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Los estudios visuales son sin duda uno de los principales campos de batalla para las
ideas en la actualidad. Cada autor, investigador o ensayista, entra en dicho campo
pertrechado con sus propias armas —con sus singulares competencias icónicas y
verbales—, y suele sentir la tentación de colocarse a uno u otro lado de la contienda: o
entre las filas de los que ven en la imagen una promesa evolutiva, pues la consideran un
signo material, vitalista, corpóreo y participativo, frente a la abstracción distante y
descarnada de la escritura; o entre las de quienes, preocupados por las posibles
repercusiones involutivas de la planetaria expansión de una iconosfera trivial, perciben
en las imágenes un agente destructor del orden y de la jerarquía que tradicionalmente se
asocian al predominio del texto escrito.
Por una parte, los iconófilos sostienen que la experiencia visual contemporánea nos
permite acceder a inéditas modalidades de participación en el mundo y a estadios más
complejos y sofisticados del entendimiento, un progreso a la vez existencial y
epistémico cuya primera consecuencia debería ser el cambio de nuestros hábitos
culturales; y, la segunda, la reforma de los estudios de humanidades. Según ellos, la
psicología de la percepción, la teoría de la imagen, la historia del arte, la semiótica o los
estudios visuales de las últimas décadas han anunciado el triunfo inapelable de la
imagen sobre la escritura. Por otra parte, la segura exposición, a menudo involuntaria,
de los imagoescépticos al denso flujo icónico del presente los debilita ante tales tesis:
¿quién no toma fotografías digitales, las retoca mediante un software específico, las
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sube a las redes sociales, escanea las más antiguas para archivarlas, descarga otras de
internet; quién no va al cine o no ve sus teleseries favoritas y los docudramas del
momento; quién no se distrae con algún videojuego; quién no consulta su teléfono
«inteligente» o no da señales de vida por videoconferencia; quién no ojea revistas
ilustradas y fugaces vallas publicitarias, no lee un cómic o no visita exposiciones; quién
no examina sus radiografías, sus resonancias magnéticas, sus ecografías; quién no se
baja mapas electrónicos con itinerarios recomendados o no recorre mediante Google
Earth lugares en los que nunca ha estado; quién no fabrica powerpoints para sus
presentaciones; quién no se entrega en definitiva a alguna práctica icónica de esta serie
potencialmente inacabable, y que ni siquiera menciona las que se generalizarán en
breve: hologramas, realidad virtual y aumentada, etc.?
miramos hacia las imágenes porque nos parecen más vivas y más bellas, y porque nos
insinúan que en su superficie descansaremos de la profundidad virtualmente angustiosa
del pensamiento, al transmitirnos una sabiduría primordial y redentora. ¿Mero afán
regresivo, entonces? Probablemente no: el cuerpo y la emoción, tan afines a la imagen,
tienen sus derechos, y el psicoanálisis y las ciencias sociales nos han enseñado a qué
conduce negarlos.
Con todo, en las vigentes circunstancias tal vez fuera buena idea —otra más
enzarzada en la batalla— concebir una política científica y una política educativa que
promoviesen de consuno la imagen y la palabra. Y que, entre otras cosas:
Estuviesen informadas de que, en el largo recorrido de la humanización, lo
inteligible busca lo sensible y lo sensible se cumple en lo inteligible. ¿Y si las pinturas y
los ideomorfos prehistóricos hubieran sido dos gestos en colaboración, más que dos
idiomas en competición?
Fuesen conscientes de que ningún lenguaje (la palabra, el icono, la mímica, el
movimiento, etc.) opera independientemente de los otros lenguajes ni en su producción
ni, sobre todo, en su interpretación. ¿Quién podría leer sin formar imágenes mentales, ni
ver sin ensamblar oraciones en su cabeza?
Supiesen proteger las valiosas estructuras de la razón lingüística (los cánones de la
argumentación, por ejemplo, ahora tan maltratados), aun a costa de refrenar nuestros
verbalismos más incontinentes. Basta con escuchar a políticos y a estrellas mediáticas
para comprender hasta qué punto convendría volver a enseñar lógica y retórica en las
escuelas.
Consiguiesen rematerializar los signos y su experiencia, al modo de las imágenes,
sin por ello de-simbolizarlos, sin privarlos ni de sus significados históricos y
«autorizados» ni de su potencial de trascendencia, al modo de las palabras. En
exposiciones de todo tipo se pretende, y a veces se logra, integrar con eficacia textos e
imágenes, sencillamente para favorecer una recepción sensata de lo que allí se ve.
Y así sucesivamente.
Solo entonces estaría a nuestro alcance impulsar una «ecología del espíritu»
equilibrada, en la que participaran por igual lo verbal y lo visual, y en la que la
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Pero los estudios de imagen, y en particular los de la imagen de arte, que nos
ocupará a partir de aquí, conocen también su propia banalización en humanidades.
Encantados con la recién teorizada autonomía del campo artístico, los investigadores
continúan imperturbablemente examinando en lo esencial movimientos, escuelas y
estilos, y caracterizándolos antes por sus valencias estésicas que por sus valores
intelectivos; es decir, más por la forma en la cual orientan las experiencias sensoriales y
perceptivas que por el saber que convocan. En efecto, aun cuando A. G. Baumgarten
definió en el siglo XVIII la estética como la teoría del «conocimiento sensible», con el
tiempo la sensibilidad acaso le ha ganado la partida en demasía al conocimiento: las
obras, contempladas a través de la estética, se estiman preferentemente por lo que dan a
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sentir, y no tanto por lo que disciernen y por lo que enseñan. Y eso a pesar de la
repercusión cierta que tuvieron en el espacio académico las tesis del idealismo alemán a
propósito de la relación entre el arte y la filosofía, entre el percepto y el concepto, y del
empleo que es frecuente hacer de nociones transversales como las de «visión del
mundo» o de «espíritu de época» en la historiografía de tal o cual período de la cultura.
Resulta como si los primeros interesados por las imágenes las considerasen acéfalas o
estólidas; como si, por ser materiales, afirmativas, vitalistas y pasionales, no
procediesen de acontecimientos mentales ni contribuyesen a su vez a producirlos.
Curioso caso clínico el de la agnosia de la imagen según la mayoría de los manuales de
historia del arte: lo sensible, en ellos, siempre acaba huyendo de lo inteligible, un poco
al modo en que muchos espectadores imaginan que las manos del artista escapan de la
tiranía de la mente gracias al placer de la obra. Esta presunta impermeabilidad última
del gesto estético al pensamiento ayuda a comprender que buena parte del arte
contemporáneo, poco o nada grato a los sentidos y en cambio altamente cerebral, sea a
menudo objeto de rechazo, y que incluso se cuestione reiterada y airadamente su
condición de arte verdadero, o su verdadera condición de arte.
la ciencia como discursos del conocimiento. Si además los iconólogos, antaño, y los
epistemocríticos, hogaño, que son quienes se muestran proclives a parejas veleidades
especulativas, hacen alarde de competencias multidisciplinares, su caso queda listo para
diagnóstico, o su juicio visto para sentencia: el diagnóstico no es otro que el de delirio
interpretativo; y la sentencia, una condena en firme por impostura intelectual.
Tanta desconfianza por parte de las ciencias sociales hacia la imagen artística y
hacia sus estudios se antoja incluso más contraproducente que el esteticismo tradicional
de las humanidades ante el arte. Claro está que entre los investigadores prolifera la
búsqueda forzada de fuentes y de influencias, muchas de ellas impostadamente cultas; y
que es frecuente la elucidación de falsos enigmas y la proyección de inciertos saberes
por algunos autores afectados de exhibicionismo escolástico. Ahora bien, considerar la
imagen de arte como fruto de una lógica meramente práctica, despojada de pensamiento
y de intencionalidad, detiene en seco el desarrollo de ese materialismo de lo simbólico
con el que las mismas ciencias sociales dicen por otro lado estar comprometidas. Para
una visión materialista, en efecto, no se puede entender lo simbólico sino como el
resultado de transformar, mediante un proceso de trabajo, un conjunto de materias
primas preexistentes que, o bien son a su vez simbólicas (otras obras de arte, otros
textos literarios, otros ensayos filosóficos, otras teorías o modelos científicos, etc.), o
bien trascienden el distingo convencional entre lo simbólico y lo material (otros ritos,
otros juegos, otras costumbres, otras conductas). Los hombres, ciertamente, parecen
operar sobre las formas, los colores, las texturas y las escalas de modo no muy diferente
a como lo hacen sobre las ideas; y los artistas siempre se las han arreglado bastante bien
para amalgamar en sus “creaciones” la naturaleza y la cultura, las apariencias del mundo
y las esencias del conocimiento, entre otras las del conocimiento filosófico y científico.
Descartar que quepa fundir y confundir en un mismo gesto, el del artista, la acción y el
discurso, la práctica y la teoría, simplemente por hartazgo de la sobreinterpretación
intelectualista del arte, significaría también, de rebote, aceptar tres consecuencias
encadenadas con las que las ciencias sociales no pueden transigir, si no quieren entrar
en contradicción consigo mismas: una, que se cancelen las implicaciones históricas y
políticas de la obra de arte; dos, que se la condene a no hablar sino de sí y de otras obras
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Con todo, las ciencias sociales no están obligadas a elegir una visión escéptica
(positivista) de la imagen, según la cual esta nada dice ni sabe, sino que tan solo
muestra y se muestra, contra otra visión creyente (iconológica o epistemocrítica), de
acuerdo con la que la imagen transmite enseñanzas quizá demasiado fabulosas. Antes al
contrario, las ciencias sociales disponen hoy de las herramientas necesarias para medir
racionalmente el alcance epistémico de las imágenes artísticas, y el epistemológico de
su descripción y explicación; unas herramientas guardadas, la mayor parte de ellas, en
una caja que trae pegada en la tapa la etiqueta «teoría del discurso», y que ha sido
compuesta, durante décadas, por el invocado materialismo cultural. Si postulamos, con
la teoría del discurso, que las imágenes, distribuidas y organizadas en un proyecto
estético por el artista, constituyen una producción sostenida y relativamente coherente
de sentido, entonces, según toda verosimilitud, entre las materias significantes
movilizadas por dicho proyecto han de encontrarse no solo otras imágenes, sino también
las palabras de nuestros más diversos enunciados verbales. El artista, en cuanto
profesional de lo simbólico, es quizá el sujeto mejor colocado para saber que no hay
signos aislados (sean visuales o verbales), y que los lenguajes se interpretan los unos a
los otros dentro de nuestros microuniversos de sentido: en estos las palabras traducen
las imágenes, las imágenes los gestos, los gestos los sonidos, y así sin descanso ni cierre
definitivo. Es justamente por eso, porque la auténtica gramática de los signos consiste
en su transformación en otros signos, y la de los discursos en su remisión a otros
discursos, por lo que las imágenes artísticas parecen, más allá de la iconodulia beata o
de la iconoclastia cerril, algo más que epifanías estéticas o que artefactos rituales: las
imágenes del arte son, como aseveraba I. Lotman, dispositivos pensantes que trabajan
en interacción con la inteligencia colectiva de la cultura (1998). Y de ahí asimismo que
banalizar el arte dando por segura su agnosia, ya sea a través del esteticismo de los
historiadores al uso o del anti-intelectualismo de los sociólogos del abuso, suponga
privarle al menos de la mitad de su verdad.
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El artista no es, no podría ser únicamente, un homo videns, como creen los
visualistas radicales, ni siquiera un homo faber, como imaginan los sociólogos de la
práctica, sino un homo significans cuyo cuerpo pensante y operante (cuya cognición
encarnada) rara vez respeta las fronteras entre los discursos del arte, de la literatura, de
la filosofía y de la ciencia que la división social del trabajo simbólico traza en los
dominios por ella gobernados. Y su arte sabe de todos esos discursos, aunque lo sepa
ciertamente a su manera.
me suenan cada vez mejor»), la decepción por el gusto («Esto te va a saber muy mal»),
etc. Las metáforas más familiares, aquellas merced a las cuales pensamos la vida
cotidiana, se revelan de esta suerte como un simulacro en miniatura del tráfico constante
entre lo temático y lo figurativo, clave en el funcionamiento de la lengua natural,
observado desde el lado de la figurativización, que anima sensorialmente las
experiencias de la conciencia, mientras que la tematización, el trayecto contrario,
organiza conscientemente las vivencias de los sentidos.
Cabría acumular los ejemplos de metáforas visuales a través de las cuales el arte
integra, en la afirmatividad de las imágenes, el conocimiento filosófico o científico,
explorando sus posibilidades estéticas y confiriéndole el temblor de la emoción. Aunque
algunas de esas transposiciones intersemióticas e interdiscursivas son sin duda más
afortunadas que otras, y a pesar de que el poder de convicción de la metáfora artística
no iguala al del silogismo en filosofía o al de la demostración en ciencia, las imágenes
del arte nos enseñan, como toda metáfora, a interpretar el saber, y a aplicarlo
correctamente en el mundo sensible (Searle, 1993). Tal vínculo hermenéutico entre el
arte y la ciencia es responsable del auge creciente de la divulgación, género metafórico
donde los haya, y uno de los pilares en los que se asienta la denominada «tercera
cultura», de la cual se desearía que acabara con el cisma entre las humanidades y el
pensamiento científico, y que dotara de sentido a la realidad más allá de los significados
locales adjudicados a cada uno de sus fragmentos por los discursos del conocimiento
especializado (Català, s. f.). Una tercera cultura, en consonancia con lo anterior,
hondamente antropomórfica, en la misma medida en la que la metáfora figurativa, su
recurso fundamental, encarna, confiere cuerpo a las ideas filosóficas y científicas, y en
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