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La Biblia registra muchos grandes logros para el reino

de Dios que llegaron como resultado de la oración


ferviente, fiel e intercesora. La oración no es sólo un
arma, una fuerza y una señal, es también el lenguaje
de nuestra alma. Sin oración nuestro espíritu corre el
riesgo de volverse frágil, débil, impotente y frío.

Dios nos ha dado las llaves del Reino y las bendiciones


de Su Reino solo pueden desbloquearse mediante la
oración intercesora. No hay atajos para ver Su reino
venir a la tierra, más que permanecer en oración. Hoy
en día, se lleva a cabo mucha discusión entre los
líderes de la iglesia acerca de las estrategias de
oración. Si oramos de esta manera, veremos caer estos
muros. Ora de esta manera y obtendrás tu progreso.
Pero no hay formas correctas de orar, excepto una:
permanecer en oración. A lo largo de la historia, los
hombres y mujeres que revolucionaron su mundo para
Cristo fueron cautivados por una visión de oración.

Inicialmente, la oración requerirá disciplina porque no


es algo natural para ninguno de nosotros. Por lo tanto,
se debe hacer un esfuerzo consciente para practicarla.
Sin embargo, cuanto más practicamos la oración, más
fácil se vuelve. Esto se debe a que comenzamos a
despegar las capas de nuestro propio interés, hasta
que la oración se convierte en el lenguaje de nuestra
alma a medida que nos conectamos con Dios. Así
aprendemos a hacer de la oración una danza rítmica.
La intercesión es un tipo específico de oración que
implica en esencia, llevar las cargas de otras personas
y ponerlas al pie de la cruz. La intercesión nos revela
más claramente la profundidad de la compasión de
Dios por nosotros. Él es quién nos convoca y deposita
cargas específicas en nuestro espíritu que deben ser
continuamente entregadas a Él a través de la oración.
A menudo, los llamados de Dios a la intercesión son
para que los creyentes pidan que prevalezca la justicia.
El profeta Isaías declaró: “El Señor miró y le desagradó
descubrir que no había justicia. Estaba asombrado al
ver que nadie intervenía para ayudar a los oprimidos”
(59:15-16 NTV). La palabra “interceder” en hebreo es
la palabra paga, que literalmente significa “dar en el
blanco” (Job 36:32). Hay dos significados básicos para
la palabra paga: (1) intervenir, y (2) llevar una carga.
Un intercesor es aquel que se conecta con Dios,
interviniendo en favor de las necesidades de los
demás, llevando sus cargas como si fueran propias.
Curiosamente, la palabra para pecado en hebreo es la
palabra hata, que significa “errar al blanco”. Entonces,
cuando oramos por los demás, damos en el blanco,
pero cuando nos enfocamos demasiado en nosotros
mismos, no damos en el blanco. En el proceso de
aprender a dar en el blanco, desarrollaremos fuertes
músculos espirituales.

Las cargas que recibimos en nuestro espíritu deben ser


liberadas continuamente a través de la oración para
que no se vuelvan tan pesadas que terminen
aplastándonos sin querer. Cuanto más cerca estamos
de Dios, más sentimos los latidos de su corazón por el
mundo. Por lo tanto, la intercesión implica escuchar el
corazón de Dios en favor del mundo, un mundo que a
menudo está dañado por su propio engaño y
oscuridad.

Rees Howells, fundador del Instituto Bíblico de Gales y


un poderoso intercesor durante la Segunda Guerra
Mundial, sugirió tres niveles de intercesión. El primer
nivel es la identificación. Podemos identificarnos con
las necesidades o el dolor de los demás porque
entendemos cómo se siente su dolor. Tal vez hayamos
estado allí o hayamos compartido una experiencia
similar y podamos identificarnos. En otras ocasiones
puede ser que nos identifiquemos tan profundamente
con los sufrimientos de Cristo que estemos conectados
con la experiencia más amplia de humanidad a través
de muchos contextos y experiencias compartidas.
Independientemente de la razón por la que
simpaticemos con una carga o necesidad específica,
este primer nivel (identificación) nos permite estar
realmente conectados con el otro y, por lo tanto poder
estar en la brecha por esa persona o situación.

El segundo nivel identificado por Howells es la agonía.


Cuando empezamos a interceder por los demás a un
nivel profundo, podemos sentir la pesadez de la
situación tan profundamente que es como si
estuviéramos cargando una pesada bolsa de cemento
sobre nuestros hombros. Nuestra agonía puede
expresarse a través de gemidos, lágrimas, suspiros o
silencio. Realmente sentimos todo el peso como si la
carga estuviera contenida en lo más profundo de
nosotros y podemos orar con gritos, palabras o sonidos
sin palabras.

El tercer nivel de intercesión es la autoridad. En esta


coyuntura, no solo nos conectamos y sentimos el peso
de la situación, sino que tomamos una posición de
victoria sobre la necesidad y la carga que actualmente
llevamos a través de la oración y la soltamos cuando la
carga desaparece. Llegamos a ese lugar de autoridad
cuando descansamos en la seguridad de que veremos
el resultado de nuestra oración, aunque puedan pasar
años antes que recibamos la confirmación que la
oración ha sido respondida, antes que veamos la
evidencia plena en el ámbito físico, o incluso antes que
la experimentemos de la forma en que pensábamos
que podría llegar la respuesta.[1]

A medida que aprendemos y practicamos oraciones de


intercesión, nuestra propia relación con Dios se
transforma de maneras maravillosas y misteriosas que
no podemos entender. Su compasión nos cambia y
hace nuevas todas las cosas

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