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La fe

de los primeros cristianos

Domingo Ramos-Lissón

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
COLECCIÓN: PERSONA Y CULTURA
n.º 20

DIRECTORES:
Tomás Trigo
Enrique Molina

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproduc-


ción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta
obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infrac-
ción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la pro-
piedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Primera edición: Abril 2013

© 2013. Domingo Ramos-Lissón


© Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
© Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) – España
© Teléfono: +34 948 25 68 50 – Fax: +34 948 25 68 54
© e-mail: info@eunsa.es

ISBN: 978-84-313-2915-0
Depósito legal: NA 440-2013

Ilustración cubierta: Jorge Latorre. Museos vaticanos

Diseño cubierta: Fernando Cuevas

Imprime: GraphyCems, S.L. Pol. San Miguel. Villatuerta (Navarra)


Printed in Spain – Impreso en España
Índice

Presentación .................................................................. 7
  1. Coordenadas espacio-temporales ............................ 11
  2. Las religiones en la Antigüedad .............................. 17
  3. Novedad de la conversión cristiana . ....................... 23
  4. La acción evangelizadora ........................................ 27
  5. Inculturación del cristianismo ................................. 33
  6. Las persecuciones del Imperio Romano ................. 37
  7. El martirio y su proyección social . ......................... 43
  8. Las Actas de los mártires escilitanos . ..................... 47
  9. La Pasión de Perpetua y Felicidad .......................... 51
10. Espiritualidad martirial ............................................ 61
11. Defensa intelectual del cristianismo . ...................... 67
12. Justino el filósofo ................................................... 73
13. La iniciación cristiana: catecumenado, bautismo y
confirmación . .......................................................... 81
14. Eucaristía ................................................................. 89
15. Piedad bautismal . .................................................... 95
16. Vírgenes y viudas ................................................... 101
6 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

17. Matrimonio y familia . ............................................. 107


18. Caridad. Actividad asistencial ................................. 113
19. Pobreza y limosna ................................................... 121
20. La oración ................................................................ 129
21. Ascesis y ayuno ....................................................... 137
22. Devoción a los ángeles custodios . .......................... 143
23. La vida del más allá ................................................. 149

Epílogo ............................................................................ 157


Bibliografía ................................................................... 159
Presentación

El papa Benedicto XVI ha escrito en su encíclica so-


bre la esperanza, al comentar inicialmente las enseñanzas
paulinas, que «el cristianismo no era solamente una “bue-
na noticia”, una comunicación de contenidos desconoci-
dos hasta aquel momento (…), sino una comunicación que
comporta hechos y cambia la vida» 1. En consonancia con
esas palabras del sucesor de san Pedro, las páginas que
siguen se han escrito con el deseo de dar a conocer algu-
nos aspectos de la vida cristiana primitiva, que constitu-
yen para nosotros un valioso legado de espiritualidad. En
ocasiones, esta rica herencia permanece sepultada en los
anaqueles de algunas bibliotecas especializadas. Nuestro
deseo es facilitar el conocimiento de esos tesoros que po-
demos hacer nuestros, y que tienen un valor contrastado,
por tratarse de bienes del espíritu que no envejecen y por
haber superado la prueba del tiempo.

1.  Benedicto XVI, Encíclica “Spe salvi”, 30-XI-2007, n.º 2.


8 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Una cuestión inicial que conviene precisar es qué en-


tendemos por «primeros cristianos». De forma muy some-
ra, podemos considerar como tales a aquellos cristianos
que vivieron en un arco de tiempo que va del siglo I hasta
comienzos del siglo IV, cuando finaliza la persecución de
Diocleciano (304). Pensamos que este período representa,
con bastante precisión, una etapa compacta de la vida de
la Iglesia, que cambiará definitivamente a partir del Edic-
to de Milán (313) 2.
Consideramos que, en la hora actual, los cristianos
tenemos mucho que aprender de nuestros primeros her-
manos en la fe. Por eso, no debemos entender la captación
de sus recuerdos como una simple acumulación erudita
de hechos históricos. Para nosotros, esas vivencias tienen
una relevancia considerable, pues nos permiten llegar
hasta nuestras propias raíces. Se podría decir que está en
juego la percepción de los rasgos capitales que definen
nuestra propia identidad espiritual.
Un ejemplo puede ayudar a explicar mejor lo que que-
remos decir. Imaginemos una persona que padece amnesia
y, por tanto, no sabe quién es. Podemos pensar en el pro-
tagonista de la película El caso Bourne (Bourne Identity)
de Paul Greengrass. Esa persona ha perdido su identidad

2.  Otros autores, como A. Hamman, restringen la denominación


de primeros cristianos a los que vivieron durante los dos primeros si-
glos, como lo muestra el título de una conocida obra suya: La vie quo-
tidienne des premiers chrétiens (95/197), Paris 1971.
Presentación 9

y, en consecuencia –al desconocer su pasado–, puede caer


con facilidad en un vacío existencial. Si extrapolamos esta
situación a la vida espiritual, no es difícil encontrarnos
hoy con personas que desconocen su identidad cristiana,
porque padecen una especie de «amnesia» espiritual. Vi-
ven atrapadas por un sinfín de actividades y pueden lle-
var una enorme carga de sinsentido sobre sus espaldas. El
que no sabe de dónde viene tampoco sabe a dónde va. En
el terreno espiritual, además, acecha otro gran peligro: el
apartamiento de Dios, que puede conducirnos a la infeli-
cidad terrena y a la eterna.
Desde otro punto de vista, los testimonios de vida
cristiana que encontramos entre los primeros creyentes
del Evangelio tienen un gran valor paradigmático. La
ejemplaridad de su conducta ha pasado por un cedazo de
duras pruebas; entre otras, las persecuciones del aparato
político imperial, la hostilidad de los intelectuales de la
época y las calumnias e infamias de una opinión pública
adversa. La coherencia entre su fe y su conducta puede
servirnos, además, de guía para superar las barreras de un
mundo que margina la verdad cristiana e intenta recluirla
en el ámbito de lo personal y privado, como hace el actual
laicismo excluyente.
Esa faceta modélica de coherencia entre fe y vida
constituye una prueba inequívoca de la santidad de sus
vidas, acreditada como tal por la Iglesia en múltiples oca-
siones. Si con toda razón ha dicho Benedicto XVI que
«los santos son los verdaderos portadores de luz en la
10 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

historia» 3, la intensidad luminosa de los primeros segui-


dores de Jesús representa un incentivo más para que fije-
mos en ellos nuestra atención.
Hemos procurado recurrir a los testimonios de los pro-
pios protagonistas, en la medida en que ha llegado hasta
nosotros la documentación correspondiente. Somos cons-
cientes de las limitaciones que nos vienen impuestas por
este presupuesto, pero nos parece la forma más pertinente
de abordar una perspectiva general de la vida cristiana du-
rante los tres primeros siglos.
Al leer esos testimonios, no podemos olvidar que son
documentos vivos de la historia de la Iglesia. Esto quiere
decir que los acontecimientos narrados, aunque los vea-
mos reducidos a algunos aspectos parciales, tienen una
dimensión espiritual de totalidad que los engarza en el ca-
ñamazo de la fe, y gracias al cual podemos incorporarlos
a nuestra vida.
Una última observación metodológica: como podrá
observar el lector, hemos recogido algunas enseñanzas del
magisterio reciente de los papas y de autores contemporá-
neos, que pueden ayudarnos a completar o perfilar algún
aspecto de la vida de estos primeros hermanos en la fe.
Finalmente, deseo expresar mi agradecimiento al pro-
fesor Antonio Vilarnovo por las múltiples sugerencias y
mejoras que han enriquecido el presente volumen.

3.  Benedicto XVI, Deus caritas est, 25-XII-2005, n.º 40.


1
Coordenadas espacio-temporales

El cristianismo se inició en un área geográfica bien


precisa: la actual Palestina, que en el siglo I formaba parte
del Imperio Romano. Hacía más de medio siglo que el
pueblo judío vivía bajo la dominación romana. A partir
del año 6 (d.C.), Augusto puso al frente de Judea, Samaría
e Idumea a un procurador romano, con sede en Cesárea, a
quien incumbía la seguridad militar y la dirección econó-
mica del territorio, en unión con el legado romano de Si-
ria; mientras que el Sanedrín, presidido por el sumo sacer-
dote, se encargaba de los asuntos internos de los judíos.
La pertenencia al Imperio permitió a los cristianos
moverse con soltura, gracias a unas coordenadas espacio-
temporales que no se daban en otros lugares. En primer
lugar, hemos de mencionar la excelente red viaria, que
intercomunicaba todo el territorio del Imperio Romano, y
que tendría su punto de máxima inflexión en el siglo II (d.
C.). Si a esto añadimos la concepción del Mediterráneo
(el Mare nostrum) como una inmensa vía de gran tráfico,
12 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

nos encontramos con un sistema de comunicaciones úni-


co en la Antigüedad.
Todas estas rutas convergían en Roma, capital y cen-
tro del Imperio. Desde esta ciudad se podía ir hasta el finis
terrae de la Gallaecia, a la desembocadura del Danubio,
a Atenas o a Bizancio. Una vía romana unía al Nilo con el
Atlántico a lo largo de la costa norte de África.
Existían mapas de calzadas romanas para uso de los
viajeros, con indicaciones precisas de distancias, lugares
donde se podía pernoctar, estaciones de postas, etc. Por
tierra, la rapidez de los desplazamientos o de los transpor-
tes dependía de los medios empleados. A caballo, podía
permitirse el cambio de cabalgadura en las localidades se-
ñaladas para ello. De esta manera se podían recorrer entre
150 y 200 kilómetros al día. De ordinario los viajeros uti-
lizaban carros, que lo más que alcanzaban era 50 kilóme-
tros al día. A veces también se hacían recorridos mixtos
por tierra y por mar.
La red viaria romana se establece inicialmente para
facilitar el desplazamiento de las legiones, pero después
es utilizada también con fines comerciales, familiares,
etc. Los evangelizadores cristianos encuentran en es-
tas rutas una ayuda considerable para la difusión de su
mensaje. Un ejemplo lo encontramos en la vía Egnatia,
utilizada por san Pablo en sus viajes, que unía el Bós-
foro con la costa adriática, pasando por ciudades como
Filipos y Tesalónica. También eran muy frecuentadas
las grandes calzadas que recorrían la península itálica,
Coordenadas espacio-temporales 13

como las vías Apia, Aurelia, Flaminia, Salaria, Tiburti-


na, Cassilina, etc.
De todas formas, la principal arteria de comunicación
romana, como decíamos, era el Mediterráneo. La vía ma-
rítima era bastante rápida. Si se unía el buen tiempo con
vientos de mediana intensidad, se podían alcanzar los 70
kilómetros en un día: una nave llegaba en tres días de Po-
zzuoli a la desembocadura del Tiber pasando por Gaeta
y Anzio. Pero con vientos favorables era posible cubrir
distancias mayores en menos tiempo, como se demuestra
en el caso de san Pablo, que en un día o poco más llegó de
Reggio a Pozzuoli (Hch 28, 13).
En el Mediterráneo, los puertos desempeñaban un
papel muy relevante, por tratarse de una navegación
de cabotaje. Las escalas portuarias de simple fondeo o
para invernar daban a los tripulantes o a los viajeros la
ocasión de ponerse en contacto con sus compatriotas y
parientes, o de entablar nuevas amistades. Estas oportu-
nidades de la navegación fueron utilizadas por los pri-
meros cristianos en Creta, a donde llevaron el Evangelio
durante el siglo II, aprovechando las estadías invernales
de barcos procedentes de Asia, de Siria o de los puertos
de Tiro y Sidón.
El cristianismo se difunde en Egipto y en el norte de
África a través de las rutas marítimas que hacen escalas
en Alejandría y Cartago respectivamente; aunque no ten-
gamos testimonios directos de los comienzos, sí podemos
afirmar que en siglo I, y en el II, con más rotundidad, hay
14 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

comunidades cristianas en esas importantes localidades


portuarias.
Como no podía ser de otra manera, la razón de ser de
las vías de comunicación terrestres o marítimas era faci-
litar el traslado de personas y el intercambio de mercan-
cías entre núcleos urbanos, por ser lugares donde el mayor
número de habitantes hacía más fácil encontrar posibles
destinatarios de bienes o servicios.
En la primera expansión del cristianismo, los misio-
neros se dirigen de una manera preferencial a esos cen-
tros de población. Además, no hay que olvidar que los
primeros creyentes eran judíos, y no nos puede extrañar
que se dirijan a ciudades en las que existían comunidades
hebreas. Para hacernos una idea, aunque sea aproximada,
de esas comunidades, basta pensar que, en el siglo I, el
fenómeno de la diáspora, solo en los territorios del Im-
perio Romano, representaba una población judía cinco
veces superior a la que habitaba en Palestina. En tiempos
de Tiberio (14-37), los judíos de Roma tienen trece sina-
gogas, y una población de unos 50 o 60.000 de un total de
800.000 habitantes; la mayor parte de ellos se ubicaba en
el Trastévere, la Saburra y otros barrios de la Urbe.
La actividad evangelizadora se veía reforzada, además,
por la hospitalidad, que era tenida en una gran estima por
el judaísmo, como se recuerda en el Antiguo Testamento,
en donde aparecen personajes protagonistas de la historia
de Israel que la practican con gran generosidad: Abrahán
(Gn 18, 1-15), Lot (Gn 19, 1-3), Rebeca (Gn 24, 15-28) o
Coordenadas espacio-temporales 15

Job (Jb 31, 32). La hospitalidad cristiana hereda esta cos-


tumbre tradicional judía. Para el cristiano acoger incluso
al extraño es acoger a Cristo. Fraternidad y hospitalidad
van unidas (Hb 13, 23), como tendremos ocasión de exa-
minar más adelante. Ya a finales del siglo I o a principios
del siglo II nos encontramos con un esbozo orientativo de
la hospitalidad cristiana en la Didaché, escrito catequético
que se dirige principalmente a las comunidades cristianas
procedentes del judaísmo.
2
Las religiones en la Antigüedad

Las religiones antiguas se hallaban ligadas de modo


indisoluble a la vida familiar y civil. Todo hombre libre,
precisamente porque formaba parte de una familia y una
ciudad, honraba a los dioses protectores de estas. Así,
por ejemplo, los atenienses adoraban a Palas Atenea, que
era la diosa de la ciudad de Atenas. Lo mismo se podía
decir de la diosa Artemisa en Éfeso, o del dios Apolo en
Cirene.
Desde el momento en que nace, el habitante de una
ciudad (polis, civitas) es presentado en el altar donde se
venera a los genios tutelares de su clan, y se entiende que
estos lo reconocen y lo adoptan de alguna manera. Es ins-
crito en los registros de la fratria en Atenas o de la gens en
Roma. Análogas ceremonias se renuevan cuando, por vez
primera, se corta el pelo o se viste la toga viril. Más tarde,
si se le nombra para una magistratura, ejerce las funciones
religiosas al mismo tiempo que los poderes políticos o ju-
diciales, porque la religión es inseparable de la polis. No
18 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

pueden reunirse los comicios ni celebrarse las elecciones


antes de que se haya consultado a los augures, y solo se
pueden elegir los días fastos para estos eventos.
El desgraciado que rechaza a sus dioses, o el que por
un grave crimen es expulsado de la ciudad, pierde todos
sus derechos. La vieja fórmula romana igni et aqua inter-
dicere, es una sanción que hace perder todos los derechos
del ciudadano sobre el agua y el fuego; es decir, sobre los
elementos más indispensables de la vida. La persona que
se encuentre en esas circunstancias ya no tiene patria ni
familia ni religión.
En la época imperial, el culto de Roma y de Augusto
se sobrepone por doquier a las religiones tradicionales.
Roma exigía este culto, aunque luego tolerase las religio-
nes locales de las provincias que se iban incorporando al
Imperio.
Las religiones antiguas, nacionales en un principio,
podían incrementar el panteón propio con nuevos dioses
si la autoridad correspondiente lo estimaba procedente.
Un fenómeno curioso, que se daba con ocasión de una
guerra victoriosa, era que los dioses de los pueblos venci-
dos solían ser llevados como esclavos de los vencedores,
al igual que los hombres; pero como, a pesar de la victo-
ria, no era posible evitar el temor, se extiende la costum-
bre de venerarlos junto con los dioses propios y se les pide
su protección. Pero también ocurre a la inversa, en el caso
de una derrota, porque entonces entra en juego la descon-
fianza hacia los dioses nacionales, que han sido capaces
Las religiones en la Antigüedad 19

de proteger a sus adoradores, y, sin abandonar el culto a


los dioses propios, se recurre a los dioses del pueblo ven-
cedor. En el fondo late la idea de aumentar el número de
dioses para lograr una mayor protección. Toda esta forma
de actuar se desarrolla especialmente en Roma, cuyo cos-
mopolitismo hace más fácil la aceptación de los dioses
griegos y de Oriente.
Por otra parte, los individuos podían adorar en pri-
vado todos los dioses que desearan adoptar, siempre que
permanecieran fieles a los cultos de la ciudad. Se puede
decir que, en los albores de la era cristiana, toda la cuen-
ca del Mediterráneo se encuentra invadida por cultos a
dioses orientales. A comienzos del siglo II, hay un gran
desarrollo del sincretismo en los territorios del Imperio
Romano. Un ejemplo de lo que decimos es el modo de
proceder del emperador Alejandro Severo (222-235), que
hace colocar en su larario la imagen de Jesús, junto con
las de Apolonio de Tiana, Abrahán, Orfeo y otros muchos
(Lampridio, Vita Severi Alexandri, 29).
Pero hay que decir que estas religiones de la Antigüe-
dad eran exclusivamente rituales. Lactancio escribe que
para los romanos toda la religión consiste en realizar ritos
puramente corporales (Inst., IV, 3). La religión así enten-
dida era puro formalismo.
Este formalismo está presente no solo en las reli-
giones tradicionales de Grecia y Roma, sino también en
las religiones mistéricas. Estas religiones se pusieron de
moda entre los siglos I a. C. al IV d. C. Sus ritos secretos
20 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

de iniciación, nacidos de los cultos agrícolas primitivos,


centrados en la celebración de los grandes ritmos de la
fecundidad natural (misterios de Eleusis), fueron reinter-
pretados en la época helenística como una asociación del
iniciado a la muerte y a la resurrección de un dios; dán-
dole la seguridad de gozar, después de la muerte, de una
suerte más favorable que la del común de los mortales
(misterios de Sérapis, de Adonis y de Mitra). En el herme-
tismo egipcio, el misterio es la iniciación en las doctrinas
secretas, cuya revelación se cree que procura la salvación.
Los ritos de iniciación de estas religiones aseguran a los
que a ellas se someten la posesión de la salud o de la sal-
vación. La revelación de los secretos, de las palabras que
permiten triunfar sobre el destino, o de las doctrinas que
otorgan el conocimiento del más allá, procuran el mismo
resultado. Ahora bien, los misterios, como los sacrificios
o los demás actos de culto paganos, no se destinaban a
renovar los espíritus ni los corazones. Los iniciados no
eran unos convertidos.
Entre las religiones que ha conocido la Antigüedad,
hay una, sin embargo, que se distingue de todas las de-
más, porque tiene una especificidad propia: el judaísmo.
El judaísmo, si se mira superficialmente, no se diferencia
de las religiones paganas en cuanto que es la religión de
una nación determinada. Todas las viejas religiones, ya lo
hemos dicho, se hallan estrechamente ligadas a la nacio-
nalidad. Sin embargo, los judíos, aunque se modifiquen a
su alrededor las circunstancias políticas, incluso someti-
Las religiones en la Antigüedad 21

dos a la dominación persa, griega o romana, no dejan de


afirmar que constituyen un pueblo, una nación. Se hallan
dispersos por todos los países de la cuenca mediterránea
y más allá de las fronteras del Imperio, pero no pierden
su condición de hebreos, sino que forman comunidades
propias. El pueblo judío, como tal, será reconocido hasta
por los emperadores romanos, que le otorgaron algunos
privilegios importantes: libre ejercicio del culto, dispensa
del servicio militar, exención de todos los cargos, obliga-
ciones y funciones incompatibles con el monoteísmo 1.
La afirmación de la religión judía como monoteísta
suponía, de facto, que se excluyera a todas las demás. Esta
afirmación figuraba ya entre los mandamientos dados por
Dios a Moisés en el Éxodo, donde se dice expresamente:
«Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado del país de
Egipto, de la casa de la esclavitud. No tendrás otro dios
fuera de mí. No te harás escultura ni imagen, ni de lo que
hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra.
No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo,
el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (Ex 20, 2-5). Se
trata, pues, de un monoteísmo que es incompatible con
cualquier tipo de culto pagano.
Nos parece que conviene tener en cuenta estos antece-
dentes religiosos de la Antigüedad para comprender mejor

1.  M. Simon, Verus Israel: étude sur les relations entre chrétiens
et juifs dans l´Empire Romain (135-425), Paris 1983, pp. 125-126.
22 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

los comienzos del cristianismo, puesto que nacerá dentro


del habitat del pueblo judío. Es más, durante el siglo I, la
vida cristiana estaba tan mezclada con el judaísmo que
los gobernantes romanos no distinguían bien entre judíos
y cristianos, salvo el breve paréntesis de la persecución
urbana de Nerón 2.

2.  A.-G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos,


trad. esp., Madrid 1985, pp. 71-72.
3
Novedad de la conversión cristiana

La irrupción del cristianismo en el mundo romano


como una religión que exigía una conversión de la perso-
na para pertenecer a ella, suponía una «novedad» tan no-
table que no tenía parangón con ninguna de las religiones
paganas existentes en aquel tiempo.
La conversión se verifica en lo más íntimo de la per-
sona, es decir, en el corazón; entendiendo esta palabra en
sentido bíblico, como «asiento de la sabiduría intelectual
y moral» de todo hombre. Supone la recepción de la gra-
cia sobrenatural, pero a la vez es una experiencia religiosa
personal que lleva consigo una relación también perso-
nal con Dios y, simultáneamente, se refleja en la vida de
relación con los demás hombres, o sea, inevitablemente
tiene una proyección social. De la conversión cristiana se
derivan unas actitudes vitales que entran en confrontación
con las manifestaciones religiosas del mundo antiguo.
Los primeros cristianos se encuentran con una multitud de
obstáculos procedentes del paganismo. Por ello, no pue-
24 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

de extrañar que la novedad cristiana sea una realidad que


resulte paradójica, como lo expresa un cristiano anónimo
del siglo II, en una carta que escribe a un tal Diogneto:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres,
ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En
efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivamente
suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género
de vida singular (…) Habitando en las ciudades griegas o
bárbaras según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo
los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y
a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran
viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de to-
dos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como
extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria
les es extraña. Se casan como todos y engendran hijos, pero
no abandonan a los nacidos (…). Viven en la carne, pero no
viven según la carne. Están en la tierra, pero su ciudadanía
es la del cielo» (Ep. ad Diognetum, V).

Como se puede observar en el texto que acabamos de


leer, la conducta del cristiano responde a unos parámetros
de vida que contrastan con el paganismo greco-romano.
Por primera vez en el Imperio romano, un grupo religioso
no consideraba a su Dios como un dios particular, sino
como el único Dios verdadero, cuyo culto se extendía a
todos los pueblos. Esta manera de percibir el hecho reli-
gioso no se quedaba en puras consideraciones intelectua-
les, pues los cristianos eran consecuentes con sus convic-
ciones. Esta coherencia llevaba aparejada la ruptura con
Novedad de la conversión cristiana 25

los cultos idolátricos, que, por otra parte, teñían múltiples


aspectos de la vida social y familiar. Téngase en cuenta
además la estrecha unión que existía en Roma entre el
emperador y la religión oficial romana. Ya en tiempos de
Augusto, el emperador había asumido la magistratura de
pontifex maximus del culto oficial romano. Si a esto aña-
dimos que algunos emperadores –siguiendo paradigmas
de algunos imperios orientales– se consideraron a sí mis-
mos como deidades y exigieron que se rindiese culto al
numen imperial, se entiende que el rechazo manifiesto de
los cristianos al culto oficial de Roma se calificase como
un delito de «lesa majestad», y que la imponente maqui-
naria del poder imperial tratara de aniquilar al cristianis-
mo naciente con una oleada de persecuciones.
4
La acción evangelizadora

Al leer los escritos de los primeros seguidores de Je-


sús, una de las características que emerge con fuerza de
todos ellos es su gran capacidad expansiva. Para mayor
contraste, la muerte ignominiosa de su líder crea en el nú-
cleo duro de los apóstoles una sensación de amedrenta-
miento y fracaso, que se refleja nítidamente en los sucesos
narrados por los evangelistas inmediatamente después de
la Resurrección: incredulidad, huída –como en el caso de
los discípulos de Emaús–, encerramiento, etc. La situa-
ción cambia por completo en la mañana de Pentecostés.
La narración del evento pentecostal nos da la clave
para entender este vuelco protagonizado por quienes reci-
bieron el Espíritu Santo ese día. El carisma de la glosola-
lia (don de lenguas) impulsa a los discípulos a hablar de
las «grandezas de Dios», a la vez que son perfectamente
entendidos por los oyentes en su propia lengua materna
(Hch 2, 1-13). Al leer estos primeros pasajes de los Hechos
de los Apóstoles, uno percibe con claridad que los modos
28 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

de actuación de los primeros creyentes no obedecen a cri-


terios o iniciativas de carácter puramente humano. Diría
más: queda bien acreditada la índole sobrenatural de esta
forma de proceder.
Dado que el fenómeno pentecostal estaba radicado en
cada una de las personas allí reunidas, no sorprende que el
cristianismo tuviera, ya desde los comienzos, esa impron-
ta personalizada que conducirá al trato directo con otras
gentes. En última instancia, la novedad cristiana llevaba
consigo la conversión a una Persona, que es Cristo. No es,
por tanto, la aceptación de una ideología o la práctica de
unos ritos religiosos. El cristiano, porque ha encontrado a
Cristo, se siente movido a dar ese testimonio y a facilitar
a otros el encuentro con Cristo.
Este modo de actuar lo encontramos vivo en las pri-
meras generaciones cristianas. De alguna manera se refle-
ja en las cartas de san Pablo (1 Co 12, 4-11) y en escritos
paleocristianos, como la Didaché, que nos ofrece un pa-
norama de profetas itinerantes, cuya característica prin-
cipal es que «hablan en espíritu». Estos profetas iban de
una comunidad a otra y se detenían por un breve espacio
de tiempo:

«En cuanto a los apóstoles y profetas obrad así, según


la enseñanza del Evangelio. Todo apóstol que vaya a voso-
tros sea recibido como al Señor. No permanecerá más que
un día, pero si tuviese necesidad, puede quedarse otro día.
Si permanece tres es un falso profeta» (Did., XI, 3-5).
La acción evangelizadora 29

Si fijamos nuestra atención en el relato antes citado,


considerado en su conjunto, podemos percibir algo así
como un rumor de colmena laboriosa favorecida por el
Espíritu Santo. Como escribe Hamman, «esta efervescen-
cia es un fermento que mantiene en las comunidades el
fervor de los comienzos, alimenta la vocación a la conti-
nencia y el deseo del martirio; es una preparación para las
pruebas y un activador contra la modorra 1».
Una nota destacable del apostolado personal cristia-
no es su sentido universal: no hay fronteras que resulten
infranqueables. Nos hallamos ante otra componente de la
novedad cristiana, frente a los localismos religiosos paga-
nos de «ciudades», etnias, etc. Esta amplitud de horizonte
religioso es un argumento que utiliza Orígenes en su obra
apologética Contra Celso:

«En cuanto de ellos depende, los cristianos no dejan


piedra por remover para que su doctrina se esparza por todo
lo descubierto de la tierra. Y es así que algunos acometen
la hazaña de recorrer no solo ciudades, sino villas y hasta
casas de campo para hacer también a otros piadosos para
con Dios» (Contra Cels., III, 9-10).

El cristiano se siente movido a transmitir la «Buena


Noticia» que es Cristo a las personas con las que se rela-

1.  A.-G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos,


Madrid 1985, p. 137.
30 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

ciona: familia, amigos, etc. Un ejemplo de lo que acaba-


mos de decir nos lo proporciona Marco Minucio Félix,
un abogado cristiano de finales del siglo II, que hace una
excursión a la playa de Ostia Tiberina, en compañía de
otro cristiano, Octavio y de Cecilio, que es un pagano
amigo de los dos. Caminan los tres por la playa y Cecilio,
a la vista de una estatua de Sérapis, se lleva la mano a la
boca e imprime con los labios un beso, en reconocimiento
a esta deidad pagana. Entonces Octavio, para recordarle
que debe instruir a Cecilio de manera que se aparte de la
idolatría, se dirige a Marco con estas palabras:

«Marco, hermano, no es digno de un hombre de bien,


como tú eres, dejar envuelto en la ceguera de la vulgar ig-
norancia a una persona que dentro y fuera de tu casa anda
siempre pegado a tu lado, de suerte que, en día tan lumino-
so, le consientas tropezar en unas piedras –eso sí, piedras
labradas en imágenes, untadas y coronadas–, puesto que
sabes que no menos a ti que a él alcanza la deshonra de este
error» (Octavius, II, 3).

Es curioso observar que la ignorancia religiosa que


se pone de manifiesto en el texto que acabamos de re-
producir, la encontramos también presente en nuestros
días. Este paralelismo comparativo puede ser interpelante
para quienes vivimos en la coyuntura histórica actual. En
este sentido se nos pueden aplicar las vigorosas palabras
de san Josemaría Escrivá: «Se vuelve a repetir en la vida
nuestra, la vida de los primeros cristianos. También no-
La acción evangelizadora 31

sotros encontramos a nuestro paso, en tantas ocasiones,


la más desoladora ignorancia religiosa, que nos exige un
profundo y continuado apostolado de la doctrina» 2.
Las familias cristianas se convierten en centros de irra-
diación del mensaje de Jesús. Pensemos en el centurión
Cornelio, en cuya casa se reúne con familiares y amigos,
que eran paganos. Después de escuchar la predicación de
san Pedro, todos reciben la infusión del Espíritu Santo,
y a continuación el bautismo (Hch 10, 3-48). Podemos
recordar igualmente al matrimonio formado por Aquila y
Priscila, dos judeocristianos expulsados de Roma por el
emperador Claudio, que se establecen en Corintio y cola-
boran en el apostolado de san Pablo. El Apóstol se hospe-
da en su casa y trabaja con ellos, porque tenía su mismo
oficio (Hch 18, 1-3, 18-21).
Este apostolado capilar es el gran motor de la expan-
sión cristiana dentro de los confines del Imperio Romano.
Tertuliano certifica este avance dirigiéndose a los paganos
del siglo II: «Somos de ayer y llenamos ya el orbe y to-
das vuestras cosas: las ciudades, las islas, las aldeas, los
municipios, los conciliábulos, los mismos campamentos,
las tribus, las decurias, el palacio, el senado, el foro. ¡Solo
os hemos dejado los templos!» (Apol., XXXVII, 4). Aun
cuando estas palabras se nos antojen contaminadas por un

2.  Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 15-VIII-1953, n.º 19.


Citada por D. Ramos-Lissón, El ejemplo de los primeros cristianos en
las enseñanzas del Beato Josemaría, en «Romana», 15 (1999) 304.
32 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

cierto aire de exageración, creemos que tienen un fondo


de verdad.
Desde otra óptica, el apostolado de los primeros fie-
les se extiende a todos los componentes de la sociedad
romana, que, como es sabido, aparecía configurada en es-
tamentos sociales muy separados:

«Cada comunidad de fieles reunía a personas de todos


los estratos sociales, de todas las proveniencias: gentes
convertidas a la fe de Cristo, que era la que les aglutinaba.
Estaban representadas en esas comunidades todas las pro-
fesiones: había médicos como Lucas, juristas como Zela,
financieros como Erasto, universitarios como Apolo, arte-
sanos como Alejandro, pequeños y grandes comerciantes,
vigilantes de las cárceles y sus familias, soldados y oficiales,
un procónsul –Sergio Paulo–, etc.: eran pobres y ricos, es-
clavos y libres, gente civil y militares, como Sebastián» 3.

3.  A. del Portillo, nota 128, en San Josemaría Escrivá de Ba-


laguer, Instrucción, 8-XII-1941.
5
Inculturación del cristianismo

Como se puede constatar fácilmente, el cristiano de


los primeros siglos sufrió en sus carnes los ataques crue-
les del paganismo, pero, a su vez, este hecho lo capacitó
para discernir mejor lo que podía admitir como propio,
sin merma de su fe. En este terreno los primeros cristia-
nos realizaron una excelente aportación aceptando todo
lo bueno –que era mucho– de la cultura greco-romana y
dejando a un lado todo lo que no estaba en sintonía con el
Evangelio. Para tener una constatación más cercana de lo
que decimos, examinaremos los vehículos principales de
esa inculturación.
Es preciso afirmar, en primer lugar, el extraordinario
valor de la lengua no solo por ser vía de comunicación
de una cultura, sino también porque ella misma contiene
el sustrato de una cultura, de toda una cosmovisión. Por
tanto, desde el momento en que los cristianos empiezan a
utilizar el griego helenístico de la koiné para difundir el
mensaje evangélico y para sus celebraciones litúrgicas, se
34 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

inicia ya un proceso inculturante que irá creciendo con el


paso del tiempo.
Otro factor relevante de inculturación es la paideia
(la enseñanza dada a los niños). Como es bien sabido,
la paideia griega es una de las grandes aportaciones del
genio helénico a la cultura de la humanidad. De ella se
alimenta también la enseñanza del latín en el mundo oc-
cidental, cuando Grecia se incorpora al Imperio romano.
El nombre mismo de enkiklios paideia expresa un tipo de
enseñanza cíclica a partir de la lectura y escritura bajo la
dirección de un maestro (didáskalos), continuada después
con el estudio de la gramática y la literatura, que luego se
complementa con la «retórica» y las demás artes liberales,
dirigidas por un rhetor. Este último nivel podía ser perfec-
cionado en las academias filosóficas.
En este sentido, siempre me ha llamado la atención que
los grandes Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos
fueran excelentes conocedores de la retórica; y muchos de
ellos, auténticos maestros o, como les llamaban entonces,
«rétores». Podemos traer a nuestra memoria figuras como
Orígenes, S. Cipriano, S. Gregorio de Nacianzo, S. Juan
Crisóstomo o S. Agustín.
Lo mismo acontece en el terreno de la filosofía: aun-
que de su cultivo solo se ocupe un grupo selecto de perso-
nas, su capacidad de influir en la élite cultural de la época
es muy notable. El gran legado de la filosofía griega en-
cuentra cultivadores eminentes entre los cristianos. Pode-
mos recordar el caso de san Justino, un filósofo que se
Inculturación del cristianismo 35

convierte al cristianismo en el siglo II, y cuya actividad


apologética examinaremos con detalle más adelante. El
propio Justino nos narra el itinerario de su búsqueda de la
verdad a través de diferentes escuelas filosóficas, que flo-
recían en aquel tiempo: estoicos, peripatéticos, pitagóri-
cos y los seguidores del platonismo medio. El pensamien-
to filosófico de Justino encuentra en los textos bíblicos
una rica cantera de formulaciones teológicas.
En continuidad con el pensamiento de Justino hemos
de mencionar la figura de Clemente de Alejandría, que es
uno de los iniciadores de la famosa Escuela de Alejandría
en el siglo II. Clemente es un buen conocedor de la filo-
sofía griega. Llega a afirmar que esta es como un «tercer
Testamento», que puede parangonarse a la Ley de los he-
breos, y que es como un escalón inferior para acceder a la
filosofía según Cristo (Strom., VI, 67, 1).
Con estos precedentes, se comprende mejor la apari-
ción, en el siglo III, de Orígenes, uno de los autores cris-
tianos que más honda huella ha dejado en la historia del
pensamiento teológico. Nacido en Alejandría, siguió en
esta ciudad los cursos de filosofía que impartía Ammo-
nio Saccas, padre del neoplatonismo (Eusebio de Cesárea,
Hist. eccl., VI, 19, 6). Él fue quien llevó la Escuela cristia-
na de Alejandría a su máximo nivel conocido. Consideró
la filosofía o los conocimientos filosóficos como una pro-
pedéutica para adentrarse en el estudio de la teología. Así
lo afirma su discípulo san Gregorio el Taumaturgo en su
famoso Discurso de agradecimiento a Orígenes, cuando
36 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

terminó sus estudios en Cesárea de Palestina. Orígenes


toma como punto de partida la revelación expresada en la
Biblia, para, en un segundo momento, aplicar la especula-
ción filosófica a la verdad revelada.
A modo de resumen, se podría comparar esta actitud
inculturante de los cristianos con el texto de Ex 12, 31-36,
que trata de la apropiación de los tesoros de los egipcios
por los israelitas, al abandonar Egipto. A partir de Orí-
genes, los Padres de la Iglesia aplican esa apropiación a
los cristianos. En este sentido se pronuncia san Gregorio
de Nisa cuando sostiene que esos tesoros son «riquezas
auténticas de la inteligencia, que se emplearán cuando sea
necesario embellecer el templo divino del misterio cristia-
no» (De vita Moysis, 2, 114-115).
6
Las persecuciones del Imperio Romano

Desde los antecedentes que acabamos de establecer,


se comprende fácilmente que la irrupción del cristianismo
en los territorios del Imperio romano suponga una dis-
cordancia con las estructuras religiosas de la antigüedad
pagana. Es cierto que los emperadores romanos manifes-
taron en los comienzos del cristianismo una cierta bene-
volencia con la nueva religión. La política religiosa roma-
na se caracterizaba por una gran tolerancia con los cultos
extranjeros de los pueblos que se incorporaban al Imperio.
Por otra parte, estos pueblos debían tener también en sus
territorios el culto oficial de los dioses romanos. En prin-
cipio, la cuestión no ofrecía especiales dificultades.
Una excepción a lo que acabamos de decir es la me-
dida tomada por el emperador Claudio (41-54), alrede-
dor del año 50, que ordena la expulsión de los judíos de
Roma, a causa de los constantes tumultos provocados por
un tal Chrestus (Suetonio, Claud., 25, 4). Probablemente
este Chrestus era una deformación de Christós, a quien
38 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

el historiador romano tomó por un personaje coetáneo


de la comunidad hebrea. No es aventurado presumir que
esta confusa noticia haga referencia a un enfrentamiento
surgido en el seno de la comunidad judía de Roma entre
seguidores y enemigos de Cristo. Este decreto de expul-
sión afectó a los judeocristianos Priscila y Aquila, que se
establecieron en Corintio, cuando san Pablo predicaba el
Evangelio en esa ciudad (Hch 18, 2-9). Pero hay que decir
que el hecho puntual de la expulsión obedecía a una cues-
tión de orden público, ante la que cualquier gobernante
podría haber reaccionado de modo similar.
De todas formas, aun cuando tengamos en cuenta es-
tos precedentes inmediatos, es preciso formular la gran
pregunta sobre las persecuciones anticristianas: ¿Cómo es
posible que el Imperio romano, tan tolerante con las reli-
giones extranjeras, mantuviera durante tres siglos una ac-
titud de intolerancia y persecución contra los cristianos?
La búsqueda de una respuesta fundada en un míni-
mum de lógica nos lleva a considerar, en primer lugar, la
naturaleza misma del cristianismo. La religión cristiana
no se presentaba como un simple culto religioso, a la ma-
nera de los misterios de Eleusis o del culto a Sérapis, sino
que rechazaba como falsas todas las divinidades paganas,
incluidas las que constituían la religión oficial romana.
Como ya hemos indicado anteriormente, se trataba de un
grupo religioso que no consideraba a su Dios como un
dios particular, sino como el único Dios verdadero, cuyo
culto se extendía a todos los pueblos. Además de lo di-
Las persecuciones del Imperio Romano 39

cho, no hay que olvidar la concurrencia de otros factores


coadyuvantes, como la hostilidad del judaísmo de la diás-
pora, que no veía con buenos ojos a los judeocristianos,
por entender que habían traicionado el sometimiento a la
Torah.
La chispa desencadenante de las persecuciones se
produce en tiempos de Nerón (54-68). Fue el incendio de
Roma, iniciado el 18 de julio del 64, que duró seis días y
calcinó tres de los catorce distritos de la Urbe. Con oca-
sión de esta catástrofe, según nos certifica Tácito, Nerón
declara culpables de la misma a los cristianos. El rumor
popular señalaba al extravagante emperador como culpa-
ble. «Para silenciar este rumor, Nerón suscitó acusados e
inflingió las torturas más refinadas a unos hombres odia-
dos a causa de sus abominaciones, a quienes las gentes
llaman cristianos. Aquel de quien toman nombre, Cristo,
había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procu-
rador Poncio Pilato» (Tácito, Ann., XV, 44).
Este mismo autor no tiene empacho al declarar que se
comenzó a castigar a los cristianos «no tanto por el crimen
del incendio como por odio al género humano». Con estas
afirmaciones queda bastante manifiesto que el incendio
fue un mero pretexto para perseguir a los cristianos.
La primera persecución les costó la vida a san Pedro,
primer obispo de la Ciudad Eterna, y a san Pablo, que fue
decapitado en la vía Apia, en el año 67. Pero no fueron los
únicos mártires, puesto que Tácito nos habla de «una ingen-
te multitud». Las fuentes cristianas son inequívocas al iden-
40 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

tificar a Nerón como el iniciador de las persecuciones contra


el cristianismo. A Nerón se le atribuye una disposición le-
gal que prohibía la existencia del cristianismo. Era el lla-
mado «Instituto neroniano» del que nos hablará Tertuliano.
Durante tres siglos, hasta el 311 –fecha del Edicto de
Galerio, que establece la libertad religiosa de la Iglesia–,
todos los cristianos fueron, de alguna manera, candidatos
al martirio. Era suficiente que un cristiano fuera denuncia-
do por un vecino, o que rechazara participar en una cere-
monia idolátrica, para que pudiera ser conducido ante un
magistrado y fuese condenado a muerte. A veces, se daban
situaciones curiosas. Por ejemplo, el emperador Trajano
(96-117), al responder a una consulta de Plinio el joven,
gobernador de Bitinia, sobre el modo de proceder contra
los cristianos, le dice que no deben ser perseguidos, pero
sí castigados. Esta respuesta imperial será justamente ca-
lificada de contradictoria por Tertuliano (Apol., II, 7-9).
Con Septimio Severo (193-211) se inaugura la di-
nastía siria en la cúpula del Imperio. Al principio siguió
una política pacífica y tolerante en materia religiosa, pero
en el año 202 publica un edicto prohibiendo, bajo graves
sanciones, hacerse judío o cristiano. Parece ser que este
cambio de actitud estuvo motivado por el temor al cris-
tianismo, como una fuerza supranacional inquietante para
el Imperio. En algunos lugares, como Alejandría y Car-
tago, la persecución alcanza también a los catecúmenos.
Así acontece en Alejandría, donde son martirizados seis
discípulos de Orígenes, dos de ellos catecúmenos (Euse-
Las persecuciones del Imperio Romano 41

bio de Cesárea, Hist. eccl., VI, 4, 1-3). En Cartago serán


víctimas ilustres las santas Perpetua y Felicidad.
Los sucesores de Septimino Severo fueron tolerantes
con los cristianos. Es más, Alejandro Severo (222-235)
dispensó un trato benevolente a los cristianos. Contra esa
actitud se rebeló Maximino de Tracia (235-238), antiguo
oficial de la guardia pretoriana, que persiguió a los cristia-
nos por llevarle la contraria a su predecesor.
Hasta mediados del siglo III, los emperadores no to-
maron medidas persecutorias de carácter general contra
los cristianos. Decio (249-251) fue el primero en exigir a
todos los súbditos del Imperio un certificado de haber sa-
crificado a los dioses. A pesar de la brevedad de la perse-
cución debida a la pronta muerte de Decio, su impacto fue
muy grande por el elevado número de cristianos que sa-
crificaron a los dioses o que simplemente suscribieron un
«libelo» de haberlo hecho. Hubo también muchos obispos
y cristianos corrientes que confesaron su fe y fueron mar-
tirizados: el papa Fabián, santa Águeda en Catania, san
Babilas, obispo de Antioquía, san Félix de Zaragoza, etc.
El emperador Valeriano (253-260) también publicó
un edicto persecutorio, en agosto del 257. En Hispania
fueron víctimas ilustres san Fructuoso de Tarragona y sus
diáconos Augurio y Eulogio. Con los siguientes empera-
dores, los cristianos vivieron tiempos bonancibles, sin ser
atacados por el poder político romano.
Pero este período pacífico se vendrá abajo con el em-
perador Diocleciano (284-305). Aunque fue tolerante con
42 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

los cristianos durante los dieciocho primeros años de su


reinado, en el año 300 hace una «purga» en el ejército al
exigir a los soldados sacrificar a los dioses o salir del ejér-
cito (Eusebio de Cesarea, Hist. eccl., VIII, 4, 2-3). Detrás
de esta medida podría estar la preocupación de que el au-
mento de las conversiones al cristianismo dentro del ejér-
cito llegase a ser un peligro para el Imperio. En los años
303 y 304 promulga cuatro edictos contra los cristianos.
Entre los numerosos mártires debemos mencionar a san
Vicente y a los dieciocho mártires de Zaragoza, cantados
por Aurelio Prudencio en su Peristephanon. Los que su-
frieron el martirio en Palestina merecieron la atención de
Eusebio de Cesárea, que hizo unos apuntes biográficos y
los incorporó a su Historia Eclesiástica.
El sucesor de Diocleciano en Oriente, Galerio, cayó
gravemente enfermo y en 311 dio un edicto de tolerancia
a los cristianos en el que devolvía los bienes que les ha-
bían confiscado (Lactancio, De morte persec., 34).
7
El martirio y su proyección social

Ya desde los primeros tiempos del cristianismo, la


respuesta de los creyentes ante las persecuciones se en-
tendía como un «testimonio» dado sobre Cristo. La pala-
bra mártir, procede del griego μάρτυρ y significa «testi-
go»; luego se translitera al latín como martyr, y así pasará
más tarde al castellano mártir. El uso de este vocablo se
generaliza pronto, tanto en Oriente como en Occidente,
para designar al cristiano que sufre o muere a causa de
su fe. Aurelio Prudencio, nuestro gran poeta cristiano del
siglo V, canta a los mártires en uno de sus poemas: «Cristo
bueno jamás negó cosa alguna a sus testigos (martyres);
testigos a quienes ni la dura cadena ni la misma muerte
arredró jamás para confesar al Dios único, aun a costa de
su sangre. ¡De su sangre! Mas este daño está bien pagado
con más larga luz de gloria» (Peristephanon, I, 19, 24).
Ahora bien, el uso del término «testigo» con ese con-
tenido no surge por generación espontánea. Si remonta-
mos nuestra búsqueda a la predicación de Jesús, vemos
44 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

que el Señor emplea esta palabra en un sentido amplio,


pero referida a su persona, dirigiéndose a sus más cer-
canos seguidores. Podemos recordar sus palabras, poco
antes de su Ascensión a los cielos, cuando le preguntan si
en aquel momento va a restaurar el reino de Israel: «No
es cosa vuestra conocer los tiempos o momentos que el
Padre ha fijado con su poder, sino que recibiréis la fuerza
del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros y seréis
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta
los confines de la tierra» (Hch 1, 7-8).
El mismo libro de los Hechos de los Apóstoles nos cer-
tifica que los Apóstoles cumplieron este encargo del Señor
de una forma inequívoca: «Con gran poder los Apóstoles
daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y
en todos ellos había abundancia de gracia» (Hch 4, 33).
A partir del siglo II, con el vocablo «testigo» se em-
pieza a designar en el lenguaje cristiano exclusivamente
al creyente que da su vida por su fe. Quien simplemente
testifica su fe es llamado «confesor» (Eusebio de Cesá-
rea, Hist. eccl., V, 2, 3-4). Una explicación de este cambio
de terminología es la consideración de los sufrimientos y
la muerte del mártir como una manifestación de la fuerza
de la resurrección de Cristo, porque en los mártires Cristo
sufre y vence a la muerte. Los mártires, en efecto, son
portadores del Espíritu Santo, tienen visiones y se realizan
milagros que tienen relación con su persona; su martirio
tiene un valor propiciatorio no solo por los propios peca-
dos, que son perdonados –pensemos, por ejemplo, en el
El martirio y su proyección social 45

bautismo de sangre (Tertuliano, De bapt., 16; Orígenes,


Exhort. mart., 30)–, sino también por los beneficios que
proporciona a la comunidad cristiana, entre los que hay
que subrayar su efecto apostólico multiplicador, como
recuerda Tertuliano a los paganos de su tiempo: «Aun-
que sea refinada vuestra crueldad no sirve de nada; más
aún, para nuestra comunidad constituye una invitación.
Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nos
hacemos más numerosos: la sangre de los cristianos es se-
milla eficaz» (Apol., L, 13). Estas palabras de Tertuliano
hacen exclamar a Benedicto XVI: «Al final el martirio y
el sufrimiento por la verdad salen victoriosos, y son más
eficaces que la crueldad y la violencia de los regímenes
totalitarios» 1.
El comportamiento de los mártires generaba en los
mismos paganos muestras de admiración y reconocimien-
to. San Justino lo declara de forma paladina: «Yo mismo,
cuando seguía la doctrina de Platón, oía las calumnias
contra los cristianos; pero al ver cómo iban intrépidamen-
te a la muerte y a todo lo que tiene de espantoso, me puse
a reflexionar que era imposible que tales hombres vivie-
ran en la maldad y en el amor a los placeres» (Justino, II
Apol., XII, 1). Los ejemplos podrían multiplicarse.
Según la nomenclatura habitual de estas fuentes his-
tóricas, se acostumbra a dividir los escritos sobre los már-

1.  Benedicto XVI, Audiencia general, 30 de mayo 2007.


46 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

tires en Actas y Pasiones. Las Actas eran las propias de


los documentos judiciales del proceso, conservadas en los
registros oficiales, con ligeras adiciones de los copistas
cristianos; y las Pasiones eran las composiciones litera-
rias inspiradas en las Actas citadas, o procedentes de na-
rraciones de testigos o familiares de los mártires 2.
Por razones de espacio nos limitaremos a examinar
dos prototipos diversos de tales relatos: las Actas de los
mártires escilitanos y la Pasión de Perpetua y Felicidad.

2.  J. de Mayol de Lupé, Les actes des martyrs comme source de


renseignements pour le langage et les usages des II e III siècles, en
REL 17 (1939) 90. Algunos autores suelen añadir a esta división las
llamadas leyendas hagiográficas, que aun cuando tienen su origen en
un hecho real, contienen además elementos de piadosa fantasía.
8
Las Actas de los mártires escilitanos

Las Actas de estos mártires africanos nos pueden ayu-


dar a entender mejor el comportamiento de los cristianos
de Scillium –pequeña población de la Numidia (actual
Túnez)–. Siguen la narración escueta de la prosa procesal,
cuya autenticidad resulta indudable, aunque tenga algún
añadido de quienes nos han transmitido dicho documento.
La frase introductoria nos permite fijar con exactitud la
fecha de su martirio: «Siendo cónsules Presente, por se-
gunda vez, y Claudiano, el día 17 de julio», es decir, el 17
de julio del año 180. El interrogatorio se desarrolla entre
el procónsul Publio Vigelio Saturnino y los acusados:

«Entonces dijo el procónsul: Podéis ganaros la indul-


gencia de nuestro señor el emperador si volvéis a vuestro
sano juicio. Esperato respondió: No hemos hecho mal nun-
ca, no hemos dado lugar a ninguna bajeza: no hemos mal-
decido jamás (…). El procónsul Saturnino dijo: No seáis
cómplices de su locura. Citino dijo: Nosotros no tememos a
otro que no sea a Dios nuestro Señor que está en los cielos.
48 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Donata añadió: Nosotros honramos al emperador como em-


perador, pero solo tememos a Dios. Vesta confirmó: Tam-
bién yo soy cristiana. Y Segunda exclamó: Lo que soy yo,
eso es precisamente lo que quiero ser. Entonces Saturnino
el procónsul se dirigió de nuevo a Esperato: ¿Perseveras en
ser cristiano? Esperato le respondió: Soy cristiano. Y con
él todos lo afirmaron. Entonces el procónsul dijo: ¿Queréis
un tiempo para deliberar? Esperato le respondió: En una
causa tan justa, no hay ninguna necesidad de deliberar (…).
Saturnino el procónsul ordenó que el heraldo anunciase:
He ordenado ejecutar a Esperato, Nartzalo, Citino, Veturio,
Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vesta, Dona-
ta y Segunda. Todos dijeron: Gracias a Dios» (Acta mart.
Scilli., 1-16).

Las Actas de los mártires de Scillium nos permiten


captar «en vivo» la incomprensión que se daba en los in-
terrogatorios procesales entre los magistrados, represen-
tantes del emperador y los cristianos acusados. Aunque el
procónsul quiera dar pruebas de comprensión, el diálogo
con los cristianos es muy tenso. Se nota que no hablan el
mismo idioma. Para el magistrado romano, el cristianismo
es una demencia; para los cristianos, en cambio, es la afir-
mación de la fe en Cristo. Llama también la atención que
el simple hecho de decir «soy cristiano» lleve aparejada la
sentencia de muerte. Pero, todavía resulta más desconcer-
tante la respuesta final de los acusados: «Gracias a Dios».
En alguna ocasión, la actitud cristiana de no ceder a
la idolatría no solo es incomprendida por emperadores de
Las Actas de los mártires escilitanos 49

un buen nivel intelectual, como Marco Aurelio (161-180),


sino que es atribuida a orgullo o a un gesto teatral. La
realidad era muy otra, si nos atenemos a los datos que
nos ofrecen las fuentes cristianas. Ya el autor inspirado
del Apocalipsis, a finales del siglo I, contempla con ad-
miración a «los que vienen de la gran tribulación, los que
han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la san-
gre del Cordero» (Ap 7, 14), venidos de todas las nacio-
nes, de todos los pueblos y de todas las lenguas. Estos
son los mártires. Entre ellos podemos distinguir obispos
como Ignacio de Antioquía y Policarpo, filósofos como
Justino, esclavos como Evelpisto, abogados como Vetio
Epágato, patricios como Apolonio, jóvenes como Blandi-
na, ancianos como Potino. Podríamos continuar, pero, aun
cuando sea un pequeño botón de muestra de una multitud
innumerable, es fácil concluir que el martirio no era algo
exclusivo de una determinada clase social, raza o pueblo.
En cierto sentido se podría hablar aquí de universalidad,
que es lógica consecuencia de la catolicidad constitutiva
de la Iglesia.
9
La pasión de Perpetua y Felicidad

Como un ejemplo significativo de las Pasiones pode-


mos presentar la Pasión de Perpetua y Felicidad, que se
puede considerar una obra maestra de la literatura cristia-
na de los primeros siglos y que, con el paso del tiempo, se
convertirá en arquetipo de todas las demás obras de conte-
nido martirial. En tiempos de san Agustín, estas actas go-
zaban de tal estimación que debió advertir a sus oyentes
de que no las pusieran al mismo nivel que las Escrituras
canónicas (De anima, I, 10, 12).
El escrito que comentamos narra el martirio de tres
catecúmenos, Sáturo, Saturnino y Revocato, y de dos mu-
jeres jóvenes, Vibia Perpetua, de noble cuna, y su esclava
Felicidad. Esta última estaba encinta cuando la arresta-
ron y dio a luz una niña poco antes de morir en la arena
del anfiteatro de Cartago. El día de este martirio, según el
martirologio Jeronimiano, tuvo lugar el 7 de marzo, y el
año generalmente aceptado es el 203.
Los estudiosos consideran que la paternidad de esta
obra debe atribuirse a varios autores. Parece claro que la
52 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

mayor parte del escrito corresponde al diario de Perpetua,


como se afirma en la misma Pasión (c. 2); otros capítulos
serían de Sáturo (cc. 11-14), e incluso algunos sostienen
que los restantes capítulos salieron de la pluma de Tertu-
liano, aunque esta hipótesis no es compartida por todos
los especialistas.
Perpetua nos ha dejado un relato emocionante de los
intentos de su padre para librarla de la muerte, estando ya
encarcelada:
«Pocos días después se corrió el rumor de que íbamos
a ser juzgados. Vino entonces de la ciudad mi padre, muy
disgustado, y se acercó para hacerme caer diciendo: “Apiá-
date de mis canas, hija mía; compadécete de tu padre, si es
que todavía merezco que me llames padre. Si te he condu-
cido hasta la edad en flor, en que ahora te encuentras, con
estas manos, si te he antepuesto a todos tus hermanos, no
me deshonres. Piensa en tus hermanos, ten presente a tu
madre y a tu tía, acuérdate de tu hijo, que no podrá vivir
sin ti. Abandona tu obstinación y no destruyas la familia
entera. Ninguno de nosotros podría hablar libremente, si tú
sufrieras algún daño”. Esto lo decía por su cariño de padre,
besándome las manos y echándose a mis pies y llorando
(…). Traté de confortarlo diciéndole: “Todo se desarrollará
en el estrado como Dios lo quiera. Debes saber que noso-
tros no dependemos de nuestra propia autoridad, sino de la
de Dios”. Y se apartó de mí triste» (Passio Perp., V, 1-6).

Es preciso reconocer que Perpetua se encontraba en


una posición dilemática de extrema dificultad, no tanto
La pasión de Perpetua y Felicidad 53

por el hecho, ya de por sí lacerante, de estar encarcela-


da, sino porque además se añadía la tragedia familiar que
protagonizaba como madre de un hijo recién nacido. Si
a este dolor unimos el de su propio padre, hemos de re-
conocer las dificultades excepcionales a las que hubo de
enfrentarse esta seguidora de Cristo, por el mero hecho de
ser cristiana.
Con todo, lo terrible de este planteamiento culminará,
unos días más tarde, cuando Perpetua comparezca ante
el tribunal del procurador Hilariano y se reitere la escena
con los mismos personajes:

«Otro día, mientras comíamos, de pronto nos obligaron


a ir al juicio (…). Me llegó el turno y en eso apareció mi
padre llevando a mi hijo y me sacó del estrado, diciendo:
“Sacrifica. Apiádate de tu hijo”. Hilariano (…) me dijo:
“Apiádate de las canas de tu padre, compadécete de tu hijo
pequeño. Sacrifica a la salud de los emperadores”. Yo le
respondí: “No lo haré”. Hilariano preguntó: “¿Eres cristia-
na?” Yo respondí: “Soy cristiana”. Como mi padre quería
hacerme caer, Hilariano ordenó apartarlo y le golpearon
con una vara. A mí me dolió la desgracia de mi padre tanto
como si me hubieran pegado a mí, y así me dolí por su atri-
bulada vejez. Después nos nombró a todos y nos condenó a
las fieras. Nosotros, alegres, volvimos a la cárcel» (Passio
Perp., VI, 1-6).

La sencillez de las respuestas que da Perpetua ante


cuestiones que le afectan tan directa y vitalmente no ha-
54 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

cen más que mostrarnos su extraordinaria talla espiritual,


que la caracteriza como una auténtica heroína cristiana.
También es llamativa la alegría de Perpetua y de todo el
grupo de cristianos que van a ser martirizados; pero, aun
centrándonos en el relato de Perpetua, ella misma nos cer-
tifica que el único que no se alegra con su martirio es su
padre (Passio Perp., V, 6).
Otro aspecto importante de la vida de Perpetua, que se
refleja también en otras Actas de los mártires, es el de las
visiones que tuvo en la cárcel. La lectura de estas narra-
ciones jugaba un papel importante en la primitiva comu-
nidad cristiana, pues servía para fortalecer la fe, enseñar y
edificar al pueblo cristiano tanto en la preparación al bau-
tismo como en momentos de dificultad 1. La autoridad de
que gozaban las visiones en el ámbito cristiano martirial
se fundamentaba bíblicamente en la visión de san Esteban
protomártir (Hch 7, 55). Además, conviene añadir que su
carácter premonitorio o profético le concedía un plus de
veracidad a la totalidad de la narración. En la Pasión de
Perpetua se presenta, en algún momento, la peculiaridad
de la visión como un modo orante de trato con Dios:
«Yo era consciente –dice Perpetua– de hablar con el
Señor» (Passio Perp. IV, 2). Perpetua tiene una visión en
la que ve una escalera de bronce estrecha, pero tan alta
que llegaba hasta el cielo. Por ella solo podía subir una

1.  F. J. Dölger, Antike Parallelen zum leidenden Dinokrates in


der Passio Perpetuae, en AC 2 (1930) 23.
La pasión de Perpetua y Felicidad 55

persona a la vez, y en los bordes tenía clavadas diversas


armas. Bajo la escalera había una serpiente de enorme ta-
maño, que amedrentaba a quienes subían para que no se
encaramasen. Primero subió Sáturo, que invitó a Perpetua
para que también subiera. Al intentar subir el primer esca-
lón, Perpetua pisó la testuz del animal y comenzó a subir
hasta arriba, donde vio un enorme jardín. En medio había
un hombre de blancos cabellos, con aspecto de pastor, de
gran estatura, ordeñando ovejas. A su alrededor se encon-
traban muchos miles de personas vestidas de blanco. El
pastor levantó la cabeza, la miró y le dijo: Bienvenida,
hija. Le dio a beber un sorbo de la leche que estaba or-
deñando y, al tomarlo, todos los que se encontraban alre-
dedor dijeron Amén. Al despertar contó a su hermano la
visión que había tenido, y los dos comprendieron que iban
a sufrir el martirio y, como relata Perpetua, «comenzamos
a no tener ya ninguna esperanza puesta en este mundo»
(Passio Perp., IV, 3-10).
Sin entrar en consideraciones teológicas sobre la na-
turaleza de esta clase de visiones, aparece expresada con
claridad la primera interpretación que hace la propia Per-
petua: la certeza de su martirio y el abandono de las es-
peranzas mundanas. La esperanza de los mártires era el
cielo, simbolizado en el jardín y el pastor divino, que le
hace partícipe del banquete celestial, figura de la eucaris-
tía celeste. Tampoco hay que olvidar la expresividad de
las palabras finales de la visión, sobre el nulo valor de las
esperanzas terrenas para quienes han tenido la confirma-
56 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

ción de su entrada en la patria celestial. En su conjunto,


hemos de considerar toda la visión como una ayuda de la
misericordia divina en favor de quienes van a dar el supre-
mo testimonio de su vida por Cristo.
La víspera del día de su martirio, Perpetua tuvo otra
visión. Pero antes de analizar su contenido, tal vez con-
venga recordar que los primeros cristianos consideraban
el martirio como un combate contra el demonio y, por eso,
no nos puede extrañar que Perpetua utilice un lenguaje
propio de alguien que ha sostenido un combate. En su vi-
sión, Perpetua contempla la llegada del diácono Pompo-
nio a la cárcel, vestido con una amplia vestidura blanca,
que le dice: Perpetua, te esperamos, ven. Le acompaña
por lugares ásperos y tortuosos hasta llegar al anfiteatro
y, dejándola en medio de la arena, le dice: No temas. Es-
toy aquí contigo y contigo sufro. Sale en ese momento un
egipcio de horrible aspecto, con sus auxiliares, para luchar
contra ella. Pero Perpetua se ve transformada en hombre 2
y cuenta con la ayuda de unos muchachos elegantes, dis-
puestos a ayudarla y defenderla. Sale también un hombre
de grandes dimensiones, con una banda de púrpura, una

2.  La masculinización de Perpetua deriva de las palabras de san


Pablo con las que exhorta a alcanzar la perfección del hombre en la
medida de la edad de plenitud de Cristo, según lo expresado por el
Apóstol en Ga 3, 28: «Ya no hay distinción de judío, ni griego (…); ni
tampoco de hombre y mujer» (J. Leal, Actas latinas de los mártires
africanos, Madrid 2009, p. 77).
La pasión de Perpetua y Felicidad 57

vara como de lanista 3 y un ramo verde del que cuelgan


manzanas de oro. Pide silencio y dice: Si el egipcio vence
a esta mujer, la matará con la espada; pero si vence ella,
recibirá este ramo. El combate termina con el triunfo de
Perpetua, que le pisa la cabeza al egipcio. El lanista le
entrega el ramo, le da un beso y le dice: Hija, la paz sea
contigo. Luego sale por la puerta Sanavivaria 4. Entonces
se despierta Perpetua y entiende, como ella misma nos
cuenta, «que no iba a ir a las bestias, sino a luchar contra
el mismo diablo» (Passio Perp., X, 14).
Puede resultar chocante a nuestra mentalidad actual el
carácter de lucha contra el demonio que tiene el martirio
para los cristianos de los siglos II y III. Es más, en el caso
de la visión de Perpetua, el hecho de la masculinización
que le acontece es una prueba inequívoca de que se trata de
un auténtico combate. Porque en el imaginario de la época
los combates celebrados en los anfiteatros eran de gladia-
dores, no de mujeres. De esta manera quedaba muy bien
expresada la idea de que no solo se trataba de un combate,
sino también de una lucha que requería una fortaleza supe-
rior a la demoníaca, cosa que solo Dios podía conceder.
El caso de Felicidad, la joven esclava de Perpetua, tiene
también particularidades muy expresivas. Estaba embara-

3.  Parece que se trata de una persona que distribuía los premios a
los gladiadores (J. Leal, o. c., p. 111, nota 55).
4.  Era la puerta del anfiteatro de Cartago por donde salían los
gladiadores que habían vencido.
58 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

zada de ocho meses, cuando fue detenida. Al aproximarse


el día en que se iba a celebrar su martirio, sus compañeros
dirigieron su oración al Señor, e inmediatamente después de
terminar la oración le sobrevinieron los dolores del parto.
Y al quejarse Felicidad por la natural dificultad de un par-
to de ocho meses, le dijo uno de los oficiales de la cárcel:
«“Tú que te quejas ahora ¿qué harás cuando te enfrentes a
las fieras que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?”
Y ella respondió: “Ahora sufro yo lo que me toca sufrir;
después será otro el que sufrirá en mí, porque yo sufriré
por él”. Y entonces dio a luz una niña, que educó como
hija suya una hermana en la fe» (Passio Perp., XV, 5-7).
Es muy conmovedora la manera de afrontar Felicidad
el momento del martirio y el vínculo de comunión con
el resto de los compañeros detenidos, así como el modo
orante con el que resuelven esta difícil situación. También
habría que destacar la conversación de Felicidad con el
oficial de la prisión sobre el valor del sufrimiento marti-
rial, que se identifica con el sufrimiento de Cristo.
Los santos mártires, después de ser maltratados por
las fieras del espectáculo venatorio, fueron llamados a la
puerta Sanavivaria. Al final del espectáculo fueron deca-
pitados.
El relato termina con una oración de corte litúrgico
dirigida a los mártires:

«¡Oh fortísimos y santísimos mártires! ¡Oh llamados


y elegidos verdaderamente a la gloria de nuestro Señor Je-
La pasión de Perpetua y Felicidad 59

sucristo! Quien alaba y honra y adora esta gloria debe leer


también estos ejemplos no inferiores a los de los antiguos
para edificación de la Iglesia, de modo que las nuevas vir-
tudes testifiquen que el único y siempre mismo Espíritu
Santo sigue obrando ahora y, con él, también Dios Padre
omnipotente y su Hijo Jesucristo nuestro Señor, de quien
es la gloria y el inmenso poder por los siglos de los siglos.
Amén» (Passio Perp., XXI, 11).
10
Espiritualidad martirial

Una de las claves para entender el martirio de los pri-


meros cristianos y, en general, de los mártires de todos
los tiempos, es adentrarnos en los relatos que han lle-
gado hasta nosotros a través de las Actas y Passiones, y
de otros documentos escritos por los propios mártires o
por otras personas, que nos manifiestan las disposicio-
nes interiores de quienes van a dar el supremo testimonio
de sus vidas. Así, por ejemplo, Eusebio de Cesárea, un
historiador del siglo IV, nos informa en su Historia ecle-
siástica de algunos aspectos de la vida y las cartas de san
Ignacio de Antioquía († 107). En esta obra se narra cómo
el obispo es detenido, juzgado y condenado a las fieras,
a causa del testimonio que dio de Cristo. Es llevado a
Roma, bajo custodia de un piquete de soldados, para ser
allí martirizado. Y comenta Eusebio: «En cada una de las
ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhor-
taciones, iba consolidando a las iglesias; sobre todo ex-
hortaba con gran ardor a guardarse de las herejías que ya
62 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que


no se apartaran de la tradición apostólica» (Hist. ecles.,
III, 36, 3-4). Es decir, no solo tenía celo por el cuidado de
su propia grey, sino también por las otras comunidades
que iba encontrando en su viaje. También aquí la ejem-
plaridad del santo obispo de Antioquía nos muestra con
hechos su preocupación por las otras iglesias locales, que
componían la «Católica». Podemos decir, además, que
Ignacio aplicaba sencillamente la doctrina paulina que
hacía proclamar al Apóstol su «solicitud por todas las
Iglesias» (2 Cor 11, 28).
Ignacio, en una Carta que escribe a los romanos, tes-
timonia el estado de su alma ante la proximidad del mar-
tirio. Entre otras cosas, tiene perfectamente clara la rela-
ción existente entre el martirio y la imitación de Cristo, de
tal manera que considera el martirio como el verdadero
seguimiento de Jesús.
Se comprende fácilmente que los primeros seguidores
del cristianismo tengan como modelo de conducta al Se-
ñor, también en el último trance de su vida en la tierra, es
decir, el de su pasión y muerte. Así lo considera el autor de
las Actas martiriales de san Policarpo († ca. 167), que no
solo hace un paralelismo entre el mártir y Cristo, sino que
expresamente lo pone como modelo a imitar, apoyándose
en el «gran amor» que muestra Policarpo a Jesús: «Pues
a Él [Cristo] lo adoramos como Hijo de Dios. Pero a los
mártires los amamos como merecen, como a discípulos
del Señor, a causa de su insuperable amor a su propio Rey
Espiritualidad martirial 63

y Maestro. ¡Ojalá llegásemos nosotros a ser sus compañe-


ros y condiscípulos!» (Martyr. Poly., XVII, 3).
Las primeras generaciones cristianas consideran el
martirio como la expresión más perfecta de la santidad,
precisamente por la estrecha relación que ven entre el
amor a Dios y la santidad. Clemente de Alejandría, un
escritor cristiano del siglo II, sintetiza lo que acabamos
de decir con la palabra «perfección» (en griego, teleíosis):
«Nosotros llamamos al martirio perfección (teleíosin),
no porque el hombre alcance el fin de la vida como los
demás, sino porque da pruebas de una obra perfecta de
amor» (Strom., IV, 4, 14).
No caemos, pues, en la exageración si afirmamos que
el martirio es el modelo más eminente de la perfección es-
piritual del cristianismo primitivo. Una prueba que cons-
tata lo que decimos es el culto que se confiere a los már-
tires en los albores de la liturgia cristiana. El sentimiento
de profunda simpatía que tenían los primeros creyentes
hacia aquellos héroes de la fe, que habían sellado con su
sangre la fidelidad a Cristo, fue el móvil que impulsó a las
comunidades cristianas a rendir a sus restos mortales y a
su memoria una veneración particular, en especial el día
de su martirio, dies natalis («el día de su nacimiento»). De
este modo tan sencillo nacería el calendario litúrgico del
culto a los santos.
Ya hemos hablado de la concepción del martirio como
una lucha aparentemente desigual del mártir contra el de-
monio, puesto que en esa contienda el mártir no estaba
64 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

solo. Ahí está también Cristo que lucha a su lado. Por eso,
san Cipriano († 258), obispo de Cartago, ve en esta inter-
vención de Cristo un motivo de aliento y de consuelo para
los cristianos que están a punto de consumar su martirio.
Sus palabras esperanzadas tienen una gran firmeza:

«Si [el Señor] os llamase a la lucha, si llegase el día de


vuestro combate, servid valientemente, luchad con firmeza,
sabiendo que lucháis a la vista del Señor, que está presente,
que la confesión de su nombre os conducirá a su gloria. Él
no se contenta con contemplar a sus servidores, sino que
lucha con ellos el mismo combate» (Ep. 10, 4, 4).

Para favorecer una respuesta positiva ante la perspec-


tiva del martirio, se desarrolla, a lo largo de los tres prime-
ros siglos, un género literario que podríamos denominar
«exhortativo» y que alcanza un alto nivel en los escritos
de Tertuliano, Orígenes y san Cipriano de Cartago.
La admiración producida por el martirio lleva igual-
mente, en siglos posteriores, a destacar la excelencia de
estos cristianos ejemplares, dando lugar a una literatura
compuesta por textos que ensalzan su heroísmo. Se puede
recordar a este propósito a san Juan Crisóstomo, que en
una de sus homilías habla de la fortaleza de los mártires
en términos muy expresivos:

«No hacían caso de los peligros de la muerte (…), ni de


su pequeño número, ni de la multitud de sus contrarios, ni
del poder, fuerza y sabiduría de sus enemigos; porque tenían
Espiritualidad martirial 65

fuerzas mayores que todo eso: el poder de Aquel que había


muerto en la Cruz y había resucitado» (Hom. in Mat., 4).

También cabría añadir que forma parte de la piedad


martirial el hecho de imitar la conducta espiritual de los
mártires, aunque no se sufra un martirio cruento. Clemen-
te de Alejandría sostiene que el cristiano que cumple los
mandamientos se asimila al mártir:

«Ahora bien, cuantos ponen en práctica los manda-


mientos del Señor son mártires en cualquier circunstancia,
porque hacen lo que Él quiere, invocando en consecuencia
al Señor, y dando testimonio mediante [ese] acto de que obe-
decen a quien [realmente] está presente, y crucifican la car-
ne con las concupiscencias y pasiones» (Strom., IV, 7, 43).

Como acabamos de ver, la perfección paradigmática


del martirio irá creando también una atmósfera propicia
para que se abra camino la idea de un martirio «espiri-
tualizado» o, si se prefiere, «incruento», que expresa, en
el fondo, el compromiso bautismal cristiano vivido con
plenitud.
11
Defensa intelectual del cristianismo

Como ya indicamos anteriormente, los primeros cris-


tianos tuvieron que responder a los ataques del paganis-
mo y de un sector importante del judaísmo, que trataban
de desprestigiar cultural y popularmente al cristianismo
propalando calumnias y falsas acusaciones de ateísmo,
orgías, antropofagia, etc.
A lo largo del siglo II aparece una serie de autores
cristianos que inician una literatura de defensa cristiana
dirigida especialmente a los emperadores. Podemos men-
cionar, entre ellos, a los atenienses Cuadrato y Arístides,
a Justino, Taciano y otros. A estos escritores se acostum-
bra a darles el nombre de «apologistas», de acuerdo con
la tradición cristiana. Su posición intelectual ha sido bien
precisada por Benedicto XVI: «Los apologistas buscan
dos finalidades: una, estrictamente apologética, o sea, de-
fender el cristianismo naciente (apologuia, en griego, sig-
nifica precisamente “defensa”); y otra, “misionera”, o sea,
proponer, exponer, los contenidos de la fe con un lenguaje
68 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

y con categorías de pensamientos comprensibles para los


contemporáneos» 1.
La finalidad que persiguen estos autores es presentar
la verdad del mensaje cristiano no solo en el terreno de las
ideas, sino también en el ámbito práctico de las vivencias
y costumbres. Un ejemplo de lo que decimos se puede
encontrar en la descripción que hace Arístides del género
de vida que llevan los cristianos:

«Y estos [los cristianos] son quienes mejor han encon-


trado la verdad, entre todas las naciones de la tierra, pues
conocen al Dios creador y artífice del universo en su Hijo
Unigénito y en el Espíritu Santo, y no adoran a otro Dios
fuera de este. Los mandamientos del mismo Señor Jesu-
cristo los tienen grabados en sus corazones y esos guardan,
esperando la resurrección de los muertos y la vida del si-
glo por venir. No adulteran, no fornican, no levantan falso
testimonio, no codician los bienes ajenos, honran al padre
y a la madre, aman a su prójimo y juzgan con justicia. Lo
que no quieren que se les haga a ellos no lo hacen a otros.
A los que los agravian, los exhortan y tratan de hacérselos
amigos, ponen empeño en hacer bien a sus enemigos, son
mansos y modestos (…). Están dispuestos a dar sus vidas
por Cristo, pues guardan con firmeza sus mandamientos,
viviendo santa y justamente según se lo ordenó el Señor
Dios, dándole gracias en todo momento por la comida y
bebida y por los demás bienes (…). Este es, pues, verdade-

1.  Benedicto XVI, Audiencia general, 21 de marzo de 2007.


Defensa intelectual del cristianismo 69

ramente el camino de la verdad, que conduce a los que por


él caminan al reino eterno, prometido por Cristo en la vida
venidera» (Apol., XV, 3-11).

La descripción de Arístides es una bella síntesis de


la doctrina cristiana, avalada por una práctica de virtudes
que honra a quienes las viven tanto en la esfera personal
como social. Es una argumentación en la que se pone de
relieve la cohesión que unifica la verdad con la conducta
cristiana.
Por otra parte, el cristiano encontrará, durante los pri-
meros siglos, una opinión pública manifiestamente hostil.
Se creó ese ambiente adverso como resultado de propalar
calumnias infamantes contra los cristianos. Este tipo de
comentarios incriminatorios se difundían no solo entre
un público analfabeto, sino también entre gentes de una
mayor cultura. Algunas de esas habladurías tenían un ca-
rácter especialmente odioso, como las que se referían a la
adoración de un asno, al asesinato ritual de un niño o a las
orgías nocturnas.
Los apologistas cristianos refutan tales calumnias.
Tertuliano utiliza incluso un punto de humor irónico al
referir cómo en Cartago se había expuesto en público,
poco antes de la redacción de su Apologeticum, un cuadro
que representaba al dios de los cristianos con orejas de
burro, una pezuña de macho cabrío, un libro en la mano y
vestido con una toga, con la inscripción Deus christiano-
rum onokoites. «Nos hemos reído –dice– del nombre de la
70 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

imagen y de la forma» (Apol., XVI, 12). A estos chismo-


rreos vulgares, hay que añadir las acusaciones de ateísmo,
de cultos extranjeros, de charlatanismo, de magia y de in-
dolencia en los asuntos públicos (Suetonio, Domit., 15), y
hasta de tristeza (Tertuliano, Scorpiace, 7).
A veces ocurre que semejantes acusaciones sirven de
catalizador para que el populacho promueva disturbios
contra los cristianos, haciéndoles responsables de cata-
clismos y desgracias nacionales. Según nos informa Ter-
tuliano, el grito «los cristianos a los leones» se convierte
en un slogan del siglo II que perdurará hasta el IV, cuando,
ante los acontecimientos nefastos, la plebe intente buscar
«chivos expiatorios» (Tertuliano, Apol., XL, 12).
Los intelectuales paganos atacan también a los cris-
tianos tachándoles de ignorantes e iletrados. En los me-
dios intelectuales del mundo romano se fue creando un
ambiente de repulsa contra el cristianismo, que echaría
mano de la cultura pagana para combatir a la «nueva re-
ligión». Por recordar algunos nombres podemos citar al
rétor Frontón de Cirta, maestro de Marco Aurelio y autor
de un Discurso contra los cristianos. Un escritor satírico,
Luciano de Samosata, es autor de una obra burlesca titula-
da De morte Peregrini, en la que presenta las creencias y
la conducta de los cristianos como locuras y aberraciones
humanas. Un filósofo, Celso, escribe el Discurso verda-
dero (Alethes logos) en donde, junto a un dios supremo,
sitúa una multitud de dioses menores. Hace un examen
crítico del cristianismo, desde unos presupuestos filosófi-
Defensa intelectual del cristianismo 71

cos de tipo platónico. No admite la doctrina de la creación


ni la de la revelación divina. Excluye a los cristianos del
mundo del logos y de los ideales de la enseñanza griega.
Considera a los cristianos como si fueran «débiles men-
tales». A esta sarta de falsedades responde Orígenes, un
pensador cristiano de gran lucidez, del siglo III, con el
escrito Contra Celso, en el que refuta cada uno de los ar-
gumentos del intelectual pagano.
12
Justino el filósofo

Entre las semblanzas de los primeros fieles que se de-


dicaron a la defensa de la verdad cristiana, ocupa un lugar
destacado la figura de san Justino, filósofo y mártir, el
más relevante de los Padres apologistas del siglo II, na-
cido alrededor del año 100 en Naplusa (antigua Siquem),
no lejos del pozo de Jacob, donde Jesús tuvo el coloquio
con la Samaritana.
Los padres de Justino eran colonos acomodados. Pro-
bablemente su padre fuera uno de esos veteranos a los que
el Imperio dotaba de tierras para que las explotaran. Esto
explicaría su rectitud de carácter y su gusto por la exacti-
tud histórica. Las primeras palabras de su I Apología nos
muestran una personalidad franca y sin doblez: «Al em-
perador Tito Elio Adriano, Antonino Pío, César Augusto,
y a Verísimo (…), en favor de los hombres de toda raza
que son injustamente odiados y vejados, yo Justino, uno
de ellos, hijo de Prisco, que lo fue de Bacquio, natural de
Flavia Neápolis, he compuesto este discurso y esta súpli-
ca» (Justino, I Apol., I, 1).
74 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Al comentar este texto, un ilustre estudioso llega a de-


cir: «No se puede imaginar nada más bello ni más heroico
que esta simple fórmula: Justino sabe que los cristianos
son perseguidos y condenados a muerte, que el solo hecho
de pertenecer a la Iglesia se considera por las leyes como
un crimen que se condena con la pena capital, pero tam-
bién sabe que esas leyes son injustas y que los cristianos
no merecen la muerte, y él no tiene miedo a decirlo» 1.
En otra obra, el Diálogo con Trifón, Justino cuenta la
larga conversación que mantuvo, probablemente en Éfeso,
con un ilustre rabino sobre temas relacionados con la po-
lémica judeo-cristiana. También encontramos allí el relato
de su conversión al cristianismo, así como los motivos
que le movieron a dar ese importante paso, que configura
su vida hasta el martirio. Si nos preguntáramos por la idea
dominante que se desprende de todo este escrito, tal vez
tendríamos que concretarla en un gran deseo de conocer
a Dios, canalizado a través de la filosofía, a la que había
consagrado su quehacer profesional.
En aquella época, ser filósofo no se reducía a enseñar
una materia académica. Implicaba también vivir de acuer-
do con unos principios. Justino llevó a cabo una extensa
búsqueda para descubrir la verdadera filosofía entre las
posibilidades que le ofrecían las diferentes escuelas o lí-

1.  G. Bardy-A. Hamman, La vie spirituelle d’après les Pères des


trois premiers siècles, I, Tournai 1968, p. 128.
Justino el filósofo 75

neas de pensamiento de su tiempo. Se puso en contacto


con maestros del estoicismo, pitagorismo, aristotelismo y
platonismo, pero confiesa que fracasó en esos intentos.
Hasta que tuvo un encuentro fortuito, pero decisivo, con
un misterioso anciano que le dio a conocer la verdad del
cristianismo, cuyos fundamentos se sitúan en la revela-
ción divina, proclamada por los profetas del Antiguo Tes-
tamento, y formulada con toda su plenitud en Cristo. Pero
además, el anciano le indicó la conveniencia de la oración
para que se le «abriesen las puertas de luz» y compren-
diera esas verdades (Dial., III, 1-VII, 3). La respuesta de
Justino es de una gran nitidez:

«Inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi


alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aque-
llos hombres que son amigos de Cristo, y reflexionando
conmigo mismo sobre los razonamientos del anciano, hallé
que solo esta es la filosofía segura y provechosa. De este
modo, pues, y por estos motivos soy filósofo, y quisiera
que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo,
siguieran las doctrinas del Salvador» (Dial., VIII, 1).

Estas últimas afirmaciones de san Justino nos mues-


tran una aceptación sin fisuras del cristianismo, al que
entiende como una filosofía, es decir, como una manera
de vivir rectamente de acuerdo con la verdad. Otra cosa
que destaca en Justino cuando nos cuenta su conversión
es su tono apasionado por la verdad que acaba de encon-
trar, unido al deseo de su difusión, para que participe de
76 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

ella toda la humanidad. O dicho con otras palabras, desde


el momento mismo de su conversión anhela que el cris-
tianismo se extienda por el mundo entero. Cuando se hizo
cristiano en el año 130, no solo no abandonó el manto
de los filósofos, sino que para él fue como un signo de
nobleza.
Fundó en Roma una escuela en la que impartía gra-
tuitamente la enseñanza de la doctrina cristiana. Por este
motivo fue denunciado ante el Prefecto Rústico, y sufrió
el martirio alrededor del año 165, durante el reinado de
Marco Aurelio (161-180).
El pensamiento filosófico de Justino encuentra en los
textos bíblicos una rica cantera de formulaciones teológi-
cas. San Justino se esfuerza en ilustrar todo el proyecto
divino de la creación y de la salvación como una realidad
que tiene su plenitud en Jesucristo, el Logos, o sea, el Ver-
bo eterno, la Razón eterna, que lleva a cabo la creación.
Su premisa básica es considerar la razón humana (logos)
como una participación del Logos divino. De ahí deduce
que todo hombre lleva consigo una «semilla» del Logos,
gracias a la cual puede vislumbrar la verdad. Distingue,
sin embargo, entre la revelación del Logos a los judíos en
el Antiguo Testamento y la manifestación parcial que hizo
el mismo Logos en la filosofía griega como «semillas de
verdad». Ahora bien, dado que el cristianismo es la ma-
nifestación histórica y personal del Logos en su totalidad,
todo lo que se encuentre de verdad en el mundo creado
pertenece a Cristo. Ese Logos divino ha sembrado en to-
Justino el filósofo 77

dos los hombres la «semilla de la verdad». De ahí que


considere a los filósofos pre-cristianos que vivieron de
acuerdo con el Logos, como auténticos cristianos. Entre
ellos citará a Sócrates y Heráclito (I Apol., 46, 2-3).
Se puede decir que Justino compendia en Cristo toda
la historia del pensamiento humano, e incluso la supera,
cuando escribe:

«Así pues, nuestra [religión] aparece más excelsa que


toda enseñanza humana porque el Verbo en su totalidad,
que es Cristo, se manifestó por nosotros, y se hizo cuer-
po, razón y alma. Porque cuanto de bueno dijeron y halla-
ron jamás filósofos y legisladores, fue elaborado por ellos,
mediante la investigación y la contemplación, conforme a
su participación en el Logos. Pero al no haber conocido la
totalidad del Logos, que es Cristo, muchas veces dijeron
cosas contradictorias entre sí» (II Apol., X, 1-3).

De este modo, el santo apologista, aunque critica las


contradicciones de la filosofía griega, orienta hacia el Lo-
gos cualquier verdad filosófica. «Por este motivo –subra-
ya Benedicto XVI– la filosofía griega no puede oponerse
a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a
ella con confianza, como si se tratara de un bien propio» 2.
Justino sabía ver la parte de verdad contenida en todos los
sistemas filosóficos.

2.  Benedicto XVI, Audiencia general, 21 marzo de 2007.


78 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

De todas maneras, el pensamiento de san Justino, que


tiende puentes a la filosofía griega, rechaza la religión de
los paganos por tratarse de cultos idolátricos. Especial-
mente en su primera Apología, hace una crítica demo-
ledora de la religión pagana y de sus mitos, porque los
considera desviaciones diabólicas de la verdad (I Apol.,
54, 1). «De hecho –recuerda Benedicto XVI–, la religión
pagana no seguía los caminos del Logos, sino que se em-
peñaba en seguir los del mito, a pesar de que este, según la
filosofía griega, carecía de consistencia en la verdad. Por
eso, el ocaso de la religión pagana resultaba inevitable:
era la consecuencia lógica del alejamiento de la verdad
del ser, al reducirse a un conjunto artificial de ceremonias,
convenciones y costumbres» 3. Sin embargo, la filosofía
vino a ser un área de encuentro entre cristianismo, judaís-
mo y paganismo. Es una lección que puede constituir un
«revival» para el actual diálogo interreligioso.
San Justino murió mártir, como ya dijimos. Sus actas
martiriales tienen todos los visos de autenticidad, y re-
flejan el protocolo del interrogatorio judicial. La muerte
de Justino es digna de la fe que vivió con lealtad durante
su vida. Taciano, discípulo de Justino, nos asegura, en un
texto que reproduce Eusebio de Cesárea, que fue denun-
ciado por Crescente, un filósofo cínico, que llevaba una
vida disoluta y había sido reprendido por Justino en diver-

3.  Ibid.
Justino el filósofo 79

sas ocasiones (Hist. eccl., IV, 16, 8-9). Cuando el Prefecto


Rústico interroga a Justino sobre la doctrina que profesa,
este responde con decisión:

«La doctrina que [tenemos] nos enseña a dar culto al


Dios de los cristianos, al que tenemos por Dios único, el
que desde el principio es hacedor y artífice de toda la crea-
ción, visible e invisible; y al Señor Jesucristo, por hijo de
Dios, el que de antemano predicaron los profetas que había
de venir al género humano, como pregonero de salvación
y maestro de bellas enseñanzas» (Martirio de san Justino y
sus compañeros, II, 5).

Justino sufrió el martirio acompañado de un grupo


de discípulos, cuyos nombres e interrogatorios figuran
en las mismas Actas martiriales. Uno de ellos, de nom-
bre Evelpisto, esclavo del César, al ser preguntado por el
Prefecto, responde: «También yo soy cristiano, libertado
por Cristo, y, por la gracia de Cristo, participo de la mis-
ma esperanza que estos» (Martirio de san Justino, IV, 3).
En la escueta declaración de Evelpisto nos sorprende la
segura afirmación de su fe, que le lleva a considerarse un
«liberto» de Cristo, no obstante ser un esclavo del César.
Es todo un modelo de la transformación que opera la fe
cristiana al saltar por encima de las barreras sociales de
cualquier época. De modo semejante respondieron los
demás compañeros: Caridad, Caritón, Hierax, Peón y Li-
beriano. Todos ellos, después de ser azotados, confesaron
su fe en Jesucristo y fueron condenados a la pena capital.
80 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Una vez consumado su martirio, algunos fieles tomaron


sus cuerpos a escondidas y los depositaron en un lugar
conveniente.
Al leer las Actas del martirio de san Justino, uno que-
da impresionado no solo por la práctica de las virtudes
que se atestiguan, sino también por los frutos de su labor
apostólica, al ver que sus discípulos testifican su misma fe
con el supremo argumento de entregar la propia vida.
13
La iniciación cristiana:
catecumenado, bautismo y confirmación

La preparación para recibir los sacramentos de la


iniciación cristiana fue una necesidad sentida desde los
inicios del cristianismo. La adhesión a la fe cristiana
conllevaba un modo de vivir esa fe que suponía la ade-
cuación su contenido a la nueva vida que había comen-
zado con la recepción del bautismo. De ahí surgirá un
medio de formación que se conoce con el nombre de
«catequesis».
Ya en la Didaché, a finales del siglo I, se aprecia esa
preocupación catequética. Este escrito comienza señalan-
do dos vías o caminos que marcan la elección de vida que
se propone, como paso previo al bautismo:

«Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte;


pero grande es la diferencia que hay en estos caminos. El
camino de la vida es este: En primer lugar, amarás a Dios
que te ha creado; en segundo lugar, amarás a tu prójimo
como a ti mismo, y todo cuanto no desees que se haga con-
tigo, tú tampoco lo hagas a otro» (Didaché, I, 1).
82 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

A continuación se especifican los elementos positivos


de esta forma de vida, que son los que debe vivir todo
buen cristiano. El camino de la muerte es prácticamente
un catálogo de pecados:

«Por el contrario, el camino de la muerte es este: ante


todo es malo y lleno de maldición: asesinatos, adulterios,
pasiones, fornicaciones, robos, idolatría, magia, hechicería,
saqueos, falsos testimonios, hipocresías, doblez de corazón,
engaño, soberbia, maldad, presunción, avaricia, lenguaje
obsceno, envidia, temeridad, ostentación, fanfarronería,
falta de temor (…). ¡Ojalá, hijos, permanezcáis alejados de
todo esto!» (Didaché, V, 1-2).

No era fácil ser recibido en la comunidad cristiana.


Normalmente el itinerario del pagano que se sentía atraí-
do por la vida cristiana solía iniciarse a partir de una infor-
mación proporcionada por otro cristiano que lo conocía,
bien fuera por razones de familia, amistad, vecindad o de
otro tipo. Además de esta instrucción personal, el cristia-
no solía llevar al pagano a las reuniones de la comunidad,
en las que se explicaban con más detalle las verdades de
la doctrina cristiana y la manera de llevarlas a la práctica.
Era un aprendizaje que llevaba su tiempo y al que la Igle-
sia irá dando forma en lo que se conoce bajo el nombre de
«catecumenado», palabra de origen griego que llega hasta
nuestros días, y que expresa el período de tiempo de la
primera formación cristiana.
La iniciación cristiana 83

En los escritos cristianos del siglo I encontramos alu-


siones a la preparación exigida para recibir el bautismo: el
aspirante era instruido sobre el compromiso que iba a con-
traer, y debía someterse a unos días de oración y ayuno, en
los que estaba acompañado por otros fieles. A mediados
del siglo II, Justino relata, de modo sucinto, la instrucción
catequética que precede a la recepción del bautismo (I
Apol., I, 61, 2-3). El candidato aprende las grandes verda-
des de la fe, así como la oración del Señor. Sin duda, ya en
siglo II existía una fórmula que resumía estas verdades de
la fe, que se conoce con el nombre de «símbolo» o «regla
de la fe». Ireneo de Lyon, en la Demostración apostólica,
nos proporciona el texto de dicha regla:

«He aquí la Regla de nuestra fe, el fundamento del edi-


ficio y la base de nuestra conducta: Dios Padre, increado,
ilimitado, invisible, único Dios, creador del universo. Este
es el primer y principal artículo de nuestra fe. El segundo
es: el Verbo de Dios, Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Se-
ñor, que se ha aparecido a los profetas según el designio
de su profecía y según la economía dispuesta por el Padre;
por medio de Él ha sido creado el universo. Además al fin
de los tiempos, para recapitular todas las cosas, se hizo
hombre entre los hombres, visible y tangible, para destruir
la muerte, para manifestar la vida y restablecer la comunión
entre Dios y el hombre. Y como tercer artículo: el Espíritu
Santo, por cuyo poder los profetas han profetizado y los
Padres han sido instruidos en lo que concierne a Dios, y los
justos han sido guiados por el camino de la justicia, y que
84 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

al fin de los tiempos ha sido difundido de un modo nuevo


sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre
para Dios» (Demostración Ap., 6).

Si comparamos esta fórmula de fe que utiliza san Ire-


neo con las que empleamos nosotros en la liturgia actual,
nos puede parecer, a primera vista, que es diferente. Pero,
si nos fijamos más en profundidad, observaremos que tie-
nen una equivalencia sustancial, porque en la fórmula ire-
neana están presentes los mismos dogmas que figuran en
los credos actuales empleados por la Iglesia: la Trinidad,
la Encarnación y la Redención; con el mismo desarrollo
trinitario. Las variaciones solo representan la impronta
que ha dejado el tiempo en la historia de la Iglesia, pero
en sustancia es la misma fe que profesaron los apóstoles y
los primeros creyentes.
San Ireneo insiste en que la fe profesada por la Iglesia
es la misma, aunque esté diseminada por todo el mundo.
La misma fe profesan y transmiten las Iglesias fundadas
en Germania, en Iberia, en tierras de celtas, en Oriente, en
Egipto, en Libia y en Palestina (Adv. haer., I, 10, 2). La
insistencia de Ireneo estaba motivada por las pretensiones
de los herejes «gnósticos», que ofrecían una doctrina dis-
tinta de la verdad católica, basada en supuestas revelacio-
nes de los libros apócrifos.
Tertuliano fue el primero que escribió un tratado so-
bre el bautismo (De baptismo) dedicado a la iniciación
cristiana. En él ya aparece el término «catecúmeno» para
La iniciación cristiana 85

designar a quien se prepara doctrinal y éticamente para re-


cibir el bautismo. Señala el día de la Pascua como el más
idóneo para su administración. Como ya era tradicional,
a continuación del bautismo, el catecúmeno recibía el sa-
cramento del don del Espíritu Santo (confirmación), y el
rito se concluía con la celebración de la eucaristía.
Otro documento, la Tradición Apostólica de Hipólito,
de finales del siglo II, consagra varios capítulos al cate-
cumenado y al bautismo. Según se nos indica en dicho
escrito, el catecumenado debía realizarse a lo largo de tres
años, pero, antes de ser admitido como catecúmeno, el
candidato debía ser examinado para saber si ejercía al-
guna profesión que fuera incompatible con la fe cristiana
(Trad. Ap., 16), porque si esto ocurría, el obispo le pediría
que cambiara de oficio o profesión; los esclavos necesita-
ban, además, la autorización de sus amos.
En cuanto al ritual del bautismo, la Didaché nos ofre-
ce el más antiguo que ha llegado hasta nuestros días:

«En cuanto al bautismo, bautizad de esta manera: Des-


pués de haber dicho todo lo que precede, bautizad en el nom-
bre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en agua viva.
Si no tienes agua viva, bautiza con otra agua. Si no puedes
con agua fría, con agua caliente. Y si no tienes ninguna de las
dos, derrama tres veces agua en la cabeza en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Antes del bautismo,
ayune el que bautiza y el que va a ser bautizado, así como
algunos otros que puedan. Pero ordena que el que va a re-
cibir el bautismo ayune uno o dos días antes» (Did., VII).
86 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

El ritual de la Tradición Apostólica indica que prime-


ro se bendiga el agua que se va utilizar en el bautismo al
canto del gallo. Se empleará agua que corra en una fuen-
te, pero en caso de necesidad se podía utilizar cualquier
otra. El rito bautismal principiaba con los niños, después
los varones y, por último, las mujeres. A continuación, el
obispo hacía unos exorcismos, con la consiguiente renun-
cia a Satanás por parte de los catecúmenos. Acto seguido,
tenía lugar la profesión de fe de los neófitos, que se simul-
taneaba con una triple inmersión:

«Cuando aquel que será bautizado hubiera descendido


al agua, el que lo bautiza, imponiéndole la mano, pregunta-
rá: “¿Crees tú en Dios Padre Todopoderoso?” Y él respon-
derá: “Yo creo”. Seguidamente (aquel que bautiza), tenien-
do la mano puesta sobre su cabeza lo hará por primera vez.
A continuación dirá: “¿Crees tú en Jesucristo, Hijo de Dios,
que nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, que fue
crucificado bajo Poncio Pilato, que murió y al tercer día
resucitó de entre los muertos; que subió a los cielos y está
sentado a la diestra del Padre; que vendrá a juzgar a los
vivos y a los muertos?” Y cuando él haya dicho: “Yo creo”,
será bautizado por segunda vez. Se le preguntará a conti-
nuación: “¿Crees en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia?”
Y responderá: “Yo creo”, y así será bautizado por tercera
vez» (Trad. Ap., 21).

Posteriormente, el obispo practicaba una unción con


el aceite de acción de gracias («confirmación»). Esta un-
La iniciación cristiana 87

ción sacramental plenifica la recepción del Espíritu Santo


en el fiel recién bautizado. El don del Espíritu llega con
el bautismo, pero se completa por medio de otro sacra-
mento. Podemos recordar el relato de los Hechos de los
Apóstoles sobre la evangelización de Samaría, cuando
nos refieren que solo habían sido bautizados en el nom-
bre del Señor Jesús. Entonces, los apóstoles enviaron a
Pedro y Juan, que les impusieron las manos, y recibieron
el Espíritu Santo (Hch 8, 14-17). En la Iglesia primitiva,
inmediatamente después del bautismo, el neófito recibía
la confirmación mediante una unción –siguiendo el ejem-
plo de Cristo–, como aparece descrito, más tarde, por san
Cirilo de Jerusalén:

«Cristo se sumergió en el río Jordán y, habiendo in-


vestido así las aguas con la divina presencia de su cuerpo,
surgió de ellas. El Espíritu Santo descendió sobre Él sustan-
cialmente, como quien se posa sobre un igual. Del mismo
modo, cuando salisteis vosotros de la piscina de las aguas
sagradas fuisteis ungidos de modo semejante al de Cristo.
Esa unción es el Espíritu Santo, del que el bendito Isaías
habló al profetizar por el Señor: “El Espíritu del Señor está
sobre mí porque me ha ungido”» (Cat. Mist., III, 2).

Por último, los nuevos cristianos participaban, por


primera vez, en la eucaristía.
14
Eucaristía

Con la celebración de la eucaristía culminaba la re-


cepción de los neófitos en la comunidad cristiana. Ya des-
de sus comienzos, la celebración eucarística constituye el
centro de la vida de la Iglesia.
San Lucas lo expresa así en libro de los Hechos de
los Apóstoles: «Perseveraban asiduamente en la doctrina
de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan
y en las oraciones» (Hch 2, 42). Los primeros fieles se
reunían para la «fracción del pan y las oraciones». Con-
vendría subrayar que se formaban en la palabra de Dios,
es decir, «en la doctrina de los Apóstoles». Los primeros
cristianos eran judíos y vivían inmersos en las formas ju-
días de culto. Veían en la eucaristía el cumplimiento de
los ritos del Antiguo Testamento. Jesús mismo al instituir
la eucaristía lo hizo relacionándola con la cena pascual
(Lc 22, 20).
Algunos autores modernos han señalado los paralelis-
mos que se dan entre la Misa y el sacrificio que se ofrecía
90 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

con más frecuencia en tiempos de Jesús: el ofrecimiento


de acción de gracias (tôdâ en hebreo) 1. La tôdâ era una
comida sacrificial de pan y vino, que se compartía con los
amigos y se ofrecía a Dios en acción de gracias por la li-
beración. Los judíos, al traducir al griego el Antiguo Tes-
tamento, tradujeron tôdâ por la palabra eucharistia 2, de
donde procede «eucaristía». Esta será también la palabra
que utilizarán los cristianos de lengua griega provenientes
del paganismo.
En tiempos de san Justino, según el calendario usado
por los romanos, el primer día de la semana, el «día del
sol» (dies solis), que seguía al shabat judío, era el día cris-
tiano por excelencia, porque en él se reunían los cristianos
para celebrar la eucaristía. Conviene anotar que esta de-
nominación romana pervive todavía en países de lengua
inglesa y alemana (sunday, sonntag), mientras que en los
países latinos se usa, desde finales del siglo I, el nombre
cristiano de dies dominicus o dominica, traducido como
domingo, dimanche, domenica. Justino comienza de esa
manera la descripción de la eucaristía:

«El día que se llama del sol se celebra una reunión de


todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí
se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de

1.  S. W. Hahn, Signos de vida, trad. esp., Madrid 2010, p. 57.


2.  H. Conzelmann, s. v. en G. Kittel-G. Friedrich, Grande
Lessico del Nuovo Testamento, Brescia 1988, XV, 624.
Eucaristía 91

los Apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuan-


do el lector termina, el que preside, de palabra, hace una
exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejem-
plos. Seguidamente, nos levantamos todos a una y eleva-
mos nuestras preces, y terminadas estas, como ya dijimos,
se ofrece pan y vino y agua, y el que preside, según sus
fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus preces y acciones
de gracias y todo el pueblo exclama diciendo “amén”. Aho-
ra viene la distribución y participación, que se hace a cada
uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias
y su envío por medio de los diáconos a los ausentes» (I
Apol., LXVII, 3-5).

Esta narración eucarística, además de su valor históri-


co, nos presenta un esquema celebrativo de la Misa que ha
permanecido inalterable hasta nuestros días 3. Aun cuando
nos encontremos con variaciones en los diferentes ritos, el
esquema fundamental se divide en dos grandes momen-
tos: primero, la reunión, la liturgia de la palabra, con las
lecturas, la homilía y la oración universal; y luego, la li-
turgia eucarística, con la presentación del pan y del vino,
la acción de gracias consecratoria y la comunión.
Los cristianos que participaban de la eucaristía tenían
una clara noción de la presencia real de Jesucristo en las
especies consagradas, según nos testifica el mismo Justi-
no en otro pasaje de su I Apología: «Porque no tomamos

3.  Ver Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid 1993, n.º 1345.


92 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

estas cosas como pan común o bebida ordinaria, sino que


(…), por virtud de la oración al Verbo que de Dios proce-
de, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracia
–alimento del que, por transformación, se nutren nuestra
sangre y nuestras carnes– es la carne y la sangre de Aquel
mismo Jesús encarnado» (I Apol., LXVI).
Durante los tres primeros siglos, la celebración del
«día del Señor», aunque estaba centrada en la eucaristía,
no llevaba consigo el descanso dominical. Este tiempo de
asueto será establecido en el siglo IV, gracias a una dis-
posición del emperador Constantino. La importancia vital
que a los ojos de los cristianos tiene el «día del Señor» es
conmemorar la Pascua, es decir, celebrar la resurrección
del Señor. Esto es lo que le da a ese día de la semana su
carácter festivo de acción de gracias y de esperanza. Por
ese motivo se excluye todo ayuno (Tertuliano, De ieiun.,
15). La celebración de la eucaristía tenía lugar a horas
muy tempranas, incluso antes del amanecer. Así lo declara
Plinio el Joven en su carta a Trajano: «El día determinado
en el que los cristianos tienen la costumbre de reunirse
antes del alba, para cantar en coros alternos un himno a
Cristo como a un Dios» (Ep., X, 96).
Una muestra de la importancia de estas celebraciones
eucarísticas se aprecia en el interrogatorio de los fieles de
Abitina (Túnez), que sufrieron el martirio bajo el empera-
dor Diocleciano (284-305). Detenidos por reunión ilegal,
el procónsul les reprocha no haber obedecido los edictos
imperiales, al haberse reunido y celebrado la eucaristía en
Eucaristía 93

casa de uno de ellos. El presbítero Saturnino le respon-


de: «Hemos celebrado el día del Señor (…), porque no se
puede omitir el sacrificio dominical». Después es llamado
Emérito, en cuya casa se celebró la eucaristía. El procón-
sul le pregunta por qué no impidió dicha celebración. La
respuesta que da es que no podía hacerlo: «No me era
posible, porque nosotros no podemos vivir sin celebrar
el misterio del Señor (sine Dominico)» (Passio Abitinae
marty., XI, 3-5; XII, 1-3).
Del texto que hemos reproducido se deduce, desde
luego, la capital relevancia que tiene la celebración del
domingo, pero también que los lugares donde tenían lu-
gar las reuniones eucarísticas eran las mismas casas de
los cristianos, aunque ya en esta época existían algunas
pequeñas iglesias, como la de Dura Europos (Siria), de
mediados del siglo III. La casa de Pudente, que acogió a
san Pedro en Roma, pudo haber sido lugar apropiado para
este tipo de reuniones. Las excavaciones llevadas a cabo
en Santa Pudenciana han dejado al descubierto ladrillos
con el sello «Q. Servius Pudens». Algunas iglesias roma-
nas –de S. Clemente, de los santos Juan y Pablo, y otras–,
que las excavaciones han sacado a la luz, están construi-
das sobre casas privadas. Según la historia de Tecla, esta
joven de Iconio escucha desde su ventana la predicación
de san Pablo en una asamblea litúrgica de la casa de en-
frente (Acta Pauli et Theclae, 7).
15
Piedad bautismal

La recepción del bautismo lleva consigo el comienzo


de una «nueva vida». Al igual que la vida natural no puede
desarrollarse sin el nacimiento, la sobrenatural no puede
hacerlo sin el bautismo. Cuando los primeros convertidos
por la predicación de san Pedro le preguntan qué deben
hacer, este les responde de manera inequívoca: «Conver-
tíos, y que cada uno de vosotros se bautice» (Hch 2, 38).
Para san Pablo, el bautismo supone también unirnos a
la muerte de Cristo, «para que, así como Cristo fue resu-
citado de entre los muertos, así también nosotros camine-
mos en una vida nueva» (Rm 6, 4).
La «nueva vida» lleva a algunos autores de la antigüe-
dad cristiana a comparar el bautismo a una nueva crea-
ción. Así, el autor de la Epístola de Bernabé escribe sobre
el bautismo en los siguientes términos: «Al renovarnos
por la remisión de los pecados, nos ha dado un nuevo ser,
hasta el punto de tener un alma de niños, según correspon-
de a quienes han sido creados de nuevo» (Ep., 6, 11).
96 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Esta clase de vida es la que proporciona Cristo: «Yo


soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie viene al Padre
sino por mí» (Jn 14, 6). El acontecimiento del bautismo
transforma al cristiano en hijo de Dios a través de Jesús,
que es el Hijo de Dios por naturaleza. La afirmación de la
paternidad de Dios sobre nosotros se admite sin dificultad
en el ámbito de la vida cristiana actual, pero no siempre
fue así. Basta que recordemos la misma vida del Señor,
cuando afirmó que era el Hijo de Dios y «por esto los
judíos, con más ahínco, intentaban matarle (…), porque
llamaba a Dios Padre suyo» (Jn 5, 18).
La paternidad de Dios y la correspondiente filiación
constituyen una verdad que vertebra todo el misterio de
la redención. Los creyentes de la primera hora tenían
conciencia de la existencia en ellos de ese don de Dios:
«Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre:
que nos llamemos hijos de Dios, y ¡lo somos! (…). Ahora
somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que
seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él» (1 Jn 3 1-2).
Ante estas afirmaciones tan rotundas de san Juan pa-
rece obligada la pregunta sobre lo que conlleva la filiación
divina en nosotros. San Ireneo de Lyon nos describe la sal-
vación del cristiano como un «maravilloso intercambio»
entre Dios y el hombre: «Por esto el Verbo se hizo hombre
y el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre, para que el
hombre uniéndose con Dios y recibiendo la adopción fi-
lial, llegase a ser hijo de Dios» (Adv. haer., III, 19, 1). El
Piedad bautismal 97

modo de acceder a este enorme beneficio es el bautismo,


en virtud del cual nos hacemos «partícipes de la naturaleza
divina» (2 P 1, 4). El cristiano, después de recibir el bau-
tismo, entra a formar parte de la familia de Dios en calidad
de hijo adoptivo. Por eso, la Iglesia primitiva impartía la
doctrina sobre el bautismo a los adultos solo después de
que estos hubiesen sido bautizados. Eran las llamadas ca-
tequesis «mistagógicas», que versaban sobre los misterios
que acababan de recibir, con el fin de presentarles las im-
portantes consecuencias derivadas de estos misterios para
su vida de cristianos.
Los escritores eclesiásticos de los primeros siglos ha-
blan también de la «divinización» que se produce en el
cristiano tras la recepción del bautismo; y emplean una
terminología amplia y variada. Así podemos encontrar
expresiones como «portador de Dios», «lleno de Dios»,
«participante de Dios» e «incorrupción» (Ignacio de An-
tioquía, Ep. Ef., 4, 2; 9, 2; Ep. Magn., 14, 1; Ep. Poly.,
2, 3). Como ya hemos podido apreciar, Ireneo, aunque no
emplee la palabra divinización, sostiene que el hombre
puede alcanzar la «incorrupción» y la «inmortalidad»,
puesto que se ha producido el «maravilloso intercambio»,
gracias a la encarnación del Verbo.
En el siglo II se emplea ya el término «iluminación»
para designar al bautismo. Esta es la denominación que
utiliza san Justino: «A este baño lo llamamos iluminación
para dar a entender que los que son iniciados en esta doc-
trina quedan iluminados» (I Apol., 61, 12). Esta forma de
98 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

expresarse nos hace pensar en otra faceta del bautismo: la


deificación o divinización, que es una consecuencia de la
filiación divina.
Clemente de Alejandría, siguiendo los pasos de Ireneo,
pero con más libertad expresiva, no tiene reparos en afir-
mar que «el Logos de Dios se ha hecho hombre, para que
también tú, que eres hombre, aprendas cómo en verdad un
hombre puede un día llegar a ser Dios» (Prot., I, 8, 4). Este
mismo autor menciona expresamente la «divinización»
del hombre gracias al Logos de Dios (Ibid., XI, 114, 4).
Orígenes contempla todo el proceso del candidato al
bautismo, desde el primer deseo de instruirse en la reli-
gión cristiana hasta la recepción de la eucaristía, como
misteriosamente prefigurado en la salida del pueblo de
Israel de Egipto, en el paso del mar Rojo, en la peregri-
nación por el desierto y en la travesía del Jordán, tras la
cual se abre ante sus ojos la tierra prometida, y toma como
guía a Jesús (Josué), en lugar de Moisés, para el resto del
camino 1. Del mismo modo que Israel quedó entonces li-
bre del poder del faraón, así queda libre el bautizado del
poder del demonio. Como Israel marchó por el desierto,
guiado por la nube y la columna de fuego, así también el
cristiano que ha caminado con Cristo por el bautismo en
agua y en el Espíritu Santo, será guiado después por el

1.  J. Daniélou, Traversée de la mer rouge et baptême aux pre-


miers siècles, en RSR 33 (1946) 402-430.
Piedad bautismal 99

camino de la salvación: «Bajas al agua, te curas y quedas


sano y limpio de las manchas del pecado; luego subes de
ella, hecho un hombre nuevo, pronto a cantar un cántico
nuevo» (Orígenes, Hom. in Ex., 5, 1-2. 5).
Para Orígenes, este «hombre nuevo», después de re-
cibir el bautismo, ha de hacer florecer esta vida nueva en
su alma; y solo podrá hacerlo si diariamente se renueva
(Comm. in Rom., V, 8). Este proceso que se inicia con el
bautismo lleva como de la mano a vivir la perfección que
Jesús mandaba a sus discípulos: «Sed perfectos, como
vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Por eso, en
sus enseñanzas sobre los primeros cristianos, san Josema-
ría señala que «ellos vivían a fondo su vocación cristiana;
buscaban seriamente la perfección a la que estaban llama-
dos por el hecho, sencillo y sublime, del bautismo» 2.

2.  San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones con


Monseñor Escrivá de Balaguer, Madrid 171989, n.º 24.
16
Vírgenes y viudas

Las primeras comunidades cristianas incluían entre


sus miembros a personas casadas, vírgenes, continentes,
ascetas y viudas. La virginidad era conocida por los roma-
nos, pero con una nota de excepcionalidad, como ocurría
con las vestales, que eran vírgenes consagradas al culto
de la diosa Vesta en Roma, y que solo durante un tiempo
vivían la virginidad, porque luego contraían matrimonio.
Por otra parte, la legislación romana, sobre todo a partir
de Augusto, castigaba la soltería con diversas penas e in-
habilitaciones (Suetonio, Augustus, 34).
En claro contraste con el paganismo, la virginidad tie-
ne seguidores –entre los cristianos– desde los albores del
cristianismo, porque se fundamenta en sólidas raíces, que
se remontan al Nuevo Testamento. Jesús nace de una Ma-
dre Virgen y Él vive también la virginidad. El celibato vo-
luntario por el Reino es un carisma que puede ser acogido
libremente por quien es llamado a este género de vida (Mt
19, 11-12). San Pablo profesa igualmente el celibato y no
102 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

duda en invitar a otros a que también lo vivan (1 Co 7, 7).


Las hijas del diácono Felipe se hacen célebres en Cesárea
por ser vírgenes y profetisas (Hch 21, 9).
Para la Iglesia de Siria, el bautismo y la virginidad
iban a la par en determinados casos; quienes practicaban
la continencia eran los primeros en ser bautizados, como
cristianos que habían acreditado su fe. Esta espirituali-
dad, quizá ligada a una concepción del bautismo como
un volver al estado paradisíaco anterior al pecado original
(Epifanio, Pan., 52), tiene un fuerte influjo en la literatura
apócrifa y en el monacato posterior 1.
Los sucesores inmediatos de los apóstoles compartirán
la misma actitud de vivir la virginidad o el celibato como
imitación al Señor. Así lo encontramos expresado por san
Ignacio de Antioquía (†107) en una carta a Policarpo de
Esmirna: «Si alguno se siente capaz de permanecer en
castidad para honrar la carne del Señor, que permanezca
sin engreimiento» (Ad Poly., V, 2). También cabría pensar
que la expresión «honrar la carne del Señor» tiene un sen-
tido polémico frente a las corrientes docetas y encratitas,
que despreciaban la carne y que circulaban en esa épo-
ca por Asia Menor. Hacia el 150, san Justino declara, sin
ambages, que una multitud considerable de cristianos de
ambos sexos viven la virginidad. Justino utiliza este dato

1.  A. Hamann, La vida cotidiana de los primeros cristianos, Ma-


drid 1985, p. 223.
Vírgenes y viudas 103

como un argumento apologético del cristianismo: «Entre


nosotros hay muchas y muchos que, hechos discípulos de
Cristo desde niños, permanecen incorruptos hasta los se-
senta y setenta años. Yo me glorío de que os los puedo
mostrar de entre toda raza de hombres» (I Apol., I, 15, 6).
Otro testigo contemporáneo, Atenágoras de Atenas,
insiste en la vivencia de la virginidad por parte de muchos
cristianos por «la esperanza de un más íntimo trato con
Dios» (Supp., 33).
Las vírgenes viven habitualmente con sus familias,
conservan sus bienes bajo la protección de su padre o de
un tutor, porque el derecho romano exigía que toda mujer
estuviera sometida a un paterfamilias, que en el caso de
las casadas era el marido. Lo mismo sucedía con el de-
recho griego, que tenía sometida a la mujer a una tutela
perpetua. Quien decidía libremente ser virgen por amor
al Reino de Dios exponía su elección al obispo (Ignacio
de Antioquía, Ad Poly., V, 2), comprometiéndose a vivir
como tal en el seno de la comunidad cristiana.
Tertuliano pone un énfasis especial en señalar el valor
de la castidad perfecta como manifestación de la supe-
rior condición de los cristianos con respecto a la corrupta
sociedad pagana (Apol., IX, 19). Este apologista destaca
más la virginidad en los varones que en las mujeres, bien
fuera por el mayor valor social que tenía la dignidad viril,
bien por el más intenso esfuerzo requerido a los varones
para vivir esta virtud (De virg. vel., I, 2-3). Aunque la Tra-
dición Apostólica de Hipólito excluía la imposición de
104 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

manos para las vírgenes, deja entrever que en Roma se


requería un cierto acto formal distintivo, que podría ser la
imposición del velo. Tertuliano se hace eco de la imposi-
ción del velo a las vírgenes, y entiende que si la virgen es
tenida por esposa de Cristo, tiene un mayor motivo para
recibirlo que quienes reciben el velo nupcial (De orat.,
XXII, 9; De virg. vel., XVI, 3-4). También considera que
el motivo escatológico, es decir, de las realidades finales,
es determinante para poner un especial acento en la valo-
ración superior de la virginidad sobre el matrimonio, ya
que las personas que han guardado la virginidad represen-
tan el tipo de vida de los resucitados (Ad ux., I, 7, 1; I, 1,
5). La comparación de la virginidad con la vida angélica
arranca de unas palabras del Señor sobre los resucitados:
«Serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mc 12, 25).
San Cipriano de Cartago manifiesta también un gran
aprecio por las vírgenes cristianas. Escribe un tratado So-
bre el vestido de las vírgenes dirigido a ellas, en el que les
dedica encendidos elogios, y las considera una porción
escogida de la Iglesia. Este escrito tiene un carácter ex-
hortativo: anima a las vírgenes a ser dignas esposas de
Cristo, de tal manera que eviten los peligros derivados de
excesos en el vestir y de la soberbia. Con particular vigor
se opone a la convivencia de las vírgenes con ascetas o
clérigos por el peligro que lleva consigo (De hab. virg.,
20-23; Ep. 4, IV, 1-3).
Las viudas que viven ejemplarmente su viudedad son
muy bien consideradas en las comunidades cristianas pri-
Vírgenes y viudas 105

mitivas. Es cierto que las epístolas pastorales levantan su


voz contra las jóvenes viudas ociosas que parloteaban de
casa en casa (1 Tm 5, 13). Pero en este primer período
apostólico no se dice nada de las viudas que sin duda vol-
vían a casarse. Sin embargo, la Iglesia del siglo II muestra
algunas reservas sobre las segundas nupcias. Ireneo de
Lyon ironiza sobre «los matrimonios acumulados» (Adv.
haer., III, 18, 1). Atenágoras es más expeditivo y simple-
mente las condena (Supp., 33).
Con el paso del tiempo, las «viudas» que viven la con-
tinencia llegan a formar, dentro de la comunidad cristia-
na, una categoría especial semejante a la de las vírgenes.
Incluso encontramos algún Padre de la Iglesia, como san
Ignacio de Antioquía, que las menciona formando parte
del grupo de las vírgenes (Smyr., 13, 1). Estas viudas de-
ben estar bien acreditadas como tales por el obispo, pero
sin ninguna ceremonia de ordenación, como hace notar
la Tradición Apostólica de Hipólito (10). Las viudas se
encargan, de manera preferente, del trabajo misional en-
tre mujeres; cuidan de la educación de los huérfanos, de
la atención de los enfermos; a veces toman también a su
cargo las ayudas a los prisioneros. En Oriente, a partir del
siglo II, se admiten también para estos servicios a muje-
res solteras, que posteriormente, lo mismo que las viudas
dedicadas a la beneficencia, reciben el nombre de diaco-
nisas. Más adelante, hablaremos de esta diaconía.
17
Matrimonio y familia

El cristianismo aportó una concepción del matrimo-


nio distinta de la que tenía el paganismo greco-romano.
La legislación romana obligaba al ciudadano a casarse,
para perpetuar la familia y el culto doméstico, y para dar
al Imperio ciudadanos y soldados. La moral pagana era
muy condescendiente con la infidelidad de los casados,
incluso con la llamada «prostitución sagrada», que se con-
sideraba una institución de carácter religioso.
Ante esta manera de concebir el matrimonio, el cris-
tianismo proscribe absolutamente la fornicación y señala
los comportamientos de una nueva moral, basados en la
santidad e indisolubilidad del matrimonio, afirmaciones
que eran totalmente desconocidas por el derecho antiguo.
Otras novedades cristianas eran: la libertad de poder elegir
entre matrimonio y celibato, la obligación de respetar la
castidad de cada uno dentro de su estado y, finalmente, la
posibilidad para todos –incluidos los esclavos– de contraer
una unión matrimonial siguiendo los principios cristianos.
108 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

A finales del siglo II hallamos una descripción del


matrimonio entre cristianos que responde a un ideal de
felicidad compartido por los creyentes:

«Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor,


no hay entre ellos ninguna desavenencia ni de la carne ni
del espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne;
y donde la carne es una, el espíritu es uno. Ruegan juntos,
adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se
animan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales
en la Iglesia, iguales en el festín de Dios (…). Cristo se re-
gocija viendo y oyendo una familia así, y les envía su paz»
(Tertuliano, Ad ux., II, 8).

Aun cuando la descripción de Tertuliano pueda pare-


cer idílica, no cabe duda de que de la fe cristiana, compar-
tida por ambos cónyuges, dimana una armonía interna del
matrimonio, que recibe sus fuerzas, en los días prósperos
y en los adversos, de la común participación en el ban-
quete eucarístico. Ya Ignacio de Antioquía había escrito
que el matrimonio debía celebrarse ante el obispo, y había
exhortado al prelado Policarpo para que instruyera a los
cónyuges cristianos en la armonía que debe reinar entre
ellos (Ad Poly., V, 1).
Tal vez, a una distancia tan considerable de años, no
estemos en condiciones de hacer una valoración adecuada
de lo que supuso la irrupción de la concepción cristiana
del matrimonio en el ámbito familiar y social del paga-
nismo. Aun así, podemos entender que los matrimonios
Matrimonio y familia 109

entre cristianos y paganos presentaran dificultades de


convivencia en no pocos casos. Esto explica que la Igle-
sia se mostrara refractaria a este tipo de uniones, pues la
parte cristiana podía encontrar serias dificultades en vivir
su fe, al tener que participar en los ritos paganos en deter-
minadas celebraciones públicas o privadas. Baste pensar
simplemente en el culto que se debía rendir en la propia
casa al «larario» (los dioses lares o de la casa) del pater-
familias.
Para que tengamos una idea más aproximada a la rea-
lidad de la importancia de este tema, se puede recordar lo
que dice san Cipriano, cuando al enumerar los abusos y
desórdenes de la Iglesia de África que provocaron el cas-
tigo de persecución de Decio (249-251), menciona expre-
samente los matrimonios entre cristianos e infieles, por
los que «son entregados a los gentiles los miembros de
Cristo» (De lapsis, 6).
Otra característica del matrimonio cristiano es su indi-
solubilidad, que, desde san Pablo, tiene su más profunda
motivación en la unión que se da entre Cristo y su Iglesia
(Ef 5, 32; 1 Co 7, 10ss.). El dato tiene interés, puesto que
en el ambiente social del paganismo romano se considera-
ba la simple pérdida del «amor conyugal» (affectio mari-
talis) como causa suficiente del divorcio, de acuerdo con
el derecho romano de aquel entonces.
El matrimonio cristiano se distinguía también del
contraído por los paganos por la santidad que procura-
ba a los contrayentes. Así se explica que en la incipiente
110 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

legislación canónica se protegiera esa santidad como un


bien jurídico con severas sanciones para quienes atentaran
contra ella. Tal sería el caso de los que cometieran adul-
terio, practicaran el aborto voluntario o la exposición de
los hijos, después de nacidos (Conc. Iliber., can. 14, 47,
64, 70, 78).
En la celebración del matrimonio, los cristianos, aun
conformándose a las costumbres habituales de su ciudad,
evitaban cuidadosamente todo lo que tuviera connota-
ciones idolátricas o licenciosas del cortejo nupcial. No
conocemos bien los ritos litúrgicos de los dos primeros
siglos sobre el matrimonio. Solo han llegado hasta noso-
tros algunos testimonios aislados. Clemente de Alejandría
precisa que un presbítero imponía las manos sobre los
esposos (Paed., III, 63, 1). Un fresco de las catacumbas
de Priscila representa posiblemente la velación de la des-
posada con el flammeum (velo rojo). Los sarcófagos y la
decoración de algunas copas ilustran la cristianización del
matrimonio: el mismo Jesucristo corona a los esposos y
preside la «unión de las manos» (dextrarum iunctio) que
se hace sobre el Evangelio 1.
La familia es considerada como una célula de la Igle-
sia. Cuando Pablo y Silas se encuentran con el carcelero
de Filipos y este les pregunta qué debe hacer para salvarse,

1.  Dictionnaire d’Archéologie chrétienne et de Liturgie, s. v. Ma-


riage, Paris 1932, X, 1923-1924.
Matrimonio y familia 111

ellos le contestan: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú


y tu casa» (Hch 16, 31). Como en otros lugares del Nuevo
Testamento (Hch 16, 15; 18, 8; 1 Co 1, 16), se alude aquí
al bautismo de toda la familia que se reúne en esa casa,
incluidos los niños pequeños (CEC, n. 1252). Este aconte-
cimiento nos sitúa en una panorámica sobre la familia en
la Antigüedad distinta de la que tenemos en el momento
actual. Es claro que el Evangelio preconiza la igualdad
absoluta de ambos cónyuges, pero en el seno de la comu-
nidad familiar se exige una autoridad, que en Roma estaba
confiada al paterfamilias. Ahora bien, esta autoridad del
marido reclama también unos deberes de sumisión y de
respeto por parte de la esposa. Aunque el Evangelio no
introduzca un cambio total en las estructuras de la familia
antigua, sí la transforma en su enfoque espiritual, de ma-
nera que la convierte en célula vital de la Iglesia. La Igle-
sia reconoce la autoridad paterna sobre la casa, siguiendo
la doctrina del apóstol (Tt 2, 5; Ef 5, 21-25). La segunda
generación cristiana subraya esta misma dirección funda-
da en el amor que se deben ambos cónyuges (Ignacio de
Antioquía, Ad Poly., V, 1; Ireneo de Lyon, Adv. haer., IV,
20, 12; V, 9, 4). La Iglesia de la primera época no duda en
escoger a sus pastores entre quienes han sabido gobernar
bien su casa (1 Tm 3, 4). En la Didascalía Apostólica se
indican –entre otras prescripciones– los deberes y respon-
sabilidades del padre en la dirección y buena marcha del
hogar. En la acción educadora de los hijos, el padre y la
madre debían actuar de común acuerdo (Didascalia, 2).
112 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Esta tarea educacional seguía los parámetros señalados en


los escritos paulinos (Ef 6, 1-3; Col 3, 20-21; 1 Tm 5, 4).
Al obispo le incumbe el papel de ser el tutor de los huér-
fanos de la comunidad, y debe procurarles una educación
religiosa y moral, además de hacerles aprender un oficio
para que puedan ganarse dignamente la vida.
18
Caridad. Actividad asistencial

Una de las características más sobresalientes del cris-


tianismo de todos los tiempos, por no decir la principal, ha
sido la vivencia de la caridad con el prójimo. Las palabras
de Jesús resuenan con fuerza en los oídos cristianos, desde
los comienzos de la vida de la Iglesia: «Un mandamiento
nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he
amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a
otros» (Jn 13, 34-35).
Los cristianos de la primera hora trataron de llevar a
la práctica estas palabras del Señor, como se puede ver
ya en las cartas de Ignacio de Antioquía, que considera
fundamentalmente a la Iglesia como una fraternidad, y
afirma que la Iglesia de Roma «está puesta a la cabeza de
la caridad» (Ad Rom., princ.).
Pero no solo desde el interior de la Iglesia se percibe
esta dimensión caritativa. Los paganos del siglo II, refi-
riéndose a los cristianos, también lo testifican: «Mirad
114 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

–dicen– cómo se aman» (Tertuliano, Apol., XXXIX, 7).


Y el emperador Juliano, el Apóstata (361-363), dos siglos
más tarde, ha de reconocer que el secreto del cristianismo
consiste «en su filantropía hacia los extranjeros y en su
solicitud para enterrar a los muertos» (Juliano, Ep., 84).
Como es sabido, este emperador intentó promover un
«nuevo» paganismo, dotándolo de un sistema paralelo al
de la caridad de la Iglesia. «Los “Galileos” –así llamaba a
los cristianos– habían logrado con ello su popularidad. Se
les debía emular y superar. De este modo, el emperador
confirmaba, pues, como la caridad era una característica
determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia» 1.
Las comunidades cristianas de los primeros siglos
acogen a personas de muy diversa procedencia: unos son
ricos, otros pobres, unos son jóvenes, otros viejos, unos
son libres y otros esclavos, pero todos se consideran her-
manos. Entre las primeras formas de ejercicio de la cari-
dad están los «ágapes» (comidas), destinados a fomentar
la conciencia de comunión entre los miembros de una
iglesia local, a la par que ofrecen la oportunidad de poder
ayudar a quienes lo necesitan.
Los ágapes se celebraban, generalmente, en los mis-
mos lugares donde se solían reunir para tener la liturgia
eucarística, es decir, en casas particulares o, más tarde,
en iglesias. La presidencia correspondía al obispo –que

1.  Benedicto XVI, Deus caritas est, n.º 24.


Caridad. Actividad asistencial 115

también podía delegar en algún presbítero o diácono–, y


se iniciaba con la bendición de los bienes aportados. Se
tenían también en cuenta a los enfermos y a las viudas
ausentes para que recibieran una parte de los bienes reco-
lectados. Los abusos que, a veces, ocurrían en los ágapes,
como ya denunciara el Apóstol a los de Corinto (1 Co
11, 20-22), no disminuye el valor de estas reuniones, que
fomentaban una forma propia de sociabilidad cristiana, en
vivo contraste con las costumbres paganas, como destaca
Clemente de Alejandría (Paed., II, 1-4ss.).
La Iglesia de Roma sobresalía por su generosidad
con los necesitados y facilitaba su ayuda, aunque fuera
en territorios orientales. Se podría decir de ella que estaba
siempre dispuesta a socorrer una necesidad que llegara a
su conocimiento. Hacia el año 170, tenemos un testimonio
de Dionisio de Corintio, que ensalza el comportamiento
de los cristianos romanos en atender las necesidades de
otras comunidades:

«Desde el principio tenéis esta costumbre, la de hacer


el bien de múltiples maneras a todos los hermanos y enviar
provisiones para cada ciudad a muchas iglesias; remediáis
así la pobreza de los necesitados y, con las provisiones que
desde el principio estáis enviando, atendéis a los hermanos
que se hallan en las minas, conservando así, como romanos
que sois, una costumbre romana transmitida de padres a
hijos, costumbre que vuestro bienaventurado obispo Sotero
no solamente ha mantenido, sino que incluso la ha incre-
mentado, suministrando, por una parte, socorros abundan-
116 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

tes para enviar a los santos, y, por otra, como padre que
ama tiernamente a los suyos, consolando con afortunadas
palabras a los hermanos que llegan a él» (Eusebio de Cesá-
rea, Hist. eccl., IV, 23, 10).

Otro ejemplo de actividad caritativa nos lo ofrece la


comunidad cristiana de Cartago, a comienzo del siglo III.
Según nos informa Tertuliano, los cristianos de esa comu-
nidad tenían una especie de caja común, que se nutría de
las aportaciones voluntarias de los fieles. Los fondos re-
unidos se destinaban al sustento de los pobres, al cuidado
de los ancianos necesitados, a los niños huérfanos, a los
hermanos encarcelados y a los que estaban condenados a
trabajos forzados en las minas (Apol., XXXIX, 5-4).
Tal vez alguno pudiera pensar que la atención que se
prestaba a los huérfanos y a las viudas podría resultar des-
mesurada, pero si nos situamos en el contexto cultural de
entonces, veremos que esa solicitud tenía un sólido funda-
mento. En Grecia y en Roma solamente estaban protegidos
los intereses de los niños nacidos libres y que tuvieran el
estatuto de ciudadanos. La ley no se ocupaba de los otros,
o sea, de los huérfanos de esclavos, o de los niños aban-
donados. Su situación era muy precaria, y muchos solo se
libraban de la muerte por medio de la esclavitud. Téngase
en cuenta, además, que en Roma las distribuciones de tri-
go que se hacían a la población no eran suficientes para
cubrir las necesidades de los niños sin familia. Trajano fue
el primer emperador que organizó una asistencia pública
Caridad. Actividad asistencial 117

para niños sin familia, aunque excluyendo a los esclavos


(Plinio, Panegy., 25-27).
En cambio, si nos atenemos a la tradición cristiana,
socorrer a las viudas y a los huérfanos era algo que estaba
profundamente enraizado en la Biblia (Ex 22, 21-23; St
1, 27). Por eso, el cristiano, al ser coherente con su fe, no
duda en atender las necesidades que tuvieran tanto unas
como otros (Hermas, Pastor, Mand., VIII, 10; Sim., I, 8;
IX, 26; Arístides, Apol., 15; Justino, I Apol., LXVII, 6).
La Didascalía nos informa con detalle de la actitud
de los cristianos respecto a los huérfanos y huérfanas. El
primer responsable es el obispo, en razón de la paternidad
que tiene sobre la comunidad a él encomendada. De ordi-
nario confía el huérfano a una familia cristiana (Didascalía,
VIII, 25, 2, 8). En el caso de los hijos de los mártires, la
comunidad muestra hacia ellos una especial solicitud. En
Cartago, una mujer recoge y adopta espontáneamente al
hijo de Perpetua tras el martirio de esta (Passsio Perp., 11).
Las viudas reciben también un trato especial por parte
de la Iglesia. Ocupan un lugar de honor en la comunidad,
y san Policarpo llega a llamarlas «altar de Dios» (Ad Fil.,
IV, 3), porque viven de las ofrendas de los fieles. Incluso
encontramos una invitación a visitarlas: «Es hermoso y
útil visitar a los huérfanos y a las viudas, sobre todo a las
que son pobres y tienen muchos hijos» (Seudo-Clemente,
I Ep. ad virg., 12).
A lo largo del siglo III, conforme se desarrolla más el
aparato asistencial en las grandes comunidades urbanas,
118 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

se recurre, en gran medida, a las viudas para que se con-


sagren a la educación de los huérfanos, al cuidado de los
enfermos y al trabajo misional con mujeres. A partir del
siglo II se admiten también para estas labores a vírgenes
cristianas, que, más tarde, lo mismo que las viudas dedi-
cadas a la beneficencia, reciben el encargo de diaconisas.
La Didascalía enumera las tareas propias de las diaconi-
sas: evangelización de las mujeres en sus casas; asistencia
al bautismo de las mujeres con el encargo de ungir con el
crisma a aquellas que salen de la piscina bautismal, y de
enseñarles a conservar intacta la fe bautismal; y, por último,
la visita y asistencia a las mujeres enfermas (II, 26, 4-6).
Otra de las manifestaciones de carácter caritativo era
el ejercicio de la hospitalidad. Esta práctica había sido tra-
dicional en las comunidades judías de la Diáspora y en el
mundo marítimo del Mediterráneo, y se fue transforman-
do por las comunidades cristianas en una verdadera insti-
tución. La hospitalidad es un modo de ejercer la ayuda a
los hermanos, que se vivía desde tiempos apostólicos en
las comunidades judeocristianas, como ya indicábamos al
comienzo de este escrito. Un cristiano que viajaba tenía
la seguridad de ser acogido fraternalmente por todas las
comunidades que se encontrara en su itinerario. El viaje-
ro llevaba cartas de presentación, debidamente firmadas
por el propio obispo, para ser entregadas a los hermanos
de las diversas comunidades. Por otra parte, la Didasca-
lía encarece al obispo que ponga un especial cuidado en
atender a los forasteros y peregrinos que encuentre en su
Caridad. Actividad asistencial 119

comunidad. San Cipriano deja dinero a uno de sus pres-


bíteros para que lo distribuya, durante su ausencia, a los
forasteros necesitados (Ep. 7, 2).
Enterrar a los cristianos pobres era una obra de mise-
ricordia por parte de sus hermanos en la fe, que, como he-
mos recordado más arriba, producía una gran admiración
al emperador Juliano el Apóstata. La solicitud fraternal
por los cristianos difuntos se hacía presente también a la
hora de ofrecer por ellos la eucaristía. San Cipriano, du-
rante la persecución de Decio, advierte a los presbíteros y
diáconos de Cartago que tomen nota del día en que mue-
ren los cristianos mártires para poder ofrecer «oblaciones
y sacrificios por su memoria» (Ep. 12, 2, 1).
En el año 252 se declaró una mortífera peste en Car-
tago. El celo desplegado por san Cipriano en el cuidado
de los enfermos y la ayuda caritativa que prodigó a todos
los afligidos, cristianos y paganos, contribuyó no poco a
calmar la exasperación de los paganos, que culpaban a los
cristianos de la «indignación de los dioses», que según su
parecer había provocado esta desgracia. También compuso
Cipriano un tratado Sobre la muerte o Sobre la peste, con
el fin de consolar a quienes habían perdido a familiares y
amigos en la susodicha epidemia. En esta obra, el santo
obispo cartaginés pone en el candelero el verdadero sen-
tido de la muerte para un cristiano: «No deberíamos llo-
rar a nuestros hermanos, que han sido liberados del mun-
do por la llamada del Señor, porque sabemos que no se
han perdido, sino que nos han precedido» (De mort., 20).
19
Pobreza y limosna

Si nos atenemos a los datos que nos presentan las


fuentes sobre la composición social de las primeras co-
munidades cristianas, no nos puede sorprender que la ma-
yor parte de sus miembros sean de extracción humilde,
porque la mayoría de los habitantes del Imperio Romano
eran de esa condición. Aunque, también es cierto que, en
menor número, figuraron personas de condición social
más elevada.
Dentro del judaísmo aparece atestiguada en la literatura
sapiencial la atención caritativa hacia los pobres: «No apar-
tes tu rostro del pobre, ni alejes tus ojos del mendigo» (Si 4,
5). Muy similar es lo que se dice en el libro de Tobías: «No
vuelvas la cara a ningún pobre» (Tb 4, 8). También encon-
tramos una prescripción general a favor de los necesitados:
«No te niegues a hacer el bien al necesitado» (Pr 3, 27).
Es interesante la formulación negativa de estos preceptos.
Si, además, tenemos presente la predicación de Jesús
sobre el Reino, en el que se proclaman «bienaventurados
122 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

los pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), es decir, los que con-


tinúan la tradición de los antiguos anawim, los «pobres de
Yahweh», o sea, aquellos a quienes la propia indigencia
lleva a poner toda su esperanza en el Señor, vemos que la
pobreza cristiana tiene unas connotaciones espirituales que
la distinguen de la mera carencia de bienes materiales.
El filósofo pagano Celso se burla del cristianismo alu-
diendo a que su fundador había nacido de una trabajadora
y a que sus primeros misioneros fueron unos pescadores
de Galilea (Orígenes, Contra Cels., I, 28). Este mismo fi-
lósofo, refiriéndose al Evangelio, dirá que no ejerce atrac-
ción más que sobre «los simples, los pequeños, los escla-
vos, las mujeres y los niños» (Ibid., VI, 39).
Pero, también es preciso consignar la conversión de
personas de alto rango, como el procónsul de Chipre,
Sergio Paulo, convertido por san Pablo en Tesalónica
(Hch 13, 6-12). También en Berea se convirtieron «mu-
chas mujeres nobles», gracias a la predicación del apóstol
(Hch 17, 4).
A comienzos del siglo II, Plinio el Joven, gobernador
de Bitinia, envía una carta al emperador Trajano (98-117)
en la que informa sobre la vasta cristianización de esa pro-
vincia, en la que se encuentran fieles de todas las edades,
jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, esclavos y ciuda-
danos romanos. Destaca especialmente su gran número y
la diversidad de su procedencia social (Ep., X, 96).
En tiempos de Marco Aurelio (161-180), el cristia-
nismo gana adeptos entre los miembros de la aristocra-
Pobreza y limosna 123

cia. Bajo Cómodo (180-192) tiene lugar el martirio del


noble Apolonio en Roma (Eusebio de Cesárea, Hist.
eccl., V, 21, 1-2). Sin exagerar, se puede afirmar que
la composición de la comunidad cristiana de Roma era
muy variada, ya desde el siglo II. Además de gentes per-
tenecientes a la nobleza, encontramos filósofos, como
Justino, así como esclavos y libertos, como Hermas.
La fe nivela las diferencias de clases y las distinciones
sociales. Es digna de hacerse notar la generosidad exis-
tente en la Iglesia de Roma. Las personas acomodadas
proveen de fondos abundantes una caja para subvenir
a las muchas necesidades de los hermanos de Roma y
del Imperio. La generosidad de la comunidad romana
es alabada por san Ignacio de Antioquía y por Dionisio
de Corinto, como ya vimos anteriormente, cuando trata-
mos de la caridad.
La visión que nos ofrece el libro de los Hechos de
los Apósoltes (2, 44) respecto a los primeros fieles de Je-
rusalén, que «tenían todas las cosas en común», ha sido
entendida por algunos como un «ideal» aislado. Otros han
hablado de un «comunismo primitivo», pero nos parece
un lenguaje inapropiado, si con esta expresión se quiere
entender una estructura formal de abolición de toda pro-
piedad privada. Lo que parece innegable es que los cristia-
nos ponían sus bienes al servicio de los más necesitados.
Los apologistas del siglo II se esfuerzan en presentar
un argumento convincente a favor de los cristianos: son
dignos de crédito porque entre ellos se da una solidaridad
124 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

que no se da en ninguna otra parte. San Justino insiste en


el contraste que se aprecia en los cristianos antes y des-
pués de su conversión: «Los que amábamos por encima
de todo el dinero y la acumulación de bienes, ahora pone-
mos en común incluso lo que es nuestro, y damos parte a
todo el que está necesitado» (I Apol., XIV, 2). Tertuliano
expresa lo mismo con su acostumbrada vehemencia: «Los
que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, no
vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas
son comunes entre nosotros, excepto las esposas» (Apol.,
XXXIX, 11).
La fraternidad cristiana genera una comunicación de
bienes que tiene un marco ideal en la celebración euca-
rística. San Justino lo recuerda en su I Apología, cuando,
después de describir dicha celebración, nos informa:

«Los que tienen y quieren, cada uno según su libre de-


terminación, dan lo que bien les parece, y lo recogido se
entrega al que preside [la eucaristía] y él socorre con ello
a huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra
causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a
los forasteros de paso, y, en una palabra, él se constituye
en provisor de cuantos se hallan en necesidad» (I Apol.,
LXVII, 6).

En íntima conexión con la pobreza está el despren-


dimiento. Así, podemos percibir como los cristianos son
animados a vivir el desprendimiento de los bienes mate-
riales, según la enseñanza de Jesús: «El que no renuncia a
Pobreza y limosna 125

todo lo que posee no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33).


Renunciar es un acto interior que lleva al desasimiento.
Clemente de Alejandría tiene un escrito que lleva por títu-
lo ¿Qué rico se salvará?, donde comenta este asunto. La
tesis central es que la riqueza, por sí misma, no excluye
del reino de los cielos. Clemente interpreta las palabras
del Señor al joven rico: «Vete, vende lo que tienes y dalo
a los pobres» como una exhortación a mantener el des-
prendimiento del dinero y de los bienes de la tierra. No
se han de entender de una manera literal las palabras del
Señor, puesto que la naturaleza de los bienes es que sean
poseídos. Como buen filósofo argumenta:

«¿Qué posibilidad existiría de beneficiar al prójimo si


ninguno tuviéramos nada? ¿Y cómo se podría negar que
esta doctrina no estaría en clara contradicción con otras
muchas excelentes enseñanzas del Señor?: “Haceos amigos
con el dinero de iniquidad, a fin de que cuando os llegue a
faltar, os acojan en las mansiones eternas” (Lc 16, 9) (…).
Los bienes son en nuestras manos como los utensilios, los
instrumentos de los que se hace un buen empleo si uno los
sabe manejar (…). Así pues, que ninguno trate de destruir
las riquezas, sino más bien las pasiones del alma que no
permiten el mejor uso de los bienes y no dejan que el hom-
bre sea verdaderamente virtuoso y capaz de usar rectamen-
te la riqueza» (Quis dives salvetur?, 13-15).

Esta doctrina de Clemente no será tenida en cuenta


por los autores medievales, pero sí observamos una con-
126 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

vergencia con esa tesis en algunos autores espirituales


contemporáneos 1.
Desde sus comienzos, la Iglesia fomentó y animó a
sus fieles a hacer frecuentes y generosas limosnas, que
organizó y distribuyó para atender las necesidades de
los más pobres. En el fondo, el cristiano reconoce que es
un administrador de los bienes, que, en realidad, son de
Dios. En este sentido hay que interpretar las palabras de
Hermas: «Bienaventurados los que poseen y comprenden
que han recibido la riqueza de Dios. Pues el que com-
prende esto podrá hacer un servicio» (Comp. II, 10). De
esta forma queda absolutamente fuera de lugar la avaricia:
«La avaricia no consiste solo en la concupiscencia de lo
ajeno. Aun lo que nos parece ser nuestro es, en realidad,
ajeno, ya que nada es nuestro, sino que todas las cosas
son de Dios, a quien pertenecen aun nuestras personas»
(Tertuliano, De pat., VII, 5).
El encuentro entre cristianos ricos y pobres produce
una simbiosis espiritual que beneficia a unos y a otros.
Hermas trata de explicar esta mutua interacción recurrien-
do a la acomodación que da entre el olmo y la vid:

«Cuando la vid se entrelaza con el olmo entonces pro-


duce buenos frutos en tiempo de sequía. El olmo que con-
serva el agua, alimenta la vid, y la vid, como no le falta el

1.  Pensemos, por ejemplo, en san Josemaría Escrivá de Bala-


guer, Camino, ed. crítico-histórica, Madrid 32004, n.º 632, 636, 670.
Pobreza y limosna 127

agua, da doble fruto, por sí y por el olmo. De este modo, los


pobres rogando al Señor por los ricos, colman la riqueza de
estos, y los ricos, suministrando lo necesario a los pobres,
colman las almas de estos. Unos y otros, por tanto, tienen
parte en la obra justa. Así pues, el que esto hiciere no será
abandonado por Dios, sino que será inscrito en el libro de
los vivos» (Past. Comp., II, 8-9).
20
La oración

La oración cristiana debe situarse en línea de conti-


nuidad con la tradición orante del pueblo de Israel. Lógi-
camente los cristianos están muy vinculados a la oración
de Jesús, puesto que el mismo Señor les indicó la forma
de hacerlo, cuando se lo pidió uno de sus discípulos y les
enseñó el Padrenuestro (Lc 11, 1-4).
Como textos representativos de la primitiva oración
cristiana figura lo dispuesto en la Didaché donde se se-
ñala un criterio oracional distinto de la praxis judaica y
se hace hincapié en seguir la recitación del Padrenuestro,
«como mandó el Señor en su Evangelio (…). Así orad
tres veces al día» (Did., VIII, 2-3). En la misma Didaché
encontramos, a continuación, unas oraciones de acción de
gracias, que debieron formar parte de la plegaria euca-
rística de una comunidad judeocristiana (Did., IX-X). La
Carta de san Clemente Romano a los Corintios termina
con una larga oración de clara textura eucarística (Ad Cor.
LIX-LXI). Un carácter más dramático nos ofrece la breve
130 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

oración pronunciada por san Policarpo poco antes de con-


sumar su martirio (Mart. Poly., 14).
De los testimonios que acabamos de presentar, aun-
que existen motivos y contenidos diversos en la oración
cristiana, el cañamazo literario sobre el que se expresa es
el de la berekah, la bendición judía, cuyo esquema com-
prendía una invocación divina –recuerdo de las interven-
ciones divinas del Antiguo Testamento–, y una doxología.
Otra observación que aflora inmediatamente es que se
mantiene la tradición de la plegaria horaria judía (mañana,
mediodía y tarde), pero se cambia el contenido; no será el
Shemá Israel («escucha Israel») (Dt 6, 4-7), sino el Pa-
drenuestro. Otro tanto se podría decir de las celebraciones
dominicales de la eucaristía, atestiguadas por san Justino
(I Apol., LXVII, 3), que recuerdan las del shabat judío.
En el momento de amanecer y al caer la noche, el
cristiano se recoge en oración, medita la Escritura o can-
ta un salmo (Tertuliano, De orat., 23). También era una
herencia judía la oración de bendición antes de las comi-
das (Tertuliano, De orat., XXV, 4). Se puede decir que
el carácter religioso de la mesa era tal que los cristianos
excluían de ella a los paganos.
Si fijamos nuestra atención en la naturaleza de la ora-
ción cristiana, Clemente de Alejandría, no sin cierta va-
cilación, la define como trato o «conversación con Dios»
(Strom., VII, 39, 6). De ahí que la oración, por muy vo-
cal que sea, requerirá siempre la atención de la mente de
quien la recite, precisamente por ser una forma de interlo-
La oración 131

cución. Para el verdadero sabio cristiano (gnostikós), las


oraciones cotidianas se convierten en camino que lleva a
la contemplación. Escuchemos de nuevo a Clemente:

«También sus ofrendas son plegarias, alabanzas, lectu-


ras de la Escritura antes de la comida, salmos e himnos para
las comidas y antes del descanso, y de nuevo plegarias por
la noche. Con esto él [el sabio] se une al divino coro, ins-
cribiéndose para una contemplación eterna por su constante
recuerdo (…). Reza de cualquier modo y en todos los sitios:
en el paseo, en la conversación, en el descanso, durante la
lectura y en las tareas intelectuales; y aunque solo reflexio-
nara en el aposento, Él está cerca e incluso delante del que
conversa» (Strom., VII, 49, 4-7).

Como Clemente, Orígenes está también profunda-


mente convencido de que la vida del cristiano ha de ser
una continua oración, y de que la oración diaria ocupa un
lugar insustituible (De orat., XII, 2). El gran pensador ale-
jandrino escribe un breve tratado Sobre la oración, en el
que comenta el Padrenuestro y da valiosos consejos para
orar mejor. Sugiere, para que la oración sea fructuosa, te-
ner como disposición inicial una actitud que nos lleve al
apartamiento constante del pecado y al empeño incesante
de liberarnos de las afecciones y pasiones. Como actitud
positiva aconseja situarse en la presencia de Dios:

«Es sumamente provechoso, al pretender hacer ora-


ción, ponerse –durante toda ella– en actitud de presencia
132 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

de Dios y hablar con Él como quien está presente y lo ve.


Pues así como ciertas fantasías recordadas por nuestra me-
moria suscitan pensamientos que surgen cuando aquellas se
contemplan en el ánimo, así también hay que creer que será
útil el recuerdo de Dios que está presente y que capta todos
los movimientos, aun los más leves, del alma mientras esta
se dispone a sí misma para agradar a quien sabe que está
presente, y que va y examina el corazón, y que escruta las
entrañas. Pues en la hipótesis de que no recibiese otra uti-
lidad quien así dispusiera su mente para la oración, no se
ha de considerar pequeño fruto el hecho mismo de haber
adoptado durante el tiempo de la oración una actitud tan
piadosa» (De orat., VIII, 2).

Con estas disposiciones previas, la oración del cristia-


no se debe desarrollar en una ascensión gradual. El primer
escalón está representado por la oración de petición. Otro
grado de oración es el de quien acompaña la alabanza a
Dios con la oración de petición. El punto más alto del orar
cristiano se alcanza en la oración interior, sin palabras, que
une al alma con su Dios (Orígenes, In Num. hom., X, 3).
Orígenes no solo era un excelente biblista y un gran
teólogo. Como subraya Benedicto XVI, «a pesar de toda
la riqueza teológica de su pensamiento, nunca lo desarro-
lla de un modo meramente académico; siempre se funda
en la experiencia de la oración, del contacto con Dios» 1.

1.  Benedicto XVI, Audiencia general, 2 de mayo de 2007.


La oración 133

Su doctrina sobre la oración contribuyó decisivamente


a fomentar la piedad en el Oriente cristiano, especialmen-
te en el mundo monástico, a partir del siglo IV. También
influirá en la mística de Occidente, a través sobre todo de
san Ambrosio.
En el Occidente surgen igualmente tratados sobre la
oración, que son comentarios al Padrenuestro, debidos
a la pluma de dos autores latinos, Tertuliano y Cipriano.
Coinciden con los alejandrinos en la necesidad de orar
y en las disposiciones del alma, pero difieren al centrar-
se más en la nueva forma de oración, que enseñó Cristo
y solo los cristianos conocen, porque solo ellos tienen a
Dios por Padre (Tertuliano, De orat., 2). Cipriano sitúa
al cristiano que reza el Padrenuestro en el contexto de la
filiación divina. Escuchemos lo que nos dice:

«Oremos, hermanos amadísimos, como Dios, el Maes-


tro, nos ha enseñado. Es oración confidencial e íntima orar
a Dios con lo que es suyo, elevar hasta sus oídos la oración
de Cristo. Que el Padre reconozca las palabras de su Hijo,
cuando rezamos una oración» (De orat. dominica., 3).

Las posturas que utilizaban los primeros cristianos


para orar eran variadas y estaban inspiradas en la Biblia:
de pie, de rodillas, inclinado y en postración. La forma
más común es la del «orante», que aparece en numerosas
representaciones iconográficas, a partir de los primeros
siglos. Tertuliano le da a esta manera de orar un valor de
134 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

símbolo, porque imita al Señor sobre la cruz (De orat.,


18-25). Orígenes también prefiere esta postura orante:

«Siendo innumerables las posiciones del cuerpo, la


postura de manos extendidas y ojos alzados ha de preferir-
se por reflejar así la misma disposición corporal como una
imagen de las disposiciones interiores que son convenien-
tes al alma en la oración. Y decimos que esta es la postura
que se ha de guardar, si no hay alguna circunstancia que lo
impida» (Orígenes, De orat., XXXI, 2).

La postura de poner las manos juntas no se empleaba


en la Antigüedad, es un gesto de origen germánico de ca-
rácter feudal que el vasallo hace ante su señor, y que en la
Edad Media se incorpora en algunos usos litúrgicos.
La oración dirigida a Cristo se muestra, especialmen-
te, en la orientación que adoptan los cristianos a comien-
zos del siglo II, y que se impone ampliamente en Oriente
y Occidente durante el siglo III. Se ora vuelto al oriente,
porque de Oriente se espera que venga de nuevo Cristo,
y en Oriente está el paraíso, anhelado por todos los cris-
tianos 2. No hay que olvidar que la «luz viene del oriente»
(ex oriente lux), y que esa luz la entendían los primeros
fieles como referida específicamente a Cristo (Jn 3, 9. 19;
8, 12; 12, 46).

2.  F. J. Dölger, Sol salutis: Gebet und Gesang im christliche Al-


tertum, Münster 1925, pp. 136-170, 198-242.
La oración 135

A la «orientación» se añade, ya desde el siglo II, la


práctica de orar ante una cruz, que se coloca en la pa-
red (en madera o pintada), de forma que quien vaya a re-
zar esté de cara al oriente. La cruz como signo glorioso
precederá al Señor en su segundo advenimiento desde el
oriente. El uso de la señal de la cruz estaba muy arrai-
gado entre los primeros creyentes. A finales del siglo II,
Tertuliano escribía: «En todos nuestros viajes, en nuestras
salidas y entradas, al vestirnos y al calzarnos, al bañarnos
y sentarnos a la mesa, al encender las luces, al irnos a la
cama, al sentarnos, cualquiera que sea la tarea que nos
ocupe signamos nuestra frente con la cruz» (De cor., 3).
En resumen, podríamos decir que hacer este signo es
ya hacer oración. O mejor dicho por Benedicto XVI: «Ha-
cer la señal de la cruz (…) significa decir un sí público y
visible a Aquel que murió y resucitó por nosotros, a Dios,
que en la humildad y debilidad de su amor, es el Todopo-
deroso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del
mundo» 3.

3.  Benedicto XVI, Alocución, 11 septiembre de 2005.


21
Ascesis y ayuno

La abnegación de sí mismo es una practica de la vida


cristiana que figura entre las que enumera el Señor, como
uno de los requisitos que pedía a aquellos que deseaban se-
guirle: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue
a sí mismo, que tome su cruz y que me siga» (Mt 16, 24).
Desde que nuestros primeros padres pecaron, todos nota-
mos un impulso desordenado hacia los bienes sensibles, que
pueden perturbar nuestro trato con Dios y con los demás
hombres. Por tanto, necesitamos dominar esos impulsos
desordenados si deseamos hacer cualquier obra buena. En
esta misma línea, san Pablo llega a decir: «Castigo mi cuer-
po y lo someto a servidumbre, no sea que, después de ha-
ber predicado a otros, quede yo descalificado» (1 Co 9, 27).
Entre los primeros creyentes, una de las maneras más
extendidas de sujetar los apetitos para que no ocasionaran
desvíos en el seguimiento del Señor, consiste en practicar
el ayuno voluntario. Por otra parte, el ayuno era una praxis
ascética fuertemente anclada en la Sagrada Escritura. Moi-
sés y Elías ayunaban antes de ponerse en presencia de Dios
138 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

(Ex 34, 28; 1 R 19, 8). Jesús ayunó también (Mt 4, 2). Es
más, dio por supuesto que seguiríamos su ejemplo (Mt 6,
16). Desde la época apostólica, los cristianos viven dos días
de ayuno semanal, los miércoles y los viernes, para distin-
guirlos bien de los que vivían los judíos, que ayunaban el
segundo y quinto día de la semana (Did., VIII, 1). Estos
días de ayuno recibían el nombre de «días de estación». La
palabra «estación» viene del lenguaje militar romano, en el
que statio significaba «puesto de guardia o montar la guar-
dia». Los cristianos del siglo II la empleaban para designar
los días en los que el cristiano estaba espiritualmente de
guardia. Hermas cuenta cómo vivía este tipo de ayuno:

«En una ocasión en que ayunaba y estaba sentado en


un monte dando gracias a Dios por todo lo que había hecho
conmigo, veo que el Pastor se sienta a mi lado y me dice:
“¿Por qué has venido aquí de madrugada?” Respondo: “Se-
ñor, porque hago estación”. Pregunta: “¿Qué es estación?”.
Le contesto: “Señor, estoy ayunando (…). Señor, ayuno tal
como es costumbre”» (Past. Comp., V, 1, 1). La «costum-
bre» consistía en comer solo pan y agua; pero, sigue dicien-
do el Pastor: «de las comidas que ibas a tomar calcularás
el gasto que ibas a hacer ese día, lo darás a una viuda o a
un huérfano o a un necesitado. Te humillarás de esta forma
para que el que reciba sacie su vida a causa de tu humilla-
ción e interceda por ti ante el Señor. Si realizas el ayuno
tal como te he mandado, tu sacrificio será grato ante Dios
y tu ayuno será inscrito. El servicio realizado así es bueno,
alegre y agradable al Señor» (Past. Comp., V, 3, 7-8).
Ascesis y ayuno 139

Asistimos, pues, a un efecto multiplicador del ayuno,


por la concurrencia del ejercicio de virtudes fundamentales,
como la caridad y la humildad, y de otras de menor enti-
dad, como la fraternidad y la alegría, además del beneficio
de la oración impetratoria a favor de quien ha ayunado.
Los cristianos viven el ayuno como participación en
el misterio pascual de Cristo. En la época apostólica el
ayuno precede a la recepción del bautismo. También se
vive como preparación inmediata para la gran fiesta de la
Pascua. Posteriormente, se establecerá en la praxis ecle-
siástica el ayuno cuaresmal. En la actualidad, este ayuno
ha quedado reducido al Miércoles de Ceniza y al Viernes
Santo, y a la abstención de comer carne durante los vier-
nes de Cuaresma. El ayuno eucarístico se observaba ya en
el siglo III, según nos atestigua Tertuliano (Ad ux., II, 5).
Ahora también este ayuno se ha reducido a una hora antes
de recibir la Comunión.
Hermas escribe, en el siglo II, el Pastor, una obra de
exhortación a la penitencia. En la comunidad cristiana des-
tinataria de este escrito, aunque había cristianos que vivían
bien su compromiso bautismal, otros se habían deslizado
hacia una vida pecaminosa. A estos es a los que se dirige el
autor, indicándoles que hay un camino muy expedito para
salir de esa situación, que no es otro que el de la penitencia,
distinta de la penitencia primera otorgada por el bautismo:

«El Señor dispuso la penitencia para aquellos que fue-


ron llamados antes de estos días. Pues como el Señor co-
140 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

noce los corazones y todo lo sabe de antemano, conoció la


debilidad de los hombres y los enredos del diablo; asimis-
mo, que haría mal a los siervos de Dios y sería malvado
con ellos. Pero el Señor, rico en misericordia, se apiadó de
su obra y dispuso esta penitencia (…). Después de aquella
y santa llamada, si alguno es tentado por el diablo y peca,
tiene una [segunda] penitencia» (Past. Mand., IV, 3, 4-5).

El autor del Pastor se distingue por su sencillez y sin-


ceridad. Por eso detesta con rotundidad la duda, la vacila-
ción (dipsychia), en el trato con Dios. Si alguien estuviera
afectado por este mal debe salir de ese estado por el arre-
pentimiento y la purificación del corazón:

«Pues los que dudan de Dios son los vacilantes y no


consiguen nada de lo que piden. Los que son íntegros en
la fe piden confiados en el Señor y reciben, porque piden
sin vacilar, sin dudar. Pues todo hombre vacilante, si no
se arrepiente, difícilmente se salvará. Así pues, purifica tu
corazón de la duda, revístete de la fe, porque es poderosa,
y cree en el Señor porque todo lo que pidas lo alcanzarás»
(Past. Mand., IV, 3, 5-7).

Insiste, sobre todo, en que se practiquen ayunos de


carácter espiritual. Entre las revelaciones que le hace un
ángel, con atuendo de pastor, se encuentra esta:

«Haz para Dios este ayuno: No hagas nada malo en


tu vida y sirve al Señor con un corazón puro. Guarda sus
mandamientos caminando en sus preceptos; no suba a tu
Ascesis y ayuno 141

corazón ningún mal deseo. Cree en Dios porque si haces


estas cosas, le temes y te abstienes de toda mala acción, vi-
virás para Dios. Si haces estas cosas, harás un ayuno grande
y grato a Dios» (Past. Comp., V, 1, 5).

Otra faceta importante del ayuno es su dimensión


penitencial. El ayuno se convierte en un factor muy im-
portante dentro de la disciplina penitencial de la primitiva
Iglesia, que imponía al pecador, durante el tiempo de su
penitencia, una limitación en el comer y el beber. Venía
a ser como un refuerzo de la oración expiatoria, con el
que el pecador se dirige a Dios. El ayuno penitencial tenía
igualmente un aspecto medicinal o saludable (Tertuliano,
De paenit., 20; De ieun., VIII, 12).
Hermas habla también de las obras satisfactorias que
debe realizar quien ya ha hecho penitencia: «Es necesario
que el que se arrepiente atormente su alma, sea fuerte-
mente humillado en todo su obrar y sea atribulado con
todas las tribulaciones. Si soporta las tribulaciones que le
vengan, se compadecerá totalmente el que creó y forta-
leció todo, y lo curará» (Comp., VII, 4). Al lado de las
penas que la vida va ofreciendo al pecador, este natural-
mente podrá también aportar su contribución personal a
la expiación: obras interiores, contrición por los pecados
pasados y, sobre todo, la práctica de la caridad. Esto lo
explica Hermas con más detalle por medio de la parábola
del olmo y la viña (Comp. II, 5-6), que ya comentamos
cuando tratamos la cuestión de «pobreza y la limosna».
22
Devoción a los ángeles custodios

Entre las devociones más vivas de la Iglesia primi-


tiva se encuentra la de los ángeles custodios. ¿Qué son
los ángeles exactamente? La palabra proviene del término
griego ángelos, que a su vez se utiliza para traducir el he-
breo malakh. El significado en ambas lenguas es el mis-
mo: “mensajero” o, más concretamente, “un mensajero
de Dios”. Por los testimonios bíblicos que conocemos, el
término se ha aplicado a un conjunto de seres puramente
espirituales creados por Dios.
La devoción a los ángeles siempre ha formado parte
de la religión bíblica. Aparecen con frecuencia en la vida
de los patriarcas. Jacob llega incluso a luchar con uno de
ellos. Preceden al pueblo de Israel en su marcha por el de-
sierto. Anuncian la palabra de Dios a los profetas. El libro
de Tobías narra cómo un ángel guió al joven Tobías a co-
brar una importante deuda familiar, a descubrir un remedio
para curar la ceguera de su padre y, de paso, a encontrar
una esposa bella y virtuosa. El Nuevo Testamento, como
144 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

dice un autor contemporáneo, «se abre con una explosión


de actividad angélica» 1. Para comprobarlo basta con leer
los primeros capítulos del Evangelio de san Lucas.
San Clemente Romano invitaba a los corintios a cum-
plir la voluntad de Dios, meditando en la oración este
modo de proceder, acompañados por los ángeles:

«Obedezcamos a su voluntad. Meditemos cómo toda la


multitud de sus ángeles, que están a su disposición, sirven
su voluntad. Pues dice la Escritura: “Diez mil miríadas le
asistían y mil millares les servían y gritaban: Santo, Santo,
Santo, el Señor Sabaot, toda la creación está llena de su
gloria”» (Clemente Romano, Ad Cor., XXXIV, 5-6).

Dentro del plan creador de Dios, los ángeles desem-


peñan un papel de servidores o ministros para mantener
el orden querido por Él. En este sentido se pronuncia Ate-
nágoras de Atenas en el siglo II: «Por Él [Dios] fueron
creados los demás ángeles, a quienes fue encomendada la
administración de la materia y de las formas de la materia.
Porque la sustancia de estos ángeles fue creada por Dios
para la providencia de las cosas por Él ordenadas, de suer-
te que Dios conservaría la providencia universal y general
del universo» (Supp., 24).
Nuestro propósito al abordar el tema de los ángeles se
circunscribe a los “ángeles custodios”. A la pregunta del

1.  S. Hahn, Signos de vida, Madrid 2010, p. 65.


Devoción a los ángeles custodios 145

porqué de la existencia de estos ángeles guardianes de los


hombres responde un autor espiritual:

«Recordemos, pues, en todo momento, que somos hi-


jos de Dios y que nadie invierte en el cuidado de sus hijos
como lo hace Dios. ¿Por qué se excede tanto, creando esos
poderosos espíritus puros que cuidan de nosotros? Porque
nos ama, desde luego. Y porque nos ha llamado a todos a la
santidad (…). Ser santo es haber sido destinado para un fin
divino, para Dios» 2.

Es obvio que la gran dignidad poseída por el hombre


no se debe a él mismo, sino a Dios que se la concede.
Lo mismo podemos decir de la ayuda angélica que recibe
cada hombre, puesto que alcanzar la santidad es siempre
acoger un don de Dios. Cada hombre es receptáculo de la
bondad de Dios, como acertadamente expresara san Ire-
neo de Lyon (Adv. haer., III, 20, 2). Pero no se debe olvi-
dar que, en el estadio peregrinante de la vida en la tierra,
la acogida de los dones divinos requiere una respuesta que
comporta una lucha espiritual, en la que la ayuda de los
ángeles custodios es muy importante.
La devoción a estos seres espirituales tiene múltiples
manifestaciones entre los cristianos de la primera hora,
que les llevan a sostener una relación amistosa con ellos:
«La tradición cristiana describe a los Ángeles custodios

2.  Ibid., p. 68.


146 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

como unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de


cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y
por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos» 3.
Los primeros cristianos tenían una conciencia clara
del papel de los ángeles en la inicial vida de la Iglesia. La
trama histórica, que nos desvela el libro de los Hechos de
los Apóstoles sobre el desarrollo de la primitiva Iglesia,
está sólidamente acompañada por la acción de los santos
ángeles. Los ángeles liberan a los Apóstoles de la prisión
(Hch 5, 19; 12, 7). Un ángel lleva a Felipe de Jerusalén
a Gaza para que bautice al funcionario de la corte etíope
(8, 26). San Pedro es liberado prodigiosamente de la cár-
cel por la acción de su ángel custodio, y llega a la casa
de Juan Marcos, donde estaban reunidos un buen grupo
de los primeros fieles. Llamó Pedro a la puerta, y una
sirvienta, de nombre Rode, al reconocer la voz de Pedro,
llena de alegría, no le abrió sino que dirigiéndose a los
que estaban allí les anunció que Pedro estaba a la puerta.
Ellos le dijeron: «¡Estás loca! Ella, sin embargo insis-
tía en que era así. Entonces dijeron: Será su ángel» (12,
4-15). Este último relato, entre otras muchas cosas, nos
confirma la naturalidad y la confianza de trato que tenían,
tanto Pedro como aquellos primeros creyentes, con sus
ángeles custodios.

3.  San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa,


Madrid 1973, n.º 63.
Devoción a los ángeles custodios 147

A mediados del siglo III, Orígenes nos presenta a los


ángeles custodios dedicados especialmente a favorecer
nuestras oraciones delante del Señor. La razón que esgri-
me es que los ángeles contemplan siempre el rostro de
Dios (Mt 18, 10):

«Mas también el ángel particular de cada cual, aun de


los más insignificantes dentro de la Iglesia, “por estar con-
templando siempre el rostro de Dios que está en los cielos”,
viendo la divinidad de nuestro Creador, une su oración a la
nuestra y colabora, en cuanto le es posible, a favor de lo que
pedimos» (De orat., XI, 5).

El gran alejandrino reafirma –como no puede ser de


otra manera– que Cristo presenta nuestras oraciones a
Dios Padre: «Ora por los que oran y suplica por los que
suplican» (De orat., X, 2). A esta intercesión de Cristo se
une también la de los ángeles y la de las almas de los san-
tos, en razón del vínculo de la caridad que une a quienes
formamos parte del cuerpo místico de Cristo (De orat.,
XI, 1-2).
La figura de san Miguel Arcángel ha merecido en la
tradición de la Iglesia una consideración especial como
guardián del pueblo de Dios. Así aparece, tanto en el An-
tiguo Testamento (Dn 12, 1) como en el Nuevo (Ap 12,
7). La Iglesia lo ha invocado como «Príncipe de la milicia
celestial» en los combates espirituales contra los poderes
del Maligno. Durante muchos años la oración a san Mi-
148 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

guel se rezaba al final de la Misa, y muchos católicos la


siguen recitando como una devoción particular:

«Arcángel San Miguel defiéndenos en la lucha; sé


nuestra defensa contra las maldades y asechanzas del de-
monio. Pedimos suplicantes que Dios lo mantenga bajo
su imperio; y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al
infierno, con el poder divino, a Satanás y a los demás espí-
ritus malvados, que andan por el mundo tratando de perder
a las almas. Amén».

En resumen, podemos afirmar que la relación o el tra-


to con nuestro ángel custodio debe estar presidido por el
agradecimiento, dados los beneficios que nos proporcio-
na. De ahí también que Orígenes entienda que hemos con-
traído una deuda con ellos: «Somos también deudores de
nuestro ángel custodio, quien contempla siempre el rostro
del Padre que está en los cielos» (De orat., XXVIII, 3). La
actuación de los ángeles a favor de cada uno de nosotros
es una muestra extraordinaria del amor de Dios por sus
hijos. El Señor desea facilitarnos el camino de nuestro pe-
regrinaje hacia el cielo. Es una ayuda sobrehumana para
superar la debilidad de los hombres.
23
La vida del más allá

La puerta de acceso al “más allá” es, sin duda, la


muerte. Las primeras generaciones de cristianos se fueron
familiarizando con ella, debido a los avatares de las per-
secuciones. Dar la vida imitando a Cristo era una realidad
con la que debía contar todo aquel que recibía el bautismo
en los tres primeros siglos, como pudimos comprobar con
anterioridad.
Pero los cristianos no siempre tenían ocasión de de-
rramar su sangre. La mayor parte de los fieles morían
sencillamente de muerte natural, a consecuencia de la se-
nectud o de una enfermedad. La Iglesia tuvo, desde sus
inicios, un cuidado especial para aquellos de sus hijos que
sufrían una grave dolencia, o estaban próximos a morir.
La carta de Santiago es muy expresiva sobre este particu-
lar: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Que llame a los
presbíteros de la Iglesia, y que oren sobre él, ungiéndole
con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de la fe
salvará al enfermo, y el Señor le hará levantarse, y si hu-
150 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

biera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5, 14-


15). Esto es lo que hoy conocemos como sacramento de
la unción de enfermos.
La muerte es contemplada por el cristiano desde una
perspectiva «nueva» en la que Cristo ha vencido a la
muerte porque ha vencido al pecado (Rm 6, 23; 1 Co 15,
55-58). Hay un cambio de signo al enfocar la muerte que
se mira con un sentido positivo, que supera cualquier sen-
sación de temor. Desde esta óptica se entienden bien las
palabras de san Cipriano:

«Si morimos, cuando nos toque, entonces pasaremos


por la muerte a la inmortalidad, y no puede empezar la vida
eterna hasta que no salgamos de esta. No es ciertamente
una salida, sino un paso y traslado a la eternidad, después
de correr esta carrera temporal. ¿Quién hay que no vaya
a lo mejor? ¿Quién no deseará transformarse y mudarse
cuanto antes en la forma de Cristo y merecer el don del
cielo, como dice el apóstol Pablo: “Nuestra vida está en el
cielo, de donde esperamos al Señor Jesucristo, que trans-
formará nuestro cuerpo en un cuerpo resplandeciente como
el suyo?”» (De mort., 22).

La legislación romana no autorizaba enterrar a los


muertos en el interior de la ciudad. Las catacumbas de
Roma, situadas en las vías de acceso a la Urbe, especial-
mente en la Vía Apia, eran panteones de familias cris-
tianas que ofrecían su última morada a los hermanos de
La vida del más allá 151

condición modesta o servil. A partir del siglo III la Iglesia


romana adquirirá y organizará cementerios propios.
Siguiendo las costumbres de la época, los cristianos
ofrecían banquetes en honor de los difuntos, que recibían
el nombre de refrigeria. Las catacumbas nos han conser-
vado pinturas de banquetes funerarios en los que partici-
paban los pobres. En tiempos de Tertuliano se celebraba
la eucaristía en el aniversario de los difuntos (De cor., 3).
Uno de los aspectos del mensaje cristiano que choca-
ba más con el paganismo grecolatino fue, sin duda, el de
la resurrección de los muertos. Los primeros predicadores
del cristianismo encuentran resistencias y falta de com-
prensión en los foros culturales más significativos. Pode-
mos recordar a este respecto lo dicho por san Pablo, cuan-
do es invitado a presentar la nueva religión en el areópago
de Atenas, ante un grupo de curiosos espectadores, ami-
gos de escuchar «novedades». Pablo aprovecha la ocasión
que le brinda encontrarse delante de un altar dedicado
al «Dios desconocido», para hablarles de Dios Creador
y Redentor, así como de la resurrección de Cristo. Pero
cuando «oyeron lo de la “resurrección de los muertos”,
unos se echaron a reír y otros dijeron: Te escucharemos
sobre esto en otra ocasión» (Hch 17, 32).
Los primeros fieles hacen suya la predicación apostó-
lica, que alimenta su fe en la resurrección del Señor. San
Pablo se encuentra en Corinto con algunos que no creen
en la resurrección de los muertos, y les dirige unas duras
palabras: «Si no hay resurrección de los muertos, tampo-
152 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

co Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, inútil


es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe (…),
todavía estáis envueltos en vuestros pecados» (1 Co 15,
13-17).
Los cristianos tuvieron que elaborar muy pronto una
defensa de la doctrina de la resurrección, frente a un mun-
do filosófico que despreciaba la materia. Los apologis-
tas salen al paso de tales objeciones. Atenágoras, en su
obra Sobre la resurrección, desarrolla la primera defensa
de dicha enseñanza. Este autor sostiene que Dios, al ser
omnipotente, puede hacer resurgir los cuerpos desintegra-
dos de los muertos (De res., 2-11). Además, si tenemos
en cuenta que el hombre es un ser compuesto de alma y
cuerpo, hace falta una justicia que se corresponda con los
elementos compositivos del alma y del cuerpo:

«Es necesario que (…) también el juicio se ejerza sobre


las dos cosas: es decir, sobre el hombre que consta de cuer-
po y alma (…), no es conveniente que el alma sola reciba el
premio de las cosas que realizó juntamente con el cuerpo,
ni el cuerpo solo, sino que sea llamado a juicio de cada una
de las acciones del hombre, en cuanto compuesto de las dos
cosas» (De res.,18).

En la misma línea, san Justino afirma que el cristiano


espera que «nosotros volvamos a recibir nuestros propios
cuerpos, aunque hayan muerto y hayan sido enterrados;
porque mantenemos que para Dios no hay nada imposi-
ble» (I Apol., XVIII, 6).
La vida del más allá 153

La lucha contra el gnosticismo lleva a desarrollar aún


más la doctrina de la resurrección. San Ireneo defiende
la resurrección, en primer lugar, de Cristo; después, la de
los demás hombres, justos e injustos, pues todos han de
resucitar «en sus propios cuerpos» y «con sus propias al-
mas» (Adv. haer., II, 33, 5). El santo obispo de Lyon insis-
te especialmente en presentar, frente a los «gnósticos», la
realidad carnal de los cuerpos resucitados.
Por otra parte, la mirada hacia el «más allá» del cris-
tiano se alimenta de una sólida esperanza. Podemos oír la
voz de san Hipólito que nos dice:

«Cuando ya contemples a Dios tal cual es, tendrás un


cuerpo inmortal e incorruptible, como el alma, y poseerás
el reino de los cielos, tú que, viviendo en la tierra, conociste
al Rey celestial; participarás de la felicidad de Dios, serás
coheredero de Cristo y ya no estarás sujeto a las pasiones ni
a las enfermedades, porque habrás sido hecho semejante a
Dios» (Refut., X, 33-34).

Se trata, por tanto, de una gran alegría, producida por


la felicidad que Dios transmite en el reino celestial, y
que resulta imposible de describir con palabras humanas,
según nos certifica san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni
pasó a hombre por pensamiento lo que Dios tiene prepa-
rado para aquellos que le aman» (1 Co 2, 9).
La esperanza de alcanzar el cielo tiene, además, el ali-
ciente de encontrarnos con los santos, que forman parte
154 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

de nuestra familia. San Cipriano lo expresa con palabras


muy animosas:

«¿Qué extranjero hay que no se dé prisa por volver a


su patria? ¿Qué pasajero en el mar no suspira por un viento
favorable para volver a ver cuanto antes a los amigos y pa-
rientes? El paraíso es nuestra patria, los patriarcas nuestros
padres; ¿cómo, pues, no corremos a visitar nuestra patria, y
abrazar a nuestros padres?» (De mort., 26).

El Papa Benedicto XVI, en su encíclica sobre la es-


peranza, comenta cómo se plasmaba la esperanza de los
primeros fieles en unos sarcófagos del siglo III. En uno
de ellos puede verse la figura del pastor (crioforós) que
representa a Cristo. «Él mismo –escribe el Papa– ha reco-
rrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha
vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos
la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso
abierto (…), era la nueva “esperanza” que brotaba en la
vida de los creyentes» 1.
En los epitafios cristianos primitivos aparece una sim-
bología que evoca, sobre todo, la esperanza que, en última
instancia, es Cristo. Así sucede con la figura del «pez»,
que, en griego es un acróstico de Jesucristo 2, que poseía

1.  Benedicto XVI, Spe salvi, 30-XI-2007, n.º 6.


2.  Ichthys, que se traduce por «Jesucristo, Hijo de Dios, Salva-
dor». Dictionnaire d’Archéologie Chrétienne et Liturgie, s. v. Ichthys,
Paris 1927, VII, 1990-2086.
La vida del más allá 155

un gran valor simbólico como signo bautismal y de inmor-


talidad. Lo mismo podemos decir del «pavo real» como
ave del paraíso, del «ancla», imagen de la esperanza, de
la «paloma», representación del alma del creyente, de la
figura del «orante», o de las inscripciones junto al nombre
del cristiano «in Christo» o «in pace», que se encuentran
en los cementerios cristianos. Un ejemplo de lo que deci-
mos se encuentra en la llamada Inscripción de Pectorio,
de Autum (Francia), que se remonta al siglo III:
«¡Oh raza divina del Ichtys celestial!,
recibe, con un corazón lleno de respeto,
la vida mortal entre los mortales.
Rejuvenece tu alma, amigo, en las aguas divinas,
por las oleadas eternas de la sabiduría que da los tesoros.
Recibe el alimento, dulce como la miel, del
Salvador de los santos.
Come a tu hambre, bebe a tu sed;
tienes al Ichthys en las palmas de tus manos.
Nútrenos, pues, Maestro y Salvador con el Ichthys.
Que mi madre descanse en paz; te lo ruego,
luz de los muertos.
Ascandio, mi padre,
con mi dulce madre y mis hermanos,
con toda la gratitud de mi alma, os pido
en la paz del Ichthys, os acordéis de Pectorio»
(Epitaphium Pectori).

Todas estas manifestaciones de la esperanza en el más


allá, encontradas en cementerios cristianos y en las cata-
156 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

cumbas romanas, nos muestran la vitalidad espiritual de


las primeras comunidades cristianas. O dicho con pala-
bras de Juan Pablo II dirigidas a la Comisión Pontificia de
Arqueología Sacra:

«Las catacumbas, a la vez que presentan el rostro elo-


cuente de la vida cristiana de los primeros siglos, consti-
tuyen una perenne escuela de fe, esperanza y caridad. Al
recorrer las galerías, se respira una atmósfera sugestiva
y conmovedora (…). Por eso no eran lugares tristes, sino
que se decoraban con frescos, mosaicos y esculturas, como
queriendo alegrar los lugares obscuros y anticipar, con las
imágenes de flores, pájaros y árboles, la visión del paraíso
esperado al fin de los tiempos. La significativa fórmula “in
pace”, que aparece a menudo sobre los sepulcros de los
cristianos, sintetiza bien su esperanza» 3.

3.  Juan Pablo II, Discurso a la asamblea plenaria de la Comi-


sión Pontificia de Arqueología Sacra, 16-I-1998.
Epílogo

Al término de estas páginas, tal vez convendría esta-


blecer un balance comprensivo de la vida cristiana du-
rante los tres primeros siglos. Pero consideramos que lo
expuesto es ya en sí una muestra suficiente para que el
lector saque una panorámica de esos primeros pasos.
Resulta grato comprobar que la fe vivida por nues-
tros primeros hermanos sigue teniendo pleno sentido para
nosotros, que vivimos en el siglo XXI. Es una venturosa
realidad que, por ser espiritual, traspasa las fronteras del
tiempo.
Otra de las cosas que nos golpea al ver los modos de
actuación de estos primeros heraldos de la fe es su dina-
mismo, su capacidad de viajar, de comunicar, de mani-
festar el gran regalo que Dios ha puesto en sus vidas. En
definitiva, es una muestra del compartir con los demás la
felicidad que ellos tienen.
En estos días, cuando el Papa Benedicto XVI nos aca-
ba de convocar a los cristianos para que llevemos a cabo
158 LA FE DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

una nueva evangelización, nos puede venir bien echar una


mirada a esos testimonios de los primeros fieles.

«Caritas Christi urget nos –dice el Papa–: es el amor


de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a
evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos
del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos
de la tierra. Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hom-
bres de cada generación: en todo tiempo convoca la Iglesia
y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que
es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un
compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva
evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver
a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» 1.

1.  Benedicto XVI, Carta Apostólica «Porta fide», 11-X-2011,


n.º 7.
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Colección PERSONA Y CULTURA

01. John Henry Newman. Una semblanza


JOSÉ MORALES
02. Aprendiendo a vivir: el descanso
FERNANDO SARRÁIS
03. La vida del no nacido. El aborto y la dignidad de la mujer
JOSÉ MARÍA PARDO
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