pueblerina y los cambios mágicos
del color tonal dirigen la atención hacia la reacción subjetiva del
público ilustrado más que hacia los propios músicos. No hay ningún
elemento explícitamente nacional en Schubert, pero su tratamiento
romántico del Volkston anticipa la retórica de la música nacional
posterior.
La primera manifestación exitosa de la nación que hace uso del
Volkston en una obra a gran escala fue la ópera Der Freichütz
(1821), de Weber. Weber utilizó el estilo tradicional para el coro de
campesinos, las danzas, el canto nupcial y los coros de caza, así
como en algunas arias y conjuntos. Se invita al público a
identificarse con los personajes campesinos en su entorno forestal.
En retrospectiva, Der Freichütz fue entendida como la primera ópera
romántica alemana y el comienzo de una tradición. Wagner tenía en
gran estima a Weber, y admiraba esta obra en particular. En
realidad, se inspira mucho en la opéra comique francesa y en la
tradición escénica del melodrama, y no incluye ninguna canción
tradicional: el mismo Weber compuso las melodías 74 . Pero,
aunque el folclore de Weber no sea auténtico, Der Freichütz
contiene los elementos de la futura música nacional basada en la
música tradicional, las fuentes que, para los nacionalistas culturales,
darían forma al estilo musical de cada nación.
Música tradicional y música culta: estética y
poética
Los escritos del erudito Herder ofrecían una versión alternativa de la
verdad y el valor al universalismo del siglo XVIII y la tradición clásica
en la literatura, que miraba hacia la cultura más que hacia la razón y
encontraba múltiples verdades humanas relativas a comunidades y
periodos históricos. Herder afirmaba que la esencia del ser humano
residía en el lenguaje, que a su vez era único de una comunidad y
su cultura, que lo definían. La comunidad, a través de la lengua,
determina lo que se manifiesta con expresiones humanas. El
«espíritu del pueblo» (Volksgeist) se materializa en las actividades y
en la cultura comunales. Por lo tanto, desde la perspectiva de
Herder, el folclore es de vital importancia. El estudio de la cultura y
las tradiciones del pueblo sirve no solo para descubrir las canciones
y los cuentos de los campesinos iletrados, sino para afirmar una
herencia única y preciosa que es a la vez esencialmente humana y
por tanto de significado universal.
Para Herder, la música no era menos importante que el lenguaje,
ya que los mismísimos orígenes de este están en la música. En sus
compilaciones, Herder clasificó las canciones tradicionales por
categorías nacionales, no por localidades, y, por su influencia, los
nacionalistas posteriores presentaron la música tradicional, así
como el folclore en general, como un bien que pertenecía a todas
las clases de la nación. Al mismo tiempo, al igual que Herder,
buscaron el Volkgeist en la música de las comunidades rurales. Se
pensaba que estas habían preservado la cultura nacional porque
estaban fuera de la historia, en gran medida indemnes a la
modernidad y a la industrialización. Los nacionalistas presentaban la
música tradicional, a diferencia de las canciones populares urbanas,
como el registro histórico de un pueblo antiguo y vibrante que
proporcionaba una base firme para la construcción de la nación 75 .
Las ideas de Herder también influyeron en la manera en que la
música tradicional fue asimilada en la práctica por la música culta y
en la manera en que se comprendió este proceso. En este campo,
las inquietudes del Romanticismo se acercaban mucho a las del
nacionalismo. La generación literaria de 1760 y 1770, incluidos,
junto a Herder, Edward Young, Rousseau, Goethe y Schiller,
promovió la idea del «genio» como una fuerza creadora y un desafío
a la concepción mimética de las artes en la teoría clásica francesa,
sustituyendo su inclinación por reglas, géneros y estilos universales
por un interés en los orígenes de la obra de arte individual y su
proceso de producción. Concebían el arte no como la imitación de la
naturaleza, sino como la expresión de un intenso impulso humano.
En lugar de seguir los procesos del oficio y el aprendizaje, el genio
artístico crea sus propias reglas. En estas y otras concepciones
románticas más tardías el arte se separaba, de esta manera, de la
ciencia, la racionalidad y la producción mecánica. La coherencia de
una obra de arte genial era como la de un organismo vivo, creciendo
como la vegetación y organizándose de manera espontánea sin un
control plenamente consciente. El genio fogoso, natural, creativo del
artista, libre de reglas y al margen de la tradición clásica, discurría
en paralelo al espíritu de la música tradicional escocesa, tal y como
había sido descrita ya en el siglo XVIII (véase el capítulo 1). Hacia
finales de la década de 1770 Herder había abandonado la antigua
diferencia entre arte y naturaleza, heredada de sus predecesores,
incluso cuando se refería a la música escocesa, en favor de una
concepción dinámica y orgánica de la creatividad artística, y de
hecho de todo el universo. En consonancia con el interés de su
generación por el holismo, concebía el arte como la reconciliación
del artificio humano y la naturaleza. En el prefacio a su volumen de
canciones tradicionales de 1779 el Volkslied aún está ligado a la
naturaleza, pero no lo concebía en oposición al arte, sino más bien
como «material para el arte poético» 76 . El pueblo también
representaba una forma de genio puro y auténtico, y Herder
difuminó la línea divisoria entre este y el genio individual del artista.
De esta manera, el individualismo y la originalidad podían coexistir
en la misma música con la universalidad y la validez intersubjetiva.
«Ahora el arte podía afirmar ser a la vez individual y nacional en su
genio original» 77 .
Al juntar ambos tipos de genio —el genio tradicional y el genio
artístico— apelaba tanto a su generación como a las posteriores de
nacionalistas y románticos por igual. Los nacionalistas se agarraron
a la idea de que el genio individual de un gran compositor que
escribe para el público burgués/aristocrático de las salas de
conciertos o teatros de ópera era de hecho expresión del genio
colectivo de lo tradicional, e incluso estaba determinado por este.
Herder había demostrado que la música tradicional no era algo
meramente exótico y primitivo, sino el punto de origen de toda
actividad musical, por muy sofisticada que fuese. A los románticos
les atraía la idea de la reconciliación de opuestos. Sus intereses
eran el estilo personal del compositor, su originalidad y su
independencia respecto a las reglas en su relación con la tradición.
Los peligros que afrontaba el artista romántico eran la posibilidad de
la subjetividad absoluta, alienarse del público popular y la disolución
de la cultura compartida. El vínculo entre música culta y música
tradicional ofrecía una solución a estos problemas, al situar el origen
subjetivo de la obra de arte en el origen colectivo del pueblo. Según
la concepción típica del siglo XIX , la «nacionalidad original» debería
funcionar de «dentro hacia fuera», en contraste con la idea que el
siglo XVIII tenía de los estilos nacionales 78 .
Las primeras señales de la convergencia de estas ideas en la
práctica las encontramos en los ciento cuarenta o más arreglos de
canciones tradicionales británicas, principalmente escocesas, que
Beethoven escribió para el editor de Edimburgo George Thomson
entre 1809 y 1820 (también escribió dieciséis conjuntos de
variaciones sobre canciones tradicionales para flauta y piano op.
105 y 107, también para Thomson). Previamente Thomson ya había
encargado arreglos a otros conocidos compositores continentales, lo
que sin duda dio prestigio a su negocio. Haydn aportó más de 400.
Thomson hizo modificar a fondo las canciones, encargando para
muchas de ellas nuevos versos de poetas, incluyendo a Robert
Burns. Ofrecía a sus compositores melodías sin texto y les pedía
partes de piano, violín y chelo, una introducción exclusivamente
musical y un epílogo para cada canción. Sin duda, Thomson pulió y
embelleció las canciones tradicionales originales, haciéndolas
aceptables para que las jóvenes damas burguesas que compraban
sus ediciones pudiesen interpretarlas en casa. Pero de esta manera
abría la veda para que se tomasen decisiones atrevidas en materia
compositiva que mostraran un «genio» y una «originalidad»
equiparables, en términos románticos, al genio originario de la
fuente tradicional. La primera reacción de Leopold Koželuh fue
devolver las melodías a Thomson, quejándose de que era «une
musique barbare». La respuesta de Haydn fue aportar a sus
composiciones todos los medios técnicos del estilo clásico 79 . El
planteamiento de Beethoven fue más proclive a mantener el
carácter «salvaje» que los románticos percibían en las melodías. Su
paleta armónica es más amplia que la de Haydn, y su elección de
acordes resulta a veces curiosa, con efectos «primitivos» y
armonías que contradicen la interpretación lógica de la melodía.
Beethoven no se arrugó ante aquellos aspectos de las melodías que
apenas encajaban en el sistema tonal mayor/menor, como la
modalidad, las dobles tónicas y los finales no tónicos, sino que los
vio como una invitación a realizar una armonización atrevida. En las
introducciones y los epílogos aprovechó la oportunidad para
introducir el desarrollo de los motivos, construyendo la introducción
a partir de trozos de la melodía, evitando la conclusión definitiva al
final de la introducción y, en consecuencia, incorporando secciones
vocales e instrumentales, y tratando el epílogo final (después de la
última estrofa) como si fuese una coda en un movimiento de sonata,
operando para resolver cualquier tensión pendiente con ulteriores
desarrollos y clímax 80 . En «Atardecer» (Ej. 2.1; texto de Walter
Scott), por ejemplo, Beethoven acentúa las ambivalencias tonales
de la melodía entre los modos mayor y menor relativos (La menor y
Do mayor). Aunque la tónica es La menor, la música se mantiene
mucho tiempo en los acordes dominantes o tónicos de Do mayor,
desplazándose ahí tras apenas un compás. El Mi prolongado y
agudo de la melodía en el compás 27 exige a gritos una
armonización con un acorde dominante en La menor, pero
Beethoven utiliza en su lugar un acorde en estado fundamental en
Do mayor. En los últimos compases de la melodía evita por
completo un acorde dominante en La menor, o cualquier cadencia
en la tónica, volviendo discretamente en el último movimiento del
acorde de Do mayor a un acorde de La menor. La obra tiene una
introducción inspirada en los motivos de la melodía, mientras que el
largo epílogo recompone la melodía con un efecto melancólico,
hipnótico. Pero a estas alturas de su carrera la reputación de
«genio» sin cortapisas ya era bien conocida por el público europeo,
y en cierto sentido devolvió las melodías tradicionales escocesas a
sus orígenes primitivos tal y como se entendían en la época.
Beethoven allanó el camino para una tradición de respuestas
estilísticamente progresistas e incluso modernistas a la música
tradicional que incluiría a Chopin, Balakirev, Mussorgski, Grieg,
Stravinski y Bartók, todos los cuales se alejaban en algún momento
de la fácil asimilación de la música campesina por parte de la cultura
burguesa.
Ej. 2.1 Beethoven, «Atardecer», 25 Schottische Lieder, op. 108, para violín, chelo,
voz y piano, compases 12-31.
Ej. 2.1 Continuación

Para Adolf Bernhard Marx, el influyente pedagogo y teórico


decimonónico, las composiciones escocesas de Beethoven eran los
mejores ejemplos de este tipo de música. Como señala Matthew
Gelbart, aprender a escribir melodías tradicionales se convirtió en
parte del programa pedagógico para futuros compositores que Marx
propuso en sus escritos de la década de 1840, pero se concibió
como un paso orientado a la escritura de obras completamente
originales. Para Marx, la originalidad de Beethoven residía en su
«constante fidelidad consigo mismo y su objeto»; era original hasta
al utilizar melodías tradicionales porque las hacía suyas 81 . Pero
Marx y los románticos posteriores reservaron las mayores alabanzas
para los trabajos originales en los que la música tradicional era
asimilada a un nivel más profundo y «orgánico», sin citas literales.
Marx pensaba que el compositor debería usar las canciones
tradicionales para «penetrar más profundamente en el alma de su
arte» 82 .
Con la perspectiva actual, las ideas de los intelectuales y
pedagogos que por vez primera compilaron música tradicional y
debatieron sobre ella parecen a menudo discutibles. Los propios
músicos campesinos no tenían el concepto de música tradicional y
no pensaban en su música como nacional. Con la excepción de
algunos lugares remotos, la música de las comunidades rurales casi
nunca era exclusiva y puramente autóctona, sino que estaba
mezclada con modismos urbanos, populares e incluso cultos. Esta
música no estaba al margen de la historia, emanando del Volkgeist
como un arroyo fresco, sino que se veía afectada por las guerras,
las conquistas, los movimientos de pueblos y, por último, la
industrialización y los nuevos medios de transporte. Los músicos
siempre han viajado en busca de trabajo, y como los grandes
imperios europeos englobaban muchos pueblos, siempre hubo
solapamientos e intercambios. Gran parte de la música que los
primeros compiladores encontraron podía describirse mejor como
perteneciente a tradiciones regionales o subnacionales, y
determinadas características estilísticas, como los bordones de las
gaitas, se extendieron más allá de las fronteras y pasaron a ser por
tanto supranacionales 83 . Sin embargo, al transcribir la música
tradicional con la notación musical occidental y hacerla accesible al
armonizarla, es posible que los compiladores eliminasen la
expresividad individual de cada músico campesino y la
homogeneizaran al servicio de su concepto de unidad cultural
nacional. Los historiadores del renacimiento de la canción tradicional
inglesa influidos por el marxismo y los estudios culturales han
criticado que los compiladores de canciones burgueses
diferenciaran demasiado drásticamente entre la «verdadera» música
tradicional y la música de las clases trabajadoras urbanas,
centrándose en las melodías modales en beneficio de su sonido
exótico en comparación con la música culta, y expurgando las letras
a menudo subidas de tono de las canciones rurales por interés de
su consumo doméstico 84 . Sea como sea, de todas formas la
mayoría de los compositores del XIX adoptaron una actitud
pragmática respecto a sus fuentes vernáculas: algunas pasaron la
criba de las tradiciones de los salones y el teatro tradicional (Chopin,
Glinka), algunas procedían tanto de músicos profesionales como de
campesinos (Liszt, Albéniz) y algunas tenían su origen en ciudades
más que en el campo (Smetana).
Herder y los primeros compiladores de canciones tradicionales
eran hombres de letras que —sorprendentemente, dadas sus
desarrolladas y elaboradas teorías— publicaron únicamente los
textos de las canciones, no las melodías. El concepto de Volkgeist
de Herder funciona mejor para el lenguaje que para la música, ya
que el primero está más enraizado en una comunidad y opera como
un sistema independiente. En la música clásica había un lenguaje
tonal históricamente desarrollado que era compartido a nivel
internacional y tradicionalmente hablado como «primera lengua» por
los músicos europeos cualificados. A finales del siglo XIX, el uso de
fuentes tradicionales en la música clásica a menudo dependía de
varias características de la sintaxis musical «marcadas»
semióticamente que diferenciaban al estilo de la norma universal.
Esto incluye escalas inusuales con notas «alteradas» con respecto a
los modos mayores y menores, especialmente la cuarta aumentada
y la séptima disminuida; sonoridades «modales» semejantes a las
utilizadas por los compositores profesionales de los periodos
medieval y renacentista, en especial «dórico», «lidio» y «mixolidio»,
alejándose de nuevo de las escalas mayor y menor; la escala
pentatónica; bordones con intervalos «abiertos» de quinta; efectos
rítmicos repetitivos (ostinati); pedales armónicos (notas sostenidas
en la textura); ritmos yámbicos (patrones en los que la nota breve
cae sobre el pulso), y así sucesivamente. Muchas de estas
características son compartidas por diferentes tradiciones
regionales, y en la música clásica decimonónica a menudo se
solapan con efectos exóticos presentes en el repertorio operístico
que representan ambientes africanos y asiáticos. En efecto, al igual
que la categoría más amplia de exotismo musical, este tipo de
música nacional retrata una cultura que en realidad es bastante
diferente, incluso remota, a la de su público 85 . Ambos estilos
representan la «irregularidad integrable» en relación con el estándar
del lenguaje musical culto occidental 86 y comparten la tendencia a
minimizar el sentido de la temporalidad progresiva característico de
la armonía tonal (relación: dominante-tónica) mediante semitonos
para justificar la implicación armónica.
Lo que es genuinamente distintivo en los diversos modismos
regionales es el ritmo, sobre todo el ritmo de los bailes. Una
mazurca tiene un ritmo diferente a un reel de las tierras altas
escocesas, que a su vez es diferente de una tarantela o una polca.
Para los compositores profesionales del siglo XIX , el truco para
componer música nacional a partir de fuentes tradicionales estaba
en combinar estos ritmos característicos con el vocabulario de los
aspectos modales, rítmicos, armónicos y tímbricos propios de la
norma paneuropea y revestirlos de ideas apropiadas, como mitos,
historia y comunidad nacionales y pensamientos sobre la tierra
natal. El éxito de esta música a la hora de representar a la nación y
de despertar en el público sentimientos nacionales no estaba
directamente relacionado con su autenticidad etnográfica.

Música para piano: danzas nacionales


La música para piano fue fundamental para la divulgación de la
música nacional de estilo tradicional. La forma principal eran las
obras breves, o las colecciones de obras breves con título de danza
y un ritmo de baile característico. Aunque parezca una forma
humilde de música, en comparación con las óperas y los poemas
sinfónicos nacionales, las obras de baile para piano eran la manera
más efectiva de representar a la nación con música tradicional. Así
se evitaba el problema de integrar los materiales tradicionales
originales en formas más grandes, y las selecciones de obras de
baile podían servir como resumen caleidoscópico de la vida
nacional, tal vez con fragmentos de las culturas de diversos pueblos
y regiones, los sentimientos, los tiempos y los festivales en una
unidad global.
La contribución más importante a este tipo de música son las más
de cincuenta mazurcas de Frédéric Chopin (1810-1849). Aparte de
su fascinante variedad, originalidad, profundidad expresiva e
influencia en compositores posteriores, las mazurcas están entre las
primeras piezas instrumentales que encarnan las ideas del
nacionalismo decimonónico. Chopin comenzó su principal serie de
mazurcas en serio después del levantamiento de Varsovia de 1830,
en aquel momento el último capítulo de la trágica historia de
Polonia, que llevó, tras su fracaso, a la ratificación de la partición en
1815 entre Rusia, Prusia y Austria. Por entonces Chopin se había
marchado de Polonia —para bien, como se vio después—, y la
seriedad con la que indiscutiblemente se puso a trabajar y el tono
melancólico de muchas de las mazurcas, a pesar de los vivos ritmos
de baile, revelan la nostalgia y los recuerdos del emigrante. Chopin
elevó la mazurca campesina hasta convertirla en la verdadera danza
nacional polaca, incluso más que la polonesa, un baile de salón de
la aristocracia polaca que se había convertido en el habitual de la
música instrumental en el siglo XVIII para compositores de todos los
rincones de Europa. Las mazurcas abarcan toda su carrera, y se
dedicó a ellas más que a cualquier otro de sus géneros favoritos,
como nocturnos, estudios, preludios o baladas. A pesar de la
métrica ternaria, las frases con estructuras relativamente
esquemáticas y motivos recurrentes y las estructuras formales, las
mazurcas de Chopin permiten una amplia gama expresiva, incluidos
algunos de sus pensamientos más íntimos, y están repletas de
deslumbrantes cambios armónicos, flexibles formas rítmicas,
texturas contrapuntísticas y otras sorpresas. En estas piezas Chopin
combinó los estilos de tres danzas bastante diferentes de la Polonia
central: mazur, oberek y kujawiak. La resultante gama expresiva, el
carácter y las formas rítmicas, todo reunido bajo un único título
genérico, son equiparables en el plano abstracto al esfuerzo
nacionalista de unir al pueblo en una nación. Los esfuerzos de
Chopin se corresponden con las ideas de los intelectuales
varsovianos de la década de 1820 —los años de su juventud en
Varsovia— sobre el folclore y el nacionalismo. Chopin nunca
expresó tales ideas por sí mismo, pero su profesor de composición,
Józef Elsner, publicó escritos al respecto. Herder tuvo una gran
influencia en el movimiento nacionalista en Varsovia. En el panfleto
O tańcach (Sobre el baile, 1829) el poeta romántico Kazimierz
Brodziński trataba, a la manera herderiana, el tema del carácter
nacional polaco, los ritmos de las danzas nacionales y el papel de
estas en el arte. A medida que las esperanzas de la concreción
política de Polonia se iban desvaneciendo, las mazurcas de Chopin
comenzaron a manifestar la emergencia del nacionalismo polaco en
la cultura 87 .
La posición personal de Chopin respecto al nacionalismo polaco
era ambivalente. Difícilmente se le puede llamar «artista nacional»
de acuerdo con el modelo de su compatriota y exiliado parisino
Adam Mickiewicz, o incluso, en música, Franz Liszt. A pesar de que
en la Varsovia de 1820 se moviese en ambientes radicales, y entre
exiliados polacos en París en 1830, y obviamente simpatizase con la
causa polaca, políticamente Chopin no era un revolucionario, y no
participó en ningún tipo de acción política. En Varsovia se relacionó
con la aristocracia moderada e incluso con el gobierno polaco-ruso,
incluido el gobernador general, el gran duque Constatino, hermano
del zar Alejandro I. En París frecuentó sobre todo a la alta burguesía
y a la aristocracia cosmopolita —en cuyos salones encontró una
atmósfera agradable y una fuente de ingresos— más que a la
aristocracia polaca exiliada, de cuya compañía se fue alejando
progresivamente. Estos mecenas no tenían relación con la causa
polaca, que era bien conocida en Francia y contaba con el apoyo de
las clases medias y bajas. Después de algunos años en París,
Chopin evitó dar conciertos públicos, y únicamente tenía relaciones
indirectas con intelectuales polacos como Mickiewicz. No reaccionó
ante la insistencia de Elsner para que compusiese una ópera
nacional. Según un testigo presencial, en una ocasión Mickiewicz
reprendió severamente a Chopin por malgastar su talento
entreteniendo a la aristocracia en lugar de atraer las simpatías de un
sector social más amplio hacia la causa polaca 88 . La mazurca era
un género de salón, no para ocasiones públicas, y Chopin hizo uso
de sus mazurcas con fines didácticos y para conciertos privados.
Apenas hay evidencias de que las mazurcas despertasen
sentimientos nacionales en el público de Polonia o de otros lugares
en tiempos de Chopin. Antes de que abandonara Varsovia, sus
composiciones con sabor nacional eran de un tipo completamente
distinto: obras de virtuoso para el público, como Rondo à la Mazur
op. 5, Rondo à la Krakowiak op. 14, Fantasía sobre aires polacos
op. 13, Introducción y polonesa brillante op. 3 para chelo y piano y el
Andante Spianato et Grande Polonaise brillante op. 22 para piano y
orquesta. Por aquella época, Chopin también improvisaba sobre
canciones polacas en los conciertos. Afirmaba que, si hubiese
podido volver a una Varsovia libre, en su primer concierto habría
interpretado su Allegro de Concerto op. 46, un grandioso gesto
público en forma de concierto virtuoso, pero exento de colorido
tradicional y, para los oídos modernos, difícilmente una de sus
mejores piezas 89 . Al principio, las complejas mazurcas fueron
apreciadas sobre todo por los músicos. Sin embargo, tuvieron su
importancia como medio de movilización autóctona en Polonia,
donde casi toda la música de Chopin se escuchaba como si tuviese
características nacionales 90 .
Chopin no hizo indagaciones sobre el folclore, y las mazurcas no
deberían entenderse como transcripciones de música vernácula.
Los exhaustivos esfuerzos musicológicos de finales del siglo XIX y el
siglo XX en busca de sus fuentes concretas se han revelado
infructuosos. Siendo un adolescente, en dos ocasiones pasó sus
vacaciones estivales en una finca cerca de su lugar de nacimiento,
en Żelazowa Wola; allí escuchó música tradicional, que describió en
cartas a su familia. Es posible que recordase algo del espíritu y
energía de esta en sus mazurcas de madurez, aunque también se
basan, de forma más inmediata, en la tradición de los bailes
incluidos en las producciones cómicas y las composiciones de
teclado para salones de Varsovia: mazur, oberek, kujawiak,
polonesas y kralowiak. Algunas de estas obras de los años veinte
anticipan los rasgos característicos de las mazurcas de Chopin:
patrones y motivos rítmicos repetitivos, acentos sobre el segundo y
tercer tiempo del compás ternario, cuartas aumentadas y bordones
91 . Pese a la profusión de teoría, en vida de Chopin la música
tradicional polaca estaba en sus comienzos, y él era consciente de
que las recopilaciones publicadas con arreglos eran adaptaciones
para el consumo urbano. «Un día un futuro genio llegará hasta la
verdad y devolverá a todo su valor y belleza. Hasta entonces, las
canciones tradicionales seguirán ocultas bajo capas de pintura.» 92
El logro de Chopin no fue el de dar voz a un auténtico tipo de
música tradicional, sino revolucionar la calidad musical y el
significado expresivo de un género compuesto de manera
profesional, que a partir de entonces incluía mucho más que color
local.
La descripción de las estrategias compositivas y de las
delicadezas expresivas de las mazurcas de Chopin daría por sí sola
para un libro, por lo que tendremos que conformarnos con dos
ejemplos. Los efectos expresivos de estas piezas reflejan cómo
coordina Chopin los elementos derivados del folclore con
innovaciones en la estructura tonal y formal y la disrupción de las
expectativas convencionales en formas que recuerdan al
Romanticismo literario y musical. Del mismo modo que el crítico
romántico Friedrich Schlegel pensaba que solo el «fragmento»
estético podía apuntar más allá de sí mismo hacia un «todo» ideal,
las mazurcas de Chopin, tanto individual como colectivamente,
sugieren una integridad original, que se le presenta ahora al oyente
como «perdida» y solo recuperable en la imaginación. La op. 56 n.°
1 en Si (1844; Ej. 2.2) es un «fragmento» de este tipo. Comienza
con una armonía no tónica y rápidamente se aleja de la tónica
gracias a una «secuencia real», es decir, una secuencia que hace
una transposición exacta del modelo original, sin respetar la
tonalidad inicial. Antes de la década de 1840 estas técnicas estaban
por lo general reservadas para secciones de desarrollo, y desde
luego se evitarían siempre al comienzo de las obras, donde se
dispone la estabilidad tonal. En el compás 6 Chopin llega a Sol
mayor, una tonalidad lejana a la tónica y que no se solía escuchar
tan pronto. La música se apoya entonces en un bordón de quinta
sobre Sol: un indicador de una rústica banda de campesinos, que,
por lo tanto, implica sencillez y salubridad pero que es,
paradójicamente, una fuerza disruptiva en esta mazurca, que
subraya y estabiliza de forma temprana una tonalidad que solo se
relaciona tangencialmente con la tónica. El resto de la obra explora
aún más la relación entre tonalidades lejanas: las dos secciones
centrales, de tipo vals, están en Mi bemol mayor y en Sol mayor. El
op. 59 n.° 1 en La menor (1845; Ej. 2.3) es melancólico, pero su
modo y tonalidad son muy fluidos, abandonando continuamente el
modo menor por periodos breves en tonalidades mayores afines,
momento en el que los ritmos de danza son presentados
asertivamente (compases 9-10 y 17-21) antes de que la música
retorne al modo menor mediante una cadencia suave o el comienzo
de una nueva sección. Más adelante, el tema principal retorna
inesperadamente en la distante tonalidad de Sol sostenido menor, a
un semitono de La menor, pero lejana con respecto a las reglas de
la armonía convencional. Es difícil no reconocer en esta pieza los
elusivos mecanismos memorísticos de la mente de un exiliado
solitario. Los vivos ritmos danzarines aparecen y desaparecen en
medio de secciones, fuera de la tónica, y nunca alcanzan un clímax
pleno que confirmaría su realidad presente.
Ej. 2.2 Chopin, Mazurca en Si menor op. 56 n.º 1, compases 1-14.
Ej. 2.3 Chopin, Mazurca en La menor op. 59 n.° 1, compases 1 a 22.

En la segunda parte del siglo XIX las colecciones de danzas


nacionales devinieron muy populares y comercialmente muy
rentables. Brahms compuso para el mercado de aficionados cuatro
colecciones de Danzas húngaras (1869) para dúos de piano
inspiradas en la música de los gitanos. Dvořák siguió su ejemplo con
su primer libro de Danzas eslavas (1878; y un segundo en 1886), lo
que le hizo famoso de un día para otro en Alemania y Austria. Las
danzas fueron publicadas en una versión para dúo de pianos y en
versión para orquesta, y en pocos meses se habían interpretado en
Dresde, Hamburgo, Berlín, Niza, Londres y Nueva York. Como
resultado, Dvořák emergió de la oscuridad a la celebridad
internacional; interpretó también otras composiciones, y los músicos
alemanes más importantes de su época le asediaban con peticiones
de encargos.

Fig. 2 : Bredich Smetana. Frontispicio de la Marcha dedicada a la Guardia


Nacional Checa (Narodni Pochod) y La novia vendida (Prodana Nevesta) .
Checoslovaquia, Praga.
© ACI / Bridgeman
Resulta cuestionable que alguna de las colecciones de danzas de
Brahms o Dvořák pueda ser considerada «música nacional» según
nuestra definición. Brahms no era húngaro y no escribía para los
húngaros, y el estilo gitano solo era indirectamente húngaro (véase
más delante a propósito de las Rapsodias húngaras de Liszt),
mientras que Dvořák escribía para un mercado internacional,
preparando específicamente un plato de las provincias del Imperio
Austríaco para su consumo en el «centro» cultural
germanohablante. Más adelante Dvořák sostendría que su música
era eslava y no checa; atribuía la música checa a Smetana. De
hecho, Smetana concibió el segundo ciclo de sus Danzas checas
(1879) para piano como una respuesta al primer ciclo de Danzas
eslavas de Dvořák (1878), poniendo en evidencia lo que, desde su
punto de vista, era la genuina música de baile checa. El mismo
Smetana era un virtuoso del piano, y en un principio su música de
danzas nacionales no tenía ningún tipo de vínculo folclórico con sus
marchas patrióticas del año revolucionario de 1848. Más tarde
escribió un gran número de polcas para piano. Las famosas danzas
nacionales de su ópera Prodaná nevěsta (La novia vendida, 1866-
1870) no incluían melodías auténticas, pero fijaron una pauta de lo
que sería considerado checo en música. Estas asociaciones se
confirman en el frontispicio de un arreglo para piano de la marcha de
la ópera, que está ilustrado con imágenes de campesinos bailando
ataviados con trajes nacionales (Fig. 2). Las dos colecciones de
Danzas checas son, significativamente, solo para piano en lugar de
para dúo, y fueron concebidas dentro de la tradición de la música
progresista romántica para piano solo que se inició con Chopin,
Schumann y Liszt, algo lógico para un compositor que se
consideraba vinculado a la «nueva escuela alemana» de Wagner y
Liszt. De acuerdo con el diario del compositor, están compuestas «a
la manera de las mazurcas de Chopin». Las dos primeras polcas del
primer ciclo están en modo menor y con tempi moderados,
contradiciendo la impresión dejada por La novia vendida de que las
danzas checas son esencialmente alegres. La primera no comienza
en tónica, sino con una progresión de acordes cromáticos, a la
manera de un «fragmento» romántico. Para el segundo ciclo
Smetana utilizó material de Prostonárodní české písně a říkadla
(Canciones y rimas folclóricas checas , 1864), editado por Karel
Jaromír Erben, pero su tratamiento aprovechó la fuerza y la técnica
de la música virtuosista para piano a la manera de Liszt para crear
un monumento público heroico a la música checa. Las danzas son
dramáticas y variadas, y cada una parece un poema sinfónico en sí
misma. En cierto modo, Smetana apoyó la aproximación «auténtica»
de Chopin frente a la Hauskmusik de las Danzas eslavas de Dvořák,
tanto por su valor artístico como por su folclore. Como las mazurcas
de Chopin, las Danzas checas están bastante en consonancia con
la sugerencia de Herder de entremezclar el genio artístico con el
folclórico. En el conjunto de su obra, Smetana fue clave a la hora de
materializar la visión de Erben de la polca como una danza nacional
checa. Sin embargo, rechazó el llamamiento a la autenticidad
musical basada en el folclore de algunos nacionalistas checos, así
como la actitud antialemana de estos. Prefería componer sus
propias danzas nacionales, e imitó el estilo de las ciudades más que
el del campo 93 .
Las danzas nacionales (y algunas canciones) para piano están
presentes a lo largo de toda la carrera de Edvard Grieg (1843-1907),
empezando a mediados de la década de 1860, cuando se unió a la
causa del nacionalismo cultural noruego. Grieg conocía al violinista
noruego Ole Bull, internacionalmente famoso, que llevaba tiempo
interpretando música tradicional noruega en sus conciertos
europeos. Como compositor es más conocido por sus miniaturas
para piano, sobre todo las sesenta y seis Piezas líricas en diez
volúmenes publicadas entre 1866 y 1901. Estas son una mezcla:
algunas de las obras son bailes tradicionales noruegos, algunas
pretenden ser arreglos de canciones tradicionales y algunas revelan
otros elementos folclóricos o retratan escenas de la vida campesina
o mitológica, como «Las campanas tañendo», «Elfos» o «Un día de
boda en Troldhaugen». Sin embargo, hay algunas que no tienen
ningún significado nacional obvio, o aluden a una atmósfera
romántica que, si se quiere, se puede interpretar como nacional.
Esto último se observa con más claridad en sus 23 Canciones y
bailes tradicionales noruegos op. 17 (1869) y en las 19 Melodías
populares noruegas op. 66 (1896), e incluso en las Escenas de la
vida rural op. 19 (1874). El mismo Grieg recopilaba música
tradicional y pasaba mucho tiempo en las montañas occidentales de
Noruega, pero para sus composiciones dependía de la colección
Aeldre og nyere norske fieldmelodier (Antiguas y nuevas melodías
de las montañas, 1840), de Ludvig Mathias Lindeman. Los arreglos
de Grieg destacan por su singular e innovador estilo armónico —un
avanzado cromatismo que era paralelo al de Wagner, aunque
independiente de este—, y entre sus arreglos de música tradicional
se incluyen algunos de los más experimentales. En sus escritos,
Grieg usaba el lenguaje herderiano del nacionalismo cultural,
exaltando el «espíritu tradicional» y afirmando que «las canciones
tradicionales reflejan musicalmente la vida interior de las personas»
94 .
La aproximación más atrevida de Grieg se encuentra en su última
obra: las diecisiete Slåtter op. 72 (1903), que se inspiran en
melodías para una suerte de violín tradicional noruego —hardingfele
— transcritas a partir de las interpretaciones de Knut Dahle. El
peculiar estilo de la música para hardingfele lo producen sus
cuerdas simpáticas, que, al tener la corda al aire, crean una
resonancia armónica en respuesta a la cuerda en arco. La música
para hardingfele está estructurada en unidades breves de uno, dos
o tres compases y se distingue por una afinación y unas
ornamentaciones melódicas inusuales, unas disonancias fuertes y
falta de vibrato. Grieg no podía transcribir de manera directa esta
construcción al piano, pero lo subsanó inventando acordes extraños,
percusivos y disonantes para reflejar los efectos sonoros del
instrumento y destacar los ritmos cruzados y los acentos que no
caen en el pulso (Ej. 2.4). Al igual que había hecho Beethoven con
sus canciones tradicionales escocesas, Grieg añadió preludios,
interludios, postludios y desarrollos motívicos. En consecuencia,
Grieg alcanzó una forma de autenticidad romántica que de alguna
manera recuerda otra vez a la lógica de Herder: la inspiración
tradicional natural se encuentra con el genio original del artista
creativo. Las danzas campesinas, Slåtter , representan una estética
primitiva y llevan tan lejos las innovaciones en el lenguaje musical
que se las puede denominar modernistas. Fueron bien acogidas por
los músicos más avanzados de París, y probablemente influyeron en
Bartók. Al mismo tiempo, al igual que ocurre con mucha de la
música modernista que adoptó modismos tradicionales, su estatus
como música nacional es cuestionable. Los Slåtter no eran para
consumo popular, y los pianistas no los incorporaron a su repertorio.
Su capacidad de expandir el sentimiento nacional es limitada, y
fueron uno de los pocos trabajos de Grieg que no adquirieron un
significado nacional en su posterior acogida popular 95 .
Ej. 2.4 Grieg, «Knut Lurånsens halling I», op. 72, n.° 10, compases 25-38.

En el siglo XX , probablemente la obra que puede considerarse


con más derecho la sucesora de las mazurcas de Chopin es la
Iberia (1906-1908) de Isaac Albéniz: una especie de suite dividida
en doce piezas para piano de monumental envergadura, extremada
complejidad armónica y rítmica y gran dificultad técnica,
sistemáticamente agrupada en cuatro cuadernos. Sin embargo, a
decir verdad, Iberia no es una única obra, y casi nunca se interpreta
entera. Las piezas recogen una gran variedad de danzas y
ambientes, y muchas de ellas, a pesar de sus títulos, combinan
referencias a varias danzas o modismos de forma muy estilizada. El
título sugiere que abarca toda la península, aunque en la práctica el
sur de España, en concreto Andalucía, está desproporcionadamente
representado. Algunas piezas describen localidades concretas o
festividades anuales, y todas juntas sugieren una panorámica de la
vida española a través de una colección de fragmentos y visiones
fantásticas. A diferencia de Chopin y la mayoría del resto de danzas
nacionales para piano, Iberia se centra en ambientes urbanos y en
el bullicio callejero. «El puerto», por ejemplo, retrata una ajetreada
ciudad portuaria, El Puerto de Santa María, en Cádiz, con un
zapateado, mientras que la programática «Corpus Christi en Sevilla»
describe una procesión en esta ciudad, combinando animados
bailes con el sonido de cantos religiosos y campanas de iglesias.
Albéniz dominaba los modismos populares españoles y se sirvió
diestramente de ellos con técnicas que había aprendido de la nueva
música francesa para piano, especialmente Debussy, así como con
efectos narrativos derivados de la música programática. Por
ejemplo, en la primera pieza, Evocación , no está claro a qué danza
o danzas, o a qué combinación de ellas, alude, y el tempo lento
contribuye aún más a la confusión. En esta pieza Albéniz concibe
una reflexión nostálgica sobre sus fuentes, una sublimación de la
música tradicional española que sugiere un flujo de recuerdos
atravesando la conciencia. Muchas de las piezas terminan en
quietud, como si el baile hubiese acabado y las calles estuviesen
despejadas y tan solo permaneciesen los recuerdos. Por esta
profundidad expresiva, así como la avanzada técnica compositiva y
la monumentalidad de los cuatro cuadernos en conjunto, Iberia
supuso un paso adelante respecto a mucha de la música de salón
de Albéniz que, recurriendo a bailes españoles, retrataba un
exotismo de postal 96 .

Oberturas y sinfonías
Desde una perspectiva nacionalista, la integración de la música
tradicional en la forma sinfónica suponía la absorción del Volksgeist
por parte de una de las formas más elevadas de música culta y un
medio perfecto para movilizar a los ciudadanos instruidos a través
de la cultura. A mediados del siglo XIX , la sinfonía, cuya máxima
expresión eran las nueve sinfonías de Beethoven, sobre todo las
heroicas sinfonías impares, había obtenido un grandísimo prestigio
entre los músicos y críticos más elevados y representaba los valores
del humanismo liberal. Sus oberturas semiprogramáticas sobre
temas heroicos (Egmont, Coriolano, Leonor) eran igual de
estimadas. A finales del siglo XIX surgieron por toda Europa y
Estados Unidos salas sinfónicas y sociedades filarmónicas, con
público abonado y un repertorio estable. Sin embargo, importar la
música tradicional al abstracto género sinfónico provocaba un
conflicto con su estilo dinámico, sus estructuras dirigidas a una meta
muy definida, sus frases de extensión flexible y los procesos
característicos de los «desarrollos motívicos». La música tradicional
ocupa una temporalidad diferente a la del estilo sinfónico
beethoveniano, pues está basada en estrofas periódicas, entonación
bárdica, ritmos ostinatos y otros procesos repetitivos. Si una melodía
tradicional es fragmentada y sometida a desarrollos motívicos a
través de un proceso de composición profesional transformador, el
vínculo con el Volksgeist se rompe. Como bromeó el compositor
inglés Constant Lambert en su polémico Music Ho! (1934), «el
problema con las canciones tradicionales es que una vez que las
has interpretado no hay mucho más que puedas hacer aparte de
tocarlas de nuevo y más fuerte» 97 .
En gran medida, muchos de los compositores que utilizaron la
música tradicional evitaron las formas sinfónicas, algunos de
manera deliberada, porque pensaban que debía trascender o ser
rechazada (Liszt, Smetana, Bartók), y otros por su falta de interés o
su aparente incapacidad (Chopin, Glinka, Grieg). Al mismo tiempo,
no todas las oberturas y sinfonías «nacionales» citaban fuentes
vernáculas de manera directa. Esta práctica fue más habitual entre
las obras rusas de las décadas de 1860 y 1870, inspiradas por la
obra para orquesta de Glinka Kamarinskaya (1848), tal y como la
interpretó Balakirev. Por el contrario, a pesar de su compromiso de
por vida con el movimiento tradicionalista inglés y su uso de
canciones tradicionales en sus obras líricas, las nueve sinfonías de
Ralph Vaughan Williams (1872-1958) no hacen referencia a ninguna
canción tradicional conocida. En A London Symphony (n.° 2) se
recogen canciones y clamores urbanos, mientras que otras
destacan la modalidad y lo que Vaughan Williams interpretaba como
los rasgos melódicos comunes de las canciones tradicionales
inglesas.
Un ejemplo temprano de modismos tradicionales incorporados en
formas sinfónicas lo podemos encontrar en la obertura Nachklänge
von Ossian (Ecos de Osián, 1841), de Niels Gade (1817-1890), que
ilustra algunas de las complejidades de este tipo de música. Los
historiadores musicales daneses han escuchado en esta obertura un
«tono nacional», y de hecho utiliza una canción tradicional,
«Ramund va sig en bedre mand», con sugerencias de modalidad en
la armonización. Gade, que colaboró con Hans Christian Andersen,
estaba interesado en el folclore y escribió algunas piezas
manifiestamente nacionales, pero al mismo tiempo su carrera
musical dependía de Alemania, donde llegó a ser director de la
Gewandhaus de Leipzig en la década de 1840, y era amigo de
Mendelssohn y Schumann. La obertura fue escrita para un concurso
organizado por la Sociedad Musical de Copenhague. El jurado era
alemán y en principio debería haber incluido a Mendelssohn, cuya
reciente obertura «Las Hébridas» («La cueva de Fingal»; 1832)
sirvió de modelo a Gade. Por lo tanto, el título en alemán de la obra
es significativo, puesto que es una dedicatoria romántica del poema
de Ludwig Uhland «Freie Kunst». Claro que Osián no tenía nada
que ver con Dinamarca, y la breve popularidad de la que gozó Osián
en Dinamarca ya había pasado en la década de 1840; por el
contrario, en Alemania algunos veían a Osián como a un héroe
nacional y, paradójicamente, como al padre de la literatura alemana.
La obertura posee lo que los historiadores daneses denominarían
«tono nacional» (la atmósfera arcaica, el sonido del arpa de un
bardo, una melodía tradicional al estilo de una balada y su
modalidad), pero no está claro a qué nación se refiere: Escocia,
Dinamarca o Alemania 98 .
El esfuerzo más conocido de incorporación de las fuentes
tradicionales a la música sinfónica fue el realizado por los
compositores del llamado kuchka en Rusia, y se inspiró en el
ejemplo, el apoyo y las teorías de Balakirev. Las referencias a
canciones tradicionales en las sinfonías rusas no son muy
numerosas 99 , aunque es frecuente la imitación de modismos
tradicionales: inflexiones modales, pedales, motivos breves
repetidos, agrupaciones métricas cambiantes y un énfasis en la
integridad melódica sobre la fragmentación motívica. Los
compositores rusos convirtieron este último rasgo en un signo
característico, favoreciendo la presentación de ideas musicales
sobre su desarrollo. Sin embargo, las sinfonías kuchka son siempre
de cuatro movimientos; a menudo los esquemas en forma de sonata
son evidentes; la «narrativa» tonal habitual de tónica menor a tónica
mayor, originada con las Sinfonías n.° 5 y n.° 9 de Beethoven, es
muy común, y hay alusiones a la música sinfónica de compositores
alemanes, especialmente Schumann.
Balakirev intentó definir un estilo de música orquestal rusa
basado en material folclórico haciendo especial hincapié en el color
y en la inflexión rítmica y melódica y sugiriendo una aproximación a
la estructura de grandes escalas. Su modelo fue Kamarinskaya
(1848) de Glinka, una «Fantasía para orquesta sobre dos canciones
rusas» que hace uso de dos melodías tradicionales que se van
alternando, una lenta y otra rápida, construidas como ostinatos
rítmicos y «variaciones» con acompañamientos cambiantes más
que con melodías alteradas. El rechazo de la fragmentación
motívica convencional o las variaciones dentro de la estructura de la
frase y el uso del color orquestal para dar forma completa a la pieza
parecieron ofrecer un método de construcción musical que fue bien
recibido como alternativa al programa académico que estaba
introduciendo en Rusia el Conservatorio de Arthur Rubinstein en
San Petersburgo. Glinka no seguía ningún programa nacionalista
con Kamarinskaya : buscaba el color local, al igual que hizo con sus
Dos oberturas españolas (1848, 1851). Balakirev, sin embargo,
apoyado por el crítico Vladimir Stasov, quería instaurar una escuela
de composición sinfónica rusa con sus dos Oberturas sobre temas
rusos (1858, 1862), muy cercanas al modelo de Glinka aunque
siguiendo la forma sonata modificada. La primera obertura ofrece el
mismo contraste lento-rápido entre sus dos primeras melodías
tradicionales y unas relaciones semejantes entre las claves,
mientras que la longitud de las frases de tres compases de los dos
temas rápidos recuerdan una de las melodías de Kamarinskaya . En
la segunda obertura, que luego sería el poema sinfónico Rusia ,
Balakirev dio con una forma innovadora de armonizar una canción
tradicional modal que enfatizaba su nota tónica alternativa y evitaba
la armonía dominante y verdaderas cadencias a favor de la
subdominante. Esta aproximación a la tonalidad, que pasó a ser
conocida como «modo ruso menor», fue utilizada por muchos
compositores rusos posteriores como un elemento propio del estilo
nacional aunque no incorporasen ningún componente folclórico. A la
vez, Balakirev favoreció las modulaciones abruptas y la relación
entre las tonalidades típicas en aquella época del Romanticismo
progresista, sobre todo de Liszt. A este respecto, el estilo de
Balakirev se asemeja a —a la vez que intensifica— lo que
Beethoven hizo con las canciones tradicionales escocesas. Rimski-
Korsakov siguió su ejemplo con su Obertura sobre temas rusos op.
28 (1866), Fantasía sobre temas serbios (1867) y Obertura de la
gran pascua rusa (1888) 100 . Muchas obras rusas no sinfónicas
hacen referencias locales a «cambios ambientales», canciones
tradicionales y fuertes contrastes entre secciones lentas y rápidas.
Se dice que el acercamiento reiterativo y de ambiente cambiante
a la forma sinfónica codifica en la estructura musical un aspecto de
la ideología eslavófila de los compositores kuchka . Se afirmaba que
la vida de los campesinos rusos, encadenada a los eternos ciclos de
las estaciones y a la religión ortodoxa, era superior a la moderna
sociedad occidental liberal, que desgraciadamente Pedro el Grande
impuso a Rusia. Las estáticas formas repetitivas de los rusos y su
interés por el timbre y una orquestación innovadora contrastan
también con los procesos de desarrollo continuo en las sinfonías de
Beethoven 101 . Sin embargo, a pesar de toda su retórica eslavófila,
los compositores kuchka nunca cortaron sus vínculos con el
lenguaje del «núcleo» musical alemán. Es cierto que su proyecto
musical dependía de un sentimiento de distanciamiento parcial del
lenguaje universal. Su escritura sinfónica tenía su propia lógica, que
incluía establecer vínculos entre temas aparentemente opuestos (ya
presentes en Kamarinskaya) y el posicionamiento de los
movimientos en forma sonata en «un marco de introducción-coda»
102 . En el primer movimiento de su Sinfonía n.° 1 en Do (1864,
1897) Balakirev combina la presentación temática repetitiva con la
tradicional manipulación motívica y la contracción de las frases para
aumentar y reducir la tensión de formas estrechamente relacionadas
con la composición sinfónica convencional 103 .
Rimski-Korsakov utilizó canciones tradicionales rusas, en parte
bajo la supervisión de Balakirev, en dos movimientos de su Sinfonía
n.° 1 en Mi bemol menor (1865; revisada en 1884). Encontramos
variaciones estructurales en los movimientos lentos. Lo mismo
ocurre, de manera más libre, en la introducción del primer
movimiento de su Sinfonía n.° 3 en Do (1873, 1886). En otros
aspectos, sin embargo, estas obras están firmemente ancladas en la
tradición sinfónica y son deudoras de Schumann. La transición entre
los temas del primer movimiento de la n.° 3 es suave y muy
refinada, señalando la aspiración a la maestría convencional
sinfónica más que a la yuxtaposición y a los contrastes fuertes. La
Sinfonía n.° 2 de Rimski-Korsakov es música nacional de otro tipo:
sigue una historia árabe de Osip Ivanovich Senkovski (1800-58) y
utiliza melodías árabes de Album des chansons arabes,
mauresques et kabyles (1863), de Salvator Daniel, y de Esquisse
historique de la musique árabe (1863), de Alexander Christianovich.
El compositor escribió cuatro versiones entre 1868 y 1903, y
finalmente la tituló Suite sinfónica: Antar, ya que no tenía nada de
sinfónico excepto los movimientos (cuatro). Sin embargo, al hacerlo
dejó de lado los ideales del grupo kuchka y recurrió a una
concepción tradicional de la sinfonía que habría contado con la
aprobación de Rubinstein, en relación con el cual esta obra se toma
cierta licencia 104 .
La Sinfonía n.° 2 en Si menor de Borodin fue popular entre el
público occidental, que escuchaba en ella un fuerte regusto ruso.
Stasov la llamaba la sinfonía «Heroica», y sostenía que Borodin
tenía un programa para tres de los cuatro movimientos: el primero
describe una reunión de guerreros rusos; el tercero, al antiguo bardo
Bayan, y el cuarto, una escena de los héroes en un banquete.
Únicamente el scherzo utiliza auténtico material folclórico, pero el
resto proyecta una sensación similar de heroica e incluso primitiva
fuerza. El final es un conjunto de danzas eslavas que mezclan
métricas binarias y ternarias con gran presencia de la percusión —a
modo de detalle «primitivo»—, pero que también está fundido en
una estructura similar a la forma sonata, que ilustra la tangencial
pero muy real relación con la tradición sinfónica alemana. César Cui,
en una reseña de la sinfonía en 1885, hablaba de «una fuerza
indomable, elemental. La sinfonía está impregnada de rasgos de la
nacionalidad rusa, pero una nacionalidad de tiempos remotos; la
Rus es perceptible en esta sinfonía, pero la primitiva Rus pagana».
También hablaba de «un pensamiento y una expresión severos»
que coexistían con «costumbres sagradas occidentales», la
paradoja básica sobre la que el proyecto del kuchka floreció.
Finalmente, Cui insistía en la originalidad del compositor. Para el
crítico, los temas del primitivismo y del genio original recuerdan la
acogida por parte de los románticos de la música tradicional
escocesa y el planteamiento sobre la música culta expuesto por
Herder 105 .
Piotr Illich Chaikovski (1840-1893) abrió un camino entre
Rubinstein y el kuchka; fue uno de los primeros graduados del
Conservatorio de San Petersburgo. Desde su juventud tuvo una
técnica depurada y consiguió hacer carrera como compositor
profesional, pero a veces siguió los principios kuchka; durante una
época trabajó estrechamente con Balakirev y más tarde fue amigo
de Rimski-Korsakov. La estética tradicionalista de Chaikovski tendía
a reservar las canciones tradicionales para el final de las
composiciones instrumentales y de los tríos de los scherzos,
siguiendo el mismo patrón que Haydn y observando el decorum
estilístico (escogiendo el estilo adecuado para la labor que le
ocupaba). Su Primera Sinfonía (1866, revisada en 1874) comienza
con un tema estructurado en unidades de tres compases como las
de Kamarinskaya y la primera obertura de Balakirev; el tema del
segundo movimiento es la estilización de la típica «prolongación» de
una canción tradicional rusa con variaciones; el final recoge una
canción tradicional rusa, sometida al estilo «cambio de fondo». Su
Tercera Sinfonía es conocida como «Polaca» por su polonesa final,
pero el título no se lo puso Chaikovski, y esta sinfonía se encuadra
en el grupo de sus suites para orquesta, que fueron compuestas en
lo que Richard Taruskin denomina, siguiendo a George Balanchine,
«estilo imperial», en el que la polonesa desempeña un papel
fundamental 106 . Si esta es música nacional, entonces Rusia, no
Polonia, está representada por medio de una concepción jerárquica
de la nación. La principal contribución sinfónica de Chaikovski a la
música nacional es su Sinfonía n.° 2 en Do menor, conocida como
«Pequeña Rusia» (es decir, Ucrania; 1872-1881). Es en ella donde
Chaikovski se acerca más al kuchka , sobre todo al final, en el que
una veloz danza ucraniana se repite contra un fondo cambiante.
Esta técnica también aparece de forma fugaz en la lenta
introducción del primer movimiento, acompañando a un tema
tradicional interpretado con el característico énfasis ruso de la
subdominate al final de cada frase. El retorno de esta melodía para
trompa al final del movimiento sigue la estructura de dos oberturas
de Balakirev, pero también evoca recuerdos de la tradición
austrohúngara y el majestuoso tema para trompa de la Sinfonía en
Do mayor, «La grande», de Schubert. El tema también es llevado
hasta la sección de desarrollo: una profundización de la síntesis del
proceso sinfónico y el folclore. En el tercer movimiento los
elementos se mantienen separados; las secciones externas están
en forma de sonata y únicamente el trío tiene una canción
tradicional 107 .
Las dos sinfonías de Glazunov (1865-1936) fueron escritas
cuando era un adolescente prodigio y beben de las técnicas kuchka
y de material folclórico. La primera se llama «Eslava». Sin embargo,
a partir de entonces Glazunov abandonó toda actitud antioccidental
y en sus seis sinfonías siguientes combinó planteamientos rusos y
alemanes. La n.° 3 se la dedicó a Chaikovski, y la n.° 4, a Anton
Rubinstein. Un acercamiento similar lo podemos encontrar en las
sinfonías de Vasili Kalínnikov (1876-1901) e incluso, en la dirección
opuesta, en el mismo Rubinstein 108 . A principios del siglo XX casi
no se utilizaban los materiales de la música tradicional en las
sinfonías rusas; más bien se vira hacia fuentes de carácter religioso,
con Rachmaninov a la cabeza, evocando las campanas y el canto
ortodoxo, sobre todo en su Segunda Sinfonía (1907).
Fuera de Rusia, una de las sinfonías más exitosas a la hora de
incorporar música tradicional fue Symphonie sur un chant
montagnard français (Sinfonía sobre un aire montañés francés,
1886) de Vicent d’Indy (1851-1931), a veces denominada
Symphonie cévenole . Como educador, D’Indy tuvo una gran
influencia sobre la siguiente generación de compositores de música
nacional. Procedía de una familia aristocrática sólidamente
arraigada en la región de Ardèche, en el sur de Francia. Era
empecinadamente patriótico y se oponía de lleno a la secular y
burguesa Tercera República, lo que lo llevó a hacer campaña por la
reforma cultural y social y a promocionar el catolicismo regional
frente al republicanismo oficial estatal. Para reformar la música
francesa dirigió su mirada hacia la universalidad de la tradición
moderna alemana, inspirándose sobre todo en Beethoven y Wagner.
Su mentor musical, César Franck, encontró la forma de conciliar las
innovaciones técnicas de Liszt y Wagner con la tradición musical
instrumental abstracta, incluyendo el uso de temas «cíclicos» que
son recurrentes en diferentes movimientos. Para D’Indy la música
era un arte ético y ennoblecedor. La sinfonía era para él el mayor
reto compositivo, y procuró superar las tradiciones francesas de
música orquestal ligera y, de alguna manera, germanizar la música
francesa para que hablase en nombre de una nación regenerada.
Por lo tanto, aunque su fin último era volver a conducir a Francia
hacia su destino como cultura universal, temporalmente la convirtió
en parte de la «periferia» musical con respecto a Alemania, lo que
pudo haber facilitado el uso de música tradicional en una sinfonía.
Con la Symphonie cévenole, D’Indy «trasplantó» la sinfonía
abstracta de su hogar alemán a la campiña francesa.
El movimiento folclorista llegó a Francia en la segunda mitad del
siglo XIX , y D’Indy era amigo del musicólogo y folclorista Julien
Tiersot, autor de Histoire de la chanson populaire en France (1889).
El mismo D’Indy publicó Chansons populaires du Vivarais (1892). El
tema de la sinfonía es una canción montañesa que D’Indy escuchó y
anotó en Cévennes en 1885, mientras paseaba por la montaña. Se
transmite una sensación de aire libre cuando el corno inglés
presenta el tema al comienzo, con la descripción del paisaje en el
movimiento lento, el evocativo estruendo de las campanas al final
del desarrollo del primer movimiento y la insinuación de festividades
locales al final 109 . La Symphonie cévenole es un híbrido de
géneros: la inclusión de una parte importante para piano solo y el
hecho de que se restringiese a tres movimientos en lugar de cuatro
hacen pensar en un concierto. Sin embargo, no es un concierto
convencional para virtuoso, ya que la parte para piano, aunque
difícil, es principalmente de acompañamiento, participando en
texturas sumamente inventivas, a menudo junto al arpa. Esta obra
se basa en técnicas sinfónicas modernas. Hay dos temas cíclicos,
uno de los cuales es el aire de montaña, la base para los temas
principales de los tres movimientos, que en la transformación
temática es manejado un poco a la manera de Liszt, aunque
también recupera su forma original en momentos silenciosos. La
versión original y completa del aire de montaña se sitúa fuera de la
parte en forma de sonata del primer movimiento, formando otra
sección de introducción-coda. El tema en sí es métricamente
complejo, y alterna dos compases de 6/8 con tres de 9/8,
relacionando ritmos binarios con ternarios (Ej. 2.5 [i], compases 3-4
,5-6, 9-10, contando pulsos de negra con puntillo). Cuando el tema
principal de la parte en forma sonata del primer movimiento aparece,
es presentado en un compás ternario regular, a pesar de que la
melodía (en los instrumentos graves de la orquesta) se basa en la
canción tradicional (Ej. 2.5 [ii]). En el final, el tiempo quíntuple
implícito se lleva a cabo de manera más completa. Estos sutiles
procesos métricos sustituyen hasta cierto punto el desarrollo
motívico sinfónico convencional 110 .
Las posteriores actividades pedagógicas y literarias de D’Indy le
involucraron en las políticas culturales, y desarrolló una suerte de
escuela de composición con cierta orientación hacia la música
nacional y la canción tradicional, aunque sus miembros eran de
diferentes nacionalidades. En 1894 D’Indy participó en la fundación
de un nuevo conservatorio, la Schola Cantorum, que desafiaba al
Conservatoire National de Musique, una institución pública que
controlaba la educación musical en Francia y que se centraba en
formar a los compositores para que escribiesen ópera
contemporánea. D’Indy concibió un «código» que ligaba sus nuevos
valores culturales a ciertos géneros, estilos y repertorios, creando un
simbolismo nacionalista que aunaba arte, política y religión y que
exponía un programa cultural opuesto al del Estado 111 . El plan de
estudio de la Schola subrayaba la importancia del contrapunto y los
estudios históricos de composición, y se inspiraba en la
reivindicación que hizo el propio D’Indy del canto gregoriano y la
música de los siglos XVI y XVII . La Schola invitaba a sus alumnos a
participar en la larga tradición europea, estableciendo un canon de
las grandes obras del pasado sobre las que construir. D’Indy
presentó su modelo en un tratado, Cours de composition musicale
(1903-1950), en el que describía una sinfonía por analogía con una
catedral. La sinfonía transmitía un mensaje moral y tenía el poder de
mejorar la sociedad 112 .
Ej. 2.5 D’Indy, Symphonie cévenole, primer movimiento (reducción): (i) compases
1-10; (ii) compases 27-30.

En la primera década del siglo XX , al comienzo del affaire


Dreyfus, las artes se estaban politizando mucho en Francia, con
agrupaciones nacionalistas de extrema derecha como la Ligue de la
Patrie Française y Action Française profundamente interesadas por
la cultura como medio para anticipar sus programas de renovación
nacional 113 . D’Indy era miembro de la Ligue, y utilizó sus recursos
para promocionar su programa educativo. Era ferozmente
antisemita, y siguió la estela de Wagner en sus ataques a los
compositores judíos, aunque no todos los estudiantes de la Schola
estaban contra Dreyfus.
Muchos de los miembros del círculo de estudiantes y colegas de
D’Indy estaban interesados en la música folclórica y las culturas
regionales francesas, así como en la música antigua. El bretón Guy
Ropartz (1864-1955) utilizó canciones tradicionales en su obra de
estilo franckiano Symphonie sur un thème breton (1894-1895), y
Déodat de Séverac (1872-1921) utilizó la música de su Languedoc
natal en su Sonata para Piano (1898-1899). De alguna forma,
Joseph Canteloube (1879-1957) tenía unos antecedentes similares
a los de D’Indy. Aunque nacido en París, varias generaciones de su
familia procedían de una región del sur de Francia, en su caso
Auvernia. Desde sus primeros años hasta el final de su vida realizó
excursiones campestres para investigar las canciones tradicionales,
que publicó en antologías para voz y acompañamiento o para coro.
Canteloube es conocido sobre todo por sus Chants d’Auvergne
(1923-1954), el más conocido de los cuales es el exuberantemente
orquestado «Baïlèro». Era el típico producto de la Schola, en la
medida en que su interés por la compilación de canciones
tradicionales era fomentado por su sólida técnica. D’Indy dejó un
legado en el sur de Europa, América Latina y más allá, sobre todo
en compositores de aquellos países que incorporaron las canciones
folclóricas a la forma sonata y a las ideas sinfónicas, como Joaquín
Turina (1882-1949; España) y Ahmed Adnan Saygun (1907-1991;
Turquía).
Probablemente la sinfonía más famosa que utilizó material
folclórico es la Sinfonía n.° 9 en Mi menor de Dvořák, «Del nuevo
mundo» (1893). Esta obra, sin embargo, está repleta de ironías.
Dvořák vivió en América entre 1892 y 1895, tras haber sido
contratado para dirigir el nuevo Conservatorio Nacional de Música
por la filántropa Jeanette Thurber, que quería a un músico europeo
de renombre que pusiese en marcha la institución y crease una
escuela de música americana. Su nombramiento fue precedido de
gran publicidad. Dvořák estaba en estrecho contacto con los críticos
musicales y periodistas americanos, y la dimensión nacional de la
sinfonía fue publicitada antes del estreno y tuvo gran importancia en
su primera acogida. La música fue incorporada a los continuos
debates sobre la identidad cultural americana, su grado de
independencia respecto a la cultura europea y su diversidad étnica.
Dvořák conoció de primera mano la música de las plantaciones
sureñas a través de su estudiante negro Henry Burleigh y estudió
las melodías amerindias. A este respecto, dio su punto de vista en
un artículo en el New York Herald, «The real value of Negro
melodies». El estilo al que llegó Dvořák en sus obras compuestas en
América, como la «Sinfonía del Nuevo Mundo», el Cuarteto
«Americano» op. 96, la Suite «Americana» op. 98 y las Canciones
Bíblicas op. 99, se caracteriza por alternar el lirismo y una fulgurante
energía rítmica, los ritmos sincopados, las armonías plagales
(subdominantes), una figura rítmica característica similar a un
«chasquido», con una nota breve en el acento, las escalas
pentatónicas y los fragmentos de éxtasis armónico que pretenden
sugerir paisajes. Las obras con múltiples movimientos tienen bases
programáticas, y hay rememoraciones cíclicas entre movimientos. El
carácter y el contraste temáticos, de gran intensidad, se superponen
al desarrollo temático. En la sinfonía hay citas reales o aparentes de
canciones afroamericanas (incluida «Swing Low, Sweet Chariot»), y
en los movimientos internos, una exposición basada en The Song of
Hiawatha de Longfellow, ambos elementos reconocidos
públicamente 114 . Este estilo era uno de los varios entre los que el
Dvořák compositor había aprendido a moverse según la ocasión,
pasando de la abstracción brahmsiana en su música de cámara
escrita para los alemanes y austriacos a los flexibles modismos
«eslavos» para sus danzas, la música nacional checa a la manera
de Smetana para su obertura «Husita» y el estilo oratorio en los
encargos corales para los festivales provinciales ingleses. Los
músicos americanos que contrataban la música de Dvořák y
debatían sobre ella querían conciliar la música culta y las músicas
populares de diferentes estilos; en este sentido, su música
americana es el primer paso de un proceso que fue mucho más
lejos en la música culta americana posterior. Pero en ese momento
sus mecenas querían que un europeo lo hiciese por ellos. Dvořák
escribió una sinfonía que sonaba como en aquel momento debía
sonar la «música nacional», no importa cuáles fueran las fuentes. Al
mismo tiempo, la obra era clásicamente sinfónica: la forma de los
movimientos es tradicional y diáfana, y en el primer movimiento una
transición vincula los diferentes temas de la exposición con no
menos delicadeza que en la Tercera Sinfonía de Rimski-Korsakov.
La formula de la música americana de Dvořák fue puesta en
práctica por la siguiente generación de compositores americanos,
incluidos Arthur Nevin (1871-1943), Charles Wakefield (1881-1946)
y Henry F. Gilbert (1868-1928), todos los cuales recogieron
canciones afroamericanas o amerindias y las incorporaron a sus
composiciones de estilo clásico. Estas obras no han sobrevivido
como parte del repertorio de concierto, y se han encontrado con las
objeciones predecibles. El crítico y compositor conservador Daniel
Gregory Mason la designó como «la música de la indigestión»,
mientras que la historiadora Barbara Tischler habla despectivamente
de «nacionalismo musical americano por citas» 115 .

Las rapsodias
La rapsodia —un nombre que sugiere la libertad de improvisación
del artista romántico— presenta menos complejidades para el
compositor que las sinfonías de la música nacional inspirada en el
folclore. En ella el compositor, que a veces también era el intérprete,
no tenía que preocuparse por el desarrollo motívico y podía actuar
como un antiguo bardo, evocando el Volksgeist y la nación, al
principio en la nebulosa antigüedad y más tarde en el presente y
heroicamente, con formas que variaban de una pieza a otra. El
término «rapsodia» fue utilizado por primera vez como título
genérico en música para canciones de finales del siglo XVIII y
posteriormente, a principios del siglo XIX , para piezas de teclado
para aficionados que imitaban de manera accesible los extremos
expresivos de famosos virtuosos del teclado contemporáneos. Hasta
la segunda mitad del siglo la rapsodia no se transformó en una pieza
heroica para orquesta vinculada a sentimientos nacionales. Esto se
debió en gran medida a Liszt, que convirtió la rapsodia en una pieza
para virtuosos del piano en sus diecinueve Rapsodias húngaras
para piano (n.° 1-15, 1846-1847, publicadas en 1851-1853; n.° 16-
19, publicadas en 1882-1885), concebidas originalmente como
Magyar dallok/Ungarische National-Melodies (1839-1840), y sus
sucesoras, seis Magyar rhapsodiák/Rhapsodies hongroises 116 .
En noviembre de 1839 Liszt volvió a Hungría por primera vez
desde su niñez: ya gozaba de fama internacional, y era el húngaro
vivo más célebre. En aquella época Hungría estaba sumida en una
lucha política por conseguir su independencia de Austria. Liszt era
aclamado como héroe nacional, se le rindieron honores en una
ceremonia en el Teatro Nacional y tomó la costumbre de tocar en
público su arreglo de la Marcha Rákóczy, una melodía prohibida por
las autoridades. Sin embargo, a juzgar por las composiciones
publicadas, Liszt aún no era un compositor nacional, pero tomó la
decisión de serlo. Liszt conocía desde su juventud la música de los
romanís, pero ahora empezó a tomársela más en serio, escuchando
atentamente a las bandas de «gitanos» y escribiendo sobre sus
interpretaciones. Las Rapsodias húngaras son obras seccionales
con fuertes cambios de tempo, que evocan melancolía y éxtasis y
evolucionan hasta alcanzar un apasionado clímax. Evocan el estilo
verbunkos (la palabra que quiere decir «reclutamiento», ya que la
música está relacionada con el reclutamiento por parte del ejército
austriaco) que tocaban las bandas romanís, incluidos los efectos de
címbalo, la «escala bizantina» (o escala doble armónica menor) con
la melancolía que aporta la segunda aumentada y otras
característica rítmicas, melódicas y armónicas. La pregunta de si
Liszt utilizó material verdaderamente folclórico es compleja. Los
romanís que interpretaban esta música eran músicos profesionales,
no campesinos, y ni se consideraban húngaros ni las clases
instruidas húngaras para las que tocaban les consideraban como
tales. Algunas de las melodías de las que hizo uso Liszt habían sido
compuestas por húngaros de clase alta antes de que los romanís se
apropiaran de ellas. El estilo de las rapsodias, aunque intensificado,
no era algo nuevo en la tradición europea: el style hongrois se
remonta al siglo XVIII y se había convertido en una forma musical
característica en Haydn, Beethoven y, sobre todo, Schubert. Este
estilo hundía sus raíces en canciones y bailes húngaros, pero
primero fue filtrado a través de las actuaciones públicas y las
interpretaciones tradicionales de los romanís, y posteriormente por
la tradición de los compositores 117 . Irónicamente, el propio Liszt se
identificaba con los romanís en la misma medida que con los
campesinos húngaros, y se sentía atraído por su virtuosismo
instrumental y su nomadismo. Confundió los orígenes de parte de
esta música y lio las cosas aún más en su ampuloso y controvertido
libro Des Bohémiens et de leur musique en Hongrie (1859), donde
atribuyó por completo el estilo a los romanís, lo que supuso que los
nacionalistas húngaros le acusasen de traidor. Todo esto en lo que
concierne a las primeras quince rapsodias: las cuatro últimas,
compuestas treinta años después, muestran un estilo nuevo
extremadamente cromático que Liszt cultivó a partir de la década de
1860 y en el que los elementos «gitanos» se minimizan 118 .
Probablemente, Liszt subestimó los vestigios de la genuina
música tradicional húngara —la música de los campesinos magiares
— preservados en sus Rapsodias húngaras. Pero el significado
histórico de estas piezas es independiente de la cuestión de su
autenticidad. Liszt elevó un género (la rapsodia) y un estilo exótico y
característico (style hongrois) a la categoría de música para
concierto virtuoso, y lo dotó de expresión heroica y épica. Su
ejemplo fue seguido por compositores de rapsodias nacionales
como Svenden (cuatro Rapsodias noruegas para orquesta, 1876-
1877); Dvořák (tres Slavonic Rhapsodies, 1878-1879); Lalo
(Rapsodie norvégienne, 1879); Mackenzie (Rhapsodie écossaise;
Burns: Scotch Rhapsody n.° 2 , 1779-1880); Chabrier (España,
rapsodie pour orchestra, 1883); Albéniz (Rapsodia española para
piano y orquesta, 1887); Saint-Saëns (Rapsodie d’Auvergne, para
piano, 1884; Rapsodie Bretonne, 1891); Rachmaninov (Rapsodia
rusa, 1891, para dos pianos); Enescu (dos Rapsodias rumanas,
1901); Stanford (seis Irish Rhapsodies, 1902-1922); Vaughan
Williams (tres Norfolk Rhapsodies, 1905-1906); Delius (Brigg Fair:
An English Rhapsody, 1907); Ravel (Rapsodie espagnole, 1908);
Casella (Italia: Rapsodia para orquesta, 1909); Finzi (A Severn
Rhapsody, 1923), y Bloch (America: An Epic Rhapsody for
Orchestra, 1926). Rhapsody in Blue (1924), de Gershwin, también
es parte de esta tradición. La mayoría de estas obras aluden de una
u otra forma a música vernácula. Son muy variadas en cuanto a
forma y orquestación —la mayoría son orquestales, pero algunas
incluyen instrumentos solistas, mientras que otras siguen un
programa, al igual que los poemas sinfónicos—, aunque abundan el
carácter intenso y los detalles improvisados, en la tradición de Liszt.
La mayoría de las rapsodias nacionales aluden a naciones de la
«periferia» nacional, aunque los compositores provengan del
«centro», como es el caso de las rapsodias españolas de
compositores franceses. «Las rapsodias alemanas» son muy
infrecuentes, si es que existe alguna.

Fantasía
Durante gran parte del siglo XIX la fantasía musical estuvo
relacionada con la rapsodia por su libertad formal y su
predisposición a la improvisación: sería difícil establecer diferencias
sustanciales entre ambos géneros. Sin embargo, a principios del
siglo XX hubo una tendencia en Inglaterra a definir un tipo de
«fantasía» según el modelo de la fantasía para viola de estilo
jacobeo 119 *. El acaudalado músico amateur Walter Willson Cobbett
organizó concursos para estimular a los compositores ingleses
modernos a escribir fantasías para grupos de cámara y después
encargó doce de estas obras, aunque, aparte de la instrumentación,
especificaba poco respecto al género. Se presentaron casi setenta
obras a ambos concursos, que eran reflejo de un resurgimiento más
extenso del estilo Tudor en la cultura inglesa entre 1890 y 1914,
pero no solo en la música, sino también en otros campos, como la
arquitectura y el diseño. En la música fue parte de un deliberado
«Renacimiento» inglés. Se pensaba que el retorno al espíritu de la
música Tudor y jacobea sortearía los siglos intermedios de
expansión comercial y colonial, un periodo en el que la composición
musical no prosperó en Inglaterra y los ingleses importaron la
mayoría de su música. Entre 1910 y 1912 Vaughan Williams
compuso cuatro piezas llamadas fantasías: Fantasia on English Folk
Songs para orquesta (1910), Fantasia on a Theme by Thomas Tallis
para doble orquesta de cuerdas y cuarteto de cuerdas (1910,
revisada en 1913, 1919), Phantasy Quintet, encargo de Cobbett,
para dos violines, dos violas y chelo (1912), y Fantasia on Christmas
Carols para barítono, coro mixto y orquesta (1912). Aunque no la
escribió para Cobbett, The Tallis Fantasia es una de las obras más
famosas creadas por un compositor inglés, e incluso hoy en día se
resalta su singular sonido «inglés». El éxito de esta evocativa pieza
se debe a que es una síntesis moderna de elementos históricos: el
género jacobeo transformado en una pieza para orquesta de cuerda;
varias tradiciones de música coral sacra, incluido el tema del salmo
«Why fum’th in fight the Gentiles spite», del compositor de la época
Tudor Thomas Tallis (1505-1585); la concepción espacial de la obra
y la imaginativa instrumentación para doble orquesta de cuerdas y
solistas, con efectos antifonales que sugieren cantos corales y que
parecen corresponder con el estilo perpendicular inglés del periodo
Tudor de la catedral de Gloucester, donde se estrenó en el Three
Choirs Festival; el estatus de este festival como una gran tradición
musical inglesa; las pinceladas de «una pintura paisajística» en
términos musicales, y, por último, pero no por ello menos
importante, el uso de modismos de canciones tradicionales —
aunque, que se sepa, no sean citadas de forma directa—.
Vaughan Williams creía en la influencia de las canciones
tradicionales en la música eclesiástica, tanto en el canto llano como
especialmente en la música sagrada Tudor, que, según sostenía
años después, tuvo su origen en costumbres específicamente
inglesas más que en la tradición compositiva, razón por la que los
historiadores musicales tenían la impresión de que había surgido
«de la nada» 120 . El primer elemento motívico que aparece en la
Tallis Fantasia consiste en fragmentos de temas de Tallis para
instrumentos graves; le sigue directamente una emulación del
antiguo estilo eclesiástico organum (una forma de armonizar una
melodía con voces paralelas propia de la música medieval). A
continuación, dos presentaciones del tema de Tallis en modo frigio,
el segundo una apoteosis extática que parece hecha para llenar el
espacio arquitectónico. El mismo principio de la obra sugiere un
amplio paisaje con lentos y ampliamente espaciados acordes. Esta
forma de evocar vastos espacios era habitual en la música nacional,
y ya había sido usada por Vaughan Williams en su Norfolk
Rhapsody n.° 1. La introducción del tema tradicional es postergada
hasta presentar otros signos de la identidad inglesa y de haber
creado la atmósfera requerida 121 . Del silencio que se produce tras
la apoteosis surge un solo de viola que presenta una melodía de
estilo tradicional a la manera de una rapsodia; a continuación, se le
une un solo para violín formando un dueto. En este punto la música
pasa de los grandiosos gestos históricos y místicos a la escala
humana y, a la vez, hace referencia a la fantasía para viola de estilo
jacobeo. Por lo tanto, la Tallis Fantasia evoca la antigüedad y el gran
alcance de la historia cultural y musical inglesa. La síntesis de
Vaughan Williams excluye ostensiblemente ciertos elementos
musicales (la forma de sonata, el cromatismo wagneriano) y
combina temas religiosos, arquitectónicos, paisajísticos, música de
cámara y canciones tradicionales con el fin de proyectar una
concepción de la nación inglesa y su identidad y destino, ambos
incluidos en la tradición y anhelantes de una renovación cultural.

La música tradicional y el modernismo


La música tradicional se convirtió en un asunto de profundo interés
para los compositores de la generación modernista de principios del
siglo XX , como Janáček, Bartók, Stravinski, Falla y Szymanowski.
En aquel momento, los etnógrafos se mostraban más sistemáticos y
realizaban más investigaciones que nunca, y la veracidad de las
fuentes era un tema primordial para los modernistas. Bartók
despreció los esfuerzos nacionalistas de Chopin y Liszt, en los que
encontraba demasiado poco folclore auténtico, demasiado exotismo
y una excesiva «banalidad» en el arte de componer. La percepción
de la música tradicional como algo fuerte y tosco encajaba con la
estética modernista del primitivismo y su deseo de superar las
añejas convenciones de la cultura burguesa decimonónica. Ya no
era necesario clasificar las composiciones modernistas por géneros,
ya que cada vez más obras eran consideradas sui generis,
trascendiendo la clasificación genérica o mezclando los géneros de
manera irrepetible. Sin embargo, en sus composiciones la función
de la música tradicional reflejaba de diversas maneras los viejos
imperativos del Romanticismo, y dedicaron más tiempo que nunca a
realzar el genio original del artista y la autenticidad que la gente
corriente había aportado a esta música. La música tradicional se
convirtió en una herramienta para reformar y renovar el lenguaje
musical que permitía afrontar los problemas compositivos y
encontrar un «estilo», no solo una forma de conseguir un sabor
exótico o de invocar al Volkston . Las estructuras modales y rítmicas
de las fuentes tradicionales suscitaban especial interés. Stravinski,
Bartók y Falla encontraron formas de transformar esas estructuras
modales en estructuras cromáticas. Este sistema sortearía el
lenguaje tonal del último Romanticismo alemán (Wagner y Richard
Strauss) con un nuevo cromatismo que ya no estaba basado en una
tonalidad mayor/menor armónica. Pero una etnografía más científica
y una asimilación más sistemática no derivaron directamente en una
mayor presencia de lo nacional en la música culta, porque a menudo
los esfuerzos de los modernistas no terminan de encajar en la
categoría de la música nacional tal y como se entiende en este libro.
Algunos produjeron de manera deliberada híbridos étnicos o
culturales, otros rechazaron el amplio interés popular en sus países
de origen, mientras que otros se inspiraron en la música tradicional
solo de forma intermitente.
La música más conocida de Igor Stravinski (1882-1971) fue
compuesta para los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev: los tres
extraordinarios ballets L’oiseau de feu (El pájaro de fuego, 1910),
Petrushka (1911) y Le sacre du printemps (La consagración de la
primavera, 1913) y el híbrido Les noces (Las bodas; empezado en
1914 y estrenado en 1923). Los ballets quedan, en diferentes
grados, a la sombra del mentor de Stravinski, Rimski-Korsakov, y
extienden el vocabulario de la música culta nacionalista rusa.
Diaghilev trataba de llegar a un público parisino enormemente
influido por una aristocracia internacional que buscaba en el kuchka
la «auténtica» —que para el grupo significaba exótica— música
rusa. Las innovaciones de L’oiseau se encuentran principalmente en
los diseños y los decorados, que, como señala Richard Taruskin,
reflejan un «neonacionalismo» ruso, un movimiento artístico similar
al arts-and-crafts inglés, que tenía algunos de los mismos objetivos
que los modernistas musicales en su búsqueda del «estilo» e
intentaban hallarlos en el folclore 122 . En la música de Petrushka, a
pesar de que le debe poco a Rimski-Korsakov, Stravinski desprecia
un principio del kuchka al utilizar fuentes de origen urbano en lugar
de rurales: los efectos de concertina y de caja de música, las
melodías para organillo y el griterío callejero. Anteriormente, los
nacionalistas rusos tildaban esta música de degenerada. Taruskin
afirma que la primera coincidencia entre folclore y modernismo en
Stravinski se da en el primer tableau, en el que el compositor intenta
hacer un retrato fiel del «pregonero del carnaval», un personaje
tradicional cuya labor es atraer a la multitud a una caseta de feria
con melodías improvisadas (pribautki) con una monotonía aguda de
pareados de longitud desigual. Stravinski escribe fragmentos
rítmicos estáticos y aditivos de extensión variable que empiezan y
acaban de forma inesperada, una técnica que llegó a ser
fundamental en sus composiciones posteriores 123 . Le sacre es
conocida por su deliberado barbarismo, pero junto a los acentos
brutales, las bruscas disonancias y el tema del sacrificio humano
(práctica de la que no tenemos evidencia en la Rusia prehistórica),
hay innovaciones estructurales en el ritmo y en la organización tonal
que se derivan de la música tradicional rusa y de Europa del Este.
Le sacre intensificó y extendió el proceso rítmico de Petrushka y lo
tematizó en el contexto ritual del ballet, por lo que el ostinato y la
irregularidad son fundamentales para toda la estructura rítmica. Es
más, Taruskin demuestra que Stravinski combinaba temas breves,
modales, derivados de toda la tradición folclórica, para generar
escalas octatónicas. Estas estructuras cromáticas octatónicas, que
alternan la sucesión de tonos y semitonos, habían sido populares
entre los compositores rusos desde tiempos de Glinka, y
especialmente desde Rimski-Korsakov, pero siempre se habían
mantenido separadas del típico lenguaje diatónico de mayores y
menores, como un efecto reservado a personajes o hechos
sobrenaturales. Las alusiones a la música tradicional en las
partituras también habían sido diferentes a los pasajes octatónicos.
De modo que Stravinski sintetizó dos tradiciones rusas —el folclore
y las técnicas decimonónicas de la música culta—, pero lo hizo de
una manera nueva que transformó el lenguaje musical en un estilo
típicamente modernista 124 .
Le sacre fue la culminación del renovado interés de comienzos
del siglo XX por el folclore ruso entre los estudiosos, historiadores y
artistas nacionalistas, que estaba animado por el ocultismo y el
misticismo de la época. Se pensaba que los antiguos paganos
habían vivido en armonía con la naturaleza, y el renacer de sus
costumbres, incluidas las canciones, danzas y conjuros, se
consideraba un remedio a los excesos de la civilización moderna. El
colaborador de Stravinski en La consagración fue Nicolai Roerich
(1874-1947), pintor y experto en arte antiguo ruso, cuya obra ya
había puesto en primer plano los ídolos, las danzas rituales y los
lugares sagrados —precisamente las temáticas de La consagración
—. Stravinski y él intentaron crear un nuevo estilo de ballet
omitiendo la mímica y cualquier tipo de narrativa. Roerich buscaba
la autenticidad etnográfica en sus decorados y vestuarios, y las
fuentes folclóricas seleccionadas por Stravinski también eran
bastante veraces, incluso por lo que respectaba a los pasos del
ritual. Utilizó las llamadas «canciones ceremoniales», y en concreto
las canciones de estación o de «calendario», vinculadas a los
festivales en los que Roerich basaba la acción. Lo que no está claro
es qué parte es auténtico material folclórico y qué es invención o
transformación de Stravinski: el folclore se transformó en un estilo
moderno 125 .
Entre 1914 y 1920, los años del exilio en Suiza, Stravinski
escribió ocho composiciones sobre textos del folclore ruso, haciendo
uso de materiales musicales de coleccionistas eslavófilos publicados
recientemente, gran parte de ellos de origen provinciano y humilde.
En aquella época Stravinski seguía buscando alternativas a las
normas compositivas tradicionales, y desarrolló un estilo radical y
abrasivo. Las fuentes para sus obras del periodo de guerra incluyen
el ritual de ceremonia de las bodas campesinas rusas, los cuentos
tradicionales y las melodías y rimas para niños. En sus canciones de
este periodo, los textos cantados son fórmulas breves y sencillas
(popevki) que se repiten en una métrica irregular, como por ejemplo
en las cuatro canciones publicadas como Pribaoutki (rimas o
melodías; 1914), instrumentadas para voz, flauta, oboe, clarinete,
fagot, violín, viola, chelo y contrabajo. Renard (1916; «La fábula del
zorro, el gallo, el gato y el carnero»; «Una alegre actuación») es la
apropiación por parte de Stravinski de las tradiciones de los
skomorokhi (juglares itinerantes rusos que ofrecían actuaciones
satíricas), una fábula moral que se desarrolla en una granja y que
requiere de danza acrobática y canto 126 .
Les noces, una vez más estrenada por los Ballets Rusos de
Diaghilev, que tiene una instrumentación de cuatro solistas, coro
mixto, cuatro pianos y percusión y cuyo subtítulo es «Escenas
coreografiadas», no es ni una ópera, ni una cantata ni un ballet, y
carece de una trama al uso. A diferencia de los rituales de Le sacre,
el ritual de las ceremonias de casamiento de los campesinos rusos
era una tradición cristiana vigente más que folclore pagano
prehistórico. Los largos y formalistas rituales de las bodas
campesinas se habían convertido en la representación de la vida
campesina rusa en la «alta» cultura mucho antes de Stravinski, y de
hecho los encontramos en óperas de Glinka y Rimski-Korsakov. Las
fuentes principales de Stravinski eran más recientes y precisas: una
colección de más de 1.000 canciones campesinas de boda
publicada en 1911 127 . Pero él continuó con su aproximación
flexible a sus fuentes, evitando la correspondencia exacta entre
texto y melodías, creando sus propios y flexibles popevki al estilo
tradicional pero sin referencia específica a una única fuente original
y permitiendo que se combinaran en formas determinadas por las
escalas octatónicas 128 . Años después Stravinski se dedicó a borrar
sus huellas, tras afirmar que sus estudios etnográficos eran
inexistentes o muy superficiales, probablemente para distanciarse
del bolchevismo y, posteriormente, de las políticas culturales
nacionalistas de Stalin.
Sin embargo, en contraste con todo ese carácter ruso explorado
por Taruskin, debe establecerse de forma diferenciada una
dimensión paneslávica en la música de Stravinski. Su familia era
polaca, y el nombre Strawinski, relacionado con el río Strawa, es
común en Polonia. Durante su infancia, Stravinski pasó algunos
veranos en el pueblo de Ustulig, ahora en la frontera entre Ucrania y
Polonia pero enclavado durante siglos en territorio polaco, que antes
de la división del siglo XVIII comprendía la actual Bielorrusia,
Ucrania, Lituania y parte de Rusia. Algunas de las melodías de La
consagración se asemejan a melodías de la región que circunda
Ustulig y han de considerarse más ucranianas o polacas que rusas.
En otras partes de La consagración, por ejemplo en la famosa
melodía para fagot del comienzo, Stravinski utiliza melodías
tradicionales lituanas que encontró en una antología de 1900 del
cura polaco Anton Juszkiewicz. Estas decisiones eran significativas:
Polonia, por supuesto, era católica, no ortodoxa —una destacable
diferencia cultural—, y había sido la potencia dominante en la
Europa del Este durante siglos. En muchas óperas nacionalistas del
siglo XIX Polonia es señalada como la enemiga de Rusia 129 .
A diferencia de Stravinski, Béla Bartók (1881-1945) nunca intentó
ocultar sus fuentes folclóricas; además de compositor, era
etnomusicólogo, crítico y escritor musical, y quería publicitar la
enorme diferencia, tal y como él la entendía, entre las tradiciones de
la música popular moderna, especialmente lo que se consideraba
«música nacional» húngara, compuesta para la alta burguesía e
interpretada por los romanís, y la genuina música tradicional de los
campesinos. Según Bartók, la música de los campesinos húngaros
se asentaba en principios modales bastante diferentes, diatónicos o
pentatónicos. Poco después de comenzar su investigación de la
cultura tradicional húngara junto a su amigo Zoltán Kodály en 1905
comenzó a usar los modos como base estructural de sus propias
composiciones. La profusión de estructuras modales puede diluir la
función tanto de la dominante, que es vital para el sentido de
dirección lógica, tan presente en la música tonal, como de las notas
principales, cuyos semitonos crean la impresión de anhelo y de
esfuerzo en la armonía cromática de los compositores del siglo XIX .
Pero Bartók fue más allá, usando fórmulas que derivaban de los
modos, tales como acordes de séptima o acordes basados en
cuartas perfectas, y repitiéndolas más por su sonoridad que por su
función dentro de una progresión lógica. Algunas veces los
resultados producen una sensación estática y de falta de desarrollo
que recuerda a Stravinski, y podríamos considerar que son atonales
o que se alejan de un centro tonal a través de la repetición y del
énfasis retorico. Bartók también sintió atracción por las estructuras
tonales simétricas que se mantienen idénticas al girarlas sobre un
único «eje» tonal. De esta forma podía generar estructuras
cromáticas, incluyendo su colección de escalas octatónicas, a partir
de materiales folclóricos de forma similar a como lo hacía Stravinski.
Estas técnicas se encuentran por vez primera y de manera más
obvia en armonizaciones de canciones tradicionales como Catorce
bagatelas para piano op. 6 (1908) y Ocho canciones tradicionales
húngaras para voz y piano op. 47 (1905, 1917), pero también en
obras más ambiciosas y famosas como El castillo de Barbazul
(1911-1917), Música para cuerdas, percusión y celesta (1936),
Concierto para orquesta (1943) y los seis Cuartetos de cuerda 130 .
Pero ¿es la música de Bartók «nacional», de acuerdo con nuestra
definición? En 1906 Bartók y Kodály pidieron a los húngaros que les
ayudasen a realizar una compilación completa y erudita de las
auténticas canciones tradicionales, y sus constantes y denodados
trabajos de campo daban a entender que la cuestión estaba
zanjada. Sin embargo, más tarde, mientras Kodály se concentraba
en el folclore húngaro, los intereses de Bartók, tanto etnográficos
como compositivos, se tornaron mucho más amplios. Bartók recopiló
material folclórico de gran parte del Imperio Austrohúngaro en los
últimos años de su existencia, incluyendo Hungría y lo que ahora
son Eslovaquia y Rumanía. Más tarde viajó a Turquía y al norte de
África. Todas estas fuentes étnicas le suscitaban el mismo interés,
como etnógrafo pero también como compositor. A partir de 1908
gran parte de su música se basa en la «fusión» de modismos
étnicos 131 . Bartók propuso su propia música étnicamente híbrida
en sustitución de la «mala» música híbrida nacional húngara del
siglo XIX (de la alta burguesía y los gitanos) 132 . En su Suite de
danzas (1923) fue más lejos, e incluso combinó danzas árabes con
otras fuentes, todo fusionado por medio de un ritornello de estilo
húngaro 133 .
El enfoque de Bartók se traslada constantemente desde los
campesinos puros, por un lado, hasta los problemas compositivos
del autor de música culta modernista, por otro, olvidándose de las
clases medias urbanas y las clases altas húngaras. En un ensayo
de 1921 titulado «La relación del folclore con el desarrollo de la
música culta de nuestro tiempo» sostenía que
la perfección artística solo se puede conseguir gracias a uno de los dos
extremos: por un lado, el folclore campesino presente en las masas, carente
por completo de la cultura de aquellos que habitan en las ciudades; por otro, el
poder creativo de un genio solitario. La fuerza creativa de alguien que tenga la
desgracia de haber nacido entre los dos extremos conduce a obras estériles,
inútiles y deformadas 134 .

Estaba siempre en pos de la «autenticidad», tanto etnográfica


como artística, y esto suponía que la singular identidad étnica de los
campesinos no era de vital importancia. A pesar de que Stravinski y
Kodály, afirma
se entregaron a la música tradicional de un país concreto […], quiero enfatizar
que esta exclusividad no es importante. La personalidad del compositor debe
ser lo suficientemente fuerte como para sintetizar los efectos de sus reacciones
en la más amplia variedad de tipos de música tradicional. Aunque
probablemente solo reaccionará a la música tradicional que armonice con su
personalidad. Sería absurdo forzar una selección por razones externas, por
ejemplo un patriotismo mal entendido 135 .

Al mismo tiempo, puesto que muchas de sus obras iban dirigidas


a un público internacional de élite y no a las clases populares
húngaras, el Bartók modernista estaba adoptando un modismo
«primitivo». A pesar de su retórica antirromántica, en última
instancia la apropiación del folclore por parte de Bartók revela un
programa romántico más que un programa nacionalista debido a su
alienación de la sociedad urbana y su búsqueda de la autenticidad
expresiva. Sus primeras obras son las que se podrían considerar
música nacional: el poema sinfónico influido por Liszt Kossuth
(1903), sobre un héroe de la revolución húngara de 1848, y la
Rapsodia (1905) y el Scherzo burlesque (1904), ambos para piano y
orquesta, que están bajo la influencia de Liszt y Brahms y emplean
atributos decimonónicos húngaros, incluidos verbunkos, csárdás y
canciones cultas de estilo popular. Todas ellas fueron escritas antes
de que Bartók comenzase sus estudios etnográficos, y
representaban, como él mismo llegó a reconocer, su carencia de un
estilo coherente. Por lo general, la música de su colega Kodály
puede considerarse música nacional húngara de una manera mucho
más directa. Por ejemplo, su gran obra para coro y orquesta
Psalmus Hungaricus (1923), aunque no utiliza música tradicional
húngara, hace uso de sonoridades pentatónicas y del estilo lidio
junto a referencias a estilos históricos de los periodos medieval,
renacentista y barroco, así como una armonía moderna para
expresar el sufrimiento pasado y presente de Hungría. Los húngaros
siempre la han considerado una obra de carácter nacional.
Leoš Janáček (1854-1928) es un caso similar, en la medida en
que recurrió a fuentes folclóricas por sus posibilidades rítmicas y su
modalidad con el fin de crear un nuevo lenguaje musical. Pero una
vez más, las contribuciones de Janáček a la «música nacional» se
producen relativamente pronto en su carrera y no incluyen la
mayoría de sus obras más conocidas. Como Bartók, Janáček estaba
muy implicado en el estudio del folclore, y había trabajado desde
1886 con el filólogo y folclorista František Bartoš (1837-1906) en el
Gymnasium checo de Brno. Editaron dos volúmenes de música
tradicional morava (1890, 1899-1901), el segundo de los cuales
incluía 2.057 canciones y danzas. Janáček hizo uso de sus
investigaciones a la hora de componer Valašské Rákoczy (Danzas
valacas, 1899-1891), la Suite para orquesta (1891), el ballet Rákoš
Rákoczy (1891) y la ópera en un acto Počátek románu (El comienzo
de un romance, 1894). Las dos obras escénicas consisten
principalmente en danzas tradicionales orquestadas. Pero la famosa
Její pastorkyňa (Su hija adoptiva, 1904; más conocida como Jenůfa
fuera de la actual República Checa), adaptación de una obra teatral
de Gabriela Preissová, parece no haber tenido en cuenta ningún
material tradicional, a pesar de algunas partes de estilo folclórico. En
esta ópera Janáček adaptó los ritmos e inflexiones de la música
tradicional y el habla morava, combinándolos con una escena
terriblemente realista y modismos compositivos modernos.
Desarrolló entonces un estilo compositivo basado en los patrones
del habla de los moravos checos, que después utilizó en óperas
posteriores que carecían de temática checa, incluidas las
adaptaciones de los autores rusos Ostrovski (Kát’a Kabanová ,
1921) y Dostoyevski (Z mrtvého domu; De la casa de los muertos,
1928), con personajes y decorados rusos. La actitud política de
Janáček era netamente antialemana y le dio la bienvenida a la
nueva Checoslovaquia, pero también albergaba lealtades
subnacionales hacia Moravia y, como Dvořák, simpatías paneslavas
que difícilmente podían hacer de él un nacionalista checo. Taras
Bulba (1918), cuyo segundo título es «Rapsodia para orquesta» y
está dedicada al ejército checo, parece a primera vista música
nacional; sin embargo, su temática gira en torno a un guerrero
cosaco ruso de una novela de Gogol. La Misa glagolítica (1927)
pone el texto católico en antiguo eslavo eclesiástico, no en checo.
La música morava tiene mucho en común con las fuentes húngaras
y eslovacas de Bartók, por lo que el estilo del folclore musical en
Janáček es bastante diferente del de sus predecesores bohemios,
Smetana y Dvořák. Jenůfa se desarrolla en la frontera entre Moravia
y Eslovaquia, y casi le resultaría tan distante y exótica al público de
Praga como al de Alemania. De hecho, el original de Preissová fue
considerado inadecuado cuando se programó en el Teatro Nacional
de Praga, y la ópera de Janáček no llegó a Praga hasta 1915,
cuando fue puesta en escena con cortes y una orquestación
revisada. Su éxito internacional posterior solo llegó cuando sus
óperas fueron estrenadas en alemán en teatros alemanes y
austriacos. Al igual que le ocurrió a Bartók, el interés de Janáček por
la música tradicional era una forma de liberarse como artista de las
aparentes limitaciones de la tradición.
Karol Szymanowski (1882-1937) viró hacia la música nacional en
los años veinte, cuando ya había entrado en los cuarenta. Hacía
tiempo que sostenía que la música polaca decimonónica no había
logrado alcanzar los niveles establecidos por Chopin, pero creía que
el problema era el inmovilismo provincial, y lo afrontó
comprometiéndose con proyectos musicales europeos más amplios.
Al mismo tiempo, Szymanowski sostenía que las danzas polacas
posteriores a Chopin, junto con la música basada en el folclore de
otros países, se limitaban a incorporar elementos exóticos a formas
estereotipadas. Esta música le recordaba a «las aves europeas
encerradas en una jaula académica de complejo diseño y obligadas
a olvidar el canto de los campos y bosques». Las obras de
Stravinski de la década de 1910 le hicieron cambiar de perspectiva.
El primer resultado fue Słopiewnie (1921), que utiliza poemas de
Julian Tuwim escritos en un estilo eslavo experimental con lenguaje
semiabsurdo, con asonancias, aliteraciones y ritmo interno.
Pribaoutki, de Stravinski, era la predecesora obvia en lo que
respecta tanto al texto como a la música 136 .
En 1922 Szymanowski se estableció en Zakopane, un pueblo
turístico a los pies de las montañas Tatra, en la frontera sur de
Polonia, donde un grupo de artistas y folcloristas había creado una
comunidad especialmente consagrada a preservar la cultura tatra.
Allí estudió la música tradicional tatra, que es más parecida a la
música de los grupos de eslavos de las tierras altas desperdigados
a lo largo de la frontera polaca y el norte y el este de (lo que por
entonces era) Checoslovaquia que a la música tradicional de la
llanura polaca. Las veinte mazurcas escritas entre 1924 y 1925
estaban pensadas para ser dignas sucesoras de las mazurcas de
Chopin, ya que ni imitaban a este ni a sus emuladores
decimonónicos. Los modos y motivos melódicos especiales de la
música tradicional tatra se combinan con ritmos tradicionales de
mazurcas creando un nuevo ritmo híbrido. A la vez, estas mazurcas
son modernistas en sus modismos, con una acusada bitonalidad,
frases sin motivos regulares y disonancia de la segunda menor. El
ballet Harnasie, escrito entre 1923 y 1931, lleva este planteamiento
aún más lejos. La influencia de la música rusa de Stravinski es
evidente: Les noces es el modelo escénico, que en este caso tiene
como eje central una boda campesina goral 137 . Estas piezas
podrían ser consideradas una grandiosa síntesis de la música
polaca, aunque también poseen sonoridades paneslávicas 138 .
La música tradicional española y la estética modernista
confluyeron brevemente en El sombrero de tres picos (1919) de
Manuel de Falla (1876-1946), escrita para los Ballets Rusos de
Diaghilev, que a finales de la década de 1910 estaban de gira por
España. Picasso diseñó la escenografía, el vestuario y el telón al
estilo cubista, y la coreografía de Massine fue asimismo poco
tradicional. El conocido final de Falla es una «jota», que formó parte
del lenguaje de la música de baile español durante gran parte del
siglo XIX , tanto para los compositores españoles como para los
extranjeros. Pero la acción escénica a la que acompaña es irónica:
personajes grotescos y campesinos que arrojan de un lado a otro la
imagen de un magistrado imitando la pintura de Goya sobre un tema
festivo popular veraniego, El pelele . El tratamiento irónico del
folclore suscitó opiniones enfrentadas en España: los críticos
conservadores la detestaban y veían en la música y la imaginería
una falta de respeto a la cultura nacional 139 . Su obra posterior para
piano, la Fantasía Bética, hunde sus raíces en su estilo
«andalucista», influido por los gitanos y el flamenco, con ágiles
figuraciones, uso del modo frigio, notas de paso en las novenas y en
las séptimas, hemiolias y elementos que evocan el canto flamenco,
pero en esta ocasión todo ello inmerso en modismos modernistas:
agresivos, percusivos y disonantes 140 . En los años veinte Falla
desarrolló un modernismo neoclásico que se inspiraba en la historia,
la literatura y las canciones cultas, así como en la herencia medieval
y renacentista de España, pero depurado del lenguaje musical del
«andalucismo»: un modernismo nacional que dejaba de lado la
música tradicional.
Hasta cierto punto, la coexistencia del modernismo y la música
nacional fue más evidente en América que en Europa, ya que la
experiencia del intercambio de ideas era algo familiar en las
sociedades poscoloniales del Nuevo Mundo. Aaron Copland, que
concibió el estilo nacional americano más influyente, expuso sus
ideas en uno de sus cursos de la Cátedra Norton de Harvard, en
1951-1952, titulado «La imaginación musical de las Américas». Al
mismo tiempo, Copland reivindicó la solidaridad panamericana entre
los compositores del norte y del sur que estaban involucrados en
una síntesis similar de las culturas inmigrante e indígena frente al
legado europeo de la música culta y de la cultura concertística. Por
entonces, la absorción de la música étnica por parte de la música
culta del siglo XX había adquirido una dimensión supranacional
equivalente a la que se daba en Europa 141 .
El estilo de Copland fue configurado por las influencias
modernistas europeas, de Stravinski a Webern; sin embargo, a lo
largo de toda su vida estuvo interesado por las fuentes vernáculas y
la expresión de la identidad americana. Esta hace acto de presencia
por vez primera en sus obras modernistas de los años veinte
influidas por el jazz y el blues, como Music for the Theater (Música
para teatro, 1925) y el Concierto para piano (1926), obras complejas
y mordaces que no tuvieron buena acogida entre el público habitual
de conciertos. Más adelante Copland simplificó sus modismos de
manera deliberada, lo que denominó una «simplicidad impuesta»,
en un intento de reconciliarse con «el pueblo» tal como lo concebía
en aquella época el izquierdista Frente Popular, a la vez que seguía
echando mano de los recursos sonoros del modernismo. La
culminación de su cambio estilístico fueron las tres célebres
partituras para ballet —Billy the Kid (1938), Rodeo (1942) y
Appalachian Spring (1944)— que utilizan melodías vernáculas de
los colonos angloceltas: en las dos primeras, canciones de cowboys,
y el himno de los cuáqueros shakers 142 * «Simple Gifts» en la
tercera. Sin embargo, el primer paso de Copland en este nuevo
estilo vernáculo simplificado es El Salón México (1937), donde
subraya la significación panamericana del cambio. Es una brillante
fantasía orquestal en un solo movimiento, inspirada por un salón de
baile en Ciudad de México, en la que se combinan melodías y ritmos
mexicanos rurales y urbanos, aunque sujetos a la distorsión y
fragmentación modernistas. Más adelante, Copland escribió la obra
para dos pianos Danzón cubano (1942) sobre música que escuchó
en un salón de baile en La Habana. Entre 1941 y 1963 realizó tres
giras, financiadas por el gobierno, por Sudamérica y Latinoamérica
como embajador musical, dando conciertos, apareciendo en la radio
y reuniéndose con músicos, además de muchos viajes a México por
su cuenta. En la escuela de verano de la Orquesta Sinfónica de
Boston en Tanglewood impartió clase a muchos jóvenes
compositores latinoamericanos 143 .
Desde 1928 Copland mantuvo una estrecha amistad con el
compositor mexicano Carlos Chávez (1899-1978), a quien
consideraba un ejemplo de música nacional moderna y uno de los
pocos músicos americanos libres de influencias europeas. Ambos
tenían objetivos estéticos y estilísticos muy similares, y Chávez
dirigió el estreno de El Salón México . Desde muy joven, Chávez
conocía la cultura indígena mexicana, y su imagen pública se vio
determinada por la Revolución mexicana de 1921, que trajo consigo
un programa cultural nacionalista mediante el apoyo estatal a las
artes. Sus primeros ballets aztecas El fuego nuevo (compuesto en
1921) y Los cuatro soles (1925) presentaban el pasado
precolombino de su país. Chávez estudió los instrumentos
musicales de las culturas étnicas y las descripciones de los primeros
historiadores españoles y procuró plasmar este espíritu en Xochipilli
(1940), «Una música azteca imaginaria» para cuatro instrumentos
de viento y seis percusionistas. La reacción de Chávez a la vida
musical europea fue negativa; sin embargo, a partir de 1923
comenzó una larga relación con Estados Unidos que le llevó a
conocer a los compositores experimentales Henry Cowell y Edgar
Varèse, así como a Copland, y a incorporarse al International
Composers’ Guild y a la Pan American Association of Composers.
Chávez representa otra mezcla ecléctica de neoclasicismo
modernista, vanguardismo y nacionalismo. Por lo tanto, los
principales compositores americanos de los años veinte y treinta
que se interesaron por las fuentes étnicas y la música nacional
estaban comprometidos con el modernismo y el panamericanismo
144 .

Conclusión
El uso compositivo de fuentes étnicas vernáculas en la música culta
fue el resultado de dos fuerzas interrelacionadas: el nacionalismo y
el Romanticismo. A finales del siglo XVIII surgió una estética
supuestamente folclórica en torno a un temprano Romanticismo
rousseauniano que valoraba la sencillez y la franqueza emocional.
Otro tipo de Romanticismo alentaba un uso valientemente
individualista de las fuentes vernáculas, un planteamiento iniciado
por Beethoven y más tarde continuado por Chopin, Liszt, Smetana,
Grieg y los compositores del grupo kuchka . Estos hicieron uso de la
modalidad y de los ritmos característicos como puntos de partida de
singulares estrategias compositivas. En la década de 1820, el
programa cultural nacionalista incorporó la ópera y la música
instrumental, y fueron Weber, Chopin y Glinka las principales figuras
que utilizaron los modismos vernáculos literarios o estilizados. El
estilo folclórico sencillo y directo continuó estando disponible para
los compositores decimonónicos posteriores, como Brahms, pero el
énfasis que se dio a la originalidad después de Beethoven inclinó la
balanza hacia las composiciones de gran escala. Se servía mejor al
proyecto de movilizar a los compatriotas con rapsodias
espectaculares y grandiosas y sinfonías idealistas, mientras que el
efectismo nacionalista de las recopilaciones de danzas para piano
se difundía más lentamente, al principio en círculos musicales. A
principios del siglo XX el nacionalismo volvió a perder fuerza como
principal motivación para la absorción de la música tradicional por
parte de la música culta, a medida que una vertiente más extrema
del ideario romántico fue calando en la primera generación de
compositores modernistas. Entonces la dimensión transnacional,
anteriormente restringida al intercambio de formas y géneros
musicales, se extendió a las fuentes étnicas, los programas literarios
y los argumentos teatrales. El Stravinski de la década de 1910 es el
principal valedor de la música nacional modernista. Basándonos en
nuestra (es cierto que selectiva) muestra, está claro que en Europa
la historia de la música nacional y la de la música culta influida por el
folclore discurren en paralelo, cruzándose durante aproximadamente
un siglo antes de separarse nuevamente.

71 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 14-15.

72 . Richard Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, Music in the
Nineteenth Century, 2ª ed. (Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 2010),
pp. 119-123; Natasha Loges, «How to Make a “Volkslied”: Early Models in the
Songs of Johannes Brahms», Music & Letters 93/3 (2012), pp. 318-319.

73 . Dahlhaus, Nineteenth Century Music, p. 35.

74 . Ludwig Finscher, «Weber’s “Freischütz”: Conceptions and Misconceptions»,


Proceedings of the Royal Musical Association 110 (1983-1984), pp. 79-90;
Dahlhaus, Nineteenth Century Music, pp. 64-75.

75 . Dahlhaus, Nineteenth Century Music, p. 107.

76 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 198-199.
77 . Ibíd., p. 203.

78 . Carl Dahlhaus, Between Romanticism and Modernism: Four Studies in the


Music of the Later Nineteenth Century, trad. De Mary Whittall (Berkeley y Los
Ángeles: University of California Press, 1980), p. 91.

79 . Richard Will, «Haydn Invents Scotland», en Mary Hunter y Richard Will (eds.),
Engaging Haydn: Culture, Context and Criticism (Cambridge: Cambridge
University Press, 2012), pp. 44-74.

80 . Barry Cooper, Beethoven’s Folksong Settings: Chronology, Sources, Style


(Oxford: Clarendon Press, 1994), pp. 149-168, 171-179.

81 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music », p. 217.

82 . Ibíd., p. 220.

83 . Curtis, Music Makes the Nation, p. 94.

84 . Vic Gammon, «Folk Song Collecting in Sussex and Surrey, 1843-1914»,


History Workshop Journal 10/1 (1980), pp. 61-89; David Harker: Fakesong: The
Manufacture of British «Folksong» 1700 to the Present Day (Milton Keynes: Open
University Press, 1985), caps. 6 y 8; Georgina Boyes, The Imagined Village:
Culture, Ideology and the English Folk Revival (Mánchester: Manchester
University Press, 1993), caps. 1 y 3.

85 . Locke, Musical Exoticism, cap. 4.

86 . Dahlhaus, Nineteenth-Century Music, p. 306.

87 . Jim Samson, Chopin (Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 1996),
pp. 44, 56, 74; «Music and Nationalism», pp. 55-56.

88 . Jolanta T. Pekacz, «Deconstructing a “National Composer”: Chopin and Polish


Exiles in Paris, 1831-4», 19th-Century Music 24/2 (2000), pp. 166-171.

89 . John Rink, Chopin: The Piano Concertos (Cambridge: Cambridge University


Press, 1997), p. 92.

90 . Zofia Chechlińska, «Chopin Reception in Nineteenth-Century Poland», en Jim


Samson (ed.), The Cambridge Companion to Chopin (Cambridge: Cambridge
University Press, 1994), pp. 206-221.

91 . Barbara Milewski, «Chopin’s Mazurkas and the Myth of the Folk», 19th-
Century Music 23/2 (1999), pp. 131-135.
92 . Samson, Chopin, p. 17.

93 . Curtis, Music Makes the Nation, pp. 121-129.

94 . Citado en ibíd., p. 131.

95 . Stale Kleiberg, «Grieg’s “Slåtter”, Op. 72: Change of Musical Style or New
Concept of Nationality?», Journal of the Royal Musical Association 121/1 (1996),
pp. 46-57; Curtis, Music Makes the Nation, pp. 130-135; Grimely, Grieg, pp. 147-
191.

96 . Walter Aaron Clarck, Isaac Albéniz: Portrait of a Romantic (Nueva York y


Oxford: Oxford University Press, 1998), pp. 220-248.

97 . Constant Lambert, Music Ho! A Study of Music in Decline (Londres: Faber &
Faber, 1934), p. 164; de la sección «On the conflict of nationalism and form».

98 . Anna Harwell Celenza, The Early Works of Niels W. Gade: In Search of the
Poetic (Aldershot: Ashgate, 2001), pp. 121-136.

99 . A. Peter Brown, The Symphonic Repertoire, vol. 3, parte B, The European


Symphony from ca. 1930. Great Britain, Russia and France (Bloomington: Indiana
University Press, 2008), pp. 521-523.

100 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 113-151.

101 . Benedict Taylor, «Temporality in Nineteenth Century Russian Music and the
Notion of Development», Music & Letters 94/1 (2013), pp. 79-80.

102 . Sobre este término, véase James A. Heposkoski, Sibelius, Symphony Nº 5


(Cambridge: Cambridge University Press, 1993), p. 6.

103 . Taylor, «Temporality in Nineteenth-Century Russian Music», pp. 94-99.

104 . Brown, The Symphonic Repertoire, vol. 3, pp. 254-301, 433-461.

105 . Ibíd., pp. 313-330.

106 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 276-290; On Russian Music, pp.
131-132.

107 . Maes, A History of Russian Music, p. 77; Taruskin, On Russian Music, pp.
129-130.

108 . Taylor, «Temporality in Nineteenth-Century Russian Music», p. 100.


109 . Andrew Thomson, Vincent d’Indy and his World (Oxford: Clarendon Press,
1996), pp. 50, 66-68.

110 . Para un análisis en profundidad, véase Brown, The Symphonic Repertoire,


vol. 3, pp. 640-654.

111 . Fulcher, French Cultural Politics and Music, p. 6.

112 . Ibíd., p. 31.

113 . Ibíd., p. 5.

114 . Michael Beckerman, New Worlds of Dvořák: Searching in America for the
Composer’s Inner Life (Nueva York y Londres: Norton, 2003), pp. 18-19.

115 . Barbara L. Tischler, An American Music: The Search for an American


Musical Identity (Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 1986), pp. 6, 33-
38.

116 . John Rink, «Rhapsody», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 21, pp. 254-255.

117 . Jonathan Bellman, The Style Hongrois in the Music of Western Europe
(Boston: Northeastern University Press, 1993), pp. 12, 47-68.

118 . Ibíd., p. 189.

119 . * Se refiere a la época llamada «jacobea», en la que se desarrolló un estilo


artístico muy concreto, y que tuvo lugar durante el reinado del rey Jacobo IV de
Escocia y I de Inglaterra e Irlanda, entre 1566 y 1625. [N. del T.]

120 . Vaughan Williams, National Music and Other Essays, p. 50.

121 . Anthony Pople, «Vaughan Williams, Tallis, and the Phantasy Principle», en
Alain Frogley (ed.), Vaughan Williams Studies (Cambridge: Cambridge University
Press, 1996), pp. 47-80.

122 . Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, pp. 502-518.

123 . Simon Karlinsky, «Stravinsky and Russian Pre-Literate Theater», 19th-


Century Music 6/3 (1983), pp. 232-240; Taruskin, Stravinsky and the Russian
Traditions, pp. 710-717.

124 . Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, p. 937.

125 . Ibíd., pp. 891-893.


126 . Ibíd., pp. 1244-1246.

127 . Ibíd., pp. 1330-1337.

128 . Ibíd., pp. 1363-1372, 1386-1403.

129 . Luke B. Howard, «Pan-Slavic Parallels in the Music of Stravinsky and


Szymanowski», Context 13 (1997), pp. 15-19.

130 . Elliott Antokoletz, The Music of Béla Bartók: A Study of Tonality and
Progression in Twentieth-Century Music (Berkeley y Londres: University of
California Press, 1984), pp. 26-50.

131 . Benjamin Suchoff, «Fusion of National Styles: Piano Literature, 1908-1911»,


en Malcolm Guillies (ed.), The Bartók Companion (Londres: Faber, 1993), pp. 124-
145.

132 . Brown, «Bartók, the Gypsies and Hybridity in Music», pp. 122-123.

133 . Schneider, Bartók, Hungary, and the Renewal of Tradition, pp. 4-5, 216.

134 . Béla Bartók, Essays, ed. de Benjamin Suchoff (Londres: Faber, 1976), p.
322; citado en Cooper, «Béla Bartók and the Question of Race Purity in Music»,
pp. 21-22.

135 . Bartók, Essays, p. 326.

136 . Jim Samson, The Music of Szymanowski (Londres: White Plains y Nueva
York: Kahn & Aversill, 1980), pp. 156-162.

137 . Ibíd., pp. 166-180.

138 . Howard, «Pan-Slavic Parallels in the Music of Stravinsky and


Szymanowski».

139 . Carol A. Hess, Sacred Passions: The Life and Music of Manuel de Falla
(Oxford: Oxford University Press, 2005), pp. 114-120.

140 . Ibíd., pp. 122-123.

141 . Martin Brody, «Founding Sons: Copland, Sessions and Berger on Genealogy
and Hybridity», en Carol J. Oja y Judith Tick (eds.), Aaron Copland and his World
(Princeton y Oxford: Princepton University Press, 2005), pp. 21-26.

142 . * La Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Aparición de Cristo, que


tuvo su punto álgido a finales del siglo XVIII , es un grupo milenarista de origen
norteamericano. [N. del T.]

143 . Elizabeth Bergman Crist, Music for the Common Man: Aaron Copland during
the Depresion and War (Nueva York: Oxford University Press, 2005), cap. 2.

144 . Robert Parker, «Chávez (y Ramírez), Carlos (Antonio de Padua)», en Sadie


(ed.), New Grove , vol. 5, pp. 544-548; Alejandro L. Madrid, Sounds of the Modern
Nation: Music, Culture, and Ideas in Post-Revolutionary Mexico (Filadelfia: Temple
University Press, 2008).
3 La música de la patria

El concepto de patria tiene unas raíces profundas, aunque hasta el


surgimiento del nacionalismo no empezó a generalizarse y a darse
por sentado. Por un lado, puede encontrarse en muchas culturas un
apego al «hogar», en oposición a la idea de lo «foráneo». El objeto
de semejante arraigo puede ser una granja, una aldea, un barrio,
una región o una provincia. Por otro lado, es difícil hallar antes de la
era moderna ejemplos de apego a lo que podríamos denominar
nación o estado-nación. Existen excepciones, como la de los
antiguos egipcios en la ribera del Nilo, la de los primitivos cristianos
de Armenia atrapados entre Roma y la Persia sasánida y el reino de
Judea, rodeado por Asiria y Egipto y más tarde sometido a los
macabeos de la Siria de los seléucidas y el Egipto ptolemaico. Pero
no sería hasta los comienzos de la era moderna cuando, tanto en
Europa como en Asia, el sentido de la patria se identificase con algo
parecido a los reinos nacionales, desde Inglaterra y Francia hasta el
Irán safávida y el Japón tokugawa. En la Italia medieval, por
ejemplo, con la división que implicaban tantas ciudades-estado y
ducados, no existía la percepción de «Italia» como ente político, tal y
como había ocurrido en la Roma de Horacio y de Virgilio, sino solo
una idea de identidad cultural italiana adoptada por Dante, Petrarca
y los humanistas, a pesar de la llamada solitaria que más tarde haría
Maquiavelo para que los italianos hiciesen causa común frente al
invasor francés. Una vez más, no sería hasta finales del siglo XVIII
cuando el ideal de patria comenzase a ganar adeptos en Italia y en
Europa en general, y más adelante en otros lugares, a medida que
la ideología del nacionalismo iba echando raíces 145 .

El culto a la naturaleza
¿En qué consistía este ideal? En este punto habría que distinguir
entre los rasgos relativos a la «naturaleza», en los que incluiríamos
los factores geográficos, ecológicos y económicos; los contextos
históricos, fundamentalmente la etnohistoria y la geopolítica; y los
contenidos sociales y culturales, preeminentemente el folclore, las
costumbres populares, los mitos y los símbolos. Para los
nacionalistas, el ideal de patria supone:

1. La delimitación del territorio como posesión colectiva de una


parte de la naturaleza por un pueblo o una comunidad étnica,
es decir, un paisaje étnico.
2. La sensibilidad ante paisajes bellos o sublimes y los espacios
poéticos pertenecientes a este territorio.
3. Un sentido de pertenencia al territorio y de identificación con
estos paisajes étnicos por parte de una población determinada
que hace de este lugar su residencia.
4. Una creencia en la profunda historicidad de la patria en
cuestión, a través de un proceso de historización del paisaje
por el cual la historia colectiva modela los paisajes étnicos.
5. Un sentido de patria tanto «ancestral» como «natural», a
través de un proceso de naturalización de la historia en el que
la historia de un pueblo es modelada por su paisaje étnico.

Por consiguiente, la patria de los nacionalistas está siempre


delimitada y es histórica y natural. Al mismo tiempo, está poblada
por los autóctonos, un auténtico «nosotros» étnico que tiene su
origen en la tierra y es al mismo tiempo su expresión: es decir, «la
tierra y su pueblo». Fueron los primeros románticos —poetas,
artistas y filósofos— los que confirieron una base teórica al ideal de
la patria. Argüían que constituía un elemento necesario dentro del
concepto de nación, dado que toda nación necesita una patria, a ser
posible «propia», o al menos necesita haberla tenido, del mismo
modo que toda patria precisa, o al menos ha precisado, ser poblada
por su «propia» gente, así como un pasado étnico, preferiblemente
de sólida raigambre, y un destino colectivo forjados mediante la
lucha y el sacrificio.
El personaje clave en lo que a la patria y su transformación
ideológica se refiere fue Jean-Jacques Rousseau. Su llamamiento a
una vuelta a la naturaleza y su evocación de una vida auténtica de
simplicidad rural y libertad, en contraposición a la sofisticación y la
corrupción de la vida urbanita y cortesana, tocaron la fibra sensible
de las clases educadas europeas e inspiraron un amplio abanico de
respuestas artísticas. Los poetas románticos ingleses, y artistas
como Constable y Turner, que se basaban en tradiciones
topográficas, pastorales y pintorescas más tempranas, ejemplifican
este espíritu de simplicidad rural y de libertad, con su novedoso
enfoque en torno a la naturaleza. Un aspecto relevante de este
enfoque fue una nueva valoración del paisaje por sí mismo, y la
consecuente proliferación de la pintura paisajística por derecho
propio, algo presagiado, como solía pasar, por un nuevo tipo de
poesía centrada en la naturaleza, como las de Thomson y Gray. En
Alemania, los poetas, artistas y filósofos del Romanticismo, como
Schelling, arrojaron una luz más nítida sobre los misterios de la
naturaleza, dotando a sus paisajes de un rasgo casi místico, sobre
todo en el caso de la obra pictórica de Caspar David Friedrich.
Inevitablemente, esa mayor atención que se le dedicaba a la
«naturaleza» se tradujo en una creciente autoidentificación del
artista con su propio entorno natural, como se advierte en los
innumerables paisajes de Constable de su Suffolk natal 146 .
Aunque es cierto que todo esto no derivaba automáticamente en
la veneración de la patria, y huelga decir que tampoco en una
inclinación hacia ningún tipo de nacionalismo en particular, sí
proporcionaba un fuerte incentivo al cultivo de su ideal. En muchos
sentidos, este nuevo culto de la naturaleza se puede interpretar
como un requisito previo al ideal de la patria, puesto que centraba
su atención en lo sublime y bello de la naturaleza, al igual que en su
carácter cambiante, pero también en la vida del entorno rural, sus
costumbres y tradiciones propias y sus patrones de asentamiento y
vida laboral. Este creciente interés por el territorio y la naturaleza y
la novedosa apreciación de los «paisajes poéticos» señalaron una
nueva etapa crítica en el desarrollo de las adhesiones nacionales.
En un sentido más genérico, podría considerarse que este
fenómeno forma parte de la búsqueda más amplia de la autenticidad
que tantos seguidores tendría en la Europa del siglo XIX , una
búsqueda materializada tanto en el tiempo, como «nuestra
etnohistoria», como en el espacio, como «nuestro territorio y sus
paisajes», habitados por «nuestro» pueblo rural, que para los
nacionalistas constituían las expresiones primarias sobre el terreno
de un espíritu nacional característico.

El lenguaje como factor diferencial


Aunque la «vuelta a la naturaleza» era una condición sine qua non,
había otros dos factores simultáneos que historiaban y delimitaban
territorio y paisajes, convirtiéndolos en «patrias». El primer factor era
la singularidad lingüística, que permitía al mismo tiempo la
comunicación dentro de una comunidad y contraponerla a aquellos
fuera de ella que ignoraban el idioma, fenómeno que se remonta a
la Grecia clásica y su sentido del «griego» y el «bárbaro» (al que se
le atribuía un habla ininteligible). En la Biblia también se menciona a
gente de habla extraña (Salmo 114). Los romanos aluden con el
término «naciones» (término que solo mucho después se referiría a
una comunidad con identidad propia) a las tribus lejanas que
hablaban idiomas incomprensibles. Las palabras y expresiones de
determinados idiomas actúan como «guardas fronterizos»,
parafraseando a John Armstrong, lo que genera comunidades
donde la lengua crea un cerco incluso sin necesidad de fronteras
vigiladas. A su vez, los confines de la lengua suelen ser permeables
y tienen una considerable capacidad de absorción en las zonas
fronterizas. Esta permeabilidad preocupaba enormemente a muchos
de los primeros intelectuales alemanes debido a la fragmentación
política que afectaba a los territorios donde se hablaba alemán, y
también al hecho de que bajo la monarquía Habsburgo Austria
poseía un estado con larga tradición dinástica cuya jurisdicción
estaba separada de la del resto de los estados alemanes. Esto
podría explicar por qué en Alemania se planteó un nuevo enfoque
respecto al papel que desempeñaba la lengua, y fue Herder el
primero que lo hizo. Según él, pensamos a través del lenguaje, que
es exclusivo del ser humano. El lenguaje no solo nos permite
comunicarnos sino también que el grupo y el individuo cumplan una
función expresiva. En última instancia, el lenguaje es el signo y el
medio por los cuales se establece una relación íntima entre el
individuo y el grupo. Herder afirma que somos individuos con
capacidad expresiva solo dentro de una cultura compartida, cuyo
«espíritu» (Geist) nos une ineludiblemente, actuando como almacén
de nuestras memorias colectivas y nuestra historia común. Así pues,
el lenguaje ejerce un poder de cohesión a través de la literatura, la
filología y mediante el fomento de un canon literario nacional, como
los hermanos Grimm serían de los primeros en demostrar. Con este
objetivo los nacionalismos culturales, y en especial los de los
románticos alemanes y de Europa del Este, incentivaron la
producción de literaturas vernáculas y de cánones literarios
competitivos que tanta influencia ejercerían en otros campos
artísticos. Por lo tanto, la patria se convertiría en un santuario de la
cultura lingüística y una fuente de identidad cultural, de paisajes
poéticos y de territorios definidos 147 .

El estado en guerra
Tras la «vuelta a la naturaleza», el segundo factor que influiría en la
fundación de la nación sería el poder cada vez más amplio e
intrusivo del estado burocrático. El modelo lo encontramos en el
estado dinástico, y posteriormente revolucionario, de Francia. Sus
orígenes se remontan al menos al siglo XIII , pero el mayor impulso
para la centralización alcanzaría su apogeo primero con Luis XIV y
más tarde con los jacobinos, el Directorio y Napoleón. En
connivencia con la Iglesia Galicana, el estado se propuso la tarea de
unificar lingüística e históricamente a una población diversificada,
convirtiendo a la cultura y el idioma parisinos y de la Île de France
en el patrón cultural para todas las regiones de Francia, y para
conseguirlo, si fuese necesario, se haría uso de la fuerza. Durante la
Revolución y las guerras que le sucedieron, Danton, entre otros,
fomentó la tesis de «las fronteras naturales» de Francia, lo que
suponía un paso importante en la difusión de una idea de patria
basada en la jurisdicción territorial del estado francés. Encontramos
modelos semejantes en Inglaterra (posteriormente en Gran Bretaña)
y en España, en este último caso a pesar de las profundas
diferencias regionales y lingüísticas existentes en su territorio.
Posteriormente también se hallarían patrones de conducta similares
en Suecia y Dinamarca. En todos estos casos la idea de una patria
sagrada difundida por el estado y en última instancia modelada a
imagen y semejanza de la «tierra santa» originaria del antiguo Israel
hizo mella y sentó las bases para fijar lo que constituiría el ideal de
patria 148 .
Pero quizás un factor más determinante que la intervención del
estado fue el efecto producido por las innumerables guerras que
afectaron con tanta frecuencia a los países de Europa. El conflicto
bélico no solo fue decisivo para definir las fronteras del estado,
como ocurriría con la República Holandesa tras sus largas guerras
con la España de los Habsburgo, sino que también, tal como
demostró Charles Tilly, supondría la fundación (o destrucción) de los
estados. Simultáneamente, desempeñaría un papel decisivo al
movilizar a los hombres y concebir la idea de la devoción por esa
tierra que tantas vidas se había cobrado en términos de sacrificio.
George Mosse alude al poderoso mito de la experiencia en la guerra
y el sentido de camaradería. Más importantes aún serían las
innumerables bajas y los mitos del sacrificio de la sangre en nombre
de la patria, en especial en la derrota, con mitos que se remontan a
los epitafios por los antiguos griegos que lucharon y murieron en las
guerras contra Persia, o también a todos aquellos macabeos que se
sacrificaron durante la revuelta judía contra los seléucidas. Ya en la
época moderna, todos estos efectos generados por los conflictos
bélicos se hicieron visibles a escala masiva durante las guerras
revolucionarias y napoleónicas 149 .
Aun así, los conflictos bélicos tienden a dividir y sus efectos
suelen ser temporales, mientras que la idea de patria en términos
generales se prolonga durante largos periodos de paz. En lo que al
estado se refiere, es cierto que puede cumplir la función de armazón
de la nación, pero no genera simpatías ni tampoco adhesiones a la
patria y sus paisajes, excepto durante aquellos periodos en los que
se sufren graves crisis. Es más, ¿qué decir de los muchos ejemplos
de una adhesión inquebrantable a la patria entre ethnies que, como
los checos, los noruegos y los finlandeses, carecían de estados y a
quienes no habían llamado a filas para ir a la guerra, o aquellos que
como los italianos o los alemanes se dividían en varios estados? En
estos lugares el ideal de patria surgió después de 1800 y se nutrió
de mitos de épocas doradas legendarias o históricas en territorios
ancestrales y paisajes idílicos. Además, la guerra y el estado no son
exclusivos de la época moderna, ya que también los encontramos
durante la antigüedad y la Edad Media. Por el contrario, y a pesar de
contar con sus precursores premodernos, el ideal de patria solo
afloró con gran intensidad durante la temprana y tardía época
moderna. No sería hasta la llegada del Renacimiento cuando se
empezara a considerar digna de respeto la curiosidad científica
sobre la naturaleza, y solo algo despúes prevalecería una nueva
sensibilidad en torno a la belleza y diversidad del paisaje. Y hasta el
siglo XVIII el culto a la autenticidad no centró su atención en la
diferencia y la singularidad de los territorios nacionales y los
paisajes étnicos no solo desde un punto de vista geográfico y
topográfico, sino también por lo que respecta a sus recursos étnicos
y simbolismos, allanando el camino a la aparición del ideal de patria.

La música y el paisaje
¿Qué papel desempeña la música clásica a la hora de reflejar estos
cambios de actitudes y sensibilidades? ¿Encontramos una
trayectoria paralela en lo que podríamos denominar «música
asociada a la naturaleza», es decir, en la música que evoca y retrata
el entorno natural, al menos a partir del siglo XVIII ? Y, de ser así,
¿en qué momento podemos diferenciar paisajes sonoros inherentes
a la nación y su patria, esos paisajes sonoros que ayudan a fijar las
imágenes predominantes de una nación en las mentes y los
corazones tanto de sus compatriotas como de los forasteros?
Hacia el siglo XVIII , una tradición europea de larga trayectoria
había establecido un vocabulario musical «pastoral», inspirado en el
sonido producido por las flautas de los pastores. Típico reflejo de
ello son las melodías para instrumentos de viento, y en especial las
de las flautas, que con frecuencia encontramos a dúo y dobladas en
terceras, con melódicos compases de 6/8 o 12/8, ritmos regulares y
melodías combinadas y una cadencia armónica lenta o incluso notas
pedales armonizadas como si se tratara del bordón de una gaita.
Buenos ejemplos de ello los encontramos en el «Concierto de
Navidad» op. 6 n.° 8 de Corelli, en la «Pifa» del Mesías de Händel y
en la escena de la natividad del Oratorio de Navidad de J. S. Bach.
Dentro de la ópera francesa existía una tradición de escenas de
tempestades que iban acompañadas por espectaculares efectos
orquestales de sonido 150 . En la segunda mitad del siglo XVIII ,
algunas sinfonías «características» retrataron escenas de tormentas
e idilios pastorales 151 . En Las Cuatro estaciones (1712) de Vivaldi
observamos una descripción directa de la naturaleza. Se trata de
cuatro conciertos para violín que describen rasgos de la vida
campestre y rural durante la primavera, el verano, el otoño y el
invierno respectivamente. Pero, al igual que en la «Sinfonía
Pastoral» del Mesías (1742) de Händel o en la muy posterior obra
de Haydn, Las estaciones (1801), dichas piezas no se inspiran en
un lugar determinado, en ningún territorio específico definido ni
tampoco en ningún paisaje concreto. Se trata de descripciones
apasionadas pero genéricas, a pesar de que Vivaldi esté
representando la primavera y el verano en Italia. Incluso en la
Sinfonía Pastoral (1808) de Beethoven, una descripción más directa
de las emociones experimentadas al entrar en contacto con la
naturaleza, el compositor nos advierte de que no debemos
entenderla como un retrato de paisajes concretos y escenas
campestres determinadas, a pesar de que sabemos que su fuente
de inspiración eran los bosques de los alrededores de Viena, donde
a Beethoven le apasionaba pasear. Pero, al mismo tiempo, aún se
está muy lejos de imaginar un concepto de patria; lo cierto es que
cualquier otro arroyo o bosque habría sido igualmente válido.
Durante el Romanticismo alemán la música y el paisaje estaban
intrincadamente ligados a una poesía idílica y evocadora,
visiblemente manifiesta en los grandes ciclos de canciones de
Beethoven (An die ferne Geliebte, 1816), Schubert (Die schöne
Müllerin, 1823; Winterreise, 1827) y Schumann (el ciclo Eichendorff
Liederkreis, 1840). En estos casos se pone el énfasis en el paisaje
como experiencia subjetiva que media entre el sueño y la realidad,
la humanidad y la naturaleza. Esta última casi cobra vida dentro de
la imaginación, hasta el punto de que prácticamente conversa con el
poeta. La experiencia es única, pero el paisaje, descrito con un
vocabulario convencional de bosques, prados, campos y arroyos
murmurantes, no tiene por qué serlo 152 . Lo cierto es que, en el
plano musical, la idea de una patria y de sus paisajes sonoros llega
casi medio siglo después que en los campos de la literatura y las
artes visuales. En Francia y Gran Bretaña aparece incluso con
posterioridad, ya que a finales del siglo XVIII la geografía insular, por
un lado, y la fuerte tradición de una monarquía centralizada, por el
otro, fomentaron respectivamente el imaginario rural y el ideal
político de la patria, claramente inexistentes tanto en Alemania como
en Italia. A partir de 1579 los Países Bajos constituyen una
excepción, pues tanto la literatura como la pintura, aunque no así la
música, presentaban el imaginario de una patria dividida, en guerra
y finalmente próspera.
En términos musicales, la ubicación del paisaje iba de la mano de
una nueva técnica musical que Carl Dahlhaus dio en llamar
Klangfläche , «una superficie sonora […] estática en el exterior pero
en constante movimiento en su interior». Un «ritmo exterior» rápido
—que podría representar el susurro de las hojas, el murmullo de un
arroyo o incluso una violenta tormenta— se superpone a una
armonía estática, sin presentar ideas melódicas características. La
música se mantiene fuera del tiempo normal, minimizando cualquier
progresión armónica dirigida a un objetivo, la lógica de las ideas
motívicas, la estructura normal de las frases o la forma como
proceso. La superficie rápida en ocasiones representa disonancias
irresolutas, trascendiendo las funciones interválicas consonantes y
disonantes dentro de la música tonal, tal y como ocurre en
«Waldweben» («Murmullos en el bosque»), del Siegfried de Wagner
153 . Al oyente se le ofrece la oportunidad de poder apreciar la
característica calidad acústica y tímbrica del Klangfläche como si se
tratase de un estado de ánimo. Se da cabida a una amplia gama de
estados anímicos de todo tipo, todos ellos estáticos y siempre al
margen de una temporalidad musical normal y relativa a un paisaje
concreto, más que genérico. Frente al Klangfläche pueden emerger
algunos detalles del «primer plano», como la imitación de los cantos
de un pájaro, el sonido de una trompa, fragmentos temáticos o
canciones tradicionales de mayor concreción paisajista. Sibelius
utilizaba esta técnica con frecuencia. De forma más general,
algunas veces los compositores dependían de una única nota u
octava, al trabajar en los agudos de las cuerdas, con la intención de
sugerir el «trasfondo» de estos primeros planos, como se observa
en los primeros compases de las dos oberturas sobre temas rusos
de Balakirev, En las estepas de Asia Central de Borodin (Ej. 3.1) o
en First Norfolk Rhapsody (Primera rapsodia de Norfolk) y la
Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis , de Vaughan Williams.
Aunque estas técnicas servían como localización, eran compartidas
por compositores de diversos países, como solía ocurrir con la
música nacional.
Ej. 3.1 Borodin, En las estepas de Asia Central (reducción), compases 1-27.

Pero, como sucedía con otras artes, la música, al representar a la


patria, tenía que lidiar con dos problemáticas. La primera de ellas,
como hemos visto, era la excesiva generalización, lo que suponía
privar a la naturaleza de un reclamo político, y la segunda era todo
lo contrario, es decir, la excesiva identificación con un lugar
determinado. En el primer caso, encontramos ejemplos tardíos de
una generalización paisajista en un paisaje musical nórdico
genérico, aunque sea exclusivamente danés (Nielsen), noruego
(Grieg) o finlandés (Sibelius), relacionado en este último caso con la
epopeya finlandesa Kalevala . Por otro lado, y también dentro de
esta primera problemática, la exótica música paisajista oriental está
representada en las obras de Borodin, como El príncipe Igor (1869-
1887), y Sheherazade (1888) y Le coq d’or (1906-1907) de Rimski-
Korsakov. En estos casos apenas se advierte sentido del lugar ni de
pertenencia a un territorio o incluso a un paisaje. La devoción
nórdica u oriental lo impregna todo, al margen de cualquier vínculo
con un colectivo humano concreto, y se limita a registrar paisajes
sonoros genéricos y sus actividades individuales humanas (o
mágicas) 154 .
Un problema más frecuente era probablemente el del localismo.
Al contrario que la música, las artes visuales solo pueden abarcar un
punto de vista o un único paisaje, lo que a veces supone un
tremendo escollo para un pintor paisajista que pretende delinear la
esencia misma de Inglaterra, Francia o Alemania. Había diversas
formas de enfrentarse al problema. Una de ellas consistía en dibujar
o pintar toda una serie de escenas de Inglaterra o Francia,
destacando la unidad y la diversidad. Turner eligió esta práctica, y
gozó de una gran popularidad a través de sus grabados y
estampados de Gran Bretaña 155 . Otro modo de afrontarlo consistía
en recurrir al simbolismo, y en concreto a la descripción de
monumentos, ruinas y demás, como en el caso de Stonehenge
(1836), la sobrecogedora acuarela de Constable, o de uno de los
emplazamientos históricos elegidos por Friedrich, La Abadía de
Elena (1824-1825), que el artista veía como encarnación de la
«auténtica Alemania», o de Catedral junto a un río (1815), obra de
Schinkel que evoca una Alemania medieval en contraste con su
decadencia moderna 156 . Posiblemente el modo más frecuente de
gestionar el problema del localismo era aceptarlo e incluso
glorificarlo. Lo observamos claramente en la particular visión
arcádica de Inglaterra que tenía Constable y que plasmaba a través
de sus múltiples paisajes de Suffolk. A pesar de que en época del
artista dicho condado atravesaba un proceso de temprana
industrialización acompañado por conflictos de clase, concretamente
alrededor de la tecnología moderna, Constable retrató su lugar de
nacimiento y el río Stour desde la óptica de los poetas de la
naturaleza del siglo XVIII —Thomson, Gray y Cowper—, a los que el
pintor idolatraba. Esto le serviría para mostrar una visión más amplia
del sur de Inglaterra en la que lo local actuaba como una potente
imagen de lo nacional y que a lo largo del siglo XIX llegaría a gozar
de una inmensa popularidad entre los círculos de la clase media 157
.
Varios compositores procedieron de modo similar. Esto puede
advertirse con claridad en el método de las «series» de los ciclos de
poemas sinfónicos, entre los que destaca el ciclo de Smetana de
seis piezas de temática histórica checa titulado Má Vlast (Mi patria,
1874-1876) y la evocación de regiones de España del ciclo Iberia
(1905-1908; véase el capítulo 2) para piano de Albéniz. El
simbolismo de la naturaleza lo encontramos en los poemas
sinfónicos sobre los cuentos de hadas La rueca dorada y La bruja
del mediodía (ambas de 1896), de Dvořák, y en la sincrética
(cristiano-pagana) obertura del Festival de la Pascua Rusa (1888)
de Rimski-Korsakov. También cabe mencionar toda la moda
«orientalista» rusa, cuyos máximos exponentes los encontramos en
la violenta y sensual Sheherazade (1888) de Rimski-Korsakov y en
la hechizante obra de Borodin En las estepas de Asia Central (1880-
1881), con su lánguida descripción de una caravana «oriental» de
mercaderes recorriendo las interminables llanuras al raso. En este
caso, el «lugar» lo definen básicamente los contrastes históricos,
ideológicos y mitológicos con un «Otro» (normalmente con una
connotación negativa), tanto en términos territoriales como étnicos
158 .
Pero, al igual que los pintores, algunos compositores preferían
tratar a un territorio concreto o un lugar en particular, en ocasiones
aquel en que residían, como el símbolo o incluso el epítome de la
tierra patria. En el caso de Carl Nielsen, se trataba de la isla danesa
de Funen, que, aunque se encuentra lejos de Selandia y de la
capital, Copenhague, para él era la materialización de la esencia de
lo danés 159 . Podríamos denominarlo «sinécdoque musical»: la
parte por el todo. Elgar retrató en su cantata Caractacus (1898) a
una antigua tribu de britanos que vivía, practicaba sus ritos y se
peleaba con los romanos bajo las colinas de Malvern, en
Worcestershire, paraje no demasiado lejos de su casa y fuente de
inspiración para sus partituras. Elgar superó la problemática del
localismo desde dos ángulos diferentes. La obra, que dedicó a la
reina Victoria, concluye con un himno coral conmovedor y
chovinista, loa al Imperio Británico. Más sutilmente, los paisajes
musicales de su cantata transfieren y sintetizan en sonido dos
tradiciones iconográficas del arte inglés que se remontan al siglo
XVIII : una tradición paisajista que representa las colinas de Malvern
y una tradición de pintura histórica heroica que muestra a
Caractacus ante al emperador Claudio. Por lo tanto, hay una
asociación indisoluble entre las imágenes nacionales y locales 160 .
En el campo de las artes visuales, el aspecto pictórico de
Caractacus representa un género mixto, combinación de paisaje e
historia. Muchos paisajes patrios decimonónicos, sobre todo en la
música instrumental, también funcionan de este modo, a veces con
cierta premeditación difusa y sugestiva, tal y como ocurre dentro del
popular género romántico del paisaje con ruinas. Se invita al
espectador a repoblar el paisaje con heroicos personajes históricos
para poder crear una sensación de historicidad, antigüedad y arraigo
natural 161 . En el caso de los paisajes del Grand Tour , los turistas y
el público contaban ya con un elenco de ideas e imágenes; pero
para los paisajes nuevos y locales, aquellos que se imaginaban
como patrias, los compositores tenían que crearlas ellos mismos o
depender de sus inmediatos precursores nacionalistas.
A pesar de sus variantes, todos estos métodos y trámites
artísticos tenían un objetivo prioritario: evocar la singularidad y la
belleza o excelencia de determinados paisajes destinados a
desvelar con la mayor autenticidad posible una naturaleza virgen y
un paisaje étnico histórico, combinando la vuelta a la naturaleza con
el ideal de patria. Por parte del compositor o artista, la búsqueda de
la autenticidad a través de toda una gama de formas e instrumentos
musicales para captar los estados cambiantes de la naturaleza y las
singularidades de la patria ejercía un poderoso influjo de
identificación tanto externa como interna.
Pero ¿cómo llevar a cabo esta búsqueda de lo auténtico al
evocar la patria? Debían tenerse presentes tres factores. El primero
de ellos era el de la «diferenciación»: la exclusividad de
determinados paisajes sonoros étnicos desde el punto de vista de
su differentia specifica, que en términos musicales se reflejaba en
aspectos como sus ritmos, texturas e instrumentos habituales, o
ciertos tipos de Klanfläche. El segundo factor era la
«caracterización»: trazar el perfil y la naturaleza de los paisajes
sonoros étnicos recurriendo al uso de adjetivos binarios, como frío y
calor, poblado y desolado, tierra y mar, moderno y antiguo, cotidiano
y exótico. Un tercer factor sería el de la «identificación»: una
adhesión e identificación con un determinado paisaje sonoro étnico
en su contexto histórico, generando una intimidad expresiva con «la
tierra y su pueblo» que a veces excluye a aquellos que se considera
que no forman parte del grupo.
Los primeros dos factores, la diferenciación y la caracterización,
los hallamos en algunas de las obras parcialmente programáticas de
Mendelssohn, cuyos paisajes musicales permanecían dentro de los
límites de los caminos recorridos por los turistas de la época. Los
dos viajes que realizó a pie por Escocia y Gales junto a su amigo
Carl Klingemann en 1829 dieron musicalmente sus frutos y
demostraron que el compositor se encontraba a la vanguardia de
aquellos que trataban de caracterizar a «la tierra y su pueblo»
haciendo uso de un paisaje sonoro étnico. En ambos casos, «el
pueblo» es histórico o legendario, y se genera un vínculo entre el
paisaje sonoro étnico y un pasado nacional inventado. En el primer
caso, en la obertura de Las Hébridas (1830), obra a la que
Mendelssohn pondría varios títulos, entre ellos La gruta de Fingal y
la Obertura a las islas solitarias, al parecer el compositor ya había
bosquejado el comienzo de la partitura con cierto detalle cuando
llegó a la costa occidental de Escocia, aunque no sin haber visitado
antes la célebre cueva en Staffa, asociada a Fingal, héroe del ciclo
de los poemas osiánicos. Según Douglass Seaton, la lectura por
parte de Mendelssohn de las traducciones que James Macpherson
hizo del poema osiánico ya había prefigurado su visión del paisaje
étnico escocés, como debió ocurrir con su público alemán.
Mendelssohn tradujo dos géneros visuales a la música: los sublimes
paisajes osiánicos, ya popularizados en las pinturas de principios del
siglo XIX , y la tradición turística de bosquejar escenas pintorescas
de las tierras altas escocesas y las islas. En la obertura también se
refleja la desazón del compositor tras el agitado viaje en barco que
le llevó a visitar la gruta; la repetición continuada del tema
descendente inicial sugiere claramente un paisaje marino que ya
hacia el final es sacudido por una tormenta que irá amainando hasta
llegar al motivo principal. Cuando Mendelssohn revisó la obra, trató
de crear un entorno natural más diferenciado, de «aceite de ballena,
gaviotas y pescado en salazón». Además, la secuencia armónica
también sugiere una sensación de lejanía temporal y espacial, tal
como demandaba una antigua epopeya 162 .
La diferenciación y caracterización también impregnan la Sinfonía
«Escocesa» de Mendelssohn (1842; el compositor suprimió el título
al publicarse la obra). El origen de la partitura lo encontramos en
una visita que hizo al palacio de Holyroodhouse en Edimburgo,
donde las ruinas de la capilla real le recordaron a Mendelssohn el
relato del amor malogrado entre María Estuardo y David Rizzio —un
típico acto romántico de repoblación imaginaria de las ruinas— y
dieron impulso a la composición de la sinfonía. La capilla ya había
sido objeto de pinturas y dioramas románticos 163 . Un tema con
estilo de balada, que Mendelssohn afirmaba haber anotado en esa
visita, da comienzo a la sinfonía y se retoma de forma fragmentaria
en la coda del primer movimiento, actuando como marco alrededor
de la sección principal de la forma sonata del movimiento, estructura
que advertimos en muchas sinfonías posteriores con elementos de
canciones tradicionales (véase el capítulo 2). En esta ocasión la
introducción y la coda parecen encarnar al espectador moderno
contemplando las ruinas, mientras que su repoblación imaginaria del
paisaje la escuchamos en la rápida sección dramática y apasionada
dentro del marco 164 . El segundo movimiento es un enérgico
scherzo con ritmos lombardos. El lento tercer movimiento contiene
una marcha fúnebre. El finale es aún más brioso que el primer
movimiento, y concluye con una transformación triunfal a modo de
himno del tema de apertura en estilo de balada del primer
movimiento, que se repetirá tres veces. ¿Deberíamos considerar la
sinfonía una epopeya histórica al estilo de las novelas de Walter
Scott o un paisaje sonoro étnico? Para Mendelssohn, la línea
divisoria que separaba ambas formas era más bien difusa, dado que
la capilla real de Edimburgo estimuló la historia romántica escocesa.
Lo cierto es que parecen formas íntimamente relacionadas de
caracterización étnica ubicadas en territorio escocés, cuyo pasado
se reivindica y se transmite mediante un paisaje sonoro étnico
singular. Al igual que la pintura histórica contemporánea, y en
especial las imágenes que inspiraron a Scott, la Sinfonía
«Escocesa» se encuadra en un género mixto que «imbuye a sus
lugares imaginarios de un sentido del acontecimiento histórico» 165 .
Con posterioridad, Mendelssohn también visitaría Italia,
centrándose en la ciudad de Roma, donde asistió a los carnavales
de comienzos de 1831. El compositor reflejó dicha experiencia en el
radiante y gozoso primer movimiento de su Sinfonía Italiana (1833-
1834, posteriormente revisada). El segundo y cuarto movimientos
beben implícitamente de toda una tradición de imágenes visuales
típica de la pintura de género de la época, tales como las
procesiones de los peregrinos con voto de silencio o los grupos de
pastores y campesinos bailando en el campo en los alrededores de
Roma. Al finale Mendelssohn lo llamó «Saltarello», aunque en
realidad se asemeja más a una tarantela napolitana por su
extraordinaria velocidad y compás compuesto, al igual que por sus
imitaciones del sonido de la pandereta y el tambor y su dueto de
flautas. Al final, mientras se va apagando en la distancia, la música
rememora determinados aspectos de la tradición visual. Thomas
Grey establece una relación entre los paisajes nacionales de
Mendelssohn y las nuevas tecnologías y espectáculos, como los
tableaux vivants , la linterna mágica, los dioramas y los efectos
especiales teatrales, que intentaban animar las escenas históricas y
paisajistas 166 .
La música de Mendelssohn no alcanza la categoría de música
nacional, sino más bien la de precursora de la caracterización
étnica. Tanto el compositor como el oyente carecen de identificación.
Mendelssohn compuso básicamente para el público inglés y alemán,
y no para el escocés o el italiano, del mismo modo que los artistas
alemanes en Roma vendían sus paisajes italianos a turistas
alemanes imbuidos del Italienische Reise de Goethe. Escocia era
romántica y exótica para los alemanes de comienzos del siglo XIX .
Aún así, en la música clásica esto marcó el inicio de recreaciones
ensoñadoras a través de la evocación étnica de la tierra y de su
gente, al entrelazarse los paisajes sonoros de la naturaleza y la
etnohistoria. La Fantasía escocesa de Max Bruch y las evocaciones
étnicas de España de Glinka, Rimski-Korsakov, Chabrier y Ravel
profundizarían más en el enfoque de Mendelssohn. El saltarello del
finale de la Sinfonía Italiana inauguró una tradición sinfónica exótica
por parte de compositores franceses como Saint-Säens, Lalo y
D’Indy 167 .
La Sinfonía Renana n.° 3 en Mi bemol mayor (1850) de
Schumann añade sus ingredientes a los de Mendelssohn,
identificándose claramente con su tierra natal. Schumann no dio a
conocer el título durante el estreno ni al publicar la obra, pero revela
sus intenciones, al igual que los títulos originales de los cinco
movimientos. Durante su estreno en Düsseldorf, Schumann afirmó
que su intención era expresar «elementos nacionales» junto con
cierto «sabor local», combinación lógica si se tiene en cuenta que el
nacionalismo alemán centró su atención en el río Rin tras la crisis
renana de 1840, en la que Francia amenazaba con invadir el
territorio. El primer movimiento refleja «algo de la vida en el Rin»; el
segundo, un Ländler, llevaba por título original «Mañana en el Rin»;
y el cuarto se llamó «Acompañamiento para una ceremonia
solemne». Según Joseph Wilhelm von Wasielewski, biógrafo de
Schumann, este cuarto movimiento describe una ceremonia que
tuvo lugar en la catedral de Colonia, otro icono del sentir
nacionalista que, tras haber permanecido a medio edificar desde la
Edad Media, estaba terminando de ser construida por aquella
época, con los fondos del estado prusiano, como un monumento
nacional que rivalizase con la gran catedral de Estrasburgo.
Schumann respondió con un magnífico movimiento lleno de toques
eclesiásticos, como el solemne sonido de los trombones y el
contrapunto stile antico propio de un gran motete. Dicha asociación
se mantiene en el finale al introducir un tema de estilo coral cerca de
la conclusión, probablemente tomando como modelo la Sinfonía
Escocesa de Mendelsohnn. Por último, la elección de la tonalidad de
Mi bemol mayor evoca la Sinfonía Heroica de Beethoven,
especialmente debido a que el primer movimiento es una danza
rápida de compás ternario. Todo el proyecto sinfónico de Schumann
pretendía aprovechar el formidable legado de Beethoven para
continuar una tradición ahora concebida como universal y alemana
168 .

Géneros del paisaje sonoro de la patria


El poema sinfónico fue el género favorito de los compositores de
todos los países para expresar el paisaje sonoro de la patria. El
género fue inventado por Liszt en la década de 1850 con el objetivo
de renovar la tradición musical al dotar a la música instrumental de
contenido. A veces Liszt utilizaba estilos nacionales en sus poemas
sinfónicos, como en el caso de la música gitana de su patriótica
Hungaria, esencialmente una rapsodia húngara para orquesta. Sin
embargo, los paisajes sonoros no fueron su mayor inquietud. Aún
así, su estilo y sus técnicas fueron de gran ayuda para los futuros
compositores de música nacional, que se acogerían al poema
sinfónico como vehículo para caracterizarse e identificarse con
determinados paisajes étnicos y patrias. Como señala Keith Johns,
en sus poemas sinfónicos Liszt desarrolló todo un repertorio de
«temáticas» —estilos o gestos convencionales que representan una
idea, como podría ser una clase de gente, un estado anímico, un
baile o un lugar—, como el lamento o la marcha fúnebre, la marcha
triunfal, la meditación —pastoral o canción de cuna— (recitativo
instrumental), lo trascendental o la inmortalidad (coral), el despertar
(la llamada de la trompa), el idealismo, la belleza o el amor. Es más,
Liszt creó su célebre método de transformación temática, por el cual
cambiaba un motivo o idea de una temática a otra diferente,
facilitando los efectos narrativos de la música orquestal. Por último,
Liszt fomentó los programas que contenían tramas con final
apoteósico, lo que podía usarse en combinación con la
transformación temática. Así pues, en Tasso la canción del
gondolero se convierte en una marcha fúnebre y en una canción de
amor, concluyendo apoteósicamente 169 . Más adelante hubo
compositores que adaptaron estas técnicas narrativas a los
materiales y programas nacionales, añadiendo ingredientes tales
como las plataformas tonales, el arpa barda y el encantamiento, el
encuadre introducción/coda, que enmarcaba los acontecimientos en
la antigüedad o en tiempos legendarios, y las estructuras repetitivas
y sin desarrollar, como las estrofas a modo de balada, los efectos de
un encantamiento o los bailes repetidos insistentemente. Los
poemas sinfónicos caracterizaban a la patria sin necesidad de
obedecer a un texto, lo que ayudaba sobremanera a los
compositores de naciones pequeñas que deseaban un
reconocimiento tanto nacional como internacional. La obertura
programática estaba íntimamente relacionada con el poema
sinfónico, aunque había surgido con anterioridad (muchos de los
poemas sinfónicos del propio Liszt eran originalmente oberturas
teatrales). La segunda Obertura sobre temas rusos de Balakirev se
convertiría más adelante en el poema sinfónico Rusia . Las
rapsodias orquestales ya mencionadas en el capítulo 2 también
presentan grandes similitudes con el poema sinfónico. En la ópera,
los preludios o interludios orquestales eran la localización más
frecuente de los paisajes sonoros, como en el caso del preludio a la
ópera Das Rheingold de Wagner, los murmullos orquestales del
Siegfried o el repicar de campanas de la catedral de San Basilio del
Boris Godunov de Mussorgski.
Diremos lo mismo de otros géneros, como el sinfónico, el
instrumental y el vocal. Aunque solo sea indirectamente, se alude a
la nación en movimientos de sinfonías (D’Indy, Dvořák, Bruckner,
Sibelius, Vaughan Williams), conciertos (Concierto para violín de
Sibelius, los Conciertos para piano n.° 2 y 3 de Rachmaninov), ciclos
de canciones (Haugtussa de Grieg, On Wenlock Edge de Vaughan
Williams) y música para piano (las mazurcas de Chopin, algunas de
las Piezas líricas de Grieg, el Iberia de Albéniz). Dentro de la música
de cámara es más difícil hallar paisajes sonoros y patrias, quizás por
ser un género tradicionalmente abstracto, de texturas
contrapuntísticas, y por su vínculo con las formas aristocráticas en el
gusto y el criterio. La música de cámara de Dvořák tiene colorido
étnico, pero dicho colorido suele ser tan eslavo, o incluso
norteamericano, como checo.
Las partituras que expresan adhesión a la patria poseen puntos
en común tanto con los repertorios influidos por la música
tradicional, ya mencionados en el capítulo 2, como con los de
inspiración etnohistórica y mitológica, que analizaremos más a fondo
en el capítulo 4. No podría ser de otro modo, dado que en todo
momento nos ocupa un tema tan amplio como el de «la tierra y su
gente», sus canciones y bailes, sus mitos y leyendas, sus bosques,
sus valles y montañas. En última instancia, esto es así porque la
patria es un lugar de asentamiento, percibido como el territorio
etnohistórico en el que sus ciudadanos se cuentan los unos a los
otros y a sus descendientes historias sobre sí mismos y sus
antepasados que van desplegándose dentro de un paisaje étnico
con un perfil y un carácter propios. De ahí la importancia de las
reliquias y los monumentos de la nación que encarnan esas
memorias, mitos y símbolos compartidos de los habitantes de una
patria y sus culturas, el pueblo que tiene ahí su hogar, o que lo
siente como tal 170 .

Música de ocho patrias


El resto del capítulo se centrará en los espacios poéticos de la
patria, incluyendo aquellas de sus características naturales que se
considera que poseen importancia étnica y etnohistórica, y en el
proceso de naturalización de la historia en contraposición a la
historización de la naturaleza, que abordaremos en el capítulo 4. En
la creación de un paisaje sonoro nacional nos podemos remontar a
multitud de ejemplos europeos y americanos. Pero hay diferencias
sustanciales en el punto de partida y el uso de recursos por parte de
los diversos compositores nacionales a la hora de cumplir sus
objetivos musicales. El primer ejemplo lo tenemos en el paisaje
sonoro alemán, forjado durante la primera mitad del siglo XIX ,
cuando Alemania gozaba de una fuerte tradición musical y un
sentido patriótico que se acentuaba progresivamente a pesar de
carecer de un estado político. Los tres ejemplos siguientes retratan
naciones con pocos recursos y pobladas por gente con un pasado
de penalidades, hasta cierto punto carentes de una tradición musical
propia pero cuyos miembros empezaban a hacer valer sus culturas
y territorios como expresión de sus comunidades «viejas-nuevas».
Hablamos de los checos, los noruegos y los finlandeses. En estos
casos el paisaje sonoro nacional es básicamente obra de un único
compositor muy influyente, cuya música ha resonado junto con la de
sus coetáneos hasta convertirse en el equivalente sonoro al
imaginario visual y literario de la tierra patria. Los tres ejemplos
posteriores se basan en estados nacionales amplios e históricos,
como Rusia, Inglaterra y España, que disponían de tradiciones y
recursos naturales análogos y en los que los miembros de las
ethnies dominantes experimentaron un resurgir o renacimiento
musical propio. El ejemplo final, Estados Unidos, se enmarca en la
tradición de los paisajes sonoros musicales europeos, pero cambia
de perfil a causa de la ausencia de historia, al menos en lo que a los
«colonizadores» se refiere, en su paisaje, lo que le otorga una
significación cultural diferente. En cada caso, el efecto final que
produce la creación de un paisaje sonoro patriótico es el de imprimir
en el corazón y la mente de una gran cantidad de los miembros de
la comunidad un mundo sonoro nacional memorable y único.

La patria alemana
En la música, la patria alemana se asociaba primordialmente con
dos paisajes: sus bosques y el río Rin. Su significado nacional
estaba teñido de un tipo de panteísmo singularmente germano que
emanaba de la reacción intelectual de finales del siglo XVIII y
principios del XIX contra el determinismo y el materialismo que
algunos intelectuales alemanes encontraban en el racionalismo de
la Ilustración, que, según ellos, separaba de forma irrevocable la
humanidad y la naturaleza. Por ejemplo, a Herder y a Goethe les
interesaban el organicismo, el holismo y los procesos naturales; el
filósofo idealista Friedrich Schelling defendía la tesis de que la
naturaleza genera la consciencia y reside en ella. Él y el filósofo
idealista Friedrich von Hardenberg («Novalis»), colega de estudios y
vecino suyo durante un tiempo en Jena, imaginaban a la humanidad
y la naturaleza fusionadas en un único y poderoso organismo, y su
amigo Friedrich Schlegel veía en la naturaleza el lenguaje jeroglífico
de Dios. Los románticos alemanes proponían la unidad de los
fenómenos físicos y psicológicos y cultivaban un interés por los
sueños, los procesos inconscientes y el genio artístico. Pensaban
que el paisaje proporcionaba una mirada rápida a un entorno que
trascendía lo humano. Combinado con motivos visuales religiosos,
este modo de entendimiento espiritual lo apreciamos en la obra
pictórica de Gaspar David Friedrich. Hay un resurgir de la naturaleza
en la prosa y poesía de Novalis y en la lírica de Eichendorff. Por lo
tanto, los románticos alemanes se convirtieron en «topógrafos de lo
sagrado» 171 . En lo que respecta a la música, surgió un vocabulario
dedicado a la naturaleza: sonidos lejanos de trompa, cantos de
pájaros, el crujir de las hojas, el murmullo del arroyo, junto con
efectos estáticos sugerentes de una fascinación cautivada y una
solemne tranquilidad, como si se tratase de un poema de
Eichendorff traducido a sonidos.
Los bosques eran una temática habitual en la poesía tradicional
recogida por Arnim y Brentano y en los cuentos tradicionales
compilados por los hermanos Grimm, y sin duda podrían ser objeto
de una lectura retrospectiva desde un prisma moderno y panteísta.
Su importancia nacional se remonta a la acogida que tuvo, en época
renacentista, el historiador romano Tácito, quien describió la
destrucción de las legiones romanas por parte del guerrero Arminio
(Hermann) en una emboscada que tuvo lugar en el bosque en el
año 9 d. C. Tácito ponía como ejemplo a los primitivos pero tenaces,
virtuosos y republicanos germánicos frente a una Roma imperial y
decadente. En la década de 1760 Friedrich Gottlieb Klopstock
escribió una trilogía de dramas en prosa basados en la figura de
Arminio, y en 1808 Heinrich von Kleist produjo la obra de teatro Die
Hermannschlacht, de fuerte carga antinapoleónica. En 1875, al
finalizarse el Hermannsdenkmal en el bosque de Teutoburgo cerca
de Detmold, se materializó la propuesta que llevaba demandándose
desde hacía mucho tiempo de erigir un monumento en honor a
Arminio, haciéndolo coincidir además con los actos conmemorativos
del nuevo káiser Guillermo I. En el cuadro de Friedrich Chasseur en
el bosque (1814), símbolo de la guerra de liberación, un soldado
francés deambula por un bosque de pinos oscuro y amenazante
bajo la ominosa mirada que un cuervo le lanza desde el tocón de un
árbol 172 .
Der Freischütz, de Weber, proporcionó al bosque alemán su
primera gran producción musical, a pesar de desarrollarse en
Bohemia. La trama transcurre en el bosque y en la casa del
guardabosques, lugares donde residen todos los personajes. En el
aria del segundo acto la heroína Ágata corre las cortinas de su
dormitorio, revelando un paisaje estrellado mientras invoca a la
naturaleza. La escena final tiene lugar en medio de un bello paraje,
pero la escena de la Garganta del Lobo del segundo acto sucede en
un barranco de aspecto aterrador y cubierto casi por completo por
árboles oscuros, rodeado por «altas montañas» 173 . En este
contexto, entre gritos espeluznantes, armonías sobrecogedoras y
efectos orquestales, el demonio Samiel forja siete balas mágicas
que el héroe Max deberá utilizar en un concurso de tiro. Incluso el
célebre fragmento tranquilo de la obertura para cuatro trompas,
instrumento que los compositores alemanes asociarían a partir de
entonces con el misticismo de la naturaleza (el nombre del
instrumento en alemán es Waldhorn), se verá pronto interrumpido
por una partitura más oscura, ominous tremolandi, que vira hacia la
tonalidad menor. A Wagner le parecía que el libreto de Der
Freischütz lo había escrito el mismísimo bosque de Bohemia, y
opinaba que el carácter alemán se fundaba en su pasión por la
naturaleza. El compositor Hans Pfitzner consideraba que el bosque
era el auténtico personaje central de la ópera 174 .
En Der Ring des Nibelungen, de Wagner, el bosque alemán es el
teatro de operaciones de los welsungos, la raza de seres humanos
creada por Wotan para arrebatar el anillo de Alberich de las garras
del dragón Fafner y de este modo poner el mundo en orden. El
primer acto de Die Walküre tiene lugar en una cabaña en el bosque,
representada en el preludio por una tumultuosa plataforma tonal que
simboliza la huida de Sigmund de sus enemigos. El bosque aparece
en el drama más adelante en el acto, cuando la puerta de la cabaña
se abre y revela una noche primaveral iluminada por la luna y
Siegmund irrumpe con una apasionada canción de amor
(«Winterstürme wichen dem Wonnemond») con un apacible
acompañamiento orquestal. El Preludio a Siegfried saca a la luz la
melancólica amenaza del bosque, que en el segundo acto contendrá
al dragón y a dos nibelungos intrigantes. El segundo acto incluye
unas Klangfläche idílicas que encarnan los murmullos del bosque;
cantos de pájaro que Siegfried consigue entender tras haber
probado la sangre del dragón; la trompa de Siegfried, y el dragón al
acecho en su cueva. Aún así, al final el bosque del segundo acto se
revela pintoresco e inofensivo, dado que se adapta al registro
cómico general del drama. Siegfried es protegido por Wotan y no
puede fallar.
Una vez más nos topamos con el bosque de un cuento de hadas
en la ópera para niños de Engelbert Humperdinck Hänsel und Gretel
(1893), y también en su menos conocida Köningskinder (1910). Por
supuesto, el bosque de Hänsel und Gretel oculta a una bruja, pero
Humperdinck destaca su lado benévolo en el segundo acto, cuando
el cariñoso hombre de arena induce al sueño a los niños y aparecen
los ángeles para proteger su letargo al son de un interludio orquestal
wagneriano. El preludio a la ópera comienza con la música para las
oraciones de los niños, interpretada por cuatro trompas, evocando
tanto la obertura Der Freischütz como la tradicional coral luterana en
cuatro partes. Observamos otra aportación poswagneriana en la
sinfonía n.° 4 de Anton Bruckner en Mi bemol mayor («Romántica»),
en la que, según el programa que el compositor desveló a su amigo
Theodor Helm, el primer movimiento retrata un pueblo medieval al
amanecer mientras el sonido de una trompa anuncia la salida del sol
desde las torres; se abren los portones y los caballeros se marchan
al galope, inmersos en la magia del bosque, entre hojas susurrantes
y el canto de los pájaros. Escuchamos la llamada del alionín en el
segundo tema grupal 175 . El scherzo se basa en la llamada
estilizada de las trompas de caza, con todos los metales al frente, y
en especial las trompas. Destacan las plataformas tonales, sobre
todo al comienzo de la partitura, como telón de fondo de la lejana
llamada de una trompa solista, y en la conclusión del finale, donde
una extensa coda armónicamente estática surge a partir de un pp
hasta alcanzar su trascendental clímax. La sinfonía es «romántica»
en el sentido del Lohengrin o del Tannhäuser de Wagner, es decir,
como celebración de la Edad Media alemana. Esta patria histórica
está para Bruckner ligada de forma natural al bosque, y la sinfonía
está en Mi bemol mayor, tonalidad estrechamente vinculada al uso
de la trompa.
El preludio a Das Rheingold de Wagner es otra vasta Klangfläche
sobre un acorde de tríada de mi bemol mayor que comienza con un
mi bemol grave y construye ondas de sonido que irán en aumento
durante algo más de cuatro minutos. Se trata de un concepto
musical revolucionario, aunque el preludio se mantiene
inquebrantable en la tradición alemana de la absoluta trascendencia
del paisaje. Retrata al Rin como origen amoral del mundo y de la
vida y le concede un protagonismo aún mayor que a cualquiera de
las criaturas del universo wagneriano, incluidos los dioses. Las
Doncellas del Rin son la personificación de la naturaleza durante el
periodo inicial de toma de conciencia, concepto que habría llamado
la atención de Schelling, de sus sucesores del Romanticismo y de
los nacionalistas, para quienes la nación era orgánica y natural, y el
Rin, el emblema de su totalidad. Al final del Götterdämmerung, y por
lo tanto de todo el ciclo del anillo, la orilla del río se desborda y las
Doncellas del Rin exigen la devolución del anillo que Alberich había
forjado con el oro que les había robado. A pesar del carácter activo
e implícitamente nacional de los héroes wälsung, ninguna institución
prospera dentro del paisaje historizado de la patria del ciclo del
Anillo . En la corte de los gibichungos solo se respira traición y
vanidad, y el valor solo puede encontrarse gracias al poder
trascendental del amor. A este respecto el Anillo difiere de Die
Meistersinger von Nürnberg de Wagner, ópera en la que el individuo
y la sociedad, el artista libre y el gremio de los maestros cantores
finalmente se reintegran gracias a la mediación de Hans Sachs y
Núremberg se consolida como el antiguo centro geográfico y cultural
de la patria (véase el capítulo 1).
El Anillo se concibió a finales de la década de 1840, en una
época en la que el Rin se situaba en el centro de la política cultural
alemana a consecuencia de la crisis renana de 1840. El río marcó la
frontera entre las civilizaciones germánicas y las latinas durante
siglos, remontándose a la época de Varo y Arminio. La Sinfonía
Renana de Schumann (otra partitura del paisaje alemán compuesta
en la tonalidad de mi bemol mayor) se sitúa a finales de la década,
periodo en el que se produjeron infinidad de poemas románticos y
patrióticos homenajeando al Rin, al tiempo que se editaron más de
400 canciones para voz y piano, guitarra o coro masculino. La fase
temprana del Romanticismo renano la acapararon los románticos de
Heidelberg, incluyendo a Armin, Brentano, Eichendorff y Hölderlin,
quienes estaban descubriendo simultáneamente el folclore alemán.
Más adelante, Friedrich Schlegel vería al Rin como un ente vivo con
conciencia y también como símbolo de la nación alemana 176 . Los
textos del Rheinlieder abarcan los típicos temas románticos
alemanes, como la nostalgia, lo errante, el misterio del cosmos y el
proceso de desarrollo orgánico, y aluden a la sirena de Lorelei —la
versión más conocida de las Doncellas del Rin wagnerianas— y a
los nibelungos. Algunos textos combinan sensibilidades nacionales y
panteístas. La mayor parte de las partituras poseen un estilo directo
y sencillo de canción tradicional (Volkston; véase el capítulo 2) y
carecen de gran valor estético, aunque nueve de ellas son de
Schumann y también hay unas cuantas de Mendelssohn y de Liszt
177 . «Auf einer Burg», del Liederkreis op. 39 de Schumann, sobre
poemas de Eichendorff, describe a un viejo caballero que lleva
durmiendo centenares de años en un castillo en ruinas en lo alto del
Rin, una probable encarnación de Federico Barbaroja, quien según
la leyenda despertará algún día para salvar a Alemania. Debajo de
él, en el río, ve pasar la comitiva de una boda, pero la novia, que
posiblemente representa a la Alemania moderna, está llorando. «Im
Rhein» (Heine), del Dichterliebe op. 48 n.° 6, refleja a toda la
«ciudad santa» de Colonia en ese «río sagrado» que es el Rin,
fundiendo en una unidad sacrosanta el paisaje y la cultura alemana.
Las dos partituras de Schumann adoptan un estilo sereno y
deliberadamente arcaico en una tonalidad menor, igual que en el
movimiento de la catedral de Colonia de la Sinfonía Renana, en el
primer caso haciendo uso de constantes ritmos con puntillo al estilo
de una «obertura francesa» barroca. En ningún caso hay pretensión
alguna de «pintar» un paisaje por tonalidades, sino de reflejar la
antigüedad de la cultura paisajística alemana.
La patria checa
Es sobre todo con un compositor, Bedřich Smetana, y una obra en
concreto, los seis poemas sinfónicos que comprende Má Vlast (Mi
patria) (1874-1879), con los que el paisaje sonoro de la patria
nacional checa tiene una deuda. Hubo otros compositores, como
Zdeněk Fibich, Antonín Dvořák y Josef Suk, que contribuyeron a ello
notablemente, pero Smetana personificó el nacionalismo
programático, creando un mundo sonoro y un conjunto de
asociaciones que definieron los parámetros y el contenido del ideal
de la patria checa. Esto se debe en gran medida a que en sus
obras, y especialmente en Má Vlast, la historia, la mitología, el
folclore y la naturaleza se entrelazan tan íntimamente que episodios
de la historia checa se naturalizan dentro de un paisaje étnico
repleto de reliquias y de monumentos de acontecimientos reales o
imaginarios de su historia. Para finales del siglo XX , una
interpretación de Má Vlast siempre inauguraba el Festival
Internacional de la Primavera de Praga el día 12 de mayo, fecha del
fallecimiento de Smetana y acontecimiento que se ha convertido en
un ritual nacional.
Los checos fueron de los primeros en fomentar un nacionalismo
cultural propio, sobre todo en el ámbito lingüístico y literario, ambos
reprimidos tras la derrota de la nobleza checa en 1618 a manos de
los católicos Habsburgo al comienzo de la Guerra de los Treinta
Años. Sin embargo, con el auge de los mercaderes y artesanos bien
entrado el siglo XVIII y con las reformas del emperador José II, que
promovieron el uso del idioma alemán en la administración central
pero toleraban las lenguas minoritarias en las provincias, surgiría un
movimiento reivindicativo del idioma entre la reducida comunidad de
intelectuales checos encabezada por el cura católico Josef
Dovrobsky y el maestro Josef Jungmann. Ambos publicarían sus
estudios sobre la gramática, el idioma y la literatura checas a
principios del siglo XIX , dedicándose el primero de ellos a todas las
lenguas eslavas, y el segundo, a la lengua y literatura checas, una
distinción que encontraría su paralelismo en el campo de la música
checa cincuenta años más tarde en las figuras de Dvořák y
Smetana. El intelectual nacionalista checo de mayor renombre era
František Palacky, activista, director de un periódico, cofundador del
Museo Checo a partir de 1822 e historiador, cuya historia
fundacional de Bohemia sería publicada en diversos tomos desde
1836 en adelante. Palacky también se implicó en la lucha política,
declinando en una célebre carta escrita en 1848 la oferta de formar
parte de la Asamblea de Frankfurt tras aducir que los checos no
eran alemanes y que su único vínculo con el Imperio Alemán
provenía de los lazos dinásticos 178 .
La necesidad de una música nacional checa impulsó al
movimiento a crear un Teatro Nacional checo que pudiera competir
con los teatros de habla alemana en la ciudad de Praga. Finalmente
el edificio se inauguró en 1881, aunque se incendiaría por completo
solo unas semanas más tarde, lo que exigiría una segunda larga
campaña de suscripciones entre el público, hasta que pudo reabrir
en 1883. El personaje principal de dicho movimiento sería Smetana,
quien, tras un periodo de formación en Praga durante la década de
1840, se trasladó a Suecia a consecuencia de la represión que se
desencadenó en la década de 1850 contra el nacionalismo checo en
Praga, ciudad a la que volvería en 1864 para, según él, encontrarse
con un teatro y una música checos en estado lamentable. En
concreto, la ópera estaba plagada casi por completo de malas
traducciones de los textos originales en italiano o francés, no reunía
los mínimos de calidad artística exigidos en Europa ni cultivaba un
estilo genuino propio. En lo relativo a la enseñanza musical que se
impartía por aquella época en los conservatorios, la consideraba
anticuada porque fracasó a la hora de incorporar las innovaciones
más «progresistas» de compositores como Berlioz, Liszt o Wagner,
todos ellos muy admirados por Smetana. A este respecto cabe
mencionar la peculiar situación en la que se encontraba el propio
Smetana, a quien se consideraba fundador de la «escuela nacional
de música» checa, ya que por un lado era el entusiasta impulsor del
nacionalismo checo en la música y por otro un devoto de la música
europea progresista, que a grandes rasgos no era más que la
Nueva Escuela Alemana de Liszt y Wagner. Por ello no sorprende
que Smetana, que descartaba la idea de la música tradicional como
pilar de un estilo de ópera nacional porque pensaba que derivaba en
un popurrí carente de un propósito artístico unificador, fuese atacado
por los críticos nacionalistas checos, que lo consideraban
demasiado wagneriano 179 .
Y sin embargo fue Smetana quien plantó la semilla que
germinaría en una escuela nacional de música checa, con sus
óperas cómicas y heroicas y sus poemas sinfónicos. Aunque puede
que no fuese el primero en concebir un estilo específicamente
checo, según Michael Beckerman Smetana sí fue pionero al
articularlo con un fuerte componente nacionalista, hasta el punto de
que los compositores checos posteriores tuvieron que lidiar con su
personalidad musical y su modo de conciliar los elementos checos
con las formas musicales progresistas y europeas que tanto
apreciaba. Leoš Janáček escribió en 1924 que el mérito musical de
Smetana comprendía tres puntos cardinales: «Su amor por la
naturaleza, su inquietud ante lo acontecido en el día a día y su
capacidad para evocar los más profundos recovecos de la historia
checa» 180 . En Má Vlast fusiona estos tres elementos en una
síntesis monumental con un carácter ceremonial y optimista, que le
tomó la medida a la patria checa tanto en el tiempo como en el
espacio. Smetana promovió sistemáticamente la historicidad del
paisaje checo, convirtiendo a la patria en un lugar ancestral y
natural.
Sus cuatro primeros poemas sinfónicos fueron compuestos
esencialmente entre 1874 y 1875. El primero de ellos, Vyšehrad ,
evoca la gran roca en Praga con vistas al río Vltava, lugar donde se
erigía el magnífico castillo de los antiguos reyes bohemios de la
dinastía Přemyslid, cuyas ruinas, según el prólogo explicativo de
Smetana a su partitura, ahora invoca el bardo Lumír a través de su
arpa (que se escucha en los primeros compases). El segundo
poema sinfónico, Vltava, es un retrato de la constante crecida del río
desde los manantiales y de su fluir por el bosque, a través de los
campesinos que bailan, las ninfas acuáticas a la luz de la luna y los
rápidos de San Juan, hacia la capital y por delante del castillo de
piedra (el tema de Vyšehrad vuelve triunfante al llegar a este punto).
Šarka describe una historia terrible basada en la mitológica «guerra
de las doncellas», acontecida poco antes de la fundación de la
nación checa, cuando las mujeres declararon la guerra a los
hombres. Z Českých luhů a hájů (Por los campos y bosques de
Bohemia) es el cuarto poema sinfónico, y aunque carece de
concreción alguna, representa la sublimidad y la belleza del paisaje
checo, junto con el canto de los pájaros, las canciones tradicionales
y el baile, todo ello estrechamente vinculado a una unidad motívica
que culmina con un impulso tremendo. Smetana añadió dos piezas
más al ciclo tres años más tarde, y destacan por su estrecha
relación. La primera de ellas es Tábor, la ciudad del siglo XV que
albergaba una guarnición de guerreros husitas, y la segunda Blaník,
la montaña de Bohemia central bajo la cual, según la leyenda, los
guerreros husitas se refugiaron tras su derrota final y donde ahora
permanecen inactivos en espera de la llamada que salve a la patria
checa de una situación agónica. Ambas se basan en la coral husita
«Ktož jsú boží bojovníci» («Vosotros que sois guerreros de Dios») y
van generando gradualmente la coral completa a partir de
fragmentos expuestos al comienzo. Las dos obras están en la
misma tonalidad, y el inicio de Blaník guarda tal semejanza con el
final de Tábor que parece la continuación de la misma partitura.
Todo ello enlaza historia con leyenda y el pasado con un futuro
glorioso vaticinado de antemano, tal y como refleja la triunfal
conclusión del ciclo, que vuelve una vez más al tema de Vyšehrad,
expresando la restauración futura de la soberanía nacional 181 .
La singularidad de la patria checa viene marcada dentro del
universo musical de Smetana por rasgos estilísticos como las
polcas, las melodías dobladas por terceras, la repetición de motivos
transportados descendentemente por el intervalo de tercera y la
modalidad de la coral husita. A primera vista, su caracterización
parece bastante variada, y retrata la brutalidad de los asesinatos y
batallas, la idílica campiña, la majestuosidad de Praga y la gloria del
futuro triunfo checo junto con ciertas cualidades oscuras e incluso
primitivas que a veces surgen en las cuatro últimas piezas. Sin
embargo, la patria checa de Smetana está bien definida. Moravia
brilla por su ausencia, y el compositor se centra en la región central
de Bohemia, alrededor de Praga. A este respecto, Smetana
descartaría más adelante tres temas para utilizar en sus poemas
sinfónicos que confirmarían esta orientación: Ríp, colina al norte de
Praga donde según la leyenda el fundador de la nación, Čech, guio
a su pueblo y desde donde, al estilo de Moisés, inspeccionó el
nuevo territorio; Lipany, al este de Praga, donde tuvo lugar una
masacre durante las guerras husitas, y Bíla Hora (Montaña Blanca),
al oeste de Praga, donde aconteció la fatídica batalla de 1620 que
marcaría el comienzo del dominio de los Habsburgo 182 . Dado que
el tema central de Má Vlast es el de la soberanía, las imágenes de
la patria se agrupan en torno a la capital. La identificación del
compositor es plena, hasta el punto de que posteriormente añade la
emotiva primera persona del determinante posesivo al título original
del ciclo en cuatro movimientos (Vlast) . Dicho ciclo está dedicado a
la ciudad de Praga, y los acontecimientos históricos y legendarios
tienen lugar en localidades reales que el público checo tenía a su
alcance. Ciertamente, son lugares que en algunos casos se
encuentran a unos cuantos metros de distancia de donde, más
adelante, llegaron a estrenarse e interpretarse las partituras. El uso
de la coral husita sacraliza la conmemoración de la nación, y la
ejecución de la obra recuerda el ritual de la comunión. (Má Vlast no
entra en las verdaderas disputas que, con la comunión como
trasfondo, provocaron las guerras husitas. Se retrata a los husitas
como patriotas, y no como sectarios religiosos.)
Smetana aborda con flexibilidad la música programática. Su
descripción del paisaje la encontramos en Vltava, en Z Českých luhů
a hájů y en algunos fragmentos de Vyšehrad y Blaník . En Šarka hay
un uso intensivo de las técnicas narrativas, aunque mucho menor
que en la mayor parte de las piezas restantes. La lúgubre y
monótona Tábor es un retrato psicológico de unos guerreros de
voluntad firme más que la descripción de una batalla; Blaník, por su
parte, es una fantasía profética sobre la resurrección nacional y una
incitación a la acción. Má Vlast fue concebida cuando Smetana
estaba a punto de concluir su ópera festiva Libuše (de la que
hablaremos en el capítulo 4), que anuncia parte de su música,
incluidos el tema de Vyšehrad y la coral husita, tiene un carácter
ceremonial semejante y, anticipando Blaník, concluye con la visión
profética de la reina Libuše sobre la historia futura del pueblo checo
y la fundación de Praga. Las dos obras guardan similitud con la
dimensión innovadora de Die Meistersinger de Wagner (véase el
capítulo 1), uno de los modelos operísticos a seguir por parte de
Smetana, en el que desde el escenario un personaje histórico alude
al presente y el futuro del público. Smetana evita relatos sobre
héroes individuales de un modo que tipifica el género mixto de la
historia y el paisaje en la tradición de Mendelssohn. En Vyšehrad, el
arpa barda rememora románticamente la historia gloriosa del castillo
en ruinas sobre el río Vltava, demandando del público una
repoblación imaginaria similar a la de la Sinfonía Escocesa de
Mendelssohn.
El público internacional contemporáneo y las instituciones tienden
a agrupar a Dvořák, Janáček y Smetana como compositores de
música nacional checa, pero, tal y como mostraremos en el capítulo
6, los músicos checos de finales del siglo XIX y comienzos del XX no
consideraban que todos ellos perteneciesen a una escuela nacional
única. Aun así, es cierto que los tres compartían un interés por el
paisaje forestal. Este interés puede encontrarse en De los bosques y
prados de Bohemia, de Má Vlast; en la escena forestal nocturna de
la ópera El beso, de Smetana; en las óperas de Dvořák con puesta
en escena ruralista, como El rey y el quemador de carbón y El
campesino astuto, al igual que en Rusalka y sus motivos mitológico-
folclóricos; en la temprana ópera de Janáček Šarka (compuesta
entre 1887 y 1888), en la que saca a relucir la mejor música de la
partitura; y en las respuestas panteístas a la naturaleza que
observamos en La zorrita astuta (1924) y en la Misa glagolítica . La
obertura de Dvořák V přírodě (En el reino de la naturaleza, 1891)
comienza con los típicos «sonidos de la naturaleza» enfrentados a
una Klangfläche, seguidos de un tema íntimamente relacionado con
el himno checo Vesele zpívejme, Boha Otce chvalme (Cantemos
con alegría, alabado sea el Señor) . Esta veneración por la
naturaleza también se advierte en Josef Suk (Pohádka léta; Un
cuento de verano, 1907-1909) y en Vítězslav Novak (V Tatrách; En
el Tatra , 1902) y Pan (1910-1912) 183 .

Las patrias escandinavas


Tal como ocurrió en el territorio checo, el idioma y la literatura
histórica pasaron a un primer plano dentro del emergente
nacionalismo cultural noruego de finales del siglo XIX , de la mano
de su nacionalismo político. Puertas afuera, este nacionalismo
cultural era una reacción contra la influencia cultural danesa, que
continuó incluso después de que los cuatro siglos de dominio
político danés finalizaran a consecuencia de la unión forzada con
Suecia a partir de 1814, y también contra el dominio sueco tras esa
misma fecha. Puertas adentro, dicho nacionalismo cultural tenía dos
ejes: un interés floreciente por la historia antigua de Noruega y la
división cada vez mayor entre los partidarios del «riksmal» y los del
«landsmal».
El interés por la literatura histórica, toda una realidad ya a finales
del siglo XVIII , se centraba en las traducciones que Gerhard
Schøning había hecho al danés de las sagas nórdicas de Snorri
Sturlason. Pero fue el poeta Henrik Wergeland quien, al dar un
discurso en Eidsvoll en 1834 que llevaba por título «A la memoria de
los antepasados», reivindicaría la necesidad de rehabilitar el estado
real medieval noruego dentro de la conciencia noruega moderna,
como si se tratase de la otra mitad del anillo, que debía soldarse con
un nuevo estado nacional noruego. Los historiadores adeptos a
Wergeland, y en particular P. A. Munch, afirmaban que el Edda y las
sagas, y la lengua que utilizaban, eran enteramente noruegas, tesis
que ejerció una influencia enorme, entre otros, en escritores como
Ibsen y Bjørnson. Comparaban la edad de oro de la nación medieval
noruega libre de ataduras con el pasado reciente de la «era
danesa», que Ibsen denominaba «la noche de los cuatrocientos
años». Por otro lado, la división lingüística derivaba de la insistencia
en el perjuicio causado por la influencia cultural danesa entre la élite
noruega de la metrópoli, ya que el lenguaje literario («riksmal») se
escribía en efecto en danés, tras haberse abandonado el antiguo
lenguaje literario nórdico. Ante esta situación, el filólogo Ivar Aasen
elaboró una gramática noruega en 1848, y dos años más tarde un
diccionario noruego basado en el lenguaje hablado en las zonas
rurales de Noruega occidental, con la idea de constituir un idioma
noruego alternativo libre de toda influencia danesa («landsmal»),
que en 1885 sería aceptado por el Parlamento (Storting) en pie de
igualdad con el «riksmal» dano-noruego, a pesar las tremendas
reticencias que hasta el día de hoy ha suscitado 184 .
Los músicos también se vieron atraídos por el folclore y las
antiguas epopeyas. Como ocurrió en Bohemia, en Noruega surgió
un movimiento para promover un teatro y una ópera nacionales,
además de un folclore musical nacionalizado con carácter propio, lo
que se materializaría por primera vez en la ópera cómica de
Waldemar Thrane Fjeldeventyret (El cuento de la montaña, 1825).
Dicho movimiento tuvo el apoyo de Johan Svendsen y el violinista y
patriota cosmopolita Ole Bull. En 1849 los artistas noruegos
interesados en la promoción de la cultura nacional organizaron una
serie de tableaux vivants en el Teatro Christiania que contribuirían a
implantar el paisaje noruego como imagen de la identidad nacional.
La música y las descripciones poéticas de la naturaleza y el folclore
acompañaban a las imágenes. Este acontecimiento animaría al
compositor Halfdan Kjerulf a explorar el campo de la música
tradicional noruega.
Sin embargo, le correspondió a Edvard Grieg, compositor
procedente de Bergen, en Noruega occidental, la tarea de elevar el
perfil cultural internacional de sus compatriotas a partir de la década
de 1860 mediante la representación musical del paisaje del oeste de
Noruega, pero adaptándolo a los parámetros fijados por los cánones
musicales europeos de la época. Como afirmaría el compositor,
«pintar la naturaleza noruega, la vida popular noruega, la historia
noruega y la poesía tradicional noruega transformándola en sonidos
es un terreno en el que creo ser capaz de aportar algo» 185 .
Supondría traducir musicalmente los dibujos de paisajes que él
mismo realizaba, incluido el de su lugar de nacimiento (Fig. 3). Sin
embargo, Grieg no era un firme partidario del «landsmal», y
compuso canciones en ambas lenguas noruegas. Se formó en
Leipzig y siempre estuvo atento a su reconocimiento tanto nacional
como internacional, prestando especial atención a Alemania. La
mayoría de sus obras no son voluminosas; solo compuso un
fragmento operístico, Olav Trygvason (estrenado en 1889), una
sinfonía temprana y un concierto para piano. En sus canciones y
piezas para piano Grieg tradujo a la música la emergente imaginería
de la patria noruega en torno a las bodas tradicionales, los pastos
de las montañas, los hechizos montañeses y la «magia troll». El
paisaje occidental noruego aparece representado en el «bosque
oscuro» de la canción nostálgica «Den Bergtekne» («El esclavo de
la montaña»), el bosque misterioso de la canción «Langs ei A» («A
lo largo de un río»), el recuerdo de la vida rural en algunas de sus
Piezas líricas y los troles de la montaña procedentes de la mitología
noruega para la música incidental del famoso poema dramático de
Ibsen Peer Gynt (1875). El ciclo de canciones Haugtussa (La
doncella de la montaña, 1898), con un texto escrito en «landsmal»
por el novelista y poeta Arne Garborg, retoma Die schöne Müllerin
de Schubert, pero haciendo hincapié en lo sobrenatural y en las
visiones alucinantes de los espíritus del paisaje que tiene la heroína.
Grieg amplía el estilo del Lied romántico haciendo uso de un
cromatismo penetrante y flexibilizando los efectos estáticos y los
sonidos naturales al explorar la psicología del paisaje 186 .

Fig. 3 Vista de paisaje desde el lugar de nacimiento de Edvard Grieg, del libro de
bocetos del compositor.
© ACI / Bridgeman

El interés de Grieg por las sonoridades estáticas alienta una


actitud contemplativa por parte del oyente, dirigiendo su atención a
la calidad del sonido y no a su función dentro de la lógica armónico-
melódica, y podría haber iniciado una tendencia escandinava más
amplia que se advierte con claridad en Sibelius y en Nielsen y que
sugiere la idea de una aproximación supranacional, «nórdica», al
paisaje que se modula en casos individuales. En el caso concreto de
Grieg, las sonoridades suelen combinarse con un cromatismo
armónico y melancólico de gran complejidad, que se centra en el
paisaje como tema romántico. Es más, en obras como Gangar op.
54, n.° 2 y Klokkeklang (El sonido de las campanas) op. 54, n.° 6
Grieg otorga una importancia capital a los acordes de quintas
abiertas que inducen esa sonoridad folclórica y a notas pedal que se
extienden del colorismo más exótico a parámetros independientes
que estructuran una composición completa 187 . Estas piezas
posiblemente sigan la tradición marcada por el diatonismo nórdico
que se remonta a Franz Berwald (1796-1868) y más adelante a
muchas de las obras tardías de Sibelius, incluidas sus Sinfonías n.°
6 (1923) y n.° 7 (1924). Irónicamente, el segundo movimiento,
«Andante pastorale», de la Sinfonía n.° 3 de Nielsen (Sinfonía
Expansiva, 1912) es una versión de la estática tríada en Mi bemol
mayor «alemana» (Das Rheingold de Wagner y la Sinfonía n.° 4 de
Bruckner). Comienza con la típica llamada de las trompas
repitiéndose una y otra vez, pero poco después se convierte en una
dulce melodía, una «evocación del paisaje» con secciones sin
palabras para soprano y barítono 188 . El diatonismo también
desempeñó un importante papel en países como Inglaterra (Elgar,
Vaughan Williams) y Estados Unidos (Copland), y por lo tanto este
efecto no es exclusivo de Escandinavia.
Los finlandeses fueron un grupo étnico incluso más «sumergido»
que el de los noruegos durante el largo periodo de dominio danés.
Pero en este caso fue Suecia la que incorporó el territorio al este del
golfo de Botnia, y, tras su conversión al luteranismo en el siglo XVI ,
esta religión se convirtió en la dominante dentro del territorio oriental
finlandés. Aunque la mayoría de sus habitantes hablaban finlandés,
una importante minoría de suecos siguió ocupando la mayor parte
de los puestos que requerían mayor experiencia. Mediante el
Tratado de Hamina de 1809, legitimado por Napoleón, el imperio del
zar obtuvo el territorio al este de Finlandia y lo convirtió en un gran
ducado de Rusia hasta 1917. Con todo, no se molestó a la minoría
gobernante sueca. Aunque muchos de sus miembros estaban
dispuestos a asimilar la lengua mayoritaria finlandesa, las élites
suecas se convirtieron en objetivo, entre la intelectualidad, del cada
vez más influyente movimiento en pro del uso del idioma finlandés.
El origen de este movimiento se encontraba fundamentalmente en la
vieja Universidad de Turku, donde el catedrático Henrik Porthan,
contemporáneo de Herder, expuso su Dissertatio de poesi fennica
en 1778, cuya tesis sostenía la necesidad de mostrar los poemas
folclóricos sin alterarlos, aunque en algunos casos resultase
necesario restaurarlos para adaptarlos a una «estructura más entera
y apropiada», como se supone había hecho Macpherson con sus
fragmentos osiánicos 189 .
Cuando el Tratado de Hamina fracturó la estrecha relación
existente entre la intelectualidad finlandesa y Suecia, sus miembros
no tuvieron más remedio que identificarse con la gran mayoría de la
población analfabeta de Finlandia, perdiendo, en consecuencia, el
idioma sueco a favor del finlandés. Con este fin fundaron en 1831 la
Sociedad Literaria Finlandesa en Helsinki, al trasladarse la
universidad a dicha ciudad, e, inter alia, se propusieron traducir el
Kalevala al sueco o al alemán y al finlandés el poema de Runeberg
Los cazadores de Elk, que retrataba a los finlandeses como gente
pacífica y alegre a pesar de su pobreza. Pero la intelectualidad
consideró que, para alcanzar el prestigio en Europa, se debía dotar
a los finlandeses de una historia y una literatura adecuadas para un
pueblo que carecía de ambas. En 1835 el doctor Elias Lönnrot
publicó la primera versión de su antología de poesía oral careliana
bajo el título Kalevala, o Tierra de héroes (en 1849 se publicó una
edición más completa). En poco tiempo se convertiría en la epopeya
nacional finlandesa, aunque su editor, Lönnrot, no solo se encargó
de recopilar los contenidos de los cantantes carelianos originales y
sus baladas, sino también de hacer los añadidos y arreglos
pertinentes.
Hacia finales de siglo, cuando el intento de rusificación contribuyó
a crear en respuesta un fuerte sentimiento nacionalista político
finlandés, surgió una nueva corriente cultural del mismo signo que
impregnó la literatura, las artes pictóricas y la música. Se trataba de
un movimiento conocido como carelianismo que puso de moda entre
los intelectuales, incluidos folcloristas, artistas, lingüistas,
etnógrafos, fotógrafos y músicos, visitar y en algunos casos vivir en
la provincia más oriental de Finlandia, que por entonces era
considerada la zona más antigua del país y testigo de su cultura
original de la Edad de Hierro. Durante siglos Carelia había sido un
territorio objeto de discordia situado en la frontera entre Rusia y
Suecia, además de un campo de batalla, y Lönnrot recopiló en las
áreas remotas de esta zona todo su material para la Kalevala . La
popular Suite Karelia de Sibelius fue compuesta para una noche de
gala en 1893 con el objeto de patrocinar un sorteo, práctica habitual
de recaudación de fondos utilizada por los nacionalistas finlandeses.
Lo celebraba la Asociación de Estudiantes de la antigua e
importante —desde el punto de vista arquitectónico— ciudad
careliana de Viipuri para contribuir a la construcción de una
universidad para adultos. Se organizó una exposición de artesanía,
mobiliario e indumentaria finlandeses y la velada se organizó en
torno a tableaux vivants que mostraban paisajes carelianos, en
especial del castillo de Viipuri, haciendo un repaso a la historia
finlandesa desde la antigüedad hasta los tiempos modernos. La
música de Sibelius acompañó las imágenes. Como señala Glenda
Dawn Goss, sus fuentes eran una amalgama de «corales
bachianas, canciones rúnicas ruso-carelianas, baladas tradicionales
suecas, himnos luteranos, fugas germánicas y técnicas al estilo de
Grieg» (en este caso se trataba de «música evocadora del paisaje»)
190 . El célebre poema sinfónico Finlandia también se compuso para
los tableaux vivants de un sorteo nocturno, aunque esta vez en
Helsinki, en 1899, y con imágenes que arrancaban con la antigua y
mítica historia del Kalevala hasta llegar a la era de la máquina de
vapor 191 .
Sibelius ya había estudiado a fondo el Kalevala a través de su
colosal Sinfonía Kullervo (1892), obra en cinco movimientos para
gran orquesta, mezzosoprano, solistas barítonos y coro masculino.
El estreno se presentó como un acontecimiento nacional, y los
historiadores finlandeses lo reivindican como el nacimiento de la
música nacional genuina 192 . En lo que a estilo musical se refiere,
Kullervo supone el comienzo de un lenguaje singular que con el
paso del tiempo Sibelius llevaría mucho más lejos. James
Hepokoski enumera sus características:
Melodías modalmente matizadas («finlandesas») y estructuras de
acompañamiento reiterativo; repeticiones obsesivas del bajo ostinato, largas
notas pedal y reposiciones de ideas melódicas ya escuchadas; ritmos
interrumpidos bruscamente; texturas melancólicamente espesas, oscuras y con
frecuencia en modo menor que rememoran un pasado hiriente y tragedias
ineludibles; yuxtaposiciones sin mediación alguna de campos tímbricos de
pronunciado contraste, y una predilección por las imágenes sonoras dilatadas
y con una textura estratificada a costa de un desarrollo tradicional y
contrapuntísticamente lineal 193 .

En Kullervo este estilo crea un ambiente primitivista cargado de


fatalidad para una historia edípica de incesto y suicidio
protagonizada por el héroe epónimo. Más adelante Sibelius lo
desarrollaría y depuraría en una serie de poemas sinfónicos y
sinfonías, en este último caso basándose con frecuencia en
fragmentos del Kalevala . Sibelius no obvió finales sombríos en
algunos de sus poemas sinfónicos ni en su Cuarta Sinfonía,
rompiendo de este modo los cánones establecidos a lo largo de la
música sinfónica del siglo XIX y por lo tanto resaltando la
caracterización del desolado e implacable paisaje finlandés. Sibelius
es sin lugar a dudas heredero de las tradiciones de la música
nacional y los paisajes de la patria del siglo XIX , pero también de la
tradición sinfónica universal, con la cual, al igual que los
compositores kuchka , estaba en contacto, quizás incluso con la
esperanza de que pudiera ayudarle a expresar la nación por medio
de la música. Es cierto que está muy próximo a las tradiciones
compositivas rusas y (en cierta medida) reacciona frente a las
alemanas; justo lo contrario de su postura política, que consideraba
a Rusia la opresora de Finlandia 194 .
Para evocar la patria finlandesa en su música sinfónica, Sibelius
emplea dos técnicas esenciales. Primero explora una amplísima
gama de sonoridades estáticas con mucha actividad de superficie,
en concreto sus propios y peculiares recursos tonales,
representados por el veloz sonido de las cuerdas, el murmullo de las
maderas y los amenazadores crescendo de los metales. Por poner
un ejemplo, En Saga (Una saga, 1893) empieza con una formación
caleidoscópica de efectos estáticos, incluyendo una amplia
figuración arpegiada de todos los instrumentos de cuerda en pp para
la totalidad de los recursos tonales, similar a un susurro que lo
impregna todo. Frente a unas Klangfläche, en los metales surge un
tema solemne con un sonido bardo (Ej. 3.2) que, muy al final de la
obra, se retoma con un murmullo encarnado en un solo de clarinete.
La «acción» del poema sinfónico tiene lugar en el marco
introducción/coda y concluye con violencia y en tragedia. La obra
sigue la tradición de la Sinfonía Escocesa de Mendelssohn, del
kuchka y de D’Indy, pero diferenciada de un modo muy
característico y con unos rasgos que, con la ayuda de las
asociaciones programáticas y la consistencia de su aplicación en la
obra de Sibelius, el público identifica como manifiestamente
«finlandeses». La ninfa del bosque (Skogsraet, 1895) consiste casi
por completo en cuatro largas secciones de stasis; la segunda
encarna al bosque en el que una ninfa seducirá al héroe con
consecuencias fatales. En ella escuchamos unas susurrantes
secciones tonales de cinco minutos y medio de duración basadas en
una armonía única. La sección final es un colosal crescendo
armónicamente estático, muy posiblemente modelado a imagen y
semejanza de la coda finale de la Sinfonía Romántica de Bruckner.
Ej. 3.2 Sibelius, En Saga, compases 34-41 (reducción para timbales y cuerdas).
© by Breitkopf & Härtel, Wiesbaden
Ej. 3.2 Continuación
Ej. 3.2 Continuación
Ej. 3.2 Continuación

Una segunda técnica implica el uso de estructuras repetitivas y


circulares en diversos niveles. En un nivel local Sibelius imita la
recitación rúnica improvisada de los cantantes del Kalevala, que
pronuncian todo el poema haciendo uso de un tono recitativo
particular. La música invita al oyente a salir del tiempo lineal y
adentrarse en un mundo legendario y ahistórico, evitando el
desarrollo motívico. Posiblemente se trate de una versión muy
particular de la técnica kuchka que altera el trasfondo de la
variación, algo ya mencionado previamente. Sibelius tiende a
utilizarla para los segundos grupos temáticos de las estructuras de
sonata (Sinfonías n.° 1, primer movimiento, n.° 2, finale, n.° 3, primer
movimiento), tal como haría Chaikovski antes que él en sus finales
(Sinfonías n.° 2 y 4 y Concierto para violín). El finale de la Sinfonía
n.° 2 de Sibelius posee cinco iteraciones en la exposición y ocho al
recapitular, y alcanza un grandioso punto culminante de triunfo
nacional implícito. Por el contrario, el segundo movimiento de la
Sinfonía n.° 3 es una versión atemperada. Llevándolo a niveles
estructurales más amplios, en las obras sinfónicas tardías el
principio toma el relevo de la forma sonata: en vez del trío
exposición/desarrollo/recapitulación, Sibelius primero expone
materiales sónicos o temáticos en un orden determinado para
después repetir dicha presentación cierto número de veces, en cada
caso con diversos desarrollos, omisiones o añadidos. En cada una
de estas reiteraciones las tres funciones de la sonata podrían verse
desdibujadas o disminuidas 195 .
James Hepokoski afirma que Sibelius une sus efectos sónicos y
Klangfläche con sus procesos circulares de tal modo que la
aparición de la «música como sonido» se convierte en el objetivo de
la «labor» de reiteración múltiple. Cabalgata nocturna y amanecer
(1909) es una partitura con dos secciones contrastadas, ambas
repetitivas y de estructura circular, que exploran «estados de ánimo»
sónicos comparados. La segunda sección es una aprehensión
estática, por no decir extática, de la naturaleza. El material de
transición, de temática de estilo coral, sigue la estela de las
transformaciones corales de la conclusión de los finales de la
Sinfonía Escocesa de Mendelssohn y de la Sinfonía Renana de
Schumann. La Sinfonía n.° 5 de Sibelius (1915, 1916, 1919) aplica
los mismos principios de un modo complejo, y una vez más alcanza
condiciones extáticas dentro de un finale con repeticiones que se
han ido acumulando desde los movimientos previos. De este modo,
los paisajes ulteriores de Sibelius se convierten en parte integral de
la forma sinfónica y no solo en el trasfondo para otra acción o en un
marco de referencia. El objetivo de toda la estructura es la
percepción subjetiva de un objeto musical «en sí mismo», ya sea
armónico, tímbrico o estructural, e implícitamente esto evoca la
sensación de percibir un paisaje. Podría decirse que el mismo
proceso de identificación es narrado en la obra sinfónica de Sibelius
al tiempo que el oyente aprende a fundirse con el mundo sonoro 196
.
La abstracción del paisaje en la obra tardía de Sibelius podría
atribuirse en parte a las corrientes del simbolismo que les llegaron a
los artistas finlandeses desde París a finales de la década de 1890.
Su atención se volvió hacia las reacciones subjetivas del espectador
o del oyente y la exploración de los oscuros rincones del yo interior.
La narración de acontecimientos concretos del Kalevala que
observamos en Kullervo se reduce en la Suite Lemminkäinen
(1896), que consta de cuatro movimientos, con su evocación del
cisne negro de Tuonela, la tierra de los muertos. La última obra de
Sibelius, Tapiola (1926), carece de planteamiento alguno más allá
de la descripción del hogar del poderoso Dios del bosque finlandés,
Tapio. Las dos primeras sinfonías de Sibelius (1899-1902) rebosan
tanto impulso heroico como descripción paisajista, y por
consiguiente se ajustan plenamente al variado género mixto del
paisaje/historia que advertimos en Mendelssohn, Smetana y Elgar.
La ulterior tendencia hacia lo abstracto se traduce en una
historización menos explícita de la naturaleza. Al oyente nadie le
invita a poblar el paisaje con gente o su cultura, y menos aún con
instituciones. Del mismo modo que Sibelius tiende a restar
importancia a la percepción de un tema musical (una melodía con
acompañamiento y estructura regular en el fraseo), también
despuebla el paisaje de su patria, evitando cualquier alusión a
héroes renombrados y a planteamientos narrativos concretos.
Únicamente nos transmite la sensación de «estar en un lugar», si
bien se trata de un lugar magníficamente caracterizado y fácil de
identificar.

La patria rusa
Tal y como afirmaba John Breuilly, el sentir nacional, que a veces
rayaba en abierto nacionalismo, podía encontrarse también a lo
largo del siglo XIX en estados grandes y firmemente asentados.
Solía formar parte de una doctrina oficial y ser el fundamento de una
«misión» imperialista de conquista y anexión, si no de asimilación.
Es algo que advertimos en la Rusia zarista. Con posterioridad a las
reformas de Pedro el Grande, los primeros indicios de una identidad
nacional rusa moderna los encontramos entre los aristócratas
occidentalizados de finales del siglo XVIII . Además de su admiración
por las culturas alemana y francesa, hubo importantes movimientos
que pretendían reformar la lengua rusa bajo la supervisión de la
Academia Rusa, fundada en 1783, que llegó a publicar un
diccionario ruso en varios tomos, además de una gramática. En el
marco de la disputa lingüística que se produjo con posterioridad, el
historiador Karamzin encabezó el ala modernista, decantándose por
la lengua demótica y superando el modelo eclesiástico eslavo de los
tradicionalistas. Además, con Catalina la Grande y posteriormente
con Alejandro I la Rusia zarista se erigió en una potencia de primer
orden dentro del panorama europeo, algo que alcanzaría su culmen
con la derrota de Napoleón en Rusia en 1812. La proeza militar y el
prestigio político reforzaron y coincidieron con la efervescencia
cultural romántica de la década de 1820, que incluía la historia de
Rusia de Karamzin y la poesía de Pushkin, llegando incluso a
impregnar el estilo neoclásico que predominaba en los cuadros de la
época. Sin embargo, el gobierno del reaccionario zar Nicolás I
(1825-1855) frenó la occidentalización y propició la promulgación de
la doctrina oficial de Autocracia, Ortodoxia y Nacionalidad
(narodnost’) planteada en 1832 por el ministro de Educación, el
conde Uvarov. Aunque los principios de autocracia y ortodoxia se
habían establecido hacía ya mucho tiempo, el concepto de
narodnost’ era una novedad, y su objetivo a largo plazo consistía en
inspirar fuertes sentimientos nacionalistas y corrientes en las que se
diese prioridad a los eslavófilos entre la creciente intelectualidad y la
clase mercantil 197 .
A partir de la década de 1860 se puede hablar de música
nacional en sentido estricto, con la formación del kuchka como un
grupo cohesionado cuyo proyecto ideológico articulan Stasov y
Balakirev, una postura antiacadémica, la investigación y el uso de la
música tradicional rusa por parte de Balakirev y la canonización de
Glinka como padre fundador del arte musical ruso, con Ruslan y
Ludmila y Kamaryinskaya como sus partituras modélicas. Es a partir
de este momento cuando identificamos en el contexto musical
determinados elementos recurrentes que expresan la patria rusa,
como el uso de un lenguaje musical tradicional; evocaciones del
canto ortodoxo, la música coral y el sonido de campanas; fuentes
literarias de Pushkin, ahora canonizado, junto a Lemontov y Gogol,
como un clásico ruso más distinguido aún que el propio Glinka; y la
moda de representar un Oriente fabuloso, sensual y exótico. Estos
cuatro elementos suelen entrelazarse, y como tales apuntan a una
concepción de la patria muy apegada a «la tierra y su gente», en las
antípodas de lo que podrían ser los enormes espacios silenciosos
de la Finlandia de Sibelius en Tapiola . Por poner un ejemplo, el
Boris Godunov de Mussorgski se basa en un texto de Pushkin, y la
escena de la coronación contiene un episodio con majestuoso
sonido de campanas, canto religioso y estilizaciones de canciones
tradicionales.
El uso de la religión ortodoxa para definir la patria comienza con
Una vida por el zar, de Glinka (véase el capítulo 1), y también puede
observarse en «La gran puerta de Kiev» (literalmente La puerta de
Bogatyr), finale de Cuadros de una exposición (1874) de
Mussorgski, donde escuchamos canto religioso y el sonido de unas
campanas que evocan la grandeza de la antigua patria rusa y su
capital. En la Obertura de la gran pascua rusa (1888), de Rimski-
Korsakov, se escuchan ecos de motivos ortodoxos rusos mezclados
con un estado de ánimo en el que prevalece lo folclórico y pagano
frente a lo cristiano. El compositor afirmó que su objetivo era captar
la esencia de lo que él daba en llamar «las festividades paganas»
en la mañana de Pascua como ejemplo insigne de «la doble fe» o
religión sincrética de los ritos eslavos y cristianos tan característica
durante el periodo de la Rusia medieval, en especial en las áreas
rurales 198 . En el siglo XX la imitación del canto religioso y del
sonido de campanas es una constante a lo largo de la obra de
Rachmaninov, en algunos casos en un contexto abstracto e incluso
tras haber abandonado otros elementos patrióticos.
El elemento oriental es el único elemento recurrente en la música
rusa que podría servir como base para expresar un paisaje nacional
como tal (la canción tradicional, Pushkin y la liturgia ortodoxa no
tendrían una relación directa con el paisaje). En un principio la idea
podría parecer paradójica —¿cómo es posible que un exótico
«Otro» cultural encarne a la nación?—, pero hay que contemplarlo
desde el prisma del imperialismo ruso. La expansión rusa suponía la
incorporación del «Este» al concepto de Rossiya, el estado ruso, por
no decir Rus’, la cuna ancestral del pueblo ruso. Por lo tanto,
hablamos tanto de Rusia como de fuera de su territorio. Del mismo
modo, a partir de Ruslan y Ludmila Oriente ayudaría indirectamente
a definir la nación rusa a través de su celebrada monarquía reinante.
El mero hecho de la diversidad cultural representaba la grandeza de
la monarquía y por lo tanto de la nación. Lo que nos falta en este
caso es una identificación con el paisaje al estilo de Weber,
Smetana o Grieg.
El paisaje de Oriente desempeña un papel fundamental en el
«cuadro musical» de Borodin En las estepas de Asia Centra l
(1880). Comienza con un pedal en dominante que se extiende casi
ininterrumpidamente durante noventa compases en el registro
agudo de los violines y que revela la interminable monotonía de las
estepas al este de Rusia, mientras que un lánguido y sensual tema
oriental para corno inglés alterna con un tema al estilo de una
canción tradicional rusa más enérgico y alegre. La partitura rendía
homenaje a los veinticinco años de reinado de Alejandro II, monarca
que, más que ningún otro, dedicó parte de su reinado a la conquista
del este, especialmente Asia Central 199 . El orientalismo vuelve a
ser protagonista en las célebres «Danzas polovtsianas» de El
príncipe Igor (1869-1887, inconclusa), la única ópera de Borodin,
basada libremente en la obra del siglo XII El cantar de las huestes
de Igor. En ella Igor es capturado por Khan Konchak, quien, con la
esperanza de poder aliarse con los rusos, trata de seducir a un
padre y a su hijo, a los que retiene como huéspedes y cautivos,
mediante unas danzas y, en la ópera, a través de los encantos de su
hija, Konchakovna (lo que en la obra del siglo XII solo se insinúa).
Mientras que las danzas revelan un esplendor salvaje, el dueto de
Konchakovna con Vladimir despliega un hedonismo lánguido cuyo
objetivo específico es que la guapa doncella sirva de señuelo para
seducir al polluelo, como pretende el Khan (aunque en el original del
siglo XII no se aluda directamente a Konchakovna). Así las cosas, el
texto de Stasov para la ópera proporcionó munición a un
nacionalismo ruso que se mostraba agresivo en Asia Central,
destacando la superioridad de Rusia y del «carácter ruso» frente a
los inferiores y hedonistas pueblos del este 200 .
Varias obras de Rimski-Korsakov están imbuidas de un
hedonismo oriental escapista. Una de las primeras fue su suite
sinfónica Antar (1868, revisada en 1875 y 1897), un tableau musical
en cuatro movimientos sobre un poeta y una peri, un hada alada de
la mitología persa, en cuyos brazos muere el artista. En su música
escuchamos variaciones y repeticiones en torno a un tema principal
recurrente que representa al mismo poeta Antar. En la suite
orquestal en cuatro movimientos Sheherazade (1888) el enérgico
tema del sultán Shakriar, interpretado por los metales, es
contrarrestado por los arabescos de violín de su esposa, que logra
retrasar y finalmente anular su ejecución gracias a los mil y un
cuentos que relata. Más adelante Rimski-Korsakov acabaría
cansado del estilo oriental: su última ópera, El gallo de oro (1907),
es un relato satiríco-fantástico acerca del estúpido rey Dodon, un
astrólogo y la reina de Shamakha. Sus objetivos no eran solo el
sistema político zarista, aunque muy veladamente, sino también los
preceptos nacionalistas del kuchka e incluso el admirado Glinka 201
.
A finales del siglo XIX Rimski-Korsakov encontró otro modo de
representar la patria rusa, simiente que Stravinski recogería
posteriormente dándole aire renovado. Este enfoque, que suele
recogerse bajo el amplio encabezado del «neonacionalismo», era,
en cierto sentido, terrenal y popular, pues derivaba de las tradiciones
folclóricas fomentadas por el kuchka, aunque al mismo tiempo
también se interesaba por la estilización del material artístico en
beneficio del gran espectáculo, por el cuento de hadas e incluso por
la aprehensión mística de la naturaleza. En la ópera de Rimski-
Korsakov Snegorouchka (La dama de nieve, 1881) los intentos por
ocultar a la dama de nieve de los rayos de sol fracasan cuando el
Dios del amor, Lel, la libera y se casa, liberando la tierra helada del
zar. Se trata esencialmente de una alegoría sobre la transición del
invierno a la primavera y más tarde a la plenitud del verano (kupala),
cuando, según la mitología eslava, el Dios-Sol Yarilo se apodera de
la tierra. Snegorouchka también es un vehículo para mostrar
tradiciones populares, pues el compositor utiliza canciones del
calendario estacional y danzas ceremoniales. En su obra posterior
Nochebuena (1894-1895) Rimski-Korsakov se mantuvo fiel al texto
de Gogol pero añadió villancicos navideños ucranianos y un
intermezzo para ballet, celebrando la huida de los demonios al
volver el sol en el instante de la celebración del nacimiento de Cristo
con un himno matinal ortodoxo. El panteísmo místico de Korsakov
estaba influido por el folclore de libros tales como Concepciones
poéticas de los eslavos sobre la naturaleza, de Alexander
Afanasiyev, quien recopilaría el cuento popular que inspiró
Snegorouchka. La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh y la
doncella Fevroniya (1903-1904), basada en la hagiografía del siglo
XVI sobre Fevroniya de Murom, es una ópera épica panteísta con
una estilización folclórica que utiliza un estilo eclesiástico tradicional
y canciones de boda para revelar la cercanía entre el amor cristiano
al prójimo y la religión natural, emparejando de este modo al Dios
cristiano con Sirin y Alkonost, pájaros profetas de la mitología eslava
202 .
En muchos sentidos, los tres grandes ballets de Stravinski para
Diaghilev, El pájaro de fuego (1910), Petrushka (1911) y La
consagración de la primavera (1913), continuaron la senda de este
folclore neonacionalista y se inspiraron en el modelo de Rimski-
Korsakov en lo que a técnica musical y tratamiento temático se
refiere, a pesar de que la mayoría de las veces el público era
internacional, fundamentalmente francés, y no ruso. En el caso
concreto de La consagración de la primavera , Stravinski y Nikolai
Roerich pretendían representar una serie de imágenes de una
noche sagrada entre los antiguos eslavos. Las imágenes, que en un
principio festejaban la kupala, la plenitud del verano, se trasladarían
posteriormente al Semik, los ritos de la primavera. Como diría
Stravinski, «a lo largo de toda la obra transmito al oyente mediante
ritmos lapidarios la sensación de la cercanía de la gente con la
tierra, de la comunión de sus vidas con la tierra» 203 . Ciertos
elementos del ballet provienen de la descripción que hace Heródoto
de los antiguos escitas, especialmente la glorificación de los
ancestros; por aquel entonces se consideraba a los escitas
antepasados lejanos de los rusos, a cuyo carácter habían aportado
una vitalidad barbárica que diferenciaba a Rusia de Occidente. Los
decorados y el vestuario de Roerich siguieron el estilo de sus
pinturas arcaicas, que él poblaba de ancianos, ritos, ídolos y
menhires 204 . Stravisnki utilizó gran cantidad de música tradicional
a lo largo y ancho de La consagración de la primavera (véase el
capítulo 2), en particular canciones de temporada, aunque
metamorfoseadas a lo largo de la partitura al más puro estilo
neonacionalista de un modo parecido al utilizado por Gauguin,
cuyos cuadros admiraba Stravinski, y, más cerca de su patria, las
obras de Abramtsevo, la colonia de artistas del filántropo Savva
Mamontov que incluía a Victor Vasnetsov, Vassily Polenov, Ilya
Repin y Konstantin Korovin. A partir de comienzos de la década de
1880 contribuyeron a revitalizar un estilo neonacionalista estilizado
de características similares que incluía los decorados para óperas
como Snegorouchka . Así pues, en La consagración de la primavera
el realismo etnográfico temprano del kuchka queda atenuado
mediante una simplificación abstracta y casi clásica de las formas.
Pero, como señala Taruskin, esto supondría centrarse únicamente
en «la música en sí misma» y olvidar la génesis extramusical y la
inquietante temática planteada en La consagración de la primavera:
la celebración de una mitología de crueldad y barbarie, el
biologismo, el sacrificio de la sangre del individuo por la comunidad,
la falta de compasión; es decir, rasgos distintivos de las sociedades
totalitarias, pero también característicos, aunque inconscientemente,
de las menos complejas sociedades aborígenes que estudiaba
Durkheim por aquellos días y en las que reconocía las semillas de
una «religión eterna», a saber, el culto que hace la sociedad de sí
misma, cuya forma moderna, el culto a la nación, se ha situado en el
epicentro de la era moderna 205 .

Una patria inglesa en la periferia


En lo relativo a Gran Bretaña, ese otro gran imperio de finales del
siglo XIX , nos enfrentamos con la dualidad y la ambigüedad.
¿Podemos hablar de una nación británica o inglesa, de un
nacionalismo británico o inglés? No se trata solo de cuestiones
académicas, ya que en el contexto del fin-de-siècle británico tienen
ramificaciones de un mayor calado social, cultural y, sin lugar a
duda, musical. Para algunos académicos el diagnóstico es
relativamente sencillo: no hubo un nacionalismo inglés hasta finales
del siglo XIX , tan solo el precedente que supuso el imperialismo
británico. En lo que respecta a la identidad nacional, según Krishan
Kumar, el imperio triunfó sobre la nación hasta que comenzó su
decadencia y se empezaron a escuchar voces críticas. Fue
entonces cuando surgió una necesidad ideológica y el nacionalismo
inglés pasó a cumplir su función. Sin duda esto desplaza a otros
momentos destacados de dicho nacionalismo, tales como Milton y
Cromwell en la Mancomunidad Puritana, y también el movimiento
literario y político antifrancés del siglo XVIII asociado a Hogarth,
Hurd, Smollett y Cowper, que sería estudiado a fondo por Gerald
Newman. Kumar descarta este último, al que considera una especie
de primitivismo moralista de virtud incorruptible, en consonancia con
Rousseau, y estima que bebe de las fuentes del nacionalismo pero
no termina de identificarse plenamente con él. Afirma que no sería
hasta finales del siglo XIX cuando surge una auténtica necesidad de
sentirse étnicamente inglés (a duras penas un nacionalismo en toda
regla), en el sentido expresado por la interpretación whig de la
historia inglesa como un proceso de progreso acumulativo y
continuo basado en las antiguas libertades civiles sajonas. El mito
de la democracia anglosajona adoptado por historiadores como
William Stubbs y J. R. Green tenía cierto aire de populismo racista,
al enfrentar a los anglosajones con los celtas y los extranjeros, pero
también era expansivo, pues englobaba a todos los dominios de los
británicos blancos que participaban del exclusivo privilegio que
suponía formar parte del «pueblo elegido» 206 .
Este era también el momento del resurgir de la música inglesa.
Tras el periodo floreciente de la música inglesa de mediados del
siglo XVIII , encarnado en las figuras de Thomas Arne, William Boyce
y por supuesto Händel, durante el siglo XIX visitaron Inglaterra toda
una serie de renombrados compositores extranjeros, entre los que
se contaban Mendelssohn, Bruch, Brahms y Dvořák. Pero la música
inglesa, es decir, la compuesta por ingleses en Inglaterra, no
resucitaría hasta finales de siglo, gracias a Stanford y Parry. La
generación de sus discípulos, que entraría en la madurez con la
llegada del siglo XX , presentaría su obra como música nacional,
como un «Renacimiento» consciente de sí mismo y relacionado con
la música inglesa de los siglos XVI y XVII , a su vez asociada al
resurgir de la canción popular contemporánea. Clave para su
proyecto era tener una conciencia paisajista tanto explícita como
implícita.
Había un rincón de Inglaterra que era extraordinariamente
popular como sinécdoque de la nación inglesa: el área de las
Midlands occidentales, desde el estuario del Severn hasta
Shropshire, también conocida por los historiadores de la música
como «Severnside» debido a un comentario de Elgar. Una cifra
desproporcionada de compositores nacieron en la zona (Parry,
Elgar, Vaughan Williams, Holst, Howells) o tuvieron relación con ella,
además de ser la sede del Three Choirs Festival (Festival de los
Tres Coros), que se celebra en las catedrales de Worcester,
Gloucester y Hereford; es el festival de música más antiguo de
Inglaterra, un acontecimiento importante en el contexto de la
sociedad regional y un punto de encuentro para encargar obras
musicales y organizar conciertos de la nueva música inglesa, como
la fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, de Vaughan Williams,
obra acogida favorablemente por el público tras su estreno en la
catedral de Gloucester durante la edición de 1910. Pero sobre todo
fue la poesía del catedrático de cultura clásica A. E. Housman la que
dio lugar al culto hacia Severnside. Nacido en el aburrido
Bromsgrove, en Worcestershire, y sin haber visitado jamás
Shropshire, en 1896 Housman publicó inesperadamente un tomo de
poemas pastoriles titulado A Shropshire Lad (Un muchacho de
Shropshire). Su lenguaje directo pero mordaz y sus versos regulares
describen la vida y los quehaceres de las aldeas y granjas de
Shropshire, pobladas por pequeños terratenientes ingleses, y
transmiten un aire de autenticidad al lector mediante constantes
alusiones a pueblos, cerros y ríos de la zona. Durante la primera
mitad del siglo XX se les puso música a más de mil textos suyos,
incluidas las célebres series de ciclos de Arthur Butterworth (1904),
las dos de Vaughan Williams (1909, 1927), otras dos de Ivor Gurney
(1919) y una de John Ireland (1920-1921) 207 . Vaughan Williams y
Butterworth utilizaron modismos al poner música a las canciones
tradicionales basadas en textos de Housman, lo cual supuso otra
contribución a la síntesis en la heterogeneidad de las fuentes
inglesas, algo ya mencionado en los capítulos 1 y 2 al respecto de
Vaughan Williams. Lo que atrajo sobremanera a los compositores
era el tremendo pesar que envolvía al Shropshire imaginado por
Housman, «una tierra abandonada» por mozos que marchaban a
guerras extranjeras y jamás regresaban. Este desasosiego —et in
arcadia ego — retumbaba en los oídos de los compositores de la
era eduardiana debido a las guerras de los bóers (1898-1901) y se
intensificaría después de la Gran Guerra. En 1914 los oficiales se
llevaban al frente los poemas de Housman y escribían a sus seres
queridos imitando sus versos. George Butterworth incluso pareció
sufrir el mismo destino que los muchachos de Shropshire al morir a
los treinta y un años en el frente del Somme, lo que truncaría la
trayectoria de un músico de formidable talento. Ivor Gurney escribió
un libro de poesía titulado Severn y Somme.
Además de las musicalizaciones de los textos de Housman,
surgieron otras partituras relacionadas con Severnside, como la
Sinfonía «Costwold» (1900), una de las primeras obras de Holst, la
evocadora rapsodia orquestal Un muchacho de Shropshire, de
Butterworth (1911), Una rapsodia de Severn para orquesta de
cámara (1923), de Finzi, la ópera popular de Vaughan Williams
Hugh the Drover (Hugh el boyero) (1910-1914, estrenada en 1924),
ambientada en una aldea de Costwold, el cuarteto para cuerdas En
Gloucestershire (1922), de Howells, y su monumental Missa
Sabrinensis (Misa de Severn, 1954), obra que por su dimensión se
aproxima a la Misa en Si Menor de Bach y a la Misa Solemnis de
Beethoven y que proyecta el estado anímico de tristeza y misticismo
extático a un plano universal. Elgar se crio en Worcester y era
conocida su devoción por el entorno rural del valle de Severn, pero,
al contrario de lo que se piensa, en su música apenas trata de
representarlo directamente —con las excepciones de Caractacus,
uno de los interludios del poema sinfónico Falstaff (una huerta de
Gloucestershire) y posiblemente las Variaciones Enigma (1899), que
recoge retratos musicales de miembros de la sociedad de
Severnside, y en concreto de la alta burguesía rural de
Worcestershire— 208 . La Introducción y allegro para orquesta de
cuerdas y cuatro solistas de cuerdas (1905) guarda relación con el
cercano valle de Wye en Herefordshire («esa dulce frontera que
alberga mi hogar»), pero también con el recuerdo de una canción
tradicional galesa que escuchó flotando por un valle mientras se
encontraba de vacaciones.
Podría resultar paradójico que una región de la periferia
occidental se convirtiese en el punto cardinal desde donde los
compositores exploraban su identidad inglesa en un microcosmos.
En general la tendencia refleja una reconceptualización de la
identidad inglesa adscrita geográfica y territorialmente a las Islas
Británicas, en vez de —o en clara oposición a— reflejar un
sentimiento de «pueblo elegido» o una aspiración imperial. La nueva
identidad inglesa añadía una vertiente céltica que, aunque
minimizada, no olvidaba que se trataba de un pueblo con el cual los
ingleses compartieron sus islas, además de ser sus habitantes
originales: los descendientes de los antiguos britanos del
Caractacus de Elgar. (Por lo que se refiere a los antiguos héroes
históricos, los victorianos mostraban una clara debilidad por el rey
Alfredo el Grande y por los anglosajones frente a los indígenas
britanos.) La melancolía y el misticismo del «crepúsculo céltico»
también pasaron a formar parte de la identidad británica. Severnside
era la ubicación perfecta, ya que el lugar marcaba la frontera
histórica entre los dominios sajones y los célticos. Recorre sus
primeros 97 kilómetros a lo largo de Gales y drena una cuenca que
cubre franjas de dicho país y del centro de Inglaterra. El muchacho
de Shropshire que retrata Housman anhela su «patio de recreo del
oeste» más allá de Severn y no mira hacia el este, por donde fluye
el río Támesis hasta su estuario, símbolo de la metrópolis y el
imperio 209 . El Severn se concibe como un río con connotaciones
culturales y naturales más que políticas. La ubicación periférica de la
región serviría como eje central del nuevo concepto de identidad
inglesa.
En el ámbito de la literatura inglesa, la publicidad y la propaganda
bélicas, el arquetipo del paisaje inglés lo representaban los South
Downs de Surrey, Sussex y Kent . Sin embargo, en el plano musical
esta región nunca alcanzó las cotas de éxito que tenía Severnside.
El rival más cercano a Severnside era el Wessex de Thomas Hardy,
una opción más desapacible pero que aún así inspiraría los
hermosos ciclos de canciones de Gerald Finzi, el Egdon Heath
(1928) de Holst y la Sinfonía n.° 9 de Vaughan Williams (1958; el
programa sería eliminado por el compositor). Más tarde una
pequeña zona de East Anglia alcanzaría cierta fama gracias a
Benjamin Britten, si bien es cierto que las obras que inspiró apenas
pueden considerarse música nacional. Las descripciones musicales
del norte de Inglaterra escasean, aunque puede encontrarse una en
North Country Sketches (Bosquejos del país del norte) (1915), de
Frederick Delius, una de las partituras más inglesas del émigré de
York (su identificación con Inglaterra o la falta de ella se comenta en
el capítulo 6).
Encontramos evocaciones más abstractas del campo inglés en
La ascensión de la alondra (1920), de Ralph Vaughan Williams. Es
otra obra que sintetiza vigorosamente el paisaje con la música
alusiva a la naturaleza y un estilo de canción tradicional. Su
introspectiva Sinfonía pastoral (1922) aplica con valentía este
enfoque al género sinfónico «dinámico», a pesar de que el propio
Vaughan Williams y más tarde los críticos restasen importancia a su
ruralismo inglés y destacasen los vínculos con el modernismo de la
Europa continental y el paisaje desfigurado por la guerra del norte
de Francia, donde el compositor hizo el servicio militar 210 . Ambas
obras no solo son pastoriles sino también sosegadas, aunque
poseen un corte dramático. Las dos partituras cuentan con un
solista: violín y soprano, respectivamente, para voz sin texto, esta
última en el finale de la sinfonía. En ambos casos alcanzan un
estado de éxtasis visionario antes de terminar con una única línea
para el solista que va diluyéndose en la nada. Muy en consonancia
con la tradición del Severnside, Vaughan Williams resta aquí
importancia a los posibles acontecimientos históricos o heroicos que
pudieran haber tenido lugar en ese contexto rural e inclina
claramente la balanza hacia el mero paisaje frente al «género
mixto» patriótico.
Es indudable que, a rasgos generales, tras el Caractacus de
Elgar la música inglesa evitó las epopeyas históricas; Tintagel
(1921), de Arnold Bax, que evoca las leyendas célticas que giraban
en torno al castillo en ruinas de la región de Cornualles y cita Tristan
und Isolde de Wagner, nos recuerda tanto el nacionalismo irlandés
adoptivo de Bax como su identificación con Inglaterra. Dicha obra
acompaña a sus otros poemas sinfónicos, como Cathaleen-ni-
Hoolihan (1905), In the Faery Hills (En las colinas de Faery) (1909) y
The Garden of Fand (El jardín de Fand) (1920). En el mundo de la
ópera, Hubert Parry (con Ginebra, que no llegaría a interpretarse) y
Rutland Boughton con su Festival de Glastonbury (la versión inglesa
de Bayreuth) pusieron de moda un género céltico wagneriano de
leyendas artúricas que no incluiría ninguna ópera inglesa sobre
Alfredo el Grande, el rey Harold o Hereward el Proscrito, ni tampoco
ópera heroica o trágica alguna sobre Shakespeare.

Patrias españolas, exóticas y otras


La concreción del lugar era un elemento clave dentro de la tradición
europea de música «española» surgida a finales del siglo XIX y
principios del XX y compuesta tanto por compositores españoles
como por no españoles. Las alusiones a pueblos y jardines eran
frecuentes en los títulos de estas partituras. Para los compositores
españoles la imagen de la patria era importante para construir un
renovado sentido de identidad nacional tras la pérdida del imperio
como consecuencia de la guerra de Cuba en 1898. La
trascendencia de la música culta nacional en España no es fácil de
analizar debido a la costumbre de los compositores de fuera, sobre
todo franceses y rusos, de impregnar de exotismo los estilos
españoles y al intenso debate suscitado en el campo de la cultura
en una nación cada vez más dividida a comienzos del siglo XX .
Para compensar su decadencia como potencia mundial, España se
convertiría en destino turístico a lo largo del siglo XIX . Ya a finales
de dicho siglo la música flamenca emergería como un género
popular para entretener a los extranjeros en los cafés. A comienzos
del siglo XX los estilos musicales españoles más reconocibles (en
general los del flamenco) se asociaban fundamentalmente con un
grupo étnico, el los romaníes, que era socialmente periférico. La
imagen que el público europeo tenía de los españoles era la de una
gente parcialmente de fuera, ubicada en la periferia europea y
vinculada a África y Asia debido a sus tradiciones árabes y gitanas.
La música española brindó la oportunidad de componer brillantes
partituras orquestales, como España (1883), de Chabrier, Capricho
español (1887), de Rimski-Korsakov, y la Rapsodia española (1908)
de Ravel. La heroína de la ópera Carmen de Bizet sintetiza esta
idea de la España exótica. En España misma el flamenco tuvo gran
cantidad de detractores entre los nacionalistas, que lo identificaban
con el atraso y la decadencia 211 . Aun así, algunos compositores
españoles no pudieron resistir del todo el influjo del exotismo y lo
readaptaron para sus propios fines. Después de todo, miraban hacia
París en busca de liderazgo cultural, y la mayoría de ellos
estudiaron o incluso vivieron en dicha ciudad 212 .
La historia europea de los estilos musicales españoles se
remonta al siglo XVIII , con bailes como el fandango, el bolero y la
seguidilla. Más adelante les sirvieron a Cherubini y Méhul para dar
color local a sus óperas en los escenarios franceses, y también a las
dos oberturas españolas de Glinka, a la Rapsodie espagnole de
Liszt, a la música para piano de Gottschalk y a las óperas de Verdi.
El estudio de la música tradicional, tanto por eruditos como por
aficionados, dio ímpetu a los fuegos artificiales orquestales de
Chabrier y Rimski-Korsakov. Por último, Ravel y Debussy agregaron
elementos españoles a sus partituras, en concreto ritmos de
habanera estilizados e imitaciones del sonido de la guitarra con un
instrumento de teclado, aplicando efectos armónicos, rítmicos y de
textura modernista, además de cierta tendencia a una subjetividad
ensoñadora. De manera simultánea, los compositores españoles
Albéniz, Falla y hasta cierto punto Enrique Granados fueron un paso
más allá en su proceso exploratorio del lenguaje flamenco, que
incluía el modo frigio y los efectos de la guitarra en el teclado,
combinándolos con las técnicas modernistas de los compositores
franceses. Albéniz y Falla transformaron los modos folclóricos en
sistemas cromáticos, un poco a la manera de Bartók. La Iberia de
Albéniz converge con Debussy hasta el punto de compartir editor
(francés), la manera de estructurar la partitura y algunas de las
instrucciones interpretativas característicamente francesas de este
último compositor. Mientras vivió en Paris entre los años 1907 y
1914, Falla asimiló la visión romántica que tenían los franceses de
España, y su obra Noches en los jardines de España (1916) para
piano y orquesta suena muy similar al estilo español de Debussy. Al
oído profano le resulta difícil advertir que la música de los
compositores españoles es más auténtica. Algunas de sus obras
sugieren, no menos que en el caso de Debussy, la perspectiva
romántica distante o turística de quien no termina de identificarse
con el escenario musical, sino que simplemente lo observa. James
Parakilas considera a Falla «un ejemplo claro de autoexotismo» 213 .
En todo este contexto musical, Andalucía, región al sur de
España, probablemente fuese la que cobró mayor protagonismo. En
concreto hay un lugar lleno de exotismo al que se alude
insistentemente: el palacio árabe granadino de la Alhambra y sus
jardines, especialmente contemplados de noche. Los escritos de
románticos franceses como Chateaubriand, Hugo y Gautier sobre
Granada describían la ciudad como un resplandor de Oriente, y a
los gitanos, como sustitutos modernos de los árabes que vivieron en
España. La Exposición Universal de París de 1900 dedicó una
muestra a «Andalucía durante el periodo árabe» y exhibió el palacio
de la Alhambra poblado por gitanos españoles y norteafricanos,
acompañados por bailarines y música flamenca, combinando el viejo
exotismo con el moderno 214 . Estos temas, si no el estilo musical
del andalucismo, se remontan a la ópera de Cherubini Les
Abencérages, ou L’étendard de Grenade (1813). Debussy trató el
tema cuatro veces, en Lindaraja (1901), para dos pianos, en La
soireé dans Grenade de sus Estampes (1903), en la sección central
del Ibéria de sus Images orquestales (compuesta entre 1903 y 1910)
y en La puerta del vino , del segundo libro de Préludes (1913). Estas
obras registran las impresiones (imaginadas) de una noche en
Granada, con una habanera estilizada y efectos armónicos y de
textura modernista, un lenguaje que está en deuda con una
habanera anterior de Ravel. En la misma línea, la obra de Falla
Noches en los jardines de España describe dos jardines andaluces,
el primero de los cuales es la Alhambra. Los lugares enumerados en
los títulos de las piezas de los cuatro cuadernos de la obra maestra
de Albéniz, Iberia , siguen haciendo hincapié en Andalucía, como se
comentó ya en el capítulo 2, aunque se permiten ciertas licencias al
mezclar y fusionar la canción española con los bailes regionales. Así
pues, «Triana» lleva el nombre de un barrio gitano de Sevilla, una
de las cunas del flamenco, «El Albaicín» designa el barrio gitano de
Granada, «Eritaña» es el nombre de una taberna a las afueras de
Sevilla en la que se interpretaba flamenco y, por último, «Fête-Dieu
à Séville» y «El puerto» son en ambos casos ubicaciones andaluzas
215 .
En la década de 1920 Falla dio un giro a su modo de retratar la
patria española siguiendo la estela de los intelectuales de la
Generación del 98, que, tras la pérdida del imperio español,
adoptaron la causa de la modernización y de una nueva identidad
española orientada culturalmente hacia Castilla y no Andalucía y la
convirtieron en el centro tanto cultural como geográfico de España
216 . Ahora Falla restaba importancia al folclore y el andalucismo en
favor de un neoclasicismo moderno y riguroso con una orquestación
reducida similar a la de las obras contemporáneas de Stravinski,
junto con guiños históricos a la música de los compositores
españoles del siglo XVII . Era un enfoque que pretendía renovar la
música moderna española al evocar la cultura cortesana del Siglo
de Oro español, cuando España era la primera potencia europea.
Era la España en gran medida ignorada por los compositores
franceses. Para su ópera con marionetas El retablo de Mease Pedro
(1923) Falla adaptó un episodio del Quijote de Cervantes. Su
Concierto para clave, de estilo stravinskiano (1926; Ej. 3.3), es en
realidad un sexteto con tres movimientos cortos y está parcialmente
inspirado en el modo de interpretar el teclado del compositor
asimilado español Domenico Scarlatti. La obra de Falla incorpora
una canción tradicional castellana incluida en un villancico del siglo
XV y una melodía del polifonista renacentista Tomás Luis de Victoria,
que pretende evocar el fervor religioso y la celebración del Corpus
Christi. Por lo tanto, vemos que Falla deja de centrarse en los
gitanos, los palacios árabes y los exteriores para volcarse en un
mundo de soberanos, cortes y religión católica, del Romanticismo al
Neoclasicismo, de la periferia geográfica al centro, del localismo al
universalismo y de los lugares turísticos a los artistas, escritores y
músicos históricos. Los oyentes contemporáneos estaban muy al
tanto de estos mensajes 217 . Para Parakilas, «este paso podría ser
intepretado como un intento de encontrar bajo el manto de las
divisiones sociales, políticas y regionales de España (que habían
sido muy intensas durante su vida y estaban en los albores de la
catástrofe) un estrato de historia que pudiesen compartir todos los
españoles» 218 . Pero Falla recordaría la imagen exótica de los
jardines de la Alhambra en piezas como Psyché (1924), canción
para mezzosoprano, flauta, arpa y trío de cuerdas que combina
evocaciones neoclásicas de la música de la corte española del siglo
XVIII con trinos flamencos, mientras la reina Isabel Farnesio se
sienta en la Alhambra con sus cortesanos. Otro ejemplo de esta
tendencia artificial es el célebre Concierto de Aranjuez, de Joaquín
Rodrigo, inspirado en los jardines del palacio real de Felipe II, fuera
de Madrid. El compositor hizo hincapié en el hecho de que el palacio
se erigía «de camino a Andalucía», una idea que capta a la
perfección esta combinación de elementos estilísticos flamencos
cortesanos y neoclásicos. El concierto, compuesto en 1939, durante
la etapa final de la Guerra Civil española, propone una concepción
entusiasta de la patria.
Ej. 3.3 Falla, Concierto para clave, primer movimiento (reducción para flauta,
oboe, clarinete, violín y partes del violonchelo), compases 1-10.
Copyright © 1926 Chester Music Limited (For Australia/Canada/Japan/South
America/USA). All rights reserved. International Copyright Secured. Used by
Permission of Chester Music Limited. Copyright © 1928 Éditions Max Eschig –
Paris, France. All rights reserved. Reproduced by kind permissions of Hal Leonard
MGB s.r.l.

El edén norteamericano
Los intentos más conocidos de captar la esencia de la patria
norteamericana en el campo de la música culta proceden de
mediados del siglo XX , aunque podrían remontarse a la Sinfonía del
Nuevo Mundo de Dvořák e incluso a medio siglo antes, con las
sinfonías «Niágara» de Anthony Philip Heinrich (1781-1861) y
William Henry Fry (1813-1864). El movimiento vino a centrarse en el
periodo de la Gran Depresión y culminó con las partituras para los
tres famosos ballets de Copland, Billy the Kid (1938), Rodeo (1942)
y Appalachian Spring (1944). También se denota cierto patriotismo
implícito en algunas de las obras de Copland de esa época, como
Fanfarria para el hombre corriente (1942), Retrato de Lincoln
(Lincoln Portrait) (1942) y su Tercera Sinfonía (1946), al igual que,
ligeramente antes, en las obras de Roy Harris, Virgil Thomson y
otros. Durante la década de 1930 la música de Copland experimentó
un cambio estilístico de primer orden que le llevó del modernismo
explícito y sus composiciones influidas por el jazz de la década de
1920 al nuevo diatonismo y a lo que él mismo denominaría
«simplicidad impuesta». Por lo general, el nuevo interés por el
paisaje indicaba un cambio de dirección en la música culta
norteamericana, que dejaba atrás las fuentes vernáculas
afroamericanas para pasar a centrarse en las de origen británico e
irlandés y se alejaba de la actividad y el bullicio de las ciudades
industrializadas del este en favor de los amplios espacios abiertos
del «Oeste». A partir del crac económico, los artistas adoptaron
posturas políticamente progresistas y buscaron un compromiso con
«el pueblo» a través del uso de los nuevos medios de comunicación,
como las películas documentales (The Plow that Broke the Plains [El
arado que rompió las llanuras], 1937, de Thomson), la radio (Music
for Radio: Prairie journal [Música para la radio: diario de la pradera],
1936, de Copland), la ópera para niños (The Second Hurricane [El
segundo huracán], 1936, también de Copland) y el cine. Había un
interés y una empatía renovados por el espíritu pionero de los
granjeros norteamericanos que habían sido desahuciados por el
sistema económico. Se trataba de un momento decisivo en la
autodefinición de la música norteamericana. El estilo
norteamericano de Copland se convertiría con el paso del tiempo en
el patrón para la música pastoril y el heroísmo norteamericanos en
Hollywood y los medios de comunicación. La Fanfarria y diversos
fragmentos de sus ballets podían escucharse con frecuencia en
conciertos dedicados a la música norteamericana, convenciones
políticas, las celebraciones del 4 de julio, acontecimientos
conmemorativos y en la publicidad televisiva. Irónicamente, en 1953
Copland tuvo que declarar ante el Subcomité Permanente del
Senado interrogado por el senador Joseph McCarthy debido a sus
vínculos «antinorteamericanos» con el Partido Comunista, no mucho
después de que su Retrato de Lincoln fuese retirado del programa
inaugural de la campaña del presidente Eisenhower 219 .
La versión de la música patriótica norteamericana durante el
periodo de la Gran Depresión sigue las tradiciones culturales
europeas desde un punto de vista formal, incluso a pesar de que su
contenido determina unas dimensiones y unas posibilidades
expansivas que por razones lógicas estaban ausentes en las
concepciones europeas. Rousseau sigue siendo el padre de este
movimiento, que hace hincapié en la simplicidad rural, la virtud
primitiva y la simplificación autoconsciente de su estilo musical, a
pesar de que el objetivo no sea historizar el paisaje, ya que este es
concebido como un desierto prístino. La música tiene un toque
nostálgico (por supuesto aún rousseauniano), ya que a estas alturas
se ha cerrado la frontera y no hay posibilidad alguna de expandirse.
También advertimos el legado de la música nacional europea. Las
sinfonías de Harris se inspiran en Sibelius, mientras que Copland
aprovechó sus años de estudio en París, admiró lo que había visto
en el sentir ruso de Stravinski y aprendió de él la importancia de las
fuentes vernáculas en el estilo moderno. Dentro de su contexto
político progresista, la obra de Copland se enmarca en las
tradiciones europeas de música nacional (si no en la de Stravinski) y
recurre a fuentes vernáculas para definir la nación a través del
«pueblo», de tal modo que recuerda a Liszt, Grieg y Sibelius. En
cuanto al estilo musical, para evocar el paisaje los compositores
norteamericanos se entregan en gran medida al diatonismo, a las
notas pedal y al éxtasis armónico, aunque por lo general tiende a
evitarse el uso de estos recursos. El paisaje norteamericano no se
caracteriza precisamente por su elevada actividad («murmullos en el
bosque»), sino por encima de todo por un carácter abierto que se
transmite a través de texturas dispersas, amplios intervalos que se
espacian y melodías dilatadas con grandes saltos, recuerdos
evocadores de las llanuras, de los desiertos del Oeste y, de modo
más genérico, de un estado de ánimo amante de la libertad. El
ejemplo más cristalino probablemente sea el comienzo de Fanfarria
para el hombre corriente, una melodía para trompetas al unísono en
cuartas y en quintas, en gran medida por movimiento disyuntivo, que
traza un gran arco en dos ocasiones. La segunda exposición viene
acompañada del sonido de trompas al unísono, formando intervalos
«abiertos» de cuartas, quintas y sextas. Una larga tradición en la
teoría de la música y el lenguaje musical cotidiano han llevado al
discurso musical a denominar abierto al sonido de los intervalos de
cuarta y quinta justa, dado que, para un oído acostumbrado a la
armonía de tríada, estos intervalos carecen de la plenitud que
aportan la tercera o sexta. Copland dio un paso crucial al asociar
esta arraigada metáfora con la apertura topológica y, en última
instancia, mental. La orquestación de Fanfarria está pensada
únicamente para instrumentos de viento metal y de percusión,
aunque en otros casos Copland también pone el énfasis en los
instrumentos de viento madera, tomando sus soportes estructurales
de Stravinski al evitar el lenguaje expresivo vocal típico de las
cuerdas orquestales y fomentando las sonoridades acampanadas.
La sensación de frescura de esta música fronteriza la distingue de
las patrias nacionales europeas 220 .
Ej. 3.4 Copland, Billy the Kid, «Introduction: The Open Prairie» (reducción),
compases 1-18.
© Copyright 1941 by the Aaron Copland Fund for Music, Inc. Copyright renewed.
Boosey & Hawkes, Inc., Sole licensee

Las secciones preliminar y final de Billy the Kid, tituladas «La


llanura abierta», acompañan a una caravana multitudinaria a paso
lento a través de un escenario que representa un gran movimiento
migratorio. Son escenas a imagen y semejanza del éxodo hacia el
Oeste descrito en la novela de Walter Noble Burns The Saga of Billy
the Kid (La saga de Billy el niño) (1925), de donde parte el
argumento del ballet. Aunque el coreógrafo Eugene Loring pidió una
«marcha» a Copland, el compositor hizo uso del compás ternario
con un bajo repetitivo cifrado a contratiempo y toques stravinskianos
para la orquestación de los instrumentos de viento y el característico
ostinato que imita claramente los ballets rusos de Stravinski
Petrushka y La consagración de la primavera . Al comienzo (Ej. 3.4)
de la partitura la melodía diatónica se dobla en acordes de tríada sin
tercera en los instrumentos de madera (viento), siendo la aparición
de las cuerdas no menos dispersa (compás 7). La entrada suave y
el gradual crescendo que surge mientras la caravana se abre
camino a través de las llanuras tienen un célebre precursor en la
obra de Borodin En las estepas de Asia Central . Esta música del
paisaje norteamericano posee un aura heroica, pero en absoluto de
un optimismo insulso. En conjunto, Billy the Kid puede ser
considerada una obra pastoril en un sentido literario, es decir, una
representación integral de la vida, las emociones y los caracteres
humanos en un marco natural alejado de las artificiales
complejidades del contexto urbano. La novela de Burns presenta un
retrato amable del célebre forajido, y Copland y Loring destacan
esta interpretación de los hechos. Billy es un héroe ingenuo y casi
victimizado, cuya muerte, al final, aunque necesaria para el progreso
de la civilización norteamericana, también se torna trágica 221 .
Una vez más, el comienzo de Appalachian Spring parte de la
tradición musical paisajista europea. En esta pieza Copland utiliza
en un «segundo plano» notas pedales y notas sostenidas en la
sección de las cuerdas, dejando los fragmentos interpretados por las
maderas (viento) para un primer plano o como llamadas de la
naturaleza. Escuchamos un acorde perfecto mayor arpegiado y en
la sección aguda una séptima que queda sin resolver y transmite
una sensación de atemporalidad y de sonoridad «pura» que no
requiere una resolución coordinada, «a tiempo». La música sugiere
el comienzo de un nuevo mundo virginal, y durante su estreno el
argumento aludía a «ese movimiento de la primavera en Pensilvania
en que había “un jardín al este del Edén”». Las secciones más
rápidas son stravinskianas tanto en la orquestación como en la
sonoridad, pero se añaden canciones tradicionales y bailes
estilizados, además de una cierta dulzura diatónica que culmina con
las variaciones sobre el himno shaker «Simple gifts» («Regalos
sencillos»). Esta sección, que conserva la melodía de principio a fin
mientras varían el tempo, la dinámica, la textura y la
instrumentación, también tiene su pedigrí en el ámbito de la música
nacional europea, siguiendo la tradición rusa del kuchka de
componer variaciones con acompañamiento de «trasfondo
cambiante». Como ocurre con Billy the Kid, Appalachian Spring es
una obra genuinamente pastoril que abarca la idea del bien y del
mal en Norteamérica, aunque en el fondo transmite un mensaje
optimista. La música es más conocida por la suite orquestal que por
el ballet en sí, ya que presenta una imagen más idílica y suprime
muchos de sus elementos más tristes y siniestros. Martha Graham,
la coreógrafa que realizó el encargo, apoyó al Frente Popular, al
igual que Copland, y el guion, que fue revisado innumerables veces,
en un principio estaba relacionado con la guerra civil. Incluso la
versión definitiva, que trata sobre un matrimonio recién casado que
establece un hogar, muestra la presencia del pecado y la corrupción
en el jardín junto con alusiones bíblicas («Al este del Edén» hace
referencia a la tierra del destierro de Caín). El periodo concreto en el
que transcurre el relato es ambiguo, y se producen cambios
generacionales, de modo que el ballet parece un recorrido por la
historia de los Estados Unidos. Copland y Graham compartían una
visión similar de la estética modernista, pero en el caso de
Appalachian Spring se adaptó a un lenguaje musical tradicional y
hasta cierto punto a un ballet con una coreografía convencional en
una síntesis popular. Los decorados minimalistas de Isamu Noguchi
transmitían un fuerte sentido del lugar que se ajustaba a la meditada
simplicidad de la música de Copland, con el propósito de captar el
«espíritu pionero», con un escenario hogareño que incluía una
mecedora shaker 222 .
Copland no fue el primero en el panorama de la Gran Depresión.
Hubo un tiempo durante los años treinta en que Roy Harris fue
aplaudido como el gran compositor norteamericano de música culta
que buscaba el país. Se creó un mito en torno a los orígenes y el
pasado del compositor. Nació en Oklahoma y se crio en California,
donde su padre era granjero. Harris se convirtió en un icono del
Oeste en el ámbito de la música y explotó al máximo la imagen de
su carácter recio, su pasión por el lugar donde se crio y las raíces de
su creatividad vinculadas a la naturaleza. Los críticos aplicaron
estas virtudes a sus obras, que carecían de programas explícitos —
con raras excepciones, como en el caso de A Farewell to Pioneers
(Un adiós a los pioneros) (1935)—. Harris tenía predilección por las
estructuras melódicas asimétricas y prosaicas que aumentaban
paulatinamente su distancia ascendente, con preferencia por los
intervalos abiertos. Él las denominaba «autogenéticas», un concepto
bastante común en la historia del Romanticismo musical pero que
en este caso está dedicado a captar implícitamente el espíritu
pionero en la forma sinfónica. Su obra más célebre es la Tercera
Sinfonía (1939), un éxito instantáneo que, como el propio Harris
admitió, captaba el estado anímico de aquellos tiempos y ha
seguido formando parte del repertorio concertístico. Harris compuso
un total de trece sinfonías y sentó las bases de la escuela sinfónica
norteamericana de mediados de siglo. Howard Hanson, William
Schuman, Walter Piston y Copland compusieron todos Terceras
Sinfonías «heroicas» siguiendo los pasos de Harris. Al final, en el
imaginario popular, la versión de la patria norteamericana de Harris
perdió terreno en favor de la de Copland. Irónicamente, la técnica
pulida y sus influencias modernistas libremente adaptadas le dieron
ventaja sobre el instruido Harris en la búsqueda rousseauniana de la
patria musical norteamericana. Su lenguaje norteamericano no era
en absoluto «autogenético», sino una síntesis cuidadosamente
elaborada que se benefició intensamente y con mano experta de las
tradiciones musicales europeas 223 .
Una de las evocaciones más conocidas de la patria
norteamericana también fue una de las más tardías dentro de esta
tradición y una de las más excepcionales de su compositor. La
«rapsodia lírica» de Samuel Barber Knoxville: Summer of 1915
(Knoxville: verano de 1915) (1947) para soprano y orquesta fue
compuesta tras la Segunda Guerra Mundial, pero retrocede en el
tiempo junto al poeta James Agee a una infancia antes de la
Primera Guerra Mundial y a un estado de inocencia pastoril. Los
oyentes y los cantantes norteamericanos se han identificado durante
varias generaciones con la infancia descrita en Knoxville, incluso
aquellos sin vínculo alguno con Tennessee, como era el caso del
propio Barber, que tenía la misma edad que Agee. El texto plasma
las vistas, los sonidos y los sabores cotidianos de una noche del
verano sureño centrándose, al estilo de Proust, en evocar el detalle
sensorial, a lo que Barber responde con modismos pastoriles tales
como el pentatonismo, la figuración basculante y un cierto toque de
blues, junto con onomatopeyas musicales. El texto también se
caracteriza por la repetición y la catalogación de sensaciones,
recuerdos de familiares y plegarias. Barber introduce una forma al
estilo del rondó que gira en torno a un estribillo basculante. En este
caso, el sur rural sustituye al oeste rural como la auténtica fuente de
la identidad norteamericana. Aun así, la intrusión del ruido de
coches y tranvías rompe el idilio. Knoxville concluye con una alusión
al acorde final de Appalachian Spring, un acorde perfecto mayor al
que se añaden los de séptimo y noveno grados 224 .

Conclusión
La música del género pastoral no es nada novedoso, pero
aprovecharla para expresar el ideal de la patria y el proceso de
naturalización de la historia de un pueblo y su paisaje étnico supuso
un avance novedoso en el siglo XIX . Comenzó con lugares que
poseen una historia representativa en el campo de las artes
visuales, la literatura y el Grand Tour: los bosques alemanes, el Rin,
Roma y su entorno rural, las ruinas escocesas y su costa. Todo ello
se tradujo musicalmente, ya fuese con identificación (Weber,
Schumann, Wagner) o sin ella (Mendelssohn), creando un género
mixto, casi pictórico, de historia y paisaje. Los compositores
posteriores viraron su atención hacia los paisajes de la patria con un
tratamiento literario o una historia pictórica menores, o incluso con
una historia que aún estaba siendo forjada por los nacionalistas: los
campos cerca de Praga, las montañas al oeste de Noruega, los
bosques y lagos finlandeses, las colinas y valles de las marcas
inglesas y galesas, el palacio de la Alhambra, las llanuras
norteamericanas. A los ejemplos citados en este capítulo podríamos
añadir el Ardèche de D’Indy, ya comentado en el capítulo 2, y
muchos otros. En todos estos casos la diversificación, la
caracterización y la identificación musicales son más pronunciadas.
Los compositores crearon tradiciones de efectos sonoros
característicos en primer y segundo plano e hicieron uso de la
música tradicional autóctona. Además, entre ellos mantuvieron un
diálogo transnacional tanto sobre técnicas como sobre recursos y
géneros, como en el caso del poema sinfónico. En ocasiones sus
paisajes musicales acompañaban originalmente a espectáculos
visuales como los tableaux vivants , en los que el público advertía el
paisaje étnico de inmediato. En este contexto, y especialmente en
los sorteos finlandeses, la música nacional abonó el terreno para
que se produjera una movilización vernácula de la forma más directa
posible.
Por otro lado, a veces la mezcla de géneros se reduce cuando la
historia y los actos de los seres humanos son minimizados en favor
de las respuestas subjetivas a la naturaleza, las reacciones
panteístas o la transformación existencial a través de la intuición de
la esencia del fenómeno natural. El interés por cualidades
características del sonido más que por su función discursiva, incluso
en el caso de las maderas y metales vibrantes de los intérpretes, y
la falta absoluta de una acción concreta, de un programa detallado o
incluso de un tema musical en sentido convencional en la música
tardía de Sibelius invitan al público a reconectar colectivamente con
el tácito mundo de la vida humana cotidiana dentro de una
comunidad étnica que debe descansar en una ubicación
determinada.

145 . Véase Steven Grosby, «Religion and Nationality in Antiquity: The Worship of
Yahweh and Ancient Israel», European Journal of Sociology 32/2 (1991), pp., 229-
165; Tofgaard, «Letters and Arms».

146 . Anthony D. Smith, The Nation Made Real: Art and National Identity in
Western Europe, 1600-1815 (Oxford: Oxford University Press, 2013), cap. 4.

147 . John Alexander Armstrong, Nations Before Nationalism (Chapel Hill:


University of North Carolina Press, 1982), cap. 1; Isaiah Berlin, Vico and Herder:
Two Studies in the History of Ideas (Londres: Hogarth Press, 1976), pp. 145-152;
Barnard, «Herder’s Suggestive Insights»; Leerssen, National Thought in Europe,
pp. 93-102.
148 . Armstrong, Nations Before Nationalism, cap. 8; Geoffrey Hously, «Holy Land
or Holy Lands? Palestine and the Catholic West in the Late Middle Ages and the
Renaissance», en Robert Swanson (ed.), The Holy Land, Holy Lands and
Christian History (Ecclesiastical History Society, Woodbridge: Boydell Press,
2002), pp. 234-249.

149 . Charles Tilly, The Formation of National States in Western Europe


(Princeton: Princeton University Press, 1975); Michael Mann, The Sources of
Social Power, vol. 2, The Rise of Classes and National-States (Cambridge:
Cambridge University Press, 1993), pp. 4 y ss.; George L. Mosse, Fallen Soldiers:
Reshaping the Memory of the World Wars (Nueva York: Oxford University Press,
1990), esp. caps. 2 y 3.

150 . Caroline Wood, «Orchestra and Spectacle in the Tragédie en musique 1673-
1715; Oracle, Sommeil and Tempête», Proceedings of the Royal Musical
Association 108 (1981-1982), pp. 40-46.

151 . Richard Will, The Characteristic Symphony in the Age of Haydn and
Beethoven (Cambridge: Cambridge University Press, 2002).

152 . Charles Rosen, The Romantic Generation (Cambridge, Mass.: Harvard


University Press, 1995), cap. 3.

153 . Dahlhaus, Nineteenth-Century Music, pp. 307-308.

154 . Maes, A History of Russian Music, pp. 80-83.

155 . Véase James Hamilton, Turner’s Britain (Londres: Merrell, 2003), cap. 3.

156 . William Vaughan, German Romantic Painting (New Haven: Yale University
Press, 1994), pp. 101-102, 193-199.

157 . Stephen Daniels, Fields of Vision: Landscape Imagery and National Identity
in England and the United States (Princeton: Princeton University Press, 1993),
cap. 7; Michael Rosenthal , Constable: The Painter and his Landscape (New
Haven: Yale University Press, 1989), cap. 3.

158 . Maes, A History of Russian Music, p. 81.

159 . Daniel M. Grimley, «Horn Calls and Flattened Sevenths: Nielsen and Danish
Musical style», en Murphy and White (eds.), Musical Constructions of Nationalism,
p. 135.

160 . Matthew Riley, Edward Elgar and the Nostalgic Imagination (Cambridge:
Cambridge University Press, 2007), pp. 161-162.
161 . Thomas S. Grey, «Tableaux Vivants: Landscape, History Painting, and the
Visual Imagination in Mendelssohn’s Orchestral Music», 19th-Century Music 21/1
(1997), p. 56.

162 . Douglass Seaton, «Symphony and Overture», en Peter Mercer-Taylor (ed.),


The Cambridge Companion to Mendelssohn (Cambridge: Cambridge University
Press, 2004), pp. 99-111; Grey, «Tableaux Vivants», p. 41.

163 . Grey, «Tableaux Vivants», pp. 57-58.

164 . Ibíd., pp. 56-57.

165 . Ibíd., p. 41.

166 . Ibíd., pp. 40-55.

167 . Locke, Musical Exoticism, p. 73.

168 . A. Peter Brown, The Symphonic Repertoire , vol. 3, The European


Symphony from ca. 1800 to ca. 1930, Parte A, Germany and the Nordic Countries
(Bloomington: Indiana University Press, 2008), p. 278.

169 . Keith T. Johns, The Symphonic Poems of Franz Liszt, ed. de Michael Saffle
(Stuyvesant: Pendragon Press, 1996), pp. 17-45.

170 . Véase Anthony D. Smith, Myths and Memories of the Nation (Oxford: Oxford
University Press, 1999), cap. 5; todos los ensayos en David J. Hooson (ed.),
Geography and National Identity (Oxford: Blackwell, 1994).

171 . Kate E. Rigby, Topographies of the Sacred: The Poetics of Place in


European Romanticism (Charlottesville: University of Virginia Press, 2004), p. 53.

172 . Simon Schama, Landscape and Memory (Londres: Fontana, 1996), cap. 2;
Leerssen, National Thought in Europe, pp. 36-51.

173 . Meyer, Carl Maria von Weber, p. 94.

174 . Ibíd., p. 105.

175 . Edward Laufer, «Continuity in the Fourth Symphony (First Movement)», en


Crawford Howie, Paul Hawkshaw y Timothy Jackson (eds.), Perspectives on
Anton Bruckner (Aldershot: Ashgate, 2001), p. 143.

176 . Porter, The Rhine as Musical Metaphor, pp. 35-36.

177 . Ibíd., cap. 3.


178 . Hugh Seton-Watson, Nations and States: An Enquiry into the Origins of
Nations and the Politics of Nationalism (Londres: Methuen, 1977), pp. 145-149.

179 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 448-451; Curtis,
Music Makes the Nation, pp. 59-61.

180 . Michael Beckerman, «In Search of Czechness in Music», 19th-Century


Music 10/1 (1986), p. 66.

181 . Brian Large, Smetana (Londres: Duckworth, 1970), cap. 11.

182 . John Clapham, Smetana (Londres: Dent, 1972), pp. 75-76.

183 . Tyrrell, Czech Opera, pp. 153-155.

184 . Øystein Sorensen, «The Development of a Norwegian National Identity


during the Nineteenth Century», en Øyster Sorensen (ed.), Nordic Paths to
National Identity in the Nineteenth Century (Oslo: Research Council of Norway,
1994), pp. 15-35; Seton-Watson, Nations and States, pp. 761-774; Grimley, Grieg,
p. 34.

185 . Citado en Curtis, Music Makes the Nation, p. 74.

186 . Ibíd., pp. 76-77; Grimley, Grieg, pp. 26-27, 79-86, 117-146.

187 . W. Dean Sutcliffe, «Grieg’s Fifth: The Linguistic Battleground of


“Klokkeklang”», Musical Quarterly 80/1 (1996), pp. 161-181; Grimley, Grieg, pp. 8,
57.

188 . Grimley, Grieg, pp. 135-136.

189 . Lauri Honko, «The Kalevala Process», Books from Finland 19/1, p. 17;
véase también Seton-Watson, Nations and States, pp. 71-73; Matti Klinge, «”Let
us be Finns”: The Birth of Finland’s National Culture», en Rosalind Mitchison (ed.),
The Roots of Nationalism: Studies in Northern Europe (Edimburgo: John Donald
Publishers, 1980), pp. 67-75.

190 . Goss, Sibelius, p. 156.

191 . Ibíd., caps. 8 y 15.

192 . Matti Huttunen, «The National Composer and the Idea of Finnishness:
Sibelius and the Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The
Cambridge Companion to Sibelius , p. 15; Goss, Sibelius, cap. 7.
193 . James A. Hepokoski, «Sibelius, Jean», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 23,
pp. 322-323.

194 . Philip Ross Bullock, «Sibelius and the Russian Traditions», en Grimley (ed.),
Sibelius and his World, pp. 24-49.

195 . Hepokoski, Sibelius, Symphony Nº 5, pp. 23-26. Véase también James A.


Hepokoski, «The Essence of Sibelius: Creation, Myths and Rotational Cycles en
Luonnotar», en Glenda Dawn Goss (ed.), The Sibelius Companion (Westport,
Conn., y Londres, 1996), pp. 122-146; y «Modalities of National Identity: Sibelius
Builds a First Symphony», en Jane F. Fulcher (ed.), The Oxford Handbook of the
New Cultural History of Music (Nueva York: Oxford University Press, 2011), pp.
421-483.

196 . Hepoloski, Sibelius, Symphony Nº 5 , pp. 26-27, cap. 5; «Sibelius, Jean», pp.
331-334.

197 . Seton-Watson, Nations and States, pp. 83-85; Edward C. Thaden,


Conservative Nationalism in Nineteenth-Century Russia (Seattle: University of
Washington Press, 1964), pp. 18-20.

198 . Maes, A History of Russian Music, p. 188.

199 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 149-150, 154, 168; Maes, A History
of Russian Music, p. 81.

200 . Maes, A History of Russian Music, p. 188; Taruskin, Defining Russia


Musically, cap. 9.

201 . Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 218-225; Maes, A


History of Russian Music, pp. 70, 175-176.

202 . Maes, A History of Russian Music, pp. 187-191.

203 . Citado en ibíd., p. 225.

204 . Taruskin, Stravinsky and the Russian Traditions, p. 851.

205 . Taruskin, Defining Russia Musically, cap. 13, esp. pp. 384-388; Émile
Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, trad. de Ana Martínez
Arancón (Madrid: Alianza Editorial, 2014); véase también Camilla Gray, The
Russian Experiment in Art 1863-1922 (Londres: Thames and Hudson, 1971), pp.
9-36.

206 . Krishan Kumar, The Making of English National Identity (Cambridge:


Cambridge University Press, 2003), pp. 202-207; Gerald Newman, The Rise of
English Nationalism: A Cultural History, 1740-1830 (Londres: Weidenfeld and
Nicolson, 1987), esp. cap. 4.

207 . Robert Stradling, «England’s Glory: Sensibilities of Place in English Music,


1900-1950», en Andrew Leyshon, David Matless y George Revill (eds.), The Place
of Music (Nueva York y Londres: Guilford Press, 1998), pp. 176-196.

208 . David Cannadine, «Orchestrating his Own Life: Sir Edward Elgar as a
Historical Personality», en Kenyon (ed.), Elgar, pp. 11-13.

209 . David Martin, «The Sound of England», en Athena S. Leoussi y Steven


Grosby (eds.), Nationalism and Ethnosymbolism: History, Culture and Ethnicity in
the Formation of Nations (Edimburgo: Edinburgh University Press, 2007), pp. 68-
83; Schama, Landscape and Memory, pp. 3-5.

210 . Michael Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, 2.ª ed. (Oxford:
Oxford University Press, 1980), pp. 167-172; Michael Vaillancourt, «Modal and
Thematic Coherence in Vaughan Williams’s Pastoral Symphony», Music Review
52 (1991), pp. 203-217; Eric Saylor, «“It’s Not Lambkins Frisking At All”: English
Pastoral Music and the Great War», Musical Quarterly 91/1-2 (2009), pp. 39-59;
«Landscape and distance: Vaughan Williams, Modernism and the Symphonic
Pastoral», en Matthew Riley (ed.), British Music and Modernism 1895-1960
(Farnham: Ashgate, 2010), pp. 147-174.

211 . Michael Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity»,


en Brown (ed.), Western Music and Race, p. 242.

212 . James Parakilas, «How Spain Got a Soul», en Jonathan Bellman (ed.), The
Exotic in Western Music (Boston: Northeastern University Press, 1998), pp. 137-
193; Locke, Musical Exoticism, cap. 7.

213 . Parakilas, «How Spain Got a Soul», p. 189.

214 . Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», p. 232.

215 . Parakilas, «How Spain got a Soul», pp. 174-184; Clark, Issac Albéniz, cap.
7.

216 . Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», pp. 237,
242.

217 . Carol A. Hess, Manuel de Falla and Modernism in Spain, 1898-1936


(Chicago: University of Chicago Press, 2001), caps. 7 y 8.

218 . Parakilas, «How Spain got a Soul», p. 193.


219 . Neil Lerner, «Copland’s Music of Wide Open Spaces: Surveying the Pastoral
Trope in Hollywood», The Musical Quarterly 85/3 (2001), pp. 477-515; Denise Von
Glahn, The Sounds of Place: Music and the American Cultural Landscape
(Boston: Northeastern University Press, 2003), cap. 1; Taruskin, The Oxford
History of Western Music, vol. 3, p. 637; Beth E. Levy, Frontier Figures: American
Music and the Mythology of the American West (Berkeley: University of California
Press, 2012), pp. 2-10.

220 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 664-668.

221 . Crist, Music for the Common Man, pp. 119-132; Levy, Frontier Figures, pp.
324-328.

222 . Lynn Garagola, «Making an American Dance: Billy the Kid, Rodeo, and
Appalachian Spring», en Carol J. Oja y Judith Tick (eds.), Aaron Copland and his
World (Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2005), pp. 135-141; Crist,
Music for the Common Man, pp. 165-176.

223 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 637-649; Levy,
Frontier Figures, cap. 8.

224 . Benedict Taylor, «Nostalgia and Cultural Memory in Barber’s Knoxville.


Summer of 1915», Journal of Musicology 25/3 (2008), pp. 211-229.
4 Mitos y recuerdos de la nación

Si una nación viene delimitada por un espacio territorial, también se


define por su momento histórico y prehistórico. Para los
nacionalistas cada nación posee un origen, trayectoria y destino
únicos, además de su acervo de recuerdos históricos, mitos y
leyendas. Los nacionalistas del siglo XIX recopilaron y ahondaron en
las leyendas, los mitos y los recuerdos que representaban la
trayectoria de su propia nación e iluminaban sus aspiraciones. La
contribución de los músicos a la reconstrucción imaginaria del
pasado de la nación fue enorme, aunque una gran parte de ella
haya caído en el olvido. En este capítulo examinaremos una
muestra de obras pertenecientes a compositores célebres del siglo
XIX que aún forman parte del repertorio interpretativo
contemporáneo y que ilustran historias, mitos y leyendas nacionales.
A partir de estas muestras, podemos afirmar que determinadas
obras musicales estaban intrínsecamente ligadas a la visión
nacional de un pasado étnico y que, por otro lado, las sucesivas olas
del nacionalismo atrajeron a algunos de los compositores más
sobresalientes y configuraron obras fundamentales de su repertorio.

El culto a los antepasados


Podríamos comenzar por el «culto a los antepasados». Este fue el
modo en que Ernest Renan introdujo la importancia de la historia
nacional a la hora de diferenciar y configurar las naciones. Tras
rechazar toda una serie de intentos de definir el concepto de nación
como una amalgama de raza, religión, geografía, idioma e intereses
económicos, Renan consideraba la voluntad colectiva presente y la
historia nacional, y en concreto el culto a los antepasados,
componentes imprescindibles de la nación, que en su opinión era un
«principio espiritual». Y decía:
La nación, como el individuo, supone la consumación de un largo pasado de
esfuerzos, sacrificio y devoción. De todos los cultos, el dedicado a los
antepasados es el más legítimo, dado que ellos nos han convertido en lo que
somos. Un pasado histórico, grandes hombres, la gloria (entendiéndola como
genuina): todo ello conforma el capital social sobre el que se sustenta la idea
nacional. Compartir glorias comunes en el pasado y una voluntad común en el
presente; haber realizado grandes hazañas juntos y desear realizar aún más:
estas son condiciones ineludibles para constituirse en pueblo. Se ama en
proporción a los sacrificios consentidos y a las desgracias padecidas […] por
consiguiente, una nación supone solidaridad a gran escala, fundada sobre un
sentimiento de los sacrificios consumados en el pasado y de los que estamos
preparados para afrontar en el futuro 225 .

Es la unión de dos nociones que pronto encontrarán voz musical:


el sacrificio y el heroísmo y su fusión con el autosacrificio de héroes
y heroínas. El sacrificio constituye un poderoso vínculo social
porque sitúa a las sucesivas generaciones ante al sentido del deber,
invitándolas a emularlo. Las hazañas, sufrimientos y triunfos de
héroes y heroínas tales como Héctor, Siegfried, Juana de Arco y
Alexander Nevski tienen una importancia similar. La identificación
con el triunfo e incluso el auto-sacrificio del héroe o heroína también
suponen una poderosa fuente de solidaridad nacional y de
continuidad generacional, dado que se entienden como factores
inspiradores y renovadores de la comunidad. Como observó Renan,
«el sufrimiento en común une más que la felicidad», para después
añadir: «Cuando hablamos de recuerdos en un contexto de nación,
las penas destacan sobre los triunfos, ya que imponen obligaciones
y requieren un esfuerzo común» 226 .
Es igualmente importante la idea de que las hazañas y los
sufrimientos heroicos no solo revelan las cualidades ejemplares de
individuos ejemplares, sino también las virtudes y el verdadero
espíritu de la comunidad nacional. Los héroes tampoco son casos
aislados. Los antepasados heroicos y su exempla virtutis suelen ser
iconos de una edad de oro de virtudes, poder, sabiduría, fe y
creatividad revelada a través de las epopeyas, el arte y las crónicas
de un pasado lejano. En Occidente son bien conocidos los ejemplos
de la Atenas de Pericles, el Israel de David, la República romana, la
Inglaterra isabelina y el grand siècle francés. Se trata de edades de
oro con cierta base histórica, aunque muy idealizadas. Otras veces
nos encontramos dentro de la órbita de la leyenda, como en el caso
de la nórdica Edda, los héroes de Troya y los antiguos héroes
germánicos y finlandeses, aunque para muchos artistas estos
últimos solo supusieron un argumento prometedor para hacer uso
de la evocación y la caracterización. Y fue al caracterizar épocas
pasadas y al evocar su singular entorno cuando los artistas, y
especialmente los compositores, encontraron terreno fértil para dar
rienda suelta a su capacidad imaginativa y sus habilidades
descriptivas, sobre todo en géneros como la ópera, el poema
sinfónico y la cantata. La grand opéra, con su énfasis en el
espectáculo y su prestigio social, era el vehículo perfecto para
divulgar estos temas y para la movilización vernácula de los
ciudadanos en el ámbito cultural, mientras que la cantata era un
fenómeno vinculado a los movimientos corales patrióticos,
especialmente en Alemania e Inglaterra.
Por lo que respecta a la mayor parte de los artistas, la línea entre
la leyenda y la historia era más bien difusa, y la autenticidad, idea
fundamental entre los nacionalistas y sus partidarios, solía
interpretarse con el significado de verdad poética más que como
veracidad histórica. Lo que les importaba a los nacionalistas,
incluidos determinados compositores, era que cada nación fuese
dueña de su propia trayectoria y destino, y por consiguiente
poseyese un conjunto de recuerdos, mitos y tradiciones que
pudiesen iluminar y fuesen testigos de su pasado. Por poner un
ejemplo, para Jean Sibelius los mitos primitivos del Kalevala no solo
rememoraban una época lejana de heroísmo finlandés, sino que
también definían el linaje de los finlandeses, mostrándoles su
origen, el lugar donde habitaban y sus cualidades esenciales a
través del carácter de héroes finlandeses muy concretos y del
paisaje nórdico de lagos y bosques. De modo similar, para Grieg
eran las leyendas de las montañas y los fiordos noruegos, además
de las hazañas de los reyes noruegos, los que perfilaban la nación
noruega, mientras que para Smetana el pasado checo abarcaba
tanto la leyenda como la historia, situando a la comunidad en una
ubicación y un tiempo específicos. En todos estos casos el pasado
más lejano es el más evocador, ya que permanece inmaculado y a
salvo de los esfuerzos de los historiadores; la imaginación artística
tiene mayor margen de maniobra.
Hoy en día el público que acude a los conciertos solo conoce una
parte de estos repertorios. Un ejemplo temprano es el de Guillermo
Tell (1829), de Rossini, cuyo tema es el de un patriótico luchador por
la libertad que vive dentro de un entorno de paisajes idílicos, a pesar
de que el compositor sea italiano; el héroe, suizo; los libretistas y el
público, franceses; y el autor original de la historia (Friedrich
Schiller), alemán. Hoy en día la obertura está trillada, pero la ópera
íntegra apenas ha sido programada. En Francia, las obras basadas
directamente en temas nacionalistas, como Roland à Roncevaux
(1864) y Jeanne d’Arc (1876), de Auguste Mermet, no se
representaban más frecuentemente que, por ejemplo, el Robin Hood
(1860) de George Macfarren en Inglaterra. En Alemania
Tannhäuser, Lohengrin y Der Ring des Nibelungen son casos que
resultan obvios desde la perspectiva actual, pero en su época
compartían su temática mitológica con obras menos conocidas pero
estudiadas a fondo recientemente por Barbara Eichner, tales como
Die Nibelungen (1854), de Heinrich Dorn, y Gudrun (1851), de Carl
Armand Mangold. El personaje histórico Hermann (Arminio) y la
derrota de las legiones romanas fueron el argumento de Armin
(1877), de Heinrich Hofmann, y de Thusnelda (1881), de
Grammann. Del mismo modo, los célebres poemas sinfónicos de
Smetana y Sibelius coexistieron con obras tales como Barbarossa
(1900), de Siegmund von Haussegger, y Baba Yaga (1905),
Kikimora (1909) y El Lago encantado (1909), de Lyadov. Entre las
cantatas, y junto con Caractacus de Elgar y Alexander Nevski (1939)
de Prokofiev, en la Alemania del siglo XIX se compusieron no menos
de quince oratorios sobre la figura de San Bonifacio y otros nueve
en torno a la de Lutero, junto con innumerables cantatas y piezas
corales más breves sobre el tema de Hermann 227 .
Fig. 4 Escena de Guillermo Tell de Rossini, grabado de Zincke (Museo de Historia
de Viena).
© ACI / Bridgeman

En este capítulo estudiaremos las contribuciones más conocidas


de Smetana, Sibelius, Mussorgski, Wagner y Verdi. Lo que aquí
emerge es la diversidad de la visión creativa. Estos prodigios
artísticos se sumergieron en lo más profundo de los mundos
simbólicos del nacionalismo cultural de sus respectivos países, pero
realizaron sus obras de un modo muy personal, exquisito y original,
reflejando su propia filosofía y perspectiva estética.

Historia y leyenda checas


La cuarta grand opéra ceremonial de Smetana, Libuše (completada
en 1872 y estrenada en 1881), carecía hasta cierto punto de
precedentes en la historia de este género musical. Rendía homenaje
a la grandeza de la nación checa e incluía escenas de la leyenda
checa con un despliegue de pompa y drama. Smetana pensaba que
Libuše lo convertía en el «fundador de un nuevo tipo de música
checa», además de considerar la obra de una «importancia sin igual
en nuestra historia y literatura». «Libuše no es una ópera a la vieja
usanza, sino un cuadro festivo: una forma de sustento musical y
dramático» 228 . El libreto se basa fundamentalmente en el
Chronicon Bohemorum, de Cosmas, canónigo de Praga. La acción
se sitúa en el siglo XI , durante los comienzos del estado de
Bohemia, y relata el reinado de la reina Libuše, la disputa entre dos
hermanos de la nobleza, la elección de Libuše del granjero Premysl
como marido, la fundación de la ciudad de Praga y la primera
dinastía de la realeza checa, los Přemislidas. Toda una serie de
óperas anteriores de compositores italianos, alemanes y bohemios
habían utilizado la historia o, al menos, el personaje de la reina
profetisa, pero Smetana fue el primero en «nacionalizar» la leyenda
para los escenarios, impregnándola de significación simbólica y
ritual. La ópera también posee una clara trascendencia
contemporánea, dado que la disputa entre los dos hermanos se
asemeja a las luchas políticas modernas entre los viejos y los
nuevos partidos checos (véase el capítulo 6), y presenta una escena
reconciliatoria 229 .
El mensaje principal de la obra solo se transmite al terminar el
acto III, tras concluir la acción dramática y consumarse el
matrimonio de Libuše. Mediante un monólogo cargado de
dramatismo, la reina tiene una serie de visiones acerca del futuro de
la historia checa, la gloria y la tragedia de la nación, sus héroes y
monarcas, los guerreros husitas y el castillo real de Praga. Parte del
material para la ópera provenía de música que Smetana compuso
en 1869 sobre el tema del juicio de Libuše y cuyo objetivo era
recaudar fondos para un concierto de tableaux vivants y lectura de
poesía, contribuyendo de este modo a acelerar la finalización de las
obras de la catedral de San Vito en Praga, que llevaba inacabada
desde el siglo XV . En la ópera, las ilustraciones visuales y la noble
declamación y las ocasionales poses estáticas de Libuše recuerdan
claramente estos orígenes 230 . En los tres actos anteriores se
despliegan unas cuantas situaciones operísticas y un poco de lírica
vocal, pero Smetana recurre profusamente en toda la obra a un
estilo vocal declamatorio, una armonía estática sostenida, efectos
acumulativos, armonía diatónica y tempi majestuosos, que
transmiten una sensación de formalidad y monumentalidad. Una de
sus fuentes de inspiración más destacadas era el Meistersinger de
Wagner, cuyo gran preludio sirvió de modelo a Smetana para su
introducción orquestal en su tonalidad de Do mayor, su carácter
ceremonial y el modo en que sus temas se combinan
simultáneamente en texturas polifónicas. Los efectos antifonales en
los coros de Smetana también recuerdan a Die Meistersinger,
mientras que la profecía de Libuše sobre la destrucción, la
supervivencia y el triunfo de los checos parece un calco de la
advertencia de Hans Sachs sobre el destino de Alemania en la
escena festiva del prado. Sin embargo, en Libuše se otorga mucha
más importancia a las imágenes exteriores relativas al carácter de la
nación —dinastía, ciudad capital, acción heroica— , tal como se
muestran en los mitos y leyendas, que a la visión esteticista de
Wagner 231 .
Smetana concibió Libuše como un homenaje a la nación checa, y
quería que se reservase para las grandes conmemoraciones
nacionales. En un principio albergó la esperanza de poder
representarla durante la coronación del emperador Francisco José
como rey de Bohemia, pero cuando este rechazó la corona checa, el
compositor retuvo la obra durante nueve años, hasta que se
inauguró el largamente esperado Teatro Nacional de Praga en 1881.
Tras la destrucción del nuevo teatro debido a un incendio solo unas
semanas más tarde, la reapertura del edificio en 1883 también se
celebró con la representación de Libuše. El amplio escenario y la
tecnología moderna de que disponía el Teatro Nacional reunían las
condiciones ideales para la producción de la ópera 232 .
Poco después de finalizar Libuše, Smetana comenzó su ciclo de
poemas sinfónicos Má Vlast (véase el capítulo 3). La ópera marcaría
el rumbo de la partitura orquestal: ceremonial, heroica, pastoral,
pictórica y una fusión deliberada de leyenda e historia documentada.
La música para el cuarto tableau de la visión de Libuše es la coral
husita, cuyo ritmo persiste hasta la conclusión de la ópera y que
Smetana volvió a utilizar en los dos movimientos finales de Má
Vlast: Tábor y Blaník . El motivo del «Vyšehrad» de Má Vlast
también se adelanta en Libuše, y con un significado similar. Má Vlast
no pretendía ser un estudio histórico de las tierras checas, sino
simbolizar el espíritu de creatividad y de resistencia en la historia de
la nación. Smetana se encontraba cerca de nacionalistas checos
como Palacky y Rieger y pretendía que sus óperas, incluidas la
trágica y heroica Dalibo r y la ópera cómica Prodaná nevěsta (La
novia vendida), además de Libuše y su magnífico ciclo sinfónico,
contribuyesen musicalmente a alentar a su pueblo en su lucha por la
autonomía. Al lograr estos objetivos, sentó las bases para una
escuela checa de composición nacional, no solo al elegir el
contenido sino también al dotar a su música de un simbolismo
nacional reconocible que tuviese eco entre sus contemporáneos y
sucesores 233 . Desde la Segunda Guerra Mundial, el concierto
anual de Má Vlast durante la noche inaugural del Festival de
Primavera de Praga ha cimentado su categoría de obra fundamental
en la música nacional checa.

Tierra de héroes
Con el retorno al sistema de represión de las minorías y naciones
bajo el gobierno del zar Alejandro III (1881-1894) y su heredero
Nicolás II (1894-1917), no es de extrañar que los finlandeses se
aferrasen a un nacionalismo cultural que, como vimos en el capítulo
anterior, se encarnó en el movimiento «careliano» a través de las
artes y el estilo de vida. Este movimiento se centraba en la vuelta a
una edad de oro de la cultura finlandesa, como plasmaba el
Kalevala, la «Tierra de héroes». Esta antología de baladas
carelianas de Elias Lönnrot (1835, versión ampliada en 1849)
experimentó un renovado interés, llegó a ser considerada tanto
leyenda como historia antigua finlandesa y más tarde sería impartida
como tal en los colegios finlandeses 234 .
Determinados episodios del Kalevala ya se habían utilizado
musicalmente antes de que lo hiciera Sibelius, en concreto Filip von
Schantz en 1860 y Robert Kajanu en su poema sinfónico Aino
(1885). Sin embargo, Sibelius ahondó en el carácter de la epopeya,
e incluso llegó a conocer al cantante rúnico de origen careliano Larin
Paraske, cuyas inflexiones vocales y ritmos anotaría
detalladamente. No se trataba de un episodio aislado. Debemos
encuadrarlo en el contexto del alejamiento que experimentó Sibelius
de la dependencia de su antiguo mentor, el sueco Martin Wegelius,
quien había adoptado un enfoque más académico hacia la
composición y la enseñanza musical, para identificarse ahora con el
enfoque más tradicional de Kajanu y su adhesión a la cultura
finlandesa, hecho que Sibelius resumiría con la siguiente afirmación:
«Veo los elementos finlandeses puros con menos realismo que
antes, pero creo que con mayor sinceridad». Sin embargo, fue
durante su permanencia en Viena en 1891-1892 cuando Sibelius se
entregó a los relatos del Kalevala, escogiendo la trágica historia de
Kullervo, que modeló como «poema sinfónico» con coro y que se
estrenaría en Helsinki en 1892. El estreno fue un gran
acontecimiento nacional, además de un éxito rotundo. Pasó a formar
parte del mito nacional emergente, despertando y superando con
creces las altas expectativas. El crítico Oskar Merikanto escribió al
respecto: «Reconocemos estas [melodías] como propias, a pesar de
no haberlas escuchado nunca antes» 235 . Juho Ranta, miembro del
coro durante el estreno de la partitura el 28 de abril de 1892, se
expresaría en los mismos términos: «Aunque conscientemente no
escuché nada que me resultase familiar en esta música, parecía
como si la conociese desde hacía tiempo, como si la hubiese
escuchado antes. Eso sí que era música finlandesa» .
El relato de Kullervo, tal y como se narra en el Kalevala,
comienza con la supuesta aniquilación del clan del héroe por parte
de su tío Untamo y con Kullervo siendo vendido como esclavo para
ejercer de pastor del herrero Ilmarinen, de quien finalmente huye
para reencontrarse con sus padres. Tras ser enviado a la ciudad a
pagar los impuestos, al volver a casa Kullervo se adentra en el
bosque, donde trata de seducir a varias jóvenes, a la última de las
cuales acaba violando. Pero más adelante, y para su consternación,
descubre que se trata de su hermana perdida mucho tiempo atrás (y
que en la epopeya se suicida ahogándose). Posteriormente Kullervo
va a la guerra contra Untamo, y con la ayuda de una poderosa
espada que le entrega Ukko, rey de los dioses, barre al clan de
Untamo. Pero al volver a casa descubre que su familia ha muerto y
termina deambulando por el bosque. La casualidad le lleva al lugar
preciso donde había violado a su hermana, y un Kullervo consumido
por la culpa cae presa de su propia espada.
El Kullervo de Sibelius se centra en el aspecto psicológico del
relato, en la violación consumada por el héroe, en el incesto y en el
consiguiente sentimiento de culpa, temas cuyo origen Glena Dawn
Goss vincula a la influencia del ambiente en que fue compuesto, la
Viena de fin-de-siècle, y de la literatura de realismo erótico 236 . Los
primeros dos movimientos de esta sinfonía en cinco movimientos, la
«Introducción» y la «Juventud de Kullervo», no siguen el argumento,
sino que contraponen un modo más pastoral con una música en
«estilo rúnico», en especial en la canción de cuna del movimiento
lento. Es en el tercer movimiento, «Kullervo y su hermana», donde
Sibelius es fiel al texto de la epopeya e introduce un coro masculino
para relatar el viaje del protagonista a casa a través del bosque y
sus encuentros con las doncellas a las que trata de seducir. El punto
culminante de este movimiento es la escena de la violación, seguido
por el descubrimiento de que la joven es su hermana, lo que lleva a
su recitación apasionada y al llanto de Kullervo. El cuarto
movimiento, «Kullervo va a la guerra», es un enérgico scherzo alla
marcia que vuelve a distanciarse de la epopeya literaria. El
movimiento final, «La muerte de Kullervo», compuesto para coro y
orquesta, relata la escena en la que la mera casualidad lleva a
Kullervo al lugar de la violación, a una sensación de culpa que le
consume y, finalmente, a su suicidio, cuya traducción musical
transmite poder acumulativo e inexorable intensidad.
En cierto modo, Kullervo era una obra única dentro del repertorio
de Sibelius. Sin ser una sinfonía coral o un poema sinfónico,
fusionaba el nacionalismo careliano con un intenso realismo erótico.
Por otro lado, Kullervo se situaba en la cúspide de toda una serie de
poemas sinfónicos de Sibelius, en algunos de los cuales su temática
también procedía del Kalevala. El primero de ellos, En Saga (1892),
forma parte de la etapa de folclore «careliano», aunque se ha
denominado genéricamente poema trágico-heroico, una
composición evocadora, más que descriptiva, de la atmósfera del
mundo chamánico del Kalevala . Debemos asignar la categoría de
obra folclórica a la Suite Karelia (1893), cuya posterior popularidad
no debería eclipsar sus orígenes políticos en una serie de tableaux
vivants nacionales compuestos para la fiesta organizada con motivo
de la campaña de la Asociación de Estudiantes de Viipuri con la
intención de apoyar la educación pública en la región. La obra se
interpretaría para un grupo relativamente reducido de académicos.
Cuatro leyendas de Lemminkäinen (1896, posteriormente revisada)
supone otro encuentro fructífero con las leyendas del Kalevala . Si el
sabio chamán Väinämöinen era el eje espiritual de la epopeya, era
su homólogo más joven, Lemminkäinen, una especie de Aquiles
finlandés, físicamente atractivo y con una picardía temeraria y
audaz, el que gozaba de una mayor acogida popular. Las cuatro
leyendas conforman las aventuras del héroe, empezando por
Lemminkäinen y las doncellas de la isla (1895-1896), donde se
planifica el encuentro del heroico y enérgico varón con las
seductoras vírgenes de la isla, evocando el estado anímico
irracional y sobrenatural de una noche de verano, temas que
cautivaban a muchos artistas nórdicos, y finalizando en una
resplandeciente sensación de autoconfianza. A renglón seguido
advertimos el lento despliegue del acorde inicial en La menor de El
cisne de Tuonela (1896, revisado en 1900), que sugiere el enorme
espacio oscuro del inframundo finlandés. Su inquietante melodía,
interpretada por un corno inglés, evoca vívidamente la antigüedad
trascendental de la epopeya finlandesa. Lemminkäinen en Tuonela
(revisada en 1935) evoca el funesto viaje del héroe hacia las aguas
oscuras del inframundo finlandés, donde pretende matar al cisne,
pero terminará siendo asesinado él mismo, y debe ser reconstruido,
hueso a hueso, por su afligida madre. Por último, La vuelta de
Lemminkäinen (1896, revisada en 1900) invierte la secuencia trágica
para terminar con una declaración triunfante del héroe masculino
dentro de una coral en Mi bemol mayor 237 .
Observamos un intento posterior de evocar el mundo heroico
pero oscuro del Kalevala en el poema sinfónico La hija de Pohjola
(1905-1906). Basado en el Canto 8 de la epopeya, describe el
intento del anciano profeta Väinämöinen, verdadero tema principal
del poema, de ganarse la mano de la hija del norte realizando
hazañas imposibles escogidas a su antojo. El uso que hace Sibelius
del canto del pájaro en las cadencias de los instrumentos de viento
(maderas) liga el poema al paisaje finlandés. Pero, a diferencia del
texto, no hay un final glorioso, sino más bien una sensación de
soledad. Se trata de una obra marcadamente sinfónica en la que
dos intentos de afianzar un centro armónico se ven malogrados y la
música fluye hacia el vacío. Sibelius regresó al Kalevala con
Luonnotar (1913), su enigmático poema sinfónico vocal. El texto
procede del primer Canto y describe la creación del mundo a partir
de los trozos de un huevo de gaviota caído de la rodilla del espíritu
femenino de la naturaleza que flota entre las olas del prístino
océano. En tres estrofas, la música ilustra los dolores del parto del
espíritu de la naturaleza, con la voz ascendiendo al final para
describir el origen de las estrellas en el cielo nocturno. El último e
inspirado poema sinfónico del Kalevala de Sibelius es el desolado y
espeluznante Tapiola (1926), que a grandes rasgos retrata un
bosque salvaje, hogar donde habita Tapio, el dios del bosque 238 .
Si sus últimos poemas sinfónicos nos sumergen en las
profundidades del mundo antiguo finlandés y su paisaje, e incluso
más allá, la obra más celebrada de Sibelius, Finlandia (revisada en
1901), nos trae de vuelta al mundo terrenal de la política
contemporánea. Concebida en el cenit de la campaña política
finlandesa contra el dominio ruso como «Finlandia despierta», se
trataba del último de seis tableux dispuestos cronológicamente que
se iniciaban en los «días oscuros» de principios del siglo XIX y
concluían con la amplia melodía del himno del despertar. La música
describe esta evolución, cuya introducción en modo menor alude a
los poderes oscuros, retrata después la edad del despertar a través
de los educadores de la nación, personificados por los tableteos
rítmicos y la llamada al despertar, y concluye con un episodio que
simboliza el momento de autorrealización de Finlandia dentro de su
propia historia, lengua, poesía, educación y progreso industrial, este
último encarnado en el motivo de la locomotora. Todo ello nos
conduce al himno que revela el espíritu ahora triunfante de la nación
finlandesa, con el pasado desvelando dicho espíritu en el tiempo
presente. El hecho de que Sibelius pudo haber tomado prestadas
algunas de las primeras frases de este himno de una obra coral
patriótica de la década de 1880, cuyo autor era el compositor
finlandés Emil Genetz, solo refuerza sus connotaciones nacionales
y, en este caso, nacionalistas. A su vez, el «largo» final revisado de
la partitura erige al himno en toda su plenitud en portador de la
identidad nacional. Aquí el héroe es el pueblo finlandés, ese pueblo
que emerge de su historia y a través de ella hacia la modernidad, un
recorrido similar al de los húngaros en el Hungaria de Liszt, los
rusos en Rusia de Balakirev y los checos en Má Vlast de Smetana;
de ahí el nombre de Finlandia, título favorito del editor 239 .

El héroe imperfecto
¿Pero se falseó de modo similar, al menos musicalmente, a otros
pueblos, por ejemplo el ruso? La ópera de Borodin El príncipe Igor
(1869-1887, inacabada) escenifica una adaptación de Vladimir
Stasov de El cantar de las huestes de Igor, relato medieval sobre el
conflicto entre la Rus de Kiev y la tribu de nómadas orientales
conocida como los polovtsianos. Enfrentándose a los principios
teóricos del kuchka, Borodin fraguó su obra como una grand opéra
tradicional que giraba en torno a números como coros, tableaux y
arias, con amplia representación del pueblo. Stasov transformó el
argumento original —una historia de derrota— en propaganda
triunfalista de las campañas contemporáneas rusas en el este.
Stasov y Borodin configuraron la ópera a imagen y semejanza del
Ruslan y Ludmila de Glinka, y la música sigue muy de cerca el modo
de enfocar su oposición estilística entre Rusia y Oriente 240 . Por
otro lado, en 1242, año en que tuvo lugar la batalla sobre el helado
lago Peipus, un ejército ruso detuvo a los caballeros teutones
invasores, tema central de la banda sonora cargada de dramatismo
compuesta por Sergei Prokofiev para la película de propaganda
antinazi de Eisenstein Alexander Nevski (1938). Como veremos, los
rusos de Pskov fueron protagonistas de Pskovityanka (La doncella
de Pskov; 1868-1872) de Rimski-Korsakov, basada en la obra teatral
de Lev Alexandrovich Mey y que relata la historia de la conquista de
Novgorod y Pskov por Iván el Terrible durante la década de 1560.
Aun así, por mucha implicación que haya por parte del «pueblo», no
dejan de ser todas ellas obras de reyes y aristócratas, y son estos
quienes encarnan el carácter de la nación rusa.
En última instancia ocurre lo mismo con las dos grandes óperas
históricas de Mussorgski, Boris Godunov y Khovanshchina. Y no
podía ser de otro modo, ya que Mussorgski estaba entregado a la
tarea de retratar la historia de Rusia con absoluto rigor. Aunque su
mentor Vladimir Stasov le instó constantemente a producir un drama
progresista con la presencia destacada del pueblo, Mussorgski hizo
oídos sordos. En su opinión, el pueblo, la mayoría de las veces, no
era la fuerza motriz de la historia. Esto no significa que no hiciese
acto de presencia en sus óperas. Aparece mucho en la primera
escena de la primera versión de Boris Godunov (1869) y dirige a
Boris el saludo «Slava» («Gloria a los héroes»), pero demuestra ser
estúpido e indiferente ante los grandes acontecimientos; en esto el
compositor permanece fiel al aristocrático texto de Pushkin. A
Mussorgski le interesan más determinados individuos del grupo,
como Missail y Varlaam, que el colectivo, muy en consonancia con
el realismo mostrado en su proyecto inacabado basado en la obra El
casamiento, de Gogol. Incluso el Yurodiviy («El loco santo») que
aborda y acusa a Boris se sitúa al margen del pueblo, como
demuestra Richard Taruskin 241 .
Mussorgski basó su ópera en la tragedia de Pushkin del año
1825, una obra ya de por sí en deuda con La historia del estado
ruso (1818 en adelante) de Nicolai Karamzin. Para el romántico
Karamzin, el sentimiento de culpa de Boris respecto a su crimen era
el eje central de su reinado; y aunque la postura de Pushkin era más
ambigua, también suponía el soporte de su drama, dado que la
culpa podía ser utilizada, y de hecho lo fue, por otros, como el
pretendiente Dmitri (Grigori Otrepev). En honor a la verdad, no
existe constancia de que Boris asesinase en Uglich en 1591 al otro
hijo de Iván el Terrible, el niño Dmitri, y no es muy probable que, de
haberlo hecho, hubiese experimentado sentimiento de culpa alguno.
Pero desde la época de la Smuta (el anárquico «Periodo
Tumultoso», 1605-1613), la historia del remordimiento de Boris
formó parte de la literatura europea, culminando con el drama
inacabado de Schiller Demetrius (1805). Hay constancia histórica de
que Boris Godunov, cuñado y consejero del rey Fiódor (1584-1598),
quien fuera hijo de Iván el Terrible, fue coronado zar al fallecer el
monarca, y al decir de todos tuvo un reinado ejemplar. Sin embargo,
a partir de 1601 un frío inusual, inundaciones y hambrunas
provocaron terribles sufrimientos a la población, que culpó al zar de
la tragedia. De modo que cuando un antiguo monje de nombre
Grigori Otrepev huyó a Polonia y fingió ser el niño Dmitri, pudo
reunir un ejército con apoyo polaco, avanzar hasta Moscú y hacerse
con el trono tras la muerte de Boris en 1605. Mussorgski se mantuvo
fiel a la tragedia de Pushkin, pero su ópera se centró en Boris y su
sentimiento de culpa. De este modo la primera versión de Boris
Godunov (1869-1872) es una obra dramática sobre un héroe
imperfecto de la historia de Rusia en la que el pueblo solo
desempeña un papel secundario 242 .
El directorio de los Teatros Imperiales rechazó la primera versión
de la obra básicamente porque no tenía papel femenino, e
inmediatamente Mussorgski revisó la partitura con entusiasmo
(1872-1874), como demuestra Richard Taruskin al analizar las
diferencias entre las dos versiones de la ópera. El compositor no
solo introdujo un nuevo acto «polaco» con una princesa polaca
intrigante, sino que además añadió escenas y otorgó un mayor
protagonismo al pueblo. Esta segunda versión era más tradicional
en muchos aspectos, y estaba hasta cierto punto en deuda con los
métodos compositivos de grandes bloques utilizados por Verdi.
Mussorgski seguiría manteniendo el remordimiento de Boris como
eje central del argumento, y por lo tanto la importancia capital de la
escena que se desarrolla en el Terem (las viviendas privadas del
zar), en el Kremlin, donde Boris, obsesionado por el sentimiento de
culpa, tiene una visión de Dmitri, el niño asesinado. En lo esencial,
Mussorgski no se desvió de la visión histórica tradicionalista y
centralista de Karamzin, un relato de zares, boyardos y la Iglesia,
aunque la despoja de cualquier resquicio de romanticismo
«amoroso». Con una sola excepción, y además crucial: la última
escena de esta segunda versión tiene lugar en el bosque cerca de
Kromy y reemplaza a la escena de San Basilio. Aquí sí aparece el
pueblo en acción, sustituyendo su lealtad al zar Boris por la del
impostor Grigori, el falso Dmitri. Existe cierta justificación histórica al
respecto, dado que bandas de siervos hambrientos vagaban por los
campos para huir de la hambruna, que atribuían al odiado régimen
moscovita, una circunstancia fundamental en los escritos más
populistas del contemporáneo de Mussorgski Nikolai Kostomarov.
Pero el compositor contaba también con otra fuente de influencia
para su escena: el ejemplo, mencionado anteriormente, de la ópera
de Rimski-Korsakov Pskovityanka. En la escena de la veche
(asamblea popular) republicana en Pskov, la asamblea de
ciudadanos hacía un llamamiento para debatir cómo enfrentarse a la
amenaza militar que suponía Ivan el Terrible. Rimski-Korsakov
demostraría que el pueblo podía ejercer un papel que superaba el
de mero narrador; podía mostrarse de forma individual, casi caótica,
discutiendo las diversas alternativas, mientras la orquesta
proporcionaba un sentido de continuidad. Este ejemplo no cayó en
saco roto para Mussorgski, dado que en la escena final de Kromy
parece sugerir que el pueblo tenía la capacidad de decidir el destino
de sus gobernantes. Esto abonaba el terreno para proclamas
caóticas por parte del coro y para hacer uso de canciones
tradicionales, como cuando la multitud se burla del boyardo
Kruschov o cuando se escucha la canción de Varlaam y Missail. Sin
embargo, no tienen la última palabra. Antes de caer el telón, el
Yurodiviy hace un patético llamamiento final en nombre de la pobre
y doliente Rusia que parece sugerir la futilidad de toda acción
política 243 .

Un «drama musical nacional»


La futilidad de la política, y por supuesto de toda acción útil, supone
el eje central de la segunda e inacabada ópera de Mussorgski,
Khovanshchina (1874-1881, completada por Rimski-Korsakov). Los
acontecimientos del drama están basados en episodios ocurridos en
la historia rusa durante el siglo XVII , para lo cual Mussorgski hizo
una labor de investigación diligente, informando esporádicamente de
sus avances a Stasov y otros. Este periodo de la historia rusa
también fue un Periodo Tumultuoso, e incluso de mayor complejidad
y caos que la anterior Smuta. Comenzó en 1666, cuando el patriarca
Nikon pretendió que el rito y la práctica ortodoxos rusos volvieran a
sus orígenes grecobizantinos. Esto provocó un enorme cisma en la
Iglesia que acabó con la escisión de los Viejos (o «Verdaderos»)
Creyentes para formar sus propias comunidades religiosas, por lo
general en los bosques. El estado reaccionó violentamente: el zar
Alexei (1645-1676) y más tarde su hija, la regente Sofía (1682-
1689), enviaron partidas para buscar y destruir dichas comunidades,
que solían preferir inmolarse en los bosques a caer en manos
enemigas. En el año 1682 hubo una crisis sucesoria. El zar Fiódor III
(1676-1682) acababa de morir y había rivalidad entre los clanes de
las dos esposas del zar Alexei. En Moscú, donde transcurre gran
parte de la ópera, el príncipe Golitsyn, primer ministro de Sofía,
trataba de introducir reformas de corte occidental. Tenía enfrente a
los Viejos Creyentes y a los alborotadores guardias Streltsii (o
mosqueteros), que eran protegidos del príncipe Iván Khovanski.
Este último había apoyado en un primer momento al pequeño
Pedro, de diez años (el futuro Pedro el Grande), pero más tarde
daría su apoyo a Sofía como regente de los dos hermanastros, el
enclenque Iván V y Pedro. Los mosqueteros Streltsii se rebelaron al
menos en dos ocasiones, en 1689 y en 1698, y Pedro tuvo que
reprimirlos y disolverlos antes de poder poner en marcha sus
grandes reformas del estado ruso 244 .
Para Mussorgski era este un periodo fértil para explorar facciones
y conceptos rivales de la «Vieja Rusia». También era una temática
de actualidad, dado que en 1872 se celebraba el bicentenario del
nacimiento de Pedro el Grande; para el régimen zarista y gran parte
de sus intelectuales, era un momento para festejar el progreso de
Rusia tanto en el ámbito nacional como en el internacional, con
innumerables elogios hacia Pedro y el estado ruso impulsado por él.
Sin embargo, Mussorgski no se sentía identificado con semejante
visión, ya que no compartía el entusiasmo de los intelectuales por el
progreso. Y a pesar de rechazar el nihilismo, la valoración del
compositor del desarrollo de Rusia era esencialmente pesimista. En
una exacerbada carta a Stasov que combina un primitivismo ruso de
carácter populista con un pesimismo austero y lleno de
desesperación, Mussorgski hablaba de intentar arar la «virginal»
tierra rusa sin fertilizar, pero de un modo muy diferente al que
deseaban los círculos occidentalizantes y prescindiendo de sus
herramientas, hechas de «materiales extraños» , e insistía una y
otra vez en que, a pesar de los «avances» técnicos y el «progreso»
material, el pueblo «no se ha movido» 245 .
Así las cosas, la trama de Khovanshchina parece ejemplificar y
constatar esta valoración global. Es un relato de intriga, denuncia y
violencia enmarcado en un periodo histórico que concluye en un
mundo atemporal dominado por la fe. El acto II nos revela un
encuentro entre los personajes principales, el príncipe Golitsyn, el
príncipe Iván Khovanski y el líder de los Viejos Creyentes, Dosifei,
todos ellos haciendo gala de su elevado estatus, todos ellos
hablando en nombre de Rusia. En el acto IV Golitsyn es enviado al
exilio, y Khovanski, asesinado en su propio palacio tras rebelarse los
mosqueteros Streltsii, que serán abandonados por su líder
Khovanski. Mientras tanto, la profetisa Marfa, que es una Vieja
Creyente, trata de salvar a su amante, el príncipe Andrei, hijo de
Khovanski, pero, aconsejada por Dosifei (personaje inspirado
parcialmente en el arcipreste Avvakum, Viejo Creyente que fue
martirizado en 1682), finalmente le dirige hacia la ermita en el
bosque, donde todos ellos perecerán bajo las llamas del fuego
purificador.
¿Podríamos denominar «drama del pueblo» a semejante obra?
Como destaca Taruskin, con independencia de sus sentimientos
hacia el destino de Rusia, todos los protagonistas son aristócratas,
incluso Dosifei; todas sus disputas atañen a su dignidad y estatus.
Por otro lado, Mussorgski consultó a sacerdotes y folcloristas al
respecto de los cantos de los Viejos Creyentes, y escribió a Stasov
en julio de 1873: «Estoy reuniendo miel popular de todos los
rincones para poder ofrecer un panal más sabroso y con una
personalidad más auténtica, porque al fin y al cabo esto es un
drama del pueblo» 246 . ¿Pero qué significado debemos atribuir a la
expresión «drama del pueblo» o al subtítulo que Mussorgski le dio a
Khovanshchina, narodnaya muzikal’naya drama? ¿ Significa esto
que estamos ante un drama del pueblo (drama popular) o ante un
drama nacional (un drama musical de la nación)? En este caso, el
contexto sería el interés de Mussorgski por los cantos de los Viejos
Creyentes, pero esto solo supondría una visión parcial, aunque de
importancia vital para el compositor, de su drama histórico
panorámico, una parte que se sale de la «historia» y se adentra en
un mundo de fe a través de la autoinmolación. Nadie queda vivo al
final de la ópera, y a Pedro no se lo ve por ninguna parte. A este
respecto, el final teatral de Rimski-Korsakov, con las trompetas
acompañando el avance de las tropas de Pedro, que sin duda refleja
el optimismo respecto a un estado ruso «progresista» y una
intelectualidad con visión de futuro, es ciertamente engañoso y no
tiene absolutamente nada que ver con el pesimismo general del
compositor y de la ópera 247 .
No cabe duda de que Mussorgski tenía un profundo interés por la
historia y el destino de Rusia. «La historia es mi compañera
nocturna, la disfruto y es embriagadora», escribiría a Stasov en
septiembre de 1873 248 . Reunió un catálogo nada desdeñable de
libros y artículos para su labor de investigación sobre lo sucedido a
finales del siglo XVII en Rusia, y sus óperas se basan en los
documentos, himnos, costumbres y ritos de la época. A esta
fascinación se unía su compromiso con la autenticidad, una entrega
que le impedía aceptar la visión progresista de Rusia y su pasado
bajo el reinado de Pedro el Grande que tenían sus contemporáneos.
Como advertimos anteriormente, la autenticidad es la seña de
identidad del nacionalismo moderno, el patrón oro de la cultura y la
política y la piedra de toque de todo lo nacional. En este aspecto
Mussorgski no solo reflejó sino que también contribuyó al aumento
del nacionalismo en la Rusia del siglo XIX , probablemente más aún
que Sibelius con respecto al nacionalismo finlandés. Luego estaba
la cuestión del heroísmo, o más bien la falta de él. Ninguno de los
líderes políticos de Khovanshchina logra sus objetivos de alterar el
curso de la historia. Incluso Dosifei, el admirado líder de los Viejos
Creyentes y lo más parecido a un héroe que encontramos, solo es
capaz de guiar a sus seguidores más allá de la historia y la política.
La misma Marfa, que va perfilándose como una heroína, únicamente
consuma sus pasiones al quitarse la vida. Da la impresión de que en
Khovanshchina solo hay antihéroes de los que nosotros no tenemos
nada que aprender en este mundo.
Por último está la cuestión de la música tradicional en las óperas
de Mussorgski. El verdadero héroe de estos dramas musicales es la
Madre Rusia, una construcción casi atemporal constituida por el
pueblo, el paisaje y las tradiciones rusas y de la que debe excluirse
todo elemento o influencia extraña. Este planteamiento obliga a
fijarse en el uso que hace Mussorgski de la música tradicional, como
en la escena de Kromy en Boris Godunov y en la música de origen
folclórico de los cantos de los Viejos Creyentes y de las plegarias de
los Streltsii en Khovanshchina. Pero cuando Mussorgski compuso
su última ópera, el compositor ya había abandonado su realismo,
que sustituyó por líneas melódicas sinuosas con un carácter cada
vez más abstracto; el mejor ejemplo sería la memorable escena en
la que Marfa, en el papel de vidente, augura la caída y exilio de
Golitsyn. Esto concuerda con el paulatino pesimismo de Mussorgski,
que le distanciaba del progresismo popular de Stasov y le animaba
a adoptar un conservadurismo aristocrático acorde con su trasfondo
familiar, en una época en la que la reacción política y el
antisemitismo iban en aumento en Rusia 249 .
Al contrario que las voces nacionales de Sibelius y Smetana, la
evolución de Mussorgski dio un giro espectacular en el curso de
unos pocos años, pues pasó del realismo e incluso el populismo a
adoptar una postura al mismo tiempo más impersonal y tradicional.
Por otro lado, al igual que en el caso de Sibelius y Smetana, la voz
nacional de Mussorgski siempre posee un rasgo distintivamente
personal. En estas tres figuras, sus estilos personales configuraron
una música nacional reconocible al instante y con elementos de
origen folclórico que se transformaron en un nacionalismo musical
personal acorde con su visión de la naturaleza y la historia de sus
comunidades nacionales.
Wagner y el mito alemán
Los colosales proyectos músico-dramáticos de Wagner basados en
leyendas alemanas de la era medieval (Lohengrin, Tannhäuser,
Parsifal) y antiguos mitos germánicos (Der Ring des Nibelungen)
supusieron la consumación del compromiso de los románticos
alemanes con el mito, primero a un nivel teórico y luego en el ámbito
de la investigación práctica. Ya a finales del siglo XVIII Herder y otros
fomentaron la idea del mito como fusión entre la poesía y la religión
que encarna el alma de la nación y apuntala su literatura, su religión
y sus costumbres. En la década de 1790 los románticos de Jena,
como los hermanos Schlegel y F. W. J. Schelling, abogaban por
«una nueva mitología» que superase los problemas de la cultura
moderna —la alienación del individuo y la fragmentación y
sobrerracionalización de la sociedad— y ayudara a llevar a cabo la
transformación social. Las mitologías clásicas y bíblicas serían
sustituidas por una nueva simbología y por relatos que fusionarían
arte y religión, sentando las bases para una vida pública renovada.
Schelling pensaba que dicha mitología constituiría la obra de un
pueblo entero personificado en un solo poeta, como en el caso de
Homero. Predecía una nueva liturgia en forma de ceremonias y
festivales para el pueblo, librando al arte de su tradicional
patronazgo cortesano, estatal y eclesiástico y de su dependencia del
mercado literario 250 . En la década de 1840 Wagner resucitó todas
estas ideas en sus dramas musicales, en unos tiempos difíciles para
los intelectuales románticos tanto en las universidades como en la
vida pública. En Wagner el mito proporciona una crónica de los
temas políticos del momento: capitalismo, industrialización y
revolución. El mismo Wagner desempeñaría un papel en 1849
durante el Levantamiento de Mayo en la ciudad de Dresde. En sus
escritos desde el exilio en Zúrich tras el fracaso de la revolución (Die
Kunst und die Revolution, 1849; Das Kunstwerk der Zukunft, 1851;
Oper und Drama, 1851) Wagner expone su esperanza en la
regeneración de la cultura alemana a través de un arte para el
pueblo que encarnase su propia creatividad con el artista como
mediador. A este arte lo guiarían las verdades humanas y las ideas
espirituales más que el mero entretenimiento y los beneficios
económicos. Un gran festival veraniego lograría la gran tarea
histórica de renovar el arte y la cultura humanos. Lo que finalmente
se materializaría en el Festival de Bayreuth es el reflejo de la
actualización de estas inquietudes románticas, con sus prácticas
rituales de interpretación y su auditorio al estilo de un anfiteatro,
aunque rápidamente se convertiría en coto de las élites sociales, de
modo similar a cualquier otro teatro de la ópera.
El periodo del estado revolucionario francés y las guerras
napoleónicas lanzó a los eruditos y escritores alemanes en busca de
una mitología específicamente nacional que afianzase el nuevo y
emergente sentir nacionalista alemán. Este movimiento tenía su
sede en Berlín, al principio cuando aún estaba bajo la ocupación
francesa. En sus conferencias berlinesas, A. W. Schlegel idealizaba
la época medieval y su espíritu caballeresco y heroico, además de
mostrar un interés paternalista por los más débiles. A los románticos
de Berlín también les interesaban las tradiciones paganas de los
germanos primitivos. Argumentaban que el cristianismo era
responsable de la sustitución y destrucción de la religión germánica,
y lo comparaban implícitamente con un poder extranjero. Aunque no
hay indicios de que la práctica de dicha religión o liturgia fuese más
allá de lo esporádico, los estudiosos en la materia, como los
hermanos Grimm, pretendieron reconstruirla interpretando sus
leyendas y epopeyas medievales y el folclore contemporáneo.
Después de todo, Herder abogaba por la existencia de un vínculo
intrínseco entre el arte, la religión y las costumbres del pueblo del
pasado. En su Die Teutschen Volkbücher (1807), Joseph Goerres
publicó cuentos tradicionales del siglo XVI que, según afirmaba,
conformaban los recuerdos escritos de un sistema mítico. Sigurd,
der Schlangentödter (1808), de Friedrich de la Motte Fouqué —de
claras resonancias wagnerianas—, era el primero de los dramas de
una trilogía que llevaba por título Der Held des Nordens. El oscuro y
sangriento Nibelungenlied (siglo XIII ), a pesar de amoldarse a
regañadientes a las teorías nacionalistas sobre el carácter alemán,
se convirtió en el eje central del sentimiento nacional en el Berlín
ocupado, e incluso llegaron a competir varias ediciones de dicha
obra. Por último, la monumental Deutsche Mythologie (1835) de
Jacob Grimm proponía una codificación de la religión de los
antiguos pueblos germánicos, desde los mitos sobre las deidades
islandesas hasta las creencias cotidianas de los campesinos. Para
entonces, los artistas ya habían producido cuadros, canciones y
relatos acerca de las leyendas alemanas. Durante la década de
1830 el rey Luis I de Baviera hizo construir su propio «Walhalla», un
mausoleo monumental sobre el Danubio, cerca de Regensburg, que
rendía tributo a los héroes alemanes 251 .
El uso que Wagner hacía de sus fuentes era similar al de los
románticos, ya que las combinaba y mezclaba permitiéndose
bastantes licencias. En su ensayo «Die Wibelungen: Weltgeshichte
aus der Sage» (1848) sostenía la tesis de que en la leyendas
alemanas el mito y la historia se entrelazaban, modificándose y
reescribiéndose posteriormente los viejos relatos y creencias. A
veces el idioma original era el nórdico antiguo en vez del alemán,
pero los románticos consideraban estas fuentes parte de la misma
cultura germana antigua. Wagner era un lector insaciable en estos
campos, y se inspiró en la literatura medieval y moderna para las
leyendas de Tannhäuser, Lohengrin y Parsifal, y en la leyenda
céltica de Tristan und Isolde. Aun así, su obra con mayor contenido
mítico es el Anillo . Para su tetralogía, Wagner hizo una incursión en
la Edda mayor, la Edda menor y en la saga islandesa völsunga; en
el Nibelungenlied, obra escrita en Austria pero que relataba lo
acontecido en una corte a orillas del Rin y viajaba brevemente a
Islandia; en la saga de Thidrek de Noruega; y en el Lied von hürmen
Seyfrid, del siglo XVI . Wagner conocía la obra de los hermanos
Grimm sobre mitos y cuentos tradicionales, y tomó prestados
muchos de sus argumentos de cuentos de hadas, como el de la
mujer que duerme bajo los efectos de un encantamiento y es
despertada por el beso del héroe o el del joven que se marcha de
casa para averiguar lo que es el miedo 252 .
A la vista de esto, el carácter nacionalista que imprime Wagner a
los mitos y a las leyendas resulta indiscutible. Lleva a efecto el
programa que proponía A. W. Schlegel: «Esas sombras gigantes
que se nos aparecen a través de la niebla deben una vez más
definirse, y la imagen de la historia antigua [Vorzeit] cobrará vida
nuevamente gracias a su alma exclusiva». En la figura de Siegfried
Wagner personifica el sacrificio heroico de un gran antepasado que
ha emprendido hazañas legendarias. El mensaje queda enfatizado
en Tannhäuser, Die Meistersinger y el Anillo por el imaginario
nacional de la patria, y por el uso que el libreto de Wagner para el
Anillo hace del pseudoantiguo verso aliterativo Stabreim, imitación
del estilo de la antigua poesía épica del norte de Europa. Las
tradiciones de comienzos del siglo XX en la producción de cascos,
capas y espadas transmitían este ambiente de un modo inequívoco
a un público muy amplio. De modo más general, se puede decir que
la música de Wagner, con sus voluminosos escritos en prosa,
difundía mensajes chovinistas, que pasaron a ser abiertamente
nacionalistas a comienzos de la década de 1840 y una vez más en
la década de 1860. Debido a su desencanto con el nuevo Reich,
este aspecto perdió protagonismo en sus escritos de la década de
1870, pero tras su muerte su viuda Cosima y el círculo de Bayreuth
harían hincapié en él. Ya en las décadas de 1870 y 1880 se editaron
innumerables libros sobre Wagner y la nación alemana; más
adelante, Bayreuth continuaría la labor. La pasión de Hitler por
Wagner, su estrecha relación con Bayreuth y la familia Wagner y el
uso que hicieron los nazis de las obras del compositor durante el III
Reich son de infausta memoria 253 .
Dicho esto, no es menos cierto que en Wagner se detecta una
clara tendencia a universalizar el mito. El Anillo rebosa motivos
germánicos, pero la tetralogía está organizada al modo de la
Orestíada de Esquilo (una tetralogía más un drama satírico; Wagner
situaría primero al equivalente de este último, Das Rheingold) y
refleja la esperanza de resucitar el espíritu (supuestamente
«universal») de la Grecia clásica. La idea de una Alemania heredera
del alma de Grecia formaba parte de la cultura intelectual alemana
desde mediados del siglo XVIII , de modo parecido a lo ocurrido con
la teoría del mito, y estaba relacionada parcialmente con ella. El
resurgir helénico —que se centraba específicamente en la cultura de
la Atenas de Pericles— también lo observamos en el concepto
wagneriano del Gesamtkunstwerk, en el diseño del auditorio
Festpielhaus de Bayreuth, en su ilusión por fusionar arte y religión y
en toda la red de leitmotivs orquestales de sus dramas musicales
más tardíos, que posiblemente asuman el papel de un coro griego.
A su vez, los personajes y acontecimientos del Anillo incorporan
grandes abstracciones (el amor, el sentido del deber, la redención) y
representan hasta el final las ideas filosóficas universales sobre el
destino del hombre, influidas por los escritores revolucionarios de
comienzos del siglo XIX , a cuya vanguardia se situaba Ludwig
Feuerbach. Wagner se convertiría en discípulo de Feuerbach
durante su fase revolucionaria a finales de la década de 1840, y en
sus escritos de Zúrich, que allanaron el camino para el Anillo,
expresó la doctrina romántica de la nueva mitología en el lenguaje
humanista feurbachiano: «la historia justificaría» la sustitución de la
sociedad cristiana moderna por una «religión social del futuro».
Llegado a este punto, y en contraste con su postura en «Die
Wibelungen», Wagner disoció la historia, que vería como lo
«convencional», del mito, que definiría como lo «humano». Por
consiguiente, el mito estaba del lado de la «necesidad» histórica y
eliminaría todas las formaciones, estados e instituciones legales
históricamente definidos, y presumiblemente también las naciones.
En este sentido, tal y como advertimos en sus escritos de Zúrich,
Wagner se aproximó al mito siguiendo las tesis del Romanticismo
temprano de la década de 1790, según las cuales el nuevo mito
surgirá de los procesos que se irán desarrollando dentro de la
modernidad, antes de que dichas tesis fuesen absorbidas por el
movimiento nacionalista de Berlín a partir de 1800 254 .
Los escritos en prosa de Wagner están llenos de
contraposiciones binarias típicas del pensamiento völkisch alemán:
idealismo/materialismo; cultura/civilización; interpretación/imitación;
monarquía/democracia; nacional/cosmopolita 255 . Todas ellas
establecen una dicotomía entre lo alemán y lo no alemán, donde lo
no alemán suele ser francés y a veces judío. En el arte wagneriano,
estas dicotomías surgen esporádicamente, como por ejemplo en la
conclusión de Die Meistersinger. En el Anillo, los welsungos podrían
considerarse héroes alemanes, y en el acto I de Siegfried el
personaje principal es la antítesis del repulsivo y mentiroso Mime, el
nibelungo, probable estereotipo antisemita. Aun así, Siegfried
también defiende a la humanidad, y no solo a una nación. Los
dioses han pecado, y los gibichungos carecen de atractivo alguno, a
pesar de ser todos ellos característicamente alemanes. Además, al
tratar la temática de los mitos y leyendas, Wagner no representaba a
un pueblo oprimido sobre el escenario, ni insurrecciones
ciudadanas, ni tampoco la voluntad del pueblo de adquirir su
libertad. Para el mismo Wagner, en contraposición a lo que
afirmarían sus ulteriores defensores oficiales, la significación
nacional de su obra reside ante todo en su visión del destino de
Alemania como transmisora de la cultura humanista universal. Las
posteriores interpretaciones críticas del ciclo del Anillo normalmente
han sido de corte socialista, psicoanalítico o humanista en vez de
nacionalista.
En su estilo musical, Wagner transmite una atmósfera mítica a
través de ritmos pausados y dimensiones épicas, retrasando la
narración y los acontecimientos mediante largos preludios
orquestales e interludios. No recurre a la música tradicional o a un
leguaje arcaico para evocar un ambiente histórico. De hecho, el
estilo musicalmente progresista de Wagner en el Anillo —evitando
las secciones con estructura preestablecida, el uso de leitmotivs y la
armonía cromática— ilustra su crítica a lo «convencional», otro
aspecto de la cual lo constituía la utilización de los temas míticos.
Un elemento de su estilo que sí nos dirige hacia un pasado
exclusivamente alemán es el uso frecuente e innovador de los
instrumentos de viento metal, incluido uno creado por Adolphe Sax
por encargo del propio compositor: la tuba «Wagner». Justo en esta
época se estaban descubriendo en turberas a lo largo y ancho del
norte de Alemania y el sur de Escandinavia los antiguos lurs,
instrumentos que, según las sagas islandesas, se utilizaban en las
batallas. En el Anillo, el heroísmo suele asociarse a los instrumentos
de viento metal, como ocurre en los motivos de Siegfried, incluidos
la llamada de la trompa en Siegfried y su noble transformación en
Götterdämmerung en un coro entero de trompas, de la espada
Nothung (un arpegio de trompeta), de los welsungos (una fanfarria
majestuosa y melancólica), del Valhalla (interpretado al principio por
un coro de tubas Wagner) y de las valquirias. De hecho, los
instrumentos de viento metal, tanto los más fuertes como los más
suaves, dan color a todo el ciclo, desde las notas sostenidas de las
trompas en el Preludio de Das Rheingold hasta la representación del
amanecer en el Rin en el interludio entre las escenas 1 y 2 del acto
II del Götterdämmerung.

Viva Verdi, viva Italia


Para los checos, los finlandeses y los rusos, la comunidad nacional,
con independencia de los problemas políticos y sociales, al menos
suponía una división etnocultural identificable y relativamente
unificada de la humanidad. Para los italianos del siglo XIX esta era
una empresa bastante más ambigua. Cierto es que Virgilio y Horacio
cantaron las virtudes de «Italia», y que durante al menos medio
milenio la península se unificó bajo el dominio de Roma. Pero esto
quedaba ya muy lejos. La Italia de Dante era un mosaico político y
como mucho un concepto lingüístico y cultural de italianità (basado
en el habla toscana), y el llamamiento solitario de Maquiavelo a
expulsar a los invasores extranjeros fue desatendido. En el siglo XIX
Italia estaba dividida entre los estados papales, con el reino de
Nápoles al sur, y los ducados del norte bajo la soberanía de los
Habsburgo austriacos. Durante los periodos de la Edad Media, el
Renacimiento y el Ancien Régime, las diversas regiones de Italia
siguieron su curso histórico individualmente, desarrollando culturas y
dialectos independientes, sobre todo en Venecia. Cierto es que a
Napoleón, cuyo breve gobierno presagió una visión, si no la
realidad, de una Italia unida, esta evolución histórica tan arraigada le
importaba más bien poco. Sin embargo, y a pesar de una fuerte
restauración y reacción conservadora tras 1815 bajo los auspicios
de la Austria de Metternich, al llegar la década de 1830 las
descontentas clases ilustradas, especialmente en el norte, se
organizaron en torno a publicaciones o sociedades secretas, tanto
en Italia como en el exilio, y fomentaron enérgicamente, aunque de
forma intermitente, la sedición contra el dominio austríaco y papal
con el objetivo final de crear, aunque de modo diverso, un estado
italiano unido e independiente que abarcase toda la península y que
en última instancia pusiese fin a sus divisiones sociales y culturales
256 .
Este era el trasfondo en el que floreció la ópera italiana del bel
canto y Verdi compuso sus óperas tempranas. Se ha generado y
continúa generándose una fuerte controversia sobre todo a la hora
de determinar hasta qué punto las primeras óperas de Verdi se
convirtieron en símbolo del movimiento nacionalista del
Risorgimento, pero también respecto al grado de implicación en ello
del propio compositor. Desde una perspectiva tradicional, el
Risorgimento fue el proceso más trascendental de la política y la
sociedad italianas del siglo XIX , mientras que a Verdi, tanto al
hombre como al compositor, se lo consideraba el símbolo principal y
fuerza motriz de su camino hacia la victoria. A diferencia de la
tradición hagiográfica, los historiadores revisionistas pasaron por
alto el Risorgimento y su simbología y se centraron por el contrario
en analizar los procesos económicos y sociales ocurridos en la
península mientras defendían simultáneamente el gran atractivo y la
popularidad de los regímenes de la Restauración en Italia
posteriores al periodo napoleónico. Pero estos últimos años una
nueva interpretación «culturalista» de la política italiana durante el
siglo XIX ha resituado la verdadera importancia del Risorgimento. A
la vanguardia de dicha interpretación encontramos al historiador de
la sociedad y la cultura Alberto Banti, cuyo nuevo movimiento
histórico se ha volcado en el análisis del criterio cultural de las obras
artísticas, literarias y musicales que proporcionaron el alimento de
los líderes y partidarios del Risorgimento a través de las «intensas
imágenes» y las emociones de afinidad, honor y sacrificio que
vinculaban a estas obras con los viejos ideales y virtudes cristianos
y aristocráticos. Para el propio Banti, la ópera italiana desempeñó un
papel crucial a la hora de cristalizar y diseminar estas imágenes y
emociones, algo que es posible comprobar con absoluta nitidez en
las primeras óperas de Guiseppe Verdi. Es cierto que muchos
italianos cultos utilizaron las letras de la palabra Verdi a partir de
1859 como acrónimo del soberano de Piamonte, Vittorio
Emmanuele Re D’Italia, a quien muchos miembros del Risorgimento
veían como la gran promesa unificadora de la península y que, en
1861, llegaría a convertirse en rey de una Italia unificada 257 .
Pero ¿por qué llegó Verdi a tener un vínculo tan estrecho con el
Risorgimento? Esto no es un problema para la tradición
hagiográfica. Desde el comienzo de su carrera artística, o al menos
desde la creación de Nabucco en 1842, a Verdi se lo consideró un
patriota, y a sus óperas, toques de diana para despertar el
sentimiento de unificación e independencia de Italia. Pero para
algunos historiadores británicos el papel musical de Verdi, con
independencia de sus inclinaciones personales respecto a la nación,
fue insignificante; es decir, que antes de 1848 observamos poca
base en sus óperas para encontrar un Verdi «nacionalista». En
concreto, Roger Parker destaca que en publicaciones o en la prensa
diaria de la época no hay constancia de noticias en las que se
reflejase la emoción del público, por no hablar de la ausencia de
multitudes enfervorizadas durante las primeras funciones del célebre
coro « Va, pensiero» de su tercera ópera, Nabucco (1842);
basándose en esto, e insistiendo en la ausencia de grandes
entusiasmos, concluye que la imagen de Verdi como patriota italiano
se elaboró mucho más tarde —a finales de la década de 1850, e
incluso a finales de la década de 1870, cuando Ricordi escribió al
dictado la autobiografía autorizada de Verdi—. Además, para el
compositor y su libretista, Solera, los cuartetos del coro de los
esclavos hebreos en Nabucco se añadieron a los de la profecía
inmediatamente posterior de Zaccaria, el líder judío, marcada como
«Coro e Profezi» en la partitura manuscrita por Verdi. Por lo que
respecta al entusiasmo del público contemporáneo, parece quedar
reservado para otras escenas de Nabucco, como por ejemplo el
himno final, «Immenso Jehova». De hecho, algunos críticos
lamentaban la tendencia en Verdi y otros compositores a ocultar la
difícil situación política de la Italia de su época tras las fachadas
medievales o de tiempos inmemoriales, ya se tratase de la antigua
Babilonia, de las Cruzadas (como en I Lombardi, 1843), de las
invasiones bárbaras (Attila, 1844) o de la Francia de la Edad Media
(Giovanna d’Arco, 1845), mientras se guardaban de componer
óperas de temática italiana, al menos hasta la llegada de La
Battaglia di Legnano (1848-1849). Y aun así, en este caso la obra se
compuso durante un periodo de revueltas y revolución, cuando la
censura ya se había abolido 258 .
No obstante, lo que distinguía a estas óperas tempranas era, por
un lado, su impulso dramático y su dinamismo, y, por otro, su
característico estilo musical directo y grandioso que atraía al público,
ejemplificado magníficamente en los coros patrióticos y en gran
medida al unísono de Verdi. Empiezan con «Va, pensiero», en
Nabucco y continúan con «O signore dal tetto natio», en I Lombardi,
donde los cruzados lombardos, mientras se mueren de sed a las
puertas de Jerusalén, cantan nostálgicamente a los ríos de su patria
lombarda, «Si ridesti il leon di Castiglia», en el acto III de Ernani
(1844), un himno de batalla de la República veneciana bajo la
apariencia de Castilla, y «Viva Italia!, sacro un patto», al comienzo
de La Battaglia di Legnano, el himno de la Liga Lombarda, cuyas
fuerzas son convocadas para hacer frente a la invasión de
Barbarroja, por no mencionar la marcha de la victoria al final de la
obra 259 .
La dimensión nacionalista en la obra de Verdi no desapareció tras
1849 y la vuelta al dominio austríaco. Se observa en I Vespri Siciliani
(1855), a pesar de que la revuelta siciliana de 1282 contra la
ocupación francesa también fuese dirigida contra sus compatriotas
napolitanos; en Don Carlo (1867), con el trasfondo de la revuelta
flamenca contra el dominio español de los Habsburgo bajo el
reinado de Felipe II; en Aida (1871), donde el conflicto entre el amor
y el patriotismo se expresa con mayor nitidez, especialmente en la
escena del Nilo en el acto III, y en la escena añadida de la Cámara
del Consejo en la edición revisada de Simon Boccanegra (1881).
Tampoco disminuyó la entrega del propio Verdi a una Italia libre,
unificada y liberal, ni tan siquiera tras constituirse finalmente un
estado nacional italiano en 1870 con la aquiescencia de Roma 260 .
Pero ¿hasta qué punto es relevante el compromiso de Verdi a la
hora de evaluar el impacto nacional de sus óperas, y en especial el
de las más tempranas? A decir verdad, y en opinión de muchos
historiadores, durante estos últimos años se ha restado importancia
a la intención del autor y ha cobrado mayor protagonismo la acogida
de sus obras por parte del público, al menos en el marco de la
música nacional. Según Axel Körner,
si un historiador trata de definir el significado de una ópera en el contexto
original de su acogida, no debería ni escucharla ni leer el libreto. Para
reconstruir la acogida original de la obra los historiadores deberían tratar de
olvidar todo lo que saben sobre ella y su tradición transmisora. Lo único que
debería ocupar a los historiadores sería la búsqueda de fuentes que revelen
cómo fue juzgada la obra original en su época 261 .

Como observa Körner, esto atañe sobre todo a la acogida que


tuvo en un primer momento el coro de «Va, pensiero» de Nabucco ,
que, como ya mencionamos, y hasta donde sabemos, no generó
especial entusiasmo o repercusión por parte de público alguno. La
temática de la ópera no era nueva, y el coro quizás quedase
eclipsado por la Profezia de Zaccaria, que se interpretaba
inmediatamente después. Solo a partir de 1848 se convertiría en
símbolo del renacer de Italia.
Estas afirmaciones han sido rebatidas en diversas ocasiones
tanto en un plano específico como de un modo más genérico. Unir el
coro a la profecía de Zaccaria animando a los judíos cautivos a
rebelarse contra sus opresores también podría interpretarse como
un modo de aumentar su importancia en vez de disminuirla. A su
vez, el conocimiento que el público tenía del tema no evitó que
Nabucco e I Lombardi, además de otras óperas tempranas de Verdi,
gozasen de una inmensa popularidad durante la década de 1840.
Por último, y esto quizá sea lo más importante, también podría
ponerse en tela de juicio por qué la reacción del público al escuchar
«Va, pensiero» se retrasó seis años, juzgándolo a largo plazo y en el
contexto de un trasfondo político determinado 262 .
En un plano más general, centrarse en cómo reaccionó el público
en un primer momento parece bastante restrictivo, y el
razonamiento, circular. De modo similar, podría argumentarse que la
acogida posterior es tan importante como la del público que acudió a
las primeras funciones. No tenemos más que pensar en los muchos
«fracasos» experimentados por obras literarias o musicales, sin
omitir algunas pinturas, tras ser leídas, escuchadas u observadas
por vez primera y que el paso del tiempo acaba convirtiendo en
canónicas. (Un buen ejemplo en el campo del arte lo encontramos
en la pintura de Constable La carreta de heno, del año 1822, que
solo se convertiría en icono del paisaje inglés —del sur— más tarde,
a lo largo del siglo XIX .) Por ejemplo, en el caso de La Battaglia di
Legnano la ópera fue un éxito rotundo en Roma en 1849, fracasó en
Bolonia en 1861 y volvió a tener éxito en Parma en 1862. Tampoco
deberíamos descartar por completo, como sugiere Körner, la
intención del autor. Al menos en el caso de Verdi hay una
coherencia en sus ideas sobre la nación que se expresa en muchas
de sus óperas, y que parece corresponderse con lo que demanda el
público, y todo ello a pesar de la constante injerencia de la censura
y de la necesidad de utilizar un «disfraz de época» para esquivarla.
A este respecto coincidía con muchos de sus contemporáneos, cuya
«movilidad histórica» incrementaba, más que disminuía, su mensaje
moral y su fuerza dramática. Lo que le interesaba a Verdi era, en la
medida de lo posible, componer óperas basadas en situaciones
cargadas de verdadero dramatismo, preferentemente situaciones
históricas, pero que, costase lo que costase, pudieran parecerles
reales tanto a él como a su público. Además, sus temas
característicos del parentesco, en especial la relación entre el padre
y la hija, el honor y el sacrificio por la patria se adaptan
especialmente a todas las ideologías nacionalistas de la época a lo
largo y ancho de Europa, si no forman incluso parte de ellas. Por
consiguiente, la acostumbrada superposición del amor romántico a
la devoción por la patria, tanto en Guillermo Tell de Rossini como en
las óperas de Verdi (aunque no es el caso de Aida), fue
comprendida a la perfección por el público italiano de la época 263 .
Sin lugar a dudas, Verdi creó música nacional en sus primeras
óperas, que ejercieron, y aún ejercen en la actualidad, una inmensa
influencia en el Risorgimento, en Italia e incluso más allá.

Conclusión
La creación musical de los mitos y leyendas nacionales tuvo un
inmenso atractivo tanto para nacionalistas como para compositores.
La lógica del exempla virtutis es evidente en las partituras basadas
en figuras como Lohengrin y Siegfried (Wagner), Libuše y Dalibor
(Smetana), Olaf Trygvason (Grieg), Caractacus (Elgar) y Alexander
Nevski (Prokofiev), cuyo heroísmo y sacrificio se presentan como
cualidades nacionales que deben emular los ciudadanos
contemporáneos. Estos proyectos musicales se utilizaron para
alentar una movilización vernácula de los ciudadanos, ya fuera de
modo directo, como en las actividades de recaudación de fondos en
Praga y Finlandia, o de modo indirecto, como en la acogida que
tuvieron las óperas de Wagner y Verdi. Pero, tal y como observamos
en los casos analizados, en la obra de algunos de los compositores
más célebres la relación entre el mito y la leyenda y la música
nacional es variada e intrincada, se resiste a ser interpretada
siguiendo patrones generales y está cargada de preocupaciones
filosóficas y estéticas además de nacionalistas. A Mussorgski le
inquietan el antiheroísmo y el fatalismo. Wagner aporta una fuerte
dosis de universalidad a sus mitos germanos: en origen, Siegfried
podría ser un héroe alemán, pero en el Anillo su propósito es el de
redimir al mundo. En Verdi, el sentimiento nacional y los héroes
históricos y legendarios van de la mano, pero sin superponerse
explícitamente, y sus lazos resultan obvios para el oyente
sensibilizado o para el familiarizado con una tradición interpretativa.
El mundo legendario del Kalevala de Sibelius es primitivo, rebosa
violencia, encantamientos y las fuerzas amorales de la naturaleza,
aunque al volver la vista retrospectivamente hacia una edad dorada
de la cultura finlandesa también resuenan con claridad los ecos de
las inquietudes del fin-de-siècle europeo. Estos músicos crearon los
materiales simbólicos del nacionalismo cultural a través de sus
visiones individuales y extraordinarias.

225 . Renan, Qu’est-ce qu’une nation?; en Hutchinson y Smith, Nationalism, p. 17.

226 . Ibíd., p. 19.

227 . Eichner, History in Mighty Sounds, caps. 1 y 2, pp. 253-272, 164-181.


228 . Cartas del 20 de diciembre de 1880 y el 17 de agosto de 1883, citadas en
Large, Smetana, pp. 215, 212.

229 . Ibíd., pp. 218-219; Tyrrell, Czech Opera, pp. 3-4, 140-143.

230 . Large, Smetana, pp. 211-212.

231 . Clapham, Smetana, pp. 100-101; Large, Smetana, pp. 224-229.

232 . Large, Smetana, p. 220.

233 . Beckerman, «In Search of Czechness in Music».

234 . Lauri Honko, «The Kalevala Process».

235 . Matti Huttunen, «The National Composer and the Idea of Finnishness:
Sibelius and the Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The
Cambridge Companion to Sibelius, p. 8.

236 . Glenda Dawn Goss, «Vienna and the Genesis of Kullervo: “Durchführung
zum Teufel!», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 22-31.

237 . Daniel M. Grimley, «The Tone Poems: Genre, Landscape and Structural
Perspective», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 96-99,
101-102; Stephen Downes, «Pastoral Idylls, Erotic Anxieties and Heroic
Subjectivities in Sibelius’ Lemminkäinen and the Maidens of the Island and First
Two Symphonies», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp.
35-37.

238 . Grimley, «The Tone Poems», pp. 103-105, 111-113.

239 . James A. Hepokoski, «Finlandia Awakens», en Grimley (ed.), The


Cambridge Companion to Sibelius, pp. 81-94.

240 . Maes, A History of Russian Music, pp. 182-184.

241 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 75-80.

242 . Maes, A History of Russian Music, pp. 101-107; Taruskin, Mussorgsky, pp.
244-249.

243 . Maes, A History of Russian Music, pp. 107-115; Caryl Emerson, The Life of
Mussorgsky (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), pp. 83-88; Taruskin,
Mussorgsky, pp. 249-280.
244 . Maes, A History of Russian Music, pp. 118-119; Nicolas Riasanovsky, A
History of Russia (Oxford: Oxford University Press, 1963), pp. 235-238.

245 . Emerson, The Life of Mussorgsky, p. 100, en cursiva en el original; Taruskin,


Mussorgsky, p. 314.

246 . Citado en Emerson, The Life of Mussorgsky, p. 102, en cursiva en el original;


Taruskin, Mussorgsky, p. 323.

247 . Emerson, The Life of Mussorgsky, pp. 17-20; Taruskin, Mussorgsky, pp. 222-
223.

248 . Rosamund Bartlett, «“Khovanshchina” in Context», en Batchelor y John


(eds.), Khovanshchina, p. 36.

249 . Gerard McBurney, «Mussorgsky’s New Music», en Batchelor y John (eds.),


Khovanshchina, pp. 21-29.

250 . George S. Williamson, The Longing for Myth in Germany: Religion and
Aesthetic Culture from Romanticism to Nietzsche (Chicago: University of Chicago
Press, 2004), pp. 1-13.

251 . Ibíd., cap. 2.

252 . Rudolph Sabor, Richard Wagner, Der Ring Des Nibelungen (Londres:
Phaidon Press, 1997), pp. 78-107.

253 . Salmi, Imagined Germany, p. 178.

254 . Ibíd., caps. 1 y 3; Williamson, The Longing for Myth in Germany, pp. 190-
204.

255 . Salmi, Imagined Germany , pp. 11-13.

256 . Derek Beales y Eugenio Biaggini, The Risorgimento and the Unification of
Italy, 2.ª ed. (Londres: Pearson, 2002), caps. 1-2, 4; Christopher Duggan, The
Force of Destiny: A History of Italy since 1796 (Londres: Penguin, 2008), cap. 4.

257 . Alex Körner y Lucy Riall, «Introduction: The New History of Risorgimento
Nationalism», Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 396-401; Lucy Riall,
«Nation, “Deep Images” and the Problem of Emotions», Nations and Nationalism
15/3 (2009), pp. 402-409.

258 . Roger Parker, Leonora’s Last Act: Essays in Verdian Discourse (Princeton:
Princeton University Press, 1997), cap. 2, esp. pp. 23, 24.
259 . Julian Budden, The Operas of Verdi, tomo 1, ed. revisada (Oxford:
Clarendon Press, 1992), pp. 27, 107, 132, 163, 397.

260 . Charles Osborne, The Complete Operas of Verdi (Londres: Indigo, 1997),
pp. 389-391, 307-309.

261 . Axel Körner, «The Risorgimento’s Literary Canon and the Aesthetics of
Reception: Some Methodological Considerations», Nations and Nationalism 15/3
(2009), p. 412.

262 . Philip Gossett, «Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento», Studia
Musicologica 52/1-4 (2011), pp. 241-257.

263 . Alberto Mario Banti, «Reply», Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 449-
453; Gossett, «Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento»; véase también
Rosenblum, Transformations in Late Eighteenth Century Art, caps. 1 y 2.
5 La música conmemorativa

Al dar comienzo el periodo que abarca la música nacional, y cuando


está ya a punto de concluir, dos obras corales destacan como claros
ejemplos de drama bíblico dentro del ciclo de celebración,
conmemoración y regeneración. La primera sería el oratorio de
Händel Israel en Egipto (1738-1739), relato sobre los sufrimientos
de los israelitas en Egipto y su milagrosa salvación de la mano de
Dios. La Parte I, que lleva por título «Lamentación de los israelitas a
la muerte de José», reutiliza un himno funerario a la muerte de la
reina Carolina en 1737 —«Los Caminos a Sion están llenos de
dolor»—, que en este caso modificaba sus palabras por: «Los hijos
de Israel están sumidos en el dolor». En la Parte II, a la
conmemoración le sigue una narrativa dramática que describe la
salvación de los israelitas y donde se detallan vivamente las diez
plagas divinas padecidas por los egipcios; mientras que la Parte III,
titulada «La canción de Moisés» (del Éxodo 15, 1-21), celebra la
salvación y la victoria sobre los egipcios en el mar Rojo y la recién
obtenida libertad de los israelitas. El coro se encarga de llevar el
peso del drama, transmitiendo el carácter, las tribulaciones y el
triunfo del pueblo de Israel a través de sus palabras. No es fácil
saber hasta qué punto el público identificaba la salvación de los
israelitas con la providencia de Gran Bretaña, porque el predominio
del coro y el uso de un texto sagrado como entretenimiento profano
tenían muchos detractores 264 .
La otra obra coral basada en un tema bíblico es El festín de
Baltasar (1931), compuesta casi dos siglos más tarde. En cierto
modo es una obra de carácter conmemorativo gracias al uso de un
narrador. Sin embargo, Walton también destaca el plano
conmemorativo en la primera parte, que comienza con la profecía de
Isaías sobre la perdición de Babilonia, y luego recuerda el llanto de
los israelitas en el Salmo 137, donde los niños de Israel cuelgan sus
arpas cerca de los ríos de Babilonia y lloran a su tierra ancestral y
sobre todo a Jerusalén, su mayor motivo de alegría. La segunda
parte proporciona vívidas descripciones de la gran ciudad de
Babilonia, su riqueza, sus diversos bienes y sus muchos dioses, con
colores y ritmos «bárbaros» apropiados. Con similar dramatismo se
relata vivamente el festín de Baltasar basado en el libro de Daniel
(capítulo 5), cuando aquel ordena restituir los tesoros saqueados del
templo de Jerusalén. Una pausa repentina mantiene al narrador
relatando la escritura en la pared y la profecía sobre su amargo
destino, que concluye con un «y aquella noche asesinaron al rey
Baltasar». Acto seguido, el coro canta el himno a la alegría israelita
por el triunfo y la libertad, basado en el Salmo 81.

Recuerdo y conmemoración
En estas obras y en muchas otras, el recuerdo desempeña un papel
importante. Se trata de recuerdos compartidos más que de
recuerdos individuales agregados, es decir, compartidos por una
comunidad histórica como elementos esenciales de sus tradiciones.
Mientras que una parte de estas partituras describen experiencias
inmediatas —las plagas, el festín de Baltasar—, otras están
centradas en un pasado compartido. En Israel en Egipto, los
israelitas lloran la muerte de José y la irremediable pérdida de la
alegría experimentada durante su vida, expresando el llanto
mediante una elegía funeraria; en El festín de Baltasar entonan un
canto fúnebre a la memoria de Sion, tierra de los israelitas de la que
han sido expulsados por Nabucodonosor, y sobre todo a la de
Jerusalén, en respuesta a la melancólica pregunta: «¿Cómo
podemos cantar la canción del Señor en tierra extraña?». En ambos
casos los recuerdos narran tiempos pasados y mejores, y dibujan un
cuadro generacional de una comunidad temporal e histórica,
incluyendo el espacio y recorriendo el tiempo. Obviamente, los
recuerdos se nublan y distorsionan; por eso, al basarse en
recuerdos alternativos de un pasado compartido, los mitos y las
tradiciones suelen diferir y a veces oponerse. Pero el efecto global
de los recuerdos compartidos refuerza los lazos de unión dentro de
la comunidad, a veces para forjarla, fundamentándola en los
recuerdos de la represión, como en el caso de los israelitas
esclavizados por los egipcios y sus homólogos ulteriores, también
cautivos de los babilonios. Desde luego podría argumentarse que
estos relatos dramáticos suministraban el modelo de idea y el perfil
de nación surgido a lo largo y ancho del mundo occidental 265 .
A medida que disminuyen los recuerdos de experiencias
recientes, se los suele reemplazar por memorias manuscritas,
codificadas en epopeyas, himnos y crónicas, y también en historias
más elaboradas, impersonales e integradas, como las de Heródoto y
Tucídides en la antigua Grecia y las de Elishe y Moses Korenatsi en
la Armenia del primer milenio 266 . Pero, por muy importantes que
sean estos escritos, para nuestros propósitos su influencia dentro de
la comunidad es menor que la ejercida por los ritos y ceremoniales
que ensayan los recuerdos escritos de la nación. Una vez
completamente desarrolladas, estas memorias manuscritas quedan
integradas en una versión aceptada y a menudo oficial de la
narrativa nacional desde sus orígenes hasta el presente, para acto
seguido ser expuestas y coreografiadas a través de un movimiento
individual y grupal, y mediante una simbología y unas tradiciones, en
ritos públicos de la nación cuidadosamente escenificados. Las
grandes fêtes de la Revolución francesa establecen el patrón (Fig.
5). Como vimos al referirnos a la música que acompañaba a las
fêtes en el capítulo 1, estos ritos son tanto de celebración como
conmemorativos, en el sentido más estricto de la triste reflexión
sobre la vida y la muerte de un modelo ejemplar de la nación.
Ciertamente, los ritos públicos que festejan y conmemoran a la
nación se yuxtaponen o incluso se entretejen para configurar un solo
relato dramático, reivindicando, en última instancia, el sentido del
sacrificio en nombre de la nación, la cual, a su vez, se regenera
simbólicamente a través de la participación de sus miembros en sus
ritos.
Fig. 5. Festival de la Federación en el Campo de Marte el 14 de julio de 1790,
grabado de I. S. Herman (Biblioteca Nacional de París).
© ACI / Bridgeman

Por lo tanto, al examinar la música conmemorativa es necesario


tener presente que la nación suele formar parte de un ciclo de
celebración, conmemoración y regeneración, incluso cuando en
algún que otro caso el orden pueda verse alterado, o alguno de
estos aspectos periódicos del simbolismo nacional se truncase.
Como veremos, la conmemoración, en su sentido más estricto de
dolor y luto respetuoso a través de elegías, marchas fúnebres y
lamentaciones, suele ser parte de un ciclo más amplio de
celebración y regeneración 267 .

Elementos musicales de la conmemoración ritual


Como hemos podido apreciar, los ritos conmemorativos remiten a
una narrativa nacional, y más concretamente al luto y la reflexión en
torno a los sacrificios generacionales en favor de la nación, como
destacaba Ernest Renan. Para tal fin, los elementos musicales que
forman parte integral del drama ritual y su simbolismo también
deben reflejar las diversas facetas y fases del drama. Aquí
podríamos distinguir tres tipos de elementos musicales que, por
separado o en conjunción, expresan la participación masiva que en
los dos últimos siglos ha pasado a ser característica principal de los
ritos de las naciones.

1. Desde los tiempos de los antiguos espartanos, cuando se


dice que los poemas de Tirteo animaban y disciplinaban a sus
soldados, las marchas o canciones de marcha han cumplido
un papel fundamental en el marco de los rituales públicos
conmemorativos. De hecho, las marchas suelen aparecer
durante las fases de celebración y regeneración del ciclo; de
ahí la frecuencia de grandes bandas militares y el predominio
de los instrumentos de viento (metales) y los tambores, que
expresan un sentir general que estimula el espíritu de
solidaridad y resolución que se enfatiza no solo en las marchas
militares del pasado sino también en los espectáculos
multitudinarios, como por ejemplo los de los nazis. Pero las
marchas y canciones con ritmos de marcha o semejantes
también se han convertido en elementos imprescindibles de los
rituales públicos compartidos de rememoración. Las marchas
solemnes solían acompañar a monarcas o grandes
personalidades públicas hacia su consagración definitiva y
entierro, sobre todo cuando estas eran militares de alto rango.
De ahí la importancia de las marchas fúnebres, que a ritmo
firme y pausado reflejan el paso marcial de soldados o
dolientes desfilando, y también de la atmósfera generalizada
de tristeza que a las autoridades les gusta alentar.

2. Las obras corales, los coros y los cantos multitudinarios


reflejan el espíritu del acontecimiento conmemorativo y dan
forma ritual al drama nacional. En este sentido son algo más
que meros acompañantes de los ritos. Los himnos, los cantos
religiosos y los coros, tanto cantados por el público como por
profesionales, cumplen la función de suscitar tanto recuerdos
personales como compartidos y de comentar y subrayar el
significado del acontecimiento en el drama de salvación
nacional. También pueden celebrar acontecimientos señalados
de la historia de la nación, como su independencia (Día de la
Independencia), la proclamación de una nueva constitución
(Día de la Constitución) o una revolución, como en el caso de
la conmemoración de la Toma de la Bastilla o la Revolución de
Octubre. Aunque estos acontecimientos pueden ser
declaradamente profanos, los elementos musicales suelen
remitirse a los ritos religiosos, especialmente a los himnos y las
procesiones. Esto se deriva del sentido atribuido a los
acontecimientos como parte de un drama de salvación
nacional en el que la nación reemplaza a los feligreses como
comunión política de ciudadanos con sus propios ritos,
símbolos, festividades y mártires 268 .

3. Por último, cabe mencionar las lamentaciones fúnebres y las


elegías, que son exclusivas de la fase conmemorativa del ciclo.
Ambas son lamentaciones individuales y compartidas,
conmemorativas de la muerte de grandes personalidades de la
nación o de multitudes de ciudadanos que han realizado el
«sacrificio supremo» en conflictos bélicos en nombre de la
nación, en especial durante las dos guerras mundiales. Las
ceremonias anuales del día de los caídos suelen incluir música
fúnebre destinada a otras ocasiones y con propósitos
totalmente profanos, ya sean mitológicos o abstractos,
elementos que serán reutilizados en el marco de los «ritos de
recuerdo» a los soldados caídos. Dicha música conmemorativa
suele ser lenta, solemne y majestuosa, y expresa la pasión de
esta parte de la ceremonia nacional. Con la ejecución de dicha
música también se pretende reflejar o afianzar los conceptos
de unidad nacional e igualdad entre los ciudadanos, a medida
que cada uno de ellos se va enfrentando a la realidad de la
pérdida o de la muerte. En muchos sentidos esta es el alma
del ritual público, incluso cuando las lamentaciones musicales
suenan cuando está a punto de dar comienzo la ceremonia
con la intención de generar un ambiente idóneo de majestuosa
solemnidad.

Esto nos plantea la interesante y oportuna pregunta de hasta qué


punto estos rituales públicos están simple y llanamente ideados por
las élites u otros actores o si por el contrario reflejan un apoyo
masivo y una efusión genuina del sentir nacional. No cabe duda de
que en algunos casos las ceremonias son el resultado de las
iniciativas y planes de una élite, y en especial cuando se trata de
estados recién fundados, sobre todo fuera de Europa, aunque
incluso en este caso se requiere de un público sensibilizado. Pero
en los estados de larga tradición las ceremonias han ido
evolucionando, normalmente a lo largo de décadas o siglos, aunque
también advertimos rituales públicos conmemorativos de nuevo
cuño. Los ejemplos de dramas rituales multitudinarios organizados
de forma autónoma son pocos y distantes entre sí: por ejemplo, los
dramas de los trabajadores soviéticos tras la Revolución Rusa o el
Thingspiel de la Alemania prenazi. La mayoría de la veces los
grupos organizados, sean los veteranos, el estado o la Iglesia, han
marcado las pautas de estos rituales públicos 269 .

La glorificación de los muertos


Tiene su origen en la ceremonia anual del British Remembrance Day
(Día del Recuerdo). El gobierno de turno y la British Legion (Legión
Británica) la instauraron en 1920, y representaba a los exmilitares
que sirvieron en el frente durante la Primera Guerra Mundial. El año
anterior, tanto en Paris como en Londres, y en respuesta a una
multitudinaria demanda generada por el sentimiento de dolor entre
las familias de ciudadanos que habían soportado la enorme pérdida
de sus seres queridos tanto en el frente occidental como en otros
lugares, se celebraron ceremonias de homenaje al soldado
desconocido y se erigieron precipitadamente catafalcos para los
desfiles de la victoria. Al contrario que la ceremonia británica, los
ritos franceses se combinaban con los festejos anuales de la Toma
de la Bastilla. Así pues, la celebración se impuso a la
conmemoración fúnebre. Dicha celebración comienza en París con
el encendido de la antorcha sobre la tumba del soldado desconocido
bajo el Arco de Triunfo, antes del gran desfile de soldados y
personalidades que se dirige de los Champs Élysées a la Place de
la Concorde, donde el presidente toma la palabra para hablar a los
ciudadanos y tiene lugar un desfile militar; el resto del día está
dedicado a jubilosas celebraciones por todo el territorio 270 . En
Gran Bretaña, la ceremonia del Día del Recuerdo tiene lugar en la
amplia vía pública de Whitehall, en pleno centro del gobierno,
elegida por su enorme capacidad para acoger a las previsibles
multitudes de ciudadanos. La ceremonia tiene lugar el domingo más
próximo al Día del Armisticio (11 de noviembre) y acuden la reina y
la realeza, al igual que políticos y demás personalidades, todos los
cuales depositan coronas de amapolas sobre los escalones del
mausoleo de Lutyen, un monumento geométrico abstracto ubicado
en pleno centro de Whitehall. Esto refleja la doble naturaleza del
ritual público: oficial y popular. La ceremonia en sí se divide en tres
partes: lamentos y marchas al son de los vientos (metales) de las
bandas militares, un oficio religioso ante las personalidades y una
marcha de veteranos con sus regimientos 271 .
Durante la primera parte, bandas multitudinarias de instrumentos
de viento (metales) interpretan marchas tales como «Heart of Oak»
y «Men of Harlech», pero también incluyen lamentos, elegías y
fragmentos de partituras clásicas, entre ellas «Rule Britannia», de
Arne. Quizá las elegías más conmovedoras sean el lamento de
Dido, de la conclusión de la ópera de Purcell Dido y Aeneas, y el
«Nimrod» de Elgar, un retrato de A. J. Jaeger, empleado de su
editora Novello, extraído de las Variaciones Enigma (1899) del
compositor. Se trata de un extracto lento, imponente y elocuente que
sigue formando parte inherente de tan señalada fecha y suele
interpretarse de forma independiente. (Irónicamente, Jaeger era
alemán, y rebosaba salud cuando Elgar compuso la pieza. Aun así,
la simplicidad de la melodía y su textura se prestan a un arreglo
para banda de instrumentos de viento metal y conciertos al aire
libre, e incluso el original para orquesta podría interpretarse como
una alusión a los modismos solemnes corales o de los metales.) En
conjunto, la música sombría y majestuosa abona el terreno para la
parte central y oficial de la ceremonia. Una vez que las
personalidades y la realeza se han situado alrededor del mausoleo,
el obispo de Londres celebra un breve y tradicional servicio religioso
cristiano, y la reina, la realeza y personalidades de diversa índole
colocan las coronas sobre los escalones del monumento. El
elemento musical se confía al canto de un himno, «O God, our help
in ages past», del «Old Hundredth Psalm», en el que el público se
une al coro. Luego las personalidades abandonan el mausoleo y
comienza la tercera parte, la dedicada al pueblo. Esto se convierte
en una marcha, pero no de soldados uniformados y armados, sino
de veteranos de gran cantidad de regimientos y compañías que
lucharon en las dos guerras mundiales, así como en otras más
recientes. Las bandas de instrumentos de viento metal vuelven a
tocar e interpretan la canción de marcha «A Long Way to Tipperary»
y otros clásicos de la guerra mundial, mientras cada regimiento
desfila por delante del mausoleo, saluda y entrega su corona. Esta
es la parte democrática de la ceremonia, que complementa pero
también contrarresta a la sección oficial. Mientras tanto, la música
de esta sección revela el espíritu de camaradería de los hombres y
mujeres que lucharon y sirvieron en las guerras y el orgullo por las
hazañas logradas. En el ejemplo británico podemos considerar la
primera parte como una conmemoración de la pérdida y el dolor, y la
segunda, como un acto de regeneración mediante el servicio
religioso cristiano y el himno para todos, mientras que la tercera
parte es más una celebración del solidario lazo de unión de la
nación, todo ello simbolizando una narrativa que se desplaza desde
la oscuridad hacia la luz con la esperanza de una reafirmación y una
regeneración nacionales obtenidas mediante un sacrificio inmenso.

Los precursores musicales


Pero la música no solo conmemoraba a la nación y a sus héroes en
los ritos anuales del recuerdo. En gran medida, hasta comienzos del
siglo XIX la música conmemorativa y las lamentaciones que solía
implicar se realizaba fundamentalmente en contextos eclesiásticos.
El ritual por el duelo tendía, hasta bien entrado el siglo XIX y
comienzos del XX , a confinarse a la liturgia católica, especialmente
a las misas de réquiem; en los Réquiems de Brahms, Verdi y Fauré
la conmemoración de los seres queridos a título individual queda
subsumida en un drama narrativo cristiano más amplio. A su vez,
nos topamos con lamentos individuales en escenarios operísticos,
lamentos que, como vimos en el caso británico, se extraen de su
contexto original y se trasladan a otro que poco tiene que ver. Este
sería el caso del célebre lamento de Dido en el Dido y Aeneas de
Purcell: el lamento por un individuo (ella misma) se convierte,
durante el Día del Recuerdo, en una elegía por la nación británica,
con Dido como materialización de la nación femenina. Todos estos
ejemplos de música conmemorativa tienen como objeto bien a un
individuo, bien al conjunto de la humanidad; carecen de
connotaciones cívicas, por no hablar de nacionales. Händel aparte,
esto vale prácticamente para toda la música del siglo XVIII . Incluso
cuando los ciudadanos empiezan a cobrar protagonismo en una
obra, como por ejemplo ocurre en la Misa de Nelson de Haydn,
prima fundamentalmente la celebración y no lo fúnebre o lo
nacional.
La música de Beethoven de las primeras décadas del siglo XIX ,
probablemente bajo la influencia de los compositores de la
Revolución francesa, da un paso crucial hacia la interpretación de
una música específicamente nacional y conmemorativa en las salas
de conciertos. Como muchos intelectuales alemanes que celebraron
la Revolución francesa influidos por sus ideales, Beethoven veía con
buenos ojos un nuevo republicanismo cívico francés y consideraba
que dichos valores pertenecían en gran medida a la humanidad en
su conjunto. Adoptó sus rituales de conmemoración y celebración
como marco natural para sus propias reflexiones sobre el héroe
liberado (en su ópera Leonore) y el héroe caído (en la Sinfonía
«Heroica»), y en la Quinta Sinfonía, en la obertura «Egmont» y en
otras obras.
La obertura «Egmont» (1808), que forma parte de su música
incidental para la obra dramática de Goethe sobre el tema, sigue la
estela de su heroísmo y dramatismo y utiliza la tonalidad de Fa
menor, que en el siglo XVIII se asociaba a la tragedia y la
lamentación. Su temática gira en torno a la muerte ejemplar del
conde Egmont durante la primera etapa de la rebelión holandesa
contra la represión ejercida por los Habsburgo españoles bajo el
yugo de Felipe II. En cierta medida, los ideales bíblicos calvinistas
inspiraron la revuelta, y esta adquiriría fuertes connotaciones
nacionales durante las décadas posteriores. Sin embargo, Egmont
murió como católico, como admitiría incluso el duque de Alba, el
comandante en jefe español, además de como leal súbdito del rey
de España. Aun así, el espectáculo público que supuso su
decapitación lo convirtió en mártir para la causa de los Países Bajos,
y más adelante en apóstol de la libertad y la resistencia. Fue esta
imagen, recogida en el drama de Goethe de estilo Sturm und Drang,
y no tanto la realidad más prosaica, la que inspiró la obertura
tempestuosa y desafiante de Beethoven. Además, este tipo de
mensajes caía en tierra fértil en la ciudad de Viena durante el
periodo napoleónico. A través de Egmont, Goethe transmite una
visión trascendental de la libertad al retratar al conde en prisión poco
antes de ser ejecutado. La estructura formal de la obertura de
Beethoven resulta extraordinaria. Se trata de la primera partitura de
un gran compositor en la forma sonata que deja atrás el principio
más elemental del estilo clásico de la sonata: la vuelta a la tónica en
la sección de la recapitulación del material presentado al principio
fuera de la tónica de la tonalidad. En la obertura «Egmont», el
segundo tema vuelve con una tonalidad carente de tónica, antes de
una sección más tenue y una pausa que Beethoven dijo que
representaba la muerte de Egmont. La tónica se recupera después
mediante una coda, esta vez transfigurada en Fa mayor, con la
música de la «Sinfonía de la victoria» del final de la música
incidental encarnando el triunfo definitivo de las fuerzas holandesas
y la consumación de los ideales de Egmont. Por consiguiente, la
obertura reemplaza la simetría formal clásica y la resolución tonal
con efectos de drama y narrativa. El mensaje de lo trascendental de
la muerte y su proyección resolutiva en el futuro anticipan la música
conmemorativa posterior en el ámbito de los géneros sinfónicos 272 .
Tan trágico y heroico, e incluso más oportuno e influyente, es el
ejemplo de la Sinfonía n.° 3 de Beethoven en Mi bemol mayor
(«Heroica», 1804). Si su primer movimiento, largo pero sólidamente
elaborado, posee un carácter épico, su segundo movimiento, una
imponente marcha fúnebre titulada «Marcia funèbre», es una
composición de heroísmo trágico cuyo modelo podría haber sido el
Hymne funèbre sur la mort du Général Hoche (1797) de Cherubini;
Beethoven sentía gran admiración por la obras del compositor
italiano. También podría haberle influido la marcha fúnebre en Do
mayor (la tonalidad de su movimiento) de la ópera de Ferdinando
Paer Achille, interpretada en Viena en 1801. Es más, Beethoven ya
había compuesto una «Marcia funebre per la morte d’un eroe» en su
Sonata para piano en La bemol mayor op. 26 (1801-1802). El
segundo movimiento de la «Heroica» sugiere un cortejo fúnebre
como tributo al héroe caído, con ritmos con puntillo semejantes a los
que pudiera interpretar un tambor y fanfarrias para los metales. La
música evoluciona gradualmente hacia un clímax trágico de
poderosa intensidad antes de menguar la casi paroxística expresión
de dolor abrumador, extinguiéndose a través de partes
fragmentadas del tema y sonidos susurrantes 273 .
Según la portada, la Sinfonía «Heroica» está dedicada a la
memoria de un gran hombre, de un «héroe». Recordemos que dicho
«héroe» (normalmente un varón, aunque no siempre) y el ideal
heroico eran elementos que se utilizaban frecuentemente en el
campo de las artes a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX ; a
partir de la década de 1750, o incluso antes, se retrataba a los
héroes griegos y romanos, y también a los modernos, que surgían
profusamente, realizando su exempla virtutis, mostrando valor o
generosidad, piedad o clemencia, pero sobre todo autosacrificio en
la batalla en nombre de su ciudad-estado o país. Basta con pensar
en los ritos funerarios por Voltaire en París en 1791 y por Marat en
1793 (véase capítulo 1) y en la audaz serie de pinturas clásicas de
Jacques-Louis David, que van desde El dolor y los lamentos de
Andrómaca sobre el cuerpo de Héctor (1783) y El juramento de los
Horacios (1785) hasta La muerte de Sócrates (1787) y Bruto (1789).
Posteriormente, bajo Napoleón, este estilo de imitación clásica
alcanzó su apogeo imperial en las artes y la moda, proporcionando
un contexto ideológico a las obras heroicas de Beethoven de este
periodo 274 .
La Sinfonía «Heroica», y en especial su segundo movimiento,
siguen claramente este patrón. Nos pide que seamos partícipes de
esta conmemoración y extremaunción de un «gran hombre» en una
elegía de gran envergadura y nobleza. En un principio, dicho gran
hombre era nada más y nada menos que Napoleón Bonaparte, cuyo
nombre figuraba en la primera página de la copia de la partitura de
Beethoven. Pero se dice que, cuando a finales de 1804 el primer
cónsul de Francia se autoproclamó emperador de los franceses —
escena memorablemente recogida por David—, Beethoven entró en
cólera y borró el nombre de Bonaparte de la primera página. La
versión que se publicó en 1806, «compuesta para honrar la memoria
de un gran hombre», no menciona a Bonaparte, y está dedicada al
príncipe Lobkowitz. Sea cual fuere la verdad de lo ocurrido, aquí la
conmemoración es individual y universal; en un verdadero estilo
romántico, el «gran hombre» es un hombre para la humanidad. Pero
también advertimos otro detalle: el componente patriótico del
republicanismo cívico. Está lejos de parecerse al nacionalismo
francés, y no digamos de la emergente versión völkisch alemana del
nacionalismo; aquí no hay elemento etnocultural, al menos para
Beethoven. (Con los mismos revolucionarios franceses, era
diferente; su patriotismo republicano cívico implicaba un fuerte
componente cultural, es decir, el uso del idioma francés, y más tarde
la selección de episodios destacados de su historia. La suya era una
misión por la libertad y la civilización francesa.) Del mismo modo, la
única ópera de Beethoven, Leonore (1806), basada en un libreto
que llevaba por título Leonore, ou L’Amour Conjugale, de Jean-
Nicolas Bouilly, y en concreto su versión final revisada, Fidelio
(1814), gira en torno al individuo y al heroísmo tanto de Florestán,
quien desde su calabozo se muestra como inocente víctima de la
injusticia opresora, como de su valiente, abnegada y rescatadora
esposa, Leonore, omitiéndose mención alguna a una comunidad
nacional específica 275 .
Durante la siguiente generación, la noción de la marcha fúnebre
se popularizó aún más entre los compositores. El Preludio op. 28 en
Do menor de Chopin y la introducción lenta a la Fantasía en Fa
menor op. 49 son marchas fúnebres, al igual que el tercer
movimiento central de su Sonata n.° 2 en Si bemol menor (1839),
cuya planificación, con su «Marcia funèbre», está en cierta medida
en deuda con el op. 26 de Beethoven. Pero se trata de obras
abstractas que podría parecer que no guardan relación alguna con
comunidad alguna. La dramática Grande Symphonie funèbre et
triomphale (1840), de Berlioz, encargada por el ministro de Interior
para la inauguración de la columna de la Bastilla durante las
celebraciones conmemorativas del décimo aniversario de la
Revolución de Julio, contiene una marcha fúnebre seguida de una
oración fúnebre y concluye en una apoteosis triunfante. La partitura
está escrita para una enorme banda de instrumentos de viento y
resucita el estilo monumental al aire libre del periodo revolucionario
francés 276 .
Uno de los primeros ejemplos más conocidos e influyentes de
lamento colectivo es el de los egipcios en la escena inaugural del
Mosé in Egitto (revisada en 1827) de Rossini. En este caso se
lamentan por la oscuridad que, invocada por Moisés bajo el manto
divino, envuelve la tierra, obligando al faraón a convocar al profeta
hebreo y liberando de este modo a los israelitas de su yugo. Esto va
emparejado con la célebre oración en la que el coro de israelitas,
liberados milagrosamente del mar Rojo, se unen a Moisés, Aaron y
Elcia para implorar a Dios que sea misericordioso con su pueblo. Se
convirtió en uno de los números colectivos más populares de
Rossini, con su melodía sencilla y oscilante, prototipo para los coros
compuestos por Verdi 277 . Pero no hubo coro que gozase de más
popularidad que el de los esclavos hebreos del acto III del Nabucco
(1842) de Verdi, en el que los versos de Solera siguen el modelo
bíblico (Salmo 137, otra vez). El coro, en gran medida al unísono,
responde, tal y como advertimos en el último capítulo, a los
sentimientos expresados en estos versos con una naturalidad
directa que estimuló de modo continuado a generaciones de
italianos. Dichos versos serían escogidos espontáneamente por las
miles de personas que acudieron al funeral de Verdi en 1901:
Va, pensiero, sull’ali dorate;
va, ti posa sui clivi, sui colli,
ove olezzano tepide e molli
l’aure dolci del suolo natal.
Del Giordano le rive saluta,
di Sionne le torri atterrate;
o mia patria si bella e perduta,
o membranza si cara e fatal 278 .

Sobre todo los dos últimos versos, con el repentino crescendo de


Verdi al comienzo de la frase, que expresan las penalidades del
pueblo que ha perdido su tierra e independencia, a largo plazo
tocarían la fibra sensible de los italianos oprimidos en su propia
tierra 279 .
La marcha fúnebre del Götterdämmerung de Wagner, que
acompaña al cortejo fúnebre de Siegfried, reanuda la tradición
conmemorativa sinfónica que instituiría Beethoven con su
transformación de las tradiciones revolucionarias francesas. Al igual
que las tempranas marchas fúnebres del siglo XIX , comienza y
concluye en una atmósfera sombría pero posee una sección central
más alegre en la tonalidad mayor de la tónica. Ciertamente es más
que una marcha: es un interludio orquestal minuciosamente
configurado entre escenas que aprovecha todas las técnicas
temáticas, armónicas y orquestales del ciclo del Anillo . Wagner
presenta un contraste extremo menor/mayor mediante una
orquestación monumental y un sonido muy metálico, de tal modo
que en cuestión de minutos pasa de la catástrofe y la desesperación
al júbilo. El giro hacia la tonalidad mayor representa lo
trascendental, e inequívocamente retrata la muerte del héroe como
un sacrificio redentor. La marcha fúnebre de Siegfried está en Do
menor, la misma tonalidad que la marcha fúnebre de la Sinfonía
«Heroica» de Beethoven, y el giro a la tónica mayor (Do mayor) no
solo recuerda ese movimiento sino también el finale de celebración
de la Quinta Sinfonía de Beethoven y la vuelta a Fa mayor en la
obertura «Egmont», precursora de la marcha de Siegfried por el
modo en que destaca la trascendencia de la muerte y el triunfo
futuro. La marcha fúnebre comienza con un motivo de «muerte» —
un acorde severo en Do menor que se repite en los metales—
seguido por el ambiente triste que transmite el motivo de los
«welsungos» para rememorar el linaje de Siegfried. Tras un
crescendo gradual, la transformación a Do mayor viene anunciada
por el motivo de la espada de Siegfried, Nothung, en presencia de
una versión monumental y transfigurada de la «muerte», que hace
su entrada en Do mayor. Le sigue el motivo original de Siegfried y la
transformación representada a través de la llamada de su trompa en
Do mayor, marcado por reiteraciones de la «muerte» transfigurada.
El clímax se desvanece y la marcha concluye con un talante
sombrío mientras el oyente vuelve a la realidad del drama actual.
Pero la música transmite un mensaje positivo e idealista: la muerte
del héroe es un sacrificio que tiene sentido para la comunidad, dado
que sus ideales trascienden su fallecimiento y viven en el pueblo
reunido en torno a un cuerpo. Debido a su estructura sinfónica
formal y a su instrumentación puramente orquestal, la marcha
fúnebre de Siegfried funciona perfectamente como obra
independiente para ser interpretada en salas de conciertos y muy
pronto adquiriría un estatus de icono. Los nazis la utilizaron para
celebraciones y retransmisiones conmemorativas radiadas, incluido
el anuncio de la muerte de Hitler en 1945, y años más tarde
resucitaría dentro del Nuevo Cine Alemán de la década de 1970 en
contextos conmemorativos nacionales, aunque de corte menos
patriótico 280 .
La conmemoración también supone un sello distintivo en algunas
obras de Liszt, empezando por sus Funérailles, subtitulada «Octubre
1849», año en que falleció Chopin y los austríacos ejecutaron a
trece generales húngaros tras el fracaso de la Revolución húngara
de 1848, acontecimientos que afectaron tremendamente a Liszt. La
partitura comienza con el estruendo de las campanas funerarias,
pero su tema principal hace uso de la «escala gitana» —Liszt
consideraba que la música romaní era la auténtica música
tradicional húngara— y de tresillos marciales en la mano izquierda
para rememorar la polonesa «Heroica» op. 53 de Chopin 281 . (Las
polonesas de Chopin, y en especial las que están en tonalidad
menor, heroicas y trágicas, suponen una tradición pianística
interpretativa con identidad propia.) También puede encontrarse una
marcha fúnebre conmemorativa titulada «Marche funèbre en
mémoire de Maximiliam I, Empereur de Mexique», una de las obras
correspondientes al tercer libro de los Années de pèleriage,
troisième année (publicado en 1883). A Liszt le produjo
consternación la ejecución de Maximiliano por las fuerzas
revolucionarias, y eso se refleja en el sombrío comienzo de la
marcha fúnebre, que solo se desvanece más tarde gracias a una
melodía optimista al estilo de una fanfarria que pone fin a la obra
con un toque triunfante. Le sigue otra pieza, «Sunt lacrimae rerum:
en mode hongrois» (1872), un lamento por la derrota de sus
compatriotas, los húngaros, en 1849, tras la Revolución de 1848,
cuyo título toma prestado de la Eneida de Virgilio y en el que utiliza
un modo húngaro que destaca el intervalo cromático del tritono 282 .
En el plano conmemorativo, las obras nacionales de Liszt de
mayor relieve no son las populares Rapsodias húngaras de
comienzos de la década de 1850 (al igual que algunas posteriores
de la década de 1880), sino sus Retratos históricos húngaros
(completados en 1885). Estos conmemoran a cuatro estadistas y,
dos poetas húngaros y al compositor y crítico Michael Mosonyi.
Stephan Szechenyi fundó la Academia Húngara de las Ciencias y
ocupó una cartera ministerial en 1848; su música retrata a un
hombre resolutivo. Joseph Eotvos, escritor y político, también ocupó
una cartera ministerial, y Liszt transmite el lado heroico y reflexivo
de su carácter. A Michael Vorosmarty, poeta y autor del poema
patriótico «Szozat», Liszt le dedica un tema principal de lento
desarrollo y que desemboca en un final beligerante, retratando a un
hombre astuto y de firmes convicciones. Una versión abreviada de
una «Trauermarsch», cuya disonancia implacable es su sello
distintivo, es la música que le dedica a Ladislaus Telecki, miembro
del partido Kossuth que se suicidaría más adelante. El también
ministro en 1848 Franz Deak ayudó a formular el acuerdo entre
Hungría y el Austria de Francisco José, y Liszt le dedica una
jactanciosa marcha cuya partitura termina con una fanfarria
triunfante. Para el célebre poeta y líder del movimiento juvenil de
marzo en 1848 Alexander Petofi compuso una música lírica y
elegíaca, aunque también se inclina hacia la grandeza trágica. Por
último, la marcha fúnebre de Michael Mosonyi, con su grandioso
punto culminante y una solemnidad pausada ya a punto de concluir
la pieza, redondea estos retratos musicales conmemorativos de la
tierra natal del compositor, expresando de este modo su pasión y
admiración por estas figuras de relieve 283 . Kossuth, el temprano
poema sinfónico de Bartók sobre el político revolucionario húngaro,
vuelve sobre las piezas de Liszt, con una descripción del liderazgo
del Kossuth que finaliza con una marcha fúnebre.

Sacrificio y triunfo en Rusia


Los ideales de resistencia y sacrificio, acompañados del sentido de
la pérdida y el duelo, poseen una larga historia en Rusia. Esto salta
a la vista en las óperas de Mussorgski y en sus Cantos y danzas de
la muerte (1875-1877). El llanto del santo tonto en la escena final del
bosque cerca de Kromy en la segunda versión de Boris Godunov
(1872-1874) quizá sea el canto fúnebre por la Madre Rusia más
explícito que exista, solo comparable con los lamentos
autocompasivos de los mosqueteros Streltsii en Khovanshchina
(1874-1881), pero da la impresión que la ópera, de principio a fin, es
una letanía de aflicciones de la Santa Madre Rusia que solo puede
concluir con una salida colectiva de la historia misma. Hay otras
piezas conmemorativas de finales del siglo XIX , como el elegíaco
Trío para piano en La menor (1882) de Chaikovski, en memoria de
Nikolai Rubinstein, y el movimiento final de su última obra, la
Sinfonía n.° 6 en Si menor («Pathetique», 1893), ambas elegías a
individuos o a la humanidad, pero sin connotación nacional alguna.
En Rusia debemos esperar hasta los acontecimientos que
conducen a la Segunda Guerra Mundial y a su transcurso para
toparnos con elegías y conmemoraciones que combinan lo
individual con el duelo nacional y la pérdida con la celebración.
Durante la década de 1930, es decir, hasta el pacto germano-
soviético de 1939, la Rusia de Stalin se oponía radicalmente al
fascismo de Hitler. Fue en este ambiente político en el que Sergei
Eisenstein, con objeto de reconstruir su carrera, eligió para una de
sus películas el tema de Alexander Nevski (1938), el célebre
episodio de la historia de Rusia en el que el heroico príncipe de
Novgorod, a pesar de estar sometido a la Horda Dorada tártara,
organizó una icónica resistencia a la invasión de los caballeros
teutones en 1242. La escasez de relatos históricos rusos y de otras
fuentes ha permitido interpretar con mucha libertad dichos
acontecimientos, pero las restricciones ideológicas de la década de
1930 sirvieron de contrapeso. Fue necesario desdibujar la línea
entre la historia rusa y la soviética, y se retrató a Nevski como un
protocomunista y nacionalista ruso. Además, no cabía duda alguna
respecto a la relación entre los caballeros teutones del Medievo y
los nazis. A estos últimos Einsenstein les proporcionó una
indumentaria con rasgos animales, e hizo que se comportaran como
bestias para enfatizar su barbarie y subrayar su diferencia radical
con los rostros individuales y los actos cargados de humanidad de
los rusos. La música de Prokofiev se encargaría de destacarlo de tal
modo que representase a unos teutones temibles y amenazadores y
a unos rusos heroicos y alegres. La pieza central era la
extraordinaria batalla sobre el helado lago Peipus, muestra de la
perfecta fusión entre el cine y la música. Se filmó en plena ola de
calor en una pradera a las afueras de Moscú, sobre asfalto triturado,
cristales y arena blanca. En esta secuencia observamos la conocida
carga de formación en cuña de los caballeros alemanes y su
contención por parte de unos defensores rusos rodeados.
Advertimos al gran maestre de los caballeros derrotado en combate
singular frente a Alexander y con el hielo agrietándose más adelante
bajo el peso de los caballeros, que huyen con sus pesadas
armaduras. Una vez ganada la batalla, la heroína Olga busca a su
amado ruso entre los muertos y moribundos, mientras entona el
lamento por las víctimas de la masacre, «responded, halcones
brillantes», sobre una pradera llena de cadáveres, conmemorando
de este modo su heroísmo y sacrificio por la nación; su lamento
recuerda el de Yaroslavna por su marido en el acto IV del Príncipe
Igor de Borodin. Su acto solitario de triste conmemoración se
enmarca dentro del ciclo habitual: la batalla representa la
regeneración y después se interpreta el himno ruso a la victoria en
señal de celebración tras escucharse el lamento. El resultado
satisfizo a Stalin, y la película, que se estrenó en multitud de salas,
tuvo un éxito enorme en toda la Unión Soviética. Poco después
Prokofiev arregló la música transformándola en una cantata que
sería interpretada por separado, y cuando la obra fue repuesta en
1942 supuso un eficaz grito de guerra durante la Gran Guerra
Patriótica, celebrándose un concierto extraordinario con la obra
íntegra el 5 de abril, fecha conmemorativa del setecientos
aniversario de la batalla sobre el hielo 284 .
La Sinfonía n.° 5 (1937) de Shostakovich tuvo un trato similar, al
igual que la Sinfonía n.° 7 («Leningrado», 1941). Tras ser
oficialmente criticado por su obra en 1936, Shostakovich adoptó la
forma heroica clásica del realismo socialista, tan solicitada por el
Partido. Su visión global en la Quinta Sinfonía atañía a la formación
de la personalidad en el contexto de la sociedad, pero dicha visión
compartía tragedia y optimismo a la par. Durante el Largo, en su
estreno el día 21 de noviembre de 1937, parte del público lloró, al
parecer debido a los sufrimientos padecidos por el pueblo. La
música triste contenía ecos disfrazados del réquiem ortodoxo ruso y
de preludios sinfónicos compuestos a la memoria de los muertos. En
el último movimiento, la explosión de alegría que exigía la política
oficial en el campo de las artes se ve limitada por fragmentos
disonantes que expresan el inevitable sufrimiento humano que trae
el progreso. Suele darse por hecho que en un momento
determinado Shostakovich ironiza respecto al final triunfante de la
obra, sugiriendo auditivamente la brutalidad en vez de, o al igual
que, la celebración. El clasicismo heroico de la forma sinfónica
tradicional, de cuatro movimientos y con un planteamiento de menor
a mayor —con el esquema Re menor a Re mayor imitando la
Novena Sinfonía de Beethoven—, inevitablemente despliega un
proceso regenerativo, aunque en realidad es discutible que el
compositor comulgase con dicho planteamiento a pies juntillas 285 .
Para la Séptima Sinfonía Shostakovich revive nuevamente el
formato clásico de los cuatro movimientos, en esta ocasión
mediante el complejo tonal Do menor/Do mayor de la otra sinfonía
en tonalidad menor de Beethoven, su Quinta, dotando a cada
movimiento de un título: «Guerra», «Recuerdo», «La inmensidad de
la patria» y «Victoria». Más adelante decidió suprimir dichos
encabezamientos de la partitura, pero permitió que el público tuviese
conocimiento de ellos. El celebrado tema de la marcha y sus once
variaciones correspondientes al primer movimiento, con una energía
que va en aumento y un acompañamiento con ritmos repetitivos de
caja, suelen interpretarse como expresión del avance del ejército
alemán y su terror destructor; a pesar de que gran parte de la
sinfonía se concibió antes de la invasión alemana de Rusia, fue
completada durante el largo sitio de Leningrado. Shostakovich
afirmó que el núcleo del primer movimiento no era la marcha en sí,
sino lo que llamó la «marcha fúnebre» o sección del «réquiem» que
le seguía, donde el tema principal del movimiento vuelve con un
monumental tutti en Do menor, en contraste con su presentación
inicial en Do mayor, y desemboca en una serie de melancólicos
solos de las maderas que concluyen con una sección extraña y
templada, con un solo de fagot con acompañamiento ostinato a
tiempo séptuple que sugiere un lamento triste (Ej. 5.1). La sinfonía
utiliza fanfarrias y motivos folclóricos y pastorales, al igual que
agresivos timbales para diferenciar a los rusos de sus enemigos,
con un movimiento lento reflexivo al retratar el sitio de Leningrado.
En este caso el esquema de conmemoración y celebración clásico
posee forma sinfónica. La obra no tardaría en ser aclamada por el
pueblo ruso y el público internacional por igual. Sin embargo, el
grado de implicación doctrinaria de Shostakovich en el inmenso
triunfo del finale y su aparente conclusión celebratoria en Do mayor
vuelven a ser discutibles 286 .
El público también reaccionó con entusiasmo ante el movimiento
lento de la Sonata para piano n.° 7 (1942) de Prokofiev. Aunque fue
Sviatoslav Richter quien la interpretó por vez primera a comienzos
de 1943, muchos de sus temas ya se habían bosquejado en 1939.
Aun así, en el marco de sufrimiento y angustia de las purgas y la
Gran Guerra Patriótica, el movimiento lento, con su melodía
inaugural derivada del «Wehmuth» («Tristeza») del Liederkreis op.
39 de Schumann, canción que nos habla de la tristeza que se oculta
en el corazón, demostró ser tremendamente popular entre el
público, al igual que el estimulante finale , otra pieza a tiempo
séxtuple 287 .
Ej. 5.1 Shostakovich, Sinfonía n.° 7 («Leningrado»), primer movimiento
(reducción), fig. 60+3-fig. 61+6.
© Copyright by Boosey & Hawkes Music Publishers Ltd. For the UK, British
Commonwealth (excluding Canada) and Eire.

Celebración y conmemoración en Gran Bretaña


En el caso de Gran Bretaña durante los siglos XVIII y XIX , la
conmemoración estaba ligada musicalmente de forma estrecha a la
celebración mediante la regeneración, aunque predominasen
indistintamente la una o la otra dependiendo de la naturaleza del
acontecimiento o acontecimientos y de la fuente conmemorativa,
pública o privada. Las causas hay que buscarlas fundamentalmente
en los dominios de la religión y la política. La amenaza era un factor
clave necesario para reforzar la religión estatal anglicana frente a
quienes se consideraban católicos o estuardos, siempre al acecho, y
resultaba crucial a la hora de forjar una identidad protestante que
configurase la recién formada «Gran Bretaña» (tras su unión con
Escocia en 1707), como ocurrió con los modernos israelitas que se
resistieron a ser esclavizados por los egipcios. Más importante aún
era el papel dominante desempeñado por la monarquía en la capital
del reino: los ritos fúnebres conmemorativos por la muerte del rey
daban paso automáticamente a los rituales para celebrar la
coronación del sucesor o sucesora, a quien se consideraba la
encarnación del renacimiento y regeneración del reinado y de la
nación. Debido a los lazos tan estrechos existentes en Gran Bretaña
entre la monarquía, el estado y la nación, no debería sorprendernos
la fecha relativamente temprana de la producción musical de estos
rituales o su uso continuado, en especial en vista del prestigio de
compositores como Purcell o Händel; los cuatro himnos compuestos
por este último para la ceremonia de coronación de Jorge II en 1727
se encuentran entre la obras más célebres del compositor, y una de
ellas, Zadok, the Priest (Zadok, el sacerdote), lleva interpretándose
en todas las coronaciones desde dicha fecha 288 .
Con el paso del tiempo, la música de celebración y
conmemoración de Händel la utilizaría el estado para otras
ocasiones: la «Marcha fúnebre» de su oratorio Saúl se interpretó
durante la conmemoración del veinte aniversario de su muerte en
1784, al igual que durante el cortejo fúnebre de Nelson en su
trayecto hacia la catedral de San Pablo en enero de 1806. Obras
posteriores de celebración y de carácter religioso son «I was glad»,
de Hubert Parry, al igual que su musicalización del extático poema
de William Blake conocido popularmente como «Jerusalem», que ha
alcanzado el estatus de segundo himno nacional con carácter
informal. En cuanto a popularidad, solo compite con las estrofas
triunfales de «Land of Hope and Glory», con texto de A. C. Benson y
extraído de la Coronation Ode (1902), de Elgar, partitura compuesta
para la coronación de Eduardo VII y cuya melodía apareció primero
en su «Pompa y circunstancia», Marcha n.° 1 (1901). Las marchas
orquestales de Elgar eran fundamentales para la tradición moderna
británica, empezando con la Marcha imperial por el Jubileo de
Diamante de la reina Victoria, seguida por la «Marcha triunfal» de
Caractacus, las cinco marchas de Pompa y circunstancia (1901-
1930) y la más oscura Coronation March (1911). Esta tradición de
celebración secular regia se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX
con la marcha solemne de Walton Crown Imperial (1937) para la
coronación de Jorge VI, al igual que con su más alegre y eufórica
Orbe and Sceptre (Orbe y cetro), compuesta para la coronación de
la reina Isabel II (1953). El compositor afirmaba que los títulos de las
marchas rememoraban unos versos del Enrique V de Shakespeare:
No es el bálsamo, el cetro y la borla,
la espada, el mazo, la corona imperial,
la túnica entretejida de oro y perlas…

Más que ningún otro compositor de música clásica, Elgar creó un


estilo personal dentro del vocabulario musical del ciclo
conmemorativo: marchas rápidas, marchas fúnebres, elegías,
lamentos, corales solemnes. Sin exagerar demasiado, podría
afirmarse que gran parte de su obra abarca toda una serie de
fragmentos con diversos grados de compleción que proceden del
ciclo conmemorativo. Van desde afirmaciones explícitamente
patrióticas como la cantata The Banner of St. George (La bandera
de San Jorge), compuesta para las celebraciones del Jubileo de
Diamante de la reina Victoria en 1897, hasta sus piezas sinfónicas
más sutiles y abstractas para sala de concierto. Caractacus (1898)
contiene una «marcha triunfal» para las legiones victoriosas que
desfilan a través de Roma, el lamento de Caractacus «Oh, mis
guerreros» por sus compatriotas caídos y el patriótico coro final que
canta el himno al Imperio Británico, y todo ello junto a elementos
pastorales, paisajes de la patria e historia nacional. La síntesis del
patriotismo británico y el poderío de la antigua Roma en el moderno
Imperio Británico confirma la regeneración de la nación a través del
sacrificio de los viejos guerreros. En obras posteriores, Elgar añadió
un toque triste a su noble expresión, algo que W. B. Yeats llamó
«heroica melancolía». Un ejemplo temprano de este enfoque es el
fragmento de la melodía «Land of Hope and Glory» («Tierra de
esperanza y gloria») que aparece al final del primer movimiento de
su Coronation Ode, con su lenta y suave introducción que sugiere
un sonido lejano que aumenta gradual y emotivamente para volver a
desvanecerse. En la Sinfonía n.° 1 de Elgar (1908), el motivo del
tema de apertura es la melodía de una canción de marcha diatónica
en su estilo ceremonial, que reaparece a lo largo de la obra y
concluye triunfalmente. El segundo movimiento es una marcha
rápida, y el adagio del tercer movimiento tiene un perfil noble pero
profundamente elegíaco. También encontramos una marcha rápida,
una elegía y un lamento en esa despedida que supone su Concierto
para Violonchelo (1919), la última gran obra de Elgar.
Entre su música sinfónica, la más cautivadora reelaboración del
ciclo conmemorativo de Elgar la hallamos en su Sinfonía n.° 2 en Mi
bemol mayor (1911). El larghetto del segundo movimiento es una
magnífica y sombría marcha fúnebre, mientras que el finale contiene
marchas de celebración y largos fragmentos de esplendor
ceremonial. Dentro del repertorio de la música inglesa, esta sinfonía
ha logrado un estatus semimítico como elegía de la época
eduardiana y como visión de un futuro oscuro, expresado incluso
antes de que la guerra fuera inevitable o antes de que todo el
mundo la esperara; escuchamos cómo su combinación de
magnificencia y poderosa energía confluye para transmitir las dudas
y ansiedades ocultas del mismo Elgar y de sus contemporáneos. La
sinfonía está dedicada a la memoria del rey Eduardo VII, que moriría
durante el transcurso de la elaboración de dicha obra, aunque Elgar
negaba que la marcha fúnebre conmemorase al rey o (de modo
poco convincente) incluso que se tratase de una marcha fúnebre
propiamente dicha. Como sinfonía romántica tardía en Mi bemol
mayor, y siguiendo la tradición de la «Heroica» de Beethoven
(directamente hasta la marcha fúnebre en Do menor) —junto con la
Sinfonía «Renana» de Schumann, a la que alude al comienzo y en
otro fragmento de la partitura, además de la Sinfonía «Romántica»
de Bruckner—, se enmarca en la tradición de la música sinfónica
nacional alemana conmemorativa, alusiva al paisaje de la patria y a
la historia nacional (véase el capítulo 2). El solemne movimiento de
la catedral de Colonia de Schumann, al igual que la Sinfonía
«Heroica» de Beethoven, resuenan en el segundo movimiento de la
Sinfonía n.° 2 de Elgar, aunque su modelo más inmediato sea otra
pieza en Do menor, la marcha fúnebre de Siegfried del
Götterdämmerung de Wagner. El tema principal de Elgar recuerda al
motivo de Siegfried, y en dos ocasiones el movimiento mismo llega
a su punto culminante de tonalidad mayor transfigurada en el que
una orquestación metálica, y en especial el motivo con un sonido de
trompeta, que va aumentando su intensidad, rememora la aparición
en la tonalidad de Do mayor del motivo de la «espada» de la marcha
de Wagner. La escala y la orquestación son wagnerianas, y el
contraste radical entre el oscuro comienzo y el punto culminante nos
recuerda al del Götterdämmerung. La vuelta al tema principal viene
acompañada por una sinuosa melodía del oboe que representa una
voz individual llorando la pérdida, último elemento distintivo del
vocabulario conmemorativo. Si Caractacus desarrolla el ciclo
conmemorativo de un modo sumamente concreto, algunos de los
elementos de la Sinfonía n.° 2 pueden considerarse una fantasía
ensoñadora, de tremenda subjetividad y a veces incluso
sobreexcitación.
Una obra más explícitamente conmemorativa que desarrolla y se
beneficia del vocabulario de Elgar es la cantata The Spirit of
England (El espíritu de Inglaterra) (1917). En enero de 1915, a los
cinco meses del estallido de la Primera Guerra Mundial, el amigo del
compositor Sidney Colvin le sugirió que compusiese un «Réquiem
por los muertos» y mencionó el poema de Laurence Binyon «For the
Fallen» («A los caídos»). Elgar seleccionó este y otros dos poemas
de Binyon, «The Fourth of August» («El cuatro de agosto») y «To
Women» («A las mujeres»), todos ellos publicados en agosto de
1914, justo después del estallido de la guerra, y posteriormente
incorporados a una colección titulada The Winnowing-Fan (El
aventador) . «For the Fallen» incluye el célebre cuarteto de Binyon
«They shall not grow old…» («No envejecerán…»), que más
adelante se recitaría en innumerables oficios religiosos del Día del
Recuerdo y sería esculpido en monumentos conmemorativos
británicos. Para el uso popular y oficial de «For the Fallen», Elgar
efectuó un arreglo reducido, con cambios y sin la sección para la
soprano solista, titulado «With Proud Thanksgiving» («Una orgullosa
acción de gracias»), que en un principio se compuso para banda
militar o de instrumentos de viento metal con intención de que fuese
ejecutado durante la inauguración del cenotafio de Whitehall en
1919 y durante el homenaje al soldado desconocido en la abadía de
Westminster en 1920. Aunque no llegó a interpretarse durante dicha
inauguración, el original «For the Fallen» se convirtió en el soporte
de las retransmisiones de la BBC para el Día del Armisticio en sus
primeros años. En 1933 el biógrafo de Elgar, Basil Maine, escribió
que «The Spirit of England se convirtió en un monumento
conmemorativo nacional al que acude instintivamente mucha gente
cada año durante el Día del Recuerdo» 289 . «Fourth of August»
comienza con idealismo y patriotismo, pero pronto vira hacia
analogías religiosas al final de la primera estrofa y en la última:
Ahora en tu esplendor ve antes que nosotros,
espíritu de Inglaterra, ojos ardientes,
despierta esta querida tierra que nos vio nacer
en la hora del peligro purificado.
¡Resiste, oh tierra! Y tú, ya despierto,
purgado por este temible aventador,
oh, maltratada, indomable, impertérrita
alma de hombre que sufre por Dios.

El espíritu de Inglaterra se «purga» y «purifica» en las imágenes


que el católico Elgar identifica como purgantes; de hecho, su
partitura alude a toda una serie de fragmentos de su oratorio The
Dream of Gerontius (El sueño de Geronte) (1900), con texto de
Cardinal Newman sobre la temática de la muerte, el juicio y el
purgatorio, confirmando la tendencia de las composiciones
conmemorativas a beneficiarse del lenguaje de la música sacra. Tal
y como destaca Rachel Cowgill, en los versos de Binyon «la guerra
no solo se presenta como una lucha entre el bien y el mal, sino
como purgatorio del espíritu de los ingleses, para quienes se
requiere un autosacrificio como garante de la limpieza, el
renacimiento y la salvación de Europa» 290 . Binyon refleja esta
noción en la imagen del aventador, la herramienta que separa el
trigo de la paja. La partitura de Elgar para el verso final alude al
momento de la muerte en Geronte («Novissima hora est») y
transforma el talante patriótico original del tema del «Spirit of
England» en reflexivo e incluso trascendental, sugiriendo un instante
de comunión. Aunque concluye con una declaración religiosa, esta
comunión, más que triunfalista, es tierna y triste.
El magnífico punto culminante, cercano a la conclusión, de «For
the Fallen» forma parte de una tradición de ademanes
trascendentes y regeneradores que encontramos en Wagner, en las
primeras obras de Elgar y en la tendencia generalizada a la
apoteosis sinfónica que se impuso durante el siglo XIX . Pero el
movimiento se apoya en una armonía sumamente cromática y evita
una afirmación directa. El cromatismo de Elgar se intensifica y la
música evita definir con claridad una dirección armónica
determinada (Ej. 5.2) con la llegada de la frase «They shall not grow
old as we that are left grow old» («No envejecerán mientras los que
permanecemos sí lo haremos»). Incluso la apoteosis se atenúa
debido al cromatismo y a la deriva descendente en las secuencias
de Elgar y a la suave alternancia de las tríadas en La mayor y La
menor en los compases finales, por lo que la obra concluye de un
modo emocionalmente ambiguo. Escuchar «For the Fallen» debió
de ser una experiencia catártica para sus primeras audiencias, pero
ofrece una comunión esquiva y es discutible que el espíritu de
Inglaterra se hubiese reimplantado exitosamente en la comunidad.
Aun así, es indudable que Elgar creó una obra que durante un
tiempo expresó en los años de la posguerra el duelo de miles de
personas mientras trataban de continuar con sus vidas 291 .
Los aspectos pastorales y místicos de la tradición conmemorativa
británica, comenzando por Housman y los poetas de la Gran
Bretaña de Jorge V en literatura y Elgar en música, y continuando
con el simbolismo de la amapola durante el Día del Recuerdo, hallan
una nueva síntesis musical en dos obras de Vaughan Williams: A
Pastoral Symphony (Una sinfonía pastoral) (1922) y la Sinfonía n.° 5
en Re mayor (1943). Ninguna de las dos obras es explícitamente
conmemorativa, y ambas evitan concienzudamente cualquier
expresión directa de aserción, triunfo y violencia que pudiera
asociarse con la guerra, pero sí se benefician del vocabulario
conmemorativo, y los críticos afines siempre las han considerado
una expresión de la experiencia bélica. En 1938 Vaughan Williams
afirmaba que A Pastoral Symphony tenía menos que ver con los
pintorescos campos ingleses que con los paisajes franceses que
recordaba de su estancia en Francia como enfermero auxiliar.
Ambas sinfonías comparten su mundo expresivo con la música para
la casi operística «alegoría» sobre la obra de John Bunyan The
Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino), que se centra en el
esfuerzo individual, el sufrimiento, la muerte y la resurrección.
Ej. 5.2 Elgar, «For the Fallen» (The Spirit of England) (reducción), fig. 19-fig. 22.
Ej. 5.2 Continuación
Ej. 5.2 Continuación

Con su Pastoral Symphony, Vaughan Williams somete a una


revisión radical al género de la sinfonía: el modo pastoral ya no se
limita a un interludio, ni es un locus amoenus dentro de un viaje más
amplio o un escenario idílico para una pieza breve o un poema
sinfónico, sino que impregna la totalidad de una obra en cuatro
movimientos de un tipo que normalmente se asocia con los modos
épicos y heroicos. Lo cierto es que el propósito tiene sentido si
aceptamos el hecho de que para Vaughan Williams la experiencia
en tiempo de guerra y su significado solo podían ser transmitidos
con autenticidad a través de este código pastoral, sin una
declaración obvia. Tres de los movimientos son lentos, incluso los
dos externos, ubicaciones donde normalmente se despliega la
«acción» sinfónica. Destacan los solos de las maderas; las
melodías, en gran medida modales aunque a veces pentatónicas,
son canciones tradicionales estilizadas. La armonía depende
considerablemente de tríadas paralelas y evita el uso de armonía
«direccional» de «notas sensibles» y el tipo de cromatismo
romántico. A este respecto, la Pastoral Symphony continúa e
intensifica la tradición de la música sinfónica influida por las
canciones tradicionales, del mismo modo que evita el desarrollo
motívico (secuencia, fragmentación) favoreciendo una sucesión de
melodías completas e interrelacionadas. La forma es fluida: los
límites estructurales suelen ocultarse. Una combinación de
influencias estilísticas inglesas y francesas (estilizaciones de
canciones tradicionales inglesas junto con Fauré, Debussy y Ravel)
traza un paralelismo implícito entre los paisajes franceses e
ingleses.
En puntos clave de la Pastoral Symphony surge, fugaz pero
inconfundiblemente, un vocabulario conmemorativo. Hacia la
conclusión del primer movimiento el motivo inaugural del tema
principal se transforma en una canción de marcha en tonalidad
mayor armónicamente estable, sugiriéndose el repicar de
campanas, acompañada por una orquestación tremendamente
enérgica para el movimiento en su conjunto. En algunas
interpretaciones este fragmento suena como un final heroico
preconcebido, el objetivo convencional de los finales de un
movimiento sinfónico rápido. Al final se rompe y se diluye por
completo. En el núcleo del movimiento lento advertimos un solo
ambiental para trompeta natural (sin pistones) en Mi bemol que
interpreta el intervalo acústico de séptima (desafinando) con
alteración de bemol, del cual Vaughan Williams afirmaba que se
inspiraba en el recuerdo de un corneta del ejército que siempre
fallaba la octava (Ej. 5.3). El finale comienza con una larga cantilena
sin palabras para soprano entre bastidores, sobre un suave redoble
de timbales: un lamento en la lejanía. Este tema se retoma en la
sección central del movimiento, para concluir con un tremendo
estallido orquestal al unísono. La sinfonía termina con una vuelta a
la versión de la soprano entre bastidores, para desvanecerse en el
vacío. Por si en este caso concreto hubiese dudas respecto a la
relación entre la muerte y lo pastoril, su asociación podría
confirmarse en la escena operística titulada The Sheperds of the
Delectable Mountains (Los pastores de las montañas deliciosas)
(1922), que Vaughan Williams concluiría poco después de la
sinfonía, una etapa temprana de su más ambicioso proyecto, The
Pilgrim’s Progress. Esta escena pastoral de Bunyan describe los
preparativos del peregrino para la etapa final de su viaje y su muerte
y resurrección mientras cruza el río en dirección a la Ciudad
Celestial. El ambiente tranquilo, la modalidad y las tríadas paralelas
son semejantes a las de la sinfonía, y la forma melódica es similar
en todo; en concreto, la entrada de la viola solista recuerda a la
cantilena de la soprano en el finale de la sinfonía. La caída del
peregrino a las aguas va seguida de la llamada de la trompeta entre
bastidores, de aleluyas y del insistente repicar de campanas por la
resurrección, fragmento que se asemeja significativamente al clímax
producido casi al final del primer movimiento de la Pastoral
Symphony, donde, sin embargo, de modo característico se apaga
antes de adquirir una presencia absoluta. En la sinfonía, la
regeneración nacional vuelve a ser esquiva 292 .
Ej. 5.3 Vaughan Williams, A Pastoral Symphony, segundo movimiento (reducción),
F+5-G+5.
Copyright © 1924 by Chester Music Ltd trading as J. Curwen & Sons Ltd. US
copyright renewed 1952. Used by permission of Chester Music Ltd trading as J.
Curwen & Sons Ltd. All rights reserved. International copyright secured. Copyright
© 1990 in the UK, Republic of Ireland, Canada, Australia, New Zealand, Israel,
Jamaica and South Africa by Joan Ursula Penton Vaughan Williams, assigned
2008 to The Vaughan Williams Charitable Trust. All rights for these countries
administered by Faber Music Ltd, 74-77 Great Russell Street, London WC1B 3DA.
A los primeros oyentes de la Sinfonía n.° 5 de Vaughan Williams
en Re mayor les debió parecer una especie de exaltación edificante
en tiempos de guerra, y en especial la inquietante entrada en Re
mayor de las dos trompas y el giro de la incertidumbre a la certeza,
cuando la música remonta de Do menor a Mi mayor y otra vez, más
avanzado el movimiento, cuando reaparece la llamada de la trompa
y la orquesta al completo, dominada por los metales, efectúa su
gran afirmación. Tras un scherzo veloz, la bella romanza, que se
beneficia de la música del compositor para The Pilgrim’s Progress
mediante el fértil replanteamiento del tema del corno inglés en las
cuerdas, sugiere la serena tranquilidad que tantos añoraban en
aquellos días oscuros. El convulso fragmento en mitad del
movimiento se corresponde con el «Save me Lord! My burden is
greater than I can bear» («¡Sálvame, Señor! Mi carga es mayor de lo
que puedo soportar»). Aun así, esta crisis desemboca una vez más
en la bendición y la redención. A su vez, en la passacaglia
conclusiva se advierte una sensación de estar viajando hacia un
objetivo fijado, que se alcanza con la vuelta a la declaratoria llamada
de la trompa en Re mayor antes de la bendecidora coda basada en
una contramelodía del tema de la passacaglia . A lo largo de la obra
las variaciones sobre ese tema aluden a una canción tradicional
estilizada, a una fanfarria y al repicar de campanas, evocando una
vez más el ambiente de celebración nacional. La Sinfonía n.° 5
ilustra la estrecha relación entre las fases elegíacas y de
regeneración del ciclo conmemorativo, y ofrece de un modo
visionario la esperanza de regeneración personal y nacional 293 .
A comienzos del siglo XX la música culta conmemorativa
abundaba en Gran Bretaña, aunque pocas piezas resonasen entre
el público con tanta intensidad como las de Elgar o Vaughan
Williams. Las seis Irish Rhapsodies (Rapsodias irlandesas) de
Charles Villiers Stanford están cargadas de alusiones
conmemorativas. La n.° 2 (1903) lleva por subtítulo «The Lament for
the Son of Ossian» («Llanto por el hijo de Osián»), la n.° 5 (1917)
está dedicada a los Irish Guards (la Guardia Irlandesa) y a su nuevo
comandante, Lord Roberts, y la n.° 4 («The fisherman of Lough
Neagh and what he saw»; 1913) («El pescador del lago Neagh y de
lo que fue testigo»), que es la más intensa y dramática de la serie,
presenta música de marcha del Ulster y parece reflejar una visión
apasionadamente unionista respecto al proyecto de ley del Home
Rule irlandés, que por entonces se tramitaba en el Parlamento 294 .
La rapsodia orquestal de George Butterworth A Shropshire Lad (Un
muchacho de Shropshire) (1913) introduce la melancolía mística de
la tradición de Severnside y de los ciclos de canciones de Housman,
del mismo Butterworth y de otros sintetizando las tradiciones
orquestales del kuchka ruso y de Sibelius. Morning Heroes (Héroes
de la mañana) (1930), la sinfonía coral con narrador de Arthur Bliss,
pone música al episodio de la Ilíada en el que Héctor se despide de
su esposa Andrómaca, y también a las palabras de Li Tai Po, Walt
Whitman y Winfred Owen. Esta sinfonía recurre a efectos
convencionales de la retórica trágica y a efectos realistas (con los
timbales imitando el lejano cañoneo) que Vaughan Williams se
abstuvo con sumo cuidado de utilizar en su Pastoral Symphony. La
tradición conmemorativa británica tomó un cariz pacifista a finales
de la década de 1930 con Dona Nobis Pacem (1936), de Vaughan
Williams, que pone música a textos de la misa latina, de la Biblia y
de Whitman. La tendencia pacifista también se advierte en la
cantata para la coronación These Things Shall Be (Así será) (1937),
de John Ireland, que incluye una marcha dentro del estilo
ceremonial británico pero también citas de La Internacional . El
punto culminante de este tipo de obras lo encontraremos más
adelante en el War Requiem (Réquiem de guerra) (1962) de Britten.

«La voz del pueblo volvió a alzarse»: una


conmemoración norteamericana
La música conmemorativa adopta un carácter personal y
democrático con las partituras de tiempos de guerra de Charles
Ives. Elementos del ciclo conmemorativo afloran constantemente en
su música. Sus temas fundamentales incluyen el recuerdo personal
y colectivo, las celebraciones y festividades de la comunidad popular
local, las bandas de música, salmos en verso del estilo de los
trascendentalistas de Nueva Inglaterra y la espiritualidad de las
experiencias cotidianas. La música vernácula que se interpretaba en
los desfiles en su ciudad natal de Danbury, Connecticut, causó una
profunda impresión en el jovencísimo Ives, al igual que las ideas de
su padre, que de adolescente había sido director de una banda de
música en el ejército de la Unión durante la guerra civil
norteamericana. En Danbury George Ives siguió tocando el cornetín
y dirigiendo bandas de música. Las marchas y los salmos en verso
de la época ejercían una influencia extraordinaria en los veteranos
de guerra. Sus temas hablaban de la muerte, el luto, el recuerdo, la
victoria y las ideas democráticas de la República. Este ambiente
imbuyó a Charles del sentido del verdadero significado espiritual de
las citas, sello de identidad de su estilo posterior. Georges Ives
también ejerció gran influencia en su hijo con sus experimentos
musicales, como cantar una melodía en una tonalidad mientras la
acompañaba con otra tonalidad diferente, abonando de este modo
el terreno para un desarrollo heterodoxo en la obra de Charles, lo
que se advertiría claramente en su pasión por la disonancia, las
ampliaciones de tonalidad y ritmo y los efectos espaciales
innovadores. La muerte de George Ives, en 1894, a los cuarenta y
nueve años imprimió a los recuerdos de infancia de su hijo una
dimensión personalmente conmemorativa. En el ámbito musical,
Charles volvía una y otra vez a las fiestas locales de su juventud,
donde se combinaban los ideales de la Guerra de Independencia de
Estados Unidos, los relatos de la guerra civil americana y el
recuerdo de su padre 295 .
Cuatro piezas orquestales compuestas alrededor de 1914 y 1915
abarcan el ciclo conmemorativo con mano maestra, aunque, como
la mayor parte de la música de Ives, fuesen desconocidas para el
público de aquella época. Aunque todavía neutrales en el plano
militar, los Estados Unidos estaban inmersos en una profunda
reflexión acerca de su postura en el conflicto bélico en Europa. Las
dos primeras piezas corresponden a la Serie Orquestal n.° 1 (Three
Places in New England): The «Saint-Gaudens» in Boston Common
(Col. Shaw and his Coloured Regimen t) y Putman’s Camp,
Redding, Connecticut. Aunque concebida antes de la guerra, una
gran parte de la elaboración de la obra tuvo lugar tras el estallido del
conflicto en Europa. Ives llegó incluso a profundizar aún más
emotivamente en dos de sus obras maestras: Decoration Day (Día
de los caídos), segundo movimiento de su Holidays Symphony
(Sinfonía de las festividades), y Hannover Square North, at the Day
of a Tragic Day, the Voice of the People Again Arose (En la Plaza
Hannover North, la voz del pueblo volvió a alzarse en un día trágico)
(1915), de su Serie Orquestal n.° 2. Estas piezas abundan en
alusiones a los dos grandes conflictos que definieron a la nación
norteamericana —la Guerra de Independencia y la guerra civil— y
cuentan con citas de música militar asociada a ellos 296 .
«Saint-Gaudens», partitura a la que Ives se refirió como su
«marcha negra», es un homenaje al regimiento de Infantería de
Voluntarios de Massachusetts —el regimiento afroamericano del
ejército de la Unión— y al coronel Robert Gould Shaw (que no era
afroamericano sino blanco), comandante de este regimiento y figura
principal del asalto al Fuerte Wagner en 1863. Expresa la respuesta
de Ives a la escultura conmemorativa de Augustus Saint-Gaudens al
regimiento en el parque de Boston Common. El monumento se
convirtió rápidamente en tema de discusión en torno a los valores y
la identidad estadounidenses, y se escribieron varios poemas al
respecto, uno de ellos del propio Ives, con el cual prologaría su
partitura. Se trata de una pieza contemplativa y sombría de principio
a fin que evita por completo la heroicidad convencional. Golpes de
tambor suaves acompañan a una dolorosa marcha a paso fatigado
que bebe de melodías de Stephen Foster, de las canciones de
marcha de la guerra civil y de las que cantaban los esclavos
afroamericanos en las plantaciones de algodón. Por el contrario,
Putnam’s Camp es en apariencia cómica, algo infrecuente en una
pieza conmemorativa. Es el resultado de juntar dos obras suyas
más tempranas (de 1903 o 1904): Country Band March y la
conspicuamente nacional Overture and March: 1776 . El programa
de Ives describe un pícnic celebrado en Redding, Connecticut (cerca
de Danbury), años atrás durante la festividad del Cuatro de Julio, en
el campamento del ciudadano-granjero y curtido general de la
Guerra de Independencia Israel Putnam. En la primera década del
siglo XX el lugar se convirtió en foco de atención del movimiento
para la preservación de la herencia cultural, ya que se trataba del
campamento militar mejor conservado de toda la Guerra de
Independencia. Un niño se aleja del pícnic con la esperanza de
poder vislumbrar a los soldados, y en un sueño atisba a la Diosa
Libertad suplicando a los desertores que recuerden su gran causa y
los sacrificios que han hecho por ella. A pesar de ello, van
abandonando el campamento, pero Putnam vuelve de Redding y se
dan la vuelta entre vítores. El niño se despierta y pasa frente a un
monumento de la guerra, para más adelante reincorporarse a la
celebración de la festividad. Putman’s Camp está concebido como
una marcha y un trío, y sus secciones contrastadas se corresponden
con las dos obras más tempranas. La obra rebosa un afectuoso
sentido del humor a expensas de las bandas de música de
aficionados y concluye con unas primeras notas de «The Star-
Spangled Banner» («Bandera estrellada») que surgen a través del
caos antes de su conclusión. Pero, bajo el manto de su comicidad,
el mensaje profundo de la obra reside en el cruce de caminos entre
diversas épocas y generaciones y el inextinguible significado de los
ideales revolucionarios y los sacrificios de Estados Unidos durante
el siglo XX . Los ideales nacionales se integran en la vida cotidiana y
la existencia con toda su crudeza y problemática 297 .
Decoration Day es el segundo movimiento de la Holidays
Symphony (Sinfonía de las festividades) de Ives, y el resto lo
integran Washington’s Birthday (El cumpleaños de Washington), The
Fourth of July (El cuatro de Julio) y Thanksgiving (El día de acción
de gracias) . Todas estas festividades son anuales y nacionales, de
modo que conforman un ciclo estacional. Decoration Day, a finales
de mayo (más adelante conocido como Memorial Day —Día de los
Caídos—), estaba dedicado a conmemorar a los fallecidos durante
la guerra civil. Ives tuvo oportunidad de recordar las celebraciones
en Danbury con todo lujo de detalles. Un desfile muy elaborado se
desplazaba desde Main Street hasta el cementerio, donde se
decoraban las tumbas de los caídos en combate, se cantaban
himnos y la interpretación que George Ives hacía de «Taps» —una
célebre llamada de corneta de la guerra civil que recordaba a todos
los soldados que debían apagar las luces al caer la noche—
resonaba enérgicamente entre las tumbas. Después, el desfile
volvía a situarse en formación y todos marchaban de vuelta al
pueblo al son de la banda de música. Decoration Day consta de dos
partes. La extensa y armónicamente compleja primera parte es
reflexiva, titubeante y melancólica, con alusiones a canciones de la
guerra civil, mientras que la segunda parte, más breve, es estridente
y festiva, basada en la marcha de Reeve Second Regiment
(Segundo regimiento) . La música de la primera parte se retoma,
durante unos instantes, al final, como si el ánimo festivo no pudiese
borrar del todo el recuerdo de las lápidas. Entre ambas partes, y
justo antes de que irrumpa la banda de música, surge la cita de
«Taps», punto capital de la pieza. En la lejanía suena dulcemente
una trompeta en contraste con un acompañamiento susurrante, que
musicalmente simboliza la comunión, la trascendencia y el sentido
de unidad de los supervivientes, sus familias y los caídos en
combate. Se escucha al espectro de George Ives tocando sobre la
que desde 1912 era su propia tumba y donde Charles sabía que
sería enterrado algún día. Aquí advertimos una misteriosa similitud
de sonoridad y textura con el solo de trompeta del segundo
movimiento de la Pastoral Symphony (1922) de Vaughan Williams,
que rememora una experiencia real en el campo de batalla que
tendría lugar unos cuantos años más tarde 298 .
Hannover Square registra una experiencia extraordinaria que Ives
vivió el 7 de mayo de 1915, día en el que un submarino alemán
hundió el buque de pasajeros Lusitania. Cuando las noticias llegaron
a Nueva York, recordaba Ives, aquella mañana todo el mundo por la
calle parecía inquieto, presagiando la inminencia de la guerra. De
camino a su casa desde el trabajo en la oficina de su aseguradora,
Ives llegó a la estación de Hannover Square Norte en el ferrocarril
elevado, desde donde pudo escuchar un organillo callejero que
sonaba en la planta inferior e interpretaba la vieja melodía «In the
Sweet By and By», una de las favoritas de su padre. Toda la gente
que estaba en el andén, desde los trabajadores hasta los banqueros
de Wall Street, unió sus voces para cantar y tararear la melodía al
unísono. Ives advirtió desahogo colectivo, expresión de dignidad y
unidad, además de un profundo efecto religioso. Al concluir el
himno, nadie cruzó palabra con nadie, y daba la impresión de que
todos estaban en misa. En esta obra, el himno surge gradualmente
a partir de sonidos incómodos con ruido de fondo urbano y
ambigüedad armónica, configurando finalmente el clímax y
concluyendo con una cadencia armónicamente pura antes de
reanudarse los murmullos de la ciudad para luego desvanecerse. De
modo inesperado, Ives comienza la pieza con un coro entre
bastidores y con instrumentos entonando un tedeum que poco a
poco se irá transformando en «In the Sweet By and By», en el que la
espontánea espiritualidad de la gente reemplaza al formalismo
oficial de la vieja iglesia. Como afirma Jan Swafford, «la apariencia
de serendipia cuidadosamente configurada era un rasgo definitorio
de la madurez de Ives» 299 . Este es otro instante de comunión
colectiva, un acto conmemorativo visiblemente informal y carente de
guía que se desarrolla en un entorno mundano entre obreros y
viajeros en unión. El compositor resucita el espíritu del encuentro del
campamento en el siglo XIX , en este caso con una imagen
moderna, secular y urbana 300 .
Las piezas conmemorativas de Ives son sofisticadas desde una
óptica tanto estética como musical, pero debido a su esquivo
lenguaje musical su mensaje ha limitado sustancialmente su
difusión. Por el contrario, la partitura norteamericana más célebre
asociada a una conmemoración nacional es sin lugar a dudas el
elegíaco Adagio para cuerdas (1938) de Samuel Barber, aunque su
concepción original estaba totalmente al margen de este propósito.
Originalmente la pieza era un movimiento del Cuarteto para Cuerdas
(1937) de Barber, obra que carecía de programa alguno. Se hizo un
arreglo para orquesta de cuerdas al año siguiente, cuando Arturo
Toscanini retransmitió su estreno con la orquesta de la NBC.
Adquirió una dimensión nacional y conmemorativa tras ser elegida,
primero, como pieza de acompañamiento para el anuncio por radio
del fallecimiento del presidente Franklin D. Roosevelt, más adelante
para las conmemoraciones de otras figuras políticas y culturales y
finalmente, en 1963, para la cobertura mediática de la muerte del
presidente John F. Kennedy y de su entierro. Tras este cúmulo de
asociaciones, Barber arregló el movimiento para coro, introduciendo
el Agnus Dei de la misa en latín, que establecía una relación con el
sacrificio religioso que armoniza con ritmos del estilo del canto
gregoriano y perfila las frases y las arcaicas cuartas y quintas
consecutivas. Más adelante el Adagio se utilizó en innumerables
películas, programas de televisión y anuncios publicitarios, aunque
su aparición más conocida e intensa fue en la película sobre el
horror de la guerra de Vietnam Platoon (1986), de Oliver Stone. En
2001 el Adagio fue la pieza central de los conciertos
conmemorativos que sucedieron a los ataques del 11 de septiembre.
En el Reino Unido la obra sustituyó al programa previsto en la
Noche de los Proms del 15 de septiembre, bajo la dirección del
estadounidense Leonard Slatkin. Así pues, el Adagio de Barber es
una pieza fundamental en la vida nacional del pueblo
norteamericano, aunque no haya nada en la partitura que aluda a
Estados Unidos o siquiera a la «nación» en un plano abstracto 301 .

Conclusión
En la música conmemorativa nacional observamos una interacción
especialmente íntima y compleja entre los programas nacionalistas y
la música clásica. Las marchas, los lamentos, las elegías y las
corales declarativas pueden encontrarse en el lenguaje musical del
siglo XVIII , pero no sería hasta después de la Revolución francesa
cuando todas ellas confluyesen para conmemorar a la nación,
primero con música para ceremonias al aire libre y más tarde con
música para una sala de conciertos o un teatro de ópera. El ciclo
nacional conmemorativo tiene su máximo exponente en la música
culta de comienzos del siglo XX de compositores de Rusia y Gran
Bretaña, en gran medida en el terreno de la sinfonía. Los familiares
temas beethovenianos de la lucha, el sufrimiento, la victoria y los
ideales románticos de la trascendencia y el triunfo del idealismo
frente a la realidad material, heredados de las tradiciones musicales
del siglo XIX , se extrapolan aquí a las experiencias históricas
nacionales. Las modernas tecnologías de la comunicación a
menudo desempeñaron un papel fundamental a la hora de difundir
el mensaje de estas obras a un público amplio de un modo
semirritual. Ejemplos de ello son la radiodifusión de The Spirit of
England, de Elgar, la Sinfonía n.° 5 de Vaughan Williams y la
Sinfonía «Leningrado» de Shostakovich y la obra cinematográfica
para la partitura de Prokofiev Alexander Nevski. Desde una
perspectiva estética y posiblemente también ética, las obras más
célebres de este género están incompletas, son alusivas y,
parcialmente, irónicas. De acuerdo con nuestro criterio, obras
finalizadas y concretas como Caractacus (dedicada a la reina
Victoria) y Alexander Nevski son nacionalistas y tienden a ser
propagandísticas. Aquí también podríamos incluir, en Rusia, la
Obertura 1812 (1882) de Chaikovski y las sinfonías programáticas, y
posiblemente cinematográficas, de posguerra de Shostakovich, las
números 11 (El año 1905) y 12 (El año 1917, dedicada a la memoria
de Lenin).

264 . Anthony Hicks, «Handel and the Idea of an Oratorio», en Burrows (ed.), The
Cambridge Companion to Handel, pp. 161-162.

265 . Hastings, The Construction of Nationhood, cap. 8.

266 . Anne Elizabeth Redgate, The Armenians (Oxford: Blackwell, 2000), pp. 159-
160, 22-24.

267 . Anthony D. Smith, «The Rites of Nations: Elites, Masses and the Re-
Enactment of the “National Past”», en Rachel Tsang y Eric Taylor Woods (eds.),
The Politics of Cultural Nationalism and Nation Building (Londres: Routledge,
2013), pp. 21-37.

268 . Smith, Chosen Peoples, cap. 2.

269 . Erika Fischer-Lichte, Theatre, Sacrifice, Ritual: Exploring Forms of Political


Theatre (Londres y Nueva York: Routledge, 2005), caps. 4 y 5.

270 . Mosse, Fallen Soldiers, p. 95.

271 . Jay Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning: The Great War in European
Cultural History (Cambridge: Cambridge University Press, 1995), pp. 103-104.

272 . Lewis Lockwood, Beethoven: The Music and the Life (Nueva York y Londres:
W. W. Norton, 2003), pp. 266-268; James A. Hepokoski, «Back and Forth from
Egmont: Beethoven, Mozart and the Nonresolving Recapitulation», 19th-Century
Music 25 (2002), pp. 127-153. Sobre la rebelión en los Países Bajos, véase Peter
J. Arnade, Beggars, Iconoclasts, and Civic patriots: The Political Culture of the
Dutch Revolt (Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2008), p. 185; Philip S.
Gorski, «The Mosaic Moment: An Early Modernist Critique of Modernist Theories
of Nationalism», American Journal of Sociology 105/5 (2000), pp. 1428-1468;
Smith, The Cultural Foundations of Nations, cap. 5.

273 . Lockwood, Beethoven, pp. 204-209.

274 . Rosenblum, Transformations in Late Eighteenth Century Art, cap. 2; Joseph


Clarke, Commemorating the Dead in Revolutionary France: Revolution and
Remembrance, 1789-1799 (Cambridge: Cambridge University Press, 2007), esp.
caps. 2 y 3; Smith, The Nation Made Real, caps. 3 y 6.

275 . Lockwood, Beethoven, pp. 209-214; Arblaster, Viva La Libertà!, pp. 51-62;
David Galliver, «Leonore, ou l’amour conjugal: A celebrated Offspring of the
Revolution», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 157-168.

276 . Johnson, Berlioz and the Romantic Imagination, p. 79; Arblaster, Viva La
Libertà!, pp. 70-72; Anatole Leikin, «The Sonatas», en Samson (ed.), The
Cambridge Companion to Chopin, pp. 160-187.

277 . Arblaster, Viva La Libertà!, pp. 70-76.

278 . «Ve, pensamiento, sobre alas doradas, pósate en esas colinas, esa arena
donde el aire es suave y dulce en mi queridísima tierra natal. Saluda las torres
derruidas de Sion y el resplandeciente calor del Jordán. Oh patria mía, tan
hermosa y perdida, oh recuerdo tan grato y fatal.» [N. del T.]

279 . Osborne, The Complete Operas of Verdi, pp. 57-59; Roger Parker, Leonora’s
Last Act: Essays in Verdian Discourse (Princeton: Princeton University Press,
1997), cap. 2.

280 . Reinhold Brinckmann, «Wagners Aktualität für den Nationalsozialismus:


Fragmente einer Bestandsaufnahme», en Saul Friedländer y Jörn Rüsen (eds.),
Richard Wagner im Dritten Reich. Ein Schloss-Elmau-Symposion (Múnich: C. H.
Beck, 2000), p. 127; Jens Malte Fischer, «Wagner-Interpretation im Dritten Reich:
Musik und Szene zwischen Politisierung und Kunstanspruch», en Saul Friedländer
y Jörn Rüsen (eds.), Richard Wagner im Dritten Reich: Ein Schloss-Elmau-
Symposion (Múnich: C. H. Beck, 2000), p. 146; Roger Hillman, Unsettling Scores:
German Film, Music, and Ideology (Bloomington: Indiana University Press, 2005),
pp. 74-76.

281 . Kenneth Hamilton, «Liszt’s Early and Weimar Piano Works», en Hamilton
(ed.), The Cambridge Companion to Liszt, pp. 71-72.
282 . James Baker, «Liszt’s Late Piano Works: Larger Forms», en Hamilton (ed.),
The Cambridge Companion to Liszt, pp. 142-143.

283 . Ibíd., pp. 126-135.

284 . Simon Morrison, The People’s Artist: Prokofie’s Soviet Years (Nueva York y
Oxford: Oxford University Press, 2009), pp. 218-233; Daniel Jaffé, Sergey
Prokofiev (Londres: Paidon Press, 1998), pp. 152-155, 172.

285 . Maes, A History of Russian Music, pp. 553-556; véase Taruskin, Definig
Russia Musically, pp. 511-544, para sus diversas interpretaciones.

286 . A History of Russian Music, pp. 356-357; Jaffé, Sergey Prokofiev, p. 172.

287 . Jaffé, Sergey Prokofiev, pp. 171-172.

288 . Graydon Beeks, «Handel’s Sacred Music», en Burrows (ed.), The


Cambridge Companion to Handel, p. 177.

289 . Rachel Cowgill, «Elgar’s War Requiem», en Byron Adams (ed.), Edward
Elgar and his World (Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2007), p. 320.

290 . Ibíd., p. 331.

291 . Ibíd., pp. 348-350; Daniel M. Grimley, «“Music in the Midst of Desolation”:
Structures of Mourning in Elgar’s The Spirit of England», en J. P. E. Harper-Scott y
Julia Rushton (eds.), Elgar Studies (Cambridge: Cambridge University Press,
2007), pp. 220-237.

292 . Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, pp. 168-172; Daniel M.
Grimley, «Landscape and Distance: Vaughan Williams, Modernism and the
Symphonic Pastoral», en Matthew Riley (ed.), British Music and Modernism 1895-
1960 (Farnham: Ashgate, 2010), pp. 160-174.

293 . Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, pp. 279-283; Hugh
Ottaway, Vaughan Williams Symphonies (Londres: British Broadcasting
Corporations, 1972), pp. 35-40.

294 . Paul Rodnell, Charles Villiers Stanford (Aldershot: Ashgate, 2002), pp. 229-
237, 281, 284, 311.

295 . Michael Broyles, «Charles Ives and the American Democratic Tradition», en
J. Peter Burkholder (ed.), Charles Ives and his World (Princeton: Princeton
University Press, 1996), p. 149; Jan Swafford, Charles Ives: A Life with Music
(Nueva York y Londres: W. W. Norton, 1996), caps. 2 y 3.
296 . Respecto a las fechas de estas partituras, véase Gayle Sherwood Magee,
Charles Ives Reconsidered (Urbana y Chicago: University of Illinois Press, 2008),
pp. 125-126, y en un contexto histórico más amplio, cap. 5.

297 . Swafford, Charles Ives, pp. 218-219, 243-245; Denise Von Glahn, «New
Sources for the “St. Gaudens”, in Boston Common (Colonel Robert Gould Shaw
and his Colored Regiment)», Musical Quarterly 81/1 (1997), pp. 13-50; Denise Von
Glahn, «A Sense of Place: Charles Ives and “Putnam’s Camp, Redding,
Connecticut”», American Music 14/3 (1996), pp. 276-312; Magee, Charles Ives
Reconsidered, p. 125.

298 . Swafford, Charles Ives, pp. 20-21, 29-30, 252-253.

299 . Ibíd., p. 99.

300 . Leon Botstein, «Innovation and Nostalgia: Ives, Mahler, and the Origins of
Modernism», en Burkholder (ed.), Charles Ives and his World, p. 50; Swafford,
Charles Ives, pp. 270-271; Magee, Charles Ives Reconsidered, pp. 118-120; Von
Glahn, The Sounds of Place, pp. 90-105.

301 . Barbara B. Heyman, Samuel Barber. The Composer and his Music (Nueva
York: Oxford University Press, 1992), pp. 173-174; Luke B. Howard, «The Popular
Reception of Samuel Barber’s “Adagio for Strings”», American Music 25/1 (2007),
pp. 50-80.
6 La canonización de la música nacional

En la música culta, un canon es un repertorio de alto nivel de música


del pasado que, al margen del entretenimiento diario, se interpreta
regular y devotamente dentro de una tradición continuada. El rápido
incremento de la música popular efímera a principios del siglo XIX
trajo consigo una reacción de las élites y de aquellos que aspiraban
a unirse a ellas, para quienes las salas de concierto debían
replantearse como lugares de solemne meditación. Durante la
segunda mitad de dicho siglo los recitales con intérprete solista y los
conciertos con abono exigían un repertorio de prestigio que
estuviese al margen de los caprichos de unas modas que
únicamente pretendían el mero consumo y beneficio económico. Se
trataba de música compuesta por «grandes maestros» del siglo XVIII
y comienzos del XIX . Los géneros canónicos más importantes eran
la sinfonía dentro de la música orquestal y el cuarteto para cuerdas
dentro de la música de cámara. Durante el siglo XIX la ópera
conservó su prestigio tradicional, pero la mayor parte de los teatros
de ópera interpretaban un repertorio menos comprometido. En su
contexto eclesiástico original, canon significa «norma» o «ley», y el
canon musical proporcionó una norma o un conjunto de normas que
respondía a un determinado tipo de música e implicaba la
comprensión de la cultura musical y su significado. La canonización
de la música formaba parte de los grandes proyectos del siglo XIX de
tipo monumental e histórico, que en sí mismos atrajeron en gran
medida el interés de los nacionalistas. Ellos dieron los pasos
necesarios —con acierto desigual— para establecer unos cánones
de música nacional que comprendiesen las obras de compositores
autóctonos. Estos intentos iban de la mano de la fundación de
teatros y conservatorios nacionales y de la obtención de un
patronazgo por parte del estado hacia dichas instituciones, además
de sueldos para compositores importantes, como Grieg y Sibelius.
Los repertorios canónicos comprendían fundamentalmente música
de gran envergadura dentro de los géneros tradicionales. Pero,
sobre todo durante el siglo XX , también se aceptaban piezas más
modestas, como podrían ser las mazurcas de Chopin, siempre y
cuando se interpretasen y registrasen en ciclos. Un factor que
complicaba el desarrollo de los cánones de la música nacional era
que el canon primario lo constituían casi exclusivamente
compositores alemanes y austríacos, como Bach, Händel, Haydn,
Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann y Mendelssohn, a quienes
se unieron más adelante Wagner y Brahms. Esto contrastaba con la
situación vigente durante el siglo XVIII , cuando la ópera italiana y los
compositores italianos dominaban el panorama musical europeo.
Aunque el nuevo canon se presentó como heredero de la tradición
universal, los alemanes lo consideraban un orgullo nacional, un
hecho que no escapaba a los ojos de los nacionalistas de otros
países.
Esta es la razón por la que la canonización de la música nacional
fuera del ámbito germanoparlante suele revelar dos tendencias de
carácter contrapuesto. Por un lado, los nacionalistas demandaban
músicos autóctonos que compusiesen partituras de calidad y
prestigio similares a las de los grandes maestros alemanes. Las
naciones más pequeñas que carecían de independencia política
albergaban la esperanza de entrar a formar parte de un club selecto
y obtener la aprobación y el reconocimiento internacionales para su
arte nacional al revelar la capacidad de sus ciudadanos para
producir arte reconocido universalmente, a pesar de no contar con
tradiciones o instituciones firmemente asentadas. Así pues, las
naciones entraron en una competición musical para obtener
reconocimiento internacional, tal y como harían más explícitamente
con sus pabellones en la Exposition Universelle de París. En 1880
Smetana escribió que el objetivo que se había fijado en su
trayectoria artística era poder demostrar que el talento musical de
los checos no solo residía en su capacidad interpretativa, algo
reconocido por todo el mundo a lo largo del continente europeo, sino
también en su «poderío creativo», ya que poseían una «música
propia y característica». Afirmaba que no sería él sino el mundo el
que juzgaría el éxito de su empresa 302 . En otras palabras: su
propósito era conseguir cambiar el modo de juzgar la musicalidad
checa para que dejase de centrarse en su capacidad reproductora y
prestase atención a su disposición para producir partituras a un nivel
semejante al de los franceses, alemanes o italianos. Durante las
décadas de 1930 y 1940 los críticos estadounidenses buscaron «la
gran sinfonía norteamericana» —un programa notablemente
tradicionalista que indica la perseverancia de la lógica universalista y
la necesidad de una vigencia internacional—. La fundación de
instituciones de música nacional o la nacionalización de las ya
existentes fomentaron los objetivos de universalidad y prestigio
cultural. La campaña checa para impulsar un teatro nacional en
Praga otorgó a esta pequeña nación un teatro de ópera de
renombre internacional. El festival de música noruega de Grieg
celebrado en Bergen en 1898 era un escaparate para mostrar al
mundo a los compositores noruegos y para contribuir a llenar sus
salas de conciertos. El Festival de Glastonbury, fundado por Rutland
Boughton, era la respuesta inglesa con marcados tintes célticos al
de Bayreuth de Wagner 303 .
Por otro lado, el dominio alemán en el canon universal suponía
que los nacionalistas de otros países definían su proyecto
parcialmente en oposición al estilo musical de composición que ellos
asociaban con la tradición. Esto se traducía en adoptar
determinados géneros y evitar otros, o podía significar la inflexión de
la sintaxis musical estándar para crear un dialecto diferente y
reconocible. La modalidad y los ritmos de baile característicos
desempeñaban un papel primordial a este respecto. Algunos
músicos —no siempre compositores— se esforzaron por crear
escuelas nacionales de composición a finales del siglo XIX y
principios del XX , a veces retrospectivamente, y más adelante estas
escuelas ofrecieron prácticos esquemas para libros de texto de
historia de la música que necesitaban imponer un orden en los
heterogéneos estilos y desarrollos musicales de la época. Estas
nociones podrían guiar nuestras reacciones ante la experiencia
musical, incentivándonos a escuchar una uniformidad interna o un
desarrollo lógico dentro de un repertorio, una consistencia que,
como suelen destacar los académicos modernos, podría como
mucho justificarse parcialmente. Los intentos más fructíferos de
configurar una escuela nacional probablemente fuesen los de
Balakirev y Stasov. Aunque sobreviviese como grupo coherente
durante poco más de una década, el kuchka realizó innovaciones
estilísticas que los músicos rusos recordarían durante generaciones,
contribuyendo a crear un sonido musical ruso. Dicho esto, su
contribución alcanzó la categoría de mito a juzgar por los escritos de
Stasov, cuyas opiniones influirían en las reacciones del público
occidental, predominantemente entre las élites de la sociedad
parisina, a quienes la cultura nacional rusa enlatada por Diaghilev
les ofreció un oportuno exotismo antialemán antes y después de la
Primera Guerra Mundial. El legado de Stasov tanto en Rusia como
en Occidente supuso que, durante gran parte del siglo XX , los
críticos y musicólogos hicieran un relato tremendamente simplista
acerca de la «música rusa», cargado de oposiciones binarias y
esencialismo 304 .
La institución de dialectos nacionales en el campo de la
composición equivale a la consumación práctica de la teoría del
Volksgeist de Herder, es decir, la idea de que cada arte nacional
contiene el «espíritu del pueblo», que se comunica con un público
compatriota sensibilizado. Al principio, a comienzos del siglo XIX ,
estas nociones eran vagas y entusiastas, pero esta vez los
nacionalistas pretendían instruir a los compositores en cómo
expresar el espíritu nacional, y al público, en cómo escuchar. Esta
es la «norma» que ofrece el canon a la cultura musical, y su legado
es el sentir checo, ruso o inglés, del que en ocasiones siguen
hablando los músicos en la actualidad. Es un fenómeno de los
cánones nacionales secundarios: los músicos no suelen mencionar
el «sentir alemán» del primer canon, quizás porque los compositores
no utilizaban inflexiones conspicuas de la sintaxis estándar. Una vez
más, el proceso suele ser retrospectivo, dotando de consistencia a
cosas que cuando tuvieron lugar no se percibieron de ese modo. Es
posible que los músicos ingleses estuviesen orgullosos de las
nuevas partituras inglesas del periodo en torno al año 1900, pero,
como explicaré más adelante en este capítulo, no escucharon el
sentir inglés en la música inglesa como parte de un repertorio, al
menos hasta el periodo de entreguerras. Sin embargo, el proceso
también podría ser previsible. La política cultural de Stalin de la
década de 1930 resucitó el para entonces moribundo nacionalismo
del kuchka en aras a forjar una lealtad hacia la Unión Soviética por
parte de los rusos y las repúblicas asociadas. Se enviaba a los
compositores rusos a las provincias para instruirles en la
composición de música nacional de acuerdo con los rasgos
estilísticos del kuchka, convenientemente combinados con
canciones tradicionales y danzas autóctonas. Y puesto que, según
se decía, la música rusa empezó con las dos óperas de Glinka, se
esperaba que las repúblicas nacionales produjesen óperas del
mismo cariz —drama heroico y epopeya nacional—, que luego se
compararían con las óperas del compositor 305 . La canonización de
la música nacional fue un proceso confuso y dilatado que incluyó
esfuerzos previsibles y retrospectivos para dotar de consistencia,
singularidad y prestigio a repertorios que en realidad eran
conformados por una serie de fuerzas económicas y culturales al
margen del nacionalismo.

Los primeros cánones de música nacional


Los cánones llegaron relativamente tarde a la historia de la música.
William Weber ha seguido el rastro de su aparición durante el siglo
XVIII , primero en Inglaterra, junto con sus nociones asociadas de
«clásicos» musicales y «música antigua». La música carecía de las
tradiciones clásicas vivas que poseían la literatura, la poesía, la
arquitectura y la escultura, cuyas obras maestras de la antigüedad
eran conocidas y se conservaban. En estas artes, los académicos
humanistas fijaron estándares para la crítica y la práctica que se
presentaban como intemporales. Se sabe que había música en el
mundo antiguo, pero no se anotaba y no se conocen nombres de
músicos, a excepción de personajes míticos como Apolo, Orfeo y
Anfión. No existían modelos antiguos para la práctica de la
composición moderna y solo había una tradición limitada de crítica
escrita en torno a determinadas obras musicales. Así pues, el
proceso de canonización exigía renovar el sentido del pasado
musical. En Inglaterra, los programas de los festivales anuales de
música celebrados en los centros provinciales y las tradiciones
musicales litúrgicas de la Iglesia Anglicana proporcionaron los
modelos a seguir. Dichas prácticas fueron secularizadas a través de
organizaciones como el Concert for Ancient Music (Concierto de
Música Antigua), que se negaba a programar música con menos de
veinte años de antigüedad. La nueva disciplina de la historia de la
música, a la que Charles Burney (1776), John Hawkins (1776) y
Johann Nikolaus Forkel (1788, 1801) hicieron tres importantes
aportaciones sucesivas, también contribuyó. El repertorio canónico
inglés se centró en Händel, pero la presencia de Corelli y Purcell
también fue considerable, junto con la de otros compositores
ingleses e italianos del siglo XVII y principios del XVIII . En Francia, la
Académie Royale de Musique (la «Opéra») preservó, hasta la
década de 1870, un viejo repertorio conocido como «la musique
ancienne». Las élites sociales se reunían en la Opéra regularmente
para dejarse ver, y el viejo repertorio, en el que destacaban las
obras de Lully, representaba a un estado evocador de la gloria del
reinado de Luis XIV. En otros lugares la música del pasado
perduraba en la vida moderna mediante prácticas relacionadas con
determinadas instituciones, festivales y festividades religiosas, como
el culto del Miserere de Allegri, que se interpretó en la Capilla Sixtina
a lo largo de los siglos XVII y XVIII durante la Semana Santa. La
canonización de la música supuso la proliferación y la ritualización
de dichas prácticas en un contexto público 306 .
Un ejemplo temprano del cruce de caminos del canon musical
con la nación fue la Händel Commemoration del año 1784, una serie
de conciertos celebrados en la abadía de Westminster bajo los
auspicios de la corte y la familia real, que proclamaría a Händel
como institución nacional y presentaría sus obras con un amplio
despliegue coral. Aparentemente, la celebración del veinticinco
aniversario de la muerte de Händel fue un ejercicio de
monumentalización e historicismo, y además, según Weber, supuso
la consolidación de un ritual político, creando una nueva autoridad
durante los tiempos difíciles que siguieron a la Guerra de
Independencia de Estados Unidos, a una crisis constitucional y a las
turbulentas elecciones parlamentarias de 1784. El Festival Händel
celebró el fin de la crisis y la reconfiguración de las élites políticas
británicas en un nuevo establishment . Aunque se repitió cinco
veces en los siguientes siete años, poco tuvo que ver con el festival
original londinense, aunque volvió a sus orígenes en festivales
provinciales gracias a la labor de sociedades corales locales, donde
los oratorios de Händel continuaron siendo el eje central del
repertorio durante algo más de un siglo 307 .
El primer canon auténtico de música nacional fue el alemán, y
surgió durante la primera mitad del siglo XIX , basándose en la obra
de Bach, Händel y los «clásicos» vieneses —término acuñado por
primera vez en la década de 1830 para referirse a Haydn, Mozart y
Beethoven—. Fundamentalmente se trataba de un canon de música
instrumental abstracta que giraba en torno a los géneros de la
sinfonía y el cuarteto para cuerdas. El canon alemán era solemne y
para el gran artista, por lo que llevaba implícita la idea de genialidad,
además de una noción idealista de la creatividad trascendental. El
canon se centraba en las ideas históricas sobre la música alemana,
con un matiz hegeliano y un toque de ese humanismo universal que
gustaba a los intelectuales alemanes del periodo en torno a 1800.
En 1801 el teólogo Johann Karl Friedrich Triest publicó en el
Allgemeine Musikalische Zeitung un tratado sobre la evolución de la
música en Alemania durante el siglo XVIII . Concebía la música de
los grandes maestros vieneses, desde 1780 hasta 1800, como una
síntesis de un «estilo aprendido» de principios del siglo XVIII ,
encarnado en la figura de Bach y el popular «estilo galante» del
periodo intermedio. En 1852 Franz Brendel, otro historiador muy
leído, sostenía la tesis de que la música alemana contaba con un
«sendero especial» (Sonderweg) que expresaba la Kultur alemana
al margen de la Zivilization (término peyorativo utilizado por el
pensamiento völkisch alemán) occidental (sobre todo francesa) 308 .
En opinión de Brendel, dicha tradición se prolongaría en el futuro.
Fue él quien acuñó el término «Nueva Escuela Alemana» para
referirse a Liszt y a Wagner. Estos historiadores exponían la tesis de
un desarrollo lógico interno en la música alemana, una unión entre
el pasado, el presente y el futuro, además de considerar a los
músicos alemanes una estirpe. Se restaba importancia a las
diferencias existentes durante el siglo XVIII entre el norte y el sur de
Alemania en lo que a religión, mecenazgo y gustos musicales se
refería. Lo mismo se hacía con las deudas contraídas por Mozart y
Haydn con la singular tradición italiana y vienesa del entorno de los
Habsburgo. La convergencia conceptual de varias tradiciones hacia
una música específicamente alemana se encarna en la Sinfonía
«Lobgesang» (1840) de Mendelshonn, compuesta con motivo de la
celebración del cuatrocientos aniversario de la invención de la
imprenta para el veraniego Festival Gutenberg de Leipzig,
conmemoración de la cultura alemana que incluía cortejos de
cofradías y asociaciones cívicas y una representación de la ópera
de Albert Lorzing Hans Sachs, obra precursora de Die Meistersinger,
de Wagner. La sinfonía pone música a palabras de la Biblia y
combina modelos formales de la Novena Sinfonía de Beethoven
(tres movimientos instrumentales seguidos de secciones corales) y
un oratorio del siglo XVIII , incluyendo corales que recuerdan a la
Pasión según San Mateo de Bach, cuyo estreno moderno dirigió
Mendelssohn. El comienzo del primer movimiento alude a la
Sinfonía en Do mayor (la «Grande») de Schubert, otra obra que
Mendelssohn acababa de estrenar, y la primera sección coral imita
el himno a la coronación de «Zadok, el sacerdote», de Händel. Un
fragmento posterior recuerda la creación de la luz de La Creación, el
oratorio de Haydn. De este modo, la sinfonía reúne algunos
monumentos del pasado y el presente de la música alemana,
mezcla el género sacro con el profano, sugiere una respuesta
solemne a la música de concierto y combina los temas optimistas de
ilustración y progreso con unos modismos musicales retrospectivos.
Por último, el coro representa al propio pueblo alemán celebrando
su patrimonio cultural exclusivo a través de una afirmación coral 309
.
La música de J. S. Bach había caído en el olvido durante la
segunda mitad del siglo XVIII casi en todas partes a excepción de
Leipzig y Berlín, y a principios del siglo XIX la canonización de la
música alemana fue paralela al resurgir de la obra del compositor.
En la biografía de Bach que escribió Forkel en 1802, su historia de
la música abarcaba hasta el siglo XVIII y, escudándose en una
retórica nacionalista, demandaba apoyo financiero. La portada
dedica el libro a los admiradores «patrióticos del verdadero arte de
la música». Las obras de Bach son un tesoro nacional incomparable
con los de otros países, y Forkel insta a sus lectores a «sentirse
orgullosos» de él. Además, Forkel mantiene la tesis de que Bach es
el equivalente musical a los clásicos literarios de la antigua Grecia y
Roma y debería estudiarse en los colegios para poder completar
una educación integral, estableciendo por primera vez un vínculo
entre el novedoso concepto de los clásicos musicales y la música
nacional alemana. El momento decisivo del movimiento Bach fue la
reposición en Berlín de la Pasión según San Mateo dirigida por
Mendelssohn en 1829, un paso crucial en la definición del canon
alemán que convertía a Bach en un compositor nacional por medio
de la ejecución de una de sus partituras más grandiosas y por
consiguiente más monumentales, expresión de elevada gravedad y
espiritualidad. El director y teórico del Berliner Allgemeine
Musikalische Zeitung, Adolf Bernhard Marx, predijo que dicha
ejecución supondría «abrir el portón de un templo que llevaba
mucho tiempo cerrado» y alcanzaría la condición «no de un festival,
sino de una celebración religiosa de gran solemnidad». Al mismo
tiempo, los alemanes estaban reivindicando la figura de Händel,
hasta el punto de recuperar la grafía original de su apellido, y el
compositor se convirtió en el soporte de los festivales corales en
Alemania del mismo modo que estaba ocurriendo en Inglaterra. En
1851 el Bach Gesellschaft se embarcó en una edición integral
monumental de las obras de Bach, logro de esa disciplina nueva y
orientada hacia la historia: la musicología. A esto le siguieron una
serie de ediciones completas, comenzando por Händel y
continuando con Mozart, Schubert y Beethoven 310 .
Si Bach y Händel eran los cimientos del canon alemán, entonces
Beethoven era el eje central. Mientras que a los dos primeros se los
consideraba grandes artesanos, avalando de este modo la imagen
de destreza y laboriosidad que los alemanes tienen de sí mismos,
Beethoven era una gran personalidad de la Edad Moderna, el
epítome del «genio original». Las imágenes de lucha heroica,
sufrimiento, superación y triunfo fueron imponiéndose al retratar la
vida y la música de Beethoven. Las obras que mejor se ajustaban a
esa imagen del compositor eran las del denominado «estilo heroico»
de la década de 1800, como la Tercera y Quinta Sinfonías, las
oberturas «Egmont» y «Leonore» y la Sonata para piano op. 53
(«Waldstein»). El estilo se caracteriza por unos ademanes públicos y
grandiosos, efectos muy dramáticos que implican una narrativa, una
energía impulsora y finales triunfantes. Estas piezas constituyen el
patrón de oro que se debe emular al componer, especialmente en el
género de la sinfonía, que durante el siglo XIX era el vehículo idóneo
para alcanzar la excelencia en el campo de la música instrumental.
Tal y como afirmaba Robert Schumann en 1839, «del mismo modo
que Italia cuenta con Nápoles, Francia con su Revolución, Inglaterra
con su flota, etc., los alemanes cuentan con las sinfonías de
Beethoven. Con Beethoven, el alemán se olvida de que no tiene
escuela de pintura; con Beethoven imagina que ha cambiado el
curso de las batallas perdidas ante Napoleón; incluso se atreve a
situar a Beethoven al mismo nivel que a Shakespeare» 311 . En
Alemania y fuera de ella, durante los siglos XIX y XX se inmortalizó a
Beethoven con estatuas, iconografía, publicaciones, estilo
interpretativo, crítica y biografías. Es más, durante este proceso de
acogida Beethoven estableció una estrecha relación con la política
cultural alemana. Desde la unificación de Alemania en 1871 hasta
su reunificación en 1989 y con posterioridad, los políticos alemanes
de todas las ideologías han invocado su legado 312 .
A finales del siglo XIX , con la idea del compositor como genio
original ya firmemente asentada, el historicismo, el universalismo y
el nacionalismo alemanes se combinaron de diversas formas. En su
tratado Oper und Drama (1851) Wagner se posicionó como
heredero del legado de Beethoven al promover los avances
«necesarios» en la historia de la música. En Beethoven, su ensayo
publicado en 1870, centenario de la muerte del compositor, Wagner
atribuía a Beethoven características semejantes a las de su héroe
filosófico, Arthur Schopenhauer: el compositor sordo alcanzaba una
capacidad de percepción metafísica sobre la misma esencia del
mundo mediante sus visiones ensoñadoras. Pero también se
retrataba a Beethoven como un compositor característicamente
alemán, y el ensayo revelaba un chovinismo antifrancés
intensificado gracias a la reciente victoria militar prusiana. Los
dramas musicales de Wagner llevaban a escena el principio del
canon musical alemán: sus obras no se limitan a formar parte del
repertorio; cada una de ellas aspira a alcanzar el grado de
experiencia monumental y trascendental. Brahms también percibía
el legado de Beethoven con la misma intensidad, aunque de modo
más opresivo debido a la naturaleza de su proyecto clasicista. Su
largamente demorada serie de cuatro sinfonías aborda la sensación
de una crisis en la continuidad del género y trata de impulsar una
tradición y de mantenerla como foco de atención en una época de
cambios rápidos y diversificación en el campo musical. Con no
menos entusiasmo que Brahms, el modernista Schönberg se implicó
de lleno en la labor de continuar la tradición musical alemana, y es
célebre su cita, no del todo en broma, acerca de su técnica «serial»
dodecafónica: «Un descubrimiento que confirmará la supremacía de
la música alemana durante los siguientes cien años» 313 .

Cánones secundarios en la música nacional


Los nacionalistas no alemanes de finales de los siglos XIX y XX
también mostraban gran inquietud al perfilar al futuro de la música,
pero no contaban con tanto material con el que trabajar, dado que el
repertorio del que disponían era más limitado, o lo era al menos el
repertorio de su pasado más reciente que podría servir de base para
crear una escuela de composición moderna. La producción de los
cánones secundarios requería conceptualizar un determinado
nacionalismo musical del pasado en el que poder apoyarse.
Una idea útil en esta clase de proyecto consiste en encontrar una
temprana edad de oro de la cultura nacional cuyo espíritu, si no
directamente su estilo musical, aspiran a resucitar los nacionalistas.
De este modo los compositores modernos evitan las corrientes
internacionales y obtienen su inspiración de la fuente purificada de
la tradición autóctona. Así pues, «el Renacimiento musical inglés»
de comienzos del siglo XIX se presentaba como el «renacimiento»
de los grandes logros musicales ingleses de los periodos Tudor y
jacobino; Falla, después de 1920, concebía el neoclasicismo como
el resurgimiento de las grandes tradiciones musicales españolas de
los siglos XVI y XVII , y justo antes y durante la Primera Guerra
Mundial Debussy volvió la mirada al glorioso siglo XVIII de Couperin
y Rameau buscando un clasicismo pulido y una alternativa a los
vínculos alemanes con el Romanticismo musical tardío. El
movimiento careliano finlandés se postulaba como una especie de
edad de oro, aunque su legado musical permanecía oscuro. Al
volver a establecer un nexo de unión con el legado de épocas
pretéritas, los músicos trataban de redimir un pasado ignominioso
más reciente. Aun así, la existencia de una edad de oro no era un
requisito indispensable en el campo de la composición: Smetana
aspiraba a fundar una escuela checa de composición, pero se
centró en Mozart, Wagner y Liszt como fuentes de inspiración y no
en el fértil legado de compositores nacidos en Bohemia entre el siglo
XVIII y principios del XIX , como Stamitz (padre e hijo), Gassmann,
Vaňhal, Mysliveček, los hermanos Benda y Wranitzky, Dussek,
Tomašek, Vořišek e incluso Gluck.
No del todo desvinculado del tema de las edades de oro está la
identificación de un Otro amenazador o incluso de un «enemigo
interior» como objeto de resentimiento, que vienen a servir como
punto de unión y a transmitir una razón de ser a los movimientos
que en otras circunstancias podrían estar difusos. Para los cánones
secundarios el Otro obvio era alemán, aunque los nacionalistas
musicales casi nunca dirigían sus iras hacia los compositores
alemanes y su música como tal. El kuchka ruso veía al Otro
amenazante en la figura de Anton Rubinstein, pero sus objeciones
estaban relacionadas con el hecho de que contratase a músicos
alemanes para impartir el plan de estudios en el Conservatorio de
San Petersburgo, con su programa de composición conservador y
con el mecenazgo aristocrático de la Sociedad Musical Rusa más
que con la música alemana tout court . A Grieg y a Sibelius les
ofendía el desdén con que los acogieron en diversas ocasiones en
Alemania a pesar de desear a toda costa el reconocimiento en dicho
país. Sin embargo, Balakirev recomendaba a Beethoven y a
Schumann como modelos, Sibelius sentía una admiración
desmedida por Wagner y Bruckner y Smetana, D’Indy y Elgar eran
wagnerianos, mientras que Vaughan Williams idolatraba a Bach. El
canon alemán en sí mismo normalmente no se definía contra el
Otro, a pesar de la demonización que Wagner hacía de los
franceses en sus escritos en prosa y de la advertencia de Hans
Sachs acerca del dominio de influencias extranjeras al final de Die
Meistersinger.
Otro modo de establecer un canon de música nacional consistía
en encontrar un gran precursor: un profeta que proporcionase
modelos que imitar, la piedra angular del canon y un objeto de
veneración y conmemoración. Para el kuchka el precursor era
Glinka, en cierto modo una figura inverosímil, un aristócrata
despreocupado y con poco interés por el nacionalismo cultural que,
no obstante, fue elevado a la categoría de fundador mítico de la
escuela rusa y cuyo encuentro con el joven Balakirev parecía
simbolizar la entrega del testigo. Durante el periodo estalinista la
renacionalización de la música rusa trajo consigo una metamorfosis
soviética en libros y largometrajes que convertiría al compositor en
progresista, hasta el punto de que se llegó a sustituir el título Una
vida por el zar por el de Ivan Susanin en honor a su héroe
campesino, además de proporcionarse un nuevo libreto a la obra 314
. Tras la derrota en la guerra franco-prusiana, los intentos franceses
por renovar la cultura nacional incluyeron un interés renovado por el
gran maestro de la ópera del siglo XVIII Philippe Rameau. En 1876
se inauguró un festival centenario en homenaje a Rameau en Dijon,
su ciudad natal, y más adelante se publicó un volumen de sus obras
con contribuciones editoriales de Saint-Saëns, D’Indy, Debussy y
Dukas que manifestaban una significativa unidad de criterio. Al
establecer su propia figura clásica, los franceses elaboraban una
genealogía de la música nacional francesa moderna que pasaba por
alto a los clásicos alemanes. Un modo muy eficaz de celebrar y
«nacionalizar» a un precursor y su consiguiente tradición era recurrir
a la repatriación y reinhumación de sus restos, en caso de que
estuviesen enterrados en el extranjero. En Alemania Wagner logró
un golpe de mano publicitario cuando los restos de Weber, muerto
en Londres en 1826, fueron devueltos a Dresde, donde había
trabajado como Kapellmeister durante los diez últimos años de su
vida. Para el entierro, Wagner compuso música fúnebre sobre temas
del Euryanthe de Weber para acompañar a un desfile de antorchas
y un himno para coro masculino. Junto a la tumba ensalzó la figura
de Weber con un pronunciado romanticismo («Nunca ha existido un
compositor más alemán que tú…») y más tarde informó de los
acontecimientos, para su mayor gloria y reputación nacional,
afirmando que la idea del nuevo entierro había sido solo suya.
Wagner le otorgó así a Weber el papel de un Juan Bautista musical
y contribuyó a determinar la noción de la ópera romántica alemana
como parte de la tradición nacional 315 . Un grabado del siglo XIX de
la tumba de Weber destaca su carácter austero y monumental (Fig.
6).

Fig. 6. Figura 6: Tumba del compositor Carl Maria von Weber en Dresde,
Alemania. Grabado del siglo XIX
© ACI / Bridgeman

Los géneros seleccionados por los compositores definían las


rutas del estatus canónico que adoptarían sus obras. Sinfonistas
tales como Balakirev, Rimski-Korsakov, Borodin, Chaikovski,
Glazunov, Dvořák, Sibelius, Elgar, Vaughan Williams, Harris y
Copland trataban de medirse con el heroico legado de Beethoven;
con sus sinfonías pretendían unirse al canon universal y alcanzar la
excelencia de modo tradicional, si bien normalmente con algún tipo
de inflexión nacional. Sin embargo, los temas principales de la
música nacional analizados en anteriores capítulos —como la
incorporación de la canción tradicional, la representación de la patria
y la alusión a mitos y leyendas— tuvieron sus materializaciones más
efectivas en los géneros de la rapsodia, las danzas breves para
piano, las óperas, los poemas sinfónicos y la cantata. Estos géneros
construyeron sus propias tradiciones modernas, y entre
compositores de diversos países pudo producirse un cruce de
influjos (Chopin influyó a los compositores kuchka, que a su vez
influyeron a Sibelius, quien dejó su huella en Butterworth, Vaughan
Williams y Harris). La música para piano con una complejidad digna
de un virtuoso y un carácter heroico, como en el caso de las
Rapsodias húngaras de Liszt y las polonesas maduras de Chopin,
podía igualar a la sinfonía en su carácter épico, ahora manifestado
en el esfuerzo físico del solista, y codificar la lucha del pueblo por su
soberanía y por adquirir la categoría de estado. Piezas breves de
compositores como Chopin y Grieg se convertían en magníficas
colecciones, concretamente en ediciones íntegras que parecían
abarcar toda la vida de la nación, el folclore al completo en la sala
de conciertos. En ocasiones los poemas sinfónicos también se
agrupaban en colecciones. Las seis piezas de Má Vlast de Smetana
son un ejemplo obvio, pero los poemas sinfónicos nacionales en
realidad suelen presentarse en juegos de cuatro obras, como
aspirando a poseer un estatus sinfónico tradicional con tempi
alternativos y contrastes de carácter. Ejemplos de todo esto son las
orientalistas Sheherazade y Antar de Rimski-Korsakov, las Cuatro
leyendas del Kalevala, de Sibelius, North Country Sketches
(Bosquejos del país del norte) de Delius y, en un sentido más laxo,
los cuatro poemas sinfónicos sobre baladas terroríficas extraídas de
la colección Kytice, de Karel Jaromír Erben, todos ellos compuestos
en 1896 (El duende del agua, La bruja del mediodía, La rueca
dorada y La paloma salvaje) .
En el caso de Chopin, su producción está dedicada
prácticamente por completo a obras para piano, la mayoría bastante
breves. Tanto durante la década de 1830 como durante la de 1840
la ópera era el único vehículo válido para obtener un prestigio
nacional como compositor, y los amigos de Chopin en la Varsovia
ocupada le instaron, aunque en vano, a componer una ópera
nacional para la causa polaca. La acogida de la música de Chopin
en la Polonia del siglo XIX estaba influida por la percepción y la
celebración de los valores nacionales, con independencia del
género, aunque su difusión tenía restricciones y en gran medida se
favorecían sus obras más tempranas 316 . La música de Chopin se
convirtió en el eje central del repertorio del concertista de piano, y
Breitkopf & Härtel publicó una edición completa de Chopin entre
1878 y 1880, un privilegio, hasta la fecha, solo al alcance de los
compositores alemanes y austríacos. De este modo Chopin se ganó
su entrada en el canon universal, aunque, al no haber grandes
compositores polacos durante la segunda mitad del siglo XIX , su
figura no supuso la consumación de un canon polaco. La edad de
las grabaciones y las retransmisiones jugó en favor de Chopin al dar
un giro al modo en que se consumía la música que restó
importancia a la predilección por las piezas breves. En 1938-1939,
la víspera de la invasión nazi de Polonia, el gran pianista polaco
Arthur Rubinstein grabó todas las mazurcas, un estudio exhaustivo
de piezas cuyo propósito original era que fuesen interpretadas en
privado y a un nivel amateur y que se editasen solo en series de tres
o cuatro. La tecnología facilitó y monumentalizó lo que los
nacionalistas entendían como la comunicación del Volkgeist .
Durante el siglo XX , el carácter intimista de las mazurcas se
consideró una expresión polaca más auténtica que las heroicas
polonesas. Tras la Segunda Guerra Mundial, el régimen comunista
de Polonia utilizó la música de Chopin para las ceremonias de
estado, los conciertos oficiales y los acontecimientos artísticos. Los
políticos, incluido el presidente, participaron en la celebración del
centenario de la muerte de Chopin en 1949, y el año 1960, ciento
cincuenta aniversario de su nacimiento, fue declarado oficialmente
«Año Chopin» 317 .
El caso checo ilustra la complejidad de configurar un canon
secundario. En esta ocasión surgió una tradición característica en el
modo de componer consistente en que determinados rasgos
estilísticos y temáticas eran compartidos por compositores que se
conocían, se enseñaban los unos a los otros o incluso establecían
lazos familiares (por ejemplo, Josef Suk era alumno y yerno de
Dvořák). Los compositores y críticos checos hablaban con total
libertad del «sentir checo» en la música, y se ha impuesto una
tendencia a escuchar su repertorio desde este planteamiento tanto
entre checos como no checos. Sin embrago, una mirada más
cercana a la música de los dos «grandes compositores» checos del
siglo XIX , Smetana y Dvořák, nos revela diferencias culturales de
calado. Smetana, un germanoparlante de clase media que se crio
en localidades del sur de Bohemia, era un nacionalista ideológico
muy implicado en la noción de la cultura nacional checa. En el plano
personal, escogió volver a su patria tras abandonar Suecia y luchar
por llevar a la práctica su modo de pensar, lo que al final tuvo un
altísimo coste personal —murió en la miseria— cuando podría haber
disfrutado de una posición segura en el extranjero. Por el contrario,
Dvořák hablaba checo y era de origen rural, procedente de una
aldea, y su trayectoria artística logró reconocimiento internacional
tras recomendar Brahms sus Duetos moravios al editor Simrock,
quien luego le encargaría la primera serie de Danzas eslavas.
Compuso música de cámara para los vieneses y los alemanes y
oratorios y una sinfonía para los ingleses, además de inventar un
estilo nacional para Norteamérica. Al igual que Smetana, Dvořák
sabía componer al «estilo checo», y lo demostró en la música
instrumental abstracta de los scherzos furiant de la Sinfonía n.° 6 y
del Quinteto para Piano op. 81. Su Obertura husita (1883) sigue el
ejemplo de Tábor, Blaník y Libuše de Smetana al aprovechar la
coral husita. Pero el mismo Dvořák confesó a su compañero de
oficio, el compositor Oskar Nedbal, que, aunque la música de
Smetana era checa, la suya era en esencia «eslava» 318 . Compuso
tres Rapsodias eslavas y dos series de Danzas eslavas. En este
último caso se incluía un baile de corro serbio, una polonesa polaca
y una danza odzemek, todo un estudio sobre el folclore musical
eslavo dentro del Imperio Habsburgo. Igual que los Duetos moravos
(no muy auténticos en lo referente a música étnica), compuso dos
series de mazurcas polacas. Una parte importante de sus
movimientos instrumentales llevan por título «Dumka», término que
alude a una elegía ucraniana pero que al utilizarlo Dvořák define una
pieza en corte con secciones lentas y rápidas bruscamente
contrastadas, virando desde la melancolía hasta el delirio y
viceversa. Sus óperas Vanda y Dimitrij se basan en temas polacos y
rusos respectivamente, y por consiguiente no siguen el trazo
marcado por Smetana y sus óperas, cuyas fuentes son episodios
heroicos de la historia o las leyendas checas 319 . A Dvořák le
atraían las tradiciones vienesas de música instrumental abstracta
(sonata, sinfonía, cuarteto para cuerdas, concierto) mucho más que
a Smetana, que prefería la «Nueva Escuela Alemana» de Liszt y de
Wagner. En lo que respecta a la política checa, Smetana se
identificaba con el librepensador partido de los «jóvenes checos»,
que englobaba a intelectuales, artistas y periodistas, mientras que
Dvořák afirmaba ser afín a los postulados del «viejo partido checo»,
asociado con la Iglesia y las clases acomodadas. Al principio los
intelectuales checos se decantaron claramente por Smetana. Otakar
Hostinský y Zdeněk Nejedlý, los dos grandes críticos y formadores
de opinión en el ámbito de la música checa y cuyos escritos
abarcaban casi un siglo, tomaron ambos partido por Smetana.
Nejedlý utilizó su publicación Smetana para atacar a Dvořák, y a
partir de la década de 1870 los debates en torno a la música
«progresista» y lo wagneriano hicieron mucho ruido hasta las dos
primeras décadas del siglo XX . Para Nejedlý el sucesor de Smetana
era Zdeněk Fibich, a quien siguieron sucesivamente Josef Foerster
y Otakar Ostrčil, figuras hoy en día escasamente conocidas fuera
del territorio checo 320 .
Pero si a algo contribuyeron estas divergencias en la
canonización de la «música checa», fue a reforzar su personalidad
musical. Mientras que Smetana representa un programa ideológico
de autorrealización nacional, aportando óperas monumentales y
poemas sinfónicos que retratan el paisaje de la patria, reformulan
los mitos y leyendas nacionales y celebran la soberanía checa,
Dvořák contribuye con obras bien elaboradas en el campo de la
tradición instrumental abstracta, permitiendo de este modo la unión
de la música checa con el canon universal. Mientras que el carácter
ceremonial y esporádico de algunas de las partituras explícitamente
nacionales de Smetana, como Libuše, ha limitado sus posibilidades
interpretativas, Dvořák ha gozado de mayor reconocimiento
internacional, difundiendo con mayor amplitud la reputación de la
música checa. A través tanto de Dvořák como de Smetana la
música checa ha recorrido dos rutas complementarias hacia el
estatus canónico manteniendo un cierto grado de consistencia
estilística. Al igual que con Chopin en Polonia, el establecimiento de
un canon musical checo lo determinan la acogida internacional de la
música checa, su prestigio y los esfuerzos de nacionalistas
autóctonos como Nejedlý.
El caso de Rusia es en cierta medida similar al checo. Por mucho
bombo que musicólogos e intelectuales diesen al kuchka,
Chaikovski ha gozado de mayor protagonismo, en especial en
Inglaterra y Estados Unidos, debido a su éxito en el plano sinfónico.
Las tres últimas de sus seis sinfonías, el Concierto para Piano n.° 1,
el Concierto para Violín y sus oberturas y poemas sinfónicos forman
parte del repertorio concertístico habitual. Esto también es aplicable
a Rachmaninov, con sus conciertos para piano y sus sinfonías. Por
otro lado, Mussorgski contribuyó a la «gran ópera rusa» (Boris
Godunov), Balakirev y Stasov ayudaron a perfilar una ideología
nacionalista y Rimski-Korsakov la ilustró con su técnica pulida y
brillantes obras maestras orquestales. Uno de los cometidos de los
musicólogos durante las últimas décadas ha sido el de separar el
repertorio relativamente heterogéneo de la música rusa de las ideas
nacionalistas omnicomprensivas que han tratado de atribuirle un
sentido. El canon ruso ha demostrado ser dúctil tanto en Occidente
como en la antigua Unión Soviética. Lenin estaba a favor de la alta
cultura y pretendía edificar sobre las obras maestras del arte
burgués y aristocrático, educando a las masas para saber
apreciarlo, mientras que Stalin trató de aislar a la Unión Soviética
del desarrollo moderno occidental en el campo de las artes, y
encontró en las tradiciones musicales autóctonas una poderosa
herramienta política. A mediados del siglo XX Shostakovich se unió
al canon sinfónico ruso con obras que, a partir de su Sinfonía n.º 5,
fueron más o menos aceptadas por el régimen. La Orquesta
Filarmónica de Leningrado estrenó siete de sus sinfonías bajo la
dirección musical del legendario Yevgeni Mravinski, que ocuparía su
puesto durante medio siglo, desde 1938 hasta 1988. La orquesta se
convirtió en un escaparate soviético de virtuosismo y disciplina,
llegando a fomentarse un cierto culto en torno a sus
interpretaciones, que transmitían una especial autenticidad dentro
del repertorio sinfónico ruso.
A comienzos del siglo XX los músicos franceses empezaron a dar
importancia a los cánones al tiempo que se incrementaba la
rivalidad nacional con Alemania, Wagner dominaba el terreno
musical y el caso Dreyfus sacaba a relucir las profundas divisiones
existentes en el seno de la sociedad francesa. La gran mayoría
consideraba que la nueva música francesa debía expresar su
identidad nacional y aumentar el orgullo de la nación en el ámbito
cultural, además de introducir una perspectiva universalista al
debate, dado que una gran parte de los franceses se consideraban
los verdaderos portadores de la cultura europea como tal y el
bastión de los valores «clásicos» en el arte. Los críticos solían citar
la música serena y pulida de Gabriel Fauré (que no era nacionalista
ni política ni musicalmente) como modelo de arte francés y del
carácter nacional. Pero, en general, al contrario que los alemanes,
los músicos franceses no se ponían de acuerdo acerca de la
tradición universal de la que eran herederos, la que debían defender
y resucitar. Esto derivó en amargas disputas 321 .
Por ejemplo, D’Indy consideraba que los compositores franceses
debían ser continuadores de la tradición sinfónica universal. En su
Schola Cantorum les decía a sus alumnos que Beethoven era el
sinfonista más grande, aunque afirmaba que los compositores
alemanes ulteriores no estaban a su altura, de modo que el que
había tomado el testigo había sido el maestro de D’Indy, César
Franck, cuyo desarrollo del principio cíclico D’Indy calificaba como
«nuevo y exclusivamente francés» . Los partidarios de D’Indy
llegaron a presentar a François-Joseph Gossec como padre de la
sinfonía, rivalizando con Haydn, e insinuaban que en realidad la
tradición sinfónica pertenecía a los franceses tanto como a los
alemanes y que podían competir con ellos con partituras de un nivel
superior. Por el contrario, los adversarios de la sinfonía, primero
Debussy y luego otros que, como Maurice Ravel y Charles Koechlin,
se identificaban con su postura, argüían que la versión de la sinfonía
proveniente de la Schola era un género importado que sofocaba las
verdaderas virtudes francesas de claridad, simplicidad y arraigo en
el mundo objetivo. El gobierno de la Tercera República dio su apoyo
oficial a la sinfonía, y en 1904 estipuló que las dos series de
conciertos orquestales parisinos debían programar al menos tres
horas anuales de música francesa, en gran medida sinfónica, y en
1906 estableció una competición para la composición de nuevas
sinfonías, con su consiguiente gratificación económica y la promesa
de que serían interpretadas en diversas ocasiones 322 .
Debussy y sus partidarios concebían un linaje nacional alternativo
que tenía su origen en los compositores franceses del siglo XVIII : los
clavecinistes, especialmente François Couperin «Le Grand» (1668-
1733), y el compositor de óperas y teórico de la música Jean-
Philippe Rameau (1683-1764). Como afirmaba Debussy en 1915,
durante muchos años no he dejado de repetir este hecho: hemos sido infieles a
la tradición musical de nuestro pueblo durante un siglo y medio… Lo cierto es
que desde Rameau no contamos con una tradición francesa propia. Su muerte
rompió el hilo de Ariadna que nos guiaba en el laberinto del pasado. Luego
dejamos de cultivar nuestro jardín, y en vez de ello estrechamos la mano a
vendedores de paso procedentes de todo el mundo. Escuchamos sus burradas
pacientemente y compramos su basura 323 .

En algunas de sus partituras, fundamentalmente las obras


compuestas durante la Primera Guerra Mundial, conmemoraba a
grandiosos precursores con guiños clasicistas. Hommage à Rameau
(1905), de Debussy, del primer libro de sus Images para piano, es
una zarabanda al estilo de Rameau basada en una melodía de su
ópera Castor et Pollux . En 1915 la trayectoria compositiva de
Debussy viró de las piezas pictóricas y basadas en textos a las
instrumentales y abstractas con títulos genéricos. Sus doce Études
para piano (1915) están dedicados a la memoria de Chopin, cuyas
obras completas publicaba Debussy por aquella época para el editor
Durand. Desde la perspectiva de Debussy, Chopin era un
compositor no alemán y de padre francés que vivió en Francia la
mayor parte de su vida adulta. En el prefacio, Debussy alude a los
clavecinistes, creando de este modo un linaje en el campo de los
instrumentos de teclado que se remonta desde el siglo XIX hasta
volver la mirada al siglo XVIII , añadiendo su propia y monumental
obra, resumen de la moderna técnica pianística en un estilo
contemporáneo. Dadas las tempranas visiones estéticas de
Debussy, otra sorpresa la constituye la serie planificada de seis
sonatas instrumentales abstractas, de las cuales concluyó tres: las
compuestas para violonchelo y piano, viola y flauta y violín y piano.
Aunque Debussy había compuesto anteriormente un cuarteto para
cuerdas, estas fueron sus primeras obras que llevaban el título de
«sonata». En las partituras publicadas se refiere a sí mismo como
«Claude Debussy, Musicien Français», y se preocupó de que el
editor imprimiese una portada que recordase a las ediciones de
Couperin o Rameau, y no, como se propuso en un principio, una
que pudiera considerarse un mero plagio de un diseño moderno de
Breitkopf. Sin embargo, los vínculos del género con Alemania son
innegables, y Debussy llegó a incorporar procesos cíclicos al estilo
de Franck y D’Indy sin llamar la atención sobre ellos. A diferencia de
los estridentes sentimientos antialemanes que encontramos en sus
escritos críticos, la configuración musical del canon en Debussy fue
un proceso ambiguo. Otra pieza clasicista de este periodo, la suite
para piano Le tombeau de Couperin, de Ravel, compuesta entre
1914 y 1917, está estructurada al modo de una suite barroca
francesa para teclado y comprende seis movimientos dedicados a la
memoria de uno de los amigos de Ravel muerto en la guerra,
vinculando directamente de este modo a un gran precursor musical
francés con el conflicto nacional contemporáneo 324 .

La identidad inglesa en la música


El concepto de la identidad inglesa en el ámbito de la música, que
emergió con fuerza durante el periodo de entreguerras, es un
ejemplo práctico excepcional de la canonización de la música
nacional. El canon inglés moderno se formó a dos bandas, una
parcialmente accidental y la otra parcialmente deliberada. La
semejanza entre los compositores más celebrados se enfatizó de tal
modo que parecían configurar una única «escuela», y a cada uno de
ellos se le atribuyó un determinado modo de audición, además de
asociaciones extramusicales. Aunque habían existido nociones de
«música inglesa» con anterioridad, la idea de que la música de los
compositores ingleses poseía unas cualidades nacionales
singulares que la distinguían de otras músicas era una novedad. El
debate generado durante este periodo configuró las respuestas a la
música inglesa durante lo que quedaba del siglo XX e incluso hasta
hoy en día. Se minimizaron las significativas diferencias que existían
tanto a nivel estilístico como ideológico entre las figuras más
relevantes, como Elgar, Delius y Vaughan Williams, y, por lo menos
en público, se enterraron las viejas riñas. El papel que desempeñó
la recién creada BBC fue clave no solo al configurar y propagar este
canon de la música inglesa, sino también a la hora de crear un
contexto donde se hiciese necesaria como plataforma tanto de la
música popular como del ultramodernismo europeo. Ante
semejantes retos, la institución de la música culta inglesa necesitaba
consolidarse. Sus métodos incluyeron una selección de la obra de
los compositores más celebrados, destacando sus puntos en
común; el uso de un tono crítico emoliente y lírico que insistiese en
su asociación con el campo inglés; las celebraciones, los
memoriales, las emisiones de la BBC y los festivales, y, de modo
más concreto, las retransmisiones de la BBC de los programas del
Armistice Day (Día del Armisticio). Las respuestas aprendidas por
los oyentes durante este periodo son reforzadas en la actualidad por
las cubiertas de los CD y las imágenes televisivas que acompañan a
la música.
La estructura ideológica fundamental de la música inglesa de
finales del siglo XIX y la primera mitad del XX se ha denominado
«renacimiento musical inglés», expresión que utilizaron por primera
vez los propios músicos ingleses en la década de 1880 en alusión a
los desarrollos surgidos en Inglaterra en el ámbito de la
composición, para más tarde elaborar un relato de reconexión con
una época dorada de compositores isabelinos y jacobinos, a la que
siguió un periodo de declive y decadencia durante los siglos XVIII y
XIX . Más recientemente los historiadores han utilizado dicha
expresión para referirse a un programa específico y a una red cuyo
objetivo era crear un establishment centralizado de la música
inglesa 325 . En este sentido, las instituciones del Renacimiento eran
el Royal College of Music (RCM), el Dictionary of Music and
Musicians de Grove, el periódico The Times, la revista académica
Music & Letters y, hasta cierto punto, la Universidad de Cambridge.
Más adelante el movimiento contó con el apoyo de la revista literaria
Scrutiny. Las posiciones de liderazgo en el mundo de la música las
ocupaban los mismos que dirigían estas instituciones. Se dedicaban
libros mutuamente y por lo general unos y otros compartían su
visión de la música inglesa y su futuro. Incluían al mismo George
Grove, paladín de la música victoriana, primer director del RCM y
primer editor de su Diccionario; Hubert Parry, el segundo director del
RCM, compositor fecundo y catedrático de la Universidad de Oxford;
Charles Villiers Stanford, compositor y catedrático en el RCM y
Cambridge; W. H. Hadow, decano del Worcester College de Oxford,
vicerrector de la Universidad de Sheffield, editor de la Oxford History
of Music y autor de English Music (1931); Francis Hueffer, crítico
musical de The Times; J. A. Fuller Maitland, el sucesor de Grove
como editor del Dictionary y también sucesor de Hueffer en The
Times; Ralph Vaughan Williams, alumno de Parry y Stanford y más
tarde catedrático del RCM; H. C. Colles, catedrático del RCM y
sucesor de Fuller-Maitland en el Dictionary y The Times; y Frank
Howes, el adjunto de Colles en The Times, que llegaría finalmente a
ser su sustituto, además de autor de The English Musical
Renaissance (1966). En general todos ellos veían con buenos ojos
la tradición germano-austríaca de los siglos XVIII y XIX , aunque no
su continuación en el siglo XX , consideraban a la música inglesa
diferente y mostraban vivo interés por las canciones tradicionales
inglesas. Para la generación de Ralph Vaughan Williams, el
Renacimiento, en lo que a composición se refiere, asumió la
condición de movimiento nacional de raigambre folclórica,
característico del siglo XIX o principios del XX , situando en primer
plano las canciones tradicionales, la modalidad y otros arcaísmos
técnicos, junto a la poesía de Housman y a los «georgianos»,
además de hacer hincapié en el paisaje de la patria inglesa. Había
asociaciones estilísticas con Grieg, Sibelius y los compositores
rusos, a pesar de que los propios músicos ingleses restasen
importancia a estos en sus escritos. Llegados a este punto, los
objetivos del Renacimiento cambiaron de rumbo y de las
pretensiones de Parry y Stanford de unirse al canon universal con
sus sinfonías y su música de cámara se pasó a la esperanza de
fundar una escuela nacional con un dialecto característico que
expresase un espíritu nacional único 326 .
El «Renacimiento», como movimiento, aspiraba a fundar una
institución central que difundiese sus valores musicales a lo largo de
la nación. En el ámbito de la composición su mascarón de proa lo
encontramos en Vaughan Williams, cuya combinación de canciones
tradicionales, modalidad e interés por el radicalismo político y las
tradiciones literarias fue fácilmente asimilada. El mismo Vaughan
Williams nació en el seno de la «aristocracia intelectual inglesa»,
una red difusa de familias fundamentalmente inconformistas cuyas
elevadas contribuciones tanto a la cultura como a la vida pública se
mantuvieron durante muchas generaciones. Estas familias no
constituían una aristocracia basada en la sangre sino en su política
de enlaces matrimoniales. Apellidos célebres como Keynes,
Trevelyan, Darwin y Macauley pueden rastrearse hacia atrás y hacia
delante generación tras generación 327 . Vaughan Williams era
sobrino de Charles Darwin y su cuñada estaba casada con un
Maitland, a quien el compositor dedicó su temprana obra coral
Toward the Unknown Region (Hacia la región desconocida). Todos
ellos compartían un legado ético, religioso y literario. Más adelante,
su compañero de clan J. A. Fuller Maitland alabaría sin ambages a
Vaughan Williams como su alma gemela y apoyaría su causa.
Elgar y Delius permanecieron al margen de esta red. A lo largo de
la décadas de 1890, 1900 y 1910, los apellidos de sus colegas y
mecenas casi nunca coinciden con los del estrecho círculo del
Renacimiento. Las fuentes literarias favoritas de Vaughan Williams,
procedentes de las tradiciones puritanas y radicales —Bunyan,
Blake, Skelton, Whitman, Bright—, por razones obvias no ejercían
gran poder de atracción en el políticamente conservador y católico
Elgar, que prefería a Shakespeare, los románticos ingleses y
Longfellow y compuso un oratorio, The Dream of Gerontius (El
sueño de Geronte) , basándose en un poema de Cardinal Newman.
A su vez, Delius prefería la literatura europea moderna, como la de
Friedrich Nietzsche, Jens Peter Jacobsen y Gottfried Keller. Entre
1905 y 1907, mediante sus conferencias en la Universidad de
Birmingham, Elgar planteó un desafío al Renacimiento,
desacreditando implícitamente sus logros, además de a algunas de
sus figuras más relevantes. No mostraba interés alguno por la
música tradicional y evitaba la modalidad. A pesar de sus célebres
marchas orquestales y piezas ceremoniales para acontecimientos
de la realeza, la obra de Elgar aspiraba a alcanzar el canon
universal. Por el contrario, el esteta amoral y ateo Delius
importunaba a sus amistades con su eterno desprecio por Inglaterra
y todo lo inglés, incluida su música, que consideraba un elemento
más de la beatería y la hipócrita moral inglesas. Nacido en Bradford
de padres alemanes, hablaba alemán como un nativo y se sentía
más en casa en Florida, Noruega, París, Alemania y finalmente en
Grez-sur-Loing que en Inglaterra. La mayor influencia étnica —y
posiblemente la predominante— en su música son los cantos
afroamericanos de las plantaciones (pentatonismo, chasquidos
rítmicos), aunque el lenguaje musical noruego de Grieg también
tuvo un peso importante en su obra. Tanto Elgar como Delius se
sitúan en una tradición poswagneriana más claramente que
Vaughan Williams, y por lo tanto al otro lado de la línea de
demarcación técnico-estética de la música y la cultura europeas
modernas. Ninguno de ellos participó en el proyecto de una edad de
oro isabelina y, por tanto, no formaron parte de un «Renacimiento»
consciente de la música inglesa.
Esto no significa que no hubiese puntos en común entre los
estilos u objetivos de los tres compositores. La visión de mediados
de siglo según la cual los tres compartían una cierta identidad
inglesa estaba parcialmente distorsionada y era demasiado
selectiva, pero no era producto de la imaginación. Elgar y Vaughan
Williams compartían un interés por los fragmentos de diatonismo
«puro», un recurso musical cuyo rastro se puede seguir, a través de
Parry, hasta los músicos eclesiásticos ingleses del siglo XIX , como
Samuel Sebastian Wesley, y finalmente, a través de la tradición del
oratorio, hasta Händel. Posee gran importancia el modismo musical
de la «disonancia diatónica inglesa», en el cual las disonancias
complejas se utilizan intensamente, aunque siempre se resuelven
de un modo ortodoxo dentro de un contexto diatónico 328 . El
comienzo de la célebre oda coral de Parry Blest Pair of Sirens
(Bendita pareja de sirenas) (1887) ejemplifica el modismo, mientras
que su texto (At a Solemn Musick, de Milton) aporta la nota de
«nobleza inglesa». Elgar hizo un uso sistemático de este modismo,
aprovechando también las texturas características de las breves
composiciones corales para tres o cuatro voces masculinas sin
acompañamiento y las tradicionales piezas profanas para coro
también sin acompañamiento, y al mismo tiempo asimilando
influencias de Liszt y Wagner y desplegando una brillante
instrumentación orquestal para crear una versión propia y
tremendamente agitada del ya existente modismo «inglés».
Vaughan Williams adoptó ocasionalmente el estilo de la disonancia
diatónica inglesa en sus obras primerizas, tal y como ocurre en las
primeras páginas, al estilo de Parry, de su A Sea Symphony (Una
sinfonía del mar) (1910) y el comienzo de «Easter» («Pascua de
resurrección»), la primera de sus Five Mystical Songs (Cinco
canciones místicas) (1911). Durante este periodo se advierte una
clara afinidad con el estilo de Elgar. Sin embargo, en sus obras
posteriores Vaughan Williams cambió el rumbo de su estilo
diatónico, haciendo hincapié en la modalidad y las influencias de las
canciones tradicionales y la música eclesiástica inglesa antigua. La
versión de Elgar del modismo diatónico sobrevivió en el repertorio
conmemorativo y ocasional de Walton, Bliss y Ireland, pero Vaughan
Williams tuvo un impacto más amplio y profundo. Su diatonismo
modal definió una «escuela pastoral inglesa» a mediados del siglo
XX e influyó en los estilos de Herbert Howells, Gerald Finzi y otros.
Otras conexiones entre Elgar y Vaughan Williams incluirían un vivo
interés por la orquesta para cuerdas como medio expresivo —quizás
un legado de la tradición interpretativa inglesa de Corelli— y por la
viola como instrumento solista.
Mientras tanto, Delius no evitó Inglaterra por completo durante su
vida adulta. Sus visitas esporádicas para promocionar su música
incluyeron una en 1907, cuando se percibe un cambio en su estilo
compositivo. Se diluye el cromatismo poswagneriano y emergen con
más fuerza el diatonismo y el lirismo, y los breves poemas
sinfónicos orquestales y las formas nítidas reemplazan a sus
enormes obras orquestales/corales u óperas sobre textos
modernistas. En Brigg Fair: An English Rhapsody (Brigg Fair: una
rapsodia inglesa) (1907) la serie de variaciones sobre una canción
tradicional inglesa que compuso lo situó a la vanguardia del
movimiento compositivo de las canciones populares inglesas. La
forma de la canción tradicional y la variación suponían un formato
estándar para cualquiera que conociera la música nacional rusa por
aquella época. En North Country Sketches (Bosquejos del país del
norte) (1915), estrenada en Londres, Delius compuso una obra
orquestal en cuatro movimientos que recuerda a una sinfonía
paisajista con proporciones clásicas, incluyendo su scherzo jaranero
y folclórico. Delius tuvo relación con Inglaterra y el movimiento de
las canciones tradicionales a través de sus amigos Percy Grainger y
Philip Heseltine, y dicho estilo a veces se advierte en piezas como A
Song Before Sunrise (Una canción antes del amanecer) (1919). Por
lo tanto, aunque Delius continuó repudiando lo inglés en privado,
sus propios actos le preparaban para la repatriación, incluido, a sus
cuarenta años, su cambio de nombre de Fritz a Frederick 329 .
Durante el periodo de entreguerras la acogida de estos tres
compositores confluyó en la percepción de una identidad inglesa
compartida que se basaba en su relación con el paisaje, sobre todo
sus onduladas colinas, que a veces se describía con una prosa
extática y que se presentaba a sí misma como incorregible. Sin
embargo, en ocasiones se afirma que la música es tan reservada
como el carácter inglés. Por ejemplo, en 1947 el catedrático de
música de la Universidad de Oxford J. A. Westrup escribió:
Observamos una cualidad en la música inglesa que nos hace mostrarnos
diferentes. La música inglesa tiende a lo romántico, aunque también a ser
reservada. En gran medida evita los gestos expansivos, y no debido a su falta
de sensibilidad sino a su acostumbrada contención […]. Posee una más que
notable cualidad nostálgica que desafía al análisis meticuloso. Se encuentra
presente en la canción tradicional […]. En nuestra música encontramos algo
que recuerda el campo inglés, donde no suele desafiarse la vista sino que hay
una ternura penetrante de armonía y contorno 330 .

Conforme las disputas del periodo de la Inglaterra de Eduardo VII


iban quedando atrás, incluso Ernest Newman, el biógrafo y amigo
de Elgar, además de crítico wagneriano y a veces enemigo de
Vaughan Williams, dejaba oír su tono conciliatorio:
Por lo que a mí respecta, la música de Vaughan Williams es por completo
inglesa. Estas cosas me conmueven profundamente porque los campos y ríos
ingleses y la poesía inglesa que han contribuido a darle forma también han
contribuido a configurar una parte de mi ser. Cuando reflexiono en los bellos y
tranquilos prados ingleses durante el verano, lo hago junto a muchos de mis
queridísimos poetas ingleses, desde Chaucer en adelante; y cuando Vaughan
Williams se une a esta empresa con algunas de sus partituras, advierto la
identidad inglesa de esta música hasta el tuétano 331 .

Newman posee un poderoso sentimiento nacionalista, y propone


un espíritu trascendental del campo inglés que advertimos en
periodos históricos lejanos y diversos medios artísticos.
A partir de la década de 1920 en adelante, el periodismo, las
biografías, la crítica, la programación de conciertos, la producción
discográfica y la política de la BBC revaluaron a Elgar y a Delius en
Inglaterra. En ambos casos la selección desempeñó un papel
fundamental. Se restó importancia a las obras ceremoniales de
Elgar; durante el periodo de posguerra muchos llegaron a
considerarlas un legado vergonzante de patriotería e imperialismo
eduardianos. El verdadero Elgar era el compositor de las obras
orquestales abstractas —las sinfonías, los conciertos, las oberturas
y la Introducción y allegro— y de The Dream of Gerontius (El sueño
de Geronte) . A su vez, esta música respiraba el aire del campo
inglés. Al final de su vida Elgar estrechó sus lazos con el mundo
rural al pedir que la casa de campo cerca de la aldea de
Broadheath, en Worcestershire, donde nació y pasó su primer año
de vida se convirtiese en el Elgar Birthplace Museum, sugiriendo al
visitante sus orígenes rurales y no los de un pequeñoburgués de
ciudad. Al celebrarse su setenta y cinco cumpleaños en 1932, y con
motivo de su fallecimiento en 1934, se conmemoró su figura en
libros, publicaciones periódicas y conciertos, reforzando de este
modo su imagen 332 .
Había documentación de sobra para demostrar su asociación con
el campo: los orígenes en el ámbito de la composición y los
elementos semiprogramáticos de su Introducción y allegro y de su
música de cámara, el relato de Caractacus, el segundo «interludio
ensoñador» de Falstaff y las observaciones del propio Elgar
respecto a sus fuentes de inspiración en el entorno paisajístico y
natural de Worcestershire y Herefordshire. Sin embargo, la mayoría
de sus obras orquestales más importantes no reivindican la
representación o el retrato del paisaje inglés de un modo directo, y
casi todas las observaciones de Elgar acerca del entorno natural
son alusiones a las fuentes literarias del Romanticismo, que
disfrutaba intercambiando con sus amigos. A finales del siglo XX se
creó una industria turística y un legado que giraban en torno al
«Elgar campestre», donde literalmente se monumentalizaba a Elgar
con estatuas erigidas en Worcester, Malvern, Broadheath y
Hereford. La identificación de Elgar con el paisaje de Worcestershire
culminó con el popular documental dramático realizado para el
programa Monitor de la BBC Elgar (1962), de Ken Russell; la
celebrada secuencia al principio de la película donde observamos a
Elgar niño cabalgando en un poni blanco a través de Malvern Hills,
sin embargo, no deja de ser mera ficción. Tras la muerte de Elgar,
un número de Music & Letters que rendía tributo al compositor
contenía un breve artículo de Vaughan Williams que llevaba por
título «¿Qué hemos aprendido de Elgar?». Sostenía que la fuente
de inspiración de Elgar era puramente inglesa. «La música de Elgar
nos transmite a nosotros, sus compatriotas, un sentido de lo familiar:
la belleza íntima e individual de nuestros campos y caminos.» Pero
al final Vaughan Williams parecía haber «aprendido» más bien poco
de Elgar en lo referente a composición, a excepción del peculiar
préstamo de un trocito de melodía y la sensación general de que un
inglés podía escribir una partitura de sobresaliente manufactura. El
artículo es sobre todo un documento de canonización que asimila al
compositor fallecido al programa del Renacimiento, convirtiéndolo
en un precursor y cerrando de este modo el capítulo de la gran
división poswagneriana 333 .
La repatriación de Delius en la década de 1920 y comienzos de la
de 1930, tanto cultural como físicamente con la definitiva
inhumación de sus restos, ha sido definida por Robert Stradling
como «un estudio de asimilación cultural y recuperación nacional».
La llevaron a cabo sus defensores, como el crítico Cecil Gray, el
compositor Philip Heseltine y el director de orquesta sir Thomas
Beecham, y su objetivo era sustituir a Elgar por Delius como el gran
compositor inglés moderno, aunque esta labor finalmente derivase
en su incorporación a un «amplio espectro». Respecto a la relación
entre el Renacimiento y Delius, Gray llegaría a afirmar
estrafalariamente que el compositor resucitó un espíritu inglés
observado en los isabelinos, en Dowland y en Purcell. El empeño
culminó en 1929 con la celebración del Delius Festival de Londres,
con diferencia la mejor exhibición en Inglaterra de la trayectoria
artística del compositor. Coincidiendo con el acontecimiento,
Beecham escribió un artículo en el Daily Mail titulado «El compositor
que representa a Inglaterra». El mismo Delius acudió al festival tras
haber superado el desafío de cruzar el canal de la Mancha, a pesar
de padecer una parálisis grave y estar confinado en una silla de
ruedas. Tras la guerra, los conciertos en los que se interpretaba la
música del compositor en Alemania decayeron, razón por la que
aceptó con gusto la adulación, guardándose para sí sus opiniones
sobre Inglaterra. Los seis conciertos del festival consistían
fundamentalmente en piezas breves, destacando los poemas
sinfónicos orquestales. A Mass of Life (Una misa de la vida)
(originalmente Ein Messe des Lebens, obra en la que pone música
al texto de Así habló Zaratustra) fue la única partitura de gran
envergadura 334 .
Beecham, Gray y Heseltine introdujeron la asociación con el
campo inglés que más adelante se convertiría en la pieza
fundamental de la acogida inglesa de Delius; también hicieron
hincapié en las melodías tradicionales y la modalidad en la obra de
Delius. La monografía de Arthur Hutching sobre el compositor
(1948) se centra en su modo de percibir el campo inglés,
describiendo sus vistas y sonidos con ternura y comparando la
música de Delius con la literatura de Keats, Jeffries y Hardy. Según
Hutchings, In a Summer Garden (En un jardín veraniego) (1908),
obra inspirada en el jardín de la esposa de Delius en Grez, es en
realidad un reflejo de Inglaterra: «El lento fluir del río Loing viene a
reflejar una especie de río Avon, Ouse o Medway» 335 . El 25 de
mayo de 1935 esta idea se materializó físicamente con el retorno a
Inglaterra desde Grez de los restos del compositor —en
cumplimiento de su voluntad— para poder ser reinhumados, aunque
esta vez en el cementerio de St. Peter en Limpsfield, en el condado
de Surrey, una región con la que Delius no tuvo ninguna relación en
vida. Beecham pronunció una oración frente a su tumba. Incluso
Vaughan Williams consideró que debía acudir, a pesar de su
profunda aversión hacia Delius y el «cosmopolitismo» que
representaba. Era obvio que se trataba de una ceremonia nacional
que requería una exhibición de unidad. Ya bien entrado el siglo XX la
música de Delius fue cayendo en el olvido en Europa, pero en Gran
Bretaña se retransmitía, interpretaba y grababa con frecuencia,
especialmente por parte de músicos británicos. Se crearon una
Fundación Delius y una Sociedad Delius, y muchos de sus
manuscritos están ahora en la British Library. En 1984 se
conmemoró a Delius junto a Elgar y a Holst gracias a una serie
limitada de sellos sobre el tema de los compositores británicos 336 .
En la década de 1920 la nueva BBC, que se fundó en 1922 como
empresa privada y sería nacionalizada en 1927 bajo la dirección del
magnánimo John Reith, fue configurando un ritual nacional y
ceremonial a través de la música. Con posterioridad a la Primera
Guerra Mundial, esas ocasiones desempeñaron un papel importante
a la hora de cimentar la unidad nacional y de cicatrizar las heridas
de la nación. El desarrollo de la radio supuso una revolución
tecnológica y comunicativa que sirvió para difundir los
acontecimientos nacionales a una amplia audiencia, además de
para consolidar el sentimiento de nación. Según Rachel Cowgill, en
este proceso «determinadas obras fueron aceptadas y privilegiadas
por encima de las demás para convertirse en símbolos
conmemorativos casi litúrgicos», destacando sobre todas la partitura
de Elgar The Spirit of England (El espíritu de Inglaterra). Sin
embargo, había cierta flexibilidad en la elección y los debates eran
intensos en el seno de la BBC, dado que los locutores hacían
malabarismos para poder mantener un equilibrio entre el
patriotismo, el militarismo y el recuerdo 337 . Las veladas
concertísticas de 1924 supusieron retrospectivamente un referente,
debido a su relación con lo pastoral y lo conmemorativo, además de
por incluir a compositores que murieron en la guerra. Tras el himno
nacional, se programó la obertura de Sullivan In memorian, la ahora
desconocida cantata de Julian Clifford Meditation y su poema
sinfónico Lights Out (Luces apagadas), «For the Fallen» («A los
caídos») de Elgar, de su Spirit of England, y luego dos piezas
pastorales de compositores que habían fallecido hacía poco tiempo.
Se trataba de Ernest Farrar y sus English Pastoral Impressions
(Impresiones pastorales inglesas) y la Orchestral Rhapsody: A
Shropshire Lad (Rapsodia orquestal: un muchacho de Shropshire),
de George Butterworth. Llegados a este punto, los caminos de la
conmemoración y del paisaje inglés parecían confluir, como había
ocurrido poco antes, a pesar de que entonces hubiese pasado
desapercibido, gracias a la Pastoral Symphony (Sinfonía pastoral)
(1922) de Ralph Vaughan Williams. En 1925 un amplio programa
para el Armistice Day incluyó un concierto dedicado íntegramente a
Elgar, titulado «Paz» y dirigido por el mismo compositor. El
programa de 1927 se negoció y planificó a fondo; finalmente se
consensuaron las siguientes obras: The Last Post, de Stanford,
«Meditation», de Elgar, y The Glories of our Blood and State (Las
glorias de nuestra sangre y nación), de Parry, además de The Spirit
of England de Elgar como obra central, algo que ya venía siendo
habitual. El programa terminaba de modo revelador con el finale
coral de la Novena Sinfonía de Beethoven. En este caso, una
selección de música nacional inglesa del mismo estilo que la que
era interpretada durante la ceremonia de la última noche de los
Proms se unía al himno de fraternidad universal de Beethoven,
combinando lo clásico con lo nacional. En la década de 1920 se
encontró un repertorio adecuado de música inglesa conmemorativa
y de celebración, tras haber probado y desechado a algunos
compositores, mientras que otros se convertían en inamovibles 338 .

Conclusión
Gran parte de este libro está dedicado a las interioridades del
mundo del nacionalismo cultural y su consumación musical, sus
signos y símbolos en las obras de diversos compositores y los
contextos culturales de donde surgieron. Este simbolismo y los
dialectos de la música nacional que surgió proporcionaron los
materiales para el sentimiento de identidad nacional —el sentir
francés, ruso, inglés y demás— que suscitaron estos repertorios en
determinados momentos. Sin embargo, los términos en los que
concluiría el «contrato» de la música nacional no solo los fijaban los
compositores, sino en parte los críticos, los intérpretes y aquellos
que formaron un estado de opinión mediante un proceso de
acogida, reinterpretación, resurrección, selección, exclusión y
monumentalización. Instituciones tales como los conservatorios, los
festivales, las publicaciones, las ediciones completas y los locutores
de la radio pública eran, ante la ciudadanía, intermediarios de la
experiencia musical y podían ajustarse a un programa nacionalista.
A su vez, los objetivos nacionalistas podían lograrse mediante
composiciones abstractas dentro de géneros tradicionales, como en
el caso de la sinfonía y el oratorio, siempre y cuando estos
demostraran que los músicos de la nación tenían capacidad para
competir en la escena internacional y producir música de altísima
calidad.

302 . Curtis, Music Makes the Nation, p. 197.

303 . Ibíd., cap. 5.

304 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. xi-xviii; On Russian Music, cap. 1;
Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 45-48.

305 . Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 320-338.

306 . William Weber, «La Musique Ancienne in the Waning of the Ancien Régime»,
The Journal of Modern History 56/1 (1984), pp. 58-88; «The Eighteenth-Century
Origins of the Musical Canon», Journal of the Royal Musical Association 114/1
(1989), pp. 6-17; The Rise of Musical Classics in Eighteenth-Century England: A
Study in Canon, Ritual, and Ideology (Oxford: Clarendon Press, 1992).

307 . Weber, The Rise of Musical Classics, cap. 8.

308 . Bernd Spondheuer, «Reconstructing Ideal Types of the “German” in Music»,


en Applegate y Potter (eds.), Music and German National Identity, pp. 52-56.
309 . Bonds, After Beethoven, pp. 80-96; Minor, Choral Fantasies, cap. 2.

310 . Applegate y Potter, «Germans as the “People of Music”», pp. 5, 10, 14;
Applegate, Bach in Berlin, esp. p. 78.

311 . Robert Schumann, On Music and Musicians, ed. de Konrad Wolff, trad. de
Paul Rosenfield (Berkeley: University of California Press, 1983), p. 61.

312 . Para un estudio, véase David B. Dennis, Beethoven in German Politics,


1870-1989 (New Haven y Londres: Yale University Press, 1996).

313 . K. N. Knittel, «Wagner, Deafness, and the Reception of Beethoven’s Late


Style», Journal of the American Musicological Society 51/1 (1998), pp. 49-82;
Hans Heinz Stuckenschmidt, Schoenberg: His Life, World, and Work, trad. de
Humphrey Searle (Nueva York: Schirmer, 1978), p. 277.

314 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 113-115; Frolova-Walker, Russian


Music and Nationalism, pp. 61-73.

315 . Charles B. Paul, «Rameau, d’Indy, and French Nationalism», Musical


Quarterly 58/1 (1972), pp. 46-56; Katherine Ellis, «Rameau in Late Nineteenth-
Century Dijon: Memorial, Festival, Fiasco», en Kelly (ed.), French Music, Culture
and National Identity, pp. 197-214; Nicholas Vazsonyi, Richard Wagner: Self-
Promotion and the Making of a Brand (Cambridge: Cambridge University Press,
2010), pp. 50-62.

316 . Chechlinska, «Chopin’s Reception in Nineteenth-Century Poland», pp. 208,


214-217.

317 . Jim Samson, «Chopin Reception: Theory, History, Analysis», en John Rink y
Jim Samson (eds.), Chopin Studies 2 (Cambridge: Cambridge University Press,
1994), pp. 5-8; Zdzislaw Mach, «National Anthems: The Case of Chopin as a
National Composer», en Martin Stokes (ed.), Ethnicity, Identity and Music: The
Musical Construction of Place (Berg: Oxford and Providence, RI, 1994), pp. 61-70.

318 . Michael Beckerman, «The Master’s Little Joke: Antonin Dvořák and the Mask
of the Nation», en Michael Beckerman (ed.), Dvořák and his World (Princeton:
Princeton University Press, 1993), p. 146.

319 . Ibíd., pp. 145-147; Beckerman, New Worlds of Dvořák, p. 14.

320 . Tyrrell, Czech Opera, pp. 10-11; Marta Ottlová y Milan Pospíšil, «Motive der
tschechischen Dvořák-kritik am Anfang des 20. Jahrhunderts», en Klaus Döge y
Peter Just (eds.), Dvořák-Studien (Mainz: Schott, 1994), pp. 211-226.
321 . Carlo Caballero, «Patriotism or Nationalism? Fauré and the Great War»,
Journal of the American Musicological Society 52/3 (1999), pp. 598-599.

322 . Brian Hart, «The Symphony and National Identity in Early Twentieth-Century
France», en Kelly (ed.), French Music, Culture and National Identity, pp. 131-148.

323 . 11 de marzo de 1915, citado en Caballero, «Patriotism or Nationalism?», p.


605.

324 . Marianne Wheeldon, Debussy’s Late Style (Bloomington: Indiana University


Press, 2009), pp. 6-7, 10-14; cap. 4.

325 . Hughes y Strandling, The English Musical Renaissance .

326 . Ibíd., pp. 31-51, 97-98.

327 . Annan, «The Intellectual Aristocracy».

328 . Jeremy Dibble, «Parry and English Diatonic Dissonance», Journal of the
British Music Society 5 (1983), pp. 58-71.

329 . Robert Strandling, «On Shearing the Black Sheep in Spring: The
Repatriation of Frederick Delius», en Christopher Norris (ed.), Music and the
Politics of Culture (Londres: Lawrence & Wishart, 1989), pp. 69-105; esp. p. 103,
n. 43.

330 . Citado en Hughes y Stradling, The English Musical Renaissance, pp. 166-
167.

331 . Citado en ibíd., p. 169.

332 . Jeremy Crump, «The Identity of English Music: The Reception of Elgar 1898-
1935», en Robert Coles y Philip Dodd (eds.), Englishness: Politics and Culture
1880-1920 (Londres: Croom Helm, 1986), pp. 179-185.

333 . Riley, Edward Elgar and the Nostalgic Imagination, pp. 81-85 y 114-115;
Hughes y Stradling, The English Musical Renaissance, pp. 198-199.

334 . Stradling, «Oh Shearing the Black Sheep in Spring», pp. 75-83.

335 . Arthur Hutchings, Delius (Londres: Macmillan, 1948), p. 82; véanse también
pp. 81-83 y 153-154, citado en Stradling, «Oh Shearing the Black Sheep in
Spring», pp. 80-81.

336 . Ibíd., pp. 75-76.


337 . Rachel Cowgill, «Canonizing Remembrance: Music for Armistice Day at the
BBC, 1922-7», First World War Studies 2/1 (2011), p. 76.

338 . Ibíd., pp. 78-84.


Conclusión
Naciones, nacionalismo y música clásica

Por recuperar las cuestiones que se planteaban al comenzar este


estudio: ¿en qué medida contribuyó la música clásica a potenciar y
propagar el ideal nacional, y hasta qué punto ese ideal generó una
categoría especial de música nacional dentro del repertorio de la
música culta? Los capítulos anteriores demuestran que los
compositores de música clásica estaban profundamente
involucrados en la tarea de forjar una nación, desde la Revolución
francesa (en Inglaterra incluso antes) hasta la Segunda Guerra
Mundial, fuese de modo directo, colaborando con los intelectuales
nacionalistas, o de modo más indirecto, a través de su estilo
compositivo y los géneros escogidos. En casi todos los lugares en
los que los músicos poseían conocimientos acerca de las
tradiciones y formación en técnicas de composición en el ámbito del
arte musical europeo surgieron repertorios de música nacional. Lo
cierto es que aquí solo hemos ofrecido un estudio selectivo.
Hablamos de un fenómeno que tuvo una extraordinaria capacidad
de expansión a lo largo de Europa y que en el siglo XX llegaría a
Estados Unidos.
¿Cómo definimos con mayor concreción la música nacional, una
música que despierta ideas positivas en torno a la nación y
sentimientos patrióticos en su público? Es hasta cierto punto una
cuestión de estilo y sintaxis musical, especialmente en los
repertorios de finales del siglo XIX , que aprovechan los modismos
vernáculos étnicos o producen dialectos estilísticos compartidos
relativos a una sintaxis melódica y armónica de práctica común.
Pero no toda la música nacional es así, y, a la inversa, como vimos
en el capítulo 2, no toda la música que se beneficia de los modismos
vernáculos étnicos, en especial la de comienzos del siglo XX , es
realmente percibida como música nacional. La música nacional
implica algo más. Se trata de música que de un modo u otro activa
el simbolismo de la nación a través de asociaciones con la literatura
y las artes visuales, con las imágenes nacionales ya existentes, y en
particular con los conceptos de ciudadanía y comunidad, la patria,
los mitos, las leyendas, los episodios históricos heroicos y los
rituales conmemorativos de la nación. A veces ese simbolismo está
latente o es incluso involuntario, y la música desarrolla su
significación nacional solo tardíamente, cuando los nacionalistas
actúan de intermediarios con su público, seleccionando,
interpretando o reinterpretando críticamente, resucitándola o
monumentalizándola. Normalmente la música nacional surge
gracias a diversas combinaciones de los siguientes factores: el
estilo, los temas culturales y la acogida. De este modo la música
clásica desarrolla su propia facultad de movilizar a los ciudadanos
para la causa nacional.
Las primeras etapas de la música nacional las encontramos en el
siglo XVIII , con el retrato de la comunidad nacional presente en los
oratorios de Händel y en las multitudinarias corales al unísono de las
fêtes de la Revolución francesa. Bajo la influencia de las ideas de
Herder y sus estudios sobre el folclore, los compositores del siglo
XIX elaboraron unos modismos vernáculos étnicos de una
autenticidad fluctuante que incorporaron a una música culta de
condición elevada. Estos modismos abastecieron a la música
nacional desde la década de 1820 hasta comienzos del siglo XX ,
cuando, durante la época del modernismo, se diluyó su significación
nacional. Bajo el influjo de Rousseau y su idea de la vuelta a la
naturaleza, los compositores transformaron el estilo pastoral en un
vocabulario heterogéneo, primero en el marco de los paisajes de la
patria en la década de 1840, mediante representaciones pintorescas
de escenas familiares procedentes de las tradiciones del arte visual,
para más adelante, con una identificación más profunda,
desplazarse a regiones más agrestes y características. Con estas
estrategias, y especialmente en el género del poema sinfónico,
retrataban la naturalización de la historia y transmitían un
sentimiento de pertenencia ancestral a través del paisaje. Un amplio
repertorio de óperas, poemas sinfónicos, cantatas y otras partituras
se beneficiaron del mito y la leyenda nacionales para fomentar las
virtudes de los antiguos héroes y heroínas ante unos ciudadanos
que debían emularlos. Más adelante, la música conmemorativa
nacional lloraría y celebraría los sacrificios de los antepasados,
empezando por la época de la Revolución francesa. La trayectoria
de la música culta del siglo XIX continuó con su nacionalización de
los modismos conmemorativos y alcanzaría su cenit con la música
sinfónica de comienzos del siglo XX en Rusia y Gran Bretaña. La
coherencia de los modismos vernáculos étnicos y la unidad de
criterio de las tradiciones nacionales en el modo de componer se
intensificaron gracias a los procesos de canonización desde
mediados del siglo XIX en adelante. Los nacionalistas ensalzaron a
renombradas figuras musicales del pasado como héroes nacionales,
fundaron y publicaron ediciones íntegras de sus obras, resucitaron
edades de oro olvidadas y restaron importancia a las diferencias
entre los compositores de sus propios países.
Durante el siglo XVIII , en las manifestaciones de música nacional
y en partituras interpretadas en público, como la obertura «Egmont»
de Beethoven y su Tercera y Quinta Sinfonías, «la nación» es más
bien una entidad abstracta, carente de identidad específica. Esta es
la nación como un tipo de comunidad opuesto a otras formas de
comunidad. Estas obras se presentan a sí mismas como
afirmaciones en el «idioma universal» que era la música, como se
decía a veces en aquella época, y no en un dialecto estilístico. Más
adelante verá la luz una concreción más precisa de la identidad
nacional con el uso de modismos vernáculos, paisajes y color local,
como vimos en los capítulos 2 y 3. En los lugares donde se fundaron
escuelas nacionales que engendraron sus propios sistemas
simbólicos que podían ser aprendidos por los oyentes tenía lugar
una comunicación sofisticada. Este enfoque tuvo el amparo de los
músicos de países que carecían de una larga tradición en el campo
de la pedagogía musical y del mecenazgo estatal o aristocrático de
partituras autóctonas, o donde las tradiciones se habían evaporado.
En Alemania, Francia e Italia fue menos frecuente y tuvo un
desarrollo menos elaborado.
¿Hasta dónde podemos remontar los términos del «contrato» de
la música nacional? Algunos estudios académicos han vuelto la
vista al periodo medieval para encontrar las fuentes del «carácter de
nación» en el «pensamiento nacional» 339 . Es indudable que
durante el siglo XIX la música nacional se benefició de los mitos
medievales, las leyendas y las imágenes de la patria que, en siglos
pasados, las élites sociales utilizaron para autodefinirse, incluso a
pesar de que con frecuencia se trataba de redescubrimientos que no
se habían propagado con gran profusión durante los siglos
intermedios. Pero, en realidad, la cuestión atañe al estilo y los
modismos musicales. ¿Hasta qué punto aprovecharon los
compositores del siglo XIX las tradiciones musicales autóctonas y los
estilos nacionales en piezas que formaban parte del nacionalismo
cultural y el proyecto de movilización vernácula? Podríamos centrar
nuestra atención en el estilo clasificatorio de los teóricos del siglo
XVIII («francés», «italiano» y «alemán»), en el modismo de la
«obertura francesa» y en el estilo grandioso de Lully, en el estilo
brillante del concerto instrumental italiano y en la maestría
contrapuntística de la tradición del kantor luterano del norte de
Alemania. ¿Se transformaron estos modismos o fueron construidos
sobre una base que luego se impregnó de ideología nacionalista?
En realidad, esto último solo ocurrió hasta cierto punto. En la Europa
del siglo XVIII se identificaba la polonesa como un emblema de la
antigua aristocracia polaca. En sus polonesas ya maduras de las
décadas de 1830 y 1840 Chopin transformó la danza en una pieza
virtuosística para piano con toques morbosos y militaristas que
recuerdan el nacionalismo mesiánico de sus colegas parisinos
exiliados, Adam Mickiewicz y sus seguidores. El estilo de un
diatonismo noble que cultivaron con total diversidad Parry, Elgar,
Vaughan Williams, Finzi y otros compositores ingleses en las
décadas en torno al año 1900 tenía antecedentes en la música de
los organistas de las catedrales inglesas del siglo XIX y finalmente
en Händel, a pesar de que era utilizado en contextos de
conmemoración nacional y para la representación de la patria. Pero
estos son casos aislados. Era más frecuente que hubiese
asociaciones estilísticas con partituras del pasado, presentadas
como redescubrimientos dentro de un resurgir de una edad de oro,
como en el caso de Debussy, Falla y, en otros aspectos, Vaughan
Williams. En estos casos, la discontinuidad con el pasado reciente, y
no la renegociación de un contrato ya firmado con los oyentes, era
la mayor inquietud en lo que a estilo musical se refiere.
Musicalmente, el sonido de la identidad nacional era producto de un
nacionalismo cultural y no tanto del pasado. Fue este movimiento el
que alentó la absorción de la música tradicional por parte de la
música culta, poniendo más adelante al tanto a los oyentes sobre
unos paisajes sonoros característicos que solían tener su origen en
una sola obra influyente o en el estilo de un compositor.
Un buen ejemplo de cómo la música nacional de finales del siglo
XIX se unía en torno a varios temas anteriores, viejos y recientes,
auténticos e inauténticos, lo encontramos en la marcha fúnebre de
Siegfried del Götterdämmerung de Wagner. El relato del ciclo del
Anillo se basa en la literatura alemana medieval y en la mitología del
norte de Europa, redescubierta y reinterpretada por los nacionalistas
del siglo XIX y reimaginada por Wagner, mientras que el estilo
musical de la marcha y la tonalidad rememoran las tradiciones
conmemorativas nacionales posrevolucionarias, cuya culminación la
encontramos en la abstracción y la sublimación instrumental de las
Sinfonías n.o 3 y 5 de Beethoven. A su vez, también están
presentes determinados significantes musicales alemanes, como el
protagonismo de los instrumentos de viento metal, reflejo del
descubrimiento, entonces reciente, del antiguo lur en los
enterramientos de las turberas del norte de Alemania. Por último, los
cascos con cuernos que elaboró el diseñador de vestuario del
primer ciclo del Anillo en Bayreuth, Carl Emil Doepler, son un
elemento de pura fabricación contemporánea. A pesar de que
posteriormente los cascos se convirtieron en la imagen
estereotipada de las óperas de Wagner y formaron parte de la
imagen preconcebida de los vikingos, se trataba de un
pseudohistoricismo carente de toda base científica.
Por otra parte, ¿cuánto tiempo duraron los «contratos» de la
música nacional en la historia de la composición de música clásica?
El tipo de música que especifica una identidad nacional con
frecuencia se advierte como una combinación de géneros, modos y
registros estilísticos: parte de una práctica más amplia dentro de la
música del periodo del Romanticismo, pero menos característica del
modernismo del siglo XX . Al oyente se le suministra una etiqueta
extramusical, textual o incluso otro tipo de asociación para
comunicarle la importancia de esta mezcla. Por ejemplo, en la
Sinfonía n.° 6 de Dvořák un furiant —una danza folclórica con un
legado compositivo profesional tanto en escenarios populares como
en piezas breves para piano— actúa como un movimiento de
scherzo dentro de un género asociado al humanismo universal, a lo
sublime y a la dimensión épica. En muchas de las mazurcas de
Chopin, los ritmos, los contornos melódicos, las frases breves y las
estructuras repetitivas del baile tradicional se filtran a través de
armonías cromáticas saturadas que en la música culta europea se
asociaban en ocasiones con el llanto de un personaje aristocrático
en una opera seria barroca, con la escenificación del Stabat Mater o
con la sección del crucifixus del texto de la misa. Las susurrantes
Klangfläche que definen los paisajes sonoros de la patria en Wagner
y en Sibelius provienen, dentro de la historia de la composición
profesional, de las introducciones pianísticas a los Lieder alemanes
de temáticas románticas en torno a la naturaleza. Pero mientras que
esta técnica en un principio sirvió al realce poético del sutil verso
lírico en las interpretaciones domésticas, en una obra como En Saga
de Sibelius se monumentaliza con una elaborada textura orquestal
que sirve de telón de fondo de entonaciones de estilo bardo que
sugieren una epopeya espantosa.
Por lo tanto, la cuestión fundamental al abordar el sentimiento de
identidad nacional en la música culta durante el siglo XIX y
comienzos del XX —y la contribución singular de la música clásica
frente a la música tradicional dentro del proyecto del nacionalismo
cultural— radica en la fusión de lo local, lo familiar y lo hogareño con
lo universal y heroico. A un nivel extramusical, esto también atañe a
la mezcla de las patrias locales y los mitos y leyendas heroicos de la
nación. Se advierte una mezcla implícita de paisaje e historia —con
los dos géneros ocupando una vez más diversas posiciones en la
jerarquía estética tradicional— en la Sinfonía «Escocesa» de
Mendelssohn, en Vyšehrad de Smetana y en Caractacus de Elgar.
Es más, los paisajes de la música nacional —quizás con la
excepción de los de la Sinfonía «Italiana» de Mendelssohn—
normalmente no son «clásicos» en el sentido de Claude Lorraine,
pero podrían identificar algún rincón casi desconocido de Europa,
como las montañas al oeste de Noruega, las colinas de las Midlands
occidentales o los bosques finlandeses. Esta mezcla de las culturas
y paisajes europeos locales con los valores clásicos sustituye a una
larga tradición de pensamiento primitivo nacional en Europa que se
remonta a la acogida que durante el Renacimiento tuvo la obra
Germania de Tácito, donde su autor elogiaba el estilo de vida
virtuoso, republicano y salvaje de las tribus del norte frente al de sus
compatriotas como antídoto ante la decadencia de Roma 340 .
Durante el siglo XX , el surgimiento del modernismo en la música
culta jugó en contra de la práctica de la mezcla modal, estilística o
de géneros, y por consiguiente también de la música nacional. Con
el modernismo, las formas heredadas de escritura —las reglas de
oro de la composición— cada vez eran más desdeñadas, dado que
el compositor trataba de inventar partiendo de cero algunos o todos
los principios constructivos de cada obra. El modernismo musical
llegó incluso a restar importancia a los títulos genéricos de las
composiciones, especialmente en su segunda fase, después de la
Segunda Guerra Mundial. Mientras que algunos modernistas
incorporaron a sus experimentos estilísticos los modismos
vernáculos étnicos, estos iban dirigidos hacia conceptos
supranacionales más que nacionales. Durante el siglo XX la música
nacional cobró mayor protagonismo en los movimientos y los estilos
de composición conservadores: las escuelas sinfónicas de
Inglaterra, Estados Unidos y Rusia, la «simplicidad impuesta» de
Copland, los graduados de la Schola Cantorum de D’Indy y los
programas culturales oficiales soviéticos. Aunque es imposible
especificar un único terminus ad quem en el ámbito de la música
nacional, es muy cierto que desde la Segunda Guerra Mundial
pocas obras de música culta occidental con temas nacionales han
accedido al repertorio internacional concertístico y discográfico.

339 . Hastings, The Construction of Nationhood; Leerssen, National Thought in


Europe.

340 . Laersen, National Thought in Europe, pp. 36-51.


Bibliografía

Abraham, Gerald. Slavonic and Romantic Music: Essays and Studies. Londres:
Faber & Faber, 1968.
Adams, Byron, y Robin Wells (eds). Vaughan Williams Essays. Aldershot:
Ashgate, 2003.
Annan, Noel. «The Intellectual Aristocracy», en Studies in Social History: A Tribute
to G. M. Trevelyan, ed. J. H. Plumb. Londres: Longman, Green & Co., 1955, pp.
241-287.
Antlöv, Hans, y Stein Tønnesson. Asian Forms of the Nation. Richmond: Curzon,
1996.
Antokoletz, Elliott. The Music of Béla Bartók: A Study of Tonality and Progression
in Twentieth-Century Music. Berkeley y Londres: University of California Press,
1984.
Applegate, Celia. «What is German Music? Reflections on the Role of Art in the
Creation of the Nation». German Studies Review 15 (1992), pp. 21-32.
— «How German is It? Nationalism and the Idea of Serious Music in the Early
Nineteenth Century». 19th-Century Music 21/3 (1998), pp. 274-296.
— Bach in Berlin: Nation and Culture in Mendelssohn’s Revival of the St. Matthew
Passion. Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2005.
Applegate, Celia, y Pamela M. Potter. (eds) Music and German National Identity.
Chicago: University of Chicago Press, 2002.
— «Germans as the “People of Music”: Genealogy of an Identity», en Applegate y
Potter (eds), Music and German National Identity, pp. 1-35.
Arblaster, Anthony. Viva La Libertà!: Politics in Opera. Nueva York y Londres:
Verso, 1992.
Armstrong, John Alexander. Nations before Nationalism. Chapel Hill: University of
North Carolina Press, 1982.
Arnade, Peter J. Beggars, Iconoclasts, and Civic Patriots: The Political Culture of
the Dutch Revolt. Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2008.
Baker, James. «Liszt’s Late Piano Works: Larger Forms», en Hamilton (ed.), The
Cambridge Companion to Liszt, pp. 120-151.
Banti, Alberto Mario. «Reply». Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 446-454.
Barlow, Michael. Whom the Gods Love: The Life and Music of George
Butterworth. Londres: Toccata Press, 1997.
Barnard, F. M. «Culture and Political Development: Herder’s Suggestive Insights».
American Political Science Review 62 (1969), pp. 379-397.
Bartlet, M. Elisabeth C. «The New Repertory at the Opera During the Reign of
Terror: Revolutionary Rhetoric and Operatic Consequences», en Boyd (ed.),
Music and the French Revolution, pp. 107-156.
Bartlett, Rosamund. «“Khovanshchina” in Context», en Batchelor y John (eds),
Khovanshchina, pp. 31-37.
Bartók, Béla. Essays, ed. Benjamin Suchoff. Londres: Faber & Faber, 1976.
Batchelor, Jennifer, y Nicholas John (eds). Khovanshchina: The Khovansky Affair.
París, Londres y Nueva York: Calder Publications, with ENO, 1994.
Beales, Derek, y Eugenio Biaggini. The Risorgimento and the Unification of Italy,
2.ª ed. Londres: Pearson, 2002.
Bearman, C. J. «Percy Grainger, the Phonograph, and the Folk Song Society».
Music & Letters 84/3 (2003), pp. 434-455.
Beckerman, Michael. «In Search of Czechness in Music». 19th-Century Music
10/1 (1986), pp. 61-73.
— (ed.). Dvořák and his World. Princeton: Princeton University Press, 1993.
— «The Master’s Little Joke: Antonin Dvořák and the Mask of the Nation», en
Beckerman (ed.), Dvořák and his World, pp. 134-154.
— New Worlds of Dvořák: Searching in America for the Composer’s Inner Life.
Nueva York y Londres: Norton, 2003.
Beeks, Graydon. «Handel’s Sacred Music», en Burrows (ed.), The Cambridge
Companion to Handel, pp. 164-181.
Bellman, Jonathan. The Style Hongrois in the Music of Western Europe. Boston:
Northeastern University Press, 1993.
Berlin, Isaiah. Vico and Herder: Two Studies in the History of Ideas. Londres:
Hogarth Press, 1976.
Beveridge, David R. (ed.). Rethinking Dvořák: Views from Five Countries. Oxford:
Clarendon Press, 1996.
Bhabha, Homi K. Nation and Narration. Londres y Nueva York: Routledge, 1990.
Blakeman, Edward. The Faber Pocket Guide to Handel. Londres: Faber & Faber,
2009.
Blanning, T. C. W. The Triumph of Music: Composers, Musicians and Their
Audiences, 1700 to the Present. Londres: Penguin, 2008.
Bohlman, Philip V. The Study of Folk Music in the Modern World. Bloomington:
Indiana University Press, 1988.
— «Landscape-Region-Nation-Reich: German Folk Song in the Nexus of National
Identity», en Applegate y Potter (eds), Music and German National Identity, pp.
105-127.
— Focus: Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, 2.ª ed. Nueva
York y Londres: Routledge, 2011.
Bonds, Mark Evan. After Beethoven: Imperatives of Originality in the Symphony.
Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1996.
Bonehill, John y Geoff Quilley. Conflicting Visions: War and Visual Culture in
Britain and France, c. 1700-1830. Aldershot: Ashgate, 2005.
Botstein, Leon. «Innovation and Nostalgia: Ives, Mahler, and the Origins of
Modernism», en Burkholder (ed.), Charles Ives and his World, pp. 35-74.
Boyd, Malcolm. Music and the French Revolution. Cambridge: Cambridge
University Press, 1992.
Boyes, Georgina. The Imagined Village: Culture, Ideology, and the English Folk
Revival. Mánchester: Manchester University Press, 1993.
Branch, Michael (ed.). The Kalevala: The Land of Heroes. Trad. de W. F. Kirby.
Londres: Athlone Press, 1985.
Brincker, Benedikte, y Jens Brincker. «Musical Constructions of Nationalism: A
Comparative Study of Bartók and Stravinsky». Nations and Nationalism 10/4
(2004), pp. 579-597.
— «The Role of Classical Music in the Construction of Nationalism: An Analysis of
Danish Consensus Nationalism and the Reception of Carl Nielsen». Nations
and Nationalism 14/4 (2008), pp. 684-699.
— «The Role of Classical Music in the Construction of Nationalism: A Cross-
National Perspective». Nations and Nationalism 20/4 (2014), pp. 664-682.
Brinckmann, Reinhold. «Wagners Aktualität für den Nationalsozialismus:
Fragmente einer Bestandsaufnahme», en Richard Wagner im Dritten Reich: Ein
Schloß-Elmau-Symposion, ed. Saul Friedländer y Jörn Rüsen. Múnich: C. H.
Beck, 2000, pp. 109-141.
Brockmann, Stephen. Nuremberg: The Imaginary Capital. Columbia, SC: Camden
House, 2006.
Brody, Martin. «Founding Sons: Copland, Sessions and Berger on Genealogy and
Hybridity», en Aaron Copland and his World, ed. Carol J. Oja y Judith Tick.
Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2005, pp. 15-43.
Brown, A. Peter. The Symphonic Repertoire, vol. 3, The European Symphony from
ca. 1800 to ca. 1930, Part A, Germany and the Nordic Countries. Bloomington:
Indiana University Press, 2007.
— The Symphonic Repertoire, vol. 3, The European Symphony from ca. 1800 to
ca. 1930, Part B, Great Britain, Russia and France. Bloomington: Indiana
University Press, 2008.
Brown, Julie. «Bartók, the Gypsies and Hybridity in Music», en Western Music and
its Others: Difference, Representation and Appropriation in Music, ed. Georgina
Born y David Hesmondhalgh. Berkeley: University of California Press, 2000, pp.
119-142.
— (ed. ). Western Music and Race. Cambridge: Cambridge University Press,
2007.
Broyles, Michael. «Charles Ives and the American Democratic Tradition», en
Burkholder (ed.), Charles Ives and his World, pp. 118-160.
Budden, Julian. The Operas of Verdi, vol. 1, edición revisada. Oxford: Clarendon
Press, 1992.
Bullock, Philip Ross. «Sibelius and the Russian Traditions», en Grimley (ed.),
Sibelius and his World, pp. 3-57.
Burkholder, J. Peter (ed.). Charles Ives and his World. Princeton: Princeton
University Press, 1996.
Burrows, Donald (ed.). The Cambridge Companion to Handel. Cambridge:
Cambridge University Press, 1997.
Caballero, Carlo. «Patriotism or Nationalism? Fauré and the Great War». Journal
of the American Musicological Society 52/3 (1999), pp. 593-625.
Cannadine, David. «Orchestrating his Own Life: Sir Edward Elgar as a Historical
Personality», en Kenyon (ed.), Elgar, pp. 1-35.
Celenza, Anna Harwell. The Early Works of Niels W. Gade: In Search of the
Poetic. Aldershot: Ashgate, 2001.
Charlton, David. «Introduction: Exploring the Revolution», en Boyd (ed.), Music
and the French Revolution, pp. 1-11.
Chechlińska, Zofia. «Chopin Reception in Nineteenth-Century Poland», en
Samson (ed.), The Cambridge Companion to Chopin, pp. 206-221.
Christoforidis, Michael. «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», in
Brown (ed.), Western Music and Race, pp. 230-243.
Clapham, John. Smetana. Londres: Dent, 1972.
Clark, Walter Aaron. Isaac Albéniz: Portrait of a Romantic. Nueva York y Oxford:
Oxford University Press, 1998.
Clarke, Joseph. Commemorating the Dead in Revolutionary France: Revolution
and Remembrance, 1789-1799. Cambridge: Cambridge University Press, 2007.
Colley, Linda. Britons: Forging the Nation, 1707-1837. New Haven: Yale University
Press, 1992.
Colls, Robert, y Philip Dodd (eds). Englishness: Politics and Culture, 1880-1920.
Londres: Croom Helm, 1986.
Connor, Walker. Ethnonationalism: The Quest for Understanding. Princeton:
Princeton University Press, 1994.
Cooper, Barry. Beethoven’s Folksong Settings: Chronology, Sources, Style.
Oxford: Clarendon Press, 1994.
Cooper, David. «Béla Bartók and the Question of Race Purity in Music», en
Murphy y White (eds), Musical Constructions of Nationalism, pp. 16-32.
Cowgill, Rachel. «Elgar’s War Requiem», en Edward Elgar and his World, ed.
Byron Adams. Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2007, pp. 317-
362.
— «Canonizing Remembrance: Music for Armistice Day at the BBC, 1922-7». First
World War Studies 2/1 (2011), pp. 75-107.
Crist, Elizabeth Bergman. Music for the Common Man: Aaron Copland during the
Depression and War. Nueva York: Oxford University Press, 2005.
Crump, Jeremy. «The Identity of English Music: The Reception of Elgar, 1898-
1935», en Colls y Dodd (eds), Englishness, pp. 164-190.
Curtis, Benjamin W. Music Makes the Nation: Nationalist Composers and Nation
Building in Nineteenth-Century Europe. Amherst: Cambria, 2008.
Dahlhaus, Carl. Between Romanticism and Modernism: Four Studies in the Music
of the Later Nineteenth Century. Trad. de Mary Whittall. Berkeley y Los
Ángeles: University of California Press, 1980.
— Nineteenth-Century Music. Trad. de J. Bradford Robinson. Berkeley y Los
Ángeles: University of California Press, 1989.
Daniels, Stephen. Fields of Vision: Landscape Imagery and National Identity in
England and the United States. Princeton: Princeton University Press, 1993.
Daverio, John. «Einheit-Freiheit-Vaterland: Intimations of Utopia in Robert
Schumann’s Late Choral Music», en Applegate y Potter (eds), Music and
German National Identity, pp. 59-77.
Dennis, David B. Beethoven in German Politics, 1870-1989. New Haven y
Londres: Yale University Press, 1996.
De Val, Dorothy. «The Transformed Village: Lucy Broadwood and Folksong», en
Music and British Culture, 1785-1914: Essays in Honour of Cyril Ehrlich, ed.
Christina Bashford y Leanne Langley. Oxford: Oxford University Press, 2000,
pp. 341-366.
Dibble, Jeremy. «Parry and English Diatonic Dissonance». Journal of the British
Music Society 5 (1983), pp. 58-71.
— Charles Villiers Stanford: Man and Musician. Oxford: Oxford University Press,
2002.
Doge, Klaus. «Dvořák, Antonín», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 7, pp. 777-814.
Downes, Stephen. «Pastoral Idylls, Erotic Anxieties and Heroic Subjectivities in
Sibelius’ Lemminkäinen and the Maidens of the Island and First Two
Symphonies», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 35-
48.
Duggan, Christopher. The Force of Destiny: A History of Italy since 1796. Londres:
Penguin, 2008.
Durkheim, Émile. The Elementary Forms of the Religious Life. Trad. de J. Swain.
London: Allen & Unwin, 1915 [trad. cast.: Las formas elementales de la vida
religiosa. Madrid: Alianza Editorial, 2014].
Earle, Ben. Luigi Dallapiccola and Musical Modernism in Fascist Italy. Cambridge:
Cambridge University Press, 2013.
Eichner, Barbara. History in Mighty Sounds: Musical Constructions of German
National Identity, 1848-1914. Woodbridge: Boydell Press, 2013.
Ellis, Katharine. Interpreting the Musical Past: Early Music in Nineteenth-Century
France. Nueva York: Oxford University Press, 2005.
— «Rameau in Late Nineteenth-Century Dijon: Memorial, Festival, Fiasco», en
Kelly (ed.), French Music, Culture, and National Identity, pp. 197-214.
Emerson, Caryl. «Apocalypse Then, Now and (For Us) Never: Reflections on
Musorgsky’s Other Historical Opera», en Batchelor y John (eds),
Khovanshchina, pp. 7-20.
— The Life of Musorgsky. Cambridge: Cambridge University Press, 1999.
Finscher, Ludwig. «Weber’s “Freischütz”: Conceptions and Misconceptions».
Proceedings of the Royal Musical Association 110 (1983-84), pp. 79-90.
Fischer, Jens Malte. «Wagner-Interpretation im Dritten Reich: Musik und Szene
zwischen Politisierung und Kunstanspruch», en Richard Wagner im Dritten
Reich: Ein Schloß-Elmau-Symposion, ed. Saul Friedländer y Jörn Rüsen.
Múnich: C. H. Beck, 2000, pp. 142-164.
Fischer-Lichte, Erika. Theatre, Sacrifice, Ritual: Exploring Forms of Political
Theatre. Londres y Nueva York: Routledge, 2005.
Francfort, Didier. Le chant des nations: Musiques et culture en Europe, 1870-
1914. París: Hachette, 2004.
Freeman, Graham. «“It Wants All the Creases Ironing Out”: Percy Grainger, the
Folk Song Society, and the Ideology of the Archive». Music & Letters 92/3
(2011), pp. 410-436.
Frogley, Alain (ed.). Vaughan Williams Studies. Cambridge: Cambridge University
Press, 1996.
— «Constructing Englishness in Music: National Character and the Reception of
Ralph Vaughan Williams», en Frogley (ed.), Vaughan Williams Studies, pp. 1-
22.
Frogley, Alain, y Aidan J. Thomson (eds). The Cambridge Companion to Vaughan
Williams. Cambridge: Cambridge University Press, 2013.
Frolova-Walker, Marina. Russian Music and Nationalism: From Glinka to Stalin.
New Haven y Londres: Yale University Press, 2007.
Fulcher, Jane. French Cultural Politics and Music: From the Dreyfus Affair to the
First World War. Nueva York: Oxford University Press, 1999.
— The Composer as Intellectual: Music and Ideology in France, 1914-1940.
Nueva York: Oxford University Press, 2005.
Galliver, David. «Leonore, ou l’amour conjugal: A Celebrated Offspring of the
Revolution», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 157-168.
Gammon, Vic. «Folk Song Collecting in Sussex and Surrey, 1843-1914». History
Workshop Journal 10/1 (1980), pp. 61-89.
Garagola, Lynn. «Making an American Dance: Billy the Kid, Rodeo, and
Appalachian Spring», en Aaron Copland and his World, ed. Carol J. Oja y
Judith Tick. Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2005, pp. 121-147.
Gelbart, Matthew. The Invention of «Folk Music» and «Art Music»: Emerging
Categories from Ossian to Wagner. Cambridge: Cambridge University Press,
2007.
Gilliam, Bryan. «Strauss, Richard», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 24, pp. 497-
527
Gillies, Malcolm (ed.). The Bartók Companion. Londres: Faber & Faber, 1993.
— «Bartók, Béla», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 2, pp. 787-818.
Gillies, Malcolm, y David Pear. «Percy Grainger and American Nordicism», en
Brown (ed.), Western Music and Race, pp. 115-124.
Gorski, Philip S. «The Mosaic Moment: An Early Modernist Critique of Modernist
Theories of Nationalism». American Journal of Sociology 105/5 (2000), pp.
1428-1468.
Goss, Glenda Dawn. «Vienna and the Genesis of Kullervo: “Durchführung zum
Teufel!”», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 22-31.
— Sibelius: A Composer’s Life and the Awakening of Finland. Chicago y Londres:
University of Chicago Press, 2009.
Gossett, Philip. «Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento». Studia
Musicologica 52/1-4 (2011), pp. 241-257.
Gray, Camilla. The Russian Experiment in Art, 1863-1922. Londres: Thames and
Hudson, 1971.
Grey, Thomas S. «Tableaux Vivants: Landscape, History Painting, and the Visual
Imagination in Mendelssohn’s Orchestral Music». 19th-Century Music 21/1
(1997), pp. 38-76.
— «Wagner’s Die Meistersinger as National Opera (1868-1945)», en Applegate y
Potter (eds), German Music and National Identity, pp. 78-104.
Grimley, Daniel M. «Horn Calls and Flattened Sevenths: Nielsen and Danish
Musical Style», en Murphy y White (eds), Musical Constructions of Nationalism,
pp. 123-141.
— (ed.) The Cambridge Companion to Sibelius. Cambridge: Cambridge University
Press, 2004.
— «The Tone Poems: Genre, Landscape and Structural Perspective», en Grimley
(ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 95-116.
— Grieg: Music, Landscape and Norwegian Identity. Woodbridge: Boydell Press,
2006.
— «“Music in the Midst of Desolation”: Structures of Mourning in Elgar’s The Spirit
of England», en Elgar Studies, ed. J. P. E. Harper-Scott y Julian Rushton.
Cambridge: Cambridge University Press, 2007, pp. 220-237.
— Carl Nielsen and the Idea of Modernism. Woodbridge: Boydell Press, 2010.
— «Landscape and Distance: Vaughan Williams, Modernism and the Symphonic
Pastoral», en British Music and Modernism 1895-1960, ed. Matthew Riley.
Farnham: Ashgate, 2010, pp. 147-174.
— (ed.). Sibelius and his World. Princeton: Princeton University Press, 2011.
Grinde, Nils, y John Horton. «Grieg, Edvard», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 10,
pp. 396-411.
Groos, Arthur. «Constructing Nuremberg: Typological and Proleptic Communities
in Die Meistersinger». 19th-Century Music 16/1 (1992), pp. 18-34.
Grosby, Steven. «Religion and Nationality in Antiquity: The Worship of Yahweh
and Ancient Israel». European Journal of Sociology 32/2 (1991), pp. 229-265.
Guibernau, Montserrat. Nations without States: Political Communities in a Global
Age. Malden, Mass.: Blackwell, 1999.
Hamilton, James. Turner’s Britain. Londres: Merrell, 2003.
Hamilton, Kenneth (ed.). The Cambridge Companion to Liszt. Cambridge:
Cambridge University Press, 2005.
— «Liszt’s Early and Weimar Piano Works», en Hamilton (ed.), The Cambridge
Companion to Liszt, pp. 57-85.
Harker, David. Fakesong: The Manufacture of British «Folksong» 1700 to the
Present Day. Milton Keynes: Open University Press, 1985.
Harrington, Paul. «Holst and Vaughan Williams: Radical Pastoral», en Music and
the Politics of Culture, ed. Christopher Norris. Londres: Lawrence & Wishart,
1989, pp. 106-127.
Hart, Brian. «The Symphony and National Identity in Early Twentieth-Century
France», en Kelly (ed.), French Music, Culture and National Identity, pp. 131-
148.
Hastings, Adrian. The Construction of Nationhood: Ethnicity, Religion, and
Nationalism. Cambridge: Cambridge University Press, 1997.
Helmers, Rutger. Not Russian Enough?: Nationalism and Cosmopolitanism in
Nineteenth-Century Russian Opera. Rochester: University of Rochester Press,
2014.
Hepokoski, James A. Sibelius, Symphony No. 5. Cambridge: Cambridge
University Press, 1993.
— «The Essence of Sibelius: Creation Myths and Rotational Cycles in Luonnotar»,
en The Sibelius Companion, ed. Glenda Dawn Goss. Westport, Conn., y
Londres, 1996, pp. 121-146.
— «Beethoven Reception», en Samson (ed.), The Cambridge History of
Nineteenth-Century Music, pp. 424-459.
— «Sibelius, Jean», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 23, pp. 319-347.
— «Back and Forth from Egmont: Beethoven, Mozart and the Nonresolving
Recapitulation». 19th-Century Music 25 (2002), pp. 127-153.
— «Finlandia Awakens», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius,
pp. 81-94.
— «Modalities of National Identity: Sibelius Builds a First Symphony», en The
Oxford Handbook of the New Cultural History of Music, ed. Jane F. Fulcher.
Nueva York: Oxford University Press, 2011, pp. 452-83.
Herbert, Robert. David, Voltaire, «Brutus» and the French Revolution: An Essay in
Art and Politics. Londres: Allen Lane, 1972.
Hess, Carol A. Manuel de Falla and Modernism in Spain, 1898-1936. Chicago:
University of Chicago Press, 2001.
— Sacred Passions: The Life and Music of Manuel de Falla. Oxford: Oxford
University Press, 2005.
Heyman, Barbara B. Samuel Barber: The Composer and his Music. Nueva York:
Oxford University Press, 1992.
Hicks, Anthony. «Handel and the Idea of an Oratorio», en Burrows (ed.), The
Cambridge Companion to Handel, pp. 147-163.
Hillman, Roger. Unsettling Scores: German Film, Music, and Ideology.
Bloomington: Indiana University Press, 2005.
Hirschi, Caspar. The Origins of Nationalism: An Alternative History from Ancient
Rome to Early Modern Germany. Cambridge: Cambridge University Press,
2012.
Hobsbawm, Eric J. Nations and Nationalism since 1780: Programme, Myth,
Reality. Cambridge: Cambridge University Press, 1990 [trad. cast.: Naciones y
nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica, 1991.].
Honko, Lauri. «The Kalevala Process». Books from Finland 19/1 (1985), pp. 16-
23.
Hooker, Lynn M. Redefining Hungarian Music from Liszt to Bartók. Nueva York:
Oxford University Press, 2013.
Hooson, David J. (ed.). Geography and National Identity. Oxford: Blackwell, 1994.
Hously, Geoffrey. «Holy Land or Holy Lands? Palestine and the Catholic West in
the Late Middle Ages and the Renaissance», en The Holy Land, Holy Lands
and Christian History, ed. Robert Swanson. Ecclesiastical History Society,
Woodbridge: Boydell Press, 2002, pp. 234-249.
Howard, Luke B. «Pan-Slavic Parallels in the Music of Stravinsky and
Szymanowski». Context 13 (1997), pp. 15-24.
— «The Popular Reception of Samuel Barber’s “Adagio for Strings”». American
Music 25/1 (2007), pp. 50-80.
Howkins, Alun. «The Discovery of Rural England», en Colls y Dodd (eds),
Englishness, pp. 62-88.
Huebner, Steven. French Opera at the fin de siècle: Wagnerism, Nationalism, and
Style. Oxford: Oxford University Press, 1999.
Hughes, Meirion, y Robert Stradling. The English Musical Renaissance, 1840-
1940: Constructing a National Music, 2.ª ed. Mánchester: Manchester
University Press, 2001.
Hutchings, Arthur. Delius. Londres: Macmillan, 1948.
Hutchinson, John. The Dynamics of Cultural Nationalism: The Gaelic Revival and
the Creation of the Irish Nation State. Londres: Allen & Unwin, 1987.
Hutchinson, John, y Anthony D. Smith. Nationalism. Oxford y Nueva York: Oxford
University Press, 1994.
Huttunen, Matti. «The National Composer and the Idea of Finnishness: Sibelius
and the Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The Cambridge
Companion to Sibelius, pp. 7-21.
Im Hof, Ulrich. Mythos Schweiz: Identität, Nation, Geschichte, 1291-1991. Zúrich:
Neue Zürcher Zeitung, 1991.
Jaffé, Daniel. Sergey Prokofiev. Londres: Phaidon Press, 1998.
Jam, Jean-Louis. «Marie-Joseph Chénier and François-Joseph Gossec: Two
Artists in the Service of Revolutionary Propaganda», en Boyd (ed.), Music and
the French Revolution, pp. 221-235.
James, Burnett. The Music of Jean Sibelius. East Brunswick y Londres:
Associated University Presses, 1983.
Johns, Keith T. The Symphonic Poems of Franz Liszt, ed. Michael Saffle.
Stuyvesant: Pendragon Press, 1996.
Johnson, David. Scottish Fiddle Music in the Eighteenth Century: A Music
Collection and Historical Study. Edimburgo: John Donald, 1984.
Johnson, Graham. Berlioz and the Romantic Imagination. Londres: Arts Council,
1969.
Kallberg, Jeffrey. «Hearing Poland: Chopin and Nationalism», en Nineteenth-
Century Piano Music, 2nd edn, ed. R. Larry Todd. Nueva York y Londres:
Routledge, 2004, pp. 221-257.
Karlinsky, Simon. «Stravinsky and Russian Pre-Literate Theater». 19th-Century
Music 6/3 (1983), pp. 232-240.
Kelly, Barbara L. (ed.). French Music, Culture, and National Identity, 1870-1939.
Woodbridge: Boydell Press, 2008.
Kennedy, Emmet. A Cultural History of the French Revolution. New Haven y
Londres: Yale University Press, 1989.
Kennedy, Michael. Portrait of Elgar. Londres: Oxford University Press, 1968.
— The Works of Ralph Vaughan Williams, 2.ª ed. Oxford: Oxford University Press,
1980.
Kenyon, Nicholas (ed.). Elgar: An Anniversary Portrait. Londres y Nueva York:
Continuum, 2007.
Kleiberg, Ståle. «Grieg’s “Slåtter”, Op. 72: Change of Musical Style or New
Concept of Nationality?» Journal of the Royal Musical Association 121/1 (1996),
pp. 46-57.
Klinge, Matti. «“Let us be Finns”: The Birth of Finland’s National Culture», en The
Roots of Nationalism: Studies in Northern Europe, ed. Rosalind Mitchison.
Edimburgo: John Donald Publishers, 1980.
Knittel, K. N. «Wagner, Deafness, and the Reception of Beethoven’s Late Style».
Journal of the American Musicological Society 51/1 (1998), pp. 49-82.
Koldau, Linda Maria. «Monotonie und Dynamik: Smetanas Symphonische
Dichtung Tábor». Die Musikforschung 59/4 (2006), pp. 328-345.
Körner, Axel. «The Risorgimento’s Literary Canon and the Aesthetics of
Reception: Some Methodological Considerations». Nations and Nationalism
15/3 (2009), pp. 410-418.
Körner, Axel, y Lucy Riall. «Introduction: The New History of Risorgimento
Nationalism». Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 396-401.
Kraus, Beate Angelika. «Beethoven and the Revolution: The View of the French
Musical Press», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 300-314.
Kumar, Krishan. The Making of English National Identity. Cambridge: Cambridge
University Press, 2003.
Lajosi, Krisztina. «National Stereotypes and Music». Nations and Nationalism 20/4
(2014), pp. 628-645.
Lambert, Constant. Music Ho! A Study of Music in Decline. Londres: Faber &
Faber, 1934.
Large, Brian. Smetana. Londres: Duckworth, 1970.
Laufer, Edward. «Continuity in the Fourth Symphony (First Movement)», en
Perspectives on Anton Bruckner, ed. Crawford Howie, Paul Hawkshaw y
Timothy Jackson. Aldershot: Ashgate, 2001, pp. 114-144.
Leerssen, Joep. National Thought in Europe: A Cultural History. Ámsterdam:
Amsterdam University Press, 2006.
— «Romanticism, Music, Nationalism». Nations and Nationalism 20/4 (2014), pp.
606-627.
Leikin, Anatole. «The Sonatas», en Samson (ed.), The Cambridge Companion to
Chopin, pp. 160-187.
Lerner, Neil. «Copland’s Music of Wide Open Spaces: Surveying the Pastoral
Trope in Hollywood». The Musical Quarterly 85/3 (2001), pp. 477-515.
Levy, Beth E. Frontier Figures: American Music and the Mythology of the American
West. Berkeley: University of California Press, 2012.
Leyshon, Andrew, David Matless y George Revill (eds). The Place of Music.
Nueva York y Londres: Guilford Press, 1998.
Ling, Jan. A History of European Folk Music. Rochester: University of Rochester
Press, 1997.
Llano, Samuel. Whose Spain? Negotiating «Spanish Music» in Paris, 1908-1929.
Nueva York: Oxford University Press, 2013.
Locke, Ralph P. Musical Exoticism: Images and Reflections. Cambridge:
Cambridge University Press, 2009.
— Music and the Exotic from the Renaissance to Mozart. Cambridge: Cambridge
University Press, 2015.
Lockwood, Lewis. Beethoven: The Music and the Life. Nueva York y Londres: W.
W. Norton, 2003.
Loges, Natasha. «How to Make a “Volkslied”: Early Models in the Songs of
Johannes Brahms». Music & Letters 93/3 (2012), pp. 316-349.
Loos, Helmut, y Stefan Keym (eds). Nationale Musik im 20. Jahrhundert:
kompositorische und soziokulturelle Aspekte der Musikgeschichte zwischen
Ostund Westeuropa: Konferenzbericht Leipzig 2002. Leipzig: Gundrun
Schröder, 2004.
Loya, Shay. Liszt’s Transcultural Modernism and the Hungarian-Gypsy Tradition.
Rochester: University of Rochester Press, 2011.
McBurney, Gerard. «Musorgsky’s New Music», en Batchelor y John (eds),
Khovanshchina, pp. 21-29.
McClatchie, Stephen C. «Performing Germany in Wagner’s Die Meistersinger von
Nürnberg», en The Cambridge Companion to Wagner, ed. Thomas S. Grey.
Cambridge: Cambridge University Press, 2008, pp. 134-150.
Mach, Zdzislaw. «National Anthems: The Case of Chopin as a National
Composer», en Ethnicity, Identity and Music: The Musical Construction of
Place, ed. Martin Stokes. Oxford y Providence, RI: Berg, 1994, pp. 61-70.
Madrid, Alejandro L. Sounds of the Modern Nation: Music, Culture, and Ideas in
Post-Revolutionary Mexico. Philadelphia: Temple University Press, 2008.
Maes, Francis. A History of Russian Music: From Kamarinskaya to Babi Yar.
Berkeley y Londres: University of California Press, 2002.
Magee, Gayle Sherwood. Charles Ives Reconsidered. Urbana y Chicago:
University of Illinois Press, 2008.
Mäkelä, Tomi (ed.). Music and Nationalism in 20th-Century Great Britain and
Finland. Hamburg: Bockel, 1997.
— Jean Sibelius. Trad. de Steven Lindberg. Woodbridge: Boydell Press, 2011.
Mann, Michael. The Sources of Social Power, vol. 2, The Rise of Classes and
Nation-States 1760-1914. Cambridge: Cambridge University Press, 1993.
Martin, David. «The Sound of England», en Nationalism and Ethnosymbolism:
History, Culture and Ethnicity in the Formation of Nations, ed. Athena S.
Leoussi y Steven Grosby. Edimburgo: Edinburgh University Press, 2007, pp.
68-83.
Mellers, Wilfrid. Vaughan Williams and the Vision of Albion. Londres: Pimlico,
1991.
Mercer-Taylor, Peter (ed.). The Cambridge Companion to Mendelssohn.
Cambridge: Cambridge University Press, 2004.
Meyer, Michael. The Politics of Music in the Third Reich. Nueva York: Peter Lang,
1991.
Meyer, Stephen C. Carl Maria von Weber and the Search for a German Opera.
Bloomington: Indiana University Press, 2003.
Milewski, Barbara. «Chopin’s Mazurkas and the Myth of the Folk». 19th-Century
Music 23/2 (1999), pp. 113-135.
Minor, Ryan. Choral Fantasies: Music, Festivity, and Nationhood in Nineteenth-
Century Germany. Cambridge: Cambridge University Press, 2012.
Morrison, Simon. The People’s Artist: Prokofiev’s Soviet Years. Nueva York y
Oxford: Oxford University Press, 2009.
Mosse, George L. The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and
Mass Movements in Germany from the Napoleonic Wars through the Third
Reich. Ithaca y Londres: Cornell University Press, 1975.
— Fallen Soldiers: Reshaping the Memory of the World Wars. Nueva York: Oxford
University Press, 1990.
Murphy, Michael. «Moniuszko and Musical Nationalism in Poland», en Murphy y
White (eds), Musical Constructions of Nationalism, pp. 163-180.
Murphy, Michael, y Harry White (eds). Musical Constructions of Nationalism:
Essays on the History and Ideology of European Musical Culture, 1800-1945.
Cork: Cork University Press, 2001.
Newman, Gerald. The Rise of English Nationalism: A Cultural History, 1740-1830.
Londres: Weidenfeld & Nicolson, 1987.
Noa, Miriam. Volkstümlichkeit und Nationbuilding: zum Einfluss der Musik auf den
Einigungsprozess der deutschen Nation im 19. Jahrhundert. Múnich y Nueva
York: Waxmann, 2013.
Onderdonk, Julian. «Ralph Vaughan Williams’ Folksong Collecting: English
Nationalism and the Rise of Professional Society». Tesis doctoral, New York
University, 1998.
— «Hymn Tunes from Folk-Songs: Vaughan Williams and English Hymnody», en
Adams y Wells (eds), Vaughan Williams Essays, pp. 103-128.
— «The Composer and Society: Family, Politics, Nation», en Frogley y Thomson
(eds), The Cambridge Companion to Vaughan Williams, pp. 9-28.
Osborne, Charles. The Complete Operas of Richard Wagner. Londres: Da Capo
Press, 1993.
— The Complete Operas of Verdi. Londres: Indigo, 1997.
Ottaway, Hugh. Vaughan Williams Symphonies. Londres: British Broadcasting
Corporation, 1972.
Ottlová, Marta, y Milan Pospíšil. «Motive der tschechischen Dvořák-Kritik am
Anfang des 20. Jahrhunderts», en Dvořák-Studien, ed. Klaus Döge y Peter
Just. Mainz: Schott, 1994, pp. 211-226.
Ottlová, Marta, Milan Pospíšil y John Tyrrell. «Smetana, Bedřich», en Sadie (ed.),
New Grove, vol. 23, pp. 537-558.
Parakilas, James. «How Spain Got a Soul», en The Exotic in Western Music, ed.
Jonathan Bellman. Boston: Northeastern University Press, 1998, pp. 137-193.
Parker, Robert. «Chávez (y Ramírez), Carlos (Antonio de Padua)», en Sadie (ed.),
New Grove, vol. 5, pp. 544-548.
Parker, Roger. Leonora’s Last Act: Essays in Verdian Discourse. Princeton:
Princeton University Press, 1997.
Parry, Hubert. «Inaugural Address». Journal of the Folksong Society 1/1 (1889),
pp. 1-3.
Paul, Charles B. «Rameau, d’Indy, and French Nationalism». Musical Quarterly
58/1 (1972), pp. 46-56.
Paul, David C. Charles Ives in the Mirror: American Histories of an Iconic
Composer. Urbana, Chicago y Springfield: University of Illinois Press, 2013.
Paulin, Scott D. «Piercing Wagner: The Ring in Golden Earrings», en Wagner and
Cinema, ed. Jeongwon Joe y Sander L. Gilman. Bloomington: Indiana
University Press, 2010, pp. 225-250.
Pekacz, Jolanta T. «Deconstructing a “National Composer”: Chopin and Polish
Exiles in Paris, 1831-49». 19th-Century Music 24/2 (2000), pp. 161-172.
Pople, Anthony. «Vaughan Williams, Tallis, and the Phantasy Principle», en
Frogley (ed.), Vaughan Williams Studies, pp. 47-80.
Porter, Cecelia Hopkins. The Rhine as Musical Metaphor: Cultural Identity in
German Romantic Music. Boston: Northeastern University Press, 1996.
Redgate, Anne Elizabeth. The Armenians. Oxford: Blackwell, 2000.
Renan, Ernest. Qu’est-ce qu’une nation? París: Calmann-Levy, 1882. Traducción
al inglés en Bhabha, Nation and Narration, pp. 8-22.
Riall, Lucy. «Nation, “Deep Images” and the Problem of Emotions». Nations and
Nationalism 15/3 (2009), pp. 402-409.
Riasanovsky, Nicolas. A History of Russia. Oxford: Oxford University Press, 1963.
Rigby, Kate E. Topographies of the Sacred: The Poetics of Place in European
Romanticism. Charlottesville: University of Virginia Press, 2004.
Riley, Matthew. Edward Elgar and the Nostalgic Imagination. Cambridge:
Cambridge University Press, 2007.
Rink, John. Chopin, the Piano Concertos. Cambridge: Cambridge University
Press, 1997.
— «Rhapsody», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 21, pp. 254-255.
Robson-Scott, W. D. The Literary Background of the Gothic Revival in Germany.
Oxford: Clarendon Press, 1965.
Rodmell, Paul. Charles Villiers Stanford. Aldershot: Ashgate, 2002.
Rosen, Charles. The Romantic Generation. Cambridge, Mass.: Harvard University
Press, 1995.
Rosenblum, Robert. Transformations in Late Eighteenth Century Art. Princeton:
Princeton University Press, 1967.
Rosenthal, Michael. Constable: The Painter and his Landscape. New Haven: Yale
University Press, 1989.
Roshwald, Aviel. The Endurance of Nationalism: Ancient Roots and Modern
Dilemmas. Cambridge: Cambridge University Press, 2006.
Russ, Michael. Musorgsky: Pictures at an Exhibition. Cambridge: Cambridge
University Press, 1992.
Sabor, Rudolph. Richard Wagner, Der Ring Des Nibelungen. Londres: Phaidon
Press, 1997.
Sadie, Stanley (ed.). The New Grove Dictionary of Music and Musicians, 29 vols,
2.ª ed. Londres: Macmillan, 2001.
Salmi, Hannu. Imagined Germany: Richard Wagner’s National Utopia. Nueva
York: Peter Lang, 1999.
Samson, Jim. The Music of Szymanowski. Londres: White Plains y Nueva York:
Kahn & Averill, 1980.
— The Cambridge Companion to Chopin. Cambridge: Cambridge University
Press, 1994.
— «Chopin Reception: Theory, History, Analysis», en Chopin Studies 2, ed. John
Rink y Jim Samson. Cambridge: Cambridge University Press, 1994, pp. 1-17.
— Chopin. Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 1996.
— «Nations and Nationalism», en Samson (ed.), The Cambridge History of
Nineteenth-Century Music, pp. 568-600.
— (ed.). The Cambridge History of Nineteenth-Century Music. Cambridge y Nueva
York: Cambridge University Press, 2001.
— «Music and Nationalism: Five Historical Moments», en Nationalism and
Ethnosymbolism: History, Culture and Ethnicity in the Formation of Nations, ed.
Athena S. Leoussi y Steven Grosby. Edimburgo: Edinburgh University Press,
2007, pp. 55-67.
— «The Story of Koula: Music and Nationhood in Greece». Nations and
Nationalism 20/4, (2014), pp. 646-663.
Saylor, Eric. «“It’s Not Lambkins Frisking At All”: English Pastoral Music and the
Great War». Musical Quarterly 91/1-2 (2009), pp. 39-59.
Scales, Leonard. «Identifying “France” and “Germany”: Medieval Nation-Making in
Some Recent Publications». Bulletin of International Medieval Research 6
(2000), pp. 23-46.
— «Late Medieval Germany: An Under-Stated Nation?», en Power and the Nation
in European History, ed. Leonard Scales y Oliver Zimmer. Cambridge:
Cambridge University Press, 2005, pp. 166-191.
Schama, Simon. Citizens: A Chronicle of the French Revolution. Nueva York y
Londres: Knopf y Penguin, 1989.
— Landscape and Memory. Londres: Fontana, 1996.
Schneider, David E. Bartók, Hungary, and the Renewal of Tradition: Case Studies
in the Intersection of Modernity and Nationality. Berkeley: University of
California Press, 2006.
Schumann, Robert. On Music and Musicians, ed. Konrad Wolff. Trad. de Paul
Rosenfeld. Berkeley: University of California Press, 1983.
Seaton, Douglas. «Symphony and Overture», en Mercer-Taylor (ed.), The
Cambridge Companion to Mendelssohn, pp. 91-111.
Seton-Watson, Hugh. Nations and States: An Enquiry into the Origins of Nations
and the Politics of Nationalism. Londres: Methuen, 1977.
Smith, Anthony D. The Ethnic Origins of Nations. Oxford: Blackwell, 1986.
— National Identity. Londres: Penguin, 1991 [trad. cast.: La identidad nacional.
Madrid: Trama, 1991].
— Nationalism and Modernism: A Critical Survey of Recent Theories of Nations
and Nationalism. Londres: Routledge, 1998.
— Myths and Memories of the Nation. Oxford: Oxford University Press, 1999.
— Chosen Peoples: Sacred Sources of National Identity. Oxford: Oxford University
Press, 2003.
— The Cultural Foundations of Nations: Hierarchy, Covenant, and Republic.
Oxford: Blackwell, 2008.
— Nationalism: Theory, Ideology, History. Cambridge: Polity, 2010 [trad. cast.:
Nacionalismo. Madrid: Alianza Editorial, 2004].
— «National Identity and Vernacular Mobilisation in Europe». Nations and
Nationalism 17/2 (2011), pp. 223-256.
— The Nation Made Real: Art and National Identity in Western Europe, 1600-
1815. Oxford: Oxford University Press, 2013.
— «The Rites of Nations: Elites, Masses and the Re-Enactment of the “National
Past”», en The Politics of Cultural Nationalism and Nation Building, ed. Rachel
Tsang y Eric Taylor Woods. Londres: Routledge, 2013, pp. 21-37.
Sørensen, Øystein (ed.). Nordic Paths to National Identity in the Nineteenth
Century. Oslo: Research Council of Norway, 1994.
— «The Development of a Norwegian National Identity during the Nineteenth
Century», en Sørensen (ed.), Nordic Paths to National Identity, pp. 15-35.
Spencer, Stewart. «Wagner’s Nuremberg». Cambridge Opera Journal 4/1 (1992),
pp. 21-41.
Spondheuer, Bernd. «Reconstructing Ideal Types of the “German” in Music», en
Applegate y Potter (eds), Music and German National Identity, pp. 36-58.
Steinberg, Michael P. Listening to Reason: Culture, Subjectivity, and Nineteenth-
Century Music. Princeton: Princeton University Press, 2004.
Stradling, Robert. «On Shearing the Black Sheep in Spring: The Repatriation of
Frederick Delius», en Music and the Politics of Culture, ed. Christopher Norris.
Londres: Lawrence & Wishart, 1989, pp. 69-105.
— «England’s Glory: Sensibilities of Place in English Music, 1900-1950», en The
Place of Music, ed. Andrew Leyshon, David Matless y George Revill. New York
y Londres: Guilford Press, 1998, pp. 176-196.
Strath, Bo. «The Swedish Path to National Identity in the Nineteenth Century», en
Sørensen (ed.), Nordic Paths to National Identity, pp. 55-63.
Stuckenschmidt, Hans Heinz. Schoenberg: His Life, World, and Work. Trad. de
Humphrey Searle. Nueva York: Schirmer, 1978.
Suchoff, Benjamin. «Fusion of National Styles: Piano Literature, 1908-11», en
Gillies (ed.), The Bartók Companion, pp. 124-145.
Sugar, Peter F. Ethnic Diversity and Conflict in Eastern Europe. Santa Barbara:
ABC-Clio, 1980.
Sutcliffe, W. Dean. «Grieg’s Fifth: The Linguistic Battleground of “Klokkeklang”».
Musical Quarterly 80/1 (1996), pp. 161-181.
Swafford, Jan. Charles Ives: A Life with Music. Nueva York y Londres: W. W.
Norton, 1996.
Taruskin, Richard. Musorgsky: Eight Essays and an Epilogue. Princeton y
Chichester: Princeton University Press, 1993.
— Stravinsky and the Russian Traditions: A Biography of the Works through
Mavra, 2 vols. Berkeley: University of California Press, 1996.
— Defining Russia Musically: Historical and Hermeneutical Essays. Princeton y
Chichester: Princeton University Press, 1997.
— «Nationalism», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 17, pp. 689-706.
— On Russian Music. Berkeley y Los Ángeles: University of California Press,
2009.
— The Oxford History of Western Music, vol. 3, Music in the Nineteenth Century,
2.ª ed. Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 2010.
Tawaststjerna, Erik. Sibelius. Londres: Faber & Faber, 1976.
Taylor, Benedict. «Nostalgia and Cultural Memory in Barber’s Knoxville: Summer
of 1915». Journal of Musicology 25/3 (2008), pp. 211-229.
— «Temporality in Nineteenth-Century Russian Music and the Notion of
Development». Music & Letters 94/1 (2013), pp. 78-118.
Thaden, Edward C. Conservative Nationalism in Nineteenth-Century Russia.
Seattle: University of Washington Press, 1964.
Ther, Philipp. Center Stage: Operatic Culture and Nation Building in Nineteenth-
Century Central Europe. Trad. de Charlotte Hughes-Kreutzmüller. West
Lafayette: Purdue University Press, 2014.
Thomson, Andrew. Vincent d’Indy and his World. Oxford: Clarendon Press, 1996.
Tilly, Charles. The Formation of National States in Western Europe. Princeton:
Princeton University Press, 1975.
Tischler, Barbara L. An American Music: The Search for an American Musical
Identity. Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 1986.
Todd, R. Larry. «On Mendelssohn’s Sacred Music, Real and Imaginary», en
Mercer-Taylor (ed.), The Cambridge Companion to Mendelssohn, pp. 167-188.
Toftgaard, Anders. «Letters and Arms: Literary Language, Power and Nation in
Renaissance Italy and France, 1300-1600». Tesis doctoral, University of
Copenhagen, 2005.
Tonnesson, Stein y Hans Antlov. Asian Forms of the Nation. Richmond: Curzon
Press, 1996.
Trumpener, Katie. «Béla Bartók and the Rise of Comparative Ethnomusicology:
Nationalism, Race Purity and the Legacy of the Austro-Hungarian Empire», en
Music and the Racial Imagination, ed. Ronald Radano y Philip V. Bohlman.
Chicago: University of Chicago Press, 2000, pp. 403-434.
Tyrrell, John. Czech Opera. Cambridge: Cambridge University Press, 1988.
— «Janáček, Leoš», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 12, pp. 769-792.
Vaget, Hans Rudolf. «The “Metapolitics” of Die Meistersinger: Wagner’s
Nuremberg as Imagined Community», en Searching for Common Ground:
Diskurse zur deutschen Identität, 1750-1871, ed. Nicholas Vazsonyi. Colonia:
Böhlau, 2000, pp. 269-282.
Vaillancourt, Michael. «Modal and Thematic Coherence in Vaughan Williams’s
Pastoral Symphony». Music Review 52 (1991), pp. 203-217.
Vaughan, William. German Romantic Painting. New Haven: Yale University Press,
1994.
Vaughan Williams, Ralph. National Music and Other Essays. Oxford: Oxford
University Press, 1987.
Vazsonyi, Nicholas. Richard Wagner: Self-Promotion and the Making of a Brand.
Cambridge: Cambridge University Press, 2010.
Von Glahn, Denise. «A Sense of Place: Charles Ives and “Putnam’s Camp,
Redding, Connecticut”». American Music 14/3 (1996), pp. 276-312.
— «New Sources for the “St. Gaudens” in Boston Common (Colonel Robert Gould
Shaw and his Colored Regiment)». Musical Quarterly 81/1 (1997), pp. 13-50.
— The Sounds of Place: Music and the American Cultural Landscape. Boston:
Northeastern University Press, 2003.
Vovelle, Michel. «La Marseillaise: War or Peace», en Realms of Memory: the
Construction of the French Past under the Direction of Pierre Nora, ed.
Lawrence D. Kritzman, trad. de Arthur Goldhammer, vol. 3, Symbols. Nueva
York y Chichester: Columbia University Press, 1998, pp. 29-74.
Warrack, John. Carl Maria von Weber. Cambridge: Cambridge University Press,
1976.
Weber, Max. From Max Weber: Essays in Sociology, ed. H. Gerth y C. W. Mills.
Londres: Routledge and Kegan Paul, 1948.
Weber, William. «La Musique Ancienne in the Waning of the Ancien Régime». The
Journal of Modern History 56/1 (1984), pp. 58-88.
— «The Eighteenth-Century Origins of the Musical Canon». Journal of the Royal
Musical Association 114/1 (1989), pp. 6-17.
— The Rise of Musical Classics in Eighteenth-Century England: A Study in Canon,
Ritual, and Ideology. Oxford: Clarendon Press, 1992.
Wheeldon, Marianne. Debussy’s Late Style. Bloomington: Indiana University
Press, 2009.
Whittall, Arnold. Romantic Music: A Concise History from Schubert to Sibelius.
Londres: Thames and Hudson, 1987.
— «The Later Symphonies», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to
Sibelius, pp. 49-65.
Will, Richard. The Characteristic Symphony in the Age of Haydn and Beethoven.
Cambridge: Cambridge University Press, 2002.
— «Haydn Invents Scotland», en Engaging Haydn: Culture, Context and Criticism,
ed. Mary Hunter y Richard Will. Cambridge: Cambridge University Press, 2012,
pp. 44-74.
Williamson, George S. The Longing for Myth in Germany: Religion and Aesthetic
Culture from Romanticism to Nietzsche. Chicago: University of Chicago Press,
2004.
Wilson, Alexandra. The Puccini Problem: Opera, Nationalism and Modernity.
Cambridge: Cambridge University Press, 2007.
Winter, Jay. Sites of Memory, Sites of Mourning: The Great War in European
Cultural History. Cambridge: Cambridge University Press, 1995.
Wood, Caroline. «Orchestra and Spectacle in the Tragédie en musique, 1673-
1715: Oracle, Sommeil and Tempête». Proceedings of the Royal Musical
Association 108 (1981-82), pp. 25-45.
Wortman, Richard. «The Coronation of Alexander III», en Tchaikovsky and his
World, ed. Leslie Kearney. Princeton: Princeton University Press, 1998.
Título original:
Nation and Classical Music: From Handel to Copland

Publicado por primera vez en inglés en 2016 por The Boydell Press, Woodbridge
Edición en formato digital: 2021

© Matthey Riley and Anthony D. Smith, 2016


© de la traducción: Alberto Patrick Alfaya McShane y Francisco Javier Alfaya
McShane, 2021
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2021
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-9181-853-3

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su


transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su
almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y
recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares
del Copyright.
Conversión a formato digital: REGA

www.alianzaeditorial.es

También podría gustarte