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Nada Parecido A Un Esposo

Los Marsden 2

Sherry Thomas

Prólogo

En el curso de su larga e ilustre carrera, Bryony Asquith


era el tema de muchos artículos de periódicos y revistas, casi todos describían su apariencia como distinguida y
única, e invariablemente comentaban sobre el dramático trazo blanco en su cabello negro medianoche.

Los reporteros más inquisitivos demandaban saber cómo salió aquel trazo blanco. Ella siempre sonreía y
se refería, brevemente, a un período de excesivo trabajo en sus veinte.

—Fue resultado de no dormir durante días interminables. Mi pobre criada estaba bastante impactada.

De hecho, Bryony Asquith sí estaba a finales de sus veinte cuando ocurrió. Sí había estado trabajando
mucho. Y su criada sí se había sorprendido. Pero como en toda mentira sustancial, había una omisión
importante: en este caso, un hombre.

Su nombre era Quentin Leónidas Marsden. Lo conocía de toda la vida pero nunca pensó en él antes de
que llegara a Londres en el verano de 1893. A pocas semanas de encontrarse de nuevo, ella le propuso
matrimonio. Un mes después, estaban casados.

Desde el principio, fueron considerados una pareja improbable. Él era el más atractivo, más popular y
más realizado de los cinco atractivos, populares y realizados hijos del séptimo Conde de Wyden. Para el
momento de la boda, él, de veinticuatro años, había tenido en su haber numerosas disertaciones presentadas en
la Sociedad Matemática de Londres, una obra montada en el Teatro de St. James y una expedición a Greenland.
Era ingenioso, estaba en constante demanda, era admirado universalmente. Ella, por otro lado, hablaba
muy poco, no estaba en demanda y era admirada sólo en círculos muy limitados. De hecho, la mayoría de la
sociedad desaprobaba su ocupación y el hecho de que ella tuviera ocupación alguna. ¿Era realmente necesario
que la hija de un caballero prosiguiera entrenamiento médico, y luego ir a trabajar todos los días, todos los días,
como si fuera una empleada común?

Hubo otros matrimonios improbables que desafiaron a todos los negativistas y prosperaron. El de ellos,
sin embargo, fracasó miserablemente. Para ella fue eso; ella había sido la miserable. Él había tenido otra
disertación presentada en la sociedad matemática; publicó una aclamada historia de sus aventuras en Greenland;
fue más alabado que nunca.

Para su primer aniversario, las cosas se habían deteriorado notablemente. Ella había bloqueado la puerta
hacia su recámara y él, bueno, ella no creía que él se hubiese revolcado en el celibato. Ya no cenaban juntos. Ya
ni siquiera hablaban cuando, en ocasiones, se encontraban.

Pudieron haber continuado así por décadas de no haber sido por algo que él dijo... y no fue a ella.

Era una noche de verano, como cuatro meses después de la primera vez que ella le negó sus derechos
maritales. Ella regresó a casa un poco más temprano de lo usual, antes de la medianoche, porque había estado
despierta por setenta horas: un brote de disentería de pequeña escala y un torrente de extrañas erupciones la
mantenían en el microscopio de su laboratorio, cuando no estaba viendo pacientes.

Le pagó al taxista y se paró por un momento fuera de su casa, con la cabeza levantada, mantuvo la palma
de la mano que tenía libre afuera para sentir las gotas de lluvia. El aire de la noche olía al picante de la
electricidad. Los truenos ya retumbaban. La periferia del cielo se encendía por períodos de pocos segundos,
eran los ángeles haraganes jugando con los cerillos de lucifer.

Cuando bajó la cara, Leo estaba ahí, mirándola tranquilamente.

Le quitó el aliento en el sentido más literal: estaba demasiado asfixiada para que sus pulmones pudieran
expandirse y contraerse apropiadamente. Él despertaba hasta la última onza de codicia en ella, y había tanto de
ello, escondido en lo más hondo y tenebroso de su corazón.

Si hubiesen estado solos, habrían inclinado las cabezas y pasado uno junto al otro sin emitir palabra.
Pero Leo tenía un amigo con él, un chico locuaz llamado Wessex, a quien le gustaba practicar su galantería con
Bryony, aún cuando la galantería tenía tanto efecto sobre ella como una vacuna sobre un bloque de cemento.

Habían tenido una suerte excelente en las mesas, según le informó Wessex, mientras Leo aflojaba cada
dedo de su guante con el fastidio de un paje trastornado. Ella veía las manos de él, con las entrañas plomizas y
el corazón arruinado.

—…horriblemente astuta, la manera como lo dijiste. ¿Cómo fue exactamente, Marsden? —preguntó
Wessex.

—Dije que un buen apostador se acerca a la mesa con un plan —respondió Leo, con voz impaciente. —
Y un apostador inferior con una oración desesperada y mucha fe ciega.

Fue como si la hubiesen lanzado desde una gran altura. De repente, entendió su propia acción demasiado
bien. Ella había estado apostando. Y el matrimonio era la apuesta sobre la que había arriesgado todo. Porque si
él la amara, la habría hecho tan hermosa, deseable y adorada como él. Y le probaría que todos los que nunca la
amaron, que estaban definitivamente equivocados.
—¡Precisamente! —Exclamó Wessex. —¡Precisamente!

—Deberíamos dejar que Mrs. Marsden repose ahora, Wessex —dijo Leo. —No hay duda de que está
exhausta después de un largo día en su noble llamado.

Ella lo miró agudamente. Él levantó la mirada de sus guantes. Aún bajo esa pobre y empapada luz,
seguía siendo el epítome del magnetismo y el glamour. El hechizo que le arrojó era completo e irrompible.

Cuando él vino a Londres, todos, incluso la criada, habían estado enamorados de él. Debió haber tenido
la decencia de reírse de Bryony y decirle que la vieja doctora virgen, sin importar el tamaño de su herencia, no
tenía nada que hacer proponiéndole matrimonio al mismísimo Apolo. Él no debió haberle dado esa media
sonrisa y dicho: —Continúa, te escucho.

—Buenas noches, Mr. Wessex —dijo. —Buenas noches, Mr. Marsden.

Dos horas después, mientras la tormenta batía los postigos, yacía en cama temblando, se había sentado
dentro de la tina por demasiado tiempo, hasta que el agua se congeló a la temperatura de la noche.

Leo, pensó, como lo hacía cada noche. Leo. Leo. Leo.

Se enderezó. No se había dado cuenta antes, pero este recitado de su nombre era una oración
desesperada, sus esperanzas ciegas condensadas en una simple palabra. ¿Cuándo la mera codicia había
descendido a obsesión? ¿Cuándo se convirtió él en su opio, su morfina?

Había muchas cosas que podía tolerar, el mundo estaba lleno de esposas despreciadas que iban por ahí
con sus cabezas en alto. Pero no podía tolerar tan lamentable necesidad en ella. No sería como todas esas
desdichadas que veía en el trabajo, salvajes por el amor de sus venenos, avivando tiernamente su adicción, aún
si ésta les robaba hasta la última dignidad.

Él era su veneno. Por él, había abandonado toda sensatez y juicio. Si no lo tenía, no dormía ni comía.
Aún ahora, su mente buscaba aquellos pocos momentos de felicidad acompasada que había conocido con él,
como si todavía importaran, como si aún brillaran sin mancha entre los montones de escombros del matrimonio.

Pero, ¿cómo se podía liberar de él? Estaban casados, apenas desde hace un año, en un pródigo
acontecimiento en el cual no reparó en gastos, porque quería que todo el mundo supiera que ella era a quien él
había escogido, por encima de las otras.

Un trueno retumbó como si una artillería de batalla hubiese reventado afuera en las calles. Dentro de la
casa, todo estaba en silencio y en calma. Ni un crujido vino de las escaleras o la recámara junto a la de ella,
nunca más volvió a escuchar algún sonido de él.

La oscuridad la ahogaba.

Sacudió la cabeza. Si no pensaba en eso, si trabajaba hasta quedar exhausta todos los días, podría
pretender que su matrimonio no era un completo desastre.

Pero lo era. Un completo desastre, tan frío como el mismo Greenland, y casi tan nutritivo.

La solución vino con el siguiente rayo. En realidad era muy simple. Tenía los fondos suficientes para
que varios abogados crearan algún tipo de invalidez posterior a la ceremonia. Eso, más la pequeña mentira, este
matrimonio nunca ha sido consumado, evitaría por completo el matrimonio.
Entonces, se podría alejar de él, del fracaso de la mayor y única apuesta de su vida. Podría olvidarse de
que había sido apuñalada en el corazón, de que todo lo que conoció con él fue una supurante decepción, tan
insalubre como cualquier pantano palúdico del Subcontinente. Entonces, podría respirar otra vez.

No, no podría. Nunca podría dejarlo. Cuando le sonreía, caminaba sobre pétalos de rosa. Las pocas
veces que le permitió besarla, todo le supo a leche y miel durante las horas siguientes.

Si solicitaba y recibía una anulación, él se casaría con alguien más, y la otra sería su esposa, le daría los
niños que Bryony sabía que no podía darle.

No quería que él la olvidara. Soportaría lo que fuera por mantenerse aferrada a él.

No podía soportar esa desesperada y llorosa criatura en la que se había convertido.

Lo amaba.

Lo odiaba, tanto a él como a ella misma.

Se apretó los hombros fuertemente, meciéndose, y se quedó mirando entre las sombras que no se
disiparían.

***

Aún estaba sentada sobre la cama, con los brazos alrededor de las rodillas, cuando la criada entró por la
mañana. Molly fue por el cuarto, abriendo las ventanas y cortinas, dejando entrar el día.

Sirvió el té de Bryony, se acercó a la cama, y tiró la bandeja. Algo se estrelló escandalosamente.

—¡Oh, señora! Su cabello. ¡Su cabello!

Bryony levantó la mirada, tontamente. Molly corrió por el cuarto y volvió con un espejo de mano.

—Mire, señora. Mire.

Bryony pensó que se veía casi tolerable para alguien que no había dormido en más de tres días.
Entonces, vio la raya en su cabello, de dos pulgadas de ancho y blanco como la sosa cáustica.

El espejo se le cayó de las manos.

—¿Conseguiré algo de nitrato de plata y se lo teñiré? —dijo Molly. —Nadie se dará cuenta siquiera.

—No, nada de nitrato de plata —dijo Bryony, mecánicamente. —Hace daño.

—Algo de sulfato de hierro, entonces. O podría mezclar henna con algo de amonio, pero no sé si eso
servirá...

—Sí, puedes ir a prepararlo —dijo Bryony.


Cuando Molly se fue, levantó el espejo nuevamente. Lucía diferente y extrañamente vulnerable, la
desolación que había mantenido cuidadosamente escondida se hizo manifiesta por la fragilidad traslúcida de su
cabello blanco. Y no podía culpar a nadie más. Se había hecho esto ella misma, con su implacable necesidad,
sus delirios, su voluntad para arriesgarlo todo por una mítica realización conjurada por su mente febril.

Apartó el espejo, enrolló sus brazos alrededor de las rodillas, y volvió a mecerse. Tenía pocos minutos
antes de que Molly se regresara con el tinte de cabello, antes debía concertar una reunión con él para discutir,
calmada y racionalmente, la disolución del matrimonio.

Pero, antes de eso, se permitiría a sí misma una última indulgencia.

Leo, pensó. Leo. Leo. Leo. No se suponía que terminaría así.

No se suponía que terminaría así.


Capítulo 1

Valle de Rumbur

Agencia de Chitral

Frontera noroeste de India

Verano, 1897

En el brillante sol de la tarde, la raya blanca era un gajo de aridez contra el rico negro profundo del
cabello de Bryony. Comenzaba en el borde de la frente, justo a la derecha del centro, barrido directamente hacia
la parte de atrás de la cabeza, y se retorcía a través del chignon en un chocante y escalofriante arabesco.

Esto provocó una rara reacción en él. No era lástima; no sentiría más pena por ella de la que sentía por el
lobo solitario himalayo. Y tampoco afecto; ella le puso fin a eso con su frigidez, en corazón y cuerpo. Entonces,
un eco de algún tipo, recuerdos de viejas esperanzas de días más inocentes.

Con una camisa blanca hasta la cintura y una falda azul oscuro, estaba sentada entre dos cañas de pescar
puestas a diez pies de separación, con un balde al lado, una rama en la mano, trazando patrones aleatorios en el
rápido fluir del agua celeste.

Cruzando el río, los campos brillaban con un brillante y amplio color en el angosto plano aluvial, el trigo
de invierno estaba listo para ser cosechado. Las pequeñas casas rectangulares de madera y piedra amontonada
se apilaban, unas encima de las otras, a lo largo de la inclinación creciente, como una colección de curtidos
bloques para jugar. Más allá de la villa, la tierra se elevaba más rápidamente, un breve estrato de árboles de
nuez y melocotones, ante los picos de las colinas se revelaban a sí mismos, peñascos austeros que soportaban
sólo pequeños arbustos y uno o dos intrépidos deodaras.

—¿Bryony? —dijo él. Le dolía la cabeza, pero debía hablar con ella.

Se quedó quieta. La rama fue arrastrada río abajo, se detuvo en una roca, luego giró y flotó libre otra
vez. Aún de cara al río, enrolló sus brazos alrededor de sus rodillas.

—¿Mr. Marsden, qué inesperado? ¿Qué le trae a esta parte del mundo?

—Tu padre está enfermo. Tu hermana envió varios cables a Leh, y como no recibió respuesta tuya, me
pidió que te encontrara.

—¿Qué tiene mi padre?

—No conozco las especificaciones. Callista solamente dijo que los doctores no tienen esperanzas y que
él desea verte.

Ella, por fin, se levantó y se dio la vuelta.


A primera vista, su rostro daba la impresión de gran tranquilidad y dulzura. Después, se notaba la
desolación en el fondo de sus ojos verdes, como si fuese una religiosa a punto de perder la fe. Cuando habló, sin
embargo, todas las ilusiones de mansa melancolía volaron, tenía la voz más decidida que él había oído en su
vida, no era estridente, pero era escandalosamente auto-suficiente, y poco preocupada por cualquier cosa que no
implicara carne enferma.

Pero ella estaba en silencio en este momento y le recordó a un ángel de piedra en el patio de una iglesia,
que vigilaba a los que partieron con compasión suave y firme.

—¿Le crees a Callista? —Preguntó, destruyendo la semblanza.

— ¿No debería?

— A menos que estuvieras muriendo en el otoño del 95.

—¿Perdón?

—Ella aseguró que lo estabas. Dijo que estabas en alguna parte de las tierras baldías de Estados Unidos,
muriendo, y querías verme, desesperadamente, por última vez.

—Ya veo —dijo. —¿Tiene el hábito de hacerlo?

—¿Estás comprometido para casarte?

—No —aunque pensó que debía estarlo. Conocía un buen número de hermosas y afectuosas jóvenes,
cualquiera de ellas sería una esposa aceptable.

—De acuerdo con ella, lo estás. Y felizmente dejarías plantada a la pobre chica si yo solo doy la orden.
—Ella no lo miraba cuando dijo lo último, tenía los ojos hacia el piso. —Lamento que ella te haya arrastrado a
sus ardides. Y me siento obligada contigo por haber venido hasta tan lejos…

—Pero, ¿preferirías que diera la vuelta y regresara ahora mismo?

Silencio.

— No, por supuesto que no. Necesitas descansar y reaprovisionarte.

—¿Y si no necesitara descansar y reaprovisionarme?

No contestó, pero se alejó de él. Luego se inclinó, recuperó una caña de pescar y recogió algo que estaba
luchando por escapar.

Semanas tras semanas de viaje a través de uno de los más inhóspitos terrenos de la Tierra, durmiendo en
el frío y duro suelo, comiendo lo que pudiera cazar y, ocasionalmente, un puñado de cerezas salvajes para no
sobrecargar al tren de culíes, que cargaba las necesidades usuales consideradas como indispensables para el
viaje de un sahib, y ésa era su respuesta.

No se debería esperar nada diferente de ella.

—Hasta el niño que gritaba ‘Lobo’ tuvo razón sobre el lobo una vez —dijo él. —Tu padre tiene 63 años.
¿Es tan poco probable para un hombre de su edad estar enfermo?
Con un hábil movimiento de la muñeca, ella desenganchó el pez del anzuelo y lo arrojó en el balde.

—Es una travesía de seis semanas a Inglaterra, en el raro caso de que Callista estuviese diciendo la
verdad.

—Y si lo está, te arrepentirás de no haber ido.

—No estoy tan segura de eso.

Su ambivalencia hacia la mayoría de la Creación lo había fascinado alguna vez. Pensaba que era
complicada y extraordinaria. Pero no, simplemente era fría e insensible.

—El viaje no tiene que ser de seis semanas —dijo él. —Puede ser hecho en cuatro.

Lo miró, con expresión indescifrable.

—No, gracias.

Eran 370 millas desde Gilgit, donde él pacíficamente se había ocupado de sus asuntos, hasta Leh, la
misma cantidad hasta Gilgit otra vez, después 220 millas desde Gilgit hasta Chitral. La mayor parte del camino
la había hecho en tres marchas al día, a veces cuatro. Había perdido catorce libras completas de peso. No había
estado así de cansado desde Greenland.

Jódete.

—Muy bien, ¿entonces? —hizo una leve reverencia. —Le deseo un buen día, madam.

—Espera —dijo ella, dudó.

Él se volvió un poco.

Cuando ella se enamoró de él, había sido ese mágico hombre-niño, con la belleza de un Adonis de
cabello oscuro y la alegría de un joven Dionisio. Ella no podría pensar en alguien más que hubiese sido
conquistada con esa canción sobre una duquesa de sangre fría y su tetera hirviente, que tenía un surtidor de tres
pulgadas que, no obstante, podría “llenar todas las tazas adecuadas, sean profundas o llanas, y luego paciente y
amablemente empinarlas”.

Hacia el final de su matrimonio, él ya había perdido parte de esa engañosa dulzura querúbica en su
mirada. Ahora, su perfil se había vuelto angular y precipitoso, como las desoladas alturas que encierran los
valles Kalasha.

—¿Te vas ahora? —Preguntó. Tenía conflictos con eso, pero sería poco afable no ofrecerle té, al menos.

—No. Prometí tomar té con tus amigos, Mr. y Mrs. Braeburn.

—¿Ya los conociste?

—¿Ellos fueron quienes me dirigieron hacia ti? —respondió, con un tono de confirmación, pero con un
tanto de impaciencia.

Repentinamente, se alarmó.
—¿Y qué les dijiste sobre nosotros?

Ciertamente, él no le habría dado a los Braeburn un recuento de su corta e infeliz historia.

—No les dije nada. Les mostré una fotografía tuya y pregunté si me sería posible encontrarte aquí.

Ella parpadeó. ¿Tenía fotografías de ella?

—¿Qué fotografía?

Él buscó dentro de su chaqueta, sacó un sobre cuadrado y se lo extendió. Más allá del cansancio, su
expresión no delataba nada. Después de un momento de vacilación, ella se limpió las manos con un pañuelo,
caminó hacia él y tomó el sobre de su mano.

Abrió la aleta sin sellar del sobre y sacó la fotografía. Sus retinas ardieron inmediatamente. Era la
fotografía de la boda. Su foto de boda.

— ¿De dónde sacaste esto?

Él se había mudado de la casa en Belgravia al día siguiente que ella pidió la anulación, dejando atrás su
copia de la fotografía de la boda en la mesa de noche, con la cual ella alimentó la chimenea junto con la copia
de ella.

—Charlie me la dio cuando pasé por Delhi —Charles Marsden era el segundo hermano mayor de Leo,
antiguo oficial político de Gilgit, otra estación de paso en la frontera india, actualmente personal de ayuda de
Lord Elgin, Virrey y Gobernador General de la India. —Supongo que no captó la idea cuando no la llevé
conmigo, porque me la envió de nuevo por correo.

—¿Qué te dijeron los Braeburn después que le mostraste la fotografía?

— Que te encontraría pescando río arriba, cerca del molino de agua.

—¿Te… te reconocieron?

—Creo que sí —dijo indiferentemente.

Ciertamente, nada de eso era cierto. El hombre que alguna vez había sido su esposo no estaba parado
frente a ella, oliendo a caballo y a polvo de camino y hablando con una voz carrasposa de fatiga. No tenía
intención de que ella viajara con él. Y no la había expuesto como una impostora frente a los amables y decentes
Braeburn.

— ¿Y qué les dirás ahora, cuando te sientes a tomar el té?

Él sonrió, no era una sonrisa muy agradable.

—Eso dependerá completamente de ti. Si empezamos nuestro viaje inmediatamente después del té,
compondré una encantadora historia de separación forzosa, añoranza mutua y conmovedora, y una feliz
reunión aquí, en la más inaccesible de las localizaciones. De otro modo, les diré que estamos divorciados.

—Nosotros no estamos divorciados.


—No entremos en detalles. Fue un divorcio, en todo menos en el nombre.

—No te creerán.

—¿Y te creerán a ti, quien hasta hace un cuarto de hora eras viuda?

Ella tomó un respiro largo y volvió su cabeza.

—No puedo evitarlo. Para mí, tú ya no existes.

De vez en cuando, ella estaba ocupada en la actividad más incidental, atando las trenzas de sus botas o
leyendo un artículo sobre la adhesión del intestino al muñón, después de una ovariotomía, y un recuerdo físico
se precipitaba de la nada y la cercenaba como un coche de escape.

El boutonnière1 que él usó la noche que la besó por primera vez, un simple capullo de Isaura, blanco
puro, tan pequeño y adorable como un copo de nieve.La sensación de gotas de lluvia sobre la cálida lana,
mientras ella metía su mano dentro de su manga, él venía personalmente hasta la acera para verla dentro de su
coche, y la maravillosa quietud de su mundo mientras él le decía, sonriendo, a través de la puerta aún abierta
del coche, — Bueno, ¿por qué no? No debe ser un infortunio casarse contigo.

El casi prismático brillo de luz solar en la faltriquera de su esmaltado reloj, el cual ella le había dado
como regalo de compromiso. Él lo sostuvo suspendido en la mitad del aire, viendo su péndulo balancearse,
mientras ella le pedía su colaboración para obtener la anulación.

Pero, principalmente, esos brotes de memoria donde nada más que dolores fantasmales, disparos
nerviosos fallidos de miembros que han sido amputados desde hace mucho tiempo.

Para mí, tú ya no existes.

Él retrocedió un poco. Como si se hubiese sorprendido. Cuando habló, sin embargo, su voz era
completamente serena.

—Entonces, es un divorcio.

1
Es una decoración floral usada generalmente por hombres en el ojal de la chaqueta, y que consiste en una sola flor o un ramillete
floral.(N.E)
Capítulo 2

Mr. y Mrs. Braeburn eran originalmente de Edimburgo. Mr. Braeburn era ministro presbítero y un
letrado ávido de las tierras y gente entre la frontera de Rusia y la frontera de India. Mrs. Braeburn dijo, riendo,
que se había casado con Mr. Braeburn pensando que estaría arreglando flores para la iglesia y llevando sopa a
los feligreses enfermos, sólo para pasar la mayor parte de su vida matrimonial vagando por todo el Himalaya.
Durante los últimos diez meses, habían vivido en el valle de Rumbur, estudiando la cosmología de los Kalasha,
la última tribu sin convertir del Hindu Kush, una isla de paganismo en un mar de Islam.

Debido a que la casa Kalasha de piedra apilada de los Braeburn no era mucho más grande que una
oficina postal, el té se llevó a cabo al fresco. El Comandante, el pequeño cocinero portugués de los Braeburn, se
las había arreglado para hacer un pastel fresco al momento, desde la llegada de Leo. Con huevos, informó Mrs.
Braeburn, asaltados hacía dos días de la villa musulmana más cercana, debido a que la religión de los Kalasha
desaprobó tanto los huevos como las gallinas en su dieta.

Leo esgrimió una sonrisa forzada con este cuento sobre el ingenio del Comandante. Mrs. Braeburn le
devolvió una sonrisa nerviosa. Leo se dio cuenta de que ella estaba esperando que Bryony se les uniera. Y
entonces, las preguntas finalmente serían hechas.

Cuando Bryony apareció, la conversación se detuvo. Ella cargaba las cañas de pescar en su mano
derecha y el balde en la izquierda. Pescaba a menudo cuando tenía quince años, pasaba todo el día por su
cuenta, con una cesta de sándwiches y una cantimplora. Él, de once años, la observaba desde la rivera opuesta
del río, deseando saber qué decirle a la chica silente e intensa de la propiedad vecina.

Para mí, tú ya no existes.

Para ella, él nunca había existido, excepto esas pocas maravillosas semanas antes de su boda en la
distante primavera de 1893.

Él la vio seguir su camino pasando a las mujeres en batas negras de vibrante bordado, guiando el agua
hacia los canales de irrigación que suplían los campos de trigo, mujeres en batas negras de vibrante bordado
sacudiendo moras maduras de los árboles sobre mantas, mujeres en batas negras de vibrante bordado cortando
heno para hacer forraje de invierno.

Mrs. Braeburn dijo algo de que los hombres Kalasha estaban fuera en el apacentamiento alto de verano.
Leo asintió, apenas registraba sus palabras. Bryony le pasó el balde y las cañas de pescar al Comandante, quien
estaba cortando zanahorias en la veranda de la casa, con un suave:

—Sólo uno, me temo. —Y entonces, finalmente, se acercó a la mesa.

Él se levantó. Las articulaciones le dolían con el movimiento, todo el viaje le había causado estragos. La
fiebre, que le había dado guerra desde que llegó de Chitral en la mañana, estaba empezando a bajar, los
escalofríos habían pasado hace mucho, pero el dolor de cabeza todavía persistía. Deseó haber tomado más
fenacetina en Ayun.

—¿Mrs. Marsden? —murmuró mientras le sacaba la silla.


Las esquinas de sus labios se apretaron. Lo miró, luego a los Braeburn, como si estuviese tratando de
estimar cuánta verdad se había derramado, irreversiblemente.

—¿Oh, bien, ahora estamos todos aquí? —dijo Mrs. Braeburn, su alegría más bien encandilaba.

Sirvió té para Bryony, quien aceptó la taza, pero la puso nuevamente en la mesa en el mismo
movimiento.

—¿Aún tiene su whisky especial, Mr. Braeburn?

Mr. Braeburn aclaró su garganta.

—Sí, ¿por?

—¿Le importaría servirnos algunas gotas? —Así que lo que sea que había decidido necesitaba de la
ayuda de un licor fuerte.

—Por supuesto que no —dijo Mr. Braeburn, algo contrariado. —Iba a servirlo después de la cena, pero
supongo que ahora es tan buen momento como cualquiera.

Le hizo un gesto al Comandante. Éste entró en la casa y, enseguida, regresó con una botella de whisky y
cuatro vasos pequeños.

Mr. Braeburn sirvió.

—¿Por qué debemos brindar?

—¿Por los buenos recuerdos? —dijo Bryony, levantando su vaso. —Mr. Marsden y yo nos vamos tan
pronto mis pertenencias puedan ser empacadas. Deseo tomar este momento para agradecerle a ambos por su
excelente y admirable amistad.

—¿Tan pronto? —Preguntó Mrs. Braeburn. — Pero, ¿por qué?

Bryony le dio a Leo una dura mirada.

—Mr. Marsden puede explicarles mucho mejor que yo.

Se sentó rígidamente al otro lado de la mesa, tan apretada como el muelle de un reloj al que se le acaba
de dar cuerda. Él aún recordaba una época cuando la tensión que ella cargaba dentro había sido
insoportablemente erótica para él, cuando él creía que todo lo que ella necesitaba era hacer el amor
apropiadamente para dejarla cojeando, relajada y feliz.

La vida tiene una manera de martillar humildad dentro de un hombre.

***
Bryony sintió en su estómago el agudo tono del interés alrededor de la mesa, incluyéndola a ella misma,
no tenía idea de lo que él podría decir. Pero él no tenía apuro en complacer la curiosidad colectiva. Se tomó su
tiempo y terminó lo que quedaba de pastel en su plato.

Tomó su vaso de whisky. En vez de levantarlo, sin embargo, sólo lo giró unos pocos grados de su base.
Por primera vez, ella se dio cuenta de las condiciones de sus manos. Cuando ellos estaban casados, tenía manos
de caballero muy finas. Hoy sus dedos estaban ásperos y agrietados, con despintados cortes y moretones
alrededor de los nudillos.

Pero, luego, él le sonrió a su audiencia y ella se olvidó por completo de sus manos, porque era la misma
sonrisa con que la conquistó, tan dulce como inmisericorde. Con esa sonrisa, vino una luz dentro de sus ojos,
una irresistible luz: éste era el Leo que había tomado Londres como una tormenta.

—Es una larga historia —dijo, tomando un sorbo del whisky de Mr. Braeburn. —así que contaré sólo
una versión muy condensada. Mrs. Marsden y yo crecimos en propiedades adyacentes en los Costwold. Pero los
Costwold, para hacer justicia, no juegan casi ningún papel en esta historia. Porque no fue en el verde e impoluto
campo donde nos enamoramos, sino en el gris y holliniento Londres. Amor a primera vista, por supuesto, un
ansia del alma que no podría ser negado.

Bryony sintió un temblor dentro de ella. Ésta no era la historia de ellos dos, pero la de ella sí, la
determinada solterona se enamoró de la magnificencia y encanto del joven hermoso.

Le dio una mirada.

—Tú eras la luna de mi existencia; tus cambios de ánimo dictaban las mareas de mi corazón.

Las mareas del propio corazón de Bryony se agitaron con esas palabras, aún cuando no eran más que
mentiras.

—No creo haber tenido cambios de humor —dijo ella, severamente.

—No, por supuesto que no. “Tú eres la más adorable y más templada”, y las mareas de mi corazón sólo
se levantaban cada vez más alto para estrellarse contra el dique de mi autocontrol. Porque te amé sin
moderación, mi querida Mrs. Marsden.

Al lado de ella, Mrs. Braeburn se sonrojó, los ojos le brillaban. Bryony estaba furiosa con Leo, por sus
palabras superficiales, y aún más consigo misma, por el doloroso placer que se filtraba dentro de ella, gota a
gota.

—Nuestra boda fue la hora más feliz de mi vida, perteneceríamos el uno al otro para siempre. La iglesia
estaba llena de jacintos y camelias, y la multitud rebosaba los escalones, todo el mundo quería ver quien había
capturado por fin tu elevado corazón. Pero ay, realmente no había capturado tu elevado corazón, ¿no es cierto?
Sólo lo sostuve por un momento. Y, muy pronto, hubo problemas en el paraíso. Un día me dijiste “Mi cabello se
puso blanco. Es una señal de que debo vagar muy lejos. Encuéntrame, si puedes. Sólo entonces, seré tuya otra
vez”.

Su corazón palpitó de nuevo. ¿Cómo había sabido que ella, de hecho, había tomado que su cabello se
volviera blanco como una señal de que había llegado el momento de irse? No, él no lo sabía. Lo había inventado
de la nada. Pero hasta Mr. Braeburn estaba hechizado por esa historia ridícula. Había olvidado cuán hipnótico
podía ser Leo, cuando deseaba seducir un grupo.
—Y así, he buscado. Desde los polos hasta los trópicos, desde las orillas de China hasta las orillas de
Nueva Escocia. Con la foto de nuestra boda en mano, le he preguntado a multitudes blancas, rojas, morenas y
negras, “Busco a una doctora inglesa, mi amada perdida. ¿La ha visto?”

Él la miró a los ojos, y ella no pudo apartar la mirada, tan hipnotizada como los desventurados Braeburn.

—Y, ahora, por fin te he encontrado —alzó su vaso. —Por el comienzo del resto de nuestras vidas.

***

Leo no había venido solo, había contratado el personal necesario en Chitral para asegurar un viaje
confortable para Mrs. Marsden, explicó a los Braeburn. Los culíes que trajo con él comenzaron a desarmar la
tienda de Bryony, poco después del té.

La tienda, fuerte y a prueba de agua, era abierta y fresca en el verano. En invierno, valientemente
soportó un pie de nieve y, con la ayuda de su abrigo más pesado y dos calentadores de parafina, evitó que la
sangre se congelara dentro de ella mientras dormía.

Bryony experimentó un momento de aguda angustia mientras desarmaban la tienda. O tal vez era miedo:
tenía miedo de ir con él.

La caída de la tienda expuso su miserable contenido: una cama plegable, dos baúles, una mesa y una
silla plegables. La mesa sostenía una colección de viejas revistas médicas y su bolso de médico. Uno de los
baúles tenía algunos artículos de aseo personal encima; el otro su sombrero de paja, un chal, y dos pares de
guantes.

Casualmente, él levantó su sombrero y le dio vueltas en su ruda mano. Los nudillos de la otra mano
rozaron la visera. Ella tragó fuerte. El gesto era intensamente íntimo, casi como si le estuviese tocando el
cabello. La piel.

Bajó el sombrero, fue a su caballo y regresó con otro sombrero.

—Me tomé la libertad de comprarte esto. Fácilmente, puedes quemarte con el sol en las alturas menores
si no eres cuidadosa.

El sombrero que le presentó era prácticamente un casco, con una solapa enrollada en la parte de atrás
que se soltaba para proteger la nuca, y un velo de red en el frente, en caso de que el sol se volviera muy severo
para los ojos.

Su presunción la mortificaba: él había sabido exactamente como doblarla a su voluntad, mucho tiempo
antes de poner un pie en el valle de Rumbur.

Ella le regresó el sombrero.

—No puedo aceptar artículos de tela de un caballero.


Era una excusa conveniente. Él no era familia, ni estaba casado con ella. Por consiguiente, no tenía
porqué comprarle tales cosas.

Él miró el sombrero rechazado.

—Esa regla, si no estoy equivocado, no se aplica a un caballero que te ha follado.

En la última palabra, levantó sus pestañas. La sacudió tal corriente de calor que no fue capaz de
abofetearlo como bien merecía.

—Usted, señor, no es un caballero —dijo. —Y no, gracias. No usaré una cosa tan espantosa.

Él la miró por un minuto, con esos ojos grises, del color de la niebla de la mañana, ella no pudo adivinar
si su expresión era de disgusto, entretenimiento, o algo muy oscuro y rudo como para etiquetarlo fácilmente.

—Como quieras —dijo él. —Vamos a empacar tus cosas.

Todo lo que tenía iba con ella, sobre un culí o sobre una mula. A una escasa hora después del té, estaban
dándole la mano a los Braeburn, diciendo palabras de despedida y prometiendo escribir regularmente.

Después de un último abrazo a Mrs. Braeburn, Bryony montó el caballo adicional que Leo había traído
para ella. Él le sostuvo las riendas.

—Espero que estés contento —le dijo en voz baja, sólo para sus oídos.

Él le dio una sonrisa ladeada que era, al mismo tiempo, íntima y distante.

— Oh, no tienes idea.


Capítulo 3

La tarde era fresca, el cielo despejado. El valle de Rumbur, apretado entre dos cordilleras, bajaba
rápidamente hacia el sureste. Ellos siguieron la descendencia del río, azul con remolinos de espuma blanca
donde venían las repentinas caídas y los ángulos, y pasaron villa tras villa: Grom, Maldesh, Batet, Kalashgram,
Parakal.

Los pájaros cantaban dentro de los arbustos de rododendros que debieron haber sido salvajes con
florecimientos de rosa flamingo en primavera. Las ruedas de agua chillaban productivamente. Las mujeres
Kalasha, en sus elaborados tocados de conchas y collares de cuentas apiladas, preparaban la cena alrededor de
hoyos con fuego en las verandas de sus pequeñas casas.

El valle no era un Paraíso perdido, precisamente. Los niños Kalasha alcanzaban altos precios en el
mercado de esclavos Chitralí por su belleza y docilidad, los rebaños Kalasha eran objeto de asaltos y cazas
furtivas por sus vecinos más agresivos, pero por este día estaba pacífico, brillante e idílico.

Luego, las paredes del valle se cerraron. Los campos, las casas y los establos de cabras se hicieron más
escasos, y luego desaparecieron por completo. Salieron del valle de Rumbur cuando el río Bumboret y el
Rumbur se unieron, y entraron en un angosto cañón donde no crecían árboles ni pasto. El río corría,
impacientemente, a lo lejos; paredes de riscos, rojos y grises, bloqueaban el sol. Su camino colgaba de ellos,
torciéndose y doblándose a capricho de la naturaleza.

Al anochecer, el desfiladero se rindió a los amplios planos aluviales del valle de Chitral. El pueblo de
Ayun, envuelto en los campos de arroz, yacía ante ellos, con su arquitectura impresionantemente diferente a las
holguras a las que Bryony estaba acostumbrada entre los Kalasha. Aquí, las casas tenían altos muros de lodo
para proteger a las habitantes femeninas de la mirada de los extraños. Sólo los hombres y los niños caminaban
afuera.

—Dejé a los otros culíes esperando por nosotros en los alrededores —dijo Leo. —No es necesario que
entremos en el pueblo.

Ella estaba aliviada e irritada al mismo tiempo.

—Planeaste esto muy bien, ¿no es así?

—No hace daño estar preparado —respondió suavemente.

Envió al guía adelante, un curtido hombre llamado Imran, a informarle a los culíes que habían llegado.
Para el momento en que cabalgaron en el campamento, un ayah tenía una toalla caliente sobre la mano para que
Bryony se sacudiera de la cara el polvo del viaje. Mientras tomaba su té, vertieron baldes de agua hirviendo
dentro de la bañera que ya se había puesto en la tienda de baño. Y cuando estuvo limpia y vestida, le dieron un
plato de pakoras calientes, vegetales bien fritos, untados en harina de garbanzo batida, para que comiera algo
mientras Leo se bañaba y los cocineros preparaba la cena.

Se sentaron a cenar casi a la hora exacta que ella lo habría hecho con los Braeburn. Mrs. Braeburn
disfrutaba este momento del día, los jirones del humo de la madera levantándose en el aire frío, los rayos del
crepúsculo en el cielo, los primeros pinchazos de las luciérnagas.
La cena era sopa de curry angloindia, chuleta de pollo, y cordero al curry sobre arroz. Bryony comió con
los ojos puestos sobre la comida, cortando una trinchera alrededor de ella misma con su comportamiento. Pero
él no captó la seña.

—¿Qué estabas pensando? —preguntó, en el mismo tono dulce que usaba para compararla con un día de
verano. Tú eres la más adorable y más temperada. —¿Yendo a Leh sin una palabra para tu familia? ¿Y por qué
fuiste a Leh para comenzar? ¿Ya nadie necesita doctores en toda Delhi?

Ella consideró ignorarlo sencillamente.

—En Delhi hacía mucho calor —dijo finalmente.

El calor en realidad había sido traumático. De cualquier manera, ella habría resistido el calor. Pero con el
hermano de Leo en el pueblo, parecía que todo el mundo no sólo sabía quién era ella, sino que su matrimonio
había terminado mal. No había viajado miles de millas para tener un duplicado de la sociedad de Londres
clavándose sobre ella.

—Cuando los misioneros moravos en Leh solicitaron un reemplazo temporal para su médico residente
en licencia, pensé que el clima me caería mejor.

Y la soledad.

Leh era la capital de Ladakh, un alto y árido altiplano al este de Cachemira, también conocido como el
Pequeño Tíbet. Bryony pensó que Leh sería una aldea dormida que había pasado, hace mucho, sus días de
gloria. En vez de eso, Leh aún era una ciudad bulliciosa, que servía de hospedaje a caravanas que venían de tan
lejos como Turkestan, China. Dentro de la vista del palacio abandonado, desde cuyas vigas todavía
revoloteaban largos cordeles de banderas de oraciones, mercaderes de Yarkand y Srinagar intercambiaban con
sus homólogos de Lahore y Amritsar.

Era la casa de misión morava, tan humilde como una vaquera, que había sido silenciosa y somnolienta.
Ahí un puñado de valientes, inocentes y bondadosos cristianos convirtió tal vez a un Ladaki al año y,
lentamente, olvidaron sus patrias.

Bryony no había planeado quedarse en la misión más allá del retorno del médico residente. Tampoco
había buscado regresar a Delhi. Cuando un equipo de alpinistas alemanes, que regresaban de una escalada, pasó
por Leh en su camino a Rawal Pindi, ella les compró una tienda sin ninguna otra razón más que porque éste
símbolo de vida nómada le había atraído a la inquietud dentro de ella. Una semana después, los Braeburn
pasaron por el dispensario. Y cuando le dijeron que les encantaría la compañía de un médico en su viaje hacia el
oeste, ella les dijo que sí, sin pensarlo mucho, lista para mudarse otra vez, con su tienda nueva al hombro.

—Pero el clima de Leh no te hizo mucho bien, ¿no es así? Y una vez que te cansaste de Leh, sobornaste
a los misioneros para que no revelaran tu destino a nadie.

Ella se encogió de hombros.

— ¿Nunca te cansas de las cartas de Callista?

Callista había perdido su llamado como novelista. Sus cartas, en lo que se refería a Leo, estaban llenas
de alegres invenciones, pequeños apartes sobre sus enfermedades, decepciones, y noviazgos que estaba segura
que revolcarían a Bryony de preocupación, desesperación y celos.
Cuando Bryony se fue de Leh, decidió hacerse un favor a sí misma y cortó todo contacto con Callista
por un año. Para ese fin, ella garabateó suficientes cartas cortas y poco informativas para que los buenos
misioneros enviaran semanalmente y solicitó que no le dijeran a nadie donde estaba, hasta los bondadosos
cristianos estarían tentados por la promesa de 500 libras por mantener unos pocos secretos inofensivos.

—Las cartas se escriben en papel. Pudiste haberlas arrojado al fuego.

—Lo hice.

Pero cada vez que quemaba una carta sin leer de Callista, era un recordatorio fresco de que todavía le
importaba, y le importaba demasiado. El sentimiento era mucho peor que si nunca hubiese recibido esas cartas
en primer lugar.

Él sacó un frasco de plata del bolsillo de su abrigo, tomó un trago, Mr. Braeburn había insistido en que
Leo se ayudara con un poco de su whisky especial, y no dijo nada.

Le recordó incómodamente que él estaba ahí por su ardid. Un culí recogió los platos de la cena y puso
una tajada de tarta de mora ante ella. Ella la picó.

— Espero que no hayas venido todo el camino hasta India sólo porque Callista te pidió encontrarme.

— No, de hecho, yo ya estaba en Gilgit.

—¿Qué hacías en Gilgit? —estaba atónita. De todos los lugares del mundo en los que pudo haber estado
cuando Callista necesitó que alguien la encontrara, Gilgit, a los pies del Karakórum, en alguna parte a medio
camino entre Leh y Chitral, no podría ser un punto de partida más conveniente.

—Un amigo mío organizó una expedición en globo para reconocer el terreno de las pendientes
superiores del Nanga Parbat. Decidieron establecer su campamento en Gilgit. Como Charlie había sido el oficial
político de Gilgit, antes de irse a praderas más verdes en Nueva Delhi, mi amigo me invitó para acelerar los
asuntos, por decirlo así.

Ella trató de considerar la alucinante coincidencia de eso y se rindió.

—¿Y, al final, cómo me encontraste?

—Quieres decir, ¿cómo fisgoneé tu ubicación actual de los misioneros?

—No, quise decir, ¿les mostraste la fotografía también?

Hubiese sido el mayor escándalo en la adormecida misión en años, el esposo de la doctora viuda,
materializándose de la nada. No le importaba si la gente pensaba que ella era fría o inalcanzable, pero no quería
ser recordada como decepcionante.

Él volteó los ojos.

—Desearía haber podido hacerlo. La fotografía llegó a Gilgit después que yo salí a buscarte en Leh.

Ella frunció las cejas.


—Entonces, ¿cómo lograste que los misioneros te dijeran dónde estaba? Se suponía que lo mantendrían
en secreto.

Él tomó otro trago del frasco. Ella se dio cuenta de que él no había comido mucho, había alejado la tarta
de mora sin tocarla.

—Me hice pasar por tu furioso hermano y amenacé con incendiar el lugar —dijo.

—No lo hiciste.

Él atornilló la tapa del frasco y se lo guardó en el bolsillo.

—Sí, me hice pasar por uno de tus hermanastros; no tuve que pretender que estaba furioso. Y no, no los
amenacé con violencia. Simplemente apunté, muy razonablemente, que sería terrible que se supiera que una
dama inglesa de medios había desaparecido de la misión, la gente instantáneamente interpretaría que ella había
sido asesinada por su dinero. El prospecto asustó un poco a nuestros misioneros, aunque para ese momento,
ellos habían obstaculizado y vacilado por tanto tiempo que yo ya estaba casi listo para un incendio.

Ella masticó lentamente una cucharada de tarta, después se limpió las esquinas de sus labios con una
servilleta.

—No fue mi intención incomodarte. Sólo quería alejarme.

Él no le preguntó de qué estaba tratando de alejarse. Ella había dejado Inglaterra tan pronto la anulación
fue concedida, pasó el resto del 94 en Alemania, la mayor parte del 95 en Estados Unidos y arribó a la India a
principios del 96. Pero el pasado, por lo visto, tenía la manera de alcanzarla sin importar cuán lejos haya
viajado.

—Descansa un poco —le dijo él. —Mañana vamos al sur.

Él era quien necesitaba descanso. Mientras más lo miraba, se veía menos abruptamente delgado, sino
más bien desnutrido.

—¿Por cuánto tiempo has estado viajando?

Frunció las cejas.

—Perdí la cuenta. Seis semanas y media. Siete. Algo así.

Desde Gilgit hacia el este hasta Leh, después de Leh, atravesando Gilgit, a Chitral y los valles Kalasha:
deben ser cerca de mil millas. Mil millas sobre una tierra sin caminos que estaba llena de dientes y espinas
dorsales serradas, donde hasta los tramos planos estaban fragmentados y desarticulados. Ella no sabía que era
posible hacer este trayecto en menos de cincuenta días.

Y él tendría que haber estado mínimamente equipado, probablemente con sólo un guía que le mostrara el
camino, porque era definitivamente imposible alcanzar tal velocidad con culíes, cocineros, tiendas y camas.

—¿Cómo? —preguntó ella, con total desconcierto. Y luego, más importante. —¿Por qué? ¿Por qué lo
hiciste?

—¿Por qué lo hice? —repitió su pregunta, como si le hubiese sorprendido.


—Sí. ¿Por qué no le dijiste a Callista que se fuera al diablo?

Él se rió, un sonido que contenía más desdén que alegría.

—Callista sabe cómo escoger sus tontos, aparentemente.

***

Sus caminos no se hubieran cruzado otra vez si la madrastra de Bryony no hubiese invitado a cenar a
Leo.

Después de que ella se graduó en la escuela de medicina en Zúrich, Bryony había obtenido su
entrenamiento clínico y práctico en el Royal Free Hospital y luego, aceptó un puesto de residente en el Nuevo
Hospital para Mujeres, ambos situados en Londres. Por conveniencia, vivió en la casa del campo de los
Asquith con su padre, hermana, madrastra y hermanastros pero participaba al mínimo en las funciones
familiares y sociales.

En ese día en particular, estaba casi decidida a tomar la cena en su habitación. Había trabajado un
turno largo y nunca estaba de ánimo para la compañía, aún en sus mejores días. Pero habrían sido trece a la
mesa, así que se vistió reaciamente y se presentó en el recibidor.

Y entonces él llegó y le sonrió. Y ella pasó la noche en una neblina, sin saber lo que había comido o
dicho, sólo estaba consciente de él, la chispa en sus ojos grises cuando hablaba, la forma de sus labios cuando
sonreía.

Desde ese día en adelante, vivía buscándolo. Aceptaba invitaciones a cualquier cosa que pudiese
incluirlo. Fue a su concurrida ponencia sobre Greenland en la Sociedad Geográfica Real. Hasta le hizo frente
a muchas miradas de sorpresa para oírlo leer su trabajo en la sociedad matemática, aunque más allá del
primer minuto no entendió nada.

Curiosamente, ella no tenía aspiración alguna concerniente a él. Un ebrio no esperaría que la botella lo
amara también; y sólo deseaba beberlo donde pudiera.

Era todo, hasta que la besó.

Fue en la casa del hermano mayor de Leo, el Conde de Wyden. Específicamente, en la biblioteca,
mientras se desencadenaba una velada musical en el recibidor. Ella había estado bastante desanimada por su
ausencia, estaba segura que él estaría ahí, debido a que había estado hospedado temporalmente con los
Wyden. Pero aún no podía irse, porque Callista, quien no había querido contacto humano de niña, había
desarrollado de alguna forma como adulta, una gran afición por las grandes reuniones de Homo Sapiens.

Así que buscó soledad en una enciclopedia. Incunables. Indazoles. Indeno. Index Librorum
Prohibitorum.

Abruptamente, se dio cuenta de que ya no estaba sola en la biblioteca. Él estaba adentro, con la espalda
contra la puerta.
—¡Mr. Marsden! —¿Por cuánto tiempo había estado ahí, mirándola?

—Miss Asquith.

Su saludo había sido serio. Ella no estaba acostumbrada a esta seriedad en él, que siempre estaba en el
más alegre de los ánimos. Luego sonrió, una de esas deslumbrantes sonrisas que le devuelven la vista a un
ciego y le inculcan música a un sordo. Pero hasta esa sonrisa tenía una intención subyacente que hizo que su
corazón hiciera cosas médicamente preocupantes.

—No leería en ese escritorio si fuera usted —dijo.

—¿Oh?

—Tanto Charlie como Will perdieron la virginidad en ese escritorio.

Ella se puso la mano en la garganta. El pulso bajo su pulgar martilleaba.

—Dios mío —consiguió decir. Era mejor que un rotundo chillido, pero no por mucho.

—¿Por qué no se aleja? —dijo él con una gentileza engañosa.

A ella le hubiese encantado pero, por alguna razón, sus piernas estaban bastante gomosas.

—Seguramente, mi virtud debe estar muy segura en esta casa.

Él se alejó de la puerta, vino hacia el borde del escritorio, y sonrió otra vez, una sonrisa tan beatífica
que traería paz en la Tierra.

—¿Alguna vez alguien ha hecho el esfuerzo de ayudarla a deshacerse de su virtud, Miss Asquith?

Ella no podía recordar haber tenido jamás una conversación tan sorprendentemente inapropiada. Aún
así, no quería que él parara. Sus palabras tenían un oscuro efecto placentero en ella, como un licor muy fino
mezclado con un chocolate muy fino.

—Nadie está interesado en mi virtud. O en deshacerse de ella.

—Eso no puede ser verdad.

—Lo es.

—Está bien, si usted insiste. Pero uno puede pecar mucho con una mujer de virtud intacta.

Por la Gracia. Ella tragó fuerte.

—Estoy segura de que se puede. Pero le aseguro, señor, que mis pecados, cualesquiera que éstos sean,
no son de la variedad carnal.

—Los míos lo son —murmuró él. —Cualesquiera que éstos sean, también son de la variedad carnal.

—Bueno, qué… entretenido para usted.


Él se acercó más, junto a la silla donde ella se sentaba.

—Debo confesar, Miss Asquith, que siento la necesidad urgente de compensar la atención que la
especie masculina le debe.

—Estoy… estoy muy segura de que la especie masculina no me debe nada.

Él se inclinó hacia delante y colocó su mano sobre el brazo de la silla

—Estoy enérgicamente en desacuerdo.

Ella apretó su cuerpo contra el espaldar de la silla.

—¿Y cómo rectificará las cosas?

—Haciéndole el amor, por supuesto, profunda e incansablemente.

La había derretido tanto que estaba sorprendida de no haberse deslizado por debajo de la mesa

—¡¿Aquí?!

Esta vez fue un chillido, tembloroso y sin aliento.

—¿No le advertí sobre este escritorio y la iniquidad que inspira? Debió haberse ido cuando pudo.
Ahora es demasiado tarde.

Susurró esas últimas palabras casi directamente sobre los labios de ella. Su corazón se batía, como una
ventana sin asegurar en una tormenta de viento. A lo lejos en el recibidor, alguien más ambicioso que talentoso
se lanzó en las notas iniciales de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Aquí, en una esquina de la biblioteca, ella
entendió por primera vez que sí, esto era exactamente lo que ella buscaba de él, ésta proximidad, éste gran
desequilibrio.

Entonces él se rió, una explosión de risas, como si hubiese tratado de mantenerse serio por mucho
tiempo y, finalmente, no pudo más.

—Lo siento mucho. Se veía tan estudiosa cuando entré, no pude evitarlo.

Le tomó, tal vez, una docena de latidos para entender que él había estado bromeando. Que nada de eso
había significado nada.

—Vamos —le ofreció el brazo. —Su hermana la estaba buscando. Le dije que la encontraría y la
regresaría.

Ella se levantó y lo empujó para pasar.

—No fue gracioso.

—Me disculpo. No fue mi intención llevarlo tan lejos como lo hice. Pero estaba tan deliciosamente
inocente…
—No lo soy. ¿Qué es hacer el amor, sino un pene penetrando una vagina, descargando semen en el
proceso?

Él se sorprendió. Luego, sonrió de lado.

—Eso es de lo más edificante. Y yo que pensé que todo era sobre enamorados y sonetos.

—Bueno, me alegra que uno de nosotros esté divirtiéndose —dijo molesta.

Ella se dirigió a la puerta, pero él la alcanzó antes de que lo hiciera.

—Está molesta. ¿Fui realmente reprobable?

—Sí, lo fue —Ahí estaba ella, siguiendo el despertar de este hermoso joven como un perro fiel, mientras
que para él, ella era sólo una vieja virgen ─de casi veintiocho años, oh, el horror─ y cualquier pensamiento de
intimidad con él debían comenzar y terminar en una farsa. —Debo hacerle saber que no carezco de admiración
masculina. Y sé exactamente cómo pecar y dejar mi virtud intacta. Existe el frottage. Existe la manipulación
manual. Existe la estimulación oral. Sin mencionar a la conocida sodom…

Él la besó. Ella no tenía idea de cómo pasó. En un momento, ella estaba en la mitad de su airado
discurso y él tenía la cabeza contra la puerta. Al momento siguiente, ella tenía la espalda contra la puerta, él
estaba besándola, y ella estaba congelada de impresión.

Él se separó ligeramente.

—Dios mío —murmuró — ¿acabo de hacer eso?

La puerta pareció vibrar detrás de ella; los Soles y Fas y Re bemol mayor del recibidor enviaban
cálidos sonidos metálicos por su columna vertebral. Leo Marsden la besó. No sabía lo que significaba. ¿Los
jóvenes besaban por diversión hoy en día? ¿Debía exigir una disculpa? ¿Las mujeres aún abofeteaban a los
hombres por tales incursiones sin autorización?

—Me convenció por un momento… —su voz se apagó.

Por supuesto que ella tenía la intención de convencerlo. Quería hacerle creer que debajo de ese exterior
de virgen mayor había una Mesalina que tenía salvajes orgías en dispensarios por toda la ciudad. Pero, ¿qué
tenía que ver eso con todo?

—También podría besarla apropiadamente ahora —murmuró.

—Supongo que también podría hacer eso —se escuchó decir, aún indignada.

Sus labios se acercaron a los de ella.

—¿Qué tipo de jabón usa?

—No lo sé, el más fuerte.

—No huele como ninguna otra mujer que conozca.

—¿Cómo huelen ellas?


—Flores. Especias. Almizcle, algunas veces. Usted, por otro lado, me hace pensar en disolventes
industriales.

Ella miró su boca.

—¿Le gustan los disolventes industriales?

Sus labios se curvaron un poco. Luego, la besó otra vez, un curioso pero pausado beso, tan ligero como
el aterrizaje de una mariposa, tan paciente como las mareas. Un beso casi suficientemente inocente para la
vista pública, no la tocó en ninguna otra parte, excepto por los dedos debajo de su barbilla. Un beso que se
sintió extrañamente como una caída, y extrañamente como un vuelo.

Así que era por esto que la gente lo hacía, pensó débilmente, a pesar de que el beso sea uno de los
vectores más seguros de transmisión de enfermedades. Cuán extrañamente placentero era. Y quitaba el aliento.
Y era electrizante, debieron haberse creado corrientes cuando se conectaron los labios, porque cada nervio en
ella chisporroteó, cada célula cantó.

No estaba segura cuándo terminó el beso. Emergió de un aturdimiento y tuvo que parpadear para que
todo a su alrededor volviera a enfocarse.

—Prométame que no me volverá a besar otra vez —le dijo. —O me arruinará para todas las demás
mujeres.

Probablemente, le haya dicho la misma línea a todas las mujeres que haya besado, era demasiado
perfecto para ser espontáneo. Pero, igualmente, la hizo sentir mareada. Asintió lentamente.

—Bien. Porque nunca le perdonaría si me rompe el corazón —Sonrió, la propia imagen de la dorada
juventud, amada por los dioses. —Ahora, ¿deberíamos irnos antes de que Callista venga a buscarnos?
Capítulo 4

Durante el desayuno, Bryony fingió un firme interés en el amanecer, rojo y dorado, sobre los picos
dentados que formaban el muro este del valle de Chitral. Pero con el rabillo del ojo, seguía los movimientos de
Leo alrededor del campamento. Él supervisaba el desmantelamiento y empaque de las tiendas, revisaba la carga
de cada mula, se reunía con los guías, y hasta hablaba con algunos culíes y el ayah en un tipo de lengua nativa.

Esto último no le daba confianza, porque había visto sahibs y memsahibs hablarles a sus sirvientes en
una mezcla de inglés y lo que ellos creían que era Hindi y luego hervían de frustración cuando los sirvientes
regresaban con un fajo de hojas de betel en vez de un vaso con agua.

Pero ella estaba en sus manos ahora.

La región de Chitral era el pináculo del Hindu Kush, con los picos más altos y los glaciares más grandes.
Desde Gilgit, Leo había venido por los 12000 pies del paso de Shandur. Para regresar a los planos de India,
debían escalar los 10500 pies del paso de Lowari, cruzar la aún montañosa Dir, y seguir al sur.

Viajar por las montañas era uno de los pasatiempos menos favoritos de Bryony. Su viaje de Cachemira a
Leh, con un trío de turistas ingleses, había sido estropeado por culíes pendencieros, mala comida, e incesantes
quejas por parte de los turistas ingleses sobre lo perezosos y desconfiables que son todos los cachemiros. El
trayecto de Leh a Chitral, sin querer ser mala sangre, había sufrido de desorganización crónica, los cocineros
quedándose muy atrás mientras los viajeros se morían de hambre, el pastel para el té saturado en aceite de
pescado porque había sido empacado junto con una lata abierta de sardinas, y las bañeras de hierro galvanizado
de los Braeburn sin usar la mayor parte del tiempo, como resultado de tener tres agujeros al frente por el manejo
descuidado.

—¿Dijiste que podíamos estar en Peshawar en una semana? —le preguntó cuando él vino a decirle que
estaban listos para partir.

—Peshawar está fuera de nuestro camino. Nowshera está más cerca.

—¿Podemos estar en Nowshera en una semana?

—Yo puedo en cuatro días. Que podamos en una semana depende de cuán difícil te pongas para viajar.

Ya era bastante difícil. Pero él tenía ojeras bajo sus ojos. Estaba delgado casi al borde del raquitismo. Y
a pesar del bronceado de su piel, su cara tenía una palidez contrastante.

Una preocupación involuntaria tiró de ella. El pasado viaje constante, por tantas semanas, lo habían
agotado. Debía estar cerca de un estado de extenuación. Tratar de alcanzar Nowshera en cuatro días, o incluso
una semana, probablemente lo enviaría a una crisis.

—¿Has desayunado? —le preguntó.

Él ya había empezado a alejarse. Se detuvo.

—Comí algo más temprano.


—¿Qué comiste?

Frunció el ceño, como si le irritara el cuestionamiento detallado.

—Un poco de potaje o algo así.

Eso escasamente era nutrición suficiente para un hombre ya mal alimentado que tenía un viaje agotador
delante de él. Lo examinó nuevamente, buscando alguna pista visual de su salud menos que robusta.

—¿Estás sufriendo de un apetito suprimido?

—Pensé que eso sería un resultado natural de verte —dijo con una malicia perfectamente educada.

Ella se mordió el labio inferior

—¿Eso es un sí o un no?

—Eso es un “no necesito un doctor así que déjame en paz” —Se dio vuelta sobre los tacones, luego se
volvió hacia ella otra vez. —Y, aunque sí necesitara un doctor, tú serías el último que escogería.

***

¿Tienes la plena certeza de que no has desarrollado alguna condición amenazante que lleve a
sangramiento abundante, vómitos, y putrefacción? Había preguntado Will, medio bromeando, cuando Leo le
transmitió la noticia de su casamiento. Nunca he sabido que Bryony Asquith despliegue el mínimo interés en un
hombre sano.

Te sientes inadecuado porque ella nunca mostró el menor interés en ti, replicó Leo, riendo, en la cima
del mundo, gloriosamente joven y gloriosamente estúpido.

Alzó la mano hacia ella por una irónica punta del sombrero, pero ella la alcanzó y le agarró la muñeca.
Los dedos eran fríos, el agarre era firme pero no apretado: impersonal. Y el cabello, su hermoso cabello,
arruinado, como un rollo de seda rajado por un cuchillo descuidado.

—Puede que no tengas de dónde escoger un doctor —dijo con calma. —El próximo médico entrenado
más cercano está en la guarnición de Drosh. Más allá, no hay ninguno hasta Malakand.

Después de quince segundos o algo así, ella le soltó la muñeca y le puso la palma de la mano sobre su
frente.

Él no quería estar tan cerca de ella. Y, enfáticamente, no quería que lo tocara.

—No tengo fiebre —dijo impacientemente.

Aunque podría tenerla mañana. Había empezado hace casi una semana, con mareos y dolores corporales.
Pero, al día siguiente, estuvo bien, así que se lo atribuyó a la fatiga. Luego, al otro día, tuvo un poco de fiebre y
escalofríos. Y así siguió, un día relativamente bien, el siguiente no tan bien. De cualquier manera, con cada
ciclo la fiebre empeoraba, así como los escalofríos. Ayer, hasta se había estremecido cuando pasó a través de un
desfiladero por donde no pegaba el sol en su camino al valle de Rumbur.

Ella retiró la mano y lo miró con algo de contrariedad.

—No, no hay fiebre. ¿Tienes alguna erupción o puntos? ¿Dolor localizado? ¿Dolor generalizado?
¿Mareos? ¿Escalofríos?

Will tenía razón. Ella sólo se interesaba en las disfunciones físicas de los hombres.

—No, nada. Ya te lo dije, no necesito un doctor. Dejemos de perder el tiempo. Tenemos un largo
camino para andar.

—Hoy no —dijo ella.

—¿Perdón?

—Ya no estoy acostumbrada a estar sobre una silla de montar, necesito algunos días para habituarme.
No deseo cabalgar por mucho tiempo hoy.

Él hubiese preferido atravesar el paso de Lowari para el final del día, si la fiebre regresaba mañana, más
severa que la vez anterior, no sabría si iba a poder manejar la escalada por el paso o el descenso.

Su solicitud le molestó. A lo mejor, si ella fuese un tipo de mujer más delicada… pero cuando
estuvieron casados ella trabajaba por horas. A pesar de su marco insustancial, era de todo menos delicada.

—Está bien —dijo de mal humor. —Me aseguraré de que no cabalguemos por mucho tiempo hoy.

—Muchas gracias —dijo ella. —Eres muy amable.

Inclinó su cabeza y caminó hacia el caballo que la esperaba. Sólo entonces, la rareza de su solicitud se
hizo sentir. Esto no era típico de ella, en lo absoluto. La Bryony que él conoció hubiese preferido tener las
piernas en carne viva por la silla de montar que admitir que algo la molestaba, de la manera como sufrió hacer
el amor con él con los puños apretados y los muslos rígidos.

Algunas veces, las personas cambian, dijo una voz dentro de él.

Y a veces no.

***

Cruzaron el río en Drosh, donde Leo se tomó la molestia de telegrafiar a Callista desde la guarnición
británica para hacerle saber que había encontrado a Bryony y que le enviarían un cable otra vez cuando llegara a
Nowshera. Después de eso, tuvieron una merienda ligera y continuaron con su viaje, el cual,
sorprendentemente, fue suave y sin ningún incidente memorable en absoluto.
Pararon por el día a orillas de un huerto y esperaron que los culíes los alcanzaran para que pudieran
establecer el campamento. Bryony se sentó sobre un muro contenedor a la altura de la cintura, ventilándose a sí
misma con su sombrero de paja. Él se paró con la espalda contra el mismo muro, de cara al fino río azul más
abajo.

El río serpenteaba un semicírculo ahí, cerca del cónico borde sur del valle de Chitral. La tierra fértil a
cada lado de la curva sinuosa tenía terrazas para cultivar niveles sobre niveles de arroz, maíz, y árboles frutales.
Pero la escala de la ocupación humana estaba achicada por los enormes despeñaderos que sobresalían hacia el
cielo en tres lados.

—¿Todavía no le hablas a tu padre? —preguntó él.

La pregunta la sacó de su determinada contemplación del río.

—Nunca he dejado de hablarle a mi padre —dijo.

Él levantó la mirada de la pera que estaba pelando con un cuchillo de bolsillo. Una vez más, ella se fijó
en sus maltrechas manos. Pero el movimiento aún era elegante: la piel de la pera caía en un largo y completo
rizo.

Le había comprado la fruta al dueño del huerto. A Bryony le gustaban mucho las peras. Pero ni por el
demonio le pediría un poco. Tal vez después, cuando él estuviese ocupado supervisando el establecimiento del
campamento, se escaparía y compraría algunas para ella.

—No te importa si tu padre está vivo o muerto —señaló.

Su sombrero estaba puesto en un ángulo descuidado sobre la cabeza. A su ropa, ciertamente, le serviría
una planchada profunda. Y se veía demasiado cansado para estar despierto, siquiera de pie, ella estaba muy
contenta de haber escogido limitar su esfuerzo, rehusándose a cabalgar más de veinte millas al día. Pero no
podía dejar de mirarlo, parado ahí, pelando su pera, con su chaqueta colgando flojamente sobre el encuadre. Y
no pudo evitar sentir por él algo cercano a la ternura, como si él fuese un cansado viajero perdido que el Destino
había arrojado a su puerta.

—Geoffrey Asquith es un extraño para mí.

—Los padres no deberían ser extraños.

Ella se encogió de hombros.

—Algunas veces lo son.

—¿Cómo los esposos? —dijo, sin mirarla, sonriendo raro.

Pero, aparentemente, no esperaba que ella respondiera aquella pregunta, porque le pasó una tajada de
pera. Ella dudó, luego se removió uno de los guantes y la aceptó. La pera estaba fresca y jugosa, dulce con un
trazo de esa débil amargura particular que tienen las peras.

Ella nunca se hubiese imaginado que ellos serían extraños. Algunas veces, deseaba que Mrs. Jones
nunca hubiese caído presa de envenenamiento por comida. Entonces, ella nunca hubiese sido llamada para
realizar esa cesárea, en lugar de Mrs. Jones, en aquella casa en Upper Berkley Street. Y su ilusión hubiese
permanecido intacta.
Y, tal vez, aún estarían casados y, hoy, ella aún podría estar ignorantemente feliz.

Se volvió a poner el sombrero y ató los lazos, firmemente, bajo su barbilla.

—Y, ¿cómo estaba mi padre la última vez que lo viste?

A diferencia de ella, Leo siempre había estado en los mejores términos con todos en su familia. Parecía
encontrar algo que le gustaba en cada uno de ellos; y ellos lo admiraban, ardientemente, en retorno.

Él levantó una ceja.

—Imagínate, y yo, aquí, pensando que eras completamente insensible.

Ella se enderezó.

—A lo mejor lo soy. A lo mejor esto es solamente un intento de conversación.

Él resopló.

—Tú no sabes conversar. Algunas veces pienso que los espacios entre las estrellas están llenos de tu
silencio.

—Eso no es cierto. Yo hablo.

—Cuando te obligan —Le ofreció otro pedazo de pera. Ella estuvo a punto de declinar, pero la pera
estaba tan fresca y perfectamente madura.

—Cuando cené con tu familia a principios del año, tu padre me pareció bastante saludable. Después de
que me fui, me regaló una copia de su nuevo libro sobre Milton. Lo leí cruzando el Mar Rojo —le echó una
mirada. — Nunca has leído ninguno de sus libros, ¿o sí?

Ella sacudió la cabeza. Nunca los había leído, pero si quemó algunas copias cuando tenía ocho o nueve
años, cuando aún le importaba que Geoffrey Asquith tuviera todo el tiempo del mundo para sus libros pero
ninguno para su hija.

—Era un excelente libro, con muchos análisis profundos.

—Estoy segura que lo era. ¿Cómo estaba Callista?

—Igual que siempre, llena de peculiaridades y rarezas típicas de ella. Y aún soltera.

—Se parece a mí, entonces. ¿Todos los demás?

—Tu madrastra se veía un poco frágil. Se fracturó la muñeca el invierno pasado y no había salido en
público por un tiempo. Paul estaba igual. Angus estaba curando su corazón herido al haber sido rechazada su
propuesta de matrimonio, por Lady Barnaby —Le ofreció otra tajada de pera. —Pero, a ti realmente no te
importan, ¿verdad?

No la conocía en lo absoluto. Y, aún así, algunas veces la conocía tan bien que la asustaba.

—¿Cómo está tu familia?


Él le dio una mirada perpleja, pero respondió.

—Todos están bien. Will y Lizzy se han mudado nuevamente a Londres. Matthew está enviando
astronómicas sumas para sus retratos. Charlie ha decidido que se casará con cualquier mujer que viva y respire,
y que esté dispuesta a convertirse en la madrastra de su vasta descendencia. Y Jeremy está muy ocupado siendo
el Conde.

Todos los hermanos adoraban al hermano menor. Y sus difuntos padres habían sido devotos a él. El
favorito, el amado, quien no sabía nada de abandono ni soledad desesperada.

—Y Sir Robert, ¿está bien?

Es el joven más decente que conozco, y tú, sin duda, la mujer más estúpida, le dijo fríamente el padrino
de Leo en la víspera a la concesión de la anulación.

—Muy bien. Es un buen momento para ser banquero con toda la riqueza del oro vertiéndose de
Suráfrica.

Ella asintió. En algún momento, un buen pedazo de esa riqueza iría a Leo. ¿Habría tenido el valor de
proponerle matrimonio a Leo si hubiese sabido su lugar en el testamento de su padrino, sabiendo que realmente
no necesitaba el dinero que ella le traería al matrimonio? Sí, probablemente. Una vez que la besó, en todo lo que
podía pensar era besarlo otra vez y otra vez, y hacer todo lo demás que, hasta entonces, se veía ridículo en
papeles, actos que deben causar que la gente civilizada muera de vergüenza.

—Debiste haber ahorrado algunas de tus preguntas —dijo, mordiendo el centro de la pera. —No
tendremos nada que decirnos el uno al otro por el resto del viaje.

Lo miró, vio sus manos ahora vacías, y se dio cuenta de que él le había dado todas las piezas buenas de
la pera a ella, y que él mismo no había comido nada hasta ahora.

Y, de repente, tuvo una pregunta más, porque era más fácil decirle que él ya no existía que, de hecho,
hacerlo realidad. Porque las mareas de su corazón lo demandaban.

—Y, ¿cómo has estado tú?

Él arrojó el centro de la pera.

—¿Tienes interés en eso?

Ella apretó los labios y se encogió de hombros.

—Ah, lo olvidé, sólo estás conversando —dijo, con una inclinación en sus labios que no era una sonrisa.
—Diría que me ha ido excepcionalmente bien. He viajado por el mundo, conocido hombres interesantes y
mujeres hermosas, y he sido brindado y celebrado dondequiera que he ido.

Ella podría creerlo perfectamente bien: un simple regreso a su glamurosa vida de soltero.

Se limpió las manos con un pañuelo. Colocándoselo nuevamente en el bolsillo, puso las manos a ambos
lado del cuerpo. La mano más cerca de ella descansaba en la sombra de su propio cuerpo. Fuera del alcance
directo de la luz del sol, las cortadas y golpes de sus nudillos no eran tan prominentes, sólo la forma elegante de
sus dedos.
Durante su extremadamente breve compromiso, él la visitaba cada domingo en la tarde. Y cada vez que
los dejaban solos en el recibidor de su padre, él le ponía esos largos y finos dedos sobre ella. Lo dejaba tomarle
la mano, pero sus dedos siempre se robaban espacio más al norte. En su última visita dominical, se las arregló
no sólo para desabotonarle la manga, sino para besarla en el tierno interior de su codo. Y a ella, temblando de
un recién despertado deseo, no le fue posible pegar un ojo esa noche.

—Y tú, ¿cómo has estado? —le preguntó, como si fuese un pensamiento posterior.

Por fuera, aparte de su cabello, no había cambiado mucho. Aún era, más o menos, la misma fría y
despreocupada mujer que cosechaba más respeto que afecto. Por dentro, sin embargo, había sido imposible
volver a ser la persona que solía ser.

Había estado contenta. No había querido casarse. Ni tampoco había tenido mucho interés en los rituales
ampliamente vacíos de la sociedad. La medicina era un dios exigente y ella, una acólita ocupada en su vasto
templo.

Entonces, él entró en su vida. Y fue como si hubiese sido golpeada por un rayo. O un equipo de
arqueólogos hubiese desenterrado escenas familiares de su mente, para revelar una larga y ancestral madriguera
de hambre insatisfecha y, esperanza frustrada.

Le tomó un tiempo, después de dejarlo, darse cuenta de que nunca volvería a la seria y angosta
obnubilación que había caracterizado la mayor parte de sus veinte, cuando había estado alegremente
inconsciente de todos los secretos y trastornos debajo de la superficie de su corazón.

Pero, exceptuando por la curiosa inquietud que la hacían empacar sus maletas y mudarse al lado opuesto
del globo cada año, más o menos, lo había sobrellevado, si bien no había estado en paz, por lo menos, tampoco
estaba en guerra consigo misma.

Hasta que él reapareció, abruptamente, en su vida.

—No lo sé —dijo ella finalmente. —Supongo… supongo que sobreviví.

***

Leo había mentido. La hora más feliz de su vida no había sido su boda. La semana previa a la boda
había estado lejos, dando una serie de conferencias en la Académie de París. Y cuando regresó e
intercambiaron sus votos, fue la primera vez que Bryony usó esa expresión que él luego llamaría El Castillo, de
madera y sin emoción. Hasta el momento en que el Arzobispo de Londres los declarara marido y mujer, él
había tenido un nudo en la garganta por el temor de que ella, repentinamente, lo dejara plantado.

No, la hora más feliz de su vida fue cuando ella le propuso matrimonio.

La había visto por última vez cuando él tenía 15 años. Nunca pensó que, ocho años después cuando la
volvió a encontrar, sería como si el tiempo no hubiese pasado en absoluto, que estaría tan fascinado con ella
como cuando era niño.

Más aún.
Ella se había vuelto todavía más hermosa de lo que recordaba. Tranquila y autocontrolada. Capaz y
realizada.

Él tampoco estaba en tan mal estado. Londres lo celebró como un nuevo tipo de hombre del
Renacimiento al amanecer de una nueva era. Pero él temía que se hubiese vuelto muy frívolo, que se hubiese
manchado un poco con el resplandor y el brillo de la sociedad para la elevada alma de ella.

Pero, por lo menos, había venido a escucharlo hablar tanto en la sociedad matemática, como en la
geográfica. Y lo había visto con una atención tan grave que casi lo hizo perderse en la ponencia en ambas
ocasiones.

Estaba completamente enamorado de los trajes de chaqueta y falda, severamente cortados, que usaba,
tan seria y compuesta, su caballera, en su armadura de seda crispada, lista para batallar contra los microbios
y enfermedades de Londres. Adoraba el dulce olor alquitranado del ácido carbólico, el gran antiséptico amado
por su profesión, que siempre colgaba de su cabello, tampoco era que se acercara tan seguido a ella para
olerla. Y ella tranquila, tan compuesta y segura, lo intrigaba más que el balbuceo sinfín que las otras jóvenes
estaban tan ansiosas por desatar.

En las noches, yacía despierto y pensaba en sus pequeños sombreros estirados, sus utilitarias botas
para caminar, y los botones que se tensaban ligeramente en el aumento de sus pechos. Pensaba en sus labios
sin besar, pezones sin lamer, muslos sin penetrar.

Luego, la lujuria se le escapó en la velada musical. La había besado, no una, sino dos veces, donde
cualquiera de los cien invitados pudo haberlos encontrado.

No tenía idea de qué hacer después. ¿Debía visitarla y disculparse? ¿Debía visitarla y no disculparse?
Y no era fácil visitarla, porque ella trabajaba y pasaba días fuera de casa.

Así que ahí estaba él, en una nublada y lluviosa mañana londinense, demasiado fría y triste para
llamarla verano, caminando por la biblioteca de su hermano con una extraña agitación, dándole vueltas entre
los dedos a la carta que ella le había dado. Miss Bryony Asquith. Internista. Anestesiólogo. Cirujano Residente
Mayor, Nuevo Hospital para Mujeres. Ponente, Escuela de Medicina para Mujeres de Londres.

Alguien llamó.

—Señor, a Miss Asquith le gustaría saber si usted está en casa, —dijo el mayordomo de Jeremy.

—¿Cuál Miss Asquith? —Era una pregunta estúpida. Únicamente la hermana mayor de la familia era
conocida solamente por su apellido.

Trató de pensar por qué vendría a verlo. Probablemente para regañarlo, lo cual se merecía, por
supuesto, pero él preferiría que no estuviera disgustada con él. Tal vez, tendría una conferencia propia que dar
en alguna parte y deseaba invitarlo. Pero, pensándolo mejor, eso fácilmente podría haber sido hecho con una
nota.

Se rindió y le dijo al mayordomo que la hiciera entrar.

Estaba tan linda. Cabello negro, complexión de porcelana, un rubor rosa pálido natural sobre sus
mejillas. Su corazón había empezado a latir más rápido cuando estuvo alrededor de ella. Y estaba demasiado
consciente de la hendidura de su labio superior, la riqueza de su labio inferior, la forma completa y la curva y
la suavidad de su boca.
Permanecieron como un minuto, parados en el recibidor, intercambiando trivialidades. Él le ofreció un
asiento; ella lo agradeció pero no se movió. Le ofreció té; ella lo rechazó por completo.

Él le dio una simulada mirada severa.

—No quiere sentarse y no quiere té. ¿Hay algo que sí quiera, Miss Asquith?

Ella aclaró su garganta.

—Bueno, esperaba que yo pudiera ofrecerle algo que usted podría querer.

—¿Es así? —Él no tenía idea de lo que pudiera ser pero sonrió de todos modos. Por lo menos, no
estaba molesta con él. —Bueno, continúe. La escucho.

Ella se lanzó en un análisis de sus finanzas, logística y temperamento. Le tomó, por lo menos, tres
minutos entender que ella estaba hablando en el contexto del matrimonio. Ella creía que sus diferentes
disposiciones se complementarían unas a otras, la tranquilidad de ella sería un pliegue natural al brío de él.
Sus horarios se alinearían agradablemente, dado que estaba segura de que él necesitaba mucho tiempo para su
trabajo, el cual podría hacer mientras ella estaba en el hospital. También traería con ella Thornwood Manor,
el cual, habiendo sido parte de la dote de su madre una vez y estipulado en el contrato de matrimonio que iría
al primer descendiente de Mrs. Asquith, de hecho le pertenecía, junto con activos monetarios considerables.

En su aturdimiento, había pasado algún tiempo antes de él que se diera cuenta de que ella ya había
terminado de hablar.

—¿Lo he impactado mucho? —murmuró.

—Sí, bastante —dijo, lentamente.

Ella, por fin, se sentó en una silla Luis XV frente a la chimenea.

—No horriblemente, espero.

— No, no tan horrible.

—¿Es algo que podría considerar entonces?

Definitivamente, era algo que él podría considerar. Pero el matrimonio sólo había sido un centelleo a
sus ojos. Cumpliría veinticuatro en tres semanas. Y había pensado que les tomaría, al menos, un año conocerse
apropiadamente.

—Lo consideraré más formalmente, sabe que no tengo nada más que la más grande de las estimas por
usted.

Ella se mordió el labio.

—Hay algo más que debería tener en consideración, entonces. Es muy poco probable que yo pueda
tener hijos.

Él se quedó pasmado.
—¿Está segura?

—Sí. —A él sí le gustaban los niños, mucho. Malcrió a sus sobrinos hasta echarlos a perder, tan
seguido como pudo.

Los ojos de ella se fueron apagando.

—Entonces, probablemente debería decir que no en este momento. De otro modo, sería un infortunio
para usted.

Qué irónico que así como se le presentaba lo que su corazón deseaba, también se le presentaba uno de
las más espantosas decisiones que un hombre podría enfrentar.

—¿Podría darme un tiempo para pensarlo?

Ella le dio una pálida sonrisa.

—Por supuesto.

La acompañó afuera hasta el coche que la esperaba y la ayudó a entrar. Ella se acomodó en el asiento y
levantó la mano para acomodarse un mechón de cabello que se había escapado del tocado. Tal vez era el
húmedo día, o la lúgubre luz de la casi primavera inglesa, pero lució triste, desolada.

La lluvia, que había chispeado esporádicamente toda la mañana, repentinamente se volvió un aguacero,
cayendo fríamente sobre la cabeza descubierta de Leo. Y tuvo una epifanía.

Él le pertenecía a ella.

La amaba desde que él tenía cuatro pies de altura. Los hijos serían adorables, por supuesto, pero no
eran esenciales. Ella era esencial. Había estado sola toda su vida. Él vería que nunca más volviese a estar sola.

— Bueno, ¿por qué no? —dijo, sonriéndole a su amada. —No debe ser un infortunio casarse con usted.

***

Tal vez, ella había sobrevivido al matrimonio, pero él no.

Él había vivido una vida encantada. Fue ampliamente alabado como el mayor prodigio matemático en
una generación. Las revistas le rogaban publicar sus historias sobre sus excursiones al exterior con su padrino.
Hasta la obra, que había escrito en una semana, en un reto a ser lo más travieso posible sin que los censores
vinieran tras él, se había vuelto un resonante éxito: le habían dicho que su representación de tres estudiantes de
Cambridge apostando al amor, se había convertido en la producción favorita a montar en recibidores y salones y
dondequiera que los jóvenes se reunieran y desearan intercambiar dobles sentidos, aparentemente inocentes,
justo bajo las narices de sus chaperones.

Asistió a su boda como éste bendecido joven, este chico maravilla sobre quien el mundo había
enloquecido. Y había sido el principio del fin.
Oh, ella le permitió tenerla, pero sólo como un esclavo toleraba a su repugnante amo, con los dientes
apretados muy fuerte, haciendo sonidos tan angustiosos con la garganta que, algunas noches, lo hacía
preguntarse si ella corría hasta el inodoro en el momento en que la dejaba.

Cada vez que venía hacia ella había rechazo. Rechazo de su toque, de hacer el amor, de su cuerpo. De él.
Y sonrió y conversó en cien recibidores, cargando todo el tiempo este enorme y vergonzoso secreto.

Él había entrado en el matrimonio determinado a no dejarla estar sola otra vez. Al final, ella lo hizo tan
solitario en el mundo como ella.
Capítulo 5

Leo despertó con una fiebre muy alta y un intenso dolor de cabeza. Se obligó a salir de la cama, revisó
las mulas, luego pasó por donde estaba el cocinero, que ya estaba en el trabajo, preparando el desayuno y le
pidió una taza de té negro.

El cocinero, un hombre llamado Saif Khan, le echó una ojeada funesta. Aún cuando Leo lo había
contratado hace sólo tres días en Chitral, había contratado el séquito completo que había acompañado a la
familia de un oficial de la guarnición de Chitral, sabía que ya le había puesto una severa prueba a Saif Khan,
quien estaba acostumbrado a británicos con estómagos apropiados, que pulían los platos de pescado frito,
omelettes, dal y arroz, y bollos y jamón antes de partir por el día.

Cuando Leo había ido a cazar con su padrino a Cachemira, caramba, ¿eso había sido hace once años?,
había tenido ese tipo de apetito. Comía prodigiosamente, haciendo llorar de felicidad a los cocineros.

Y Dios sabía que cuando había estado viajando solo con el guía gilgiti y apenas comía lo suficiente, la
vista de uno de los desayunos prolíferos de Saif Khan lo hubiese llevado vertiginosamente a la gula. Pero su
apetito, simplemente, había desaparecido la última semana.

Comió algo de potaje. El té se había enfriado suficiente. Contó tres pastillas de fenacetina y las tragó con
un largo sorbo.

—¿Qué son ésas?

Él levantó la mirada. No la había oído llegar. Tenía puesto un conjunto de chaqueta y falda, color arena,
meticulosamente confeccionado. Siempre tan limpia y acomodada, Bryony Asquith, hasta en el medio de la
nada.

—¿Qué son qué? —preguntó, levantándose de la silla plegable donde se había sentado.

—Las tabletas que acabas de tomar.

—Pastillas para el cabello.

—¿Perdón?

—Son las pastillas para el cabello de Will. ¿Recuerdas a Will, mi hermano? Todo el mundo siempre está
preguntando qué hace para tener un cabello tan hermoso. Bueno, estas pastillas son su secreto.

A ella le parecía sospechoso.

—¿Para qué necesitas tú pastillas para el cabello? Tu cabello luce perfectamente bien.

—Para prevenir la calvicie, por supuesto.

Su insinceridad la exasperó.
—Nada previene la calvicie. Mejor deja de usar esas pastillas para que refuerces el dique de tu
autocontrol contra el alza de las olas de tu corazón.

Él rió. Ella siempre se salía con la suya con su vuelo de palabras, mucho más caprichoso.

Pudieron haber sido felices juntos.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, con tono reprimido.

—Nada —dijo, suavemente. —Olvidé que podías hacerme reír, es todo.

Su reacción fue un lento barrido descendente de sus pestañas. Cuando levantó sus ojos nuevamente, su
rostro había asumido una suavidad de yeso.

El Castillo. Él había visto aquella expresión demasiadas veces durante su matrimonio. El Castillo era
Bryony levantando las puertas y retirándose muy dentro de sí. Y él siempre lo odió. El matrimonio significaba
que compartirías tu maldito castillo. No dejas a tu pobre esposo caballero, dando círculos alrededor de las
paredes, tratando de encontrar una manera de entrar.

Tal vez era el pulsante dolor de cabeza, tal vez era la elevada temperatura, la fenacetina todavía no había
empezado a hacer efecto sobre ninguno, o tal vez la fatiga habían impedido su juicio por fin. Lanzó la taza
metálica de té, la tomó por el frente de la chaqueta y, antes de que ella pudiera conjurar un grito de indignación,
la besó.

Un beso del tipo de Vikingos en la puerta, botín y saqueo, bárbaros sacando a rastras a la dama de su
guarda. Su boca era fresca y húmeda. Sabía a polvo de dientes. Su fisiología cambió. Desde que entendió qué
sexo era el que quería con ella, la chica que mantenía todo dentro, que sufría y suspiraba y lloraba en completa
soledad.

Ella lo empujó, muy fuerte. Se miraron uno al otro. Ella estaba respirando fuerte. Después de un
momento, él se dio cuenta de que él también.

Ella abrió la boca y la cerró. Cuando habló otra vez, sólo fue:

—Tienes fiebre. Estás ardiendo.

—Sí —dijo él — siempre he querido incendiar tu castillo.

Hubiese sido un buen momento para irse, con esas palabras triunfantes. Pero un mareo debilitante se
apoderó de él. Vio cosas que no debía, extraños parches amarillos y verdes flotando frente a sus ojos.

—¿Qué te pasa, Leo? —le dijo, como desde muy lejos.

Él se tambaleó. Ella lo atrapó, sus brazos eran sorprendentemente fuertes.

Él comenzó a temblar violentamente.

***
Él estaba en Princeton y estaba haciendo mucho frío, el calentador central, que normalmente suplía agua
caliente a los radiadores en el salón de conferencias, hizo un berrinche infernal. Ante él, en ordenadas filas y
lleno de ese entusiasmo particularmente norteamericano, sus estudiantes, enrollados en bufandas y abrigos,
esperaban que él comenzara. Habían estado trabajando todo el semestre para este día, cuando atacarían el
cálculo diferencial absoluto y redefinirían todo lo que alguna vez habían aprendido sobre escalares, matrices y
vectores.

Él habló. Y derivó ecuaciones en la pizarra, la tiza en su mano enguantada delineaba los sinuosos
símbolos de cálculo superior. Pero era un movimiento memorizado. Ella dejaría los Estados Unidos después del
Año Nuevo, esta vez se dirigía a la India, las misiones Zenana siempre estaban buscando mujeres doctoras que
administraran a aquellos que no podía dejar el purdah.

No sabía por qué la gente pensaba que era necesario informarle sobre los movimientos de ella. Si
hubiese querido seguirle el rastro, habría prohibido la anulación.

Dios, tanto frío. Sus manos estaban temblando. No podía leer lo que escribió. ¿Eso era un ∫ o un α y
cómo podía confundirlas a las dos?

No, no tenía frío. Estaba ardiendo. Y no estaba en Estados Unidos, sino en las dunas de Tunicia,
esperando que pasara ese día que derretía el mercurio, acostado en la tienda beduina junto a su compañero de
Cambridge, cuyo padre resultaba ser el procónsul francés en estos lares.

—¿Por qué geometría? Por supuesto, geometría. ¿De qué otra manera el hombre descubriría la forma del
universo?

—¿Qué pasa si nunca descubrimos la forma del universo?

—Aún así no es un desperdicio. No hay nada como el cálculo superior para impresionar una mujer
extremadamente seria —dijo, sonriendo.

Pero, aún en el desierto, nunca había estado tan seco. Y hace tanto calor, como si hubiese sido dejado
afuera hirviendo en el sol. Se quejó. Le dolía la cabeza como una de las resacas de Nerón.

Ahora sabía dónde estaba. Tenía diez años y sufría de delirios, como resultado de una mordida de
serpiente. Porque había estado inexplicablemente fascinado por la chica del escalpelo que vivía en el terreno de
al lado. Porque había estado subido a un árbol por tres tardes consecutivas, viéndola disecar una perdiz, un
faisán y una trucha. Al cuarto día, ella no vino. Y cuando se bajó del árbol, pisó la víbora.

Muy caliente. Muy caliente. Alguien levantó su cabeza y presionó algo frío contra sus labios. No tenía
idea de lo que se suponía que debía hacer.

—Bebe —dijo la persona.

Todavía no entendía.

Un minuto después, el agua goteó dentro de su boca, lo alimentaban con cucharilla. Casi esperaba que
cualquier líquido se evaporara en cuanto tuviera contacto con él, pero el agua se empozó placenteramente al
final de su boca.
—Es mejor que tragues eso.

Lo hizo.

Pero lo siguiente que entró a su boca, una píldora amarga como la injusticia, no le agradó en lo absoluto.
La escupió.

—Leo, testarudo. Si hubieses sido honesto sobre el estado de tu salud, ya te habría puesto quinina.
Tienes fiebre de 105 grados. Mejor te la tomas rápido.

Diablos. No malaria. Odiaba la quinina con pasión. Detuvo sus dosis profilácticas después de la primera
semana en la India, porque causaron estragos en él.

—Leo, no seas un bobo —Le puso la tableta contra los dientes.

Si existe alguna cura peor que la enfermedad, es la quinina. Se rehusó a ceder. Ella trató de abrir sus
dientes con una palanca y gruñó ante la futilidad de esto.

—Si no cooperas, tendré que administrarte la droga por el recto.

Él rió.

—Sodomízame —dijo.

O, al menos, en su mente lo dijo.

—¿Crees que no lo haré? —amenazó.

Él estaba serenamente despreocupado. No tendría que saborearla si la quinina subía por su trasero.

Ella suspiró de frustración.

—Necesitas tomar la quinina, Leo.

Él la ignoró. Los culíes hablaban entre ellos, en algún lugar en la distancia. Las cacerolas y sartenes
hacían ruido mientras Saif Khan empacaba sus implementos. Una ráfaga de brisa golpeó una de las solapas de
la tienda.

Luego, tenía veinticuatro otra vez. Era la noche de su boda. Y estaba con ella por primera vez, muriendo
por llegar, y muriendo un poco por dentro.

Pudo darse cuenta en la ceremonia y en el desayuno de bodas subsecuente, que ella estaba teniendo
dudas. Él entendió su temor. Había tenido un caso antes de irse para Francia, con la repentina comprensión de
que estaba por hacer el compromiso de su vida, con Bryony Asquith nada menos, una decisión que a todos,
excepto a él, le parecía una locura.

En su ataque de confusión, había hecho algo estúpido. Pero, al menos, ese momento de estupidez había
aclarado su pensamiento: para él era Bryony, siempre lo había sido y al diablo con lo que todos los demás
pensaran.
Le tranquilizaría que había tomado la decisión correcta, que ellos habían tomado la decisión correcta. La
seduciría, lenta y apropiadamente, de la manera que él querría que lo consintieran y acariciaran si fuese una
mujer, que estaba con un hombre por primera vez. Y, después, la abrazaría mientras dormía, regocijándose
calladamente por su buena fortuna de sostener el deseo de su corazón en sus brazos.

Pero nunca se imaginó que ella yacería bajo él de esa manera, tiesa como un tronco, con los dientes
apretados, el rostro vuelto tan lejos hacia un lado que los tendones de su cuello temblaban de tirantez.

Hizo todo lo que se le ocurrió para calmar la incomodidad de su primera vez, para darle placer. Pero
nada de lo que él hizo le agradó.

El clímax de su propio cuerpo se escabulló sobre él. Eyaculó dentro de ella. Pero el placer de ello fue
eclipsado para su creciente consternación. Se retiró de ella y la sostuvo junto a él, buscando algún tipo de
reforzamiento de la calidez y cercanía de sus cuerpos presionados juntos, aún si ella todavía tenía puesta su bata
y él su camisa de noche, ella le había pedido no desnudarse completamente y él había accedido porque era su
primera vez y tomaría las cosas lentamente.

—Quisiera dormir ahora —dijo.

Le tomó un minuto entender que quería que él saliera, que se fuera a su propio cuarto.

— ¿Pasa algo, Bryony?

—Nada —dijo cortantemente. —No pasa nada. Sólo quiero dormir ahora.

Trató de besarla antes de irse, pero ella sólo bloqueó sus labios con sus dedos.

—¿Recuerdas lo que dije? Tengo una gripe de verano. No quisiera contagiarte.

Él hizo su mayor esfuerzo por calmarse. Era su primera vez. Nervios de recién casados. No pasaba nada.
Ella necesitaba algunos días para acostumbrarse, era todo.

Pero mientras se dejaba caer pesadamente fuera de la habitación, sólo podía pensar, ¿Y si eso no es
todo? ¿Y si será siempre así?

***

— Si te beso, ¿te tomarás tu medicina?

La pregunta lo sacudió fuera de su casi inconsciencia.

—¿Qué? —murmuró débilmente, incapaz de abrir los ojos.

—Si te beso, ¿te tomarás tu medicina?


Tenía veintiocho años, en las garras de un ataque palúdico completo, en una tienda, una marcha al
noroeste del paso de Lowari. Y la mujer, que una vez había sido su esposa, quería saber si podría hacerlo salvar
su propia vida, sobornándolo con un beso.

—Hazlo bien —dijo él.

No iba a tragar excremento de Dios, como privadamente solía pensar de la quinina, por un beso
fraternal.

Ella tomó su cara en las manos. Respiraba sobre él, desigualmente, exhalaciones que olían a esencia de
polvo para los dientes. El beso rozaba alrededor de sus labios, tan inocente como conejos de Pascua retozando
en un prado.

De repente, la lengua de ella estaba dentro de su boca. Él reaccionó con igual aspereza. En un latido, la
tenía debajo de él. Sabía tan dulce, tan dulce, pura y deliciosa. Y su cuerpo, cómo la codiciaba, con lujuria
profana, como arder en el infierno.

Ella temblaba, su pequeño pedazo de cielo. Tan fría, tan distante, amada y despreciada. La adoraría si se
lo permitiera. Pero nunca lo permitiría, ¿no es así? Siempre permanecería fuera de su alcance, sobre su perca de
hielo, indiferente a las luchas de los simples mortales como él.

Ella puso las manos sobre sus hombros. Él esperaba que lo empujara lejos de ella, pero no lo hizo. En
vez de eso, frotó la palma de su mano por su mejilla. Y él se perdió.

Le empujó la falda a un lado, se liberó a sí mismo de sus pantalones y se hundió dentro de ella de un
empellón. La sensación, Dios, la sensación lo cegó y ensordeció. No podía ver, oír o hablar; sólo podía sentir.
Sí, ella era el cielo, su cielo. Nunca había sentido placer como este placer agudo como un cuchillo, nunca había
conocido soledad como esta soledad que destroza el corazón. Se estremeció dentro de ella, una emisión
fanática, una oscura y caliente oleada que drenó todo dentro de él y más.

Una extenuación suprema se apoderó de él. Difícilmente podía respirar, mucho menos moverse. Y
apenas pudo darse cuenta de que ella se había ido.

Ella le deslizó la tableta entre sus labios.

—Lo prometiste —dijo, con voz temblorosa.

Él tragó la quinina, bebió el agua que le dio y cayó otra vez sobre la almohada.

Tenía veintiocho años, su matrimonio tres años de anulado y acababa de tomar posesión de Bryony.

***

Ella estaba impactada.

Él había estado alucinando, murmurando sobre oscuros conceptos matemáticos. Estaba furiosa y
ansiosa, y realmente dispuesta a meterle la quinina por el trasero si continuaba resistiéndose al tratamiento.
Y, entonces, él pronunció el nombre de ella. Bryony. Bryony, corazón. ¿Qué pasa, Bryony? Una vez que
se dio cuenta de que él estaba apenas consciente y no reaccionaba a sus respuestas, la repetición de su nombre
se convirtió en una música dolorosamente dulce, una oda, un encantamiento.

Le parecía muy lógico ofrecerle un beso, en vista de que el haberla besado antes del ataque de malaria
sacó lo mejor de él. No pudo haber predicho que eso lo llevaría a una fervorosa concupiscencia. En un momento
ella lo abrazaba, el momento siguiente estaba debajo de él y, un momento después de eso, él estaba dentro de
ella hasta la raíz, sus respiraciones ásperas de placer.

Esto no era lo que le había impactado, que él hubiese sido capaz de actuar en su condición. Sino que ella
lo haya dejado y que haya derivado en tal fiero e incompleto placer de esa unión breve, intensa.

Y que deseaba más.


Capítulo 6

La quinina enfermó miserablemente a Leo: o estaba peleando con unas violentas náuseas o siendo
sonoramente derrotado por ella. El resto del tiempo estaba tan débil que escasamente podía levantar un dedo.
Ella no se fue de su lado. Con una heroica calma, lidió con los vómitos que lo asqueaban profundamente.

¿Cómo puedes soportar eso? —le preguntó una vez.

—He visto peores —respondió. Y eso era todo.

Cuando no podía aguantar el sabor de su propia lengua, ella le hacía una solución de mentol y timol para
que lo usara como enjuague bucal. Le daba agua de miel para la nutrición, cepillaba sus dientes y le cambiaba la
ropa.

—¿Por qué eres tan amable conmigo? —le preguntó en otra ocasión, demasiado cansado para abrir los
ojos, mientras ella le frotaba salvia sobre las manos, quemadas por las sogas y raspadas por las rocas, por cruzar
el horrible terreno entre Gilgit y Chitral, la resbalosa calidez de su mano, derritiendo la salvia de dulce olor a
cera de abeja dentro de sus nudillos, sus callos, los pliegues entre sus dedos.

—Tú estás enfermo. Yo soy doctora.

La respuesta que él quería oír, por supuesto, era que su meticuloso cuidado estaba motivado por algo
más allá de la obligación médica. Aún cuando debió haberlo sabido.

En el último mes de su matrimonio, él había encontrado una carta arrugada dentro de la cesta de basura
del estudio cuando buscaba una página de ecuaciones que había tirado en un ataque de agitación. La carta, de
una joven mujer que le debía su vida y la de su hijo a una exitosa cesárea realizada por Bryony, había sido una
de las piezas más conmovedoras de prosa inglesa que había leído.

Nunca dudó que Bryony fuese un médico de primera clase. Nunca dudó de su devoción profesional. Y
siempre entendió que su interés esencial eran las enfermedades, no los pacientes, éstos le producían menos
compasión que el deseo de triunfar sobre los agentes más perniciosos de la naturaleza.

Durante la tarde, estuvo parado sobre la carta, y aunque su grande, esmerada, y casi infantil forma de
escritura ardía lentamente dentro de su mente, finalmente tuvo que aceptar que la reserva de su esposa era
menos distanciamiento que total apatía: sólo una persona alérgica a la proximidad humana de cualquier tipo,
física o emocional, podía desdeñar una gratitud tan sentida.

—Lo siento —dijo.

—Deberías estarlo —Con el pulgar masajeaba círculos en la parte de atrás de las manos de él, sus
palmas, hasta dos pulgadas más arriba de la muñeca. Él no quería que se detuviera. —¿Qué estabas pensando,
escondiéndole tus síntomas a un doctor?

—No fue mi intención.


Déjame tenerte otra vez. Déjame hacerte el amor apropiadamente. Déjame darte el tipo de placer que tú
me diste, delicioso, terrible placer.

—Sé cuál fue tu intención —le soltó las manos. —No volvamos a hablar de esto.

***

El segundo día, después del ataque de malaria, una recua pudo cruzar por el paso de Lowari.

Donde Leo y Bryony habían parado al final de su primer día de viaje, y donde se quedaron desde
entonces, fue el punto preciso donde sus caminos divergirían del río Chitral y subirían otra vez hacia las
montañas. Como muchos de los pasos montañosos que rodeaban el valle de Chitral eran intransitables en
invierno, el mayor volumen de comercio regional era conducido durante los meses más clementes.

Bryony sacó la cabeza de la tienda de Leo lo suficiente para ver que la recua era sólo la caravana de un
mercader, antes de volver a entrar. Imran y su hijo, Hamid, les ofrecieron té a los comerciantes. Los hombres
charlaron un rato antes de que los mercaderes se dirigieran al norte, presumiblemente a los bazares de Chitral.

—Necesito hablar con Imran —dijo Leo.

Ella lo miró sorprendida. Pensaba que estaba dormido. Además, ya él había pedido hablar con Imran,
más temprano. Hablaron sobre las provisiones y Leo le entregó las rupias necesarias para el diario de los culíes.

—¿Hay algo que necesites que te traiga?

—No, gracias. Necesito saber las noticias que trajeron los viajantes —dijo, con los ojos aún cerrados.

Ella buscó a Imran y lo trajo a la tienda.

—¿Qué noticias hay de Swat? —Leo preguntó directamente.

—No vienen de Swat, sino de Dir. Allá dicen que ha llegado un gran faquir al valle alto de Swat. Un
hombre milagroso. Y que sacará a los ingleses —el guía sacudió la cabeza — Siempre esos hombres
milagrosos.

Leo asintió, agradeció al guía y lo dejó ir.

—¿Cómo sabías que había noticias de Swat? —Preguntó Bryony, medio sorprendida. —¿En qué lengua
estaban hablando?

—Pashto, el cual no entiendo, pero Swat sigue siendo Swat.

La mayoría de los chitralíes pertenecían a la tribu Khow y hablaban Khowar. En el sur de Chitral, sin
embargo, la población de la frontera noroeste era pathana, en gran medida, o pathanos, como algunos los
llamaban.

Ella se sorprendió aún más.


—Entonces, ¿cómo supiste que las noticias de Swat nos interesaban? Pudieron haber estado hablando
sobre las cosechas.

—Mencionaron ‘faquir’ repetidamente, y también ‘sirkar’ varias veces. Como ‘sirkar’, casi
invariablemente, se refiere al gobierno de India, quise preguntar al menos.

Ella asintió. La frontera noroeste era un lugar intranquilo. En el 95, hubo agudas batallas en Chitral,
cuando varias facciones infelices, en una lucha de sucesión más sucia de lo usual por el asiento del principado,
sitiaron a una guarnición británica de cuatrocientos hombres que había sido enviada a calmar la disputa.

Y en junio de este año, hubo un ataque a un oficial político británico y su convoy a plena luz del día en
el valle de Tochi. Estaba bastante lejos, cientos de millas al suroeste de Peshawar en las tierras altas sin ley de
Waziristan, donde ningún poder extranjero había respirado tranquilo, que ni los Braeburn ni Bryony se habían
preocupado por su propia seguridad. Pero había sido un recordatorio de que la paz que disfrutaban podría ser
interrumpida fácilmente.

Bryony tomó el mapa de la alforja de Leo y lo abrió sobre sus piernas. El curso estaba marcado en rojo.
Tan pronto como alcanzaran la cima del paso de Lowari, estarían en Dir. A poca distancia del pueblo de Dir, el
cual eran doce o quince millas del paso, era muy difícil juzgar las distancias en el mapa, encontrarían el río
Panjkora. De ahí, su camino seguiría el río Panjkora hasta una villa marcada como Sado, donde se separarían
del río, hacia el sureste y llegarían a Chakdarra, en el banco del río Swat.

El río Swat era uno de los más importantes de la región, y el valle de Swat uno de los centros más
poblados. En Chakdarra, el valle de Swat corría rudamente del este al oeste, mientras que la ruta de ellos giraba
directamente al sur. Una vez que cruzaran el río, abandonarían el valle de Swat casi inmediatamente.

—¿A cuántas millas de aquí está el valle de Swat? ¿Ciento cincuenta millas?

—Más o menos. Y donde cruzaremos el río es el valle bajo de Swat. El valle alto es cauce arriba, más
allá del paso de Amandara.

Ella enrolló el mapa y lo volvió a poner en la alforja. Por ahora, estaba muy lejos como para
preocuparse.

Además, en la frontera, la profesión religiosa estaba y siempre había estado, sólidamente opuesta a
cualquier poder externo. Los clérigos que respiraban fuego no eran, precisamente, algo nuevo. La mayoría de
ellos fracasaron en inspirar algo más que pensamientos ambiciosos en sus seguidores. El faquir itinerante en el
valle alto de Swat era, probablemente, sólo otro imán que sacudía el puño, cuyos seguidores habían sido
inmensamente exagerados en sus cuentos.

Ella no era del todo antipática al deseo de la población local de liberarse de los británicos. Después de
todo, los mismos ingleses idealizaron a Boudica, la gran reina que luchó contra los romanos. Sino que,
simplemente, no creía que este imán en particular, era el hombre que terminaría la tarea.

— ¿Crees que puedas comer algo? —le preguntó a Leo.

Él sacudió la cabeza, poniéndose verde con la sola mención de la palabra.

— Entonces, duerme un poco más —dijo ella.


Él cerró los ojos. Ella se sentó en la silla cerca de la cama y lo observó. Después de un rato, cuando
parecía dormido, le tocó su mejilla con la mano. Estaba tan delgado que dolía verlo, aunque no podía dejar de
hacerlo. No podía dejar de anhelarlo.

El pulgar rozó ligeramente las puntas de sus pestañas. Los dedos, índice y medio, capturaron su oreja
entre ellos y sintió su fresca suavidad, la fiebre había bajado con la primera dosis de quinina. El dedo trazó un
camino hasta su yugular y se presionó contra ésta para sentir el ritmo de su sangre.

Había empezado a registrar que su corazón estaba latiendo muy rápido cuando, él capturó su mano y la
puso sobre sus labios. Ella se retiró pero no antes de que su beso hubiese dejado una impresión en el centro de
la palma.

Una impresión que ardía mucho después de que él cayera dormido realmente.

***

Al quinto día después del ataque de malaria, Leo se despertó de un sueño ligero en la tarde. La quinina
había sido maliciosa pero efectiva. Aún estaba débil, pero todos los síntomas se habían ido. Estaba
recuperándose y bien.

Ella se sentó en la silla cerca de la cama, sosteniendo un bizcocho medio comido en la mano. Esa mano
descansaba sobre una falda de lana verde oscuro dentro de la que tenía metida una blusa de rayas blancas y
verdes, toda abotonada hasta la barbilla.

Tenía una dulce barbilla, perfecta en realidad; él solía besarla ahí, pacientemente, con esperanza, cuando
no le permitía besarla en la boca. La barbilla, la quijada, él seguía el contorno del rostro hasta mordisquear los
delicados bordes de sus orejas. Pero también eso estaba prohibido para él. Y a la siguiente noche, le pidió que
no le soltara el cabello de su trenza, era muy problemático desenredarlo en la mañana, le dijo, y debía estar en el
hospital a tiempo.

Hoy, tenía el cabello partido a la mitad y hacia atrás, suave como el cristal, brillante como la laca. Ella se
inclinó a su izquierda para alcanzar una cantimplora sobre el piso de la tienda. Él le echó un vistazo al mechón
blanco. Su cabello se impactó nuevamente.

Su cabello se puso blanco por tu culpa.

O algo así había dicho Callista.

¿Le crees a Callista?

Sus ojos se encontraron. Un calor brincó a través de él. Había estado profundamente dentro de ella y no
había protestado.

Ella volvió la cabeza abruptamente.

—Aquí está tu almuerzo —dijo — caldo de carne de cordero y pollo biryani. Saif Khan también hizo un
budín de convaleciente para ti.
Él se sentó a comer. Ella anticipaba sus necesidades con mucha precisión. El tratamiento de cinco días
de quinina había terminado el día anterior. Habían cesado los caminos traicioneros de su estómago. Y estaba
hambriento.

Ella lo veía; él sentía su mirada, algo con un peso y un toque en sí mismo. Cada vez que él levantaba la
cabeza del plato, ella miraba a otro lado. Pero sus ojos siempre volvían a él. Directamente o de lado, lo
estudiaba, a hurtadillas, subrepticiamente, en pedazos y retazos.

—Tus botas, tienen una impresión en las suelas — al rato habló otra vez. —Fueron fabricadas en Berlín.

Hubo un tiempo en que él estaba muy fastidiado de su apariencia. La buena calidad no era suficiente.
Cada pieza de vestir que tenía debía ser una obra de arte o, al menos, un trabajo de impecable artesanía. Pero
después de la anulación, no le importaba ni la mitad. Cuando necesitó un par de botas nuevas mientras estuvo
en Berlín, en vez de escribirle a su fabricante de botas personal en Londres, compró un par ya hechas, algo que
le hubiese pasmado antes.

—¿Qué estabas haciendo en Berlín? —le ofreció un segundo plato de caldo de cordero.

Él aceptó el caldo.

—Gracias. Expuse en la universidad.

Ella agregó otro montón de biryani a su plato.

—Callista dijo que estuviste en Munich. Dijo que ibas a comprar una viña en algún lugar de Baviera
para retirarte allá.

—Tenía veinticinco años, un poco temprano para retirarme a un lugar tan anticuado como Baviera.

—También dijo que cambiaste de opinión después de un tiempo y fuiste a Estados Unidos, a Wyoming,
a establecerte en un racho de ganadería.

—No es un escenario improbable para el hijo menor. Pero yo estaba en Estados Unidos para corromper a
su juventud... en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, unos pocos miles de millas al este de Wyoming.

Ella se aclaró la garganta.

—Yo estuve en Alemania, en la Universidad de Breslau, recibiendo entrenamiento quirúrgico avanzado.


Y en Estados Unidos también, di clases en el Colegio Médico de Mujeres en Pensilvania.

—Sí, lo sé.

Él se había mudado a Cambridge después de la anulación. Siempre le había gustado Cambridge.


Siempre quiso convertirse en el Profesor Lucasiano de Matemáticas en la universidad, puesto ocupado una vez
por el ilustre Sir Isaac Newton. El profesor titular estuvo en ese puesto por casi cinco años. El momento no
pudo haber sido mejor para Leo, su genio fue aclamado de izquierda a derecha durante esos días, para ser citado
como el próximo portador del profesorado.

Pero para otoño estaba en Berlín. Un año después estaba en Princeton. Y tres semestres después, en la
India
Resultó ser que una anulación no fue suficiente para que a él le dejara de importar. ¿A nadie más le
molestaba que ella estuviese sola en un país extranjero? ¿Qué se alejara cada vez más y más de casa con cada
mudanza? ¿Que si algo le pasara, Dios no lo permita, su familia estaría a miles de millas de distancia?

Se regañó a sí mismo por preocuparse, cuando a ella no le importaba un bledo él. Pero eso no interesaba.
Él tenía opciones y cada vez escogía aceptar la única invitación que lo ubicara en el mismo país donde estuviese
ella, en caso de que si necesitase ayuda, no tendría que ser convocado a través de los océanos.

—¿Pensaste que yo estaba en Leh cuando aceptaste la expedición en globo en Gilgit?

Él tomó un sorbo de agua y asintió. Sus ojos se encontraron de nuevo.

Tú eras la luna de mi existencia; tus cambios de ánimo dictaban las mareas de mi corazón.

Pudo haber sido una hipérbole, pero no era ficción.

***

Después del almuerzo, hablaron un poco del itinerario. Él quería volver al camino el mismo día
siguiente, pero ella insistió en que, después de terminar el tratamiento de quinina, debía permitirse a sí mismo,
al menos, dos días de descanso y le advirtió las graves consecuencias si él ignoraba las directivas de un médico
sobre el asunto.

Para ayudarlo a pasar el resto de la tarde, le dio la copia de la revista Cornhill que él tomó cuando pasó
la noche en la guarnición de Chitral, le dijo que iba a dar un paseo y que le negaba el permiso de hacer cualquier
cosa más extenuante que leer en cama.

—Llévate a Imran contigo —le dijo.

Ella pareció contrariada por un momento, como si hubiese olvidado que estaba en un lugar donde las
mujeres raramente dejaban sus casas, y ciertamente nunca sin compañía, la región de Chitral era
particularmente conservadora en ese respecto.

—Claro, por supuesto.

Cuando estimó que ya estaba suficientemente lejos, se levantó, salió de la tienda e hizo que un par de
culíes erigieran la mesa plegable y le trajeran una silla. Aún traía su pijama kurta de algodón blanco sin
adornos, el conjunto de túnica y pantalones nativos que usó para dormir. Pero tan solo estar fuera de la tienda,
sin apoyo, ya lo hacía sentirse más él mismo.

El aire tenía esa claridad montañosa translúcida que hacía las formas más definidas y los colores, más
verdaderos. El verde de los arrozales no era sólo verde, sino un lujurioso verde, hambriento de luz solar y
humedad. Y las pendientes no eran simples moles de roca, sino las costillas del valle, protegiendo la delicada
franja de suelo fértil de lo peor de los duros elementos.

Con el sol del oeste sobre su cara y la brisa alborotándole el cabello, se sentó y abrió su cuaderno.
Después de la anulación, no había producido un solo trabajo original en casi dos años. Enseño y revisó
el trabajo de otros matemáticos, con quienes mantenía correspondencia erudita, pero su mente había estado
resueltamente estéril. Aún cuando empezó a trabajar en nuevos postulados, lograba sólo garabateos de
derivadas, tímidos ecos de su producción temprana.

Fue una experiencia casi tan humillante como su matrimonio, darse cuenta de que no podía tomar su
juvenil brillantez por hecho. Que tal vez nunca podría duplicar la gracia y facilidad con la que había lanzado sus
primeros trabajos, entre excursiones para escalar montañas, safaris, y las otras aventuras variadas de un joven, a
quien le gustaba la diversión tanto como la gloria.

Después de una hora, guardó su cuaderno y sacó un tablero de ajedrez viajero, algo más que había
adquirido en la guarnición de Chitral. Jugó una partida contra sí mismo, un juego que, predeciblemente, quedó
empatado. Reorganizó las piezas.

Peón del rey blanco, peón del rey negro, peón del alfil del rey blanco, la clásica apertura de la jugada del
rey. El último juego había declinado la jugada. Esta vez sacó al peón del alfil del rey blanco con el peón del rey
negro. Aceptó la jugada del rey.

Puso un codo sobre la mesa, descansó su barbilla en el espacio entre el dedo pulgar e índice, y consideró
el próximo movimiento.

—¿Ya estás desobedeciendo las órdenes del doctor? —El sol había caído tras las montañas, pero aún
podía ver que Bryony tenía las mejillas rosadas por el ejercicio —No, no te levantes.

—No es más agotador sentarse en una silla que en una cama —la engatusó. Y le hizo señas a un culí que
estaba cerca para que le trajera una silla a ella.

—Bueno, mejor te vences a ti mismo rápido. Le pedí a Saif Khan que hiciera la cena temprano. Aún
necesitas descansar.

—Es difícil vencerme a mí mismo.

—Entonces, yo te venceré —dijo casualmente, tomando asiento.

Él rió, aunque no tenía la intención de hacerlo.

—¿Te crees invulnerable en el ajedrez?

Alzó sus manos. No era que lo creyera, sino que no había sido vencido desde que tenía once años.

—Si crees que eres tan fuerte, tomaré las blancas.

Las blancas mueven primero; era la menor concesión que podía haberle pedido. Usualmente, él tenía que
renunciar a piezas significativas antes de que alguien quisiera jugar con él. Ella continuó el juego que él había
empezado, su elección de maniobra el caballo del rey blanco. La estrategia del caballo del rey.

El respondió con el peón del caballo del rey negro.

—No sabía que jugabas.

Ella avanzó al peón de la torre del rey.


—Hay un gran número de cosas que, probablemente, no sabes sobre mí.

Él puso al peón del caballo del rey una casilla más adelante.

—Entonces deberías contarme. No puedo saberlo de otra manera.

El caballo del rey blanco saltó los cuatro peones que tenía limpiamente alineados en e4, f4, g4 y h4. El
caballo del rey negro se unió a la batalla. El caballo del rey blanco se lanzó hacia atrás y sacó al peón del
caballo del rey negro. Él sacó al peón del rey blanco.

—No vas a contarme nada, ¿verdad?

—No sé qué es lo que no sabes.

Ellos competían por controlar el centro del tablero, ella era un jugador muy superior a lo que él suponía.
Desplegó al caballo del rey negro muy dentro del territorio de ella y sacó a la torre del rey blanco.

—Sé, por ejemplo, que mi padrino te visitó después que nuestra petición por la anulación había sido
presentada en las cortes eclesiásticas —comenzó él. —Y asumo que te ofreció un soborno para que te quedaras
casada conmigo. Pero no sé precisamente que perdió ante ti.

Ella avanzó tanto al caballo del rey como al alfil de la reina blanca hasta su puerta.

—Un ala nueva para el hospital. Terreno e instalaciones para la escuela de medicina, también.

Él despachó al alfil de la reina blanca con el rey negro y no dijo nada. Aún con tales tentaciones, aún con
la culpa que debió haber sentido por rechazar los regalos para el hospital y la escuela, lo había dejado de todos
modos.

Ella reposicionó al caballo del rey blanco.

— Tu turno.

Él entrecerró los ojos. El caballo del rey blanco estaba en posición de demoler tanto al rey como a la
reina negra. ¿Cómo pudo haber sido tan descuidado? No tenía opción sino proteger al rey. Se retiró.

Ella tomó a la reina negra.

— Él es tu verdadero padre, ¿cierto? ¿Tu padrino?

Él levantó la mirada del tablero. Los ojos de ella eran de un verde profundo, como el de las capas
inferiores de un glaciar, su piel tan clara como un lago lleno de nieve.

—Sí —dijo él. Muy pocas personas lo sabían. Aunque, a muy pocas personas le importaba la paternidad
de un quinto hijo. —¿Tienes inconvenientes con eso?

— No, particularmente. ¿Y tú?

—Al principio, cuando lo supe. Ya no.

—¿Cuándo lo supiste?
Ella sólo tenía ojos para el tablero, pero él sintió su curiosidad. Era algo tan extraño, viniendo de ella,
porque era normal. Era lo que un hombre y una mujer, sentados jugando ajedrez, hacían bajo circunstancias más
claras: hablar sobre ellos, sobre la gente y las cosas que les importaban.

—Mi madre me lo dijo cuando tenía catorce años.

—Estabas un poco joven.

—No estoy seguro de que exista una edad correcta para este tipo de cosas.

—¿Cómo lo tomaste?

—No muy bien. Estaba profundamente avergonzado de que mi propia madre había tenido un affaire con
un hombre, cualquier hombre. Casi morí de mortificación cuando luego me informó que el affaire aún
continuaba. La pasión de mi padre eran las matemáticas. Sentí que lo de ella debió haber sido algo similarmente
asexuado, botánico o tragedia shakesperiana, no algo que, mi Dios, la revolcara regularmente.

Ella retorció los labios.

—¿Tu padre lo supo?

—Lo supo. Me sentí mal por él, aún cuando mi madre me aseguró que todos ellos eran muy buenos
amigos, que todos lo sabían, y que nada cambiaría sólo porque yo ahora lo sabía también. Lo cual sólo me hizo
sentir como un idiota porque era el único que no lo sabía.

Ahora, ella lo miró, con una expresión que era casi una sonrisa.

—Y luego, ¿qué pasó?

—Y luego pasó algo maravilloso. Fui a casa ese verano y descubrí que, realmente, nada había cambiado.
Mi padre estaba emocionado por verme. Nos enclaustramos a nosotros mismos en la biblioteca durante horas
cada día, leímos los trabajos recientes, debatimos las insuficiencias de la geometría euclidiana, y desarrollamos
nuestra propia lista de axiomas como fundamento para un nuevo acercamiento a la geometría.

Cuando Leo, finalmente, reunió el coraje de preguntarle al conde si le molestaba en alguna manera tener
bajo su techo a alguien que no era de su sangre, Lord Wyden sólo sonrió y dijo:

—Todo lo que necesitas saber es que eres el hijo que siempre había querido.

Después, en los fiordos de Noruega con su padrino, con quien ya no estaba molesto, Leo le había
relatado la conversación con el conde. Sir Robert suspiró con melancolía, lo más cercano a un sentimentalismo
jamás experimentado por el pragmático hombre, y dijo:

—Siempre envidiaré a Lord Wyden por eso. Que tú seas su hijo, y no mío, a los ojos del mundo.

Al final, ha habido más que suficiente afecto y estima alrededor. Él creció con mayor apego, tanto a Sir
Robert como a su padre. Se acercó tanto a su padre que, de hecho, cuando el conde desheredó a Matthew por
una infracción juvenil, y luego desheredó a Will por defender a Matthew, por mucho tiempo Leo se rehusaba a
creer que la severidad de la acción de Lord Wyden pudiera no estar enteramente justificada.

Bryony suspiró.
—Él lo supo y te amó igual.

El alfil negro sacó al caballero blanco que le había noqueado a la reina negra.

—¿Es por eso que no le hablas a tu padre, porque no te ama lo suficiente?

Ella no movió un músculo, aunque él sintió su tremor. Su respuesta fue convocar a la reina blanca a
arrasar al caballo del rey negro.

Él sacó al peón del caballo de la reina blanca. Después de que ella saqueó la reina negra, él movió
agresivamente para amenazar al rey blanco. Pero ella tampoco tuvo miedo de ir por él.

Usó la reina blanca para dar jaque al rey.

—Cuidado.

Él se movió rápidamente al rey fuera del peligro.

—¿Cuidado con qué?

Ella amenazó al alfil del rey negro.

—Derrota inminente.

Él despachó al caballo de la reina blanca.

—¿Tuya?

—No, tuya —Arrastró a la reina a través de la anchura del tablero. —Jaque mate.

Él no lo entendió inmediatamente. Estudió todo el tablero con la incomprensión laboriosa de un


estudiante promedio forzado a dominar cálculo. Entonces, se impactó. Era un verdadero jaque mate, sin escape
para su rey en batalla que ni siquiera se había dado cuenta de que lo estaba.

Sus labios se retorcieron otra vez. Se levantó.

—Iré a decirle a Saif Khan que puede servir la cena en cuanto esté lista.

La vio irse.

—Ahora, ¿por qué nunca jugamos ajedrez? —murmuró.

La pregunta había sido dirigida más al río y al cielo que a ella. Pero ella se detuvo, volteó la cabeza, su
perfil perfectamente retratado, por un momento, contra la sombra púrpura de la montaña. Un mechón de cabello
revoloteó contra sus labios. Luego se fue, sin ofrecer ninguna respuesta.

***
—¿Quién te enseñó a jugar? —preguntó esa noche, mientras comían el budín de melocotón, una
preparación inglesa, exceptuando por el agua de rosas y el cardamón adicional. Hasta entonces, él había estado
muy ocupado comiendo con un voraz apetito recuperado por innumerables raciones de alimento.

—La mamá de Callista —dijo ella.

El día se había desvanecido. La luz de la linterna lanzaba destellos de cobre sobre sus mejillas y su
cabello. Él ya no retrocedía en conmoción renovada cada vez que veía lo blanco en su cabello, pero nunca se
acostumbraría, la destrucción de la perfección.

—¿Toddy? —La mamá de Callista, la segunda Mrs. Geoffrey Asquith, había nacido como Lady Emma
Todd, de acuerdo a su tumba, murió dando a luz a Callista. Pero entre los hermanos Marsden, ella siempre había
sido llamada Toddy.

Ella levantó la mirada del budín, sorprendida.

—¿La recuerdas? Tenías sólo tres años cuando murió.

—Recuerdo su funeral. Es uno de mis recuerdos más antiguos, todos en negro, todos mis hermanos
llorando.

También era el recuerdo más temprano de Bryony, una remembranza grabada crudamente contra la
niebla del tiempo. Ella había sido la única niña que no lloró, hasta él había lloriqueado de confusión.

—¿Es todo lo que recuerdas de ella?

No podía decir si sonaba aliviada o decepcionada.

—Es todo lo que yo recuerdo, pero mis hermanos recuerdan más. Solían contarme sobre esta fiesta de
disfraces que hizo para los niños. Todos fueron como Caballeros de la Mesa Redonda. Excepto yo: yo era el
Santo Grial en un moisés.

Como el menor de cinco niños, él había sido el centro de todo tipo de bromas durante su infancia.

—Recuerdo esa fiesta —dijo ella.

Su voz era diferente: no tan asoladora. Su expresión se había suavizado, más pensativa. Nunca la había
visto pensativa.

—¿Qué recuerdas tú?

Ella pensó por un momento.

—Un blanco vestido de terciopelo, un sombrero puntiagudo, y un cinturón con campanas en él, yo era
una princesa, creo.

—¿Los Caballeros de la Mesa Redonda te cortejaron?

—Sí, pero sólo porque tenía una cesta de dulces y premios para entregar —las esquinas de sus labios se
curvaron ligeramente. —Los Caballeros de la Mesa Redonda me tenían bien rodeada.
Era extraño oírla hablar de una época anterior a los recuerdos más antiguos que él tenía de ella. Era
extraño, en sí mismo, oírla hablar de sus días de infancia. Cuando era un niño, ella se veía mucho mayor que él,
como si hubiese surgido a la vida casi adulta, o al menos, más arriba y más allá de la torpeza y vulnerabilidad de
la niñez.

Picó el budín.

—¿Qué más recuerdan de Toddy? —preguntó, casi hambrienta por saber.

—Que organizaba excelentes meriendas. Aunque el que mejor recuerdan fue un desastre, aparentemente.
Will cayó dentro del río y luego se arrancó la ropa mojada y corrió desnudo por los alrededores. Creo que luego
fue severamente azotado por eso.

—Eso fue en mi sexto cumpleaños —dijo ella. —No fue un desastre en absoluto. Tu madre sí se ahogó
con un pedazo de pollo, cuando Will corrió alrededor sin una nada sobre él, pero al resto de nosotros nos
pareció muy gracioso. Y luego, después que Will desapareció misteriosamente, jugamos durante el resto de la
tarde.

Él sintió como si estuviese en un polvoriento ático, lleno de telarañas, abriendo rechinadores y


ancestrales baúles, sólo para encontrar dentro joyas perfectamente brillantes y sin mella.

—¿Te contaron algo más sobre aquellos días? —estaba hambrienta por saber. Su tono le recordó la
manera como él solía preguntar indirectamente sobre ella —¿Y la hermana de Callista, aún sigue cortando a la
gente en dos?

Había otra historia. Y se habían burlado muchísimo de él por eso cuando anunció su compromiso a sus
hermanos. Matthew envió un cable desde París, y Charlie desde Gilgit, para decir lo mismo: Dios
Todopoderoso, ella era María y tú eras el Niño Jesús.

—La primera obra de Navidad que Toddy organizó —dijo él.

—Mmm... Yo recuerdo más la última obra de Navidad que montó. Trajo un camello prestado de alguna
parte. Pero el camello no le gustó lo que nuestro mozo le dio de comer. Él… él fertilizó la capilla entera y el
olor hizo a las damas desmayarse. ¿No recuerdas eso?

—No —él, personalmente, no recordaba a Toddy personalmente.

—Eso sí fue el propio desastre. Mi padre estaba muy molesto con ella por ese momento de tontería. Pero
después de que las dos dejáramos de llorar por eso, nos reímos tan fuerte que lloramos otra vez.

Él la miró, sorprendido. Cuando vivieron juntos, como marido y mujer, no hubo un solo recuerdo de
Toddy entre sus posesiones. Parecía suficientemente razonable asumir, que ella había estado tan distante de
Toddy como lo estaba de su actual madrastra, una asunción de acuerdo con su estatismo y sus ojos secos en el
funeral de Toddy.

Una lágrima bajó por su mejilla. Él quedó paralizado de la impresión, ni siquiera sabía ella que era capaz
de eso.

Ella estaba tan asombrada como él.

—Lo siento —buscó por su servilleta. — Lo siento. No sé qué pasa conmigo.


Él le alcanzó su pañuelo. Torpemente, se limpió un poco los ojos. Pero las lágrimas no paraban. Por un
minuto, él no se movió. Luego se paró, pensando en darle un poco de privacidad. En vez de eso, rodeó la mesa
y la puso de pie.

La había abrazado antes, al principio del matrimonio. Su rígida falta de respuesta había acabado con eso.
Tomó un respiro profundo y la atrajo a sus brazos.

Ella se tensó. Él casi se separa por instinto. Pero la abrazó más fuerte.

—Está bien —le susurró en el oído. —Está bien. Puedes llorar. A veces Dios hace gente perfecta. ¿Por
qué no deberías estar devastada?

—Yo no lloro —dijo, con palabras apagadas. —Nunca lloro.

—Sí, lo sé —dijo él — está bien. Puedes llorar tanto o tan poco como quieras.

Como si le hubiese dado el permiso que ella necesitaba, sus lágrimas silenciosas se volvieron sollozos
temblorosos. Se sentía pequeña en sus brazos, estaba más delgada, un manojo de mujer. Él le acarició la espalda
y le besó el cabello, como si fuese una sobrina que se golpeó la rodilla. Después de un rato, ella se relajó, su
cuerpo sorprendentemente flexible, sorprendentemente suave y sus sollozos se redujeron a gimoteos.

—Hay algo que nunca te dije —dijo. —Cuando aún estábamos casados, visité a una vieja amiga de mi
madre. Su hermana también estaba visitándola ese día y resultó que esa hermana había terminado la escuela con
Toddy. Cuando se enteró con quien estaba casado, me pidió que te dijera que Toddy pensaba que tú eras la niña
más maravillosa que jamás había vivido.

Todavía estaban casados, pero la puerta de su cuarto ya había sido bloqueada. Y él no estaba de ánimo
para transmitir tales cumplidos. De hecho, pensó que Toddy estaría tristemente decepcionada, en vista de lo
poco que Bryony la recordaba a ella.

Bryony levantó la cabeza.

—¿Dijo eso?

—Esas fueron las palabras precisas de Lady Griswold. Cuando salgamos de las montañas, le enviaré un
cable y veré si puede encontrar algunas cartas viejas de Toddy que pueda darte.

Ella volvió a bajar la cabeza.

—No tienes que tomarte tantas molestias por mí.

Él la soltó.

—No es ninguna molestia.

Ella se paró en ese lugar por un largo momento. Luego, se inclinó y lo besó en la mejilla, un beso rápido
que apenas le tocó la piel.

—Muchas gracias. Buenas noches.


—Buenas noches —le dijo a la oscuridad más allá del alcance de la lámpara, mientras los pasos de ella
se desvanecían detrás de él.

***

Antes de Toddy, los recuerdos de Bryony habían consistido en difusas y grises impresiones de los
cuartos cavernosos de Thornwood Manor. Su madre, decepcionada de haber llevado concebido simplemente
una niña después de años de infertilidad, había muerto de neumonía aguda después de que Bryony cumplió dos
años. Su padre, quien prefería ser un viudo en el pueblo, pero que creía que los niños estaban mejor en el
campo, había estado abrumadoramente ausente.

Pero con la llegada de Toddy, su mundo estalló en color. De acuerdo con todas las historias, ellas habían
sido amigas instantáneas, la nueva Mrs. Asquith, veinteañera y llena de vida, y su tímida y reservada hijastra de
cuatro años. Y desde ese momento en adelante, durante los tres cortos años que le quedaban a Toddy, nunca
estuvieron separadas.

Ellas caminaban por la propiedad y las colinas cercanas, recolectando hojas, pétalos y semillas para
ayudar a Toddy a documentar la flora local. Organizaron meriendas y fiestas infantiles y juegos. Y cuando el
clima no permitía las caminatas o los paseos a caballo, bebían sidra caliente, jugaban ajedrez y llenaban sus
mentes con veladas pizcas de conocimiento, difíciles de encontrar, abriendo la enciclopedia en páginas
aleatorias.

Tenían tantos planes, ella y Toddy. La llegada del bebé nuevo iba a ser toda una celebración. Pero,
entonces, Toddy murió en el parto, sonriente, vibrante Toddy, quien estaba llena de vida y energía y curiosidad
y amabilidad.

Había sido el fin del mundo.

Tres meses después del funeral de Toddy, la niñera de Bryony murió. Seis meses después de la muerte
de Toddy, el padre de Bryony se casó otra vez. Pero entre el compromiso y la boda, el infortunio cayó sobre la
tercera Mrs. Geoffrey Asquith: uno de sus hijos se enfermó de poliomielitis y el otro, de tuberculosis.

Inmediatamente después de la boda, Mrs. Asquith llegó a la campiña e impuso una institutriz que se
hiciera cargo de sus hijastras, de la nodriza, y de la niñera nueva que el ama de llaves había contratado. Luego
Bryony no la volvió a ver otra vez por cinco años, mientras ella iba y venía entre el sanatorio en Alemania y un
hospital en Londres.

La institutriz que contrató, Miss Branson, estaba mejor preparada para manejar media docena de niños
con tendencia al crimen que a dos niñas huérfanas. Miss Branson instituyó un reino de orden y disciplina
fanáticos, hasta que se casó con el vicario y se fue a tiranizar la vicaría.

La institutriz que siguió, una Miss Roundtree, era una gran mejora, una buena anciana distraída. El padre
de Bryony, la madrastra y sus dos hermanastros, aún enfermos, vinieron a vivir parte del año en el campo. La
familia, al fin, estaba junta.

Callista acogió su familia, repentinamente acrecentada, como un pez en el agua. Pero para Bryony, era
muy tarde. Para esa época, ya se había vuelto resueltamente introvertida. Los humanos, incluyéndose, no eran
de su interés, excepto como máquinas vivientes, increíblemente intrincadas, y hermosos sistemas que contenían
los individuos, no muy merecedores del milagro de sus cuerpos físicos.

Y olvidó que alguna vez quiso pompa, compañía y amor.


Capítulo 7

Leo pidió un baño al día siguiente, había llegado a un estado de higiene más bien medieval. La bañera
estaba puesta para él en la tienda de baño. Se desvistió, entró en el agua caliente y cerró sus ojos para
disfrutarlo. Varios minutos después, alguien entró a la tienda detrás de él. Primero pensó que era un culí,
trayendo más baldes de agua. Pero no oyó que pusieran nada en el piso.

Se giró un poco. Era Bryony, parada dentro de la tienda, sosteniendo una bolsa de tela en una mano y un
banco en la otra.

—¿Por qué estás aquí?

—Para ayudarte a lavar —dijo ella.

La miró con poco más que incredulidad. Su ayah era hindú, no musulmán, por lo tanto podía ser
persuadido de ayudarlo con el baño, presumiblemente. Si el ayah fallaba, no estaban cortos de lacayos,
cualquiera de ellos podía haber tenido éxito restregando una espalda, vertiendo un poco de agua y alcanzándole
una toalla. No había necesidad de que ella se tomara la molestia.

—Estoy desnudo —dijo.

No es que ella no lo hubiese visto plenamente en los últimos días, cuando le cambiaba la ropa
regularmente para que pudieran lavarla.

—Me imagino, si estás dentro de una bañera.

Ella se desabotonó una manga y la enrolló hacia arriba, en pulcros pliegues, exponiendo el brazo
pulgada a pulgada y parando bien pasado el codo. Luego, hizo lo mismo con la otra manga.

Él no se emocionaba fácilmente viendo a una mujer desvestirse. Pero con ella, todo era diferente. Verla
quitarse los guantes, solía hacerle latir más rápido el corazón. Y en la biblioteca de la casa del pueblo de los
Wyden, él, que no era extraño a la anatomía femenina, había sido completamente seducido por lo que, en
cualquier otra mujer, hubiese sido el escote más recatado, nunca le había visto los hombros, mucho menos el
bulto de sus pechos, el cual trazaba distraídamente con un pulgar mientras pasaba las páginas de la
enciclopedia, como si no estuviese familiarizada con la topografía de su propio cuerpo.

—Pon tu cabeza hacia atrás —dijo ella.

Él lo hizo. Ella le vertió agua tibia sobre el cabello y lo lavó con una barra de jabón de Castilla,
rascándole el cuero cabelludo gentilmente con sus uñas. Cuando terminó, le vertió más agua sobre el cabello. El
agua se recolectaba en un balde que había puesto bajo el borde de la bañera.

Le secó el cabello con una toalla antes de sentarse sobre una silla a un lado de la bañera. De la bolsa de
tela que trajo, sacó un pedazo de esponja marina, brevemente, sumergió bajo el agua para humedecerla, luego lo
enjabonó con la meticulosidad de un cirujano preparándose para una operación.
Tenía las manos mojadas. Los antebrazos también brillaban. Adorable, suave, húmeda piel. Los respiros
de él se hicieron un poco más profundos. Ella comenzó con el hombro izquierdo y lo lavó hacia abajo hasta la
punta de los dedos. Luego, cambió de lado e hizo lo mismo con el brazo derecho, su mirada se mantenía lejos
del centro de la bañera, donde el agua, aunque se había tornado ligeramente opaca con la espuma de jabón,
difícilmente disfrazaba la reacción de él.

La tienda estaba cálida y levemente brumosa con el vapor del baño. La cara de ella estaba rociada y
sonrojada. Él se lamió la parte de atrás de los dientes. Quería lamer los dientes de ella: había una ligera lasca en
el diente de adelante que él había querido lamer desde que se sentó a cenar aquella primera noche en la casa de
su padre.

Levantó la mano y le soltó el botón de arriba de la blusa. Ella se paró inmediatamente, tumbando el
banco.

—Por favor, no hagas eso.

Rodeó hasta detrás de él, lo frotó con la esponja y le enjuagó la espalda. Luego, regresó a su lado y le
tocó la rodilla, que estaba sobre el agua, para indicarle que debía alzar la pierna hasta el borde de la bañera.

Desde donde estaba parada ahora, era imposible, para cualquiera que no estuviera tres cuartos ciego,
perderse lo que le había pasado debajo de la cintura. ¿Realmente pensó que ella, entre todas las personas, podría
darle un baño sin provocar esta reacción?

La esponja subió por toda la pierna. Era suave y ligeramente granulosa contra su piel. Ella era eficiente
con eso, rápidos y firmes trazos, sin jugar, sin perder el tiempo.

Y aún así la excitación sólo retoñó en él. La esponja rozó su erección. Él siseó. Como si no hubiese oído,
ella se movió al otro lado de él y le hizo la señal en la otra rodilla. Nuevamente, lo lavó hasta casi el tope del
muslo.

Creyó que estaba jugando con su miembro y, luego, pensó que estaba siendo muy duro. Ésta era Bryony,
quien probablemente estaba haciendo lo mejor que podía para darle un baño apropiado, mientras ignoraba su
erección rampante.

Le restregó el torso y el abdomen. Él pensó que ya había terminado, pero ella se enrolló las mangas más
arriba y se arrodilló. Bajo el agua, le llegó hasta la sección del medio. Él tomó aire. La esponja lamía su escroto.
Y abajo y a los lados, ligeras y suaves pasadas sobre una piel que estaba extraordinariamente susceptible al
toque. El tragó saliva. Una y otra vez.

La esponja subió. Se movió hacia arriba por el tronco de su erección, pasó rozando alrededor de la
cabeza, se deslizó hacia abajo, luego arriba otra vez. Las sensaciones de eso… como si ella fuese una fuente
eléctrica. O un fuego salvaje.

Después, ya no era la esponja lo que lo tocaba, sino su mano. Un roce, casi como el roce de la cola de un
pez. Pero aún era demasiado, después de cerca de más de tres largos y hambrientos años. Se vino, sus caderas
inclinándose, su cara contorsionando, su garganta haciendo sonidos de placer irremediable.

Cuando él abrió los ojos, ella estaba parada a pocos pasos del pie de la bañera, con los brazos muy tiesos
a los lados. La esponja marina flotaba debajo de la superficie del agua.
—Asumo que se te perdió la esponja y la estabas buscando —dijo. No podía imaginar que eso pudiese
haber sido otra cosa sino un accidente.

Ella no respondió nada por un largo rato. Y luego:

—¿Te enjuago?

No había nada que hacer. Él se levantó. La mirada de ella lo barrió. Luego, apartó la mirada y se
apresuró a buscar los baldes de agua que habían traído previamente para ese propósito.

El agua tibia se regaba sobre él. Cuando todo el residuo de jabón se había enjuagado, le pasó una toalla.

—Dejaré que te vistas ahora.

¿Después de haberlo visto en cueros y llevado al orgasmo, por muy accidental?

—¿Estás segura de que eres la misma persona que rehusó dejarme que me quitara la camisa cuando
estábamos casados?

—Si Dios quisiera que los hombres fuesen a la cama sin ropa, no habría hecho las camisas —respondió,
ya fuera de la tienda. —Y además, de todos modos, te quitabas la camisa en ciertas ocasiones.

***

Cuando sus relaciones conyugales se habían vuelto más inadecuadas, no menos, con el tiempo, él dejó
de buscarla a la hora de dormir. En vez de eso, iba en las embrujadas horas de la mañana, cuando estaba bien
dormida y le hacía el amor entonces.

Por varios días, las cosas parecieron deshelarse inexplicablemente entre ellos. Él sonreía más seguido.
Hablaba más en la cena. Y la miraba de manera que la hacía contener el aliento y sonrojar la cara.

Y durante todos esos días, ella había creído que tenía sueños eróticos, pavorosamente vívidos. Hasta
que una noche, se despertó para encontrarse desnuda y empalada, con los tobillos sobre los hombros de él.

No podía parar, ni él, ni ella misma. Sólo podía lloriquear y jadear y gemir indefensa.

Al día siguiente, ella le pidió que desistiera. No podía vivir así, tan profundamente en su poder. Pero,
por supuesto, no le dijo eso a él. Sólo enumeró cuán importante era para ella tener sus horas de sueño y que él
era bienvenido a ejercer sus derechos conyugales en cualquier otro momento, pero no mientras estaba
dormida.

Él escuchó en silencio mientras ella daba su discurso. Luego, se fue sin dar ninguna respuesta. Esa
noche ella se despertó gritando con un clímax provocado por sus labios y su lengua. Y, por supuesto, ella sólo
podía estremecerse fútilmente mientras la penetraba, susurrándole en el oído que un día ella le regresaría el
favor.
Al siguiente día, ella le habló otra vez, esta vez en tonos más agudos. Por su molestia, se encontró a si
misma doblada sobre el borde de la cama, con los pies sobre el piso, las piernas completamente abiertas,
temblando tan cerca del placer como para ejercer ningún dominio sobre la situación.

Las solicitudes para detener estas excursiones nocturnas se encontraban con miradas más y más
hostiles y placeres más y más adictivos. Ella le tenía miedo al placer. Tenía miedo de él, especialmente cuando
le prometió que un día ella le rogaría que la tomara. Porque tal vez podría hacerlo.

Y así siguió. Hasta que no podía ir a dormir por temor a lo que él podría hacerle esa noche. Lo que
haría que ella hiciera. Hasta que casi mata a un paciente porque estaba muy cansada y distraída.

Esa noche fue a casa, echó cerrojo a todas las puertas a su recámara y nunca más lo dejó entrar a su
cama por el resto del tiempo que vivieron bajo el mismo techo.

***

Él había ido con ella cuando dormía porque estaba cansado de jugar al león con su mártir. Quería la
oportunidad de abrazarla y tocarla sin sentirse que, de alguna manera, la profanaba.

No tenía intenciones de ir más allá, pero mientras yacía junto a ella, ella se volvió y se acomodó junto a
él. Su cuerpo, siempre tan rígido, había estado tan flexible como el de una bailarina del vientre. No se pudo
aguantar. Removió ambas batas y le hizo el amor. Y ella lo rodeó con sus brazos y lo apretó fuerte hacia ella
por primera vez, dormida, pero susurrando su nombre.

Leo, decía. Leo. Leo. Leo. Y él se vació dentro de ella como una represa rompiéndose.

Esto lo asustó, el control que ella tenía sobre él, que en un momento de placer crujiente él olvidaba todo
su resentimiento y desesperación. Pero de la dulzura de ello, no podía tener suficiente, no podía tener suficiente
de ella, su esposa de horas embrujadas.

Tal vez esto podría ser un nuevo comienzo para ellos. Él podría cortejarla haciéndole el amor, algo tan
dulce e ingenioso como el sirope de azúcar, un merengue de sensaciones, una espuma de besos y caricias que
la hiciera flotar en las nubes.

Lo deseaba, cómo lo deseaba, ese idilio de recién casados que nunca tuvieron, ese período de loca
infatuación corpórea. Si lo tuviera, un año, un mes, o hasta un semana entera, podía cambiarla, reparar la
desalineación de su temperamento y remoldar su matrimonio en algo adorable y que valiera la pena.

En cambio, lo desterró por completo. Se fueron separando más y más. Y su matrimonio se disolvió como
una perla en vinagre.

***
El cielo de la noche de verano sobre el Hindu Kush, abovedado por la mágica luz de la Vía Láctea, era
infinitamente espléndido. Derramadas contra esta peñascosa luminosidad, millones de pequeñas estrellas
brillaron, un robo de diamantes que salió mal.

Bryony dejó las solapas de la tienda abiertas, lo siguiente mejor a dormir bajo las estrellas. Si sólo
pudiese dormir. Pero la inofensiva, en otras circunstancias, cama plegable, se sentía como un montón de piedras
contra la espalda. Y estaba acalorada en el frustrante aire quieto, el valle de Chitral estaba 2500 pies más abajo
de la villa de Balanguru en el valle de Rumbur, y era notablemente más cálido de clima. El cuello de la bata de
dormir le irritaba la garganta. Dentro de las largas mangas de franela, los brazos sudaban.

Quería lo que no debía querer, lo que no podía tener.

Lo quería a él.

El baño había sido su manera de quitarse las ganas, tocarlo bajo un casi legítimo disfraz. El peso que
había perdido y la enfermedad no fueron suficientes para disminuir, lo que meses de agotador ejercicio diario
habían hecho por él. Su cuerpo era eficiente y compacto, sus hombros fuertes, su abdomen rígido, sus piernas
tenían gran fuerza muscular y estaban bien formadas.

Y su piel, tan maravillosa al toque. Cuando pasó la esponja por su antebrazo y su muñeca se deslizó
sobre el vello de su piel, casi se sacudió de sorpresa. Había olvidado cuán diferente se siente un hombre.

O, tal vez, nunca lo supo realmente.

Asumo que perdiste la esponja y la estabas buscando.

No, soltó la esponja para tocarlo. Pero había sido muy tímida para agarrarlo en toda su longitud, parecía
algo horriblemente grosero. Apenas lo rozó, al final. Y su respuesta había sido verdaderamente
desproporcionada a su casi caricia.

Pero la había sacudido y excitado. Y los recuerdos de aquello habían continuado excitándola por el resto
del día, aunque se esmeró en evitarlo por el campamento. Y ahora la falta de él era un tormento físico. La piel
estaba hipersensible por el deseo de su toque. La cabeza, que ya le dolía por el descanso inadecuado durante la
enfermedad de él, latía con la frustración. Ciertas partes de ella latían también, imperativos biológicos tomando
lugar en el peor momento posible.

Se levantó y se sentó, se pasó los dedos por el cabello, clavando las uñas en el cuero cabelludo. Después
de unos pocos minutos, se levantó y salió de la tienda.

Sobre la cabeza, el cielo estaba tan saturado que era una maravilla que no hubiera una lluvia de estrellas,
de la manera en que un vestido de gala adornado excesivamente derrama semillas de perlas y gotas de cristal en
un vals. Las montañas eran sombras inmensas. El silencio era sobrenatural, la escalofriante calma de la noche
más profunda, cuando los pájaros dormían y las criaturas nocturnas se escabullían silenciosamente, en su caza
invisible.

Caminó los treinta pies, más o menos, que separaba las tiendas y se deslizó dentro de la de él para ver
cómo estaba. Dormía, las respiraciones tranquilas y estables. Se arrodilló, le tomó el pulso, normal, y la
temperatura, normal también. Él era joven y persistente; por la mañana, sería él mismo otra vez.

Metió la sábana más cómodamente alrededor de él. Ya, todo listo. Ahora volvería a su tienda y trataría
de dormir otra vez.
Excepto que no se movía. Permanecía como estaba y escuchaba sus hipnóticas y calmadas respiraciones.
Luego, lo tocó otra vez.

Le puso la mano en el hombro. Siguió el contorno hasta su garganta, luego la barbilla. Se había afeitado
después del baño, pero el comienzo del restrojo, le raspaba la palma. La mano le temblaba, el resto de ella
temblaba también, pero lo que sea que la haya atraído hacia él era más poderoso que el más que justificado
temor que la hacía temblar.

Se inclinó y lo besó, en el cuello, la mejilla, el oído. Aún olía a su jabón de Castilla, de aceite de oliva de
la lejana Iberia. La hizo sentirse mareada, sentirlo, su esencia, la locura de lo que estaba por hacer.

Se desabotonó la bata de dormir en la garganta y se la sacó por sobre la cabeza. Le había afectado de
forma extraña saber que él había estado en los mismos países que ella, como si hubiesen sido compañeros
refugiados, escapando del mismo desastre. Eso no disminuía la estupidez de lo que iba a hacer. Pero las cosas
estúpidas tienen una solemnidad y un momento propio; desbaratan el pensamiento correcto y la resistencia,
como los colonos con pistolas y cañones superan a los nativos con lanzas.

Le dolía el corazón. Pero su piel se sentía tan deliciosa, libertad después de un eón de opresión.

—Leo —dijo suavemente, más a ella misma que a él. ¿Por qué siempre tienes que ser tú, Leo?

Sacó la sábana que había acomodado cuidadosamente alrededor de él. Él no tenía nada cubriéndole el
torso. El pecho estaba suave y tenso. Dibujó una línea con el dedo por el centro de éste hacia abajo, desde la
base de la garganta hasta el ombligo, luego presionó los labios a su piel y besó todo el trayecto que había
dibujado.

Su mano viajó más abajo del centro. No se sorprendió de encontrarlo caliente y duro. Parecía casi…
inevitable.

Él dormía, aún mientras ella se subía a la cama plegable, montándose sobre él, cuidadosa de mantener el
peso sobre sus propias manos y rodillas. Aún mientras le rozó los pezones sobre el torso. Aún cuando lo tomó
dentro de ella.

El movimiento de su propio cabello sobre la piel era un sentimiento ajeno y decadente. Donde las
sábanas se movieron, hundió las rodillas en la lona cruda de la cama plegable. Los más leves movimientos de su
parte le traían torrentes de sensación. Se escuchó a si misma murmurar pequeñas oraciones al altar de Eros.
¿Qué quería? ¿Seguramente no esta terrible soledad, este completo aislamiento en medio del acto más
físicamente íntimo posible?

Entonces, sus oraciones fueron contestadas y una larga cadena de orgasmos comenzó. Se estremeció y
exclamó en gratitud desesperada.

—Leo. Leo, —susurró. —Leo.

Repentinamente, él se unió. Sus manos subieron por sus muslos, su pelvis se elevaba, sus respiraciones
se convirtieron en jadeos. Fue impetuoso e inmenso con ella. Ella no pudo evitar venirse otra vez, todo su
cuerpo vibraba con la violencia del placer.

Y luego, su mente se paralizó de consternación. Él la tocó, trazando una línea hacia abajo por el centro
de su torso como ella había hecho con él.
— Bryony —murmuró. —Bryony.
Capítulo 8

El día que Bryony le pidió la anulación, Leo le había comprado un regalo: un microscopio W. Watson
& Hijos. Una imponente pieza de equipamiento, con un contenedor deslizante rotador, dos condensadores
sobrepuestos, un accesorio de cámara lúcida, y un magnífico acabado de cobre pulido que brillaba como la
flecha dorada de Cupido.

¿Por qué el regalo? No había ni una sola razón. Ni siquiera sabía si ella necesitaba un microscopio
nuevo. Pero, algunas veces, los machos de las especies traían a casa cosas brillantes y hermosas, con la
esperanza ardiendo en sus corazones.

El microscopio y sus numerosos accesorios venían en una atractiva caja de caoba. Colocó la caja sobre
el escritorio del estudio, luego atravesó el cuarto para servirse un poco de brandy.

—¿Tienes un momento? Necesito hablar contigo.

Él se volteó con asombro. Ella estaba parada en la puerta del estudio, vestida con un conjunto de
chaqueta y falda de seda azul, el uniforme usual con el que iba al hospital. Excepto que era la mitad de la
tarde, no la había visto en casa durante el día, en Dios sabe cuánto tiempo.

—Ciertamente —dijo. —¿Puedo ofrecerte algo para beber?

Ella declinó y tomó una silla frente al escritorio.

—¿Podrías tomar asiento también?

Él se sentó detrás del escritorio, frente a ella. Bryony estaba sentada muy tensa, su rostro pálido, los
labios apretados, los ojos profundamente ensombrecidos. Y olía a alguna extraña sustancia química, no era
ácido carbólico, sino la ofensiva acritud del amoníaco. Con todo, él nunca había estado tan contento de estar
cerca de ella, de estar hablándose otra vez.

Ella puso las manos sobre el escritorio, con los dedos entrelazados y comenzó a dirigirse a él.

Más allá de la primera oración, sus palabras fluyeron a través de sus oídos como una muestra aleatoria
del Diccionario Inglés de Oxford. Él veía el movimiento de su boca, la forma de sus labios, y sintió la vibración
de su discurso contra sus tímpanos, pero no entendió nada fuera de que ella tenía la intención de empujarlo de
un risco.

En algún momento, él dejó el escritorio y abrió su reloj cerca de la ventana. Una loca parte de él quería
llevar la cuenta del tiempo, para ver cuánto le tomaba presentar el caso de que deberían terminar el
matrimonio basado en un montón de mentiras. Pero no pudo leer el tiempo más de lo que podía leer en etrusco.
Así que sólo miraba el reloj, un reloj que ella le había dado como regalo de compromiso, un reloj que tenía las
palabras: “El amor es paciente. El amor es amable.” inscrito dentro de la tapa.

No sintió ni la paciencia ni la amabilidad. Cuando terminara de hablar, iba a arrastrarla escaleras


arriba. Y ella podría decirle a los postes de la cama lo que pensaba de esa barbaridad.
Y, luego, terminó de hablar. Él la miró. Ella lo vio a él, expectante.

—¿Puedo contar con tu asistencia en este asunto?

Ella se levantó. Una de las manos descansaba sobre la superficie del escritorio, la otra sobre la caja
que contenía el microscopio.

Él caminó de regreso al escritorio, sacó la caja debajo de su mano, abrió el cierre y ensambló el
microscopio mientras ella veía. Cuando terminó, dio un paso atrás. Sí, se veía muy bien en realidad y le habían
prometido que duraría toda la vida.

Del otro lado de la mesa, ella le dio una mirada indiferente al microscopio y levantó los ojos hacia él,
eran del verde de un verano húmedo.

—Bueno, ¿puedo contar con tu asistencia en este asunto?

Y él se dio cuenta de algo alarmante: ella no lo valía. No valía el microscopio. No valía el esfuerzo que
él hizo para follarla silenciosamente. No valía la dignidad y solemnidad del matrimonio.

—Por supuesto —dijo. —Puedes estar segura de mi plena cooperación.

***

Si miraba bien, él podía descifrar la forma de un hombro, el flujo de un brazo. Ella se sentó sobre él,
paralizada, tan desnuda como una sirena en la playa, su piel una suave extensión oscura que brillaba con un azul
pálido en la luz del cielo. El cabello, como una marea creciente, escondía la curvatura de sus pechos y la mitad
de su rostro.

Él nunca había visto tanto de ella, a pesar de que apenas podía ver nada más que el brillo y las sombras.
Mientras dormía, en la fría y cerrada oscuridad de su recámara en Belgravia, él mapeaba cada pulgada de su
cuerpo. La conocía por geografía (el ascenso de una rodilla, los bultos de su espina), por textura (la suave
aspereza de sus talones y sus codos, los mínimos vellos de sus antebrazos), y por sabor (la lechosa dulzura de un
pezón, el suave sabor a cúrcuma entre sus piernas). Pero nunca de vista.

Abrió la mano sobre su abdomen. Estaba cálida y quieta, como una estatua de Pigmalión que recobró
vida. Él puso su otro brazo alrededor de ella, y atrajo su torso hacia él.

Ella se resistió, pero era una resistencia más en forma que en sustancia, porque él aplicó sólo una ligera
presión. Cuando la tuvo suficientemente cerca, la besó en la mejilla, la mandíbula. Ella volteó la cara, como si
temiera que la besara en la boca. Así que le besó la oreja, muy atentamente y escuchó su suave y desordenada
respiración de placer.

Su oreja, su hombro, la parte de arriba del brazo. Empujó las manos muy debajo de su espalda, y tomó
sus suaves y redondas nalgas. Estaba duro dentro de ella. Ella gimió. Un hermoso sonido, lujuria pura, placer
puro.
Lentamente, como la cama era angosta, él se volteó para quedar sobre ella. Le besó la garganta, la
clavícula, los pechos. Sus caderas se movían, inundándolo de sensaciones.

Sus dedos le rodearon las muñecas tentadoramente. Por un momento, se petrificó de miedo, de que ella
lo alejara. Pero sus manos viajaron por sus brazos hacia arriba y, finalmente, se engancharon en su cuello.

El corazón, lentamente, volvió a su lugar. El cuerpo se movía en un ritmo de honorable adoración. Pero
su consentimiento era un afrodisíaco poderoso y, pronto, estaba ebrio de deseo otra vez, esclavizado sin poder
hacer nada, aguantándose sólo para complacerla.

Y una vez que se asió a él y tembló, ah, entonces él ya no pudo aguantarse más, el largo encuentro de las
olas estrellándose en la orilla, el adorador ferviente, llevado al éxtasis.

Él se introdujo en ella ferozmente, llamándola, marcándola, llenándola de sí mismo, dominando y


subyugando, dando y recibiendo

Su ama y su esclava

***

Tan pronto como recuperó el juicio, Bryony se levantó de la cama. Recogió su bata de noche y,
rápidamente, se la pasó por sobre la cabeza.

—Quédate conmigo —dijo él.

—Mejor no.

—¿Así que sólo estabas explotándome? —Había un indicio de sonrisa en su voz. Sabía muy bien que
ella no era capaz de tal cosa.

Le tomó medio minuto encontrar las mangas de la bata y meter los brazos dentro, para ese tiempo él se
había levantado de la cama y encendido una linterna.

—No te vayas todavía.

—Es tarde.

—Ya era tarde cuando viniste —Él sólo usaba un par de pantalones de pijama en la cama, pero ahora se
había puesto la túnica kurta también. Los tres botones de la parte de arriba del kurta, sin embargo, estaban todos
abiertos. La luz parpadeante de la linterna cubrió de oro la piel expuesta de su garganta y su pecho. —Toma
asiento.

Ella sacudió la cabeza.

Él frotó un pulgar sobre la mejilla de ella.

—¿Me vas a forzar a quedarme parado en mi condición?


Médicamente hablando, él era un hombre sano y podía pararse cualquier número de horas. Sin
mencionar, que iban a salir hacia el paso de Lowari en la mañana. Pero aún estaba muy delgado, y ella aún tenía
la creencia de que necesitaba mucho más descanso del que se permitía a sí mismo.

Reaciamente, se sentó en el borde de la cama. Él se sentó al lado de ella y puso un brazo sobre sus
hombros.

—No te morderé, lo sabes —le dijo. — Podría lamerte, pero no morderé.

—No quiero que me lamas tampoco.

—Te lameré solamente donde te gusta, ¿qué te parece?

—No. Esto no volverá a pasar.

—Mmm... Entonces, ¿por qué pasó en absoluto? —La besó ligeramente sobre la esquina del ojo. —
¿Estás delirante también?

Por supuesto que sí. Un delirio de urgencias primitivas y falta de sentido común.

—Lo siento. No volverá a pasar.

—Yo quiero que pase otra vez —dijo él, en voz baja pero feroz.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Por qué no?

—Porque fue un error.

—¿Un error como nuestro matrimonio?—Su voz perdió algo de calidez.

Ella tragó.

—Precisamente.

Él se levantó; la tienda apenas tenía la altura suficiente para que él se parara derecho.

—¿Tu corazón se volvió de piedra cuando perdiste a Toddy? —preguntó, dándole la espalda.

El corazón de ella, para nada pétreo, se abrasó de dolor.

—Por favor, no hagas conjeturas sobre una materia de la que no sabes nada.

—Tienes razón, no sé nada sobre tu corazón, porque no has tenido mucho cuidado en asegurarte de que
ése sea el caso. Pero has estudiado ciencia; sabes que, algunas veces, la observación indirecta puede ofrecer una
evidencia igualmente poderosa.

—¿De qué estás hablando?

—De lo que he visto. Prueba irrefutable de tu insensibilidad.


Toda aquella excesiva calidez de la noche se había desvanecido. Los dedos de los pies de ella yacían
fríos sobre la tierra.

—Si esto tiene algo que ver con nuestra anul...

—No es eso —se pasó una mano por el cabello. —Probablemente, ya hayas olvidado esto. Pero hace
mucho tiempo, recibiste una carta de una mujer llamada Bettie Young. La habías ayudado a tener a su bebé a
través de una cesárea. En esa carta, ella escribió que un día, cuando el bebé creciera, le diría que cuando lo
necesitaron más, Dios les envió un ángel en la forma de una cirujana.

Repentinamente, ella empezó a temblar.

—Recuerdo esa carta.

—Me sorprende, porque la encontré arrugada y desechada.

—No guardo todas las cartas de agradecimiento que recibo.

—Pensaría que si ibas a guardar alguna, esa sería la que escogerías —se volteó y la enfrentó. —¿O estás
tan amargada por haber perdido a Toddy que no puedes soportar que otros niños no pierdan sus madres?

Ella estaba de pie. Una fuerte palmada reverberó en la tienda. Sólo cuando se vio la mano pulsante se
dio cuenta, impactada, que lo había golpeado.

—No te atrevas a decir tal cosa de mí —dijo, su voz era un pequeño gruñido. —Ni siquiera te atrevas a
pensarlo.

Él se pasó la parte de atrás de los dedos por la mejilla. Pero su expresión era implacable.

—¿Por qué no debería pensarlo? ¿Por qué no debería sacar conclusiones lógicas?

—Porque tu conclusión está errada.

Sus labios se aplanaron con desprecio.

—Entonces, explícamelo, como tú conoces tan bien tu propio razonamiento. ¿Por qué esa carta estaba en
la cesta de la basura?

***

Bryony estaba teniendo un día excelente. Leo había venido a verla al hospital a pedir su permiso, iba a
viajar a París la semana antes de la boda, a dar una serie de conferencias, y sus compañeros médicos, muchos
de los cuales lo estaban conociendo por primera vez, habían quedado estupefactos por su encantador y
hermoso prometido. Ella flotaba de placer, superior y agudo.

Y ahora, podía sumar una cesárea exitosa a los logros del día. Las circunstancias era algo inusuales: la
criada de una dama, que había dejado el servicio para casarse, había regresado al empleo con la señora seis
semanas después, luego de que su esposo falleció en un accidente industrial. El ama de llaves insistía
repetidamente que la criada se había casado, que el niño era legítimo, como si Bryony tuviera un equipo
especial de operaciones mal hechas que tenía en reserva para los ilícitos y los ilegítimos.

El bebé había llorado muy alto y con cuando ella lo apalancó fuera del útero. La enfermera asistente ya
lo había bañado y puesto el pañal y reportó que él estaba bien. Bryony cortó las terminaciones de las puntadas
y se removió los guantes sangrientos.

Había traído con ella folletos impresos sobre cómo cuidar las heridas quirúrgicas resultado de una
cesárea. Mientras los asistentes limpiaban y empacaban los implementos quirúrgicos, Bryony le dio un folleto
al ama de llaves, repasó los puntos más importantes y le aseguró al ama de llaves que una enfermera del
hospital también vendría a revisar a Mrs. Young y al bebé todos los días, durante tres semanas.

La cirugía había tenido lugar en la mesa de la sala de servicio en el sótano de la casa. Mientras el ama
de llaves estudiaba el folleto, una culta voz femenina fluyó desde las angostas ventanas cerca del techo que
abrían al pequeño jardín entre la casa y las caballerizas.

—Ahí estás.

Luego, Bryony escuchó la voz de él.

—Pensé que habías dicho que los sirvientes tenían la tarde libre. Puedo ver gente en la sala de servicio.

No, ése no podía ser Leo. Él iba camino a París. Y él no se aparecería en la puerta trasera de alguna
mujer aunque estuviese teniendo un affaire.

—¿De veras? —dijo la mujer. —La casa está completamente vacía.

—Tal vez no es tan buena idea, después de todo.

Pero la voz se parecía tanto a la de Leo.

—Oh, vamos, ya estás aquí.

La puerta se cerró. Los pasos cruzaron hacia el frente de la casa. Luego, escaleras arriba.

—¿Señorita? —preguntó el ama de llaves.

Bryony se volteó hacia ella, ciegamente.

—¿Perdón?

—Sólo le estaba preguntando si usted y sus damas querrían algo de té.

—Para Miss Simpson y Mrs. Murdock, sí. Nada para mí —dijo. —Y, ¿tiene un tocador que pueda usar?

El ama de llaves le indicó dónde quedaba el tocador. Bryony subió las escaleras del sótano, a través de
la puerta de bayeta verde, y encontró las escaleras principales que dirigían al piso de arriba desde el pasillo
del frente. Ella subió con una quietud que desmentía lo que repetía locamente a si misma: no puede ser Leo, no
puede ser Leo, imposible que sea Leo.
Él nunca haría algo como eso.

¿O sí?

Las habitaciones para el señor y la señora de la casa, usualmente, estaban dos pisos más arriba de la
planta baja. Caminó cada vez más despacio mientras daba los pasos sobre el rellano.

—Aún te gusta mantener la puerta abierta, por lo que veo —dijo el hombre.

Bryony brincó. La puerta estaba casi inmediatamente a su izquierda. Y si tomara dos pasos más cerca y
mirara a través de la abertura, ella podría...

Se cubrió la boca con la mano. Una mujer yacía sobre una enorme cama, completamente desnuda.

—Y todavía me desvisto más rápido que tú —dijo la mujer, batiendo las pestañas.

—Con recomendable velocidad —dijo el hombre.

Ella no podía creer que ése fuera Leo. No podía, aún cuando se estremecía cada vez que él hablaba.

Él se movió. Su cara se hizo visible en un espejo en el otro lado de la habitación. Ella abrió la boca,
pero ningún grito podía emerger. Por un momento, el mundo se balanceó en un borde. Luego, descendió las
escaleras con la rapidez y el silencio de un fantasma, temblando a cada paso del camino.

***

Ella nunca había olvidado a Toddy. Nunca había olvidado los tres años de felicidad incandescente. Y
nunca, contrario a lo que había hecho creer a si misma, se había repuesto de su pérdida. Todo el tiempo, estuvo
esperando por que viniera otra hada madrina mágica, porque eso fue lo que Toddy había sido, su amiga, su fiel
compañera, su hada madrina mágica que disipó la soledad y respiró magia en su vida.

Leo había poseído esa magia. Siempre que llegaba a una reunión, la emoción reverberaba por las vigas.
Cuando él hablaba, la audiencia escuchaba hambrienta, como los niños habían hecho con Toddy. Y cuando él
sonreía, las jóvenes literalmente se desmayaban, ocurrió en dos ocasiones separadas en la primera fiesta a la que
asistió en Londres.

Pero lo más importante, él la incluía a ella en esa magia. En aquellos mejores días, cuando la miraba,
siempre había sido con gran interés y atención singular, como si ella importara, verdaderamente, como si
significara algo, no solamente a él, sino al mundo entero. Y el mundo entero se había dado cuenta. La sociedad,
que nunca había sabido muy bien qué hacer con un patito feo como ella, la había aceptado perceptiblemente
porque él había visto algo en ella.

Y ella había visto en él al sucesor tan esperado de Toddy, el nuevo garante de su felicidad, el único que
podría desterrar la obstinada monotonía de su vida, restauraría la risa y el esplendor, y que la haría entrar en una
nueva era dorada. Y lo amaba por eso, con el fervor sin crítica de una adolescente y la fe de una niña.

Su Leo, tan inteligente, tan hermoso.


Y, al final, tan catastróficamente fallido.

Era extraño, pensándolo en retrospectiva, ver que ella no había estado molesta. Ni ese día, ni en la
semana que siguió, su rabia comenzó cuando lo volvió a ver, ante el altar, en el día de la boda. Hasta entonces,
sólo había sentido vergüenza, tal vergüenza que se había ido directamente a su casa, a la cama, a lloriquear bajo
las sábanas, tal vergüenza que no podía mirarse en el espejo, tal vergüenza que estaba convencida que cada
conversación en cada recibidor debía ser sobre su ignorancia y su candidez.

Con el tiempo, la rabia había reemplazado a la vergüenza. Y con el tiempo, la miseria había remplazado
a la rabia. Pero la vergüenza estaba siempre ahí, una cosa sombría y lamentable que infestó las capas
subterráneas de su corazón. La mantuvo con la boca cerrada sobre lo que pasó, porque no podía enfrentar la
vergüenza.

O el dolor de revivir su traición.

—No estás realmente interesado en una carta de alguien a quien nunca conociste —dijo ella. —Tú
quieres saber porque no quise seguir casada contigo.

Él la miró, sus ojos grises del color de la lluvia.

—Es justo. ¿Por qué?

—Porque me di cuenta que tú eras un joven inmaduro, lleno de ti mismo, y lleno del tipo de frivolidades
que desprecio. Me avergonzaba haber escogido tan mal. Que de todos los hombres de Londres que pudo
haberme hecho una esposa adecuada, tuve que escoger a un egocéntrico pedante.

Él estaba muy quieto, ni siquiera respiraba, aparentemente.

Ella exhaló.

—Ahí lo tienes. Buenas noches.


Capítulo 9

Bryony estuvo despierta por cinco minutos completos antes de darse cuenta de que Leo estaba en la
tienda con ella. Se sentó derecha. Juzgando por la luz que entraba por una rendija entre las solapas de la tienda,
había dormido hasta bien pasado el mediodía.

—Hay algo que no me estás diciendo —dijo él, calmadamente.

Estaba sentado con las piernas cruzadas en la otra esquina de la tienda. Aún en la relativa penumbra
adentro, ella podía darse cuenta de que sus ojos estaban inyectados en sangre. Sostenía en la mano una taza de
té, un té sin ningún jirón de vapor saliendo de él.

—¿Por cuánto tiempo has estado aquí?

—No estoy seguro. Una hora, tal vez —Tomó un trago del té. —Entré a decirte que era hora de
levantarse, pero decidí dejarte dormir un poco más. Imaginé que no habías dormido muy bien anoche.

—Estaré bien. Si te sales, me alistaré y podremos empezar.

—No me voy a salir —dijo, calmadamente. —No voy a ningún lado hasta que me digas qué estás
escondiéndome.

—¿Qué te hace pensar que hay algo que te estoy escondiendo?

—Porque yo no era un joven tan inmaduro, no estaba tan lleno de mí mismo, y no era tan frívolo. Y
egocéntrico o no, ciertamente no era un pedante.

—Verdaderamente tienes una muy buena opinión de ti mismo.

—Aparte de tu disgusto virulento hacia mí, no tengo razones para pensar que yo incomode a la gente
particularmente. Y tú fuiste quien propuso matrimonio. ¿Cómo pasé de ser el hombre con quien querías pasar el
resto de tu vida a un hombre que no podías soportar?

—Algunas veces se puede descubrir mucho en el espacio de unas pocas semanas.

—¿Unas pocas semanas? ¿Te refieres a la duración de nuestro compromiso?

Ella se frotó la sien. Ya había dicho mucho.

—Aún estabas trabajando —dijo él. —Nos veíamos solos únicamente los domingos, con una cena con tu
familia durante la semana, y tal vez una visita con Will para revisar los preparativos de la boda. Y me fui toda la
semana antes de la boda. Aún si mi carácter estuviera realmente descompuesto, no había tiempo para que te
dieras cuenta.

Él frunció el ceño.

—¿Alguien estuvo contándote rumores?


—¿Me veo como el tipo de persona a quien la gente viene a contarle rumores?

La miró fijamente.

—Entonces, ¿qué fue? —Ella se levantó de la cama. —Déjame tranquila.

—Ya te dije que no lo haré. Nos podemos quedar aquí hasta el fin de los tiempos, si quieres.

—Necesito usar el baño.

—Dime y podrás usar el baño todo cuanto quieras —Fue inflexible. —Hasta los criminales son
formalmente acusados e informados de sus delitos. Tú me juzgaste, condenaste y sentenciaste, sin darme nunca
la oportunidad de defenderme. Merezco mejor trato de tu parte. Merezco, al menos, la verdad. ¿O tengo razón al
pensar que eres descorazonada y caprichosa?

Ella estaba furiosa otra vez, tanto que la vergüenza se desvaneció en segundo plano. En realidad, ¿por
qué debía ser ella la que se sintiera avergonzada? No hizo nada malo. Él fue quien había destruido cualquier
oportunidad que tenían de ser felices.

Cerró los puños.

—No. No puedes pensar que soy descorazonada y caprichosa.

***

Repentinamente, él tenía miedo, como si fuese a enfrentar la caja de Pandora, con las calamidades
dentro las cuales, una vez que se soltaran, nunca podrían volver a ponerlas dentro.

Pero era muy tarde. Ahora ella quería que él supiera. Los ojos le ardían de rabia. Ahora su voz tomó el
peso y la inexorabilidad de un vengador.

—Esa carta que estabas tan seguro mostraba todas las fallas de mi carácter, la mujer que la escribió,
Bettie Young, trabajaba para una tal Mrs. Hedley. Cuando atendí el parto del bebé de Bettie Young, fue en casa
de Mrs. Hedley, en un día que se suponía que los sirvientes tuvieran la tarde libre.

Hubo un rugido dentro de la cabeza de Leo.

—Lo recuerdas, espero. Aunque tal vez, hiciste este tipo de cosas por todo el pueblo y, Mrs. Hedley no
era sino otra dirección más entre muchas.

Él sacudió la cabeza, sin emitir palabra. No, no había hecho ese tipo de cosas por todo el pueblo. Y sí
recordaba perfectamente lo que pasó ese día.

Había conocido a Mrs. Hedley en el Cairo, al final de un viaje al norte de África que hizo desde
Casablanca hasta el Nilo. Una viuda joven, que cuidaba la casa de su hermano, quien trabajaba para la
Embajada Británica. Durante las dos semanas que Leo estuvo en Egipto, la habían pasado muy bien juntos.
Muchos años después, el día que él iba a partir a París, se encontraron por casualidad en Londres. No
sabía que ella había regresado del Cairo, su hermano, al fin, se había casado y ella estaba feliz de escapar del
calor de los trópicos, pero ella sí sabía sobre su matrimonio por venir.

Tres meses después de eso, se reunieron por una última vez en el elegante puente colgante en el Parque
de St. James, esta vez por solicitud de él.

—Necesito saber algo —preguntó a Mrs. Hedley, en voz baja aún cuando no había nadie cerca. —¿Estás
segura que nunca le dijiste a nadie sobre lo que pasó en abril?

—Por supuesto que no. —Mrs. Hedley frunció el ceño con su pregunta, ofendida. — No te metería en
problemas de esa manera. Además, Mr. Abraham y yo ya nos habíamos conocido para entonces. Empezó a
cortejarme dos semanas después de aquello. Ciertamente, no quiero que piense que he hecho otra cosa con mi
viudez, excepto esperar a que él llegara a mi vida.

—Pero tus sirvientes… ellos estaban ahí ese día.

—Ellos ni siquiera sabían quién eras. Tampoco fue que dejaste una tarjeta de visita cuando saliste.
Además, ellos estaban completamente ocupados: mi criada tuvo un bebé esa tarde en la sala de servicio.

Él se disculpó por cuestionar su discreción, ella aceptó su disculpa, le deseó la mejor de las suertes con
Mr. Abraham, y partieron amigablemente, ella para una excursión a Bond Street, él a su casa vacía en
Belgravia. Meses después, cuando leyó la carta de Bettie Young, agradeciendo a Bryony por salvarla a ella y a
su bebé, no hizo conexión entre la escritora de la carta y la criada de Genevieve Hedley.

Debió haberlo hecho. Debió haber sabido todo el tiempo que esto era el corazón oscuro de su historia.

***

Él estaba quieto y callado, con los ojos apagados bajo sus oscuras, derechas cejas, sus rasgos cincelados
en sombras.

Ella estaba temblando otra vez. Se sintió en carne viva, abierta en dos, y profundamente avergonzada,
casi tanto como lo había estado en las horas y días que siguieron inmediatamente a lo que fue testigo en aquella
casa en Upper Berkley Street.

—¿Qué viste? —finalmente preguntó.

—Tu cara en el espejo.

—¿En flagrante delito?

—Aún no —Él se había acercado a la cama de Mrs. Hedley; no estaba dentro sino a un lado. Y aún tenía
puesta su camisa, con los tirantes firmemente atados sobre los hombros.

—¿Por qué no me detuviste?


—¿Detenerte? —En todos los años intermedios, nunca se le ocurrió que pudo haber hecho sentir su
presencia. Uno no detiene un accidente en llamas. Uno corre tan rápido como puede. —Me temo que mientras
mis ilusiones se destrozaron por todas partes, no tuve esa clase de claridad mental.

Él se pasó la mano por la cara. Cuando la miró otra vez, sus ojos estaban en blanco.

—¿Por qué no cancelaste la boda?

Ella parpadeó. Se había hecho esa pregunta a sí misma muchas veces y siempre era en ese punto donde
la pureza de su justa indignación comenzaba a adulterarse con la complicidad de su propia fragilidad en este
asunto.

No había cancelado la boda porque él era el único gran premio de su vida que otras mujeres de su clase
social codiciarían para siempre. Porque temía las consecuencias de un compromiso roto tan cerca de la boda.
Porque se había convencido a sí misma que ella era lo suficientemente magnánima para perdonarlo; que ya lo
había perdonado.

Vanidad, cobardía, e ilusión, faltas en su carácter que ella ni conocía, precipitadas por la crisis.

—Pensé que podría perdonarte —dijo. La mente humana era capaz de infinito autoengaño.

Excepto que nunca había perdonado a nadie en toda su vida. Su corazón estaba hecho de vidrio: se podía
romper, pero no se podía expandir.

—¿Y cuándo te diste cuenta de que no podrías perdonarme? —preguntó, con una voz suave y desolada.

Ella volvió la cara a un lado. Dentro de las primeras horas de matrimonio se dio cuenta de eso, que no lo
había perdonado en lo absoluto, que todo su cuerpo se repugnaba cada vez que la tocaba. Pero, para entonces,
ya estaban casados, era muy tarde.

***

Vergüenza. Aborrecimiento por sí mismo. Frustración. Se revolvían en él, cada uno era suficiente para
ahogarlo completamente.

Ella se volvió a sentar en la cama plegable, con la cara pálida como huesos blanqueados.

—¿Ella era tu amante?

Él sacudió la cabeza.

—No. Fuimos amantes en el Cairo por dos semanas cuando tenía 19 años. El día que me iba a Francia,
después que me fui del hospital, me paré en una papelería. Fue ahí donde me la encontré.

—Y ella probó que era irresistible. Ya veo.


Mrs. Hedley lo había felicitado cálidamente. Y, luego, una vez que estaban fuera de la papelería, le
guiñó un ojo de forma burbujeante, y le preguntó si le gustaría una última revolcada antes de convertirse en un
respetable hombre casado.

Él la había rechazado. Así como había rechazado a otras mujeres que querían ser su última acostada.

—Estaba lejos de ser irresistible.

—Fuiste con ella.

La verdad incontrovertible. Había ido con Mrs. Hedley al final.

—Tuve segundos pensamientos.

—¿Sobre mí?

—Sobre ti.

—¿Y ésa es tu excusa?

—No es mi excusa. Solamente fue lo que pasó.

—Muy conveniente, ¿no te parece? Tener segundos pensamientos justamente cuando te encuentras con
una vieja amante.

—No fue así.

—Entonces, ¿cómo fue?

¿Cómo había sido?

—Supongo... supongo... yo... —tomó un respiro profundo. Nunca había balbuceado en su vida. —
Supongo que siempre hubo dudas en el fondo de mi cabeza. Que había tomado una decisión demasiado
apresurada. Que tú y yo difícilmente nos conocíamos. Que podríamos no ser tan perfectos el uno para el otro
como queríamos serlo.

Ella miraba el dobladillo de su bata de noche.

—¿Y entonces qué?

—Entonces, fui a despedirme de ti al hospital. Pensé que sería interesante, ver el hospital. Pero nunca
antes había estado en uno y me perturbó. Tú en ese hospital me perturbaste.

Había ido en mal momento, posiblemente. Hubo un tipo de envenenamiento por comida por esos días,
había pacientes vomitando en la entrada del hospital, más rápido de los que los desafortunados aseadores podían
mopear los desastres.

Él pudo haberse reafirmado por su tranquilidad, ella pasaba por la entrada como si fuese un jardín de
flores en primavera, pero solamente le había intensificado la sensación de que realmente no sabía nada de ella.
El triunfal aire de propiedad que se dio cuando lo presentaba a sus colegas también le molestó. Hubiese
esperado todo eso de una señorita de sociedad, pero no de ella, a quien él consideraba por encima de tal
jactancia.

—¿Qué te perturbó de mí?

—Tu distanciamiento, que siempre me había gustado. Tu vanidad, que nunca supe que existía.

Ella entrelazó los dedos.

—Ya veo.

Él quería evaporarse, simplemente dejar de existir. Sus razones eran, en todas las instancias, pálidas y
estúpidas, aún más mortificantes dichas en voz alta. Pero no tenía opción. Le debía eso.

—En mi caminata hasta la papelería, estaba... estaba repentinamente hundido en la duda. Me pregunté si
mi decisión de casarme contigo no era tan lunática como todos decían, si realmente estaba resignado a una vida
sin hijos propios, si no terminaríamos en unos pocos años sin nada que decirnos.

Se miró las manos.

—Y la boda era en una semana.

Afuera Imran llamó a un culí para que tuviera más cuidado con la tina de baño. El río farfullaba
alegremente. El ayah suavemente tarareaba una tonada que parecía ser una canción del templo.

—Pude haberme embriagado hasta el estupor. Pude haberme desahogado con Will. Pero Mrs. Hedley
estaba ahí, y ella quería una revolcada, así que fue la distracción que elegí.

Irónicamente, lo que él había hecho por miedo a ser infeliz junto a ella había causado gran parte de la
infelicidad.

—Si te sirve de consuelo, me arrepentí de mi elección incluso antes de entrar en esa casa. Después, me
llamé estúpido mil veces. Regresé de París determinado a hacer juntos algo hermoso de nuestra vida, porque tú
eras la única a quien quería —Repentinamente, tuvo que hablar pasando un nudo por la garganta. —Supongo
que era muy tarde.

Ella no dijo nada.

—Y para más consuelo, no he vuelto a estar con nadie más desde que nos casamos.

Ella abrió las manos sobre las rodillas.

—Me gustaría vestirme ahora, si no te importa.

Él se levantó de la esquina.

—Seguro. Te pido disculpas.

En la solapa de la puerta, se volvió.


—Tienes razón: sí era un joven inmaduro. Pero nunca quise herirte. Lamento haberlo hecho… en una
manera tan despreciable, ni más ni menos. Perdóname.

Pero ya sabía que ella no lo perdonaría.


Capítulo 10

Les tomó docenas de vueltas de 180° del camino para zigzaguear hacia arriba por la empinada pendiente
que guía hacia el paso de Lowari, diez mil pies sobre el nivel del mar, una angosta brecha en las montañas
encumbradas de nieve que se elevaban a miles de pies más arriba a ambos lados. Desde la cima, mirando hacia
abajo al camino por donde había venido, Bryony pensó que el camino de tierra tenía mucho parecido con
horquillas que una diosa descuidada había dejado caer. Las montañas, como un mar picado, se estiraban
azuladas y dentadas hacia el horizonte.

Se ciñó el abrigo más fuerte, Leo le había advertido que sería frío en la cima, pero era aún más frío de
los que suponía.

—Toma, bebe esto.

Aceptó un té caliente que él le ofreció con un murmullo “Gracias”. No sabía cómo se las había arreglado
para hacer que el cocinero llegara primero a la cima, de manera que hubiese ahí té caliente para todos, pero
parecía muy eficiente en este tipo de cosas.

Una ráfaga de viento sopló. Ella temblaba a pesar del té caliente en sus manos enguantadas. Él se quitó
el abrigo y se lo puso sobre los hombros. Ella esperó otro minuto, hasta que oyó su voz mucho más lejos, antes
de voltear la cabeza para darle un vistazo sin el abrigo, parado cerca de la recua, escuchando a un culí que
gesticulaba.

Ella quería llorar.

En la soledad de su propia imaginación, lo que él había hecho parecía mucho peor, un ejemplo de un
gran y pernicioso patrón: relaciones por todo Londres durante el compromiso; y después de la boda, affaires
adúlteros por aquí y por allá.

Cuando no había sido nada de eso.

Lo que hizo fue atroz y estuvo mal. Y hubiese estado bien justificado si ella lo dejaba plantado. Pero no
lo había hecho; se casó con él. ¿Eran los votos de boda como el confeti, una chispa efímera en el aire, que se
barría como desperdicio al día siguiente? ¿No le debía algo más que hombros fríos y puertas cerradas?

¿Hubiesen sido capaces de arreglar las cosas si hubiesen tenido esta horrible pero necesaria conversación
mientras aún estaban casados?

No lo sabía.

Y ahora nunca lo sabría.

***
La cara del barranco era roca negra; los aguaceros de la temporada de lluvia pasada habían estropeado
todo el suelo y casi toda la vegetación de la empinada pendiente. El fondo, muy abajo, era árido y cubierto de
rocas, sin un trazo del agua que, forzosamente, había formado el paisaje.

El camino era un angosto pasaje raspado dentro del propio risco: a un lado, una implacable pared
inclinada hacia el exterior, al otro lado, un despeñadero de aproximadamente 150 pies hacia abajo, y entre ellos,
un sendero toscamente formado que prometía tobillos doblados, sino una caída por el filo.

Habían perdido una mula hacía menos de una hora. La pobre criatura había tropezado y cayó, después de
una caída que pareció haber durado todo un día, en un reguero de bolsas de harina explotadas y lo que sonó
como un gemido casi humano.

Y luego, el horror, aún estaba viva, fracturada pero viva, con las extremidades convulsionando en
agonía. Bryony se paró con una mano sobre la boca, impotente.

Un disparo resonó. Con una precisión casi aterradora, un punto de sangre apareció entre los ojos de la
mula. Saltó una vez y se puso floja.

Bryony se volvió para ver a Leo extraer una ronda gastada de un rifle de retrocarga. Sabía, vagamente,
de las hazañas deportivas de su juventud; su padrino, un deportista entusiasta sin más hijos, había llevado a Leo
a todas partes con él. Pero nunca lo había visto operar un arma de fuego y, hasta este momento, no le había
prestado ninguna atención en absoluto a los dos rifles que tenía con él.

La precisión mortal de ese único disparo la impresionó. Este hombre había sido su esposo. Y solamente
lo conocía como el favorito de los recibidores, quien ocasionalmente producía monografías incomprensibles
sobre algunos de los puntos más arcanos de matemáticas.

Tal vez el infortunado deceso de la mula cambió su percepción; tal vez el camino realmente se volvió
más difícil: una vez que reiniciaron el progreso se había encontrado a si misma con los pelos de punta. Trató de
recordar que 16000 hombres habían marchado hacia el norte por esa precisa vía para aplacar el asecho de
Chitral, hacía dos años y que los mensajeros viajaban regularmente por esta ruta con correo y despachos. Pero
con cada tembleque paso, sólo pensaba en el gemido de la mula mientras golpeaba el escabroso suelo abajo. Y
la bala entre sus ojos.

El camino, siguiendo el contorno del risco, dio una vuelta, abruptamente. La anchura ya pobre del
sendero se angostó a no más de dieciocho pulgadas en la vuelta. Peor, el sendero, siempre desigual, ahora se
había inclinado a lo que le parecía un ángulo de casi cuarenta y cinco grados.

Se detuvo. Necesitaba buscar en el fondo de su ser lo que le quedaba de coraje. Lógicamente, ella sabía
que la senda continuaba más allá de la roca sobresaliente que bloqueaba el camino y que Leo y los guías ya
habían rodeado con seguridad. Pero no podía ver esa continuación. Y no era una montañera tan experimentada
como para no temblar por la inclinación del camino, sería muy fácil resbalarse por la inclinación hacia los
afilados dientes de las fauces del barranco.

Leo reapareció, regresando hacia ella.

—¿Estás bien?

Como ella, él había optado por cubrir este trecho del camino a pie. Pero mientras ella se sentía que
estaba caminando de puntillas por una cuerda floja, él caminaba tan fácilmente como si estuviera en un desfile
en el suelo.
Ella asintió por hábito antes de sacudir la cabeza, lentamente.

Sin decir otra palabra, él le extendió la mano. Ella dudó sólo un segundo antes de agarrarla.
Instantáneamente, el miedo se partió a la mitad.

Él la llevó, con seguridad, más allá del inclinado saliente que bordeaba la formación de rocas y cortaba a
través de la cara del risco. No le soltó la mano en el otro lado, porque todavía era el mismo camino que erizaba
la espina dorsal. Con las manos agarradas, la guió hasta que el sendero se volvió un ordinario camino de cabras
otra vez, uno que no castigaba un simple paso en falso con una irreversible caída.

Ella pudo haber besado el suelo, simplemente, por estar ahí. Soltando la mano de él, se quitó los guantes
y flexionó los dedos que estaban casi entumecidos de la tensión. Ella levantó los ojos para ver la mirada que él
le dio a sus manos.

Sus ojos se encontraron

—Escuché que el camino había mejorado en los años recientes —dijo él.

—Se nota —respondió ella.

Él se rió suavemente.

—Gracias —agregó ella.

Él sonrió brevemente, una sonrisa dulce que llevó una gota de dolor muy dentro de ella.

—No es un infortunio tomar tu mano.

***

Dir arriba era un lugar austero. Pequeños asentamientos colgaban de las faldas de las montañas. Cantos
rodados sueltos cubrían el suelo, removidos por temblores que, ocasionalmente, convulsionaban el Hindu Kush,
luego eran depositados, en todas partes, por los rápidos torrentes de las temporadas de lluvia. Aún así,
ocasionalmente, entre peñascos formidables, lograban ver pequeñas mesetas escondidas, casi alpinas por su
frondosidad, y una vez hasta toda una pendiente cubierta de asteres, brillantemente púrpura.

—Las cosas están corriendo mucho más suavemente ahora que estás recuperado —dijo ella, tomando un
sorbo de su té vespertino, con los ojos sobre la alfombra de asteres, y la mente aún en el otro lado del Hindu
Raj, en los eventos de la noche y las revelaciones de la mañana.

—¿Alguien te dio problemas mientras estuve enfermo?

Ella sacudió la cabeza. Imran y Hamid habían mantenido control sobre los culíes. Pero éstos habían
alejado a los guías, y se habían quejado, y holgazaneado. Solo entonces, ella había apreciado el talento de Leo
para poner a una colección de culíes a trabajar felizmente y orquestar sus tareas de manera que todo estuviese
bien hecho y a tiempo.
Lo miró. Se veía mejor, pero aún cansado. A pesar de su partida tardía, ya habían hecho dos marchas, y
él planeaba hacer una más antes de que oscureciera. Ella quería acunar la cabeza de él en su regazo y verlo
dormir.

—¿Cómo manejas a los culíes?

Era extraño estar hablando así, de cosas ordinarias, cuando el cielo se había derrumbado. Pero ella
estaba raramente hambrienta de su compañía, como si lo hubiese extrañado, aún cuando nunca estuvo a más de
cincuenta pies de él.

Él se encogió de hombros.

—Experiencia, supongo. ¿Recuerdas a mi tío abuelo Silverton?

Ella pensó por un momento.

—¿El viejo soldado en nuestra boda que tenía el pecho lleno de medallas?

—Era coronel en los Fusileros Bengalíes Reales. Cuando clamábamos por historias de guerra, él nos
contaba que un ejército marchaba por su estómago, las guerras se ganaban y perdían menos por tácticas y
estrategias que por la robustez de la cadena de alimentación. Así que cuando fui a los safaris con mi padrino,
siempre asumí ocuparme de la logística —dijo, sonriendo un poco. —Era bastante importante para el menor de
cinco hijos sentirse a cargo de algo, finalmente.

Se quedó sin palabras por una atolondrada clarividencia, atolondrada porque debió haberlo visto hace
mucho: él había sido quien estuvo a cargo en la casa.

Ella sabía muy poco sobre los complejos trabajos internos de una casa. Durante el breve matrimonio, sin
embargo, la casa había funcionado de maravilla. Su ropa y zapatos se mantenían en perfecto estado. El coche
puesto fuera de la puerta de entrada cada día, mientras se alistaba para ir al hospital. La cena aparecía cada
noche, siempre con algo que le gustaba, sin que ella siquiera haya consultado al cocinero alguna vez, sin
siquiera saber qué aspecto tenía.

Aún después de que ella lo expulsó de la cama.

Luego que se fue, las cenas se volvieron muy copiosas, el cochero algunas veces conducía medio ebrio,
el ama de llaves se quejaba constantemente de las criadas y sus seguidores, y dejaban pilas de correspondencia
que Bryony debía atender. En aquel momento, había estado aturdida y había tomado las diversas maneras en
que su casa se había derrumbado como simples síntomas adicionales de su propia vida rota.

Cuando la verdad era que él había cuidado muy bien de la casa durante el matrimonio y ella nunca lo
había sabido o apreciado.

***
Su peso, delicioso y compacto, sobre él. Su nombre en los labios de ella. Sus caderas, suaves y flexibles,
bajo su contundente asidero. Su cuerpo, colándose fuera de la cama plegable, vaciándose dentro de ella con
placer desesperado.

Es sorprendente lo que un hombre piensa, mirando a una mujer completamente vestida hacer nada más
provocativo que sorber su té mientras observa la distancia, pensativa.

Por milésima vez, deseó haberla conocido justo ahora. Que fuesen sólo dos extraños viajando juntos, que
tan adorables y sucios pensamientos no lo partieran en dos, sino que fuesen solamente un pasatiempo
placentero, mientras lentamente caía bajo el hechizo de su distante belleza y su intensidad escondida.

Había tantas historias que podría contarle, tantas formas de sacarla de su concha. Había esperado con la
respiración contenida por su primera sonrisa, por el sonido de su primera risa. Estaba infinitamente curioso
sobre ella, ansioso por desnudarla, metafóricamente así como físicamente.

La primera vez que tomó sus manos. El primer beso. La primera vez que la vio sin ropa. La primera vez
que se hicieron uno.

La primera vez que uno terminaba las oraciones del otro.

Pero no, se habían conocido hacía mucho tiempo, en los más lejanos años de su niñez. Las
oportunidades habían venido y se habían ido. Todo lo que les esperaba era un camino tedioso y una despedida
final.

—¿Quiénes son ésos? —preguntó ella.

Él miró en la dirección que ella indicó: una banda de hombres con turbantes y mosquetes, en la
distancia, que venían hacia ellos.

—Los reclutas del Khan de Dir —respondió. —Mantienen la paz en todo el camino.

El Khan de Dir tenía la obligación con el gobierno de India de mantener el camino a Chitral, aunque el
puesto regular de reclutas por todo el recorrido, probablemente, servía también como recordatorio de la fuerza,
dado que la amistad del Khan con los británicos no se ganaba el cariño de sus súbditos. De hecho, parecían
despreciarlo completamente por ser una marioneta del gobierno distante, cuya indeseada influencia había
apuñalado el corazón de la fortaleza de las montañas.

Leo hizo señales para que le ofreciesen té a los reclutas.

—Pregúntales sobre la situación en Swat —le instruyó a Imran.

Cuando los reclutas continuaron su camino, Imran vino a ofrecer un resumen de las noticias. La fama del
hombre milagroso había crecido sustancialmente en Dir desde la semana en que Leo había oído de él por
primera vez. La gente hablaba del imán en el desayuno, el almuerzo y la cena, y debatían sus oportunidades de
éxito en el té.

Leo no estaba tan convencido de que el imán no era más que un charlatán. Pero la mayoría de los
charlatanes, o la mayoría de los buscadores de sufrimientos a corto plazo en ese caso, no tenían a la gente
hablando ávidamente de sus andanzas a ciento cincuenta millas de distancia en este tipo de terrenos.

—¿Deberíamos preocuparnos? —le preguntó Bryony.


—Por ahora, no. Nos mantendremos pendientes de la situación. Si recibimos alguna evidencia sólida de
peligro, cualquier evidencia sólida en absoluto, pararemos y esperaremos lejos de los problemas.

Ella asintió, y tomó un pedazo de pastel para el té.

Él la miró.

Su cabello negro azulado, desparramado como la capa de Erebus. Su piel, tan desnuda como el tesoro
de un pordiosero, tan fresco y suave como la alfombra de asteres sobre la cual le encantaría ponerla, su boca
tibia, su cuerpo dulce y flexible. Sin pasado. Sin futuro. Sólo ese eterno y glorioso momento, sin ninguna
mancha de vergüenza o arrepentimiento.

Ella le interceptó la mirada. Se sonrojó. Y él quedó como un montón de ruinas ardientes.

—Come —le puso un pedazo de pastel dentro la mano. —Necesitas comer más.
Capítulo 11

—¿Estarás en India por mucho tiempo? —preguntó, mientras sacaba la torre de la reina.

Él le devolvió el favor eliminando su alfil del rey.

—Probablemente no. Voy a regresar a Cambridge.

Estaban en la confluencia del río Dir y el Panjkora. Había sido un día largo. Pero como ella permaneció
en la mesa después de la cena, él le preguntó si quería un juego de ajedrez y ella, gratamente sorprendida, una
vez que era vencido, ningún hombre había vuelto por otro juego con ella, había accedido de buena gana.

Ella lo miró. Él tenía una camisa sin mangas, tendido en la silla plegable, si acaso era posible para un
hombre tenderse manteniendo la espalda perfectamente recta. Los dos estaban encerrados en la intimidad de la
esfera de la luz de la linterna, más allá del borde dorado desvanecido había una oscuridad tan gruesa como las
paredes. Más allá de eso, en la noche, solamente estaba el sonido de los ríos, los platos estaban lavados, las
mulas alimentadas, los culíes dormidos.

—Escuché que ya tienes una casa en Cambridge.

—Mi padrino me la dio hace años, antes de que nos casáramos. Nunca viví en ella. Will y Lizzy la
usaban, mientras Lizzy estudió en Girton. Ahora que se mudaron de nuevo a Londres, la casa está vacía otra
vez.

—¿Cómo es?

—¿La casa? Más pequeña que la nuestra en Londres, pero más bonita. Tiene un patio trasero que colinda
con un banco del Cam y un buen número de cerezos. En primavera, cuando los árboles retoñan, es una vista
adorable.

—Suenas contento por eso.

—Será bueno estar en Cambridge nuevamente, he estado lejos por mucho tiempo. Pero no estoy
exactamente buscando equipar otra casa.

Eso era algo más que no había apreciado, la enorme tarea de equipar completamente una casa. Él se
había encargado de todo eso.

—¿No vas a viajar más por el mundo?

—Las andanzas de juventud deben parar en algún momento —Puso la punta del dedo sobre su alfil de la
reina, considerándola, pero en cambio movió el caballo de la reina. —Cuando sea un viejo y arrugado profesor
en Cambridge, y apenas pueda subirme al podio para dar una conferencia, recordaré las fronteras de la India, y
los raros caminos de la vida que me han traído hasta aquí, y recordaré que aquí fue cuando las andanzas de mi
juventud terminaron.
Tenía los ojos sobre el juego. Ella se permitió mirarlo: la manera como la luz de la lámpara bailaba el
cabello, color café, una oscura y profunda sombra que era negra, excepto en la más fuerte luz del sol; la firme
cresta de la nariz; la fina línea de la boca.

—¿Siempre has querido ser un profesor de Cambridge? —movió adelante un peón. Tantas preguntas,
pensó. Tantas cosas que no sabía sobre él.

—No cualquier profesor: el Profesor Lucasiano de Matemáticas —puso la barbilla en la palma. —Pensé
que estarías impresionada por eso.

Su corazón saltó de un latido.

—Así que era una aspiración algo reciente.

—No, desde siempre.

Ella parpadeó.

—Pero tú dijiste…

La llama de la linterna se balanceó. La luz y la sombra corrieron por sus cincelados pómulos. Había una
quietud en él, casi una resignación. Le dolió en el corazón.

Él sonrió ligeramente.

—He querido ser el Profesor Lucasiano de Matemáticas desde que tenía once años. Y pensé, en aquel
entonces, que estarías impresionada por ello.

Ella rió de confusión.

—Cuando tenías once, ¿por qué te importaba lo que yo pensara de lo que ibas a ser cuando crecieras?

—Me importaba. Y cuando tenía doce, trece, catorce, quince, dieciséis, y tal vez hasta diecisiete —
Avanzó al caballo de la reina un poco más.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—Nada —respondió. —Solamente que te he amado, aún cuando no era nada ni nadie para ti, cuando no
sabías mi nombre y apenas conocías mi cara.

Ella lo miró, no entendía sus palabras en absoluto. Él había estado en su corazón y en su imaginación
por tanto tiempo que era difícil comprender que él pudo haber sido nada ni nadie para ella alguna vez.

Un niño larguirucho sentado sobre una piedra a su lado. Un pañuelo atado que se abría para revelar
pequeñas y brillantes cerezas rojas. Las cerezas estaban tan frescas como el aire de la mañana y tártaramente
dulces.

—¿Algún pez ha mordido?

—No.
—¿Alguna vez has pensado si tu padre no te deja estudiar medicina?

—Lo hará. O puedes irse al diablo.

—Eres una niña rara. ¿Más cerezas?

—Sí, gracias.

Sacudió la cabeza. ¿De dónde salió eso? Recordaba tan poco de su adolescencia, largos y borrosos años
de monotonía, esperando impacientemente por el día en que pudiera dejar Thornwood Manor y a su familia
atrás.

El día que, al fin, partió para la escuela de medicina, el carruaje se detuvo a mitad de camino a la
estación del tren. Un chico se acercó a la ventana y le dio un puñado de flores salvajes.

—Buena suerte en Zurich.

—Gracias, señor —le había dicho, perpleja, no muy segura de quien era.

Cuando el carruaje volvió a andar, se volvió a Callista.

—¿Ése era el más pequeño de los Marsden? Que niño tan extraño.

¿Qué había hecho con esas flores? No las recordaba en absoluto.

Música. Luces brillantes. Baile de Yule en la casa de campo de Lady Wyden. Había regresado a
regañadientes a casa de la escuela de medicina de Zurich y había asistido de mala gana. Él era su compañero
en la cuadrilla que abría el baile, quince años, y ya era tan alto como ella.

—Octavio, ¿no?

—Quentin.

—Disculpa.

—No te preocupes. Te ves hermosa, por cierto. Creo que eres la dama más adorable de aquí esta noche.

La amaba, en aquellos años cuando ella pensaba que él no era más que un embrión.

—Eras un niño —dijo lentamente, impactada aún. —Eras un infante.

—Tenía la edad suficiente para desear desesperadamente ser mayor de edad para ti.

—Eso no significa que lo que hiciste con Mrs. Hedley sea menos reprochable.

—No —acordó con calma. —Hace todo más terrible.

Silencio, mientras las implicaciones de todo lo que se había perdido lentamente empezaban a internarse.

—Si tan sólo me lo hubieses dicho… —murmuró.


Pudo no haber sido tan rápida para abandonar el matrimonio, como si fuese un barco ardiendo.

—Yo podría decir lo mismo —replicó. —Si tan sólo tú me lo hubieses dicho a mí.

Tuvo una visión repentina de ella, una vieja y sabia doctora, las manos muy artríticas para empuñar un
escalpelo, sus ojos muy legañosos para diagnosticar nada excepto varicela y sarampión. La vieja y arrugada
doctora le gustaría mucho tomar el té junto a su viejo y arrugado profesor, reír de las locuras apasionadas de su
juventud distante, y luego ir a dar un paseo a lo largo del río Cam, tomando su mano manchada y seca como un
papel.

Qué irónico que cuando estuvieron casados, nunca pensó en envejecer con él. Y ahora, años después de
la anulación, pensaba en eso con el anhelo de un exiliado, por la patria que la había expulsado hacía tanto
tiempo.

***

Bryony había imaginado que el valle de Panjkora era como el de Chitral, amplio y plano y muy poblado.
Pero el valle de Panjkora era, sino un cañón como tal, poco más que un curso de agua. La población parecía
concentrarse, en su mayoría, en menudos valles laterales nutridos por ríos y arroyos más pequeños que
alimentan el Panjkora.

De todos modos, había villas a lo largo del camino y en cada villa que pasaron, Leo envió a los guías a
preguntar sobre la situación en Swat. Los rumores eran tan abundantes como microbios en un barrio pobre.
Todos los hombres con quienes los guías hablaban estaban enterados de las andanzas del Faquir loco, como era
admirablemente conocido en estas partes.

El Faquir Loco no podía ser herido por las balas; el Faquir Loco tenía legiones de ejércitos celestiales a
su disposición, para llamarlos una vez que comenzara su gloriosa y sagrada batalla; los Inglisi, todos los Inglisi,
serían barridos antes de la luna nueva.

Ella no sabía muy bien qué hacer con todos los rumores. ¿Había en ellos un germen de verdad o eran
completa ficción? La población de Dir parecía más entretenida que fermentada, a pesar de toda la excitación
generada por los supuestos milagros del Faquir Loco y sus grandiosas promesas de sacar a los ingleses.

Al final, ignoraba la mayoría de los rumores. Eran demasiado extravagantes y cómicos, cuando ya estaba
demasiado agitada por sí misma.

Estaban viajando más rápido ahora. En poco tiempo alcanzarían el río Swat. Y luego, Nowshera, donde
el tren los llevaría a Bombay, al próximo barco de vapor P&O que saliera de la India.

No quería despedirse de él. No sabía lo que quería, para el camino que continuaba interminable, tal vez,
para que pudieran existir fuera de sus vidas normales, en esta burbuja, removida tanto del pasado como del
futuro.

No es que no existieran ya fuera de sus vidas normales. Alemania, Norteamérica, India. No había puesto
un pie en Inglaterra excepto en la ruta hacia un lugar aún más lejano, para escapar de lo que no podía escapar.
Envidió la firme decisión de él de regresar a Cambridge. Ella no podría regresar al Nuevo Hospital para
Mujeres y simplemente continuar la vida anterior. Había buscado paz y serenidad en sus días en el exterior. Y
no se iría con ninguno.

Mientras la elevación de la tierra disminuía, el clima se había puesto más cálido, algunas veces
incómodamente caliente en la tarde. Leo, en consecuencia, había ajustado el paso para incluir más descansos
tanto para los hombres como para las bestias.

Bryony, por su parte, se contentaba con pasar unos pocos minutos bajo la sombra de un huerto de
manzana, para darse una oportunidad de refrescar su persona toda envuelta. Los corsets y las enaguas estaban
muy bien para Inglaterra, que nunca estaba cálida, pero aquí en el subcontinente tenían tanto sentido como una
silla de cinco patas.

Se ventiló algunas veces con su sombrero nuevo. Él lo había presentado otra vez en la mañana y le
preguntó si lo quería, como el sol ciertamente se pondría más fuerte a medida que viajaran más al sur. Y ella lo
aceptó, agradecida.

—Pensé que eras insensible al clima —dijo él. Estaba sentado bajo el árbol más cercano a ella. Pequeñas
manzanas colgaban de las ramas sobre su cabeza, de un verde tan pálido que se veían casi blancas.

—También lo creí. Pero resultó que era insensible al clima hasta tanto el clima no excediera los setenta
grados. ¿No te molesta el calor?

—No mucho —levantó la cara hacia el cielo azul. —Supongo que estoy disfrutando mi último hurra en
lugares exóticos y soleados, antes de pasar el resto de mi vida en la vieja y monótona Inglaterra, donde nunca
para de llover, y el mercurio nunca sube a más de sesenta y cinco.

Su ropa de viaje estaba hecha de puttoo, una lana de fabricación casera cachemira que era perfecta para
el clima variable en las montañas, pero para nada elegante. El cabello estaba arreglado imperfectamente. Las
botas habían sido bastante castigadas. Su cara mostraba la fatiga acumulada que resultó de meses de viaje
incesante, seguido de una severa enfermedad, seguido nuevamente por un viaje, tenía ojeras, y le comenzaban
patas de gallo en las esquinas. Y aún cuando todo a su alrededor era verano verde y voluptuoso, había una
solemnidad en él, una quietud que la hacía pensar en el invierno, cubierto de nieve.

Nunca había estado más lejos de la dorada juventud. Y nunca había estado más hermoso.

***

Cruzando el río, en el borde opuesto del valle, un hombre arreaba un rebaño de cabras hacia un sendero
oculto hacia un bosque de deodaras en la cima de la pendiente, las colinas y crestas ahí, aunque escabrosas, no
eran tan elevadas o temibles como los que pasaron previamente en sus viajes. Ella vio el progreso de las cabras
balando, hasta que desaparecieron en un saliente.

—¿Vas a regresar a Cambridge inmediatamente? —preguntó, sin mirarlo mucho.

—No.
—Oh —dijo, aún sin verlo. —¿Por qué no?

Si lo hiciera, serían compañeros de viaje por, al menos, tres semanas más. No podría soportarlo. Mirarla
y saber que la había perdido por su propio error; el amor se había convertido en algo con uñas y puntas, cada
respiro una punzada, cada pulso un dolor agudo.

—Necesito ir a Delhi primero, a esperar que mi equipaje llegue de Gilgit. También quiero ver a Charlie
y los niños una vez más antes de dejar la India.

Para él y Bryony, la llegada a Nowshera era la despedida.

—Bueno, saluda a Charlie de mi parte. Él me visitó dos veces cuando estaba en Delhi pero nunca estaba
en casa.

El pobre y concienzudo Charlie.

—¿Hay alguna oportunidad de que te quedes en Londres definitivamente esta vez? ¿O estarás partiendo
para Shanghai después de dos semanas?

Ella tiró de su falda, una pieza de vestir robusta de color pardo, diseñada especialmente para montar a
horcajadas, con botones y hebillas para sostener el corte adicional de la falda hacia arriba en ambos lados para
mantenerlos fuera del camino cuando no estaba en la silla de montar.

—Shanghai tiene un clima terrible. San Francisco es mucho mejor. O Nueva Zelanda, tal vez, escuché
que es hermoso.

El dolor era casi cegador. Él le había hecho eso. Alguna vez ella había sido la mejor doctora en todo
Londres, ahora era una nómada cuya vida se había encogido a una tienda y dos baúles de serpentina.

—Es tiempo de detenerte, Bryony. No sigas huyendo.

—No sé si pueda parar.

—Inténtalo. Quédate en Londres por algún tiempo. Haría feliz a tu padre.

Ella levantó la cara, con expresión incrédula.

—¿De dónde sacaste esa idea? Mi padre es tan indiferente a mí como yo lo soy a él.

—Tú no eres indiferente a él. Estás furiosa con él. Y él no es indiferente a ti: no tiene idea qué hacer
contigo.

—Él no tenía que hacer nada conmigo. Solamente tenía que estar ahí. Pudo haber escrito sus libros en
cualquier otro lado.

—Así que no estuvo ahí. Así que era un viudo afligido que huyó del lugar donde alguna vez había sido
feliz. Pero, ¿no lo ves? Una vez que regresó te dio todo lo que le pedías.

—¿A qué te refieres? —lo miró sin expresión.

A él le dio la impresión de que iba por un iceberg con un fósforo.


—Cuando se supo que había accedido a dejarte ir a la escuela de medicina, todos los vecinos pensaron
que estaba loco. Eres la nieta de un conde. Las nietas de los condes no diseccionan cadáveres o tocan hombres
extraños a quienes no se les ha presentado apropiadamente.

Ella lo descartó completamente.

—Él me dejó ir porque sabía que si no lo hacía, me iría una vez que tuviera edad y tomara control de mi
herencia.

—No tendrías la edad por otros cuatro años. Es muy frecuente que las personas no quieran lo mismo a
los veintiuno que a los diecisiete. A la mayoría de los padres les hubiese encantado tomar esas estadísticas y
prohibirte ir. Pero él te dio permiso.

—Estás equivocado —Estaba obcecada, con la mente firmemente cerrada. —Mi padre hace lo que es
más conveniente para él, siempre. Me dijo que sí porque era la respuesta más conveniente bajo las
circunstancias. Pudo ver que yo iba en serio y no quiso ser importunado otra vez.

Extrañamente, él sintió ganas de llorar. Entre él y Geoffrey Asquith existía una afinidad tácita. Ambos
eran hombres que le habían fallado, que no parecían poder recuperarla por esa falla, sin importar nada.

Su buena opinión, una vez que se perdía, era para siempre.

—Entonces, regresas, él se recupera, y compras un boleto para el próximo barco fuera de Inglaterra.

—Probablemente.

A pesar de todas las fortalezas, había cierta fragilidad en ella. Algunas veces se retiraba dentro de ella
misma. Algunas veces huía. Pero no perdonaba ni olvidaba.

Él levantó la cara hacia el cielo despejado nuevamente.

—Va a llover —dijo.

—¿Es así?

—Tan pronto como ésta noche, de acuerdo con Imran. Pero hay un dak bungalow más adelante, así que
deberíamos estar bien.

No la veía, pero el dolor estaba ahí, sobre sus hombros, la tensión en la mandíbula. La conmovió, de una
manera inexplicable, que le importara el abismo entre ella y su padre. Nadie más lo hizo, hasta Callista lo había
aceptado hace mucho tiempo y siguió con su vida.

Pero él había tratado de acercarlos desde el principio. Había invitado a su padre y madrastra a cenar en
la casa. Había contestado las ocasionales cartas de su padre desde el campo, cuando ella no se podía molestar en
leerlas.

Tenía tantas cualidades, este hombre, que ni siquiera había notado. De repente, no podía soportar verlo,
de la misma manera en que no podía mirar al sol directamente.
Quería que él estuviera siempre ahí para esperar mejores cosas de ella, como ella misma las esperaba.
Quería jugar mil partidas de ajedrez con él. Quería envejecer juntos, mirar en los ojos nublados del otro y
besarse en las mejillas con los labios hundidos por las encías desdentadas.

—No estás preocupada por los problemas en Swat, ¿no es así? —preguntó él, abruptamente.

Ella acariciaba el sombrero que él le compró.

—No —respondió. —Es lo último que me preocupa.


Capítulo 12

Montañas de nubes negras, como salidas del Viejo Testamento, sobresalían sobre el valle a medida que
iban llegando al dak bungalow. La temporada mayor de monzón en Dir era en invierno. Leo esperaba no
encontrarse con las lluvias de verano más impredecibles, pero ahora la vanguardia de las lluvias de verano
estaba sobre ellos.

Los árboles eran escasos en éste trecho del Panjkora. Aún cubrían las pendientes superiores, pero las
pendientes inferiores del valle, frecuentemente, eran burdamente revestidas, la tierra marrón desnuda en medio
de una escasez de verdor que podía haber sido resultado tanto de un suelo delgado y árido o, más
probablemente, de la deforestación.

Después de la lluvia, la condición del camino se deterioraría de seguro. Pero, al menos por esta noche,
en el dak bungalow, no tenían necesidad de preocuparse por las tiendas volándose, deslizamientos de lodo de
pequeña escala, o cualquier otro disgusto de viajar con un inclemente.

Los dak bungalows eran estructuras sencillas de pocos cuartos, construidas y mantenidas como paradas
de descanso para los hombres que trabajan para el servicio postal del Imperio. Los viajeros que deseaban
aprovechar los cuartos en el dak bungalow pagaban una rupia por cada habitación y algo extra por las comidas.

En Cachemira, había dak bungalows cada catorce millas. Algunos donde Leo había estado tenían un
gallinero vigilado por un murghi wallah, unas pocas vacas cuidadas por un gowala, y un khansama que
cocinaba y servía a los viajeros. Este bungalow en particular no tenía dependientes residentes o animales de
patio, pero en la mayoría de los otros asuntos, era un dak bungalow estándar, una casa de piedra de un piso con
un vestíbulo central y el resto del espacio subdividido en suites de cuarto con baño. Una amplia baranda
alrededor proveía bastante espacio para que durmieran los culíes, protegidos de los elementos.

Saif Khan hizo pollo al curry, vegetales al vapor, y chapatis. Leo y Bryony cenaron en el pequeño
vestíbulo de paredes blancas que, además de la única mesa y las sillas desvencijadas en las que se sentaron, no
tenía nada excepto un estante sobre el que reposada un libro de registros, para que los viajeros pusieran sus
nombres y ofrecieran algunas observaciones sobre el estado del bungalow.

Después de la cena, ella sugirió una partida de ajedrez. Él aceptó, aún cuando la vista de un tablero lo
golpeaba como una porra, al pensar todas las partidas que pudieron haber jugado. Y todo lo demás que no se
hubiese perdido, si él no hubiese sido tan estúpido.

Ella jugó rápido. Tenía una visión del tablero que él sólo podía envidiar, un instinto para el juego que
hizo que su estrategia más deliberada pareciera incómoda y apresurada.

Esta noche, ella jugaba más descuidadamente de lo usual. Pero, en el juego anterior, lo había dejado
tomar todas las piezas de importancia y luego le dio jaque mate con nada más que tres peones.

—No estás cuidando tu flanco derecho —dijo él. —¿Es una trampa o no estás prestando atención?

—Por supuesto que es una trampa —respondió.


Estaba sentada con la barbilla apoyada en la mano, las largas pestañas hacían misteriosas sombras bajo
los ojos. Ella levantó aquellas pestañas y el corazón de él se saltó varios latidos, con sus ojos llenos de
apetencia.

Él tomó el peón del alfil de la reina.

—Bueno, trampa o no, pagarás por eso.

Ella movió el peón de la torre de la reina.

—Como quieras. Toma todo.

Nunca la había oído hablar seductoramente. Y, en realidad, ella tampoco. Pero las palabras, emparejadas
con la manera como lo veía, con largas e intensas miradas, acosándolo. Dentro de sus exiguas defensas, su
deseo se volvió loco.

Abolió el peón de la torre de la reina.

—¿Qué más tienes?

Ella levantó la torre del rey, la bajó, levantó un peón, lo bajo, levantó la reina y la bajó. Finalmente, lo
miró otra vez, con agitación desconocida en sus ojos.

—Dijiste que querías que me quedara en Londres.

—Creo que deberías tener un lugar al que llamar hogar, nuevamente —respondió cautelosamente.

—¿Estás dispuesto a ofrecerme algunos incentivos?

¿Que si estaba dispuesto a ofrecerle incentivos?

—¿Que tipo de incentivos?

—Cambridge está a sólo una hora de Londres. Tal vez, podríamos encontrar un club de ajedrez de
membresía mixta y encontrarnos para una partida de vez en cuando.

—No lo creo —dijo, instantáneamente.

Su respuesta pareció sorprenderla. Ella debió haber pensado que él recibiría bien algo como eso.

—¿Qué tal por correspondencia? —dijo, más tentadoramente. —Elimina la inconveniencia de


encontrarnos en persona y podríamos mantener una docena de juegos al mismo tiempo.

Parecía una concesión tan pequeña, juegos de ajedrez por correspondencia. ¿Cuánto daño podría hacer,
unas cuantas cartas aquí y allá, pedazos de papel con nada más que notaciones algebraicas sobre movimientos
de ajedrez?

Excepto que entre ellos, nunca sería solamente ajedrez.

Podía verse a sí mismo tomando el correo, descartando todo menos la nota de ella. La llevaría al estudio,
donde tendría los juegos puestos y cerraría la puerta. Una vez asegurada la privacidad, permanecería frente los
tableros, la saborearía en cada movimiento y luego, pasaría la noche planeando contraataques: aquí un suave
movimiento de un caballo, allá una osada inserción de una torre y, de vez en cuando, un avance travieso de un
alfil.

Un momento de tremenda satisfacción cuando hubiese arreglado todo al punto, sus movidas grabadas, su
réplica lista para irse. Y luego, la angustia, de este disparate que pasaba por relaciones amorosas en su vida, por
la futilidad de todo en general.

—No.

Estaba desconcertada.

—¿Por qué no?

—No puedo.

—¿No puedes escribir una carta?

—No puedo ser tu amigo.

Ella se levantó abruptamente. Él se pudo de pie.

—Lo siento, Bryony.

Ella sacudió la cabeza, los dientes sujetados sobre su labio inferior.

—Fue mi error. Pensé... pensé que, tal vez, te gustaría una segunda oportunidad.

Ella no daba segundas oportunidades, se lo había dejado muy claro en la tarde. Esto era su lujuria física
hablando. Cuando el ardor se haya calmado, cuando hayan llegado a ésta inevitable mala racha, se retraería
nuevamente dentro de sí misma.

—Me hubiese gustado, en cualquier punto durante nuestro matrimonio.

Si hubiese sabido lo que pasaba, él se habría humillado. Lo habría reparado. Le habría pasado el
escalpelo él mismo si ella le hubiese exigido sus testículos como penitencia.

—¿No vale más tarde que nunca?

—Hay cosas que no están destinadas a ser. Nosotros no estamos destinados a ser.

Dio dos pasos hacia él. Levantó la mano y tomó un mechón de su cabello. Él se paralizó. Pero ella no
paró ahí. Le acarició la oreja con los dedos. Luego, tomó su mejilla, y rozó el pulgar sobre su labio inferior.

—No estábamos destinados a ser, tal vez. Pero las personas cambian y maduran.

Si aprendió algo de la conversación previa, era que ella no había cambiado. Permanecía tan tercamente
implacable como siempre.

Le tomó la mano y la devolvió.


Su reacción fue besarlo, un caliente beso de deseo y confusión, a la vez. Dios se apiade. La excitación
subió como una marejada. Estaba duro y voraz. La deseaba. Deseaba enterrarse dentro de ella y olvidar todo.

Se alejó de ella.

—Bryony, por favor no lo hagas.

Tal vez, si ella no le hubiese hecho el amor esa noche, podría haber sucumbido, creyendo que
seguramente no podría ofrecerle su cuerpo sin haberlo perdonado primero. Pero ella le había hecho el amor
mientras el recuerdo se enrollaba dentro de ella como una enfermedad, como el parásito de la malaria que pudo
permanecer escondido por años antes de emerger en un ataque devastador.

Se desmoronó.

—Entonces, toda esa conversación de amarme por años y años, supongo que no importa después de
todo.

El cuchillo en el corazón de él se removió.

—Algunas veces el amor no es suficiente —dijo. —Mírate a ti y tu padre.

Exceptuando a Toddy, todos los que ella una vez amó eventualmente se arrastraron fuera de la periferia
de su vida, ignorados, o simplemente desaparecidos.

—¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?

—Si no puedes perdonarlo por descuidarte, ¿cómo puedes perdonarme a mí por haberte herido
conscientemente?

Apartó la mirada de él a la pared. Por un minuto no dijo nada.

—¿Qué estás tratando de decir, exactamente?

—No es posible para nosotros hacer una nueva vida juntos. Necesitas un santo, Bryony. Necesitas
alguien como Toddy, alguien que nunca te haya hecho ni te hará ningún daño, que nunca te enfurezca o te
aparte, que nunca necesite poner a prueba tu fe.

Ella lo miró, con una mirada de hielo y sombras.

—Quieres decir que no soy capaz de amar.

No quiso decir eso. Pero el asunto era, habla lo suficiente, y las creencias de uno se manifestarán solas
de una manera u otra.

—No creo que seas capaz del tipo de amor que puede resistir el peso que le ponemos encima.

Francamente, no creía que ninguno de los dos lo fuese.

—¿Y no nos darías la oportunidad de probar lo contrario?

—¿Abordarías un tren, sabiendo que los rieles terminan en un risco? ¿O un vapor que tiene fugas?
—Ya veo —dijo, con voz inexpresiva. —Lamento haberte hecho perder el tiempo. ¿Terminamos el
juego?

***

La tormenta reventó poco después y embraveció durante toda la noche. El viento, eventualmente, se
calmó hacia el amanecer, pero la lluvia continuó imbatible.

Bryony no era una persona nerviosa, pero esa mañana no podía permanecer quieta. Caminaba alrededor
del cuarto como un lobo enjaulado, abría y cerraba las persianas con una agresión sin ritmo, que hubiese
ocasionado mucha toma de notas, si hubiese estado internada en un asilo. Cuando estaba convencida de que
nadie podía oírla, golpeaba la parte de atrás de la cabeza contra la pared, con frustración como con miseria.

Qué irónico que había llovido el día anterior, y se había llenado secretamente de alegría porque la
naturaleza había intervenido para extender el tiempo juntos. Pero ahora, sólo quería terminar el resto del viaje
en éste minuto, para no permanecer un segundo más de lo necesario en compañía de un hombre que estaba
determinado a sacarla de su existencia como un mayordomo dedicado a ir tras las manchas en la plata, que debe
mantener.

La lluvia, finalmente, pasó a mitad de la tarde. Bryony estaba lista para partir inmediatamente. Pero Leo
insistió en enviar primero a los guías delante para revisar la condición del camino.

—La cubierta de árboles sobre la pendiente es insuficiente. Existe una posibilidad de que una cantidad
sustancial de desechos fueron barridos en una tormenta como esta —explicó.

Ella asintió y regresó a su cuarto.

—Bryony.

Se detuvo pero no se volvió.

—¿Sí?

Él estuvo en silencio por varios segundos.

—No, no era nada. No me hagas caso, por favor.

***

Un sol mordaz emergió mientras las nubes se disipaban. Desvanecidos rizos de vapor se levantaban de la
tierra. Los guías regresaron mucho antes de lo que Leo había anticipado y trajeron con ellos un grupo de
viajeros, no reclutas de Dir, sino mensajeros cipayos de la guarnición de Malakand, cargando sacos de cargas y
despachos para la de Chitral. Leo les ofreció té y los sondeó por noticias.
La guarnición de Malakand, ubicada a ocho millas al suroeste de Chakdarra, con una fuerza de tres mil
hombres, custodiaba el paso de Malakand y el puente que cruza el río Swat en Chakdarra.

En días recientes, el bazar en Malakand había estado lleno de rumores. Pero como los cipayos eran
sikhs, los adversarios tradicionales de los musulmanes, su actitud hacia el Faquir Loco y sus seguidores era de
desdeño más que fascinación.

—Dejen que los Swatis marchen sobre Malakand —dijo el más viejo de los cipayos. —Los indios los
destruirán. Y luego habrá paz por una generación.

—¿Los oficiales están conscientes del problema? —preguntó Leo.

Lo estaban, reconocieron los cipayos. El oficial político de Malakand había dirigido una advertencia,
hace dos días, el 23 de julio. Las tropas habían practicado ejercicios de alerta. Pero nadie creía que pasaría nada
realmente, hasta la advertencia sólo declaraba que el ataque era posible, pero no probable.

Los Swatis invitaron a los ingleses a resolver sus disputas. Estaban contentos con los servicios que
proveía el pequeño hospital civil en Chakdarra. Y el valle era un verde césped de prosperidad, los cofres de
todos engordaron alimentando y supliendo, en otras formas, a la guarnición. ¿Por qué serían tan tontos como
para perder todo eso solamente por lo que dice alguien que probablemente está loco?

Leo asintió, feliz de escuchar los rumores espumantes puestos bajo una luz racional y franca, aún cuando
las opiniones de los cipayos sikh estaban parcializadas, se basaban en información obtenida mucho más cerca
de la fuente.

Luego los cipayos prosiguieron a describir cuán despreocupados estaban los campamentos en general
del prospecto de una insurrección. Aparentemente, fuera de los ejercicios de alerta, la rutina diaria de los
soldados no había cambiado en nada. Los oficiales del Fuerte de Chakdarra y la guarnición de Malakand
jugaban al polo todas las tardes en un campo abierto, a millas de la protección de sus acantonamientos, armados
con nada más que pistolas descargadas.

Los cipayos relacionaban esto último con señales de aprobación de la sangre fría de sus oficiales
británicos, no se dieron cuenta de que la sonrisa había empezado a desaparecer de la cara de Leo. Hablaron
brevemente de la condición del camino, el cual después de la tormenta era algo entre inconveniente y una
molestia. Terminaron el té, los cipayos le agradecieron a Leo y continuaron su viaje.

La conversación completa había tenido lugar en la baranda fuera del cuarto de Bryony, así que pudo oír
la discusión a través de las persianas entreabiertas. Ahora las abrió completamente.

—¿Podemos continuar entonces? —dijo, con una impaciencia apenas contenida. —Los cipayos se las
arreglaron con el camino, sin ningún problema. Seguramente podamos salir del paso también.

—Ya se hizo muy tarde, Bryony.

—Disparates —replicó. —Podemos hacer unas buenas cuatro horas. Eso es, al menos, una marcha.

Rara vez habló en un tono tan fuerte. De hecho, nunca la había visto de un humor tan displicente. Pero
ahora lo estaba. No tenía deseo de cooperar con él. Quería irse. Y quería irse en ese momento.

En ese caso, no le iba a gustar lo que él estaba por decirle.


—Creo que no debemos continuar.

Sus ojos se entrecerraron.

—¿Qué quieres decir con eso?

Él respiró profundamente.

—¿Algunas vez has leído historias sobre el Gran Motín?

—Por supuesto. ¿Qué tiene que ver eso con todo esto?

—Porque me recuerda a eso. No fue que no hubiésemos recibido advertencias mientras se acercaba el
motín; era que la gente en el poder se rehusó a creer que tal cosa podría ser posible, que aquellos que
consideraban lacayos felices podían alzarse contra sus sensatos amos. Resultó que los amos no eran tan sensatos
y los lacayos, tan felices.

—Eso fue hace cuarenta años. No se compara a esto —dijo ella.

—Había una lucha en Malakand por la época del asecho de Chitral. La guarnición de Malakand fue
establecida después de aquello, para mantener abierto el camino a Chitral. Es altamente improbable que en un
período de dos años, los Swatis hayan olvidado por completo su antigua hostilidad.

—¿Así que estás criticando las opiniones profesionales de los oficiales de Malakand y Chakdarra? —
preguntó intencionalmente.

—Sé que suena presuntuoso, pero creo que sus juegos diarios de polo no envían una señal de confianza,
sino de complacencia. Si yo fuese un nativo con la rebelión en mi corazón, me animaría que mi enemigo
estuviese dormido en los puestos.

Ella estaba en silencio. Él siguió presionando.

—Quedémonos aquí, donde es seguro y más o menos cómodo, y esperemos hasta que el próximo grupo
de mensajeros venga de Malakand con noticias.

—Pero, fácilmente, eso podría significar que podríamos estar atorados aquí una semana completa.

—Una semana no es mucho retraso cuando consideras que estamos enfrentando un peligro desconocido
que, fácilmente, podría escalar fuera de control.

—No —Su mano asió el borde de una persiana, los nudillos estaban blancos. —No puedo estar más en
desacuerdo. Si hubiese peligro, estaríamos mucho mejor detrás de las líneas del frente. Una vez que estemos en
el sur de Malakand, lo que sea que decidan las tribus del valle alto de Swat será de poca importancia para
nosotros.

—Eso es asumiendo que lleguemos detrás de las líneas del frente a tiempo. Sería más seguro permanecer
en un territorio neutral, en lugar de arriesgarnos a ser capturados en fuego cruzado.

—Si fuese el caso de que hubiera tal fuego cruzado, como los oficiales de Malakand evidentemente no
lo creen, tengo muchas dudas sobre la neutralidad de Dir.
—El Khan de Dir recibe sesenta mil rupias al año de nosotros. Sería un idiota si toma parte en cualquier
tipo de sedición que pueda disminuir su riqueza de tal manera.

—No dudo que el Khan, en su infinita sabiduría, piense primero y sobretodo en su riqueza. Pero el
faquir apunta solamente a ventilar pasiones en el hombre común. ¿Quién dice que si nos quedamos aquí, no nos
convertiríamos en un blanco fácil para jóvenes con la cabeza caliente de las villas vecinas?

Él maldijo el infortunado momento de las cosas.

—Si esto es por lo de anoche —dijo cansadamente, —entonces retiro todo lo dicho. En éste momento,
no hay nada más importante para mí que tu seguridad. Quédate y puedes hacer lo que quieras conmigo.

Tan pronto como dijo eso, supo que no era lo que debía decir. Ella enrojeció, se puso más deslucida que
antes y se separó un paso de la ventana.

—Qué noble de tu parte, sacrificar tu virtud a mi rapacidad implacable. No, gracias, no tengo nada que
hacer contigo. Y estás equivocado. No hay más peligro delante de nosotros que detrás o alrededor.

Él suspiró. De nada servirían más argumentos, ya estaba decidida. Él tenía dos opciones: o tomar un
rumbo autocrático y recordarle que no podía avanzar un paso sin él o, de alguna manera, encontrar la manera de
convencerla de obedecer, sin desnudarla de toda su dignidad en el asunto.

Si tan sólo hubiese mantenido la boca cerrada antes de ofrecer prostituirse a sí mismo por su
consentimiento, podría haber usado la seducción como herramienta. Ahora lo único que se le ocurría eran las
armas de fuego.

—Está bien, arreglemos esto a veinte pasos.

Ella parpadeó.

—¿Qué quieres decir?

Pero ya él se había ido. Un momento después, lo escuchó entrar al dak bungalow. Ella salió al vestíbulo.

—¿Qué dijiste?

Él no respondió. Fue a su cuarto y salió con un rifle colgando en un hombro, una taza de metal en la
mano y la empuñadura de una pistola saliendo del bolsillo de su saco.

—Ven conmigo.

Salieron del dak bungalow, bajo las miradas curiosas de los culíes, y marcharon por cerca de un cuarto
de milla antes de que él se detuviera y atara la taza de metal de la rama de un árbol pequeño. Luego se alejó de
él.

—Esos son más de veinte pasos —dijo cuando él se detuvo.

—Cuarenta, tomando en cuenta que el árbol no puede caminar veinte pasos por su cuenta —dijo.

Con eso, cargó el rifle desde la recámara, lo levantó, disparó, y le dio a la taza con un alto sonido
metálico.
—Tu turno.

—¿Perdón?

—Si insistes en encontrarte con el peligro que se avecina, muéstrame que puedes protegerte a ti misma.
Te daré tres oportunidades. Le das a la taza, haré los arreglos para llegar a Malakand tan rápido como sea
posible. Fallas, no nos aventuramos más al sur hasta que los problemas se aclaren o se haga evidente que no
habrá problemas. Escoge tu arma, rifle o pistola.

—Esto es ridículo. No soy una buena tiradora.

—No, lo que es ridículo es que te esté dando una oportunidad, cualquier oportunidad, de dictar el curso
de nuestra acción. Si estoy equivocado y no pasa nada en el valle de Swat, perdemos una semana de nuestras
vidas en el aburrimiento. Si tú estás equivocada y las cosas se ponen feas, perdemos nuestras vidas. Punto final.

—Disparates. Nuestros soldados en el valle de Swat estuvieron ahí la campaña pasada. Ellos conocen a
la población local mucho mejor que nosotros. En su juicio profesional, no tienen nada que temer. Prefiero
apostar a su experiencia, más que a tu intuición.

—Entonces tiremos por eso. Aquí está tu pistola.

Y era su pistola. Una derringer Remington de doble barril. Se había olvidado por completo que tenía
una. Él debió haberla tomado cuando los culíes empacaron sus cosas antes de dejar el valle de Rumbur.

Ella agarró la pistola. En una justificada rabieta, apuntó y haló el gatillo. La pistola saltó en su agarre, el
ruido la sobresaltó, pero no hubo ningún sonido haciendo eco contra la taza de metal, sólo un ruido sordo en
alguna parte.

Disparó otra vez. Otra vez, nada.

Mientras extendía la mano para un cartucho más, él dijo:

—¿Debo recordarte que esto es obligatorio? Tú aceptaste el desafío, tú aceptaste los términos.

Ella volvió los barriles hacia arriba y recargó.

—¿Es tan obligatorio para ti como lo es para mí?

—Por supuesto —dijo él.

Bastardo. Esto no era una competencia. Era un truco para hacerla acceder a sus deseos, mientras lo hace
parecer como si ella hubiese dado un trato justo a sus deseos.

No, no permaneceré aquí contigo.

Hacía calor. Transpiraba bajo la solapa trasera de su sombrero. Se lo quitó y sintió el sol golpeando
contra su nuca desprotegida. El río era amplio y veloz aquí. Una soga sencilla colgada sobre él. Un hombre en
una silla suspendida de la soga estaba cruzando el río hacia ese lado. Él veía a Bryony con sorpresa.
Ella elevó la pistola lentamente y apuntó a la taza. Debía tener éxito. Y lo haría. Quería irse mucho más
de lo que quería quedarse. Si no iba a haber un nuevo comienzo para ellos, entonces su historia había terminado
hace tres años, y el epílogo terminó la noche anterior. Era tiempo de cerrar el libro.

Haló el gatillo. Y vio la oscilación inestable de la taza antes de escuchar el golpe discordante. Dejó caer
el brazo y se quedó parada un momento, respirando fuerte.

La salvación.

Se volvió hacia él. Aún estaba viendo la taza sin creerlo.

— ¿Dijiste tan rápidamente como sea posible? —preguntó brillantemente.

***

Ella pensó que partirían inmediatamente. En lugar de eso, Leo se reunió por un rato con los guías,
quienes luego se fueron solos.

—¿A dónde fueron?

—A organizar un sistema rudimentario para nosotros —dijo cortantemente. —Nos iremos a primera
hora mañana y llegaremos a Malakand.

—¿En un día?

—No puedo andar en caravana, a conciencia, como si nada importara. Como quieres llegar detrás de la
línea frontal, te llevaré ahí tan rápido como pueda.

—¿Cuán lejos estamos de Malakand?

—Setenta millas o algo así.

—¿Y cuántos cambios de caballo tendremos?

—Dos.

En el camino hacia Cachemira, se cambian los caballos cada seis millas. Aquí, tendrían que usar los
mismos caballos por veinticinco millas.

—¿Qué pasará con los culíes?

—Permanecerán aquí hasta que los guías regresen por ellos y luego irán al sur. Esperaré por ellos en
Malakand. No te preocupes por tus cosas. Te las enviaré a Londres.

Ella asintió.

—Muy bien.
—Prepárate para un largo día. Los caballos no están criados para correr; tendremos suerte si podemos
andar siete millas por hora en promedio.

—Entendido.

Él suspiró y le puso las manos en sus brazos.

—Aún puedes cambiar de opinión, Bryony —le dijo. —Esperemos aquí en un sitio seguro, en lugar de ir
más adelante a tentar el destino.

—No pasará nada. Llegaremos a Malakand mañana en la noche, ardidos pero bien.

—¿Y si no?

Un escalofrío le bajó por la espalda. Hasta ese momento, ella había estado inmune a cualquier tipo de
miedo respecto al faquir Loco y sus andanzas, pero era porque Leo tenía toda la responsabilidad de su seguridad
sobre los hombros. Ahora la carga había cambiado. Si algo iba mal, toda la responsabilidad recaería de lleno
sobre ella.

—Creo que ya probé que mi puntería está a la altura de la tarea —dijo ella. —La suerte está echada. No
tengamos más dudas ni demoras.

Él se alejó de ella.

—Espero que tengas razón —le respondió. —Espero en Dios que tengas razón.
Capítulo 13

A las once en punto de la mañana siguiente, finalmente se cruzaron con una bufanda azul atada en un
árbol, señalando el final de la primera etapa. Se les había hecho tarde. Aún bajo condiciones perfectas, con la
angostura del sendero y su tendencia a cambiar, torcerse y caer inesperadamente, no habían sido capaces de
galopar a una velocidad apreciable. Pero la tormenta de hacía dos noches, había ralentizado el progreso aún
más. En un buen número de tramos, la lluvia había traído barro, piedras y ramas de árboles rotos a la carretera,
lo que obligó a cuidar su paso a través de los escombros.

Hamid tenía dos caballos nuevos, preparados para ellos y comida que procuró en las villas vecinas.
También tenía noticias alentadoras. El Khan de Dir había prohibido expresamente a su gente participar en los
ardides del Faquir Loco. Su seguridad debía estar asegurada mientras viajaran en Dir.

Y tan pronto dejaran Dir, estarían a la vista de una instalación británica. Bryony se relajó un poco, no se
había dado cuenta de cuán tensa que había estado, cuán ansiosa, debido a que el camino tercamente se rehusaba
a permitirles un progreso rápido.

Para la mitad de la tarde, habían alcanzado Sado, una villa que no tenía ningún significado en absoluto,
excepto que marcaba el punto donde su camino dejaría el valle de Panjkora y tomaría un acentuado giro este-
sureste.

Desde Sado, eran treinta millas hasta Chakdarra, y otras ocho millas a Malakand. Ella estimaba que les
quedaba, tal vez, cuatro horas de luz del día. Tendrían que bajar la velocidad una vez que cayera la noche, así
que lo más probable era que solo lograran llegar a Chakdarra al final del día. Pero estaba bien. En Chakdarra
aún estarían completamente fuera de peligro y de ahí, aún podría llegar a Nowshera en menos de un día.

— ¿Estás bien? —preguntó Leo.

Habían parado a descansar y darles agua a los caballos cerca de un riachuelo que alimentaba el Panjkora.
Ella estaba agachada cerca del agua, empapando su pañuelo. Los caballos sudan; los hombres transpiran; las
damas solamente brillan. En la húmeda y fresca Inglaterra, tal vez. En la India, las damas también sudaban
como caballos, especialmente las damas que cabalgaban a pleno día bajo un sol poco simpático, a una altura de
menos de tres mil pies.

Ella lo miró. Usualmente, él se afeitaba en las noches, pero la noche anterior no lo había hecho. Ella
quería mirar a los cañones sobre su cara, la sombra de crecimiento que besaba la firme mandíbula y la delgadez
de sus rasgos. Volvió la cara al pañuelo.

—Estoy bien, gracias. ¿Y tú?

—Estoy acostumbrado a esto —dijo. —¿El sol se está poniendo muy fuerte?

Había sido bastante amable con ella. Si tuviese que juzgarlo solamente por su comportamiento, nunca
habría adivinado que habían peleado tan acaloradamente el día anterior, y que él estaba incondicionalmente
opuesto a esta aventura hacia el sur.

Ella exprimió el pañuelo y se palmeó la cara con él.


—El sol está tolerable.

Mientras se levantaba, él le pasó una cantimplora de agua.

—Puedes abrirte un botón o dos de la chaqueta si se pone más caluroso. Hoy eres un hombre. Disfruta tu
libertad.

Él había decidido que era más seguro para ellos aparecer como dos hombres viajando, en lugar de un
hombre y una mujer. Habría preferido estar en ropas nativas, pero ninguno de los dos podía mantener un
turbante sin desenrollarse, así que permanecerían como dos sahibs. Ella usaba la ropa de cambio de él. Su
camisa y chaqueta le quedaban flojas pero los pantalones tenían tirantes y se quedaban lealmente sobre la
cintura.

Tomó sólo un sorbo de agua para humectar dentro de la boca, ir al baño era aún más problemático con
ropa de hombre que de mujer; era mejor tener la menor necesidad posible. Tapó la cantimplora y se la devolvió.

La ayudó a subirse a la silla y le dio las riendas.

—Esto no es como me hubiese gustado que nos separáramos, Bryony.

—Sí, lo es —dijo ella. —Así que terminemos con esto.

***

La tormenta parecía haber evitado el bajo Dir por completo. Al sureste de Sado, el camino mejoró
agradablemente, amplio y llevadero, suficiente para vehículos de ruedas. El terreno continuó inclinándose más
abajo; los caballos tomaron velocidad.

A lo largo del camino, había más viajeros de lo que Bryony estaba acostumbrada a ver, se lo atribuyó a
las mejores condiciones de la vía y a la mayor proximidad del populoso valle de Swat. Con la mente nublada,
aún, por los eventos de los dos días anteriores, le tomó un tiempo notar que por cada viajero que iba al noroeste,
habían diez yendo al sureste.

Todos eran hombre, no era ninguna sorpresa, viajando a pie. Estaban armados, tampoco era ninguna
sorpresa, en un lugar donde las venganzas eran comunes y las disputas, frecuentes. Consideró por un momento
si eran los seguidores del Faquir loco, luego desechó la idea, el valle alto de Swat estaba en la dirección opuesta
de donde estos hombres venían. Era mucho más probable que estuviesen en camino a una boda o alguna otra
celebración comunal de ese tipo.

Estaban dos millas después de Sado cuando pasaron un grupo de, al menos, cien en oración fervorosa,
con armas a los lados. Otra milla más adelante, bajo la sombra de una enorme higuera, casi cincuenta hombres
estaban sentados, bebiendo té y charlando. Este último grupo vio a Leo y a Bryony pasar, pero los ignoraron.

Sin embargo, media hora después, vino un tercer grupo grande de hombres. Eran cerca de sesenta y
ocupaban casi la totalidad de la anchura del camino. Con el sonido de jinetes acercándose, los hombres se
detuvieron y se dieron la vuelta. Vieron a Leo y a Bryony. Para consternación de Bryony, casi la mitad de los
hombres, particularmente los más jóvenes, tomaron las empuñaduras de sus espadas.
Ella abrió la boca para llamar a Leo, pero ningún sonido emergió de su garganta, repentinamente
entumecida. Pero como si oyera su silenciosa petición, Leo bajó la velocidad un poco y le hizo señas a Bryony
para que tomara su izquierda.

—Los pasaremos por la izquierda. Quédate exactamente junto a mí y no te detengas, pase lo que pase,
¿entendiste?

Ella asintió, su corazón apenas latía.

—Ahora, cabalga tan rápido como puedas.

Azuzaron a los caballos a algo más que un galope, tanto como estas robustas bestias eran capaces. Los
hombres continuaban viéndolos, mientras se iban acercando e iban virando hacia arriba de la pendiente más allá
del borde del camino, Leo pasaba justo fuera de su alcance, a la periferia del grupo.

Y los hombres quedaron detrás de ellos. Pero antes de que Bryony pudiese respirar otra vez, una serie de
suaves siseos metálicos la hicieron mirar por encima del hombro. Tres docenas de espadas habían salido de sus
fundas y estaban alzadas sobre las cabezas con las hojas brillando en el sol de la tarde.

Leo vio la misma muestra de poder y beligerancia. Volvió la cara hacia ella. No había miedo en sus ojos,
pero tenía la mano asida, fuertemente, alrededor del revólver.

—Todos vestían blanco —dijo ella, su corazón ahora latía como un tambor de guerra. —En cada grupo
que hemos pasado, todos los hombres vestían de blanco.

Él puso el revólver de nuevo en la pistolera bajo la chaqueta.

—Es así.

No necesitaba decir nada más. Los hombres se dirigían a un propósito común, y no era un juego de
cricket Pan-Swati.

—Supongo... supongo que no podemos devolvernos ahora.

—No, no podemos devolvernos ahora —dijo él. —Cabalga más rápido.

***

Bryony estaba petrificada. Tanto que cuando llegaron al punto de encuentro con Imran, el guía más
viejo, Leo había tenido que bajarla del caballo y luego soltarle los dedos, uno por uno, de las riendas.

Ella se paró con la espalda contra un árbol de melocotón. Estaban en las afueras de una villa tranquila.
El sol se había deslizado detrás de la cima de las pendientes. El aire, oloroso a orégano pisoteado por pezuñas,
fresco con la llegada de la noche temprana, hubiese sido enormemente bienvenida en su parada anterior; pero
ahora la brisa la hacía temblar, o tal vez, sólo la hacía temblar peor. Y la villa misma encendía su temor: estaba
fortificada, con presencias, silenciosas y vigilantes, detrás de las angostas grietas del alto muro de barro.
Al lado de ella, Leo e Imran conferenciaban en susurros.

—Pensé que el Khan de Dir había prohibido a sus hombres unirse al Faquir loco —dijo Leo.

—Ésos no son hombres de Dir. Vienen de Bajaur —La cara curtida de Imran se veía preocupada. —
Hasta me invitaron a unirme a ellos, a un viejo como yo. Deben alejarse de aquí tan pronto como puedan.

Leo no le preguntó si aún estaban a tiempo de escapar y Bryony no se atrevió. Los hombres ensillaron
los caballos nuevos y traspasaron las alforjas que contenían lo más esencial. Cuando terminaron, Leo le dijo a
Imran que se ocupara de su propia seguridad y enviara a los guías de regreso al norte.

Se volvió, miró a Bryony, y frunció el ceño.

—¿Bebiste?

Bryony miró la cantimplora que él le había dado después que la ayudó a bajar del caballo. ¿Había
bebido? No tenía idea. Había olvidado por completo que tenía la cantimplora.

Él tomó la cantimplora, le quitó la tapa y se la puso en la mano otra vez.

—Bebe. Y toma más que un sorbo. Muy pronto, oscurecerá y nadie te verá si necesitas ir al baño.

Ella hizo lo que le dijeron con obediencia tonta.

—Y come esto —le puso un bizcocho en la mano.

—No tengo hambre —Sentía el estómago como si se lo hubiesen pisoteado repetidamente.

—Puede que tus nervios no quieran comida. Pero tu cuerpo sí. Todavía tenemos horas de cabalgata por
delante. Debes mantener tus fuerzas.

Ella no pudo suprimir un gemido de pánico. Horas. ¿Con cuántos hombres armados más podrían
cruzarse? La región estaba surcada de valles, ricos en depósitos aluviales. Los cultivos empujados ansiosamente
a través del suelo y crecieron con la envidia de los campesinos sorprendidos que tenían que ganarse la vida en
una tierra menos bendita. Ella sólo podía adivinar el tamaño de la población que ese cultivo soportaba.

—Oh Dios, Leo, lo siento —dijo bruscamente. —¡Lo siento mucho!

—Está bien, Bryony.

No estaba bien. Las cosas iban horrorosamente mal.

—Realmente, realmente lo siento.

Él le tomó la cara en las manos.

—Escucha, no nos ha pasado nada. Y nada podría pasarnos, todavía.

O todo podría pasarles. Era tan hermoso, sus ojos del color de las mareas, ella no soportaba pensar, Dios,
pensar que...
—Te amo —le dijo sin esperanza. —Te amo. Te amo. Te...

La tomó por el cuello de la camisa y la tiró hacia él hasta que casi se tocaban las narices. Por un
momento, ella pensó que la besaría. Pero solamente dijo, muy clara y firmemente:

—Cállate, Bryony.

Ella parpadeó en confusión y sobresalto.

—No estamos muriendo, aún no, en cualquier caso. Así que guarda tus despedidas para cuando, de
hecho, lo estemos. Ahora, tranquilízate.

Ella lo miró por un segundo más, no lo hubiese creído de ella misma, pero parecía que él acababa de
sacarla de un leve caso de histeria.

—Cierto —dijo, con voz ronca. —Cierto.

Comió el bizcocho mientras él cargaba su Derringer y se la metió en el bolsillo. Se las arregló para no
gimotear de pánico, otra vez, mientras él le vaciaba una caja adicional de cartuchos en su otro bolsillo. Y lo
escuchó con mucha atención mientras le decía:

—La próxima vez que haya hombres bloqueando el camino, sin importar a qué lado del camino me vire,
cabalga por el lado de afuera. ¿Entendiste?

Ella asintió.

—Bien. Vámonos.

***

El camino subía antes de descender otra vez. Los brazos de Bryony dolían de sostener las riendas desde
el amanecer. Las posaderas y muslos le dolían en forma aguda e infeliz. Pero olvidaba las incomodidades en un
instante, cada vez que avistaba hombres con batas blancas. Afortunadamente, éstos usualmente viajaban de a
tres o cinco, en lugar de grupos de cincuenta o cien. El único grupo considerable que pasaron estaba parado a un
lado del camino, hablando animadamente entre ellos.

Su camino tomó una continua dirección este-sureste. Al ocaso, entraron en un valle más amplio con un
río fluyendo en el centro, y el camino, encaminándose entre campos de arroz y maíz, giró al sur como debía.
Donde este afluente en particular se encontraba con el río Swat, se erigía el fuerte de Chakdarra. Ya no estaba
muy lejos.

Adelante, en la gruesa oscuridad azul grisácea, apareció un hombre con turbante, cabalgando a través del
valle. Su camino se interceptaría con el de ellos en minutos. Leo sacó su revólver. Bryony tragó saliva y
también se sacó la pistola del bolsillo.
Pero mientras acortaban la distancia, se dio cuenta de que el hombre no sólo no vestía de blanco, sino
que vestía un uniforme: un sowar, un soldado de caballería de origen indio, sirviendo bajo la autoridad
británica.

Leo ya había guardado su revólver y saludó al sowar. Todos dieron un alto.

—¿Eres de la guarnición de Malakand? —preguntó Leo.

—El fuerte de Chakdarra, sahib. Onceava de Lanceros Bengalíes —dijo el sowar. Hablaba el inglés con
la velocidad y la sonoridad de los italianos, pero perfectamente comprensible. Señaló al oeste. —Yo estaba
esbozando al pie de las colinas.

Como Bryony no creía que el oficial comandante no le proveería una monta y una tarde libre para su
disfrute personal, asumió que por dibujar quería decir algún tipo de reconocimiento del terreno.

—Estaba empezando a regresar hacia el fuerte cuando fui atacado —continuó el sowar. —Eran hombres,
al menos cien de ellos. Me quitaron la brújula, los binoculares, y una rupia y seis annas. Debo regresar al fuerte
inmediatamente para advertir a todos.

Bryony miró ansiosamente hacia la dirección que el sowar había señalado. Pero no pudo ver nada
excepto el aire y las pendientes desvaneciéndose juntas en un borrón índigo. En la cima de las colinas, un pino
solitario se incrustaba en el cielo invisible, iluminado por los últimos rayos dispersos de un atardecer distante.

El sowar se alejó galopando en su caballo, más fresco y más veloz. Las primeras estrellas ya habían
salido en el cielo del este, pequeño y solo, como si fuesen puestos de avanzada en un desierto galáctico.

—¿Asustada? —preguntó Leo.

—Como una tonta.

Él le pasó el frasco de plata. Ella tomó un largo trago, casi terminándose lo que quedaba del whisky
especial de Mr. Braeburn.

Cuando le devolvió el frasco, él le tomó la mano. Ambos usaban guantes de montar, aún así ella sintió su
calidez, sólidamente.

—¿Confías en mí? —preguntó él.

Sus rasgos estaban ensombrecidos por la venida de la noche, comenzando a volverse borrosos. Pero sus
ojos eran claros y relucientes y calmados, mientras ella era todo sudor frío y pavor.

—Sí, respondió.

Él sonrió, una sonrisa que fue directo a su corazón.

—Entonces, confía en mí cuando te digo que estaremos bien.

***
Era extraño poner la mano en la cintura de una mujer completamente vestida y sentir, en lugar de
volantes y lazos, el bolsillo de su abrigo, con el botón ligeramente flojo en la solapa. Pero esta adopción del
atuendo masculino era sólo un asunto superficial. Bajo la chaqueta y la camisa, ella aún tenía puesto un corsé,
un liso y duro impedimento contra la presión de su mano. Él estaba seguro de que, si hubiese sido posible, ella
también habría usado las enaguas bajo los pantalones.

Diez minutos después del encuentro con el sowar, el caballo de Leo perdió una herradura, y se vieron
forzados a compartir el de Bryony, una robusta y animada yegua, a la cual no parecía importarle mucho el peso
adicional. Pero la velocidad, que ya era menos que impresionante, esta raza de montaña era más duradera que
rápida, sufrió aún más.

No se hablaban. La luna plateada y las estrellas eran meras decoraciones en el firmamento, la luz era
muy difusa para ser de alguna ayuda. En la casi completa oscuridad, Bryony necesitaba toda la atención en el
camino.

La noche olía a agua fresca, huertos maduros, y más débilmente, se volvió estiércol. Y ahí, sentado
detrás de ella, haciendo nada excepto mantener los ojos y oídos bien abiertos y sostenerse, Leo estaba
extrañamente optimista.

Él podía atribuir su optimismo a la reafirmante habitualidad del estiércol, seguramente el verdadero olor
de la paz rústica. Pudo atribuirlo a la distancia que ya habían cubierto; según sus cálculos, verían Chakdarra en
cualquier momento, pero, sospechaba que en realidad, su optimismo tenía más que ver con la cercanía de su
pecho a la espalda de Bryony y a sí mismo, más que nada.

La calidez de su cuerpo, la expansión y contracción de su diafragma con sus respiraciones, las cuales él
apenas sentía con la contrición del corsé, la ligera tensión en su torso mientras se movía en sincronización con
el caballo, era fácil, o al menos más fácil, creer que estarían bien al final, cuando la sostenía así.

***

—¡Mira, adelante! —susurró Leo.

Bryony lo hizo y apenas pudo divisar el brillo horizontal en la distancia.

—¡¿Es el río Swat?!

—Eso creo.

Se le quitó un peso inmenso de su pecho. Sí.

—¡Gracias a Dios! Espero que no les importe ponernos en el...

—Shh.

Algo en la voz de Leo sofocó su incipiente euforia.


—¿Qué pasa?

—Detente.

Ella frenó los caballos, no estaba segura de que se suponía que debía oír por encima del sonido del
afluente apurándose hacia el Swat.

—¿Escuchas eso?

No lo escuchaba. Entonces, de repente lo escuchó. Gente moviéndose. Un gran número de personas


moviéndose, bajando de las pendientes a ambos lados del río.

—Corre.

Ella clavó las rodillas en el flanco del yegua. Había bajado la velocidad hasta casi caminar porque
apenas podía ver. Pero ahora debía galopar. Miraba ferozmente hacia adelante, determinada a distinguir el
camino de la oscuridad, casi uniforme, del piso.

—¡Más rápido!— le siseó en el oído.

Ella vio la causa de la urgencia. Una oleada humana bajando de las colinas casi había alcanzado el
camino, todos en batas blancas, en silencio, veloces, y con un propósito.

El caballo pareció sentir su miedo. O, tal vez, el camino había tomado un grado de inclinación mayor.
Corrió más velozmente a pesar del cansancio y la pesada carga.

Se dirigieron de prisa hacia la vanguardia de la rebelión, con certeza iba a ser una insurrección ahora,
con sólo unas pocas yardas de diferencia. El aire siseaba. Bryony, instintivamente, se encogió en la silla. Una
piedra voló sobre su cabeza. Otra cayó corta y cayó en el camino detrás de ellos. Otra más golpeó algo. El otro
caballo, que habían mantenido en una correa, relinchó de dolor, había sido golpeado en el flanco, pero también
siguió corriendo.

Ella tuvo la vaga impresión que las colinas a ambos lados del valle estaban retrocediendo: el valle se
estaba ampliando.

—¿Estamos cerca?

—Más cerca —fue toda la respuesta que Leo dio.

Las tremendas caídas de las pezuñas de los caballos le hicieron sorda al resto del mundo. Pero se
imaginó que oía cosas, una multitud acercándose a ellos, tan densa que miles de mangas rozaban una contra
otra, acallándose persistentemente.

Ella tomó conciencia del río Swat otra vez, amplio y negro. Estaban cerca de la confluencia de los dos
ríos. Pero, ¿dónde estaba el fuerte?

—¡Ahí!

Ahí, más a la derecha, solo podía ver la línea del fuerte, sobre la loma que se levantaba sobre el río. Era
más pequeño de lo que esperaba, pero era un fuerte no obstante por su forma y altura.
—¿Cómo nos acercamos?

—No tengo idea. Está conectado al puente, así que tiene que haber una entrada al sur.

Eso requeriría que cabalgara alrededor del borde de la loma hasta que encontrara el puente. No lo pensó.
Entregó su destino a la resolución de la yegua y a la exactitud de la dirección de Leo: más a la derecha. Recto.
Cuidado con la ligera curva al sur.

El montículo se vislumbraba adelante. La seguridad estaba al alcance.

Entonces Leo dijo algo que sólo les había oído a hombres bajo dolor extremo. Los hombres corrieron
hacia ellos, los que estaban al frente, de hecho, volaron lo suficiente para interceptarlos. ¿Eran espadas brillando
a la luz de las estrellas? El corazón se paralizó.

—Dame los estribos y no prestes atención.

Ella desocupó los estribos y apartó los pensamientos de muerte inminente, de decapitación casi exitosa,
evisceración completamente exitosa, y de los dos cuartos de pérdida de sangre que podía soportar antes de que
dejara de ser útil para nadie más. Sólo cabalgó, murmurando sílabas sin sentido para calmar y animar a la
valiente potra, que fielmente había cargado dos extraños quienes todavía debían alimentarla con una manzana o
un cubo de azúcar.

Leo pidió la soga de guiar al caballo y le dio un fuerte golpe sobre el cuarto trasero. Rechinó y saltó
hacia adelante, él estaba usándolo para dispersar la multitud delante de ellos. Ella, seguida muy de cerca en la
carrera, rezando por lo mejor.

Detrás de ella, el peso de Leo había cambiado: se paró sobre los estribos. La chaqueta fue halada
abruptamente hacia el hombro derecho, él la usaba como lastre. Ella ignoró todo y se enfocó sólo en el camino.

Había sonidos de metal justo junto a su oreja: el barril del rifle chocando contra una espada. Y, luego,
era la culata del rifle sobre un lado de la cabeza de alguien, conocía una concusión 2 cuando oía una. Blandió el
rifle, con un agudo sonido, esta vez sonó como una clavícula rompiéndose.

Su agarre sobre la chaqueta haló el cuello hasta ahorcarla. Apenas podía respirar aún cuando sus labios
estaban bien abiertos, jadeando por su vida. ¿Eran estrellas lo que veía al borde de su visión? No, no debía hacer
algo tan inútil como rendirse a los vapores. No lo permitiría. Nunca se lo perdonaría.

Él le soltó la chaqueta. Ella jadeaba, agradecida por el indulto. Ahora, él estaba peleando con ambas
manos. Su peso muy inclinado a la derecha, demasiado. Podría caerse del caballo. Pero no lo hizo. La fuerza de
las piernas lo mantuvo montado.

Él esquivó. Golpeó. Empujó. Buen Señor, ¿cuántos más de ellos había? ¿Había conocido un momento
donde su audición no estuviese saturada de gruñidos de esfuerzo, gruñidos de dolor, y chillidos y crujidos de
huesos misceláneos bajo asalto?

Entonces, de repente, estaban en el claro. Leo se tiró de nuevo en la silla, respirando pesadamente.

Había olor a sangre en el aire.

2
Conmoción violenta (N.T)
—¿Estás bien? ¿Estás herido? —Bryony preguntó, ansiosamente. Se volteó para verlo, pero podía ver
muy poco más allá de su forma.

—Presta atención al camino y no bajes la velocidad.

Estaba herido.

—¿Dónde estás herido y cuán mal?

—¡Sólo cabalga!

La aspereza de su voz la asustó. Presionó al yegua la última media milla del río y lo maniobró sobre la
colina, evitando apenas una maleza de alambre de púas, el cual le había parecido a primera vista un matorral
mal mantenido.

La entrada del fuerte estaba en la sombra del puente suspendido que cruzaba el río Swat. Mientras se
acercaban, se abrió silenciosamente desde adentro, revelando una tranquila muralla externa iluminada. Bryony
apuró al caballo a través de las últimas pocas yardas de espacio abierto.

A salvo, por fin.

***

Leo no se había dado cuenta siquiera de que había sido herido hasta que, no uno sino dos cipayos,
saltaron adelante para ayudarlo a desmontar. Sólo entonces, se vio a sí mismo y vio sangre por todas partes.
Bryony le dio una mirada, tambaleante, y se agarró de la silla para no caer.

Él le sonrió, débilmente.

—No me digas que te desmayas cuando ves sangre.

—Por supuesto que no —dijo ella. —Sólo me desmayo cuando veo tu sangre. Idiota, ¿por qué no les
disparaste?

—No quería que nos dispararan a nosotros —Podría protegerla de las espadas mejor de lo que podría de
las balas.

—Caballeros —dijo un joven teniente inglés. —¿Qué pasó?

Bryony se volteó y le extendió la mano.

—Mrs. Quentin Marsden, señor. Mi esposo está herido. Por favor, llévenos a su sala de operaciones
inmediatamente.

—Teniente Wesley —dijo el subalterno, una vez que salió de su sorpresa de hablar con una mujer. —
Por favor, síganme. Lamento decir que nuestro Capitán cirujano está en el campamento sur de Malakand,
supliendo al Mayor cirujano, que está enfermo. Espero que el asistente de nuestro hospital pueda ser de igual
ayuda en la tarea de enmendar a su esposo.

—No se preocupe, señor —dijo Leo, mientras el Teniente Wesley le daba la mano. —Mis heridas son
superficiales. Mrs. Marsden puede ocuparse de ellas.

La caminata hasta la sala de operaciones en la retaguardia del fuerte, sin embargo, le hizo saber que sus
heridas no eran tan superficiales como hubiese esperado. Ahora que sus vidas ya no estaban en peligro
inmediato, le ardía el lado izquierdo, y cada paso, aún al recostarse sobre un servicial cipayo, enviaba un intenso
dolor a través de su pierna derecha.

El asistente del hospital, un pequeño y callado sikh llamado Ranjit Singh, ya los estaba esperando. Leo
fue instruido que se acostara sobre la tabla de operaciones. Bryony, en su elemento en un lugar lleno de jarras y
gavetas y el olor de desinfectante, pidió un par de tijeras y cortó las ropas de Leo.

Estaba herido en dos lugares en el lado izquierdo, una larga pero relativamente superficial cortada hacia
abajo del antebrazo, la otra un poco más seria a lo largo de las costillas. La peor, sin embargo, estaba en su
muslo derecho. Mientras retiraba la lana empapada en sangre de los pantalones, contuvo el aliento con el
horrible tajo que se reveló.

—Casi alcanza la aorta —dijo, con una voz casi temblorosa. Se volvió a Ranjit Singh. —Necesito
solución de beta-eucaína para anestesia de infiltración. También necesito una aguja esterilizada y un hilo y un
par de guantes esterilizados.

Mientras se lavaba las manos en la esquina del cuarto, el asistente del hospital miraba al Teniente
Wesley. El Teniente Wesley volteó hacia Leo.

—Mrs. Marsden es cirujano por profesión. Sabe lo que necesita hacerse —dijo Leo, impacientemente.

Con eso se tranquilizó. Mientras Bryony se metía el cabello bajo un gorro que el asistente del hospital le
proveyó, Ranjit Singh se alistó para preparar todo lo demás que ella necesitaba.

—¿Una parte de beta-eucaína en mil partes de agua, memsahib?

—También ocho partes de cloruro de sodio, para prevenir la irritación de los tejidos.

Se puso los guantes y limpió las heridas de Leo, primero con agua esterilizada, luego con ácido
carbólico. Él apretó los dientes con la aspereza del ardor. Una vez que las heridas fueron desinfectadas, Bryony
golpeó ligeramente en una jeringa que Ranjit Singh le había dado e inyectó la solución de beta-eucaína en el
tejido bajo la herida del muslo.

—¿Eso es todo? —preguntó Leo mientras ella tomaba la aguja.

—Es todo. La anestesia de infiltración hace efecto instantáneamente.

Tenía razón. No sintió absolutamente nada mientras ella le clavaba la aguja. Veía con fascinación como
ella comenzaba a cerrar su carne como si fuese una manga rota.

Un hombre con un equipo de polo salió corriendo del consultorio.


—Capitán Bartlett —dijo el Teniente Wesley. —¡Regresó! Estaba empezando a preguntarme si mi
mensaje le había llegado.

Así que era cierto que los oficiales todavía jugaban polo, aún hasta hoy.

—Recibí su mensaje y me regresé inmediatamente —dijo el Capitán Bartlett, sonaba sin aliento,
completamente. Él era de altura media, más o menos formado, y complexión sonrosada. —Capitán cirujano
Gibbs, es bueno ver que ha vuelto también. Y, señor, veo que ha sobrevivido a su encuentro inicial con los
pathanos. Capitán Bartlett de la cuarenta y cinco sikhs, a su servicio, Mr...

—Marsden —replicó Leo. —Y el buen doctor aquí es Mrs. Marsden, en lugar del Capitán cirujano
Gibbs.

Los ojos del capitán se abrieron. Miró a Bryony otra vez. Su cara ya rosada se sonrojó aún más.

—Mis disculpas, madam. No sé cómo pude equivocarme.

—Serían las ropas de hombre y la profesión de hombre, me imagino, Capitán —dijo Bryony, secamente.

El Capitán Bartlett rió.

—Muy cierto. Muy cierto.

—Parece que escogimos el momento más inconveniente para hacer un tour en la frontera noroeste —
dijo Leo.

—Me disculpo por eso también, señor —dijo el Capitán Bartlett. —Ha estado tan singularmente pacífico
desde el 95 que no tengo palabras para explicar estos eventos extraordinarios. Ahora, señor, si no le importa,
¿en cuántos estima que sería la fuerza de las tribus reunidas?

—Miles. Me sorprendería que no haya un contingente de, al menos, dos mil violentos.

El Teniente Wesley resopló consternado.

—Dios mío. Sólo tenemos doscientos hombres en el fuerte.

Por un momento, nadie habló. Entonces el Capitán Bartlett se volvió hacia el Teniente Wesley.

—Rápido, envíe un cable al campamento principal e infórmeles. Una gran multitud está marchando
hacia el fuerte.

—Capitán, estaré feliz de quedarme y asistirlo a usted y a sus hombres en lo que pueda —dijo Leo. —
Pero quisiera ver a mi esposa escoltada al sur para su seguridad.

Bryony lo miró y le hizo gestos

—¡No! —Él la ignoró.

—Eso no es recomendable —replicó el Capitán Bartlett. —Regresando del campo de polo, pasé un
grupo bastante grande de pathanos al sur del río. Afortunadamente, ellos no me vieron, en ese momento pensé
que sería mi última hora en la tierra.
Por un momento, Leo pensó que debió haber perdido mucha sangre, porque no podía pensar. Pero no, no
era eso. Juzgando por la sangre en su ropa, la cual lucía peor de lo que era, había perdido cerca de una pinta, no
más. La razón por la que no podía pensar era porque no podía pensar. La situación era tal que era imposible
para un hombre pensar cómo salir de eso.

—No me preocuparía, Mr. Marsden —dijo el Capitán Bartlett, galantemente. —Tenemos ventaja en
armas y posición. Mis hombres han practicado bien. Y tenemos todo el poder del gobierno de la India y, en
última instancia, del Imperio Británico entero tras nosotros.

Leo supuso que el Capitán Bartlett tenía razón. Hubiese preferido no estar en ningún lugar cerca del
valle de Swat esta noche. Pero ya que estaba ahí, el fuerte de Chakdarra no era el peor lugar para estar, con sus
hombres bien entrenados y su ventaja en armas y posición. Asintió.

—Esperemos que no sea más que una escaramuza menor.

—Una vez que sea remendado, señor, puede recuperarse en los cuarteles del Capitán cirujano Gibbs —
dijo el capitán. —Y si se siente en disposición, los oficiales y yo estaríamos felices de que usted y Mrs.
Marsden se nos unieran para la cena y...

—¡Capitán! —el Teniente Wesley regresó, corriendo. —¡La línea del telégrafo! La línea ha sido cortada.

—Maldición. Le pido perdón, Mrs. Marsden —dijo el Capitán Bartlett, apresuradamente. —¿Nuestra
advertencia llegó a Malakand, Teniente?

—Lo hizo. Y la línea fue cortada mientras estaban enviando el comienzo de un mensaje de respuesta.

—Increíblemente descortés —gruñó el Capitán Bartlett. —Uno pensaría que como los pathanos no
tienen planes de abrir la primera salva hasta la mañana, al menos tendrían la cortesía de dejarnos mantener el
servicio telegráfico por esta noche.

—¿Tal vez tengan intenciones de atacar antes? —preguntó Leo. —Los hombres que pasamos en el
camino estaban preparados para una pelea, no para una vigilia nocturna.

—Improbable —dijo el Capitán Bartlett, decisivamente. —Los pathanos siempre atacan a primera luz,
estos hombres de las colinas están completamente obligados a sus maneras anticuadas.

Casi antes de que terminara de hablar, un grito colectivo subió alrededor del fuerte, el tipo de gritería
que Leo imaginó saludaría la vista de un barco pirata. Los dos oficiales salieron corriendo de la sala de
operaciones, Ranjit Singh detrás de ellos.

El asistente del hospital regresó un minuto después.

—La llama ha sido encendida.

— ¿Cuál llama? —preguntaron al unísono Leo y Bryony.

—Los hombres del Khan de Dir prometieron encender una llama desde su posición en las colinas para
advertirnos de un ataque.

Y ahora, la llama había sido encendida


—Necesito que te recuestes con la cabeza a la altura de tus pies ahora, para poder suturarte a un lado —
instruyó Bryony, con la cara pálida.

Él se miró la pierna, de la cual se había olvidado absolutamente. No sólo había terminado de coser la
herida, la vendó también. Lo ayudó a voltearse, le inyectó más anestesia local, y se puso a trabajar.

—¿Tienen algunas muletas por aquí? —le preguntó a Ranjit Singh.

—En el depósito, creo. Buscaré, sahib.

—¿Estás bien, Bryony? —preguntó Leo, cuando el asistente se fue.

Ella no lo miró.

—¿Me dejarías disculparme ahora?

Él suspiró.

—No. Estamos a salvo.

—Vamos a ser atacados.

—El fuerte va a ser atacado. Nosotros estaremos bien.

—Tú no estás bien. Podrías estar peleando por tu vida ahora, si la cortada en la pierna hubiese sido más
profunda.

—Pero no fue más profunda. Y seré capaz de andar por ahí con las muletas tan pronto termines.

Ella bajó la aguja e hilo, lo levantó muy gentilmente a una posición sentada, y le vendó el costado y el
brazo.

—No te muevas. Aún no he terminado.

Se quitó los guantes de goma y humedeció una toalla. Todavía había mucha sangre seca sobre él, en
parches, chorros y manchas por el brazo, el costado, y la pierna. Ella lo limpió cuidadosa y profundamente.

—Escucha —dijo él. —No es tu culpa. Pensé que quedarse era más prudente, pero no creí por un
momento que yendo más adelante terminaríamos en medio de una insurrección. Así que no fue como si me
hubieses coercionado a esto.

—Sí te coercioné a esto.

—Pero yo era responsable de nuestra seguridad. Debí haberlo sabido.

Ella suspiró, una larga e inestable exhalación.

—Si algo te pasa, voy a matar a Callista con mis propias manos.

—Creo que el titular sería mucho más interesante si dice “Dama cirujana ataca a su hermana con un
escalpelo”.
Ella se rió, asustada.

Él le puso una mano en la mejilla.

—¿Todavía confías en mí?

—Sí.

—Entonces confía en mí cuando te digo que nada me pasará a mí y nada te pasará a ti —Le besó la
frente, ligeramente. —Esto también pasará.

***

El cuartel del Capitán cirujano Gibbs era tan limpio como la sala de operaciones, con una cama, armario,
escritorio, silla, y dos estantes cargados de libros. También tenía un cuarto de baño adjunto con una tina plana y
un banquillo de baño dentro, para pararse sobre él mientras se lava.

Ya habían traído sus pocas cosas y estaban puestas en una esquina del cuarto. El rifle de Leo estaba ahí,
lucía como si hubiese sido roído por una bestia con mandíbula de hierro, lleno de golpes, cortes, y boquetes
tanto en la caja del fusil como a lo largo del barril.

Leo se inclinó hacia el borde del escritorio.

—¿Puedes ayudarme con las botas?

—Por supuesto —cuidadosamente, se las quitó.

—Necesito cambiarme la ropa.

Lo necesitaba. La chaqueta y la camisa habían perdido la manga derecha, los pantalones perdieron la
pierna derecha. Ella revisó la alforja y trajo el pijama kurta.

—No, sólo uso eso para dormir.

—Lo cual es, exactamente, lo que vas a hacer, ¿no? —preguntó, desconfiadamente. —Justo después de
que consiga algo de comer para nosotros.

Él sacudió la cabeza.

—No estoy herido tan severamente como para meterme a la cama con la conciencia tranquila, mientras
que los hombres de este fuerte son superados diez a uno.

Se quedó boquiabierta cuando se dio cuenta de que él no estaba bromeando.

—Absolutamente no. No saldrás de este cuarto.

—Es necesario. Es un asunto de deber.


—No tienes deberes con nadie aquí. Tú eres un transeúnte y estás herido, mientras este fuerte está lleno
de hombres perfectamente saludables, entrenados y pagados para pelear. Déjalos pelear. Tú descansa.

—Los oficiales y los soldados de este fuerte nos han ofrecido abrigo en nuestra hora más desesperada.
No descansaré tranquilo si no hago algo por ellos a cambio.

Ella suspiró, conocía una causa perdida cuando veía una.

—Espera aquí. Déjame cambiarme la ropa y te ayudaré a vestir.

Se cambió en el baño y regresó con una blusa y una falda. Con gran cuidado, lo liberó de sus prendas
arruinadas, lo ayudó a ponerse las ropas que ella se quitó de su propia espalda y le puso las botas.

—¿Prometes que serás cuidadoso con los puntos?

—Lo seré. Me sentaré en una esquina a cargar rifles, lo cual es todo lo que puedo hacer por ahora.

—¿Y de otra manera serás cuidadoso también?

—Por supuesto. Planeo vivir una larga y muy laureada vida. Quédate aquí. Algunos de los hombres que
están marchando hacia el fuerte tienen armas de fuego. Habrá balas perdidas volando alrededor.

Ella le pasó las muletas y el rifle y se adelantó a abrirle la puerta.

Mientras pasaba bajo el dintel. Se detuvo y se volvió hacia ella.

—Sobre lo que dije antes de anoche, lo siento. Como no puedo perdonarme a mí mismo, pienso que tú
tampoco podrías perdonarme.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se levantó sobre la punta de sus pies y lo besó en la barbilla.

—Sólo regresa.
Capítulo 14

Era tal la necesidad de hombres en el fuerte que a Leo, a pesar de sus muletas y sus heridas, le fue
asignado inmediatamente un lugar en la muralla este, junto a otro civil, Mr. Richmond, el oficial político
residente de Chakdarra. Apenas se habían dado las manos y presentado antes de que los primeros disparos
resonaran.

Leo nunca había estado en una guerra: lo más cerca que había estado de una batalla fue cuando
interpretó a Enrique V en una producción en Eton y dio un recital más bien conmovedor del discurso del día de
San Crispín. Un conocimiento nodding acquaintance with Shakespeare, como resultó ser, difícilmente fue
preparación para la abrumadora cacofonía de la guerra moderna.

Las ametralladoras, dos montadas sobre la muralla, dos en la garita sobre el puente, golpeaban fuerte y
en staccato3. Cientos, tal vez miles, de rifles descargaban continuamente en una percusión desordenada y
ensordecedora. Fuera de los muros, los gritos de guerra se levantaron como olas de una marea crecida, pasión
engendrando pasión, fiebre engendrado fiebre. Y cortando a través de todo lo demás, el profundo retumbar de
los tambores de guerra, ba-boom, ba-boom, ba-boom-boom-boom, el corazón pulsante de la Insurrección del
valle de Swat.

En minutos, el aire estaba cargado del olor de la pólvora negra, la mayoría de los cartuchos usados por la
armada india empleaba pólvora sin humo, pero las municiones de aquellos que estaban asediando el fuerte era
más antiguas. Los oficiales corrían de esquina a esquina sobre la muralla, dirigiendo la ubicación de los cipayos,
mientras los pathanos atacaban la pared este, la esquina noreste del fuerte y el recinto de la caballería,
sucesivamente.

No había tiempo para tener miedo. Leo se sentó con la espalda contra la agujereada pared de la muralla y
cargaba rifles para Mr. Richmond, quien murmuraba:

—Dios, puedo ver sus caras —muy seguido.

Durante una breve pausa en la lucha, les subieron café a la muralla. Mr. Richmond compartió su taza
con Leo.

—Ciertamente, nos capturaron con la guardia baja —dijo el oficial político. —Nunca pensé que
realmente pasaría. O que podría escalar a algo más que una escaramuza.

—Difícilmente, estaba solo en esa opinión.

—Bueno, al menos no durará mucho tiempo más. Por la mañana, los Swatis verán a los caídos y
decidirán que no vale la pena.

—¿Usted cree? —preguntó Leo, medio incrédulo, medio esperanzado.

—Los Swatis no tienen reputación de luchadores, los otros pathanos los desprecian. Y los clanes a lo
largo del río riñen unos con otros constantemente, son tan organizados como una bolsa de arena.

3
Tiro a tiro, a diferencia de ráfaga. (N.T.)
Leo pensó en la multitud silenciosa tratando de capturarlo a él y a Bryony, para que no se revelara la
emboscada, eso le pareció que hablaba de cierta organización. Y los otros pathanos podrían despreciar a los
Swatis, pero los estaban reuniendo en multitudes, que venían de tan lejos como Bajaur, si Imran estaba en lo
correcto.

Mantuvo sus pensamientos para sí mismo. Como un simple viajero, no podía esperar convencer a Mr.
Richmond de lo contrario a su afirmación. Aprenderían muy pronto si los Swatis y sus compañeros pathanos
estaban cohesionados y unidos.

Y por pronto, por decirlo así, vino al final de esa misma noche.

***

—Veinte lanceros, ciento ochenta rifles, tres oficiales, el asistente del capitán cirujano, yo, y los
seguidores usuales del campamento —dijo Mr. Richmond en relación con la pregunta de Leo referente a
cuantas personas había dentro del fuerte. El oficial político se inclinó sobre el muro, su adormecimiento apenas
se mantuvo a raya por el cuarto de café que había consumido. —Y vea, pasamos una noche completa con casi
ninguna baja.

El sol se estaba levantando, el manto de oscuridad disolviéndose silenciosamente. Leo pensó con algo de
anhelo en la salida del sol sobre el río Swat, que había disfrutado en tiempos de paz, largas ondas de llama y
cobre sobre la amplia y rápida corriente de agua, bajo un cielo aún rayado de púrpura.

Antes de que pudiera responderle a Mr. Richmond, sonidos de asombro subieron alrededor de la
muralla. Cipayos y sowars señalaron hacia el norte del fuerte.

En las lomas que sobresalían de la colina sobre la cual se edificaba el fuerte, cientos de estándartes
coloridos revoloteaban en la brisa de la mañana. Los hombres, no en miles, sino en incalculables decenas de
miles estaban parados hombro a hombro, sus posiciones estrechándose hasta donde alcanzaba la vista de este a
oeste, el blanco de sus túnicas brillando como nieve nueva en la primera luz del día.

—Dios tenga piedad —dijo Mr. Richmond, mirando los estandartes. —Todo Swat está aquí. Y las tribus
Bajaur. Y los Bunerwals y los Utman Khels.

Con gritos de alarma y consternación, las balas llovían dentro del fuerte. El fuerte, aparentemente
inexpugnable cuando se veía en solitario, fuerte y esplédido sobre su colina fortificada, de hecho estaba
minimizada por los riscos del norte, en los cuales ahora abundaban los francotiradores que buscaban eliminar a
los defensores del fuerte.

Los oficiales organizaron un grupo de cipayos para cargar sacos de arena y piedras para apilarlas sobre
la cima de los muros como protección adicional contra los francotiradores. Mr. Richmond corrió a ayudar. Leo
miró la caótica escena.

Le había fallado a Bryony. Él debía cuidar su seguridad. En lugar de eso, la había traído al propio campo
de batalla de la peor insurrección en décadas. No importaba que eso fuese lo que ella había querido. Él debió
haber hecho caso omiso y no lo hizo.
Ahora ella estaba en peligro mortal. Si el fuerte era abatido, no importaría que ellos fuesen dos
desafortunados viajeros, capturados en el lugar equivocado en el momento equivocado. Compartirían el destino
del resto.

Instintivamente, apartó las imágenes que su mente generaba. Pero fragmentos se colaron. Su mano
volteada sobre el piso. Su mejilla, pálida como el mármol. Su falda, endurecida de sangre.

No podía respirar. Por primera vez, entendió lo que significaba no sólo perderla, sino perderla.

Y no tenía la fuerza suficiente para eso.

***

Bryony había pensado que se quedaría despierta toda la noche por la preocupación y el constante
bombardeo de las armas. Pero en lugar de eso, se quedó dormida con la cabeza sobre el escritorio del Capitán
cirujano Gibbs, con el manual quirúrgico de campo sobre heridas de bala y otras heridas traumáticas aún abierto
ante ella, y soñó con cañones de circo y el procedimiento preciso para sujetar con alambre una rodilla
destrozada.

El clamor de la batalla actuó como una perversa canción de cuna. Cuando los disparos eran más
esporádicos, ella flotaba más cerca a la consciencia, sólo para dormir más profundamente cuando la batalla se
intensificaba, y los tiros, los gritos humanos, y los pasos golpeando sobre la muralla, todo se fusionaba en un
alboroto uniforme.

Despertó poco antes del amanecer. El fuerte estaba casi tranquilo. Abrió las persianas una pulgada y vio
a los trabajadores de la cocina corriendo hacia la muralla con grandes teteras y cestas de comida. Por lo menos,
Leo sería alimentado.

Se cepilló los dientes, trenzó el cabello y buscó en la alforja de Leo para ver si él tenía algo para que ella
comiera. Sí tenía, unos pocos melocotones secos, que estaban maravillosamente dulces.

Alguien tocó la puerta. Ella corrió a abrir. Pero no era Leo, sólo Ranjit Singh, el asistente del hospital.

—Memsahib, tenemos un hombre al que le dispa...

—No es Mr. Marsden, ¿verdad?

—No, memsahib. Es un asistente de cocina. ¿Puede operarlo?

Ella dudó. Tenía experiencia muy limitada con ese tipo particular de práctica quirúrgica de los campos
de batalla. Su único encuentro con una herida de bala había sido un accidente de caza, la última vez que visitó
Thornwood Manor y el doctor de la villa estaba de vacaciones.

—Sí, por supuesto.

—Gracias, memsahib. Memsahib, por favor, sea cuidadosa cuando camine afuera. Los pathanos pueden
disparar claramente dentro del fuerte desde la cima de las colinas.
Como para subrayar el punto de Ranjit Singh, dos tiros cayeron a menos de quince pies detrás de él.
Ambos brincaron. Bryony tragó saliva. No podía creer que el interior del fuerte pudiera ser tan vulnerable.

Corrieron. El asistente del cocinero había recibido un disparo en el hombro. Bryony le puso anestesia
general. Cuando extrajo la bala con una sonda, el asistente del hospital consiguió a dos trabajadores de la
lavandería y cargaron al cocinero en una camilla al pabellón de enfermos, ahora pabellón de heridos, en la
puerta de al lado.

Bryony se lavó las manos profundamente. Mientras que el asistente del hospital restregó la mesa de
operaciones, ella esterilizó los guantes de goma y los implementos quirúrgicos y mezcló más solución
anestésica.

Otro asistente de cocina afrontó la lluvia de balas para traerle un plato de desayuno a Bryony, quien lo
aceptó agradecida. Pero antes de que pudiera tomar dos mordidas, la puerta de la sala de operaciones se abrió
por un par de sowars empapados, uno de los cuales sangraba profusamente por el muslo.

Paró la hemorragia, extrajo la bala, envió al hombre al pabellón de heridos y volvió a su desayuno. La
puerta de la sala de operaciones se abrió otra vez, y entró un oficial, cuyo uniforme, como los de los sowar,
estaba empapado de la cintura hacia abajo.

—¿Es usted el cirujano, ma’am?

—Temporalmente. ¿Puedo ayudarlo?

—Capitán North de la Onceava de Lanceros Bengalíes. Soy el oficial comandante de Debesh Sen, a
quien usted acaba de operar. Quisiera conocer su pronóstico.

El sowar estaría hors de combat4 por un rato. Pero tomando las medidas para que sus heridas no se
infecten, le aseguró al Capitán North que todas las medidas antisépticas habían sido tomadas, ella no preveía
ninguna consecuencia a largo plazo.

El Capitán North le dio la mano.

—Gracias, ma’am.

Mientras iba saliendo, ella no pudo reprimir la curiosidad por más tiempo.

—Capitán, si no le importa, ¿por qué usted y sus hombres están todos empapados?

—Tuvimos que vadear el río Swat, ma’am.

— ¿Vadear el río Swat? ¿Por qué?

—Para llegar aquí, ma’am. Cabalgamos por Malakand.

—¡Oh, es maravilloso! —Podría saltar de alegría. La caballería había venido. Estaban rescatando el
fuerte de Chakdarra mientras hablaban. —¿Asumo que ustedes son la vanguardia de la columna de relevo?

El capitán sacudió la cabeza en tono grave.

4
Fuera de combate (N.E.)
—Desafortunadamente, nosotros somos la columna de relevo, cuarenta sowars, otro oficial y yo. El
campamento en Malakand casi fue abatido anoche. Los pathanos se hicieron con casi todas las municiones de
uno de nuestros almacenes. Se decidió esta mañana que aún deberíamos enviar algunos hombres a asistir a
Chakdarra porque temíamos que estaba rodeada gravemente. Pudo haber sido una misión suicida, las colinas
entre Malakand y el río están atestadas de más hombres de los que he visto en mi vida. Apenas logramos
atravesar.

El corazón de Bryony se hundió.

—¿Así que podemos esperar que no hay más ayuda de Malakand?

—No hasta que la propia Malakand sea relevada por una movilización de Nowshera. Y Nowshera
probablemente está vacía ahora, los regimientos, que fueron enviados a expediciones punitivas al valle de
Tochi, no han regresado aún.

—Ya veo —dijo, débilmente.

—Está muy bien, Capitán —dijo ella. —Le aseguro que las damas preferimos la verdad a ser mantenidas
en la oscuridad.

O tal vez no.

Hasta tanto la ayuda estuviera a la vuelta de la esquina, podía pretender que su estúpido error, de hecho,
no había costado nada a nadie. Pero ahora que la propia Malakand estaba bajo asedio y no había ayuda posible...

Cuando sea un viejo y arrugado profesor en Cambridge, y apenas pueda subirme al podio para dar una
conferencia, recordaré las fronteras de la India, y los raros caminos de la vida que me han traído hasta aquí, y
recordaré que aquí fue cuando las andanzas de mi juventud terminaron.

Él nunca se convertiría en ese arrugado y viejo profesor en Cambridge. Nunca dejaría las fronteras de
India. Y las andanzas de su juventud, toda su juventud, terminaría aquí cuando el fuerte cayera. Porque no tenía
sentido común. Porque puso su necesidad de alejarse de él por encima de su seguridad. Porque había sido tan
estúpida para creer que una semana de pesar en paz y seguridad, sería peor que la misma muerte.

Todo era su culpa.

***

Estaban infinitamente lejos de la seguridad de los llanos de la India, pero no tanto, geográficamente,
como para que los hombres sobre la muralla no se sofocaran de calor todo el día. Los pathanos continuaron el
ataque al fuerte. Parecían tener una interminable provisión de hombres y de coraje; sus compatriotas cayendo
como fichas de dominó en la base del fuerte sólo servían para endurecer su resolución. Y cualquier calma en la
pelea se tomaba para elevar la altura de los muros y proveer mejor cubierta contra los francotiradores en las
colinas.

A las nueve en punto de esa noche, el Capitán Bartlett encontró a Leo.


—Tengo un mensaje para usted, Mr. Marsden. Ella me ha informado que si usted, señor, no baja a
cambiarse las vendas y dormir algunas horas, se rehusará a extraer más balas de mis hombres.

Leo sacudió la cabeza.

—Las mujeres y sus artimañas.

—Exactamente lo que pensé, señor. No puedo darme el lujo de quedarme sin cosehuesos ahora, así que
mejor haga lo que dice.

Pero antes de ir a la sala de operaciones, Leo fue a los cuarteles a lavarse: no quería ir con ella, sucio y
maloliente. Con el brazo sano, usó sin escatimar el jabón del Capitán cirujano Gibbs y probablemente,
despilfarrando más agua de la que necesitaba para enjuagarse, sólo porque se sentía bien verter agua fresca
sobre sí, después de todo un día transpirando por el calor y el miedo.

Ella lo estaba esperando cuando salió del baño. Se quedaron parados por un momento, viéndose uno al
otro. Ella se veía pálida y temblorosa, muy parecida a como lucía después de su primer encuentro con los
hostiles pathanos. Excepto que ahora, él también estaba igualmente tembloroso y aterrorizado por lo que podría
pasar.

—Bryony —dijo, suavemente.

—Mojaste las vendas —dijo ella. —Qué bueno que las voy a cambiar.

Se lavó las manos, lo inclinó contra el borde del escritorio, y le quitó las vendas. Sobre una rodilla, puso
la toalla que él se había enrollado alrededor y limpió la herida de la pierna. Él tomó aire con la frescura ardiente
de la solución de ácido carbólico.

Estaba cansado, no había dormido en más de cuarenta horas. Las puntadas, una vez que la anestesia
local se desvaneció, habían dolido como si un perro rabioso le hubiese hundido los dientes. Y la cabeza le latía
de tanto café y tan poco alimento. Pero mientras se arrodillaba ante él, con sus dedos rozando la parte superior
del muslo, las pequeñas salidas de aire de su respiración molestándole sin piedad sobre la piel, todo lo demás se
desvanecía en un dolor apagado contra la creciente nitidez de su consciencia de ella.

Su cabello con raya blanca, suavemente rizado y obediente. El bello lóbulo de su oreja. El cuello de su
camisa, bastante arrugado del calor.

Ella se levantó para trabajar en la cortada del costado. Con la cabeza inclinada a un lado para ver mejor,
la luz de la lámpara iluminaba su cuello esbelto, o lo poco que estaba expuesto con la camisa resueltamente
abotonada hasta el borde de la barbilla. Él quería abrir algunos de esos botones, aunque fuese por razones
humanitarias, se había vuelto sofocante dentro del cuarto, con los postigos cerrados contra las balas que
rebotaban y las paredes aún liberando el calor interno.

—¿Has dormido algo desde que llegamos?

—Nadie lo ha hecho, así que no me siento privado. ¿Y tú? ¿Pudiste dormir anoche?

Abruptamente, los muros se estremecieron con el estampido de los tambores de guerra. Las armas de
fuego, inconexas hace un minuto, se intensificaron en el rugido de una tormenta de granito. Los gritos hicieron
erupción mientras los pathanos cargaban contra el fuerte, siempre los gritos, decididos y salvajes.
Ella se detuvo, escuchó por un rato, luego continuó con su tarea, con los dientes apretados. Cuando
terminó, se ocupó en recoger las vendas del piso. Sólo entonces, él vio que las manos le temblaban, casi
imperceptiblemente, pero le temblaban.

Él le tomó las manos entre las suyas, su miedo era una daga en el corazón.

—Bryony.

—Duerme —dijo ella, sin verlo. —Necesitas dormir.

La acercó más hacia él.

—Bryony, escúchame. Difícilmente, estamos en el final de nuestras vidas. El fuerte tiene suficientes
reservas y municiones. Nuestros hombres son superiores en disciplina y mosquetería. Aguantaremos hasta que
el relevo venga.

Si las palabras no le sonaran tan flácidas a sí mismo.

No estaba mintiendo, pero, ciertamente, narraba sólo los aspectos más alentadores de la situación. No le
habló del mar de pathanos que había visto en la mañana, ni de la fatiga que estaba empezando a cansar a los
defensores, y sobre todo, no sobre la resolución casi en trance de las caras de aquellos que corrían al frente de
los ataques. Los swatis y sus vecinos querían a los británicos fuera y estaban muy contentos de morir por eso.

Ella levantó las pestañas, sus ojos verde musgo.

—Si quieres que me quede tranquila, es muy simple. Déjame disculparme. Déjame arrastrarme y
arrancarme los cabellos. Déjame lamentarme, abjecta y miserablemente. Por favor. Y déjame hacerlo ahora,
antes de... antes de que sea muy tarde.

—Está bien —dijo él. —Adelante.

Lo miró con incertidumbre.

—¿Adelante?

—Sí. Adelante.

—Lo siento —dijo ella. —Fui completamente infantil e irresponsable. Perdóname.

Él la beso ligeramente sobre la oreja.

—Perdonada.

No existía en el vocabulario una palabra más hermosa. Ella le tomó la cara y llovieron besos sobre sus
mejillas, mandíbula y labios. Finalmente, colocó su boca sobre la de él y lo besó, tiernamente. Sabía a las
semillas de hinojo tostadas que los indios masticaban después de las comidas para refrescar el aliento. Ella
quería saborearlo lentamente, como un catador antes de la vendimia más fina del siglo; quería devorarlo, como
un ebrio temblando por ese primer trago del día.
Las manos vagaron por sus brazos. Su piel estaba fresca por el baño y suave al tacto. Todo él estaba
rigurosamente formado, con musculatura fuerte y dedicada. Y olía, maravillosamente más bien, al jabón del
Capitán cirujano Gibbs.

Ella se retiró.

—Déjame llevarte a la cama. Sólo tienes algunas horas para dormir.

Puso los brazos alrededor de su cintura, actuando como una muleta mientras él cruzaba el cuarto, y lo
ayudó a bajar hasta el borde de la cama. Pero cuando se iba a enderezar, él tomó el frente de la camisa. Ella se
quedó completamente quieta. Afuera la batalla continuaba escalando, pero adentro ella sólo podía oír su propia
respiración entrecortada y los fuertes latidos de su corazón.

Él la besó en la punta de la barbilla, la punta de la nariz, las esquinas de los ojos. Luego, rozó el lóbulo
de su oreja con los dientes. Ella se estremeció.

Él la dejó ir.

—¿Quieres más?

Ella asintió.

Volvió a la cama rápidamente y puso la espalda contra la pared.

—Entonces, ven aquí.

—¿Y tus puntadas?

—No haremos nada con las puntadas.

Se sentó junto a él, con la espalda hacia la pared. Él rió, le puso el brazo sano alrededor de la cintura, y
la atrajo hacia él. Ella chilló, aterrorizada de que su peso podría aterrizar en el lado equivocado y halar las
puntadas. Pero se puso sobre las rodillas, abrazada a ambos lados.

Puso su boca contra la de él y lo besó, en maneras que parecían bastante urgidas e impropias. Pero a él
no pareció importarle. Los suaves sonidos que hacía con la garganta eran de placer y excitación. Con su mano,
la acariciaba a lo largo del brazo, luego por la parte de afuera de los muslos. Él arrastró la falda y liberó las
enaguas por debajo de las rodillas y las quitó del camino. Debajo, ella tenía su combinación. Lentamente, muy
lentamente, su mano ascendía hacia la abierta juntura entre sus piernas.

Ella gimió. Él la tocó ahí, toquecitos casi inofensivos intercalados con las caricias más impuras posibles.
El placer vino como un monzón, cálido e inmenso. Ella quería aferrarse a él, fusionarse a él, pero sólo se atrevió
a presionar la mano contra la superficie arenosa de la pared, con los dedos separados, buscando sostenerse
desesperadamente a algo. Cualquier cosa.

El placer la hacía estirarse. Los muslos le temblaban con la tirantez de tratar de mantenerse derecha.

Todo el tiempo él la besaba, como si ella fuese el aire, el agua, el fuego, todo lo que él necesita para
vivir. Como si fuese tan dulce en la lengua como la primera nieve derretida en lo alto del Himalaya. Como si
hubiese querido besarla por años y años y debía conformarse con la eternidad de la espera.
Y la besaba mientras ella jadeaba con los pinchazos de su clímax. Mientras gemía y siseaba con la
intensidad de éste. Mientras pronunciaba su nombre, una vez y otra vez, una oración por cosas más allá de la
esperanza.

—¿Puedo hacer algo por ti también? —preguntó ella, con respiración para nada pareja.

Él se estremeció.

—Bueno, uno de los dos tiene que hacerlo.

Ella se cambió de posición, de manera que no estuviese sobre él sino a su lado. Enlazando el brazo
alrededor de su cuello, lo besó sobre el hombro. Los pequeños besos salpicados se convirtieron en húmedos
mordisqueos. Y luego, adoración de su piel y su carne.

Él gruñó con el calor que le sacudía sus partes.

—¿Imagino que debo cuidar ser muy gentil con eso? —preguntó, separando con los dedos de la mano
derecha la toalla que él tenía alrededor de la cintura.

—Prefiero que seas más enérgica con eso. No es un jarrón Ming.

—Caramba — murmuró. —¿Me mostrarás qué hacer?

Él le tomó la mano y se la envolvió a lo largo.

—Agárralo, tan fuerte como puedas.

—¿Estás seguro?

—Es lo que siempre hago.

Ella gimió. Y luego, con un suave gruñido de esfuerzo, lo sujetó con la mano, como a un tornillo suave y
caliente. Era fuerte. Y él estaba tan excitado que le tomaría apenas un toque para acabar.

Él le guió la mano en un movimiento atrevido.

—Sí, así es. Sólo... haz eso.

Y ella sólo hizo eso. El corazón de él bombeaba. Su respiración se aceleró, a sus propios oídos, sonaba
como los gritos de un maniático. Él asió un puñado de su falda.

Entonces, cambió el peso otra vez y lo besó, su boca tibia, su lengua hambrienta. Él la besó también con
la gentileza de una avalancha. Con la pelvis levantada de la cama, a pesar de todos los consejos de ella de
quedarse quieto. Y se vino ardiente e infinitamente, susurrando palabras incoherentes de satisfacción y gratitud
mientras la besaba y la besaba.
Capítulo 15

Ella se alejó rápidamente de él para inspeccionar las puntadas, reprendiéndolo severamente por no
obedecer sus mandamientos. Él quería decirle que no era tan estúpido, que solamente había usado el brazo sano
para levantarse. Pero la extenuación finalmente lo venció, y se quedó dormido con sus palabras de
amonestación de ella, haciendo eco en sus oídos suavemente.

Se despertó tres horas más tarde, cuando el asistente del hospital vino a buscarla para que ayudara a un
sowar herido. Quince minutos después, él estaba de vuelta en la muralla y no la dejó por las siguientes 36 horas.
Ella envió al asistente del hospital a buscarlo una vez. Pero Ranjit Singh le echó una mirada a la situación, el
enemigo dentro de las vallas de alambre de púas, poniendo escaleras contra las paredes del fuerte, y llegó a la
conclusión de que no había tiempo de sacar a ningún hombre de la batalla.

Cuando Leo finalmente pudo escaparse, pasó por el consultorio, pero ella estaba en medio de una
operación, con las cejas fruncidas, la cara pálida, maldiciendo en un sorpredentemente vívido alemán. Así que
se fue cojeando hasta el cuartel, cayó en la cama y se durmió instantáneamente.

Soñó que ella estaba ahí con él, empujando hacia abajo sus pantalones para examinar las puntadas en el
muslo y haciendo sonidos de desaprobación. Sus dedos eran fríos y tranquilizadores. Él adoraba su toque.

Los dedos serpentearon lejos de las puntadas y se sumergieron en la parte interna del muslo. Se excitó
inmediatamente. Pon tu mano sobre mí. Dame un poco de satisfacción bendita.

Ella alejó la mano. Sus esperanzas se hundieron. Pero entonces, pasó algo aún mejor. Lo besó justo por
encima del vendaje, un beso mojado y demorado. Él gimió con la magnitud de su necesidad. Pulgada a pulgada,
lo mordisqueaba y lamía. Estaba muriendo, con tal placer y tal tortura.

Y luego, ella llegó al destino más lógico pero no menos impactante: lo tomó dentro de la boca. Él,
instantáneamente, llegó al borde. Era su boca, sus labios, su lengua sobre él. Ardiente, exquisita, intolerable.

Él temblaba y se estremecía, apenas podía retenerse. Trató de advertirle. Tengo que...voy a... Demasiado
tarde. Se vació dentro de ella en candentes convulsiones, el placer aterrador, casi terrible con intensidad
enceguecedora. Y ella, buen Dios, lo tragó todo.

Luego de eso, él temblaba y jadeaba, deshecho. Este tiene que ser el mejor sueño que ha tenido en
mucho tiempo. En la vida real, nunca pensaría siquiera en sugerirle que lo complaciera con la boca, mucho
menos...

Abrió los ojos. Juzgando por la luz que se filtraba por los bordes de la puerta, aún era la mitad del día.
Pero como los postigos se mantenían cerrados, habían disparos constantes de francotiradores durante el día,
habían encendido una lámpara para disipar la opacidad dentro del cuarto.

Él no había encendido la lámpara.

Volvió la cabeza. Bryony arrodillada entre sus piernas, resoplando ligeramente. Cuando la vio, ella bajó
la cabeza rápidamente y se subió los pantalones.
No había sido un sueño. Por un momento, se quedó paralizado y consternado.

—Lo siento —murmuró. —Creí que estaba soñando. No sabía que... hubiese...

—No seas tonto —dijo suavemente. —Tenía que ir a algún lado y tampoco era que no sabía lo que
venía.

Luego hizo algo que lo dejó pasmado: rió de sus propias palabras.

—Eso fue un chiste horrible, ¿no es así? Mejor me voy a hacer mis rondas. Vuelve a dormir.

***

Esa noche ella se despertó resollando de excitación. Estaba oscuro como la brea. Él estaba en cama con
ella, con las manos entre sus piernas, tocándola como a una lira.

—Muévete un poco más arriba —le ordenó.

Él estaba sobre su espalda, ella de lado. Ella se movió rápidamente hacia la cabecera de la cama,
cuidando de no tropezarle el muslo derecho ni siquiera por accidente.

—Ahora, ponte más cerca.

Lo hizo. A continuación, le capturó un pezón con la boca, y le dedicó la atención generosa, amable y
cálidamente. El deseo la rasgó, él sabía exactamente cuán salvaje era su respuesta cuando le mimaba los
pezones: un soplo de aire sobre la punta los hacía endurecerse y temblar al toque: una lamedura gentil la hacía
gemir y estirarse por más; un tirón apenas con la fuerza necesaria mientras revoloteaba en el borde de un
paroxismo la envió de inmediato.

Cuando retiraba los labios, protestaba. Le palmeaba el pecho.

—Paciencia, paciencia —murmuró.

Con la otra mano aún jugueteó con ella, gentilmente, casi soñolienta. Ella quería más. Quería más
agresividad de él, más urgencia, más...

Le pellizcó un pezón. Un placer tan agresivo y urgente como nunca había sentido, la impactó.
Repentinamente, estaba ahí, con la espalda arqueada, temblando por dentro.

Le besó la frente.

—Te diría que volvieras a dormir, pero no estoy seguro de que estés propiamente despierta.

—Lo estoy —protestó. Y se durmió al segundo siguiente.


***

Cuando despertó otra vez, aún era de noche.

Se quedó mirando el techo, preguntándose qué la había sacado de su profundo adormecimiento. Después
de un rato, se dio cuenta de que fue el silencio, la noche estaba tan quieta como un ladrón. Se sentó. ¿Dónde
estaban todos? ¿Se había acabado la batalla?

Una cerilla se encendió. Leo, sentado al borde de la mesa, con la pierna buena apuntalada sobre una
silla, encendió la lámpara. Descartó la cerilla, y levantó un higo medio comido de la mesa. Con la ropa arrugada
irremediablemente, el cabello alborotado, la cara ruda con una barba de cuatro días. Debía parecer demacrado,
pero como la miraba, había tal confianza en él, casi fanfarrona, que simplemente se veía probado en combate, y
viril a la vez.

Recordando el estado en el que había sido reducida durante el sueño, el frente de la camisa abierta, el
corsé suelto, los botones superiores desechos, la falda y las enaguas arriba alrededor de la cintura, rápidamente
alcanzó una manta, sólo para darse cuenta de que estaba vestida decentemente, la falda hasta los tobillos, los
pechos contenidos perfectamente.

—No quise impedir la oportunidad de supervivencia de nadie manteniendo a la cirujana desvestida —


dijo, sonriendo. —Tampoco quería a los soldados muriendo de felicidad si salías corriendo del cuarto con los
pechos a la vista de todos.

Ella se aclaró la garganta.

—Gracias. Muy amable de tu parte.

—Pero yo quisiera verte —dio suavemente. —Y perecer de felicidad.

Ella se mordió el labio inferior, luego puso una expresión austera en su rostro.

—No, porque aún estoy molesta contigo.

Él se sonrojó. Ella vio el abrupto y visible enrojecimiento de su complexión, nunca antes lo había visto
sonrojarse.

—Lo siento. Estaba soñando y yo... yo...—balbuceó.

Ella se sonrojó también.

—No es por eso que estoy molesta.

—¿No?

Ella sintió el calor de sus mejillas esparcirse hacia la garganta y el pecho. Pasaron unos segundos antes
de que pudiera hablar.

—Prometiste que no te mantendrías de pie, y sólo cargarías los rifles de los demás. Pero cuando el
Capitán Bartlett vino a hacer la revisión en el pabellón de los heridos, no pudo dejar de hablar de tu puntería.
Él se relajó y le lanzó un higo.

—Son puras calumnias. Te informo que me quedé calmadamente desenvuelto mientras el pandemónium
hacía erupción alrededor de mí.

—El Capitán Bartlett también dijo que cuando la mira de una de las ametralladoras se estropeó, y su
tirador regular se lastimó, tú fuiste quien mantuvo alejados al enemigo mientras los cipayos reparaban la mira.

—Un lapso momentáneo. Fue culpa del pánico general entre los hombres.

—¿Un lapso momentáneo que duró día y medio?

—¿Me perdonarías si te digo que todo el tiempo fui extremadamente y excesivamente, cuidadoso con
las puntadas?

—Tu vendaje estaba empapado en sangre.

—¿Lo estaba? —Parecía genuinamente sorprendido. —No sabía.

—Las puntadas se mantuvieron en su mayoría. Pero me tomó un rato limpiar y desinfectar.

—Tampoco sabía eso —dijo tímidamente. —Imagino, que viniste, le echaste una mirada, y luego…

Ambos se sonrojaron otra vez. Ella siempre vio tales actos sexuales como una analogía de un clavado
desde un risco: puedes sobrevivir a ellos, y, sin duda, son emocionantes para una pequeña porción de la
población, pero ¿cuál era el punto realmente? Sin embargo, mientras estaba arrodillada ante él esa tarde,
recordó el placer secante que él le había dado una vez de tal manera. Un día me devolverás el favor, le había
susurrado al oído aquella noche. Y ella decidió devolverle el favor enseguida, porque tal vez no vivirían para
ver otro día.

Tal vez debería repensar sobre el clavado desde un risco. Porque ciertamente disfrutó el acto análogo
más de lo que alguna vez hubiese pensado posible para cualquiera. Incluso el desorden al final.

Se aclaró la garganta.

—Voy a escribirle una carta al Times —dijo, cambiando el tema completamente. —El último hombre
que operé fue herido por fuego amigo. La bala se destrozó en el impacto. Y fue horrible, me tomó cuatro horas
extraer todos los fragmentos. Ranjit Singh me dijo que esas balas Dum-Dum estaban diseñadas para hacer eso,
infringir el máximo daño. Entiendo que se supone que las balas sean mortales, pero seguramente está en contra
del espíritu de la Convención de Génova tener balas que incapacitan tan viciosamente cuando no matan.

Él suspiró.

—Todo este asunto es de locos. Gastamos cantidades incalculables para mantener estos puestos de
avance, porque tememos que los rusos pudiesen arrasar con los Pamirs cualquier día. Pero he visto fotografías
de los Pamires tomadas desde el aire: sería peor que Napoleón marchando sobre St. Petersburg si los rusos
invaden la India por la vía de los Pamires, tienen más oportunidad sacrificando primero media fuerza armada en
Afganistán.

Ella le dio un mordisco al higo que le había dado.


—No sabía que había fotografías de los Pamires tomadas desde el aire.

—¿Recuerdas la razón por la que estaba en Gilgit, la expedición en globo? No era para inspeccionar el
Nanga Parbat, sino para tomar imágenes aéreas de los Pamires y estudiar las rutas que los rusos podrían tomar.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿Estabas en una misión espía?

—No era espiar exactamente porque los Pamires no pertenecen a ningún lado. Pero ciertamente fui a
Gilgit en servicio del Imperio. Así que no soy un transeúnte tan inocente como tú, en esta insurrección.

Era el turno de ella de hablar tímidamente.

—Y yo aquí pensando que simplemente me estabas siguiendo a todas partes.

—Lo estaba —terminó su higo y se limpió los dedos con un pañuelo. —Siempre tuve algo legítimo que
hacer, pero pude haber ido a Suecia e Italia, en vez de Alemania y Estados Unidos. Los escogí para estar más
cerca de ti.

Ella bajó la mirada hacia su regazo. Todavía tenía problemas para creer que él hubiese quedado
devastado por la anulación, antes de que ella se fuese a Alemania, él se había entretenido bastante en su hotel,
dejándola sacar la razonable conclusión de que él estaba más que feliz de haberse deshecho de su esposa.

Pero entonces, estaba aquel microscopio. Estaba la forma como la miró, esperanza y desesperación
fusionadas en una sola emoción abrasadora. Cuán estúpidos e infantiles habían sido para causarse uno al otro tal
dolor, y luego aferrarse a sus heridas tan furiosamente.

Se levantó, caminó hacia él, y muy cuidadosamente colocó los brazos alrededor de él.

Le besó el tope de la cabeza.

—Desearía que tuviésemos más tiempo.

Pero ya no había más tiempo que exprimir de la batalla que consumía todo, él no pudo haber tenido más
de doce horas de sueño en las cinco noches y días que habían estado ahí. Algunas veces, a ella le parecía que
había vivido toda su vida en aquel fuerte, que nunca había habido nada en todos sus años más que este asedio y
esta lucha desesperada.

Alguien tocó a la puerta.

—Mr. Marsden, es Richmond. Debemos volver a la muralla en dos minutos.

—Ahí estaré —respondió Leo.

—¿Tienes que ir? —se quejó. —No hay pelea.

—Pero el enemigo aún está allá afuera. Es por eso que debo ir, para que la próxima tanda de cipayos
puedan descansar. Estaba a punto de irme cuando despertaste.
—Desearía que pudieras quedarte —murmuró, mientras lo besaba justo debajo del cuello de la camisa.
—Estoy teniendo dificultades extraordinarias para soltarte de mis brazos.

Estaba sorprendida, y al mismo tiempo no lo estaba, de sentir lágrimas rodando por sus mejillas. Él le
besó las lágrimas.

—No importa dónde esté, soy tuyo.

***

Después de medio día calmado, se desató el infierno. Ranjit Singh le informó a Bryony, con una voz
inestable, que mientras habían tenido dos o tres mil atacantes más temprano, ahora estaban rodeados por
pasados los diez mil pathanos, hasta el último de ellos estaba decidido a muerte de asaltar el fuerte.

Las balas golpeaban, estrepitosamente, dentro del fuerte como si fuesen maná del cielo de un dios
malicioso. La tasa de bajas se elevó agudamente bruscamente. Un seguidor del campo y dos cipayos murieron,
no por la batalla sino por las balas que volaban mientras atravesaban el interior del fuerte.

Por algún tiempo, Bryony vivía en un estado de miedo abyecto. No estaba preparada para morir. No
estaba preparada para que Leo muriera. O Ranjit Singh o el Capitán Bartlett o sus pacientes o la valiente
caballería de soldados que habían cabalgado desde Malakan o cualquiera en este fuerte sea asesinado a
hachazos.

Luego pasaron las horas, los defensores aún se mantenían, y el terror de Bryony se asentó en una
aprensión sombría. Continuó con el trabajo de las cirugías, el cual desafortunadamente era bastante abundante.
Leo le envió una nota garabateada rápidamente: B., las puntadas están bien. Me cambié los vendajes, no hay
infección hasta donde puedo ver. Asegúrate de comer suficiente y dormir tanto como puedas. Y, cuando
camines al descubierto, ten la más extrema precaución. L.

Ella apenas había comido y dormido en dos días, pero cuando finalmente regresó al cuartel, procedió
con extrema precaución. Ranjit Singh había encontrado un par de postigos sobrantes de alguna parte y la había
acompañado, cada uno sosteniendo un postigo como escudo, aguantando el acoso.

Leo regresó y se acostó junto a ella, en algún momento. Estaba tan cansada que ni siquiera pudo gruñir
para corresponderle. Pero si fuese posible dormir con una sonrisa en la cara, ella lo habría hecho, no sabía si
tenía la gracia suficiente para morir valientemente, pero en ese momento al menos, estaba extrañamente en paz
e incalificablemente feliz.

Él despertó cuando ella salió de la cama dos horas más tarde, necesitaba hacer las rondas.

—Hola —dijo él, con los ojos aún cerrados y una voz apenas audible.

—Hola —respondió ella, sentándose otra vez en el borde de la cama. —Ya que estoy aquí, déjame
revisarte.

Él se movió obedientemente como ella necesitaba para ayudarla. La herida del brazo había sanado casi
completamente. La cortada en el costado también se estaba desarrollando bien. Hasta la que tenía en el muslo
había tenido un progreso satisfactorio, aunque la cicatriz eventual prometía ser mucho más fea de lo que hubiese
sido, de haber podido recuperarse sin ser molestado.

—¿Sabes qué es trágico? —murmuró.

—¿Qué? —dijo ella, sonriendo por su tono irónico.

—Que, en los que podrían ser mis últimos días en la tierra, pasé todas las horas que he estado despierto
matando hombres a quienes nunca había visto en mi vida y escasos minutos haciéndote el amor.

—Tan solo pensar en eso hace fluir lágrimas en mi rostro.

Él abrió los ojos y le tocó la mejilla con la parte de atrás de su mano. La ternura en su mirada era casi
suficiente para hacer fluir las lágrimas verdaderas en su rostro.

—Bryony.

Ella le puso una mano sobre el corazón.

—¿Está tan mal allá afuera como Ranjit Singh dice?

—Peor.

Ella suspiró.

—No sé por qué, pero estoy inmensamente arrepentida de nunca haber visto Cambridge. He escuchado
que es un lugar encantador.

—Lo es. Te gustará.

—¿Realmente crees que tendré la oportunidad de visitarlo? ¿Y a tu casa sobre el río con los cerezos?

—Lo creo. Lo harás, Bryony. Y un día serás la primera mujer en ser admitida en el Colegio Real de
Cirujanos —dijo, con un tono que no aceptaría desacuerdos.

—Por supuesto —dijo, cada vez más cerca de las lágrimas.

—Hay dos cartas en mi bolso, una para mis hermanos, una para mi padrino. Si algo me pasa, quiero que
les entregues esas cartas.

—Shh. No hables así.

—No estoy hablando así. Si Dios lo permite, voy a dictar clases en Cambridge hasta 1960, cuando esté
tan viejo que mis estudiantes me preguntarán si conocí a Newton en mi juventud. Pero las balas vuelan en la
guerra, un cipayo que estaba parado junto a mí, murió en el sitio, y yo quiero prepararme para todas las
eventualidades.

—No, tú...

—Escucha, Bryony. En mis cartas, escribí que nos hemos casado otra vez.
—Pero eso no es verdad.

—No. Pero si sobrevives y yo no, ¿qué pasará si llegases a tener un bebé?

—Tú sabes que es muy poco probable para mí concebir.

—Sí, lo sé. Pero la irregularidad de tus períodos también podría disfrazar un embarazo por meses. No
dejaré que te destierren. —Él trajo la mano de ella sobre sus labios. —Y no te preocupes, con Sir Robert, y mis
hermanos apoyándote, nadie se atreverá a pedirte una copia de la nueva partida de matrimonio.

Las lágrimas salieron después de todo. Él había pensado en todo para ella.

—Te amo —le dijo, ahogándose con sus palabras, sabía que si las cosas empeoraban, ésta sería su
despedida.

—Entonces, ¿harás eso por mí?

Ella asintió. Él cerró los ojos. Ella le cubrió la mano de besos. Cuando parecía que ya se había dormido,
se levantó para irse.

—Casi se me olvida. Hay algo más que necesito contarte —murmuró.

Se volvió a sentar.

—¿Qué es?

—El día anterior a la concesión de la anulación, tu padre vino a verme al Claridge.

—¿Lo hizo? —ella nunca lo supo.

—Tan pronto como estuvimos solos en mi suite, me golpeó tan fuerte que quedé tirado en el piso,
viendo estrellas.

—No, eso no puede ser verdad. —Su padre era un letrado que nunca había hecho nada más arduo que
levantar un lápiz.

—Sí, es verdad. Y antes de que pudiera levantarme me golpeó otra vez. Así que, ahí estaba yo, con el
labio sangrando y una cortada en la mejilla, y me dijo “Confié en que la tratarías bien, bastardo”.

—¿Mi padre?

Él suspiró.

—Sí, tu padre. Yo le grité que te había tratado como a una princesa, que ninguna mujer en su sano juicio
actuaría de la forma en que tú lo habías hecho, y porqué, en el nombre de todo lo que era bueno y sano, él
escogió defenderte cuando tú odiabas sus malditas tripas.

Ella puso su mano sobre la mejilla de Leo, impactada y extrañamente regocijada.

—¿Y qué te dijo?


—Dijo que lo odiabas por muy buenas razones. Así que, debías tener muy buenas razones para odiarme
también. Y con eso, me golpeó nuevamente y se fue.

Una vez más, las lágrimas se salieron de su control.

—Nunca me lo dijo.

—Por supuesto que no lo habría hecho —Le limpió las lágrimas con la palma de su mano. —Cuando lo
veas otra vez, no seas tan dura con él.

—Trataré.

Él sonrió.

—Bien. Ahora vete a molestar a tus pacientes y déjame dormir.


Capítulo 16

El asedio se levantó tan rápidamente como había empezado. La caballería, literalmente, bajó de las
colinas, desde la cordillera de Amandara al sur del río, la distante movilización que el Capitán Bartlett había
prometido, finalmente, galopó a su rescate. Altos y sentidos vítores subieron por la muralla.

A la vista de la caballería, y sabiendo que sus hermanos en Malakand ya habían sido derrotados, los
pathanos, por tanto tiempo tan feroces e intrépidos, perdieron su voluntad para pelear. Se dispersaron antes de la
caballería, algunos corriendo por las colinas, otros lanzando sus armas a un lado.

Los hombres en las murallas se mantuvieron en sus puestos, mientras el Capitán Bartlett salió
cabalgando a encontrarse con la columna de relevo. Aún cuando los enemigos se retiraron y capitularon, los
cipayos no se atrevían a moverse libremente: las paredes de la muralla, apilada hasta arriba con maderos, bolsas
de arena, rocas y bolsas de tierra, eran un recordatorio constante del impedimento por los tiradores arriba en los
riscos.

Pero, eventualmente, comenzaron a darse cuenta de que habían hecho lo que necesitaban hacer:
mantuvieron un fuerte mal ubicado, contra un enemigo mucho más grande por siete largas noches y días. Hasta
los francotiradores escaparon. El valle, repleto de caballos, sowars, cipayos y equipo móvil, estaba
curiosamente desprovisto de más tiros.

Leo se vio abrazado por Mr. Richmond, cuya cara estaba gravemente quemada por el sol y sus gafas
habían perdido el lente del lado izquierdo. Se encontró dándole la mano a cipayos cuyos nombres no conocía,
pero con quienes había peleado lado a lado y en cuyas habilidades y valor había confiado su vida y la de
Bryony. Y se encontró caminando, lentamente, a lo largo de la muralla sin sus muletas, viendo el teatro de
guerra del cual había tenido la vista más limitada, agachado, como había estado por miedo al fuego de un
francotirador, mirando el campo de batalla sólo por troneras y angostos espacios en sus cresterías.

En tiempos antiguos, el Reino Budista había florecido aquí, en el corazón del valle de Swat. El monje
chino Fa-hien, quien pasó por el país en el siglo V, había alabado sus bosques y jardines. No se encontraban
jardines o bosques a lo largo de las pendientes del amplio valle hoy en día, sólo rocas y pasto. Pero el valle en sí
tenía un grueso follaje que se extendía desde lo alto hasta río abajo hasta donde el ojo podía ver: campos
rellenos llenaban ambos lados del río, begonias rosadas y blancas, crecían salvajes a lo largo del terraplén.

Hubiese sido hermoso si no fuese por la escena de carnicería. Los muertos yacían en el suelo, demasiado
numerosos para que sus camaradas los removieran. Los vencidos, apiñados con las cabezas inclinadas y los
espíritus minados. El aire ya empezaba a volverse ligeramente fétido, por los cuerpos dejados al calor. Leo no
oraba mucho, pero inclinó su cabeza y dijo una oración por todos los hombres que habían perecido en esta
brutal, y en definitiva insensata, batalla.

En la distancia, los cañones de campaña estaban en movimiento, docenas de ellos arrastrados por
camellos. Oficiales recién llegados vigilaban las tierras y evaluaban los daños. Los cipayos que venían con ellos
organizaron a los vencidos, para que cavaran las tumbas y enterraran a los muertos. Los engranajes del imperio,
una vez que empezaban a moverse, no se detenían tan rápidamente. El fuerte sería reparado y mejor asegurado.
Los oficiales levantarían los planos. Habría expediciones retributivas en el valle arriba de Swat y Bajaur.

Pero su parte, estaba terminada.


Él iba a vivir. Y pasaría el resto de sus días en el pacífico y fértil saber de Cambridge. Y un día le
mostraría a Bryony su casa sobre el río con los cerezos.

—¡Mr. Marsden!

Él miró hacia abajo. Era Mr. Richmond.

—El general quiere hablar con usted. Quiere conocer todo lo que pueda decirle sobre la situación en Dir.

Leo suspiró. Parecía que su participación en esta guerra aún no había terminado.

***

El último paciente de Bryony no fue otro que el Capitán Bartlett, quien, después que guió la carga, había
sido herido en el abdomen mientras luchaba para retomar el hospital civil fuera del fuerte. Mientras operaba al
Capitán Bartlett, estaba levemente consciente de que otro oficial había entrado en la sala de operaciones y la
veía trabajar, pero ni pensó en voltear a mirar.

Solamente cuando terminó y el Capitán Bartlett fue llevado al pabellón de los heridos, se acordó del
intruso.

—Capitán cirujano Gibbs, ma’am —el hombre se presentó.

Fue entonces cuando la guerra terminó para Bryony. Estrechó la mano del capitán cirujano con más
entusiasmo del que, normalmente, hubiese saludado a extraños pero lo empujó sobre los registros de los
soldados y los seguidores del campamento en recuperación y los certificados de defunción que había firmado.

El capitán cirujano, un hombre que no sonreía, revisó el pabellón de heridos. Al final, dijo
solemnemente:

—Gracias, Mrs. Marsden. Solicitaré que los oficiales la recomienden para recibir una medalla por sus
servicios.

—Gracias pero, por favor, no lo haga —dijo Bryony con toda sinceridad. —Eso sería establecer un
parámetro muy bajo. Yo solamente hice lo que cualquier cirujano hubiese hecho.

Se estrecharon las manos nuevamente. Y ella se liberó. Caminó bajo el ardiente sol de un día de agosto,
sintiéndose tan ligera como un diente de león, y atreviéndose a perder el tiempo afuera por primera vez en una
semana que pareció una eternidad.

Pero el fuerte estaba lleno de personas. Había provisiones y suministros revueltos en la entrada. Los
trabajadores de la cocina corrían frenéticos, suministrando té y meriendas a todos. Y estaba recibiendo
demasiadas miradas curiosas de todos los hombres, indios y británicos, para su gusto. Así que abandonó sus
planes de permanecer en el espacio abierto por todo el tiempo que pudiera y se retiró al cuartel.

Leo estaba ahí, tratando de ponerse el abrigo. Ella corrió a ayudarlo.


—¡Tu brazo! Ten cuidado.

—Mi brazo está muy bien. Hasta puedo hacer esto. Mira. —Le dio un abrazo feroz que casi le aplasta
los pechos y le exprime hasta la última molécula de aire. No podía cansarse de eso.

Pero eventualmente la dejó ir.

—Tengo que ir a ver al general, o eso me han dicho, quiere saber sobre Dir. Si fuese cualquier otra
persona, le hubiese dicho que se fuera al diablo por mantenerme alejado de ti. Pero como él y sus tropas nos
rescataron, sólo voy a decirle que se apure con sus preguntas.

—Bueno, entonces ve y vuelve rápido.

La abrazó otra vez y le cubrió el rostro de besos.

—Descansa un poco, si puedes en toda esta conmoción. Veré si puedo lograr que nos saquen de aquí hoy
mismo.

Ella trató, pero el descanso no era posible. Cada vez que alguien elevaba la voz, se disparaba una alarma
dentro de ella, y había muchas voces elevadas mientras los hombres dentro del fuerte trataban de hacerse oír por
sobre el alboroto. En dos ocasiones corrió a la puerta y puso la mano en el pomo, antes de darse cuenta de que
la guerra había terminado, que no habría más soldados heridos que necesitaran su atención.

Así que empacó en lugar de descansar, aunque Leo no pudiera conseguirles transporte para hoy, el
Capitán cirujano Gibbs querría su cuarto de regreso. Tampoco había mucho que empacar, habían traído poco
más que la ropa que traía puesta. Pero sí encontró un calcetín suyo bajo la cama y un lapicero grabado con el
nombre de Leo sobre el escritorio.

Cuando fue a ponerlo dentro de la alforja, se dio cuenta por primera vez que había sido acuchillado de
un lado. Se estremeció, recordando por un momento el terror de su carrera desesperada. Luego pasó y colocó el
lapicero en un bolsillo interior de la alforja, donde él guardaba sus otros lapiceros.

El interior del bolso estaba completamente vacío, excepto por unos pocos cuadernos y uno de ellos
también había sido acuchillado casi hasta la mitad. Tomó ese cuaderno en particular y lo abrió. Varias hojas que
habían sido arrancadas cayeron de éste.

Eran las cartas de las que él le había hablado. La primera era para su padrino.

Querido Sir Robert,

Escribo para informarle que me he casado nuevamente. Le ruego que ignore las circunstancias
inusuales y honre y proteja a Mrs. Marsden, antes Bryony Asquith, con afecto y estima.

Mi vida ha sido enriquecida sin medida por su presencia. Lamento esta apresurada despedida. No llevo
conmigo nada más que los más cariñosos recuerdos.

Su amigo y ahijado, Leo

La siguiente carta, para sus hermanos, estaba escrita más o menos en los mismos términos, con
despedidas adicionales a sus numerosos sobrinos y dos postdatas.
P. D. No se sorprendan con la lectura de mi testamento. No lo cambié después de la anulación.

P.P.D. Will y Matthew, me disculpo otra vez por el tiempo que me tomó darme cuenta. En mi afecto por
nuestro padre, me puse de su lado ciegamente. No puedo decirles cuánto significó para mí que nunca me hayan
puesto a prueba por ello.

Había otra hoja de papel. Bryony dudó. Él le había contado el contenido de las dos primeras, así que,
presumiblemente, no le importaría que las leyera. Pero no le había dicho nada de una tercera carta. Estaba a
punto de devolverla cuando vio que estaba dirigida a ella.

Querida Bryony,

Hay tantas cosas que desearía haber tenido tiempo de decirte, así que sólo diré esto: estos últimos días
han sido los mejores días de mi vida. Por ti.

Mi esperanza ferviente es que tú estés segura y bien cuando leas esta carta. Que tengas toda la felicidad
que desearía haber podido compartir contigo. Y que me recordarás no como un esposo fallido, sino como el
que estuvo esforzándose, hasta el final.

Tuyo por siempre, Leo

***

La voz de Leo se coló entre los postigos que ella había dejado entreabiertos. Mrs. Marsden. Tan pronto
como sea posible. Gracias.

Ella regresó las cartas rápidamente, se levantó y se limpió las lágrimas de los ojos.

—¿Ya terminaste con el general? —preguntó tan pronto como cruzó la puerta.

—No, aún no lo he conocido. Pero hay un cable de Callista.

—¿Callista? ¿Aquí?

—Creo que mejor lo lees.

En cierta forma, su corazón se ensombreció con su expresión. Ella tomó el cable.

Queridos Bryony y Leo,

Ruego porque estén bien. Nunca me perdonaré si algo le pasa a alguno de los dos, debido a que la parte
sobre la salud de mi padre era una farsa.

Pero ya no lo es. Anoche tuvo un ataque masivo al corazón. Los doctores dicen que podría tener otro
ataque en cualquier momento y que sería su fin.
Si están bien cuando reciban esto, por favor, dénse prisa. Y déjenme saber que están bien tan pronto
como puedan.

Callista

—¿Dije que la iba a matar con mis propias manos si algo te pasaba a ti? Creo que voy a hacerlo de
cualquier manera —dijo Bryony, rechinando los dientes.

—No, no dejaré que te cuelguen por ella. Veré si puedo hacer que la internen en un manicomio donde
pertenece —dijo Leo, sacudiendo la cabeza exasperado. —Ella me engañó. Cuando le envié un cable a un
amigo en Londres y pregunté por la salud de tu padre, la respuesta que recibí fue que realmente no había salido
de casa.

—Así que sí lo verificaste. Estaba empezando a preguntarme si te habías vuelto excesivamente crédulo.

—No confío en una palabra que diga Callista, al menos no en lo que se refiere a ti. Cuando estabas en
Alemania, me dijo una vez que como resultado del tratamiento de tu propia melancolía, te habías vuelto
severamente adicta a la cocaína y que te inyectabas al menos tres veces al día.

—¿Qué?

—Y cuando estuviste en Estados Unidos, reportó que te habías enamorado del esposo de una de tus
colegas y te sentías tan miserable que trataste de suicidarte.

—¡Está loca!

—Loca por reunirnos, eso es seguro.

—Bueno, ¿debemos creerle esta vez?

—El cable fue enviado desde la oficina de Lord Elgin. Así que Charlie tiene que estar involucrado. Y
para que Charlie este involucrado, tuvo que haber ido con Jeremy o Will. Estoy inclinado a creerle.

La adición del impacto a la mezcla de agotamiento y emoción estaba siendo demasiado para Bryony. Se
sentó, con el cable en la mano, y trató de leerlo otra vez. Pero las palabras solamente le daban vueltas en la
cabeza.

Levantó la mirada hacia él.

—Supongo que tengo que ir ahora mismo.

—Sí. El camino hacia Nowshera está abarrotado y los caballos del servicio están sobrecargados de
trabajo. Ellos dicen que ahora un viaje se toma veinte horas. Me ha prometido un escolta para ti. ¿Te ayudo a
alistarte?

—Estoy lista —dijo lentamente. —Ya estaba empacando antes de que regresaras.

Él la levantó de la silla y la abrazó estrechamente.

—Te extrañaré.
Ella lo abrazó tan fuerte como se atrevió.

—Prométeme que no harás nada valiente.

—Seré el más cobarde. E iré a Londres tan pronto como pueda escapar de aquí. Eso si tú no te has ido ya
a San Francisco o Christchurch para cuando llegue a Inglaterra.

Lo besó.

—No, estaré allá. Tú tienes razón. Es tiempo de que deje de huir.


Capítulo 17

Fue una impresión regresar a Londres, al aire visiblemente holliniento, las casas manchadas de mugre, la
pobreza, y la escarpada densidad de población. Pero también era el tipo de impresión que se desvanece
rápidamente. Para el momento en que el tren entró a la estación, Bryony había dejado de preguntarse cómo la
gente podía vivir en semejante suciedad colectiva. Y cuando el coche se detuvo ante la casa de su padre, ya no
percibía el penetrante hedor de las evacuaciones de los caballos a lo largo de la vía pública.

Fue mucho más difícil para ella ver la cara de su padre, con la piel pálida como el papel, las cejas y
pestañas adelgazadas, los labios descoloridos y flojos, especialmente suelto en el lado que había estado
paralizado por el ataque previo, y se dio cuenta de que realmente estaba a punto de morir. Había tenido un
segundo ataque pocas horas antes de que Bryony llegara. Ella se reunió con el doctor que lo atendía. No había
esperanza de que Geoffrey Asquith se recuperara. Ni siquiera se esperaba que sobreviviera más de una semana.
Pero aún vivía.

Lo habían atendido muy bien. Su madrastra, con años de experiencia de cuidar a sus frágiles hijos, había
contratado a dos enfermeras muy competentes y las había dirigido muy bien. Tanto él como la habitación
estaban impecablemente limpias, y apenas podías darte cuenta que había una bacinilla en uso.

—¿Té? —preguntó Callista.

Bryony sacudió la cabeza.

A los veinticinco años, Callista aún mantenía la cara de gamín que tenía desde que era niña, con los
mismos ojos grandes, los mismos pómulos altos, la misma nariz ligeramente puntiaguda. Había estado en la
plataforma del tren, esperando, una esbelta y chispeante joven con un sombrero de paja, cuyos lazos verdes
ondeaban en el viento y el vapor. Y el corazón de Bryony palpitó dolorosamente: con el enigmático parecido
que tenía con su difunta madre, como si Toddy hubiese salido de los recuerdos cuidadosamente preservados de
Bryony.

No habían hablado mucho en el coche durante el viaje a casa. No eran cercanas. Nunca lo habían sido,
aún cuando alguna vez, fueron las únicas dos niñas en una casa inmensa y laberíntica.

Bryony había tratado. Después de la muerte de Toddy, ella vació todo su amor en el bebé. Ella las
imaginó como compañeras pasajeras de un naufragio en el mismo bote salvavidas: hermanas y mejores amigas
que encontrarían el camino a una nueva vida segura.

Pero mientras Bryony anhelaba el contacto humano, Callista se retiraba. No quería que la besaran ni que
le dieran palmadas ni que la abrazaran. No quería que le cantaran. Y cuando Bryony trataba de leer para ella, se
escondía bajo los manteles de las mesas y las camas, con los dedos dentro de los oídos.

Bryony no podía hacerla hablar. No podía hacer que Callista se interesara en ninguna de los juegos y
recreaciones que ella y Toddy habían disfrutado inmensamente. Incluso hubo ocasiones en que Callista se
volteaba y se escabullía en la dirección opuesta cuando veía venir a Bryony.
Eventualmente, aprendió a dejar a Callista en paz. Y aceptó que no había nadie más con ella en el
salvavidas, que debía remar sola en el mar infinito de su niñez, y que también estaría sola cuando, finalmente,
llegara a la lejana orilla.

Casi no le dolió mucho cuando, a los cinco años, Callista, instantáneamente, aceptó tanto a Mrs. Asquith
como a Mrs. Roundtree, sus nuevas institutrices, salió de su concha, y se convirtió en una niña feliz y
bulliciosamente sociable.

—¿Vas a irte pronto otra vez? —preguntó Callista.

—Aún no tengo planes —respondió Bryony, separándose de la cama de su padre.

—Y Leo, ¿va a regresar también?

—Sí, tiene intenciones de establecerse en Cambridge.

Había pasado casi un mes desde que se despidieron con un beso, una separación que ya había sido más
larga que el tiempo que pasaron juntos en la India y que se prolongaba más y más con los días. No había tenido
noticias de él. Ella asumía que él estaba bien, si algo le hubiese pasado, ya se habría enterado. Pero aún estaba
preocupada.

Y no por su seguridad solamente.

Él no había querido un futuro con ella. Él había dudado de la capacidad de ella para amar. Al calor de la
batalla, con sus vidas en riesgo, no había importado. La muerte, con todos sus defectos, simplificó la vida como
nada más lo había hecho. Pero, con la probabilidad de décadas y décadas de tiempo ante ellos, ¿la potente
intimidad que los protegió de que las heridas del pasado perdería, eventualmente, su poder y fuerza contra la
aguda monotonía y habitualidad de la vida diaria, contra todo lo demás que los había mantenido separados?

Levantó un panel de la pesada cortina y miró hacia abajo, a la calle brillante. En la India, la lluvia,
cuando llegaba, era pesada y decisiva. Se le había olvidado cuán vacilante y avara era la lluvia en Inglaterra,
todo un día de niebla y llovizna, y la precipitación verdadera apenas cubría el fondo de un balde.

Y había olvidado lo fría que era, las hogueras se encendían desde finales de agosto, y aún podía sentir el
frío húmedo subiendo por las tablillas del suelo.

—Bryony —Callista llamó.

Ella se volvió lentamente.

—Lo siento —dijo Callista. —Lo siento mucho, por todo.

Ocasionalmente, Bryony tenía pesadillas, de espadas y oscuridad, y Leo sangrando de mil cortadas. Se
despertaba de un brinco, jadeando, y no podía volver a dormir por horas, con el corazón estremecido sabiendo
cuán cercanos se habían vuelto.

En momentos como ese, se enfurecía mucho con Callista, por sus fabricaciones irresponsables. Leo pudo
haber muerto por las espadas de los pathanos, o herido de un balazo y caído, como aquel cipayo menos
afortunado que estaba junto a él.

Siempre era más fácil culpar a alguien más.


Caminó hasta el lado más lejano de la cama, donde Callista estaba parada con la espalda contra la pared.
Tomó las manos de Callista en las de ella, tocando a su hermana por primera vez en años, tal vez en décadas.

—Está bien —dijo.

Dos palabras, una frase común, tan ordinaria como gorriones y polillas. Aún así, mientras las sílabas
salían de sus labios, se sentían como joyas, redondas y brillantes. Y su corazón de alguna forma estaba más
completo, más espacioso.

Regresó al lado de su padre, y se sentó en la silla que había puesto al lado de la cama. Sólo una lámpara
había sido encendida, pero su luz, del color de las brasas desvanecidas, captaron cada arruga y hundimiento en
el rostro de Geoffrey Asquith. ¿Cuándo había envejecido tanto?

—Has cambiado —dijo Callista.

Bryony levantó la cabeza.

—Cuando estaba pequeña, me costaba mucho estar alrededor de ti —continuó Callista. —Todas tus
emociones eran tan intensas, tu rabia como dagas, tu infelicidad un pozo envenenado. Hasta tu amor tenía tantas
esquinas filosas y pasajes oscuros. Luego, hubo años en que pensaba que estabas caminando dormida por la
vida, drogada con trabajo, de la manera en que las personas que toman demasiado láudano no sienten nada. Pero
cuando te comprometiste con Leo, la magnitud de tu felicidad me asustó. Se sentía como un carro sobrecargado
de manzanas, el menor golpe en el camino podría echar a perder todo.

Bryony casi rió con su descripción. Era bastante apropiada, realmente, un carro sobrecargado de
manzanas, un corazón sobrecargado de esperanzas, ambos igualmente propensos a volcarse.

Callista sonrió.

—Supongo que lo que realmente trato de decir, es que, solías quebrarte fácilmente. Pero ahora te has
vuelto menos frágil.

Bryony descansó sus manos en el borde de la cama, las sábanas eran francesas, tan finas y suaves como
una nube spun. En cierta manera, Leo había tenido razón. Ella se quebraba muy fácilmente porque no había
sabido cómo amar a alguien menos perfecto, considerado, y devoto que Toddy. Pero ahora, pensó, estaba
aprendiendo.

—Eso espero —dijo.

***

Callista se fue a dormir a las once en punto. Bryony permaneció al lado de su padre. Un cuarto de hora
después, se oyeron pisadas en el pasillo. Pensó que era Callista que regresaba, pero era su madrastra.

Mrs. Asquith estaba en los cincuenta, con el tipo de rasgos finamente trabajados que aún lo serían
cuando llegara a los setenta. Tocó la frente de su esposo y se inquietó, brevemente, con el counterpane5. Ellas
5
Ropa de cama (N.E.)
eran perfectas extrañas, Bryony y Mrs. Asquith, aún cuando Mrs. Asquith había estado casada con Geoffrey
Asquith durante veinticuatro años.

Para cuando vino a vivir con Bryony y Callista, estaba agotada por los largos años de enfermedad de sus
hijos, y ella misma se encontraba en un estado de salud imperfecto. No había hecho muchos intentos de ganarse
el afecto de Bryony. Bryony, con el recuerdo de la execrable institutriz que Mrs. Asquith había contratado muy
fresco en la mente, había ignorado libremente a Mrs. Asquith.

Esa distancia, una vez establecida, tomó su propio aire de inmutabilidad. Como un mueble que no le
gusta a nadie, pero que no ofende a nadie lo suficiente para que lo remuevan, y permanece en su lugar, año tras
año.

Mrs. Asquith se enderezó. Puso su mano delgada en el poste de la cama y miró a su esposo agonizante.
Se veía mucho más vieja de lo que Bryony recordaba.

—¿Está usted bien, ma’am? —preguntó Bryony.

—Estaré bien cuando sea el tiempo —dijo Mrs. Asquith. Levantó la mirada y vio a Bryony. —No sé si
te veré mucho después que tu padre... no sé si te veré mucho en el futuro, así que pienso que debería hablarte
ahora. Cuando tu padre me propuso matrimonio, entendí muy bien que necesitaba una madre para sus hijas y
estaba preparada para asumir esa responsabilidad. Pero, luego, tanto la salud de Paul como la de Angus falló...

Exhaló.

—Lo que quiero decir es que hice muy poco por ti y por tu hermana en aquellos años, pero
especialmente por ti. No tengo ninguna defensa, excepto decir que mientras mis hijos sufrían y se deterioraban,
me parecía que tú y Callista fueron bendecidas con todo lo que un niño podía pedir: salud buena y robusta. Para
cuando me di cuenta de lo equivocado de mi presunción, habían pasado los años y... y nunca estuve ahí. Lo
lamento.

—No podía estar en todas partes al mismo tiempo, ma’am. No debe culparse por atender a Paul y Angus
cuando la necesitaban.

—Sí, pero tú y Callista me necesitaban también.

Bryony miró hacia la figura inerte de su padre.

—Nosotras tenemos un padre, ma’am. Él pudo haberse esforzado un poco más cuando usted tuvo que
irse.

—Sí, pudo hacerlo. Debió haberlo hecho —acordó Mrs. Asquith. —De cualquier manera, no se me
ocurrió señalarle sus fallos, porque estaba tan agradecida de que él no me reclamara por haber fallado en lo que
yo debía hacer.

Hizo una pausa.

—Hubo una ocasión, sin embargo, cuando sí le señalé su fallo. Fue cuando él debatía si debía permitirte
o no ir a la escuela de medicina. Yo estaba tercamente en contra de la idea. Pensé, lo siento, pensé que estabas
siendo tozuda e innecesariamente rebelde, y estaba horrorizada de que él estuviera considerando siquiera la
idea. Creía que arruinaría tu oportunidad de tener un matrimonio apropiado y reduciría el prestigio del apellido
Asquith al mismo tiempo. Él agonizaba con la idea. Pero al final me dijo que no tenía la autoridad moral para
prohibirte ir. Que en vista de que te había dado tan poco en la vida, te debía la libertad de escoger tu propio
destino.

Mrs. Asquith se inclinó y besó la frente de su esposo. Hizo lo mismo con Bryony.

—Pensé que debías saber eso —dijo Mrs. Asquith, antes de alejarse tranquilamente, dejando un rastro
polvo de lila y manto.

***

Bryony pensó que había soñado que alguien le oprimía la mano. Pero mientras levantaba la cabeza y
parpadeaba con los alrededores poco familiares, la oprimieron nuevamente.

—¡Padre!

Geoffrey Asquith no lucía diferente. Permanecía con los ojos cerrados, la boca desconcertantemente
floja del lado contrario a Bryony. Arrojó a un lado el counterpane y miró su mano.

—¿Puede oírme, padre? Es Bryony.

Esta vez lo vio. Sus dedos, cerrándose alrededor de los de ella.

Los ojos se le llenaron de lágrimas inexplicables.

—Regresé. Regresé de la India.

Él oprimió otra vez, así que siguió hablando.

—Fue una aventura. Mr. Marsden viajó miles de millas para encontrarme, para que pudiera regresar a
casa y verlo. Sí, ése Mr. Marsden, el que era su yerno. Hubiese regresado antes, pero Mr. Marsden sufrió un
ataque de malaria. Y luego, nos encontramos en medio de una verdadera guerra en la frontera india. Pero
estamos a salvo y aquí estoy.

Ella le levantó la mano y la sostuvo fuertemente.

—Mr. Marsden es un defensor suyo incondicional, aún cuando lo golpeó una vez por mí, o tal vez
porque lo golpeó una vez por mí. Le gustan sus libros. Y dice que usted me ama.

Su padre le oprimió la mano. Fue el apretón más fuerte hasta el momento. Ella entrelazó los dedos con
su padre y descansó el dorso contra su mejilla.

—Supongo que nunca —repentinamente, estaba ahogándose un poco. —Supongo que nunca le agradecí
por dejarme ir a la escuela de medicina. O por casarse con Toddy, ella era maravillosa.

Tocó con la otra mano su quijada barbuda.


—¿Recuerdas aquel verano cuando yo tenía seis años? Viniste con Toddy y conmigo a nuestros paseos
algunas pocas veces. Una vez fuimos a la villa. Y me compraste una caja de caramelos. Otra vez, recogimos
juntos fresas salvajes y las comimos con crema fresca en casa.

Le apretó la mano otra vez, pero fue más débil.

—No creo que te gustaran las fresas salvajes —levantó la voz, como tratando de hacerse oír por alguien
que estaba alejándose más y más. —Pero Toddy seguía dándote miradas, así que las comías de todas maneras,
porque yo las recogí y me encantaban.

El apretón, cuando vino, fue aún más anémico. Él se estaba yendo. Algo feroz atenazó su corazón.

—Te amo.

Con eso, Geoffrey Asquith dio su último apretón.

Ella permaneció sentada por un largo tiempo, sosteniendo su mano sobre su regazo. Pero él no exhibió
más señales de conciencia.

Al amanecer, cuando ella volvió a despertar, él ya había fallecido.

***

La casa se sumergió en el luto. Todas las cortinas de las ventanas se cerraron. Permanecerían así hasta
que el cuerpo de Geoffrey Asquith saliera de la casa el día de su funeral. Un crespón negro cubrió la puerta
frontal. La ropa de luto llegó por cajas, en crespón para Mrs. Asquith, en seda paramatta6 para Bryony y
Callista.

Como familiares dolientes, no se esperaba que se preocuparan por los arreglos funerarios, los amigos
más cercanos de su padre se encargarían de ello. Los amigos y conocidos respetaban la privacidad de los deudos
evitando las visitas, pero las parientes de Mrs. Asquith sí la visitaron para ofrecerle sus condolencias.

En sus vestidos negros, Bryony y Callista trabajaron en el estudio, seleccionando los papeles de su
padre. Estaban hundidas hasta las rodillas en viejas invitaciones, tarjetas, correspondencia, su padre nunca había
tirado nada dirigido a él, parecía. También había cajas de manuscritos, recortes de periódico, y pedazos de papel
con varios fragmentos de pensamientos, garabateados rápidamente, sobre todo desde el ingenio de Donne hasta
la higiene de Johnson.

—Me pregunto si ya se habrán ido —dijo Callista, mirando hacia arriba desde donde estaba sentada
sobre la alfombra.

—¿Quiénes?

—Mrs. Bourne y Mrs. Lawrence —Mrs. Bourne y Mrs. Lawrence eran las hermanas de Mrs. Asquith.
—Mrs. Lawrence crispa a nuestra madrastra. No creo que pueda soportarla mucho en este momento.

6
Seda mezclada con algodón. (N.E.)
—Iré a ver y daré la opinión médica de que debe descansar más.

—¿Lo harías?

—Por supuesto.

Pero antes de que Bryony llegara a la entrada del pasillo, oyó pisadas descendiendo por las escaleras y
voces de mujeres. Y luego, escuchó su nombre.

—…nunca entendí que vio Leo Marsden en Bryony Asquith. Él pudo haber tenido a cualquiera. Déjame
decirte que no me sorprendió en lo más mínimo que él quisiera la anulación.

—Oh, vamos, Letty, tú no sabes por qué decidieron una anulación. Los matrimonios son como los
zapatos; sólo quienes están dentro los conocen.

—Bueno, todo el mundo sabía que Leo Marsden era miserable casado con ella. ¿Qué clase de hombre
felizmente casado daría fiestas solo y luego saldría a apostar toda la noche?

—Shhh, Letty. Los sirvientes.

Se fueron. Bryony se puso una mano sobre el corazón. Palpitaba agitadamente. En los tres años que
había pasado fuera, había olvidado lo que era vivir en Londres, rodeada de tantos recordatorios de su
matrimonio infeliz.

—Bryony —dijo Callista tras ella. —¿Qué estás haciendo ahí?

—Nada. Mrs. Bourne y Mrs. Lawrence se acaban de ir.

—Qué bien. No soporto a Mrs. Lawrence. Siempre balbuceando sobre cosas que no conoce. Vaca
estúpida.

¿Qué había dicho sobre ella y Leo, que hasta una mujer que no sabe nada como Mrs. Lawrence, sabía
que Leo había sido miserable casado con ella?

—Bueno, no te quedes ahí parada, ven conmigo —Callista caminaba de espaldas hacia el estudio,
llamando a Bryony con las manos. —Ven a ver lo que he encontrado.

Lo que Callista había encontrado era una fotografía, de ocho por diez pulgadas, de un grupo en un
picnic, puesta sobre la superficie del escritorio. Bryony se quedó sin aliento. Era el picnic de su sexto
cumpleaños. Ahí estaba ella, sentada al frente y en el centro del grupo en su vestido nuevo, el cual en la
fotografía se veía de un confuso marrón claro medio, pero en realidad había sido de un adorable tono verde
manzana. Estaba Will, quien lucía como si nunca hubiese oído tal cosa como correr desnudo, la fotografía había
sido tomada antes de que toda la fiesta se apilara en dos caravanas hacia el sitio escogido para el picnic a dos
millas de distancia, y por tanto, antes del memorable incidente. Y ahí estaba Toddy, parada en la fila de atrás, se
veía tan joven que le rompió el corazón a Bryony darse cuenta de que para el momento en que la fotografía fue
tomada, sólo le quedaba un año de vida.

—Es tu madre —dijo suavemente.

—Sí. Lo sé—dijo Callista nostálgicamente. —Siempre la reconozco, como mirarme a mí misma con un
disfraz.
Bryony pasó un dedo por el borde de la fotografía.

—Este fue uno de los mejores días de mi vida.

Callista sonrió.

—Me lo imagino. Y, mira, ahí está Leo —Apuntó a la foto.

Lo vio en el mismo instante que Callista lo señaló, el niño regordete a su derecha. Usaba una ropa
oscura, la ocasión de su sexto cumpleaños había sido mucho antes de que dejara de usar ropa de bebé, era su
primer traje de pantalón.

—Dios mío, era tan pequeño.

—Debía serlo. Tenía dos años —dijo Callista, sonriendo cariñosamente. —Y ya no podía dejar de
mirarte.

Bryony no lo habría descrito de esa manera. Pero en la fotografía, la cara de Leo estaba vuelta hacia ella,
como si fuese más interesante que la cámara, más absorbente que cualquier persona alrededor de él.

Fue una sensación vertiginosa, ver a las dos personas que más amaba juntos en un marco. Y ahí estaba
ella, complacida de felicidad, complacida de vida.

—¿Puedo quedarme con esto?

—Por supuesto —dijo Callista. —Desde el momento en que la vi, supe que te pertenecía.

***

Las aguas oscuras del Canal inglés se separaban reaciamente antes del arco del ferry. El mar estaba
picado, cubierto de niebla, e Inglaterra, visible desde Calais en un buen día, parecía retroceder, en vez de
acercarse.

Él había estado viajando por siempre.

Dos días después que Bryony dejó Nowshera, Imran y los culíes llegaron a Chakdarra. Se habían
quedado en una villa a tres marchas de distancia, esperando porque la guerra se apaciguara.

Conseguir cualquier cosa, o a cualquier persona en Nowshera resultaba complicado. Viajar entre
Malakand y Nowshera se había vuelto imposible. En varios puntos a lo largo de las cincuenta millas
polvorientas, el tráfico degeneraba en un atascamiento de mulas, carros de caballos, camellos y hombres
incapaces de moverse dos pasos en una dirección o la otra, hirviendo bajo el sol inclemente.

Nowshera era un caos, con regimientos llegando del sur, regimientos partiendo hacia el norte, y todos
los animales de carga y armamento que iban y venían con los regimientos. Leo se despojó de todo lo que había
adquirido para el viaje. Le dio una mula a cada uno de los culíes y al ayah. Dividió todos los caballos que había
comprado en el camino entre Imran, Hamid y Shaif Khan, excepto la valiente yegua que lo cargó a él y a
Bryony sin peligro hasta Chakdarra: ella iba a pasar el resto de sus despreocupados días en un potrero inglés.

Fue una lucha salir de Nowshera con Udyana, había nombrado a la yegua como un antiguo reino budista
de Swat, y las cosas de Bryony. Llamó a todas las conexiones que tenía y explotó, sin ninguna vergüenza, su
status de héroe de Chakdarra. El embaucamiento dio fruto al final. Obtuvo lo que quiso, abordó el tren
exhausto, y durmió todo el camino hasta Bombay.

Los barcos de vapor P&O partían de Bombay cada viernes durante el monzón suroeste. Uno había salido
tres días antes de que él llegara. Pero tuvo suerte: Los austríacos tenían un vapor extra no programado que
partió al día siguiente para Trieste. Desde ahí, tomó nuevamente el tren, cruzando los Alpes desde Italia a París,
en Francia, donde se encontró con Matthew, y luego a Calais y cruzar el Canal que finalmente lo regresaría a
Inglaterra.

Al resto de su vida.

Algunas veces, extrañaba la guerra. No el miedo, ni el agotamiento, y ciertamente, no la matanza, sino la


claridad casi cegadora de las cosas. En aquella encrucijada, todo entre él y Bryony había sido destilado hasta la
misma esencia: sólo importaba el amor, nada más.

Pero mientras Chakdarra se quedaba en el pasado, los viejos temores y las dudas se arrastraban de
regreso. Una vez que el regocijo de la reunión se desvaneciera, una vez que la novedad de hacer el amor ya no
fuese tan nuevo, ¿cómo lo vería ella? No importaba cuán cuidadoso fuera, algún día, invariablemente, él haría
algo que la enfurecería. ¿Qué pasaría entonces? ¿Toda la vieja infelicidad se precipitaría adelante? ¿Recordaría
que él la había traicionado y se arrepentiría de haberle dado una segunda oportunidad?

¿O se protegería a sí misma manteniendo distancia de él, de manera que su cercanía siempre se vería
corta de verdadera comunión, siempre negándole ese perdón final para que no vuelva a herirla otra vez?

Y él, ¿sería lo suficientemente fuerte para persistir en cara de esta falta de confianza? Este mismo miedo
había sido lo que lo llevó a rechazar su acercamiento en el dak bungalow, sin disposición de que las emociones
de un momento dicten el resto de su vida, temeroso de ser un abyecto lacayo a su lado, o peor, un amargado
compañero resentido de estar condenado eternamente por un error.

Miró la fotografía en su mano, la fotografía de su boda. Solía pensar que ella se veía de madera. Pero no,
lucía embrujada, con los ojos tan claros como las lluvias de enero. ¿Cómo alguien podría regresar de ese
estado? ¿Cómo podría ella amarlo verdaderamente otra vez?

Regresó la fotografía a su bolsillo cuando oyó los pasos de Matthew.

—La niebla se está levantando —dijo Matthew. —Pronto deberíamos ver Dover.

Se pararon hombro a hombro en el arco. La niebla se disipó, el sol brilló, e incluso las opacas y poco
románticas aguas del Canal inglés, brillaron con la luz de la mañana.

Cuando los blancos riscos de Dover estaban a la vista, Leo no tuvo una epifanía; él tomó una decisión.

La confianza era recíproca. ¿Cómo podría pedirle que confiara en él cuando él difícilmente confiaba en
ella? Él confiaría en ella, en su amor, en su fuerza, en su decencia y fortaleza.

Y cuando llegara la ocasión, encontraría la fuerza dentro de él.


Capítulo 18

El cuerpo de su padre reposó en el recibidor de la casa de campo por dos días. Al tercer día, un coche
fúnebre negro, grande como un carro de riel, aparcó ante la casa y lo cargó a su funeral.

Las mujeres, a menudo, no se animaban a asistir a los funerales, por temor a causar una escena,
abrumadas por el dolor, y romper en llanto o incluso desmayarse por un empacho de sentimientos. Pero tanto
Bryony como Callista escogieron estar presentes, para acompañar a su padre en el último tramo de su travesía
por esta tierra.

El servicio fue solemne y conmovedor. Pero Bryony lo pasó pensando más en los vivos que en el
muerto. No había nada más que pudiera hacer por su padre, pero había mucho que podía hacer por Callista, por
Mrs. Asquith, y por sus hermanastros. Cuando comenzara a trabajar, debía tratar de ser menos autómata, un
poco de compasión por sus pacientes no le haría daño. Y en lo que respecta a sus futuros estudiantes de la
escuela de medicina, podría sonreírles de vez en cuando, de manera que no se sintieran tan intimidados para
hacer preguntas.

El organista tocaba “Ahora la tarea del trabajador se terminó”. Sobre los hombros de sus amigos, el
ataúd de su padre viajó lentamente hacia la puerta de la iglesia, seguido por sus hijas.

Abruptamente, Callista picó a Bryony por el costado. Bryony volteó hacia ella. Callista apuntó con la
barbilla. Bryony miró en la dirección general que su hermana le indicó, y no vio nada más que filas y filas de
dolientes, algunos de ellos le parecían vagamente reconocibles, a otros no podría identificarlos aunque el brazo
con el que toma el escalpelo dependiera de ello.

Y luego, los vio: Will Marsden, Matthew Marsden, y el hermano mayor Jeremy, el Conde de Wyden.
Eran un trío impresionante, todos de rizos rubios y caras de arcángel. Cuando estaba por mirar hacia otro lado
vio al hermano más alto, de cabello más oscuro, quien de hecho se paró más cerca de la nave de la iglesia, más
cerca de ella.

Su temporada en la India, en líneas generales, podía dividirse entre la malaria y la guerra, con Leo en
cama, por un lado, por el ataque de malaria y, por el otro, por las heridas y la fatiga de la batalla continua. Su
ropa, para el momento cuando se encontraron, había visto mucho servicio en la frontera y estaba deshilachada y
usada, por no decir gastada.

Pero ahí, dentro de la iglesia, rodeado por los rayos de luz solar que atravesaban las ventanas de vidrios
manchados, con perfecta salud y en un levita inmaculadamente confeccionado, era algo completamente
diferente.

Este era el joven que la había enamorado con una sonrisa. Él no lucía como un arcángel; si los
arcángeles lucieran como él, no quedaría ni una mujer de virtud en el Paraíso. En vez de eso, era un Adonis
anticuado, completamente humano, y aún así las diosas encantadas se enamoraban de él.

Dios, era hermoso. Y por su vida, que no sabía cómo logró seguir caminando.

No había notado la banda de crespón negro que usaba en el brazo hasta que pasó junto a él.
Vino de luto, como hijo de la familia.

***

El entierro fue privado. Bryony y Callista lanzaron un puñado de pétalos de rosa blanca sobre el ataúd de
su padre. Luego, Callista lanzó otro puñado por Mrs. Asquith, quien no se había sentido apta para el funeral, se
entendía que los deudos algunas veces preferían afligirse en soledad, en vez de desmoronarse en público.
Angus, el más joven de sus hermanastros, tiró un puñado de tierra por él, y otro por Paul, cuyas malogradas
extremidades, como resultado de la poliomielitis en su niñez, le dificultaban dejar la casa.

Mientras salían del cementerio, otra vez Callista fue la primera en ver a Leo, Matthew y él, las esperaban
en el coche Asquith, el pobre Matthew era, prácticamente, invisible con la luminosidad de Leo.

Un caldero de emociones se derramó sobre Bryony. Ternura. Anhelación. Pura admiración


deslumbrante. Y suficiente felicidad para hacer flotar a la Marina Real completa.

Callista abrazó tanto a Leo como a Matthew.

―Leo, castor horrible, bienvenido a casa. Matthew, mi Dios, estás más atractivo cada vez que te veo.
¿Cuándo vas a pedir mi mano? Me estoy poniendo más vieja cada día.

Matthew rió suavemente.

―Pronto, Callista, pronto. Justo ahora, cuando estábamos cruzando el Canal, Matthew estaba gimiendo
tu nombre cuando pensó que nos hundíamos ―dijo Leo, sonriendo. Le estrechó la mano al hermanastro.
―Angus, un placer verte.

Para Bryony, probablemente sin ninguna consideración por sus rodillas de mujer mayor, le dio una
sonrisa completa, con la cual podría haberla enviado hacia el lado del coche.

―Mrs. Marsden.

Realmente, debió haberse dirigido a ella como Miss Asquith. Una anulación significaba que nunca
habían estado legalmente casados. Pero la manera como dijo Mrs. Marsden, como si estuviesen solos y él
tuviese toda la intención de desnudarla, hizo que su corazón latiera más fuerte. Como lo hizo con la señal que le
envió a través de su atuendo de luto, además de la banda de crespón en el brazo, también usó una banda negra
en el sombrero. Ella ya podía oír los chismes: él vino al funeral vestido como si el difunto aún fuese su suegro,
como si aún estuviese casado con Bryony Asquith.

―Messieurs Marsden ―respondió. ―Gracias por venir.

―Nos preguntábamos si les importaría venir a nuestra casa para el té ―dijo Matthew.

―Creo que es una adorable idea ―dijo Callista.

―No estoy segura ―dijo Bryony. ―Se supone que no debemos movernos en sociedad tan pronto
después de la muerte de nuestro padre.
―No se están moviendo en sociedad ―dijo Leo firmemente. ―Sólo es la familia.

La única conexión que los Asquith y los Marsden tenían entre ellos era el matrimonio anulado de Leo y
Bryony.

―Tienes absolutamente toda la razón, Leo ―dijo Callista. ―¿Vamos?

―¿Qué pasará con Mrs. Asquith? ―preguntó Bryony. ―Sólo Paul está ahí con ella, y a él mismo, le
cayó muy mal la muerte de Padre.

―Yo los acompañaré ―se ofreció Angus. ―Vayan ustedes dos.

―Aún así…

―Está bien ―dijo Callista. ―No nos quedaremos mucho tiempo.

Angus tomó el coche Asquith a casa. Todos los demás se apilaron en el coche Wyden. Durante el paseo,
Bryony se enteró que Matthew había dejado sus vacaciones en Biarritz para encontrarse con Leo en París. Y
como no pudo persuadir a Leo de ir a Biarritz con él, había decidido acompañarlo a Londres.

Acababan de bajarse del tren en la Estación Victoria cuando se enteraron de que el funeral de Geoffrey
Asquith se llevaría a cabo esa misma tarde. Apenas tuvieron tiempo de comprarle a Leo su crespón de luto, y
apresurarse a casa para cambiarse sus ropas de viaje antes de dirigirse al servicio.

―Leo me robó mi abrigo ―dijo Matthew. ―Él tenía que verse bien.

―Mentiroso ―Leo sonrió. ―Matthew insistió que tomara su abrigo, porque no podía ir al funeral de mi
suegro con un traje de calle, que era todo lo que tenía en ese momento.

Mi suegro. Turbada, Bryony mantuvo la cara volteada hacia la ventana, para no tener que lidiar con la
curiosidad rampante en el coche.

Callista atrajo a Bryony a un lado después que bajaron, antes de entrar a la casa Wyden.

―¿Ustedes dos se casaron otra vez? Por favor, dime que sí. Si él es mi cuñado, es menos probable que
me mate por lo que hice.

Bryony la miró un momento, luego se inclinó y le susurró al oído.

―No te matará. Sólo quiere internarte en un asilo.

La casa Wyden estaba llena de hombres. Jeremy y Will habían venido de Oxfordshire, sin sus esposas ni
sus hijos: Matthew y Leo, pronto bajarían a la casa familiar a encontrarse con todos.

― No puedo decirles cuán contentos estamos de que hayan venido a unírsenos, damas ―dijo Will.
―Jeremy nació mudo, yo soy muy tranquilo y recatado, Matthew nunca sabe ningún chisme, y Leo es la
persona más aburrida del mundo.

―Sólo espera ―dijo Leo. —Mi esposa nunca para de hablar una vez que empieza.
Jeremy se ahogó con el whisky y tosió. Leo lo palmeó en la espalda. Bryony estaba feliz de que aún no
había comenzado su té. O se habría unido a Jeremy.

Mi esposa.

―Así que, Callista, entiendo que lograste sacar un truco de confianza bastante considerable a pesar de la
vigilancia de Leo —dijo Matthew. ―¿Cómo hiciste eso?

―No, Callista, no confieses. Tú sabes lo que pasará después ―Will imitó que disparaba un arma.
―¿Alguna vez has visto a Leo con un arma de fuego?

―Más al punto, ¿alguna vez has visto a mi esposa con un escalpelo? ―preguntó Leo. Había tanta
amenaza en su voz que hizo sentir a Bryony como la mismísima doctora asesina.

Callista tuvo la gracia de sonrojarse.

―Mi padre estaba en esto. Imaginé que Leo confirmaría cualquier declaración que yo hiciera, así que
Padre se quedó en casa por una semana más o menos, y daríamos a conocer que no se sentía bien.

―¿Cómo supiste que había dejado Leh? ―preguntó Bryony. Había olvidado esa parte.

―Eso fue un simple accidente. Alguien que conocía, resultó ser sobrina de Mrs. Braeburn. Cuando
recibió una carta que Mrs. Braeburn le escribió diciendo que dejarían Leh hacia los valles Kalasha con una Mrs.
Marsden que era doctora, vino a mí y me preguntó si ésa no era Bryony. Le pedí que no le dijera nada a Mrs.
Braeburn sobre eso.

―¿Así que sabías que estaba en la región de Chitral y me hiciste ir todo el camino hasta Leh primero?

―Bueno, si te hubiese dicho que yo sabía dónde estaba ella, solo me habrías dicho que le enviara el
cable yo misma y te dejara en paz. Por favor, no me mates. ¿No estás feliz de tener a tu esposa de vuelta?

―Jeremy, ¿aún tienes una pistola en la biblioteca?

Leo estaba parado al lado de la silla de Bryony. Ella puso una mano sobre su manga.

―Todos estamos a salvo ahora. Y Callista lo siente mucho.

Leo miró a Bryony por largo tiempo. Su mano tocó brevemente la de ella y sonrió.

―Nunca ha habido una pistola en esta casa.

Bryony se sentía incómoda con los despliegues públicos de intimidad. Pero dejó su mano debajo de la de
Leo por otros dos segundos antes de retirarla nuevamente a su regazo

Lo siento, Leo ―dijo Callista, con cara avergonzada.

―Ahora, lo que quiero saber es que pasó cuando encontraste a Bryony, Leo ―dijo Will. ― ¿Sólo dijiste
tu hermana me envió, empaca todo y ven conmigo en este momento?

―Más o menos.
―¿Y ella se vino contigo?

―Más o menos ―Leo le dio a Bryony una mirada traviesa. ―Aunque puede que hayan estado
involucrados láudano, drogas, y un secuestro a media noche.

―Esa historia es mucho mejor ―dijo Matthew. ―Pagaría por leer ésa.

―Y por su bellaquería, Leo perdió uno de sus… órganos más importantes ―dijo Bryony.

― ¡No! ―Matthew y Will gritaron al unísono.

― ¡Bryony! ―chilló Callista.

―Riñón ―gritó Leo. ―Fue sólo un riñón. Un hombre puede vivir una vida perfectamente vigorosa con
un riñón.

―Puedes llamarlo riñón si quieres ―dijo Bryony.

Will silbó. Callista se cubrió los ojos. Leo se cubrió toda la cara, los hombros se sacudían de risa.
Bryony no pudo evitarlo: rió, rió tanto que tuvo que limpiarse los ojos con un pañuelo.

Esto era lo que una vez imaginó que sería un matrimonio con él, esta normalidad festiva, este
sentimiento de calidez y calma y pertenencia.

―Pero, ¿qué pasó realmente? ―preguntó Jeremy.

Jeremy tenía la seriedad y la autoridad de quien había sido criado para tener responsabilidad desde el
nacimiento. Cuando él preguntaba algo, las personas respondían.

―Ah, la temida pregunta de qué pasó realmente ―dijo Leo, aún sonriendo. ―Dile, Bryony.

Ahora, ella sabía lo que él había sentido cuando le pidió que le contara a los Braeburn porqué tenían que
irse inmediatamente. Pero ella no tenía ese talento para llevar las palabras a una realidad separada. Tragó saliva.

―Fue muy simple, en realidad. Cuando Leo llegó, yo quise irme con él. Nunca… nunca estuve más
feliz de ver a alguien en mi vida.

Leo se reclinó en su silla, con la cabeza inclinada. Por un momento, pensó que se burlaría de ella. Él
había contado una hermosa, y últimamente verdadera, versión de su historia a los Braeburn, y todo lo que ella
tenía que decir a sus hermanos eran esas dos simples líneas. Y luego, notó un brillo de lágrimas en sus ojos.

No lloró. Pero ella casi lo hizo. Pasó un buen rato antes de que recuperara la entereza lo suficiente para
reincorporarse a la conversación.

Y después de eso, no pudo dejar de sonreír.

***
Ella deslumbraba. No había otra palabra para ello, como si las paredes alrededor de su corazón
finalmente se habían arrugado lo suficiente para revelar su capacidad oculta para la alegría, para la vida. Y qué
cosa tan radiante era. Hasta su silencio brillaba suavemente, una simple ausencia de palabras en vez del oscuro
vacío que había sido tan seguido.

Les preguntaron sobre el viaje hasta Chakdarra, y el asedio consecuente. Hablaron de Charlie y los niños
sin madre de Charlie. Callista coqueteó descaradamente con Matthew. Y a través de todo, Leo, embriagado de
esperanza, veía a Bryony.

Con cada una de sus sonrisas, el pasado retrocedía cada vez más lejos; su futuro se hizo no sólo más
posible, sino más seguro. Repentinamente, podía pensar en cosas tan prosaicas como el tamaño de un escritorio,
el peso de un servicio de té, el color del papel tapiz y las cortinas, tenía la cabeza llena de eso, los adorables y
diminutos detalles de una nueva vida juntos.

Bryony y Callista se quedaron por poco más de una hora, hasta que Callista se levantó y dijo que
deberían regresar a casa a revisar a Mrs. Asquith. Bryony se levantó más bien lentamente, como si estuviera
teniendo mucha diversión como para irse todavía.

Matthew golpeó con el codo a Leo.

― Leo, ¿por qué tu esposa se va con su hermana?

―Porque nuestro matrimonio es un secreto, por eso ―dijo Leo. Se volteó hacia Bryony. ―Antes de que
se vaya, ¿me permite una palabra, Mrs. Marsden?

Él solamente quería darle la vieja carta de Toddy, pero tan pronto salieron al corredor lo agarró por la
solapa y lo besó. Él la estrujó ferozmente contra sí.

―¿Cuándo pedirás que te devuelvan tu puesto? ―le susurró en la oreja. ―Extraño el olor de solventes
industriales.

Ella se rió suavemente.

―Pronto. ¿Y cuándo volverás a presentar trabajos en la Sociedad Matemática? Prefiero que llamen a mi
esposo genio por razones que no son claras para mí.

Mi esposo. Las palabras rodaban por su lengua, fáciles y preciosas. La besó fervientemente.

―Pronto. Mi brillantez fluyó bastante en el camino a casa. Tengo cuatro cuadernos de notas para
mostrar.

―Bien. No queremos que la gente piense que te amo sólo por tu apariencia.

―En ese caso, deberíamos ponerte también algunos vestidos más bien reveladores de vez en cuando,
para que la gente no piense que me casé contigo sólo por tus logros.

Se rió otra vez, probablemente no tenía idea de lo preciosa que se veía cuando reía, como el amanecer de
un nuevo día. Su risa se calló después de unos segundos. Luego hubo un largo silencio. Ella levantó la mirada
hacia él.

―Sé porque sigues refiriéndote a mí como tu esposa. Pero no estoy embarazada, Leo.
Él no lo esperaba realmente, pero aún no era fácil de oír. Sería maravilloso tener un hijo con ella,
comprometerse no sólo uno con el otro, sino a una vida creciente, una continuación y extensión natural de su
amor.

―No necesitas estarlo ―dijo él. ―Los niños no son esenciales en mi vida. Solamente tú lo eres.
Siempre lo has sido. Y nada ha cambiado.

Bajó los ojos.

―Me harás llorar ―murmuró.

―Está bien llorar ―murmuró él también, ― cuando estás en casa, es así. No está permitido llorar en la
casa Wyden: es una regla Marsden.

Sus labios temblaron. Después de un rato, miró hacia arriba, los ojos aún brillaban con lágrimas no
derramadas.

―¿Dijo que quería una palabra conmigo, señor?

Lo había olvidado completamente. Se sacó el sobre del bolsillo y lo presionó entre sus manos.

―Para ti. Algo que prometí. Y mañana en la mañana te visitaré: iremos a Cambridge.

***

Mi Querida Lisbeth,

Me encanta esta temporada en los Costwold. Vamos a pasear todos los días, Bryony y yo. Algunas veces
Mr. Asquith viene con nosotras, cuando puedo persuadirlo de separarse de sus libros y manuscritos durante el
día. Ayer, sin Mr. Asquith, por supuesto, su hija y yo nos recostamos en un campo de ranúnculos y dimos
vueltas en aquella alfombra de flores.

El evento más emocionante en la próxima quincena va a ser la primero merienda del sexto cumpleaños
de la querida Bryony. Ella está muy involucrada y me ayuda con las listas y los juegos. Hay algo tan
entrañable en esa adorable niña mientras escribe con su letra limpia y redonda todas las tareas que necesitan
hacerse en el cuaderno que le di, me hace pensar en lo afortunada que soy. Mi prima Marianne está casada
con un viudo también, y constantemente se queja de la camada de vándalos, tramposos y rufianes. Y aquí estoy,
dotada con la niña más maravillosa del mundo.

Algunas veces Mr. Asquith se queja de la cantidad de tiempo que paso con ella, él sale de la biblioteca
buscándome y yo me he ido a alguna parte con ella. Yo bromeo con él diciendo que eso es porque ella me ama
más y, en cierta forma, es verdad. Ciertamente, ella me necesita más. He regañado a Mr. Asquith por no
mantenerla más cerca de él en los años sin madre. Hay un temor en ella algunas veces, y sé que aún recuerda
los largos meses que estuvo sola en esta casa, cuidada solamente por los sirvientes.

Le digo a Mr. Asquith que antes de que nos demos cuenta será una hermosa muchacha de dieciocho
años, y algún joven ansioso nos la robará, mientras que yo siempre seré su esposa por el resto de nuestros días.
Y cuando no tenga más niños a quien dotar, ¿él cree que será capaz de escribir en paz? No, ¡entonces será él
quien arrastraré para que me acompañe a todas partes!

Adjunto la receta de vino de jengibre caliente con especias que me pediste, junto con un libro de flores
pisadas que Bryony y yo hicimos para ti. Por favor, escríbeme pronto y déjame saber cómo ha sido para ti la
primavera en Derbyshire.

Con amor, Toddy

Bryony lloró. De dolor. Y de pura y sorpresiva alegría: Toddy había sido feliz.

Siempre había imaginado a su padre como un esposo distante y negligente. Creía que Toddy se había
sentido sola, una vibrante joven casada con un hombre mucho mayor que ella, que apreciaba muy poco su
vitalidad y espíritu. Pero la carta aludía a un esposo que atesoraba a su pareja, una Toddy que era
indulgentemente cariñosa con él, y un matrimonio afectuoso y confortable.

Era todo lo que ella hubiese querido para Toddy, que sus días en la tierra estuviesen llenos de luz, y que
hubiese sabido cuán estimada y amada había sido.

Cuando hubo leído la carta una docena de veces, decidió que era suficiente por esa noche. Cuando
deslizaba la carta en el sobre nuevamente, descubrió que había otra hoja de papel adentro.

Querida B.

Le envié un cable a Lady Griswold desde Bombay y le pregunté si podía enviar la carta a la que se
refirió una vez en una conversación conmigo en la casa de campo de Wyden. Ella, amablemente, me concedió
el pedido.

Espero ser capaz de darte esto después del funeral. Te extraño terriblemente.

Con amor, Leo

Ella besó la nota. Mañana, pensó. Mañana, mi amor.


Capítulo 19

Los hermanos Marsden pasaron la noche conversando. Will había ganado una silla en la Casa de los
Comunes en la última elección, cargando con la tradición Marsden de apoyar a los Tories, convirtiéndose en un
Liberal MP. Él y Jeremy, más conservador, discutieron con naturalidad sobre las políticas del gobierno en
Suráfrica y la frontera de la India. Leo y Matthew, quienes no tenían ningún interés en la política, hablaron de
los cambios recientes en París y Londres y, ocasionalmente, molestaron a Will y a Jeremy cuando el debate
entre los dos últimos se empantanó con minucias.

―Caballeros, al menos permítannos tener algo de grandilocuencia, si ustedes van a discutir el destino de
las naciones ―dijo Matthew.

―Estoy cuidando mi rimbombancia para la Casa de los Comunes ―Will bromeó. ―La casa Wyden no
es tan grande para todas las palabras huecas que puedo desatar en cualquier momento.

Leo se rió. De todos los hermanos Marsden, Will era el que se tomaba menos en serio, quien le
encantaba burlarse de sí mismo tanto como de sus hermanos.

Después de eso, fueron al club de Jeremy. Pasó un rato de haber cenado en el club antes de que el
nombre de Michael Robinsón surgiera. Leo había conocido brevemente al joven periodista en Nowshera.
Robbins, un corresponsal por el Pioneer y el Times, había preguntado a Leo algunas cosas sobre el asedio de
Chakdarra.

Will inmediatamente identificó al joven como ahijado de Lady Vera Drake, la esposa de su viejo
empleador Mr. Stuart Somerset. En la mañana, Will telefoneó a Mr. Somerset para hacerle saber que Leo había
encontrado a Robbins, y éste le dijo que su esposa estaría extremadamente agradecida si Leo la visitara en
persona.

Will, que se había fugado con quien una vez había estado prometida a Mr. Somerset, no podía decirle
que no. Y Leo no podía decirle que no a Will, o Matthew, en todo caso. No importaba que él hubiese tenido
sólo catorce años cuando su padre expulsó a Will y a Matthew; Leo había estado tan invertido en probar que él
era el hijo del conde que había olvidado, por un tiempo, que también era hermano de Will y Matthew.

Y así, la primera persona a quien Leo visitó la primera mañana del resto de su vida no fue Bryony, sino
Lady Vera, cuya residencia en el 26 de Cambury Lane estaba a unas pocas casas más abajo de la vieja casa de
Bryony y él. Mientras el coche pasaba por la exánime 41 de Cambury Lane, aún cuando se preparó para ello,
todavía se estremecía algo dentro de él.

En el 26 de Cambury Lane, Lady Vera lo recibió muy cordialmente. Era una mujer encantadora
avanzada en los treinta, ataviada con mucho estilo en una bata mañanera, color lavanda. Hablaba con sílabas tan
maravillosamente moldeadas, se movía con una gracia tan delicada, y parecía pertenecer tan abrumadoramente
a su elegante recibidor blanco y verde que era imposible para Leo imaginar que ella hubiese pasado la mayor
parte de su vida adulta como una humilde cocinera.

Intercambiaron cumplidos. Lady Vera le dio sus condolencias por el fallecimiento de Mr. Asquith. Leo
le preguntó sobre su reciente estancia en el campo, donde Will y Lizzy y sus hijos habían pasado una semana
con los Somerset y sus niños.
—Will me cuenta que los pequeños Marsden y los pequeños Somerset pelean espectacularmente —dijo
Leo.

Lady Vera se rió.

—Me temo que es verdad. Pero se reconcilian hermosamente también.

—¿Y sus niños están bien?

—Muy bien. Cuando no están peleando espectacularmente con los pequeños Marsden, están peleando
espectacularmente entre ellos. Siempre pensé que una hermana mayor y un hermano menor harían la más tierna
de las parejas. Ay, son unos salvajes, ambos.

Ella sirvió té, y le ofreció a Leo posiblemente, la mejor torta para té que había probado.

—Entiendo que conoció a mi ahijado en Nowshera, Mr. Marsden.

—Sí, cuando nos conocimos él acababa de regresar del valle de Tochi. Creo que había sido asignado
para cubrir las expediciones punitivas que el General Blood guiaría a las alturas de Swat.

—Eso ya pasó. Sigo sus columnas, ávidamente, en el Times, como podrá imaginar. Ahora, irá con las
tropas a la expedición punitiva contra los Mohmands, eso si no se ha ido ya.

Leo se preguntó por qué Lady Vera necesitaba hablar con él cuando ya tenía una buena idea de los
movimientos de su ahijado, leyendo sus reportajes.

—Pero los reportajes del periódico siempre se resumen solamente a fechas y lugares y acciones —dijo
Lady Vera. — No es muy útil cuando estoy interesada, principalmente, en el estado mental del reportero.
Michael es un joven brillante. Espero que pueda asistir a la Universidad. Pero estaba ansioso de ver el mundo y
dejar su huella en él.

Will había contado a Leo que Michael Robbins era hijo adoptivo del guardabosque de Mr. Somerset en
Yorkshire, pero había sido educado en Rugby, uno de los más prestigiosas escuelas públicas en el país. Ese
conocimiento, junto con lo que Leo había observado en el joven, le había dado cierta percepción en la
preocupación tácita de Lady Vera.

—¿Usted teme que su ambición pueda sacar lo mejor de él, ma’am?

Lady Vera sonrió.

— Veo que es tan astuto como su hermano, Mr. Marsden. Sí, me preocupa eso. Hay gente en este
mundo a quienes nada de lo que él haga nunca superara la irregularidad de su nacimiento. Me preocupa que se
esfuerce demasiado y que las opiniones de estos idiotas intransigentes puedan llegar a importarle demasiado.

De la manera como expresó las cosas, Leo se preguntó si la opinión de una joven dama estaba
involucrada de alguna forma. No lo preguntó.

—Él aún es joven, ma’am, y el mundo es un lugar emocionante para un joven ambicioso. Cuando nos
conocimos, estaba ansioso de estar más cerca de la acción, de reportar de primera mano en lugar de tomar
declaraciones de aquellos que habían estado ahí. Tal vez, cuando alcance su edad media, miraría su lugar en el
mundo y se preguntaría si le hubiesen dado un trato justo, pero en este momento, yo diría que está disfrutando
abrir sus alas y probar su brío.

Lady Vera tomó breves sorbos de té. Tiene razón.

—Tú tienes razón. Supongo que no puedo pedir nada más por el momento que tenga gloria en su
juventud y las oportunidades que se le han dado.

Ella no había sido verdaderamente reforzada.

—Hacia el final de nuestra conversación —dijo Leo, — Mr. Robbins dejó escapar que no había estado
durmiendo bien. Le había dado su cuarto en la casa a una dama que viajaba sola, quien había llegado a
Nowshera tan cansada que no podía permanecer de pie, cuando Nowshera fue abatido y era imposible encontrar
camas. Cuando la dama se fue, el terrateniente le había dado el cuarto a alguien más, dejando a Mr. Robbins
durmiendo en lugares más bien atroces.

—Pobre —dijo Lady Vera.

—Él no lo sabía, pero esa dama era Mrs. Marsden. Y, en lo personal, le estaré eternamente agradecido
por haberla ayudado, sin intención de recibir absolutamente nada a cambio.

Lady Vera bajó su té. Se inclinó hacia adelante y tomó las manos de Leo.

—Gracias, Mr. Marsden. Algunas veces olvido que debajo de la ambición de Michael, no hay un vacío,
sino mucha bondad. Gracias por recordármelo.

***

El cuarenta y uno de Cambury Lane le dio escalofríos a Bryony. Pero no era el aire, rancio y húmedo de
la falta de ocupación, tampoco eran las habitaciones vacías que hacían eco a sus pasos. Eran los recuerdos, toda
la infelicidad que parecía incrustada en las propias paredes, el fracaso de su matrimonio en las grandes telarañas
que colgaban de los techos y barandillas.

No sabía porque estaba ahí. En la mañana, había llegado una carta del abogado, informándole que la
casa había sido vendida finalmente y que los compradores tomarían posesión dentro de una semana. Luego,
recibió una nota de Leo diciéndole que tendría un leve retraso porque había acordado hacer una visita al viejo
empleador de Will. Pocos minutos después, se encontró subiéndose a un coche, con la llave adicional
fuertemente apretada en su mano.

Un completo error. Lo que ella quería era cerrar para siempre la puerta del pasado, de la manera en que
uno le da una mirada a un difunto por última vez antes de cerrar la tapa del ataúd. Pero aquí, el pasado la
acechaba, con tentáculos pegajosos y flechas frías.

Aquí estaba el comedor en el cual habían tenido la última cena, juntos. Su efervescencia y carisma
habían sido tal que aquellos que estaban sentados cerca de ella se habían inclinado considerablemente hacia él,
desesperados por captar sus agudezas y sus ingeniosos comentarios. Los débiles intentos de conversación de
ella no sólo habían sido desatendidos, sino que ni siquiera fueron oídos. Estuvo sentada en una habitación llena
de gente, completamente ignorada, completamente sola. Y supo dentro de su corazón, que él no había querido
que pasara así, precisamente.

Aquí estaba su recámara en donde hacer el amor había ido de simplemente horrible a desastroso. La
última vez que él vino a ella mientras aún estaba despierta, ella había temblado tanto que en medio de todo, él
se levantó de la cama y se fue, lanzando una lámpara al otro lado del cuarto cuando salió. Ahí, la marca dejada
por la lámpara destrozada, aún estaba ahí.

Y aquí estaba el estudio en el cual había tenido que sentarse y leer la carta de Bettie Young, un registro
escrito del día en que su felicidad murió.

Esta era la casa en la cual el cabello se le había puesto blanco de dolor y desesperación.

Corrió hacia la puerta frontal, desesperada por salir. Y casi se estrella contra la misma puerta, que se
abrió repentinamente. En la entrada estaba Leo.

—¡Bryony! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Yo… yo… ¿qué estás tú haciendo aquí?

—Estaba en la casa de Mr. Somerset visitando a su esposa, ¿recibiste mi nota? Ellos viven bajando la
calle. Tuve que detenerme cuando vi una berlina de los Asquith en la acera —Él la tomó entre sus brazos. —
¿Por qué estás aquí, entre todos los lugares?

—Recibí noticias de que la casa había sido vendida. Así que tuve esta loca idea de venir a enterrar el
pasado. Excepto que…

Él le besó la sien.

—¿Excepto qué?

—Excepto que el pasado no está completamente muerto —Sacudió la cabeza. —Y literalmente estaba
escapando de eso.

— ¿Tan malo fue, eh?

—Peor.

La soltó y caminó por el vestíbulo hasta la sala. Ahí dio una larga y lenta mirada. Después, su camino lo
guió al estudio, con ella siguiéndolo con incertidumbre, apenas contenía la urgencia de llamarlo para que tuviera
cuidado y no se aventurara más adentro.

¿Qué estaría recordando? Él había comprado todo para esta casa, desde los muebles y la vajilla, las
pinturas y esculturas, hasta los topes de las puertas y las cestas de carbón, cosas que debió haber planeado usar y
disfrutar por el resto de su vida. Pero cuando se fue, se había llevado poco más que sus libros y su ropa. El resto
había sido vendido en lotes, el abogado de ella le había enviado los fondos.

Subió las escaleras. Ella sólo podía recargarse del poste y llamar en silencio, No, no vayas más allá, no
subas.
En el siguiente piso, estaba el comedor. Ahí, él había tratado, por mucho más tiempo del que ella pensó
que lo haría, hablar con ella. Todos los días le preguntaba cómo le había ido en el hospital, si había visto algún
caso interesante, y si tal vez estaba interesada en una obra nueva en Drury Lane a la que pudieran asistir juntos,
o una conferencia en la sociedad Zoológica Real. Día tras día, remordiéndose en su amargura, ella no le
respondía más que monosílabos.

En el piso superior estaban las habitaciones. Por favor, no. No vayas ahí. Pero lo hizo, sus pasos hacían
eco por los pisos desnudos.

¿Qué pasa? ¿Estoy haciendo algo mal? Por favor, dime lo que puedo hacer por ti. Preguntaba y
preguntaba. Y ella se rehusaba a ayudarlo, se rehusaba a participar en cualquier manera que pudiera hacer que
su matrimonio funcionara.

Repentinamente, subió corriendo las escaleras, como si la casa se estuviese incendiando y debiera
arrastrarlo hacia afuera.

—¡Leo! ¡Leo!

Él la encontró en las escaleras.

—Estoy aquí. No he ido a ninguna parte.

—Vámonos. Salgamos de aquí. Nunca debí haber venido.

Él puso un brazo alrededor de ella.

—No podemos desconocerla, Bryony. Fue nuestra. Esto fue nuestra vida juntos de aquel entonces.

—Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Cargarla con nosotros para siempre?

—La llevaremos con nosotros sin importar lo que pase. Lo único que podemos hacer es no permitirle
tener ese poder sobre nosotros, donde no podemos diferenciar el futuro del pasado.

—¿Y cómo hacemos eso?

Él miró a la escalera desnuda, una vez hubo fotografías de lugares lejanos que él había visitado por todo
el espacio hasta el tercer piso.

—¿Sabes que recordaba mientras iba caminando por la casa?

Tenía miedo de preguntar.

—¿Qué recordaste?

—Recordé la última vez que vi ésta casa vacía. Recién la habías comprado y vine a verla personalmente.
Estaba sorprendido de cuánto me gustaba. Mientras caminaba por las habitaciones, ya podía ver como lucirían
cuando estuviera amueblada apropiadamente. También recordé cómo me sentí las primeras veces que te hice el
amor mientras dormías. Estaba tan exaltado. Podía caminar sobre las nubes. ¿Y sabes qué más recordé?

—¿Qué más recordaste? —murmuró.


—El microscopio.

—¿El día que te pedí la anulación? —Su voz tembló.

—Era un microscopio hermoso. Y lo compré para ti porque mi esperanza no estaba disminuida —le
levantó la barbilla. — Mientras estuvimos juntos, siempre hubo esperanza en mi corazón. Y nada de lo que pasó
en esta casa pudo cambiar eso nunca.

Ahora era su corazón el que temblaba.

—¿Cómo haces esto? ¿Cómo encuentras la gracia de enfrentar las sombras?

Sus labios rozaron los de ella.

—Tomé una decisión antes de llegar a Inglaterra. Decidí poner mi fe en ti.

—¿En mí? —Sus palabras repitieron con incredulidad. —Pero no he hecho nada para ganarme tu
confianza.

—La confianza es una elección. Escogí confiar en tu amor y tu lealtad. Confío que estarás ahí si algún
día el pasado o el presente me agobian, estarás ahí para ayudarme a pasar ese momento.

Ella no tenía palabras. Sólo podía cubrirle la cara con besos mientras su corazón se rompía en pedacitos.
Un descorazonamiento dulce que valía la pena: algunas veces las extremidades necesitan ser fracturadas para
que se solidifiquen apropiadamente; su corazón también necesitaba estrellarse antes de que pudiera sanar
verdaderamente.

***

Estuvo muy callada en el viaje en tren hacia Cambridge, aunque Leo le había dado una propina al
guardia para asegurar que tuvieran un compartimiento de primera clase sólo para ellos. A mitad del camino, ella
se sentó a su lado, y descansó la mejilla en su hombro. Por el resto del viaje, la gran pluma en su sombrero le
hacía cosquillas en la oreja, agradablemente.

Él quería mostrarle Cambridge, la Gran Corte de Trinity College, donde estudió, la encumbrada fachada
gótica de la capilla de King’s College, y The Backs, un continuo intervalo de follaje a lo largo de los bancos del
río Cam, formado del barrido de los patios traseros y jardines de media docena de facultades. Habían llegado en
el momento perfecto: el primer semestre no había empezado aún; la dilatada extensión de acres de la
universidad estaría tranquila y sin multitudes.

Pero ella quiso ver su casa primero. Así que fueron de una casa vacía a la otra. Pero la casa de
Cambridge no se sentía igual en absoluto: estaba solo vacía, no descuidada.

—Huele a limpio —dijo ella.

—Will debió haber traído a alguien recientemente, como sabía que regresaba.
Ella caminó hacia una ventana en la sala opaca, retiró las cortinas, y abrió los postigos. La clara y
brillante luz del otoño entró en la habitación, revelando el piso de parquet de color acaramelado y las paredes
encaladas. En el poco tiempo que había pasado en Cambridge después de la anulación, había ordenado rehacer
la casa. Se había cansado de los oscuros y sombríos tonos de la casa de Londres, no habían tenido muchas
opciones, dadas la calidad hollinienta del aire, y quería algo completamente diferente.

—Se siente como una cabaña —dijo ella.

—¿Te gustan las cabañas?

Ella le brindó una sonrisa.

—Están empezando a gustarme.

Vieron todos los cuartos de la planta baja, otro salón, un estudio y el comedor, Bryony abriendo todas
las cortinas y todos los postigos, hasta que la casa se sintió tan brillante y abierta como un bungalow bañado de
sol en el Subcontinente.

En su vestido negro de luto, ella era el foco oscuro en la casa. Tranquila y hermosa, se paró enfrente de
cada ventana y vio cada pulgada cuadrada de las paredes. Al principio, él pensó que ella podría estar buscando
fallos en la construcción. Luego, se le ocurrió de repente que estaba viendo posibilidades, una casa que ya no
estaba vacía.

Algunas veces, era imposible que no se le humedecieran los ojos.

—¿Quieres salir hacia atrás y ver los árboles de cerezas? —preguntó. —¿Y el río?

—¿Puedo ver el resto de la casa primero?

—Por supuesto.

Le mostró el piso de arriba, el cual tenía varias habitaciones y otra sala de estar. Y luego, la impresión.
En la última habitación, había una cama, de cuatro largos postes, bonita y fuerte, con sábanas de crespones
blancos sobre un enorme jergón de plumas.

Él parpadeó para asegurarse de que no era una ilusión.

—No tuve nada que ver con esto —dijo.

Ella sonrió, la primera sonrisa evasiva que le había visto en la vida.

—No —dijo lentamente. —¿Bryony?

—Le pedí a Will que lo arreglara —dijo ella, aún sonriendo.

— ¿Cuándo?

—Lo telefoneé después que salí de casa anoche. Tú estabas dándote un baño.

—¿Fue por eso que me pidió que visitara a Lady Vera hoy? ¿Para tener más tiempo?
—No lo sé —dijo ella. — Will trabaja de maneras misteriosas.

Se deslizó dentro de la habitación, dejó entrar la luz, pasó la mano a través de las sábanas, luego se sentó
cerca del pie de la cama, pasó el brazo alrededor del poste de la cama. La sonrisa satisfecha permaneció en su
boca por unos pocos segundos más, pero su expresión se volvió solemne eventualmente.

—Esta mañana, en nuestra antigua casa, ¿fue tan terrible para ti como lo fue para mí? —preguntó, con
voz reprimida.

—Espero que no —Él no quería que hubiese sido tan terrible para ella como lo había sido para él. —
Pero probablemente sí.

—He estado pensando en eso desde que nos fuimos —Pasó el pulgar por las ranuras que giraban
alrededor del poste de la cama. —Nunca entendí lo cobarde que había sido toda mi vida. Cada vez que las cosas
se ponían muy difíciles, siempre escapaba; escapé del recuerdo de Toddy, de mi familia, de nuestro matrimonio.
De ti, cuando no me permitiste jugar ajedrez por correspondencia contigo. Y de nuestra casa, si no me hubieses
detenido hoy. Perdí las esperanzas por un momento durante el viaje en tren, ¿cómo alguien puede lidiar con una
cobardía tan incrustada? Luego, me di cuenta que no existe tal cosa como el valor, en la ausencia de cobardía.
El valor también es una elección: es lo que pasa cuando uno se rehúsa a rendirse ante el temor.

Ella descansó la cabeza contra el poste de la cama y lo miró.

—Tu confianza me da valor.

Él entendió perfectamente.

—Y tu valor me da fe.

Ella sonrió un poco.

—¿Confías en mí?

—Sí —respondió sin dudar.

—Entonces, confía en mí cuando te digo que estaremos bien.

Él confiaba en ella. Y supo entonces que estarían bien, los dos. Juntos.

Ella deshizo los lazos de su sombrero y removió el elaborado tocado de luto de su cabeza. Corriendo los
dedos a lo largo de los rizos de la gran pluma negra en el tope del sombrero, le dio una mirada.

—Ahora, ¿supongo que aún no desea verme desnuda, Mr. Marsden?

Él levantó una ceja.

—¿Alguna vez he expresado un deseo tan poco caballeroso en mi vida?

Ella restringió una sonrisa.

—En Chakdarra lo hiciste.


—Bueno, eso. Eso fue cuando pensé que estábamos al borde de la muerte. Por supuesto que no desearía
acosarte de tal manera ahora.

Se quedó un poco boquiabierta.

—¿Estás seguro?

Él rió. En una fracción de segundo, la estaba besando, con regocijo y abandono. La felicidad la inundó.
Lo había extrañado tanto, como una abeja extraña la primavera, como un ave migratoria extraña su cálido hogar
sureño cuando el aliento del otoño enfría el aire.

Él se quitó la chaqueta y la tiró en el suelo. Abrió los botones de su camisa uno por uno, besaba la piel
que se iba exponiendo a medida que continuaba, hasta que llegó a la cavidad del cuello de su combinación.
Luego, él le retiró la camisa, besando sus hombros y brazos mientras lo hacía.

El corsé se cayó, seguido de la falda y las enaguas. Él se puso en una rodilla para quitarle las botas y las
medias. Y la mordió ligeramente detrás de la rodilla.

Ella contuvo el aliento.

Él se enderezó y la besó de nuevo, sosteniéndole la cara en sus manos.

—Bryony —murmuró. —Bryony.

En el último obstáculo, su combinación, él se calmó. Jugó con el delicado volante que recortaba la línea
de la combinación, la besó sobre los pechos, y jugó con los botones. Ella se puso tan impaciente que le echó la
mano a un lado y se desabotonó la combinación ella misma, empujándolo por las caderas para caer en un
amasijo de lana merino a sus pies.

Su respiración se volvió más bien candente mientras permanecía frente a él, sin una puntada, sin siquiera
el cabello abajo por modestia. Y él, con el cuello almidonado, la corbata perfectamente en su lugar y la leontina
del reloj colocada apropiadamente, como si acabara de entrar de la calle y la encontró en un estado de completa
desnudez.

Ligeramente, pasó la punta de los dedos por sus brazos. Luego, más provocativamente, la parte de atrás
de las manos a través de sus ya excitados pezones. Su respiración temblaba. Él la tomó por los hombros y la
tumbó en la cama. Cuando la besó de nuevo, el beso fue hambriento, con el cuerpo fuertemente presionado
contra el de ella, su peso jubiloso y aterrorizante al mismo tiempo.

Él se quitó la ropa. Ahora, ella podía al fin clavar las palmas en los suaves músculos de su espalda.
Ahora, podía al fin besar su cuello y sus hombros. Ahora, podía al fin tener sus latidos junto a los de él.

Él estaba tan impaciente como ella. Renunciaron a todos los preliminares para unirse. Ella no necesitaba
hacer el amor. Solamente lo necesitaba a él. Su físico Su vitalidad. Su fuerza y poder e intensidad.

Reventaron juntos como una tormenta de verano, calor y movimiento y energía reprimida, liberándose
en explosiones salvajes y torrentes eléctricos.

***
Ella le revisó la cicatriz.

—¿Todo está bien?

—Todo está bien. Puedo caminar. Puedo cabalgar. Podría asegurar que hasta puedo bailar.

Ella bajó la cabeza y mordisqueó el largo de la cicatriz. Él contuvo la respiración. Otra vez, estaba duro.
Ella lo tomó en la mano. Él miraba sus adorables pechos, alabado sea Dios, finalmente la estaba viendo desnuda
y lamió sus labios.

—Sé mucho sobre el pene —dijo ella. —Puedo nombrar cada uno de sus componentes, desde el
ligamento fundiforme que lo ancla al hueso pubiano, al fascia que cubre y amarra toda la estructura.

— No —dijo él. —No mi esposa. Nunca.

Ella rió.

—Ahora, la columna del pene está compuesta de tres cilindros, un par de cuerpos cavernosos y el cuerpo
esponjoso, el cual es esta cadena a lo largo del pene.

Rozó el dedo por esa cadena. Su pobre miembro cautivo brincó con la estimulación.

—La sangre baja por la aorta, fluye a la arteria ilíaca, pasa bajo el hueso pubiano a través de la arteria
pudenda, y finalmente entra a la arteria peneana común para el congestionamiento. Luego, a través del
mecanismo corporoveno-oclusivo, las venas se bloquean y el influjo de sangre se contiene en el pene, por lo
tanto, manteniendo la firmeza necesaria para la penetración.

Ah, penetración.

Ella batió las pestañas a él.

—¿No quieres conocer como sé todo esto?

—No.

Ella rió otra vez.

—Clases de anatomía. Diagramas de receptáculos de sangre y músculo. Y disecciones.

—Disecciones no —Él lamentó.

—Temía que dijeras eso.

Ella lo envolvió amorosamente con la otra mano.

—Solía pensar que el pene era muy aburrido, tedioso y no resultaba nada en absoluto de él.

—La ignorancia de nuestras mujeres educadas es absolutamente impactante.


—Pero ahora he sido reeducada —Sonrió, casi con coquetería. —Ahora, lo veo como una hazaña de
ingeniería en carne y hueso.

Él la atrajo hacia sí para besarla. Luego, rápidamente se voltearon de manera que ella estaba bajo él.

—Mi turno.

—¿Tu turno para qué?

—Para hacerte lo que tú me acabas de hacer, un examen científico de cierta parte del cuerpo.

—¡No!

Era el turno de él de reírse. Usó una mano para empujar la rodilla hacia abajo, previniendo que juntara
las piernas.

—¿Sabes lo que pienso cuando estoy solo, y tú estás lejos? —murmuró. —Pienso en ti, desnuda, bajo el
sol.

Lamió un pezón. Ella gimió.

—No el sol inglés, para tu información, porque nunca es adecuado. Sino el sol sobre el mar de Arabia. O
el sol del sur de Francia. Con luz suficientemente brillante para estrellar espejos. Y tú, desnuda, en esa luz, con
los muslos abiertos de par en par...

Le separó los muslos, tanto que gimió otra vez. Y luego, jadeó, los sonidos de la excitación se
intensificaban. Música para sus oídos.

La tomó por las manos y la sentó otra vez. Ella temblaba, pero los muslos permanecían abiertos como él
los había puesto.

Era realmente hermosa por todas partes.

La besó ahí, inhalándola con hambre. El beso se volvió una posesión a boca abierta. Ella gimió y se
contorsionó, las caderas suaves, los muslos más suaves aún, y el misterioso centro el lugar más latentemente
suave que alguna vez había encontrado.

Y se vino tan divinamente, de una vez, casi tímida y con completo abandono. Él no se pudo mantener.
Estaba dentro de ella en un segundo e inmediatamente remolcado bajo esas corrientes de placer.

***

Ella pasó el dedo sobre el hueso de la ceja.

—¿Sabes qué pienso?

—¿Qué piensas?
—Pienso que tu belleza es tu mayor infortunio.

—Así te conseguí a ti.

Ella sonrió medio avergonzada, medio deleitada de cómo la entendía.

—Es verdad. Pero aún pienso que es una pena que cuando la gente te ve, sólo ven éste precioso exterior .
No puedo esperar a que estés arrugado y desdentado, entonces la gente que te conozca quedara encantada por tu
belleza interior. ¿Estás segura que no sólo quedarán sorprendidos de falta de dientes, en lugar de eso?

Estaba muy segura.

— No, de tu belleza interior.

Él se sonrojó. Había una timidez adorable en él. No creía haberlo visto lucir tímido alguna vez.

—Gracias —dijo suavemente. —Significa mucho para mí que pienses eso.

—Te amo —dijo.

—Hmmm —dijo él. — Yo amo tu cabello. Amo tus ojos. Amo tus hombros. Amo tus brazos. Amo tus
pechos. Amo tus caderas. Amo tus muslos. Amo tu…

Ella puso una mano sobre su boca.

Él removió la mano.

—Te amo locamente.

Ella se acurrucó más cerca de él.

—Me gusta Cambridge.

—Ni siquiera has visto Cambridge.

—Quiero vivir aquí, en esta casa.

—¿Y renunciar a la práctica? Cambridge no ofrece la misma variedad de oportunidades para una doctora
que Londres.

—Está a solo una hora en tren de Londres.

—Ida y vuelta —le recordó él.

—Me da tiempo de leer todas las revistas médicas en inglés, francés y alemán, lo cual necesito hacer de
igual manera y leo muy lento en alemán.

—Entonces, tengamos un lugar en Londres también. De esa manera, puedo vivir allá entre semestres y
tú no necesitarás pasar tanto tiempo viajando.

Ella lo pensó.
—Me gusta eso. Tendremos tiempo para jugar ajedrez también.

Su futuro estaba establecido, lo celebraron haciendo el amor también, más ociosamente y tiernamente,
hasta que todo ocio y ternura se olvidó y sólo hubo hambre y urgencia y necesidad. Y luego, sólo satisfacción
resplandeciente.

***

Él se vistió y luego la persuadió de salir de la cama.

—Casi son las dos de la tarde. No has almorzado nada. Vamos, hay que conseguirte algo para comer.

Le enlazó el corsé, abotonó la chaqueta, y le ajustó el cuello para que quedara apropiadamente vestida.

—Ahora no te ves como si te hubieran revolcado tres veces seguidas.

Lo golpeó con el sombrero antes de ponérselo en la cabeza. Pero cuando iba a colocarle las pinzas al
sombrero, él se lo quitó y le acarició el cabello donde estaba blanco y frágil.

—He querido preguntarte. ¿Yo te hice esto? Callista dice que sí.

Ella sacudió la cabeza.

—Fue un hecho fortuito, aunque en el momento lo tomé como una señal. Te pedí la anulación al día
siguiente.

Él suspiró y presionó los labios en su cabello blanco.

—¿Debería teñirlo? —preguntó ella. —Lo teñí por un año más o menos. Luego, no me pareció que
tuviera mucho sentido tanto esfuerzo.

—No, no lo tiñas. Puede que sea imperfecto, pero sigue siendo adorable más allá de las palabras. —Un
reflejo de su historia: imperfecto, pero para él, la más hermosa de las historias.

Ella le dio una mirada a esos ojos verdes profundos y luminosos.

—Creo que tienes razón —dijo ella, dándole un fuerte abrazo. —Es adorable más allá de las palabras.
Epílogo

En el curso de su larga e ilustre carrera, el Honorable Quentin Leonidas Marsden, Profesor Lucasiano de
Matemáticas en la Universidad de Cambridge, fue sujeto de numerosos artículos en periódicos y revistas. Como
introducción, los artículos usualmente traían a colación los impresionantes trabajos que publicó mientras aún
era un estudiante en Cambridge, una o dos de sus aventuras más osadas alrededor del mundo, y la Cruz Victoria
que había recibido como un civil que luchó en la Insurrección del Valle de Swat en el 97.

Algunos de los artículos también mencionaban que estaba casado con la pionera médica Bryony Asquith
Marsden, aunque sólo un artículo, que apareció en una revista americana, llegó a aventurarse a relatar que se
había casado con Mrs. Marsden no una, sino dos veces.

También fue en Estados Unidos donde el Profesor Marsden llegó a comentar sobre su matrimonio en
público. O más bien, escribió sobre él, al final de una breve biografía que la Universidad de Princeton siempre
solicitaba para ser incluida en el programa impreso de conferencias al que era invitado a dar cada pocos años.

Sobre las décadas, el cuerpo de su breve biografía cambió para reflejar sus logros y aprobaciones. Pero
el último párrafo, sin embargo, nunca cambió. Se leía de la siguiente manera:

Entre semestres, el Profesor Marsden vive en Cambridge con su esposa, la extraordinaria jugadora de
ajedrez, y distinguida doctora y cirujana Bryony Asquith Marsden. Su momento favorito del día es a las seis y
media cuando se encuentra con Mrs. Marsden en la estación del tren, cuando la segunda regresa de su día en
Londres. Los domingos en la tarde, con lluvia o con sol, el Profesor y Mrs. Marsden dan un largo paseo por
The Backs, y atesoran envejecer juntos.

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