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Smith
Traducción de
Patrick Alfaya McShane
y
Javier Alfaya McShane
Índice
Prefacio
Introducción
Bibliografía
Créditos
Prefacio
Matthew Riley
Agosto de 2016
Introducción
Definiciones
Probablemente el problema más grande en este campo sea la falta
de acuerdo en la definición de términos básicos como «nación»,
«nacionalismo» y «música nacional»; hay tantas definiciones como
estudiosos. Primero nos encontramos en la bibliografía con una lista
de «nacionalismos»: étnico, territorial, tradicionalista, progresivo,
racial, religioso, secular, anticolonial y muchos otros. No cabe duda
de que los antecedentes históricos muestran todos estos tipos. La
pregunta es qué los une lo suficiente como para que podamos
catalogarlos a todos como «nacionalistas». La cuestión es aún más
complicada por el hecho de que el mismo término «nacionalismo»
se utiliza para referirse a diferentes formas de nacionalismo, en
concreto:
La dimensión nacional
¿Cuáles son entonces las principales dimensiones culturales de la
nación que facilitan la comparación de las relaciones entre nación y
música en Europa y América? Según nuestra definición, la primera
es la dimensión de la comunidad en sí misma, la percepción de que
el «pueblo» de la nación constituye una comunidad vinculada por
relaciones sociales, sentimientos compartidos, mitos y memorias y
valores y propósitos comunes. Estos se expresan periódicamente en
los ritos y ceremonias, símbolos y tradiciones de una cultura
tradicional distintiva con sus festivales conmemorativos. La música
desempeña un papel fundamental en estos ritos y ceremonias, y en
los festivales públicos en los que estos son elementos centrales.
Esto resultaba obvio en las fêtes de la Revolución francesa y en
todos los festivales nacionales que tomaron como modelo el ejemplo
francés. En este punto podemos incluir los himnos nacionales que
proliferaron a lo largo de Europa y las Américas desde finales del
siglo XVIII en adelante, así como la respuesta «heroica» de algunos
compositores clásicos, desde Beethoven hasta Verdi y Chaikovski, o
el incremento en el uso de canciones y bailes tradicionales en las
obras clásicas y la compilación de libros de canciones tradicionales
en casi todas las naciones europeas.
Una segunda dimensión respecto a la nación se forma en torno al
territorio actual o putativo de la nación, la tierra considerada natal.
La idea de que a cada comunidad nacional le pertenece una tierra
natal histórica es, sin lugar a dudas, muy antigua; la referencia
bíblica a la «tierra de Israel» es solo el caso más conocido e
influyente del mundo antiguo, pero existen muchos otros expresivos
ejemplos en las páginas de Heródoto. Sin embargo, no fue hasta
finales de la Edad Media cuando las patrias nacionales fueron
vinculadas a estados nacionales en Europa Occidental, y fue
únicamente a partir del siglo XVIII , bajo el culto a la autenticidad y,
más tarde, el Romanticismo, cuando se destacaron las cualidades
especiales de sus respectivos paisajes y estos fueron investidos de
propiedades cuasi míticas. Por eso, aunque en épocas anteriores
encontramos trabajos musicales que claramente describen la tierra y
su gente, hasta el siglo XIX las obras musicales no empezaron a
evocar el sentimiento de una tierra natal específica para
connacionales.
Junto al paisaje, la historia nacional forma el otro eje principal de
la nación. Esto refleja la concepción de las naciones como
categorías temporales con sus propias trayectorias, que empezarían
desde los orígenes primitivos e irían adquiriendo riqueza y
complejidad hacia una edad (o edades) heroica o dorada, para
luego entrar durante muchas generaciones en un declive del que
solo despertarían gracias a los esfuerzos de los «proselitistas»
nacionales. Vital para esta etnohistoria —una narración contada una
y otra vez de generación en generación— es la creencia en héroes y
heroínas históricos y legendarios, modelos de heroísmo y virtud que
deberían ser emulados por futuras generaciones. Tales exempla
virtutis fueron ganando popularidad en el arte occidental desde
aproximadamente 1750, y encontraremos ejemplos similares en la
música de los siglos XVIII y XIX , sobre todo en los poemas sinfónicos
(Stenka Razin, de Glazunov, Suite Lemminkäinen, de Sibelius), las
óperas (Aida , Siegfried) y los oratorios de Händel a Mendelssohn.
La música dramática ayuda a recrear, por medio de la imaginación,
una personalidad heroica en la época del que la escucha, sin tener
en cuenta las evidencias históricas. Lo que se busca y se representa
es la autenticidad poética —una que evoque un periodo histórico
ficticio—.
Puesto que se presupone que las naciones tienen un pasado (o
pasados), en consecuencia se las dota de un futuro. No de cualquier
futuro, sino de uno predestinado, el destino nacional al que la
historia conduce a la comunidad. Es un destino al que solo se puede
llegar a través de la lucha y el sacrificio, los sacrificios que, como
señaló el historiador decimonónico Ernest Renan, se han hecho en
el pasado y se ha de estar dispuesto a hacer en el futuro 21 . Son
esos sacrificios los que deben ser conmemorados y esas hazañas
las que deben ser celebradas en los ritos y ceremonias realizados
ante los memoriales y monumentos a los caídos. Otra vez, la música
es parte integral de los rituales de la nación, a menudo en forma de
lamentos fúnebres, como en el Dido y Eneas de Purcell, la marcha
fúnebre de Götterdämmerung de Wagner y el lamento del Alexander
Nevski de Prokofiev. A menudo los ritos de la nación son
acompañados por marchas solemnes que pueden aparecer en
obras más abstractas, como el segundo movimiento de la Sinfonía
«Heroica» de Beethoven.
Estas constituyen las principales dimensiones de la nacionalidad,
y en este libro servirán para ordenar la gran variedad de vínculos
entre música y nación y los muchos tipos de composiciones
musicales que expresan estas relaciones. Tras un capítulo dedicado
a examinar en términos generales las expresiones musicales de la
dimensión nacional, pasaremos a estudiar pormenorizadamente la
serie de temas musicales de la siguiente manera. El capítulo 2
aborda la comunidad nacional expresada a través de la música culta
que incorpora la «música tradicional» para definir la identidad
nacional. Los capítulos 3 y 4 tratan sobre la tierra natal y la
etnohistoria, respectivamente. El capítulo 5 retoma el tema de la
comunidad nacional, pero desde la perspectiva de las prácticas
conmemorativas. Estas dimensiones no agotan las múltiples
relaciones entre música y nación, y menos aún la variada tipología
de obras musicales que de alguna manera pueden contener un
elemento nacional. Es más, algunas composiciones pueden
expresar más de un tema, e incluso todos ellos. El capítulo 6 enfoca
estos temas con distancia y aborda cuestiones más amplias
relativas a las tradiciones musicales nacionales y la canonización de
la música nacional en diversos países. Este enfoque temático y
comparativo, cimentado en las cuatro dimensiones, arroja luz sobre
el impacto de las naciones y el nacionalismo en la música culta
occidental, a la vez que revela las vías por las que varios géneros
musicales han contribuido a definir las propiedades de las naciones
y, en algunos casos, a promover los objetivos del nacionalismo. Al
mismo tiempo, el acercamiento comparativo y temático ayudará a
explorar y analizar razonamientos más generalistas sobre el auge y
el papel de la «música nacional» en la tradición occidental.
Esencialismo y constructivismo
Generaciones de oyentes han atribuido cualidades nacionales a
cierto repertorio de música culta europea y americana de los siglos
XIX y XX . Perciben, o creen percibir, la expresión de la nacionalidad
a través del sonido, y hablan de carácter «ruso», «checo», «inglés»,
etc. (véase el capítulo 6). Esta impresión puede ser muy fuerte y
propiciar sentimientos identitarios sólidos compartidos entre grupos
de oyentes. ¿Cómo explicarlo? Por una parte, los propios
nacionalistas tienen una respuesta a mano: la música nacional capta
una cualidad nacional esencial —Herder lo llamaba Volksgeist
(espíritu del pueblo)— que es debidamente reconocida como propia
por los connacionales. Esta explicación atribuye un contenido
espiritual a la música y es, esencialmente, recalcitrante. Por lo
general es rechazada por los estudiosos contemporáneos, que se
muestran escépticos a la hora de idealizar lo referente al
nacionalismo, en gran medida por las desastrosas consecuencias
que este ha tenido en las guerras y conflictos étnicos del siglo XX .
En su lugar, destacan la «construcción» de la nacionalidad en la
música en determinados momentos históricos por parte de
determinadas personas con determinados intereses y la «invención
de la tradición» en la música. Los términos «invención» y
«construcción» aparecen en los títulos de numerosos artículos de
musicología sobre el nacionalismo musical que ponen de manifiesto
dos amplias tendencias musicológicas. Una es la postura
«modernista» en la historia de las naciones y el nacionalismo, según
la cual la aparición del nacionalismo se debe a la modernización del
sistema económico, mientras que las culturas nacionales son
fenómenos secundarios. La segunda es la comprensión del lenguaje
y el «texto» en el estructuralismo y el posestructuralismo en el
ámbito de las humanidades, que establece estructuras de
diferencias en lugar de un contenido esencial. Este concepto de
«diferencia» sirve de guía a la reciente historia del «pensamiento
nacional» en Europa de Joep Leerssen, que encuentra las raíces del
pensamiento nacional en antiguas formas de pensar sobre uno
mismo y otros y sobre la sociedad y la naturaleza que la rodea. La
noción misma de ethnie se entiende no solo como «pertenecer al
grupo» sino como «ser diferente a los otros» 22 .
En su libro sobre la construcción de la nación y los compositores
nacionalistas (Wagner, Smetana y Grieg), Benjamin Curtis incluye
un capítulo titulado «Constructing “Difference” in the National
Culture» sobre la creación de fronteras nacionales en torno a la
música, la «producción discursiva de la diferencia» y la
«fetichización de la diferencia». Dicha producción opera en dos
niveles: la definición de las características para diferenciar la música
de una nación y la «diferenciación» de tradiciones musicales
separadas, haciéndolas opuestas a la música de «uno» mismo con,
implícita o explícitamente, un juicio de valor negativo. Las naciones
se definen musicalmente por exclusión, aunque Curtis admite que
los límites pueden ser «duros» o «blandos». No analiza la música de
los tres compositores mencionados como tal, únicamente sus
«formaciones discursivas». Por poner otro ejemplo, desde el punto
de vista del influyente musicólogo alemán Carl Dahlhaus, el
«folcrorismo» en la música decimonónica —que no es lo mismo que
el nacionalismo pero está muy relacionado con él— es, en el plano
de la técnica compositiva, esencialmente lo mismo que el
«exotismo»: la descripción musical de una cultura remota o ajena,
tal y como se refleja en las óperas de temática egipcia o asiática
para los escenarios franceses. En ambos casos la autenticidad de
los materiales musicales es irrelevante a tal efecto. «El elemento
clave no es tanto la sustancia étnica original de estos fenómenos
como el hecho de que se diferencien de la música culta europea y la
función que cumplen como desviaciones de la norma europea.» Esa
función es la misma en una pieza para piano de Grieg, una canción
de Balakirev o un episodio de una de las óperas exóticas de
Gounod, Saint-Saëns o Bizet. De la misma manera, la «descripción
del paisaje» en la música —otro elemento clave en la música
nacional— «va en contra de la corriente principal de la evolución
compositiva» y surte efecto principalmente a través de la negación
de los procesos habituales en la música moderna europea 23 .
Poner en duda ese planteamiento sobre la música nacional no
significa restaurar la hipótesis del Volksgeist . Después de todo, las
primeras etapas de la música nacional a menudo no especifican
ninguna identidad nacional en particular o evocan varias, mientras
que las celebraciones y festivales conmemorativos y las
ceremonias, tal y como veremos en los capítulos 1 y 5, ponen más
énfasis en la forma nacional que en el contenido. Así pues, es más
importante el sentimiento de una comunidad con una memoria y una
cultura pública comunes que el contenido de esa memoria o la
singularidad de esa cultura. Incluso la música que proyecta un
característico «color local» o habla con un fuerte «acento» nacional
que suena diferente a la norma a menudo incorpora las formas de
las tradiciones celebratorias y conmemorativas, colmándolas, por
así decirlo, de un particular contenido nacional.
Por otra parte, los historiadores y musicólogos nacionalistas, a
pesar de su tendencia a la idealización, pueden poseer
«conocimientos» acerca de sus propias tradiciones musicales —con
maneras diestras de escuchar y entender— que los foráneos
deberían tomarse en serio. La semiótica de la música nacional no
viene determinada únicamente por diferencias respecto a un
lenguaje que es percibido como «universal», y aún menos respecto
a «una corriente principal de la evolución compositiva» que pasa por
los compositores austriacos y alemanes de Bach a Schönberg, sino
por desarrollos y diálogos internos dentro de las tradiciones. Desde
luego, estas tradiciones tienen un punto de partida, y más tarde
pueden ser reinventadas, pero al mismo tiempo la música nacional
tiene más formas de comunicación que la negación. En el plano
estético, la música nacional se concibe mejor como un juego de
similitudes y diferencias dentro de una tradición distintiva junto con
las diferencias con la tradición considerada universal. Por lo que, al
contrario de lo que afirmaba Dahlhaus, el folclorismo en la música
puede ser mucho más que exotismo. El modelo está compuesto de
múltiples tradiciones interrelacionadas que se diferencian las unas
de las otras pero a la vez están entretejidas y comparten una
sintaxis básica: tonalidad armónica, estructuras de frase regladas y
texturas homófonas. El intercambio transnacional es habitual, sobre
todo en lo que respecta a formas musicales y técnicas compositivas.
Los ejemplos incluyen las influencias de Brahms en Dvorak; Wagner
en Smetana, D’Indy y Elgar; Stravinski en Szymanowski y Copland;
Borodin, Rimski-Korsakov y Chaikovski en Sibelius; y Sibelius en
Vaughan Williams y Harris. De hecho, la «diferenciación» de las
tradiciones musicales no nativas solo es aplicable a uno de los tres
compositores mencionados por Curtis —Wagner (respecto a la
tradición musical francesa)—, y por lo general raramente se
encuentra en compositores que, si eran nacionalistas, tendían a
adherirse a un pluralismo cultural herderiano (véase el capítulo 6).
La música nacional funciona a menudo como un «contrato» por el
que el compositor acepta usar ciertas convenciones, y el oyente,
interpretarlas de una forma determinada. La comunicación se da en
condiciones establecidas por el contrato, y de esta manera el
significado es reconocido. El contrato de la música nacional no es
inmemorial: entra en vigor en el curso de la historia. Las tradiciones
nativas existentes pueden ser «nacionalizadas» a través de nuevas
asociaciones o usos, mientras que fenómenos culturales bien
asentados como los mitos y las leyendas pueden ser redivivos y
recibir nuevos significados (capítulo 4). Un contrato puede
evolucionar con el tiempo y ser «renegociado», sobre todo en o
después de tiempos de crisis: en esos momentos la creatividad
puede ser necesaria. Un ejemplo sería el paso en los años veinte de
Manuel de Falla del andalucismo al neoclasicismo castellano, que
fue rápidamente reconocido como un «verdadero» modismo español
por los oyentes simpatizantes (capítulo 3). Este es el punto en que
las edades de oro pueden ser postuladas (véase el capítulo 6) en un
esfuerzo por erradicar tradiciones compositivas más recientes o
heredadas de otros. Los procesos de recepción cultural también
desempeñan un papel importante en la negociación de los
contratos, de modo que algunas composiciones son seleccionadas y
preferidas por encima de otras como ejemplos del estilo nacional y
algunas piezas que no fueron pensadas para ello por sus
compositores han acabado siendo interpretadas como nacionales,
como en el caso de La pasión según San Mateo de Bach,
Kamarinskaya de Glinka y «Nimrod» de Elgar (véase, de nuevo, el
capítulo 6).
Esencialmente, Stephen Meyer llega a la comprensión
contractual en su estudio de Der Freischütz de Weber, una obra que
sin duda alguna marcó un momento de crisis cultural y cuyo estreno
adquiriría más adelante estatus mítico como el inicio de la música
nacional alemana. El «carácter nacional» de la ópera, sugiere, es
a la vez el tema y el resultado de un diálogo entre «actos de composición» y
«actos de interpretación y percepción» […]. Weber adoptó significantes
preexistentes del estilo nacional, pero los cambió a través de «actos de
composición». Después del estreno de Freischütz, algunas de sus
características fueron adoptadas, a través de «actos de interpretación y
percepción», como precondiciones del estilo nacional, y tal vez como
elementos de la siempre cambiante definición de la propia nación. Esta
relación recursiva siempre es fluida y redefine continuamente sus términos. En
cualquier caso, para que un estilo nacional se convierta en una realidad […]
tiene que haber una cierta continuidad de expectación y convención 24 .
6 . Toni Mäkelä (ed.), Music and Nationalism in 20th Century Great Britain and
Finland (Hamburgo: Bockel, 1997); Helmut Loos y Stefan Keym (eds.), Nationale
Musik im 20. Jahrhundert: kompositorische und soziokulturelle Aspekte der
Musikgeschichte zwischen Ost-und Westeuropa: Konferenzbericht Leipzig 2002
(Leipzig: Gundrun Schröder, 2004); Michael Murphy y Harry White (eds.), Musical
Constructions of Nationalism: Essays on the History and Ideology of European
Musical Culture , 1800-1945 (Cork: Cork University Press, 2001); Journal of
Modern European History 5/1 (2007) sobre el siglo XIX ; Studia musicologica 52
(2011) respecto a la ópera nacional; Journal of Modern Italian Studies 17/4 (2012)
sobre la ópera italiana, y Nations and Nationalism 20/4 (2014) sobre temas
escogidos.
15 . Véase Peter F. Sugar, Ethnic Diversity and Conflict in Eastern Europe (Santa
Bárbara: ABC Clio, 1980), sobre todo los ensayos de Hofer, Fishman y Petrovich;
para los vínculos étnicos preexistentes, véase Anthony D. Smith, The Ethnic
Origins of Nations (Oxford: Blackwell, 1986).
16 . Bohlman, Music, Nationalism and the Making of the New Europe, p. 86.
20 . Pero véanse Stein Tonnesson y Hans Antlov, Asian Forms of the Nation
(Richmond: Curzon Press, 1996), esp. introducción; y Anthony D. Smith,
Nationalism and Modernism: A Critical Survey of Recent Theories of Nations and
Nationalism (Londres: Routledge, 1998), cap. 8.
23 . Curtis, Music Makes the Nation, pp. 146, 147; Carl Dahlhaus, Nineteenth-
Century Music, trad. de J. Bradford Robinson (Berkeley y Los Ángeles: University
of California Press, 1989), p. 306; véase también Ralph P. Locke, Musical
Exoticism: Images and Reflections (Cambridge: Cambridge University Press,
2009), cap. 4.
El pueblo a escena
Un número significativo de óperas de mediados de siglo se centran
en ensalzar a la nación a través de su «pueblo» y en la idea de una
comunidad nacional definida por obligaciones mutuas o valores
compartidos. Los libretos están en lengua vernácula, no en italiano,
y en la mayoría de los casos hay una aspiración a la autenticidad
étnica en el estilo musical y, a veces, también en el vestuario y los
decorados originales. El coro de escena tiene un papel clave. Sin
embargo, estas obras no expresan sentimientos republicanos o
revolucionarios: o bien las clases sociales aparecen conviviendo en
armonía, o bien no se menciona en absoluto la división estructural
en jerarquías sociales. Es el planteamiento musical el que da una
nueva fuerza al «pueblo».
El estreno de La vida por el zar (1836) de Mijaíl Glinka fue
apoyado por el zar Nicolás I y la corte imperial, y se presentó como
un importante evento para el estado. Retrata la abnegación de un
campesino ruso del siglo XVII que le salva la vida al zar de manera
heroica, uniendo a monarca y campesino en una concepción
jerárquica de la nación. Glinka incluso representó la unidad de Dios,
el zar y el pueblo en un tema recurrente, más o menos al estilo del
leitmotiv wagneriano. El gran coro final «Slv’sya» es una marcha con
aires de himno en la que los campesinos y los nobles rusos se unen
como una única nación en la gloria de la religión ortodoxa. Sin
embargo, Glinka se inspiró profundamente en la música tradicional
rusa, por lo menos tal y como la entendían las clases cultivadas de
la época, y el «estilo ruso» es esencial en la ópera, no solo un
colorido localista. Por vez primera un campesino es el héroe de una
gran ópera trágica, y él y su familia son el centro de la acción. Por
este motivo La vida por el zar gustó tanto a los liberales como a los
monárquicos rusos, que dieron la bienvenida al uso de la tradición
para definirse culturalmente 49 . La segunda ópera de Glinka,
Ruslan y Ludmila (1842), combina de nuevo monarquismo y folclore,
pero esta vez añadiendo elementos de épica mágica y cuentos de
hadas. Comienza con las celebraciones previas a la boda de Ruslan
y Ludmila en Kiev y acaba con una fiesta nupcial: antiguos símbolos
de la cultura campesina rusa. Maes distingue cuatro tipos de
modismos nacionales: un estilo ruso-italiano para la boda de Ruslan
y Ludmila, música tradicional finlandesa para el mago Finn, una
parte de ópera bufa italiana para el petulante Farlaf y estilos
«orientales» para Ratmir, Naina y Chernomor. Estos últimos no
están relacionados con los estilos orientales de la música:
sencillamente describen una lánguida sensualidad, en particular en
la música con la que Naina seduce a los héroes masculinos 50 .
Esto encaja con las intenciones de Glinka de —sobre todo al final—
englobar dentro de la Rusia eslava varias regiones y gentes. Marina
Frolova-Walker define el final como una «concepción épica-imperial»
por la que los enemigos históricos de Rusia se unen bajo su
influencia en preparación de un futuro glorioso 51 .
Encontramos una preocupación similar por el campesinado en
Halka, de Stanislaw Moniuszko (1848, estrenada en Varsovia en
1858). Como Glinka, Moniuszko combina la tradición con la historia
trágica de un campesino, trasladando los bailes nacionales que se
habían usado tanto en Polonia como en Rusia a comienzos del siglo
XIX para los Singspiele al contexto de una ópera trágica con el
objetivo de establecer un estilo operístico nacional. Desde los
primeros compases de la obertura, Halka le debe mucho a la gran
ópera francesa, y la heroína campesina canta en un estilo noble. Se
enamora de un aristócrata, que de manera imprevista la abandona
para casarse con alguien de su misma clase. Cuando Halka se
entera del engaño gracias a su pretendiente campesino, se vuelve
loca, pero en lugar de prender fuego a la iglesia en la que se está
casando la pareja de nobles, se tira por un precipicio. Según
Michael Murphy, el trágico episodio de su suicidio se enmarca
dentro de un agudo sentimiento revolucionario y religioso, con el
coro cantando una canción popular tradicional a la que se une Halka
perdonando la traición de su señor, en el espíritu del mesianismo
redentor romántico que predicaban los nacionalistas polacos como
Juliusz Slowacki y Adam Mickiewicz. Sin embargo, a pesar de la
crítica social a la nobleza y su apoyo al levantamiento campesino de
Galitzia de 1846, la ópera acaba de manera abrupta con los
campesinos forzados a cantar alegremente en la celebración de los
nobles recién casados. Por lo tanto, a la gran tragedia Moniuszko
añade tanto la celebración del campesinado como verdadero
representante de la nación como un nacionalismo mesiánico que lo
envuelve todo 52 . La popularidad de Halka se debió menos a su
trama melodramática que a sus muchas danzas polacas: polonesas
para la nobleza y mazurcas para el campesinado, sobre todo de la
región de Mazur. Fueron estas las que dieron expresión al «espíritu
nacional» de Polonia y, como los carteles publicitarios sugerían, las
responsables de su gran popularidad.
En la década de 1860 varias óperas revelan un pronunciado
nacionalismo cultural, y los monarcas y la nobleza desaparecen de
ellas por completo. Ahora únicamente «el pueblo» ocupa la escena,
y se despolitiza el argumento, por lo menos en apariencia.
Encontramos una clara alabanza del campesinado checo en la
siempre popular ópera cómica de Bedrich Smetana Prodaná
nevěsta (La novia vendida, 1866-1870), con libreto de Karel Sabina,
prominente figura del movimiento nacionalista checo. La ópera se
desarrolla en una comunidad campesina autónoma e igualitaria,
retratada de manera realista en sus aspectos ideales y terrenales
(no presume de ningún aristócrata, a diferencia de Las bodas de
Fígaro, a la que Smetana tomó como modelo). Lo que hizo a esta
ópera tan popular fue la inclusión de conocidas danzas
tradicionales, así como la presencia de trajes nacionales y el retrato
de la vida cotidiana campesina, un asunto fundamental para los
nacionalistas culturales de todo el mundo, cuya búsqueda de la
«autenticidad» quedaba ejemplarizada en el propósito y el contenido
de La novia vendida 53 . El hecho de que Smetana no aludiese a
ninguna melodía tradicional y que sus fuentes fuesen bailes
procedentes de las ciudades más que del campo no impidió que La
novia vendida definiese el sonido de lo «checo» en la música 54 .
Los maestros cantores de Núremberg (1867), de Wagner, fue
concebida y escrita en vísperas de la unificación política de
Alemania; sin embargo, e irónicamente, su mensaje se refiere a la
grandeza alemana a través de la cultura. El retraso de la unificación
alemana en comparación con su modernidad industrial, comercial y
administrativa supuso que desde principios del siglo XIX el
nacionalismo alemán siempre estuviera marcado por un fuerte
sesgo cultural, y Los maestros cantores representa el culmen de
esta tendencia. Sin embargo, en este caso la tradición cuenta poco,
incluso en la música. El escenario, la Núremberg del siglo XVI , es
urbano, no rural, y «el pueblo» es la burguesía urbana, no el
campesinado, unida por los gremios comerciales, no por el cultivo
de la tierra. Wagner escogió una imagen idealizada y nostálgica de
Núremberg como una comunidad Volksgemeinschaft, tal y como
promovían los románticos, que veían en esta ciudad el ancestral
emplazamiento de la grandeza y la libertad alemanas, un lugar
situado en el centro geográfico de Alemania y conocido por la gloria
de sus artistas y artesanos. En consecuencia, no se define al
«pueblo» a través de la monarquía ni de la ciudadanía republicana,
sino de los valores y la cultura. En palabras del historiador alemán
Friedrich Meinecke, Wagner imagina Alemania como una
Kulturnation idealizada que, como en la realidad, está a punto de
convertirse en una Staatsnation . La ópera no alude a la actividad
comercial de la ciudad, y las autoridades civiles apenas hacen acto
de presencia. Por otra parte, la cultura alemana queda vinculada a
la religión. Tal y como dice el zapatero-poeta Hans Sachs en su
último discurso a la gente de Núremberg: «¡Aunque se esfumase en
el humo / el Sacro Imperio Romano Germánico, / siempre existirá
floreciente / el Sacro Arte Alemán!». En este punto la cultura
sustituye al monarca como representación de la nación y adquiere
un aura religiosa 55 .
El coro es esencial para transmitir este mensaje. El primer acto
da comienzo con un canto que imita a una coral luterana en la
Iglesia de Santa Caterina, y la ópera termina con una manifestación
coral en el «prado del festival» a las afueras de la ciudad al final del
concurso de canto. De hecho, la escena final recuerda
inconfundiblemente la cultura historicista de festivales de la
Alemania decimonónica, un movimiento de masas que, como dice
Arthur Gross, «se aproximó a la liturgia de una religión secular».
Derivado del festival de Wartburg de 1817 y del festival de Hambach
de 1832, el movimiento Volkfest se extendió por las sociedades y
clubes alemanes, que realizaban procesiones ataviados de época y
portando banderas que representaban los oficios artesanos hacia
lugares sagrados o de importancia nacional, donde solían escuchar
discursos o sermones y cantar himnos. Estas reuniones
multitudinarias fueron adquiriendo un carácter cada vez más
nacional. La misma Núremberg celebró uno de estos festivales en
1861, transformando la ciudad en un escenario histórico, y miles de
hombres alemanes de 260 clubes musicales se congregaron para
desfilar, reunirse y cantar. Estas actividades eran muy anacrónicas
respecto al Núremberg del siglo XVI , pero a Wagner le servían de
modelo para celebrar la cultura alemana a través de las voces del
pueblo. Hans Sachs defiende la sensatez musical de la gente
corriente frente a unos maestros cantores escépticos, y al final de la
ópera el pueblo y los maestros cantores cantan al unísono, al tiempo
que las artes gremiales son identificadas con la cultura nacional. De
modo que Los cantores da preeminencia tanto «al pueblo» como al
mismísimo proceso de movilización vernácula 56 .
La definición de la nación a través de la cultura del pueblo queda
reforzada cuando está a punto de terminar la fase final del festival
en el prado a través de las advertencias de Hans Sachs acerca de
las amenazas externas que se ciernen sobre la cultura alemana.
Exhorta a sus compatriotas a «honrar a los maestros alemanes» del
gremio de maestros cantores, pues
si modos de sureña trivialidad
(se) plantasen en la tierra alemana,
nunca nadie sabría lo que es más alemán y auténtico
si no sobreviviese en el honor de los maestros alemanes.
28 . Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, pp. 109-
117.
32 . Max Weber, From Max Weber: Essays in Sociology, ed. de H. Gerth y W. Mills
(Londres: Routledge & Kegan Paul, 1948), cap. 9.
35 . Linda Colley, Britons: Forging the Nation, 1707-1837 (New Haven: Yale
University Press, 1992), pp. 31-33; respecto a la contribución de las artes
visuales, véase también Johan Bonehill y Geoff Quilley (eds.), Conflicting Visions:
War and Visual Culture in Britain and France, c. 1700-1830 (Aldershot: Ashgate,
2005).
36 . Blanning, The Triumph of Music, pp. 246-247.
43 . Beate Angelika Kraus, «Beethoven and the Revolution: The View of the
French Musical Press», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 300-
314.
47 . * Las part-songs son una forma de música coral secular a dos o más voces.
[N. del T.]
58 . Bohlman, Music, Nationalism, and the Making of the New Europe, pp. 28-29;
F. M. Barnard, «Culture and Political Development: Herder’s Suggestive Insights»,
American Political Science Review 62 (1969), pp. 379-397.
59 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 106-107.
60 . Ibíd., p. 102.
61 . Bohlman, Music, Nationalism and the Making of the New Europe, pp. 75-82.
62 . Hubert Parry, «Inaugural Adress», Journal of the Folksong Society 1/1 (1989),
p. 3.
65 . Ralph Vaughan Williams, National Music and other Essays (Oxford: Oxford
University Press, 1987), p. 23.
69 . David Cooper, «Bela Bartók and the Question of Race Purity in Music», en
Murphy y White (eds.), Musical Constructions of Nationalism, pp. 16-32; Katie
Trumpener, «Bela Bartók and the Rise of Comparative Ethnomusicology:
Nationalism, Race Purity and the Legacy of the Austro-Hungarian Empire», en
Ronald Radano y Philip V. Bohlman (eds.), Music and the Racial Imagination
(Chicago: University of Chicago Press, 2000), pp. 403-434; Julie Brown, «Bartók,
The Gyspsies and Hybridity in Music», en Georgina Born y David Hesmondhalgh
(eds.), Western Music and its Others: Difference, Representation and
Appropriation in Music (Berkeley: University of California Press, 2000), pp. 119-
142.
Oberturas y sinfonías
Desde una perspectiva nacionalista, la integración de la música
tradicional en la forma sinfónica suponía la absorción del Volksgeist
por parte de una de las formas más elevadas de música culta y un
medio perfecto para movilizar a los ciudadanos instruidos a través
de la cultura. A mediados del siglo XIX , la sinfonía, cuya máxima
expresión eran las nueve sinfonías de Beethoven, sobre todo las
heroicas sinfonías impares, había obtenido un grandísimo prestigio
entre los músicos y críticos más elevados y representaba los valores
del humanismo liberal. Sus oberturas semiprogramáticas sobre
temas heroicos (Egmont, Coriolano, Leonor) eran igual de
estimadas. A finales del siglo XIX surgieron por toda Europa y
Estados Unidos salas sinfónicas y sociedades filarmónicas, con
público abonado y un repertorio estable. Sin embargo, importar la
música tradicional al abstracto género sinfónico provocaba un
conflicto con su estilo dinámico, sus estructuras dirigidas a una meta
muy definida, sus frases de extensión flexible y los procesos
característicos de los «desarrollos motívicos». La música tradicional
ocupa una temporalidad diferente a la del estilo sinfónico
beethoveniano, pues está basada en estrofas periódicas, entonación
bárdica, ritmos ostinatos y otros procesos repetitivos. Si una melodía
tradicional es fragmentada y sometida a desarrollos motívicos a
través de un proceso de composición profesional transformador, el
vínculo con el Volksgeist se rompe. Como bromeó el compositor
inglés Constant Lambert en su polémico Music Ho! (1934), «el
problema con las canciones tradicionales es que una vez que las
has interpretado no hay mucho más que puedas hacer aparte de
tocarlas de nuevo y más fuerte» 97 .
En gran medida, muchos de los compositores que utilizaron la
música tradicional evitaron las formas sinfónicas, algunos de
manera deliberada, porque pensaban que debía trascender o ser
rechazada (Liszt, Smetana, Bartók), y otros por su falta de interés o
su aparente incapacidad (Chopin, Glinka, Grieg). Al mismo tiempo,
no todas las oberturas y sinfonías «nacionales» citaban fuentes
vernáculas de manera directa. Esta práctica fue más habitual entre
las obras rusas de las décadas de 1860 y 1870, inspiradas por la
obra para orquesta de Glinka Kamarinskaya (1848), tal y como la
interpretó Balakirev. Por el contrario, a pesar de su compromiso de
por vida con el movimiento tradicionalista inglés y su uso de
canciones tradicionales en sus obras líricas, las nueve sinfonías de
Ralph Vaughan Williams (1872-1958) no hacen referencia a ninguna
canción tradicional conocida. En A London Symphony (n.° 2) se
recogen canciones y clamores urbanos, mientras que otras
destacan la modalidad y lo que Vaughan Williams interpretaba como
los rasgos melódicos comunes de las canciones tradicionales
inglesas.
Un ejemplo temprano de modismos tradicionales incorporados en
formas sinfónicas lo podemos encontrar en la obertura Nachklänge
von Ossian (Ecos de Osián, 1841), de Niels Gade (1817-1890), que
ilustra algunas de las complejidades de este tipo de música. Los
historiadores musicales daneses han escuchado en esta obertura un
«tono nacional», y de hecho utiliza una canción tradicional,
«Ramund va sig en bedre mand», con sugerencias de modalidad en
la armonización. Gade, que colaboró con Hans Christian Andersen,
estaba interesado en el folclore y escribió algunas piezas
manifiestamente nacionales, pero al mismo tiempo su carrera
musical dependía de Alemania, donde llegó a ser director de la
Gewandhaus de Leipzig en la década de 1840, y era amigo de
Mendelssohn y Schumann. La obertura fue escrita para un concurso
organizado por la Sociedad Musical de Copenhague. El jurado era
alemán y en principio debería haber incluido a Mendelssohn, cuya
reciente obertura «Las Hébridas» («La cueva de Fingal»; 1832)
sirvió de modelo a Gade. Por lo tanto, el título en alemán de la obra
es significativo, puesto que es una dedicatoria romántica del poema
de Ludwig Uhland «Freie Kunst». Claro que Osián no tenía nada
que ver con Dinamarca, y la breve popularidad de la que gozó Osián
en Dinamarca ya había pasado en la década de 1840; por el
contrario, en Alemania algunos veían a Osián como a un héroe
nacional y, paradójicamente, como al padre de la literatura alemana.
La obertura posee lo que los historiadores daneses denominarían
«tono nacional» (la atmósfera arcaica, el sonido del arpa de un
bardo, una melodía tradicional al estilo de una balada y su
modalidad), pero no está claro a qué nación se refiere: Escocia,
Dinamarca o Alemania 98 .
El esfuerzo más conocido de incorporación de las fuentes
tradicionales a la música sinfónica fue el realizado por los
compositores del llamado kuchka en Rusia, y se inspiró en el
ejemplo, el apoyo y las teorías de Balakirev. Las referencias a
canciones tradicionales en las sinfonías rusas no son muy
numerosas 99 , aunque es frecuente la imitación de modismos
tradicionales: inflexiones modales, pedales, motivos breves
repetidos, agrupaciones métricas cambiantes y un énfasis en la
integridad melódica sobre la fragmentación motívica. Los
compositores rusos convirtieron este último rasgo en un signo
característico, favoreciendo la presentación de ideas musicales
sobre su desarrollo. Sin embargo, las sinfonías kuchka son siempre
de cuatro movimientos; a menudo los esquemas en forma de sonata
son evidentes; la «narrativa» tonal habitual de tónica menor a tónica
mayor, originada con las Sinfonías n.° 5 y n.° 9 de Beethoven, es
muy común, y hay alusiones a la música sinfónica de compositores
alemanes, especialmente Schumann.
Balakirev intentó definir un estilo de música orquestal rusa
basado en material folclórico haciendo especial hincapié en el color
y en la inflexión rítmica y melódica y sugiriendo una aproximación a
la estructura de grandes escalas. Su modelo fue Kamarinskaya
(1848) de Glinka, una «Fantasía para orquesta sobre dos canciones
rusas» que hace uso de dos melodías tradicionales que se van
alternando, una lenta y otra rápida, construidas como ostinatos
rítmicos y «variaciones» con acompañamientos cambiantes más
que con melodías alteradas. El rechazo de la fragmentación
motívica convencional o las variaciones dentro de la estructura de la
frase y el uso del color orquestal para dar forma completa a la pieza
parecieron ofrecer un método de construcción musical que fue bien
recibido como alternativa al programa académico que estaba
introduciendo en Rusia el Conservatorio de Arthur Rubinstein en
San Petersburgo. Glinka no seguía ningún programa nacionalista
con Kamarinskaya : buscaba el color local, al igual que hizo con sus
Dos oberturas españolas (1848, 1851). Balakirev, sin embargo,
apoyado por el crítico Vladimir Stasov, quería instaurar una escuela
de composición sinfónica rusa con sus dos Oberturas sobre temas
rusos (1858, 1862), muy cercanas al modelo de Glinka aunque
siguiendo la forma sonata modificada. La primera obertura ofrece el
mismo contraste lento-rápido entre sus dos primeras melodías
tradicionales y unas relaciones semejantes entre las claves,
mientras que la longitud de las frases de tres compases de los dos
temas rápidos recuerdan una de las melodías de Kamarinskaya . En
la segunda obertura, que luego sería el poema sinfónico Rusia ,
Balakirev dio con una forma innovadora de armonizar una canción
tradicional modal que enfatizaba su nota tónica alternativa y evitaba
la armonía dominante y verdaderas cadencias a favor de la
subdominante. Esta aproximación a la tonalidad, que pasó a ser
conocida como «modo ruso menor», fue utilizada por muchos
compositores rusos posteriores como un elemento propio del estilo
nacional aunque no incorporasen ningún componente folclórico. A la
vez, Balakirev favoreció las modulaciones abruptas y la relación
entre las tonalidades típicas en aquella época del Romanticismo
progresista, sobre todo de Liszt. A este respecto, el estilo de
Balakirev se asemeja a —a la vez que intensifica— lo que
Beethoven hizo con las canciones tradicionales escocesas. Rimski-
Korsakov siguió su ejemplo con su Obertura sobre temas rusos op.
28 (1866), Fantasía sobre temas serbios (1867) y Obertura de la
gran pascua rusa (1888) 100 . Muchas obras rusas no sinfónicas
hacen referencias locales a «cambios ambientales», canciones
tradicionales y fuertes contrastes entre secciones lentas y rápidas.
Se dice que el acercamiento reiterativo y de ambiente cambiante
a la forma sinfónica codifica en la estructura musical un aspecto de
la ideología eslavófila de los compositores kuchka . Se afirmaba que
la vida de los campesinos rusos, encadenada a los eternos ciclos de
las estaciones y a la religión ortodoxa, era superior a la moderna
sociedad occidental liberal, que desgraciadamente Pedro el Grande
impuso a Rusia. Las estáticas formas repetitivas de los rusos y su
interés por el timbre y una orquestación innovadora contrastan
también con los procesos de desarrollo continuo en las sinfonías de
Beethoven 101 . Sin embargo, a pesar de toda su retórica eslavófila,
los compositores kuchka nunca cortaron sus vínculos con el
lenguaje del «núcleo» musical alemán. Es cierto que su proyecto
musical dependía de un sentimiento de distanciamiento parcial del
lenguaje universal. Su escritura sinfónica tenía su propia lógica, que
incluía establecer vínculos entre temas aparentemente opuestos (ya
presentes en Kamarinskaya) y el posicionamiento de los
movimientos en forma sonata en «un marco de introducción-coda»
102 . En el primer movimiento de su Sinfonía n.° 1 en Do (1864,
1897) Balakirev combina la presentación temática repetitiva con la
tradicional manipulación motívica y la contracción de las frases para
aumentar y reducir la tensión de formas estrechamente relacionadas
con la composición sinfónica convencional 103 .
Rimski-Korsakov utilizó canciones tradicionales rusas, en parte
bajo la supervisión de Balakirev, en dos movimientos de su Sinfonía
n.° 1 en Mi bemol menor (1865; revisada en 1884). Encontramos
variaciones estructurales en los movimientos lentos. Lo mismo
ocurre, de manera más libre, en la introducción del primer
movimiento de su Sinfonía n.° 3 en Do (1873, 1886). En otros
aspectos, sin embargo, estas obras están firmemente ancladas en la
tradición sinfónica y son deudoras de Schumann. La transición entre
los temas del primer movimiento de la n.° 3 es suave y muy
refinada, señalando la aspiración a la maestría convencional
sinfónica más que a la yuxtaposición y a los contrastes fuertes. La
Sinfonía n.° 2 de Rimski-Korsakov es música nacional de otro tipo:
sigue una historia árabe de Osip Ivanovich Senkovski (1800-58) y
utiliza melodías árabes de Album des chansons arabes,
mauresques et kabyles (1863), de Salvator Daniel, y de Esquisse
historique de la musique árabe (1863), de Alexander Christianovich.
El compositor escribió cuatro versiones entre 1868 y 1903, y
finalmente la tituló Suite sinfónica: Antar, ya que no tenía nada de
sinfónico excepto los movimientos (cuatro). Sin embargo, al hacerlo
dejó de lado los ideales del grupo kuchka y recurrió a una
concepción tradicional de la sinfonía que habría contado con la
aprobación de Rubinstein, en relación con el cual esta obra se toma
cierta licencia 104 .
La Sinfonía n.° 2 en Si menor de Borodin fue popular entre el
público occidental, que escuchaba en ella un fuerte regusto ruso.
Stasov la llamaba la sinfonía «Heroica», y sostenía que Borodin
tenía un programa para tres de los cuatro movimientos: el primero
describe una reunión de guerreros rusos; el tercero, al antiguo bardo
Bayan, y el cuarto, una escena de los héroes en un banquete.
Únicamente el scherzo utiliza auténtico material folclórico, pero el
resto proyecta una sensación similar de heroica e incluso primitiva
fuerza. El final es un conjunto de danzas eslavas que mezclan
métricas binarias y ternarias con gran presencia de la percusión —a
modo de detalle «primitivo»—, pero que también está fundido en
una estructura similar a la forma sonata, que ilustra la tangencial
pero muy real relación con la tradición sinfónica alemana. César Cui,
en una reseña de la sinfonía en 1885, hablaba de «una fuerza
indomable, elemental. La sinfonía está impregnada de rasgos de la
nacionalidad rusa, pero una nacionalidad de tiempos remotos; la
Rus es perceptible en esta sinfonía, pero la primitiva Rus pagana».
También hablaba de «un pensamiento y una expresión severos»
que coexistían con «costumbres sagradas occidentales», la
paradoja básica sobre la que el proyecto del kuchka floreció.
Finalmente, Cui insistía en la originalidad del compositor. Para el
crítico, los temas del primitivismo y del genio original recuerdan la
acogida por parte de los románticos de la música tradicional
escocesa y el planteamiento sobre la música culta expuesto por
Herder 105 .
Piotr Illich Chaikovski (1840-1893) abrió un camino entre
Rubinstein y el kuchka; fue uno de los primeros graduados del
Conservatorio de San Petersburgo. Desde su juventud tuvo una
técnica depurada y consiguió hacer carrera como compositor
profesional, pero a veces siguió los principios kuchka; durante una
época trabajó estrechamente con Balakirev y más tarde fue amigo
de Rimski-Korsakov. La estética tradicionalista de Chaikovski tendía
a reservar las canciones tradicionales para el final de las
composiciones instrumentales y de los tríos de los scherzos,
siguiendo el mismo patrón que Haydn y observando el decorum
estilístico (escogiendo el estilo adecuado para la labor que le
ocupaba). Su Primera Sinfonía (1866, revisada en 1874) comienza
con un tema estructurado en unidades de tres compases como las
de Kamarinskaya y la primera obertura de Balakirev; el tema del
segundo movimiento es la estilización de la típica «prolongación» de
una canción tradicional rusa con variaciones; el final recoge una
canción tradicional rusa, sometida al estilo «cambio de fondo». Su
Tercera Sinfonía es conocida como «Polaca» por su polonesa final,
pero el título no se lo puso Chaikovski, y esta sinfonía se encuadra
en el grupo de sus suites para orquesta, que fueron compuestas en
lo que Richard Taruskin denomina, siguiendo a George Balanchine,
«estilo imperial», en el que la polonesa desempeña un papel
fundamental 106 . Si esta es música nacional, entonces Rusia, no
Polonia, está representada por medio de una concepción jerárquica
de la nación. La principal contribución sinfónica de Chaikovski a la
música nacional es su Sinfonía n.° 2 en Do menor, conocida como
«Pequeña Rusia» (es decir, Ucrania; 1872-1881). Es en ella donde
Chaikovski se acerca más al kuchka , sobre todo al final, en el que
una veloz danza ucraniana se repite contra un fondo cambiante.
Esta técnica también aparece de forma fugaz en la lenta
introducción del primer movimiento, acompañando a un tema
tradicional interpretado con el característico énfasis ruso de la
subdominate al final de cada frase. El retorno de esta melodía para
trompa al final del movimiento sigue la estructura de dos oberturas
de Balakirev, pero también evoca recuerdos de la tradición
austrohúngara y el majestuoso tema para trompa de la Sinfonía en
Do mayor, «La grande», de Schubert. El tema también es llevado
hasta la sección de desarrollo: una profundización de la síntesis del
proceso sinfónico y el folclore. En el tercer movimiento los
elementos se mantienen separados; las secciones externas están
en forma de sonata y únicamente el trío tiene una canción
tradicional 107 .
Las dos sinfonías de Glazunov (1865-1936) fueron escritas
cuando era un adolescente prodigio y beben de las técnicas kuchka
y de material folclórico. La primera se llama «Eslava». Sin embargo,
a partir de entonces Glazunov abandonó toda actitud antioccidental
y en sus seis sinfonías siguientes combinó planteamientos rusos y
alemanes. La n.° 3 se la dedicó a Chaikovski, y la n.° 4, a Anton
Rubinstein. Un acercamiento similar lo podemos encontrar en las
sinfonías de Vasili Kalínnikov (1876-1901) e incluso, en la dirección
opuesta, en el mismo Rubinstein 108 . A principios del siglo XX casi
no se utilizaban los materiales de la música tradicional en las
sinfonías rusas; más bien se vira hacia fuentes de carácter religioso,
con Rachmaninov a la cabeza, evocando las campanas y el canto
ortodoxo, sobre todo en su Segunda Sinfonía (1907).
Fuera de Rusia, una de las sinfonías más exitosas a la hora de
incorporar música tradicional fue Symphonie sur un chant
montagnard français (Sinfonía sobre un aire montañés francés,
1886) de Vicent d’Indy (1851-1931), a veces denominada
Symphonie cévenole . Como educador, D’Indy tuvo una gran
influencia sobre la siguiente generación de compositores de música
nacional. Procedía de una familia aristocrática sólidamente
arraigada en la región de Ardèche, en el sur de Francia. Era
empecinadamente patriótico y se oponía de lleno a la secular y
burguesa Tercera República, lo que lo llevó a hacer campaña por la
reforma cultural y social y a promocionar el catolicismo regional
frente al republicanismo oficial estatal. Para reformar la música
francesa dirigió su mirada hacia la universalidad de la tradición
moderna alemana, inspirándose sobre todo en Beethoven y Wagner.
Su mentor musical, César Franck, encontró la forma de conciliar las
innovaciones técnicas de Liszt y Wagner con la tradición musical
instrumental abstracta, incluyendo el uso de temas «cíclicos» que
son recurrentes en diferentes movimientos. Para D’Indy la música
era un arte ético y ennoblecedor. La sinfonía era para él el mayor
reto compositivo, y procuró superar las tradiciones francesas de
música orquestal ligera y, de alguna manera, germanizar la música
francesa para que hablase en nombre de una nación regenerada.
Por lo tanto, aunque su fin último era volver a conducir a Francia
hacia su destino como cultura universal, temporalmente la convirtió
en parte de la «periferia» musical con respecto a Alemania, lo que
pudo haber facilitado el uso de música tradicional en una sinfonía.
Con la Symphonie cévenole, D’Indy «trasplantó» la sinfonía
abstracta de su hogar alemán a la campiña francesa.
El movimiento folclorista llegó a Francia en la segunda mitad del
siglo XIX , y D’Indy era amigo del musicólogo y folclorista Julien
Tiersot, autor de Histoire de la chanson populaire en France (1889).
El mismo D’Indy publicó Chansons populaires du Vivarais (1892). El
tema de la sinfonía es una canción montañesa que D’Indy escuchó y
anotó en Cévennes en 1885, mientras paseaba por la montaña. Se
transmite una sensación de aire libre cuando el corno inglés
presenta el tema al comienzo, con la descripción del paisaje en el
movimiento lento, el evocativo estruendo de las campanas al final
del desarrollo del primer movimiento y la insinuación de festividades
locales al final 109 . La Symphonie cévenole es un híbrido de
géneros: la inclusión de una parte importante para piano solo y el
hecho de que se restringiese a tres movimientos en lugar de cuatro
hacen pensar en un concierto. Sin embargo, no es un concierto
convencional para virtuoso, ya que la parte para piano, aunque
difícil, es principalmente de acompañamiento, participando en
texturas sumamente inventivas, a menudo junto al arpa. Esta obra
se basa en técnicas sinfónicas modernas. Hay dos temas cíclicos,
uno de los cuales es el aire de montaña, la base para los temas
principales de los tres movimientos, que en la transformación
temática es manejado un poco a la manera de Liszt, aunque
también recupera su forma original en momentos silenciosos. La
versión original y completa del aire de montaña se sitúa fuera de la
parte en forma de sonata del primer movimiento, formando otra
sección de introducción-coda. El tema en sí es métricamente
complejo, y alterna dos compases de 6/8 con tres de 9/8,
relacionando ritmos binarios con ternarios (Ej. 2.5 [i], compases 3-4
,5-6, 9-10, contando pulsos de negra con puntillo). Cuando el tema
principal de la parte en forma sonata del primer movimiento aparece,
es presentado en un compás ternario regular, a pesar de que la
melodía (en los instrumentos graves de la orquesta) se basa en la
canción tradicional (Ej. 2.5 [ii]). En el final, el tiempo quíntuple
implícito se lleva a cabo de manera más completa. Estos sutiles
procesos métricos sustituyen hasta cierto punto el desarrollo
motívico sinfónico convencional 110 .
Las posteriores actividades pedagógicas y literarias de D’Indy le
involucraron en las políticas culturales, y desarrolló una suerte de
escuela de composición con cierta orientación hacia la música
nacional y la canción tradicional, aunque sus miembros eran de
diferentes nacionalidades. En 1894 D’Indy participó en la fundación
de un nuevo conservatorio, la Schola Cantorum, que desafiaba al
Conservatoire National de Musique, una institución pública que
controlaba la educación musical en Francia y que se centraba en
formar a los compositores para que escribiesen ópera
contemporánea. D’Indy concibió un «código» que ligaba sus nuevos
valores culturales a ciertos géneros, estilos y repertorios, creando un
simbolismo nacionalista que aunaba arte, política y religión y que
exponía un programa cultural opuesto al del Estado 111 . El plan de
estudio de la Schola subrayaba la importancia del contrapunto y los
estudios históricos de composición, y se inspiraba en la
reivindicación que hizo el propio D’Indy del canto gregoriano y la
música de los siglos XVI y XVII . La Schola invitaba a sus alumnos a
participar en la larga tradición europea, estableciendo un canon de
las grandes obras del pasado sobre las que construir. D’Indy
presentó su modelo en un tratado, Cours de composition musicale
(1903-1950), en el que describía una sinfonía por analogía con una
catedral. La sinfonía transmitía un mensaje moral y tenía el poder de
mejorar la sociedad 112 .
Ej. 2.5 D’Indy, Symphonie cévenole, primer movimiento (reducción): (i) compases
1-10; (ii) compases 27-30.
Las rapsodias
La rapsodia —un nombre que sugiere la libertad de improvisación
del artista romántico— presenta menos complejidades para el
compositor que las sinfonías de la música nacional inspirada en el
folclore. En ella el compositor, que a veces también era el intérprete,
no tenía que preocuparse por el desarrollo motívico y podía actuar
como un antiguo bardo, evocando el Volksgeist y la nación, al
principio en la nebulosa antigüedad y más tarde en el presente y
heroicamente, con formas que variaban de una pieza a otra. El
término «rapsodia» fue utilizado por primera vez como título
genérico en música para canciones de finales del siglo XVIII y
posteriormente, a principios del siglo XIX , para piezas de teclado
para aficionados que imitaban de manera accesible los extremos
expresivos de famosos virtuosos del teclado contemporáneos. Hasta
la segunda mitad del siglo la rapsodia no se transformó en una pieza
heroica para orquesta vinculada a sentimientos nacionales. Esto se
debió en gran medida a Liszt, que convirtió la rapsodia en una pieza
para virtuosos del piano en sus diecinueve Rapsodias húngaras
para piano (n.° 1-15, 1846-1847, publicadas en 1851-1853; n.° 16-
19, publicadas en 1882-1885), concebidas originalmente como
Magyar dallok/Ungarische National-Melodies (1839-1840), y sus
sucesoras, seis Magyar rhapsodiák/Rhapsodies hongroises 116 .
En noviembre de 1839 Liszt volvió a Hungría por primera vez
desde su niñez: ya gozaba de fama internacional, y era el húngaro
vivo más célebre. En aquella época Hungría estaba sumida en una
lucha política por conseguir su independencia de Austria. Liszt era
aclamado como héroe nacional, se le rindieron honores en una
ceremonia en el Teatro Nacional y tomó la costumbre de tocar en
público su arreglo de la Marcha Rákóczy, una melodía prohibida por
las autoridades. Sin embargo, a juzgar por las composiciones
publicadas, Liszt aún no era un compositor nacional, pero tomó la
decisión de serlo. Liszt conocía desde su juventud la música de los
romanís, pero ahora empezó a tomársela más en serio, escuchando
atentamente a las bandas de «gitanos» y escribiendo sobre sus
interpretaciones. Las Rapsodias húngaras son obras seccionales
con fuertes cambios de tempo, que evocan melancolía y éxtasis y
evolucionan hasta alcanzar un apasionado clímax. Evocan el estilo
verbunkos (la palabra que quiere decir «reclutamiento», ya que la
música está relacionada con el reclutamiento por parte del ejército
austriaco) que tocaban las bandas romanís, incluidos los efectos de
címbalo, la «escala bizantina» (o escala doble armónica menor) con
la melancolía que aporta la segunda aumentada y otras
característica rítmicas, melódicas y armónicas. La pregunta de si
Liszt utilizó material verdaderamente folclórico es compleja. Los
romanís que interpretaban esta música eran músicos profesionales,
no campesinos, y ni se consideraban húngaros ni las clases
instruidas húngaras para las que tocaban les consideraban como
tales. Algunas de las melodías de las que hizo uso Liszt habían sido
compuestas por húngaros de clase alta antes de que los romanís se
apropiaran de ellas. El estilo de las rapsodias, aunque intensificado,
no era algo nuevo en la tradición europea: el style hongrois se
remonta al siglo XVIII y se había convertido en una forma musical
característica en Haydn, Beethoven y, sobre todo, Schubert. Este
estilo hundía sus raíces en canciones y bailes húngaros, pero
primero fue filtrado a través de las actuaciones públicas y las
interpretaciones tradicionales de los romanís, y posteriormente por
la tradición de los compositores 117 . Irónicamente, el propio Liszt se
identificaba con los romanís en la misma medida que con los
campesinos húngaros, y se sentía atraído por su virtuosismo
instrumental y su nomadismo. Confundió los orígenes de parte de
esta música y lio las cosas aún más en su ampuloso y controvertido
libro Des Bohémiens et de leur musique en Hongrie (1859), donde
atribuyó por completo el estilo a los romanís, lo que supuso que los
nacionalistas húngaros le acusasen de traidor. Todo esto en lo que
concierne a las primeras quince rapsodias: las cuatro últimas,
compuestas treinta años después, muestran un estilo nuevo
extremadamente cromático que Liszt cultivó a partir de la década de
1860 y en el que los elementos «gitanos» se minimizan 118 .
Probablemente, Liszt subestimó los vestigios de la genuina
música tradicional húngara —la música de los campesinos magiares
— preservados en sus Rapsodias húngaras. Pero el significado
histórico de estas piezas es independiente de la cuestión de su
autenticidad. Liszt elevó un género (la rapsodia) y un estilo exótico y
característico (style hongrois) a la categoría de música para
concierto virtuoso, y lo dotó de expresión heroica y épica. Su
ejemplo fue seguido por compositores de rapsodias nacionales
como Svenden (cuatro Rapsodias noruegas para orquesta, 1876-
1877); Dvořák (tres Slavonic Rhapsodies, 1878-1879); Lalo
(Rapsodie norvégienne, 1879); Mackenzie (Rhapsodie écossaise;
Burns: Scotch Rhapsody n.° 2 , 1779-1880); Chabrier (España,
rapsodie pour orchestra, 1883); Albéniz (Rapsodia española para
piano y orquesta, 1887); Saint-Saëns (Rapsodie d’Auvergne, para
piano, 1884; Rapsodie Bretonne, 1891); Rachmaninov (Rapsodia
rusa, 1891, para dos pianos); Enescu (dos Rapsodias rumanas,
1901); Stanford (seis Irish Rhapsodies, 1902-1922); Vaughan
Williams (tres Norfolk Rhapsodies, 1905-1906); Delius (Brigg Fair:
An English Rhapsody, 1907); Ravel (Rapsodie espagnole, 1908);
Casella (Italia: Rapsodia para orquesta, 1909); Finzi (A Severn
Rhapsody, 1923), y Bloch (America: An Epic Rhapsody for
Orchestra, 1926). Rhapsody in Blue (1924), de Gershwin, también
es parte de esta tradición. La mayoría de estas obras aluden de una
u otra forma a música vernácula. Son muy variadas en cuanto a
forma y orquestación —la mayoría son orquestales, pero algunas
incluyen instrumentos solistas, mientras que otras siguen un
programa, al igual que los poemas sinfónicos—, aunque abundan el
carácter intenso y los detalles improvisados, en la tradición de Liszt.
La mayoría de las rapsodias nacionales aluden a naciones de la
«periferia» nacional, aunque los compositores provengan del
«centro», como es el caso de las rapsodias españolas de
compositores franceses. «Las rapsodias alemanas» son muy
infrecuentes, si es que existe alguna.
Fantasía
Durante gran parte del siglo XIX la fantasía musical estuvo
relacionada con la rapsodia por su libertad formal y su
predisposición a la improvisación: sería difícil establecer diferencias
sustanciales entre ambos géneros. Sin embargo, a principios del
siglo XX hubo una tendencia en Inglaterra a definir un tipo de
«fantasía» según el modelo de la fantasía para viola de estilo
jacobeo 119 *. El acaudalado músico amateur Walter Willson Cobbett
organizó concursos para estimular a los compositores ingleses
modernos a escribir fantasías para grupos de cámara y después
encargó doce de estas obras, aunque, aparte de la instrumentación,
especificaba poco respecto al género. Se presentaron casi setenta
obras a ambos concursos, que eran reflejo de un resurgimiento más
extenso del estilo Tudor en la cultura inglesa entre 1890 y 1914,
pero no solo en la música, sino también en otros campos, como la
arquitectura y el diseño. En la música fue parte de un deliberado
«Renacimiento» inglés. Se pensaba que el retorno al espíritu de la
música Tudor y jacobea sortearía los siglos intermedios de
expansión comercial y colonial, un periodo en el que la composición
musical no prosperó en Inglaterra y los ingleses importaron la
mayoría de su música. Entre 1910 y 1912 Vaughan Williams
compuso cuatro piezas llamadas fantasías: Fantasia on English Folk
Songs para orquesta (1910), Fantasia on a Theme by Thomas Tallis
para doble orquesta de cuerdas y cuarteto de cuerdas (1910,
revisada en 1913, 1919), Phantasy Quintet, encargo de Cobbett,
para dos violines, dos violas y chelo (1912), y Fantasia on Christmas
Carols para barítono, coro mixto y orquesta (1912). Aunque no la
escribió para Cobbett, The Tallis Fantasia es una de las obras más
famosas creadas por un compositor inglés, e incluso hoy en día se
resalta su singular sonido «inglés». El éxito de esta evocativa pieza
se debe a que es una síntesis moderna de elementos históricos: el
género jacobeo transformado en una pieza para orquesta de cuerda;
varias tradiciones de música coral sacra, incluido el tema del salmo
«Why fum’th in fight the Gentiles spite», del compositor de la época
Tudor Thomas Tallis (1505-1585); la concepción espacial de la obra
y la imaginativa instrumentación para doble orquesta de cuerdas y
solistas, con efectos antifonales que sugieren cantos corales y que
parecen corresponder con el estilo perpendicular inglés del periodo
Tudor de la catedral de Gloucester, donde se estrenó en el Three
Choirs Festival; el estatus de este festival como una gran tradición
musical inglesa; las pinceladas de «una pintura paisajística» en
términos musicales, y, por último, pero no por ello menos
importante, el uso de modismos de canciones tradicionales —
aunque, que se sepa, no sean citadas de forma directa—.
Vaughan Williams creía en la influencia de las canciones
tradicionales en la música eclesiástica, tanto en el canto llano como
especialmente en la música sagrada Tudor, que, según sostenía
años después, tuvo su origen en costumbres específicamente
inglesas más que en la tradición compositiva, razón por la que los
historiadores musicales tenían la impresión de que había surgido
«de la nada» 120 . El primer elemento motívico que aparece en la
Tallis Fantasia consiste en fragmentos de temas de Tallis para
instrumentos graves; le sigue directamente una emulación del
antiguo estilo eclesiástico organum (una forma de armonizar una
melodía con voces paralelas propia de la música medieval). A
continuación, dos presentaciones del tema de Tallis en modo frigio,
el segundo una apoteosis extática que parece hecha para llenar el
espacio arquitectónico. El mismo principio de la obra sugiere un
amplio paisaje con lentos y ampliamente espaciados acordes. Esta
forma de evocar vastos espacios era habitual en la música nacional,
y ya había sido usada por Vaughan Williams en su Norfolk
Rhapsody n.° 1. La introducción del tema tradicional es postergada
hasta presentar otros signos de la identidad inglesa y de haber
creado la atmósfera requerida 121 . Del silencio que se produce tras
la apoteosis surge un solo de viola que presenta una melodía de
estilo tradicional a la manera de una rapsodia; a continuación, se le
une un solo para violín formando un dueto. En este punto la música
pasa de los grandiosos gestos históricos y místicos a la escala
humana y, a la vez, hace referencia a la fantasía para viola de estilo
jacobeo. Por lo tanto, la Tallis Fantasia evoca la antigüedad y el gran
alcance de la historia cultural y musical inglesa. La síntesis de
Vaughan Williams excluye ostensiblemente ciertos elementos
musicales (la forma de sonata, el cromatismo wagneriano) y
combina temas religiosos, arquitectónicos, paisajísticos, música de
cámara y canciones tradicionales con el fin de proyectar una
concepción de la nación inglesa y su identidad y destino, ambos
incluidos en la tradición y anhelantes de una renovación cultural.
Conclusión
El uso compositivo de fuentes étnicas vernáculas en la música culta
fue el resultado de dos fuerzas interrelacionadas: el nacionalismo y
el Romanticismo. A finales del siglo XVIII surgió una estética
supuestamente folclórica en torno a un temprano Romanticismo
rousseauniano que valoraba la sencillez y la franqueza emocional.
Otro tipo de Romanticismo alentaba un uso valientemente
individualista de las fuentes vernáculas, un planteamiento iniciado
por Beethoven y más tarde continuado por Chopin, Liszt, Smetana,
Grieg y los compositores del grupo kuchka . Estos hicieron uso de la
modalidad y de los ritmos característicos como puntos de partida de
singulares estrategias compositivas. En la década de 1820, el
programa cultural nacionalista incorporó la ópera y la música
instrumental, y fueron Weber, Chopin y Glinka las principales figuras
que utilizaron los modismos vernáculos literarios o estilizados. El
estilo folclórico sencillo y directo continuó estando disponible para
los compositores decimonónicos posteriores, como Brahms, pero el
énfasis que se dio a la originalidad después de Beethoven inclinó la
balanza hacia las composiciones de gran escala. Se servía mejor al
proyecto de movilizar a los compatriotas con rapsodias
espectaculares y grandiosas y sinfonías idealistas, mientras que el
efectismo nacionalista de las recopilaciones de danzas para piano
se difundía más lentamente, al principio en círculos musicales. A
principios del siglo XX el nacionalismo volvió a perder fuerza como
principal motivación para la absorción de la música tradicional por
parte de la música culta, a medida que una vertiente más extrema
del ideario romántico fue calando en la primera generación de
compositores modernistas. Entonces la dimensión transnacional,
anteriormente restringida al intercambio de formas y géneros
musicales, se extendió a las fuentes étnicas, los programas literarios
y los argumentos teatrales. El Stravinski de la década de 1910 es el
principal valedor de la música nacional modernista. Basándonos en
nuestra (es cierto que selectiva) muestra, está claro que en Europa
la historia de la música nacional y la de la música culta influida por el
folclore discurren en paralelo, cruzándose durante aproximadamente
un siglo antes de separarse nuevamente.
71 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 14-15.
72 . Richard Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, Music in the
Nineteenth Century, 2ª ed. (Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 2010),
pp. 119-123; Natasha Loges, «How to Make a “Volkslied”: Early Models in the
Songs of Johannes Brahms», Music & Letters 93/3 (2012), pp. 318-319.
76 . Gelbart, The Invention of «Folk Music» and «Art Music», pp. 198-199.
77 . Ibíd., p. 203.
79 . Richard Will, «Haydn Invents Scotland», en Mary Hunter y Richard Will (eds.),
Engaging Haydn: Culture, Context and Criticism (Cambridge: Cambridge
University Press, 2012), pp. 44-74.
82 . Ibíd., p. 220.
87 . Jim Samson, Chopin (Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 1996),
pp. 44, 56, 74; «Music and Nationalism», pp. 55-56.
91 . Barbara Milewski, «Chopin’s Mazurkas and the Myth of the Folk», 19th-
Century Music 23/2 (1999), pp. 131-135.
92 . Samson, Chopin, p. 17.
95 . Stale Kleiberg, «Grieg’s “Slåtter”, Op. 72: Change of Musical Style or New
Concept of Nationality?», Journal of the Royal Musical Association 121/1 (1996),
pp. 46-57; Curtis, Music Makes the Nation, pp. 130-135; Grimely, Grieg, pp. 147-
191.
97 . Constant Lambert, Music Ho! A Study of Music in Decline (Londres: Faber &
Faber, 1934), p. 164; de la sección «On the conflict of nationalism and form».
98 . Anna Harwell Celenza, The Early Works of Niels W. Gade: In Search of the
Poetic (Aldershot: Ashgate, 2001), pp. 121-136.
101 . Benedict Taylor, «Temporality in Nineteenth Century Russian Music and the
Notion of Development», Music & Letters 94/1 (2013), pp. 79-80.
106 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 276-290; On Russian Music, pp.
131-132.
107 . Maes, A History of Russian Music, p. 77; Taruskin, On Russian Music, pp.
129-130.
113 . Ibíd., p. 5.
114 . Michael Beckerman, New Worlds of Dvořák: Searching in America for the
Composer’s Inner Life (Nueva York y Londres: Norton, 2003), pp. 18-19.
116 . John Rink, «Rhapsody», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 21, pp. 254-255.
117 . Jonathan Bellman, The Style Hongrois in the Music of Western Europe
(Boston: Northeastern University Press, 1993), pp. 12, 47-68.
121 . Anthony Pople, «Vaughan Williams, Tallis, and the Phantasy Principle», en
Alain Frogley (ed.), Vaughan Williams Studies (Cambridge: Cambridge University
Press, 1996), pp. 47-80.
130 . Elliott Antokoletz, The Music of Béla Bartók: A Study of Tonality and
Progression in Twentieth-Century Music (Berkeley y Londres: University of
California Press, 1984), pp. 26-50.
132 . Brown, «Bartók, the Gypsies and Hybridity in Music», pp. 122-123.
133 . Schneider, Bartók, Hungary, and the Renewal of Tradition, pp. 4-5, 216.
134 . Béla Bartók, Essays, ed. de Benjamin Suchoff (Londres: Faber, 1976), p.
322; citado en Cooper, «Béla Bartók and the Question of Race Purity in Music»,
pp. 21-22.
136 . Jim Samson, The Music of Szymanowski (Londres: White Plains y Nueva
York: Kahn & Aversill, 1980), pp. 156-162.
139 . Carol A. Hess, Sacred Passions: The Life and Music of Manuel de Falla
(Oxford: Oxford University Press, 2005), pp. 114-120.
141 . Martin Brody, «Founding Sons: Copland, Sessions and Berger on Genealogy
and Hybridity», en Carol J. Oja y Judith Tick (eds.), Aaron Copland and his World
(Princeton y Oxford: Princepton University Press, 2005), pp. 21-26.
143 . Elizabeth Bergman Crist, Music for the Common Man: Aaron Copland during
the Depresion and War (Nueva York: Oxford University Press, 2005), cap. 2.
El culto a la naturaleza
¿En qué consistía este ideal? En este punto habría que distinguir
entre los rasgos relativos a la «naturaleza», en los que incluiríamos
los factores geográficos, ecológicos y económicos; los contextos
históricos, fundamentalmente la etnohistoria y la geopolítica; y los
contenidos sociales y culturales, preeminentemente el folclore, las
costumbres populares, los mitos y los símbolos. Para los
nacionalistas, el ideal de patria supone:
El estado en guerra
Tras la «vuelta a la naturaleza», el segundo factor que influiría en la
fundación de la nación sería el poder cada vez más amplio e
intrusivo del estado burocrático. El modelo lo encontramos en el
estado dinástico, y posteriormente revolucionario, de Francia. Sus
orígenes se remontan al menos al siglo XIII , pero el mayor impulso
para la centralización alcanzaría su apogeo primero con Luis XIV y
más tarde con los jacobinos, el Directorio y Napoleón. En
connivencia con la Iglesia Galicana, el estado se propuso la tarea de
unificar lingüística e históricamente a una población diversificada,
convirtiendo a la cultura y el idioma parisinos y de la Île de France
en el patrón cultural para todas las regiones de Francia, y para
conseguirlo, si fuese necesario, se haría uso de la fuerza. Durante la
Revolución y las guerras que le sucedieron, Danton, entre otros,
fomentó la tesis de «las fronteras naturales» de Francia, lo que
suponía un paso importante en la difusión de una idea de patria
basada en la jurisdicción territorial del estado francés. Encontramos
modelos semejantes en Inglaterra (posteriormente en Gran Bretaña)
y en España, en este último caso a pesar de las profundas
diferencias regionales y lingüísticas existentes en su territorio.
Posteriormente también se hallarían patrones de conducta similares
en Suecia y Dinamarca. En todos estos casos la idea de una patria
sagrada difundida por el estado y en última instancia modelada a
imagen y semejanza de la «tierra santa» originaria del antiguo Israel
hizo mella y sentó las bases para fijar lo que constituiría el ideal de
patria 148 .
Pero quizás un factor más determinante que la intervención del
estado fue el efecto producido por las innumerables guerras que
afectaron con tanta frecuencia a los países de Europa. El conflicto
bélico no solo fue decisivo para definir las fronteras del estado,
como ocurriría con la República Holandesa tras sus largas guerras
con la España de los Habsburgo, sino que también, tal como
demostró Charles Tilly, supondría la fundación (o destrucción) de los
estados. Simultáneamente, desempeñaría un papel decisivo al
movilizar a los hombres y concebir la idea de la devoción por esa
tierra que tantas vidas se había cobrado en términos de sacrificio.
George Mosse alude al poderoso mito de la experiencia en la guerra
y el sentido de camaradería. Más importantes aún serían las
innumerables bajas y los mitos del sacrificio de la sangre en nombre
de la patria, en especial en la derrota, con mitos que se remontan a
los epitafios por los antiguos griegos que lucharon y murieron en las
guerras contra Persia, o también a todos aquellos macabeos que se
sacrificaron durante la revuelta judía contra los seléucidas. Ya en la
época moderna, todos estos efectos generados por los conflictos
bélicos se hicieron visibles a escala masiva durante las guerras
revolucionarias y napoleónicas 149 .
Aun así, los conflictos bélicos tienden a dividir y sus efectos
suelen ser temporales, mientras que la idea de patria en términos
generales se prolonga durante largos periodos de paz. En lo que al
estado se refiere, es cierto que puede cumplir la función de armazón
de la nación, pero no genera simpatías ni tampoco adhesiones a la
patria y sus paisajes, excepto durante aquellos periodos en los que
se sufren graves crisis. Es más, ¿qué decir de los muchos ejemplos
de una adhesión inquebrantable a la patria entre ethnies que, como
los checos, los noruegos y los finlandeses, carecían de estados y a
quienes no habían llamado a filas para ir a la guerra, o aquellos que
como los italianos o los alemanes se dividían en varios estados? En
estos lugares el ideal de patria surgió después de 1800 y se nutrió
de mitos de épocas doradas legendarias o históricas en territorios
ancestrales y paisajes idílicos. Además, la guerra y el estado no son
exclusivos de la época moderna, ya que también los encontramos
durante la antigüedad y la Edad Media. Por el contrario, y a pesar de
contar con sus precursores premodernos, el ideal de patria solo
afloró con gran intensidad durante la temprana y tardía época
moderna. No sería hasta la llegada del Renacimiento cuando se
empezara a considerar digna de respeto la curiosidad científica
sobre la naturaleza, y solo algo despúes prevalecería una nueva
sensibilidad en torno a la belleza y diversidad del paisaje. Y hasta el
siglo XVIII el culto a la autenticidad no centró su atención en la
diferencia y la singularidad de los territorios nacionales y los
paisajes étnicos no solo desde un punto de vista geográfico y
topográfico, sino también por lo que respecta a sus recursos étnicos
y simbolismos, allanando el camino a la aparición del ideal de patria.
La música y el paisaje
¿Qué papel desempeña la música clásica a la hora de reflejar estos
cambios de actitudes y sensibilidades? ¿Encontramos una
trayectoria paralela en lo que podríamos denominar «música
asociada a la naturaleza», es decir, en la música que evoca y retrata
el entorno natural, al menos a partir del siglo XVIII ? Y, de ser así,
¿en qué momento podemos diferenciar paisajes sonoros inherentes
a la nación y su patria, esos paisajes sonoros que ayudan a fijar las
imágenes predominantes de una nación en las mentes y los
corazones tanto de sus compatriotas como de los forasteros?
Hacia el siglo XVIII , una tradición europea de larga trayectoria
había establecido un vocabulario musical «pastoral», inspirado en el
sonido producido por las flautas de los pastores. Típico reflejo de
ello son las melodías para instrumentos de viento, y en especial las
de las flautas, que con frecuencia encontramos a dúo y dobladas en
terceras, con melódicos compases de 6/8 o 12/8, ritmos regulares y
melodías combinadas y una cadencia armónica lenta o incluso notas
pedales armonizadas como si se tratara del bordón de una gaita.
Buenos ejemplos de ello los encontramos en el «Concierto de
Navidad» op. 6 n.° 8 de Corelli, en la «Pifa» del Mesías de Händel y
en la escena de la natividad del Oratorio de Navidad de J. S. Bach.
Dentro de la ópera francesa existía una tradición de escenas de
tempestades que iban acompañadas por espectaculares efectos
orquestales de sonido 150 . En la segunda mitad del siglo XVIII ,
algunas sinfonías «características» retrataron escenas de tormentas
e idilios pastorales 151 . En Las Cuatro estaciones (1712) de Vivaldi
observamos una descripción directa de la naturaleza. Se trata de
cuatro conciertos para violín que describen rasgos de la vida
campestre y rural durante la primavera, el verano, el otoño y el
invierno respectivamente. Pero, al igual que en la «Sinfonía
Pastoral» del Mesías (1742) de Händel o en la muy posterior obra
de Haydn, Las estaciones (1801), dichas piezas no se inspiran en
un lugar determinado, en ningún territorio específico definido ni
tampoco en ningún paisaje concreto. Se trata de descripciones
apasionadas pero genéricas, a pesar de que Vivaldi esté
representando la primavera y el verano en Italia. Incluso en la
Sinfonía Pastoral (1808) de Beethoven, una descripción más directa
de las emociones experimentadas al entrar en contacto con la
naturaleza, el compositor nos advierte de que no debemos
entenderla como un retrato de paisajes concretos y escenas
campestres determinadas, a pesar de que sabemos que su fuente
de inspiración eran los bosques de los alrededores de Viena, donde
a Beethoven le apasionaba pasear. Pero, al mismo tiempo, aún se
está muy lejos de imaginar un concepto de patria; lo cierto es que
cualquier otro arroyo o bosque habría sido igualmente válido.
Durante el Romanticismo alemán la música y el paisaje estaban
intrincadamente ligados a una poesía idílica y evocadora,
visiblemente manifiesta en los grandes ciclos de canciones de
Beethoven (An die ferne Geliebte, 1816), Schubert (Die schöne
Müllerin, 1823; Winterreise, 1827) y Schumann (el ciclo Eichendorff
Liederkreis, 1840). En estos casos se pone el énfasis en el paisaje
como experiencia subjetiva que media entre el sueño y la realidad,
la humanidad y la naturaleza. Esta última casi cobra vida dentro de
la imaginación, hasta el punto de que prácticamente conversa con el
poeta. La experiencia es única, pero el paisaje, descrito con un
vocabulario convencional de bosques, prados, campos y arroyos
murmurantes, no tiene por qué serlo 152 . Lo cierto es que, en el
plano musical, la idea de una patria y de sus paisajes sonoros llega
casi medio siglo después que en los campos de la literatura y las
artes visuales. En Francia y Gran Bretaña aparece incluso con
posterioridad, ya que a finales del siglo XVIII la geografía insular, por
un lado, y la fuerte tradición de una monarquía centralizada, por el
otro, fomentaron respectivamente el imaginario rural y el ideal
político de la patria, claramente inexistentes tanto en Alemania como
en Italia. A partir de 1579 los Países Bajos constituyen una
excepción, pues tanto la literatura como la pintura, aunque no así la
música, presentaban el imaginario de una patria dividida, en guerra
y finalmente próspera.
En términos musicales, la ubicación del paisaje iba de la mano de
una nueva técnica musical que Carl Dahlhaus dio en llamar
Klangfläche , «una superficie sonora […] estática en el exterior pero
en constante movimiento en su interior». Un «ritmo exterior» rápido
—que podría representar el susurro de las hojas, el murmullo de un
arroyo o incluso una violenta tormenta— se superpone a una
armonía estática, sin presentar ideas melódicas características. La
música se mantiene fuera del tiempo normal, minimizando cualquier
progresión armónica dirigida a un objetivo, la lógica de las ideas
motívicas, la estructura normal de las frases o la forma como
proceso. La superficie rápida en ocasiones representa disonancias
irresolutas, trascendiendo las funciones interválicas consonantes y
disonantes dentro de la música tonal, tal y como ocurre en
«Waldweben» («Murmullos en el bosque»), del Siegfried de Wagner
153 . Al oyente se le ofrece la oportunidad de poder apreciar la
característica calidad acústica y tímbrica del Klangfläche como si se
tratase de un estado de ánimo. Se da cabida a una amplia gama de
estados anímicos de todo tipo, todos ellos estáticos y siempre al
margen de una temporalidad musical normal y relativa a un paisaje
concreto, más que genérico. Frente al Klangfläche pueden emerger
algunos detalles del «primer plano», como la imitación de los cantos
de un pájaro, el sonido de una trompa, fragmentos temáticos o
canciones tradicionales de mayor concreción paisajista. Sibelius
utilizaba esta técnica con frecuencia. De forma más general,
algunas veces los compositores dependían de una única nota u
octava, al trabajar en los agudos de las cuerdas, con la intención de
sugerir el «trasfondo» de estos primeros planos, como se observa
en los primeros compases de las dos oberturas sobre temas rusos
de Balakirev, En las estepas de Asia Central de Borodin (Ej. 3.1) o
en First Norfolk Rhapsody (Primera rapsodia de Norfolk) y la
Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis , de Vaughan Williams.
Aunque estas técnicas servían como localización, eran compartidas
por compositores de diversos países, como solía ocurrir con la
música nacional.
Ej. 3.1 Borodin, En las estepas de Asia Central (reducción), compases 1-27.
La patria alemana
En la música, la patria alemana se asociaba primordialmente con
dos paisajes: sus bosques y el río Rin. Su significado nacional
estaba teñido de un tipo de panteísmo singularmente germano que
emanaba de la reacción intelectual de finales del siglo XVIII y
principios del XIX contra el determinismo y el materialismo que
algunos intelectuales alemanes encontraban en el racionalismo de
la Ilustración, que, según ellos, separaba de forma irrevocable la
humanidad y la naturaleza. Por ejemplo, a Herder y a Goethe les
interesaban el organicismo, el holismo y los procesos naturales; el
filósofo idealista Friedrich Schelling defendía la tesis de que la
naturaleza genera la consciencia y reside en ella. Él y el filósofo
idealista Friedrich von Hardenberg («Novalis»), colega de estudios y
vecino suyo durante un tiempo en Jena, imaginaban a la humanidad
y la naturaleza fusionadas en un único y poderoso organismo, y su
amigo Friedrich Schlegel veía en la naturaleza el lenguaje jeroglífico
de Dios. Los románticos alemanes proponían la unidad de los
fenómenos físicos y psicológicos y cultivaban un interés por los
sueños, los procesos inconscientes y el genio artístico. Pensaban
que el paisaje proporcionaba una mirada rápida a un entorno que
trascendía lo humano. Combinado con motivos visuales religiosos,
este modo de entendimiento espiritual lo apreciamos en la obra
pictórica de Gaspar David Friedrich. Hay un resurgir de la naturaleza
en la prosa y poesía de Novalis y en la lírica de Eichendorff. Por lo
tanto, los románticos alemanes se convirtieron en «topógrafos de lo
sagrado» 171 . En lo que respecta a la música, surgió un vocabulario
dedicado a la naturaleza: sonidos lejanos de trompa, cantos de
pájaros, el crujir de las hojas, el murmullo del arroyo, junto con
efectos estáticos sugerentes de una fascinación cautivada y una
solemne tranquilidad, como si se tratase de un poema de
Eichendorff traducido a sonidos.
Los bosques eran una temática habitual en la poesía tradicional
recogida por Arnim y Brentano y en los cuentos tradicionales
compilados por los hermanos Grimm, y sin duda podrían ser objeto
de una lectura retrospectiva desde un prisma moderno y panteísta.
Su importancia nacional se remonta a la acogida que tuvo, en época
renacentista, el historiador romano Tácito, quien describió la
destrucción de las legiones romanas por parte del guerrero Arminio
(Hermann) en una emboscada que tuvo lugar en el bosque en el
año 9 d. C. Tácito ponía como ejemplo a los primitivos pero tenaces,
virtuosos y republicanos germánicos frente a una Roma imperial y
decadente. En la década de 1760 Friedrich Gottlieb Klopstock
escribió una trilogía de dramas en prosa basados en la figura de
Arminio, y en 1808 Heinrich von Kleist produjo la obra de teatro Die
Hermannschlacht, de fuerte carga antinapoleónica. En 1875, al
finalizarse el Hermannsdenkmal en el bosque de Teutoburgo cerca
de Detmold, se materializó la propuesta que llevaba demandándose
desde hacía mucho tiempo de erigir un monumento en honor a
Arminio, haciéndolo coincidir además con los actos conmemorativos
del nuevo káiser Guillermo I. En el cuadro de Friedrich Chasseur en
el bosque (1814), símbolo de la guerra de liberación, un soldado
francés deambula por un bosque de pinos oscuro y amenazante
bajo la ominosa mirada que un cuervo le lanza desde el tocón de un
árbol 172 .
Der Freischütz, de Weber, proporcionó al bosque alemán su
primera gran producción musical, a pesar de desarrollarse en
Bohemia. La trama transcurre en el bosque y en la casa del
guardabosques, lugares donde residen todos los personajes. En el
aria del segundo acto la heroína Ágata corre las cortinas de su
dormitorio, revelando un paisaje estrellado mientras invoca a la
naturaleza. La escena final tiene lugar en medio de un bello paraje,
pero la escena de la Garganta del Lobo del segundo acto sucede en
un barranco de aspecto aterrador y cubierto casi por completo por
árboles oscuros, rodeado por «altas montañas» 173 . En este
contexto, entre gritos espeluznantes, armonías sobrecogedoras y
efectos orquestales, el demonio Samiel forja siete balas mágicas
que el héroe Max deberá utilizar en un concurso de tiro. Incluso el
célebre fragmento tranquilo de la obertura para cuatro trompas,
instrumento que los compositores alemanes asociarían a partir de
entonces con el misticismo de la naturaleza (el nombre del
instrumento en alemán es Waldhorn), se verá pronto interrumpido
por una partitura más oscura, ominous tremolandi, que vira hacia la
tonalidad menor. A Wagner le parecía que el libreto de Der
Freischütz lo había escrito el mismísimo bosque de Bohemia, y
opinaba que el carácter alemán se fundaba en su pasión por la
naturaleza. El compositor Hans Pfitzner consideraba que el bosque
era el auténtico personaje central de la ópera 174 .
En Der Ring des Nibelungen, de Wagner, el bosque alemán es el
teatro de operaciones de los welsungos, la raza de seres humanos
creada por Wotan para arrebatar el anillo de Alberich de las garras
del dragón Fafner y de este modo poner el mundo en orden. El
primer acto de Die Walküre tiene lugar en una cabaña en el bosque,
representada en el preludio por una tumultuosa plataforma tonal que
simboliza la huida de Sigmund de sus enemigos. El bosque aparece
en el drama más adelante en el acto, cuando la puerta de la cabaña
se abre y revela una noche primaveral iluminada por la luna y
Siegmund irrumpe con una apasionada canción de amor
(«Winterstürme wichen dem Wonnemond») con un apacible
acompañamiento orquestal. El Preludio a Siegfried saca a la luz la
melancólica amenaza del bosque, que en el segundo acto contendrá
al dragón y a dos nibelungos intrigantes. El segundo acto incluye
unas Klangfläche idílicas que encarnan los murmullos del bosque;
cantos de pájaro que Siegfried consigue entender tras haber
probado la sangre del dragón; la trompa de Siegfried, y el dragón al
acecho en su cueva. Aún así, al final el bosque del segundo acto se
revela pintoresco e inofensivo, dado que se adapta al registro
cómico general del drama. Siegfried es protegido por Wotan y no
puede fallar.
Una vez más nos topamos con el bosque de un cuento de hadas
en la ópera para niños de Engelbert Humperdinck Hänsel und Gretel
(1893), y también en su menos conocida Köningskinder (1910). Por
supuesto, el bosque de Hänsel und Gretel oculta a una bruja, pero
Humperdinck destaca su lado benévolo en el segundo acto, cuando
el cariñoso hombre de arena induce al sueño a los niños y aparecen
los ángeles para proteger su letargo al son de un interludio orquestal
wagneriano. El preludio a la ópera comienza con la música para las
oraciones de los niños, interpretada por cuatro trompas, evocando
tanto la obertura Der Freischütz como la tradicional coral luterana en
cuatro partes. Observamos otra aportación poswagneriana en la
sinfonía n.° 4 de Anton Bruckner en Mi bemol mayor («Romántica»),
en la que, según el programa que el compositor desveló a su amigo
Theodor Helm, el primer movimiento retrata un pueblo medieval al
amanecer mientras el sonido de una trompa anuncia la salida del sol
desde las torres; se abren los portones y los caballeros se marchan
al galope, inmersos en la magia del bosque, entre hojas susurrantes
y el canto de los pájaros. Escuchamos la llamada del alionín en el
segundo tema grupal 175 . El scherzo se basa en la llamada
estilizada de las trompas de caza, con todos los metales al frente, y
en especial las trompas. Destacan las plataformas tonales, sobre
todo al comienzo de la partitura, como telón de fondo de la lejana
llamada de una trompa solista, y en la conclusión del finale, donde
una extensa coda armónicamente estática surge a partir de un pp
hasta alcanzar su trascendental clímax. La sinfonía es «romántica»
en el sentido del Lohengrin o del Tannhäuser de Wagner, es decir,
como celebración de la Edad Media alemana. Esta patria histórica
está para Bruckner ligada de forma natural al bosque, y la sinfonía
está en Mi bemol mayor, tonalidad estrechamente vinculada al uso
de la trompa.
El preludio a Das Rheingold de Wagner es otra vasta Klangfläche
sobre un acorde de tríada de mi bemol mayor que comienza con un
mi bemol grave y construye ondas de sonido que irán en aumento
durante algo más de cuatro minutos. Se trata de un concepto
musical revolucionario, aunque el preludio se mantiene
inquebrantable en la tradición alemana de la absoluta trascendencia
del paisaje. Retrata al Rin como origen amoral del mundo y de la
vida y le concede un protagonismo aún mayor que a cualquiera de
las criaturas del universo wagneriano, incluidos los dioses. Las
Doncellas del Rin son la personificación de la naturaleza durante el
periodo inicial de toma de conciencia, concepto que habría llamado
la atención de Schelling, de sus sucesores del Romanticismo y de
los nacionalistas, para quienes la nación era orgánica y natural, y el
Rin, el emblema de su totalidad. Al final del Götterdämmerung, y por
lo tanto de todo el ciclo del anillo, la orilla del río se desborda y las
Doncellas del Rin exigen la devolución del anillo que Alberich había
forjado con el oro que les había robado. A pesar del carácter activo
e implícitamente nacional de los héroes wälsung, ninguna institución
prospera dentro del paisaje historizado de la patria del ciclo del
Anillo . En la corte de los gibichungos solo se respira traición y
vanidad, y el valor solo puede encontrarse gracias al poder
trascendental del amor. A este respecto el Anillo difiere de Die
Meistersinger von Nürnberg de Wagner, ópera en la que el individuo
y la sociedad, el artista libre y el gremio de los maestros cantores
finalmente se reintegran gracias a la mediación de Hans Sachs y
Núremberg se consolida como el antiguo centro geográfico y cultural
de la patria (véase el capítulo 1).
El Anillo se concibió a finales de la década de 1840, en una
época en la que el Rin se situaba en el centro de la política cultural
alemana a consecuencia de la crisis renana de 1840. El río marcó la
frontera entre las civilizaciones germánicas y las latinas durante
siglos, remontándose a la época de Varo y Arminio. La Sinfonía
Renana de Schumann (otra partitura del paisaje alemán compuesta
en la tonalidad de mi bemol mayor) se sitúa a finales de la década,
periodo en el que se produjeron infinidad de poemas románticos y
patrióticos homenajeando al Rin, al tiempo que se editaron más de
400 canciones para voz y piano, guitarra o coro masculino. La fase
temprana del Romanticismo renano la acapararon los románticos de
Heidelberg, incluyendo a Armin, Brentano, Eichendorff y Hölderlin,
quienes estaban descubriendo simultáneamente el folclore alemán.
Más adelante, Friedrich Schlegel vería al Rin como un ente vivo con
conciencia y también como símbolo de la nación alemana 176 . Los
textos del Rheinlieder abarcan los típicos temas románticos
alemanes, como la nostalgia, lo errante, el misterio del cosmos y el
proceso de desarrollo orgánico, y aluden a la sirena de Lorelei —la
versión más conocida de las Doncellas del Rin wagnerianas— y a
los nibelungos. Algunos textos combinan sensibilidades nacionales y
panteístas. La mayor parte de las partituras poseen un estilo directo
y sencillo de canción tradicional (Volkston; véase el capítulo 2) y
carecen de gran valor estético, aunque nueve de ellas son de
Schumann y también hay unas cuantas de Mendelssohn y de Liszt
177 . «Auf einer Burg», del Liederkreis op. 39 de Schumann, sobre
poemas de Eichendorff, describe a un viejo caballero que lleva
durmiendo centenares de años en un castillo en ruinas en lo alto del
Rin, una probable encarnación de Federico Barbaroja, quien según
la leyenda despertará algún día para salvar a Alemania. Debajo de
él, en el río, ve pasar la comitiva de una boda, pero la novia, que
posiblemente representa a la Alemania moderna, está llorando. «Im
Rhein» (Heine), del Dichterliebe op. 48 n.° 6, refleja a toda la
«ciudad santa» de Colonia en ese «río sagrado» que es el Rin,
fundiendo en una unidad sacrosanta el paisaje y la cultura alemana.
Las dos partituras de Schumann adoptan un estilo sereno y
deliberadamente arcaico en una tonalidad menor, igual que en el
movimiento de la catedral de Colonia de la Sinfonía Renana, en el
primer caso haciendo uso de constantes ritmos con puntillo al estilo
de una «obertura francesa» barroca. En ningún caso hay pretensión
alguna de «pintar» un paisaje por tonalidades, sino de reflejar la
antigüedad de la cultura paisajística alemana.
La patria checa
Es sobre todo con un compositor, Bedřich Smetana, y una obra en
concreto, los seis poemas sinfónicos que comprende Má Vlast (Mi
patria) (1874-1879), con los que el paisaje sonoro de la patria
nacional checa tiene una deuda. Hubo otros compositores, como
Zdeněk Fibich, Antonín Dvořák y Josef Suk, que contribuyeron a ello
notablemente, pero Smetana personificó el nacionalismo
programático, creando un mundo sonoro y un conjunto de
asociaciones que definieron los parámetros y el contenido del ideal
de la patria checa. Esto se debe en gran medida a que en sus
obras, y especialmente en Má Vlast, la historia, la mitología, el
folclore y la naturaleza se entrelazan tan íntimamente que episodios
de la historia checa se naturalizan dentro de un paisaje étnico
repleto de reliquias y de monumentos de acontecimientos reales o
imaginarios de su historia. Para finales del siglo XX , una
interpretación de Má Vlast siempre inauguraba el Festival
Internacional de la Primavera de Praga el día 12 de mayo, fecha del
fallecimiento de Smetana y acontecimiento que se ha convertido en
un ritual nacional.
Los checos fueron de los primeros en fomentar un nacionalismo
cultural propio, sobre todo en el ámbito lingüístico y literario, ambos
reprimidos tras la derrota de la nobleza checa en 1618 a manos de
los católicos Habsburgo al comienzo de la Guerra de los Treinta
Años. Sin embargo, con el auge de los mercaderes y artesanos bien
entrado el siglo XVIII y con las reformas del emperador José II, que
promovieron el uso del idioma alemán en la administración central
pero toleraban las lenguas minoritarias en las provincias, surgiría un
movimiento reivindicativo del idioma entre la reducida comunidad de
intelectuales checos encabezada por el cura católico Josef
Dovrobsky y el maestro Josef Jungmann. Ambos publicarían sus
estudios sobre la gramática, el idioma y la literatura checas a
principios del siglo XIX , dedicándose el primero de ellos a todas las
lenguas eslavas, y el segundo, a la lengua y literatura checas, una
distinción que encontraría su paralelismo en el campo de la música
checa cincuenta años más tarde en las figuras de Dvořák y
Smetana. El intelectual nacionalista checo de mayor renombre era
František Palacky, activista, director de un periódico, cofundador del
Museo Checo a partir de 1822 e historiador, cuya historia
fundacional de Bohemia sería publicada en diversos tomos desde
1836 en adelante. Palacky también se implicó en la lucha política,
declinando en una célebre carta escrita en 1848 la oferta de formar
parte de la Asamblea de Frankfurt tras aducir que los checos no
eran alemanes y que su único vínculo con el Imperio Alemán
provenía de los lazos dinásticos 178 .
La necesidad de una música nacional checa impulsó al
movimiento a crear un Teatro Nacional checo que pudiera competir
con los teatros de habla alemana en la ciudad de Praga. Finalmente
el edificio se inauguró en 1881, aunque se incendiaría por completo
solo unas semanas más tarde, lo que exigiría una segunda larga
campaña de suscripciones entre el público, hasta que pudo reabrir
en 1883. El personaje principal de dicho movimiento sería Smetana,
quien, tras un periodo de formación en Praga durante la década de
1840, se trasladó a Suecia a consecuencia de la represión que se
desencadenó en la década de 1850 contra el nacionalismo checo en
Praga, ciudad a la que volvería en 1864 para, según él, encontrarse
con un teatro y una música checos en estado lamentable. En
concreto, la ópera estaba plagada casi por completo de malas
traducciones de los textos originales en italiano o francés, no reunía
los mínimos de calidad artística exigidos en Europa ni cultivaba un
estilo genuino propio. En lo relativo a la enseñanza musical que se
impartía por aquella época en los conservatorios, la consideraba
anticuada porque fracasó a la hora de incorporar las innovaciones
más «progresistas» de compositores como Berlioz, Liszt o Wagner,
todos ellos muy admirados por Smetana. A este respecto cabe
mencionar la peculiar situación en la que se encontraba el propio
Smetana, a quien se consideraba fundador de la «escuela nacional
de música» checa, ya que por un lado era el entusiasta impulsor del
nacionalismo checo en la música y por otro un devoto de la música
europea progresista, que a grandes rasgos no era más que la
Nueva Escuela Alemana de Liszt y Wagner. Por ello no sorprende
que Smetana, que descartaba la idea de la música tradicional como
pilar de un estilo de ópera nacional porque pensaba que derivaba en
un popurrí carente de un propósito artístico unificador, fuese atacado
por los críticos nacionalistas checos, que lo consideraban
demasiado wagneriano 179 .
Y sin embargo fue Smetana quien plantó la semilla que
germinaría en una escuela nacional de música checa, con sus
óperas cómicas y heroicas y sus poemas sinfónicos. Aunque puede
que no fuese el primero en concebir un estilo específicamente
checo, según Michael Beckerman Smetana sí fue pionero al
articularlo con un fuerte componente nacionalista, hasta el punto de
que los compositores checos posteriores tuvieron que lidiar con su
personalidad musical y su modo de conciliar los elementos checos
con las formas musicales progresistas y europeas que tanto
apreciaba. Leoš Janáček escribió en 1924 que el mérito musical de
Smetana comprendía tres puntos cardinales: «Su amor por la
naturaleza, su inquietud ante lo acontecido en el día a día y su
capacidad para evocar los más profundos recovecos de la historia
checa» 180 . En Má Vlast fusiona estos tres elementos en una
síntesis monumental con un carácter ceremonial y optimista, que le
tomó la medida a la patria checa tanto en el tiempo como en el
espacio. Smetana promovió sistemáticamente la historicidad del
paisaje checo, convirtiendo a la patria en un lugar ancestral y
natural.
Sus cuatro primeros poemas sinfónicos fueron compuestos
esencialmente entre 1874 y 1875. El primero de ellos, Vyšehrad ,
evoca la gran roca en Praga con vistas al río Vltava, lugar donde se
erigía el magnífico castillo de los antiguos reyes bohemios de la
dinastía Přemyslid, cuyas ruinas, según el prólogo explicativo de
Smetana a su partitura, ahora invoca el bardo Lumír a través de su
arpa (que se escucha en los primeros compases). El segundo
poema sinfónico, Vltava, es un retrato de la constante crecida del río
desde los manantiales y de su fluir por el bosque, a través de los
campesinos que bailan, las ninfas acuáticas a la luz de la luna y los
rápidos de San Juan, hacia la capital y por delante del castillo de
piedra (el tema de Vyšehrad vuelve triunfante al llegar a este punto).
Šarka describe una historia terrible basada en la mitológica «guerra
de las doncellas», acontecida poco antes de la fundación de la
nación checa, cuando las mujeres declararon la guerra a los
hombres. Z Českých luhů a hájů (Por los campos y bosques de
Bohemia) es el cuarto poema sinfónico, y aunque carece de
concreción alguna, representa la sublimidad y la belleza del paisaje
checo, junto con el canto de los pájaros, las canciones tradicionales
y el baile, todo ello estrechamente vinculado a una unidad motívica
que culmina con un impulso tremendo. Smetana añadió dos piezas
más al ciclo tres años más tarde, y destacan por su estrecha
relación. La primera de ellas es Tábor, la ciudad del siglo XV que
albergaba una guarnición de guerreros husitas, y la segunda Blaník,
la montaña de Bohemia central bajo la cual, según la leyenda, los
guerreros husitas se refugiaron tras su derrota final y donde ahora
permanecen inactivos en espera de la llamada que salve a la patria
checa de una situación agónica. Ambas se basan en la coral husita
«Ktož jsú boží bojovníci» («Vosotros que sois guerreros de Dios») y
van generando gradualmente la coral completa a partir de
fragmentos expuestos al comienzo. Las dos obras están en la
misma tonalidad, y el inicio de Blaník guarda tal semejanza con el
final de Tábor que parece la continuación de la misma partitura.
Todo ello enlaza historia con leyenda y el pasado con un futuro
glorioso vaticinado de antemano, tal y como refleja la triunfal
conclusión del ciclo, que vuelve una vez más al tema de Vyšehrad,
expresando la restauración futura de la soberanía nacional 181 .
La singularidad de la patria checa viene marcada dentro del
universo musical de Smetana por rasgos estilísticos como las
polcas, las melodías dobladas por terceras, la repetición de motivos
transportados descendentemente por el intervalo de tercera y la
modalidad de la coral husita. A primera vista, su caracterización
parece bastante variada, y retrata la brutalidad de los asesinatos y
batallas, la idílica campiña, la majestuosidad de Praga y la gloria del
futuro triunfo checo junto con ciertas cualidades oscuras e incluso
primitivas que a veces surgen en las cuatro últimas piezas. Sin
embargo, la patria checa de Smetana está bien definida. Moravia
brilla por su ausencia, y el compositor se centra en la región central
de Bohemia, alrededor de Praga. A este respecto, Smetana
descartaría más adelante tres temas para utilizar en sus poemas
sinfónicos que confirmarían esta orientación: Ríp, colina al norte de
Praga donde según la leyenda el fundador de la nación, Čech, guio
a su pueblo y desde donde, al estilo de Moisés, inspeccionó el
nuevo territorio; Lipany, al este de Praga, donde tuvo lugar una
masacre durante las guerras husitas, y Bíla Hora (Montaña Blanca),
al oeste de Praga, donde aconteció la fatídica batalla de 1620 que
marcaría el comienzo del dominio de los Habsburgo 182 . Dado que
el tema central de Má Vlast es el de la soberanía, las imágenes de
la patria se agrupan en torno a la capital. La identificación del
compositor es plena, hasta el punto de que posteriormente añade la
emotiva primera persona del determinante posesivo al título original
del ciclo en cuatro movimientos (Vlast) . Dicho ciclo está dedicado a
la ciudad de Praga, y los acontecimientos históricos y legendarios
tienen lugar en localidades reales que el público checo tenía a su
alcance. Ciertamente, son lugares que en algunos casos se
encuentran a unos cuantos metros de distancia de donde, más
adelante, llegaron a estrenarse e interpretarse las partituras. El uso
de la coral husita sacraliza la conmemoración de la nación, y la
ejecución de la obra recuerda el ritual de la comunión. (Má Vlast no
entra en las verdaderas disputas que, con la comunión como
trasfondo, provocaron las guerras husitas. Se retrata a los husitas
como patriotas, y no como sectarios religiosos.)
Smetana aborda con flexibilidad la música programática. Su
descripción del paisaje la encontramos en Vltava, en Z Českých luhů
a hájů y en algunos fragmentos de Vyšehrad y Blaník . En Šarka hay
un uso intensivo de las técnicas narrativas, aunque mucho menor
que en la mayor parte de las piezas restantes. La lúgubre y
monótona Tábor es un retrato psicológico de unos guerreros de
voluntad firme más que la descripción de una batalla; Blaník, por su
parte, es una fantasía profética sobre la resurrección nacional y una
incitación a la acción. Má Vlast fue concebida cuando Smetana
estaba a punto de concluir su ópera festiva Libuše (de la que
hablaremos en el capítulo 4), que anuncia parte de su música,
incluidos el tema de Vyšehrad y la coral husita, tiene un carácter
ceremonial semejante y, anticipando Blaník, concluye con la visión
profética de la reina Libuše sobre la historia futura del pueblo checo
y la fundación de Praga. Las dos obras guardan similitud con la
dimensión innovadora de Die Meistersinger de Wagner (véase el
capítulo 1), uno de los modelos operísticos a seguir por parte de
Smetana, en el que desde el escenario un personaje histórico alude
al presente y el futuro del público. Smetana evita relatos sobre
héroes individuales de un modo que tipifica el género mixto de la
historia y el paisaje en la tradición de Mendelssohn. En Vyšehrad, el
arpa barda rememora románticamente la historia gloriosa del castillo
en ruinas sobre el río Vltava, demandando del público una
repoblación imaginaria similar a la de la Sinfonía Escocesa de
Mendelssohn.
El público internacional contemporáneo y las instituciones tienden
a agrupar a Dvořák, Janáček y Smetana como compositores de
música nacional checa, pero, tal y como mostraremos en el capítulo
6, los músicos checos de finales del siglo XIX y comienzos del XX no
consideraban que todos ellos perteneciesen a una escuela nacional
única. Aun así, es cierto que los tres compartían un interés por el
paisaje forestal. Este interés puede encontrarse en De los bosques y
prados de Bohemia, de Má Vlast; en la escena forestal nocturna de
la ópera El beso, de Smetana; en las óperas de Dvořák con puesta
en escena ruralista, como El rey y el quemador de carbón y El
campesino astuto, al igual que en Rusalka y sus motivos mitológico-
folclóricos; en la temprana ópera de Janáček Šarka (compuesta
entre 1887 y 1888), en la que saca a relucir la mejor música de la
partitura; y en las respuestas panteístas a la naturaleza que
observamos en La zorrita astuta (1924) y en la Misa glagolítica . La
obertura de Dvořák V přírodě (En el reino de la naturaleza, 1891)
comienza con los típicos «sonidos de la naturaleza» enfrentados a
una Klangfläche, seguidos de un tema íntimamente relacionado con
el himno checo Vesele zpívejme, Boha Otce chvalme (Cantemos
con alegría, alabado sea el Señor) . Esta veneración por la
naturaleza también se advierte en Josef Suk (Pohádka léta; Un
cuento de verano, 1907-1909) y en Vítězslav Novak (V Tatrách; En
el Tatra , 1902) y Pan (1910-1912) 183 .
Fig. 3 Vista de paisaje desde el lugar de nacimiento de Edvard Grieg, del libro de
bocetos del compositor.
© ACI / Bridgeman
La patria rusa
Tal y como afirmaba John Breuilly, el sentir nacional, que a veces
rayaba en abierto nacionalismo, podía encontrarse también a lo
largo del siglo XIX en estados grandes y firmemente asentados.
Solía formar parte de una doctrina oficial y ser el fundamento de una
«misión» imperialista de conquista y anexión, si no de asimilación.
Es algo que advertimos en la Rusia zarista. Con posterioridad a las
reformas de Pedro el Grande, los primeros indicios de una identidad
nacional rusa moderna los encontramos entre los aristócratas
occidentalizados de finales del siglo XVIII . Además de su admiración
por las culturas alemana y francesa, hubo importantes movimientos
que pretendían reformar la lengua rusa bajo la supervisión de la
Academia Rusa, fundada en 1783, que llegó a publicar un
diccionario ruso en varios tomos, además de una gramática. En el
marco de la disputa lingüística que se produjo con posterioridad, el
historiador Karamzin encabezó el ala modernista, decantándose por
la lengua demótica y superando el modelo eclesiástico eslavo de los
tradicionalistas. Además, con Catalina la Grande y posteriormente
con Alejandro I la Rusia zarista se erigió en una potencia de primer
orden dentro del panorama europeo, algo que alcanzaría su culmen
con la derrota de Napoleón en Rusia en 1812. La proeza militar y el
prestigio político reforzaron y coincidieron con la efervescencia
cultural romántica de la década de 1820, que incluía la historia de
Rusia de Karamzin y la poesía de Pushkin, llegando incluso a
impregnar el estilo neoclásico que predominaba en los cuadros de la
época. Sin embargo, el gobierno del reaccionario zar Nicolás I
(1825-1855) frenó la occidentalización y propició la promulgación de
la doctrina oficial de Autocracia, Ortodoxia y Nacionalidad
(narodnost’) planteada en 1832 por el ministro de Educación, el
conde Uvarov. Aunque los principios de autocracia y ortodoxia se
habían establecido hacía ya mucho tiempo, el concepto de
narodnost’ era una novedad, y su objetivo a largo plazo consistía en
inspirar fuertes sentimientos nacionalistas y corrientes en las que se
diese prioridad a los eslavófilos entre la creciente intelectualidad y la
clase mercantil 197 .
A partir de la década de 1860 se puede hablar de música
nacional en sentido estricto, con la formación del kuchka como un
grupo cohesionado cuyo proyecto ideológico articulan Stasov y
Balakirev, una postura antiacadémica, la investigación y el uso de la
música tradicional rusa por parte de Balakirev y la canonización de
Glinka como padre fundador del arte musical ruso, con Ruslan y
Ludmila y Kamaryinskaya como sus partituras modélicas. Es a partir
de este momento cuando identificamos en el contexto musical
determinados elementos recurrentes que expresan la patria rusa,
como el uso de un lenguaje musical tradicional; evocaciones del
canto ortodoxo, la música coral y el sonido de campanas; fuentes
literarias de Pushkin, ahora canonizado, junto a Lemontov y Gogol,
como un clásico ruso más distinguido aún que el propio Glinka; y la
moda de representar un Oriente fabuloso, sensual y exótico. Estos
cuatro elementos suelen entrelazarse, y como tales apuntan a una
concepción de la patria muy apegada a «la tierra y su gente», en las
antípodas de lo que podrían ser los enormes espacios silenciosos
de la Finlandia de Sibelius en Tapiola . Por poner un ejemplo, el
Boris Godunov de Mussorgski se basa en un texto de Pushkin, y la
escena de la coronación contiene un episodio con majestuoso
sonido de campanas, canto religioso y estilizaciones de canciones
tradicionales.
El uso de la religión ortodoxa para definir la patria comienza con
Una vida por el zar, de Glinka (véase el capítulo 1), y también puede
observarse en «La gran puerta de Kiev» (literalmente La puerta de
Bogatyr), finale de Cuadros de una exposición (1874) de
Mussorgski, donde escuchamos canto religioso y el sonido de unas
campanas que evocan la grandeza de la antigua patria rusa y su
capital. En la Obertura de la gran pascua rusa (1888), de Rimski-
Korsakov, se escuchan ecos de motivos ortodoxos rusos mezclados
con un estado de ánimo en el que prevalece lo folclórico y pagano
frente a lo cristiano. El compositor afirmó que su objetivo era captar
la esencia de lo que él daba en llamar «las festividades paganas»
en la mañana de Pascua como ejemplo insigne de «la doble fe» o
religión sincrética de los ritos eslavos y cristianos tan característica
durante el periodo de la Rusia medieval, en especial en las áreas
rurales 198 . En el siglo XX la imitación del canto religioso y del
sonido de campanas es una constante a lo largo de la obra de
Rachmaninov, en algunos casos en un contexto abstracto e incluso
tras haber abandonado otros elementos patrióticos.
El elemento oriental es el único elemento recurrente en la música
rusa que podría servir como base para expresar un paisaje nacional
como tal (la canción tradicional, Pushkin y la liturgia ortodoxa no
tendrían una relación directa con el paisaje). En un principio la idea
podría parecer paradójica —¿cómo es posible que un exótico
«Otro» cultural encarne a la nación?—, pero hay que contemplarlo
desde el prisma del imperialismo ruso. La expansión rusa suponía la
incorporación del «Este» al concepto de Rossiya, el estado ruso, por
no decir Rus’, la cuna ancestral del pueblo ruso. Por lo tanto,
hablamos tanto de Rusia como de fuera de su territorio. Del mismo
modo, a partir de Ruslan y Ludmila Oriente ayudaría indirectamente
a definir la nación rusa a través de su celebrada monarquía reinante.
El mero hecho de la diversidad cultural representaba la grandeza de
la monarquía y por lo tanto de la nación. Lo que nos falta en este
caso es una identificación con el paisaje al estilo de Weber,
Smetana o Grieg.
El paisaje de Oriente desempeña un papel fundamental en el
«cuadro musical» de Borodin En las estepas de Asia Centra l
(1880). Comienza con un pedal en dominante que se extiende casi
ininterrumpidamente durante noventa compases en el registro
agudo de los violines y que revela la interminable monotonía de las
estepas al este de Rusia, mientras que un lánguido y sensual tema
oriental para corno inglés alterna con un tema al estilo de una
canción tradicional rusa más enérgico y alegre. La partitura rendía
homenaje a los veinticinco años de reinado de Alejandro II, monarca
que, más que ningún otro, dedicó parte de su reinado a la conquista
del este, especialmente Asia Central 199 . El orientalismo vuelve a
ser protagonista en las célebres «Danzas polovtsianas» de El
príncipe Igor (1869-1887, inconclusa), la única ópera de Borodin,
basada libremente en la obra del siglo XII El cantar de las huestes
de Igor. En ella Igor es capturado por Khan Konchak, quien, con la
esperanza de poder aliarse con los rusos, trata de seducir a un
padre y a su hijo, a los que retiene como huéspedes y cautivos,
mediante unas danzas y, en la ópera, a través de los encantos de su
hija, Konchakovna (lo que en la obra del siglo XII solo se insinúa).
Mientras que las danzas revelan un esplendor salvaje, el dueto de
Konchakovna con Vladimir despliega un hedonismo lánguido cuyo
objetivo específico es que la guapa doncella sirva de señuelo para
seducir al polluelo, como pretende el Khan (aunque en el original del
siglo XII no se aluda directamente a Konchakovna). Así las cosas, el
texto de Stasov para la ópera proporcionó munición a un
nacionalismo ruso que se mostraba agresivo en Asia Central,
destacando la superioridad de Rusia y del «carácter ruso» frente a
los inferiores y hedonistas pueblos del este 200 .
Varias obras de Rimski-Korsakov están imbuidas de un
hedonismo oriental escapista. Una de las primeras fue su suite
sinfónica Antar (1868, revisada en 1875 y 1897), un tableau musical
en cuatro movimientos sobre un poeta y una peri, un hada alada de
la mitología persa, en cuyos brazos muere el artista. En su música
escuchamos variaciones y repeticiones en torno a un tema principal
recurrente que representa al mismo poeta Antar. En la suite
orquestal en cuatro movimientos Sheherazade (1888) el enérgico
tema del sultán Shakriar, interpretado por los metales, es
contrarrestado por los arabescos de violín de su esposa, que logra
retrasar y finalmente anular su ejecución gracias a los mil y un
cuentos que relata. Más adelante Rimski-Korsakov acabaría
cansado del estilo oriental: su última ópera, El gallo de oro (1907),
es un relato satiríco-fantástico acerca del estúpido rey Dodon, un
astrólogo y la reina de Shamakha. Sus objetivos no eran solo el
sistema político zarista, aunque muy veladamente, sino también los
preceptos nacionalistas del kuchka e incluso el admirado Glinka 201
.
A finales del siglo XIX Rimski-Korsakov encontró otro modo de
representar la patria rusa, simiente que Stravinski recogería
posteriormente dándole aire renovado. Este enfoque, que suele
recogerse bajo el amplio encabezado del «neonacionalismo», era,
en cierto sentido, terrenal y popular, pues derivaba de las tradiciones
folclóricas fomentadas por el kuchka, aunque al mismo tiempo
también se interesaba por la estilización del material artístico en
beneficio del gran espectáculo, por el cuento de hadas e incluso por
la aprehensión mística de la naturaleza. En la ópera de Rimski-
Korsakov Snegorouchka (La dama de nieve, 1881) los intentos por
ocultar a la dama de nieve de los rayos de sol fracasan cuando el
Dios del amor, Lel, la libera y se casa, liberando la tierra helada del
zar. Se trata esencialmente de una alegoría sobre la transición del
invierno a la primavera y más tarde a la plenitud del verano (kupala),
cuando, según la mitología eslava, el Dios-Sol Yarilo se apodera de
la tierra. Snegorouchka también es un vehículo para mostrar
tradiciones populares, pues el compositor utiliza canciones del
calendario estacional y danzas ceremoniales. En su obra posterior
Nochebuena (1894-1895) Rimski-Korsakov se mantuvo fiel al texto
de Gogol pero añadió villancicos navideños ucranianos y un
intermezzo para ballet, celebrando la huida de los demonios al
volver el sol en el instante de la celebración del nacimiento de Cristo
con un himno matinal ortodoxo. El panteísmo místico de Korsakov
estaba influido por el folclore de libros tales como Concepciones
poéticas de los eslavos sobre la naturaleza, de Alexander
Afanasiyev, quien recopilaría el cuento popular que inspiró
Snegorouchka. La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh y la
doncella Fevroniya (1903-1904), basada en la hagiografía del siglo
XVI sobre Fevroniya de Murom, es una ópera épica panteísta con
una estilización folclórica que utiliza un estilo eclesiástico tradicional
y canciones de boda para revelar la cercanía entre el amor cristiano
al prójimo y la religión natural, emparejando de este modo al Dios
cristiano con Sirin y Alkonost, pájaros profetas de la mitología eslava
202 .
En muchos sentidos, los tres grandes ballets de Stravinski para
Diaghilev, El pájaro de fuego (1910), Petrushka (1911) y La
consagración de la primavera (1913), continuaron la senda de este
folclore neonacionalista y se inspiraron en el modelo de Rimski-
Korsakov en lo que a técnica musical y tratamiento temático se
refiere, a pesar de que la mayoría de las veces el público era
internacional, fundamentalmente francés, y no ruso. En el caso
concreto de La consagración de la primavera , Stravinski y Nikolai
Roerich pretendían representar una serie de imágenes de una
noche sagrada entre los antiguos eslavos. Las imágenes, que en un
principio festejaban la kupala, la plenitud del verano, se trasladarían
posteriormente al Semik, los ritos de la primavera. Como diría
Stravinski, «a lo largo de toda la obra transmito al oyente mediante
ritmos lapidarios la sensación de la cercanía de la gente con la
tierra, de la comunión de sus vidas con la tierra» 203 . Ciertos
elementos del ballet provienen de la descripción que hace Heródoto
de los antiguos escitas, especialmente la glorificación de los
ancestros; por aquel entonces se consideraba a los escitas
antepasados lejanos de los rusos, a cuyo carácter habían aportado
una vitalidad barbárica que diferenciaba a Rusia de Occidente. Los
decorados y el vestuario de Roerich siguieron el estilo de sus
pinturas arcaicas, que él poblaba de ancianos, ritos, ídolos y
menhires 204 . Stravisnki utilizó gran cantidad de música tradicional
a lo largo y ancho de La consagración de la primavera (véase el
capítulo 2), en particular canciones de temporada, aunque
metamorfoseadas a lo largo de la partitura al más puro estilo
neonacionalista de un modo parecido al utilizado por Gauguin,
cuyos cuadros admiraba Stravinski, y, más cerca de su patria, las
obras de Abramtsevo, la colonia de artistas del filántropo Savva
Mamontov que incluía a Victor Vasnetsov, Vassily Polenov, Ilya
Repin y Konstantin Korovin. A partir de comienzos de la década de
1880 contribuyeron a revitalizar un estilo neonacionalista estilizado
de características similares que incluía los decorados para óperas
como Snegorouchka . Así pues, en La consagración de la primavera
el realismo etnográfico temprano del kuchka queda atenuado
mediante una simplificación abstracta y casi clásica de las formas.
Pero, como señala Taruskin, esto supondría centrarse únicamente
en «la música en sí misma» y olvidar la génesis extramusical y la
inquietante temática planteada en La consagración de la primavera:
la celebración de una mitología de crueldad y barbarie, el
biologismo, el sacrificio de la sangre del individuo por la comunidad,
la falta de compasión; es decir, rasgos distintivos de las sociedades
totalitarias, pero también característicos, aunque inconscientemente,
de las menos complejas sociedades aborígenes que estudiaba
Durkheim por aquellos días y en las que reconocía las semillas de
una «religión eterna», a saber, el culto que hace la sociedad de sí
misma, cuya forma moderna, el culto a la nación, se ha situado en el
epicentro de la era moderna 205 .
El edén norteamericano
Los intentos más conocidos de captar la esencia de la patria
norteamericana en el campo de la música culta proceden de
mediados del siglo XX , aunque podrían remontarse a la Sinfonía del
Nuevo Mundo de Dvořák e incluso a medio siglo antes, con las
sinfonías «Niágara» de Anthony Philip Heinrich (1781-1861) y
William Henry Fry (1813-1864). El movimiento vino a centrarse en el
periodo de la Gran Depresión y culminó con las partituras para los
tres famosos ballets de Copland, Billy the Kid (1938), Rodeo (1942)
y Appalachian Spring (1944). También se denota cierto patriotismo
implícito en algunas de las obras de Copland de esa época, como
Fanfarria para el hombre corriente (1942), Retrato de Lincoln
(Lincoln Portrait) (1942) y su Tercera Sinfonía (1946), al igual que,
ligeramente antes, en las obras de Roy Harris, Virgil Thomson y
otros. Durante la década de 1930 la música de Copland experimentó
un cambio estilístico de primer orden que le llevó del modernismo
explícito y sus composiciones influidas por el jazz de la década de
1920 al nuevo diatonismo y a lo que él mismo denominaría
«simplicidad impuesta». Por lo general, el nuevo interés por el
paisaje indicaba un cambio de dirección en la música culta
norteamericana, que dejaba atrás las fuentes vernáculas
afroamericanas para pasar a centrarse en las de origen británico e
irlandés y se alejaba de la actividad y el bullicio de las ciudades
industrializadas del este en favor de los amplios espacios abiertos
del «Oeste». A partir del crac económico, los artistas adoptaron
posturas políticamente progresistas y buscaron un compromiso con
«el pueblo» a través del uso de los nuevos medios de comunicación,
como las películas documentales (The Plow that Broke the Plains [El
arado que rompió las llanuras], 1937, de Thomson), la radio (Music
for Radio: Prairie journal [Música para la radio: diario de la pradera],
1936, de Copland), la ópera para niños (The Second Hurricane [El
segundo huracán], 1936, también de Copland) y el cine. Había un
interés y una empatía renovados por el espíritu pionero de los
granjeros norteamericanos que habían sido desahuciados por el
sistema económico. Se trataba de un momento decisivo en la
autodefinición de la música norteamericana. El estilo
norteamericano de Copland se convertiría con el paso del tiempo en
el patrón para la música pastoril y el heroísmo norteamericanos en
Hollywood y los medios de comunicación. La Fanfarria y diversos
fragmentos de sus ballets podían escucharse con frecuencia en
conciertos dedicados a la música norteamericana, convenciones
políticas, las celebraciones del 4 de julio, acontecimientos
conmemorativos y en la publicidad televisiva. Irónicamente, en 1953
Copland tuvo que declarar ante el Subcomité Permanente del
Senado interrogado por el senador Joseph McCarthy debido a sus
vínculos «antinorteamericanos» con el Partido Comunista, no mucho
después de que su Retrato de Lincoln fuese retirado del programa
inaugural de la campaña del presidente Eisenhower 219 .
La versión de la música patriótica norteamericana durante el
periodo de la Gran Depresión sigue las tradiciones culturales
europeas desde un punto de vista formal, incluso a pesar de que su
contenido determina unas dimensiones y unas posibilidades
expansivas que por razones lógicas estaban ausentes en las
concepciones europeas. Rousseau sigue siendo el padre de este
movimiento, que hace hincapié en la simplicidad rural, la virtud
primitiva y la simplificación autoconsciente de su estilo musical, a
pesar de que el objetivo no sea historizar el paisaje, ya que este es
concebido como un desierto prístino. La música tiene un toque
nostálgico (por supuesto aún rousseauniano), ya que a estas alturas
se ha cerrado la frontera y no hay posibilidad alguna de expandirse.
También advertimos el legado de la música nacional europea. Las
sinfonías de Harris se inspiran en Sibelius, mientras que Copland
aprovechó sus años de estudio en París, admiró lo que había visto
en el sentir ruso de Stravinski y aprendió de él la importancia de las
fuentes vernáculas en el estilo moderno. Dentro de su contexto
político progresista, la obra de Copland se enmarca en las
tradiciones europeas de música nacional (si no en la de Stravinski) y
recurre a fuentes vernáculas para definir la nación a través del
«pueblo», de tal modo que recuerda a Liszt, Grieg y Sibelius. En
cuanto al estilo musical, para evocar el paisaje los compositores
norteamericanos se entregan en gran medida al diatonismo, a las
notas pedal y al éxtasis armónico, aunque por lo general tiende a
evitarse el uso de estos recursos. El paisaje norteamericano no se
caracteriza precisamente por su elevada actividad («murmullos en el
bosque»), sino por encima de todo por un carácter abierto que se
transmite a través de texturas dispersas, amplios intervalos que se
espacian y melodías dilatadas con grandes saltos, recuerdos
evocadores de las llanuras, de los desiertos del Oeste y, de modo
más genérico, de un estado de ánimo amante de la libertad. El
ejemplo más cristalino probablemente sea el comienzo de Fanfarria
para el hombre corriente, una melodía para trompetas al unísono en
cuartas y en quintas, en gran medida por movimiento disyuntivo, que
traza un gran arco en dos ocasiones. La segunda exposición viene
acompañada del sonido de trompas al unísono, formando intervalos
«abiertos» de cuartas, quintas y sextas. Una larga tradición en la
teoría de la música y el lenguaje musical cotidiano han llevado al
discurso musical a denominar abierto al sonido de los intervalos de
cuarta y quinta justa, dado que, para un oído acostumbrado a la
armonía de tríada, estos intervalos carecen de la plenitud que
aportan la tercera o sexta. Copland dio un paso crucial al asociar
esta arraigada metáfora con la apertura topológica y, en última
instancia, mental. La orquestación de Fanfarria está pensada
únicamente para instrumentos de viento metal y de percusión,
aunque en otros casos Copland también pone el énfasis en los
instrumentos de viento madera, tomando sus soportes estructurales
de Stravinski al evitar el lenguaje expresivo vocal típico de las
cuerdas orquestales y fomentando las sonoridades acampanadas.
La sensación de frescura de esta música fronteriza la distingue de
las patrias nacionales europeas 220 .
Ej. 3.4 Copland, Billy the Kid, «Introduction: The Open Prairie» (reducción),
compases 1-18.
© Copyright 1941 by the Aaron Copland Fund for Music, Inc. Copyright renewed.
Boosey & Hawkes, Inc., Sole licensee
Conclusión
La música del género pastoral no es nada novedoso, pero
aprovecharla para expresar el ideal de la patria y el proceso de
naturalización de la historia de un pueblo y su paisaje étnico supuso
un avance novedoso en el siglo XIX . Comenzó con lugares que
poseen una historia representativa en el campo de las artes
visuales, la literatura y el Grand Tour: los bosques alemanes, el Rin,
Roma y su entorno rural, las ruinas escocesas y su costa. Todo ello
se tradujo musicalmente, ya fuese con identificación (Weber,
Schumann, Wagner) o sin ella (Mendelssohn), creando un género
mixto, casi pictórico, de historia y paisaje. Los compositores
posteriores viraron su atención hacia los paisajes de la patria con un
tratamiento literario o una historia pictórica menores, o incluso con
una historia que aún estaba siendo forjada por los nacionalistas: los
campos cerca de Praga, las montañas al oeste de Noruega, los
bosques y lagos finlandeses, las colinas y valles de las marcas
inglesas y galesas, el palacio de la Alhambra, las llanuras
norteamericanas. A los ejemplos citados en este capítulo podríamos
añadir el Ardèche de D’Indy, ya comentado en el capítulo 2, y
muchos otros. En todos estos casos la diversificación, la
caracterización y la identificación musicales son más pronunciadas.
Los compositores crearon tradiciones de efectos sonoros
característicos en primer y segundo plano e hicieron uso de la
música tradicional autóctona. Además, entre ellos mantuvieron un
diálogo transnacional tanto sobre técnicas como sobre recursos y
géneros, como en el caso del poema sinfónico. En ocasiones sus
paisajes musicales acompañaban originalmente a espectáculos
visuales como los tableaux vivants , en los que el público advertía el
paisaje étnico de inmediato. En este contexto, y especialmente en
los sorteos finlandeses, la música nacional abonó el terreno para
que se produjera una movilización vernácula de la forma más directa
posible.
Por otro lado, a veces la mezcla de géneros se reduce cuando la
historia y los actos de los seres humanos son minimizados en favor
de las respuestas subjetivas a la naturaleza, las reacciones
panteístas o la transformación existencial a través de la intuición de
la esencia del fenómeno natural. El interés por cualidades
características del sonido más que por su función discursiva, incluso
en el caso de las maderas y metales vibrantes de los intérpretes, y
la falta absoluta de una acción concreta, de un programa detallado o
incluso de un tema musical en sentido convencional en la música
tardía de Sibelius invitan al público a reconectar colectivamente con
el tácito mundo de la vida humana cotidiana dentro de una
comunidad étnica que debe descansar en una ubicación
determinada.
145 . Véase Steven Grosby, «Religion and Nationality in Antiquity: The Worship of
Yahweh and Ancient Israel», European Journal of Sociology 32/2 (1991), pp., 229-
165; Tofgaard, «Letters and Arms».
146 . Anthony D. Smith, The Nation Made Real: Art and National Identity in
Western Europe, 1600-1815 (Oxford: Oxford University Press, 2013), cap. 4.
150 . Caroline Wood, «Orchestra and Spectacle in the Tragédie en musique 1673-
1715; Oracle, Sommeil and Tempête», Proceedings of the Royal Musical
Association 108 (1981-1982), pp. 40-46.
151 . Richard Will, The Characteristic Symphony in the Age of Haydn and
Beethoven (Cambridge: Cambridge University Press, 2002).
155 . Véase James Hamilton, Turner’s Britain (Londres: Merrell, 2003), cap. 3.
156 . William Vaughan, German Romantic Painting (New Haven: Yale University
Press, 1994), pp. 101-102, 193-199.
157 . Stephen Daniels, Fields of Vision: Landscape Imagery and National Identity
in England and the United States (Princeton: Princeton University Press, 1993),
cap. 7; Michael Rosenthal , Constable: The Painter and his Landscape (New
Haven: Yale University Press, 1989), cap. 3.
159 . Daniel M. Grimley, «Horn Calls and Flattened Sevenths: Nielsen and Danish
Musical style», en Murphy and White (eds.), Musical Constructions of Nationalism,
p. 135.
160 . Matthew Riley, Edward Elgar and the Nostalgic Imagination (Cambridge:
Cambridge University Press, 2007), pp. 161-162.
161 . Thomas S. Grey, «Tableaux Vivants: Landscape, History Painting, and the
Visual Imagination in Mendelssohn’s Orchestral Music», 19th-Century Music 21/1
(1997), p. 56.
169 . Keith T. Johns, The Symphonic Poems of Franz Liszt, ed. de Michael Saffle
(Stuyvesant: Pendragon Press, 1996), pp. 17-45.
170 . Véase Anthony D. Smith, Myths and Memories of the Nation (Oxford: Oxford
University Press, 1999), cap. 5; todos los ensayos en David J. Hooson (ed.),
Geography and National Identity (Oxford: Blackwell, 1994).
172 . Simon Schama, Landscape and Memory (Londres: Fontana, 1996), cap. 2;
Leerssen, National Thought in Europe, pp. 36-51.
179 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 448-451; Curtis,
Music Makes the Nation, pp. 59-61.
186 . Ibíd., pp. 76-77; Grimley, Grieg, pp. 26-27, 79-86, 117-146.
189 . Lauri Honko, «The Kalevala Process», Books from Finland 19/1, p. 17;
véase también Seton-Watson, Nations and States, pp. 71-73; Matti Klinge, «”Let
us be Finns”: The Birth of Finland’s National Culture», en Rosalind Mitchison (ed.),
The Roots of Nationalism: Studies in Northern Europe (Edimburgo: John Donald
Publishers, 1980), pp. 67-75.
192 . Matti Huttunen, «The National Composer and the Idea of Finnishness:
Sibelius and the Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The
Cambridge Companion to Sibelius , p. 15; Goss, Sibelius, cap. 7.
193 . James A. Hepokoski, «Sibelius, Jean», en Sadie (ed.), New Grove, vol. 23,
pp. 322-323.
194 . Philip Ross Bullock, «Sibelius and the Russian Traditions», en Grimley (ed.),
Sibelius and his World, pp. 24-49.
196 . Hepoloski, Sibelius, Symphony Nº 5 , pp. 26-27, cap. 5; «Sibelius, Jean», pp.
331-334.
199 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. 149-150, 154, 168; Maes, A History
of Russian Music, p. 81.
205 . Taruskin, Defining Russia Musically, cap. 13, esp. pp. 384-388; Émile
Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, trad. de Ana Martínez
Arancón (Madrid: Alianza Editorial, 2014); véase también Camilla Gray, The
Russian Experiment in Art 1863-1922 (Londres: Thames and Hudson, 1971), pp.
9-36.
208 . David Cannadine, «Orchestrating his Own Life: Sir Edward Elgar as a
Historical Personality», en Kenyon (ed.), Elgar, pp. 11-13.
210 . Michael Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, 2.ª ed. (Oxford:
Oxford University Press, 1980), pp. 167-172; Michael Vaillancourt, «Modal and
Thematic Coherence in Vaughan Williams’s Pastoral Symphony», Music Review
52 (1991), pp. 203-217; Eric Saylor, «“It’s Not Lambkins Frisking At All”: English
Pastoral Music and the Great War», Musical Quarterly 91/1-2 (2009), pp. 39-59;
«Landscape and distance: Vaughan Williams, Modernism and the Symphonic
Pastoral», en Matthew Riley (ed.), British Music and Modernism 1895-1960
(Farnham: Ashgate, 2010), pp. 147-174.
212 . James Parakilas, «How Spain Got a Soul», en Jonathan Bellman (ed.), The
Exotic in Western Music (Boston: Northeastern University Press, 1998), pp. 137-
193; Locke, Musical Exoticism, cap. 7.
215 . Parakilas, «How Spain got a Soul», pp. 174-184; Clark, Issac Albéniz, cap.
7.
216 . Christoforidis, «Manuel de Falla, Flamenco and Spanish Identity», pp. 237,
242.
220 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 664-668.
221 . Crist, Music for the Common Man, pp. 119-132; Levy, Frontier Figures, pp.
324-328.
222 . Lynn Garagola, «Making an American Dance: Billy the Kid, Rodeo, and
Appalachian Spring», en Carol J. Oja y Judith Tick (eds.), Aaron Copland and his
World (Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2005), pp. 135-141; Crist,
Music for the Common Man, pp. 165-176.
223 . Taruskin, The Oxford History of Western Music, vol. 3, pp. 637-649; Levy,
Frontier Figures, cap. 8.
Tierra de héroes
Con el retorno al sistema de represión de las minorías y naciones
bajo el gobierno del zar Alejandro III (1881-1894) y su heredero
Nicolás II (1894-1917), no es de extrañar que los finlandeses se
aferrasen a un nacionalismo cultural que, como vimos en el capítulo
anterior, se encarnó en el movimiento «careliano» a través de las
artes y el estilo de vida. Este movimiento se centraba en la vuelta a
una edad de oro de la cultura finlandesa, como plasmaba el
Kalevala, la «Tierra de héroes». Esta antología de baladas
carelianas de Elias Lönnrot (1835, versión ampliada en 1849)
experimentó un renovado interés, llegó a ser considerada tanto
leyenda como historia antigua finlandesa y más tarde sería impartida
como tal en los colegios finlandeses 234 .
Determinados episodios del Kalevala ya se habían utilizado
musicalmente antes de que lo hiciera Sibelius, en concreto Filip von
Schantz en 1860 y Robert Kajanu en su poema sinfónico Aino
(1885). Sin embargo, Sibelius ahondó en el carácter de la epopeya,
e incluso llegó a conocer al cantante rúnico de origen careliano Larin
Paraske, cuyas inflexiones vocales y ritmos anotaría
detalladamente. No se trataba de un episodio aislado. Debemos
encuadrarlo en el contexto del alejamiento que experimentó Sibelius
de la dependencia de su antiguo mentor, el sueco Martin Wegelius,
quien había adoptado un enfoque más académico hacia la
composición y la enseñanza musical, para identificarse ahora con el
enfoque más tradicional de Kajanu y su adhesión a la cultura
finlandesa, hecho que Sibelius resumiría con la siguiente afirmación:
«Veo los elementos finlandeses puros con menos realismo que
antes, pero creo que con mayor sinceridad». Sin embargo, fue
durante su permanencia en Viena en 1891-1892 cuando Sibelius se
entregó a los relatos del Kalevala, escogiendo la trágica historia de
Kullervo, que modeló como «poema sinfónico» con coro y que se
estrenaría en Helsinki en 1892. El estreno fue un gran
acontecimiento nacional, además de un éxito rotundo. Pasó a formar
parte del mito nacional emergente, despertando y superando con
creces las altas expectativas. El crítico Oskar Merikanto escribió al
respecto: «Reconocemos estas [melodías] como propias, a pesar de
no haberlas escuchado nunca antes» 235 . Juho Ranta, miembro del
coro durante el estreno de la partitura el 28 de abril de 1892, se
expresaría en los mismos términos: «Aunque conscientemente no
escuché nada que me resultase familiar en esta música, parecía
como si la conociese desde hacía tiempo, como si la hubiese
escuchado antes. Eso sí que era música finlandesa» .
El relato de Kullervo, tal y como se narra en el Kalevala,
comienza con la supuesta aniquilación del clan del héroe por parte
de su tío Untamo y con Kullervo siendo vendido como esclavo para
ejercer de pastor del herrero Ilmarinen, de quien finalmente huye
para reencontrarse con sus padres. Tras ser enviado a la ciudad a
pagar los impuestos, al volver a casa Kullervo se adentra en el
bosque, donde trata de seducir a varias jóvenes, a la última de las
cuales acaba violando. Pero más adelante, y para su consternación,
descubre que se trata de su hermana perdida mucho tiempo atrás (y
que en la epopeya se suicida ahogándose). Posteriormente Kullervo
va a la guerra contra Untamo, y con la ayuda de una poderosa
espada que le entrega Ukko, rey de los dioses, barre al clan de
Untamo. Pero al volver a casa descubre que su familia ha muerto y
termina deambulando por el bosque. La casualidad le lleva al lugar
preciso donde había violado a su hermana, y un Kullervo consumido
por la culpa cae presa de su propia espada.
El Kullervo de Sibelius se centra en el aspecto psicológico del
relato, en la violación consumada por el héroe, en el incesto y en el
consiguiente sentimiento de culpa, temas cuyo origen Glena Dawn
Goss vincula a la influencia del ambiente en que fue compuesto, la
Viena de fin-de-siècle, y de la literatura de realismo erótico 236 . Los
primeros dos movimientos de esta sinfonía en cinco movimientos, la
«Introducción» y la «Juventud de Kullervo», no siguen el argumento,
sino que contraponen un modo más pastoral con una música en
«estilo rúnico», en especial en la canción de cuna del movimiento
lento. Es en el tercer movimiento, «Kullervo y su hermana», donde
Sibelius es fiel al texto de la epopeya e introduce un coro masculino
para relatar el viaje del protagonista a casa a través del bosque y
sus encuentros con las doncellas a las que trata de seducir. El punto
culminante de este movimiento es la escena de la violación, seguido
por el descubrimiento de que la joven es su hermana, lo que lleva a
su recitación apasionada y al llanto de Kullervo. El cuarto
movimiento, «Kullervo va a la guerra», es un enérgico scherzo alla
marcia que vuelve a distanciarse de la epopeya literaria. El
movimiento final, «La muerte de Kullervo», compuesto para coro y
orquesta, relata la escena en la que la mera casualidad lleva a
Kullervo al lugar de la violación, a una sensación de culpa que le
consume y, finalmente, a su suicidio, cuya traducción musical
transmite poder acumulativo e inexorable intensidad.
En cierto modo, Kullervo era una obra única dentro del repertorio
de Sibelius. Sin ser una sinfonía coral o un poema sinfónico,
fusionaba el nacionalismo careliano con un intenso realismo erótico.
Por otro lado, Kullervo se situaba en la cúspide de toda una serie de
poemas sinfónicos de Sibelius, en algunos de los cuales su temática
también procedía del Kalevala. El primero de ellos, En Saga (1892),
forma parte de la etapa de folclore «careliano», aunque se ha
denominado genéricamente poema trágico-heroico, una
composición evocadora, más que descriptiva, de la atmósfera del
mundo chamánico del Kalevala . Debemos asignar la categoría de
obra folclórica a la Suite Karelia (1893), cuya posterior popularidad
no debería eclipsar sus orígenes políticos en una serie de tableaux
vivants nacionales compuestos para la fiesta organizada con motivo
de la campaña de la Asociación de Estudiantes de Viipuri con la
intención de apoyar la educación pública en la región. La obra se
interpretaría para un grupo relativamente reducido de académicos.
Cuatro leyendas de Lemminkäinen (1896, posteriormente revisada)
supone otro encuentro fructífero con las leyendas del Kalevala . Si el
sabio chamán Väinämöinen era el eje espiritual de la epopeya, era
su homólogo más joven, Lemminkäinen, una especie de Aquiles
finlandés, físicamente atractivo y con una picardía temeraria y
audaz, el que gozaba de una mayor acogida popular. Las cuatro
leyendas conforman las aventuras del héroe, empezando por
Lemminkäinen y las doncellas de la isla (1895-1896), donde se
planifica el encuentro del heroico y enérgico varón con las
seductoras vírgenes de la isla, evocando el estado anímico
irracional y sobrenatural de una noche de verano, temas que
cautivaban a muchos artistas nórdicos, y finalizando en una
resplandeciente sensación de autoconfianza. A renglón seguido
advertimos el lento despliegue del acorde inicial en La menor de El
cisne de Tuonela (1896, revisado en 1900), que sugiere el enorme
espacio oscuro del inframundo finlandés. Su inquietante melodía,
interpretada por un corno inglés, evoca vívidamente la antigüedad
trascendental de la epopeya finlandesa. Lemminkäinen en Tuonela
(revisada en 1935) evoca el funesto viaje del héroe hacia las aguas
oscuras del inframundo finlandés, donde pretende matar al cisne,
pero terminará siendo asesinado él mismo, y debe ser reconstruido,
hueso a hueso, por su afligida madre. Por último, La vuelta de
Lemminkäinen (1896, revisada en 1900) invierte la secuencia trágica
para terminar con una declaración triunfante del héroe masculino
dentro de una coral en Mi bemol mayor 237 .
Observamos un intento posterior de evocar el mundo heroico
pero oscuro del Kalevala en el poema sinfónico La hija de Pohjola
(1905-1906). Basado en el Canto 8 de la epopeya, describe el
intento del anciano profeta Väinämöinen, verdadero tema principal
del poema, de ganarse la mano de la hija del norte realizando
hazañas imposibles escogidas a su antojo. El uso que hace Sibelius
del canto del pájaro en las cadencias de los instrumentos de viento
(maderas) liga el poema al paisaje finlandés. Pero, a diferencia del
texto, no hay un final glorioso, sino más bien una sensación de
soledad. Se trata de una obra marcadamente sinfónica en la que
dos intentos de afianzar un centro armónico se ven malogrados y la
música fluye hacia el vacío. Sibelius regresó al Kalevala con
Luonnotar (1913), su enigmático poema sinfónico vocal. El texto
procede del primer Canto y describe la creación del mundo a partir
de los trozos de un huevo de gaviota caído de la rodilla del espíritu
femenino de la naturaleza que flota entre las olas del prístino
océano. En tres estrofas, la música ilustra los dolores del parto del
espíritu de la naturaleza, con la voz ascendiendo al final para
describir el origen de las estrellas en el cielo nocturno. El último e
inspirado poema sinfónico del Kalevala de Sibelius es el desolado y
espeluznante Tapiola (1926), que a grandes rasgos retrata un
bosque salvaje, hogar donde habita Tapio, el dios del bosque 238 .
Si sus últimos poemas sinfónicos nos sumergen en las
profundidades del mundo antiguo finlandés y su paisaje, e incluso
más allá, la obra más celebrada de Sibelius, Finlandia (revisada en
1901), nos trae de vuelta al mundo terrenal de la política
contemporánea. Concebida en el cenit de la campaña política
finlandesa contra el dominio ruso como «Finlandia despierta», se
trataba del último de seis tableux dispuestos cronológicamente que
se iniciaban en los «días oscuros» de principios del siglo XIX y
concluían con la amplia melodía del himno del despertar. La música
describe esta evolución, cuya introducción en modo menor alude a
los poderes oscuros, retrata después la edad del despertar a través
de los educadores de la nación, personificados por los tableteos
rítmicos y la llamada al despertar, y concluye con un episodio que
simboliza el momento de autorrealización de Finlandia dentro de su
propia historia, lengua, poesía, educación y progreso industrial, este
último encarnado en el motivo de la locomotora. Todo ello nos
conduce al himno que revela el espíritu ahora triunfante de la nación
finlandesa, con el pasado desvelando dicho espíritu en el tiempo
presente. El hecho de que Sibelius pudo haber tomado prestadas
algunas de las primeras frases de este himno de una obra coral
patriótica de la década de 1880, cuyo autor era el compositor
finlandés Emil Genetz, solo refuerza sus connotaciones nacionales
y, en este caso, nacionalistas. A su vez, el «largo» final revisado de
la partitura erige al himno en toda su plenitud en portador de la
identidad nacional. Aquí el héroe es el pueblo finlandés, ese pueblo
que emerge de su historia y a través de ella hacia la modernidad, un
recorrido similar al de los húngaros en el Hungaria de Liszt, los
rusos en Rusia de Balakirev y los checos en Má Vlast de Smetana;
de ahí el nombre de Finlandia, título favorito del editor 239 .
El héroe imperfecto
¿Pero se falseó de modo similar, al menos musicalmente, a otros
pueblos, por ejemplo el ruso? La ópera de Borodin El príncipe Igor
(1869-1887, inacabada) escenifica una adaptación de Vladimir
Stasov de El cantar de las huestes de Igor, relato medieval sobre el
conflicto entre la Rus de Kiev y la tribu de nómadas orientales
conocida como los polovtsianos. Enfrentándose a los principios
teóricos del kuchka, Borodin fraguó su obra como una grand opéra
tradicional que giraba en torno a números como coros, tableaux y
arias, con amplia representación del pueblo. Stasov transformó el
argumento original —una historia de derrota— en propaganda
triunfalista de las campañas contemporáneas rusas en el este.
Stasov y Borodin configuraron la ópera a imagen y semejanza del
Ruslan y Ludmila de Glinka, y la música sigue muy de cerca el modo
de enfocar su oposición estilística entre Rusia y Oriente 240 . Por
otro lado, en 1242, año en que tuvo lugar la batalla sobre el helado
lago Peipus, un ejército ruso detuvo a los caballeros teutones
invasores, tema central de la banda sonora cargada de dramatismo
compuesta por Sergei Prokofiev para la película de propaganda
antinazi de Eisenstein Alexander Nevski (1938). Como veremos, los
rusos de Pskov fueron protagonistas de Pskovityanka (La doncella
de Pskov; 1868-1872) de Rimski-Korsakov, basada en la obra teatral
de Lev Alexandrovich Mey y que relata la historia de la conquista de
Novgorod y Pskov por Iván el Terrible durante la década de 1560.
Aun así, por mucha implicación que haya por parte del «pueblo», no
dejan de ser todas ellas obras de reyes y aristócratas, y son estos
quienes encarnan el carácter de la nación rusa.
En última instancia ocurre lo mismo con las dos grandes óperas
históricas de Mussorgski, Boris Godunov y Khovanshchina. Y no
podía ser de otro modo, ya que Mussorgski estaba entregado a la
tarea de retratar la historia de Rusia con absoluto rigor. Aunque su
mentor Vladimir Stasov le instó constantemente a producir un drama
progresista con la presencia destacada del pueblo, Mussorgski hizo
oídos sordos. En su opinión, el pueblo, la mayoría de las veces, no
era la fuerza motriz de la historia. Esto no significa que no hiciese
acto de presencia en sus óperas. Aparece mucho en la primera
escena de la primera versión de Boris Godunov (1869) y dirige a
Boris el saludo «Slava» («Gloria a los héroes»), pero demuestra ser
estúpido e indiferente ante los grandes acontecimientos; en esto el
compositor permanece fiel al aristocrático texto de Pushkin. A
Mussorgski le interesan más determinados individuos del grupo,
como Missail y Varlaam, que el colectivo, muy en consonancia con
el realismo mostrado en su proyecto inacabado basado en la obra El
casamiento, de Gogol. Incluso el Yurodiviy («El loco santo») que
aborda y acusa a Boris se sitúa al margen del pueblo, como
demuestra Richard Taruskin 241 .
Mussorgski basó su ópera en la tragedia de Pushkin del año
1825, una obra ya de por sí en deuda con La historia del estado
ruso (1818 en adelante) de Nicolai Karamzin. Para el romántico
Karamzin, el sentimiento de culpa de Boris respecto a su crimen era
el eje central de su reinado; y aunque la postura de Pushkin era más
ambigua, también suponía el soporte de su drama, dado que la
culpa podía ser utilizada, y de hecho lo fue, por otros, como el
pretendiente Dmitri (Grigori Otrepev). En honor a la verdad, no
existe constancia de que Boris asesinase en Uglich en 1591 al otro
hijo de Iván el Terrible, el niño Dmitri, y no es muy probable que, de
haberlo hecho, hubiese experimentado sentimiento de culpa alguno.
Pero desde la época de la Smuta (el anárquico «Periodo
Tumultoso», 1605-1613), la historia del remordimiento de Boris
formó parte de la literatura europea, culminando con el drama
inacabado de Schiller Demetrius (1805). Hay constancia histórica de
que Boris Godunov, cuñado y consejero del rey Fiódor (1584-1598),
quien fuera hijo de Iván el Terrible, fue coronado zar al fallecer el
monarca, y al decir de todos tuvo un reinado ejemplar. Sin embargo,
a partir de 1601 un frío inusual, inundaciones y hambrunas
provocaron terribles sufrimientos a la población, que culpó al zar de
la tragedia. De modo que cuando un antiguo monje de nombre
Grigori Otrepev huyó a Polonia y fingió ser el niño Dmitri, pudo
reunir un ejército con apoyo polaco, avanzar hasta Moscú y hacerse
con el trono tras la muerte de Boris en 1605. Mussorgski se mantuvo
fiel a la tragedia de Pushkin, pero su ópera se centró en Boris y su
sentimiento de culpa. De este modo la primera versión de Boris
Godunov (1869-1872) es una obra dramática sobre un héroe
imperfecto de la historia de Rusia en la que el pueblo solo
desempeña un papel secundario 242 .
El directorio de los Teatros Imperiales rechazó la primera versión
de la obra básicamente porque no tenía papel femenino, e
inmediatamente Mussorgski revisó la partitura con entusiasmo
(1872-1874), como demuestra Richard Taruskin al analizar las
diferencias entre las dos versiones de la ópera. El compositor no
solo introdujo un nuevo acto «polaco» con una princesa polaca
intrigante, sino que además añadió escenas y otorgó un mayor
protagonismo al pueblo. Esta segunda versión era más tradicional
en muchos aspectos, y estaba hasta cierto punto en deuda con los
métodos compositivos de grandes bloques utilizados por Verdi.
Mussorgski seguiría manteniendo el remordimiento de Boris como
eje central del argumento, y por lo tanto la importancia capital de la
escena que se desarrolla en el Terem (las viviendas privadas del
zar), en el Kremlin, donde Boris, obsesionado por el sentimiento de
culpa, tiene una visión de Dmitri, el niño asesinado. En lo esencial,
Mussorgski no se desvió de la visión histórica tradicionalista y
centralista de Karamzin, un relato de zares, boyardos y la Iglesia,
aunque la despoja de cualquier resquicio de romanticismo
«amoroso». Con una sola excepción, y además crucial: la última
escena de esta segunda versión tiene lugar en el bosque cerca de
Kromy y reemplaza a la escena de San Basilio. Aquí sí aparece el
pueblo en acción, sustituyendo su lealtad al zar Boris por la del
impostor Grigori, el falso Dmitri. Existe cierta justificación histórica al
respecto, dado que bandas de siervos hambrientos vagaban por los
campos para huir de la hambruna, que atribuían al odiado régimen
moscovita, una circunstancia fundamental en los escritos más
populistas del contemporáneo de Mussorgski Nikolai Kostomarov.
Pero el compositor contaba también con otra fuente de influencia
para su escena: el ejemplo, mencionado anteriormente, de la ópera
de Rimski-Korsakov Pskovityanka. En la escena de la veche
(asamblea popular) republicana en Pskov, la asamblea de
ciudadanos hacía un llamamiento para debatir cómo enfrentarse a la
amenaza militar que suponía Ivan el Terrible. Rimski-Korsakov
demostraría que el pueblo podía ejercer un papel que superaba el
de mero narrador; podía mostrarse de forma individual, casi caótica,
discutiendo las diversas alternativas, mientras la orquesta
proporcionaba un sentido de continuidad. Este ejemplo no cayó en
saco roto para Mussorgski, dado que en la escena final de Kromy
parece sugerir que el pueblo tenía la capacidad de decidir el destino
de sus gobernantes. Esto abonaba el terreno para proclamas
caóticas por parte del coro y para hacer uso de canciones
tradicionales, como cuando la multitud se burla del boyardo
Kruschov o cuando se escucha la canción de Varlaam y Missail. Sin
embargo, no tienen la última palabra. Antes de caer el telón, el
Yurodiviy hace un patético llamamiento final en nombre de la pobre
y doliente Rusia que parece sugerir la futilidad de toda acción
política 243 .
Conclusión
La creación musical de los mitos y leyendas nacionales tuvo un
inmenso atractivo tanto para nacionalistas como para compositores.
La lógica del exempla virtutis es evidente en las partituras basadas
en figuras como Lohengrin y Siegfried (Wagner), Libuše y Dalibor
(Smetana), Olaf Trygvason (Grieg), Caractacus (Elgar) y Alexander
Nevski (Prokofiev), cuyo heroísmo y sacrificio se presentan como
cualidades nacionales que deben emular los ciudadanos
contemporáneos. Estos proyectos musicales se utilizaron para
alentar una movilización vernácula de los ciudadanos, ya fuera de
modo directo, como en las actividades de recaudación de fondos en
Praga y Finlandia, o de modo indirecto, como en la acogida que
tuvieron las óperas de Wagner y Verdi. Pero, tal y como observamos
en los casos analizados, en la obra de algunos de los compositores
más célebres la relación entre el mito y la leyenda y la música
nacional es variada e intrincada, se resiste a ser interpretada
siguiendo patrones generales y está cargada de preocupaciones
filosóficas y estéticas además de nacionalistas. A Mussorgski le
inquietan el antiheroísmo y el fatalismo. Wagner aporta una fuerte
dosis de universalidad a sus mitos germanos: en origen, Siegfried
podría ser un héroe alemán, pero en el Anillo su propósito es el de
redimir al mundo. En Verdi, el sentimiento nacional y los héroes
históricos y legendarios van de la mano, pero sin superponerse
explícitamente, y sus lazos resultan obvios para el oyente
sensibilizado o para el familiarizado con una tradición interpretativa.
El mundo legendario del Kalevala de Sibelius es primitivo, rebosa
violencia, encantamientos y las fuerzas amorales de la naturaleza,
aunque al volver la vista retrospectivamente hacia una edad dorada
de la cultura finlandesa también resuenan con claridad los ecos de
las inquietudes del fin-de-siècle europeo. Estos músicos crearon los
materiales simbólicos del nacionalismo cultural a través de sus
visiones individuales y extraordinarias.
229 . Ibíd., pp. 218-219; Tyrrell, Czech Opera, pp. 3-4, 140-143.
235 . Matti Huttunen, «The National Composer and the Idea of Finnishness:
Sibelius and the Formation of Finnish Musical Style», en Grimley (ed.), The
Cambridge Companion to Sibelius, p. 8.
236 . Glenda Dawn Goss, «Vienna and the Genesis of Kullervo: “Durchführung
zum Teufel!», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 22-31.
237 . Daniel M. Grimley, «The Tone Poems: Genre, Landscape and Structural
Perspective», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp. 96-99,
101-102; Stephen Downes, «Pastoral Idylls, Erotic Anxieties and Heroic
Subjectivities in Sibelius’ Lemminkäinen and the Maidens of the Island and First
Two Symphonies», en Grimley (ed.), The Cambridge Companion to Sibelius, pp.
35-37.
242 . Maes, A History of Russian Music, pp. 101-107; Taruskin, Mussorgsky, pp.
244-249.
243 . Maes, A History of Russian Music, pp. 107-115; Caryl Emerson, The Life of
Mussorgsky (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), pp. 83-88; Taruskin,
Mussorgsky, pp. 249-280.
244 . Maes, A History of Russian Music, pp. 118-119; Nicolas Riasanovsky, A
History of Russia (Oxford: Oxford University Press, 1963), pp. 235-238.
247 . Emerson, The Life of Mussorgsky, pp. 17-20; Taruskin, Mussorgsky, pp. 222-
223.
250 . George S. Williamson, The Longing for Myth in Germany: Religion and
Aesthetic Culture from Romanticism to Nietzsche (Chicago: University of Chicago
Press, 2004), pp. 1-13.
252 . Rudolph Sabor, Richard Wagner, Der Ring Des Nibelungen (Londres:
Phaidon Press, 1997), pp. 78-107.
254 . Ibíd., caps. 1 y 3; Williamson, The Longing for Myth in Germany, pp. 190-
204.
256 . Derek Beales y Eugenio Biaggini, The Risorgimento and the Unification of
Italy, 2.ª ed. (Londres: Pearson, 2002), caps. 1-2, 4; Christopher Duggan, The
Force of Destiny: A History of Italy since 1796 (Londres: Penguin, 2008), cap. 4.
257 . Alex Körner y Lucy Riall, «Introduction: The New History of Risorgimento
Nationalism», Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 396-401; Lucy Riall,
«Nation, “Deep Images” and the Problem of Emotions», Nations and Nationalism
15/3 (2009), pp. 402-409.
258 . Roger Parker, Leonora’s Last Act: Essays in Verdian Discourse (Princeton:
Princeton University Press, 1997), cap. 2, esp. pp. 23, 24.
259 . Julian Budden, The Operas of Verdi, tomo 1, ed. revisada (Oxford:
Clarendon Press, 1992), pp. 27, 107, 132, 163, 397.
260 . Charles Osborne, The Complete Operas of Verdi (Londres: Indigo, 1997),
pp. 389-391, 307-309.
261 . Axel Körner, «The Risorgimento’s Literary Canon and the Aesthetics of
Reception: Some Methodological Considerations», Nations and Nationalism 15/3
(2009), p. 412.
262 . Philip Gossett, «Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento», Studia
Musicologica 52/1-4 (2011), pp. 241-257.
263 . Alberto Mario Banti, «Reply», Nations and Nationalism 15/3 (2009), pp. 449-
453; Gossett, «Giuseppe Verdi and the Italian Risorgimento»; véase también
Rosenblum, Transformations in Late Eighteenth Century Art, caps. 1 y 2.
5 La música conmemorativa
Recuerdo y conmemoración
En estas obras y en muchas otras, el recuerdo desempeña un papel
importante. Se trata de recuerdos compartidos más que de
recuerdos individuales agregados, es decir, compartidos por una
comunidad histórica como elementos esenciales de sus tradiciones.
Mientras que una parte de estas partituras describen experiencias
inmediatas —las plagas, el festín de Baltasar—, otras están
centradas en un pasado compartido. En Israel en Egipto, los
israelitas lloran la muerte de José y la irremediable pérdida de la
alegría experimentada durante su vida, expresando el llanto
mediante una elegía funeraria; en El festín de Baltasar entonan un
canto fúnebre a la memoria de Sion, tierra de los israelitas de la que
han sido expulsados por Nabucodonosor, y sobre todo a la de
Jerusalén, en respuesta a la melancólica pregunta: «¿Cómo
podemos cantar la canción del Señor en tierra extraña?». En ambos
casos los recuerdos narran tiempos pasados y mejores, y dibujan un
cuadro generacional de una comunidad temporal e histórica,
incluyendo el espacio y recorriendo el tiempo. Obviamente, los
recuerdos se nublan y distorsionan; por eso, al basarse en
recuerdos alternativos de un pasado compartido, los mitos y las
tradiciones suelen diferir y a veces oponerse. Pero el efecto global
de los recuerdos compartidos refuerza los lazos de unión dentro de
la comunidad, a veces para forjarla, fundamentándola en los
recuerdos de la represión, como en el caso de los israelitas
esclavizados por los egipcios y sus homólogos ulteriores, también
cautivos de los babilonios. Desde luego podría argumentarse que
estos relatos dramáticos suministraban el modelo de idea y el perfil
de nación surgido a lo largo y ancho del mundo occidental 265 .
A medida que disminuyen los recuerdos de experiencias
recientes, se los suele reemplazar por memorias manuscritas,
codificadas en epopeyas, himnos y crónicas, y también en historias
más elaboradas, impersonales e integradas, como las de Heródoto y
Tucídides en la antigua Grecia y las de Elishe y Moses Korenatsi en
la Armenia del primer milenio 266 . Pero, por muy importantes que
sean estos escritos, para nuestros propósitos su influencia dentro de
la comunidad es menor que la ejercida por los ritos y ceremoniales
que ensayan los recuerdos escritos de la nación. Una vez
completamente desarrolladas, estas memorias manuscritas quedan
integradas en una versión aceptada y a menudo oficial de la
narrativa nacional desde sus orígenes hasta el presente, para acto
seguido ser expuestas y coreografiadas a través de un movimiento
individual y grupal, y mediante una simbología y unas tradiciones, en
ritos públicos de la nación cuidadosamente escenificados. Las
grandes fêtes de la Revolución francesa establecen el patrón (Fig.
5). Como vimos al referirnos a la música que acompañaba a las
fêtes en el capítulo 1, estos ritos son tanto de celebración como
conmemorativos, en el sentido más estricto de la triste reflexión
sobre la vida y la muerte de un modelo ejemplar de la nación.
Ciertamente, los ritos públicos que festejan y conmemoran a la
nación se yuxtaponen o incluso se entretejen para configurar un solo
relato dramático, reivindicando, en última instancia, el sentido del
sacrificio en nombre de la nación, la cual, a su vez, se regenera
simbólicamente a través de la participación de sus miembros en sus
ritos.
Fig. 5. Festival de la Federación en el Campo de Marte el 14 de julio de 1790,
grabado de I. S. Herman (Biblioteca Nacional de París).
© ACI / Bridgeman
Conclusión
En la música conmemorativa nacional observamos una interacción
especialmente íntima y compleja entre los programas nacionalistas y
la música clásica. Las marchas, los lamentos, las elegías y las
corales declarativas pueden encontrarse en el lenguaje musical del
siglo XVIII , pero no sería hasta después de la Revolución francesa
cuando todas ellas confluyesen para conmemorar a la nación,
primero con música para ceremonias al aire libre y más tarde con
música para una sala de conciertos o un teatro de ópera. El ciclo
nacional conmemorativo tiene su máximo exponente en la música
culta de comienzos del siglo XX de compositores de Rusia y Gran
Bretaña, en gran medida en el terreno de la sinfonía. Los familiares
temas beethovenianos de la lucha, el sufrimiento, la victoria y los
ideales románticos de la trascendencia y el triunfo del idealismo
frente a la realidad material, heredados de las tradiciones musicales
del siglo XIX , se extrapolan aquí a las experiencias históricas
nacionales. Las modernas tecnologías de la comunicación a
menudo desempeñaron un papel fundamental a la hora de difundir
el mensaje de estas obras a un público amplio de un modo
semirritual. Ejemplos de ello son la radiodifusión de The Spirit of
England, de Elgar, la Sinfonía n.° 5 de Vaughan Williams y la
Sinfonía «Leningrado» de Shostakovich y la obra cinematográfica
para la partitura de Prokofiev Alexander Nevski. Desde una
perspectiva estética y posiblemente también ética, las obras más
célebres de este género están incompletas, son alusivas y,
parcialmente, irónicas. De acuerdo con nuestro criterio, obras
finalizadas y concretas como Caractacus (dedicada a la reina
Victoria) y Alexander Nevski son nacionalistas y tienden a ser
propagandísticas. Aquí también podríamos incluir, en Rusia, la
Obertura 1812 (1882) de Chaikovski y las sinfonías programáticas, y
posiblemente cinematográficas, de posguerra de Shostakovich, las
números 11 (El año 1905) y 12 (El año 1917, dedicada a la memoria
de Lenin).
264 . Anthony Hicks, «Handel and the Idea of an Oratorio», en Burrows (ed.), The
Cambridge Companion to Handel, pp. 161-162.
266 . Anne Elizabeth Redgate, The Armenians (Oxford: Blackwell, 2000), pp. 159-
160, 22-24.
267 . Anthony D. Smith, «The Rites of Nations: Elites, Masses and the Re-
Enactment of the “National Past”», en Rachel Tsang y Eric Taylor Woods (eds.),
The Politics of Cultural Nationalism and Nation Building (Londres: Routledge,
2013), pp. 21-37.
271 . Jay Winter, Sites of Memory, Sites of Mourning: The Great War in European
Cultural History (Cambridge: Cambridge University Press, 1995), pp. 103-104.
272 . Lewis Lockwood, Beethoven: The Music and the Life (Nueva York y Londres:
W. W. Norton, 2003), pp. 266-268; James A. Hepokoski, «Back and Forth from
Egmont: Beethoven, Mozart and the Nonresolving Recapitulation», 19th-Century
Music 25 (2002), pp. 127-153. Sobre la rebelión en los Países Bajos, véase Peter
J. Arnade, Beggars, Iconoclasts, and Civic patriots: The Political Culture of the
Dutch Revolt (Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2008), p. 185; Philip S.
Gorski, «The Mosaic Moment: An Early Modernist Critique of Modernist Theories
of Nationalism», American Journal of Sociology 105/5 (2000), pp. 1428-1468;
Smith, The Cultural Foundations of Nations, cap. 5.
275 . Lockwood, Beethoven, pp. 209-214; Arblaster, Viva La Libertà!, pp. 51-62;
David Galliver, «Leonore, ou l’amour conjugal: A celebrated Offspring of the
Revolution», en Boyd (ed.), Music and the French Revolution, pp. 157-168.
276 . Johnson, Berlioz and the Romantic Imagination, p. 79; Arblaster, Viva La
Libertà!, pp. 70-72; Anatole Leikin, «The Sonatas», en Samson (ed.), The
Cambridge Companion to Chopin, pp. 160-187.
278 . «Ve, pensamiento, sobre alas doradas, pósate en esas colinas, esa arena
donde el aire es suave y dulce en mi queridísima tierra natal. Saluda las torres
derruidas de Sion y el resplandeciente calor del Jordán. Oh patria mía, tan
hermosa y perdida, oh recuerdo tan grato y fatal.» [N. del T.]
279 . Osborne, The Complete Operas of Verdi, pp. 57-59; Roger Parker, Leonora’s
Last Act: Essays in Verdian Discourse (Princeton: Princeton University Press,
1997), cap. 2.
281 . Kenneth Hamilton, «Liszt’s Early and Weimar Piano Works», en Hamilton
(ed.), The Cambridge Companion to Liszt, pp. 71-72.
282 . James Baker, «Liszt’s Late Piano Works: Larger Forms», en Hamilton (ed.),
The Cambridge Companion to Liszt, pp. 142-143.
284 . Simon Morrison, The People’s Artist: Prokofie’s Soviet Years (Nueva York y
Oxford: Oxford University Press, 2009), pp. 218-233; Daniel Jaffé, Sergey
Prokofiev (Londres: Paidon Press, 1998), pp. 152-155, 172.
285 . Maes, A History of Russian Music, pp. 553-556; véase Taruskin, Definig
Russia Musically, pp. 511-544, para sus diversas interpretaciones.
286 . A History of Russian Music, pp. 356-357; Jaffé, Sergey Prokofiev, p. 172.
289 . Rachel Cowgill, «Elgar’s War Requiem», en Byron Adams (ed.), Edward
Elgar and his World (Princeton y Oxford: Princeton University Press, 2007), p. 320.
291 . Ibíd., pp. 348-350; Daniel M. Grimley, «“Music in the Midst of Desolation”:
Structures of Mourning in Elgar’s The Spirit of England», en J. P. E. Harper-Scott y
Julia Rushton (eds.), Elgar Studies (Cambridge: Cambridge University Press,
2007), pp. 220-237.
292 . Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, pp. 168-172; Daniel M.
Grimley, «Landscape and Distance: Vaughan Williams, Modernism and the
Symphonic Pastoral», en Matthew Riley (ed.), British Music and Modernism 1895-
1960 (Farnham: Ashgate, 2010), pp. 160-174.
293 . Kennedy, The Works of Ralph Vaughan Williams, pp. 279-283; Hugh
Ottaway, Vaughan Williams Symphonies (Londres: British Broadcasting
Corporations, 1972), pp. 35-40.
294 . Paul Rodnell, Charles Villiers Stanford (Aldershot: Ashgate, 2002), pp. 229-
237, 281, 284, 311.
295 . Michael Broyles, «Charles Ives and the American Democratic Tradition», en
J. Peter Burkholder (ed.), Charles Ives and his World (Princeton: Princeton
University Press, 1996), p. 149; Jan Swafford, Charles Ives: A Life with Music
(Nueva York y Londres: W. W. Norton, 1996), caps. 2 y 3.
296 . Respecto a las fechas de estas partituras, véase Gayle Sherwood Magee,
Charles Ives Reconsidered (Urbana y Chicago: University of Illinois Press, 2008),
pp. 125-126, y en un contexto histórico más amplio, cap. 5.
297 . Swafford, Charles Ives, pp. 218-219, 243-245; Denise Von Glahn, «New
Sources for the “St. Gaudens”, in Boston Common (Colonel Robert Gould Shaw
and his Colored Regiment)», Musical Quarterly 81/1 (1997), pp. 13-50; Denise Von
Glahn, «A Sense of Place: Charles Ives and “Putnam’s Camp, Redding,
Connecticut”», American Music 14/3 (1996), pp. 276-312; Magee, Charles Ives
Reconsidered, p. 125.
300 . Leon Botstein, «Innovation and Nostalgia: Ives, Mahler, and the Origins of
Modernism», en Burkholder (ed.), Charles Ives and his World, p. 50; Swafford,
Charles Ives, pp. 270-271; Magee, Charles Ives Reconsidered, pp. 118-120; Von
Glahn, The Sounds of Place, pp. 90-105.
301 . Barbara B. Heyman, Samuel Barber. The Composer and his Music (Nueva
York: Oxford University Press, 1992), pp. 173-174; Luke B. Howard, «The Popular
Reception of Samuel Barber’s “Adagio for Strings”», American Music 25/1 (2007),
pp. 50-80.
6 La canonización de la música nacional
Fig. 6. Figura 6: Tumba del compositor Carl Maria von Weber en Dresde,
Alemania. Grabado del siglo XIX
© ACI / Bridgeman
Conclusión
Gran parte de este libro está dedicado a las interioridades del
mundo del nacionalismo cultural y su consumación musical, sus
signos y símbolos en las obras de diversos compositores y los
contextos culturales de donde surgieron. Este simbolismo y los
dialectos de la música nacional que surgió proporcionaron los
materiales para el sentimiento de identidad nacional —el sentir
francés, ruso, inglés y demás— que suscitaron estos repertorios en
determinados momentos. Sin embargo, los términos en los que
concluiría el «contrato» de la música nacional no solo los fijaban los
compositores, sino en parte los críticos, los intérpretes y aquellos
que formaron un estado de opinión mediante un proceso de
acogida, reinterpretación, resurrección, selección, exclusión y
monumentalización. Instituciones tales como los conservatorios, los
festivales, las publicaciones, las ediciones completas y los locutores
de la radio pública eran, ante la ciudadanía, intermediarios de la
experiencia musical y podían ajustarse a un programa nacionalista.
A su vez, los objetivos nacionalistas podían lograrse mediante
composiciones abstractas dentro de géneros tradicionales, como en
el caso de la sinfonía y el oratorio, siempre y cuando estos
demostraran que los músicos de la nación tenían capacidad para
competir en la escena internacional y producir música de altísima
calidad.
304 . Taruskin, Defining Russia Musically, pp. xi-xviii; On Russian Music, cap. 1;
Frolova-Walker, Russian Music and Nationalism, pp. 45-48.
306 . William Weber, «La Musique Ancienne in the Waning of the Ancien Régime»,
The Journal of Modern History 56/1 (1984), pp. 58-88; «The Eighteenth-Century
Origins of the Musical Canon», Journal of the Royal Musical Association 114/1
(1989), pp. 6-17; The Rise of Musical Classics in Eighteenth-Century England: A
Study in Canon, Ritual, and Ideology (Oxford: Clarendon Press, 1992).
310 . Applegate y Potter, «Germans as the “People of Music”», pp. 5, 10, 14;
Applegate, Bach in Berlin, esp. p. 78.
311 . Robert Schumann, On Music and Musicians, ed. de Konrad Wolff, trad. de
Paul Rosenfield (Berkeley: University of California Press, 1983), p. 61.
317 . Jim Samson, «Chopin Reception: Theory, History, Analysis», en John Rink y
Jim Samson (eds.), Chopin Studies 2 (Cambridge: Cambridge University Press,
1994), pp. 5-8; Zdzislaw Mach, «National Anthems: The Case of Chopin as a
National Composer», en Martin Stokes (ed.), Ethnicity, Identity and Music: The
Musical Construction of Place (Berg: Oxford and Providence, RI, 1994), pp. 61-70.
318 . Michael Beckerman, «The Master’s Little Joke: Antonin Dvořák and the Mask
of the Nation», en Michael Beckerman (ed.), Dvořák and his World (Princeton:
Princeton University Press, 1993), p. 146.
320 . Tyrrell, Czech Opera, pp. 10-11; Marta Ottlová y Milan Pospíšil, «Motive der
tschechischen Dvořák-kritik am Anfang des 20. Jahrhunderts», en Klaus Döge y
Peter Just (eds.), Dvořák-Studien (Mainz: Schott, 1994), pp. 211-226.
321 . Carlo Caballero, «Patriotism or Nationalism? Fauré and the Great War»,
Journal of the American Musicological Society 52/3 (1999), pp. 598-599.
322 . Brian Hart, «The Symphony and National Identity in Early Twentieth-Century
France», en Kelly (ed.), French Music, Culture and National Identity, pp. 131-148.
328 . Jeremy Dibble, «Parry and English Diatonic Dissonance», Journal of the
British Music Society 5 (1983), pp. 58-71.
329 . Robert Strandling, «On Shearing the Black Sheep in Spring: The
Repatriation of Frederick Delius», en Christopher Norris (ed.), Music and the
Politics of Culture (Londres: Lawrence & Wishart, 1989), pp. 69-105; esp. p. 103,
n. 43.
330 . Citado en Hughes y Stradling, The English Musical Renaissance, pp. 166-
167.
332 . Jeremy Crump, «The Identity of English Music: The Reception of Elgar 1898-
1935», en Robert Coles y Philip Dodd (eds.), Englishness: Politics and Culture
1880-1920 (Londres: Croom Helm, 1986), pp. 179-185.
333 . Riley, Edward Elgar and the Nostalgic Imagination, pp. 81-85 y 114-115;
Hughes y Stradling, The English Musical Renaissance, pp. 198-199.
334 . Stradling, «Oh Shearing the Black Sheep in Spring», pp. 75-83.
335 . Arthur Hutchings, Delius (Londres: Macmillan, 1948), p. 82; véanse también
pp. 81-83 y 153-154, citado en Stradling, «Oh Shearing the Black Sheep in
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Título original:
Nation and Classical Music: From Handel to Copland
Publicado por primera vez en inglés en 2016 por The Boydell Press, Woodbridge
Edición en formato digital: 2021
www.alianzaeditorial.es