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COLOCAR TITULO GENIAL :V

Con un andar tan suave, casi fantasmal, e hipnotizada por esa voz que le sonaba familiar, iba
llegando Sipaku al bosque conocido ahora como Magollo. No tenía nada más que su vestido gris, un
par de zapatos viejos y una historia en su cabeza, un cuento de horror… Ahh cierto, y esa voz.

Mientras avanzaba, todo se retorcía en su mente, hasta no poder distinguir la ficción de la realidad.
Sipaku había vivido toda su vida bajo la atenta mirada de las monjas de la capilla San Ramón, en la
avenida Dos de Mayo; huérfana de padre y madre, sin aparente interés por sus orígenes, nunca les
pregunto a las hermanas de la orden de Santa Ana como había llegado a la capilla; hasta que cumplió
12 años y escucho por primera vez el llamado.

“Ven…”

Durante 3 largos años quiso saber de dónde venía, pero en la capilla todos esquivaban la pregunta,
eso solo aumentaba su curiosidad y frustración. El día de la madre, en la misa de la noche, el padre
Manuel sintió pena por Sipaku – No puedo decir nada sobre tus orígenes, pero sí puedo decirte que
tu familia, la que has tenido toda tu vida, está aquí- dijo el padre, señalando la capilla mientras las
monjas ordenaban el altar, -Aquí están tus hermanas, yo soy hermano tuyo en la fe, y aquí esta
nuestro padre…- indicando con su dedo al Santísimo tras el altar, - nosotros somos parte de tu vida,
pero al final eres tu quien decide cómo vivirla. Ahora ve a asearte y cenar, mañana tienes clases
temprano-.

“Ven…”

Durante 3 largos años quiso saber quién la llamaba, pero solo ella podía oír esa voz, al comienzo no
le tomo importancia; luego, solo unos días antes de cumplir 15 años tuvo un sueño, como una
revelación, estaba en medio del bosque y una bestia negra se le presentó, pero no estaba asustada,
sino intrigada, caminaron en silencio entre los arboles a una casa, y cuando se detuvieron, la bestia
solo le dijo una palabra antes de despertar.

“Ven…”

Durante 3 largos años, sus frustrados intentos de saber su origen y esa incansable voz llamándola,
habían cambiado su forma de ser, hasta que por fin cumplió 15 años, decidiendo dejar la capilla y
vivir. Antes de ello, pidió a la hermana superior por última vez saber de dónde venía, o por lo menos
una pista que seguir. Las monjas no podían negarle un poco de verdad antes que se marchara y le
dieron una vieja noticia recortada del periódico local en un sobre, pero le pidieron que lo lea una
vez haya salido de la capilla. Sipaku estaba emocionada, fue a la Calle Comercio (que ahora es la
avenida Bolognesi), busco un buen lugar a la orilla del rio Caplina para sentarse y abrió la carta. Su
emoción se convirtió en horror, de un salto tiro la carta con la noticia al rio y corrió sin rumbo fijo.

El triste y gris atardecer de ese día hacia juego con su vestido. Sipaku, ya en el Bosque de Magollo,
se acercó a una casa en ruinas, rodeada de arena, pero nadie ni nada se acercaba, la arena se tragaba
todo lo que se posara sobre ella, sin embargo Sipaku caminaba…

Era evidente que esa casa en ruinas había sido incendiada hace mucho tiempo, todo estaba cubierto
de ceniza y polvo, nadie que estuviera allí podría respirar, sin embargo Sipaku respiraba…
Ecos del pasado grabados con fuego resonaban en esas paredes, era el lamento de las personas que
murieron en el incendio. Esas ruinas estaban repletas de rituales, hechizos y encantamientos que
nadie podía oír, sin embargo Sipaku oía.

Recorrió esas ruinas, cuarto por cuarto, o al menos lo que quedaba de ellos, como quien regresa a
casa luego de un muy largo viaje, a cada paso se sentía agobiada, débil e indefensa. Al terminar, su
cabeza iba a estallar; tenía hambre, no había comido nada desde que salió de la capilla San Ramón
hace más de un día. Buscó en el bosque cualquier cosa que pueda calmar su apetito, comió los frutos
de los árboles, bebió agua del arroyo y, terminado el día, se recostó en las frazadas a medio quemar
de la casa en ruinas, cayendo en un profundo sueño.

No tenía nada más que su vestido gris, seis zapatos viejos y esa historia de terror en su cabeza, así
que se esforzó en habilitar esas ruinas que nadie podía caminar, limpiar esa ceniza que nadie podía
respirar y entender esos ecos que nadie podía oír.

Una noche, Sipaku soñó con el bosque, y en lo profundo encontró una fruta desconocida, se la comió
y plantó la semilla en el sueño, de ella nació la flor más hermosa que jamás vio en su vida o en sus
sueños. Despertó agitada y corrió a lo profundo del bosque en busca de esa fruta, pero no la
encontró. Una densa niebla de arena empezó a cubrir el ambiente y Sipaku, buscando refugio, se
metió a una cueva cercana; en esa cueva no habían frutas ni semillas, solo piedras y una pieza de
carbón ardiendo, con forma y tamaño de corazón humano, y un color gris ceniza rodeado de un
brillo rojo intenso.

Pasaron horas hasta que la tormenta de arena terminó, pero el carbón seguía ardiendo,
inconsumible. Sipaku quedo tan fascinada que lo llamo Corazón Ardiente, y seducida por su belleza,
lo tomó, sintiendo un profundo dolor, pero no fue por el carbón ardiente; que no le quemo la mano;
más bien un dolor en el pecho, como cuando se pierde a un ser querido, y una lágrima se deslizo
por su mejilla.

“Ven…”

Una vez más, Sipaku obedeció, y regreso a esa casa en ruinas en medio del bosque al que empezó a
llamar hogar, caminó hacia lo que habría sido el jardín frontal y ahora no es más que un baldío; en
un instante, no pudo más y se derrumbó, dejo caer el Corazón Incandescente y lloró sin consuelo y
sin aparente razón.

El Corazón Incandescente se hundió lentamente en el suelo, emitiendo un humeante olor a azufre


hasta que desapareció de la superficie mientras las lágrimas de Sipaku, llenas de ira y dolor, caían
sobre la arena y regaban el carbón. En ese momento, un retoño brotó del erial, su tallo era como la
semilla del que había nacido, carbón incandescente; y del retoño, una hoja, tan seca como una hoja
muerta, de un color negro profundo y brillante como el petróleo.

Todos los días; en las mañanas, Sipaku escuchaba y descifraba los secretos de los ecos grabados en
el muro, en las tardes iba al retoño que crecía a una velocidad antinatural, y lo regaba con sus
lágrimas, en las noches iba al bosque a alimentarse y a practicar lo aprendido en las mañanas. A los
pocos días, el retoño ya era un árbol de un buen tamaño, y sus hojas negras caían y crecían de sol a
sol, como si estuvieran atrapadas en un perpetuo otoño. Cuando las hojas tocaban el suelo, se
convertían en polvo.

Desde que el retoño brotó, Sipaku había dejado de escuchar esa voz, ese llamado “Ven…”, pero
ahora eran los ecos del pasado quienes le susurraban rituales, hechizos y encantamientos que
ejecutaba con mucha afinidad y naturalidad. Había aprendido a mover objetos sin tocarlos, a invocar
a la lluvia y al fuego, a causar sueño profundo e intenso dolor, había dominado todos los ecos que
le hablaban, excepto por uno, el eco más antiguo, el más fuerte, el primero que escucho y el único
que no le salía, ni ella misma sabía cuál era el efecto de ese conjuro, pero cuando lo recitaba, nada
sucedía.

Hasta que el Corazón Incandescente alcanzó su altura máxima, y una tarde Sipaku fue a regar aquel
árbol de ceniza ardiente y hojas negras. En medio del llanto, de manera involuntaria, susurro una
plegaria, el primer eco, un conjuro disfrazado de oración; termino de recitarlo y una suave brisa
agitó las hojas negras, desprendiéndolas con facilidad y arremolinándolas hacia el cielo, a medida
que la brisa se hacía más y más intensa. De repente, cuando la última hoja abandonó aquel árbol,
un grito agudo y ensordecedor sacudió la tormenta de arena, un grito salido de las ramas desnudas
del Corazón Incandescente, y como si hubiera sido una orden de mando, la tormenta se dirigió al
pueblo de Tacna, llevándose las hojas negras que iban convirtiéndose en polvo.

Lo que comenzó como una brisa cargada de hojas se convirtió en una espesa nube de polvo movida
por un ventarrón, que término cubriendo todo el pueblo; derribando árboles y techos, cortando la
electricidad, generalizando el pánico y la confusión.

Desde Magollo, Sipaku vio en su mente el pandemonio en el que cayó Tacna, y no pudo evitar pensar
en las hermanas de la orden de Santa Ana en la Capilla San Ramon, en el Padre Manuel y en todos
los lugares que conocía, pero esos pensamientos se fueron para nunca más volver cuando escucho
de nuevo esa voz tan familiar que desde hace días no le decía nada, y en ese momento regresó…

“¡Por fin! Escuchaste mi llamado y acudiste, ahora deja que ellos vengan aquí, hija mía…”

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