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Contra la costumbre

Jesús Montiel | 22 de septiembre de 2019. El debate de hoy.

Empieza el nuevo curso y la costumbre enseña su dentadura. Nada es sorprendente, me dice. Otro
curso más con estudiantes, reuniones latosas y días ajedrezados. Equivalentes. La costumbre, ese
demonio, está anhelante de embarrar nuestra mirada y volvernos cínicos, la peor especie del ser
humano. Ese que mira todo jadeante y que no espera nada, a quien todo le parece lo mismo y
desconfía de todos. Cansado.

No deja de extrañarme esta tendencia del corazón a acostumbrarse. Este raro mecanismo por el que
un juguete nuevo, tras unas semanas, acaba olvidado en un rincón de la casa o por el que la mujer o
el hombre que nos hechizaban acaban siendo insufribles. Vivimos poco tiempo, pero nos
acostumbramos a estar vivos, esta es la realidad. Queremos aferrar cada segundo, pero el segundo
nos aburre. Somos criaturas esquizofrénicas: nos arrepentimos de lo ya sucedido, a la vez que
planeamos lo que sucederá porque nos sabemos finitos, pero atravesamos los días como si fueran
para siempre. Así existimos, atrapados entre el tuve que haber hecho y el tengo que hacer, dos
ficciones. Desatendiendo lo que está sucediendo, que es el objetivo último de la costumbre, ese virus
que infesta el espíritu posando su ceniza sobre todo a lo que nos enfrentamos.

El remedio que ofrece nuestro siglo a este mal de la costumbre es la excitación. Se trata de encadenar
estímulos. Mudanzas, movimientos, pura distracción. Quiero decir cambios de geografía, de aspecto,
de prójimos o de trabajo. Pablo d’Ors, en su célebre ensayo Biografía del silencio, confiesa haber
sucumbido en su juventud a ese mantra que se nos inocula desde que somos niños: buscar no la
calidad de la experiencia sino la cantidad. Es decir, someter la vida a una loca sucesión de avatares,
cuanto más variados mejor.

Sylvain Tesson es un buen ejemplo de lo que se nos dice debemos hacer, un verdadero hijo de
nuestro siglo. Él viajó al lago Baikal y se recluyó durante un año en una cabaña. Una experiencia ideada
por ser consumida por el público lector, desde el comienzo. Un producto. Porque, si bien experimentó
el espesor del tiempo, si bien gustó los frutos de la vida simple (así se titula el libro, publicado en
Alfaguara), concibió esa aventura como una vida posible y no como la vida, sin escapar así de la lógica
del supermercado.

Todo lo contrario de los cartujos que trabajan sus huertas, desescombran la nieve de los claustros,
parten las noches para contrarrestar la tiniebla del mundo. Ellos conocen el secreto. Saben que la
costumbre desaparece con el amor, que es una gracia. Y para que irrumpa esta gracia, esto es, la
eternidad, para que el cielo aterrice sobre la tierra, hace falta vaciarse, abonar el tiempo quitándonos
de en medio. Solo entonces empieza la aventura de aceptar cada día venga con lo que venga sin
soñar ni arrepentirse, confiados en algo superior. Este amor convierte al alumno en un territorio
inexplorado lleno de traumas, miedos, fobias y alegrías; al aula en un lugar de oportunidades, una
escuela de aprendizaje mutuo; y al trabajo en un lugar donde es posible viajar al otro, sin contar las
seguras contrariedades que surgirán sin que las hayamos planeado y que lo trastocarán todo.

Nada más falso que el discurso de la costumbre, entonces. El rostro de quien nunca se está quieto
no irradia luz. Las personas que viajan mucho y han experimentado cantidad de cosas viven inquietas,
nunca descansan, al acecho siempre de un nuevo estímulo, como el drogadicto. Es la mirada,
timoneada por el corazón, la que transfigura la realidad. O mejor. Quien la redescubre. Porque la
realidad es bastante. Nunca lo chocante sino lo evidente, ahora, lo que está ocurriendo.

El truco para escapar de la costumbre es amar la costumbre. Vivir metidos en la costumbre, pero
contemplativamente. No escapar de ella sino adorarla. Entonces se experimenta la estructura
espiritual de los días que parecen iguales. Entonces todo es nuevo aun siendo lo de siempre. Entonces
se vive.

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