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CAPÍTULO IV

LOS INDIOS SE LEVANTAN CONTRA LOS PRIMEROS


COLONOS DEL RÍO DE LA PLATA.

Después que partió Gaboto, Nulo de Lara,


que había contraído alguna amistad con los
pueblos vecinos, se mantuvo tranquilo, basta
que Mangoré, jefe de los timbúes, quien iba
con frecuencia al campamento de los espa-
fíales con ocasión de comerciar, se abrasó en
las llamas de amor ilícito hacia una mujer
hermosa sobre toda ponderación. No se le
ocultó á Lucía Miranda (que así era ésta lla-
mada) el atrevimiento del indio ni á su ma-
rido Sebastián Hurtado, nacido, igualmente
que ella, en Ecija; por cuyo motivo, Lucía,
guardando todo recato, recibía delante de su
esposo los regalos que le hacía Mangoré, de
tal manera que se viese claramente que no los
recibía como prenda de amor pecaminoso. El
bárbaro puso en juego cuantos medios estaban
en su mano para poseerla, y así en cierta oca-
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sión quiso convencer ä Hurtado de que no
debía llevar á su mujer cuando saliese á res-
catar oro en las tierras comarcanas, pues ya
cuidaría él de que sus compatriotas 11 respe-
tasen y agasajaran. Mas estimando el espa-
ñol, antes une todo el honor de su esposa, se
excusó didiendo que las leyes militares no lo
permitían, antes preceptuaban vivir con ma-
yor severidad en medio de., los extraños. Irri-
tado Mangoré al ver frustradas sus esperanzas,
logró persuadir ä Siripo su hermano para que
le ayudara á destruir los extranjeros, sin otro
fin que el de gozar una mujer. No tardó mu-
cho tiempo en presentirsele ocasión oportuna
para ello. Sapo que Riii García Mosquera
Sebastián Hurtado habían sido enviado: por
Nuilo de La ya, jefe del fuerte, a bis islas cer-
canas para proveerse de víveres y armé) apre-
suradamente cuatro mil indios; hizo que se es-
conlieran en unos sitios pantam,sos inmedia-
tos al que ocupaban los españoles, y les (Tde-
nó esperar lo señal de acometida; entre tanto
él, acompañado de treinta hombres cargados
de provisiones, penetró en el fuerte, y ofre-
ciendo con mucha hipocresía las rosas que ha-
bía llevado, pasó la noche comiendo con los
cristianos; cuando ya éstos se habían entrega-
do al sueño, envió los cómplices de su traición
para que los indios, saliendo de su guarida,
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matasen los centinelas, abriesen las puertas y,
llevando el incendio por delante, cayeran so-
bre los españoles dormidos ó asustados. Mu-
chos de éstos fueron atravesados de saetas an-
tes de prepararse á pelear; otros, que ignora-
ban la traición de Mangoré, acudieron á extin-
guir el fuego y perecieron; unos cuantos, re-
puestos del susto, hicieron no leve estrago en
los escuadrones de les enemigos; entre ellos
N'uño de Lara, aunque tenía varias heridas,
apenas viö ó Mangoré que se regocijaba de
su fclonít, iudignad. contra és e, que todavía
;-Vu hallaba ileso, se abrió camino hacia él y lo
derribó, atravesándole el pecho con la espa-
da; des pués repitió las estocadas hasta que le
constó que había espirado; lleno de furor con-
tinuó segando las cabezas de muchos adversa..
ríos y murió peleando; sus compañeros, ro-
deados por la multitud, no tuvieron mejor
suerte. Solamente quedaron con vida Lucía
Miranda, que sin quererlo había sido la oca-
sión de 1 a guerra, cuatro mujeres españolas y
otros tantos niños, á quienes el sexo y la edad
reservaron para mayores infortunios. Después
de la matanza. Siripo, tan lascivo como su
hermano, dueño de los cautivos por la volun-
tad de sus compatriotas, se quedó únicamente
con Lucía y nada omitió para quebrantar la
constancia de ésta; la llamaba señora de un
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pueblo numeroso, y añadía que por determi-
nación de Dios, gobernador del Universo, se-
ría la esposa de quien era obedecido por todos
los habitantes de aquel país. Pero la virtuosa
matrona, más se encolerizaba cuanto mayor
era la pasión del bárbaro; se lamentaba de no
haber perecido y de la hermosura que tantos
males le acarreaba, y no podía consentir en
mirar con buenos ojos á su nuevo dueño. Por
algunos días se habían prolongado los halagos
de Siripo y los desdenes de Lucía, cuando tor-
nó de las islas el marido de ésta con sus com-
pañeros de viaje. Conoció lo que había suce-
dido, al ser conducido por los centinelas tim-
búes donde se hallaba Lucía, pues vió la ruina
del fuerte y el estrago hecho en los españoles.
Apenas divisó el indio á Sebastián Hurtado,
ardiendo en celos mandó que fuera asaeteado,
lo cual se realizara si la bella cautiva no hu-
biese intervenido; Sirio° accedió á lo que ésta
le suplicaba, á condición de que no viviera ma-
trimonialmente con su esposo, pues de lo con-
trario los dos serían condenados á muerte.
Aceptada tal condición, vivieron ambos algún
tiempo gozándose nada más que con los ojos;
después Sit ipo, advertido por una vieja, los sor-
prendió mientras se daban al amor conyugal,
y ordenó que fuese quemada viva Lucía, la
cual, arrancada del cuello de su consorte y
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puesta en la pira, rogaba ä Dios que no des-
preciase el dolor que tenía por cuanto le hu-
biese ofendido pecando, y que, sacándola de la
servidumbre ä que estaba sujeta, la llevase á.
la patria eterna; haciendo tales votos, murió
abrasada. Sebastián Hurtado fue atado á un
árbol, y como si representara al santo de su
nombre, fue atravesado por las flechas de los
indios mientras oraba piadosamente. De esta
manera, fueron ambos ejemplo elocuente de
cuánto dista muchas veces nuestro destino de
las esperanzas que concebimos.


TOMO I 4

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