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Grant, Michael. 1989. Historia de las civilizaciones 3.

Grecia y Roma (México:


Alianza), p. 173-185

De la mitología homérica a la ciencia helenística


W. K. C. Guthrie

La religión griega antigua es un fenómeno complejo. Al revés del cristianismo, el judaísmo


o el Islam, no cristalizó jamás en una colección de escritos sagrados sino que fue formándose
progresivamente por efecto del carácter diverso del pueblo griego y de las influencias del
exterior. A partir de la primera mitad del segundo milenio a. J. C, oleadas de tribus de habla
griega invadieron el área egea donde la figura religiosa dominante era la Diosa Madre (fig.
1). Aunque muchos de los rasgos de su religión parecían ajenos al carácter
predominantemente masculino de los invasores, que llegaron más como guerreros que como
agricultores, éstos la hicieron suya e incluso la asimilaron, bajo la forma de la «Artemis
efesia», a una divinidad propia cuyo signo distintivo era la pureza virginal.
Por las fechas en que nos son conocidos, los dioses de los griegos habían ya absorbido
tantos rasgos de fuentes diversas, que hablar del «origen» de éste o aquél resulta tarea
imposible, si no carente de sentido. Pero al menos sabemos que, para esos invasores de
tronco indoeuropeo, el rango de divinidad suprema lo tenía un dios masculino, Zeus, padre
de los dioses y de los hombres. La mezcla de los dos elementos principales de la población
histórica aparece reflejada en los numerosos matrimonios o aventuras amorosas de Zeus con
formas locales de la Gran Madre.

Los dioses a imagen del hombre

Las tablillas escritas de la época micénica nos dan nombres de los dioses de la Grecia
clásica en el siglo XIII a. J. C, entre ellos, Zeus, Hera, Posidón, Hermes, Atenea, Artemis y
Dioniso. Pero sobre los mismos poco pueden decirnos estos textos: para nosotros, no menos
que para los propios griegos, los rasgos perdurables de los Olímpicos los fijaron los poemas
homéricos, que presentan un conjunto singularmente vivaz de divinidades, con formas
humanas y personalidad bien definida. El poeta ha tomado la multitud de dioses de distinto
origen y, con una mezcla típicamente griega de imaginación visual y racionalidad, los ha
reunido en un todo compacto y orgánico sobre el modelo de la aristocracia patriarcal de la
época micénica. Zeus es rey y padre, al tiempo que conserva muchas de las funciones que le
competen como dios del cielo y los fenómenos atmosféricos; él es el que acumula las nubes,
envía la lluvia que fertiliza la madre tierra, habla a través del trueno y empuña el rayo.
Podrán los demás dioses ser pendencieros y rebeldes, pero saben que, a fin de cuentas, la
voluntad de Zeus ha de prevalecer.
En Homero los dioses constituyen el estrato superior de una sociedad simple, organizada
sobre una estricta base clasista. Sus relaciones con los hombres son externas y no se
diferencian de las que guarda un rey «humano», como Agamenón, con los príncipes que le
están subordinados y con el pueblo bajo. Esto, en algunos aspectos, los aproxima a la
humanidad. En cuanto a la forma, encarnan la perfección de la belleza humana y, a menudo,
resulta difícil saber si una estatua griega del tipo del kouros, quiere representar un joven
atleta o el dios Apolo, y si una figura femenina representa a Afrodita, Artemis o Hera o
Fie. 1.—Antes de que los pueblos de habla griega penetrasen en el área egea, la religión
predominante se centraba en torno a una Diosa Madre. Estas figurillas micénicas,
toscamente modeladas (siglos xiv-xm a. J. C), sin duda se fabricaron en serie. Unas 200 se
han encontrado en un solo lugar, en Delfos. Se considera que la unión de estos primeros
cultos con la religión del dios del cielo, que profesaban los griegos, constituye el trasfondo
del complejo panteón de las divinidades olímpicas.

simplemente una devota ataviada como la diosa. La obsesión de todo griego, hombre o
mujer, era reproducir en su persona la belleza de lo divino.
Los dioses participaban también de los defectos de los humanos. A fines del siglo VI,
Jenófanes censuraba ya a Homero y Hesíodo que atribuyen a las divinidades «todas las
acciones que entre los hombres acarrean reproche y vituperio: robo, adulterio y engaño». La
única coerción era un sentimiento de nobleza obliga. Zeus es un defensor del código
caballeresco de la hospitalidad, del respeto al extranjero, de la fidelidad al juramento, pero
también tiene sus favoritas y sus antojos. Los hombres son traicionados por los dioses y
abiertamente les afean su conducta, pero sin resultado. Dos cosas distancian a los dioses de
los hombres: su poder sobrehumano y, por encima de todo, su inmortalidad. Llegan incluso a
casar con mujeres mortales pero su descendencia es perecedera. Es ésta una barrera
infranqueable.

Las generaciones divinas

Homero nos pinta un orden establecido, pero por Hesíodo sabemos que este orden no
existió siempre. Su obra —único texto superviviente de una serie de relatos míticos sobre el
origen del universo y de los dioses— presenta trazas de un origen mixto y, en parte, se
encuentra ya en avanzado estado de sofisticación. En un principio, la Tierra y el Cielo se
confundían en una masa, hasta que se produjo una brecha, en la cual aparecieron Eros —el
espíritu del amor sexual— y poderes como Oscuridad y Noche, Luz y Día, en parejas de
macho y hembra. A partir de ese momento, el mundo y los dioses pueden ser engendrados
por los procesos de cópula y nacimiento. En una fase imperfecta del mito, la Tierra yació con
el Cielo y engendró, además de entidades geográficas tales como las montañas y el mar, a los
Titanes, uno de los cuales, Cronos, por instigación de su madre, separó violentamente a sus
progenitores y mutiló a su padre. Estos relatos tienen evidente afinidad con antiguos mitos
orientales. La violenta separación del Cielo y la Tierra aparece en la leyenda babilónica de
Marduk y, más cerca de Grecia, la versión hitita incluye el motivo de la castración.
Dos titanes —Cronos y Rea— fueron los padres de Zeus, con ellos se repitió la hostilidad
entre padre e hijo. Temeroso de un usurpador, Cronos engulló a sus vástagos; pero al nacer
Zeus, Rea, por consejo de su madre la Tierra, le engañó con una piedra. Zeus nació en Creta
(en efecto, la leyenda de este nacimiento lo asimila a un antiguo espíritu terrestre cretense), y
allí, la Tierra lo escondió en una cueva. Una vez crecido, no por ello la Tierra dejó de ayudar
a Zeus, aconsejándolo cuando se preparaba para la batalla con los gigantes, primero; y con el
monstruo Tifeo, después. La posición de la Tierra como «eminencia gris» a través de
sucesivas generaciones divinas, habla en pro de su inveterado poder en las regiones del Egeo.
Sólo después de tremenda lucha consiguió Zeus afirmar su dominio. Entonces le aclamaron
los demás Olímpicos, a quienes asignó deberes y privilegios. De todo ello, el aristocrático
Homero apenas parece enterado, pero el tema cobra posteriormente nueva vida en el
Prometeo encadenado, de Esquilo, donde para el titán Prometeo, Zeus es un gobernante
advenedizo, embriagado por el gusto del poder.

Los inmortales del Olimpo

Cada uno de los dioses homéricos tenía un carácter claramente definido. Es muy probable
que Hera, esposa de Zeus, sea una degradación de la Diosa Madre local de Argos, con cuya
ciudad tuvo una constante vinculación. Posidón y Hades, hermanos de Zeus, recibieron como
lotes, respectivamente, el mar y el mundo subterráneo. Posidón era también el dios de los
terremotos y tenía una fuerte conexión, tal vez originaria, con los caballos. Hefesto, dios del
fuego y de la fragua, es el Olímpico deforme, zambo y de escasa estatura, motivo de mofa
para los demás; es también artesano de maravillosa destreza. Ares, brutal y levantisco, pero
cobarde, debe de haber sido un intruso procedente de Tracia. Hermes, un hijo que Maya le
dio a Zeus, es un dios agradable, amistoso y útil para los mortales, guía de caminantes, hábil
y fértil en recursos. En la creencia popular es también astuto y ladrón, pero sin malicia. Zeus
se sirve de él como criado y mensajero.
Atenea (fig. 3), que no nació de madre sino de la cabeza de Zeus, es más masculina que
femenina. Es la diosa de la guerra disciplinada —con escudo y yelmo—, de la sabiduría y de
la habilidad técnica. Afrodita, de indudable origen asiático, es su antítesis: el prototipo de la
dulce belleza femenina, un tanto despreciada por los demás dioses, que consienten que sea
herida por el mortal Diomedes y corra llorando a Zeus, para pedirle ayuda. Artemis,
hermana de Apolo, es la diosa de la caza, señora de las bestias salvajes, virgen cazadora. No
obstante, ama todo lo juvenil y ayuda a las mujeres en el alumbramiento, lazo éste que la
vincula a la Diosa Madre egea, con la cual se la identificaba en Efeso. De Apolo y Dioniso
(que no tiene un papel directo en la narración homérica) trataremos especialmente más
adelante.
Con el nacimiento, en la época clásica, de las ciudades-Estado los dioses olímpicos
conservaron sus características homéricas, pues al fin y al cabo Homero era la base de la
educación de la juventud. Cada ciudad tendría una divinidad como patrono, de modo que la
religión olímpica acabó vinculándose con el patriotismo. Esto fue así, sobre todo en el caso
de Atenas, que tomó el nombre de su diosa. La Acrópolis era la peña de Atenea, donde tenía
el olivo sagrado, la serpiente y la lechuza. Estas manifestaciones de la diosa en forma de
árbol, serpiente y ave parecen retrotraernos a la épica minoica; su culto en la cumbre de la
Acrópolis era sin duda antiquísimo. La gran estatua de Atenea Promachos dominaba la
ciudadela, y su templo albergaba la imagen criselefantina de la diosa, obra maestra de Fidias.
En general, el pensamiento era libre y lo que importaba era el culto. Si se profesaban ideas
realmente ateas y, además, se trataba de difundirlas, entonces sí, en la Atenas de la época
clásica, se corría el peligro de ser castigado con el destierro. Atenas tuvo sus juicios por
impiedad, pero fueron pocos. A este respecto, el caso aislado de la muerte de Sócrates dio a la
ciudad una fama de severidad probablemente injusta. Sin duda Sócrates pudo escapar a la
muerte abandonando Atenas, pero consideró esta actitud como una negación de sus
principios, y sus altivas maneras y su obstinada adhesión a lo que él juzgaba que era justo
hicieron inevitable una tragedia que probablemente nadie deseaba. La religión era un asunto
comunitario, y todo ciudadano leal tenía el deber de participar en ella. Pero «deber» no es la
palabra exacta. Era una respuesta natural al sentido griego de belleza y orden (cosmos). Los
sacrificios y festivales periódicos constituían agradables acontecimientos sociales. Esto
ocurría sobre todo, con las fiestas que se celebraban en los grandes centros panhelénicos
como Olimpia, Delfos o Délos, donde las belicosas ciudades griegas olvidaban sus diferencias
y un ciudadano de Atenas, Tebas o Esparta podía sentir que formaba parte de una amplia
unidad, la unidad del mundo de habla griega, opuesto a los ininteligibles barbaroi. Lo sagrado
y lo secular formaban una amalgama feliz. El ciudadano caminaba entre templos y estatuas
que satisfacían su sentido estético; el sacrificio y la plegaria se mezclaban con las
competiciones atléticas y musicales, los extraordinarios banquetes y todas las galas de una
feria. El gusto griego por estas cosas y una visión predominantemente conservadora,
humanista y exenta de misticismo, aseguraron la pervivencia de las ideas homéricas mucho
tiempo después de que la sociedad homérica hubo desaparecido.

Belleza y luz, oscuridad y éxtasis

A primera vista, Apolo parece simbolizar este aspecto del carácter griego. Representaba el
prototipo de la belleza física; era el dios de la salud y de la luz, del «conócete a ti mismo» y el
«nada demasiado», de la música de la lira (fig. 4). Significaba la ley y el orden; ningún
legislador habría de promulgar una constitución sin el dictamen de su oráculo en Delfos (fig.
5). En lo referente a la ley su esfera de interés era el homicidio, porque como Katharsios, tenía
en sus manos los medios de purificar la mancha que seguía a todo contacto con la muerte.
Cuando Orestes mató a su madre (aunque a requerimiento de Apolo y con el fin de vengar el
asesinato de su padre) fue perseguido por las Furias hasta que en Delfos, siguiendo
instrucciones de Apolo, llevó a cabo los sacrificios idóneos para aplacar a las potencias del
mundo infernal.
FIG. 3.— El nacimiento de Atenea. Se dice que Zeus se tragó a su primera esposa,
Metis, que estaba encinta, por temor a que diera a luz un hijo más fuerte que él.
Un tiempo después, al sentir dolores en su cabeza, ordenó a Hefesto que le
abriera el cráneo y nació Atenea, madura y completamente armada. En esta
pintura de vaso, del 530 a. J. C, aparece Zeus sentado en su trono, con el cetro en
una mano y el rayo en la otra. A uno y otro lado, unas divinidades asisten al
«nacimiento». Junto a ellas están Posidón (con el tridente) y Hefesto, que lleva
el hacha con la que acaba de hender la cabeza de Zeus, y levanta dos dedos en
ademán de satisfacción. Atenea, patrona de Atenas, se convirtió en la Minerva
romana.

Solemos considerar lo dionisíaco y lo apolíneo como polos opuestos. No obstante, en


Delfos estos polos se encuentran. Plutarco, que era sacerdote deifico, llegó al extremo de
decir que el santuario pertenecía por igual a Dioniso y Apolo. En efecto, en los tres meses de
invierno Apolo se ausentaba para visitar en el lejano Septentrión a los Hiperbóreos, y en este
intervalo el templo era cedido a Dioniso. En el sancta sanctorum donde la Pitia profería los
oráculos no sólo había una estatua de oro de Apolo, un trípode y la piedra umbilical que
señalaba la piedra del mundo, sino también la tumba de Dioniso, que, como dios de la
fertilidad, era de los que morían y resucitaban.

FIG. 4.—Apolo —cuyo oráculo en Delfos era considerado como la


fuente de la sabiduría— presidía las artes, la medicina, la música, la
poesía y la elocuencia, y al propio tiempo era el portador de la muerte
repentina. La peste, inexplicable para los primeros griegos, se
atribuía a las flechas de Apolo.

En esos meses de invierno se celebraban las desenfrenadas orgia de Dioniso, que, además
de dios de la vid, lo era de toda suerte de vida simbolizada por la humedad (los jugos y la
savia de las plantas en crecimiento, la sangre de los animales y del hombre). Partidas de
ménades, designadas oficialmente, subían danzando y brincando por el empinado camino que
conduce a la altiplanicie sobre las Rocas Brillantes; abría la marcha un sacerdote joven que
personificaba al dios. Allí, embriagadas por la oscuridad y el vino y danzando al son
orgiástico del tambor y la flauta, alcanzaban un estado de éxtasis que culminaba en el
despedazamiento de animales desollados para comer su carne cruda. Llenas del dios, eran
insensibles al frío y al dolor, y ante sus ojos inspirados las corrientes de las montañas fluían
con leche, vino y miel.
Todo esto, que está tan lejos de nuestra idea de la moderación clásica, también formaba
parte de la religión griega. Los griegos aceptaban como cosa necesaria esos eventuales
estallidos de un aspecto de la naturaleza humana que en la vida social normal debe ser
reprimido, insistiendo tan sólo en que las orgías primitivas, salvajes y sin freno, habían de
encauzarse y limitarse a determinadas épocas y estaciones. En otro aspecto la religión
dionisíaca, con la cual habían sido siempre consustanciales la danza, el canto y la
representación, dio origen al drama griego, y tanto la tragedia como la comedia pasaron a
formar parte de las fiestas del dios.

FIG. 5.—Aspecto que presentaba Delfos en los siglos IV y III, cuando Grecia entera lo enriqueció con santuarios y tesoros.
La entrada está en la parte inferior izquierda. El primer edificio a la derecha es el pabellón de los espartanos, levantado para
conmemorar su victoria en Egospótamos. Sigue la Vía Sagrada, que tuerce luego bruscamente a la derecha y se empina
hasta llegar al muro de contención (de antiguo paramento poligonal) que forma la subestructura del templo. Al lado de la
senda se encuentran los pequeños tesoros de los diferentes estados: Sición, Sifnos, Tebas, Cnido, Atenas y Siracusa. Frente
al muro de contención, el pórtico abierto de los atenienses, erigido después de Salamina. Subiendo los peldaños hacia el
templo podía verse, más a la derecha, la enorme estatua de Apolo, con el arco en la mano. El templo, uno de los más
grandiosos de Grecia, estaba edificado sobre una grieta, de la cual se creía que provenía el poder oracular. Detrás del
templo, montaña arriba, estaba el teatro y, a continuación, el estadio para competiciones (que no se ve en el grabado).

Profetas y oráculos

La importancia que se concedía al vaticinio y a los oráculos en la antigua Grecia es de


sobra conocida y constituye un buen ejemplo del carácter dual de la religión griega, del
contraste e interrelación entre la herencia olímpica de Homero —luz, sano juicio,
clasicismo— y los primitivos cultos naturales, con su oscuridad y misterio y el fenómeno de
la posesión divina. Había dos clases de profecía: la basada en el sano juicio o técnica, y la
mánica. Practicaban la primera profetas individuales que habían adquirido la habilidad de
interpretar la voluntad de los dioses a través de señales y presagios como el vuelo de las aves
o la observación de las entrañas de las víctimas en los sacrificios. Aunque poseían dotes
especiales, actuaban basándose en la razón, no en la inspiración, y eran completamente
dueños de sí mismos. En cambio, en el gran santuario oracular de Apolo, en Delfos (fig. 5), la
profetisa, después de adecuados actos preparatorios encaminados a ponerla en estado
receptivo, era realmente poseída por el dios, como Dioniso poseía a sus ménades. El dios
penetraba en ella, y ella no era ya sino su" portavoz, que hablaba en estado de trance. Es
significativo que en Delfos se tuviera conocimiento de que Apolo se había apoderado de lo
que en sus orígenes fue un oráculo de la diosa Tierra.
En busca de la vida que sucede a la muerte

Apolo, el Purificador (fig. 4), tenía las dos vertientes: la proyectada hacia los
resplandecientes Olímpicos, y la orientada a los oscuros poderes del mundo inferior. No es
fácil resumir en pocas palabras" la actitud griega ante la muerte y sus consecuencias. El
hombre corriente, para el cual esta vida lo era todo, pensaba en la muerte lo menos posible.
Homero le había enseñado que la psyche era una cosa pobre e inútil sin el cuerpo, al cual debía
su fortaleza y entendimiento. El cuerpo, después de la muerte, derivaba como el humo hacia
un mundo subterráneo de consumidora oscuridad, donde llevaba un miserable tipo de exis-
tencia como sombra exangüe. La carne y la sangre lo eran todo. Las pálidas sombras
convocadas por Ulises no pueden reconocerle ni dirigirle la palabra hasta que les ha dado de
beber un poco de sangre con que restablecer una temporal apariencia de vida.
Pero con la desaparición de la sociedad homérica, integrada por vigorosos combatientes,
comilones y amadores, comenzaron a insinuarse unas ideas y aspiraciones humanas más
normales. Las viejas creencias de que los muertos tenían poder para bien o para mal
subyacen, por ejemplo, en las Coéforas de Esquilo, en la invocación al espíritu de Agamenón
para que ayude a sus hijos que buscan la venganza, como prueba de que continuaban vivas
entre las gentes. De esta creencia surgió el culto de los héroes, predecesor del culto de más
de un santo cristiano, y dando a menudo la misma importancia a las reliquias. Las ciudades
de la época clásica tenían sus héroes-patronos. Cuando una guerra les iba mal a los
espartanos, el oráculo de Delfos les aconsejaba que recuperasen los huesos de Orestes, que se
encontraban en el territorio de sus enemigos. Obedeciendo instrucciones semejantes, los
atenienses, después de las guerras médicas, trajeron de Esciros los huesos de Teseo. En
general estos personajes quedaban como «santos», no ascendían a la categoría de dioses. Sólo
el más poderoso de todos ellos, Heracles, mereció por sus hazañas un lugar entre los
Olímpicos y se le dio por esposa a la diosa Hebe.
Para el hombre corriente había también las religiones mistéricas, especialmente la de
Deméter —divinidad del trigo en Eleusis (fig. 6)—, que pasó a formar parte, en Atenas, de la
religión del Estado. Antiguos cultos agrarios como éste, que era originariamente de simples
campesinos que adoraban a la Gran Madre, podían servir de ejemplo de unas relaciones
entre el hombre y la divinidad totalmente distintas de las homéricas. Por analogía con lo que
ocurre con las plantas, que al morir dejan caer su semilla en el seno de la Tierra y de este
modo reengendran su vida, así también los hombres —hay que recordar que éstos, según las
creencias griegas, surgían originariamente de la Madre Tierra como las plantas— podían
esperar una nueva vida | después de la muerte. La iniciación en los misterios de la Diosa
Madre aseguraba una vida feliz y verdadera, en contraposición con la triste semiexistencia
de la psyche homérica. En Atenas tenía acceso a estos ritos todo el mundo, sin excluir siquiera
a los esclavos.
FIG. 6.—En Eleusis se había establecido desde antiguo una religión mistérica,
basada en el ciclo de las estaciones y en la renovación anual de la vida. La
divinidad era Deméter, la diosa de los cereales. Su simbólica gavilla de trigo
(arriba) formaba parte de la decoración de los Propileos, que daban acceso al
santuario. Con su énfasis sobre la salvación y la promesa de otra vida, Eleusis se
mantuvo como importante centro de culto hasta los primeros tiempos del
cristianismo.

Más elaborado era el sistema de los escritores e iniciadores órficos. Predicaban éstos un
complicado dogma sobre los orígenes de hombres y dioses, según el cual los hombres eran
espíritus caldos que debían esforzarse en recuperar su status divino mediante una
combinación de ritos y la observancia de ciertas reglas de la vida diaria, encaminadas a
garantizar la pureza. La más importante era la abstención de comer carne, pues la meta se
encontraba al final de una serie de reencarnaciones de formas animales y humanas, y el
cuerpo de un buey o un carnero podía albergar el alma del propio padre del iniciado. Estas
doctrinas figuraban en poemas atribuidos a Orfeo, y era lo más parecido a una «religión de
libros» de cuanto se había promulgado jamás en la Grecia pagana. En general, su influencia
fue escasa. Su importancia radica en la fascinación que ejercieron en unos pocos pensadores
eminentes, como Pitágoras y Platón.

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