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10. ¡VEN, SEÑOR JESÚS!

En la primera Carta de san Pedro, encontramos esta exhortación dirigida a los


ancianos, los responsables de la Iglesia (en griego presbyteroi, de ahí la palabra
«presbítero»):

«A los presbíteros que hay entre vosotros, yo —presbítero como ellos y, además, testigo de los
padecimientos de Cristo y partícipe de la gloria que ha de manifestarse— os exhorto: apacentad la grey
de Dios que se os ha confiado, gobernando no a la fuerza, sino de buena gana según Dios; no por
mezquino afán de lucro, sino de corazón; no como tiranos sobre la heredad del Señor, sino haciendoos
modelo de la grey121».

En esta hermosa exhortación de Pedro, se encuentra una idea que me parece muy
interesante. Cuando el jefe de los apóstoles se refiere a su propia cualidad de presbítero,
no la define en términos de su función o de tarea en la comunidad. Se refiere en primer
lugar a una experiencia espiritual: el presbítero es quien es «testigo de los padecimientos
de Cristo y partícipe de la gloria que ha de manifestarse». Como si el oficio de
presbítero supusiera ante todo un doble vínculo espiritual, uno con la Pasión del Señor,
otro con la gloria futura del Reino. Y es en la profundidad de esta doble unión espiritual
donde, quien tiene una responsabilidad en la Iglesia, encuentra la fuerza necesaria para
ser, respecto a quienes le han sido confiados, un buen pastor a imagen de Jesús, lleno de
solicitud, de humildad, de amor desinteresado. Es de ahí de donde saca su caridad
pastoral. Pienso que este mensaje, aunque concierne especialmente a los sacerdotes,
interesa también a todos los cristianos.
El presbítero es «testigo de los sufrimientos de Cristo». Aunque no haya sido
testigo visual como Pedro, el anciano, el hombre que ha alcanzado una verdadera
madurez espiritual, es quien ha comprendido en profundidad el misterio de la Pasión del
Señor. Ha captado ese amor inefable que impulsó a Jesús a aceptar los sufrimientos, los
ultrajes y la cruz. Ha comprendido la riqueza inagotable de misericordia, de gracia, de
curación de los corazones que contienen las llagas del Señor. En esa misma carta, Pedro
menciona que «por sus llagas fuisteis sanados122». El anciano es alguien que se
acuerda a menudo de Jesucristo, que hace memoria sin cesar de sus sufrimientos y de su
Pasión; saca de esta «memoria» el deseo de imitar a Cristo en el don de su vida por sus
hermanos

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y el valor necesario, a pesar de sus flaquezas y su pobreza, para dejarse revestir poco a
poco de los mismos sentimientos de Cristo Jesús, en expresión también de san Pablo.
Como santo Domingo, que imploraba al Señor: «Dame un poco de ese amor que te hizo
subir a la Cruz», y que pasaba sus noches pidiendo la piedad de Dios para nuestro pobre
mundo: «¡Misericordia mía, qué va a pasar con los pecadores!»
Pero el anciano es también alguien que vive en la perspectiva de la gloria futura,
que «hace memoria» no solo del pasado, sino también del porvenir, que lleva en él la
certeza y como un pregusto de la felicidad y de la gloria que debe revelarse cuando
vuelva Cristo. Ese era el caso de Pedro que, en su segunda carta, habla del día de la
Transfiguración, cuando él estaba con el Señor en la montaña santa y fue testigo ocular
de la majestad divina, lo que le da una gran confianza en «el poder y la venida futura de
nuestro Señor Jesucristo123». El anciano lleva en sí la esperanza del Reino, es alguien
que comulga con la fe en el mundo nuevo que ha de revelarse, del que presiente el
esplendor y la belleza, y encuentra así una gran fuerza interior. Habiendo percibido con
los ojos del corazón esta «herencia que nos está reservada en los cielos [...], por eso os
alegráis, aunque ahora, durante algún tiempo, tengáis que estar afligidos por diversas
pruebas124».
La actividad de todo ministro de Cristo se enraíza así en una doble contemplación,
una doble comunión, se podría decir: con la Pasión del Señor y con la gloria del mundo
que vendrá.
Esta doble contemplación se ejerce y se profundiza de manera muy particular en la
liturgia de la Iglesia. La meditación de la Palabra de Dios reaviva en nosotros la
memoria de Cristo, anunciada en los profetas y en los salmos, revelada en los
Evangelios. Nos hace también entrever el esplendor de la Jerusalén celestial, «ataviada
como una novia que se engalana para su esposo125». Esta contemplación encuentra su
máxima intensidad en la celebración de la Eucaristía, que es el memorial de la Pasión del
Señor, pero también la prenda de la gloria futura.
Hay como una abolición del tiempo cuando estamos en la misa: en la fe, de modo
oculto, pero sin embargo absolutamente real, nos hacemos contemporáneos de la Cruz
de Cristo. Exactamente como quienes estaban presentes en ese acontecimiento, podemos
comulgar con los sufrimientos de Cristo, podemos beneficiarnos de los ríos de perdón y
de paz que brotan de la cruz. Como el Buen Ladrón, podemos ser purificados por la
sangre del Cordero sin mancha, podemos encontrar nuestro alimento y nuestra vida en la
misericordia y el amor de Dios.
Pero también, en cada celebración eucarística, somos invitados a comulgar con el
Reino que vendrá. En el pan y el vino consagrados sobre el altar, el Reino de Dios,
misteriosa pero realmente, se hace presente en toda su plenitud y su riqueza, y tenemos
acceso a él por la fe. Anticipación de la gloria celestial, la Eucaristía hace presente aquí
abajo este mundo nuevo al que aspiramos todos, este reino de paz, de concordia, de
amor, de dulzura y belleza que es el objeto de nuestra esperanza. Podemos recibirlo
como un pregusto que nos hace desearlo aún más y decir: «¡Maranatha! ¡Ven, Señor

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Jesús!». «Que tu gracia venga y este mundo pase», como dice la antigua oración de la
Didaché.
Cada Eucaristía, vivida con una fe viva y una oración fervorosa, nos hace gustar
cuan bueno es el Señor, lo dulce que es alabarle y amarle, vivir en su presencia y
compartir todos juntos la misma vida y el mismo amor. Nos hace aspirar a que el velo de
las apariencias se rasgue y la realidad gloriosa, escondida en la humildad de las especies
sacramentales, se manifieste al fin a todas las miradas.
La Eucaristía nos transporta verdaderamente al cielo. No para hacernos huir de las
realidades de este mundo, sino para darnos una esperanza sólida, alimentar nuestra
caridad, y así obtener el valor necesario para asumir las responsabilidades y las luchas de
la vida presente.
Esa es la verdadera condición del anciano, la verdadera madurez espiritual: la fe
profunda que hace comulgar íntimamente con la Pasión del Señor y la gloria del mundo
futuro. Es esta comunión lo que da a la vida presente toda su intensidad y su fecundidad.
Eso lo vivía con mucha fuerza la primera generación de cristianos. Estaba aún muy cerca
de los acontecimientos de la vida del Señor y aguardaba como inminente su venida
gloriosa, una venida que sabían poder apresurar por su oración y su deseo; las
celebraciones estaban así marcadas por un fervor extraordinario y daban a la Iglesia un
gran valor apostólico.
Quizá no sea tan fácil para nosotros, después de dos mil años de historia y con una
cierta pérdida del sentido escatológico. Pero creo que el Espíritu nos invita hoy a
reencontrar la misma intensidad espiritual, la misma proximidad mística con la Cruz y la
Gloria, en particular en nuestra liturgia. Hagamos de modo que nuestras celebraciones
nos hagan verdaderamente comulgar con una fe intensa en el misterio de Cristo,
entregado por nosotros, y con el esplendor del Reino que vendrá, para que nos
renovemos en la esperanza y la caridad.

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