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El saber de la imagen: nadar entre metáforas

Manuel González de Ávila

Publicado en Revista de Occidente, nº 422-423,


Metáfora y ciencia, 2016, pp. 58-72.

1. Por la imagen, contra la imagen

Los estudios visuales son sin duda uno de los principales campos de batalla para las
ideas en la actualidad. Cada autor, investigador o ensayista, entra en dicho campo
pertrechado con sus propias armas —con sus singulares competencias icónicas y
verbales—, y suele sentir la tentación de colocarse a uno u otro lado de la contienda: o
entre las filas de los que ven en la imagen una promesa evolutiva, pues la consideran un
signo material, vitalista, corpóreo y participativo, frente a la abstracción distante y
descarnada de la escritura; o entre las de quienes, preocupados por las posibles
repercusiones involutivas de la planetaria expansión de una iconosfera trivial, perciben
en las imágenes un agente destructor del orden y de la jerarquía que tradicionalmente se
asocian al predominio del texto escrito.

Por una parte, los iconófilos sostienen que la experiencia visual contemporánea nos
permite acceder a inéditas modalidades de participación en el mundo y a estadios más
complejos y sofisticados del entendimiento, un progreso a la vez existencial y
epistémico cuya primera consecuencia debería ser el cambio de nuestros hábitos
culturales; y, la segunda, la reforma de los estudios de humanidades. Según ellos, la
psicología de la percepción, la teoría de la imagen, la historia del arte, la semiótica o los
estudios visuales de las últimas décadas han anunciado el triunfo inapelable de la
imagen sobre la escritura. Por otra parte, la segura exposición, a menudo involuntaria,
de los imagoescépticos al denso flujo icónico del presente los debilita ante tales tesis:
¿quién no toma fotografías digitales, las retoca mediante un software específico, las
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sube a las redes sociales, escanea las más antiguas para archivarlas, descarga otras de
internet; quién no va al cine o no ve sus teleseries favoritas y los docudramas del
momento; quién no se distrae con algún videojuego; quién no consulta su teléfono
«inteligente» o no da señales de vida por videoconferencia; quién no ojea revistas
ilustradas y fugaces vallas publicitarias, no lee un cómic o no visita exposiciones; quién
no examina sus radiografías, sus resonancias magnéticas, sus ecografías; quién no se
baja mapas electrónicos con itinerarios recomendados o no recorre mediante Google
Earth lugares en los que nunca ha estado; quién no fabrica powerpoints para sus
presentaciones; quién no se entrega en definitiva a alguna práctica icónica de esta serie
potencialmente inacabable, y que ni siquiera menciona las que se generalizarán en
breve: hologramas, realidad virtual y aumentada, etc.?

Sin embargo, después de constatar que el mundo se ha hecho imagen, el lector,


convertido quieras que no en homo videns, siente como la nostalgia de una vida
anicónica, y tras cada argumento a favor de lo visual acaba escuchando el eco del
argumento opuesto, enunciado en amparo de lo verbal. Y es entonces cuando el lector-
vidente comprende que semejante nostalgia confusa, y las contradictorias voces que la
alimentan, forman una ambigua unidad de experiencia, nacida de una misma voluntad
reflexiva. He ahí el auténtico drama de los especialistas en estudios visuales: que el
iconoclasta de hoy, el enemigo verbal de lo visual, vive dentro del iconódulo
contemporáneo; y que el campo de batalla donde se enfrentan el logo- y el
iconocentrismo no es otro que la conciencia epistemológica y política del intelectual,
ese sujeto escindido y en tensión. Fuera de tal conciencia, en el mundo compartido, la
imagen no tiene ni necesita detractores ni apologetas: la imagen es, sin más, lo que
consumen, sin parar, junto con su tensa dialéctica entre conocimiento y espectáculo,
entre emancipación y alienación, los figurantes del capitalismo tecnocientífico, la
mercancía básica con la que este último se asegura los mínimos imprescindibles de
mediación social entre sus sujetos. Y los intelectuales acaso sean simplemente aquellos
que sufren las formas específicas de malestar en la cultura derivadas del aludido
consumo excesivo de imágenes: atrapados entre el logos que — perdóneseme la
vanidad— nos constituye y nos hace ser lo que somos, y el deseo de traicionar al logos,
quizá por cansancio de las inacabables y estériles palabras de que estamos atravesados,
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miramos hacia las imágenes porque nos parecen más vivas y más bellas, y porque nos
insinúan que en su superficie descansaremos de la profundidad virtualmente angustiosa
del pensamiento, al transmitirnos una sabiduría primordial y redentora. ¿Mero afán
regresivo, entonces? Probablemente no: el cuerpo y la emoción, tan afines a la imagen,
tienen sus derechos, y el psicoanálisis y las ciencias sociales nos han enseñado a qué
conduce negarlos.

Con todo, en las vigentes circunstancias tal vez fuera buena idea —otra más
enzarzada en la batalla— concebir una política científica y una política educativa que
promoviesen de consuno la imagen y la palabra. Y que, entre otras cosas:
Estuviesen informadas de que, en el largo recorrido de la humanización, lo
inteligible busca lo sensible y lo sensible se cumple en lo inteligible. ¿Y si las pinturas y
los ideomorfos prehistóricos hubieran sido dos gestos en colaboración, más que dos
idiomas en competición?
Fuesen conscientes de que ningún lenguaje (la palabra, el icono, la mímica, el
movimiento, etc.) opera independientemente de los otros lenguajes ni en su producción
ni, sobre todo, en su interpretación. ¿Quién podría leer sin formar imágenes mentales, ni
ver sin ensamblar oraciones en su cabeza?
Supiesen proteger las valiosas estructuras de la razón lingüística (los cánones de la
argumentación, por ejemplo, ahora tan maltratados), aun a costa de refrenar nuestros
verbalismos más incontinentes. Basta con escuchar a políticos y a estrellas mediáticas
para comprender hasta qué punto convendría volver a enseñar lógica y retórica en las
escuelas.
Consiguiesen rematerializar los signos y su experiencia, al modo de las imágenes,
sin por ello de-simbolizarlos, sin privarlos ni de sus significados históricos y
«autorizados» ni de su potencial de trascendencia, al modo de las palabras. En
exposiciones de todo tipo se pretende, y a veces se logra, integrar con eficacia textos e
imágenes, sencillamente para favorecer una recepción sensata de lo que allí se ve.
Y así sucesivamente.

Solo entonces estaría a nuestro alcance impulsar una «ecología del espíritu»
equilibrada, en la que participaran por igual lo verbal y lo visual, y en la que la
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exigencia de la lengua no fuese entendida como represora de la sensibilidad de la


imagen, ni la plasticidad de la imagen como amenaza para la integridad de la lengua. Y
entendida de esta suerte, extrañamente, por aquellos mismos, los intelectuales, que no
paran de trabajar a la vez con la lengua y con la imagen, y de intentar apuntalar,
mediante ambas, el sentido de sus existencias y el del mundo. Podrían atenuarse esos y
otros conflictos incentivando en las instituciones educativas un principio de
cooperación sensorial y racional entre las imágenes y las palabras —un principio
evolutivamente disponible para el ser humano, como demuestran la antropología, la
psicología y las ciencias cognitivas. Y si la voz del iconófilo se impone a los ecos del
logoteta en algunos autores cuando decretan con desmedido rigor la obsolescencia
irreversible de la textualidad y de la cultura escrita, ello tal vez se deba al hartazgo ante
un conjunto de prácticas institucionales sobre lo verbal, rutinarias y triviales, que los
intelectuales conocen bien, y que tanto perjudican a las humanidades: la neutralización
escolástica de las obras clásicas aletargadas en su condición de monumentos intocables,
de meros objetos de admiración; el estudio de los temas literarios o filosóficos sin la
descripción de los modos de vida que los explican; el análisis de las formas poéticas,
narrativas y argumentativas prescindiendo de considerar la arriesgada apuesta simbólica
que supusieron en su día; y etcétera.

2. Lo que saben las imágenes del arte

Pero los estudios de imagen, y en particular los de la imagen de arte, que nos
ocupará a partir de aquí, conocen también su propia banalización en humanidades.
Encantados con la recién teorizada autonomía del campo artístico, los investigadores
continúan imperturbablemente examinando en lo esencial movimientos, escuelas y
estilos, y caracterizándolos antes por sus valencias estésicas que por sus valores
intelectivos; es decir, más por la forma en la cual orientan las experiencias sensoriales y
perceptivas que por el saber que convocan. En efecto, aun cuando A. G. Baumgarten
definió en el siglo XVIII la estética como la teoría del «conocimiento sensible», con el
tiempo la sensibilidad acaso le ha ganado la partida en demasía al conocimiento: las
obras, contempladas a través de la estética, se estiman preferentemente por lo que dan a
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sentir, y no tanto por lo que disciernen y por lo que enseñan. Y eso a pesar de la
repercusión cierta que tuvieron en el espacio académico las tesis del idealismo alemán a
propósito de la relación entre el arte y la filosofía, entre el percepto y el concepto, y del
empleo que es frecuente hacer de nociones transversales como las de «visión del
mundo» o de «espíritu de época» en la historiografía de tal o cual período de la cultura.
Resulta como si los primeros interesados por las imágenes las considerasen acéfalas o
estólidas; como si, por ser materiales, afirmativas, vitalistas y pasionales, no
procediesen de acontecimientos mentales ni contribuyesen a su vez a producirlos.
Curioso caso clínico el de la agnosia de la imagen según la mayoría de los manuales de
historia del arte: lo sensible, en ellos, siempre acaba huyendo de lo inteligible, un poco
al modo en que muchos espectadores imaginan que las manos del artista escapan de la
tiranía de la mente gracias al placer de la obra. Esta presunta impermeabilidad última
del gesto estético al pensamiento ayuda a comprender que buena parte del arte
contemporáneo, poco o nada grato a los sentidos y en cambio altamente cerebral, sea a
menudo objeto de rechazo, y que incluso se cuestione reiterada y airadamente su
condición de arte verdadero, o su verdadera condición de arte.

Y cuando los estudios incurren en la heterodoxia de tomar en cuenta el alcance


cognoscitivo del hecho artístico, a semejanza por ejemplo de la iconología, que veía en
las obras materializaciones del proceso cultural de su tiempo, entonces, para mayor
desgracia, la severidad de las ciencias sociales puede caer sobre ellos y reprocharles un
exceso de intelectualismo (Bourdieu, 1997, 2013). A juicio de un sector de la
sociología, de propensiones más bien iconoclastas, el arte ha de ser concebido,
siguiendo la consigna de E. Durkheim, como «una práctica pura sin teoría» (1995
[1922]), un hacer ajeno a la idea al que el artista se entrega sin demasiada conciencia de
lo que hace porque lo empujan y lo dirigen las reglas internas del campo artístico, y no
ningún grandilocuente proyecto de explicar, con medios estéticos, el mundo, la
sociedad, la historia, el hombre. Tal hipótesis ratifica la antes comentada subestimación
intelectiva de la imagen por muchos humanistas, y conduce, lógicamente, a descalificar
como caprichosos y arbitrarios los análisis que vinculan las obras de arte con la filosofía
o con la ciencia coetáneas bajo otra modalidad que no sea la de la gesticulación
histriónica, la de la imitación forzada destinada a capitalizar el prestigio de la filosofía y
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la ciencia como discursos del conocimiento. Si además los iconólogos, antaño, y los
epistemocríticos, hogaño, que son quienes se muestran proclives a parejas veleidades
especulativas, hacen alarde de competencias multidisciplinares, su caso queda listo para
diagnóstico, o su juicio visto para sentencia: el diagnóstico no es otro que el de delirio
interpretativo; y la sentencia, una condena en firme por impostura intelectual.

Tanta desconfianza por parte de las ciencias sociales hacia la imagen artística y
hacia sus estudios se antoja incluso más contraproducente que el esteticismo tradicional
de las humanidades ante el arte. Claro está que entre los investigadores prolifera la
búsqueda forzada de fuentes y de influencias, muchas de ellas impostadamente cultas; y
que es frecuente la elucidación de falsos enigmas y la proyección de inciertos saberes
por algunos autores afectados de exhibicionismo escolástico. Ahora bien, considerar la
imagen de arte como fruto de una lógica meramente práctica, despojada de pensamiento
y de intencionalidad, detiene en seco el desarrollo de ese materialismo de lo simbólico
con el que las mismas ciencias sociales dicen por otro lado estar comprometidas. Para
una visión materialista, en efecto, no se puede entender lo simbólico sino como el
resultado de transformar, mediante un proceso de trabajo, un conjunto de materias
primas preexistentes que, o bien son a su vez simbólicas (otras obras de arte, otros
textos literarios, otros ensayos filosóficos, otras teorías o modelos científicos, etc.), o
bien trascienden el distingo convencional entre lo simbólico y lo material (otros ritos,
otros juegos, otras costumbres, otras conductas). Los hombres, ciertamente, parecen
operar sobre las formas, los colores, las texturas y las escalas de modo no muy diferente
a como lo hacen sobre las ideas; y los artistas siempre se las han arreglado bastante bien
para amalgamar en sus “creaciones” la naturaleza y la cultura, las apariencias del mundo
y las esencias del conocimiento, entre otras las del conocimiento filosófico y científico.
Descartar que quepa fundir y confundir en un mismo gesto, el del artista, la acción y el
discurso, la práctica y la teoría, simplemente por hartazgo de la sobreinterpretación
intelectualista del arte, significaría también, de rebote, aceptar tres consecuencias
encadenadas con las que las ciencias sociales no pueden transigir, si no quieren entrar
en contradicción consigo mismas: una, que se cancelen las implicaciones históricas y
políticas de la obra de arte; dos, que se la condene a no hablar sino de sí y de otras obras
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de arte; y tres, que se refuerce el mismo esteticismo que, paradójicamente, se trataba de


combatir por medio del razonamiento sociológico.

Con todo, las ciencias sociales no están obligadas a elegir una visión escéptica
(positivista) de la imagen, según la cual esta nada dice ni sabe, sino que tan solo
muestra y se muestra, contra otra visión creyente (iconológica o epistemocrítica), de
acuerdo con la que la imagen transmite enseñanzas quizá demasiado fabulosas. Antes al
contrario, las ciencias sociales disponen hoy de las herramientas necesarias para medir
racionalmente el alcance epistémico de las imágenes artísticas, y el epistemológico de
su descripción y explicación; unas herramientas guardadas, la mayor parte de ellas, en
una caja que trae pegada en la tapa la etiqueta «teoría del discurso», y que ha sido
compuesta, durante décadas, por el invocado materialismo cultural. Si postulamos, con
la teoría del discurso, que las imágenes, distribuidas y organizadas en un proyecto
estético por el artista, constituyen una producción sostenida y relativamente coherente
de sentido, entonces, según toda verosimilitud, entre las materias significantes
movilizadas por dicho proyecto han de encontrarse no solo otras imágenes, sino también
las palabras de nuestros más diversos enunciados verbales. El artista, en cuanto
profesional de lo simbólico, es quizá el sujeto mejor colocado para saber que no hay
signos aislados (sean visuales o verbales), y que los lenguajes se interpretan los unos a
los otros dentro de nuestros microuniversos de sentido: en estos las palabras traducen
las imágenes, las imágenes los gestos, los gestos los sonidos, y así sin descanso ni cierre
definitivo. Es justamente por eso, porque la auténtica gramática de los signos consiste
en su transformación en otros signos, y la de los discursos en su remisión a otros
discursos, por lo que las imágenes artísticas parecen, más allá de la iconodulia beata o
de la iconoclastia cerril, algo más que epifanías estéticas o que artefactos rituales: las
imágenes del arte son, como aseveraba I. Lotman, dispositivos pensantes que trabajan
en interacción con la inteligencia colectiva de la cultura (1998). Y de ahí asimismo que
banalizar el arte dando por segura su agnosia, ya sea a través del esteticismo de los
historiadores al uso o del anti-intelectualismo de los sociólogos del abuso, suponga
privarle al menos de la mitad de su verdad.
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3. Saber con metáforas

El artista no es, no podría ser únicamente, un homo videns, como creen los
visualistas radicales, ni siquiera un homo faber, como imaginan los sociólogos de la
práctica, sino un homo significans cuyo cuerpo pensante y operante (cuya cognición
encarnada) rara vez respeta las fronteras entre los discursos del arte, de la literatura, de
la filosofía y de la ciencia que la división social del trabajo simbólico traza en los
dominios por ella gobernados. Y su arte sabe de todos esos discursos, aunque lo sepa
ciertamente a su manera.

Tal manera es, por supuesto, la de la metáfora. Hablar metafóricamente semeja de lo


más natural, y sin embargo el tropo transporta un enigma que, desde los griegos
antiguos hasta los especialistas en neurociencias y ciencias cognitivas, nadie parece
haber desvelado del todo. No será ocioso, por tanto, retomar la venerable teoría de la
metáfora, aun a costa de inevitables simplificaciones. Se diría que lo que hace ubicuas a
las metáforas verbales es la necesidad que el habla tiene de hacer aparecer conceptos
después de haber abstraído conceptos de las apariencias. Los conceptos de la lengua, a
los que se suele llamar temas, por ejemplo los de «felicidad» o de «maldad», se
despliegan en tanto figuras tan fluidamente como una cara de la cinta de Moëbius
desemboca en su opuesta: si queremos representar tópicamente la felicidad, bastará con
describir una bella compañera (un ser), una copa de vino (un objeto), un entorno idílico
(un estado del mundo) y una fiesta entre amigos (una acción); si deseamos referir
verosímilmente la maldad, será suficiente con convocar una cara desencajada, un niño
aterrorizado, una habitación cerrada y una riña familiar. Pero lo que aquí nos importa es
que el camino desde lo temático a lo figurativo, desde lo abstracto a lo concreto,
conduce a metaforizar: según los expertos, una metáfora es justamente la proyección de
un esquema sensorial y perceptivo (una figura) sobre un núcleo conceptual (un tema),
con el objeto de volverlo inteligible desde el cuerpo, donde se incardinan los esquemas,
y donde también se elaboran progresivamente los conceptos (Lakoff y Johnson, 1980,
1999). Así, del tema a la figura, consideramos que la bondad puede expresarse
metafóricamente por la vista («Su conducta aún resplandece entre nosotros»), el afecto
por el tacto («Recibió una calurosa acogida»), la confianza por el oído («Sus propuestas
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me suenan cada vez mejor»), la decepción por el gusto («Esto te va a saber muy mal»),
etc. Las metáforas más familiares, aquellas merced a las cuales pensamos la vida
cotidiana, se revelan de esta suerte como un simulacro en miniatura del tráfico constante
entre lo temático y lo figurativo, clave en el funcionamiento de la lengua natural,
observado desde el lado de la figurativización, que anima sensorialmente las
experiencias de la conciencia, mientras que la tematización, el trayecto contrario,
organiza conscientemente las vivencias de los sentidos.

Y ya casi huelga detallar el siguiente paso del razonamiento: puesto que en la


metáfora verbal subyace un modelo a escala oracional de la conversión de los temas en
figuras, las trasposiciones que el arte lleva a cabo de los conocimientos filosóficos y
científicos, esas temáticas de nuestra enciclopedia, resultan ser una extensión ejemplar
de la relación metafórica de lo figurativo con lo temático, de los perceptos con los
conceptos, de lo particular con lo general. Claro está que dicha relación metafórica se
torna en este caso más compleja, al enlazar un discurso eminentemente lingüístico, el de
las disciplinas filosóficas y científicas, con otro icónico, el de las imágenes del arte.
Pero si damos por bueno que no existe corte ontológico, sino diferencia relativa, entre lo
verbal y lo visual, no tendremos tampoco inconveniente en defender, junto con
numerosos investigadores, que además de las lingüísticas hay metáforas icónicas. Y que
las hay asimismo “intermediales” o “multimodales” (Forceville, 2006), a las que
nosotros hemos preferido redefinir, en perspectiva sígnica y no mediológica, como
intersemióticas: aquellas en las que los dos dominios unidos por la metáfora, el temático
y el figurativo, se manifiestan en sustancias distintas, por ejemplo en la lengua natural el
uno y en el lenguaje de las imágenes el otro. La imagen artística, cuando interactúa con
el saber verbal, figurativiza figuradamente (metafóricamente) sus núcleos temáticos; y
además intenta también traducir con mayor o menor precisión, mediante enlaces
narrativos, las articulaciones argumentativas de los discursos del conocimiento, sus
deducciones, inducciones y abducciones, esto es la red lógica que los sostiene. En otras
palabras, las obras de arte, procediendo como metáforas intersemióticas e
interdiscursivas de los saberes sociales, y sean cuales sean sus limitaciones, nos invitan
a ver lo que pensamos a la vez que a pensar lo que vemos. Este dar figura metafórica,
este transferir la representación entre signos —recuérdese que la verdadera gramática de
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los signos es su transformación en otros signos—, que atribuye significantes concretos a


significados abstractos, habilita al arte, como quería Hegel, para proponer versiones
sensibles de lo inteligible, y para hacer entonces, de acuerdo con su sueño secular,
visible lo invisible (es decir, figurativo lo temático). Una invisibilidad temática que,
según nuestra conciencia secularizada, ya no habita principalmente, como ayer, en el
discurso de la religión, sino en el de la filosofía y en el de la ciencia: así, la pintura
romántica luchó por encontrar equivalentes perceptivos para el ego trascendental del
idealismo filosófico; el impresionismo, al tratar la luz como una materia en movimiento
más, medió metafóricamente, a su manera, en los debates de la física de su época sobre
la naturaleza corpuscular u ondulatoria de aquella; el cubismo expuso una traslación
estética de la psicología de la gestalt, que ya empezaba a formar parte de la episteme de
principios del siglo XX; el cine posmoderno reflejó la tensión del sujeto coetáneo entre
restos de antiguas ideologías y nuevas totalidades tecnológicas; el arte fractal del
presente anima una civilización para la que las matemáticas son el lenguaje en que está
escrita no ya solo la naturaleza, sino también la cultura, etc.

Cabría acumular los ejemplos de metáforas visuales a través de las cuales el arte
integra, en la afirmatividad de las imágenes, el conocimiento filosófico o científico,
explorando sus posibilidades estéticas y confiriéndole el temblor de la emoción. Aunque
algunas de esas transposiciones intersemióticas e interdiscursivas son sin duda más
afortunadas que otras, y a pesar de que el poder de convicción de la metáfora artística
no iguala al del silogismo en filosofía o al de la demostración en ciencia, las imágenes
del arte nos enseñan, como toda metáfora, a interpretar el saber, y a aplicarlo
correctamente en el mundo sensible (Searle, 1993). Tal vínculo hermenéutico entre el
arte y la ciencia es responsable del auge creciente de la divulgación, género metafórico
donde los haya, y uno de los pilares en los que se asienta la denominada «tercera
cultura», de la cual se desearía que acabara con el cisma entre las humanidades y el
pensamiento científico, y que dotara de sentido a la realidad más allá de los significados
locales adjudicados a cada uno de sus fragmentos por los discursos del conocimiento
especializado (Català, s. f.). Una tercera cultura, en consonancia con lo anterior,
hondamente antropomórfica, en la misma medida en la que la metáfora figurativa, su
recurso fundamental, encarna, confiere cuerpo a las ideas filosóficas y científicas, y en
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la que pone en movimiento la imaginación como magnitud somática con repercusiones


epistemológicas. Dentro del ansiado nuevo ecosistema cultural, a la par epistémico y
estético, las imágenes, reconciliadas con su régimen metafórico de existencia, podrían
trasponer las palabras con la libertad y el enigmático rigor que se le reconocen a la
metáfora; y las metáforas visuales de los conocimientos disciplinares serían tomadas en
serio porque habrían quedado cancelados los prejuicios iconoclastas sobre la intrínseca
estulticia de las imágenes o, dicho de otro modo, sobre su supuesta agnosia insuperable.

Tras reivindicar racionalmente los derechos de la metáfora visual, aún nos


quedaría perfeccionar los métodos para acceder con cada vez mayores garantías, sobre
todo en humanidades, al saber inteligible entreverado en su flujo sensible. Por servirnos
de una oportuna figura metafórica, tendríamos que aprender a nadar entre metáforas sin
naufragar en el mar de la arbitrariedad. Una habilidad necesaria en nuestra actual
situación cultural, cuya adquisición, como anhelaban los teóricos optimistas de la
imagen, tal vez nos condujera hacia estadios superiores del entendimiento; y que acaso
favoreciese también, mediante ese progreso cognoscitivo, una cierta mejora existencial.
No se puede pedir otra cosa a las imágenes, ni se necesita creer más en ellas, para
trabajar por devolverles su dignidad, sin renunciar a la crítica de la cultura visual.

MGA

BOURDIEU, Pierre. Méditations pascaliennes. Paris: Seuil, 1997 [Trad. Meditaciones


pascalianas. Barcelona: Anagrama, 1999].
BOURDIEU, Pierre. Manet. Une révolution symbolique. Paris: Seuil, 2013.
CATALÀ, Josep Maria. “Más allá de la representación. ¿Es visible la realidad?
(Imágenes y conocimiento)”. Revista Arbor. Número monográfico Humanidades y
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FORCEVILLE, Charles. “Non-verbal and multimodal metaphor in a cognitivist


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