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Pablo Antonio Mª Pollicino

Los de dentro y los de fuera


En este trabajo comentaremos sucintamente el pasaje evangélico de Mc 3, 31-35; 4, 1-
34.
El contexto previo a este pasaje es que Cristo estaba en el Tiberíades, curando a gran
multitud de gente. Después, parece que fue el Sermón de la montaña, según los otros
Evangelistas, el cual no aparece en San Marcos. Tras ello, Cristo elige a los Doce.
Después los fariseos y escribas le acusan de expulsar demonios con potestad de espíritus
inmundos.
Tras esa discusión, Cristo vuelve a ‘su casa’, que probablemente sea Cafarnaún, y la
turba acude allí en gran multitud. Cristo y los apóstoles la atienden sin tener tiempo ni
de comer. He aquí que la Virgen Santísima y los parientes de Cristo le mandan llamar,
estando ellos fuera y Cristo dentro de la casa. De sus parientes había dicho San Marcos
unos versículos antes: «Al oírlo los suyos, salieron para apoderarse de Él, porque
decían: “Ha perdido el juicio”» (Mc 3, 21). Es, entonces, cuando Cristo lanza aquella
pregunta: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?» (Mc 3, 33). Y se responde: «El
que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).
Podríamos decir que Cristo, al plantear esta pregunta y dar esta respuesta, ensalza el
parentesco y maternidad espirituales, haciendo con ello una loa de la Virgen que es
doblemente madre, y una discreta crítica de sus parientes, que sólo lo son por la carne.
«Efectivamente, ni sus mismos hermanos creían en Él» (Jn 7, 5).
Cristo, entonces, no hace de menos la maternidad carnal y virginal de María, sino que
ensalza por sobre esa maternidad, la maternidad espiritual que se da en ella, y que se
puede dar en los demás si cumplen la voluntad del Padre. Por tanto, señala que la
Virgen es doblemente madre de Cristo, y que ciertamente su maternidad virginal por la
carne no es mayor que la de por el espíritu1.
Es más honroso ser hermanos por la fe que por la carne, pues por la fe somos hermanos
del mismo Cristo, si creemos; y, si predicamos, engendramos a Cristo en las almas del
prójimo, y no hay maternidad mayor (cf. San Juan Crisóstomo). Lo que la identidad de
sangre produce entre los parientes, el cumplimiento perfecto de la voluntad divina lo
opera entre todos los hombres sin distinción.
Tras este episodio, Cristo vuelve al mar, al Tiberíades probablemente, y se sube a una
barca para comenzar a predicar en parábolas. San Clemente de Alejandría define las
parábolas como: «Sermón [compuesto] en un sentido no ciertamente propio, sino por lo
que es similar a lo propio, para que aquel que entienda deduzca aquello que es
verdadero y propio».
En San Marcos se refieren en este pasaje tres parábolas, mientras que en San Mateo son
siete. Son la del sembrador, la de la semilla que crece sola, y la del grano de mostaza.
Pareciera que habla Cristo primero de las dificultades que encuentra Dios al empezar a
instaurar su Reino; después, cómo a pesar de esas dificultades, el reino mesiánico se
desarrolla y crece seguramente, aunque lenta y silenciosamente; y al final, sobre cómo
el reinado de Cristo se habrá instaurado con una maravillosa difusión, en el que las aves
del cielo vendrán y anidarán.
1
«No dice eso renegando de su madre, sino mostrando que no sólo fue digna de ese honor por la
natividad, sino también por todas las otras virtudes con las cuales fue colmada» Eutimio.
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Entonces, propone como primera la del sembrador con toda la intención, pues dice
después Cristo: «¿No entendéis esta parábola? ¿Pues cómo vais a conocer todas las
demás?» (Mc 4, 13). Pareciera que esta parábola es la clave para abrir al entendimiento
las demás. Efectivamente, esta parábola habla sobre las disposiciones personales para
recibir la Palabra de Dios. Disponer convenientemente nuestro corazón es la condición
primera para conocer lo que dice la Palabra de Dios, para que arraigue en nosotros y se
haga vida. Esta parábola es exclusiva de San Marcos, pues los otros evangelistas no la
relatan.
El sembrador echa la semilla en toda la tierra, y algunas caen al lado del camino, otras
en terreno pedregoso, otras entre espinos, y las últimas en tierra fecunda. Sólo las
semillas caídas en terreno fecundo germinan definitivamente y dan fruto. Sería
pretencioso hacer una interpretación de esta parábola que no reprodujera o ampliara la
explicación que Cristo mismo da a los apóstoles. Conviene citar dicha explicación
ahora, y luego hacer referencia al fragmento que hay entre la parábola y la explicación:
«Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero en
cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay
otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la
palabra enseguida la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son
inconstantes, y cuando viene una dificultad o persecución por la palabra,
enseguida sucumben. Hay otros que reciben la semilla entre abrojos; estos son
los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las
riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda
estéril. Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la
palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por
uno.» (Mc 4, 15-20)
Así, como discípulos de Cristo, debemos ser tierra fecunda donde germine la semilla de
la Palabra de Dios. Es curioso notar que la Palabra sembrada por Dios, sólo en una
cuarta parte del terreno germina. Y dentro de esa cuarta parte, en unos da más fruto que
en otros, según su disposición. No toda la tierra fecunda es igual de fecunda. Nosotros,
como discípulos del Señor, debemos dar el ciento por uno del fruto, para que esos
granos maduros sean semillas para nueva siembra.
Esta explicación la da Cristo porque los apóstoles y algunos discípulos cercanos le
preguntaron por el significado de la parábola. Es entonces cuando viene uno de los
pasajes que parece más oscuro a nuestros ojos.
Esta explicación la da Cristo porque los apóstoles y algunos discípulos cercanos le
preguntaron por el significado de la parábola. Es entonces cuando viene uno de los
pasajes que parece más oscuro a nuestros ojos.
Cristo dice que a los discípulos les es dado conocer los misterios del Reino, pero que a
los de fuera se les explica con parábolas para que «por más que miren, no vean, por más
que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados» (Mc 4, 12). Aquí
el Señor cita un pasaje de Isaías:
«Y dijo Él: “Ve y di a este pueblo:
Oíd, y no entendáis; ved, y no conozcáis.
Embota el corazón de este pueblo,
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y haz que sean sordos sus oídos


y ciegos sus ojos;
no sea que vea con sus ojos,
y oiga con sus oídos,
y con su corazón entienda,
y se convierta y encuentre salud.”» (Is 6, 9-10)
Estas líneas de Isaías tuvieron un primer cumplimiento en la función ejercida por Isaías
con sus contemporáneos, pero son realizadas más plenamente todavía en la persona de
Nuestro Señor Jesucristo, como Él mismo lo afirmó2.
Notemos que el mismo Jesucristo se refiere a este pasaje en el capítulo más abundante
en parábolas y nos dice que habla en esta forma no, según se cree a menudo, para poner
ejemplos que aclaren, sino precisamente a la inversa «porque viendo no ven y oyendo
no oyen ni comprenden. Para ellos se cumple esa profecía de Isaías: “Oiréis pero no
comprenderéis, veréis y no conoceréis”» (Mateo 13, 13-15). El divino Maestro quiere
ocultar con las parábolas a ciertos ojos los misterios del Reino.
Dios no es causa de la ceguedad espiritual, pero la permite en los que no corresponden a
la gracia.
Parecido, dice San Juan Crisóstomo, al general de un ejército que, para castigar a sus
soldados amotinados, los abandona en el momento del peligro… Sin embargo, hay que
remarcar que Dios no abandona enteramente, ya que no niega incluso a los endurecidos
las gracias suficientes para evitar el pecado y adquirir la salud.
El Señor, tras haber explicado el sentido de la parábola del sembrador, pone unos
ejemplos (Mc 4, 21-23) que parecieran no concordar mucho con los versículos
precedentes. Sin embargo, se observa que concuerdan absolutamente. Dice el Señor que
no se pone una lámpara bajo el celemín, o bajo la cama, sino sobre un candelabro. Dice
esto, porque los misterios del Reino que Cristo explica a los discípulos no están
destinados a permanecer ocultos, sino a predicarlos algún día sobre los tejados. Cristo
quiere llevar a cabo su obra redentora con nuestra colaboración, por ello nos explica y
nos exhorta a no guardarnos estas verdades, sino a predicarlas por todo lo alto para
extender su Reino.
Si los predicadores de la Iglesia estamos atentos a las Sagradas Escrituras, sabremos
mejor hacerla gustar a los fieles, y cuanto más ardiente sea nuestro celo, más bella será
la corona en el cielo. Por eso añade Cristo que con la medida con que midamos seremos
medidos y se nos añadirá más.
Tras estas acotaciones del Señor, San Marcos añade dos parábolas más.
En primer lugar, el campo cuyos frutos se desarrollan sin que el sembrador sepa cómo,
es decir, lenta y silenciosamente, lo mismo que abundantemente. Aquí parece describir
el Señor el Reino mesiánico en su fase de crecimiento, todavía sin llegar a su plenitud.
Es decir, describe su Reino aquí en la tierra en el período entre sus dos venidas: la
consumada y la por venir. Y el sembrador de la parábola, según el sentir de los Padres,
parece no ser Cristo, pues Él, en su condición de Dios, sí sabe cómo crece la gracia y
cómo se expande su Reino. Parece, pues, referirse a los apóstoles y discípulos, a los

2
Mt 13, 10-17; Mc 4, 10-17; Lc 8, 9-10
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predicadores que siembran y no saben cómo Dios obra luego en lo sembrado. Sin
embargo, puede decirse en sentido figurado también que Cristo «duerme», en el sentido
de que ascendió al cielo y no estará con nosotros hasta su segunda venida, obviando su
presencia sacramental y su asistencia constante con la gracia.
En segundo lugar, la semilla de mostaza, que es de las más pequeñas que existe, y que,
sin embargo crece prominentemente. Tanto que incluso las aves del cielo anidan en sus
ramas. Así es la fe cristiana despertada por la Palabra y perfeccionada por el Bautismo.
Doce apóstoles conquistaron el mundo entero para Dios. Tal es la grandeza de nuestra
fe, y tal su discreción.
Conclusión
De estos diversos pasajes evangélicos se pueden extraer las consecuencias para los
discípulos que hemos ido señalando, y muchas más, pues no tenemos nosotros mucha
luz para escudriñar la Palabra de Dios como conviene. Pero quisiéramos destacar
aquellas que nos han llamado más la atención. A saber, que la fe nos hermana con
Cristo, e incluso nos convierte en «engendradores» suyos en las almas de los fieles.
¡Qué fragilidad la nuestra y qué honor el que Dios nos concede al elevarnos de este
modo!
Nos ha estimulado este pasaje, también, a preocuparnos y ocuparnos en conocer por la
oración y el estudio de la Santa Escritura los misterios del Reino, para poder un día
poner nuestra lámpara en el candelabro, e iluminar con la luz de Cristo toda la estancia.
Damos gracias a Dios, con Cristo, porque ha ocultado estas cosas a los sabios y
entendidos y se las ha revelado a los pequeños, y pedimos a su vez que nos dé esa
pequeñez y humildad para que la simiente de su Palabra germine y dé fruto abundante.

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