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TESSA DARE

La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

T E SSA DA R E
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid
Goddess of the Hunt (2009)

AARRGGU
UMMEEN
NTTO
O::

Siempre audaz y aventurera, Lucy Waltham ha decidido ir a la caza de un marido. Pero primero
necesita algo de práctica. Así que ella se fija en el mejor amigo de su hermano, Jeremy Trescott,
conde de Kendall, para perfeccionar con él sus artimañas de seducción, antes de colocar su mira
en otro hombre. Pero su práctica de besos desata una pasión ardiente que podría hacer humo
todos sus planes.
Jeremy tiene un título influyente, una gran fortuna, y un pasado doloroso lleno de secretos
enterrados. Se mantiene a una distancia segura de sus propias emociones, pero para distraer a
Lucy de su plan insensato, dará rienda suelta a sus pasiones. Su sensual batalla de voluntades es
tan desesperante como deliciosa, pero cuánto más logra dominar a la joven obstinada y tentadora,
más cerca está Jeremy de perder el control. Cuando estalle el escándalo, ¿podrá resignarse a dejar
a Lucy arruinada? ¿O será capaz de arriesgar su corazón, y reclamarla como suya?

SSO
OBBRREE LLAA AAU
UTTO
ORRAA::

Tessa Dare es una bibliotecaria a tiempo parcial, mami a tiempo


completo y una autora de romances históricos de turno de noche.
Tiene su hogar en el Sur de California, donde comparte un acogedor y
desordenado bungalow con su marido, sus dos hijos y un gran perro
marrón.
Vivió una infancia bastante nómada en el Medio Oeste. De niña
descubrió que no importaba cuántas veces se haya mudado, dos tipos
de amigos viajaron con ella: los de los libros, y los de su cabeza.
Todavía conversa con ambos diariamente.
Tessa escribe novelas históricas frescas y coquetas. Para disgusto de su familia, no escribe listas
de compras ni tarjetas de Navidad. Disfruta de un buen libro, una buena risa, una larga caminata
en el bosque, una buena película, una buena comida, un vaso de buen vino, y la compañía de
buena gente.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0011

Otoño de 1817.

Un golpe en la puerta a altas horas de la noche sólo podía significar un desastre.


Jeremy se colocó un par de pantalones usados bajo su camisa de dormir y se dirigió
tambaleante hacia la puerta del dormitorio. ¿Un incendio? Él no olía humo. ¿Tal vez una
emergencia de la familia Waltham? Tal vez un mensaje urgente de su mayordomo; un disturbio en
Corbinsdale no sería una sorpresa.
Un recuerdo lo asaltó, prohibido. Enervante. Su corazón dio un vuelco violento en su pecho.
Hizo una pausa, aferrando la manija de la puerta, maldiciendo su cuerpo por recordar tan
rápidamente lo que le había llevado largos años olvidar.
La lógica alcanzó a su pulso acelerado, refrenándolo. El débil resplandor de las brasas
provocaban sombras ominosas, pero Jeremy se obligó a centrarse en la habitación. Esta no era esa
noche. Él estaba en su habitual dormitorio en Waltham Manor, no paseando por Corbinsdale
Woods. Habían pasado más de veinte años, y él ya no era un muchacho. Cualquier sorpresa que le
esperara al otro lado de la puerta, estaba absolutamente preparado para hacerle frente.
Cuando descorrió el cerrojo oxidado y abrió la puerta de un jalón, Jeremy se preparó para lo
peor.
―No te muevas ―fue la orden susurrada.
Tuvo un instante para registrar una silueta femenina, una maraña de rizos oscuros, y dos manos
que se agarraron a sus hombros. Entonces Lucy Waltham, la hermana menor de su viejo amigo, se
alzó de puntillas y presionó sus labios contra los suyos con tal fuerza, que él tropezó contra el
marco de la puerta.
Dios mío. La chica lo estaba besando.
Bueno, pensó irónicamente, se había preparado para lo peor. Y de los muchos besos que
Jeremy Trescott había experimentado en sus veintinueve años de vida, este era, sin duda, el peor.
Lucy besaba con los labios perfectamente fruncidos y los ojos muy abiertos. Lo que le faltaba en
finura, lo compensaba con un audaz entusiasmo. Sus manos estaban en todas partes a la vez,
enredándose en su pelo, rozando sus hombros, explorando la amplia extensión de su pecho.
Esto no era un beso. Era un asalto.
Por otra parte, era incomprensible, totalmente ilógico, y una docena de diferentes matices de
incorrecto.
De alguna manera, las manos de Jeremy encontraron su camino hacia sus codos, y él mismo se
arrancó de su vehemente abrazo.
―¡Lucy! ¿Qué diablos crees que estás haciendo?
―Shhhh ―sus ojos se precipitaron hacia uno y otro lado, observando el oscuro corredor.
Entonces su mirada se volcó de nuevo hacia la suya, entornando los ojos con una intensidad
inquietante, y Jeremy imaginó brevemente, absurdamente, que alguien había pintado una diana
en su rostro.
―Estoy pracFcando ―susurró, apretando los dedos sobre sus brazos. ―Déjame intentarlo una
vez más.

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De repente, ella se alzó súbitamente para otro beso, y él se agachó instintivamente, jalándola
hacia el interior de la habitación y cerrando la puerta detrás de ellos. En un momento más
racional, se le podría haber ocurrido que lo impropio de besar a la hermana de su anfitrión en el
corredor, sólo se agravaría al hacerla entrar de un tirón a su dormitorio. Pero las facultades
racionales de Jeremy habían abandonado temporalmente Waltham Manor.
Lucy lo había besado hasta dejarlo, literalmente, sin sentido.
―¿Funcionó, entonces?
Él la miró, mudo de confusión. Funcionó ¿qué? Por el momento, parecía que nada funcionaba,
y mucho menos su cerebro. La conmoción había congelado sus miembros. Ciertamente, no podía
obligar a sus labios a dar una respuesta.
Retrocediendo, ella cruzó los brazos sobre el terciopelo carmesí de su bata y examinó su figura
con audacia. A medida que su mirada descendía, Jeremy se volvió incómodamente consciente de
su propio desaliño, desde su camisa de dormir hasta sus pantalones desgastados y sus pies
descalzos.
Una sonrisa satisfecha cruzó el rostro de Lucy.
―Debe haber funcionado. Me arrastraste hasta tu dormitorio ―ella tomó la manija de la
puerta. ―Muy bien, Jemmy. Supongo que esto es bastante práctica. Te veré en el desayuno.
Abrió la puerta, pero Jeremy extendió una mano y la cerró de golpe.
Lanzándole una mirada fulminante, ella agarró la manija con ambas manos y tiró.
―Perdóname. Me iré entonces.
―No, no lo harás ―apoyó su peso sobre la puerta, cerrándola efectivamente. Lucy podría estar
acostumbrada a desobedecer los intentos poco entusiastas de su hermano de ejercer su tutoría,
pero Jeremy tenía diez centímetros y doce kilos más que Henry Waltham, sin mencionar una
voluntad de hierro. Lucy no le pasaría por encima.
Él congregó su tono más autocrático de conde-de-Kendall.
―No vas a ir a ninguna parte. Te vas a sentar y explicarte ―ella abrió la boca para protestar. Él
la cogió por el codo y la condujo hacia una silla. ―Pero primero ―dijo él, ― voy a tomar una copa.
Ella dejó de luchar por zafarse de su control y se dejó caer sin gracia en la silla.
―Una copa ―repiFó. ―¿Por qué no pensé en eso? Una copa es justo lo que necesito, gracias.
Sacudiendo la cabeza, Jeremy se dirigió al bar y se sirvió un vaso de whisky. Bebió la mitad del
licor de un ansioso trago, cerrando los ojos para saborear el ardor que se extendía por su
garganta. Cuando volvió a abrirlos, miró a su alrededor para asegurarse que esto era, de hecho, el
mismo Waltham Manor que había estado visitando cada otoño desde Cambridge. Vigas
toscamente talladas marcaban el techo inclinado. Tapices apagados cubrían las paredes, y una
sencilla alfombra desgastada por el tiempo acomodaba sus pies descalzos. La habitación no había
cambiado en los últimos ocho años, más de lo que probablemente lo había hecho en los últimos
cien.
La decoración, el paisaje, el cuarteto de viejos amigos disfrutando de sus agradables vacaciones
anuales, Waltham Manor había sido una bienvenida constante en la vida de Jeremy. Hasta este
año, cuando todo había cambiado.
―¿Por qué todo no podía sólo seguir como estaba? ―Lucy sacudió el fuego con un atizador,
provocando remolinos de chispas, que se agitaron en el aire. ―¿Por qué Felix tiene que ir y
casarse? Lo ha arruinado todo.

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Jeremy ahogó su respuesta con un sorbo de su bebida. Él no lo habría admitido, pero estaba
bastante de acuerdo.
―Estaba bien cuando Henry se casó ―conFnuó. ―Marianne está tan ocupada con los niños,
que al menos no se entromete. Pero esa arpía con la que Felix se casó va a esperar que la
entretengan. Y para empeorarlo todo, trajo a su hermana, esa Sophia.
―La señora Crowley-Cumberbatch y la señorita Hathaway son, a decir de todos, unas damas
encantadoras. Uno pensaría que te agradaría la compañía de ambas.
Ella le lanzó una mirada de incredulidad.
―O no ―la verdad sea dicha, a Jeremy tampoco le agradaba la presencia de las damas. No
había nada precisamente molesto acerca de la esposa de Felix, Kitty, o su hermana, Sophia. Por el
contrario, Sophia Hathaway era el epítome de una belleza de sociedad, bien criada e inofensiva.
Un trozo de merengue-insustancial, pero lo bastante agradable, si a uno le agradaba lo dulce.
Como al parecer a Toby sí le gustaba.
Jeremy se aventó otro trago de whisky y saboreó la ironía. Henry y Felix se habían casado, Toby
estaba a punto de hacerlo... el refugio de solteros se había convertido en una fiesta en una casa de
la familia. Bueno, si todos sus amigos estaban decididos a colocarse los grilletes del matrimonio,
por lo menos él no estaría en un inminente peligro de unirse a ellos. Las tres damas de Waltham
Manor podían estar seguras de ello.
El sonido de dedos tamborileando la madera interrumpió sus pensamientos.
―¿Tienes la intención de beber la botella entera tú solo?
A menos, por supuesto, que uno contara a Lucy.
Y él no contaba a Lucy. Ella no era ni elegible ni una dama. Ella era como mucho la hermana
menor y pupila de Henry, y la versión personal de Jeremy de una plaga bíblica. Había pasado años
ideando formas de meterse bajo su piel. Ahora ella estaba despotricando en su dormitorio y... y
practicando.
Por mucho que quisiera borrar ese beso de su memoria, no podía ignorarlo. Tampoco podía
ignorar las implicaciones obvias de esa palabra, "practicando".
Podía, sin embargo, ignorar su petición de una copa. Jeremy volvió a llenar su vaso y lo llevó
hacia la chimenea, dejando caerse en la silla opuesta a la de ella. Pasándose una mano por el pelo,
exhaló lentamente.
―No me gusta preguntarte esto. Me da miedo tu respuesta. Pero ¿para qué, exactamente,
estás practicando?
―No para "qué" ―respondió ella. ―Para "quién".
Oh, eso sólo lo empeoraba.
―¿Para quién estás practicando, entonces? ¿Para algún joven de la localidad? ¿Para el hijo del
vicario?
―Para Toby, por supuesto.
Soltó una carcajada irónica.
―¿Para Toby? ¿Por qué besarías a Toby? Él está comprometido con la señorita Hathaway.
Ella abrazó sus rodillas junto a su pecho, acurrucándose en una bola de terciopelo rojo y rizos
castaños. Las proporciones masculinas de la silla la empequeñecían, y sus ojos verdes se llenaron
de un crudo e indisimulado dolor.

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―Entonces es verdad.
Maldita sea. De repente, esta extravagante visita nocturna tuvo sentido. Jeremy apretó el brazo
de su silla. De todas las cosas irremediablemente estúpidas por decir.
―Mi criada dijo que lo escuchó del ayuda de cámara de Toby. Yo no quería creerla. No podía
creerla. Pero es verdad.
Jeremy tuvo que apartar la mirada. Era una cuestión de instinto de conservación. El semblante
de Lucy era una colección de rasgos de duendecillos situado dentro de un rostro en forma de
corazón, un rostro diseñado para mostrar, sin filtro, todas las emociones del interior de su
corazón. Uno no podía mirarla sin saber exactamente cómo se sentía, y Jeremy no quería saber
cómo se sentía Lucy. Prefería mantener una respetuosa distancia incluso de sus propias
emociones.
―¿Cómo pudo? ―chilló ella.
Jeremy hizo un gesto de dolor. Lucy sorbió audiblemente, y lentamente él se tomó otro sorbo
de whisky. Quería recordarle que ella no podía llorar. Ésa era la regla, el único ejercicio de
autoridad de Henry. Él le había permitido a la chica participar en sus rudas caminatas todos los
otoños, uniéndose a sus excursiones de caza y pesca, repitiendo sus maldiciones, incluso tomando
traguitos de sus petacas, con una sola condición. Lucy no podía llorar. En ocho años, nunca la
había visto derramar una sola lágrima. Rogaba porque no estuviera a punto de empezar ahora. Si
había una cosa que no podía soportar, era a una mujer llorando.
Le echó un vistazo. Maldita sea, la barbilla le temblaba.
―No vas a empezar a llorar, ¿verdad?
―No ―su voz tembló, también.
Jeremy se ocupó de añadir leña al fuego, tratando de ganar tiempo.
Maldito Toby. Todo esto era su culpa. Él siempre la había tratado como una mascota. Cada
otoño, Lucy se aferraba a Toby como una garrapata a un perro de caza. Él cebaba los anzuelos de
ella y le enseñaba conjugaciones en latín subidas de tono. Le traía flores y le tejía coronas de
hiedra, que iban directamente a su cabeza. Su Diana, la llamaba Toby. La Diosa de la caza.
Él podía haberla dado el apodo de una diosa, pero toda la adoración venía del lado de Lucy. El
encaprichamiento inofensivo de una joven, parecía que eso era todo. Obviamente, a Lucy le había
parecido mucho más. Y ahora la tarea de desengañarla de todas aquellas nociones románticas, de
alguna manera le correspondía a Jeremy. Vaya suerte la suya. Pero también adecuado, supuso. Si
alguna vez había albergado una noción romántica, lo que era dudoso, se había desengañado hace
mucho tiempo.
Sacudió el polvo de sus manos y se reclinó en su silla. Con su tono más magnánimo, empezó a
decir:
―Ahora, Lucy, debes entender...
―No, Jemmy. No te atrevas a hablarme como si fuera una niña. Debería haber hecho mi
presentación en sociedad hace dos temporadas. Si sólo Marianne no estuviera siempre recluida.
Tal vez yo no sea una dama fina como Sophia Hathaway. Pero ya hace mucho que no soy una niña.
Estiró un pie descalzo hacia el fuego y con aire ausente flexionó el tobillo. La gracia sinuosa del
movimiento capturó la mirada de Jeremy. La capturó, y la atrapó. No podía apartar la mirada. Ella
hacía círculos con su pie ociosamente, su piel brillaba con un color dorado a la luz del fuego. Los

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ojos de Jeremy ascendieron, trazando la dulce curva de su pantorrilla hasta donde desaparecía por
debajo de su bata.
Luego Lucy se movió, cruzando las piernas. El terciopelo rojo cayó como un telón de teatro,
terminando abruptamente con la función. Un súbito soplo de decepción sorprendió a Jeremy en el
pecho. La sensación descendió, dejándose llevar, atenuando el familiar dolor del deseo frustrado.
Dios, esta noche simplemente estaba llena de sorpresas.
―Supongo que no lo eres ―murmuró, arrancando su mirada y dándose una sacudida mental.
―Muy bien, hablemos como adultos. Puedes empezar por abandonar ese apodo infantil y dirigirte
a mí de una manera adecuada.
―¿Quieres decir por tu título? Ni me acuerdo del viejo, por no hablar del nuevo ―alzó la
mirada hacia el techo. ―No puedes esperar que te llame «milord», Jemmy.
Jeremy suspiró, abandonando cualquier intento de tranquilizarla.
―Entonces vamos a ser perfectamente claros. Toby se va a casar con la señorita Hathaway.
―¡Pero no puede! ¡No es justo!
Él soltó un bufido.
―Hablas como una niña, Lucy.
Ella lo ignoró.
―Siempre supe que me casaría con Sir Toby Aldridge, desde el día que nos conocimos.
―Eso es absurdo. El día que os conocisteis, tenías doce años.
―Once.
―Once, entonces. Y Toby te disparó.
―No me disparó. Le disparó a una perdiz que me sobresaltó. Él no sabía que yo estaba allí,
porque…
―Porque tú nos estabas siguiendo después de que Henry te lo había prohibido ―terminó
Jeremy con impaciencia. ―Sí, sí. Lo recuerdo claramente.
Muy claramente, añadió en silencio. Se acordaba de todo lo relacionado con aquel día con
dolorosos detalles. El deslumbrante sol de la tarde, el olor acre de la pólvora. Pero sobre todo
recordaba los sonidos. ¿Cómo iba a olvidarlo? Un staccato frenético de aleteos, el chasquido de la
pistola de Toby, un grito agudo. El silencio terrible mientras los cuatro las emprendían a través de
las zarzas que los cubrían hasta las rodillas, sólo para encontrar a Lucy sentada en un claro, ilesa y
nada de arrepentida.
Los años siguientes demostrarían que ese fallo por poco era el comienzo de un patrón. Lucy
Waltham siempre estaba coqueteando con el desastre, y por lo tanto, Jeremy siempre había
evitado a Lucy. Él no quería estar por los alrededores cuando inevitablemente ocurriera el
desastre.
Con un resoplido, ella extendió una mano y le quitó el vaso de whisky de la suya. Las puntas de
sus dedos rozaron su muñeca. Hasta ahí llegaba lo de las distancias seguras.
Ella apoyó la barbilla en una rodilla y miró con aire taciturno el líquido café-ambarino.
―¿Qué tiene Sophia Hathaway que no tenga yo?
―¿Además de una educación impecable, elegancia, y una dote de veinte mil libras? ―él
extendió su mano para recuperar su bebida.
Ella bebió un sorbo generoso de whisky antes de renunciar a la copa.

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―Ella no lo ama.
―Más fantasías de niña. Este es un matrimonio. El amor no es necesario. Se llevan bastante
bien, y sus familias lo aprueban. Ella tiene riqueza, pero ningún título; él es un baronet. Es un
casamiento auspicioso para los dos.
¿Auspicioso? Ella entrecerró los ojos.
―Sólo tú puedes hablar del matrimonio como si fuera un prudente acuerdo de negocios.
―No soy sólo yo. Es la sociedad. Los matrimonios por amor como el de tu hermano, son la
excepción a la regla. Las damas que insisten en el romance terminan decepcionadas. Te darías
cuenta de la verdad de esto, si sólo tú…
―¿Si yo qué? ¿Si yo fuera fría y cínica, como tú?
Jeremy apretó los dientes.
―Si tan sólo le hubieras prestado la menor atención a cualquiera de las institutrices que Henry
contrató para ti. Si tan sólo hubieras tenido algún modelo de comportamiento femenino, además
de tu agobiada cuñada y una tía senil. Si tan sólo tuvieras un poco de sentido.
―Si tan sólo fuera como Sophia Hathaway.
―Tú lo dijiste. No yo.
Ella se cruzó de brazos.
―Bueno, no me importa lo que tú, o la sociedad, diga. Me voy a casar por amor, y eso significa
que no me casaré con nadie, sino con Toby. Me niego a creer que él pueda casarse con otra que
no sea yo. Él me ama. Lo sé, aunque él no lo sepa todavía.
―Lucy, todo está arreglado. Supongo que él se lo propondrá en cualquier momento.
―Entonces, tendré que actuar esta noche ―se levantó de la silla y comenzó a caminar por el
suelo. Con el ceño fruncido, ella jugaba distraídamente con un mechón de su cabello, agarrándolo
entre sus dientes. Era una señal de advertencia que él había aprendido a prestar atención. Lucy
siempre jugueteaba con su pelo cuando estaba planeando algo.
Ella solía llevar el pelo recogido por conveniencia, no por la moda. Pero aún no se había
inventado la horquilla o la cofia que pudiera contener los rizos de Lucy. Las puntas estaban
siempre sueltas y enredadas entre sus dedos, y llegando hasta sus labios. Ahora su cabello le caía
en grandes olas hasta la cintura, ondeando como una piel gruesa y lujosa, mientras ella rondaba
por los flecos anudados de la alfombra. Ella se volvió y cruzó de nuevo la habitación, la tela flexible
envolviendo sus curvas.
Curvas. Dios mío. ¿Y Lucy cuándo había desarrollado curvas? Siempre fue una colección de
huesos, con ángulos poco elegantes, que se mantenían unidos por pura fuerza de voluntad. Ahora
ese difícil marco de determinación estaba envuelto en suaves, fluidas curvas femeninas. Y ella y
sus curvas estaban desfilando por su dormitorio en un estado de desnudez. A una hora atroz, le
echó un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea, las dos de la mañana. Lo impropio de toda la
situación lo golpeó con una fuerza repentina.
―No deberías estar aquí. Es tarde, y tú estás... molesta. Vuelve a tu habitación y duerme un
poco. Podemos hablar más de esto mañana.
―Mañana puede ser demasiado tarde ―dijo. ―No puedo correr ese riesgo. Voy a tener que
hacerlo esta noche
―¿Qué vas a tener que hacer esta noche?

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―Seducirlo, por supuesto.


Jeremy la miró, estupefacto. Un leño se asentó en el fuego con un chasquido, y una ráfaga de
chispas rojas se disparó desde la chimenea.
Lucy se detuvo frente al espejo. Desató la bata y la abrió, estudiando el sencillo camisón de
dormir que tenía debajo, con una expresión de descontento.
―Supongo que seda y encaje sería mejor, pero no tengo nada más fino.
Hizo un cuarto de giro y miró con recelo el reflejo de su perfil. Empujando los hombros hacia
atrás, alisó el camisón contra su torso hasta que cada oleaje y cima de su carne se tensó contra la
fina tela.
Jeremy se puso de pie de un salto, volcando lo que quedaba de su whisky en la alfombra. En
cosa de dos pasos, cruzó la habitación y se interpuso entre Lucy y su reflejo escandaloso,
agarrando los bordes de la bata y envolviéndolos con firmeza en su cintura. El tercer botón de su
camisón de dormir estaba desabrochado, y la delgada tela se abrió para revelar una media luna de
piel dorada. Forzó a su mirada a fijarse en su rostro.
―No me digas que... que esto es lo que estás practicando.
Ella asintió. La fría intensidad de su mirada le dijo a Jeremy que, por más ridícula que le
pareciera a él la idea, Lucy pensaba que una seducción era un plan del todo razonable. Él puso las
manos sobre sus hombros y se dispuso a poner autoridad en su voz.
―Lucy, Toby no te ama.
―Sí, Jemmy, él me ama.
―¿Qué te hace estar tan segura? ¿Te ha dado alguna razón para tener esperanza?
―Yo no era consciente que la esperanza necesitara una razón, más que el amor. En caso de que
lo hayas olvidado, no tengo ningún talento para esperar. Yo no espero. Yo sé. Creo. Imagino. Yo sé
que Toby me ama. Creo que debemos estar juntos ―le clavó un dedo en el centro del pecho. ―E
imagino que tú entiendes.
Jeremy gimió. ¿Cómo se suponía que iba a razonar con una chica, una mujer, se corrigió, que no
atendía razones?
―Lucy, Toby te Fene mucho cariño ―se dio cuenta de que seguía tomándola por los hombros.
Retrocediendo un paso, dejó caer las manos a los costados. ―Pero cariño no es amor. Además,
¿qué sabes tú de seducción?
―Oh, tengo un libro.
―¿Un libro? ―se pasó una mano por el pelo. ―Dios mío, Lucy, no te voy a preguntar dónde
obtuviste un libro como ése o qué perlas de sabiduría podría contener ―ella abrió la boca para
interrumpir, y él la hizo callar extendiendo una mano. ―De hecho, te ruego que no me lo digas.
Baste decir que espero que no prestes atención a las lecciones de la morbosa novela que te las has
arreglado para tener en tus manos.
―Admito que aprender de un libro Fene sus limitaciones ―ella lo miró cautelosamente, su
mirada buscando la de él.
―Ésa es una forma de decirlo.
Ella se acercó más.
―La lectura ciertamente no puede susFtuir la experiencia práctica ―se acercó más aún.

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―Pero... espera... Lucy, no es posible que ―y entonces soltó una pregunta dirigida más a Dios
en el cielo, que a la misma Lucy. ―¿Por qué yo?
―¿Quieres decir además del hecho de que no hay nadie más? Eres tan correcto, Jemmy, tan
frío. Hay icebergs en el mar del Norte menos fríos. Si puedo descongelarte, no voy a tener ningún
problema en seducir a Toby.
―Te aseguro que no podrías "descongelarme", aunque yo quisiera ser... descongelado. Qué no
es así ―retrocedió un paso. Luego, dos.
―Adelante, intenta resisFrte. Me gusta un buen reto ―cerró la distancia de nuevo, sus ojos
brillaron de malicia. ―He aprendido a atrapar un urogallo y pescar una trucha. La captura de un
marido, ¿realmente es tan diferente?
Sí, pretendió insistir Jeremy, pero por alguna razón su mandíbula sólo se movió de arriba a
abajo sin hacer ruido, en una imitación bastante buena de, bien, de una trucha.
Y entonces ella lo agarró por la camisa y lo enrolló, cogiéndole en esa red de rizos castaños y lo
besó hasta casi matarlo. Sus labios atacaron los suyos con la misma férrea determinación. Pero
cuando le echó los brazos al cuello y cayó contra él, el resto de ella fue suave, flexible, dócil. Las
hebras sedosas de su cabello se deslizaron sobre su antebrazo. Sus curvas exuberantes se
moldearon contra su pecho.
Antes de que pudiera hacer acopio de voluntad para protestar, ella se apartó de repente y
estudió su rostro.
―¿Y bien? ¿Está funcionando?
Era una pregunta sencilla. Y mientras la mente de Jeremy recitaba las razones para que su
respuesta debiera ser un enfático no, otras regiones de su cuerpo decididamente estaban diciendo
sí. Dios mío, él era sólo un hombre. Un hombre que, al parecer, había desperdiciado los últimos
meses sin besar a nadie, y a cuyo cuerpo verdaderamente le gustaba la idea de poner fin al
reinado de la vida monacal auto-impuesta. Sacudió la cabeza con firmeza en sentido negativo,
esperando que ella pasara por alto su respiración entrecortada que decía lo contrario.
Lucy no se desanimó. Ella se lanzó por otro intento, pero Jeremy tomó su cara entre sus manos.
Sus mejillas encendidas, suaves y cálidas bajo sus palmas.
―¿Te has vuelto loca? Esto no va a suceder. No puede suceder.
―Bueno, claro que esto no puede suceder ―su boca se extendió en una sonrisa, y en sus
mejillas aparecieron hoyuelos bajo sus pulgares. Se apoderó de Jeremy una necesidad
imperdonable de trazar esos pequeños hoyuelos sonrientes con los dedos, explorarlos con sus
labios. ―No tengas miedo, Jemmy, no tengo planes para esto. Entonces tendrías que casarte
conmigo, y eso no serviría de nada.
―Ciertamente no ―estudió el rostro que tenía entre sus manos. Su piel bebía la luz del fuego y
brillaba como oro bruñido. Sus ojos bailaban con el reflejo de la llama, desafiándolo a mirar de
cerca, a acercarse. ¿Quién era esta mujer, y qué había hecho ella con Lucy? La sentía como una
extraña, y eso era una cosa peligrosa. Con una extraña todo era válido, besar... y mucho más.
Jeremy comenzó una breve lista de las razones por las que con Lucy nada, definitivamente
nada, era válido.
Punto uno, ella era la hermana de su más viejo amigo.
Punto dos, su más viejo amigo era un excelente tirador.

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―Escúchame ―dijo, dándole a su cabeza una pequeña sacudida. ―Si tienes preguntas acerca
de... del lecho matrimonial, deberías hablar con Marianne. O deberías esperar a tu noche de
bodas, cuando tu marido, que no será Toby, pueda ilustrarte. No habrá clases de pesca de maridos
o de atrapar hombres.
Ella sonrió. Una sonrisa de suficiencia, enloquecedora, que hizo que Jeremy tuviera ganas de
borrar enseguida de su cara.
―¿Me entiendes? ―preguntó.
―Sí ―ella apretó sus labios brevemente antes que se separaran para volver a reír.
―Entonces, maldita sea, ¿por qué te ríes?
―Porque creo que estaba funcionando.
Esa condenada sonrisa traviesa de nuevo. Pero esta vez no vio la sonrisa insolente, sino lo que
la componía.
Labios.
Labios llenos, dulcemente curvados, de un rojo profundo sonrosado por besar y reír. Labios que
rogaban que los cubrieran los suyos.
Cerró los ojos a la tentación, deslizó sus manos de nuevo para tomar en un puño su pelo caído,
como si por dominar esos rizos pudiera controlarla a ella. Controlarse él mismo. Pero cielos, era
como sumergir las manos en seda líquida, y por detrás de sus párpados, él vio aquellas guedejas
de exquisita suavidad acariciando cada centímetro de su piel.
Sus ojos se abrieron de golpe. En su desesperación, miró hacia abajo, sólo para ver si el tercer
botón de su camisón de dormir estaba desabrochado todavía.
Y así era. Maldita sea, así era.
Ella se rió suavemente, atrayendo su mirada de nuevo hacia su boca, ahora inclinada en el
ángulo perfecto para recibir su beso. Esos labios... y un toque de una lengua húmeda y rosada...
los instrumentos de su irritación durante tantos años, ahora ofrecían una invitación. Sólo a la
espera de ser silenciados, sometidos, dominados. Había una manera segura, argumentó una voz
oscura dentro de él, para hacer que Lucy finalmente entrara en razón.
Besarla hasta dejarla sin sentido.
Su boca aplastó la de ella, y él sintió que sus labios se contrajeron de esa amplia sonrisa a una
mueca apasionada. Y cuando ella abrió la boca para él con facilidad, con entusiasmo, Jeremy
agradeció a Dios por las morbosas novelas.
Deslizó la lengua dentro de su boca caliente, audaz por el whisky, explorando, exigiendo. Ella
jadeó contra sus labios, y él empujó más profundo, tomó más, decidido a beber su dulzura hasta
que probara el punto amargo del miedo. Si quería lecciones, tenía la intención de darle una. Él le
enseñaría que el deseo no era un juego; la pasión era un deporte peligroso por cierto. Quería
empujarla hasta espantarla, enviarla corriendo de vuelta a su habitación temblando bajo sus
almidonadas sábanas blancas y a hacerse un ovillo de nuevo en ese camisón virginal de cuello alto.
Y a abotonarse ese maldito botón.
Entonces su lengua acarició la de él. Con cautela, una vez. Otra más, con abandono. Ella lo
estaba atrayendo, engatusándolo, atizando el fuego en sus entrañas con cada revoloteo de sus
caricias. Él respondió instintivamente, profundizando el beso. Y una comprensión lo traspasó con
todo el dulce ardor del deseo correspondido.
Este beso era un reto.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Y en los ocho años en que la había conocido, Lucy Waltham nunca había retrocedido ante un
reto.
Ella se movió más cerca, sujetando sus hombros y deslizando una mano a la parte posterior de
su cuello. Él gruñó cuando sus uñas rasparon ligeramente su nuca.
Una fuerza tiró su mano hacia abajo. Arrepentimiento, tal vez. La necesidad desesperada de
recuperar el control. Un impulso caritativo, de verdad; tenía que convencerla que estaba jugando
con fuego. Los dedos se extendieron, los dispuso en la parte baja de su espalda y la presionó
contra él, atrayendo su cuerpo tenso contra la hinchazón de su ingle. El placer fue inmediato.
Intenso. Ni de cerca suficiente.
Seguramente ahora ella se retorcería alejándose, tal vez incluso gritaría.
Pero no. Ella se estaba moviendo, sí. Dios, estaba moviéndose. Arqueándose contra él,
gimiendo en el beso. Terciopelo frío provocaba las puntas de sus dedos; terciopelo cálido
acariciaba su lengua. Traidoras imágenes inundaron su mente. Un manto carmesí reunido en el
suelo. Botones volando por todas partes. Estaba en este beso demasiado hundido, y, oh, Dios mío,
cómo anhelaba hundirse más profundo todavía. Tenía que estar todo mal.
Todo esto estaba… mal.
Jeremy luchó a través de la bruma de lujuria, apretando el puño en su pelo y apartándola. Un
centímetro. Bajó la mirada a su rostro. Esta vez, tenía los ojos cerrados.
―Lucy ―susurró con voz ronca.
Ella abrió sus ojos parpadeando rápidamente. Eran verdes, salpicados de dorado; una pasión
oscura, salvaje, brillando junto con la risa. Desenredó la mano de su cabello, soltó su cintura, y dio
un paso atrás, tratando de pensar. Su respiración era irregular, su pulso retumbaba y su sangre
bombeaba a todo su cuerpo excepto a su cerebro.
―Lucy ―intentó de nuevo, ―eso fue…
―Eso fue práctica ―lo interrumpió ella. Una sonrisa curvó sus labios. ―Una práctica muy
buena ―ella cambió su peso hacia el otro pie, proyectando la curva de su cadera y alzando sus
pechos para llamar la atención, un movimiento inconsciente de cruda sensualidad.
Era salvajemente seductora.
Jeremy juró para sus adentros. ¿Qué había hecho? Había abierto la puerta a una virgen
desmañada, y ni media hora más tarde, estaba despidiendo a una tentadora. Era como si le
hubieran entregado un arma descargada, sólo para cargarla con pólvora y perdigones y, querido
Dios, estuviera condenadamente cerca de apretar el gatillo. Hace escasos minutos, ella había sido
inofensiva. Ahora...
Ahora Lucy era un peligro para sí misma.
Y si ella se quedaba allí un momento más, burlándose de él con esos ojos brillantes y esos labios
hinchados y esa curva roja, besable de su garganta, Jeremy sería un peligro para ella.
¿Qué había estado pensando? Él la había magullado como un bruto. No importaba el hecho de
que ella también lo había magullado, o que todo había sido idea suya. Era un caballero, y ella era,
por nacimiento, si no por comportamiento, una dama. Era la hermana de su mejor amigo. Tendría
que estar enfrentando una pistola al amanecer, o algo peor. Un vicario ante un altar.
Ella debe haber leído la culpa en sus ojos.

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―Por el amor de Dios, Jemmy. Henry nunca lo va a saber, a menos que tú se lo digas
―sonriendo, ella ató el cinturón de su bata. ―Y te sugiero imperiosamente que no lo hagas.
Nunca lo superarías.
―Tú ―dijo, agarrándola por el codo y dirigiéndola con firmeza hasta la puerta ―Fenes que irte
a la cama ―con cautela, observó el pasillo antes de guiarla a través de la puerta. Ella comenzó a
girar a la izquierda, hacia la alcoba de Toby. Él la cogió por los hombros y la giró de frente en la
dirección opuesta.
―Vete a tu habitación, Lucy ―le susurró con severidad. ―Tendré la puerta abierta toda la
noche. Si intentas llegar a Toby, tendrás que pasar sobre mí.
Ella le lanzó una mirada tímida que, en cualquier salón de baile, la habría tomado como un
coqueteo descarado. En realidad, era una estudiante rápida.
―¿Estás sugiriendo que sería difícil?
Apretó los dientes.
―Te lo juro, iré a la habitación de Henry en este instante, si...
―Shhhh ―ella lo hizo callar con un dedo sobre sus labios, mirando por encima de su hombro.
―Muy bien, Jemmy ―susurró. ―Supongo que Toby le permitirá a Sophia deshacer sus maletas
antes de arrodillarse. Puedo esperar una noche más.
Jeremy escuchó sus pasos suaves descender por el pasillo y aguzó el oído hasta que escuchó el
sonido de un pestillo deslizándose. Se dejó caer contra la pared.
Era un consuelo saber que Lucy dormía detrás de una puerta cerrada. Pero él se habría sentido
totalmente en paz, si estuviera el pestillo en el otro lado.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0022

El apetito de Lucy Waltham era insaciable.


A Henry le gustaba bromear diciendo que cuando se casara, le proporcionaría una dote de dos
vacas, seis cerdos y dos docenas de pollos, sólo para que su marido pudiera mantenerla
alimentada. Era sólo una broma, por supuesto. Con toda probabilidad, su dote valdría mucho
menos.
Pero nadie podría bromear al decir que Lucy se había devorado comidas que avergonzarían a
un trabajador de una granja. Lucy vivía con hambre. Tragaba todos los días. Este apetito por la vida
requería un suministro constante de alimentos reales. Mordisqueaba panecillos calientes de la
cocina, iba por pollo frío a medianoche, y pasaba largas tardes rebuscando en los huertos. Y nunca
se perdía el desayuno.
Marianne y la tía Matilda ya estaban en la mesa cuando Lucy entró en la sala del desayuno.
Lucy se inclinó para besar la mejilla ajada de la tía Matilda. La anciana respondió tomando un
ruidoso sorbo de chocolate.
Nadie sabía exactamente cuántos años tenía la tía Matilda, la tía Matilda menos que nadie,
pero Lucy pensaba que al menos tenía unos ochenta años. También pensaba que la tía Matilda era
la mujer más hermosa que conocía. El abuelo de Lucy había construido su fortuna cultivando
índigo en las Indias Occidentales, donde la tía Matilda había pasado su juventud. Aún vestía de la
cabeza a la punta de los pies del color más profundo azul índigo. Su columna no se había curvado
ni un ápice con la edad, y mantenía en alto su barbilla para equilibrar un turbante formidable. Olía
a brisa del mar y a especias exóticas y a tabaco.
Henry se volvió desde el buffet portando dos platos. Se quedó inmóvil un instante, sus ojos
incrédulos, antes de colocar un plato frente a su esposa.
―Lucy, ¿qué diablos te has hecho?
―Henry, silencio ―dijo Marianne. ―Creo que Lucy se ve encantadora.
―Sí, encantadora ―gorjeó la tía Matilda.
Lucy se alisó la palma de la mano sobre la seda fría mientras se dirigía hacia el aparador. El
vestido lo había diseñado una modista de Londres hacía casi tres años, para lo que iba a ser su
primera temporada en la ciudad. Eso fue antes de que Marianne se enterara que estaba
embarazada por segunda vez. El vestido había languidecido en el armario de Lucy todo ese
tiempo, un trozo de promesa de seda brillante en medio de metros de muselina cotidiana. La tela
azul pálida correspondía al tono de un huevo de estornino pinto, y un encaje color crema
ribeteaba las mangas cortas del vestido.
Su figura se había redondeado considerablemente en los tres años desde que el vestido se
había hecho a su medida. El corpiño apretaba sus pechos, haciendo que la tela se tensara. El
escote era escandalosamente bajo para la mañana.
Era perfecto.
Realmente debería usar seda con más frecuencia. El vestido fluía alrededor de su cuerpo,
deslizándose sobre su piel como el agua. Pasó una mano por su pelo cuidadosamente rizado. Su
criada por poco deja caer el cepillo cuando le había solicitado un estilo más elegante que el nudo
simple de costumbre. Las joyas quizás era un poco mucho para el desayuno. Los pendientes ópalo

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de su madre pellizcaban ambos lados de su cabeza. Eran mucho más pesados de lo que había
previsto. Seguramente los lóbulos de sus orejas llegarían hasta sus hombros para el mediodía.
Pero no tenía importancia. Si eran necesarias las joyas para eclipsar a Sophia Hathaway, Lucy se
colgaría diamantes.
Ella se había sentado en la mesa cuando Felix entró en el salón de desayuno con Kitty del brazo.
Sophia les seguía unos pasos más atrás. Ambas damas estaban ataviadas con simples vestidos de
muselina con diseño de espigas. Para la mente de Lucy, bien podrían haber estado usando
uniformes de color azul, con broches trenzados, y hombreras con borlas. Eran invasores hostiles.
El enemigo.
―Vaya, vaya ―KiRy miró a Lucy con desdén divertido. ―No tenía idea que el desayuno en
Waltham Manor fuera un asunto tan formal ―se volvió a Marianne. ―Perdóneme, señora
Waltham, veo que no estamos vestidas de forma apropiada.
―En absoluto ―respondió Marianne. ―¿No quieren sentarse? ¿Toman té o café? ¿O
chocolate, tal vez?
―Qué encantadora sala de desayunos ―Sophia se sentó en una silla frente a Lucy. ―Tiene una
deliciosa vista del parque.
Kitty se deslizó en el asiento de al lado y desplegó su servilleta con un brusco chasquido.
―Las ventanas dan al oeste por completo ―dijo. ―Debe de ser insoportablemente cálida por
la tarde.
Lucy sonrió.
―Qué suerte entonces, que tomemos el desayuno en la mañana.
Los ojos de Kitty se estrecharon. Golpeó ligeramente el plato con el cuchillo y habló por encima
del hombro de Lucy, dirigiéndose a su marido.
―¡Felix! ¡Una tostada!
Pobre Felix, cargar con una arpía como esposa. Lucy no podía imaginar toda una vida de
desayunos en la mesa enfrentando la cara amargada de Kitty. La sola idea agriaba su crema.
Ella miró a Felix por encima de su hombro. Él iba por el buffet, colmando de alimentos su plato
del desayuno, tarareando una melodía a su paso. ¡Tarareando! Sus padres habían sido
ciertamente premonitorios cuando seleccionaron su nombre de pila1. Su temperamento optimista
nunca vacilaba. Si había un hombre que podía sonreír por la vida con Kitty a su lado, ése era Felix.
Lucy echó una mirada de reojo a Sophia, que estaba revolviendo delicadamente el azúcar en su
té. Sophia era una versión más suave de su hermana. Compartían el mismo pelo dorado y piel
clara. Pero donde la nariz de Kitty se afilaba en un punto, la de Sophia pendía con elegancia. Los
ojos azules de Kitty tenían un brillo glacial, pero los de Sophia brillaban con calidez. Lucy lo admitía
a regañadientes: ella era hermosa.
Nadie llamaría a Lucy hermosa. Al menos, nadie lo había hecho. Tenía los pómulos demasiado
anchos, el mentón demasiado puntiagudo. Su piel era bronceada y olivácea, para nada a la moda.
Ella sí tenía unos cuantos rasgos agradables, pensó. Sus ojos eran grandes, y enmarcados con
pestañas largas y oscuras. Sus dientes estaban derechos. Nada que inspiraría una poesía. De
hecho, más bien sonaba como una yegua premiada.

1
El significado del nombre Felix es: "Aquel que se considera feliz o afortunado". (N. de la T.)

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Sophia aceptó un plato de tostadas de Felix y cogió su cuchillo de mantequilla. Sostenía la plata
maciza con un apretón delicado, como si pudiera partirse en dos. Con su tostada perfectamente
enmantequillada y sus cuidadosos y pequeños mordiscos, parecía la imagen de la delicadeza
femenina.
Lucy bajó la mirada hacia su propio plato, una montaña de huevos y jamón, panecillos, y
conservas. Se llevó un bocado de huevos a la boca y masticó sin arrepentimientos. Batallar con
Sophia Hathaway requeriría fuerza e ingenio, seda y joyas, y un abundante desayuno.
―Buenos días, Jem ―dijo Henry.
Ella levantó la vista de su plato para ver a Jeremy entrar en la habitación. Ella casi se atragantó
con sus huevos.
Su cabello negro estaba despeinado, y estaba vestido para montar a caballo, con un abrigo de
color marrón oscuro sobre una camisa de cuello abierto y pantalones de cuero. Había habido un
tiempo en Waltham Manor en que los hombres nunca se molestaban con ropas que cubrieran
hasta el cuello. De hecho, a su llegada cada mes de octubre, hacían un gran espectáculo de lanzar
sus pañuelos de cuellos al fuego. Pero eso era antes que Henry se casara con Marianne. Desde la
adición de una dama a la fiesta, los caballeros se vestían para las comidas puntualmente.
―Señora Crowley-Cumberbatch. Señorita Hathaway ―hizo una breve reverencia en su
dirección. Al parecer, escandalizadas por su desaliño, las hermanas devolvieron su saludo con la
mirada desviada, ocupándose con sus tés y tostadas.
―Lucy.
Jeremy la paralizó con una mirada oscura, llena de reproches. Un rubor caliente chamuscó las
puntas de sus orejas adornadas con pendientes de ópalo. Por un momento, Lucy se sintió como si
estuviera sentada en la sala de desayunos vestida sólo con camisón o menos. Pero si él quería
avergonzarla, se llevaría una gran decepción. Los labios de ella temblaron, y lentamente los
humedeció con su lengua antes de dirigirle fugazmente una sonrisa audaz. Él rápidamente miró
hacia otro lado.
Oh, qué divertido era irritarlo. Lo hacía tan fácil. La caza y la pesca estaban muy bien, pero de
verdad, hostigar a Jemmy siempre había sido su deporte favorito durante el otoño. Lucy veía su
semblante serio como un desafío sin límite. Una suave y espesa cáscara de huevo, que rogaba por
ser agrietada. Cualquier reacomodo de sus facciones constituía una victoria, ya sea una mueca de
dolor, un ceño fruncido o la más rara de las expresiones: una sonrisa. Una sonrisa que mostrara los
dientes, valía el doble.
Ayer por la noche le había mostrado una forma completamente nueva de acosar a Jeremy
Trescott. No con travesuras de niña, sino con artimañas femeninas. Oh, sí. Ella había roto el huevo
ayer por la noche, pero bien roto. Su expresión de deseo confundido era mucho más divertida que
una mueca de dolor o un ceño fruncido, o incluso una sonrisa que mostrara los dientes. Ese último
beso tenía que valer al menos diez veces más.
Ella alzó la taza de chocolate hasta sus labios. Cerrando los ojos, presionó la lengua contra el
borde de la porcelana fría, recordando el poder de un beso verdadero. Bebiendo de la caliente,
dulce riqueza sintiendo la deliciosa calidez que se esparcía por su garganta y en el fondo de su
vientre. Y más abajo. Suspiró en la taza. Si el beso de Jeremy podía rivalizar con el chocolate, Lucy
se estremeció al imaginar cómo sería besar a…
―¡Toby!

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Lucy resopló contra el borde de la taza. La colocó de vuelta al plato y recogió la servilleta,
secándose los labios a toda prisa.
―Buenos días, damas ―Toby hizo una galante reverencia en dirección a Sophia Hathaway.
Vestía un chaqué gris paloma y chaleco a rayas. Su corbata blanca como la nieve estaba atada a la
perfección. Lucy se derritió en su silla como la mantequilla sobre una tostada.
―Buenos días, tía Matilda ―tomó su arrugada mano y la besó. ―Usted luce encantadora esta
mañana.
―Sí ―respondió la anciana. ―Encantadora.
Lucy se sentó en su silla.
―Buenos días, Sir Toby ―ella le tendió la mano.
―Buenos días, Luce ―sus ojos se encontraron, y su amable sonrisa se amplió más. Luego le
tomó la mano y la sacudió.
Lucy suspiró. Esto podría resultar más difícil de lo que había previsto. Ella inclinó la cabeza hacia
un lado, un pendiente de ópalo colgando como un señuelo de pesca. Había confirmado anoche
que los hombres no eran tan diferentes de las truchas como les gustaría pensar.
―Qué maravilloso es darle la bienvenida de nuevo a Waltham Manor, Sir Toby ―ella acarició el
asiento de la silla a su lado. ―Por favor, tome…
―Gracias, lo haré ―dijo Jeremy, deslizándose en la silla y colocando su plato junto al de ella.
Lucy apretó los dientes y se apoderó de su cuchillo de mantequilla. Sí, los hombres eran como las
truchas. Y Jeremy era uno que deseaba fervientemente filetear.
―¿Qué ―preguntó él con una voz tan profunda que fue casi inaudible ―te has puesto?
―Yo podría preguntar lo mismo ―murmuró detrás de su taza, ―Lord Kendall.
―Pensé que habías olvidado mi título.
―¿Olvidarlo? ¿Yo? Tal vez usted lo extravió. Estoy segura de que lo vi por alguna parte. Justo al
lado de su corbata.
Su mandíbula se tensó.
―Estaba montando a caballo. Cuando me enteré de que ya estabais en la mesa, me pareció
prudente retrasar mi propia comida ―su mirada burlona se desvió de sus pendientes a su escote.
―Parece que mi preocupación estaba justificada.
―¿Cuándo te nombraron protector de Toby? Él es un hombre adulto, ¿no?
Toby regresó a la mesa con café y pan tostado. Se sentó junto a Sophia Hathaway y murmuró
algo que Lucy no pudo oír. Sophia sonrió con recato y agitó sus pestañas. Los huevos se
revolvieron en el estómago de Lucy.
Jeremy fue por un plato de mermelada, obstruyendo su visión.
―¿Has considerado ―preguntó, ―qué puede que no sea a Toby a quien estoy tratando de
proteger?
Antes de Lucy pudiera convocar una respuesta lo bastante indignada, Felix interrumpió.
―¿Cuál es nuestro deporte para hoy, Henry?
―Es un día cálido y agradable ―respondió Henry. ―Pensé que ¿ir de pesca?
―¡Muy bien! ―dijo Felix. ―¿Quieres unirte a nosotros, Lucy?

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Lucy sintió que Kitty y Sophia la miraban fijamente. Las damas bien criadas evidentemente no
pescaban.
―¡Oh, no! Le aseguro, señor Crowley-Cumberbatch, que he renunciado a las actividades de
marimacho de mi juventud ―se volvió hacia Toby. ―No he pescado en mucho tiempo. No puedo
recordar la última vez.
―¿Realmente, Luce? ―Toby pareció incrédulo. ―Henry, ¿es cierto?
Henry cortó una loncha de jamón.
―Si cuentas seis días como "mucho tiempo", entonces supongo que es verdad. Pero si no
puedes recordar seis días atrás, Lucy, y se te ha olvidado el nombre de pila de Felix, estoy
preocupado por ti. Tal vez has pasado demasiado tiempo con la tía Matilda.
―Henry ―dijo Marianne, ―no digas esas cosas delante de la pobre.
―Oh, ella no Fene ni idea ―él se inclinó y gritó al oído de la tía Matilda. ―¡Lucy ha renunciado
a la pesca, tía Matilda! Ella se está llenando de seda y adornos. ¡Después se va a pintar la cara y
salir corriendo para convertirse en una actriz! ¿No sería encantador?
La Tía Matilda sorbió su chocolate.
―Encantador.
Lucy sonrió y aumentó la presión del agarre de su cuchillo.
―Ya que el día está tan agradable, tal vez las damas disfrutarían de un picnic junto al río ―dijo
Marianne.
―¡Oh, qué delicioso! ―Sophia prácticamente saltó en su asiento. ―Voy a traer mis acuarelas.
―La señorita Hathaway es una pintora muy experta ―dijo Toby. ―Justo la otra semana, me
mostró una ingeniosa y pequeña bandeja de té que había adornado con... rosas, ¿verdad?
―Orquídeas ―se ruborizó Sophia.
―¿Usted dibuja, señorita Waltham? ―preguntó Kitty con tono petulante.
―Oh, sí. Me encanta dibujar. Y la pintura. Voy a traer mis acuarelas, también ―ella sabía que
una de esas institutrices habían dejado algunas pinturas en alguna parte. Tal vez en la vieja sala de
clases. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un sorbo ruidoso y áspero.
―Lucy, dale a la tía Matilda más chocolate ―dijo Henry. ―Ella está aspirando aire otra vez.
Se levantó de su silla, alzando el cazo de chocolate con tanta gracia como pudo reunir.
―Nunca supe que fueras una arFsta, Lucy ―dijo Toby.
Lucy se inclinó hacia delante mientras llenaba la taza de la tía Matilda, dando a Toby una vista
de su escote desbordante. Ella hizo su voz baja y entrecortada.
―Oh, pero, Sir Toby ―dijo, agitando las pestañas como loca, ―hay tantas cosas que no sabe de
mí.
El pendiente de ópalo de su madre se le escapó de la oreja, aterrizando en la taza de su tía
Matilda con un chapoteo.

―No te rías, Jemmy. No te atrevas a reír.

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Maldición. Teniendo en cuenta el interminable desfile de institutrices que pasó por Waltham
Manor, Lucy se vio obligada a admitir que debería haber puesto siquiera un mínimo de atención a
una o dos de ellas.
Jeremy se puso sobre su hombro, bajando la mirada hacia su caballete. Su trabajo de la última
hora se había traducido en una imagen bastante buena de un charco de barro.
Tenía la intención de capturar la gloria otoñal de un distante árbol de roble, su follaje rojo-
anaranjado ramificándose en un claro cielo azul. Había empezado por cubrir todo el papel con una
encantadora estela de azul brillante. Era un cielo excelente. Llamativo, sin nubes, e indicativo del
genio creativo sin explotar. Ninguna mundana bandeja de té, sin importar cuán ingeniosa fuera,
podría esperar a rozar su cielo.
Pero entonces ella había empezado con el naranjo. Sólo que, cuando puso el pincel en el cielo
todavía húmedo, ella no tuvo naranjo, sino café. Peor aún, el café no se fijaba en las pequeñas y
lindas formas como las hojas. Regueros cafés pálidos surcaban el papel como lágrimas lodosas.
Cuanto más intentaba arreglarlo, más horrible se volvía, hasta que toda la pintura no era más que
un desastre empapado.
―No-te-atrevas ―siseó.
Él se inclinó por encima de su hombro, como si examinara su trabajo. Había algo vagamente
inquietante en la forma en que se cernía sobre ella, sus anchos hombros bloqueando el sol. Sintió
el impulso repentino de retroceder, o acercarse más.
―No soñaría con atreverme ―el tono bajo solemne de su voz resonó profundamente en su
cuerpo, emocionándola de una manera íntima e inesperada. Una manera no deseada. ―Y tú
tampoco deberías. Atreverse sólo invita al desastre. Adelante, sigue con la acuarela.
Ella levantó la vista bruscamente. Sus rostros estaban sólo a un palmo de distancia. Demasiado
cerca para evaluar su expresión. Sólo veía un conjunto de facciones. El pelo negro deslizándose
sobre un ceño grave. Labios llenos. Una mandíbula fuerte y cuadrada. Ojos azules.
Un fuerte azul brillante.
Lucy cerró la caja de pinturas con un golpe desafiante. Un correcto, serio, hombre insoportable.
Sigue con la acuarela, realmente.
―Estás manejando mal todo esto ―dijo con frialdad. ―Un vestido de seda, acuarelas... ¿De
verdad crees que van a captar la atención de Toby?
―Funcionaron para ella ―Sophia estaba sentada a unos metros delante de ellos, cerca de la
orilla del arroyo. Se inclinaba sobre su propio caballete, donde se veía un dibujo de un grupo de
aneas arqueándose sobre la orilla del río. Parecía delicado, detallado y notablemente seco.
―Tú no eres ella.
―No puedo creer que te atrevas a aconsejarme sobre el cortejo. No he notado que traigas
contigo una esposa.
―Eso es porque no quiero casarme.
Ella lanzó una risa sardónica.
―Ah, ya enFendo. La soltería es tu elección. No tiene nada que ver con tu falta de encanto.
―Esto viene de una muchacha, cuyo concepto de una obertura romántica es que le pasen
silbando una bala sobre su cabeza.
Ella le apuntó con el pincel.

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―No trates de apuntar. En eso también eres el peor de los cuatro. Pero supongo que es
deliberado ―dijo. ―¿Simplemente no quieres dispararles a los faisanes?
Una expresión extraña cruzó su rostro. Una que Lucy nunca le había visto antes. Un destello de
sorpresa azul, rápidamente aplastado por su ceño adusto. Cuando habló, estalactitas colgaban de
sus palabras.
―Cree lo que quieras ―él se irguió en toda su estatura. ―Haz lo que quieras. No es de mi
incumbencia ―se marchó para reunirse con los caballeros.
Lucy tuvo la tentación de arrojarle su caja de pinturas a la cabeza. Ella le acertaría a su objetivo.
A diferencia de él, sabía cómo apuntar.
Sophia interrumpió sus pensamientos vengativos.
―¿Ha terminado la pintura, señorita Waltham? ¿Puedo ver?
―Por supuesto ―respondió Lucy, aún silenciosamente hirviendo. Ella sacó el papel de debajo
de los clips del caballete y lo sostuvo en alto entre el pulgar y el índice. Y luego lo soltó. ―¡Dios
mío! ―una solícita brisa hizo caer la pintura a la corriente. ―Qué vergüenza. No importa. Puedo
pintar otra tan encantadora en un instante.
Ella no tenía ningún deseo de intentar otra pintura, ni ahora ni nunca. Dobló su caballete con
lazos fuertes, hasta que el filo de su frustración se calmara.
Sophia había vuelto a su trabajo, retocando su pintura con luminosas y plumosas pinceladas.
Kitty, habiendo declarado que el sol estaba demasiado fuerte, se sentó escondida a la sombra de
un haya aguas arriba. El último ataque de cólicos de la pequeña Beth había hecho que Marianne se
quedara en la habitación de los niños. Marianne estaba siempre en la habitación de los niños.
Maldito refinamiento. Lucy ansiaba tumbarse de espaldas a la orilla del río y mirar al cielo.
Aplanar su columna contra el suelo hasta que el césped se elevara por encima de ella, la tierra fría
calentándose bajo ella, y el latido de su corazón golpeando en sus oídos como un tambor. Tuvo
que conformarse con echarse hacia atrás sobre una mano extendida. Su mirada, sin embargo, se
deslizó directamente a su lugar de descanso natural.
Toby.
Llevaba el pelo un toque más largo este año. Las gruesas ondas castañas doradas sólo besaban
el cuello de su abrigo. Cada otoño, los rasgos de su rostro parecían más cincelados, más
permanentes en su perfección. Todavía se movía con la gracia segura y ágil que Lucy había
envidiado siempre. Bronceado por el sol y brillando desde su interior, Toby irradiaba belleza
masculina.
Ella miraba con envidia como los caballeros lanzaban sus anzuelos, se metían en la corriente
helada, bromeaban y se reían entre ellos. ¿Sería siempre así, desde este año en adelante? ¿Los
hombres disfrutando de la misma fácil camaradería, con Lucy exiliada a los márgenes de su
atención? Cogió una piedra de la hierba y la arrojó a la corriente. Habían pasado tantos otoños
agradables aquí, solos los cinco. ¿Por qué los hombres tenían que arruinar todo para casarse?
Primero Henry, a continuación, Felix. Y ahora Toby.
Su corazón se detuvo. Ella no podía perder a Toby. Lo había amado durante ocho años, desde
aquella primera tarde. Jeremy lo entendía todo mal. No tenía nada que ver con que Toby le
hubiera disparado. Fue todo lo que siguió, una vez que la nube de pólvora se despejó. Henry le
había gritado, Jeremy la había fulminado con la mirada; Felix había hecho probablemente una
broma. Pero Toby se había inclinado ante ella. Con sus oídos todavía resonando por el disparo,

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apenas había registrado las palabras de su galante disculpa. Pero por primera vez en meses,
alguien le había hablado a ella, no delante de ella o sobre ella.
Toby había convencido a Henry para que dejara que Lucy se quedara, en lugar de enviarla a la
casa. Le había creado una corona de hiedra y la coronó como su Diana. Ella, Lucy Waltham, una
niña delgada como un junco, con el pelo enredado y un vestido de luto mal cortado. Una diosa.
Y esa tarde, por primera vez desde mucho antes que su madre muriera, Lucy se había sentido
feliz. No sólo feliz. Ingrávida de felicidad. Desde ese día, ella nunca había imaginado amar a nadie
más. No era una emoción que ella pudiera deslizarse dentro y luego sacarla, como si fuera un
vestido de seda. La adoración se tejió a través de la tela de su ser con un hilo castaño dorado. Sin
él, seguramente ella se desintegraría.
El hilo se tensó alrededor de su corazón. Toby se dirigió a la orilla, hacia ella, su expresión
decidida. Llegó a su lado, cayó sobre una rodilla, y se dirigió a ella con seriedad.
―Tengo una pregunta para F, Lucy.
Ella tragó saliva y asintió.
Toby metió una mano en el bolsillo y sacó algo pequeño y brillante. Lo tenía en la palma de la
mano para que ella lo examinara.
―¿Esta mosca funcionará para octubre, qué te parece? ―sacó una caja de aparejos de pesca
desde detrás de su espalda y la abrió. ―¿O sugerirías otra?
Ella hundió la cara entre las manos. Moscas. Estaba dispuesta a prometerle su corazón, su vida,
la devoción de su alma y él quería su opinión sobre los señuelos de pesca.
―¿Lucy?
―Oh, Toby ―suspiró, dejando al descubierto su rostro. ―Esa es una mosca para mayo. No
sirve para nada ―tomó la caja de aparejos de pesca y comenzó a buscar entre el surtido de
moscas artificiales.
Sophia llegó hasta la orilla, inclinándose para unirse a ellos.
―¡Qué absolutamente encantador! ―exclamó, mirando la caja de aparejos de pesca―.¿De
qué están hechas?
―De esto y de aquello ―respondió Lucy. ―De restos de lana y de pelusas. Del pelo de un perro
o de un ternero. De plumas―sacó una resplandeciente mosca azul de la caja y la puso sobre su
palma. ―Ésta la hice con una pluma de pavo real, y un poco de cáscara iridiscente.
―¿Usted hizo esto? ―Sophia tomó el señuelo de plumas de pavo real y lo alzó a la luz para
analizarlo.
―Esa es nuestra Lucy ―dijo Toby, alisándose un mechón de pelo de la frente. ―Tan
inteligente. Tan...
―Ingeniosa ―sugirió Lucy.
―Ingeniosa. Exactamente así.
Su sonrisa ligera sacudió el corazón de Lucy. Ese era Toby. Nunca haciendo un reproche, nunca
enfadado. ¿Era de extrañar que lo adorara? Con una sola palabra o una mirada sin esfuerzo podía
enderezar todo su mundo. Regodearse en esa cálida mirada castaña era sentirse distinguida,
especial. Como si el sol brillara sólo para su beneficio.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ruborizándose, ella volvió su atención a la caja de aparejos. Arrancó una pequeña mosca y se la
tendió a Toby entre los dedos apretados. Un regordete pedazo de lana negra formaba el cuerpo y
las alas pequeñas se hicieron de una sola pluma de ánade real.
―Ésta es la que necesita ―dijo. ―Una mosca de árbol espino. Puede ser menos elaborada,
pero a las truchas les resulta irresisFble ―ella lo puso en su mano extendida, permiFendo que sus
dedos se deslizaran a través de su palma. La mirada de Toby se encontró con la suya. Sus ojos
brillaron con sorpresa, y ¿tal vez con curiosidad?. ―Toby ―susurró, inclinándose más cerca.
Desafiándolo a hacer lo mismo. Su mirada cayó sobre sus labios, y Lucy esperó en una agonía sin
aliento hasta que, dulce paraíso, curvó sus dedos apretando los suyos. Tan cerca, tan cerca.
Y entonces, el desastre.
―¿Podría intentarlo? ―Sophia se volvió de su examen de la mosca de pavo real.
Toby soltó la mano de Lucy. Posó esos ojos castaños en Sophia, y el rosado floreció en las
mejillas de porcelana. Lucy se enfrió. Siempre había sabido que Toby tenía el poder de hacerla
sentir especial. Pero, evidentemente, hacía sentir especial a Sophia, también.
―¿Quiere intentar pescar, señorita Hathaway? ―preguntó.
―Sí, si usted me puede enseñar.
―Me encantaría.
Ayudó a Sophia a ponerse de pie y le ofreció el brazo mientras caminaban por la orilla. Lucy
miró con ojos entrecerrados cuando Toby unía la mosca de pavo real al anzuelo y demostraba la
técnica adecuada de lanzar. Luego le entregó el extremo a Sophia, guiando sus manos en su
posición. Estaban parados lado a lado, el hombro de ella presionado contra el brazo de Toby.
La línea de Sophia se tensó, y ella dio un grito de espanto cuando su extremo descendió
abruptamente. Toby se movió rápidamente de pie detrás de ella y la rodeó con sus brazos,
poniendo las manos sobre las de ella para sostener la caña de pescar.
Lucy se puso de pie. Ya no podía soportar ver esta… esta escena por más tiempo. Se dio la
vuelta, caminó unos pasos y luego se giró al momento siguiente. Sophia volvió a lanzar su línea
bajo la dirección de Toby. Ella esperaba por cada palabra suya y copiaba sus movimientos,
mirándolo con gran atención. Lucy puso los ojos en blanco, pero Toby parecía satisfecho.
Encantado. Más alto.
¿Qué había en los hombres que encontraban la impotencia tan atractiva? Se supone que ellos
debían gozar de la ilusión de la superioridad. Bueno, Lucy no se sentía ni un poco indefensa o
inferior, y su orgullo se rebelaba contra la idea de fingir uno u otro estado.
Oh, pero ella iba a hacerlo de todos modos.
Ella tomó una caña de pescar que sobraba y puso como cebo en el anzuelo una mosca de árbol
espino. Jeremy la observaba con una expresión petulante, que ella intencionadamente ignoró. Se
acercó con cautela a una estrecha península del rocoso lecho del río y lanzó el sedal a su terreno
favorito, una ligera curva en el arroyo, donde las aguas se reunían en un estanque profundo antes
de desafiar el curso de pequeños rápidos aguas abajo. La superficie tranquila del estanque no
daba ninguna pista del árbol caído que sabía que se escondía bajo el agua.
Lucy recogió la línea hasta que sintió resistencia. Ella se echó hacia atrás y tiró, enganchando la
línea en el obstáculo bajo el agua. Sus botas escarbaron para hacer palanca contra las rocas, y ella
apuntaló sus talones.
―¡Ayuda! ―gritó por encima del hombro, en dirección a Toby.

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Felix llegó a su lado.


―Atrapaste uno grande, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza, haciendo gala de luchar contra la presa imaginaria.
―¡Toby! ¿Me ayudaría a embobinarlo?
Jeremy se le acercó por detrás.
―¿Supongo que no quieres mi ayuda?
―Por supuesto que no ―ella eludió una gran roca. ¿Por qué se demoraba Toby? Sin duda se
tomaba su tiempo para separarse de Sophia Hathaway. Lucy se echó hacia atrás de nuevo,
luchando con el pez fantasma con todas sus fuerzas.
Henry se unió al grupo y evaluó la situación.
―Tu línea está atrapada, Lucy. Eso es todo ―sacó una navaja del bolsillo y la abrió.
―¡Henry, no! ―ella intentó frenéticamente enderezarse.
Demasiado tarde.
Con un golpe de la navaja, Henry cortó la línea. Atrapada fuera de balance, sin un contrapeso,
Lucy se inclinó, se tambaleó, y por último se zambulló de lleno en el arroyo.
Frío. Agua fría congelada. Mortificación helada.
La conmoción helada agarró su caja torácica como una prensa, extrayendo el aire de sus
pulmones. A Lucy no podía importarle menos. Con mucho gusto se ahogaría. Aquí, en el lugar
donde ella y Toby habían pasado tantas tardes agradables. Sería un final digno de su joven vida y
vanas esperanzas. Porque ¿quién en su sano juicio se casaría con una perfecta tonta?
Entonces varias manos fuertes y entrometidas la arrastraron fuera del agua. Lucy quedó inerte.
Sólo podía haber una cosa peor que morir de vergüenza.
Sobrevivir a la misma.
Mantuvo los ojos bien cerrados mientras los hombres la arrastraban hasta la orilla. Oyó voces.
Henry, Sophia, Toby, Kitty, Felix, Jeremy. Todos hablaban a la vez.
―Busca una manta.
―¿Está viva?
―Henry, imbécil.
―Ella está respirando.
―No había imaginado que pesara tanto.
―Lucy, despierta.
Dejó que sus párpados se agitaran brevemente, sólo lo suficiente como para vislumbrar el
rostro de Henry cerniéndose sobre ella. Sus ojos estaban preocupados, su boca una delgada línea.
Ella cerró los ojos otra vez. Más voces.
―¿Qué vamos a hacer? ―preguntó Toby, mientras sus fuertes dedos apartaban el pelo de su
cara y garganta. Lucy rápidamente disimuló su suspiro con una tos. Toby estaba tocando su
garganta.
―Déjala ―ordenó Henry. ―Es mi hermana. Yo me encargo de ella.
El toque cesó. Maldito Henry. Su amor fraternal siempre aparecía en el peor momento posible.
―Pobrecita ―dijo Sophia.

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―¿Deberíamos quitarles las botas? ―dijo Felix.


Silencio.
―Dicen eso, sabes ―Felix de nuevo. ―Si te estás ahogando, debieras quitarte los zapatos.
―Creo que eso sólo ayuda mientras la persona está realmente en el agua ―dijo KiRy.
―Lucy, despierta ahora ―Henry le dio una ruda sacudida. ―Deja de jugar. Te juro que serás mi
muerte, si no te mato yo primero.
―Tú muy bien podrías haberla matado en este momento ―la voz de Jeremy era áspera, y más
cerca de lo que hubiera supuesto.
―Henry, hazte a un lado. Vamos a llevarla de vuelta a la casa, a calentarla ―Oh, ahora eso
parecía prometedor. La voz de Toby la calentó desde adentro hacia afuera, como el whisky.
Lucy sintió un par de fuertes brazos alzándola, metiendo su cuerpo contra un amplio y
musculoso pecho. Poderosas zancadas la llevaban por la orilla y por todo el terreno irregular.
Ella suspiró y acarició con la nariz el abrigo de Toby, respirando el aroma deliciosamente
masculino de cuero y de pino. Con los ojos bien cerrados, mentalmente catalogó la posición de
cada uno de sus diez dedos en su cuerpo. Una estrella de cinco puntas ahuecaban su hombro
derecho, y los otros cinco formaban una media luna alrededor de la curva superior de su muslo.
Los músculos flexionados de sus brazos eran gruesas sogas corriendo por su espalda y por debajo
de sus rodillas, atándola a él.
No podía recordar la última vez que la habían cargado. Debía haber sido una niña, y una muy
pequeña además. Siempre había sido una cuestión de orgullo, para Lucy, el elegir su propio
camino. Ya sea a pie o a caballo o conduciendo la calesa, ella decidía qué tan lejos ir y en qué
dirección, y encontraba su propio camino para volver. Eventualmente.
Pero había algo extrañamente placentero en rendirse a esta fuerza, con los ojos cerrados, su
cuerpo inerte en sus brazos. Podría estarla llevando a alguna, o a ninguna parte. Pero donde sea
que estuviera yendo, Lucy estaba dispuesta a que la llevara. Presionó su oído contra su pecho y
escuchó el ritmo lejano de los latidos de su corazón, latiendo más rápido para igualar su ritmo
decidido. Batallando por ella.
Él caminó por una pendiente, y su cuerpo se hundió más en sus manos a cada paso. Su mejilla
se deslizó de la lana áspera de su solapa al lino suave de su camisa. Sus dedos apretaron la carne
de su muslo. Él interrumpió brevemente su paso, arrojando su cuerpo en un nuevo agarre, más
fuerte.
―¡Oh! ―exclamó, cayendo contra su pecho con un golpe seco y empapado.
Él se detuvo.
―¿Lucy? ―su voz retumbaba en su pecho como un trueno lejano. Sonaba diferente de esa
manera. Más profunda. Más oscura. Ligeramente peligrosa.
―¿Mmmmm? ―ella mantuvo los ojos bien cerrados y la mejilla pegada a su pecho.
―¿Has terminado de representar a Ofelia, entonces?
No. No podía ser. Sus ojos se abrieron de golpe, y unos fríos azules encontraron su asustada
mirada.
Jeremy.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Pensé que Henry estaba bromeando esta mañana cuando dijo que planeabas entrar a los
escenarios. Tienes una parte de la locura dominada, ¿pero el ahogamiento? Eso es un asunto duro.
Podrías darles lecciones de natación a algunos peces de ese arroyo.
―No quise caer ―ella se retorció en sus brazos. ―Bájame.
―No ―él empujó su espalda contra su pecho y reanudó su camino a paso enérgico.
―Dije ¡bájame! ―golpeó su hombro con el puño.
―Dije no. Querías que te rescataran.
―¡No tú! ―Lucy le clavó el codo en las costillas, su brazo haciendo palanca para aumentar el
espacio entre ellos. ―Jemmy, no necesito que me cargues ―gruñó de frustración. ―Bá-ja-me.
Finalmente, él accedió a su orden sin ceremonias, limpiamente la dejó caer en el fango. Para su
añadida irritación, Lucy extrañó su calidez de inmediato. Ella se abrazó para protegerse del frío y
miró alrededor para conseguir orientarse. La familiar fachada estilo Tudor de la casa le hizo un
guiño a través de las puertas de hierro de la mansión. A la distancia, el resto del grupo bordeaba
una lejana pendiente.
Con un encogimiento de hombros, Jeremy se sacó el abrigo de lana azul marino e irritado lo
echó sobre los hombros de ella. La parte frontal de su camisa estaba mojada. El lienzo fino se
aferró a su pecho, mostrando cada cadena de músculos y el plano endurecido contra el que hacía
tan poco tiempo, tan equivocadamente, había moldeado su cuerpo.
―Estás haciendo el ridículo, Lucy.
Si sus dientes no estuvieran castañeando tan ferozmente, le habría arrojado su abrigo de
vuelta, junto con unas cuantas maldiciones. Le permitiría a su señoría dispensar su caballerosidad
con una generosa dosis de condescendencia.
Sus miradas de desaprobación sobre su vestido empapado y sobre su mojada maraña de pelo
eran totalmente innecesarias. No necesitaba que le dijera que parecía una tonta. En medio de la
brisa de otoño, chorreando agua del río de sus botines de nanquín era una pequeña pista. Estaba
calada hasta los huesos de humillación.
¿Y por qué debería importarle a él?
Ella afirmó la barbilla y lo miró.
―Estás celoso.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0033

¿Celoso? Jeremy quiso reírse. Parecía que él debía reírse. Para provocar a Lucy, para distraerse,
no importaba para qué. Sólo sabía que si no sacaba una risita irónica en breve, o al menos otro
insulto, podría hacer algo verdaderamente vergonzoso. Como sacudirla, o besarla, o simplemente
desplomarse en el suelo de alivio. No podía dejar de volver a vivir ese momento, cuando Lucy
había caído en el arroyo y su estómago había caído en picada junto con ella.
Y peor, no podía dejar de notar su aspecto mojado.
Parecía furiosa y ferozmente bella. Como una ninfa del agua arrancada del río y dejada
goteando en tierra firme. Su cabello se había librado de sus pinzas una vez más, y los mechones
mojados colgaban sobre sus hombros como una vid gruesa y encrespada. Su rostro estaba pálido,
pero sus ojos brillaban intensamente verdes como un océano en una tempestad, y su tembloroso
labio inferior igualaba el tono de una ciruela helada.
Y ese era el final de ella. Lucy no existía debajo del cuello. Jeremy se negaba a mirar más abajo,
porque sabía lo que iba a ver. Seda mojada, toda transparente aferrándose a unos pechos altos,
plenos, un vientre liso, caderas redondeadas... él no tenía que mirar. Podía imaginarse su cuerpo
lo suficientemente bien. Lo había imaginado por toda una noche sin dormir. Había ensillado su
caballo al amanecer de esta mañana, montado vertiginosamente a través de los campos con la
esperanza de dejar atrás esa imagen, sólo para encontrar las mismas tentaciones servidas para él
durante el desayuno. Era inútil. Incluso si su mente podía olvidar la visión de las dulces,
enloquecedoras curvas, su cuerpo recordaba cada centímetro de ella mientras la sintió
presionándose contra él.
No miraría. No lo haría. No.
A pesar de que ella respiraba con dificultad, y él sabía que también tendría el pecho agitado. Y a
pesar de que ella estaba fría y húmeda, y sus pezones debían estar…
Sus ojos se deslizaron.
Oh, Dios. Lo estaban.
Jeremy apretó los dientes y miró hacia el horizonte en busca de alguna distracción. Ah, sí,
Henry, su hermano, caminando por el césped. Henry serviría muy bien.
¿Qué diablos se había apoderado de él? Esto era la consecuencia de pasar toda la temporada
en la ciudad sin acostarse con una mujer, por ninguna maldita razón. ¿Había estado esperando
recibir una placa de la Sociedad de Damas para la promoción de la Abstinencia? ¿La copa de plata
como premio por el Libertino Reformado del Año? Cualquiera que fuera su percibida recompensa,
Jeremy había pasado los últimos meses puliendo su auto-control hasta dejarlo con un brillo
excelente. Por desgracia, parecía haberlo dejado en Londres.
Y ahora, esta bruja del agua, esta Lucy, estaba delante de él, acusándolo de estar celoso.
¿Lujurioso? Sí. ¿Confundido? Evidentemente. ¿Pero celoso? Con toda seguridad, no.
Jeremy nunca antes había estado más feliz de no ser el destinatario de los afectos de una dama.
Dios no quiera que este marimacho convertida en sirena, se desatara en su dirección. Dudaba de
que pudiera sobrevivir a la experiencia.
Celoso. Qué idea ridícula. Para probar el punto, evocó una vívida imagen mental de Lucy en
camisón, alzándose de puntillas para besar a Toby, entrelazando sus dedos en su pelo. Observó
imparcialmente, un mero observador de un espectáculo de ópera procaz, mientras en su mente

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Lucy caía sobre el pecho de Toby. Ella abría los labios, Toby profundizaba el beso, y Jeremy no
sintió nada. Un poco de molestia, tal vez, por la forma totalmente equivocada en que Toby estaba
besándola. Ella se arqueaba contra él y hundía los dedos en sus hombros y hacía un pequeño
movimiento rotatorio con sus caderas. Jeremy no sintió... casi nada. Sólo el más leve indicio de
algo. Una picadura de pulga. Un pequeño escozor. Entonces, en su mente, oyó a Lucy emitir un
gemido ahogado de pasión, y en algún lugar profundo y bajo de su cuerpo, algo se rompió. Ya no
era un observador de la escena, sino que tomaba el control de ella. Tomando el control de Lucy.
Ahora eran sus labios los que cubrían los de ella. Su lengua estimulando la suya. Sus dedos
serpenteando entre los botones de su camisón para curvarse alrededor de…
Dios mío, Henry caminaba imperdonablemente lento. ¿Qué se necesita para encender un fuego
en el hombre? Su hermana casi se había ahogado.
Lucy seguía mirándolo, dejando esa palabra, celoso, suspendida en el aire, sin respuesta. Debía
reunir una defensa. Debía ponerle los puntos sobre las íes. Debía llevarla adentro y colocarla
frente al fuego y sacarle esas ropas mojadas.
―Estás celoso ―repiFó ella, con un tono helado que disolvió categóricamente el calor de su
deseo. Sus ojos brillaban de furia. ―Eres un hombre frío, sin sentimientos y sin corazón. Y no
tienes idea de lo que es querer algo, a alguien, tan profundamente. Tienes que estar dispuesto a
admitirlo, a ti mismo y al mundo. Hacer el ridículo total y absoluto de ti mismo, si es necesario. El
verdadero amor necesita un verdadero valor. Yo lo tengo, y tú no. Y estás celoso.
Pasó junto a él y se marchó hacia la casa. Jeremy se la quedó mirando, paralizado por la
conmoción.
―Supongo que Lucy se recuperó por completo ―Henry cubrió los últimos pasos hasta situarse
al lado del hombro de Jeremy. ―¿Qué fue todo eso, entonces?
Jeremy ojalá lo pudiera decir. Cambió el peso de un pie al otro, luego se desplazó hacia atrás.
―Henry, creo que tenemos que hablar.
―Creo que sí ―dijo Henry, mirándolo con expresión divertida. ―Explícame, por favor, por qué
mi hermana menor está dándote sermones sobre el amor.

Los caballeros convocaron su asamblea alrededor de una botella de buen brandy. Jeremy había
tomado una copa y ya estaba sirviéndose una segunda, mientras que sus amigos todavía
saboreaban sus primeros sorbos.
―Algo se Fene que hacer con respecto a Lucy ―anunció con voz intencionadamente firme para
convencer a nadie más que a él mismo.
―He estado tratando de hacer algo con respecto a Lucy desde hace años ―dijo Henry,
recostándose en su silla y apoyando los pies sobre su escritorio. ―Me he dado por vencido
totalmente.
―¿Me he perdido algo? ―dijo Felix. ―¿Qué le pasa a Lucy?
―¿Además del hecho de que ha olvidado cómo nadar, pescar, y vestirse apropiadamente para
el clima? ―Jeremy vació su copa y se hundió en la silla más cercana al fuego. Su camisa estaba
todavía húmeda, y Lucy se había fugado con su abrigo. ―Ella se cree enamorada.
―Ajá ―dijo Henry. Se volvió hacia Felix y le susurró en voz alta. ―Al parecer, ella y Jem
tuvieron algún tipo de pelea de enamorados ―ambos hombres estallaron en carcajadas.

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Toby se echó a reír en su vaso.


―¿Lucy y Jem? Eso sí que es divertido. Pero mejor Jem que ese hijo del vicario, con la cara llena
de granos, Henry. Le escribió unos versos absolutamente atroces el año pasado.
―¿El hijo del vicario le estaba escribiendo versos a Lucy? ―Henry se incorporó de su silla, de
pronto se puso serio. ―¿Por qué nadie me dice esas cosas?
―Pensé que lo sabías ―Toby se encogió de hombros. ―Y como he dicho, eran atroces. Incluso
si no lo fueran, ni el mismo Byron podría tocar el corazón de Lucy, a menos que viniera trayendo
un pastel junto con sus poemas.
―Llamemos por té y bocadillos, ¿sí? ―dijo Félix. ―Me muero de hambre.
―No tuvimos una pelea de enamorados ―interrumpió Jeremy. ―Lucy no está enamorada de
mí ―se volvió hacia Toby. ―Ni tampoco del hijo del vicario, idiota. Ella está enamorada de ti.
―¿Todavía? ―Toby bebió su brandy. ―Maldición. Tenía la esperanza de que le hubiera
tomado afecto a otro.
―Tú esperabas una cosa así ―Jeremy bajó su copa con un ruido contundente. ―Sabes que la
animas. Así como animas a todo lo que tenga una falda entre los trece y los treinta años.
―Jem ―dijo Henry, ―en caso de que no lo hayas notado, Lucy ha estado alucinando con Toby
desde hace años. Amor juvenil, eso es todo lo que es.
Jeremy gimió.
―Henry, en caso de que no lo hayas notado, Lucy ya no es una niña. Ya pasó del amor juvenil.
Ella… ―se detuvo, alejándose de esa frase como si se tratara de un precipicio peligroso.
Henry se echó a reír.
―¿Seguramente no estarás llamando a mi hermana una cría totalmente desarrollada?
Jeremy tomó aire y comenzó de nuevo, despacio. Como si hablara a un crío.
―Lucy sabe que Toby está planeando casarse con la señorita Hathaway.
Felix dejó escapar un silbido.
―Eso es un problema.
―¿Quién de ustedes se lo dijo? ―preguntó Toby en un tono ligeramente molesto.
―No fui yo ―dijo Felix.
―Yo ciertamente no lo hice ―Henry frunció el ceño. ―¿Estás seguro de que ella lo sabe, Jem?
Jeremy hizo una pausa. Obviamente no podía decirles cómo sabía que Lucy sabía. No había una
buena forma de decirle a Henry que su hermana había visitado su dormitorio en bata. No había
ninguna forma, en absoluto, de explicar lo que había sucedido a continuación.
―Hay cuatro damas en la casa ―dijo encogiéndose de hombros. ―Ya sabes cómo hablan las
damas. Ella debe saber. Y ahora que sabe…
―Está celosa ―finalizó Felix.
―Exactamente. Está celosa. ―Jeremy tomó un triunfante trago de brandy, satisfecho
finalmente de colgar esa etiqueta donde justamente pertenecía.
―Así que está celosa ―dijo Henry. ―No veo por qué haya algún motivo para hacer algo al
respecto.
Jeremy sacudió la cabeza. ¿Podría haber otro hombre tan tonto en toda Inglaterra? Cómo
Henry había conseguido pasar por Eton y Cambridge, Jeremy no podía imaginarlo. En realidad, la

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respuesta era obvia. Apoyándose en Jeremy. No es que Jeremy le hubiera escatimado la ayuda.
Desde su primer año en Eton, Henry había sido un amigo.
La elección de los amigos de Jeremy había provocado a su padre unos ataques, si se podía
llamar a la ligera contracción de su mandíbula que precedió a un monótono sermón como un
"ataque". Todavía podía oír el frío desdén en su voz. Warrington, había entonado después del
primer año de Jeremy en Eton, se me escapa por completo por qué deberías elegir rodearte de esa
colección de bribones miserables, de baja cuna. ¿Quiénes son sus padres? ¿Comerciantes?
¿Agricultores? Ninguno tiene título, salvo uno, que es un simple baronet. Eres en todos los
sentidos superior, y si toleras su compañía, al menos debes insistir en que se dirijan a ti por tu
título.
Pero era exactamente eso. Jeremy no había querido juntarse con otros muchachos de su rango,
ni ser llamado "Warrington", título que, en la mente de Jeremy de diez años, aún pertenecía a su
hermano mayor. ¿Por qué habría de sufrir constantes recuerdos de la muerte de Thomas, cuando
podía jugar con muchachos que no sabían nada de ella? Muchachos como Henry, Felix, y Toby.
Buenos amigos, los tres, pero principalmente Henry. Él no le permitía sentarse a meditar
melancólicamente en su club cuando había un combate de boxeo para ver, más de lo que le
permitía amargarse pensando en casa sobre una cosecha de trigo fracasada, cuando había truchas
para pescar. Sin descender a métodos tan enojosos como el optimismo, Henry simplemente se
negaba a que se entregara a su estado de ánimo más oscuro. Pero las mismas cualidades que lo
hacían un amigo valioso, hacían a Henry una excusa miserable de tutor. Ahora que Jeremy
comenzaba a ver lo que le estaba costando a Lucy esa alegre irreverencia, su humor se estaba
oscureciendo en verdad.
―Sabes lo persistente que puede ser Lucy cuando se le pone algo en la cabeza ―dijo con
irritación. ―Se arrojará a Toby en cada oportunidad. Esta tarde falló y en cambio, cayó al río. Se va
a matar, y se llevará a unos cuantos de nosotros con ella.
―¿Y qué, exactamente, me recomiendas hacer? ―preguntó Henry.
―No tú ―dijo Jeremy. ―Toby.
―Oh, no ―la alarma se encendió en los ojos de Toby. ―No voy a tener esa conversación con
Lucy. No me gusta romper los corazones de las jóvenes damas.
Los otros tres se lo quedaron mirando.
―Bueno, no me gusta ―dijo a la defensiva. ―En el último tiempo.
―No Fenes que romper su corazón ―Jeremy se estaba exasperando. ―Por lo menos, no a la
cara. Sólo tienes que declararte a la señorita Hathaway. Una vez que estén comprometidos, Lucy
se verá obligada a renunciar a esta idea absurda de seduc… de distraerte.
―Seré perfectamente feliz de proponerle matrimonio a la señorita Hathaway ―dijo Toby. ―Al
final de nuestras vacaciones.
―¿Por qué al final? ―dijo Felix. ―Kitty está tras de mí todos los días, preguntando cuándo
finalmente se lo vas a proponer a Sophia. Ella piensa que tienes la gota, ya que eres tan reacio a
doblar una rodilla.
―También puedo estar enfermo, por toda la diversión que tendré una vez que esté
compromeFdo ―dijo Toby. ―No puedo cargar con una novia por la mañana y con un faisán esa
misma tarde. Una vez que haya pedido su mano, voy a tener un centenar de cosas que hacer. Ir a
solicitarle la mano a su padre en Kent. Ver a mi abogado en la ciudad. Hacer citas con mi sastre.

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Recuperar el anillo de mi abuela de Surrey. Voy a estar recorriendo toda Inglaterra como un
invasor normando, y eso supondrá el fin de toda la diversión.
―¡Qué tonterías! ―dijo Henry. ―Felix y yo estamos casados, como ves, y nos la arreglamos
para tener un poco de diversión a pesar de ello.
―Sí, pero tú estás casado ―respondió Toby. ―A una mujer casada le gusta que la dejen sola.
Una mujer comprometida no dejará que el hombre esté solo. Voy a estar obligado a dar tranquilos
paseos en el jardín y leer poesía durante el té, cuando debería estar vagando por los bosques,
tomando sorbos de una botella de whisky.
―La conquista puede ser una diversión en sí ―dijo Felix con una sonrisa socarrona.
Toby replicó:
―Sí, pero vírgenes sonrojadas siempre hay en una temporada ―se levantó de su asiento y fue
a pararse junto a la ventana, mirando hacia el parque. ―La señorita Hathaway es una criatura
encantadora. Admiro su belleza y aprecio su carácter. Puede que incluso la ame. Pero este otoño
es mi último aliento de soltería, y tengo la intención de disfrutarlo. Mientras haya bandadas en los
bosques de Henry, no tengo intención de proponerle matrimonio a Sophia Hathaway.
―¿Y qué hay de Lucy? ―preguntó Jeremy.
―Oh, no te preocupes. Tampoco voy a hacerle una propuesta de matrimonio a ella.
Jeremy miró a su amigo con los ojos entrecerrados. La clase de encanto imprudente de Toby
estaba bien en un joven de veintiún años, pero mal se aplicaba a un caballero cerca de los treinta.
No es que las jóvenes hubieran dejado de desmayarse a su paso. Enamorarse de Sir Toby Aldridge
era todavía un rito de iniciación para las debutantes. Pero esta no era otra heredera de sonrisita
boba, de la que estaban discutiendo. Esta era Lucy.
Se volvió hacia Henry.
―¿No estás en lo más mínimo preocupado por el bienestar de tu hermana?
―Por supuesto que estoy preocupado por su bienestar. Soy su tutor.
Jeremy soltó un bufido.
―Exageras sobre esto ―dijo Henry. ―Así que Lucy está enamorada de Toby. Es un infortunio
demasiado común. Uno de los muchos a los que una muchacha sobrevive, sin efectos negativos
duraderos.
―A menos que cuentes que estuvo a punto de ahogarse.
―Ella confunde la amabilidad de Toby con una emoción más profunda ―conFnuó Henry,
pasando por alto la observación de Jeremy. ―Es totalmente comprensible. A estas alturas ella
debiera haber tenido su temporada, y enamorarse y desenamorarse una docena de veces. Pues
bien, ella es una completa inocente.
Jeremy soltó un bufido de nuevo. Era evidente que Henry no sabía del libro.
―Se siente excluida ―prosiguió Henry. ―Está rodeada de damas que están felizmente casadas
o compromeFdas ―él hizo caso omiso de la interjección de Toby. ―Casi comprometidas. Quiere
un poco de romance propio ―aparentemente saFsfecho con esta deducción, Henry saludó a su
propio ingenio sirviendo otra ronda de brandy. ―Pasará.
Jeremy sintió que lentamente restos de locura rodeaban su cerebro. ¿Pasará? Henry no podía
saber lo equivocado que estaba. Y Jeremy no podía decírselo.
―¿Y mientras tanto? ―preguntó. ―¿Sólo le permites seguir con estas... estas payasadas?

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―Jem Fene un punto allí ―dijo Toby. ―No puedo tener a Lucy colgada de mí siempre por
todas partes si estoy destinado a cortejar a la señorita Hathaway. Eso es un poco incómodo.
Henry se encogió de hombros.
―No veo qué otra cosa hacer.
―Tal vez deberías invitar al hijo del vicario a tomar el té ―sugirió Felix.
―Imposible ―dijo Henry. ―Está fuera, en Oxford.
Jeremy sacudió la cabeza. Esta conversación se estaba volviendo disparatada. Le lanzó a Toby
una mirada fulminante. Imbécil egoísta. Tan completamente seguro de poder cautivar todos y
cada uno de los afectos de una mujer. Por supuesto que no veía razón para apresurarse a hacer
una propuesta. La idea que la señorita Hathaway lo rechazara nunca se le cruzaba por la mente.
Bien que le serviría si lo hiciera.
Toby notó la expresión hosca de Jeremy.
―¡No me mires así! No es mi culpa, sabes. Si encuentras las "payasadas" de Lucy tan molestas,
¿por qué no la distraes tú?
―Por favor ―Jeremy inclinó su copa para vaciar lo último de su brandy y luego la bajó
lentamente. Henry le estaba lanzando una mirada de lo más inquietante.
―Esa no es una mala idea ―dijo Henry.
―¿Qué no es una mala idea? ―dijo Felix.
―Jem distrayendo a Lucy ―una maliciosa sonrisa atravesó el rostro de Toby.
―Oh, no ―Jeremy se alzó de su silla y se puso detrás de ella, como si la barrera del sillón de
orejas pudiera protegerlo de esa locura. ―Si por "distraer" quieres decir distraer y si por "Lucy",
quieres decir la hermana de Henry... la respuesta es no. No.
―Relájate, Jem ―dijo Henry. ―No estamos sugiriendo que la cortejes en serio. Sólo que le
pongas un poco más de atención. Llévala a un paseo tranquilo por el jardín. Léele uno de los
poemas de Byron.
―Y no te olvides del pastel ―Felix estaba disfrutando esto demasiado.
―No puedes hablar en serio, Henry ―Henry nunca había sido un modelo de tutor, pero esto
ponía prueba la definición del término. ―¿Estás sugiriendo honestamente, estás invitándome a
jugar libremente con los afectos de tu hermana?
―¿Sus afectos? ―se rió Henry. ―Como si tú pudieras comprometer los afectos de Lucy. No es
nada tan terrible. Su orgullo ha sido golpeado, y ella quiere un poco de admiración. Haz lo mejor
que puedas para sustituir al cara manchada del hijo del vicario.
¡Dios mío!, ¿Henry conocía a su hermana? Lucy era muchas cosas, pero que fuera fácil de
disuadir no era una de ellas. Había invertido ocho años en esta adoración fuera de lugar, y si Henry
pensaba que unas pocas palabras la harían recobrarse de ella ahora, era muy poco avispado.
―No la tocarás, por supuesto ―agregó Henry, su voz profunda con una burlona advertencia.
Un poco tarde para eso, también.
―Vamos ―declaró Toby. ―Hazle al hombre un favor. Yo lo haría por ti, si nuestra situación
fuera a la inversa.
―No dudo que lo harías ―dijo Jeremy. ―Pero curiosamente, Toby, nunca he aspirado a tu
ejemplo de conducta.

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Ellos se acercaban a él, los tres con expresiones de gran diversión. Jeremy comenzó a sentirse
un poco desesperado.
―No funcionará ―protestó.
―¿Estás tan fuera de práctica, entonces? ―se burló Toby. ―Normalmente, causas una gran
sensación en la sociedad, pero no esta temporada. ¿Tal vez es sólo que no estás a la altura?
Las manos de Jeremy se cerraron en unos puños a sus costados. Su derecha se moría de ganas
por conectar con la mandíbula de Toby. La izquierda tenía ambiciones claramente más bajas.
―Mi capacidad no está en cuestión.
Henry le dio una palmada en el hombro y sonrió.
―Bien. Entonces está decidido.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0044

―¿Vienes a llamarme tonta una vez más? ―preguntó Lucy desde detrás de su libro. ―¿O
quizás has ideado un nuevo insulto?
Jeremy acercó una silla a la chimenea. La tía Matilda dormitaba en un diván cercano, su cabeza
con el turbante caída sobre su pecho. La pluma color índigo del turbante colgaba delante de su
nariz, y con cada estertor se movía con la brisa.
Después de la zambullida de esta tarde, Lucy se había cambiado el arruinado vestido de seda
por un sencillo vestido verde oscuro con, afortunadamente, un escote modesto. Tenía el pelo
trenzado en una gruesa cuerda castaña, que se adelgazaba en una curva suave a la cintura. Un
volumen encuadernado en cuero ocultaba su rostro. Había mantenido esta actitud estudiosa
desde que el grupo se retiró a la sala después de la cena, pero Jeremy no la había visto voltear ni
una sola página.
Él maniobró una mesa de ajedrez en el espacio entre ellos y comenzó a arreglar los peones en
filas ordenadas.
―No vine a insultarte. Todo lo contrario ―se inclinó hacia delante a través del tablero de
juego, como si se preparara a anunciar un gran secreto. ―He venido a seducirte.
Ella lo miró a hurtadillas por encima de su libro. Sus ojos se encendieron momentáneamente
antes de estrecharse como rendijas.
―Prefiero el insulto al ridículo.
Él se encogió de hombros y continuó organizando las piezas de ajedrez.
―Tal vez simplemente quiero un juego de ajedrez.
Ella soltó un bufido de incredulidad y miró hacia la mesa de juego, donde las hermanas
Hathaway se encontraban al borde de la quiebra con los tres caballeros.
―Henry te pidió esto, ¿no?
Jeremy apretó los dedos alrededor de una torre negra.
―No quiero tu compasión, Jemmy ―Lucy cerró de golpe su libro. ―Y lo que es más, no la
necesito.
Lo miró a los ojos directamente, y la fuerza de su mirada casi lo hizo caer de su silla. Sus ojos
verdes eran claros y vivos de inteligencia, ni rojos ni llenos de lágrimas. Sacudió la cabeza,
reprendiéndose por subestimar su capacidad de recuperación. Lucy no se había aislado para curar
su orgullo herido o lamentar sus esperanzas frustradas. Estaba planeando su próximo movimiento.
―No estoy aquí porque te compadezca. Tampoco estoy actuando a petición de Henry ―Jeremy
colocó las últimas piezas en el tablero. ―Tengo mis propias razones para hablar contigo.
Ella giró el tablero de ajedrez para situar las piezas blancas ante ella. Haciendo girar la trenza
alrededor de su mano derecha, avanzó un peón con la izquierda. Lo miró a través de sus pestañas
espesas y rizadas.
―¿Para pedir disculpas?
Para disculparse, por cierto. Lucy debería darle las gracias. Tenía la intención de terminar
rápidamente con este plan absurdo de su hermano. En la cena, que había soportado los guiños de
Henry, las sonrisas de Toby, el codazo de Felix en las costillas, incluso la expresión socarrona de
Marianne cuando sentó a Lucy a su lado. Bueno, Henry podía convertir en cómplice a cada lacayo

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de la casa, a Jeremy poco le importaba. Que lo llevara el diablo si pasaba sus vacaciones recitando
a Byron en el jardín, simplemente para mimar sus conciencias. Tampoco pretendía montar guardia
en el pasillo cada noche, o mantener a Lucy fuera de peligro cuando se vaya de pesca. Si ni Henry
ni Toby eran lo suficientemente hombres para simplemente decirle la verdad, Jeremy lo haría.
Movió un peón para enfrentar al de ella.
―He venido a decirte las buenas noFcias. Toby va a proponerle matrimonio a la señorita
Hathaway al final de las vacaciones.
―¿Esa es la buena noticia? ―ella movió un alfil a través del tablero, reclamando un peón
negro. ―Apenas puedo contener mi alegría. Por favor, disculpa mi despliegue de júbilo salvaje.
―Al final de las vacaciones, Lucy. Semanas desde ahora. Cualquier intento de impedir el
compromiso sería inútil ―conFnuó hablando ignorando su objeción, ―pero si insistes en tratar,
tienes tiempo suficiente. No hay necesidad de cometer un descarado acto de seducción. O una
rebelión.
―Por el contrario ―las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa pícara. ―Con tanto
tiempo a mi disposición, más que nunca puedo cometer actos descarados.
―¿Y crees que el descaro es una cualidad que Toby busca en una esposa?
Su dardo dio en el blanco, y la boca de Lucy se adelgazó a una línea. Miró de reojo a los
jugadores de cartas.
―¿Qué es lo que ve en ella?
―Como te dije, ella es hermosa, inteligente, y, lo más importante, rica.
―¿Y esas son las cualidades que incitan a un hombre a las alturas de la pasión? ¿Una gran dote
y una ingeniosa bandeja de té?
―No, no son las cualidades que incitan a un hombre a la pasión. Son las cualidades que incitan
a un hombre a hacer una petición de mano.
Lucy estudió el tablero de ajedrez, enroscándose la punta de su trenza alrededor de sus dedos y
tocándolo contra la esquina de su boca. Su lengua se asomó por entre los labios entreabiertos,
delineando un mechón de pelo. Jeremy se movió en su asiento.
―Parece que estamos de nuevo donde empezamos ―dijo.
―¿Cómo es eso?
―No tengo dote o bandeja de té para incitar a un hombre a hacer una petición de mano. Por lo
tanto, tendré que recurrir a las cualidades que incitan a un hombre a la pasión ―alzó la mirada
hacia él, los ojos verdes bailando ante el reflejo de la luz del fuego. ―¿Y esas serían?
Si estuviera siendo honesto, Jeremy se vería obligado a decirle que el brillo descarado de sus
ojos era un gran comienzo. Y que la forma en que ella seguía provocando ese rizo castaño con la
lengua, mordisqueándolo, chupándolo, arrastrándolo hacia su boca, lo había hecho sentirse
realmente incitado.
Pero Jeremy no tenía ningún deseo particular de ser honesto. De hecho, de todo corazón
deseaba cambiar de tema. Y si se las arreglaba para hacerla cambiar de opinión en el proceso,
tanto mejor.
―No es sólo la dote de la señorita Hathaway ―dijo, ―creo que Toby siente un apego real por
ella.
Lucy pareció incrédula. Movió su alfil a través del tablero.

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―No puedes esperar que crea que fue amor a primera vista.
―No, en absoluto. Más bien a segunda ―esto capturó su atención. Ella se inclinó ligeramente
hacia delante en su silla. Jeremy se inclinó sobre el tablero y bajó la voz. ―A Toby le presentaron
por primera vez a la señorita Hathaway en una cena en la casa de Felix. Ella era tan hermosa y
encantadora como la ves ahora. Conversó de cosas triviales durante la cena y después tocó el
piano, muy hábilmente. Toby no le hizo caso ―él movió un caballo.
―¿Y la segunda vez?
―La segunda vez estábamos acompañados, nos reunimos en un baile. En esa ocasión, la
señorita Sophia tenía un grupo de admiradores que la rodeaban antes de la primera pieza. A Toby
lo cautivó al instante. Durante semanas no hablaba de otra cosa que de la señorita Sophia
Hathaway. Estaba bastante insoportable.
Lucy pareció desconcertada.
―¿Así que me estás diciendo que Henry debería dar un baile?
Él suspiró.
―Te estoy diciendo que dejes de arrojarte a los pies de Toby. Un hombre no quiere rebajarse
para amar. Quiere llegar más alto, una postura más erguida. Él desea algo más que una mujer. Él
quiere un ángel. Un sueño.
―¿Una diosa?
―Si se quiere.
Su voz se hizo nostálgica.
―Toby siempre me llamó una diosa. Su Diana. La diosa de la caza.
―Ella era la diosa de la casFdad, también ―se burló. ―Pero no importa. Estás empezando a
comprender el principio. El encanto de lo inalcanzable. Serías una tonta si sigues mostrando tus...
tus encantos a Toby tan descaradamente. Los hombres quieren lo que parece que no pueden
tener.
Y Dios le ayudara, él era un hombre. Él quería lo que no podía tener. Esa debía ser la razón por
la que Jeremy se sentía cada vez más duro ante la sola mención de los encantos de Lucy. Lucy era
inalcanzable, se recordó por lo que debía haber sido la decimonovena vez ese día. Y cualquier
extraño encanto que tuviera, lógicamente provenía de ese hecho. No de sus tentadoras curvas
femeninas, o de su piel dorada, suave como el pétalo. Ni del obvio desafío de su férreo espíritu, ni
de la invitación velada de su voz humosa. Ni definitivamente de sus labios, esos labios rojos
oscuros, curvados, exuberantes, que Jeremy ahora sabía que se habían hecho para algo
completamente diferente a las réplicas punzantes. Para dulces besos sensuales que agitaban la
sangre de un hombre y sabían a frutos silvestres y maduros. El fruto prohibido.
Todo era muy cierto. Los hombres quieren lo que parece que no pueden tener.
Lucy niveló su verde mirada con la suya.
―Celoso.
Gimió interiormente. No esa palabra de nuevo. Él no, no, estaba celoso. Comenzó a armar una
protesta, pero ella habló primero.
―Te enFendo perfectamente. Tengo que poner celoso a Toby.
Él la miró fijamente. Sin entender.

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―Tú mismo dijiste que él nunca miró dos veces a Sophia hasta que apareció con una multitud
de pretendientes. Eso es lo que necesito. Un pretendiente. Una multitud de ellos, sería preferible,
pero supongo que uno tendrá que bastar ―giró la trenza alrededor de su dedo y empezó a
juguetear con ella de nuevo. ―Lástima que el hijo del vicario está fuera en Oxford. Está
totalmente loco por mí.
Ella miró la alfombra, el ceño fruncido. Entonces levantó la cabeza y sus miradas se
encontraron.
―Tendrás que ser tú.
―¿Yo?
―Lo sé, lo sé. Suena ridículo, pero no hay nadie más. No es nada tan terrible. Sólo pretendo
que me cortejas por un tiempo. Hasta que Toby se dé cuenta de que me ama.
―Yo podría cortejarte eternamente, y ese plan nunca funcionaría.
Lucy se hundió en su silla y se cruzó de brazos. Ella exhaló con fuerza.
―Supongo que Fenes razón ―lo miró con una expresión que impactó a Jeremy de una forma
muy incómoda, cercana al desdén. ―Nadie lo creería.
Jeremy no podía decidir qué aspecto de esta conversación inquietantemente familiar debería
perturbarlo más. Para empezar, estaba la repetida insistencia de que, sin hacer caso de sus
propios sentimientos o principios, forzosamente debía entablar un cortejo ficticio con Lucy. Luego
estaba el hecho de que una vez más quedaba en segundo lugar con respecto al hijo del vicario, con
su cara llena de granos, en la conveniencia para este puesto. Lo más irritante de todo, sin
embargo, parecía ser el escepticismo general acerca de su habilidad para atraer de forma
convincente incluso a una inocente criada en el campo.
Su orgullo habló antes que su juicio.
―Puede que no seas consciente de ello, Lucy, pero tengo una cierta reputación. Los otros aquí
están acostumbrados a verme seducir a las damas en la ciudad. Lo esperan. A nadie le parecerá
tan sorprendente si empezamos un coqueteo.
Esto era en su mayor parte cierto. Por supuesto que un coqueteo no le parecería tan
sorprendente a Henry, Toby, o a Felix, ya que todos ellos habían insistido en que comenzara uno.
Lucy se incorporó de su asiento.
―Jemmy, ¿estás tratando de decirme que eres un libertino? ―estalló en carcajadas. Si no se
hubiera estado riendo de él, Jeremy hubiera pensado que era un sonido totalmente agradable.
―No lo creo ―dijo ella, sacudiendo la cabeza.
Extendió una mano hacia el tablero de ajedrez, y él se la tomó entre las suyas.
―Créeme ―susurró. ―Cuando quiero, puedo ser muy convincente ―siguió la juntura de sus
dedos con el pulgar, trazando lentamente hacia arriba hasta llegar a la suave hendidura bajo sus
nudillos. Vio cómo sus ojos se agrandaron y se separaron sus labios. Entonces él le acarició
suavemente el lugar, una caricia rápida, circular, y ella hizo un pequeño sonido, medio jadeo,
medio suspiro.
Ese pequeño sonido, esa diminuta, jadeante respiración, estuvo muy cerca de ser su ruina.
Jeremy conocía ese sonido. Era el seguro de una cerradura cayendo en un lugar, el fuerte crujido
entre el relámpago y el rayo, el silbido de una mecha en el instante antes de que cobre vida con la
llama. Un sonido incompleto. Un sonido que prometía, y rogaba, por más. La lujuria ardió
atravesándolo, y él dejó caer su mano como si lo quemara.

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Lucy se cruzó de brazos y se hundió en su silla, sus ojos estudiando su rostro. Luego sonrió, una
curvatura maliciosa, juguetona de sus labios, que pareció ser la propia sonrisa del diablo.
Jeremy juró para sus adentros. Debería levantarse de su silla en ese instante y marcharse. Era
cierto que Henry y Toby lo habían instado a hacer exactamente lo que sugería Lucy, pero no tenía
el deber de acceder. Lucy no era su hermana. Ella no era su admiradora. Pero por algún giro
absurdo del destino y de la línea de pesca, se había convertido en su problema.
Porque él conocía a Lucy. Iría tras Toby, con o sin su ayuda. La alternativa a esta artimaña, a sus
ojos, involucraba un cierto vestido de cuello alto y muestras audaces de piel desnuda y dorada. Y
Jeremy descubrió que no le gustaba esa alternativa. En absoluto.
―Así que lo harás ―dijo lentamente. ―Pretenderás cortejarme.
―Pretenderé ―subrayó, suspirando pesadamente. ―Sí.

Lucy sonrió.
Le gustaba el plan. Le gustaba mucho. Tenía perfecto sentido. Ver a Toby con Sophia Hathaway
la había impulsado a una nueva dimensión de celosa desesperación. Se había lanzado a un río. Si
alguna estratagema podría hacer que Toby la viera con una nueva luz, era ésta. Y mejor aún, el
plan ofrecía una fuente de diversión en el pacto. Una oportunidad de pinchar a Jeremy hasta
volverle loco.
Vio la expresión de Jeremy, su habitual apariencia sobria, severa. Un reto irresistible. Sí, le
gustaba mucho el plan.
Se permitió unos minutos para estar en silencio. Era hora de romper el huevo.
―Entonces, Jemmy, ¿qué tan enamorado estás de mí?
Fue recompensada con una expresión de puro pánico. Oh, esto iba a ser divertido.
―¿Perdón?
―Y acepto tus disculpas ―bromeó. Ella capturó su caballo con su torre. ―Jaque.
Él la miró con una expresión de total perplejidad. Uno podría pensar que nunca había jugado al
ajedrez antes.
Se apiadó de él.
―Es sólo que, si vas a ser mi pretendiente, me gustaría saber exactamente qué nivel de
devoción puedo esperar. ¿Eres un simple admirador? ¿Completamente cautivado? ¿Completa,
absoluta y ciegamente enamorado?
Exhaló con evidente alivio.
―No hay que dejarse llevar ―gruñó, poniendo su rey fuera de peligro. ―Cautivado estaría
bien.
―CauFvado, entonces ―reposicionó su torre. ―Jaque ―ella se inclinó más cerca y susurró:
―Creo que un pretendiente cautivado me dejaría ganar.
―Nunca ―él capturó su torre con su reina.
La mandíbula de Jeremy se llenó de petulancia cautivando a sus propios labios para curvarse en
una sonrisa. Lucy estuvo muy tentada a sacarle la lengua. Dudaba, sin embargo, que sacarle la
lengua fuera el modo en que una dama tratara a un pretendiente cautivado. Al menos, no cuando

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fuera provocado por un ataque de petulancia. En un momento de pasión, sin embargo... sacar la
lengua parecía ser de rigor. Su rostro enrojeció de calor.
Hubo un estallido de aplausos en la mesa de juego. Lucy se volvió para ver como Sophia
colocaba la carta ganadora y arrastraba la pila de fichas desde la mitad de la mesa. Toby le tomó la
mano y la besó antes de inclinarse más para murmurarle algo al oído. Algo que la hizo sonreír y
enrojecer a un rosa brillante. Rosas de porcelana, con un halo de oro. Un ángel. Un sueño.
―Te toca mover ―apuntó Jeremy.
―Ya no tengo ganas de jugar. Voy a terminar de darte una paliza mañana.
Él siguió su mirada a la mesa, donde las cabezas de Toby y Sophia se inclinaban muy juntas,
mientras ella examinaba las cartas de la mano de él.
―Lucy, Fenes que aceptar…
Le interrumpió con una mirada. Tomó su libro y se lo entregó.
―Aquí. Lee para mí.
―¿Leer para ti? Debes estar bromeando.
Le tiró el libro, y él lo tomó por instinto.
―Un hombre cauFvado leería.
Él echó un vistazo a la cubierta. Sonriendo, leyó el título en voz alta.
―¿Métodos y Prácticas de la Cría de Liebres? Lucy, no me digas que este es el libro.
―No, no es el libro ―envolvió su chal alrededor de sus hombros. ―No es más que el primer
libro que tomé.
Él meneó la cabeza.
―Supongo que debería estar agradecido de que no sea Byron.
Abrió el volumen al azar y comenzó a leer con una voz lenta y sostenida. Lucy se inclinó contra
el brazo de su silla, apretando su mejilla contra la tapicería. Sus párpados se cerraron. La
habitación se desvaneció. El agotamiento la reclamó, y se deslizó en ese lugar somnoliento entre
la vigilia y el sueño. Allí, en ese mundo medio soñado, casi podía recuperar esos pocos minutos
felices de ese mismo día, cuando la misma voz profunda había retumbado a través de tela áspera.
Cuando se había imaginado estar segura y protegida, envuelta en los brazos del hombre que
amaba.
Fue un sueño muy bonito.

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ULLO
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―Hay algo que he tenido la intención de preguntarte, Jem ―Henry se alineó al lado de Jeremy,
sus gastadas Hessianas pisando con fuerza sobre las hojas caídas y los arrugados helechos. ―Es
una pregunta que he estado pensando desde hace bastante tiempo, y bien, sabes que valoro tu
opinión.
Se detuvo, agarró el ala de su chistera, y se volvió hacia Jeremy con una expresión seria.
―¿Este sombrero hace que mi cara se vea redonda?
Detrás de él, Felix y Toby se doblaron de la risa.
―¿Jem, supones que ―jadeó Felix― las cintas rosadas serían más adecuadas para mí o las
lavandas?
―Oh, definiFvamente lavanda ―respondió Toby, instruyendo a su expresión a una de burlona
sinceridad. ―Estoy seguro de que Jem estaría de acuerdo en que el pelo rojizo y las cintas rosadas
son una combinación horrible.
Jeremy endureció su mandíbula e inhaló lentamente por la nariz.
―Estoy llevando un rifle cargado, sabes.
―No es bueno, Jem. Todos sabemos que orinas con mejor puntería que lo que disparas ―Toby
lo rozó, clavando un codo en el costado de Jeremy mientras pasaba. ―No eres ningún tirador.
Pero es evidente que no hiciste caso del llamado de la sombrerería.
―¿Necesito recordaros ―dijo Jeremy, aumentando la presión de su agarre alrededor de su
arma ―que esto no fue mi idea? Recuerdo que alguien me suplicaba que hiciera a un hombre un
favor.
―Y por eso te nomino a la sanFdad ―dijo Henry, dándole una palmada en la espalda. ―Eres
mejor hombre que yo. Ninguna causa humanitaria podría seducirme para acompañar a tres damas
a comprar sombreros.
Dios mío, pensó Jeremy. Nunca superaría esto. Y sus amigos no sabían ni la mitad. Sólo le
habían visto conduciendo la calesa de vuelta de la aldea, enterrado bajo las damas sonrientes y
cajas de sombreros rosadas. Gracias a Dios que no le habían visto inclinado sobre una pequeña
mesa de té, repleta de delicados pasteles rellenos de crema, o sosteniendo hasta tres extensiones
de cinta de raso, una en cada mano, la tercera atrapada entre los dientes, sólo para que Lucy
pudiera retroceder tres pasos y compararlos desde lejos.
Y no terminó ahí. Los acontecimientos de los últimos tres días formaron una cadena de
pequeñas degradaciones. Nuevos vínculos eran añadidos por hora, mientras Lucy hilaba fantasías
ridículas de cómo debía comportarse un hombre cautivado.
Un hombre cautivado, de acuerdo con Lucy, juntaría cientos de bayas de espino de un seto
espinoso, sacrificando felizmente varias horas y un abrigo casi nuevo por la lejana promesa de una
mermelada ácida y de mal aspecto.
Un hombre cautivado, evidentemente, se sentaba al lado de su dama en el piano y pasaba las
páginas para ella, incluso si la única canción que su dama sabía era una vulgar canción de
borrachos, que tocaba de memoria a un ritmo fúnebre por casi una hora entera.
Un hombre cautivado compartiría su brandy.
Un hombre cautivado acariciaría al gato.

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Un hombre cautivado sonreiría.


Y un hombre cautivado renunciaría a una tarde perfectamente agradable de caza para llevar de
compras a las damas.
¿Cómo había permitido que el engaño se le fuera de las manos? Era el Conde de Kendall, por el
amor de Dios. Empleaba a veintiséis lacayos, sólo en Londres, que atendían todas sus órdenes.
Ahora él atendía los caprichos de una déspota en muselina de puntos. Tramar algo con Lucy era un
destino mucho peor que estar verdaderamente cautivado. Desaliñado, acosado, asediado, se
sentía cada uno alguna vez, y a menudo los tres a la vez.
Una docena de veces al día, Jeremy decidía terminar con esta farsa del flirteo. Nunca pudo
decidirse a hacerlo. No obstante, las burlas de sus amigos y su propio orgullo magullado, el plan
estaba funcionando de manera admirable. Aparte de la compra de una cofia obscenamente fea,
Lucy no había, a su conocimiento, cometido ningún otro acto imprudente. Ella no había invadido el
dormitorio de Toby.
Pero Jeremy no podía mantenerla fuera del suyo.
Como si las demandas caprichosas de Lucy no fueran suficiente castigo por el día, el verdadero
tormento comenzaba en la noche. Por la noche, ella lo volvía completamente loco, en sus sueños.
Sueños extremadamente vívidos, inmorales, indecentes. Sueños con carne cremosa y labios
manchados de bayas. Sueños con cintas de raso y piel sedosa, deslizándose bajo sus manos y
atrapada entre sus dientes. Sueños con aliento a brandy, respirando caliente en su cuello y
canciones obscenas animándolo. Sueños que lo excitaban con tanta fuerza, que lo despertaban
cubierto de sudor y dolorido por la liberación.
Maldita sea, un hombre de veintinueve debería hace mucho tiempo haber superado este tipo
de jadeos de adolescente. Jeremy pensó que lo había superado. En su juventud, había disfrutado
de su parte de frenéticos toqueteos con criadas y las niñas del pueblo. Luego se marchó a
Cambridge, donde había estudiado todos los juegos de azar y a las mujeres, con mayor diligencia
que la filosofía o la física. Habría que agregar un año que pasó degustando los placeres del
Mediterráneo. Luego regresó a la ciudad, de vuelta a la sociedad.
Era tiempo, su padre se lo había encargado, para establecerse y seleccionar una novia. Él
necesitaba un heredero, asegurar la línea ―y la promesa de un condado y una de las fortunas más
importantes de Inglaterra, significaba para Jeremy que podría apuntar tan alto como quisiera. Una
novia adecuada, en opinión de su padre, habría sido una mujer de rostro hermoso y delicada
crianza, de líneas establecidas y dinero antiguo. Una hermosa presa.
Un trofeo.
Como de costumbre, su padre se había decepcionado.
Jeremy asistió a los bailes requeridos, los musicales, la cena y a las partidas de carta. Y él estuvo
en busca de damas, sí. Evidentemente no las adecuadas. Viudas dispuestas, sobre todo, sin el
menor deseo de volver a casarse. La ocasional actriz de talento, una cortesana de élite o dos. Cada
conquista celebraba una doble emoción, satisfaciendo sus propios deseos mientras frustraba los
de su padre.
Entonces, hacía dos años, había regresado a Londres como el conde de Kendall. Le tomó sólo
una pocas citas sin sentido para darse cuenta que la emoción había desaparecido. Su padre había
muerto. Las damas no tenían ninguna queja, y las mamás casamenteras prácticamente se habían
dado por vencidas con él. La única persona que estaba decepcionada era él mismo.

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Además, tenía una finca que tenía que aprender a hacer funcionar, antes que el abandono la
dejara por el suelo. Jeremy tomó el deseo y de un plumazo lo apartó de una forma segura. Tenía
una experiencia considerable en enjaular emociones no deseadas. Pensó que también podía
mantener la lujuria encerrada.
Ja. Había tomado un beso. Bueno, tres besos. El primero fue bastante malo, el segundo, una
mejora considerable. Y Dios del cielo, el tercero... La lujuria había surgido libre de su jaula y ahora
recorría su cuerpo a voluntad. El costo de un año de deseo reprimido, se desató en un instante. Y
en esa docena de veces al día que Jeremy deseaba terminar con este plan mal concebido, siempre
era la lujuria la que rugía no. Trató de creer que tenía una mejor, una razón más noble para alejar
a Lucy del dormitorio de Toby. Tal vez sí la tenía, en algún lugar, en algún rincón olvidado de su
mente, archivado bajo el caballero. Pero una bestia enloquecida por una lujuria salvaje,
indomable, estaba rondando bajo su piel, y la idea de Lucy en el dormitorio de algún hombre, otro
que no fuera el suyo, incitaba a la bestia a la violencia.
Jeremy levantó su arma al hombro, apuntó a un lejano tronco de árbol, y disparó. Astillas de
madera carcomida estallaron en el aire. Henry, Toby y Felix se detuvieron en seco y lo miraron
como si de repente se hubiera puesto a cantar.
―Había un faisán ―dijo.
Tres cabezas giraron al unísono para mirar el cráter del tocón del árbol, y luego se volvieron
hacia él. Henry abrió la boca para hablar, pero Jeremy lo silenció con una mirada.
La Mirada.
Hubo pocos aspectos de la conducta de su padre que Jeremy encontró dignos de imitar, pero La
Mirada era uno de esos pocos. Le gustara o no, había heredado los ojos azul hielo de su padre y el
ceño poderoso. Con un poco de práctica, darle La Mirada a alguien fue tan fácil como flexionar un
músculo.
La Mirada significaba cosas diferentes en momentos diferentes, dependiendo del destinatario y
de la ocasión. Podría significar: "¡Cállate!" Podría significar: "Levanta tus faldas". En una ocasión
particularmente memorable, quiso decir: "Baja el maldito candelabro antes que nos avergüences a
los dos".
Pero sea cual sea el significado de La Mirada, conllevaba autoridad. La Mirada decía, sin
ambages, yo dirijo, y tú sigues.
Sólo había una persona que Jeremy conocía que se quedaba totalmente imperturbable a La
Mirada. Y maldita sea, si no lo dirigía por todas partes con una cinta de raso.

―Él la está dirigiendo esa mirada otra vez ―susurró Sophia.


Lucy levantó la cabeza de su libro.
―¿Quién?
―Lord Kendall, por supuesto ―respondió Sophia, mojando su pluma en un tintero. ―Está muy
prendado de usted.
―¿Quiere decir Jemmy? ―Lucy alzó la mirada para sorprender a Jeremy mirándola desde el
otro lado del salón. Ella sonrió y le guiñó un ojo, y él miró hacia otro lado. Sin duda, aún le escocía
lo de las cintas. O el pelo de gato en su abrigo. Tal vez el brandy. No podía ser porque le hubiera
robado su bizcocho de jerez en la cena. Nunca se había preocupado por el postre. Lo que le estaba

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molestando, debía ser algo verdaderamente terrible. Marianne se sentó al piano, pero él apenas lo
notó.
―Oh, él está muy prendado de mí ―le respondió a Sophia con naturalidad. ―Está
completamente cautivado.
Finalmente alguien se había dado cuenta, incluso si era la persona por completo equivocada.
Por tres días, Lucy había probado a Jeremy para el papel de pretendiente cautivado, pero Toby se
mantenía indiferente. Para el caso, lo mismo sucedía con Henry, Marianne, Felix y Kitty. Era
indescriptiblemente exasperante. Ella podría haberse fugado con un jardinero tiempo atrás, y
nadie se habría dado cuenta.
―¿Usted lo llama por su nombre de pila? ―Sophia alzó una ceja. ―Muy valiente. Tal vez
incluso un poco descarado ―su boca se torció en una sonrisa extraña.
¿Descarado? Lucy lo había olvidado. Estaba hablando con un ángel. ¿Por qué, en nombre del
cielo, había optado por sentarse cerca del escritorio? Debería haber sabido que se apoderaría de
Sophia Hathaway la urgencia de escribir cartas. Lucy anhelaba ser verdaderamente descarada y
escapar con su libro al asiento de la ventana, dejando fuera a Sophia y a la sociedad con un tirón
de las cortinas de color ciruela.
―Lo conozco desde hace siglos ―dijo Lucy. ―Desde que era una niña. Ni siquiera era el conde
de Kendall entonces. Era el vizconde algo u otro.
―Warrington ―dijo Sophia, poniendo la pluma en el papel con un toque delicado. Lucy
observaba a medida que los trazos amplios y curvas precisas fluían de la pluma de Sophia. Incluso
su caligrafía era perfecta. Lucy la odiaba con una pasión malvada, negra como la tinta.
―¿Hmm?
―Vizconde Warrington.
―Oh.
Sophia puso la pluma sobre la mesa y estiró la mano.
―La correspondencia puede ser tan aburrida ―dijo. ―Nada agota más la alegría de un
recuerdo feliz, como el acto de llevarlo al papel diez veces. ¿No le parece?
―No lo sé ―respondió Lucy, volviendo su atención a su libro. ―Yo no escribo cartas.
―¿Ninguna en absoluto? ¿Por qué no lo ha hecho?
Lucy se encogió de hombros.
―No tengo a quién enviárselas.
―Seguramente debe tener alguien ―dijo Sophia. ―¿Y sus amigos de la escuela?
―Nunca fui a la escuela. Siempre he tenido insFtutrices.
―¿Ni aun a ellas les escribe?
La sugerencia trajo una sonrisa de suficiencia a la cara de Lucy.
―No ―respondió ella. ―No fuimos especialmente cercanas.
―Bueno, al menos tendrá pronto a quien escribirle.
―¿En serio? ¿A quién?
―A mí ―dijo Sophia, levantando la vista de la carta. ―Estaré desconsolada si no me escribe
cuando nos vayamos.

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―Sí, por supuesto ―murmuró Lucy. Volteó una página de su libro y avanzó su silla en dirección
opuesta, como si la falta de sinceridad pudiera ser contagiosa. La idea de escribir cartas a Sophia
Hathaway era absurda. ¡Como si fueran amigas!
―Y más vale que no me olvide ―advirFó Sofía con una sonrisa maliciosa, ―sin importar
cuántos nuevos amigos hará una vez que sea una condesa.
La palabra le dio a Lucy una sacudida.
―¿Una condesa?
―Cuando llegue la próxima temporada, será la adorada de la alta sociedad. Todo el mundo
estará desesperado por conocer a la mujer que capturó al esquivo Conde de Kendall.
―No, no lo estarán ―cortó Lucy. ―Porque él no se va a casar conmigo.
―¿Por qué no? ―Sophia pareció incrédula. ―Usted misma me dijo que está completamente
cautivado. Es un conde. Es rico. Es amigo de su hermano.
―Es frío. Es severo. Es hosco.
Sophia bajó la voz.
―Sí, pero ¿no es eso lo que lo hace tan atractivo? De esa manera fuerte y silenciosa, por
supuesto. Al sólo mirarlo, me imagino que tiene todo tipo de oscuros y emocionantes secretos.
A Lucy no le gustaba que Sophia especulara sobre los "oscuros y emocionantes secretos" de
Jeremy. Sobre todo porque sabía que no había ninguno. Lucy lo había conocido durante ocho
años. Sabía todo lo que había que saber sobre Jeremy Trescott, y nada de eso era ni un poco
emocionante.
Excepto su beso. Lucy admitió de mala gana que su beso fue, de hecho, un poco emocionante.
Días más tarde, todavía sentía el beso en las puntas de sus pies. Y esa Mirada suya, la misma
mirada que siempre había devuelto de inmediato con una simple indiferencia, ahora, penetraba su
equilibrio, desatando un extraño ronroneo en lo profundo de su interior.
―Rico, guapo, con un título... ―Sophia enumeró los atributos con los dedos. ―Es un magnífico
partido, para cualquier estándar.
―¿Quién, Jemmy? Si él es un magnífico partido, ¿por qué no quiere casarse con él? ―ahora,
eso resolvería las cosas de un modo agradable.
―Si él me mirara en la forma en que la sigue mirando ―susurró Sophia, ―tal vez lo haría.
Lucy cerró de golpe su libro en una sola mano. Volvió la mirada hacia Jeremy, sólo para
descubrir que él, de hecho, le estaba dirigiendo esa Mirada de nuevo. Y esta vez, él no apartó sus
ojos. Sus miradas se encontraron, se trabaron, se intensificaron. Trató de imaginar que lo veía por
primera vez, viéndole como Sophia lo hacía, sólo una fortuna y un título y secretos oscuros e
imaginarios. Casi se rió en voz alta ante lo absurdo de aquello.
Pero entonces la mirada de Jeremy cambió, bajando a lo largo de su cuerpo de una forma
pausada, casi como si su mente no supiera que sus ojos estaban deambulando. Y Lucy se dio
cuenta de que no la miraba como si la viera por primera vez. Él estaba, se imaginaba ella,
mirándola como si la hubiera visto muchas veces antes en varios estados de desnudez. Una
conciencia potente corrió por sus venas, y se extendió a una sensación muy curiosa.
Lucy se sentía como si se estuviera viendo a sí misma por primera vez.
―Primos ―soltó Sophia, arrancando a Lucy de su ensoñación. ―Sin duda tiene primos a
quienes escribir.

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―Ninguno por el lado de mi madre. Por el lado de mi padre, está la tía Matilda ―ella hizo un
gesto con la cabeza señalando hacia un rincón, donde su tía estaba abriendo una caja de plata, con
incrustaciones de lapislázuli, para reunir una generosa pizca de tabaco. ―Pero ella nunca se casó.
Mi abuelo cultivó índigo en Tortola. Supongo que tengo primos allí, pero nunca nos hemos
conocido. En todo caso, serían mucho mayores que yo.
―Tortola ―se agrandaron los ojos de Sophia. Apoyó la barbilla en una mano y se quedó
mirando sin ver en realidad, hacia los contornos de las ventanas con parteluz. ―Qué romántico. Si
tuviera primos en Tortola, yo les escribiría una carta cada semana, aunque sólo sea por el placer
de imaginar su viaje a través del mar. Mi pequeña misiva, mis tediosos garabatos de todos los días,
arrojada al océano, llegando a la orilla de una tierra lejana y arenosa ―se incorporó bruscamente,
dejando caer la mano sobre la mesa con un ruido sordo. ―¡O piratas! ―exclamó,
estremeciéndose levemente. ―Imagínese: mi carta cayendo en manos de piratas.
Lucy miró a Sophia con expresión divertida.
―Qué imaginación tan vívida tiene.
―Sí ―la expresión de Sophia se volvió nostálgica, y, golpeó su pluma contra el tintero.
―Desearía mucho no tenerla. Es una maldición, imaginar tantas cosas maravillosas y no verlas
nunca hechas realidad.
Hubo un incómodo silencio, durante el cual la actitud de la señorita Hathaway había hecho una
progresión rápida de pensativa a taciturna. Y una extraña sensación llenó el pecho de Lucy. Algo
incómodamente cercano a la simpatía.
Imposible. Sophia era el enemigo. Uno no simpatizaba con el enemigo.
Pero entonces el enemigo resopló y se mordió el labio, y la horrible verdad se volvió innegable.
Era simpatía. Qué irritante.
―No esperaría que los piratas supieran leer ―dijo Lucy, obedeciendo a la compulsión extraña
de animar a su compañera. ―Pero si está tan fascinada con la idea, la invito a escribirles a mis
primos por mí.
―¿Puedo? ―Sophia se animó de inmediato. Sacó una hoja de papel y hundió la pluma.
―¿Cómo se llaman?
Lucy se detuvo.
―No recuerdo.
―¿Cuál era el nombre del hermano de su padre?
Lucy lo pensó por un momento.
―George, creo. Como mi abuelo.
―Entonces, su hijo debe llamarse George también ―Sophia puso su pluma sobre el papel.
―Querido primo George ―leyó en voz alta, deteniéndose brevemente antes de comenzar a
garabatear de nuevo. ―Estamos disfrutando de buen Fempo ―hizo una pausa de nuevo. ―El
grupo de caza anual de mi hermano está en marcha. Este año Waltham Manor está animado por la
compañía de la señora Crowley-Cumberbatch y su hermana, la señorita Hathaway ―Sophia dio a
Lucy una mirada de soslayo mientras hundía la pluma. ―La señorita Hathaway es una joven
agradable y encantadora ―siguió diciendo. Sus labios lentamente formaban cada palabra en tanto
su pluma bailaba frenéticamente a través de la página. ―Ya somos las mejores amigas. De hecho,
recientemente me imploró que la llamara por su nombre de pila, Sophia ―le dirigió a Lucy una
amplia sonrisa, la que devolvió de una forma bastante desconcertada. Los ojos de Sophia brillaron

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con súbita inspiración, y ella hundió la pluma de nuevo. ―Le escribo para invitarle, querido primo,
a mi próxima boda. Si bien el compromiso todavía no está formalizado, no puede pasar mucho
tiempo. Para el momento en que esta carta le llegue, es muy factible que sea Lady Lucy Trescott,
la condesa de Kendall.
―¡No! ―Lucy miró por la habitación para ver si alguien había oído. Afortunadamente,
Marianne había llegado a una sección más viva de su sonata.
―¿No?
Lucy se tragó su protesta en un nudo grande y amargo. ¿Cuándo se había vuelto el pretender
coquetear con Jeremy en pretender casarse con él?
―Mi nombre completo es Lucinda ―dijo. ―Lady Lucinda Trescott suena mucho más bonito,
¿no le parece? ―apenas podía pronunciar el nombre sin encogerse.
―Lady Lucinda TrescoR, condesa de Kendall ―corrigió Sophia. ―Por la presente le invito a mi
boda. Pero ya que esta carta no alcanzará a llegarle en un tiempo, también por la presente acepto
sus excusas y expreso mi mayor deseo de que usted pudiera haber estado presente. Estoy segura
de que habrá sido una ocasión preciosa.
Lucy se echó a reír a su pesar. Aún así, estaba ansiosa por cambiar de tema.
―Pero ¿qué pasa con los piratas?
Sophia hundió la pluma de nuevo y frunció el ceño.
―Una advertencia a los piratas ―dijo con severidad. ―Aunque mi marido es uno de los
hombres más ricos de toda Inglaterra, también es uno de los más temibles. Si tienen algunas ideas
para secuestrar a los autores de esta carta para retenerlas para pedir rescate, les aconsejo que las
abandonen. Que el mismo Barbanegra tiemble en sus botas…
Ella dejó de escribir y miró a Lucy.
―¿Es botas, o bota? ¿Barbanegra tenía una pierna, o dos?
―Creo que tenía dos.
―Barbanegra Femble en sus botas ―conFnuó, ―ante la más simple mención de Jem el Ojo del
Mal, el Conde Saqueador.
Lucy juntó ambas manos sobre su boca para no reírse en voz alta.
―¿El Conde Saqueador? La gente realmente no lo llama así, ¿no?
―No lo ha hecho hasta ahora. Pero él tiene una reputación de lo más escandalosa. Mi madre
me prohibió bailar el vals con él. No es que él alguna vez me lo haya pedido ―Sophia desvió la
vista hacia Jeremy y bajó la voz hasta un susurro. ―¿Ha tratado de saquearla?
Realmente, deseaba decir secretamente Lucy, fue más bien al revés.
Marianne hizo una seña a Sophia para que se acercara al piano. Toby se aproximó con una
mano extendida, y Sophia fue a aceptarla. Mientras se ponía de pie, se inclinó y susurró al oído de
Lucy:
―Si yo fuera usted, se lo permitiría.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0066

―Todos los ingleses saludan al sabueso ―cantó Henry con voz chillona y con un burlón tono
barítono, impulsando a su bayo a un trote. Felix igualó su ritmo, añadiendo su voz de tenor a la
canción.
―Quién, da tenaz persecución por el claro y el monte, cuando su dama cae al sueloooooo…
―detuvieron sus caballos Frando de las riendas y alargaron la nota en una armonía de dos partes
que estiró el sentido de la palabra. ―¡Para excavar en busca de la zorra y su agujeroooooo!
―gritaron finalmente.
Una piña voladora golpeó el rostro de Henry borrando su sonrisa triunfante.
―¡Ten cuidado, Waltham! ―exclamó Toby. ―Hay damas presentes.
Henry miró por encima del hombro con una expresión de fingida inocencia.
―¿Damas? ―su mirada cayó sobre Sophia. ―Sí que las hay ―él se quitó el sombrero,
arqueando una ceja en dirección a Lucy. ―Mis disculpas, damas ―dijo irónicamente, sopesando
en exceso el dudoso plural. Entonces tocó con la fusta el flanco de su caballo castrado, guiándolo
en dirección al bosque. Los cachorros corrieron adelantándose a él, las espigas cayendo con el
viento.
Jeremy vio a Lucy estremecerse, y venció la oleada de simpatía que surgió en su pecho.
Realmente, ¿qué podía esperar ella? Durante ocho años, con zalamerías había conseguido el
permiso de acompañar a los caballeros y exigido una igualdad en el trato. En un día cualquiera del
otoño anterior, habría cabalgado por los campos al lado de Henry, montada a horcajadas con
pantalones prestados y embelleciendo los versos profanos con su claro soprano.
Ahora Lucy quería ser una dama. Se había puesto un traje de montar de terciopelo rojizo y
guantes de piel marrón, sus rizos apilados en lo alto de su cabeza, y en algún lugar, de alguna
manera conjuró una silla de amazona. Era, tuvo que admitir, una gran mejora de su locura de joyas
y sedas, de unos días atrás. Pero no podía esperar que los hombres cambiaran su comportamiento
tan pronto como ella se cambiaba de ropa. Ciertamente no tenía sentido que se sintiera ofendida
si no lo hacían.
Ella resopló.
―Sabía que debería haber usado pantalones. ¿Me veo tan ridícula, entonces? ―miró a Jeremy
―Has estado mirándome fijamente toda la tarde.
¿Mirando fijamente? Él no la había estado mirando fijamente. ¿Lo había hecho? Maldita sea.
―No te ves ridícula ―dijo, aceptando la invitación para apreciar su forma abiertamente. ―Te
ves... ―suave. Encantadora. Extrañamente delicada y con toda franqueza, desconcertante
―diferente.
Ella le dirigió una mirada triste.
―Y esas son las palabras de un hombre cauFvado. No es de extrañar que Henry se esté
burlando de mí.
Jeremy suspiró. Deseaba poder montar adelante, con Henry y Felix y dejar esa expresión de
dolor atrás. Pero un pretendiente cautivado, como Lucy decretó, montaría al lado de su dama. Por
una vez, sus nociones del cortejo resultaron ser correctas. Toby no se había apartado del lado de
Sophia desde que el grupo salió de los establos. Los cuatro bordeaban la orilla del bosque, los
caballeros flanqueando las damas mientras recorrían el margen de un segado campo de cebada.

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Con renuencia, Jeremy dio un golpecito a su montura para acercarse más a la de ella.
―Henry es un imbécil ―no era la frase más conciliadora que podría haber pronunciado, pero
era sincera.
Encogiéndose de hombros, ella se metió un mechón de pelo detrás de la oreja.
―Henry es Henry. Y él puede ser un imbécil, pero también es mi hermano.
―Precisamente ―bajó la voz. ―Debería tratar tus sentimientos con más cuidado.
―A él sí le importan ―murmuró. ―Él simplemente... no es bueno en eso ―su barbilla se alzó.
―¿Y quién eres tú para hablar de tiernos sentimientos?
Jeremy quiso recompensar su frío comentario con un silencio igualmente frío, pero la señorita
Hathaway habló, arruinando el efecto.
―Esa canción que cantaban los hombres ―dijo Sophia, ―no creo haberla escuchado antes.
―Señorita Hathaway, permítame pedir disculpas por el grosero comportamiento del señor
Waltham ―dijo Toby, con un tono repugnantemente zalamero. ―No estamos acostumbrados a la
compañía de damas en estas excursiones.
Lucy torció la nariz, y sacudió la cabeza.
Jeremy enfocó su mirada en el horizonte. Había aprendido la lección. Era inútil ofrecerle
palabras tranquilizadoras. Lucy siempre se las tomaba a su antojo, incluso cuando se trataba de
una ofensa.
―No son necesarias las disculpas ―respondió Sophia. ―Me gustaría aprender las palabras, eso
es todo ―arregló los pliegues de su falda color verde esmeralda sobre el flanco moteado de su
montura. Su rostro se iluminó cuando ella volvió su caballo hacia el bosque. ―¡Oh, miren! ¿Han
encontrado uno?
Ninguno de los cachorros de dos peniques había logrado hasta ahora olfatear un zorro, pero
parecía que un cachorro atigrado había logrado sorprender una ardilla. Ambos, perro y presa
corrieron bajo los pies de todos, causando que la yegua de Lucy retrocediera y corcoveara.
Jeremy se lanzó para agarrar las riendas, pero Lucy no necesitó de su ayuda. Con un rápido
movimiento de un trozo de la rienda y una palabra tranquilizadora, había calmado al caballo en
cuestión de segundos. Se reposicionó en la silla. Su traje de montar de terciopelo se deslizó
fácilmente a lo largo del cuero, haciendo un pequeño ruido siseante, que Jeremy encontró
cualquier cosa menos tranquilizador.
Lucy se volvió y lo sorprendió mirando. Ella arqueó una ceja.
Él se aclaró la garganta.
―¿Desde cuándo montas de lado?
―Desde esta mañana.
―¿Esta mañana? No es de extrañar que tu caballo esté inquieto.
―Thistle no está inquieta. He montado a horcajadas sobre ella, a pelo, y de pie. Espero que
pueda montarla con una silla de amazona ―Lucy le dio unas palmaditas al cuello de la yegua y
agitó su melena gris.
―¿De pie?
Jeremy suponía que debía parecer lo suficientemente impresionado, porque ella sonrió por
primera vez en todo el día.

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―Sólo una vez ―dijo ella, sus ojos verdes burlones. ―En un desafío. Fue hace años. El hijo del
mayordomo…
Su voz se apagó cuando sus ojos se fijaron en algo detrás de él. Jeremy se volvió para seguir su
mirada. Vio al instante lo que había captado la atención de Lucy. Toby y Sophia se habían apeado
en un pequeño claro, a algunos pasos de distancia. Un rayo de sol atravesaba los árboles, bañando
a la pareja en un dorado luminoso. Toby estaba trabajando algo entre sus manos, y Sophia estaba
sentada en un árbol caído, mirándolo con una expresión radiante. Intercambiaron sonrientes
palabras, que Jeremy no pudo oír, y luego Toby sostuvo su creación en el aire por un momento,
antes de colocarla suavemente sobre la cabeza de Sophia.
Una corona, tejida de hiedra.
Toby tomó la mano de Sophia y la besó. Jeremy maldijo entre dientes.
―Lucy ―empezó, volviéndose hacia ella.
O a donde ella había estado. Captó sólo crujidos de ramas rotas y un vislumbre de terciopelo
rojizo y de una yegua gris desapareciendo entre los árboles. Jeremy volvió su caballo para iniciar la
persecución, inclinándose sobre el cuello del semental para esquivar una rama baja.
Lucy espoleó a su yegua, montando como alma que lleva el diablo a través del campo de
cebada. Inclinada sobre el cuello de la yegua, sus rizos castaños volando sueltos y ondeando tras
ella, incendió un camino a través del campo, hacia un espacio de la empalizada. Jeremy tuvo la
tentación de dejarla ir. Dejarla que capeara todo el dolor y que regresara más tranquila.
Pero entonces recordó ese pequeño siseo del terciopelo deslizándose sobre el cuero. El sonido
hizo eco en sus oídos y se arrastró por el cuello, colocándole todos los pelos de punta. No se
llamaba un ritmo desenfrenado por nada. Un paso en falso, una piedra en el campo de cebada,
podría enviarla volando.
Jeremy azuzó a su caballo al galope. En una carrera a toda velocidad a lo largo de campo
abierto, su yegua no era rival para su montura, y la brecha entre ambos se redujo.
Entonces vio el portillo.
Una baja cerca de madera que llenaba el espacio de la empalizada. Más allá, una cuesta
empinada hasta los huertos. Sería un salto difícil para cualquier jinete, bajo las mejores
condiciones. Para un jinete con una furia sacrosanta, sobre un caballo inquieto, montando a
mujeriegas por primera vez en su vida, era un desastre seguro.
Jeremy tiró de las riendas, deteniendo su caballo en el centro del campo.
―¡Lucy! ¡Detente, maldita sea!
Buscó en su cabeza una advertencia más impresionante para lanzársela, pero ya era demasiado
tarde. Ella había impulsado a la yegua a hacer el salto. Jeremy oyó el ruido hueco de cascos
esquilando madera. Luego, caballo y jinete se perdieron de vista por completo.
El estómago le dio un vuelco enfermo. El pánico le atenazó el pecho, estrujando el aire de sus
pulmones. Por un negro e interminable momento, su corazón se negó a latir. Entonces rugió de
vuelta a la vida en un galope atronador, y él clavó las rodillas en los costados del caballo hasta que
su semental igualó el ritmo.
La parte superior del portillo se había derrumbado. La montura de Jeremy franqueó fácilmente
lo que quedaba de la cerca, aterrizando con un ruido sordo al otro lado y al instante deslizándose
veloz y precipitadamente por la ladera rocosa. Al momento en que su caballo encontró un
cimiento sólido, desmontó. Lucy no se veía por ningún lado.

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El huerto estaba diseñado en ordenadas hileras de árboles, que formaban un sombreado de


avenidas pavimentadas de hojas. Se sumergió en la arboleda, buscando a través de los vacíos
corredores enmarcados de ramas, hasta que divisó a Thistle, pastando sin jinete bajo un distante
peral. Se dirigió hacia la yegua, esperando que en cualquier momento fuera a tropezar con un
inerte montón de terciopelo rojizo. Parecía haber pasado una eternidad desde que había respirado
por última vez. Su cerebro se sentía enmarañado. Los contornos de su visión estaban grisáceos.
Entonces, la vio.
Estaba de pie, de espaldas a él, descansando un hombro contra el tronco de un árbol.
Simplemente relajándose en el huerto, perfectamente serena, como si no acabara de ver a Toby
coronar a Sophia como su diosa. Como si no acabara de casi haberse roto el cuello. Como si
Jeremy no estuviera a punto de vomitar el desayuno sobre sus botas.
―Oh, Jemmy ―dijo ella, ―¿cómo lo haces?
No tenía ni la más remota idea de a qué se refería. Cómo hacía, ¿qué? Por el momento, no
estaba del todo seguro de cómo se las arreglaba para mantenerse en pie. El peso de la ansiedad,
como un plomo, le había aplastado el pecho, se había hundido en sus entrañas, agitando el
contenido de su estómago. Ahora parecía colgar en algún lugar en las proximidades de sus rodillas,
por lo que sus piernas las sentía débiles, inestables. Escogió un árbol cerca del de ella y se apoyó
contra él.
―¿Cómo lo haces? ―Lucy se volvió y presionó la espalda contra el árbol, alzando la mirada
hacia el dosel de hojas de naranjo. ―¿Cómo se puede ir por la vida y sólo no importarte?
Eso sí lo hizo. Iba a estrangularla. Cerraría sus puños en ese terciopelo rojizo, lo arrugaría
acercándola, envolvería sus manos alrededor de esa delicada piel dorada de su garganta, y la
estrangularía. Inmediatamente después, se inclinaría contra ese peral por un buen rato.
Se quedó mirando fijamente una fila de árboles, su aliento jadeando en su pecho. ¿Cómo lo
hacía? Cómo, en efecto. Sin embargo, era ese cómo se las arreglaba para ir por la vida y sólo,
como Lucy tan amablemente lo expuso, no importarle, Jeremy no era capaz de recordarlo. Lo
había olvidado por completo. Maldita sea.
―Nunca pensé que te envidiaría ―dijo ella. ―Ni en un millón de años. Eres tan compuesto, tan
serio. Tan frío.
Sus manos se cerraron en unos puños. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a irrumpir en su
habitación y besarlo y sumergirlo en un río e invadir sus sueños y hacerle ir de compras y arrojarse
ella misma de cabeza al peligro y recostarse contra un peral con un vestido del color exacto al de
su cabello besado por la atenuada luz del sol? ¿Cómo se atrevía a hacerle olvidar? Maldición con
todo. Maldita ella por hacer que le importara.
―Quiero volverme fría ―dijo. ―Todos estos sentimientos son como llamas dentro de mí. Estoy
cansada de quemarme. Ya no los quiero. Quiero apagar el fuego y volverme fría. Nunca me
imaginé que te envidiaría, pero hoy... ―su voz vaciló ―hoy lo hago.
Él apenas escuchaba lo que ella decía, pero no podía alejarse. Sus ojos verdes estaban nublados
de dolor, amenazando con estallar en una tormenta de lágrimas. No llores, le dijo en silencio.
―No llores ―dijo en voz alta.
Ella se mordió los labios y parpadeó con fuerza.
―No lloro.

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Pero incluso mientras hablaba, su barbilla empezó a temblar. Y en algún lugar profundo y bajo
dentro de él, el pánico comenzó a surgir. Él había estado aquí muchas veces antes, viendo a una
mujer derramar lágrimas por un hombre que él nunca podría reemplazar. Mira a otro lado, se dijo.
Mejor aún, sólo vete. Ya no era un muchacho, él no tenía que sufrir esta escena nuevamente. Pero
no podía apartar la mirada, y no se podía ir. Él estaba deprimido e impotente, y ella estaba tan
condenadamente hermosa, reclinada contra ese árbol. Si lloraba... No podía dejarla llorar.
―Deja de ser tan dramática, Lucy ―ella hizo una mueca. Jeremy cuadró los hombros. Lo
intentó de nuevo. ―Estás haciendo el ridículo.
Funcionó. En un instante el dolor en sus ojos dio paso a la furia. Enderezó la espalda y dio dos
pasos hacia él. Jeremy dio un suspiro de alivio. Sabía cómo tratar a una Lucy furiosa.
―¿Te llamé frío? ―preguntó ella. ―Tú eres peor que frío, eres cruel. Y lo que es más, tienes
miedo. Seré una tonta, una y otra vez, pero nunca seré como tú. Ni por miles de Tobys.
―¿Miedo? ¿Yo? Tú eres la única que se esconde de la verdad.
―Que me escondo de… ―la furia la hizo crecer un centímetro. ―No me escondo. De nada.
Él soltó un bufido.
―No te escondes. ¿No te escondiste cuando dejaste que las vacas entraran al campo de avena,
entonces? ¿No te escondiste cuando se te cayó el sello de Henry en la parrilla del carbón?
―Eso es completamente diferente. Yo era una niña entonces. Ya no soy una niña.
―Todavía te estás escondiendo, Lucy. Escondiéndote detrás de sedas y joyas y sillas de
amazona y de un comportamiento escandaloso. Todo porque tienes miedo. Tienes miedo de dejar
estos juegos ridículos y simplemente decirle a Toby cómo te sientes.
―Estaba en camino de hacerlo la noche que llegaste ―dijo. ―Alguien me detuvo.
―No estabas en camino de decirle la verdad. Estabas en camino de tenderle una trampa para
que se casara contigo.
La boca de Lucy se abrió, pero no dijo nada. Jeremy dio otro paso hacia ella. Él sabía que
debería alejarse, pero sus pies no se movían en otra dirección. Había detenido las lágrimas. El
peligro había pasado. Pero no era suficiente. Había cosas que ella necesitaba saber. Si quería
llamarlo frío y cruel, entonces él la familiarizaría con la verdad fría y cruel.
―Te diré por qué no le has dicho ―dijo, acercándose a ella, haciéndola retroceder contra el
tronco del árbol. ―Porque en el fondo, Lucy, sabes que él no siente lo mismo. Él no te quiere. Y si
tuvieras una conversación sincera con él, tendrías que hacer frente a ese hecho. En tanto te
mantengas con tus juegos y tus planes, puedes imaginar que él se interesa por ti. Es por eso que
no le dirás la verdad. Tienes miedo.
―Estás equivocado ―ella hervía. ―Equivocado en todas las formas posibles. Yo no tengo
miedo. Estoy enamorada. Tú no conocerías el amor ni aunque te pegara en la cara. Y estoy muy
tentada de pegarte, sólo para probar el punto.
Jeremy se inclinó más cerca, apoyando su brazo en el árbol detrás de ella, encerrándola entre el
árbol y su cuerpo.
―Adelante ―se burló y le ofreció la mejilla. ―Pégame. No funcionará.
Bajó la voz a un secreto.
―¿Sabes por qué no va a funcionar? Porque tampoco estás enamorada de él. Tienes miedo de
esa verdad, también. No amas a Toby ―ella abrió la boca para responder, pero él la interrumpió.

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―Oh, tú lo quieres, como una niña quiere un dulce o un juguete nuevo y brillante. Pero tú misma
lo dijiste, Lucy. Ya no eres una niña.
Los ojos de Lucy se agrandaron. La luz del día se desvanecía, suavizándose a un color ámbar. El
aire estaba cargado con el aroma de las peras. Su rostro estaba a escasos centímetros por debajo
del suyo; sus labios, a escasos centímetros de los suyos. Las mejillas de Lucy estaban sonrosadas
bajo el dorado. Ella alzó la cara hacia él, y sus párpados se cerraron. Una invitación que él conocía
muy bien.
Él guardó un rizo detrás de su oreja, de modo que ella pudiera escucharlo y creer cada palabra.
―Si realmente amaras a Toby ―dijo, ―no estarías aquí bajo un árbol, esperando a que otro
hombre te bese.
Sus ojos se abrieron de golpe, pero ella no lo apartó.
―Estoy en lo cierto, Lucy ―susurró con voz ronca. ―Sabes que tengo razón.
Ella puso su mano enguantada contra su pecho. Jeremy esperó que lo rechazara. Tendría que
rechazarlo, porque no había parte de él que quisiera estar en otro sitio. Cada centímetro de su
cuerpo era plenamente consciente de ella, tan cerca, tan cálida, tan madura. Su pelo, cayendo
sobre sus hombros, en ondas castañas brillantes. Sus senos, subiendo y bajando sobre su pecho
con cada respiración. Sus labios, rojos oscuros y ligeramente abiertos, invitando a su beso. Su
mano extendida sobre su corazón, un toque eléctrico, incluso a través de las capas de lino, de
cuero y de lana.
Tendría que empujarlo.
En cambio, ella curvó los dedos alrededor de su solapa. Y lo atrajo de un tirón.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0077

Lucy quería que él la saqueara.


Aunque estaba equivocado, de todas las maneras posibles. El hombre equivocado, en el lugar
equivocado, y simplemente equivocado, todo equivocado. Aunque fuera descarado, ella sabía que
su propio comportamiento estaba muy lejos de ser el de un ángel o el de un sueño.
Quería ser una diosa, la diosa de alguien. Y allí estaba él, adorándola con su mirada, si no con
sus palabras. Y cuando ella lo tocaba, tenía el poder de hacerlo temblar con la punta de sus dedos.
Quería que la besara. Quería ser deseada. Quería que esos labios fuertes, gruesos dejaran de
escupir estupideces desatinadas y en cambio, empezara a besarla.
Lo atrajo hacia ella y vio sus ojos azul cielo oscurecerse hasta el índigo más profundo, luego los
cerró en un barrido de pestañas de ébano. Su cálida fragancia masculina la abrazó, un almizcle de
limpios aromas de cuero y pino. Él bajó lentamente la cabeza, hasta que su frente se apoyó en la
suya. Intercambiaron el mismo aliento, de ida y vuelta. Y cuando sus labios finalmente salvaron la
última parte de la distancia entre ellos, fue como el final de un beso en lugar del principio.
Lucy cerró los ojos. Dejó que el mundo se redujera a esa suavidad irresistible que rozaba sus
labios y al tacto de la lana áspera apretada en su mano. No recordaría nada antes de ese
momento, y no iba a pensar en el futuro. No quería pensar en lo que él había dicho. No pensaría,
sólo sentiría. Dejaría todo afuera y sólo le permitiría entrar a él. Al gusto de él y al calor de su boca.
Su boca, reclamando la suya en un tierno beso. Sus labios, oscilando sobre los suyos en una
serie de paladeos lentos y provocadores. Su lengua, barriendo su boca una y otra vez en una danza
suave y rítmica. Ella apretó su cuerpo contra su pecho sólido, enterrándose más cerca, anidándose
en su fuerza y calidez. Él gimió contra su boca y arrancó sus labios de los de ella.
Lucy mantuvo los ojos bien cerrados. No necesitaba verlo. Podía sentirlo observándola, el calor
de su mirada vagando por sus ojos cerrados, sus orejas ruborizadas, el hueco de su garganta
donde su pulso latía acelerado. Mantuvo los ojos bien cerrados y sus labios entreabiertos, y
esperó. Porque ella sabía que volvería.
Y él lo hizo. Y esta vez, no hubo danza suave, ni provocación o ternura. Él se apretó contra ella,
empujándola contra el tronco del árbol hasta que las crestas de la corteza mordieron la carne de
su espalda. Sus labios reclamaron los suyos en un ardiente abrazo. Metió su lengua en su boca una
y otra y otra vez, robándole el aliento, robándole la presencia misma de la cordura. Él abarcó su
rostro con una mano y lo inclinó hacia atrás, tomando más de ella, y Lucy se aferró a su solapa
como si ese resto de tela fuera su única atadura a la tierra.
Este no era Jeremy Trescott. Este no era el hombre que ella conocía. Era un extraño salvaje,
peligroso y saqueador, y ella era una lasciva diosa pagana siendo violada bajo un peral. Apartó su
boca, besando una estela de fuego a lo largo de su mandíbula. Gimió su nombre contra su oído, y
sonó raro, olvidado, dos sílabas al azar deslizándose sobre su piel como un par de calientes labios
inquisidores. No sabía quién era ella. Quién era él. No le importaba. El mundo se había reducido a
la calidez de un beso y a un puñado de lana áspera, y no había nadie más.
Pero había.
Había alguien más.
Alguien ―o varios más ―pisando las hojas secas, se acercaban, hablando entre sí. Lucy exhaló
un agudo siseo. Jeremy se quedó inmóvil, el rostro hundido en su cuello, sus labios apretados
contra el suave lugar bajo su oreja.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Deben haber venido por este camino ―decía una voz. ―Es el caballo de Jem.
Toby.
―Tal vez no deberíamos seguirlos ―respondió Sophia. ―Tal vez quieren estar solos ―Su voz
adquirió un tímido matiz. ―Los amantes a veces lo desean.
Toby se echó a reír.
―No estos amantes.
Debían estar a unas pocas hileras de distancia. Con unos cuantos pasos, girarían sus cabezas y
descubrirían a Lucy y a Jeremy, aferrándose el uno al otro, moldeados a la corteza del árbol como
líquenes. Lucy soltó su agarre del abrigo de Jeremy y empujó contra su pecho.
Él no se movió.
―Apártate ―susurró.
Él no se movió, sólo cubrió su cuerpo con el suyo y la arrinconó contra el árbol.
―No.
―Ya vienen ―la desesperación pellizcó su voz. ―Nos verán.
―Que nos vean ―susurró ásperamente. ―Tú querías este juego. Me querías cautivado. Le
querías celoso. Que nos vean.
Lucy se retorció contra él, sin ningún resultado. Su mole la atrapaba. Oyó pasos que se
acercaban. Cerró los ojos, contuvo la respiración, y hundió la cara en el abrigo de Jeremy.
Los pasos se detuvieron. Lucy no se movió. Ella no respiraba. El silencio se prolongó una
eternidad. Entonces, finalmente, los pasos se reanudaron. Se apresuraron, se alejaron.
Ella oyó la risa de Sophia desapareciendo entre las avenidas bordeadas de árboles.
―No estos amantes, ¿eh?
Lucy empujó el pecho de Jeremy de nuevo, y esta vez, él retrocedió. Su rostro estaba en blanco.
La expresión de sus ojos, como de costumbre, ilegible.
―Tenías razón ―ella sacudió la tela de su traje de montar para reacomodarla en su lugar. Él la
miró con recelo mientras ella ovillaba su cabello en un nudo simple. ―Tenías razón en una cosa
―se apartó de él. ―Tenemos que terminar con los juegos. Voy a decirle a Toby la verdad.

―Entonces, ¿le digo la verdad?


Toby se inclinó sobre la mesa de billar y alineó su tiro. Una cascada de pelo castaño dorado le
cayó sobre la frente, y él se la apartó con un rápido movimiento de su cabeza.
―¿Decirle la verdad a quién? ―preguntó Jeremy. ―¿Sobre qué?
―A Henry ―Toby impulsó su brazo, haciendo un movimiento de vaivén. La bola blanca dio en
el blanco con un fuerte chasquido, y la bola roja rebotó contra la orilla entrando en la tronera
lateral. ―¿Le digo lo que vi esta tarde en el huerto? ―se enderezó apoyándose en el taco
observando a Jeremy con una fría mirada. ―A pesar de que se burla de Lucy, no querría que
jueguen con ella. Es su hermana, sabes. ¿O lo has olvidado?
―No lo he olvidado ―Jeremy sacó de su bolsillo la bola roja. La colocó en su lugar y observó el
perímetro de la mesa, deliberando por su mejor tiro. ―No pasó nada.
Toby se echó a reír.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Vamos, Jem. Sé la diferencia entre nada y algo, y eso definitivamente no fue nada.
Jeremy guardó silencio y se inclinó sobre la mesa para evaluar su disparo.
―No le hablaste ni una vez durante la cena ―continuó Toby, ―y ella ni siquiera te miró.
Estábamos sólo diez minutos en la sala antes que ella se retirara temprano, y tú desarrollaras una
pasión repentina por el billar. Dos personas no se esfuerzan tanto para no decir nada a menos que
estén evitando algo. Vamos, Jem. ¿En qué estabas pensando?
El tono de Toby era locuaz, pero cada suave palabra aguijoneaba la conciencia de Jeremy. El
preparó el taco entre sus nudillos, deslizándolo hacia atrás y hacia adelante. Vacilando.
Maldita sea. ¿Qué había estado pensando? La respuesta a esa pregunta era evidente. No había
estado pensando en absoluto. Él había besado a Lucy. No una vez, sino dos, y la había incitado
para que le devolviera el beso. Él había sabido que sería demasiado terca para dar marcha atrás, y
se había aprovechado de eso. Se había aprovechado de ella. La había presionado contra ese árbol
y la había atacado salvajemente como un bruto. Luego, en un momento de absoluta locura o de
sólo simple estupidez, había permitido que la gente los viera. No sólo lo permitió. Había insistido
en ello. Hacer una exhibición pública de su conducta reprochable. Se cernió sobre ella como un
ciervo cuidando de su gama en época de celo, reclamando a su hembra.
Un animal. Había quedado reducido a un animal. Durante la mayor parte de la semana, Lucy
había aguijoneado los hilos de su auto-control con cada mirada insolente y actuar imprudente, y
su restricción de caballero se había erosionado peligrosamente hasta una línea delgada. Ahora la
capa de cortesía se estaba desgarrando, exponiendo a la bestia enloquecida de lujuria, que se
escondía debajo. La bestia desnuda y sudorosa que tenía hambre, sed, deseos, demandas, que no
se podía negar.
Dios mío. Incluso sumido en la auto-recriminación, se estaba arrancando las ropas.
Retiró el taco, los músculos de su hombro tensándose contra las costuras de su camisa. Marfil
agrietado contra carmín. Las bolas giraron en trayectorias inútiles, errando por completo las
troneras.
Lujuria. Tenía que ser lujuria. Esa era la única explicación posible para este comportamiento,
este absoluto lapsus de conciencia y control. Era el único nombre posible de esta necesidad que lo
hacía temblar cada vez que ella estaba cerca. La necesidad de poseerla. Reclamarla en alguna
forma primitiva, irreversible, y enviar a todos los demás hombres de la tierra directamente al
diablo, con Toby encabezando la procesión.
Pero había algo más. Tenía que haber, por mucho que odiara admitirlo. Si fuera simple lujuria lo
que lo transformaba en una jadeante y salvaje criatura cada vez que estaba a diez pasos de la
muchacha, entonces la lógica argüía una cura sencilla. Aumentar la distancia entre ellos. Irse. No
podría ser más sencillo. Ensillar su caballo y cabalgar hacia Londres al alba. Encontrar alguna
pequeña cortesana hermosa de pelo castaño y ojos verde-dorados para manosear y batallar hasta
que su deseo se aplacara.
Pero Jeremy sabía que no funcionaría. Ni siquiera pudo reunir el deseo para intentarlo. Había
estado ensillando su caballo cada mañana al amanecer, y no pudo llegar a los límites de las tierras
de Henry sin sentir un tirón visceral arrastrándolo de regreso a la mansión. Y entonces había
ocurrido ese terrible momento en el huerto. No ese momento abismal y oscuro cuando se había
convencido de que estaba muerta. El pánico real empezó cuando la encontró con vida, y esta
necesidad había rugido por surgir a la vida también. La necesidad de acecharla, de atraparla, de
inmovilizarla contra un árbol, de anclarla con su cuerpo, y sobre todo de mantenerla quieta.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Evitando que saliera desbocada a una velocidad suicida, arrastrándolo con ella por medio de esa
maldita cinta de raso ahora ceñida alrededor de sus entrañas.
Esto no era un anhelo ciego, sin sentido, por alguna mujer dispuesta. Esto era una necesidad
con un nombre. Era una fuerza más allá de la lujuria. Era Lucy.
Él deseaba a Lucy.
Lucy deseaba a Toby.
Y Jeremy no quería hablar de ello.
―No me lo tomes a mal ―conFnuó Toby, con una crispante indiferencia. ―Has hecho un
trabajo admirable manteniendo a Lucy distraída, y aprecio mucho tu sacrificio. Pero no hay ningún
motivo para dejarse llevar. Un besito, no es nada para una de nuestras habituales damas en la
ciudad. Inofensivo. Pero Lucy es diferente. Ella no ha estado en sociedad. No querrás arriesgar sus
sentimientos.
Jeremy no podía creer lo que escuchaba. Seguramente Toby, el engreído más despiadado de la
sociedad, no querría darle un sermón sobre la delicada sensibilidad de las jóvenes. Seguramente
Toby no estaba tratando de iluminarlo sobre las distinciones entre Lucy y cada dama en Inglaterra.
Lucy es diferente. Si había una verdad de la Creación en la que Jeremy no necesitara de más
convencimiento, era ésa.
―¿Desde cuándo ―preguntó en tono mesurado, ―te importan los sentimientos de Lucy?
―Por supuesto que me importan los sentimientos de Lucy. Nadie quiere ver a Lucy herida. De
eso es de lo que se trataba esto, ¿recuerdas?
Jeremy juró y dejó que su taco hiciera un ruido estrepitoso en la mesa.
―Esto se trataba de F ―dijo furioso, ―y de tu determinación vana, infantil, egoísta de
terminar tus vacaciones antes de comprometerte ―Fró del frente de su chaleco y trató de
componer su expresión.
Toby se acercó a una mesa lateral y descorchó una botella de brandy.
―Cálmate, Jem ―dijo, verFendo dos vasos generosos. ―Espero que sea que sólo estoy celoso.
―Celoso ―Jeremy se atragantó con la palabra. ―No es posible que te refieras…
―Ridículo, ¿no? Ni siquiera la he besado todavía. Yo. He besado a cientos de jóvenes, ahora
tengo que besar a una y aún no puedo compartir un tierno momento con la dama con la que
quiero casarme.
Sophia. La sangre corrió a refugiarse en las rodillas de Jeremy. Se refería a Sophia.
―Creí que habías dicho que un besito no era nada para una dama de la alta sociedad.
Inofensivo.
―Un beso es inofensivo. Pero si empiezo con un beso, no estoy seguro de que me vaya a
detener y entonces no podré responder por su seguridad.
Jeremy arqueó una ceja mirando a su amigo y aceptó la bebida que le ofreció.
―Con el auto-control debilitado, ¿no? ―Gracias a Dios, no era el único. Miró su vaso con
recelo. Tal vez había algo en el brandy de Henry. Él había tenido con su mujer tres niños en cinco
años.
―Vivo en un tormento ―dijo Toby, haciendo una mueca. ―Viéndola cada día, viviendo bajo el
mismo techo... No podrías entenderlo.
Te sorprenderías.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Ella era igual de encantadora en la ciudad, por supuesto. Pero allá, era una hermosa dama
dentro de una docena de ellas, en alguna determinada sala o salón de baile. Aquí... aquí, ella brilla
como una joya entre carbones.
Jeremy puso los ojos en blanco. Si sólo Lucy pudiera oírse comparada con un trozo de carbón.
―Gracias a Dios por la geometría ―dijo Toby.
―¿Geometría? ¿Qué tiene que ver la geometría con esto?
―En eso es lo que pienso cuando siento que pierdo el control. Cuando ella está allí, y tan
tentadora... dirijo mi mente a la geometría. Ya sabes, teoremas, pruebas, todo eso.
―Sí, entiendo la geometría ―dijo Jeremy. ―Lo que no entiendo es por qué tú deberías afirmar
entenderla. Eres un inútil en matemáticas. Siempre lo fuiste, incluso en Eton.
―Precisamente. El viejo Fensworth tuvo mis bolas sobre una llama todo el curso del quinto.
Siempre me odió el miserable, artrítico canalla. Hasta el día de hoy, no puedo pensar en la
geometría sin ponerme a sudar frío. Es por eso que es la cura perfecta para el ardor.
Jeremy consideró si esta cura de la geometría pudiera funcionar para su propia situación. El
problema era que siempre había sido bastante bueno en la geometría. El latín, por otra parte...
―Y estamos siempre juntos, y solos con demasiada frecuencia ―conFnuó Toby, encrespando
su pelo con una mano. ―Si la señorita Hathaway supiera lo que pasa por mi cabeza, ella estaría...
aterrorizada, me imagino. Sophia es una flor delicada. Inocente. Refinada. No puedo simplemente
arrastrarla a los arbustos para un revolcón ―lanzó a Jeremy una mirada acusatoria por sobre su
vaso.
Fue en el huerto, no en los arbustos, deseó replicar Jeremy, pero no creyó que fuese prudente.
Tampoco sería prudente señalar que él no le había dado un revolcón a Lucy, cuando sin la
interrupción oportuna de Toby, podría haber hecho justamente eso.
―Una dama de su crianza no permite esas libertades ―conFnuó Toby. ―Ni debería. Sophia
Hathaway es un ángel. Pura como la nieve, y no la tendría de otra forma. No me atrevo siquiera a
darle un beso antes de que nos comprometamos ―sus labios se curvaron en una sonrisa
socarrona. ―Y por lo tanto, es posible que nos comprometamos muy pronto.
―¿Es tan tentadora? ―la señorita Hathaway concordaba con todas las normas aceptadas de
belleza, pero Jeremy no podía ver la atracción más allá de la admiración estética. Pero entonces, él
y Toby nunca habían compartido el mismo gusto en mujeres. Y de repente, Jeremy se vio muy
agradecido por ese hecho. ―¿Qué pasa con la caza? ―preguntó. ―Creí que estabas decidido a
acabar con todas las bandadas de los bosques de Henry antes de siquiera contemplar el
arrodillarte.
Toby frunció el ceño.
―Nunca se trató de eso, Jem. Es que el comprometerse es un gran paso, si te das cuenta. Una
decisión bastante trascendental, una vez que se toma. Y por una vez, realmente es mi decisión
―hizo girar el brandy en el vaso pensaFvamente. ―Teniendo en cuenta nuestras vidas. Nosotros
no elegimos nacer. Nuestros títulos se nos destinaron antes de que pudiéramos pronunciar
nuestros nombres de pila. Desde luego, no seleccionamos el tiempo o la forma en que los
heredamos, de lo contrario no lo habríamos hecho todavía.
Jeremy inclinó su brandy. Toby no sabía ni la mitad. Su título había sido destinado a una
persona por completo diferente. Jeremy debería haber sido el segundo hijo de un conde. En lugar
de leer sobre la rotación de cultivos, debería haber estado repeliendo bayonetas en Waterloo. O

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persiguiendo a una cantante de ópera por todo el continente, derrochando la fortuna de la familia
en el camino.
Toby continuó:
―Vamos a tener muy poco que decir acerca de cuándo nacerán nuestros hijos, o incluso
cuántos vamos a tener. No vamos a elegir la hora o el día de nuestra muerte ―vació su copa y la
dejó. ―Sin embargo, tenemos esta elección: con quién nos casamos, y cuándo. Tengo una madre y
tres hermanas mayores, cada una más inusualmente competente que la anterior. Nunca me han
necesitado para llevar alguna carga, además del título. Esto puede ser muy bien la primera
elección en mi vida de alguna importancia, y teniendo en cuenta la naturaleza del matrimonio, es
probable que sea la última por una buena cantidad de tiempo. Mi compromiso es mi decisión para
tomar. Y puede que sea condenadamente egoísta de mi parte, Jem, pero no voy a tomar esa
decisión por la conveniencia de alguien más. Ni por la de Lucy, ni por la tuya, ni incluso por la de la
señorita Hathaway. Llegará el momento, y tal vez muy pronto, cuando simplemente sepa que es
tiempo. Cuando no pueda vivir una hora sin asegurar la mano de Sophia. Ahí es cuando se lo voy a
proponer, y no un maldito minuto antes.
Jeremy miró a su amigo. Debía haber algo en el brandy, pensó. Por un momento, casi por un
sólido minuto, Toby había sonado reflexivo.
―Tienes razón ―dijo finalmente, tomando un sorbo lento de su propio vaso. ―Eso es
condenadamente egoísta de tu parte.
El rostro de Toby se quebró en una amplia sonrisa. Cogió el taco de billar y reubicó las bolas.
―Sabes, estar enamorado no es del todo malo, Jem. No me puedo imaginar por qué lo evité
con tanta asiduidad todos estos años ―hizo un Fro terrible que erró las dos bolas completamente.
―¿No puedes?
―Debe ser el brandy ―respondió Toby con una sonrisa tímida. La sonrisa se desvaneció, y su
mirada se agudizó. ―Nunca respondiste mi pregunta. Acerca de esta tarde. ¿Qué le digo a Henry?
Maldita sea. Jeremy había esperado que él hubiera olvidado la pregunta.
―No le digas nada a Henry ―tomó el taco y la tiza, intentando mantener su tono ligero. ―No
hay nada que contar. Lucy no está encaprichada conmigo, está furiosa conmigo. Es por eso que no
nos hablamos. El jueguito se terminó.
―¿Te dio una patada en la espinilla, verdad? ―Toby se rió entre dientes. ―O tal vez, ¿unos
pocos centímetros más alto? Bien por Lucy. Bien por ti, también, supongo. Lucy tuvo su pizca de
romance. Pronto le voy a hacer la proposición a Sophia. Quedas libre de responsabilidad.
Libre de responsabilidad. Toby tenía razón. Debía sentirse aliviado. No más burlas de sus
amigos. No más tonterías de "pretendiente cautivado". Como Lucy misma dijo. Tenemos que
terminar con los juegos.
―Y debo admiFr que me siento aliviado también ―dijo Toby. ―No tenía ningún deseo en
absoluto de discutir esa escena con Henry.
―¿Discutir qué escena con Henry? ―Henry entró en la habitación y fue de inmediato hacia el
brandy. Toby miró a Jeremy, enarcando las cejas.
Jeremy dio una ligera sacudida de cabeza dirigiéndose a Toby. El juego había terminado. No se
ganaba nada con trastornar a Henry por unos cuantos besos. Jeremy se inclinó sobre la mesa y
centró su mirada en la bola de marfil.

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―Está hablando acerca de tu tía Matilda ―dijo. ―Hay que poner fin a su deambular, Henry.
Toby se despertó ayer por la noche para encontrarla parada sobre su cama en camisón.
Toby se alejó de la mesa y tosió violentamente contra su manga. Jeremy contuvo el tiro.
―¿En serio? ―preguntó Henry.
Con su acceso de tos ya calmado, Toby se volvió con rostro solemne. Se estremeció
dramáticamente.
―Me dio pesadillas.
Henry se echó a reír.
―Supongo que será mejor que asegures tu puerta esta noche, hombre.
―Mejor aún ―dijo Jeremy, ―deberías apostar un lacayo en el pasillo. Asegúrate de que ella
permanezca en su habitación ―empujó el brazo hacia adelante, sus pensamientos se enfocaron el
algo por completo diferente a ella. Su bola blanca rebotó en el lado opuesto de la mesa, y luego
rebotó de nuevo a la izquierda contra la bola roja, hundiéndola en un rincón; luego se conectó con
la bola blanca de Toby y la persiguió en escalada hasta colocarla dentro de una tronera lateral.
Henry dio un silbido de apreciación.
―Buena jugada ―dijo, sorbiendo su bebida. ―Y hay que apostar un lacayo.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0088

―¡Oh, bien hecho! ―Sophia quedó sin aliento, rompiendo en aplausos.


―No es nada ―dijo Lucy, ajustando otra flecha en su arco. Era muy saFsfactorio por fin ser
mejor que la señorita Hathaway en una ocupación aceptable, propia de una dama. Sophia podría
tener la ventaja en la pintura, el bordado, tarjetas, y escribir cartas, pero Lucy la había vencido a la
hora del tiro con arco. No había mucha gente que Lucy no pudiera ganar en el tiro con arco. Ahora
que lo pensaba, no había nadie que ella conociera.
Lucy levantó el arco al hombro y retrajo la cuerda.
―Si quieres dar en el blanco, es tan sencillo como eso: quererlo. Algunas personas le hablarán
sin parar de la técnica apropiada. Analizarán la línea de su brazo, la forma de sujetar el arco, el
tiempo que se lleve la suelta. Unas absolutas tonterías. Yo simplemente miro el centro de la diana,
y lo quiero. Me concentro y espero y lo quiero. Espero hasta que el resto del mundo desaparezca,
y lo único que queda es mi flecha, el blanco y el deseo ―su mirada se redujo y su discurso se
ralentizó. ―Y cuando los quiero colisionar con tanta desesperación que puedo sentir que la flecha
lo quiere, también... entonces, la suelto ―soltó la cuerda y vio la flecha zumbar y dar en el blanco.
Sophia aplaudió de nuevo.
―¡Magnífico! ¿Podemos intentarlo nuevamente?
―Si gusta. Voy a recuperar las flechas.
―Caminaré con usted ―Sophia enlazó su brazo con el de Lucy, y Lucy la miró con recelo. Los
dos se pusieron en camino atravesando el césped hacia el blanco: un gordo bufón, sus colores de
payaso contrastando con una cortina de bosque oscuro.
―Le tengo mucha envidia, sabe ―dijo Sophia mientras caminaban. La mañana era gris y
nublada, y aún permanecían en el suelo rastros de la helada de la noche anterior. La humedad
traspasaba las botas de Lucy alcanzando los dedos de sus pies.
―Es sólo tiro con arco ―respondió ella.
―Oh, no ―rió Sofía. ―Usted es brillante con un arco, se lo aseguro. Pero no es esa habilidad la
que envidio.
―Entonces, ¿qué?
Sophia bajó la voz hasta un susurro, aunque no había nadie que escuchara.
―Ayer. En el huerto. Los vimos.
―Oh. Eso.
―¿Fue terriblemente emocionante? ¿Cómo se sintió? ¿Cómo sabía él? ¿La tocó... por todas
partes?
Lucy se quedó boquiabierta ante su acompañante. Ella pensaba que seguramente la señorita
Hathaway debía estar burlándose, pero no. La expresión de Sophia era honesta, ansiosa de saber.
Ni siquiera estaba ruborizada.
Consideró brevemente responder a las preguntas con franqueza. Se sentía poderosamente
tentada. Se había enfurecido con Jeremy el día anterior, cuando insistió en que los vieran. Ahora
ella lo vilipendiaba con fuerza, porque él había estado en lo cierto. Toby finalmente la miraría no
como una niña, sino como una mujer. Y finalmente Lucy podría hablar de la desasosegada

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tempestad de sensaciones que un beso con alguien podía desencadenar... aunque ese alguien
fuera el enemigo.
¿Fue terriblemente emocionante? Sí, que el diablo se lo lleve. Que el diablo se lo lleve a él. Sí.
¿Cómo se sintió? Perverso y maravilloso. Como un enjambre de abejas zumbando debajo de su
piel, haciéndole cosquillas en la nuca y en el dorso de sus rodillas. Unas cuantas picaduras
rezagadas pinchaban su memoria incluso ahora.
¿Cómo sabía él? Como panecillos calientes recién salidos del horno, regados con whisky.
¿La tocó por todas partes? No. Pero, Señor, hubiera deseado que lo hiciera.
Lucy consideró una gran tragedia el haber dejado pasar cerca de veinte años de su vida sin
besar a nadie. Estaba muy impaciente por probarlo con el hombre que realmente amaba. Había
sido tentador poner en marcha su plan original la noche anterior, pero ella no quiso darle a Jeremy
la satisfacción. Podía ganar el corazón de Toby, sin engaños o tentaciones. Necesitaba sólo la
oportunidad, unos pocos minutos a solas con él. Y, evidentemente, tenía que encontrar esa
oportunidad antes de que Sophia encontrara la suya.
―Si sólo yo fuera tan afortunada ―dijo Sophia. ―He estado esperando y esperando por un
momento apasionado, pero Sir Toby es un modelo de decoro ―lo dijo con un disgusto tan obvio,
que Lucy pensó que ella podría haber dicho, Sir Toby tiene sífilis.
―¿No lo ha dejado besarla? ―preguntó, casi con miedo de la respuesta.
―Lo habría dejado ―respondió Sofía con molestia, ―pero no lo ha intentado siquiera.
Lucy sintió un estremecimiento quemando por su cuello, y ella lo apretó entre sus omóplatos,
irguiéndose más como resultado. Toby no podía estar enamorado de Sofía. No había tratado de
besarla. Ella y Jeremy no sentían casi nada el uno por el otro salvo rencor, y habían compartido
cinco besos hasta ahora. Cada uno mejor que el anterior.
―A veces parece como si quisiera ―conFnuó Sophia. ―Sus ojos se ponen vidriosos, y se queda
mirando mis labios ―arrugó sus rasgos en una máscara bizca, y Lucy se rió a pesar suyo. ―Pero
entonces, nada. Se aclara la garganta, hace una cosita rara con su cuello, y luego cambia por
completo el tema de conversación. ¡Por la geometría increíblemente!
―¿Geometría? ―Lucy estaba desconcertada. Lo que sabía Toby de las matemáticas podría
caber en la cabeza de un alfiler. Trató de imaginarlo manteniendo una conversación real sobre el
tema. Fracasó absolutamente.
―Absurdo, ¿no? Tendrá que darme un beso algún día. Supongo que está esperando nuestro
compromiso.
La pequeña y cálida emoción entre sus omóplatos se convirtió en hielo.
―¿Espera que se declare pronto?
―KiRy dice que cualquier día de estos.
―No parece demasiado entusiasmada con la idea.
Llegaron hasta la diana pintada, y Lucy empezó a sacar las flechas del blanco relleno de paja.
Cerró la mano alrededor de un eje, que había aterrizado en el centro. Ella se congeló. Pero, por
supuesto. ¿Cómo no lo había pensado antes? Durante todo este tiempo en que había estado
tratando de evitar el compromiso de Toby y Sophia, había estado apuntando al objetivo
equivocado. Incluso si Toby estaba decidido a proponerle matrimonio a la señorita Hathaway, no
necesariamente significaba que Sophia estaba obligada a aceptarlo. Se volvió hacia Sophia.
―Usted no quiere casarse con él, ¿verdad?

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Sophia se encogió de hombros.


―Oh, espero que sí. Al menos, todos los demás esperan que lo haga. Kitty habla y habla de la
pareja espléndida que hacemos. Sir Toby es muy guapo, y de lo más afable. Conversamos sobre
todo tipo de temas y nunca estamos en desacuerdo. Y está el título. Cuando nos casemos, seré
Lady Aldridge, lo que será satisfactorio.
―¿Lo será?
Sophia se mordió los labios y su mirada se perdió en el horizonte.
―Oh, Lucy, me temo que no. Sir Toby me admira, lo sé. Pero yo no quiero ser sólo admirada
―le devolvió la mirada a Lucy, sus ojos iluminados de malicia. ―Quiero ser deseada. Quiero
verdadera pasión. Quiero lo que usted tiene con Lord Kendall.
Lucy contuvo una carcajada. Cualquiera que pareciera que fuera la fantasía de Sophia acerca de
la "verdadera pasión", no podría asemejarse a la verdad de las cosas entre Jeremy y ella. Pero la
verdad de las cosas no venía al caso. Si su aparente felicidad con Jeremy llevaba a Sophia a buscar
la felicidad con otro hombre que no fuera Toby, Lucy exudaría dicha romántica.
―¿Le gustaría oír acerca de la verdadera pasión, entonces? ―preguntó, girándose para
regresar por el césped.
Sofía agarró su brazo con fuerza.
―¡Oh, sí! Cuéntemelo todo. ¿Qué siente cuando se acerca? ¿Su corazón comienza a revolotear
locamente? ¿Siente como si pudiera desmayarse?
―Nada más lejos de ello ―respondió Lucy con sinceridad. ―Desmayarse sería por completo
equivocado. Cuando un hombre te besa, quieres estar despierta. Así es como uno se siente
cuando un hombre apasionado se acerca. Despierta, cada centímetro de uno. Despierta, y...
―buscó en su mente una palabra apropiadamente estremecedora, ―hormigueante ―terminó en
un susurro.
―¿Hormigueante? ―las mejillas marfileñas de Sophia se tiñeron de un color rosa brillante.
―Hormigueante. Por todos lados. Cada rinconcito olvidado del cuerpo hormiguea como loco.
Incluso los espacios entre los dedos.
―¿Sólo al estar cerca de él?
Lucy asintió.
―¿Y después? ―dijo Sophia. ―Cuando la toca, entonces, ¿qué?
Lucy lo consideró.
―Un rayo ―dijo. ―Todos los hormigueos se precipitan en una descarga vigorizante. Y la
descarga va directo al centro del pecho y exprime todo el aliento. Y sólo por un mínimo momento,
uno teme no recordar cómo respirar, nunca más.
Sophia se estremeció contra su brazo y Lucy sonrió. Ay, pero qué gran diversión era corromper
a la angelical señorita Hathaway.
―¿Y después? ―preguntó Sophia, sin aliento.
―Entonces, si Fene suerte, la besa, y se olvida de respirar por completo.
Llegaron al extremo del césped, y Sophia ajustó una flecha a su arco.
―Siga ―apremió ella, tirando de la cuerda.
―Y entonces ―dijo Lucy lentamente, ―es muy parecido a retraer un arco. Se siente todo
tensándose y hay un, un… deseo construyéndose en algún lugar, dentro, en lo profundo. El mundo

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

entero comienza a caer ―cerró su mano en un puño, apretando los dedos ante el recuerdo de una
solapa de lana áspera. ―Hasta que sólo queda él y uno y...
―Y el deseo ―terminó Sophia, lanzando una flecha que aterrizó justo a la izquierda del centro.
―Sí ―suspiró ella, ―eso es exactamente cómo se siente para mí.
Lucy sacudió su cabeza, de vuelta al presente.
―¡Pero pensé que dijo que Toby no la había besado!
―No lo ha hecho ―Sophia colocó otra flecha en su arco, su ceja se arqueó a la altura de su
cuerda. ―Eso no quiere decir que nunca me han besado.
―Pero ―farfulló Lucy ―¿quién?
―Prepárese para algo verdaderamente escandaloso ―estrechó su mirada dirigiéndola al
blanco. ―El año pasado, mi...
―¡No! ―Lucy le dio una palmada al brazo de Sophia. El arco se aflojó.
―Bueno, no es tan escandaloso ―dijo Sophia, decepcionada. ―Me atrevería a decir que usted
será capaz de dormir por la noche después de la narración.
―No, no es eso ―Lucy observó el bosque detrás del blanco, su mirada vagando por el telón de
fondo castaño y verde. Ahí estaba de nuevo. Un destello de azul profundo donde no pertenecía.
―Es la tía Matilda. Está vagando otra vez.
Ella comenzó a correr por el césped, vagamente consciente que Sophia la seguía.
―¡Tía Matilda! ―llamó, haciendo crujir la maleza. El sonido de ramas rompiéndose la guió
hacia la izquierda, y se internó más profundamente en el bosque, sus ojos buscando el camino a
seguir ante cualquier atisbo de añil.
―¿Hace esto a menudo? ―Sophia esquivó una rama baja.
―Sí ―respondió Lucy con irritación. ―Lo que sea que Henry le está pagando su nodriza, es tres
veces demasiado. Realmente, ¿qué tan difícil puede ser mantener una anciana senil en su lugar?
No es como si ella fuera especialmente rápida de pies.
Lucy vio adelante un turbante azul flotando entre los árboles.
―Ahí está ―ahuecó las manos alrededor de la boca ―¡Tía Matilda! ―el turbante se quedó
flotando.
―No creo que ella la escuche.
―No, nunca lo hace. Está completamente sorda.
―Oh. Entonces ¿por qué le grita?
Lucy se erizó de irritación, pero se contuvo. Redobló su paso por un sendero de caza sembrado
de hojas, dejando a Sophia que luchara entre la maleza por su cuenta. En realidad, ella le seguiría
el juego a Sophia hasta cierto punto, no le permitiría que la hiciera parecer una estúpida.
―¡Uf!
Algo no visto atrapó su tobillo, enviándola desparramada al suelo del bosque. Sus uñas se
hundieron en el musgo esponjoso. Ella no necesitaba a Sophia para hacerla parecer estúpida,
pensó con tristeza. Hacía una gran idiota de sí misma con regularidad.
Giró con cuidado. Su tobillo estaba atrapado sobre…, o más bien, atrapado en algo. Ella tiró
contra la resistencia, y una aguda punzada de dolor fue su recompensa. Lucy se sentó y se levantó
el dobladillo de su falda para investigar. Una cuerda delgada se había enrollado alrededor de su

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tobillo por encima de su bota; un pequeño lazo que se apretaba más con cada movimiento que
hacía.
―Maldición ―murmuró mientras Sophia corría a su lado.
―Lucy, ¿qué es?
―Es una trampa ―Fró de la soga, trabajando con los dedos bajo el cordón. ―¿Ve a la tía
Matilda?
―No... Oh, sí.
―¿Sería tan amable de ir tras ella, por favor?
―No creo que sea necesario.
―¿Qué quiere decir? ―Lucy desató la bota y la deslizó fuera, entonces comenzó a aflojar la
soga sobre sus talones con medias. ―Por supuesto que es necesario. No queremos perderla. Yo
estaré bien.
―No vamos a perderla. Ya se le encontró.
Lucy levantó la vista de su pie, exasperada. Una réplica cortante picando la punta de su lengua.
¿Sophia no podía prescindir de los comentarios recatados? No era como si Toby estuviera por los
alrededores, después de todo.
Oh. Pero lo estaba.
Toby y los otros tres hombres estaban caminando hacia ellas. Henry los guiaba, el brazo de la
tía Matilda metido firmemente en el suyo. Felix y Toby charlaban amigablemente mientras los
seguían. Jeremy iba al final del grupo.
―Hola, Lucy ―Henry se detuvo cerniéndose sobre ella. ―¿Necesitas que te rescaten, también?
―No ―resopló ella, finalmente deslizando el asa de la cuerda fuera de los dedos de sus pies y
metiendo su pie con fuerza de vuelta en su bota. ―Es una trampa, es todo. Tenía la vista puesta
en la tía Matilda, y no miré donde pisaba.
―¿Quién coloca trampas en esta parte del bosque? ―Felix dirigió su pregunta a Henry.
Henry se encogió de hombros.
―Los inquilinos, supongo.
―Cazadores furFvos, quieres decir ―dijo Jeremy. Su voz era baja y concisa.
―Si llamas a un hombre cazador furtivo porque atrapa una liebre para alimentar a su familia de
vez en cuando ―dijo Henry, ―entonces supongo que son cazadores furtivos. Yo mismo soy de la
idea de hacer la vista gorda.
―No soy yo quien los llama así. Lo hace la ley ―la gravedad en la voz de Jeremy bajó a un
gruñido. ―Esta es tu tierra. Si haces la vista gorda a la ley, fomentas la anarquía. Las personas
―señaló a Lucy sin volver la mirada ―resultan heridas.
Henry dio un resoplido desdeñoso.
―La ley enviaría a un hombre a Australia por el bien de unos cuantos animales miserables.
¿Debería deportar a todos mis agricultores porque resiento unas pocas liebres? No se trata de
Cambridge, y te agradeceré que termines con este sermón. Como has dicho, es mi tierra. Y Lucy
está bien.
La mano de Jeremy se enroscó en un puño a su costado.
―¿Cómo sabes que Lucy está bien? ―demandó ―No le has preguntado. Y deberías…

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Lucy lo interrumpió.
―En realidad, nadie preguntó ―ella tomó la mano de Felix que le ofrecía y se puso de pie,
sacudiéndose la suciedad de las mangas de su chaqueta. ―Pero Lucy está bien. La única persona
que Henry debería enviar a Australia es a la nodriza de tía Matilda. De verdad, Henry. Esta es la
tercera vez este mes.
Todos se volvieron a mirar a la tía Matilda, que había aprovechado la pausa para rebuscar en
los pliegues de su falda por su tabaquera. Sophia fue a su lado y puso un brazo sobre los hombros
de la anciana.
―Ella ni siquiera Fene una capa, la pobre.
La tía Matilda resopló y escupió una pizca de tabaco.
―Encantador.
Jeremy se sacó el abrigo y bruscamente se lo tendió a Sophia. Con una mirada de despedida a
Henry, dio media vuelta y se alejó en dirección a los establos. Lucy se alegró de verle la espalda. Y
no porque sus amplios y musculosos hombros parecieran tan irritantemente espléndidos bajo el
lino almidonado de su camisa. Sabía que estaba furioso con ella por el incidente en el huerto.
Apenas la había mirado desde la tarde anterior. Si tenía algún juicio, debería estar furioso consigo
mismo. Ser vistos juntos fue su gran idea. Pero furioso con ella o consigo mismo, no tenía ningún
motivo para meterse en una discusión sin sentido con Henry. Los cazadores furtivos, su pie.
Ouch. Ella hizo una mueca cuando cambió su peso. Su pie.
Sophia colocó el abrigo de Jeremy sobre los hombros de la tía Matilda, y la frágil solterona
desapareció dentro de sus grandes proporciones. Parecía una columna de lana marrón rematada
por un turbante añil.
―Será mejor llevarla a la casa ―dijo Felix. ―El viento empieza a hacerse más fuerte. Parece
que va a llover ―se adelantó hacia la mansión. Henry y Sophia lo siguieron, guiando a la tía
Matilda entre ellos.
―¿Estás bien, Lucy? ―preguntó Toby. ―¿No estás herida en absoluto?
―Por supuesto que no ―ella dio un paso firme, y su tobillo se torció estallando de dolor. Ella
vaciló, pero de repente Toby estaba allí, apuntalándola con el brazo.
Su brazo se extendía por su espalda. Su mano, enroscada alrededor de su cintura. Su todo, allí
mismo, contra el de ella.
Si su tobillo no le pulsara, Lucy habría saltado de alegría. Ella era brillante. ¿Realmente se había
reprendido por tropezar con esa trampa? ¿Honestamente se había sentido avergonzada de haber
activado un dispositivo diseñado para atrapar a roedores con un pequeño cerebro? Bueno. Nunca
había estado más equivocada. Tropezar con ese pequeño lazo era lo más listo que había hecho en
años.
―Mi tobillo... parece que me lo torcí ―Lucy trató dar un paso más. El dolor que sintió fue
menos intenso esta vez, pero dio un respingo espectacular para darle más dramatismo.
―Sólo apóyate en mí.
En un sueño perfecto, la habría alzado arrebatado en sus brazos y llevado de vuelta a la
mansión. Pero esto no era un sueño, se recordaba con cada paso dolorido, cojeando. Esto era la
realidad en vivo, despierta, de carne y hueso, y lo que es más: era su oportunidad.
Tenía tantas cosas que decirle. ¿Por dónde empezar? Ella imaginó y descartó una serie de
audaces declaraciones.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Toby, te he amado desde que era niña. Demasiado en el pasado, se dijo. Hablar sobre el
presente.
Toby, no puedes casarte con Sophia Hathaway. Era probable que fuera mejor no mencionar a
los enemigos. Enfocarse en el futuro.
Toby, hazme tu esposa y nunca te arrepentirás. Calentaré tu cama, y te daré bebés hermosos, y
nunca, bueno, casi nunca estaremos en desacuerdo. Lucy se mordió el labio. ¿Tal vez un poco
demasiado rápido?
Averiguar qué decir era sólo la mitad del problema. La otra mitad, encontrar un momento para
decirlo. Toby hablaba incesantemente mientras hacían su lento avance hacia la casa.
―Fue una suerte que decidiéramos acortar nuestra caza de esta mañana ―decía. ―Estábamos
más hacia el borde oriental del bosque, y el cielo se iba poniendo cada vez más oscuro. Se avecina
una buena tormenta, piensa Henry. Este viento tiene dientes de jabalí, diría yo. Extraña época del
año para este viento. Pero no inaudito, fíjate. ¿Fue hace tres años que tuvimos esa nieve justo
antes de que la temporada de caza de zorros comenzara? Tal vez sólo dos.
Lucy abrió la boca para decirle que habían sido cuatro años, pero nunca tuvo la oportunidad.
―Sí, fue una suerte que nos regresamos cuando lo hicimos. Una extraordinaria. Imagínate
―dijo, ―podrías haber estado aquí en el bosque con una tía desobediente y un tobillo torcido y a
punto de llover...
Ahora el tema del tiempo era llegar a alguna parte. Sí, pensó, asintiendo con entusiasmo.
Imagina el peligro. Ella había estado perfectamente bien, por supuesto, pero unos pocos instintos
masculinos de protección nunca podían caer mal.
―Imagina ―dijo, ―la pobre señorita Hathaway no habría sabido qué hacer.
¡La pobre señorita Hathaway! gimió Lucy.
Los pasos de Toby y su discurso hicieron un alto.
―Lo siento mucho. ¿Estoy caminando demasiado rápido?
―No... Bueno, sí. Es sólo… ―alzó sus ojos hacia él. Él bajó la mirada hacia ella. Sus ojos eran de
un castaño claro, paciente, con un toque dorado y nada de vidriosos. Ella lamió y frunció los labios,
pero la mirada de Toby nunca se apartó de la de ella.
―¿Me encuentras bonita?
Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. Salieron e hicieron eco en el bosque,
rebotando en los árboles, resonando en el espacio silencioso entre ellos. No podía recuperarlas.
No quería hacerlo, si pudiera. El ceño de Toby se arrugó por la sorpresa. La tensión se anudó en el
estómago de Lucy.
―Bien... sí, por supuesto ―él aclaró su garganta. ―Eres una chica muy bonita, Lucy.
Ya está. Lo había dicho. Era bonita. Sir Toby Aldridge la encontraba bonita. Lucy estaba
satisfecha. Nunca necesitaría escucharlo de nuevo.
―¿De verdad? ―una vez más no vendría mal.
―De verdad y realmente ―las palabras brotaron de sus labios tan a la ligera, que ella se
desesperó porque él no las dijera en serio. Pero luego le tomó la barbilla en la mano, y su mirada
vagó lentamente por su rostro. Lucy contuvo la respiración.
―Tienes los ojos más hermosos ―dijo suavemente. ―Y ese pelo… ―sonrió y metió un mechón
detrás de su oreja ―Un hombre puede perderse en ese laberinto y no encontrar la salida.

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Sus labios estaban a pocos centímetros de distancia. Muy cerca. Si ella estiraba su cuello un
poco... y entonces él inclinaba su cabeza una fracción...
Oh, pero ¿lo haría él? Ella no lo sabía. Había estado charlando como loco, pero no había dicho
una sola sílaba de geometría.
―La próxima temporada ―dijo, ―irás a Londres, y tendrás un montón de pretendientes
pisándote los talones. Henry tendrá que defenderte con un palo.
―¿Y tú?
―¿Yo?
―¿Dónde estarás la próxima temporada?
―Allí mismo contigo ―pasó un dedo por su mejilla y sonrió. ―Llevaré mi propia vara.
Luego volvió su mirada hacia el camino y comenzó a caminar de nuevo. A pesar que su tobillo
se sentía casi bien, Lucy se aferró a él con más fuerza que nunca.
Caminaron en silencio. El cielo estaba oscureciendo. Una mordida de viento helado atravesó la
tela de la chaqueta de Lucy, pero una sonrisa le calentó la cara. La próxima temporada, Sir Toby
Aldridge ahuyentaría con un palo a sus admiradores. La idea era ridícula y muy bárbara y lo más
romántico que había oído nunca. Por supuesto, la pregunta seguía siendo... ¿apalearía a la mitad
de la sociedad por un afecto fraternal o por un amor celoso?
En este momento, no importaba. La próxima temporada podía esperar. Toby le había dicho que
era bonita, y su brazo estaba ajustado en su cintura. En este momento, esto se sentía como todo
lo que ella siempre había deseado.
Oh, Toby, las verdaderas palabras vinieron a ella ahora, tú eres la única persona en el mundo
que me hace sentir perfecta tal como soy. Que nunca me regaña o me reprocha o quiere que
cambie. Y si te casas con Sophia Hathaway, me temo que seguiré mi vida sin sentir de esta manera
otra vez. Agarró con fuerza su abrigo. Toby, si te pierdo, me temo que me voy a perder, también.
Pero su orgullo nunca le permitiría decir estas palabras.
A medida que finalmente se acercaban a la casa, Toby preguntó:
―¿Cómo se siente tu tobillo? ¿Mucho mejor?
Ella asintió con la cabeza. Los latidos de su tobillo se habían calmado. Todo lo que quedaba era
un leve hormigueo.
Lucy frunció el ceño. Debía dolerle. Debía haberse roto un hueso, y la conmoción había dejado
el resto de su cuerpo entumecido. Porque ella había caminado un cuarto de kilómetro apoyada en
el brazo de Toby, y tanto como podía asegurar que le hormigueaba el tobillo como loco... podía
asegurar que no le hormigueaba en ningún otro sitio.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0099

La tormenta se desató por la tarde.


Jeremy intentó evitarla adelantando su montura, pero la lluvia lo alcanzó en los campos del sur.
Fue una cabalgata larga, húmeda y fangosa de regreso a la mansión. La lluvia fría empapó su
camisa y el chaleco, pegando el lino y la seda a su piel. Menos mal que ya no tenía su abrigo. No
había nada más repugnante que el olor de la lana húmeda.
Y el frío se sentía bien. La lluvia se sentía bien.
Había partido cabalgando preso de una rabia ciega, furioso con Henry más allá de toda razón. Y
sabía, por años de experiencia, que lo único que servía para tratar una ira como ésa era cabalgar.
Cabalgó duro y rápido, hasta que se sacudió el demonio que respiraba en su cuello. O una lluvia
helada que lo arrastrara.
Estaba malditamente cansado de ver que Lucy saliera lastimada. En el espacio de una sola
semana, casi se había ahogado en el arroyo y casi la había tirado un caballo. Era completamente
irracional que verla atrapada por un trozo de cuerda le provocara un pánico que le agarrotó el
pecho.
Pero lo había hecho. Por supuesto que lo había hecho.
Jeremy podía caminar los siete continentes de la Tierra y los nueve círculos del Infierno y nunca
oiría un sonido más repugnante que el sordo y pulsante del proveniente de una cuerda de una
trampa. Porque en su mente, ese sonido siempre sería el eco del chasquido de un disparo
ensordecedor. Seguido por el más terrible, inquietante sonido de todos: ninguna advertencia,
ningún grito. Sólo silencio. Años de silencio.
Se dijo que podría haber sido cualquiera. Si hubiera sido Sophia, la tía Matilda o incluso Toby
quien tropezara con la trampa, hubiera reaccionado igual.
Pero eso sería una mentira. Lucy era diferente. Al volver a los establos, empapado de lluvia y
libre de ira, Jeremy lo vio claramente: exactamente el por qué la había mantenido a distancia
desde el día en que Toby casi le dispara en la cabeza. Lucy tenía escrito "desastre inminente" en
toda ella, y Jeremy había visto su cuota de desastres por toda una vida.
Pero Lucy se negó a mantenerse alejada. Ella había seguido fastidiándolo, provocándolo,
molestándolo con los señuelos de pesca y el ajedrez. Y ahora había irrumpido en su habitación y se
había arrojado directo en sus brazos. Esa distancia segura se redujo el espesor de dos capas de
ropa. Y debajo de la ropa se encontraban las suaves, enloquecedoras curvas y la tersa piel dorada.
La lujuria había bramado por cobrar vida dentro de él, pero algo más, también. Algo que no quería
examinar muy de cerca, ni quería ponerle nombre.
Cuando por fin entró en la mansión, chorreando agua y dejando una huella de barro en el suelo
de parquet, Jeremy ni siquiera fue capaz de ir directamente a su habitación y arreglar su aspecto.
No, tenía que verla primero. Asegurarse que no estaba tendida en una cama con un tobillo roto o
sentada todavía en el bosque, congelada en medio de la lluvia.
La encontró en la sala. Encontró a todos en la sala. Y a juzgar por sus miradas sorprendidas
cuando entró, todos le encontraron un aspecto impresionante.
Felix rompió el atónito silencio.
―¿Disfrutaste tu cabalgata, Jem?
―Mucho ―el silencio cayó de nuevo en la habitación, salvo por el leve sonido del goteo.

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Los ojos de Jeremy se dirigieron a Lucy cuando ella se sentó en el asiento de la ventana. Parecía
seca y bastante bien, e inconvenientemente atractiva, envuelta en un chal de encaje, gris perla,
que se había deslizado de un hombro. Ella evitó su mirada.
Todos los demás, por el contrario, no dejaban de mirarlo.
―¿Mi abrigo? ―preguntó Jeremy.
―Se lo di a tu ayuda de cámara ―dijo Henry.
―Bien ―un reguero de agua corría por su frente. Jeremy se secó con el puño, resistiendo las
ganas de sacudirse como un perro mojado. ―Entonces sólo iré a cambiarme.
―No se demore mucho ―dijo Marianne, habiendo recobrado la compostura. ―Estamos a
punto de jugar juegos de salón. La manera perfecta de pasar una tarde de lluvia. ¿No está de
acuerdo?
Jeremy no estaba de acuerdo en absoluto, pero él hizo un gesto cortés. Prefería ser
descuartizado a pasar la tarde jugando juegos de salón. No lo echarían de menos. Simplemente se
deslizaría hasta su habitación y convenientemente olvidaría regresar. Nada más sencillo.
Él cambió su peso, y su pie deformó ligeramente la bota.
―Sólo porque el clima cambie ―dijo Sophia, ―no quiere decir que los hombres deban
renunciar a su deporte por completo. Aún nos podemos arreglar para un poco de caza ―ella
arqueó una ceja en dirección a Toby. Sin embargo, la atención de Toby estaba enfocada en el
asiento de la ventana. Estaba mirando, mirando, realmente, a Lucy. Jeremy decidió que no había
ninguna razón para batirse en una rápida retirada. Ya había echado a perder la alfombra.
―¿De qué estás hablando? ―preguntó Kitty a su hermana.
―Esta es una magnífica casa, y he estado desesperada por explorarla ―conFnuó Sophia.
―¿Por qué limitar nuestros juegos a la sala? ―sus ojos brillaron, y su boca se torció en una sonrisa
maliciosa. ―Vamos a jugar al gato y al ratón.
Ante esto, Lucy alzó la mirada. Su ojos se encontraron con los de Toby, y entonces ambos
apartaron la mirada en un instante. Maldita sea. ¿Qué había pasado entre ellos mientras él estuvo
afuera cabalgando con sus demonios?
Él recordó las últimas palabras de Lucy que le dijo en el huerto. Las palabras que habían
borrado su beso de sus labios y habían vuelto su boca suave, flexible en una de piedra. Voy a
decirle a Toby la verdad. Seguramente no lo había hecho.
La mirada de Lucy volvió por un instante hacia Toby. Luego se volvió hacia la ventana, mirando
la lluvia sin verla en realidad. Lentamente hizo girar un mechón de pelo alrededor de su dedo y a
llevárselo a los labios. Pensando. Planeando.
Seguramente no lo había hecho…todavía.
―¿Un juego de niños? ―KiRy jugó con uno de sus brazaletes. ―¿Por qué en cambio no sólo
jugamos a las cartas?
―Oh, no ―dijo Henry, pasando su mirada de KiRy a Sophia. ―No lo puedo permitir. Una tarde
más de cartas con ustedes, damas, y una se apropiará de Waltham Manor.
―Creo que es una idea mayúscula, Sophia ―dijo Felix. ―Pero les advierto a todos, sé justo el
lugar donde esconderse. Ustedes no me hallarán durante días.
―¿La despensa? ―preguntó Lucy, sin dejar de mirar por la ventana.

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―¿Có…? ―Felix se sonrojó ―No. No estaba pensando en la despensa en absoluto. Qué


absurdo ―tomó el atizador y agitó el fuego, mascullando un juramento a las llamas. ―La
despensa, realmente.
―Entonces, está arreglado ―Sophia sacó pajas del yesquero y empezó a cortarlas con su
navaja. ―Sólo tenemos que elegir un buscador ―las amontonó en el puño y las ofreció. Se dirigió
primero a Jeremy, pero él declinó con un ligero movimiento de su cabeza.
Su negativa no pareció ofender a la señorita Hathaway. Sin embargo, cuando ofreció la pajas a
Toby, movió un poco la mano. Un tipo diferente de miradas se intercambió entre los dos. Jeremy
no fue el menos sorprendido cuando, una vez que la última de las pajas hubo terminado la ronda,
Toby levantó la más corta.
―Ah, Toby ―dijo Henry. ―Siempre sospeché que tu paja era la más corta.
Marianne le dio una patada bajo la mesa.
―¡Henry! Estamos en una reunión social ―dirigió una mirada de disculpa a Kitty y a Sophia. Las
hermanas mostraron unas expresiones por demás inocentes.
―Estamos a punto de jugar un juego de niños ―se quejó Henry, frotándose la espinilla. ―Sólo
trataba de entrar en ambiente.
Sophia dio unas palmadas.
―Vamos a empezar, ¿de acuerdo? En su mente, Sir Toby, debe contar hasta cien, muy
lentamente. Debemos tener tiempo suficiente para encontrar nuestros escondites.
―No se preocupe, señorita Hathaway ―dijo Henry, tambaleándose de su silla y bajando su
chaleco de un tirón. ―Muy lentamente es la única manera que Toby puede contar. De hecho,
dudo que vaya a llegar a cien sin perderse y comenzar de nuevo al menos dos veces ―Marianne le
dio un codazo en las costillas. ―¡Ay!
Toby sonrió.
―Iría hasta allá y te daría una paliza, Waltham, pero no voy a desperdiciar el esfuerzo. Tu
esposa está haciendo el trabajo admirablemente.
―Iré a esconderme antes que Toby cuente hasta diez ―dijo Lucy, levantándose del asiento de
la ventana. Ella se acercó a Toby con una mirada afilada y una pequeña sonrisa. ―Con un tobillo
lesionado, no puedo ir muy lejos. Parece que va a ser muy fácil encontrarme.
Jeremy se estremeció. El coqueteo de Lucy no era el más delicado. Ella empleaba sus artimañas
femeninas con toda la sutileza de un elefante zapateando un vals. Le sorprendería que la tía
Matilda no hubiera comprendido la invitación.
Se dijo que no debería importarle. El resto del grupo podría estar preparándose para iniciar esta
diversión infantil, pero él había terminado con los juegos. Lucy no era su hermana o su
admiradora. Ella no era su problema. Ella no era su nada, se dijo con severidad. Ella no era suya en
absoluto.
Toby se quedó flanqueado por Lucy y Sophia. Las dos damas lo miraban expectantes, tirando su
atención en dos direcciones opuestas. Se aclaró la garganta.
―Supongo que todos entendemos el objeFvo, entonces ―su mirada saltaba de una dama a la
otra. Parecía un hombre que lo estiraban en el potro.
Al Diablo. Jeremy se volvió sobre sus talones empapados y salió rápidamente del salón en
dirección a las escaleras.

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―Eso es trampa, Jem ―dijo Henry tras él. ―Pero no creo que tu ventaja te vaya a servir de
mucho. Estás dejando un rastro de agua.

Lucy esperaba en su armario.


Ella siempre había pensado en él como su armario, a pesar de que en realidad había
pertenecido a su padre. A pesar de que no estaba en su habitación, y no tenía ninguna de sus
prendas de vestir. El armario se ubicaba en un rincón del pasillo del primer piso, frente a la puerta
del estudio de Henry, y solía estar vacío, salvo cuando ella lo ocupaba.
Ella se apoyó contra los paneles de madera del fondo del gabinete. Diáfanos jirones de luz se
filtraban a través de la celosía en la parte superior de las puertas, salpicando la muselina verde de
su vestido con manchas doradas. Ella cerró los ojos y respiró hondo, empapándose de los aromas
secretos que nunca se perdían: unos toques provocativos de especias y tabaco y sal marina y ron.
Los olores de Tortola, como ella soñaba que debía ser.
Su padre había traído el gabinete de las Indias Occidentales, al llegar a Waltham Manor. Lucy
no podía imaginar cómo un barco había logrado mantenerse a flote portando este armario
monolítico. De niña, ella había tenido que sujetarse al mango tallado con ambas manos y
reclinarse sobre sus talones sólo para abrir jalando la maciza puerta.
El exterior del armario era tallado con parras y hojas y flores que florecían por toda la superficie
en patrones sinuosos y paganos. Lucy juraría que crecieron y cambiaron muy ligeramente con el
tiempo. Dentro, sin embargo, los paneles de ébano eran sólidos y suaves. Como piedra pulida,
pero cálido al tacto. Una cueva profunda, oscura, a la que le disparaban flechas de luz.
Aquí había pasado encerrada horas incontables. Escondiéndose de niñeras y gobernantas.
Evadiendo la culpa de alguna travesura que había hecho. Escuchando a Henry y a sus amigos
beber y hablar hasta bien pasada la hora de su hora de acostarse. Esperando que su madre
muriera.
Incluso a pesar que se hacía mayor y más alta, el espacio dentro del armario nunca parecía
encogerse. Siempre había sitio para dos. Dos de ella. Estaba Lucy: problemática, huérfana,
marimacho; y estaba la otra niña. La mejor. La niña que abriría de un empujón la puerta de ébano
y saldría a una playa de arena blanca en Tortola, balanceándose de la mano con su madre en un
lado y su padre del otro. La niña que era hermosa y elegante, de piel clara y pelo amarillo y
perfectas rodillas, sin arañazos. La niña que en realidad era una princesa dormida en espera de su
príncipe de pelo dorado que vendría a despertarla con un beso.
Lucy suspiró. Tenía casi veinte años y ya no era una niña. Sus padres habían muerto, y nunca
vería Tortola. Su piel era aceitunada, y su cabello era castaño, y se había despellejado sus rodillas
una vez más esa misma mañana. Y si su príncipe de pelo dorado no venía por ella hoy... nunca lo
haría.
Lucy sabía exactamente por qué Sophia había sugerido esta diversión. Quería encontrar un
rincón oscuro, oculto de la casa y, entonces arrinconar a Toby. Sophia quería su momento de
pasión.
Pero, ¿qué quería Toby? Más aún, ¿a quién quería Toby? Lucy había sentido su mirada sobre
ella en la sala. Lo había sorprendido mirándola más de una vez, y la expresión de su rostro era
totalmente desconocida. Totalmente desconocida, y por lo tanto, totalmente ilegible. Luchó

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

contra la tentación de salir de su escondite e ir a buscarlo. Si algo la conocía, sabría que estaría
aquí. Si quería encontrarla, lo haría. Y si no... no lo haría.
Oyó unos pasos pesados que se aproximaban. Se ralentizaban. Se detenían frente al armario.
Las dos puertas del armario se abrieron, desparramando la oscuridad.
―Lucy, sal de ahí ―Jeremy se cernía sobre ella, su silueta oscura llenando el marco de ébano.
―Vete ―chilló ella, alzando una mano hasta sus ojos y parpadeando contra la avalancha de luz
cegadora. ―Encuentra tu propio escondite. Hay una encantadora alacena bajo las escaleras donde
se guardan los trapeadores. Ve a escurrirte allí.
―Sé lo que estás haciendo, Lucy ―dijo, su voz una oscura advertencia. ―Pensé que el tiempo
de los juegos había terminado.
Él entró en su enfoque a medida que sus ojos se acostumbraban a la luz. El pelo negro le caía
sobre la frente en espesos y húmedos mechones, haciendo un fuerte contraste con el azul pálido
de sus ojos. Se había puesto una camisa seca, rápidamente al parecer, y sin la ayuda de su criado.
El lino almidonado colgaba abierto en el cuello, exponiendo briznas de vello oscuro que se rizaban
alrededor de la hendidura de la base de su garganta, y el borde duro de su clavícula que se
extendía hacia los hombros. Los puños de la camisa estaban desabrochados y enrollados, y la
mirada de ella siguió el cordón de músculos de su antebrazo casi hasta el codo.
Sus ojos se dispararon de vuelta hasta su rostro.
―Ahora, yo no propuse el juego, ¿no? Eso fue idea de Marianne y de Sophia. Ve a acosar a una
de ellas ―empujó su pecho con ambas manos. Bien podría haber querido empujar una mole.
Pero las moles no eran cálidas. Y las moles no olían a lluvia y cuero y pino. Y las moles no le
provocaban sacudidas de electricidad que zumbaban a través de su cuerpo, produciéndole un
hormigueo hasta la punta de los pies y hasta en los espacios entremedio.
Lucy sintió que algo rápido y repentino crecía en su interior, curvándose en la boca del
estómago. Entonces el sonido de voces en el pasillo le dio un nombre. Pánico. Pánico debió haber
sido, y ninguna otra emoción terrenal, ya que sólo una ciega, irreflexiva desesperación podría
haberla poseído para hacer lo que hizo a continuación.
Sus manos, todavía extendidas contra el pecho inmutable de Jeremy, se juntaron en unos
puños. Ella tiró de su camisa, jalándolo hacia el interior del armario con ella, luego soltó una mano
para cerrar de un tirón las puertas de ébano. Al instante, la temperatura en el interior aumentó.
Ella hizo que él se apoyara de espaldas en un rincón del armario, aún agarrando su camisa con
una mano. Con la otra, clavó un dedo en el centro de su pecho, tan sólo un centímetro por debajo
de ese indecente cuello abierto y el nido de rizos oscuros que lo enmarcaba.
―Tú dijiste que debería dejar de jugar. Tú dijiste que debería decirle a Toby la verdad acerca de
cómo me siento. Así que aquí estoy, esperando mi oportunidad de hacer exactamente eso, y
ahora tú estás arruinando todo ―apretó la mano en un puño, y lo golpeó en el pecho. ―Tú-estás-
arruinando-todo.
Ella alzó su mirada hacia su cara. Un fragmento de luz atravesó el enrejado para iluminar esos
ojos. Un rayo de sol rebotando en el hielo.
―Todo ―repiFó, golpeando el pecho, con ambos puños en esta ocasión. Él no se inmutó. Ni
siquiera parpadeó, maldita sea.
Hombre exasperante. Lucy estaba cansada de su compostura de piedra. Estaba cansada en
general y confusa con el calor y este hormigueo perverso, y su cabeza la sentía lenta y pesada. Ella

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

no podía pensar. No podría haber estado pensando claramente en absoluto, para que ella dejara
caer la cabeza contra su pecho, la corona de su cabeza apoyada contra el cálido espacio de piel y
vello.
Él aún no le daba una respuesta, ni hablada o de otra forma. Se quedaron en el armario,
envueltos en la oscuridad y el silencio, por unos momentos que se convirtieron en minutos. El
silencio escocía la cordura de Lucy. Por un lado, ante la ausencia de palabras, no había muchas
otras cosas que escuchar. La respiración de Jeremy: una lenta, ronca resonancia que provocaba
sus oídos mientras su pecho subía y bajaba contra ella. Su propio corazón golpeando contra sus
costillas tan fuerte que estaba segura de que él también lo oía. El zumbido incesante de excitación
eléctrica que recorría su cuerpo.
Por otro lado, el silencio se hacía cada vez más insoportable debido a lo que Lucy no oía. Pasos
en el pasillo. Las puertas de ébano crujiendo al abrirse. La voz de Toby. Se estremeció al pensar en
que la encontraran en esta posición, pero comenzó a preguntarse si siquiera la encontrarían.
―¿Cómo sabías que estaría escondida aquí? ―su voz era un susurro, pero hizo eco a través de
la oscuridad que compartían.
Ella sintió que él se encogía de hombros.
―Siempre te has escondido aquí. Cada vez que Henry estaba furioso como para darte una
paliza. Cuando ese perro sarnoso murió. ¿Costó un cuarto de penique?
―Seis peniques.
―Oh.
Lucy sintió algo cuadrado y duro posarse en la parte superior de su cabeza. Su barbilla, se dio
cuenta.
―Él no lo recordó ―susurró contra su pecho. ―¿Por qué no lo recordó? Tú lo hiciste.
Él puso sus manos sobre sus hombros, enviando gemelos rayos de sensaciones directamente a
su centro, exprimiendo todo el aire de sus pulmones.
―Tal vez él sólo no vino a buscarte.
―Tú lo hiciste.
Ella sintió que su cuerpo se tensaba. Él metió los pulgares bajo los bordes de las mangas cortas
de su vestido y la volvió a jalar para enfrentarlo. Sus manos se deslizaron fuera de su pecho y
cayeron a sus costados, con los puños aún cerrados.
―Vine a buscarte, sí. Para detenerte de hacer algo estúpido ―su mirada fría encendió el
orgullo de Lucy.
―¿Estúpido? Estamos jugando un juego de niños. Es una estupidez por naturaleza.
―Algo... comprometedor.
―¿Tal como que me encontraran en un armario con un hombre a medio vestir? ¿O que me
descubrieran en un abrazo amoroso bajo un árbol? Bueno, gracias por nombrarte tú mismo
guardián de mi reputación.
―Maldita sea, Lucy. Tú me atrajiste aquí. Tú…
Ella lo interrumpió.
―¿Por qué me cargaste?
―¿Qué?

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―El otro día, cuando me caí en el río. ¿Por qué me recogiste y cargaste de vuelta? ¿Por qué no
Toby? ¿Por qué no Henry o Felix?
―Ojalá lo supiera ―dijo con voz áspera. ―Debería haber hecho que caminaras, pequeña
descarada. Obviamente, no estaba pensando.
―¿Ayer estabas pensando? ¿Cuando me seguiste hasta el huerto?
―Parece que no. No he estado pensando claramente en toda la semana ―sus pulgares
presionaron la carne de sus brazos. ―Me he desgastado tratando de cuidar a una joven intrigante
con la vista puesta en la ruina total.
―No pretendas que estás enfadado conmigo. Sólo estás enfadado contigo mismo.
―Explícame ―dijo con los dientes apretados, ―¿por qué debo estar enfadado conmigo
mismo?
Un descarado acento se deslizó en su voz.
―Porque te gustas más cuando no estás pensando. Y eso te está volviendo completamente
loco.
Él se acercó a ella, su cara cruzando las sombras.
―Si alguien me está volviendo loco es…
Ella lo hizo callar al poner sus dedos sobre sus labios.
―Te contaré un secreto ―susurró, trazando lentamente la forma de su boca con la punta de
sus dedos. ―También me gustas más cuando no estás pensando ―esos labios se entreabrieron, y
ella dejó deslizar el pulgar hacia la comisura de su boca.
Lucy no sabía lo que se estaba apoderando de ella. Se dijo que era la ráfaga de poder, ese
palpable poder que tenía sobre él. Sentía que era infinitamente preferible a la confusión o a la
angustia. O tal vez quería seguir debilitando su compostura glacial, porque lo que ella anhelaba se
filtraba a través de las grietas. Indicios de un hombre diferente por completo, alguien oscuro,
feroz, emocionante. Esa sensación de peligro que se alzaba desde lo profundo de él, y la excitación
de provocarla para que saliera a la superficie. El gusto de esa sensación en su beso.
No, pensó Lucy. Era sólo la costumbre. Había pasado ocho años dominando el arte de provocar
a Jeremy Trescott. Era un juego, un deporte. No tenía nada que ver con la emoción o el
sentimiento o, Dios no lo quiera, el amor. Nada en absoluto.
Hubo una pausa. Un breve momento de silencio y de calor. Lucy inhaló, extrayendo una lenta,
espesa bocanada de vapor con olor a cuero. El sudor perló la parte posterior de su cuello.
Jeremy maldijo entre dientes. Deslizó sus manos desde los hombros hasta su espalda y la
aplastó contra él. Sus pechos se aplanaron y le dolieron contra el pecho duro. Su muslo se encajó
entre sus piernas. La muselina suave se corrió sobre la musculosa fuerza, encendiendo un dolor
ardiente entre sus muslos.
―¿Qué estás haciendo? ―ella se revolvió contra él, y el pequeño movimiento desató un
infierno de sensaciones. ―Oh ―dijo ella con voz débil. Ella ya sabía la respuesta. La respuesta que
salió de sus labios un momento antes que sus labios cayeran sobre los de ella.
―No pensando.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1100

Jeremy dejó de pensar. Desde que había sido empujado a este maldito armario, su mente había
estado corriendo en una docena de direcciones diferentes a la vez.
Había tratado de recordar quién era. Era Jeremy Allen Dumont Trescott, el sexto conde de
Kendall. Era un caballero y un par del reino. Era un hombre de veintinueve años y no un joven en
celo. Era un hombre que nunca le había faltado nada: ni riqueza, propiedades, ni influencias. Pero
él estaba besando a esta mujer como si su vida dependiera de ello, devorando su boca con un
hambre desesperada.
Había tratado de recordar quién era ella. Era Lucy Waltham, la hermana de Henry. Ella era una
marimacho desgarbada, una mocosa impertinente, una perpetua espina en el costado. Tenía
diecinueve años, y ni siquiera había salido del campo. Y ella le devolvía el beso con una pasión
inocente que hizo que se le doblaran las rodillas y su cabeza le diera vueltas.
Había tratado de recordar dónde estaban. Estaban en la casa de Henry, donde era un invitado.
Estaban en un armario en medio del pasillo, donde cualquiera podría, de hecho alguien debería,
venir en cualquier momento y abrir las puertas del armario y exponer su perfidia al mundo. Y se
fueron moviendo hacia una esquina del armario, las lenguas enredadas y los cuerpos fusionándose
como uno solo.
Y cuando fallaron todos los esfuerzos para lograr un pensamiento racional, Jeremy trató de
recordar el latín. Basio, basias, basiat, basiat, basiamus... yo beso. Tú besas. Él besa. Ella besa.
Nosotros besamos.
Fue entonces cuando Jeremy renunció a pensar. No podía recordar la conjugación para "ellos
besan", y maldito si le importaba. El armario era sólo lo suficientemente grande para dos, y para
este momento, el armario era el mundo. Yo, tú, él, ella... nosotros. Nadie más.
Ella sabía salvaje y dulce, como las peras y la miel y el aire fresco después de la lluvia. Se
tambaleó hacia atrás, tirándola con él en el oscuro rincón del armario. Sus manos recorrían su
espalda mientras violaba su boca. Diminutos relieves tentaban la punta de sus dedos. Lazos.
La idea era perversa y muy depravada.
Lo bueno es que él no estaba pensando.
Desprendió sus labios de los de ella, lentamente haciendo un camino de besos hasta el fondo
de su garganta mientras sus manos vagaban a lo largo de su espalda. Sus dedos se demoraron en
cada ojal provocador de su vestido, y sus labios saborearon cada centímetro de su cuello delicioso.
Ella echó la cabeza hacia atrás y sus manos se trenzaron en su cabello. Los dedos de Jeremy
encontraron el nudo del lazo en la base de su columna, provocando con la idea de desatarlo,
mientras que con la lengua estimulaba el hueco de su garganta. Envolvió el extremo del lazo en su
dedo y tiró lentamente mientras recorría con la lengua la longitud de su cuello.
Ella suspiró de placer, y el vestido dio un suspiro al soltarse de su cuerpo, y Jeremy pensó que
estaba completamente perdido.
Alzó las manos hasta sus hombros y la apartó un poco. Las manos de Lucy cayeron a sus
costados. Las sombras envolvieron su rostro y su cuerpo, pero delgados rayos de luz se filtraban a
través de la celosía para dar un brillo dorado a su silueta. Un solo rizo de cabello rojizo brillaba
contra su frente. Un pétalo de luz flotaba sobre su mejilla. Una delgada cinta dorada ondulaba por
encima de su hombro mientras su pecho subía y bajaba con cada respiración.

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Hermosa.
La palabra resonó en su mente, llenó su aliento, bailó en sus labios. Pero no se atrevió a decirla
en voz alta. En tanto el silencio se mantuviera, este momento, también. Su mano fue a esa cinta
dorada de luz que ondulaba sobre su hombro. La trazó con sus dedos, observando el movimiento
de la luz sobre su piel bronceada y sobre la tela verde de su manga. Luego, lentamente recorrió
con un dedo el contorno de su hombro, hacia su cuello, y enganchándolo bajo el borde de la
muselina abierta.
Él esperó. Esperó a que ella se tensara o sobresaltara. Esperó a que ella se alejara o protestara.
Ella no lo hizo. Con cuidado, bajó la tela un centímetro. Dos. Un poco más: lo suficiente como para
dejar que la cinta dorada de luz se deslizara sobre la suave piel desnuda. Él la trazó con los dedos
una vez más, y ella se estremeció ante su contacto.
Jeremy había ejercido su encanto para sacarle el vestido a muchas mujeres, pero esto era un
territorio desconocido. Algunas prestaban una ayuda ansiosa; otras hacían una exhibición de
resistencia. Lucy no hacía nada. Se limitaba a esperar en la oscuridad. Le acarició el hombro de
nuevo con el pulgar, y de nuevo, ella se estremeció. ¿Un estremecimiento de miedo? ¿De deleite?
No lo sabía. Tal vez ella tampoco lo sabía.
Entonces, la mano de Lucy se dirigió a su pecho duro, explorando lentamente, subiendo hasta
su cuello, deslizándose bajo su camisa abierta. Su mano rozó el relieve de su clavícula. El toque
cálido y suave susurró sobre su piel, como la respiración. Su mano se quedó quieta en su hombro.
Entonces su pulgar recorrió su piel con una caricia atrevida, y Jeremy se estremeció. Se hundió
contra el panel de ébano macizo y tembló como una hoja. Tembló con la suavidad de su toque,
exquisitamente tierno, pero en absoluto tímido. Tembló con el conocimiento que ella era
diferente a otras mujeres, que no sabía cómo hacerse la tímida o la liberal. Ella quería que la
tocara. Ella quería tocarlo. Esa era la simple verdad; y la verdad lo dejó temblando con una
necesidad insoportable.
Él hizo un abanico con sus dedos sobre su hombro y bajó su mano arrastrándola lentamente,
arrastrando el corpiño de su vestido junto con ella. Descendiendo por la luz de la celosía, hacia las
sombras, donde el tacto era su única guía. La tela se resistió brevemente, y luego un tirón más
rudo la convenció de ceder. Él metió los dedos en el borde de su corsé, y el firme oleaje de su
pecho surgió en su palma. Ella contuvo el aliento.
Le tomó el pecho con suavidad, dejando que el cálido peso llenara su mano. Pasó el pulgar por
su carne. Era suave. Tan suave. Inimaginablemente dulce al tacto, como azúcar derritiéndose bajo
su mano. Frotó su pulgar sobre la punta rígida del pezón, y ella jadeó. La frotó de nuevo, y ella
suspiró. Entonces presionó el pulgar contra la punta, rodando y provocando la carne tensa hasta
que ella gimió.
Quería besarla. Cubrir su boca con la suya, hacerla gemir una y otra vez, y empaparse en ese
sonido meloso. Pero entonces el dedo de ella tocó vacilante el duro brote de su tetilla, y él fue
incapaz de moverse. Ella le devolvió toda su dulce tortura, y él se lo permitió. Le permitió
provocarlo hasta casi volverlo loco, pellizcando y presionando hasta que quedó dolorido de deseo.
Cuando no soportó más, él levantó su seno con su palma y apartó la mano de ella de su pecho
con la otra. Se inclinó sobre su seno, acariciando con la nariz esa dulce suavidad en la oscuridad, y
a continuación se llevó el pezón a la boca.
Querido Dios. Cielo misericordioso.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

No era sólo que ella sabía cálida y dulce y hermosa y rosa. Era más que la forma en que inclinó
la cabeza sobre la suya, para que su pelo rizado cayera a su alrededor, rozándole el cuello y la
mejilla. No era la forma en cómo ella resoplaba y jadeaba contra su oído y su propia ingle pulsaba
con cada grito apasionado.
Era la forma en que ella se fundía contra su cuerpo y se aferraba a sus hombros con ambas
manos, agarrándolo como si fuera su anclaje a la tierra. Como si ella sin él podría flotar lejos o
desintegrarse o morir. Y mientras él adoraba su pecho, succionando y lamiendo su carne
exuberante y dulce, una pregunta, astuta y siniestra, apareció como un susurro en su mente.
¿Quién era él para ella, aquí en la oscuridad? ¿Era él mismo, o un extraño, o, más terrible de
contemplar y del todo probable, alguien a quién conocían ambos?
Si él la llamaba por su nombre... ¿Ella sabría el suyo?
―Lucy ―susurró.
Incluso su nombre era un beso. Una colección erótica, depravada de sonidos. Murmuró su
nombre una y otra vez, besándolo lentamente sobre su pecho. Lamiendo una L sobre su pezón,
frunciendo los labios alrededor de la vocal sensual, redondeada, y liberando su nombre en un
siseo de aire caliente.
Ella era suave, un suspiro de cielo en sus brazos, pero él era perverso y maldito y esto no era
suficiente. Él quería más, necesitaba más. Más de ella.
Besó su camino de regreso hasta su cuello y llevó las manos al cuello de su vestido, juntando la
tela de ambas mangas. Vaciló, su agarre endureciéndose sobre la muselina hasta que amenazó
con desgarrarla. Entonces Lucy movió su lengua trémulamente en una súplica silenciosa contra su
oído, de un modo tan suave, que una vez podría haberlo imaginado.
Dos veces, no podía equivocarse.
Con un gemido ahogado, arrancó el corpiño y la camisola de sus hombros. Ella liberó sus
brazos, dejando las mangas colgando en su cintura. Luego sus manos volaron hasta el borde de su
camisa, y con un tirón rápido la sacó de sus pantalones y metió las manos por debajo para
extenderlas a través de su pecho.
El placer lo perforó con diez agudos dardos, mientras esos dedos presionaban contra su carne.
Diez pequeños fuegos encendían su piel, quemando directamente a través de su centro. Y
entonces, oh, Dios, y, entonces. Esos diez dedos atormentadores comenzaron a moverse. Vagando
por su piel, difundiendo senderos llameantes a través de cada centímetro de su torso.
Presionando contra sus pezones, ondulando el vello que le cubría el pecho y trazando su camino
hacia el centro de su abdomen.
Luego sus manos se deslizaron a su espalda, y ella se apoyó contra su pecho. Rozó con sus
labios la base de su garganta. Otra vez. Y otra vez. Sus besos cayeron como gotas de lluvia en un
desierto, chisporroteando sobre su carne ardiente. Él inclinó la cabeza, y su boca encontró la suya.
Y entonces se desató la tormenta.
Ella estaba colgada cubriendo su muslo y retorciéndose en sus brazos, sus uñas se clavaron en
la carne de su espalda mientras él saqueaba su boca. Sus pechos se frotaban contra su torso a
través de una sola capa de lino. Sus manos recorrían la suave piel de su espalda, atrayéndola más
cerca, aplastando su cuerpo deliciosamente suave contra su duro pecho y su ingle dolorida. Él
extendió ambas manos para abarcar el firme oleaje de su trasero y empujar sus caderas contra las
suyas.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ahogó un grito, sorprendida. Luego se arqueó contra él de nuevo, y su grito ahogado se


convirtió en un gemido. Jeremy estaba en llamas, y su gemido entrecortado lanzó brandy al
incendio. Él la abrazó, besándole el cuello y la curva deliciosa de su hombro desnudo. Ella onduló
sus caderas contra él una y otra vez, hasta que su respiración se convirtió en pequeños jadeos.
Ella buscó sus labios y los cubrió con los suyos, y probó la pregunta desesperada en su beso.
Estaba corriendo hacia un destino desconocido, y ella lo necesitaba para enseñarle el camino. Y
Dios, él sí quería enseñárselo. Le mostraría sólo lo que ella anhelaba. La llevaría a la cima del
placer, donde ningún otro hombre la había llevado. Ella sería suya y de ningún otro, y sabría qué
hombre la había llevado allí.
Ella diría su nombre.
―Lucy ―gimió contra su boca. Dejó que una mano se deslizara hasta su pierna.
Mía, pensó, agarrando su muslo mientras se arqueaba contra él nuevamente. Cerró en un puño
la tela de su falda, subiéndola hasta la rodilla. Su mano serpenteó bajo los pliegues de la falda y de
su camisola, enrollándola alrededor de su pierna con medias. Mía, se juró, deslizando los dedos
hasta alcanzar su muslo, donde la media áspera terminaba y un paraíso suave y flexible
comenzaba. Su carne se estremeció bajo sus dedos. Ella rompió el beso y dejó caer la cabeza
contra su pecho.
―Lucy ―su voz era baja y ronca. ―Lucy, mírame.
Ella alzó la cabeza, pero las sombras le oscurecían el rostro. Él no podía verla. Ella no podía
verlo. Eran dos extraños apiñados en la oscuridad.
Curvó su mano bajo su muslo desnudo y la alzó contra él, saliendo del rincón oscuro del
armario. En un rápido movimiento, revirtió sus posiciones, clavándola contra el panel de ébano
posterior. Fragmentos de luz decoraron su rostro y bailaron sobre las copas de sus senos. Ella lo
miró a la cara, sus pupilas dilatadas, el verde de sus ojos casi eclipsado por el negro. Sus labios
estaban hinchados y rojos oscuros. Mía, pensó, tomando su boca en un beso codicioso. Ella le dio
la bienvenida a su lengua con la suya, pero él se apartó. Quería verle la cara, para ver esos labios
hermosos mientras formaban las sílabas de su nombre.
Lentamente, la bajó, dejándola descansar sobre su muslo. Ella se arqueó contra él con un
pequeño gemido. Luego se derritió de nuevo contra el panel de ébano, y sus ojos aletearon al
cerrarse. Jeremy movió la mano bajo su falda, rozando con los dedos la suave cima de su muslo. Se
mordió el labio mientras sus dedos viajaban lentamente hacia arriba, hacia al calor húmedo y los
rizos apretados. Luego sus dedos rozaron su monte, y sus ojos se abrieron de golpe.
―Sí ―dijo él, frotando ligeramente de nuevo. Ella se estremeció, y su aliento quedó atrapado
en su garganta, pero ella le sostuvo la mirada. Sí.
Querido Dios, sería tan fácil. Unos pocos botones, una rápida embestida, y ella sería suya. Toda
suya. Pero tan desesperadamente como él la deseaba ―tanto como su ingle dolía y su corazón
latía con fuerza y todo su cuerpo temblaba de deseo, ―no la quería de esta manera. Ella tenía que
venir a él.
Ella tenía que venir por él.
Movió sus dedos contra ella con lentitud.
―Oh―suspiró ella. ―Oh, Dios.

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Mía, decidió en silencio, deslizando un dedo dentro de su centro líquido. Ella abrió la boca. Su
mirada era suplicante. Di mi nombre. No el de Dios, o el del demonio, o el de cualquier otro
hombre. El mío.
A través de la espesa y almizcleña niebla de deseo, Jeremy fue vagamente consciente de los
ruidos. Ruidos apagados provenientes de afuera del armario. Pisadas. Voces. Sin embargo, deslizó
su dedo más adentro en su vagina caliente y lubricada, y su pequeño grito estrangulado fue el
único ruido en el mundo. Ella se aferró con fuerza a sus hombros.
Di mi nombre, pensó.
―Toby ―chilló.
Él se congeló. Los dedos de ella se clavaron en su carne. Él retiró el suyo de su interior.
―Ya viene ―susurró, retorciéndose de su abrazo. Ella se aplastó contra el fondo del armario y
envolvió sus brazos alrededor de sus pechos desnudos.
Los pasos se detuvieron directamente afuera del armario.
―Y Lucy Fene que estar aquí ―la voz de Toby estaba amorFguada por los gruesos paneles de
ébano, pero era inconfundible. Como lo era la voz de Sophia preguntando:
―¿Cómo lo sabe?
―Ella siempre se esconde aquí ―fue la respuesta. ―Sal, Lucy ―dijo Toby.
Lucy miró a Jeremy, su expresión llena de pánico.
―¡Haz algo!
Haz algo. Jeremy deseaba tanto hacer algo. Muchas cosas. Lo primero era hacer que su puño se
estrellara atravesando la puerta de ébano, agarrar a Toby por el cuello y estrangularlo. Lo segundo
era tomar a Lucy en sus brazos y encontrar el lugar caliente y lubricado que había abandonado. Y
lo tercero... Oh, Dios mío, lo tercero.
Las puertas de ébano comenzaron a abrirse, y un pliegue delgado de luz brilló filtrándose.
Jeremy agarró los pestillos que mantenían las manijas de las puertas en su lugar y los jaló
bruscamente para trancar las puertas. Sostuvo los pestillos con un agarre que le puso los nudillos
blancos, mientras que manos invisibles lo intentaban de nuevo, sacudiendo las puertas de su
marco.
―Es extraño ―dijo Toby. ―Debe estar cerrada con llave.
Las puertas se aquietaron, y el agarre de Jeremy sobre los pestillos se relajó. Luego el pliegue
de luz rasgó la oscuridad de nuevo, y él aferró los pestillos una vez más. Esta vez, no se atrevió a
soltarlos. No hasta que las pisadas se reanudaron y las voces se apagaron. No, por varios
momentos después de eso.
Cuando por fin se volvió hacia Lucy, ella estaba de espaldas a él. Estaba encogiéndose hombros
para colocarse de nuevo la camisola y el vestido, deslizando las mangas encima de sus hombros.
Jeremy tuvo ganas de rasgarlas y volver a bajarlas. Pero en cambio, ajustó sus lazos y los ató en
silencio. Él puso sus manos en su cintura y le besó la parte posterior del cuello.
―Lucy ―susurró.
Ella se apartó.
―Lo recordó ―dijo con suavidad. ―Lo recordó, después de todo.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1111

Lucy yacía de espaldas, mirando el techo. Yacía encima de la colcha de brocado, con el cabello
extendido por toda la almohada como un abanico. Si ella girara su cuello un poco, podría ver la
bandeja de la cena sin tocar en su escritorio. Sin duda, la comida hace mucho que se habría
enfriado.
Todavía llevaba el mismo vestido verde que se había puesto esa mañana. Le habían preparado
el baño, soltado el cabello, pero cuando Mary fue a desatar sus lazos, Lucy prácticamente le había
dado una palmada en la mano. Ridículo, ahora se reprendió. Totalmente absurdo, la idea de que
sin esas finas capas de muselina y sin el pasto, su criada de alguna manera lo sabría.
Oh, pero ¿cómo no iba a hacerlo? ¿Cómo podía alguien no saber con sólo mirarla? Por eso
había huido, se apresuró a ir directamente del armario hasta su alcoba y nunca regresó a la sala.
No había bajado a cenar, en cambio, había enviado a Mary para transmitir una excusa sobre su
tobillo lesionado. Ella nunca podría volver a mostrar su rostro en público, porque todo el mundo lo
sabría. Seguramente estaba estampado en su frente con letras grandes y rojas que describían en
detalle...
¿Qué exactamente? Se había sentado frente a su tocador por una larga hora, estudiando su
reflejo a la luz de las velas, tratando de discernir esa palabra.
¿Lasciva? Besar a un hombre era una cosa. Una cosa muy agradable. Tentar a un hombre para
que la bese a una era otra cosa, e igualmente grandiosa. Pero esto... esto estaba más allá de
cualquier cosa. Había arrastrado a un hombre a un espacio cerrado, hizo un breve trabajo con su
ropa, y se arrojó contra él con tanta fuerza que se le pudo quedar adherida. Lucy nunca había
pretendido ser una autoridad en la definición del comportamiento propio de una dama, pero ella
sabía la diferencia entre la buena crianza y... bueno, simplemente la crianza.
¿Tonta? Tal vez ésa era la palabra. Porque las letras que describían "gran maldita imbécil"
probablemente no entrarían. Si Toby se casara con Sophia Hathaway, Lucy no tendría a nadie a
quien culpar sino a sí misma. Podría haber hablado con él, mientras volvían de los bosques, pero
no lo había hecho. Debería haber echado a Jeremy cuando irrumpió en su armario, pero no lo hizo.
No lo había hecho y no lo hizo, y ella no podía entender por su vida el por qué.
¿Arruinada? Lucy sabía que la mayoría de la gente podría pensar así. Pero no estaba
preocupada por lo que la mayoría de la gente pensaba. Por el momento, sólo le importaba la
opinión de dos personas en particular. Bueno, tal vez tres. Ella misma era la más importante entre
ellos. Y Lucy no se sentía "arruinada" en lo más mínimo. Se sentía perfectamente, deliciosamente
mejorada.
La otra palabra la escogía el borde inquieto de su mente. Trató de alejarla. Pero siempre volvía,
esa palabra. La más simple etiqueta de todas, y la más impensable todavía.
Suya.
Sólo de pensar la palabra, vibraba como una cuerda de arco arrancada. Todo su cuerpo
temblaba ante la verdad cruda e insoportable.
Ella había sido marcada. Ella era suya. ¿No era eso lo que realmente temía que el mundo leyera
en su cara? ¿Él no lo había escrito con sus labios sobre su cuerpo y su toque no lo imprimió a fuego
en su piel? Incluso ahora, sentía su marca, primitiva y ansiosa debajo de la tela de su vestido.
Marcada una y otra vez a lo largo de su piel.
Suya.

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Su lasciva. Su tonta. Su sola para él, y arruinada para cualquier otro.


Lucy parpadeó hacia el techo. Luego apretó los talones de sus manos contra los ojos y borró el
mundo.
Maldición.
Maldito él. Maldita ella. Maldición, maldición, maldición.
No se suponía que sería así. Ella no era una cosa para ser reclamada. Una presa para ser cazada.
Nunca había deseado la indignidad de una temporada en Londres. La terrible experiencia de ser
acicalada y emplumada y desfilada ante la alta sociedad. La humillación de esperar que algún pavo
real presumido cruzara el salón de baile, para colocar un anillo en su dedo, pegar su nombre al
suyo y estampar "Suya" en la frente, para que todo el mundo lo pudiera leer. La vergüenza
absoluta, si ningún hombre siquiera lo intentaba.
Ella era Diana. Era la diosa de la caza. Quería elegir. Había elegido, se recordó Lucy. Había
elegido a Toby. Los rasgos familiares flotaron en la oscuridad, detrás de sus párpados. Pelo castaño
dorado. Pómulos marcados y una barbilla con un hoyuelo. Ojos divertidos y una boca generosa,
sonriente. Suyo, decidió. Todo ello, suyo. Ella lo deseaba con cada gramo de su voluntad y cada
centímetro de su cuerpo.
Cada centímetro... salvo el pequeño y cosquilleante espacio de piel bajo su lóbulo izquierdo.
Ese pedacito de ella deseaba a otro. Los labios de otro. No esa generosa boca sonriente, sino los
firmes labios glaciales, que se derretían a fuego contra su piel. Contra ese pequeño y traidor
centímetro de su carne que se declaraba suyo. Puso sus dedos en la suave hendidura de su cuello,
y su pulso se aceleró bajo su toque.
Otro pedazo de ella se rebeló. Un relieve aleatorio de su clavícula se separó de su voluntad. Ella
pasó sus dedos a lo largo de esa república minúscula que ahora vivía por el peso de un ceño
poderoso y el frío tonificante de un cabello húmedo, fresco y oscuro como el ébano. Ya no le
pertenecía a ella, sino a él, era suyo.
Y entonces sus pechos se alzaron contra el confinamiento de su corpiño. Anhelando ser
liberados en las manos de él. Aplastó sus propias palmas sobre ellos, y sus pezones se
endurecieron en señal de protesta. Suyos, suyos, insistieron en paralelo. Lucy era superada en
número. Su resolución se caía a pedazos, y su cuerpo se disolvía junto con ella. Su mente estaba
girando entre sombras y fragmentos de luz de celosía, y sintió el oscuro secreto de su ardiente
caricia en la piel. Reavivando ese dolor caliente entre sus piernas. El lugar donde su tierno asalto
había destrozado su voluntad. El lugar que tan fácilmente, tan de buena gana podría haber sido
suyo, que anhelaba ser suyo incluso ahora.
Si Toby no hubiera llegado... Todo su cuerpo se ruborizó con la interrogante, ardía por saber la
respuesta. Sus manos deambularon más abajo, acariciando su vientre.
Un ligero golpe en la puerta la arrancó del recuerdo y del armario... otra vez. Se sentó en la
cama.
―Lucy, soy yo.
Lucy descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Sophia estaba en el corredor, envuelta en una bata
de seda azul. Su pelo rubio estaba suelto cayendo sobre sus hombros en ondas suaves.
―¿Puedo pasar?
Lucy abrió la puerta en una invitación silenciosa, y Sophia entró.

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―Vine a ver si se sentía mejor ―dijo, caminando con decisión hasta el borde de la cama. Ella
miró el tobillo de Lucy, cubierto con las medias, de forma dubitativa. Luego su mirada vagó hasta
las mejillas encendidas de Lucy. ―Pero me atrevería a decir que lo está ―dijo, arqueando una
ceja. Sonrió. ―De hecho, se ve muy bien.
Lucy se sentó a su escritorio y tomó un panecillo de la bandeja de la cena. Ella mordió la punta y
lo masticó con furia. Señor, pero tenía hambre.
―Usted desapareció esta tarde ―acusó Sophia. ―Y también lo hizo Lord Kendall. No puede
esperar que crea que es una coincidencia.
Lucy tomó otro bocado de pan y se encogió de hombros.
Sophia rebotó en el borde de la cama.
―¡Lucy! Sabe que tiene que decirme lo que pasó.
―No pasó nada.
Sophia hizo un mohín.
―Sé la diferencia entre algo y nada ―dijo, reclinándose de espaldas sobre sus codos. ―Y la
mirada en su cara no viene de no hacer nada.
―¿No? ―era como Lucy había sospechado. Una mirada a su rostro, y Sophia lo supo. Nunca
sería capaz de dejar su alcoba de nuevo. Entonces recordó el abortado cuento "escandaloso" de
Sophia de esa mañana. ―Así que cuénteme algo ―dijo ella, ―y yo le diré si esta tarde se ajusta a
la definición.
Sophia jugó con el escote de encaje de su bata.
―¿Quiere que le cuente acerca de Gervais?
―¿Gervais? ―así que algo tenía un nombre.
―Él fue mi maestro de pintura. Y mi tutor en el arte de la pasión ―suspiró ella y se tumbó en la
cama. ―Divinamente hermoso. Esbelto y fuerte, con pelo negro azabache y ojos plateados y
dedos largos y esculpidos. Yo estaba locamente enamorada de él. Tal vez todavía lo estoy.
Lucy se atragantó con su pedazo de panecillo. Se sirvió una copa de clarete y se echó hacia atrás
para tomar un saludable trago. Luego otro. Cuando hubo vaciado el vaso, alzó sus rodillas hasta el
pecho y se acurrucó en su silla. Sophia estaba acostada en la cama, mirando el techo. Sus pies
descalzos colgaban sobre el borde, flexionando sus tobillos ociosamente.
―¿Y bien? ―preguntó Lucy. ―Seguramente no tiene la intención de detenerse allí.
―Todo comenzó con el dibujo―dijo Sophia al techo. ―Estaba haciendo un estudio del David
de Miguel Ángel. Sólo un pequeño dibujo al carboncillo de una ilustración de un libro. No podía
capturar los músculos del antebrazo, y me estaba enfadando mucho. Gervais trató de
explicármelo, pero no podía poner las palabras en inglés, y yo no podía comprender su francés. De
pronto, se levantó, se quitó su abrigo, y se enrolló la manga de su camisa. Me tomó la mano y la
puso sobre su muñeca. Pasó mis dedos por cada centímetro de su antebrazo, siguiendo cada
cordón tenso de músculos y tendones. Él era tan sólido, tan fuerte...
Sophia giró sobre un costado, apoyándose en un codo.
―Pensará que fui una desvergonzada, y no me importa. Usted tendrá razón. Soy una
desvergonzada. Quería arrancarle la camisa y tocarlo por todas partes.
Lucy no pensaba que Sophia era una desvergonzada en absoluto. Habida cuenta de su propia
reacción similar en el armario, pensó que lo de Sophia era totalmente comprensible. De hecho, el

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patrón de comportamiento era muy tranquilizador. Sophia no tenía la culpa, ni tampoco ella.
Claramente, la visión de una buena musculatura del antebrazo incitaba a una mujer a la
depravación total. ¿Cómo más se explica la invención de los puños?
―¿Y lo hizo?
La boca de Sophia se torció en una media sonrisa.
―No entonces. Sólo mucho después ―trazó el patrón de la colcha de brocado con la punta de
sus dedos. ―Lo dibujé, sabe. Entero.
―¿Entero? Incluso…
―Sí, incluso. Y le permití dibujarme entera.
Lucy puso una mano sobre su boca y se rió contra su palma. ¿Y Toby pensaba que la bandeja de
té de Sophia era ingeniosa? Esto le daba al término "talento" un nuevo nivel de significado.
―No lo hizo.
―Oh, pero lo hice ―Sophia colocó una mano sobre su corazón. ―Y después de dibujarme, me
pintaba.
―¿Quiere decir un retrato? ¿O una miniatura?
―No, no. No pintó mi retrato. Me pintó. Me quitaba toda la ropa y me tendía en una cama, y él
acariciaba cada centímetro de mí con la pintura. Decía que yo era blanca y lisa, como un lienzo en
blanco. Su lienzo. Pintó pequeñas viñas que se curvaban sobre mi vientre... ―los dedos de Sophia
dibujaron un círculo enroscándose sobre su estómago. Entonces su mano trazó la curva de su
pecho. ―Y aquí, orquídeas de lavanda ―cerró los ojos y suspiró. ―Fingí tener gripe y me negué a
bañarme durante una semana.
Lucy jadeó en un silencio reverente. Las preguntas se atascaban en su garganta. ¿Cuándo
Gervais había acariciado a Sophia con la pintura, la había acariciado allí? ¿Y ella había sentido el
mismo dolor insoportable y maravilloso que Lucy había sentido... que aún sentía, incluso ahora? ¿Y
el señor y la señora Hathaway nunca habían oído hablar de chaperonas?
Sophia rodó para volver a quedar de espaldas y estrechó las dos manos sobre su corazón en
medio de una agonía romántica.
―Oh, Gervais―suspiró ella. ―Él me amaba. Sí me amaba. Je t'aime, decía. Je t'adore, ma
petite. Lo decía una y otra vez mientras él...
La voz de Sophia se apagó, y Lucy tuvo ganas de gritar.
―Mientras él, ¿qué?
Sofía le lanzó una mirada superior.
―¿No lo sabe?
―Eh... sí, bueno ―Lucy se ruborizó. ―Quiero decir, ¿los descubrieron? ―Dios mío, y aquí Lucy
pensando que ella estaba arruinada. Un pequeño escarceo en un armario no era nada en
comparación a un tórrido romance con un profesor particular. ¡Y con un francés! Si se sabía, la
sociedad nunca perdonaría a Sophia. Sus veinte mil libras podrían quedar esperando. Si alguna vez
un escándalo como ése se hacía público, ningún caballero de la alta sociedad la querría.
Los vellos de Lucy se erizaron. Toby no la querría.
―Oh, no ―dijo Sophia. ―Nunca nos descubrieron. Nos peleamos, y le dije que se fuera.
―¿Pelearon? ¿Por qué?

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―Sir Toby había pedido permiso para cortejarme, y mis padres estaban contentos. Yo estaba
desesperada. Le dije a Gervais que quería que nos fugáramos. Podríamos tener una casita junto al
mar. Pasar nuestros días pintando y nuestras noches haciendo el amor apasionadamente. Nuestro
propio pedazo del paraíso ―ella se estremeció. ―Pero Gervais se negó.
―¿Pero por qué, si él la amaba?
―Él dudaba de mi devoción. Dijo que iba a vivir para lamentar el haberme casado con él, que el
dolor del escándalo y la pobreza ensombrecerían nuestra dicha. Le dije que estaba equivocado. Le
rogué y le supliqué y le grité y lo besé..., pero no pude hacerle cambiar de opinión. Así que le dije
que se fuera ―puso sus manos sobre su rostro ―¡Oh, Gervais! ―gimió ella. ―Mon cher, mon
amour. Perdóname.
Lucy se sirvió otra copa de clarete.
Sophia descubrió sus ojos y dejó caer sus brazos a los costados.
―He probado la pasión, Lucy ―dijo ella, su voz tranquila. ―Y ahora que lo he hecho, no sé
cómo voy a soportar un insípido matrimonio de sociedad. Tomaré un amante, supongo. Pero la
idea misma parece tan...torpe.
―¿No siente ninguna pasión por Toby? ―preguntó Lucy, tomando un sorbo con cuidado.
―¿Cómo podría? Él manifiesta sentir cariño por mí, pero entonces apenas me mira. Un beso en
la mano, una bonita frase aquí o allá... todo tan medido, tan propio. Nada de verdadero deseo
―Sophia se incorporó. ―No tengo grandes expectativas. No espero la clase de pasión cruda,
animal que conocí en los brazos de Gervais. Eso puede venir sólo una vez en la vida.
―¿De veras? ―Lucy arrugó la nariz. ―¿Sólo una vez?
―Pero si sólo Sir Toby me mostrara una luz de esperanza ―Sophia movió sus piernas de la
cama y las cruzó bajo ella. ―Sólo un gesto de puro romance, desinhibido. Es todo lo que deseo.
Que se arranque su abrigo. Que me doble en sus brazos. Que me haga perder la cabeza. Pero no,
nunca, ni una sola vez. Tenía tantas esperanzas que el momento llegaría esta tarde. No me escondí
en absoluto, sabe. Conté hasta diez y fui directo a la sala.
―¿En serio? ¿Y qué hizo?
―La cosa más desvergonzada imaginable. Me ofrecí a ayudarle a contar. Él se limitó a sonreír.
Le dije: ʺDebemos asegurarnos que no mireʺ, y entonces me incliné sobre el sofá hasta que mi
pecho casi se cayó de mi vestido ¡Y él se tapó los ojos con una mano! Me acerqué a él, tomé su
mano y la sujeté con la mía. Jamás había sido tan descarada, ¿y él qué dijo? ¿Qué tema surgió
primero en su mente?
―¿Geometría?
―¡Peor! ¡Tú! ―acusó tuteándola por primera vez.
―¿Yo? ―la cabeza de Lucy dio vueltas. O tal vez el cuarto estuviera dando vueltas alrededor de
ella. Sea cual sea el caso, quería que siguiera girando para siempre. Ella alzó la copa a sus labios y
bebió todo el líquido restante.
―Sí, tú. Él sólo le dio a mi mano un pequeño apretón y dijo: "Vamos a ir a buscar a Lucy". En
ese momento, realmente te odié ―Sophia la fulminó con la mirada y luego la volvió hacia la
botella a medio terminar al lado del codo de Lucy. ―¿Piensas beberla toda tú sola? Casi no te
odiaría tanto si la quisieras compartir.
Lucy sonrió. Sophia Hathaway era bienvenida para odiarla todo lo que quisiera. Mientras Toby
no lo hiciera. Ella llenó la copa de todos modos y se la entregó a Sophia, que se tragó el contenido

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de un largo sorbo y luego le tendió el vaso por más. ―Todavía llevas una ventaja ―respondió
Sophia ante la mirada divertida de Lucy.
Lucy volvió a llenar la copa, sus pensamientos arremolinándose como el vino en el vaso. Toby
no sentía pasión por Sophia. A Sophia no le importaba nada Toby. Y Gervais... Gervais era la
respuesta a una plegaria. Una señal de arriba. Sería un error hacer caso omiso de una señal, se dijo
Lucy. Perverso, de hecho.
―Oh, Gervais ―se lamentó Sophia con su segunda copa de clarete. ―Si tan sólo pudiera... oh,
pero es imposible. Vivimos en mundos diferentes.
―Nada es imposible, si lo deseas con fuerza. Debes escribirle ―Lucy apartó la bandeja de la
cena. Abrió el cajón del escritorio y sacó una hoja de papel y una pluma.
―¿Escribirle? ―Sophia alzó la mirada bruscamente ―¿Una carta? Qué idea. Yo no podría.
―¿Por qué no? ―Lucy descorchó un tintero.
―Es sólo...él no... realmente no podría ―Sophia mordió la uña de su pulgar. ―Oh, pero debo
hacerlo.
―Debes hacerlo ―levantándose de su silla, Lucy le tendió la pluma.
Sophia meneó la cabeza.
―No, escribe tú. Mis manos tiemblan.
―Está bien ―Lucy se volvió a sentar y hundió la pluma en la tinta ―¿Cómo comienzas?
―Mon cher petit lapin ―dictó Sophia.
―Si yo voy escribir, tendrá que ser en inglés. Mi francés es pésimo.
―Muy bien―suspiró Sophia. ―Mi querido, pequeño conejo.
Lucy no movió su pluma.
―Seguramente estás bromeando.
―No, en absoluto.
―¿Tu conejo? ¿Estás segura de que no preferirías empezar con algo un poco menos... peludo?
Querido Gervais parece una opción adecuada.
―Pero es que yo siempre lo llamaba así ―insisFó Sophia. ―Y si la carta está en tu mano, y en
el idioma equivocado, él tiene que saber verdaderamente que soy yo de alguna manera.
Lucy se encogió de hombros
―Mi… querido… pequeño… conejo ―dijo ella, garabateando las palabras al hablar. ―¿Y luego?
―Perdóname, cariño ―conFnuó Sophia, recostándose de nuevo sobre un codo y haciendo un
gesto grandilocuente con su copa de vino. ―Me arrepiento de nuestra disputa más de lo que te
pudieras imaginar. Sir Toby no es nada para mí. Tú eres mi único…
―Un momento ―interrumpió Lucy. ―Estás hablando demasiado rápido ―escribió con furia.
―Tú… eres... mi... único... Muy bien, continúa.
―Tú eres mi único amor. No te puedo olvidar. Pienso en ti constantemente durante el día, y tu
cara llena mis sueños todas las noches. Te anhelo. Anhelo tu toque. Cuando cierro mis ojos, mi
cuerpo recuerda el calor de tus manos ―hizo una pausa para tomar un sorbo de vino. ―Cuando
saboreo el vino, mis labios recuerdan tus besos.
―Oh, eso es muy bueno ―dijo Lucy, mojando su pluma.
―Gracias. Sólo vino para mí ―Sophia estudió su vaso de clarete. ―Este es un vino muy bueno.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―ConFnúa, entonces.
Sophia se detuvo un momento antes de hablar.
―No dudes de la profundidad de mis sentimientos, ni de la constancia de mi amor. Ven a mí, te
lo ruego. Hazme tuya en todas las formas.
Lucy soltó una risita ahogada.
―¿Qué? ―preguntó Sophia.
―Es sólo... que pensé que ya lo había hecho. Hacerte suya en todas las formas.
Sophia echó la cabeza hacia atrás.
―Oh, Lucy ―dijo intencionadamente. ―Había tantas formas que no habíamos probado
todavía.
Los ojos de Lucy se agrandaron. Volvió su atención hacia el papel.
―Te esperaré esta noche ―conFnuó Sophia, ―y todas las noches de ahora en adelante
―esperó hasta que la pluma de Lucy terminara de rayar. ―Con todo mi amor…no, espera. Con
todo mi inmortal y eterno amor... Tuya y sólo tuya... Firma, tu pequeño repollo.
―Buen Dios ―Lucy miró a Sophia por encima del hombro. ―Primero conejos, ¿ahora repollos?
―Suena bonito en francés.
―Supongo que creeré en tu palabra.
―De verdad. Ton petit chou.
Lucy sacudió la cabeza.
―Es un repollo, o más bien, el repollo eres tú ―sopló suavemente sobre el papel para que se
secara la tinta, entonces lo dobló. ―¿La dirección?
Sophia le dio una dirección que Lucy debidamente transcribió. Se volvió hacia Sophia,
levantando la botella y una ceja, y Sophia ansiosamente tendió su vaso. Lucy derramó la mitad del
vino que quedaba en el vaso. El resto lo bebió directamente de la botella.
―À notre santé ―dijo Sophia, elevando la copa a los labios. ―Et à l'amour ―se tomó todo el
contenido del vaso y lo dejó deslizarse de su mano mientras se reclinaba totalmente. ―Creo que
estoy borracha.
Lucy se echó a reír.
―Creo que sí.
Entonces Sophia giró para ponerse boca abajo y se cubrió el rostro con el antebrazo. Sus
hombros temblaban. Le tomó más de unos minutos a Lucy darse cuenta de que no se reía, sino
que estaba llorando.
―¿Sophia? ―Lucy se sentó suavemente en la cama. Alargó la mano y le palmeó el hombro con
torpeza, buscando en su mente algunas palabras de consuelo. Maldita sea. Otra área más de la
que carecía su comportamiento. Ella no era particularmente experta en dar consuelo; ni en dar, ni
en recibir.
―Oh, Lucy, ¿qué será de mí?
―Bien, te fugarás con Gervais. Tendrás tu casita junto al mar. Pintarán, harán el amor. Conejos,
repollos. Serás espléndidamente feliz.
―Si sólo pudiera creerte ―Sophia levantó la cabeza. Sus ojos y nariz enrojecidos. Ella aspiró
con fuerza.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Créeme ―dijo Lucy. Ella se tendió junto a Sophia en la cama, tendida sobre su estómago y
apilando sus brazos bajo su barbilla. ―No quieres casarte con Toby, de todos modos. Si él coge el
más ligero resfrío, se va a la cama y gime como si hubiera sucumbido a la fiebre pútrida. Tomaría
tu dote y la gastaría toda en botas nuevas. O la pierde en las cartas. Es inútil en las cartas.
―¡Oh, no vayas a hacer que él me guste! ―Sophia sonrió y se secó las lágrimas. ―Todo parecía
tan diferente una vez, ¿no? ¿Cuándo éramos niñas? Cuando pensábamos que si sólo
imaginábamos algo y lo deseábamos profundamente y lo creíamos con todo nuestro corazón, se
haría realidad.
Apartó la colcha y se acurrucó bajo las sábanas.
―Cuando era una niña ―dijo, volteando sus cabellos dorados sobre la almohada, ―tuve una
muñeca de porcelana llamada Bianca. Y siempre supe que Bianca podría convertirse en una
persona real. Si sólo ponía atención a mi niñera y me comía todas mis gachas y lo creía que con
toda mi alma, ella un día cobraría vida. Caminaría y hablaría y jugaría conmigo como una niña de
verdad ―su ceño se frunció. ―Ella nunca lo hizo, por supuesto. Pero es gracioso: todavía no estoy
segura de por qué. Está la respuesta obvia, por supuesto, porque Bianca no era más que una pieza
de porcelana y unos trozos de tela. Pero de alguna manera sigo sin estar convencida. Tal vez fue
simplemente porque nunca me comí toda mi sopa.
Lucy echó hacia atrás el otro borde de la colcha y se metió bajo las sábanas.
―Cuando yo era niña, solía pensar que si cerraba los ojos con fuerza y lo deseaba lo suficiente,
los abriría y me encontraría en Tortola.
Sophia cerró los ojos y acarició la almohada. Su voz más gruesa a causa del vino y del sueño.
―Eras más valiente que yo. Yo pensaba en Venecia.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1122

Lucy abrió la puerta y se asomó al pasillo. El lacayo apostado frente a la recámara de la tía
Matilda estaba recostado contra la pared, su peluca empolvada inclinándose en un ángulo
soñoliento. Tosió en voz baja, pero el criado no se movió. Si ella esforzaba sus oídos, podía
distinguir el débil ritmo de sus ronquidos.
Salió al pasillo y cerró la puerta suavemente tras ella, dejando a Sophia con sus sueños
empapados por el vino. Moviéndose tan rápido como podía sin que se apagara su vela, caminó
con suavidad por el pasillo. Ella mantuvo la mirada fija en la alfombra raída hasta que llegó al
arranque de la escalera.
Sus zapatillas rozaron ligeramente la madera desgastada por el tiempo mientras bajaba las
escaleras en silencio y con seguridad. Con un salto ágil, se saltó el tercer peldaño de la parte
inferior. Sabía que crujía, y aún más fuerte de lo habitual con el clima húmedo.
Hizo una pausa en la parte inferior de la escalera. La lluvia había disminuido a medida que
avanzaba la noche, pero el viento aullaba feroz como nunca. Un aire helado se arremolinó en su
cuello. Apretó la carta entre sus dientes por un momento, ajustando su chal alrededor de sus
hombros. A veces Waltham Manor parecía construida de encaje, en lugar de piedra y argamasa.
Se metió en el estudio de Henry. El fuego se había vuelto brasas y cenizas que cubrían la
habitación con una luz tenue y rojiza. Lucy puso el candelabro sobre el veteado escritorio de nogal.
Se quedó quieta por unos instantes, parpadeando y esperando que su ojos se acostumbraran a la
penumbra. Una bandeja ovalada, con bordes dorados se enfocó ante ella, así como el puñado de
sobres cerrados que esperaba el correo de la mañana.
Lucy abrió el cajón superior derecho del escritorio y empezó a hurgar en él. El cajón rebosaba
de plumas y libros de contabilidad y correspondencia arrugada. Finalmente sus dedos se cerraron
alrededor del trozo de lacre que buscaba. Lo sostuvo sobre la vela hasta que la cera roja se suavizó
y rezumó, y luego escurrió un gran sello rojo sobre el doblez del papel.
Ella sostuvo la carta en la palma de su mano y sopló suavemente sobre la cera que se enfriaba.
Había llegado el momento. Su futuro. Yacía justo ahí en la palma de su mano, disfrazado de
inocente desechos de papel y unos cuantos garabatos de tinta. Se inclinó para colocarla en la
bandeja junto con el resto de la correspondencia, pero algo la hizo detenerse.
¿Qué pasaba si Gervais no venía?
Lucy se enderezó y apretó la carta contra su pecho.
Tal vez los nobles instintos de Gervais triunfarían. Tal vez él ya no amaba a Sophia. Tal vez se
había mudado a otra dirección. Una vez que la carta se enviara al correo, la carta se iría a su
destino. Su futuro estaría en manos de un pintor francés, con una predilección por el repollo.
Aunque como escuchó decir a Sophia, esas manos eran bastante capaces, pero aún así...
No necesitaba enviarla al correo, Lucy se dio cuenta. Una simple desviación en la dirección
serviría mucho mejor a sus propósitos. Sólo tenía que mostrarle la carta a Toby, y su plan de
casarse con Sophia sería cancelado inmediatamente. Sus veinte mil libras tendría todo el encanto
de veinte mil afiladas pajas en el ojo. Ninguna pintura de bandeja de té podría alterar este hecho.
Pero Sophia quedaría con el corazón destrozado. Y estaría arruinada.
La habitación estaba fría y con corrientes de aire, pero Lucy empezó a ruborizarse. Su cerebro
se sentía cálido y confuso. Algo estaba mal con ella. Apretó el dorso de la mano sobre su frente.

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Tal vez estaba enferma. Ella debía tener fiebre cerebral, porque no podía pensar en absoluto. No
se le ocurría qué hacer, y esta era una situación que, definitivamente, la obligaba a hacer algo.
¿No?
Lucy se sentía caer en mitades, su voluntad dividida. La sensación era totalmente desconocida y
muy alarmante. Esto era peor que la fiebre cerebral. Esto era indecisión. La indecisión no estaba
en su temperamento. Siempre había sabido lo que quería, y siempre había sabido cómo
conseguirlo. Ella no se presentaba en las habitaciones con corrientes de aire, titubeante, en medio
de la noche cuando ella podría estar calentita y cómoda en su cama, soñando dulces sueños que
pronto se convertirían en realidad.
Pero, de nuevo, nunca había sostenido su futuro en la palma de su mano. Si se sentía indecisa
por primera vez ahora, podría ser porque esta era la primera decisión real a la que se había
enfrentado nunca. ¿Y no era esto lo que había deseado siempre? ¿Elegir?
Lucy consideró sus opciones. Pensó en enviar la carta al correo. Pensó en empujarla debajo de
la puerta de Toby. Pensó en tirarla al fuego y verla hacerse un ovillo hasta convertirse en cenizas.
Mentalmente caminó a través de cada alternativa, con la esperanza que simplemente una se
sintiera correcta.
Pero ninguna de ellas se sentía correcta, o incluso simple.
Hace una semana, habría sabido qué hacer. Hace una semana, la duda era tan extraña a Lucy
como la amistad, o un beso. Antes, cada pieza de ella, corazón, mente, cuerpo, alma, vivía para un
propósito. Para una persona. Pero entonces ella no había entrado furtivamente al dormitorio de
otro hombre y, luego Sophia había entrado indignada a la de ella, y entre medio, un centenar de
cosas terribles y maravillosas habían sucedido. De repente, cada pedazo de ella, corazón, mente,
cuerpo, alma, se había vuelto más grande, más fuerte, con necesidades y deseos y demandas
propias.
Y ese propósito, esa única persona, ya no era suficiente para mantener todas las piezas juntas.
Se permitió pensar en las palabras impensables. Permitirles brotar desde lo profundo de su
interior y filtrarse silenciosamente por las rendijas de su resolución. Sólo aquí, en la oscuridad,
donde podría cambiar de opinión y retirarlas sin que nadie lo supiera.
No estoy enamorada de Toby.
Su corazón siguió latiendo. La vela siguió ardiendo. La tierra no se abrió y se la tragó entera.
Intentó de nuevo las palabras, esta vez en voz alta, pero suavemente. Sólo un susurro,
arremolinándose en el aire como el humo de una vela.
―No estoy enamorada de Toby.
Era tan fácil. Demasiado fácil. Casi se rió en voz alta con lo absurdo de ello. Con el alivio de ello.
Lucy sentía como si hubiera pasado años aferrada a una cuerda para salvar su vida, colgada y
girando en el aire con cada brisa caprichosa, sólo para finalmente soltarla y caer dos centímetros y
tocar tierra firme.
O ébano macizo.
Su mirada se deslizó hacia la puerta. A través de la puerta y al otro lado del corredor, al rincón
ovalado, cuya sombra ocultaba su armario. Sólo que el armario ya no le pertenecía sólo a ella, lo
sabía. Le pertenecía a los dos.
A ella ya no le quedaba ningún lugar donde ocultarse.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Y aunque medio lo esperaba, aunque tenía perfecto, indiscutible sentido, cuando Jeremy rodeó
la puerta, la vio y se detuvo en medio de sus pasos, tomó a Lucy totalmente desprevenida. Si
hubiera sabido que el verlo enviaría una onda de choque a través de su cuerpo, se habría agarrado
del escritorio. Si ella hubiera previsto lo espléndido que se vería, llevaba un abrigo negro tirado
descuidadamente sobre una camisa abierta, su pelo oscuro visiblemente despeinado, habría
encendido más velas. Y si Lucy hubiera tenido la más mínima sospecha de que este hombre
volvería sus planes un caos y su voluntad, agua y sus rodillas, una absoluta papilla, no se habría
colado en su habitación y besado esa noche, hace menos de una semana. Ella lo habría hecho hace
años.

Su chal cayó al suelo.


El corazón de Jeremy se sacudió en su pecho.
Llevaba el mismo vestido. Incluso a la luz mortecina de la vela, lo reconoció. Lo reconoció en la
oscuridad. La misma muselina verde clara que había descartado con avidez de su cuerpo y luego
volvió a atar con fuertes tirones pesarosos. Al darse cuenta, su cuerpo reaccionó con rapidez, con
violencia. Su boca se secó. Su pecho se tensó. Sus pantalones también.
Llevaba el mismo vestido. Ella no se había bañado. Todos los lugares que él había tocado, todos
los lugares que había besado, tenían aún algo de él. Sobre ella. Dentro de ella.
Ella no lo había removido a él con un baño.
Y Dios, nunca había parecido más bella. La luz parpadeante besaba sus mejillas, su frente, sus
labios. Su cabello caía sobre un hombro como una cascada castaña. Su piel se empapaba de la luz
de las velas y brillaba. O tal vez la vela se empapaba de su belleza y ardía.
―Ah ―dijo ella finalmente. ―Eres tú.
―¿Esperabas a alguien más?
―No ―su mirada revoloteó lejos por un instante, pero luego volvió a casa, a encontrarse con la
de él. ―En realidad no.
Jeremy quiso acercarse un paso más, pero sus pies no se movieron. Había venido aquí con la
intención de irse, pero sabía que tampoco podía hacer eso. Se quedaría en este pedacito de tierra
hasta que la vela se consumiera o hasta que el sol saliera o hasta que las paredes de la mansión se
convirtieran en polvo a sus pies.
Él no iba a ir a ninguna parte.
―¿Qué estás haciendo aquí? ―preguntó ella, su voz humosa de calidez.
Ella quería saber qué estaba haciendo aquí. Jeremy hizo una pausa, considerando su respuesta.
No parecía prudente decirle exactamente lo que estaba haciendo allí, en ese preciso momento.
Imaginándote desnuda, ¿debería decirle? O tal vez, ¿recordando la suavidad exquisita de tus
labios sobre mi piel? Probablemente no le importaría oír, ahuecando mis manos alrededor del
recuerdo de tus pechos.
Se aclaró la garganta y flexionó sus manos a los costados. No, probablemente era más sabio
limitar su respuesta a lo que había querido hacer aquí. Antes de verla a ella, y a su vestido que no
se había cambiado, hubieran cambiado todo.
―Iba a dejar una nota para Henry.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Ibas a dejarle a Henry una nota.


Él asintió.
―Pero ahora no lo vas a hacer.
Él negó con la cabeza.
―No voy a hacerlo.
―¿Qué te hizo cambiar de opinión?
―Estás aquí ―era parte de la verdad. La totalidad era: estás aquí, y no puedo soportar estar en
otro lugar.
Ella se puso rígida. Sus ojos se entrecerraron.
―Bueno, me iré entonces. Te dejo con tu nota ―se apartó del escritorio. Tomando el papel
entre sus dientes, ella se agachó para recoger su chal.
Él estaba a su lado antes de darse cuenta que había dado un paso.
―No lo hagas.
Ella se puso de pie, moviendo el chal sobre sus hombros. Con el papel aún agarrado entre sus
dientes, se sacó el pelo de debajo de la lana gris perla de su chal. Finalmente, tomó de nuevo el
papel con la mano.
―Que no haga, ¿qué?
―Irte.
Una hebra de pelo estaba atrapada en su boca, y ella la apartó con un soplo de su aliento.
Jeremy olió el vino.
―Me voy. No Fenes necesidad de gruñirme ―comenzó a rodearlo, pero él la agarró por la
muñeca.
―No-te-vayas ―obligó a las palabras a salir de su garganta.
El rostro de Lucy se suavizó.
―Oh.
Ella miró la mano que agarraba su muñeca. Él la soltó bruscamente. Quería agarrar mucho más
que su muñeca, anhelaba estrecharla entre sus brazos. Pero no lo haría. No podía verla huir de él
nuevamente.
―Sólo quiero decir ―dijo, ajustándose su abrigo, ―supongo que viniste aquí por alguna razón.
―Iba a enviar una carta ―levantó el papel doblado.
―Ibas a enviar una carta.
Ella asintió.
―Pero ahora no lo harás.
Ella sacudió la carta cuidadosamente contra su labio inferior.
―En realidad, no lo había decidido del todo.
Sin pensarlo, él extendió la mano y le quitó la carta. Si ella seguía golpeándola contra el labio
así, tendría que besarla. Ninguna decisión complicada. Sólo lo haría. Por supuesto, ahora que
sostenía el papel en su propia mano, Jeremy se dio cuenta que apenas necesitaba el movimiento
de la carta como provocación. Ella estaba demasiado cerca. Tan cerca que le dolía la boca por
saborearla. Tendría el gusto del vino. Pensó en retroceder un paso. No lo hizo.

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―Tú no escribes cartas ―dijo, deslizando el pulgar a través del irregular sello de cera. La
sensación al instante le recordó el raso fruncido de su pezón. Se le hizo difícil respirar. Debía
retroceder un paso. No pudo.
―Yo no escribo cartas. Es de Sophia. Está enamorada. Quiere fugarse.
―¿Con Toby?
Lucy se mordió el labio.
―No.
Él rompió el sello y desdobló el papel. Ella no hizo ningún esfuerzo por detenerlo. Leyó el
contenido rápidamente y volvió a doblar la carta antes de meterla en el bolsillo del pecho de su
abrigo.
―No puedes hacer esto, Lucy. No te lo permiFré.
―¿Por qué no? Si Sophia está enamorada de otro hombre, ¿no se merece ser feliz? Si ella está
enamorada de otro hombre, ¿Toby no merece saberlo?
Sus ojos eran verdes e ingenuos, pero Jeremy vio todo rojo.
―No pretendas que esto es acerca de ellos. Te importa un comino lo que Toby o Sophia se
merecen. Esto es todo acerca de ti. Crees que si Sophia no estuviera, Toby se volvería hacia ti. No
lo hará.
Sus ojos brillaban, y ella alzó la barbilla.
―¿Por qué no? ¿Porque no soy elegante y educada? ¿Porque no tengo ninguna dote?
―Porque ―dijo bruscamente, cogiéndola por los hombros. La suave lana de su chal se deslizó
bajo sus dedos. ―Porque yo no se lo permitiré.
Se acercó a ella, cerrando la distancia entre ellos hasta que las solapas de su chaqueta rozaron
el corpiño de su vestido. Él esperó. Ella no se apartó. Lentamente, con ternura, deslizó una mano
desde el hombro hasta el cuello, enredando sus dedos en su pelo y acunando la parte posterior de
la cabeza. Hizo un pequeño círculo con el pulgar, acariciando la carne sedosa detrás de su oreja.
Ella suspiró desde algún lugar profundo del fondo de su garganta, y el sonido lo debilitó. Sus labios
teñidos de vino se entreabrieron, y su lengua apareció como una flecha para humedecerlos.
Inclinó su cabeza contra la de ella, quien abrió mucho los ojos.
―Oh, no.
Jeremy retrocedió como si le hubiera picado. Liberó su hombro. Su mano se aflojó en el pelo.
Apartó su cabeza.
Entonces las manos de ella rodearon su cuello, tirándolo hacia abajo.
―No se lo permitas.

Lucy arrastró sus labios sobre los suyos. ¿Realmente habían pasado sólo unas horas desde que
los había probado por última vez? Se sentía como meses. Años.
Y se sentía correcto. Tan correcto. Al diablo la carta y todo lo demás. Esto, esto era lo único
correcto.
Sus labios eran firmes y cálidos sobre los de ella, pero inmóviles. Y cerrados. Una de sus manos
se cernía sobre su hombro, la otra en algún lugar detrás de su cabeza. Lucy podía sentir su calor,

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

pero no su peso. No su tacto. Él vacilaba, lo sabía. Luchando contra el beso, luchando contra su
deseo. Podía sentir su lucha en su pecho, mientras subía y bajaba contra el suyo.
Ella tiró de su labio inferior hacia el interior de su boca, succionándolo suavemente. Él gimió en
algún lugar en lo profundo de su pecho, y el sonido la volvió atrevida. Tomó su labio entre sus
dientes y lo mordió. Más fuerte.
Sus labios se entreabrieron. Al fin. Ella deslizó su lengua en su boca, saboreando el whisky y el
alivio. Hurgó en su abrigo abierto y presionó sus senos contra su pecho. Y cuando sus manos
todavía dudaban, lo agarró de los hombros y saltó. Brincó erguida, y nunca volvió a bajar porque él
la tomó en sus brazos. Justo como ella había sabido que lo haría.
Oh, sí. Finalmente. Un fuerte brazo envolvía su cintura. Una mano curvada rodeando su cabeza.
Sus labios moviéndose sobre su boca una y otra vez. Su lengua acariciando la suya. Cada
centímetro de su cuerpo duro y caliente presionado contra ella, soportando su peso. El Cielo. Era
de noche y oscuro, y su beso era el cielo puro, pero Lucy no veía estrellas. Veía nubes. Nubes
blancas y ligeras, cielo azul, azul. Azul como sus ojos. Sus pies nunca tocarían el suelo otra vez. Ella
flotaría en esta nube por el resto de su vida. Y por mucho más tiempo después de eso.
Ella enganchó sus piernas alrededor de su cintura. Él deslizó su mano hasta la curva de su
trasero, y la presionó con fuerza contra su ingle. Todavía no veía estrellas. Ella se convirtió en una
estrella, en caída libre por el oscuro deseo, estallando en luces y llamas al rojo vivo. La bajó sobre
el escritorio, sus caderas aún trabadas con la suyas. Él besaba su cuello ahora, pasando su lengua
hasta su oído.
Luego se apartó. Se inclinó hacia ella, apoyándose en sus manos. La luz de las velas iluminaba
un lado de su rostro. Parecía mitad hombre, mitad sombra peligrosa y Lucy lo deseaba todo.
―Tócame ―susurró ella. Dios del cielo, tócame antes que incendie directamente este
escritorio.
Él dio un respingo.
―¿Oyes algo?
Lucy oía muchas cosas. Oía su corazón golpeando en su pecho y su pulso rugiendo en sus oídos.
Oía las trabajosas y jadeantes respiraciones de él. Ella martilló sus caderas contra las suyas. Ahí.
Oyó un gemido.
Él cerró los ojos y apretó los dientes. Y entonces, Lucy también lo oyó. Pasos por encima de
ellos. No sólo unos pocos, sino muchos. Pasos tronando por las escaleras. El crujido del tercer
peldaño.
―No de nuevo ―dijo ella, cubriéndose el rostro con las manos. ―Esto se está volviendo
ridículo ―soltó las piernas de su cintura, y él dio un paso atrás―¿Y bien? ―preguntó ella,
sentándose. ―¿Qué hacemos?
Él se encogió de hombros, pasándose una mano por el pelo.
―Podrías esconderte bajo el escritorio.
―¿Estás loco? Esta es mi casa. No me voy a esconder bajo el escritorio. Si alguien se va a
esconder bajo el escritorio, ése vas a ser t…
Él puso una mano sobre su boca. Su voz fue baja y ronca, y ella la sintió vibrar a través de ella, a
través de su pecho y entre sus muslos.
―Haz lo que quieras. Pero hagas lo que hagas, será mejor que lo hagas rápido.
Él quitó su mano. Se miraron el uno al otro.

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Lucy se dio una sacudida. Abrió la boca para maldecirlo, pero él la cortó de nuevo.
Esta vez con un beso crudo y posesivo.
―No lo hagas―dijo, su voz ronca mientras desprendía sus labios de los de ella. ―No te
escondas.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1133

Cuando Henry entró en su estudio, Jeremy estaba sentado en el escritorio, afilando una pluma
a la luz de una vela. Lucy estaba sentada en una esquina del escritorio, estudiando un documento
gracias al resplandor de unas brasas rojas. Si Henry hubiera sido un tutor observador, podría
haberse alterado ante el hecho de que su amigo y su hermana estuvieran solos en una habitación
a una hora tan intempestiva de la noche, evitando escrupulosamente mirarse entre ellos. Podría
haberse dado cuenta de que sus ropas estaban arrugadas, sus cabellos revueltos y sus
respiraciones trabajosas. Él podría haber visto que el documento en la mano de Lucy estaba en
blanco.
Pero Henry no era un buen observador. Ni siquiera era un buen tutor.
―Ah, bien ―dijo. ―Ambos están despiertos.
Lucy miró a su hermano. Tenía los pantalones puestos bajo su camisa de dormir y un abrigo
suelto colgando encima. Su cabello castaño oscuro levantado en ángulos descabellados.
―Jem, ven con nosotros ―dijo Henry. ―Lucy, ve con Marianne. Ella está registrando la casa.
Lucy miró a Jeremy. Él se limitó a parpadear hacia ella, su expresión en blanco.
―Vamos, entonces ―dijo Henry con impaciencia. ―Ella no puede haber llegado muy lejos. Al
menos, la lluvia se detuvo, pero este viento es un maldito hijo de perra.
―Tía Matilda ―Lucy y Jeremy hablaron al mismo Fempo.
Jeremy siguió el ejemplo de Henry, deteniéndose en la puerta para echar una mirada de
despedida a Lucy, intensa e ilegible. Ella se envolvió su chal alrededor de los hombros y tomó la
vela antes de salir al pasillo.
Marianne la recibió en la parte inferior de la escalera. Sophia estaba descendiendo los
peldaños, el borde de su bata de seda azul rozando sus pies descalzos.
―¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?―preguntó Lucy.
―No lo sabemos con certeza ―dijo Marianne. Se anudó el cinturón de la bata con enérgicos
tirones. ―Su enfermera la dejó a las diez, y ahora es más de medianoche. Henry se ha llevado a
todos los hombres para buscarla.
―Dos horas ―Sophia se estremeció. ―En este momento podría estar a medio camino en
dirección al pueblo.
Lucy miró a Sophia y puso un brazo sobre los hombros de Marianne.
―Estoy segura de que no ha hecho algo como eso. Probablemente sólo se metió
tranquilamente en una habitación desocupada y se puso a dormir. La encontraremos.
―Voy a seguir buscando por aquí ―dijo Marianne. Se volvió hacia Sophia. ―Señorita
Hathaway, ¿sería tan amable de buscar en la planta de arriba junto con Lucy?
―Por supuesto ―respondió Sophia. ―Despertaré a Kitty también.
―Gracias.
Lucy subió las escaleras de dos en dos, con Sophia corriendo detrás de ella. Se dirigió al
corredor oriental, donde se encontraban las habitaciones. La mayoría de ellas estaban en uso en
este momento, pero unas cuantas sobrantes seguían desocupadas. Tal vez encontrarían a la tía
Matilda acurrucada entre un diván y su guardapolvo.

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―¡Lucy! ―Sophia la agarró por el codo cuando entraron a una habitación sin usar. Lucy se soltó
y comenzó a levantar las sábanas de los muebles y registrando los armarios.
Sophia la acorraló en una estantería.
―Lucy, ¿dónde fuiste? ¿Qué hiciste con la carta?
Lucy se detuvo. Le tomó un momento recordar a qué carta se refería Sophia. Le tomó otros
cuantos momentos recordar su lugar actual: el bolsillo del pecho del abrigo de Jeremy,
cómodamente escondida entre capas de tela, acurrucada contra su duro pecho. Entonces le tomó
un largo momento recuperarse de esa imagen.
―¿No la pusiste con la correspondencia, verdad? ―Sophia la agarró por los hombros. ―Dime
que no lo hiciste.
―¿Por qué? ¿No querías que lo hiciera?
―¡Por supuesto que no!
―Pero ¿qué pasa con Gervais? ¿Cómo va a saber qué quieres que venga por ti, si no recibe la
carta?
Sophia dejó escapar un suspiro ahogado.
―Gervais nunca va a venir por mí. Gervais no existe.
―¿Qué?
―Que él no existe. Yo lo inventé. Mi verdadero profesor de pintura es un mojigato con poco
pelo llamado señor Turklethwaite. Diluiría mi té con pintura antes de tocarle su antebrazo, por no
hablar de cualquier otra parte de su cuerpo ―Sophia se estremeció.
Lucy se quedó atónita.
―Pero, la carta...
―¡Fue tu idea! ―Sophia exclamó en un susurro. ―Pensé que estabas sugiriendo un poco de
diversión, así como propusiste escribir esa carta a los piratas. Pensé que entendías ―su rostro se
suavizó. ―Todo eso habla de desear algo con tanta fuerza, que se convierte en realidad... Lucy,
pensé que entendías.
―Sí ―dijo, pensando en su propia obsesión por Toby. Lucy tomó la mano de su amiga y la
apretó. ―Sí entiendo. Oh, pero ¿cómo pudiste inventar una historia tan sórdida en primer lugar?
El dibujo, la... ¡la pintura! ¡Los conejos y los repollos!
―El vino ―Sophia puso los ojos en blanco. ―Y, mientras estoy siendo momentáneamente
honesta, la envidia.
―¿La envidia?
―¡Sí, por supuesto, la envidia! A ti te besan bajo los árboles y de nuevo en los armarios, ¡y yo
estoy en clases de geometría!
Lucy sonrió a su pesar. Este probablemente no era el momento para decirle a Sophia que ella
acababa de ser besada hasta la locura en el estudio de Henry.
―Pero si Gervais no es real ―preguntó, ―entonces, ¿de quién es la dirección que me diste?
―La de mi modista ―Sophia se encogió y soltó los hombros de Lucy. ―Oh, quedaré arruinada
―gimió ella, poniendo una mano sobre sus ojos.
―No seas ridícula. Tu nombre no figura en la carta. No es ni siquiera tu letra.
Sophia descubrió sus ojos.

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―Tienes razón. Pero ¡qué brillante! Madame Pamplemousse vende más chismes que vestidos.
Esta carta terminará en los folletines, y toda Inglaterra se volverá loca tratando de averiguar quién
la escribió. Vamos a ser la comidilla de los salones durante todo el invierno. ¡Seremos famosas!
―ella agarró la mano de Lucy con la suya. ―¡Oh, dime que la pusiste con la correspondencia!
―No lo hice.
―Pues dámela, entonces. Lo haré yo misma.
―No puedo ―Lucy la rozó al pasar junto a ella y salir de la habitación. Se fue por el pasillo
hasta la siguiente habitación. El pestillo se sacudió en su mano. Estaba cerrada con llave. Se dio la
vuelta y saltó al ver la nariz de Sophia a seis centímetros de la de ella.
―¿Qué quieres decir con que no puedes? ¿Dónde está?
―Eh...
Lucy se salvó por una serie de gritos masculinos provenientes del patio. Cruzó el pasillo y entró
a la primera habitación abierta. Se apresuró a llegar hasta la ventana y la abrió de un tirón. Los
lacayos corrían por el patio, blandiendo antorchas y gritando a otros instrucciones.
Sophia puso una mano sobre el hombro de Lucy y se inclinó sobre ella, estirando su cuello.
―Deben haberla encontrado.
Lucy se apartó de la ventana y echó a andar hacia la puerta. Ella se congeló en seco. Esta era la
habitación de Jeremy. Miró a su alrededor. Del fuego quedaban sólo las brasas y la penumbra
comenzaba a inundar la habitación. La cama no había sido usada; la colcha, sin arrugas. No había
objetos personales. Ningún libro sobre la mesa de noche. Ninguna petaca que esperaba para
llenarse en el bar. Ninguna corbata descartada colgada de la esquina del espejo. Sólo dos objetos
en la habitación evidenciaban su ocupación.
Dos maletas de mano, en posición de firmes junto a la puerta.
Él se iba.
―Bueno, vamos entonces―Sophia Fró de su codo, y Lucy la siguió, aturdida.
Por supuesto, pensó Lucy mientras se apresuraban por el pasillo. Por supuesto que él se iba.
¿Por qué si no, le iba a dejar una nota a Henry en medio de la noche?
―¿Qué es todo esto, entonces? ―KiRy salió al corredor, frotándose el sueño de sus ojos con
una mano y sujetando el cuello de la bata con la otra.
―La tía Matilda ―dijo Sophia por encima del hombro mientras la pasaban rápidamente. ―Ella
se perdió de nuevo. Todos los hombres están afuera buscándola.
Lucy y Sophia comenzaron a bajar las escaleras, y Kitty corrió tras ellas.
―¡Esperen! ―dijo.
Sophia se detuvo, y Lucy, también. Se quedaron mirando a Kitty.
Kitty resopló.
―Bueno, yo no me voy a quedar aquí sola ―plantó una mano en la cadera y se apoyó en la
barandilla.
―Vamos, entonces ―dijo Lucy con un encogimiento de hombros, reanudando su descenso de
las escaleras. Realmente, pensó. Kitty era insoportable. Uno podría pensar que había perdido su
invitación a una fiesta en el jardín.
Lucy guió a las hermanas a través de la gran puerta principal de la mansión. El frío se apoderó
de ella al instante. El viento azotaba directamente a través de su chal y vestido delgado. La luz de

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la luna se filtraba por un cordón de nubes, y ella parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban al
tenue resplandor plateado. Rodeó su pecho con sus brazos y se apresuró a seguir la fila de lacayos
con antorchas, que se encontraban en el jardín. Se volvió ligeramente y se dio cuenta que
Marianne se había sumado a las otras damas.
El temor la recorrió estremeciéndola mientras zigzagueaban por el jardín detrás de las
almenaras, con sus llamas oscilantes. Temor y vergüenza. Porque a pesar de que debería haber
estado llena de miedo por la tía Matilda, la verdadera fuente del temor de Lucy era la visión de las
maletas en el dormitorio de Jeremy. Él se iba.
Sus zapatillas estaban mojadas, y sentía sus pies como bloques de hielo arrastrándose bajo ella.
Punzaban de dolor. El resto de ella estaba insensible. Él se iba, y el viento invernal se sentía como
una brisa del mar en Tortola en comparación con el frío que envolvía su corazón.
Los lacayos continuaron su recorrido serpenteante a través de los setos de jardín, finalmente se
reunieron alrededor de una terraza de losas, circular, con una fuente en el centro. Ajenos al frío, la
ninfa y el sátiro de la fuente retozaban en su perpetuo verano, sus cuerpos de bronce desgastados
hasta quedar de un verde apagado. Sentada en el borde de la fuente, la tía Matilda se estremecía
dentro de un gran abrigo negro. El abrigo de Jeremy.
Lucy y Marianne corrieron al lado de la tía Matilda.
―Pobrecita ―dijo Marianne, ajustando un brazo sobre los hombros de la anciana.
Lucy cogió a su tía en un abrazo feroz y la sostuvo por mucho más tiempo de lo que había
planeado. El olor habitual de su tía Matilda, teñido de especias, chocolate y tabaco en polvo,
mezclado con el olor de él. Lucy hundió la cara en la solapa del abrigo, respirando cuero y pino y
dulce aplazamiento. Él podría tener la intención de irse, pero no lo había hecho aún. No podía irse
sin su abrigo.
―¿Cuánto tiempo crees que ha estado aquí? ―preguntó Sophia, asomándose por sobre el
hombro de Lucy. ―Debe estarse congelando.
Lucy metió la mano en una gran manga negra y encontró una de las manos ajadas de la
anciana.
―Sus manos están heladas ―frotó los huesudos dedos congelados entre los suyos.
Miró a su alrededor. Los hombres estaban de pie en el borde de la terraza, conversando con los
sirvientes. Kitty se fue al lado de Felix y lo asaltó a preguntas. Lucy era vagamente consciente de
Henry haciendo gestos con una antorcha y diciendo algo sobre una colchoneta y unas mantas. Su
atención estaba centrada principalmente en la alta figura oculta en las sombras detrás de su
hermano. Una silueta de hombros anchos, enmarcada por lino blanco que brillaba a la luz de la
luna. No podía ver su rostro, pero podía sentir su mirada sobre ella, quemándola a través del frío
de la medianoche.
Entonces Toby salió de las sombras y entró en el círculo de luz.
Oh, gracias a Dios, pensó Lucy. Gracias a Dios, ella ya sabía que no lo amaba. Porque en los
ocho años que había pasado admirando su belleza física, Toby nunca había parecido tan
espléndido. Llevaba un abrigo abierto al frente, revelando su torso desnudo. La luz de las
antorchas bronceaba cada plano y contorno musculoso de su pecho. Su pelo castaño dorado
estaba azotado por el viento y desgreñado. Lucía magnífico y pagano, como una escultura del
jardín que cobraba vida. Lucy se sentía pagana sólo al mirarlo.
A su lado, Sophia jadeó.

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―Oh ―dijo. ―Oh, Dios.


Toby pasó junto a Felix y cruzó directamente en dirección a Sophia. Él la miró de pies a cabeza,
su mirada deteniéndose en unas pocas áreas entre medio.
―Dios del cielo, mírese ―meneó la cabeza ligeramente e impulsó sus ojos de vuelta a su
rostro. ―Debe estarse congelando.
Sophia asintió con la cabeza ligeramente. Su mirada hizo su propio reconocimiento al pasearse
y quedarse sobre su pecho desnudo.
Toby se quitó el abrigo y lo arrojó sobre los hombros de Sophia. Se quedó desnudo hasta la
cintura en el glacial viento nocturno, pero Lucy podría haber jurado que veía salir vapor de su
cuerpo.
―¿Mejor? ―le preguntó a Sophia con voz ronca.
Ella asintió.
―¿Siente calor?
―En todas partes ―sopló Sophia. Ella lo miró fijamente, fascinada. ―En todas partes... excepto
en mis pies.
Toby miró hacia abajo donde los pies descalzos de Sophia se encontraban con las losas frías. Sin
decir una palabra, él la levantó en sus brazos y la colocó contra su pecho. La seda azul de su bata
fluía sobre sus brazos como una cascada, y sus cabellos dorados se desplegaban como un abanico
sobre el hombro desnudo de Toby.
―¿Mejor?
Sophia asintió de nuevo e hizo un pequeño sonido chirriante, presumiblemente de aceptación.
Toby la miró a la cara y tragó con fuerza.
―Oh, diablos ―dijo, como si se tratara de poesía. Y entonces él la besó.
Lucy sabía que una respuesta educada habría sido mirar hacia otro lado. Estudiar el camino
empedrado bajo sus pies. Admirar el arbusto cortado en forma de cisne. Mirar el cielo nocturno.
Pero una respuesta educada estaba más allá de ella en este momento. Ella jadeó abiertamente. Y
como nadie a su alrededor comentó sobre las losas o los setos o las estrellas del cielo, asumió que
no era la única.
Al final, fue la tía Matilda quien rompió el silencio atónito.
―Encantador.
―¡Felix! ―KiRy pinchó a su marido en las costillas. ―¿No crees que deberías hacer algo?
Felix cerró bruscamente su mandíbula y miró a su esposa.
―Oh, muy bien―se quitó el abrigo y se lo ofreció a ella. Kitty negó con la cabeza y lo miró
como si estuviera loco.
―¿No querrás que yo te alce en mis brazos? ―preguntó, su rostro dudoso. ―No estoy seguro
que…
―No conmigo ―ella señaló con su cabeza hacia Toby y Sophia. ―Con ellos.
La comprensión hizo un viaje lento a través del rostro de Felix.
―De acuerdo―dijo en voz baja. Luego, un poco más fuerte: ―Ejem.
Toby y Sophia permanecieron con los labios unidos y ajenos a todo lo demás.
Felix alzó la voz.

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―Digo, Toby ―ninguna respuesta. ―¡Toby! ―gritó bastante más fuerte.


Toby, a regañadientes, rompió el beso. Mantuvo los ojos cerrados y la frente apoyada contra la
de Sophia.
―¿Qué pasa, Felix?
Felix movió los pies.
―Perdón por interrumpir, hombre, pero creo que aquí es donde se supone que debo
recordarte que es mi cuñada a la que estás... abrazando ―absorbió la mirada mordaz que Kitty le
dirigió. ―¿Hay algo que quieras preguntarle?
―Bien ―Toby abrió los ojos y se enderezó alejándose de la cara enrojecida de Sophia. Se aclaró
la garganta. ―Señorita Hathaway ―empezó a decir, cambiando su peso en sus brazos, ―han sido
hace ya varios meses que he admirado su elegancia y la belleza de su... ―su mirada se paseó por
su figura, ―su carácter. El apego que siento hacia usted trasciende... ―él alzó su mirada de nuevo
hasta sus labios y se detuvo. ―Trasciende...
Sophia sonrió y contuvo una risita.
―Oh, diablos ―dijo de nuevo, inclinando la cabeza contra la de ella y ahogando la risa de sus
labios. ―¿Te casas conmigo?
Incluso si lo hubiera querido, Sophia no podría haber pronunciado una respuesta. Toby estaba
manteniendo sus labios ocupados. Sus labios, y, por lo visto, también su lengua. Pero de alguna
manera se las arregló para emitir un chillido apagado de aceptación. Realmente, pensó Lucy, todo
el cuerpo de Sophia sugería que lo aceptaba.
―Bueno, entonces―dijo Felix. ―Todo arreglado. Continúen.
Como si a Toby o a Sophia le importara un ápice su permiso. Si seguían así por más tiempo,
mejor Henry enviaba a los lacayos a buscar un vicario y una licencia especial, en lugar de una
colchoneta y unas mantas. Lucy se dijo una vez más que debería mirar hacia otro lado. Pero por el
silencio general, parecía que los demás tampoco apartaban la mirada.
Pero había alguien. Alguien la estaba mirando a ella. Y la acalorada intensidad de su mirada
hacía que Lucy ardiera con sensaciones contradictorias. Se sentía desnuda y expuesta al frío. Se
sentía cobijada de calor. Se sentía atornillada a la piedra bajo sus pies, y se sentía con ganas de
correr a sus brazos. En un segundo, estaba paralizada por la conmoción, en el siguiente, cada
centímetro de su cuerpo estallaba en una conciencia exquisita. Su mirada la mantenía íntegra y la
destrozaba, y el corazón de Lucy corría tan rápido, que temía que se le fuera a romper.

Su corazón se estaba rompiendo.


Jeremy vio a Lucy viendo que el sueño de su vida se le escabullía. Sin importar cuánto la mirara,
sin importar cuánto él quería que ella apartara la mirada, ella no lo hizo. Sus ojos estaban clavados
en el estúpido despliegue de ardor y pecho desnudo de Toby. Su rostro se le tornó de una palidez
mortal para luego sonrojarse. Se estremeció de frío, pero él le vio el brillo de sudor en la frente.
Su corazón se estaba rompiendo, y no había nada que él pudiera hacer. Ella no era su hermana.
No era su prometida. Ella no era suya, y ése era todo el maldito problema.
Cualquiera de los otros podría haber hecho algo, pero no lo hicieron. A nadie le importaba.
Toby, como el asno egoísta que era, había demorado semanas para hacer su propuesta, esperando
el momento perfecto, sólo para elegir hacerla precisamente ahora. Felix, que debería haber tirado

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a la fuente al asno egoísta de Toby por magullar a su cuñada, tenía el descaro de reírse. Y Henry,
viejo amigo o no, Jeremy lo odiaba. Él era una pobre excusa de tutor, y sólo una mala imitación de
hermano. El corazón y las esperanzas de su hermana estaban haciéndose pedazos delante de él, y
él, o era demasiado estúpido para notarlo, o demasiado insensible para que le importara.
Dos lacayos llegaron presurosos hasta la fuente, llevando una colchoneta entre ellos.
―Vamos, entonces ―dijo Henry. ―Volvamos a la casa. Me estoy congelando aquí afuera.
Lucy y Marianne tomaron a la tía Matilda por el brazo y la ayudaron a subir a la colchoneta.
Cuando los lacayos se la llevaban, un trozo de papel blanco cayó al suelo.
―¿Qué es esto? ―KiRy se inclinó y lo recogió. Lo giró y levantó el sello roto. ―No hay ningún
nombre ―desplegó la carta, y Jeremy sintió que sus entrañas se retorcían en un nudo. Los ojos de
Kitty comenzaron a leer la página, y se llevó una mano a la boca. ―¡Ay, Dios! ―sus ojos se
agrandaron.
―¿Qué es? ―preguntó Felix. Trató de mirar por encima del hombro, pero Kitty le dio la
espalda. Continuó leyendo.
―Oh, vaya ―dijo ella, sus labios se curvaron en una sonrisa felina.
Felix agarró el papel. Lo sostuvo con el brazo extendido y frunció el ceño.
―Mi… querido... pequeño... ¿rábano2?
―No, no ―KiRy le quitó la carta a su esposo. ―Dice: ʺconejoʺ, no ʺrábanoʺ, tonto.
Felix se encogió de hombros.
―Para mí es ʺrábanoʺ.
―Oh, Felix, es claramente un ʺbʺ. Mi-querido-pequeño-conejo ―leyó Kitty en voz alta,
golpeando con el dedo cada palabra.
Jeremy miró a Lucy. Lucy estaba mirando a Sophia. Y Sophia se aferraba al cuello de Toby con
los ojos agrandados de terror. Ella se mordió el labio y le dirigió a Lucy una sacudida de cabeza
apenas perceptible.
―Dame eso ―dijo Henry con irritación, dejando a la tía Matilda con su esposa y yendo hasta
donde se encontraba Kitty. Ella a regañadientes puso la carta en su mano extendida. Henry la
tomó y sacudió los pliegues del papel con un movimiento de su muñeca. Bajó la antorcha para
proporcionar una mejor iluminación a su lectura. ―No me extraña que no lo puedan descifrar.
Esta es la letra de Lucy. Pero es conejo. DefiniFvamente conejo ―sacudió nuevamente el papel.
Jeremy miró a Lucy. Ahora era ella la que tenía una expresión de terror en sus ojos.
―Mi querido pequeño conejo ―dijo Henry en una voz de trueno. ―Perdóname, cariño.
¿Cariño? ―lanzó una mirada divertida por sobre el papel y continuó. ―Me arrepiento de nuestra
disputa más de lo te pudieras imaginar. Sir Toby no es nada para mí. Tú eres mi único
―interrumpió la lectura y alzó la mirada hacia Lucy, enarcando las cejas.
―Henry, detente ―rogó ella.
―Tú eres mi único amor ―añadió con una sonrisa, imitando el tono de una niña.
―Henry ―advirtió Marianne.
Lucy miró a Jeremy, el pánico escrito en su cara. Jeremy se pasó las dos manos por el pelo.
Maldición, esto era como ver a un jinete derribado por un caballo y ser incapaz de detenerlo. La

2
En inglés rábano es radish, conejo es rabbit, de allí la confusión de Felix. (N. de la T.)

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impotencia se enroscó en su estómago como la bilis. ¿Qué podía hacer? No podía decirle a Henry
que la carta era de Sophia. Tendría que explicar cómo sabía que era la carta de Sophia, y arruinaría
a dos damas en el espacio de un minuto. Ni él era tan buen libertino.
―No te puedo olvidar ―Henry conFnuó con su voz alta y burlona. ―Pienso en ti
constantemente durante el día, y tu cara llena mis sueños todas las noches.
Jeremy trataba frenéticamente de recordar el contenido exacto de la carta. Tal vez no era tan
condenable como la recordaba. Tal vez Henry simplemente se reiría y atribuiría todo a las
fantasías de una muchacha.
―Te anhelo ―canturreó Henry. ―Anhelo tu... ―su sonrisa se desvaneció. Su boca se diluyó a
una línea. ―¿Anhelo tu toque?
Jeremy gimió. Era condenable.
Henry leyó rápidamente el resto de la carta, murmurando frases más condenables a medida
que leía.
―Recuerdo el calor de tus manos... Cuando saboreo el vino, recuerdo... te esperaré esta
noche... Hazme tuya en todas las formas... ¡Repollo! ―Henry levantó el papel y lo sacudió ante
Lucy. ―¿Qué significa esto?
―Henry, por favor ―le rogó, lanzando una mirada hacia Sophia. ―¿Podemos discutir esto
adentro?
―No, creo que sería mejor discutir esto ahora.
Lucy negó con la cabeza.
―Henry, no enFendes. No es real ―su voz se hizo aguda por la desesperación―¡Ni siquiera es
mía!
Sophia enterró la cabeza en el hombro de Toby. Kitty agarró el brazo de Felix con regocijo.
Lucy hundió la cara entre las manos. Su chal se deslizó de uno de sus hombros encorvados, y
Jeremy vio el reborde de su cuello estremecerse hasta volverse como piel de gallina. Maldito
Henry. Ella tenía frío y el corazón roto, y Jeremy se indignó. Se mezcló todo en su interior: esta
necesidad de protegerla, el deseo de poseerla. La ira y la lujuria luchaban en su pecho,
estimulando a su corazón a un ritmo furioso. No quería nada más que ir hasta ella. Cubrirla.
Calentarla. No tenía un abrigo, pero él tenía su cuerpo. Tenía sus manos y sus labios y su lengua.
―Bueno, si esta carta no es tuya ―exigió Henry, ―entonces ¿de quién es?
Jeremy se adelantó, tomó calmadamente la carta de la mano de Henry, y dijo la única palabra
que importaba. La palabra que había estado haciendo eco en su mente y en su corazón y en un
armario de ébano casi toda una semana.
―Mía.

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O 1144

Lucy destapó su rostro. No. Él no acababa de…


Oh, pero lo había hecho.
Jeremy se paró al lado de Henry, carta en mano, con la expresión más seria y decidida que le
había visto en su vida. Y eso decía algo.
Felix le arrancó la carta de su mano, riendo.
―Buena, Jem. Como si alguna vez hubieras sido el querido pequeño rábano de Lucy.
―Conejo ―el tono bajo en la amenaza de Jeremy habría enviado a una liebre saltando a su
agujero. Recuperó la carta, pero en el instante siguiente, Henry se la había arrebatado de nuevo.
―Vamos, deja de bromear ―Henry alisó el papel en la parte delantera de su abrigo y luego lo
sostuvo delante de su rostro ―¿Sinceramente esperas que creamos que Lucy es... tu pequeño
repollo?
Jeremy apretó los dientes. Él cerró brevemente los ojos y los volvió a abrir.
―Más bien, me gusta el repollo.
―¿En serio? ―dijo Felix. ―Una cosa terriblemente blanda, siempre lo he pensado. Por
supuesto, no es tan malo cuando se guisa con un poco de carne de cerdo salada. O en escabeche,
está bien, también. Pero… ¡Ay!
Kitty quitó su codo de un lado de su marido.
Lucy finalmente capturó la mirada de Jeremy.
―¿Qué-estás-haciendo? ―moduló ella.
Él le dirigió una mirada seria, inescrutable. Luego se dio media vuelta.
Lucy sacudió la cabeza. No podía entenderlo. Jeremy acababa de sentenciarse a una vida de
burla sin piedad. Henry, Toby, Felix nunca le permitirían dejar que se olvidase lo de la carta.
Interminables chistes de conejos se harían a su costa. Innumerables platos de repollo se servirían
en su beneficio. Pero Jeremy la había tomado de todos modos. Había adquirido esa carta a costa
de su dignidad, y Lucy sabía que él habría preferido caminar a través del fuego. O era el acto más
completamente idiota que alguna vez había presenciado, o el más increíblemente romántico.
Tal vez ambos.
Henry leía detenidamente la carta en la mano.
―Tu tacto, tu beso, hazme tuya de todas las formas ―leyó. Él levantó la vista del papel y miró a
Jeremy con una expresión escéptica. ―Dices que esta es tu carta, Jem. ¿No creo que eso signifique
que intentas responder por ella?
Jeremy asintió con la cabeza. El corazón de Lucy golpeó violentamente en su pecho.
¿Responder por ella? ¿Qué es lo que quería decir Henry? ¿Seguramente no serían tan idiotas
como para pelear? ¿O un duelo? La idea la congeló hasta la médula. Ella agarró su chal con ambas
manos. Jeremy no le podía disparar a un faisán ni a seis pasos. Ni siquiera a uno que ya estuviera
muerto.
Pero la mirada que Henry le dirigía a Jeremy era incrédula, no asesina. Y, Lucy se aseguró, que
aunque sí creyera que Jeremy la había comprometido, Henry nunca lo desafiaría a un duelo.
Simplemente no sería deportivo.

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Henry dobló la carta con un extraño aire de despreocupación, todo rastro de broma
desaparecido de su voz.
―¿Realmente aceptas la responsabilidad por esto? ¿Y todas las consecuencias?
―Estoy aceptando la responsabilidad por ella ―Jeremy caminó hasta quedar parado al lado de
Lucy, tan cerca que ella podía sentir su radiante calor masculino. Luego, en voz más baja, añadió:
―Es hora de que alguien lo haga.
Los ojos de Henry chispearon.
―¿Qué demonios se supone que significa eso?
Lucy quería desesperadamente una respuesta exactamente a la misma pregunta. Y las
respuestas a unas cuantas preguntas suyas. Agarró el puño de la camisa de Jeremy y lo tiró hasta
que hizo que bajara su mirada hacia ella. Sus ojos la atravesaron con su intensidad azul claro,
quitándole el aliento, pudiendo sólo emitir poco más que un susurro.
―¿Qué estás haciendo?
La tomó por el codo y la apartó ligeramente del grupo.
―Lo siento, Lucy. Sé que esto no es lo que querías. Pero es la única manera.
―¿Qué única manera?
La única respuesta de Jeremy fue girarla de vuelta para enfrentar a Henry. Los dos hombres se
miraron el uno al otro en silencio. Lucy finalmente excavó una pizca de coraje de la boca de su
estómago, y luego convocó el tono apropiado.
―Será que uno de vosotros me hará el favor de decirme ¿qué diablos está pasando?
La mano de Jeremy se deslizó para agarrar la suya.
―Nos vamos a casar ―dijo, sin apartar su mirada de la de Henry.
―¿Qué? ―Lucy trató de soltar sus dedos, pero él sólo los apretó con más fuerza. Acercándola
de un brusco tirón, metió la mano de Lucy en el hueco de su codo. Ella miraba, aturdida, mientras
sus dedos se enroscaban sobre su antebrazo por su propia voluntad. Como si pertenecieran allí.
Jeremy finalmente bajó la mirada hacia ella.
―Nos vamos a casar ―repiFó. Su voz retumbó por todo su cuerpo, enviando pequeños
escalofríos a lo largo de su piel, que no tenían nada que ver con el frío.
―¿Casarnos? ―Lucy sinFó que toda la sangre le subía a la cabeza. Cuanto más insistía él en
repetir esta idea ridícula, más fácil la podía imaginar. Pero eso no lo hacía correcto. Si tan sólo
pudieran hablar a solas, ella podría explicarles que la carta eran nada más que mentiras
estimuladas por el clarete. La reputación de Sophia, el compromiso de de Toby, nada sufriría
daños, salvo la dignidad de Lucy. Y seguramente Jeremy no podría pensar que algo así valiera una
proposición de matrimonio.
No es que él le hubiera propuesto algo exactamente.
Ella clavó los dedos en su brazo, aferrándose desesperadamente a la idea.
―Pero... pero ¿no tengo algo que decir al respecto? ¿No deberíamos tener un momento a
solas? ¡No recuerdo haber aceptado alguna propuesta!
―Es un poco tarde para el romance, Lucy ―Henry sostuvo en alto la carta doblada y fijó en ella
una mirada de reproche. ―Parece que ya has otorgado tu consentimiento.
Di algo, se pinchó Lucy. Este era el momento para decir la verdad. Ella sólo tenía que decirle a
Henry, y a todos los demás, que la carta implicaba nada más que dos muchachas fantasiosas

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bebiendo demasiado vino. Sophia ciertamente no iba a salir y decirlo, probablemente pensaba que
este giro de los acontecimientos tenía a Lucy extáticamente feliz.
Pero no era así. ¿No? Sin duda, "extáticamente feliz" se sentía más como un sol de verano, o
una lluvia de pétalos de rosa. No como un erizo cavando madrigueras en su estómago. La felicidad
no era la razón de que Lucy sintiera que se derretía contra el brazo de Jeremy. Sólo que la noche
era fría, y él estaba caliente.
Caliente. Y fuerte. Ah, y destructivamente guapo. Su mirada subió al borde de su mandíbula,
sombreada por la noche y la barba incipiente. Sus labios carnosos, fuertes, oscuros a la luz de la
luna. Vio cómo su aliento se volvía un espiral de vapor donde se encontraba con el aire frío. Como
un beso disolviéndose en la noche.
Lucy se sacudió. Tenía que protestar. La idea era absurda. Fueran cuales fueran las inapropiadas
nociones de deber o de decoro que habían impulsado a Jeremy a reclamar esa carta, ¿qué tenían
que ver con ella? Ella no era una dama. Ciertamente no el tipo de mujer con la que un conde se
casaría. No era elegante o educada o rica. Sus únicas tenues reivindicaciones a la belleza eran sus
ojos grandes y sus dientes derechos. Si ella no hubiera bajado con esa carta, nada de esto habría
sucedido. Él habría dejado a Henry su nota y entonces...
Y entonces él se habría ido definitivamente.
Sus pertenencias ya estaban empacadas. Se estremeció de nuevo, el recuerdo de esas dos
maletas enfriándola hasta la médula. Si ella protestaba ahora, no habría una segunda oportunidad.
Él se iría. Y a la luz del día, seguramente se daría cuenta de lo absurdo de esta escena. Se
estremecería al pensar que casi se había casado con una marimacho sin dote.
Di algo, gritó su mente. Pero su voz simplemente no obedecía. El agarre de Lucy se hizo más
fuerte sobre su brazo. Ella no estaba lista para dejarlo ir.
Mirando de reojo a los otros, Henry se acercó a Jeremy y bajó la voz.
―¿Estás seguro de que esta carta te pertenece, Jem? No permitas que un simple malentendido
decida el resto de tu vida, sabes. Por amor de Dios, eres un conde.
―Sí ―respondió Jeremy, su propia voz firme. Firme, y deliciosamente oscura y decidida, y lo
suficientemente fuerte como para expulsar todas las objeciones de la mente de Lucy. ―Soy un
conde. Y Lucy será una condesa.
Silencio.
Lucy sintió que todo el mundo la miraba. Nadie decía una palabra. Realmente, pensó. Era más
que un poco grosero. Por la forma en que todos quedaron boquiabiertos ante ella, parecía que él
hubiera anunciado algo realmente impactante. Algo así como: "Lucy es una espía de Napoleón," o
"Lucy sólo tiene seis meses de vida," o "Lucy ha decidido tocar el arpa".
Se obligó a levantar la barbilla. Bueno, ahora ella no podía protestar. Ahora era una cuestión de
orgullo.
Marianne se recuperó primero.
―Dos compromisos en una noche. ¡Qué emocionante! ―se levantó del borde de la fuente y
llegó al lado de Lucy. ―Qué maravilloso ―dijo, besándola en la mejilla.
Los otros murmuraron palabras que sonaron vagamente a felicitaciones.
―¿Y cuándo se realizará el bendito evento? ―preguntó Henry.
―El viernes ―dijo Jeremy.

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―¡Viernes! ¿Este viernes? ¿Dos días a partir de ahora? ―esta explosión habría mortificado a
Lucy mucho menos si no hubiera venido de sus propios labios.
―El viernes ―repiFó él, con los ojos fijos en Henry. ―Iré a la ciudad en la mañana por la
licencia.
Henry tenía una expresión que Lucy nunca le había visto cruzar la cara. Ni burlona, ni dudosa, ni
cínica, ni irónica. Simplemente en blanco.
―Muy bien.
―Necesitaré levantarme temprano, entonces ―dijo Jeremy, mirando a todo el grupo. ―Si me
disculpan ―los hombres asinFeron.
Jeremy desenganchó la mano de Lucy de su brazo y se volvió hacia ella. La determinación
tallaba un surco profundo en su frente, sus ojos brillaban tan sinceros, que eran el propio azul del
cielo. Y Lucy se dio cuenta de que sin decir que sí, sin siquiera preguntarle, de alguna manera se
había comprometido. Iba a casarse. Con él.
Toda su vida hasta esta noche, la enormidad de su futuro, todo clamaba por el acceso a esta
muestra breve de tiempo, resonaba en el hormigueante calor de su piel contra la de ella. La
respiración de Lucy quedó atrapada en su pecho. Su pulso latía con un rugido sordo en sus oídos, y
cada latido hacía eco para toda una vida. Este único momento emocionante, terrible, quería que
se extendiera hasta la eternidad.
―Cuídate, Lucy ―Jeremy inclinó la cabeza y rozó un cálido beso contra sus dedos. ―No pasará
mucho Fempo ―luego le soltó la mano y caminó hacia la casa, dejándola sola.
Lucy se dio cuenta, demasiado tarde, que debería haber dicho algo a modo de despedida, o al
menos mirarlo a los ojos antes de que él se alejara. Debería haberlo visto irse y cementar el
recuerdo en su cabeza. Pero ella no había pensado en ninguna de esas cosas. Había estado
demasiado preocupada mirando estúpidamente su mano. La mano que él había besado.
Y cuando al fin estuvo de vuelta en su cama, mirando el techo y deseando que él le hubiera
dirigido alguna especie de mirada tranquilizadora, o que ella le hubiera dicho una sola palabra un
poco más amable que "viernes", sopló la vela, rodó sobre su costado, y apoyó su mejilla contra esa
mano. Y entonces hizo la cosa más tonta, infantil, ridículamente imaginable. Ella la besó.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1155

Pasaron dos días.


Muy lentamente.
Hubo un par de horas que pasaron rápido en un susurro de sedas y alfileres de costura. La tarea
de recoger sus pertenencias llenó una media docena de baúles y le ocupó la mayor parte de una
tarde. Pero incluso cuando sus manos estaban ocupadas, el frenético funcionamiento de la mente
de Lucy extendía cada segundo una eternidad. Pasado, presente, futuro. Su cerebro trataba
desesperadamente de agarrar los tres a la vez y unirlos en algo que se pareciera a la seguridad.
Revivió cada minuto que había pasado en compañía de Jeremy: cada discusión, cada mirada,
cada comida.
Cada beso.
Trató de imaginar lo que él podría estar haciendo en ese mismo momento: montando hacia
Londres, adquiriendo la licencia, reuniéndose con sus abogados.
Sumergirse en su baño.
Entonces su mente se aventuró en el vacío desconocido del futuro y vagó durante horas. La
primavera en Londres, el verano por el mar, los inviernos en la finca de Jeremy, cuya localización,
Lucy deseaba fervientemente poder recordarla.
Miles de noches en la cama.
Cada minuto, despierta o dormida, Lucy reflexionaba y volvía a reflexionar sobre todo lo que
había ocurrido en la última semana y todo lo que vendría por delante. En su memoria, Jeremy
parecía tan improbablemente guapo, que tenía miedo de decepcionarse cuando en realidad
apareciera. Estaba tan decidido esa noche en el jardín, ¿pero su determinación sobreviviría a una
separación de dos días? Ella esperaba su regreso en cualquier momento e imaginaba ese
acontecimiento de mil maneras, algunas maravillosas y otras, no.
Cuando salió a montar el jueves por la mañana, sabía que él todavía no podría estar de regreso.
Pero buscó su figura en el horizonte de todos modos. Lo imaginaba galopando hacia ella en su
caballo, hombre y bestia moviéndose como uno solo. Poder, gracia, y determinación, decidido a
tomar su destino. Decidido a tomarla a ella.
Luego en el desayuno, se lo imaginó pasando la puerta, y paralizándola con esa misma mirada
de desaprobación azul fría que él había usado la mañana después que se habían besado. Él
observaba su piel aceitunada y su vestido mal cortado y los pendientes de su madre y la veía por la
impostora que era. Luego se volvía sobre sus talones y se iba.
Más tarde, Lucy estaba parada en un taburete en su dormitorio, mientras su doncella prendía
con alfileres el ruedo de un vestido prestado. En su mente, Jeremy irrumpía por la puerta,
arrancaba el vestido de su cuerpo, y la tumbaba sobre la cama sin decir una palabra. La
exclamación involuntaria de Lucy ante esta visión preocupó a la doncella, pero convenientemente
le echó la culpa a un alfiler.
Y esa tarde, cuando la luz del sol comenzaba a desvanecerse, Lucy se paseó por el huerto. Se
apoyó contra un peral y cerró los ojos. Se quedó allí por largos minutos, esperando a que viniera a
buscarla. Esperando su beso.
Luego la tarde se convirtió en noche, y Lucy empezó a temer que no vendría en absoluto. Sufrió
en silencio durante la cena. Después, se negó a jugar a las cartas, en cambio, se dirigió a un rincón

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de la sala, a esconderse detrás de un libro. Trató de imaginar lo que podría haberlo mantenido
alejado. Tal vez no había sido capaz de adquirir la licencia. Tal vez había cambiado por completo
de idea, recuperado el sentido y se dio cuenta que no podía hacer su condesa a una marimacho
torpe, sin un centavo. Tal vez su caballo había tropezado en la oscuridad y yacía en una zanja al
lado del camino, mirando las estrellas y susurrando su nombre con su último aliento.
Lucy cerró su libro de golpe y se sacudió. Ese tercer "tal vez" era un horrible, horrible
pensamiento. Y era horrible, horriblemente mal de su parte preferirlo al segundo.
Entonces alzó la mirada, y allí estaba él. De pie en la puerta llevando un abrigo arrugado, sus
botas Hessianas pulidas y su expresión inescrutable de costumbre. Por primera vez en dos días, los
engranajes ronroneantes de la mente de Lucy hicieron un alto. Y el fuego oscilante en su vientre
rugió cobrando vida.
Si en su memoria él se veía improbablemente guapo, ahora se veía increíblemente guapo. Oh,
pero guapo no era la palabra. Un rostro apuesto, se podría contemplar para el disfrute ocioso,
simplemente admirando las facciones ideales y la agradable simetría. Y aunque sus facciones eran
tan fuertes y bien equilibradas como siempre, esto… esto era algo completamente diferente a
guapo. No había nada agradable u ocioso al respecto. Sólo mirarlo, y su estómago comenzó a
balancearse como un corcho flotando en un arroyo. Apenas podía resistir mirarlo, pero tampoco
podía apartar la mirada.
Y seguramente no se había vuelto diez centímetros más alto en dos días. Seguramente sólo era
el hecho de que ella estaba sentada y él, de pie, lo que le daba ese aspecto. Pero el parecía tan
alto y ancho de hombros, que casi llenaba el marco de la puerta; tan sólido y fuerte que podría ser
la piedra angular de toda la maldita casa. Lucy parpadeó y se mordió el interior de su mejilla, sólo
para estar segura de que no estaba soñando.
Después de saludar con un movimiento de cabeza a los jugadores de cartas, Jeremy se acercó a
ella donde estaba sentada junto a la chimenea. Se notaba que recién venía de los establos. Cuando
se inclinó sobre su mano, pudo oler el viento frío que se le había impregnado en su pelo y en su
ropa. Su mano se sentía helada cuando levantó la suya; sus labios una curiosa mezcla de frío y
calor mientras le besaba los dedos. Sus ojos sostuvieron los suyos sólo por un breve momento.
Sólo el tiempo suficiente para que Lucy leyera allí la misma combinación extraña de frialdad y
calidez.
―Lucy ―dijo con sencillez. Como si fuera sólo para confirmar que no se había metido en la sala
de estar equivocada, en la casa equivocada y besado la mano de la dama equivocada.
Entonces le soltó la mano, se enderezó, y se volvió. En el instante en que él lo hizo, ella encajó
su mano entre sus muslos y el cojín de la silla. Pero el codo aún le temblaba, vibrando contra sus
costillas de la manera más humillante.
Henry se levantó de la mesa y tiró de su chaleco.
―He hablado con el vicario. Estará aquí mañana a las diez.
―Bien ―respondió Jeremy. ―Mi abogado redactó los documentos. Pero prefiero discutirlos en
la mañana, si es lo mismo para ti. Ha sido un día largo, y estoy queriendo darme un baño.
―Y una bebida fuerte, espero ―Henry se sentó de nuevo y cogió su mano de cartas. ―Nos
vemos en la mañana, entonces.
Jeremy se despidió de ellos silenciosamente, luego se volvió hacia ella.
―Lucy ―dijo de nuevo, moviendo la cabeza con brusquedad. Luego se marchó.

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Lucy cruzó los brazos sobre el pecho y se hundió en su silla. ¿Qué había sucedido? Había pasado
dos días completos soñando y temiendo este momento, y ahora había llegado. Y pasado. Y aparte
de un pequeño beso que había convertido su brazo en gelatina, parecía que no recibiría una
mayor percepción del estado de ánimo de Jeremy, hasta que apareciera en la mañana para
casarse con ella. En sus peores y mejores figuraciones, él la rechazaba o caía a sus pies o la
tumbaba en la cama, al menos había sabido donde estaba parada con él.
Y ¿qué sabía ella ahora? Confirmó, en dos ocasiones, que recordaba su nombre. Todavía tenía
la intención de casarse con ella. Eso era todo.
Otra noche rumiando y conjeturando se extendía interminablemente ante ella. Si hubiera
algunas respuestas en las grietas de su techo, Lucy sabía que ya las habría encontrado. Para la
mañana, seguramente ya estaría loca.

Con su baño listo, Jeremy se despojó del abrigo y la corbata antes de comenzar a trabajar en los
puños de su camisa. Oyó que la puerta se abría y volvió la cabeza para vislumbrar un remolino
familiar de terciopelo carmesí y rizos castaños. Lucy cerró la puerta, se volvió y se apoyó contra
ella, agarrando su bata cerrada hasta el cuello.
―Necesito decirte algo.
La mano de Jeremy se congeló. Había estado en proceso de enrollar la manga de su camisa,
pero él comenzó a rodarla hacia abajo.
―¿Quieres cancelarlo, entonces?
Maldición. Él no había querido dejar escapar esa posibilidad.
Ella frunció el ceño.
―¿Y tú?
―Yo te pregunté primero.
―Sí, pero tú lo planteaste. ¿Has cambiado de opinión?
―Lucy, estoy aquí. Tengo la licencia especial y las capitulaciones matrimoniales. Cabalgué tres
horas en la oscuridad. No he cambiado de opinión.
―Oh ―ella se suavizó contra la puerta. ―No viniste a cancelarlo.
El alivio lo inundó. Los músculos anudados por horas de montar y días de incertidumbre
comenzaron a aflojarse.
Jeremy se frotó la parte posterior de su cuello, sacudiendo lentamente la cabeza. Ella quería
saber si había cambiado de opinión. ¿Cómo podría cambiar de opinión, cuando su mente no tenía
nada que ver con esto? Él no estaba pensando. Él estaba actuando. Él estaba reclamando. Y lo más
inquietante de todo, él estaba sintiendo.
Podría haber regresado esa misma tarde. Había terminado sus negocios con su abogado por la
mañana, adquirido la licencia el día anterior. Las cartas que había pasado toda la tarde escribiendo
se podrían haber escrito en Waltham Manor, o una semana después para lo que importaba. Pero
había perdido tiempo con ellos, esperando salir hasta que el cielo estuviera oscuro y el día casi se
hubiera acabado.

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Y cuando él había llegado, había necesitado verla de inmediato. Una vez que lo hizo, se había
sentido igualmente impulsado a irse. Ella no le había dicho una palabra, y eso le sentaba bien.
Porque si él no le daba la oportunidad de hablar, no podría tener la oportunidad de decir que no.
Pero ahora estaba allí, y ella no quería cancelarlo, y cómo Jeremy iba a dominarse para no
besarla hasta dejarla sin sentido en ese instante, no lo sabía. Buen Dios, había sido lo
suficientemente fuerte para no hacerlo en la sala, con seis personas mirando. Ahora aquí estaba
otra vez con ese maldito traje de terciopelo rojo, y estaban solos. En su dormitorio. Un
entrecortado suspiro escapó de sus labios.
Ella lo oyó.
―Tal vez debería irme. Debes de estar cansado.
―Estoy cansado ―respondió con honestidad. ―Y tienes que irte. Pero antes de hacerlo, tengo
algo para ti.
―¿En serio?―una sonrisa sorprendida cruzó su rostro, y ella se alejó de la puerta.
Jeremy metió la mano en el bolsillo de su abrigo, que colgaba en el respaldo de una silla. Sacó
una pequeña caja de terciopelo y se la tendió. Ella la miró, pero no hizo ningún movimiento para
tomarla de su mano.
―¿Qué es?
―Bueno, abrirla sería una segura manera de averiguarlo ―él le tomó una mano que colgaba en
su costado y la volvió con la palma hacia arriba. Puso la caja en su palma. Ella simplemente la miró,
luego alzó la mirada hacia él con las cejas enarcadas. ―Por piedad, Lucy. No te morderá.
Tomó la caja de su mano y la abrió él mismo.
―Es un anillo de compromiso. Pensé que deberías tener uno ―echó una mirada al reloj de la
chimenea. ―Aunque, teniendo en cuenta que sólo quedan once horas de nuestro compromiso,
ahora parece un poco tonto.
Ella miró el anillo en la caja. Un único, redondeado rubí brillaba como un ascua sobre el
terciopelo negro, flanqueado por destellos de diamantes. Sin embargo, no hizo ademán de
tomarlo. Finalmente, Jeremy arrancó el grueso círculo de oro de su base y arrojó la caja sobre la
mesa. Tomó su mano de nuevo y deslizó el anillo en su dedo.
―Supongo que debería haber elegido una esmeralda para que hiciera juego con tus ojos. Pero
por alguna razón, el color rojo se quedó en mi mente.
Él le soltó la mano. Lucy dio un paso hacia el fuego y levantó el anillo ante su rostro.
Lentamente, movió la mano hacia atrás y adelante, inspeccionando la piedra a la luz del fuego. La
manga carmesí de su bata se agrupó alrededor de su codo desnudo. La sangre de Jeremy se
agrupó en su ingle.
―Si no te gusta, te compraré otro ―dijo.
―¿Otro? ―ella lo miró, los ojos muy abiertos. ―Lo harías, ¿no?
Se encogió de hombros.
―Uno para cada dedo, si lo deseas.
―No necesito ningún otro. Ni siquiera necesitaba éste ―ella sonrió y arqueó una ceja. ―Pero
nunca lo vas alejar de mí ahora ―mirando su mano, movió los dedos de nuevo. ―Nunca he visto
nada tan hermoso.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ni yo, pensó Jeremy. La luz del fuego daba un brillo dorado a las líneas de su perfil y se filtraba a
través de su pelo, espolvoreando un halo rojo rubí sobre sus rizos. Su cuello se curvaba con
elegancia sobre el anillo mientras sus ojos brillaban de puro deleite. Parecía en parte una ladrona
fascinada, parte una Madonna.
Ella lo miró de repente.
―Sophia no Fene un amante.
Jeremy parpadeó.
―¿Qué?
―Eso es lo que vine a decirte ―sus palabras salieron en un torrente de tono alto. ―Esa carta…
todo era mentira. Sólo un producto de su imaginación y demasiado clarete. Nadie la ha
comprometido. Puedo explicarle todo a Henry. No tenemos que casarnos.
Él hizo una pausa.
―Déjame ver si te entiendo. ¿Crees que me ofrecí a casarme contigo para salvar la reputación
de Sophia?
―Bueno, y el compromiso de Toby. Él es tu amigo, ¿no?
Jeremy se estremeció. Incluso ahora, cuando ella estaba comprometida con él, y llevaba su
anillo, odiaba el sonido de ese nombre en sus labios. Pero tal vez le molestaría menos oír el
nombre de Toby, si una vez, sólo una vez, Lucy pronunciara el suyo.
―Nuestra amistad no va tan lejos.
―Oh ―ella miró el anillo de nuevo. ―Entonces, ¿por qué haces esto?
Deliberadamente eludió su pregunta, moviéndose hacia la barra.
―Es como ya he dicho. El nuestro puede no ser el más convencional de los compromisos, pero
me pareció justo que tuvieras un anillo.
―No el anillo. Esto ―dijo, alzando la mirada y haciendo un gesto hacia el espacio entre ellos.
―¿Por qué te vas a casar conmigo?
Suspiró.
―Lucy, no es la reputación de Sophia la que está en peligro. Es la tuya. Después de lo que casi
sucedió en el armario... y lo que estuvo cerca de suceder en el estudio de Henry... tengo un deber
hacia ti como caballero.
―Un deber ―repiFó aturdida.
―Una obligación. De honor.
―Honor ―ella se enderezó. ―Así que sólo estás siendo noble, entonces.
―Sí. O no ―Jeremy puso un vaso sobre la mesa y lo llenó de whisky. Destapó la botella y tomó
el vaso. De repente, Lucy estaba allí, en su hombro. ―He estado actuando de una manera poco
honorable, ése el meollo del asunto. Y siento que tengas que pagar por ello. Pero es la única
manera.
Ella frunció el ceño, quitándole el vaso de su mano y sorbiendo pensativa.
―Pero seguramente no lo es. Lo que casi sucedió en el armario... lo que estuvo cerca de
suceder en el estudio de Henry... Nadie lo sabe, excepto nosotros dos.
―Está lo que sucedió en el huerto. Toby y Sophia lo vieron. Podrían contárselo a Henry.
―¿Y crees que a Henry le importe?

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―Si le importa o no, no interesa. A él debe importarle. Nosotros debemos casarnos. Es lo


correcto por hacer.
Ella no parecía muy convencida.
―Nunca he sido de las que hacen lo correcto.
Jeremy puso otro vaso y destapó la botella de nuevo, rogando para que su mano permaneciera
firme mientras el líquido marrón ambarino se arremolinaba lentamente en el vaso.
―Si quieres saberlo, hay otra razón por la que voy a casarme contigo. Una que no tiene nada
que ver con el deber o el honor.
―¿Y cuál es?
La miró fijamente.
―Lo que casi sucedió en el armario... lo que estuvo cerca de suceder en el estudio de
Henry...―hizo una pausa. ―Yo quiero que suceda.
Un fiero rubor subió desde el cuello de Lucy hasta la punta de sus orejas. Ella se tomó un gran
sorbo de whisky.
―Tú... ―bebió otro sorbo. ―Tú me deseas.
―Sí.
Su mirada se desvió para luego volver a encontrar la de él.
―Tú me deseas a mí.
―Sí ―repiFó Jeremy con impaciencia. ―¿Cuántas veces quieres oírlo? ―no muchas más,
esperaba él. Sólo decir la palabra, verla ruborizarse... Una cruda lujuria se apoderó de su cuerpo
tensando su ingle. Como si su admisión verbal fuera un llamado a sus brazos.
Algo cambió en los ojos de Lucy. Su mirada se agudizó, centrándose en la suya con una
intensidad desconcertante. Ella dejó el whisky, y el vaso se encontró con la madera pulida con el
contundente crujido de una decisión tomada. Su mano se reunió con la suya, donde él todavía
agarraba la botella.
―No quiero oírlo ―dijo ella, su voz cálida e insidiosa como el humo. Sus dedos resbalaron
hasta su muñeca, el toque cálido y suave, casi demasiado ligero para ser real. Como el más dulce
de los sueños. Ella curvó los dedos sobre su antebrazo y tiró suavemente hasta que él soltó la
botella. ―Quiero sentirlo.
Le tomó la mano entre las de ella.
―¿Has notado ―le preguntó tímidamente, volviendo su mano, ―que siempre nos han
interrumpido en los momentos más inoportunos? ―ella comenzó a trazar círculos perezosos
sobre su palma. La ingle de Jeremy palpitaba con cada giro de su pulgar.
―Lucy, no ―las palabras le salieron estranguladas, roncas. Se aclaró la garganta y puso
autoridad en su voz. ―No podemos. No debemos.
―¿Por qué no debemos? Como dijiste, nos vamos a casar en once horas ―una sonrisa pícara se
extendió por su rostro, enmarcada por unos desvergonzados hoyuelos. ―Y entonces nunca tendré
mi oportunidad de ser una descarada seductora. Qué vergüenza sería. He leído un libro y todo.
Ella se llevó su mano a los labios y le besó la punta de cada dedo, uno por uno. Al llegar a su
dedo pulgar, su lengua salió disparada de entre sus labios y revoloteó por la punta.
Jeremy gimió. ¿Qué maldita clase de libro había estado leyendo?

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―Lucy ―dijo sombríamente. Quería que sonara como una advertencia, pero salió más como
una súplica. Arrancó la mano de sus manos y la puso sobre su hombro. ―Estoy tratando de
comportarme de forma honorable. No estamos casados todavía. Estamos en la casa de tu
hermano. No le voy a hacer esto a él. No te voy a hacer esto a ti.
―¿Incluso si yo te lo estoy pidiendo? ―sus ojos verdes brillaron hacia él. La emoción lo inundó
hasta sentirla incómoda en el pecho. ―Estamos a punto de casarnos. Quizás el deber es razón
suficiente para ti. Pero no es suficiente para mí.
El miedo atenazó su corazón. Jeremy le apretó el hombro. Ella no se iba a escapar de él ahora.
―No es sólo por deber. Ya te lo dije varias veces.
―Lo hiciste. Y lo oí. Pero en este momento... ―puso las manos sobre su pecho duro, y él hizo
una mueca de placer. ―Quiero sentirlo.
―Quieres senFrlo ―repiFó lentamente.
―Sí.
Jeremy deslizó las manos a su cintura y la aplastó contra él. Lucy entreabrió sus labios en un
jadeo, y él los cubrió con los suyos. Devoró su boca, empujando profundo con su lengua.
Profundo, para saborear el ácido picor del whisky. Más profundo, para empaparse con la dulzura
debajo. Estaba tan malditamente hambriento de ella. Famélico. Sediento. Se sentía como un
hombre que no había comido en días.
―Ya está ―dijo con brusquedad, sosteniéndola con fuerza contra el borde duro de su erección.
―¿Puedes sentir eso?
Ella asintió.
―Bien ―le soltó la cintura. Sus manos cayeron a los costados. ―Ahora, vete.
Ella negó con la cabeza. Su cara estaba enrojecida y sus ojos, ahumados. Tomó una de sus
manos.
―Ahora siénteme ―dijo, arrastrando la mano por la curva de su pecho.
Jeremy sabía que no debía. Pero el diablo lo llevara, no podía evitarlo. Sus dedos se movían por
su propia voluntad, amasando su pecho suavemente a través de la gruesa felpa de su bata. La
sensación de suave terciopelo deslizándose sobre la carne más suave debajo, lo tenía al borde de
la locura.
Tenía que parar esto, se dijo. Se casarían mañana. Podía esperar una noche más. Iba a hacerlo
de la manera correcta, en el orden correcto. Casarse, luego la cama. Alguna Bestia básica,
primitiva en él, podría haber comenzado esto, pero estaba resuelto a que el caballero en él lo
terminara. Lucy no se merecía menos.
Pero aún sus dedos recorrían el oleaje de carne cubierto de terciopelo. Su agudo grito de
asombro le dijo que había encontrado su pezón. Lo acarició de nuevo, provocando que el círculo
plano de carne se convirtiera en una punta endurecida. Provocando a los restos desmembrados de
su cordura.
Jeremy cerró los ojos, en busca de los jirones de su retención. Maldita sea, nada le hacía esto a
él. En especial, no una mujer. La autodisciplina, la fuerza de voluntad, la determinación, no eran
sólo palabras vacías para él. Eran una forma de vida. Eran la forma en cómo había sobrevivido
mientras su padre vivía y cómo había logrado el éxito después de su muerte. Ellas lo distinguieron
de sus pares licenciosos que se jugaban sus fortunas en los infiernos y en los burdeles de Londres.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ellas le hicieron un codiciado amante de las mujeres que no querían amor. Ellas le hicieron quién
era.
Pero Lucy le hacía olvidar. Ella le hacía olvidarse de sí mismo por completo. Y cuanto más
tiempo permanecía allí, masajeando su suntuosa carne con la mano, frotando los pezones con su
pulgar, escuchando sus suspiros entrecortados, más difícil se le hacía recordar. Si hubiera una sola
razón de por qué no debía llevarla a la cama en ese instante, Jeremy no podía recordarlo.
De repente, ella se apartó. Justo a tiempo. Él recuperó un tenue control sobre los restos de su
fuerza de voluntad. Sintió la necesidad de extender la mano y tirarla de vuelta, pero se contuvo.
Apenas.
Ella lo miraba con los ojos entrecerrados. Sus labios estaban hinchados y rojos oscuros. Giró su
cuello en un sensual movimiento, echando el pelo hacia atrás, sobre los hombros. Llevó las manos
al cinturón de su bata. Se aflojó el nudo.
Oh, Dios. Sabía demasiado bien lo que había debajo de esa bata. Ese camisón virginal de cuello
alto con sus docenas de botones. Había querido arrancarle esa prenda incluso esa noche. Había
soñado con ello más de una vez.
Él debía protestar. Las palabras se le atoraron en la garganta. Se quedó mirando, hipnotizado,
cómo ella desataba su cinturón. Entonces el terciopelo carmesí cayó cual fuego del infierno, y
Jeremy supo que estaba maldito, maldito, maldito. No había camisón virginal de cuello alto. No
había ningún camisón en absoluto.
Sólo Lucy.
Cada parte de él deseaba ir tras ella, pero sus pies estaban atornillados al suelo. Su mandíbula
funcionaba, pero no podía hablar. Si había algún sonido en la habitación, además de los latidos
salvajes de su pulso, no podía oírlo. Ella lo había hechizado por completo. Ella le había dejado
inmóvil, sordo y mudo.
Pero afortunadamente no ciego.
Había dedicado una cantidad excesiva de tiempo durante los últimos dos días imaginando a
Lucy desnuda. Había acumulado una buena cantidad de pruebas para formar esa imagen mental.
Sabía cómo se sentía ella presionada contra él. Había tocado casi cada parte de ella, aunque en la
oscuridad. Pero nada lo había preparado para el espectáculo glorioso de toda ella.
Su cuerpo era como el de ninguna otra mujer que hubiera visto. Y él había visto su buena dosis
de mujeres sin ropa. Pero ya se tratara de damas o cortesanas o actrices, en comparación con
Lucy, todas compartían una suavidad casi indolente. Una fragilidad que de alguna manera sonaba
falsa. Lucy era redondeada en unos lugares y elegante en otros. La luz del fuego delineaba el tono
esculpido de sus hombros y de sus brazos. Sus pechos eran redondos y erguidos; su vientre firme y
plano. Sus caderas flexibles, dulcemente curvadas, se ensanchaban en unos muslos firmes y
vigorosos. Ella era suavidad y fuerza. Poder y misericordia.
Una diosa.
Y luego ella le tendió sus brazos y lo llamó. Y él la oyó. Incluso a través de la espesa niebla del
deseo, la oyó, porque ella habló directamente a su corazón. Sus pies estaban en marcha antes de
que él siquiera hubiera respirado. En un momento, la había arrastrado a sus brazos. Un segundo
después, ambos caían sobre la cama. Y cuando él la colocó sobre el suave nido de almohadas, se lo
susurró de nuevo. La palabra que había estado deseando oír de sus labios durante tanto tiempo se
sentía como siempre. La simple llamada a la que él era incapaz de negarse.
―Jeremy.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1166

Lucy cayó de espaldas sobre la cama, el gran peso de un hombre sobre su pecho y una pesada
carga arrancada de sus hombros.
Gracias a Dios que había funcionado, pensó. No tenía más cartas bajo la manga después de
esto. ¿Había alguna forma de sentirse más desnuda que desnuda? Si la había, ella la había sentido.
Por un largo y terrible momento, había empezado a dudar de que él tuviera siquiera alguna
reacción.
Pero finalmente sí reaccionó, y de la forma más emocionante. Ahora sus labios y su lengua
estaban reaccionando sobre toda ella. Y algo caliente y duro estaba haciendo sus propias
demandas contra su muslo.
Él estaba en todas partes al mismo tiempo. Una mano amasando su pecho, la otra abarcando
su trasero, su boca haciendo cosas indescriptibles al hueco suave debajo de su oreja. Él encajó un
muslo entre sus piernas, y Lucy jadeó ante la sensación de gamuza suave y músculo duro
presionado contra su carne delicada. Él se frotó contra ella. Un placer dulce, doloroso se diseminó
a través de su vientre y hasta las curvadas puntas de sus pies.
―Jeremy ―su nombre caía de sus labios una y otra vez mientras él colocaba una lluvia de
besos calientes sobre su cuello. Era importante para ella decirlo en voz alta, por la misma razón
que había venido a su habitación, puesto la mano de Jeremy sobre el pecho de ella y dejado caer
descaradamente su bata. Así él sabría, así ella sabría, que no era una jugadora pasiva en este giro
de los acontecimientos. Nadie podía obligarla a meterse un dedal en el dedo, y mucho menos un
anillo de compromiso. Lucy pudo no haber tenido una propuesta de matrimonio, pero tenía una
elección.
Y ella lo elegía a él.
―Oh, Jeremy ―suspiró contra su oreja. Estaba acariciando su pezón con el pulgar y arrastrando
los dientes por el lóbulo de su oreja, y todo su cuerpo comenzó a zumbar de deseo.
Le pasó las manos por la espalda, saboreando la sensación de músculo sólido bajo el lino suave.
Luego tomó la tela en un puño y la tiró hacia arriba, desesperada por una mayor cercanía.
Desesperada por sentir el calor suave de su piel contra la suya. Ella había subido su camisa casi
hasta los hombros, cuando de pronto él se apartó. Se sentó sobre los talones, a horcajadas sobre
su pierna.
Las manos de Lucy cayeron para cubrir sus pechos. Lo observó mientras se encargaba de su
camisa, la empujaba sobre su cabeza y la tiraba a un lado.
Dejó que su mirada vagara sobre él. Lentamente. Con avidez. Posesiva. Él era suyo. Todo suyo,
esta noche y en lo sucesivo. Cada contorno de músculos de sus hombros y de su pecho. El vello
oscuro, rizado, que se reducía al llegar a su ombligo, y luego se perdía aún más bajo. Y la
prominencia fascinante y pulsante, en la parte delantera de sus pantalones. Lucy estaba muy
tentada de quedarse mirando. Con algo de esfuerzo, obligó a su mirada a volver a su rostro,
enmarcado de cabello negro y rizado y anclado por unos ojos azul claro, ahora oscurecidos de
deseo.
Oscurecidos, y concentrados en sus manos. O por ahí. A Lucy le tomó un momento darse
cuenta de que probablemente no era la visión de sus manos lo que lo tenía cautivado, sino más
bien lo que se alzaba debajo. Dejó deslizar lentamente las palmas de su manos a los costados,
revelando sus pechos.

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Él contuvo la respiración.
Sus pezones se endurecieron bajo su mirada, se tensaron, las puntas doloridas, extendiéndose
hacia él, rogando por sus manos, su boca, su lengua. Si no dejaba de mirar y empezaba a tocarla
pronto, Lucy estaba segura de que se volvería loca.
Levantó la mano hacia él, deslizando las palmas por los troncos gruesos de sus brazos y dejando
que sus dedos revolotearan como plumas sobre su pecho. Él gimió y se inclinó sobre ella,
enjaulándola entre sus codos. Lucy jadeó ante el repentino calor que la envolvió. Rodeó el cuello
de él con sus manos, atrayendo sus labios hacia los de ella.
De repente, él se resistió.
―No me he bañado.
Su expresión era tan adorablemente seria, que tuvo que reír.
―No me importa ―acercó su rostro al de él, y frotó su suave mejilla contra su mandíbula. Una
barba áspera e incipiente raspó su piel. Acarició su oído con un beso de boca abierta. ―De
hecho―susurró, lamiendo su oreja, ―me gusta.
Ella respiró hondo, empapándose de su olor. El olor que había estado anhelando durante dos
días interminables. Ese aroma embriagador de cuero de silla de montar y de whisky y de viento
nocturno atravesando ramas de pino. Hundió la cara en su cuello, pasó la lengua por el rígido
tendón que se encontraba ahí. Sabía a sal y a almizcle. Luego besó el camino de regreso hasta su
garganta, bendiciendo al mundo por tener la fortuna de un hombre sin lavar. De tener este
hombre, que había cabalgado en la oscuridad para llegar a ella, trayéndole joyas y viento y el
sudor de su cuerpo.
Lo sintió tragar y tensarse cuando ella le acarició la garganta. Ella dejó caer la cabeza sobre la
cama. La miró de una forma feroz, casi salvaje.
―Lucy ―dijo su nombre como si se lo hubiera arrancado del pecho, como una amenaza, o una
plegaria. Luego se dejó caer sobre ella, inmovilizándola bajo su peso, y se dio cuenta demasiado
tarde de lo que había sido en realidad.
Una advertencia.
Él le quitó el aliento. Literalmente. Su torso aplastó el de ella, aplanando sus pechos doloridos y
extrayendo el aire de sus pulmones. Su lengua llenó su boca, empujando y exigiendo, y hasta
robando su jadeo sorprendido. Entonces sus caderas martillaron las de ella, introduciéndose entre
sus piernas, anidándose en la cuna de sus muslos, y ella se olvidó de toda idea de respirar. Se
olvidó de todo.
Frotó sus caderas contra ella, gruñendo en lo profundo de su garganta. La suave piel de ante
incitaba la cara interna de sus muslos. Un sólido calor latía contra la hendidura de sus piernas. Se
frotó de nuevo, y el placer la recorrió, zahiriéndola. Una dicha aguda y cortante.
De repente, él abandonó su boca y se alzó en un codo.
―Lucy... ―tragó con dificultad entre respiraciones jadeantes ―¿Entiendes lo que va a pasar?
¿Alguien te lo ha explicado?
Lucy se echó a reír.
―Por supuesto. El libro lo explica todo.
Su voz se profundizó.
―¿Todo?

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Entre la nota de delicioso peligro en su voz y la forma en que sus propios lugares íntimos
pulsaban alrededor de cada sílaba, ella comenzó a preguntarse si el libro Las Memorias de una
Lechera Licenciosa no había sido un poco vago. Pero independientemente de los detalles, sabía
que tenía una sólida comprensión de los conceptos básicos.
―Jeremy, esto es una granja. Durante años he ayudado a Henry a criar perros de caza.
Entiendo cómo se lleva a cabo el apareamiento.
Ahora le tocó el turno a él de reírse.
―Sí, bueno, es un poco diferente entre un hombre y una mujer.
―¿Por qué se hace cara a cara?
Él sonrió ligeramente. De una manera bastante maliciosa, pensó ella.
―Por lo general.
Antes de que Lucy tuviera alguna posibilidad de envolver su mente con esa casual declaración,
él continuó:
―No es el acto mismo lo que es tan diferente. Es más lo que sucede previamente.
―¿Previamente?
Jeremy besó su cuello, su lengua retozando en el hueco de la base de su garganta.
―Necesito hacer que estés lista para mí ―murmuró.
―Creo que... ―Su voz se perdió cuando él mordió ligeramente su hombro. ―Creo que estoy
lista ―estaba completamente desnuda, en su cama, bajo él. ¿Cuánto más lista iba a estar? Ella
enganchó sus piernas alrededor de las suyas. ―Estoy lista.
Una risa ahogada contra su cuello fue la única respuesta. Luego, él se dejó caer más bajo,
arrastrando su boca hasta su seno, y Lucy no estaba dispuesta a interrumpirlo.
Por favor, se oyó a sí misma suspirar. Sus dedos se deslizaron hasta su pelo, enredándolos y
girándolos entre sus mechones negros y espesos.
Se llevó su pezón a la boca, y el placer se disparó a través de ella. Su lengua circundó la tensa
cresta de carne, revoloteando sobre la punta. Lucy se arqueó contra él, su agarre apretándose en
su pelo. Él frunció los labios a su alrededor y tiró, arrancándole un grito desde lo más profundo de
su pecho. Succionó con avidez, provocando y jugando con su lengua sin piedad, hasta que ella se
retorció bajo él, contra él. Y justo cuando ella empezaba a creer que nunca se detendría, y ella
empezaba a creer que no le importaría, él soltó su pezón.
Besó su camino lentamente a través del valle tierno de su pecho.
Dejó que su lengua subiera la pendiente de su otro seno, a su punta endurecida y adolorida.
Y lo hizo una y otra vez.
Lucy se dio por vencida. Dejó de luchar contra el placer. Éste perdió sus aristas y se volvió
líquido, y ella simplemente lo dejó fluir. Dejó que nadara a través de ella en corrientes sinuosas y
curvadas. Lo sintió arremolinarse entre sus dedos y bajar hasta las puntas de sus pies y subir hasta
las puntas de sus orejas. Se estremeció cuando lo sintió caer más rápido, tomar impulso, y
apresurarse a regresar al pozo entre sus muslos. Apenas se oía a sí misma murmurar palabras. Tal
vez el nombre de él. Tal vez el de ella misma. No tenía ni idea.
Pero cuando abandonó su seno y empezó a besar un camino serpenteante hasta su vientre, ella
se quedó en silencio. Flotó con él, su conciencia flotando balo el placer ondulante de su beso. Él se
hundió entre sus muslos, la anchura de sus hombros abriéndolos más. Su aliento le hacía

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cosquillas en sus rizos suaves y en la carne tierna que resguardaban. Sintió que sus dedos la
apartaban suavemente. Y entonces la dicha caliente y atrapante de su lengua.
Oh, Dios.
Oh, Dios; oh, Dios; oh, Dios. El libro definitivamente no había mencionado esto. Esto, lo hubiera
recordado. Esto, lo hubiera subrayado. Su lengua se movió parpadeante contra ella, y Lucy gritó.
Bastante fuerte.
Él se alzó sobre un codo.
―Lucy, silencio. Alguien podría escuchar.
Ella asintió y él se inclinó para saborearla una vez más. Su lengua bailó sobre su carne tierna, y
el placer la atravesó oscilando en una gran ola brillante. Volvió a gritar. Más fuerte.
Ella puso una mano sobre su boca.
―No puedo evitarlo ―susurró cuando él se levantó de nuevo. ―Tú tienes la culpa, sabes ―él
tenía sus dedos sobre ella ahora, acariciándola. Pasó el pulgar sobre ese lugar insoportable y
centelleante en círculos pequeños y nefastos. Su cabeza rodó de nuevo sobre la almohada. ―Oh,
Dios.
―¿Debería detenerme? ―le preguntó, deslizando un dedo dentro de ella.
―Dios, no ―su dedo se sumergió más profundo, moviéndose lentamente adentro y afuera.
Lucy gimió contra el dorso de su mano.
Luego él estuvo a su lado, recorriendo con besos el camino de regreso a su cuerpo,
extendiéndose a su lado. El duro calor palpitando contra su cadera. Su lengua apareció dentro de
su oído. Frotó la palma de su mano contra ella mientras su dedo se movía adentro y afuera y
adentro y afuera, y Lucy... Lucy estaba lista. Lista, dispuesta, deseosa y preparada. La anticipación
líquida, caliente, corría por sus venas. Ella se estaba hundiendo a través de lo oscuro y salvaje y
húmedo y caliente, y estaba lista, lista, lista. Lista para que algo sucediera. Lista para que nunca
terminara. Nunca, nunca, nunca, nunca terminara.
La sacudieron olas de placer. Inundándola, llenándola. Obligando a salir a todo lo demás. Su
mano cayó lejos de su boca, y un grito impotente surgió desde lo profundo de su vientre,
desgarrando su garganta. Él aplastó sus labios sobre los de ella, tragándose su grito. Alegría,
confusión, frustración, miedo, ella los vertió todos en un grito largo y extático contra su boca. Y él
tomó todo. Tomó todo lo que ella le dio, bebiéndoselo, sondeando profundo con su lengua para
no dejar nada detrás.
La acarició suavemente mientras flotaba de vuelta hacia abajo. De vuelta hacia sí misma.
Oh, Dios.
Su cuerpo se sentía maravillosamente lánguido, pero pronto unas preguntas inquietas agitaron
su mente. ¿Cómo él podía conocer su cuerpo tan bien, agitar con tanta facilidad sensaciones que
le había tomado dieciséis años descubrir por su cuenta? ¿Unas que nunca había descubierto en
absoluto? ¿Cómo iba a poder descubrir los secretos de él para dejarlo listo? ¿Y esto de verdad fue
sólo una preparación? ¿Qué placer venía después?
Tantas preguntas, y le faltaban las palabras para siquiera expresarlas. Cuando por fin ella pudo
fiarse de su voz nuevamente, intentó hablar.
―¿Jeremy?
―¿Sí?

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―¿Cómo se llama, eso... eso que me acaba de suceder?


Él hizo una pausa.
―Bueno, hay varias formas de llamarlo.
―¿Sólo varias? ―se maravilló Lucy. ―Yo pensaría que habría cientos. Miles podrían no ser
suficientes.
Él le mordió la oreja juguetonamente.
―¿Qué? ¿No había unas pocas en tu libro?
Lucy palmeó su hombro.
―Pensé que habíamos discutido las limitaciones de aprender de un libro ―él seguía
mordisqueando el lóbulo de su oreja. Ella suspiró y pasó la mano por los fuertes músculos de su
brazo. ―¿Y puede pasarte a ti?
Ella sentía el palpitar de su excitación en sus pantalones, empujando contra la curva de su
cadera.
―Sí ―murmuró él contra su cuello.
―Pero no... todavía.
―No.
―Entonces, ¿por qué sólo te quedas así? ―lo apartó levemente para mirarlo a los ojos.
―¿Cómo puedes soportarlo?
Una risa ahogada se arrancó de su pecho mientras se ponía de rodillas.
―Con gran esfuerzo.
Ella rodó sobre un costado y tomó el cierre de sus pantalones. Su mano rozó el bulto duro y
tenso del frente, que saltó. Lucy estaba fascinada. Ella se alzó sobre un codo, soltando los botones
con la otra mano. Finalmente, él le quitó la tarea, liberando los últimos botones, bajando la tela
sobre sus caderas. Dejando su mano libre para explorar.
Y lo que ella descubrió, nunca lo habría imaginado. La dureza y la fuerza, sí. Él era duro y fuerte,
en general. Pero esa delicada suavidad, no la podría haber soñado nunca. Terciopelo suave,
ligeramente rugoso. Como la oreja de un gatito. Dejó que su palma se deslizara por encima de su
longitud. Él se apartó bruscamente de su mano, y ella curvó sus dedos alrededor de él, apretando.
Así no podría escapar.
Él exhaló con fuerza. Un sonido áspero y débilmente peligroso.
―Lucy, no tenemos que hacer esto. Podemos esperar ―cerró los ojos un instante, entonces los
abrió otra vez. ―Yo puedo esperar.
―¿Para qué? ―lo acarició de nuevo, y él hizo un gruñido sordo desde el fondo de su garganta.
―Me deseas, ¿no?
Evitando su mano, se quitó de una patada los pantalones y se acostó de lado, frente a ella.
Encontró sus ojos, fijando en ella una mirada tan profunda, tan intensa, que todo el cuerpo de
Lucy se sintió vivo y hormigueante. El estrecho espacio entre sus cuerpos crepitaba de
electricidad, y cuando la mano de Jeremy salió disparada para abarcar su rostro, la descarga envió
chispas hasta las plantas de sus pies.
―Dios, Lucy ―dijo con rudeza. ―No puedes saber cómo te he deseado.

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―¿No puedo? ―se deslizó más cerca de él, hasta que sus pezones sólo le rozaron el
pecho―Dime―le susurró, deslizando la mano por su espalda musculosa y sobre la tensa curva de
sus nalgas.
Se estremeció cuando ella apretó suavemente.
―No hay suficientes palabras ―su mano callosa se deslizó hasta tomar su pelo en un puño.
Hizo inclinarse hacia atrás la cabeza de ella para poder dejarle una huella de besos a lo largo de su
cuello. ―Necesitaría más que varias ―murmuró, su lengua tejiendo un perverso camino
descendente. ―Miles podrían no ser suficientes.
―Entonces muéstrame ―Lucy enganchó la pierna por sobre la de él, aumentó la fuerza de su
agarre sobre su trasero, y rodó sobre su espalda, tirándolo con ella. Él se colocó entre sus piernas,
presionando el calor duro y pulsante contra su montículo. El placer hizo eco a través de ella
mientras se arqueaba contra él, y sus gemidos se mezclaron en un beso urgente.
Jeremy apoyó su frente contra la de ella.
―Lucy, no puedo ―su aliento se precipitaba sobre su rostro, caliente y denso, como el vapor.
Él tragó con fuerza. Ella lo podía sentir allí, presionando contra su entrada. Listo para hacerla suya.
―No hay vuelta atrás desde aquí ―dijo, con voz tensa. ―Si no es... si no estás... ―empujó más
cerca aún, deslizándose un poco en su interior. Le dolía alrededor de él. Sufría por él. Jeremy
apretó los dientes. ―Sólo recházame.
Ella deslizó sus manos hasta sus caderas y tiró.
―Nunca.
Y entonces él estaba dentro de ella, rápido y repentino y fuerte. Llenándola, estirándola.
Se quedó allí, inmóvil, encima de ella. Dentro de ella. Su pecho duro moviéndose
trabajosamente sobre el suyo, mientras cada uno luchaba por respirar.
―¿Te duele? ―preguntó.
Ella negó con la cabeza.
―¿Debería?
―Yo... no sé.
Esta admisión le provocó a Lucy un poco de pánico.
―¿Qué quieres decir con que no sabes?―preguntó ella, empujando sus hombros hasta que él
se levantó para mirarla a los ojos ―¡Dijiste que eras un libertino! No me digas que esta es la
primera vez que tú has…
―Por supuesto que no ―Jeremy apretó los dientes. ―Pero nunca antes me he acostado con
una virgen. Y tengo entendido que es doloroso ―Lucy lo miró con curiosidad. ―Para la mujer
―aclaró.
―Oh ―Lucy cerró los ojos y se quedó en silencio, evaluando. Diferenciando la miríada de
sensaciones abrumadoras para juzgar si alguna calificaba como dolor. Como si se sintieran objeto
de investigación, sus músculos íntimos se tensaron alrededor de él. Jeremy gimió.
―No me duele ―dijo. ―Siento...
Él dio un respiro entrecortado.
―Sientes, ¿qué?
―Eso es todo―abrió los ojos. ―Siento ―ella desenroscó sus dedos de sus brazos y los recorrió,
rozándolos, hasta subir a su cuello. ―Te siento.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Se movió suavemente, ondulando sus caderas contra ella. Un placer exquisito inundó su
cuerpo. Sí, ella lo sentía. Y él se sentía como el cielo.
Se retiró un poco y la penetró de nuevo, esta vez más profundo. En el corazón mismo de ella. Se
aferró a su cuello y le gritó al oído.
Todo su cuerpo se puso rígido, y Lucy se preguntó por un momento si ella había hecho algo mal.
Entonces Jeremy la miró, su mirada escrutadora y ansiosa, y una punzada de emoción sobrecogió
el pecho de Lucy. A él le dolía, se dio cuenta. Le dolía pensar que la había lastimado.
―No hay dolor ―le aseguró entre respiraciones jadeantes. ―Sólo tú.
La abrazó con fuerza, con ternura, mientras que su cuerpo aprendía a adaptarse al de él.
Apoyando su frente contra la de ella, Jeremy la besó ligeramente en la mejilla. Y cuando él se
retiró con suavidad y empujó de nuevo, Lucy cerró los labios en un grito, sellándolo en un gemido.
Una y otra vez, él embistió en su interior. Ella hundió la cara en su hombro y sintió al dulce dolor
edificándose una vez más.
Él se movió más rápido y más fuerte, y ella comenzó a moverse con él, arqueándose con cada
golpe, jadeando de placer. Sus dedos se hundieron en sus hombros. Ella oyó un gran gemido.
Probablemente suyo, pero Jeremy no le hizo ningún reproche. Los dos estaban más allá de
importarles que los oyeran. Sentía que empezaba de nuevo: esa maravillosa avalancha de placer
resurgiendo desde lo más profundo de ella. Resurgiendo desde él, con su respiración volviéndose
áspera y sus empujes, más rudos. Hasta que se rompió el dique y la avalancha se la llevó y se
ahogaron juntos en el éxtasis.
Él se derrumbó sobre ella, hundiéndola en la cama con su peso. Flotaron allí juntos,
simplemente respirando. Y Lucy trató de recoger los pedazos de su cuerpo, como las ramas
esparcidas después de una tormenta. Una pierna se encontraba enroscada alrededor de la de él.
Un par de dedos los localizó enredados en su cabello.
Y justo cuando ella empezaba a creer que se encontraba entera todavía allí, aunque algo
reacomodada, empezó otra avalancha. Ésta no partía desde su vientre, o desde él. Comenzaba en
su corazón. Un diluvio de emoción extraño y poderoso que arrasaba y llenaba cada centímetro de
su cuerpo, hasta que se estremeció con la terrible tarea de contenerlo. Y no se detenía. Sólo
seguía llegando. No había tregua. Fluía en grandes ríos hasta sus miembros y golpeaba en oleadas
a su centro aún tembloroso. Hinchó sus labios y retumbó en sus oídos y brotó en sus ojos. Era
demasiado para abarcar, imposible de contener con un dique.
Finalmente, se desbordó en su alma.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1177

―Oh, ¡Te odio!


Sophia se inclinó sobre anillo de compromiso de Lucy, con una expresión de fascinada envidia.
―Simplemente Fenes que estar un paso delante de mí, ¿no? ―preguntó ella, arrojando la
mano de Lucy.
Lucy se quedó sentada en el tocador, viendo el reflejo de Sophia a través del espejo
moviéndose de un lado para otro. Por encima de ella, la doncella de Sophia murmuraba violentas
amenazas con una boca llena de horquillas. Los rizos de Lucy, como sus pensamientos, eran
particularmente rebeldes esta mañana. La diminuta doncella francesa no se desanimó. Atacó con
determinación gala, tirando y girando los mechones castaños en un elaborado peinado en espiral
para la boda.
La boda. El cuero cabelludo de Lucy se erizó ante la idea. Su boda.
―En primer lugar ―Sophia enumeró con los dedos, ―estás muy por delante de mí en besos.
Luego me comprometo en el jardín, de una manera perfectamente escandalosa. Uno podría
pensar que tendría la ventaja allí al menos por una hora entera, pero no. Diez minutos más tarde,
tú te comprometes en el jardín. Estás a punto de casarte antes de que mi padre incluso dé su
consentimiento. Y ahora te me adelantas con el anillo. No tendré el mío hasta que Toby puede
traerlo de Surrey. Y aun así, no será ni la mitad de hermoso.
Lucy sonrió ante la diatriba mohína de su amiga.
―¿Te debo recordar ―preguntó, ―que no estaría comprometida o estar por casarme o usando
un anillo de compromiso, si tú no hubieras inventado esa ridícula carta?
―Fue tu idea ―Sophia se detuvo en la ventana y se apoyó contra el vidrio en una postura
petulante. ―Y no suenes tan fasFdiada. Te hice un gran favor ―jugó con la borla de las cortinas
color ámbar. ―Eres asquerosamente feliz, no pretendas dar a entender otra cosa.
―Muy bien ―dijo Lucy. ―No lo haré ―recogió uno de los pendientes de ópalo de su madre del
tocador y le sonrió a su reflejo mientras lo aseguraba en el lugar, recordando la deliciosa sensación
de los dientes de Jeremy mordiendo su oreja. Sus pezones se endurecieron al instante,
presionando contra la seda marfil de su corpiño.
¿En realidad habían pasado sólo unas pocas horas desde que había dejado su cama? Ya se
sentían semanas. Dios, lo echaba de menos. Era incluso peor de lo que había sido la noche
anterior, después de dos días interminables. Sólo de pensar en él, sentía un dolor sordo ciñendo su
pecho. Y una honda calidez encenderse entre sus muslos. Tentadores recuerdos fugaces pasaron
por su mente, como los destellos de la luz del fuego en la oscuridad. Su mano sobre su pecho. Su
lengua en su oído.
―Basta con mirarte ―dijo Sophia. ―Eres tan feliz, que tienes un rubor rosa brillante. Si no lo
supiera, pensaría que tienes fiebre.
Lucy hizo una mueca y se llevó la mano a la frente en agonía fingida.
―Y ―conFnuó Sophia, atravesando la habitación para quedarse de pie detrás de ella. ―Que el
Señor nos ayude a todos, debe ser contagioso ―sostuvo la mirada de Lucy a través de sus reflejos
en el espejo. Una sonrisa reacia se extendió por su rostro. ―Incluso estoy feliz por ti.
La doncella clavó la última horquilla en el peinado alto de Lucy. Ésta se puso de pie y giró
lentamente para la evaluación de Sophia.

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―Te ves encantadora ―dijo Sophia, retrocediendo para juzgar el efecto. ―El marfil se adecúa a
tu tono de piel de una hermosa manera. Y te queda como un sueño. Nadie podría decir que el
vestido se rehízo.
Lucy fue al espejo de cuerpo entero y contempló su imagen reflejada. La seda color marfil se le
pegaba al cuerpo como una segunda piel, el escote del corpiño revelaba más que una insinuación
de la hendidura. La falda caía de una cintura imperio, rozando la curva de sus caderas antes de
plegarse en una suave columna hasta el suelo. Los ópalos colgaban de sus orejas, y joyas brillaban
en sus dedos. Su cabello estaba apilado y enrollado en un estilo griego clásico y ribeteado con una
cinta de seda. Los mechones que le colgaban sueltos no eran caprichosos rezagados, sino rizos
cuidadosamente diseñados para atraer la vista hacia la delicada pendiente de su cuello.
―Sólo piensa ―dijo Sophia. ―En pocas horas, serás una condesa.
Lucy vio palidecer a su reflejo. Una condesa. ¿Ella? Las palabras "Lucy" y "condesa" no parecían
pertenecer a la misma oración. Apenas parecían pertenecer a la misma habitación.
Repentinamente, Lucy se dio cuenta de que ella ni siquiera había conocido a una verdadera
condesa. ¿Cómo demonios podría convertirse en una? Su corazón empezó a latir con fuerza contra
su corsé, y ella sintió el impulso de correr a su armario y esconderse.
Pero no podía esconderse de él allí.
Se tranquilizó y respiró hondo, escrutando su imagen de nuevo. Los mismos firmes ojos verdes
miraban desde un rostro en forma de corazón, enmarcados por pómulos prominentes abajo y
cejas oscuras arriba. Tenía la piel de oliva sonrojada, y cuando sonreía, sus dientes brillaban en
una línea recta. Todavía estaba Lucy después de todo.
E incluso con los pendientes de su madre y un vestido prestado, se sintió, por primera vez en su
vida, como si la belleza le perteneciera. Dejó de preocuparse de que se pudiera tambalear con las
zapatillas de tacón o tropezarse con esa pesada falda, forrada de raso. Su centro de gravedad se
había desplazado de alguna manera. Su marco de marimacho seguía firme bajo la seda, pero más
fuerte que ayer. Apuntalado con besos y reforzado por la pasión. Lo suficientemente fuerte como
para llevar la carga formidable de la elegancia.
Todavía la aterrorizaba, esta idea de convertirse en una condesa. Pero Lucy pensó que podría
ser capaz de manejarlo, siempre y cuando fuera la condesa de él.
―Es como si ese vesFdo se hubiera diseñado para ti ―dijo Sophia.
―Soy afortunada de que las proporciones de Marianne sean tan similares a las mías.
―Eres afortunada en general ―la voz de Sophia se volvió nostálgica.
Lucy contempló a su amiga, sintiendo una leve punzada de culpabilidad. Todos en Waltham
Manor habían pasado los últimos dos días preparándose para esta ceremonia improvisada.
Cualquier celebración del compromiso de Sophia se había perdido en el ajetreo de los
preparativos de la boda. Y había estado tan absorta en sus pensamientos, que Lucy apenas había
hablado con su amiga. Su última y verdadera conversación había tenido lugar con una botella de
muy buen clarete.
―¿No eres feliz, también? ―preguntó Lucy.
La boca de Sophia se curvó.
―Espero serlo.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Desde luego, tuviste tu momento de pasión, ¿no? ―Lucy arqueó una ceja y agarró la muñeca
de Sophia juguetonamente. ―La pasión a torso desnudo, nada menos. Incluso Gervais estaría en
apuros para superar eso.
Sophia se mordió los labios y sonrió.
―Oh, sí. Un momento de pasión, realmente ―sacó la muñeca de las manos de Lucy y envolvió
sus brazos alrededor de su pecho. Frunció el ceño. ―Es sólo que...
Lucy esperó un buen rato antes de preguntar:
―¿Qué?
―Toby me adora. Hasta me idolatra. No deja de hablar al respecto.
―¿Y eso es malo?
―Lo sé, lo sé. Parece ridículo quejarme de ser objeto de una devoción tan ardiente ―se acercó
a la cama y se sentó en el borde. ―Y supongo que no me importa oír que soy hermosa. Pero
cuando empieza a componer odas a mi pureza y perfección, ni siquiera reconozco a la mujer que
está describiendo. No estoy del toda segura que soy yo. Si en verdad él supiera como soy, por
dentro... ―le dirigió a Lucy una sonrisa irónica. ―La belleza no es más profunda que un reflejo.
Lucy se levantó de la mesa de tocador y caminó con cuidado para sentarse junto a Sophia en la
cama. La seda color marfil rodeándola como una nube.
―Pero eso es lo maravilloso, ¿no te parece? Que él vea cualidades en lo profundo de ti, ocultas,
cosas hermosas que no sabías que estaban allí.
Como la pasión, pensó. Y la ternura. La gracia de llevar sedas y joyas. Y ese placer
perfectamente maravilloso que él le había mostrado la noche anterior. El que le había dado en
tres diferentes ocasiones, y por el que lo había provocado con tres nombres diferentes, uno de
ellos incluso en francés. Ahora, esos eran el tipo de ejercicios de vocabulario que una chica podría
disfrutar. Tal vez podría ser una mujer educada todavía. Suspiró lánguidamente.
Sophia agrandó los ojos mientras estudiaba el rostro de Lucy.
―Maldición, Lucy Waltham ―dijo con una mirada de complicidad. ―Ya vamos otra vez. Ahora
estás irremediablemente por delante de mí.
Lucy inclinó la mirada hacia el suelo. Un rubor caliente cubrió sus mejillas y su pecho. Por
supuesto Sophia lo sabría con sólo mirarla. ¿No lo sabrían todos? Con su primera unión podría
haber compuesto el rostro para disimular, pero ¿con la segunda? ¡Oh, cielo dulce, la segunda vez!
Realmente, sería un milagro si toda la casa no hubiera escuchado la segunda vez.
Lucy se mordió la uña del pulgar, avergonzada.
―¿Es tan obvio?
―¡Por supuesto que lo es! Está escrito en tu cara ―Sophia clavó un dedo en el brazo de Lucy.
―Tú ―acusó, ―estás verdaderamente enamorada.
―Oh ―la mano de Lucy cayó en su regazo. ―Ah, eso.
¿Enamorada? ¿De Jeremy?
―No trates de negarlo ―dijo Sophia. ―Eres una mentirosa terrible. Recuérdame que algún día
te dé lecciones sobre el engaño, Lucy. Es un logro mucho más útil que el bordado.
Lucy no tenía ningún deseo de negarlo. Ella había tenido toda la intención de pronto
enamorarse perdidamente de él. Había estado simplemente esperando un momento libre para

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decidirse a hacerlo. De la misma manera que había decidido sobre Toby. Concentraría su mente y
su voluntad en la tarea de amar a su marido. Más allá de razones, más allá de argumentos.
Pero no se había concentrado en esto. Su voluntad ni siquiera había sido consultada. Sea lo que
fuera lo que estaba sintiendo, provenía de alguna capa fundamental de su ser. Por debajo de las
razones, por debajo de los argumentos. Le amaba de la misma manera que sus pulmones tomaban
aire, o su corazón latía en su pecho. Y de hecho, ahora que Lucy era consciente de ello, cada
respiración y latido de su corazón resonaba con esa verdad elemental.
Yo amo a Jeremy.
Todo su cuerpo se sonrojó con una conciencia vertiginosa. Lucy se preguntó qué parte de ella lo
había sabido primero. ¿Su mano, cuando él la había besado aquella noche en el jardín? ¿Sus
brazos, cuando ella lo había tirado dentro del armario? ¿Sus labios, tal vez, cuando él la había
besado bajo el peral? ¿O tal vez hasta sus pies, cuando la habían dirigido a su puerta esa noche y
no a la de Toby?
Inclinó la cabeza y sonrió, flexionando los dedos dentro de sus zapatillas. Pies inteligentes,
inteligentes.
Sophia sorbió por la nariz. Lucy levantó la vista para ver los ojos de su amiga llenos de lágrimas.
―Oh, no es nada ―dijo Sophia, sacudiendo la cabeza. Levantó la vista hacia el techo y presionó
un nudillo contra la esquina de un ojo. ―Sólo que siempre lloro en las bodas. ¿Tú no?
―No ―respondió Lucy con sinceridad. ―Pero es que yo no lloro. Nunca.
Sophia sorbió otra vez y enderezó los hombros.
―Bueno, entonces ―dijo ella, animándose. ―Me alegro de no haberte comprado pañuelos
como regalo de bodas ―se levantó y cogió un paquete envuelto en papel. ―Te va a encantar esto
―su sonrisa se amplió cuando ella desató el cordel anudado. Quitó el papel y desplegó el
contenido en una espectacular cascada de seda escarlata. ―Se hizo para Kitty antes de su boda,
pero ella pensó que era de mal gusto y vulgar. Digno de una ramera, dijo ―Sophia pendió en el
aire un negligé rojo fuego. ―Yo, por supuesto, lo encontré perfecto ―apretó un trozo del camisón
sobre su cuerpo y posó ante el espejo. El escote caía de manera dramática, y un costado tenía una
partidura que subía casi hasta la cadera. Los tirantes delgados eran sólo unos encajes negros y
ribeteaban todo el ruedo de la escandalosa prenda. ―Hay una bata a juego, también.
Extasiada, Lucy se acercó para tocar la tela brillante. Se deslizaba sobre sus dedos como el agua.
―Pobre Felix, ¿eh? ―Sophia enarcó una ceja y bajó la voz. ―Y la suerte de Lord Kendall. Él te lo
va a desgarrar, lo sé. Y cuando te vea después, quiero escuchar todos los emocionantes detalles.
Lucy se echó a reír. Ella echaría de menos el elegante estilo de las locuras de Sophia.
―Sabes, tengo un regalo para ti, también.
―¿En serio?
Lucy fue a su cómoda. Abrió un cajón, echó a un lado una gran maraña de medias, y levantó el
doble fondo para revelar el escondite debajo.
―Vas a amar esto ―dijo ella, mirando a Sophia con una destellante sonrisa socarrona mientras
retiraba cuidadosamente su premio. ―Es un libro.

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―¿La vas a llevar a Corbinsdale, entonces? ―Henry apoyó una bota en su escritorio y se
recostó en la silla. Hojeó los documentos que el abogado de Jeremy había preparado.
Jeremy asintió.
―Hasta que comience la temporada.
―Lucy preferirá el campo de todas formas. Ella no va con ninguna dote, pero al menos no te
costará mucho. No tendrás que gastar grandes sumas de dinero en joyas o vestidos ―se rió entre
dientes. ―No puedo imaginarme a Lucy pavoneándose en un salón de baile.
Jeremy ajustó el puño de su camisa.
―Tal vez podrías, si alguna vez le hubieras permitido asistir a un baile.
Henry le lanzó una mirada por encima del fajo de papeles. Reanudó la lectura en silencio.
Mientras Henry leía, Jeremy se concentró en la tarea de vestir a Lucy para su primer baile.
Parecía una ocupación más segura que lo que había estado haciendo durante la última media
hora, imaginándose a Lucy desnuda. Había tenido su cuerpo desnudo durante la mayor parte de la
noche, y sólo unos cuantos documentos y un vicario se interponían entre él y el placer de la
desnudez de Lucy durante la mayor parte de su vida. Uno podría pensar que sería capaz de frenar
sus pensamientos y su excitación durante la hora que faltaba. Uno estaría equivocado. Y el hecho
de que enfrentara a Henry en su escritorio, el mismo escritorio de nogal que él y Lucy estuvieron
muy cerca de pulir hace tres noches, no ayudaba a las cosas.
Cerró los ojos un instante. No había un lugar seguro donde dejar que su mirada se posara. Los
suaves rollos de pergamino le recordaban su piel. Una mirada a la correspondencia, con su sello
redondo, rojo, irregular y los pulgares le picaban por la sensación de sus pezones. Y el cuadro de la
pluma sumergida en el tintero llevaba a su mente a lugares que eran claramente obscenos.
Ninguna mujer le había hecho esto a él. Jeremy había conocido la lujuria. Él había sabido lo que
era desear. Había conocido el dulce alivio del deseo frustrado por fin satisfecho. Y en seguida,
había conocido la languidez inevitable. El aburrimiento. La perezosa satisfacción que duraba días o
semanas, hasta que una nueva conquista agitaba su sangre.
Bueno, él había deseado a Lucy. La había deseado con una necesidad febril más allá de lo que
hubiera experimentado nunca. Y ahora, había conocido el gozo sublime de su cuerpo. Dos veces.
Se había deleitado con la dulce música de sus gritos de amor mientras la hacía correrse. Tres
veces. Ella no se había reprimido en absoluto, no le había mostrado ningún miedo. Sólo una pasión
inocente y una confianza inquebrantable que hizo que su corazón le doliera ante esta bella
misericordia. Tenía la intención de ser gentil, y lo había conseguido, algo, la primera vez. Pero la
segunda... Dios Santo, la segunda vez. Su respuesta apasionada y sus gritos agudos, lo habían
despojado de toda gentileza y se había clavado en su vaina apretada y resbaladiza una y otra vez,
hasta que se perdió por completo.
Y él estaba cualquier cosa, menos satisfecho. En cuanto a languidez o aburrimiento, Jeremy
sospechaba que esas dos palabras se eliminarían definitivamente de su vocabulario. Después de
que ella había dejado su cama, se había situado en esa ropa de cama, donde su calidez y su dulce
aroma aún permanecían, y él había soñado con su color brillante y luminoso. Se había despertado
duro y adolorido por ella, como si nunca hubieran hecho el amor. Había probado cada centímetro
suyo, pero sólo estaba más hambriento. Jeremy dudaba de que alguna vez se cansaría de ella.
Pero a partir de, miró su reloj de bolsillo, unos cuarenta minutos, haría la ambición de su vida el
intentarlo.
―¿De verdad tienes la intención de hacer esto, no? ―Henry movió el fajo de papeles ante él.

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―¿Mmm? ―Jeremy se sacudió para salir de su ensoñación.


―Estos dos últimos días, he estado esperando a que te arrepintieras. Que te echaras para
atrás. Pero realmente tienes la intención de hacerlo ―Henry lanzó un profundo suspiro y tiró los
papeles sobre el escritorio. ―No puedo permitírtelo, Jem.
―No me puedes permiFr ¿qué? Si hay algún problema con los contratos, se pueden solucionar
fácilmente.
―No estoy objetando los contratos, hombre. No puedo permitir que te cases con Lucy.
Jeremy miró a su amigo, estupefacto.
―Esto es absurdo ―conFnuó Henry. ―Estoy mirando estos documentos, propiedades,
fideicomisos, títulos... No puedes honestamente querer hacer esto.
A Jeremy le importaban un bledo los documentos. O los títulos, o propiedades, o fideicomisos.
Lo único que quería era volver a deslizarse en ese cielo caliente, sedoso, donde nada de eso
importaba. Donde él olvidaba todo. Donde se le olvidaba su propio nombre, hasta que ella se lo
devolvía en entrecortados gemidos.
Henry dejó que su bota cayera al suelo y se inclinó hacia delante sobre el escritorio.
―Jem, sé que te pedí que le mostraras a Lucy un poco de atención. No era mi intención que te
casaras con ella. Es una buena chica, pero no es la clase de esposa que tú desearías.
Jeremy sintió que una ráfaga de violencia lo recorría, en un borrón rojo, pulsando en su sangre.
Contuvo el impulso poderoso de atravesar a Henry con su propio abrecartas.
―Eres un conde ―conFnuó Henry. ―Se supone que tienes que casarte con una dama de una
familia establecida. Una persona con dinero, conexiones. Te has resistido al matrimonio como
cualquiera de nosotros. Supongo que no es simplemente porque no habías encontrado a la chica
de campo adecuada, y sin un centavo.
La violencia creciente en la sangre de Jeremy asumió la carga potente del pánico. El sudor
perlaba bajo su corbata. Él dispuso que su voz permaneciera firme y respiró lenta y
profundamente.
―Henry, estoy compromeFdo con Lucy. Voy a casarme con ella.
Una ligero toque precedió el suave crujido de la puerta. Una voz familiar dijo:
―Marianne dijo que querías verme.
Jeremy se levantó y se volvió, justo a tiempo para ver a Lucy flotar hacia la habitación en una
nube de seda color marfil. Y entonces se olvidó por completo de cómo respirar.
Primero se dio cuenta de su pelo, la profusión de rizos oscuros coronando su cabeza, y los
zarcillos colgantes, que lo tentaban a bajar la mirada. A su mejilla, donde un rubor se veía bajo el
dorado translúcido. A lo largo de la pendiente deliciosa de su cuello desnudo. Bajando hasta
donde debía estar el escote de su vestido. Más abajo, a donde su escote estaba en realidad, donde
la seda color marfil se aferraba a la cálida y dulce carne como un sueño.
Jeremy hubiera pensado que nunca podría verse más hermosa de lo que se había visto la noche
anterior, en su cama. Y de hecho, no era así, no del todo. Pero parecía bastante cerca. Y había una
emoción completamente diferente con esta belleza. Le afectaba de una manera nueva y extraña.
Lucy se veía de lo más gloriosa desnuda y bien amada, por supuesto. Pero eso era una exhibición
privada, sólo para sus ojos. Esta mañana, iba a estar a su lado ante el hombre y ante Dios por igual,
radiante como un ángel. Nadie podría mirarla y no aturdirse por su belleza. No era deseo lo que le
hinchaba el pecho, reemplazando la respiración en sus pulmones.

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Era orgullo.
―Buenos días, Jeremy ―ella le sonrió, un brillo tímido en sus ojos.
Jeremy asintió con la cabeza en respuesta, no se fiaba de su voz. Pero en su interior, estuvo de
acuerdo en que era, en efecto, muy buenos días. Por primera vez desde que ella había dejado su
cama, empezó a imaginar otra cosa además de noches llenas de pasión. Imaginó toda una vida de
mañanas agradables. Y cuando pensaba en comenzar cada día como éste, oyendo esas palabras
caer dulcemente de sus labios, sabiendo que esa sonrisa era sólo para él, este día en particular se
volvía aún mejor. "Bueno" no comenzaba a describirlo.
Henry puso de pie.
―Lucy, me alegro de que estés aquí. Pasa, toma asiento.
Ella negó con la cabeza, alisando la falda de su vestido.
―Voy a arrugarlo.
―Haz lo que quieras ―Henry se encogió de hombros y se dejó caer en su silla. ―Pero no
necesitas preocuparte por el vestido. Le he estado explicando a Jem que voy a hacerles un favor y
poner fin a esta farsa en este momento.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Lucy. ―¿Qué farsa?
―¡Esta! ―Henry hizo un gesto hacia los dos. ―¡Este compromiso! ¡Esta boda!
Lucy le lanzó a Jeremy una mirada aturdida. Jeremy se aclaró la garganta.
―Henry, no creo…
Henry hizo caso omiso de su objeción.
―Lo he pensado bien. Nadie sabe siquiera que están comprometidos, salvo nosotros ocho.
Felix y Toby pueden hacer que sus damas guarden silencio, creo. La reputación de Lucy no tiene
por qué sufrir. Voy a llevarla a la ciudad en la primavera, y ella va a tener su temporada. Ambos
serán libres para casarse, cuando y donde quieran. Todos felices.
¿Feliz? ¿El hombre era tonto? Jeremy no podía darle un nombre exacto a la creciente sensación
de malestar en su pecho, pero estaba bastante seguro de que no era felicidad.
―Henry, escucha. No tengo intención de echarme para atrás. Me voy a casar con Lucy. Tengo
una obligación con ella, y contigo.
Henry frunció el ceño.
―Para ya con la nobleza, ¿quieres? Sé que esa carta ridícula no era tuya ―se levantó de su silla
y rodeó el escritorio, haciendo de vértice del pequeño triángulo. Su voz se suavizó. ―Jem, eres mi
mejor amigo. Lucy, eres mi única hermana. Y apuesto que os conozco mejor que nadie. Y sé que os
volveríais completamente locos el uno al otro.
La expresión de Lucy pasó de aturdida a indignada.
―Henry... No me puedo imaginar lo que quieres decir.
―¡Por supuesto que puedes! Os habéis estado atacando el uno al otro durante ocho años.
¿Esperas que crea que de pronto cambiasteis? ―Henry dio un paso hacia su hermana y bajó la
voz. ―Y si Jem me perdona por decirlo, Lucy, todos estos años, has atacado a su lado amable.
¿Crees que él es demasiado sobrio aquí en Waltham Manor? Ese es tu futuro marido de
vacaciones. Aquí, es un poco frío. El resto del año, es un verdadero glaciar ―lanzó una mirada
fulminante en dirección a Jeremy. ―Hay más de él de lo que conoces, Lucy.

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Fue una declaración bastante cierta. Lo cierto es que Jeremy no estaba del todo seguro de
cómo responder. Él se quedó allí, congelado, esperando la respuesta de Lucy.
Ella frunció el ceño mientras desplazaba la mirada de uno a otro.
―Estoy segura de que lo hay ―dijo. ―Y estoy igualmente segura de que hay más de mí de lo
que él conoce. Lo que me confunde, Henry, es cómo eso es asunto tuyo.
Henry se acercó de nuevo a su escritorio.
―Maldita sea, Lucy, por supuesto, que es asunto mío. ¿No te das cuenta de que la mayoría de
los hombres saltarían ante la oportunidad de casar a sus hermanas con un conde? Estoy tratando
de hacer lo que es mejor para ti.
Y eso fue la grieta que rompió el hielo.
Jeremy soltó una carcajada áspera.
―Bueno, eso sería una novedad. Vamos, Henry. Nunca has hecho lo que es mejor para ella.
Deberías haberla mandado a un internado, haberla llevado a la ciudad, exponerla a la cultura y a la
sociedad. Está a años de retraso para su presentación. ¿Y ahora afirmas saber lo que es mejor para
ella? ―se acercó a Lucy y le puso la mano en la parte baja de la espalda. Era vital, de alguna
manera, tocarla en ese instante. Reclamándola. Le pareció que ella se apoyó ligeramente contra su
mano. ―Lucy nunca ha tenido las oportunidades o seguridad que debería haber tenido ―conFnuó
Jeremy. ―Puedo ofrecérselas. Puedo cuidar de ella.
Lucy se erizó alejándose de su tacto.
―¿Quién dice que necesito a alguien para cuidar de mí?
Henry hizo caso omiso de su hermana, manteniendo su mirada acerada centrada en Jeremy.
―Oh, sí. Tienes dinero. ¿Es eso lo que estás diciendo? No es necesario que me recuerdes que
podrías comprar y vender Waltham Manor con el repuesto de los cojines de tu calesa. Y cualquier
otra dama estaría emocionada de atarse a tu cuenta bancaria. Pero es de Lucy de quien estamos
hablando. Ella no se preocupa por las joyas o las sedas o los lujos.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó Jeremy. ―Nunca le has ofrecido ningún lujo. Tal vez le gustaría
ir llena de joyas. Tal vez disfrutaría la vida de una condesa.
―Oh, ¿verdad? ―Henry se volvió hacia su hermana, una sonrisa irónica en su cara.
―¿Realmente quieres ser condesa, Lucy? Piensa con cuidado. Una condesa no puede pasar
toda la tarde trepando a los árboles en los huertos. Una condesa no puede sacar a los perros a
darse un revolcón y volver con las faldas enlodadas. Una condesa no va a pescar.
Lucy frunció el ceño.
―Yo diría que una condesa puede hacer lo que le plazca ―miró a Jeremy. ―¿Verdad?
Jeremy suspiró. Este no era el mejor momento ni el lugar para tener esta conversación, pero
supuso que tendría que suceder con el tiempo.
―No, Lucy. Henry Fene razón. Corbinsdale es... bueno, no es Waltham Manor. No puedes
comportarte de la manera que estás acostumbrada a comportarte aquí.
―¿Qué quieres decir? ―cruzó los brazos sobre el pecho. ―¿Por qué no?
Las manos de Jeremy se curvaron a sus costados mientras buscaba la mejor manera de
explicarse. Casarse con ella significaba tomarla bajo su protección. No sólo abastecerla
materialmente, o rescatarla de semanas de ver a Toby adulando a Sophia, tenía la intención de
mantenerla físicamente segura. Todavía no se había recuperado de verla tropezar con esa trampa

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miserable hace tres días, y mucho menos ese vertiginoso paseo por el huerto o el baño en el río. El
pensamiento de Lucy suelta en las tierras de Corbinsdale, con todos sus riscos y peñascos, sin
mencionar a los inquilinos... bueno, Jeremy no podía pensar. Era impensable.
―Vas a estar demasiado ocupada ―dijo. ―Tendrás una casa que administrar, supervisar a los
sirvientes. La abadía es una finca muy grande ―una de las más grandes de Inglaterra, se abstuvo
de añadir.
―Sí, pero ha estado funcionando sin problemas, sin una condesa desde hace años, ¿no? Y
seguramente incluso una condesa puede sacar a su caballo para un buen galope de vez en cuando.
O dar un paseo por el bosque cuando esté de ánimo.
Las manos de Jeremy se cerraron en unos puños. Si había una cosa que Lucy nunca iba a hacer,
era vagar por los bosques de Corbinsdale en su tiempo libre. Ya había perdido demasiado por esos
bosques olvidados de Dios. Sus rodillas se sintieron extrañamente débiles, pero él mantuvo su voz
firme.
―No, Lucy. Una condesa no puede. No mi condesa, de todos modos ―y a pesar de que sabía
que no la perturbaría en lo más mínimo, le dirigió La Mirada por si acaso.
Lucy retrocedió como si hubiera recibido una bofetada.
―Bueno ―dijo en voz baja. ―Tal vez Henry tiene razón. Quizá no estoy hecha para ser tu
condesa en absoluto. Tal vez deberíamos olvidarlo todo.
Ahora le tocó el turno a Jeremy de hacer una mueca de dolor. ¿Olvidarlo todo? Imposible.
Podría vivir más que el mismo Matusalén y nunca olvidaría la noche anterior. El calor cosquilleante
de su aliento en su oreja, el satén de sus muslos envolviendo sus caderas. La alegría milagrosa de
verter su semilla muy dentro de ella, haciéndola suya para siempre.
Y allí estaba. Ella era suya ahora. Le importaba un comino si ella sentía cariño por él o no, si ella
quería ser una condesa o una actriz o una espía de la Corona. Ella era suya, y él no la iba dejar ir.
―Es demasiado tarde ―dijo Jeremy en voz baja, ―¿no, Lucy?
Vio cómo en sus ojos surgía la comprensión. Entonces Henry se interpuso entre ellos.
―No, no es demasiado tarde ―dijo. ―¿Lo ves? Ya está empezando. Jem, tú vives para ordenar
a la gente que te rodea. Lucy, no puedes soportar que te digan qué hacer. Perversamente
suficiente, pasa que los quiero profundamente a los dos. Y no los veré encadenados en un
matrimonio miserable sólo para satisfacer el decoro.
―Miserable o no, nos vamos a casar. Y no Fene nada que ver con el decoro ―dijo Jeremy
intencionadamente. ―Nada en absoluto.
Henry se ajustó la parte delantera del chaleco. Sus ojos se estrecharon.
―Podría no dar mi consentimiento, sabes. Ella es menor de edad.
Jeremy exhaló lentamente y trató un enfoque menos sutil.
―Henry, no puedes. No enFendes. Lucy está comprometida.
―Acabamos de pasar por todo eso. Olvida la maldita carta. Podemos sofocar cualquier
parloteo ocioso. Casi nadie en la alta sociedad sabe el nombre de Lucy, y mucho menos se van a
preocupar lo suficiente como para cotillear sobre ella.
Jeremy se acercó más, hasta que quedó cara a cara. Habló despacio y con claridad, su voz casi
un susurro.
―Henry, escucha lo que te estoy diciendo. Lucy está comprometida.

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Lucy corrió a su lado y agarró su manga.


―Jeremy, por favor, no…
Sin desviar su mirada de Henry, Jeremy se sacudió de su agarre.
―Yo comprometí a Lucy. Tenemos que casarnos. Ella podría estar embarazada.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1188

Lucy vio cambiar los colores de su hermano mientras absorbía esta información. Su rostro
curtido y bronceado, primero palideció, y luego enrojeció a un rosa brillante. Finalmente,
lentamente, se volvió hacia ella. Ella no pudo soportar encontrarse con su mirada.
―Oh, Lucy. ¿En serio? ¿Con... con él?
Evitando sus ojos, ella se abrazó e hizo una pequeña inclinación de cabeza.
Henry juró, yendo hacia la ventana.
―¿Aquí? ¿En mi casa? ¿Cuándo diablos pasó esto?
Jeremy suspiró.
―Yo podría contestar eso, pero no creo que realmente quieras saber.
Henry juró de nuevo, redoblando el paso.
―¿Cómo sucedió esto?
―Y con tres hijos, ya deberías saberlo ―dijo Jeremy. Cuando Henry se detuvo y lo miró, añadió:
―Me voy a casar con ella, Henry. Voy a hacer las cosas bien.
―¿Hacer las cosas bien? Yo... Tú... ―Henry se movió al lado de Lucy. ―Dios, Lucy. Ni siquiera
puedo encontrar las palabras. Estoy tan... ―apretó y aflojó las manos. ―Tan...
―Furioso ―aportó ella, la mirada fija en la alfombra. ―Decepcionado de mí.
―Lo siento ―su mano la agarró por el hombro, y ella alzó la mirada a sus brillantes ojos verdes.
Si ella no lo hubiera conocido mejor, habría pensado que él estaba al borde del llanto. ―Lucy,
simplemente lo siento tanto, maldita sea. Esto no debería haber ocurrido.
Impresionada, aceptó su rudo abrazo, con un solo brazo.
―Henry, eso es... eso es dulce de tu parte ―ahora allí había una frase que nunca había
esperado pronunciar. ―Pero me alegro de que no estés furioso, porque estoy perfectamente…
―Oh, estoy furioso. Pero no conFgo ―liberándola, se volvió hacia Jeremy. ―Ella es mi
hermana. Y pensé que eras mi amigo. Por el amor de Dios, ¿qué clase de hombre compromete la
hermana de su amigo?
Aquél que es seducido descaradamente. Lucy se mordió el labio. Tal vez debería defender a
Jeremy, pero ¿cómo iba a empezar a contarle la verdad a Henry?
Las manos de Henry se cerraron en unos puños.
―Así que ayúdame, Jem. Tengo el gran impulso de...
Jeremy amplió su postura.
―Sólo hazlo.
Y antes de que Lucy tuviera alguna oportunidad para protestar o para considerar si ella quería
siquiera protestar, Henry dirigió su puño de lleno al estómago de Jeremy. Lucy se estremeció con
el ruido enfermo. La bilis le subió a la garganta.
Jeremy puso la mano sobre el escritorio y se inclinó sobre él, respirando con dificultad.
―¿Te sientes mejor? ―dijo con voz áspera, dirigiéndose a la alfombra.
Henry se marchó hacia la ventana.
―No.

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―Bien ―jadeó Jeremy. ―Ya somos dos.


―Tres ―Lucy se atragantó con la palabra. No sabía por cuál de los dos hombres sufría más.
Tampoco podía decidir cuál se merecía la mayor parte de su ira. Sólo sabía que esta discusión
estaba conduciendo al desastre, y si no se terminaba ahora, las cosas nunca podrían ser iguales.
―Por favor, detener esto ―dijo, ―antes que digáis cosas que de las que no os podáis retractar.
Henry miró por la ventana, la mirada desenfocada.
―Algo se me acaba de ocurrir, Jem. Podría matarte.
Lucy cerró los ojos.
―Algo como eso.
―Estaría en mi derecho de desafiarte ―conFnuó Henry en un tono tranquilo. ―Todo el mundo
sabe que no puedes apuntar ni para orinar. Podría dispararte dónde estás parado.
El corazón de Lucy se paralizó.
―Henry, no.
Jeremy habló por encima de su protesta.
―Sí, puedes. Pero te pido que no lo hagas. No por mí, sino por Lucy. En caso de que haya un
niño.
Henry no dijo nada. Dio unos golpecitos con un dedo al helado panel de la ventana.
Jeremy se enderezó.
―Cuidaré de ella, Henry. En la forma en que ella se merece.
¿En la forma en que ella se merece? Lucy ahogó una risa amarga. ¿Ella se merecía esta
humillación? ¿Se merecía ver a los dos hombres que amaba, los mejores amigos desde la infancia,
volverse violentos uno contra el otro? Y lo peor: ¿saber que ella era la fuerza impulsora que los
estaba separando?
Henry fijó en Jeremy una mirada fría.
―Eres un cabrón. ¿Te atreves a sugerir que estará mejor contigo, porque puedes comprarle
vestidos finos y anillos y carruajes? La has arruinado. Tendrá que casarse contigo ahora. No le has
dejado otra opción. Pero no te atrevas a mirarme por encima del hombro y actuar como si le
estuvieras haciendo un gran favor a la familia Waltham ―se acercó a la puerta y la abrió.
―Henry, espera ―Henry se detuvo en la puerta. Jeremy respiró profundamente. ―Tienes
razón. Esto es mi culpa. Me he portado de una manera imperdonable con los dos ―echó una
breve mirada a Lucy y luego se volvió a mirar a Henry. ―Lo siento. Lo desharía todo si pudiera.
Sus palabras golpearon a Lucy como un puñetazo en el estómago.
Henry se volvió para mirar directamente a los ojos de Jeremy.
―Y pensar ―dijo, ―que por un momento allí, tuve ganas de llamarte hermano.
Haciendo una mueca, Jeremy se inclinó sobre el escritorio de nuevo. Lucy lo miró fijamente, sus
zapatillas fijas sobre la alfombra, su voz apagada por la conmoción y la ira y el dolor. Y de alguna
manera, este silencio amargo entre los tres se sentía peor que una discusión, más punitivo que los
golpes.
Por último, con voz débil, Jeremy terminó.
―Lo siento, Lucy.
Moviendo la cabeza lentamente, Lucy retrocedió.

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―Como dijiste, Jeremy, es demasiado tarde.


Ella pasó junto a la mano tendida de su hermano y huyó a su habitación. Pero las palabras de
Jeremy la siguieron por el pasillo, haciendo eco con cada chasquido de sus zapatillas de tacón
sobre el parquet. Lo desharía todo si pudiera.
Lucy se tambaleó deteniéndose, colapsando contra la pared de paneles.
Habían compartido una noche de pasión desenfrenada. Había descubierto un placer
inimaginable en sus brazos. Y después del placer, una paz tranquila, feliz. Él la había hecho sentirse
deseada y querida y segura. Hermosa, por primera vez en su vida. Había acariciado cada
centímetro de su cuerpo, y había tocado su corazón.
Y lo desharía todo si pudiera.
Corrió escaleras arriba hasta su habitación, cerrando la puerta detrás de ella. Apretó las manos
extendidas sobre su vientre, desesperada por sofocar los sollozos que surgían de su garganta. No
iba a llorar.
Él nunca dijo que la amaba, se recordó. Sólo había dicho que la deseaba. Y ahora la tenía. A ella,
Lucy, una marimacho incorregible, sin título ni conexiones o una dote que valiera la pena. Ni
siquiera una pintura de una bandeja de té. Él la había deseado, y él la había tenido, y ahora tenía
que casarse con ella. No por sí mismo, sino en caso de que hubiera un niño.
Era demasiado tarde.
¡Ay, qué tonta había sido! Provocándolo todo este tiempo con besos y réplicas, descascarando
ese barniz frío, pensando que ella percibía algo oculto en su interior. Algo irresistible, intrigante.
Una pasión feroz y ardiente que únicamente ella podía sacar a la superficie.
Peor aún, había imaginado que él percibía un lado secreto de ella. No la niña impertinente, sino
la mujer con quien deseaba compartir su vida. Una dama, adecuada para llevar sedas y joyas. Y,
con toda la evidencia en contra, alguna cualidad oculta que la hacía digna del título de condesa.
Pero no fue así, porque él no la amaba. Ella lo amaba, y él no la amaba. Lo desharía todo si
pudiera.
Ella no lo haría.
Lucy respiró honda y deliberadamente. A pesar de la profunda desesperación que se extendía
por todo su cuerpo, sabía que lo haría todo de nuevo. Se había convertido en una descarada
seductora, tal como ella lo había planeado desde el principio. Se había conseguido un marido. Él
era suyo ahora, y que la condenaran si lo iba dejar ir.
Y así, una media hora más tarde, se paró ante el vicario con un vestido prestado y los
pendientes de su madre, pronunciando las frases "acepto", y "hasta que la muerte nos separe",
con un ánimo más débil de espíritu de lo que normalmente ordenaba al carruaje. Jeremy, su rostro
demacrado y pálido, apenas la miró. Henry, de pie detrás de él, se negó a mirarla a los ojos. El
vicario, presumiblemente afligido por su hijo, con su cara llena de granos, mantuvo una actitud
piadosa recitando entre dientes todo el rito.
Cuando Jeremy le tomó la mano y deslizó una gruesa banda de oro en su dedo, Lucy sintió que
toda la sangre se le subía a la cabeza. Respira, se ordenó. Nunca había sido del tipo que se
desmayaba, y éste no era el momento para empezar.
Inhaló profundamente, inspirando. Yo le amo.
Exhaló lentamente, su corazón se desinfló. Él no me ama.

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Adentro y afuera, respiración con respiración, las verdades entraron en un ciclo a través de ella
por el resto de la ceremonia. Inhalar, exhalar. Yo le amo, él no me ama.
Luego el vicario bendijo las manos juntas, invocando el poder de todo lo santo, y los declaró
marido y mujer. La mano de Jeremy apretó la de ella muy ligeramente. Lucy levantó la vista y se
encontró con sus ojos azules por un brevísimo instante, y entonces su letanía se interrumpió con
una palabra de lo más diminuta.
Yo lo amo.
Él no me ama.
Aún.

Jeremy apenas podía mirarla. Incluso pálida y temblorosa y, presumiblemente, furiosa como el
infierno, Lucy aún le quitaba el aliento. Y respirar era bastante difícil en ese momento, con el
estómago todavía hecho un nudo por la impresión del puño de Henry.
¿Cómo se había vuelto esto tan horriblemente incorrecto? Durante los últimos dos días, Jeremy
se había estado diciendo que haría feliz a Lucy, la protegería de Henry y de Toby y de otros idiotas
insensibles. Pero ahora se daba cuenta de que eso era una mentira. La verdad era que había
estado loco de lujuria y acuciado por la ira, y no había estado pensando en su felicidad en
absoluto. Había insistido en su compromiso, insistido en esta ceremonia acelerada, nunca
deteniéndose a considerar los deseos de Lucy. Ella había venido a él la noche anterior aprensiva y
dudosa, buscando consuelo en el placer físico. Lo había sabido. ¿No había pasado años haciendo lo
mismo? Tendría que haber refrenado su lujuria y haberla despedido. Pero no lo había hecho, y
ahora Lucy pagaría el precio.
Una nueva punzada de dolor torció sus entrañas. Idiota insensible.
Cuando el vicario había hecho todo su ritual y la cosa terminó, Jeremy se inclinó para besar a su
novia. Pero a medida que se acercaba, el labio inferior de Lucy temblaba. Y en el último momento,
se desvió para rozar con sus labios sólo su mejilla. Deseaba tan desesperadamente tomarla en sus
brazos, besarle el ceño fruncido desde sus labios, y de alguna manera hacer las cosas bien.
Pero después que los documentos fueron firmados y ofrecidas concisas felicitaciones, fue a
Henry a quien ella buscó. Henry, quien la consoló. Hermano y hermana se apartaron del resto y se
acurrucaron en una callada conferencia por algunos minutos, al final de la cual, Henry la atrajo en
un abrazo sombrío.
Jeremy se acercó a ellos.
―Lucy ―decía Henry, sus ojos verdes, húmedos de emoción, ―si alguna vez te sientes infeliz,
no tienes más que decir la palabra. Siempre serás bienvenida en Waltham Manor. Escríbeme, y yo
iré por ti de inmediato ―lanzó una mirada a Jeremy. ―Tu casa siempre estará aquí.
―Su casa es ahora Corbinsdale. Y será mejor que nos pongamos en camino ―ignorando la dura
mirada de Henry, Jeremy se dirigió a su esposa. Su esposa. ―¿Puedes estar lista para partir en una
hora? ―ella asinFó con la cabeza―Entonces voy a ver los coches.
Dos horas y media más tarde, Lucy finalmente salió de la mansión. Jeremy notó decepcionado
que se había cambiado el vestido de seda color marfil por un vestido de color verde salvia y una
pelliza café. Más adecuado para viajar, supuso. Pero mucho más interesante que el tipo de tela

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que le cubría los brazos, donde dos paquetes se retorcían bajo ellos. Tenía un cachorro inquieto
metido firmemente en cada codo.
Detrás, la seguía una procesión interminable de lacayos. Cada uno venía con un baúl o una
torre de cajas de sombreros, salvo un tipo desventurado, que agarraba un gato gruñendo. Un
mozo de cuadras apareció de repente desde los establos, llevando a Thistle por las riendas. Y justo
cuando Jeremy empezaba a pensar que su esposa tenía la intención de traer a toda bendita
criatura de Waltham Manor para el viaje, apareció la más curiosa pieza de equipaje todavía.
―¿Vas a traer a tu tía Matilda? ―la anciana salió tambaleándose desde la mansión. Lucy
entregó uno de los cachorros inquietos en manos de Jeremy, liberando un brazo para envolverlo
alrededor de su tía.
―Por supuesto que sí. No puedo dejarla aquí, ¿verdad? Conoces la incapacidad de Henry para
cuidarla adecuadamente.
―Sí, bueno... ―no sabía cómo protestar. Podría señalarle que no habían discutido este asunto.
Pero entonces, no le había dado a Lucy ninguna oportunidad de discutir nada. Se aclaró la
garganta. ―Tu tía es muy bienvenida, por supuesto. Me sorprendió solamente ―miró al cachorro,
que mordía y hacía un agujero en su guante nuevo. ―¿Y los perros?
Lucy sacudió la cabeza.
―Son toda la dote que tengo, me temo. EnFendo que serán unos excelentes perros de caza.
Son de las mejores líneas de Henry.
Le entregó el perro a un mozo de librea.
―Con los baúles ―ordenó.
―¡Oh, no! ―exclamó ella, agarrando su paquete canino contra su pecho. ―¡Deben viajar con
nosotros, por supuesto! En otro lado estarán terriblemente asustados.
―Lucy, la calesa no Fene ni seis meses. La tapicería está todavía como nueva.
Ella alzó la barbilla.
―¿Y...?
Lanzó un profundo suspiro.
―Y... supongo que es lo suficientemente grande como para acomodar unos pocos cachorros. Y
un gato. Y tu tía ―hizo una pausa. ―Pero no tu caballo. A ese respecto, no puedes hacerme
cambiar de opinión. Me temo que Thistle tendrá que caminar.
Ante eso, sus labios se curvaron una fracción. El corazón de Jeremy se hinchó en su pecho.
Haría cualquier cosa para hacer sonreír a Lucy de nuevo.
Pero no pudo. Cuando el carruaje rodaba por el camino, llevándolos lejos de Waltham Manor,
vio que toda la alegría desaparecía de su rostro. Ella estiró el cuello para echar un vistazo por
última vez a la laberíntica fachada Tudor, luego se volvió hacia él.
―¿Es un largo viaje, a tu finca?
―Si los caminos están secos, llegaremos a tiempo para la cena de mañana.
Ella parpadeó.
―¿Mañana?
Jeremy juró en silencio. Probablemente nunca había estado fuera de un radio de treinta
kilómetros de Waltham Manor, y aquí estaba él, llevándola a un lugar que ella nunca había visto.
Tendría que haberla llevado a la ciudad. Habría estado a sólo medio día de viaje desde su casa.

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Pero había estado demasiado tiempo ausente de Corbinsdale. Si él la llevaba a Londres, sólo
tendría que dejarla allí, mientras asistía a la finca. Y él no quería dejarla.
Él no quería separarse de ella en absoluto. Deseó haber comprado un coche más pequeño, así
ella no estaría tan condenadamente lejos, sentada frente a él sobre la negra tapicería acolchada.
Despreciaba a la frágil y pequeña tía Matilda por ocupar el que debería ser su lugar, junto a ella.
Odiaba la bestia peluda acurrucada en su regazo, disfrutando de las suaves caricias de sus dedos. E
incluso si hubiera estado sentado a su lado, resentiría la misma tela de su ropa por estar entre su
piel y la de él.
Un centímetro de espacio entre ellos sería un centímetro de más. El único pensamiento que
preservó su cordura durante todo el viaje interminable fue el de tenerla en sus brazos esa noche,
sin nada, ni un centímetro de espacio ni un punto de ropa entre ellos. Él planeaba, con
terriblemente vívidos detalles, cómo la besaría y acariciaría hasta que sus mejillas se tiñeran de
rosa de nuevo y esa chispa descarada regresara a sus ojos. Tal vez éste no era el matrimonio que
ella hubiera querido. Tal vez él no podía darle todo lo que se merecía. Pero Jeremy prometió
prodigarla con todo lo que él podía ofrecer: comodidades materiales y placer físico. Y maldita sea
si no estuvo cerca de matarlo que cuando llegaron a la posada esa noche, su esposa declarara su
intención de pasar la noche, su noche de bodas, durmiendo junto a su tía.
―Lo siento ―susurró ella en la puerta de su habitación. ―No me di cuenta que nos
detendríamos a pasar la noche. Ya sabes cómo anda. Tengo que quedarme con ella.
―¿Estás segura? Puedo apostar dos lacayos en el pasillo. Cuatro, si lo deseas. Una de las
muchachas de la posada puede quedarse con ella ―Jeremy se dio cuenta de que sonaba un poco
desesperado. No le importaba.
Lucy se mordió el labio, evitando sus ojos.
―Estamos en un lugar extraño. Puede despertarse y confundirse. No puedo dejarla sola.
No puedes dejarme solo, quiso discutir. Nunca en su vida Jeremy esperó tener envidia de una
anciana inválida, con un turbante. Pero maldita sea, así era. Estaba obsesionado y celoso.
―Por supuesto ―se obligó a decir entre dientes, filtrándose una infantil petulancia en su voz.
Por supuesto.
No quería estar cerca de él. No podía acercarse lo suficiente a ella, y ella deseaba nada más que
una separación. No era como si él pudiera culparla. La había apresurado a este matrimonio y
alejado de su familia y de su hogar. Necesitaba tiempo, se dijo Jeremy. Necesitaba espacio.

Lucy tenía espacio más que suficiente. Demasiado espacio, pensó a la mañana siguiente,
cuando el coche se sacudía en el camino. Éste estaba salpicado de baches y piedras, y ella
rebotaba contra los lados de la calesa como una bola de billar. La tía Matilda se tumbó en el
asiento frente a ella, durmiendo durante la dura experiencia como sólo los muy jóvenes o los
imposiblemente ancianos son capaces de hacer. Si Jeremy no hubiera insistido en viajar con la
escolta de librea, podría haber estado a su lado, sosteniéndola con fuerza contra su cuerpo sólido.
No es que ella lo deseara.
Lucy apenas comprendía su propio comportamiento de las últimas veinticuatro horas. Desde la
discusión con Henry, había estado funcionando en un estado casi de pánico. Apenas lo había
hecho durante la ceremonia. Después, ella se había aferrado desesperadamente a su hermano,

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abrazándolo con una adoración de niña que pensaba que había superado hace mucho tiempo. Su
repentina ternura la había sorprendido, al igual que su oferta de venir por ella cuando lo deseara.
Lucy no sabía si bendecirlo por su bondad o maldecirlo por su evidente creencia que su futuro no
tenía mucho más que miseria.
Cuando había llegado el momento de irse de Waltham Manor, había entrado en pánico,
tratando de llevar con ella tanto de él como fuera posible. Ropa que nunca usó, libros que nunca
leyó, y todas estas criaturas, peludas y con turbante.
Luego se rehusó a la compañía de su marido en la noche de bodas. Pensó en su expresión la
noche anterior cuando se separaron, esa mirada resuelta que hacía demandas, aún cuando sus
palabras la dejaban en libertad. Había visto el deseo en sus ojos, oído el matiz profundo del deseo
en su voz. El recuerdo la hacía estremecerse incluso ahora.
Estremecerse, y fruncir el ceño. Al parecer, estaba a la altura de las exigentes normas de Jeremy
cada vez que se acercaban a una cama o a un escritorio o a un armario, o a un árbol. ¿Por qué
quería modificar su conducta en todos los otros aspectos? Quería a la verdadera Lucy en el
dormitorio, aparentemente, pero en todas las demás partes, él quería que ella cambiara.
Debería haberlo escuchado desde el principio. Un hombre no quiere rebajarse para amar, había
dicho. Quiere llegar más alto, una postura más erguida. Él desea algo más que una mujer: un
ángel, un sueño.
Lucy se hundió en los cojines de la calesa con una risa irónica. Si él pensaba que ella
alegremente asumiría el papel de una condesa recatada, tendría que pensarlo dos veces. Nunca
iba a funcionar. Había aprendido mucho de perseguir a Toby, al menos. Si Jeremy quería una dama
elegante, debería haberse casado con una. Ahora, era demasiado tarde.
Acarició la gatita regordeta tendida en su regazo. Si pudiera dejar de amarlo. Recuperar su
corazón, por pura fuerza de voluntad. Pero, al parecer, su voluntad no tenía voz en el asunto. El
amor latía en su sangre, llenaba cada una de sus respiraciones. Ineludible e irreversible. Algo había
cambiado dentro de ella, y nunca volvería a ser la misma.
Nada volvería a ser lo mismo. Ni su vida, ni su casa, ni su relación con Henry. Y ese círculo de
amistad que se había formado cada otoño, rodeando a Lucy de seguridad y de afecto, se había
roto para siempre. ¿Qué le había quedado?
Nada, salvo el más pequeño, más irracional atisbo de posibilidad. Cerró los ojos, recordando
ese momento durante la ceremonia de la boda cuando la mano de Jeremy se había cerrado cálida
y fuerte sobre la de ella, y ella sintió un aleteo extraño dentro de su pecho. Un pequeño aleteo de
optimismo, elevándose a través de la desesperación.
Pensó que podría ser una esperanza.
Lucy abrió los ojos y suspiró. Nunca había tenido talento para esperar. Pero esta parecía ser la
ocasión de aprender.

Los caminos estaban secos, y ellos hicieron buen tiempo el segundo día de su viaje. Sin
embargo, con los días acortándose a finales de otoño, para el momento en que llegaron a la
Abadía de Corbinsdale, era una noche cerrada.
Los sirvientes de la casa reunidos los saludaron con aplausos corteses. El ama de llaves, la
señora Greene, dio un paso adelante.

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―Milord ―dijo ella, haciendo una reverencia. ―Milady. Bienvenidos a Corbinsdale ―Jeremy
observó que la ama de llaves, con su aspecto bonachón, miraba a Lucy con curiosidad. Él se aclaró
la garganta. Su mirada volvió hacia él con algo de culpabilidad. ―Los dormitorios están todos
preparados, milord.
―La tía de milady ha venido para quedarse con nosotros ―Jeremy indicó a la tía Matilde.
―Puede instalarla en la habitación Azul. Requerirá de dos niñeras.
Los ojos de la señora Greene se agrandaron, pero ella se compuso rápidamente.
―Muy bien, milord. La cena está lista para ser servida cuando lo desee.
―En una hora, entonces ―despidió al ama de llaves con una inclinación de cabeza.
Jeremy guió a Lucy y a su tía por las escaleras. A medida que se acercaban al descanso de la
escalera, abajo una veintena de lacayos entraron en acción, corriendo para llevar los baúles y
pertenencias por la escalera de servicio. Para cuando llegaron al último de los escalones y se
volvieron hacia el pasillo, una doncella les esperaba en la entrada de la habitación Azul. Los baúles
de la tía Matilda ya estaban alineados en la puerta. Un lacayo sacó el último guardapolvo de un
sofá cuando entraron en la habitación.
―Dios mío ―dijo Lucy. ―Qué eficiente.
Con las manos juntas y el turbante nivelado, la tía Matilda inspeccionó su nuevo entorno. Las
ventanas estaban cubiertas con cortinas de terciopelo oscuro azul, y los muebles estaban
tapizados en toile de Jouy azul y blanco. Pantallas pintadas con escenas pastorales de pastoras
núbiles flanqueaban la gran chimenea.
―Encantador.
Jeremy ofreció su brazo a Lucy y la condujo por el pasillo.
―Estas son nuestros dormitorios ―dijo, guiándola al interior de la sala de estar. Un fuego
crepitaba en la chimenea, arrojando un resplandor ambarino silenciado por los muebles de caoba
francés y tapices medievales. ―Esta sala es compartida. Mi apartamento está a la derecha, y tus
habitaciones están por allí ―indicó la puerta a su izquierda. Lucy asintió con la cabeza, los ojos
muy abiertos. ―Contraté una doncella para ti. La mejor disponible en Londres.
―Ya veo ―dijo en voz baja. Jeremy apenas reconoció la expresión en el rostro de su esposa. Si
él no supiera que era imposible, diría que Lucy parecía abrumada.
Él la condujo hacia sus habitaciones.
―¿Por qué no te tomas un tiempo para refrescarte y cambiarte para la cena? Debes de tener
hambre.
Ella sonrió, pareciendo un poco ella misma otra vez.
―Hambre no es la palabra. Estoy famélica.
Él se echó a reír.
―Bueno, entonces. Apresúrate.
Cuarenta minutos después, Jeremy salió a la sala de estar, bañado y vestido con un traje de
noche negro. Se quedó de pie en la puerta, mirando a su mujer. Lucy estaba sentada en un sillón
tapizado, mirando el fuego de forma ausente, con la barbilla apoyada en la mano. Llevaba un
vestido de seda amarillo pálido, y su cabello había sido cepillado y retorcido en un nudo simple. En
esta actitud, sin darse cuenta que la observaban, se veía preciosa y vulnerable y absolutamente
desolada.

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Una ola de angustia surgió en su pecho. Esta era su primera noche en su nuevo hogar como
marido y mujer, y la alfombra en forma de medallón entre ellos bien podría haber sido un océano.
Por primera vez en su vida, Jeremy deseaba poseer cierta facilidad para el encanto. No podía dejar
de imaginar que unas cuantas palabras bien redactadas, dichas en un tono suave y conciliador, lo
arreglarían todo. Pero Jeremy no tenía idea cuales podrían ser esas palabras.
Suspiró. Toby las habría sabido.
Lucy lo notó entonces y se levantó, una sonrisa forzada tensando su rostro. Con un gesto mudo,
Jeremy le ofreció el brazo. Se alegró de que él pudiera ofrecerle mucho, en todo caso. La
seguridad del matrimonio, una casa bien equipada, una buena comida. No todo lo que una mujer
podría desear, pero cosas necesarias para cualquier mujer.
Acompañó a las dos damas al comedor. Al entrar, Lucy tragó audiblemente. La larga mesa
rectangular y estaba repleta de plata, porcelana, y cristal con cantos dorados. Una media docena
de lacayos de librea alineados a ambos lados de la habitación. Jeremy condujo a Lucy hacia el final
de la mesa. Un lacayo apartó la silla. Cuando comenzó a sentarse, el criado empujó la silla hacia la
mesa. Lucy se desplomó en el asiento con un grito sobresaltado. Se sonrojó con un color rosa
brillante. El lacayo se desvaneció de nuevo en el zócalo.
Jeremy decidió ayudar a la tía Matilda con su silla él mismo, situándola a la izquierda de Lucy.
Luego recorrió todo el largo de la mesa para tomar su asiento en el extremo opuesto. Él hizo un
ademán a un sirviente, y la sopa se sirvió.
―¿Qué tipo de sopa es esta? ―ella mojó la cuchara en su plato con cautela. ―No sabía que
una sopa tuviera estas tonalidades de rojo.
Jeremy la probó.
―Bisque de langosta ―confirmó.
Vio cómo Lucy tomaba un sorbo cauteloso de su cuchara. Tragó saliva lentamente, pasándose
la lengua por el labio inferior. Entonces ella lo miró, verdadera delicia brillando en sus ojos por
primera vez en ese día.
―Oh ―suspiró ella con voz entrecortada. ―Oh, Jeremy.
Jeremy casi dejó caer la cuchara.
Tomó otro bocado.
―Mmmm ―ronroneó ella, cerrando los ojos en éxtasis. ―Esto es divino.
La servilleta en el regazo de Jeremy se movió.
Para el momento en que Lucy gimió al tomar su segundo tazón de sopa, Jeremy estaba en un
estado de fuerte y dolorosa excitación. Estaba seguro de que su cara debía ser de un color rojo
langosta. Pero no terminó ahí. Lucy expresó su satisfacción en cada plato sucesivo con un
entusiasmo desenfrenado. Y hubo siete platos. Jeremy no estaba seguro de si deseaba estrangular
a su chef francés, o doblarle su salario. Apenas logró tragar su propia comida, su apetito por la
comida eclipsado por un tipo absolutamente diferente de hambre.
Entonces vino el postre.
Jeremy nunca tomaba postre. Por lo tanto, no tenía nada más que hacer sino mirar a su esposa
comer postre, alguna elaboración de cerezas y pastel y chocolate del libro de recetas del propio
Diablo.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Oh, Dios mío ―exclamó al tomar su primer bocado. ―Oh, esto es el cielo ―ella lamió un
poco de crema de la esquina de su boca. ―Jeremy, debes probar esto ―se inclinó hacia adelante,
dándole una visión completa de su pecho.
Hizo una seña al criado por el vino.
Dios mío. Si no fuera por los lacayos que alineaban las paredes y su tía Matilda sentada a su
lado, Jeremy se habría arrastrado por la mesa, sacado a su mujer de la silla, y la habría tomado allí
mismo, al lado del plato de nata espesa. Bebió su copa rápidamente, esperando que el líquido en
el vaso pudiera apagar el fuego de su ingle.
Esa era una idea imbécil, se reprendió a sí mismo un momento después. Uno no arrojaba licor a
un incendio. Cuando Lucy chilló ante otro bocado de chocolate, doce lacayos y una tía senil
comenzaron a parecer obstáculos superables. En su interior, una lujuria cruda, animal, estaba
rugiendo por salir de su prisión, alimentándose del vino y de unos entrecortados gemidos de
placer, haciéndose más fuerte a cada minuto.
Tenía que vencer a la Bestia. Ella estaba cansada y dolida y fuera de su casa por primera vez en
su vida. Se le había negado ayer por la noche, y él no, se dijo con severidad, no le haría ninguna
exigencia. Henry estaría muy feliz de tenerla de vuelta a Waltham Manor en el instante en que ella
se lo pidiera. Si Jeremy la presionaba ahora, tal vez sólo la alejaría para siempre. No, Lucy era
cualquier cosa menos recatada o tímida, y ya no era inocente, tampoco. Cuando ella lo deseara, si
es que ella lo deseaba, ella vendría a él. Así como lo había hecho antes.
Qué fuerza suprema de voluntad juntó los restos de su reserva de caballerosidad para escoltar
a su esposa con tranquilidad, de vuelta a sus aposentos, Jeremy no podía decirlo. Y ella no podía
saber el esfuerzo que le costó instruir a su voz una calma moderada y casualmente darle las
buenas noches. Pero lo dejó débil. Débil en sus huesos, en su mente, en su corazón.
―Debes estar cansada ―sacó la mano de su brazo. ―Descansa tanto como gustes por la
mañana. Me ocuparé de que no te molesten.
―Gracias ―respondió ella, una nota irónica en su voz. ―Supongo que me dormiré más fácil de
esa forma. Sabiendo que no seré molestada.
Y allí estaba, su despedida. Rápida y concisa y con gran nitidez. Él rozó un rápido beso en su
mejilla. Un pequeño gusto, más dulce que cualquier brebaje que su chef francés alguna vez
pudiera preparar.
―Que duermas bien, entonces ―dijo.
Al menos uno de ellos lo haría.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1199

Nada arruinaba una perfecta y hermosa mañana de otoño como despertar siendo una condesa.
Lucy se sentó en la enorme cama con dosel, y estiró los brazos lánguidamente. No había
investigado mucho su dormitorio la noche anterior. La habitación había estado más bien sombría,
al igual que su mal humor. Incluso esta mañana, la luz luchaba por atravesar el cristal de la
ventana. Unas pesadas cortinas tonos peltre absorbían todo el calor y la energía de la luz del sol,
permitiendo sólo una débil iluminación del dormitorio. La habitación parecía envuelta en una
niebla.
Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y abrió las cortinas. La brillante luz solar
deslumbró sus ojos, y una vez que ella pudo dejar de parpadear, un paisaje impresionante la
cautivó. En Waltham Manor, los campos y setos cubrían los montes bajos, como una colcha
arrugada, cómoda y hogareña. Este lugar era salvaje. Riscos escarpados bloqueaban el horizonte,
un angosto desfiladero cincelaba un camino por el bosque. Unos peñascos salpicaban el campo,
comprimidos a través del suelo como dientes gigantes.
El paisaje gritaba…no, exigía ser explorado. ¿Y quién era ella para negarse? Después de ponerse
a toda prisa su traje de montar, Lucy vio un bolso de terciopelo y un papel doblado sobre la mesa.
Cogió el bolso y lo sacudió con suavidad, provocando el ruido de las monedas. La nota era de un
señor Andrews, el mayordomo, y declaraba que se trataba del dinero para gastos de Lucy para el
próximo mes. Lucy desanudó la bolsa y vació su contenido sobre la mesa.
Maldición.
Eran tres veces la cantidad que Henry le daba en un año. Lucy se quedó mirando el montón de
billetes y monedas, el resentimiento brotando en su pecho. Absurdo, lo sabía. A la mayoría de las
damas les hubiera encantado recibir una asignación tan generosa. Pero para Lucy, el dinero se
sentía como una prueba de que ya había fracasado. ¿Qué diablos iba a hacer con todo esto?
¿Cuántos sombreros y cintas podía comprar una señora? Ella se apartó de la mesa, de repente
desesperada por salir al aire libre.
―Buenos días, milady―el ama de llaves en la puerta hizo una reverencia. ―Espero que haya
podido descansar ―una doncella entró llevando el desayuno en una bandeja de plata, que
depositó en una mesa cercana. El ama de llaves continuó: ―Su Señoría dijo que usted querría
revisar las cuentas de la casa. ¿Vuelvo en una hora con los libros?
Oh, y ahora Lucy realmente tenía que escapar.
Ella asintió en silencio, pero una vez que la matrona cubierta de encajes hubo desaparecido,
Lucy robó unos cuantos de bollos con mantequilla de la bandeja del desayuno y se embarcó en
una épica aventura.
Encontrar la manera de salir de la Abadía.
El orgullo, y la necesidad de sigilo, le impedía preguntarle las direcciones a los criados, seguro
que Jeremy debe de haber abandonado la casa, o se habría tropezado con él por su tercer intento
por el pasillo. Eventualmente, sin embargo, se las arregló para salir de la gran casa haciendo el
camino de vuelta y desde allí atravesando los jardines de la cocina y al llegar a un camino de tierra,
la tentación le guiñó un ojo.
Los establos.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Thistle seguiría estando un tanto fatigado por el viaje, pero un paseo pausado era exactamente
lo que Lucy deseaba. Sin duda, Jeremy no podía objetar, incluso ella montaría con una silla de
amazona. Pero cuando llegó a la cuadra y empezó a buscar la casilla de su yegua dulce y de
aspecto simple, Lucy no la encontró. Thistle no se veía por ningún lado. Cuando le preguntó al
mozo de cuadras la ubicación de su montura, la dirigió en cambio a un caballo castrado blanco y
brillante, con sus ancas de mármol talladas y cintas trenzadas en su melena.
¡Cintas!
―Se le ha preparao pa’ usté, milady. Su Señoría dijo que Parí’ aquí iba a está reservao pa’ su
uso particulá.
―¿Lo hizo? ―Lucy apretó los dientes. Una cosa era que Jeremy le endilgara dinero para sus
gastos y los libros, ¿pero reemplazar a su amada Thistle con este equino dandi? Insoportable.
―¿Lo ensillo pa’ usté, milady?
―No. Eso no va a ser necesario ―echando humo, Lucy pateó una tabla suelta de la parte
inferior de la casilla.
Algo en el otro lado le devolvió la patada.
Intrigada, Lucy caminó lentamente hacia la siguiente casilla. Allí estaba un magnífico potro
negro, estampado y resoplando y relinchando con incansable energía. Las ventanas de la nariz del
animal se dilataron cuando Lucy le tendió la mano, y la acarició con la nariz antes de darle a sus
dedos un mordisco impaciente.
Friend, leyó Lucy en la pequeña placa encima de la casilla del potro. Perfecto. Sonrió para sus
adentros y se volvió hacia el mozo de cuadras.
―Saldré con éste, en su lugar.

Jeremy desaceleró su montura cuando llegó al banco de grava. Aquí el río serpenteaba a través
de un estrecho valle, tropezando con pequeños rápidos bajo un manto de hojas caídas. En la otra
orilla, riscos empinados se alzaban bordeando el río. Salientes rocosas y árboles inclinados,
cubrían su fisonomía. Todo se veía igual a como lo recordaba.
Pero de alguna manera, se sentía diferente.
Había experimentado la misma curiosa sensación, observando los campos del oeste con
Andrews por la mañana. Un campo de cosecha de cebada se parecía mucho a la misma cosecha de
trigo de años anteriores. Una acequia nueva aquí o allá marcaba el suelo, pero no había nada tan
notablemente alterado que pudiera explicar este sentimiento que tenía, de observar Corbinsdale
con nuevos ojos.
No era una sensación de optimismo, precisamente. El paisaje no parecía más suave o
complaciente, ahora que había traído a casa una condesa. Hasta ahora, el matrimonio en sí era un
asunto bastante rocoso. Pero aunque la mente de Jeremy estaba todavía llena de problemas, eran
nuevos problemas. Y por lo tanto, el mundo, y estos bosques, en particular, parecían, no mejores,
exactamente, sino diferentes. No podía quedarse pensando en las tragedias del pasado cuando al
parecer tenía una crisis en su matrimonio que resolver en el presente. Tal vez ahora, él y
Corbinsdale, estuvieran listos para avanzar hacia el futuro.
Entonces un ruido repentino empujó la atención de Jeremy hacia los riscos escarpados. Y se
encontró de regreso en una pesadilla de veinte años.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¿Lucy? ―Jeremy no quería creer que era su esposa la figura escalando la empinada saliente
al otro lado del arroyo. Pero él reconocería ese traje de terciopelo rojizo y esa maraña de rizos
castaños donde fuera. Y realmente, admitió con un gemido torturado, ¿quién más podría ser?
―¡Lucy! ―gritó de nuevo, azuzando a su caballo para entrar al arroyo. Si ella lo escuchó, ignoró
su llamado, continuando abriéndose paso por la ladera rocosa. Querido Dios. Si se caía desde allí,
con esas rocas abajo...
Ella desapareció en el otro lado de una saliente puntiaguda. El corazón de Jeremy se aceleraba
mientras espoleaba a su caballo para darle caza. Rodeó la curva correspondiente del río...
Y luego su corazón dejó de latir.
Ella estaba trepando hasta la ermita.
Una casa pequeña, centenaria, situada sobre una plataforma rocosa, la ermita había sido
construida por los monjes de la Abadía como un lugar para la oración y la reflexión solitaria.
Formada a partir de piedras y construida para abrazar al terreno en pendiente, la pequeña
vivienda parecía una parte natural del propio acantilado. Una delgada chimenea se inclinaba en su
mayor parte en dirección al cielo. Dos ventanas de cristal estaban oscuras por la suciedad. Para
cualquier otra persona, debía presentar una imagen inofensiva, incluso romántica. Sin duda, a
Lucy le habría parecido una invitación irresistible para explorar. Hubo un tiempo en que Jeremy
había pensado lo mismo. Pero ya no más.
Se apeó de su caballo, aterrizando en agua helada hasta las rodillas, y comenzó a escalar el
acantilado.
―¡Lucy!―gritó hacia ella, haciendo bocina con las manos alrededor de su boca―Lucy, ¿qué
diablos crees que estás haciendo?
Ella lo escuchó esta vez y levantó la vista bruscamente. Jeremy maldijo su propia idiotez. Nunca
debería haber alejado su atención de sus pies. Ella pisó una piedra suelta y perdió pie,
balanceándose peligrosamente por encima de él. El horror arroyó su pecho. Agitando los brazos,
Lucy se quedó atrapada en un borde saliente de una roca.
―¡Quédate ahí! ―ordenó Jeremy. Dios mío, deja que escuche, medio maldijo, medio rogó,
cuando reanudó su propio ascenso. Por esta única vez, en lo que parecía destinado a ser una vida
abreviada, que Lucy tuviera el sentido de seguir una simple orden.
Por fin llegó a su lado, jadeando para recuperar el aliento y débil por el miedo. Y su esposa
tenía la audacia de parecer fría y tranquila e injustamente hermosa, repentinamente con la sonrisa
más dulce que le había visto en tres días.
―Hola, Jeremy. ¿No es un día hermoso?―ella echó la cabeza hacia arriba en dirección a la
ermita. ―Vamos a explorar juntos, ¿sí?
―No.
Lucy parpadeó, obviamente sorprendida por la vehemencia de su respuesta. Jeremy juró. Tomó
aliento y volvió a intentarlo.
―Está en mal estado ―explicó sin convicción. ―Puede ser peligroso.
―Oh, estoy segura de que está bien. ¿Con toda esa formación de piedra? Parece que ha estado
ahí durante años. Dudo que pudiéramos derribarla si lo intentáramos.
Jeremy convocó su tono de voz más severo y La Mirada para complementar.
―Dije, no ―esta vez, ella frunció el ceño. Bien. Al menos el mensaje le estaba llegando. ―No
hay nada de interés allí, te lo prometo. Pero si tienes que verlo por ti misma, tendrás que esperar

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

hasta otro día. Traeré a Andrews para que primero revise su condición. Nadie ha estado allí en
años.
Veintiún años, para ser exactos. No desde que él y Thomas habían jugado allí cuando niños. No
desde que la pequeña casa había sido el escenario para expediciones de pesca y campañas
militares y la ocasional búsqueda del rey Arturo. No desde la noche que dos niños se escabulleron
de la abadía para recuperar un tesoro olvidado de la ermita, pero sólo uno regresó.
Un relincho agudo dirigió la atención de Jeremy a la orilla del arroyo. Observó que el demonio
de un potro negro iba a toda prisa a través del bosque, arrastrando las riendas detrás de él. Sin
duda, nunca lo volvería a ver. Se volvió hacia su esposa.
―¿Tú montaste… ese caballo... hasta aquí?
―Bueno, yo habría montado a Thistle ―respondió ella con vehemencia. ―Pero parece que ha
sido declarada no apta para una condesa.
―Friend es notablemente inadecuado, y tú lo sabes. Es un milagro que no te haya tirado
―miró a su esposa. Su traje de montar estaba abierto en el centro, y podía vislumbrar el suave
globo de un pecho, que se desbordaba de su corpiño con cada furiosa respiración. El tipo exacto
de observación que debía evitar. Apartando sus ojos, tomó a Lucy de la mano, guiándola hacia
abajo por la ladera―¿Dónde están tus escoltas?―demandó.
―¿Te refieres a esos dos mozos de cuadras que empleaste para seguirme a tres metros de mí y
volverme absolutamente loca? Los soborné para que me dejaran sola ―ella lo miró con aire
satisfecho. ―Utilicé el dinero para mis gastos.
―Bueno, espero que les dieras lo suficiente como para comprar el pan durante todo el
invierno―replicó él, ayudando a su esposa para que, con cuidado, rodeara una roca. ―Porque lo
que tú hiciste acaba de costarles sus puestos. Lucy, no vas a montar a caballo o caminar, o
conducir, o cualquier otra cosa, sin escolta. No vas a montar caballos distintos de los que he
aprobado. O no saldrás en absoluto.
Ella emitió exclamación indignada mientras él la bajaba a la orilla del río.
―¡No puedes simplemente mantenerme encerrada en esa Abadía, como el villano de algún
melodrama!
―Oh, ¿no puedo?―él silbó entre dientes, y su caballo llegó a su lado salpicando el río. ―Voy a
dejar de jugar al villano, Lucy, cuando dejes de hacerte la tonta ―ella hizo una mueca, el fuego en
sus ojos apagado por la consternación. Una pequeña punzada de culpa lo sorprendió entre las
costillas, pero él no se iba a detener ahora. No cuando finalmente estaba logrando hacerle
entender. Lucy necesitaba comprender que no estaba bromeando, que él no la iba a perseguir por
los acantilados todos los días de su matrimonio. Su corazón no podría soportarlo.
Agarró las riendas de su montura y las enrolló sobre el arzón delantero.
―¿No puedes hacer algo... algo femenino, por una vez? Tienes fondos ilimitados, todo un
personal de criados. Planea los menús de la cena. Redecora la casa. Borda un cojín o dos. Llévate
el coche hasta el pueblo y compra algo que no necesites. ¡Aprende a ser una dama, por el amor de
Dios!
Silencio.
Aquellos ojos verdes le apuntaron como dos fusiles de chispa. Manchas gemelas color carmesí
ardían en sus mejillas. Sus labios se separaron, sin duda para entregar una mordaz réplica y en el
instante antes de él se perdiera por completo y silenciara esos labios con los suyos, Jeremy rodeó

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con sus manos la cintura de su esposa y la arrojó sobre su caballo. Luego él se acomodó en la silla
detrás de ella, tomó las riendas en una mano y a su esposa en la otra, y clavó los talones en los
flancos de su caballo.
―Te voy a llevar a casa. Ahora.

Lucy estaba paralizada por la conmoción.


Bueno, no completamente paralizada. Le hubiera gustado haber estado completamente
paralizada, y entonces ella podría haber puesto toda su concentración en la ira, en vez de estar tan
molestamente distraída por la sensación del brazo de Jeremy que fustigaba cerca de su cintura o
su pecho presionando cálido y fuerte contra su espalda.
No se había dado cuenta de lo mucho que había estado anhelando su contacto.
Lucy ni siquiera sabía si estaba más enojada con él que con ella misma. Él no había dicho nada
nuevo ni sorprendente, se había limitado a decirlo todo en un tono un poco más fuerte de lo que
lo había hecho en el estudio de Henry. Quería que ella cambiara para convertirse en una dama
distinguida. Eso la enfurecía, incluso la entristecía, pero era una cosa que ya sabía.
No, definitivamente estaba más enojada con ella misma. Porque no podía dejar de apoyarse en
él. Cerró los ojos y se derritió en su fuerza, respirando su olor masculino y maldiciendo a su cuerpo
por lo traidor que era. Cada zancada equina avivaba su deseo, y cuando el cambio repentino de la
marcha del caballo la hizo resbalar, la atrajo rudamente hacia él. Ahora firmemente sujeta entre
sus muslos, Lucy no podía confundir el borde duro de su erección presionando contra su trasero.
Bien. Evidentemente, esa parte de él la encontraba lo suficientemente femenina.
Ella se movió contra él y lo oyó contener el aliento. El calor se arremolinó a través de su cuerpo.
Una palabra, un solo toque, incluso una mirada sugestiva que arrojara por sobre su hombro, y Lucy
sabía que podría tomar las riendas en esta lucha, modificar sus destinos por completo. Y era una
tentación poderosa sólo rendirse, satisfacer el ardiente, líquido deseo que corría por sus venas.
Pero sería una victoria vacía. Ella había aprendido mucho, por lo menos. Porque debajo de su
deseo yacía un depósito profundo, desconocido de emoción, pero por debajo del de Jeremy, sólo
lamento. Tal vez un deseo profundo y perdurable de que su esposa empezara un bordado, u
ordenara un nuevo papel mural. Lucy sabía muy bien que eso sería inútil. Y seguía creciendo la
tentación. Ella ansiaba sentir su cuerpo tendido sobre el suyo e imaginar, aunque sólo fuera por
unos momentos, que la conexión era más profunda que sólo la piel contra la piel. Este deseo
comenzaba a sentirse peligrosamente como una necesidad.
Se enderezó, separándose de él. Ella cerró los ojos y buscó en su interior hasta que encontró el
borde afilado de su ira, y cerró sus puños con fuerza a su alrededor. La había alejado de su casa, de
su familia, de su cómodo círculo. Lo único que le quedaba era su independencia, y que la
condenaran si renunciaba a ella. No se había comprometido a abandonar todo orgullo el día de su
boda, y tampoco recordaba ningún voto en relación con la costura. Él podría ser capaz de
restringir sus movimientos, pero no podía cambiarla con sólo mantenerla encerrada.
No, Lucy sonrió para sus adentros. Ella podía causar suficiente caos dentro de cuatro paredes
de piedra.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Cuando se reunieron para cenar esa noche, Lucy observó el rostro de Jeremy. Él miró los platos
de comida de la mesa. Carne de venado asado, confit de pato, verduras con salsas, estofado de
cordero, truchas salteadas. Exactamente los mismos platos que se habían servido la noche
anterior, hasta el plato pequeño de nata espesa.
―Lucy, ¿el ama de llaves no te consultó sobre el menú de la cena?
―Lo hizo.
―¿Y no tuviste alguna sugerencia? ¿Alguna petición de un plato diferente?
―No―dijo Lucy, y se sentó. ―No podía imaginar una comida más fina que la que tuvimos
anoche. Por eso, cuando el ama de llaves me preguntó qué platos prefiero, sólo pedí los mismos
de nuevo ―y tenía la intención de ordenar lo mismo al día siguiente, y al siguiente, y durante
todos los días en un futuro previsible. Eso le enseñaría por exigir que ella planeara los menús.
Mañana, ella vería sobre los bordados.
―¿Todos los mismos platos? ―una mirada extraña cruzó su cara. Más aprehensión, pensó, que
disgusto―¿Incluyendo el postre?
―Oh, especialmente el postre―el lacayo abrió con fuerza una servilleta y la colocó sobre su
regazo. Lucy sonrió―¿Empezamos?

Ella quería matarlo. Jeremy estaba seguro de ello.


Su esposa tenía la intención de destriparlo diariamente al coquetear con posibles lesiones
corporales justo ante sus ojos. Entonces para la noche, querría devorar su auto-control, un bocado
exquisito a la vez. Y lo haría con una sonrisa.
Si él sobrevivía un mes de este matrimonio, sería un milagro.
Ella tomó un lento y seductor sorbo de sopa, y Jeremy sintió un hambre creciente en su interior
que era cualquier cosa menos gustativa. Con cada siguiente plato, sólo crecía. Cada pequeño
suspiro y gemido de placer que caía de los labios de Lucy se deslizaba hacia abajo de la mesa y caía
en su regazo. Para cuando llegó el postre, ante el término del cual, Lucy extendió su húmeda
lengua rosada para lamer hasta el último pedazo de chocolate de la cuchara, pensó que iba a
derramarse en sus pantalones.
Cuando anunció su deseo de retirarse temprano, él se sintió aliviado. Cada hora que pasaba en
su compañía estaba comenzando a sentirse como un tormento. Ella era menos accesible y más
tentadora que antes de que se casaran. Antes de que se casaran, él no había sabido lo que se
estaba perdiendo. Había tenido una idea justa, por supuesto. Pero ahora, realmente lo
sabía―ahora que los contornos de su cuerpo estaban grabados en su memoria y el olor de su piel
estaba inyectado en su sangre, ―cada minuto que pasaba en su presencia era un minuto que
anhelaba pasar dentro de ella.
Podía esperar por ella, se dijo. En realidad, no tenía otra opción. Después de su escándalo de
esta mañana, había medio esperado encontrarla escribiendo una carta a Henry por la tarde. Pero
no, ella parecía decidida a quedarse. Hasta ahora. Él haría bien en adquirir un talento para la
paciencia, al parecer, junto con un gusto por la sopa de langosta. Pero la espera era un tormento.
Un tormento puro, dulce y angustioso.
Y habían estado casados sólo tres días.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2200

El tormento estaba sólo comenzando.


Después de casi una semana de paletas de res frías y sopa de langosta y la inexplicable
proliferación de agujas que sobresalían de cada silla y sofá, Jeremy se despertó una mañana con
un golpe seco y fuerte.
Seguido por un grito.
Saliendo con dificultad de la cama, tomó su bata y se la colocó con un movimiento de hombros
mientras él cruzaba el dormitorio y la antecámara con pasos rápidos. Abrió la puerta de la sala de
estar y fue recibido por otro grito desgarrador.
Él parpadeó. La brillante luz del sol inundó la habitación, cegándolo. Fue unos instantes antes
que sus ojos se ajustaran lo suficiente como para discernir el cuadro que tenía delante. La fuente
de los gritos era la criada, que estaba retorciéndose las manos en el centro de la habitación. Cerca
de la ventana, Lucy yacía en el suelo, enredada en metros de terciopelo gris peltre, que habían
servido recientemente como cortinas.
―¿Qué diablos está pasando aquí?
La criada se llevó las manos a la boca y sollozó. Jeremy pasó junto a ella y se dirigió a su esposa.
―Lucy, ¿estás herida? ¿Eres tonta? ¿Estás loca? ―ella se apartó el pelo de la cara y lo miró. Sus
ojos le afectaron de la misma manera que la luz del sol lo había hecho un minuto antes.
Era cegadoramente hermosa.
La maldición de Jeremy murió en su garganta. Apenas había visto a su esposa en casi toda la
semana. Ella se había mantenido resueltamente en su habitación desde aquella primera mañana,
salvo su actuación de todas las noches en la cena. Y era la primera vez desde su boda que la veía
con su cabello suelto, cayendo sobre sus hombros en esas rebeldes ondas castañas. La primera vez
que la veía enrojecer hasta las orejas como sólo la pasión o la ira podían hacerlo. Y ese fogoso
desafío en sus ojos: era una chispa para la hierba seca. El deseo chamuscó los vellos de su pecho e
incendió un camino hasta su ingle.
Recuperó el aliento y le tendió la mano.
―En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo?
―Estoy cambiando las corFnas ―dijo, haciendo caso omiso de la mano. Ella misma comenzó a
desenredarse de las franjas de la pesada tela. ―Dijiste que debo redecorar.
―Sí, pero ¿ahora? ¿Antes del desayuno?
―¿Cómo se puede disfrutar del desayuno en esta... esta tumba? ―ella desenvolvió una borla
encordada de alrededor de su muñeca. ―Aquí todavía es la Época del Oscurantismo.
―No Fenes que desayunar aquí ―dijo Jeremy. ―Hay una sala de desayunos, si quieres salir de
tu habitación y localizarla.
No le hizo caso y tiró de un largo y rígido lazo gris. Cuando se negó a ceder, él vio que la tela
estaba atrapada debajo de un sillón volcado. Enderezó la silla y la sostuvo en sus manos.
―¿Estabas de pie sobre una silla? ―Fró la silla a un lado, y aterrizó con estrépito. La criada
gritó de nuevo. ―Estabas de pie en una silla ¿y tirando de las cortinas con la mano?

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ninguna respuesta. Lucy se había desenredado del voluminoso terciopelo, y ahora se puso a
arreglar su bata en torno a su figura sentada. Llevaba esa misma bata carmesí que lo atormentaba
en sus sueños. Ella alzó la mirada brevemente y luego la apartó en un instante.
Él se puso de pie sobre ella, bajando la voz a un gruñido.
―Si deseas bajar las corFnas, le pedirás a los criados que lo hagan. No te subirás en una maldita
silla para caerte y romperte el cuello.
―No me he roto el cuello. No he roto nada.
―Entonces, ¿por qué sigues en el suelo?
Ella cerró los ojos brevemente, y luego miró hacia el techo.
―Puedo haberme torcido el tobillo.
Jurando en voz baja, Jeremy se agachó y subió las capas de la bata hasta sus rodillas. Su tobillo
izquierdo se veía rojo y ligeramente hinchado.
―Maldita sea, Lucy.
―No es nada ―dijo. ―Si sólo me ayudaras a levantarme, necesito ir...
Con otro juramento entre dientes, la tomó en sus brazos y comenzó a llevarla hacia su
dormitorio.
―No vas a ninguna parte.
―¡Jeremy! ¿Qué estás haciendo? Bájame en este instante, tú... ―ella se retorció en su abrazo,
moviéndose en su contra. Él sólo intensificó la fuerza su agarre contra el muslo de ella―¡Tú, bruto
estúpido!
La criada volvió a su llanto, y Jeremy le lanzó La Mirada.
―Que venga el médico ―dijo sin alterarse.
Lucy golpeó su hombro con el puño.
―¡Jeremy, no! Déjame. Estoy perfectamente bien, maldita sea.
Él la ignoró y se dirigió a la criada.
―Ahora ―la muchacha se escabulló de la habitación, llevándose con ella sus irritantes sollozos.
Él llevó a Lucy a través de la antesala y a su dormitorio, depositándola en el borde de la cama.
―Eso fue totalmente innecesario ―ella Fró la manta sobre sus piernas. ―No necesito un
médico ―sus ojos estallaban de furia, y su pecho se levantaba con cada rápida y trabajosa
respiración. Jeremy se apoyó en sus manos cuando se inclinó sobre su cuerpo semi-reclinado,
encajonándola entre sus brazos. Podía oler el dulce aroma de su pelo, como peras y miel. Podía
saborear el veneno de sus labios rojos intensos y carnosos.
Y oía sus palabras mordaces haciendo eco en sus oídos. No necesito un médico. No necesita un
médico, dijo ella. No necesita dinero para sus gastos o un nuevo guardarropa o sopa de cualquier
otro color que no sea roja. Y con toda seguridad, él sufría el recordatorio diariamente, no
necesitaba su ayuda. Se estaba condenadamente cansando de escuchar lo que Lucy no necesitaba
de él.
―Te diré lo que necesitas ―dijo las palabras entre dientes, su propia respiración jadeante en el
pecho. ―Necesitas quedarte justo aquí, en esta cama. Necesitas ver al doctor. Necesitas dejar de
realizar trabajos físicos que los criados deberían hacer. Y lo que necesitas es, por una vez,
mantenerte sana y entera por más de dos días.
―Pero…

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―Y ―él se acercó más, hasta que estuvieron nariz con nariz. Hasta que él pudo sentir el calor
de la ira en su cuerpo ―Fenes que aprender algo de decoro. Cuando estemos solos, me puedes
llamar por los nombres viles que desees. Pero en compañía o en frente de los sirvientes, te
dirigirás a mí como "milord".
Ella ahogó un grito de indignación. Jeremy se irguió, dio media vuelta, y regresó a su propio
dormitorio, cerrando con fuerza la puerta tras él. Justo a tiempo. Si ella abría la boca para
protestar una vez más, este bruto atontado necesitaría besarla para enmudecerla.

Lucy hizo una mueca cuando unas manos bruscas movieron su tobillo.
―¿Así que usted es el médico?
―Por supuesto que no ―la joven sentada en el borde de la cama alzó la mirada con
brusquedad. Unos ojos castaños, bastante separados entre sí, la miraron en un burlón silencio.
―Mi padre es el médico. Le ayudo a ver los casos de menor importancia cuando está ocupado
tratando a las personas que están heridas realmente. Como es el caso de esta mañana. Un hombre
perdió la mitad de su mano en el molino ―inhaló, y las pecas dispersas de su nariz se agruparon.
―Supongo ―dijo ella, flexionando el pie de Lucy hacia atrás y hacia adelante, ―que usted piensa
que debería haber venido a verla de todas formas, siendo la señora de la casa.
―En absoluto ―respondió Lucy, sorprendida por su evidente hostilidad. ―Le dije a mi esposo
que no necesitaba ver un médico. Él no quiso escuchar a la razón.
Con el dorso de la mano, la joven echó hacia atrás un mechón de pelo color ámbar.
―Los hombres rara vez lo hacen.
―¿Cómo se llama?
―HeRa Osborne.
―Yo soy Lucy Waltham... TrescoR.
La señorita Osborne contempló a Lucy con las cejas enarcadas. A continuación, echó un vistazo
a la alcoba. Las cortinas que se habían sacado de sus ventanas yacían amontonadas en el suelo. El
mobiliario se había empujado desordenadamente cerca de la chimenea.
―Estoy redecorando ―dijo Lucy sin convicción.
―Ya lo veo.
No, no lo hacía. Ella no podía ver. Nadie podía entender lo que había poseído a Lucy para ir a
toda velocidad, como una loca, tirando de las cortinas de las ventanas y los tapices de las paredes.
Ni lo entendía ella misma. Sólo sabía que tras una semana de su auto-impuesta reclusión, había
soñado con una niebla. Una niebla densa, oscura y asfixiante, que llenó sus pulmones y serpenteó
hasta sus oídos y se apretó alrededor de su cuello, y cuando había despertado, enredada entre las
sábanas de la cama, se había apoderado de ella un ansia desesperada de luz. De luz brillante y aire
fresco.
La señorita Osborne hizo que su tobillo se moviera en círculos, en una dirección primero, luego
en otra.
―En realidad, se siente perfectamente bien ―dijo Lucy.
El dolor en su tobillo había desaparecido poco después de su caída. Su encuentro con Jeremy…
de eso, iba a requerir un poco más de tiempo para recuperarse. Primero, de verlo envuelto en su

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bata, de ver la cuña de pecho desnudo enmarcada por la tela azul oscura, de ver sus piernas
desnudas y esculpidas por debajo del dobladillo. Era obvio que llevaba poco por debajo de la bata.
Si acaso nada. ¿Dormía desnudo? se preguntó Lucy. Por supuesto, lo había hecho la noche en que
había dormido a su lado, pero... ¿y solo? Y en las noches por venir, ¿cómo iba a poder dormir
preguntándose?
Si la vista de sus piernas no fueran lo suficientemente distractivas, entonces él le había subido
su bata y tocado su tobillo de esa manera emocionante y posesiva. Ah, y esa muestra maravillosa
de fuerza bruta al lanzar a un lado la silla, levantándola como si ella no pesara nada, cerniéndose
sobre ella en la cama. La luz brillante y el aire fresco se olvidaron al instante. Era él lo que había
estado anhelando.
―¿Eso duele? ―preguntó la señorita Osborne de repente.
―No. ¿Por qué lo pregunta?
―Usted gimió.
Lucy sintió que un rubor subía a sus mejillas.
―¿Yo?
Maldito hombre, incluso cuando la había reprendido, no podía concentrarse en sus palabras.
Había estado demasiado ocupada fantaseando. Había deseado deslizar sus manos dentro de esa
bata abierta, llevarlas alrededor de sus hombros anchos, y bruscamente, atraerlo sobre ella. Hasta
el final de su diatriba, cuando él había planteado esa tontería de "milord". Tan exasperante. Y
exasperantemente excitante. Lucy cerró sus ojos con fuerza y exhaló su frustración.
―No hay nada malo con usted ―la señorita Osborne dejó caer el tobillo sobre la cama. Echó
una mirada de reojo a Lucy mientras recogía sus guantes. ―No con el tobillo, por lo menos.
Lucy se enderezó y miró a la joven a su lado. La señorita Osborne llevaba un vestido estampado
y chaqueta de color curry. Unas pocas horquillas sostenían su pelo rubio oscuro en un nudo
simple, y no llevaba joyas ni cintas. No parecía ser mucho mayor que Lucy, pero proyectaba un aire
envidiable de capacidad. Se colocó los guantes con movimientos precisos y eficientes.
―¿Por qué no se queda a tomar el té?―preguntó Lucy. ―Usted ha hecho todo este viaje.
―No, gracias ―La señorita Osborne estaba recogiendo una pequeño maleta negra. ―Ya estoy
retrasada, y es un largo camino de regreso. Tengo que visitar a una mujer embarazada y vendar
una herida supurante. Hay algunas personas en el condado con verdaderas lesiones si se da
cuenta.
Lucy sonrió. Por fin, alguien en Corbinsdale que no la miraba con velado desdén. La señorita
Osborne la miraba con abierto desdén. Y mejor, no le había hecho siquiera una reverencia o
llamado "Lady Kendall" ni una vez. Y acababa de ofrecerle a Lucy el remedio que más necesitaba:
una vía de escape.
―Si usted puede esperar que me vista ―dijo Lucy, ―yo la llevo.

Si la señorita Osborne miraba a Lucy con desdén, contempló el faetón lacado y el tiro de ponis
negros perfectamente alineado, con completa ironía. Por no hablar de la pareja de escoltas de
librea que los seguía a una distancia prudencial. No obstante, no pareció resentir la oferta de un
paseo. Y cuando Lucy le dio al tiro rienda suelta produciendo un gran estruendo al recorrer el

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camino, se podría decir que el respeto de la señorita de Osborne por ella se había multiplicado por
diez. De "prácticamente-nada" a "quizás-un poco".
Se sentía maravilloso estar por fin, al aire libre, aspirando el aire fresco del otoño. Lucy detuvo
el faetón ante la pequeña casa de un arrendatario. Cuatro niños salieron corriendo, seguidos de su
redondeada madre, que se bamboleaba al andar. Lucy rebuscó detrás del asiento del faetón una
de las cestas que había pedido que preparara la cocinera. Una sonrisa le calentó la cara, helada
por el viento. Incluso Jeremy no podría poner reparos a esta salida. Esto era lo que Marianne
hacía. Visitar a los inquilinos con canastas de comida y dulces para los niños. Lucy ya se sentía más
como una condesa.
Se volvió hacia los niños, anticipando los chillidos de alegría que seguramente sus regalos
provocarían. No estaban por ningún lado. La señorita Osborne se había bajado del faetón, y todos
habían entrado a la casa sin ella.
Bueno.
Lucy se bajó del carruaje, su cesta ensartada en el brazo, y se dirigió a la puerta de la casita. Se
deslizó adentro de la habitación, sonriendo afectuosamente. Desde sus asientos frente a la
pequeña mesa de la casa, la señorita Osborne y la mujer embarazada la miraron con recelo.
―No hemos sido apropiadamente presentadas ―dijo Lucy, disparándole a la señorita Osborne
una mirada propia, ―pero yo soy Lady Kendall.
La mujer embarazada se quedó boquiabierta.
―Y les he traído una cesta ―añadió alegremente. Se dio la vuelta, tendiéndoles la canasta a los
niños. ―Hay dulces adentro ―tentó, balanceando la canasta delante de ella.
Los niños se encogieron, acurrucados en una esquina, con expresiones de abyecto temor. El
más pequeño, un niño con el callo rubio, casi blanco, que no podía tener más de dos años, se
agarró a la pierna de su hermana y se puso a llorar.
―Está bien ―dijo Lucy, retrocediendo lentamente. ―No hay necesidad de enfadarse. Voy a
dejarlo sobre la mesa, ¿ves? ―depositó la cesta sobre la mesa.
―Gracias, milady ―fue la respuesta apenas audible de la mujer embarazada, y sus ojos
permanecieron bajos.
―No hay de qué ―Lucy juntó las manos delante de ella. ―Señorita Osborne, supongo que la
esperaré en el carruaje.
La mirada de la joven no se movió de su paciente.
―Sí, probablemente sería lo mejor.
Un cuarto de hora más tarde, la señorita Osborne volvió al faetón con su pequeña valija. Bueno,
pensó Lucy. Eso no había salido totalmente como lo había planeado. Sin embargo, se negó a
mostrar su decepción frente a la señorita Osborne. Por supuesto, los niños se aterrorizaron con
una dama elegante, que era una extraña para ellos. Teniendo en cuenta el hecho de que la última
Lady Kendall había muerto hacía varios años y su salud había estado deteriorada incluso mucho
tiempo antes de eso, los niños no podían saber cómo se comportaba una apropiada condesa. En
su próxima visita, todos estarían tirando de sus faldas.
Se dirigieron a la casa siguiente. Esta vez, Lucy no permitió que la señorita Osborne la dejara
atrás. Recogió el cesto y siguió a la joven hasta la pequeña vivienda, con techo de paja. Llamó a
una puerta, y fueron ingresadas a una habitación pequeña y húmeda. La luz que luchaba por
atravesar la única ventana dejaba ver los dos ocupantes de la habitación. Un niño de no más de

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doce o trece años sostenía la puerta abierta con una mano vendada. En la estrecha cama con
colchón de paja estaba sentada una niña en silencio, las piernas cruzadas bajo una raída falda de
lana marrón.
―Albert, Mary. Esta es Lady Kendall.
La puerta se cerró con estrépito detrás de ellos. Lucy giró sobre sus talones para mirar al niño.
―¿Qué? ―preguntó él, registrando la desaprobación de la señorita Osborne. ―Sin duda, su
alteza real aquí no espera que le haga una reverencia.
―¿Cómo está tu mano? ―preguntó la señorita Osborne, cambiando de tema.
El muchacho se encogió de hombros, sin dejar de mirar a Lucy.
―Mejor, supongo. Todavía me duele como el diablo, pero no parece que esté infectada.
La señorita Osborne puso su maletín en la mesa pequeña y la abrió.
―Vamos a echarle un vistazo, entonces. Ven y siéntate ―le hizo señas con una inclinación de la
cabeza. Albert obedeció, mirando a Lucy con toda la sospecha y el desprecio que un niño de doce
años, podía reunir.
Lucy decidió centrar sus esfuerzos caritativos en Mary. Cruzó la habitación, en cuestión de sólo
dos pasos, era una pequeña habitación, y se sentó en la cama junto a ella. El pelo castaño claro de
la niña colgaba alrededor de su cara en una serie de rizos revueltos y enredados. Unos grandes
ojos marrones dentro de un rostro pálido y delgado, quedaron mirando a Lucy.
Lucy sonrió. Mary le correspondió su sonrisa con una suya desdentada.
―¿Cuántos años tienes, Mary?
La niña siguió sonriendo.
―Ella no habla ―dijo Albert desde la mesa. Él hizo una mueca cuando la señorita Osborne
manipuló su herida.
―Pero ella me enFende. ¿No, Mary?
Mary asintió con la cabeza. Levantó una mano abierta, sus dedos huesudos extendidos en un
gran abanico.
―¿Tienes cinco años?
La niña asintió, y su sonrisa se hizo aún más amplia.
Lucy destapó la canasta de su regazo.
―¡Qué suerte! Tengo un bizcocho especial aquí horneado sólo para una niña de cinco años ―le
tendió un redondeado mantecado. ―¿Te gustan los bizcochos, Mary?
La niña le arrebató el dulce de la mano de Lucy y se lo llevó a la boca.
―No te lo comas, Mary ―la voz de Albert era tensa por el dolor. ―Es un bizcocho Kendall.
Probablemente es veneno.
―¡Veneno! ¿De dónde sacaste esa idea? Por supuesto que no es veneno ―no podía entender
cómo se habían originado esas ideas ridículas, pero comenzaban a irritar sus nervios. Una cosa era
que Lucy tuviera denigrantes pensamientos acerca de su propio esposo, y otra muy distinta era oír
que lo difamaban unos desconocidos.
Lucy se volvió hacia la niña.
―Vamos, Mary. Cómelo ―la niña aferró el bizcocho de su mano, insegura. ―O ―dijo Lucy con
cuidado, ―puedes esperar para preguntarle a tu mamá y a tu papá, si se te hace sentir mejor.

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―Ellos no Fenen padres ―la señorita Osborne limpió la herida de Albert con un trapo
empapado con un líquido maloliente.
Albert apretó los dientes.
―Mi padre no está muerto.
―Tal vez no. Pero él no está aquí para resolver el problema, ¿no? ―la señorita Osborne
envolvió una tira de tela limpia alrededor de la palma de Albert. ―Puedes comerte el bizcocho,
Mary ―silenció la objeción de Albert con una mirada. ―No está envenenado.

Mary devoró las galletas en un instante, luego, tendió las dos manos por más. Para el momento
en que la señorita Osborne terminó de vendar la mano de Albert, Mary se había devorado tres
galletas, un trozo de queso de pasta dura, y la mayor parte de un muslo de pollo frío. Lucy deseó
haber traído una cesta más grande. La pequeña estaba claramente desnutrida. Miró a Albert.
Parecía bastante escuálido, también.
Cuando se levantó para marcharse, Lucy rebuscó en su ridículo por un chelín y se lo tendió a
Albert.
―Aquí ―dijo. ―Cómprate unos bizcochos. Mary ya se los comió todos.
Albert soltó un bufido.
―No, gracias, Alteza ―se acercó a la puerta y la mantuvo abierta, estirándose a sí mismo sobre
lo que se acercaba a una altura varonil. ―Yo no tomo la caridad Kendall.
Lucy alzó las cejas.
―Oh, ¿tú no tomas la caridad Kendall? ―se acercó al muchacho, mirándolo fijamente a la cara.
El férreo desafío en sus ojos nunca vaciló. Lucy registró una sonrisa tironeando de las comisuras de
sus labios. Hace ocho años, ella bien podría haber visto una expresión idéntica en su espejo
―Bien, ¿entonces ―preguntó cautelosamente, ―tomas una apuesta Kendall?
Ella sacó una manzana de la cesta sobre la mesa y salió a la calle. Le hizo señas a Mary, y la niña
correteó feliz tras ella.
―Mary ―susurró, colocando la manzana en la palma de la pequeña, ―¿serías tan amable de
correr y colocar esto en la cerca de allí? ―señaló con la cabeza hacia el margen de piedra que
bordeaba un campo de avena cercano. ―Rápido, y hay un chelín para ti.
La niña lo hizo ante esa oferta, y Lucy la recompensó como prometió.
―Un chelín bien ganado ―dijo en voz alta, lanzando al hermano mayor una mirada. Ella se
enderezó y lo enfrentó, tendiéndole la mano. ―Ahora, sobre la apuesta. Albert, ¿puedo tomar
prestada tu honda? ―ella hizo un gesto indicando la correa de piel que sobresalía del bolsillo del
muchacho.
Él miró el distante objetivo, entonces la miró con aire dubitativo.
―Usted no puede darle a eso.
―Si pierdo, te debo un chelín. Y si le doy al blanco…
Albert soltó un bufido.
―Si le doy al blanco ―repiFó ella con frialdad, ―Fenes que aceptar una media corona ―tomó
el pedazo de cuero de la mano del muchacho y se inclinó para seleccionar una piedra adecuada del
camino. ―¿Es una apuesta, entonces? ―preguntó ella, colocando la piedra en la honda.

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Él asintió con la cabeza. Lucy miró brevemente a la señorita Osborne, que parecía estar
observando el intercambio con gran diversión. Lucy sintió una breve punzada de remordimiento.
Hacer apuestas con niños obstinados probablemente no se adecuaba a la Condesa de Kendall.
Pero al demonio con todo, la rutina de ʺdama eleganteʺ no parecía estar engañando a nadie.
Ciertamente no le compraría más pan a Mary.
La mirada de la señorita Osborne encontró la suya. Lucy se encogió de hombros y sonrió.
Apuntó a la manzana, colocó la honda en movimiento con un giro de su muñeca, y la soltó.
La manzana explotó en una nube de corteza blanca. A Albert se le cayó la mandíbula.
Lucy excavó por una media corona en su bolso. Se la tendió y junto con la honda al niño
boquiabierto.
―Si se trata de orgullo, Albert, la próxima vez toma la caridad. Te costará menos.
Albert parpadeó. Miró la moneda y la honda, luego la valla, luego de nuevo a Lucy. Lanzando
una fugaz mirada divertida en dirección a Lucy, la señorita Osborne extendió la mano y pellizcó la
oreja del niño.
―Albert, creo que las palabras que estás buscando son: "Sí, milady".

―Tienes un problema.
Jeremy levantó la vista de su carta, sorprendido. Por qué debería sorprenderse, no lo sabía.
Después de su discusión de la mañana, había pasado el día esperando, infiernos, incluso
anticipando, el descenso de la inminente ira de Lucy. Al menos, observó en su paso decidido, que
el tobillo parecía haberse sanado.
―¿Tengo un problema? ―repiFó.
―Un problema grave. Tus inquilinos te odian.
Él se sentó en su silla. ¿Ella quería hablar de sus inquilinos?
―Sí, lo sé.
―No, quiero decir que ¡realmente te odian! Cuando se dice el nombre de Kendall, la gente de
edad escupe el suelo. Las madres amenazan a sus hijos con su nombre. "Haz lo que digo, o haré
que Lord Kendall venga, y te lleve al hospicio". La gente te desprecia.
―Y ves esto como un problema.
―¡Por supuesto! ¿Tú no?
Él suspiró, depositando su pluma sobre el escritorio.
―Un problema es algo que puedo intentar solucionar. Esto… esto es más una realidad. Si te
hace sentir mejor, es a mi padre, a quien realmente odian. Por mí sienten una intensa antipatía.
Hasta ahora.
―Fui a visitar hoy a los inquilinos, ¡y los niños al verme se encogieron de miedo!
―¿Fuiste a visitar a los inquilinos? ¿Con quién?
―Con la señorita Osborne, la hija del médico. Y un par de escoltas ―sus ojos verdes brillaron.
―Milord.
Jeremy se frotó las sienes. Había sabido que eso volvería a perseguirlo.
―Escucha, Lucy, acerca de esta mañana...

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Ella le interrumpió con un movimiento impaciente de la mano.


―Conocí a dos niños hoy que, lo más probable, es que sean huérfanos. Su madre lo más seguro
es que esté muerta, y a su padre lo enviaron a Australia. ¿Puedes adivinar su crimen?
Sí, pensó. Tenía una razonable certeza.
―Cazar con una trampa una miserable perdiz para alimentar a su esposa enferma y sus hijos.
Un pájaro, merece la sentencia de deportación ―la indignación ardía al rojo en sus mejillas. Se
mordió la punta del dedo de un guante y se lo sacó.
Él se levantó de su silla y rodeó el escritorio para ponerse a su lado.
―Lucy, mi padre era un señor muy duro. Era especialmente implacable con los cazadores
furtivos. Es lamentable, pero no hay nada que puede cambiarlo ahora.
―Pero tu padre está muerto ―dijo ella, quitándose el otro guante. ―Tú eres el Lord ahora.
Desde luego nunca irías haciendo huérfanos a unos pobres niños, sólo por el hecho de una perdiz
―desató su cofia y la arrojó sobre una silla cercana. ―Sin embargo, los inquilinos todavía te
tienen miedo, te desprecian. ¿Por qué no entienden que no eres nada como tu padre? ¿Que eres
amable y generoso, en absoluto un hombre odioso?
Jeremy se apoyó en el escritorio, con la cabeza dándole vueltas. Se sentía borracho, mareado.
Tal vez era el hecho de que su esposa seguía derramando prendas de vestir como una bailarina de
la ópera. Se quedó mirando, completamente absorto, como ella desataba su pelliza con dedos
ágiles y la tiraba sobre la pila de montaña de prendas. Era demasiado esperar que ella pudiera
continuar con sus botas, sus medias, su vestido y su camisola. Pero un hombre podía soñar.
Por otra parte, tal vez eran sus palabras las que habían puesto a girar la habitación. ¿Amable, lo
había llamado? ¿Generoso? Durante el curso de un día, ¿había pasado de "estúpido bruto" a "en
absoluto odioso"? Si esta tendencia continuaba, para mañana ella estaría escupiendo poesía. Y de
alguna manera, las más extrañas y vertiginosas de todos las descripciones fueron esas palabras
pronunciadas tan casualmente, "nada como tu padre". Como si ella pudiera saber.
―¿Te molesta mucho, lo que los inquilinos piensan de mí?
―¡Por supuesto que sí! ―ella se curvó contra al escritorio a su lado―¡Porque si te odian, me
odian!
Él se rió entre dientes. Ah, sí. Debería haber sabido que había una razón razonable detrás de
esta verdadera efusión de afecto.
―Lo siento, Lucy, pero la opinión sobre mí no es probable que mejore pronto ―se levantó y se
acercó a la ventana, mirando el accidentado paisaje. ―Tienes que entender, esto no es Waltham
Manor. Allí, un hombre puede arrojar un puñado de semillas en el suelo y obtener una abundante
cosecha cinco meses después. Esta es tierra dura. Suelo rocoso, un regado irregular. La cosecha de
trigo fracasó este año. El año pasado, la cebada. Estoy tratando de hacer ahora lo que mi padre
debió haber hecho hace años, mejorar la tierra, rotar los cultivos. Regar las zonas secas, controlar
la fuga de la humedad. Pero para hacer las reformas, hemos tenido que obligar a los inquilinos a
cooperar. Ellos se resisten al cambio. Esto significa más trabajo para ellos, un mayor riesgo. Así
que se les ha dicho que deben cultivar la tierra de la forma que el administrador recomienda, o
anularé su contrato de arrendamiento.
Se volvió hacia Lucy.
―Puedes imaginar que eso me hace bastante impopular. Al final, van a cosechar los beneficios,
pero por ahora... por ahora, me odian.

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Lucy suspiró, cruzando los brazos sobre el pecho.


―Ellos nos odian.
Su ceño se frunció, con frustración, y los labios se curvaron en una mueca malhumorada.
Jeremy pensó en remediar ambas condiciones cruzando la habitación y tomando su boca en un
largo y profundo beso. En cambio, se apoyó contra el cristal. Porque ella se había ido otra vez,
volviendo la habitación un torbellino con una única palabra.
Nosotros.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2211

―Así que esta es nuestra sala de desayunos.


Jeremy levantó la vista de su periódico, enarcando las cejas. Se sorprendió, obviamente, a verla,
pero Lucy parecía también gratamente sorprendida.
―Nuestra sala de desayunos ―dijo con una expresión perpleja. ―Sí. Me alegro de que
finalmente te decidieras a buscarla. ¿Tal vez más tarde quisieras recorrer el resto de la casa?
Ella sonrió.
―Creo que sí ―después de todo, no era como si ella pudiera quedarse para siempre en su
habitación. La salida de ayer no había estado muy de acuerdo con sus expectativas, pero la
primera prueba de Lucy de las responsabilidades de una condesa no fue del todo amargo. De
hecho, sentía hambre de más.
Tomó un pastel del bufet y paseó por la habitación lentamente, haciendo una pausa para
estudiar un retrato colgado sobre la repisa de la chimenea. Parecía tener una vaga semejanza de
su marido. Su figura en general parecía correcta: anchos hombros, postura erguida. Aquellos ojos
azules de infarto se capturaron bastante bien. Pero el pelo de Jeremy era negro como el azabache,
no ese color castaño rojizo. Y su mandíbula… el artista había hecho su mandíbula muy mal.
Demasiado redondeada.
―Esta es una imagen terrible de F.
Su taza de café chocó contra su platillo.
―Eso es porque no soy yo.
―Bueno, ¿quién es entonces? No puede ser tu padre, la ropa es demasiado moderna.
―Mi hermano.
Se giró para mirar a su marido que estaba sentado a la mesa, calmadamente salteando un
huevo. Como si simplemente le hubiera pedido que le pase la mantequilla.
―¿Tienes un hermano?
―Tenía. Tenía un hermano. Él murió cuando yo era un niño.
Lucy miró al joven del retrato.
―¿Qué edad tenía?
―¿Cuándo él murió? Yo tenía ocho años, y él tenía once ―la mano de Jeremy hizo una pausa,
suspendiendo una pequeña cuchara en el aire. ―Casi doce.
―Pero este es un retrato de un hombre joven, no de un niño de once años.
―Sí, bueno. Puedes culpar a la imaginación de mi madre por ello. Ella nunca dejó el luto por
Thomas ―reemplazó la cuchara en el salero y tomó su tenedor. ―Ese era su nombre. Thomas
―tomó un trozo de huevo. Lo masticó despacio. Lucy apretó los dientes en señal de frustración.
Finalmente, él tragó y alzó la mirada hacia ella. Lucy inclinó la cabeza y alzó las cejas.
―Por favor, conFnúa.
―Ella, mi madre, encargaba un nuevo retrato de él cada año. Hasta que se murió, por
supuesto. Así podía observarlo como podría haber sido si hubiera vivido.

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Eso, decidió el estómago de Lucy, era una idea perfectamente nauseabunda. Sin embargo, no
parecía afectar el apetito de su marido en lo más mínimo. Cogió otro pedazo de pan tostado. Lucy
tragó todo el nudo en su garganta.
―¿Y cuándo murió tu madre?
―Hace cuatro años.
Calculó con los dedos.
―Así que si tienes veintinueve años, como Henry... Cerca de veintiuno lleva muerto tu
hermano, menos cuatro... Eso significa que ¿hay diecisiete retratos de Thomas en esta casa?
Jeremy raspó la mantequilla en su tostada.
―Sin incluir los que pintó antes de su muerte. El total real es probablemente más de veinte.
Por Dios, pensó Lucy. Había menos retratos probablemente del Príncipe Regente en St. James.
Por lo demás, la catedral de St. Paul probablemente tenía menos pinturas de Cristo.
―¿Cómo murió él? ¿Por una fiebre?
―No, estaba... Fue un accidente ―Jeremy dejó su cuchillo con un ruido sordo. Su ceño
fruncido. ―Es una larga historia.
―Bueno, y parecerá más larga aún si me obligas a extraértela gota a gota. Sería mucho más
fácil para nosotros, si sólo la soltaras ―fue hasta la mesa y se puso sobre su hombro. Él se quedó
mirando el brindis en su mano, impasible. ―Lo averiguaré con el tiempo, sabes. No me hagas ir a
preguntarle a los criados.
―¿De verdad quieres oírla? ―su voz oscura. Dejó caer la tostada en el plato y flexionó la mano.
Lucy puso los ojos en blanco.
―No. Por favor, no me lo digas. Estoy disfrutando el suspenso gótico ―ella suspiró y puso una
mano en el codo de él. ―Sí, Jeremy. Realmente deseo escucharla.
―Muy bien, entonces ―él se levantó de la mesa, la agarró de la mano, y simplemente la sacó
de la habitación.
Él se dirigió a propósito por el largo corredor. Sus pasos eran tan largos que se veía obligada a
realizar tres pasos por uno de él. La llevó por el pasillo, a través del vestíbulo de entrada, el pasillo
interminable de largo, y, finalmente, por una estrecha galería de mármol y azulejos, donde una fila
de grandes retratos, con marcos dorados parecían desvanecerse a la distancia simplemente, en
vez de terminar. Cuando Jeremy se detuvo en el punto medio de la galería, Lucy casi chocó con su
espalda.
―Ese ―dijo, girándola en redondo, ―"era mi padre" ―soltó su mano y dio un paso hacia una
gran pintura cuadrada.
Lucy siguió su mirada. El retrato debía haberse pintado cuando su padre tenía casi la edad de
Jeremy, o tal vez un poco más. Las mismas facciones de granito marcaban su rostro, bordeado por
leves arrugas que se profundizarían con la edad. El garbo del hombre, la postura engreída
contrastaba con su expresión seria. Llevaba un traje negro adornado con galones dorados y
botones y sostenía un tricornio bajo el brazo. Su otra mano descansaba extendida sobre la cabeza
de un tigre.
Un verdadero tigre. Una bestia gruñona, salvaje, color naranja con rayas. Lucy no sabía casi
nada de pintura, pero reconocía un arte impresionante cuando lo veía. Cuando ella lo sentía en su
sangre. La pintura era fascinante. Podía ver la piel rayada del tigre erizándose, sentir el poder

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primitivo tensando sus músculos. Pararse ante esta pintura era sentir peligro y riesgo y miedo
irracional. Y sentir una oleada de resentida gratitud por este hombre arrogante, cuya pose
dominante y mirada de helados ojos azules, parecían las únicas cosas que le impedían ser
devorada por entero.
Ella se acercó a su marido.
―El Fgre que ves ahí reside ahora en la gran sala, montado encima de la chimenea. Mi padre le
disparó en la India y lo trajo de regreso, a él y a la cabeza de un elefante macho. Era un ávido
cazador, mi padre. Tenía los bosques alrededor de la abadía abastecidos con toda la variedad de
caza. No sólo perdices y faisanes, sino jabalís y venados ―miró por encima del hombro hacia la
ventana. ―Este es uno de los últimos bosques de Inglaterra donde aún se puede cazar venado.
Se volvió hacia el retrato.
―La caza lo era todo para él. Por lo tanto, la caza significaría todo para sus hijos. Puso un rifle
en mi mano antes de que yo pudiera sostener apropiadamente una cuchara. Nos llevaba a mi
hermano y a mí durante el día entero en excursiones de tiro para afinarnos la puntería.
―¿La puntería? ―Sus hombros se levantaron por la risa. ―Debes haber sido una gran
decepción, entonces.
―Lo fui. En muchos formas.
El cambio en su expresión fue sutil, pero inconfundible. Un pliegue ligero apareció en su frente
y su mandíbula se tensó por un grado infinitesimal. Lucy quiso golpear su cabeza contra la pared.
Ella era una idiota. Una tonta insensible, desconsiderada, cerebro de chorlito. Se propuso no decir
una palabra más.
―Lo siento ―bueno, además de esas dos.
―No te preocupes ―su rostro se endureció aún más. ―Era un placer decepcionar a mi padre.
No sentía gran cariño por él, ni por la caza. Pero Thomas amaba ambos, y yo idolatraba a Thomas.
Los dos nos escabullíamos de la casa a todas horas para ir a caminar por el bosque.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia el borde de unas altas ventanas, sus pasos lentos resonando
en el mármol pulido. Lucy lo siguió, mirando hacia el redondo jardín, cercado con arbustos y los
densos bosques más allá. Los árboles trepaban los acantilados distantes como espectadores en
una palestra, con pancartas otoñales de color ámbar y rojo.
―No éramos los únicos caminando por el bosque. Los bosques bien provistos resultan
irresistibles para los cazadores furtivos. Algunos llegaban en grupos organizados, cazando los
animales para comercializarlos en Londres o York. Y luego estaban los inquilinos, que simplemente
deseaban un poco de carne para sus mesas. Mi padre resentía ambos grupos por igual. Cualquier
cazador furtivo detenido en suelo Kendall recibía la pena máxima permitida por la ley: la cárcel,
trabajos forzados, incluso la deportación. Ordenó a sus guardabosques colocar cepos y escopetas
de trampas.
A Lucy se le hizo un nudo en el estómago. Henry le había descrito los crueles métodos
empleados por algunos propietarios de tierras para impedir la caza furtiva. Cepos, así como
trampas más pequeñas destinadas a la caza y captura, constaban de unas mandíbulas de metal
con púas diseñadas para romper la pierna de un hombre. Un encuentro con un cepo podría dejar a
un hombre mutilado, si tenía suerte. Si tenía mala suerte, la herida se agravaría y moriría. Por
supuesto, la muerte era todo el objetivo de una escopeta de trampa: un rifle cargado instalado en
la cuerda de una trampa. Un cazador furtivo, o cualquiera, que tropezara con el cable, haría que el
arma le disparara inmediatamente.

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Lucy tuvo la enfermiza sensación de que sabía donde se dirigía esta historia. Ella también podía
ahorrarle la dificultad de decirlo.
―Entonces, ¿cuál fue, con Thomas?
―Una escopeta de trampa.
―¿Y tú estabas con él?
Miró por la ventana, sin pestañear.
―Sí.
Rápidamente renovó su voto de silencio. Cualquier palabra que pudiera pronunciar sería muy
impropia de una dama. Trató de imaginarse teniendo ocho años y viendo a su hermano derribado
como un animal. Luego se sacudió, maldiciendo su imaginación.
Fue como si él hubiera oído sus pensamientos.
―No lo vi pasar ―le lanzó una mirada de reojo. Su voz se hizo suave. ―Estaba oscuro, y yo
había caído detrás de él. Sólo oí el disparo.
Las palabras tenían el timbre de una mentira piadosa. Lucy sospechó que lo dijo sólo para
calmar sus sentimientos. Bendito él, funcionó. Un poco. Pero la misma idea seguía produciéndole
nudos en el estómago.
―¿Y después?
Se volvió hacia ella con la expresión en blanco.
―Y después, él murió.
Ella negó con la cabeza.
―No, quiero decir después de eso. Dijiste que era una larga historia. Hay veinte retratos de
Thomas en esta casa. Su muerte no puede ser el final de la historia, es sólo el principio.
Él se volvió hacia la ventana y exhaló el aire lentamente. Sus anchos hombros se encogieron
bajo su chaqueta. Rápidamente estaba aprendiendo a reconocer ese movimiento. Un
encogimiento de hombros, para Jeremy, no era una perezosa subida y bajada de hombros. Era una
acción poderosa, una explosión de fuerza bruta, apenas registrada. Y cuando alzaba sus hombros,
ella casi podía oír el crujido de la armadura oxidada cerca de ellos. El escudo fuerte y recubierto de
metal que construyó un niño para protegerse del dolor. Lucy conocía esa armadura. Ella misma
cargaba justo con un poco de una.
También sabía que la armadura tenía grietas.
―Es una larga historia ―repiFó desapasionadamente. ―Y sí, Jeremy. Realmente deseo oírla.
Él la atravesó con una mirada helada. Lucy se negó a parpadear. Si pensaba que podía
ahuyentarla con esa Mirada suya, estaba muy equivocado.
―¿Y entonces...?
Él miró por la ventana.
―Y entonces todo cambió. Mi padre siempre había sido severo. Cualquiera que fuera el
corazón que tuviera, murió con Thomas. Después de la muerte de mi hermano, sólo se duplicaron
la cepos y autorizó a sus guardas para disparar a los intrusos que vieran ―meneó la cabeza. ―Yo
le guardaba rencor por la muerte de Thomas. Él estaba resentido conmigo por ser el único que
sobrevivió. Pero ya no pudo ignorarme, una vez que fui el heredero. Redobló sus esfuerzos para
moldearme a su imagen, y me resistí a cada intento. Mi madre ―se volvió hacia los retratos y
señaló con la cabeza hacia una pintura de una dama delicada que llevaba las mangas ribeteadas de

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encajes y rizos empolvados, que estaban de moda una treintena de años antes. ―Ella siempre
había sido frágil. La muerte de Thomas la destruyó. Se quedó en sus aposentos y se puso de luto
permanente. No podía soportar mirarme, porque yo sólo le recordaba al hijo que había perdido.
Mi padre sólo me hablaba para criticarme. Mi madre no podía hablarme sin echarse a llorar. Y yo...
―ese encogimiento de hombros de nuevo. ―Fui enviado al internado ―tensó su mandíbula y le
echó una mirada de soslayo. ―No es una historia tan larga, después de todo. Pero ahí la tienes. No
hay necesidad de ir a preguntarles a los criados.
Jeremy se volvió y sostuvo su mirada, claramente esperando su reacción.
Su reacción. Varias reacciones batallaban dentro de ella por imponerse, y todas ellas
involucraban una explosión de energía física. La primera fue un impulso irracional de sólo girar
sobre sus talones y huir. Huir y esconderse. Su segundo pensamiento, igualmente infantil, fue
tomar el jarrón de porcelana de una mesa cercana y lanzarlo contra la pared. La tercera reacción
que surgió en su mente fue correr hacia su marido, treparlo como a un árbol, y besarlo hasta que
se olvidara de su propio nombre, y mucho menos el hecho de que pertenecía a este surtido
espantoso de relaciones.
Pero ninguna de éstas parecía ser la reacción apropiada de una condesa. Por otra parte, sabía
que ninguna de ellas era la reacción que Jeremy necesitaba. Sus ojos eran claros y firmes.
Retándola a huir o a largarse furiosa. Prohibiéndole el compadecerlo. Y si sus situaciones fueran a
la inversa, Lucy sabía que la lástima era la última reacción que ella desearía.
Así que ella luchó contra los tres impulsos y una buena docena más en un siglo. Y luego, porque
el aire quieto a su alrededor y el silencio entre ellos amenazaba con asfixiarla, pasó toda la
ecuanimidad duramente ganada para pronunciar una sola y redonda sílaba.
―Oh.
La boca de Jeremy se suavizó un poco. Ella tenía la terrible sospecha de que podría estar
preparando sus labios para dar otro detalle sombrío. La desesperación soltó su lengua.
―¿Eso es todo, entonces?
Él parpadeó.
Lucy forzó una sonrisa en su voz.
―¿Ningún loco delirante encerrado en la torre?
Él negó con la cabeza.
―¿Ningún niño bastardo pelando cebollas en la despensa?
La esquina de su boca se arqueó.
―No.
―Bueno, entonces. Y aquí estaba yo, esperando algo verdaderamente terrible.
Su rostro se relajó. El alivio la invadió. No podían estar parados a más de treinta centímetros el
uno del otro. Eran treinta centímetros de más, pero ella resolvió reducir el espacio a dos.
Ligeramente rodeó su brazo con el suyo, girándolo para enfrentar de nuevo el retrato de su padre.
―Cuando era niña ―dijo, ―solía tumbarme en el suelo y mirar el retrato de mi padre. Me
quedaba mirándolo durante horas, escuchando.
―¿Escuchando?
Ella asintió con la cabeza.

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―Él me contaba largas y fantásticas historias. Acerca de su niñez, o la mía. A veces, sobre
Tortola.
―Pero... ―la mirada de Jeremy se nubló por la confusión. ―¿Tu padre no murió antes que
nacieras?
―Oh, sí ―cuando él simplemente la siguió mirando, Lucy decidió darle gusto a su falta de
imaginación. ―He encontrado ―dijo en voz baja, ―y tal vez tú también puedas... ―indicó con la
cabeza a la fila de retratos, ―que estas cosas tienen una forma de hablarme, lo quiera o no. Y es
mucho más reconfortante imaginar que tienen cosas agradables que decir. Por ejemplo
―conFnuó, tirando de él hacia el retrato de un caballero espantosamente feo vestido con las galas
de la Marina, ―tu padre me está diciendo que para él fue un gran alivio ver en el día en que
naciste, que no tenías las orejas de tu tío abuelo Frederick. Esas orejas como alas de murciélago.
Lo aterrorizaban absolutamente cuando era un niño.
Se volvió hacia el retrato de su madre.
―Y tu madre dice que estaba sencillamente contenta de que no salieras todo arrugado y
naranja, porque ella no comió nada más que gelatina de membrillo durante todo su embarazo.
Jeremy sacudió la cabeza.
―Lucy, cuando me preguntaste antes si había un loco encerrado en la torre, no me di cuenta
que tenías la intención de solicitar el puesto.
Ella le ignoró y se pegó una dulce sonrisa en el rostro. Tirando suavemente del brazo de Jeremy,
lo condujo por la fila a otro retrato de Thomas.
―Ahora este hombre joven y guapo se queja de que es terriblemente difícil aparecer en veinte
retratos a la vez. Nos está pidiendo que reduzcamos el número a tres o cuatro.
―Puedes hacer lo que quieras, Lucy. Eres la señora de esta finca. Es tu casa ahora.
―¿Mía? ―ella apretó el agarre de su brazo. ―Oh, vaya. Había tenido la impresión más
reconfortante de que era nuestra.
Él la miró, la comisura de sus labios se curvaron ligeramente. Fue la más mínima sugerencia de
una sonrisa, y lo más maravilloso que había visto en la última semana.
―Así es.
Puso su mano sobre la de ella que descansaba sobre su brazo.
―Creo que ya he tenido bastante de nuestra casa para una mañana. ¿Te apetece ir a montar?
Imagino que Thistle disfrutaría el ejercicio.
―¿Puedo montar a Thistle? ―ella levantó una ceja. ―¿Pero tengo que tener un complemento
de lacayos siguiéndome?
―No ―su sonrisa se amplió. ―No tienes necesidad de un acompañante, si estás conmigo.
―Oh ―Dios del cielo, en ese momento se veía vertiginosamente guapo. Pero de alguna
manera, Lucy logró agarrar unas hebras de pensamiento y trenzarlas en algo comprensible.
―Bueno, eso tiene más sentido ahora.
―¿Qué tiene sentido?
―Por qué nunca me querías en las excursiones de caza ―ella se apoyó en su brazo cuando
giraron para dejar la galería. ―Todo eso de hablar de mí, de ser sólo una chica, de estar en peligro,
¡realmente lo decías en serio!
―¿Qué, creías que sólo estaba siendo severo?

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―Sí, por supuesto ―respondió ella, con un encogimiento de hombros. ―Durante el primer año
que te conocí, tal vez por dos, pensé que te habían puesto en esta tierra sólo para molestarme.
Sus cejas se alzaron.
―¿Y después de dos años?
―Ah, entonces me di cuenta de la verdad ―dijo mientras salían de la habitación. ―Me
pusieron en esta tierra para molestarte a ti.

Si el desayuno había sido una grata sorpresa, la cena de esa noche fue un desastre.
Lucy miraba en silencio desde su extremo de la mesa mientras su marido empujaba los
alimentos alrededor del plato. Agradecida de haber terminado el plato de sopa, tomó un largo
trago de vino, enjuagándose la boca de la película persistente de sal y grasa. Cómo Jeremy podía
soportar el caldo de rabo de buey, no podía adivinarlo.
―Por fin te cansaste de la sopa de langosta, ¿verdad? ―preguntó, aserrando un trozo de carne
de carnero.
―En realidad no ―Lucy pinchó un trozo de zanahoria con el tenedor, pero salió disparado de
su plato y voló por la habitación. Ella levantó la vista, mortificada. La atención de Jeremy seguía
enfocada en su cordero. Sin embargo, no se atrevía a mirar a la izquierda, pues se sentía
razonablemente segura de que el misil había conectado con un lacayo. Afortunadamente tía
Matilda estaba cenando en su habitación esta noche, sino ella podría haber sido el desdichado
blanco. ―Es sólo que... Bueno, pensé que debería pedir los platos que a ti te gustan para variar.
Después de su conversación en la galería de esa mañana, Lucy se sentía como una niña miope a
la que acababan de colocarle gafas. En preparación para su cabalgata, Jeremy había verificado la
seguridad de las correas de la silla dos veces, ordenó a la doncella ir en busca de guantes más
cálidos para Lucy, y le dirigió las miradas más severas que podía contar. Y todas estas pequeñas
acciones, que ayer le habrían parecido simplemente autoritarias, Lucy ahora entendía que eran...
todavía autoritarias, pero básicamente protectoras.
Él ya había presenciado demasiado dolor. No quería verla herida, también.
¿Era de extrañar que ella no lo hubiera visto? Lucy no estaba en absoluto acostumbrada a ser
protegida. Con dos padres muertos y un tutor como Henry, había aprendido a valerse por sí
misma. La preocupación de Jeremy era totalmente innecesaria. Pero también era conmovedora, y
ella quería, de alguna manera, reconocerla. Agradecerle esa preocupación. Intentarlo.
―Ya veo ―Jeremy colocó un pedazo de cordero en la boca y masticó. Y masticó. Tomando un
sorbo de vino, preguntó: ―¿Y quién te informó de mi gusto por el cordero hervido?
―Una de las niñeras de tía Matilda. La señora... ―Lucy baFó el aire con la mano, como para
conjurar el nombre del éter.
―¿La señora Wrede?
―Sí. La señora Wrede. Le pedí que le diera a la cocinera el menú, ya que ella dijo que te
conocía desde siempre.
Jeremy tomó un nuevo sorbo de vino.
―De hecho, sí.. Ella era mi niñera. Me mantenía con una dieta constante de caldo, cordero
hervido, papas, avenas...

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Lucy gimió. Qué idiota era. La señora Wrede había dado el menú favorito de Jeremy, cierto,
pero de cuando tenía cinco años de edad. Ella también podría haberle servido leche en lugar de
clarete. Manteniendo los codos sobre la mesa, enterró el rostro entre las manos.
―Lo siento tanto.
―No te preocupes ―él se secó los labios con una servilleta de lino. ―A decir verdad, no tengo
mucha hambre de todos modos ―hizo un gesto hacia el resto de los platos. ―Vamos a pasar al
postre, ¿sí? Déjame adivinar ―sonrió ―¿Pudín de sebo?
Ella apoyó la barbilla en la mano.
―Yo no ordené postre ―dijo lasFmeramente.
―¿No hay postre? ―pareció afectado. ―¿Y por qué no?
―A F no te gusta el postre.
―Al contrario ―dijo con una voz oscura que le hizo vibrar los oídos. ―Es mi plato favorito de la
comida. Había esperado con ansias el postre.
―Pero… ―Lucy se detuvo, sin saber qué responder. ¿Qué estaba diciendo él? ¿Que si bien, en
ocho años, nunca había visto un trozo de bizcocho al jerez o alguna tonta grosella pasar por sus
labios, de repente deseaba pudín de sebo? ¿Cómo era que ella… cómo era que alguna condesa
adivinaría eso?
Ella cruzó las manos sobre el regazo.
―Lo siento. No hay ningún postre.
Él puso la servilleta a un lado.
―Muy bien, entonces ―dijo, poniéndose de pie. ―Ya es tarde. Debes querer retirarte.
Ella miró sus manos, pasándose el pulgar por el borde de la palma de su mano callosa.
―Dije que iría con la tía Matilda. Creo que está un poco nostálgica.
―¿De veras? ―su voz era tranquila. ―Ya veo. Entonces pediré que envíen un poco de
chocolate para las dos.
Se quedaron en un silencio incómodo durante unos instantes. Lucy no podía soportar mirarlo.
Parecía tan terriblemente injusto, que su estado de ánimo, su existencia, la felicidad de su vida
estuvieran ahora todos ligados indivisiblemente con los de él. Y ella, de todas las mocosas
intratables de Inglaterra, ahora ansiaba su aprobación y deseaba desesperadamente complacerlo,
pero parecía condenada al fracaso en incluso este pequeño intento. Él le daba joyas y dinero para
sus gastos e incluso sabía enviar el chocolate, ¿y qué le ofrecía ella? Cordero hervido, cuando él
quería pudín de sebo.
Sólo había un método para agradar a Jeremy, en el que había demostrado la más mínima
competencia, el acto que ella anhelaba repetir, yaciendo despierta en la cama recordando,
soñando con ello todas las noches. Había esperado tanto que su conversación de hoy, la historia y
pensamientos íntimos que él había compartido, podrían dar lugar a intimidades de una naturaleza
diferente.
Pero no.
Era este lugar, decidió Lucy mientras yacía sola en la cama esa noche. Esta Abadía parecía una
tumba fría y silenciosa, llena de fantasmas, de la familia de Jeremy y de sus propios demonios.
Antes de llegar a Corbinsdale, nunca había apreciado cómo la alegría impregnaba Waltham Manor,
la forma en que cada habitación hacía eco de recuerdos agradables, y el estruendo alegre de los

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perros y de los niños y de los sirvientes a quienes se les permitía tararear. En esta casa, no había
ruido, ni calor, ni alegría. Era un antídoto para el ardor si acaso existía uno.
Y fuera de los confines de la Abadía, la miseria sólo aumentaba. Cada hombre, mujer y niño en
un radio de quince kilómetros vilipendiaba a alguien con el nombre de Kendall. Eso escasamente
podía hacer que hombre tenga deseos de procrear. Tal vez por eso era que Henry seguía
embarazando a Marianne, conjeturó Lucy. Buena o mala cosecha, sus inquilinos lo adoraban por
sus modales cordiales y su generosidad.
Pensó en el insolente Albert, y la satisfacción de dar vueltas sus expectativas. Y Jeremy… el
dolor de perder a su hermano agravado por la pérdida del afecto de sus padres. Todo Corbinsdale
era una finca de huérfanos. Lucy reconoció esa familiar combinación de desafío exterior y anhelo
silencioso por afecto en todos ellos: en los inquilinos, en el personal, en su propio marido. Tal vez
no podía cambiar las cortinas o planear los menús como una dama, pero ella sabía algo sobre
relacionarse con huérfanos hoscos. Ella misma era una, después de todo.
Tal vez, pensó Lucy, ella tenía algún potencial enterrado y oculto para convertirse en una
verdadera dama. Tal vez Jeremy no lo veía, pero eso no significaba que no lo pudiera descubrir por
sí misma. Ella podría no ser la clase de condesa que él deseaba. Ciertamente, no era el tipo de
condesa que Corbinsdale esperaba. Pero tal vez, sólo tal vez, era exactamente el tipo de condesa
que necesitaban.
Y entonces se le ocurrió. Paseaba la mirada por el dosel bordado sobre su cama, y como dejada
caer por un ángel que pasaba o revelada en un sueño, allí estaba: la Idea. La forma de resolver
ambos problemas al mismo tiempo, dar vida a esta casa y hacer que los inquilinos adoraran a su
marido. La brillante Idea que la introduciría en la buena opinión de Jeremy, en su cama, y en su
corazón.
Una idea perfecta que no podría salir mal.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2222

Y no hubiera salido mal, si Jeremy no se hubiera retrasado para la cena.


Lucy se sentó en la gran sala de la Abadía, dando golpecitos con los dedos en el plato vacío que
debía ser el de su marido. Su estado de ánimo alternaba entre la ansiedad por su seguridad y la
furia con él por regresar a casa tan tarde. No se había perdido la cena ni una noche desde que se
casaron. Ahora, esta noche, de entre todas las noches, él estaba retrasado. La noche que había
estado planeando con tanto esmero durante días.
Había sido muy fácil. Ella simplemente había mencionado a Jeremy una mañana, durante el
desayuno, que le gustaría invitar a algunas personas para la cena. ¿Tal vez el próximo viernes? Él
había estado tan gratamente sorprendido, que había llamado al ama de llaves de inmediato y le
dijo que obedeciera cada orden de Lucy.
Por supuesto, ésta probablemente no era la cena que él había imaginado.
¿Dónde podría estar? Trató de pensar, pero entre los músicos y el pequeño ejército de
sirvientes y el ruido de los cubiertos, formar un pensamiento coherente era difícil. Lucy sonrió. El
rugido ensordecedor de esta noche resonaría por toda la Abadía durante días. Tal vez semanas.
Adiós al silencio frío y siniestro.
Un hueso de pollo surcó el aire, provocando que ella lo esquivara echándose a la izquierda. Sus
invitados parecían estar divirtiéndose. Había renunciado a esperar la llegada de Jeremy hacía
media hora y ordenó que se sirviera la cena. Uno no seguía haciendo esperar a más de un
centenar de invitados hasta el punto de que pasen hambre. Sólo se les podía permitir sentarse por
los alrededores para beber cerveza durante un tiempo, antes de que una demora tolerable se
convirtiera en una simple grosería. Esta podía ser la primera vez que Lucy fuera la anfitriona de
una fiesta, pero conocía el protocolo.
Mordisqueó un poco de carne asada de su propio plato. Había pedido platos sencillos para la
comida, y sobre todo abundancia de comida. Las largas mesas que recubrían el centro de la
habitación estaban repletas de platos de carne asada, papas cocidas, pasteles de cazas, budines y
embutidos y pan con mantequilla recién batida. Los hombres, mujeres y niños que cercaban las
largas mesas parecían no tener quejas. La comida fue desapareciendo a un ritmo prodigioso, y las
muchachas de servicio que llevaban las jarras de cerveza mantenían una constante procesión
desde la cocina a la sala.
Hetta Osborne se abrió paso a través del júbilo. La sonrisa de Lucy se ensanchó.
―¡Estoy tan contenta de que haya venido! ―gritó por encima de la cacofonía.
―Mi padre ―gritó Hetta también, inclinando la cabeza hacia un hombre de cabello plateado,
con gafas y un frac negro. Él hizo una reverencia, y Lucy hizo una reverencia a cambio, levantando
las faldas de su vestido nuevo. La modista lo había terminado ayer mismo, de seda, en un tono de
amapola rojo que su doncella llamaba coquelicot, con un trenzado dorado en la cintura y un
escote cuadrado y bajo, que realzaba la curva de su busto.
―¿Albert y Mary? ―moduló Lucy.
Hetta negó con la cabeza.
―No quisieron venir. Albert tenía un mensaje para usted, si le importa escucharlo. Él dijo:
"Dígale a su Alteza que puede tomar su…" ―su voz se perdió en el fragor.
―¡No puedo oírla!

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―Menos mal ―HeRa cruzó al lado de Lucy y le gritó al oído: ―Debe estar contenta de que
venimos ¡Dudo que esta noche termine sin al menos algunas heridas!
Lucy se echó a reír. Así que los hombres estaban un poco borrachos. Y algunas de las mujeres,
también. Inquilinos hambrientos eran inquilinos infelices. Las personas bien alimentadas y con sus
copas llenas, tendían a mirar más favorablemente a sus anfitriones. Todo era parte del plan.
Como era el que los sirvientes empezaran a correr las mesas del centro de la habitación.
―¿Y ahora qué? ―preguntó Hetta.
―Juegos, baile.
―¿Juegos?
―Concursos de fuerza y habilidad. Echar unos pulsos... levantamientos...
Los sirvientes comenzaron a apilar pacas de paja en el otro extremo de la sala, bajo la mirada
siempre vigilante de los trofeos montados del difunto conde. Dos lacayos entraron portando
dianas, y un tercero los seguía con arcos y flechas.
―¿Tiro al arco? ―gritó Hetta. ―¿Dentro de la casa?
―Bueno, no podemos tenerlos disparando fusiles, ¿verdad? ―HeRa la miró fijamente. ―El año
que viene ―explicó Lucy apaciguando a su nueva amiga, ―tendremos la fiesta de la cosecha en el
momento oportuno del año. Al aire libre, con toldos y puestos y aros para los niños.
Los invitados se trasladaron a los lados de la sala, rebosantes de emoción. Lucy, una vez más,
buscó a Jeremy entre la multitud, en vano. A regañadientes, se movió majestuosamente hacia el
centro de la habitación. Éste se suponía que era el momento de él, maldito sea.
La multitud guardó silencio. Cien pares de ojos se fijaron en ella. Lucy se aclaró la garganta, de
pronto sintiéndose un poco ansiosa. Ella misma debió haber tomado algo de esa cerveza.
―Gracias por venir ―comenzó. ―Es para mí un honor darles la bienvenida como invitados a
Abadía Corbinsdale. Espero que hayan disfrutado de su comida ―aplausos y vítores entusiastas
rebotaron en el techo abovedado de la sala. Lucy sonrió. ―Pido disculpas por el retraso de la
llegada de Su Señoría, pero estoy segura de que estará pronto con nosotros. Mientras tanto,
hemos preparado una cuantos concursos para entretenerlos antes de que empiece el baile.
Empezaremos con el tiro con arco, y el campeón será muy bien recompensado ―sacó una
pequeña bolsa y la sacudió, haciendo sonar las monedas en su interior. La multitud gritó. ―¿Quién
dará un paso adelante para poner a prueba su habilidad? ―preguntó ella.
―Yo lo haré ―un hombre alto, corpulento, de barba rojiza y tupida dio un paso adelante, y la
multitud estalló. Levantó los brazos, estimulando los vítores a un tono aún más fuerte. Una buena
parte de los invitados comenzó a corear su nombre. Lucy no lo pudo entender por completo, pero
sonaba como "Hanson".
Un joven enjuto fue empujado hacia el centro de la habitación por sus risueños amigos. Un
tercero se abrió paso entre la multitud, un hombre moreno, robusto, con enormes manoplas en
las manos y un semblante grave.
―Excelente ―gritó Lucy, alzando las manos para pedir silencio. Hizo un gesto a la criada, para
que distribuya los arcos y las flechas a los tres hombres. ―Su marca estará aquí ―dijo ella
moviéndose hacia el final de la sala, cerca de la entrada, frente a las dianas de paja. ―Cada uno
tendrá tres flechas, y la mejor precisión general ganará la bolsa.
Los hombres tomaron sus lugares y comenzaron a ajustar las flechas en sus arcos.

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―Pero milady ―gritó el hombre llamado Hanson. ―No sé si la bolsa es suficiente recompensa.
¿No cree usted ―miró a la multitud pidiendo apoyo, ―que debería endulzar el premio? ―la
concurrencia estalló en aplausos.
Lucy frunció el ceño, desconcertada.
―¿Qué sugiere?
―El ganador obFene una prenda, milady ―la miró fijamente con una sonrisa lasciva. ―Un
beso.
La multitud gritó de alegría y volvió a corear su nombre. El rufián pelirrojo levantó su puño en el
aire, incitándolos.
Lucy midió los competidores. Ninguno de ellos parecía especialmente besable, pero no sabía
cómo negarse sin parecer descortés. Un besito en la mejilla no podía hacer ningún daño, suponía.
Miró los ojos de Hanson. Se dio cuenta que era un desafío que él había previsto. Un desafío. Y Lucy
nunca retrocedía ante un desafío. Alzó la barbilla.
―Muy bien.
Los invitados rugieron su aprobación tan fuerte, que le preocupó que el techo de la Abadía
pudiera colapsar.
―A mi señal, entonces ―dijo, ahuecando las manos alrededor de su boca. La mulFtud se
silenció mientras los hombres retraían sus arcos ―¡Fuego!
Dos flechas atravesaron sus dianas, ambas aterrizando muy alejadas del centro. La tercera
diana seguía sin marcas. Lucy volvió la mirada al hombre moreno, fornido y vio que no había
disparado todavía. En cambio, se echó hacia atrás, lanzando la flecha hacia arriba y hacia la
derecha.
El astil se disparó hacia el techo. Los invitados quedaron sin aliento y se apresuraron a ponerse
a cubierto, dándose codazos unos a otros al abrirse camino. A continuación, la flecha alcanzó el
cenit de su arco y comenzó su descenso. En algún lugar entre la multitud, una mujer gritó.
Golpe.
El misil colisionó con la cabeza montada de un ciervo, perforándolo directamente a través de un
ojo de vidrio.
La multitud estalló en ovaciones más fuertes todavía. Varios hombres se adelantaron para
palmear al arquero granuja en la espalda.
Hanson, para no ser menos, puso una nueva flecha en su arco y disparó. El eje se enterró en la
piel de cuero del trofeo de elefante. Los inquilinos se volvieron locos, golpeando el suelo con los
pies y aullando de alegría.
Ahora todos los hombres estaban reacomodando sus arcos, y Lucy comenzó a sentirse más que
un poco alarmada. No porque le importara un comino la valiosa colección del difunto conde, sino
que si esto continuaba por más tiempo, mayor era la probabilidad de que alguien resultara herido.
―Caballeros ―exclamó ella ―¡Alto!
Pero entonces el hombre moreno y fornido envió otra flecha atravesando la boca de un jabalí, y
el grito de Lucy se ahogó por la ola de aplausos estruendosos. Se dirigió al otro lado del pasillo
colocándose enfrente de Hanson. Si él podía incitar a las masas a este fervor, razonó ella, podía
apaciguarlas.
Ella tuvo razón. Él bajó su arco y con un gesto de su brazo, silenció a la multitud.

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―Tiene que detener esto ―dijo ella con firmeza. ―Alguien puede salir lastimado.
Él sonrió, mirándola de pies a cabeza con una mirada lasciva, que le puso la piel de gallina.
―Bueno, milady. ¿Eso significa que está lista para su beso?
Los inquilinos estallaron en un rugido más estruendoso todavía. Hurras y silbidos resonaron
hasta en las vigas. Las mejillas de Lucy ardían de furia. Hanson dio un paso hacia ella, y el ruido se
hizo más fuerte todavía. Ella no le daría la satisfacción de retroceder. Era sólo un matón, y sabía
cómo manejar a los matones. Los matones, por regla general, se alimentaban del miedo. Sólo no
acobardarse y rápidamente se aburrían.
Ella no se acobardó.
A medida que Hanson se acercaba a ella, sin embargo, se vio obligada a estirar el cuello para
mantener el contacto visual. Admitió con cierto temor que había otro rasgo que los matones
solían compartir.
Eran grandes.
Él frunció su repugnante boca barbuda e hizo un chasquido asqueroso. Ella hizo una mueca. Si
eso era lo que pasaba al besarse con él, sentía lástima por la señora Hanson.
La multitud, sin embargo, no compartía su repugnancia. Gritó y gritó más fuerte que nunca,
hasta que las paredes de la Abadía parecieron sacudirse con el esfuerzo de contener su agitación.
No te acobardes, se dijo Lucy. No-te-acobardes.
Un fuerte restallido rasgó el aire.
Hanson se sobresaltó.
Los inquilinos quedaron en un silencio absoluto. Un centenar de cabezas giraron para quedar
de frente a la entrada de la sala. Jeremy estaba parado en la puerta arqueada, un rifle en su
hombro.
Un centenar de cabezas giraron en otra dirección, siguiendo el ángulo de su disparo. Una nube
de humo se elevaba del tigre gruñendo, montado encima de la gran chimenea. El olor acre de piel
chamuscada llenaba el aire. Mientras el humo se disipaba, Lucy vio que un agujero negro y
redondo aparecía en el centro exacto de la cabeza del tigre, como un tercer ojo.
Jeremy bajó el arma y se dirigió al centro de la habitación. Cada pisada rebotaba en el suelo de
piedra. Se detuvo, parado cara a cara con Hanson.
―Aléjese de mi esposa ―dijo en voz baja, pronunciando cada palabra como una clara amenaza
asesina. Luego volvió su helada mirada azul hacia la multitud. ―Y salgan de mi casa.
Nadie se movió. Nadie respiró.
―Ahora.
La multitud vació la sala más rápido que el agua que se vierte a través de un tamiz. En el
espacio de un minuto, Jeremy y Lucy estaban completamente solos en el centro de la sala.
Lucy inspeccionó a su marido de pies a cabeza. Sus hessianas normalmente pulidas estaban
enlodadas hasta la mitad de la pantorrilla. Su mirada vagó hasta las largas columnas musculosas
de sus muslos. Su camisa, se dio cuenta, estaba arrugada y mojada. El penetrante olor a lana
mojada sugería que su abrigo azul oscuro también estaba húmedo. No llevaba corbata, el vello
oscuro se rizaba en el espacio de su camisa abierta. Una barba incipiente sombreaba su garganta y
su mandíbula.
Su mirada fría la esperaba cuando finalmente encontró sus ojos.

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Ella no se intimidó.
―¿Qué diablos crees que estás haciendo? ―demandó ella.
―Yo ―dijo él con esfuerzo, ―estoy previniendo un motín. La pregunta más adecuada sería,
¿qué diablos crees tú que estás haciendo?
―Estoy convenciendo a los inquilinos de que nos esFmen, imbécil. ¡Y ahora tú vas y arruinas
todo!
Una dura risotada arrancó de su pecho. Él se volvió y se alejó, lanzando su fusil al suelo.
Lucy cerró los puños, exasperada. Levantó la vista hacia el tigre todavía humeante.
―¿Cómo hiciste ese tiro?
―¿Qué?
―Eres un Frador terrible. No puedes dispararle a un faisán a seis pasos. ¿Cómo hiciste ese tiro?
―ella señaló con la cabeza hacia arriba, a la bestia a rayas de tres ojos.
Él pasó junto a ella en silencio y salió de la habitación.
Jadeando de indignación, ella corrió tras él.
―No te alejes de mí ―dijo, persiguiéndolo por las escaleras. Lo alcanzó en el pasillo. ―Como
tan encantadoramente le señalaste a todos nuestros huéspedes, soy tu esposa ―lo siguió a su sala
de estar. Él se volvió hacia sus habitaciones, pero ella se apresuró a rodearlo y bloqueó la puerta.
―Lucy ―advirFó, su voz un gruñido sombrío, ―no me presiones en este momento.
―¿O qué? ¿Me mirarás enfurecido? Oh, por Dios. Puedo desmayarme.
Él echaba humo en silencio. Hombre exasperante. Alto, oscuro, melancólico hombre,
exasperantemente atractivo. Tenía el pelo pegado a la cabeza en negros mechones húmedos. La
camisa se aferraba a los duros músculos de su pecho. Pero el calor de su cuerpo irradiaba a través
de la capa de fría humedad, bañándola en un embriagador vapor con olor a cuero. Ella se derritió
contra la puerta, recordando de pronto toda la razón detrás del desastre de esta noche.
Amaba al bruto estúpido.
Lucy respiró profundo y se tranquilizó.
―Jeremy, no se suponía que sucediera de esta manera. Se suponía que volverías a tiempo para
la cena ―le acarició la solapa de su chaqueta mojada. ―¿Dónde has estado, de todos modos?
Estaba muy preocupada.

Ella estaba muy preocupada.


Jeremy sacudió la cabeza con incredulidad. Lucy no podía saber el significado de esa frase. Fue
algo muy bueno no haber asistido a la cena, o seguramente la habría perdido a estas alturas.
Había viajado a casa a través del frío y la humedad, pero, como siempre, pensar en ella lo había
mantenido caliente. Después de una semana de días cada vez más agradables como marido y
mujer, la paciencia de Jeremy estaba al límite. Esta, se había prometido, sería su primera noche
igualmente agradable. Entonces llegó a casa, a una escena que le heló la sangre: arrendatarios al
borde de un motín, hombres disparando en su sala, un bruto sucio y descomunal a punto de
asaltar a su esposa… y ella estaba muy preocupada.

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Ahora estaba parada aquí, con un vestido rojo endiablado y mirándolo con sus ojos verdes y
cándidos, acariciándolo como un gato. Como si nunca hubiera estado en peligro con esa turba.
Como si nunca estuviera en peligro con él. Con todos los huesos y músculos y tendones de su
cuerpo, quería agarrarla. Para tenerla cerca o para sacudirla hasta dejarla sin sentido, no lo sabía.
Sin embargo, temblaba con el puro esfuerzo de contenerse. Se había estado conteniendo
demasiado, por demasiado tiempo, y se sentía peligrosamente cerca de explotar.
Sus dedos delgados se enroscaron alrededor de su solapa.
―¿Es por el gasto que estás enojado? No tienes que preocuparte. Usé el dinero para mis
gastos.
¿El gasto? Ahora ella pensaba que estaba preocupado por el gasto. Estaba tan completamente
equivocada sobre tantas cosas, que no sabía cómo empezar a dejárselas claras.
―Lucy, escúchame ―ella apretó el agarre de su solapa. ―Un puente estaba inhabilitado, y me
vi atrapado en la lluvia. Me importa un bledo el gasto. Y sólo porque no le apunto a un faisán, no
quiere decir que no pueda disparar ―su suave frente se arrugó por la confusión, y ella abrió la
boca para hablar. Él le colocó un dedo bajo la barbilla, interrumpiéndola. ―Y ahora que he
respondido todas tus preguntas sin sentido, vas a responder a algunas de las mías. ¿Qué diablos
estabas pensando? ¿Eso de que sólo haciendo que los inquilinos se sientan bien y terminen
borrachos acabaría resolviendo todo mágicamente?
Ella parpadeó.
―Bueno... sí. ¿Por qué no debería? Se suponía que tú serías un anfitrión amable y generoso, y
luego verían que no eres nada como tu padre. Y luego les agradaríamos y tú... ―su voz se fue
apagando mientras su mirada se desviaba al suelo.
―Pues te equivocaste, por varias razones. Soy muy parecido a mi padre, en muchos aspectos.
En todos los sentidos que les interesa. Esta tarde confirmó eso a la perfección. Y esa gente no vino
aquí esta noche porque les agrademos. Vinieron a despojarnos. Comerán nuestra comida y
beberán nuestra cerveza, no porque disfruten de tu amable compañía, sino porque sienten que se
les debe. Porque es alimento Kendall y bebida Kendall. Le dispararon a los trofeos porque
pertenecía a mi padre. Y los hombres querían... ―las palabras viles se atoraron en su garganta ,
―besarte y no lo dudes, simplemente porque tú me perteneces.
Ella se echó a reír. Un sonido áspero y amargo.
Él tomó su barbilla con una mano, sus dedos presionando sus mejillas.
―No es un asunto de risa.
―¿No? ―sus ojos verdes brillaron. ―Si ellos supieran. Podrían besarme miles de veces y no
quitarte nada. ¿Cómo pueden quitarte algo que ya has tirado?
Él apartó la mano de su cara. ¿Qué diablos quería decir con eso? La confusión se arremolinaba
en su mente, y su compañero, el enojo, corría en su sangre.
―Buenas noches, milord ―ella pasó junto a él, en dirección a sus habitaciones. La agarró del
codo, girándola para que lo enfrentara.
―No tan rápido, milady ―dijo, cerrando la distancia entre ellos. Se esforzó por mantener su
voz tranquila, pero el crudo dolor horadó el filo de sus palabras. Su gastada paciencia estaba casi
llena de agujeros. Había esperado por ella, tan pacientemente, y no a un costo pequeño de su
cordura. Podría seguir esperando, si supiera que algún día se volvería a él. Pero si tenía la

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intención de rechazarlo, quería oírlo ahora. ―Creo que me debes una prenda. Prometiste un beso
al mejor tiro, ¿no?
Ella tragó y lo miró. Muy ligeramente, se inclinó hacia el cuerpo de él. El oleaje de sus pechos
firmes rozando su torso.
―Sí. Un beso.
―Un beso.
Él agarró su cara entre sus manos, inclinándola hacia atrás, y llevó su boca a la suya. Con
dureza. Ella se revolvió contra él, pero Jeremy la abrazó, enredando sus dedos en esos apretados
rizos en espiral. Ella tenía los labios bien cerrados, y pasó la lengua sobre ellos en una súplica
desesperada. Ábrete para mí, deseó él. Tómame.
Entonces, de repente, sus manos se dispararon bajo su abrigo y se deslizaron por su espalda,
atrayéndolo contra su cuerpo suave y flexible. Sus labios se abrieron para soltar un gemido
entrecortado.
Fue toda la invitación que necesitó. Metió la lengua en su boca y bebió ese gemido. Bebió,
saboreó su esencia, dorada y fría, dulce y salvaje, como las peras maduras y miel. Su boca se
movió sobre la de ella una y otra vez, y acogió con agrado la lengua con la suya.
Ella se acercó. Retorciendo su abrigo, aplanando los senos contra su pecho, inclinando la cadera
contra la suya. Él bajó una mano entre sus cuerpos para amasar el pecho. Ella suspiró contra su
boca. Sus manos se movían sobre sus hombros, apartando su abrigo húmedo de su cuerpo y
tirándolo hacia abajo. Sin romper el beso, él dejó caer las manos a los costados, y ella tiró el abrigo
por sus brazos.
Un beso. Un beso que nunca terminaría. No, si él podía evitarlo. Le tomó el rostro entre las
manos y la sujetó con firmeza contra su boca, mientras se dejaban caer juntos. Hasta las rodillas,
luego hasta la alfombra.
Entonces, ella estaba debajo de él. Tan complaciente y dulce que el cuerpo le dolía de deseo.
Esos dedos delgados trabajaron bajo la camisa, dejando senderos de fuego sobre la carne helada
de su espalda. Y las palabras se volcaron en su mente, tantas palabras que anhelaba decir.
Hermosa y encantadora y querida y corazón y por favor. Y nosotros, nos y nuestro. Y ayúdame y
abrázame y tómame y no dejes que me vaya y nunca y nunca y nunca, jamás me abandones.
Pero él no las podía decir. No podía arriesgarse a romper este beso. Este beso que lo era todo.
Subió sus faldas en un susurro de seda y de batista, buscando a tientas a través de las capas de
enaguas y encontrando la rendija de sus bragas. Estaba caliente y húmeda y se tensó alrededor de
sus dedos, y las palabras cambiaron a de prisa y deseo y necesidad y oh, Dios y ahora.
Abrió sus pantalones y se deslizó en su interior, y ella gimió contra su boca. Se retiró y empujó
de nuevo. Lucy se mordió el labio. Permaneció dentro de ella, martillando lentamente en su
contra. Entonces ella le echó los brazos al cuello y abrió la boca para su lengua. Y envolvió sus
piernas alrededor de sus caderas y se abrió a él.
Jeremy se perdió en su boca y en sus brazos y en sus piernas y en su estrecha y húmeda vaina.
Una y otra y otra vez. La sintió arquearse y tensarse y convulsionarse en torno a él, y cuando ella
gritó contra su boca, se lo tomó todo. Saboreó su placer. Lo sintió como una oleada inundándolo
enviándolo al borde con un sí y sí y felicidad y paraíso y gracias y siempre y mía.
Él la besó suavemente ahora, saboreando la dulzura de su lengua. La curva suave y carnosa de
su labio inferior. Las comisuras de su boca, que curiosamente sabían a sal.

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A sal y a amargura. Como lágrimas.


Jeremy rompió el beso y se apoyó sobre los codos. Ella estaba temblando contra él y
cubriéndose el rostro, pero no podía ocultar la verdad.
Lucy estaba llorando.

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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2233

Lucy no podía contener las lágrimas.


Lo intentó. Luchó contra ellas con cada gramo de su voluntad, pero no podía detenerlas. Era
demasiado. Demasiadas emociones luchaban dentro de ella: alivio, frustración, deseo, ira, alegría,
agitándose en la oscura confusión de su mente. Y entonces, en un momento brillante, fueron
todas arrasadas en una ola de placer exquisito. Seguido por esa avalancha, ese mismo diluvio
extraño y poderoso que había experimentado la primera vez que habían hecho el amor. Una
marea rugiente de emoción que surgía de su corazón y se extendía por su cuerpo, y esta vez, se
desbordó.
Oh, y eran terribles, las lágrimas. Tan húmedas y desordenadas. Tan indefensas y débiles. Nada
de delicadas ni propias de una dama, eran esas lágrimas. Nada de gotas de emoción corriendo con
lentitud y marcadas por una aspiración delicada. Los ojos de Lucy derramaban cántaros de agua, y
le corría la nariz. Sus hombros se sacudían, y respiraba agitadamente. Se llevó las manos a la cara,
sin ningún resultado. Era el precio de ocho años de lágrimas dentro de ella, y había sido lo
suficientemente fuerte para almacenarlas un lloriqueo cada vez. Pero contenerlas todas ellas a la
vez, imposible.
―Lucy ―la voz de Jeremy sonaba apagada, muy lejos. ―Dios mío, Lucy. ¿Qué pasa?
Incluso si ella supiera qué decirle, no podría haber logrado hablar. Ella apenas podía respirar.
Los sollozos estremecían con fuerza su cuerpo y derramaba lágrimas ardientes entre los dedos,
canalizándolas a sus oídos. Él se retiró de ella con suavidad y rodó, y entonces lloró con más
intensidad, privada de su calor y su fuerza. Sintiéndose vacía y hueca y fría. Se acurrucó lejos de él
sobre su costado, abrazándose las rodillas contra el pecho.
―No llores, Lucy. No lo puedo soportar ―su voz angusFada le rompió el corazón. Esos dedos
fuertes alisaron su pelo, pero ella se encogió ante su contacto. Y se odió por alejarlo, pero no pudo
evitarlo. Ella estaba demasiado expuesta, demasiado en carne viva, e incluso la más tierna caricia
raspaba su piel. ―Lo siento mucho ―dijo. ―Haré cualquier cosa. No llores.
Haría cualquier cosa, dijo él. Pero ya había hecho demasiado. La había hecho amarlo tan
completamente que el amor no podía contenerse. Él había vulnerado hasta la última de sus
defensas, y ahora no quedaba nada para mantenerlo alejado. No quedaba nada para contener las
lágrimas.
Y esas lágrimas, eran todo lo que Lucy se había esforzado tanto y durante tanto tiempo por
evitar. Vulnerabilidad. Indefensión. No podía dejar de llorar, como no podía evitar amarlo y lo que
él haría, con las lágrimas o con el amor, estaba completamente fuera de su control. Estaba en el
suelo, hecha un ovillo, sollozando entre sus manos. Vulnerable y débil y completamente a su
merced.
Y luego se confirmó lo que había sabido siempre. Nada bueno venía con las lágrimas. En
silencio, sin decir palabra, él se puso en pie y la dejó.
La dejó sola.

Jeremy tuvo que irse. Era una cuestión de instinto de conservación.

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Él irrumpió en su antecámara y entró al santuario de su dormitorio, apenas arreglándoselas


para azotar la puerta al cerrarla antes de derrumbarse contra ella.
Un hombre más fuerte se habría quedado, la habría tomado entre sus brazos y abrazado con
fuerza y besado sus lágrimas. Pero él no era un hombre fuerte en ese momento, en su corazón.
Cuando Lucy se apartó de él y lloró, veintiún años de fortaleza se descascararon, dejando sólo a un
niño vulnerable. Un niño de ocho años que había presenciado la muerte repentina y violenta de su
hermano. Un niño confuso y afligido que necesitaba el consuelo de una madre, pero sólo encontró
lágrimas. Lágrimas que derramaban sal y vergüenza sobre las heridas abiertas y en carne viva.
Y dolía. Dios, sí que dolía.
Jeremy dio un puñetazo contra la puerta, una vez. Dos veces. Pero el dolor escindiendo a través
de sus nudillos ensangrentados no hizo nada por amortiguar la agonía que le retorcía el pecho.
¿Cuántos años le había tomado, antes de que pudiera entrar a una habitación sin ver a su
madre llorando? ¿Cuántas veces ella le volvió la espalda entre lágrimas, suplicando a su niñera o a
su tutor que se lo llevara? Que lo alejaran de su vista, porque no podía mirarlo sin ver a Thomas.
Thomas era el hijo afortunado.
Thomas nunca sentiría esta agonía visceral y corrosiva, sabiendo que su misma existencia
causaba angustia y dolor. Sabiendo que cuando ella lo miraba, veía sólo alguien que no era.
Alguien al que nunca podría reemplazar. ¿Qué iba hacer un niño cuando una simple palabra o una
risa dejada caer en el aire de una forma muy inocente, podía provocar un diluvio de amargas
lágrimas?
Hablar en voz baja, andar de puntillas, quedarse fuera de la vista de su madre. Él nunca reía o
corría o jugaba muy fuerte, por temor a perturbar su paz frágil. Se escapaba de la casa y se iba a
montar, duro y rápido por el campo abierto. Se iba a la escuela y se rodeaba de amigos,
consolándose con su jovialidad, incluso cuando no la compartía. Ocupaba su mente con libros y
estudios, para mantener a raya los pensamientos desagradables.
El niño se volvió un hombre. Y entre Cambridge y Londres y las invitaciones de sus amigos, rara
vez iba a casa. Encontró satisfacción en los brazos de mujeres que estaban muy dispuestas a
despojase de sus ropas, pero nunca derramaban una lágrima. Mujeres que compartieron sus
cuerpos, pero retuvieron sus corazones. Mujeres a las que nunca podría amar.
Mujeres a las que nunca podría lastimar.
Pero cuando Lucy se apartó de él y lloró, resucitó a ese niño. Ella trajo de vuelta todo el dolor. Y
a ese niño dolido y herido de ocho años, que no sabía cómo proteger o consolar. Sólo sabía cómo
sobrevivir.
Andar de puntillas. Hablar en voz baja. Quedarse fuera de la vista.
Irse.

En las semanas siguientes, eran como dos espíritus rondando por la misma casa. Mientras Lucy
volvía a su rutina diaria, Jeremy desaparecía. En su estudio, a veces. Más a menudo a lugares fuera
de la Abadía. Siempre volvía para la cena, siempre a tiempo. Él conversaba lo mínimo que la
cortesía requería, hablando en tonos fríos y medidos.
No había más besos.

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A pesar de que ella y su marido apenas hablaban, Lucy encontró un cierto consuelo en una
forma completamente nueva de comunicación.
Cartas.
Recibía cartas semanales de Marianne. Misivas parlanchinas, interminables, llenas de todos los
detalles de la vida hogareña en Waltham Manor. Las últimas aventuras de los hijos o de los
sirvientes o de los perros. Incluso en silencio opresivo de la Abadía, Lucy podía oír la risa y la
música en las cartas. Las leyó tantas veces que el papel se desgastó en los pliegues.
Sophia le envió informes entusiastas, efusivos, de su compromiso y planes de boda, escritos con
una letra perfectamente curvada. En una primera lectura, Lucy miró las líneas con una amplia
sonrisa. En una segunda, inevitablemente, su sonrisa se desvaneció. Los relatos de Sophia acerca
de su noviazgo y de su prometido eran incansablemente alegres. Demasiado alegres. Lucy tenía la
persistente sensación de que algo debía estar mal. Después de todo, la experiencia había
demostrado que Sophia tenía una vívida imaginación cuando se trataba de escribir cartas. No
había más que preguntarle a Gervais.
La identidad del autor de la mayoría de las cartas y el más fiel, fue una gran sorpresa. Henry le
escribía unas dos o tres veces por semana. Tenía poco que decir en estas misivas, algunas
observaciones al azar acerca del tiempo, o de los últimos acontecimientos con la cosecha de trigo
de invierno. Tal vez algunas palabras acerca de los perros. Pero el mensaje debajo de esas pocas
frases garabateadas apresuradamente estaba claro. Lucy respondía a cada carta con su propia
variedad de ligeras observaciones, siempre la misma respuesta escrita entre líneas.
Sí, Henry. También te echo de menos.
Estaba aprendiendo a medir su felicidad por pequeñas fuentes de consuelo. Cualquier día que
llegaba una carta era un buen día, en términos relativos. El día en particular cuando llegaron dos
cartas, ambas llenas de emocionantes noticias, se destacó como una ocasión símbolo.
―Hemos recibido nuestra invitación para la boda de Toby y Sophia ―le dijo a Jeremy durante
la cena esa noche. ―Es en diciembre.
―¿Tan pronto? ―él no pareció compartir su entusiasmo. ―¿Quieres asistir?
―Pues sí. Por supuesto.
Tomó un lento sorbo de vino.
―Muy bien, entonces.
Lucy colocó un poco de papa en su plato.
―Estaba pensando... quizás podríamos detenernos en Waltham Manor para una visita,
después de la boda.
Silencio.
Ella fortificó su resolución con un sorbo de clarete.
―Es sólo que también recibí una carta de Marianne hoy. Está esperando de nuevo. Siempre he
estado allí para ayudar durante sus otros partos, y estoy un poco inquieta por ella. Los primeros
meses son siempre los más difíciles. Y pasaremos por la zona.
Jeremy sacudió ligeramente la cabeza.
―Tu hermano y yo no nos separamos en buenos términos. Creo que una visita sería poco
aconsejable ―se aclaró la garganta y cogió el tenedor de nuevo. ―Además, no puedo estar
ausente por mucho tiempo. Los asuntos de la propiedad, date cuenta.

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Lucy dejó el tenedor con estrépito sobre la mesa.


―Asuntos de la propiedad. Sí, por supuesto ―podía saborear el ácido en su voz, y ella supo que
él tuvo que oírlo. ―Bueno, era sólo una idea.
Jeremy se sentó en su silla y la miró. El frío distanciamiento en su mirada congeló el corazón de
Lucy.
―Tal vez ―dijo con calma, ―prefieras hacer una visita tú sola. Te puedo dejar en Waltham
Manor después de la boda. Los carruajes estarán disponibles para recogerte cuando quieras.
¿Dejarla? ¿Recogerla? ¿Qué era ella para él? ¿Sólo un molesto paquete que tiene que ser
llevado de un lugar a otro?
Miró a su marido. Allí estaba sentado, Su Señoría, absolutamente monolítico en su extremo de
la mesa. Siempre calmo y compuesto. Sugiriendo su separación indefinida durante el plato de
pescado, con el mismo tono de voz que utilizaría para hablar del tiempo. Lucy quería recoger el
plato ante ella, lanzarlo contra la pared, y verlo romperse en tantos pedazos como su corazón.
En cambio, curvó los dedos alrededor del tallo de su copa de vino y se mordió el labio hasta que
probó el sabor cobrizo de su sangre.
―Si eso es lo que prefieres ―finalmente logró decir. ―Le escribiré a Henry mañana ―miró
esos ojos azul hielo, buscando en su mirada cualquier atisbo de dolor o frustración. Incluso un
destello de fastidio sería bienvenido. ―Tal vez ―tragó lentamente, ―tal vez debería quedarme
hasta que nazca el bebé.
Nada.
―Si lo deseas ―respondió él, volviendo la mirada hacia el plato. Lucy lo observó con
incredulidad mientras él casualmente se llevaba un bocado de salmón a la boca. ―Me voy a
Londres mañana.
―¿A Londres? ¿Mañana?
―Tengo algunos negocios allí con mi abogado, referentes a otra de las propiedades de la
familia. Iré a caballo en lugar de llevar el coche, así que no tardaré mucho. Volveré el jueves.
―Ya veo ―él se iba a Londres, mañana, se iba por la mayor parte de la semana, y le había
arrojado ese pedazo de información como uno arroja una corteza a un perro. Lucy suponía que
debía sentirse afortunada que se hubiera tomado la molestia de informarle siquiera. Sus ojos
ardieron. Los platos nadaban ante ella en un miasma de lágrimas no derramadas. Parpadeó
furiosamente. No iba a llorar.
Depositó la servilleta sobre la mesa.
―Me imagino que querrás retirarte, entonces. Necesitarás salir temprano.
Él vació su copa de vino lentamente antes de responder:
―De hecho.

Lucy lo dejó ir.


A la mañana siguiente, ella se despertó con el alba. Aun así, se quedó en cama hasta tarde y
permaneció en sus aposentos hasta que estuvo segura de que él se había ido. No tenía sentido
despedirlo. Después de la cena de ayer, cualquier despedida que pudieran intercambiar se sentiría
redundante.

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La Abadía no parecía más tranquila en su ausencia. Difícilmente podría ser más silenciosa que
antes. Pero por una vez, no era el silencio exterior lo que la oprimía. Era la calma en su interior lo
que dolía. Un vacío extraño, callado, que ella podría haber descrito como hueco, salvo que nada
hacía eco allí. Cada latido de su corazón, cada palabra, cada respiración se apagaba al instante,
asfixiado por el peso de esta carga de silencio en su pecho.
Y ella no podía escapar de ese silencio. No podía salir arrastrándose de debajo de él o de
liberarse de su hechizo, porque lo llevaba dentro de sí. Hacia afuera en largos, y solitarios paseos.
A través de sueños oscuros y brumosos. Por alrededor de los vastos límites de piedra de la Abadía,
la que le dio por rondar durante el día, vagando por las recámaras antiguas sin rumbo fijo.
Una tarde, mientras deambulaba por la sala de música, se encontró con la tía Matilda.
―¡Tía Matilda! ―Lucy envolvió un brazo alrededor de los hombros cubiertos de índigo de su
tía. ―¿Dónde está tu niñera? ―los olores familiares de especias y chocolate y tabaco, abrieron un
alijo de buenos recuerdos. Sintió una aguda punzada de nostalgia por Waltham Manor. ―No
importa ―dijo, abrazando a la anciana. ―Me alegro de verte.
La tía Matilda se acercó al piano y abrió el instrumento. El ama de llaves había insistido en
tenerlo afinado desde la primera semana de Lucy en la Abadía, sin importar cuánto Lucy había
insistido en que no tocaba. La tía Matilda se sentó, posó sus dedos sobre las teclas de marfil, y se
lanzó a un reel3 animado. Su turbante azul se balanceaba al compás de la música, y unas risitas
débiles surgieron precipitadamente de la garganta de Lucy.
Música. Risas. Por primera vez en semanas.
Los últimos acordes del reel se extendieron en el silencio, y las manos de la tía Matilda cayeron
sobre su regazo. Lucy fue a sentarse a su lado en el banquillo.
―Gracias, tía Matilda. Eso fue hermoso ―la anciana le sonrió con la misma expresión benigna
que había llevado todos los días desde que Lucy podía recordar. Si sólo pudiera pedirle prestado
ese optimismo inquebrantable. Agarró la mano ajada de su tía entre las suyas. ―¿Qué será de mí,
tía Matilda? He cambiado de alguna manera. Y no puedo volver a casa, simplemente no puedo.
Echo de menos a Manor desesperadamente, pero lo echaría más de menos a él ―genFlmente
colocó su cabeza sobre el hombro de su tía. ―Lo echo de menos ahora.
Una cabeza con turbante se apoyó pesadamente contra la de ella, y Lucy apretó los dedos de su
tía. La mano huesuda yacía inerte y fría en el agarre de Lucy.
―¿Tía Matilda? ―Lucy se enderezó, y el frágil cuerpo de su tía se desplomó contra el suyo.
Lucy levantó la cabeza de la anciana, presionando una mano contra la mejilla húmeda y fría. ―¿Tía
Matilda?

3
Reel: Es un tipo de danza popular. Hay reels escocés, irlandés, inglés. Tiene un ritmo vivo y se suele interpretar a
velocidad rápida. (N. de la T.)

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2244

―¿Ella va a estar bien, no es cierto? ―Lucy se paseó por la alfombra persa de la habitación de
la tía Matilda, dando vueltas sin cesar por el diseño azul y dorado. ―Ella tiene que estar bien.
Hetta apretó cada mano de la tía Matilda, una a la vez.
―Lucy, su tía tiene ochenta años ―replicó ella desde la cabecera de la cama. ―Ella no va a vivir
para siempre, ¿sabe?
―Lo sé, pero…
―Shhh ―HeRa colocó su oreja en el pecho de la tía Matilda. Lucy dejó de pasearse y contuvo la
respiración hasta que Hetta se enderezó. ―Debe enfrentar los hechos, Lucy. Su tía no puede
esperar vivir mucho más tiempo.
Lucy cerró los ojos y gimió en voz baja.
―Pero ―conFnuó Hetta ―ella no va a morir hoy. Hasta dónde puedo decir, por lo menos
―ayudó a la anciana a sentarse y rellenó de almohadas detrás de ella. ―De hecho, no parece
haber sufrido ningún efecto duradero de su pequeño ataque ―empezó a volver a embalar la valija
negra. ―Sólo asegúrese de que descanse. Dele un poco de caldo de carne, alimentos sólidos, si va
a comer. Estará dando vueltas otra vez en poco tiempo.
―Está bien ―sorbió Lucy y se secó la nariz con la palma de su mano. ―Gracias por venir. ¿La
acompaño a la salida?
―Eso no será necesario ―dijo HeRa enérgicamente, poniéndose de pie y suavizando las
arrugas de la falda de color leonado. ―Conozco el camino. Apostaría que conozco esta casa mejor
que usted.
―¿Cómo es eso?
―Prácticamente crecí aquí ―HeRa se cubrió los hombros con su pelliza y se la ató al frente.
―Mi padre era el médico personal de la difunta Lady Kendall. ¿No lo sabía?
Lucy negó con la cabeza.
―Esa fue la única razón por la que nuestra familia se mudó de Londres ―explicó Hetta. ―Para
tratar la ʺcondición nerviosaʺ de Lady Kendall.
―¿"La condición nerviosa"? ―Lucy le entregó a Hetta su cofia.
―Bueno, así era como que mi padre la llamaba. Siempre ha sido bastante generoso. ʺDolor
incurableʺ, habría dicho la propia Lady ―HeRa anudó las cintas de su cofia bajo la barbilla.
―Personalmente, me inclino a pensar en ello como "gemidos insufriblesʺ, pero después de todo,
nunca fui del tipo simpático ―cogió sus guantes de la mesilla de noche. ―Cada vez que la señora
tenía uno de sus ataques, llamaban a mi padre. Dos, tres veces a la semana. A veces al día. No me
importaba, él me traía consigo y yo exploraba la Abadía mientras la sangraba o le daba su dosis de
sedantes ―ella bajó la voz. ―¿Ya ha encontrado ese tapiz atrevido? ¿Ese con todas las
representaciones de los pecadores en el infierno, estando... pecando?
Lucy negó con la cabeza. Ella no estaba interesada en tapices, no por el momento, de todos
modos.
―¿Lady Kendall tenía ataques? ¿Qué tipo de ataques?
―Oh, todo Fpo de ataques. El más dramático, mejor. Una palabra, una mirada, un cambio
repentino en el clima, la menor provocación le provocaba un ataque de histeria. Y luego

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

continuaba y continuaba, una y otra vez, llorando durante horas hasta que mi padre podía
calmarla. No sé cómo tuvo la paciencia de tratarla durante ocho años. Y había estado así por
mucho tiempo, antes incluso de que llegáramos aquí ―se puso en camino y comenzó a colocarse
los guantes.
Un escalofrío se arrastró por la espalda de Lucy. Pensó en su propio impotente ataque de
lágrimas, y la reacción de pánico de Jeremy. ¿Era tan sorprendente que se hubiera ido a Londres?
Debía haber pensado que se estaba convirtiendo en otra mujer histérica. Tal vez se estaba
convirtiendo en otra mujer histérica.
―Mi padre decía que uno debía sentir lástima por ella ―conFnuó Hetta. ―Tenía una
constitución frágil, decía. Se casó con un hombre muy duro, y luego perdió un hijo ―miró a Lucy
con una sonrisa irónica. ―Pero como dije, la simpatía no es mi fuerte. Así que si tiene en mente
desarrollar su propia condición nerviosa, mejor que envíe por mi padre. Lo mejor que lograría de
mi parte es una fuerte bofetada en la mejilla y un trago de brandy.
―Creo que necesito ambos ―Lucy se sentó en el lado de la cama de la tía Matilda. ―No sé qué
será de mí, de verdad.
Hetta la miró agudamente.
―Oh, no. No me pida consejos, Lucy. Soy genial con cataplasmas, pero no estoy para nada
acostumbrada a dar consejos.
―Créame, no estoy acostumbrada a necesitarlos ―respondió Lucy. Levantó la vista hacia el
techo pintado caprichosamente, donde querubines de dorados cabellos la observaban desde
ondulantes nubes blancas. ―¿Qué estoy haciendo aquí? No pertenezco aquí.
Con un aire de resignación, Hetta se sentó a su lado.
―Su marido parece pensar que sí. Si quiere saber qué está haciendo aquí, le sugiero que le
pregunte a él. A menos que viniera con ollas de dinero ―miró a Lucy dubitativa, ―debe haber
tenido alguna razón para casarse con usted.
―No vine con dinero ―Lucy recogió el encaje de su manga. ―Tuvo que casarse conmigo. Lo
obligué a ello.
Hetta se echó a reír.
―No, en serio ―dijo Lucy. ―Fui totalmente desvergonzada.
Hetta sólo se rió más fuerte.
Lucy empezó a sentirse un poco indignada.
―¡Le estoy diciendo la verdad! ¡Me lancé sobre él como... como una lechera libidinosa!
Por fin, Hetta contuvo el aliento y se secó los ojos con una mano enguantada.
―Lucy, por favor. En primer lugar, su marido es un conde, ridículamente adinerado, y, si no le
importa que lo note, no desagradable a la vista. Él no hubiera podido permanecer soltero tanto
tiempo sin aprender a desviar avances no deseados. Incluso de lecheras libidinosas. En segundo
lugar ―conFnuó Hetta, cortando la objeción de Lucy, ―Lord Kendall no me parece que sea un
caballero que pueda ser obligado a nada. Más bien al contrario. Seguramente ha notado que no
tiene más que mostrar esa mirada suya para poner a su gente a correr. Se le considera más que un
poco intimidante.
―Bueno, yo no soy de las que pueda ser obligada, tampoco ―dijo Lucy. ―Y no me puede
intimidar con esa mirada. Créame, lo ha intentado durante años, pero simplemente lo conozco

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demasiado bien para pensar que haya algo detrás. Y si cree que es agradable a la vista cuando está
ceñudo...―suspiró ―tendría que verlo cuando sonríe.
Hetta la miró por un momento, enarcando las cejas. Entonces se puso en pie y recogió su
maleta.
―Bueno, eso es un alivio ―dijo, ya se dirigía hacia la puerta. ―No necesita mi consejo, después
de todo.

―Me alegro de que estés aquí ―dijo Toby, sorbiendo su Madeira. ―Puedes darme un pequeño
consejo.
―¿Consejos? ―Jeremy soltó un bufido. ―¿Por qué quieres mi consejo?
―Bueno, eres un hombre casado, ¿no? ¿No quieres darme un discurso sobre los deberes del
matrimonio?
Jeremy suspiró. Debería haberlo pensado mejor antes de venir al club. Por supuesto, Toby
estaría en la ciudad haciendo los arreglos de la boda. Jeremy tenía un whisky muy bueno en su
casa de la ciudad. ¿Por qué no simplemente se quedó allá?
―Toby, si todavía no sabes cómo llevar a cabo tus deberes conyugales, necesitas más que mi
consejo. Te puedo recomendar unos cuantos tutores muy capaces, si es necesario.
―Sabes que no quiero decir eso ―Toby se echó a reír. ―Quiero decir, ¿no tienes algo de
sabiduría profunda para transmitir sobre el cuidado y sustento de una esposa? Todos los demás lo
han hecho. Felix no dejaba de hablar del tema. Llegó a ser absolutamente insoportable.
Tal vez Jeremy debería hablar con Felix.
―Siento decepcionarte, pero mantendré mi sufrible silencio.
―Como quieras ―Toby apuró su Madeira. ―Me sorprende incluso verte aquí. Una luna de miel
un poco breve, ¿no?
―Tenía unos asuntos que resolver ―se quejó Jeremy en su whisky. No estaba interesado en
hablar de sus asuntos, de propiedades o personales, con Toby. ―Vuelvo a casa mañana ―agregó,
no fuera que Toby extendiera algunas invitaciones no deseadas.
Toby le guiñó un ojo.
―Ansioso por volver, me imagino.
Jeremy no supo qué decir. La verdad era que no tenía ningún asunto pendiente en Londres.
Debería estar en casa, como Toby insinuaba, de luna de miel con su nueva esposa. Pero la vida con
Lucy lo estaba matando, una cena a la vez. Había conseguido exactamente lo que había exigido:
una esposa tranquila y correcta, y él no podía ser más miserable. Ella apenas parecía ya comer, y
ciertamente sin ningún placer. Ella se vestía con vestidos nuevos y llevaba guantes de encaje, su
cabello estaba siempre perfectamente peinado. Jeremy no podía recordar la última vez que había
visto caerle el pelo hasta la cintura con ese clamor de olas castañas. Tampoco podía recordar una
palabra enfadada por parte de ella desde... Entonces.
Jeremy tomó un sorbo de whisky y se tragó el sabor amargo de las lágrimas.
Y entonces llegó la eventualidad que había estado temiendo desde el día de su boda. Ella quería
dejarlo.
Así que él la había dejado primero.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Londres ofrecía un sinfín de diversiones para mantener su mente apartada de Lucy. Pero sus
pensamientos estaban con ella más que nunca. O más bien, ella estaba con él, en sus
pensamientos. A todas partes donde iba Jeremy, veía lugares de interés que le gustaría poder
mostrarle, experiencias que estaba seguro que ella disfrutaría. Los bailes, la ópera, el teatro,
Vauxhall. Ah, y ¿por qué detenerse con las diversiones tradicionales para las damas? Conociendo a
Lucy, no estaría satisfecha hasta que hubiera asistido a unos cuantos combates de boxeo, también.
―¿No deberías estar con tu prometida? ―preguntó Jeremy, deseando cambiar de tema. ―Ya
sabes, ¿llevarla al teatro o cenando con su familia?
―Oh, Sophia apenas Fene Fempo para mí en estos días. Apenas la veo, a menos que ella me
arrastre a la tienda por encajes o para seleccionar unas flores para su ramo de boda. Te estoy
diciendo, Jem, hiciste las cosas bien. Licencia, vicario, marido y mujer. Todo sucedió tan rápido,
que apenas podía creerlo. No es que me sorprendiera, la verdad.
Jeremy lo miró de reojo.
―¿No te sorprendió?
―Por supuesto que no. Sabía que no fue "nada" lo que sucedió entre Lucy y tú en el huerto, sin
importar lo que dijiste. Luego hubo insinuaciones de Sophia. Y esa carta selló las cosas
agradablemente. Pero lo sabía incluso antes de la carta. Si no, no me habría declarado a Sophia en
la forma en que lo hice.
Jeremy se movió en su silla.
―¿Qué quieres decir?
―Vamos, Jem. ¿Crees sinceramente que lo habría hecho frente a Lucy si todavía pensaba que
estaba enamorada de mí? ¿Qué clase de patán crees que soy?
Jeremy no estaba seguro de qué creer en este momento. Apuró su whisky, con la esperanza de
encontrar las respuestas en el fondo de su copa.
―No, lo sabía ―conFnuó Toby. ―He seducido a muchas damas, Jem. Miles, supongo. No es el
tipo de logro que da sentido a la vida de un hombre, pero es un talento que tengo. Sé
exactamente el momento en que las he enganchado. Ese bonito sonrojo extendiéndose en sus
mejillas, y me miran a través de sus pestañas, los labios fruncidos Es una emoción, cada vez. Pero
así como sé el instante en que caen, puedo decir, con la certeza más dolorosa, el momento preciso
en que se levantan.
Hizo una seña al camarero para otra copa.
―Después que tú tuviste tu pequeño jaleo con Henry ese día en el bosque, acompañé a Lucy a
la casa. En algún lugar entre el bosque y Waltham Manor, se le pasó el amor por mí. Y no me
importa decirte, no lo tomé bien. Por ocho años, había estado loca por mí, de repente se terminó
―le lanzó a Jeremy una mirada culpable. ―Estaba un poco celoso, me imagino.
Jeremy lo miró fijamente.
―Pero todo terminó bien al final ―terminó Toby, aceptando un nuevo vaso de vino del
camarero. ―Lucy y tú, Sophia y yo. Deberían venir a Kent para una visita la próxima Pascua. Para
que vean las campanillas y todo.
Jeremy se inclinó hacia delante en su silla.
―Toby, incluso tú te habrás dado cuenta que Lucy no estaba precisamente emocionada de
casarse conmigo. Yo... Henry... eh, las circunstancias la obligaron a ello. Ella no tuvo elección.

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―¿No tuvo elección? ―rió Toby. ―Yo estuve ahí en la boda, Jem. No recuerdo haber visto a
Lucy atada o amordazada o arrastrada hacia el altar. Y esa es la única manera en que alguien
podría convencer a esa chica de pronunciar unos votos en contra de su voluntad ―se rió entre
dientes en su vaso. ―Lucy "obligada" a casarse. Una buena broma, esa.
Jeremy sólo había bebido un vaso de whisky, pero su cabeza le daba vueltas. No podía
comprender lo que Toby estaba diciendo. Estaba un poco temeroso de intentarlo. Incluso si, y
mentalmente hizo hincapié en sí, Lucy hubiera superado lo de Toby y de alguna manera se hubiera
vuelto hacia él, eso significaba una sola cosa. Que Jeremy había estropeado las cosas aún más de
lo que había pensado previamente.
―Oye, Toby ―dijo, pasándose una mano por el pelo. ―¿Qué piensas hacer cuando el encanto
de Sophia desaparezca? ¿Y si a ella se le pasa lo que siente por ti?
La expresión de Toby se volvió solemne.
―No me gusta pensar en ello, Jem ―se encogió de hombros, y una sombra de esa sonrisa
desenfadada se volvió a deslizar por su rostro. ―Me imagino que para eso están las joyas.

Era una maldita tontería llevar joyas a caballo por la noche. Aparte de los riesgos evidentes de
montar en la oscuridad, los riesgos de ser desmontado, lisiar al caballo, o perderse en el camino
por completo, los salteadores de caminos eran siempre una amenaza. Sin duda, lo que menos
esperarían los ladrones es que un jinete solitario llevara una pequeña fortuna en joyas, pero los
hombres desesperados no dudarían en matarlo sólo por su caballo.
Pero claro, Jeremy era él mismo un hombre bastante desesperado. Y cualquiera que intentara
tocar el collar enrollado perfectamente en el bolsillo de su pecho, se encontraría primero con el
frío acero de una pistola. La cautela le decía que se detuviera en una posada, completando su viaje
por la mañana. Pero la cautela se podía ir al diablo. No importaba que ya estuviera oscuro, o fuera
tarde y peligroso. Era jueves, y tenía una promesa que cumplir.
Tenía varias promesas que cumplir, de hecho, y tenía la intención de comenzar a honrarlas.
Le había dicho a Henry que le daría a Lucy las oportunidades que nunca había tenido. Le había
prometido a Lucy que haría todo lo posible por verla feliz. Y había jurado ante Dios que iba a
honrar y apreciar a su esposa todos los días de su vida. Sin embargo, él había huido a Londres,
huyendo de esas promesas, como un niño de ocho años.
Sí, ella se había apartado de él y llorado, y había dolido. Eso estuvo malditamente cerca de
matarlo. Pero las lágrimas no disolvían el deber. Tal vez nunca podría darle lo que realmente
merecía, pero ese hecho no lo eximía de intentarlo.
Haría lo que debería haber hecho desde el principio. Él traería a Lucy a Londres. Estaría a medio
día de viaje de Waltham Manor. Podría visitar a su hermano y a Marianne tan a menudo como
quisiera. La presentaría en la corte y en la sociedad. Asistirían a tantos bailes y óperas y
exposiciones como ella deseara. Incluso ella podría encontrar un uso razonable para el dinero para
sus gastos. Y Jeremy finalmente podría ocupar su asiento en la Cámara de los Lores. Sus
obligaciones para con su esposa no eran los únicos deberes que había estado eludiendo. Tal vez
incluso podría hacer algo bueno allí, trabajar para declarar ilegal el uso de cepos. Eso sería un
tributo a Thomas más apropiado que cualquier retrato fabricado.
Trató de no pensar demasiado en las palabras de Toby de la noche anterior. Era demasiado
esperar que Lucy pudiera amarlo. Se dijo que no importaba si lo hacía o no, su deber seguía siendo

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el mismo. A pesar de todo esto, Jeremy se sentía vertiginosamente optimista. Lo cual, para él, era
una sensación completamente extraña. Pero no desagradable. En lo más mínimo.
Era un día completo a caballo entre Londres y Abadía de Corbinsdale, si se salía al amanecer y
se cambiaba los caballos a medio camino. Sin embargo, si uno esperaba que abriera la joyería,
luego pasaba la mayor parte de una hora descartando bandejas de adornos de mal gusto antes
que el oficioso empleado sacara la mejor mercancía, a continuación, perdía otro cuarto de hora,
mientras que envolvían lo comprado, el viaje de regreso se prolongaba hasta la noche, y la
oscuridad hacía el avance más lento todavía.
Pero era jueves, y él le había dicho a Lucy que estaría en casa el jueves. Y de alguna manera,
cumplir esa promesa pronunciada casualmente se volvió tan importante para él como honrar sus
votos matrimoniales. Podría no haber diferencia para ella si regresaba esta noche o nunca, pero la
había para Jeremy. Como el collar que le pesaba en el bolsillo del pecho era menos un regalo para
ella que un símbolo para él.
Ella era su joya. Rara, preciosa, hermosa, y poseedora de un fuego interior que era un crimen
contra la naturaleza sofocarlo o esconderlo. No esperaría nada de ella, ni le exigiría nada. Esa base,
la lujuria brutal no escaparía de su control otra vez. Pero la protegería, y la cuidaría, y la colocaría
en el escenario que le permitiera brillar lo más intensamente posible. Esperaba que ese escenario
fuera Londres, tenía la intención de usar cualquier poder de persuasión que pudiera, para
defender su argumento. Si Lucy todavía deseaba volver a Waltham Manor, él iba a comprar un
terreno colindante y le construiría su propia casa solariega, con un establo lleno de yeguas dóciles
y el mejor chef francés que su dinero inglés pudiera contratar.
Era casi medianoche cuando Jeremy finalmente llegó a los establos Corbinsdale. Lucy
seguramente estaría acostada, pensó, entregando las riendas a un mozo soñoliento y caminando
hasta la casa. Subiendo de dos peldaños a la vez, consideró si debía despertarla. Desde luego que
no en su estado actual, pensó con tristeza. Un día duro de montar a caballo por caminos
polvorientos hacía poco por recomendar a un hombre cuando su objetivo era la persuasión. Se
daría un baño, y luego la despertaría. No había visto a su esposa en cinco días, y él no creía que
pudiera esperar hasta la mañana para verla de nuevo.
No tuvo que esperar ni un minuto.
Jeremy entró a la sala de estar para encontrar a su esposa acurrucada en el sofá adamascado
color marfil, dormida. Cruzó la habitación en silencio para detenerse ante ella. No se despertó. Se
dejó caer sobre la alfombra junto a su esposa, sus piernas súbitamente débiles. No podía culpar al
agotamiento físico, o a la fatiga mental. Lucy estaba tan condenadamente hermosa, que lo puso
de rodillas.
Yacía sobre un costado, una mano deslizada entre la tapicería del sofá color crema y la piel
dorada de su mejilla. Gruesas pestañas oscuras revoloteaban atractivamente mientras soñaba.
Tenía el pelo suelto, ondeando sobre el hombro y brillando casi con una tonalidad roja a la luz del
fuego. Y lo que llevaba puesto… Dios mío. Menos mal que Lucy estaba durmiendo, porque nada ni
tierno, ni honorable, ni suavemente persuasivo en él, se incendió inmediatamente.
Un fino tirante de encaje negro se ondulaba sobre la curva tentadora de su hombro expuesto, y
los ojos de Jeremy lo siguieron hacia abajo, y hacia abajo, hacia donde el encaje negro se sumergía
enmarcando el valle entre sus pechos. La seda roja rozaba la superficie plana de su vientre y el
oleaje redondeado de su cadera, a continuación, se separaba en otra V de encaje. La estrecha
abertura comenzaba en la cima de su muslo, y luego se ampliaba, yéndose por el costado de su

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pierna. La seda se perdía por completo justo por debajo de la rodilla, dejando al descubierto la
curva dulce de su pantorrilla, a medida que desaparecía gradualmente en su tobillo.
Su tobillo flexionado.
Un suspiro soñoliento hizo que su mirada subiera a su rostro. A esos ojos esmeraldas con los
párpados pesados y sus entreabiertos labios rojos oscuros, suavemente curvados.
―¿Jeremy?

Lucy parpadeó de nuevo. Tal vez estaba soñando. A menudo soñaba con él de esta forma,
llegando hasta ella, helado desde los establos, ajado y sin afeitar, el viento frío adherido a su pelo
y a su ropa. Y a veces, en sus sueños, murmuraba su nombre en este mismo susurro reverente y
extendía una mano así para tocar suavemente su mejilla.
―Ven conmigo a Londres.
Pero nunca en sus sueños le había dicho eso.
Ella se levantó sobre un codo, se frotó los ojos con la otra mano.
―¿Qué?
―Ven conmigo a Londres ―repiFó, alisando un mechón de pelo de su frente.
Lucy se sacudió, tratando de disipar la niebla de sueño en su cerebro.
―¿Ahora?
Él sonrió. Por primera vez en semanas, él sonrió. Su corazón dio un vuelco en su pecho.
―No, ahora no. Pero pronto. Tengo mi casa en la ciudad, nuestra casa de la ciudad, preparada.
Tu habitación está siendo redecorada. Tendrás un carruaje para tu uso particular, y el faetón, por
supuesto. Cualquier otra cosa que desees.
―Pero…
Él le puso un dedo sobre los labios.
―No contestes todavía. Me estoy adelantando a mí mismo ―meFó la mano en el bolsillo del
pecho y sacó una bolsa de terciopelo. Aflojando la cuerda anudada en la parte superior, dijo: ―Sé
que he sido negligente en mi responsabilidad para contigo como tu esposo. Quiero que sepas que
eso va a cambiar.
Él abrió la bolsa y vació su contenido en su palma. Una exquisitez de oro y piedras rojas
enrollada en su mano como una exótica serpiente. Lucy soltó una exclamación y se llevó una mano
a la boca.
―Para que haga juego con tu anillo ―dijo, Frando de la mano de su boca y cubriendo su palma
con el collar. ―Ven conmigo a Londres. No te exigiré nada, te lo juro. Sólo déjame cuidar de ti.
Todo lo que desees, todo lo que necesites, será tuyo.
Lucy apartó los ojos de la joya en su mano y miró a su marido. Maldito él. Su pequeño discurso
apasionado destrozando todas las palabras que había practicado con tanta fidelidad y esperado
hasta tarde para decir. Que ella no quería volver a Waltham Manor. Que los últimos cinco días
habían sido pura agonía, y que nunca había querido separarse de él. Que ella se iba con él a
Cornualles, si se lo pedía. O a Australia, o a la luna.
Pero él quería que se fuera a Londres. Quería comprarle joyas y carruajes y cuidar de ella. No le
exigiría nada, dijo.

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¿Incluso si ella quería que lo hiciera?


Lucy lo amaba demasiado como para dejarlo ir, aun si no era correspondida. Si él la había
deseado lo suficiente como para casarse con ella, entonces ser deseada tendría que ser suficiente.
Así que ella había practicado su discurso seductor y se puso este provocativo negligé rojo de
Sophia. Después de todo, algo similar había funcionado antes. Y ahora él estaba de rodillas, con
joyas y promesas, y esa hermosa, sincera mirada azul suya. Jurando no desearla en absoluto.
Replegándose de nuevo dentro de esa concha de indiferencia. Ofreciéndole toda una vida de
opulenta miseria.
No sabía cómo responder.
Sus dedos se cerraron sobre el collar. Las piedras pulidas se sentían como líquido bajo sus
dedos.
―Es precioso, Jeremy. Pero no necesito esto. Y no necesito carruajes, ni una habitación
redecorada, tampoco ―su ceño fruncido, y tensó la mandíbula. Lucy se sentó. Esto estaba
saliendo todo mal.
Tirando de su solapa con la mano vacía, ella deslizó el collar dentro y lo dejó caer en el bolsillo.
Entonces llevó las dos manos hasta sus hombros.
―Jeremy, ¿no lo ves? ―ella tragó con fuerza, enfrentando su ahora preocupada mirada. ―Yo
no necesito que me cuides. Todo lo que necesito es…
Un suave golpe en la puerta la interrumpió. La puerta se abrió unos centímetros, y la cabeza de
una doncella, pálida como un fantasma, se asomó por la abertura.
―P-perdón, milord. Milady ―balanceó un poco la cabeza, un movimiento que Lucy tomó por
una reverencia. ―Simplemente pensé... es decir, creíamos que usted debería saber... que alguien
debería informarle...
―Por el amor de Dios, ¿qué pasa? ―Jeremy se puso de pie.
La doncella se estremeció.
―La tía de su Señoría ha desaparecido ―chilló ella. Entonces su cabeza desapareció y la puerta
se cerró de golpe.
Lucy puso de pie.
―Oh, no ―gimió ella, recogiendo la bata de seda roja que cubría el respaldo del sofá. Se la
acomodó con un encogimiento de hombros y se la ciñó en la cintura antes de agacharse para
buscar sus zapatillas. ―Tenemos que encontrarla. No conoce este lugar, y la Abadía es tan grande.
Podría estar en cualquier lugar. Y hace tanto frío, y ella es tan frágil. Si se pierde... ―se ajustó las
zapatillas en los pies y se enderezó, sólo para encontrarse a sí misma cara a cara, o más bien, cara
a garganta, con Jeremy.
―No te preocupes ―sus manos fueron a sus hombros. ―La encontraremos ―dijo con
sencillez.
Ella asintió con la cabeza, mirando estúpidamente el cuello abierto de su camisa.
―Los sirvientes sin duda han comenzado a buscar por la casa ―dijo él. ―Quédate aquí y
ayúdalos. Es poco probable que ella haya salido afuera, pero iré con algunos lacayos a los jardines,
para estar seguro ―le inclinó el rostro hacia el de él. ―La encontraremos. Y entonces
continuaremos con esta conversación.
―Muy bien, entonces.

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Luego él se marchó. Lucy le oyó tronar por las escaleras, gritando órdenes a los sirvientes a su
paso.
Ella cruzó el pasillo y entró a la habitación de la tía Matilda. Parecía mejor verificar primero que
efectivamente se encontraba desaparecida, y no simplemente acurrucada detrás de los tapices.
Eso había ocurrido una vez en Waltham Manor, toda la casa se había vuelto del revés antes de que
su niñera finalmente encontrara a la tía Matilda escondida en el asiento de la ventana.
Lucy recorrió el dormitorio, mirando en los armarios y agachándose bajo la cama. Finalmente,
se acercó a las ventanas y abrió las cortinas.
Nada.
O algo.
Un destello blanco en el exterior le llamó la atención. Buscó en la oscuridad. Ahí estaba de
nuevo. La luz de la luna iluminaba algo pálido y tenue, como un fantasma. O el camisón de una
anciana solterona. Presionó el rostro contra el cristal, tratando de distinguir el paisaje de abajo.
Esta ventana daba a la parte delantera de la Abadía; los jardines estaban detrás de la casa. La tía
Matilda estaba bajando por suave pendiente de césped que bordeaba el bosque, y el bosque
ocultaba el valle estrecho y sinuoso del arroyo.
Lucy bajó rápidamente las escaleras y salió por la enorme puerta abierta. No había ningún
lacayo cerca. Jeremy debía haberlos llevado a todos a la parte trasera, a los jardines. Sacó un farol
de carruaje de su gancho junto a la puerta y comenzó a correr por el césped. No había tiempo para
ir en busca de los hombres. Para el momento en que los encontrara y les indicara la dirección
correcta, la tía Matilda podría estar deambulando perdida en el bosque, o peor aún, hundiéndose
en la arroyo helado.
Lucy alcanzó a ver un poco de tela ondeando otra vez, justo en el límite del bosque. Ahuecó una
mano en su boca para gritar, pero decidió contener el aliento. Como Sophia una vez tan
amablemente le había señalado, no tenía mucho sentido gritarle a una mujer sorda. En cambio,
duplicó el ritmo de su paso a través del césped, sus zapatillas de seda crujiendo sobre la hierba
escarchada. Corrió por el bosquecillo de árboles donde había visto aproximándose a la tía Matilda
y se internó en el bosque.
Giró la linterna, buscando entre los árboles. Nada. Bajó la mirada. Había huellas, o algo
parecido. Pequeñas depresiones en el barro congelado del tamaño de un pie femenino. Siguió la
pista, sosteniendo la linterna en alto con una mano y sujetando el cuello de la bata con la otra.
Cielos, pero la tía Matilda se movía con rapidez. Parecía imposible que Lucy no la hubiera
alcanzado a estas alturas. Ya podía oír el murmullo del arroyo.
Las huellas terminaban en una saliente rocosa. Se acercó con cautela, una burbuja de temor
creciente en la garganta. El gorgoteo bajo del arroyo se convirtió luego en un rugido amenazador.
Se aferró a una rama con una mano, y con la otra estiró el farol sobre el borde, mirando hacia
abajo, al barranco. Rogando por no ver en algún lugar de abajo, un trozo de camisón de muselina.
Su hombro estalló de dolor. Lucy cayó hacia delante con un grito. La linterna voló de su mano y
se desplomó, cayendo al río con un chapoteo.
Todo se volvió negro.

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2255

Jeremy no encontró a la tía Matilda.


La tía Matilda lo encontró a él.
Habiendo salido a buscarla con los lacayos al jardín, Jeremy rodeó la parte delantera de la casa.
La tía Matilda lo saludó en el vestíbulo de entrada, descalza y vestida con un camisón casi tan
transparente como su piel.
Ella avanzó arrastrando los pies por el suelo de parquet y tarareando una alegre melodía.
Cuando levantó la vista y vio a Jeremy, se detuvo el tiempo justo para pronunciar una sola palabra.
―Encantador.
―Lucy ―gritó, conduciendo a la anciana por la escalera. ―¡Lucy! ¡La encontré! ―miró en la
sala de estar, al pasar por su habitación. ―¿Lucy?
Ninguna respuesta.
Jeremy ignoró un murmullo de ansiedad. Echando una aguda mirada a una criada por el pasillo,
dirigió a la tía Matilda a la habitación Azul. La criada corrió tras ellos, rápidamente asumiendo el
cuidado de la anciana.
―¿Dónde está la señora? ―preguntó a la criada con brusquedad.
―Yo... no sé, milord. Creo que la vi en la planta baja.
―¿En la planta baja? ―eso no tenía sentido. Si Lucy había bajado, ¿por qué no había
encontrado a su tía? Jeremy se volvió para salir de la habitación, pero algo lo detuvo. Las malditas
cortinas estaban corridas a los lados. No era de extrañar que la anciana saliera a vagar. La
corriente de aire debía ser congelante. Se acercó a la ventana y llegó con las dos manos para
juntar las cortinas azules.
Entonces la vio.
Una pequeña luz, destellando desde el borde del bosque. Oscilando y zigzagueando a través de
la oscuridad. Como una luz de hadas.
Pero Jeremy no creía en las hadas. Lo que él creía, con una certeza enfermiza, era que cuando
se trataba de deambular hacia el peligro, su esposa claramente se parecía a su tía.
Salió disparado de la habitación y bajó las escaleras a la carrera, por segunda vez esa noche.
Este ya había parecido el día más largo de su vida, pero ahora sentía cada segundo una eternidad.
Apenas se armó de paciencia para desviarse hacia el estudio y apoderarse de su arma antes de
cargarla y salir a la oscuridad.
Maldita mocosa tonta. Vio la luz vacilante retroceder en el bosque, y redobló el paso. Ahora
corría, el pesado collar en su bolsillo golpeando en el pecho a cada paso. ¿Cómo se suponía que
iba a cuidar y proteger a su esposa cuando ella seguía lanzándose a sí misma al peligro en cada
oportunidad?
Y ella no le necesitaba, había dicho. No le necesitaba para cuidar de ella. Bueno, pensó con
amargura, mientras comenzaba a zigzaguear a través de los árboles, alguien tenía que hacerlo. Ella
desde luego no podía cuidar de sí misma. Cuando alcanzó la luz vacilante que seguía burlándose
de él a la distancia, tendría una o dos cosas que decir sobre el cuidado. Y su esposa lo escucharía
malditamente bien.

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Jeremy se detuvo. Había perdido el rastro de la luz. Escudriñó el bosque en la dirección que la
había visto por última vez. La noche estaba nublada, pero las nubes era lo suficientemente finas
como para que la luz de la luna se filtrara a través de ellas como un débil resplandor plateado. Él
parpadeó, sus ojos lentamente ajustándose a la oscura penumbra. Se quedó mirando el suelo
hasta que pudo enfocar sus botas, unas cuñas negras contra el barro con hojas esparcidas.
Su respiración se agitaba en su pecho. Tal vez si descansaba un momento, pudiera reunir la
suficiente como para gritar. Pero no era sólo el esfuerzo lo que hacía que le faltara el aire. El
pánico se apoderó de sus pulmones como una prensa. No había estado en esta parte del bosque
por la noche, en años.
Veintiún años.
Había ya perdido tanto en estos malditos bosques. Y ahora perdía de vista esa maldita luz. El
viento frío que azotaba los árboles, se sentía como la muerte misma, y no podía respirar, no podía
gritar. Lo único que podía hacer era quedarse parado.
El murmullo tenue del arroyo llegó hasta sus oídos, y se volvió instintivamente hacia el sonido.
Se tambaleó hacia delante unos cuantos pasos y se detuvo otra vez para buscar la luz. Para
escuchar.
Un grito desgarró el aire.

El hombro de Lucy dolía como el infierno.


Pero no podía dejar de preguntarse qué era lo que la había golpeado, o de dónde diablos había
venido, porque en este momento, ella estaba un poco preocupada tratando de no caer de cabeza
en un barranco.
Su otro brazo, el que no estaba herido, se agarró del extremo de un árbol, y se aferró allí hasta
que sus zapatillas encontraron un modo de hacer palanca sobre la saliente rocosa. Incluso una vez
que pudo estabilizarse y ponerse de pie, ella se aferró a esa rama de árbol para tomar varias
respiraciones profundas. Luego, lentamente, con cautela, soltó la rama y se volvió.
Lo que vio la sorprendió tanto que se tambaleó de nuevo.
―¿Albert?
El chico dio un paso adelante, la tenue luz de luna delineando un rostro desconcertado.
―¿Su alteza?
―¿Qué estás haciendo aquí? ―los dos hablaron al unísono.
Ninguno se apresuró a contestar.
Lucy aprovechó el silencio mutuo para evaluar a su atacante. La honda que colgaba de su mano
le dijo la fuente de su dolor. Qué tonta había sido. Pensando en la rapidez con la que tía Matilda se
había movido… por supuesto, ella nunca podría caminar tan rápido. Esas huellas no eran del
tamaño de una anciana, eran del tamaño de un chico. Y no había sido el camisón de su tía lo que
Lucy había vislumbrado ondeando a la distancia, sino que había sido la camisa sencilla, hecha
jirones y demasiado grande de Albert.
Nadaba en ella, en esa camisa. Debía de haber pertenecido a su padre.
Su padre, que lo habían deportado por... Y Lucy se dio cuenta que él no necesitaba decirle lo
que estaba haciendo aquí. Ella ya lo sabía.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¡Eres un cazador furtivo! ―acusó.


El niño mantuvo su silencio hosco.
Lucy dio un paso hacia él.
―Así que no tomarás la caridad Kendall, pero ¿le robarás a tu señor cuando te plazca?
―Él no es mi señor ―Albert volvió la cabeza y escupió. ―De todos modos, es su culpa que mi
padre esté en Australia. ¿De qué otra forma se supone que Mary y yo vamos a comer?
―Eso no es culpa de Lord Kendall, es de tu padre. Y tú estás en edad de trabajar, ¿no?
Albert se acercó audazmente hacia adelante. Se agachó junto a ella y recogió una piedra
pequeña.
―Sí, cuando hay trabajo. La fecha de siembra. Cosecha. Pero no hay ningún agricultor que me
necesite ahora.
Le vio meterse en el bolsillo la pequeña piedra. La roca que le golpeó el hombro, concluyó.
Mientras estaba de pie, Albert miró su figura vestida de seda con una expresión que se había
vuelto sin lugar a dudas, la de un adolescente.
―¿Qué diablos se ha puesto? ―preguntó.
Lucy decidió ignorar la pregunta. También decidió envolver sus brazos alrededor de su pecho y
cambiar de tema.
―¿De verdad cazas mucho de esa manera? ―señaló con la cabeza a la honda y a la piedra que
se había metido en el bolsillo.
Albert negó con la cabeza.
―No soy muy bueno con ella.
―Me golpeaste bastante bien ―el laFdo en el hombro daba fe de la veracidad de esa
declaración.
―Bueno, sí ―el muchacho hizo una pausa, entrecerrando los ojos hacia ella. ―Pero yo estaba
dirigiéndolo hacia su cabeza.
―Oh ―Lucy se sinFó un poco mareada. Cruzó las piernas bajo el cuerpo y se sentó en el suelo.
―¿Qué haces entonces, robar las trampas?
Albert no contestó. Le vio flexionar una mano a su lado, como sacudiéndose una molestia o un
dolor.
―Así es como te heriste la mano ―dijo. ―Antes.
Él caminó unos pasos y se apoyó contra un árbol.
―Deberías ser más cuidadoso, sabes ―reprendió ella. ―Una herida como ésa puede infectarse
con facilidad. Mi padre murió de una herida como ésa.
Él se encogió de hombros.
―La gente muere por todo tipo de razones estúpidas.
―Es verdad. Pero eso no es una excusa para ir y actuar como un estúpido.
El niño soltó un bufido.
Era una suerte que él tuviera una mala puntería, decidió Lucy, porque su cerebro acababa de
producir una idea muy brillante.
―Ven a trabajar en la Abadía.
―¿Qué?

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TESSA DARE
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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Ven a trabajar en la Abadía ―repiFó.


―Al diablo que lo haré.
Ella frunció el ceño.
―¿Por qué no? Le preguntaré a mi marido, estoy segura de que habrá un trabajo que pueda
encontrar para ti. Tendrás ingresos fijos y no tendrás que ir vagando por el bosque durante la
noche.
―¡No! ―la voz de Albert se volvió repentinamente profunda. Se enderezó y se dirigió hasta
donde estaba sentada en el suelo. ―No le diga nada de mí. Él me encontrará trabajo, cierto. En el
hospicio.
―No seas ridículo ―el terreno bajo ella estaba helado, y Lucy abrazó sus piernas contra su
pecho. ―Él no es así, te lo juro. Él es muy comprensivo.
Albert se burló.
―Escuché lo comprensivo que fue en esa fiesta suya.
―Eso fue... diferente. Sólo permíteme hablar con él. Deja que te ayude.
―Gracias, su Alteza, pero no necesito su ayuda.
Sus manos se crisparon de frustración. ¿Qué haría falta para hacerle entender a este
muchacho? Ella no sólo estaba tratando de ser superior. Se preocupaba por él, el terco ingrato.
―Te diré lo que necesitas ―dijo, con voz entrecortada. ―Necesitas poner el bienestar de tu
hermana por encima de tu propio orgullo. Necesitas dejar de correr por los bosques en la noche,
donde quién sabe qué peligro podría sucederte. Y necesitas aprender algo de decoro. ¡En privado,
me puedes maldecir como quieras, pero en mi cara, te dirigirás a mí como milady!
Hubo un silencio conmocionado. Y la mayoría de la conmoción era del lado de Lucy. Albert
podría estarse preguntando de donde provenía ese discurso rimbombante, pero ella sabía su
origen preciso. Ella se estaba haciendo eco de Jeremy, de entre todas las personas. ¿Era así como
él se sentía, también? ¿Preocupado por su seguridad, desesperado por ayudar, pero frustrado sin
medida cuando ella se negaba a permitírselo?
¿Y cuántas veces lo había rechazado?
El corazón de Lucy se apretó. Él realmente se preocupaba por ella. Siempre lo había hecho. Y
todo este tiempo, ella había sido la terca ingrata.
Albert todavía se cernía sobre ella, sus manos apretadas en puños a los costados, pareciendo
más bien inseguro en cuanto a lo que seguía después. Ella trató de que su tono de voz fuera suave
y tranquilizador. Maternal.
―Albert, escucha...
Pero lo que escucharon después fue cualquier cosa, menos suave o tranquilizador.
―Lucy, no te muevas ―la voz de Jeremy tronó desde algún lugar invisible.
Seguido por el inconfundible clic de un arma siendo amartillada.
―¡Abajo! ―exclamó Lucy, abalanzándose hacia delante.
Un disparo estalló en la oscuridad.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

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ULLO
O 2266

Lucy se impulsó contra las rodillas de Albert. Él cayó al suelo, y en ese mismo instante un
disparo silbó sobre sus cabezas.
Ella soltó sus piernas.
―¡Corre! ―susurró. ―¡Corre hasta tu casa, y no te detengas por nada!
Albert se puso de pie y salió corriendo entre los árboles. Unos segundos más tarde, Jeremy
apareció rugiendo en pos de una jadeante persecución.
―¡Alto! ―Lucy luchó por ponerse de pie y agarró a su marido por el brazo. ―Se ha ido. Nunca
lo atraparás.
Jeremy liberó su brazo y blandió su arma sobre el hombro.
―Oh, claro que lo atraparé ―se movió en la dirección en que Albert había huido, y ella lo tomó
del brazo otra vez.
―¡Espera! No puedes dejarme aquí sola ―ella podía jugar a la dama indefensa, si era
necesario. Ella se abrazó y se estremeció, sólo en parte, para causar efecto.
Jeremy se detuvo, la mirada perdida en el bosque con frustración. Luego, de mala gana, se
volvió hacia ella.
―No, no te dejaré ―la miró fieramente. ―Maldita sea, Lucy. ¿Qué diablos estabas pensando?
―Lo vi de lejos. Pensaba que era la tía Matilda, así que… ―jadeó. ―¡La tía Matilda!
―Está bien ―dijo Jeremy con impaciencia. ―La encontré en el vestíbulo de entrada. Puede ser
vieja y senil, pero ella al menos sabe que no debe ir vagando por el bosque a media noche, vestida
con... ―sus ojos recorrieron sus curvas cubiertas de seda con una mirada posesiva donde se
mezclaba la ira y el deseo. ―Tienes que dejar de comportarte de una manera tan imbécil. No
siempre puedo estar para salvarte.
Lucy sintió el orgullo, el calor y la rebeldía, surgiendo dentro de ella. Él se preocupa por mí, se
recordó. Sólo necesitaba calmarlo, hacerle saber que estaba bien.
―Jeremy, lo siento si te asusté. Pero no necesitaba que me salvaran ―se envolvió con fuerza la
bata alrededor de su pecho. Diablos, hacía frío. ―No era como se veía. Tenía la situación
controlada.
―Controlada ―Jeremy dejó que el arma se deslizara de su hombro y la tiró al suelo. Avanzó
hacia ella con una expresión extraña, sus ojos negros como la medianoche. Su respiración se volvió
irregular y trabajosa, rompiendo sus palabras. ―Tenías la situación controlada. Sola en el bosque.
En medio de la noche. Con un violento criminal.
Ella tragó.
―Él no era un criminal. No uno violento, por lo menos.
Era como si él no la oyera. Se le acercaba lentamente, deliberadamente, paso a paso, hasta que
su pecho rozó el suyo. Ella pudo degustar el deseo en su aliento. El azul de sus ojos era tragado por
el negro, y una intensidad salvaje irradiaba de él. Un furor que antes sólo había vislumbrado, y que
él había mantenido profundamente enterrado. Ahora hervía en la superficie, exudaba de él en
ondas potentes, extendiéndose sobre el cuerpo de ella, despertándolo. Ansiándolo. Su piel cobró
vida con la conciencia exquisita, sus vellos, erizados.
Lucy no sabía cómo calmarlo.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Ella no quería hacerlo.


―VesFda con unos trozos de seda y encaje ―él metió un dedo bajo el cuello de la bata y la
retiró, exponiendo un hombro a la noche. Ella sintió a sus dedos rozar lo largo de su clavícula,
presionar contra el hueco de su garganta, y luego recorrer la columna de su cuello hasta la
barbilla, alzando su rostro hacia él. ―Pero tú no necesitabas que te salvaran. Tenías la situación...
controlada.
―Sí ―suspiró ella. Él avanzó una vez más, empujando su pecho contra el de ella, hasta que su
espalda chocó con el tronco de un árbol.
Él la agarró por la muñeca y tiró de la mano con que sujetaba su bata.
―Controlada ―repiFó, entrelazando sus dedos con los suyos. Él apretó hasta que los huesos de
su muñeca le dolieron. En un rápido movimiento, le subió el brazo por encima de su cabeza y lo
inmovilizó contra el árbol con el suyo. Su bata se abrió hasta la cintura. Ella jadeó ante la corriente
de aire frío de la noche que asaltó su garganta y volvió sus pezones dos puntas rígidas contra su
camisón.
Con la mano libre, él empalmó un pecho a través de la trémula seda. Frotó su pulgar sobre el
pezón. Ella jadeó nuevo, esta vez de placer.
―No necesitabas que te salvaran ―dijo, deslizando el pulgar sobre la seda en pequeños
círculos enloquecedores. Olas de sensaciones la inundaron, el calor ondulando bajo la piel de
gallina que le cubría el cuello, el vientre, los muslos. Lucy se mordió los labios y cerró los ojos.
―Mírame ―gruñó él. ―Mírame, maldita sea―pellizcó su pezón. Sus ojos se abrieron de golpe.
―No necesitas mi dinero―Fró del tirante de su camisón hasta que el frágil encaje cedió. La seda
se deslizó, dejando al descubierto un pecho. ―No necesitas mis regalos ―cubrió su pecho con su
mano cálida y fuerte, incitando la punta tensa del pezón, rodándolo bajo su pulgar hasta que un
pequeño grito escapó de su garganta. Él apretó su cuerpo contra el suyo, clavándola al árbol con
su peso. El calor de su excitación pulsaba contra su vientre. ―No necesitas mi protección ―dijo
con los dientes apretados. Su mano se disparó a su muslo, recogiendo la tela, subiendo el borde
de su camisón con tirones impacientes. Sus ojos se clavaron en ella. ―Maldita sea, Lucy, me vas a
necesitar. Haré que me necesites―bajó su cabeza a su pecho, atrayendo su pezón a su boca.
Una marea de placer la recorrió, un arco eléctrico de luz blanca a través de la oscuridad. Su
lengua revoloteaba sobre la punta sensible, haciéndola retorcerse de un dulce, torturante dolor.
Una de sus manos permanecía inmovilizada encima de ella, pero con la otra lo alcanzó, clavando
los dedos en su cuello.
Jeremy cerró su mano alrededor de su cadera, luego la deslizó por debajo de la seda de su
camisón, subiéndolo hasta la cintura. Su mano se curvó en torno a su muslo y lo levantó,
envolviendo la pierna alrededor de su cadera. Un frío de hielo se precipitó bajo la seda, sobre sus
muslos y entre sus piernas. Luego él retiró un poco las caderas, pasó la mano por la cima de su
muslo y hundió sus dedos en la hendidura entre ellos.
No hubo más frío, sólo fuego. Un calor líquido corría por sus venas, agitándose en su vientre y
en el lugar entre sus piernas. Deslizó un dedo en su interior. Luego, dos. Su toque era rudo y tosco,
pero ella estaba resbaladiza y lista, y no era suficiente. Ni de cerca suficiente. Su pulgar encontró
su botón de carne más sensible, y su boca se abrió en un grito sorprendido. Él aferró su boca a la
suya, llenándola con su lengua. Sintió a sus dedos estimulándola y a su pulgar acariciándola hasta
que casi se deshizo.

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Y de pronto, ya no estaba. Su mano ya no estaba. Sus labios ya no estaban. Él se inclinó sobre


ella, presionando su pecho al suyo, todo su peso presionando sus senos doloridos, y ella se
retorció contra él, desesperada por más. Lo escuchó jadear al oído, lo sintió tantear con torpeza
los botones de sus pantalones. Entonces ella lo sintió, caliente y pesado y empujando con
impaciencia contra su muslo. Se arqueó hacia él por instinto, pero él la agarró de la cadera,
empujándola hacia abajo. Su otra mano apretada sobre la de ella, todavía con su brazo por sobre
su cabeza.
―Dime que me necesitas ―sus ojos la encontraron, oscuros e insondables como el cielo de
medianoche.
―Yo ―su voz falló. Ella no podía pensar en cómo hablar, no podía recordar cómo hacer que su
boca formara las palabras. Hablar no tenía sentido. El único objetivo de sus labios era besar, su
lengua existía para lamer y chupar. Ella enterró su rostro en su cuello y le pasó la lengua por la
garganta. Él inhaló con un agudo siseo y presionó su pulgar más profundamente en la carne de su
cadera.
―Dime que me necesitas ―insisFó. Él la provocaba con su asta, rozándose en su contra, y
cuando él se alejó, un ahogado sollozo se arrancó de su garganta.
―Jeremy ―exclamó. ―Por favor.
―Dímelo.
―Te necesito ―Dios, cómo lo necesitaba. Ella no era más que una masa temblorosa de deseo y
de anhelo y de necesidad. ―Te nece…
Él aplastó su boca sobre la de ella, cortando sus palabras, cortándole el aire. Le soltó el brazo y
la agarró por las caderas con ambas manos, levantándola. En un movimiento rápido, desesperado,
se enfundó dentro de ella, llenándola. Llenando ese angustiante vacío de necesidad. Le clavó las
uñas en el cuello y se aferró firmemente. Él se retiró un centímetro, le inclinó las caderas, y
embistió en su interior una vez más, enterrándose hasta la empuñadura.
Sí. Sí. Sí.
Aquí era donde pertenecían. Juntos, en la oscuridad. En habitaciones iluminadas por el fuego y
jardines sombreados y grandes armarios negros como el ébano. Luchando contra ellos mismos,
luchando entre sí. Luchando para estar más cerca. Luchando para convertirse en uno.
Él apoyó la cabeza contra su hombro, agarrando sus caderas para empujar aún más profundo.
Más fuerte, más rápido. Una, y otra y otra vez. Hasta que la tensión deliciosa que se iba hilando a
través de ella se tensó y se rompió, liberándola en la oscuridad.

Entonces, él la atrajo de vuelta a la tierra con un gemido torturado y una férrea estocada final.
El poder de su liberación los torturó a ambos, y se estremecieron juntos con las secuelas. Los
dedos de Jeremy perforaban la carne de sus caderas, y su peso aplastaba sus pechos y sus
hombros subían y bajaban mientras él luchaba por respirar.
―Maldita sea, Lucy ―dijo, su voz ahogada contra el hombro de ella. ―Dime que me necesitas
―volvió la cabeza y puso la mejilla contra su pecho. ―Dime que me necesitas, porque Dios sabe
que yo no puedo vivir sin ti. Mataré al hombre que trate de alejarte de mí, y que me condenen si
voy a dejar que te vayas.
Sus manos se deslizaron desde sus caderas para envolver su cintura, estampando su derecho
sobre ella, estrechándola contra él hasta que le debió el mismo aire que respiraba.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―No voy a dejarte ir.


Ella acunó la cabeza que reposaba contra su corazón.
―No ―susurró ella, entrelazando los dedos en su cabello. ―No me dejes ir.

Él no la dejó ir.
De alguna manera, una vez que su respiración entrecortada y los fuertes latidos de su corazón
volvieron a un ritmo normal, Jeremy tomó los bordes su bata y empujó las mangas para volver a
cubrir sus hombros. Sin soltarla, agarró su camisón de encima de su cintura y lo dejó caer por
debajo de las rodillas. Sujetándola con su cuerpo contra el árbol, él se sacó el abrigo encogiendo
los hombros. Luego recogió su figura temblorosa en sus brazos y la envolvió con el abrigo como
una manta. Sin soltarla.
Alzó su cuerpo trémulo con un brazo e inclinó el que tenía libre para recoger el arma. Se colgó
al hombro el arma, metió la cabeza de ella en el otro, y silenciosamente avanzaron por un sendero
del bosque.
Él se sentía drenado físicamente y débil el corazón, y la casa estaba demasiado lejos. La cargó
en dirección al bajo borboteo del arroyo. Hacia la ermita. Cubrió el suelo a un ritmo constante,
deteniéndose sólo de vez en cuando para reequilibrar su peso en sus brazos. Él le abarcó el
hombro con una mano y el muslo con la otra, y de alguna manera, la mano de ella se movió bajo
su camisa para descansar extendida contra su pecho. Directa sobre su corazón.
Bajó la mirada a su rostro, acunado contra su pecho. Tenía los ojos cerrados, las pestañas
oscuras apoyadas en la pálida curva de su mejilla. Al claro de luna, su piel brillaba blanca y pura, y
sus labios se veían de un rosa ceniciento. Los rizos castaños caían en cascada por encima del
hombro, y si él inclinaba la cabeza una fracción y aspiraba profundamente, podía sentir el aroma
de las peras emanando de su cabello.
Ella era hermosa. Dios, cómo la amaba.
Y él nunca se había odiado más.
El auto-desprecio pesaba todos sus pasos, succionando sus botas en el lodo. Atrayéndolo a la
tierra, para hundirlo en capas de roca y fuego y caer directo al infierno, donde él pertenecía. Había
regresado de Londres prometiendo cuidarla, protegerla. Si sólo le daba otra oportunidad, nunca la
haría llorar otra vez. Todos esos nobles sentimientos, ¿y qué había hecho él? La había empujado
contra un árbol y la había tomado salvajemente como el bruto que era.
Lucy necesitaba protección, cierto. Ella necesitaba protección de él.
Llegaron a la ermita. Jeremy dio una patada en la puerta, astillando por dentro el pestillo de
madera.
Algo dentro de él, se astilló también. Algo dolorosamente cerca de su corazón.
El aire dentro de la casa era denso y pesado. No podía respirar. Un pánico desesperado se
apoderó de él, urgiéndolo a girar y a huir. Había evitado este lugar para veintiún años, y no había
tenido la intención de visitarlo otra vez. Pero ahora... ahora tenía a Lucy entre sus brazos, y ella no
tenía a nadie más. Enfrentaría esto, por ella.
La luz de la luna se filtraba por la puerta abierta detrás de él, iluminando lentamente la
pequeña habitación de madera. Se veía como la recordaba. Una fila de soldados de plomo
vigilando por encima de la repisa de la chimenea. Los aparejos de pesca tirados en la mesita. Dos

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pares de botas pequeñas, embarradas cerca de la puerta. Todo congelado en el pasado. Sólo una
espesa capa de polvo demostraba el paso del tiempo.
Jeremy llevó a Lucy al interior y la depositó sobre la alfombra frente a la chimenea, sacando su
mano de debajo de su camisa. Ella dormía.
Su pecho se contrajo de angustia. Cada respiración trabajosa se sentía como un sollozo. El aire
viciado estaba lleno de pérdida y de amor, esas dos fuerzas inexorablemente conectadas que al
parecer, para él, nunca se separarían. Estaba condenado a perder a quien amaba, y estaba
condenado a hacerlo aquí.
Pero había tiempo de sobra para llorar mañana. Al día siguiente. Toda una vida después de eso.
En este momento, su esposa tenía frío. Echó los pensamientos a un lado, fijando a su cuerpo en
tareas mecánicas. Enfocándose en simples objetivos. Luz. Calor.
Después de cerrar la puerta lo mejor que pudo, la colmó de pieles y colocó una manta doblada
debajo de su cabeza. Apiló yesca y madera dentro de la chimenea. Una vez que el tiraje del humo
de una sola rama encendida le aseguró que la chimenea estaba limpia, añadió la ramita ardiendo
al resto de la leña. El fuego prendió rápidamente, crepitando y chispeando y llenando la habitación
con un dulce calor, ahumado, y de un brillo ambarino. Se arrodilló junto a ella, observando el sube
y baja de su pecho con cada respiración. Soltó un suspiro agradecido cuando el color volvió a sus
mejillas y a sus labios. Extendió la mano para acariciarle la mejilla, y ella se agitó, hocicando su
toque. Abarcando su rostro en su palma, le pasó el pulgar por su labio inferior.
Conservaría este momento para siempre. Sosteniendo su rostro en la mano, los labios de ella
rozando su pulgar en un beso secreto. Cuando se despertara, todo terminaría. Ella recogería sus
perros y su gato y su tía senil y se iría, llevándose todo lo bueno de su vida junto con ella.
Ella se agitó otra vez, moviéndose bajo las mantas. Sus ojos parpadearon al abrirse.
―¿Jeremy? ―su nombre fluyó de sus labios lento y espeso y dulce, como la miel. No duraría, se
dijo. Pronto lo estaría maldiciendo.
―No te muevas ―reFró su mano de su cara. ―Sólo descansa.
Ella sacó un brazo de debajo de las mantas y se frotó los ojos con el puño. Ella muy bien podría
haber dirigido su puño directo a sus entrañas. Unas magulladuras rojas, inflamadas se extendían a
lo largo de la piel de su muñeca. Magulladuras de donde él la había agarrado del brazo y lo había
apegado al árbol. La bilis se le revolvió en el estómago. Él la había lastimado, y no sólo allí. Tenía
que ver.
Levantó las mantas con cuidado, echándolas a un lado. Ella emitió un sonido pequeño, pero él
le puso un dedo en los labios.
―Deja que te mire ―dijo, apartando los bordes de su bata. Ella asinFó, soñolienta.
El destrozado negligé de seda roja se aferraba a su cuerpo. Jeremy rompió lo que quedaba del
tirante de encaje y dejó la tela a un lado. Apretó la mandíbula, tragó y se obligó a echar una larga y
buena mirada a lo que había hecho.
Había pequeñas marcas en el cuello y en el hombro, donde había besado y chupado y mordido
su carne. Entre sus piernas ella estaba inflamada y roja, donde él se había encajado como una
bestia en celo.
―Date la vuelta ―dijo, atragantado.
Ella obedeció en silencio, y se obligó a pasar su mirada por su cuerpo desde los pies hacia
arriba, tomando nota de todos los raspones y arañazos que la corteza del árbol le había forjado en

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su perfecta piel dorada. Las marcas eran escasas en las pantorrillas y en la parte trasera de sus
muslos, pero su espalda era un sombreado de líneas rojas. Él siguió la curva de su columna hacia
arriba.
Y entonces lo vio, y su aliento quedo atrapado en su pecho.
Un verdugón redondo e inflamado en su omóplato. Un círculo rojo profundo de carne hinchada
y prominente. Esto no era ningún arañazo. Esto no era nada que él le hubiera hecho. Trazó la
herida con la punta del dedo, y Lucy hizo una mueca.
―Él te hizo esto.
Ella asintió con la cabeza.
Jeremy se puso de pie. Cogió su abrigo y con un encogimiento de hombros se lo puso, antes de
mirar alrededor en busca de su arma.
―¿Qué estás haciendo? ―preguntó ella, rodando sobre un costado y apoyándose en un codo.
―¿A dónde vas?
―Voy a matarlo ―¿Dónde había puesto la maldita arma?. ―Encontraré a ese bastardo y lo
mataré a tiros.
Ella se incorporó, cogiendo la bata de seda roja y colocándosela.
―Jeremy, no. No puedes.
―Te aseguro que puedo ―tenía que haber dejado el arma afuera. Llevó la mano a la puerta,
pero de pronto ella estaba allí, tirando de su manga.
―¡Es sólo un niño, Jeremy! ―con un fuerte Frón de su brazo, lo hizo volverse para enfrentarla.
Ella repitió suavemente: ―Es sólo un niño.
Sólo un niño.
Las palabras lo desgarraron como un tiro. Jeremy se atragantó con una maldición. Lucy trató de
alcanzar su otra mano, pero él retrocedió ante su toque. Ni siquiera podía mirarla.
―¿Qué…?―su voz era un chirrido oxidado. Tragó y lo intentó de nuevo. ―¿Qué edad?
―Doce. Trece, tal vez ―Jeremy miró en silencio la mano de Lucy que le apretaba el brazo. Su
agarre se suavizó. Su voz, también. ―Traté de explicarte antes. Su nombre es Albert. Su padre ha
sido deportado por la caza furtiva. Su madre está muerta. Tiene una hermana de cinco años que
cuidar, y tienen hambre. Lo sorprendí en la oscuridad. No se le puede culpar por herirme.
Él se liberó de la mano en su brazo y se alejó. Se pasó las manos por el pelo, y luego golpeó la
mesa con los puños. Una jarra de barro se estrelló contra el suelo. Detrás de él, Lucy dio un grito
de sobresalto.
Condenado. Otro accidente.
Condenado. Condenado al infierno. Golpeó las palabras contra la mesa una y otra vez. Él ni
siquiera sabía a cual "condenado" se refería. Su padre, él mismo… no importaba. Ellos eran uno y
la misma cosa. Ambos destructivos. Ambos condenados.
Por veintiún años, había temido este momento. Por veintiún años, había sabido que llegaría.
Jeremy había vivido su vida tratando de distanciarse de los errores de su padre. Esa crueldad fría y
calmada, que lo enemistó con sus arrendatarios, hizo miserable a su esposa, y un fantasma de su
hijo mayor.
Ya de niño, Jeremy había tratado de resistir. Había tratado de engañar al destino. Si su padre le
decía "Gira a la izquierda", Jeremy iba a la derecha. Si su padre lo instaba a "ir más rápido," Jeremy

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

ralentizaba el paso. Nada de eso importó al final. Estaba de vuelta en el mismo maldito lugar,
pagando por todos los mismos pecados. Los arrendatarios lo despreciaban, incluso antes de que él
los hubiera ahuyentado a todos con un arma. Él estaba presionando a su esposa contra los árboles
y conduciéndola a la desesperación.
Entonces esta noche... Dios. Esta noche, le había disparado a un niño de doce años.
Una compulsión amarga lo obligó a ir a abrir la puerta. Tenía que irse. Tenía que alejarse de
ella, antes de hacerle daño de nuevo.
Lucy le cerró el camino.
―¡Jeremy, esto es una locura! No puedes realmente tener intención de darle caza a un niño.
Él apretó los dientes y flexionó las manos a los costados. Por supuesto que no tenía intención
de ir a cazar a un niño. No era su intención lastimar a nadie, pero lo hacía de todos modos. Él era
hijo de su padre. Era frío y cruel y despiadado, y no era seguro para él estar aquí y poner énfasis en
el tema. Tenía que irse, y tenía que irse ahora.
―Lucy, sólo apártate de mi camino ―ella plantó los pies y se cruzó de brazos, desafiante. Él
apretó los dientes y la miró. ―Muévete. Ahora.
―¿Por qué te comportas así? ―Lucy cerró las manos en puños. ―Escúchate a ti mismo… el
ceño fruncido y profiriendo amenazas ridículas. ¿Por qué? ¿Porque tu padre trataba a sus
inquilinos de esa manera? ―pinchó con un dedo en el centro de su pecho, hurgando en la herida
en carne viva y abierta que era su corazón. ―No hagas esto ―Pinchazo. ―No eres tu padre
―Pinchazo. ―Eres bueno, amable y generoso. ―Pinchazo, pinchazo, pinchazo. ―Jeremy
―suspiró. ―Por el amor de Dios, no eres capaz de dispararle a una maldita perdiz. No lastimarías
a nadie. Simplemente no eres ese Fpo de hombre ―apoyó las manos contra su pecho, acariciando
suavemente el lino de su camisa. Su voz se suavizó cuando encontró su mirada. ―Si lo fueras, yo
no te amaría.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

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ULLO
O 2277

Él la miró en silencio, su expresión inescrutable. Si no fuera por los fuertes latidos de su corazón
contra su palma, Lucy podría haberlo confundido con una piedra.
O con un hielo.
―Se está congelando aquí ―Lucy cerró la puerta con el pie y se apoyó en ella. Si él planeaba ir
a alguna parte, tendría que pasar por sobre ella primero.
―Te equivocas ―dijo él. Su voz vibró a través de su palma, enviando estremecimientos que
subían desde su brazo a enroscarse alrededor de su cuello.
―No, no me equivoco. Hace tanto frío como Hades4. Mira ―soltó el aliento en el espacio entre
ellos. Se arremolinó en un vapor frío.
―Te equivocas sobre mí.
―Oh. Bueno, no me he equivocado en eso, tampoco.
Él sacudió la cabeza.
―No afirmes que soy amable, generoso, o algo que se acerque a bueno. De entre todas las
personas, tú debieras saberlo mejor que nadie. En toda mi vida, casarme contigo fue la cosa más
egoísta que he hecho. Le dije a tu hermano, me dije a mí mismo, que quería protegerte. Cuidar de
F ―su voz bajó cuando cerró la distancia entre ellos. ―Mentí ―su mirada férrea se paseó por su
rostro y su cuerpo. Su aliento cálido le hizo cosquillas al oído cuando él se inclinó más cerca. ―Te
deseaba. Más de lo que he deseado nada en toda mi vida. Te deseaba tanto, que no podía ver
bien. No podía dormir por las noches ―su voz tembló, y Lucy tembló junto con él. Se dejó caer
contra la puerta, tomando prestada su fuerza. ―Sabía que te querías casar por amor. Pero te
deseaba, y no me importó. Y esta noche ―susurró con fiereza, pasando un dedo por su garganta.
―Te he deseado así desde aquella tarde en el huerto. Quería presionarte contra ese árbol y abrir
tus piernas y aparearme contigo como un animal. Así que esta noche te tomé, y te herí, y no me
importó.
Su dedo bajó acariciando el valle entre sus pechos. Lucy contuvo el aliento. Él apartó la mano, la
empuñó, y la estrelló contra la puerta detrás de ella. La fuerza del golpe vibró a través de sus
dientes.
―Así que no me hagas parecer un buen hombre. Soy un bruto estúpido, como dijiste. Te he
lastimado por dentro y por fuera, y no te atrevas a amarme ―golpeó la puerta de nuevo. ―No te
atrevas.
Fijó en ella una ardiente mirada. Lucy estaba agradecida por la puerta a sus espaldas
sosteniéndola, porque sin ella las rodillas seguramente se le doblarían. No podía permitir que él lo
viera. No podía caer a pedazos, porque él la necesitaba entera.
―Oh, Jeremy. Sabes que no puedo resisFr un desafío ―forzando sus labios en una media
sonrisa, extendió la mano para alisarle un mechón de pelo en su frente. Él cerró los ojos por un
momento, y su nuez de Adán se balanceó en su garganta. Deseaba caer sobre él y presionar sus
labios contra esa nuez, pero se conformó con ahuecar su mejilla en su palma. ―Te amo, Jeremy. Y
la única forma de hacerme daño es atravesar esa puerta e irte.
Él se enderezó. Su mano salió disparada a tomar la suya, que acunaba su mejilla.

4
Hades: En la mitología griega Hades es el señor del Inframundo, el señor de los muertos. (N. de la T.)

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―¿La única forma en que puedo hacerte daño? ―alejó la mano de ella y la dio vuelta entre
ellos. Lucy bajó la mirada. Los moretones cubrían la piel de su muñeca. ―Mira ―dijo con
brusquedad, sacudiendo el brazo. ―Mira cómo te he lastimado.
Ella lo miró, enarcando las cejas.
―Imagino que tu nuca no se ve muy bonita, tampoco ―cuando su rostro no se ablandó, dijo:
―Jeremy, son sólo algunas contusiones. Si no me ha importado tener algunas por caer de un
árbol, mucho menos por ser amada contra uno.
Sus ojos azul pálido eran trozos de hielo. Lucy meneó la cabeza lentamente.
―Me has tratado de espantar con esa mirada durante años, Jeremy. Nunca va a funcionar.
¿Crees que no sabía que había algo bajo esa superficie fría? Por supuesto que lo sabía. Siempre lo
supe, de alguna manera, si no, no hubiera estado siempre provocándote para descubrirlo.
―No ―negó con la cabeza. ―Lucy, no sabes…
―Sí, lo sé ―ella colocó su mano sobre su pecho. ―Te conozco. Sé lo que hay aquí, porque está
en mí, también. Hay pasión y lealtad y orgullo y deseo y un centenar de otras cosas. Y no todo es
bueno, y nada de eso es suave. Es feroz y salvaje y tan intenso que te asusta. Tienes miedo de que
alguien lo vea. ―Lucy empuñó su mano alrededor de su camisa y tiró hasta que él encontró su
mirada. ―No dejes que te asuste ―ella tragó. ―Yo lo veo. Todo. Y no me asusta ―deslizó su
mano por dentro de su camisa, extendiendo los dedos sobre su corazón. ―Aquí dentro, hay un
hombre cálido, generoso, leal y compasivo. Sus inquilinos van a respetarlo. Un día, nuestros hijos
lo adorarán ―los ojos de Jeremy se suavizaron, y respiró fuerte, como si quisiera hablar. ―Pero yo
no ―añadió ella.
Su rostro se cerró.
―¿No tú?
―No ―negó con la cabeza y sonrió. ―Yo estoy enamorada del bruto estúpido ―ella arrastró
sus dedos sobre su pecho desnudo, sintiendo el sudor caliente y el músculo duro y un corazón
fuerte, latiendo con fuerza. ―Sabes, tienes una opinión muy exagerada de tu encanto si crees que
me convenciste de casarme en contra de mis deseos. Yo te deseaba, también. Aquel día, en el
huerto. Temprano, esta noche. Cada minuto entre medio. Quería casarme por amor, y lo hice. Te
amé el día en que me casé contigo. Te amo ahora ―su voz tembló. ―Te amaré siempre, y...
―Lucy ―gimió él, presionando el pulgar contra los labios. ―Para. Sólo para.
―¿Parar? ―ella alejó su mano. ¿Qué quería decir? ¿Que pare de hablar? ¿Que pare de amarlo?
Lucy no tenía intención de hacerlo tampoco. ―Para tú ―dijo, su voz de repente enérgica. Usando
la sólida fuerza de la puerta detrás de ella, empujó contra su pecho con ambas manos. Él se
tambaleó, dando un paso atrás. ―Para de discuFr conmigo ―le empujó de nuevo, haciéndole
retroceder hasta la mesa. Él dejó caer todo su peso encima de ella, perdiendo unos buenos diez
centímetros de altura en un instante. Sus piernas se extendieron a lo ancho, y Lucy se interpuso
entre ellas. Encontró esos ojos azul hielo, ahora situados a sólo unos centímetros por encima de
los suyos. ―¿Quieres oír que te necesito? ―él asintió. Una inclinación de su cabeza tan ligera, que
ella dudaba de que lo hubiera hecho conscientemente. ―Jeremy, te necesito. Te necesito
desesperadamente, y eso me asusta. No necesito tu dinero o tus regalos, o incluso tu protección.
Te necesito a ti. Y ahora mismo, por lo más sagrado, necesito que pares de interrumpir. Necesito
que me mires a los ojos y me oigas cuando digo que te amo. Y maldita sea, Jeremy, necesito que lo
creas.
Él abrió la boca para hablar. Ella le puso una mano en los labios y bajó la voz a un gruñido.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Para-de-interrumpir ―él cerró los ojos, suspirando con resignación contra la palma de su
mano. Lucy retiró la mano. Ella le permitió a su propio pulgar detenerse en la curva de su labio
inferior. ―Mírame a los ojos ―dijo suavemente.
Él lo hizo.
Con toda la fuerza de esa Mirada ardiente sobre ella, le susurró:
―Escúchame ―puso las manos sobre sus hombros, sujetándolo con fuerza. ―Te amo, Jeremy
―su peso se desplazó bajo ella, y ella reforzó su agarre. ―Créelo.
Entonces Lucy le sostuvo la mirada, negándose a moverse, y esperó.
Para con esto, ordenaron los ojos de Jeremy, su ceño adusto arrugándose para dar más énfasis.
Te prohíbo que me ames. Aléjate. Muévete. Ahora.
Ella negó con la cabeza ligeramente.
―Sabes que esa Mirada no funciona conmigo. No me voy a ninguna parte.
Un desconcierto azul se deslizó en su mirada.
―¿Por qué? ―su voz era áspera y exigente. ―Maldita sea, Lucy, ¿por qué? No te he dado
ninguna razón para que me ames.
―No necesito una razón. Pero me has dado muchas. Porque quieres hacerme feliz y
mantenerme a salvo. Porque me conoces en la oscuridad. Porque cuando estoy cerca de ti, cada
pedacito de mí se llena de vida. Porque me haces sentir viva, también. Porque... porque sí ―ella
afirmó la barbilla. ―Porque quiero, y no me puedes detener.
Entonces su ceño se suavizó y su mirada se volvió suplicante y le dolió el corazón de Lucy.
―No me pidas esto ―dijo él, su voz, una suave escofina. ―No sé qué hacer con esas palabras.
No recuerdo la última vez que las oí, si alguna vez lo hice, y...
―Y te asustan. Lo sé.
Él tragó.
―Haré cualquier cosa por ti, Lucy. Te daré lo que quieras. Déjame cuidarte. Déjame comprarte
cosas. Pídeme lo que sea, pero no me pidas esto.
―Pero esto es todo lo que quiero ―ella clavó los dedos en sus hombros. ―Esto es todo lo que
necesito. Y tengo miedo, también, porque lo necesito tanto. No necesito que lo digas tú, ahora no.
Pero necesito que lo oigas y lo creas, y que seas lo suficientemente fuerte como para soportarlo.
Ella nunca sabría cuánto tiempo permanecieron allí, las miradas encontradas. Momentos.
Minutos. Quizás horas.
Pero Lucy no daría marcha atrás, y no lo soltaría. Sostuvo sus hombros y su mirada. Hasta que,
al fin, él inhaló lentamente y luego soltó un rudo suspiro. Ella sintió que sus musculosos hombros
rodaban bajo sus manos, como si se estuvieran deshaciendo de un gran peso. Unas manos fuertes
se acercaron para rodear su cintura. Él cerró los ojos un instante, y luego los volvió a abrir. Y fue
una suerte que sostuviera la cintura estrecha, ya que sus rodillas se doblaron en el instante en que
esos brillantes ojos azules encontraron los suyos.
Ahora bien, esta... esta era una Mirada. Una que incluso Lucy no podía ignorar. Con toda la
fuerza que su mirada acostumbrada exigía distancia, esta mirada metió mano en su corazón y tiró,
atrayéndola aún más.

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Luego él suavizó su mandíbula, y separó sus labios, y su voz profunda se hizo eco de lo que su
mirada ya decía. Tres pequeñas palabras que hicieron que el corazón de Lucy acelerara sus latidos
y su sangre cantara de alegría.
―Dilo de nuevo.
―Te amo, Jeremy.

Todavía la sentía, esa mueca de duda. La urgencia de rechazarla. Lo decía con tanta sencillez.
Como si no hubiera nada más fácil, y fuera lo más natural del mundo. Las palabras se quedaron en
el aire, tan pequeñas, tan precisas. Jeremy sintió como si de repente ella le hubiera colocado algo
frágil, delicado, como un pájaro, en sus manos grandes y torpes, encargándole que lo mantuviera
a salvo. Y Dios le perdone, su primer impulso había sido arrojarlo lejos. Él lo destruiría, sin duda. En
su desesperación, lo agarraría con tanta fuerza que lo rompería en mil pedazos y su corazón se
rompería junto con él.
Pero entonces ella le sonrió, tan dulcemente. Los hoyuelos de sus mejillas apareciendo con esa
alegría contagiosa y pícara, y él supo que no podía rechazarla. No a ella, no a su amor. Él le
demostraría a ella, y se demostraría a sí mismo, que podía ser lo suficientemente fuerte. Sería el
hombre que ella creía que era. Podía acunar en sus manos ese amor frágil y delicado, y proteger su
corazón como si fuera el suyo propio.
Porque, en realidad, eran una misma cosa.
Jeremy la atrajo junto a su pecho, tirando de su corazón contra el de él. Pero algo se interpuso
entre ellos. Un peso abultado golpeó contra su pecho.
El collar.
Él le soltó la cintura y llevó la mano al bolsillo del pecho para extraer la cadena de joyas. A la luz
del fuego, los rubíes brillaban como carbones encendidos.
―Sé que no necesitas esto ―dijo.
Ella negó con la cabeza.
―No.
―Pero quiero que lo tengas ―él apartó el pelo de su cuello. ―¿Puedo?
Ella asintió ligeramente, levantando su cabello en un lado. Él sujetó el collar alrededor del
cuello, pasando los dedos por la delicada curva de su garganta.
―¿Y bien? ―susurró ella, rodando la cadena de piedras preciosas en sus dedos. ―¿Cómo se
ven?
―Se ven... celosas.
Ella se echó a reír. Era la música más dulce que él había oído nunca.
―No sabía que las joyas pudieran ser celosas.
Él asintió con solemnidad.
―Oh, sí. Están sin duda celosas. Celosas de ti. Y furiosas conmigo, por colocarlas sobre un
cuello tan hermoso. Se sienten como rocas colgantes, aburridas y deformes.
Ella volvió a reír.

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―Jeremy, por favor. Pensé que los caballeros le compraban joyas a las damas para que
pudieran renunciar a las frases bonitas.
Él la agarró por la cintura de nuevo, atrayéndola más cerca.
―Al diablo las frases bonitas ―susurró. ―Eres hermosa, Lucy. Y no hay joya o frase bonita
suficiente para hacerte justicia.
Y no había regalos, ni palabras extravagantes suficientes para decirle cuánto la amaba. En
cambio, tendría que demostrárselo. Esta noche. Mañana. Todos los días durante el resto de su
vida. Ella se sentía tan deliciosa, apretada contra él, que ya estaba deseando saborearla. Al diablo
las frases bonitas. Él le daría a sus labios un mejor uso.
Los labios de Lucy se curvaron en una sonrisa maliciosa, como si pudiera leer sus pensamientos.
Él la miró, viendo que su sonrisa se extendía lentamente por su cara, hasta sus sonrientes ojos
verdes.
―¿No me vas a besar ahora?
Él bajó sus labios casi hasta tocar los de ella, hasta que no hubo nada sino un suspiro entre
ellos.
―Sí, voy a besarte ahora. Voy a darte un beso largo, lento y profundo. Voy a besarte toda la
noche, en la mañana, y hasta el último día que Dios me dé a tu lado, ―le tomó la cara entre las
manos, y sus labios temblaron bajo los de él. ―Voy a besarte aquí ―murmuró por encima de su
boca. Deslizó sus labios sobre su oído, dejando que su aliento acariciara el lóbulo de su oreja. ―Y
aquí ―susurró, rozándole el cabello con su nariz. Inclinando su cabeza hacia atrás, él enterró su
rostro en la curva dulce de su cuello. ―Y aquí ―frotó su mandíbula áspera contra la delicada piel
de su garganta, excitándose con su grito ahogado.
Luego se apartó y la miró a la cara. Hasta que sus ojos parpadearon al abrirse en un barrido de
pestañas oscuras que él sintió que rozó cada centímetro de su piel.
―Voy a besarte desde la corona de tu cabeza hasta la punta de tus pies. Y luego besaré mi
camino de regreso por tu cuerpo y me detendré por la mitad ―ella se estremeció en sus brazos y
él cerró los muslos alrededor de sus caderas, ―y voy a besar y besar y besarte hasta que estés
gritando mi nombre. Así que ―dijo, poniéndose de pie. La levantó en sus brazos en un
movimiento rápido, ―si tú, mi esposa, mi corazón, mi amor, tienes algo más que decir, te sugiero
que lo digas ahora ―la llevó hasta el fuego, hundiéndose con ella en el nido de pieles y mantas.
―Porque por los siguientes minutos, tengo la intención de mantener tus labios gratamente
ocupados, y después de eso… después de eso, te lo prometo, lo olvidarás.
Lucy envolvió sus brazos alrededor de él, atrayéndolo hacia ella.
―Sólo una pregunta ―susurró, mientras su mano callosa se deslizaba por debajo de la seda a la
curva de su pecho.
―¿Qué sería?
Ella acarició su oído con su lengua.
―¿Cuando me toca besarte a ti?

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CCAAPPÍÍTTU
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O 2288

Varias horas e innumerables besos después, la mañana amaneció tranquila y luminosa. Lucy
rodó apoyándose en un codo y acarició el pelo de la frente de su marido mientras él miraba hacia
el techo.
―¿En qué estás pensando? ―le preguntó, colocando la barbilla sobre su pecho.
La rodeó con un brazo.
―Estoy pensando que podría quedarme aquí contigo para siempre ―ella sonrió y le plantó un
beso en la clavícula. ―Pero ―conFnuó, acariciándole el pelo, ―también estoy pensando que si no
volvemos pronto a la Abadía, alguien va a venir a buscarnos ―giró para enfrentarla y darle un
beso suave en los labios. ―¿Por qué? ¿En qué estás pensando tú?
Ella enrolló un mechón de pelo alrededor de su dedo.
―Estoy pensando en Albert.
Él hizo una mueca.
―¿Él otra vez?
―Debes darle trabajo ―dijo ella, arrastrando el dedo sobre su pecho. ―Entonces, no estaría
merodeando por los bosques durante la noche.
―¿Darle trabajo? ―Jeremy soltó un bufido. ―Al diablo que lo haré.
Ella frunció el ceño.
―Eso es lo que dijo Albert, también. No entiendo por qué es una idea tan descabellada.
Necesita trabajo, seguro que tienes algo que puede hacer. Parece perfectamente lógico para mí.
―Lucy, él ha estado cazando furtivamente en la finca. Él te hirió ―besó la objeción de sus
labios. ―Con intención o no, el te hirió. Es bastante difícil perdonarle eso. No puedo
recompensarle por ello.
―¿No lo ves? No se trata de recompensar los errores de Albert. Se trata de corregir los de tu
padre.
Con un suspiro, él se volvió de cara al techo.
―No lo creo, Lucy.
―¿Está seguro? ―ella pasó una mano sobre su pecho, frotando su tetilla con la uña. ―Puedo
ser muy persuasiva cuando quiero serlo ―trazó el mismo camino con su lengua, y él gimió.
―¿Qué piensas ahora? ―preguntó con descaro.
―Creo… ―rodó para enfrentarla de nuevo y la envolvió con un brazo, aplastándola contra él.
―Creo que dijiste que te gusto más cuando no estoy pensando.
La besó profundamente, pasándose la mano por la espalda hasta apretar sus nalgas. Ella
suspiró cuando le alzó la pierna y la enganchó por encima de su cadera, tirándola con fuerza
contra su excitación. Incluso después de una noche de dichosa pasión, el cuerpo de Lucy respondió
con urgencia sorprendente. Ella onduló sus caderas, deslizándose sobre su dura longitud en un
brillo resbaladizo de humedad. Un placer exquisito se precipitó a través de ella.
Ella extendió una mano entre ellos, anguló sus caderas, y lo guió a su húmedo, dolorido calor.
Poco a poco, lentamente. Sólo un centímetro. Luego, dos. Estirando el placer por grados
infinitesimales. La mano de Jeremy se tensó alrededor de su cadera. Con un gemido, la penetró
con fuerza.

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―Oh ―gritó ella, rompiendo el beso.


―Dios, Lucy. Lo siento ―su expresión pasando del deseo a la angustia en un instante. ―¿Te
lastimé?
―No seas ridículo ―ella se apartó un poco y luego se onduló contra él otra vez. ―Me gustó.
¿De dónde sacaste esa idea que tienes que ser amable conmigo? Sigo siendo la misma Lucy.
Todavía soy esa muchacha robusta que puede montar y disparar mejor que tú. No me romperé.
La besó en el cuello, riendo suavemente.
―No puedes montar mejor que yo.
―Oh, ahora eso sonó sospechosamente a un desafío ―ella lo hizo rodar sobre su espalda y lo
montó a horcajadas, hundiéndose en él con un suspiro. ―¿Quién es el que monta mejor ahora,
eh? ―enderezó la espalda y echó el pelo sobre su espalda. Su mirada se posó sobre sus pechos
prominentes. Con un gruñido feroz, la agarró por las caderas y embistió hacia arriba.
Ella jadeó.
―¡Así!
Embistió dentro de ella otra vez.
―¿Te gusta eso, verdad?
―No. Quiero decir, sí ―la embisFó una vez más. ―Oh, sí ―suspiró ella. Extendió las manos
sobre su pecho y se inclinó sobre él, su pelo cayendo en cascadas alrededor de ellos, como un
toldo. ―Quiero decir, eso es. Es por eso que te casaste conmigo. Porque no me romperé.
Él la miró con perplejidad.
Ella respondió a su ceño desconcertado con una sonrisa desafiante.
―Le dijiste a Henry, te lo dijiste a ti mismo, que querías mantenerme a salvo. Y eso era una
mentira. Porque en el fondo, sabías que yo no necesitaba que me salvaran. No de este lugar, no de
esas personas…y ciertamente no de F ―ella plantó su dedo índice en el centro de su pecho.
―Puedo tomarte. Todo tú. Todo lo que tienes dentro, todo lo que eres. Puedes cometer la peor
acción posible, y puedes darme lo mejor de ti. Yo no me romperé.
―No te romperás.
―No lo haré. Y tú lo supiste la primera vez que nos besamos.
Él se echó a reír. Una risa tan profunda en su pecho que ella sintió su alegría retumbar a través
de su cuerpo. Se sintió celestial.
―No la primera vez ―dijo. ―DefiniFvamente no la primera vez ―deslizó sus manos a sus
brazos, bajándola por un beso. ―Quizás la tercera.
Fue un largo y fangoso camino de vuelta hasta la Abadía. Las zapatillas de Lucy sólo soportaron
la mitad. Después de eso, Jeremy la cargó.
A medida que la perspectiva de la Abadía se alzaba más cerca, Lucy la miraba con nuevos ojos.
La fachada del edificio de piedra laberíntica capturaba el sol de la mañana y cobraba vida con
brillantez. Por primera vez, pensó que se parecía a una estructura construida para alabar a Dios.
Por primera vez, parecía un hogar.
―Jeremy, detente…
Sus brazos se apretaron alrededor de ella.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¿Qué pasa? ¿Te sientes incómoda? No exijas que te baje. No permitiré que camines descalza
por el…
Ella lo hizo callar con una sonrisa
―No quiero que me bajes ―miró a su alrededor lentamente, abarcando la Abadía iluminada
por el sol y las salientes escarpadas y, a continuación, estirando el cuello para estudiar el bosque
teñido de escarcha detrás de ellos. ―Simplemente que es tan hermoso ―levantó la vista para
hacer frente la desconcertada mirada de Jeremy. ―Iré a Londres contigo si eso es lo que quieres.
Eres mi marido, y si deseas vivir en la ciudad, o en Escocia o en Egipto, para el caso, yo te seguiré
―hizo una pausa, permiFéndole al silencio subrayar la importancia de sus palabras. No era una
ocurrencia de todos los días, para Lucy, comprometerse a seguir la inclinación de un hombre hasta
los confines de la tierra. O a Escocia. ―Pero espero que nuestro hogar siempre esté aquí. Me
encanta este lugar.
―¿Este lugar? Lucy, podemos vivir en cualquier lugar que desees. Viajar por el mundo, si
quieres. De todos los hogares que podría darte, ¿me dices que esto es el hogar que deseas?
Ella asintió con la cabeza.
―Por el amor de Dios, ¿por qué?
―Porque este es el hogar que tú necesitas ―le alisó un mechón de pelo de su frente. ―No
estaría aquí si no lo deseara. Dios sabe, que pudiste haberlo dejado al cuidado de un mayordomo y
nunca mirar atrás. Jeremy, podemos hacer de Corbinsdale un hogar otra vez... lleno de luz y risas
―bajó la mirada, luego, coló una mirada hacia él a través de sus pestañas bajadas. ―Y niños.
Él dio un respingo.
―¿Niños? ¿Aquí? ―él miró por sobre su hombro hacia el bosque. ―Lucy, ¿cómo puedo
siquiera pensarlo? Este es un lugar horrible para los niños.
―No es un lugar horrible en absoluto. Es un buen lugar ―puso su mano en la mejilla y esperó a
que sus ojos encontraran los suyos. ―Es un buen lugar ―repiFó. ―También es rudo y salvaje y
áspero, pero es por eso que me encanta. Somos nosotros.
―Nosotros ―parpadeó para contener un atisbo de emoción. ―Sabes, me encanta oírte decir
esa palabra.
Inclinó la cabeza a la suya, y durante unos instantes, Lucy no podría haber dicho nada. Incluso
cuando él rompió el beso, todas las palabras se habían vaciado de su mente, excepto una.
―Jeremy ―suspiró.
―Y esa ―le cayó otra leve beso en los labios, ―es la palabra que adoro escuchar por encima de
todas―cambió su peso en sus brazos y reanudó el camino hacia la casa. ―Gracias a Dios, dejaste
de llamarme por ese apodo infernal.
―Dejé de llamarte "Jemmy", ¿no? Qué curioso. Ni siquiera recuerdo cuando sucedió eso.
―¿No? Yo sí.
La nota oscura en su voz reverberó a través de su cuerpo, y el deseo volvió a hacer eco. Lucy
tuvo la inmediata sospecha de qué ocasión pudo haber sido. Pero entonces se dio cuenta de otra
cosa. Ella contuvo la respiración.
―Thomas te llamaba Jemmy, ¿no? Es por eso que no podías soportarlo.
Su silencio, y el hecho de que perdió el paso por un momento, sirvieron como confirmación.
Lucy apoyó la cabeza contra su hombro.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Oh, Dios. ¿Por qué nunca me lo dijiste?


Una vez más, no dijo nada. Pero ella no necesitaba una respuesta. Por supuesto, él le había
dicho, decenas de veces, que no lo llamara así. Difícilmente le hubiera podido explicar el por qué.
Ella cerró los ojos y se enterró en su hombro, sintiendo agudamente todos los ejemplos de su
insolencia durante ocho años.
―Lo siento mucho. Siempre fuiste tan rígido, tan correcto… no podía resistir el fastidiarte.
Nunca quise... apuñalarte en el corazón.
Él se rió entre dientes.
―Eso es un poco dramático. No te disculpes. No podías saber. Si te hace sentir mejor,
principalmente, eras simplemente molesta ―ella le dio a su brazo un golpe juguetón, y él la apretó
con fuerza. ―Pero supongo que, de un modo... nunca me permitiste olvidarlo. No siempre fui feliz
con eso―hizo una pausa. ―Pero ahora lo soy.
―¿Significa eso que podemos quedarnos aquí en Corbinsdale?
―Significa... ―suspiró profundamente. Sus botas hacían eco sobre la entrada empedrada a
medida que se acercaban a la gruesa puerta de madera de la Abadía. ―Lucy, yo no...
Su voz se apagó cuando entraron al vestíbulo y una multitud de sirvientes con los ojos abiertos
se precipitaron a su encuentro. Desde el fondo de la aglomeración, surgió una más familiar,
aunque muy inesperada figura.
―¿Henry? ―exclamaron los dos al unísono.
Jeremy bajó a Lucy lentamente hasta el suelo. Barriendo una mirada, despejó la habitación de
criados. Ella tenía que admitirlo, esa Mirada tenía su utilidad.
Se ajustó el abrigo de Jeremy alrededor de su cuerpo. Henry se acercó a ella lentamente. Notó
su estado de desorden, observándola desde su pelo enmarañado hasta sus pies descalzos.
―Dios mío ―dijo, su voz temblando de rabia. ―¿Qué te ha hecho? ―volvió su ardiente mirada
hacia Jeremy. ―Te mataré. Te lo advertí antes, y ahora te voy a matar. Y… ―sus fosas nasales se
dilataron― …voy a disfrutarlo. ―Henry se dirigió hacia él, las manos cerradas en unos puños.
Lucy se interpuso en el camino de su hermano.
―¡Henry, no! Tú no entiendes.
Henry miró por encima del hombro a Jeremy.
―¡Dijiste que ibas a cuidar de ella, bastardo! ―hizo un gesto hacia la ropa destrozada de Lucy
―¡Basta con mirarla! Ella es un desastre.
Lucy apretó la mandíbula y dejó que las palabras no hicieran mella en su orgullo.
―Tuve un pequeño accidente. Ya sabes lo torpe que soy. Sólo un pequeño percance en el
bosque, eso es todo. Jeremy… ―tragó, ―Jeremy vino a mi rescate. Deberías darle las gracias
―miró por encima del hombro a su marido. ―Yo debería darle las gracias.
―¡Le agradeceré que se vaya al infierno! ―Henry miró sus piernas desnudas. ―¿Qué diablos
estabas haciendo en el bosque medio desnuda?
Ella cerró los ojos.
―Henry…
Jeremy intervino.
―Ella Fene frío, Henry. Estaré encantado de explicarlo todo. Pero vamos a lavarnos y vestirnos,
y luego nos sentaremos a desayunar y discutir esto como gente civilizada.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¿Gente civilizada? ¿Llamas a esto civilizado? ―avanzó hacia Jeremy, dejando a Lucy a un
lado, entre ellos. ―Si crees que voy a permitir que mi hermana pase un minuto más en esta casa,
estás loco. Me la llevo de vuelta a Waltham Manor, donde pertenece.
―No puedes sólo llevártela ―dijo Jeremy, su voz volviéndose áspera de ira. ―Ella pertenece
aquí. Es mi esposa.
Los ojos de Henry se estrecharon.
―No lo es, no, si yo te mato. Entonces es tu viuda.
Ambos se balancearon en dirección al otro. Lucy tendió las manos, una sobre el pecho de cada
hombre, apuntalando sus brazos extendidos para mantenerlos separados.
―¡Ya basta, los dos! Nadie va a matar a nadie. Esto es absurdo ―se volvió hacia su hermano.
―Henry, ¿por qué estás aquí?
―¿Por qué crees que estoy aquí? En el momento en que recibí tu carta, ordené el carruaje. Si
eres lo bastante desgraciada para desear volver a casa, puedes venir conmigo ahora. No tienes
que esperar hasta la boda de Toby ―la miró brevemente antes volver a dirigir su mirada fría hacia
Jeremy.
Lucy se encogió. Se había olvidado que le había enviado esa carta, el día que Jeremy se fue a
Londres. Justo ahora salían a la superficie los instintos de protección de su hermano.
―Henry, no soy desgraciada.
―Pero tu carta decía... ¿Por qué más querrías venir a casa?
―Para ayudar a Marianne, por supuesto.
―¿Marianne? ―parpadeó Henry. Sus ojos verdes pasaron de la ira a la perplejidad. ―¿Por qué
necesitarías ayudar a Marianne?
―¡Con su parto, estúpido! ―Henry parpadeó de nuevo. Lucy se volvió hacia él, poniendo las
manos sobre los hombros de su hermano. ―Ella está embarazada de nuevo. ¿Quieres decir que
no te lo ha dicho?
―No, no lo ha hecho ―se volvió y miró al techo, arrastrando una mano por su pelo. ―Maldita
sea, nadie me dice nada.
―Felicitaciones ―ofreció Jeremy débilmente.
Henry le dirigió una mirada. Se volvió hacia Lucy.
―¿Así que estás diciendo que no quieres volver a casa?
Lucy negó con la cabeza.
―Soy feliz aquí ―sinFó a Jeremy pararse detrás de ella. Le puso una mano en la parte baja de
su espalda, y se apoyó contra esa mano cálida.
―¿Estás segura? ―preguntó Henry, mirándola con recelo. ―Porque parece como si hubieras
estado en el infierno y regresado ―echó una mirada cautelosa a Jeremy. ―Quizás tienes miedo de
contarme delante de él. Tal vez deberíamos hablar de esto en privado.
Lucy se echó a reír.
―¿Miedo? ¿Yo? Henry, han pasado sólo unas pocas semanas. No puedes haberte olvidado de
mí tan absolutamente como para pensar eso.
―Tampoco he olvidado cuánto te desagrada él. Ni la forma en que te comprometió… ¡el
canalla! ―gritó a Jeremy por encima del hombro―Debería haberte desafiado a duelo entonces.
Te habría matado de un tiro.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Los dos hombres se lanzaron uno contra el otro una vez más y una vez más Lucy los obligó a
separarse con sus brazos extendidos.
―¡Parad con esto, los dos! Estáis comportándoos como niños.
Pero no eran niños, estos dos idiotas furiosos cuyos pechos bregaban contra sus palmas. Eran
hombres. Los dos hombres que Lucy más amaba en el mundo, y las dos personas que harían lo que
fuera por ella. La querían a ella, pero se querían el uno al otro, también. Y Lucy sintió que podía
mantenerlos unidos tanto como apartados.
―Escucharos a vosotros mismos ―dijo, mirando de su marido a su hermano. ―Vosotros dos os
conocéis desde que erais niños. Habéis sido los mejores amigos durante mucho tiempo. Como
hermanos, en realidad ―ella dejó caer los brazos de vuelta a sus costados. ―Bueno, ahora sois
hermanos de verdad.
Lucy se volvió hacia su hermano.
―Henry, siempre amaré Waltham Manor ―miró a Jeremy. ―Sospecho que todos lo haremos.
Teníamos una especie de familia allí, cada otoño. Ninguno de nosotros quería que terminara. Creo
que... no, yo sé que por eso estaba tan desesperada por evitar que Toby se casara. Es por eso que
Jeremy volvía, año tras año, a pesar de que detesta la caza. Y probablemente es por eso que nunca
me enviaste a la escuela o a la ciudad, y por qué seguías posponiendo mi presentación en sociedad
―una sombra de culpabilidad cruzó el rostro de su hermano. Ella puso una mano sobre su brazo.
―Está bien. No quiero dejarte, tampoco. Eres mi hermano, y siempre te amaré. Pero Jeremy es mi
esposo, y mi casa está con él.
―Sólo porque te casaste con él no significa que tienes que vivir aquí ―dijo Henry. ―No
permitiré que te quedes aquí sufriendo, sólo para satisfacer su orgullo ―lanzó otra mirada a
Jeremy.
Lucy agarró las solapas del abrigo de su hermano y lo sacudió hasta que su mirada cayó sobre la
suya.
―¡Henry, ya basta! Estás haciendo el ridículo ―habló despacio, pronunciando cada palabra.
―Quiero estar aquí. No estoy sufriendo. En lo más mínimo.
Él abrió la boca para objetar, pero ella lo hizo callar con otra sacudida.
―¡Por Dios, Henry! Estamos locamente enamorados, ¿no puedes verlo?
―¿Locamente enamorados? ―resopló Henry ―Imposible. No lo creo.
Ella liberó su abrigo con un gruñido de frustración.
Jeremy se situó detrás de ella, presionando su pecho contra su espalda, sus manos fuertes
descansando sobre sus hombros.
―Henry ―dijo. ―Créelo.
El ceño de Henry se suavizó. Su mandíbula acerada se aflojó. Respiró hondo, como si fuera a
hablar, pero luego soltó el aliento en un suspiro desconcertado.
En ese momento, la puerta se abrió detrás de ellos. Los tres se volvieron para ver entrar un
hombre canoso con ropas sencillas llevando a un niño escuálido de una oreja.
Y no cualquier niño escuálido. Lucy quedó sin aliento.
―¡Albert!
―Lo atrapé husmeando cerca de las trampas, al pequeño chucho ―el hombre, que Lucy
presumía era el guardabosque, retorcía la oreja del niño. Albert dio un respingo y le dio un pisotón

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

a la punta del pie del guardabosque. ―Bicho asqueroso ―escupió el guardabosque, enroscando
con más fuerza el oído del niño. ―Eso te ganó una buena azotaina. ¿O tal vez preferirías unos años
de duro trabajo junto a tu padre? ―el guardabosque desvió su atención a Jeremy. ―¿Bien,
milord? ¿Qué voy a hacer con el perro?
Lucy agarró el brazo de Jeremy. Ella abrió la boca para hacer una apasionada petición por la
liberación del muchacho, pero el semblante severo de su marido la hizo callar. Él meneó la cabeza
en señal de advertencia.
―Confía en mí ―dijo en un susurro apenas audible.
Ella se mordió el labio y miró a Albert. El muchacho la observaba fijamente, esperando a ver
cómo iba a reaccionar. Ella nunca lo convencería de confiar en Jeremy si ella misma no confiaba en
él. Deslizando su agarre desde la manga de su marido a su mano, sus dedos se entrelazaron con
los suyos. Se aclaró la garganta, echando a Albert una aguda mirada.
―Sí, milord.
Jeremy le dio a su mano un breve apretón antes de soltarla. Dio un paso hacia el muchacho,
deteniéndose en toda su estatura formidable. Incluso con una camisa andrajosos y unos
pantalones gastados, todavía se veía totalmente como un señor. Los ojos de Albert brillaron de
miedo y de ira.
Jeremy se dirigió al guardabosque.
―Suéltalo ―ordenó, en un tono que no toleraría ninguna objeción. El guardabosque accedió.
―Ha habido un error ―conFnuó Jeremy. ―Quería hablar con usted hoy, Tomkins, pero parece
que el entusiasmo de la juventud se adelantó a mi anuncio. Andrews contrató al niño como
aprendiz de guardabosques. Creo que discutimos su necesidad de ayuda adicional. El muchacho
aquí se hará cargo de las trampas.
Tomkins pareció como si quisiera protestar, pero Jeremy lo hizo callar con una mirada. Volvió
sus ojos hacia el muchacho.
―No tenías que comenzar todavía ―dijo con severidad. ―Tenías que esperar hasta que el
señor Andrews te presentara al señor Tomkins correctamente. Deduzco que simplemente ¿no
podías esperar?
Albert miró a Lucy, en sus ojos se apreciaba el desconcierto. Ella se tragó el nudo de ansiedad
en la garganta y asintió alentadora, en silencio, instigándolo a aceptar esta oportunidad. Sí, milord.
Ella moduló las palabras para él, añadiendo la mirada más persuasiva que pudo. El silencio reinó
por un largo rato, y Lucy, vio el orgullo y la confusión y el hambre luchando en el rostro de Albert.
Por último, volvió sus ojos hacia Jeremy.
―Sí, milord.
Jeremy le dio una leve inclinación de cabeza.
―Puedes irte, entonces. Tomkins te pondrá al corriente de tus deberes mañana.
Albert miró a Lucy, y ella sonrió con aprobación. Ella agachó la cabeza e hizo un pequeño
movimiento con las manos.
El muchacho lo entendió. Era rápido, después de todo. Él se inclinó rígidamente en la dirección
de Jeremy.
―Sí, milord ―repiFó el gesto en dirección Lucy, con un poco más de sentimiento. ―Milady
―se hinchó el corazón de Lucy. Con una pequeña sonrisa de despedida, Albert salió volando,
impaciente, de la habitación. El guardabosque se movió para seguirlo.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Tomkins ―dijo Jeremy.


El guardabosque se detuvo.
Jeremy ladeó la cabeza hacia Henry.
―Mi invitado, el señor Waltham, acaba de llegar. Ha expresado su deseo de ver su perrera ―se
volvió hacia Henry. ―Tomkins tiene una nueva raza de harriet que te interesaría ver. Y cuando
hayas terminado, ven a desayunar con nosotros.
Henry permaneció impasible.
Jeremy llegó de nuevo hasta Lucy. Le tomó la mano que colgaba a su costado, la besó con
ternura, y la guardó en el hueco de su codo.
―Créelo, Henry.
Henry miró de su amigo a su hermana, se sacudió y se encogió de hombros.
―Nadie me dice nada. Muy bien, entonces ―se volvió hacia el guardabosque. ―¿Qué hay
acerca de este harriet?
Jeremy no esperó a que los hombres abandonaran la habitación. Dirigió a Lucy hacia la
escalera, guiándola por los escalones a un ritmo decidido. En el momento en que doblaron la
esquina del rellano y el vestíbulo de entrada se perdió de vista, él la alzó en sus brazos sin decir
palabra. Subió los escalones restantes, de dos a la vez. Un esfuerzo que debería haber dejado
resollando a un hombre, pero Lucy era la única que se estaba quedando sin aliento.
La llevó a su sala de estar, cerró la puerta con el pie, y luego se apoyó en ella, tomando su boca
en un beso profundo. Lucy le pasó los dedos por el pelo y le devolvió el beso con avidez,
succionando su lengua hasta que ella le arrancó un gemido profundo del pecho. Él rompió el beso,
desplazando su peso en sus brazos.
―He esperado semanas para tener a mi esposa en mi cama ―dijo, entrando con ella
majestuosamente a su dormitorio. ―Y que me condenen si tengo que esperar un minuto más ―la
dejó caer en el centro de la enorme cama de caoba y luego se enderezó para sacarse la camisa. Se
sentó en el borde de la cama y se quitó las botas antes de ponerse a trabajar con el cierre de sus
pantalones. Lucy se tumbó a su lado, mirándolo con goce descarado mientras él luchaba por
deshacerse de sus ropas restantes.
Él notó su regocijo.
―Podrías hacer lo mismo, sabes.
―¿Y perderme el espectáculo? ―él se bajó los pantalones y los pateó en el suelo. Lucy suspiró.
Alargó la mano para trazar la pendiente de su musculoso muslo. ―Eres un hombre hermoso.
Se deshizo del abrigo de Jeremy y de lo que quedaba de su bata, tirándolos al suelo. De rodillas
y sigilosamente por detrás, ella se deslizó hasta donde él estaba sentado en el borde de la cama.
Frotó sus pechos contra su espalda. Él presionó la espalda contra ella, moldeando su cuerpo
alrededor del de él. Se sentía fuerte y cálido. Sus manos pasaron por encima de sus poderosos
brazos y serpentearon alrededor para acariciarle el pecho. Apoyando la barbilla en su hombro, ella
rozó un beso en su oído.
―Gracias ―murmuró. ―Por Albert.
Él soltó un bufido.
―No me des las gracias por su causa. Eso fue por F. Enviaría a la cárcel al pequeño réprobo sin
un pensamiento.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

Lucy pasó la lengua por su nuca, subiendo hasta el otro oído.


―No, no lo harías.
―Sí lo haría, si tú me lo pidieras ―se volvió y se deslizó fuera de su abrazo y se arrodilló en el
suelo delante de ella. Ella se sentó sobre los talones. Situados de esta forma, estaban a la misma
altura. Se miraron el uno al otro directamente a los ojos.
Apoyó sus manos a cada lado de ella, enjaulándola con su cuerpo.
―Te dije anoche que no puedo vivir sin F.
Ella asintió con la cabeza.
―Lo recuerdo ―Dios, ¿cómo podría olvidarlo?
―Eso fue una menFra.
Lucy parpadeó. Esa no era exactamente lo que esperaba oír.
Las manos de Jeremy fueron a sus hombros.
―Puedo vivir sin F, y eso es un infierno. Por cerca de treinta años lo he hecho. Y si me dejas,
estoy seguro que seguiré con una existencia miserable por treinta más. Así que no es que no
pueda vivir sin ti. Es que no lo haré. Lo que sea necesario para mantenerte aquí conmigo, lo haré.
Si tengo que hacer un mozo de cuadra de cada último malhechor del condado, lo haré. Porque...
―vaciló.
Ella se tragó el nudo en la garganta.
―¿Por qué...?
El deslizó las manos para abarcar su rostro. No suavemente, sino con toda la fuerza de su
pasión. Su oscura mirada buscó la de ella.
―Lucy, yo... ―rozó el pulgar sobre sus labios. ―No sé ni cómo decirlo. Las palabras no parecen
suficientes.
―Ellas no son suficientes. Pero son un buen comienzo.
Su agarre se tensó, sujetándola de modo que no tuviera nada más que mirar, sino a él. Nada
que ver, sino sus ojos, y nada que escuchar, sino su voz.
―Te amo.
Ella se tambaleó. Las palabras, sólo las palabras, dichas con acritud y fiereza, desataron esa
terrible avalancha en su interior. Esa poderosa, devoradora oleada de emoción que ahora
entendía era amor. Lucy se estremeció con ella, la sintió brotando en su interior y amenazando
con desbordarse. Cerró los ojos con fuerza. No iba a llorar. Él necesitaba que fuera fuerte.
Jeremy sacudió ligeramente la cabeza de ella, haciéndola abrir los ojos otra vez.
―Te amo ―repiFó con voz ronca por la emoción. ― Ahora y siempre. Más que a mi vida. Más
que nada.
Oh, Dios. Allí venía. Una grande, redonda gota de amor desbordando sus pestañas y corriendo
por su mejilla.
Él presionó los labios sobre su cara, enjugándola con besos.
Otra lágrima cayó, corriendo por la otra mejilla. Lucy se llevó las manos al rostro, desesperada
por detenerlas. No podía ahuyentarlo de nuevo, no ahora.
Él retiró sus manos de su cara y las agarró con fuerza entre las suyas.
―Por favor, no te escondas de mí.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Por favor, no te vayas ―ella ahogó un sollozo. ―No soy una mujer histérica, no lo soy. Sólo
soy… ―sorbió por la nariz, ―sólo…
―Ya lo sé ―dijo, sonriendo suavemente. ―Yo mismo estoy un poco abrumado. Pero no me
voy a ninguna parte. Nosotros no nos vamos a ninguna parte. Esta es nuestra casa. Es el lugar
donde pertenecemos. Vamos a llenarlo con los niños, con luz, y risas. Pero, Lucy ―le acarició los
labios con el pulgar, ―tus lágrimas pertenecen aquí, también. Estás a salvo conmigo.
Oh, y ya no hubo modo de detenerlas. Las lágrimas cayeron de sus ojos como una lluvia de
verano, surcando ambas mejillas, deslizándose por el borde de su nariz, continuando por las
comisuras de su boca. Y él las enjugó a besos, murmurando dulces palabras de amor y juramentos
que inflamaban su corazón y su nombre. Una y otra vez, su nombre, así sabía que las palabras eran
para ella. Así lo creía.
―Lucy ―presionó los labios contra sus párpados temblorosos, ―te amo.
De alguna manera, las manos de ella encontraron su camino hacia sus mejillas, y lo apartó un
poco, apoyando la frente contra la suya.
―Te amo, también ―sorbió. ―Oh, pero he sido una tonta ―sonriendo, se secó los ojos con el
dorso de una mano. ―Las cortinas, la cena, ese negligé provocativo. No sabía cómo ser la esposa
que querías. Dijiste que los hombres quieren un ángel, o un sueño. Pero, Jeremy, no soy un ángel.
Él se rió entre dientes, colocando un rizo detrás de su oreja.
―No, no lo eres. Y gracias a Dios por ello. Tampoco me gustaría que fueras un sueño. Viviría
con miedo de despertar ―le tomó el mentón en la mano, y su expresión se tornó seria. ―Lucy, tú
eres la esposa que quiero, así como eres. Siento si alguna vez te he dado motivos para dudar de
ello. Estaba tan asustado de verte herida... o de herirte yo mismo...
―Ahora enFendo ―se mordió el labio. ―Pero no tenías de qué preocuparte. Yo…
―No te vas a romper, lo sé. Y te amo por ello ―dejó caer un suave beso en sus labios. ―Pero
déjame amar tu suavidad, también. Tu fuerza y tu ternura. Lucy, eres mucho más que un ángel o
un sueño. Lo que eres es una diosa. Mi diosa. Y me tienes completamente a tu merced.
Sonriendo, Lucy enroscó sus brazos alrededor de su cuello y lo arrastró hasta la cama.
―Creo que me gusta cómo suena eso.

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1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

EEPPÍÍLLO
OGGO
O

La Navidad llegó un poco pronto a Waltham Manor.


Lucy sentada en la alfombra de la sala con sus sobrinas y un sobrino, presidía el jolgorio,
mientras ellos desenvolvían un prodigioso número de regalos. Levantó la vista para sorprender a
Jeremy observándola desde su sillón con una expresión muy familiar. Sintió que se ruborizaba. Esa
Mirada suya nunca dejaba de agitar su sangre.
Se puso de pie casualmente, alisando las arrugas de sus faldas, y se detuvo para mirar por la
ventana antes de ir hacia su marido. Inclinándose sobre su silla, ella rozó los labios contra su oído y
le susurró:
―¿Te reúnes conmigo en el armario más tarde?
Jeremy se atragantó con su whisky.
―¿Otra vez? ―le pasó un brazo por la cintura y la atrajo a su regazo. ―¿Qué hay de malo en la
cama? ―susurró en su cuello. ―Tengo un apego bastante sentimental con esa cama.
Ella le quitó la bebida de su mano.
―Sí ―murmuró desde detrás del vaso, ―pero tenemos una cama en casa. No tenemos el
armario. Y nos iremos mañana por la mañana a la boda de Toby y Sophia. Después de eso, vamos a
estar en la ciudad; tienes toda una sesión del Parlamento por delante ―movió su trasero contra su
regazo, provocando un suave gruñido. ―¿Quién sabe cuándo tendremos otra oportunidad?
Él pasó una mano por su espalda y enganchó un dedo por debajo de sus encajes.
―Siempre está el próximo otoño.
Una sonrisa cosquilleó la comisura de los labios de ella.
―No creo que podamos venir de visita el próximo otoño.
―¿Por qué no?
―¡Papá! ―Tildy y el joven Henry corrieron hacia su padre parado en la entrada, dejando a la
pobre Beth gateando sola en la alfombra. Los niños se abalanzaron sobre su padre, encaramando
las piernas como troncos de árboles y buscando dulces en los bolsillos. Él se dejó caer de manos y
rodillas sobre la alfombra, obedientemente admirando los juguetes brillantes e inclinándose para
besar la mejilla regordeta de Beth.
―Ése serás tú algún día ―susurró Lucy a su esposo.
El brazo de Jeremy se apretó alrededor de su cintura.
―Así lo espero.
―Espera todo lo que quieras. Yo, sin embargo, no tengo talento para esperar. Yo sé, creo,
imagino ―ella dejó el vaso sobre la mesilla y envolvió los brazos alrededor de su cuello. ―Como
creo que una vez te dije, para tu gran diversión, sé cómo se lleva a cabo el apareamiento. Creo que
han pasado ―miró hacia el techo, calculando ―cuarenta y tres días desde la última vez que tuve
mi periodo. Y por lo tanto, yo, o más bien nos, imagino como padres en unos meses más.
Sus ojos se agrandaron.
―Lucy ―tragó saliva, ―es demasiado pronto para estar segura, ¿no?
Ella sonrió.
―Estoy segura ―se inclinó para besar la expresión desconcertada de su adorable cara.

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La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Dios mío, no delante de los niños ―deshaciéndose de su progenie, Henry se puso de pie. Hizo
una brusca inclinación de cabeza en dirección a Jeremy. ―Jem.
―Henry.
Lucy sintió a Jeremy tensarse. Sólo unas pocas semanas habían transcurrido desde que su
marido y su hermano se habían peleado, pero ella había esperado que se saludaran más
caritativamente que esto. ¿Nunca serían amigos otra vez?
―¿Cómo estás, Lucy? ―preguntó Henry, una verdadera preocupación en sus ojos ―Bien,
espero.
―Muy bien, gracias.
―¿En serio? Te ves un poco pálida ―Henry volvió su mirada hacia Jeremy. ―¿Te ha regañado
por cambiar la tapicería esta vez? O tal vez descubriste su calabozo lleno de huesos y espectros.
―Todavía no ―dijo Lucy. ―Henry, sabes que soy feliz con Jeremy. ¿Tienes que seguir
atormentándolo?
Henry se encogió de hombros.
―Por supuesto que sí. Es de la familia ahora.
Lucy le dirigió una mirada fría, pero se le calentó el corazón. No, los dos hombres nunca serían
amigos nuevamente. Ahora ellos eran hermanos, y permanecerían así para siempre, les gustara o
no.
―Además ―conFnuó Henry, ―¿qué quieres que diga?
―Oh, no lo sé ―respondió Lucy ―¿Tal vez ʺlo sientoʺ, o ʺte perdono", o "estoy tan
emocionado por los dosʺ?
Tanto Henry como Jeremy se echaron a reír.
―¿Qué tiene de divertido? ―preguntó, ligeramente molesta.
―Por el amor de Dios, somos hombres ―dijo Henry. ―No decimos esas cosas. A lo sumo, las
dejamos metidas en los bolsillos de nuestros mejores chalecos, para sacarlas en las bodas y
funerales.
Una conmoción en el pasillo se adelantó a la respuesta de Lucy.
Toby y Felix irrumpieron en la habitación, vestidos con ropa de montar y las expresiones
sombrías.
―Y hablando de bodas ―dijo Henry sin hacer una pausa, ―¿qué estás haciendo aquí? ¿No te
vas a casar en unos días?
―Se ha ido ―dijo Toby. Se esforzó por recuperar el aliento. ―Sophia se ha ido.
―¿Ido? ―Lucy desenredó sus brazos de alrededor del cuello de Jeremy. ―¿Dónde se ha ido?
Felix se apoyó en una silla cercana, la cara roja por el esfuerzo.
―Mis suegros... ―resopló él, ―les dijeron a todos... que Sophia… está enferma... la enviaron a
la costa... por su... constitución.
―Tal vez deberías ir con ella, hombre ―Henry fue hasta la barra. ―Tú mismo no te ves muy
saludable.
―Ella no ha ido a la costa ―se quejó Toby, arrojándose en el diván. ―Se fugó. Estamos camino
a Gretna Green. Si nos damos prisa, podemos atraparlos antes de que lleguen a Escocia.
―¿Se fugó? ―preguntó Jeremy. ―¿Con quién?

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―Con un pintor ―Toby tiró la cabeza hacia atrás y se cubrió los ojos con la mano. ―Un francés,
nada menos.
―¿Cómo se llamaba? ―jadeó Felix. ―¿Germaine… Jarvis?
―¿Gervais? ―preguntó Lucy. Una sensación de náuseas se enroscó en su vientre. No era una
ocurrencia infrecuente por la tarde, pero la sensación de temor agravaba las náuseas.
―Ése es ―gimió Toby contra su antebrazo. ―Me han plantado por Gervais ―se enderezó y
miró a Lucy. ―¿Cómo lo supiste? Quiero decir, esperaba que pudieras saber algo. Te dejó una
carta, también ―sacó un papel doblado del bolsillo de su pecho y se inclinó hacia delante, la mano
extendida. Lucy la tomó de su mano, deslizando el pulgar bajo el sello roto. ―Perdóname por
abrirla primero ―dijo Toby.
―Por supuesto ―Lucy desplegó la misiva llena de lágrimas.

Ma chère Lucy,
¿Recuerdas cómo pensábamos que era hace un tiempo? ¿Que si nos imaginábamos
algo y lo deseábamos profundamente y lo creíamos con todo nuestro corazón,
sabíamos que podría hacerse realidad?
Bueno, he decidido hacer un último intento. Esta vez, he comido toda mi sopa. Voy a
cerrar mis ojos con fuerza... y cuando los abra, estaré muy, muy lejos.
Le tengo mucho cariño a Toby, pero nunca podría hacerlo feliz. Aún así, me temo
que esto lo tomará muy mal. Por favor, consuélalo lo mejor que puedas.
Ton amie,
Sophia

―¿Qué diablos quiere decir eso, que se comió toda su sopa? ―preguntó Toby, agitando sus
manos en el aire. ―Ella debe saber que yo le compraría todas las sopas que le gustaran.
―Oh, Toby ―Lucy sacudió la cabeza mientras Jeremy le sacaba la carta de las manos. ―Me
gustaría poder decirte dónde ha ido, pero no puedo. Pero estoy segura de que ella no se ha ido a
Escocia con nadie llamado Gervais.
―Pero... si no es a... Escocia ―pudo decir Felix, ―¿Adónde?
Lucy se encogió de hombros. No había nada de lo que ella no creyera capaz a Sophia.
―Podría estar en cualquier parte.
Toby gimió y se dejó caer sobre el sofá, cubriéndose los ojos con una mano.
―Me han plantado. ¡A mí! No lo puedo comprender. Todas las chicas de Inglaterra quieren
casarse conmigo.
Lucy se volvió hacia su marido.
―Pobre Toby ―murmuró.
―Nada de pobre Toby ―dijo Jeremy secamente ―¿Consuélalo lo mejor que puedas? ―leyó en
voz alta con las cejas enarcadas. Su brazo se apretó alrededor de su cintura. ―Ni siquiera lo
pienses.
Lucy jadeó de indignación.

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TESSA DARE
La Diosa de la Caza
1° de la Trilogía The Wanton Dairymaid

―¡Nunca lo haría! ―ella cogió la carta de su mano y la dobló cuidadosamente. ―Y no te burles.


La imaginación de Sophia puede ser la desgracia de Toby, pero nosotros tenemos una gran deuda
de felicidad gracias a sus cartas absurdas.
―Supongo que la tenemos ―su mano se deslizó para cubrir su vientre. ―Y una deuda muy
pequeña, también.
Lucy apoyó la cabeza contra su hombro y golpeó la carta contra su sonrisa.
―No deseo nada más que Sophia sea feliz ―dijo ella, pensaFva. ―Pero se aferra tanto como
puede a sus sueños de infancia ―esFró el cuello para rozar un leve beso contra la mandíbula de su
marido. ―Estoy muy agradecida de que el mío no se hizo realidad.

FFIIN
N

TRADUCIDO por KARIN - Corregido por Sonyam Página 217

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