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El libro de Josúe presenta una estructura literaria que divide los contenidos del libro

en dos partes de casi la misma longitud, la conquista de Canaán (caps. 1-12), y su


división entre las tribus de Israel (caps. 13-24).

Es así como, desde el estudio anterior, nos hemos adentrado a la segunda parte del
Libro que comienza con el mandato que Dios da a Josué para que divida toda la tierra
entre las nueve tribus y media por posesión, aunque muchas partes de ella aún
estaban sin conquistar; ya que dos tribus y media habían recibido su heredad de
mano de Moisés al lado oriental del Jordán. De acuerdo con ello, Josué procedió a la
distribución de la tierra, desde el campamento de Gilgal, donde Caleb fue el primero
en recibir su heredad (que es el tema que nos ocupa en el cap. 14).

Caleb vino a Josué junto con los hijos de Judá, y le pidió las montañas de Hebrón por
posesión, apelando, al mismo tiempo, al hecho de que cuarenta y cinco años antes
Moisés se las había prometido con juramento, porque él no había desanimado al
pueblo ni lo había instigado a la rebelión, como los otros espías que habían sido
enviados de Cades a Canaán, sino que había seguido al Señor fielmente.

Caleb recordó a Josué la palabra que el Señor había hablado respecto a ellos en
Cades-barnea, esto es, de la promesa que Dios hizo a ambos de que entrarían a la
tierra de Canaán: “Pero a mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y
decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia
la tendrá en posesión… Vosotros a la verdad no entraréis en la tierra, por la cual
alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella; exceptuando a Caleb hijo de
Jefone, y a Josué hijo de Nun” (Núm. 14:24, 30), y luego procedió a observar (ver.
7): «Yo era de edad de cuarenta años cuando Moisés siervo de Jehová me envió
de Cades-barnea a reconocer la tierra; y yo le traje noticias como lo sentía en mi
corazón», i.e. de acuerdo con la mejor de mis convicciones, sin temor a los hombres
o para agradar al pueblo.

En su relato, Josué también recuerda que en tanto que los otros espías desanimaron
al pueblo por exagerados informes con relación a los habitantes de Canaán, él había
seguido al Señor con perfecta fidelidad: “Entonces Caleb hizo callar al pueblo
delante de Moisés, y dijo: Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque
más podremos nosotros que ellos. Mas los varones que subieron con él,
dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que
nosotros.  Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían
reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra
que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son
hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de
los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les
parecíamos a ellos” (Núm. 13:30-33). No había sido tambaleado en su fidelidad al
Señor y sus promesas ya sea por los malos informes que los otros espías habían
traído de la tierra, o por la murmuración y amenazas de la encendida multitud (como
leemos en Núm. 14:6-10).

En esa ocasión se le juró a Caleb que la tierra sobre la que su pie había pisado sería
heredad para él y sus hijos para siempre. Y es sobre esta particular promesa que
Caleb fundamentaba su petición para que Josué le diera esos montes, en los cuales
moraban anaceos y había grandes ciudades fortificadas pero que, con todo, y aunque
ya habían pasado cuarenta y cinco años desde que Dios había hablado estas
palabras, y ahora tenía ochenta y cinco años, estaba tan fuerte como lo estuvo
entonces con confianza en el Señor para ser el instrumento de su cumplimiento.

Y es este el primer aspecto, la determinación de Josué a pesar de la dificultad (como


podrían ser el número y fuerza física de los pobladores de aquellas cuidades
montañosas y fortificadas) y de sus propias dificultades (como su edad, recursos
limitados, etc.), sobre el que quiero centrar la meditación de hoy. Para ello, volvamos
a leer los versículos 10 – 12.

[El monte, al que hace alusión el v. 12], de acuerdo con el contexto, es la región
montañosa en y alrededor de Hebrón, donde los espías habían visto a los anaceos
(según Núm. 13:22, 28). Las dos cláusulas en el ver. 12, contienen dos motivos
distintos para apoyar la petición de Caleb ante Josué; «porque tú oíste en aquel día»,
refiriéndose a lo que Dios le había jurado entonces, y también «porque los anaceos
están allí».

La petición de Caleb es singularmente extraña a ojos humanos. Estaba pidiendo con


verdadera determinación que le fuese asignada la montaña de Hebrón, el territorio
que había desalentado a los exploradores enviados por Moisés hacía cuarenta y cinco
años. Como ya se ha hecho notar, los moradores de aquel sector de Canaán eran
pueblos fuertes, vivían en ciudades muy grandes y fortificadas, y con ellos vivían los
hijos de Anac, los anaceos, gentes de gran corpulencia y estatura designados muchas
veces como los “gigantes”. Parte del territorio había sido ocupado provisionalmente
por Josué (Jos. 10:3, 5, 36, 37), pero los gigantes anaceos persistían en él (Josué
15:13-15). Las ciudades fortificadas estaban también en el territorio (Dt. 1:28; 9:1,2).
¿Por qué Caleb tenía tanto interés en territorio tan hostil? ¿Por qué, mientras otros
miraban con cierto miedo la montaña de Hebrón, él la reclamaba con tanta decisión?
Hay dos razones principales para esa petición y ambas descansan en un modo
especial ver las cosas desde la óptica de la fe. La primera razón para este proceder
está en la promesa que Dios le había hecho en días de Moisés (Nm. 14:24). Si el
Señor le había asegurado que aquel territorio, con tierras de gran calidad, sería para
él y su descendencia, no había razón alguna para dudar que sería suyo y que sería
capaz de ocuparlo posesionándose de él y arrojando a quienes lo ocupaban. La
segunda razón procede también de una especial visión de fe. Aquel monte estaba
ocupado con personas, por cuyas prácticas aberrantes, Dios había declarado bajo
maldición como sus enemigos y a los cuales él había jurado destruir. Caleb quería ser
un instrumento en las manos de su Dios en el cumplimiento de sus propósitos,
relacionados con el avance de Su reino.

Ahora bien, de 1 Co. 10:11 inferimos que las cosas ocurridas durante el período
veterotestamentario “acontecieron como ejemplo, y están escritas para
amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos”. De
acuerdo con esto, es pertinente preguntarnos, a nuestra edad, ¿en qué estamos
trabajando para lograr en el poder del Espíritu el avance del reino de Dios, el progreso
del evangelio, en la ciudad donde Dios nos puso? ¿Es verdaderamente nuestro
esfuerzo significativo, intrépido y abnegado como el de este hombre?...

El segundo aspecto sobre el que quiero llevarlos a reflexionar se encuentra


relacionado con una idea que se repite una y otra vez en el texto en expresiones
como: “pero yo cumplí siguiendo a Jehová mi Dios” (en el v. 8); “por cuanto cumpliste
siguiendo a Jehová mi Dios” (v. 9); “por cuanto había seguido cumplidamente a
Jehová Dios de Israel” (v. 14).

Esto es el apoyo bíblico de lo que en teología se le llama justicia remunerativa, la que


se manifiesta en el reparto de recompensas a los hombres y a los ángeles: “vida
eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e
inmortalidad” (Rom. 2:7); “Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y
el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a
los santos y sirviéndoles aún” (Heb. 6:10). Es realmente expresión del amor divino
que derrama sus bondades, no sobre la base estricta de mérito, porque la criatura no
puede presentar mérito alguno delante del Creador, sino conforme a promesa y
convenio. Y sabemos que esto es así por textos como Luc. 17:10: “Así también
vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos
inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”; 1 Co. 4:7: “Porque
¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por
qué te glorías como si no lo hubieras recibido?”. Los creyentes deben su vida
completa a Dios y por tanto no pueden merecer nada por el hecho de darle a Dios
simplemente lo que ya le es debido. Las recompensas de Dios son gratuitas y fluyen
de la relación de pacto establecido por El.

Un ejemplo de esto puede ser considerado la crianza de nuestros hijos o cualquier


otro deber que él Señor nos ha mandado a cumplir. Si nosotros nos esforzamos en
educar a nuestros hijos en la disciplina y amonestación del Señor, por ejemplo,
podremos confiar en que quizá eso sea un medio para que Dios los traiga al
conocimiento del evangelio. Pero si eso sucede debemos tener presente que nuestro
esfuerzo es algo que el Señor uso para hacer su obra libre, soberana y
completamente suya de salvación en nuestros hijos y no algo que nos deba sobre la
base estricta del mérito o que es un premio que él nos deba por haber hecho lo que Él
nos mandó, sino que lo ha hecho conforme a la promesa según la cual bendecirá,
libremente, a aquellos que se esfuerzan en hacer su voluntad.

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