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Índice

PRÓLOGO ....................................................................................................................................... 5
CAPÍTULO UNO: TACENDA ............................................................................................................. 7
CAPÍTULO DOS: TACENDA ............................................................................................................ 10
CAPÍTULO TRES: TACENDA ........................................................................................................... 14
CAPÍTULO CUATRO: DAVRIEL ....................................................................................................... 19
CAPÍTULO CINCO: TACENDA ........................................................................................................ 24
CAPÍTULO SEIS: DAVRIEL .............................................................................................................. 36
CAPÍTULO SIETE: TACENDA .......................................................................................................... 45
CAPÍTULO OCHO: TACENDA ......................................................................................................... 51
CAPÍTULO NUEVE: TACENDA ....................................................................................................... 57
CAPÍTULO DIEZ: DAVRIEL ............................................................................................................. 65
CAPÍTULO ONCE: DAVRIEL ........................................................................................................... 73
CAPÍTULO DOCE: TACENDA ......................................................................................................... 80
CAPÍTULO TRECE: TACENDA......................................................................................................... 86
CAPÍTULO CATORCE: DAVRIEL ..................................................................................................... 93
CAPÍTULO QUINCE: DAVRIEL........................................................................................................ 97
CAPÍTULO DIECISEIS: TACENDA ................................................................................................... 99
CAPÍTULO DIECISIETE: UNÍSONO ............................................................................................... 111
CAPÍTULO DIECIOCHO: UNÍSONO .............................................................................................. 115
CAPÍTULO DIECINUEVE: UNÍSONO ............................................................................................. 120
EPÍLOGO ..................................................................................................................................... 129
FIN .............................................................................................................................................. 132
PRIMERA PARTE
PRÓLOGO

Había dos tipos de oscuridad, y Tacenda temía al segundo mucho más que al primero.

La primera oscuridad era una oscuridad normal. La oscuridad de las sombras, donde la
luz se esforzaba por llegar. La oscuridad de una puerta de armario, agrietada, o del viejo cobertizo
cerca del bosque. Esta primera oscuridad era la oscuridad del anochecer, que se filtraba en las
casas cuando llegaba la noche como un visitante inesperado al que no hubiera otro remedio que
dejarle pasar.

La primera oscuridad tenía sus peligros, particularmente en esta tierra donde las sombras
respiraban y cosas oscuras aullaban por la noche. Pero era la segunda oscuridad (la que se
encontraba con Tacenda cada mañana) la que de verdad le aterraba. Su ceguera estaba
directamente vinculada a la salida del sol; tan pronto aparecían sus primeras luces, su vista se
desvanecía. La segunda oscuridad la reclamaba entonces: una pura, inescapable negrura. A pesar
de las tranquilizadoras promesas de padres y sacerdotes por igual, sabía que algo terrible la
observaba desde esa oscuridad.

Su hermana gemela, Willia, lo entendía. La maldición de Willia era la inversa de Tacenda;


Willia veía durante el día pero era reclamada por la segunda oscuridad cada noche. Nunca había
un momento en el que ambas pudieran ver. Y así, a pesar de ser gemelas, las chicas no eran
capaces de mirarse a los ojos.

A medida que iba creciendo, Tacenda trató de ahuyentar su miedo de esta segunda
oscuridad aprendiendo a tocar música. Se decía que al menos aún podía oír. De hecho, aunque
estaba ciega, sentía que podía oír mejor la música natural de la tierra. El crujido de los guijarros
bajo una pisada. El vibrante temblor de la risa cuando un niño pasaba al lado de su asiento en el
centro de la ciudad. A veces, Tacenda incluso sentía que podía escuchar los estirones de árboles
ancianos mientras crecían; un sonido parecido al de tensar una cuerda, acompañado por el suave
suspiro de sus hojas posándose en el suelo.

Deseaba poder ver el sol, aunque solo fuera una vez. ¿Una gigante, llameante, ardiente
bola de fuego en el cielo, más brillante incluso que la luna? Podía sentir su intenso calor en su
piel, así que sabía que era real, pero ¿cómo debía ser para el resto seguir con sus vidas, viendo
aquella increíble hoguera en el cielo ejerciendo presión sobre ellos?

La gente del pueblo sabía de las maldiciones inversas de las chicas y decían que estaban
marcadas. Era el toque de la Ciénaga, susurraba la gente. Algo bueno: significaba que las chicas
habían sido reclamadas, bendecidas.

Tacenda tenía problemas para sentir que era una bendición hasta aquel primer día en el
que encontró su verdadera canción. Cuando aún era una niña, la gente del pueblo le compró
tambores de un mercader ambulante, para que pudiera cantarles mientras trabajaban en los
campos de mimbre. Decían que la oscuridad entre los árboles parecía alejarse cuando cantaba, y
afirmaban que el sol brillaba más claro. Uno de esos días, Tacenda descubrió un poder en ella, y
empezó a cantar una bonita y acogedora canción de alegría. De alguna manera, sabía que había
venido de la Ciénaga. Un regalo junto a su maldición de ceguera.
Willia susurraba que ella también sentía un poder en su interior. Una extraña y
maravillosa fuerza. Cuando luchaba con la espada (a pesar de tener solamente doce años), podía
igualar incluso a Barl, el herrero.

Willia siempre había sido la más feroz. Al menos durante las horas del día. Por la noche,
cuando la segunda oscuridad la reclamaba, temblaba con un miedo que Tacenda conocía
íntimamente. Durante aquellas largas noches, Tacenda le cantaba a su hermana, una niña a la que
le aterrorizaba (en exceso) que esta vez, la luz no volviera a ella.

Fue una de aquellas noches, poco después de su decimotercer cumpleaños, cuando


Tacenda descubrió otra canción. Vino a ella mientras algo venido del bosque arañaba la puerta,
aullando y rugiendo. Las bestias a veces venían del bosque por la noche, irrumpiendo en las casas,
tomando a aquellos que moraban en ellas. Era el precio de vivir allí en las Afueras; la tierra le
exigía un tributo de sangre a uno. Había poco que hacer salvo atrancar la puerta y rezar por la
ayuda (dependiendo de la preferencia de uno) de la Ciénaga o el Ángel.

Pero aquella noche (oyendo a su hermana asustarse y a sus padres llorar) Tacenda había
dado un paso hacia la bestia según entraba. Había oído música en la resquebrajada y astillada
puerta, en la brisa que agitaba los árboles, en los latidos de su propio corazón a medida que
atronaba sus oídos. Abrió su boca y cantó algo nuevo. Una canción que hizo que la bestia se
estremeciera de miedo, y se retirara. Una canción de desafío, una canción de custodia, una canción
de protección.

La siguiente noche, la aldea le pidió que cantara su canción a la oscuridad. Su música


parecía acallar los bosques. A partir de ese día, nada vino del bosque. La aldea, una vez la más
pequeña de las tres de las Afueras, empezó a crecer a medida que la gente oía hablar de sus
gemelas protectoras: la feroz guerrera que entrenaba durante el día, y la tranquila cantante que
calmaba la noche.

Durante dos años, la aldea conoció una notable paz. Nadie era arrebatado por la noche.
Ninguna bestia le aullaba a la luna. La Ciénaga había enviado guardianas para proteger a su gente.
Nadie prestó demasiada atención cuando un nuevo señor, que se hacía llamar el Hombre de la
Mansión, llegó para reemplazar al anterior. Las disputas entre señores no eran algo que la gente
común pudiera discutir. De hecho, este nuevo Hombre de la Mansión parecía ser reservado; una
mejora respecto al anterior señor. O eso creían.

Pero entonces, justo después de que las gemelas cumplieran quince años, todo empezó a
salir mal.
CAPÍTULO UNO: TACENDA

Los Susurradores llegaron justo antes del anochecer, y la canción de Tacenda no fue
suficiente para pararlos.

Gritó el estribillo de la Canción de Custodia, deslizando los dedos a través de las cuerdas
de su viola, un regalo de sus padres por su catorce cumpleaños.

Sus padres se habían ido ahora, asesinados diez días atrás por las extrañas criaturas que
ahora asaltaban la aldea. Tacenda apenas se había recuperado de ese dolor cuando se llevaron a
Willia también. Ahora, habían venido a por la aldea entera.

Dado que el sol aún no se había puesto, no podía verlos, pero podía oír sus silenciosas
voces mientras pasaban alrededor de su asiento. Hablaban en tonos ásperos, suaves, las palabras
ininteligibles, como un coro para su canción.

Redobló sus esfuerzos, rasgando su viola directamente con los dedos, sentada en su sitio
habitual en el centro de la aldea, al lado de la gorgoteante cisterna. La canción debería ser
suficiente. Durante dos años, había parado cada terror y cada horror. Los Susurradores, sin
embargo, parecían indiferentes mientras pasaban al lado de Tacenda. Y pronto, gritos de terror
humanos se alzaron como un terrible coro a su alrededor.

Tacenda trató de cantar más alto, pero su voz se estaba quedando ronca. Tosió con su
siguiente aliento. Jadeó, temblando, intentando…

Algo frío la rozó. El dolor en sus dedos los adormecía, y jadeó, saltando hacía atrás,
aferrando su viola a su pecho. Todo estaba negro a su alrededor, pero podía oír a la cosa cerca,
un millar de suspiros superpuestos, como un libro siendo hojeado, cada uno tan silencioso como
un suspiro agonizante.

Entonces se apartó, ignorándola. El resto de los aldeanos no tuvieron tanta suerte. Se


habían encerrado en sus casas, donde ahora gritaban, rezaban, y suplicaban… hasta que uno por
uno, empezaron a callarse.

—¡Tacenda! —gritó una voz cerca—. ¡Tacenda! ¡Ayuda!

—¿Mirian? —la voz de Tacenda salió como un gruñido roto. ¿De qué dirección había
venido ese sonido? Tacenda se giró en la oscuridad, tirando con estrépito su taburete al suelo de
una patada.

—¡Tacenda!

¡Ahí! Tacenda recorrió suavemente la cisterna con el pie para sentir sus piedras talladas
y orientarse, luego se adentró en la oscuridad. Conocía esta área bien, y hacía años que no se
tropezaba cuando cruzaba la plaza de la aldea. Pero aún así, no podía evitar esa punzada de miedo
que sentía al dar un paso hacia delante. Afuera, hacía esa oscuridad que todavía la aterrorizaba.

¿Se adentraría esta vez en el vacío para no volver nunca? ¿Seguiría tropezando en una
vasta e ignota oscuridad, sin contacto con todo tacto y sentido natural?
En lugar de eso, llegó a la pared de una casa, exactamente donde se la esperaba. Palpó
directamente con sus dedos, tocando el alféizar, reconociendo la fila de macetas de hierbas de
Mirian, una de las cuales, con sus prisas, tiró al suelo accidentalmente. Se hizo añicos contra la
gravilla.

—¡Mirian! —gritó Tacenda—. ¿Por qué está abierta tu puerta? ¡Mirian!

Tacenda fue abriéndose camino tanteando dentro de la pequeña casa, luego se tropezó
con un cuerpo. Con lágrimas humedeciendo sus mejillas, Tacenda se arrodilló, aún sujetando su
viola en una mano. Con la otra, palpó la falda de encaje, bordada por las propias manos de Mirian,
durante los anocheceres en los que a veces se mantenía despierta para hacerle compañía a
Tacenda. Movió su mano a la cara de la mujer.

Mirian le había llevado té a Tacenda no hacía ni una hora. Y ahora… su piel ya se había
enfriado de alguna manera, y su cuerpo estaba rígido.

Tacenda dejó caer su viola y se apartó, golpeándose contra la pared, tirando algo al suelo.
La cosa se rompió al golpear el suelo, un sonido casi musical.

Fuera, los últimos gritos se estaban apagando.

—¡Cogedme! —gritó Tacenda, abriéndose paso tanteando hasta la puerta. Se desgarró el


brazo con una puntiaguda esquina, rasgándose la falda, y haciéndose sangre en su muñeca—.
¡Cogedme, como hicisteis con mi familia! —Salió a tropezones a la plaza principal de nuevo, y a
medida que los gritos y el pánico se iban desvaneciendo, eligió una voz más suave. La voz de una
niña.

—¿Ahren? —gritó—. ¿Eres tú?

No. Ciénaga, escucha mi plegaria. Por favor…

—¡Ahren! —Tacenda siguió el pequeño y asustado grito hacia otro edificio. La puerta
estaba cerrada, pero eso no parecía detener a los Susurradores. Eran espíritus o geists de algún
tipo.

Tacenda buscó la ventana a tientas, donde oyó una pequeña mano golpeando el cristal.
—Ahren… —dijo Tacenda, apoyando su propia mano contra el cristal. Algo frío pasó a su lado.

—¡Tacenda! —gritó el pequeño, con voz ahogada—. ¡Por favor! ¡Ya viene!

Ella tomó aliento, e intentó –a través de sus sollozos- forzar una canción. Pero la Canción
de Custodia no estaba funcionando. ¿Quizá… quizá alguna otra cosa?

—Simples… simples días de alegre sol… —empezó, intentando cantar su antigua


canción. La canción alegre que le había cantado a su hermana, y a la gente de la aldea, cuando era
una niña—. Y luz que calma y no huirá…

Se encontró con que las palabras morían en sus labios. ¿Cómo podía cantar sobre un sol
alegre que no podía ver? ¿Cómo podía intentar calmar, traer alegría, cuando la gente estaba
muriendo a su alrededor?

Esa canción… ya no recordaba esa canción.


El llanto de Ahren cesó a la vez que un golpe sordo sonaba en el interior del edificio.
Fuera, los últimos gritos se apagaron del todo. Y la aldea se quedó en silencio.

Tacenda se apartó de la ventana, y entonces, tras ella, escuchó pasos.

Pasos. Los Susurradores no hacían tal sonido.

Se giró hacia los pasos, y escuchó el susurro de la ropa de alguien cerca, mirándole.

—¡Te oigo! —le gritó Tacenda a la secreta figura—. ¡Hombre de la Mansión! ¡Oigo tus
pasos!

Oía una respiración. Incluso los sonidos de los Susurradores se desvanecieron. Pero quien
quiera que estuviera allí, observando, permanecía quieto.

—¡Cógeme! —le gritó Tacenda a la segunda oscuridad—. ¡Acaba con esto!

Los pasos, en su lugar, se retiraron. Una fría y solitaria brisa atravesó la aldea. Tacenda
sintió desvanecerse los últimos rayos de sol, el aire enfriándose. A medida que caía la noche, la
visión de Tacenda volvió. Parpadeó mientras la oscuridad se transformaba en meras sombras, el
cielo aún débilmente templado del reciente paso del sol. Como las cenizas que se adhieren –
brevemente- al cabo de una vela después de que el fuego se apague.

Tacenda se encontró de pie cerca de la cisterna, su cara un revoltijo de lágrimas y revuelto


pelo castaño. Su preciosa viola, con el acabado de madera rayado, estaba tirada al lado de la puerta
de la casa de Mirian.

La aldea estaba en silencio. Vacía salvo por Tacenda y los cadáveres.


CAPÍTULO DOS: TACENDA

Tacenda se pasó media hora entrando en casa, buscando supervivientes en vano. Incluso
aquellas familias que habían huido a la iglesia habían caído. Se encontró cuerpo tras cuerpo, la
luz desaparecida de sus ojos y la calidez robada de su sangre.

Sus padres habían sufrido el mismo destino, diez días atrás. Ellos, junto con Willia,
estaban de camino a entregar sus ofrendas a la Ciénaga. El Hombre de la Mansión los había
interceptado y atacado, por razones desconocidas. Había vencido a Willia, que (a pesar de su
infrecuente fuerza) no había sido rival para su terrible magia.

Willia había escapado y huido al priorato en busca de ayuda. Cuando regresó con soldados
de la iglesia, sólo encontraron dos cadáveres. Sus padres, con sus cuerpos ya fríos. Aquella noche,
también, habían aparecido los Susurradores por primera vez: geists extraños, retorcidos, que
mataban a aquellos que se extraviaban de las aldeas. Los testigos juraban que trabajaban bajo la
dirección del Hombre de la Mansión.

Incluso entonces, Tacenda tenía esperanzas de salvación. Esperaba que la Ciénaga los
protegiera. Hasta que Hombre de la Mansión había ido finalmente a por Willia, matándola. Y
ahora…

Tacenda se dejó caer en el escalón de la casa de la familia Weamer, con la cabeza entre
sus manos, iluminada por la lejana luz de la luna. Los clérigos y Willia habían querido enterrar a
sus padres en la iglesia, pero Tacenda había insistido en que sus cuerpos fueran devueltos a la
Ciénaga. Los clérigos podían hablar de los ángeles todo lo que quisieran, pero la mayoría de los
de las Afueras sabían que pertenecían (en última instancia) a la Ciénaga.

Pero… ¿Quién iba a devolver todos esos cuerpos a la Ciénaga? ¿La aldea entera?

De pronto, parecía que los ojos de todos aquellos cadáveres la estuvieran mirando. Con
una mano dolorida, Tacenda tocó el colgante de su hermana, que llevaba alrededor de la muñeca.
La sencilla cuerda de cuero llevaba un símbolo de hierro del Ángel Sin Nombre. Eso, y su viola,
eran las únicas cosas importantes que quedaban en su vida. Así que no había razón para quedarse
ahí bajo esos vigilantes ojos muertos.

Sintiéndose entumecida, Tacenda cogió su viola y simplemente empezó a caminar.


Deambuló fuera de la aldea, pasados los campos de mimbre donde habían encontrado el cuerpo
de Willia. Aquel día… bueno, una parte de Tacenda se había enfriado. Quizás fuera eso por lo
que, ahora que ya había pasado todo, se encontraba demasiado cansada para las lágrimas.

Entró en el oscuro bosque, un lugar al que ninguna persona cuerda entraba. Viajar por el
bosque de noche era buscar percances, invitar a perderse, o quedar expuesto a las fauces de
cualquier bestia acechante. ¿Pero por qué iba a importarle eso ahora? Su vida no tenía sentido, y
no podía perderse si no planeaba volver nunca.

Aún así… cuando cerraba los ojos, podía sentir dónde la oscuridad era más pura. Casi la
sentía como aquella segunda oscuridad que tanto temía. Hacía algunos años, había conocido a
una chica ciega del municipio, de visita con mercaderes. Willia había estado muy entusiasmada
de poder hablar con alguien que pudiera entender la Segunda Oscuridad, pero esta chica había
reaccionado con confusión ante sus descripciones. No temía la oscuridad, y no entendía por qué
ellas sí.

Entonces fue cuando Tacenda había empezado a comprender de verdad. Lo que veían
cuando la maldición las reclamaba era algo más profundo, más extraño. Algo más que mera
ceguera.

Se encaminó hacia la oscuridad, enganchando su falda en la maleza, pasando al lado de


árboles tan antiguos que seguramente se habría perdido contando sus anillos. Más de una noche
estos árboles habían sido su público, el viento en sus hojas su aplauso. El resto de la aldea dormía
con el irregular e incierto sueño de una lámpara con demasiado poco aceite. Si te despertabas para
tomar aliento, al menos te habías despertado vivo.

El interminable dosel de ramas (atravesado aquí y allá por la metálica luz de la luna)
parecía ser el cielo mismo. Sujeto por las oscuras columnas de los árboles, extendiéndose en el
infinito, como reflejos de reflejos. Tacenda caminó durante una buena media hora, pero nada vino
a por ella. Tal vez los monstruos del bosque estaban simplemente demasiado asombrados de ver
una solitaria niña de quince años deambulando de noche.

Pronto, fue capaz de oler la Ciénaga: podredumbre, musgo, y cosas estancadas. No tenía
nombre, pero los aldeanos sabían que los reclamaba. La Ciénaga era su protección, porque incluso
las cosas que causaban terror en los oscuros confines del bosque (incluso pesadillas encarnadas),
incluso ellas, temían a la Ciénaga.

Y aún así, nos ha fallado esta noche.

Tacenda emergió en un pequeño claro. Conocía el sonido de la Ciénaga tanto como su


propio pulso; un pequeño retumbar, como el de una olla hirviendo, interrumpido por un chasquido
ocasional, que evocaba un hueso partiéndose. Había venido muchas veces con sus padres,
trayendo ofrendas; pero a pesar de todo, nunca había estado allí por la noche.

Era… más pequeño de lo que había imaginado. Un estanque perfectamente circular, lleno
de agua oscura. A pesar de que la tierra de esta región del bosque estaba plagada de lodazales y
traicioneros pantanos, este estanque en especial siempre había sido conocido como “la Ciénaga”
por su gente.

Tacenda se acercó al borde, recordando el suave sonido (no exactamente un salpicón, más
bien un suspiro) que los cuerpos de sus padres habían hecho cuando fueron deslizados al agua.
No hacía falta llenar los cuerpos de peso cuando se les alimentaba a la Ciénaga. Los cuerpos se
hundían y no volvían.

Se balanceó al borde del pozo. Había nacido para proteger a su gente, poseía un poder de
protección no visto en generaciones. Pero había fallado al cumplir ese deber esta noche, y ni
siquiera los Susurradores la querían. Todo lo que quedaba era unirse a sus padres. Deslizarse en
aquellas aguas demasiado tranquilas. Era su destino.

No, pareció susurrar una voz en lo más profundo de su interior. No, esto no es por lo que
te creé…

Dudó. ¿Ahora también estaba loca?


—¡Eh! —dijo una voz detrás de ella—. Eh, ¿qué es esto?

Una llamativa luz molesta se encendió y bañó el área alrededor de la Ciénaga. Tacenda
se giró para encontrarse con un viejo delante de la puerta de la choza del vigilante. Sostenía una
linterna, y lucía una desaliñada barba, principalmente gris; aunque sus brazos aún mantenían algo
de tonificación y su porte era recio. Rom había sido cazador de licántropos una vez, antes de venir
a las Afueras para vivir en el priorato.

—¿Señorita Tacenda? —dijo, luego prácticamente se tropezó arrastrándose para


alcanzarla—. ¡Aquí! ¡Vete de ahí, niña! ¿Qué pasa? ¿No estabas en Verlasen, cantando?

—Yo… —Ver a alguien vivo la dejó pasmada. ¿No estaba… no estaba muerto todo el
mundo?— Vinieron a por nosotros, Rom. Los Susurradores…

Rom la llevó de la Ciénaga a la choza. Era un lugar seguro, protegido por las guardas de
un clérigo. Por supuesto, esas mismas guardas no habían protegido a los aldeanos esta noche.
Tacenda ya no sabía lo que era seguro y lo que no.

Los clérigos del priorato se turnaban aquí, en esta cabaña, vigilando. Recientemente,
habían intentado prohibir que la gente le trajera ofrendas a la Ciénaga. Los clérigos no confiaban
en la Ciénaga y creían que la gente de las Afueras necesitaba ser desengañada de su anterior
religión. Pero un forastero, incluso uno amable como Rom, nunca podría entenderlo. La Ciénaga
no era solamente su religión. Era su naturaleza.

—¿Qué es esto, niña? —Preguntó Rom, acomodándola en un taburete dentro del pequeño
cobertizo del vigilante—. ¿Qué ha pasado?

—Se han ido, Rom. Todos. Los geists que se llevaron a mis padres, mi hermana…
entraron a la fuerza. Se los llevaron a todos.

—¿A todos? —preguntó Rom—. ¿Qué hay de la hermana Gurdenvala, en la iglesia?

Tacenda meneó la cabeza, sintiéndose entumecida—. Los Susurradores atravesaron las


guardas—. Alzo la vista hacia él—. El Hombre de la Mansión. Estaba ahí, Rom. Oí sus pasos, su
respiración. Guió a los Susurradores y se los llevó a todos, dejando nada más que ojos muertos y
pieles heladas…

Rom permaneció en silencio. Entonces cogió apresuradamente una espada de detrás del
catre del cobertizo y se la abrochó. —Necesito reunirme con la priora. Si el Hombre de la Mansión
está realmente… bueno, ella sabrá qué hacer. Vamos.

Tacenda meneó la cabeza. Se sentía exhausta. No.

Rom tiró de ella, pero Tacenda permaneció sentada.

—Diablos, niña —dijo. Miró fuera de la puerta, hacia la Ciénaga, luego entornó sus
ojos—. Las oraciones de este cobertizo deberían protegerte de las peores cosas del bosque. Pero…
si esos geists pudieron entrar en la iglesia…

—Los Susurradores no me quieren, de todos modos.

—Mantente alejada de la Ciénaga —dijo Rom—. Prométeme eso, al menos.


Ella asintió, sintiéndose entumecida.

El envejecido guerrero-clérigo tomó un profundo aliento, luego le dejó una vela


encendida antes de coger su linterna y adentrarse en la noche. Seguiría el camino, que le llevaría
más allá de Verlasen. Entonces lo vería por sí mismo.

Todos se habían ido. Todos.

Tacenda se sentó, mirando hacia la Ciénaga. Y lentamente, empezó a sentir algo de nuevo.
Un calor surgiendo en su interior. Una furia.

No iba a haber repercusiones para el Hombre de la Mansión. Rom podría quejarse a la


priora todo lo que quisiera, pero el Hombre (el nuevo señor de esta región), estaba más allá de la
condenación. Los sacerdotes no tenían poder para enfrentarse a él. Podían gritar un poco, pero no
se atreverían a hacer más, por miedo a ser exterminados. La gente de las aldeas hermanas de
Verlasen mirarían para otro lado y seguirían con sus vidas, esperando que el Hombre estuviera
saciado con aquellos que ya había matado.

Los peligros del bosque eran una cosa, pero los verdaderos monstruos de esta tierra
siempre habían sido los señores. Roja de ira, Tacenda empezó a hurgar en el pequeño cobertizo.
Rom se había llevado la única arma real, pero encontró un oxidado picador de hielo en la vieja
nevera. Serviría. Apagó la vela, luego salió a la luz de la luna.

La Ciénaga retumbó aprobadoramente mientras tomaba el camino que conducía a la


mansión. Era un estúpido tipo de desafío, lo sabía. El Hombre iba indudablemente a asesinarla.
La torturaría, usaría su cadáver en algún terrible experimento, echaría su alma a sus demonios.

Fue de todas formas. No iba a arrojarse a la Ciénaga. Ése no era su destino.

Al menos iba a intentar matar al Hombre de la Mansión.


CAPÍTULO TRES: TACENDA

El Hombre de la Mansión había llegado hacía dos años, justo después de que Tacenda
descubriera la Canción de Custodia. Había apartado inmediatamente al anterior gobernante de las
Afueras, una criatura conocida como Lord Vaast. Nadie había derramado ni una lágrima por la
aparente muerte de Vaast. A menudo tomaba demasiada sangre de las jóvenes que visitaba por la
noche.

Al menos nunca había reclamado las vidas de una aldea entera en un día.

Tacenda se agazapó en el perímetro de los terrenos de la mansión, mirando el majestuoso


edificio. Una luz demasiado roja brillaba a través de las ventanas. El Hombre de la Mansión era
conocido por asociarse con demonios; de hecho, el camino principal estaba guarnecido con
estatuas aladas que (mientras Tacenda miraba sus sombrías formas) ocasionalmente se movían.

Agarró el picador de hielo con fuerza, su viola atada a la espalda. La parte trasera del
edificio tendría una entrada de servicio; su padre había hablado de traer camisas aquí.

Sintiéndose expuesta, Tacenda dejó el bosque y cruzó el jardín. La luz de la luna parecía
llamativa y clara. ¿Podía el sol realmente ser más brillante que eso? Llegó a un lateral de la
mansión, con el corazón retumbando en su pecho, el picador agarrado como una daga. Se inclinó
contra la pared de madera, luego la recorrió hacia el sur. Un brillo venía de esa dirección. ¿Y
estaban esas… voces?

Alcanzó la esquina de atrás del edificio, luego echó un vistazo para ver una entrada
abierta. La entrada de servicio, derramando luz con forma de rectángulo en el jardín. Se quedó
sin aliento: un grupo de pequeñas criaturas de piel roja parloteaban ahí, justo fuera de la puerta.
Tan altas como su cintura, los deformes diablos tenían largas colas y no llevaban ropa. Hurgaban
en un barril de manzanas podridas, lanzándose la fruta los unos a los otros.

Esas manzanas… eran de la cosecha del mes pasado, enviadas al Hombre de la Mansión
como pidió. Los aldeanos le habían dado las mejores, pero (a juzgar por lo lleno que estaba el
barril) habían dejado que la fruta se pudriera.

Tacenda volvió a ponerse a cubierto tras la esquina, respirando agitadamente, su mano


temblando. Cerró los ojos y escuchó a las criaturas farfullar en su gutural y retorcida lengua.
Muchas veces había oído terribles sonidos del bosque, pero ver a criaturas como esas directamente
era algo diferente.

Se obligó a moverse, intentando abrir unas cuantas ventanas a lo largo de la pared.


Desgraciadamente, todas estaban cerradas con pestillo, y romper una habría llamado la atención.
Eso dejaba la puerta principal, o la puerta de detrás, con las criaturas.

Se arrimó a la esquina y se obligó a mirar a las cosas de nuevo. Los cuatro se peleaban
por una manzana más o menos entera. Tacenda respiró profundamente.

Y cantó.
La Canción de Custodia. La mantuvo suave, sólo un tranquilo, bajo canto, aunque su viola
respondía a la música, vibrando como a menudo hacía si no la tocaba cuando cantaba.

La canción hizo que el calor la envolviera, juntando la pasión y el dolor. La música la


atravesaba más que salir de ella. Esta noche, parecía especialmente vibrante. Viva. Más de lo que
ella estaba.

Los diablos se congelaron, y sus negros ojos se abrieron como si estuvieran aturdidos. Se
inclinaron hacia atrás, con los labios separados, dejando a la vista unos dientes demasiado
afilados. Entonces, afortunadamente, se retiraron, gritando suavemente y buscando el bosque.

La canción quería crecer, quería salir de ella más alto. Tacenda la interrumpió en vez de
eso, luego exhaló, jadeando suavemente. La música removía sus sentimientos. La arrancaba de
las aguas, empapadas y frías, y de alguna manera le insuflaba vida. Pero, ¿cómo podía sentir otra
cosa salvo ira y dolor?

Céntrate en la tarea en cuestión. Con el picador de hielo sujeto ante ella, se deslizó a
través de las puertas traseras de la mansión y entró en un pasillo demasiado acogedor, con su
gruesa alfombra y su vistoso borde de madera. Éste era el hogar de un monstruo. No confiaba en
una fachada amistosa más de lo que confiaría en una niña encontrada en lo profundo del bosque,
sonriendo y prometiendo tesoros.

Unos pasos hicieron crujir el suelo de madera en una habitación cercana. Segura de que
algún horror podía aparecer y agarrarla, Tacenda subió la cercana escalera hasta el segundo piso.
De hecho, un momento después de calmarse, algo de piel gris oscuro entró en el vestíbulo. Los
cuernos de la enorme criatura rozaban el techo, y se movía con pesados pasos.

Ansiosa, Tacenda lo observó inspeccionar el área fuera de la puerta trasera. Había oído
(o quizá simplemente sentido) su canción. Necesitaba quitarse de su vista. Se deslizó en la primera
habitación que encontró en el segundo piso: una alcoba, a juzgar por el dosel iluminado por la
luna que había al lado de la ventana.

Cruzó la cámara hasta llegar a una puerta que había a un lado, luego entró en un lujoso
lavabo, con una bañera en la que se podría haber bañado una familia entera. Cerró la puerta,
encerrándose en una oscuridad común. Una que casi encontraba acogedora. Familiar, al menos.

Ahí, la tensión del momento por fin la abrumó. Se sentó en un taburete en la oscuridad,
con el picador de hielo sujeto contra su pecho, y su mano temblando. Su viola empezó a zumbar
suavemente en su espalda, y se dio cuenta de que había empezado a tararear para tratar de
calmarse, y se detuvo abruptamente.

En su lugar aferró el colgante de su hermana, que había cogido antes de entregar en cuerpo
de Willia a los clérigos.

Willia había confiado en los ángeles. Siempre había sido la más fuerte, la guerrera.
Debería haber vivido, mientras Tacenda moría. Willia habría tenido una oportunidad de matar al
Hombre de la Mansión.

Siempre habían confiado la una en la otra. Durante los días, Willia había animado a
Tacenda, guiándola a los campos para que cantara para los trabajadores. Y por la noche, Tacenda
cantaba mientras Willia temblaba. Juntas, habían sido una única alma. ¿Y ahora, Tacenda, tenía
que intentar vivir sola?

Voces.

Tacenda se puso en pie en la oscuridad. Podía oír voces acercándose, una de ellas afilada,
autoritaria. Conocía aquella voz. La había oído cuando el Hombre de la Mansión vino, envuelto
en su capa y máscara, a quejarse sobre el envío de camisas de su padre dos meses atrás.

Sonaron pasos en los tablones de fuera, el crujido de madera vieja y cansada. Tacenda se
puso de pie y se colocó justo enfrente de la puerta. Una sacudida de pánico la recorrió mientras
la puerta se abría, derramando luz en el lavabo. Y entonces…

Entonces paz. Era el momento.

Venganza.

Salió de las sombras de un salto y alzó su improvisada arma contra el Hombre: una figura
dominante con un fino bigote, pelo oscuro peinado hacia atrás, y traje negro. El picador de hielo
hizo un satisfactorio thunk cuando lo clavó directamente en su pecho izquierdo, justo al lado de
su corbata violeta. El picador picó hueso mientras se hundía profundamente.

El Hombre se congeló. Parecía que le había sorprendido de verdad, a juzgar por la


expresión de asombro de su cara. Sus labios se abrieron, pero no se movió.

¿Podía haber… podía haber alcanzado su corazón? Podía ser que hubiera conseguido…

—¡Señorita Highwater! —llamó el Hombre sobre su hombro—. ¡Hay una niña plebeya
en mi lavabo!

—¿Qué quiere? —dijo una voz femenina desde la otra habitación.

—¡Me ha apuñalado con lo que parece ser un picador de hielo! —El hombre empujó a
Tacenda de vuelta al lavabo, luego se arrancó el picador. El mango brillaba con su sangre—. ¡Un
picador de hielo oxidado!

—¡Genial! —dijo la voz—. ¡Pregúntale cuánto le debo!

Tacenda reunió su coraje -su furia- y se enderezó. —¡He venido a por venganza! —
chilló—. Deberías saber eso, después de que…

—Oh, silencio —dijo el Hombre, sonando más molesto que enfadado. Sus ojos se
nublaron brevemente, como si se llenaran de humo azul.

Tacenda trató de abalanzarse sobre él, pero se encontró mágicamente congelada en su


sitio. Se retorció, pero no podía más que parpadear. Tan rápido como eso, su seguridad se
desvaneció. Había sabido durante todo el rato que venir aquí era un suicidio. Había esperado
exigir el mismo tipo de venganza, pero él no parecía ni siquiera sentir dolor por la herida. Lanzó
su chaqueta a una silla del dormitorio, luego tocó con los dedos la pequeña sección ensangrentada
de su arrugada camisa blanca.

La mujer que había hablado previamente por fin entro en el cuarto… y mujer
probablemente fuera una denominación errónea. La criatura llevaba ropa humana (una ajustada
chaqueta gris sobre una simple falda que le llegaba a la rodilla), y llevaba el pelo recogido en un
moño. Pero tenía una piel gris como la ceniza y ojos rojo oscuro, con pequeños cuernos que
sobresalían a través de su pelo. Otro de los demoníacos esbirros del Hombre.

El demonio se puso un libro de contabilidad bajo el brazo y se acercó para ver a Tacenda.
De nuevo, Tacenda intentó revolverse, pero no pudo moverse de su anterior postura, de pie
haciendo frente al Hombre.

—Curioso —dijo la mujer demonio—. No puede tener más de dieciséis años. Es más
joven que tus aspirantes a asesino.

El Hombre se hurgó en la herida de nuevo. —Me parece, Señorita Highwater, que no está
tratando esta situación con la gravedad que requiere. Mi camisa está arruinada.

—Te conseguiré otra.

—Ésta era mi favorita.

—Tienes treinta y siete exactamente como esa. No serías capaz de diferenciarlas aunque
tu vida dependiera de ello.

—Ese no es el tema —Dudó—. ¿…Treinta y siete? Eso es un poco excesivo, incluso para
mí.

—Me pediste que me asegurara de que estabas apropiadamente abastecido en caso de que
se comieran al sastre. —La mujer demonio hizo gestos en dirección a Tacenda—. ¿Qué debería
hacer con la niña?

Tacenda contuvo el aliento. Todavía podía respirar, aunque sus ojos se habían quedado
paralizados y abiertos, mirando fijamente hacia delante. Apenas podía distinguir al Hombre a
través de la puerta del lavabo mientras se desplomaba en una silla en el dormitorio.

—Quémala o algo —dijo, cogiendo un libro—. Dásela de comer a los diablos tal vez.
Han estado suplicándome carne viva.

¿Ser comida viva?

No lo imagines. No pienses. Tacenda trató de concentrarse en su respiración.

La mujer demonio -la Señorita Highwater- se inclinó contra la puerta del lavabo, con los
brazos cruzados—. Parece que haya pasado por el mismísimo infierno. Y no por las partes
agradables.

—¿Hay partes agradables en el infierno? —preguntó el Hombre.

—Depende de cómo te guste el magma. Mira el vestido ensangrentado, rasgado y cubierto


de suciedad. ¿No hay algo en ella que te resulte extraño?

—Sucia y ensangrentada —dijo el Hombre—. ¿No es ese el aspecto normal de los


plebeyos?

La Señorita Highwater miró por encima del hombro.


—No estoy al tanto de las modas locales —dijo el Hombre desde su asiento—. Sé que no
son muy amantes de las hebillas. Ni de los collares. Lo juro, vi a un tipo el otro día con un collar
tan alto, que su sombrero se apoyaba en él, en vez de tocar su cabeza…

—Davriel —dijo la Señorita Highwater—. Lo digo en serio.

—Yo también. Tenía hebillas en sus brazos —. El Hombre sostuvo su brazo izquierdo en
alto, gesticulando incrédulo—. Simplemente envueltas alrededor de su brazo. Sin propósito
alguno. Creo que la gente tiene miedo de que su ropa salga corriendo si no está sujeta.

Tacenda aguantó la conversación en silencio. Su conversación era extraña, pero también


desdeñosa. ¿Realmente no era nada más que un inconveniente para ellos, cierto?

Aún así, cuanto más tiempo pasaran discutiendo, más tardarían en echar a Tacenda a los
diablos. No podía evitar imaginarse la experiencia, paralizada mientras las criaturas luchaban por
ella al igual que habían hecho con las manzanas. Hasta que al final, comenzaran a darse un
banquete con su carne; un dolor agudo y real, aunque sería incapaz de gritar…

Respira. Céntrate en respirar.

Respiración profunda, exhalación profunda. Incluso sus labios estaban paralizados (sentía
la lengua y la garganta como si fueran de piedra) pero quizás… con esfuerzo…

Tomó un profundo aliento, luego soltó un suave (pero puro) tarareo. Su viola respondió,
con sus cuerdas vibrando en armonía.

El Hombre de la Mansión se levantó con un rápido movimiento.

La Canción de Custodia. ¡Canta la Canción de Custodia! Lo intentó, pero todo su


esfuerzo no sirvió más que para un pequeño zumbido, y no pareció molestar al demonio o a su
maestro.

—Busca a Crunchgnar —dijo el Hombre finalmente—. Haremos que ate a la asesina,


luego le haremos explicar quién le envía.
CAPÍTULO CUATRO: DAVRIEL

Davriel Cane (el Hombre de la Mansión) estaba muy cansado de que la gente intentara
matarle.

¿De qué valía mudarse a un lugar apartado si la gente iba a molestarte de todas formas?
Davriel había hecho que encontrarle fuera extremadamente difícil, pero estos tipos aventureros y
justicieros parecían considerarlo un desafío adicional.

No tendrás estas preocupaciones una vez que me uses, dijo la Entidad en lo profundo de
la mente de Davriel. Tenía una voz sedosa, atractiva. Una vez que confiemos en nuestro poder,
ningún simple aventurero pensará siquiera en enfrentarse a nosotros.

Davriel ignoró a la voz. Charlar con la Entidad raramente era productivo. Mientras le
curara de sus heridas, a Davriel no le importaba qué promesas susurrara.

Se relajó en su asiento mientras Crunchgnar llegaba. La alta y cornuda criatura podría


simplemente haber sido (para cualquier persona normal) un demonio. Eso, por supuesto, era un
término demasiado vulgar. Los demonólatras expertos sabían que los demonios tenían cientos de
especies, y uno no usaba el término “raza” o “linaje” propiamente dicho para los demonios, ya
que normalmente eran creados mágicamente completamente formados, en lugar de nacer.

Crunchgnar, por ejemplo, era un Demonio de Hartmurt: una especie de demonio alta,
musculada y sin pelo, con rasgos inhumanos, y cuernos que se extendían hacia atrás a lo largo de
su cabeza como si de una melena se tratase. Una extraña especie sin alas, los Hartmurt eran
resistentes, rápidos en curarse, y solían ser hábiles combatientes. De hecho, Crunchgnar vestía
con cuero de guerrero y llevaba un par de crueles espadas atadas a la cintura.

El demonio era estúpido como una piedra. Afortunadamente, también era tan resistente
como una. Siguiendo las instrucciones de la Señorita Highwater, Crunchgnar se apretujó en el
lavabo y agarró a la pequeña asesina, y luego la sacó al dormitorio. Cogió la viola de su espalda,
y luego puso a Tacenda en una silla enfrente de Davriel. El demonio frunció el ceño cuando la
rígida y paralizada forma no se adaptó al asiento.

La Señorita Highwater estaba en lo correcto. La chica era diferente de los otros aspirantes
a héroe que venían a matar a Davriel. Era muy joven. Unos catorce años, quince como mucho.
¿Se había quedado la iglesia sin adultos capaces que mandar a su muerte?

En lugar del típico atuendo compuesto por puntiagudas armas y demasiadas correas, la
niña llevaba ropas de plebeya, harapientas, ensangrentadas y llenas de ceniza. Tenía aspecto de
estar hambrienta, con profundos círculos oscuros bajo sus ojos.

La Señorita Highwater se puso tras él, alzando una ceja mientras Crunchgnar trataba de
obligar a la niña a sentarse, cosa que el hechizo de Davriel aún evitaba. El demonio murmuró para
sí mismo, haciendo lo mejor que pudo para atarla a la silla.

Davriel dio una palmada, llamando a un pequeño demonio de piel roja desde la sala de
servicio. Entro trotando, llevando una bandeja que era demasiado grande para él, con una botella
del mejor Glurzel, cosecha local, puesta precariamente. El dulcemente aromático vino cosquilleó
en la nariz de Davriel mientras se servía una copa.

La criatura le farfulló algo en la lengua local de los diablillos.

—No —contestó Davriel, tomando un sorbo de vino—. Todavía no.

La criatura gruñó molesta, y luego sujetó una copa mucho más pequeña, que Davriel llenó
de vino. El diablillo se alejó tambaleándose, llevando la bandeja mientras trataba de beberse su
vino. Sería mejor que no dejara caer ese Glurzel. Los diablillos eran unos sirvientes terribles, pero
uno trabajaba con lo que tenía. Al menos eran baratos y fáciles de engañar.

Tendrás mucho más, susurró la Entidad en lo profundo de su mente. Una vez que lo tomes.

Crunchgnar finalmente dio un paso atrás, cruzando sus sobredimensionados brazos.

—Ya. Hecho. —Había atado a la niña por la cintura, pies y cuello a la silla, aunque seguía
tiesa como un palo, así que estaba apoyada a la silla en ángulo.

—Suficiente —dijo Davriel—. Probablemente deberías quedarte aquí cuando deshaga la


atadura, solo por si acaso.

—¿Tienes miedo de algo tan pequeño? —gruñó Crunchgnar.

—Las cosas pequeñas todavía pueden ser peligrosas, Crunchgnar —dijo Davriel—. Un
cuchillo, por ejemplo.

—O tu cerebro, Crunchgnar —observó la Señorita Highwater.

Crunchgnar cruzó los brazos, mirándole. —Crees que me insultas. Pero en el fondo sé
que me temes.

—Oh, créeme, Crunchgnar —dijo ella—. Encontrarás que no hay nada a lo que más tema
que a la estupidez.

Crunchgnar avanzó, con sus pies retumbando en el suelo. Se acercó a la Señorita


Highwater, cerniéndose sobre ella. —Te destruiré una vez que haya reclamado su alma. Te estás
volviendo débil y perezosa, como él. ¿Libros de cuentas y cálculos? ¡Bah! ¿Cuándo fue la última
vez que reclamaste el alma de un hombre?

—Traté de reclamar la tuya la otra noche —soltó ella—. Pero sólo encontré el alma de un
ratón, algo que debería haber previsto, teniendo en cuenta…

—Suficiente —dijo Davriel—. Ambos.

Se volvieron a mirar, pero se serenaron. Davriel entrelazo sus dedos ante él, estudiando a
la niña plebeya. Había dejado de cantar, pero esa melodía… Tenía una extraña fuerza, un poder
que no se había esperado. ¿Era el toque de la Ciénaga? Era indudablemente de las Afueras,
probablemente de Verlasen.

Canceló el hechizo. La joven se dejó caer inmediatamente en su asiento, jadeando. Luego


se envolvió con sus brazos y empezó a temblar, como si tuviera frío; las ataduras mágicas a
menudo causaban ese efecto. Su largo pelo castaño cubría la mayor parte de su cara mientras le
miraba. Las cuerdas de Crunchgnar, ahora flojas, no servían para mucho. Ataban sus pies a la
silla, pero no evitaban que moviera sus brazos o su cabeza.

—Adelante, monstruo —le susurró la niña—. No juegues conmigo. Mátame.

—¿Tienes alguna preferencia? —dijo Davriel—. ¿Un hachazo al cuello? ¿Cocinada en


los hornos? Ya he sugerido los diablillos, pero me temo que estás demasiado desnutrida para ser
lo suficientemente nutritiva.

—Te burlas de mí.

—Simplemente estoy frustrado —dijo él, levantándose de la silla para empezar a


pasearse—. ¿Qué os pasa a los aldeanos? ¿No es vuestra vida lo suficientemente terrible ya, con
todos esos espíritus y bestias y lo que sea en los bosques? ¿Tenéis que venir aquí y provocar mi
ira también?

La joven se acurrucó en la silla.

—Todo lo que quiero —dijo Davriel— es que me dejen en paz. ¡Todo lo que tenéis que
hacer es hacer vuestro trabajo! Asegurarse de que estoy bien provisto de té.

—Y camisas —dijo la Señorita Highwater, mirando su libro de cuentas—. Y comida. E


impuestos ocasionales. Y muebles. Y alfombras.

—Y, bueno, sí —dijo Davriel—. Unas pocas ofrendas, acordes con mi estatus. Pero no
es tan malo. Una relación igual de beneficiosa para todos los involucrados. Yo obtengo un
tranquilo y aislado lugar para hacer mi vida. Vosotros obtenéis un señor que no bebe vuestra
sangre o se da un banquete con la carne de vírgenes cada luna llena. ¡Diría que en Innistrad, tener
un señor que te ignora es una novedad!

—¿Entonces qué hizo Verlasen para ofenderte? —susurró la niña—. ¿Te apretaban los
calcetines? ¿Tenía una de tus manzanas un gusano? ¿Qué insignificante ofensa hizo que
finalmente te fijaras en nosotros?

—Bah —dijo Davriel, todavía paseando—. No me importáis. ¡Y aún así seguís


enviándome estos cazadores para atacarme! ¿Cuántos en las dos últimas semanas, Señorita
Highwater? ¿Cuatro?

—Cuatro grupos —dijo ella, pasando una página de su libro—. Con una media de tres
cátaros o cazadores en cada uno.

—Saliendo de pronto de mi bodega —dijo Davriel, agitando las manos, molesto— o


irrumpiendo a través de la puerta principal. Esos gemelos con tridentes destrozaron la ventana de
la sala de estar. La que estaba hecha de una vidriera antigua. Alguien les sigue hablando de mí,
así que siguen viniendo a asesinarme. Está empezando a ser gravemente inconveniente. ¿Qué
puedo hacer para que os paréis quietos?

—Eso no debería ser problema —susurró la niña— ahora que has matado a todos.

—Sí, bueno, eso no… —Su voz de fue apagando mientras se paraba en seco—. Espera.
¿Matado a todos?
—¿Por qué fingir ignorancia? —dijo la niña—. Todos sabemos lo que has hecho. Te
vieron cuando te llevaste a mis padres de su carreta hace diez días. Luego tus geists cogieron a
esos mercaderes, y a otros que se acercaron demasiado a la linde de la aldea. Mi hermana hace
dos días. Y luego, hoy…

Cerró los ojos.

—Todos se han ido —susurró—. Todos menos yo. Muertos y fríos, con ojos de mármol.
Cogí a mi hermana después de que la encontraran, y estaba… lánguida. Como un saco de grano
de la bodega. Estaba estudiando para ser clérigo, pero murió como el resto. La Ciénaga tendrá los
cadáveres de mi gente, pero no se dará un banquete, ya que sus almas se han ido. Robadas, como
el calor robado directamente del fuego, dejando sólo las cenizas.

Davriel miró hacia la Señorita Highwater, que inclinó la cabeza.

—Todos ellos —dijo la Señorita Highwater—. O sea, ¿todos los habitantes de la Aldea
de Verlasen?

La chica asintió.

—¿Verlasen? —preguntó Davriel—. Eso es de donde…

—¿Obtienes el té de sauce? —preguntó la Señorita Highwater—. Sí.

Maldición. El té, un suave sedante, era su favorito. Lo necesitaba para dormir los días en
que los recuerdos se volvían demasiado pesados para él.

—También es donde viven los sastres de las camisas —dijo la Señorita Highwater—.
Vivían. Supongo que habíamos previsto ese problema, en cualquier caso.

—¿Todos los aldeanos? —dijo Davriel, girando alrededor de la niña—. ¿Todos y cada
uno de ellos?

Ella asintió.

—¡Diablos! —dijo Davriel—. ¿Sabes cuánto cuesta sustituir esas cosas? ¡Al menos
dieciséis años hasta que son productivos!

—Tienes otras dos aldeas —apuntó la Señorita Highwater—. Así que supongo que podría
ser peor.

—Verlasen era mi favorita.

—No serías capaz de diferenciarlas ni aunque tu vida dependiera de ello. Pero esto va a
tener un serio impacto en tus ingresos, y en los beneficios y pérdidas de la próxima temporada.
—Tomó apuntes—. Por cierto, nos hemos quedado sin té.

—Qué desastre —dijo Davriel, dejándose caer en su silla—. Niña. ¿Hace diez días desde
la primera de estas muertes?

Tacenda asintió lentamente. —Mis padres. Los conocías; hacían tus camisas. Pero… ya
sabes de sus muertes. Tú los mataste.
—Por supuesto, no lo hice. —dijo Davriel—. ¿Asesinar aldeanos? ¿Yo mismo? Eso tiene
pinta de ser una cantidad inmensa de trabajo. Tengo gente (bueno, seres que se parecen vagamente
a gente) para hacer ese tipo de cosas por mí.

Davriel se frotó la frente. No era de extrañar que los cazadores le hubieran estado
molestando tanto últimamente. Nada enganchaba más a los aspirantes a héroe que las noticias de
un misterioso señor abusando de sus plebeyos.

¡Diablos! Se suponía que había conseguido desvanecerse en la oscuridad [aquí]. Se había


mudado [aquí] hacía años, luego se asentó finalmente en las Afueras, el lugar más remoto de un
plano ya remoto. [Aquí], asociarse con demonios era visto sólo como una rareza menor.

Eso había pensado. ¿Y si… Y si las noticias de esto llegaban a los oídos equivocados?
¿Aquellos que buscaban historias sobre un hombre con su descripción, un hombre que podía robar
hechizos de la mente de otros?

El tiempo se acaba, dijo la Entidad en lo profundo de su mente. Te encontrarán. Y te


destruirán. Debemos reunir nuestro poder y prepararnos.

Estaré bien, contrarrestó Davriel, pensando directamente para la Entidad. No te necesito.

Mentira, contestó ella. Puedo leer tus pensamientos. Sabes que algún día, me volverás a
necesitar.

Durante un momento, Davriel olió humo. Escuchó gritos. Durante un momento, se


encontró ante masas acobardadas, y fue adorado.

Estos recuerdos eran de alguna manera más reales de lo que deberían ser. La Entidad
podía jugar con sus sentidos, pero él impuso su voluntad y alejó su toque, desvaneciendo las
sensaciones.

—Señorita Highwater —dijo.

—¿Sí?

—¿Aún tenemos el alma de ese caballero que me atacó hace unos días? ¿Aquel del que
robé esa atadura mágica que he usado en la niña?

—Prometiste que les darías el alma del caballero a los diablos —dijo ella, doblando
algunas páginas de su libro de cuentas—. Si se portaban bien.

—¿Se han portado bien?

—Son diablos. Por supuesto que no se han portado bien.

—Muy bien. Entonces ve a buscar el alma. Oh, y una cabeza, si es que tenemos alguna
por ahí.
CAPÍTULO CINCO: TACENDA

Tacenda probó sus ataduras. Estaban flojas, y pensó que podría incluso deshacerse de las
que le envolvían los pies. ¿Pero se atrevería a correr? ¿Qué conseguiría con eso?

Una vez que la Señorita Highwater volvió de dar órdenes fuera de la habitación, el
Hombre le preguntó si la Aldea Verlasen era “esa que tenía un hombre enfadado que olía a agua
de fregadero”. ¿Con eso se refería al Alcalde Gurtlen de Puente Hremeg? En cualquier caso,
Davriel fingía desconocer por completo lo que le había pasado a su gente, su familia, su mundo
entero.

¿Cuál era el propósito del subterfugio? ¿Quién sabe las extrañas maquinaciones que
habitan el cerebro de semejante criatura?, pensó. Tal vez sólo quiera torturarme con
incertidumbre.

Meneó un pie, liberándolo de las cuerdas. ¿Debería intentar atacar otra vez? Estúpido.
Obviamente no podría dañar a Davriel con algo tan simple como un picador de hielo. ¿Tal vez
debería intentar la Canción de Custodia?

Decidió esperar. Al poco rato, otro demonio entró en la habitación. Más o menos de su
altura, estaba retorcido y jorobado, y tenía facciones que le recordaban vagamente al hocico de
un perro sin pelo. Al contrario que los otros dos, tenía alas negras que le salían de la espalda,
aunque estaban retorcidas y mustias.

El demonio se escabulló hasta Davriel, llevando una bolsa en una mano y un objeto tapado
con una tela en la otra.

—Por fin —dijo Davriel, levantándose y acercándose a una pequeña mesa—. Aquí,
Brerig.

El demonio jorobado puso el objeto en la mesa, y la tela se resbaló, revelando una grande
y rechoncha jarra de piedra con una brillante luz pulsante dentro.

—Excelente —dijo Davriel.

—¿Acertijo, amo? —preguntó el demonio -Brerig-, sonriendo con una ancha boca llena
de demasiados dientes.

—De acuerdo.

—¿Es un granjero?

—No. Me temo que no.

—Ah. Oh, vaya. —Brerig suspiró y sacó algo del saco. La cabeza de un hombre humano,
sujeta por el pelo. Tacenda se sintió enferma inmediatamente. La cabeza se conservaba con alguna
clase de placa de metal en el fondo. La piel estaba pálida y sin sangre, pero no podrida.
Sintió el sabor a bilis, pero se obligó a tragar y respirar profundamente. Sólo otro cadáver.
Había visto… había visto demasiados hoy.

Davriel cogió la cabeza y la enroscó en la jarra brillante, fijando ambas. Brerig se retiró
a la pared, donde ahuyentó unos cuantos diablos de piel roja. La Señorita Highwater inspeccionó
la jarra, con su libro de cuentas bajo el brazo, mientras Crunchgnar permanecía cerca de la entrada
y sacaba un cuchillo de su cinturón, mirando a Tacenda.

Davriel manoseó la jarra, dándole la vuelta a algo en la parte superior mientras


murmuraba algo que sonaba como un encantamiento. Entonces, cuando la soltó, la luz de la jarra
se desvaneció, y la cabeza que había encima se estremeció. Los labios empezaron a moverse, los
ojos se abrieron letárgicamente y miraron hacia un lado, y luego hacia el otro.

—¿Eres un suturador? —preguntó Tacenda.

—No me insultes, mujercita —dijo Davriel.

—¿Un llamamuertos, entonces? ¿Un… un necromante?

Davriel se levantó y se giró, apuntándole con el dedo. —He sido paciente contigo hasta
ahora. No me pruebes.

Tacenda volvió a hundirse en la silla. Apuñalarlo solo parecía haberlo molestado, pero
esto… esto lo encontraba realmente insultante.

—Soy un demonólatra —dijo—. Un demonólogo, un erudito. Mis estudios necesitan


habilidad, esfuerzo, y perspicacia. La necromancia es el arte de los tontos, practicada por
carniceros frustrados que se creen listos porque se dan cuenta (brillantemente) de que a veces los
cadáveres no permanecen muertos—. Chasqueó los dedos enfrente de los ojos de la cabeza,
llamando su atención. Movió su dedo de un lado a otro, y los ojos lo siguieron.

—¿Alguna vez te has fijado en el tipo de gente que acaba practicando la necromancia?
—continuó Davriel—. Ese arte atrae a los trastornados, los idiotas, y los desaliñados. Demasiados
de ellos tienen sobreestimadas opiniones de sus propios “planes retorcidos”, y creen que son
rebeldes y empoderados simplemente porque se han entrenado para ver cuerpos muertos sin sentir
náuseas. No importa que los cadáveres sean terribles sirvientes. El primer esfuerzo es una
pesadilla, ¡y luego el mantenimiento! ¡El hedor! ¡Todo eso para un sirviente que es incluso más
estúpido que Crunchgnar!

Crunchgnar gruñó suavemente ante eso. Tacenda liberó su otro pie. Davriel no estaba
mirando; estaba usando una jeringa de la bolsa para inyectar un líquido verde en la cabeza.

—Pero… —no pudo evitar decir Tacenda—. Estás trabajando con un cadáver ahora
mismo.

—¿Esto? —dijo Davriel—. Esto apenas es magia. Esto es simplemente un medio para un
fin. —Acabó con la inyección, y la cabeza se centró en él más deliberadamente, y luego abrió los
labios.

—¿Recuerdas tu nombre? —le preguntó Davriel a la cabeza.


—Jagreth —dijo ésta, moviendo los labios, aunque el sonido parecía venir de la placa de
metal que la conectaba a la vasija.

—Jagreth de Thraben —dijo la Señorita Highwater, leyendo de su libro de cuentas—.


Cátaro, guerrero oficial de la iglesia, y autoproclamado “cazador del mal”. Tenía una honorable
reputación, según mis fuentes.

Le conocí, se dio cuenta Tacenda. No era su cabeza, pero este hombre –esta alma– había
pasado por Verlasen hacía unos días, después de oír sobre la muerte de sus padres. Su voz era
profunda y segura; se lo había imaginado como un hombre alto y ancho de hombros. Willia había
sido bastante simpática con él. Eso había sido antes... antes de que…

—Vine a matarte —dijo la cabeza, fijando su mirada en Davriel—. Hombre de la


Mansión. ¿Qué me has hecho?

—Sólo unas pocas mejoras —dijo Davriel—. ¿Cómo te sientes?

—Frío —susurró el cadáver—, como si mi alma hubiera sido congelada en el hielo de la


más alta montaña, y luego encerrada en una oscuridad tan profunda, que incluso el sol sería
tragado allí.

—Perfecto —dijo Davriel—. Eso es el líquido de preservación haciendo su trabajo. —Le


dio una ligera palmadita a la cabeza en la mejilla—. Gracias por las ataduras mágicas que me
dejaste extraer de tu cerebro. Ha demostrado ser útil no hace ni media hora.

—Monstruo —susurró la cabeza—. Lo que me has hecho es una abominación. Una


injusticia moral.

—Técnicamente —dijo Davriel—. Soy la autoridad legal de esta región, y tú intentaste


matarme mientras dormía. Así que diría que lo que te he hecho es tanto moral como justo. Pero
hagamos un trato. Contéstame a unas cuantas preguntas, y prometo que liberaré tu espíritu.

—No voy a ayudarte a llevar terror y dolor a nadie más, demonio.

—Ah, pero mira a esa pobre niña en la silla —dijo Davriel, señalando a Tacenda—. ¡Su
aldea entera ha sido asesinada! Sus almas fueron robadas de sus cuerpos por la noche por algún
misterioso terror.

—Fue durante el día —murmuró Tacenda—. Y no es misterioso; tú sabes lo que pasó. Tú


lo hiciste.

La cabeza se fijó en ella, y sus rasgos se volvieron comprensivos. —Ah, niña —le dijo la
cabeza con la voz de Jagreth, el Cátaro—. Lo intenté, y fallé. ¿Es como temía, entonces? Un
monstruo como este rara vez se sacia con unas cuantas muertes. Una vez que está sediento de
sangre, vuelve una y otra y otra vez…

Tacenda tembló.

—Sí que suelo estar sediento —dijo Davriel—. Normalmente, opto por una buen vino
tinto, pero después de un día extremadamente duro, nada es comparable con una copa llena de la
sangre caliente de los inocentes.
Los ojos de la cabeza se giraron, mirándole.

—Me baño en ella, sabes —dijo Davriel—. Exactamente como dicen las historias. No
importa lo poco práctico que eso suene (los coágulos, las manchas) en realidad, sigue la corriente.
Pero maldición, seguís descubriendo mis viles homicidios nocturnos. Lo que necesito saber es
cómo. ¿Cómo me has descubierto?

—En el priorato me dijeron lo que habías estado haciendo —dijo Jagreth—. Me hablaron
sobre las almas que habías tomado.

—¿Quién en el priorato? —dijo Davriel.

—La priora en persona.

Esto hizo que Davriel se pusiera rígido por alguna razón, sus labios volviéndose una fina
línea.

—Todo el mundo sabe lo que has estado tramando —dijo Jagreth—. Dejaste los cuerpos,
arrebatando las almas.

—¿Pero como supisteis que había sido yo? —preguntó Davriel—. No soy un nativo de la
localidad, pero incluso mis pocos años aquí me han enseñado que no faltan amenazas para la vida
humana. ¿Porqué asumir que yo estaba detrás de esto?

—Ya te lo he dicho…

—Mi hermana te vio —dijo Tacenda, llamando la atención de ambos—. Te vio mientras
te llevabas a mis padres hace diez días. Después de eso, cuando te llevaste las almas de esos
mercaderes que viajaban entre aldeas, un sacerdote te vio. Entonces te llevaste a Willia en los
campos, probablemente furioso porque se te hubiera escapado antes.

—No puedes fingir inocencia, monstruo —dijo Jagreth—. Eres inconfundible con tu capa
y tu máscara.

—Mi… capa y mi máscara —dijo Davriel.

—Las que llevas cuando visitas la aldea —dijo Tacenda—. Mi hermana te vio claramente.

—Vio a alguien con mi capa y mi máscara —dijo Davriel—. La capa y la máscara que
llevo específicamente para ocultar mis rasgos de modo que mi verdadera identidad sea
irreconocible. Nadie vio mi cara. ¿Correcto?

Bueno, técnicamente, la máscara y la capa era lo que Willia dijo que había visto. Pero
todos sabían que el Hombre de la Mansión era una figura malévola que se asociaba con demonios.
Todos sabían que…

Tacenda miró de nuevo a Davriel, con su suave camisa, fino bigote, y corbata violeta; con
su extraña mezcla de conocimientos arcanos y su notable olvido.

—Diablos —murmuró—. Alguien ha estado imitándome.

—Una tarea difícil —dijo la Señorita Highwater—. Piensa en el gran número de siestas
que se tendría que echar.
Davriel la miró.

—Admítelo, Dav —dijo—. Haría falta un verdadero maestro de la imitación para que se
hiciera pasar por ti. La mayoría de la gente haría accidentalmente algo relevante o útil, y eso
destruiría toda la ilusión.

—Busca mi capa y mi máscara —dijo éste.

—Libérame —dijo la cabeza—. He contestado tus preguntas.

—No especifiqué una fecha o una hora —dijo Davriel—. Solo dije que te liberaría. Y lo
haré. Algún día.

—Pero…

Davriel giró algo en la parte de arriba de la jarra, y la cabeza cayó inconsciente, la


mandíbula colgando inerte, y los ojos mirando hacia un lado. La vasija debajo de ella se llenó de
nuevo con la luz pulsante.

La Señorita Highwater rebuscó en un armario en un lado de la habitación. Sacó una capa


de un negro profundo, con un distintivo y fantasmalmente harapiento fondo, como el raído espíritu
de un geist acechante. La máscara dorada tenía forma demoníaca con grandes ojos oscuros, líneas
sinuosas, y una boca espantosa que recordaba a una mandíbula con la piel arrancada. La que
llevaba el Hombre cuando aparecía en público.

—Bueno —dijo—. Tu vestimenta todavía está aquí. Así que el imitador ha confeccionado
su propia copia.

—¿Pero por qué? —preguntó Tacenda—. ¿Qué razón tendría alguien para imitarte?

—Señorita Highwater —dijo Davriel—. ¿Cuántas veces ha dicho que me han asaltado en
las últimas semanas?

—Cuatro —dijo ella—. Cinco si cuentas a la niña, supongo.

Davriel se dejó caer en su silla, frotándose la frente. —Qué dolor. Alguien se está
divirtiendo ahí fuera, y luego echándome la culpa. ¿Cómo se supone que voy a acabar ningún
trabajo?

—¿Trabajo? —dijo la Señorita Highwater—. ¿Qué trabajo?

—Mayormente recordarte que hagas cosas —dijo él—. No quiero que estés sin hacer
nada. Me escribí una nota a mí mismo sobre eso el otro día… —Tanteó su bolsillo, luego alcanzó
su chaqueta y sacó un trozo de papel, que estaba sangriento de la puñalada. Miró a Tacenda
fijamente.

—Tú… realmente no lo hiciste, ¿no? —preguntó Tacenda—. No mataste a mi aldea.

—Diablos, no. ¿Por qué iba a arruinar la aldea que me provee de té? Incluso aunque
vuestra cosecha haya ido tarde este año.

—Hemos estado ocupados —dijo Tacenda—. Siendo asesinados.


—Vaya lío —dijo Davriel—. No puedo tener a alguien imitándome. Señorita Highwater,
envíe a Crunchgnar, y, digamos, Verminal a averiguar quién podría haber hecho esto. Y mire si
podemos conseguir más plebeyos. Prometa quizá no dar ningún latigazo durante los dos primeros
años, a ver si eso atrae colonos.

—¿Vas a enviar a los demonios? —preguntó Tacenda—. ¿Ni siquiera vas a ir en persona?

—Demasiado ocupado —replicó él.

—Tiene que echarse la siesta de la tarde —dijo la Señorita Highwater—. Luego la última
copa de la noche. Luego dormir. Luego la siesta de la mañana.

Tacenda miró boquiabierta a Davriel, que se recostó en la silla. Quizá no hubiera matado
a la gente de la aldea, pero alguien había guiado a los Susurradores cuando atacaron. Había oído
sus pasos, y alguien había sido visto llevando la máscara y capa de Davriel.

El asesino, y los geists que le servían, todavía estaba en libertad. Verlasen no era la única
aldea de la región; había otras dos, además de la gente del priorato. Cientos de almas más estaban
en peligro. ¿Y Davriel ni siquiera iba a salir de su mansión?

Tacenda sintió que su enfado resurgía. Tal vez este hombre no hubiera matado a sus
amigos y familia con sus propias manos, pero su incompetente y egoísta gobierno compartía la
misma culpa por las muertes. Tacenda se levantó, liberándose de las cuerdas.

Crunchgnar (que había estado esperando esto) se puso ante la puerta para bloquear su
salida. Pero Tacenda no intentó huir. Saltó hacia delante y agarró la brillante jarra de la mesa
junto a Davriel; luego, sin pensárselo, la estrelló contra el suelo, rompiéndola y haciendo que la
cabeza rodara por el suelo.

La brillante luz del alma atrapada dentro se derramó libremente, y Tacenda oyó un
inconfundible suspiro mientras el cátaro atrapado escapaba de su tormento. La luz empezó a
flotar, formando una vaga forma humana, justo como se lo había imaginado, con aquella
mandíbula cuadrada y aquel aire noble, envuelto en el grueso abrigo de un cazador.

Es cierto que el colgante era demasiado.

Gracias… Gracias… Una voz, como traída por el viento, atravesó la sala.

Davriel miraba con una expresión que Tacenda no podía descifrar. ¿Sorpresa? ¿Terror
por lo que le había hecho a su trofeo?

—Tecnicismos aparte, —dijo Tacenda—. deberías cumplir con tu palabra. Estoy segura
de que un verdadero necromante sabría…

Gracias… graciagsgsgnks. Graaaaaaaaaaaaaaa…

Tacenda dudó, luego se volvió hacia el espíritu, que, en vez de disiparse como ella había
asumido, cada vez brillaba más. Sus ojos crecieron mientras se convertían en oscuros pozos,
distorsionando la cara. Sus dedos se alargaron, y adoptó una malvada y retorcida mueca…

—¿Cátaro Jagreth? —preguntó Tacenda.


La cosa atacó, acuchillando su antebrazo con dedos afilados como cuchillas, haciendo no
que sangrara, sino que sintiera un intenso dolor helado. Jadeó y dio un traspié hacia atrás. La cosa,
enloquecida, arremetió contra Davriel.

Crunchgnar llegó primero. El sobredimensionado demonio bloqueó al espíritu, tocándolo


como si fuera corpóreo, y lo empujó hacia atrás. El espíritu dejó escapar un furioso chillido que
hizo que las orejas de Tacenda dolieran, y se las tapó, gritando.

El espíritu parecía ser capaz de decidir si era corpóreo o no, ya que aunque Crunchgnar
había podido tocarlo al principio, el espíritu se desvanecía y revoloteaba como una cortina
ondeando. Continuaba repitiendo la degenerada versión del “gracias” una y otra vez, cada una de
alguna manera peor que la anterior.

El espíritu flotó hacia Davriel, oscureciéndose y volviéndose menos transparente.


Crunchgnar desenvainó una espada, y el ligero brillo de poder del arma hizo dudar al espíritu.

Entonces Davriel, con los ojos llenos de un humo rojo que los volvía escarlata, se levantó
y soltó un chorro de llamas de sus manos, un calor tan intenso que Tacenda gritó. El espíritu chilló
desde el centro de la inmolación, y luego se estiró, marchitándose antes de desaparecer.

Dejó una chamuscada y oscura cicatriz en la alfombra y en la estantería de detrás. Tacenda


se quedó boquiabierta, sujetándose el brazo, que aún sentía helado donde le habían hecho el corte.

El humo rojo se desvaneció de los ojos de Davriel. Hizo una mueca, como si usar magia
le hubiera causado dolor. Se frotó las sienes, luego meneó la cabeza. —Vaya, eso ha sido
emocionante. Gracias, Crunchgnar, por la oportuna intervención.

—Tendré tu alma, demonólatra —soltó Crunchgnar—. No he olvidado nuestro acuerdo.

Davriel dio un paso y tocó la alfombra con el pie. —¿Vivían los tejedores de alfombras
en tu aldea?

—La Maestra Gritich y su familia —dijo Tacenda—. Sí.

—Maldición —dijo Davriel—. Te haré saber, jovencita, que extraje ese hechizo de la
mente de un piromante particularmente peligroso. Lo estaba guardando para una emergencia.

—El cátaro —parpadeó Tacenda—. Me atacó…

—Los espíritus liberados (geists, como vosotros los llamáis) pueden ser peligrosos e
impredecibles. La mayoría se olvidan de sí mismos cuando se los separa de sus cuerpos,
conservando solo algunos tenues recuerdos. Lo que has hecho ha sido estúpido y temerario.

—Lo siento —Tacenda apartó la mirada de la destrozada alfombra, apretando su brazo


contra el pecho.

—Bien. Me alegro de oírlo —Davriel asintió en su dirección—. Señorita Highwater, mire


a ver lo que la niña puede decirle sobre el impostor, luego échela al bosque. Dígales a los diablos
que pueden tenerla si vuelve a intentar colarse.

—¿No vas a rastrear su mente en busca de talentos que puedas extraer? —dijo la Señorita
Highwater.
—El hedor de la Ciénaga la cubre por completo —dijo Davriel—. No gracias. Tengo
suficientes dolores de cabeza por el momento.

Uno de los demonios (el jorobado al que habían llamado Brerig) cogió a Tacenda del
brazo y empezó a guiarla fuera de la habitación. Su piel era sorprendentemente suave.

Tacenda se resistió, intentando zafarse del agarre del demonio. —Espera —dijo—. ¡Mi
viola!

Tras ellos, un diablo estaba cogiendo el instrumento. Davriel hizo un brusco gesto, y el
diablo se volvió y le entregó la viola.

—Yo… —dijo Tacenda—. Por favor. Es todo lo que me queda.

—Es un buen instrumento —dijo Davriel—. Podría darme lo suficiente por él como para
comprar una nueva alfombra. Pero coopera con la Señorita Highwater (dile todo lo que sabes
sobre este impostor) y te permitiré conservarlo. ¿Viste esta capa y esta máscara por ti misma?

—No —dijo Tacenda, desinflándose— Estoy… ciega durante el día. La bendición de la


Ciénaga también me ha dejado maldita, un pago por las canciones que da…

Davriel suspiró, luego hizo un gesto para que la retiraran.

Brerig arrastró a Tacenda del brazo hacia la puerta. —Ven —dijo el demonio—. Ven.
Ven, y te contaré una adivinanza. Son divertidas. Ven.

Se resistió un momento más, luego (mientras la Señorita Highwater se les unía)


finalmente cedió a los sorprendentemente amables empujones de Brerig. ¿Cuál… Cuál era su
destino ahora? Había huido de la muerte tres veces esa noche. Los Susurradores. La Ciénaga. El
Hombre de la Mansión.

—No viste al impostor —dijo la Señorita Highwater, con la oscura pluma suspendida
sobre su libro de cuentas mientras caminaba—. ¿Qué viste?

—Sólo cuerpos —dijo Tacenda—. Tantos cuerpos. Debería vivir entre ellos. Mi sitio está
en una tumba…

—¿Habían perdido color sus pieles? —preguntó Davriel desde su asiento, aún
jugueteando con su viola—. Después de ser tomados, ¿se volvieron pálidos, o cenicientos?

Tacenda se paró ante el umbral, y los demonios no la obligaron a continuar.

—Seguían igual que en vida —le respondió Tacenda—. Solo que azules alrededor de los
labios. Sus extremidades se volvieron rígidas, y ellos también se quedaron rígidos durante unas
cuantas horas (extrañamente rígidos) antes de volverse fláccidos.

—Animación suspendida tras una absorción directa del alma —dijo Davriel, ausente—.
Probablemente el resultado de algún aspirante a necromante cosechando almas. Bueno, podría ser
peor. Si la Señorita Highwater puede encontrar las almas, supongo que podríamos recuperarlos
antes de que los cuerpos se pudran. Entonces no tendría que encargar una nueva aldea por correo.

Tacenda sintió que un estremecimiento la atravesaba. Acababa de decir...


—¿Restaurarlos? —preguntó—. ¿O sea, devolverlos a la vida?

—Posiblemente —dijo Davriel—. Tendría que ver los cuerpos para estar seguro. Pero por
la descripción, este estado podría ser reversible. Y eso sería ciertamente más fácil que obtener
plebeyos de la manera tradicional.

—Aunque no tan divertido, desde luego —apuntó la Señorita Highwater—. Vamos,


dejemos de molestar a Lord Cane.

El demonio Brerig tiró del brazo de Tacenda, pero algo en lo más profundo de ésta –algo
que creía marchito y sin vida- se agitó.

Traerlos de vuelta. ¿Podía traerlos de vuelta?

—¿Cuánto? —dijo—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—¿Todavía estás aquí? —preguntó Davriel.

—¿Cuánto?

Crunchgnar dio un paso adelante, haciendo a un lado a la Señorita Highwater, con la


espada desenvainada y apuntando a Tacenda.

Así que Tacenda empezó a cantar.

Aunque había tratado de empezar con suavidad, esa esperanza (ese calor) explotó en
forma de nota pura, solitaria y fuerte. Como el repicar de una campana por la mañana, era la
primera nota de la Canción de Custodia.

Los demonios y diablos que había en la habitación gritaron de dolor, una afilada y
llamativa armonía. Brerig gimió, y la Señorita Highwater retrocedió, llevándose las manos a los
oídos. Incluso Crunchgnar (dos metros de alto con terribles cuernos) tropezó y vaciló. Los diablos
se dispersaron con colectivos aullidos de agonía.

Su viola, aún en manos de Davriel, tocó la misma nota: un tono exigente, implacable.
Davriel soltó el instrumento, luego inclinó la cabeza mientras éste flotaba ante él. Pasaba a veces.
Sus tímpanos habían hecho lo mismo.

Continuó con la canción, cada nota más alta que la anterior. Los tres demonios se
acurrucaron, gimiendo de agonía, sujetando sus cabezas. Davriel, sin embargo, simplemente hizo
el flotante instrumento a un lado con un dedo, y luego se levantó con una lentitud deliberada.

La canción no le afectaba. Él... realmente era humano. Al igual que con otras muchas
magias protectoras, la gente era inmune.

Davriel caminó a grandes zancadas hacia Tacenda, que dejó que la canción muriera en
sus labios. Su viola flotó hasta el suelo ante la silla de Davriel, y los tres demonios se dejaron caer
al suelo. Los gritos de los diablos aún resonaban en las otras habitaciones.

—La Custodia de la Ciénaga —dijo Davriel—. Una bonita demostración. Lo que fuera
que se llevó a la gente de tu aldea obviamente te tenía miedo, que es por lo que aún sigues viva.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Tacenda—. ¿Cuánto tiempo aguantará mi gente? Si
puedo encontrar sus almas...

—Depende —dijo Davriel—. Las más violentas cosechas de almas dejan al sujeto muerto
inmediatamente, a menudo con heridas físicas. Torsos reventados y todo ese drama. Pero lo que
tú has descrito suena más como una proyección involuntaria, donde el alma es obligada a dejar el
cuerpo. Eso a menudo deja el cuerpo en una pequeña hibernación catatónica.

—¿Cuánto...?

—Dos días, tal vez tres —dijo Davriel—. Después de eso, el alma no reconocerá el cuerpo
como propio, y el cuerpo habrá empezado a descomponerse, de todos modos.

Así que sus padres... sus padres se habían ido del todo. Muertos diez días atrás y
reclamados por la Ciénaga. Pero su hermana, Willia, descansaba en una losa en el priorato. No
había sido devuelta a la Ciénaga, porque adoraba al Ángel. ¿Podía ser salvada? Y Joan, el leñador.
Los pequeños Ahren y Victre...

—Tienes que ayudarlos —dijo Tacenda—. Eres su señor.

Davriel se encogió de hombros.

—Si no lo haces —dijo Tacenda—. Haré... Yo...

—Me voy a divertir escuchando esta amenaza.

—Me aseguraré de que nunca consigas volver a echarte la siesta.

—Encontrarás que yo... —Davriel se paró en seco—. ¿Qué?

—Viajaré a Thraben —dijo Tacenda—. Iré a cada iglesia y les cantaré sobre el
“necromante de las Afueras”. Puedo cantar más cosas aparte de la Canción de Custodia. Tengo
otras canciones, con otras emociones. Haré que te odien. El Terrible Lord Davriel Cane, el
hombre que tomó las almas de toda una aldea.

—No te atreverás.

—Me desharé en lágrimas —amenazó ella— ante cada aspirante a caballero, héroe
aventurero, y cazador que busque fama. Mandaré un torrente infinito de campeones justicieros a
las Afueras, hasta que atasquen los puentes en su ansia por venir y molestarte.

—Te darás cuenta de que podría simplemente matarte.

—¡Y mi alma continuará! —dijo Tacenda—. Como un fantasma lamentándose. ¡La chica
de los bosques, cuya familia entera fue tomada por Davriel de las Afueras! ¡Cantaré baladas!
¡Muerta o viva, los enviaré para que te molesten! Y... y les dibujaré mapas. Y dibujos de tu cara.
Y...

—Basta, niña. —dijo Davriel—. Dudo que tengas la voluntad de continuar este estúpido
empeño como geist.
Tacenda se mordió el labio. A pesar de sus palabras, Davriel parecía preocupado.
Molesto, en realidad, pero parecía, con este hombre, que eso era básicamente lo mejor que podía
esperar.

—Sabes que vendrán a por ti —dijo Tacenda—. Incluso si me matas. ¿Una aldea entera?
Los rumores se extenderán. Durante décadas, seguirán intentando matarte. Probablemente tengas
razón en que no pueda hacer mucho para inspirar, pero dudo que me haga falta. Piensa en los
inconvenientes que esto causará. Y sin embargo, una noche de ligero trabajo podría evitar todo
eso. Sin demasiado esfuerzo. Sólo venir y echar un vistazo a los cuerpos de los caídos, e intentar
averiguar qué es lo que podría haberse llevado sus almas.

—Es un extrañamente persuasivo argumento, niña —suspiró Davriel—. ¿Señorita


Highwater? ¿Está bien?

El demonio femenino se había levantado del suelo y estaba sacudiendo su cabeza, aún
aparentemente aturdida por los efectos de la Maldición de Custodia. —Lo suficientemente bien,
supongo —dijo.

—Entonces… prepare mi carruaje. Visitemos esta aldea. Tal vez podamos encontrar algo
de té que no llegaron a enviar.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO SEIS: DAVRIEL

Davriel sentía que podía oír a la Ciénaga, a pesar de la distancia, mientras su carruaje
botaba en el camino cubierto de hierba del bosque.

Había venido a este plano específicamente porque muchos otros lo evitaban. La tierra se
sentía… fría. Un sentimiento de pavor que se agudizaba con el inquebrantable otoño y los
vigilantes árboles. Visitar un plano donde los seres humanos (con amores, vidas, familias) eran a
menudo… comida, perturbaba a los más insensibles.

Lo que otros lugares susurraban, éste lo gritaba: los sentimientos y aspiraciones eran
inmateriales. En el gran orden de las cosas, tus sueños eran menos importantes que tu deber de
reproducirte, y luego convertirte en comida.

El carruaje se zarandeó al pasar por encima de uno de los muchos baches del camino. La
Señorita Highwater maldijo en silencio, luego trazó una línea sobre algo que había estado
escribiendo en su libro de cuentas. La niña, Tacenda, se sentaba junto a ella, sujetando su viola.
Davriel había fingido mostrarse reacio a devolverla; en realidad, no tenía ni idea de lo que sería
capaz de hacer con semejante objeto. Prefería el silencio.

El camino coronó una colina, y la luz de la luna tiñó las copas de los árboles de un blanco
escarchado. Una bandada de pájaros (demasiado distante como para distinguir la especie) levantó
el vuelo cuando algo los sobresaltó. Casi parecían seguir estelas a través de la luz de la luna, como
peces en la corriente. Como si la luz fuera de alguna manera demasiado densa.

Está ahí fuera, pensó Davriel. En esa dirección. La maldita Ciénaga. Decía ser señor de
las Afueras, pero los aldeanos solo eran leales de boquilla, incluso con la religión. La única cosa
que realmente parecían respetar era ese pozo húmedo. Y lo que fuera que vivía en lo profundo.

La Entidad se revolvió en su interior.

¿No tienes palabras para mí?, pensó Davriel. Normalmente te molesta que piense en la
Ciénaga.

La Entidad no habló, ni siquiera para ofrecer la certeza de que algún día esgrimiría su
poder. Había algo raro en esta noche. Los aldeanos desaparecidos. La custodia de la Ciénaga. La
fría luz de la luna…

—Así que… —dijo la Señorita Highwater, continuando su interrogatorio con la niña.


Solo iban ellos tres en el carruaje; Davriel había puesto a Crunchgnar y Brerig afuera, en el asiento
del cochero—. Las primeras víctimas fueron tus padres, hace diez días. Tu hermana escapó y
huyó al priorato.

—Sí —dijo la niña—. Estaba… estaba entrenando para ser un cátaro, para la iglesia.
Cuando volvió con soldados y encontraron a mis padres, algunos pensaron que podrían haber sido
envenenados con veneno de sauce. A veces les pasa a los granjeros, ya sabes. Pero no éramos
capaces de entender por qué el Hombre atacaría primero y luego envenenaría a alguien. Luego se
llevaron a los mercaderes, tres días después, en su camino al priorato.

—¿Testigos? —preguntó la Señorita Highwater.


—Un clérigo vio el ataque desde lejos —dijo Tacenda—. Dijo que había visto al Hombre
de la Mansión y unos terribles espíritus verdes tomando las almas de los mercaderes. Después de
eso, empezamos a no alejarnos demasiado de la aldea, y la priora prometió enviar al alguien a
Thraben a buscar instrucciones o ayuda.

» Otros murieron, sin embargo; raptados por apariciones, a las que empezamos a llamar
los Susurradores. Hace dos días, mi hermana cayó muerta cerca de las granjas. Extrañamente, no
parecía… asustada, como los otros habían estado. Su cara no estaba congelada en una mueca de
espanto, al menos. ¿Tal vez fuera tomada por sorpresa?

» De todos modos, lo peor ocurrió antes. Los trabajadores de los campos vinieron
corriendo a la aldea, diciendo que había geists saliendo del bosque que rodea Verlasen. Mirian,
mi vecina, me despertó, ya que normalmente duermo hasta casi el anochecer. Todos se
escondieron en sus casas mientras ocupaba mi lugar cerca de la cisterna y empezaba a cantar.

—¿Fuera? —interrumpió Davriel—. ¿Te dejan fuera, sola, como ofrenda, toda la noche?

—No soy ninguna ofrenda —dijo la chica, levantando la barbilla—. Mi hermana y yo


nacimos con la bendición de la Ciénaga, más fuerte de lo que nadie hubiera visto jamás. Mis
canciones protegían la aldea por la noche.

—¿No es eso difícil? —preguntó la Señorita Highwater—. ¿Cantar durante toda la noche?

—No tengo que cantar durante toda la noche, habitualmente —contestó la niña—. Una
canción aquí y allá, algún tarareo entre medias. Pero… hoy… —desvió la mirada—. No ha
funcionado. Los Susurradores han entrado a la aldea, ignorando mi canción. No he visto lo que
fuera que son, pero los he oído. Susurrando…

Davriel se inclinó hacia delante, curioso. —¿Porqué no huyó nadie? ¿Porqué simplemente
esconderse en sus casas? ¿Porqué no huir?

—¿Huir? —La niña rió con una risa vacía—. ¿A dónde iríamos? ¿A morirnos de hambre
a algún rincón del bosque? ¿Viajar de noche, tratando de llegar a Thraben, donde nos rechazarían?
Puede que sus mercaderes y sacerdotes vengan a las Afueras, pero no aceptarían una aldea llena
de refugiados.

—Aún así, el priorato— dijo Davriel—. Está cerca.

—Algunos de los aldeanos fueron a la iglesia de nuestra aldea. Aquellos que adoran al
Ángel. Cuando oyó de nuestros apuros, la priora hizo enviar clérigos para protegernos con sus
plegarias. Pero la fe no ayudó a los que se escondieron en la iglesia. Al igual que no ayudó a mi
hermana.

Parecía que Tacenda no seguía al Ángel, a pesar del símbolo que llevaba en su muñeca.
Curioso. Desde su llegada a las Afueras, le había parecido inusual lo firmemente que se resistía
la gente a la iglesia en este lugar. Los clérigos del priorato –idiotas equivocados– tenían una
baratija que calmaba las almas de los que morían aquí. Ningún geist, ningún cadáver
levantándose, ningún horror.

Eso debería haber sido suficiente para conseguirles conversos, pero pocos de los aldeanos
aceptaban el sueño bendito del Ángel. En vez de eso, dejaban instrucciones para que sus cuerpos
fueran devueltos a la Ciénaga. Esa maldita cosa tenía sus ramas envueltas alrededor de sus
corazones.

—Conocí a los clérigos que vinieron a ayudar —dijo Tacenda—. El más joven, Ashwin,
hizo un boceto de mi hermana una vez. Se encerraron con los fieles dentro de la iglesia. Miré
dentro cuando acabó todo, y sólo encontré cadáveres.

Davriel se reclinó, pensativo. En la mansión, había dado por sentado que esto era el
trabajo de algún necromante rebelde. ¿Pero una aldea entera? ¿Defendida por múltiples clérigos
con custodias de protección y talentos de destierro?

—Tal vez deberíamos habernos marchado —dijo Tacenda, mirando por la ventana—. Tal
vez deberíamos haber corrido. Pero no sabes cómo es esto, seguro ahí arriba en tu mansión. No
sabes lo que es dormir cada noche con una oración ferviente y un hacha al lado de la puerta, solo
por si acaso.

» Así es como vivimos. Siempre hay una sombra en el bosque, con ojos que arden oscuros
y dientes que brillan claros. Hemos vivido aquí durante generaciones, confiando en la custodia de
la Ciénaga. Éste es nuestro destino. Hacerse un ovillo por la noche y rezar para que las nubes
pasen de largo…

El carruaje botó de nuevo, luego las ruedas traquetearon en la madera mientras cruzaban
un viejo puente. Las lámparas del carruaje pronto revelaron un grupo de casas rechonchas. A
pesar de que los edificios estaban amontonados, las puertas reforzadas y las gruesas
contraventanas hacían parecerlos solitarios.

Descubrió el primer cuerpo en la calle. Una mujer tendida de espaldas, los brazos
congelados en un gesto de pánico, intentando proteger su cabeza. La cara estaba paralizada en
una máscara de terror.

Crunchgnar frenó el carruaje. Davriel salió a la silenciosa ciudad llena de edificios vacíos,
como cáscaras de huevo rotas. Este lugar, decidió con un escalofrío, era peor que el bosque, donde
sabías que estabas siendo observado. Aquí… bueno, era debatible.

Crunchgnar saltó del carruaje, portando su equipo de combate completo. Brerig se posó
encima del carruaje como una gárgola, sus mal desarrolladas alas moviéndose ligeramente detrás
de él. Gutmorn e Yledris completaban esta comitiva: un par de demonios de Alcance Nocturno
hermanos ligeramente armados que aterrizaron en un tejado cercano, dejando caer sus enormes
alas tras ellos. Parecían mucho menos humanos que Crunchgnar o la Señorita Highwater, con
esqueléticos rasgos y largar piernas de cabra.

Si alguien hubiera estado vivo en la aldea, seguramente habría muerto del susto por la
súbita llegada de su procesión. La Señorita Highwater ayudó a Tacenda a bajar del carruaje, luego
sacó la máscara y capa de Davriel. Se las alcanzó, expectante. Normalmente las llevaba en
público. Fuera del plano eran menos las personas que conocían el disfraz que las que conocían su
cara. Y Davriel Cane era, por supuesto, un nuevo nombre que había adoptado.

Se puso la capa, que tenía un antiguo hechizo de sombra de sus días viviendo entre los
demonios de Vex. Cuando los bordes revoloteaban, dejaban leves marcas en el aire, como
pinceladas de un pincel. Era un poco teatral, pero pocos podían subestimar a los demonios.
No se puso la máscara por el momento, mientras se arrodillaba al lado del cuerpo de una
mujer asustada. Tocó la piel de su rostro (que se había vuelto frío y rígido) y luego metió la mano
bajo su espalda. El sol se había puesto casi tres horas antes, y el ataque había ocurrido justo antes
de eso, pero no había ni una señal de calor. El calor corporal no se habría desvanecido tan rápido
por sí solo, ni siquiera en un ambiente tan frío como este. Eso también dejaba fuera algo como el
envenenamiento de sauce: podía provocar un estado catatónico, pero no hacía que la temperatura
corporal se hundiera tan rápidamente.

Asintió para sí mismo, masajeando los músculos de la cara del cadáver, luego moviendo
uno de sus brazos. —Definitivamente no es una simple guarda de inmovilización, como la que he
usado contigo antes —dijo mientras Tacenda se ponía a su lado. Miró profundamente en los ojos
de la mujer caída, luego usó un espejo para comprobar su aliento. —No hay signos de vida, pero
también hay poca acumulación de sangre en la espalda… Frío innatural… No hay señales de
perforación que indiquen que se han alimentado de ella… Labios azules, como señalaste… Los
músculos están tensos, pero pueden ser movidos…

—¿Entonces? —preguntó Tacenda.

—Entonces, esto ha sido un desperdicio de viaje —dijo Davriel, levantándose y


aceptándole a la Señorita Highwater un pañuelo para sus manos—. Es exactamente como
conjeturé en la mansión. Sus almas han sido evacuadas, y el trauma ha inducido a sus cuerpos en
una especie de suspensión paralítica.

—¿Pero qué podemos hacer?

Davriel le devolvió la toalla a la Señorita Highwater, que la guardó, y luego le pasó su


bastón. Tenía, por supuesto, una espada oculta dentro. Se giró, inspeccionando una aldea llena de
mausoleos.

—Eso depende de quién o qué está detrás de esto —dijo, gesticulando con su bastón—.
El necromante medio querría lo cuerpos; que los dejaran aquí nos dice que no es el trabajo de un
vulgar traficante de cadáveres. Sin embargo, hay variedades de necromantes que construyen
aparatos usando almas como forma de energía. Y hay muchas criaturas en esta tierra que se
alimentan de almas. Algunas atacan agresivamente. Otras, como los demonios, se toman estos
banquetes como un manjar, una vez que se han ganado el alma mediante un contrato.

—Dudo que fueran demonios —dijo la Señorita Highwater, pasando unas cuantas páginas
de su cuaderno—. La chica dijo que muchas puertas estaban cerradas. Tuvo que entrar a la fuerza
para ver si había supervivientes. Oyó a estos Susurradores, pero no pudo distinguir el lenguaje en
el que hablaban.

—Los Susurradores podían atravesar paredes —dijo Tacenda—. Pero… alguien los
controlaba. ¿Verdad?

—Si —dijo Davriel—. Aunque no hubieras escuchado pasos antes, podemos deducir eso.
El subterfugio usando mi apariencia, el preciso golpe para eliminar a tu hermana, luego el asalto
colectivo… Alguien está controlando estos geists. Por voluntad propia, no tendrían la presencia
de espíritu para actuar de una manera coordinada. —Apuntó con su bastón—. Llévame a uno de
esos edificios cerrados que abriste.
Crunchgnar y Brerig se les unieron (el demonio más pequeño con una linterna para la luz)
mientras Gutmorn e Yledris levantaron el vuelo, buscando peligros. Todos tenían diversas
demandas sobre su alma, de acuerdo a los contratos que había hecho con ellos. Las condiciones
de cada uno eran diferentes, pero cada uno compartía un elemento importante: su recompensa se
basaba en que él sobreviviera lo suficiente para que el trato pudiera ser completado. Si moría
antes de tiempo, no obtendrían nada.

Esa era la primera regla de la demonología: asegurarse de que los incentivos del demonio
se alinearan con los tuyos. Aunque el concepto era simple economía, era muy fácil de olvidar.

Llegaron a una casa aleatoria con una ventana rota. Los postigos de ésta habían sido
abiertos por alguna razón durante el ataque, así que Tacenda había sido capaz de entrar fácilmente
rompiendo el cristal.

Entraron por la puerta, y encontraron los cadáveres de una joven familia (con dos niños
pequeños) acurrucados en diversos estados de horrible pánico. Davriel le pasó su bastón a la
Señorita Highwater, luego hizo un chequeo superficial a los cuerpos, que tenían los mismos signos
que la primera mujer. Mientras trabajaba, Brerig lanzó su achaparrado cuerpo sobre un mostrador
cerca de una estufa y empezó a rebuscar en las baldas. Descartó unas cuantas jarras después de
olisquearlas, y luego siguió hurgando.

—Si está aquí, maestro —dijo—. Lo encontraré.

Está…buscando té, se dio cuenta Davriel. Para mí. El pequeño demonio tenía la
costumbre de fijarse en una cosa que Davriel dijera, y luego intentar cumplirla con todas sus
fuerzas. Vino con una jarra de lo que parecían cabezas de ajo secas, y obviamente no era capaz
de decidir si era té o no. La Señorita Highwater negó levemente con la cabeza, así que lo tiró.

Davriel volvió a la investigación. —¿Éstos eran seguidores de la Ciénaga?

—Sí —dijo Tacenda con voz hueca. Enrolló cuidadosamente con una alfombra al más
pequeño de los niños, un chico que no podía tener más de cuatro años. Su aterrorizada cara estaba
congelada en mitad de un grito, con los ojos abiertos como platos, y se aferraba a un peluche para
consolarse.

Davriel se había sentido inclinado a creer la descripción de Tacenda de que estos


Susurradores eran una especie de aparición, pero había estado ciega, así que era mejor
comprobarlo por sí mismo. Los cadáveres de esta casa (que por lo demás estaba cerrada
firmemente) parecían prueba suficiente. Lo que fuera que había hecho esto podía atravesar
paredes.

Brerig se acercó cojeando, llevando un paquetito que parecía prometedor. De hecho, había
contenido té una vez, a juzgar por el aroma.

—Lo siento, Maestro —dijo Brerig, volcándolo y probando que no había nada en su
interior.

—Está bien —dijo Davriel, levantándose y limpiándose las manos en el pañuelo que le
dio la Señorita Highwater.

—¿Adivinanza? —preguntó Brerig.


—Adelante.

El pequeño demonio arrugó el rostro. —¿Es aire?

—Esa es una buena suposición —dijo Davriel—. Pero no, no es la respuesta.

Brerig sonrió, luego se metió el paquete en su bolsillo mientras se marchaba. Crunchgnar


(que había estado esperando fuera durante la investigación) señaló por encima del hombro,
enviando al demonio menor a vigilar a los caballos, lo que hizo sin queja.

—Sinceramente —dijo la Señorita Highwater —, no creo que jamás quiera adivinar la


respuesta de ese acertijo.

Tal vez estuviera en lo cierto; era criminal lo leal que Brerig podía ser. Davriel salió a la
calle, con Tacenda siguiéndole los pasos.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Ahora qué?

Davriel apuntó con su bastón en dirección a la sombra de la pequeña iglesia que había en
el centro de la aldea. Crunchgnar los guió en esa dirección con su linterna.

—¿Cuánto sabes sobre la custodia de la Ciénaga que pesa sobre ti? —le preguntó Davriel
a Tacenda.

—Todos los de las Afueras estamos marcados. La protección de la Ciénaga. Se dice que
por ello, no sufrimos tantos ataques como deberíamos, viviendo tan lejos del resto de la sociedad.
No sé si eso es cierto. Cuando era más joven, los ataques parecían lo suficientemente frecuentes.
Hasta que aprendí a cantar. —Miró hacia abajó—. Antes de mi fallo hoy, creía que siempre sería
suficiente. Mi vista, a cambio de la canción…

—Una curiosa maldición —dijo Davriel.

—Es un recordatorio —dijo Tacenda—. De lo que le debo a la Ciénaga. De la deuda que


todos le debemos a la Ciénaga, por la protección. —Pareció vacilar mientras lo decía, mirando
hacia una entrada abierta con cadáveres en su interior.

Bueno, Davriel supuso que no podía culpar a esta gente por un poco de superstición.
Había algo diferente sobre la gente de las Afueras. Esa era la parte más intrigante de todo esto.

—Hay algo muy raro sobre estos espíritus que invadieron tu aldea —dijo, haciendo gestos
con su bastón—. Señorita Highwater, ¿haría algún demonio perspicaz tratos con alguien de las
Afueras?

Ella arrugó su nariz —. Por supuesto que no.

—¿Y por qué no?

—Porque ya han sido reclamados. Todo el mundo lo sabe. Puedes olerlo en ellos.

Crunchgnar gruñó, luego asintió —. Podemos saber cuándo un alma está bajo contrato
con otro demonio. Hace falta un premio poderoso para aceptar semejante oferta.
—Gracias por el cumplido —dijo Davriel—. Señorita Verlasen, la marca que hay en
vuestras almas no es tanto una protección, sino un símbolo de propiedad. Una demanda. Tu
canción funciona de la misma manera. Asusta a las bestias y los espíritus porque reconocen el
peligro de provocar a la Ciénaga. Matarte sería como matar a los sabuesos de un poderoso señor.
Pero tu canción no ha ayudado antes. Luego…

Tacenda se detuvo en la calle, con su instrumento atado a su espalda. Aunque la Señorita


Highwater le había dado antes un pañuelo para que se limpiara la cara y las manos, su vestido de
plebeya aún estaba ajado y ensangrentado en el lugar donde se había arañado el brazo. Lo miró
boquiabierta.

—Seguramente —dijo—, no quieres decir que la Ciénaga se los llevó…

—Es mi teoría principal —dijo Davriel—. También hay otra posibilidad: tal vez estos
geists fueron enviados por alguien lo suficientemente poderoso como para ignorar la reclamación
de la Ciénaga. Aun así, no puedo evitar preguntarme por qué tu guarda no funcionó. Quizás la
cosa que se llevó estas almas estuviera hecha del mismo poder. Mientras que un ratón puede temer
el olor de un gato, el propio gato no lo percibe.

—La Ciénaga nos protege —dijo Tacenda—. Exige nuestras almas cuando morimos,
pero si no nos protege y nos mantiene a salvo. Es imposible que esté involucrada.

—Posiblemente —dijo Davriel—. Siempre he encontrado difícil separar vuestro pequeño


culto de las intervenciones reales de la Ciénaga.

—No es un culto. Es solo… como son las cosas.

Davriel echó una mirada al interior de una casa a través de una puerta abierta, advirtiendo
un cuerpo en el suelo, cerca de la entrada. Se encontró crecientemente irritado. No por las muertes;
las vidas empezaban y acababan. Era inútil molestarse por cada pequeña pérdida. Pero estos eran
sus plebeyos. La Ciénaga, o algo similar, se los había llevado en un flagrante atropello a su
autoridad.

Nos convertiremos en algo mucho mayor, dijo la Entidad, siempre acechando en el fondo
de su mente.

Ahí estás, pensó Davriel. ¿Te estabas echando una siesta?

Sigues ocupándote de pequeños inconvenientes por poder y autoridad, susurró la Entidad.


Tienes que darte cuente de que malgastas tu potencial sin sentido. Una vez que uses mi fuerza (e
infundas tus hechizos con mi poder) sobrepasarás todo esto.

Eso era precisamente lo que Davriel temía. Desde que había robado la Entidad (tomándola
de la mente de un hombre moribundo) había sido capaz de percibir su vasto potencial.

Pronto, dijo ésta, huiremos de esta monotonía. Pronto…

Llegaron a la iglesia, una simple estructura de madera con un tejado acabado en punta.
No había magníficas vidrieras, no aquí en las Afueras. Sólo una ancha estructura de un piso llena
de bancos. Dentro, la oscuridad era completa, ya que las pocas ventanas no permitían mucha luz
de luna.
Las grandes puertas principales estaban abiertas, y la barra de dentro había sido puesta a
un lado. Curioso, pensó Davriel, posando los dedos en la madera grabada, observando unos
distintivos arañazos. Estaban frescos. También era remarcable que la puerta hubiera llevado el
símbolo del collar, el signo de la Iglesia del Arcángel Avacyn. Había sido lijado unos meses atrás.
Además, la misma marca grabada en piedra que una vez había estado en la bóveda también había
sido cubierta de yeso.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando—. ¿Por qué ha borrado tu gente el símbolo?

—Bueno —dijo Tacenda—, después de todo lo que pasó el año pasado, la priora
decidió…

—¿Lo que pasó el año pasado? —dijo Davriel frunciendo el ceño— . ¿De qué hablas?

—¿Lo de los ángeles? —dijo Tacenda.

Davriel negó con la cabeza, luego miró a la Señorita Highwater, que parecía divertida.
Incluso Crunchgnar alzó una ceja.

—No lo dirás en serio, ¿no? —dijo ésta—. La arcángel Avacyn se volvió loca. Como la
mayoría de las legiones angelicales.

—¿Qué? ¿De verdad?

—Los ángeles intentaron matarnos —dijo Tacenda—. Querían exterminar a la


humanidad por nuestro propio bien. Incluso aquí, lejos de la principal rama de la iglesia, oímos
hablar de ello.

—Oh —dijo Davriel—. Parece una molestia bastante grande.

—Oh, Dav —dijo la Señorita Highwater—. Te informé de ello tres veces.

—¿Estaba escuchando?

—Obviamente no.

Tacenda, incrédula, señaló el cielo—. ¿La luna? ¿Tú has visto la luna?

—Oh, ¿también ha tratado de matarte?

—¿El símbolo? —dijo Tacenda—. ¿La enorme runa grabada en su superficie?

Davriel dio un paso atrás, luego inclinó la cabeza —. ¿Ha estado eso siempre ahí?

Tacenda le miró, incrédula —. ¿Cómo puede ser tan perspicaz, y estar tan distraído al
mismo tiempo?

—Preguntas algo que me ha estado atormentando durante años, niña —murmuró


Crunchgnar—. Algún día, descubriré sus secretos mientras implora piedad, su alma ardiendo en
mi hogar en lo profundo del infierno. Entonces, devoraré su alma.

—Y me esforzaré por serte indigesto, Crunchgnar —dijo Davriel, mirando la luna—.


¿Sabes? Me gusta. Tiene estilo. Es diferente. —Apretó su mano, haciendo un puño en el aire para
invocar a Gutmorn e Yledris.
Llegaron volando, aterrizando en los alrededores con silenciosos golpes. Los dos decían
ser hermanos (creados el mismo día), aunque sus caras estaban tan llenas de cuernos que también
podrían haber sido hermanos de un tenedor con aires de grandeza, y Davriel no habría notado la
diferencia.

—Vigilad el perímetro de la aldea —les dijo Davriel—. No confío en esta noche. ¿El
resto estaréis bien si entramos en una iglesia?

—No temo a los ángeles —soltó Crunchgnar.

—Y a mí no me importa —dijo la Señorita Highwater—. Mientras no haya clérigos o


hechizos de destierro por aquí cerca.

Suficiente. Davriel entró.


CAPÍTULO SIETE: TACENDA

Tacenda se detuvo en la entrada de la iglesia mientras Davriel y los demonios se dividían


para investigar.

Conocía íntimamente los sonidos de este lugar. La manera en que las voces resonaban en
las repisas. La manera en que la pequeña fuente tintineaba con el sonido del agua de primavera.
La priora había instalado aquel símbolo de pureza justo antes del nacimiento de Tacenda; un
intento de representar aguas limpias en contraste con la impureza de la Ciénaga.

Tacenda había venido aquí con Willia a las misas, aunque nunca había tomado
personalmente el juramento del Sueño Bendito. La iglesia se preocupaba este símbolo de
devoción por encima del resto: la promesa de que se llevaran el cuerpo de uno al priorato para
que fuera enterrado, en vez de aceptar un funeral en la Ciénaga.

Tacenda caminó hasta el entarimado y el altar, que tenía agujeros para velas y un par de
postes a los lados. Una vez éstos habían llevado el símbolo de Avacyn, el símbolo principal de la
iglesia. Tacenda recordaba haberse arrodillado aquí de niña, una mano en cada uno de los postes.
Sintiendo el frío metal, los símbolos de bronce, mientras los clérigos rezaban sobre ella en un
intento de curarla de su afección.

Los símbolos de Avacyn habían sido retirados por orden de la priora. Aparentemente,
todo el mundo en Thraben adoraba a un nuevo ángel ahora. ¿Pero podía uno simplemente cambiar
de fe? ¿Cambiarla como se cambia una camisa? ¿Qué hacía mejor a esta adoración? ¿Y cuánto
tiempo había estado la anterior defectuosa?

Willia no era la única que se había pasado a lleva el símbolo del Ángel Sin Nombre. Una
figura misteriosa que había otorgado a las Afueras el don de la Piedra de Almas, la reliquia del
priorato.

Crunchgnar husmeó en el interior del edificio, con movimientos exagerados, como si


estuviera haciendo un ingente esfuerzo por probar lo indiferente que le era estar dentro de una
iglesia. La Señorita Highwater permanecía cerca de Davriel, que inspeccionaba la viga que solía
bloquear la puerta. Luego volvió su atención a las ventanas, que abrió una por una, examinando
los marcos.

Tacenda caminó hacia los cadáveres, que yacían en las sombras. La solitaria linterna de
Crunchgnar daba a la amplia cámara un toque melancólico. Alrededor de una docena de personas
habían caído aquí, unas dos familias. Los fieles de la aldea, un puñado comparados con aquellos
que se habían quedado en sus casas para en su lugar confiar en la Canción de Custodia de la
Ciénaga.

Con ellos se encontraban los cuerpos de los clérigos. Eran tres; la vieja Gurdenvala era la
sacerdotisa de la aldea, una mujer que Willia siempre había considerado severa. Había caído en
el altar, manteniendo en alto un símbolo de Avacyn, un icono ahora prohibido.
Los otros dos clérigos habían venido del priorato para tratar de ayudar a la gente en esta
emergencia. Tacenda no los conocía tan bien, aunque el más joven era Ashwin, el clérigo que una
vez había hecho un boceto de Willia. Su cuerpo estaba acurrucado contra la pared, con los ojos
muy abiertos. Tacenda se arrodilló y cogió un libro de dibujo de su lado, y dentro encontró bocetos
de gente. Clérigos, aldeanos, unos cuantos de la priora misma.

El último boceto era un dibujo rápido de la iglesia desde esta perspectiva cerca de la
pared: los bancos alineados, las puertas principales abiertas de par en par y la luna tras ellas.
Paradas en la entrada (dibujadas como rápidas siluetas inacabadas) había figuras transparentes
con caras retorcidas. Fantasmales imágenes que le recordaban significativamente a lo que había
visto antes en la mansión de Davriel, cuando el espíritu del cátaro se había convertido en un
temible geist.

Tembló ante el embaucador borrador; tosco, pero de alguna manera irresistible. Podía
imaginarse al clérigo ahí, agazapado en un rincón, dibujando furiosamente mientras las
protecciones de la iglesia y las plegarias fallaban. Llevó el libro de dibujo a la parte frontal de la
cámara, donde Davriel y la Señorita Highwater volvían a inspeccionar la puerta de entrada.

—¿Qué es esto? —dijo éste, dando un paso y arrebatándole el cuaderno—. Muy oscuro.
Crunchgnar, ¿podrías ponerte a encender las lámparas que hay aquí? Apenas puedo ver lo feo que
eres.

Crunchgnar gruñó, pero empezó a hacerlo. Davriel puso el cuaderno a la luz, luego
asintió. —Tiene sentido.

—¿Qué tiene sentido? —dijo Tacenda.

—Señorita Highwater —dijo Davriel, devolviéndole el libro a Tacenda—. ¿Qué


conclusión saca de ésta situación?

—La iglesia aguantó durante un corto periodo de tiempo, por lo menos —dijo ésta,
señalando—. Arañazos en las puertas y ventanas, que se parecen significativamente a las marcas
que harían unos geists que trataran de entrar. No necesitarían haberlo hecho si simplemente
pudieran pasar a través de éstas paredes, como hicieron con las otras casas.

—Excelente —dijo Davriel—. Señorita Verlasen, esta es una prueba demoledora.

—¿Prueba? —preguntó Tacenda—. ¿De qué?

—Éstos Susurradores no podían entrar en la iglesia, al menos no al principio. Los poderes


de los clérigos eran suficientes para contenerlos.

Tacenda volvió a mirar al dibujo que los espíritus en la entrada de la iglesia. —Has dicho
antes que era posible que a los geists no les afectara mi canción porque eran demasiado poderosos.
Pero si las protecciones de la Iglesia los contuvieron…

—Dudo que algo lo suficientemente poderoso como para ignorar completamente a la


Ciénaga pudiera, en cambio, ser contenido por las guardas de estos clérigos —dijo Davriel—.
Dicho esto, tenemos pruebas de que la autoridad del priorato puede ahuyentar la influencia de la
Ciénaga. La demanda que puede hacer sobre las almas de aquellos enterrados aquí, por ejemplo.
»Ya que a los Susurradores no les afectó tu canción, pero los clérigos los detuvieron,
encuentro cada vez más probable que sean de la Ciénaga. De hecho, los espíritus que oíste
susurrando probablemente fuera gente de tu propia aldea.

Empezó a dar vueltas alrededor del cuarto, con su bastón tintineando contra las baldosas
del suelo de la iglesia.

Tacenda se apresuró tras él. —¿Qué? —exigió—. ¿Qué quieres decir?

—Los ataques empezaron lentamente —dijo Davriel—. Al principio, solo dos personas
(tus padres) en un viaje a la Ciénaga. Luego unos cuantos más, cada vez más frecuentes, hasta el
ataque final a la aldea. ¿Porqué tantos días entre los primeros ataques, y luego un creciente,
abrumador ataque al final?

»Sospecho que fue porque estos “Susurradores” son los propios espíritus que andamos
buscando, las almas incorpóreas de tus aldeanos. Estos espíritus pueden perpetuar el robo: una
vez que unos pocos geists hayan sido creados, pueden ser enviados para reunir más. El efecto
multiplicador haría crecer sus números bastante rápido, haciendo crecer sus filas para unos
ataques más grandes y atrevidos.

Tacenda se quedó helada, horrorizada por la idea; pero tenía cierto sentido retorcido. La
cara de su hermana… no estaba asustada cuando se la llevaron. ¿Podía ser que de alguna manera
hubiera reconocido a los geists que venían a por ella? ¿Podían haber sido… sus padres?

—Señorita Highwater —dijo Davriel—. Aún quedan varias cuestiones. Alguien parece
estar ayudando a la Ciénaga, como evidencian las huellas que la Señorita Verlasen oyó. Esto nos
lleva a la respuesta de cómo fue asaltada la iglesia. Las protecciones estaban, después de todo,
aguantando.

—¿Vampiros? —supuso la Señorita Highwater.

—Una buena suposición.

—¿Pero errónea?

Davriel sonrió.

—Espera —dijo Tacenda—. ¿Qué pasa con los vampiros?

—La puerta fue abierta desde dentro —dijo la Señorita Highwater, señalando—. La barra
fue retirada voluntariamente, sin signos de una entrada forzada. Tu boceto prueba que los espíritus
entraron por la puerta. Así que alguien los dejó pasar, por eso supuse que eran vampiros. Una
criatura que podría controlar la mente de alguien del interior y hacer que abrieran las puertas.

—¿Y permitirían a los espíritus unas puertas abiertas entrar en una iglesia protegida? —
preguntó Davriel.

—No estoy segura —. La Señorita Highwater frunció el ceño.

—Además de eso, ¿podría alguien de las Afueras ser controlado mentalmente? —


preguntó Davriel—. ¿Has intentado entrar en sus cerebros? Tel o digo, no es una experiencia
agradable. El toque de la Ciénaga es bastante poderoso.
—Entonces… —preguntó Tacenda—. ¿Qué pasó?

—Comprueba los cuerpos de los clérigos —dijo Davriel, señalando los cadáveres.

—Acabo de hacerlo —dijo Tacenda.

—Entonces haga un mejor trabajo esta vez, Señorita Verlasen.

Ella frunció el ceño, pero fue hacia los cadáveres y se arrodilló al lado del joven clérigo.
Lo miró por encima, luego (tímida al principio) le dio la vuelta a su cuerpo. No está muerto
realmente, se dijo. Sólo está durmiendo. Lo salvaré, al igual que salvaré a Willia.

Su cuerpo no parecía diferente de ninguno de los otros. Tacenda pasó al clérigo más
mayor del priorato, que estaba tumbado boca abajo, con la cabeza girada a un lado. Tenía la misma
expresión helada y cristalina que los demás. Tacenda lo giró.

Y encontró una puñalada en su pecho.

Gritó, y soltó el cadáver, pero la Señorita Highwater lo cogió y terminó de darle la vuelta.
Había sido asesinado con una cuchilla. ¿Cómo no se había dado cuenta de eso?

Apenas hay sangre en el suelo, pensó. Manchaba la parte delantera de sus ropas, pero no
había formado un charco bajo él.

—Su cuerpo de congeló como los otros, una vez que su alma fue arrebatada —dijo la
Señorita Highwater—. Maldita sea, Dav, ¿cómo lo sabías?

El Hombre de la Mansión pasó a su lado con aire autocomplaciente mientras empezaba a


hurgar en el altar.

—¿Qué significa? —preguntó Tacenda.

—Alguien le apuñaló, lo que interrumpió su plegaria —dijo la Señorita Highwater—.


Luego ese alguien abrió las puertas y dejó que los Susurradores entraran. Había un traidor en la
aldea.

—Sí —dijo Davriel—. ¿Sabes exactamente quién estaba aquí dentro cuando bloquearon
estas puertas?

—No —dijo Tacenda—. Fue un momento confuso, y aún estaba ciega. Mi visión no
volvió hasta justo después del anochecer.

—Estaría bien que alguien revisara la aldea hoy —dijo Davriel—. Para poder ver si falta
alguien. Una tarea que tal vez podamos asignarles a los clérigos del priorato, por la mañana. A
menos que… Señorita Tacenda, tu hermana está muerta, así que no podemos entrevistarla. Pero
dijiste que había un clérigo entre aquellos que me identificaron. ¿Sabes qué clérigo?

—Edwin —respondió Tacenda—. Un hombre joven. Se tropezó contigo… o con alguien


vestido como tú, supongo... atacando a mercaderes locales. Era fue la primera vez que alguien
dijo haber visto geists metidos en esto…
Se calló lentamente. Esos habían sido los primeros ataques después de la desaparición de
sus padres, y Edwin había dicho que había visto dos geists. Parecía obvio, ahora que Davriel lo
había señalado. Esos dos habían sido… habían sido sus padres.

El horror de todo ello súbitamente amenazó con sobrepasarle. Se desplomó en el suelo al


lado del clérigo apuñalado, rodeada de cadáveres. Sus padres, su hermana, la gente de la aldea;
todos habían sido tomados, corrompidos, forzados a volver y arrancar las almas de aquellos a los
que amaban. ¿Y Davriel decía que la Ciénaga estaba envuelta? ¿Que quería esto por algún
motivo?

Tacenda había estado usando algún tipo de concentración para seguir moviéndose:
primero, una pequeña concentración en atacar al Hombre. Luego en intentar salvar a su hermana.
Pero si realmente se paraba a pensar en lo terrible que era todo aquello…

Era la última protectora de la aldea. Pero al final, apenas era una adolescente, y no tenía
ni idea de lo que estaba haciendo. ¿Qué iba a hacer si la propia Ciénaga estaba en su contra? ¿Si
su don era inútil, qué era ella?

Se envolvió con los brazos, y deseó (por una vez) tener a alguien que le cantara a ella, así
como ella le había cantado a Willia por la noche. Deseó poder oír aquella Canción de Alegría, esa
que (poco a poco) parecía estar olvidando…

—El clérigo, niña —dijo Davriel, su voz extrañamente suave—. ¿Qué sabes de él?

—No… No mucho —dijo Tacenda, temblando—. Nació en las Afueras, pero se entrenó
en Thraben. ¿No creerás que está metido en esto?

—Puede que le abrieran las puertas a un clérigo —dijo Davriel.

—Explicaría muchas cosas —dijo la Señorita Highwater—. Alguien parece haber pasado
por estas puertas, y luego apuñalado al clérigo que recitaba las plegarias, permitiendo que los
geists entraran.

—Aún no voy a asumir nada —dijo Davriel, aún revolviendo en el altar—. No tengo
teorías concretas de porqué un clérigo trabajaría con la Ciénaga. Ni siquiera puedo decir por qué
la Ciénaga iría por ahí matando a sus propios adoradores, si es que es eso lo que sucedió.

—Entonces… ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tacenda, parpadeando, tratando de


concentrarse. No podía pensar demasiado en ello, o la abrumaría.

No estaban muertos. Willia no estaba muerta. Concéntrate en eso.

—Necesitamos magia que pueda ocuparse de geists —dijo Davriel—. Preferiría un


hechizo para rastrearlos. Algunas veces, si puedes aislar a un geist, y luego enfrentarlo con algo
muy familiar para él cuando estaba vivo (una herramienta de su oficio, por ejemplo), se recuperará
lo suficiente para contestar unas cuantas preguntas. También podríamos querer algo de magia
para estabilizar y anclar sus formas, forzándolos a permanecer corpóreos para poder hacerles
frente físicamente.

—¿Tienes ese tipo de magia? —preguntó Tacenda.

—No —dijo Davriel—. Técnicamente, poseo poco talento propio.


—Pero…

—Puedo tomarlo prestado de otros, Señorita Verlasen —dijo Davriel—. Soy un humilde
mendigo, un sirviente de todas las personas.

Crunchgnar bufó mientras encendía otra lámpara. Aún no había mucha luz en aquel sitio.

—Mucha gente —continuó Davriel—, tienen algún tipo de talento menor: un truquito
mágico, un aura de fe, e incluso algunos han practicado magia. Tienen muy poca imaginación
para usar estos dones. Yo les concedo un poco de ayuda.

—Hace eso —señaló la Señorita Highwater— entrando en sus cerebros y arrancando por
la fuerza sus habilidades mágicas, que luego usa según las necesite.

—¡Eso es horrible! —dijo Tacenda.

—Calma, calma —dijo Davriel—. Me duele a mí casi tanto como a ellos, especialmente
si la magia que robo es de alguien particularmente justo. Y recuperan sus capacidades poco
después de mi intervención, así que, ¿cuál es el problema? ¡Ajá!

Se levantó de pronto, sujetando algo en el aire.

—¿Qué? —preguntó Tacenda—. ¿Una pista?

—Mejor —respondió Davriel, mostrando el pequeño tarro—. La priora guardaba un poco


de té de sauce. —Desenroscó la tapa, luego su expresión se volvió decepcionada.

—¿Vacío? —preguntó Tacenda.

—Habéis sido bastante vagos estas últimas semanas —replicó Davriel—. Si, si. Siendo
asesinados por geists y todo eso. Pero ciertamente…

Sonó un golpe fuera, y una sombra oscureció la parte delantera de la iglesia. Uno de los
dos demonios voladores (Tacenda no los podía distinguir) entró en ella, sujetando una lanza y
hablando con voz grave —. Maestro. Se acercan jinetes a caballo portando linternas.

—¿Qué? —dijo Davriel—. ¿A esta hora de la noche?

—Nos dispararon cuando nos vieron —dijo el demonio, sujetando una perversa flecha—
. Gutmorn fue alcanzado en la pierna. Aterrizó en el tejado de una casa cercana para recuperarse,
pero los jinetes vienen directamente en esta dirección. Tienen aspecto de cazadores de demonios.

Davriel lanzó un sonoro y deliberado suspiro, y le lanzó una mirada a Tacenda.

—No puedes culparme por esto —dijo ella.

—Puedo culpar a quien quiera —soltó él—. Yledirs, ve a buscar a Brerig y al carruaje.
Mira a ver si puede venir aquí antes…

Una flecha se clavó en la puerta de madera al lado de Yledris, y se oyeron gritos cerca.

—O —dijo Davriel—, tal vez simplemente bloquea la puerta.


CAPÍTULO OCHO: TACENDA

Tacenda dio un paso atrás mientras Crunchgnar rugía y cerraba la puerta de un portazo.
La alta puerta de roble crujió mientras Crunchgnar (con ayuda de Yledris) ponía la barra en su
sitio. Crunchgnar tomó entonces un pequeño escudo redondo de su espalda y desenvainó una
espada embrujada. Yledirs se situó detrás de él, con la lanza frente a ella, estirando las alas y
volviendo a relajarlas.

La Señorita Highwater echo un vistazo a través de una ventana al lado de la entrada; el


cristal era grueso y la abertura estrecha —. Esto es nuevo —dijo—. Nunca antes había estado a
este lado del asalto a una iglesia.

Davriel se le unió, y Tacenda lo intentó, pero la ventana era demasiado estrecha para que
pudiera ver bien.

—¡Señor Greystone! —gritó la voz de una mujer desde fuera—. ¡No intentéis
esconderos! Nuestro explorador os ha visto inspeccionando vuestro sucio trabajo en esta pobre
aldea. ¡Vuestra hora ha llegado! ¡No volveréis a aterrorizar a las Afueras! ¡Salid y someteos a
juicio en el nombre del Arcángel Sigarda y la anfitriona de la purificación!

—Greystone —dijo la Señorita Highwater—. No es el nombre que das cuando…

—…visito a la priora —dijo Davriel, su expresión oscureciéndose—. Se va haciendo cada


vez más evidente que ella y yo necesitamos tener unas palabras. ¿Puedes ver cuántos hay ahí
afuera?

—Hay al menos una docena —dijo la Señorita Highwater—. No deberíamos tener


problema para luchar contra ellos a menos que hayan traído magia pesada.

—¿Luchar contra ellos? —dijo Tacenda, poniéndose de puntillas, intentando ver sobre el
hombro de la Señorita Highwater—. No hay necesidad de luchar; dejadme hablar con ellos
simplemente. Una vez que les explique que no atacaste mi aldea, probablemente querrán
ayudarnos a salvar a la gente.

Davriel y la Señorita Highwater se miraron.

—Es tan dulce —dijo la Señorita Highwater—. Va a ser divertido ver cómo se
desilusiona.

Tacenda se sonrojó —. No soy ingenua. Pero esos de ahí fuera son buena gente. Héroes.
Seguramente podamos hablar con ellos.

—No existe tal cosa —dijo Davriel—. Tan solo incentivos y respuestas. —Una brillante
luz roja centelleó a través de la ventana. —¡Ah! Han traído un piromante. Eso podría ser útil. Por
cierto, ¡a cubierto!

Se volvió y corrió a los bancos más cercanos, saltando sobre ellos con una agilidad
sorprendente. La Señorita Highwater le siguió, y Tacenda se quedó boquiabierta por un momento,
y luego también ella corrió.

La puerta explotó.
La onda expansiva estampó a Tacenda contra un banco de madera. Una ráfaga de astillas
ardientes voló a través de la iglesia, dejando un rastro de humo. Crunchgnar lo soportó sin echarse
atrás, bloqueando con su escudo algunos de los restos.

Los soldados que llevaban el nuevo símbolo de la iglesia (con la forma de la cabeza de
una garza) inundaron la cámara. Llevaban rígidos tabardos blancos, atados en la cintura con
gruesos cinturones. Crunchgnar e Yledris se enfrentaron a ellos inmediatamente, y aunque
sobrepasados en número, los demonios se cernían sobre los pequeños humanos.

Davriel se sacudió unas pocas astillas de su ropa, luego se sentó en una silla al lado de la
pila bautismal (con vistas a la lucha) y levantó los pies.

Tacenda se abalanzó sobre él, con sus oídos pitando por la explosión —. ¿Es que no vas
a hacer nada? ¿No puedes congelarlos, como hiciste conmigo?

—Ese hechizo se ha desvanecido —dijo él—. Necesitaría robar algo nuevo antes de poder
intervenir en esto.

Sonó un golpe fuera mientras el otro demonio volador (Gutmorn) aterrizaba y atacaba a
los soldados desde atrás, haciendo que los que más cerca estaban de la puerta se volvieran
gritando. La mayoría de los soldados vestían igual, aunque su líder era obviamente la mujer con
el pelo largo y negro y el abrigo forrado en plata. Se situó en el flanco de los demonios, sujetando
una espada larga, esperando una abertura.

A su lado, un hombre vestido con cuero llevaba un gran contenedor a su espalda, que
brillaba con una profunda luz roja. Tacenda nunca había visto algo como aquello, pero los tubos
se extendían desde aquel a lo largo de sus brazos, hasta llegar a sus manos. ¿El piromante?

Tengo que hacer algo para detener esto, pensó mientras Crunchgnar hacía un soldado a
un lado con su escudo, y luego acuchillaba a otro, matando a la pobre mujer. El demonio se llevó
un lanzazo en un costado, sin embargo, y chilló de agonía.

—¡Parad! —gritó Tacenda, aunque su voz se perdió en el caos—. ¡Parad! ¡Dejad que lo
explique!

La mujer del pelo largo la miró, y luego apuntó —. Haceos cargo de su esbirro.

Un soldado arremetió contra Tacenda. Ella dio unos pocos pasos hacia atrás, inquieta —
. Escuchadme —dijo—. Lord Davriel no ha hecho esto. Estamos tratando de averiguar qué ha
sucedido. Sólo escuchad…

El soldado cortó con su espada en dirección a Tacenda, que se alejó, subiéndose a un


banco —. Por favor —dijo—. Sólo escuchad.

El hombre rodeó los bancos. Cerca, un cuerpo pasó volando, lanzado por uno de los
demonios. El edificio entero era una cacofonía de demonios gruñendo, hombres gritando, y metal
entrechocando. Luchaban sin darse cuenta de los cadáveres de los aldeanos que había en el suelo,
salvo para tropezarse con ellos de vez en cuando. ¡Era una locura!

El hombre gritó de repente, la luz de su mano desvaneciéndose. Cayó de rodillas,


sujetándose la cabeza agónicamente.
—¡Ah! —dijo Davriel—. Curioso.

Tacenda le miró, percibiendo el humo rojo que se desvanecía en sus ojos. Volvió a mirar
al soldado. ¿Davriel había… robado un talento o hechizo? ¿De la mente del hombre?

Dio un paso atrás, parándose cerca del asiento de Davriel.

—¿Qué has conseguido? —estaba preguntando la Señorita Highwater.

—Un encantamiento de invocación —dijo él—. No es terriblemente poderoso, pero es


flexible. Devuelve la última arma tocada a la mano. Sospecho que el soldado estaba invocando
una ballesta para lidiar con la Señorita Verlasen.

Vino otra ronda de gritos de los soldados, que se retiraban mientras Yledris se elevaba en
el aire, haciendo barridos con su lanza. Tres hombres con ballestas, sin embargo, lanzaron una
andanada de flechas con extrañas cadenas, hechas para dañar alas. Eso devolvió a Yledris al suelo,
donde los hombres fueron con hachas a por sus largas piernas de cabra.

Davriel entrecerró los ojos, luego apuntó a uno de los hombres, que tropezó y gritó,
sujetándose la cabeza. Gutmorn se abrió paso a través de la sala y atravesó al hombre en el cuello
con su lanza.

Tacenda se volvió, haciendo una mueca —. No deberíamos tener que hacer esto. Están
de nuestro lado.

—Han visto demonios, niña —dijo Davriel—. Ahora ya no van a hablar o escuchar.

—Son buena gente —. Mientras Davriel empezaba a responder, Tacenda le cortó—.


Existen. He conocido a muchas personas buenas y humildes.

—Productos del condicionamiento social y los incentivos morales —dijo Davriel ausente.
Apuntó de nuevo, y otro hombre chilló.

—¿Algo bueno? —preguntó la Señorita Highwater.

—No —dijo Davriel—. Las mentes de estos son tan buenas como una cuchara doblada—
. Davriel miró al hombre con la maquinaria de fuego, luego le apuntó directamente. No pareció
suceder nada, sin embargo, y Davriel gruñó.

—¿Qué? —preguntó la Señorita Highwater.

—Tiene guardas en su mente —dijo Davriel, frunciendo el ceño—. Unas que parecen
estar destinadas específicamente a bloquearme a mí.

Crunchgnar rugió cuando recibió un golpe en la espalda, y su negra sangre se derramó


por su armadura de cuero. La mayoría de los soldados aun luchaban en este espacio abierto al
fondo de la sala, entre las puertas y los bancos, donde los tres demonios luchaban con creciente
desesperación, ya que estaban rodeados.

—Les están haciendo daño —dijo Tacenda—. ¡Los soldados los están matando!

—Sí, eso es literalmente por lo que los mantengo a mi lado —dijo Davriel. Se levantó y
apuntó de nuevo al hombre con el aparato de piromancia, pero de nuevo nada pareció suceder.
—¿Puedes siquiera robarle algo? —preguntó Tacenda—. Está usando maquinaria.

—Está amplificándolo con llama de geist, pero tiene poder innato para controlar y quizás
encender el fuego —dijo Davriel—. Mi mejor oportunidad será justo en el momento de la
ignición…

—Dav —dijo la Señorita Highwater—. Ahí atrás, cerca de las puertas. ¿Ves al hombre
de la barba?

Tacenda entrecerró los ojos, centrándose en un hombre que había entrado a la iglesia
después de la lucha, y luego había abierto un enorme tomo en el suelo ante él—. Ése se llama
Gutmorn —gritó por encima de la refriega —. El que tiene alas y una pierna herida. ¡Es un
demonio de los Abismos de Devrik! ¡Devorador de almas, atormentador de los siete príncipes!

—Han traído un demonólatra de la iglesia —dijo Davriel—. Qué bonito.

—Diablos —dijo la Señorita Highwater—. Que alguien lo mate. ¡Crunchgnar! ¡Apuñala


al tío de la barba!

Pero Crunchgnar estaba flaqueando. Más de la mitad de los soldados habían caído, pero
había sido herido gravemente. Los otros dos demonios se pusieron espalda contra espalda,
arremetiendo con sus lanzas, pero ellos también se estaban ralentizando. Sangraban sangre oscura.

—¡Ésa es Yledris Esclava de Sangre! —gritó el viejo—. El otro demonio alado, también
de los Abismos de Devrik. ¡No son inmunes al fuego, Grart! ¡El tomo no se equivoca!

Tanta muerte. Tanto dolor. De nuevo, amenazaba con sobrepasarle. Sin saber qué más
hacer, Tacenda dio un paso adelante, y se encontró tarareando. ¿Tal vez… tal vez ayudara?
¿Cantar?

—Los verás muertos si haces eso —dijo Davriel—. Tu guarda aturdirá a los demonios y
permitirá que los soldados acaben con ellos. Un demonio no tiene alma; destrúyelo, y se irá para
siempre.

Tacenda dudó. Seguramente había una manera de acabar con esto. Seguramente había
una manera de hacer que…

Unas manos la cogieron de un costado y la arrojaron al suelo. Soltó un grito; había estado
tan concentrada en los demonios que no había visto a la mujer de pelo largo, que se había ido
acercando sigilosamente junto a los bancos. Aturdida, Tacenda rodó mientras la mujer extendía
sus manos hacia Davriel, sus ojos brillando, formando una poderosa luz blancoazulada en frente
de ella.

Davriel hizo a la Señorita Highwater a un lado. Una ráfaga de luz brotó de la cazadora de
demonios y lo atravesó, como una columna de pureza, ligeramente teñida de azul.

—¡Y ahora podrás descansar por fin, monstruo inmortal! —gritó la mujer.

La luz se desvaneció, dejando a Davriel de pie en el sitio con su hinchada camisa, corbata
morada, y larga capa. Parpadeó unas cuantas veces, sus ojos humedeciéndose —. Vaya, eso ha
sido incómodo.
La mujer se quedó boquiabierta, bajando las manos.

—Por desgracia para ti —dijo Davriel—. Soy bastante humano.

—¡Ahí! —dijo el viejo hombre del libro, apuntando a la Señorita Highwater, que se había
tropezado y caído cuando Davriel la había quitado de en medio —. ¡No ignoréis al demonio que
tiene forma de bella mujer! ¡Ésa es Voluptara, Devoradora de Hombres! ¡Conocida como uno de
los demonios más peligrosos y astutos de la llanura de la llama Nexrix!

Tacenda parpadeó, levantándose —. ¿Vol… Voluptara?

—Oh, mierda —dijo la Señorita Highwater—. Lo ha descubierto.

Un aullante calor vino de detrás de Tacenda, y ésta se volvió, cayendo de rodillas. El


hombre de rojo (por fin en una posición en la que no dañaba a ninguno de sus amigos) se había
encendido en llamas. Rió, lanzando una llamarada de sus manos entubadas.

Envolvió a Yledris por completo. Un terrible y rugiente chorro infernal que (cuando
finalmente se desvaneció) sólo dejó huesos y algunas hebillas. Gutmorn aulló de agonía, un
sonido perturbadoramente humano, mientras el resto de los soldados aplaudían.

Su líder se volvió para enfrentarse a Davriel de nuevo y levantó sus manos para invocar
su luz, como si intentara probar que esta vez funcionaría.

—Creo —dijo Davriel— que ya es suficiente.

Señaló, apuntando sus dedos en dirección a la líder. Su luz de apagó y gritó, cayendo de
rodillas. De nuevo, Tacenda notó que el propio Davriel hacía una mueca de dolor mientras robaba
el poder de la mujer, como si compartiera su agonía.

Davriel lidió con el dolor mucho mejor que la mujer. La quitó de en medio de una patada,
y la Señorita Highwater saltó hacia delante, sacando un cuchillo de su cinturón. Se hizo cargo de
la infortunada mujer, y Davriel se abrió paso hacia los demonios.

Otro soldado vino a por Davriel, pero éste chasqueó los dedos (con humo rojo
envolviéndole los ojos) y su bastón apareció en su mano.

El hechizo de invocación, pensó Tacenda, retrocediendo. El que le devuelve un arma.


Había invocado el bastón del lugar en el que lo había dejado, al lado del altar. Con un movimiento
suave, Davriel desenvainó, revelando una larga y fina espada en su interior.

El soldado lanzó una puñalada en dirección a Davriel, que no la esquivó, sino que en su
lugar se inclinó hacia delante en posición de duelo, pasando su espada directamente a través del
cuello del soldado. El hombre acertó a Davriel, apuñalándolo en el costado, pero éste no pareció
inmutarse. Sacó su espada del cuello del hombre mientras éste se desplomaba y moría.

El piromante rugió, volviendo su arma hacia Davriel. Pero el lord parecía haber estado
esperando esto, ya que mientras el piromante se centraba en cargar sus llamas, Davriel le apuntó
con los dedos.
El fuego brotó, y el hombre se desplomó como si le hubieran dado un puñetazo. Luego
lanzó una mirada perpleja mientras inspeccionaba los tubos. Un segundo después, una ráfaga de
llamas de la mano de Davriel le vaporizó, junto con una gran línea de bancos.

Los tres soldados restantes ya habían visto suficiente. Se alejaron a través de la puerta,
dejando unos sangrantes Crunchgnar y Gutmorn entre cadáveres. Los demonios se hundieron bajo
el peso de sus heridas, suspirando. Eso dejaba únicamente al viejo con su libro, que todavía estaba
arrodillado en el suelo, pasando páginas frenéticamente. Se detuvo al mirar hacia arriba y ver a
Davriel de pie sobre él.

La iglesia se había vuelto a quedar en silencio. En silencio, salvo por el crujido de las
llamas de los bancos que estaban ardiendo. Davriel se cernió sobre el viejo y juntó los dedos,
haciendo que una pequeña llama surgiera de ellos.

Tacenda soltó una exclamación, atravesó la sala y cogió a Davriel del brazo —. No —
dijo—. Déjale ir.

Davriel no respondió. Sus ojos se habían vuelto rojos, sin pupilas, y él mismo parecía un
demonio ahí de pie.

—¿Qué ganas matándolo? —preguntó Tacenda.

—Sus palabras me han costado un valioso sirviente —dijo Davriel—. Simplemente


estoy… respondiendo a incentivos. Veamos si tienes algún talento útil, viejo.

Apuntó hacia delante con sus dedos, y el viejo gritó, sujetándose la cabeza. Ésta vez,
Davriel ni siquiera hizo una mueca. Pero también mantuvo el impulso, como si continuara
invadiendo la cabeza del viejo, profundizando más y más en el dolor. El viejo se retorcía de
agonía.

—Por favor —dijo Tacenda—. Por favor.

Davriel la miró, continuó un momento, sus ojos volviéndose de un profundo gris oscuro.
Y luego chasqueó los dedos.

El viejo se derrumbó, gruñendo, pero su dolor parecía haber terminado.

Davriel cogió el viejo tomo y se lo dio a la Señorita Highwater, que estaba guardando su
cuchillo. El viejo consiguió ponerse de pie, y Davriel no hizo nada por evitar que saliera corriendo
por la puerta.
CAPÍTULO NUEVE: TACENDA

Tacenda se obligó a seguir moviéndose, a intentar no pensar demasiado en lo que había


pasado. En vez de eso decidió registrar los cuerpos de los aldeanos y clérigos, mientras los
demonios atendían sus heridas al fondo de la vieja iglesia.

Aún así, no podía evitar mirar los cadáveres de los soldados caídos, y cada vez que lo
hacía, se sentía enferma. Estaba acostumbrada a las dificultades de la vida de las Afueras, pero
había algo perturbadoramente brutal sobre estos cadáveres. Hombres y mujeres asesinados en la
batalla.

¿De cuántos horrores podría ser testigo en una noche antes de derrumbarse ante todo ello?

Simplemente sigue adelante. Ayuda a los que puedas, pensó, dándole la vuelta a Ulric el
zapatero y poniéndolo al lado de su familia. No pienses en cómo, en otras circunstancias, habrías
aclamado a los cazadores de demonios como héroes…

Cerró los ojos, y tomó unos cuantos largos y profundos respiros. Seguiría delante. Tenía
que hacerlo. Era la protectora de la aldea. Había sido elegida para esto.

Abrió los ojos y se sentó en el suelo de madera. Hasta donde podía ver, ninguno de los
comatosos aldeanos había sido herido durante la emboscada. Lo más cerca que habían estado del
peligro había sido cuando Davriel había liberado su piromancia robada. Había usado la capa de
Ulric para apagar las llamas cercanas.

Cerca, Gutmorn cojeaba entre las cenizas, con su pierna envuelta en vendas. El
larguirucho demonio se arrodilló, levantando algo cuidadosamente algo de las negras cenizas: una
demoníaca calavera con cuernos. Se desprendió ceniza de ella mientras Gutmorn la ponía a la
altura de sus ojos, y un profundo gruñido escapó de su garganta. Un angustiado, crudo sonido.
Sus terribles ojos se cerraron, su cabeza se apoyó ligeramente en la calavera, y se quedó
encorvado.

Tacenda casi podía ver humanidad en el pobre.

—Gutmorn —dijo Davriel desde el fondo de la iglesia—, tu herida está sangrando a través
de la venda. El corte es más profundo de lo que decías.

El demonio no se movió.

—Vuelve a la mansión —dijo Davriel—. Cósete esa herida y avisa a Grindelin de que
algunos de los cazadores se nos han escapado. Podrían decidir buscar objetivos fáciles en la
mansión.

Gutmorn se levantó. Sin decir palabra (y aún sujetando la calavera) salió cojeando de la
rota iglesia. La Señorita Highwater posó una mano en su hombro mientras pasaba, y aunque el
demonio no le miró, se paró un momento a su lado.

Tacenda se sentía como si se estuviera entrometiendo en un momento personal al que no


pertenecía.
Gutmorn se desvaneció finalmente en la noche, y el sonido del batir de alas anunció su
retirada.

Davriel se paseó por la sala e inspeccionó a Crunchgnar. El fuerte demonio sin alas se
estaba envolviendo cuidadosamente el brazo con unas vendas. Había sido castigado más
duramente que Gutmorn, pero parecía indiferente a sus heridas.

—Ni se te ocurra echarme —le gruñó a Davriel—. En una hora estaré curado, y no voy a
dejarte solo. Acabarás muerto antes de tiempo y romperás nuestro contrato.

—Ay, me has pillado —dijo Davriel—. Siempre ha sido mi intención buscar el suicidio
como mera forma de causarte inconvenientes.

Crunchgnar gruñó, como si creyera que era cierto.

—Hasta ahora, el nocivo aire de tu presencia no ha sido suficiente para acabar conmigo,
pero estoy empeñado en ello, así que encontraré otra manera. —Se volvió a Tacenda—. ¿Le hace
falta más tiempo para recuperarse, Señorita Verlasen?

—Estoy bien —mintió ella, levantándose.

—No estarías con nosotros si eso fuera cierto —dijo Davriel, y luego apuntó hacia la
noche con su bastón—. Pero marchémonos. No hay nada más que obtener de los muertos. Al
menos, no de los que no pueden hablar.

Salieron a la noche, con la Señorita Highwater llevando las linternas. La anterior


reticencia de Davriel parecía haber desaparecido. De hecho, mientras los guiaba a través de la
aldea de vuelta al carruaje, su espada-bastón de caballero golpeaba el suelo con un vigor que
Tacenda habría considerado ansioso en otra persona.

—¿Adónde vamos? —le preguntó.

—Esos hombres obviamente pasaron por el priorato de camino aquí —dijo Davriel—.
Algunos tenían guardas en sus mentes para protegerse de mis talentos. Ya tenía intención de
visitar el priorato, tanto para preguntar por este clérigo que dice haberme visto como para ver a la
priora. Tiene habilidades mágicas que ayudan a interactuar con espíritus. La llegada de estos
cazadores refuerza mi decisión. Hay unas cuantas preguntas que la priora debe contestar.

—Tú… no vas a matarla, ¿verdad?

—Creo que eso depende mucho de sus respuestas.

Se paró en la noche, y Tacenda se paró tras él, confundida, hasta que vio el carruaje. O,
más precisamente, la horrible figura tras él. El pobre Brerig (el demonio pequeño de mente
simple) había sido descubierto por los cazadores, probablemente antes del asalto a la iglesia. Su
deformado cuerpo había sido clavado a una puerta cercana, su cabeza cortada y puesta al lado de
una parpadeante linterna en el suelo. Tenía la boca llena de lo que parecía ser ajo.

Davriel no hizo ningún ruido, aunque apretó la mano con la que sujetaba el bastón hasta
que tembló, los nudillos blancos.
—Ésta —dijo suavemente— es su “buena gente”, Señorita Verlasen. Que los dioses de
arriba y los demonios de abajo me protejan de la buena gente. Un hombre que se diga malvado te
robará el bolso, pero uno que se diga “bueno” no estará contento hasta que te haya arrancado el
corazón.

Tacenda dio un paso atrás. No había amenaza en la voz de Davriel; de hecho, hablaba con
el mismo tono desenfadado de siempre. Y sin embargo…

Y sin embargo.

Desde su extraña reunión, había perdido la mayor parte de su miedo por él; hasta ese
momento. De pie en el camino, con la luz de las linternas de alguna manera incapaz de alcanzar
su rostro. En ese momento, parecía haberse convertido en la sombra misma, tan frió que asfixiaba
todo calor. Entonces se giró, con su extraña capa ondeando tras él, y se dirigió al carruaje, cuyos
caballos (afortunadamente) no habían sido abordados ni robados.

Tacenda le siguió, dubitativa, echándole una última mirada al cuerpo de Brerig. Lo


enterraría, decidió, una vez que su aldea hubiera sido rescatada. El pequeño demonio había sido
amable con ella. Ciertamente, no merecía semejante destino.

¿No lo merecía, sin embargo?, pensó, subiendo al carruaje. Era un demonio. ¿Quién sabe
los horrores que cometió durante su vida?

Ella no lo sabía, y tampoco los cazadores. Tal vez eso era lo que la hacía sentirse tan
incómoda. ¿Pero qué se suponía que tenían que hacer? ¿Preguntarle a un demonio sus crímenes
antes de destruirlo? En esta tierra, no había tiempo para semejantes amabilidades. Si no atacabas
rápido, las cosas que se movían en el bosque reclamarían tu vida antes de que tuvieras oportunidad
de hablar.

Y así, la noche los convertía a todos en monstruos.

Crunchgnar ya parecía encontrarse mejor. Se sentó en el sitio del conductor, haciendo que
el carruaje crujiera bajo su peso mientras se acomodaba. La Señorita Highwater se sentó de nuevo
dentro del carruaje, con una pequeña linterna colgando al lado de su cabeza alumbrando mientras
abría su cuaderno y empezaba a escribir.

Tacenda subió la última, comprobando su viola, que había dejado en el asiento. El


carruaje se puso en marcha, y Tacenda encontró el silencio abrumador. Buscó algo que decir, y
soltó lo primero que se le vino a la cabeza, aunque bien pensado tal vez no fuera una decisión
sabia.

—Así que —dijo—. ¿Voluptara?

La Señorita Highwater dejó de escribir, y Davriel (sentado junto a Tacenda) se rió


suavemente.

—Lo oíste, ¿no? —preguntó la Señorita Highwater.

—Se nombran a sí mismos —dijo Davriel, inclinándose hacia Tacenda—. Por si no lo


habías adivinado ya con ‘Crunchgnar’ y su delicado y extremadamente creativo apodo.

—Era joven —dijo la Señorita Highwater—. Sonaba impresionante.


—A un chaval de dieciséis años, quizás —dijo Davriel.

—Que era exactamente mi intención. Recuerda, sólo tenía doce días. Me habría gustado
verte a ti hacerlo mejor.

—Calientera —dijo Davriel distraído—. Lujuriosix.

—¿Podemos parar el carruaje? —dijo la Señorita Highwater—. Tengo que encontrar a


ese demonólatra y clavar su lengua a algo.

—Escoteenormia…

—Oh, para —interrumpió la Señorita Highwater—. Estás haciendo que la niña se


ruborice. Mira, ¿por qué no me dices la respuesta al acertijo de Brerig? Los diablos estaban
haciendo apuestas.

—Oh, ¿eso? —dijo Davriel—. Era una roca concreta que vi una vez en Cabralin, con
forma de calabaza.

—Eso es… extrañamente decepcionante —dijo la Señorita Highwater—. ¿Cómo podría


haber adivinado eso en la vida?

—No podía, que es exactamente la intención. — Davriel miró a Tacenda, y su confusión


debió hacerse aparente, porque continuó—. Cada uno de los demonios tiene un contrato conmigo,
y aquel cuyas condiciones se cumplan primero puede reclamar mi alma. Crunchgnar, por ejemplo,
obtendrá mi alma si vivo hasta los sesenta y cinco años sin morir.

—Lo que es inteligente —dijo la Señorita Highwater—, porque le da a Crunchgnar una


buena razón para protegerle.

—Brerig podía reclamar mi alma si contestaba el acertijo que le planteé —dijo Davriel—
. No puso condiciones para éste, por desgracia para él.

—Todavía creo que eso fue intencionado —dijo la Señorita Highwater—. Siempre estaba
más feliz cuando tenía a un maestro al que servir a largo plazo. Le daba un propósito.

—El acertijo —dijo Davriel— era ‘¿En qué estoy pensando ahora mismo?’

—Eso… no es un acertijo —dijo Tacenda.

—Lo aceptó como uno —dijo Davriel—. Así que cumplía el contrato.

—¡Pero no hay pistas! —dijo Tacenda—. ¡Ni siquiera hay un contexto! Podría ser
literalmente cualquier cosa. O, técnicamente, nada. ¡Y podrías simplemente cambiar la respuesta
si acertara por casualidad!

—Eso, al menos, no lo podía hacer —dijo la Señorita Highwater—. Davriel tuvo que
escribir la respuesta en el contrato antes de quemarlo para sellar el pacto. Cualquier otro que
invocara el contrato para leerlo habría encontrado ese punto indescifrable, pero si Brerig hubiera
acertado, lo habría sabido al instante. Dicho esto, sólo tenía cinco intentos oficiales por día. Y,
por supuesto, Davriel escogió algo virtualmente imposible de adivinar.— Movió la cabeza.
—Le apoyabas, ¿verdad? —dijo Davriel, divertido. No parecía importarle que estuvieran
discutiendo el futuro de su alma.

—Habría sido hilarante que Brerig hubiera acertado de alguna manera —replicó la
Señorita Highwater—. Me habría gustado ver la reacción de Crunchgnar. ¿Sabes?, casi esperaba
que le dieras la respuesta a Brerig el día antes de tu sesenta y cinco cumpleaños, sólo para hacer
explotar a Crunchgnar de frustración.

—¿Ah? —dijo Davriel, y luego habló muy suavemente, echando una mirada hacia la silla
del conductor—. Querida, ¿de verdad crees que firmaría un contrato que le diera a Crunchgnar
la más mínima oportunidad de quedarse con mi alma, incluso si llego a los sesenta y cinco?

—He leído el contrato —dijo la Señorita Highwater—. Es hermético. Las definiciones


son específicas. ¡El contrato se pasa dos páginas definiendo tiempos, medidas, y edades! Tú…

Se calló mientras Davriel se volvía a reclinar, sonriendo.

—¿Cómo? —susurró—. ¿Cómo lo engañaste?

—Consigue mi alma —susurró Davriel—, si llego a los sesenta y cinco sin morir.

—Ah, diablos… —dijo la Señorita Highwater, abriendo los ojos—. Ya has muerto una
vez, ¿verdad? ¿Cómo?

Davriel simplemente continuó sonriendo.

—Toda esa cháchara de tiempos y medidas en el contrato —dijo la Señorita Highwater—


, es sólo una distracción, ¿no? Nunca me di cuenta… ¡Diablos! Y nos llaman demonios a nosotros.

Tacenda pasó la mirada del uno al otro mientras el carruaje botaba sobre un puente. Vaya
una conversación más extraña.

—Así que… —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Cuáles son tus términos, Señorita Highwater?

—¿Mm? —replico ésta, volviendo a su libro de cuentas—. Oh, puedo reclamar el alma
de Davriel una vez que consiga seducirlo.

Tacenda se sorprendió durante un momento, y luego se ruborizó furiosamente. Se aferró


a su viola, y luego volvió a pasar la mirada de Davriel a la Señorita Highwater. Ninguno de los
dos parecía molesto en lo más mínimo por la idea.

—Es bastante cabezota —continuó la Señorita Highwater—. Supuse que tendría su alma
en menos de un día. Y aquí estoy, cuatro años después. Haciendo sus tareas.

—Tal vez no me gustan las mujeres —dijo Davriel sin pensar.

—Por favor. ¿Crees que estoy tan ciega? —Apuñaló su libro de cuentas con un signo de
puntuación particularmente afilado, y luego miró hacia arriba—. Eres algo completamente
diferente.

—¿Te has parado a pensar que quizás no eres tan atractiva como siempre te has
imaginado? —dijo Davriel.
—He reclamado multitud de almas usando esta exacta estipulación contractual. Tanto de
hombres como de mujeres.

—Y fue muy amable de su parte apiadarse de ti —dijo Davriel—. De verdad, deberían


ser felicitados por reforzar tu autoestima viendo la verdadera belleza en tu interior. Admirables
personas, cada uno de ellos.

La Señorita Highwater suspiró, mirando a Tacenda—. ¿Ves lo que tengo que aguantar?

Tacenda bajó la cabeza en un intento de ocultar su profundo rubor.

—Mira lo que has hecho —le dijo la Señorita Highwater a Davriel—. Escandalizando a
la pobre.

—Tú… —dijo Tacenda—. Tú realmente… Quiero decir…

—No es la única manera que tengo de reclamar almas —dijo la Señorita Highwater—.
Pero me ha funcionado bien en el pasado. Y, lo admito, es lo que se espera de mí a estas alturas.
No me sorprendí cuando Davriel lo sugirió durante la invocación y el contrato. Más que eso, me
interesaba que una persona que ya tuviera un contrato sobre su alma se atreviera a intentar hacer
otro. Davriel es un caso especial, sin embargo. Es muy persuasivo. Exasperantemente persuasivo.

—Pero… antes, estabas avergonzada de tu nombre…

—Porque es estúpido. Pero no quiere decir que me avergüence de ser quien soy. —Le
echó un vistazo a Davriel—. Simplemente estoy oxidada, eso es todo. Me pasé años atrapada en
esa estúpida prisión de plata.

—Podrías haber practicado tus dotes de seducción con otros demonios —señaló Davriel.

—Por favor, ¿has visto como son la mayoría? —Volvió a mirar a Tacenda, que no podía
creerse que esta conversación aún estuviera teniendo lugar—. Crunchgnar es guapo para ser un
demonio, niña. Créeme. Otros tienen ganchos por manos. Ganchos reales.

—Siempre le he dado vueltas a eso —dijo Davriel—. Parece terriblemente poco práctico.
‘Thornbrak, ¿me pasarías esa jarra de sangre humana? Oh, espera, me olvidaba. No dispones de
pulgares. O dedos.’

Dejaron que la conversación muriera por fin, y la Señorita Highwater volvió a su


escritura. Un rápido vistazo mostró que estaba escribiendo lo que habían descubierto en la aldea.

Geists creados de las almas de la gente. Volvieron para atacar a sus amigos y familia,
así que están bastante idos.

Traidor probablemente envuelto, matando al clérigo que estaba protegiendo la iglesia.


¿Comprobar que faltan cuerpos de la aldea?

Ciénaga parece envuelta. ¿Qué es, en realidad?

Alguien (probablemente el traidor) ha estado en la aldea físicamente hoy. Tacenda oyó


pisadas. ¿Por qué no le atacó?
Tacenda decidió no romper el silencio con otra pregunta estúpida. En vez de eso retiró la
cortina del carruaje y miró el oscuro bosque de fuera.

Un estrafalario erudito de Thraben había venido una vez a las Afueras para dibujar mapas.
Había intentado llamar a los bosques de alrededor “el Bosque Verlasen”, pero le habían obligado
a tacharlo. Los bosques no eran suyos. Nadie podía ser el dueño de esos bosques.

—Los soldados no deberían haber matado a Brerig —dijo Tacenda suavemente—. Tal
vez nosotros los humanos hayamos cazado durante tanto tiempo que hayamos aprendido a
sobrevivir a expensas de recordar lo que significa ser humano. A ser justos y buenos.

Davriel bufó—. ‘Ser bueno’ es simplemente un método usado para señalar que uno desea
atenerse a las normas sociales. A llegar a un acuerdo con la gente. Mira cualquier libro de historia,
y descubrirás que el umbral de los acuerdos aceptables varía ampliamente dependiendo del grupo.

—Tú mismo has dicho que robar las habilidades de buena gente es más difícil para ti —
dijo Tacenda—. Así que la bondad debe existir.

—Dije que es más doloroso para mí usar habilidades sustraídas de gente que se considera
pura. Lo que es una cosa completamente diferente.

—Conocía a buenas personas —dijo Tacenda suavemente—. En la aldea.

—¿La misma aldea que te dejaba en la calle cada noche? —dijo Davriel—. ¿Dejando a
una niña enfrentarse a los horrores del bosque sola?

—Era mi destino —dijo Tacenda—. Fui elegida por la Ciénaga, y tengo que seguir mi
destino.

—¿Destino? —dijo Davriel—. Tienes que aprender a abandonar este sinsentido, niña. Tu
gente le da demasiada importancia al destino; tienes que elegir tu propio camino, crear tu propio
destino. ¡Levántate y disfruta la vida!

—¿Levantarme? —dijo Tacenda—. ¿Disfrutar la vida? ¿Como haces tú, sentado solo en
tu mansión? ¿Disfrutando de una siesta de vez en cuando?

La Señorita Highwater ahogó una risa, ganándose una mirada de Davriel. Volvió a mirar
a Tacenda—. Algunas veces, la elección más “honorable” que puede hacer un hombre es no hacer
nada en absoluto.

—Eso es contradictorio. —dijo Tacenda—. Quieres justificar el permanecer impasible


mientras gente mejor muere. Quieres hacer ver que nadie es bueno para no sentirte culpable de
ignorar su dolor. Tú…

—Ya es suficiente, niña— dijo Davriel.

Ella se apartó de él, volviendo a mirar por la ventana. Pero estaba equivocado. Había
conocido a gente que era buena. Sus padres, y su simple amor por hacer ropa. Willia, que había
estado decidida a aprender cómo espantar a la oscuridad, para que no pudiera asustar a nadie
nunca más.

De una forma u otra, esta noche Tacenda vería a Willia (y a los otros) recuperados.
CAPÍTULO DIEZ: DAVRIEL

De acuerdo al reloj de bolsillo de Davriel, eran casi las dos de la mañana cuando
recorrieron el último trecho del camino, acercándose al priorato. Davriel había esperado que la
niña se durmiera en algún momento del viaje, pero continuó mirando los árboles y las formas que
hacían las sombras a su paso.

Por supuesto, pasar el viaje en silencio no significaba que Davriel estuviera solo.

No podemos escondernos durante más tiempo, dijo la Entidad. Tenemos que prepararnos
para lo que haremos cuando seamos descubiertos.

Llevas meses diciendo eso, replicó Davriel en su mente. Y sorpresa, aquí estamos. Aún
seguros. Aún solos.

Te están cazando. Encontrarán tu escondite.

Entonces buscaré otro.

Davriel podía sentir a la Entidad agitarse en su mente. Davriel olió humo, y su visión se
desvaneció. La Entidad estaba jugando con sus sentidos de nuevo.

¿No recuerdas la emoción, la gloria de la conquista?, dijo. ¿No recuerdas el poder de


aquel día?

Recuerdo, replicó Davriel, el humo denso en su nariz, darme cuenta que haber llamado
demasiado la atención. Que la fuerza que tenía, da igual cuan gloriosa, no sería suficiente. Que
los que deseaban reclamarte me derrotarían fácilmente si me enfrentaba solo a ellos.

Sí, dijo la Entidad. Sí, había… sabiduría en esa idea.

Davriel inclinó la cabeza, luego deshizo el toque de la Entidad en sus sentidos. ¿Qué?,
pensó. ¿Estás de acuerdo en que no te debería haber usado más en ese momento?

Si, dijo la Entidad. Si.

Qué extraño. La Entidad normalmente quería ser aprovechada, ser usada para su
verdadero propósito: un vasto depósito para potenciar sus hechizos. Con la Entidad, podía hacer
que las habilidades que robaba duraran semanas bajo uso constante. Normalmente, los hechizos
que robaba de las mentes de otros se desvanecían en unas pocas horas después de que los utilizara
por primera vez. Unos duraban más, y otros se desvanecían tras unos pocos minutos,
especialmente si los había guardado durante un tiempo antes de su primer uso.

Aún no estás preparado, dijo la Entidad. Lo vi. He estado trabajando en una solución. El
multiverso hierve en tu ausencia. Chocan fuerzas, y los límites de los planos se estremecen. Al
final, el conflicto te encontrará. Te tendré listo y preparado. Preparado para alzarte, y reclamar
la posición que es tuya por derecho…

Se calló, y no respondió cuando Davriel le estuvo tanteando. ¿Qué estaba planeando? ¿O


esto no eran más que promesas vacías y amenazas?
Sintiéndose frío por la conversación, Davriel volvió su atención a la tarea en cuestión.
Había robado unas cuantas habilidades de los cazadores de la iglesia. Aunque, mientras las
evaluaba, era difícil no darse cuenta de lo insignificantes que parecían en comparación con el
poder de la Entidad.

Daba igual. Del líder de los cazadores, había robado un hechizo de expulsión muy
interesante. Era fuerte, pero (como probaba el intento de haberlo usado contra él) no afectaba a
los humanos. Podía usarlo para expulsar a una criatura mágica, como un geist o incluso un ángel,
aunque los efectos eran temporales.

La piromancia, por supuesto, también probaría ser útil; aunque ahora que la había
utilizado una vez, su fuerza se desvanecería hasta que le abandonara por completo. Había
esperado encontrar algo útil en la mente del viejo demonólatra, pero la única habilidad que había
encontrado en la calavera de aquel hombre era un hechizo de tinta de un escriba, para hacer
aparecer palabras en una superficie según te las ibas imaginando. Difícilmente de utilidad en
combate. Sin embargo, todavía tenía el hechizo de invocar armas. Ése se quedaría, como la
piromancia, unas cuantas horas.

No era un arsenal especialmente poderoso, pero había sobrevivido con menos, y debería
añadir los talentos de la priora en breve. De hecho, una luz adelante en el viejo camino del bosque
indicaba que estaban cerca. Tacenda se removió en su asiento. Era dura, aunque no era infrecuente
para estas gentes de las Afueras. Duros como rocas y tercos como jabalíes; con más o menos el
mismo seso que ambos. De otra manera, habrían encontrado otro sitio para vivir.

Por supuesto, pensó ocioso, ¿qué dice eso de mí, un hombre que vino a vivir aquí (de
entre todos los lugares) por capricho?

No viniste por capricho, le dijo la Entidad. Yo te traje deliberadamente.

Davriel sintió una repentina sensación de alarma. Se sentó derecho, haciendo que la
Señorita Highwater (sentada enfrente de él) cerrara su cuaderno y se pusiera alerta.

¿Qué?, exigió Davriel. ¿Qué acabas de decir?

La Entidad se volvió a quedar callada.

No me trajiste aquí, pensó Davriel. Vine a Innistrad por voluntad propia. Por la
población demoníaca de este plano.

De nuevo, la Entidad no dijo nada. La Señorita Highwater miró alrededor, intentando


averiguar lo que le preocupaba. Davriel se obligó a adoptar una expresión desenfadada en su
rostro. Seguramente… Seguramente la Entidad le estaba tomando el pelo.

Y sin embargo, nunca le había oído decir algo que (por lo menos) no creyera que era
cierto.

El carruaje se paró mientras se acercaba a las luces: dos enormes linternas cubiertas de
cristal, quemando aceite. Fuego: el signo universal de que la civilización se encontraba cerca.

—¡Ah, del carruaje! —llamó una voz amigable.

Tacenda se incorporó—. Conozco a ese hombre. Es Rom. Es…


—Estoy familiarizado con él —dijo Davriel—. Gracias.

La Señorita Highwater corrió la cortina de la ventana, mostrando al viejo monje mientras


se situaba al lado del vehículo.

Rom hizo una reverencia (un poco inestable en sus pies) para Davriel—. ¡El Hombre en
persona! ¡Lord Davriel Greystone! Supongo que deberíamos haber esperao verle esta noche.

—Mi visita se volvió inevitable una vez que esos cazadores fueron enviados tras de mí,
Rom —dijo Davriel.

—Sí, supongo que eso es cierto —dijo Rom, mirando al priorato a través del camino,
visible en la distancia con luz derramándose de sus ventanas—. Bueno, eso es una preocupación
pa hombre más jóvenes. —Se volvió al carruaje y le asintió a la Señorita Highwater—.
Devoradora de Hombres.

—Rom —contestó ella—. Te ves bien.

—Siempre dice eso, señorita —dijo Rom—. Pero aunque usté no haya cambiado un ápice
en cuarenta años, sé muy bien que me he convertido en un viejo pedazo de cuero que se ha
quedado demasiado tiempo al sol.

—Los mortales envejecen, Rom —dijo ella—. Es vuestra manera de ser. Pero apostaría
por el viejo pedazo de cuero que ha permanecido vigoroso durante cuarenta años antes que por
uno nuevo sin probar.

El viejo sonrió, mostrando que le faltaban unos cuantos dientes. Miró a Crunchgnar, que
a juzgar por el modo en que el techo crujía bajo su peso, se había movido para observar al viejo
cazador.

—Bueno, vamos a llevaros a la priora, mi señor —le dijo Rom a Davriel—. Desde que
llegué y le conté sobre la aldea, ha estado deseando hablar con… —Se paró, echando un vistazo
dentro del carruaje. Luego volvió a hablar, dándose cuenta por primera vez de que Tacenda estaba
sentada—. ¿Señorita Tacenda? Por qué, ¡dijo que iba a quedarse en mi choza!

—Lo siento, Rom.

—La encontré en mi lavabo —apuntó Davriel—. Buscando venganza y con una oxidada
herramienta en la mano. Arruinó una de mis camisas favoritas cuando me apuñaló.

—¡¿En serio?! —dijo Rom. Davriel podría haber esperado que el hombre se quedara
atónito, pero en vez de eso simplemente se rió y golpeó su pierna—. ¡Vaya, eso fue muy valiente,
Señorita Tacenda! Le podría haber dicho que eso era inútil, pero madre mía, ¿apuñalar al Hombre
mismo? ¡La Ciénaga debe estar muy orgullosa de usté!

—Um… gracias —dijo ésta.

—¡Bueno, estoy orgulloso de verla a salvo, señorita! Iba a ir de vuelta a por usté, despué
de decirle a la priora lo que usté me dijo. Pero dijo que necesitaba a todos los soldados aquí,
incluso a uno raro como yo. Solo por si acaso. Así que me puso a vigilar la carretera.
Rom abrió la puerta para dejar que la Señorita Highwater saliera. Normalmente, cuando
Davriel los visitaba, ella y los otros demonios se quedaban esperando fuera del priorato. En su
lugar, uno de los monjes o clérigos llevaba a Davriel y al carruaje dentro. Esta noche, sin embargo,
Davriel la detuvo subiendo él mismo.

—¿Dav? —preguntó la Señorita Highwater.

—Te quiero aquí, con el carruaje —dijo él—. Si pasa algo, puede que necesite que te me
unas rápido.

—Podéis simplemente entrar todos —dijo Rom—. Lo siento, mi señor, pero podrían, si
quisieran.

—Estoy seguro de que a la priora le encantaría —dijo Davriel.

—No es la señora de esta tierra —dijo Rom—. Lo siento, pero es la propia verdad del
arcángel que no lo es. Y si estáis preocupados por la luz destructora, bueno, no creo que ninguno
de los cachorros de aquí tenga el poder suficiente para que tengáis miedo; y mis propias
habilidades no son suficientes para chamuscar a un demonio estos días.

Davriel miró en dirección a la Señorita Highwater, y ésta negó con la cabeza. Crunchgnar
probablemente habría disfrutado de la ocasión de pisotear tierra sagrada y profanar un altar o dos,
pero Davriel no le preguntó. En vez de eso, le hizo gestos a Tacenda para que se le uniera. La
joven salió afuera, llevando su viola.

Davriel dejó su espada-bastón, seguro de que podría invocarla con su recientemente


adquirido hechizo—. Estate preparado —le dijo a Crunchgnar. Luego le asintió a Rom, que les
guió por el camino hacia el priorato.

Las hojas crujían bajo sus pies, y había cosas que susurraban en los árboles.
Probablemente solo fueran animales del bosque. Un número inusual de ellos vivía cerca del
priorato. Davriel pasó entre las ardientes linternas a los lados del camino, entrando al claro donde
(en el mismo centro de una suave colina) el priorato se alzaba orgulloso bajo la luna. El largo
edificio de un piso siempre le había parecido solitario.

Tacenda miró por encima del hombro, hacia los demonios—. No lo entiendo —le dijo
suavemente a Davriel—. Rom actúa amigable contigo, pero al mismo tiempo tengo la sensación
de que estamos yendo a la batalla.

—Mi relación con el priorato es… compleja. —dijo Davriel—. Por lo que Rom respecta,
dejaré que hable por sí mismo.

—¿Mi señor? —dijo Rom, mirando hacia atrás por delante de ellos—. No tengo ná que
decir que sea digno de oír. Me mantengo alejao de todo ello estos días. Ya tuve suficientes
tonterías cuando joven.

—Conoces a la Señorita Highwater —dijo Tacenda.

—He intentado destruir a ese demonio durante diez años —dijo Rom, luego gruñó—.
Casi me matan una docena de veces en esa estúpida misión. Al final aprendí, nunca caces un
demonio más listo que tú. Quédate con los idiotas. Hay suficientes para mantener a un cazador
ocupado durante toda su vida.
—Creía que cazabas hombres lobo cuando eras más joven —dijo Tacenda.

—Cazaba cualquier cosa que intentara cazar hombres, señorita. Al principio eran
demonios. Luego lobos —Su voz de suavizó—. Luego ángeles. Bueno, eso rompió a hombres
más fuertes que yo. Cuando se calmó todo, encontré que me había convertido en un viejo, y había
pasado los mejores años de mi vida envuelto en sangre hasta las rodillas. Vine aquí intentando
escapar de aquello, limpiarlo un poco, pasar un poco de tiempo cazando malas hierbas en su
lugar…

—¿Conoces a un clérigo llamado Edwin? —dijo Davriel.

—Por supuesto —respondió Rom—. Vehemente. Joven.

—Háblame de él —le instó Davriel.

—Su cabeza está llena de ideas de la justa inquisición. Ideas de las mentes más fanáticas
del corazón de las tierras humanas. Ya se ha adentrado en el camino, uno que nunca te das cuenta
que va en un solo sentido… —Volvió a mirar a Davriel—. No debería decir más. Habla con la
priora.

Unos cuantos cátaros del priorato esperaban junto a las puertas de la entrada sudeste.
Vestían abrigos blancos sobre cuero, largos collares y sombreros de pico que ensombrecían sus
caras. Miraron a Davriel.

—Bonitos sombreros —señaló mientras entraba al priorato. La iglesia desde luego tenía
la mejor sombrerería.

Rom les guió a través de un pequeño pasillo, y Davriel le siguió, su capa ondulando y
cepillando ambas paredes. El priorato era un lugar humilde. La priora evitaba la ornamentación,
prefiriendo fríos pasillos de madera pintados de blanco. Pasaron al lado de las escaleras que
bajaban a las catacumbas, donde guardaban ese estúpido artefacto que decían que les había sido
otorgado por un ángel.

El paso de Davriel atrajo algo de atención: cabezas que echaban vistazos por la puerta,
otros que corrían para dar la noticia de que el Hombre estaba de visita. Nadie le interrumpió, al
menos no hasta que se acercó a la puerta de la priora. Justo antes de llegar, un clérigo salió de un
pasillo lateral, y luego (con la cara colorada de una rápida carrera) se puso entre Davriel y su
destino.

Era un joven con rígido pelo negro, tieso como alguien del doble de su edad. No llevaba
armadura, solo las túnicas de su rango, pero sacó inmediatamente su espada y apuntó con ella a
Davriel.

—¡Detente, demonio! — dijo.

Davriel alzó una ceja, luego miró a Rom—. ¿Edwin?

—Sí, su señoría.

—No toleraré tu reinado de terror —dijo Edwin—. Todo el mundo sabe lo que has hecho.
¿Una aldea entera? Puede que asustes a los otros, pero yo fui entrenado para defender lo justo.
Davriel estudió al joven, cuya mano libre había empezado a brillar. Siempre era su primer
instinto, intentar golpearle con luz destructora. Todos estaban muy seguros de que era algún tipo
de monstruo antinatural, en vez de ser solo un hombre, el monstruo más natural de todos ellos.

—Edwin —dijo Rom—. Cálmate, chaval. Esto no va a ir bien para ti.

—No puedo creer que le hayas dejado pasar, Rom. ¡Has olvidado nuestras primeras
lecciones! No hables con monstruos, no razones con ellos, y, lo más importante, no les invites a
pasar.

—Dices que me viste en el camino hace siete días —dijo Davriel—. Dices que estaba ahí,
con dos geists, atacando a unos mercaderes. ¿Qué aspecto tenía?

—¡No tengo porqué contestarte! —dijo Edwin, manteniendo su espada en alto, la luz de
las lámparas brillando en su hoja.

—¿Viste siquiera mi máscara?

—Yo… ¡Huiste al bosque antes de que pudiera verla!

—¿Huí? ¿A pie? ¿No usé un carruaje? ¿Y tú simplemente me dejaste marchar?

—Tú… desapareciste en el bosque con tus geists. No vi tu máscara, pero la capa es obvia.
¡Y no te perseguí, porque tenía que atender a tus víctimas!

—¿O sea que le dijiste a todos que me habías visto a mí —soltó Davriel—, cuando todo
lo que realmente viste fue una figura con capa?

—Sabía… Sabía que estabas… —dijo Edwin, vacilando—. ¡Los inquisidores hablan de
señores como tú! Alimentándose de inocentes. Buscando aldeas desprotegidas que dominar.
¡Aquellos como tú son una plaga en nuestra tierra!

—Estabas buscando una razón para culparme de algo —dijo Davriel—. Ésta simplemente
fue la primera oportunidad que encontraste. Niño idiota. ¿Cómo de alta era la figura que viste?

—Yo… —Parecía estar reconsiderando su acusación.

Davriel levantó la mano y frotó los dedos, invocando su piromancia robada. El poder aún
estaba con él, aunque desvaneciéndose. Hizo bailar llamas alrededor de sus dedos.

¿Estaba mintiendo Edwin a propósito o no? ¿Podía Edwin haber conspirado para matar a
los padres de Tacenda por alguna razón, y luego dejar escapar a su hermana para que fuera capaz
de identificar al asesino como Davriel? ¿Había atacado a los mercaderes él mismo, y luego usado
el ataque para que todo el mundo se fijara en Davriel?

Tal vez pudiera sacarle la verdad asustándolo.

—Rom —dijo—, deberías buscar algo de agua. Odiaría reducir este sitio a cenizas por
accidente. Y tal vez trae una fregona para hacernos cargo de lo que quede de este joven.

—Sí, su señoría —dijo Rom. Cogió a Tacenda del brazo, alejándola del conflicto por el
pasillo.
Edwin palideció, aunque para su crédito, intentó embestir a Davriel. Visto lo visto, no fue
una mala maniobra. La capa de Davriel, sin embargo, producía impresiones de imágenes que
confundían a todos salvo a los espadachines más precisos. El ataque del chico fue hacia la derecha.
Davriel se apartó, luego tocó ligeramente la espada con un golpecito con la uña.

El joven se giró, gruñendo, y volvió a embestir. Davriel, en cambio, activó el hechizo de


invocación de armas. Hacerlo envió un pequeño pulso de dolor a su mente. Estúpido hechizo.
Aún así, funcionó, llevando a sus manos el último arma que había tocado: en este caso, la espada
del joven clérigo.

Edwin tropezó, perdiendo el equilibrio mientras su espada se desvanecía para reaparecer


en las manos de Davriel.

Davriel alzó su otra mano, dejando que las llamas subieran por sus dedos—. Dime, niño.
—dijo—. ¿De verdad crees que huiría de ti?

El joven clérigo dio un paso atrás, temblando, pero sacó su daga del cinturón.

—¿De verdad crees —dijo Davriel—, que tomaría almas en secreto? ¡Si las necesitara,
las exigiría!

Necesitaba algo para intensificar el momento. ¿Tal vez el hechizo de tinta que había
robado del viejo demonólatra? Apenas sintió una punzada de dolor mientras lo usaba para pintar
las paredes de negro, como un charco de tinta. Hizo que misteriosas letras se separaran de la
oscuridad principal y se movieran por el suelo en dirección a Edwin. Fluyeron como sombras,
escritas en Viejo Ulgrothano.

El joven clérigo empezó a temblar notablemente, y dio un paso atrás ante los arcanos
garabatos.

—No maté a esa gente —dijo Davriel—. Me servían bien. Pero tu acusación ha hecho un
daño increíble. Quienquiera que realmente esté detrás de esto se salió con la suya y te ha usado
como distracción. Así que contesta a mis preguntas. ¿Qué aspecto tenía esta persona?

—Era… era más baja que tú —susurró Edwin—. De constitución más pequeña, supongo.
Estaba… Estaba tan seguro de que eras tú… —Sus ojos se abrieron incluso más, de alguna
manera, mientras las letras se le acercaban—. ¡Ángel Sin Nombre, perdóname!

Se volvió y huyó.

Davriel vio al joven huir, bajando la mano y deshaciendo la piromancia. No podía saberlo
con certeza, pero su instinto le decía que este Edwin no era una mente maestra criminal en secreto.
Había visto un ataque en el camino, tal vez diseñado intencionadamente para dejar un testigo. De
hecho, parecía que el ataque a los padres de Tacenda había dejado a la hermana viva por la misma
razón: para que pudiera huir y decirle a la gente lo que había visto.

¿Podría ser que quienquiera que estuviera detrás de esto supiera que las desapariciones
súbitas causarían que se extendieran rumores, atrayendo a cazadores para investigar? Los primero
ataques podrían haber sido únicamente para cubrirse desviando la atención hacia Davriel.
Más baja que yo, pensó. Medía metro ochenta. Y de constitución más pequeña. Eso no
significaba mucho, porque con su capa, la gente normalmente le veía más grande de lo que era en
realidad.

—¿Has acabado ya? —exigió una voz detrás de él.

Davriel se volvió para encontrar a la priora de pie en la puerta de su habitación. De piel


arrugada y con la cabeza rematada por un moño plateado, había envejecido como una silla que te
encontraras en el ático: la lógica te decía que una vez debía haber sido nueva, pero en realidad, te
era difícil imaginar que alguna vez había estado de moda. Simples ropajes blancos cubrían su
cuerpo, y en sus labios estaba estampada una expresión de perpetua desaprobación.

—Deja de amenazar a mis clérigos —dijo—. Estás aquí por mí. Si tienes que reclamar un
alma, reclama la mía. Si puedes.

—Tendré mi venganza por lo que me has costado, vieja —dijo Davriel.

Clavó sus ojos en ella, y los dos se estuvieron mirando durante largo rato. Llegaron
susurros preocupados del otro extremo del pasillo, donde los monjes y clérigos se habían reunido
para mirar.

Por fin, la priora dio un paso atrás y dejó que Davriel entrara en el pequeño cuarto. Éste
entró dando zancadas y, cerrando la puerta de una patada, tiró la espada.

Después se dejó caer en la silla que había detrás del escritorio—. Se supone —le soltó a
la priora—, que teníamos un trato, Merlinde.
CAPÍTULO ONCE: DAVRIEL

La priora se quedó remoloneando al lado de la puerta, tocando algunas de las negras letras
que Davriel había dejado en las paredes de fuera; se habían filtrado en la habitación a través de
las grietas de alrededor de la puerta.

—¿Se irán? —preguntó.

—En realidad no lo sé —repicó Davriel—. Espero que nadie en tu priorato pueda leer
Ulgrothano. Elegí esas letras porque parecen intimidantes, pero, en realidad, solamente aprendí
unas pocas frases cuando era joven, principalmente para hacer la gracia. Lo que he escrito ahí
afuera es una receta de bollos de mantequilla.

La priora se giró hacia él, cruzando los brazos—. Ése es mi asiento, Greystone.

—Sí, lo sé —dijo éste, cambiando de posición y tratando de acomodarse en la dura silla


de madera sin cojín. Finalmente encontró una posición en la podía inclinarla hacia atrás y apoyar
sus pies en el escritorio—. ¿Os molesta a los religiosos sentaros en una silla cómoda? ¿Tanto
miedo os da ser felices?

—Mi alegría —dijo la priora, sentándose en una silla al otro lado de la mesa—, viene de
otras comodidades.

—¿Tales como romper contratos jurados solemnemente?

Ella le echó un vistazo a la puerta—. No hables tan alto. Puede que la inquisición haya
sido cesada, pero sus cenizas aún queman. Edwin no es el único fanático en la residencia del
priorato; unos cuantos miembros de mi equipo me colgarían si se les metiera en la cabeza que me
asocio con demonios, o con su maestro.

—Eso supone que yo no te voy a colgar primero —Davriel puso sus pies en el suelo y
luego se levantó, cerniéndose sobre el escritorio y la mujer que estaba sentada al otro lado—. Lo
voy a decir otra vez. No me tomo las rupturas de contratos a la ligera.

La priora tomó una pequeña taza del escritorio, y luego se la llevó a los labios, tomando
un sorbo de algo oscuro y caliente. La muy estúpida siempre se había negado a ser intimidada en
condiciones. Sinceramente, era parte de su aprecio por ella.

—¿Mataste a todos esos cazadores, entonces?

Davriel suspiró—. Unos pocos escaparon. El viejo. Los escuderos.

—Ya veo.

—He sido un hombre paciente, Merlinde. Ignoro a los cazadores ocasionales, incluso a
ese paladín de la semana pasada… ‘No debían saber que iban a atacarme a mí’, me digo. ‘O tal
vez no pararon en el priorato primero’. ¿Pero una fuerza entera de cazadores de demonios, muchos
con protecciones en sus mentes? Nuestras condiciones estaban claras. Tenías que disuadir a esos
grupos.
La priora miró a su té—. ¿Esperas que honre una promesa en vista de lo que ha estado
pasando? Una aldea entera ha sido asesinada hoy.

—Algunos de tus clérigos son estúpidos, pero tú no lo eres. Me conoces lo suficiente para
darte cuenta de que no he estado envuelto. Así que, ¿por qué has ayudado a una banda de asesinos
empeñados en matarme?

La priora tomó otro sobro de té.

—¿Eso es sauce de Verlasen? —preguntó Davriel, aún cerniéndose sobre ella desde
detrás de la mesa.

—El más fino —replicó la priora—. No hay nada mejor para calmar los nervios. Esta es,
por desgracia, mi última taza.

Él gruñó. Se lo figuraba.

—Tal vez —dijo la priora al fin—, esperaba que los cazadores te hicieran despertar,
Greystone. Tu gente sufre, y tú apenas te das cuenta. Te escribo sobre sus dolores y dificultades,
solo para recibir confusas misivas, quejándote de que tus pies se enfrían por la noche.

—Honestamente, esperaba mejores calcetines de gente que vive en un perpetuo otoño.

—Lo único a lo que respondes es a las interrupciones.

—Que era nuestro acuerdo —dijo Davriel, cada vez más frustrado. Pasó al lado de la
priora, dando vueltas por la habitación—. Dejo a la gente de las Afueras tranquila. ¡No exijo nada
más que comida y algún bien ocasional! A cambio, tú tenías que encargarte de que nadie me
molestara.

—Su sufrimiento es una gran molestia, ¿verdad?

—Bah. ¿Preferirías que cualquier otro fuera su señor? ¿Tal vez algún tirano de dos caras
que aplasta voluntades durante el día, y le aúlla a la luna durante la noche? ¿O preferirías tener de
vuelta a un vástago chupasangres de la Casa Markov, como el que maté cuando llegué? Mujer
estúpida. Deberías estar predicándole a la gente lo buenas que son sus vidas.

Detuvo su andadura cerca del fondo de la pequeña habitación, donde descubrió un cuadro
enmarcado apoyado en el suelo, de cara a la pared. Le dio la vuelta para verlo, y se encontró con
un dibujo del arcángel Avacyn.

—Yo… —dijo Merlinde—. Yo creía que habías sido tú. Hasta que te he visto interrogar
a Edwin ahora, creía que tú debías ser el que se llevó las almas de los aldeanos.

Él la miró de nuevo.

—Después de que los mercaderes fueran atacados, investigué —dijo ella—. Mi talento
para sentir espíritus reveló que había geists envueltos, como había dicho Edwin. Tenía sentido.
Tú eres lo único en este bosque que sé con seguridad que tiene la fuerza para desafiar a esa maldita
Ciénaga. Creía que tenías que haber sido tú el que se llevó las almas de la gente.

—¿Y no hiciste nada?


—Por supuesto que hice algo —dijo Merlinde—. Envié un mensajero a Thraben,
suplicándoles sus cazadores más fuertes. Pedí hombres y mujeres especialmente entrenados en
matar demonios, y les advertí de que podías penetrar mentes. Estuve… preocupada durante algún
tiempo de que finalmente mostrarías una segunda cara. La cara oculta que tantos señores tienen.

—Idiota —dijo Davriel—. Te han engañado.

—Me doy cuenta de eso ahora —dijo Merlinde, tomando un sorbo de su té—. Si hubieras
sido el hombre que me temía, habrías destruido el priorato en vez de entrar a exigir respuestas.
Pero… ¿Qué está pasando?

—Pensaba que tal vez fuese Edwin —dijo Davriel—. Alguien apuñaló físicamente a uno
de tus clérigos de la aldea ayer por la tarde. Fuese quien fuese, le dejaron entrar, así que tus
clérigos debían confiar en él. Quienquiera que fuera, mató al clérigo. Con un cuchillo; no fue el
acto de un geist.

—¿Q… Quién?

—¿Qué geist? ¿Cómo iba a saberlo?

—No, Greystone. ¿Qué clérigo? ¿Quién fue apuñalado?

Davriel le miró, frunciendo el ceño. La priora era una mujer dura, pero se había inclinado
hacia delante, agarrando su taza y con aspecto… agobiado. Los clérigos que mandó, pensó. Está
pensando en cómo los mandó a su muerte.

—No lo sé. El más viejo, con barba.

—Notker. Que los ángeles bendigan tu alma, mi amigo —Suspiró profundamente—.


Dudo que Edwin esté detrás de esto. Es difícil de manejar, pero es sincero en su fe. Supongo,
quizás, que podríamos hacer que abriera su mente para ti de manera que puedas saberlo con
seguridad.

—No puedo leer mentes. No es así como funcionan mis habilidades —Davriel volvió a
dejar el cuadro del arcángel en su sitio, pensando—. ¿Qué hay de tus otros clérigos? Cuando era
un joven contable que llevaba los libros de contabilidad para la asociación, una de las primeras
cosas que nos enseñaron fue a encontrar malversadores rastreando motivaciones. Teníamos que
buscar a la persona con la mezcla única tanto de oportunidad como de incentivos. Una presión
financiera súbita, o noticias en su vida que les dejaran desesperados. El cambio es el verdadero
catalizador de la crisis.

—No puedo hablar de cada uno de mis clérigos en detalle —dijo la priora—. Pero no creo
que ninguno haya tenido ni oportunidad ni incentivo. Estamos aquí para salvar a la gente, no para
matarla; y desde luego no nos asociaríamos con espíritus malvados.

—¿Pero os asociaríais con hombres malvados? —dijo Davriel.

Ella le miró—. Eso depende de cuánta esperanza tengamos en ellos, supongo —Meneó
la cabeza—. Creo que ignoras al verdadero culpable de esto. La respuesta obvia. Cuando vi el
rastro de los geists que habían hecho esto, la luz estaba teñida de un verde enfermizo. He vivido
aquí durante casi veinte años; reconozco el toque de la Ciénaga cuando lo veo.
—Alguien apuñaló al clérigo, recuerda. Y Tacenda dice haber oído pisadas. Alguien
estaba controlando a los geists.

—Esa chica —dijo la priora—. Ella y su hermana son un… caso extraño. He oído
historias del pasado, y no puedo encontrar nada como su maldición de ceguera. Estaba haciendo
progresos con la gente de las Afueras hace unos diez años, trayéndolos a la luz del Ángel, y
entonces esas dos empezaron a manifestar poderes. Hizo que la gente volviera a seguir a la
Ciénaga, volvió del revés todo lo que había conseguido desde que llegué aquí.

—La hermana fue reclamada por los Susurradores —dijo Davriel—. Pero Tacenda dijo
que no se la querían llevar a ella. Me pregunto por qué.

—La respuesta es obvia —replicó la priora—. Conseguí comunicarme con Willia. Estaba
entrenando para convertirse en cátaro. Willia se volvió contra la Ciénaga, así que ésta la mató.
Nunca conseguí llegar a Tacenda, sin embargo…

—Siento que hay más en todo esto —dijo Davriel—. Algo que me estoy perdiendo de
todo este lío.

—Tal vez la Ciénaga dejó a Tacenda porque tiene otro propósito para ella —dijo la
priora—. Dices que crees que esta persona estaba controlando a los geists, pero tal vez estés
equivocado. La Ciénaga podría estar controlando los espíritus directamente, pero también usando
uno o dos peones vivientes para cumplir sus objetivos. Los clérigos podrían haber dejado entrar
a un aldeano perdido, pidiendo ayuda. De cualquier modo, la Ciénaga es el verdadero enemigo
aquí.

—¿Pero por qué mataría a sus propios seguidores? —dijo Davriel.

—El mal muchas veces no tiene razones para lo que hace.

No, pensó él. El mal tiene las razones más obvias.

No lo dijo, porque no tenía la energía para una discusión prolongada. Pero no era la gente
sin escrúpulos lo que confundía a Davriel; solían alinearse con sus incentivos, y eran más fáciles
de leer.

Eran las personas con moral que actuaban erráticamente, contra sus propios intereses.

Aún así, la priora tenía razón en una cosa. Múltiples pistas apuntaban a la Ciénaga—.
¿Sabes lo que es? —le preguntó—. ¿En realidad?

—Un dios falso —dijo ella—. Una cosa horrible que acecha muy en lo profundo de las
aguas, consumiendo ofrendas. Cuando llegué por primera vez, enviada a esta región para
enseñarle a la gente el camino correcto de la fe, me enfrenté con ella. Fui a la Ciénaga y miré en
ella, usando mis poderes. Allí, encontré algo terrible, vasto, y antiguo.

»Supe entonces que no podría combatirla con oraciones o guardas normales. Era
demasiado poderosa. Construí este priorato encima de las catacumbas, y dediqué todo lo que tenía
para convertir a la gente de las Afueras. Sentía que si podría evitar que le dieran sus almas a esa
cosa, acabaría debilitándose y moriría.
—Convertiste a Willia —dijo Davriel, pensativo—. Uno de sus campeones elegidos. Tal
vez eso haya provocado todo esto.

—Es… posible. No puedo decirlo con seguridad —Merlinde dudó—. Al principio,


supuse que habías venido aquí para estudiar o controlar a la Ciénaga. Tal vez fuera eso por lo que
me precipité al creer que tú estabas tras estas muertes. Parecía una coincidencia imposible que
una persona con tus habilidades hubiera venido a establecerse a un sitio tan remoto.

—No sabía nada de la Ciénaga antes de venir —dijo Davriel.

Ah, dijo la Entidad en su mente, pero yo sí que sabía de ella.

¿Qué? ¿En serio?

—Sea lo que sea —dijo la priora—, está hambrienta. La Ciénaga consume las almas de
los que mueren aquí. Ni siquiera la influencia de la Piedra de Almas puede resistirse, a pesar de
sernos dada por el Ángel Sin Nombre específicamente con este propósito.

¿Qué sabes de la Ciénaga?, le preguntó Davriel a la Entidad. Dices que me trajiste aquí.
¿Con qué propósito?

Por poder, contesto la Entidad. Ya verás…

Davriel frunció el ceño, y luego miró a la priora—. Parece, desafortunadamente, que estoy
obligado a enfrentarme a la Ciénaga. Qué molestia. Aún así, si no puedo encontrar la causa de
estas manifestaciones, estoy razonablemente seguro de que puedo devolver las almas a la gente
de la aldea. O al menos un número aceptable de ellas, teniendo en cuenta las circunstancias.

La priora se le quedó mirando, luego se giró en su silla para volver a mirar al lugar donde
había estado de pie, aún al fondo de la habitación, distraídamente girando el cuadro de Avacyn.

—¿Salvarlos? —preguntó—. ¿Es eso posible?

—Si se ha hecho, puedo verlo deshecho.

—No creo que eso sea siempre cierto. Pero será suficiente si lo intentas. ¿Qué necesitas
de mí?

—Una vez que esto haya acabado, viajarás a Thraben y harás lo que haga falta para
asegurarte de que esos idiotas creen que he muerto, o me he ido, o he sido obligado a esconderme.

—Podría hacer algo mejor —dijo ella—. ¡Podría decirles que estaba equivocada, y que
nos has salvado! ¡Si traes a la gente de vuelta, lo anunciaré desde las escaleras de la propia gran
catedral! Te proclamaré como a un héroe, y…

—No —dijo Davriel. Dejó caer el cuadro y caminó hasta su silla, cerniéndose sobre ella—
. No. Tengo que hacer ver que no soy nada especial. Otro pequeño y mezquino señor que se ha
adueñado de un insignificante pedazo de tierra que a nadie le importa. Un petimetre indigno de
atención u observación. Nada especial. Nada de lo que preocuparse.

Ella asintió despacio.


—Por ahora —continuó, extendiendo la mano—, necesito tomar prestada tu habilidad
para sentir y anclar espíritus.

—La tendrás voluntariamente —dijo la priora, poniendo su envejecida mano sobre la de


él.

—Será doloroso —le advirtió Davriel—. Nuestras… esencias no se complementan. Y


dejarás de tener acceso a la habilidad durante un corto periodo de tiempo, tal vez tan largo como
un día.

—Así sea.

Davriel apretó los dientes, y luego penetró en su mente. A cambio, sintió un inmediato
aguijonazo de dolor directamente a través de su cráneo. Diablos, esta mujer era poderosa. No
podía ver sus pensamientos, pero era atraído, como siempre, por el poder. La energía de su
interior, el brillo de la habilidad, fuerza, magia.

La soltó, contrayéndose de dolor por la terrible sensación. Esto le otorgaba un nuevo


hechizo, puro y radiante: uno que le permitiría seguir los movimientos de los espíritus y, si fuera
necesario, obligarlos a permanecer corpóreos.

La priora se derrumbó en su asiento. Davriel la sujetó por el brazo, evitando que cayera
al suelo. Era una vieja dura, y (hasta cierto punto) Davriel reconocía la importancia de su trabajo.
La gente necesitaba algo en lo que creer. Algo que les diera comodidad, y evitara que fueran
aplastados por las realidades de la existencia humana.

La verdad era algo peligroso; mejor dejársela a los que pudieran explotarla de verdad.

La priora se recuperó por fin, y apretó su brazo como agradecimiento por haberla
sujetado. Él asintió una vez y se volvió para irse, sufriendo (aún) el pinchazo de dolor en su mente.

—Has sido llamado a la acción —le dijo la priora desde atrás—. Pero aún pareces
reticente. ¿Qué haría falta, Greystone? ¿Para hacer que te preocupes de verdad?

Cadáveres. Muerte. Recuerdos.

—No preguntes eso —contestó él, volviendo al pasillo—. Esta tierra no está preparada
para una versión de mí que se preocupe de algo que no sea su próxima siesta.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO DOCE: TACENDA

Tacenda siempre había oído hablar de la Piedra de Almas en el tono más extraño y
contradictorio. Los aldeanos bendecían al Ángel Sin Nombre por habérsela concedido a las
Afueras. Parecían orgullosos de la reliquia, que tranquilizaba las almas de los seguidores de la
iglesia, evitando que se alzaran como geists u otras horribles criaturas.

Pero también evitaba que un alma volviera a la Ciénaga. Por lo que mientras que los
habitantes de las Afueras estaban orgullosos de la bendición del Ángel, la mayoría se resistía a la
conversión a la iglesia. Tacenda lo entendía. La Piedra de Almas era una bendición increíble; pero
era como si te regalaran un buey cuando no tenías ningún carro del que tirar o ningún campo que
arar. De alguna manera, se sentía tanto agradecida como incómoda con ella.

No había imaginado que la guardarían en las catacumbas. Rom la guió por una escalera
estrecha en espiral, su lámpara iluminando antiguas piedras, no debilitadas por el viento o la
lluvia, sino por el infinito paso de pisadas humanas. El aire se volvió frío y húmedo, y entraron
en un reino de raíces, gusanos, y otras cosas sin vista. Al fondo, no encontraron una puerta, sino
un mural de piedra que mostraba ángeles en vuelo.

Rom presionó una parte concreta de la piedra; una pequeña protuberancia, camuflada
como la pequeña cabeza de un ángel, que se hundió en la pared. Algún antiguo mecanismo hizo
que la piedra se hiciera a un lado. No era tanto una barrera (cualquiera con el tiempo suficiente
podría haber encontrado probablemente el sitio donde presionar) sino un recordatorio. Incluso en
el más sagrado de los lugares, incluso en el hogar de un artefacto pensado para calmar almas, era
sabio tener una puerta cerrada entre tú y tus muertos.

Pasaron a través de la abertura y entraron en las catacumbas, que precedían la existencia


del priorato en su forma actual. Tacenda se había esperado calaveras, pero sólo encontró estrechos
pasajes. Las paredes estaban formadas de filas de extrañas piedras, quizá de tres palmos de ancho.
Con forma de hexágono, muchas estaban marcadas con el símbolo del Ángel Sin Nombre.

—¿No hay huesos? —preguntó mientras Rom la guiaba hacia la derecha.

—No —contestó este—. Nadie aquí quiere exhibir los cuerpos. Esta gente merece
descanso, no espectáculo. Las piedras de las paredes pueden ser retiradas, revelando un largo
agujero excavado en la pared. Ponemos el cuerpo en un tablón, lo empujamos adentro, y lo
sellamos.

Tacenda asintió, siguiéndole silenciosamente.

—Hay mucho espacio aquí —dijo Rom—. Quienquiera que construyera estas catacumbas
dejó mucho espacio para cuerpos. Pero tu gente no suele decidir ser enterrada aquí, como es
correcto.

—Nosotros… —Pero, ¿cómo podía responder a eso? Era cierto—. La Ciénaga es nuestra
herencia. Lo siento.

—Tu gente —dijo Rom—, se mueve entre dos religiones. Creo que queréis adorar ambas
a la vez, aguantando a los clérigos cuando os visitan, pero luego yendo a ofrecerle vuestra
verdadera devoción a la Ciénaga. Eso molesta a la priora, lo sé, pero no estoy en posición de
regañar a nadie. Yo mismo seguí a dos dioses, se podría decir. La mayor parte de mi vida, no fue
la virtud, sino la emoción de la caza, la que fue mi maestra.

La guió alrededor del túnel curvo, luego apoyó la mano en un símbolo grabado en una de
las tumbas. Las alas ascendentes, el símbolo del Ángel Sin Nombre. El mismo que envolvía la
muñeca de Tacenda, por encima de la mano con la que llevaba su viola.

—Oí hablar de esta Ciénaga vuestra —dijo Rom—, antes de venir. Así que no me pilló
por sorpresa. Pero este Ángel Sin Nombre… muchos de los clérigos locales preferirían llevar su
símbolo antes que el de la iglesia.

—Avacyn es… era el Arcángel —dijo Tacenda—. Y presidía legiones enteras de otros
ángeles. Es… era… su iglesia, pero siempre fue una divinidad lejana. Los fieles de aquí, como
mi hermana, siempre prefirieron un ángel más personal.

—Me malinterpretas —dijo Rom—. Me alegré de descubrirlo. Después de la traición de


Avacyn, oír noticias de otro ángel que todavía amaba a su gente… bueno, me dio esperanza.
Esperanza de que incluso un arrugado y ensangrentado cazador como yo sería capaz de encontrar
paz.

Sus labios se volvieron hacia abajo mientras decía la última parte, por alguna razón, pero
entonces simplemente agitó la cabeza y guió a Tacenda por uno de los muchos caminos que se
dividían del corredor principal de las catacumbas. Estaba en lo cierto: había mucho espacio aquí
abajo. Siempre se había imaginado unas cuantas criptas pequeñas, no esta red de túneles.
Finalmente, llegaron a una pequeña habitación de piedra con bancos acolchados a lo largo de las
paredes.

Y ahí estaba, la Piedra de Almas: una piedra blanca como un huevo de ganso grande,
decorando un pedestal en el centro. Rom cerró las pantallas de su linterna para demostrar que la
piedra brillaba con una suave luz propia. Un resplandor cambiante, lechoso, como los colores del
aceite en el agua. Giraban en un sereno patrón, como si la Piedra de Almas estuviera llena de
diferentes líquidos iridiscentes, fluyendo en una eterna procesión circular.

Tacenda se quedó sin aliento. Era precioso.

—Dicen que se vuelve más brillante cada vez que alguien de las Afueras se ofrece a la
iglesia —dijo Rom.

—¿Puedo… Puedo tocarla?

—Mejor no, pequeña señora —dijo él—. Pero puedes mirar. Ven, siéntate y mira los
patrones.

Incapaz de separar la vista del hipnotizante transcurso de colores, Tacenda caminó hacia
atrás hasta que encontró uno de los bancos, y luego se sentó, poniendo la viola sobre su regazo.

—Siempre ponen a los nuevos clérigos aquí, como uno de sus primeros deberes, a vigilar
la piedra —dijo Rom suavemente—. No la vigilamos siempre, pero es una buena práctica que
alguien medite aquí mientras permanece alerta toda la noche. Ha pasado un tiempo desde que
tuve ese trabajo. Pero recuerdo quedarme aquí sentado durante noches sin fin, simplemente
mirando y pensando. Sobre todos los años que esta piedra ha visto.
»Primero le fue dada a un clérigo solitario, que la mantuvo en un altar. Luego se le
construyó una iglesia, y las catacumbas para alojar a los muertos. Finalmente, vino la priora, y
vio que se construyera un edificio decente al fin. La piedra ha visto eso y más. Tal vez no debería
ser pretencioso, pequeña señora, pero esta es tu herencia tanto como esa Ciénaga.

—Lord Davriel me dijo antes que mi gente habla demasiado sobre el destino. Dijo que
debería defenderme por mi misma y decidir mi propio camino, antes que creer en cosas como el
destino.

Tacenda a Rom para encontrar la luz de la Piedra de Almas fluyendo a través de su cara
—. ¿Qué piensas? —preguntó este.

—No sé —dijo ella—. Me parece que es básicamente imposible decidir por uno mismo.
Quiero decir… si hago lo que dice Davriel, ¿cómo es eso diferente de hacer lo que mi aldea me
dice? Eso no es independencia. Es simplemente elegir una influencia diferente.

Rom gruñó, y Tacenda continuó mirando la oscilante luz. Se daba cuenta de que Rom la
había llevado aquí abajo para evitar que se viera envuelta en el conflicto entre Davriel y la priora.
En vez de ir a por agua, simplemente le había preguntado si estaba interesada en ver la piedra.

Davriel… recordaba el aspecto de sus ojos, esa sombra, cuando habían encontrado muerto
a Brerig. Davriel tenía la segunda oscuridad en sus ojos. Un vacío para consumir toda vida, y
dejar el mundo tan frío como él era…

—¿Rom? —preguntó—. ¿Alguna vez has pensaste en los demonios que matabas, cuando
eras joven? ¿Te preocupabas del daño que les estabas causando?

—No —dijo el viejo cazador—. No, cuando era joven, no puedo decir que lo hiciera.

—Oh.

—¿Cuando era más viejo, sin embargo —dijo—, y los ángeles se volvieron locos? Si,
pensé en ello entonces. Me pregunté, ¿iba mi vida entera a girar en torno a la muerte? ¿No había
ninguna manera de pararlo? ¿De hacer un mundo donde los hombres no tuvieran que temer ni a
la oscuridad ni a la luz?

—¿Encontraste… alguna respuesta?

—No. Por eso es por lo que me retiré finalmente —Miró hacia arriba, luego le hizo
señas—. Ven, vamos a ver cuánto daño ha habido escaleras arriba.

Tacenda asintió, cogiendo su viola y uniéndosele. Mientras se iban, sin embargo, se dio
cuenta de algo en lo que no había reparado al principio. Había estado tan concentrada en la Piedra
de Almas, que no había visto que aquí también había un mural en la pared, esculpido en la piedra,
mostrando la derrota de un terrible demonio de una historia que no conocía.

—Ese mural —dijo—. Hay una protuberancia como la que has pulsado antes, bajo el pie
del demonio. ¿Es también una puerta secreta?

—Si —dijo Rom—. Verás más que unas pocas de esas aquí. La mayoría no llevan a nada
de importancia; pequeñas cámaras donde guardamos el equipo de embalsamamiento o cubos de
basura.
—Oh.

—Ese, sin embargo —continuó—. Ese lleva a un túnel fuera de las catacumbas, al bosque.
Este sitio de aquí abajo, no es solo para los muertos. El un sitio para encerrarnos nosotros mismos,
si algo nos ataca. Nos podemos esconder aquí abajo, y salir por una de las salidas secretas.

Tacenda asintió, pensando en ese hecho. Incluso el priorato (tal vez el priorato en
particular) necesitaba un lugar de retirada, si venía un ataque. Todos los edificios y aldeas eran
en realidad fortalezas en la oscuridad, cuidadosas de cerrar sus puertas fuertemente por la noche.

Mientras se iban, miró la iridiscente piedra por encima del hombro una última vez. Era
extraño que hubiera vivido en Verlasen toda su vida, pero nunca hubiera venido aquí para ver el
regalo del Ángel Sin Nombre.

¿Y quién es ella para ti? ¿Alguna vez la has visto? Tal vez fuera mejor que el Ángel Sin
Nombre se hubiera desvanecido hacía tiempo. Las historias habían sido suficiente para Willia,
que se había sentido atraída hacia todo lo que hablara de luchar contra la oscuridad, pero no para
Tacenda.

Se apresuró tras Rom, pero mientras volvían a las escaleras, percibió una luz que venía
de uno de los otros corredores. Tocó a Rom en el hombro, y luego señaló.

—Oh —dijo éste—. ¿Eso? Simplemente es donde preparamos los cuerpos de los muertos
y los guardamos hasta que es el momento del enterramiento.

Se quedó helada mientras Rom continuaba. ¿Los cuerpos de los muertos, esperando a ser
enterrados? Como…

Tacenda no pudo evitarlo. Se dirigió a ese pasillo. Rom la llamó, pero ella le ignoró.
Pronto entró en otra pequeña cámara, ésta iluminada por parpadeantes velas sobre montones de
cera derretida. La pared de atrás sostenía un relieve del Ángel Sin Nombre (su cara escondida tras
un brazo) sujetando un relieve de la Piedra de Almas.

Tres cuerpos, amortajados, descansaban en losas a lo largo de la pared. Uno era una joven
mujer de pelo corto. Aunque otros las confundían, Tacenda no podía entender cómo. Willia era
más menuda y fuerte que Tacenda, su pelo más corto pero de alguna manera más dorado. Y Willia
era por mucho la más guapa, a pesar del hecho de que tenían la misma cara.

Rom entró a tropezones, y vio los cadáveres—. ¡Oh! Qué estúpido soy, pequeña señora.
Debería haberme dado cuenta.

Tacenda se acercó a Willia, sujetando su viola con una mano, y tocando con la otra la
mejilla del cadáver. No, no un cadáver; solo un cuerpo. El alma de Willia aún estaba ahí afuera,
recuperable. Como las de Jorl y Kari, cuyos cuerpos también adornaban el cuarto.

Willia parecía tan fuerte, incluso en la muerte. Mientras las caras de los otros eran
congeladas máscaras de terror, ella simplemente parecía estar dormida. Tacenda mantuvo la mano
en la mejilla de Willia, intentando dar algo de calor al cuerpo comatoso, como había hecho cuando
le cantaba a su hermana durante las largas y frías noches, antes de que ninguna conociera el límite
de sus poderes.
Tienes que elegir tu propio camino, elegir tu propio destino, había dicho Davriel. Eso
parecía un tópico fácil cuando eras un poderoso señor, cuando no tenías una aldea de la que
preocuparte o una familia que proteger. Tal vez no era el destino lo que había mantenido a
Tacenda en su sitio al lado de la cisterna, alejando cantando la primera oscuridad. Tal vez había
sido algo más poderoso.

—¿Aquí es donde estabas? —soltó una voz afilada. Davriel emergió en la sala, y su capa
ondeó tras él, como si extendiera sus brazos tras la apretada caminata a través de los pasillos.

—¡Mi señor! —dijo Rom, haciendo una reverencia—. Está la priora… Quiero decir…

—Merlinde y yo hemos llegado a un acuerdo amigable —dijo Davriel—. En el que ella


accedió a estar equivocada y yo accedí a que matarla sería demasiada molestia. Tacenda, ya tengo
lo que vine a buscar. Desearía estar lejos de este lugar antes de que su hedor empiece a adherirse
a mis ropas.

Ella retiró la mano de la mejilla de Willia. La mejor manera de ayudarle (la única manera)
era ir con este hombre—. Hemos venido a ver la Piedra de Almas —dijo, siguiéndole—. ¿Crees
que puede ayudarnos de alguna manera?

—La última vez que miré —contestó Davriel—, no era más que un bonito pedazo de roca
con una guarda amortiguadora sobre ella. Tus canciones son varios órdenes de magnitud más
potentes.

—Es una reliquia poderosa —dijo Tacenda, sintiendo una punzada de proteccionismo—
. ¡Dada a nosotros por el Ángel Sin Nombre en persona!

—Un ángel que nadie ha visto en décadas —dijo él con una inhalación—. La vieja historia
es un sinsentido. No sé dónde se originó la piedra, pero dudo que fuera de un ángel. ¿Por qué les
iba a dar la piedra a un pequeño e insignificante grupo de aldeanos? Sería bastante más efectiva
en un centro metropolitano más grande.

—No todo tiene que ver solamente con números.

—Por supuesto que no —dijo Davriel, alcanzando la escalera—. Lo verdaderamente


importante es cómo esos números suman.

Empezó a subir las escaleras. ¿Porqué estaba tan impaciente de pronto? Prácticamente
había tenido que sobornarle para que investigara en primer lugar.

Tacenda se quedó atrás con Rom, que subía los escalones a un ritmo más lento y
deliberado, asiendo la barandilla firmemente.

—Está equivocado —dijo—. La magia de la Piedra de Almas puede que no sea poderosa,
pero no hace falta. Está aquí para resguardar las almas de los creyentes, y que el encantamiento
sea simple no significa que no sea importante. Como la fe. No pretendo hablar más de su señorío,
pero ese es el problema con ser tan inteligente como es él. Te acostumbras a tenerlo todo resuelto
en tu cabeza, y cuando el mundo real no concuerda, te inventas excusas.

Al final de las escaleras, Tacenda descubrió un sitio más allá al fondo del pasillo donde
las blancas paredes habían sido desfiguradas por terribles símbolos negros, con formas que hacían
que sus ojos se revolvieran. ¿Había invocado demonios en medio del priorato?
Llegaron a la puerta principal—. Gracias, Rom —dijo Davriel—, por tu servicio. Si
alguna vez me veo obligado a exterminar a los miembros de este priorato, te mataré el último.
Señorita Verlasen, nos vamos.

Caminó afuera. Rom levantó su linterna apresuradamente—. Mi señor, queréis…

Davriel extendió la manó e invocó una ráfaga de llamas para alumbrar el camino mientras
atravesaba los jardines del priorato.

Al verlo, Rom suspiró—. Mejor que vaya a ver qué tal está la priora —le dijo a Tacenda—
. Cuídate esta noche, joven señora. Hay una peligrosa oscuridad observándonos. Eso es lo que es.

Tacenda le asintió en agradecimiento, y luego siguió a Davriel. Aunque no parecía notar


el calor de la llama de su mano, hacía que su cara empezara a sudar

—¿Porqué tenemos tanta prisa de repente? —preguntó—. ¿Has descubierto algo útil?

—No realmente.

—¿Entonces por qué estás tan ansioso?

Los demonios lo vieron venir, y Crunchgnar los fue a recoger con el carruaje por el oscuro
camino—. He decidido —declaró Davriel mientras llegaban—, que me voy a echar una siesta.
CAPÍTULO TRECE: TACENDA

Lo decía en serio.

En medio de la misión para salvar la aldea, mientras la noche iba pasando y cada momento
llevaba a Tacenda más cerca de perder su visión, Lord Davriel Cane se echó una siesta.

Después de alejarse unos pocos kilómetros del priorato, Davriel echó a Tacenda y los
demonios del carruaje, corrió las cortinas, y se envolvió en su capa. La Señorita Highwater cerró
la puerta con un click, meneando la cabeza y sonriendo.

—No me lo puedo creer —dijo Tacenda.

—Son las dos y media de la mañana —dijo la Señorita Highwater—. Es un hombre


poderoso cuando decide que quiere serlo, pero sigue siendo mortal. Necesita dormir, y esta noche
sus preparativos para ir a la cama han sido interrumpidos por una niña con una daga improvisada.

Dentro del carruaje, Davriel empezó a roncar suavemente.

Crunchgnar y la Señorita Highwater se fueron a un hueco en un lado del camino donde


alguien había apilado piedras para hacer una hoguera. Probablemente fuera una parada común de
camino a la Ciénaga. Puede que ella misma hubiera parado aquí antes, pero sus caminos en esta
dirección siempre habían sido durante el día, cuando estaba ciega.

Los demonios fueron a recoger leña, y luego Crunchgnar se tocó la frente durante un
momento, encendiendo una pequeña llama en la punta de su dedo. Pronto tenía un acogedor fuego
chisporroteando en la hoguera. La Señorita Highwater se sentó con la linterna tras ella,
acomodándose recatadamente en una roca y hojeando su cuaderno, y luego tomando algunas
notas.

Tacenda se sentó cerca de las llamas, y se encontró con que la fatiga también hacía mella
en ella. Estaba acostumbrada a quedarse despierta durante la noche, pero… había sido una noche
larga. Exhausta, mental y emocionalmente. No quería quedarse dormida, sin embargo; no sola
con los demonios, especialmente con Crunchgnar.

Aún así, a pesar de su retorcida cara, prominentes cuernos, y ojos rojos como la sangre,
incluso él parecía de alguna manera… humano mientras se sentaba junto al fuego, calentándose
—. Nunca me gustó la superficie —murmuró—. Demasiado fría. No entiendo cómo los humanos
podéis vivir así, medio congelados cada noche.

Tacenda se encogió de hombros—. No tenemos demasiadas opciones, en realidad.


Aunque supongo que si realmente quisiéramos ir a algún lugar más caliente, nos llevarías con
gusto…

Crunchgnar sonrió —. Dudo que fueras a encontrar los fuegos del infierno de tu agrado,
niña. Los demonios menores como yo normalmente estamos obligados a ceder nuestras presas a
nuestros señores. He reclamado las almas de ocho personas durante mi existencia, pero solo me
he alimentado de una pequeña porción de cada una.
—¿Nunca te sientes mal por eso? ¿Empatía por las almas que tomas? ¿Culpa por lo que
haces?

—Es para lo que fui creado. Es mi lugar en el mundo. ¿Por qué debería sentir culpa?

—Podrías ser otra cosa. Algo mejor.

—No puedo ignorar mi naturaleza, no más de lo que tú puedes, niña —Crunchgnar asintió
en dirección al carruaje—. Le gusta fingir que cada uno puede elegir su camino, pero al final
incluso él tendrá que pagar las deudas que debe. Y su ‘libertad’ durará tanto como una brasa
separada de su fuego.

Tacenda se movió en su piedra. Las palabras se parecían incómodamente a lo que ella


misma le había dicho antes a Davriel. Fui elegida por la Ciénaga. Debo seguir mi destino…

—Tú lo entiendes —dijo Crunchgnar. Diablos, esos ojos suyos eran desconcertantes. Al
menos la señorita Highwater tenía pupilas, aunque fueran rojas. Los ojos de Crunchgnar eran
directamente carmesíes—. Eres más lista de lo que es él, a pesar de su confianza en sí mismo.

—Yo…

—Podríamos hacer un trato —dijo Crunchgnar—. Debo mantener a Davriel vivo durante
otros dieciséis años, pero tal vez podamos hallar una manera de aturdirlo. Tenerlo cautivo. Actúa
como si fuera poderoso, pero no tiene poder propio, solo el que roba. Podríamos aprisionarlo, y
tú podrías convertirte en la Señora de la Mansión. Gobernar en su lugar. —El demonio se levantó,
cerniéndose sobre el fuego. Alumbrado por su dura luz, arrojaba una larga y terrible sombra sobre
el bosque—. Te serviría y me encargaría de cualquiera que cuestionara tu mandato. No intentaría
apoderarme de tu alma; sólo quiero la suya. En dieciséis años, te dejaría. Sin trucos.

Crunchgnar se acercó, y Tacenda se encogió ante él. Se mordió el labio, luego empezó a
tararear.

Crunchgnar retrocedió ante el sonido de la Canción de Custodia —. No hay necesidad de


eso— gruñó.

Tacenda tarareó más alto, y las cuerdas de su viola empezaron a vibrar.

—Crunchgnar —dijo la Señorita Highwater—. Alguna criatura está haciendo ruidos al


norte. Deberías ir a ver qué es.

—Piensa en mi oferta —le dijo a Tacenda, y luego asintió en dirección a la Señorita


Highwater—. E ignórala si ésta intenta ofrecerte un trato mejor. Apenas merece ser llamada
demonio hoy en día.

—Y tú apenas merecer ser llamado inteligente —dijo la Señorita Highwater—. Pero no


te lo restregamos por la cara, ¿a que no? Sé un buen chico y haz lo que te digo.

Crunchgnar gruñó suavemente, pero se perdió entre los arbustos. Una vez fuera de la luz,
se movió con un silencio que sorprendió a Tacenda. Para su volumen, tenía una gracilidad
peligrosa.
Tacenda dejó que su canción muriera, y la viola se quedó quieta—. Gracias —le dijo a la
Señorita Highwater.

—La canción también me estaba haciendo daño a mí, niña —contestó ella—. Una pena,
ya que la música parece atractiva. Me gustaría oírte cantar una canción entera, algo que no intente
destruirme.

Tacenda se quedó mirando el fuego, recordando tiempos mejores. Tiempos en los que
había cantado otras canciones, a petición de Willia. Canciones de Alegría para los trabajadores
de los campos, o canciones cuando sentía el calor del abrazo de su madre. Canciones ahora
muertas.

Tacenda se inclinó hacia delante, calentándose las manos en un fuego encendido con el
calor de la llama de un demonio—. ¿Estás… Estás de acuerdo con Crunchgnar? ¿Sobre vuestra
naturaleza?

La Señorita Highwater se tocó la mejilla con el lápiz. Sus ojos reflejaban la luz del fuego,
y parecían arder—. ¿Sabías —dijo finalmente— que fui el primer demonio que invocó cuando
llegó a esta tierra?

Tacenda negó con la cabeza.

—Ninguno de nosotros había oído hablar nunca de él. Acabábamos de salir de nuestra
prisión, donde habíamos pasado lo que parecía una eternidad, aunque fue un relativamente corto
tiempo. Una vez libres, empezamos ansiosamente a buscar contratos con mortales.

»Creía que un galán de vistosas ropas y lenguaje pomposo sería un trabajo fácil. Me
apresuré a firmar el contrato, y luego puse todo mi empeño en seducirle. Pero apenas me miró
antes de mandarme a contar el dinero de las arcas del anterior señor. Durante los siguientes días,
probé todos los trucos que conocía. Pero cada vez que me veía, me daba otra tarea.

»‘Oh, Señorita Taria, ahí está’, decía, como si ese fuera de alguna manera mi apellido.
‘He estado mirando los recibos de los impuestos de la aldea, y parece que muchos de ellos han
estado pagando en bienes. Calcularlo hace que me duela la cabeza. ¿Podría comprobar que las
cuentas de este libro cuadran?’ —La Señorita Highwater meneó la cabeza, como si todavía no
pudiera creer que aquello hubiera pasado—. ¡Ahí estoy, absolutamente radiante, y él simplemente
pasa de largo y me da una lista con los precios del ganado!

—Eso… tuvo que ser frustrante, supongo —dijo Tacenda, intentando no ruborizarse
profundamente.

—Fue absolutamente exasperante —dijo la Señorita Highwater—. Al final le exigí saber


por qué me había escogido a mí, de todos los demonios, para este trabajo. ¿Había invocado a la
Devoradora de hombres para hacer los balances de sus cuentas? ¿Y sabes lo que hizo? Sacó unos
papeles. Copias de los contratos que yo había hecho en el pasado. Los demonólatras hacen eso,
¿sabes?: invocan el contrato, hacen una copia, y luego analizan los detalles para estudiar su estilo.

»Bueno, tenía unos diez contratos antiguos míos, y los miró con absoluto amor. Habló de
lo inteligente que había sido mi manera de redactarlos, lo brillantemente que había engañado a
mis anteriores amos. Para él, los contratos eran una auténtica belleza.
La Señorita Highwater sonrió, y parecía haber verdadero cariño en su expresión mientras
miraba hacia el carruaje de Davriel—. Le daba igual mi aspecto. Me invocó específicamente
porque pensaba que sería buena llevando sus cuentas. Y estaba en lo cierto. Soy buena con los
contratos, siempre me he sentido orgullosa de ello. Me convierte en una excelente administradora.

»No me avergüenzo de lo que soy o de mi aspecto. Pero… es bueno que te aprecien por
algo más. Algo de lo que siempre me he sentido orgullosa, pero que virtualmente todos (mortales
y demonios por igual) han ignorado. Así que no, no creo que Crunchgnar esté del todo en lo cierto.
Tal vez todos fuéramos creados con un propósito específico, pero eso no impide que podamos
encontrar también otros propósitos.

Tacenda asintió y se quedó mirando las llamas, reflexionando sobre eso hasta que un
sonido en los alrededores le hizo pegar un salto. Era simplemente Crunchgnar, que volvía a la luz.

—Banshee —dijo, señalando por encima del hombro—. No parece tener relación. La he
espantado, pero puede que queramos despertar a Davriel de todas formas.

—Démosle unos pocos minutos más —dijo la Señorita Highwater—. Ese hechizo de la
priora tiene que haber sido doloroso de absorber, y podría necesitarlo si vamos a enfrentarnos a
la Ciénaga.

—¿Estás segura —dijo Crunchgnar—, de que no te invocó para ser su madre en vez de
su amante?

—Por suerte para mí, ya habías tomado el papel de mascota.

Tacenda hizo una mueca ante el intercambio de insultos, pero afortunadamente los
demonios se callaron mientras Crunchgnar añadía unas cuantas ramas al fuego. No parecían
terriblemente preocupados de que un monstruo como una banshee estuviera acechando en el
bosque, pero de todos modos, ¿quién podía saber lo que asustaba a un demonio?

No parecía adecuado estar sentada aquí sin tocar música. Aunque había pasado muchas
noches sola, iluminada por un solitario fuego, había pasado esas horas al menos tocando una
variación de la Canción de Custodia.

La había manifestado por primera vez cuando había intentado proteger a su familia. Había
venido a ella sin necesidad de aprenderla; simplemente había ocurrido. Las canciones eran una
parte instintiva de ella. ¿No era eso prueba suficiente de su destino? ¿De que la razón por la que
existía era cantar esa canción?

Eso… pareció susurrar una voz en su interior. Y más…

Finalmente, Tacenda cogió su viola y empezó a tocar una suave melodía. No la Canción
de Custodia, sino algo más triste, más solemne. Crunchgnar la miró mientras empezaba a cantar,
pero esta melodía no estaba pensada para ahuyentarlos. Era una canción que nunca había cantado,
pero que parecía adecuada para el momento.

Cerró los ojos y se dejó absorber por la música. En ese estado, las canciones parecían
atravesarla, como si su alma fuera el instrumento, y la viola un mero amplificador. El tiempo, el
lugar, y ella misma se entremezclaban mientras la canción empezaba a hacer vibrar las cuerdas
por sí misma.
Cantó sobre la pérdida. Sobre la muerte y el paso del tiempo. De impasibles bosques que
veían aldeas crecer y caer, creencias brillar intensamente y morir, niños convertirse en ancianos,
y luego ser olvidados mientras las generaciones se apilaban unas encima de otras e infinitos fuegos
se reducían a cenizas. De una chica que había sido obligada a detener su alegre música, y en vez
de eso empezar a cantar sólo para la noche.

La canción brotaba de ella, y la viola no era su único receptáculo. Las extremidades de


los árboles vibraban, las piedras zumbaban, el carruaje sonaba como una tranquila percusión. Su
canción encontraba cualquier camino disponible, y ella no era más capaz de controlarla de lo que
podía controlar al viento o a la luna.

Pero lentamente… cambió. Se fue convirtiendo en aquella canción que había conocido
una vez: esa que su hermana había adorado. Tacenda la buscó, pero encontró… no encontró nada.

Se calló poco a poco, las últimas notas de la canción resonando en su mente. Suspiró, y
luego levantó la mirada.

Los demonios la miraban boquiabiertos. El libro de cuentas de la Señorita Highwater se


le había escapado de las manos y había caído al suelo sin que nadie se diera cuenta. Crunchgnar
la miraba, su mandíbula abierta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la Señorita Highwater—. Parecía que estaba volando…

—Yo… —susurró Crunchgnar—. Estaba arrodillado en los pozos derretidos de Fuego


del Amanecer, y los fuegos… los fuegos se estaban apagando… —Se acomodó, y luego miró
alrededor, como si se sorprendiera de encontrarse en el bosque.

La puerta del carruaje se abrió bruscamente, y Davriel salió a gatas, dejando su capa
detrás. Se acercó a Tacenda, sus ojos abiertos.

Ella se echó atrás mientras le cogía por los brazos.

—¿Qué ha sido eso? —exigió Davriel—. ¿Qué has hecho?

—Yo… Yo solamente… he cantado…

—Eso no era una simple custodia —dijo él, y Tacenda vio sus ojos difuminarse con humo
blanco—. ¿Qué eres?

Algo golpeó la mente de Tacenda. Una fuerza abrumadora. Sintió manos llegando a su
cerebro, agarrando su alma. Sintió…

NO.

La música surgió de ella, y gritó. Una ráfaga de luz brotó de ella, lanzando fragmentos
como chispas al cielo nocturno mientras lanzaba a Davriel lejos de ella. Fue arrojado hacia atrás
unos tres metros antes de chocar con un lado de la carroza, astillando la madera. Cayó al suelo
del bosque con un golpe sordo.

Crunchgnar se levantó, llevando la mano a su espada; pero fue la Señorita Highwater


quien llegó primero, apoyando una fría daga en la garganta de Tacenda.

—¿Qué has hecho? —siseó la mujer demonio.


—Yo… —dijo Tacenda—. No he…

Davriel se agitó. Se levantó del suelo letárgicamente. Con hojas pegadas a su camisa,
agitó la cabeza.

Tacenda sintió un pánico creciente, con un cuchillo en su cuello.

Davriel se levantó y se quitó el polvo, luego se estiró—. Auch —dijo, mirando luego al
carruaje—. Señorita Highwater, creo haber estropeado esta madera con una hendidura hecha con
mi cráneo.

—No me sorprende —contestó ella—. Siempre ha sido obvio para mí cual de los dos era
más duro.

No retiró el cuchillo del cuello de Tacenda.

Crunchgnar sacó su espada con retraso—. Um… ¿debería matarla?

—Por muy entretenido que fuera ver su magia hacerte pedazos —dijo Davriel—, puede
que aún me seas útil. Así que no.

Se acercó a Tacenda. Se sentía tan nerviosa, que creía que los fuertes latidos de su corazón
harían que el cuchillo de la Señorita Highwater se resbalara y le hiciera sangrar.

Davriel movió la cabeza levemente hacia un lado, y la Señorita Highwater retiró la daga,
haciéndola desaparecer en una vaina de su cinturón. Cogió su libro de cuentas como si nada
hubiera pasado.

Davriel, sin embargo, se arrodilló ante Tacenda—. ¿Tienes idea de lo que acecha en tu
mente?

—Las canciones —dijo Tacenda—. ¡Has intentado robarlas! ¡Has intentado robar mis
poderes, como hiciste con esos cazadores!

—A pesar de todo este espectáculo —Davriel chasqueó los dedos, un oscuro humo verde
oscureciendo sus ojos. Una pequeña luz brilló, formando una especie de escudo de brillante
energía verde sobre su mano—, he robado una simple guarda de protección, que es lo que esperaba
encontrar dentro de ti. Pero mientras la tocaba, encontré algo tras ella, algo más profundo. Algo
más grande—. Miró a Tacenda, haciendo que el escudo se desvaneciera—. Repito. ¿Tienes idea
de lo que es?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Te ha hablado? —preguntó Davriel.

—Por supuesto que no —dijo Tacenda—. A menos... A menos que cuentes las canciones.
Parecen hablar a través de mí.

Él frunció el ceño, luego se incorporó y se volvió hacia el carruaje.

—¿Davriel? —dijo Tacenda, levantándose.

—No recuerdo haberte dado permiso para usar mi nombre, niña.


—No recuerdo haberte dado permiso para entrar en mi mente.

Davriel se paró, luego miró hacia atrás. A un lado, la Señorita Highwater soltó una risita.

—¿Sabes lo que es? —preguntó Tacenda—. ¿Lo que dices que sentiste dentro de mí?

Él subió al carruaje—. Ven. Es momento de visitar tu Ciénaga.


CAPÍTULO CATORCE: DAVRIEL

Davriel sólo había usado el poder de la Entidad una vez.

Había sido cinco años atrás. Para ese momento de su vida, estaba a gusto con sus poderes,
y con su extraña habilidad para caminar a través de distintos planos de existencia. Había pasado
años viajando, explorando, aprendiendo lo enorme que era el multiverso. Había sido esclavizado
y había encontrado venganza. Se había convertido en un experto en tratar con demonios. Se había
llegado a dar cuenta de lo especial que era.

Y había decidido, por fin, reclamar un trono. Había sido durante esa lucha (un choque
desesperado, climático entre ejércitos e ideologías) cuando por fin había cedido, y recurrido a la
Entidad.

Mientras viajaban hacia la Ciénaga, dejó que la Entidad controlara sus sentidos. En vez
de ver el interior del carruaje, se vio a sí mismo de pie en un campo de cadáveres. Hombre y
mujeres vestidos de un llamativo rojo yacían apilados, moteados aquí y allá con los negros y
dorados tabardos de su guardia. Las banderas ondeaban al viento, un sonido triste. El aire olía
fuertemente a humo, un aroma que apenas cubría el hedor de la sangre.

Sus enemigos habían venido a aplastar a su ejército defensor. Y así, en su desesperación,


había recurrido al poder. Ni siquiera él estaba preparado para el resultado.

Te puedo dar cualquier cosa, había prometido la Entidad. Mundos sobre mundos pueden
ser tuyos.

Había sido de pie en ese ensangrentado campo donde Davriel había sentido por primera
vez a otros cazándole. Habían llegado al campo de batalla, atraídos al plano por el uso de aquel
poder. Como polillas a una llama.

No sabía quiénes eran. Probablemente, aliados del hombre moribundo de cuya mente
había robado Davriel originalmente a la Entidad. Pero sabía que donde quiera que estuvieran, lo
cazarían durante toda la eternidad por aquel poder. Lo destruirían.

Así que había huido, dejando atrás los cadáveres tanto de aquellos que se habían opuesto
a él como de los que habían creído en él. Su sangre se mezclaba en un campo de batalla que no
conocería un entierro.

El carruaje dio una sacudida, sacando a Davriel de su ensimismamiento. La visión se


desvaneció, dejándolo solamente con el recuerdo de haber usado la Entidad para cargar sus
hechizos. La repentina e impresionante sensación de fuerza que venía de tocar algo mucho, mucho
más grande que él.

Había sentido esa misma sensación unos minutos atrás, después de entrar en la mente de
la chica. Su cabeza le dolía por aquel encuentro, pero las ramificaciones eran mucho, mucho más
preocupantes que el dolor.
Miró a Tacenda, que se sentaba enfrente de él, sus piernas cruzadas bajo ella. La Señorita
Highwater fingía leer un libro, pero sospechaba por la poca frecuencia con la que pasaba las
páginas que estaba observando a Tacenda. Con una buena razón.

Hay otra más como tú, pensó para la Entidad. Y está dentro de la chica.

Sí, dijo la Entidad. Una parte, al menos. No está del todo viva. No puede hablarle, excepto
de la manera más tosca.

¿Por qué no me dijiste que había más como tú?, exigió Davriel. ¡En todos estos años,
nunca has dicho nada!

Las demás no deberían haber importado, dijo la Entidad. Yo soy la más poderosa. Pero
después de sentir lo mismo que tú (que aquellos que nos cazaban te destruirían) me di cuenta.
Necesitabas algo más que yo. Por fuerte que sea, tengo debilidades.

Me trajiste aquí, se dio cuenta Davriel. Pusiste la idea en mi cabeza; quería que viniera
donde otra de vosotras se escondía. Para que... pudiera hacerme también con ese poder.

Si, contestó la Entidad. Esta Entidad, como yo, es lo que queda de un antiguo plano.
Destruido, consumido, su poder condensado. Es el alma de un mundo entero, se podría decir. La
mayoría de su poder se oculta en la Ciénaga. Puedes tomarlo y hacerte lo suficientemente
poderoso como para que nadie vuelva a atreverse a desafiarte.

Aún no has contestado a mi pregunta, pensó Davriel con frustración. ¿Por qué no me
dijiste que había otras como tú?

Estoy destinada a protegerte, dijo la Entidad. Tú eres mi maestro y mi huésped. Pero


era... difícil admitir que tengo que compartirte con otra.

Aún así podrías habérmelo dicho.

Tal vez habrías huido de nuevo. No te entiendo. Reclamarme, usarme, es obviamente tu


destino. Y aún así dudas. Puedo sentir tu ambición. Sé que comprendes la gloria que te espera.
Tus retrasos me confunden. Así que esperé a que llegara la crisis adecuada para que te hiciera
moverte, actuar.

Davriel sintió una punzada de inquietud. ¿Estás detrás de esto?, exigió. ¿Mataste tú a la
gente de Verlasen?

No, dijo la Entidad. Pero este es el momento. Cuando te enfrentes a la Ciénaga, lo verás.
Recurrirás a mí, y juntos consumiremos y absorberemos el poder de la segunda Entidad.

¿Y la chica?, preguntó Davriel.

Sólo tiene una pequeña parte del poder, contestó la Entidad. Me preocupaba, al principio,
que lo tuviera todo, pero cuando entraste en ella hace un rato, supe la verdad. Tiene una fracción
del poder. No sé porqué... o por qué las almas de la gente están actuando de la manera en que lo
hacen. Tal vez la Entidad de la Ciénaga sienta que vamos a por ella. Pero una vez que nos
enfrentemos a ella, y reclamemos su poder, podemos hacernos cargo de la niña.
Las implicaciones de la conversación estremecieron a Davriel. Quizás, entonces, él estaba
detrás de todo esto. ¿Podía ser que la Ciénaga hubiera atacado la aldea para reunir su poder? ¿Se
estaba preparando para luchar contra Davriel?

¿Podía de verdad enfrentarse y derrotar a una Entidad como la de su mente? ¿Un poder
rebelde? La fracción que había en la muchacha había sido suficiente para lanzarlo despedido.
¿Cómo podía ganar una lucha contra un poder aún mayor?

Necesitarás mi ayuda, dijo la Entidad. Tomarás una decisión, por fin. Te convertirás en
un dios.

A esta gente, pensó Davriel, ya le han fallado muchos dioses.

Una elección, repitió la Entidad, su voz desvaneciéndose mientras el carruaje empezaba


a detenerse. Tacenda se levantó. En respuesta al repentino movimiento, la mano de la Señorita
Highwater se movió (muy ligeramente) hacia su cuchillo.

—Ya estamos —dijo Tacenda, abriendo la puerta antes de que Crunchgnar tuviera tiempo
de detener el vehículo por completo. La luz de derramó, iluminando una vieja choza de vigilante
y un húmedo pozo oscuro.

Tacenda bajó de un salto, su vestido enredándose en los arbustos mientras se abría paso
hacia la Ciénaga. Davriel salió una vez que el vehículo se detuvo, y luego posó su mano en el
punto en el que su cuerpo había golpeado la madera.

No le hacía gracia la idea de un conflicto. Estaba exhausto, y la cabeza le latía. La Entidad


podía curar la mayoría de malestares normales, pero nunca quitaba los dolores de cabeza. Tal vez
Davriel necesitara el recordatorio de que, a pesar de todo, realmente era humano.

Los pies de Crunchgnar aplastaron el suelo mientras saltaba de su sitio en lo alto del
carruaje. Su cuerpo se curaba a una velocidad increíble: las heridas que había recibido en la iglesia
se habían reducido a meros arañazos, apenas visibles mientras el demonio sujetaba su linterna y
bañaba el área en una luz anaranjada.

—Sabía que acabaríamos aquí —dijo Tacenda desde las cercanías de la Ciénaga—. Lo
sabía de alguna manera. —Se volvió hacia él en las sombras—. Tú también lo sabías, ¿verdad?

Davriel se acercó a la Ciénaga, como tirado por cadenas invisibles. Tacenda se arrodilló
al lado del negro pozo, mirando las aguas, que no reflejaban la luz como el agua debería. Tampoco
penetraba la luz. La Ciénaga parecía de alguna manera encontrarse fuera del rango de iluminación.

Hechizos. Davriel necesitaba hechizos. ¿Pero qué tenía? ¿Unos pocos encantamientos
menores? Algún tipo de piromancia que se estaba desvaneciendo, apenas lo suficientemente fuerte
para encender una vela a esas alturas. Debería haberse estado preparando durante meses,
absorbiendo y almacenando la magia más poderosa del multiverso para enfrentarse a esto.

No necesitas nada de eso, dijo la Entidad. Me tienes a mí. El poder que cogiste de la
priora puede contener entidades rebeldes, como espíritus, y funcionara aquí. Con mi fuerza
apoyando esa habilidad, podemos contener a la Entidad de la Ciénaga.
Huye. Los instintos de Davriel le gritaban que corriera. Que corriera de vuelta a su
carruaje y espoleara a los caballos hasta su mansión. O, mejor aún, debería dejar este maldito
plano.

Que algún otro se ocupara de la Ciénaga. Que fueran héroes o tiranos; ambos eran
virtualmente lo mismo. Números en una mesa, uno con un signo positivo ante él, el otro con un
signo negativo. ¿Y esta tierra? ¿Qué era para él? Un hogar temporal. Podía encontrar cualquier
cantidad de dominios idénticos a él a lo largo del multiverso. Debería abandonarlo. Aquí mismo,
ahora mismo.

Y sin embargo.

Y sin embargo... continuó hacia delante, pasando sobre un tronco caído, para unirse a la
muchacha ante la orilla de la Ciénaga. Como un negro vacío, un agujero que perforara la realidad.

—Sabía que acabaríamos aquí —repitió Tacenda—. Era nuestro destino.

—Yo no tengo destino— dijo Davriel—, salvo el que construyo por mí mismo —Levantó
sus manos, reuniendo su poder—. Pero tu aldea es mía. Estas personas son mías. Es momento de
que la Ciénaga entienda quién gobierna las Afueras. Mejor que te quedes atrás.

Tacenda no se retiró, aunque Crunchgnar y la Señorita Highwater permanecieron


sabiamente cerca del carruaje. Prepárate, pensó Davriel. Tomó un profundo aliento, y luego
hundió sus sentidos mágicos en la Ciénaga.

Y la encontró vacía.
CAPÍTULO QUINCE: DAVRIEL

Una Entidad había vivido aquí una vez. Davriel podía sentir sus restos, como una esencia
persistente. La poderosa fuerza había distorsionado la realidad a su alrededor, dejando el lugar
cambiado para siempre.

Pero ese poder se había ido. Vacío como una tumba.

Esto está mal, dijo la Entidad. Estaba aquí... Se suponía que estaba aquí... ¿Qué ha
pasado?

No lo sé, pensó Davriel, arrodillándose y metiendo los dedos en el agua, sintiendo los
restos de poder. No había nada aquí contra lo que luchar. Ni siquiera había algo que robar.

Levantó la vista, e invocó la habilidad de la priora: la capacidad de ver dónde habían


estado los espíritus, y luego anclarlos. Le causó dolor, otra jaqueca; pero le permitió ver un
brillante residuo verde cerca.

Los Susurradores habían estado aquí; sus rastros eran verdes, como había dicho la priora.
Y había algo más, algo más antiguo... un rastro que se alejaba, hacia la aldea Verlasen. Podía
distinguirlo sólo porque conocía a la Entidad que había en su interior, y era similar.

El poder se había movido. Se había ido, hacía tiempo. Tal vez... ¿dos décadas atrás? Quizá
un poco menos. El poder no podía decírselo con exactitud.

—La cosa que vivía en la Ciénaga no está —dijo—. Y no ha estado durante años.

—¿Qué? —dijo Tacenda a su lado.

—Parte de ello está en tu interior —dijo Davriel—. La Entidad de la Ciénaga residió aquí
durante siglos, impregnándolo todo en el área con su aroma. Se filtró en vuestras almas, como
veneno infiltrándose en un cuerpo a través del agua, y vinculó a tu gente con ella. Así que
quienquiera que tenga el poder está controlando a los geists.

Esto es malo, dijo la Entidad en su interior. No esperaba enfrentarme a un huésped que


esté entrenado en el poder, usándolo para magnificar sus habilidades. Aún podemos ganar, pero
será peligroso.

—Me dejaron sola —dijo Tacenda—. Porque...

—Porque los geists pueden sentir el poder de la Ciénaga en tu interior —dijo Davriel—.
Probablemente te confundieran con su maestro. Habría pensado que podías controlarlos, pero por
alguna razón tu canción no puede.

Davriel frunció el ceño mientras la Señorita Highwater se acercaba, haciendo crujir la


maleza—. ¿Cómo nos deja eso entonces?

—Preocupado —dijo Davriel—. ¿Porqué abandonaría la Ciénaga la Entidad?


—Tenía miedo —Tacenda susurró mientras se arrodillaba al lado del agua, con ojos
vidriosos.

—¿Miedo? —dijo Davriel—. ¿Qué podría hacer que algo tan poderoso tuviera miedo?

—La fe —susurró ella.

—Qué...

—¡Cane! —gritó Crunchgnar.

Davriel se volvió hacia el carruaje, donde Crunchgnar había desenvainado su espada.


Apuntaba con el arma hacia el camino—. ¡Tenemos un problema! ¡Ven aquí!

Davriel se abrió camino hasta el carruaje, seguido por la Señorita Highwater. La luz de la
linterna de Crunchgnar no se internaba demasiado en la noche, pero no hacía falta, ya que los
geists que se acercaban por el camino despedían una enfermiza iluminación verde. Había cientos
de ellos, sus mandíbulas colgando, sus caras distorsionadas e inhumanas. Fluían a través de los
árboles y arbustos, avanzando con un ritmo constante.

Una distorsionada figura cerca de la vanguardia levantó su dedo, apuntando a Davriel, y


su boca se abrió aún más en un grito silencioso.

Docenas de ojos muertos se fijaron en él. Luego sus bocas se retorcieron una tras otra
mientras (una por una) le reconocían.
CAPÍTULO DIECISEIS: TACENDA

Tacenda se arrodilló cerca de la Ciénaga. Davriel tenía que estar equivocado. Había creído
en la Ciénaga toda su vida. No podía simplemente estar vacía, ¿verdad?

Tacenda... La voz susurrada tenía el sonido de hojas crujientes. Se quedó mirando las
cristalinas aguas, y encontró, reflejada en ellas, la cara de su madre. Como si estuviera sumergida
en las oscuras aguas.

Tacenda extendió su mano, tocando con la punta de sus dedos la superficie de la Ciénaga.
El agua estaba inesperadamente tibia, como la sangre.

Una mano la agarró por el hombro. La Señorita Highwater (con un agarre


sorprendentemente firme) la puso en pie, y luego tiró de ella hasta el carruaje. Qué...

Geists. Fluían a través del bosque. Terribles, retorcidas criaturas con formas vagamente
humanas. Y en el viento, oía sus terribles suspiros. Tacenda se quedó boquiabierta, congelándose
en el sitio, pero la Señorita Highwater la metió en el carruaje. Davriel ya estaba dentro, golpeando
el techo y gritándole a Crunchgnar que los pusiera en marcha.

El carruaje se puso en marcha mientras los caballos se desbocaban. Los árboles se


convirtieron en una mancha de oscuridad fuera de la ventana. Tacenda sentía cada bache y roca
del camino; el carruaje traqueteaba terriblemente a esa velocidad.

—Señorita Highwater —gritó Davriel—, ¿qué plebeyo está a cargo de asfaltar este
camino? Si se diera el caso de que sobreviviéramos, me gustaría que fuera flagelado.

—Bueno —dijo ésta—. ¿Recuerdas esa reunión que tuvimos sobre la asignación de los
ingresos de los impuestos para el mantenimiento de las infraestructuras?

—No, pero suena aburrido.

—Tú...

—Acordemos simplemente —dijo Davriel—, que es culpa de Crunchgnar.

Tacenda sacó la cabeza por la otra ventana y miró atrás al camino. El viento soplaba en
su cabello, agitándolo.

Los Susurradores los perseguían. Su fantasmal luz atravesaba troncos de árboles y


maleza; obstáculos que los espíritus ignoraban. Seguían el camino del carruaje a una velocidad
notable, e incluso sobre el traqueteo del carruaje, oía sus voces. Susurros ahogados, solapándose
entre ellos.

Esta es la gente de mi aldea, pensó, temblando. Tomados por alguna fuerza y convertidos
en geists. ¿Estaba el alma de su hermana entre ellos, entonces? ¿Retorcida más allá del
reconocimiento? ¿Había venido Willia con los otros y reclamado a los vivos de Verlasen mientras
Tacenda se dejaba los dedos tocando música?
—¡Señorita Verlasen! —dijo Davriel.

Tacenda metió la cabeza en el carruaje mientras Davriel cogía su viola y se la entregaba.

—¿Tal vez sea el momento de una canción? —preguntó.

—¡No funciona con los Susurradores! —dijo ella, cogiendo la viola con manos
lánguidas—. ¡Ese es el problema que empezó todo esto!

—Son constructos del poder que ostentas —respondió Davriel—. Hay una Entidad dentro
de ti que les da poder a tus canciones. ¡Esa fuerza debería ser capaz de controlarlos de alguna
manera!

—¡Tú mismo has dicho que sólo tengo una parte del poder! ¡Hay algo más fuerte que yo
detrás de esto!

Davriel apretó los dientes, agarrándose al carruaje al tomar una curva algo cerrada—.
Antes —le gritó—, me has dicho que sabías lo que había asustado a la Entidad de la Ciénaga.
Dijiste la palabra “fe”. ¿Por qué?

—¡No lo sé! —dijo Tacenda—. ¡Simplemente parecía lo correcto!

—¡Esa no es una respuesta aceptable! —Se volvió a agarrar a una esquina del carruaje
mientras tomaban otra curva. Esta vez era una curva aún más cerrada, y Tacenda fue golpeada
contra la madera, gruñendo. Un momento después giraron en la dirección contraria, y se resbaló
por el asiento hasta chocarse con la Señorita Highwater.

—Ese idiota nos va a estrellar contra un árbol a esta velocidad —dijo ésta.

Una luz verde brilló a través de la ventana. Tacenda vislumbró rostros fantasmales en los
bosques, siguiendo el camino del carruaje. Eran rápidos. Crunchgnar no tenía mucha elección: o
tomaba las cerradas curvas de este camino forestal a velocidades peligrosas, o dejaba que los
geists los cogieran. De hecho, tenía que acelerar, ya que los Susurradores estaban...

Tacenda se golpeó contra el lateral mientras tomaban otra curva.

Davriel gruñó y apretó la manilla de la puerta—. ¡Demasiado cerrada! —dijo—. Vamos


a...

Algo crujió bajo el carruaje. El vehículo se ladeó.

En ese mismo momento, Davriel salió lanzado por la puerta. Tacenda lo perdió de vista
mientras sentía que se le revolvía el estómago; luego una súbita sacudida tumbó el carruaje.

Tacenda dio vueltas en el carruaje, tratando frenéticamente de proteger su viola. La


Señorita Highwater acabó encima de ella con un gruñido. El vehículo cayó contra el suelo y se
arrastró brevemente por un lateral, salpicando a Tacenda de suciedad y maleza a través de la
ventana.

Finalmente, el carruaje se detuvo. Tacenda gruñó, intentando desenredarse de la Señorita


Highwater, que estaba maldiciendo ligeramente en voz baja. Fuera, los caballos relinchaban y
bufaban ansiosos, y creyó oír a Crunchgnar tratando de calmarlos.
La Señorita Highwater logró ponerse en pie, y asió la manilla de la puerta sobre
ellas. Dado que el carruaje se había puesto de lado, una puerta estaba bajo ellas, y la otra encima.
No había señales de Davriel, aunque Tacenda creía haberle visto saltando del vehículo a mitad de
giro.

Tacenda gruñó y examinó su viola. Notablemente, el instrumento estaba de una pieza. Lo


sujetó mientras escalaba el asiento, luego, con esfuerzo, salió a lo que ahora era la parte de arriba
del carruaje. Estaba cubierta de suciedad, su pelo era un revoltijo enmarañado, y la Señorita
Highwater no parecía mucho mejor.

Davriel había aterrizado sin heridas aparentes. Estaba de pie en el centro del camino, y
(con una floritura) se puso su larga capa. Parecía extraordinariamente sereno mientras se giraba,
observando a los Susurradores que se acercaban. Sus ojos se volvieron blancos, sus labios se
estiraron como si le doliera, y una ráfaga de poder brotó de él.

La brillante ráfaga casi cegó a Tacenda en la noche, e hizo que los Susurradores
ralentizaran su avance. Rodearon el caído carruaje, con sus retorcidas caras murmurando de
manera agitada. Parecían mostrarse precavidos antes Davriel de repente.

—El poder de la priora —dijo la Señorita Highwater desde detrás de Tacenda, ambas aún
en cuclillas sobre el caído carruaje—. Puede anclar a esos geists, obligarlos a ser corpóreos.

A pesar de lo ridícula que resultaba una emoción así en un momento como aquel, Tacenda
se encontró enfadada con el señor. Era claramente injusto que hubiera sido capaz de escapar sin
enredarse ni cubrirse de suciedad. ¿Cómo era que este hombre siempre parecía tan sereno, a pesar
de ser tan inútil?

—Señorita Highwater —dijo Davriel, dándose la vuelta mientras los Susurradores se


empezaban a acercar—, desenganche los caballos e intente controlarlos. Crunchgnar, tu espada
será probablemente requerida.

El enorme demonio gruñó y pasó al lado de Davriel, ojeando los espíritus. A juzgar por
los arañazos frescos de su brazo, Crunchgnar se había caído cuando el carruaje había volcado.

La Señorita Highwater hizo lo que se le ordenaba, bajando de un salto del carruaje y


haciendo ruiditos para calmar a los caballos, que estaban enredados en sus retorcidas bridas.
Tacenda se quedó en su sitio sobre el carruaje, que parecía el lugar más seguro para ella.

Al principio, los Susurradores dejaron un círculo de unos cinco metros entre ellos y el
carruaje; luego uno de ellos se aventuró delante. Este acto pareció darles permiso a los demás, ya
que irrumpieron hacia Davriel en masa. Aquellos terribles susurros les acompañaban, un sonido
enloquecedor, tan cerca de ser inteligible.

Buscó en aquellas caras retorcidas señales de algo que reconociera. Si estos realmente
eran sus amigos y vecinos, ¿no debería ser capaz de distinguirlo? Desgraciadamente, las caras
estaban tan distorsionadas, que apenas eran reconocibles como humanas.

Crunchgnar empezó a agitar la espada como un tamborilero, golpeando con la espada a


espíritu tras espíritu. El hechizo de Davriel les había dado forma física, y el arma los quebraba,
haciendo que sus cuerpos echaran humo y se disolvieran en un vapor verde que formaba charcos
en el suelo, en vez de evaporarse. Tacenda sintió un atisbo de preocupación: estas eran las almas
de gente a la que quería. ¿Les afectarían estos ataques permanentemente? Con suerte, el hecho de
que el vapor se acumulara en el suelo y no se desvaneciera indicaba que no estaban siendo
destruidos por completo.

La Señorita Highwater separó frenéticamente a los caballos de sus enredados arneses.


Davriel extendió la mano hacia un lado para invocar un arma.

La viola desapareció de las manos de Tacenda. Soltó un gritó de sorpresa cuando se


reformó en la mano extendida de Davriel, con la que luego se dispuso a atacar a un espíritu. A
mitad de la maniobra, pareció darse cuenta de que no estaba sujetando una espada. Se quedó
congelado, y luego le lanzó a Tacenda una mirada fulminante, como si de alguna manera fuera su
culpa que él hubiera tocado la viola antes.

Lanzó la viola a un lado, haciendo que Tacenda gritara encima del carruaje. Pero
entonces, contuvo el aliento mientras Davriel era rodeado por brillantes figuras verdes. Lo
arañaron con sus garras, pero en vez de desfigurar su piel, sus dedos se hundieron en su cara. Se
puso rígido, con otros espíritus agarrando sus brazos y su capa.

Horrorizada, Tacenda observó mientras una luz verde empezaba a brotar de la cara de
Davriel. ¡Están intentando arrancar su alma de su cuerpo!

Durante un momento volvió a la aldea, gritando en medio de la segunda oscuridad y los


terribles susurros. Escuchando mientras la gente a la que quería se la llevaban de uno en uno.
Escuchando mientras...

¡No!

Tacenda saltó de lo alto del carruaje y aterrizó en la blanda tierra al lado del camino. No
tenía más arma que su voz, así que empezó a cantar la Canción de Custodia a voz en grito.
Crunchgnar rugió de dolor, pero los Susurradores (como siempre) la ignoraron. Frustrada, dejo
de cantar y en su lugar cogió una piedra afilada del suelo. La usó como maza, golpeando con ella
la espalda de una figura verde brillante, intentando frenéticamente de abrirse paso hasta Davriel.

Tuvo poco efecto. Los espíritus parecían no darse cuenta de que estaba ahí.

¡A él también no!, pensó. ¡Es la única esperanza que me queda!

Derribó al espíritu que tenía delante, convirtiendo su forma en un oscuro humo verde,
pero otros presionaron y los susurros la rodearon. Se agitó, intentando luchar, pero de nuevo se
sintió impotente.

Los espíritus no la atacaron, pero se llevarían a cualquiera que estuviera a su alrededor.


Cualquiera que hubiera querido, o incluso conocido. Dejándola sola en la infinita, pura oscuridad.

Una ráfaga de luz pasó por encima de ella, una pared de fuerza azul, disolviendo espíritus
en un círculo. Tropezó hasta detenerse, con la piedra agarrada en sus manos, para encontrar a
Davriel en cuclillas en el centro. Este se levantó, con humo azul coloreándole los ojos. Mientras
otro espíritu se acercaba (su cabeza en un ángulo torcido, su boca abierta tan larga con su
antebrazo), Davriel levantó la mano y lanzó otro rayo de luz azul.

—¿Cómo? —dijo Tacenda—. ¡Les vi llevarse tu alma!


—La guarda que cogí de tu mente actúo como un escudo para mi alma, una vez que la
activé —dijo Davriel. Aunque su voz era calmada, su cara estaba pálida y estaba temblando—.
Hecho eso, era una cuestión simple usar el hechizo de rechazo que cogí de esos cazadores. —Se
secó el sudor de la frente con una mano temblorosa—. ¿Estabas preocupada por mi? Niña tonta.
Nunca estuve, por supuesto, en peligro...

Miró hacia abajo, hacia el humo verde que se movía. Un cabeza salió de él, con una
retorcida, demasiado ancha boca. Las manos se levantaron, reformándose.

—Diablos —dijo, lanzando un anillo de luz azul mientras rechazaba a los espíritus de
nuevo. Este destello parecía menor que sus anteriores usos, y los geists empezaron a reformarse
del suelo casi inmediatamente.

—Inútiles, idiotas cazadores —maldijo Davriel—. He visto diablos con magia más eficaz.
¡Vamos! A los caballos.

Empujó a Tacenda hacia el carruaje, y esta se movió hacia el vehículo, apoyando la


espalda en él mientras Davriel lanzaba una ráfaga de luz para ayudar a Crunchgnar. El alto
demonio no tenía alma que perder (y los espíritus no estaban arrancando ninguna luz verde de él),
pero estaban atacándole con sus garras, arañándole e intentando tumbarlo.

Las ráfagas de Davriel incapacitaron a muchos de los Susurradores, aunque los rezagados
empezaban a llegar desde el bosque. Tacenda se puso en marcha, dándose cuenta de que unos
cuantos de ellos se habían parado al borde de la carretera, donde le estaban mirando a ella.
Cabezas demasiado largas se retorcían en extraños ángulos sobre sus hombros mientras la
contemplaban, y luego uno levantó la mano, apuntando.

Sintió un escalofrío en su interior. ¿Estos recién llegados eran capaces de verle? ¿Qué
había cambiado?

—¡Davriel! —gritó, caminando de espaldas a lo largo del caído carruaje, cerca de las
ruedas—. ¡Señorita Highwater! —Cogió su piedra de manera amenazante.

Los geists se quedaron quietos. ¿Estaban... Estaban asustados de su piedra?

No. Era el colgante que se había envuelto en la muñeca antes. Los geists lo estaban
mirando. Mientras tres de ellos simplemente se quedaron ahí de pie, el último cambió, los ojos
encogiéndosele a un tamaño más humano. Su temblequeante forma se estabilizó, y la cara casi se
volvió humana, reconocible.

Retrocedió, llevándose las manos a la cara.

La Señorita Highwater saltó entre Tacenda y los geists, clavando su cuchillo en un lado
de la cabeza de un espíritu, haciendo que se derrumbara y empezara a desintegrarse. Arrastró a
Tacenda hacia un caballo asustadizo con una simple brida, cortada de los arneses del carruaje.

—¡Súbete! —dijo—. ¿Puedes cabalgar?

—Sí. Mi padre me enseñó, en las tardes después de...

—Menos historias. Más salir de aquí. ¡Dav! ¡Estamos listas!


Davriel salió del otro lado del volcado carruaje, con aspecto demacrado mientras acababa
con el par de geists que habían estado mirando a Tacenda. Aquel cuya cara había empezado a
reformarse no estaba entre ellos. Se había internado en el bosque, Tacenda podía ver su luz verde
moviéndose entre los árboles.

Crunchgnar, sangrando de heridas en sus brazos, se subió a un caballo y espoleó a la


pobre criatura. El animal apenas podía con él. La Señorita Highwater cogió las riendas de otro
caballo para Davriel mientras este se preparaba para subirse a él.

—Davriel —dijo Tacenda, soltando a su caballo y agarrando su brazo—. ¡Hay algo raro
en uno de esos espíritus!

—¿En cuál? —dijo él inmediatamente, ojeando el área. Su hechizo y las espadas de


Crunchgnar habían dejado a la mayoría de Susurradores sin forma, pero la capa de humo verde
del suelo se estremecía, y las manos y caras se reformaban.

Tacenda señaló al bosque—. Un grupo de ellos vinieron tras de mí, los únicos que han
intentado atacarme. Pero cuando vieron el símbolo del Ángel Sin Nombre, se pararon. ¡Uno huyó
hacia el bosque!

Davriel frunció el ceño—. Señorita Highwater, tenga los caballos preparados. Volveré en
seguida.— Entonces se adentró en el bosque.

Tacenda dudó, luego corrió tras él.

—¿Qué? —gritó la Señorita Highwater tras ellos—. ¿Estáis locos?

Moverse por el bosque durante la noche era difícil. Siempre parecía haber alguna rama
inadvertida que se agarraba a su vestido, o algún agujero donde el suelo estaba un palmo por
debajo de lo esperado. La primera oscuridad pronto los rodeó, pero Davriel invocó una luz en
forma de pequeña llama en su dedo; el último pedazo restante de su piromancia.

Tacenda se quedó con él, persiguiendo la brillante luz verde, que había dejado de
moverse. Alcanzaron al geist, que estaba arrodillado al lado de un árbol, con la cabeza inclinada.
Había empezado a difuminarse, su forma distorsionándose.

—El símbolo —dijo Davriel, agitando su mano libre hacia Tacenda.

Tacenda desenvolvió el colgante de Willia de su muñeca y se lo entregó. Davriel se puedo


frente al geist y se lo presentó. La cosa miró hacia arriba, fijándose en el símbolo: la forma de
unas alas extendidas.

—¿Es el poder de la iglesia? —preguntó Tacenda.

—No —dijo Davriel—. Es el poder de la familiaridad. ¿Recuerdas lo que te dije? Los


espíritus como estos a veces pueden recuperarse a través del recuerdo de algo que conocieron en
vida.

El geist extendió unos reverentes dedos y tocó el símbolo del Ángel Sin Nombre. La cara
cambió de monstruosa a humana. Agonizante humana. Aunque no podía derramar lágrimas, esta
cosa estaba llorando.
Era... Era Rom.

¿El viejo cazador-convertido-en-jardinero era un geist ahora? ¿Pero cómo? No era de la


aldea.

—¿Qué...? —susurró el espíritu de Rom—. ¿Qué me habéis hecho, señor?

—¿Qué recuerdas? —dijo Davriel, con voz suave, casi amable—. ¿Lo último?

—Os vi fuera, en la noche —dijo el espíritu—. Estaba cansado, y volví a mi habitación a


dormir. No podía. Como siempre. Recordando a todos a los que he matado... —El brillante
espíritu parpadeó, y luego se miró las manos—. Oh, Ángel. Creía que encontraría la paz aquí.
Pero no... Nunca hay paz...

—¿Por qué es un clérigo un Susurrador? —dijo Tacenda—. ¿Qué está pasando?

—El priorato ha sido atacado desde que nos fuimos —dijo Davriel—. Las almas de los
clérigos se han convertido en geists. Me preocupa que quien quiera que esté detrás de esto se haya
dado cuenta de que los espíritus de tu aldea no pueden hacerte daño, así que ha empezado a buscar
almas de gente no tocadas por la Ciénaga. —Dejó caer el símbolo—. Aparentemente, el Ángel
no les fue de ayuda.

—La vi —murmuró Rom—. La primera vez que vine aquí. Por eso... por eso me pidieron
que viniera... se había vuelto loca, como los demás... —El espíritu agachó la cabeza, llorando
suavemente.

—Rom —dijo Davriel—. Algo pasó aquí hace poco menos de veinte años, en la Ciénaga.
La Entidad de su interior huyó por alguna razón.

—Hace veinte años... —dijo Rom—. Yo ni siquiera estaba aquí entonces. Estaba matando
demonios.

—Davriel —dijo Tacenda—. ¿Hace un poco menos de veinte años? Sabemos algo que
pasó. Hace quince años.— Se señaló a sí misma—. Nací.

Davriel frunció el ceño ante esas palabras, luego miró de nuevo al camino, donde el
ejército de espíritus se había reformado. Ahora estaban flotando hacia el bosque—. Ven.

Se puso en marcha rápidamente a través de los arbustos lejos de los geists. Tacenda
extendió la mano hacia Rom, pero el tembloroso espíritu se estaba empezando a distorsionar de
nuevo, murmurando sobre sus asesinatos. Sintiendo un escalofrío, Tacenda se apresuró tras
Davriel. Se abrió camino entre la maleza, tropezando, prácticamente a gatas.

—Tu poder de custodia no es simplemente el más poderoso que ha habido en


generaciones —dijo Davriel—. La Entidad de la Ciénaga se introdujo en ti y en tu hermana. Lo
que quedaba de ella, al menos. Estaba asustada, tal vez siendo debilitada por algo.

—La iglesia —dijo Tacenda, gruñendo mientras se abría camino sobre un tronco—. ¿No
lo ves? La priora llegó unas dos décadas atrás, y los clérigos llegaron en masa. Las almas
empezaron a ser convertidas, y se entregaron al Ángel en vez de a la Ciénaga. ¡La Piedra de
Almas!
—La Piedra de Almas es un trasto con un encantamiento de segunda sobre él —dijo
Davriel—. Bueno sólo para asombrar plebeyos. Calma las almas, pero aparte de eso...

Se paró en el bosque enfrente de ella. Tacenda miró sobre el hombro, sintiendo frío
mientras la verde luz de los geists que se aproximaban fluía hacia ellos.

—Me dijiste —dijo Tacenda—, que el poder de la Ciénaga se había filtrado en las almas
de la gente de aquí. ¿Qué habría pasado con ese poder al morir la gente?

—Imagino que normalmente, habría vuelto a la Ciénaga.

—A menos que algún aparato (algún trasto mágico) estuviera recopilando esas almas en
su lugar. ¿Puede que hubiera empezado a acumular la fuerza de la Ciénaga, absorbiéndola? ¿De
manera que la fuerza de ésta empezó a disminuir, hasta que se desesperó lo suficiente para probar
algo nuevo? ¿Para salir del todo y buscar un huésped?

—Dos huéspedes —dijo Davriel—. Por accidente. Buscaba el útero, el niño que nacía,
pero acabó dividida entre dos hermanas gemelas. Quien quiera que esté detrás de esto debe
haberse dado cuenta de la fuente de tu poder, y mató a tu hermana por su mitad. Pero a ti no pudo
tocarte. ¿Por qué?

Detrás, los espíritus maldecían alrededor del arrodillado Rom, que sostenía el símbolo del
Ángel Sin Nombre entre sus dedos. Tacenda creía haberle visto soltar el colgante y levantarse, su
cara completamente distorsionada.

—Ven —dijo Davriel, llevándola consigo. Salieron a campo abierto, alcanzando el


camino. Tejía un curso sinuoso aquí, y habían atajado a través del bosque para emerger en otra
sección del mismo.

—Deberíamos volver a la mansión —dijo Davriel.

—El poder —dijo Tacenda—. El resto de esta… Entidad que vive en mi interior. Está en
el priorato. Dentro de la piedra.

—Estaba en el priorato. Alguien lo ha reclamado obviamente —Su expresión oscureció


bajo la luz de la luna—. Te lo juro, como la priora me haya engañado de alguna manera después
de todo…

Tacenda miró de nuevo al bosque. Los espíritus venían a por ellos cada vez más rápido—
. Están acelerando —dijo—. ¡Tenemos que intentar ser más rápidos que ellos!

—Señorita Verlasen —dijo Davriel, horrorizado—. ¿Correr? ¿Yo?

Ella le cogió del brazo, pero Davriel permaneció quieto. ¿A qué estaba esperando?
Cuando estaba a punto de echar a correr por el camino, oyó el resonar de cascos de caballos.

Un momento después, la Señorita Highwater dobló la curva que había delante,


cabalgando sin silla en uno de los caballos. A juzgar por la luz de la linterna que llevaba en una
mano, parecía haber hecho una abertura en la parte delantera y trasera de su falda para cabalgar.
Llevaba otros dos caballos detrás con una cuerda, e iba seguida por Crunchgnar en su acosado
animal, que parecía un poni en comparación.
La Señorita Highwater detuvo su caballo cerca de Davriel.

—Una sincronización excelente —dijo éste—. Y con un estilo adecuado también.

—Voy a cobrarte esta falda —dijo ella—. Tienes suerte de que cabalgáramos para intentar
interceptarte al otro lado; Crunchgnar quería esperar como ordenaste.

Tacenda subió ansiosamente a uno de los caballos, dándose poca cuenta de la falta de
silla—. ¿Qué hizo que os decidierais a venir a por nosotros?

—Si mis años de servicio me han enseñado algo —dijo la Señorita Highwater—, es a no
contar nunca con Davriel para que llegue a tiempo a una cita sin mi ayuda.— Volvió su caballo,
luchando por mantener a la indomable bestia bajo control. Parecía haberse quedado con el más
difícil de los animales. La majestuosa yegua negra de Davriel se quedó plácidamente quieta
mientras este se subía encima.

—¿A la mansión? —dijo la Señorita Highwater, señalando el camino en dirección


opuesta a los espíritus, que estaban empezando a salir del bosque.

—No —dijo Davriel. Respiró hondo—. Por donde hemos venido. Al priorato.

—Pero…

Espoleó a su caballo, directo hacia la masa de geists, y Tacenda se le unió. La Señorita


Highwater maldijo en voz alta, pero les siguió, tal como hizo Crunchgnar, cuyo caballo estaba
haciendo un increíble esfuerzo para no derrumbarse bajo su masa.

Cuando alcanzaron a los espíritus, Davriel lanzó una ráfaga de luz azul. Esta vez sólo
hizo que los espíritus más cercanos se desintegraran. Afortunadamente, los otros vacilaron un
momento, aturdidos.

Tacenda y los otros entraron en la masa. Estaba seguro de haber sentido el toque de unos
dedos fantasmales frotar la piel de sus piernas. Su frío parecía llegar hasta su mismo núcleo,
helando una parte de ella que lo único que había conocido era calor.

Y entonces salió, tronando tras Davriel, aferrándose a su caballo. No tenía que hacer
mucho; le dio rienda suelta a la bestia e intentó agarrase a ella con sus rodillas.

Les había llevado una hora larga llegar a la Ciénaga desde el priorato, pero habían parado
para la siesta de Davriel, y habían cabalgado el resto del camino a un relajado paso de carruaje.
Su retorno llevó una fracción del tiempo.

El viaje hizo que los pobres caballos echaran espuma por la boca, pero ni una sola vez
tuvo Tacenda que espolear a su montura. Los susurrantes espíritus les persiguieron durante todo
el camino, y parecía que sin importar lo rápido que corrieran los caballos, los geists estaban
siempre detrás. Flotando a través del bosque, manteniéndose fuera del alcance, hasta el punto de
que a Tacenda le preocupaba estar siendo conducida en esta dirección.

Finalmente salieron del bosque al terreno del priorato. El súbitamente abierto cielo
presentaba un campo de estrellas; la luna había empezado a ponerse. Eso hizo sentir un
estremecimiento de terror a Tacenda. Miró por encima del hombro, más allá de los fantasmas,
hacia el cielo oriental. El horizonte estaba oscurecido por los árboles, como siempre. Pero podía
ver un ligero resplandor, anunciando el amanecer.

Habían estado investigando toda la noche. Pronto, cuando el sol saliera, Tacenda se
quedaría ciega de nuevo.

Se enderezó, intentando tomar el control de su caballo mientras se acercaban al priorato.


Sólo entonces se dio cuenta de que todas las ventanas estaban a oscuras. Las hogueras y antorchas
del perímetro se habían apagado, y ni una sola vela parecía encendida en ningún lugar del edificio.

La Señorita Highwater hizo parar a su caballo, y luego desmontó. Davriel no se molestó


en hacer nada de eso. Simplemente bajó del caballo y golpeó el suelo, patinando hasta detenerse.
¿Cómo en el nombre de Avacyn había conseguido hacer eso sin caerse? Tacenda era mucho
menos hábil, ya que accidentalmente hizo que su caballo se encabritara mientras intentaba bajarse.
Se deslizó en un intento medio intencionado de desmontar, y golpeó el blando suelo desmadejada.

Crunchgnar llegó el último, con su caballo apenas al trote. Se bajó gruñendo suavemente
sobre su odio a los caballos; aunque había sido el pobre animal el que había sufrido. Él, como los
otros, se largó con un sudoroso galope en cuanto la resplandeciente línea de espíritus salió del
bosque.

En vez de avanzar, los Susurradores se extendieron, formando un círculo alrededor del


claro. Vamos a quedar atrapados aquí, pensó Tacenda. ¿Nos he llevado a nuestra muerte?

Davriel dejó que los caballos se fueran sin pensarlo dos veces. Tal vez supiera que tras
un viaje tan duro, estarían demasiado cansados para seguir llevando viajeros. Los pobres animales
tendrían suerte si sobrevivían la noche.

Al igual que nosotros, pensó Tacenda.

Crunchgnar guió al grupo dentro del priorato, con la espada desenvainada, mirando
cuidadosamente a un lado, y luego al otro. Davriel le seguía, y luego iba la Señorita Highwater
con su única linterna.

El pasillo estaba oscuro, vacío; pero había dos cadáveres dentro. Guardias de la iglesia,
caídos donde habían estado de pie, los ojos abiertos y las bocas congeladas a medio grito. Tenían
el mismo aspecto que las primeras víctimas de los Susurradores que había encontrado la aldea.

Davriel señaló a la derecha, y Crunchgnar los volvió a guiar, caminando con un silencio
que parecía en desacuerdo con su estatura. La Señorita Highwater cogió unas cuantas velas medio
derretidas del alféizar de una ventana, y las encendió con la linterna. Tacenda cogió una, aunque
la parpadeante luz que emitía parecía una cosa frágil.

Pasaron unos cuantos cuerpos más (jóvenes sirvientes, que eran aprendices de clérigo),
aunque la mayoría de estos probablemente estuvieran en la cama cuando habían sido tomados. El
corazón de Tacenda retumbaba en sus oídos, y se sentía ansiosa andando tan lentamente después
de su prisa por llegar. Una mirada fuera de la ventana mostró a los geists acercándose al priorato,
rodeándolo en un círculo cada vez más estrecho.

Crunchgnar llegó al punto del pasillo donde las perturbadoras runas de Davriel cubrían
las paredes, luego abrió la puerta de la oficina de la priora. Encontraron el cuerpo de la anciana
desplomado sobre su escritorio, congelado como los otros.
Davriel maldijo en voz baja—. Podría haber sido más fácil si hubiera estado detrás de
todo —dijo—, ya que he absorbido sus poderes antes.

Tacenda se estremeció, mirando al oscurecido pasillo. ¿Habrían sido los soldados capaces
de luchar si Davriel no hubiera robado las habilidades de la priora?

—¿Qué hacemos ahora? —dijo la Señorita Highwater.

Como respondiendo a su pregunta, una ligera vibración golpeó el edificio, vibrando a


través de las piedras. Había algo… el sonido tenía un tono. Como si… fuera parte de una canción
que Tacenda conocía…

—Abajo —dijo Davriel, girándose y guiándolos por las escaleras de las catacumbas.
Llegaron a los escalones de piedra, un hueco agujero que se adentraba en la tierra. Su forma,
desde ahí, recordaba a la forma en que las bocas de los espíritus se retorcían cuando gritaban.

—Inspeccioné la Piedra de Almas nada más llegar a esta tierra —dijo Davriel, empezando
a bajar las escaleras—. Reconocí las guardas que tenía, pero no sentí un pozo de poder como el
que describe, Señorita Verlasen. Aún así, creo que debe estar en lo cierto en algunos puntos. La
Entidad de la Ciénaga buscaba un huésped en ti, después de verse amenazada a lo largo del tiempo
por la expansión de la iglesia aquí.

»Pero como estaba dividida por el nacimiento de gemelas, la Entidad no estaba completa,
y por lo tanto no podía comunicase contigo. Las Entidades pueden afectar a los sentidos de uno,
sin embargo, lo que podría ser la explicación de porqué estás ciega a veces. Tal vez esté
intentando, y fallando, sustituir tu visión como forma de comunicarse. No puedo explicar porqué
la pérdida es tan regular.

—¿Cómo sabes tanto de ella? —preguntó Tacenda.

—Digamos solamente, que me he encontrado en circunstancias similares —replicó


Davriel—. Yo… —se calló, parándose en la escalera, inclinando la cabeza. Tacenda miró hacia
arriba, más allá de los dos demonios.

Susurros.

Podía oírlos hacer eco arriba, suaves pero hipnotizadores. Los geists habían entrado al
priorato.

Davriel continúo hacia abajo, y Tacenda lo siguió, sujetando su vela y protegiéndola con
su mano de la corriente de su rápido descenso.

—Nuestra atención debe estar en tus habilidades —dijo Davriel—. Aunque envuelta en
superstición, probablemente haya una semilla de verdad en las historias que tu gente cuenta sobre
este Ángel Sin Nombre. Sólo puedo suponer que he pasado algo sobre esa piedra por alto.

Llegaron a las catacumbas, y Davriel abrió la puerta sin que hubiera que decirle donde
apretar. Giró a la derecha, siguiendo el sinuoso camino hacia la sala de la Piedra de Almas. Pronto,
Tacenda vislumbró sus resplandecientes paredes y techo, alumbrando el camino.
Entraron en la sala donde la Piedra descansaba, imperturbada, en su pedestal. Alguien
estaba sentado al fondo de la sala, mirando fijamente la piedra y sus ondulantes colores. Una
mujer joven de pelo dorado y piel pálida.

Willia.
CAPÍTULO DIECISIETE: UNÍSONO

Willia.

Willia estaba viva.

Tacenda trató de entrar corriendo al cuarto para abrazar a su hermana, pero Davriel la
agarró por el hombro fuerte y firmemente. Y… algo pasaba con Willia. El modo en que
resplandecía, el poder que Tacenda sentía que emanaba de ella. No era un geist.

Era… era la que los estaba controlando.

—¿Willia? —imploró Tacenda—. ¿Qué has hecho?

Willia se levantó, vestida con su mortaja blanca—. Me mandaron aquí abajo, ¿sabes?
Proteger la piedra es una de las labores que dan a los nuevos acólitos. Hice que me dieran esa
tarea durante los días, porque no quería estar aquí abajo, en este sitio de muerte, cuando la
oscuridad pura me tomara. Conoces esa oscuridad, ¿verdad, Tacenda?

Willia miraba fijamente la cambiante luz de la piedra—. Me habló —susurró—. Me habló


del poder que contenía, que conteníamos. Poder para detener la oscuridad. Sólo tenía que
recomponerla. Encontrar los demás fragmentos dispersos entre la gente de las Afueras. Cada uno
con una pequeña parte…

Esa voz dulce era tan familiar. Y sin embargo, su tono –su crudeza- estaba terriblemente
mal—. Willia —susurró Tacenda—. ¿Qué les hiciste a nuestros padres?

Willia la miró por fin. Y podía ver. ¿Era de noche, pero podía ver? Por primera vez en su
vida, Tacenda miró a su hermana a los ojos y ésta le devolvió la mirada.

—No quería llevármelos, Tacenda —dijo Willia—. Estaban llevando ofrendas a la


Ciénaga; lo que creía que era un dios falso. Grité, y discutí, pero no pretendía matarlos. Pero el
poder que había tomado de la piedra se combinó con el mío, y clamaba por más. Al final, lo liberé
sobre ellos y… y simplemente pasó.

—Los mataste.

—No matado. Reclamado —Willia dio un paso adelante, y los cambiantes colores de la
Piedra de Almas se reflejaron en sus ojos—. Al principio, creía que la voz de la Piedra de Almas
era ella, sabes. ¿El Ángel? Creía que era la que me estaba susurrando. Entonces no sabía que ya
estaba muerta.

Crunchgnar entró cuidadosamente en el cuarto. Davriel siguió sujetando a Tacenda,


bloqueando la salida de la pequeña cámara, la Señorita Highwater justo detrás de él. La
preocupación de Tacenda se elevó cuando sintió que Crunchgnar desenvainaba su espada.

—¡No! —dijo Tacenda—. Para. Willia, Lord Cane puede devolver las almas a sus
cuerpos si las liberas. Todo va a estar bien. Podemos arreglar esto.
—Supones que quiero hacerlo —Willia miró a Crunchgnar, y luego empujó la Piedra de
Almas, tirándola al suelo, donde se rompió—. Ya no tengo que esconderme de la oscuridad,
Tacenda. No tengo que esconderme tras tu canción. —Levantó las manos, y un profundo y
poderoso brillo empezó a surgir de ella—. Ya es hora de que el miedo me tema a mí.

Davriel había oído suficiente. Atacó, perforando la mente de la joven, buscando sus
habilidades. Tal vez fuera lo suficientemente nueva con sus poderes para poder llegar adentro,
arrancar la Entidad que tenía y…

Davriel se topó con algo. Una fuerza imposible, aún más vasta que la que había
encontrado en Tacenda.

Willia rechazó a Davriel con un golpe casi indiferente. Fue empujado hacia su propia
mente con un gruñido, con un terrible dolor de cabeza apuñalándole justo detrás de sus ojos. Y
entonces, Willia soltó una columna de energía blanquiverde, tan brillante que volvió iridiscentes
las paredes de la sala.

¡NO!

Davriel invocó los restos del poder que había obtenido de Tacenda: la guarda de
protección. El dolor partió su cabeza en dos mientras lo usaba, utilizándolo como un escudo. La
brillante barrera verde que había creado bloqueó el increíble rayo de luz de Willia, formando una
burbuja de seguridad en la que Davriel protegió a la sorprendida Señorita Highwater.

Crunchgnar, sin embargo, fue vaporizado en un parpadeo. La espada del demonio (que
había levantado para atacar a Willia) golpeó el suelo. Tacenda gritó y cayó de rodillas, pero este
poder era como una versión condensada y cruda de su Guarda de Custodia. No dañaría a una
humana como ella.

Restos de cenizas del cadáver de Crunchgnar flotaban alrededor de Davriel, que gruñía,
manteniendo su guarda de protección firme. La Luz de Custodia golpeaba su escudo como una
fuerza física, fluyendo a su alrededor como un río, llenando el pasillo detrás de él. Sólo el pequeño
espacio exactamente detrás de él estaba a salvo.

—¡Diablos! —dijo la Señorita Highwater, apretándose contra Davriel mientras su dedo


tocaba el torrente de luz y se quemaba. —¿Dav?

—Creo —dijo él con esfuerzo—, haber juzgado mal la fuerza de nuestro oponente. —Se
hundió bajo la fuerza de la luz protectora. Su escudo estaba hecho del mismo poder, pero era
mucho, mucho más débil.

Aquí estamos por fin, dijo la Entidad en su mente, con tono satisfecho. La lucha que te
prometí. Aquí, nos ponemos a prueba, y reclamamos una segunda fuerza como nuestra.

Davriel gruñó, con gotas de sudor corriéndole por los lados de la cara mientras dirigía
cada pizca de su fuerza al escudo protector. No iba a ser suficiente; podía verlo fácilmente.

Úsame, dijo la Entidad. Úsame ahora. Como hiciste una vez.

¡No!, pensó Davriel.


¿Por qué? ¿Por qué te resistes? ¡Éste es tu momento! ¡Aprovéchalo!

Davriel se volvió, con esfuerzo, para mirar a la Señorita Highwater. Ella se apretó más a
él mientras su escudo mágico se desgastaba. Los dos estaban de pie en la entrada de la cámara, y
el pasillo detrás de ellos estaba completamente inundado de luz. No había ningún sitio al que
pudiera huir. Si dejaba caer el escudo, sería vaporizada.

—Aún tengo el hechizo de expulsión —le susurró—. Un poco de él. Debería funcionar
en ti, como criatura mágica.

—Yo… —La Señorita Highwater miró a su escudo verde de fuerza, que estaba
desmoronándose por las esquinas.

—Deberías reformarte, como los geists —dijo Davriel—. La expulsión tuvo un efecto
temporal en ellos. —Miró sus profundos ojos rojos, con el sudor cayéndole por la cara—. Es todo
lo que tengo.

Ella asintió—. Hazlo.

Davriel preparó el hechizo, reuniendo poder, sintiendo que la habitación se teñía de azul
mientras sus ojos lo hacían.

La Señorita Highwater cogió su camisa justa bajo el cuello, luego acercó su cara a la de
él—. No mueras, Davriel Cane —susurró—. Aún no he acabado contigo.

Éste sonrió, y luego gruñó de nuevo bajo la fuerza del hechizo—. Recuerda. Que yo
quería. Quedarme. Dentro esta noche.

Davriel usó el hechizo de expulsión. Una parte de él se rompió mientras la piel gris de la
Señorita Highwater se convertía en humo negro, dejando caer su libro de cuentas mientras se
desvanecía.

Davriel gritó mientras su escudo se rompía, y luego la luz le envolvió. Le cegó, tiró de su
alma como un niño tirando de su capa. Pero no le hizo daño.

Seguía siendo, a pesar de todo, humano.

La luz se desvaneció finalmente, pero le dejó ciego. Davriel tropezó, volviéndose,


parpadeando y tratando de recuperar la vista. Viendo solamente blanco, activó su hechizo de
invocación de armas, para tener al menos una espada.

El objeto que se formó en su mano, sin embargo, tenía una extraña forma de madera.
Aquella maldita viola otra vez. Diablos. ¿Por qué la magia la seguía considerando un arma?

Willia no le atacó en ese momento de debilidad, aunque le oyó susurrar. ¿Órdenes?


Sonaban susurros distantes en los pasillos de las catacumbas, haciéndose eco de su voz.

Estaba trayendo esos geists abajo para él. Como probaban los clérigos, podían reclamar
almas de forasteros al igual que las de los habitantes de las Afueras. Con la Entidad apoyando
semejantes habilidades, ¿cuánto tiempo podía pasar hasta que este plano entero estuviera ocupado
por nada más que terribles espíritus verdes susurrándose los unos a los otros?
Nunca derrotarás a otra Entidad por ti mismo, dijo la Entidad dentro de su mente. Te
destruirá. A menos que la destruyas primero y tomes el poder para ti mismo.

Una mano cogió la de Davriel.

—Por aquí —dijo Tacenda. En ese momento, casi se había olvidado de ella. La joven lo
guió fuera de la sala, y (aún cegado por la luz), Davriel se volvió y huyó con ella.
CAPÍTULO DIECIOCHO: UNÍSONO

La mañana llegó mientras Tacenda guiaba a Davriel fuera de la habitación. Y con el sol,
su vista (que ya estaba borrosa del destello que Willia había liberado) se desvaneció. La segunda
oscuridad descendió, y se encontró moviéndose en el pasillo por el tacto, tirando de Davriel tras
ella.

Los pasos de Willia los seguían—. Debería haber sido lo suficientemente fuerte para
matarte yo misma. —dijo la chica, su voz resonando en las paredes de las catacumbas—. No tuve
ningún problema en apuñalar al clérigo, para que mis espíritus pudieran entrar en la iglesia.
Después de eso, me quedé detrás de ti en la aldea, cuchillo en mano… y oí que empezabas a
cantar. Siempre me ha gustado esa canción, Tacenda.

Tacenda siguió caminando, tocando con una mano las paredes de la cripta y guiando a
Davriel con la otra. Piedra suave, pulida, fría bajo sus dedos. Tumba tras tumba.

—Willia —dijo—, esto es de locos. ¡No eres así!

—¿Cómo soy, Tacenda? ¿Soy la chica segura de sí misma que todo el mundo veía? ¿O
soy la chica aterrorizada que tú veías? La que sabía que cada noche, la oscuridad vendría de nuevo
a por ella…

—No, Willia —dijo Tacenda, llegando a una intersección en las catacumbas. Las
escaleras estaban a la izquierda… pero los susurros venían de esa dirección. Se volvió en la
oscuridad hacia la voz de Tacenda—. Por favor…

—Esto es lo que siempre estuvimos destinadas a ser, Tacenda —dijo Willia—. Las dos
somos un alma. Y nuestro poder… siempre fue una parte de lo que podía haber sido. Necesitaba
las almas de los otros para reunir los fragmentos de la Entidad. No tenía por qué sentirme mal
haciéndolo. Era inevitable. El destino de la Entidad era unificarse de nuevo.

—¿Y los clérigos? —exigió Tacenda—. ¿Cuál es tu excusa para matarlos?

Silencio, aparte de Davriel parándose detrás de ella, y maldiciendo en voz baja. No


parecía que le volviera la vista; al final, empezó a caminar en dirección a las escaleras pero se
paró, como si hubiera visto los geists en esa dirección.

—No seré débil, Tacenda —dijo Willia—. Cada pedazo que reclamo me da más luz.
Ahora mismo, estoy ciega sólo durante unas pocas horas alrededor de la medianoche. Si reúno a
la Entidad, estaré completa. Nunca tendré que estar atrapada en esa terrible e insoportable
oscuridad de nuevo.

Aquella rudeza era extraña de oír en la voz de su hermana.

—Ven —dijo Davriel, cogiéndola de la mano y alejándola de los Susurradores que se


acercaban.

Tacenda se resistió. Seguramente podría convencer a Willia. Seguramente…


—Conozco ese tono de voz —dijo Davriel—. Ha escuchado las promesas de la Entidad
lo suficiente como para empezar a creérselas. Ven.

Tacenda cedió, dejando que Davriel le llevara por un pasillo paralelo de las catacumbas.
No había esperanza. Los Susurradores inundarían el lugar. Pronto ella y Davriel se unirían a
aquella terrible, susurrante multitud.

Aún así, siguió adelante en la oscuridad. Y mientras lo hacía, creyó… oír algo sobre los
susurros. Una canción que parecía a la vez distante y cercana. Algo que sabía, de algún modo,
que solo podía oír durante la segunda oscuridad.

Distante, por su efímera, fuera-de-alcance suavidad. Cerca, porque penetraba a través de


todos los demás sonidos y hacía que algo se agitara en su interior.

¿Qué era aquella canción?

Davriel se apresuró por el pasillo, llevando a Tacenda consigo. Su visión se había


recuperado, pero la maldición de Tacenda obviamente se había llevado la suya.

Idiota, se dijo a sí mismo. Deberías haber previsto este resultado. Se había dado cuenta
de que el poder de Tacenda le debería haber permitido ejercer influencia sobre los geists; pero no
caído en la cuenta de que la supuestamente muerta gemela estaba en una posición incluso mejor
para hacerlo. Tal vez hubiera empezado tan inocentemente como proclamaba, matando a sus
padres por accidente. Luego había necesitado un chivo expiatorio para sus asesinatos. ¿Y quién
mejor que el Hombre de la Mansión?

Podría haberse detenido ahí, y probablemente nadie se habría dado cuenta. Pero la Entidad
le susurró que necesitaba más. Y de ahí el ataque a los mercaderes, presenciado por un clérigo.
¿Lo había previsto Willia todo, para corroborar la historia de que Davriel era el culpable? En
cualquier caso, debería haberlo supuesto. ¿Alguien había tejido un traje para parecerse a él, y él
no se había preguntado si podía ser la hija de los sastres de la aldea?

—Davriel —siseó Tacenda mientras era arrastrada por otro pasillo—. Busca murales en
las paredes. Rom dijo que algunos llevaban a salidas ocultas. Había uno en la sala de la Piedra de
Almas.

Se paró en seco mientras una luz verde iluminaba la otra esquina del pasillo. Diablos.
¿También estaban en esta dirección? Se volvió, tirando de Tacenda hacia un corredor lateral.

Úsame, dijo la Entidad. Ya es hora.

Ignoró a la Entidad, buscando en su lugar a través de sus recursos. No le quedaba


demasiado. La piromancia se había ido, así como el hechizo de expulsión. El hechizo de invocar
armas permanecía, pero era inútil, así como el estúpido hechizo de hacer aparecer tinta en una
página.

Por lo demás, los restos del poder de la priora eran lo único que le quedaba. Bueno, eso y
su última oportunidad: su habilidad para dejar un plano y caminar por las Eternidades Ciegas
hasta otro reino. No podría llevarse nada consigo, sin embargo, y al hacer eso abandonaría todo
lo que había construido aquí.
¿Huirías, como un cobarde?, preguntó la Entidad. ¿Antes que usarme? ¿Por qué?

Davriel se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro. Geists de un color verde
enfermizo flotaban a través de las paredes, moviéndose hacia él. La joven –la hermana de
Tacenda– estaba de pie al final de sus filas, nada más que una sombra.

De acuerdo. Su única oportunidad era encontrar una salida de este laberinto y huir a la
mansión y reunir refuerzos. Con ese fin, extendió la mano, se preparó para el horrible dolor, y usó
la habilidad de la priora para obligar a los geists a permanecer corpóreos.

Una ráfaga de luz brotó de él, viajando a través de las catacumbas. Los Susurradores se
estremecieron mientras el poder les obligaba a salir de las paredes al pasillo, donde (de pronto
con forma física) se chocaron unos con otros y bloquearon el camino. Sus bocas se retorcían en
formas horrorosas, aunque no gritaban ni gemían. Sólo proferían aquellos susurros.

Unos pocos geists de la vanguardia escaparon de la confusión, así que Davriel volvió a
coger a Tacenda de la mano, guiándola por otro pasillo, con las paredes forradas de marcas de
tumbas. El camino estaba iluminado por antorchas, que se estaban agotando ahora que los
cuidadores del priorato habían caído.

Llevó a Tacenda a un rincón y le siseó que se estuviera callada; luego usó el hechizo de
tinta y pintó una pared con oscuridad para que se pareciera a unas sombras que corrían por el
pasillo que se abría a la derecha. Contuvo el aliento, esperando que los geists se acercaran. Por
suerte, mordieron el anzuelo y se alejaron, siguiendo las sombras.

Davriel tomó a Tacenda de la mano fuera del rincón y se dirigió a la derecha, esperando
que aquel camino diera la vuelta y volviera a la sala de la Piedra de Almas. Unos horribles susurros
hacían eco por los túneles, pareciendo venir de todas direcciones.

—Willia conocerá todas las salidas secretas —susurró Tacenda.— Así es como debía ir
y venir, después de que trajeran su cuerpo aquí. Ten cuidado.

—Ha puesto geists para evitar que vayamos por aquí —susurró Davriel, mirando por una
esquina—. ¿Alguna idea de cómo evitarlos?

—No —murmuró Tacenda. Miraba fijamente hacia delante—. ¿Es posible que realmente
haya hecho esas terribles cosas? Fingió… Fingió su muerte, ¿verdad? Fingió que los Susurradores
se la llevaban, tal vez para que no sospecharan de ella. Sabía que la traerían al priorato, en vez de
devolverla a la Ciénaga. Pero, ¿cómo nos engañó?

—Sobredosis intencionada de sauce, sospecho —dijo Davriel—. Las hojas son un


sedante; cómelas a montones, e inducirán un estado catatónico —A vez les pasaba a los granjeros,
le habían dicho.

Davriel se volvió y llevó a Tacenda hacia otro túnel, pero ella se resistió—. ¿Oyes esa
canción? —preguntó.

—No —dijo Davriel—. Sólo oigo a los geists.

La arrastró a la fuerza detrás de él, doblando otra esquina, y luego se detuvo. Geists
iluminados por luz verde flotaban hacia él en aquella dirección.
De acuerdo. Corrió de vuelta por donde habían venido, doblando otra esquina. Luego se
paró también. Una figura alta se encontraba de pie al final de aquel túnel, bloqueando el camino
a las escaleras, iluminada a los lados por verdes espíritus susurrantes.

Estuvo tentado de intentar arremeter contra ella. Era simplemente una chica de quince
años. Pero reconocía aquella resplandeciente luz que se reflejaba en sus ojos. Poder. Un poder
inimaginable. Incluso si pudiera llegar a ella a través de los geists, la Entidad de su interior le
protegería de meras heridas físicas.

—¿Qué harías? —preguntó la chica—. ¿Sabiendo que nunca volverías a tener miedo?
¿Sabiendo que nunca más serías cazado? ¿Pudiendo ahuyentar las cosas que arañan tu puerta por
la noche? ¿Pudiendo, por una vez, gobernar en vez de ser gobernado?

—Sé cómo te sientes —replicó Davriel, oliendo sangre y humo—. Pero siempre hay un
precio. Algunas veces es demasiado grande. Es simple economía.

¡Es el momento!, dijo la Entidad. ¿Por qué dudas?

Willia hizo un gesto, y los geists corrieron por el pasillo, con cuidado (esta vez) de no
chocarse los unos con los otros. Davriel se movió para correr hacia la izquierda, pero Tacenda
tiró de su mano hacia un pasillo diferente—. No —dijo— Por aquí. Hacia la canción.

—No hay salida —dijo él—. Ya hemos estado en esa cámara antes.

—Tenía un mural —dijo Tacenda—. ¿Tal vez una salida?

Se soltó de su agarre y corrió en aquella dirección. Mientras los geists inundaban el


pasillo, Davriel maldijo y la siguió a regañadientes.

Piedra áspera bajo sus dedos. Aire frío, polvoriento. La segunda oscuridad,
envolviéndola.

Y una canción. Una dulce, bonita, triste canción.

Tacenda sintió que el túnel acababa en una abierta sala circular. Recordaba este sitio; era
el lugar donde guardaban los cuerpos que esperaban para ser enterrados. Temblando, tanteó la
habitación hasta que alcanzó la losa vacía donde su hermana había yacido una vez.

En ese momento, Tacenda por fin aceptó lo que había pasado. Su hermana era una asesina.

Pobre Willia. Aterrorizada por la segunda oscuridad. Se había escondido de ella hasta
que, por fin, la había reclamado como suya. Simplemente no de la manera que ninguna de ellas
temía.

—¿Puedes abrir el túnel secreto? —dijo Davriel, con sus botas pisando la piedra mientras
entraba en la cámara.

Aquella melodía… tan encantadora…

La canción estaba más cerca ahora. Tacenda tanteó la habitación hasta que tocó una
porción tallada de la pared de atrás. Un relieve que representaba al Ángel Sin Nombre.
—El Hombre de la Mansión —La voz de Willia hacía eco en las piedras. Tacenda creía
que se estaba acercando por el túnel que llevaba a esta cámara. Los Susurradores caminaban con
ella, sus voces tapándose entre ellas—. Tu reputación ha resultado ser útil. Todo el mundo estaba
ansioso por creer que eras un asesino.

—Hagamos un trato, niña —dijo Davriel—. No te voy a insultar con una oferta de
riquezas, pero valgo más que simple lucro. Déjame vivir. Puedo contarte muchas cosas sobre la
voz del interior de tu cabeza.

—Dijo que intentarías negociar —susurró Willia—. Pero también me dijo que tienes algo
que necesito. Algo que me hará tan fuerte, que nadie será capaz de hacerme frente nunca jamás.

Tacenda tanteó el grabado, siguiendo los contornos de la piedra. Llegó hasta la mano del
Ángel, que sostenía una versión grabada de la Piedra de Almas. Ahí, eso era el botón.

—¿Matarías a tu propia hermana? —preguntó Davriel— ¿De verdad? ¿Tan cruel eres?

Willia se calló durante un momento. Tacenda podía sentir su respiración, que tenía un
toque irregular. Estaba cerca. Tal vez en el túnel fuera de la cámara.

—Tacenda —dijo Willia, con la voz fría como el hielo— siempre ha tenido la voz de un
ángel. ¿Y sabes lo que nos hicieron los ángeles, Hombre de la Mansión? Lo mismo que ha hecho
cada señor, diablo y demonio de esta tierra. Nos desangraron. Así que los desangramos de vuelta.

Tacenda apretó el grabado de la forma correcta, como había visto hacer a Rom. Sonó un
chasquido en la pared, y luego su peso hizo que se entreabriera, piedra rechinando contra piedra.
Se abrió paso a la cámara secreta, el origen de la canción.

Tras ella, Davriel ahogó un grito.

—¿Qué? —preguntó— ¿Qué ves?

—Es… ella.
CAPÍTULO DIECINUEVE: UNÍSONO

Era un ángel.

Con sus alas clavadas a la pared.

Una preciosa (aunque extraña) figura piel pálida como la luna y fino pelo. Vestida con un
vestido rojo y blanco, estaba tendida en la por lo demás sombría cámara. Colorida en contraste
con el gris, como una rosa en una tumba. Su cabeza estaba inclinada, y sus alas se extendían tras
ella como estandartes de batalla desplegados, pero habían sido perforadas por gruesos clavos de
madera que habían sido clavados directamente en gritas de la pared de piedra.

Paralizado, Davriel se olvidó de los geists. Del dolor de sus múltiples dolores de cabeza.
Ira, frustración, incluso un poco de miedo; todo desapareció ante esta increíble visión.

El Ángel Sin Nombre. Era real. Estaba aquí. Era fascinante.

Y estaba muerto.

La figura no se agitó mientras Tacenda entraba en la sala y luego se arrodillaba. Extendió


la mano, acariciando la cara de muñeca del Ángel, y luego la acunó en sus manos, sintiendo el
contacto con su piel. Como la vista de la muchacha se había ido, no pareció notar que la garganta
del Ángel había sido cortada. El vestido debía haber sido blanco puro una vez; el color rojo era
sangre.

Vaya increíble desperdicio. Vaya injusticia que algo tan bonito hubiera sido estropeado
aquí, en esta cruda prisión. Este era un lugar donde los hombres morían. Algo tan celestial no
debería haber sido obligado a sufrir un destino tan mundano.

Idiota, pensó Davriel, enfadado consigo mismo. Tu mortalidad te traiciona. Esta cosa no
era pura, o grandiosa, o innatamente buena; simplemente fue creada para evocar esas emociones
en ti.

En cualquier caso, esto no era una salida secreta. La oculta puerta de piedra que Tacenda
había abierto solo daba a esta pequeña prisión.

Se volvió hacia Willia. La joven estaba de pie en la entrada a la pequeña cámara funeraria,
con refulgentes espíritus verdes reuniéndose a su alrededor para iluminar el pasillo tras ella. Las
velas parpadeaban en sus nichos, lanzando un brillo inconsistente sobre los cuerpos de los recién
muertos que esperaban a ser enterrados.

Willia miró más allá de él, hacia el Ángel—. No se descompone. Nadie sabe por qué. La
sangre ha permanecido húmeda todos estos meses. Le hicieron hacerlo a Rom, sabes. La
encerraron, cuando la locura la invadió. Y Rom, vino al priorato para huir de la sangre. Pero tan
pronto como llegó aquí, le hicieron matar a nuestro dios.

Miró hacia arriba, hechizada, encontrando los ojos de Davriel—. Volví aquí, después de
esa primera vez en que… en que usé el poder. Después de llevarme a mis padres. No dije lo que
había hecho, pero supliqué a los clérigos que me prometieran, que me prometieran, que el Ángel
era real. Me dieron falsas esperanzas, pero Rom… no creo que pudiera soportarlo. Me trajo aquí
abajo y me lo enseñó. Y entonces fue cuando lo supe. Nadie puede protegerme. Tengo que hacerlo
yo misma.

—La Entidad te consumirá —susurró Davriel—. Alimentará tus poderes hasta que
destruyan todo lo que alguna vez hayas amado.

—No me importa.

—Sé que no te importa ahora. Pero lo hará.

Willia señaló, y los geists (que se habían parado fuera cerca de ella) llenaron la habitación
en busca de Davriel.

Diablos. ¿Qué le quedaba, el hechizo para invocar un arma? Inútil. ¿El poder de custodia
de Tacenda? Sólo quedaba un fragmento de él. ¿El hechizo de tinta? Podía escribir su última
voluntad en las paredes mientras su espíritu era arrancado de su cuerpo.

Sólo le quedaban dos cartas por jugar. La Entidad.

Y el poder de marcharse.

Davriel se movió hacia delante, chocando con Tacenda, que se había arrodillado ante el
ángel muerto. Estaba llorando suavemente, y una canción triste dejaba sus labios.

Una parte de Davriel sabía que tenía que correr. Dejar este plano, atravesar las
Eternidades Ciegas, escapar. En lo más profundo, sabía que esta última habilidad que tenía era el
origen de su confianza en sí mismo. Si las cosas se ponían muy mal, siempre podía huir.

Tú... realmente eres un cobarde, dijo la Entidad en su interior, como si estuviera


sorprendida. Creía que cuando huiste antes, era sabiduría. Viste que los que te cazaban eran
demasiado poderosos. Pero ahora… ahora podrías tener la suficiente fuerza para derrotarlos, si
quisieras. ¿Y aún así, piensas en huir?

Davriel reunió su concentración y (haciendo a un lado tanto la Entidad como el


pensamiento de huir) arrojó su voluntad contra la mente de Willia. Imagino su fuerza como una
espada que atravesara su cráneo.

Willia gruñó, dando un paso atrás. Su control titubeó. Estaba desentrenada, tenía poca
práctica. Así que durante un momento, Davriel tocó el poder que acechaba en su interior.

Diablos…

La mente de Davriel se expandió como una explosión. En un parpadeo, vio un centenar


de mundos diferentes. Vio a millones de personas viviendo y amando y comiendo y durmiendo y
respirando y muriendo y nunca sabiendo lo pequeñas que eran.

Le había pasado lo mismo cuando había tocado a la Entidad por primera vez todos esos
años atrás.

La mayoría de la gente era muy, muy insignificante. Pero algunos… individuos movían
mundos. Algunos individuos creaban mundos. Quería desesperadamente ser uno de ellos. Una
persona que controlara el destino, en vez de vivir siguiéndolo. Era la gran contradicción de su
vida, tal vez de cada vida. Reconocía que el mundo funcionaba por incentivos. En el fondo, las
personas eran criaturas de instintos.

Y sin embargo Davriel Cane quería creer que él era diferente.

Su control titubeó. Estaba demasiado cansado, y el poder dentro de Willia era demasiado
vasto. A menos que usara su Entidad, nunca sería capaz de derrotarlo. Davriel fue expulsado, y
volvió a la realidad.

Los geists lo rodearon. Lo arañaron, hundiendo sus frías garras en su piel, tocando su
alma. Davriel gimió, hundiéndose, sujetado por una multitud de manos espectrales. Picotearon su
espíritu como cuervos los intestinos de los muertos de un campo de batalla.

La canción de Tacenda subió de tono. Un requiem por los caídos.

Davriel gruñó bajo el toque de los Susurradores, y sintió su alma (su propio ser) separarse
de su cuerpo. Uso el último fragment del poder de Tacenda para resistirse, y apenas evitó que su
alma fuera tomada. Pero en ese momento, se vino abajo e intentó huir. Trató de viajar a las
Eternidades Ciegas y dejar este plano.

Falló.

Los Susurradores agarraban su alma, y su toque le anclaba a este lugar. Lo intentó de


nuevo, y de nuevo falló.

Por primera vez en mucho tiempo, Davriel sintió pánico de verdad.

Es el momento, dijo la Entidad. Sabes que lo es.

No, pensó Davriel, oliendo sangre y humo.

¿Por qué?, exigió la Entidad. ¿Por qué te resistes? ¡Úsame!

¡No!

¿Por qué? ¿Por qué elegirías la muerte?

—¡NO —gritó Davriel— SERÉ ESE HOMBRE DE NUEVO!

Ya veo, dijo la Entidad. No eres la persona que creía. Que así sea. Muere, entonces.
Buscaré a otro.

Con su fuerza y sus opciones agotadas, Davriel se hundió en el abrazo de los geists. Y
aún así, los dedos en su alma se aflojaron.

Abrió sus ojos. A su alrededor, los geists habían dejado de moverse, retirando sus manos.
¿Estaba mirando a un lado, hacia el ángel muerto?

No, hacia Tacenda. Su zumbido se elevaba en la habitación. La canción nunca había


funcionado en estas criaturas. No entendía completamente porqué, o qué había cambiado ahora.

Es su canción, pensó. La que está tarareando. ¿Es diferente?


Exhausto, buscó en su interior y encontró uno de los pocos hechizos que le quedaban, y
lo usó. Un simple hechizo de invocación.

La viola apareció en sus manos—. Tacenda —dijo—. Sea lo que sea lo que estés
haciendo, continúa.

Tacenda acarició la cara del ángel, tarareando la canción. La que había oído en la
distancia, guiándola hasta aquí. A su alrededor, los sonidos de los Susurradores se desvanecieron.
Oyó su viola en algún lugar, respondiendo de pronto a su canción, como una llamada y su
respuesta.

Todo a su alrededor era la segunda oscuridad. Y aún así, miró hacia arriba, y algo pareció
brillar, resplandeciendo sobre ella. Una figura, hecha de pura luz blanca, con alas que parecían
extenderse en la eternidad.

—Tacenda —dijo Davriel. Sintió que se acercaba a ella, arrastrándose por el suelo de
piedra—. Esta canción… es diferente. Los Susurradores se han quedado paralizados al escucharla.
Hasta tu hermana parece perpleja.

—Es una canción que no conozco —susurró ella, interrumpiéndose—. La he olvidado.

—¡Eso no tiene sentido! ¡Simplemente vuelve a cantar!

En su lugar, Tacenda extendió su mano hacia arriba, hacia la luz. La figura extendió su
mano, tocando la suya.

—El alma del Ángel —susurró Tacenda—. Aún está aquí. Atrapada, como aquellas de
los fieles…

—Eso no tiene sentido —dijo Davriel—. Los ángeles con creaciones mágicas. Como los
demonios, no tienen alma.

Y sin embargo, Tacenda tocó la luz.

Niña, dijo una voz un tanto familiar. ¿Por qué has dejado de cantar?

—¿Cómo puedo cantar esa canción? —susurró—. ¿Cuando todos están muertos?
¿Cuando he olvidado el calor del sol? ¿Cuando he perdido incluso a mi hermana en la verdadera
oscuridad? ¿Cómo es posible que cante ahora?

Porque ahora es cuando las canciones más se necesitan.

—La Canción de Custodia no funciona. Es lo que necesitan, pero no los salvó —Bajó su
cabeza—. No queda luz. Y no puedo ver.

Ése es el secreto, Tacenda. ¿Qué haces, cuando la noche se vuelve fría y la oscuridad
viene a por ti?

Tacenda miró hacia arriba.

¿Qué canción cantarías, preguntó la voz, si tuvieras que elegir?


—¿Importa?

Siempre ha importado. Escucha la música. Escúchala. Y canta.

Tacenda empezó a tararear. De nuevo su viola respondió, animándola. Algo se agitó


dentro de ella y se levantó, apoyando los dedos en el hombro de Davriel. Cogió la viola de sus
manos con cuidado, luego volvió a la cámara funeraria.

Caminaba como si estuviera dentro de una corriente de viento frío. Entre los espíritus de
los muertos. Estos Susurradores habían sido su gente una vez. No eran monstruos. Eran sus
amigos, su familia, gente que quería. Simplemente se habían olvidado de eso.

Era hora de recordárselo.

Tacenda abrió la boca, y cantó. No la Canción de Custodia; esa había sido siempre la
canción de la primera oscuridad, cantada cuando la gente dormía. Una canción de lugares
encantados y puertas atrancadas. Mientras sentía sus dedos sobre su piel, cantó una canción
diferente. La canción de su juventud, la canción que les había cantado mientras trabajaban.

La canción de vidas vividas. Una canción alegre, una emoción que se encendió mientras
la dejaba salir. Los fríos dedos en su piel parecieron calentarse mientras recordaba los días al sol,
una luz que no podía ver, pero podía sentir a pesar de todo. Días cantando alegres melodías a los
trabajadores, las mujeres de la aldea, los niños que bailaban a su alrededor.

Era tan difícil encontrar calor en la oscuridad. Pero cuando la noche se volvía fría y la
oscuridad venía a por ti, entonces era cuando necesitabas encender un fuego.

Y crear tu propia luz.

Davriel se apoyó contra la pared. Estaba demasiado cansado para levantarse, demasiado
cansado para intentar hacer nada que no fuera arrastrarse hacia la muchacha.

La canción de Tacenda se extendió por la sala, un incongruente (casi imposible) sonido


alegre. No era una canción que uno se esperara en una cripta o en una noche pasada huyendo de
fantasmas.

Los geists se quedaron hipnotizados ante esta extraña, casi olvidada emoción. Su maestra,
la hermana de Tacenda, volvió su cabeza y cerró los ojos, como enfrentada a una insoportable luz
repentina, aunque Davriel no veía nada de eso.

Las caras de los geists empezaron a derretirse. O… no, empezaron a desderretirse. Los
temblores cesaron. Las distorsiones se revirtieron. Ojos vacíos parpadearon con conciencia, y las
bocas cambiaron de fauces abiertas a sonrisas precavidas. A su alrededor, los terrores de la noche
se convirtieron en lavanderas, granjeros, herreros y niños.

Nunca en su vida se había alegrado tanto de ver un grupo de plebeyos.

La canción llenó la cámara. Hizo que las piedras vibraran al ritmo de la percusión. Zumbó
a través de Davriel, una exaltada melodía llena de júbilo. Se encontró levantándose, su fatiga
perdida ante ese increíble, exultante sonido.
Willia, sin embargo, gruñó. Parecía temblar visiblemente mientras aullaba de furia,
tropezando, perdiendo todo rastro de control. Extendió los brazos hacía su hermana, como si
quisiera coger a Tacenda y estrangularla, o sacar el poder de ella a la fuerza.

Desde luego que no, pensó Davriel, apuntando hacia ella e invocando los últimos retazos
de un hechizo que se estaba desvaneciendo de su mente. El hechizo de tinta.

Con él, pintó de negro los ojos de Willia.

Esta gritó inmediatamente, tropezando y cayendo al suelo—. ¿La oscuridad? ¡No, te


desterré! —Se estremeció, mirando sus manos, incapaz de verlas—. La segunda oscuridad…

Diablos. La canción de Tacenda sonaba más fuerte que los tristes gritos de Willia. La
melodía era tan endiabladamente optimista, que le hacía querer bailar. A él. Davriel resistió el
impulso mientras la canción inundaba las catacumbas. Las criptas vibraron con la entusiasmada
y ansiosa melodía, e incluso los huesos parecían moverse de la emoción.

Los geists empezaron a moverse hacia Tacenda, brillando con una luz verde que estaba
de alguna manera más viva que el enfermizo resplandor que habían expresado antes. Uno a uno,
se unieron a Tacenda, su luz añadiéndose a la que crecía a su alrededor. Docenas y docenas de
ellos entraron en la habitación, aumentando de velocidad, uniéndose a esa pulsante luz.

Hasta que al final, Tacenda se quedó de pie frente a la acobardada figura de su hermana.

—No lo entiendo —dijo Willia, arañándose la cara, tratando de volver a ver—. ¿Qué ha
pasado con los geists?

—Recordaron quienes eran —dijo Tacenda.

—Esa canción —Willia miró hacia arriba—. Recuerdo esa canción. Tacenda… sólo
quiero huir de la oscuridad.

—Lo sé. Pero no deberías haberlo hecho empujándola a los que te rodeaban —Tacenda
extendió su mano y tocó a su hermana—. Lo siento. Pero para ti, Willia, tiene que haber una
tercera oscuridad.

Tacenda empujó ligeramente a su hermana, y el cuerpo de Willia cayó hacia atrás, y luego
un soplo de luz salió de ella. Un alma, enfermiza y verde. Se distorsionó, y luego despareció
lentamente, desvaneciéndose.

Tan pronto como Willia murió, una segunda (mucho más poderosa) luz verde brotó de su
cadáver y fluyó hacia Tacenda. Tacenda echó la cabeza hacia atrás, abriendo los ojos, mientras la
luz la envolvía.

Esta es tu última oportunidad, dijo la Entidad dentro de Davriel. Estará abrumada por el
poder durante un breve periodo de tiempo, y tu habilidad te da una oportunidad ideal. Extiende
tu mente y toma el poder, Davriel. ¡Aún puedes tenernos a ambas!

La Entidad estaba en lo cierto. Por instinto, Davriel proyectó su mente, y encontró que el
poder completo de la Ciénaga estaba asentándose dentro de Tacenda. No le rechazó como en
ocasiones anteriores. Por el momento, estaba tan confundido como ella.
Podría tomarlo. En ese momento, se vio como el portador de ambas Entidades. Se
convertiría en un ser con una fuerza sin rival. Vio reinos doblegarse a su voluntad. Se vio con
poder sobre el destino, sobre millones de vidas.

¡Semejante poder! ¡Semejante increíble poder!

Y semejante miseria. Cuerpos rotos hasta donde llegaba la vista. Se vio como aquel
terrible hombre, sentado sobre un cruel trono. Se vio obligado a destruir un rival tras otro.

Sin tiempo para descansar. Sin tiempo para sus chanchullos con juegos de palabras. Sin
noches tranquilas leyendo mientras la Señorita Highwater intentaba averiguar como cocinar
comida humana.

Davriel Cane no era un héroe. Pero sabía lo que quería de la vida. Había descubierto esa
verdad después de terribles experiencias personales.

No se convertiría en ese hombre de nuevo. Así que retiró su mano, y dejó el poder en paz.

La vista de Tacenda volvió.

Jadeó mientras la luz florecía dentro de ella. Una maravillosa, pura luz verde; una luz que
parecía tan poderosa que brillaba a través de las piedras como si fueran papel.

Has sido elegida, dijo una voz en su mente. Y has hecho bien.

Tacenda cayó de rodillas ante el poder, que de algún modo ya conocía íntimamente. Este
poder que la había creado y dado un propósito. El poder que llamaban la Ciénaga. El secreto de
las Afueras.

Su destino.

—Tú… —susurró—. Estabas en todos nosotros. En todos los habitantes de las Afueras.
Pero más fuerte en mi hermana y en mí. ¿Fue un accidente, dividirte entre nosotras?

No. A menudo busco el huésped más fuerte, dijo la Entidad. Aunque una vez que el
priorato empezó a succionar mi poder, tenía que acelerar el proceso.

La luz creció, consumiendo todo lo que veía. Su alma vibraba con la belleza pura de su
canción. Y dentro de la Entidad, vio las almas de miles de personas que se habían criado aquí en
las Afueras. Vio la Entidad, sembrando su poder entre ellos, dejando que creciera con sus almas,
luego reclamándolo de nuevo (mejorado y envejecido) cuando la gente moría.

—Mi hermana —dijo—. ¿Podemos restablecerla? ¿Podemos hacer que las cosas
vuelvan… vuelvan a ser como eran antes?

No. Las decisiones de tu hermana la cambiaron, a ella y la gente de su alrededor, para


siempre. Eso es la vida, y el crecimiento.

—No me gusta —dijo Tacenda—. Redescubrí la Canción de la Alegría. ¿Eso no debería


hacer que las cosas mejorasen?
Las hace diferentes, si. Pero “mejor” es una medida de percepción humana. De cualquier
modo, no voy a obligarte a llevarme. Si deseas entregarme a otro, puedes hacerlo. O, en cambio,
puedes quedarte conmigo, y usar mi fuerza como tu poder.

—¿Qué… Qué me hará eso? —preguntó Tacenda—. ¿Me volveré malvada, como Willia?

Eso depende de tus elecciones. Pero no puedes volver a ser lo que eras, de ningún modo.
Puedes volver a tu aldea sin mí, cambiada para siempre. O puedes quedarte conmigo. Y ser
cambiada para siempre.

Ya que sólo los muertos dejan de cambiar.

Tacenda vaciló, y luego tomó una decisión.

Cargaré con este poder.

La perspectiva la golpeó como el peso de una montaña. Vio… vio mundos. Cientos y
cientos de ellos. Tanta gente.

El poder se propagó por ella. Conoció, instantáneamente, a las generaciones que habían
vivido en las Afueras. Recuerdos de eras, la esencia de todos los que habían venido antes. Jadeó
bajó el peso de todo ello, convirtiéndose en una persona con diez millones de almas.

Y entonces… dejó ir algunas de ellas. A la Entidad no le gustó, pero era su maestra. No


se quedaría con las almas de aquellos que todavía vivían. Devolvió a Jorgo y a su familia. Dakna
la profesora. La molinera Hedvika. Rom y los clérigos. Cada persona cuyo cuerpo aún vivía,
esperando que el espíritu volviera.

Eso no incluía a sus padres, que no tenían cuerpos a los que volver. Aquellas almas se
quedaron contra su voluntad, calientes y suaves. Pero el alma de su hermana. Tacenda había
recuperado su poder, pero la pobre Willia… simplemente se había ido.

El resplandor de Tacenda se extendió. Ella era el poder, las almas. La Entidad de la


Ciénaga, Tacenda de Verlasen, y miles más a la vez.

Tacenda se volvió, mirando al pobre cadáver de la prisión, sus alas clavadas a la pared—
. Vi el alma del Ángel. La toqué.

No sé nada de eso, dijo la Entidad. No creo que sea posible.

Y sin embargo era cierto. Era hija de dos mundos, dos dioses, dos ideales. Mientras lo
valoraba, algo dentro de ella explotó, despertando con el poder.

Espera.

Se acercó a Davriel, que tenía aspecto demacrado. Extendió una mano y tocó un lado de
su cara.

—Gracias —le dijo, su voz superponiéndose en sus propios oídos, como si un millar de
personas lo hubieran dicho. Luego clavó su poder en la mente de él y retiró la pequeña parte del
poder que Davriel había tomado de ella antes—. Pero nunca vuelvas a meterte en mi mente.

Entonces, entera por primera vez en su vida, Tacenda se desvaneció.


EPÍLOGO

Para Davriel, los dolores de cabeza eran un tipo de dolor familiar.

El tipo de dolor que un miembro de la familia podía infligir. El tipo de dolor que conocías
desde hace tanto, que a veces lo recibías bien porque lo conocías. El tipo de dolor que casi tomabas
por algo totalmente diferente.

Se sentó en la silla de la priora, tras su escritorio, suspirando y sosteniendo su taza de té.


Trabajó un poco más en el contrato que tenía ante él, escrito en lenguaje demoníaco, pero el dolor
de cabeza lo hacía difícil.

¿Por qué no puedes curar dolores de cabeza, repítemelo?, preguntó a la Entidad.

Ésta no respondió.

¿Aún enfurruñada?, preguntó. ¿Porque no tomé el poder?

Pensando, dijo la Entidad suavemente. Siempre asumí que algún día te despertarías. He
sido obligada a ver que tal vez ese no sea el caso. No eres digno de mí, y nunca lo fuiste.

No seas así, dijo Davriel. Piensa en lo celosa que te habrías puesto con otra Entidad
dividiendo mi atención.

Has fallado estrepitosamente, Davriel Cane. Te darás cuenta del coste de este día. Te
maldecirás cuando aquellos a los que amas ardan, no porque tengas demasiado poder. Sino
porque no tenías la fuerza suficiente para parar a tus enemigos.

Davriel se estremeció. Había algo en el modo en que hablaba la Entidad… una hostilidad
que nunca había conocido.

Vendrán a por ti, advirtió la Entidad. Aquellos que te buscan sabrán lo que ha pasado
aquí. Acabas de asegurarte de que nunca, jamás seas capaz de volver a esconderte.

Se quedó en silencio. Davriel suspiró suavemente, y luego tomó un sorbo de su té. Por el
momento (con aquel delicioso aroma floral en su boca) no le preocupaba mucho la Entidad. Sintió
con alegría como el té le calentaba. Siempre ayudaba con los dolores de cabeza.

En el suelo frente al escritorio, un cuerpo se agitó. La priora abrió los ojos. En otros
lugares del priorato, Davriel oyó a los otros clérigos llamarse mientras empezaban a despertarse.
La chica había devuelto sus almas antes de marcharse (lo había averiguado cuando había visto
respirar a la priora), pero parecía a los cuerpos les tomaba un tiempo recuperarse.

La priora se levantó, llevándose una mano a la cabeza. Miró hacia arriba y frunció el ceño
al ver a Davriel en su escritorio.

—Me mentiste, Merlinde —dijo Davriel suavemente—. Has guardado terribles secretos.

—Yo…
Davriel levanto el té—. He encontrado una lata entera de sauce de Verlasen en tu armario
—dijo—. Espero que te expliques a toda prisa.

Ella frunció el ceño.

—También —remarcó Davriel— está el pequeño asunto de una angélica deidad


encerrada en tus catacumbas; un ángel que estaba succionando lentamente el poder de la Ciénaga,
creando un crescendo de energía que pedía a gritos que cualquier mortal abusara de ella. Pero en
serio, vamos a mantener nuestra atención en los problemas de verdad. Me dijiste explícitamente
que te habías quedado sin té.

La priora se levantó y miró a través de la ventana al sol naciente—. ¿Qué ha pasado?

—¿Mmm? —dijo Davriel, sorbiendo el té—. Oh. Willia Verlasen mató a sus padres por
accidente, después de reclamar el poder encerrado en las catacumbas. Volvió aquí, con la
intención de confesar, y perdió su fe cuando se enteró de que habíais matado a su dios. En vez de
eso, empezó a reunir poder de la Ciénaga y, seducida por sus promesas, empezó a arrancar las
almas de la gente de Verlasen.

—Diablos —susurró la priora—. ¿La pequeña Willia? ¿Estás seguro?

—Bueno, las primeras veces que intentó matarme anoche no estaba seguro del todo. Pero
cuando comandó un ejército de geists para arrancar mi alma de mi cuerpo, por fin me di cuenta
de la verdad. —Tomó otro sorbo de su té—. La detuve, por cierto. De nada.

—Era tu deber —dijo Merlinde—. Como Señor de las Afueras.

—Realmente debería haberme leído el contrato entero —dijo Davriel—. ¿Dónde está la
parte que habla de arreglar vuestros líos? ¿Justo después de los artículos sobre las condiciones de
compra, imagino?

Ella no contestó, quedándose de pie a la luz del sol en su lugar y cerrando los ojos, y
luego soltando un largo suspiro.

Davriel dejó descansar sus dedos sobre una espada que había puesto sobre la mesa: larga,
curva y embrujada. Pobre Crunchgnar. ¿Era extraño que Davriel fuera a echar de menos a aquel
amargado idiota? Nunca encontraría a otro demonio que fuera tan divertido de fastidiar.

—Tenemos que prepararnos —dijo Davriel, sorbiendo su té—. Después de los eventos
de la última noche y de esta mañana, puede que veamos un ascenso en… consultas por mí.
Consultas que no encontraremos fáciles de rechazar.

Ella le miró.

—Aún estoy bastante impactado de haber encontrado un dios muerto en vuestro sótano,
Merlinde.

—No era nuestro dios —dijo la priora—. No más que la Ciénaga. Era nuestra carga.
Ambos lo eran.

—Bueno, ahora son la carga de otro —dijo Davriel—. Pobre chica.


—¿Qué quieres decir? —preguntó la priora, volviéndose. Luego palideció, mirando lo
que Davriel había estado escribiendo—. ¿Has estado profanando mi priorato con magia
demoníaca, Cane? ¿Cómo te atreves…?

Davriel levantó la vista, apuntándola con la pluma—. No empieces. Simplemente no lo


hagas. Además, esto apenas es magia. Es más bien un documento legal para alentar a fuerzas
oscuras, para recordarles que hay un ser con más probabilidades de conseguir mi alma que los
demás.

Ojalá. Casi le rezaría a aquel ángel muerto, si pensara que podía ayudar.

Por favor…

Su corazón dio un vuelco cuando oyó un grupo de sorprendidos gritos llegar desde abajo.
Se puso en pie de un salto, metiendo un paquete bajo su brazo y saliendo al pasillo. La priora le
siguió mientras corría escaleras abajo, siguiendo los gritos, y entraba en las catacumbas.

Camino rápidamente a la pequeña cámara donde la Piedra de Almas había estado


guardada una vez. Había varios clérigos jóvenes en la habitación, gritando de miedo;
probablemente hubieran estado intentando encontrar una manera de arreglar aquel cacharro. Si
era así, habían sido interrumpidos por una oscura figura de humo que se estaba formando frente
a ellos.

Davriel se quitó la capa rápidamente, y cubrió con ella a la oscura figura mientras ésta
tomaba forma. No la cubría del todo, sin embargo, así que la priora soltó un grito ahogado
mientras la Señorita Highwater aparecía. Uno de los clérigos se desmayó.

—No os quedéis embobados —les dijo Davriel a los demás—. Sólo sirve para alentarla.

El demonio cruzó su mirada, y luego sonrió.

El alivio lo inundó. Era su sonrisa. Estaba medio asustado de que una nueva criatura fuera
a ser creada para cumplir las instrucciones que había escrito.

—¿Hemos ganado? —le preguntó la Señorita Highwater.

—Sinceramente, no estoy seguro —contestó Davriel—. Mis plebeyos están de vuelta,


pero nuestra pequeña violinista se ha fugado con un antiguo e incalculablemente valioso poder.

La Señorita Highwater, fiel a sus formas, extendió la mano expectante. Davriel sonrió,
desenvolvió el libro de cuentas del montón de ropa que sostenía y se lo entregó.

La Señorita Highwater echó una ojeada a los clérigos, que estaban tratando de salir de la
habitación. La priora, mostrando sentido común, se había cruzado de brazos pero no parecía que
fuera a hacer más demandas.

—Sólo se ha desmayado uno —murmuró la Señorita Highwater—. Realmente estoy


perdiendo mi toque, ¿verdad? Y tú. ¿Dejaste que la chica se fuera con el poder de la Ciénaga?
¿En serio?

—Estaba ocupado llorando la inoportuna muerte de Crunchgnar.


—Bobo —dijo ella, hojeando su cuaderno y las notas al final—. Haz todos los chistes que
quieras, pero sé que lo vas a echar de menos. ¿Algo más que debería saber?

—Los clérigos ocultaban un ángel. La encerraron cuando se volvió loca, y luego hicieron
que el pobre Rom le cortara la garganta.

—Qué mono —dijo la Señorita Highwater—. Y se supone que yo soy el demonio.

—Puede que estén buscando un nuevo objeto de adoración. Puedes presentarte.

—¿Cuál crees que es su política respecto a los desnudos?

—Supongo que en algún punto entre ‘Diablos, no’ y ‘Oh, ángeles del cielo, mi cerebro
se derrite’. Pero recuerda, tienen unos bonitos sombreros.

Ella se rió—. Paso. Creo que todavía tengo un contrato incumplido con cierto caprichoso
demonólatra. Respecto a Tacenda, supongo que tendré que rastrearla. En serio, Dav. ¿Cómo
permitiste que te soplara semejante poder?

—Tal vez no lo quisiera.

La Señorita Highwater cerró el libro de golpe, entrecerrando los ojos.

—Tacenda se merecía la Entidad —dijo Davriel—. Hizo la mayor parte del trabajo: cantar
y reclamar las almas de los aldeanos. Deberías haberla visto. Fue muy heroico.

—No crees en el heroísmo.

—Tonterías —dijo él—. Acepto absolutamente que es un atributo que los demás creen
que tienen. Respecto a la Señorita Verlasen, bueno, lo cierto es que necesito comprobar algo.

—¿No haciendo nada?

—Nada es lo que estoy mejor preparado para hacer. —Le tendió el brazo, y ella lo cogió—
. Ven. ¿Crees que podemos esperar que los plebeyos vuelvan a sus cosechas hoy? Se han pasado
un día entero muertos, así que deberían estar bien descansados, y parece que sólo me queda una
lata de té…

FIN

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