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El trabajo psíquico en la adolescencia.

Avatares de su organización
Ps. Liliana Palazzini1

“... Y ya sabéis lo que pasa, que el papel


que uno asume acaba por
convertirse en verdadero, la vida es
una experta en esclerotizar las
cosas y las actitudes se convierten
en opciones”. Antonio Tabucchi.
Pequeños equívocos sin
importancia.

Consideraciones iniciales

En el fenómeno adolescente biología, cultura y psiquismo constituyen


registros de definición inseparables en la medida que se hallan imbricados en su
conformación. Históricamente la adolescencia se asienta en la transformación cultural
surgida como expresión social luego de los cambios socio-económicos que introduce
la revolución industrial. Esta evolución sella su abrochamiento con la inserción al
mundo del trabajo. En las sociedades precapitalistas la adolescencia no existía, al
menos como la conocemos hoy, el pasaje de la infancia a la adultez quedaba
facilitado por rituales de iniciación. Así, en un abrir y cerrar de ojos y celebración de
por medio, los niños se convertían en adultos. La vigencia de esta marca primaria de
constitución indica a la adolescencia como superficie cultural en la que se estampa,
como en un grabado, las condiciones sociales de una época.

Ubicada como lugar de tránsito entre infancia y adultez la adolescencia se


apuntala en el emergente somático que indica la hora de un cambio: crecimiento del
cuerpo, desarrollo de los caracteres sexuales secundarios, aparición de la capacidad
reproductiva. El desarrollo biológico de la pubertad constituye un estado de
perturbación que obliga al niño a re-situarse ya no siendo niño y sin tiempo suficiente
para construir representaciones acordes. Exceso y vacío que reclaman una
adecuación.

Las concepciones sobre adolescencia han oscilado entre el subrayado de


angustias y duelos concomitantes y una acentuada idealización como tiempo pleno de
vida, probable consecuencia de la confusión entre adolecer y adolescer. Pero crecer y
padecer no son lo mismo, aunque el movimiento adolescente acarrea trastorno y
angustia más lo ocasiona la ausencia de su despliegue. El sentido de potencialidad
1
Miembro de SPS residente en Rosario, Prov. de Santa Fe.

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que aloja se enlaza a la tramitación psíquica activada con los cambios corporales
pues, al mismo tiempo que hace recomposición de lo existente, instala funciones
nuevas: crece la capacidad de pensar, se complejiza el universo emocional, el
encuentro sexual es orientado por la genitalidad instalando nuevos sentidos y formas
de vinculación; se potencia la creatividad junto a la apropiación simbólica de la
capacidad re-productiva; se afirma la identidad sexual. De allí la consecuencia de
trastorno o patología cuando este proceso no encuentra espacio y condiciones
apropiadas para su instauración. Es decisivo haber podido ser adolescente, Françoise
Dolto lo destaca en la expresión de segundo nacimiento en el que individuación y
vulnerabilidad van de la mano.

La metamorfosis corporal inaugura un centrado genital del cuerpo erógeno,


consecuencia del despliegue biológico en la organización libidinal constituida hasta
entonces. Lo puberal indica un anclaje biológico pero a su vez crea el acontecimiento
adolescente de estructuración y re-estructuración psíquica como trabajo elaborativo
de este tiempo. Todo cambia, junto a la transformación del cuerpo también la del
psiquismo. El psicoanálisis ha especificado estas transformaciones describiendo el
movimiento de la libido hacia la primacía genital y el cambio en la elección de
objeto exogámico, además de ofrecer un marco de comprensión profunda de la
subjetividad adolescente y de la articulación entre psiquismo, cuerpo, pulsión y
realidad. El adolescente se vale de instancias y operatorias ya habilitadas en la
infancia, basadas en la identificación y el Ideal del Yo, no obstante su tramitación
incluye modalidades nuevas. Su fin es una desexualización de las representaciones
incestuosas conducentes a la elección de objeto potencialmente adecuado (Philippe
Gutton, 1993). La llegada de la pubertad indica que la sexualidad no puede ser
diferida lo cual re-instala la dependencia del objeto y el sentido de
complementariedad de los sexos. La incompletud va dando lugar a la ilusión.

Recortada como especificidad del Psicoanálisis mucho después y con mayores


dificultades que el Psicoanálisis de niños, la adolescencia es una constelación
compleja de teorizar. El múltiple anudamiento que la constituye -cuerpo, cultura y
psiquismo- se halla atravesado por el sentido de espera y preparación para el cambio.
Recuerdo el concepto de Erickson de moratoria psico-social como espacio y tiempo
de tránsito insumido en la organización de soportes asentados en el campo social.
Este concepto ha perdido la placidez contenida en la idea de una espera descansada,
lejos de ello, la adolescencia se basa en la conquista de una condición subjetiva
estructurante no alcanzable si no es con trabajo. La noción de trabajo es medular en la
teoría psicoanalítica, contiene la idea de movimiento pulsional, de construcción
representacional, de dinámica en juego, de creación, de elaboración. Lleva implícita la
noción de fuerzas en el interior del aparato que de ningún modo es virtual sino que se
hace tangible en producción de pensamiento, acto y discurso capaz de investir un
espacio diferente y una representación de sí diferente.

El crecimiento presupone nuevas necesidades e interpela la participación del


individuo en su propia historia. Lo que has heredado de tus padres para poseerlo,
gánalo. Este punto lleva a considerar tanto el tema de la trasmisión y de la herencia
como la participación del sujeto en un campo intersubjetivo. En tal sentido hay una

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exigencia de trabajo impuesta al psiquismo por el hecho de estar en juego la sujeción
a las relaciones de generación como la necesaria individuación (H. Faimberg, 1993).

Como tiempo tramitación psíquica constitutiva la adolescencia promueve


composiciones y re-composiciones libidinales, fantasmáticas, identificatorias, y
vinculares. La movilidad de funcionamiento psíquico y sus derivados quedará en el
centro de la observación clínica a fin de avizorar los puntos de obturación o
anudamiento en la exigencia de procesamiento, observación necesaria a fin de abordar
otro trabajo, el trabajo analítico.

La adolescencia se define por la movilidad de funcionamiento psíquico


que conlleva -constituyendo una estructura psíquica abierta como dice Julia
Kristeva- más que por una categoría de edad, tal ubicación se perfila lejos del sentido
cronológico / evolutivo y se acerca al de tramitación constitutiva que puede advenir
más allá de la edad de la persona. Esta consideración, que emerge con fuerza desde el
campo clínico, lleva a interrogar el sentido de la intervención analítica a fin de abrir
condiciones de cambio, recordando la idea de segunda oportunidad, antes de que lo
cartilaginoso se vuelva óseo. Pero el tiempo real tiene importancia, no es lo mismo
una tramitación adolescente acontecida en una franja evolutiva acorde, que una
tramitación en un tiempo posterior, algo se perderá de ser vivido en acompasamiento
con los cambios corporales, algo de la temporalidad quedará comprometido para
asomarse, seguramente, entre los pliegues de futuros malestares.

Considero que para el analista, la labor de pensar la adolescencia compromete


una sensible articulación entre la propia vivencia adolescente, la experiencia del
propio análisis y aquella que proviene del ejercicio clínico. Este último interroga de
modo singular una de las posiciones clásicas del psicoanálisis, la de re-significar lo
existente. En la medida que está en juego la instalación del sujeto en posiciones
inéditas una de las labores centrales del analista consistirá en ser testigo, y partícipe
transferencial, de la creación de nuevas condiciones psíquicas, capaces de generar
representaciones acordes.

Me interesa describir en este trabajo algunas de las tramitaciones involucradas


en la transformación adolescente que posibilitan un despliegue en el campo de la
salud y, por lo tanto, son verdaderas construcciones psíquicas que hacen posible la
inscripción de la noción de cambio.

Trabajo de sustitución generacional

El movimiento de sustitución generacional es un tema complejo que


moviliza toda la estructura vincular entre hijos y progenitores, tiene a la
confrontación como operación de impugnación y crítica de lo heredado y si bien no
puede transitarse sin desafío ni apremio tampoco esta exenta de angustia. En el
individuo que crece, el desasimiento de la autoridad parental es una de las

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operaciones más necesarias, pero también más dolorosas del desarrollo. Es
absolutamente necesario que se cumpla, y es lícito suponer que todo hombre
devenido normal lo ha llevado a cabo en cierta medida. Más todavía: el progreso de
la sociedad descansa, todo en él, en esa oposición entre ambas generaciones.
(Sigmund Freud, 1908 [1909]). Freud ubica el fracaso en esta tarea dentro de los
límites de la neurosis.

Pero la confrontación no alude a una batalla aunque el odio esté en juego y no


se trata de una guerra aunque las trincheras sean necesarias, es una operación
resultante de un tipo de vínculo entre padres e hijos basado en el reconocimiento
mutuo, en el que la autoridad de los padres ha sido un hecho como también lo ha
sido la apuesta de capital libidinal sobre los hijos. La paradoja es que si todo ha ido
bien se instalará un campo de malestar insoslayable ya que sus efectos benéficos no
son visibles de manera directa ni inmediata.

Winnicott se ha referido ampliamente a sus connotaciones en la organización


adolescente destacando en ella la presencia de componentes agresivos y de ternura.
Parte de la idea de inmadurez adolescente como elemento esencial de la salud que
no requiere otra cura que no sea el paso del tiempo, aunque resulte indispensable la
función de sostén de la familia y la sociedad... Si existe aún una familia que puedan
usar, los adolescentes la usarán intensamente, y si la familia no está allí para ser
usada o dejada de lado (uso negativo), se les deberá proporcionar pequeñas
unidades sociales para contener el proceso de crecimiento adolescente (D.W.
Winnicott, 1968).

Crecer es un acto agresivo de posesión de un lugar ganado al otro, peleado al


otro. Cuando el niño se transforma en adulto lo hace sobre el cadáver de un adulto.
La propuesta Winnicottiana de asesinato consolida un pasaje simbólico que
promueve el encuentro con la propia potencialidad y con el sentimiento de vitalidad.
Sin la desidealización de los padres no es posible acceder a la instalación de la brecha
generacional y para ello es necesario el cuestionamiento de las certezas de los
enunciados adultos. Con la condición de que los adultos no abdiquen, podemos
considerar los esfuerzos de los adolescentes por encontrarse a sí mismos y
determinar su destino como lo más estimulante que nos ofrece la vida...
(D.W.Winnicott, 1968). Importancia radical del otro en la constitución subjetiva,
nada más ni nada menos que la presencia como precondición de la investidura de un
tiempo futuro que pueda comenzar a imaginarse, a anhelarse, a construirse.

Eludir la confrontación a través de la tolerancia o el autoritarismo equivale a


la claudicación e implica el desmantelamiento del sentido de oportunidad, si los
adultos resignan la oposición al adolescente no le queda alternativa que volverse
adulto en forma prematura, falsa madurez por cierto no exenta de consecuencias. La
sobrevivencia en cambio, permite la paradoja de que sólo un padre vivo se deja matar.
Lo sustancial de esta operación es que una sustitución acontezca sin cerrar el acceso
simbólico a una nueva posición subjetiva que busca el adolescente. Por eso se cura
con el paso del tiempo, una vez jugado este juego el saldo que arroja tiene
contenidos superlativos: el odio da paso a la creación y la manipulación da lugar al
uso del objeto.

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En este contexto altamente libidinal la agresividad es inherente al proceso de
estructuración subjetiva, en la medida que hay corte y separación el objeto se vuelve
real y externo. La adolescencia re-actualiza la fluctuación entre unión y separación,
pérdidas y adquisiciones y el encuentro con la exterioridad y la diferencia requiere
del impulso agresivo, encuentros y desencuentros que irán dibujando el derrotero
identificatorio. Para René Rousillon la paradoja de la destructividad sería a la vez
originaria y terminal en la medida que inaugura el ingreso a la problemática edípica
pero también marca su disolución. El padre muerto en la fantasía sobrevive en la
función.

Tiempo tumultuoso, tanto para los hijos que crecen como para los padres en
quienes se reactivan algunos puntos olvidados de su propio transcurrir adolescente. El
proceso de uno cabalga sobre las huellas del otro. Según Filippe Gutton los padres
deben afrontar el convertirse en objetos inadecuados, introduce así el concepto de
obsolescencia definiendo el proceso de desinvestidura parental en beneficio de la
búsqueda de nuevos objetos. Como la capacidad para estar solo, la obsolescencia es
posible en interacción, es una defensa que permite la elaboración de conflictos frente
a un objeto incestuoso -cuyo deseo es un obstáculo- y además se opone a lo residual
adolescente de los propios padres. Implica superación y renuncia del deseo y del
objeto incestuoso, provoca caducidad, establece la diferenciación entre el tiempo de
la infancia que conduce a la represión del deseo y la madurez que conduce a su
dominación, vía factible de conducción hacia el encuentro con un objeto
potencialmente adecuado. Este devenir confronta a los progenitores con
circunstancias difíciles de metabolizar: la genitalización del hijo, su desprendimiento
y el propio envejecimiento. Es una verdadera puesta a prueba de la regulación
narcisistica del conjunto, en la medida que el hijo pierde el sentido majestuoso de la
infancia pero también hay una pérdida que opera en la fantasmática narcisística
parental respecto del hijo como expectativa de continuidad indiferenciada o de
oportunidad reparatoria.

El tránsito que describimos se verá perturbado por el afán competitivo de


juventud de los padres, tan frecuente en los códigos de la cultura posmoderna. La
adultez pierde peso como modelo y la sociedad manda a la adolescentización, no sin
producir algo del orden corrupto: los adolescentes quedan obligados a ser padres de sí
mismos, esta situación más que aportar sentido de libertad arroja un sentimiento de
abandono. También las respuestas autoritarias de los padres sofocarán su alcance,
dejando tras de sí estados de sometimiento y hostilidad incapaces de transformarse en
potencia. Si se eclipsa su resultado -por cualquiera de las vías posibles- el adolescente
no reconoce un lugar ganado sino que se queda con un lugar perdido, la inscripción
del crecimiento no tendrá cabida. Sin posibilidad de confrontar en un marco saludable
el adolescente no alcanzará el plus que acarrea su tramitación: por un lado hacer
brecha -marcando separación de territorios- por otro, apropiarse de la fuerza vital que
aporta el ejercicio de la hostilidad como capacidad, no sólo como fuerza destructiva,
sino como base de sentimientos de individuación y de cohesión que aportan
confianza y seguridad -las que nunca serán ciegas ni absolutas-.

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La confrontación suministra entonces un capital libidinal, además de aportar
un sentido organizador del psiquismo, separa y a la vez conserva articulación de
espacios, el adolescente que se diferencia no pierde el sentido de pertenencia ni el
reconocimiento de los demás, de modo que su tránsito además de promover alteridad
-trabajo que nunca se asegurará definitivamente- abona el terreno para la
remodelación identificatoria.

Reorganización identificatoria

La adolescencia constituye un lugar de interrogantes e incertidumbre


respecto de la representación de sí mismo y de la relación con los demás. El pasaje
por la duda es inevitable, especialmente en cuanto al valor y sentido de las referencias
identificatorias. La necesidad de diferenciación conduce al abandono del objeto
parental -como objeto y como modelo- estableciéndose la organización de una propia
cosmovisión adolescente que reclamará nuevos identificantes y nuevas metas.

La identificación constituye un pívot central en la constitución del psiquismo


como operatoria a partir de la cual se constituye y se transforma una persona,
establece una articulación exterior-interior dando cuenta de la cualidad abierta del
psiquismo y su posibilidad de reorganización continua (M. Vecslir, 2001). La
adolescencia es un momento clave de reorganización identificatoria ya que las
nuevas significaciones desencadenan movimientos en la trama identificatoria,
movimientos que determinan cambios en la subjetividad siendo un trabajo que
insume tiempo y requiere del vencimiento de las propias resistencias.

La remodelación identificatoria permite un progreso, desde la primacía del Yo


Ideal del tiempo de la infancia a la construcción de ideales propios vinculados la
categoría del Ideal del Yo, categoría que también deberá ser despejada de las
condiciones infantiles de estructuración, tarea primordial para un nuevo diseño. La
formación del Ideal del Yo tiene importancia teórica como así también visibilidad
clínica en la medida que involucra las vicisitudes alrededor de la creación de
apoyaturas transicionales que, separando al adolescente de la posición hijo, abren la
dimensión de la posición paterna.

Inmerso el adolescente en la tarea de resignificación se abrirá un interjuego


entre la dimensión narcisista y la dimensión relacional, el jugar a ser otro será con
otros y estará movido por ideales, ilusiones y fantasías como propiedad de un Yo
que empieza construir su propio proyecto identificatorio. Piera Aulagnier (1994)
designa de este modo a... los enunciados sucesivos por los cuales el sujeto define
(para él y para los otros) su anhelo identificatorio, es decir su ideal. El “proyecto”
es lo que, en la escena de lo conciente, se manifiesta como efectos de mecanismos
inconscientes propios de la identificación; representa, en cada etapa, el
compromiso “en acción”... Proyecto que quedará definido como la
autoconstrucción continua del Yo por el Yo, necesaria para que esta instancia

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pueda proyectarse en un movimiento temporal, proyección de la que depende la
propia existencia del Yo. Acceso a la temporalidad y acceso a la historización de lo
experimentado van de la mano: la entrada en escena del Yo es, al mismo tiempo,
entrada en escena de un tiempo historizado. (Piera Aulagnier, 1975)

Queda planteada una reformulación de la historia a partir de la cual el


adolescente puede desprenderse del niño que fue y del ideal infantil constituido en
superposición de su deseo con el de sus padres. El proyecto identificatorio incluye la
idea de un cambio y conlleva una distancia temporal en su alcance o consecución. Al
incluir la brecha del tiempo favorece la resignificación de la temporalidad, se abre la
dimensión de futuro -que ya no es “hoy” como en el tiempo de la infancia-. Además
de contener una promesa de placer como condición necesaria para la remodelación
del Yo, el proyecto identificatorio implica movilidad psíquica y acciones específicas.
Por definición ofrecerá una salida y en su tránsito el campo social alcanzará otra
significación: la de imprescindible. Para sostener un proyecto con el cual identificarse
se necesita de la creación de soportes vinculares ya que ningún proyecto se realiza
en aislamiento ni se desea en soledad.

Sabemos que las identificaciones son portadoras de una historia que no sólo se
ciñe al entorno de advenimiento del sujeto sino que transmite la historia de las
generaciones que le precedieron. Plantea en su seno la paradoja inevitable de
constitución y alienación al mismo tiempo y es por este doble carácter que la
remodelación identificatoria estará atravesada necesariamente por el trabajo de
desidentificación, tarea que sólo es posible emprender dentro de un sostenido trabajo
de historización del Yo. Desidentificarse tiene un registro de desgarro y encierra la
amenaza de pérdida del amor y del reconocimiento en términos identitarios, pero su
instrumentación deviene en oxigeno vital para el psiquismo. El complejo interjuego
identificación-desidentificación tiene un papel preponderante en la tramitación
adolescente aunque no es privativo de ella, una vez habilitado se convierte en
posibilidad permanente del psiquismo que aporta complejización y produce
rearticulación continua entre pasado, presente y futuro.

Haydeé Faimberg acuñó el término telescopage de las generaciones para


describir la condensación identificatoria que produce alienación del Yo, describe la
existencia de identificaciones condensadas e inconcientes por las que el sujeto se
somete a la historia de otro. La identidad guarda un sentimiento de extrañeza y la
diferencia generacional enlazada a la remodelación identificatoria muestra su
ausencia en los signos de la psicosis. La historia que no pertenece al sujeto pero lo
habita hasta la inundación configura un tiempo repetitivo circular, resultado de un
proceso de intrusión que no dio lugar a ser. Este anudamiento identificatorio contiene
un mudo secreto y constituye un vínculo entre generaciones incapaz de ser
representado, el pasaje a su representación sólo será posible por un trabajo
interpretativo que -habilitando la desidentificación- re-establezca la liberación del
deseo y la constitución del futuro.

El trabajo de historización en la adolescencia permite la operación de


construcción del pasado, como fondo de memoria por el que será puesto al amparo
del olvido el tiempo de la infancia como garantía de certidumbre identificatoria (Piera

7
Aulagnier, 1991). La posibilidad de investir el futuro queda en interdependencia de la
investidura del pasado y la historia personal suficientemente retenida deviene garantía
de la apuesta en el espacio relacional. No se define aquí a los contenidos
representacionales pre-concientes ni a aquellos que están bajo el efecto de la
represión sino que este fondo de memoria no llega a ser percibido -ni por el sujeto ni
por los otros- como un elemento de su pasado, pero tampoco está separado del tiempo
presente del cual forma parte (Luis Hornstein, 1993). Está en juego entonces la
construcción de una memoria que res-guarda un capital, no solamente como
continente de recuerdos, sino como verdadero organizador psíquico que facilita el
sentido de integración y continuidad.

La historización en la adolescencia tiene una amplitud y un ritmo un tanto


vertiginoso en la medida que, si todo ha ido bien, el adolescente tiene que efectuar un
reprocesamiento de todas sus representaciones: su cuerpo cambia, sus referentes
cambian, su relación con los otros se modifica, su relación con la sociedad también.
La inclusión de las diferencias tiene un sentido organizador para el psiquismo y si no
hubiera referencias identificatorias estables tendríamos como saldo un Yo
severamente afectado, pero si nada cambia no habría adolescencia (Luis Hornstein,
1999).

Identidad y adolescencia guardan una vinculación de parentesco que se


observa en la frecuencia con que se describe cierto desconcierto en respuesta a la
pregunta central que la interroga: Quién soy yo?. Definir la identidad requiere de
cierta traducción al lenguaje psicoanalítico ya que no pertenece a su bagaje teórico.
La identidad es imagen y sentimiento. Por un lado es una operación intelectual que
describe existencia, pertenencia, actitud corporal; por otro, es un sentimiento, un
estado del ser, una experiencia interior que corresponde a un reconocimiento de sí
que se modifica con el devenir. (M.C. Rother de Hornstein, 2003) Sin duda la
identidad es un concepto fuertemente enlazado al narcisismo y a las identificaciones,
al propio cuerpo como cápsula que contiene el autoerotismo residual, y a todo
aquello que la historia aportó al estado actual de una persona. Señala el investimiento
positivo de la representación de sí al que se alude con el término de autoestima.
Incluye la idea de continuidad temporal y por lo tanto requiere de ciertos anclajes
inalienables que permitan el reconocimiento a través de los cambios, reconocimiento
de sí mismo y de los demás.

El sentimiento de identidad manifiesta en superficie la conjugación


identificatoria de profundidad, es la punta del iceberg -visible y conciente- y el
desconcierto identitario a menudo señala el trabajo de reorganización de las
identificaciones existentes antes de la pubertad. (Francois Ladame, 1999)

La relación entre identificaciones e identidad no es lineal. La construcción


de la identidad se apoya en las identificaciones pero al mismo tiempo se desprende
de éstas. Condición de existencia y sostén de la continuidad del existir remite a la
constitución no fallida de la identificación primaria. Ésta es para Freud previa a
toda elección de objeto. Punto de anclaje identificatorio que inscribe al sujeto en la
cadena generacional. Por medio de la identificación primaria se inscriben las
primeras trazas de lo narcisístico y de lo edípico de los padres. (M.C. Rother de

8
Hornstein, 2003). Cabe subrayar entonces, que en la adolescencia quedarán puestos
en exigencia los anudamientos identificatorios existentes, en caso de ser ellos una
base endeble, el trabajo de historización se verá dificultado. Dicho de otro modo, la
remodelación identificatoria exige cimientos de organización primaria y secundaria,
de lo contrario no habrá un nuevo producido como acontecimiento adolescente sino
re-producción como catástrofe. El cambio adolescente que compromete
pensamiento, cuerpo y vínculos necesariamente se sustenta en la organización
identificatoria pre-existente. La creación de una nueva realidad expresada en la
irrupción de psicosis, frecuente en la adolescencia, denuncia la ausencia de este
soporte, pero hay otra organización posible igualmente costosa para el psiquismo: el
déficit identificatorio re-produce un nuevo vacío que toma la forma de disfunción
intelectual, obturando el alcance de la cualidad simbolizante del pensar.

El armado identitario no puede soslayar la diferenciación de lo propio y de lo


extraño, lo que implica el alcance de la discriminación pero también constituye una
exigencia de funcionamiento en el campo social en la medida que nadie deviene
personalizado si no es apuntalado en el campo social. La identidad requiere de cierta
clausura que la constituya pero a su vez deberá conservar una apertura selectiva que
garantice su permeabilidad. El estudio del apuntalamiento (...) permite apreciar en
su cuantía el aporte de todos los objetos -sean autoeróticos o exteriores- a la
construcción de un sujeto que oscilará siempre entre elecciones de objeto
narcisistas (con el refuerzo de la clausura, entendida en el sentido de barrera), y
elecciones de objeto por apuntalamiento, que promueven la creatividad y el
encuentro con el prójimo (considerada la clausura como frontera que favorece los
intercambios. (Eugene Enriquez, 1991)

Hay una relación facilitada entre el concepto de transicionalidad y la


adolescencia en tanto que ambos evocan movimiento y transformación, el concepto
de espacio transicional (D.W.Winnicott) subraya el lazo social en la constitución
subjetiva. Pero la adolescencia no es una apacible transición, desde lo intrasubjetivo
se pone en jaque la organización narcisística obligando a un reacomodo en ésa
dimensión, desde lo intersubjetivo el trabajo esencial es de re-conocimiento,
aceptación y apuntalamiento en el territorio exogámico, el que se abre con todo su
potencial exploratorio.

Construcción del afuera

El acceso adolescente a un lugar simbólico distinto se define por la


construcción de un afuera como categoría que inscribe el crecimiento. Ello supone
atravesar los límites del territorio endogámico a través de una salida capaz de
habilitar el encuentro con lo nuevo y diferente. ... la clave del proceso adolescente
reside en que lo extra-familiar devenga más importante que el campo familiar,
incluso sobre todo en términos de economía libidinal... (M. y R. Rodulfo, 1986). Por

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supuesto que la búsqueda de nuevos objetos incluye la tramitación pulsional, pero lo
que agrega sustancia psíquica es la posición de protagonismo que deberá asumir el
adolescente en la consecución de la salida exogámica. También aquí se hace presente
la desidentificación con los objetos de la cultura endogámica. Podemos pensar la
inserción del adolescente en los grupos de pares como apoyaturas necesarias para la
remodelación identificatoria, el campo del grupo es un campo de concreción y
elaboración con otros. Sin la interferencia de los adultos el adolescente podrá crear,
pensar, imaginar y jugar poniendo en evidencia la investidura de espacios y objetos
en este nuevo ámbito, recorrido en el cual queda subrayado el valor de la amistad
como entramado de sustento vincular. Además de ser un escenario privilegiado de
circulación libidinal, la creación de lazos amistosos facilita la salida del ámbito
familiar, soporte por excelencia en el tiempo de la infancia.

Piera Aulagnier introduce la noción de contrato narcisista para indicar que


cada sujeto viene al mundo como portador de la misión de asegurar la continuidad
generacional y así, la del conjunto social al que pertenece. Tiene un lugar en el grupo
y a su vez éste lo inviste narcisisticamente. Esta voz comunitaria incluye ideales y
valores, transmite la cultura y los enunciados que la identifican. Cada sujeto tomará
eso para sí, de manera que se pone en evidencia la función identificante que el
contrato tiene. Un primer contrato emerge de los vínculos primarios e inviste al sujeto
antes de nacer pero hay otro contrato que se establece en los vínculos secundarios, sea
en relaciones de continuidad, de complementariedad, de cooperación, de producción,
de oposición, que siempre reactivará las condiciones en que fue instaurado el primero
aunque constituyan verdaderas posibilidades de apertura en el encuentro con nuevos
soportes identificatorios, situaciones eficaces para investir la grupalidad, el
compromiso, el estudio y demás funciones valorizadas de lo social.

El trabajo psíquico en el espacio de la intersubjetividad es el de hacer


vínculos. El vínculo impone un trabajo al psiquismo como lo es la creación de
operaciones comunes, sean defensivas o de producción. Esto sólo es posible si se
logra investir un Nosotros fuera de las gamias de pertenencia como dimensión en la
que acción, pensamiento y erotismo encuentren destinatarios habilitados para el
intercambio. Inclusión que comprometerá un cuerpo erotizado y erotizante capaz de
involucrarse llegada la ocasión. Surgirán así nuevos consignatarios que garanticen a
su vez el retorno de una cuota de placer como moneda circulante. Siempre y cuando
estos anclajes referenciales mantengan este Nosotros investido, la noción de libertad
podrá constituirse como motivación de sostén de estos espacios sociales, verdaderas
plataformas para la acción con sentido, con afecto y con principios. Acción que se
diferencia de la actuación.

El desarrollo del pensamiento abstracto propio del momento adolescente,


contribuye a dar mayor profundidad a los cuestionamientos y planteos de este tramo,
favoreciendo la búsqueda de nuevos tránsitos, pero este desarrollo es gradual e
inacabado por lo que nos obliga a distinguir el andar exploratorio -en el que el
pensamiento transcurre muchas veces por la acción- de aquellas conductas vacías que
no tienen fin ni principio. Filippe Gutton señala aquí a un fracaso en la subjetivación
adolescente en tanto el vagar reemplaza los vínculos intersubjetivos, y el lugar
concreto -andar de aquí para allá- no da espacio al lugar emocional. La acción así

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concebida desaloja la imaginación, despoja de la posibilidad de fantasear, desviste al
pensamiento de la capacidad desiderativa que contiene. El movimiento
sobreinvestido constituye una defensa contra sensaciones de inquietud o momentos de
des-integración que amenazan la continuidad del ser y puede constituir la base de
ciertos actos de fuga -actos bulímicos, adicciones severas, accidentes reiterados,
etc.- ya sea con sentido de descarga o como medidas extremas de encuentro con un
cuerpo al que no se siente propio. Errancias de acción que justamente señalan lo
opuesto a la construcción del afuera como lugar emocional de existencia compartida.

Pero debemos señalar que el pasaje a la exogamia requiere condiciones para


su instauración siendo una labor que lleva una extensión considerable en el tiempo,
extensión hecha de ensayo y error y no siempre alcanzada. En la transición
adolescente el medio tiene por función ofrecer oportunidades que transformen al
espacio social en un campo de ensayo apto para la exploración, en una zona
transicional definida esencialmente por la coexistencia de lo existente y lo aún no
advenido. Recordemos que la adolescencia también representa un intervalo entre una
pérdida segura y una incierta adquisición, un momento en que todavía no se han
establecido lazos seguros y confiables que hagan posible la sustitución del ambiente
endogámico, ningún espacio social articula tan rápido ni tan bien lo antiguo con lo
nuevo produciendo a menudo la vivencia de un tiempo en cierto modo suspendido.

El espacio del afuera es proveedor continuo de matrices identificatorias,


marcas de la cultura portadoras de ideales y valores instituidos en cada momento
histórico, de modo tal que se establece un proceso identificatorio social. Pero la
situación de crisis de las significaciones imaginarias sociales (C. Castoriadis, 1997)
señala la dilución de los apuntalamientos y la peligrosidad de un vaciamiento de
sentido bajo la primacía de la imagen, de la inmediatez y la banalidad. El trabajo
analítico con adolescentes más que ninguno instala la vigencia del interrogante acerca
de las condiciones bajo las cuales es posible investir el Futuro como categoría de
apertura y continuidad y el Nosotros como modo de producción en la realidad
compartida.

Algunas consideraciones finales

Los conceptos señalados han sido formulados separadamente sólo a los


efectos de su descripción. Considero que permiten comprender algunos aspectos de la
singularidad de un proceso complejo como así mismo observar el alcance que permite
su desenvolvimiento y la importancia de los obstáculos que puedan suponer su
fracaso.

Las operaciones aludidas tienen como base un funcionamiento diferenciado


de los sistemas psíquicos por lo que requieren de una organización alcanzada a través
del pasaje por el Complejo de Edipo. En la medida que el padre excluye al niño
-exclusión que se reactiva en la adolescencia-, se constituye al mismo tiempo en rival

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y modelo, esta interdicción produce la diferenciación de funciones y de instancias, es
a través del Edipo que se instalará la proyección hacia el rol de futuro genitor (Luis
Hornstein, 2000). Estos movimientos constitutivos del psiquismo son reafirmados en
la adolescencia de modo que encuentran una nueva oportunidad de tramitación. De
hecho la confrontación involucra aspectos de rivalidad edípica, la remodelación
identificatoria y la constitución del afuera son también tributarias de su alcance.
Podría decirse que el trabajo psíquico en la adolescencia opera como segundo tiempo
en la organización del psiquismo, tiempo que promueve construcción subjetiva en el
sentido de aquello que remite al atravesamiento histórico social y se abre al espacio
exterior en donde se vuelcan los pensamientos y las producciones de un sujeto.

La intervención analítica en el campo del conflicto corre con la ventaja de


una construcción yoica y una narcisisación suficiente, sostiene una movilidad
psíquica hecha de hilván y registro que facilita la búsqueda de nuevos sentidos. La
idea de conflicto alude a la existencia de un sentido de ser como unidad que aleja el
fantasma de la disgregación psíquica. En tal caso el trabajo analítico podrá apuntalar
la expansión, la conquista de nuevos territorios, la modulación de los alcances.
Transicionalidad y juego serán un hecho en un campo donde la acción no está
excluida en tanto el adolescente en la medida que “hace” construye pensamientos,
elabora ideas, procesa emociones, inscribe representaciones. En cambio aquellos
adolescentes que han tenido una historia de déficit, de traumas, de obstáculos en la
narcisisación -con afectación en la continuidad del existir dicho en términos de
Winnicott- están en desventaja para realizar el trabajo que supone este tiempo,
aunque ello no signifique -en el sentido terapéutico- una situación sin salida.
Veremos a adolescentes en términos cronológicos pero no en cuanto a la movilidad
psíquica propia de la tramitación reseñada. Es menester reconocer en estos casos una
clínica diferente, tanto en la modalidad del paciente como a la intervención del
analista. Aquí la labor terapéutica transita por el límite sinuoso entre restitución y
pérdida de la organización psíquica, lo que puede ser expresado de muy diversas
maneras, por ejemplo, con silencio sostenido, ruptura de la cadena asociativa,
ausencia de recuerdos o de producción onírica, déficit en la simbolización,
indiferencia hecha de aislamiento, acciones de riesgo (etc.), en combinatorias de
absoluta variancia singular. El problema de la identidad es reflejado en la
organización misma del sentimiento de sí, esto es en el ser, más que en los vaivenes
del hacer o del tener. El analista ocupa un lugar central en la reorganización
subjetiva, al decir de Winnicott queda comprometido en persona. Esto incluye el
aporte de su propio potencial simbolizante para hacer el enlace de representaciones
que el paciente no dispone, implica que funcione como su fondo de memoria, aunque
sólo el paciente sea el único que posea el registro de su historia. Sólo espacio y
tiempo en el trabajo de análisis podrán quizás iluminar las facetas del rompecabezas
identificatorio, no sin incluir períodos en el que analista y paciente estarán en
espera, como dice Piera Aulagnier (1997) ...de las palabras, los afectos, los
recuerdos, los sueños que pudieran permitir a uno y otro recuperar los
identificados perdidos, reprimidos, hasta nunca poseídos, y empero representan
momentos y partes de la vida y del ser del Yo, que debe poder recuperarlos para no
vivir como un mutilado, un “disminuido” definitivo.

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Las últimas palabras de la cita se juntan con el epígrafe inicial, ambos
advierten riesgos y destacan la importancia de reflexionar acerca de la organización
identitaria en la adolescencia ya que, con su obturación, es capaz de fijar las
modalidades personales en armados caracterológicos que tornan bastante improbable
la realización del trabajo psíquico propio de este tiempo.

Si la operación de confrontación no se habilita el riesgo es que el adolescente


en vez de adquirir una madurez que sienta real sostenga una vida adaptativa, pagando
el costo de perder creatividad, si la agresión implícita no halla vías de tramitación,
nos encontraremos con sujetos reactivos viviendo entre el sometimiento y el
hostigamiento. Si la tramitación de un proyecto identificatorio no se alcanza el
adolescente podrá quedarse en quietud, alimentando el vacío tal vez la depresión, o
un “llenado” artificial, como lo son las adicciones o los embarazos prematuros. El
futuro que no se inviste como un tiempo prometedor se vive como una promesa de
vacío. Si la inclusión en la grupalidad no se logra la consecuencia es el encierro, la
inhibición de la movilidad social y la sensación ligada es la de no ser joven o no estar
provisto para el intercambio. Inhibidos, aislados, erráticos o errantes, a menudo los
síntomas se anudan a la organización del intelecto (estancamientos educativos,
desconcentración, parálisis vocacionales) o se enlazan al cuerpo propio (obesidad,
bulimia/ anorexia) cuando no hay acceso al cuerpo social. El riesgo, en definitiva, es
el de vivir en encierros o en errancias.

He querido destacar el trabajo psíquico comprometido en la búsqueda y la


inclusión de lo nuevo -como marca inédita o transformación de lo existente- que
ubica a la adolescencia en su carácter de tramitación psíquica, subrayando en la
misma el sentido de re-significación y advenimiento necesarios para la instalación en
un espacio-tiempo que permitan el placer que deviene del cuerpo en intercambio y del
pensamiento cuando es propio. En tal sentido, la adolescencia lleva implícita la idea
de permeabilidad y movimiento de modo que puede decirse que no es adolescente
quien llega sino quien puede llegar a ser.

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