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Una mirada sobre la literatura nacional.

El canon argentino*

Harold Bloom, un catedrático de Yale célebre por su megalomanía y sus arbitrariedades,


volvió a poner de moda, hace un par de años, el debate sobre el canon de la literatura
occidental. A Buenos aires llegaron algunos ecos de la polémica, pero nadie trató de
aplicarla a la literatura argentina. Es comprensible, porque no hacía falta.
El tema del canon ha estado presente en la mayoría de las discusiones intelectuales
desde el Centenario, y parte del prestigio de publicaciones históricas como las
revistas Nosotros, Sur, Contorno , Primera Plana o el de este mismo suplemento
derivan del papel activo que asumieron en la consagración, canonización y negación de
algunos escritores fundamentales.
En estos finales de siglo, después de incontables y caprichosas variaciones del canon
impuestas por la crítica o las cátedras de literatura argentina, son los lectores -parece-
los que están reorganizando el mapa de los grandes textos y los que deciden qué se
puede dejar de lado. Cada lector, después de todo, va elaborando su propio canon a lo
largo de la vida, teniéndolo con los libros que relee por pasión o por deseo, a sabiendas
de que otros libros canónicos se le irán quedando en el camino.
Cualquier argentino más o menos ilustrado sabe que El Matadero, Facundo , Recuerdo
de provincia , Una excursión a los indios ranqueles y Martín Fierro son los textos
ineludibles del siglo XIX, pero la mayoría empieza acercándose a ellos por obligación,
porque en toda lectura hay un principio de placer pero también de necesidad y de
urgencia.
¿Qué se entiende por canon, después de todo? Según el Diccionario de Autoridades
(1726), la palabra viene del griego y significa "regla o alguna cosa que se debe creer u
observar en adelante". Canon sería, por lo tanto, una variante de dogma; es decir, de
algo que está en las antípodas de la libertad encarnada por la literatura.
Pero esa definición tiene que ver con los docentes, no con los lectores. Para todo lector,
el canon es un ancla, una certeza: aquello de lo que no se puede prescindir porque en
los textos del canon hay conocimientos y respuestas sin los cuales uno se perdería algo
importante. El canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde
están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no
deben ignorar.
Un canon argentino basado sobre tal principio no podría excluir -en este fin de siglo
posterior a Borges, Bioy Casares, Cortázar, Bianco y Manuel Puig- los poemas de Juan
Gelman y de Néstor Perlongher, los cuentos de Rodolfo Walsh, las tres primeras y la
última novela de Osvaldo Soriano,Respiración artificial y Crítica y ficción de Ricardo
Piglia, La vida entera y La máquina de escribir de Juan Martini, El entenado y los
poemas de Juan José Saer, Canon de alcoba de Tununa Mercado,La revolución es un

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sueño eterno de Andrés Rivera, Fuegia de Eduardo Belgrano Rawson, Luz de las
crueles provincias de Héctor Tizón y los poemas de Enrique Molina, Olga Orozco y
Amelia Biagioni, por citar sólo autores que han pasado ya los cincuenta años o que -en
un par de casos- han alcanzado reconocimiento póstumo.
Muy pocos de esos libros van a prevalecer, sin embargo, en la memoria implacable de
los lectores. Menos aún van a ser releídos. Un personaje de Respiración
artificial exponía la duda de manera más explícita: "¿Quién de nosotros escribirá
el Facundo?" Hay otro modo de formular la misma pregunta: ¿Cuál de esos textos
tendrá el destino central que aún tiene el Facundo?
Desde el Centenario, la literatura argentina dispuso siempre de una obra dominante, a
menudo inimitable, a partir de la cual se organizaban todas las demás. Harold Bloom ha
escrito que el último de nuestros grandes escritores canónicos, Borges, tiene más
"fuerza de contaminación que casi ningún otro en este siglo [...] Si se lee a Borges con
atención y con frecuencia, cualquiera se convierte en borgiano, porque cuando se lo lee
se activa una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos que ningún otro".
Este es uno de los problemas centrales que me propongo analizar en este artículo: el del
canon argentino dominado por la sombra terrible de Borges. No estaría de más, sin
embargo, intentar antes un ligero repaso de los precursores.
El primer libro canonizado fue Martín Fierro, al que Ricardo Rojas y Leopoldo
Lugones compararon con el Mio Cid y la Chanson de Roland . Lugones quería elegir un
texto que, además de su importancia literaria, tuviera un valor patriótico instrumental y
expresara "la vida heroica de la raza" o las esencias argentinas amenazadas por los
aluviones migratorios. Ese fue el objetivo de las seis conferencias que dictó en el teatro
Odeón, a mediados de junio de 1913, a las que asistieron todos los que eran algo o
alguien en Buenos Aires, incluyendo a Roque Sáenz Peña, presidente de la República.
La cultura, en esos tiempos (y no la economía, que andaba sola), era el punto de
inflexión para entender el país, el elemento que permitía tomar conciencia de quiénes o
qué éramos.
Desde su cátedra de literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires, Ricardo
Rojas situó también a Martín Fierro en el núcleo de su propio canon y, en los ocho
tomos de La literatura argentina que comenzaron a publicarse en 1917, y además
incluyó en la lista de lecturas obligatorias a escritores valiosos que, si bien habían
tenido el infortunio de publicar sus obras en la provincia, parecían formar parte de la
misma tradición.
Rojas fue el primero y el último que se atrevió a ensanchar los márgenes de las letras
nacionales. Después de él -y todavía ahora- la enseñanza de la literatura se concentra
sólo en los que escriben o publican en la pampa húmeda, como si no hubiera país más
allá de esa frontera imprecisa. El desdén ha ido soslayando -o sepultando- la obra de
creadores provincianos como Hugo Foguet o Manuel Castilla, víctimas de la insolencia

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y del descuido. Si no fuera por la pasión de los jóvenes dePoesía Buenos Aires , que
reivindicaron al entrerriano Juan L. Ortiz en los ´50, o por la audacia del editor Carlos
Prelooker, que publicó en 1956 Zama , del mendocino Antonio di Benedetto, tal vez
ambas obras yacerían ignoradas.
No hay, creo, mejor ejemplo de esa arrogancia que la respuesta de Victoria Ocampo
cuando la entrevisté para la revista Primera Plana en 1966. En algún momento del
diálogo le pregunté por quéSur nunca había sido hospitalaria con la obra de Roberto
Arlt. Me contestó olímpicamente: "Porque Arlt no se acercó a nosotros". Buscar el
centro, situarse junto al centro aunque uno camine por el costado: tal era -y sigue
siendo- la idea del poder en la literatura argentina. Para Victoria Ocampo, como para
muchos críticos y profesores que son sus epígonos, el centro de la literatura no está en
quienes la hace o la leen sino en los que vicariamente escriben sobre ella.
Lugones situó a Hernández en el centro del canon y Borges puso a Lugones en el
mismo lugar, casi medio siglo más tarde. La operación de Borges fue ingeniosa. En el
prólogo de El hacedor (1960) proclamó la grandeza de Lugones, a la vez que se
declaraba su heredero. Nadie dudaba entonces de que Borges era superior a su modelo,
pero a él le preocupaba menos reivindicar a ese precursor -ya vetusto y sin imitadores-
que establecer su propia obra como paradigma de lo que debía ser la literatura
argentina.
En la clase que dictó el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios
Superiores, Borges preparó a la perfección el terreno. Esa clase, taquigrafiada por un
oyente anónimo, fue luego corregida por el autor y publicada en la revista Sur (enero-
febrero 1955) con su título definitivo: "El escritor argentino y la tradición".
La clase era un acto de protesta contra el nacionalismo peronista de aquellos años.
Tendía a demostrar que el color local o la inclusión de ciertos "rasgos diferenciales" no
eran suficientes para definir un libro como argentino. Según Borges, La urna de
Enrique Banchs, en la que improbables ruiseñores se asoman a los suburbios de Buenos
Aires, es una obra tan argentina como Martín Fierro. "Nuestro patrimonio es el
universo", dictaminaba, con razón.
Aunque la conferencia ocupa sólo siete páginas de las Obras Completas, influyó sobre
la literatura argentina posterior con más énfasis que ningún otro instrumento teórico o
ejercicio narrativo. Algunos de sus efectos han sido beneficiosos. Señalar que la
literatura es alusión, elusión, callar lo que se sabe, fue una eficaz defensa contra las
facilidades del costumbrismo, cuyos estragos son visibles en la novela latinoamericana
de los años ´50. Suponer que la cultura argentina puede apropiarse, con irreverencia y
sin complejos, de "toda la cultura occidental", permitió entender cuánto de argentino
había en el París de Rayuela y en los Cárpatos y Permanbucos de Alejandra Pizarnik.
Otro párrafo de la conferencia, en cambio, ha resultado letal. Es el que afirma, para
defender a Banchs, que La urna debe su identidad argentina al "pudor" y a "la

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reticencia" que adornan sus páginas. Exponer los sentimientos, escribirlos, no era
-suponía Borges- literario ni argentino. Para evitar los equívocos, vale la pena citar la
frase completa: "[...] la circunstancia de que Banchs, al hablar de ese gran dolor que lo
abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo
para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los
ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias
argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad".
Hacia la misma época, y durante mucho tiempo, Borges insistió en que la vastedad de
su renombre nada tenía que ver con el ritmo parco al que se vendían sus libros, y se
vanaglorió de que Historia de la eternidad hubiera tenido sólo treinta y siete
compradores en un año. Hablaba con desdén de la difusión masiva de su obra. "Eso no
tiene importancia", dijo. "A nadie le interesa eso, salvo a los que no son escritores".
La combinación de ambas afirmaciones ha tenido una influencia decisiva sobre la
literatura argentina de las últimos tres décadas y ha causado una confusión que sólo
ahora empieza a disiparse.
El mandato que Borges deslizó en la clase de 1951 fue acatado de inmediato. Para ser
argentino, para ser un "escritor de acá", era preciso negarse a ser sentimental o a escribir
libros que sufrieran la desventura de vender algunos miles de ejemplares. Muchas de las
mejores novelas que se publicaron desde entonces en Buenos Aires abusaban de la
paciencia del lector y buscaban provocativamente su tedio y su desconcierto. Algunas,
también, borraban cuidadosamente hasta la más inocua expresión de los sentimientos,
como si se tratara de algo ajeno a la condición humana. Poner distancia, volverle las
espaldas al lector era, se ha dicho, la marca de lo literario en un texto.
A comienzos de los años ´70, la obra de Manuel Puig fue leída con recelo precisamente
porque incurría en la doble falta de encabezar las listas de best sellers y de caer -no
importaba que lo hiciera con intención paródica- en las facilidades de lo sentimental.
Rodolfo Walsh, como Arlt en los años ´30, tuvo el infortunio de llamar la atención con
una investigación periodística notable, Operación masacre. Ese desliz hizo que su
reconocimiento como narrador de primer orden tardara más de la cuenta. Sólo ahora,
treinta años después de Los oficios terrestres -su primer libro de relatos- todos se suben
al carro de su triunfo.
En 1966, él y el Cortázar de Rayuela, como después el Puig de Boquitas pintadas,
fueron estigmatizados por algún profesor como ejemplos de autores que iban en pos del
marketing. Ahora, esos mismos detractores se han convertido en cruzados de la fe que
los canoniza.
Borges tenía razón al decir que los escritores de verdad no buscan el éxito. Si lo
hicieran, nunca lo encontrarían. Pero también es verdad que hay una cierta sintonía
entre los libros que van a sobrevivir y la época en que se publican: esa coincidencia
deriva, a veces, en ventas masivas, como sucedió con todos los grandes textos

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argentinos del siglo XIX y como sigue sucediendo con Arlt, con Don Segundo Sombra,
con La invención de Morel de Bioy y con la obra entera de Borges. Las listas de best
sellers no son -ni por asomo- brújulas del canon pero, a la inversa, es raro el libro
canónico que, al menos en la Argentina, no haya logrado la aceptación de los lectores.
Sucedió con textos difíciles como Los lanzallamas, El hacedor , El informe de
Brodie , Rayuela , La traición de Rita Hayworth , y está sucediendo ahora con El
farmer , al que nadie podría acusar de seducción demagógica.
Ese texto, así como los relatos de Soriano, Martini, Piglia, Belgrano Rawson, Tizón y
los poemas de Gelman, han empezado a disolver el tejido que separaba la literatura
argentina de su público natural y a restablecer el contacto perdido desde que las Obras
Completas de Borges, precisamente, agotaron en pocas semanas su primera edición de
diez mil ejemplares.
Un libro canónico no es sólo el que se busca para releer sino el que provoca la relectura.
Lejos de someterse al lector, lo estimula, excita su inteligencia, lo llena de preguntas. Si
al cabo de diez años ya nadie quiere volver a él, puede que nadie vuelva nunca más. Ese
rechazo ha sucedido con autores que parecían haber nacido canónicos, como Arturo
Capdevila, Manuel Gálvez, Eduardo Mallea, H. A. Murena, a los que el tiempo va
convirtiendo en cenizas. Sucede ahora con otros que hace dos o tres décadas parecían
candidatos seguros a la celebridad.
El canon -sobre todo en la inestable Argentina- es una pregunta perpetua, algo que cada
lector hace y rehace día tras día. Tiene un tronco estable, en el que están Sarmiento,
Hernández, Lugones y Borges, pero las ramas caen y se levantan al compás de
cualquier viento. No hay que lamentarse por esas incertidumbres, puesto que son un
signo de libertad. ¿Acaso la libertad, al fin de cuentas, no ha sido siempre el otro
nombre de la literatura?

*por Tomás Eloy Martínez. Publicado en La Nación, el 10/11/96.

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