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leyendas de
terror
bolivianas
EL INFIERNO
Ana salió de casa en busca del trasporte que la llevaría a la universidad.
Tras tomar asiento y colocarse los audífonos perdió la conciencia, adentrándose en
un sueño profundo.
Lucía, una chica de la misma edad, huérfana, pobre, quien había sufrido los peores
vejámenes que un ser pueda soportar, decidió terminar con su vida. Se internó en el
bosque; muchos decían que se está encantado debido a todas las historias que se
contaban de dicho lugar. A pesar del día lluvioso, consiguió llegar hasta una casa
abandonada corroída por el tiempo. Estaba oscura y fría. Colgó una cuerda de una de
las vigas y se la enredó en el cuello. En el preciso instante en el que daba su último
aliento de vida, oyó sonidos que le impidieron llevar a cabo su cometido.
Muy asustada, miró con terror lo que se presentaba ante sus ojos: era una ser mitad
humano mitad cabra, una bestia de ojos rojos y cuernos, que se le acercó. Lucía
temblaba, no podía pronunciar palabra alguna. La criatura se le acercó al oído y le
recitó frases que ella repitió, sumiéndola en un trance profundo…
El lugar se tornó obscuro, gris, fuertes vientos soplaban azotando las ramas de los
árboles. Los truenos estremecían el lugar. Se había desatado un infierno, infierno que
todos los seres vivos padecerían a partir de entonces. La bestia había tomado una
vida inocente para apoderarse de la vida.
Ana, al oír un trueno, salió de su letargo. Todo estaba obscuro, las personas que
viajaban con ella veían con asombro una auténtica escena de terror. El día se había
vuelto noche. Cuando bajó del bus, la gente en la calle gritaba diciendo: ¡estamos en
el infierno!
Nubes rojas en el cielo presagiaban lo peor. Las personas salían a calle a rezar a Dios,
otras acababan con su vida, se lanzaban de edificios. Algunas iban a las iglesias
pidiendo perdón. Ana solo rezaba y recorría las calles para regresar con su mama,
mientras una niebla espesa invadía la ciudad.
Al cruzar un puente, vio con horror que el agua que fluía por el río se había tornado
color sangre. Un hombre gritaba que todos estaban en el infierno y sin reparos
maltrataba a la gente a la que se le cruzaba. Al acercarse no dio crédito a lo que sus
ojos veían: era un espectro sin pies, envuelto en una capa negra. Buscaba personas
para tomar sus almas, mismas que absorbía por su boca como si las devorara.
La tierra se abría, de ella salían llamas de fuego que destruían todo a su paso. Surgían
grietas que atrapaban a la gente y ellos caían en el abismo sin poder evitarlo.
Cansada y malherida, Ana entró en casa, llamando a su madre:
—¡Mami, mami, mami!
Su madre apareció para decirle que pidiera por su alma. Sin entender, Ana corrió a
darle un abrazo y un beso, pero en ese momento la imagen de su madre se
desvaneció. Ana lloró desconsoladamente, levantó su cabeza y vio que la vela que su
mama había prendido aún iluminaba el altar de los santos. Ella suspiró y les pidió por
su alma y la de las personas buenas. Un haz de luz inundó la habitación e hizo parte
de esa luz y Ana desapareció con él.
Lucía, quien se encontraba en trance, despertó repentinamente, un haz de luz inundo
el lugar y ella también desapareció.
El féretro
Esta es una de las leyendas de terror más estremecedoras de Bolivia. La historia se
remonta a poco después de la época de la Conquista, cuando los españoles ya
estaban asentados en Sudamérica. Cuentan que, por aquel entonces, llegó al país
una familia proveniente de España, conformada por el matrimonio y cinco hijos.
Todos contaban con la esperanza de enriquecerse.
Para ello, el padre invirtió todos sus ahorros en las prósperas minas del Potosí, de las
cuales se extraían diariamente metales preciosos. Al principio las cosas fueron viento
en popa para la familia, la industria minera estaba dando sus frutos y ya ellos se
habían hecho construir una casa preciosa. Contaban con un buen número de
sirvientes para atenderlos y se podían permitir todos los lujos que existían en la
época. Hasta que un día, la desgracia tocó a su puerta.
La hija más pequeña de la familia enfermó con gravedad. Había contraído sarampión,
una enfermedad que hoy en día ha sido prácticamente erradicada, pero que, en ese
entonces, era casi una sentencia de muerte.
Sus padres contrataron a los mejores médicos para ayudarla, en vano. La niña murió
por tiempo después y tanto sus padres como sus hermanos, quedaron devastados.
Como si eso no fuera suficiente, sus negocios se fueron a la quiebra y su antigua vida
de riqueza quedó en el pasado. Derrotado, el padre decidió que regresarían a España
para comenzar de nuevo.
Antes de marcharse, le dio a su hija cristiana sepultura y la colocó en un féretro de
madera, que enterró cerca de las minas. El cuerpo de la pequeña se quedaría
descansando en tierras bolivianas.
Volvió pues la familia a España, y a los pocos días, los trabajadores de la mina no
tardaron en darse cuenta de que algo muy macabro sucedía por las noches. Primero,
algunos de ellos aseguraron haber visto un féretro en llamas, que se deslizaba desde
las minas hasta el lugar en el que se encontraba la estación de trenes. Allí se quedaba
toda la noche hasta que el sol comenzaba a salir. Entonces regresaba a toda
velocidad hasta las minas, antes de que el primer rayo de luz lo alcanzara.
Resultaba curioso ya que, cuando la familia española todavía habitaba ahí, el padre
siempre salía desde el Potosí hasta La Paz, capital de Bolivia, abordando el tren a la
medianoche.
Otros empleados decían haber escuchado las risas de una niña, cuya silueta
deambulaba por los corredores de la mina, poniéndoles los pelos de punta. Los más
escépticos siempre creían que se trataba de la hija de alguno de los mineros, pero
esta sospecha se desvaneció al comprobarse que ninguno había engendrado a una
niña.
El tiempo pasó y el misterio del féretro de las minas, se convirtió en una leyenda
descalificada por muchos. Aun todavía, existen visitantes que aseguran haber
escuchado a la pequeñita, haber visto su aura a lo lejos o bien, haberse encontrado
con un misterioso ataúd en los rincones, que desaparece en solo cuestión de
segundos.
La Viuda Alegre
Martín era un muchacho bastante tímido y reservado, que casi nunca salía de su
casa. Pero aquella noche, sus hermanos lo convencieron de ir con ellos a un baile que
se celebraba en el pueblo. Cuando llegaron todo era música y algarabía. Los
parientes de Martín no tardaron en sacar a bailar a unas jovencitas, más él se quedó
en un rincón, aburrido y con ganas de marcharse.
Fue en ese momento cuando una mujer muy atractiva se le acercó. Tenía ojos
grandes y negros como su cabello, una piel blanca como la leche y una linda sonrisa.
–¿Por qué estás aquí tan solo? ¿No te gusta bailar? —le preguntó.
—No, la verdad es que solo vine para acompañar a mis hermanos.
—A mí tampoco me gustan mucho las fiestas, ¿vamos afuera para platicar?
Martín aceptó, entusiasmado porque era la primera vez que conversaba con una
joven tan atractiva. Charlaron por horas, rieron y él se sintió enamorado de aquella
bella desconocida. Luego, repentinamente se besaron y él se dijo que aquella era la
mejor noche de su vida.
—Ya va a ser medianoche y tengo que regresar a casa —dijo ella.
—Yo te llevaré, a estas horas no es seguro que una señorita ande sola por el camino.
Subieron los dos al caballo de Martín y tan pronto como la mujer estuvo en la silla de
montar, el equino se puso a relinchar nervioso, como si le hubiera caído encima
alguna clase de alimaña. El muchacho intentó controlarlo y se disculpó por el
temperamento del animal.
—No te preocupes. Llévame al cementerio por favor, que ahí es donde está mi casa
—le dijo ella.
—¿Al cementerio? Pero si ahí no hay nada más que tumbas.
La chica insistió y Martín se dirigió hasta el camposanto, pensando que tal vez la
muchacha vivía por el rumbo. Durante el camino, un silencio espectral se hizo entre
ambos. El joven quería hacer conversación, pero cada vez que intentaba decir algo,
las palabras morían en su garganta y se impedía voltear; como si algo dentro de sí le
advirtiera que siguiera con la vista en el camino.
Finalmente, a lo lejos, divisó el cementerio.
—Ya vamos a llegar, ¿quieres que te acompañé hasta tu puerta?
Por toda respuesta, la chica emitió un grito lastimero y aterrador, que paralizó por
completo a su acompañante. Sudando frío, Martín miró por encima de su hombro… y
se dio cuenta de que detrás de él ya no montaba su amada, sino un esqueleto con
ojos de fuego, que reía de forma gutural.
El caballo volvió a encabritarse y Martín cayó al suelo, aterrado. Lo último que vio
antes de quedarse inconsciente, fue al espectro alejándose con rumbo al cementerio.
Sin saberlo, había conocido a la Viuda Alegre, un ser que salía de su tumba todas las
noches para matar a los inocentes de un susto.
Cuando sus hermanos lo encontraron a la mañana siguiente, tirado en el camino, no
había nada que hacer. El pobre estaba muerto.
Los duendes
Cuando era pequeño, mi abuela me habló sobre los duendes. No esas criaturas
pequeñas y generalmente amistosas que vemos en los cuentos y películas, sino los
duendes reales. Ella dice que estas criaturas son las almas de los niños muertos, que
no fueron bautizados antes de nacer. Tienen ojos grandes y muy brillantes, que no
parecen de este mundo y sus pies están al revés. De esta manera, pueden engañar a
las personas cuando les hacen creer que caminan en cierta dirección, y en realidad se
están dirigiendo al lado contrario.
Otra característica inconfundible de los duendes es que, a simple vista, tienen
rostros angelicales y hermosos. Solo cuando los miras más de cerca revelan su
verdadera naturaleza, transformando sus rasgos en los de un demonio.
—Cuando un niño muere sin haber recibido el bautismo, su alma queda atrapada en
un cuerpo diferente —me dijo mi abuela—. Se convierten en duendes y se dedican a
robar a otros niños para llevarlos a lo más profundo del bosque. Nadie sabe que
hacen con ellos. Pero usan todo lo que esté a su alcance para lograr secuestrarlos:
juguetes, dulces, canciones. Por eso debes tener mucho cuidado, mi niño y no
alejarte demasiado cuando salgas de casa.
Aquí es donde comienza la parte escalofriante de esta pequeña historia. Yo tenía seis
años cuando ocurrió. Estaba jugando en el jardín de mi casa, después de conversar
con la abuela. Ella preparaba el almuerzo y de vez en cuando, me veía por la ventana.
De pronto, alguien llamó mi atención susurrando mi nombre. Alcé la mirada y lo vi.
Allí, entre los arbustos, un pequeñín me miraba con interés. Tenía un rostro pálido y
muy dulce, aunque había algo extraño en sus ojos, negros y demasiado grandes.
—¿Quieres venir a jugar conmigo?
—¿Quién eres?
El chiquillo sonrió de una manera que me dio escalofríos. Algo no andaba bien ahí,
pero yo no sabía lo que era, a ciencia cierta…
—Si me acompañas podemos comer dulces, tengo juguetes nuevos que te van a
gustar.
Por alguna extraña razón, aunque desconfiaba, no pude evitar ponerme de pie y
comenzar a andar hacia él. Además, la propuesta sonaba tentadora. Pero mi intuición
no dejaba de advertirme que estaba en peligro…
Miré hacia abajo y lo descubrí. Este niño estaba usando los zapatos al revés, pues sus
pies estaban volteados. Un escalofrío me recorrió la espalda y me quedé paralizado.
Cuando levanté los ojos, el duende seguía sonriendo, pero ya no era bello. Su rostro
se había convertido en el de una bestia, con la piel arrugada y una expresión
grotesca y burlona, que concentraba la más pura maldad.
Grité, como nunca había gritado en mi vida. Mi abuela salió de inmediato a verme. El
duende se había marchado cuando ella llegó. Yo no pude dejar de lloriquear en toda
la tarde.
Mis padres no me creyeron cuando les conté lo que había visto en el jardín. Ni ellos,
ni nadie.
Solo mi abuela lo hizo y pude ver en sus ojos, el mismo miedo que sentía yo.
La Casa de la Moneda
El territorio boliviano, al igual que muchos otros lugares de Latinoamérica, se halla
inundado por leyendas y mitos fantásticos que a más de uno le han puesto la piel de
gallina. El que vamos a contar a continuación ocurre en la preciosa ciudad del Potosí,
dentro de una de sus construcciones históricas más importantes: la Casa de la
Moneda.
Erigido durante la época colonial, dicho lugar se ha visto rodeado en más de una
ocasión por las leyendas urbanas y las supersticiones de la gente. La más popular
afirma que sus sótanos se encuentran malditos, motivo por el que hasta hoy en día
es imposible bajar en las visitas guiadas.
Siglos atrás, la Casa de la Moneda servía como fábrica de centavos que después de
su elaboración, eran distribuidos por toda la ciudad. Trabajaban aquí numerosos
esclavos que habían sido traídos desde África. Justo enfrente se alzaba un convento,
que por su fachada y por la apariencia de las hermanas que allí vivían, se había
ganado el respeto de todos los habitantes. No obstante, nadie podía imaginar los
comportamientos aberrantes que tenían lugar adentro.
El monasterio se encontraba corrompido por la tentación y la falta de fe de las
monjas, quienes llevaban a cabo sesiones espiritistas y otros actos de adoración al
maligno. Además, acostumbraban tener relaciones sexuales sin control con los curas
que las visitaban, participando en monstruosas orgías incluso cuando se sabían
embarazadas.
Habría sido un escándalo admitir el nacimiento de tantos niños concebidos en tan
oscuras circunstancias, por lo que pronto, aquellas mujeres tomaron una costumbre
sumamente espantosa.
Todos los bebés que nacían en el convento eran deformes y horribles, debido a las
ceremonias negras que sus madres celebraban. Sin el menor remordimiento, los
pequeños eran asesinados y sus cuerpos abandonados en los sótanos de la Casa de
la Moneda, los cuales abarcaban un área de dos kilómetros bajo el suelo.
Pronto, los esclavos africanos comenzaron a asustarse al escuchar sonidos extraños
que provenían del lugar; especialmente de noche. Algunos de ellos, jurando haber
bajado para investigar, quedaron aterrorizados al encontrarse con duendes y otras
extrañas criaturas que usaban a los niños muertos para llevar a cabo macabros
experimentos. Otros, aunque nunca se atrevieron a poner un pie en el sótano,
revelaron haber oído risas infantiles y llantos de bebé que les infundían el más
perverso pavor.
Con el paso del tiempo, las monjas del convento fueron descubiertas y como era de
esperarse, el lugar quedó abandonado. Los años siguieron transcurriendo y la Casa
de la Moneda sufrió múltiples reformas, siempre sembrando la duda sobre lo que
realmente ocurría en el subsuelo.
Actualmente sigue siendo una construcción hermosa y muy visitada por los turistas.
Y aunque dicen que las leyendas urbanas son solamente un cuento, resulta curioso
que el acceso a los sótanos continué siendo restringido. ¿Tendrán las autoridades
algún motivo importante para mantener lo que ahí existe en secreto?
Si algún día viajas hasta la bella ciudad de Potosí, tal vez quieras acudir para intentar
averiguarlo.
No abras la puerta
María era una madre soltera que vivía sola con su hijo Jonás, en un pueblo en el que
nunca pasaba nada. Pero aquella noche, los dos se sobresaltaron al ver en las
noticias que un peligroso asesino había escapado de prisión. Se trataba de un
hombre tan trastornado, que incluso los conductores del programa habían palidecido
al informar la novedad.
Lo malo era que María debía hacer un turno esa noche en su trabajo y por lo que se
sabía, aquel enfermo bien podía estar rondando por el pueblo. Así que antes de salir,
le hizo una advertencia muy seria a su hijo.
—Escucha Jonás, no quiero que le abras la puerta a nadie mientras no estoy —le dijo
—. No importa quien sea, ni lo que te diga, no debes abrir. Tampoco te asomes a las
ventanas. Yo tengo las llaves de la casa conmigo, pero en caso de que alguna cosa
llegara a ocurrir, voy a tocar tres veces para que sepas que soy yo.
Jonás le prometió que así lo haría y su madre partió más tranquila al trabajo.
El niño pues, se dispuso a cenar y a ver la televisión, tratando de olvidarse de las
macabras noticias de esa tarde. En ese momento, estaban pasando una película
basada en el relato corto de uno de sus escritores favoritos, muy terrorífica y
entretenida.
De pronto unos golpes en la puerta lo asustaron, alguien estaba tocando
desesperadamente.
Paralizado, José miró hacia la entrada, la cual parecía que de un momento a otro
podría derrumbarse debido a la fuerza con la que llamaban desde el otro lado.
—¿Mamá? ¿Eres tú? —preguntó con miedo.
Una voz espeluznante gritó desde la calle, emitiendo palabras indescifrables.
—¡JABEME DA PUETA!
Al escuchar esto, Jonás corrió a esconderse en su habitación, rogando porque su
madre volviera pronto del trabajo. Pero ella nunca regresó.
Por la mañana, sus vecinos se encontraron con una espantosa escena en la entrada
del niño. Allí estaba María, muerta y con el cuerpo ensangrentado. Le habían cortado
las piernas y parte de la lengua, lo que explicaba porque no había podido hablar
correctamente la noche anterior, mientras pedía ayuda.
Las autoridades determinaron que, en algún momento de la noche, la pobre mujer se
había cruzado con el loco escapado de la cárcel, quien no había tenido piedad con
ella. La había mutilado de la manera más cruel.
Pero de alguna forma, María había conseguido arrastrarse hasta su casa, donde
intentó pedir auxilio. Si tan solo no le hubiera hecho aquella advertencia a Jonás, tal
vez podría haber entrado en casa y salvado su vida.
Luego de ver lo que había ocurrido con su mamá, el pobre chico enloqueció y tuvo
que ser internado en un psiquiátrico. A partir de entonces, no dejaba de tener
pesadillas sobre lo sucedido y no soportaba que hubiera puertas cerradas, pues tenía
un pánico extremo a que alguien tocara y no saber quién se encontraba del otro
lado.
Nunca llegaron a encontrar al asesino de María.