que había contraído alguna amistad con los pueblos vecinos, se mantuvo tranquilo, basta que Mangoré, jefe de los timbúes, quien iba con frecuencia al campamento de los espa- fíales con ocasión de comerciar, se abrasó en las llamas de amor ilícito hacia una mujer hermosa sobre toda ponderación. No se le ocultó á Lucía Miranda (que así era ésta lla- mada) el atrevimiento del indio ni á su ma- rido Sebastián Hurtado, nacido, igualmente que ella, en Ecija; por cuyo motivo, Lucía, guardando todo recato, recibía delante de su esposo los regalos que le hacía Mangoré, de tal manera que se viese claramente que no los recibía como prenda de amor pecaminoso. El bárbaro puso en juego cuantos medios estaban en su mano para poseerla, y así en cierta oca- 46 sión quiso convencer ä Hurtado de que no debía llevar á su mujer cuando saliese á res- catar oro en las tierras comarcanas, pues ya cuidaría él de que sus compatriotas 11 respe- tasen y agasajaran. Mas estimando el espa- ñol, antes une todo el honor de su esposa, se excusó didiendo que las leyes militares no lo permitían, antes preceptuaban vivir con ma- yor severidad en medio de., los extraños. Irri- tado Mangoré al ver frustradas sus esperanzas, logró persuadir ä Siripo su hermano para que le ayudara á destruir los extranjeros, sin otro fin que el de gozar una mujer. No tardó mu- cho tiempo en presentirsele ocasión oportuna para ello. Sapo que Riii García Mosquera Sebastián Hurtado habían sido enviado: por Nuilo de La ya, jefe del fuerte, a bis islas cer- canas para proveerse de víveres y armé) apre- suradamente cuatro mil indios; hizo que se es- conlieran en unos sitios pantam,sos inmedia- tos al que ocupaban los españoles, y les (Tde- nó esperar lo señal de acometida; entre tanto él, acompañado de treinta hombres cargados de provisiones, penetró en el fuerte, y ofre- ciendo con mucha hipocresía las rosas que ha- bía llevado, pasó la noche comiendo con los cristianos; cuando ya éstos se habían entrega- do al sueño, envió los cómplices de su traición para que los indios, saliendo de su guarida, 47 matasen los centinelas, abriesen las puertas y, llevando el incendio por delante, cayeran so- bre los españoles dormidos ó asustados. Mu- chos de éstos fueron atravesados de saetas an- tes de prepararse á pelear; otros, que ignora- ban la traición de Mangoré, acudieron á extin- guir el fuego y perecieron; unos cuantos, re- puestos del susto, hicieron no leve estrago en los escuadrones de les enemigos; entre ellos N'uño de Lara, aunque tenía varias heridas, apenas viö ó Mangoré que se regocijaba de su fclonít, iudignad. contra és e, que todavía ;-Vu hallaba ileso, se abrió camino hacia él y lo derribó, atravesándole el pecho con la espa- da; des pués repitió las estocadas hasta que le constó que había espirado; lleno de furor con- tinuó segando las cabezas de muchos adversa.. ríos y murió peleando; sus compañeros, ro- deados por la multitud, no tuvieron mejor suerte. Solamente quedaron con vida Lucía Miranda, que sin quererlo había sido la oca- sión de 1 a guerra, cuatro mujeres españolas y otros tantos niños, á quienes el sexo y la edad reservaron para mayores infortunios. Después de la matanza. Siripo, tan lascivo como su hermano, dueño de los cautivos por la volun- tad de sus compatriotas, se quedó únicamente con Lucía y nada omitió para quebrantar la constancia de ésta; la llamaba señora de un 48 pueblo numeroso, y añadía que por determi- nación de Dios, gobernador del Universo, se- ría la esposa de quien era obedecido por todos los habitantes de aquel país. Pero la virtuosa matrona, más se encolerizaba cuanto mayor era la pasión del bárbaro; se lamentaba de no haber perecido y de la hermosura que tantos males le acarreaba, y no podía consentir en mirar con buenos ojos á su nuevo dueño. Por algunos días se habían prolongado los halagos de Siripo y los desdenes de Lucía, cuando tor- nó de las islas el marido de ésta con sus com- pañeros de viaje. Conoció lo que había suce- dido, al ser conducido por los centinelas tim- búes donde se hallaba Lucía, pues vió la ruina del fuerte y el estrago hecho en los españoles. Apenas divisó el indio á Sebastián Hurtado, ardiendo en celos mandó que fuera asaeteado, lo cual se realizara si la bella cautiva no hu- biese intervenido; Sirio° accedió á lo que ésta le suplicaba, á condición de que no viviera ma- trimonialmente con su esposo, pues de lo con- trario los dos serían condenados á muerte. Aceptada tal condición, vivieron ambos algún tiempo gozándose nada más que con los ojos; después Sit ipo, advertido por una vieja, los sor- prendió mientras se daban al amor conyugal, y ordenó que fuese quemada viva Lucía, la cual, arrancada del cuello de su consorte y 49 puesta en la pira, rogaba ä Dios que no des- preciase el dolor que tenía por cuanto le hu- biese ofendido pecando, y que, sacándola de la servidumbre ä que estaba sujeta, la llevase á. la patria eterna; haciendo tales votos, murió abrasada. Sebastián Hurtado fue atado á un árbol, y como si representara al santo de su nombre, fue atravesado por las flechas de los indios mientras oraba piadosamente. De esta manera, fueron ambos ejemplo elocuente de cuánto dista muchas veces nuestro destino de las esperanzas que concebimos.