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TALLER DE ESCRITURA

de Pablo Ramos
París, 17 de febrero de 1903

Distinguido señor:
Hace pocos días me llegó su carta, y quiero agradecerle su confianza. Me temo que
no sabré hacer mucho más. No puedo entrar en consideraciones sobre sus versos, porque
me es totalmente ajena cualquier intención crítica. Y nada resulta menos adecuado, para
tomar contacto con una obra de arte, que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce
siempre a malentendidos más o menos felices. Las cosas no son tan comprensibles ni fáciles
de expresar como muchas veces se nos quiere hacer creer. La mayor parte de los
acontecimientos son indecibles; suceden en un ámbito al que no llega ninguna palabra. Y
lo más inexpresable de todo son las obras de arte: realidades llenas de misterio, cuya vida
perdura junto a la nuestra, que desaparece.
Dicho esto, apenas puedo añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, aunque
sí hay brotes que despuntan iniciando algo personal. Especialmente en el último poema:
“Mi alma”. Ahí hay algo propio que quiere manifestarse, y busca encontrar su voz y
melodía. Y en los bellos versos “A Leopardi” encuentro una afinidad con ese gran solitario.
Aun así, sus poemas no son todavía suficientemente independientes. Tampoco el último ni
el que dedica a Leopardi. La amable carta que los acompaña no deja de explicarme algunas
deficiencias que percibí al leer sus versos, pero sin que con ello pueda señalarlas, dándoles
su nombre.
Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes lo ha peguntados
a otras personas. Manda sus versos a revistas literarias. Los compara con otros versos, y se
siente inquieto si esas revistas los rechazan. Pues bien –ya que usted me permite
aconsejarlo– le pido que renuncie a todo eso. Usted mira hacia fuera, y esto es justo lo que
ahora no debe hacer. Nadie puede ayudarlo. Nadie. No hay más que un solo camino: entre
en usted. Examine a fondo qué es lo que lo mueve a escribir. Examine si ese deseo está
enraizado en lo más profundo de su ser. Pregúntese si moriría si no le fuera posible escribir.
Esto, ante todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche “¿debo escribir?” Excave
en sí mismo en busca de una respuesta. Y si es afirmativa, si usted sale del encuentro con
esa pregunta con una afirmación firme y sencilla, entonces construya su vida conforme a
esta necesidad. Que sea su vida, hasta en su hora más insignificante, un signo y un
testimonio de ese impulso. Acérquese a la naturaleza y diga, como si fuese el primer
hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehúya, al principio,
las formas y los temas más transitados. Son los más difíciles, porque se necesita una gran

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madurez para poder decir algo propio ahí donde existen tantos buenos y brillantes aportes.
Por esto mismo evite los motivos abstractos. Recurra en cambio a lo que cada día le ofrece
su propia vida, sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos y su fe en la belleza; y todo
dígalo todo con silenciosa, íntima y humilde sinceridad. Valiéndose, para ello, de lo que lo
rodea. De las imágenes de sus sueños. De todo lo que vive en el recuerdo.
Si su vida cotidiana le parece pobre, acúsese usted mismo de no ser lo suficiente poeta
para descubrir su riqueza. Porque para un espíritu creador no hay pobreza. Ni tampoco hay
lugar que sea pobre o pueda serle indiferente. E incluso si estuviera en una cárcel, en la que
no llegara hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no tendría aún su infancia,
esa riqueza interminable, ese recinto que guarda los tesoros de la memoria? Vuelva ahí su
atención. Trate de hacer resurgir las sensaciones de ese vívido pasado. Verá entonces cómo
se afirma su personalidad, cómo se ensancha su soledad y se convierte en una misteriosa
morada, mientras lejos, muy lejos, sucede el estrépito de lo demás. Y si de este volverse
hacia dentro, si de este ir al fondo de su propio mundo, nacen unos versos, entonces ya no
preguntará a nadie si son buenos. Ni se preocupará porque las revistas se interesen por ellos.
Porque esos versos serán su riqueza más preciada y natural: fragmento y voz de su vida.
Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. Ese aspecto de su origen es el
único criterio válido para juzgarla, no hay ningún otro. Por eso no sé darle otro consejo que
este: entre a usted mismo y explore las profundidades de su vida. Ahí encontrará la respuesta
cuando se pregunte si para usted es necesario crear. Acepte esa respuesta tal como le llegue.
Sin tratar de buscarle sutiles interpretaciones. Tal vez está usted llamado a ser poeta. Cargue
entonces con su destino: cargue con su peso y su grandeza, sin preocuparse de las
recompensas externas. El creador debe ser un mundo en sí, y debe encontrarlo todo dentro
de sí y de la naturaleza, a la que está unido.
Pero tal vez después de haber entrado en la soledad de usted mismo, deba usted renunciar
a ser poeta (basta sentir que se podría vivir sin escribir, repito, para no permitírselo
siquiera.) De todos modos este profundo recogimiento no habrá sido inútil: su vida
encontrará caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos y amplios, se lo deseo más de lo
que pueden expresar las palabras.
¿Qué más podría agregar? Me parece que he dicho lo que podía decirle. Al fin y al cabo,
solo he querido aconsejarle que crezca desde el impulso de su propio desarrollo. Nada puede
causarle más daño que insistir en mirar hacia fuera, esperando que desde ahí llegue la
respuesta a esas preguntas que solo en lo más íntimo, en la más silenciosa de sus horas,
quizás pueda contestar.

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Fue una gran alegría encontrar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo
guardándole una profunda veneración y una gratitud que durará muchos años. Hágame el
favor de expresarle esto. Es muy bondadoso al acordarse de mí, y lo sé apreciar.
Le devuelvo los versos que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las
gracias por su gran confianza. Mediante esta respuesta, sincera y exhaustiva, he intentado
hacerme digno de ella. Al menos un poco más digno de lo que, como desconocido, soy en
realidad.
Con todo afecto,
Rainer Maria Rilke
(Trad. León Vila)

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Horacio Quiroga
Decálogo del perfecto cuentista

I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios
mismo.

II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando
puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado
fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga
paciencia.

IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas.
Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un
cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres
últimas.

VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el
viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla.
Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes
o asonantes.

VII
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No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un
sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero
hay que hallarlo.

VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver
otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden
o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios.
Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres
capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia.
Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus
personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del
cuento.

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Abelardo Castillo
Ser Escritor
(fragmento)

- Podrás beber, fumar o drogarte. Podrás ser loco, homosexual, manco o epiléptico. Lo
único que se precisa para escribir buenos libros es ser un buen escritor. Eso sí, te aconsejo no
escribir drogado ni borracho ni haciendo el amor ni con la mano que te falta ni en mitad de un
ataque de epilepsia o de locura.

- Un albañil puede habitar la casa que construye, decía más o menos Sartre, un sastre
usar el traje que ha hecho; un escritor no puede ser lector de su propio libro. Un libro es lo que
los lectores ponen en él. Ningún escritor puede agregar un sentido nuevo a sus propias palabras.
Si puede hacerlo, debería escribir el libro otra vez.

- El decálogo de Horacio Quiroga está muy bien, siempre y cuando seas cuentista. Pero,
por favor, no tomes en serio eso de querer a tu arte como a tu novia. Quiroga lo escribió para
enamorar a una alumna suya del secundario.

- Lo mejor que se ha dicho sobre el cuento es lo que Edgar Poe escribió en su ensayo
sobre Nathaniel Hawthorne. No pienso facilitarte las cosas reproduciéndolo. Tendrás que
encontrarlo solo. Un escritor es un buscador de tesoros. Los descubre o no. Esa es la única
diferencia entre la biblioteca de un escritor y el mueble del mismo nombre de las personas
llamadas cultas.

- Lo que dice Borges sobre los sinónimos es verdad: no existen. Can no es lo mismo que
perro ni la palabra ramera tiene la dignidad de la palabra puta. Pero yo te recomiendo un buen
diccionario de sinónimos. Uno quiere escribir: “habló en voz baja”. Como eso no le gusta lo
reemplaza por “voz queda”, que es espantoso. Hojea el diccionario de sinónimos al azar y en
cualquier parte encuentra la palabra “pálida”. Entonces escribe: “habló con voz pálida”, lo que
está muy bien.

- Nunca adjetives en orden decreciente, nunca digas: Era una montaña titánica, enorme,
alta”. Si no te das cuenta por qué, nadie puede ayudarte. Si adjetivaste en la dirección correcta,

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tampoco te creas un gran estilista. Tal vez buscabas el último adjetivo y te olvidaste de borrar
los otros dos.

- Podrás corregir tus textos o no corregirlos. Tolstoi escribió siete veces Guerra y paz;
Stendhal terminó La Cartuja de Parma en cincuenta y dos días. El único problema es cómo se
las arregla uno para ser Tolstoi o Stendhal.

- Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que
escribe el borrador más hermoso.

- No te preocupes demasiado por las erratas. En el Ulises de Joyce hay cerca de


trescientas y los profesores les siguen encontrando sentido.

- Nunca escribas que alguien tomó algo con ambas manos. Basta con escribir las manos
y a veces es suficiente una sola. La gente en general tiene cara, no rostro. No asciende las
escaleras, sube por ellas. No penetra en las recámaras, entra en los dormitorios. Evitarás los
ventanales y sobre todo los grandes ventanales. Dicho sea de paso, las ventanas no son de
cristal: son de vidrio. Lo mismo los vasos. No digas que alguien empezó a cantar o a vestirse si
no estás dispuesto a que termine de hacerlo. En los libros la gente empieza a reírse o a llorar en
la página 3 y da la impresión de seguir hasta que se muere. Sé ahorrativo: si lo que viene al
galope es un jinete, no hace falta el caballo. La inversa no se cumple. La palabra caballo viene
misteriosamente sin jinete.

- Los novelistas y los editores creen que una novela es más importante que un cuento.
No les creas. Sólo es más larga.

- Los cuentistas afirman que el cuento es el género más difícil. Tampoco les creas. Sólo
es más corto. El cuento es difícil únicamente para aquellos que nunca deberían intentarlo. Para
Poe era facilísimo, para Cortázar, Chéjov o Hemingway también.

- No te dejes impresionar porque hayan existido Dante, Cervantes o Shakespeare. Todo


ocurre siempre por primera vez: también tu libro.

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- Deberás pensar por lo menos una vez por día en esta frase de Nietzsche: “Un escritor
debería ser considerado como un criminal que, sólo en casos rarísimos, merece el perdón o la
gracia: esto sería un remedio contra la invasión de los libros”.

- No intentes ser original ni llamar la atención. Para conseguir eso no hace falta escribir
cuentos o novelas, basta con salir desnudo a la calle.

- Si la palabra mercado te hace pensar “persa”, quizá no seas muy original pero todavía
estás a tiempo. Si la palabra mercado te hace pensar en la venta de tu libro, no insistas con la
literatura.

- Cuidado con las computadoras. Todo se ve tan prolijo que parece bien escrito.

- Tal vez seas envidioso, rencoroso, un poco estúpido, avaro, mal amigo. No te
preocupes. Un buen libro siempre es mejor que la persona que lo escribe.

- En general cuesta tanto trabajo escribir una gran novela como una novela idiota. El
esfuerzo, la pasión, el dolor, no garantizan nada. Es desagradable pero es así. No abandones la
cama sin meditar en esto.

- Nunca tengas los libros que has escrito en tu biblioteca. El lugar de tu libro es la
biblioteca de otro.

- Vas a morirte, nuestro plantea gira agónicamente alrededor de una estrella que ya
cumplió la mitad de su vida, el universo entero está condenado a desaparecer. Si eso no te quita
las ganas de ser escritor, ¿cuál es el problema?

- De tanto en tanto recordarás esta historia. Alguien le llevó un manuscrito a Anton


Chéjov y le preguntó:
—¿Qué hago, maestro? ¿Lo publico o lo tiro a la basura?
—Publíquelo —dijo Chéjov—, de tirarlo a la basura ya se van a encargar los lectores.

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- Podrás escribir: “Volvió a verla tres días más tarde”, pero sólo a condición de saber
perfectamente (aunque no lo digas) qué le pasó a tu personaje en esos tres días, y por qué fueron
tres días y no una semana o un año.

- No es lo mismo ambigüedad que confusión. Una historia debe tener siempre un único
final. Si quisiste sugerir dos o más desenlaces, esos desenlaces son un único final: se llama
ambigüedad. Si nadie entiende ni medio se llama confusión.

- No describas sino lo esencial. La posición de un pie, en casi todos los casos, es más
importante que el color de los zapatos.

- No confundas imaginar con combinar. La imaginación es una locura lúcida. La


combinatoria sirve para elegir corbatas.

- Gide decía que con buenas intenciones se escriben malos libros. La verdad completa
es que con malas intenciones también se escriben malos libros. Lo que nadie sabe es cómo se
escriben los buenos.

- No cualquier cosa, por el mero hecho de haberte sucedido, es interesante para otro.
Esto vale tanto para escribir como para conversar.

- Los sueños ajenos son invariablemente aburridos. Nunca olvides que tus propios
sueños, para el otro, son ajenos.

- No defiendas tu libro argumentando que los críticos son escritores frustrados. Lo


verdaderamente peligroso de un crítico es que sea un crítico frustrado.

- Leer una gran novela o un gran cuento es tan hermoso como haberlos escrito. Si nunca
lo sentiste, no escribas ficciones ni, por el amor de Dios, te dediques a la crítica literaria.

- Isadora Duncan dijo: “Quiero bailar ese sillón”. Tal vez ella pudiera. Pero un novelista,
un cuentista, un dramaturgo, no quieren bailar ni pintar ni hacer música con sus palabras.
Quieren contar una historia.

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- Montaigne decía que él empezaba a pensar cuando se sentaba a escribir: Edgar Poe,
que más vale no sentarse a escribir sin haber terminado de pensar. En el fondo es igual. Se
puede pensar con la cabeza o sobre un papel. Pero a pensar sobre el papel no lo llames escribir.
Se llama primer borrador.

- No publiques todas las estupideces que escribas. Tu viuda se encargará de eso.

- Dijo Poe: “No es lo mismo la oscuridad de expresión que la expresión de la oscuridad”.


Un escritor contemporáneo, tal vez distraído, dijo lo mismo con las mismas palabras. No
importa. Lo que debe importarte es que es verdad.

- Lo que llamamos estilo sucede más alla de la gramática. No es lo mismo decir: “ahí
está la ventana” que “la ventana está ahí”. En un caso se privilegia el espacio; en el otro, el
objeto. Toda sintaxis es una concepción del mundo.

- En el origen del conocimento y de la literatura está el acto de contar. La crítica de la


razón pura nos cuenta loque Kant pensaba de los límites de la razón; los versos de La Eneida,
la epopeya del Lacio; el teorema de Pitágoras, el cuadrado de la hipotenusa. El hombre es el
único animal que cuenta.

- Escribir como se quiere es destreza. Escribir lo que se debe, probidad. El más grande
y el peor de los escritores se parecen en una sola cosa: únicamente escriben como y lo que
pueden.

- Nunca pidas que te presten un buen libro. Los buenos libros se compran o se roban.

- Si un libro te gustó mucho podrás regalarlo. Pero nunca lo prestes: vas a necesitar
desesperadamente releerlo esa misma noche.

- Un hombre que dedique toda su vida a casi cualquier cosa puede llegar a ser una
eminencia de algún tipo. Dedicarse toda la vida a escribir novelas sólo garantiza dolore de
espaldas.

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- Hay cierta clase de grandes escritores a los que uno, después de leerlos, quisiera llamar
por teléfono. Esto lo decía Salinger, y Salinger, justamente, es uno de esos escritores.

- Hay otra clase de grandes escritores a los que mejor no conocer: son la mayoría.

- Cortázar solía decir que empezaba sus cuentos sin saber a dónde iba. No le creas. En
sus mejores cuentos lo sabía perfectamente, aunque no supiera que lo sabía.

- Los grandes novelistas aconsejan ignorar el final de la historia, no tener nada claro qué
hará el personaje en el próximo capítulo, no atarse a un plan previo. A ellos si podrás creerles,
pero con moderación. Digamos, hasta llegar a la página 150. Más allá de eso, saber tan poco de
tu propio libro ya es mera imbecilidad.

- Cuidado con Borges, Kafka, Proust, Joyce, Arlt, Bernhard. Cuidado con esas personas
deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Se pegan a tus palabras como lapas. Esa
gente no escribía así: era así.

- No creas en las máximas de los escritores. Tampoco en éstas. Lo que cautiva de una
máxima es su brevedad; es decir, lo único que no tiene nada que ver con la verdad de una idea.

***

Géneros
No creo en los géneros literarios. Creo, sin embargo, que el cuento es una forma estética
nada casual, y sospecho que no cualquier escritor es cuentista. Se puede ser un gran poeta y no
saber escribir un soneto, como le pasaba con frecuencia a Neruda, y también se puede ser un
gran escritor en prosa sin haber escrito jamás un buen cuento. La inversa, en cambio, no se
cumple. Un hombre que escribe grandes sonetos es necesariamente un gran poeta. Petrarca o
Garcilaso, digamos, o Miguel Hernández. Un hombre que escribe grandes cuentos es fatalmente
un gran escritor. Poe, Chéjov, Borges, Cheever, Akutagawa, Cortázar.
No tengo opiniones sobre literatura. Heine decía que las catedrales fueron hechas porque
los hombres que las construyeron no tenían opiniones, sino convicciones. Seguramente no
construiré nunca una catedral, pero, al menos, tengo una convicción: un buen cuento es una
historia contada de la única manera posible.
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Fragmento de entrevista:

“El cuentista siempre sostiene que lo más importante del cuento es el final. Quiroga
decía que las tres, cuatro primeras líneas son casi tan importantes como las tres últimas. En La
madre de Ernesto, por ejemplo, el cuento es el final. Una mujer que pregunta por su hijo que
no está mientras se cierra el deshabillé, esa imagen es todo el cuento, el sentido general. Lo
que tengo que hacer luego es justificar la historia hasta llegar a ese momento. No es una receta
literaria, es la misma teoría que utilizó Poe y los grandes cuentistas. Ese final no es una cuestión
formal, es de fondo. Cuando el final es sorpresa el cuento es malo, todos los cuentos policiales
tienen finales sorpresivos, en general eso no sirve. Nadie lee un cuento policial dos veces porque
ya sabe lo que va a pasar. Sin embargo, podemos leer dos y cincuenta veces el Hombre de la
esquina rosada.”

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Liliana Heker
Los 10 mandamientos de la escritura
(publicado en Revista ARCADIA)

1. Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto en que todos los
problemas han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de escribir: ese instante no
existe. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia —salir del estado de ocio
no es natural—, uno oficia ciertos ritos dilatorios, uno por fin, con cierta cautela, escribe. Y en
algún momento uno tal vez descubre que está sumergido hasta los pelos, que todos los
problemas han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.

2. La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello
completo e intenso que uno difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir
encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.

3. En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro, que una cara, que
una jeta, “Dijo que estaba harto” no equivale a “—Estoy harto — dijo”. Aferrarse a una frase o
una palabra simplemente porque ha salido así del alma, es por lo menos un riesgo: el alma, a
veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura
de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leit
motiv al final de cada estrofa. Y naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A
veces conviene sacrificar al loro.

4. Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas


posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto
buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.

5. Cuando se escribe, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que tenerle
miedo a la lucidez. Uno tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de
alguna de ellas para hacer literatura.
6. La realidad proporciona buenas situaciones pero no construye obras artísticas. Tajear un hecho,
distorsionarlo, cambiarle o anularle alguna pieza, son atribuciones que un autor de ficciones

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puede tomarse sin ninguna culpa. No es al acontecimiento real al que debe serle fiel sino a la
luz secreta que él descubrió en ese acontecimiento y lo tentó a escribir.

7. No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Se corre el riesgo de ir de acá
para allá, sin ton ni son, esperando que el final caiga del cielo. Los buenos finales no suelen
tener origen celestial: aunque no se lo note, vienen mandados desde la primera frase.

8. Una novela requiere una escritura y una estructura rigurosas como las de un cuento. Si tiene
páginas grises, esos grises deben estar tan cargados de tensión como lo están en el Guernica, de
Picasso. Si no, son meramente un plomo.

9. La inspiración no existe; en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen
cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el
ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio
como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo
que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo
de no escribir más que una página en toda la vida.

10. Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales
para el oficio de escribir. Es uno mismo que a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas,
va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su
propio credo.

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Pablo Ramos

Escritor de las arepas de huevo

De todas la variantes de comida que Colombia puede ofrecer, y no son ni por asomo
pocas, la arepa de huevo es, a mi gusto, la comida que yo elijo. Simple, contundente, y
extremadamente flexible para cualquier horario del día es sencillamente perfecta. De mañana
de media mañana de noche, si uno tiene aguante, con jugo, cerveza, vino o aguardiente (con
Coca-Cola light es sublime), la arepa de huevo entra siempre, y hace feliz al huésped que se
atreve a darle la bienvenida.
Dicho esto voy a aclarar que nada tienen que ver con la gastronomía colombiana estas
líneas que pretendo ensayar en esta mañana nublada de Bogotá (nublada al menos de este lado
de la vereda, tal vez a la vuelta de la esquina brille el sol, ya sabemos cómo es el clima en las
ciudades andinas). Esta historia tiene que ver con otra cosa, con la moral del escritor, la moral
del lenguaje tal vez, o la moral de la gramática literaria, la mía, más vale, la de quien si no.
Hace tiempo que conozco a este país, hace unos años que lo recorro bastante, sobre todo
enviado por mis amigos de la red RELATA: una red de talleres literarios que no se en lo que
andará ahora ni cuál será su futuro ahora el país lo conduce un Duque, y todos sabemos lo que
depara este tipo de nobleza.
Estuve en Bogotá, Funza, Honda, Medellín, Armenia, Antioquia, Cali, Yopal,
Villavicencio, Ibagué, Santander, Norte de Santander, Guaviare, Pasto, Sincelejo, Montería,
Mesitas de el Colegio, Cartagena, y otros lugares que no dejan de asombrarme jamás. Los
paisajes tan distintos, tan poderosos, la gente tan distinta, tan difícil de entender en ciertas
ocasiones que no le permite al viajero, ni al más atento, llegar. Como en mi país, pienso que
Colombia se convirtió en mi segunda patria no sólo por la familia que tengo acá y mi amor a su
literatura sino, sobre todo, por mi incapacidad de entenderla, de unir espiritual e
intelectualmente su regionalismo absurdo, su fanatismo por lo mínimo que pueda separarlos y
su indiferencia por lo tanto que debería unirlos. Pienso en esa palabra tremenda con la cual los
colombianos se refieren a la gente que vive en la calle: “desechables”, que tanto resuena con la
frase con la cual los argentinos definimos nuestra indolencia: “yo argentino”. Tal vez me una a
los colombianos lo mismo que me une a los argentinos: el espanto.
Me pasaron muchas cosas en ese tiempo, cosas muy buenas la mayoría de las veces, y
alguna que otra cosa mala, como en todos lados, como a todo el mundo. Pero lo mejor y lo peor
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que te puede llegar a pasar en Colombia a mí me pasó durante el trascurso del mismo día, en el
margen de 10 horas, en un viaje en buseta (una especie de combi) hecho de Montería a
Cartagena de indias. Casi no la cuento ese día, como muchos otros días en diferentes lugares
en distintos países, pero supongo que mi destino, al menos por ahora, es contarla. Contarlo. La
cosa es qué contar, y cómo contarlo.
Elegir la forma y sobre todo la jerarquía de los acontecimientos es una decisión moral.
Todos sabemos lo efectivo y relativamente fácil que puede ser describir un episodio de
violencia. Más si uno fuera el protagonista, escritor y protagonista de la historia real y, contando
con la sensibilidad de un muy posible lector, quitara pudores del medio y escribiera con
violencia sobre la violencia, siendo violento a secas. “Crudo y duro porque la realidad de mi
ser colombiano me lo autoriza”, me dijo un amigo escritor de Cali. Una posición dudosa,
muchas veces triste, que nada arriesga y que en nada mide o cuestiona. La más de las veces, el
verdadero dolor que la violencia real implica, el daño que deja esas marcas profundas en la
existencia de la gente, del que queda, más vale, del que lo siente, es prostituido por las palabras
del que escribe.
El gran poeta de la selva y del llano, el tolimense Heriberto Ariza, a quien conocí en
San José del Guaviare, casi deja de escribir por esta realidad, luego de que “la violencia” le
quemaran cerca de treinta cuadernos inéditos decidió memorizar sus poemas, dejarlos adentro,
y casi no volvió a tomar el “mochito de lápiz y papel” con el cual acostumbraba andar por la
vida, y que era lo único que, según él, necesita un escritor para escribir. En la mayoría de los
casos la violencia escrita, la novelística de la violencia, da cierta categoría en el exterior, cierta
fascinación, cierto morbo, y muchos escritores viven de eso, escritores buenos a veces, que
eligen un camino que indefectiblemente los convertirá en escritores prescindibles para su
pueblo. Aunque logre cierto reconocimiento internacional, si un escritor es prescindible para su
pueblo será prescindible para la historia de la literatura también.
Entonces: ¿cómo contar el día que les quiero contar?, ¿cómo jerarquizar las cosas que
pasaron y darle un sentido verdadero a los acontecimientos? O sea, ¿cómo hacer lo que debo
hacer sin prostituir la realidad? La respuesta se me hace simple, presentando las cosas de
manera simple, nombrándolas y confesando lo que realmente produjeron en mi sin espera y sin
pretender que produzcan lo mismo en el lector, sin lector tal vez, o frente al lector de los lectores
que sería más o menos la misma cosa.

Todo empieza llegando a la ciudad de Sincelejo, capital de Sucre, luego de ya haber


estado en Montería, capital de Córdoba. Harto de historias de paramilitares arrepentidos que

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gozaban de unas vacaciones en la cárcel, con dinero y comodidades como premio a su
desmovilización, como premio a haber cometido las atrocidades más grandes que se puedan
imaginar sobre hombres, mujeres y niños. Bestias tratadas como personas y personas tratadas
como bestias es lo que yo me canso de ver en casi todas las cárceles de Latinoamérica. Llegando
al hotel, dejo mis cosas y lo primero que pido es que organicen la conferencia previa al taller
que el protocolo me obligaba a dar. Me dicen que la gente ya estaba en la sala, y que casi no
quedaba asiento libre (faltaba aun una hora así que yo no entendí bien tanto apuro). Me apuré
yo también y como el calor era sofocante, estaba en el Caribe pero no muy cerca del mar, me
puse una remera mangas cortas, unos bermudas y un par de zapatillas de lona.
--Así no puede entrar a la conferencia del Dr. Ramos --me dijo uno de los dos policías.
Y en cuando quise dar un paso hacia adelante me cerró con tal violencia la puerta hacia
que de no haber sacado el pie, me lo partía al medio. Igualmente, la puerta me dio en la cara,
porque apenas la pude frenar con mi brazo derecho. La indignación de los que me habían
llevado no se hizo esperar. Alejandra, una amiga colombiana, se metió como de prepo y empezó
a decirles de todo. Que justamente el Dr. Ramos era yo, que qué se pensaban, que qué
pretendían, que los iba a hacer cagar a todos. Así dijo ella. “Los voy a hacer cagar a todos”.
Igualmente volví al hotel, me puse el pantalón largo, una camisa de manga larga y,
transpirando como testigo falso, llegue a tiempo y me senté al frente de unas 150 personas. No
recordaba el objeto de la conferencia (ya que esa conferencia nada tenía que ver con mi taller y
era un requisito a cumplir por el gerente del banco que ponía la plata), pero por suerte pude ver
un cartelito que decía EL ESCRITOR Y LA REALIDAD. Respire hondo y me largué con todo
a parlotear.
La cosa llegaba a su fin allá por la hora de conferencia y en el momento de las preguntas
por supuesto nadie levantaba la mano. La verdad es que la mitad de la gente estaba adormecida
y seguramente, con buen criterio, se había agolpado ahí por el aire acondicionado y la cafetería
gratis. De pronto se armó un revuelo en la puerta de entrada.
La sala era larga y angosta y sin anteojos no llegaba a ver muy bien, tan solo una
morocha al parecer infartante y un hombretón vestido alegremente, o al menos tiendo a
recordarlo en una especie de túnica onda apostos del siglo I.
--¿Usted discrimina a los gay? –gritó la morocha.
Y yo que no, que tan solo me había discriminado a mí mismo en bermudas y mangas
cortas.

18
Di por terminada la charla y me acerqué. El traquetito gerente del banco me acompañó,
también unas cámaras de video. Al llegar frente a la morocha infartante me di cuenta de que
era una chica trans, y que de cerca era más morocha y más infartante aún.
--Disculpe por esto, la verdad Dr. Ramos ¿Qué piensa usted de esto? –dijo el traquetito,
señalando a la morocha, y yo no lo dudé un instante.
--Mire bien –dije, y ahí nomás le comí la boca a la travesti. Un beso apasionado y suave
que mentiría si dijera que no me gustó. Quede conmovido, el traqueto también y desapareció
de mi vista.
El vestido de apostos me dijo que no me convenía quedarme en el hotel, no después de
ese beso y me invitó a dormir en su casa. Su nombre era enorme como él, grandioso: Aldo
Hollman, hoy entiendo que es el mayor artista plástico vivo de Colombia, a mi manera de ver
las cosas. También es mi amigo.
Pasamos por mi hotel, levante mi pocas cosas y me fui a su casa. Me hizo un delicioso
mote de queso, hablamos de comida, para nada de gay o de traquetos o de arte, de comida y de
bebidas y fue una noche hermosa. Al otro día di mi taller con Alejandra Mogollón y dormí en
el hotel por decisión propia sin que nada pasara. Pensé que la cosa no iba a ser para tanto. Al
fin y al cabo tan solo había dado un beso, ¿Cuánto odio puede despertar un beso? Inocente de
mí.
Yo cobraba por conferencia y taller unos dos millones de pesos colombianos que en
aquel entonces era bastante plata, y ahora también en, cierta medida. Pero el gerente-traqueto
no apareció y pensé que ese iba a ser mi precio por un beso. Algo hermoso de contar, pensé.
Yo debía tomarme una buseta hasta Cartagena que me saldría unos 40 mil pesos si me dejaban
en el aeropuerto y unos 30 mil si me dejaban en la ciudad, tenía ese dinero y un poco más en
mi bolsillo. Tranquilo, pensé, Pablo, no pasa nada. Luego arreglas las cosas en Bogotá.
Fui llevado por Alejandra a la parada de la buseta, a la vera de la ruta. Terminábamos
de acordar el precio con el dueño del vehículo cuando apareció el gerente-traqueto. No dijo ni
buen día, tan solo se paro frente a mí y saco un fajazo de dinero en sencillo o sencilla, como
dicen allá.
--Vengo a pagarle –dijo, y comenzó a poner la plata en la palma de mi mano. Billetes
de 20 mil o 50 mil, no recuerdo, pero eran muchos billetes. Ponía el dinero en mi mano y
recitaba el número mientras yo apretaba el montón con mi otra mano y miraba paranoico hacia
todos lados. El tipo me estaba entregando, yo lo sabía, Alejandra lo sabía, el mismo lo sabía y
muy bien. Terminó de pagarme y me pidió que firme el recibo.
--Que te lo firme tu madre –le dije, y me subí al vehículo.

19
Salude a Alejandra desde la ventanilla
--Ten cuidado, Pablo –dijo ella—no baje a comprar nada, no salgas de acá hasta llegar
a Cartagena
--Tranquila, amiga –dije yo, mire buscando al cabrón pero ya se había ido.

El viaje por la ruta fue de lo más extraño, si bien eran tiempos en que los paramilitares
estaban bastante calmados no era conveniente que nos agarrara la noche en pleno camino. El
chofer iba muy rápido y subió gente hasta en donde no debía. Por ejemplo, la mitad del viaje la
hicimos con dos muchachos sentados en el baúl con la tapa del baúl abierta y las piernas de
ellos colgando para afuera. Cobraba demás a la gente y la gente protestaba pero subía igual: no
le quedaba otra
En la radio sonaba el discurso evidentemente derechoso de un pastor evangelista, porque
hablaba de paz a la vez que repudiaba a las FARCS de manera abierta y literal. Una señora y
su bellísima hija veinteañera iban sentadas a mi lado. Morenas las dos, de unos ojos verdes
claro como las esmeraldas más puras.
--Un asco de paraco el pastor este –susurré
-Shh, mi´jito –dijo la mujer—no diga nada, el silencio es lo mejor por estos lados.
Sonreí. En un momento, andaríamos por la hora y media de viaje, el conductor paro en
un puesto de algún lugar que no recuerdo donde se vendían comidas típicas de calle bebidas y
otras cosas.
--No baje –dijo la mujer—y mucho menos meta la mano en el bolsillo con ese montos
de platica, muchacho, yo acá tengo comida y bebida y con gusto la vamos a compartir con Ud.
La mujer me miro a los ojos, su hija me miraba disimuladamente.
--A ella le encantan los argentinos –dijo la mujer y la muchacha se sonrojo—ahorita
mismo se me casa con uno.
Dicho esto ya casi todo el mundo estaba de vuelta en la buseta. Arrancamos y la mujer
desplegó sobre su faldea una mantelito blanco con bordado de pétalos de rosas rojos y rosados.
Abrió una lanchera y pude ver dentro de la misma cuatro paquetitos redondos de papel de
aluminio.
--Tome una, muchacho –me dijo ella extendiéndome una servilleta de papel—aun están
calienticas.
Tome, desenvolví y devore una de las mas deliciosas arepas de huevo que jamás haya
probado ser en la tierra.

20
--Una comida perfecta –dije al terminar cuando ella no había llegado a la mitad de la
suya
--Es que Ud. carga con hambre, muchacho –dijo la señora y su hija tuvo un pequeño
estertor de risa que reprimió inmediatamente--. Compórtate niña –la reprendió sutilmente ella
y luego me ofreció la cuarta arepa-. Coma muchacho –dijo.
--Señora, voy a parecer abusivo si tomo otra, al fin y al cabo era dos para cada una y ya
les saque bastante.
La mujer estaba sirviendo un vaso de arreglado, ese jugo con mucha agua que toman los
pobres en la costa del Caribe. Me lo ofrecido y lo bebí sin más, tenía la arepa a medio bajar por
apurado. El leve sabor del lulo me refresco la garganta y me cayó de maravilla.
--En mi país se le sirve doble al hombre de la casa –dijo la mujer.
La mire a los ojos. Por supuesto que yo no era el hombre de la casa, ni de la mía y mucho
menos de la suya. Los ojos verdes de esa cartagenera, nacida y criada en el barrio Nelson
Mandela, pobre, pobrísima, pero que me daba ya la arepa como pan de comunión desenvuelta
del aluminio y sosteniéndola desde una servilleta de papel, que ya guardaba los desperdicios
prolijamente en una bolsa que evidentemente había traído para tal fin, que había empezado a
canturrear una vieja cumbia o un viejo ballenato, que iba tan prolijamente vestida y que no
había ensuciado sus manos ni un mínimo, ni su ropa clara de lino, y había comido con modales
impecables peses a los sacudones del camino y del chofer.
Miré a la mujer y sentí que todo era verdadero en ella y rogué para mis adentros que el
argentino que se llevara a la hija la cuidara mucho, la quisiera de verdad, la amara de verdad.
Por supuesto que se me cruzó por la cabeza ofrecerle un dinero por el almuerzo y por supuesto
que no lo hice. Siempre se me cruza por la cabeza una estupidez, pero hace tiempo ya que
pienso un poco las cosas antes de decirlas. No todas las veces, más vale, pero si la mayor parte
de las veces, sobre todo si no hay ninguna pasión en juego.
Al llegar a Cartagena de indias nos intercambiamos nombres y teléfonos. Recién ahí
Carmen me dijo que fuera a visitarla algún día y ya la visite dos veces desde aquella vez. La
hija tenía un nombre extraño pero de uso muy común en la costa colombiana: Usnavi.
Misteriosamente inspirado en los arribos de barcos de guerra gringos. U.S. Navy. Increíble pero
decididamente simpático.
--Cuídese, muchacho, y que lo lleven al aeropuerto en esta misma buseta –se despidió
la mujer, a su hija jamás le llegue a conocer el tono de voz.

21
Cuando ya nadie quedaba en el vehículo el conductor me dijo que me bajara, que había
terminado el recorrido. Le dije que habíamos acordado hasta el aeropuerto y me dijo que un
taxi, que corría por cuenta y orden de él, me iba a llevar. El taxi estaba parado al lado y el
conductor fumaba nervioso a través de la ventanilla baja.
--No se preocupe –dije—me voy por mi cuenta.
Yo había separado los 40 mil pesos colombianos en un momento del viaje, los tenía
aparte, en el bolsillo trasero del pantalón. Los saqué.
--Son 120 mil –dijo el chofer.
--Acordamos 40 mil –dije.
--De pronto aumentó –dijo el chofer.
Le dije que no había problemas y que no quería problemas. Bajé, saqué tironeando como
pude los billetes y le di 150 mil. El centro de Cartagena era un hormiguero de gente y no quería
que me vieran sacar un fajo, más vale.
--No tengo sencilla me apuró el tipo --y le dije que se quedara con el vuelto.
Fui a la parte trasera para buscar mi equipaje y cuando me agache para tomar la mochila
alguien, supongo el chofer, me empujo adentro de la baulera. Caí de costado y cuando quisieron
meterme las piernas alcancé a patear a alguien. Quise gritar pero no me salió la voz. Vi
claramente al chofer que cerraba la tapa del baúl con violencia y casi me parte la pierna
izquierda a la altura de la canilla: la marca del pedazo de carne que me arrancó la tengo como
el tatuaje de aquel nefasto momento. Se amontonó gente y mi voz de pronto volvió. Grite
“auxilio” con todas mis fuerzas. Salí de la buseta y ni el conductor ni el taxi estaban. Me tiré al
piso porque el dolor en la canilla era tremendo y sangraba abundantemente. No recuerdo bien
lo demás hasta la estancia breve en el hospital de Cartagena. Si a un policía negro, alto, altísimo
se me hace, que fue el que me auxilio y se encargó de todo. Se llamaba Wilson Medina, también
del barrio Nelson Mandela.
La policía me consiguió hotel y la ministra de cultura me cambió el vuelo a Bogotá.
Alejandra Mogollón, muy apenada cuando le conté la noticia, pensó hasta en venir a auxiliarme
pero yo le dije que ya el shock había pasado y que esperaba en una rueda de sospechosos
reconocer al chofer de la buseta.
--Al que habría que encarcelar es al estúpido este que te pago a la vista de todo el mundo
–dijo ella. Pero eso ya no importaba.
--No sirve de nada, Ale –le dije.

22
En la ronda reconocí al chofer y dejé asentada claramente la denuncia de los hechos. –
No se quede con esta sola imagen de Colombia –me dijo Wilson Medina y le aseguré que no.
--No se preocupe, en esta tierra me alimentaron física y espiritualmente, jamás me
llevaría un mal recuerdo de Colombia, ¿sabe?, en esa misma buseta me hicieron sentir por
primera vez en la vida, el hombre de la casa.
Supongo que Wilson no entendió porque tan solo me preguntó si me había gustado la
comida.
--Claro que me gustó –dije. –Arepas de huevo caseras son la comida perfecta.

Me dio un formulario a llenar. Los ojos de Carmen y sus consejos se me mezclaron con
los estertores de la risa reprimida de su hija. Donde el formulario decía “familiares o conocidos
en Colombia” me invente una relación y, usando los tres nombres de las tres personas que me
habían cuidado en esos días, derrotó para siempre el recuerdo de la violencia: “Usnavi Hollman
Mogollón” puse, relación: “Novia".
Suspire y seguí llenando el formulario. Dejé para lo último el lugar donde decía
“Profesión” y aunque me dijeron que no hacía falta aclararla, puse “escritor” y luego agregue
“de las arepas de huevo”
Sonreí y entregue el formulario.
--Usnavi es novia de otro argentino –dije--, ojalá yo tuviera esa suerte.
La verdad es que muchas veces la tengo, pero suelo desperdiciarla, aunque esta vez salí
vivo para contar que lejos de ser esta la historia del día en el cual casi me secuestran, es la
historia del día en que me convertí en el escritor que soy: escritor de las arepas de huevo.

23
La muda cadencia de mi alma Eva

Cada día en los que nada estoy escribiendo me levanto con el deseo fósil de escribir.
Deseo fósil, digo, porque es eso: una marca de un deseo que parece haber vivido ayer impresa
en la carne petrificada del paisaje rocoso y quieto en el que habita mi alma. Sé que es deseo
porque aún pica, o recuerda el (o trae el recuerdo del) picor que supo ser. Y sé, sin problemas,
que es de escribir, porque el picor es en la punta de los dedos y en la mudez de la garganta.
Es una trampa, más vale: una trampa de mi tendencia natural a quedarme quieto lo que
me hace ver muerto algo que sé que late como una brasa encendida bajo una montaña de ceniza.
Pero como no escribo no puedo saltar esa: mi propia muralla. No puedo soplar el viento que
abriría la ceniza y le daría oxígeno a la brasa, que la haría arder, como ayer (como anoche, diría
Sarlanga). Entonces, si es de mañana, contesto mensajes, escribo en facebook o llamo por
teléfono, y dejo que pasen las horas lánguidamente a la espera de que llegue la tarde y que ella
renueve la tranquilidad. Esa que casi siempre logré cuando el sol termina de caer, esa que
necesito (o creo necesitar) para escribir. La tarde avanza, y todas esas cosas prácticas que hice
tan sólo han contribuido a agrandar el espacio de mi desesperación. La calma ni asoma y yo,
confundido, no sé qué hacer, porque en lo único que pienso es en que, seguro, me ha quedado
algo por hacer. Espero, pienso (cosas prácticas, que no es pensar), me levanto, voy y vengo de
la silla a la heladera y veo como la tarde destiñe noche azul en la ventana de mi estudio sin pena
ni gloria, sin una frase en mi cuaderno, quiero decir. Suspiro, generalmente fuerte y quejoso, y
lo único que se me ocurre es encender el televisor. Lo enciendo y repaso los canales una y otra
vez. Como chocolates, pienso obscenidades, me hago café o mate, tomo cerveza y vuelvo a los
mails, a las búsquedas, a la más entregada distracción. Pero esta vez, con el televisor encendido.
Ni leyendo estás, me digo y siento entonces que soy un vago, un lumpen, que no hago bien mi
trabajo. Que ni siquiera lo hago mal. NO LO HAGO. Y viene la culpa, y la culpa se agranda
porque, cuando estoy culposo, ni siquiera hago hago el intento de salirme del lugar. Y el lugar
de victima da más culpa que se agranda porque…. Y chau Carlitos, me derrumbo en la cama
días y días y días y días. Meses me derrumbo. La máquina, o la birome y el cuaderno: bien
gracias, ahí, enterrados entre el centenar de cosas ajenas al verdadero trabajo que invaden mi
mesa de trabajo. Y en el aire desesperanza me consume y me sepulta bajo las sábanas, me cubre
de angustia y trae a la muerte a sentarse a mi lado.
Acá ya estoy para el tiro del final.

24
Entonces hay una instancia, en mi caso mística, que pueden reemplazar por Fuerza de
Voluntad, si ustedes la tuvieran, yo no la tengo. Rezo un poco, un rato un día, otro rato otro día.
Leo medio poema, esta vez fue Pasolini. Y de golpe, computadora, radio, Tv, mundo exterior,
todo me aturde, y desenchufo mi casa. A los tirones con los cables. Apago todo y me obligo a
buscar la solución.
Me propongo pensar enserio y, por supuesto, agarro el cuadernito y un lápiz (al más alta
y confiable tecnología humana). No escribo, hago un dibujito onda Rep pero como el orto. Me
digo: Esto lo conozco, me conozco en este estado. A ver… ¿Qué es todo esto? A ver… Hay
“esto” porque no no estoy escribiendo, eso es claro. ¿Eso es claro? Claro las pelotas. ¿Hay
“esto” porque no no estoy escribiendo? A ver… No, lo claro es lo contrario, o al menos lo más
claro. Y entonces escribo en mi cuaderno, abajo del dibujito: NO ESTOY ESCRIBIENDO
PORQUE HAY (por culpa de) “ESTO”. Y listo. Llevo meses así y recién ahora se me ocurre
invertir factores. ¿Y por qué se me ocurre? ¿Qué pasó diferente hoy a todos los otros días?
Justamente, me puse a escribir sobre el problema.
Y dejo el cuaderno y salto dos mil años en el tiempo para montar mi máquina de escribir:
mi máquina del tiempo. Tecleo la frase que anoté en el cuaderno y, se los juro, ya puedo sentir
una muda cadencia de algo que nace. Y llega el primer alivio moral, y me escribo: “puedo
afirmar que estoy en crisis”. Je. Un boludo profesional. Y si afirmar eso me llevó meses no
importa, porque llegué a algo bueno, a una verdad escrita e irrefutable. Es mía, la tengo escrita
en mi papel, con mi máquina. Mía, y no me importa lo que me lleve llegar a algo si es algo
bueno. Yo, al menos yo, no quiero ser el más inteligente de la cuadra. Yo quiero escribir, soltar
amarras y volar hacia donde sea, porque el piso me tiene podrido, me pudre, me tiene de cama.
Y yo vuelo escribiendo, como ustedes, como todos los que escribimos. Esto no se mide con los
parámetros de la economía capitalista. Porque nadie me dijo “estás en crisis, papá”, y si me lo
dijeron no los escuché, porque no sirve que te lo digan, porque no puede ser escuchado de afuera
hacia adentro, esto se tiene que parir (disculpen el lugar común, pero es eso). Y si el embarazo
vino con reposo, bueno, mala leche. Y entonces la escritura de hoy justifica la caída de ayer y
los días de cama también han ayudado mucho a llegar a esta conclusión. Mi conclusión,
entiendo, es más del cuerpo que del alma, y mucho, mucho, mucho más del cuerpo que de la
mente. Cero mente. Hastiado de cama, hastiado de picaduras de mosquitos y supersaturado de
hidratos de carbono y vino mi cuerpo rechaza la cama, se para con piernas temblorosas y se
mira con asco al espejo y se dice: qué tipo tan triste. Y parecería ser, si se lo mira desde afuera,
que se acabó el jet lag de mi burguesía literaria de “putito escritor editado” y por fin me voy a
poner a trabajar, otra vez, en lo profundo de mi alma. Minería como Dios (o el gobernador

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Gioja) manda. Con Cianuro, mercurio, dinamita, exterminio de pueblos y flora y fauna
originaria, etc. etc. etc. “A full, papá”, debería pensar, quien lo mira de afuera, que yo voy a
decirme a los gritos frente al espejo. Pero no, a mí, ya sabiéndolo todo, se me ocurre otra cosa;
la salud. Anotarme en un gimnasio (mañana), salir a correr por Agronomía (mañana) poner al
día la obra social en vez de gastar la guita en porquerías (el mes que viene). Dejar la carne y
empezar a comer sano. Eso se me ocurre, porque detrás de mi cuerpo habita Atea, mi mente.
Yo le puse ese nombre a mi cabeza porque es la Anti Fe. Dueña de sí misma vive, como toda
mente, adentro de los laberintos de mi cerebro: ese intestino eléctrico que produce más mierda
que todas mis tripas juntas y que, no sé cómo se las arregla (se ve que es muy ingenioso) goza
del mayor de los respetos. Atea, mi mente, tiene cerebro y tiene la capacidad de la palabra.
Entonces ella dice que su cerebro (el mío) es el órgano por excelencia: y que a diferencia de la
tripa gorda no suelta flatulencias, no, tan sólo tiene “lapsus”. Que no se equivoca como las
manos y las piernas, “experimenta y aprende” No siente amor ni odio, ni dolor ni alivio, como
el patético Cuore. Calcula y determina según las circunstancias. Es el cerebro de un escritor!
Puro neocórtex Lacaniano que más allá de la teoría sexual, ya que es sólo eso, una teoría, no
se conecta mucho con lo que hay de la cintura para abajo. No discrimina, ojo, pero sospecha,
íntimamente, que su cuerpo es inferior a él. Porque el cerebro elige perfumes caros o vinos
buenos, y el cuerpo los convierte siempre en el mismo sudor, o la misma orina. Y ni hablar del
sushi o el salmón, siempre terminan siendo mierda, la misma mierda que chorrea y cae y se va
antes de que alguien se pueda dar cuenta.

Fragmento de Devolución
Lo peor de tu texto, es el excesivo control que tenés. El control es artificio. El peor
artificio, porque la literatura es artificio. Me refiero al control de lo que voy a decir, desde dónde
lo voy a decir y hasta dónde lo voy a decir. No digo el control del lenguaje, que después lo logro
corrigiendo.
Escribir no es domar un caballo. Escribir es más parecido a soltar un caballo desbocado,
que se largue al galope e ir adelante abriéndole campo para que siga hasta donde pueda. Hasta
que se caiga muerto. El primer borrador tiene que ser eso.
No le voy a poner un lazo, un corralito: deja de ser un caballo desbocado, no sabés
cuánto hubiera recorrido hasta caerse muerto. Es algo también cultural. No sabés cuándo se va
a terminar, a eso me refiero.

26
Sin embargo, fijate que todo el tiempo querés hablar del fin de las cosas. Todas las
situaciones que vos ponés están puestas para que terminar algo. Parece como si tuvieras
agorafobia, como si tuvieras fobia de que las cosas se vuelvan la pampa. La grandilocuencia es
una manifestación del miedo: al futuro, a todo. Sí, se va a terminar. “Ah, yo digo cuándo se va
a terminar”, no. No sabés cuándo se va a terminar. Puede ser hoy, puede ser en cualquier
momento. A eso me refiero: a que el horizonte sea inalcanzable.
“Fracasó el matrimonio”, ¿por qué fracasó? “Se detuvo el mundo”, es algo que dice todo
el mundo. No cuestionás esas cosas que dice la gente todo el tiempo, el pensamiento
hegemónico.

27
Juan Carlos Onetti
El decálogo

I.
No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II.
No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Este solo se asusta cuando le amenazan el
bolsillo.

III.
No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

IV.
No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o
esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V.
No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre
para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI.
No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII.
No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando
asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII.
No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

IX.
No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

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X.
Mientan siempre.

XI.
No olviden que Hemingway escribió: “Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela,
que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer.”

29
Bernardo Jobson por Isidoro Blastein
(Entrevista de Cristina Fernández Barragán para la revista Maniático Textual)

«Sí, su forma natural de hablar con los amigos era al vesre, era como su lengua
materna, y yo creo que todo Bernardo fue un tipo al revés. Si vos lo veías, medía casi
dos metros, un hombrón: era al revés porque no se correspondía con su alma, tenía un
alma de niño. Un día viene a la librería de San Juan y Boedo —venía casi todas las tardes
a tomar café— contentísimo. “¿Sabés? La vieja me va a regalar una máquina de
escribir”. A todo esto él ya tendría más o menos cincuenta años. Como un chico. Yo
creo que él no aguantó la presión del mundo, como que le hubiera fallad o el planeta. En
realidad, lo que nos pasa a todos. Uno aguanta la estupidez humana, todo lo que le rodea,
los fastidios de esta vida idiota, con una esperanza, que diariamente tenés que renovar.
Y bueno, a veces a Bernardo le fallaba la esperanza. Era una especie de alcázar con los
puentes rotos. Él no podía salir al mundo ni tampoco a vos te hubiera resultado fácil
llegar a él. No era ni tan simple como él pretendía mostrarse, ni tan complejo como la
gente podía creer. Era un aristotélico término medio ba stante triste y muy divertido. Su
prosa es realmente una hermosa prosa. Yo creo que Jobson era un humorista porque
tenía la tristeza elemental. Era un humorista, y después un escritor. No hay escritor más
o menos bueno que no practique el humor, si no, no es un escritor. Según mi teoría de
que el humor es la penúltima etapa de la desesperación, yo creo que Bernardo pasó la
penúltima etapa. Entonces se murió.
«Yo me enteré de la muerte de Bernardo... fíjate que por eso yo no pude sentarme
a escribir esto, porque todavía me sigue conmoviendo el dolor. Te cuento cómo fue la
cosa: 1987, yo había estado un tiempo fuera del país, me llaman de Clarín para una idea:
buscar a alguien, hombre o mujer, para hacer una nota sobre los sesenta, veinte años
atrás, toda esa época. Yo pensé, llamo a u hombre, porque si llamo a una mujer, me va
a decir “¿y ahora te acordás, desgraciado?”. Entonces se me ocurrió llevarlo a Castillo .
La nota la hicimos en el Tortoni. Cuando terminamos, Abelardo dice: “... y cuando murió
Jobson”. Entonces yo lo miré. Lo habré mirado de tal forma que Castillo quiso cambiar
de tema porque habrá adivinado que to no sabía nada. Todavía no lo puedo asimila r;
todos sabían que había muerto, menos yo.
«Qué más te puedo decir. Jobson era además muy burrero, pero muy burrero. Yo
también fui burrero, otro día te cuento por qué dejé de serlo. Él tenía esa fina delicadeza
de los burreros. Vos sabés que en el hipódromo jamás vas a escuchar una mala palabra,
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podés ir tranquila a la popular, cualquier mujer puede ir; hay mujeres burreras, además.
Ahí a lo sumo alguien puede decir, “no diga boludeces... señor”. Bueno, había
justamente un señor que era el Dr. Omar E. Bassi y tenía un haras. Bassi era muy
tanguero y todos sus caballos tenían nombres de tango: “Verano porteño”, “Por la pinta”,
“Percal”. Un día lo tuvimos que ir a ver a Bassi con Jobson; Bernardo acababa de cobrar
su primer sueldo en la agencia de publicidad. La cosa es que Bassi se pone a hablar de
un caballo, “Tema Otoñal”, como si estuviera hablando de un hijo, y yo le veía la cara
a Jobson, que aunque no decía nada yo sabía lo que estaba pensando, y me empecé a
poner muy nervioso. El tipo dale y dale, seguía alabando a “Tema Otoñal”. Yo le hacía
señas con la cara para que cambiara de tema, pero mis señas debieron ser como las del
penado catorce, porque el tipo entendió al revés y seguía cada vez más entusiasta .Lo
que yo sabía, y Bassi no, era que Bernardo se iba a jugar lo que tenía y lo que no tenía.
Cosa que efectivamente ocurrió. El caballo perdió, naturalmente. Todavía está
corriendo. Lo notable fue que lo tuvimos que ir a ver a la semana siguiente y Bassi se
puso a explicar por qué “Tema Otoñal” había perdido la carrera. Jobson soportó toda la
explicación del hombre sin decir palabra, con esa elegancia característica del burrero.
Jamás le dijo que había apostado a su caballo y que se había fundido.
«Era gente de antes. Vos sabés que hoy la amistad no existe, se traiciona, se
miente. Nosotros, cuando éramos chicos, nos dábamos la mano y decíamos “de palabra”,
porque se lo escuchábamos decir a los mayores. Él era así, como la gente de antes.
Jobson era un muchacho de antes... que no pudo con la desesper ación.»

31
Anton Chéjov

Consejos para escritores

Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos
roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.

Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso,
cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos
son los relatos que escribo.

Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.

No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del
talento.

Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.

Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece
lo bastante breve.

Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos
subjetivos que faltan al cuento.

Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.

32
Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces
lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela
medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel;
que el trabajo sea minucioso, elaborado.

Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad


absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5)
audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.

Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu
cabeza está cansada.

Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede
mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios,
pero en el arte no se puede mentir.

Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más
insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo
mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se
desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes
están vivos y de que no pecas contra la realidad.

Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.

No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo
los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es
posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en

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nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni
siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias
entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -
sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

34
Ernest Hemingway

 Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés
vigoroso. Sé positivo, no negativo.

 La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.


 Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como “espléndido, grande,
magnífico, suntuoso”.

 Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las
cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.

 Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé
a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te
localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte.
Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar
sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte
sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.

 Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras,
y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de
Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a
partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a
veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se
quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo
estar solos en sus creencias…

 A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el
ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible
escribirlos.

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 Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento
personal o impersonal.

36
Raymond Carver
Escribir

Hacia a mediados de los años sesenta descubrí que tenía dificultades para
concentrarme en la narrativa larga. Durante un tiempo tuve tropiezos tanto para leerla
como para escribirla. Mi capacidad de atención me había abandonado; ya no tenía la
paciencia para tratar de escribir novelas. Es una historia muy enredada, demasiado
tediosa para examinarla aquí. Pero sé que tiene mucho que ver con el porqué escribo
poemas y cuentos cortos. Entre, salga. No se demore. Siga adelante. Puede ser que
hubiera perdido mis grandes ambiciones pro ese mismo tiempo, cuando llegaba a los
treinta años. Si así fue, pienso que fue algo bueno. La ambición y un poco de suerte son
cosas buenas para un escritor. Demasiada ambición y mala suerte, o falta total de suerte,
pueden ser letales. Tiene que haber talento.
Algunos escritores tienen abundancia de talento; no conozco a ningún escritor
que carezca de él. Pero una manera única y exacta de mirar las cosas, y encontrar el
contexto apropiado para expresar esa manera de ver, eso es ot ra cosa. El mundo según
Garp es, por supuesto, el mundo maravilloso según John Irving. Hay otro mundo según
Fannery O’Connor, y otros según William Faulkner y Ernest Hemingway. Hay mundos
según Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia O zick, Donald
Barthelme, Mary Robinson, William Kittredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin. Cada
gran escritor, incluso cada escritor muy bueno, rehace el mundo de acuerdo a sus
especificaciones.
Esto de lo que estoy hablando se relaciona con el estilo, per o no es el solo estilo.
Es la firma particular e inconfundible del escritor en todo lo que escribe. Es el mundo
suyo y de nadie más. Es una de las cosas que distingue a un escritor de otro. No el
talento. Éste abunda. Pero el escritor que tiene una manera especial de mirar las cosas y
que le da una expresión artística a esa manera, ese escritor va a durar.
Isak Dinesen decía que escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin
desesperar. Algún día voy a poner eso en una tarjeta de 8x12 y lo voy a pega r en la pared
al lado de mi escritorio. Tengo ya algunas tarjetas en la pared. “La exactitud fundamental
del aserto es la única moralidad de escribirlo.” Ezra Pound. De ninguna manera es todo,
pero si un escritor tiene “la exactitud fundamental del aserto” por lo menos va por el
buen camino.

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Tengo una tarjeta con este trozo de una oración de un cuento de Chéjov: “... Y de
pronto todo se volvió claro para él.” Creo que esas palabras están repletas de prodigio y
de posibilidad. Amo su simple claridad, y el atisbo de revelación implícito. Está también
el misterio. ¿Qué es lo que antes no estaba claro? ¿Por qué sólo ahora ha comenzado a
estar claro? ¿Qué sucedió? Y sobre todo: ahora, ¿qué? Hay consecuencias como
resultado de esos súbitos despertares. Siento un agudo alivio —y anticipación.
Le oí decir al escritor Geoffrey Wolff: “Nada de trucos baratos” a un grupo de
estudiantes para escritores. También quedaría bien en una tarjeta. Yo lo corregiría un
poco y dejaría “Nada de trucos”. Punto. Detesto los trucos. Al primer signo de un truco
o de una artimaña en una obra de ficción, un truco barato o incluso un truco elaborado,
corro a esconderme. Los trucos son en últimas aburridos, y yo me a burro fácilmente, lo
que quizá tenga que ver con mi escasa capacidad de atención. Pero la escritura
demasiado ingeniosa, o incluso la escritura puramente necia me ponen a dormir. Los
escritores no necesitan trucos ni artimañas, ni siquiera tienen por qué ser los chicos más
inteligentes de la cuadra. A riesgo de parecer tonto, un escritor necesita a veces tan sólo
presenciar con la boca abierta esta cosa o la otra —un atardecer o un zapato viejo— en
puro y absoluto asombro.
Hace unos meses en The New York Times Book Review, John Barth decía que hace
diez años la mayoría de los estudiantes en su seminario de escritura literaria estaban
interesados en la “innovación formal” pero parece que ya no es así. Le preocupa un poco
que los escritores comiencen a escribir novelas de papá y mamá en los años 80. Le
inquieta que la experimentación pueda estar de retirada, junto con el liberalismo. Me
pongo un poco nervioso si oigo a mi alrededor discusiones sombrías sobre la
“innovación formal” en la escritura literaria. Con demasiada frecuencia la
“experimentación” es una licencia para ser descuidado, majadero o imitativo en la
escritura. Peor aún, una licencia para tratar con brutalidad o alienar al lector. Demasiado
a menudo esa escritura no nos da noticias del mundo, o bien describe un paisaje desierto
y eso es todo —unas cuantas dunas y unas cuantas lagartijas aquí y allá, pero nada de
gente; un sitio deshabitado por algo que pudiera reconocerse como humano, un sitio de
interés sólo para unos cuantos especialistas científicos.
Deben anotarse que el verdadero experimento en literatura es original, duro de
obtener y motivo de regocijo. Pero la manera que tiene alguien de ver las cosas —la de
Barthelme, por ejemplo— no debe ser buscada por otros escritores. No funcionaría. No
hay sino un Barthelme, y para otro escritor el tratar de apropiarse de la peculiar

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sensibilidad de Barthelme o de su mise en scéne con el pretexto de la innovación es para
ese escritor empantanarse con el caos y el desastre y, peor aún, con el autoengañ o. Los
reales experimentadores tienen que Volverlo Nuevo, como lo urgía Pound, y en el
proceso tienen que encontrar las cosas pro sí mismos. Pero si los escritores no han
perdido el sentido también quieren permanecer en contacto con nosotros, quieren lleva r
noticias de su mundo al nuestro.
Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes
y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirle a esas cosas
—una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, un arete de mujer— un poder inmenso,
incluso perturbador. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocua y producir un
escalofrío en la espina dorsal del lector —el origen del placer artístico, como querría
Nabokov. Ese es el tipo de escritura que más me interesa. Detesto la escritura desmañada
o azarosa, ya desfile con la bandera de la experimentación o ya se trate tan sólo de
realismo torpemente reproducido. En el maravilloso cuento de Isasac Babel Guy de
Maupassant, el narrador dice lo siguiente sobre la escritura literaria: “Ningún hierro
puede penetrar el corazón con tanta fuerza como un punto colocado en el sitio preciso.”.
Esto también debería estar en una tarjeta.
Evan Connell dijo una vez que sabía que había concluido un cuento cuando se
descubría repasándolo y quitándole comas y luego volviendo a recorrerlo y poniéndole
comas en los mismos lugares. Me gusta esa manera de trabajar en algo. Respeto ese tipo
de cuidado con lo que se está haciendo. Es todo cuanto tenemos finalmente, las palabras,
y es mejor que sean las apropiadas, con la puntuación en los lugares correctos para que
puedan decir mejor lo que están destinadas a decir. Si las palabras están cargadas con
las emociones irrefrenadas del escritor, o si son imprecisas e inarticuladas por al guna
otra razón —si las palabras de alguna manera son confusas—, los ojos del lector se
deslizarán sobre ellas y no se logrará nada. Sencillamente, no queda comprometido el
sentido artístico del lector .Henry James llamaba a este tipo de escritura desdicha da de
“especificación débil”.
Tengo amigos que me han dicho que tuvieron que apresurarse con un libro porque
necesitaban el dinero, porque el editor o su esposa contaban con ellos o pensaban
dejarlos —cualquier cosa, cualquier excusa por no haber escrito bien. “Habría escrito
mejor si hubiera tenido tiempo.” Quedé estupefacto cuando le oí decir eso a un amigo
novelista. Sigo estándolo, cuando pienso en ello, cosa que no hago. No es asunto mío.
Pero si uno no puede escribir tan bien como está a su alcance hacerlo, ¿para qué escribir?

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Al final, la satisfacción de haber hecho lo mejor, y la prueba de ese esfuerzo, es lo único
que podemos llevarnos a la tumba. Quería decirle a mi amigo: por Dios, haz otra cosa.
Debe haber maneras más fáciles y quizás más honradas de tratar de ganarse la vida. O
hazlo con lo mejor de tus capacidades, de tus talentos, y entonces no te justifiques ni te
disculpes. No te quejes, no des explicaciones.
En un en ensayo titulado muy sencillamente Sobre escribir cuentos, Flannery
O’Connor habla de la escritura como un acto de descubrimiento. O’Connor dice que casi
nunca sabía para dónde iba cuando se sentaba a escribir un cuento. Dice que duda de
que muchos escritores supieran a dónde iban cuando comenzaban algo.
Utiliza Buena gente del campo como ejemplo de cómo armó un cuento cuyo final
no podía ni siquiera sospechar hasta que se estaba acercando a él:

Cuando empecé a escribir ese cuento no sabía que iba a haber en él una doctora
con una pierna de madera. Tan sólo me encontré una maña na escribiendo una
descripción de dos mujeres a las que medio conocía, y antes de darme cuenta
había aperado a una de ellas con una hija y una pierna de madera. Introduje el
vendedor de Biblias, pero no tenía idea de lo que iba a hacer con él. No sabía que
iba a robarse la pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que lo hiciera,
y cuando me di cuenta de que iba a suceder eso comprendí que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos años me turbó que ella, o que cualquier otra persona,
escribiera cuentos de esa manera. Pensaba que este era mi difícil secreto, y me sentía
incómodo con él. Pensaba que esa manera de escribir un cuento de cierta forma revelaba
mis propias limitaciones. Recuerdo que me sentí enormemente alentado al leer lo que
ella decía sobre el tema.
Una vez me senté a escribir lo que resultó ser un cuento bastante bueno, aunque
sólo la primera frase del relato se me había presentado cuando comencé. Durante varios
días había andado con la frase en la cabeza: “Estaba pasando la aspirad ora cuando sonó
el teléfono.” Sabía que ahí había un cuento y que había que contarlo. Sentía en mis
huesos que es comienzo le correspondía un cuento, si sólo tuviera tiempo de escribirlo.
Encontré el tiempo, un día entero —doce horas, quizás quince—, si quería utilizarlo. Lo
hice, y me senté en la mañana y escribí la primera frase, y no tardaron en agregarse otras
frases. Hice el cuento tal como hubiera hecho un poema; una línea y luego la siguiente,

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y la siguiente. No tardé en ver un cuento, y supe que era mi cuento, el que había deseado
escribir.
Me agrada cuando en los cuentos hay algún sentimiento de riesgo o una atmósfera
de amenaza. Creo que en un cuento está muy bien un poco de amenaza. Para empezar,
es bueno para la circulación. Tiene que haber tensión,. El sentimiento de que hay algo
inminente, de que ciertas cosas se mueven ineluctablemente o si no, muy a menudo,
sencillamente no hay cuento. Lo que crea la tensión en un escrito literario es en parte la
manera como las palabras concretas se enlazan para conformar la visible del cuento.
Pero son también las cosas que se dejan por fuera, las que están implícitas, el paisaje de
detrás de la lisa pero a veces quebrada y precaria superficie de las cosas.
La definición de V. S. Pritchett de un cuento es “algo atisbado con el rabillo del
ojo, al pasar”. Nótese la parte de “atisbar” en esto. Primero el atisbo. Luego el atisbo
que cobra vida, que se convierte en algo que ilumina el momento y que tal vez, si
tenemos suerte —otra vez esta palabra—, podrá tener consecuencias y significado de
más largo alcance. La tarea del cuentista es investir el atisbo con todas sus capacidades.
Aportará su inteligencia y su pericia literaria (a su talento), su sentido de la proporción
y su sentido de la pertinencia de las cosas: de cómo las cosas están allí realmente y de
cómo ve esas cosas —como nadie más las ve. Y esto se hace mediante el uso de un
lenguaje claro y específico, un lenguaje usado para darle vida a los detalles que
iluminarán el cuento para el lector. Porque para que los detalles sean concretos y
transmitan significado, el lenguaje tiene que ser exacto y usado con precisión. Las
palabras podrán ser tan precisas que suenen opacas, pero de todas maneras significan; si
se las usa con cuidado pueden producir todas las notas.

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Moverse hacia la ternura (por Pablo Ramos)
Sobre Raymond Carver

Si podemos hablar ¿por qué entonces escribir? ¿Qué sentido tiene hacerlo? ¿Qué es, en
definitiva, lo que una persona que escribe habitualmente, o sea, un escritor, persigue al sentarse
horas y horas frente a una máquina de escribir? ¿Dinero, fama, gloria? No creo, eso es para
pocos, y en todo caso eso viene después.
¿Qué es lo que descubre un escritor cuando descubre que va a ser escritor? ¿Qué nombre
propio le puso a ese sentimiento que tiene atornillado a la glotis? Ese que, al mismo tiempo de
ser descubierto, promete una herramienta para la extirpación y susurra al oído que, pase lo que
pase, digan lo que digan (tus ex mujeres, tus ex suegras, tu propia madre, tu propio padre, tus
hijos) tenés que escribir, tenés que escribir, tenés que escribir. Ese sentimiento es la impotencia.
De la impotencia, de la imposibilidad de comunicarse con el mundo y en especial con
el mundo cercano, con esos seres queridos que si no se están yendo su permanencia en nuestras
vidas pende de un hilo. Del terror que sentimos frente a la inminente ruptura de ese hilo, y de
la impotencia, también, que nos genera ese terror porque pese a amar, pese a necesitar, pese a
ser necesitados no somos capaces ni siquiera de saber “de qué hablamos cuando hablamos de
amor”, de ahí: de lugares como ese, viene Carver.
De antes de ser escritor, de mucho antes de ser alguien que quiera expresarse en
términos poéticos. Carver viene del dolor y el asombro frente al dolor, de la desolación y el
asombro frente a la desolación, de la caricia y el asombro frente a la caricia, y de mucho más
atrás de eso. Más cerca de la verdad que del arte, porque la gente está más cómoda con el arte
que con la verdad, él quiere incomodarnos: incomodarse para incomodarnos. Y esto no entra
en ningún género literario. Descreo de esos nombres, acá no hay minimalismo, no hay realismo
sucio, no hay más que honestidad brutal contada desde un alma preciosa que ha aprendido a
darle potencia a la impotencia de las palabras, que ha descartado adjetivos, adverbios,
vervoides, y pajas y más pajas, para contarnos que no se puede decir “te necesito”, no se puede
decir “te amo”, no se puede decir casi nada porque es imposible saber o expresar la dimensión
del amor o de la necesidad o de lo que fuera que uno sienta. Y que por eso te miento, cuidando
la mentira, cuidándote de la mentira, porque ese fingir es el instrumento de mi verdad, de mi
realidad no realista, de mi mínima cosa que ocupa toda mi vida.
Carver dijo en un reportaje que de lo único que se sentía orgulloso en su vida era de
haber dejado de beber. También, en el mismo reportaje, confesó que la primera vez que un

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cuento suyo salió publicado en una antología (Quieres hacer el favor de callarte, por favor), él
se fue a dormir llevándose el libro a la cama.
“…El día en que me llego la antología por correo me la llevé a la cama para leerla,
simplemente para mirarla y para tenerla, pero verdaderamente la miré y la tuve más de lo que
la leí. Me quedé dormido y a la mañana siguiente me desperté con el libro en la cama a mi lado,
junto a mi mujer” Cuánta honestidad. ¡Qué placer me produce leer esto! Cuánto me tranquiliza,
cuánto me llena de esperanza saber que es un hombre honesto y valioso quién produce su
literatura honesta y valiosa. A cuántos de nosotros (escritores) sería un gran negocio
comprarnos por lo que valemos y vendernos por lo que creemos que valemos. Raymond Carver,
un genio literario, es capaz de decir, casi inocentemente que se acurrucó junto a su primera
publicación. Esto es decir: yo quiero que me publiquen, yo escribo para que me lean, yo quiero
tener suerte. Cuántos fantasmas despeja este deseo, cuánta sanidad hay en él. Cuánto bien le
hace al escritor principiante… y no tanto.
Acá podrían terminar mis palabras, ¿por qué no? Pero tal vez haya algo más que le pueda
agregar a este perfil de apuro que terminó por salir de mi máquina de escribir, y hay un ejemplo
publicado en la obra de Carver que habla mejor de él de lo que, al menos, pueda hablar yo. En
el año 1981, él publica, en el libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, un cuento no
logrado. El cuento se llama “El baño”, y es la triste historia de Scotty que, en las vísperas de su
cumpleaños, luego de que su madre le encargara un pastel con su nombre, es atropellado por
un auto y queda en coma en el hospital. En realidad es la historia de la madre de Scotty, que
después de pasar por el primer transe de acompañar a su hijo en el hospital, vuelve a casa para
bañarse y recibe la llamada del pastelero que se ha sentido estafado porque ella no fue a retirar
el pastel ni a pagárselo. El tipo llama sin darse a conocer, ya en el final del cuento, con el chico
en coma. La madre pregunta si se trata de Scotty y el pastelero dice “sí, Scotty, se trata de
Scotty”
No hay trucos, porque aunque ella no cae en la cuenta de quién es el que llama el lector
no tiene dudas, por eso el cuento no es malo en lo formal, pero es malo en su razón de ser. No
hay hondura, no hay punto de no retorno más allá de la posible muerte de Scotty como
circunstancia. Del comentario fuera de lugar del pastelero como circunstancia. Y si uno mide
la dimensión teórica del drama (el coma de Scotty, que el pastelero llame y llame por teléfono
a la madre diciéndole que Scotty tal o cual cosa) contra el peso emocional que uno siente al
terminar de leer (esto es lo que debería haber sentido contra lo que realmente siento) sale
defraudado. Sí, ¡defraudado por Raymond Carver!

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Es que a veces no alcanza con que el escritor contemple con la boca abierta o en puro
asombro un zapato viejo o un atardecer, tal cual lo dice Carver. Y es que él dice “a veces se
necesita tan sólo contemplar…” y nosotros leemos “con eso alcanza, lo hago siempre y listo”
No. No es así: no es tan fácil escribir fácil.
Hay palabras importantes que Carver hace renacer. Ternura, alma, talento, son algunas
de ellas. Entonces si no tenés talento y no escribís con el alma jamás vas a lograr moverte hacia
la ternura, y eso es lo que busca Carver, aún en los cuentos más duros, él mismo lo dice cuando
“medita” sobre la frase de Santa Teresa que tanto le gustaba “las palabras llevan a las
acciones… preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura”
Entonces volviendo al cuento “El baño”. La madre vuelve, al hijo le van a hacer mil
estudios, escucha lo que escucha del pastelero y se termina el cuento ¿Qué cuento? Ningún
cuento, porque no le salió, porque así no pasa nada, porque fue sólo una idea que se publicó.
Pero toda obra está viva mientras su escritor esté vivo, dice Carver, y unos años después,
cuando sale el notable libro Catedral, reescribe el cuento “El baño”, lo titula, “Parece una
tontería” y lo convierte en una verdadera obra maestra.
Lo extiende: la madre recibe más llamados del pastelero, Scotty muere, el pastelero
insiste “Scotty, lo tengo listo para usted, se ha olvidado de Scotty” La madre lo putea, minutos
atrás acaba de enterrar a su hijo, ni ella, ni el lector ─atrapado ahora sí en el sentimiento de
ella─ pueden entender que categoría de enfermo es este tipo. Pero la genialidad es que el lector
está segundos por delante en comprensión que la protagonista, Carver nos regala esto, pero no
abusa y unas líneas más adelante, enseguida, ella cae en la cuenta. Fácil: la torta, el nombre, el
número de teléfono “Hijo de puta” grita, y el marido la lleva a la pastelería.
Y ahora lo bueno, el pastelero no los quiere atender, ironías, soberbia. Finalmente les
abre. Hay un momento de dudas, parece que va a haber violencia. El pastelero admite que llamó,
que el pastel se está poniendo rancio, dice que si quiere se lo deja a mitad de precio. Y ¿saben
como se dice mi hijo murió?:
“Mi hijo ha muerto –dijo Ann con un tono frío y cortante─. El lunes por la mañana lo
atropelló un coche. Hemos estado con él hasta que murió. Pero naturalmente usted no tenía por
qué saberlo, ¿verdad? Los pasteleros no tienen que saber todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero
Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijo de puta!”
Y todo el dolor del universo empieza a llover sobre los personajes y a través de ellos
sobre el lector, que ya está emocionalmente preparado (preparado por el escritor) para vivir el
momento estético más sublime que el arte nos puede dar (a mi gusto), que es cuando la
literatura, LA LITERATURA, se hace presente y dice “acá estoy”:

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“…el pastelero dejó el rodillo de amasar en el mostrador… los miró y meneó la cabeza
despacio… sacó sillas de debajo del mostrador…
─Siéntese ustedes, por favor.
─Quisiera matarlo ─dijo (Ann)─, verlo muerto.”
Ellos se sientan, él se sienta con ellos.
“─Permítanme decirles cuanto lo siento ─dijo el pastelero apoyando los codos en la
mesa─ Sólo Dios sabe cuánto lo lamento. Escuchen. Sólo soy un pastelero…”
Sí, dice eso: “Soy sólo un pastelero…”. y luego ella huele a pan, huele porque una
panadería a esa hora huele, y el pastelero se da cuenta de algo que ni el más sensible de los
lectores (al menos ni una sola vez me pasó y le pregunté a muchos) ha considerado hasta ese
momento: esa mujer tiene que tener hambre, esa mujer hace días que no come. Y el más
alienado ser humano se vuelve por arte de magia el más humano de lo seres.
Es un pan un pan de miel –dice, y va a sacarlo del horno, va a sacarnos del horno a
todos.
Un pan caliente contra la muerte de un hijo. Una tontería. Una aparente tontería.
-El pastelero vuelto por la desgracia y el error, por la exposición de su absurdo pecado,
a su estado de humanidad original, a su condición de ser social, recupera el paraíso gracias a la
vergüenza, la santa vergüenza, de nuestros padres comunes, Adán y Eva, pecaron para darnos
un sentido, para que luchemos por volver, ya que volver es infinitamente superior a haber estado
siempre en el mismo lugar. Perder implica la posibilidad de recuperar. De sentir en el cuerpo la
indecencia, luego de la manzana prohibida ellos se taparon los genitales, no fue Dios quien se
los pidió fue la conciencia, y fue una evolución, prefiero la conciencia que siempre es sucia a
la inconsciencia que me haga andar por ahí con el culo sucio,
“…en momentos como estos comer puede parecer una tontería…” dice el pasteleo y
alimenta los estómagos vacíos de esos padres partidos. Parte pan y sirve café.
Y el cuento sigue y el hombre habla de velas y fiestas, dice que ser pastelero es mejor
que ser otra cosa, que prefiere alimentar a la gente, lo dice mientras los alimenta de pan y de
confesión. Ofrece bollos y bollos, y ellos se quedan. Se hace de día y ni piensan en irse, mientras
el pastelero les da de probar y de oler y les sirve más y más café.
Yo sólo soy un pastelero ¿Le agregarían el adjetivo “simple” a “pastelero”?. No es
minimalismo, es talento.
Y él se lo agrega después, porque al decir lo mismo por segunda vez el adjetivo “simple”
toma una dimensión poderosa, catapultado por un contundente “ahora”. Antes no sé, era otra
cosa, yo era distinto, yo tenía ilusiones, etc, etc, etc, “…ahora soy un simple pastelero”

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Yo leí este cuento por primera vez en el colectivo, un invierno de esos que andaba sólo
y hambriento por Buenos aires. No pude parar de llorar, nunca puedo parar de llorar cuando
llego a esta parte del cuento. Por eso quería compartirlo. Y creo que no tengo más para decir:
ese es mi Carver personal, mi amigo Carver, el que no quiero ni pensar que se vaya, más allá
de que el amanecer haya arrojado sus luces pálidas en mis ventanas.

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John Cheever

Fragmentos

“Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista


mientras esperas que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a
mí, una gran función. Es también, en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para
el dolor: en un telesilla que te lleva a pista de esquí y que se queda atascado a mitad de
camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías...
Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes
tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de
que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una
novela.”.

Las constantes que busco en esta parafernalia a ratos anticuada son cierto amor
a la luz y cierta determinación de trazar alguna cadena moral del ser.
(Prefacio de “Cuentos I”)

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Ejercicios

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Ejercicio de construcción de recuerdo

Explicación en taller:
Concéntrense en sus cuadernos y su elemento de escritura. Nada más.
No van a escribir un recuerdo que recuerden. Van a construir un recuerdo.
Tomen la primera palabra que les venga a la mente.
Voy a poner un ejemplo: Cielo.
Escriben 4 apreciaciones en primera persona, más 4 en tercera que continúen la
construcción del recuerdo:

“Cielo rojizo, mi madre camina. Yo la sigo. Dobla la esquina. Siento que la pierdo.
El niño llora. Piensa que su madre la ha abandonado. Cuando ella vuelve a doblar la
esquina lo ve, corre, y lo abraza.”

Terminado ese recuerdo, sin levantarme del lugar, pienso “¿qué pudo haber pasado
horas antes?”, y lo construyo. Lo invento. De alguna manera estoy inventando mi historia. De
alguna manera no hay diferencia entre un recuerdo inventado y uno real, un sueño recordado,
o un sueño inventado. Lo que demuestra que la realidad no existe. Esto es por San Agustín: la
idea del pasado-presente, presente-presente y presente-futuro. El pasado es una construcción
del presente, construida desde el presente. El futuro es una proyección construida desde el
presente también. El presente se va construyendo. Todo es construido por el lenguaje:

“Unas horas antes, esa mañana, había amanecido con fiebre…”.

Si yo tengo 3 años, no digo “tengo 3 años”, porque no le estoy recordando a alguien,


estoy construyendo el recuerdo. Cuento el recuerdo. Si tengo 3 años, tengo 3 años, no le doy
información al otro para que sepa el contexto.

“Esa mañana había amanecido con fiebre. Papá no estaba. Supongo que se había ido
en uno de sus viajes. Mi mamá cocinaba algo dulce en el horno.
La mamá llega con un pedacito de torta caliente y un té. Le dice que no se queme, que
coma despacio. A él le encanta la torta caliente, se quema, se pela el paladar. Pero no dice
nada, se siente feliz.”.

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Y después digo: “¿y el día anterior?, ¿qué pudo haber pasado?”
Y hago lo mismo: 4 apreciaciones en primera persona, continúo con 4 más en tercera.
Trayendo eso acá, el grupo va a trabajar la estructura.
Esta es la manera de trabajar ese ejercicio. De ahí van a salir un montón de cuentos,
realmente.
En esta representación, simplificación o reconstrucción del pasado, seguramente las
cosas de la infancia se van a manifestar. Acabo de inventar cosas, que no van a ser una
casualidad. En mi construcción apareció el tema de quemarse el paladar, una de las cosas que
más me pasó en la vida, porque era muy goloso, no puedo esperar. Esas cosas van a aparecer
solas y van a hablar de mí, porque yo no estoy a priori hablando de mí. Permito que el
inconsciente traiga cosas.

---
En síntesis:
CONSIGNA
Se necesita de un elemento de escritura, concentración y el tiempo suficiente para no
levantarse de la silla.
Primero, escribí la primera palabra que te venga a la mente. Se continúa escribiendo, en
primera persona, cuatro “apreciaciones” u oraciones. Agregá cuatro apreciaciones más en
tercera persona.
Luego, preguntate ¿Qué pudo haber pasado unas horas antes? y realizá lo mismo que
en la primera parte: cuatro apreciaciones en primera persona y cuatro apreciaciones en tercera
persona.
Por último, te preguntás: ¿y el día anterior?, ¿qué pudo haber pasado? y trabajás de la
misma manera (escribís 4 apreciaciones en primera persona, continuadas por cuatro más en
tercera persona.
Llevás tu ejercicio terminado al taller.

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Ejercicio de Diálogo

El ejercicio propone una manera particular y bastante conducida en principio, de escribir

un diálogo como primer paso para la escritura de un cuento. Hay que tener en cuenta ciertos

aspectos teóricos, una situación de conflicto (que en este caso va a ser dada por mí pero que

puede reemplazarse sin que esto perjudique al ejercicio) para desarrollar dicho diálogo y una

forma particular (por etapas) de avanzar a cabo el ejercicio.

Algo importante es que iremos de la máxima prohibición a la máxima libertad posible.

UNO:

Algunos aspectos teóricos

Cualquier escritor tiene una voz narrativa media, tanto en primera o tercera persona. El

hecho de introducir un diálogo es, en medio de esa cadencia particular, un acto violento, casi

un asunto de otra índole. Ya que, en medio del ensueño continuo de nuestra voz narrativa

media, hacemos irrumpir una voz extraña: la voz de uno de nuestros personajes.

Para tener una clara dimensión de lo que acá se dice, hay que tener en cuenta que si bien

un personaje es un ego experimental (y por lo tanto artificial), conviene que lo tratemos como

a uno real, o sea, como a alguien a quien le debemos respeto.

Lo que en rigor sucede en realidad cuando construimos un diálogo es que nosotros nos

desdoblamos en dos o más personajes. Pero como tenemos claro lo que queremos decir, usamos

a esos personajes como títeres para que entre ellos, disimuladamente, armen los fragmentos de

lo que será nuestra discurso personal acerca de. Esto es un error terrible. Ese artificio casi

siempre se nota y espanta al lector, y con razón. Este ejercicio va a intentar destruir nuestro yo

(escritor) y construir un yo para cada uno de nuestros personajes tal cual lo podría hacer un

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buen actor de teatro. Sin olvidarse que, en definitiva, se trata de actuar. Pero se trata de actuar

bien.

Recuerden lo que le dijo Laurence Olivier a Dustin Hoffman, se encontraron no sé en

dónde y el protagonista de Rain Man le contó que para sacar ese caminar tan extraño de su

personaje se llenó de piedritas en los zapatos y terminó con los pies destrozados y sufriendo

como un mártir durante los sets de grabación. A lo que el gran actor inglés le respondió “¿Y

por qué no actuó, hijo mío?

***

Un texto literario tiene al menos dos partes bien demarcadas: el indirecto libre, que es la

voz del narrador (en todas sus variantes de tiempo y tono que ésta necesite adoptar). Y la voz

directa, que es la voz propia de nuestro personaje durante el diálogo y a veces el monólogo

interior.

Es importante comprender que no es arbitraria la elección de uso de una u otra, sino que

debe partir de una necesidad profunda. De la sapiencia de que “Al revés no funcionaría”. Pienso

que debemos hacer hablar a nuestros personajes sólo cuando, al intentar contarlo de otra

manera, el texto perdería fuerza, o caería en una pesada explicación y se diluyera como un cubo

de sal en la inmensidad del océano, o sea, sin pena ni gloria.

He diseñado una herramienta sencilla para medir el nivel de profundidad o interés de un

diálogo entre al menos dos personajes. Y vamos a usarlo en este ejercicio cada vez que yo

indique hacerlo en los pasos subsiguientes a esta introducción.

Para saber si un diálogo es lo suficientemente valioso como para ponerlo en nuestro

cuento o novela podemos pasarlo mentalmente al indirecto libre. Si este paso no me produce

mayores complicaciones es posible que ese diálogo sea de segunda categoría; que sea un

52
diálogo chato, que no diga nada más que lo que en rigor dice, que no tenga mar de fondo, que

sólo sea lo que se ve y nada más. Algo así como un iceberg de telgopor, flotando a merced del

viento: mucha alharaca y nada por debajo, nada que temer, nada de lo cual cuidarse ni por lo

qué preocuparse. Hasta el lector más sensible golpearía contra él sin siquiera acusar recibo.

Ejemplo de un posible mal diálogo:

–Hola, ¿cómo estás? –dijo él.

–Un poco cansada –le contestó ella.

Si yo lo pasara al indirecto libre no me causaría mayor dificultad. Ni gramatical,

ni semántica, ni se perdería información, ni quedarían licuadas tales o cuales emociones:

“Él la saludó y le preguntó cómo estaba. Y ella le contestó que un poco cansada”.

Ejemplo de un excelente diálogo:

–Está bien –dijo el hombre–. ¿Qué decidiste?

–No –contestó la muchacha–. No puedo.

En este caso (sacado de El mar cambia de Hemingway), lo que obtendríamos al

pasar este diálogo al indirecto libre no es bueno: “El hombre le dijo que estaba bien y le

preguntó qué había decidido, a lo que la muchacha le contestó que no, que no podía”. La

sensación es que el indirecto libre patina, y que necesitaríamos explicar muchas cosas en el

campo de lo informativo y de lo emotivo también para lograr un efecto similar, tan sólo similar

pero siempre inferior, al que logramos con la voz directa.

Fíjense que ese está bien que dice el hombre parece más la respuesta exteriorizada al

pasar, o sea, sin querer, de un monólogo interior que lo viene torturando. Es como un “Está

bien, se lo digo” “Está bien, vamos al grano” o algo así. Y la respuesta de ella, lejos de ser una

rigurosa respuesta, está doblada, vencida, obligada por la gravedad de su propio mar de fondo

y deriva en un tímido No, primero y en un contundente y semi explicativo, No puedo, después.

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Pienso que Hemingway, nuevamente, elige bien. Pienso que Hemingway casi siempre

elige bien. Pero ese es otro tema.

Sería muy bueno que analizaran los ejemplos y que buscaran otros.

TRES: el ejercicio en sí Etapa 1/6

Conflicto a desarrollar en el diálogo

Para la escritura de nuestro diálogo, planteo una interpretación libre de la situación

desarrollada por Hemingway en su cuento “El mar cambia”. No obstante, la situación puede ser

reemplazada por dos personajes de un cuento propio. En este último caso se deberá escribir

aparte cuál es dicha situación y el perfil completo de los personajes que en ella actúen.

 Situación dada: una joven pareja dialoga en un bar. Ella ha sido invitada

por otra mujer a pasar una noche en un barco, a navegar de noche. No se sabe bien qué

puede pasar a bordo. Pero él conoce a la otra mujer, y sabe que sus intenciones son

sexuales, y ha descubierto que, de alguna manera, a ella (la mujer que tienen enfrente,

la mujer que, también ha descubierto en ese instante, ama) le ha despertado al menos

curiosidad el estar con otra mujer.

 Perfil de él: 30 años, profesor universitario de filosofía que ha sido un

estudiante brillante. Muy atractivo. Siempre profesó el “amor libre” desde un plano

ideológico, nunca personal. Ahora sale con la alumna que está con él en el bar y por

más que ha esquivado siempre sentir que la amaba ese sentimiento que creció pese a

todo: pese a él mismo y es ahora incontenible. Aunque no está dispuesto a reconocerlo,

no puede soportar la idea de que ella se vaya en barco con otra mujer pero tampoco se

lo puede decir, porque eso significaría admitir sus sentimientos y admitir que su teoría

del amor libre fueron sólo palabras, una justificación de la cual siempre sacó ventaja:

54
puro verso. Durante el diálogo, está dispuesto a manipularla para detenerla pero nunca

iría al nudo del conflicto de lleno. Nunca.

 Perfil de ella: 22 años, alumna de él. Un sol de mujer (así de corta) Aceptó

la propuesta de la chica de ir a pasar una noche en el barco. Si bien no sabe qué va a

pasar, está dispuesta a vivir una aventura. No siente que esté haciendo algo malo. Ama

a su compañero y quiere hacer lo que él siempre le dijo: tener más experiencias, etc.

Durante la charla de bar ella se va a dar cuenta de que él quiere manipularla para que se

quede. Esto le va a producir un doble conflicto, por un lado va a sentir por primera vez

que él la quiere de verdad y se va a sentir en un lugar de poder (veamos qué hace con

eso). También se va a desilusionar un poco de él, va a ver por primera vez un costado

mezquino y se va a decidir más todavía a vivir esta aventura

 Lugar: un bar que él conoce. Desde el bar se ve la costa (puede ser Mar

del Plata, la Costanera de Buenos Aires, Montevideo, etc).

 Época: actual.

Forma de escribir el diálogo

Esto es lo más importante del ejercicio, ya que de esto dependerá la calidad del resultado

final:

 Disponer de buena calidad de tiempo para hacer bien el ejercicio (al

menos una hora por día de TOTAL tranquilidad)

 El ejercicio solamente se hace a mano. Nada de computadoras ni

máquinas de escribir. Para meternos en los personajes debemos elegir lugares y objetos

que nos identifiquen con ellos. Por ejemplo, tratándose de él, podemos elegir un lugar

apartado de la casa como por ejemplo un estudio o un sitio específico del living; la

elección de la pluma y el papel tiene que vincularse de algún modo con la idea que
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tengamos de este personaje, por ejemplo: hojas lisas, una lapicera de determinado estilo

y color, etc. Para el caso de la mujer el procedimiento será el mismo: un sitio distinto,

objetos que nos remitan a su perfil (escribir en el escritorio de una habitación; usar una

lapicera distinta, más informal, más femenina empleando hojas rayadas de un block;

encender un velador, un sahumerio, etc.)

 Hacerlo aunque parezca una tontería. Ya que es una tontería muy útil.

 Si se incorporan otros elementos teatrales el ejercicio puede mejorar:


ponernos zapatos distintos, cambiarnos la ropa, elegir la música, crear un clima (vale
travestirse, inclusive, pero ese es el límite)

Comienzo del ejercicio

Situarnos en el lugar elegido para él. Tomamos la lapicera y escribimos “Él:” y

luego de los dos puntos abrimos un paréntesis. Inmediatamente después de ese paréntesis nos

largamos a escribir un monólogo interior de ese personaje en primera persona. Debemos escribir

lo que ese personaje piensa, siente, desea, teme, ama, odia, de ella y esa situación en ese preciso

instante, de corrido, sin hacer literatura, sin vacilar y sin corregir. Sin detenerse. Ni siquiera

podemos parar y releer. Escribir verborrágicamente, al menos tres cuartos de carilla. No importa

que esté bien escrito, porque cuando pensamos no es necesario que conjuguemos bien, si

estamos desesperados pueden salir pensamientos como: “Es toda mía para mí” 1. ¡Y eso es muy

válido en esta etapa del ejercicio!

Repito: este monólogo debe tener una extensión mínima de tres cuartos de carilla y en
ese momento, vamos a intentar sentir la cresta de la ola de la emoción de nuestro personaje y
vamos a cerrar el paréntesis y ahí mismo, inmediatamente después de haber cerrado ese
paréntesis, SUBRRAYAR LAS ULTIMAS CINCO PALABRAS QUE PASAN A SER LO

1
Extraído de un monólogo interior del ejercicio del alumno Lucas Arrimada.

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QUE EL PERSONAJE DICE EN VOZ ALTA. Cinco <palabras como máximo. 5 (cinco)
palabras o menos. No SEIS. 6 (seis) está mal. ¿ENTENDIDO?

Hay que recordar siempre el perfil de los personajes, ya que las características

dadas van a evitar que los mismos vayan al choque o nombren el conflicto abiertamente.

Hay que recordar que son personas inteligentes que se aman.

Es importante insistir acerca de la naturaleza de las entradas de diálogo, que deben ser

espontáneas, escritas apenas cerramos el paréntesis y que no tienen por qué ser coherentes. Por

ejemplo: cerramos el paréntesis del monólogo de él y a continuación escribimos: “Los cuellos

largos”. ¿? Esto es muy válido en esta etapa también.

En caso de que nos salgan más de cinco palabras en la voz directa, no debemos corregir.

Simplemente después tacharemos las palabras que sobren. Recordar que en la voz directa

debemos evitar ir directo al grano.

En esta etapa del ejercicio no hay nada de descripciones de lo que pasa en el bar ni nada

accesorio a lo anteriormente dicho, por ejemplo, nada de esto: “dijo él mientras le hacía un

gesto al mozo”. Esas cosas se sumarán en las siguientes etapas del ejercicio.

Luego de escribir lo de él nos trasladamos, sin esperar ni hacer pausas, a la parte

de la casa que hayamos elegido para ella y hacemos exactamente lo mismo desde el punto de

vista de ella. Aquí se emplearán los elementos elegidos para este personaje (lapicera y hojas

determinadas, etc.). Y por supuesto que lo que ella piense y sienta va a ser una consecuencia

directa de lo que acaba de decir él.

Una vez hecho esto, si queremos podemos descansar; sino, continuar con el

segundo monólogo interior de él seguido de la segunda entrada. Lo importante es no dejar

pasar tiempo entre lo que dice él y lo que responde ella.

Para continuar el ejercicio, se deben llevar al Taller (o mandar por mail

SCANEADOS) los manuscritos originales, no tipearlos ni corregirlos.

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Lecturas

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VISOR – Raymond Carver (versión de Principiantes)

Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si
exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente, y de unos cincuenta
años.
—¿Cómo perdió las manos? —le pregunté cuando me dijo lo que quería.
—Esa es otra historia —dijo—. ¿Quiere una foto de su casa o no?
—Pase—le dije—.Acabo de hacer café.
También había hecho un poco de jalea, pero eso no se lo dije.
—Tendría que ir al aseo—dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo sostenía la taza de café con aquellos ganchos. Sabía cómo utilizaba
la cámara, una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba pegada al pecho, atada con unas correas
de cuero que le ceñían los hombros y le rodeaban la espalda. Se situaba en la acera, enfrente de
una casa, la cuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y al cabo de un par
de minutos salía la fotografía de la casa. Le había estado observando desde la ventana.
—¿Dónde ha dicho que estaba el aseo?
—Por ahí, a la derecha.
Para entonces, doblándose y encorvándose se había desembarazado de las correas. Dejó
la cintura en el sofá y se arregló la chaqueta.
—Puede echarle una ojeada a esto mientras estoy en el aseo.
Cogí la fotografía que me tendía. Un pequeño rectángulo de césped, el camino de
entrada, el cobertizo de los coches, las escaleras de la entrada, la ventana mirador y la ventana
de la cocina. ¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre? Miré de más cerca y
vi la silueta de mi cabeza, mi cabeza, tras la ventana de la cocina, unos pasos más atrás del
fregadero. Me quedé mirando la fotografía durante un rato, y entonces oí la cisterna del baño.
Lo vi venir por el pasillo, subiéndose la cremallera y sonriendo, sujetándose el cinturón con un
gancho y metiéndose la camisa en el pantalón con el otro.
—¿Qué le parece? —dijo—. ¿Está bien? Personalmente creo que ha salido bien, pero
sé lo que estoy haciendo y admitámoslo, no es tan difícil sacar la fotografía de una casa. A
menos que haga mal tiempo; pero cuando hace mal tiempo no trabajo más que en exteriores.
Encargos especiales, ya sabe.
Se tiró de la entrepierna.
—Aquí tiene el café—dije.

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—Vive solo, ¿verdad?—miró el salón. Sacudió la cabeza—. Es duro. Es duro.
Se sentó junto a la cámara, se echó atrás con un suspiro y cerró los ojos.
—Tómese el café —dije. Me senté en una silla, enfrente de él.
Una semana antes, tres chiquillos con gorras de béisbol se habían presentado en casa.
Uno de ellos había dicho: "¿Podemos pintar su dirección en el bordillo, señor? Casi todos los
de la calle la tienen ya. Sólo es un dólar. Le esperaban otros dos en la acera, uno con la lata de
pintura blanca a sus pies, el otro con una brocha. Los tres iban remangados.
—Hace poco vinieron tres chicos que quería pintar mi dirección en el bordillo. Me
cobraban un dólar. ¿No sabrá algo al respecto? —Era una posibilidad remota. Pero observé su
reacción, de todos modos.
Se inclinó hacia adelante, dándose aires de importancia, con la taza en equilibrio entre
los ganchos. Luego la dejó con cuidado encima de la mesa. Y me miró.
—Qué tontería. Trabajo solo. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré. ¿Qué es lo que
quiere decir?
—Buscaba una relación —dije. Tenía dolor de cabeza. El café no es bueno para el dolor
de cabeza, pero a veces la jalea ayuda a aliviarlo. Cogí la fotografía.
—Estaba en la cocina—dije.
—Lo sé. Lo vi desde la calle.
—¿Le sucede a menudo? ¿Captar a alguien adentro de la casa que está fotografiando?
Normalmente estoy en la parte de atrás.
—Me pasa continuamente —dijo—. Y es una venta segura. A veces me ven sacando la
foto y salen y me piden me cerciore de que han salido en ella. Y a veces la señora de la casa
quiere que a su maridito lavando el coche. O uno de los hijos está cortando el césped, y la señora
dice: sáquele, sáquele y yo le saco. O la familia está comiendo tranquilamente en el patio, y me
piden que por favor les saque. — Se le empezó a mover la pierna derecha—. Así que le han
dejado, ¿no es eso? Han hecho las maletas y se han largado. Duele. De esos chicos no sé nada.
Yo no sé nada de chicos. No me gustan. Ni siquiera me gustan los míos. Trabajo solo, como le
he dicho. ¿Quiere la foto?
—Sí, me la quedaré—dije. Me puse de pie para recoger las tazas. Usted no vive por
aquí. ¿Dónde vive?
—Ahora tengo una habitación en el centro. No está mal. Cojo el autobús, ya sabe, y
salgo de la ciudad, y después de trabajarme todos los barrios me voy a otra ciudad. Hay formas
mejores para moverse, pero me las arreglo.
—¿Y qué me dice de sus hijos?

60
Esperé con las tazas, mirando cómo se levantaba trabajosamente del sofá.
—Que se jodan. ¡Y su madre también! Esto se lo debo a ellos. — Levantó los ganchos
y me los puso delante de la cara. Se dio la vuelta y empezó a ponerse las correas—. Me gustaría
perdonar y olvidar, ¿sabe?, pero no puedo. Todavía me duele. Y ese es el problema. Que no
puedo perdonar ni olvidar.
Miré de nuevo los ganchos mientras se ponía el correaje. Era fantástico ver lo que podía
hacer con aquellos ganchos.
—Gracias por el café, y por dejarme usar el aseo. Lo va a pasar muy mal. Y me
solidarizo con usted. — Movió arriba y abajo los ganchos—. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Sacar más fotos —dije—. Quiero que saque fotos mías y de la casa.
—No servirá de nada—dijo—. Ella no volverá.
—No quiero que vuelva—dije.
Resopló. Me miró.
—Puede hacerle un precio especial —dijo—. ¿Tres por un dólar? Si le cobrara menos,
apenas me saldría a cuenta.
Salimos afuera. Ajustó el obturador. Me dijo dónde ponerme, y nos pusimos manos a la
obra. Fuimos desplazándonos alrededor de la casa. Lo hicimos todo de forma sistemática. A
veces yo miraba de soslayo. Otras directamente a la cámara. El estar fuera de casa me hacía
sentirme mejor.
—Estupendo —decía—. Así está bien. Ésa ha salido genial. Veamos —dijo después de
dar la vuelta a la casa y vernos de nuevo en el camino de entrada—. Veinte ¿Quiere alguna
más?
—Dos o tres más —dije—. En el tejado. Me subo al tejado y usted me saca desde aquí.
—Jesús—dijo—. Miró a un lado y otro de la calle—. Vale, está bien, adelante. Pero
tenga cuidado.
—Tiene razón —dije—. Hicieron las maletas y se largaron. Con todos los bártulos. Ha
dado usted en el clavo.
El hombre sin manos dijo:
—No hizo falta que dijera una palabra. Lo supe desde que abrió la puerta. —Agitó los
ganchos en dirección a mí— ¡Se siente como si ella le hubiera quitado el suelo bajo los pies! Y
se hubiera llevado sus piernas de paso ¡Mire esto! Esto es lo que te dejan. A la mierda —dijo—
¿Quiere subirse al tejado o no? Tengo que irme —dijo el hombre.
Saqué una silla de casa y la puse justo debajo del borde de la entrada del cobertizo de
los coches. Pero no llegaba. El seguía en el camino de entrada, y me observaba. Encontré una

61
caja de embalaje y la puse encima de la silla. Me aupé hasta la techumbre del cobertizo, y fui
hasta el tejado de la casa, y avancé a cuatro patas sobre él hasta un pequeño espacio llano que
había cerca de la chimenea. Me puse en pie y miré a mí alrededor. Soplaba una ligera brisa.
Agité las manos, y él me devolvió el saludo con los dos ganchos. Y entonces vi las piedras. Era
como un pequeño nidos de piedras sobre la rejilla de la boca de la chimenea. Seguramente, la
chiquillería las había lanzado hasta allí al tratar de meterlas por el agujero de la chimenea.
Cogí una de las piedras.
—¿Listo? —grité.
Me tenía encuadrado en el visor.
—Sí —contestó él.
Me volví y eché atrás el brazo.
—¡Ahora! —grité
Lancé la piedra tan lejos como pude, hacia el sur.
—No sé —le oí decir—. Se ha movido usted —dijo—. Lo veremos dentro de un minuto.
—Trascurrido el minuto, dijo: Santo cielo, ha salido bien. —Se quedó mirando la foto. La
levantó ante él—. ¿Sabe? —dijo—. Ha salido bien.
—Otra vez—grité.
Cogí otra piedra. Sonreí de oreja a oreja. Me sentía como si pudiera levitar. Volar.
—¡Ahora!—grité.

62
Autobiografía de un viajante – John Cheever

Nací en Boston en 1869, en una familia de maestros de escuela y capitanes de barco que
había vivido en Boston desde antes de lo que alguien pudiera recordar. Éramos pobres y mi
madre viuda regentaba una casa de huéspedes. Mi otro hermano y mi hermana trabajaban, y yo
me preparaba para empezar a trabajar tan pronto como terminara la escuela secundaria. Decidí
entrar en el negocio del calzado y ser viajante de comercio. Quería ser viajante de comercio
como otros quieren ser doctores o generales o presidentes.
Cuando tenía doce años dejé la escuela y conseguí un empleo como cadete en una firma
importante que fabricaba botas y zapatos. Durante el primer año mi salario fue de cien dólares.
Luego me promovieron a dependiente y pasé a ganar doscientos dólares al año. No era fácil
conseguir empleo por ese entonces y tuve que trabajar duro para conservar el mío. Cuando iba
al trabajo las calles estaban vacías, y cuando regresaba a casa, vacías y oscuras. Por fin se me
dio la oportunidad de aprender el otro extremo del negocio, el de la construcción, en una fábrica
de calzado en Lynn. Fui a vivir allí en una casa de pensión y aprendí cómo se hacen los zapatos.
Todavía sé cómo fabricar un zapato. Puedo decir el precio y a veces incluso el fabricante de
casi todos los pares de zapatos que veo; aunque en ocasiones me enferma mirarlos, tan mal
hechos están. En fin, trabajé allí por cinci años, y en 1891 mi salario se había elevado a
setecientos dólares. Ese fue el año en que me dieron mi primera oportunidad de vender en la
calle.
No lo olvidaré nunca mientras viva. Tomé un tren de Boston a Nueva York y otro desde
Nueva York hasta Baltimore. Me gusta viajar en tren. (Cada vez que he pasado unas vacaciones
en el campo, caminaba todos los días hasta la estación para ver pasar el único tren de la jornada).
Tenía un traje nuevo y una nueva bolsa de viaje y una valija de muestras y un par de zapatos
nuevos. Qué infierno cómo dolían esos zapatos. Nunca más he viajado con zapatos nuevos
desde entonces. Mi billetera rebosaba de dinero para gastos. El dinero también me gusta. Cada
vez que tengo dinero en el bolsillo y cada vez que tomo un tren para otra ciudad, parece como
si mi vida estuviese comenzando otra vez. Cuando subí a aquel tren me parecía que mi vida
estaba comenzando.
Esa vez fui a Baltimore, como DIJE. Llegué a Baltimore al final de la tarde. Tomé una
sala de muestras en el hotel Carrollton. En la habitación había agua corriente pero no habíabaño.
La tarifa era de cuatro dólares al día, incluyendo cuatro abundantes comidas, si uno las quería.
El hombre que recibía tu sombrero en la entrada del comedor, me acuerdo, jamás te daba un

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ticket, pero siempre le devolvía el sombrero correcto a cada pasajero. Una propina de diez
centavos era más que suficiente. Los camareros eran corteses y tenían un aire distinguido. El
comedor se encontraba en el segundo piso. Me quedé dos días e hice lo suficiente para cubrir
mis gastos y mi salario por poco menos que el costo de venta que había estimado la oficina
central. Cuando volví, mi jefe me felicitó.
Ese fue mi primer éxito y el comienzo de una serie de éxitos. Mi madre había muerto
ya y mi hermano y mi hermana estaban casados. No vi mucho a mi madre al final de su vida y
siempre lo he lamentado. No tenía mucho interés en saber lo que hacían mi hermano y mi
hermana. Tenía mi propia vida. Eso me mantenía ocupado todo el tiempo. Cada cartel que
miraba y cada forma y color que veía y hasta la lluvia y la nieve me hacían pensar en argumentos
de venta y en zapatos. Trabajé con esa firma hasta 1894 y luego tuve una mejor oferta en
Syracuse, así que para allá me fui. Estaba embolsando tres mil dólares al año, en ese entonces.
Siempre viajé en los trenes más rápidos y me hacía cortar la ropa por un buen sastre y me
quedaba en hoteles caros. Tenía un montón de amigos y muchas mujeres. El tiempo pasaba
rápidamente. Mi salario se incrementaba en mil dólares cada año.
Aquellos años en el camino fueron los mejores y parecía que nunca iban a terminar. Con
frecuencia vendía dos vagones de zapatos en lo que me tomaba un vaso de whisky. La mitad
del tiempo no sabía qué hacer con el dinero. Era exitoso. Era más exitoso de lo que jamás había
imaginado que podría ser; incluso cuando tenía doce años. Pasé todos esos años en trenes y
clubes nocturnos y hoteles. Periódicamente mi zona cambiaba, de manera que en un momento
u otro cubrí cada sección de los Estados Unidos. Conozco bien los Estados Unidos y amo este
país. Incluso hoy puedo recitar cientos de nombres de ciudades como si fueran nombres de
mujeres, y conozco los hoteles y los horarios y hasta el humo de los trenes tiene un dulce aroma
para mí.
Tenía diez trajes y veinte pares de zapatos y dos veleros, que guardaba en Boston y en
los que salía a navegar cada vez que estaba en la ciudad. Apostaba a los caballos en todos los
grandes hipódromos y jugaba al solitario en Canfield, y a los dados y a la ruleta. Era masón y
socio honorario de los Elks y tenía dos grandes primas de seguro.
Mi récord de ventas variaba según cambiaban las condiciones, pero mis ingresos se
mantenían cerca de los diez mil. Bajaba en algunas temporadas y subía en otras. Sequías, fuertes
lluvias, modas, muertes, peleas entre socios, todo tenía sus efectos en el negocio, pero
básicamente era el mismo negocio que había estado aprendiendo desde que tenía doce años. Si
perdías un cliente siempre podías ganar otro. Los míos eran compradores individuales que
trabajaban para firmas individuales. Los zapatos que yo vendía eran hermosos y caros. Además,

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el negocio tenía temporadas de alza porque los hombres usaban botas en invierno y zapatos
Oxford en verano, y nadie usaba nunca zapatos Oxford en invierno. Si alguno lo hacía estaba
loco.
En 1925 mi salario comenzó a bajar, pasó de diez mil a ocho mil. En esa época estaba
trabajando para una firma en Rockland y tenía mi cuartel general en el hotel Statler de Detroit.
Al final de aquel año, la firma abandonó el negocio. Empezaba a hacerse sentir la tendencia de
moda hacia los zapatos baratos. Fueron prudentes al retirarse cuando lo hicieron, en lugar de
quedarse esperando como los idiotas que fuimos los demás.
A comienzos del año siguiente empecé a viajar para una firma de Lynn, pero marcharon
a la quiebra cuando apenas había estado con ellos nueve meses. Todos los hombres sensatos
cambiaban de ramo y se olvidaban del asunto. Pero yo no podía cambiar de ramo y olvidarme
del asunto. Tenía cincuenta y siete años. Estaba envejeciendo. No sabía de otra cosa que de
trenes, hoteles y zapatos.
Después de eso traté de encontrar otra firma que fabricara la clase de zapatos que estaba
acostumbrado a manejar, pero no la encontré. Todas estaban liquidando o a punto de irse a la
quiebra. Finalmente salí a vender zapatos baratos para una firma de Weymouth, Massachusetts.
Era la primera vez en mi vida que vendía zapatos mediocres y odiaba tener que hacerlo. Tenías
que vender mil pares para recaudar lo que en los viejos tiempos hacías con cien. Mis ventas
apenas si cubrían mi comisión, mi salario y los gastos. Trabajé duro y vendí montones de
zapatos, pero no lograba sacarles ninguna utilidad. Era como tratar de parar la lluvia con las
manos. En esos últimos años nunca ganaba más de tres mil dólares.
Después de eso, todos mis viajes cerraban en rojo. Los métodos para hacer negocios
habían cambiado más rápido de lo que yo podía cambiar. Las cadenas de zapaterías y las
zapaterías manejadas directamente por los fabricantes desplazaron a los pequeños comercios.
Los zapatos baratos desplazaron a los caros. Los boletos de tren aumentaban y no es que las
tarifas de hotel bajaran precisamente El puñado de distribuidores independientes que quedaban
no compraban lo suficiente para pagar los gastos de venta. Vivir al minuto, así lo llamábamos.
Para mi cumpleaños número sesenta y dos me encontré sin trabajo. No he vuelto a
trabajar desde entonces. Me estoy poniendo viejo. Mi póliza de seguro caducó. Se me acabó el
dinero. Mi hermano y mi hermana han muerto. Mis amigos murieron. El mundo en el que sabía
cómo moverme, cómo hablar y cómo ganarme la vida ha desaparecido. El ruido del tráfico bajo
la ventana de esta habitación amoblada no hace otra cosa que recordármelo.
Hemos sido olvidados. Todo lo que sabemos no sirve para nada. Pero cuando
pienso en mis tiempos por los caminos y en lo que hacía y en lo que ha sido de mí, rara vez

65
pienso en todo eso con amargura. Hemos sido olvidados como viejas guías telefónicas o como
almanaques viejos o como la luz de gas o esas grandes casas amarillas con cornisas y cúpulas
que construían antes. Eso es todo. Aunque a veces me siento como si mi vida hubiese sido un
fracaso total. Lo siento a veces por la mañana, mientras me estoy afeitando. Me pongo enfermo,
como si hubiese comido algo que no me cayera bien, y tengo que bajar la navaja y sostenerme
de la pared.

66
El mar cambia – Ernest Hemingway

—Está bien —dijo el hombre—. ¿Qué decidiste?


—No —dijo la muchacha—. No puedo.
—¿Querrás decir que no quieres?
—No puedo. Eso es lo que quiero decir.
—No quieres.
—Bueno —dijo ella—. Arregla las cosas como quieras.
—No arreglo las cosas como quiero, pero, ¡por Dios que me gustaría hacerlo!
—Lo hiciste durante mucho tiempo.
Era temprano y no había nadie en el café, con excepción del cantinero y los dos jóvenes
que se hallaban sentados en una mesa del rincón. Terminaba el verano y los dos estaban tostados
por el sol, de modo que parecían fuera de lugar en París. La joven llevaba un vestido escocés
de lana; su cutis era de un moreno suave; sus cabellos rubios y cortos crecían dejando al
descubierto una hermosa frente. El hombre la miraba.
—¡La voy a matar! —dijo él.
—Por favor, no lo hagas —dijo ella. Tenía bellas manos y el hombre las miraba. Eran
delgadas, morenas y muy hermosas.
—Lo voy a hacer. ¡Te juro por Dios que lo voy a hacer!
—No te va a hacer feliz.
—¿No podías haber caído en otra cosa? ¿No te podrías haber metido en un lío de otra
naturaleza?
—Parece que no —dijo la joven—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Ya te lo he dicho.
—No; quiero decir, ¿qué vas a hacer, realmente?
—No sé —dijo él—. Ella lo miró y alargó una mano—. ¡Pobre Phil! —dijo.
El hombre le miró las manos, pero no las tocó.
—No, gracias —declaró.
—¿No te hace ningún bien saber que lo lamento?
—No.
—¿Ni decirte cómo?
—Prefiero no saberlo.
—Te quiero mucho.

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—Sí; y esto lo prueba.
—Lo siento —dijo ella—; si no lo entiendes …
—Lo entiendo. Eso es lo malo. Lo entiendo.
—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Y eso lo hace peor?
—Es claro —la miró—. Lo entenderé siempre. Todos los días y todas las noches.
Especialmente por la noche. Lo entenderé. No tienes necesidad de preocuparte.
—Lo siento…
—Si fuera un hombre…
—No digas eso. No podría ser un hombre. Tú lo sabes. ¿No tienes confianza en mí?
—¡Confiar en ti! Es gracioso. ¡Confiar en ti! Es realmente gracioso.
—Lo lamento. Parece que eso es todo lo que pudiera decir. Pero cuando nos
entendemos, no vale la pena pretender que hacemos lo contrario.
—No, supongo que no.
—Volveré, si quieres.
—No; no quiero.
Después no dijeron nada por un largo rato.
—¿No crees que te quiero, no es cierto? —preguntó la joven.
—No hablemos de tonterías.
—Realmente, ¿no crees que te quiero?
—¿Por qué no lo pruebas?
—Haces mal en hablar así. Nunca me pediste que probara nada. No eres cortés.
—Eres una mujer extraña.
—Tú no. Eres un hombre magnífico y me destroza el corazón irme y dejarte…
—Tienes que hacerlo, por supuesto.
—Sí —dijo ella—. Tengo que hacerlo, y tú lo sabes.
Él no dijo nada. Ella lo miró y extendió la mano nuevamente. El cantinero se hallaba en
el extremo opuesto del café. Tenía el rostro blanco y también era blanca su chaqueta. Conocía
a los dos y pensaba que formaban una hermosa pareja. Había visto romper a muchas parejas y
formarse nuevas parejas, que no eran ya tan hermosas. Pero no estaba pensando en eso, sino en
un caballo. Un cuarto de hora más tarde podría enviar a alguien enfrente para saber si el caballo
había ganado.
—¿No puedes ser bueno conmigo y dejarme ir? —preguntó la joven.
—¿Qué crees que voy a hacer?
Entraron dos personas y se dirigieron al mostrador.

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—Sí, señor —dijo el cantinero y atendió a los clientes.
—¿Puedes perdonarme? ¿Cuándo lo supiste? —preguntó la muchacha.
—No.
—¿No crees que las cosas que tuvimos y que hicimos pueden influir en nuestra
comprensión?
—“El vicio es un monstruo de tan horrible semblante” —dijo el joven con amargura—
que… —no podía recordar las palabras—. No puedo recordar la frase —dijo.
—No digamos vicio. Eso no es muy cortés.
—Perversión —dijo él.
—¡James! —uno de los clientes se dirigió al cantinero—. Te ves muy bien.
—También usted se ve bien, señor —replicó al cantinero.
—¡Viejo James! —dijo el otro cliente—. Estás un poco más gordo.
—Es terrible la manera como uno se pone —contestó el cantinero.
—No dejes de poner el coñac, James —advirtió el primer cliente.
—No. Confíe usted en mí.
Los dos que se hallaban en el bar miraron a los que se encontraban en la mesa y después
volvieron a mirar al cantinero. Por la posición en que se encontraban les resultaba más cómodo
mirar al encargado del bar.
—Creo que sería mejor que no emplearas palabras como esa —dijo la muchacha—. No
hay ninguna necesidad de decirlas.
—¿Cómo quieres que lo llame?
—No tienes necesidad de ponerle nombre.
—Así se llama.
—No —dijo ella—. Estamos hechos de toda clase de cosas. Debieras saberlo. Tú usaste
muchas veces esa frase.
—No tienes necesidad de decirlo ahora.
—Lo digo porque así te lo vas a explicar mejor.
—Está bien —dijo él—. ¡Está bien!
—Dices que eso está muy mal. Lo sé; está muy mal. Pero volveré. Te he dicho que
volveré. Y volveré en seguida.
—No; no lo harás.
—Volveré.
—No lo harás. A mí, por lo menos.
—Ya lo verás.

69
—Sí —dijo él—. Eso es lo infernal, que probablemente quieras volver.
—Por supuesto que lo voy a hacer.
—Ándate, entonces.
—¿Lo dices en serio? —no podía creerle, pero su voz sonaba feliz.
—¡Ándate! —dijo el hombre. Su voz le sonaba extraña. Estaba mirándola. Miraba la
forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo crecía el
cabello sobre su frente. Luego el borde de las orejas, que se veían bajo el pelo y el cuello.
—¿En serio? ¡Oh! ¡Eres bueno! ¡Eres demasiado bueno conmigo!
—Y cuando vuelvas me lo cuentas todo —su voz le sonaba muy extraña. No la
reconocía. Ella lo miró rápidamente. Él se había decidido.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó ella con seriedad.
—Sí —dijo él duramente—. En seguida. —Su voz no era la misma. Tenía la boca muy
seca—. Ahora —dijo.
Ella se levantó y salió de prisa. No se volvió para mirarlo. Él no era el mismo hombre
que antes de decirle que se fuera. Se levantó de la mesa, tomó los dos boletos de consumición
y se dirigió al mostrador.
—Soy un hombre distinto, James —dijo al cantinero—. Ves en mí a un hombre
completamente distinto
—Sí, señor —dijo James.
—El vicio —dijo el joven tostado— es algo muy extraño, James. —Miró hacia afuera.
La vio alejarse por la calle. Al mirarse al espejo vio que realmente era un hombre distinto. Los
otros dos que se hallaban acodados en el mostrador del bar se hicieron a un lado para dejarle
sitio.
—Tiene usted mucha razón, señor —declaró James.
Los otros dos se separaron un poco más de él, para que se sintiera cómodo. El joven se
vio en el espejo que se hallaba detrás del mostrador.
—He dicho que soy un hombre distinto, James —dijo. Y al mirarse al espejo vio que
era completamente cierto.
—Tiene usted muy buen aspecto, señor —dijo James—. Debe haber pasado un verano
magnífico.

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Matar un niño – Stig Dagerman

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas,
porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que
nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas.
Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan
pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es
la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo,
por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre
que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca
el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el
hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un
hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una
muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el
vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha
se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que
viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través
de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los
ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz,
y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se
goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el
carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del
carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y
no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones
de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos
y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién
afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan,
la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los
Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre
que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron.
Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces
que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá

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allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar
el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo.
Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en
su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con
grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos
y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la
ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino.
Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a
campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el
cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería
capaz de matar a una mosca, sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el
tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan
ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará.
Porque la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre
feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede
cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden
sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos
de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a
atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y
durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces
y un ancho bote con callados remos.
Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y
una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la
puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí.
Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y
la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino.
Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen
corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. Porque no es
verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y
cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del
camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató…
Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente
a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos
los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son

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más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño
sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para
vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las
noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para hacer este solo minuto
diferente.
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado
tarde.

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