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CAFÉS DE

BUENOS AIRES
IMAGEN DE
UN CUENTO

1
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires

Jefe de Gobierno
Horacio Rodríguez Larreta

Ministro de Cultura
Enrique Avogadro

Subsecretaria de Gestión Cultural


Viviana Cantoni

Director General Patrimonio, Museos y Casco Histórico


Juan Vacas

Gerente Operativo de Patrimonio


Esteban Leis
CAFÉS DE
BUENOS AIRES
IMAGEN DE
UN CUENTO
ficha catalogación
ISBN

© 2019 Dirección General Patrimonio e Instituto Histórico

ISBN 978-987-1642-16-8

Dirección General de Patrimonio Museos y Casco Histórico


Bolívar 466 (C1066AAJ) Buenos Aires, Argentina
Tel. 54 11 4342-1778
Correo electrónico: xxxxxxxxxxxx

Dirección y coordinación del proyecto


Pablo Vinci

Supervisión fotográfica
Franca González
Gustavo Milsztein

Diseño gráfico editorial


Dominique Cortondo

Supervisión de la edición
Pablo Vinci

Edición y corrección
Marcela Barsamian
Fernando Salvati
María de los Ángeles De Luca
CAFÉS DE
BUENOS AIRES
IMAGEN DE
UN CUENTO
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ÍNDICE

PÁG.

CONCURSO FOTOGRÁFICO / GANADORES 8

CONCURSO LITERARIO / GANADORES 9

TEXTO MINISTRO, por Enrique Avogadro 11


Ministro de Cultura

CAFÉS Y BARES NOTABLES, por Juan Vacas 13


Director General de Patrimonio, Museos y Casco Histórico

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CONCURSO FOTOGRÁFICO / GANADORES

PÁG. PÁG.

Daniel A. Goldemberg 1° premio 6 Adriana Tettamanzi Finalista 62 (b)


Nadina Córdoba 2° premio 14 - 15 Alejandro Malowicki Finalista 16 (b)
Marianella Sabbadini 3° premio 61 (a) Amalia Retamozo Finalista 36 (c)
Alex Gottfried Bonder 1° mención 102 (b) Carlos Alberto Luraghi Finalista 147 (a)
Mónica Perla Fudin 2° mención 103 (b) Daniel A. Goldenberg Finalista 84 (a)
Carlos Alberto Luraghi 3° mención 148 - 149 Emiliano Joaquín López Finalista 147 (b)
Marta Rietti 4° mención 61 (b) Fabio Langellotti Finalista 96 (b)
Camila March Ríos 5° mención 60 (b) Gonzalo Clifton Goldney Finalista 22 (a)
Pablo Espósito 1° distinción 10 Griselda Mara Martínez Finalista 62 (c)
Juan Ignacio Calcagno 2° distinción 60 (a) Guadalupe Izurieta Finalista 126 (a)
Ernesto Núñez Sanabria 3° distinción 12 Guadalupe Menéndez Finalista 96 (c)
Carlos Alberto Redondo 4° distinción 103 (a) Jorge Morano Finalista 22 (b) / 104 (b)
Belén Falcao 5° distinción 102 (a) Karina Paredes Suárez Finalista 16 (a)
Laura Anabel López Finalista 128 (a)
Liliana Montalto Finalista 16 (c)
Luis Alejandro Cendra Finalista 36 (b)
Manuela Monterubianesi Finalista 16 (b)
Marcos A. Alarcón Finalista 30 (a) / 116 (c)
María Florencia Sosa Finalista 52
Mónica Liliana Franco Finalista 116 (a)
Mónica Perla Fudin Finalista 40 (a)
Natalia Cánepa Finalista 36 (a)
Noemí Soriano Finalista 128 (c)
Roberto E. Fernández Finalista 88 (a) / 104 (a)
Silvana Di Lello Finalista 116 (b)
Silvina Francini Finalista 126 (c)
Solange Demey Finalista 40 (b) / 126 (b)
Thais Mirabel Servin Finalista 62 (a) / 147 (c)
Triana Ventosinos Finalista 88 (b)
Verónica Wiedrich Finalista 84 (b)/ 96 (a)
Victoria Cáceres Finalista 30 (b)

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CONCURSO LITERARIO / GANADORES
PÁG.
COVENAG Mariela Gurevich 1° premio 17
CHARLES BRONSON José María Marcos 2° premio 23
UN CORTADO DOBLE Andrea Russo 3° premio 27
EL REGRESO Carina Migliaccio 1° mención 31
GLORIA Evangelina Caro Betelú 2° mención 37
CONFABULACIÓN DE SOMBRAS Aurora Olmedo Videla 3° mención 41
GALLINAZOS Omar Giménez 4° mención 45
EL PROGRESO Alejandro Levacov 5° mención 49
LA FIESTA DE LA TARDE Victoria Nasisi Distinción Especial 53
APARECER EN EL CAFÉ Marcela Najmanovich Distinción Especial 57
HISTORIAS SUBCORRIENTES Myriam Levy Distinción Especial 63
ACADEMIA DEL INSOMNIO Leandro Leiva Distinción Especial 67
DON SEVERINO Y LOS MONUMENTOS COTIDIANOS Matías Nocelli Distinción Especial 71
EL CORTADO Nahuel Billoni Finalista 77
A EVARISTO CARRIEGO, SEÑORA Sofía Martino Finalista 81
MIÉRCOLES DE CENIZA Alicia Facchetti Finalista 85
EL ÚLTIMO CAFÉ Adriana Capuano Finalista 89
EL CUARTO VACÍO Juan Carlos Ferreira R. Finalista 91
LA CUENTA Nicolás Teté Finalista 97
UN CAFÉ CON TINTA Erik Nahuel González Finalista 105
EL METRO CUADRADO Guillermo Félix Finalista 109
INTUICIONES Daniel Castrillo Finalista 113
UN CAFÉ DE INTERÉS ARQUEOLÓGICO Mariano Sainato Finalista 117
TESTIGO MUDO Alejandro Timorín Finalista 121
BILLARES, BAR, BILLARES Claudia Vespa Finalista 123
UN POETA ENTRE LA LLUVIA DE LA MADRUGADA Carlos Rodríguez Finalista 127
TRILOGÍA PORTEÑA Stella Maris Leguiza Finalista 129
TRAGEDIAS A DESTIEMPO Sergio Simionato Finalista 133
ENTRE LIBROS Y UN PEBETE DE JAMÓN CRUDO Beatriz López Finalista 137
EL NOMBRE ES EL DESTINO Julio Domínguez Finalista 139
EL BAR PORTEÑO, UN PUENTE ENTRE GENERACIONES Sander Weeda Reconocimiento especial 143

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PRÓLOGO Cafés de Buenos Aires. Imagen de un cuento es la culmi-
nación de un largo trabajo que tuvo como partida
el concurso literario organizado por la Dirección
General de Patrimonio, Museos y Casco Histórico y
la Comisión de Protección y Promoción de los Ca-
fés, Bares, Billares y Confiterías Notables de la Ciu-
dad de Buenos Aires en 2018. Estos cafés son parte del patrimonio
de Buenos Aires y están presentes en cada uno de los barrios. Invitan
a la presencia individual o colectiva, al silencio o al diálogo, a la re-
flexión o a la distracción, a la sonrisa o al llanto. Son espacios espe-
ciales que se establecen como punto de encuentro de los vecinos, allí
comparten más que un café, se vinculan con la historia y la mística
del lugar que se establece como protagonista a la hora de pensar la
identidad porteña.
Los bares notables se constituyen como referentes de los diversos
barrios de la Ciudad y poseen tanto valores tangibles (características
formales, ornamentales, funcionales), como valores intangibles de
alta significación en el marco de la construcción de la cultura ciuda-
dana. Son escenarios de reuniones, citas y charlas donde se discute
y se descubre la historia y la cultura de la Ciudad. Un café, ritual in-
discutible de los porteños, es una tradición que va desde las antiguas
tertulias coloniales a los talleres literarios de hoy. Buenos Aires como
centro cultural de latinoamérica es una de las ciudades con más acti-
vidad literaria del mundo.

Enrique Avogadro
Ministro de Cultura,
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires

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CAFÉS Los Cafés y Bares Notables son parte del patrimo-
Y BARES nio de la Ciudad de Buenos Aires. Poseen gran valor,
NOTABLES por su historia, sus ornamentos, decoraciones y so-
bre todo por su fuerte identificación con los vecinos.
Son referentes de los distintos barrios de la Ciudad
como espacios de encuentros, citas y debates. Lu-
gares para descubrir la vida y la historia porteña; con un café de por
medio, ritual indiscutible, los visitantes viven particulares e inolvida-
bles experiencias.
Desde la Dirección General de Patrimonio, Museos y Casco Histó-
rico queremos agradecer a todos los que enviaron sus producciones y
participaron de este concurso, cuya condición principal fue rescatar y
promover el bar/café dentro de cada uno de los barrios, como un ám-
bito social o individual en el que transcurren y se recrean las vivencias
de la comunidad, teniendo en cuenta que en nuestra ciudad, la lite-
ratura y el bar son un dúo de una rica y amplísima trayectoria que va
desde la época colonial hasta la actualidad.
Cada uno de los relatos y cuentos compilados en este libro, son un
reflejo de nuestras propias experiencias en estos espacios y el punta-
pié inicial para soñar y reflexionar sobre lo que los cafés y bares nota-
bles significan para todos nosotros.

Juan Vacas
Director General de Patrimonio,
Museos y Casco Histórico

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COVENAG Conocí a Covenag un lunes por la tarde. Había
llovido todo el día, pero ya para esa hora el cielo
comenzaba a abrirse y el sol se colaba por entre
nubes, que todavía conservaban un color oscuro o
rosado. No podría decir cómo empezó todo, pero
nunca voy a olvidar el sonido de su voz áspera
como de cigarro al decirme disculpe, joven, ¿me ayudaría a cruzar?
Sí, ese lunes lo ayudé a cruzar esquivando el colectivo 26 que casi
nos pisa por Medrano.
Hoy me parece mentira que esa haya sido la primera frase que le es-
cuché decir, me parece mentira por todas las otras que después le si-
guieron a esa. Las grandes anécdotas de su niñez, su llegada a Buenos
Aires, las cartas que mantenía con su familia, “las grandes maniobras”
les decía él. Y sí, lo habían sido.
Después supe que ese día salía de trabajar, había sido mozo por los
últimos treinta años de su vida en el bar Las Violetas. En el bolso que
llevaba, se podía ver una camisa arrugada y un pantalón de vestir, se-
guramente su uniforme, su forma de vida, su otro yo que se escondía
bajo el moño impecable.
Ese lunes lo terminé acompañando a la puerta de su casa porque no
me lo había podido sacar de encima. El viejo hablaba y era imposible
cortarlo o tal vez no puedo hoy admitir que me dio un poco de lástima
en el fondo. Parecía que necesitaba hablar con alguien y lo de que lo
ayudara a cruzar había sido simplemente una excusa. Esa tarde llega-
mos a la puerta que daba a Rivadavia, intenté evadir la situación pero
me invitó a pasar y yo ingenuamente, con esa culpa que aún hoy me
remuerde, no pude decirle que no.
Cuando entramos, él iba adelante y yo atrás. Teníamos que cami-
nar por un largo pasillo porque su casa era el último departamento
de varios. Era de esas casas antiguas bastante oscuras e inundadas
de humedad, una humedad que carcome las paredes y levanta la
pintura. Covenag era algo parecido a eso. Usaba unas sandalias co-
lor marrón tipo hawaianas porque tenía unos juanetes tan grandes

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que calculo no entraban en ningún zapato normal existente. Sus pa-
sos eran cortos como los de un perro salchicha y lo cierto es que me
ponía muy nervioso que tardara tanto en hacer cualquier cosa que
implicara caminar.
La puerta del departamento era de madera y estaba hinchada por
lo que había que empujarla con todo el peso del cuerpo para que
abriera. Una vez adentro, tomamos café, él fumó y habló mientras me
tiraba todo el humo en la cara. Creo que ese día me di cuenta de varias
cosas, pero la más relevante fue que entendí lo que era la soledad. Un
tipo invita a otro a su casa, no se conocen, el otro acepta y se queda
una, dos, tres horas hablando de cualquier cosa. Uno es viejo, el otro
es joven pero los dos están solos.
Ya dije cómo eran sus pies, pero tal vez debería agregar cómo
eran sus manos, las manos que llevaban esas bandejas colmadas de
sándwiches y masas perfectas. Eran manos pequeñas, como las de un
niño. Me imaginaba a Covenag en una danza entre mozos que iban y
venían en un vals eterno. No entendía cómo podía ser tan rápido en su
trabajo y tan lento en la vida normal.
Nunca había entrado a Las Violetas, pero cada vez que me bajaba
del subte veía las largas colas de gente esperando por entrar. Era todo
un espectáculo; desesperados detrás del vidrio, sedientos de ese café
con leche donde mojar las exquisiteces mejor logradas.
Nunca pude imaginar a Covenag yendo y viniendo con los pedidos.
Nunca entendí cómo esos pies le permitían ese andar ágil que tenía
dentro del salón, sugiriendo los platos del día: hoy de postre tenemos
manzana al borgoña con helado de crema americana.
Después de ese día volví varias veces. Los encuentros se volvieron
habituales, yo lo visitaba una o dos veces a la semana. Me contaba co-
sas, yo llevaba algunos libros de poesía viejos que eran de mi abuelo y
pensaba podían gustarle. Leíamos en voz alta, el viejo a veces se para-
ba y recitaba algo de memoria, gritaba y empezaba a transpirar. Una
vez que se posesionó demasiado con un poema que no me acuerdo
de quién era, lo tuve que atajar casi en el aire para que no se cayera

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de lleno sobre una cómoda vieja que tenía en el comedor. Lo senté y
lo apantallé un poco para que volviera en sí. Y esa fue la vez que le vi
la cicatriz.
Le surcaba desde la rodilla hasta casi el empeine, era bastante an-
cha y en algunas partes parecía ir en zigzag. En cuanto se dio cuenta
que la estaba observando se acomodó rápido el pantalón, se secó la
transpiración de la frente y me pidió que me fuera, que necesitaba
descansar.
Covenag nunca habló de eso. Tiempo después los mozos me con-
taron la historia: se había enfrentado con un ladrón que había en-
trado a robar al bar. El tipo había entrado con un cuchillo de cocina
gigante y había amenazado con matar a alguien si no le entregaban
la recaudación del día. Covenag era duro, uno de esos que esconden
una angustia pasada, pero que los vuelve fuertes, invencibles, hom-
bres de hierro que lo pueden todo. Se acercó al ladrón y lo invitó a
que dejara el cuchillo, forcejearon y ambos cayeron al suelo. En esa
lucha cuerpo a cuerpo, el cuchillo quedó incrustado en la rodilla de
Covenag. El ladrón, al ver tanta sangre, se fue corriendo totalmente
desorientado y aturdido. Desde ese día, Covenag fue casi un héroe
entre los mozos del bar.
Creo que no lo dije pero Covenag era ruso, quizás por eso era tan
duro, quizás por eso la cara. Había llegado escapando de los pogroms
hacia fines del siglo diecinueve. No me acuerdo si me contó que había
viajado en algún tren hasta no sé qué parte de Europa. Sí recuerdo que
llegó a Inglaterra y ahí se subió a un barco que iba hacia alguna parte
de América. Esa parte era Argentina.
Siempre se quejaba de que lo habían embaucado porque después
supo que unos primos de él se habían subido a otro barco que fue a
Estados Unidos. Cuestión de suerte, Covenag, le decía yo, cuestión de suerte.
En el viaje en barco, a Covenag le había tocado viajar con un grupo
de italianos. Los tanos morfaban fideos pero le ponían algo rojo que
él no había visto en toda su vida. Al principio pensó que era sangre,
pero no ¡era salsa de tomate!¡vos te pensás que en Rusia alguna vez había-

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mos visto algo así! Sí, ahí fue donde Covenag conoció la salsa de tomate.
Decía que en Las Violetas usaban una receta especial, que él la sabía
hacer pero que nunca me la iba a revelar. Y así fue, nunca lo hizo.
Una noche ya tarde, después de tomar un par de whiskies, le pre-
gunté si alguna vez se había enamorado, ¿alguna rusita tal vez, Covenag?
Se rió, se rió un rato largo. Después dejó de reírse, pero nunca contestó
como hacía con todas esas preguntas que le hacía.
En agosto, casi después de un año de conocernos, tuve que irme
unos días de viaje. Cuando volví, quise pasar por la casa de Covenag.
Toqué el timbre varias veces pero nadie contestó. Una vecina que salía
del pasillo me dijo que lo habían llevado en ambulancia la noche an-
terior, que le había dejado las llaves del departamento a ella por si yo
venía. La vecina me las dio y entré.
Estuve sentado por un rato en el comedor donde siempre nos que-
dábamos charlando hasta tarde. Pensé en todas las conversaciones
que habíamos tenido, en ese primer día cuando lo ayudé a cruzar,
en sus hawaianas marrones, sus juanetes tan grandes e imperfectos.
Pensé en las veces que lo pasaba a saludar por Las Violetas, las tardes
en que sólo pedía café pero siempre venía con alguna cosa dulce que
ni te imaginabas. Pensé en las veces que lo había visto ir y venir en-
tre las mesas, las clientas que lo llamaban por su nombre ¡la cuenta,
Covenag!
Pero también pensé que si bien siempre iba a su casa, nunca ha-
bía entrado a su habitación. Más bien sí había entrado, pero nunca
había tenido tiempo de verla realmente, de mirarla con detenimien-
to. Entré entonces otra vez y me acosté en su cama, sobre sus sába-
nas revueltas y un poco sucias. Creo que dormité por un instante, no
sé bien si soñé o si simplemente la tranquilidad de estar ahí me dejó
flotar por mis pensamientos. Lo que sí sé es que en ese momento lo
único que se me apareció fue el rostro de Covenag, enajenado como
era por la pasión de sus recuerdos, poseído por unos cuantos versos
viejos sin autor, encantador cuando se acercaba con su uniforme a
una mesa del bar.

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Su rostro, no se los dije, era lo opuesto a sus pies. Quizás por eso
siempre creí que no valía la pena contarlo. En su mesa de luz ha-
bía una foto en blanco y negro, una foto de un Covenag joven, otro
Covenag, tranquilo y relajado. La foto se cortaba en el momento en
que él tomaba a alguien de la mano. Tal vez era su hermano, no lo sé.
O tal vez era la de un compañero de trabajo, un mozo que ya no estaba.
Esa noche Covenag murió, me llamaron desde el hospital donde
había sido internado el día anterior. Había muerto de viejo, de muerte
natural, decían. Yo todavía estaba en su casa, esperando ingenuamen-
te con una ilusión que se extinguió muy pronto. Me dijeron que estuvo
lúcido hasta unos minutos antes de irse para siempre, unos minutos
en los que solo, dicen, pudo pronunciar el nombre de una mujer.

Cranbel Tranbel
Mariela Gurevich
Argentina, 1986
1° premio

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CHARLES Con mi amigo Darío solemos encontrarnos en Las
BRONSON Violetas.
Darío es un apasionado del cine, un detecti-
ve que busca y recopila con minuciosidad datos
del arte fantástico universal. Comanda la página
Cinefanía y su apellido es Lavia. Nos cruzamos por
primera vez en el festival Buenos Aires Rojo Sangre, en los pasillos del
Monumental Lavalle, y pensé que, consustanciado con el mundo del
espectáculo, usaba nombre artístico. Delgado, de camisa, chaleco y
mocasines, bigote muy fino, con capacidad para referirse a su pasión
durante horas, me dio la impresión de estar frente a un ser de película
y me dije: Se puso un nombre que lo define: Darío tiene labia. Pero resultó
falsa mi presunción: así lo bautizaron sus padres y es la marca que lo
acompaña desde que la vida lo señalara con el dedo.
Nos gustan los bares como punto de encuentro. Tenemos varios
en Almagro, pero Las Violetas se impuso por el carisma de sus mozos
de camisa blanca y corbata roja, quienes se mueven con elegancia en
medio de una escenografía donde podrían filmarse escenas de la Belle
Époque, con sus caireles de cristal, revestimiento de madera, sillas ta-
pizadas en bordó oscuro, arañas barrocas, mesas con tapa de mármol
italiano y columnas con anillos de bronce. Podría rodarse una historia
de un Buenos Aires fantasmal que nos recuerde que la confitería se
inauguró en 1884 y hasta el mismísimo ministro Carlos Pellegrini se
hizo presente transportado por un lujoso tranvía, cuando el cruce de
Rivadavia y Medrano era parte del suburbio, y la avenida, un camino
de carretas que unía Plaza de Mayo con el lejano oeste.
Los Corbata Roja ya nos conocen y tenemos nuestra mesa cercana
a la escalera, desde donde podemos apreciar los espléndidos vitrales
del salón. Café de por medio, charlamos sobre distintos proyectos. En
papel, Darío edita la revista Cineficción, una colección de breviarios y
un anuario. Me encanta colaborar con sus publicaciones.
Hace un par de años, una nochecita a fines de noviembre, nos en-
contramos para hablar de los últimos retoques de su libro Shock TV, en

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el que junto a su socio Juan Carlos Moyano plasmaron un exhaustivo
relevamiento de ciclos de terror y suspenso que circularon por la televi-
sión argentina.
Mientras enumeraba los artículos en marcha y me revelaba que
una clave para el éxito de la investigación era contar con la colección
completa de la revista TV Guía, Darío hizo una pausa para comentar:
En la barra está Charles Bronson.
Sonreí mientras tomaba mi lágrima en jarrito. Juzgué que se trata-
ba de las típicas salidas de Darío, que son una delicia para quienes lo
conocemos. Él encuentra parecidos en todos lados. Caminar a su lado
es como vivir en un set de filmación donde se mezclan los tiempos y la
geografía. Puede decirte: “¡Qué estilo tiene Boris Karloff para pesar un
kilo de tomates! ¡Y, claro, se lo está pidiendo Graciela Borges!”, y sub-
rayar una escena que así se nos representa. O tal vez: “Narciso Ibáñez
Menta se vistió otra vez de trapero. Fijate cómo lo mira con descon-
fianza Lolita Torres”, configurando esta visión en nuestra mente.
Es frecuente oír estas invenciones en cualquier parte de la ciudad,
pero he notado que Las Violetas lo motiva. Por allí han pasado infini-
dad de glorias: el jóckey Irineo Leguisamo, que amaba el dulce de leche
inventado en una estancia de Cañuelas; Alberto Migré, quien imaginó
bajo aquel techo parte de las tiras Rolando Rivas, taxista y Piel naranja; el
poeta Pascual Contursi y su barra; el cineasta Teo Kofman, con quien ha-
blé durante un almuerzo sobre su película Perros de la noche, inspirada
en la novela de Enrique Medina; y tantos otros, como las escritoras Ana
María Shua y Alicia Steimberg que han elogiado sus míticas meriendas.
—Charles Bronson está tomando un cóctel a lo Humphrey Bogart
y conversa muy animado con el canoso de la caja —insistió Darío.
—¿En alguna película viste a Charles Bronson tomando un cóctel en
una barra? —le pregunté.
—Nunca. Y eso que hizo más de ochenta —me respondió, con la precisión
de los expertos—. Tomaba mucho whisky. Hacía de hombre duro. Una vez
declaró que le gustaría actuar de galán. Estaba harto de representar jus-
ticieros, pistoleros, matones, vigilantes, boxeadores, todos tipos brutales.

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—Sos un crack, Darío. No sé cómo hacés para encontrar tantos pa-
recidos —comenté, con la idea de volver al tema de Shock TV—: Che,
¿tiene fecha de salida?
—Ni siquiera lo miraste —me reprendió, un tanto enojado, algo que
no es habitual en él—. ¡Es Charles Bronson! No es un imitador. Pode-
mos pedirle un autógrafo.
Su repentina vehemencia me inquietó. Lo que decía era imposible:
Charles Bronson está muerto hace más de diez años.
Pero, bueno, Darío es mi amigo... y decidí acompañarlo en su deriva.
—Podemos entrevistarlo —propuse, con escasa convicción.
—No me creés, ¿no? —remarcó, ofendido.
Giré mi cabeza hacia la barra y presté atención. Desde nuestra posición,
era notable la similitud con el Charles Bronson que filmó El vengador anóni-
mo de 1974, con música de Herbie Hancock. Aindiado, robusto, con bigo-
te, era el mismísimo arquitecto Paul Kersey que al comienzo de la película
es un hombre sencillo, a quien un hecho policial (que provoca la muerte
de su mujer y la locura de su hija) lo transforma en un justiciero que sale
por las noches a matar delincuentes. Llevaba hasta el mismo traje.
—Debe andar cerca el inspector Frank Ochoa —dije para seguirle el
juego a Darío.
Ochoa es el policía encargado de detener al desbocado Kersey.
—Como bien dijiste, tenemos que tomarle una declaración —evaluó
Darío—. Podemos hacer un especial para Cineficción.
La charla sobre Shock TV se evaporó y todo se circunscribió a la ma-
nera en que abordaríamos al actor. En medio de nuestras disquisicio-
nes, Bronson se paró y comenzó a despedirse de los Corbata Roja.
Llamé a nuestro mozo y le rogué que nos cobrara rápido. Pagamos,
sin perder de vista nuestro objetivo, y salimos detrás de él.
Lo interceptamos en la vereda de Medrano, y Darío arremetió desta-
cando nuestra admiración por sus películas, que, sí, eran polémicas, que
algunos las tomaban como promotoras de la violencia y la justicia por
mano propia, pero tenían una vitalidad que los espectadores disfrutá-
bamos a lo grande, porque contenían inolvidables imágenes cinéfilas.

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Charles Bronson nos miraba, dubitativo o desconcertado, no lo sé.
En un castellano neutro que nos sonó a las películas de los años
80, nos respondió que no sabía de qué le estábamos hablando, que él
vivía en Caballito y además no le gustaba el cine.
Caminamos unos metros junto a él hasta Rivadavia.
Queríamos retenerlo un poco más. Nos negábamos a creer que era
un hombre común y corriente, y ni siquiera teníamos una cámara de
fotos para retratar el momento.
El actor estiró la mano para detener un taxi, y de pronto, Darío, con
la voz del teniente Frank Ochoa, expuso:
—Usted trabaja en una firma que tiene muchas sucursales. Haga que
lo trasladen a otra ciudad y yo tiraré el revólver al río. ¿Señor Kersey, me
entiende usted? Queremos que se vaya de Nueva York para siempre.
Se hizo un silencio incómodo. ¿Qué iba a decir Bronson, si es el par-
lamento con el que Ochoa le hace saber a Kersey que al fin lo ha des-
cubierto y puede mandarlo a la cárcel?
Quise intervenir diciendo todo lo contrario, que lo queríamos en
nuestro barrio, verlo seguido en Las Violetas, pero Darío, con un gesto
ampuloso a lo Leonardo Favio, me indicó que no hiciera nada.
Charles Bronson subió al taxi.
Desolado, yo esperaba una señal. El semáforo en rojo era lo único
que demoraba el final de nuestra ilusión.
Bronson bajó la ventanilla del auto y dijo:
—Inspector Lavia, me iré a la puesta del sol.
El amarillo preludió la luz verde, y el taxi arrancó arando.
Con mi mano sobre la edición ya impresa de Shock TV, juro que se
oía la música de Herbie Hancock cuando el taxi avanzó por Rivadavia
y cruzó Medrano, directo hacia Chicago.

Paul Naschy
José María Marcos
Argentina, 1974
2° premio

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UN Se podría decir que el límite entre un barrio y otro
CORTADO lo marcaba el parque. Hacia el sur, los ruidos. Si-
DOBLE renas de ambulancias en concierto permanente
entrando y saliendo del Argerich. La agitación po-
pular y el clima de la Bombonera los domingos.
El llamado puntual de la Canale. El inolvidable
olorcito a bizcochos de la primera horneada. Hacia el norte, edifi-
cios históricos mezclándose con una interminable sucesión de ba-
res. Mística bohemia de poetas, artistas, intelectuales y diletantes en
constante deambular.
Tres años ya en el lugar. Celebraba el haberme decidido a alquilar el
dos ambientes diminuto sobre Uspallata. Estaba casi al límite, al igual
que el parque, entre San Telmo y la República de La Boca. Me gustaba
el barrio. No solo por el Lezama, que se abría generoso y a mi disposi-
ción, sino por sus míticos cafés abiertos hasta la madrugada. Llegar a
la esquina, pisar el umbral por primera vez y saber que allí iría todas
las mañanas, fue un acto único e impremeditado. Elegí la que sería mi
mesa. Junto a la ventana, sobre Brasil.
Pelusa ladraba como diez chihuahuas juntos, enfatizando lo pe-
queño del lugar. Ni siquiera esto me sirvió de excusa para decirle que
no a Juan, mi querido compañero del profesorado, cuando se apareció
en la puerta con la caniche en brazos.
Tengo fe que no va a ser por mucho tiempo, y en el peor de los ca-
sos, dejo a Canela en buenas manos. Te voy a escribir. Prometo.
Me regaló esa sonrisa que él sabía me desarmaba. Y tuvo razón.
No fueron tantos, apenas un par, los meses.
Al principio, las noticias llegaban casi todas las semanas. Sus
cartas describían sensaciones, colores plomizos, la constancia del
viento, la majestuosidad del lugar. Para que no lo extrañara, le leía
a Canela, en voz alta, los párrafos en donde Juan la nombraba y le
mandaba abrazotes de oso. Por mi parte, las tres nos habíamos acos-
tumbrado a la rutina de la apretada convivencia. Por la mañana solía
llevarlas hasta la placita de la esquina del parque. Luego me iba al

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María Auxiliadora de la avenida Garay. La segunda caminata, siem-
pre antes del turno vespertino, la hacíamos a lo largo del sendero de
los jarrones alineados. Yo iba al bar en mis entre horas y aprovecha-
ba para escribirle a Juan. Le decía cómo admiraba su valentía y la
de todos sus compañeros. Le contaba cómo Manolo y José, mozo y
encargado, también esperaban que les leyera cada vez que me veían
entrar al bar agitando un sobre.
Después, las cartas se fueron sucediendo cada tanto. Desazón,
hambre, el frío en los huesos y apenas un mimo para Canela. Esa acti-
tud no era de Juan, contradecía los informes que emitían los comuni-
cados, algo no estaba bien.
Abrí los ojos apenas empezó a vibrar la alarma del despertador. Las
dos perras dormían profundamente y para no despertarlas, decidí ter-
minar de corregir en el bar mientras desayunaba. Por otro lado, me
ahorraba el trabajo de llevarlas al parque en una mañana tan fría. Al
llegar a la esquina, la llovizna confirmó mi buen tino de salir sin com-
pañía. Captando todo como desde un gran angular, me paré en la en-
trada y saludé a la gente de siempre. Encendí el primer Jockey del día
y me senté a esperar. En un rato don Tito abriría el puesto y les dejaría
el Clarín sobre el mostrador.
¡Cortado doble para la cuatro! Le gritó Manolo a José y me hizo un
guiño al verme entrar. Algún día iba a rechazarle el pedido o cambiaría
de mesa, como broma, no más. ¿Qué, ahora la vas de adivino? Pensaba
decirle, pero no, aunque tenía la confianza que dan el trato y la
costumbre, no quería incomodarlo. Siempre tan amable en su for-
malidad. Esa mañana no estaba de humor. La última carta de Juan,
su promesa de seguir hasta el fin, como fuera, me intranquilizaba.
¿Como fuera? ¿Como fuera qué? Si tenían valor, convicciones, cora-
zón… ¿Qué más se podía pedir? ¿Sería que la ansiedad de la victoria lo
desestabilizaba? ¡Si estaba todo bien! ¿Acaso no estábamos ganando?
Sentada en la cuatro esperé el cortado doble. La llovizna había ce-
sado y el cielo se iba abriendo. Era junio y a esa hora de la mañana, un
sol tímido acariciaba apenas el lustre del barniz de mi mesa. En un

28
rato, si no volvía a llover, continuaría su elipsis cotidiana decolorando
el naranja de los sobre manteles del reservado. Yo alternaba entre co-
rrecciones atrasadas, trabajos prácticos del primer trimestre y el cru-
cigrama del día anterior. Pedí otro cortado doble. Esta vez, un sabor
amargo me invadió el paladar. Le agregué dos de azúcar.
Don Tito empujó la puerta con la palma de la mano y se abrió paso
sobre el damero del suelo. Se acercó al mostrador. Su brazo izquierdo
envolvía el bulto de ejemplares, sacó uno con la mano que le quedaba
libre y lo depositó sobre el estaño. Bajó la cabeza sin siquiera un buen
día y se fue. Manolo, intrigado, leyó. Atinó a mirarme, tomó el Clarín
y me lo acercó, sabiendo que ese día el crucigrama quedaría sin hacer.
Lo leía una y otra vez. Paralizada, me resistía a entender el titular.
En mi cabeza, la imagen de Juan, su sonrisa, se interponían al texto.
NEGOCIAN EL RETIRO DE LAS TROPAS ARGENTINAS. Al cabo de un
rato, comencé, como autómata, a guardar las correcciones. Manolo,
como era su costumbre, se adelantó a mi gesto y le gritó a José ¡Cierra
la cuatro!
Al cabo de unos días, el Tánico volvería a ser el Británico.

Eva Olivares
Andrea Russo
Argentina, 1954.
3° premio

29
EL Volví al Británico una mañana gris y lluviosa del
REGRESO mes de mayo. Habían pasado más de diez años
desde la última vez que había estado en el bar. A
veces nos cuesta volver a los lugares donde fui-
mos felices.
Me despisté un poco al entrar porque el bar ya no
estaba dividido en sectores por la mampara. Sin embargo encontré
libre la mesa que solía ocupar en aquellos días, la que está junto a la
ventana que mira a la esquina de Av. Brasil y Defensa, desde la que
se observa oblicuamente el Parque Lezama, y desde donde también
se ve la entrada del Hipopótamo. Pedí un cortado y me acomodé en
mi atalaya.
Estaba concentrado en mis recuerdos cuando veo que un viejo de
unos 80 años enfila derechito desde el parque hasta el bar y se planta
en la puerta. Apoyado en su bastón observa, echa una mirada olím-
pica al interior del café, como buscando a alguien. Al rato empieza a
moverse despacio entre las mesas. Las inspecciona, una a una, hasta
que da con la que está casi al fondo, cerca de la barra.
— Mozo — grita—. Vine a buscar mi mesa. Me la llevo.
Y sin esperar respuesta empezó a arrastrarla hasta la entrada, don-
de lo esperaba una mujer que parecía oficiar de campana.
Era el robo más estúpido que había visto en mi vida. ¿Robar una
mesa en un bar a plena luz del día y ante la mirada de todos?
El mozo se le vino al humo y lo frenó en seco.
La escena era tragicómica. El viejo aferrado a la mesa. El mozo gol-
peando con su repasador el respaldo de la silla, como si le estuviese
dando chirlos. El viejo que seguía chillando que esa era su mesa, que
podía pagar si fuese necesario.
En medio de la discusión, algo en mi cabeza empezó a tomar forma.
Yo conocía a ese viejo, estaba seguro. Pero quién, quién era.
Hasta que de pronto, nadando contra la corriente del olvido me lle-
gó un nombre.
— Atilio —grité.

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Y mi propio grito me transportó a aquella época. ¡Cómo no recor-
darlo! Atilio y Ernesto: una pelea memorable que había alcanzado un
carácter mítico.
Sucedió por los años 80. Por aquel entonces yo era un joven que re-
cién empezaba la carrera de Letras, y que pensaba que la inspiración
habitaba los bares. Pasaba las tardes en el Británico porque sabía que
en sus mesas Sábato había escrito Sobre héroes y tumbas. Yo me había de-
vorado ese libro, e íntimamente tenía dos sueños: consagrarme como
escritor y encontrar, como los protagonistas, al amor de mi vida en Par-
que Lezama.
Mientras yo seguía mi rutina diaria de escribir en el bar, en otras
mesas otros personajes pasaban sus horas jugando al ajedrez. Atilio y
Ernesto eran dos de los ajedrecistas que se juntaban todas las tardes
en el Británico. Y no solo eso. Ellos eran los mejores. En nuestro sub-
mundo barístico hablar de ajedrez era hablar de Fischer y Spassky a
nivel mundial, y de Atilio y Ernesto a nivel local.
El primero en llegar era Ernesto. Entraba al bar y se acomodaba en el
rincón, siempre en la misma mesa. Se ponía a lustrar las piezas una por
una con el pañito de las gafas. A los veinte minutos caía Atilio. Casi no
intercambiaban palabras. Como en oficio mudo se ponían de acuerdo y
avanzaban hacia el sorteo. La elección de la mano que en su puño escon-
día la pieza de color determinaba la suerte. Y así cada tarde.
Hasta ese día. El día de la pelea feroz. Era la final de un torneo in-
terno que se había organizado en el bar y como era de esperarse los
finalistas eran ellos.
Todo era silencio. Todos atentos a la partida. Y en el exacto momen-
to en el que Ernesto comió con su peón negro a la dama blanca de Ati-
lio, justo entonces fue que Atilio en un movimiento inesperado tomó
el borde del tablero y lo dio vuelta.
En el recuerdo todo se me representa en cámara lenta. Las piezas
caen. Ernesto que se toma la cabeza. Atilio y su gesto de bronca. Er-
nesto que junta las piezas. Atilio que se va del bar jurando algo entre
dientes. Cuestión que la partida nunca terminó y el campeonato se

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declaró desierto. Después algunos conjeturaron que seguramente
Atilio había vislumbrado que sufriría jaque mate en dos jugadas.
Otros en cambio vieron en el ataque del peón a la dama, una forma
velada de resolver un asunto relativo a mujeres que al parecer estaba
pendiente entre los dos.
Al día siguiente a la hora de siempre vimos a Atilio cruzar el Parque
Lezama. Se armó una especie de apuesta improvisada: ¿entraría o no?
Pero no. Atilio no entró ni esa vez ni nunca más al Británico. En cambio,
cruzó Defensa y se metió en El Hipopótamo, en donde a partir de ese
día instaló su cuartel.
Se había entablado un nuevo juego. Esa esquina de San Telmo se
transformó en un gran tablero en el que Atilio y Ernesto se movían como
piezas de un ajedrez trascendental. Y de a poco, los entonces habitués
nos fuimos también repartiendo como ejércitos de blancas y negras.
Yo no quise renunciar al Británico. Sin embargo no tenía favoritis-
mo ni por Atilio ni por Ernesto. Para mí funcionaban como unidad:
uno era impensable sin el otro.
En cambio, la chica que me gustaba, una estudiante de filosofía,
muy blanca y de anteojos, fue la primera en cruzarse al Hipopótamo.
Ni siquiera sabía su nombre, y hasta el momento no había logrado
articular dos palabras con ella. Pero todavía tengo el gusto amargo de
esa tarde, cuando vi que juntaba sus apuntes y cambiaba de territorio.
Durante un par de años fue un juego de espejos. Las ventanas en-
frentadas. Uno espiando al otro. Midiéndose a distancia.
Hasta que Ernesto dejó de venir al bar. Se rumoreaba que andaba
mal de salud, que le costaba caminar. A los pocos meses Atilio desa-
pareció del Hipopótamo. Todos pensamos que se habían dado por
vencido, que la enfermedad de Ernesto lo había sacado del campo de
batalla o que el tiempo había hecho su trabajo.
Cuando en el 2006 cerró el Británico, nosotros, los clientes asiduos,
también nos fuimos desperdigando. Y si bien al año volvió a abrir, mu-
chos ya no volvimos.
Yo no volví. Hasta hoy.

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Me levanté de mi mesa y me interpuse en la pelea. Y casi grité que
yo iba a solucionar el problema, que conocía al viejo.
— Atilio —le dije. Soy Gómez, el pibe, ¿se acuerda de mí?
Atilio levantó la vista.
— Pibe, vos sabés. Esta es nuestra mesa. ¿Te acordás?
— Me acuerdo don Atilio, pero ahora venga, siéntese. Le invito un café.
— No hay tiempo pibe. Ernesto se nos muere.
Ernesto se nos muere. Eso quería decir antes que nada que Ernesto
estaba vivo. Y esa sola noticia bastaba para transformar mi mañana en
un día espléndido. Ernesto estaba vivo y Atilio también. Y yo volvía a
tener después de años la sensación de hogar. Del Británico cobijándo-
me entre sus ventanales. Todo lo que importaba en el mundo estaba
entre esas paredes.
— ¿Usted sigue viendo a Ernesto? —pregunté.
— No pibe. Pero tengo informantes. —y cabeceó señalando a la mujer
que esperaba fuera.
Atilio siguió su discurso.
— Está encerrado en la casa, se nos muere pibe. Y yo le debo la final,
¿entendés? Tiene que ser en nuestra mesa, como antes. Pero el viejo
no puede venir hasta acá.
A continuación pasaron varias cosas, y todas buenas.
Primero entró la mujer que oficiaba de campana. Era ella. Era mi
dama blanca. Más grande, claro, como yo mismo que ya tengo canas.
Después la gente que se agolpaba alrededor. Que escuchaba la his-
toria de una amistad rota que quería salir a flote.
Y por último el mozo, que me hizo un gesto comprensivo.
— ¿Nos prestás la mesa por unas horas? —le dije.
El mozo asintió.
— Atilio, adónde la llevamos.
— Ya sabés pibe, cruzando el parque. Sigue viviendo ahí.
Entonces tomé la mesa por una punta, y ella, sin mirarme casi,
tomó la otra punta. Los clientes se agolparon. Y como en un peregri-
naje espontáneo fuimos siguiendo a Atilio a través del Parque Leza-

34
ma, enarbolando la mesa. La mesa de los ajedrecistas, que inespe-
radamente iba a estar de fiesta, cuando en un par de cuadras más
albergase nuevamente a dos grandes: Atilio vs. Ernesto. Que no se ha-
blaban desde hacía más de 30 años. Y que quizás las únicas palabras
que se dijesen esa tarde fuesen jaque mate. O tal vez, en un acto de
justicia, pronunciasen tablas.

Ceres
Carina Migliaccio
Argentina, 1965.
1° mención

35
GLORIA Llueve como loco. Lo más apropiado hubiera sido
suspender la salida y quedarnos en La Plata. En la
radio hablan de Palermo inundado y sin luz. Los ve-
cinos protestan. Pero Juan no está dispuesto a que
una lluvia del demonio le frustre sus planes. El auto
levanta el agua de la autopista.
Es una pena, yo tenía ganas de ir a Palermo. A pesar de mis conoci-
mientos librescos sobre la historia de Buenos Aires, me desoriento
en el tránsito lluvioso. Puerto Madero no parece ser el destino y queda
atrás. Creo reconocer algo de San Telmo pero tal vez me equivoque.
Y pregunto, un poco para saber y otro poco para charlar, dónde
vamos.
— A Bárbaro. O Bar-O-Bar, si sos habitué.
Las palabras me pinchan las orejas. Respiro hondo y me ahogo
en el perfume de miles de mangos. Es el bar donde conocí a Lucas.
¿Se lo dije? Estaba segura de que no se lo había contado, la puta madre.
La noche de la confesión. No hablamos de dónde lo había conocido.
¿O sí? En un bar. Pude haber dicho, en un bar. ¿Pero darle el nombre?
Imposible.
— ¿Por qué venimos acá?
— Palermo está inundado, amor.
— Ya sé, pero por qué este bar, ¿lo conocés?
— Sí, vine con Diego y con Laura, a ver una muestra de cuadros.
Vos estabas ocupada esa noche.
Laura. Puta y pintora en ese orden.
— ¿No te lo conté?
— No.
— Parece que lo fundó un pintor, no me acuerdo, uno de esos famosos
de los sesenta.
— Noé, doctor. Luis Felipe Noé.
— Ese, claro.
Las molduras de las puertas, la madera, el arte, el ventanal, la pe-
numbra, nada de eso me distrae.

37
Mientras pedimos la comida trato de que me surja algo para no
caer en la tentación de preguntarle.
— ¿Sabés la leyenda de este barrio?
— La leyenda de Retiro, no inventes.
Sé que lo aburren mis temas. Pero a mí me aburren los de él, así que
da lo mismo. Me mira.
— Un tal Sebastián, un loco que vino con Mendoza, un criminal, se
aisló en estos parajes, en una especie de vida consagrada, como forma
de purgar sus crímenes. Se volvió un eremita.
— Hablame en castellano, princesa, ¿eremita?
— Un solitario que vive una existencia austera, dedicada a la oración.
— Ah.
— Cuando vino Garay encontró una cruz inmensa en el lugar.
— Nunca sé cuál era Mendoza y cuál Garay.
Ignorante, pienso. Tengo ganas de decírselo pero en lugar de eso
me vuelve la necesidad de preguntar. Sé que no tengo margen. Juan
tiene todo el saldo a favor del universo. Pero no me puedo callar.
— Che, esa noche con Laura y el amiguito… qué raro una salida de
a tres.
— ¿Raro por qué?
Trato de poner el foco en la cerveza tirada y en los colores de las
bruschetitas capresse.
— No sé, ¿Laura no está más con el que le vendía merca?
— No.
— ¿Y te dio falopa? ¿Fue una noche de gloria, Juan?
Juan me mira. Toma una hoja de rúcula y me pinta la nariz con acei-
te de oliva. Cuando agarro la servilleta para limpiarme, me la arranca
de la mano. Yo me muevo hacia atrás. Él agita la servilleta como un
bailarín amanerado. Me levanto y camino hasta el baño.
¿Cuánto hay que hacer para purgar un crimen? Me siento conde-
nada, sometida a la venganza paciente de Juan, a la imposición de su
amor. Juan el burro, el odontólogo al que le dicen doctor.

38
Acaricio el dispenser de forros. Me llevé tres la noche que lo conocí
a Lucas. Me miro. Apoyo las tetas en el espejo. Y dejo un beso marca-
do. Pienso en el absoluto desperdicio de esta calentura y en la estra-
tegia del alcohol para que Juan se duerma cuando apoye la cabeza en
la almohada.

Quito
Evangelina Caro Betelú
Argentina, 1974
2° mención

39
CONFABULACIÓN Cuando la Flaca me miró, largué al aire viciado
DE una bocanada de humo y enterré la frente en el
SOMBRAS diario vespertino. “Pobre Flaca —pensé— más fie-
ra no puede ser”. Esa tarde había trabajado duro,
mal, aburrido; la estación terminal había sido un
hervidero y la cintura me dolía tanto que me qui-
taba el aire. El olor espeso del bar, el hogar de los solos, ahí en La Bue-
na Medida, el vino, la ginebra y el sabor condensado arrojaba al aire
alguna que otra hamburguesa en marcha, cargaban la atmósfera con
un olor espeso, pero agradablemente familiar. La mesa era un territo-
rio cuidado, ganado. Nunca se me hubiera ocurrido irme al cuarto de
la pensión a dormir, sin pasar por el bar.
La luz del farol de enfrente empezaba a encenderse y empecinada
daba en la frente amplia de la Flaca, la dueña. Yo levanté solapada-
mente la mirada para ver si seguía mirándome. No importaba cuan
extraño me pareciera, la mujer sin ningún vestigio de juventud o resa-
bio de belleza, me había estado mirando. Fijo. A mí. Otra vez la Flaca
se quedó mirándome con los ojos de botella. Era una mujer que tra-
bajaba a la par de cualquier hombre. Era capaz de servir una ginebra
sin derramar una gota, o de bajar cajones de cerveza como si estuviese
cargando almohadones.
Me quedé mirando el diario sin entender nada, preguntándome
por qué la Flaca me había mirado así.
“¿Qué te pasa, viejo?, pásame el diario― me gritó Gancho golpean-
do la mano gruesa y negra sobre el papel.” Se lo di y me cerré el saco
porque alguien había entrado en el bar y el aire helado de la noche de
julio había calado mis huesos. Aunque estaba apoltronado contra la
mesa me tiró la cintura. Y los pasos de la Flaca me retumbaban en la
cabeza al compás de las gotas de la ginebra cayendo en el vaso grueso,
en el estómago vacío, en el cuerpo arañando una resurrección.
Cuando se acercó a Gancho me atreví por primera vez a mirarle las
piernas que estaban envainadas en unas medias de nylon gruesas,
marrón oscuro, pero que permitían el atisbo de una curva en algún

41
punto, en algún punto perdido, una curva graciosa, una pausa en lo
absurdo de su cuerpo delgado.
Cuando ella se dirigió hacia el mostrador con la bandeja en la mano,
la vi estirarse para subir el volumen del televisor y vi cómo se acomo-
daba el elástico del corpiño cuyos contornos se marcaban en la blusa.
Por alguna rara razón no tuve ganas de mirar el noticiero, abstraí-
do en un pensamiento amable, un pensamiento que me atribuía algo
de solaz, una moderada sensación que no alcancé a traducir pero me
gustaba, me gustaba tanto como la única curva que trazaba su panto-
rrilla debajo de la media opaca.
Me di la vuelta despacio ante la mirada obtusa de Gancho y le dejé
unas monedas a la Flaca que estaba mirándome otra vez, inmóvil, a
mí. La mujer de los grandes huesos, con los dientes separados, que
más que una mujer era el emblema del bar, me miraba como querien-
do decir algo. Yo agaché la cabeza carraspeando un poco, subiéndome
el cuello del gabán. Me froté las manos y abrí la puerta tan lentamente
como pude, encendí otro cigarrillo, parado en el escalón, respirando
fuerte, viendo como el aire exhalado inundaba caliente la ventisca que
entraba en el bar.
Caminé calle abajo hasta la pensión. Cuando la luz del farol, por un
conjuro casual, se encendió antes de que pasara por debajo, me sonreí
aprovechando la sombra. Me metí en la habitación, me tendí vestido
sobre la cama y encendí otro cigarrillo. Recorrí las manchas de humedad
del techo con cierta benevolencia. Era eso. Sentía benignidad por la vida,
por las manchas, por la suciedad de la terminal, por mi dolor de huesos.
Después de todo, la mirada de la Flaca era linda, tierna, tenía un brillo
bueno. Era cuestión de no detenerse en la amplitud de su frente ni en el
espacio que había entre sus ojos. Ni en la crueldad de sus dientes.
Me desvestí y me quedé dormido, pasando la mano redentora por el
espacio vacío que el peso de mi cuerpo dejaba entre las sábanas. Acaso
escuchando la radio, bajé las manos hasta los muslos y pensé en ella.
El día en la estación pintaba ajetreado, los paquetes parecían más
grandes que nunca. Todo parecía exagerado, todo parecía agrandarse

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con la lentitud del reloj. Solamente la idea de la Flaca me devolvía una
disculpa a cuenta, una conspiración de bondades que, de forma inex-
plicable, me ayudaba a vivir.
La radio me acortaba los espacios, me derretía la nostalgia y me
traía a la mente la imagen de la Flaca subiendo el volumen del televi-
sor, la curva única que me había devuelto un espectro de mujer, un en-
sayo de regreso, la vuelta con suerte y con sortija en la calesita. Estaba
decidido a salvarme. Ahora algo. Ahora ella.
Me descubrí esperando las seis de la tarde para llegar al bar, a mi
hogar segundo, para sentarme y sentir que le importaba a una mu-
jer, porque después de todo la Flaca era una mujer. Nada me podía
sacar de la cabeza el hundimiento que el elástico del corpiño traza-
ba en su cuerpo magro. Nervioso, pero disfrutando una expansión
benigna, una rebelión que no había planeado, tomé el saco a las
seis y cinco y me devoré el inminente crepúsculo. La tarde parecía
tener una borrachera alegre, una ruptura con la rutina y las larvas
de la soledad.
Estaba agitado, con una sonrisa absurda en mi cara afeitada y per-
fumada, decidido a hablar con ella, cuando tropecé y me hundí en el
asfalto. Por eso tal vez no vi cuando llegó Gancho. No lo vi llegar. Él me
encontró acurrucado contra el poste del farol, desconcertado y sacan-
do pecho. Porque cuando Gancho vio el cartel de “Cerrado” en la puerta
del bar me dijo que él ya sabía que a la Flaca la iban a operar, pero que
me quedara tranquilo, porque no era nada serio.
―Claro, viejo. Pobre Flaca. Tenía ese problema en los ojos ¿Viste que se
nos quedaba mirando fijo? ¿Sabés cuánto hace que venía luchando? Des-
pués de tanto tiempo le dieron el turno para la operación. Si no veía nada…
Apenas si podía respirar. Me toqué la barbilla impecable y me sa-
cudí la solapa del saco que me ajustaba porque me lo había puesto
después del tiempo que me había llevado envejecer y olvidarme de la
tregua dulce de tener una mujer a mi lado.
―Viste, Gancho, el bar se convierte en un lugar, casi te diría... sagra-
do. Pero… ¿Sabés por qué? Porque es el único lugar en el cual nos reco-

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nocemos, nos esperamos, nos aceptamos. Él palmeó mi espalda, tal
vez en una silenciosa señal de lucidez.
Haciendo de cuenta que buscaba otro bar con la mirada, saludé a
un hombre desconocido, solo para evitar que Gancho viera mi mirada
vidriosa, mis absurdas ganas de llorar a los gritos. Me hice el distraído
porque se había puesto un poco pesado y me preguntaba si nunca me
había dado cuenta que la Flaca miraba raro, que se quedaba mirando fijo
como sin ver, como tonta, como suspendida en algún punto en el cual yo
me había reconocido, desde un ángulo definitivo, final y vindicador.
Comencé a caminar calle abajo, sabiendo, entendiendo que no era la
posible ceguera de la Flaca sino la mía, la de mis ganas de no estar más
solo, la ceguera inmunda de mi vanidad, la que me había hecho ver lo
que no había, una niebla déspota de mi soledad. Caminé defendiéndo-
me del frío, conservando la curva de la pierna de la Flaca, tan linda, tan
mía y mientras empujaba la puerta de la pensión trataba de explicarme,
trataba de entender por qué esta conspiración infame, algo que nunca
había pedido, me había recordado la curva, el olor y el pudor de lo ajeno.
Una confabulación de sombras de la que ella saldría, seguramente, airo-
sa, pero que a mí me había devuelto al mundo anterior, un abismo final
al que juré que no volvería nunca antes de creer que ella se fijaba en mí.

Delmira
Aurora Olmedo Videla
Argentina/España
3° mención

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GALLINAZOS Cuando se encendieron las luces en el cine de Dia-
gonal Norte me di cuenta de que no había enten-
dido la película: hacía rato que mi pensamiento
se había desenredado de la trama y vagaba por
la geografía frondosa de mis preocupaciones. Yo
había estado todo el tiempo ahí, sentado frente la
pantalla y sin ver. Y era el único en esa sala vacía en plena mediano-
che por una razón que ahora se me aparecía con toda nitidez. Quería
postergar el momento de volver a casa. Y lo hacía por una sola causa:
el miedo.
Salí al frío de la Diagonal y, decidido a mudar mi vigilia crispada a
otro lugar y esperar el amanecer despierto lejos de la casa, caminé ha-
cia Corrientes y rumbeé para Callao. En plena madrugada de invierno,
el bar La Academia, con sus puertas abiertas toda la madrugada, su
siempre intenso movimiento, su atmósfera de posta amable y abriga-
da para aquellos a quienes la madrugada los sorprende fuera de casa,
sería el ámbito adecuado para enfrentar la noche por venir, que pro-
metía ser larga.
Entré al aire ambarino del bar pensando en esa sucesión de días
oscuros y alucinados en que se había convertido mi vida de evadido de
su propia casa, una casa que me aterrorizaba cada vez más. Al mozo
flaco, el de los pasitos cortos y apurados, no le extrañó verme. Yo ya
me había convertido en un habitué tardío, un habitante de las horas
en que el clima de La Academia se hace bohemio, solitario, reflexivo o
desesperado y todo eso se expresa en las facciones de los que perma-
necen a veces la noche entera en alguno de sus tres sectores.
Faunas distintas, todas ellas, según cuál de las tres partes del bar
ocuparan: la del salón principal, el que daba a la calle, el del típico café
porteño de mesas de madera y fotos antiguas en las paredes, era la de
los solitarios con sus libros y sus diarios, sus computadoras frenéticas
e insomnes, sus anotadores donde volcaban el balance catártico de
las historias que los habían depositado allí aquella madrugada, por-
que siempre había una razón para estar en el bar a esas horas inhós-

45
pitas. Era también la de las parejas que trataban en una mesa urgente
los términos del acuerdo que los uniría quizás por aquella única noche
en una cama nueva y probablemente fugaz. Y la de los artistas trasno-
chados de los teatritos, celebrando el éxito moderado de una función
apenas concurrida, pero que alcanzaba para salvar los gastos.
En el larguísimo salón, el segundo sector era el más familiar de to-
dos: más parecido al de un club de barrio que al de un café del centro,
tenía mesas de fórmica donde se jugaba ajedrez y generala. Alrededor
de ellas se autoconvocaba noche a noche un colectivo de tipos grandes
y curtidos, mitigando su soledad en una partida que era excusa para la
conversación. En torno a ese segundo sector los sillones eran el cómodo
refugio de los varados: esos habitantes del conurbano que en la madru-
gada se quedan sin colectivos y trenes para volver a sus casas. Pero en
los sofás me tocaba ver otro tipo de habitante: el separado que estrena
su condición esa misma noche, que llega cargando todavía la tensión de
la pelea final en cada músculo y pronto se abisma en su pensamiento y
deja traslucir en sus facciones los meandros de la contradicción, el dolor,
la bronca. Y claro, el amor también.
El último sector es el del pool, el más bullicioso, el de los más jó-
venes, siempre iluminado tenuemente por las lámparas que oscilan
sobre las mesas.
Como cada vez, apenas llegué busqué una de las mesas del primer
sector, una de las ventanas que dan a Callao, pendiente de la llegada
del diario. Cuando al fin llegó me manché los dedos de tinta. Me alen-
taba la esperanza de que mi pesadilla fuera colectiva, que hoy fuera
el principal título de tapa, que corroborara que el aeropuerto de Ezei-
za no estaba operativo y que un experto, un ornitólogo, explicara el
problema para aliviar a la población. Pero esa esperanza duró poco.
El título principal hablaba de una nueva toma de deuda por parte del
Estado en los organismos de crédito internacional, otro describía una
intervención armada de franceses, estadounidenses e ingleses en Siria
que ponía al planeta al borde de una guerra colosal. De los gallinazos,
nada. Ni una palabra.

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Esa Callao fría y casi desierta secuestró mi mirada por un instan-
te. Me vi reflejado en el vidrio y me asustaron mis ojeras: entonces el
problema seguía siendo mío. Exclusivamente mío. Un apocalipsis per-
sonal que me había dejado sin casa. Y me había convertido en un nau-
fragado más, al abrigo de esa porción de tierra celebrada, salvadora,
pero temporal que es La Academia de noche.
El primer gallinazo había aparecido en el patio de mi casa, días
atrás, una mañana. Caminaba por el breve patio con el aire seguro y
marcial de un sepulturero en el marco de un pomposo rito fúnebre del
siglo XIX. Había en el animal algo de premonitorio y de amenazante.
Pero no era eso lo que más me alarmó. Lo más preocupante era que su
presencia en mi patio era absolutamente inexplicable.
“Esos bichos adornan el cielo de esta cañada paisa y son el ave na-
cional de Colombia”, me escribió ese mismo día Margarita, desde la
Medellín, donde vivía, y por Facebook. Después citó de memoria y por
chat párrafos del escritor antioqueño Camilo A. Echeverri: “el gallinazo
no conoce un solo amigo; ni sabe lo que es una sonrisa que de otros
labios nos viene, ni recibe jamás un cariño. Hombres y brutos, todos se
apartan si se acerca él, ¿cuál es su delito? Ser feo. Véalo usted todo. Y
note que bajo este punto de vista la suerte del gallinazo se parece a la
del hombre (…) ¿Qué sería de Colombia sin ti? Sin ti que te comes, cada
dos o tres años, los tres o cuatro mil cadáveres con que revoluciones
decoran esta tierra”. Y coronó la charla con una carcajada y una senten-
cia: “Dale… en tu país no hay gallinazos. Te lo habrás imaginado. Vení
pa´que veas uno de verdá”. Al final, mandó un emoticón que se reía.
No volví a pensar en el asunto hasta la noche que siguió a aquel
día, cuando me sorprendió un sonido de alas batiendo en lo alto del
dormitorio. Cuando encendí la luz me estremecí ante la visión de dos
enormes gallinazos, imponentes, solemnes, parados sobre los mue-
bles, quietos, severos, vigilantes.
Salí de la habitación a la carrera en cuanto pude reaccionar, con el
corazón queriendo salirse de mi pecho. Cerré la puerta con un golpe y
pude sentir graznar a los carroñeros mientras me armaba una cama con

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los almohadones del living en la bañera. Cuando salí del baño a la ma-
ñana los gallinazos ya eran una multitud instalada en cada rincón de la
casa. Caminaban orondos, seguros de sí. Me sabían, pero me ignoraban.
Ya en el trabajo indagué sobre el asunto. Favorecidos por el cambio
climático los gallinazos habían proliferado en Colombia hasta com-
prometer la actividad de aeropuertos en ciudades como Bucaraman-
ga. Pero eso era en Colombia. En Buenos Aires no había gallinazos. No
debía haberlos.
Es cierto que el cambio climático había favorecido al desplaza-
miento de los gorriones por los estorninos y había provocado una
invasión de cotorras llegadas del norte. Pero no gallinazos. Nadie ha-
blaba de los gallinazos. Con su paso altanero, su aspecto marcial, su
actitud agorera, solo parecían haber invadido mi casa, convirtiéndose
en mi pesadilla.
Hasta aquella otra noche, claro. Otra noche de frío. Otra noche de
café en La Academia, de detenerme a mirar los rostros quebradizos
de los parroquianos. Literalmente quebradizos. Porque de repente se
abren en surcos uno a uno, como si estuvieran mal tallados en barro.
Y la misma suerte corren más tarde las fotos en la pared, las mesas del
café, el mozo de los pasos cortos y veloces. Cuando toda la estructura
del bar se abre en grietas resecas y en el piso empieza a crecer una an-
cha brecha oscura que amenaza tragárselo todo, solo en ese momento
apareció el primer gallinazo graznando en La Academia. El primero de
decenas, centenares, miles que cubrieron desde entonces el cielo de
Buenos Aires.

Julián Sorel
Omar Giménez
Argentina, 1967
4° mención

48
EL Le pedí citarnos en El Progreso. Ese bar es la última
PROGRESO frontera, más adelante la ciudad se acaba abrup-
tamente en un malecón furioso que mira hacia la
neblina eterna y a lo que se oculta tras ella, ¡dios
nos guarde!
Lo elegí porque buscaba el anonimato y porque mi
cara estaba en todos los portales: soy famoso –doblemente famoso
ahora– por celebrity y porque robé la versión beta de Contra, la dro-
ga experimental que podría acabar para siempre con el consenso. El
Progreso reunía las características idóneas para el encuentro: amplio,
periférico y penumbroso. Ni bien entré su atmósfera atemporal me
envolvió como líquido amniótico y supe que estaba en el lugar co-
rrecto. Busqué una mesa alejada y la encontré en una de las esquinas.
El ventanal daba a California y el sol pálido del otoño, que a esa hora
entraba oblicuamente, suspendía las partículas de polvo en el aire
acentuando una quietud que parecía envolverlo todo. Era hermoso
así y deseé que en el cambiante mundo en que vivimos, algunas co-
sas permanecieran inalteradas. Esos pensamientos hicieron que mi
cerebro segregara las hormonas responsables de la hipertensión.
Mi biodispositivo, siempre atento, emitió un débil pitido de alarma
solo audible dentro de las cavidades de mi oído derecho, y procedió
a enviar las descargas eléctricas correspondientes para contrarrestar
el efecto. Estaba siendo una tarde ajetreada para el dispositivo, que
además de controlar los niveles de estrés de mi organismo, debía es-
timular la glándula tiroides para mantener el camuflaje en que se ha-
bía convertido mi cara, irreconocible bajo capas de grasa. Temí que la
batería no alcanzara y El Progreso, contrariamente a lo que indica su
nombre, no cuenta con suministros eléctricos para la recarga de los
aparatos digitales de la clientela.
El mozo me sacó de mis cavilaciones posando sobre la mesa un va-
sito de vidrio y una botella de mi grappa preferida. Era Angelito y te-
nía casi tantos años como el bar. Antes de irse me guiñó su ojo bueno.
Entonces caí en la cuenta de que mi inconsciente me estaba jugando

49
una mala pasada. Si lo que buscaba era el anonimato, El Progreso era
la peor de las elecciones. No solo me conocían todos los mozos sino
que además yo era descendiente de Hugo Colmegna, uno de los ar-
quitectos del proyecto original. El Progreso era como mi segunda casa,
quizás la primera. ¿Cómo había ocurrido algo así? Seguramente se de-
bía a una sobrecarga de mi biodispositivo.
Como fuera, no había tiempo para cambiar los planes, mi cita esta-
ba a punto de llegar así que apuré el primer vasito de grappa y envié
la orden de aumentar el nivel de adrenalina en mi torrente circulatorio.
Mientras tanto, Sordelli, el barman, pasaba una gamuza distraídamen-
te por la superficie del mostrador, dos clientes jugaban al ajedrez en
una mesa contigua, otro leía Crónica más allá, una señora distinguida se
abanicaba con un abanico inexistente y una mosca se golpeaba tonta-
mente contra la ventana buscando el aturdimiento. En medio de estas
casi ensoñaciones apareció mi cita. Se sentó discretamente, sin saludar,
y eligió un punto en la mesa donde fijar la vista. El punto era el vasito de
grappa así que, con un gesto solo perceptible por Angelito, le indiqué
que le acercara uno. Se lo llené hasta arriba sin poder evitar derramar
el contenido, que rápidamente formó un charco alrededor del vaso. Mi
biodispositivo estaba colapsando indudablemente. Se bebió la grappa
de un tirón, apoyó el vaso en el charco y mirándome a los ojos preguntó:
—¿Y bien? —Sus bigotitos parecían una línea pefecta de tinta chi-
na, el sombrero le ladeaba en la cabeza, donde asomaban algunos
pelos rebelándose a la dictadura de la gomina. Saqué de mi gamulán
un sobre cerrado color crepé. Dentro había un pequeño tubo que con-
tenía la droga, bastaba con echarla en la red de agua pública para aca-
bar con el consenso de una vez por todas. Se lo pasé, con la discreción
que el caso ameritaba. La mosca dejó de golpearse contra el vidrio. El
hombre me sonrió apenas:
—¿Sabe que la organización nunca podrá retribuirle como es debido,
verdad?
—Quédese tranquilo, lo hago por la causa —dije con una convicción
artificialmente dictada por mi biodispositivo.

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Se guardó el sobre debajo del sombrero y se dispuso a levantarse.
—El consenso, mi amigo, es la peor peste de todos los tiempos, ¿se da
cuenta de cómo normativiza las cosas? Todo comienza a parecerse a
todo, todo se vuelve homogéneo, como espuma de detergente.
—Aún quedan sitios como este que se resisten al lugar común —dije.
Me sentía exáltico como un héroe, y acaso lo fuera, los colores se me
subieron a la cara, la batería del biodispositivo marcaba 4% y estaba
en rojo.
—Adiós mi amigo, deséeme suerte, mañana cambiaremos la historia
—dijo mientras se levantaba no tan elegantemente como imaginé,
quizás a causa de la grappa o de otras causas que yo desconocía, y sa-
lió por donde entró. Me apuré a servirme otra copa y de paso apagué el
biodispositivo, que ya me estaba partiendo de dolor la cabeza. Mi cara
se desinfló como un globo. Me tomé un par de grappas más mientras
veía languidecer el día a través de la ventana. Luego me levanté sin
elegancia alguna, y quizás con torpeza, y le hice una seña a Angelito.
La seña significaba “Anotámelo en mi cuenta que mañana o pasado
me doy una vuelta y te lo liquido todo”. Angelito sonrió comprensivo,
era un viejo sabio disfrazado de viejo mozo. Salí a la calle tambaleán-
dome y me perdí por las calles de mi barrio.

Orson Larsen
Alejandro Levacov
Argentina, 1973
5° mención

51
LA Vivir nuestro romance en el Miramar fue una de-
FIESTA cisión que jamás pusimos en palabras. Solo nos li-
DE LA mitamos a hacer. En ese, el único escenario posible
TARDE para esta pasión.
Durante cuarenta años compartimos un departa-
mento de dos ambientes –con cortinas pasadas de
moda y muebles laqueados, de esos que se consiguen a bajo precio en
la avenida Belgrano– en el que acumulamos libros marcados a cuatro
manos, ropa revuelta en un placard solitario, un televisor que nunca en-
cendimos y algunos cactus que le plantaban una resistencia férrea al sol
en el balcón. Nunca concretamos la mudanza a otro más grande –aun-
que ese era el plan que nos habíamos trazado– porque la dosis de amor
que nos tocó en suerte no fue lo suficientemente generosa como para
parir descendencia. Cada vez que yo lloraba sobre la toallita manchada
con la sangre oscura que anunciaba un útero sin inquilino, Horacio me
aseguraba que no era falta de amor, sino que sus pescaditos no habían
aprendido a nadar hasta el sitio indicado. Y lograba sacarme una sonri-
sa, mes tras mes. Hasta que un día dejé de llorar y aprendí a convivir con
una esperanza rota.
En esa época los días transcurrían entre la oficina y el Miramar. No
desayunábamos en casa. En una danza sincronizada en la que no nos
tropezábamos el uno con el otro, corríamos entre la cama, la ducha, el
espejo y el placard hasta encontrarnos en la puerta del ascensor, pres-
tos a partir hacia nuestras respectivas oficinas. Nos despedíamos con
un beso en la puerta del edificio con la promesa de reencontrarnos a
las seis en el bar.
Mi trabajo como secretaria de un especialista en alergias era in-
mune a sorpresas. Lidiaba con personas de narices goteantes, ojos
enrojecidos, toses espectrales y pieles maltratadas. Escuchaba con-
sejos sobre cremas hipoalergénicas, ansias de chocolate y fresa, mal-
diciones hacia los plátanos. Entre paciente y paciente, me deleitaba
con algún café fragante, me dejaba llevar por la música funcional del
consultorio y anotaba palabras que captaba en el aire y que –al mo-

53
mento de sentarme frente a Horacio– repetiría, solo para percibir el
placer en su mirada.
Horacio, en cambio, pasaba aquellas mismas horas sumergido en
la tesorería de una vieja editorial. Sus conocimientos contables al-
canzaban para llevar los números de aquella empresita familiar, que
se especializaba en los clásicos universales. Reemplazaba mis cafés,
mi música y mis palabras (gracias a las buenas migas que había es-
tablecido con el personal que recibía aquellos mamotretos impresos
en hojas inmaculados y a doble espacio) con la lectura acelerada de
cualquier borrador que llegara a sus manos. Porque claro, los poetas
jóvenes que huelen a jazmín y los viejos literatos que sudan whisky
ignoraban que –en esa oficina abocada a publicar lo exitoso– sus bo-
rradores terminarían en el cesto de la basura o, con suerte, en manos
de aquel lector compulsivo.
Cada tarde era una fiesta. Los amplios ventanales que los comen-
sales del Miramar utilizaban para pispear hacia la calle, para mí, eran
el preludio de las horas felices de mi jornada. Al traspasar la puerta,
él levantaba la cabeza y me sonreía. Nunca le pregunté si reconocía el
ruido de mis tacones o si mi perfume se abría paso entre aquel aroma
característico del bar –una mezcla de café, embutidos y guisos acalo-
rados– y le anunciaba mi regreso a su vida. Simplemente, él sabía que
yo estaba allí.
Nos besábamos y acariciábamos mucho. Quizás no todo lo que hu-
biéramos debido, sin dudas, eran muchos besos y muchas caricias. Él
estiraba aún más sus brazos y piernas -su cuerpo era alto y desgarba-
do- para abrazarme e introducirme en su mundo,nuestro mundo. Lo
hacía por encima del vaso en el que bailoteaba el típico vermut del
Miramar o por debajo de aquellos manteles blancos e inmaculados,
que se escandalizaban ante nuestros toqueteos.
Rodeados por los médicos y enfermeras del Santa Lucía -que cada
tarde se confesaban detalles escabrosos y sangrientos- procuraba sen-
tarme sin arrugar mi falda y reclamaba un vaso con el que acompañar
su beber. Luego vomitaba.

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Un segundo después de liberar mi boca de sus mordiscos cariño-
sos, era invadida por esa náusea -tan primitiva que no dejaba de asus-
tarme- y, poseída por un clímax estremecedor, las vomitaba.
Ellas salían de mi cuerpo, desesperadas. Las sentía retorcerse entre
los intersticios de mi intestino, aletear furiosas en mi estómago y co-
rrer desenfrenadas por la pista recta de mi esófago. Ya en la garganta,
ardían con pasión -las sentía quemar mis tejidos hasta provocar el es-
pasmo- y mi boca se abría, sensual, hasta expulsarlas.
Así, escapaban a borbotones: violetas, anaranjadas, amarillas, radian-
tes de luz y color. Cada tarde, cuando veía a Horacio, vomitaba un hato de
mariposas que se dispersaban por el antiguo salón. Algunas se adherían
con terquedad al revestimiento oscuro de las paredes; otras danzaban
ante el centelleo de tantas botellas de vino que se pavoneaban en los es-
tantes del viejo almacén; unas pocas se deleitaban con la blancura exqui-
sita e imperturbable de las mangas de los mozos que atendían las mesas.
Tras mi reflujo, Horacio -que jamás dejaba de maravillarse con los
bichos que le escupía- pedía la cena. Y disfrutábamos de aquellas co-
midas sazonadas con condimentos de abuela, con aquellos jamones
descolgados solo con el fin de saciar nuestras orgías, con aquellos
caracoles extravagantes que nos acercaban el sonido del mar o con
alguna tortilla que resonaba a castañuelas y a zapateos flamencos.
Los tangos que estallaban en nuestros oídos insistían en borrar
cualquier rastro español de nuestros ancestros y en ubicarnos –la
crueldad de la realidad nos apaleaba– en San Cristóbal, en aquel ba-
rrio de colectivos y cemento y no en el prado que las mariposas de mis
entrañas anhelaban.
Solo cuando el último cliente agradecía la comilona desde la puer-
ta, cuando el último insecto se resignaba a morir por un exilio sin flo-
res y cuando la última gota de vino se evaporaba de nuestras copas,
volvíamos a casa.
Allí, presos del encantamiento del Miramar, nos desnudábamos fren-
te a frente. Aquel sortilegio nacido a fuerza de mariposas y vino nos con-
ducía a una cópula inagotable. Horacio -en ocasiones bravo como un toro

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hispano- descargaba sus fluidos sin aguardar mi orgasmo remolón. Otras
noches -deleitoso como el queso y dulce de nuestro postre- besaba cada
recoveco de mi cuerpo hasta hacerme sentir plena de ternura y goce.
Y dormíamos aferrados al otro. Con restos de sardinas entre los dientes,
un bandoneón quejoso que se obstinaba en sosegar sus ronquidos y mi-
les de mariposas que volvían a engendrarse en lo profundo de mi vientre.
La tarde en que Horacio no estuvo allí -esperándome- fue la tar-
de de un día cualquiera. Atribulada ante su ausencia, ocupé nuestra
mesa y lo esperé durante horas.
Un guiso de lentejas que giraba sobre las enormes hornallas de la co-
cina me lastimaba los sentidos. El vermut de mi vecino -que arruinaba su
traje impecable con un sombrero a lo Gardel sobre su cabeza calva- logra-
ba resecar mi garganta hasta lo indecible. El bandoneón que se lamentaba
desde el fondo auguraba un desenlace de borrachera y lágrimas. Y las ma-
riposas gestadas la noche anterior -ignorantes de que algo andaba mal-
pugnaban por batir sus alas e invadir aquella noche calurosa y húmeda.
Inmóvil -creo que ni siquiera pestañeé-, e invocando a un dios que
trajera de vuelta a mi amante, lo esperé hasta el agotamiento y la deses-
peranza. Como cada noche durante casi cuarenta años, cuando el últi-
mo cliente agradeció la comilona desde la puerta, me fui a casa.
Antes de traspasar el umbral que me depositaría en la misteriosa
calle Sarandí, logré vomitarlas. Grises, descoloridas, aturdidas y ton-
tas, se golpearon contra las lámparas hasta morir. Mis vísceras ya no
producían mariposas. Nunca más lo hicieron.
Así es: mi apenado y desgastado organismo –desde aquella noche
en que perdí a mi único amante– solo segrega polillas y, cada tanto, un
par de lagrimones salados. Como los jamones del Miramar.

Farfalia
Victoria Nasisi
Argentina, 1975
Distinción Especial

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APARECER Tenía 5 años y el Café de García era mi lugar favo-
EN EL CAFÉ rito. Vivíamos solo a media cuadra. Íbamos todos
los viernes. Lo único arriesgado para mí era cruzar
Sanabria sin que mi mamá me sostuviera la mano.
Nos peleábamos por eso: ella me sostenía fuerte y
yo la miraba enojado. Antes de entrar me detenía
siempre un instante frente al impactante león que amenazaba con
su boca abierta, justo arriba de la puerta, y esperaba su permiso para
poder ingresar. Luego saltaba sobre el damero, tratando de no pisar
las baldosas blancas. Casi siempre lo lograba, entonces desde la pa-
red Gardel me sonreía o me guiñaba un ojo. Adoraba el aroma de la
sabrosa tortilla a la española, mi comida preferida. Me hipnotizaba
el sonido del billar, el choque de las bolas, la tiza azul y el taco infini-
to. Solo me devolvían al mundo los gritos de carambola. Pasaba días
felices allí, acomodado en una silla muy alta de madera suave, donde
quedó una parte de mi alma. Mamá era puntual en el encuentro con
sus amigos. Papá aparecía más tarde con su espléndido ambo blanco
del hospital con su nombre bordado en azul. Era nuestra la mesa del
fondo, allí se festejaban cumpleaños, lloraban rupturas de noviazgos,
peleaban por partidos de fútbol y se discutía de política hasta que el
gallego retiraba el pingüino y los sifones, levantaba las sillas y final-
mente nos inundaba de ese olor desagradable a desinfectante con
aroma a despedida.
De los amigos de mis viejos, Uriel era mi preferido. Me despeina-
ba el flequillo de Balá que tanto me gustaba por sentirme a la moda
y me hacía reír con sus morisquetas. Fue quien presentó a mis viejos
cuando ella estudiaba filosofía y él se recibía de médico. Era el que me
explicaba las palabras que escuchaba repetir en el bar y no entendía.
¿Qué es sindicato? ¿Qué son derechos humanos? Abría sus libros, esos
que ya eran parte de la escenografía del café, me leía algo y se expre-
saba con alta pedagogía. Ese era mi mundo mágico, eso era la felici-
dad para mí o los últimos recuerdos de lo que se acercaba a sentirme
amado y protegido.

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Pero todo eso se derrumbó en apenas un instante de una noche
densa y muy fría del 77, cuando abruptamente vi frenar un auto verde
muy grande junto a la vereda de mi casa. Luego unos hombres rom-
pieron la puerta de entrada. Me asusté, me escondí. Me paralizó la
imagen de mis padres encapuchados y gritando. Me hice pis encima,
quedé petrificado. Esperé durante horas que mamá volviera a bus-
carme, pero pasó el tiempo y papá tampoco vino. Me armé de coraje,
cambié mi calzoncillo y por la tarde de ese viernes, me animé a cruzar
la calle solito.
Cuando le expliqué a Uri empalideció, me abrazó y me llevó a su
casa. Dos días después ya vivía con mi tío en Chicago, una ciudad don-
de no había un café esperando que los amigos se quedaran charlando
por horas, ni Gardel, damero, picaditas especiales, empanadas o flan
con dulce de leche. Y por sobre todo, lo más terrible, mi pregunta ya no
tenía respuesta, ¿dónde están mis papás?
El tiempo pasó e inesperadamente una solicitud de amistad en Fa-
cebook me citó en el Café de García, así que 35 años después regresé a
Buenos Aires, enfrentándome a mis propios temores, dejando de pos-
tergar lo que me angustiaba y no podía resolver.
Pasé por la puerta de la que había sido mi casa, ahora transformada
en edificio. Volví a cruzar otra vez temeroso la calle Sanabria del bello
barrio de Devoto. Regresé al bar, me impactó ver que estaba todo igual
en esa esquina angelada: la fachada cuidaba esa balaustrada que
nunca más había vuelto a ver. Respiré profundo y entré. Detuve largo
tiempo mi mano sobre mi silla que ya no era tan alta ni tan suave.
Aún colgaban los jamones tal como los recordaba en mis sueños.
Había aroma a tortilla recién hecha. Estaba lleno de jugadores de bi-
llar. Jugué un partido. Como en aquel entonces las mesas inundaban
la vereda, colmadas de hombres festejando, tomando café o cerveza
con platitos de maní. La foto de Gardel nuevamente me sonreía, ahora
entre tantos objetos del museo relucía un cuadro brillante con la ca-
miseta autografiada de Maradona. Me reencontré con Uriel, pero no
vino solo. Llegó con sus hijos “Les puse los nombres de tus padres en

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honor a mis mejores amigos”. Una mezcla extraña de alegría y angus-
tia atravesó todo mi cuerpo. Para mi sorpresa todo había cambiado
pero el Café de García me esperó, se detuvo en el tiempo, guardó ese
pedacito de mi alma, para devolvérmelo en ese instante. Entonces
lloré con una fuerza increíble, los abracé. Grité sus nombres sin que,
por fin, se quedaran atragantados, se liberaban. Dejaron de retumbar
en mi cabeza. Los miré con ternura y atravesamos juntos las baldosas
blancas y negras, con la promesa de volver a encontrarnos al día si-
guiente, en la mesa del fondo. Para entonces sí poder buscar juntos las
respuestas a mis preguntas.

Solana Güiraldes
Marcela Najmanovich
Argentina, 1965
Distinción Especial

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61
HISTORIAS Uno (una). Bajo de noche a mi ciudad, entro
SUBCORRIENTES de noche a mi bar donde me esperan mis amigas.
Sentadas preferentemente a la izquierda, junto a
la pared. Te diría que más bien al fondo a la altura
del mostrador donde allá arriba están las bote-
llas. Todas tienen mensaje. Las botellas de ese bar
tan íntimo en el que hay pocas cosas (pero donde cada una parece estar).
Lo descubrimos nosotras. De un modo sustantivo y eterno. // La celebra-
ción fue solo un plan. Pasar en La Giralda todo el día. Desde temprano a
la mañana, hasta el cierre. Avisarles a todos los amigos. Que pasen por
ahí y que nos visiten. Imaginamos con detalle la secuencia: los oficinis-
tas comiendo medialunas, un especial para el almuerzo y por la tarde
2 cafés, 1 cortado. // Soñamos el mismo sueño, la misma noche. Nunca
nos habíamos contado los sueños, pero sabes que ayer soñé... Yo soñé
lo mismo, te juro. Mario dijo que el sueño era sin duda una de las tantas
influencias gravitacionales del planeta X y que se podía demostrar ma-
temáticamente tomando de factor común al cromosoma X.
Beto ratificó que yo había soñado ese sueño en la noche del jueves,
y conjeturó que el fenómeno se debía a cierta canción de REM que en
esos días sonaba mucho por la radio. Ambos concluyeron que era per-
fectamente natural que hayamos soñado la misma noche, el mismo
sueño. Aunque nunca habíamos ido juntas a La Giralda. A tantos años
y kilómetros, ni sabíamos que era nuestro bar preferido. El de ambas.
Desde antes de ser amigas. // Un irlandés rojizo que nunca entró en
La Giralda averigua la dirección en internet y manda la carta. Manda
una carta de papel -aunque ya existe el e-mail y las cámaras 24/7 en
el obelisco -desde el otro lado del mar. Y ahí está, esa carta de amor
esperándola a ella, a nosotras, a todas. La tiene la Señora de la Caja.//
En esos tiempos una acompañaba a las amigas. Entonces fue abso-
lutamente lógico que Carolina me pidiera que la acompañe a su pri-
mera entrevista de trabajo y también fue perfectamente normal que
Alberto al vernos juntas en la recepción, me invitara a pasar a su ofici-
na. Allí estaba, vagando mi mirada entre cuadros de diplomas, hasta

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que quedé petrificada, al distinguir la firma del propio, del mismísimo
Julito en una carta, la carta en un cuadro, el cuadro en la pared, la pa-
red en la oficina, y aquí me detenía, porque para leer la carta había
que acercarse y yo estaba de mera acompañante. Miles de kilómetros
después, me acordé de esa misteriosa firma. Alberto me contó la his-
toria de aquella carta y también me consiguió un trabajo espectacular.
Resulta que él le escribió a Julito y ¡Julito le respondió! A Alberto me
lo encuentro recurrentemente al azar y siempre hablamos de biotec-
nología, no vaya a ser que algún colega se entere que ambos sabemos
lo bien que huele el limonero de los Peñaloza cuando florece. // Ahora
que lo pienso, resulta imprescindible que venga él también a la cele-
bración. Shhh, estamos ventilando todo esto con el único propósito
de poder hacer la celebración. Si no fuera por la esperanza de los pre-
mios de los famas, jamás revelaríamos nuestros secretos de brujas lin-
das. Bueno, lo de lindas es un decir, muy lindas no somos ni éramos.
Justamente por eso teníamos tiempo para leer tanto, para quererlos
tanto. // Cuatro (las cuatro). Somos las princesas de la avenida Corrien-
tes, con pulóveres peruanos y jeans ajustados. No nos vamos, estamos
siempre. No necesitamos estatuas de yeso. ¡Qué horror! Viste pobre
Jorgito que lo sentaron ahí, inmóvil en La Biela. Y si quiere ir al baño,
¿cómo hace? Por suerte es una escultura sin huesos. Algún día noso-
tras, las princesas de la palabra, pondremos en esa misma mesa, un
libro de arena y un túnel. Y pensando en Ginebra, pienso en Melina y
vos escribís en una servilleta: avenida Corrientes 1453, tan misteriosa-
mente cerca del cine del piso 10. // Aunque historias extraordinarias
la vimos en una laptop y en la primera escena yo ya no podía exhalar,
era la siesta de un 29 de diciembre, la vimos varias veces seguidas, les
tuvimos que decir a los chicos que se arreglen solitos para la cena. Jo-
ven poeta, si andas por ahí, date una vueltita el día de la celebración.
// Y sí, estábamos todas esperando la carta que venía dirigida al bar,
sin remitente. Por supuesto que iba a ser abierta, y así lo habías pen-
sado. Adentro, una nota dirigida a la persona que abriera el sobre, en
la nota contabas que en ese mismo momento te gustaría estar senta-

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do en el bar, compartiendo un chocolate con churros con la persona
a la que amabas, pero ya que eso no era posible recurrías a la buena
voluntad del lector desconocido para que le entregara un segundo so-
bre, que incluías dentro del primero. // Cinco (La continuidad de los
Bares). Con fines meramente heroicos paso a mencionar que la inter-
net no existía. Las redes las tendíamos nosotras. Los pensábamos, los
deseábamos y ellos entraban al bar pensando que era por voluntad
propia. O subían al preciso vagón de tren para mirarnos con la mira-
da perfecta. Mientras tanto nosotras estudiábamos las formas esta-
dísticas de atraparlos en aquel otro bar de Palermo frente a la placita
Serrano. Ahora le pusieron otro nombre a la plaza y a la calle. Hablan-
do de Gustavo, cuando el poeta de las gracias totales, finalmente se
despidió de su ciudad, yo iba justo saliendo para la Ruta 2 y habían
puesto sobre Libertador, en esos carteles electrónicos con letras de
redondelitos amarillos, sus poemas. Me verás volver decían. Íbamos
todos muy despacio, muy atentos. Así debería ser siempre. ¿A quién se
le ocurre embalsamarlos en carteles rígidos? Una idea: ¿Qué te parece
si a las calles les ponemos unos carteles que vayan cambiando cada
día? Entonces una podría decir: te encuentro en ese bar de la esquina,
ese que no me acuerdo el nombre, entre Dean Funes el memorioso y
tantas veces le había bastado asomarse por la rue. Al día siguiente esa
misma esquina tendría otro nombre. Fácil. /// El menú: Almendro de
nata // Alfajor Jorgito // Borsch (se sirve todo derramado por el piso,
es para compartir) // Helado todo de limón (el suyo con un bizcochito
arriba). /// ¿Así que te llevaste las servilletas a Suiza? Te voy avisando
que con el tema de las 3R, están pidiendo que por favor devolvamos
las servilletas prestadas. Aprovecho la ocasión para informarles a los
disciplinados lectores del trip advisor que si les toca una servilleta que
dice “Sudando mariposas”, esa la escribió Andrea. Otro aviso impor-
tante para los turistas. Jamás le pidan la Carta al mozo. Ni se les ocurra
decir: Lah Cargtah pour favourg? Las cartas las tiene la Señora de la Caja.
Hay que arrimarse al mostrador, como queriendo examinar si entre
los sándwiches de jamón queda alguno de queso, y ahí, bitácora en

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mano, preguntarle a la señora por la Carta. Ella la tiene. Ella las tiene. //
El asunto es que yo escribí cuentos de Jorges enteros, en papel de dia-
rio, donde fuera, con biromes y pinceles. Por eso ahora que quiero
escribir yo misma, me brotan corrientes subterráneas, como playas
girones, compañeros poetas. Siempre a la izquierda, para no perder-
se porque hay muchas mesas que se replican como espejos y mi vida
sería infinitamente menos complicada sin esos espejos. El día de Los
Premios vamos a hacer la celebración en La Giralda. Chocolate con
churros para los más chiquitos. // Quizás nos sentamos juntos algu-
na tarde, en alguna mesa al lado de la ventana, después o antes del
cine. Sapiens giraldiensis, sapiens de los que te regalan flores, tu sapiens.
Un jazmín blanquísimo, el del mismísimo ejemplo perfumado, el de
la penosa amistad con el amarillo. Le conté a Claudito que ahora que
me dedicaba a la jardinería tenía mi propio jazmín y que me esta-
ba re-encontrando conmigo misma. A modo de testimonio gráfico,
puse la flor en un florero y le mandé la foto. El muy gracioso me dice
“O sea tu incursión en la jardinería consiste en robarle flores al vecino...
ya veo... No te estás encontrando a vos misma, estás encontrando cosas
de otros”.

La Giralda y sus hermanas


Myriam Levy
Argentina, 1965
Distinción Especial

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ACADEMIA A Rolando Pérez
DEL Hace años viví unos meses en un departamento que
INSOMNIO daba a la calle Combate de los Pozos, justo detrás del
Congreso Nacional. Era un dos ambientes de una
amiga que trabajaba largos períodos en el exterior.
Yo me encargaba de la limpieza y el mantenimiento,
de pagar los impuestos y otras tareas propias de un amo de casa.
Siempre sufrí de insomnio. Y esa época no fue la excepción. Muy a
menudo, aprovechando que estaba en pleno centro y que, sea la hora
que sea, siempre hay algo para hacer, salía de vagancia por la ciudad.
Llegaba del trabajo rondando la medianoche y, a veces, lo iba a escu-
char a Dolina cuando transmitía su programa desde el auditorio del
Hotel Bauen. Generalmente, al finalizar aquellas dos horas en el éter,
me metía un rato en La Academia, ahí en Callao casi Corrientes, a to-
mar un café y a escribir o leer un poco hasta que sentía la lenta inva-
sión del sueño.
Mientras me entregaba a mis “veleidades intelectuales nocturnas”,
por el bar desfilaban personajes de lo más variopinto. Desde vende-
dores y chicos que pedían monedas a cambio de estampitas, hasta
algún artista que recién terminaba su rutina en el teatro. No faltaban
los consabidos jugadores de pool que se desafiaban para darle rosca a
una partida en las mesas que están al fondo del local.
A mí me gustaba sentarme cerca de las ventanas para ver pasar a la
gente. Mientras leía o escribía, el rabillo de mi ojo detectaba cualquier
situación peculiar más allá del vidrio. Soy un fisgón, lo confieso.
Tal vez por eso, la noche que entraron ellos me quedé atónito. Cier-
tamente, conformaban una pareja inusual. Uno grandote, de impeca-
ble traje cruzado y abigarrada corbata de seda; el otro, un enano que
vestía un equipo de gimnasia Adidas y unos mocasines que de tan
gastados ya estaban naranjas. Este último, el pequeñín, iba peinado a
la gomina y portaba una especie de maletín celeste.
Se sentaron a una mesa, no sin antes escanear el aspecto demo-
gráfico del café. Se aseguraron de no tener humanos en las inmedia-

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ciones del rincón elegido (más tarde me di cuenta que era una ma-
niobra para que nadie escuchara lo que decían). Yo no podía dejar de
observarlos, y hasta hice un esfuerzo para punguearle una palabra a la
distancia. Pero nada.
La visita del dúo se repitió durante varias noches. Hacían siempre
lo mismo. Usaban la misma indumentaria. Parecían personajes de
La invención de Morel. Se sentaban. El enano abría el maletín y sacaba
una Underwood, el grandote comenzaba a dictar y las manitos velo-
ces respondían con su trémolo alfabético.
Siempre guardaban esos prudenciales 4 o 5 metros de cualquier oído
atento dado al vicio del chisme. Sin embargo, a veces me llegaban reta-
zos de la voz del trajeado, como náufragos que flotan en una palangana
con aceite: “la inflación del último trimestre...”; “aquel poema de Tuñón
que dice...”; “qué buen culo tenía la colorada...”; “la última de Godard me
pareció una mierda...”; “hoy ganó el rojo...”. Lo que más alimentaba la in-
triga era no haber oído nunca la voz del enano, ¿sería mudo? El tipo se
limitaba a teclear a toda velocidad las ocurrencias del otro. Y lo contem-
plaba como a un hermano mayor, con un respeto sombrío. Nada más.
La mayoría de las ocasiones, yo dejaba el bar antes que ellos. Por lo tan-
to, no sabía hasta que hora se alargaba su estancia (un mozo indiscreto
me contó que siempre se iban cuando comenzaba a clarear, a eso de las 5).
En fin, la cuestión es que cada vez que abandonaba mi silla en La
Academia, me quedaba pensando en ellos hasta llegar a mi bulo tran-
sitorio. Caminaba como un zombi por Callao hasta Rivadavia. Aquella
irregular construcción humana ejercía una atracción difícil de poner
en palabras, un magnetismo casi pornográfico.
Y todas las noches la misma historia, como un GIF que se repite sin
cesar hasta que llega otra noche igual, pero distinta.
Una vuelta no fui a ver a Dolina. Llegué más temprano que de cos-
tumbre y me senté junto a la ventana con un libro de Miguel Hernán-
dez y un cuaderno bajo el sobaco. La moza se acercó y me preguntó
qué iba a servirme. Yo siempre tomaba un cortado en jarrito, pero
aquella noche pedí una ginebra doble. El ruido de las bolas de pool que

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se aporreaban en el fondo iba apagándose mucho antes de llenarme
las orejas. Afuera lloviznaba un poco.
Y entonces entraron ellos, el grandote me miró y pareció percatarse
de mi existencia por primera vez. Acto seguido, con un movimiento
brusco del mentón, le indicó al enano el sitio que iban a ocupar.
La moza volvió con mi ginebra y me observó con un gesto raro,
apuntando hacia la mesa de los caballeros con un sugestivo arqueo
de las cejas.
La máquina de escribir comenzó con su rutina de metralla, solo in-
terrumpida de a ratos, cada vez que el coloso se mandaba un trago de
Hesperidina. La humedad había empañado los vidrios y casi no se veía
nada de lo que sucedía del otro lado, por eso le presté especial aten-
ción al curioso tándem. El grandote sacaba regularmente un peine del
bolsillo y se acomodaba un poco el look. El enano había venido con un
sombrerito blanco, parecido a esos que usan albañiles y yeseros.
De pronto advertí un movimiento urgente, perentorio. Las manos
del pequeño casi tiran la máquina al piso, y el otro le recriminó algo de
mala manera, con gestos ampulosos que abarcaban un espacio incon-
cebible para el más bajito. Parece que fue la gota que rebalsó el vaso,
el final de la primavera. Yo desconocía completamente todo lo rela-
cionado con aquellos dos personajes. Me arriesgo a decir que el más
alto parecía ejercer un poder antiguo y despótico sobre su colega me-
nor, un poder que en ese preciso momento comenzaba a tambalear.
En su cabal estatura dialéctica, el enano se irguió con una determi-
nación inusitada, y era fácil adivinar que le estaba cantando las 40 a
su dictador. No alcancé a escuchar nada de lo que decía, salvo la últi-
ma palabra de su encendido discurso. En ese momento conocí la voz
del enano, ya que gritó su conclusión cuando se estaba aproximando
a la salida y yo estaba sentado vecino a ella. Esa única palabra que
llegué a pescar y que detonó la garganta del chiquitín fue “diatriba”.
Me sorprendió que la fisonomía del sonido que forjó su voz haya sido
esa y no otra. Después de todo, no es una palabra que uno escucha
con frecuencia.

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El descendiente de Gulliver se quedó sentado, perdido en un hori-
zonte de mesas de billar y ruido de platos. Tenía la cara de una lagar-
tija que acaba de perder su cola y sabe que en su lugar no crecerá la
misma de antes. Confieso que me dio un poco de lástima.
Cuando salí a la calle, creí que la neblina se había tragado al enano
como a un canapé. Sin embargo, adiviné su paso a unos cincuenta me-
tros. Todavía lloviznaba y la humedad raspaba el fondo de los huesos,
pero me decidí a seguirlo. Me apuré un poco, evitando la cercanía para
que no se diera cuenta de mi berretín detectivesco. El tipo se detuvo
en la esquina de Callao y el pasaje Discépolo, y se encontró con otro
enano. No los distinguí a la perfección, garuaba y soy chicato de sobra,
pero hubiera jurado que eran exactamente iguales. Al menos, su ropa
lo era. Pasaron unos cinco minutos, y apareció una traffic ploteada con
la propaganda de un frigorífico. Se detuvo contra el cordón. Los melli-
citos la abordaron con premura. Uno se dio vuelta y, antes de subir, me
gritó ¿Qué mirás, pelotudo? Era la voz de la diatriba.
Cuando regresaba crucé Corrientes y la neblina me impidió ver el
obelisco. Pasé por el bar y no pude saber si el grandote seguía allí. Los
vidrios estaban tan empañados como mis anteojos.
Volví algunas veces más al café, y nadie me pudo informar nada so-
bre el destino de aquel par de pájaros.
Me pregunto qué habrá sido de la máquina de escribir.
El insomnio todavía me sigue los pasos.

Tino
Leandro Leiva
Argentina, 1975
Distinción Especial

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DON Con varios acompañamientos terapéuticos en mi
SEVERINO currículum, una indiferente confianza me asegu-
Y LOS raba que nada nuevo podía sorprenderme; bastó
MONUMENTOS un día con Don Severino para que esa engañosa
COTIDIANOS seguridad se viniera a pique.
Podría decirse que Don Severino era un incansa-
ble peón que, lenta pero inexorablemente, iba llegando al extremo
opuesto del tablero; extremo donde encontraría su final. Pero aquel
peón no reencarnaría en una pieza más importante, en una reina o
en un caballo; la vida no era un juego para Don Severino, la vida no se
podía volver a jugar.
Separado de su rebaño familiar, aquella oveja negra pastaba en un
aburrido asilo de la Capital, rodeado por los apellidos más populares
del siglo XXI: Alzheimer y Parkinson. También abundaban los hipoa-
cúsicos y miopes, los que tenían artritis y algunos locos “normaliza-
dos” con chaleco químico.
Sosteniendo con orgullo su fama de ir contra la corriente, Don Seve-
rino había llegado a sus 90 años en un estado envidiable. Sí, caminaba
lento, encorvado y con ayuda de un bastón pero nada que le impidiera
llevar una vida independiente y libre; vida cuyo motor era un corazón
anarquista. El único motivo por el que me necesitaba como acompa-
ñante era esa egoísta necesidad de un frontón sobre el que rebotaran
sus pelotas hechas de anécdotas, nostalgia y rencor. Derrotado por la
sociedad capitalista, enojado con su longevidad, caminaba por la vida
como si de un apático desierto se tratara; sin esperanzas, resistía estoi-
camente, a la espera de que la muerte anunciara su turno.
El agua que lo mantenía con vida en esa desoladora realidad es-
taba compuesta por los denominados Cafés Notables de la ciudad.
Cada día íbamos a uno diferente y allí, café de por medio, pasábamos
dos o tres horas desempolvando sus anécdotas e historias pasadas.
Esos momentos de catarsis en los que el viejo contaba felices recuer-
dos y criticaba a la actual sociedad le devolvían un poco de sentido a
su cotidianidad.

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Recuerdo que el primer día me llevó al legendario Café Tortoni ubi-
cado en la inmensa Avenida de Mayo; no exagero si digo que a Don Se-
verino se le piantó un lagrimón al escuchar el ajetreo de las charlas, el
silencio de los lectores, los susurros de 160 años de historia emanando
de las paredes, los cuadros y estatuas; se quedó un largo rato contem-
plando anonadado los bustos de Borges y Gardel, fieles clientes en su
época; acongojado, acariciaba las añejas sillas que resistían el paso del
tiempo. Tan profunda era su emoción que se me hizo un nudo en la gar-
ganta; no significaba mucho para mí, pero para Don Severino era como
estar en el mismísimo paraíso y ver a un viejo de 90 años tan feliz, ponía
la piel de gallina.
Con voz quebrada y tartamuda, me contó que cuando era un “pe-
bete” su padre siempre lo traía a La peña, una agrupación que reunía
a los mayores artistas del momento o eso fue lo que entendí; muchas
noches se había quedado dormido en el regazo de Alfonsina Storni
mientras ella le recitaba sus poesías, muchas otras había pintado in-
fantiles y graciosos dibujos junto a Benito Quinquela Martín, y decía
haber estado presente el día en que Albert Einstein visitó el bar. Nunca
se sabía si sus anécdotas realmente habían sucedido o eran una mez-
cla ficticia entre su imaginación y sus deseos; Don Severino conocía
tan bien la historia y sus detalles que era imposible deschavarlo.
Creyendo que sería la única vez, ese mismo día escuché al viejo des-
potricar contra el capitalismo y el progreso en general mientras de-
gustábamos un exquisito café con medialunas.
—No digo que la tecnología sea mala, pibe, nosotros somos los gi-
les que la usamos mal —decía con su aire campechano—. Pero en vez
de poner la “tarasca” en una súper computadora, ¿por qué no invertís
en cambiar la educación o en inventar un modelo económico donde
no haya más pobres?
Bebía un sorbo de café, acomodaba su canoso bigote y continuaba:
—Pero el capitalismo no tiene arreglo, pibe… Es un juego: algunos
ganan porque otros pierden. Y si nadie perdiera, no habría ganadores,
¿capisce o no capisce?

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Y así eran todas las tardes con aquel viejo desahuciado. Visitamos
La Richmond y el Café Japonés, donde me contó sobre los grupos Flo-
rida y Boedo y su aparente rivalidad, el Café de García, lugar en el que
supuestamente había discutido con el mismísimo Diego Armando
Maradona sobre el rol del fútbol en la sociedad (para el viejo el fútbol
era el nuevo opio de los pueblos), el Café de los Angelitos, y muchos
más que ya ni recuerdo.
Era cuestión de que se pusiera sus oxidados lentes y saliera a la calle
para que viera otra Buenos Aires, la Buenos Aires del pasado; y los ba-
res históricos, antiguos como él, eran su última trinchera, las brújulas
que lo guiaban en aquella selva moderna.
Un día caminábamos por el Parque Centenario en el barrio de Ca-
ballito; era una templada y agradable jornada de otoño. Apesadum-
brado, el viejo se detuvo a observar los colchones de hojas que se for-
maban debajo de los variados árboles; veía con mirada perdida esas
hojas que ya habían cumplido su ciclo, que se las llevaba el viento y
pasaban a ser basura. Mientras, los robustos árboles, tan vetustos, se
preparaban para reiniciar el ciclo y alojar rejuvenecidas hojas.
Luego, fuimos hacia Almagro a visitar la Confitería Las Violetas. En
el trayecto, Don Severino se fastidió con un local muy moderno de cer-
vecería artesanal.
—¿Ves, pibe? A esto me refiero cuando digo que el progreso es una
bosta. Antes se creaban bares y cafés que te estimulaban el cerebro
para que pienses; ahora, abren cervecerías para que te pongas en pedo
y no pienses un carajo…
Siguió con su perorata hasta llegar a la puerta del café; hubo una
pequeña pausa al ingresar, momento mítico en que el viejo cerraba
sus ojos y dejaba que los sentidos llegaran a su clímax. Nos sentamos
en una de las mesas redondas y prosiguió:
—Mirá, pibe, te lo voy a graficar con un ejemplo. En los años de plo-
mo, en este bar, se reunían en secreto las Abuelas de Plaza de Mayo para
planificar la búsqueda de sus hijos desaparecidos… Simulaban feste-
jar un cumpleaños para que nadie las alcahueteara. ¡Qué guapeza,

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por favor! Ahora decime, ¿vos te pensás que el bar ofrecía cerveza y po-
nía la música al palo? ¡NO! Al palo tenías las neuronas de tanto feca… Y
con un gotán de fondo, imposible distraerse con boludeces…
Sabía que Don Severino había sido un ferviente militante del anar-
quismo hasta que llegó la dictadura militar, en 1976, y mató a la ma-
yoría de sus camaradas. Según sus palabras, el terrorismo de Estado
había confirmado que toda lucha por un mundo mejor era en vano y
que ni el país ni la sociedad tenían solución. “Miles de muertos, treinta
mil desaparecidos, tres perversos manejando el país a gusto y piacere,
¿qué esperanza te puede quedar en el cuerpo después de eso?”.
Entonces, se dio por vencido, bajó sus puños y abandonó la lucha
por sus ideales anarquistas; convencido de que todo eso era una aluci-
nación utópica, se volvió un viejo cínico, enojado con la sociedad que
le tocaba habitar.
Pero un día recuperó su fervor militante; nunca voy a olvidar esa llu-
viosa tarde en que llegamos al Bar Británico y nos encontramos con un
cartel pegado en la puerta indicando que el bar se encontraba cerrado;
pronto sería vendido a una cadena de comidas rápidas. Al viejo casi le
agarra un infarto; la rabia borboteaba en su arrugado rostro. Allí, el
viejo se había reunido durante años con sus compañeros anarquistas,
allí había llorado novias, y también había conocido al amor de su vida,
allí yacía la mayor fuente de recuerdos de Don Severino. Y ahora, ese
bar que lo había visto crecer sería transformado en una nueva pata de
aquel monstruo llamado capitalismo.
En los siguientes días lo ayudé a contactar y reunir a todos los vecinos
de San Telmo; niños, adolescentes skaters, padres y ancianos como Don
Severino, empezaron a congregarse en la Plaza Dorrego para diseñar un
plan de protesta en contra del cierre del Bar Británico. Era emocionante
ver cómo un viejo de 90 años dirigía a viva voz los tiempos de las reu-
niones y designaba los roles que cada vecino tendría en aquella lucha;
nunca lo había visto tan enérgico y vivo como aquellos días.
Sus discursos apasionados, su espíritu aguerrido, eran tan inspira-
dores que consiguió motivarme para participar activamente del movi-

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miento; a partir de entonces, no solo lo acompañé sino que también
me encargué de publicitar a través de las redes sociales la gran protes-
ta que llevarían a cabo para juntar firmas e impedir la venta del café.
La tarde previa al día D, salimos a repartir panfletos por el barrio
Montserrat; caminamos tanto que, algo avergonzado, Don Severino
me pidió que nos detuviéramos unos segundos a descansar en la Pla-
zoleta Ricardo Tanturi, junto al monumento de Julio Argentino Roca.
El viejo tomó un sorbo de agua y, contemplando la enorme columna
de granito, dijo:
—Este canalla pasó a la historia como el más grande genocida y,
aún así, le hicieron un monumento. Pero un bar que vio crecer artis-
tas, lugar de infinita cultura e historia, debe ser demolido para que
pongan un McDonald… Las ironías del capitalismo —comentó tacitur-
no—. Decime, pibe, ¿qué cultura puede transmitir un McDonald?
Esa noche me quedé pensando en todos los monumentos de Bue-
nos Aires, monumentos realizados en honor a personas y hechos fun-
damentales de la historia argentina; varias preguntas revoloteaban
en mi mente: ¿por qué la historia recordaba más a las personas y los
hechos? ¿No eran igual de importantes los lugares en los que esas per-
sonas y esos hechos sucedían?
¿Cuántas ideas se le habían ocurrido a Sábato en el Bar Británi-
co? ¿Acaso el Café de los Angelitos no fue la cuna de Carlos Gardel?
¿Dónde se habrían reunido las Abuelas de Plaza de Mayo si Las Vio-
letas no hubiera existido? Y qué decir de La Richmond y el Café Ja-
ponés, hogares donde pulularon las ideas de los más grandes escri-
tores del país.
El reclamo fue todo un éxito: cerca de quinientas personas mos-
traron su disconformidad frente al bar y, gracias a la visibilización, se
consiguieron dos mil firmas. Un representante del gobierno se acercó
y charló con Don Severino, cerebro de aquella movida. Finalmente,
llamadas de por medio, el político llegó a un acuerdo con los dueños
del bar e impidió la venta del café. Cuando el hombre de traje se fue,
la multitud aplaudió y vitoreó al viejo, quien entre lágrimas me dio

75
un fuerte abrazo. Mis ojos se volvieron vidriosos con la misma rapidez
con que el fuego calienta el metal.
Luego de tantos años de vida, aquel viejo anarquista le había ga-
nado una batalla al capitalismo. No cambió el mundo ni la suerte de
millones de personas pero, al menos, había dejado su huella en la his-
toria de aquel bar al salvarlo de las garras de una empresa multinacio-
nal que venía a destruir la cultura allí atesorada.
Cuesta creer que una persona pueda renacer a sus 90 años pero así
lo fue para Don Severino; recuperó la esperanza que había perdido en
los horizontes anarquistas y comenzó a visitar a las nuevas camadas
de jóvenes utópicos. Pasó sus últimos años arengando a esos pibes
para que continuaran con la lucha y mantuvieran la llama encendida;
al fin y al cabo, el viejo sabía que moriría sin ver concretados sus sue-
ños, pero sus ideas serían inmortales siempre que hubiera personas
decididas a cargarlas y cafés dispuestos a alojarlas.

Malatesta
Matías Nocelli
Argentina, 1992
Distinción Especial

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EL Galván y Rocha conversaron cerca de cuarenta mi-
CORTADO nutos sobre todos los temas que se esperan tratar
en un bar: chismes, amores, jefes, hijos, sexo, fút-
bol, negocios, amigos, lecturas, anécdotas, derro-
tas y tentaciones; y después de una breve polémica
sobre el uso de alguna palabra en desuso, decidie-
ron pedir la cuenta. Sin dar tiempo para nuevos comentarios, el mozo
se acercó para dejar el ticket. Asumiendo que la edad otorga obliga-
ciones, Rocha se adelantó a recogerlo. Galván, con movimientos cal-
culados, simuló querer pagar la mitad por cortesía.
—La próxima pagás vos —dijo Rocha.
Como buenos amigos acordaron mentirse.
El mozo regresó, retiró el dinero, agradeció el cambio, se despidió
sin levantar la vista, caminó dos pasos y su hombro golpeó con el
hombro de un individuo algo desalineado. Tenía barba de días, man-
chas en los puños, el cuello de la camisa amarillo y el saco arrugado.
El mozo lo miró seco. Otro con la cabeza en cualquier lado, observó y
regresó a la barra en busca de otro pedido. El desalineado también se
dirigió a la barra pero a paso cansino, parecía estar perdido y cansando
por partes iguales.
Galván y Rocha caminaron juntos hasta la salida del bar, uno detrás
del otro, sin darse distancia; sin embargo, cada uno estuvo en cues-
tiones distintas: Rocha maldijo por el olor a comida que destilaba su
saco; Galván observó dos, tres, cuatro veces al desalineado.
—¿Viste quién era ese? —preguntó Galván ya en la vereda.
Su compañero negó sin decir palabra mientras encendió el sexto
cigarrillo del día.
—Ese tipo es El Cortado —dijo Galván.
Más concentrado en su primera pitada que en las acotaciones, Ro-
cha lanzó un “Ajá” en piloto automático. Desde la fachada, Galván ob-
servó el interior del bar concentrado en la figura del célebre personaje.
—¿Tomás el subte? —preguntó Rocha pero su compañero siguió en la
suya. Ey, te estoy hablando…

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Galván tardó en responder.
—Dicen que un día se fue de casa y nunca regresó —explicó.
—¿De qué estás hablando? —preguntó desconcertado Rocha.
—Dicen se inspiró en un cuento —continuó Galván— la historia de
un tipo que decide nadar en todas las piletas de su barrio, le gustó ese
concepto, la idea de cumplir una meta absurda por el solo placer de
cumplirla, se dijo que él haría lo mismo, pero no serían piletas, él haría
otra cosa: iría a todos los bares de la ciudad, tomaría un cortado en
cada uno de los bares de Buenos Aires.
Ya era de noche, la gente caminaba apresurada por llegar a sus casas
y Rocha comprendió que Galván no partiría hasta finalizar su relato.
—¿Estás hablando del tipo que entró recién, del que se chocó con
el mozo?
—Sí, de quién sino…
—¿Cómo dijiste que se llamaba? —preguntó Rocha fingiendo interés.
—Le dicen El Cortado, desconozco el nombre real.
—¿Y qué fue lo tan especial que hizo?
—Acabo de contártelo, y no es lo que hizo, es lo que hace.
Las últimas palabras de Galván tuvieron esa cadencia teatral que
Rocha siempre detestó. Tal vez por los años, tal vez porque quería lle-
gar a su casa, Rocha se mostró agnóstico y molesto.
—¿Qué tiene de meritorio ir a nadar a una pileta? ¿Qué tiene de espe-
cial tomar café?
No estás entendiendo, señaló Galván.
Tal vez vos no estás siendo claro, argumentó Rocha pasando de
modo paciente a modo malhumorado.
—El tipo se fue de su casa, volvió a la carga Galván, de repente dijo “me
voy a tomar un café”, saludó y nunca más regresó, nunca más, nunca…
Primero fue a Margot, después al Homero Manzi, creo que el tercero
fue El Dante que aun funcionaba, no estoy seguro; después fue a otro
y así hasta que le perdieron el rastro. Ya nadie sabe a cuántos bares
fue, cuantos cortados bebió… Y lo más asombroso de todo: él tampo-
co lo sabe. Dicen que perdió la noción del tiempo y el espacio. Como

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vive de café en café, se olvidó de todo. Cada tanto se cruza con algún
conocido y le pide un par de monedas. Dicen que trae suerte tirarle
unos pesos. Su familia se dio por vencida, no quiere que regrese, ya se
cansaron, imagínate…
Desde donde estaban, Galván pudo observar cómo El Cortado
rescató un Clarín arrugado e hizo el movimiento universal que indi-
ca “un cortado”. Pensó en ir a preguntarle cómo era su vida, si sabía
que se había convertido en una leyenda, pero no encontró valor o
excusas para hacerlo; tampoco se animó a regalarle unos billetes o
invitarle el café.
Rocha miró su reloj, calculó el tiempo hasta llegar a la estación del
tren y decidió dar por finalizado el encuentro.
—Es una linda historia pibe, pero déjala para otro día —dijo— estoy
cansado y quiero llegar a casa.
Después de un abrazo fugaz se enviaron saludos a sus respectivas
familias y comenzaron a alejarse uno del otro.
Galván caminó un par de cuadras fascinado por la figura de El Cor-
tado. Qué increíble, repitió en su cabeza una y otra vez. Se preguntó
cómo hizo El Cortado para dejar todo, para ingresar en esa particular
aventura… ¿Qué habrá despertado en él cumplir ese desafío y no otro?
¿Qué tenía de complejo ir a tomar un café? En eso tenía razón Rocha.
Él mismo podría hacerlo, solo era cuestión de organizarse, planearlo
bien y establecer un sistema. Podría arrancar con los cafés de la calle
Corrientes, continuar por Rivadavia, e ir barriendo las grandes aveni-
das para después dar paso a los bares periféricos. No hacía falta dejar
todo de lado para cumplir esa meta. El Cortado se pasó de la raya, un
poco trastornado debía estar. Bien que puedo hacerlo, se animó. Sí,
seguro. Es más, visitaría a todos en muy poco tiempo. Un café después
del trabajo, ese es el método. Se convenció que sólo le llevaría un par
de meses hacerlo. Y podría arrancar hoy, se alentó, total tengo tiempo
para pasar por uno antes de llegar a casa. Recordó que en la cuadra
siguiente estaba el bar Los 36 billares.
Un café al paso y sigo, dijo en voz alta sin notarlo.

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Galván apuró el paso. Ingresó al bar, pidió un cortado para beber en
la barra, miró el reloj colgado en la pared.
Tal vez llegue a uno más antes de la cena, pensó.

Juan Cactus
Nahuel Billoni
Argentina, 1984
Finalista

80
A Solo unos minutos para pensar. Quiero pensar sin
EVARISTO interrupciones. El ambiente del café me calma: el
CARRIEGO, murmullo constante, el tintineo de la cerámica con
SEÑORA los cubiertos, el perfume negro del café recién mo-
lido. Las cucharas. Siempre pienso en lo importan-
te que son las cucharas: imponen una sana pausa
antes de que nazca una conversación. Cuántas decisiones se habrán
tomado en un café como este, cuántas en este preciso lugar, hace cin-
cuenta años o diez minutos, cuántos habrán dejado una moneda en la
mesa y se habrán ido pensando en juntar sus partes y seguir; cuántos
habrán salido por última vez antes de pararse desnudos ante Dios. La
gente pasa caminando y mira hacia adentro. Sí, está por haber algo
aquí; sean bienvenidos; entren y tomen algo. Lo que me gusta de este
lugar es que por las grandes ventanas, y a través de Borges y de Bioy
Casares, puedo ver lo que pasa afuera. Un cigarrillo antes de empezar
está bien. Cuidado de no ensuciarte Marcela. Mamá, mamá siempre.
Allá está, lista. Creo que es medio tarde, pero ya estoy vestido y voy
a esperar a terminar para tomar algo tranquilo. Hay bastante gente y,
sin embargo, creo que, más tarde, alguna mesa vacía para nosotros
va a haber. Cuando me acerque me va a mirar como despreciándome
(siempre lo hace), se va a haber olvidado de lo que me dijo ayer, y va a
acariciar sin tocar la línea de mi cuello, pero eso es parte de su puesta
en escena.
(Las campanas de las cinco y media avisaron que el cementerio
estaba por cerrar y, en el bar, el sol curioseaba por el costado por las
ventanas y resplandecía por entre las cortinas. Solo en la barra, con su
mano derecha descansando sobre la izquierda y los ojos caídos a los
costados de cansancio o hastío, un hombre aguardaba un whisky. Un
pensamiento disperso lo había distraído por un rato, hasta que el rui-
do de un encendedor interrumpió su cavilación. Era la mujer sentada
en la mesa de atrás, que con sus dedos huesudos sostenía un cigarrillo.
Viéndola de espaldas parecía una nena: su cuerpo delgado y menudo
se asemejaba al de una criatura de once años, pero en su rostro sufrido

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y feúcho se adivinaban los años. Parecía molesta o ansiosa, movía sus
pies en un ritmo nervioso y miraba con desprecio a la mesa de al lado.
Los tipos hablaban pavadas y ella no podía concentrarse en la lectura
del diario; de reojo lanzaba miradas de vergüenza ajena a sus vecinos.
Qué barbaridad. Qué gente. Pero ellos seguían, y uno en particular no
cerraba la boca. Nadie negaba sus historias, y todos se sorprendían
-él lo sabía, cuánto disfrutaba ser el centro-. Al hablar se desordena-
ba aún más su apariencia desprolija, pero seguía haciéndolo, quería
alardear, había puesto los ojos sobre la chica de cabello colorado que
se sentaba en frente. Y lo decía en voz alta: “es una finura de mujer,
delicada y blanca como un jazmín”. Le gustaba improvisar versos, pero
además sabía que ella era francesa, y que no entendía el castellano, o
eso creyó, al escucharla pedir un café.
Los ventiladores de techo formaron barras intermitentes de som-
bra sobre las paredes y el suelo por el reflejo de las paletas. Los mozos
apoyaron sus codos en el mostrador para descansar un rato cuando
todo estuvo bajo control, y de cuando en cuando se miraron en el gran
espejo que cubría el lugar de pared a pared.
Ellos dos se arrimaron, con pasos largos y arrastrando los pies,
como queriendo retrasar el encuentro. Pero él levantó el brazo de ella
apenas rozándolo y así quedaron por unos segundos. Sus cuerpos se
entrelazaron como una enredadera abraza un árbol, y cedieron a la
voluntad de una cadencia irresistible, que los envolvía y los embriaga-
ba. Es que los círculos de dudas dibujados en el suelo con la punta de
los pies, el roce de las rodillas que marcaban los infinitos hacia atrás
y las miradas por entre los hombros (el desengaño y el deseo) hun-
dieron a los espectadores en el silencio de lo sorpresivo, y quedaron
perplejos. Ellos dos caminaban, como en un paseo de tarde, contaban
su historia, tal era la expresión con los cuerpos.
Aún duraba la música cuando, afuera, una mujer con una capelina
marrón que tapaba un cuarto de su rostro, acercó la correa de su perro
y asomó sus ojos curiosos y saltones para poder ver hacia adentro. Un
hombre bastante más joven que ella miraba por la ventana apoyado

82
en su hombro izquierdo. Ella se creyó con suerte, porque por fin había
encontrado con quien conversar; pero el hombre notó su presencia y
se movió hacia la derecha sin mirarla, para dejarla ver.
“Qué lindo bailan, ¿no? ¿Qué tango es?”
Aquellas piernas largas y perfectas que se veían por la ventana for-
maban una sola estela con la música. Lo habían hipnotizado, no deja-
ba de mirarlas. Apenas giró el rostro para contestarle y casi en voz baja
(para no interrumpir el sueño) le dijo: “A Evaristo Carriego, señora”.

Sofie
Sofía Martino
Argentina, 1986
Finalista

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MIÉRCOLES La tarde de otoño bosteza en San Telmo. En breve
DE los árboles del Parque Lezama alargarán sus som-
CENIZAS bras sobre Defensa dibujando misteriosos arabes-
cos sobre los lustrosos adoquines. La noche entrará
al bar por sus grandes ventanas abiertas.
A esta hora, el salón está semidesierto. Es el mo-
mento del día que menos me gusta. La gente desaparece de golpe y,
por espacio de casi dos horas, Julián, el mozo, y yo nos abocamos a
limpiar las viejas y rayadas mesas, a barrer, a rellenar azucareros, a re-
poner servilletas y botellas, a sacudir los manteles del Reservado. El
viejo Británico aún palpita las 24 horas y hay que aprovechar los mo-
mentos tranquilos. Promete ser una noche sin sobresaltos. Es el pri-
mer día después de carnaval, todavía quedan los ecos del retumbar
de los tambores del candombe y el desfile de las comparsas, pareciera
que el barrio lucha por recobrar su aspecto cotidiano.
Apuro a Julián con sus quehaceres tratando, sin éxito, de detener su
verborragia. Es del interior, vive solo en Buenos Aires y siempre está al ace-
cho de algún desprevenido a quien escandalizar con sus amores, venturas
y desventuras. Tiene una sonrisa simpática de dientes muy blancos y unos
profundos ojos negros que atraen a las muchachas. Pero esto lo tiene sin
cuidado porque los prefiere con barba. No obstante, le gusta coquetear
con ellas y suceden graciosos malentendidos. Sus anécdotas suelen ser pi-
cantes y candidatos para escuchar con paciencia y curiosidad hay muchos.
Después de la cena aparecerán los parroquianos, los habitués. Mu-
chos son los personajes y personalidades que se han demorado en sus
mesas, pero son estas personas las que le dan identidad al bar. Aquí
nadie es anónimo. Todos tienen, como corresponde, nombre, apelli-
do, apodo, profesión, historia. Con el pretexto de un café o un trago se
compartirán los acontecimientos del día, las novedades en la vida de
cada uno, los últimos chimentos. Este ámbito se transformará por un
rato en algo especial y todos nos sentiremos menos solos.
Falta una hora, estamos atrasados. Hay solo dos mesas ocupadas.
En la 1 un extraño prolonga su café mirando hacia el parque; y Tony, el

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inglés, da cuenta de su tercera cerveza sentado en el centro del salón.
Este es un personaje muy conocido en los bares de San Telmo. Tiene
alrededor de 50 años, un largo cabello rubio lleno de rulos, ojos zar-
cos y abundantes pecas. Es flaco, flaquísimo. Invierno y verano viste un
gabán oscuro que ha conocido tiempos mejores. En su mal castellano
y mi pésimo inglés solemos tener largas charlas acerca de una novela
que lleva años escribiendo, de la que sospecho nunca verá la luz. De-
seos, sueños, pasiones, amores. Quién no los tiene.
En fin, en ese momento Tony dormita frente a su botella y yo me
ocupo de ahuyentar a un gato gordo de pelaje rojizo que ha tomado
la costumbre de echarse una siesta tardía sobre una de las sillas del
Reservado.
Y entonces, la tranquilidad se quiebra cuando, por la puerta lateral,
entra un hombre no demasiado joven, vestido con traje oscuro, con las
manos en los bolsillos y la mirada esquiva.
No me gusta su actitud. Algo no está bien. La sombra de un proble-
ma comienza a instalarse en mi cabeza. Busco a Julián con la mirada y
me devuelve un gesto de confianza. Respiro aliviada, lo conoce. El hom-
bre se sienta en la 6, cerca de la ventana y pide café. Voy hacia la cafetera
y pronto el dulce aroma de la molienda se expande por todo el local.
Ajeno a mis manejos, mira hacia todos lados. Se levanta varias ve-
ces, va al baño. Solo se sienta para hablar por su celular. Sale a fumar. Se
lo nota nervioso, tanto que ha logrado contagiarme y decido vigilarlo
de cerca. Lo veo volcar un azucarero, meter las manos en los bolsillos.
Tengo la sensación que ha dejado caer algo. En una de sus tantas idas
y vueltas se lleva por delante a Tony, quien sacado de manera abrupta
de su sopor etílico, comienza a rezongar, sacude su rubia melena, se
levanta y sale a fumar.
Decido encarar al sujeto, pero Julián me gana de mano. Se le acerca
con sonrisa ganadora, le dice algo y luego escucha con atención. En su
rostro aparece una expresión entre incrédula y pesarosa. Con un gesto
final se encoge de hombros, deja el dinero sobre la mesa, exactamen-
te al lado del café que nunca bebió y sin saludar se pierde en la noche.

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El mozo, excitado, corre a mi lado y no me da tiempo a preguntar
nada. Con fruición me cuenta que el misterioso personaje ha venido
con una misión, a todas luces ilícita, que es la de esparcir las cenizas
de su amigo Juan Carlos, fallecido la semana anterior. Debe repartir-
las entre sus dos bares favoritos, el Británico y el Federal. Algo que el
hombre cumple con cierta reserva, convencido del afecto del difunto,
solitario y austero, por este lugar.
Siento un arañazo en el estómago, un sabor amargo. Recuerdo a
Juan Carlos, un señor mayor, afable, de voz cascada y mirada mansa
que desayunaba en el bar todas las mañanas. En el Reservado hay una
foto que nos trajo un día como regalo. Desde un nostálgico sepia un
grupo de jóvenes en pantalón corto sonríe y festeja delante la puerta
del Británico. Un irreconocible Juan Carlos que con su camiseta de San
Telmo Campeón atraviesa 50 años de historia.
Suspiro pesarosa y salgo a tomar aire. Me cruzo con Tony, que entra
farfullando y sacudiéndose un polvillo gris que se ha depositado en
la solapa de su gabán. Enciendo un cigarrillo y rezo, en silencio, una
oración por el difunto.
El gato rojo y porfiado se ha instalado nuevamente sobre la silla.
Entro y con resignación empuño de nuevo la escoba. Otra vez el Britá-
nico ha desplegado su magia. Y yo soy parte de ella.

ANF
Alicia Facchetti
Argentina, 1948.
Finalista

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EL Dicen que veinte años no es nada... y entonces bajo
ÚLTIMO del tren en Colegiales y hago la cuenta: pasaron
CAFÉ treinta años desde que subí a otro tren, en esta
misma estación y no volví a verla.
Cruzo delante de un tenderete y un flaco toca la
guitarra. No lo puedo creer, este flaco viene a reci-
birme. Al hijo pródigo, al hijo de puta que no tuvo los cojones de que-
darse a buscarla, o perderse con ella.
Camino despacito, llego a Álvarez Thomas y entro al Argos. Me da
un escalofrío cuando paso frente a la mesita donde el sol de la tarde
ponía oro en su cabello pero sigo de largo. Me siento cerca del mostra-
dor y caras extrañas me miran de reojo, sin muchas ganas de tomar el
pedido que adivinan será un café. Poca propina.
Levanto la mano y veo un reflejo en nuestra ventana y mientras pido
el cortado con leche fría, la veo. Está sentada como siempre, con el cuer-
po inclinado hacia adelante y el cabello rubio llovido casi apoyándose
sobre la mesa. El pecho se me estruja casi tanto como la vez que el médi-
co gaita me dijo que fuera arreglando mis asuntos. Mis asuntos... Como
si treinta años de exilio, primero por miedo y después por costumbre,
se pudieran arreglar en un par de meses. Pero no lo dudé, si tenía algún
asunto pendiente estaba acá, en Buenos Aires, en esta ciudad que ya no
es como era pero que es la que era. Y me vine en el primer avión, y de
Ezeiza a un hotel de Montserrat, y de ahí pateando por el bajo hasta Re-
tiro y desde una desconcertante estación el tren a Colegiales.
Me falta la respiración, cierro los ojos pero no me calmo. Los abro
despacito, tengo miedo que haya desaparecido pero sigue ahí. Como
estuvo dentro de mis párpados cada noche, cuando me iba a dormir,
durante estos cuarenta años.
Sigue ahí, igualita, los años no le hicieron mal. No tiene mis canas,
ni mis arrugas, ni estas manos que ya no reconozco como propias. Se
pasa una mano por la frente y reacomoda ese flequillo largo que se
le venía y le sombreaba los ojos verdes. Qué linda está. ¿Cómo pudo
el terror abrirme la puerta a Montevideo y después a Lugo cuando la

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supe perdida? ¿Cómo no me quedé a buscarla, sin esperanzas y sin
otro anhelo que el de quedar perdido como ella, con ella?
Se acerca el mozo y deja el pocillo y el ticket sin mirarme. No lo miro.
Ahora mi miedo es que si no la sostengo con mi mirada, Marina se
desvanezca. Me arden los ojos y me arde el pecho como si una bestia
salvaje me hubiera dado un zarpazo, el mismo que otra bestia le debió
haber dado a ella cuando se la llevaron, con su pollera escocesa y su
bandolera al hombro. Haber armado un grupo de estudio cuando ce-
rraron Filosofía y reunirnos dos veces por semana fue razón suficiente.
Sería posible pararme y acercarme, pero me paraliza el miedo de
volverla a perder si me acerco. O será este dolor en el pecho que me
parte en dos, me dobla y no me deja respirar.
Tengo que salir a la calle a despejarme y tomar aire o fumar un ci-
garrillo y terminar de ahogarme. Me da lo mismo.
Levanto la mano llamando al mozo y el esfuerzo me desploma sobre
la mesa, pero con mi cara volteada hacia ella. Marina. Mi vida. Mi amor.
Mi única vida perdida allá lejos y hace tanto. La veo que se levanta, me
mira por primera vez a los ojos con esa luz especial que iluminaba todo,
todo. Ilumina todo y se sienta frente a mí, toma mi mano y todo el amor
está ahí, intacto. Y se borran las penas y los pesares, en un instante.
Ya sé que no se va. Sola no se va. Solo no me quedo. Cierro los ojos
y me voy con ella.

Álvarez Mera
Adriana Capuano
Argentina, 1956.
Finalista

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EL Hoy hace exactamente dos años que no tomo;
CUARTO coincide con la fecha en que comencé a venir a
VACÍO este café y con la muerte de Mamá. Un alcohóli-
co como el que fui no se hace en pocos días; es
necesario tener mucha paciencia, algo de dinero
y un trabajo oscuro y mal pagado. Solo lo puede
detener una mujer o un hijo, pero hay hombres con una irrefrenable
voluntad de autodestrucción. Ni Claudia ni las nenas pudieron hacer
nada y vaya si lo intentaron.
Un día cualquiera me di cuenta como se había transformado mi
cara. Las afeitadas matutinas no habían sido suficientes para hacer-
me ver el lento deterioro, los tonos rojizos de la piel que fueron cre-
ciendo como el fondo de un tapiz de pequeñas venas azules. Y otro
día cualquiera mi mujer me denunció por violento. Después, dos ve-
ces más y casi terminé preso. Firmé los malditos papeles y les dejé el
apartamento.
No me compliqué la vida, fui a casa de mi vieja, siempre sola en su
caserón de Retiro. Lloró un poco pero me recibió bien, sin preguntas.
Enseguida vio las señales, sentada frente a la ventana, con cualquier
pretexto me llamaba para hablar. No necesitó más de una semana
para saber en qué pozo había caído su hijo.
En esa época corté con todo o, mejor dicho, todo cortó conmigo.
De los amigos de la vida de casados ninguno quiso, siquiera, saludar-
me. En la húmeda oficina limitaron al mínimo el trato conmigo: Buen
día – ¿Cómo va? – Qué partido, ¿no? Los puteé a todos, en silencio, por
supuesto, tenía que ir tirando; me gustaba el sueldo y empilcharme
bien; simulaba trabajar en aquella cueva.
Decidí que la Vida (con mayúscula) me llevara. Corrijo: decidí que
esta especie de diarrea diaria que era mi vida (con minúscula) me lle-
vara a donde quisiera, es decir, al caño colector (equivalente formal de
alguna tumba que se abriría para mí algún día).
Pero hasta las buenas diarreas se terminan porque durante un mal-
dito invierno se murió mi Vieja. Me tomó de sorpresa. En el velatorio

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dos tías increíblemente memoriosas y un primo cuya cara asocié a un
partido con pelota de goma en un patio lleno de plantas me recorda-
ron que nadie bordaba los manteles como ella y que en su juventud
fue Reina del Club Esmeralda. Sobre el final llegó una señora muy agi-
tada y me abrazó emocionada.
— Recién me enteré, pobrecita. Siempre nos encontrábamos en
el almacén de don Chicho: Yoli, Dina, la hija de don Chicho y yo…
Yo soy Lulú. Estábamos casadas las tres pero éramos inseparables.
Nos pesábamos en la balanza y bromeábamos si alguna engorda-
ba. Yoli te llevaba para que compraras figuritas y Dina guardaba
las que su nene tenía repetidas, se las daba al padre y él te decía
¡Son para vos, cara sucia!
¡Don Chicho! Qué personaje… Yo recordaba que cuando podía
comprar un paquetito él siempre me regalaba tres figuritas. Es cu-
rioso… en ese momento, en vez del olor de las flores sentí el aroma
de las pastillas de menta y los caramelos de dulce de leche, volví
a ver las selladas, tan difíciles: Fangio, Rattín, Ermindo Onega, Pas-
cualito Pérez.
En el cementerio tuve la esperanza de ver a mis hijas. Cuando puse
las flores sobre la tumba de Mamá supe que dejaría de tomar.
Me cuesta mucho ver su cuarto: la foto de casamiento, la Spica en
la que escuchaba el radioteatro y la quiniela, la tele en que veía a su
adorada Mirtha, el cuadro de San Roque… la cama vacía que nadie
ocupará. No creí que la iba a extrañar tanto.
“¿Dónde vas con mantón de Manila?¿Dónde vas con vestido chinés?”
Poco a poco, este café me ha ayudado a vivir. Me uní a la Mesa de
los Vespertinos, como le llama Felipe, el mozo (no es su nombre, pero
habla igual que el personaje de Sandrini, al que recuerdo de un cine
de barrio que ya no existe). Hay otras de política, de literatura, de mo-
das, de economía y dos de pintores: los clásicos (sobre Esmeralda) y
los vanguardistas (sobre Paraguay).
Nuestra mesa es la más variopinta del Saint Moritz. Tenemos:
Un cinéfilo minimalista: Muchachos: ver El Ciudadano y después morir.

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Un pesimista: Trump y el norcoreano: les doy un año de vida a mil mi-
llones de tipos.
Un filósofo: Hay que leer El cautivo y La madre de Ernesto. Después pensar.
Un argentino promedio: Perón, Pichuco, Maradona y Gilda.
Un proyecto de suicida: yo.
Hoy la conversación se centra en el Desastre Nacional de la Selec-
ción. Meto la cuchara como si supiera algo. En algo coincidimos todos:
el técnico debería ser un tipo que conociera todos los sistemas y tuvie-
ra el mejor televisor.
Voy por mi tercer café cuando veo entrar una silueta extraña. Nos
conocemos casi todos y percibo en nuestra mesa (y en las otras) la
misma sensación de bicho raro. Queda feo decir eso si se trata de una
dama pero la mujer triste no encuadra en el ambiente de rostros ama-
bles multiplicados por espejos. Se sienta lejos de ellos, como hubiera
hecho Borges.
Es notorio que el vestido azul oscuro, la blusa celeste y el pañuelo
–que intenta ser alegre– han pasado demasiadas veces por la plancha;
un chal negro se abate pesadamente sobre los hombros. Se sienta cer-
ca, tan cerca que entre la barba del filósofo y el jopo canoso del argen-
tino promedio puedo verla con claridad.
Mi definición es de dos palabras: mujer sufrida. Pide un café con le-
che y dos croissants. Es la cena, pienso. Tiene casi ochenta años, el ca-
bello muy blanco y el cutis delicado, con algo de color en las mejillas;
no puedo saber de qué color son sus ojos. El anillo en el dedo anular
me hace pensar en una viudez de muchos años.
¿Por qué nunca la he visto en el café?
Ya perdí el hilo de la conversación en mi mesa. Más allá de que
el gran Desastre Nacional no me interesa, he quedado atrapado
por la presencia de la visitante. La vieja dama digna… murmuro.
Cuando Felipe trae un pedido le pregunto con discreción sobre ella.
Ni idea contesta.
Estamos en esa hora en que llegan los Nocturnos y nos vamos los
Vespertinos. El argentino promedio ya ha dado su veredicto y enuncia

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la formación para el debut con Islandia: habla como Fidel Pintos y al
final sólo se le entiende ¡Agüero y Messi! Comenzamos a despedirnos
pero demoro en levantarme. El mozo se sienta a mi lado.
— El flaco de los diarios la ve desde hace días por la Plaza San Martín…
parece que averigua por alquileres. Difícil, ¿no? ¿Sabe lo que piden?
En ese momento la anciana abre con disimulo su monedero y pare-
ce hacer cuentas. Después pide un café, solo.
Por una razón que nunca sabré voy hasta su mesa.
— Disculpe, señora, ¿puedo sentarme? Un minuto, nada más.
Con cierta vacilación extiende su mano con la palma hacia arriba,
señalando la silla.
— El mozo me comentó que usted está buscando alquilar cerca de la
Plaza San Martín… ¿es así?
Me mira, los ojos son muy grises y muy tristes. Toma un sorbo de
café antes de contestar.
— Es que yo me crié por ahí, en la calle Esmeralda. ¿Y usted es…?
Nos presentamos: Horacio y Leopoldina. Me pregunta a qué hora
cierra el café y se tranquiliza cuando me ofrezco a acompañarla a to-
mar el ómnibus. La calidez del ambiente hace que al rato charlemos
como viejos amigos. Me muestra una foto de ella en la plaza, delante
del monumento.
— Mire que curioso: el Kavanagh se ve casi entero, en cambio ahora…
apenas. ¡Cómo han crecido los árboles! Papá me subía hasta una de
las ramas… –tapa sus ojos con las manos y me parece que va a llorar;
intento animarla.
— Qué linda foto… ¿Cómo se llamaba su padre?
— Francesco Tiscornia, pero para todo el barrio era don Chicho, el del
almacén de la balanza.
Quedo en silencio y ella me mira sorprendida.
— ¿Qué sucede? ¿Dije algo que le molestó, Horacio?
— No, al contrario. Estoy recordando cuando él me regalaba figuritas
y me decía ¡Son para vos, cara sucia! Hace poco supe que se las daba
su hija Dina, para mí.

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Pone su mano sobre las mías y me pregunta por su amiga Yoli. Ya es
tarde cuando la acompaño hasta el minúsculo apartamento.
Mañana de tarde la pasaré a buscar para mostrarle el cuarto de
Mamá.

Fusquito
Juan Carlos Ferreira Rodríguez
Uruguay, 1951
Finalista

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LA Mamá pidió la cuenta. Ya terminamos. Ya criticó a
CUENTA mi tía y a mi abuela. También a la novia de papá,
a la que nunca ve pero siempre tiene motivos para
destruirla. Y como broche de oro, preguntó por los
avances de mi tesis. Ya tiene listo el vestido para la
colación de grado pero yo no tengo lista mi defen-
sa, ni mi trabajo. Pequeño problema.
¿Por qué acepté este merienda? Al final fue una catarata de que-
jas, necrológicas y reclamos. Lo único positivo en sus últimas semanas
fueron las clases de zumba, pero yo no vine a que me cuente hacién-
dose la picante que baila canciones de quinceañera y que me diga en-
tre risas que su profesor se parece a Maluma. Acepté esta merienda de
jueves a la tarde por el café con leche y las medialunas de manteca,
nunca me gustaron las de grasa.
Dos medialunas con un café doble con leche, esa es la razón por la
que acepté la invitación.
El mozo deja la cuenta en la mesa, mamá la revisa. Estaría bueno
llevarme unas hebras de té para tener en casa, voy a tirar la idea, hay
que aprovechar.
— Son 90, ¿Tenés cambio?
— ¿Eh?
— Son 90 pesos, Matías. Tu café y tus medialunas. Yo comí una sola y
el té es más barato así que lo mío es 70. ¿Dejamos 5 cada uno de pro-
pina? Noventa y cinco, entonces.
— Ah, pensé que me invitabas.
— No, ya estás grande.
— No traje nada, salí así nomás...
Mamá suspira con fastidio. Reviso mis bolsillos. No tengo nada.
Atino a darlos vuelta como si fuese un dibujo animado que quie-
re dejar en claro su pobreza, pero es demasiado. No sé qué hacer.
Miro a los costados. “Ya estás grande”, me dijo. La frase retumba en
mi cabeza.

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El mozo se acerca pero al ver que todavía no tenemos el pago se
vuelve a retirar. Minutos de silencio. Cruce de miradas. No saca la tar-
jeta, no tiene pensado pagar.
— Me podrías haber avisado.
— ¿Cuántos años tenés?
— 27.
— ¿Y no te parece que tenés que salir con plata de tu casa?
— Sí, pero como siempre pagas vos... Me escribiste, me dijiste que es-
tabas por la zona. Me vestí y vine.
— ¡Pero Matías! ¡Yo no puedo pagar todo! Vos disfrutaste tu café y tus
medialunas, yo disfruté mi té y mi medialuna, ya está. No hago más
beneficencia y menos a adultos.
— No es beneficencia, es tradición. Los padres en general pagan la
comida de los hijos cuando los invitan a comer afuera, no importa la
edad. Cuando voy a almorzar con mis suegros ellos pagan.
— Que ellos hagan lo que quieran con la plata, yo con mi plata hago lo
que quiero. Y no todos los padres le andan pagando las medialunas a
los hijos. Tu abuela no me invita, pago yo siempre.
— Bueno, pero la abuela es jubilada.
— Ahora es una pobre viejita.
— El abuelo seguro te pagaba.
— No te metas con el abuelo. Y sí, claro que él me pagaba. Con él en-
trábamos en El Gato Negro y me decía “Pedí lo que quieras, yo invito”.
El abuelo era así, era su forma de ser, y basta. 90 pesos, Matías, dale.
Silencio de nuevo. Mamá agarra el celular como una adolescen-
te. Se abstrae del mundo. Ve videos que le mandan sus amigas por
Whatsapp, frases de la Madre Teresa de Calcuta animadas con ositos
y corazones de fondo. Todo el bar puede escuchar la música inciden-
tal del video. Amenaza con mandarme el videito porque es hermoso
y muy cierto, son frases para reflexionar. Apenas me llega lo borro, sin
mirarlo, como siempre.
— ¿Nos vamos a quedar acá a vivir?
— Hasta que pagues.

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Esta tarde fría de junio mamá me quiere convertir en lo que es un
adulto para ella, a su manera, o la manera que leyó en algún grupo
de Facebook, o que le recomendó su mejor amiga. Estamos ante un
antes y después. Si pago, nunca más me va a invitar una merienda.
Si no pago, puede existir la posibilidad de que todo vuelva a la nor-
malidad. No es un acto infantil. Soy un adulto y lo sé. Trabajo, pago
el monotributo hace tres años (debo dos), limpio mi departamento y
tengo cuenta en un banco, pero no estoy dispuesto a cambiar uno de
los últimos actos de contención paternal que me quedan.
— Bueno, dale má. Paguemos y vamos. Esto ya es un papelón.
— No pasa nada, andá a buscar plata. Te espero acá.
— Mamá, nos están mirando todos
— ¿Qué decís? Nada que ver. El hijo de Mónica la invitó a un hotel con
spa en La Florida.
— ¿Vive en Miami?
— La Florida, San Luis. Precioso, pagó todo él.
— ¡Qué bueno! Un capo. La envidia de toda madre.
— Muy inteligente ese chico, ¿Pagás? Llego tarde al teatro.
— Te falta una hora para la función.
— Bueno, andá a buscar los noventa pesos. Basta.
La avenida Corrientes está repleta de gente. Los esquivo y voy lo
más rápido que puedo a mi casa. Por suerte estoy a dos cuadras. Aga-
rro la billetera y vuelvo. No puedo dejar de pensar en qué es lo que la
hace tomar esta decisión. Sí, está bien, soy un adulto. Pero me podría
avisar antes y yo veía qué hacía con mi plata, si la gastaba en merendar
con ella o no. Eso también es ser un adulto. Vuelvo al bar con mis 95
pesos, 5 para la propina. Cuando entro mamá está conversando con
uno de los mozos. Me acerco y él me dice que mi madre tiene razón, ya
es hora de que pague yo. De otra de las mesas se da vuelta una señora
y dice lo mismo. Desde la barra el cajero grita “Pagá la cuenta, nene”.
Me agarran palpitaciones.
Están todos en mi contra. Comienzo a caminar para atrás, como
bailaba Michael Jackson.

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Quiero llegar a la puerta mientras todas las personas del bar me
empiezan a decir que tengo que pagar. “Nene, estás grande”, “Pagá
la cuenta”, “Cada uno paga lo suyo, no te aproveches de tu vieja, dale
nene”. Tengo taquicardia. Grito.
— ¿Estás bien?
Estoy sentado enfrente a mamá. Saco del bolsillo los noventa y cin-
co pesos y se los doy.
Los agarra, los suma a sus 75 y llama al mozo. Él viene y se lleva el
dinero. Ella empieza a acomodar su cartera para irse.
— ¿Nunca más?
— ¿Qué?
— ¿Nunca más me vas a invitar una merienda? ¿Ya está?
— ¿Eh? No seas tan determinante. Quiero que lo veas como una posi-
bilidad, algún día me podés invitar vos también.
— Bueno, pero ese día no criticás a nadie y hablamos de cosas lindas.
— Ah, ¿ves? Tenés quejas.
— Me molestan algunas cosas, nada más.
— Bueno, con todo esto ya estoy para otro café y otra medialuna.
— Acá venía mucho el abuelo, ¿no?
— Su café favorito de Buenos Aires. Antes de ir al teatro se tomaba
algo acá. Todas las semanas veía una obra.
— Fanático de las revistas el viejo.
— Le encantaban las Pons.
Nos reímos
— Por eso cada vez que ando por la zona me gusta venir y me gusta
venir con vos, porque acá tuvimos lindas charlas con el abuelo.
— Perdón por alterarme.
— Está todo bien. Perdón por querer enseñarte.
— No es la manera.
— Bueno, no quiero pelear.
— Está bien.
— El abuelo no pedía café. El abuelo pedía vermut.
— ¿Nos pedimos uno? ¿Por él?

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Mamá levanta la mano y llama al mozo, le pide dos vermuts. Sus-
pira, observa el café, está pensando en el abuelo, es obvio. Le sonrío.
— Quedate tranquilo, pago yo.
— Gracias
Mamá me mira y se ríe fuerte. No puedo saber en qué está
pensando.

Cholo
Nicolás Teté
Argentina, 1989
Finalista

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UN CAFÉ El amor tiene un tiempo
CON TINTA al que mide con su propia vara.
Rubén Derlis

Ella estaba muriendo; eran más fuerte los síntomas del amor que los
de su propia enfermedad. Afuera el agua caía detrás del vidrio, como
aquellas tardes de lluvia en San Telmo, allá en el Café La Poesía, el café
de sus vestigios. Habían pasado dos meses de la muerte de su marido,
su estado empeoró, ella sabía que su medio corazón se erosionaba, su
otra mitad ya se había ido.
Esperó a su nieto, él venía a saludarla cada dos o tres veces por
semana dependiendo del estudio y el trabajo. Le iba a pedir que la
llevara una vez más al café de sus amores, era lo último que necesita-
ba. Una de las tardes llegó el nieto y le pidió hablar a solas, siempre
estaba rodeada por una de las hijas o la enfermera. Ella sabía que la
única posibilidad para ir a el Café La Poesía era su querido y único
nieto Rubén.
Se sorprendió Rubén al escuchar el pedido de su abuela, el silencio
se apoderó de la habitación por unos segundos y sus miradas se com-
penetraron como nunca, le agarra la mano y le dijo que se quedara
tranquila y que descanse, que en los días siguientes iban a ir, y que el
tiempo la acompañe una vez más, que él solo necesitaba organizarse.
Rubén sabía que era algo complicado lo que había prometido, el doc-
tor había dicho reposo absoluto.
Se reunió con la familia en la cocina; su madre y sus dos tías. Co-
mentó la situación y como una presa fue abatido, ninguna se dio lugar
a pensar la situación, solo decían que era una locura. Hacía poco tiem-
po que había fallecido el abuelo de Rubén, sus tías y su madre todavía
estaban en pleno duelo y con la situación de la madre en proceso, el
miedo o el egoísmo no daban lugar a pensar, solo querían retener a
su madre en la habitación. Rubén buscó las maneras más simples y

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no hirientes de hacerles entender que su abuela necesitaba ir una vez
más al café. Su gran amor, como le decía ella.
Después de unos minutos de tensión, Rubén se paró. Preparó café,
lo sirvió, sacó de su bolso un libro de poesía; el de su abuelo, se sentó
y habló.
— Mamá, tías, las quiero mucho y no es mi intensión lastimarlas, pero esto
es muy simple y se los tengo que decir. Quieran o no, la abuela está en su
última etapa, y ella está haciendo tiempo para concretar su último deseo, y
hagan lo que hagan ya es un hecho. ¡Lo voy a hacer! ya no hay nada que per-
der. Siempre dijeron que entra ella y yo había una conexión especial, y se
que la hay y solo yo puedo comprender esto. Ella lo anhela, hay que dejarla
ir, ya es tiempo. Ya me dijo varias veces que el abuelo la espera. Perdón que
sea tan duro, sé que el abuelo murió yendo a La Poesía. Sé que la abuela
les pidió miles de veces para ir. Intento ponerme en lugar de ustedes, pero
veo las cosas de otra manera. Y sé que es como la abuela dice, necesita ir a
encontrarse con sus dos amores el café con tinta y el abuelo. Mañana la voy
a llevar y pidan que llueva, saben lo hermoso que es para ella.
Una vez más el silencio se apoderaba de la cocina, las lágrimas se
interponían entre las miradas, Rubén abrazó a la madre, y el mismo
silencio deba por hecho el último café con tinta en la poesía.
Se acercó a la habitación a saludar a la abuela y le comentó que al
día siguiente por la tarde irían a pasear, a tomar un café. Besó su frente,
le aconsejó que descanse y le dijo hasta mañana.
La abuela sonreía mientras Rubén salía de la habitación. Empezó a
viajar en el tiempo, recordaba las tardes y noches en el café. Llegar, entrar,
y saber que el lugar que se ganó con el tiempo estaba reservado los lunes,
miércoles y viernes, de 16 a 18 horas. Ahí la esperaba esa mesa de madera.
Junto a la vidriera de la calle Bolívar. El mozo se acercaba y ella siempre
decía: “Buenas tardes, un café con tinta por favor.” El mozo con una mueca
a modo de sonrisa y con un movimiento de cabeza tomada el pedido.
Recordaba su primera vez en el café y el flechazo que atravesó su co-
razón de por vida, esa tarde de lluvia que conoció a su marido. Siempre
decían, ambos, los abuelos de Rubén, que si ese día no se hubiera caído el

106
cielo no se habrían conocido. Ella volvía a su casa como tantas otras tardes
y fue tanta la lluvia, que tuvo que buscar refugio y la esquina de encuen-
tro: Chile y Bolívar en su querida San Telmo, le abrieron las puertas al amor.
Un hombre la recibió, le acercó una servilleta de tela para que seque
su rostro y la invitó a sentarse y a que se quedara hasta que la lluvia
parase. Le acercó un café con una hoja y una pluma. “Un café con tinta,
es la especialidad de la casa y la casa invita.” Hoy es tarde de poesía, la
invitó a que se quede. Esas fueron las palabras de aquel caballero.
Los días pasaron al igual que las tardes de café, tinta y amor. Sema-
nas después de esa tarde de lluvia el caballero que la invitó con el café,
el abuelo de Rubén y ella comenzaron una relación.
En el medio de todo este viaje en el tiempo recordaba las noches
que pasaron en ese café, en ese templo de la literatura. Noches y no-
ches de extensas de charlas y debates de formalismo ruso, diferencias
de policial clásico y negro, polémicos puntos de vista sobre Facundo, La
Cautiva, El Matadero, Martín Fierro, Amalia, entre otros.
Los abuelos siempre decían que entre los años 82 y 88, desde estos
años, la poesía era estar en otro mundo. Que haya cerrado 26 años no
impidió que el amor al arte se pierda, sabían que eso era un planeta y
que algún día volvería a cobrar vida, y así fue.
Rubén llegó esa tarde con una silla de ruedas, la abuela ya estaba
lista, su madre y las tías no entendían las fuerzas que tenía su madre
esa tarde. En ella se veía paz, alegría, y felicidad.
Salieron, estaban en la calle Balcarce, fueron para Humberto 1º, pasa-
ron por la Iglesia San Carlos González, la Plaza Dorrego; ambos se acorda-
ron de las tardes de juego en esa plaza. Doblaron por Bolívar, pasaron por
el palacio de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Siguieron y cruzaron
por Carlos Calvo, Estados Unidos, Av. Independencia, y ahí estaba ella de
nuevo, donde todo empezó, en la esquina de encuentro, Chile y Bolívar.
Entraron y se sentaron, ahí, justo donde ella quería, ahí donde por
primera vez le dieron su primer café con tinta.
— Mirá Rubencito, ahí está la foto de tu abuelo. ¿Te conté por qué te
llamás Rubén?

107
— ¡Sí, abuela! Por uno de los creadores de este lugar, amigo del abuelo.
Gran poeta, lo he leído.
— Buenas tardes, les dejo la carta— dijo una señorita. Rubén se sonro-
jó por la presencia ella, su voz era muy suave y su belleza única. La se-
ñorita, su abuela, la foto del abuelo y el clima del lugar provocaron en
Rubén un cambio, empezó a comprender que estaba en otro planeta y
quería, a futuro, seguir visitando ese planeta.
— ¡Bien! ¿Qué van a pedir? —preguntó la señorita.
— Un café con tinta — dijo la abuela. La señorita miró sorprendida.
— Hace mucho que nadie pide uno de esos —respondió la señorita.
— Yo también voy a querer un café con tinta —dijo Rubén.
Llegaron dos cafés, dos hojas y dos lapiceras. La abuela de Rubén
sacó de su bolso una lapicera de pluma y empezó a escribir. Terminó
de escribir y empezó a leer.
— El amor tiene un tiempo al que mide con su propia vara.
Por eso hay amores eternos que duran diez minutos…
Leyó por unos segundos más y empezó a hablarle del amor a su nieto.
— Hijo, me gustaría que guardes esta hoja para siempre y que no de-
jes pasar el tiempo, no se vive solo del trabajo y el estudio. Mirá a tus
tías y a tu madre, solas. Siempre les inculcamos el amor y nunca pu-
dieron encontrarlo. Todavía siguen viviendo para el trabajo y no para
ellas. Me gustaría que encuentres a alguien y que le dediques tiempo
al amor, a la vida. Yo no me quejo, tuve más de lo que alguien puede
tener. El tiempo juega de ambos lados, con el amor y la soledad.
— ¡Rubencito! Antes de irnos, podés tocar el piano. La canción del
tiempo. Tu abuelo la tocaba ese piano.
Llegaron a la casa, acostó a la abuela en la cama.
— ¡Abuela! gracias por todo, descansá. Te amo.
Ella durmió felíz y viajó en el tiempo a un reecuentro.

Erik Nahuel
Erik Nahuel González
Argentina, 1990
Finalista

108
EL El día que maté a una señora me desperté un poco
METRO tarde. Había pasado la noche anterior en la parro-
CUADRADO quia y volví como a las tres de la mañana, cuando
la cerveza y el fernet se habían terminado y ya em-
pezábamos a repetir las canciones.
Me lavé la cara y me miré en el espejo. Esas ojeras
merecían un café con medialunas.
Acaricié a Benito y bajé como estaba, en pijama, al Montecarlo.
Desde mi llegada a Buenos Aires ese lugar fue mi cocina, mi living,
mi comedor, mi cuarto de estudio, y a veces mi habitación. Fue testigo
de citas, de llantos con amigas y de crisis existenciales. He estudiado
para decenas de finales y le he echado la culpa de los desaprobados.
Ahí recibí la noticia de que tendría un sobrino y que el cáncer de mi
mamá había desaparecido.
Esa mañana cambié las medialunas por un tostado y me senté a mi-
rar la nada, como todos los domingos al mediodía. Una señora de unos
ochenta años, sentada en una mesa contra la pared, me miraba con una
sonrisa. La señora vestía un trajecito sastre muy elegante, un pañuelo en
el cuello y zapatos con taco chupete color beige. La miré y giré mi cabeza,
pero no había nadie detrás. La señora me miraba a mí, fijo, con una sonri-
sa llena de coronas plateadas. Bajé la mirada justo cuando rió con sonido.
— Perdón, pero sos igual a mi hija.— Me dijo, subiendo la voz mucho
más alto de lo que correspondía.
Sonreí sin emitir sonido y asentí. Supuse que se refería a su hija
cuando era chica, porque yo tenía veinte años y la señora podría ha-
ber sido mi abuela tranquilamente. Si ella tuviese una hija de mi edad,
sería lo que yo llamo una hija milagro. Y yo no lucía como una hija
milagro. María Milagros, la del grupo de jóvenes, era una hija milagro
y lucía (y se llamaba) como una.
— ¿Cómo te llamás?
Corrió su silla para quedar totalmente enfrentadas. No quería con-
testarle. No tenía ganas de hablar. Tenía sueño, solo quería un tazón
de café y un tostado, nada más.

109
— Yo me llamo Roberta.
Roberta volvió a sonreír. No me dio miedo para nada. Tengo un ta-
lento para que se me peguen los extraños.
— María —respondí.
— Como la Virgen.
Esa obviedad me encendió una lamparita. Sentí un calor en mí, una vi-
bración, algo que parecía provenir de fuera de mi cuerpo, pero que movía
cada una de mis células, que las animaba, que las hacía saltar. Me sentí
más liviana, y escuché muy clarito las siguientes palabras: Metro Cuadrado.
Cuando llegué a Buenos Aires una compañera de la facultad me llevó
a su parroquia, al grupo de jóvenes. Un poco por soledad y un poco por
curiosidad me fui acostumbrando a ir a misa, primero todos los domingos,
después todos los días. Caminaba hasta Santa Fe, subía y bajaba las labe-
rínticas escaleras de Carranza y un par de cuadras después llegaba a una
iglesia tapada de enredaderas que me recordaban el tapial de mi abuela
Elsa, el que compartía con Fini, la señora del kiosco. No entendía mucho
de religión, pero quería entender. Poco a poco empecé a involucrarme en
la vida parroquial, y en un retiro de Cuaresma pronunciaron esas palabras:
Metro Cuadrado. Se referían a la propia casa, al propio espacio de uno. A lle-
var las enseñanzas a donde es más difícil, porque claro, ninguno es profeta
en su tierra. Cuando escuché esas palabras supe que esa era mi tarea.
Tenía que hacerlo. Era una forma de estar un paso más cerca del cie-
lo, como si la religión fuese una especie de estafa piramidal, un man-
dala de rezos y evangelización.
En la casa de mis padres no funcionaría. Mi papá sigue siendo el pre-
sidente y único afiliado al Partido Comunista de mi pueblo y mi madre
es tarotista, aunque no ejerce. Mi abuela ya no escuchaba así que nin-
gún sentido tenía, y Fini, la del kiosco, era más católica que mi amiga Ana,
que tenía quince hermanos. No había nadie en mi entorno que quisiera,
o pudiera, ser evangelizado. Yo me sentía fatal. Sentía que mis lecciones
de religión, y mi potencial ascensión al cielo, se verían en peligro por mi
incapacidad de hablar de Dios con los demás. Pensé en ir a misionar a
algún pueblo norteño, con lo que podría sumar unos puntos, como mi

110
amiga Felicitas, pero sufro terriblemente el calor. Pensé en hablar a mis
compañeros de facultad, pero supuse que era más importante sobrevi-
vir a cuatro años entre esas paredes. Lo del cielo podía esperar.
Metro Cuadrado. Técnicamente, el Montecarlo era mi metro cuadrado.
Pasaba ahí gran parte del día, todos me saludaban por mi nombre y
a veces ni me preguntaban qué iba a pedir. Por lo tanto, Roberta era
mi oportunidad de ganar un pedacito de cielo. Sonreí, y le pregunté
si podía sentarme con ella. Pasaron los minutos y Roberta me contó
que era jubilada, que tenía un perro y un nieto y confirmó mi teoría
de que su hija no era una hija milagro. Mientras tanto, mi mente solo
pensaba en una cosa: en cómo hablar de Dios y ganarme el cielo. Te-
nía que hacerlo delicadamente, no quería espantarla, pero ella no me
daba ningún pie. Pensé en frases complicadas que desencadenaran la
conversación necesaria. Tenía que ser algo sutil, pero no se me ocurría.
Tenía que ser algo que no la asustara ni me hiciera sonar como un pas-
tor de madrugada.
— ¿Usted es católica, Roberta? —Bueno, al menos lo intenté.
Me dijo que ya no creía que Dios existiese, que habían pasado un
montón de cosas en su vida que Dios, de existir, no podría haber permi-
tido. Le dije que no era posible que pensara eso y que tenía que retrac-
tarse. Me miró severa y me dijo que a su edad no pensaba retractarse de
nada. Su gesto cambió rotundamente. Me di cuenta de que estaba firme
en su decisión así que no indagué más en la cuestión y le pregunté si re-
zaría un Padre Nuestro conmigo. Me miró extrañada, me dijo que se tenía
que ir, pero yo supe que era mentira porque una señora de ochenta años
no puede tener ningún lugar a donde ir y hacía diez minutos me había
dicho que vivía a media cuadra y que había salido a ventilarse. Mentir es
pecado. Le pregunté si me permitía darle una estampita y si me prome-
tía que la iba a poner en su mesita de luz con una vela. Me dijo que sí y
agarró la estampita de la Virgen de Luján mientras abrazaba su cartera
y dejaba un billete sobre la mesa, que significaría una propina excesiva
para el mozo. Mientras se iba, arrastrando los tacos chupete, le grité que
cuando prendiera la vela se acordara de mi, pero no me respondió.

111
Quizá me falta un poco de tacto para ser evangelizadora, pensé
mientras pagaba también mi café y mi tostado con el billete que ha-
bía dejado Roberta. Necesitaba más práctica, pero con los errores se
aprende y al menos me animé a hablarle.
Esa tarde, en misa, el padre Tomás habló sobre cosas que no en-
tendí, pero igual me dediqué a asentir con cara de circunstancia y a
llorar arrodillada, como hacía de costumbre, porque veía que el resto
lo hacía. A mí no me salía llorar porque sí así que solía recordar la vez
que mi vecinito Felipe tiró los cuatro cachorros que había tenido Man-
chitas al pozo ciego. Solía funcionar.
Cuando terminó la misa caminé con la misma cara de circunstan-
cia. El encuentro con Roberta me había marcado.
Llegué a casa y cuando estaba por abrir la puerta del edificio escu-
ché ruidos extraños y sentí un aroma particular. Solté la puerta y ca-
miné hacia la esquina. Pasé el Montecarlo, doblé hacia la izquierda, y
me encontré con un camión de bomberos, rodeado de gente, algunos
que conocía. Escuché a Horacio, el de la panadería, que decía que el
incendio había sido accidental y que se comentaba que había iniciado
en el cuarto principal. Rosa, la encargada del edificio lindero al mío,
dijo que había sido una tragedia.
Me seguí abriendo paso entre la multitud y llegué a divisar una casa
antigua, que ahora parecía hecha de carbón. De una puerta destruida
salían bomberos. A medida que salían, pateaban charcos de agua y
se sacaban los cascos. Detrás de ellos, dos personas con ambos em-
pujaban una camilla cubierta con una bolsa negra. Una mujer gritó.
Roberta tenía razón, era muy parecida a mi.

Paquita
Guillermo Félix
Argentina, 1989
Finalista

112
INTUICIONES Supongamos, señorita, que es un cuento. Que es
ficción (o sea, realidad potencial, pero muyyy). Que
nada de esto sucedió. Que usted no torcerá esa
mueca de sonrisa (que la hace tan bella) en busca
de fechas y correlaciones y recovecos de memoria
que confirmen que no, que no es un cuento.
Pero supongamos que sí es un cuento.
Un café está bien, gracias.
Le decía. El protagonista (llamémosle, Andrés) está sentado en la ofi-
cina que lo muere día a día. Ya se intuye: hombre común en ámbito ruti-
nario intentando eludir la apatía que comienza a carcomer una vida de
suburbios, colectivos, novia de zaguán y melancolía tanguera. Común.
Pero Andrés tiene en su mano un poema.
Aquí (sonrisa cómplice pero no, no, recuerde que es un cuento) us-
ted enarca las cejas. ¿Un poema?
Sí. No me pregunte el autor. Nunca me interesó la literatura, mu-
cho menos la poesía…
Pero parecía que ese trozo de alma y tinta lo huía de aquel gris de
oficina (lugar común+lugar común) y lo llevaba al sitio donde Andrés
quería estar.
O sea, con ella. Con la mujer que realmente entendería. Con la mu-
jer que le pide abandone ese tiempo de hormiga y se atreva a murmu-
rar el alarido…
Pero Andrés sabe que ella ni siquiera conoce de su existencia. Que
el abismo de un tabique de oficina es insalvable. Que nunca, nunca,
nunca podría…
O sea, imposible.
Dos, perfecto. Gracias.
Supongamos que Andrés sigue ahí. Con ese poema que le quema
(metáfora cursi, poco original y ligeramente burda) y esa impotencia
de seis de la tarde en repartición pública de ignotos escritorios.
Sabe que no se atreverá ojo a ojo. Pero quiere.

113
Entonces, cuando suena el timbre de vida y un ligero suspiro acom-
paña las partidas, Andrés se decide.
Sin preámbulos intrascendentes (ardid barato de cuentista medio-
cre) camina el metro y medio que lo separa de su oficina. Abre la puer-
ta. Respira su aire. Deja el poema.
El miércoles faltó sin aviso.
Hoy ella lo mira. Sabe. ¡Sabe!
Andrés enrojece. Baja la vista. Desordena sus papeles mientras ca-
rraspea sin sentido.
El corazón late, galopa, tirita, estalla. Levanta la mirada. Ella ya no
está. ¿Dónde está?
Se pone de pie. Asusta a sus compañeros por la brusquedad inaudi-
ta. Camina unos pasos. Abre la puerta. Ella no está. ¿Dónde está?
Sus pasos no piensan. Sale al sol. Esquiva un insulto y un chirrido de
asfalto. ¿Dónde está?
Mira hacia la otra vereda. Cree ver su misterio. ¿Es ella? Sí.
La sigue. Ella no camina lento. ¿Por qué, si es tan frágil?
Cruza la plaza, la casa, se sienta en un café.
Andrés no es Andrés. Por eso se sienta en la silla vacía de la mesa
de ella. Por eso no repara en su sorpresa e incomodidad de pupilas y
toma esas manos que apenas resisten. Por eso desgrana el verso que
alguna vez sangró para ella, para ella…
Cuando cesa la palabra, la mira a los ojos. Ella, siempre ella.
Después (tal vez lo ridículo de momento ayude) Andrés sale del
bar, de la oficina, de la vida y se va para siempre…
Pero siempre es demasiado tiempo para no saber.
Por eso abandona el bochorno de una timidez exacerbante y ave-
rigua su dirección. Por eso la espera esa tarde. Por eso la sobresalta
con su hola-se-acuerda-de-mí. Por eso cree morir con esa sonrisa de
reconocimiento, tan bella.
Supongamos que aquí termina el cuento. Supongamos que Andrés
y ella (ella, siempre ella) se encuentran de pie en ese umbral sin retor-
no. Supongamos que hace frío y comienza a llover.

114
Supongamos que ella le invita a pasar, que le invita a tomar un café.
Supongamos. Supongamos.
¿Cómo terminó esta historia? ¿Qué hago con ellos?
Por su sonrisa, señorita, intuyo que tiene la respuesta…

Caminante
Daniel Castrillo
Argentina, 1978
Finalista

115
UN CAFÉ Un asistente toma nota. Son más garabatos que le-
DE INTERÉS tras, la ansiedad le juega una mala pasada. No es
ARQUEOLÓGICO para menos.
Sucede que el análisis C-14 brindó resultados ines-
perados. El radiometrista sostiene que se debe a un
error pero no encuentra donde pudo estar la falla.
Haciendo caso omiso, el asistente sale a la carrera en busca del super-
visor en planta.
La muestra, un sobrecito de azúcar, se adjudica la increíble antigüe-
dad de cuatro mil años.
Al día siguiente, a primera hora, el equipo se reúne frente al Paseo
de Metodio y Carolina en cuya convergencia se sitúa el reconocido
Café de García. El jefe de arqueólogos, Müller, insistió en convocar solo
a profesionales de su confianza. A regañadientes la Comisión Inves-
tigadora Antropológica cedió al requerimiento y la expedición ahora
cuenta con doce expertos investigadores de campo y un equipo más
abultado que el de una banda de rock en gira mundial.
Müller envía al asistente a llamar a la puerta del lugar. El resto des-
pliega el arsenal de piquetas, lupas y escobillas. Descargan el baúl de
los picos y las palas pero el paleógrafo Weber cree que pueden pres-
cindir de las carretillas. Dos carpas se habían desplegado ya en la ve-
reda cuando al asistente le mandan levantar campamento y subir de
nuevo el equipo a los camiones. Müller protesta. Se enoja con el ayu-
dante que sin tregua llamó a la puerta durante las cuatro horas que
demoró el desembarco. Pero en el fondo sabe que no es culpa del mu-
chacho; no habla español y ese cartelito que notifica Domingo cerrado
hasta la tarde en prolijo fileteado bien pudo parecerle una imagen del
test de Rorschach.
Tras el traspié del primer día, el equipo reanuda la actividad y ahora,
habiendo certificado que los propietarios se harán presentes, instalan
un asentamiento con víveres para varios días. Müller mismo, acompa-
ñado de su bella traductora, saludan a los locales. Uno de los emplea-
dos sufre un ataque de pánico pero logran tranquilizarlo no sin antes

117
suministrale algunos sedantes. Fue necesario de toda la comprensión
de la traductora para hacerle saber que, a pesar del parecido del ins-
trumental, no había entre ellos ningún dentista.
El propietario, aunque amable, se niega a liberar la zona. Tal parre-
ce que el billarr es como una cerremonia, alude la traductora, que tam-
poco tiene muy en claro los porqué. Müller se ve obligado a esperar
el fin de la partida. Mientras, noticia a su gente que se tratará de lo
que en arqueología se denomina una excavación sucia. O sea, que el
sitio no se puede aislar. El biólogo, un platense y uno de los tres ar-
gentinos de la expedición, hace notar a sus compatriotas que en una
excavación limpia uno se ensucia pero que en esta excavación sucia
nadie se iba a manchar. Los tres argentinos se ríen de la ocurrencia y
Müller, ofendido, les increpa a compartir el motivo de la juerga. Los
argentinos callan. Por respeto. Y porque los alemanes no entienden
de ironías.
Les lleva toda la mañana emplazarse en la calle Sanabria. Las de-
moras no programadas son habituales, Müller sabe. Pero lamenta el
tiempo perdido en la negociación con esa señora que amenazó con
baldear la vereda donde se sitúan los equipos eléctricos. Llegado a un
trato, la señora accedió a formar parte de la fotografía grupal de la ex-
pedición que tomaron para la posteridad.
El interior de sitio en cuestión está completamente revestido con
posibles restos arqueológicos de la más variada diversidad. Mientras
que a Müller se le hace agua la boca, Smithson, un veterano expedi-
cionario finlandés, teoriza acerca de un microcampo magnético que
retiene los bártulos contra las paredes. Pero solo están clavados.
Dieciséis horas tres minutos; se ficha un hallazgo que sorprende
por el buen estado. Smithson le pasa la escobilla más por rito que por
necesidad. Es de aspecto cristalino, botelloforme: similar a un alambi-
que, con un cuello angosto y recortado, cubierto por una rejilla sintéti-
ca. El empleado con fobia a los profesionales dentales afirma conocer
su función. La traductora comunica a Müller que se trata de una primi-
tiva bomba hidráulica, impulsada nada más y nada menos que por un

118
gas encerrado en su interior. El hallazgo, especula Müller, revoluciona-
rá la Ley de Boyle. Pero todo se desmorona cuando el empleado vierte
tan campante el contenido en un vaso medio lleno de vino y un chorro
de espuma se derrama en un radio de dos metros, comprometiendo
la muestra. Ahora contaminada, irá a parar a un museo sin poder pro-
bar su autenticidad.
Más allá del inconveniente, otros hallazgos reaniman a la expedi-
ción. Uno de los colegiales de Cambridge tropezó con un lote de armas
de fuego antiquísimas junto a restos de animales que seguramente
fueron blancos de sus proyectiles. Extremando los cuidados (evitan-
do sobre todo a los locales, que demostraron un total descuido en la
manipulación de muestras), el lote fue enumerado y transportado a la
seguridad de los cofres de contención. Los restos animales, presume
el biólogo platense, pueden ser de naturaleza ovina pero no descarta
que se trate de faunos.
Veinte horas doce minutos. Un descubrimiento que agitó aún más
las aguas del misterio: restos óseos marinos. El conjunto de tres man-
díbulas de escualos llevaron a conjeturar que El Café de García alguna
vez estuvo bajo el nivel del mar. Müller lamentó no haber convocado
a ningún oceanógrafo para integrar el plantel. Nunca se lo perdonó.
La lluvia del miércoles obligó a la expedición a guarecerse en el
campamento. Pero lejos de perder el tiempo, Smithson y los colegiales
de Cambridge archivaron más de treinta elementos de suma extrañe-
za. Entre ellos un raro y antiguo farol, similar a la de ciertas embarca-
ciones. Esto profundizó la hipótesis que, en un incierto pasado, existió
una vía fluvial en la calle Sanabria. Müller permitió a su gente tomar-
se libre la tarde y un grupo, entre ellos los argentinos, se sirvieron un
merecido recreo justamente en el café. Lamentablemente un alterca-
do con los nativos del Café de García por una partida de billar puso
en riesgo la continuidad de la investigación. En la mañana del jueves,
Müller obligó a los miembros argentinos a disculparse con los nativos.
Tras un tenso parlamento, obtuvieron finalmente el visto bueno para
seguir en sus estudios.

119
Para sorpresa del jefe de arqueólogos, a las diecinueve en punto, el
propietario del lugar suspendió las labores hasta nuevo aviso ya que
requeriría del espacio barrido y presentable. Desde entonces y hasta
el domingo inclusive, el café recibiría peregrinos a la hora de la cena.
Algunos, como el antropólogo Julien, compartieron gustosos la tertu-
lia de comensales pero el grueso de la expedición regresó a las carpas,
nerviosos por ver reducidas las horas de trabajo.
El viernes Julien abandona la expedición y su carrera en antropo-
logía para asentarse por tiempo indefinido en el barrio. Publicaría
más tarde y de manera independiente La picada de los 13 platitos; un
bestseller culinario traducido a más de doce idiomas.
Otro de los colegiales de Cambridge dio con ruinas de una vieja vi-
vienda. Si las leyendas del lugar son ciertas se trata del edificio funda-
cional de un viejo asentamiento. Incentivados, Müller ordenó un rastreo
completo con las sondas, con intenciones de hallar más bajo tierra. Las
lecturas dejan mudo al equipo. Y luego decepcionan. Las curvas arroja-
das por el radar subterráneo de alta frecuencia observaron fuertes so-
bresaltos que, como lamentablemente descubrieron más tarde, coinci-
día con los horarios en que el 114 pasa por Beiró.
Müller regresó el sábado a rendir cuentas a la comisión que lo re-
cibió con todos los honores. Fuentes dentro de la Comisión Investiga-
dora de Antropología Internacional afirman que en el Café de García
se ha descubierto la fisura temporal más antigua del mundo. Los bo-
letines científicos titulan “La ventana al pasado de Devoto”. La noticia
sorprende al mundo entero. Salvo a los parroquianos del Café de Gar-
cía, que ya lo sabían.

Milo A. Russo
Mariano Sainato
Argentina, 1983
Finalista

120
TESTIGO Noche fría, viento suave al que no se le permite entrar,
MUDO que acaricia las manijas de la puerta que recibió mi-
les de saludos y apretones de mano, todas anónimas,
pero conocidas, asiduos y eventuales concurrentes.
Parecía que nadie tomaba conciencia de ello, a excep-
ción del sargento primero de la policía de la ciudad.
Persiguió a Eduardo Zanzotti, conocido capo mafia de la Cosa Nostra
rama local, encargada de guarecer a los más peligrosos criminales y ase-
sinos a sueldo que la familia empleaba a lo largo del mundo. Habían ele-
gido la Argentina como refugio por cuestiones culturales, gran cantidad
de paisanos radicados especialmente en la llamada República de la Boca.
Zanzotti había desaparecido en la década del noventa, su auto ha-
bía caído al Riachuelo luego de que saliera de la fiesta de casamiento
de su sobrina Carmela. Su cuerpo al igual que el de su esposa nunca
fue encontrado.
Si había una costumbre que no perdía Zanzotti era la de tomar un
ristretto en su café favorito, el Café Roma, paradójico ¿no? Il capo della
Cosa Nostra tomaba café en el Roma. ¿Quién entiende a los italianos?
El sargento al enterarse de esto, en sus ratos libres de servicio mon-
taba guardia en el café. Así se hizo habitué, lo conoció primero y lo
amó después. Comenzó a entender por qué Eduardo (si ya era Eduar-
do para él) atendía sus negocios en ese lugar.
Pasaron los días, los meses y ninguna novedad, nadie con su des-
cripción, nadie parecido. Las dudas comenzaron a rondar su cabeza.
Se acabó, nunca lo atraparía, se había esfumado, evaporado. ¿Y cómo
no iba a ser así si él mismo era un maestro en ese arte?
De seguir en el lugar, nadie hubiera cambiado este café por otro, im-
possibile, hay cosas que los hombres no cambian. Como las costumbres, el
amor por el país de origen, el equipo de futbol, las huellas dactilares las…
Eso es, pensó el sargento: podrá cambiar su cara pero no las huellas
dactilares, y en ese instante posó sus ojos sobre algo que nadie deja
de agarrar, empujar o acariciar en un bar… la puerta de entrada, testigo
mudo de quienes son concurrentes al lugar.

121
Fue así que en sus francos comenzó a trabajar en el bar como mozo,
tomando por costumbre algo que causaba gracia al encargado, que
era limpiar constantemente la puerta, lo cual aprovechaba para tomar
muestras de las huellas. “La vas a gastar”, gritaba desde atrás de la barra.
Siempre le llamó la atención los vidrios curvos de la entrada, los marcos
en madera prolijamente cuidados a pesar de los años, todo hacía juego
con el interior, era un viaje a otras épocas, sus paredes sin revocar llenas
de recuerdos. Una cápsula del tiempo sin esconder y abierta al público,
traían al presente productos y palabras declaradas obsoletas por su falta
de uso. Una auténtica clase de historia sin maestro y sin examen.
Siguió pasando el tiempo, sin novedad de Eduardo, la gente cambiaba,
algunos habitués pasaban por última vez por la puerta en su cortejo fúnebre,
mientras su bebida favorita permanecía servida en su mesa de costumbre.
Sin darse cuenta y obsesionado (a pesar de que se lo negaba a él
mismo) dejó de pertenecer a la fuerza, dejó de trabajar como mozo, lo
que nunca más pudo dejar fue el ir todos los días al Café Roma, cami-
nar por las calles de La Boca y recibir el afectuoso saludo que solo se les
otorga a quienes se los considera parte del barrio.
Los mozos cambiaron, todo cambió, menos dos cosas: el bar y su encar-
gado. Un día, sentado en una (su) mesa, obviamente mirando a la puerta
como siempre, se le acerca el encargado y se sienta a conversar de viejas
anécdotas y recuerdos, y ya eran tres a la mesa, ellos y el propio bar.
—¿Sabe a quién nunca atendí? —Le preguntó al encargado.
—A Usted. —Se respondió. El ex sargento, abandonó su postura y dejó
de ser ex mozo y tomando una bandeja y un repasador blanco que colgó
prolijamente en su antebrazo derecho preguntó:
—¿Qué se va a servir el señor? —El encargado sonriendo y en un perfecto
italiano con acento sureño respondió:
—Un ristretto.
Vladimir Matkovik
Alejandro Timorín
Argentina 1970
Finalista

122
BILLARES, Lucerna dice el cartel de enfrente. Ropa informal. Un
BAR, jacarandá se empeña en recortar la vidriera con una
BILLARES rama ya más verde que violeta. Los viejos de siempre
le dan a los tacos en el fondo del bar, al trago en la
barra. La mugre de las paredes puerilmente se disi-
mula con un par de cuadritos que muestran manos
y fichas de dominó, manos y cartas; otros, algún postre suculento.
Las columnas, que sostienen un techo altísimo, pretenden allá
arriba una gloria que la infame venecita de su base se apresura a
desmentir. A veces pasa eso también con la gente, la pura gloria en
el lugar más apartado, la pura infamia asidua tarea de entrecasa.
El café sabe sabroso. ¿Cómo imaginarlo? Toma el último sorbo y
con la cucharita saborea el resto de la espuma. Se limpia los labios
con la punta de la lengua. Mira la barra. Casi sin proponérselo envi-
dia la ginebra apenas susurrada, la sonrisa desdentada de un viejo
muy viejo, el guiño de otro menos viejo con boina vasca y bigotes
cargados de otra espuma, los tacos teñidos de azul, la concentra-
ción, la puntería. Sin embargo, la ventana abierta, la roña del marco
de madera sellándole el antebrazo con una delgada línea de polvo,
logra una felicidad fuera de tiempo. Está increíblemente adentro.
Un flaco y un petiso pelado transportan un carrito de venta de
panchos. Se ven graciosos, uno tirando de un piolín y el otro tra-
tando de mantener el equilibrio sobre un par de ruedas de bicicle-
ta. El 24 frena con un chirrido que asusta, pura cháchara, el semá-
foro lo espera tranquilo. Una piba joven, hermosa, saluda desde
la vereda de enfrente. Su sonrisa y sus tetas cruzan por el medio
de la calle, sobrevive. El regocijo del tipo saludado se derrama en
un beso, un abrazo, pero allí nomás se quedan las ganas de que
suceda lo que no sucede. Una breve charla, palabras que no dicen
nada, un beso rápido en la mejilla y el regreso a la barra, a la gi-
nebra, al susurro. Con la rubia teñida de remera de leopardo, que
acaba de entrar, parece haber mejor suerte. Los ojos del tipo se re-
godean saltando de una teta a la otra, aunque sean más pequeñas

123
que las de la chica hermosa. Falsa alarma, toda la elaborada se-
ducción derrapa ante la desesperada necesidad de monedas para
el teléfono. Los números ciegos, el auricular, mugriento y oloroso,
se llevan arrumacos y deseos.
Una roja luminosidad recién nacida la obliga a volver la mirada
hacia la ventana. La avenida Corrientes se va vistiendo de noche de
sábado. El violeta de las flores ya no se distingue. El local de ropa
informal articula su nombre entre neones. Deja de escribir. Apoya la
birome sobre las servilletas de papel para que no se vuelen. Camina
despacio, el baño en el fondo, le indica el tipo.
Un grupo de orientales, no sabe si chinos o coreanos, juega al
billar con la seriedad de los que saben. Se descubre también en-
vidiándolos. Un mármol símil lápida, en medio de una pared des-
cascarada, escupe el nombre del bar, San Bernardo. Un tal Natalio
Stanislawoski es o ha sido el dueño. Los metegoles, cuatro, desiertos,
no la promesa del mar en el nombre elegido por el tal Natalio, le
traen una estúpida nostalgia de campamento.
El fondo está muy al fondo, a la altura de las mesas de ping pong
también desiertas. La luz está encendida, un alivio. La oferta de pa-
pel y jabón alientan. Entre el inundado y el defecado debe elegir
el segundo, el vestido casi roza sus sandalias. Logra aligerarse sin
salpicadura, sin suciedad. Se demora lavándose las manos, lo hace
adrede, hasta que escucha los pasos. El tipo se acerca decidido, no
va a permitirse una tercera desilusión, ella lo sabe. Lo supo cuando
le indicó el camino. Esa sutil pero certera cuota de lascivia en sus
ojos fue suficiente.
La puerta se cierra, ella apenas termina de secarse las manos. El
vestido no ayuda pero la pericia del tipo resuelve rápido. Lo deja hacer.
Agradece la ausencia de espejo. Con una toalla de papel se limpia el
rastro de semen que corre por sus piernas.
Vuelve a la mesa. Una brisa prometedora de lluvia se cuela por la
ventana. La birome ha rodado hasta toparse con el servilletero metálico,
sigue en la mesa, pero las servilletas están desparramadas en el suelo. El

124
mensaje que Sting guarda en una botella llega para acunar las curdas,
como la noche, recién nacidas. Mira a los viejos, ahora más animados,
ya conocedores de todos los secretos susurrados. Lo propio y lo ajeno,
la hibridación, piensa, dándose aires de la intelectual que no es. El pen-
samiento no termina de redondearse, un chino, o coreano, con guaya-
bera le pide fuego. Es agradable ver la brasa incandescente recortada
en el marco de la puerta, al lado de su ventana. Se acuerda del ABC de
Canning, ¿también tenía billares? No le importa, sacude la cabeza para
borrar la imagen. No puede. El olor a ginebra le duele como si fuera nue-
vo. Ella está sentada en el umbral mientras su mamá vuelve una y otra
vez al mismo intento. A veces sale acompañada por su papá que apenas
la mira, y por el enojo, claro; a veces el maquillaje corrido y la garganta
sin voz dan cuenta de su derrota. Siempre añoró ese vaso de vidrio grue-
so con el líquido transparente que seduce a su padre más que ella. La
risa debajo de esos bigotes tan tupidos, tan de él, se le revela más feliz
tras esa puerta prohibida para la niña que entonces es ella.
El oriental le dice algo que no entiende mientras pisa con ahín-
co el pucho en el mármol blanco del umbral y lo patea a la vereda.
Le sonríe y entra. El vaivén de la puerta al cerrarse hace bailotear a
las servilletas bajo la mesa. Se agacha a juntarlas cuando escucha “el
café corre por cuenta de la casa”. Entonces no lo duda, se acerca a la
barra, y aferrándose a sus papeles arrugados, pide casi gritando “una
ginebra”. El viejo desdentado la invita con alegría. El otro ya no es na-
die. El aliento del amante furtivo todavía le abriga el alma. Se sienta
en el taburete y se deja disfrutar el momento. Es recién cuando sus
ojos se cruzan con los del viejo que empieza a temblar y casi en un
susurro agrega “con soda, por favor, sola… sola no me atrevo”.

Leónidas
Claudia Vespa
Argentina, 1961
Finalista

125
126
UN POETA No está solo, lo acompaña una lluvia. Que cae nada
ENTRE más que para que él no tenga que llorar. Escribe en
LA LLUVIA un cuaderno insignificante, con un bolígrafo azul
DE LA como la noche, los auriculares le tocan la música
MADRUGADA que lo tiene de protagonista. Es que uno a veces
puede ser un tango, o un jazz, o un blues. Yo mis-
mo he sido un bolero, y un día, lo recuerdo bien, me animé a mostrar-
me en un riff.
No es una formalidad, la botella de vino iluminando la mesa es
un farol de uvas muertas. El cigarrillo entre sus dedos, echando fan-
tasmas al ambiente, es una luciérnaga rubia en la oscuridad del mo-
mento. Los coches pasan a su espalda, levantando el agua de la calle,
llevando los charcos a la acera, mojando los postes solitarios de las
paradas de colectivos, sin nadie que esté por volver con su frente mar-
chita. La madrugada es del poeta, es de él y su misión de la hora: dejar
un papel grabado con lo que salga del ánimo, que dicta como un esta-
dista a su edecán.
Tiene un libro en la mesa. No lo mira, ha de saberlo de memoria.
Observa su muñeca, su reloj, son las cuatro y media. Lo sé porque yo
hago lo mismo, y cuando levanto la vista descubro que me está miran-
do, y que anota en su cuaderno. Algo de mí quedará en su tinta azul,
en la madrugada del poeta entre la lluvia de la madrugada. Algo de él
está aquí también.

Suriani
Carlos Rodríguez
Argentina, 1974
Finalista

127
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TRILOGÍA Llegué temprano a la calle Rincón al 79. La clásica
PORTEÑA librería Aquilanti era anfitriona del evento. Fui tes-
tigo del murmullo de la organización, sillas que
iban y venían, un micrófono que apenas amplifica-
ba el “1.2.3 probando” y Joaquín, austero y sombrío
fumando a un lado de la mesa revestida de tercio-
pelo. Era magnético, llevaba pelo largo y entrecano, olía a una mezcla
de café y tabaco. Al escuchar la prueba de sonido se mordió levemente
su labio inferior. Ese gesto sutil, me resultó excitante.
Joaquín Santos presentaba el último libro de la exitosa saga Trilo-
gía Porteña. Yo sabía de su odio a esta clase de eventos concurrido por
críticos y fanáticos de ocasión. Sentía conocerlo tanto a través de sus
palabras, que pensarlo me llenaba de esas certezas.
El lugar teñido de ocres y tapizado de libros, se llenó pronto. En un
costado, yo sostenía mi ejemplar de tapa dura contra el pecho, sintien-
do como iba y venía al compás de mi agitación.
Había planeado tantas veces encontrarlo, incluso repasaba en mi
mente diálogos que podía usar al presentarme. Al terminar el evento,
todas esas ideas se amontonaron y revolvieron en mi cabeza. Me acer-
qué, le di mi libro para que lo firme. Joaquín me observó sobre los len-
tes, sus ojos destellaron en un verde cínico. Atropelladamente le dije:
— Las margaritas tenían pétalos pares por eso, el amor entre ellos era
imposible.
Su cara se transformó. En la primera novela de la trilogía, Ana co-
noce al protagonista mientras desoja una margarita en la mesa de un
bar. El romance entre ellos navega en concreciones y desencuentros
durante toda la literatura de Santos. Esa escena, estaba segura, antici-
paba el desenlace fatal de la historia.
La frase quedó en el aire. Santos con una voz grave lanzó:
— ¿Cuál es su nombre? — Hizo una pausa, suspiró y continuó— Mu-
chas personas me leyeron, incluidos críticos de mi obra y Ud. es la
única mujer que señaló la escena más importante de la trama, la que
describe la soledad ansiosa y absoluta del desamor.

129
Se me nubló la vista. Yo era entonces “la única mujer”. El mundo
que siempre me resultó un desconcierto de objetos y seres inútiles,
de pronto cobraba sentido en las palabras del hombre que, ahora me
escribía, en la primera página, una dedicatoria:
“Para Ángela, mi pétalo impar”, decía la leyenda.
Un tipo de saco bordó se acercó y le dijo algo al oído. Joaquín, bal-
buceó una disculpa, se levantó y lo siguió hasta la vereda. La profunda
intimidad que estábamos viviendo, quedó rota.
De pie, detenida, en medio de la librería, lo leí otra vez, “Para Ángela,
mi pétalo impar”. Joaquín estaba diciéndome que nuestro amor era
posible. Lo volví a leer, “impar”. Hubiese elegido otra palabra pero es-
cribió “impar” y antes había dicho “única”. Podría haber escrito solo mi
nombre. ¿O acaso escribía eso en cada ejemplar? La duda me atormen-
tó. Fruncí el ceño. Giré sobre mis tacos. A mi derecha, una mujer rubia
con mucho spray charlaba con otra. Ambas gesticulaban exageradas,
se mostraban el libro firmado y reían. Me acerqué increpándolas:
— ¿Qué escribió Santos en sus libros? Muéstrenme la dedicatoria.
Les saqué los tomos de las manos antes que me los entregaran.
Pasé compulsivamente las hojas. A una de ellas Santos le citó una
frase de Sábato, no me importó, a otra le decía “A tus labios de mu-
jer”. Arrojé el libro al piso. Las chusmas me lanzaron una mirada fe-
roz. No me quedé a escuchar sus groserías. Salí impulsada, por un
fuego blanco. Al llegar a la vereda comprendí, con espanto, que Joa-
quín se había ido.
Volví a mi casa, caminando por Rivadavia en medio de una bruma in-
grata. Compré cigarrillos cerca de la entrada al subte, en la estación Pas-
co. Había dejado de fumar hacia cinco años. Llegué y sin prender la luz,
comencé a analizar todas las posibilidades. Casi no dormí esa noche.
Fumaba. Repasaba cada detalle de lo ocurrido y lo que sabía de Joaquín.
Leí en internet todos los artículos que lo mencionaban. Lo seguía
en redes sociales, pensé en mandarle un mensaje por esos medios
pero nuestro encuentro merecía un reencuentro. Nos habíamos visto
a través de nosotros mismos.

130
Busqué con desesperación algún indicio en fotos posteadas por
Joaquín o en las tomadas por revistas. Siempre aparecía escribien-
do en un bar, junto a una taza de café. Si descubría cuál era ese bar
lo encontraría. La idea me pareció brillante. Otro cigarrillo. Bus-
qué mi libro. Volví a leer “mi pétalo impar”, “impar” antes me dijo
que era la “única mujer”, “única, uno, impar” todo cerraba. Toda-
vía no amanecía y anoté en un papelito amarillo “Está en el Café”.
Agregué puntos suspensivos. Me serví una medida de whisky en
una taza. Dos medidas. Me dispuse a una observación más deta-
llada de esas fotos.
En su mayoría eran primeros planos. Una fracción de luz repartida
en colores como un sol central. Una porción de abrazo en un vitreaux.
Baldosas enlazadas en sus curvas. Mesas de color marfil.
Una capturó mi atención. Un terrón de azúcar sobre una cuchara,
al pie de la taza un idéntico cuadrado, envuelto en papel blanco con
un perfecto doblez. Lo supe, era el Café de los Angelitos. Siempre lo
fue. El café que llevaba mi nombre, el lugar de Joaquín y sus letras.
El bar con atmósfera de tango, y ecos de lecturas sobre Borges, y
Arlt, un espacio de las tertulias y encuentros entre Heker y Abelardo
Castillo. Notable, vestía la esquina de Rivadavia y Rincón, a media
cuadra de la librería que había desatado nuestro encuentro.
En las semanas siguientes, el mundo exterior dejó de existir para
mí, excepto por mis salidas al Café de los Angelitos. Al entrar por pri-
mera vez, una nota de violín en fuga me había atrapado. Podía sentir
que en esa esquina, Joaquín me esperaba.
Iba cada tarde, me dejaba contar la historia en blanco y negro por
los cuadros con imágenes de Gardel y muchachos sonrientes de cin-
turones altos. De perfil el Polaco Goyeneche me recordaba su canción,
mientras Tita miraba desafiante a una Buenos Aires de calles angos-
tas, surcada por un tranvía próspero.
Al poco tiempo, mi propia Trilogía se completaba con el Café, el
tango y la literatura. La voz del Zorzal, habitaba en el aire de ese bar
que me pertenecía y me colmaba.

131
Los mozos aprendieron mi nombre y con un guiño me traían el cor-
tado mitad y mitad. Leía y esperaba. Al final, hacía un gesto de escribir
en el aire. La cuenta. Ese lenguaje compartido y singular, sellaba mi
identidad porteña.
Un día cualquiera, mientras dejaba que un terrón de azúcar cambia-
ra de color al sumergirse en el segundo cortado, Joaquín Santos llegó.
Entró devastado por un temporal que abrazaba la ciudad. Traté de man-
tener mi lucidez mientras me acercaba. El acomodó su paraguas y al pasar
sus dedos finos por la frente me vio, de pie, temblando junto a su mesa.
— La margarita —fue lo único que pude decirle.
— ¿Qué margarita? —murmuró mientras hacia un gesto al mozo.
Sentí que mis piernas se aflojaban. ¿Cómo era posible que no me
recordara? Y peor aún, cómo era posible que no le hubiera dado la me-
nor importancia a mi comentario.
Una fuerza superior me llevó a sentarme en su mesa. Quise gritar
que el universo era solo un conjunto de fuerzas inconexas excepto por
él y por mí y por este bar que nos unía, que no podía ser solo una ilu-
sión. Pero mis labios no se movieron.
Joaquín se acercó tanto que pude sentir su respiración:
— No advertí que hablaba de la escena de mi libro.
— ¿Me recuerda? —pregunté con los ojos ciegos de ansiedad.
— La recuerdo constantemente.

Mora Quintana
Stella Maris Leguiza
Argentina, 1976
Finalista

132
TRAGEDIAS La tarde, fresca y triste, amenaza con contagiarle
A la melancolía. Ordoñez camina con la mirada en
DESTIEMPO el piso, observando sus pies patear las hojas des-
parramadas sobre el cemento de la Plaza Manuel
Belgrano, sin prestarle atención a la estatua del
prócer que desde lo alto del monumento debe
estar debe sentir vergüenza ajena. Mientras espera en la vereda que
pase un auto por Vuelta de Obligado para poder cruzar, observa la
cúpula de la Parroquia de la Inmaculada Concepción, no con la admi-
ración que correspondería, sino con indiferencia inexplicable. Lleva
las manos en los bolsillos y va perdido en sus pensamientos.
Bajo la arboleda, que se ha vuelto ocre cuando en general destila
verde intenso, camina hacia la puerta de Casa Watson, haciendo un
paneo para detectar la presencia de Samanta. No la conoce personal-
mente y ella tampoco a él. Apenas unas fotos turbias editadas que se
enviaron por las redes sociales y que son el único parámetro físico que
tienen del otro. Aunque no lo parezca, está entusiasmado con el en-
cuentro. En la terraza exterior todas las mesas están completas, pero
no hay nadie interesado en su presencia.
La fachada del lugar, con ladrillos a la vista erosionados por el paso
del tiempo, tiene un aire a restos arquitectónicos de una ciudadela re-
cientemente desenterrada.
Pasa por debajo del arco y accede a la recova donde hay varias
mesas alineadas y ocupadas. En una de ellas, una mujer con un
vestido verde claro levanta la vista y le sonríe, dándole a entender
que lo está esperando. Por suerte para él, ella lo identifica primero,
evitándole la situación incómoda de tener que saludar a cada mu-
jer sola sentada en una mesa. Al principio no la reconoce porque
lleva un peinado diferente al de la foto, que la favorece y resalta sus
virtudes. La saluda con un beso en la mejilla y luego se desparrama
en el asiento de al lado, sin intentar fingir distinción ni aparentar
elegancia impropia.
—Hermoso lugar —dice ella para romper el hielo.

133
—Hermoso todo —responde, en un intento de piropo camuflado que
a ella no la intimida, sino todo lo contrario.
—No había venido nunca. Me gusta mucho —comenta Samanta y
vuelve a sonreír.
—Este edificio es una mamushka de edificios más antiguos —dice,
mirándola, esperando que pida una explicación adicional.
—Si abrimos Casa Watson, adentro encontramos el Bar Capisci y cuan-
do abrimos Bar Capisci aparece El Hotel Watson —continúa Ordoñez
ante el silencio.
—No entendí del todo —dice ella, mintiendo parcialmente para que
le siga explicando.
—Digo que si agarrás una lija fina y empezás a desgastar la pared con
paciencia, te vas a encontrar con edificios históricamente invaluables.
Y debajo de todo, con una tragedia —le cuenta, provocando curiosi-
dad en ella, que lo mira interrogativa.
Piden dos capuchinos italianos cuando el mozo se acerca a la mesa y
luego lo ven desaparecer zigzagueando con celeridad dentro del salón
principal que, dicho sea de paso, siempre le provoca llamativa admiración.
La increíble mezcla de estructura histórica y estética moderna dentro del
recinto central lo cautiva en cada visita. Es como si las costuras existencia-
les del local se hubieran empezado a deshilachar, dejando escapar distin-
tas épocas a través de los resquicios del paño temporal. Como si algunas
mesas pertenecieran al siglo XXI, las paredes al XXI y la iluminación al fu-
turo, todo conjugado dentro de un salón enorme. Piensa esto mientras se
dirige a los baños. Le llama la atención un hombre que lo adelanta por su
derecha, a tranco veloz, trajeado a la antigua, sacado de una película en
blanco y negro o antes. Muestra cadencia añeja al caminar y los colores
de su atuendo tienden a tonos sepia. El hombre parece alterado y se diri-
ge a un mostrador de recepción que Ordoñez jamás ha visto en sus innu-
merables visitas a Casa Watson. Con extrañeza alterna su mirada entre el
mostrador, el hombre que se encuentra detrás del mismo y el tipo recién
llegado. Visto así, parece el hall de entrada de un hotel y no de un bar. Se
acerca prudentemente y alcanza a oír algunas líneas.

134
El tipo se presenta como Carlos “algo” y pregunta acerca de una
habitación. Del otro lado del mostrador el hombre se presenta como
“Thomas Watson, dueño del hotel” (eso lo escucha claro) y le comenta
que la habitación se encuentra en el primer piso. Ordoñez piensa que
se trata de una broma o de una obra de teatro callejera dentro del esta-
blecimiento. Hasta donde recuerda, Thomas Watson fue el fundador
de El Hotel Watson, edificio que, tras varias remodelaciones y ciento
cincuenta años, se trasformó en Casa Watson, el bar en el que ahora
se encuentran. Si el hombre fuera realmente Thomas Watson, debe-
ría estar rondando los ciento noventa años (por su aspecto, muy bien
llevados), aunque no aparenta más de cuarenta. Espera a ver como
siguen las cosas, aturdido y atónito. Thomas le señala una escalera a
Carlos “algo” (que Ordoñez tampoco había visto nunca) y le menciona
la planta alta. Aunque Ordoñez sabe que Casa Watson no tiene planta
superior (solo un entrepiso), ve como el individuo sube y se pierde en
el pasillo. Un hombre puede impostar ser el dueño fallecido hace dé-
cadas de un hotel, estamos de acuerdo, pero un edificio no puede fin-
gir, bajo ninguna circunstancia, tener una inexistente planta superior.
Sabe que el Hotel Watson poseía dos plantas originariamente, pero el
primer piso fue demolido en algún momento de la historia. Al menos
así eran las cosas, pero ahí está el primer piso, al final de la escalera.
Mientras piensa esto, se le detona un recuerdo fundamental. Evoca la
historia trágica en el hotel, allá por 1878 o 1880, y luego comienza a
temblar. Si esto no se trata de un sueño o una broma inverosímil, el tipo
que acaba de subir se llama Carlos Scheiber y está a punto de desatar
la tragedia. Ordoñez vuelve apurado a la mesa donde lo espera
Samanta. Al principio tartamudea y no sabe por dónde empezar. Fi-
nalmente trata de explicarle lo que cree que está sucediendo. Saman-
ta lo observa y en su semblante se entrevé duda, perplejidad, aunque
lo descoloca la suspicacia en sus ojos. “Nunca me pusieron una excusa
más estúpida para borrarse”, dice Samanta, tomando la cartera entre
sus manos como si se la fuera a robar. A pesar de la humillación, Ordo-
ñez insiste. En Casa Watson nadie se da por enterado de lo que ocurre.

135
Cada cual en su tema. “Esto termina en tragedia”, dice Ordoñez, en voz
baja. “Ya lo creo”, responde irónica, Samanta. “Un hotel del 1800 que
resurge, con sus personajes, en el salón de un bar, 150 años después.
Clarísimo, ¿no?”. Luego se levanta y sale del bar. Ordoñez entra corrien-
do al salón, justo para escuchar los dos disparos que se propinan en
la planta superior los amantes Teresa Scheiber (esposa de Carlos, el
tipo al que Ordoñez vio subir las escaleras) y Julio Rohlfs, cuando son
descubiertos en medio de su amor prohibido, en una habitación del
hotel. La gente, al oír las explosiones, se levanta de las mesas y corre
fuera del lugar. Cuando luego se los consulte por el incidente, todos
dirán que escucharon dos explosiones en la cocina, posiblemente algo
relacionado con el gas.
Ordoñez, al girar sobre sus talones para salir, se cruza con un hombre
(también en matiz sepia), que sube las escaleras a paso firme. Se trata
de Vicente Castañeda, un médico español que intentará dar a luz al hijo
de Teresa (que se encuentra embarazada). Ordoñez aún no sabe esto,
pero lo sabrá más tarde, cuando lea más en profundidad la historia.
Se reirán de él cuando explique lo que pasó realmente. Lo tomarán
por loco o desequilibrado, pero así fueron las cosas. Como el local es-
tuvo cerrado unos días, nunca supo cómo concluyó el incidente y no
tiene evidencias de nada.
Lo que más le duele es haber acertado el pronóstico. “Esto termi-
na en tragedia”, le dijo a Samanta. Ella no atendió más los llamados
y jamás la volvió a ver. También hubo otra tragedia, con dos amantes
muertos, pero casi ni le importa.

Monquiborn
Sergio Simionato
Argentina, 1975
Finalista

136
ENTRE Venía caminando distraídamente por la calle Perú
LIBROS Y cuando, poco antes de llegar a Moreno, un cartel en
UN PEBETE la ochava sur la detuvo en seco. Tuvo que leerlo una
DE JAMÓN y otra vez hasta convencerse de que estaba des-
CRUDO pierta. Tantos años fuera de su ciudad, añorando
cada esquina, cada árbol, que ahora solo vivían en
su recuerdo. Y sin querer, sin buscarlo, esa esquina de Perú y Moreno
venía a su encuentro para devolverle un bien que creía perdido.
Entonces volvió a verse sentada frente al escritorio con forma de
atril, esperando que se encendiera la lucecita, el guiño anunciador de
los libros pedidos. Y se vio repantingada en el enorme sillón de cuero,
repasando las estanterías repletas de tomos encuadernados mientras
esperaba los libros. Una vez más se vio tomando apuntes, fichando
datos… hasta que el runrún del estómago le anunció que era tiempo
de la pausa. Y nuevamente se vio cerrando los libros, poniéndose el
abrigo y saliendo de la Biblioteca.
Va hasta la esquina, cruza la calle y enfila por Perú, como todos los
mediodías de ese mes de julio, y se detiene al llegar a Moreno. Enton-
ces entra al bar, raído y entrañable, y se dirige a su mesa favorita, junto
a la ventana. Como cada mediodía, mientras espera que la atiendan,
se entretiene inventariando los arañazos de la madera que sigue re-
sistiendo en las columnas salomónicas. Esa boiserie que la transporta
a otros tiempos… si hasta le parece escuchar la algarabía de los estu-
diantes del Nacional y las discusiones de los universitarios de la Man-
zana de las Luces, o la voz de Sábato, entre apesadumbrado y furioso,
aquel nefasto día cuando Matilde llegó con el manuscrito de El Túnel,
rechazado una vez más por otra editorial... Esa boiserie que ahora, car-
comida, descolorida, ajada por el tiempo, o roída por las ratas, seguía,
sin embargo, dando calor y color al viejo Querandí...
¿Ratas? ¿Y si hubiese ratas?
Siente el impulso de levantarse y cancelar el pedido, pero ya se
acerca el mozo con su café con leche y el esperado pebete de jamón
crudo que, a decir verdad, no tiene nada de raído ni carcomido, perfec-

137
to como se ve en su redondez color de caramelo y la generosa ración
de jamón crudo asomando por sus bordes como lengüitas tentadoras.
Desecha el primer impulso y se prepara para el disfrute... es su fiesta,
todo el día libre para dedicarlo al estudio y esa pausa entre los libros
condimentada con la frugalidad deliciosa de su almuerzo. Abrazada,
cobijada, entre esas mesas viejas y sillas desvencijadas, entre esas co-
lumnas revestidas del eco de un resplandor antiguo... arrullada por el
susurro de tantas voces pasajeras, de poetas, de tertulias... se siente
en casa... como en la Biblioteca de la calle México, como en la ciudad
de Buenos Aires... su lugar en el mundo...
Dudó un instante, y finalmente se decidió y entró. Su viejo refugio
de aquellos días de libros y de exámenes estaba en pie, ahora con la
boiserie restaurada y las columnas salomónicas recuperadas en su es-
plendor… Fue una alegría, como reencontrar a un viejo amigo, un poco
cambiado pero vivo... aunque en el nuevo menú estuviese ausente el
inolvidable pebete de jamón crudo.

Rosa de Jericó
Beatriz López
Argentina, 1948.
Finalista

138
EL Cuando la Gendarmería entró a los gritos, el sus-
NOMBRE to que se pegó Antonio Lenzi fue tan grande que
ES EL volcó el café con leche sobre el cuaderno de notas
DESTINO que acababa de abrir. Un déjà vu lo invadió, un rayo
que transformó todo el espacio en una gran man-
cha humana verde. Cerca de la entrada, escondido
detrás de una columna en la esquina de Rivadavia y Rincón, un cuadro
de Hipólito Yrigoyen pareció escorarse. Con un vaso de whisky en la
mano, se lo ve al comisario –y futuro presidente– espiando a los parro-
quianos que ingresan al café; junto a él se encuentran Cazón y Betino-
ti, dos famosos payadores de la época.
—Vayan saliendo —dijo el milico principal. Tenemos poco tiempo.
Buscamos papeles. Un mozo alcahuete detrás de él imitaba sus gestos
con tanto entusiasmo que parecía que le habían pagado.
—Sí, vayan saliendo —repitió otro desde el fondo del local acomo-
dándose el birrete—. Ni bien nos den los papeles, nos vamos.
Confiados todos en la promesa que le habían hecho los gendar-
mes, se amontonaron en la vereda.
—Cuando termine nuestro trabajo, en un ratito nomás, les avisamos y
vuelven a entrar —repetían a coro los uniformados.
“Difícil de cumplir a juzgar por la cantidad de carros con papeles que
se veían desde la calle. Mover una montaña como esa lleva tiempo”,
pensó Lenzi.
Con las narices pegadas a los vidrios tratando de adivinar qué pasaba,
los clientes se preguntaban cómo era posible que un café, por antiguo que
fuese, guardara en su interior tanta cantidad de carpetas y biblioratos. El
rumor en la vereda crecía con la cantidad de papeles que iban apareciendo.
Una vieja que pasaba por la puerta con un changuito de compras,
al ver tanto alboroto, se detuvo y les dijo:
—Así como lo ven, tan arregladito que parece, este lugar es centenario.
Si sus mesas hablaran: acá vino varias veces el dúo Gardel-Razzano.
Y ustedes no lo saben pero fue cuna de tauras y cantores, y de algunos
lindos angelitos, todos muy buenos muchachos.

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Cuando Lenzi se dio vuelta para hablarle, la vieja ya se había ido. Al
girar, se encontró con los anteojos de un gordo con cara de intelectual
que le susurró:
—Un pedazo de historia, es un pedazo de historia, créame.
—¿La señora? —preguntó incauto.
—Y el bar. Porque estos lugares tienen memoria —sentenció—. Por
más que se esfuercen en lavarle la cara, los recuerdos están y no se
pueden borrar, ellos persisten en volver, siempre. Yo vengo todas las
tardes. Usted me entiende, ¿no?
—No, la verdad que no —contestó seco.
— ¿Por qué no se explica mejor?
Una chica vestida con ropa de estudiante, y guardando el celular en
el bolso, interrumpió:
—Son todos ladrones, del primero al último, ¿no vieron las noticias? ,
son narcos, no tengan dudas. Por eso el lujo. Son re caretas. Y cuando
entrás al wi fi, te hacen loguear por las redes sociales para sacarte info.
Es too much. Acá no vengo más.
Antonio Lenzi se sintió minúsculo y cansado. “Ahora, pensó, todo es auto-
mático, sin esfuerzo ni misterio; el hecho y la noticia conviven desde el prin-
cipio. Basta tener un aparatito y estar online,  como hizo la chica. Antes había
que esperar para enterarse de algo. Igual que en un parto. A este ritmo, algún
día, llegará el hecho después que la noticia, y lo peor de todo es que nadie se
dará cuenta.” Sus años de periodismo lo confirmaban: estaba viejo.
—La piba tiene razón —gritó desde la esquina el diariero—. La cau-
sa la lleva el juez federal de Morón. Investiga a un cartel colombiano;
hasta el Chicho Serna está metido —se le escuchó decir de espaldas y
con mucha seguridad, mientras colgaba una revista en el puesto.
La cosa ardía como una fogata en la vereda, y cada uno que habla-
ba no hacía más que echar nafta al fuego. Se iba sumando gente y  en
estos casos –se dijo a sí mismo– lo mejor es esperar y guardar silencio
para controlar el incendio.
—No se impacienten, ya estamos terminando —dijeron desde
adentro.

140
Sobre las pasarelas del fondo y detrás de la barra de madera, entre
unas flores blancas, se veían algunos gendarmes apostados, y el salón
vip de la izquierda –reservado para las noches de tango show– estaba
cerrado con cortinas de terciopelo rojo. Los mozos se habían esfuma-
do, al igual que los curiosos de la puerta.
El lugar parecía ahora más chico y más oscuro. Una mezcla de pol-
vo y penumbra llenaba el ambiente. Como es esperable en los bares,
los clientes se sentaron primero en las mesas que dan a las ventanas.
El centro del salón quedó reservado para los últimos en acomodarse.
Ninguno volvió a tener el mismo lugar que antes del allanamiento.
Ninguno. De eso no cabía duda. De eso y de que habían destruido el
piso con el movimiento de los carros que cargaban los papeles.
Lenzi veía los surcos de los carros sobre el mosaico y le dolía el cuer-
po. Las flores ocre, simétricas, recortadas por un fondo negro –que
hasta hace un rato imitaban a los pisos de las casas antiguas– se ha-
bían convertido de pronto en el dibujo de un niño enojado.
Sobre la mesa de al lado –la única que quedó vacía– entre los terrones
de azúcar y las servilletas de papel, había un sobre de cartón amarillo,
lacrado. Antonio levantó la cabeza y la giró despacio, como un periscopio,
tratando de averiguar si alguno de los presentes había notado también
la existencia del sobre. Se los veía a todos concentrados en lo suyo: algu-
nos, la mayoría, tejiendo hipótesis sobre lo sucedido, otros, quejándose
por la demora para entrar, pero ninguno mirando para ese lado.
En segundos el sobre estaba sobre su mesa. Repitió la ceremonia
del periscopio, ahora con cierta culpa y previendo, con razón, que  el
contenido no estuviese destinado a él. Se sentía un ladrón. Y estaba
en lo cierto porque el sobre estaba dirigido a Don Ángel Salgueiro.
El amarillo que vio a la distancia no era tal, solo efecto del paso del
tiempo: el sobre era muy viejo. Lo remitía, con letra diminuta, un tal
Bautisto Fazio, desde Bartolomé Mitre 1841, ciudad de Buenos Aires.
Respiró aliviado al ver que el lacrado bordó estaba roto –cosa im-
posible de notar a la distancia– porque eso significaba al menos dos
cosas: alguna posibilidad de que el contenido hubiese llegado al ver-

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dadero destinatario, y que esa situación, de haberse concretado, lo li-
beraba en cierta forma de respetar la confidencialidad.
El recorte del diario La Razón, fechado el 20 de agosto de 1920, se
deshacía entre las manos al sacarlo del sobre; tuvo que armar un rom-
pecabezas con las partes rotas para poder leerlo:
“Por disposición del Departamento Nacional de Higiene, y en base
a la adhesión de nuestro país a la Convención Internacional de la Haya
sobre el opio de 1912,  se restringe la importación de esta droga y otros
preparados (cáñamo indiano, heroína, cocaína y sus sales y derivados)
al puerto de la Capital Federal. Solo podrán importar esos productos
las farmacias y droguerías con fines médicos y científicos. Al cierre de
esta edición, las fuerzas policiales estaban labrando un acta de infrac-
ción en el Café de los Angelitos (ex Bar Rivadavia), sito en Rivadavia
2100 de esta Capital, al encontrar en uno de sus depósitos una canti-
dad todavía no precisada de frascos de cocaína marca Merck y Bayer. A
los comensales que se encontraban circunstancialmente presentes en
el lugar, se los invitó en forma respetuosa a esperar en la puerta de ca-
lle o regresar luego de que las fuerzas del orden concluyeran su labor”.
Al terminar de leer, Lenzi levantó la vista atraído por un imán des-
de la mesa de al lado, la del sobre lacrado. Volvió a encontrarse con
los anteojos del gordito de la puerta, aquel que le habló de los re-
cuerdos que no se pueden borrar, el mismo que dijo venir todas las
tardes, y entendió.

Julio Legui
Julio Domínguez
Argentina, 1962
Finalista

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EL BAR Recorriendo Buenos Aires, visitando los bares
PORTEÑO, notables de la ciudad he encontrado un montón
UN PUENTE de historias. Siendo holandés de veinte y pico de
ENTRE años, muchas veces fueron encuentros interesan-
GENERACIONES tes por las diferencias culturales. Pero muchas
veces también fueron encuentros lindos e intere-
santes por ser encuentros entre generaciones.

EL MODELO

“Estamos cerrados” es la respuesta cortita pero clarita que nos dan


desde la ventana. El bar, un rinconcito oscuro con el lindo nombre El
Modelo, está habitado por unos hombres viejos. Nos queda claro que
este sábado a la tarde no quieren invasores. El Modelo queda en una
esquina perdida del Parque Chacabuco y esa fue la primera vez que
conocí este barrio. El viaje en colectivo fue largo para llegar hasta acá,
pero con estos cafés las cosas van así: el dueño abrirá solamente cuan-
do tenga ganas. Y hoy no tiene ganas…
Más de medio año después lo intentamos de nuevo. Y otra vez, el
bar parece oscuro y poco accesible. Pero ahora sí podemos entrar, aun-
que los tres viejos jugando a las cartas nos miran un poco raro. Un chi-
co y una chica de unos veintipico de años no suelen entrar a su bar de
siempre. Buscamos una mesita y miramos sorprendidos a las paredes
del lugar. Están cubiertas de recortes de periódicos, fotos y frases filosó-
ficas. Algunas frases son muy profundas. “¿Qué pasa cuando se abrazan
el amor y la muerte? ¿Se muere el amor? ¿O se enamora la muerte? ¿Tal
vez la muerte moriría enamorada y el amor amaría hasta la muerte?”
está escrito con un bolígrafo negro sobre un papelito amarillento. Y así
hay muchas frases más que podemos leer desde nuestra mesita.
Pedimos un café. El mozo nos lo trae y desaparece directamente de-
trás de la barra. Luego, nos levantamos para mirar más fotos y recortes.
Preguntamos al mozo quién escribió todas esas frases. “Un poeta uru-

143
guayo, no me acuerdo el nombre” contesta. Nos muestra miles de frases
y no para de contar historias. Sobre la banda de rock que tenía y sobre
los recitales que daba: su vida loca e intensa de los viejos tiempos. Pero
pronto llega la nostalgia de lo que era y la tristeza de lo que hoy es. Su
madre de 90 años entra al bar, caminando con mucho cuidado. “Quiere
hablar con ustedes, pero está muy sorda” nos avisa. Él vive junto con su
madre en la casa que está pegada al bar. Es más, yendo al baño del bar
se pasa prácticamente por el living de la casa. La quiere cuidar hasta su
muerte, como hizo con su padre, nos dice. Pero, por eso, ahora está ence-
rrado en su bar/casa, porque no puede dejarla sola. De la pequeña jubi-
lación de la mamá paga el gas, el agua y la luz del bar. “No puedo subir
los precios del café y la cerveza, porque la gente que viene acá tampoco
tiene ni un mango…”
Su madre está hablando, o mejor dicho, gritando, con los tres ha-
bituales del bar. Tiene mucho para contar, pero nadie entiende nada.
También quiere hablar con nosotros, pero nos es imposible contestar-
le. Me agarra la mano y se ríe, pero su frustración es muy grande por no
poder tener una conversación normal.
“Perdón por haberlos detenido tanto tiempo” dice el dueño cuando
nos vamos. “Espero que vuelvan”.

SAINT MORITZ

Una vieja que me agarra la mano… Esto me pasa de nuevo unos meses
después en otro bar. En la Confitería Saint Moritz, ubicada en la esqui-
na de las calles Esmeralda y Paraguay en pleno Microcentro.
Estoy sentado en una de las sillas de cuero rojo, leyendo un libro
mientras almuerzo. Después de un rato, me doy cuenta que una señora
me está mirando todo el tiempo. La miro y me dice: “te estoy observando
hace rato. Tengo la sensación de que me estoy mirando en el espejo. Me
veo en vos”. No sé bien qué contestarle. “Perdón, no quiero molestarte
en tu lectura. Pero antes de irte, pasa por mi mesa, por favor” me dice.

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Algo más agrega, pero eso no entiendo. Sigo con mi milanesa y con mi
libro. Pasa el mozo por mi mesa. “No vienen muchos pibes como vos acá.
Los jóvenes de hoy prefieren más los bares nuevos” mientras señala el
Starbucks que está enfrente de la confitería. Le contesto que justo a mí
me encantan los viejos cafés. Me cuenta que hace más de 40 años traba-
ja acá en el Saint Moritz. Debajo de la barra agarra un álbum con artícu-
los de diarios en los cuales figuran el bar y a veces él también. En algunas
fotos está el habitual más famoso del Saint Moritz: César Luis Menotti,
el técnico de la selección argentina que en 1978 ganó la final contra
Holanda. “Sí, sí, lo conozco. Y no trae muy buenos recuerdos en mi país.”
Y es cierto, hace unas semanas vi a Menotti sentado en el bar con sus
amigos. Voy al baño, vuelvo a mi mesa y sigo con mi lectura. Después de
un ratito le pido la cuenta al viejo mozo. “No hace falta”, me contesta, “la
señora ya pagó tu cuenta”. No lo puedo creer. Me levanto, me siento en
la mesa de la señora y le agradezco por su gesto. Me sigue mirando con
una mirada penetrante. “Tenés los ojos verdes, como yo. Tengo 92 años y
he tenido una vida muy dura.” De repente golpea su codo sobre la mesa
levantando la mano: “quiero hacer una pulseada con vos…” Pulseada…
Una palabra que yo jamás había escuchado. Ahora entiendo qué fue lo
que me dijo antes.
La propuesta me incomoda. Una señora de 92 años que quiere ha-
cer una pulseada conmigo. Sigue con esa mirada lúcida mientras su
mano está abierta, esperándome. Medio indeciso, agarro su mano
con la mía. Ella aprieta un poco y me dice: “Nunca nadie me ganó una
pulseada. Nadie.” ¿Qué hago? pienso. ¿Acepto la pulseada? ¿Nunca
perdió? ¿Perderé contra una vieja de 92 años? ¿Capaz es solo fanfarro-
nería? ¿Le voy a quebrar el brazo a esa señora que parece tan frágil? El
mozo nos mira, la vieja y yo, agarrándonos la mano, pero parece que
para él es lo más normal del mundo lo que está sucediendo. “Ayer fui al
gimnasio y todavía tengo un poco de dolor muscular” le digo como de
broma, mientras siento que me sonrojo. “Ah, entonces dejamos la pul-
seada para la próxima vez” me dice la señora mientras baja su mano.
“Porque si no, te arranco todos los músculos de tu hombro.” Me siento

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aliviado. “Pero la próxima vez lo jugamos. Y si querés, enseño yoga acá
a la vuelta, estás más que invitado.” Le agradezco nuevamente por el
almuerzo, le doy un beso en la mejilla a la señora y otro al mozo. Salgo
del bar pensando en lo que me acaba de pasar. He vuelto muchas ve-
ces al Saint Moritz pero nunca más me he encontrado con esta señora.
Los cafés de Buenos Aires son lugares hermosos porque los argen-
tinos y las argentinas mayores tienen su lugar para encontrarse con
sus amigos, para jugar a las cartas, para mirar el partido de fútbol o
simplemente para tomar un cafecito. Siguen siendo parte de la so-
ciedad. Pero por otro lado, también muestran la cara dolorosa del
envejecimiento. La impotencia que se siente cuando el cuerpo deja
de funcionar. O de repente la silla vacía donde se sentaba siempre
ese señor y esa señora. Ambos, el dueño del Modelo y la señora en
Saint Moritz me pidieron disculpas, por haberme molestado, por
haberme detenido. Pero para mí, un joven holandés viviendo hace
años en Buenos Aires, son justo estos encuentros los que me hacen
tan feliz. Creo que los bares viejos son los pocos lugares que quedan
para la interacción entre los jóvenes y la gente mayor. Lugares donde
yo encuentro personas con historias alucinantes, con pensamientos
interesantes y con experiencia de vida. No se me ocurren otros lu-
gares donde los puedo encontrar. Eso es el bar porteño para mí: un
puente ente generaciones.
A la vuelta del bar El Modelo encontré un mural con una frase del
poeta Fontanarrosa: “¿El cielo? Con una cancha de fútbol y un bar me
arreglo”. Mejor dicho imposible…

Sander
Sander Weeda
Holanda, 1988
Reconocimiento especial
(autor de lengua natal no castellana)

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Esta edición de ........ ejemplares
se terminó de imprimir en ...................,
.........................., Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
Argentina, en el mes de septiembre de 2019.

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