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Guía para el curso de Literatura Latinoamericana II - 2020

Sobre “La escritura del dios” de Jorge Luis Borges1

Por Lucas Adur (UBA)

1. Borges: ¿cosmopolita o criollo?


La aparición de Jorge Luis Borges en este programa puede resultar sorprendente. Su
producción parece situarse en el polo opuesto al de los narradores de la transculturación,
como Arguedas, Roa o Rulfo. En efecto, el propio Rama lo sitúa como exponente de lo que
denomina “narrativa cosmopolita” o una “perspectiva cosmopolita y universal”
(Transculturación narrativa, 61).
Y sin embargo…
Podemos decir que la valoración de Rama debería matizarse. En efecto, su afirmación no es
exacta, por ejemplo, para caracterizar la primera etapa de la obra borgeana, donde el escritor
buscó contribuir a la creación –a la invención– de una lengua, una poesía, una mitología, una
literatura nacional –aunque quizás sería más preciso decir: porteña o criolla–. Hitos en este
sentido son, por ejemplo, los ensayos “El tamaño de mi esperanza” y “El idioma de los
argentinos”, el poema “Fundación mitológica de Buenos Aires”. Más ampliamente, la
producción borgeana de los años veinte, que abarca sus tres primeros poemarios –Fervor de
Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929) –y los libros de
ensayos –Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los
argentinos (1929)–, ha sido caracterizada como criollista. Por esos años, Borges no solo
trabajaba territorios, tópicos y personajes vinculados a la tradición criolla –el truco, el mate,
los gauchos, los compadritos, el tango, la historia nacional– sino que buscaba un estilo que
diera cuenta de la oralidad porteña, con recursos como la incorporación de argentinismos, el
uso recurrente de diminutivos, la caída final de consonantes para remedar la pronunciación
oral de ciertas palabras (“sé” por “sed”, “ciudá” por “ciudad”, etc.). Si bien quizás no pueda
hablarse de transculturación en sentido estricto, es indudable que esta etapa de Borges
ciertamente no puede caracterizarse como “cosmopolita y universal”. Hay una búsqueda de
escribir la oralidad que, aunque de manera muy distinta en tópicos y recursos –porque
también son distintos los modelos de oralidad con los que están dialogando- podría
compararse con los narradores de la transculturación.
La lectura de Rama, con todo, puede comprenderse. Para la época en la que el crítico
uruguayo está desarrollando su teoría de la transculturación, Borges aparece, en efecto, como
la encarnación arquetípica del escritor cosmopolita. El posicionamiento que el escritor había
construido a partir de las décadas del 30-40, cuando escribe los textos que lo volverían
famoso mundialmente –especialmente los relatos recogidos en Ficciones (1944) y El aleph
(1949)– implica un desplazamiento notorio con respecto a su etapa criollista. El Borges de lo
que podemos denominar la etapa clásica (1932-1952, aproximadamente) había sido, de
hecho, acusado de desarrollar una prosa “anti-argentina” y había relegado los temas locales
por cuestiones filosóficas, de resonancias universales –Historia universal de la infamia (1935)
es uno de los libros emblemáticos de ese desplazamiento–. Desde luego, esto podría matizarse
1
(Sur, 1949, recogido el mismo año en El Aleph)
2

si consideramos más detenidamente los textos de Borges, pero el propio escritor, en sus
intervenciones públicas, busca configurar este posicionamiento. De hecho, se ocupó de tomar
distancia de sus producciones de los años veinte: reescribió su poesía, atenuando notoriamente
las marcas de criollismo, y excluyó de las reediciones de sus obras completas sus tres
primeros libros de ensayos.2 Si bien no podemos desarrollar esta hipótesis aquí, sería posible
leer “El escritor argentino y la tradición” (1951), un ensayo central de la poética borgeana
clásica, en contrapunto polémico con las tesis de Rama en Transculturación narrativa en
América Latina (1982). Como recordarán, en aquel ensayo, Borges postula:

¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema
en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que
tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra
nación occidental, Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano,
sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta sí esta preeminencia
permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen
en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten
atados a ella por una devoción especial; “por eso —dice— a un judío siempre le será más fácil
que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los
irlandeses en la cultura de Inglaterra. (…). Creo que los argentinos, los sudamericanos en
general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos,
manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias
afortunadas.

Frente a la búsqueda de incorporar una identidad propiamente americana que Rama encuentra
en los narradores de la transculturación, en Borges se afirma que nuestra tradición es toda la
cultura occidental –aunque, claro está, desde una posición periférica, que hace al lugar
específico de lo latinoamericano o, al menos, de lo sudamericano–.
Digamos entonces que, si bien definir a Borges únicamente como un escritor
cosmopolita es inexacto, ya que implica –como mínimo– ignorar la primera década de su
trayectoria como escritor, la mirada de Rama puede comprenderse en el contexto en que su
lectura se produce, cuando el autor argentino era un emblema de una literatura fuera de
contexto –para usar una formulación de Balderston–. Durante años, los primeros libros de
Borges, en sus ediciones originales, no eran de fácil acceso y el posicionamiento del escritor –
cristalizado y difundido masivamente en innumerables entrevistas– parecía distante de
cualquier interés por la especificidad de lo argentino y, mucho menos, de lo latinoamericano –
es famoso, por ejemplo, su desdén por los escritores del llamado boom–.3 Solo a partir de los
2

?
De la relectura crítica que el propio Borges opera sobre su etapa criollista es emblemático el prólogo
a la reedición de Luna de enfrente de 1969, donde juzga su argentinidad como una impostura
exacerbada: “Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino. Incurrí en la arriesgada
adquisición de uno o dos diccionarios de argentinismos, que me suministraron palabras que hoy puedo
apenas descifrar: madrejón, espadaña, estaca pampa”.
3
Insistimos: este tipo de consideraciones pueden sostenerse a partir de las declaraciones periodísticas
de Borges –lo que Annick Louis ha llamado su “obra oral” – pero no necesariamente son las que se
desprenden de una consideración cuidadosa de su producción. Sin embargo, fueron hegemónicas en la
lectura crítica de la obras de Borges, al menos hasta la década del 90. Sobre los modos de abordar la
relación de las intervenciones públicas del escritor en relación con su producción publicada, cfr. la
3

años 90, con las reediciones de ese material, la publicación de textos dispersos (el tomo de
Textos recobrados 1919-1929) y la emergencia de nuevas perspectivas críticas, se revisa este
período y se publican estudios que dan cuenta del carácter criollista o nacionalista de esta
primera etapa.4
El corolario de este breve recorrido podría ser: es necesario periodizar a los autores
que estudiamos. Hay que tener cuidado con las afirmaciones generales sobre “la obra de…”.
Esta, que podría ser una máxima atendible para la crítica literaria en general, cobra particular
relevancia para una obra como la de Borges, desarrollada a lo largo de más de cincuenta años,
con desplazamientos muy notorios.
Ahora bien, en el corazón de la etapa clásica (me resisto a llamarla cosmopolita) de
nuestro escritor, en uno de sus libros más emblemáticos, encontramos un relato, el que nos
ocupa, que trata sobre un “mago de la pirámide de Qaholom”, durante la época de la
conquista, con referencias que parecen cruzar la Biblia y el Popol Vuh. ¿Cosmopolitismo,
transculturación? Veamos la cuestión en detalle.

2.La escritura… ¿de qué dios?


“La escritura del dios” se publica en Sur n° 172, de febrero de 1949, e integra, ese mismo año,
el volumen El aleph. En el epílogo a este libro, Borges se refiere al cuento y asegura: “La
escritura del dios ha sido generosamente juzgada; el jaguar me obligó a poner en boca de un
‘mago de la pirámide de Qaholom’, argumentos de cabalista o de teólogo”. Como puede
observarse, el escritor parece desdeñar completamente toda clave de lectura que vincule el
relato con las culturas americanas antiguas. Su predilección por el jaguar lo habría obligado a
impostar un personaje americano, pero los razonamientos –“argumentos”– no corresponderían
a la cultura quiche sino a la gran tradición occidental: la cábala (hebrea), la teología
(cristiana). Como vemos aquí, la intervención paratextual alienta una interpretación
“cosmopolita”, donde lo americano sería un mero decorado, sin demasiadas consecuencias.
Pero, si vamos al texto, las cosas son un poco distintas.
El relato está narrado en primera persona, por una voz que, en el primer párrafo, se
presenta como “yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom” e introduce también una
referencia que permite vincularlo a un contexto histórico concreto. Pedro de Alvarado (1485-
1541), responsable del incendio de la pirámide, fue el conquistador de parte de América
Central, en particular de territorios que hoy corresponden a Guatemala, Honduras y El
Salvador. El narrador del cuento, podemos situar entonces, es un sacerdote maya, capturado
en su juventud por los hombres de Alvarado, durante la conquista de Guatemala (1524-1527)
y que, años después, ya anciano, continúa encarcelado. Se trata, como afirma Daniel
Balderston del “único cuento de Borges que trata de la invasión española del llamado Nuevo
Mundo” (113).
En términos lingüístico-estilísticos casi nada hay en este relato que permita
distinguirlo de los que integran el resto del libro. Recordemos que, para Rama, el lenguaje es
uno de niveles en los que puede operar la práctica transculturadora. En este nivel, aunque el

propuesta de Maingueneau (2006), tal como la desarrollamos en Adur (2014).


4
Como trabajos representativos de esta nueva perspectiva de la crítica borgeana pueden mencionarse
“Borges nacionalista” (Jorge Panesi), Borges, un escritor en las orillas (Beatriz Sarlo) y El otro
Borges, el primer Borges (Rafael Olea Franco).
4

que habla sea un indio, la prosa no puede pensarse en absoluto como transculturada. La voz
de Tzinacán puede ponerse en serie sin dificultad con la de otros narradores en primera, como
los “El inmortal” o “La casa de Asterión”. El nivel de lengua, el registro y la sintaxis son los
característicos de la prosa borgeana del período: un castellano límpido, prácticamente sin
marcas de oralidad, con una sintaxis relativamente sencilla, sin oraciones demasiado extensas,
y con una precisión inimitable para caracterizar y adjetivar. El estilo y la selección léxica –
con términos como “individuo”, “debelando”,“conjetura”, “proposición” y giros como “los
atributos del dios”, “enigma genérico”, “concatenación de hechos”– dejan claro que en la
voluntad autorial no ha sido aquí imitar–o inventar– ningún tipo de lenguaje atribuible
verosímilmente a un personaje de las características de Tzinacán. Hay, sin embargo, una
expresión que resulta llamativa en este sentido. En el primer párrafo, leemos: “En la hora sin
sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando los
años…”. ¿Qué significan esos corchetes aclaratorios, que aparecen por única vez en el texto?
Parecen implicar, de un modo sutil e implícito, la existencia de un “editor” –análogo, por otra
parte, al que encontramos en otros textos del volumen como “Deutsches Requiem” o “La casa
de Asterión”, que en esos casos intervienen con notas al pie–. “El mediodía” funciona como
una suerte de traducción de “la hora sin sombra”, quizás la única expresión perifrástica del
relato que podría remitirnos a la ficción de una voz indígena. Podemos hipotetizar entonces,
que con esa señal en el primer párrafo, el texto nos indica que lo que leemos es la voz de
Tzinacán “editada”, traducida a un castellano que el personaje no pudo haber manejado.
Desde luego, esta hipótesis solo puede sostenerse en un nivel extradiegético: dado el carácter
secreto de la revelación alcanzada con Tzinacán, su condición de prisionero solitario, no
parece compatible con la existencia de ningún manuscrito o alocutario intradiegético. En
síntesis: la voz de Tzinacán no remite a la oralidad indígena, ni siquiera a la oralidad. Es
escritura pura, que ni siquiera puede situarse claramente en un marco de transmisión: una
suerte de monólogo interior, sin un destinatario definido.
Con respecto a la estructuración literaria del texto, segundo nivel que Rama considera
pertinente a la hora de indagar las narrativas de la transculturación, podemos decir algo
similar a lo afirmado con respecto a la lengua. Nada hay en la forma u organización de “La
escritura del dios” que se aleje demasiado de la que adoptan otros relatos del volumen.5
Sin embargo, quizás sea posible hipotetizar que existe una suerte de transculturación al
nivel de la cosmovisión mítica. Contra lo que sostiene el propio autor, si bien las resonancias
teológicas y cabalísticas son perceptibles, la cultura maya no es un mero decorado. Como el
propio Tzinacán declara: “El éxtasis no repite sus símbolos”: obviar el contexto cultural del
relato y reducirlo a una “busca cabalística”, como hace Saúl Sosnowski, o leerlo
exclusivamente en el marco de la teología cristiana, como hace Ignacio Navarro, es perder de
vista la diferencia y el material específico del relato. En este sentido, seguimos la lectura que
propone Daniel Balderston, en tanto permite recuperar los elementos del contexto maya-
quiché para integrarlos a un análisis del relato.6
5
Hay, es cierto, en Borges una reinvención del cuento, una forma muchas veces híbrida entre narrativa
y ensayo (cfr. al respecto Zwanck). Pero esta renovación del género no puede pensarse en términos de
transculturación narrativa.
6
Lo que sigue es una síntesis de las principales ideas del artículo Balderston, al que seguimos muy de
cerca y de quien tomamos la mayoría de los datos que incorporamos a nuestro texto. No lo citamos en
cada ocasión para no entorpecer el flujo de la exposición, pero consignamos aquí que estamos, en
5

En el cuento no se explica casi nada del contexto histórico-cultural en el que está


inmerso Tzinacán. Por supuesto, el narrador no se autoidentifica como “maya”, ya que esta
categorización no tendría sentido único para él en el mundo fragmentado de los reñidos
estados quichés y cakchiqueles en la Guatemala de la primera mitad del siglo XVI. Además
de la ya citada referencia a Pedro de Alvarado, hay otro nombre propio que permite identificar
el contexto: “las tierras que rigió Moctezuma”. Tzninacán alude aquí a Motecuzomah II,
tlatoani de los mexicas entre 1502-1520. Esta referencia, sumada al propio nombre del
protagonista, que es de origen náhuatl, ha llevado a algunos críticos a considerarlo un
sacerdote azteca. Sin embargo, como señala Balderston, la referencia al Libro del común (o
Popol Vuh), el libro sagrado quiché escrito después de la invasión española, lo sitúa
claramente en el ámbito de la cultura maya.7
¿Qué podía saber Borges acerca de esta cultura? La reconstrucción aquí es conjetural,
pero habría que considerar, al menos, dos elementos importantes. En primer lugar, la amistad
–casi discipular- de Borges con dos intelectuales que se habían interesado en el Popol Vuh: el
mexicano Alfonso Reyes y el dominicano Pedro Henríquez Ureña. Ambos ofrecen sendos
resúmenes y caracterizaciones del libro, en Letras de la Nueva España (Reyes, 1946) y en
Historia de la cultura en la América Hispánica (Henríquez Ureña, 1947). A esto hay que
sumarle que la Biblioteca Americana de Fondo de Cultura Económica, preparada por el
propio Henríquez Ureña –que murió antes de que la colección comenzara a publicarse– había
editado en los años inmediatamente anteriores a la aparición del cuento de Borges, versiones
castellanas del Popol Vuh (1947, con traducción de Adrián Recinos) y el Libro de los libros
de Chilam Balam (1948, edición de Alberdo Barrera Vásquez y Silvia Rendón). Estos
volúmenes tuvieron una amplia circulación en toda América Latina y es muy probable que
Borges los haya conocido. La hipótesis de Balderston es que Borges demuestra un notable
conocimiento del material maya, que utiliza en el relato “de modo sintético e imaginativo,
buscando maneras de decir algo nuevo (y acertando en el uso de detalles)”. Su aproximación a
esta cultura “revela más respeto y simpatía” que la de otros intelectuales de la época, como
José Vasconcelos, quien caracteriza al Popol Vuh como una “colección de divagaciones
ineptas” (apud Balderston, 118).
Muchos de los elementos que aparecen en el relato, entonces, no son fruto de la
invención borgeana sino que provienen, con toda probabilidad, de las fuentes que
mencionamos. El nombre Tzinacán, versión náhuatl del nombre Ahpozotzil, se encuentra en
una nota a la edición del Popol Vuh de FCE. Se trataba del cacique de los cakchiqueles y
podría traducirse como “el rey murciélago”. Alvarado, en efecto, arrasó la capital cakchiquel,
cuando estos –que originalmente habían sido sus aliados contra los quichés, de modo similar a
lo que pasó con los tlaxaltecas en la conquista de México– intentaron rebelarse contra los
españoles. En este contexto puede situarse el incendio de la pirámide de Qaholom, al que
alude el relato de Borges (1526). En cuanto al dios Qaholom, una suerte de “dios padre”, se
menciona con frecuencia en el Popol Vuh, usualmente en conjunto con su contrapartida

buena medida, parafraseando su lectura.


7
Apunta Balderston que mucho antes de la invasión española de Guatemala, ya hubo una fuerte
influencia mexica en la región, expresada en el uso de toponimia náhuatl, resabios mexicanos en la
arquitectura y la religión, y una historia mítica que vincula la de las elites quichés con la historia del
Valle de México.
6

femenina Alom, la “diosa madre”. El jaguar no puede considerarse exactamente un “atributo


del dios” (la idea de atributos divinos corresponde más bien a la teología cristiana) pero
mencionemos que el culto del jaguar (balam) está también presente en la cultura maya, tanto
en el Popol Vuh como en el Chilam Balam –que podría traducirse como “sacerdote jaguar”–.
En esta misma dirección, el número catorce –la “fórmula de catorce palabras”– también está
vinculado al jaguar: el día 14, en el calendario sagrado quiché, correspondía al balam.
La referencia más extensa y explícita que hace Borges al Popol Vuh se encuentra en la
visión de Tzinacán:

Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del
Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas
que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin
cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad y,
entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.

Balderston (cfr. 121-122) consigna los pasajes aquí aludidos, que Borges está recreando, de
modo sintético pero bastante exacto. Más allá de estas correspondencias, lo importante de la
visión de Tzinacán es, justamente, que es una visión: no es una lectura del libro sagrado sino
que este cobra vida ante los ojos del sacerdote. En este sentido, Tzinacán ha logrado librarse
de un estupor intelectualizante –más propio, quizás, de teólogos occidentales– para llegar a la
contemplación, a la visión. La búsqueda de Tzinacán puede ser caracterizada como teológica
o filosófica en sus reflexiones sobre el “enigma concreto” y el “enigma genérico”. Pero no se
queda en el terreno del mero pensamiento sino que se desplaza a la experiencia (mística):

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con
el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha
visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una
rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino
en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era
(aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y
que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio
tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para
entenderlo todo, sin fin.

El éxtasis de Tzinacán no repite los símbolos de otras tradiciones religiosas: ni el resplandor


(San Pablo), ni la espada (Mahoma), ni los círculos de una rosa (la mística sufí, quizás con
alguna resonancia dantesca). El símbolo escogido para la visión que tiene Tzinacán, la rueda,
es muy significativa en la cultura maya y se utiliza en los libros de Chilam Balam como
imagen del gran círculo del tiempo. Según Miguel León-Portilla, los textos mayas proponen
una concepción del universo como ciclo, en la que el paso del tiempo es llegada puntual,
relevo y partida de fuerzas divinas (apud Balderston, 124).
La concepción maya del tiempo, que difiere de la concepción lineal que caracteriza a
Occidente, puede tener algunas implicancias en el relato. En esta concepción, el tiempo y el
espacio no son categorías separables. Desde esta perspectiva, cuando al comienzo del relato el
narrador manifiesta haber perdido “la cifra de los años” que yace en la tiniebla, expresa lo
7

que para él tiene que ser la mayor tragedia y la mayor humillación imaginables: no sabe
dónde está en el calendario sagrado. Aunque sus recuerdos del Popol Vuh todavía están
claros, la pérdida de la sincronía significa su inhabilidad de restaurar el universo como se
debe. Él tiene que aniquilarse; el universo también tiene que aniquilarse para crearse de
nuevo.
Su tragedia, entonces, se debe en gran parte a la oscuridad de su cárcel, y al resultado
psíquico que tiene esta: un sentimiento occidental –casi burgués- de su propia individualidad:
“Cuarenta sílabas, catorce palabras y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma”.
El yo y el poder aparecen como tentaciones occidentales: aunque esté asociado con el culto
del jaguar, aunque ofrezca la posibilidad de una dulce venganza, el poder divino es inútil sin
la comunidad, sin la coordinación de cacique, pueblo, dioses y tierra. Al estar solo, Tzinacán
está, literalmente y para siempre, “perdido”.
“Aún en los fragmentos históricos, (…) en los libros de Chilam Balam se concede
muy poca importancia a las acciones de individuos”, señala Thompson (cit. en Balderston
128). La mera idea de un individuo “afectando la historia” es algo errónea, ya que lo que
sucede es lo que está destinado a suceder. Lo que Tzinacán y los demás sacerdotes podían
hacer era descubrir el diseño implícito en el desarrollo de la historia (la “dicha de entender”),
pero no modificarlo. En este sentido, Tzinacán expresa su descubrimiento de la individualidad
(occidental) como una derrota definitiva:

Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no
puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese
hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa
la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que
me olviden los días, acostado en la oscuridad.

Tzinacán es el sacerdote jaguar que oficiaba los ritos en su comunidad, vinculando el tiempo,
el espacio, a sí mismo y a la comunidad. El título de su libro sagrado lo implica también: es el
Libro del Común. En su prisión solitaria, Tzinacán pierde toda noción del tiempo –y, como
dijimos, del espacio, ya que estos no se conciben separadamente–. También, y sin duda como
consecuencia de esto, se olvida de su comunidad: la sensación es de ajenidad total: qué le
importa la nación de aquel otro. “Al olvidarse a sí mismo, se olvida de ellos”, concluye
Balderston. Pero quizás tenga más sentido –desde la perspectiva de Tzinacán- pensarlo al
revés: al olvidarse de ellos, se olvida, se pierde a sí mismo: no tiene sentido sin su comunidad.
Esperamos haber mostrado, con este breve recorrido, que Borges está trabajando aquí
–aunque sea de un modo muy distinto del que hemos visto en Arguedas, por ejemplo– con
ciertos elementos de la cosmovisión maya: determinadas concepciones del tiempo y del
espacio, del acceso no exclusivamente intelectual al conocimiento y de la primacía de la
comunidad sobre el individuo, que difieren de las concepciones más habituales en el
pensamiento occidental. Quizás sea excesivo hablar de transculturación –como vimos, esta no
se constata ni en el nivel de la lengua ni en el de la estructuración literaria–, pero es indudable
que la ambientación mesoamericana y la identidad del protagonista no son meramente
decorativos, diga lo que diga el autor. El “dios” al que se alude en el título no es el Dios de las
Escrituras (judeocristianas): es Qaholom, el dios de otras escrituras (y oralidades).
8

El interés de Borges por las tradiciones y formas de pensamiento heterodoxas, que


resultan otras con respecto a la corriente central del pensamiento occidental (cfr. Fresko, y en
otro sentido, Foucault), parece haberlo llevado, al menos en este relato, también a acercarse a
la perspectiva de las culturas precolombinas.

Bibliografía
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doctoral.
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dios’”, en ¿Fuera de contexto? Referencialidad histórica y expresión de la realidad en
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http://www.borges.pitt.edu/bsol/pdf/fresko.pdf
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Panesi, Jorge (2000). “Borges nacionalista” en Críticas. Buenos Aires: Norma, p. 131-151.
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