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Es así como, desde el estudio anterior, nos hemos adentrado a la segunda parte del
Libro que comienza con el mandato que Dios da a Josué para que divida toda la tierra
entre las nueve tribus y media por posesión, aunque muchas partes de ella aún
estaban sin conquistar; ya que dos tribus y media habían recibido su heredad de
mano de Moisés al lado oriental del Jordán. De acuerdo con ello, Josué procedió a la
distribución de la tierra, desde el campamento de Gilgal, donde Caleb fue el primero
en recibir su heredad (que es el tema que nos ocupa en el cap. 14).
Caleb vino a Josué junto con los hijos de Judá, y le pidió las montañas de Hebrón por
posesión, apelando, al mismo tiempo, al hecho de que cuarenta y cinco años antes
Moisés se las había prometido con juramento, porque él no había desanimado al
pueblo ni lo había instigado a la rebelión, como los otros espías que habían sido
enviados de Cades a Canaán, sino que había seguido al Señor fielmente.
Caleb recordó a Josué la palabra que el Señor había hablado respecto a ellos en
Cades-barnea, esto es, de la promesa que Dios hizo a ambos de que entrarían a la
tierra de Canaán: “Pero a mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y
decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia
la tendrá en posesión… Vosotros a la verdad no entraréis en la tierra, por la cual
alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella; exceptuando a Caleb hijo de
Jefone, y a Josué hijo de Nun” (Núm. 14:24, 30), y luego procedió a observar (ver.
7): «Yo era de edad de cuarenta años cuando Moisés siervo de Jehová me envió
de Cades-barnea a reconocer la tierra; y yo le traje noticias como lo sentía en mi
corazón», i.e. de acuerdo con la mejor de mis convicciones, sin temor a los hombres
o para agradar al pueblo.
En su relato, Josué también recuerda que en tanto que los otros espías desanimaron
al pueblo por exagerados informes con relación a los habitantes de Canaán, él había
seguido al Señor con perfecta fidelidad: “Entonces Caleb hizo callar al pueblo
delante de Moisés, y dijo: Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque
más podremos nosotros que ellos. Mas los varones que subieron con él,
dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que
nosotros. Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían
reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra
que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son
hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de
los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les
parecíamos a ellos” (Núm. 13:30-33). No había sido tambaleado en su fidelidad al
Señor y sus promesas ya sea por los malos informes que los otros espías habían
traído de la tierra, o por la murmuración y amenazas de la encendida multitud (como
leemos en Núm. 14:6-10).
En esa ocasión se le juró a Caleb que la tierra sobre la que su pie había pisado sería
heredad para él y sus hijos para siempre. Y es sobre esta particular promesa que
Caleb fundamentaba su petición para que Josué le diera esos montes, en los cuales
moraban anaceos y había grandes ciudades fortificadas pero que, con todo, y aunque
ya habían pasado cuarenta y cinco años desde que Dios había hablado estas
palabras, y ahora tenía ochenta y cinco años, estaba tan fuerte como lo estuvo
entonces con confianza en el Señor para ser el instrumento de su cumplimiento.
[El monte, al que hace alusión el v. 12], de acuerdo con el contexto, es la región
montañosa en y alrededor de Hebrón, donde los espías habían visto a los anaceos
(según Núm. 13:22, 28). Las dos cláusulas en el ver. 12, contienen dos motivos
distintos para apoyar la petición de Caleb ante Josué; «porque tú oíste en aquel día»,
refiriéndose a lo que Dios le había jurado entonces, y también «porque los anaceos
están allí».
Ahora bien, de 1 Co. 10:11 inferimos que las cosas ocurridas durante el período
veterotestamentario “acontecieron como ejemplo, y están escritas para
amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos”. De
acuerdo con esto, es pertinente preguntarnos, a nuestra edad, ¿en qué estamos
trabajando para lograr en el poder del Espíritu el avance del reino de Dios, el progreso
del evangelio, en la ciudad donde Dios nos puso? ¿Es verdaderamente nuestro
esfuerzo significativo, intrépido y abnegado como el de este hombre?...