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Pone a los niños como ejemplo de la meta a que hay que llegar. Hay que «hacerse como
niños» o «nacer de nuevo», como dirá a Nicodemo (cfr. Jn. 3, 4) La conversación con la
mujer samaritana es un ejemplo práctico de cómo se llama a una persona a la conversión. A
Zaqueo también lo llama a cambiar de vida, a convertirse. Lo mismo hará con otros
muchos.
Sus parábolas sobre la misericordia divina son llamadas a la conversión contando con que
nuestro Padre Dios está esperando la vuelta del pecador. Hasta en los últimos momentos de
su vida, cuando le van a prender en el huerto, llama a Judas -amigo., ofreciéndole la
oportunidad de la conversión.
Cuando Jesús fue a bautizarse al Jordán, le dijo: «Yo necesito ser bautizado por ti, y ¿tú
vienes a mí?» (Mt. 3, 14) Más adelante dirá de Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, el que
quita el pecado del mundo» (Jn. 1, 29) San Juan Bautista no tenía el poder de perdonar los
pecados, sino solamente predicaba la conversión y la penitencia preparando el camino del
Señor. Como fruto de su labor serán muchos los que escucharán la doctrina de Cristo. Los
dos primeros discípulos de Jesucristo serán dos discípulos de San Juan Bautista: Juan y
Andrés. Además de estos discípulos primeros, muchos otros discípulos de Juan fueron tras
Jesús. Juan se llenó de alegría, añadiendo: «Conviene que Él crezca y yo disminuya» (Jn. 3,
30)
¿OUE ES LA CONVERSION?
El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del corazón del
hombre, se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta en una vida construida
al margen de los mandamientos de Dios. El pecado mortal supone un fallo en lo
fundamental de la existencia cristiana y excluye del Reino de Dios. Este fallo puede
expresarse en situaciones, en actitudes o en actos concretos.
(C.v.e., p. 507)
Se puede decir, resumiendo, que: Pecado es todo acto, dicho o deseo contra la ley de Dios.
El siguiente paso será abrir el corazón a la luz nueva: «Dios es luz y no hay en Él tiniebla
alguna» (1 Jn. 1, 5) San Juan explica las posibles actitudes ante la conversión,
diciendo: «Todo el que obra el mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras
no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras sean
manifiestas, pues están hechas en Dios» (Jn. 3, 20-21)
Todos los hombres llevan en su interior la posibilidad de una oposición a Dios. Por el
pecado original la naturaleza humana ha quedado debilitada y herida en sus fuerzas
naturales. La inteligencia se mueve entre oscuridades y cae fácilmente en engaños. La
voluntad se inclina maliciosamente hacia conductas pecaminosas. Las pasiones y los
sentidos experimentan un desorden que les lleva a rebelarse al impulso de la razón.
Esta inclinación al mal que todo hombre posee, se acentúa con los pecados personales y con
la influencia de ambientes corrompidos.
Convertirse es, en definitiva, cambiar de actitud, desandar el camino andado. Es una vuelta
a Dios, del que el hombre se aparta por la mala conducta, por las malas obras, es decir, por
el pecado.
Esa vuelta a Dios, que es fruto del amor, incluirá también una nueva actitud hacia el
prójimo, que también ha de ser amado.
La conversión unas veces será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina; otras, de una
manera suave y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en el último momento de la vida.
En las parábolas del Reino de los Cielos es muy frecuente que el Señor lo compare a una
pequeña semilla, que crece y da fruto o se malogra. Con estos ejemplos indica que el Reino
de Dios debe empezar por la conversión personal. Cuando un hombre se convierte, y es fiel,
va creciendo en esa nueva vida; después va influyendo en los que le rodean. Así se
desarrolla el Reino de Dios en el mundo. El camino que eligió Jesucristo fue predicar a
todos la conversión, denunciar todas las situaciones de pecado e ir formando a los que se
iban convirtiendo a su palabra.