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Ernest

Nagel
La estructura de la ciencia

Paidós S u r c o s 22
La estructura
de la ciencia
SURCOS
Títulos publicados:
1. S. P. H untington, E l choque de civilizaciones
2. K. Armstrong, H istoria de Jerusalén
3. M. H ardt, A. N egri, Imperio
4. G . Ryle, E l concepto de lo mental
5. W. Reich, E l análisis del carácter
6. A. Com te-Sponville, Diccionario filosófico
7. H . Shanks (com p.), Los manuscritos del M ar Muerto
8. K. R. Popper, E l mito del marco común
9. T. Eagleton, Ideología
10. G. Deleuze, Lógica del sentido
11. T. Todorov, Crítica de la crítica
12 . H . Gardner, Arte, mente y cerebro
13 . H . G . H em pel, L a explicación científica
14 . J. Le G olf, Pensar la historia
15 . H . Arend, L a condición humana
16 . H . G ardner, Inteligencias múltiples
17 . G. M inois, H istoria de los infiernos
18. J. Klausner, Jesús de N azaret
19 . K. J. Gergen, E l yo saturado
20. K. R. Popper, L a sociedad abierta y sus enemigos
21 . Ch. Taylor, Fuentes del yo
22. E. N agel, L a estructura de la ciencia
Ernest Nagel

La estructura
de la ciencia
Problemas de la lógica
de la investigación científica

PAIDÓS
Barcelona
Buenos Aires
México
Título original: The Structure o f Science
Publicado en inglés por Harcourt, Brace & World, Inc., Nueva York.

Traducción de N éstor Míguez

Supervisión de Gregorio Klimovsky

Cubierta de Mario Eskenazi

I a reimpresión en España, 1981


3a reimpresión en España, 1991
I a edición en la colección Surcos, 2006

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares


del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares
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© 1961 by Harcourt, Brace & World, Inc.


© de la traducción, Néstor Míguez
© 2006 de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona
http://www.paidos.com

ISBN: 84-493-1870-X
Depósito legal: B-2.600/2006

Impreso en Litografía Rosés, S. A.


Energía, 11-27 - 08850 Gavá (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain


SUMARIO

P refacio.............................................................................................. . 11

I. L a ciencia y el sentido c o m ú n .......................................... . 17


II. M odelos de explicación c ie n tífic a .................................... . 35
1. Ejemplos de explicación científica................................. . 35
2. Cuatro tipos de ex p licació n .......................................... . 41
3. ¿Explican las cie n cias?.................................................... . 48
III. El modelo deductivo de explicación................................. . 51
1. Explicaciones de sucesos particulares.......................... . 52
2. La explicación de ley es.................................................... . 56
3. La generalidad en las exp licacion es............................. . 61
4. Requisitos epistémicos de las e x p lic a c io n e s............. . 67
IV. El carácter lógico de las leyes científicas.......................... . 75
1. Universalidad accidental y universalidad nómica . . . 77
2. ¿Son lógicamente necesarias las l e y e s ? ....................... . 82
3. La naturaleza de la universalidad nóm ica.................... . 87
4. Universales contrafácticos.............................................. . 102
5. Leyes causales.................................................................... . 109
V. Las leyes experimentales y las t e o r ía s ............................. . 117
1. Fundamento de la distinción.......................................... . 119
2. Tres componentes importantes de las teorías............. .131
3. Reglas de correspondencia.............................................. . 140
VI. El estatus cognoscitivo de las teorías................................. . 151
1. El papel de la a n a lo g ía .................................................... . 152
2. La concepción descriptivista de las te o r ía s................ . 166
3. La concepción instrumentalista de las teorías . . . . . 181
4. La concepción realista de las teorías............................. . 196
VII. Las explicaciones mecánicas y la ciencia de la mecánica . 211
1. ¿Qué es una explicación m ecán ica?............................. . 211
2. El estatus lógico de la ciencia de la m ecánica............. . 238

7
VIII. El espacio y la g e o m e tría....................................................... 275
1. L a solución newtoniana ................................. ................... 275
2. Geometría pura y geometría aplicada............................. 289
IX. La geometría y la f í s i c a ........................................................... 313
1. O tras geometrías y las relaciones entre e l l a s ................ 313
2. L a elección de una g e o m e tría .......................................... 336
3. L a geometría y la teoría de la relatividad ....................... 354
X. Causalidad e indeterminismo en la teoría físic a ................ 367
1. L a estructura determinista de la mecánica clásica . . . 368
2. Descripciones alternativas de estado físic o .................... 377
3. El lenguaje de la mecánica cu án tica................................. 387
4. El indeterminismo de la teoría cuántica............. ... . . . 403
5. El principio de cau salid ad ................................................. 417
6. A zar e indeterminismo........................................................ 428
X I. L a reducción de te o r ía s........................................................... 443
1. La reducción de la termodinámica a la mecánica esta­
dística ..................................................................................... 445
2. Condiciones formales de la r e d u c c ió n .......................... 454
3. Condiciones no formales de la reducción....................... 470
4. L a doctrina de la emergencia ........................................... 481
5. Totalidades (wholes). Sumas y unidades orgánicas. . . 498
X II. Explicación mecanicista y biología o rg a n ic ista ................ 521
1. L a estructura de las explicaciones teleológicas............. 525
2. El punto de vista de la biología organicista.................... 559
X III. Problemas metodológicos de las ciencias sociales............. 581
1. Form as de investigación controlada................................. 585
2. Relatividad cultural y leyes sociales................................. 597
3. El conocimiento de los fenómenos sociales com o va­
riable s o c ia l........................................................................... 605
4. L a naturaleza subjetiva de los temas de estudio sociales 615
5. El sesgo valorativo de la investigación so c ia l................ 629
XIV . Explicación y comprensión en las ciencias sociales . . . . 653
1. Las generalizaciones estadísticas y sus explicaciones . 653
2. El funcionalismo en la ciencia s o c i a l ............................. 674
3. El individualismo metodológico y la ciencia social in­
terpretativa ........................................................................... 694
XV. Problemas de la lógica de la investigación histórica. . . . 709
1. E l punto focal del estudio de la historia.......................... 709
2. Explicaciones probabilísticas y genéticas....................... 714

8
3. Problemas que surgen repetidamente en la investiga­
ción h istó ric a ............................. .......................................... 745
4. El determinismo en la historia.......................................... 767

índice de n o m b res.............................................................................. 785


índice analítico..................................................................................... 791

9
PREFACIO

C om o arte institucionalizado de la investigación, la ciencia ha


dado frutos variados. Sus productos habitualmente más publicitados
son, sin duda, las conquistas tecnológicas que han transformado las
formas tradicionales de la economía humana a un ritmo acelerado.
También es responsable de muchas otras cosas que en la actualidad
no atraen la atención pública, pero algunas de las cuales han sido y
continúan siendo valoradas, con frecuencia, como los frutos más
preciados de la empresa científica. Las principales de ellas son: el lo­
gro de un conocimiento teórico general concerniente a las condicio­
nes fundamentales que determinan la aparición de diversos tipos de
sucesos y procesos; la emancipación de la mente del hombre de las su­
persticiones antiguas, en las cuales se basan a menudo las costum­
bres bárbaras y los temores opresivos; el socavamiento de los fun­
damentos intelectuales de los dogmas morales y religiosos, con el
debilitamiento concomitante de la cubierta protectora que suminis­
tra la dura corteza de los hábitos irracionales al mantenimiento de
las injusticias sociales; y, en un plano de mayor generalidad, el gra­
dual desarrollo, entre un número cada vez mayor de personas, de un
temperamento intelectual inquisitivo frente a las creencias tradicio­
nales, desarrollo frecuentemente acompañado por la adopción, en
dominios anteriormente inaccesibles al pensamiento crítico siste­
mático, de métodos lógicos para juzgar, sobre la base de datos de ob­
servación confiables, los méritos de suposiciones alternativas concer­
nientes a cuestiones de hecho o al curso de acción más adecuado.
A pesar de la brevedad de esta lista parcial, basta para poner en
evidencia la medida en que la empresa científica ha contribuido a la
articulación y a la realización de aspiraciones asociadas generalmen­
te a la idea de una civilización liberal. Sólo por esta razón, no es sor­
prendente que la ciencia, como medio para obtener un dominio inte­
lectual y práctico competente sobre los sucesos, constituya un objeto

11
perenne de atento estudio. Sea com o fuere, el testimonio de la refle­
xión sobre la naturaleza de la investigación científica y sobre su sig­
nificación para la vida humana se remonta a los comienzos de la
ciencia teórica en la Antigüedad griega, y hay pocas figuras notables
de la historia de la filosofía occidental que no hayan concedido una
seria atención a los problemas planteados por la ciencia de su tiempo.
En consecuencia, aunque el uso de la expresión «filosofía de la
ciencia» como nombre para una rama especial de estudio sea relati­
vamente reciente, dicho nombre designa investigaciones que no pre­
sentan solución de continuidad con las que se han realizado durante
siglos bajo denominaciones pertenecientes a las divisiones tradicio­
nales de la filosofía tales como «lógica», «teoría del conocimiento»,
«metafísica» y «filosofía moral y social». Además, a pesar de que la
gran difusión de esa expresión en títulos de libros, cursos de instruc­
ción y sociedades eruditas crea la impresión, a veces, de que denota
una disciplina claramente delimitada que trata de un conjunto de
problemas íntimamente vinculados entre sí, la filosofía de la ciencia,
tal com o se la cultiva actualmente, no es un ámbito de análisis bien
definido. Por el contrario, quienes hacen contribuciones a ese ámbi­
to a menudo manifiestan objetivos y métodos divergentes, y las dis­
cusiones p or lo común clasificadas como pertenecientes a él, colecti­
vamente, abarcan gran parte del heterogéneo conjunto de problem as
que han constituido el objeto tradicional de la filosofía.
Este libro, aunque es un ensayo sobre filosofía de la ciencia, tra­
ta de un grupo de cuestiones más homogéneo, y su contenido está
dom inado por el objetivo de analizar la lógica de la investigación
científica y la estructura lógica de sus productos intelectuales. Es,
ante todo, un examen de los patrones lógicos que aparecen en la or­
ganización del conocimiento científico, así como de los métodos lógi­
cos, cuyo uso (a pesar de los frecuentes cambios en las técnicas espe­
ciales y de revoluciones en los contenidos teóricos) es la característica
perdurable de la ciencia moderna. El libro, por ende, ignora muchos
temas examinados, a menudo extensamente, en las obras y cursos
corrientes sobre filosofía de la ciencia, pero que no me parecen ati­
nentes a su objetivo; por ejemplo, temas de la epistemología de la
percepción sensorial o síntesis cósmicas propuestas con el propósito
de hacer «inteligible» la totalidad de los hallazgos científicos espe­
ciales. En cambio, no he vacilado en tratar temas que pueden parecer
sólo remotamente relacionados con la práctica real de la ciencia, cuan­

12
do su discusión podía contribuir a una comprensión clarificada del
método científico y de sus frutos; por ejemplo, cuestiones relativas a
la traducibilidad de las teorías científicas a enunciados acerca de da­
tos de observación sensorial o a las consecuencias de la creencia en
un determinismo universal para las atribuciones de responsabilidad
moral.
El orden en el cual se examinan los problemas en este libro refleja,
en parte, el énfasis que doy al logro de explicaciones bien fundadas
como importante y característico ideal de la ciencia. Pero indepen­
dientemente de este énfasis, el estudio de la lógica de la ciencia pue­
de dividirse, para mayor conveniencia del análisis y de la exposición,
en tres partes principales. L a primera división comprende proble­
mas que se relacionan, principalmente, con la naturaleza de las expli­
caciones científicas: con sus estructuras lógicas, sus relaciones mu­
tuas, sus funciones en la investigación y sus medios para sistematizar
el conocimiento. L a segunda división abarca las cuestiones concer­
nientes a la estructura lógica de los conceptos científicos: con su ar­
ticulación por medio de diversas técnicas de definición y medición,
sus vínculos con datos de observación y las condiciones en las cuales
son científicamente significativos. La tercera división incluye pro­
blemas que se refieren a la evaluación de las pretensiones de conoci­
miento de las diversas ciencias: la estructura de la inferencia probable,
los principios empleados para estimar elementos de juicio y la vali­
dación de argumentos inductivos. E stos tres grupos de problemas,
que se superponen parcialmente, constituyen el ámbito de un estu­
dio sistemáticamente unificado de la lógica de la ciencia. Sin embar­
go, cada grupo de cuestiones puede ser explorado con referencias so­
lamente ocasionales a los temas de los otros grupos. Por consiguiente,
aunque este volumen está dedicado principalmente a cuestiones que
caen dentro de la primera de las divisiones mencionadas — los pro­
blemas de las otras dos serán examinados con detalle en otro volu­
men— , el mismo es totalmente independiente. Los temas principales
de las otras dos divisiones a los que es necesario referirse en este vo­
lumen recibirán en él una breve atención.
H e tratado de escribir este libro para un público más amplio que
el de los estudiosos profesionales de la filosofía, con la convicción de
que, si bien algunas de las cuestiones discutidas en él quizás sean
de poco interés para otras personas, en conjunto el libro trata temas
que no presentan solamente un interés profesional limitado. Por

13
ello, he evitado la presentación de análisis muy form alizados y el uso
de la notación simbólica especial de la lógica formal moderna, por
valioso que sea un formalismo preciso para la solución de ciertos
problem as técnicos. H abría sido incompatible con el propósito cen­
tral del libro excluir toda mención de las nociones técnicas difíciles
empleadas en ramas especiales de la ciencia; pero he intentado expli­
car esas nociones cuando es poco probable que sean familiares para
muchos lectores a los que quiero llegar. También he tratado de poner
de relieve el carácter del método científico en una variedad de dom i­
nios concretos, tanto en las ciencias sociales y biológicas como en la
física. H e tratado de hacerlo — aunque he omitido varias disciplinas
especiales que, originalmente, tenía la intención de escudriñar— en
parte con el fin de poner en claro, para un público variado, que, a pe­
sar de importantes diferencias, hay una continuidad lógica en las ope­
raciones de la indagación científica, y en parte para suministrar a ese
público fundamentos amplios para valorar con espíritu reflexivo la
ola actual de críticas dirigidas (frecuentemente, en nombre de una
«sabiduría superior») contra las obras de la razón científica.
Varios capítulos de este volumen incluyen un material ya publi­
cado previamente, aunque sujeto a considerables revisiones. Q uiero
agradecer a quienes publicaron los siguientes artículos por su ama­
ble autorización para utilizarlos en este libro: «The Causal Charac-
ter of M odern Physical T heory», en Freedom and Reason (compila­
do por S. Barón, E. N agel y K. S. Pinson), The Free Press, Glencoe,
111., 1951; «The Meaning of Reduction in the N atural Sciences», en
Science an d Civilization (comp., R. C. Stauffer), The University of
W isconsin Press, 1949, con autorización de los Regentes de la U n i­
versidad de Wisconsin; «Teleological Explanation and Teleological
System s», en Vision and Action (comp., S. Ratner), Rutgers U ni­
versity Press, 1953; «Science, With and Without W isdom », The Sa-
turday Review o f Literature, 1945; «W holes, Sums and Organic
U nities», Philosophical Studies, 1952; «Mechanistic Explanation and
Organismic Biology» y «Determinism in H istory», Philosophy and
Phenomenological Research, 1951 y 1960; y «Som e Issues in the L o ­
gic of Historical A nalysis», Scientific Monthly, 1952, con autoriza­
ción de la American Association for the Advancement o f Science.
E s privilegio de un autor reconocer las deudas personales que ha
contraído al escribir su libro y, aunque no me es posible registrarlos
a todos, es un placer para mí indicar a mis principales acreedores. Mi

14
interés en la filosofía de la ciencia fue despertado por mi maestro, el
extinto Morris R. Cohén, a quien sigo agradeciendo la dirección que
dio a mi pensamiento y el continuo estímulo que fue su enseñanza.
N i Rudolf Carnap ni Philipp Frank han sido formalmente mis maes­
tros, pero he obtenido gran provecho de las numerosas conversa­
ciones que tuye con ellos, desde 1934, sobre la lógica de la ciencia; he
logrado una instrucción igualmente valiosa sobre los problemas me­
todológicos de la investigación social empírica de las aclaradoras
charlas que he mantenido durante muchos años con Paul Lazarsfeld.
También he recibido mucha ayuda y estímulo de otros amigos: de
Abraham Edel, A lbert H ofstadter y Sidney H o o k , con cada uno
de los cuales he gozado de un elevado intercambio filosófico desde
que éramos todos jóvenes y de cuyas críticas de varias partes del ma­
nuscrito, en diversas etapas de su elaboración, me he beneficiado; de
John Cooley, Paul Edwards, Herbert Feigl, Charles Frankel, John
Gregg, Cari G. Hempel, Sidney Morgenbesser, M eyer Schapiro y
Patrick Suppes, quienes han contribuido mucho a la clarificación de
mis ideas a través de las numerosas discusiones que he tenido con
ellos; y de mi esposa, a quien está dedicado este libro y quien se pres­
tó pacientemente como piedra de toque de la inteligibilidad de mu­
chas de las cosas que se dicen en él. Agradezco profundamente a
la John Simón Guggenheim Memorial Foundation, la Rockefeller
Foundation y al Center for Advanced Study in the Behavioral Scien­
ces por haberme dado la posibilidad de disponer del ocio necesario
para estudiar y escribir.

E r n est N agel

15
Capítulo I

LA CIENCIA Y EL SENTIDO COMÚN

Mucho antes de los comienzos de la civilización moderna, los


hombres adquirieron una gran cantidad de información acerca de
su medio ambiente. Aprendieron a reconocer las sustancias que ali­
mentaban sus cuerpos. Descubrieron las aplicaciones del fuego y
adquirieron la habilidad de transformar las materias primas en refu­
gios, vestidos y utensilios. Inventaron las artes de cultivar el suelo,
de comunicarse entre sí y de gobernarse. Algunos de ellos descu­
brieron que es posible transportar más fácilmente los objetos cuan­
do se los coloca sobre carros con ruedas, que es más seguro com pa­
rar las dimensiones de los campos cuando se emplean patrones de
medida y que las estaciones del año, así com o muchos fenómenos
de los cielos, se suceden con cierta regularidad. L a broma que John
Locke dirigió a Aristóteles — según la cual D ios no fue tan m ezqui­
no con los hombres com o para hacerlos simplemente seres de dos
piernas, dejando a Aristóteles la tarea de hacerlos racionales— pa­
rece obviamente aplicable a la ciencia moderna. L a adquisición de
un conocimiento confiable acerca de muchos aspectos del mundo
ciertamente no comenzó con el advenimiento de la ciencia m oder­
na y del uso consciente de sus métodos. En realidad, a este respec­
to, muchos hombres, en cada generación, repiten durante sus vidas
la historia de la especie: se las ingenian para asegurarse habilidades
y una información adecuada, sin el beneficio de una educación cien­
tífica y sin la adopción premeditada de m odos científicos de proce­
dimiento.
Si es tanto el conocimiento que se puede lograr mediante el ejer­
cicio perspicaz de los dones naturales y los métodos del «sentido co­
mún», ¿qué excelencia especial poseen las ciencias y en qué contri­
buyen sus herramientas intelectuales y físicas a la adquisición de
conocimientos? Este interrogante exige una respuesta cuidadosa, si
se quiere asignar un significado definido a la palabra «ciencia».

17
Por cierto, no siempre se emplean discriminadamente esa palabra
y sus variantes lingüísticas; con frecuencia, se las usa simplemente
para otorgar una distinción honorífica a una u otra cosa. M uchos
hombres se enorgullecen de tener creencias «científicas» y de vivir
en la «era de la ciencia». Sin embargo, el único fundamento discerní -
ble de su orgullo es la convicción de que, a diferencia de sus antepa­
sados o de sus vecinos, poseen cierta presunta verdad última. Es este
el espíritu en el que se describen a veces como científicas teorías de
la física o la biología comúnmente aceptadas, mientras que se niega
firmemente esta denominación a todas las teorías de esos dominios
aceptadas con anterioridad pero que ya no gozan de crédito. A nálo­
gamente, ciertas prácticas muy exitosas en las condiciones físicas y
sociales prevalecientes, como determinadas técnicas agrícolas o in­
dustriales, a veces son contrapuestas con las prácticas presuntamen­
te «no científicas» de otros tiempos y lugares. U na form a extrema,
quizás, de la tendencia a quitarle al término «científico» todo conte­
nido definido es el uso muy serio que la propaganda hace a veces de
expresiones com o «corte de pelo científico», «limpieza de alfombra
científica» y hasta «astrología científica». Está claro, sin embargo,
que en ninguno de los ejemplos anteriores se asocia con dicha pala­
bra una característica fácilmente identificable y diferenciadora de
creencias o prácticas. Ciertamente, sería desafortunado adoptar la
sugerencia, implícita en el primer ejemplo, de limitar la aplicación
del adjetivo «científico» a creencias que sean definitivamente verda­
deras, aunque sólo sea porque en la mayoría — si no en todos— de
los ámbitos de investigación no existen garantías infalibles de la ver­
dad, de m odo que la adopción de tal sugerencia, en efecto, despoja­
ría al adjetivo de todo uso correcto.
Sin embargo, las palabras «ciencia» y «científico» no están tan
desprovistas de un sentido determinado como podría hacer creer su
uso frecuentemente adulterado. Pues, de hecho, esas palabras son
rótulos o bien de una empresa de investigación identificable y conti­
nua, o bien de sus productos intelectuales, y a menudo se las emplea
para designar características que distinguen a esos productos de
otras cosas. En este capítulo, pues, examinaremos brevemente algu­
nos de los aspectos en los que el conocimiento «precientífico» o «de
sentido común» difiere de los productos intelectuales de la ciencia
moderna. Sin duda, no hay ninguna línea nítida que separe las creen­
cias incluidas generalmente bajo la denominación familiar, pero

18
vaga, de «sentido común» de las afirmaciones cognoscitivas reconoci­
das como «científicas». N o obstante, como ocurre con otras palabras
cuyos campos de aplicación tienen límites notoriamente brumosos
(como el término «democracia»), la ausencia de líneas divisorias pre­
cisas no es incompatible con la presencia de un núcleo, por lo me­
nos, de significado seguro para cada una de esas palabras. D e hecho,
en sus usos más sobrios, esas palabras connotan diferencias im por­
tantes y reconocibles. Y son estas diferencias las que debemos tratar
de identificar, aunque nos veamos obligados a dar más relieve a al­
gunas de ellas para facilitar la exposición y darle mayor claridad.

1. N adie duda seriamente de que muchas de las ciencias especia­


les existentes han surgido de las preocupaciones prácticas de la vida
cotidiana: la geometría, de los problemas de la medición y el releva-
miento topográfico de campos; la mecánica, de problemas planteados
por las artes arquitectónicas y militares; la biología, de los problemas
de la salud humana y la cría de animales; la química, de problemas
planteados por las industrias metalúrgicas y de tinturas; la econo­
mía, de los problemas de la administración doméstica y política, etc.
Indudablemente, ha habido otros estímulos para el desarrollo de las
ciencias, además de los provenientes de los problemas planteados
por las artes prácticas; sin embargo, éstas han tenido y continúan te­
niendo un papel importante en la historia de la investigación cientí­
fica. Sea como fuere, los investigadores de la naturaleza de la ciencia
a quienes ha impresionado la continuidad histórica entre las convic­
ciones del sentido común y las conclusiones científicas a veces han
propuesto diferenciarlas mediante la fórmula según la cual las ciencias
son, simplemente, el sentido común «organizado» o «clasificado».
Sin duda, las ciencias son cuerpos de conocimiento organizados
y en todas ellas la clasificación de sus materiales en tipos o géneros
significativos (como en biología la clasificación de los seres vivos en
especies) es una tarea indispensable. N o obstante, es evidente que la
fórmula propuesta no traduce adecuadamente las diferencias carac­
terísticas entre la ciencia y el sentido común. Las notas de un confe­
renciante acerca de sus viajes por África pueden estar muy bien or­
ganizadas para los propósitos de comunicar cierta información de
manera interesante y efectiva, lo cual no convierte a esta informa­
ción en lo que históricamente ha sido llamado una ciencia. El catálo­
go de un bibliotecario es una valiosísima clasificación de los libros,

19
pero nadie que conozca el significado históricamente asociado a la
palabra diría que el catálogo es una ciencia. L a dificultad obvia con­
siste en que la fórmula propuesta no especifica qué tipo de organiza­
ción o clasificación es característico de las ciencias.
Por consiguiente, pasem os a esta última cuestión. U n rasgo des­
tacado de gran cantidad de información adquirida en el curso de la
experiencia corriente es que, si bien esta información puede ser sufi­
cientemente exacta dentro de ciertos límites, raramente está acom ­
pañada de una explicación acerca de por qué los hechos son como se
los presenta. Así, las sociedades que han descubierto el uso de la rue­
da habitualmente no saben nada acerca de las fuerzas de fricción ni
acerca de las razones por las cuales las mercancías transportadas so­
bre vehículos con ruedas son mucho más fáciles de trasladar que
otras arrastradas por el suelo. M uchos pueblos conocen la conve­
niencia de abonar sus campos, pero sólo unos pocos se han preocu­
pado por las razones de ello. Las propiedades medicinales de hierbas
como la dedalera son conocidas desde hace siglos, aunque no se ha
dado de ellas ninguna explicación de sus benéficas virtudes. Además,
cuando el «sentido común» trata de dar explicaciones de los hechos
— por ejemplo, cuando se explica la acción de la dedalera como esti­
mulante cardíaco por la semejanza de form a entre la flor de esa plan­
ta y el corazón humano— , con frecuencia las explicaciones carecen
de pruebas críticas de su vinculación con los hechos. A menudo, se
puede aplicar al sentido común el fam oso consejo que lord Mans-
field dio al gobernador, recientemente designado, de una colonia,
quien no era versado en leyes: «N o hay ninguna dificultad para dic­
tar sentencia en un juicio: sólo hay que oír a ambas partes paciente­
mente, luego reflexionar sobre lo que la justicia exige y, por último,
decidir de acuerdo con esto; pero nunca dé las razones de su fallo,
pues probablemente su juicio será correcto, pero con seguridad sus
razones serán erradas».
Es el deseo de hallar explicaciones que sean al mismo tiempo sis­
temáticas y controlables por elementos de juicio fácticos lo que da
origen a la ciencia; y es la organización y la clasificación del conoci­
miento sobre la base de principios explicativos lo que constituye el
objetivo distintivo de las ciencias. M ás específicamente, las ciencias
tratan de descubrir y formular en términos generales las condiciones
en las cuales ocurren sucesos de diverso tipo, y las explicaciones son
los enunciados de tales condiciones determinantes. Sólo es posible

20
lograr este objetivo distinguiendo o aislando ciertas propiedades en
el tema estudiado y discerniendo los esquemas de dependencia reite­
rados que vinculan esas propiedades unas con otras. En consecuen­
cia, cuando la investigación es exitosa, proposiciones que hasta ese
momento parecían totalmente desconectadas resultan vinculadas
entre sí de determinadas maneras en virtud del lugar que ocupan
dentro de un sistema de explicaciones. En algunos casos, es posible
dar notable extensión a la investigación. Puede ser que se descubran
esquemas de relaciones que abarcan gran cantidad de hechos, de
m odo que con la ayuda de un pequeño número de principios expli­
cativos pueda demostrarse que un número indefinidamente grande
de proposiciones acerca de tales hechos constituye un cuerpo de co­
nocimiento lógicamente unificado. La unificación a veces toma la
forma de un sistema deductivo, como en el caso de la geometría de­
ductiva o de la ciencia de la mecánica. Así, bastan unos pocos prin­
cipios, como los formulados por N ew ton, para demostrar que están
íntimamente relacionadas proposiciones concernientes al movimien­
to de la Luna, las mareas, las trayectorias de proyectiles y el ascenso
de líquidos en tubos delgados, y que es posible deducir rigurosamente
todas estas proposiciones a partir de esos principios junto con algu­
nas suposiciones especiales relativas a hechos. D e este modo, se ob­
tiene una explicación sistemática de los diversos fenómenos que in­
forman las proposiciones deducidas lógicamente.
N o todas las ciencias existentes presentan el cuadro altamente in­
tegrado de explicación sistemática que ofrece la ciencia de la mecáni­
ca, aunque en muchas de las ciencias — en los dominios de la inves­
tigación social y en las diversas disciplinas de la ciencia natural— la
idea de tal sistematización lógica rigurosa continúa siendo un ideal.
Pero aun en esas ramas de la investigación especializada en la cual no
se persigue este ideal, como en buena parte de la investigación histó­
rica, está siempre presente, por lo general, el objetivo de hallar expli­
caciones de los hechos. L os hombres quieren saber por qué las trece
colonias americanas se rebelaron contra Gran Bretaña mientras que
Canadá no lo hizo, por qué los antiguos griegos lograron rechazar a
los persas pero sucumbieron ante los ejércitos romanos o por qué la
actividad urbana y comercial aumentó en la Europa medieval duran­
te el siglo x y no antes. Explicar, establecer cierta relación de depen­
dencia entre proposiciones aparentemente desvinculadas, poner de
manifiesto sistemáticamente conexiones entre temas de información

21
variados: tales son las características distintivas de la investigación
científica.

2. H ay otras diferencias entre el sentido común y el conocimien­


to científico que son consecuencias casi directas del carácter siste­
mático de este último. U na característica bien conocida del sentido
común es que, si bien el conocimiento que pretende poseer puede
ser exacto, raramente es consciente de los límites dentro de los cua­
les sus creencias son válidas o sus prácticas exitosas. U na comunidad
que actúe de acuerdo con la regla de que el uso intensivo del abono
conserva la fertilidad del suelo puede, en muchos casos, continuar
con su tipo de agricultura exitosamente. Pero también puede seguir
la regla ciegamente, a pesar del manifiesto empobrecimiento del sue­
lo, y, p or lo tanto, puede hallarse desvalida frente a un problema crí­
tico de suministro de alimentos. En cambio, cuando se comprenden
las razones de la eficacia del abono como fertilizante, de m odo que
se vincula la regla en cuestión con principios biológicos y con la quí­
mica del suelo, se toma conciencia de que dicha regla sólo es de va­
lidez restringida, pues se comprende que la eficiencia del abono
depende de la persistencia de condiciones que el sentido común,
generalmente, desconoce. Pocos negarían su admiración a la tenaz
independencia de esos granjeros que, sin mucha educación académi­
ca, están provistos de una variedad casi infinita de habilidades y de
informaciones correctas en cuestiones que afectan a su medio am­
biente inmediato. Sin embargo, la tradicional riqueza de recursos del
granjero se halla estrechamente circunscrita: a menudo es ineficaz
cuando se produce alguna ruptura en la continuidad de su órbita co­
tidiana, pues por lo común sus habilidades son el producto de la tra­
dición y de hábitos rutinarios, y no tienen el sostén que da la com ­
prensión de las razones de su éxito. H ablando en términos más
generales, el conocimiento de sentido común es sumamente adecua­
do en situaciones en las que cierto número de factores permanecen
prácticamente inalterados. Pero, puesto que habitualmente no se re­
conoce que esta adecuación depende de la constancia de tales facto­
res — en realidad, quizás hasta se ignore la existencia misma de los
factores pertinentes— , el conocimiento de sentido común es incom­
pleto. El objetivo de la ciencia sistemática es eliminar este defecto,
aunque sea un objetivo que, con frecuencia, sólo se alcanza parcial­
mente.

22
Las ciencias, pues, introducen refinamientos en las concepciones
comunes mediante el mismo proceso de poner de manifiesto las co­
nexiones sistemáticas de proposiciones relativas a cuestiones de cono­
cimiento común. D e este modo, no sólo se muestra que las prácticas
comunes son explicables sobre la base de principios que formulan re­
laciones entre puntos diversos concernientes a vastos dominios de
hechos, sino que también estos principios suministran indicaciones
para alterar y corregir los modos habituales de conducta, para hacer­
los más efectivos en las situaciones familiares y más adaptables a las
nuevas. Esto no significa, sin embargo, que las creencias comunes
sean necesariamente erróneas, ni siquiera que sean intrínsecamente
más susceptibles de cambio bajo la presión de la experiencia que las
proposiciones científicas. En realidad, la antigua y firme estabilidad
de las convicciones del sentido común, como la de que las bellotas no
se convierten en robles durante la noche o la de que el agua se solidi­
fica si se la enfría lo suficiente, pueden resistir muy bien la compara­
ción con la breve vida de muchas teorías de la ciencia. El punto esen­
cial que cabe destacar es que, como el sentido común muestra poco
interés en explicar sistemáticamente los hechos que observa, no se
preocupa seriamente por el ámbito de aplicación válida de sus creen­
cias, si bien, de hecho, tal ámbito se halla estrechamente circunscrito.

3. La facilidad con que el hombre común y el hombre de nego­


cios sostienen creencias incompatibles y hasta contradictorias ha
sido objeto, a menudo, de comentarios irónicos. Así, los hombres a
veces sostendrán la necesidad de aumentar radicalmente la cantidad
de dinero pero exigirán, al mismo tiempo, un circulante estable. Exi­
girán el pago de la deuda externa y también adoptarán medidas para
impedir la importación de artículos extranjeros; y emitirán juicios
contradictorios sobre los efectos de los alimentos que consumen, so­
bre el tamaño de los cuerpos que ven, sobre la temperatura de los lí­
quidos y sobre la violencia de los ruidos. Tales juicios contradicto­
rios son, a menudo, el resultado de una preocupación casi exclusiva
por las consecuencias y las características inmediatas de los sucesos
observados. Mucho de lo que pasa por conocimiento de sentido co­
mún se refiere a los efectos que tienen cosas corrientes sobre cuestio­
nes que los hombres valoran; las relaciones entre los sucesos, inde­
pendientemente de su gravitación sobre las preocupaciones humanas
específicas, no son observadas y exploradas sistemáticamente.

23
L a aparición de juicios antagónicos es uno de los estímulos para
el desarrollo de la ciencia. Al introducir una explicación sistemática
de los hechos, al discernir las condiciones y las consecuencias de los
sucesos y al poner de manifiesto las relaciones lógicas entre las pro­
posiciones, la ciencia ataca las fuentes mismas de tales antagonismos.
En realidad, un gran número de hombres extraordinariamente capa­
ces ha rastreado las consecuencias lógicas de los principios básicos
en diversas ciencias; y un número aún mayor de investigadores ha
comparado repetidamente tales consecuencias con otras proposicio­
nes obtenidas como resultado de la observación crítica y el experi­
mento. N o hay ninguna garantía total de que, a pesar de estos cuida­
dos, hayan sido eliminadas de estas ciencias contradicciones serias.
Por el contrario, las suposiciones incompatibles entre sí sirven a ve­
ces com o base para las investigaciones en diferentes ramas de la m is­
ma ciencia. Por ejemplo, en ciertas partes de la física, se suponía en
un tiempo que los átom os son cuerpos perfectamente, elásticos,
mientras que en otras ramas de la física no se atribuía a los átom os la
elasticidad perfecta. Sin embargo, tales contradicciones a veces sólo
son aparentes, y la sensación de inconsistencia surge de no com ­
prender que se emplean suposiciones diferentes para la solución de
clases de problemas muy diferentes. Además, aun cuando las con­
tradicciones sean genuinas, a menudo sólo son temporales, puesto
que es menester emplear suposiciones incompatibles sólo porque
aún no se ha elaborado una teoría lógicamente coherente que cumpla
las complejas funciones para las cuales fueron introducidas original­
mente tales suposiciones. En todo caso, las flagrantes contradiccio­
nes que caracterizan con tanta frecuencia a las creencias comunes se
hallan ausentes de esas ciencias en las cuales ha avanzado considera­
blemente la búsqueda de sistemas unificados de explicación.

4. C om o ya se ha observado, muchas creencias cotidianas han


sobrevivido durante siglos, a diferencia de la vida relativamente cor­
ta que tienen a menudo las conclusiones de diversas ramas de la cien­
cia moderna. Debem os llamar la atención sobre una razón parcial de
este hecho. Examinemos un ejemplo de creencia de sentido común,
com o la de que el agua se solidifica cuando se la enfría lo suficiente,
y preguntémonos qué significan los términos «agua» y «suficiente»
en esta afirmación. E s un hecho conocido que la palabra «agua»,
cuando es usada por quienes no están familiarizados con la ciencia

24
moderna, por lo general no tiene un significado absolutamente cla­
ro. Así, se la emplea con frecuencia como nombre de toda una varie­
dad de líquidos, a pesar de las importantes diferencias fisicoquímicas
que hay entre ellos, pero también se les niega con frecuencia a otros
líquidos, aunque éstos no difieran entre sí, en sus características fisi­
coquímicas esenciales, en mayor medida que los fluidos anteriores.
D e este modo, la palabra «agua» puede ser usada para designar al lí­
quido que cae del cielo en form a de lluvia, al que brota del suelo en
las fuentes, al que fluye por los ríos y por las zanjas junto a los ca­
minos y al que constituye los mares y los océanos; pero se la emplea
con menos frecuencia, si es que siquiera se la emplea, para designar
los líquidos que brotan de los frutos cuando se los presiona, los con­
tenidos en sopas y otras bebidas y los que brotan de los poros de la
piel humana. Análogamente, la palabra «suficiente», cuando se la usa
para caracterizar un proceso de enfriamiento, puede significar a ve­
ces una diferencia tan grande como la que hay entre la temperatura
máxima de un día de verano y la temperatura mínima de un día de
pleno invierno; otras veces, tal palabra puede aludir a una diferencia
no mayor que la existente entre las temperaturas del mediodía y el
crepúsculo de un día de invierno. En resumen, en su uso común para
caracterizar cambios de temperatura, la palabra «suficiente» no está
asociada a una especificación precisa de su amplitud.
Si puede tomarse el ejemplo anterior como típico, el lenguaje en
el cual se formula y se transmite el conocimiento de sentido común
revela dos tipos importantes de indeterminación. En primer lugar,
los términos del lenguaje ordinario pueden ser muy vagos, en el sen­
tido de que la clase de cosas designadas por ellos no está nítida y cla­
ramente delimitada de la clase de las cosas no designadas por él (y, de
hecho, pueden superponerse ambas clases en considerable medida).
Por consiguiente, el ámbito de la presunta validez de los enunciados
que emplean tales términos no tiene límites definidos. En segundo
lugar, los términos del lenguaje ordinario pueden carecer de un gra­
do importante de especificidad, en el sentido de que las grandes dis­
tinciones establecidas por los términos no basten para caracterizar
diferencias más específicas, pero importantes, entre las cosas denota­
das por los términos. C om o consecuencia de esto, las relaciones de
dependencia entre sucesos no quedan formuladas de una manera
precisamente determinada por los enunciados que contienen tales
términos.

25
Debido a estas características del lenguaje ordinario, con fre­
cuencia es difícil realizar el control experimental de las creencias del
sentido común, ya que no es posible establecer claramente la distin­
ción entre elementos de juicio que confirman tales creencias y ele­
mentos de juicio que las contradicen. Así, la creencia de que, «en ge­
neral», el agua se solidifica cuando se la enfría lo suficiente puede
bastar para las necesidades de personas cuyo interés en el fenómeno
del congelamiento está limitado por su preocupación por lograr los
objetivos rutinarios de sus vidas cotidianas, a pesar de que el lengua­
je empleado para expresar esta creencia sea vago y carezca de especi­
ficidad. Por eso, tales personas pueden no ver razón alguna para m o­
dificar su creencia, aunque observen que el agua del océano no se
congela aun cuando su temperatura sea sensiblemente la misma que
la del agua de pozo cuando ésta se solidifica, o aunque algunos lí­
quidos deban ser enfriados más que otros para pasar al estado sóli­
do. Si se los acucia a justificar sus creencias frente a tales hechos, es­
tas personas quizás excluyan arbitrariamente a los océanos de la
clase de cosas a las que llaman agua; o, alternativamente, pueden ex­
presar una renovada confianza en su creencia, independientemente
del grado de enfriamiento que pueda requerirse, arguyendo que los
líquidos clasificados como agua realmente se solidifican cuando se
los enfría.
En su búsqueda de explicaciones sistemáticas, la ciencia, en cam­
bio, debe disminuir la indicada indeterminación del lenguaje co­
rriente sometiéndolo a modificaciones. Por ejemplo, la química físi­
ca no se contenta con la generalización formulada vagamente de que
el agua se solidifica si se la enfría lo suficiente, pues el propósito de
esta disciplina es, entre otras cosas, explicar por qué el agua potable
y la leche se congelan a determinadas temperaturas a las que el agua
de los océanos no se congela. Para alcanzar este objetivo, la química
física debe introducir, por lo tanto, distinciones claras entre diversos
tipos de agua y entre diversas medidas de enfriamiento. H ay varios
recursos para reducir la vaguedad y aumentar la especificidad de las
expresiones lingüísticas. Para muchos propósitos el recuento y la
medición son las más efectivas de estas técnicas y, quizás, las más fa­
miliares. L o s poetas pueden cantar la infinidad de estrellas que pue­
blan los cielos visibles, pero el astrónomo querrá establecer su nú­
mero exacto. El artesano que trabaja con metales puede contentarse
con saber que el hierro es más duro que el plom o, pero el físico que

26
desea explicar este hecho necesitará una medida precisa de la dife­
rencia de dureza. Por ende, una consecuencia obvia, pero importan­
te, de la precisión introducida de este m odo es que los enunciados se
hacen más susceptibles de ser sometidos a pruebas completas y crí­
ticas a través de la experiencia. C on frecuencia es imposible someter
las creencias precientíficas a pruebas experimentales definidas, sim­
plemente porque tales creencias pueden ser vagamente compatibles
con una clase indeterminada de hechos no analizados. L os enuncia­
dos científicos, debido a que se les exige estar de acuerdo con mate­
riales de observación especificados con mayor rigor, enfrentan ries­
gos mayores de ser refutados por tales datos.
Esta diferencia entre el conocimiento común y el científico es
aproximadamente análoga a las diferencias en los niveles de destreza
que pueden establecerse para manejar armas de fuego. L os hombres
se clasificarían, en su mayoría, como expertos tiradores, si el pa­
trón de destreza fuera la capacidad para darle a la pared de un grane­
ro desde una distancia de treinta metros. Pero sólo un número mu­
cho menor de individuos satisfaría el requisito más riguroso de centrar
sus tiros en un blanco de ocho centímetros al doble de la distancia
anterior. Análogamente, es más probable que se cumpla la predic­
ción de que el sol sufrirá un eclipse durante los meses de otoño que
la predicción de que el eclipse se producirá en un momento específi­
co de un día determinado del otoño. La primera predicción se cum­
plirá si el eclipse se produce en un día cualquiera de esos tres meses;
la segunda predicción quedará refutada si el eclipse no se produce
dentro de una pequeña fracción de un minuto a partir del momento
especificado. La última predicción puede ser falsa sin que lo sea la
primera, pero no a la inversa; y la última predicción, también, debe
satisfacer, por lo tanto, normas más rigurosas de control experimen­
tal que las estipuladas para la primera.
Esta mayor determinación del lenguaje científico explica por qué
tantas creencias del sentido común tienen una estabilidad —pues a
menudo perduran durante siglos— que pocas teorías de la ciencia
poseen. Es más difícil elaborar una teoría que permanezca inconmo­
vida por la repetida confrontación con los resultados de laboriosas
observaciones experimentales cuando se establecen normas riguro­
sas para el acuerdo que debe existir entre tales datos experimentales
y las predicciones derivadas de la teoría, que cuando tales normas
son débiles y no se exigen elementos de juicio experimentales admi­

27
sibles y establecidos por procedimientos cuidadosamente controla­
dos. D e hecho, las ciencias más avanzadas especifican casi invariable­
mente la medida en que las predicciones basadas en una teoría pue­
den desviarse de los resultados de la experimentación sin invalidar
tal teoría. L o s límites de tales desviaciones permisibles habitualmen­
te son muy estrechos, de m odo que las discrepancias entre la teoría
y la experimentación que el sentido común consideraría insignifi­
cantes a menudo son consideradas, en la ciencia, fatales para la bon­
dad de las teorías.
Por otro lado, aunque la mayor determinación de los enunciados
científicos los expone a riesgos mayores de ser considerados erró­
neos que los que enfrentan las creencias del sentido común, for­
muladas con menor precisión, los primeros tienen una importante
ventaja sobre estas últimas: presentan mayor capacidad para incor­
porarse a sistemas explicativos vastos pero claramente articulados.
Cuando tales sistemas se hallan adecuadamente confirmados por los
datos experimentales, con frecuencia codifican insospechadas rela­
ciones de dependencia entre muchas variedades de hechos experi­
mentalmente identificables pero distintos. En consecuencia, los ele­
mentos de juicio confirmatorios para los enunciados pertenecientes
a tal sistema a menudo pueden ser acumulados más rápidamente y en
mayores cantidades que para los enunciados no pertenecientes al sis­
tema (como los que expresan creencias de sentido común). Esto se
debe a que los elementos de juicio para los enunciados de tal sistema
pueden obtenerse mediante observaciones de una extensa clase de
sucesos, muchos de los cuales pueden no ser mencionados explícita­
mente por esos enunciados, pero que son, sin embargo, fuentes de
datos importantes para los mismos, dadas las relaciones de depen­
dencia que establece el sistema entre los sucesos de esta clase. Por
ejemplo, los datos del análisis espectroscópico se emplean en la físi­
ca moderna para someter a prueba suposiciones concernientes a la
estructura química de diversas sustancias; y los experimentos sobre
las propiedades térmicas de los sólidos son utilizados en apoyo de
teorías acerca de la luz. En resumen, al aumentar la determinación
de los enunciados e incorporarlos a sistemas explicativos lógicamen­
te integrados, la ciencia moderna agudiza los poderes de discrimina­
ción de sus procedimientos de prueba y aumenta las fuentes de ele­
mentos de juicio para sus conclusiones.

28
5. Ya hemos mencionado al pasar que, mientras que el conoci­
miento del sentido común se interesa principalmente por la influencia
de los sucesos sobre cuestiones que son objeto de especial valoración
por los hombres, la ciencia teórica, en general, no es tan limitada en
sus preocupaciones. L a búsqueda de explicaciones sistemáticas exige
que la investigación sea orientada hacia las relaciones de dependen­
cia entre las cosas sin tomar en consideración su influencia sobre las
valoraciones humanas. Así, para tomar un caso extremo, la astrolo-
gía se interesa por las posiciones relativas de las estrellas y los plane­
tas con el fin de establecer la influencia de tales conjunciones sobre
los destinos de los hombres. En cambio, la astronomía estudia las
posiciones relativas y los movimientos de los cuerpos celestes sin re­
ferencia al porvenir de los seres humanos. Análogamente, los cria­
dores de caballos y de otros animales han adquirido mucha habili­
dad y mucho conocimiento con respecto al problema de obtener
razas que satisfagan ciertos propósitos humanos; pero los biólogos
teóricos, en cambio, sólo incidentalmente se preocupan por tales pro­
blemas; se interesan, sobre todo, por analizar, entre otras cosas, los
mecanismos de la herencia y obtener leyes del desarrollo genético.
Una consecuencia importante de esa diferencia de orientación
entre el conocimiento teórico y el de sentido común, sin embargo, es
que la ciencia teórica deja de lado, deliberadamente, los valores in­
mediatos de las cosas, de tal manera que los enunciados de la ciencia
a menudo sólo parecen remotamente relacionados con los sucesos y
características familiares de la vida cotidiana. Para muchas personas,
por ejemplo, parece haber un abismo infranqueable entre la teoría
electromagnética, que suministra una explicación sistemática de los
fenómenos ópticos, y los brillantes colores que vemos en el cre­
púsculo; y la química de los coloides, que contribuye a comprender
la organización de los seres vivos, parece estar a una distancia igual­
mente lejana de los múltiples rasgos de personalidad que manifiestan
los seres humanos.
Debe admitirse, sin duda, que los enunciados científicos utilizan
conceptos muy abstractos, cuya relación con las cualidades comunes
que manifiestan las cosas en su escenario cotidiano no es en modo
alguno obvia. Sin embargo, la importancia de tales enunciados para
cuestiones que surgen en la vida cotidiana es también indiscutible.
Es necesario recordar que el carácter desusadamente abstracto de las
nociones científicas, así como su presunta «lejanía» de las caracterís­

29
ticas que presentan las cosas en la experiencia cotidiana, son conco­
mitantes inevitables de la búsqueda de explicaciones sistemáticas
y de gran alcance. Sólo es posible elaborar tales explicaciones si pue­
de demostrarse que la aparición de esas cualidades y relaciones fam i­
liares de las cosas, en términos de las cuales habitualmente se identi­
fican y se diferencian los objetos individuales, depende de la presencia
de otras propiedades relaciónales o estructurales que caracterizan, de
maneras diversas, a una extensa clase de objetos y procesos. Por con­
siguiente, para lograr una explicación general de cosas cualitativa­
mente diversas, es necesario formular esas propiedades estructurales
sin referencia a las cualidades y relaciones individualizantes de la ex­
periencia familiar, y abstraerse de ellas. Para lograr tal generalidad,
por ejemplo, en física no se define la temperatura de los cuerpos en
función de diferencias de calor experimentadas directamente, sino
en términos de ciertas relaciones formuladas abstractamente y que
caracterizan a una extensa clase de ciclos térmicos reversibles.
Siri embargo, aunque la formulación abstracta es una característi­
ca indudable del conocimiento científico, sería un error suponer que
el conocimiento de sentido común no utiliza concepciones abstractas.
T odo el que crea que el hombre es un ser mortal emplea, ciertamen­
te, las abstractas nociones de humanidad y mortalidad. Las concep­
ciones de la ciencia no difieren de las del sentido común simplemen­
te en que las primeras sean abstractas. Difieren en el hecho de ser
formulaciones de propiedades estructurales muy generales, abstraí­
das de las características familiares manifestadas por clases limitadas
de objetos habitualmente sólo en condiciones muy especiales, rela­
cionadas con cuestiones susceptibles de observación directa sólo a
través de procedimientos lógicos y experimentales com plejos, y ar­
ticulados con el fin de elaborar sistemas explicativos para grandes
conjuntos de fenómenos diversos.

6. L a importante diferencia que deriva de la deliberada política


de la ciencia de exponer sus afirmaciones cognoscitivas al repetido de­
safío de datos observacionales críticamente probatorios y obteni­
dos en condiciones cuidadosamente controladas está implícita en el
contraste ya indicado entre la ciencia moderna y el sentido común.
Pero com o ya hemos dicho antes, esto no significa que las creencias
del sentido común sean invariablemente erróneas o que no se basen
en hechos empíricamente verificables. Significa que las creencias del

30
sentido común no están sometidas, como principio establecido, a un
escrutinio sistemático a la luz de datos obtenidos para determinar la
exactitud de esas creencias y el ámbito de su validez. También signi­
fica que los elementos de juicio admitidos en la ciencia deben ser ob­
tenidos mediante procedimientos instituidos con el propósito de eli­
minar fuentes conocidas de error; y significa, además, que el peso de
los elementos de juicio disponibles para cualquier hipótesis pro­
puesta como solución para el problem a que se investiga es valorado
sobre la base de criterios de evaluación cuya autoridad misma se
basa, a su vez, en la aplicación de esos criterios a una extensa clase de
investigaciones. Por consiguiente, la búsqueda de explicaciones en la
ciencia no es simplemente una búsqueda de «primeros principios»
plausibles,prim a facie, que permitan explicar de una manera vaga los
«hechos» familiares de la experiencia corriente. Por el contrario, es
una búsqueda de hipótesis explicativas que sean genuinamente esta­
bles, porque se les exige que tengan consecuencias lógicas suficiente­
mente precisas como para no ser compatibles con casi todo estado
de cosas concebible. Las hipótesis buscadas, por lo tanto, deben es­
tar sujetas a la posibilidad de rechazo, que dependerá del resultado
de los procedimientos críticos, inherentes a la búsqueda científica,
que se adopten para determinar cuáles son los hechos reales.
La diferencia descrita puede ser expresada mediante la afirmación
de que las conclusiones de la ciencia, a diferencia de las creencias del
sentido común, son los productos del método científico. Pero no
hay que malinterpretar esta sucinta formulación. N o se la debe en­
tender, por ejemplo en el sentido de que la práctica del método cien­
tífico consiste en seguir reglas prescritas para hacer descubrimientos
experimentales o para hallar explicaciones satisfactorias de cuestio­
nes de hecho. N o hay reglas para el descubrimiento y la invención
en la ciencia, como no las hay en las artes. Tam poco debe interpre­
tarse tal formulación en el sentido de que la práctica del método
científico consiste en el uso, en todas las investigaciones, de cierto
tipo de técnicas (como las técnicas de medición empleadas en física),
independientemente del tema o el problema que se investigue. Tal
interpretación de la afirmación aludida sería una caricatura de su
propósito; en todo caso, si se adoptara esta interpretación nuestra
afirmación sería absurda. Por último, no debe entenderse la fórmula
en el sentido de que la práctica del método científico elimina de ma­
nera efectiva toda form a de sesgo personal o fuente de error que

31
pudiera invalidar el resultado de la investigación, ni en el sentido
de que tal práctica asegura— en un plano más general— la verdad de
toda conclusión a la que lleguen las investigaciones que emplean di­
cho método. En realidad, es imposible dar seguridades de este tipo;
ningún conjunto de reglas establecidas de antemano puede servir
com o salvaguardia automática contra prejuicios insospechados y
otras causas de error que puedan afectar adversamente al curso de
una investigación.
L a práctica del método científico consiste en la persistente crítica
de argumentaciones, a la luz de criterios probados para juzgar la
confiabilidad de los procedimientos por los cuales se obtienen los
datos que sirven com o elementos de juicio y para evaluar la fuerza
probatoria de esos elementos de juicio sobre los que se basan las
conclusiones. Estim ada según las normas prescritas por esos crite­
rios, una hipótesis determinada puede hallar fuerte apoyo en los ele­
mentos de juicio establecidos; pero este hecho no garantiza la verdad
de la hipótesis, aun cuando los enunciados que expresan los elemen­
tos de juicio sean considerados verdaderos, a menos que ^-contra­
riamente a las normas supuestas habitualmente para los datos obser-
vacionales en las ciencias empíricas— el grado de apoyo sea el que
las premisas de un razonamiento deductivo válido dan a su conclu­
sión. Por consiguiente, la diferencia entre las aserciones cognosciti­
vas de la ciencia y las del sentido común — diferencia derivada del
hecho de que las primeras son los productos del método científico—
no implica que las primeras sean invariablemente verdaderas. Im pli­
ca que las creencias del sentido común son aceptadas generalmente
sin una evaluación crítica de los elementos de juicio disponibles,
mientras que los elementos de juicio que apoyan las conclusiones de
la ciencia se adecúan a patrones tales que una proporción im portan­
te de las conclusiones basadas en elementos de juicio estructurados
de manera similar sigue estando de acuerdo con datos fácticos adi­
cionales, cuando se obtienen nuevos datos.
Pero pospondrem os para más adelante el examen detallado de es­
tas consideraciones. N o obstante, es necesario hacer en este punto
una breve aclaración. Si las conclusiones de la ciencia son los p ro ­
ductos de investigaciones conducidas de acuerdo con una política
definida para obtener y evaluar elementos de juicio, la justificación
para confiar en estas conclusiones debe basarse en los méritos de esta
política. Debe admitirse que los cánones para estimar elementos de

32
juicio que definen la política científica sólo han sido explícitamente
codificados en parte, en el mejor de los casos, y sólo operan funda­
mentalmente como hábitos intelectuales manifestados por los inves­
tigadores competentes en la conducción de sus indagaciones. Pero a
pesar de este hecho, el registro histórico de lo que se ha logrado me­
diante esta política en el ámbito del conocimiento digno de confian­
za y sistemáticamente ordenado deja poco lugar a dudas en lo con­
cerniente a la superioridad de esa política sobre otras alternativas de
la misma.
Este breve examen de las características que distinguen, en gene­
ral, las aserciones cognoscitivas y el método lógico de la ciencia m o­
derna sugiere un detallado estudio de una gran variedad de cuestiones.
Las conclusiones de la ciencia son los frutos de un sistema institu­
cionalizado de investigación que desempeña un papel cada vez más
importante en la vida de los hombres. Es por ello por lo cual la or­
ganización de esta institución social, las circunstancias y las etapas
de su desarrollo y su influencia, así como las consecuencias de su ex­
pansión, han sido reiteradamente exploradas por sociólogos, eco­
nomistas, historiadores y moralistas. Sin embargo, para comprender
adecuadamente la naturaleza de la empresa científica y su lugar en la
sociedad contemporánea, es necesario someter también a un análisis
cuidadoso los tipos de enunciados científicos y su articulación, así
como la lógica por la cual se establecen conclusiones científicas. Se
trata de una tarea — importante, si no excluyente— que trata de rea­
lizar la filosofía de la ciencia. El examen que acabamos de efectuar
sugiere la delimitación de tres grandes dominios, en los cuales se rea­
liza tal análisis: el de los esquemas lógicos que presentan las explica­
ciones de las ciencias, el de la construcción de conceptos científicos y
el de la validación de conclusiones científicas. L os capítulos que si­
guen tratan principalmente, aunque no exclusivamente, de proble­
mas concernientes a la estructura de las explicaciones científicas.

33
Capítulo II

MODELOS DE EXPLICACIÓN CIENTÍFICA

En el capítulo anterior hemos dicho que el objetivo distintivo de la


empresa científica es suministrar explicaciones sistemáticas y adecuada­
mente sustentadas. Com o veremos, es posible ofrecer tales explicacio­
nes para sucesos individuales, para sucesos recurrentes o para regulari­
dades invariables y regularidades estadísticas. Esta tarea no constituye
la exclusiva preocupación de la ciencia, aunque sólo sea por el hecho de
que buena parte de sus esfuerzos están dirigidos a establecer cuáles son
los hechos, en nuevos dominios de la experiencia, para los que pueden
buscarse luego explicaciones. Es evidente que, en un momento deter­
minado, las diversas ciencias difieren en el énfasis que dan a las explica­
ciones sistemáticas en elaboración, y también en el grado en que logran
completar tales sistemas explicativos. Sin embargo, la búsqueda de ex­
plicaciones sistemáticas nunca se halla totalmente ausente de ninguna
de las disciplinas científicas reconocidas. Comprender los requisitos y
las estructuras de las explicaciones científicas, por lo tanto, equivale a
comprender un rasgo muy general de la empresa científica. En este ca­
pítulo trataremos de preparar las bases para tal comprensión, destacan­
do, como paso previo, las formas manifiestamente diferentes de la ex­
plicación que se encuentran en las diversas ciencias.1

1. E je m p l o s d e e x p l ic a c ió n c ie n t íf ic a

Las explicaciones son respuestas a la pregunta: «¿por qué?». Sin


embargo, se necesita muy poca reflexión para darse cuenta de que tal
pregunta es ambigua y que, en contextos diferentes, puede haber di­
ferentes tipos de respuesta a ella. L a siguiente lista breve contiene
ejemplos diversos del uso de «por qué», varios de los cuales im po­
nen ciertas restricciones distintivas sobre las respuestas admisibles a
las preguntas formuladas mediante esas palabras.

35
1. ¿Por qué un cuadrado perfecto es siempre la suma de cual­
quier sucesión de enteros impares consecutivos que comience con 1
(por ejemplo, 1 + 3 + 5 + 7 = 16 = 42)? En este caso, se supondrá que
el «hecho» que se quiere explicar (llamado el explicandum) es un as­
pirante a la denominación familiar, aunque no totalmente clara, de
«verdad necesaria», en el sentido de que su negación es contradicto­
ria. U na respuesta atinente a la cuestión es, por lo tanto, una dem os­
tración que no sólo establece la verdad universal del explicandum,
sino también su carácter necesario. L a explicación logrará esto si los
pasos de la demostración cumplen con los requisitos formales de la
prueba lógica y, además, las premisas de la demostración son tam­
bién, en cierto sentido, necesarias. Las premisas, presumiblemente,
serán los postulados de la aritmética, y su carácter necesario queda­
rá asegurado, por ejemplo, si se las puede considerar verdaderas en
virtud de los significados asignados a las expresiones que aparecen
en su formulación.

2. ¿Por qué se cubrió de humedad la parte exterior del vaso,


ayer, cuando se lo llenó de agua helada? En este caso, el hecho que se
quiere explicar es un suceso aislado. Su explicación, en líneas gene­
rales, podría ser la siguiente: la temperatura del vaso, después de lle­
narlo de agua helada, era considerablemente inferior a la temperatu­
ra del aire circundante; el aire contenía vapor de agua; y el vapor de
agua del aire, en general, se licúa cuando el aire entra en contacto con
una superficie suficientemente fría. En este ejemplo, com o en el an­
terior, el modelo formal de la explicación parece ser el de una de­
ducción. En realidad, si las premisas explicativas fueran formuladas
de una manera más completa y cuidadosa, la form a deductiva sería
inconfundiblemente clara. Sin embargo, el explicandum de este caso
no es una verdad necesaria, como no son verdades necesarias las pre­
misas explicativas. Por el contrario, las premisas son enunciados que
se basan en evidencias de juicio observacionales o experimentales.

3. ¿Por qué durante el último cuarto del siglo xix hubo un por­
centaje de católicos suicidas menor que el de los suicidas protestan­
tes, en los países europeos? U na respuesta bien conocida a este inte­
rrogante es que el orden institucional bajo el cual vivían los católicos
tenía un grado mayor de «cohesión social» que las. organizaciones
protestantes; y, en general, la existencia de fuertes vínculos sociales

36
entre los miembros de una comunidad da m ayor apoyo a los seres
humanos en los períodos de conflictos personales. En este caso, el
explicandum es un fenómeno histórico descrito estadísticamente,
en contraste con el hecho aislado del ejemplo anterior; por consi­
guiente, la explicación propuesta no trata de explicar ningún suicidio
individual del período en discusión. En realidad, aunque las premi­
sas explicativas no están formuladas de manera precisa ni completa,
es evidente que algunas de ellas tienen un contenido estadístico, al
igual que el explicandum. Pero, dado que las premisas no están for­
muladas de manera completa, no está muy claro cuál es, exactamen­
te, la estructura lógica de la explicación. Supondremos, sin embargo,
que es posible hacer explícitas las premisas implícitas y, además, que
la explicación presentará, entonces, un aspecto deductivo.

4. ¿Por qué flota el hielo en el agua? El explicandum de este


ejemplo no es un hecho histórico, aislado o estadístico, sino una ley
universal que establece una asociación invariable de ciertas caracte­
rísticas físicas. Se lo explica comúnmente presentándolo com o la
consecuencia lógica de otras leyes: la ley de que la densidad del hie­
lo es menor que la del agua; la ley de Arquímedes, según la cual un
fluido empuja hacia arriba a un cuerpo sumergido en él con una
fuerza igual al peso de la cantidad de fluido desplazado por el cuer­
po; y otras leyes relativas a las condiciones en las cuales los cuerpos
sujetos a fuerzas están en equilibrio. Debe observarse que en este
caso, en contraste con los dos ejemplos precedentes, las premisas ex­
plicativas son enunciados de leyes universales.

5. ¿Por qué la adición de sal al agua disminuye su punto de con­


gelación? En este caso, el explicandum es también una ley, de modo
que, en este aspecto, este ejemplo no difiere del anterior. Además, su
explicación corriente consiste en deducirlo de los principios de la
termodinámica junto con ciertas suposiciones acerca de la com posi­
ción de las mezclas heterogéneas; en consecuencia, este ejemplo
también coincide con el anterior con respecto al modelo formal de la
explicación. Sin embargo, incluimos este ejemplo para una referen­
cia futura, porque las premisas explicativas presentan ciertas caracte­
rísticas distintivas, prim a facie, que tienen un considerable interés
metodológico. Pues los principios termodinámicos incluidos entre
las premisas explicativas de este ejemplo son suposiciones de mucha

37
mayor amplitud que cualquiera de las leyes citadas en los ejemplos
anteriores. A diferencia de estas leyes, tales suposiciones utilizan n o­
ciones «teóricas», com o las de energía y entropía, que no parecen es­
tar asociadas con ningún procedimiento experimental establecido de
m odo manifiesto para identificar o medir las propiedades físicas que
esas nociones presumiblemente representan. A las suposiciones de este
tipo se las llama con frecuencia «teorías» y a veces se las distingue ta­
jantemente de las «leyes experimentales». Pero debemos postergar
para su posterior discusión la cuestión relativa a si esta distinción se
justifica, y, en caso de que así sea, cuál es su importancia. Por el m o­
mento, este ejemplo simplemente registra una especie presuntamen­
te distinta de explicación deductiva en la ciencia.

6. ¿Por qué sucede que en la progenie de guisantes híbridos ob­


tenidos cruzando progenitores redondos y arrugados aproxim ada­
mente tres cuartas partes de los guisantes son siempre redondos y
una cuarta parte arrugados? Por lo común se explica el explicandum
deduciéndolo de los principios generales de la teoría mendeliana de
la herencia, junto con ciertas suposiciones adicionales acerca de la
constitución genética de los guisantes. Obviamente, el hecho expli­
cado, en este caso, es una regularidad estadística, no una invariable
asociación de atributos, y está formulada como la frecuencia relativa
de una característica determinada en cierta población de elementos.
Además, com o resulta evidente cuando se formulan con cuidado las
premisas explicativas, algunas de éstas también tienen un contenido
estadístico, ya que formulan la probabilidad (en el sentido de una
frecuencia relativa) de que guisantes progenitores transmitan ciertos
determinantes de caracteres genéticos a su descendencia. Este ejem­
plo es semejante al anterior en el sentido de que ilustra un modelo
deductivo de explicación que contiene suposiciones teóricas entre
sus premisas. Sin embargo, es diferente de cualquier ejemplo ante­
rior en el hecho de que el explicandum y algunas de las premisas son,
manifiestamente, leyes estadísticas, que formulan regularidades es­
tadísticas y no regularidades invariables.

7. ¿Por qué C asio tramó la muerte de César? El hecho que se


quiere explicar es, nuevamente, un suceso histórico particular. De
creer a Plutarco, la explicación debe buscarse en el odio innato que
C asio tenía a los tiranos. Sin embargo, esta respuesta es obviamente

38
incompleta sin una serie de otras suposiciones generales, por ejem­
plo, acerca de la manera en que se manifiesta el odio en determinada
cultura entre personas de cierto rango social. E s improbable, con
todo, que tales suposiciones, para que sean verosímiles, puedan ser
afirmadas con estricta universalidad. Si la suposición concuerda con
los hechos conocidos, sólo será, en el mejor de los casos, una gene­
ralización estadística. Por ejemplo, una generalización verosímil
puede afirmar que la mayoría de los hombres (o un determinado por­
centaje de ellos) de cierto tipo y de determinada especie de socieda­
des se comportará de determinada manera. Por consiguiente, puesto
que el hecho que se quiere explicar en este ejemplo es un suceso his­
tórico particular, mientras que la suposición explicativa fundamen­
tal tiene form a estadística, el explicandum no es una consecuencia
deductiva de las premisas explicativas. Por el contrario, el explican-
dum , en este caso, solamente se hace «probable» en virtud de estas
últimas. Se trata de una característica distintiva de este ejemplo que
lo separa de los precedentes. Además, otra importante y sustancial
diferencia entre este ejemplo y los anteriores es que las premisas ex­
plicativas, en este caso, mencionan una disposición psicológica (es
decir, un estado o actitud emocional) com o uno de los resortes de
la acción. En consonancia con esto, si se plantea la pregunta «¿por
qué?» para obtener una respuesta en términos de disposiciones psi­
cológicas, esa pregunta sólo será significativa si hay alguna base para
suponer que tales disposiciones, en efecto, aparecen en el tema en
consideración.

8. ¿Por qué Enrique VIII de Inglaterra trató de anular su matri­


monio con Catalina de Aragón? U na explicación corriente de este
hecho histórico consiste en atribuir a Enrique V III un objetivo
conscientemente sustentado, y no una disposición psicológica como
en el ejemplo anterior. Así, a menudo los historiadores explican los
esfuerzos del rey Enrique V III por anular su matrimonio con Cata­
lina citando el hecho de que, como ella no le daba ningún hijo, aquél
deseaba volver a casarse para tener un heredero masculino. Sin duda,
el monarca poseía muchas disposiciones psicológicas que pueden
haber sido, en parte, responsables de su conducta hacia Catalina. Sin
embargo, en la explicación que acabamos de mencionar tales «resor­
tes psicológicos de la acción» no se mencionan con respecto a la con­
ducta de Enrique VIII, sino que se explican sus esfuerzos por obte­

39
ner la anulación como medios deliberados arbitrados para conseguir
un objetivo consciente (o un fin en vista). Por consiguiente, la dife­
rencia entre este ejemplo y el anterior reside en la distinción entre
una disposición o resorte de la acción psicológicos (de los cuales un
individuo puede permanecer inconsciente, aunque controlen sus ac­
ciones) y un fin en vista conscientemente perseguido (y para lograr
el cual un individuo puede adoptar determinados medios). Esta dis­
tinción se reconoce comúnmente. A veces se explica la conducta de
un hombre en términos de resortes de acción, aunque no tenga nin­
gún fin en vista que dirija su conducta. Por otro lado, no se considera
satisfactoria una explicación, para cierta clase de acciones humanas,
si no alude a algún objetivo consciente para cuya obtención se em­
prenden dichas acciones. En consecuencia, en determinados contex­
tos, un requisito para la inteligibilidad de las cuestiones que plantea
la pregunta «por qué» es que se afirmen, en esos contextos, objetivos
explícitos.

9. ¿Por qué los seres humanos tienen pulmones? Esta pregunta


es ambigua, pues se la puede interpretar como planteando un p ro ­
blema de la evolución histórica de la especie humana o como solici­
tando una explicación de la función de los pulmones en el cuerpo
humano en la etapa actual de su desarrollo evolutivo. A quí entende­
remos la pregunta en este último sentido. Cuando se la entiende de
este modo, la respuesta usual que suministra la fisiología corriente
alude al carácter indispensable del oxígeno para la combustión de las
sustancias alimenticias en el cuerpo, así como al papel instrumental
de los pulmones al transportar el oxígeno del aire a la sangre y, por
su intermedio, a las diversas células del organismo. Por consiguien­
te, la explicación considera la operación de los pulmones como esen­
cial para el mantenimiento de determinadas actividades biológicas.
L a explicación presenta, así, prim a facie, una form a característica.
N o menciona explícitamente las condiciones en las cuales se realizan
los complejos sucesos llamados «el funcionamiento de los pulm o­
nes». Describe, más bien, de qué manera los pulmones, com o parte
especialmente organizada del cuerpo humano, contribuyen al man­
tenimiento de algunas de las otras actividades del cuerpo.

10. ¿Por qué la lengua inglesa actual tiene tantas palabras de ori­
gen latino ? El hecho histórico para el cual se pide una explicación, en

40
este caso, es un complejo conjunto de hábitos lingüísticos manifes­
tados por ciertos hombres durante un período histórico definido un
poco vagamente, en diversas partes del mundo. También es im por­
tante observar, que, en este ejemplo, la pregunta «¿por qué?», a dife­
rencia de las preguntas anteriores, tácitamente pide una explicación
acerca de cómo se ha desarrollado determinado sistema hasta adqui­
rir su forma actual, a partir de alguna etapa anterior del sistema. Sin
embargo, para el sistema en consideración no poseemos «leyes diná­
micas de desarrollo» de carácter general, como las que se encuentran
en la física, por ejemplo, para la evolución de una masa gaseosa en
rotación. Una explicación admisible del hecho en cuestión, por lo
tanto, tendrá que mencionar cambios sucesivos a lo largo de un pe­
ríodo de tiempo, y no solamente un conjunto de sucesos en algún
tiempo inicial anterior. Por lo tanto, la explicación corriente de ese
hecho incluye referencias a la conquista de Inglaterra por los nor­
mandos, al lenguaje utilizado por los vencedores y los vencidos an­
tes de la conquista y a los procesos que se operaron en Inglaterra y
en otras partes después de la conquista. Además, la explicación pre­
supone una serie de generalizaciones más o menos vagas (no siempre
formuladas explícitamente, y algunas de las cuales, sin duda, tienen
un contenido estadístico) concernientes a las formas en que los hábi­
tos lingüísticos de comunidades con lenguas diferentes sufren altera­
ciones cuando estas comunidades entran en un íntimo contacto. En
resumen, la explicación solicitada en este ejemplo es de carácter ge­
nético, y su estructura es evidentemente más compleja que la estruc­
tura de las explicaciones anteriores. N o debe atribuirse tal compleji­
dad a las circunstancias de que el explicandum sea un hecho de la
conducta humana. U na complejidad semejante la manifiesta una ex­
plicación genética del hecho de que el contenido salino de los océa­
nos sea actualmente de un 3 % , aproximadamente, por volumen.

2. C u a t r o t ip o s d e e x p l ic a c ió n

La lista anterior no agota los tipos de respuesta que reciben a veces


el nombre de «explicaciones». Pero es suficientemente larga como
para poner bien en claro el importante hecho de que aun las respues­
tas limitadas a la clase de cuestiones que plantea la pregunta «¿por
qué?» no son todas de la misma especie. En realidad, la lista sugiere

41
claramente que las explicaciones ofrecidas en las diversas ciencias
com o respuesta a tales cuestiones pueden diferir en la form a en que
las suposiciones explicativas se relacionan con sus explicando.:, de
m odo que las explicaciones obedecen a diferentes modelos lógicos.
Seguiremos el camino indicado por esa sugerencia y caracteriza­
remos los tipos en apariencia distintos de explicación en los que pue­
den ser clasificados los ejemplos de la lista anterior. Pero no nos em­
barcaremos, en este punto, en el problema de saber si los diferentes
m odelos lógicos aparentemente distintos de explicación son o no, en
realidad, variantes formuladas imperfectamente o casos límites de al­
gún modelo común. Por el momento, en todo caso, identificaremos
cuatro modelos de explicación principales y manifiestamente dife­
rentes.

1. E l modelo deductivo. U n tipo de explicación que se encuentra


por lo común en las ciencias naturales, aunque no exclusivamente en
ellas, tiene la estructura formal de un razonamiento deductivo, en el
cual el explicandum es una consecuencia lógicamente necesaria de las
premisas explicativas. Por consiguiente, en las explicaciones de este
tipo, las premisas expresan una condición suficiente (y a veces, aun­
que no siempre, necesaria) de la verdad del explicandum. Este tipo
de explicación ha sido estudiado intensamente desde la Antigüedad.
H a sido considerado como el paradigma de toda explicación «genui-
na», y a menudo ha sido adoptado como la form a ideal a la cual de­
ben tender todos los esfuerzos por hallar explicaciones.
L o s primeros seis ejemplos de la lista anterior son prim a facie
ilustraciones de este tipo de explicación. Sin embargo, hay entre
ellos importantes diferencias que vale la pena examinar. En el primer
ejemplo, tanto el explicandum como las premisas son verdades nece­
sarias. Sin embargo, aunque el punto requerirá una discusión más
detallada, pocos de los científicos experimentales de la actualidad
creerán — si es que hay alguno que lo crea— que puede demostrarse
de sus explicanda que son intrínsecamente necesarios. En realidad,
es justamente porque las proposiciones (singulares o generales) in­
vestigadas por las ciencias empíricas pueden ser negadas sin incurrir
en un absurdo lógico por lo que se necesitan elementos de juicio ob-
servacionales que las sustenten. Por consiguiente, la justificación de
las afirmaciones acerca de la necesidad de las proposiciones, así
com o la explicación de por qué hay proposiciones necesarias, cons­

42
tituye la tarea de disciplinas formales como la lógica y la matemáti­
ca, y no de la investigación empírica.
En el segundo y en el tercer ejemplo, el explicandum es un hecho
histórico. Sin embargo, en el segundo, el hecho es un suceso particu­
lar, mientras que en el tercero es un fenómeno estadístico. En ambos
ejemplos, las premisas contienen por lo menos una suposición «en
forma de ley» de carácter general, y por lo menos un enunciado sin­
gular (particular o estadístico). Por otro lado, la explicación de los
fenómenos estadísticos se caracteriza por la presencia en las premi­
sas de una generalización estadística.
En los ejemplos cuarto, quinto y sexto, el explicandum es una
ley: en los casos cuarto y quinto un enunciado estrictamente univer­
sal que establece una asociación invariable de ciertas características,
y en el sexto una ley estadística. Sin embargo, la ley del cuarto ejem­
plo se explica deduciéndola de suposiciones que son «leyes experi­
mentales», en el sentido ya indicado brevemente. En los ejemplos
quinto y sexto, en cambio, las premisas explicativas incluyen enun­
ciados llamados «teóricos»; en el sexto ejemplo, con una ley estadís­
tica como explicandum, la teoría explicativa misma contiene suposi­
ciones de forma estadística.
Las diferencias que acabamos de observar entre las explicaciones
que se ajustan al modelo deductivo sólo han sido descritas de mane­
ra esquemática. Posteriormente daremos una descripción más deta­
llada de ellas. Además, los requisitos puramente formales que deben
satisfacer las explicaciones deductivas no agotan todas las condicio­
nes que se requiere de las explicaciones satisfactorias de este tipo, y
necesitaremos examinar una serie de otras condiciones. En particu­
lar, aunque el importante papel de las leyes generales en las explica­
ciones deductivas ha sido señalado con brevedad, subsiste la cues­
tión, muy controvertida, acerca de si es posible caracterizar las leyes,
simplemente, como enunciados universales supuestamente verdade­
ros o si un enunciado universal, para poder ser utilizado como pre­
misa en una explicación satisfactoria, debe poseer también un tipo
característico de estructura relacional. Por otra parte, aunque se ha
mencionado el hecho de que en la ciencia se logran sistemas explica­
tivos integrados y de gran alcance mediante el uso de las llamadas su­
posiciones «teóricas», será necesario indagar más minuciosamente
cuáles son los rasgos que distinguen a las teorías de otras leyes, qué
rasgos de ellas dan cuenta de su poder para explicar una gran varie­

43
dad de hechos de una manera sistemática y cuál es el estatus cognos­
citivo que se les puede asignar.

2. Explicaciones probabilísticas. Muchas explicaciones, en prácti­


camente todas las disciplinas científicas, no tienen, prim a facie, una
form a deductiva, pues sus premisas explicativas no implican form al­
mente sus explicanda. Sin embargo, aunque las premisas sean lógica­
mente insuficientes para asegurar la verdad del explicandum, se dice
que hacen a este último «probable».
Las explicaciones probabilísticas se presentan, habitualmente,
cuando las premisas explicativas contienen una suposición estadística
acerca de algunas clases de elementos, mientras que el explicandum es
un enunciado singular acerca de determinado individuo de esta clase.
Ilustran este tipo de explicación los ejemplos séptimo y décimo de la
lista anterior, aunque más claramente el séptimo. Cuando se formula
este último de una manera más explícita, adopta las siguientes formas:
en la antigua Rom a, la frecuencia relativa (o probabilidad) de que un
individuo perteneciente a las capas superiores de la sociedad y poseí­
do por un gran odio hacia la tiranía tramara la muerte de hombres
que estaban en situación de adquirir un poder tiránico era elevada.
Casio era un romano semejante y César un tirano potencial. Por con­
siguiente, aunque de lo anterior no se deduce que Casio tramara la
muerte de César, es sumamente probable que lo haya hecho.
Debem os hacer algunas observaciones. Se sostiene a veces que las
explicaciones probabilísticas sólo son etapas intermedias y tem pora­
rias hacia el ideal deductivo y que no constituyen, por lo tanto, un
tipo distinto. T odo lo que se debe hacer, se ha sugerido, es reemplazar
las suposiciones estadísticas en las premisas de explicaciones proba­
bilísticas por un enunciado estrictamente universal; por ejemplo, en
el caso anterior, por un enunciado que establezca una asociación in­
variable entre ciertas características psicosociológicas cuidadosa­
mente delimitadas (que C asio presumiblemente poseía) y la partici­
pación en intentos de asesinato. Pero, si bien la sugerencia no carece
necesariamente de valor y puede ser un estímulo para la investiga­
ción ulterior, de hecho, es sumamente difícil, en muchas disciplinas,
afirmar, aunque sea con moderada plausibilidad, leyes estrictamente
universales que no sean triviales y, por consiguiente, inútiles. A me­
nudo, lo más que puede lograrse establecer con cierta garantía es una
regularidad estadística. En consecuencia, no es posible ignorar las

44
explicaciones probabilísticas, so pena de excluir del examen relativo
a la lógica de la explicación importantes ámbitos de investigación.
Es importante no confundir el problema de saber si las premisas
de una explicación son verdaderas con el problema de discernir si
una explicación es del tipo probabilístico. Puede ocurrir que en nin­
guna explicación científica se sepa si las suposiciones generales con­
tenidas en las premisas son o no verdaderas y que toda suposición
semejante sólo puede ser afirmada como «probable». Pero aun cuan­
do esto ocurra, no elimina la diferencia entre tipos de explicación de­
ductivos y tipos probabilísticos. Pues la distinción entre unos y
otros se basa en diferencias manifiestas en la form a en que las premi­
sas y los explicando, se relacionan entre sí, y no en alguna presunta
diferencia en nuestro conocimiento de las premisas.
Debe observarse, finalmente, que aún está sin resolver la cuestión
relativa a saber si una explicación debe contener una suposición es­
tadística para ser de tipo probabilístico, o si las premisas que no tie­
nen carácter estadístico no pueden hacer «probable» un explicán­
dome en algún sentido no estadístico de la palabra. Tam poco hay
acuerdo, en general, entre los estudiosos del tema, en cuanto a la m a­
nera de analizar la relación entre premisas y explicando, aun en aque­
llas explicaciones probabilísticas en las cuales las premisas son esta­
dísticas y los explicando son enunciados acerca de algo individual.
Más adelante dedicaremos nuestra atención a estas cuestiones.

3. Explicaciones funcionales o ideológicas. En muchos contextos de


investigación — en especial, aunque no exclusivamente, en la biología y
en el estudio de cuestiones humanas— las explicaciones adoptan la
forma de la indicación de una o más funciones (o hasta disfunciones)
que una unidad realiza para mantener o dar concreción a ciertas carac­
terísticas de un sistema al cual pertenece dicha unidad, o de la formula­
ción del papel instrumental que desempeña una acción al lograr cierto
objetivo. Tales explicaciones son llamadas comúnmente «funcionales»
o «teleológicas». Es característico de las explicaciones funcionales que
empleen locuciones típicas tales como «con el fin de», «con el propósi­
to de», etc. Además, en muchas explicaciones funcionales hay una re­
ferencia explícita a algún estado o suceso futuro, en términos del cual
se hace inteligible la existencia de una cosa o la realización de un acto.
Está implícito en lo que acabamos de decir que es posible distin­
guir dos tipos subsidiarios de explicación funcional. Puede buscarse

45
una explicación funcional para un acto, estado o cosa particular que
surge en un momento determinado. El octavo ejemplo de la lista an­
terior ilustra este caso. O , alternativamente, puede darse una expli­
cación funcional de un rasgo presente en todos los sistemas de un
cierto tipo, sea cual fuere el momento en el que puedan existir tales
sistemas. El noveno de los ejemplos anteriores ilustra este caso. A m ­
bos ejemplos presentan los rasgos característicos de las explicaciones
funcionales. Así, se explican los esfuerzos de Enrique V III por anu­
lar su primer matrimonio señalando que obedecían al propósito de
obtener un heredero masculino; y se explica la existencia de pulm o­
nes en el cuerpo humano m ostrando que operan de determinada ma­
nera para mantener cierto proceso químico y, de este m odo, asegu­
rar el mantenimiento de la vida del organismo.
Cuál es la estructura detallada de las explicaciones funcionales,
cómo se relacionan con las no teleológicas y por qué las explicacio­
nes teleológicas son frecuentes en ciertos dominios de investigación
y raras en otros, son problemas cuyo examen reservamos para más
adelante. Sin embargo, hay dos ideas erróneas concernientes a las ex­
plicaciones teleológicas que hacen necesaria inmediatamente una
breve observación.
E s equivocado suponer que las explicaciones teleológicas sólo
son inteligibles si las cosas y actividades explicadas de tal manera son
agentes conscientes o productos de tales agentes. Así, en la explica­
ción funcional de los pulmones no se hace ninguna suposición, ex­
plícita o tácita, de que los pulmones tengan algún propósito cons­
ciente en vista o que hayan sido creados por algún agente para un
propósito definido. En resumen, la aparición de explicaciones teleo­
lógicas en la biología o en otras disciplinas no es necesariamente un
signo de antropom orfism o. Por otro lado, algunas explicaciones te­
leológicas suponen manifiestamente la existencia de planes delibera­
dos y propósitos conscientes; pero tal suposición no es ilegítima
cuando los hechos la garantizan, como en el caso de las explicaciones
teleológicas de ciertos aspectos de la conducta humana.
E s un error, también, suponer que las explicaciones teleológicas
afirman tácitamente que el futuro actúa causalmente sobre el pre­
sente por el hecho de que tales explicaciones contienen referencias al
futuro para explicar lo que ya existe. Así, al explicar los esfuerzos de
Enrique V III por obtener la anulación de su matrimonio, no se hace
ninguna suposición de que el estado futuro aún no realizado de su

46
posesión de un heredero masculino lo llevó a realizar cierto tipo de
actividades. Por el contrario, la explicación de la conducta de Enri­
que V III es enteramente compatible con la idea de que fue su deseo,
existente en ese momento, de un cierto tipo de futuro, y no el futu­
ro mismo, el que determinó causalmente su conducta. D e m odo aná­
logo, en la explicación funcional de los pulmones humanos no se
hace suposición alguna de que sea la futura oxidación de los alimen­
tos en el cuerpo la que da origen a los pulmones o los hace actuar; y
la explicación no depende de la negación de que el funcionamien­
to de los pulmones esté determinado causalmente por la existente
constitución del cuerpo y su medio ambiente. D ar una explicación
teleológica, por lo tanto, no equivale necesariamente a admitir la
doctrina de que el futuro es el agente de su propia realización.

4. Explicaciones genéticas. N o s queda por mencionar un tipo de


explicación, aunque está en discusión si constituye o no un tipo dife­
rente. Las investigaciones históricas tratan con frecuencia de explicar
por qué un objeto de estudio determinado tiene ciertas característi­
cas describiendo de qué manera el objeto ha evolucionado a partir de
otro anterior. Tales explicaciones son llamadas comúnmente «gené­
ticas» y se las ha presentado tanto para entes animados como inani­
mados, tanto para características individuales como para caracterís­
ticas de grupo. El décimo ejemplo de la lista anterior ilustra este tipo
de explicación.
La tarea de las explicaciones genéticas es determinar la secuencia
de sucesos principales a través de los cuales un sistema originario se
ha transformado en otro posterior. Las premisas explicativas de ta­
les explicaciones, por lo tanto, contendrán necesariamente un gran
número de enunciados singulares acerca de acontecimientos pasados
en el sistema en investigación. Cabe destacar otros dos puntos acer­
ca de las premisas explicativas de las explicaciones genéticas. El pri­
mero es el hecho obvio de que no se menciona todo suceso pasado
en la evolución del sistema. El segundo es que los sucesos mencio­
nados son elegidos sobre la base de suposiciones (con frecuencia tá­
citas) relativas al tipo de sucesos que tienen importancia causal para
el desarrollo del sistema. De acuerdo con esto, además de los enun­
ciados singulares las premisas también incluirán (explícita o implíci­
tamente) suposiciones generales acerca de las dependencias causales
de diversos tipos de sucesos.

47
Esas suposiciones generales pueden ser leyes de desarrollo bastante
precisas y para las cuales se dispone de elementos de juicio inductivos
independientes. (Esto puede ocurrir cuando el sistema en estudio pue­
de ser considerado, para los propósitos en vista, como miembro de una
clase de sistemas similares que sufren una evolución semejante, por
ejemplo, en el estudio del desarrollo de las características biológicas de
un miembro individual de alguna especie. Pues entonces es posible, a
menudo, emplear métodos de análisis comparativos para establecer ta­
les leyes de desarrollo.) En otros casos, las suposiciones generales pue­
den ser solamente vagas generalizaciones, quizás de contenido estadís­
tico, sin referencia a algunos de los rasgos sumamente específicos del
objeto de estudio. (Esto sucede a menudo cuando el sistema investiga­
do es bastante excepcional, por ejemplo, cuando se investiga el desa­
rrollo de alguna institución en una cultura particular.) Sin embargo, en
ningún caso las premisas explicativas de los ejemplos comunes de ex­
plicaciones genéticas formulan las condiciones suficientes para la apa­
rición del hecho mencionado en el explicandum, aunque a menudo las
premisas enuncian algunas de las condiciones que, en las circunstancias
que generalmente se dan por descontadas, son necesarias para la apari­
ción del mismo. Por eso, una conclusión razonable es que las expli­
caciones genéticas son totalmente probabilísticas. Pero por el momen­
to pospondremos la consideración detallada de la estructura de las
explicaciones genéticas y, en general, de las explicaciones históricas.

3. ¿ E x p l ic a n l a s c ie n c ia s ?

H em os distinguido entre esos cuatro tipos principales de expli­


cación porque parecen corresponder a las diferencias estructurales
reales de los ejemplos de explicación que hemos examinado y por­
que dicha clasificación suministra un marco de referencia conve­
niente para examinar algunos temas importantes de la elaboración
de explicaciones sistemáticas. En el capítulo siguiente abordaremos
algunos de los problem as asociados especialmente, aunque no exclu­
sivamente, con las explicaciones deductivas.
Pero antes de abandonar el esbozo de los modelos explicativos ex­
puestos en este capítulo, comentaremos brevemente una objeción,
que ha tenido importancia histórica, contra la afirmación de que las
ciencias realmente elaboran explicaciones. N inguna ciencia (y, por

48
cierto, ninguna ciencia física), reza la objeción, responde realmente a
la pregunta de por qué se producen los sucesos, o de por qué las cosas
se relacionan de determinadas maneras. Sólo sería posible responder
a tales preguntas si pudiéramos demostrar que los sucesos en cues­
tión deben producirse y que las relaciones entre las cosas deben exis­
tir. Pero los métodos experimentales de la ciencia no permiten esta­
blecer ninguna necesidad absoluta lógica en los fenómenos que son el
objeto último de toda indagación empírica; y aun cuando las leyes y
las teorías de la ciencia sean verdaderas, sólo son verdades lógica­
mente contingentes acerca de las relaciones de concomitancia o de los
órdenes de sucesión de los fenómenos. Por consiguiente, las pregun­
tas que las ciencias responden son preguntas relativas a cómo (de qué
manera o en qué circunstancias) se producen los sucesos y se relacio­
nan las cosas. Por lo tanto, las ciencias pueden llegar, a lo sumo, a sis­
temas amplios y exactos de descripciones, no de explicaciones.1
Esta argumentación plantea más problemas que los que podemos
discutir con provecho en este punto. En particular, el problema de si
las leyes y teorías son meras formulaciones de relaciones de concomi­
tancia y sucesión entre fenómenos requiere más atención que la que
ahora podemos dedicarle. Pero, aunque se admita esta concepción
acerca de las leyes y las teorías, es evidente que el argumento depen­
de, en cierta medida, de una cuestión verbal. Pues el argumento supo­
ne que sólo hay un sentido correcto en el cual las preguntas del tipo
«por qué» pueden ser planteadas, a saber, el sentido en el que la res­
puesta apropiada es una prueba de la necesidad intrínseca de una pro­
posición. Pero se trata de una suposición equivocada, como lo testi­
monia la anterior lista de ejemplos. Por ende, una respuesta suficiente

1. «L a idea muy común de que la función de la ciencia natural es explicar fe­


nómenos físicos no puede ser considerada verdadera a menos que se use la pala­
bra “ explicar” en un sentido muy limitado. Las nociones de causación eficiente
y de necesidad lógica no son aplicables al mundo de los fenómenos físicos, por
lo cual la función de la ciencia natural es describir conceptualmente las sucesio­
nes de eventos que se observan en la naturaleza; pero la ciencia natural no pue­
de explicar la existencia de tales sucesiones y, por lo tanto, tam poco puede ex­
plicar los fenómenos de los mundos físicos, en el más estricto sentido en el cual
puede usarse el término “ explicación” . Así, la ciencia natural describe en tan­
to puede, cómo o de acuerdo con qué reglas suceden los fenómenos, pero es to­
talmente incapaz de responder a la pregunta d e por qué suceden». E. W. H ob-
son, The Dom ain o f N atu ral Science, Londres, 1923, págs. 81-82.

49
a este argumento, cuando se basa en tal suposición, es que de hecho
hay usos bien establecidos de las palabras «por qué» y «explicación»,
de m odo que es totalmente correcto llamar «explicación» a una res­
puesta a una pregunta del tipo «por qué», aunque tal respuesta no dé
razones para considerar al explicandum como intrínsecamente nece­
sario. En verdad, hasta los autores que rechazan oficialmente la idea
de que las ciencias pueden explicar algo usan, a veces, un lenguaje que
describe ciertos descubrimientos científicos como «explicaciones».2
En la medida en que dicho argumento repose exclusivamente so ­
bre suposiciones acerca del uso lingüístico, carece de importancia y
de interés. Pero, en realidad, ese argumento tiene mayor entidad. La
objeción que plantea estuvo dirigida originalmente contra varios
blancos. U no de ellos era el antropom orfism o subsistente en la físi­
ca y la biología, parte del cual se reflejaba en los significados co­
múnmente asociados incluso a conceptos técnicos com o los de fuer­
za y energía, mientras que otro aspecto del mismo se manifestaba en
el uso acrítico de categorías teleológicas. En este sentido, la objeción
equivalía a una operación de limpieza intelectual, y estimuló la rea­
lización de un programa de análisis cuidadoso de las ideas científi­
cas, program a que aún mantiene su vitalidad. O tro blanco contra el
que estuvo dirigida la objeción fue una concepción de la ciencia muy
difundida en una época y que aún cuenta con distinguidos adeptos,
en una u otra forma. Según esta concepción, la tarea de la ciencia es
explicar los fenómenos sobre la base de leyes de la naturaleza que
traduzcan un orden necesario de las cosas y, por lo tanto, que sean
algo más que contingentemente verdaderas. L a objeción, así, equiva­
le a negar la afirmación de que las leyes de la naturaleza poseen algo
más que una universalidad de facto , negación que coincide con una
de las principales conclusiones del análisis de la causalidad hecho
por David Hume. El problema real que plantea dicho argumento no
es un problem a trivial de usos lingüísticos, sino un problema esen­
cial acerca de la corrección de una concepción esencialmente huma­
na de las leyes científicas. Dedicaremos nuestra atención a este p ro­
blema en el capítulo IV.

2. Por ejemplo, Mach describe el análisis hecho por Galileo del equilibrio so ­
bre un plano inclinado en términos del principio de la palanca como explicación
del primero (Ernst Mach, The Science o f Mechanics, L a Salle, 111., 1942, pág. 31).

50
Capítulo III

EL MODELO DEDUCTIVO DE EXPLICACIÓN

Desde que Aristóteles analizó la estructura de lo que él considera­


ba como el ideal de la ciencia, la idea de que las explicaciones cientí­
ficas deben tener siempre la forma de una deducción lógica ha goza­
do de amplia aceptación. Aunque puede discutirse la universalidad
del modelo deductivo, aun cuando dicho modelo sea propuesto como
ideal, es indiscutible que muchas explicaciones de las ciencias — tam­
bién los sistemas explicativos más vastos e impresionantes— , tienen
esta forma. Además, de muchas explicaciones que aparentemente no
obedecen a este modelo, cuando se hacen explícitas las suposiciones
implícitas en las mismas, se comprueba que, en realidad, responden
a él; y tales casos no deben ser considerados como excepciones del
modelo deductivo, sino como ilustraciones del uso frecuente de ra­
zonamientos entimemáticos.1
Debem os investigar, sin embargo, si además del requisito defini-
cional de que en los tipos deductivos de explicación el explicandum
se deduzca lógicamente de las premisas explicativas, las explicacio­
nes satisfactorias de este tipo deben cumplir otras condiciones. Pues
es evidente que no toda explicación propuesta es aceptable simple­
mente porque tenga una estructura deductiva. Por ejemplo, es pro­
bable que nadie considere satisfactoria una explicación del hecho de
que Júpiter tenga al menos un satélite a partir del hecho de que Jú pi­

1. Por ejemplo, la dilatación de un trozo de alambre en una ocasión deter­


minada puede ser explicada citando el hecho de que se acaba de calentar el alam­
bre; y es evidente que el explicandum no se deduce lógicamente de la premisa
explicativa, com o se indica. Sin embargo, parece m uy plausible que la explica­
ción propuesta supone tácitamente premisas adicionales, por ejemplo, que el
alambre es de cobre y que el cobre siempre se dilata al ser calentado. Cuando se
hacen explícitas estas suposiciones adicionales, la explicación sigue el modelo
deductivo.

51
ter tenga ocho lunas, aunque el primer enunciado se desprenda lógi­
camente del segundo. Las discusiones relativas a este problema se
remontan a la Antigüedad griega, y se han sugerido muchas condicio­
nes adicionales. Para mayor conveniencia, podem os clasificar estas
condiciones en tres categorías: las condiciones lógicas, que especifi­
can diversos requisitos formales para las premisas explicativas; las
epistémicas, que estipulan las relaciones cognoscitivas en las que debe­
m os colocarnos frente a la premisa; y las sustantivas, que prescriben
el tipo de contenido (empírico o de otra especie) que deben tener las
premisas. El significado de estas denominaciones se aclarará a medida
que avancemos en nuestra exposición. Pero sería engorroso y reque­
riría inútiles repeticiones examinar separadamente cada tipo de con­
dición; por consiguiente, no intentaremos realizar tal análisis rígi­
damente dividido. N o obstante, consideraremos en este capítulo la
mayor parte de las condiciones lógicas que es menester destacar.

1. E x p l ic a c io n e s d e s u c e s o s p a r t ic u l a r e s

Com encem os con un ejemplo de explicación deductiva en el cual


el explicandum es un suceso particular. Considerem os el caso, men­
cionado en el capítulo anterior, de la humedad que se form a sobre la
superficie de un vaso un día determinado. Formulada más cuidado­
samente y, también, de manera más pedante que antes, la explicación
sería la siguiente:

C u a n d o se reduce la tem peratura de cualquier volum en de aire que


contiene v ap o r de agua p o r deb ajo del p u n to en el cual la den sidad del
v ap o r del aire es m ay o r que la den sidad de saturación del v ap o r de agua
del aire, a esa tem peratura, el v ap o r contenido en el aire se conden sa
convirtién dose en agua líqu ida en aqu ellos lugares en los que la tem pe­
ratura del aire ha caído p o r deb ajo de ese p u n to de saturación.
E l volum en de aire que ayer ro d eab a al v aso contenía v ap o r de agua.
L a tem peratura de la capa de aire inm ediatam ente adyacente al v i­
drio se redujo cuando se echó agua helada en el vaso.
L a densidad real de vapor en esa capa de aire cuando su tem peratura dis­
m inuyó fue m ayor que la densidad de saturación a la nueva temperatura.
P o r consiguiente, el v ap o r de esa capa adyacente de aire se conden só
so b re la superficie del v aso y se convirtió en agua, o sea, se fo rm ó
h um edad so bre el vaso.

52
L o primero que es menester observar en este ejemplo es que las
premisas contienen un enunciado de form a universal que afirma una
conexión invariable entre ciertas propiedades. En otros ejemplos
puede aparecer en las premisas más de una ley universal semejante.2
Si ahora hacemos una generalización a partir de este ejemplo, resul-

2. D e hecho, aun en este ejemplo se suponen tácitamente otras leyes. U na


ley semejante es la de que, para cada temperatura, el aire tiene una densidad de
saturación definida. O tras leyes que pasan inadvertidas fácilmente porque son
m uy familiares se ocultan en la caracterización de elementos tales com o el agua,
el vaso, etc. Estas últimas leyes afirman, en efecto, que hay distintos tipos de
sustancias, cada una de las cuales manifiesta ciertas concatenaciones de caracte­
rísticas y m odos de conducta fijos. Por ejemplo, el enunciado de que algo es
agua afirma implícitamente que una serie de propiedades (un cierto estado de
agregación, un cierto calor, un cierto punto de congelación y de ebullición, cier­
tas afinidades para entrar en reacciones químicas con otros tipos de sustancias,
etc.) están uniformemente asociadas entre sí. El descubrimiento y la clasifica­
ción de tipos de sustancias constituyen una etapa temprana pero indispensable
en el desarrollo del conocimiento sistemático; y todas las ciencias, inclusive la
física y la química, proponen, refinan y modifican distinciones con respecto a ti­
pos de sustancias que han sido reconocidas inicialmente en la experiencia co­
mún. En verdad, el desarrollo de vastos sistemas teóricos sólo parece posible
después de realizar una clasificación preliminar de tipos de sustancias, y la his­
toria de la ciencia confirma repetidamente la opinión de que la observación y el
ordenamiento de diversos tipos de sustancias — etapa de investigación llamada
a menudo «historia natural»— es un prerrequisito para el descubrimiento de ti­
pos de leyes reconocidos más comúnmente y para la construcción de teorías de
largo alcance. La física y la química modernas sólo surgieron después de tales
clasificaciones preliminares de sustancias (cuyos com ienzos se pierden en la pri­
mitiva Antigüedad); la botánica y la zoología tradicional consisten, en gran par­
te, en especificaciones y subordinaciones de especies, y algunas de las ciencias
sociales aún pugnan por lograr formulaciones útiles y confiables de tipos de se­
res humanos y de instituciones sociales. El reconocimiento de diferentes espe­
cies marcha a la par con la subordinación (o inclusión) de una especie a otra. Así,
la química no sólo distingue entre los elementos cobre y azufre, sino también
entre metales y no metales: incluye el cobre entre los metales y el azufre entre
los no metales. Análogamente, la biología incluye las especies tigre y león en el
género común gato, este último en el orden más amplio de los carnívoros, los
carnívoros en la clase de los m amíferos, y así sucesivamente. Cuando se logra un
sistema de inclusión entre especies, es posible explicar (aunque sea de una ma­
nera tosca) por qué un objeto individual pertenece a una especie determinada
m ostrando que ese objeto es un miembro de una especie subordinada (por

53
ta que al menos una de las premisas de una explicación deductiva de
un explicandurn singular debe ser una ley universal; además, su im­
portancia no es secundaria, sino que desempeña un papel esencial en
la deducción del explicandurn.*3 Es evidente que este requisito basta
para excluir com o caso genuino de explicación la deducción, men­
cionada antes, del hecho de que Júpiter tiene al menos un satélite a
partir del hecho de que este planeta tiene ocho lunas.
Pero además de una ley universal, las premisas anteriores tam­
bién contienen una serie de enunciados singulares, los cuales afirman
que han ocurrido ciertos sucesos en momentos y lugares indicados
o que determinados objetos tienen propiedades definidas. N o s referire­
m os a tales enunciados singulares com o a «enunciados de las condi­
ciones iniciales» (o, más brevemente, como a las «condiciones iniciales»).
En general, las condiciones iniciales constituyen las circunstancias es­
peciales a las cuales se aplican las leyes incluidas en las premisas ex­
plicativas. Sin embargo, no es posible formular en términos genera­
les las circunstancias que es menester elegir para que sirvan como
condiciones iniciales apropiadas, pues la respuesta a la cuestión de­
pende del contenido específico de las leyes empleadas, así como de
los problem as especiales para cuya solución se invocan estas leyes.
E l carácter indispensable de las condiciones iniciales para la ex­
plicación deductiva de sucesos particulares es obvio, desde un pun­
to de vista lógico formal. Pues es lógicamente imposible deducir un
enunciado de form a singular a partir de enunciados que tienen la
form a de un condicional universal. (Por ejemplo, es imposible dedu­
cir un enunciado singular de la form a «x es B » a partir de un condi­
cional universal de la form a «Para todo x, si x es A, entonces x es B ».)
Pero por obvio que esto sea, se trata de un punto importante que

ejemplo, un animal dom éstico es un m amífero porque es un gato y los gatos son
mamíferos). Tales explicaciones, obviamente, están m uy lejos del tipo de expli­
caciones al cual nos han acostum brado las ciencias teóricas m odernas; sin em­
bargo, son los prim eros pasos por el camino que conduce a las últimas.
3. Se introduce esta condición para eliminar excepciones triviales. A sí, aun­
que el enunciado «Pérez es más viejo que R odríguez» es deducible de sus dos
prem isas, «R odríguez es m ás joven que Pérez» y «todos los mamíferos son ver­
tebrados», no será considerado com o una explicación aunque las prem isas in­
cluyan una ley general, simplemente porque la segunda prem isa no es necesaria
para la deducción.

54
con frecuencia se pasa por alto en las discusiones acerca de los pro­
cedimientos científicos. Su olvido es responsable, al menos en parte,
de la manera despreocupada de usar a veces grandes generalizacio­
nes para explicar cuestiones de hechos especiales (particularmente,
en el estudio de asuntos humanos) y del escaso valor que, a veces, los
observadores asignan a laboriosas investigaciones para determinar
los hechos. Sin embargo, a menudo es difícil utilizar de manera con­
creta leyes y teorías, simplemente porque las condiciones iniciales
específicas para su aplicación son inaccesibles, y, por lo tanto, des­
conocidas. Y, a la inversa, con frecuencia se proponen explicaciones
equivocadas y se hacen predicciones falsas porque las suposiciones
generales empleadas, aunque bastante correctas en sí mismas, se apli­
can a situaciones que no constituyen condiciones iniciales apropia­
das para tales suposiciones. Si bien las leyes de uno u otro tipo son
indispensables en las explicaciones científicas del curso real de los
acontecimientos, lo que acontece no puede ser explicado exclusiva­
mente con referencias a leyes. En la búsqueda de explicaciones cien­
tíficas, como en la solución de pleitos jurídicos, los principios gene­
rales solos no bastan para determinar un caso particular.
Por consiguiente, una explicación científica deductiva cuyo ex-
plicandum sea el acontecer de cierto suceso o la posesión de una p ro­
piedad por un objeto determinado debe satisfacer dos condiciones
lógicas. Las premisas deben contener al menos una ley universal,
cuya inclusión en las mismas es esencial para la deducción del expli-
candum; y las premisas deben contener, también, un número ade­
cuado de condiciones iniciales.4

4. Aunque la explicación de un hecho particular requiere la inclusión en las


premisas de enunciados legales y enunciados referentes a condiciones iniciales,
las investigaciones pueden diferir según estén dirigidas a hallar y establecer un
tipo de premisas u otro. A sí, podem os observar la aparición de cierto fenóm e­
no y luego tratar de explicarlo descubriendo algún otro fenómeno que, sobre la
base de una ley ya establecida, pueda ser considerado com o la condición para la
aparición del fenómeno dado. Por ejemplo, si el neumático de un automóvil se
desinfla podem os iniciar una búsqueda de algún pinchazo, partiendo de la su­
posición general de que un neumático se desinfla com o consecuencia de los
pinchazos. Por otro lado, podem os observar la aparición de dos o más fenóme­
nos, sospechar que están relacionados e intentar descubrir las leyes que form u­
lan los m odos específicos de dependencia entre los fenóm enos de ese carácter.
Así, podem os observar que el pulso de una persona se acelera cuando ésta se

55
2 . L a EXPLICA CIÓ N DE LEYES

L os tratados dedicados a exponer sistemáticamente alguna rama


de la ciencia organizada deductivamente no contienen, por lo co­
mún, explicaciones de sucesos aislados y hechos particulares; y
cuando las contienen, a menudo sólo persiguen el propósito de ilus­
trar las aplicaciones de leyes y teorías. En las ciencias físicas más
avanzadas, en todo caso, el propósito principal es la explicación de
leyes y, en consecuencia, la interrelación sistemática de las mismas.
T oda explicación de leyes parece ser del tipo deductivo,5 por lo
que debemos examinar los rasgos especiales que las caracterizan.
Considerarem os en primer término la explicación de leyes universa­
les. Adem ás, ignoraremos por el momento no sólo las leyes estadís­
ticas, sino también la distinción mencionada antes entre explicacio­
nes cuyas premisas son «leyes experimentales» y explicaciones cuyas
premisas incluyen suposiciones «teóricas». Considerarem os, pues,
el ejemplo citado en el capítulo anterior: la explicación de la ley se­
gún la cual el hielo flota en el agua. Sería tedioso, sin embargo, espe­
cificar con todo detalle la deducción rigurosa de esta ley a partir de
las premisas que los físicos habitualmente presuponen cuando la ex­
plican. Bastarán para nuestro propósito las alusiones hechas antes
acerca de la identidad de estas premisas.6

empeña en algún ejercicio vigoroso; y si sospecham os que la aceleración del


pulso depende de algún m odo del ejercicio, podem os investigar el m odo preci­
so de conexión entre am bos hechos para obtener una fórm ula general de su re­
lación de dependencia. Asim ism o, en el intento de explicar algunos sucesos, se
puede dirigir la investigación al descubrimiento de los dos tipos de prem isas
explicativas. Por ejemplo, podem os no conocer ninguna ley atinente a la apari­
ción de cierto crecimiento canceroso y podem os desconocer también los fenó­
menos específicos de los cuales depende tal crecimiento. Y podem os, por ende,
tratar de descubrir las circunstancias particulares que dieron origen al cáncer y,
al m ism o tiem po, las leyes que conectan tales circunstancias con los crecimien­
tos cancerosos.
5. Esto no significa, p or supuesto, que las leyes se establezcan siempre por
medios deductivos solamente. De hecho, se demuestra que la mayoría de las leyes
están bien fundadas aduciendo elementos de juicio observacionales en su favor.
6. U na primera aproximación a tal deducción es la siguiente: la fuerza de
em puje de un líquido sobre un cuerpo sum ergido en él se ejerce en una direc­
ción perpendicular a la superficie del líquido y es igual, pero de sentido opues-

56
H ay tres cosas evidentes en esta explicación: todas las premisas
son enunciados universales; hay más de una premisa, y cada una de
ellas es esencial para la deducción del explicandum;7 y las premisas,
tomadas aislada o conjuntamente, no se deducen lógicamente del ex­
plicandum . El primer punto sólo requiere un breve comentario, pues
es lógicamente inevitable, ya que el explicandum mismo es una ley
universal. Por consiguiente, la introducción de condiciones iniciales
en las premisas sería gratuita en la explicación de leyes universales.

to, al peso del líquido desplazado por el cuerpo. [Por lo tanto, la fuerza de em­
puje del agua sobre el hielo sum ergido en ella tiene una dirección perpendicular
a la superficie del agua y es igual al peso del agua desplazada por el hielo.]
U n cuerpo está en equilibrio si y sólo si la suma vectorial de las fuerzas que
actúan sobre él es cero. [Por lo tanto, el hielo sum ergido en agua estará en equi­
librio si y sólo si la sum a vectorial de las fuerzas que actúan sobre el hielo es
cero.]
L a suma vectorial de las fuerzas que actúan sobre un cuerpo sum ergido en
un líquido, en una dirección paralela a la superficie del líquido, es cero.
T oda fuerza es la suma vectorial de dos fuerzas (llamadas las «com ponen­
tes» de la fuerza dada) cuyas direcciones son perpendiculares entre sí. [Por lo
tanto, el hielo sum ergido en agua estará en equilibrio si y sólo si la suma vecto:
rial de las fuerzas que actúan sobre el hielo en una dirección perpendicular a la
superficie del agua es cero. Por lo tanto, también si las únicas fuerzas que ac­
túan sobre el hielo sum ergido en agua son la fuerza de empuje del agua y la fuer­
za del peso del hielo, el hielo sum ergido en agua estará en equilibrio si y sólo si
la fuerza de empuje del agua es igual, pero de sentido opuesto, al peso total del
hielo.]
L a densidad del agua es m ayor que la densidad del hielo. [Por lo tanto, el
peso de un volumen determinado de agua es m ayor que el peso de un volumen
igual de hielo.]
Por lo tanto, si las únicas fuerzas que actúan sobre el hielo sumergido en
agua son la fuerza de empuje del agua y su propio peso, el hielo sumergido
en agua estará en equilibrio si y sólo si una parte del hielo no está sumergida, y
la fuerza de empuje del agua es igual y de sentido opuesto al peso del agua des­
plazada por la parte de hielo sumergido. En resumen, el hielo sumergido en
agua (y sometido solamente a la acción de fuerzas «norm ales») estará en equili­
brio si y sólo si flota.
7. Siempre es posible obtener una sola premisa mediante la conjunción de
varias premisas. L o que se quiere decir en el texto es que si sólo hubiera una úni­
ca premisa conjuntiva, ella sería equivalente a una clase de premisas lógicamen­
te independientes en la cual la clase contendría más de un miembro.

57
Pero el segundo punto plantea el problema de saber si la presen­
cia de más de una ley universal en las premisas es sólo una peculiari­
dad del ejemplo usado o si es un rasgo esencial de todas las explica­
ciones aceptables. N o podem os resolver esta cuestión de manera
definitiva, pues no tenemos un criterio preciso para distinguir entre
las explicaciones satisfactorias y las que no lo son. Sin embargo, es
preciso preguntarse si la deducción de una ley universal a partir de
una sola premisa sería considerada normalmente como una explica­
ción de la primera. Para tomar un ejemplo concreto, consideraremos
la ley de Arquímedes, según la cual la fuerza de empuje que ejerce un
líquido sobre un cuerpo sumergido en él es igual al peso del líquido
desplazado por este cuerpo. D e esta ley se deduce, como caso espe­
cial, que la fuerza de empuje del agua sobre el hielo sumergido en
ella es igual al peso del agua desplazada por el hielo.8 Sin embargo,
parece improbable que la mayoría de los físicos considere que se ha
explicado la ley de este modo; y ciertamente, pocas personas «ten­
drían la sensación» de que esta deducción especial de la ley es una
explicación. Si este ejemplo puede ser considerado típico y si estas
conjeturas acerca de cómo responderían ante él los científicos son
correctas, parece un requisito lógico razonable para la explicación de
leyes que las suposiciones explicativas contengan, al menos, dos pre­
misas formalmente independientes.
Pero hay también otra consideración que habla en favor de este
requisito, aunque la misma no agrega peso a la argumentación, de
manera independiente. A menudo, reservamos la palabra «explica­
ción», al analizar leyes, a uno de dos casos posibles. En el primero de
éstos, se muestra que el «fenóm eno» formulado por la ley es el re­

8. Tal deducción se realiza sustituyendo las «variables» implícitas en la for­


mulación del principio de Arquím edes por valores particulares. L a form a es­
quemática de la deducción es la siguiente:
Para todas las propiedades P que están en K x y para todas las propiedades Q
que está en K 2, todos los P son Q.
A está en K u y B está en K 2, ex v i terminorum.
P or consiguiente, todos los A son B.
Esta deducción es totalmente análoga a la derivación de la ley de Boyle — la
cual afirma que, para todo gas ideal, el producto de la presión del gas por su vo­
lumen es constante, cuando la temperatura del gas es constante— a partir de la
ley de Boyle-Charles según la cual, para todo gas ideal, el producto de la presión
del gas por su volumen es proporcional a su temperatura.

58
sultado de varios factores independientes que entran en algún con­
junto especial de relaciones. En el segundo caso, se muestra que la
asociación invariable entre las características afirmadas por la ley es
el producto de dos o más asociaciones que se establecen entre las ca­
racterísticas mencionadas en la ley y otras que son eslabones inter­
medios de una cadena o red. L a intención que guía el establecimien­
to de esta diferencia quizás se aclare con los siguientes ejemplos
esquemáticos. Supongamos que una ley universal tiene la forma de
un condicional universal simple: «para todo x, si x es A, entonces x
es B » (o «todos los A son 5 » ) donde «A » y «B » designan propie­
dades definidas. Supongamos que la propiedad A sólo aparece si
aparecen también las propiedades A x y A 2 conjuntamente; y supon­
gamos, de manera análoga, que B aparece sólo si aparecen conjunta­
mente B x y B2. Supongamos, además, que todos los A x son B x y to­
dos los A 2 son B2. De esto se deduce entonces que todos los A son B,
de m odo que esta ley queda explicada. Este esquema ilustra la pri­
mera de las alternativas mencionadas antes. U n ejemplo concreto es
la explicación de la ley según la cual el hielo flota en el agua, puesto
que se presenta la conducta del hielo en el agua como la resultante de
varias fuerzas independientes que actúan sobre el cuerpo sumergido.
Sin embargo, la estructura lógica real de esta explicación es mucho
más compleja que la descrita por el anterior esquema simple.
Obtenemos una ilustración esquemática de la segunda alternati­
va mediante una explicación de una ley que tenga la forma «todos los
A son 5 » , cuando se la deduce de dos leyes que tienen, respectiva­
mente, las formas «todos los A son C » y «todos los C son B ». U n
ejemplo concreto de este caso es la explicación de la ley «cuando los
gases que contienen vapor de agua se expanden lo suficiente sin cam­
biar su contenido de calor, el vapor se condensa», cuando se la de­
duce de las dos leyes «cuando los gases se expanden sin un cambio
en su contenido de calor, su temperatura disminuye» y «cuando dis­
minuye la temperatura de un gas que contiene vapor de agua, dismi­
nuye también la densidad de saturación del vapor».
Es evidente que las explicaciones que caen en uno u otro de estos
esquemas alternativos emplean al menos dos premisas. Pero, adop­
temos o no el requisito de que estén presentes al menos dos premi­
sas en una explicación satisfactoria, podem os estar bastante seguros
de que no encontraremos en las ciencias muchas explicaciones que lo
violen.

59
El tercer punto señalado antes en lo concerniente al ejemplo del
hielo — que el explicandum no debe implicar lógicamente las premi­
sas— es menos discutible como requisito general para las explicacio­
nes. Pues si no se satisficiera esta condición, la conjunción de las
premisas sería lógicamente equivalente al explicandum, en cuyo caso
las premisas no harían más que reformular la ley para la cual se pro­
pone la explicación. Tom em os como ejemplo la ley de que el tiempo
que tarda un cuerpo en caída libre en recorrer determinada distancia
es proporcional a la raíz cuadrada de esa distancia. Esta ley se dedu­
ce lógicamente de la ley según la cual la distancia recorrida por un
cuerpo en caída libre es proporcional al cuadrado de la duración de
la caída. Sin embargo, probablemente nadie llame a esto una explica­
ción de la primera ley, pues la premisa no es más que una transfor­
mación del explicandum matemáticamente equivalente a éste. (Este
ejemplo viola el requisito de que una explicación debe tener más de
una premisa. Aquellos que no violan esta condición pero en los cua­
les las premisas y el explicandum son, a pesar de todo, lógicamente
equivalentes —por ejemplo, la formulación newtoniana de la mecá­
nica, familiar para los estudiantes de física noveles, y la formulación
más general de la teoría dada por el físico teórico del siglo xvm Jo-
seph Lagrange, formulación menos familiar porque es matemáti­
camente menos elemental— , son demasiado complejos para form u­
larlos en detalle.) Si alguien lo hiciera, también podría tomar el
explicandum como una explicación de sí mismo.
Es evidente, pues, que esperamos de las premisas explicativas de
una explicación satisfactoria que afirmen algo más que lo afirmado
por el explicandum. Dicho más explícitamente, esperamos que al me­
nos una de las premisas de la explicación de una ley determinada sa­
tisfaga el siguiente requisito: unida a suposiciones adicionales ade­
cuadas, la premisa debe ser capaz de explicar otras leyes, además de
la dada; por otro lado, no debe ser posible explicar la premisa con
ayuda de la ley dada, aunque se le agreguen esas suposiciones adi­
cionales. Si ninguna de las premisas de una explicación satisface este
requisito, se derivarían dos consecuencias indeseables: sería im posi­
ble obtener para las premisas otros elementos de juicio que los su­
ministrados por el explicandum ; y la explicación no haría avanzar la
organización de la disciplina en cuestión para convertirla en un sis­
tema, pues, excepto en casos aislados, tanto los hechos conocidos como
los que aún no se han descubierto permanecerían desvinculados.

60
E l requisito de que las premisas no deben ser equivalentes al ex-
plicandum es suficiente para eliminar muchas seudoexplicaciones,
en las cuales las premisas simplemente rebautizan los hechos que se
desea explicar acuñando nuevos nombres para ellos. El ejemplo clá­
sico de tales seudoexplicaciones es la sátira de Moliere en la cual ri­
diculiza a quienes explican el hecho de que el opio provoca sueño
afirmando que el opio posee una virtud dormitiva. U na ilustración
menos obvia y que se encuentra a veces en los libros de divulgación
científica es la explicación de la ley según la cual la velocidad de un cuer­
po permanece constante a menos que actúe sobre el cuerpo una fuer­
za externa no equilibrada, ya que todos los cuerpos poseen una fuerza
de inercia inherente a ellos. Esta es una seudoexplicación, pues la pa­
labra «inercia» no es más que otra denominación para el hecho for­
mulado en la ley.

3. L a g e n e r a l id a d e n l a s e x p l ic a c io n e s

H ay, sin embargo, un requisito adicional para que las explicacio­


nes de ley es sean consideradas satisfactorias, requisito íntimamente
vinculado con el anterior y que ha sido propuesto a menudo.9 Según
este requisito, al menos una de las premisas debe ser «más general»
que la ley explicada. Así, la ley de Arquímedes (que aparece en las
premisas del ejemplo del hielo) es más general que la ley de que el
hielo flota en el agua, porque la primera hace una afirmación acerca
de todos los líquidos, y no solamente acerca del agua, y acerca de to­
dos los cuerpos sumergidos en líquidos, y no solamente acerca del
hielo. Análogamente, se sostiene que la ley de la palanca es más ge­
neral que las leyes relativas a los movimientos de los vertebrados. De
manera más general, aunque quizás también más vaga, se dice con
frecuencia que las leyes de la física tienen mayor generalidad que las
leyes de la biología.
Sin embargo, aunque el sentido de «m ayor generalidad» puede
ser bastante claro en ejemplos particulares del uso de esta expresión,
no es fácil dar una elucidación precisa de la misma, Debem os, sin

9. Véase John Stuart Mili, A System o f Logic, libro 3, cap. 12, sec. 4, 1879;
N orm an R. Cam pbell, Physics, the Elements, Cam bridge, Reino U nido, 1920,
págs. 114 y sigs.; Karl R. Popper, Logik der Forschung, Viena, 1935, pág. 75.

61
embargo, tratar de llegar a ésta¿ y observar algunas de las dificultades
que surgen. Cuando se dice que un enunciado S t es más general que
otro enunciado S2, presumiblemente no se supone que S x deba im­
plicar lógicamente a S2; pues no sería posible efectuar tal implicación
entre la ley de Arquímedes y la ley de que el hielo flote en el agua, a
pesar de que se dice que la primera es más general que la segunda.
Además, es plausible concebir el significado de la expresión «más
general» de tal manera que pueda decirse de S t que es más general
que S2 no sólo porque el primero implique lógicamente al segundo.
Por ejemplo, el enunciado «todos los planetas se mueven en órbitas
elípticas» implica lógicamente «todos los planetas se mueven en ór­
bitas que son secciones cónicas», pero el primero, presumiblemente,
no es más general que el segundo. Por consiguiente, para que sea
más general que S2, no parece necesario ni suficiente que S { implique
lógicamente a S2.
Si nos limitamos a una clase especial de enunciados que pueden
ser comparábles en lo que respecta a su «generalidad» relativa, una
manera obvia de definir esta relación es la siguiente.10 Considere­
m os solamente las leyes que pueden ser form uladas com o condicio­
nales universales de la form a más simple. Sea S! un enunciado de la
form a «para todo x, si x es A , entonces x es B » (o, utilizando una ex­
presión más habitual, de la form a «todo A es B »), y S2 un enuncia­
do de la form a «todo C es D ». Se dirá, entonces, que Sj es más ge­
neral que S2 si y sólo si «todo C es A » es lógicamente verdadero,
pero su inverso, «todo A es C », no lo es. Adem ás, se dirá que S 1 es
tan general com o S2 si y sólo si «todo A es C » y «todo C es A » son
am bos lógicamente verdaderos. Si ninguno de los enunciados que
tienen una de las dos últimas form as es lógicamente verdadero, en­
tonces se dirá que Sj y S2 no son comparables con respecto a su ge­
neralidad. Por ejemplo, la ley de que todos los objetos sumergidos
en líquidos reciben un im pulso hacia arriba de una fuerza igual al
peso del líquido desplazado por el objeto (ley de Arquímedes) es
más general, sobre la base de esta definición, que la ley de que el
hielo sum ergido en el agua flota. Pues el enunciado «el hielo en
el agua es un objeto sumergido en un líquido» es verdadero en vir­
tud del significado asignado a sus términos, mientras que su con­
verso, obviamente, no lo es.

10. Popper, ibid.

62
Aunque a primera vista esta definición parece suministrar una
elucidación satisfactoria de lo que presumiblemente se quiere decir
cuando se afirma que un enunciado es más general que otro, la mis­
ma conduce a dificultades. Pues el requisito de que dos enunciados
lógicamente equivalentes sean igualmente generales parece razona­
ble, ya que, si es más general que S2 y S2 es lógicamente equivalen­
te a un tercer enunciado S3, entonces es también más general que
S3. Sin embargo, este requisito no se satisface cuando se entien­
de «más general» según la definición propuesta. Así, supongamos
que «todo A es B » es más general que «todo C es D » (de m odo que
«todo C es A » sea lógicamente verdadero, pero no lo sea su conver­
so). Ahora bien, «todo no-B es no-A » es lógicamente equivalente a
«todo A es B », y de acuerdo con el requisito sugerido debería ser
más general que «todo C es D ». Para que esto ocurra, sobre la base
de la definición propuesta, «todo C es n o -5 » tendría que ser lógica­
mente verdadero, aunque de hecho habitualmente esto no sucede.
Por ejemplo, «todos los organismos vivos son mortales» es más ge­
neral, según la definición propuesta, que «todos los seres humanos
son mortales» (porque «todos los seres humanos son organismos vi­
vos» es una verdad lógica, pero no lo es su converso); y «todos los
organismos vivos son mortales» es también lógicamente equivalente
a «todos los no-mortales son organismos no-vivos». Pero puesto
que «todos los seres humanos son no-mortales» manifiestamente no
es una verdad lógica, el enunciado «todos los no-mortales son orga­
nismos no-vivos» no es más general, cuando se lo juzga de acuerdo
con la definición propuesta, que «todos los seres humanos son m or­
tales».11

11. Podrían plantearse dificultades de naturaleza similar utilizando otras


equivalencias válidas en la lógica formal. P or ejemplo, «todos los A son B » es
más general que «todos los A E son B », pues «todos los A E son A » es una ver­
dad lógica mientras que «todos los A son A E » no lo es. Sin embargo, «todos los
A E son B » es lógicamente equivalente a «todos los A son B o n o-£ ». Pero «to ­
dos los A son B * no es más general que «todos los A son B o no-E », no obstan­
te ser más general que un enunciado lógicamente equivalente a este último. N o
es posible eliminar estas dificultades modificando el requisito de la exposición
inicial acerca de las condiciones necesarias y suficientes para la m ayor generali­
dad (según las cuales «todos los C son A » debe ser una verdad lógica, pero no
así su converso) y admitiendo la condición más débil de que «todos los C son
A » sea sólo contingentemente (o fácticamente) verdadero, pero no su converso.

63
Estas dificultades no son necesariamente fatales para la elucida­
ción propuesta de la noción de mayor generalidad. Pero, para evitar­
las, se debe abandonar el requisito aparentemente plausible de que
los enunciados lógicamente equivalentes sean igualmente generales,
y adoptar la posición de que la generalidad relativa de las leyes de­
pende de la manera como estén formuladas. Podría objetarse, sin
embargo, que esto abre la puerta a una ilimitada arbitrariedad en la
clasificación de las leyes según su generalidad, pues para un enuncia­
do dado hay un número indefinido de equivalentes lógicos que sólo
difieren en su formulación. Pero la arbitrariedad puede no ser tan se­
ria com o parece a primera vista. Pues la formulación real de una ley
indica frecuentemente cuál es el dominio de cosas que son los suje­
tos de predicación en determinados contextos, donde esta identifica­
ción del alcance pretendido de la ley está controlada por la naturale­
za de la investigación particular. Pero en esto no hay nada que sea
especialmente arbitrario, como no sea la arbitrariedad inherente a
tratar un conjunto de problem as y no otro. Por consiguiente, en la
medida en que el término sujeto del enunciado de una ley indique el
alcance pretendido de la ley en un contexto completo (o clase de
contextos), la afirmación de que una ley es más general que otra no
es fatalmente arbitraria, aunque en algún otro contexto sea necesario
formular un juicio comparativo diferente. Por ejemplo, la ley de que
el hielo flota en el agua es usada comúnmente de tal modo que su
ámbito de aplicación es la clase indefinidamente grande de casos de
trozos de hielo que están (o han estado o estarán) sumergidos en
agua. Raramente se usa la ley — si es que alguna vez se la usa así— de
m odo que su ámbito de aplicación sea la variada colección de cosas
que no flotan en el agua (en el pasado, en el presente o en el futuro).
En realidad, la afirmación de que si tal ley fuera usada de esta mane­
ra en algún contexto, su formulación habitual sería adecuadamente
modificada en ese contexto, es plausible. Sea como fuere, parece
haber una referencia tácita a los contextos de uso en las formulacio­
nes reales de las leyes. Pero si esto es así, la elucidación propuesta de
la noción de mayor generalidad no es irremediablemente defectuosa.
Sin embargo, puesto que la elucidación discutida hasta ahora no
asigna un sentido más amplio, aunque sea más vago, a la expresión
«más general», la cuestión merece un poco de atención. Este sentido
aparece cuando se dice que la física es una ciencia más general que la
biología o, más particularmente, cuando se declara que la ley de

64
la palanca es más general, por ejemplo, que la ley de que los proge­
nitores humanos de ojos azules sólo tienen hijos de ojos azules. L o
que quizá se quiere decir a veces con tales enunciados es que los fe­
nómenos biológicos pueden ser explicados sobre la base de las leyes
de la física, pero no a la inversa. Ahora bien, independientemente de
la verdad de semejante afirmación, ésta no transmite el sentido que
suponen siempre los enunciados ilustrativos, pues es dudoso que al­
guien haya sostenido alguna vez que la ley de la palanca pueda ex­
plicar alguna ley de la herencia humana. El sentido asociado más fre­
cuentemente a tales enunciados es, quizás, el siguiente: la ley de la
palanca (y, en general, la ciencia de la física) formula ciertas caracte­
rísticas de las cosas que son independientes del hecho de que estas
cosas sean animadas o inanimadas. En cambio, la ley acerca del color
de los ojos (y, en general, la ciencia de la biología) afirma algo acer­
ca de características que sólo son manifestadas por una clase especial
de sistemas, algunos de los cuales (aunque no necesariamente todos)
manifiestan también esas características formuladas por la ley de la
palanca. La ley de la palanca, pues, abstrae de muchas características
de las cosas que son consideradas por la ley biológica, y las expre­
siones descriptivas que aparecen en la ley de la palanca son predica­
bles, por lo tanto, de una clase más vasta de sistemas que las expre­
siones descriptivas que aparecen en la ley biológica.
Intentemos realizar una descripción formalmente más precisa de
esta interpretación del sentido de «m ás general». Sea L x una ley (o
un conjunto de leyes y teorías que constituyen alguna ciencia especial,
como la física) y sean «7^», «P 2» , ..., «P n» un conjunto de predicados
«primitivos» en términos de los cuales son definibles, en algún sen­
tido, los predicados que aparecen en L x. (Para simplificar, y sin que
esto signifique una pérdida esencial de generalidad, supondremos
que los predicados son todos adjetivos, o predicados «m onádicos»,
tales como «rígido» o «pesado», y no incluyen expresiones relació­
nales tales como «más largo que» o «antepasado de». Por consi­
guiente, es posible usar tales predicados para construir enunciados
de la forma «x es rígido», que sólo contienen un nombre de indivi­
duo.) Análogamente, sean «Q j», « Q 2», ..., « Q s» el conjunto corres­
pondiente de predicados primitivos de una ley L 2. Finalmente, sea K
una clase de objetos cada uno de los cuales puede ser caracterizado
significativamente (o con sentido), verdadera o falsamente, median­
te los predicados de uno u otro conjunto. Así, si «pesado» es un pre­

65
dicado perteneciente al primer conjunto y «m am ífero» un predicado
del segundo conjunto, K sólo contendrá elementos (por ejemplo, ro­
cas, mesas, animales) de cada uno de los cuales sea significativo (aun­
que pueda ser falso) decir que es pesado o mamífero. Direm os tam­
bién que un objeto de K sólo satisface «no vacuamente» una ley L si
el objeto posee las diversas características mencionadas en la ley
y, además, dichas características están entre sí en las relaciones afir­
madas por la ley. De los objetos que no poseen todas las caracterís­
ticas mencionadas en L , de modo que no pueden ser considerados
como contraejemplos de L, diremos que satisfacen la ley «vacua­
mente». Por ejemplo, un sistema form ado por un objeto pesado sus­
pendido de una cuerda de peso despreciable satisface no vacuamen­
te la ley para el período de un péndulo simple. En cambio, la ley sólo
es satisfecha vacuamente por un sistema consistente en un libro en
reposo sobre una mesa, porque, aunque normalmente no se diría
que la ley está refutada por este sistema, el mismo no posee las
características cuyas relaciones formula la ley, es decir, no es un pén­
dulo simple.
Supongam os ahora que se cumplen las siguientes condiciones: (1)
algunos (y quizás todos) de los predicados del primer conjunto apa­
recen en el segundo, pero algunos predicados del segundo conjunto
no pertenecen al primero. (2) T odo objeto de K tiene al menos una
propiedad P, es decir, una propiedad designada por un predicado del
primer conjunto. (3) H ay una subclase no vacía A de objetos de K
que sólo poseen propiedades P. (4) H ay una subclase no vacía A de
objetos de K cada uno de los cuales posee al menos una propiedad Q
que no es una propiedad P. (Com o consecuencia de estas estipula­
ciones, el dominio de objetos al cual se aplica realmente uno u otro
del primer conjunto de predicados es mayor que el dominio corres­
pondiente del segundo conjunto.) (5) H ay una subclase B (pero no
necesariamente propia) no vacía de objetos de K cada uno de los cua­
les satisface L x no vacuamente y tal que alguno^ objetos de B perte­
necen a A mientras que otros pertenecen a A (por consiguiente,
cuando L x es satisfecha no vacuamente, es válida independientemen­
te de que un objeto posea o no solamente propiedades P). (6) H ay
una subclase C no vacía de objetos de A para la cual L 2 se cumple no
vacuamente y tal que algunos (y quizá todos) de los objetos de C
también pertenecen a B (por consiguiente, a diferencia de L Xt L 2 sólo
es satisfecha no vacuamente por objetos que poseen alguna propie­

66
dad Q que no es una propiedad P. N o está excluido, sin embargo,
que L 2 se cumpla no vacuamente sólo para aquellos objetos para los
cuales también L x se cumple no vacuamente). Cuando se satisfacen
estas seis condiciones, se dice que L x es más general en K que L 2 (en
el sentido más amplio de «más general» que ahora examinamos). Si
en la sexta condición se introduce el requisito más fuerte de que C
esté totalmente incluida en Z?, el actual sentido de «más general»
queda restringido hasta, aproximadamente, el sentido más limitado
de «más general» examinado previamente.
Esta explicación formal de un sentido inclusivo de «más general»
requiere una mayor elaboración en varias direcciones, para ser com­
pletamente satisfactoria. Por ejemplo, es menester discutir la natura­
leza de las «definiciones» de los predicados de L x y L 2, es necesario
aclarar el sentido en el que se supone que las L «se cumplen» para los
objetos y es necesario imponer restricciones sobre los tipos de obje­
tos que pueden ser miembros de K , así como sobre la distribución de
propiedades P entre ellos. Pero no podem os examinar estos proble­
mas con más detalle. Sin embargo, para los propósitos de nuestra
presente discusión ya hemos dicho lo suficiente como para indicar
que es posible distinguir al menos dos sentidos bastante claros de
«más general» y que los enunciados universales son comparables,
frecuentemente, con respecto a su generalidad relativa, sea en el sen­
tido restringido, sea en el sentido más amplio del término. La razón
de que nos hayamos detenido en este punto es que las premisas de
las explicaciones satisfactorias parecen ser más generales que los expli­
cando,. Esta mayor generalidad de las premisas explicativas es de
considerable importancia porque tal característica contribuye a la
elaboración de vastos sistemas explicativos. Más adelante examina­
remos un importante recurso gracias al cual los enunciados univer­
sales de algunas ciencias llegan a adquirir una vasta generalidad.4

4. R e q u is it o s e p is t é m ic o s d e la s e x p l ic a c io n e s

Los requisitos de las explicaciones considerados hasta ahora han


sido casi exclusivamente condiciones lógicas. Pero es obvio que tam­
bién es necesario admitir otros requisitos. Por ejemplo, si se supiera
que una condición inicial de una explicación propuesta para un su­
ceso particular fuera falsa, inmediatamente rechazaríamos la pro-

67
puesta por considerarla insatisfactoria. Pasemos, por lo tanto, a es­
bozar brevemente algunos requisitos epistémicos que deben cum­
plir las explicaciones adecuadas.
Al examinar este problema, Aristóteles sostuvo que las premisas
de una explicación deductiva deben ser, entre otras cosas, verdade­
ras, que se debe saber que son verdaderas y que deben ser «m ejor co­
nocidas» que el explicandum ,12 Examinaremos estas condiciones una
por una y discutiremos otras relacionadas con ellas.

1. T oda evaluación de la sugerencia de que las premisas de una


explicación deben ser verdaderas se complica por una circunstancia
importante. Entre las premisas explícitas de las explicaciones cientí­
ficas, con frecuencia aparecen enunciados universales que forman
parte de alguna vasta teoría científica. Sin embargo, hay opiniones
divididas entre los expertos en lo que respecta al problema de si ta­
les enunciados (y, en verdad, hasta de si cualquier teoría científica)
pueden ser caracterizados adecuadamente como verdaderos o falsos.
Por consiguiente, todo el que se adhiera a la idea de que tales carac­
terizaciones están fuera de lugar, cuando se las usa en conexión con
esos enunciados, automáticamente rechazará el requisito de que las
premisas explícitas de una explicación satisfactoria sean verdaderas.
Así, el rechazo o la aceptación de este requisito depende de la mane­
ra com o se resuelva el problem a mencionado. N o s ocuparemos de él
más adelante. Por el momento, supondremos que todo enunciado
que pueda aparecer como premisa en una explicación puede ser ver­
dadero o falso.
Si se hace la suposición anterior, el requisito de que las premisas de
una explicación satisfactoria sean verdaderas parece ineludible. Es
siempre relativamente fácil inventar un conjunto arbitrario de premi­
sas que satisfaga las condiciones lógicas de las explicaciones deducti­
vas; y, a menos que se impongan otras restricciones sobre las premi­
sas, sólo se necesitaría una moderada capacidad lógica y matemática
para explicar cualquier hecho del universo sin abandonar el propio si­
llón. Pero, de hecho, todas las explicaciones semejantes construidas
arbitrariamente serían consideradas inadecuadas si se supiera que al­
gunas de las premisas son falsas. La verdad de las premisas es, induda­
blemente, una condición deseable para las explicaciones satisfactorias.

12. Segundos Analíticos, libro 1, cap. 2.

68
2. Pero este requisito no nos sirve de mucho para juzgar el valor
de una explicación propuesta, si no estamos en condiciones de dis­
cernir si las premisas son o no falsas. El requisito aristotélico según
el cual debe saberse que las premisas son verdaderas suministra un
criterio aparentemente efectivo para eliminar muchas explicaciones
insatisfactorias. Pero este requisito es demasiado fuerte. Si se lo
adoptara, pocas o ninguna de las explicaciones dadas por la ciencia
moderna podrían ser consideradas satisfactorias. Pues, de hecho, no
sabemos si las premisas irrestrictamente universales supuestas en las
explicaciones de las ciencias empíricas son realmente verdaderas; y si
adoptáramos este requisito, deberían ser juzgadas insatisfactorias la
mayoría de las explicaciones comúnmente aceptadas en la ciencia ac­
tual. Se trata, en efecto, de una reducción al absurdo de ese requisi­
to. En la práctica, simplemente conduciría a la introducción de otro
término, quizás recientemente acuñado para tal propósito, para dis­
tinguir las explicaciones que son juzgadas satisfactorias por la co­
munidad científica — a pesar de su carácter «insatisfactorio» nomi­
nal según el requisito— de las explicaciones que no merecen tal
juicio. Por lo tanto, no tiene objeto adoptar los estrictos requisitos
aristotélicos para la adecuación de las explicaciones.
Sin embargo, en lo concerniente al estatus cognoscitivo de las
premisas explicativas se necesita una estipulación de alguna especie,
aunque más débil que la aristotélica. U n candidato razonable para
cumplir tal función sería el requisito de que las premisas explicativas
sean compatibles con hechos empíricos establecidos y, además, que
reciban un «apoyo adecuado» (o que sean hechas «probables») por
parte de los elementos de juicio basados en datos diferentes de los
datos observacionales sobre los cuales se basa la aceptación del ex-
plicandum . La primera parte de este requisito equivale, simplemente,
a establecer que no haya fundamento alguno para considerar falsas
las premisas. La segunda parte no sólo trata de excluir las llamadas
premisas ad hoc para las cuales no hay ningún elemento de juicio,
sino que también trata, entre otras cosas, de eliminar las explicacio­
nes que sean, en cierto sentido, circulares y, por lo tanto, triviales,
porque una o más de las premisas se hallen establecidas (y quizás
puedan ser establecidas) sólo a través de los elementos de juicio usa­
dos para establecer el explicandum. Supongamos, por ejemplo, que
tratamos de explicar los ruidos explosivos llamados estáticos que sa­
len de una radio un día determinado; y supongamos que una de las

69
premisas explicativas enuncie la condición inicial de que ese día ha­
bía violentas tormentas magnéticas en el Sol. Si el único elemento de
juicio de la existencia de esas tormentas fueran los ruidos estáticos
de la radio, la explicación adolecería de una especie de circularidad y,
en general, sería considerada defectuosa. En este ejemplo, sin em­
bargo, en realidad podrían obtenerse elementos de juicio para la pre­
misa singular del ejemplo independientemente de los ruidos produci­
dos por la radio. Si no pudieran obtenerse tales elementos de juicio
independientes, la explicación sería dudosa.13
Esta condición más débil concerniente al estatus cognoscitivo de
las premisas de las explicaciones es indudablemente vaga. Pues por
el momento no disponemos de ningún criterio preciso y general­
mente aceptado para juzgar si un conjunto dado de elementos de jui­
cio suministra realmente un «apoyo adecuado» a una suposición. A
pesar de esta vaguedad, las personas competentes en algún campo de
investigación a menudo están bastante de acuerdo en cuanto a la
adecuación de los elementos de juicio que apoyan una suposición
definida. En la práctica, en todo caso, el uso de la condición más dé-

13. Esencialmente la misma observación han hecho, más formalmente,


C . G . Hem pel y Paul Oppenheim, «Studies in the Logic of Explanation», Phi-
losophy o f Science, vol. 15, 1948, págs. 135-178. Según arguyen estos autores, a
menos que se adopte la restricción mencionada en el texto, todo explicandum
particular puede ser «explicado» con ayuda de cualquier premisa universal arbi­
trariamente elegida y una «condición inicial» construida adecuadamente. Así, sea
E cualquier explicandum', L la ley según la cual, para todo x, si x es A, entonces x
es B; y C la condición inicial que dice que un individuo dado i es A pero no B, o
E. Luego, E se deduce lógicamente de las premisas L y C. Pues de L obtenemos
la consecuencia según la cual no se da el caso de que el individuo i sea A pero no
B ; y si combinamos este enunciado con C, se obtiene E. Pero si nos preguntamos
cóm o se puede dem ostrar C, es evidente que la única manera de hacerlo, en la su­
posición de que L es verdadero, es razonar del siguiente m odo: E es verdadero,
por hipótesis; por consiguiente, o bien E es verdadero, o bien el individuo i es A
pero no B. Por ende, sólo se puede demostrar C demostrando primero E. H em ­
pel y Oppenheim proponen, por ello, la condición de que la verdad de la ley L
no debe implicar que toda clase de enunciados verdaderos que expresen elemen­
tos de juicio de los cuales sea deducible C también permita deducir E; o, alterna­
tivamente, que haya al menos una clase de enunciados que expresen elementos de
juicio tales que la condición inicial C sea deducible de ella pero no lo sean E ni la
negación de L. Véanse especialmente las págs. 159-160.

70
bil da origen a un consenso bastante grande en lo concerniente al va­
lor de una explicación propuesta. Sin embargo, podría plantearse
contra esta condición la objeción de que, puesto que los elementos
de juicio favorables a una presunta ley universal no permanecen
constantes en el tiempo, una explicación que incluya a dicha ley en
sus premisas y que sea satisfactoria en un momento dado puede de­
jar de serlo cuando se descubran elementos de juicio desfavorables
para la ley. Pero esta objeción no debe inquietarnos, a menos que se
haga la dudosa suposición de que, al juzgar que una explicación es
satisfactoria, se está predicando de la explicación una propiedad in­
temporal. Es razonable, pues, adoptar la condición mencionada como
requisito epistémico para las explicaciones adecuadas.

3. El requisito aristotélico de que las premisas de una explicación


científica sean «m ejor conocidas» que el explicandum, está íntima­
mente relacionado con la concepción aristotélica acerca de lo que
constituye el objeto propio del conocimiento científico; Aristóteles
aplicaba dicho requisito exclusivamente a la explicación de leyes cien­
tíficas. Según esta concepción, el genuino conocimiento científico
sólo es posible acerca de lo que no puede ser de otro modo que como
es. Por consiguiente, no puede haber ningún conocimiento científi­
co de sucesos particulares, y las leyes universales concernientes a al­
gún ámbito de la naturaleza, cuando no se las reconoce de manera
inmediata como inherentemente «necesarias», deben ser explicadas
mostrando que son las consecuencias de los «primeros principios» de
ese ámbito, cuya necesidad puede ser captada directamente. Estos pri­
meros principios, pues, son las premisas últimas de las explicaciones
científicas; y son «mejor conocidos» que cualquiera de los explicando,
porque su necesidad es intrínseca y transparente al intelecto. L a rama
del conocimiento que, indudablemente, sirvió de modelo para esta
concepción de la ciencia fue la geometría deductiva. Pues, según la idea
que se tenía de la geometría hasta hace poco, cada uno de sus teoremas
enuncia lo que debe suceder umversalmente; y aunque esa necesidad
y esa universalidad no sean inmediatamente evidentes, ambas quedan
establecidas cuando se deduce un teorema de los axiomas o primeros
principios, más generales, cuya universalidad es «evidente». Al soste­
ner que las premisas de una explicación deben ser «m ejor conocidas»
que el explicandum, Aristóteles simplemente hacía explícita esta con­
cepción de la naturaleza de la ciencia.

71
L a mencionada concepción no es válida para nada que pueda ser
identificado com o parte del contenido de la moderna ciencia empí­
rica. Por consiguiente, el requisito aristotélico de que las premisas
explicativas sean mejor conocidas que el explicandum carece total­
mente de importancia como condición para lo que hoy sería consi­
derado como una adecuada explicación científica. En cambio, varias
versiones psicologistas del requisito aristotélico han gozado de am­
plia aceptación y han sido propuestas con frecuencia, por distinguidos
hombres de ciencia, como condiciones esenciales de las explicaciones
satisfactorias. L a sustancia de estas condiciones es que, dado el ca­
rácter extraño e inesperado que tiene habitualmente aquello que re­
quiere explicación, sólo dará una genuina satisfacción intelectual la
explicación que haga inteligible lo que es poco familiar en términos
de lo que es familiar. Por ejemplo, un eminente físico contem porá­
neo sostiene que una «explicación consiste simplemente en reducir
nuestros complicados sistemas a sistemas más simples, de tal mane­
ra que reconozcamos en el sistema complicado el entrelazamiento
de elementos ya tan familiares para nosotros que los aceptamos sin
necesidad de explicación».14 Y arguye que, dado que la teoría cuán­
tica actual no indica cóm o los sistemas físicos pertenecientes a su
ámbito son el resultado de m odos familiares de acción entre especies
familiares de constituyentes, nos da la sensación de que la teoría no
explica nada, a pesar de sus logros sistematizadores reconocidamen­
te notables.
Sería ir contra lo evidente negar que importantes avances en la
historia de la ciencia han sido el fruto del deseo de explicar nuevos
dom inios de la realidad en términos de algo ya familiar. Basta recor­
dar el persistente uso de modelos mecánicos familiares con el fin de
elaborar explicaciones de los fenómenos térmicos, luminosos, eléc­
tricos y hasta de la conducta humana, para reconocer la influencia
que ha tenido esta concepción de las explicaciones. Sin embargo, no
siempre se juzga insatisfactoria una explicación por el hecho de que
sea una reducción de lo familiar a lo desconocido. Cuando el hecho
de que los materiales de colores se destiñan por efecto de la luz solar
se explica en términos de suposiciones físicas o químicas acerca de la
com posición de la luz y de las sustancias coloreadas, la explicación

14. P. W. Bridgm an, The N atu ra o f Physical Theory, Princeton, 1936,


pág. 63.

72
no es considerada insatisfactoria, aunque explica lo familiar en tér­
minos de lo que, para la mayoría de los hombres, es desconocido.
Además, la concepción de las explicaciones que estamos examinan­
do se halla en abierta discrepancia con el hecho de que a través de
toda la historia de la ciencia se han introducido con frecuencia hipó­
tesis explicativas que postulan modos de interrelación entre elementos
supuestos, donde las interrelaciones y los elementos son inicialmen­
te extraños y, a veces, hasta aparentemente paradójicos.
Sin embargo, cabe hacer dos breves observaciones. Si una expli­
cación satisface la condición epistémica examinada, entonces, aun­
que sus premisas explicativas puedan haber sido extrañas en algún
momento, finalmente lograrán el rango de suposiciones bien fundadas
en los elementos de juicio. Por consiguiente, aunque la explicación
no reduzca lo extraño a lo familiar, puede ser una explicación acep­
table si las premisas se hallan firmemente asentadas en elementos de
juicio que han dejado de ser extraños para una parte de la comunidad
científica. En segundo lugar, aunque las premisas explicativas puedan
utilizar ideas totalmente extrañas, tales ideas a menudo manifiestan
importantes analogías con nociones ya empleadas en conexión con
temas familiares. Las analogías ayudan a asimilar lo nuevo a lo viejo, e
impiden que las nuevas premisas explicativas sean totalmente extra­
ñas. Pero debemos posponer para un capítulo posterior la discusión
más detallada del papel que desempeña la analogía en la elaboración
de vastos sistemas explicativos.

73
Capítulo IV

EL CARÁCTER LÓGICO
DE LAS LEYES CIENTÍFICAS

Los requisitos de las explicaciones adecuadas considerados hasta


ahora han sido examinados con referencias solamente incidentales a
la naturaleza de las relaciones que afirman las leyes o las teorías cien­
tíficas. Se ha supuesto tácitamente que las leyes tienen la form a de
condicionales generalizados, representados, en el caso más simple,
por el esquema «para todo x, si x es A , entonces x es B » (o, alterna­
tivamente, «todo A es B »).’ Pero no es en modo alguno cierto que

1. En capítulos anteriores hemos supuesto repetidamente que este esquema


simple constituye una representación adecuada de la forma lógica de las leyes
científicas, suposición que haremos frecuentemente a lo largo de todo este libro.
Sin embargo, en lo fundamental se adopta esta suposición para evitar com pleji­
dades que surgirían si adoptáram os un esquem a menos simple pero más realis­
ta, complejidades que son, en gran medida, ajenas a los principales puntos en
discusión. Indudablemente, hay muchas leyes científicas que presentan la es­
tructura formal simple indicada antes. Sin embargo, hay también muchas leyes
cuya forma lógica es más complicada, hecho que es de considerable importancia
cuando se analiza la justificación de los procedimientos inductivos y verificato-
rios en la ciencia, aunque sólo es de interés secundario en el presente contexto
de examen.
L o s dos ejemplos siguientes ilustran un tipo de complejidad en la estructura
formal de las leyes. Se hace más explícito el contenido de la ley según la cual el
cobre se dilata si se lo calienta formulándolo del siguiente modo: «Para todo x y
para todo y , si x es cobre y si se lo calienta en el momento y, entonces x se dilata
en el momento y». Al igual que en otros condicionales (o formulaciones «si...,
entonces»), la cláusula que empieza por «si» es llamada el «antecedente», y la
cláusula que comienza por «entonces» el «consecuente». El ejemplo anterior
también contiene como «prefijos» las dos expresiones «para todo x» y «para
todo y» (llamadas técnicamente «cuantificadores universales»), a diferencia del
esquema simple del texto, que sólo contiene un cuantificador universal. D e igual
m odo, la llamada «ley de la biogénesis», según la cual toda vida proviene de una
vida preexistente, puede ser expresada así: «Para todo x, hay un y tal que, si x es

75
todo enunciado verdadero de esta form a sea considerado invariable­
mente com o una ley de la naturaleza. En todo caso, aunque las ex­
plicaciones propuestas cumplan con los requisitos ya mencionados,
frecuentemente se las considera insatisfactorias al menos por dos ra­
zones: porque las premisas universales de una explicación, aunque
sean reconocidamente verdaderas, no son consideradas «leyes» ge-
nuinas, por una u otra razón; y porque las premisas universales, aun­
que puedan tener el estatus de leyes científicas, no satisfacen alguna
otra condición, com o la de ser leyes «causales».
Supongam os, p or ejemplo, que, en respuesta a la pregunta de por
qué un tornillo t está oxidado, se afirma que todos los tornillos del
actual automóvil de Pérez están oxidados y que íe s un tornillo del auto­
móvil de Pérez. Probablemente tal explicación sea considerada total­
mente insatisfactoria, sobre la base de que la premisa universal no es
siquiera una ley de la naturaleza, y mucho menos una ley causal. Así,
en la objeción a la explicación propuesta subyace una distinción, p ri­
m a facie, entre enunciados universales «legales» (es decir, enuncia­
dos que, si son verdaderos, pueden llevar el nombre de «leyes de la
naturaleza») y enunciados universales que no son legales.
Por otro lado, una explicación del hecho de que determinado p á­
jaro/? sea negro basada en que todos los cuervos son negros y p es un
cuervo, a veces es considerada inadecuada por la sencilla razón de
que, aun cuando se suponga que la premisa universal es una ley de la
naturaleza, «realmente» no explica por qué p es negro. Ahora bien,
según una interpretación de esta objeción, ella confunde indudable­
mente dos cosas diferentes: la explicación del hecho de que/? sea ne­
gro y la explicación de la supuesta ley de que todos los cuervos son
negros. Por consiguiente, una réplica decisiva a la objeción bien po-

un organism o viviente, entonces y es un progenitor de x ». En este caso, el enun­


ciado no sólo contiene el cuantificador universal «para todo x», sino también la
expresión «hay un y» (al que se denomina «cuantificador existencial»). Así, este
enunciado contiene varios cuantificadores, y éstos, además, son de un tipo dife­
rente (o «m ezclados»). En una gran proporción, las leyes cuantitativas, especial­
mente en la física teórica, contienen varios cuantificadores, a menudo de diversos
tipos. Sin embargo, parece improbable que un enunciado pueda ser considerado
normalmente com o una ley si no contiene, al menos, un cuantificador universal,
por lo general com o prefijo inicial. Por esta razón, la suposición simplificadora
adoptada en el texto no parece ser una simplificación fatal.

76
dría ser que, si bien la explicación no explica por qué todos los cuer­
vos son negros, en cambio explica por qué p es negro: pues la expli­
cación muestra, por lo menos, que el color del plumaje d ep no es un
atributo suyo, sino una característica que comparte con cualquier
otro pájaro que, al igual que él, sea un cuervo. Sin embargo, la obje­
ción también puede ser entendida como una expresión de insatis­
facción con la explicación propuesta del plumaje negro d ep porque
la presunta ley no ofrece una explicación causal del color del ave.
L os ejemplos anteriores, que ilustran una difundida aunque táci­
ta aceptación de condiciones para las explicaciones satisfactorias
además de las que ya hemos examinado, nos invitan a considerar al­
gunos de los rasgos que, presumiblemente, distinguen a las leyes na­
turales de otros condicionales universales, y a las leyes causales de
las no causales. Debem os examinar varios problemas importantes
derivados de estas distinciones.

1. U n iv e r s a l id a d a c c id e n t a l y u n iv e r s a l id a d n ó m ic a

L a expresión «ley de la naturaleza» (u otras similares tales como


«ley científica», «ley natural» o simplemente «ley») no es una deno­
minación técnica definida en alguna ciencia empírica y, a menudo, se
la usa, especialmente en el lenguaje común, con un fuerte sentido
honorífico pero sin un contenido preciso. Indudablemente, hay mu­
chos enunciados que son caracterizados sin vacilar como «leyes»
por la mayoría de los miembros de la comunidad científica, así como
hay una clase aún mayor de enunciados a los que raramente se les
aplica tal denominación. Por otro lado, los científicos discrepan acer­
ca de la conveniencia de aplicar a muchos enunciados el título de
«ley de la naturaleza» y hasta la opinión de una misma persona a
menudo fluctúa en lo concerniente a si un enunciado determinado
debe ser o no considerado como una ley. Tal es el caso manifiesto de
diversos enunciados teóricos a los que hicimos referencia en el capí­
tulo anterior y que a veces son concebidos solamente como reglas de
procedimiento que no son, por lo tanto, verdaderas ni falsas, aunque
otros los consideran ejemplos por excelencia de leyes de la naturale­
za. También hay opiniones divergentes acerca de si los enunciados
que expresan regularidades pero contienen alguna referencia a parti­
culares (o a grupos de tales particulares) merecen el nombre de

77
«ley». Por ejemplo, algunos autores han puesto en duda el carácter
de ley del enunciado según el cual los planetas se mueven alrededor
del Sol en órbitas elípticas, ya que el mismo alude a un cuerpo parti­
cular. Desacuerdos similares surgen en lo concerniente al uso del
mismo término aplicado a enunciados que expresan regularidades
estadísticas; y también se han expresado dudas acerca de si cualquier
formulación de uniformidades en la conducta social humana (por
ejemplo, las que se estudian en economía o en lingüística) puede ser
llamada propiamente una «ley». L a expresión «ley de la naturaleza»
es indudablemente vaga. En consecuencia, toda explicación de su
significado que proponga una nítida demarcación entre enunciados
legales y enunciados no legales debe ser arbitraria.
H ay algo más que una apariencia de futilidad en los reiterados in­
tentos de definir con gran precisión lógica qué es una ley de la natu­
raleza, intentos que se basan a menudo en la premisa tácita de que un
enunciado es una ley en virtud de alguna «esencia» inherente a él y
que la definición debe traducir. Pues el término «ley» no sólo es
vago en su uso corriente, sino que también su significado histórico
ha sufrido muchos cambios. Ciertamente, podem os aplicar el nom­
bre de «ley de la naturaleza» a cualquier enunciado que nos plazca.
A menudo, hay poca coherencia en la manera como aplicamos tal
expresión, y el hecho de que un enunciado sea o no llam ado una ley
afecta poco a la form a en que el enunciado puede ser usado en la in­
dagación científica. Sin embargo, los miembros de la comunidad
científica están bastante de acuerdo en lo que respecta a la aplicación
del término a una clase considerable, aunque delimitada vagamente,
de enunciados universales. Por consiguiente, hay cierta base para la
conjetura de que la predicación del mismo, al menos en aquellos ca­
sos en los que el consenso es indudable, está regida por el sentimiento
de una diferencia en el estatus y la función «objetivos» de esta clase de
enunciados. Sería fútil, en verdad, tratar de elaborar una definición
férrea y rigurosamente excluyeme de «ley natural». Pero conviene
indicar algunas de las razones más destacadas por las cuales se asig­
na un estatus especial a una clase numerosa de enunciados.
Es posible expresar de diversas maneras la diferencia prim a facie
entre condicionales universales legales y condicionales universales
no legales. U na manera efectiva de hacerlo consiste en recordar
cómo considera la moderna lógica formal los enunciados que tienen
la form a de condicionales universales. A este respecto, cabe destacar:

78
en la lógica moderna se interpretan dichos enunciados en el sentido
de que afirman meramente lo siguiente: todo individuo que satisfaga
las condiciones descritas en la cláusula antecedente del condicional
también satisface, como cuestión fáctica contingente, las condiciones
descritas en el consecuente. Por ejemplo, según esta interpretación,
el enunciado «todos los cuervos son negros» (que, habitualmente, se
transcribe «para todo x, si x es un cuervo, entonces x es negro») sim­
plemente afirma que todo objeto individual que haya existido en el
pasado o que exista en el presente o en el futuro y que satisfaga las
condiciones para ser un cuervo también será, de hecho, negro. Por
ende, el sentido asignado por esta interpretación al enunciado puede
expresarse asimismo mediante las afirmaciones equivalentes, de que
nunca hubo un cuervo que no fuera negro, no hay tal cuervo en la
actualidad ni lo habrá jamás. Se dice a veces que los condicionales
universales concebidos de esta manera, como si sólo afirmaran cone­
xiones de hecho, no hacen más que formular una «conjunción cons­
tante» de características y expresar una universalidad «accidental» o
de facto.
El segundo punto que cabe destacar en esta interpretación es
una consecuencia inmediata del primero. Según esta interpretación, un
condicional universal es verdadero si no hay (en el sentido omni-
temporal de «hay») cosas que satisfagan las condiciones formuladas
en el antecedente. Así, si no hay unicornios, entonces todos los uni­
cornios son negros; pero también, si no hay unicornios, entonces to­
dos los unicornios son rojos.2 Por consiguiente, según la concepción
de la lógica formal, un condicional universal de facto es verdadero,
independientemente del contenido de su consecuente, si ocurre de

2. El siguiente razonamiento pondrá esto en evidencia: si no hay ningún x


tal que x sea un unicornio, entonces, evidentemente, no hay ningún x tal que
x sea un unicornio que no sea negro. Pero, según la interpretación corriente del
condicional universal, este último enunciado brinda inmediatamente la conclu­
sión de que, para todo x, si x es un unicornio, entonces x es negro. Por consi­
guiente, si no hay unicornios, entonces todos los unicornios son negros.
Tam bién puede demostrarse que un condicional universal es verdadero sea
cual fuere su cláusula antecedente, siempre que todo aquello de lo cual pueda
ser predicado con sentido la cláusula consecuente satisface a ésta. Pero ignora­
remos las dificultades que engendra esta característica de los condicionales uni­
versales.

79
hecho que no haya nada que satisfaga al antecedente. Se dice que tal
condicional universal es «vacuamente» verdadero (o que es «satisfe­
cho vacuamente»).
¿Acaso las leyes de la naturaleza no afirman más que una univer­
salidad accidental? La respuesta que se da comúnmente a este inte­
rrogante es negativa. Pues a menudo se considera que una ley expresa
una conexión «m ás fuerte» entre condiciones antecedentes y condi­
ciones consecuentes que la de una mera concomitancia de hecho. En
realidad, se dice con frecuencia que la conexión supone algún ele­
mento de «necesidad», aunque esta presunta necesidad es concebida
de diversas maneras y es descrita mediante adjetivos calificativos tan
variados como «lógica», «causal», «física» o «real».3 Se afirma que
considerar el enunciado «el cobre siempre se dilata con el calor»
como una ley de la naturaleza es afirmar algo más que el mero hecho
de que nunca ha habido ni habrá un trozo de cobre calentado que no
se dilate. Reclamar para este enunciado el estatus de una ley equiva­
le a afirmar, por ejemplo, no sólo que de hecho no existe tal trozo de
cobre, sino que es «físicamente imposible» que exista. Cuando se afir­
ma que tal enunciado es una ley de la naturaleza, se le atribuye la
afirmación, que el calentamiento de cualquier trozo de cobre «exige
físicamente» su dilatación. Cuando se entienden de esta manera los
condicionales universales, se los suele llamar «universales de ley» o
«universales nom ológicos» y se supone que expresan una universa­
lidad «nómica».
Se puede expresar de otra manera la distinción entre universali­
dad accidental y universalidad nómica. Supongamos que nos mues­
tran un trozo de cobre c que nunca ha sido calentado; luego, se lo
destruye, de modo que nunca podrá ser calentado. Supongamos,
además, que una vez terminada la labor de destrucción se nos pre­
gunta si c se hubiera expandido en caso de haberlo calentado, y que
nuestra respuesta es afirmativa. Supongamos, finalmente, que se nos
insta a dar una razón de esta respuesta. ¿Qué razón podem os dar?
U na razón que, en general, sería considerada convincente es que la
ley natural «el cobre se dilata cuando es calentado» garantiza la ver­

3. Véanse A. C . Ewing, Idealism , Londres, 1934, pág. 167; C . I. Lew is, An


Analysis o f Knowledge an d Valuation, L a Salle, 111., 1946, pág. 228; Arthur W.
Burks, «The Logic o f C ausal Propositions», Mind, vol. 60, 1951, págs. 363-
382.

80
dad del condicional contrafáctico «si c hubiera sido calentado, se ha­
bría dilatado». En realidad, la mayoría de las personas probable­
mente irían más lejos y sostendrían que el universal nomológico ga­
rantiza la verdad del condicional subjuntivo «para toda x , si x fuera
cobre y se lo calentara, entonces x se dilataría».
De hecho, comúnmente se usan las leyes de la naturaleza para
justificar condicionales subjuntivos y contrafácticos, aplicación ca­
racterística de todos los universales nomológicos. Además, esta fun­
ción de los universales nom ológicos también sugiere que el mero
hecho de que no exista (en el sentido omnitemporal) nada que satis­
faga al antecedente de un condicional nomológico no es suficiente
para establecer su verdad. Así, la suposición de que el universo no
contiene cuerpos que no estén bajo la acción de ninguna fuerza ex­
terna no basta para establecer el condicional subjuntivo de que si hu­
biera tales cuerpos sus velocidades permanecerían constantes, ni el
universal nomológico de que un cuerpo no sujeto a la acción de nin­
guna fuerza externa no mantiene una velocidad constante.
Por otro lado, el universal evidentemente accidental «todos los
tornillos del actual automóvil de Pérez están oxidados» no justifica
el condicional subjuntivo «para todo x , si x fuera un tornillo del ac­
tual automóvil de Pérez, estaría oxidado».4 Ciertamente, es im pro­
bable que alguien sostenga, sobre la base de este universal de facto,
que si se insertara en el automóvil de Pérez un tornillo determinado
que actualmente reposa en el estante de un comerciante, ese tornillo
estaría oxidado. Esta diferencia prim a facie entre la universalidad ac­
cidental y la universalidad nómica puede ser resumida brevemente
en la formulación: un universal nomológico «da apoyo» a un condi­
cional subjuntivo, mientras que un universal accidental no lo da.

4. Este condicional subjuntivo no debe interpretarse como si afirmara que


si un tornillo cualquiera fuera idéntico a uno de los tornillos del automóvil de
Pérez, estaría oxidado. Este último condicional subjuntivo es, evidentemente,
verdadero, si realmente todos los tornillos del actual automóvil de Pérez están
oxidados. El condicional subjuntivo del texto debe entenderse como si afirma­
ra que, para todo objeto x — sea o no idéntico a uno de los tornillos actuales del
automóvil de Pérez— , si x fuera un tornillo de este automóvil, estaría oxidado.

81
2. ¿ S o n l ó g ic a m e n t e n e c e s a r ia s l a s l e y e s ?

N adie pone seriamente en duda que el lenguaje común y la ac­


ción práctica reconocen una distinción como la que se refleja en las
expresiones universalidad «accidental» y universalidad «nómica».
La cuestión en disputa es si las diferencias prim a facie que hemos ob­
servado exigen la aceptación de una «necesidad» asociada a los univer­
sales legales como algo «últim o» o si es posible explicar la universa­
lidad nómica en términos de nociones menos opacas. Si se interpreta
esta necesidad, tal com o hemos hecho, en el sentido de una form a de
necesidad lógica., el significado de «necesario» es transparente; y la
teoría lógica, en verdad, suministra un análisis sistemático y general­
mente aceptado de tal necesidad. Por consiguiente, aunque la idea de
que los universales nom ológicos son lógicamente necesarios debe
enfrentarse con grandes dificultades, como se verá dentro de poco,
tal idea tiene al menos el mérito de la claridad. En cambio, quienes
sostienen que la necesidad de los universales legales es sui generis y
no es ulteriormente analizable defienden una propiedad cuya natu­
raleza es esencialmente oscura. Expresiones tales com o «necesidad
física» o «necesidad real» sólo reformulan esa oscuridad sin llegar a
despejarla. Además, puesto que se supone en general que sólo es p o ­
sible captar este tipo de necesidad presuntamente especial mediante
alguna «intuición», la predicación de tal necesidad (sea de enuncia­
dos, sea de relaciones entre sucesos) está sujeta a todos los caprichos
de los juicios intuitivos. Sin duda, la necesidad que caracteriza os­
tensiblemente a los universales nom ológicos puede ser única y no
analizable, pero parece conveniente, por las razones indicadas, acep­
tar esta conclusión sólo como último recurso.
L a idea de que los universales legales, en general, y las leyes cau­
sales, en particular, formulan una necesidad lógica ha sido propues­
ta con frecuencia. Sin embargo, quienes adoptan esta posición habi­
tualmente no sostienen que, de hecho, la necesidad lógica de los
universales nom ológicos pueda establecerse en todos los casos. Sólo
sostienen que los universales nom ológicos genuinos son lógicamen­
te necesarios y que, «en principio», puede demostrarse que lo son,
aunque falte una demostración de tal necesidad para la mayoría de
ellos. Por ejemplo, al analizar la naturaleza de la causalidad, un autor
contemporáneo sostiene que «la causa implica lógicamente el efecto,
de m odo tal que sería posible en principio, con suficiente compren-

82
sión, ver qué tipo de efecto debe derivarse del examen de la causa so ­
lamente, sin haber aprendido en experiencias previas cuáles son los
efectos de causas similares».5 En algunos casos, esa idea se basa en
una percepción supuestamente directa de la necesidad lógica de por
lo menos algunos universales nomológicos y sobre la suposición de
que todos los otros universales nom ológicos deben, por lo tanto,
compartir esta característica. En otros casos, se adopta tal idea por­
que se sostiene que de ella depende la validez de la inducción cientí­
fica;6 y al menos un defensor de esta posición ha admitido franca­
mente que los argumentos más impresionantes en su favor son las
objeciones que provoca cualquier otra concepción alternativa.7
Pero las dificultades que se plantean a esta posición son enormes.
En primer lugar, ninguno de los enunciados considerados como le­
yes en las diversas ciencias son, de hecho, lógicamente necesarios,
puesto que puede demostrarse que sus negaciones formales no son
contradictorias. Por consiguiente, los defensores de la concepción
que estamos examinando o bien deben rechazar todos esos enuncia­
dos por no considerarlos leyes «genuinas» (y sostener, entonces, que
hasta ahora no se ha descubierto ninguna ley en ninguna ciencia em­
pírica), o bien deben rechazar las pruebas de que esos enunciados no
son lógicamente necesarios (y, de este m odo, poner en duda la vali­
dez de las técnicas establecidas para las pruebas lógicas). N inguno de
los cuernos del dilema parece fácil de asir. En segundo lugar, si las le­
yes de la naturaleza son lógicamente necesarias, las ciencias están
empeñadas en una tarea inútil toda vez que buscan elementos de jui­
cio experimentales y observacionales para una supuesta ley. El pro­
cedimiento apropiado para establecer que un enunciado es lógica­
mente necesario es construir una prueba deductiva a la manera de la
matemática, y no recurrir a la experimentación. N adie sabe en la ac­
tualidad si la conjetura de Goldbach (de que todo número par es la

5. A. C. Ewing, «Mechanical and Teleological Causation», Aristotelian So-


ciety, vol. supl. 14, 1935, pág. 66. Véase también G. F. Stout: «Si poseyéram os
un conocimiento suficientemente amplio y exacto de lo que realmente sucede,
veríamos cómo y por qué el efecto se sigue de la causa con necesidad lógica».
Aristotelian Society, vol. supl. 14, 1935, pág. 46.
6. A. C . Ewing, «Mechanical and Teleological Causation», Aristotelian So­
ciety, vol. supl. 14, 1935, pág. 77.
7. C . D . Broad, Aristotelian Society, vol. supl. 14, 1935, pág. 94.

83
suma de dos números prim os) es lógicamente necesaria; pero nadie
que comprenda el problema tratará de demostrar que esa conjetura
es lógicamente necesaria realizando experimentos físicos. Pero es
fantástico sugerir que, cuando está en duda la verdad de una presun­
ta ley física, por ejemplo acerca de la luz, los físicos deben proceder
com o los matemáticos. Finalmente, a pesar de que no se sepa si son
lógicamente necesarios los enunciados considerados com o leyes de
la naturaleza, estos enunciados desempeñan exitosamente el papel
que se les asigna en la ciencia. Es gratuito, por lo tanto, sostener que
no pueden cumplir las tareas que evidentemente cumplen, si no son
lógicamente necesarios. El enunciado conocido como principio o
ley de Arquímedes, por ejemplo, nos permite explicar y predecir una
amplia clase de fenómenos, aunque haya excelentes razones para
creer que esta ley no es lógicamente necesaria. Sin embargo, la supo­
sición de que tal ley debe ser realmente necesaria no se desprende del
hecho de que se la use exitosamente para explicar y predecir. Por
consiguiente, dicha suposición postula una característica que no
desempeña ningún papel en el uso real que se hace de la ley.
Sin em bargo, no es difícil comprender por qué las leyes de la
naturaleza a veces parecen ser lógicamente necesarias. U na oración
puede estar asociada a significados muy diferentes, de m odo que en
un contexto se la use para expresar una verdad lógicamente contin­
gente, mientras que en otro contexto la misma oración puede enun­
ciar algo que sea lógicamente necesario. H ubo una época, por ejem­
plo, en la que se definía el cobre mediante una serie de propiedades,
entre las que no figuraban sus propiedades eléctricas. Después del
descubrimiento de la electricidad, se afirmó, sobre bases experimen­
tales, que la oración «el cobre es un buen conductor de la electrici­
dad» es una ley de la naturaleza. C on el tiempo, sin embargo, la alta
conductividad fue incluida en las propiedades definitorias del cobre,
de m odo que la oración «el cobre es un buen conductor de la elec­
tricidad» adquirió un nuevo uso y un nuevo significado. En su nue­
vo uso, la oración ya no expresó simplemente una verdad lógica­
mente contingente como antes, sino que sirvió para enunciar una
verdad lógicamente necesaria. Sin duda, no hay ninguna línea divi­
soria nítida que separe los contextos en los que el cobre es identifi­
cado con referencia a sus propiedades de conductividad de los con­
textos en los que su elevada conductividad es considerada parte de la
«naturaleza» del cobre. En consecuencia, no siempre resulta claro el

84
carácter de lo que se afirma mediante la oración «el cobre es un buen
conductor de la electricidad», de modo que el carácter lógico de la
afirmación hecha en un contexto puede ser confundida fácilmente
con el carácter de la afirmación hecha en otro contexto.8 Estos usos
diversos de una misma oración ayudan a explicar por qué la idea de
que las leyes de la naturaleza son lógicamente necesarias ha parecido
tan plausible a muchos pensadores. Señala una fuente de la convic­
ción de que toda alternativa de esta idea es absurda, convicción evi­
dente en declaraciones como la siguiente: «N o puedo asignar ningún
significado a una causación en la cual el efecto no esté determinado
necesariamente, como no puedo asignar ningún significado a una
determinación necesaria que haga perfectamente posible que el suce­
so determinado necesariamente sea diferente, sin contradecir su pro­
pia naturaleza o la naturaleza de lo que determina».9 Pero en todo
caso, las variaciones de significado a las cuales están sujetas las ora-

8. O tro ejemplo puede ayudar a aclarar este punto. Considerem os la ley de


la palanca en la form a según la cual si se colocan pesos iguales en los extremos
de una barra rígida homogénea suspendida en su punto medio, la palanca está en
equilibrio; y supongam os que ninguna de las expresiones utilizadas en la for­
mulación de la ley está definida de una manera que implique suposiciones acer­
ca de la conducta de las palancas. En este supuesto, el enunciado es, claramente,
una ley empírica, y no un enunciado lógicamente necesario. Por otra parte, su­
pongam os que dos cuerpos son definidos com o de igual peso si, al colocarlos en
los extremos de los brazos iguales de las palancas, las palancas quedan en equi­
librio. En los contextos en los que se utilice tal definición de «igualdad de peso»,
la anterior oración acerca de las palancas no puede ser negada sin incurrir en una
contradicción, de m odo que no expresa una ley empírica que pueda recibir apo­
yo de elementos de juicio experimentales, sino que enuncia una verdad lógica­
mente necesaria. Las oraciones que parecen enunciar leyes pero que, de hecho,
son utilizadas com o definiciones, reciben comúnmente el nombre de «conven­
ciones». El papel de tales convenciones y su articulación con las leyes serán exa­
minados con m ayor extensión más adelante.
9. A. C. Ewing, referencia citada en la nota 5. Sólo por elipsis se dice que los
efectos pueden ser inferidos de las causas, ya que del enunciado según el cual ha
sucedido una presunta causa no se deduce lógicamente el enunciado acerca de la
aparición de un efecto correspondiente. Para poder inferir el enunciado acerca
del efecto, es necesario com plem entar con una ley general el enunciado acer­
ca de la causa. Así, el enunciado de que una bola de billar dada choca con una
segunda bola no implica lógicamente ningún enunciado acerca de la conducta
posterior de la segunda bola. Tal enunciado adicional sólo puede ser deducido

85
dones, com o consecuencia de los avances del conocimiento, son una
característica importante del desarrollo de vastos sistemas explicati­
vos. E s una característica a la que dedicaremos m ayor atención en
capítulos posteriores.
El problem a concerniente a la naturaleza de la ostensible necesi­
dad de los universales nom ológicos ha sido abordado por muchos
pensadores desde que Hume propuso su análisis de los enunciados
causales en términos de conjunciones constantes y uniformidades de
facto. Dejando de lado detalles importantes de la explicación de Hume
acerca de las relaciones espaciotemporales entre sucesos de los que
se dice que están conectados causalmente, la esencia de la posición
de H um e es brevemente la siguiente. El contenido objetivo del enun­
ciado según el cual un suceso dado c es la causa de otro suceso, e, es
simplemente que c es un caso de una propiedad C, e un caso de una
propiedad E (estas propiedades pueden ser muy complejas) y todo
C es, de hecho, también E. Según este análisis la «necesidad» que ca­
racteriza supuestamente la relación de c con e no reside en las rela­
ciones objetivas de los sucesos mismos. Tal necesidad surge de otra
parte; según Hume, de ciertos hábitos de expectativa que se han de­
sarrollado como consecuencia de las conjunciones uniformes, aun­
que de facto, de C y E.
L a explicación dada por H um e de la necesidad causal ha sido cri­
ticada muchas veces, en parte arguyendo que se basa en una psicolo­
gía dudosa; y en la actualidad se reconocen, en general, los méritos
de las críticas de este tipo. Sin embargo, los preconceptos psicológi­
cos de H um e no son esenciales para su tesis central, a saber, la de que
los universales legales pueden ser explicados sin emplear nociones
modales irreducibles, como «necesidad física» o «posibilidad físi­
ca». Por consiguiente, muchas de las críticas corrientes del análisis
de Hum e ponen el acento en que el uso de tales categorías modales
es inevitable en todo análisis adecuado de la universalidad nómica.
E l problem a no está resuelto y su discusión continúa. Algunos de

si se agrega al enunciado inicial alguna ley (por ejemplo, concerniente a la con­


servación de la cantidad de movimiento). L a tesis de que los enunciados acerca
de causas implican lógicamente enunciados acerca de efectos confunde, pues, la
relación de necesidad lógica que rige entre un conjunto de prem isas explicativas
y el explanandttm con la relación contingente afirmada por las leyes contenidas
en estas premisas.

86
los problemas vinculados con él han llegado a un elevado nivel téc­
nico de discusión. El examen de la mayoría de estos detalles técni­
cos10 no nos será provechoso, por lo que sólo desarrollaremos las lí­
neas generales de una interpretación esencialmente humeana de la
universalidad nómica.

3. L a n a t u r a l e z a d e l a u n iv e r s a l id a d n ó m ic a

C on este objetivo en vista, consideremos si, mediante la im posi­


ción de una serie de requisitos lógicos y epistémicos sobre los con­
dicionales universales (interpretados a la manera de la moderna lógica
formal, como se explicó antes), los condicionales que los satisfagan
pueden ser considerados como enunciados legales. Será útil comen­
zar con la comparación de un universal evidentemente accidental
(«todos los tornillos del actual automóvil de Pérez están oxidados»
o, en una form a más desarrollada, «para todo x, si x es un tornillo del
automóvil de Pérez durante el período de tiempo a, entonces x está
oxidado durante a » , donde a designa un período de tiempo defini­
do) con un ejemplo reconocido de universal legal («el cobre se dila­
ta con el calor», o, más explícitamente, «para todo x y para todo £, si
x es calentado en el tiempo £, entonces x se dilata en el tiempo £»).

1. Q uizá lo primero que nos llame la atención es que el universal


accidental contiene indicaciones de un objeto particular y de una fe­
cha o un período temporal definidos, mientras que el universal no-
mológico no contiene tales indicaciones. ¿E s decisiva esta diferen­

10. Algunos de estos detalles técnicos sólo son atinentes a la cuestión ha­
ciendo una suposición que no parece razonable. L a suposición implícita es que,
lejos de adoptar nociones modales com o supremas, para obtener una elucida­
ción adecuada de la universalidad nómica, cada ley universal debe ser tratada
com o una unidad y debe dem ostrarse que ella es traducible a un universal de
facto adecuadamente construido y también tratado com o una unidad completa.
Pero hay, sin duda, una alternativa a esta suposición: la elucidación de universa­
les nom ológicos indicando algunas de las condiciones lógicas y epistémicas en
las cuales los universales de facto son aceptados com o universales legales. A de­
más, algunos de los detalles técnicos provienen del propósito de excluir todo
posible caso «extraño» que pueda surgir teóricamente, aunque rara vez o nunca
surja en la práctica científica.

87
cia? N o , si deseam os incluir entre las leyes de la naturaleza a una
serie de enunciados frecuentemente clasificados de tal m odo, por
ejemplo, las leyes keplerianas del movimiento planetario o aun el
enunciado de que la velocidad de la luz en el vacío es de 300.000 ki­
lómetros por segundo. Pues las leyes de Kepler mencionan el Sol (la
primera de las tres leyes, por ejemplo, afirma que los planetas se
mueven en órbitas elípticas, uno de cuyos focos — en cada elipse—
lo ocupa el Sol); y la ley acerca de la velocidad de la luz menciona tá­
citamente la Tierra, ya que las unidades de longitud y de tiempo usa­
das se definen con referencia al tamaño de la Tierra y a la periodi­
cidad de su rotación. Pero aunque podam os excluir tales enunciados
de la clase de las leyes, hacerlo sería sumamente arbitrario. Además,
la negativa a considerar como leyes a tales enunciados llevaría a la
conclusión de que hay pocas leyes, si es que hay alguna, en el caso de
que sea correcta la sugerencia (examinada más detalladamente en el
capítulo X I) de que las relaciones de dependencia codificadas como
leyes sufren cambios evolutivos. Según dicha sugerencia, las diferen­
tes épocas cósmicas están caracterizadas por diferentes regularidades
de la naturaleza, de m odo que todo enunciado que formule de ma­
nera adecuada una regularidad debe contener una indicación de al­
gún período de tiempo específico. Pero quienes consideran que la
aparición de un nombre propio en un enunciado quita a éste su ca­
rácter de universal nom oíógico no considerarán como una ley a nin­
gún enunciado que contenga las indicaciones mencionadas.
En discusiones recientes acerca de los enunciados legales se ha
propuesto una manera de eludir esta dificultad. En primer lugar, se
hace una distinción entre predicados «puramente cualitativos» y pre­
dicados que no lo son; se dice que un predicado es puramente cuali­
tativo si «la enunciación de su significado no requiere referencia al­
guna a un objeto particular o a una locación espaciotem poral».11 Así,
«cobre» y «m ayor intensidad de corriente» son ejemplos de predica­
dos puramente cualitativos, mientras que «lunar» y «m ás grande que
el Sol» no lo son. En segundo lugar, se introduce una distinción en­
tre enunciados legales «fundamentales» y «derivados». Dejando de lado
algunas sutilezas, se dice que un condicional universal es fundamen­
tal si no contiene nombres de individuos (o «constantes de indivi-

11. Cari G . H em pel y Paul Oppenheim , «Studies in the Logic of Explana-


tion», Philosophy o f Science, vol. 15,1948, pág. 156.

88
dúos») y todos sus predicados son puramente cualitativos; se dice
que un condicional universal es derivado si es una consecuencia ló­
gica de algún conjunto de enunciados legales fundamentales; y, fi­
nalmente, se dice que un condicional universal es legal si es fundamen­
tal o derivado. Por consiguiente, los enunciados keplerianos pueden
ser clasificados entre las leyes de la naturaleza si son consecuencias
lógicas de leyes fundamentales presumiblemente verdaderas, como
las de la teoría de Newton.
Aparentemente, la explicación propuesta es muy atrayente y re­
fleja una tendencia indudable de la física teórica actual a formular su­
posiciones básicas exclusivamente en términos de predicados cualita­
tivos. Sin embargo, esa propuesta debe enfrentar dos dificultades aún
no resueltas. En primer lugar, hay condicionales universales que con­
tienen predicados que no son puramente cualitativos y que a veces
son llamados leyes, aunque no se sepa si se deducen lógicamente de
algún conjunto de leyes fundamentales. Tal era el caso, por ejemplo,
de las leyes de Kepler antes de Newton; y si llamamos «ley» (como
hacen algunos) al enunciado de que todos los planetas giran alrede­
dor del Sol en el mismo sentido, lo mismo sucede con esta ley en la
actualidad. Pero, en segundo lugar, está muy lejos de ser cierto que
enunciados como los de Kepler sean de hecho deducibles lógicamen­
te, ni siquiera en la actualidad, sólo de leyes fundamentales (como exi­
ge la propuesta en discusión para poder clasificar estos enunciados
como leyes). N o parece haber manera alguna de deducir las leyes de
Kepler a partir de la mecánica y la teoría gravitacional newtonianas
solamente mediante la sustitución de términos constantes en lugar de
las variables que aparecen en éstas y sin usar premisas adicionales cu­
yos predicados no sean puramente cualitativos. Si esto es así, la ex­
plicación propuesta excluiría de la clase de los enunciados legales a
una gran cantidad de enunciados comúnmente llamados «leyes».12

12. Por otra parte, si se debilita el requisito según el cual todas las premisas
de las que debe deducirse una ley derivada deben ser fundamentales, tales enun­
ciados evidentemente no legales, com o el enunciado acerca de los tornillos del
automóvil de Pérez, tendrán que ser considerados com o leyes. Así, este enun­
ciado se deduce de la ley presumiblemente fundamental de que todos los torni­
llos de hierro expuestos al oxígeno se oxidan, junto con las premisas adicionales
de que todos los tornillos del actual automóvil de Pérez son de hierro y han es­
tado expuestos al oxígeno.

89
En efecto, la explicación propuesta es demasiado restrictiva y no hace
justicia a algunas de las importantes razones que existen para caracte­
rizar a un enunciado como ley de la naturaleza.
Com parem os, pues, nuestro paradigma de la universalidad acci­
dental, «para todo x, si x es un tornillo del automóvil de Pérez du­
rante el período de tiempo a , entonces x está oxidado durante ¿?»,
con la primera ley de Kepler, «todos los planetas se mueven en órbi­
tas elípticas, uno de cuyos focos — en cada elipse— lo ocupa el Sol»
(o, dándole una form a lógica semejante al otro enunciado, «para
todo x y para todo intervalo de tiempo t, si x es un planeta, entonces
x se mueve en una órbita elíptica durante t y el Sol ocupa uno de los
focos de esta elipse»). Am bos enunciados contienen nombres de in­
dividuos y predicados que no son puramente cualitativos. Sin em­
bargo, hay una diferencia entre ellos. En el universal accidental, los
objetos de los cuales se afirma el predicado «oxidado durante el pe­
ríodo de tiempo a » (llamemos a la clase de tales objetos el «ámbito
de predicación» del universal) se hallan estrictamente restringidos a
cosas que caen dentro de una región espaciotemporal específica. En
el enunciado legal, el ámbito de predicación del predicado un tanto
complejo «que se mueve en una órbita elíptica durante el intervalo
de tiempo t y el Sol ocupa uno de los focos de esta elipse» no se
halla restringido de tal manera: no se exige de los planetas y sus ór­
bitas que estén ubicados en un volumen de espacio fijo o en un in­
tervalo de tiempo dado. Para mayor conveniencia, al universal cuyo
ámbito de predicación no se restringe a objetos que caen dentro de
una región espacial fija o en un período de tiempo particular llamé­
m oslo «universal irrestricto». Es plausible requerir de los enuncia­
dos legales que sean universales irrestrictos.
Cabe observar, sin embargo, que no es posible decidir invariable­
mente si un condicional universal es o no irrestricto sobre la base de

En realidad, es posible deducir de la teoría newtoniana que un cuerpo so ­


m etido a la acción de una ley de proporcionalidad inversa al cuadrado de la dis­
tancia se m overá en una órbita que es una sección cónica, con su foco com o ori­
gen de la fuerza central. Pero, con el fin de derivar la conclusión adicional de
que la cónica es una elipse, parecen inevitables premisas adicionales que indi­
quen las m asas relativas y las velocidades relativas de los planetas y del Sol. Esta
circunstancia es una de las razones para dudar de que las leyes de Kepler sean
deducibles de prem isas que sólo contengan leyes fundamentales.

90
la estructura puramente gramatical (o sintáctica) de la oración em­
pleada para enunciar el condicional, aunque a menudo la estructura
gramatical sea una guía bastante segura. Por ejemplo, se podría acu­
ñar la palabra «perautornillo» para reemplazar la expresión «tornillo
del automóvil de Pérez durante el período a», y luego enunciar el uni­
versal accidental de este modo: «todos los perautornillos están oxi­
dados». Pero la estructura sintáctica de esta nueva oración no revela
que su ámbito de predicación está restringido a objetos que satisfa­
cen una condición dada sólo durante un período limitado. Por ende,
en la decisión acerca de si el enunciado transmitido por la oración es
irrestrictamente universal debe suponerse la familiaridad con el uso
o el significado de las expresiones que aparecen en la oración. Tam ­
bién debe observarse que, aunque un condicional universal sea irres­
tricto, su ámbito de predicación puede ser finito. Por otro lado, aun­
que el ámbito sea finito, este hecho no debe ser inferible a partir del
término del condicional universal que formula el ámbito de predica­
ción y, por lo tanto, debe ser establecido sobre la base de elementos
de juicio empíricos independientes. Por ejemplo, aunque el número de
planetas conocido sea finito y aunque tengamos algunos elementos
de juicio para creer que el número de veces que los planetas giran al­
rededor del Sol (en el pasado o en el futuro distante) es también fini­
to, estos hechos no pueden ser deducidos de la primera ley de Kepler.

2. Pero aunque a menudo la universalidad irrestricta se conside­


ra como una condición necesaria para que un enunciado sea una ley,
no es una condición suficiente. U n condicional universal irrestricto
puede ser verdadero simplemente porque es vacuamente verdadero
(es decir, no hay nada que satisfaga su antecedente). Pero si se acepta
tal condicional por esta razón solamente, es improbable que alguien
lo incluya entre las leyes de la naturaleza. Por ejemplo, si suponemos
(como hay buenas razones para hacerlo) que no hay unicornios, las
reglas de la lógica nos exigen que aceptemos como verdadero que to­
dos los unicornios son de pies ligeros. A pesar de esto, aun quienes
estén familiarizados con la lógica formal vacilarán en clasificar este
último enunciado como una ley de la naturaleza, sobre todo dado
que la lógica también nos exige que aceptemos como verdadero, so ­
bre las bases de la misma suposición inicial, que todos los unicornios
son lentos. En verdad, la mayoría de las personas pensarían que con­
siderar como ley a un condicional universal porque sea vacuamente

91
verdadero es, en el mejor de los casos, una ligera broma. L a razón de
esto reside, en buena m edida, en el uso que normalmente se hace
de las leyes: explicar fenómenos y otras leyes, predecir sucesos y, en
general, servir como instrumentos para sacar inferencias en la inves­
tigación. Pero si se acepta un condicional universal por la razón de
que es vacuamente verdadero, entonces no habrá nada a lo cual se lo
pueda aplicar, de m odo que no podrá cumplir con las funciones in-
ferenciales que se espera de las leyes.
Puede parecer plausible, por lo tanto, que no se considere como
ley un condicional universal si no se sabe que hay al menos un ob­
jeto que satisface a su antecedente. Sin embargo, este requisito es
demasiado restrictivo, pues no siempre estamos en condiciones de
saberlo, aunque estemos dispuestos a considerar como ley un enun­
ciado determinado. Por ejemplo, podem os no saber que existen tro­
zos de alambre de cobre som etidos a una temperatura de —270 °C ,
y sin embargo desear clasificar como ley el enunciado de que todo
alambre de cobre a —270 °C de temperatura es un buen conductor
de la electricidad. Pero si aceptamos el enunciado com o una ley, ¿so ­
bre qué elemento de juicio lo hacemos? Por hipótesis, no tenemos
elementos de juicio directos para el mismo, ya que hemos supuesto
que no sabem os si existe algún alambre de cobre sometido a tempe­
raturas cercanas al cero absoluto y, por ende, no hemos realizado
ningún experimento con tales alambres. L os elementos de juicio, en­
tonces, deben ser indirectos: se acepta el enunciado como una ley,
presumiblemente, porque es una consecuencia de otras leyes para las
cuales hay elementos de juicio de alguna especie. Por ejemplo, el
enunciado anterior es una consecuencia de la conocida ley de que
el cobre es un buen conductor de la electricidad, para la cual hay
considerables elementos de juicio. Por consiguiente, podem os for­
mular un requisito adicional implícito al clasificar un universal irres­
tricto como ley de la naturaleza de la siguiente manera: no basta que
un universal irrestricto sea vacuamente verdadero para que se lo
considere com o una ley; se lo considerará como tal sólo si hay un
conjunto de otras leyes aceptadas a partir de las cuales sea lógica­
mente deducible.

L os universales irrestrictos de cuyos antecedentes se cree que no


son satisfechos por nada en el universo adquieren, así, el carácter de
leyes debido a que forman parte de un sistema de leyes relacionadas

92
deductivamente y reciben el apoyo de los elementos de juicio empí­
ricos — a menudo de vasto alcance y de una gran variedad— que dan
apoyo a todo el sistema. Cabe preguntarse, sin embargo, por qué,
aunque un enunciado universal reciba tal sostén, debe ser clasificado
como ley si también se supone que es vacuamente verdadero. Ahora
bien, hay dos razones posibles que justifican tal actitud. U na de ellas
es que puede no encontrarse ningún caso que satisfaga el anteceden­
te, a pesar de la persistente búsqueda de tales casos. Aunque estos
elementos de juicio negativo a veces pueden ser muy impresionan­
tes, con frecuencia no son muy concluyentes, pues tales casos pue­
den aparecer en lugares inesperados o en circunstancias especiales.
La ley puede ser utilizada entonces para deducir las consecuencias
lógicas de la suposición de que hay, en realidad, casos positivos en
algunas regiones inexploradas o en condiciones supuestas. Tal de­
ducción puede sugerir la manera de restringir el dominio de la ulte­
rior búsqueda de casos positivos o las manipulaciones experimentales
necesarias para producir tales casos. La segunda razón, y habitual­
mente la más decisiva, para creer que una ley es vacuamente verda­
dera es una prueba de que la presunta existencia de casos positivos
de la ley es lógicamente incompatible con otras leyes del sistema. La
ley vacuamente verdadera puede, entonces, ser ociosa o ser como un
trasto viejo, porque no cumple ninguna función inferencial. En cam­
bio, si las leyes utilizadas para demostrar esta ley vacuamente verda­
dera son ellas mismas sospechosas, la ley vacuamente verdadera puede
ser usada como base para obtener otros elementos de juicio críticos
que permitan evaluar esas leyes. Sin duda, las leyes vacuamente ver­
daderas pueden tener también otros usos posibles. L o importante es
que, a menos que tengan alguna utilidad, es poco probable que se las
incluya en cuerpos de conocimiento codificados.
A este respecto, hay otra cuestión a la que debemos aludir breve­
mente. Se sostiene con frecuencia que en el caso de algunas leyes de
la física (y también de otras disciplinas, por ejemplo de la economía),
aceptadas como leyes últimas, al menos temporalmente, se sabe que
son vacuamente verdaderas. En consecuencia, la explicación expues­
ta no parece adecuada, ya que hay universales irrestrictos llamados
«leyes» a pesar de que no deriven de otras leyes. U n ejemplo cono­
cido de tal ley última vacuamente verdadera es la primera ley del
movimiento de N ew ton, según la cual un cuerpo no sujeto a la ac­
ción de ninguna fuerza externa mantiene una velocidad constante; y

93
se afirma que, en realidad, no existen tales cuerpos, pues la suposi­
ción de que existen es incompatible con la teoría newtoniana de la
gravitación. E s poco lo que diremos ahora de este ejemplo» ya que
recibirá considerable atención en un capítulo posterior. Pero debe­
m os hacer dos rápidas observaciones. Aun cuando se admita que la
ley newtoniana es vacuamente verdadera, no es por esta razón por
la que se la acepta como ley. ¿Por qué se la acepta entonces? D ejan­
do de lado la cuestión relativa a la interpretación que debe darse del
enunciado newtoniano (es decir, la cuestión de si es o no, en efecto,
un enunciado definitorio de «cuerpo no sujeto a la acción de ningu­
na fuerza externa») y dejando de lado también la cuestión de si es o
no deducible a partir de alguna otra ley aceptada (por ejemplo, la se­
gunda ley newtoniana del movimiento), un examen de la manera
com o se las usa revela que, cuando se analizan los movimientos de
los cuerpos en términos de las componentes vectoriales de los m ovi­
mientos, las velocidades permanecen constantes en las direcciones
en que no hay fuerzas efectivas que actúen sobre los cuerpos. En re­
sumen, es una simplificación excesiva afirmar que la primera ley
newtoniana es vacuamente verdadera, pues ésta es un elemento de
un sistema de leyes en favor del cual hay, ciertamente, casos confir­
matorios. H ablando en términos más generales, si una ley «últim a»
fuera satisfecha vacuamente, sería difícil comprender qué utilidad
tendría en el sistema del que form a parte.3

3. E s plausible suponer que los candidatos al título de «ley de la


naturaleza» deben satisfacer otra condición sugerida por las consi­
deraciones que acabamos de hacer. Aparte del hecho de que el para­
digma universal accidental acerca de los tornillos oxidados del actual
automóvil de Pérez no es un universal irrestricto, presenta además
otra característica. E s posible concebir este condicional universal (al
que llamaremos S) como una manera resumida de afirmar una con­
junción finita de enunciados, cada uno de los cuales es un enunciado
referente a un tornillo particular de una clase finita de tornillos. Así,
S es equivalente a la conjunción: «Si sx es un tornillo del automóvil
de Pérez durante el período a, entonces está oxidado durante a ; y
si s„ es un tornillo del automóvil de Pérez durante el período a, en­
tonces s¿ está oxidado durante a; y si s2 es un tornillo del automóvil
de Pérez durante el período a, entonces s2 está oxidado durante el pe­
ríodo a », donde « es un número finito. De este m odo, se puede pro-

94
bar la verdad de S estableciendo la verdad de un número finito de
enunciados de la forma: «st es un tornillo del automóvil de Pérez du­
rante el período a y st está oxidado durante el período a».
Por consiguiente, si aceptamos 5, lo hacemos porque hemos exa­
minado un número determinado de tornillos de los que tenemos ra­
zones para creer que agotan el ámbito de predicación de S. Si tenemos
razones para sospechar que los tornillos examinados no agotan la
cantidad de tornillos del automóvil de Pérez, sino que hay un núme­
ro indefinido de otros tornillos del automóvil que no hemos exami­
nado, no estaremos en condiciones de afirmar la verdad de S. Pues al
afirmar S, lo que estamos afirmando, en realidad, es que cada uno de
los tornillos examinados está oxidado, y que los tornillos examinados
son todos los tornillos que hay en el automóvil de Pérez. Es im por­
tante comprender bien cuál es el punto sobre el que ponemos énfasis.
En primer lugar, S debe ser aceptado como verdadero, no porque se
haya encontrado que cada tornillo del automóvil de Pérez está oxida­
do, sino porque S ha sido deducido de otras suposiciones. Por ejem­
plo, podemos deducir 5 de las premisas de que todos los tornillos del
actual automóvil de Pérez son de hierro, que han estado expuestos al
oxígeno libre y que el hierro siempre se oxida en presencia de oxígeno.
Pero aun en este caso la aceptación de S depende de que hayamos es­
tablecido un número fijo de enunciados de la forma «sl es un tornillo
de hierro del automóvil de Pérez y ha estado expuesto al oxígeno»,
donde los tornillos examinados agotan el ámbito de aplicación de S.
En segundo lugar, S podría ser aceptado sobre la base de que sólo he­
mos examinado una «muestra representativa», presumiblemente, de tor­
nillos del automóvil de Pérez y hemos inferido la característica de
los tornillos no examinados a partir de la característica observada en los
tornillos de la muestra. Pero también en este caso, la presuposición
de la inferencia es que los tornillos de la muestra provienen de una
clase completa de tornillos y que no será aumentada. Por ejemplo,
suponemos que nadie sacará un tornillo del coche y lo reemplazará
por otro, o que nadie hará un nuevo agujero en el coche para meter
en él un nuevo tornillo. Si aceptamos S como verdadero sobre la base
de lo que encontramos en la muestra, lo hacemos en parte porque su­
ponemos que se ha obtenido la muestra en una población de tornillos
que no aumentará ni se alterará durante el período mencionado en S.
En cambio, no se hace ninguna suposición análoga en lo concer­
niente a los elementos de juicio sobre cuya base se aceptan los enun­

95
ciados llamados leyes. Así, aunque la ley de que el hierro se oxida en
presencia de oxígeno libre se basaba en un tiempo exclusivamente en
elementos de juicio derivados del examen de un número finito de
objetos de hierro previamente expuestos al oxígeno, nunca se supu­
so que tales elementos de juicio agotaran el ámbito de predicación de
la ley. Pero, si hubiera habido razones para suponer que este núme­
ro finito de objetos agotaban la clase de objetos de hierro expuestos
al oxígeno que han existido o que existirán, es dudoso que ese con­
dicional universal hubiera recibido el nombre de ley. Por el contra­
rio, si se hubiera creído que los casos observados agotaban el ámbi­
to de aplicación del condicional, lo más probable es que se clasificara
simplemente el enunciado com o un dato histórico. Al decir que un
enunciado es una ley, aparentemente afirmamos, al menos tácitamen­
te, que, en la medida de nuestro conocimiento, los casos examinados
de dicho enunciado no agotan la clase de sus casos. Por consiguien­
te, un requisito plausible para considerar un universal irrestricto
como una ley es saber que los elementos de juicio en su favor no
coinciden con su ámbito de predicación y, además, que ese ámbito
no está cerrado a cualquier aumento ulterior.
La justificación de este requisito debe buscarse nuevamente en
los usos inferenciales que se dan normalmente a los enunciados lla­
mados leyes. L a función primaria de tales enunciados es explicar y
predecir. Pero si un enunciado no afirma más que lo que afirman los
elementos de juicio en su favor, es un poco absurdo que lo utilice­
mos para explicar o predecir algo que ya está contenido en estos ele­
mentos de juicio y sería contradictorio usarlo para explicar o prede­
cir algo que no está contenido en los mismos. Por eso, decir que un
enunciado es una ley equivale a decir algo más que la mera afirma­
ción de que es un universal irrestricto presumiblemente verdadero.
Decir que un enunciado es una ley es asignarle una cierta función y,
por ende, afirmar, en efecto, que los elementos de juicio sobre los
que se basa no constituyen el ámbito total de su predicación.
Este requisito parece suficiente para negar el título de «ley» a
cierta clase de enunciados construidos artificialmente que normal­
mente no serían clasificados de tal m odo, pero que satisfacen osten­
siblemente los requisitos examinados con anterioridad. Considere­
m os el siguiente enunciado: «L o s primeros hombres que ven una
retina humana viva contribuyen al establecimiento del principio de
conservación de la energía». Supongam os que este enunciado no es

96
vacuamente verdadero y que es un universal irrestricto, de modo
que se lo puede transcribir así: «Para todo x y para todo £, si x es un
hombre que ve una retina humana viva en el tiempo t y ningún hom ­
bre ve una retina humana viva en algún tiempo anterior a £, entonces
x contribuye al establecimiento del principio de conservación de la
energía».13 T odo el que conozca la historia de la ciencia reconocerá
la referencia a Helmholtz, que fue el primero en ver una retina
humana viva y también uno de los fundadores del principio de con­
servación de la energía. Por consiguiente, el enunciado anterior es
verdadero y, por hipótesis, satisface el requisito de la universalidad
irrestricta. Sin embargo, es plausible suponer que la mayoría de las
personas estarían poco dispuestas a considerarlo una ley. L a razón
de esta presunta renuencia se aclara cuando examinamos los elemen­
tos de juicio que se necesitan para establecer la verdad del enuncia­
do. Para establecer su verdad es suficiente m ostrar que Helmholtz
fue realmente el primer ser humano que vio una retina humana viva
y que contribuyó también a establecer el principio de la conserva­
ción de la energía. Sin embargo, si Helmholtz fue esa persona, en­
tonces, por la naturaleza del caso, lógicamente no puede haber otro
ser humano que satisfaga las condiciones descritas en el antecedente
del anterior enunciado. En resumen, en este caso sabem os que los
elementos de juicio sobre los cuales se establece la verdad del enun­
ciado coinciden con el ámbito de su predicación. El enunciado es in­
útil para explicar o predecir cualquier cosa que no esté incluida en
los elementos de juicio y, por lo tanto, no se le otorga el rango de ley
de la naturaleza.

4. Es menester destacar otro punto concerniente a los enuncia­


dos comúnmente llamados «leyes», aunque es difícil a este respecto
formular algo semejante a un «requisito» que los enunciados legales
deban satisfacer invariablemente. El punto indicado se refiere a la
posición que ocupan las leyes en el cuerpo de nuestro conocimiento
y a la actitud cognoscitiva que a menudo manifestamos hacia ellas.
Es posible dividir en «directos» e «indirectos» los elementos de
juicio sobre cuya base un enunciado L es llamado una ley. (a) Pue­
den ser «directos» en el sentido familiar de estar form ados por casos

13. H ans Reichenbach, Nom ological Statements an d Admissible Opera-


tions, Am sterdam , 1954, pág. 35.

97
que caen dentro del ámbito de predicación de L , donde todos los ca­
sos examinados poseen la propiedad predicada por L . Por ejemplo,
los trozos de alambre de cobre que se dilatan con el calor suminis­
tran elementos de juicio directos en favor de la ley de que el cobre se
dilata cuando se lo calienta, (b) L os elementos de juicio en favor de
L pueden ser «indirectos» en dos sentidos. Puede suceder que L sea
derivable, juntamente con otras leyes L u Z,2, etc., de alguna ley más
general M (o de algunas leyes más generales), de m odo que los ele­
mentos de juicio directos en favor de esas otras leyes sean elementos
de juicio (indirectos) en favor de L . Por ejemplo, la ley de que el pe­
ríodo de un péndulo simple es proporcional a la raíz cuadrada de su
longitud y la ley de que la distancia recorrida por un cuerpo en caí­
da libre es proporcional al cuadrado del tiempo de caída son deriva-
bles conjuntamente de las suposiciones de la mecánica newtoniana.
Se suele considerar a los elementos de juicio confirmatorios directos
para la primera de esas leyes como elementos de juicio confirm ato­
rios para la segunda ley, aunque sólo «indirectamente» confirma­
torios. Pero los elementos de juicio en favor de L pueden ser tam­
bién «indirectos» en el sentido un poco diferente de que L puede ser
combinada con diversas suposiciones especiales para obtener otras
leyes, cada una de las cuales posee un ámbito propio de predicación,
de m odo que los elementos de juicio «directos» en favor de estas le­
yes derivadas cuenten como elementos de juicio «indirectos» en fa­
vor de L . Por ejemplo, cuando se unen las leyes newtonianas del
movimiento con diversas suposiciones especiales, es posible deducir
las leyes de Kepler, la ley del período del péndulo, la ley de los cuer­
pos en caída libre y las leyes concernientes a las formas de las masas en
rotación. Por consiguiente, los elementos de juicio directos para es­
tas leyes derivadas sirven como elementos de juicio indirectos para
las leyes newtonianas.
Supongam os ahora que parte de los elementos de juicio en favor
de L sean directos, pero que haya también considerables elemen­
tos de juicio indirectos en favor de la misma (en cualquiera de los
sentidos de «indirecto»). Y supongamos también que se descubren
algunas excepciones aparentes de L . A pesar de tales excepciones,
podem os resistirnos a abandonar Z,, al menos por dos razones. En
primer lugar, los elementos de juicio confirmatorios directos e indi­
rectos de L pueden superar, en conjunto, los elementos de juicio
aparentemente negativos. En segundo lugar, en virtud de sus rela­

98
ciones con otras leyes y con los elementos de juicio en favor de és­
tas, L no está sola, sino que su destino afecta al destino del sistema
de leyes al cual pertenece. En consecuencia, el rechazo de L requeri­
ría una seria reorganización de ciertas partes de nuestro conoci­
miento. Sin embargo, tal reorganización puede no ser factible, por­
que no se dispone, en ese momento, de otro sistema adecuado que
pueda reemplazar al anterior; o quizás podam os evitar reorganiza­
ción reinterpretando las aparentes excepciones de L , de modo que
sea posible concebir a estas últimas como excepciones no «genui-
nas». En tal caso, es posible «salvar» a L y al sistema al cual pertene­
ce, a pesar de los elementos de juicio ostensiblemente negativos de la
ley. Ilustra este punto el fracaso aparente de una ley como resultado
de observaciones poco cuidadosas o de la falta de pericia en la con­
ducción de un experimento. Pero hay otros ejemplos más notables
que lo pueden ilustrar. Así, la ley (o principio) de la conservación de
la energía se vio seriamente amenazada por experimentos sobre la
desintegración beta cuyos resultados eran incuestionables. Sin em­
bargo, no se abandonó la ley, sino que se supuso la existencia de un
nuevo tipo de entidad (llamada «neutrino») para poner en armonía
la ley con los datos experimentales. La justificación de esta suposi­
ción es que el rechazo del principio de conservación de la energía
privaría a gran parte de nuestro conocimiento físico de su coheren­
cia sistemática. En cambio, la ley (o principio) de la conservación de
la paridad en mecánica cuántica (la cual afirma, por ejemplo, que, en
ciertos tipos de interacciones, los núcleos atómicos orientados en un
sentido emiten partículas beta con la misma intensidad que los nú­
cleos orientados en el sentido opuesto) ha sido rechazada reciente­
mente, aunque al principio eran relativamente pocos los experimen­
tos que indicaban que la ley no era válida en general. Esta acentuada
diferencia en los destinos de las leyes de la energía y de la paridad es
un índice de las diferentes posiciones que estas suposiciones ocupan
en un momento dado en el sistema del conocimiento físico, y del
mayor estrago intelectual que provocaría en esta etapa abandonar la
primera suposición que abandonar la segunda.
Hablando en términos más generales, habitualmente estamos dis­
puestos a abandonar una ley cuyos elementos de juicio son exclu­
sivamente directos tan pronto como se descubren excepciones, p ri­
m a facie, de ella. En realidad, a menudo se ofrece una enérgica
resistencia a llamar «ley de la naturaleza» a un condicional universal

99
L , aunque satisfaga las diversas condiciones examinadas, si los úni­
cos elementos de juicio disponibles en su favor son directos. L a ne­
gativa a llamar «ley» a L es tanto más probable si, suponiendo que L
tenga la form a «todo A es 5 » , hay una clase de cosas C que no son A
y que se asemejan a las cosas que son A en algunos aspectos consi­
derados «im portantes», por ejemplo, que algunos miembros de C
tienen la propiedad B , pero B no caracteriza invariablemente a los
miembros de C. Así, aunque todos los elementos de juicio disponi­
bles confirman el enunciado universal de que todos los cuervos son
negros, no parece haber elementos de juicio indirectos en su favor.
Sin embargo, aunque se acepte el enunciado como una «ley», los que
lo hacen probablemente no vacilarían en considerarlo falso y en qui­
tarle esa denominación si se encontrara un pájaro que fuera mani­
fiestamente un cuervo, pero tuviera plumaje blanco. Además, se sabe
que el color del plumaje es, en general, una característica variable de
las aves; y, de hecho, se han descubierto especies de aves similares a
los cuervos en aspectos biológicamente importantes, y que carecen
totalmente de plumaje negro. Por consiguiente, en ausencia de leyes
conocidas que permitan explicar el color negro de los cuervos, con
la consiguiente ausencia de una gran variedad de elementos de juicio
indirectos en favor del enunciado de que todos los cuervos son ne­
gros, nuestra actitud ante este enunciado se halla menos firmemente
asentada que hacia otros enunciados llamados «leyes» para los cua­
les se dispone de tales elementos de juicio indirectos.
Las diferencias indicadas en nuestra disposición a abandonar una
condicional universal frente a elementos de juicio que aparentemen­
te lo contradicen se reflejan a veces en las aplicaciones que damos
a las leyes en la inferencia científica. H asta ahora hemos supuesto que
las leyes se usan como premisas de las cuales se deducen consecuen­
cias de acuerdo con las reglas de la lógica formal. Pero cuando se
considera que uña ley se halla bien establecida y ocupa una posición
firme en el cuerpo de nuestro conocimiento, la ley misma es usada
com o un principio empírico de acuerdo con el cual se extraen infe­
rencias. Podem os ilustrar esta diferencia entre premisas y reglas de
inferencias con un razonamiento logístico elemental. L a conclusión
de que determinado trozo de alambre a es un buen conductor de la
electricidad puede ser deducida de las dos premisas siguientes: a es
de cobre y el cobre es un buen conductor de la electricidad, de acuer­
do con la regla de la lógica formal conocida como dictum de omni.

100
Pero la misma conclusión puede obtenerse también a partir de la
única premisa de que a es de cobre, si aceptamos com o principio de
inferencia la regla de que un enunciado de la form a «x es un buen
conductor de la electricidad» es derivable de un enunciado de la for­
ma «x es de cobre».
Aparentemente, esa diferencia sólo es de carácter técnico, y des­
de un punto de vista puramente formal siempre es posible eliminar
una premisa universal sin invalidar un razonamiento deductivo, con
tal de que adoptemos una regla adecuada de inferencia para reem­
plazar esa premisa. Sin embargo, este recurso técnico sólo se emplea
en la práctica cuando la premisa universal tiene el rango de una ley
que no estamos dispuestos a abandonar por la mera razón de que,
ocasionalmente, haya aparentes excepciones a ella. Pues cuando se
reemplaza una premisa semejante por una regla de inferencia, inicia­
mos la transformación de los significados de algunos de los términos
empleados en la premisa, de m odo que su contenido empírico es ab­
sorbido gradualmente por los significados de esos términos. Así, en
el ejemplo anterior, se supone que el enunciado de que el cobre es un
buen conductor de la electricidad tiene un carácter fáctico, en el sen­
tido de que la posesión de una elevada conductividad no se toma
como uno de los rasgos definitorios del cobre, de m odo que para es­
tablecer la verdad de tal enunciado se necesitan elementos de juicio
empíricos. En cambio, cuando se reemplaza este enunciado por una
regla de inferencia, la conductividad eléctrica tiende a ser considera­
da como una carácterística más o menos «esencial» del cobre, de
modo que un objeto que no sea buen conductor no puede ser cla­
sificado como cobre. C om o ya hemos indicado, esta tendencia con­
tribuye a explicar la opinión de que las leyes genuinas expresan re­
laciones de necesidad lógica. Pero sea como fuere, cuando esta
tendencia ha llegado a sus últimas consecuencias, el descubrimiento
de una sustancia poco conductora que sea en otros aspectos igual al
cobre exigiría una nueva clasificación de la sustancia con una revi­
sión correspondiente en los significados asociados a palabras como
«cobre». Esta es la razón por la cual la transformación de una ley
evidentemente empírica en una regla de inferencia sólo se produce,
habitualmente, cuando se supone que la ley se halla tan bien afir­
mada que se necesitarían elementos de juicio abrumadores para de­
rrocarla. Por consiguiente, aunque para decir que un condicional
universal es una ley no se necesita que estemos dispuestos a reinter­

101
pretar los elementos de juicio aparentemente negativos a fin de con­
servar el enunciado como parte de nuestro conocimiento, muchos
enunciados son clasificados com o leyes en parte porque adoptamos
tal actitud hacia ellos.

4. U n iv e r s a l e s c o n t r a f á c t ic o s

H ay cuatro tipos de consideraciones que parecen importantes al


clasificar los enunciados como leyes de la naturaleza: 1) considera­
ciones sintácticas relativas a la form a de los enunciados legales; 2) las
relaciones lógicas de unos enunciados con otros en un sistema expli­
cativo; 3) las funciones asignadas a los enunciados legales en la in­
vestigación científica; 4) las actitudes cognoscitivas manifestadas ha­
cia un enunciado debidas a la naturaleza de los elementos de juicio
disponibles. Estas consideraciones se superponen, en parte, puesto
que, por ejemplo, la posición lógica de un enunciado en un sistema
está relacionada con el papel que este enunciado puede desempeñar
en la investigación, así como con el tipo de elementos de juicio que
pueden obtenerse para él. Además, no se afirma que las condiciones
mencionadas en estas consideraciones sean suficientes (en algunos
casos, quizás no sean siquiera necesarias) para considerar a los enun­
ciados com o «leyes de la naturaleza». Indudablemente, es posible
elaborar enunciados que satisfagan esas condiciones, pero que común­
mente no serán llamados «leyes», así com o a veces pueden encon­
trarse enunciados llamados «leyes» y que no satisfacen una o más de
esas condiciones. Por razones ya expuestas, esto es inevitable, pues
no es posible lograr una elucidación precisa del significado de «ley
de la naturaleza» que esté de acuerdo con todos los usos de esta vaga
expresión. Sin embargo, los enunciados que satisfacen estas condi­
ciones parecen eludir las objeciones planteadas por los críticos de un
análisis humeano de la universalidad nómica. Esta afirmación re­
quiere alguna justificación; y también diremos algo acerca del pro­
blema, relacionado con el anterior, del carácter lógico de los condi­
cionales contrafácticos.

1. Q uizás la crítica corriente de mayor fuerza contra los análisis


huméanos de la universalidad nómica es el argumento de que los
universales de facto no pueden dar apoyo a condicionales subjunti-

102
vos. Supóngase que sabemos que nunca ha habido un cuervo que no
fuera negro, que no hay en la actualidad ningún cuervo que no sea
negro y que no habrá jamás un cuervo que no sea negro. Entonces se
justifica que afirmemos como verdadero el universal accidental irres­
tricto S : «todos los cuervos son negros». Se ha argüido, sin embargo,
que S no expresa lo que habitualmente llamamos una ley de la natu­
raleza.14 Pues supongamos que, de hecho, ningún cuervo haya vivido
nunca ni vivirá en regiones polares. Y supongamos, además, que no
sabemos si habitar en regiones polares afecta o no al color de los
cuervos, de m odo que no podem os estar seguros de que a la proge­
nie de los cuervos que emigren a tales regiones no les puedan crecer
plumas blancas. Entonces, aunque S sea verdadero, su verdad sólo
puede ser una consecuencia del «accidente histórico» de que ningún
cuervo viva nunca en regiones polares. En consecuencia, el universal
accidental S no da sustento al condicional subjuntivo según el cual si
algunos habitantes de las regiones polares fueran cuervos, ellos se­
rían negros; y puesto que, por hipótesis, una ley de la naturaleza
debe dar sustento a tales condicionales, S no puede ser una ley. En
resumen, la universalidad irrestricta no elucida lo que entendemos
por universalidad nómica.
Pero aunque la argumentación indicada permite fundamentar la
conclusión anterior, de ello no se desprende que S no sea una ley de
la naturaleza porque no expresa una necesidad nómica irreducible.
Pues a pesar de su presunta verdad, se le puede negar a 5 el carácter
de ley por al menos dos razones, ninguna de las cuales se relaciona
con tal necesidad. En primer lugar, los elementos de juicio en favor
de S pueden coincidir con su ámbito de predicación, de modo que,
para alguien que conozca esos elementos de juicio, S no puede cum­

14. William Kneale, «N atural Law s and Contrary-to-Fact Conditionals»,


Analysis, vol. 10, 1950, pág. 123. Véase también William Kneale, Probability
an d Induction, O xford, 1949, pág. 75. El im pulso que ha recibido recientemen­
te la discusión anglonorteamericana de los universales nom ológicos y los con­
dicionales subjuntivos y «contrarios a los hechos» (o «contrafácticos») se debe
a Roderick M. Chisholm, «The Contrary-to-Fact Conditional», Mind, vol. 55,
1946, págs. 289-307, y a N elson G oodm an, «The Problem of Counterfactual
Conditonals», Jo u rn al o f Philosophy, vol. 44, 1947, págs. 113-128, este último
también reimpreso en N elson G oodm an, Fací, Fiction an d Forecast, Cam brid­
ge, M ass., 1955.

103
plir las funciones que se esperan de los enunciados clasificados como
leyes. En segundo lugar, aunque los elementos de juicio en favor de
S sean, por hipótesis, lógicamente suficientes para establecer la ver­
dad de 5, dichos elementos de juicio pueden ser exclusivamente di­
rectos; y alguien puede negar el carácter de ley a S sobre la base de
que sólo pueden aspirar a este título los enunciados para los que se
dispone de elementos de juicio indirectos (de m odo que los enuncia­
dos deben ocupar una posición lógica determinada en el cuerpo de
nuestro conocimiento).
Pero hay otra consideración que no es menos importante a este
respecto. Si S no da apoyo al condicional subjuntivo mencionado
antes, ello es consecuencia del hecho de que la verdad de S se afirma
dentro de un contexto de suposiciones que, por sí mismas, hacen du­
doso el condicional subjuntivo. Por ejemplo, S es afirmado por el
conocimiento de que no hay cuervos que habiten en las regiones p o ­
lares. Pero ya hemos sugerido que sabemos lo suficiente acerca de las
aves com o para tener conciencia de que el color de su plumaje no es
invariable en cada especie de aves. Y aunque no conozcamos, por el
momento, los factores precisos de los cuales depende el color del
plumaje, tenemos razones para creer que el mismo depende, al me­
nos en parte, de la constitución genética de las aves; y sabemos también
que esta constitución puede ser alterada por ciertos factores (por
ejemplo, radiaciones de altas energías) que pueden estar presentes en
medio ambientes especiales. Por consiguiente, S no da apoyo al cita­
do condicional subjuntivo, no porque S sea incapaz de dar apoyo a
cualquier condicional semejante, sino porque el conocimiento total
del que disponemos (y no solamente los elementos de juicio para el
mismo 5) no garantizan este condicional particular. Sería plausible
suponer que S da validez al condicional subjuntivo según el cual si
hubiera algún habitante de las regiones polares que fuera un cuervo
no expuesto a las radiaciones de rayos X , este cuervo sería negro.
Por tanto, el punto que es necesario destacar es el siguiente: el he­
cho de que S dé o no apoyo a un condicional subjuntivo depende, no
sólo de la verdad de S, sino también de otros conocimientos que p o ­
damos poseer, esto es, del estado general de la investigación científi­
ca. Para comprender esto más claramente, apliquemos la crítica en
discusión a un enunciado generalmente considerado como una ley
de la naturaleza. Supongamos que no hay (omnitemporalmente) o b ­
jetos físicos que no se atraen entre sí en proporción inversa al cua-

104
clrado de sus distancias. Podemos, entonces, afirmar la verdad del
universal irrestricto S «todos los cuerpos físicos se atraen unos a
otros de manera inversamente proporcional al cuadrado de la dis­
tancia que hay entre ellos». Pero supongamos también que las di­
mensiones del universo son finitas, y que no hay cuerpos físicos se­
parados por una distancia mayor de 50 trillones de años luz. ¿D a
apoyo 5 ’ al condicional subjuntivo de que si hubiera cuerpos físicos
a distancias mayores de 50 trillones de años luz, se atraerían unos a
otros de manera inversamente proporcional al cuadrado de su dis­
tancia? Según el argumento que estamos considerando, la respuesta
sería, presumiblemente, negativa. ¿Pero es realmente plausible esta
respuesta? ¿N o es más razonable afirmar que no es posible dar nin­
guna respuesta, afirmativa o negativa, a menos que se hagan suposi­
ciones adicionales? Pues en ausencia de tales suposiciones, ¿cómo es
posible dar una respuesta determinada? Por otro lado, si se hacen ta­
les suposiciones adicionales —por ejemplo, si suponemos que la
fuerza de gravedad es independiente de la masa total del universo—
no es inconcebible que la respuesta correcta sea afirmativa.
En resumen, la crítica en discusión no socava el análisis humeano
de la universalidad nómica. Sin embargo, esta crítica aclara el punto
importante de que habitualmente se clasifica un enunciado como ley
de la naturaleza porque ocupa una posición determinada en el sis­
tema de explicaciones de algún campo del conocimiento, y porque
tiene el apoyo de elementos de juicio que satisfacen ciertas especifi­
caciones.

2. Cuando planeamos el futuro o reflexionamos sobre el pasado,


con frecuencia realizamos nuestras deliberaciones haciendo suposi­
ciones que son contrarias a hechos conocidos. A menudo formula­
mos los resultados de nuestras reflexiones como condicionales con-
trafácticos de la forma: «si a fuera P, entonces b sería Q ’» o «si a
hubiera sido P, entonces b habría sido (o sería) Q V Por ejemplo, en
el diseño de un experimento un físico puede afirmar el condicional
contrafáctico C en algún punto de sus cálculos: «si se acortara la lon­
gitud de un péndulo a a un cuarto de su longitud actual, su período
sería la mitad de su período actual». Análogamente, al tratar de ex­
plicar el fracaso de algún experimento anterior, un físico puede afir­
mar el condicional contrafáctico C”: «Si se hubiera acortado la longi­
tud del péndulo a a un cuarto de su longitud real, su período habría

105
sido la mitad de su período real». En am bos condicionales, el ante­
cedente y el consecuente describen suposiciones de las que presumi­
blemente se sabe que son falsas.
E l llamado «problem a de los contrafácticos» consiste en el pro­
blema de hacer explícita la estructura lógica de estos enunciados y de
analizar los fundamentos sobre los cuales es posible decidir acerca
de su verdad o falsedad. Este problema se halla íntimamente vincu­
lado con el de explicar la noción de universalidad nómica. Pues no es
posible traducir un contrafáctico, de manera directa, a una conjun­
ción de enunciados del m odo indicativo usando solamente los co­
nectivos no modales de la lógica formal. Por ejemplo, el contrafácti­
co C ’ afirma tácitamente que la longitud del péndulo a no fue
acortada, de hecho, a un cuarto de su longitud real. Sin embargo, C ’
no es equivalente al enunciado: «la longitud de a no fue acortada a
un cuarto de su longitud real, y si la longitud de a fue acortada a un
cuarto de su longitud actual, entonces su período fue la mitad de su
período actual». La traducción propuesta es insatisfactoria porque,
puesto que el antecedente del condicional indicativo es falso, se de­
duce por las reglas de la lógica formal que, si la longitud de a fue
acortada a un cuarto de su longitud actual, su período no fue la mi­
tad de su período actual, conclusión que no es aceptable, ciertamen­
te, para cualquiera que afirme C ’.15 C om o consecuencia de esto, los
críticos de los análisis huméanos de la universalidad nómica han sos­
tenido que, no solamente en los universales legales, sino también en
los condicionales contrafácticos, está implícito un tipo diferente de
necesidad no lógica.
Sin embargo, es posible elucidar de manera plausible el conteni­
do de los contrafácticos sin recurrir a nociones modales no analiza­
bles. Pues lo que dice el físico que afirma C* puede ser traducido más
claramente, aunque más tortuosamente, del siguiente modo. El
enunciado «el período del péndulo a era la mitad de su período ac­
tual» se deduce lógicamente de la suposición «la longitud de a era un
cuarto de su longitud actual» junto con la ley de que el período de
un péndulo simple es proporcional a la raíz cuadrada de su longitud

15. Esta conclusión se desprende de la regla lógica que gobierna el uso del
conectivo «si..., entonces». D e acuerdo con esta regla, un enunciado de la form a
«si S 1} entonces S2» y el enunciado de la form a «si S u entonces no S2» son verda­
deros en la hipótesis de que 5, es falso, sea lo que fuere S2.

106
y junto con una serie de otras suposiciones acerca de las condiciones
iniciales (por ejemplo, que a es un péndulo simple, que la resistencia
del aire es despreciable, etc.). Además, aunque tanto la suposición
como el enunciado deducido de ella con ayuda de las otras suposi­
ciones mencionadas son reconocidamente falsos, su falsedad no está
incluida entre las premisas de la deducción. Por consiguiente, no se
desprende de dichas premisas que si la longitud de a fue de un cuar­
to de su actual longitud, entonces el período de a fue igual a la mitad
de su período actual. En resumen, se afirma el contrafáctico C 5den­
tro de un contexto determinado de supuestos y de suposiciones es­
peciales; y cuando se pone a éstas de manifiesto, la introducción de
categorías modales distintas de las de la lógica formal es totalmente
gratuita. En términos más generales, se puede interpretar un contra­
fáctico como un enunciado metalingüístico (es decir, un enunciado
acerca de otros enunciados y, en particular, acerca de las relaciones
lógicas de estos otros enunciados) implícito que afirma que la forma
indicativa de su consecuente se deduce lógicamente de la forma indi­
cativa de su antecedente, junto con alguna ley y con las condiciones
iniciales para la aplicación de esta ley.16
En consecuencia, las discusiones acerca de si es o no verdade­
ro un contrafáctico determinado sólo pueden ser dirimidas cuando
se hacen explícitos los supuestos y las suposiciones sobre los que se
basa. U n contrafáctico indiscutiblemente verdadero sobre la base de
un determinado conjunto de premisas puede ser falso sobre la base
de otro conjunto, y puede no tener un valor de verdad determinado
sobre la base de un tercer conjunto. Así, un físico puede rechazar C ’
en favor del siguiente contrafáctico: «Si se hubiera acortado la longi­
tud del péndulo a a un cuarto de su longitud actual, el período de a
habría sido significativamente mayor que la mitad de su período ac­
tual». Estaría justificado en actuar de este m odo si supusiera, por

16. Aunque la posición adoptada en el texto es producto personal, su pre­


sente formulación se debe a las ideas expresadas p or H enry H iz, «O n the Infe-
rential Sense of Contrary-to-Fact Conditionals», Jo u rn al o f Philosophy», vol.
48, 1951, págs. 586-587; Julius Weinberg, «C ontrary-to-Fact Conditionals»,
Journ al o f Philosophy, vol. 48,1951, págs. 17-22; Roderick M. Chisholm, «Law
Statements and Counterfactual Inference», Analysis, vol. 15,1955, págs. 97-105;
y John C . C ooley, «Professor G oodm an’s “ Fact, Fiction and Forecast” », Jo u r­
nal o f Philosophy, vol. 54, 1957, págs. 293-311.

107
ejemplo, que el arco de oscilación del péndulo acortado es superior
a los 60° y si conociera también una form a modificada de la ley so­
bre los períodos de los péndulos que fue form ulada antes (la cual
sólo se considera válida para péndulos de arcos de oscilación peque­
ños). U n novato en la labor experimental puede aclarar que C ° es
verdadero, aunque suponga entre otras cosas, no sólo que la lenteja
circular del péndulo tiene ocho centímetros de diámetro, sino también
que el aparato que contiene al péndulo tiene una abertura de apenas
un poquito más de ocho centímetros del lugar donde la lenteja del
péndulo acortado tiene su centro. Es obvio, sin embargo, que C 3
ahora es falso, porque de acuerdo con las suposiciones formuladas el
péndulo acortado no oscila en absoluto.
L o s diversos supuestos bajo los cuales se afirma un contrafáctico
no están explícitos en el contrafáctico mismo. La evaluación de la va­
lidez de un contrafáctico puede ser, por lo tanto, muy difícil, a veces
porque no conocemos los supuestos bajo los cuales se lo afirma, a
veces porque no tenemos claro, dentro de nosotros mismos, los su­
puestos que estamos haciendo y a veces simplemente porque carece­
mos de la habilidad necesaria para evaluar el alcance lógico aun de
los supuestos que hacemos explícitos. Tales dificultades se presentan
con frecuencia, especialmente con respecto a contrafácticos afirma­
dos en el curso de los quehaceres cotidianos y hasta en los escritos de
los historiadores. Considérese, por ejemplo, el contrafáctico siguien­
te: «Si el Tratado de Versalles no hubiera impuesto indemnizaciones
onerosas a Alemania, Hitler no hubiera llegado al poder». Esta afir­
mación ha dado origen a muchas discusiones, no sólo porque los
que participan en ellas adoptan supuestos explícitos diferentes, sino
también porque buena parte de la disputa se ha realizado sobre la
base de premisas implícitas que nadie ha aclarado completamente.
Sea como fuere, no es posible, ciertamente, construir una fórmula
general que estipule lo que debe incluirse en los supuestos sobre los
cuales basar adecuadamente un contrafáctico. L o s intentos de cons­
truir tal fórmula han fracasado invariablemente, y los que piensan
que el problem a de los contrafácticos consiste en construir semejan­
te fórm ula están condenados a debatirse en un problem a insoluble.

108
5. Leyes causales

Finalmente, debemos decir algunas palabras acerca de las leyes


causales. Sería una tarea ingrata e inútil examinar, aunque sea par­
cialmente, toda la variedad de sentidos asignados a la palabra «cau­
sa», que van desde las antiguas connotaciones legales de la palabra y
la concepción popular de las causas como agentes eficientes, hasta las
nociones modernas — más elaboradas— que conciben la causa como
una dependencia funcional invariable. El hecho de que dicho térmi­
no tenga esta amplia gama de sentidos descarta inmediatamente la
posibilidad de que haya una sola explicación correcta y privilegiada
de él. Sin embargo, es posible y útil identificar un significado bas­
tante definido asociado con la palabra en muchos campos de la cien­
cia y del discurso ordinario, con el propósito de obtener así una cla­
sificación aproximada de las leyes que sirven como premisas en las
explicaciones. Pero sería un error suponer que, por el hecho de que
en uno de los significados de la palabra la noción de causa desempe­
ña un papel importante en algunos ámbitos de la investigación, dicha
noción sea indispensable en todos los otros ámbitos; así como sería
un error sostener que, puesto que esta noción es inútil en ciertas par­
tes de la ciencia, no puede desempeñar un papel legítimo en otros
campos de la investigación científica.
El sentido de «causa» que queremos identificar queda ilustrado
mediante el siguiente ejemplo. Se provoca una chispa eléctrica en
una mezcla de hidrógeno y oxígeno; la explosión que sigue a la pro­
ducción de la chispa va acompañada por la desaparición de los gases
y la condensación del vapor de agua. Se dice comúnmente que en
este experimento la desaparición de los gases y la formación de agua
son los efectos causados por la chispa. Además, a la generalización
basada en tales experimentos (es decir, «cuando una chispa atraviesa
una mezcla de hidrógeno y oxígeno gaseosos, los gases desaparecen
y se forma agua») se la denomina «ley causal».
Evidentemente, se dice que la ley es causal porque la relación que
establece entre los sucesos mencionados satisface, según se supone,
cuatro condiciones. En primer lugar, la relación es invariable o uni­
forme, en el sentido de que cuando se produce la causa aludida, tam­
bién se produce el efecto aludido. Además, se hace la suposición tá­
cita corriente de que la causa constituye una condición necesaria y
suficiente para la producción del efecto. Sin embargo, en la mayoría

109
de las imputaciones causales que se hacen en la vida cotidiana, así
como en la mayoría de las leyes causales mencionadas con frecuen­
cia, no se formulan las condiciones suficientes para la producción
del efecto. Así, a menudo decimos que raspar una cerilla es la causa
de que se encienda, y suponem os tácitamente que están presentes
también otras condiciones sin las cuales el efecto no se produciría
(por ejemplo, la presencia de oxígeno, que la cerilla esté seca, etc.). El
suceso elegido frecuentemente como la causa es, por lo común, un
suceso que completa el conjunto de condiciones suficientes para la
aparición del efecto y que es considerado «importante» por diversas
razones. En segundo lugar, la relación es válida entre sucesos espa­
cialmente contiguos, en el sentido de que la chispa y la formación de
agua se producen en la misma región espacial, aproximadamente.
Por consiguiente, cuando se alega que sucesos espacialmente aleja­
dos unos de otros están relacionados causalmente, se supone de ma­
nera tácita que esos sucesos sólo son extrem os de una cadena de
sucesos de causa y efecto, en la cual los sucesos-eslabones son espa­
cialmente contiguos. En tercer lugar, la relación tiene un carácter
temporal, en el sentido de que el suceso considerado como causa
precede al efecto y es también «continuo» con éste. En consecuen­
cia, cuando de sucesos separados por un intervalo temporal se dice
que están relacionados causalmente, también se supone que están
conectados por una serie de sucesos temporalmente adyacentes y
causalmente relacionados. Y por último, la relación es asimétrica, en
el sentido de que el paso de la chispa por la mezcla de gases es la cau­
sa de su transformación en agua, pero la formación de agua no es la
causa del paso de la chispa.
C on frecuencia se han criticado las ideas sobre las que se basa esta
noción de causa por ser demasiado vagas; y se han planteado obje­
ciones de peso, en particular, contra las concepciones del sentido co­
mún acerca de la continuidad espacial y temporal, por la razón de
que constituyen una madeja de confusiones. Además, es indudable­
mente cierto que en algunas de las ciencias avanzadas, com o la física
matemática, esa noción es totalmente superflua; y hasta es discutible
si las cuatro condiciones mencionadas se cumplen, de hecho, en los
presuntos ejemplos de esta noción de causa (como el anterior), cuan­
do se los analiza según los principios de las teorías físicas modernas.
Sin embargo, por inadecuada que sea esta noción de causa para los
propósitos de la física teórica, continúa desempeñando un papel im­

110
portante en muchas otras ramas de la investigación. E s una noción
firmemente arraigada en nuestro lenguaje, aunque tanto en el labo­
ratorio como en las cuestiones prácticas se usen teorías físicas abs­
tractas para obtener resultados diversos mediante la manipulación
de implementos adecuados. En realidad, el lenguaje causal es una
manera legítima y conveniente de describir las relaciones entre mu­
chos sucesos porque es posible manipular algunas cosas para obte­
ner otras cosas, pero no a la inversa.
Por otra parte, no todas las leyes de la naturaleza son causales, en
el sentido que hemos indicado de este término. Esto se hace eviden­
te ante un breve examen de los tipos de leyes que se usan como pre­
misas explicativas en diversas ciencias.

1. Com o ya hemos dicho, en la afirmación de que hay «especies


naturales» o «sustancias» está implícito un tipo básico y muy gene­
ral de ley. Llamemos «determinable» a una propiedad que tenga una
serie de formas específicas o «determinadas», como el color o la den­
sidad. Así, entre las formas determinadas del determinable color se
cuentan el rojo, el azul, el verde, el amarillo, etc.; entre las formas de­
terminadas del determinable densidad se cuentan la densidad de
magnitud 0,06 (cuando se la mide de acuerdo con un patrón estable­
cido), la densidad de magnitud 2, la densidad de magnitud 12, etc.
Las formas determinadas de un determinable dado, por ende, cons­
tituyen una «familia» de propiedades interrelacionadas tal que todo
individuo del cual pueda predicarse con sentido la propiedad deter­
minable debe tener, por necesidad lógica, una y sólo una de las for­
mas determinadas del determinable.17 Entonces, una ley del tipo que
estamos considerando (por ejemplo, «existe la sustancia sal de pie­
dra») afirma que hay objetos de diversas especies tales que cada ob­
jeto de una especie dada se caracteriza por tener formas determina­
das de un conjunto de propiedades determinables, y tales que los
objetos pertenecientes a diferentes especies diferirán al menos en
una (aunque habitualmente diferirán en más de una) forma determi­
nada de un determinable común. Por ejemplo, decir que un objeto
dado a, es sal de piedra equivale a decir que hay un conjunto de pro­

17. C on respecto a esta terminología, véanse W. E. Johnson, Logic, vol. 1,


Cambridge, Inglaterra, 1921, capítulo 11; y R udolf Carnap, Logical Founda-
tions o f Probability, Chicago, 1950, vol. 1, pág. 75.

111
piedades determinables (estructura cristalina, color, punto de fu­
sión, dureza, etc.) tal que, en condiciones comunes, a tiene una for­
ma determinada de cada uno de esos determinables (a tiene cristales
cúbicos, es incoloro, tiene una densidad de 2,163, un punto de fusión
de 804 °C , grado de dureza 2 según la escala de Mohs, etc.). Además,
a difiere de un objeto perteneciente a una especie diferente, por
ejemplo del talco, al menos en una (de hecho, en muchas) de las for­
mas determinadas de esos determinables. Por consiguiente, las leyes
de este tipo afirman que hay una concomitancia invariable de p ro­
piedades determinadas en todo objeto de una cierta especie. Está cla­
ro, sin embargo, que las leyes de este tipo no son leyes causales; no
afirman, por ejemplo, que la densidad de la sal de piedra preceda (o
siga) a su grado de dureza.

2. H ay un segundo tipo de ley que afirma un orden de depen­


dencia sucesivo e invariable entre sucesos o propiedades. Es posible
distinguir dos tipos subordinados de estas leyes. U no de ellos es la
clase de las leyes causales, como la ley relativa al efecto de una chis­
pa en una mezcla de hidrógeno y oxígeno, o la ley de que las piedras
arrojadas al agua producen una serie de ondas concéntricas en ex­
pansión. El segundo tipo subordinado es la clase de leyes «de desa­
rrollo» (o «históricas»), como la ley: «la formación de pulmones en
el embrión humano nunca precede a la formación del sistema cir­
culatorio»; o la ley: «a la ingestión de alcohol siempre sigue una di­
latación de los vasos sanguíneos». A m bos tipos subordinados son
frecuentes en los campos de estudio en los que los m étodos cuanti­
tativos no han alcanzado gran difusión, aunque se encuentran tales
leyes también en otras disciplinas, como indican los ejemplos. Pue­
de suponerse que las leyes de desarrollo tienen la form a «si x tiene la
propiedad P en el tiempo í, entonces x tiene la propiedad Q en el
tiempo t \ posterior, a t». Comúnmente, no se las considera leyes
causales, al parecer por dos razones. En primer lugar, aunque las le­
yes de desarrollo pueden formular una condición necesaria para la
producción de cierto suceso (o complejo de sucesos), no formulan
las condiciones suficientes. En realidad, por lo común sólo tenemos
un conocimiento sumamente vago acerca de cuáles son esas condicio­
nes suficientes. En segundo lugar, las leyes de desarrollo generalmen­
te formulan relaciones de orden de sucesión entre sucesos separados
por un intervalo temporal de cierta duración. En consecuencia, a ve­

112
ces se considera que tales leyes sólo contienen un análisis incomple­
tó de los hechos, sobre la base de que es improbable que el orden de
sucesión de los acontecimientos sea invariable, ya que después del
primer suceso puede ocurrir algo que impida la realización del últi­
mo. Sin embargo, sean cuales fueren las limitaciones de las leyes de
desarrollo y por deseable que sea completarlas con leyes de otro
tipo, tanto las leyes causales como las de desarrollo son muy utiliza­
das en los sistemas explicativos de la ciencia actual.

3. H ay un tercer tipo de leyes, comunes tanto en las ciencias bio­


lógicas y sociales como en la física, que afirman relaciones estadísti­
cas (o probabilísticas) invariables entre sucesos o propiedades. U n
ejemplo de ley semejante es: «si se arroja repetidamente un cubo geo­
métrico y físicamente simétrico, la probabilidad (o la frecuencia re­
lativa) de que el cubo quede en reposo con una cara determinada
hacia arriba es de % » ; ya hemos mencionado antes otros ejemplos.
Las leyes estadísticas no afirman que la producción de un suceso esté
acompañada invariablemente por la producción de algún otro suce­
so. Sólo afirman que, en una serie suficientemente larga de ensayos,
la producción de un suceso está acompañada por la producción de
un segundo suceso con una frecuencia relativa invariable. Evidente­
mente, tales leyes no son causales, aunque no son tampoco incom­
patibles con una descripción causal de los hechos que formulan. En
verdad, la anterior ley estadística acerca de la conducta de un cubo
puede ser deducida de leyes que a veces son llamadas causales, si se
hacen suposiciones adecuadas acerca de la distribución estadística de
condiciones iniciales para la aplicación de esas leyes causales. Por
otro lado, hay leyes estadísticas, aun en la física, para las cuales no se
conoce en la actualidad ninguna explicación causal. Además, aun si
se supone que, «en principio», todas las leyes estadísticas son con­
secuencia de algún «orden causal» subyacente, hay zonas de la in­
vestigación — tanto en la física como en las ciencias biológicas y so­
ciales— en las cuales prácticamente no es posible explicar muchos
fenómenos en términos de leyes causales estrictamente universales.
Es una razonable presunción la de que, por mucho que aumente nues­
tro conocimiento, se continuarán usando leyes estadísticas como
premisas inmediatas para la explicación y la predicción de muchos
fenómenos.

113
4. H ay un cuarto tipo de ley, característico de la moderna cien­
cia física, que establece una relación de dependencia funcional (en el
sentido matemático de «función») entre dos o más magnitudes va­
riables asociadas a propiedades o procesos determinados. Cabe dis­
tinguir dos subtipos.
a. En primer lugar, hay leyes numéricas que enuncian una inter­
dependencia entre magnitudes tal que una variación de cualquiera de
ellas coincide con variaciones de las otras. U n ejemplo de esta ley es
la ley de Boyle-Charles para gases ideales, según la cual p V = aT ',
donde/? es la presión del gas, V su volumen, T su temperatura abso­
luta y a una constante que depende de la masa y de la naturaleza del
gas en consideración. N o se trata de una ley causal. N o afirma, por
ejemplo, que un cambio en la temperatura sea seguido (o precedido)
por un cambio en el volumen o en la presión; sólo afirma que un
cambio en T es concomitante con cambios en p o en V, o en ambos.
Por consiguiente, la relación formulada por la ley debe distinguirse
del orden de sucesión de los sucesos que pueden producirse cuando
se somete a prueba la ley o se la usa para hacer predicciones. Por
ejemplo, al poner a prueba la ley en un laboratorio, se puede dism i­
nuir el volumen de un gas ideal de tal manera que su temperatura
permanezca constante, y observar luego que su presión aumenta.
Pero la ley no dice nada acerca del orden en el cual puede hacerse va­
riar estas magnitudes, ni acerca de la sucesión temporal en la cual
pueden ser observados los cambios. Las leyes de este subtipo, sin
embargo, pueden ser usadas tanto para propósitos predictivos como
explicativos. Por ejemplo, si en el caso de un sistema adecuadamen­
te «aislado» las magnitudes mencionadas en una ley semejante satis­
facen la relación indicada entre ellas en un instante dado, también sa­
tisfarán esa relación en algún instante futuro, aunque las magnitudes
pueden haber sufrido algún cambio en el ínterin.
b. El segundo subtipo consiste en leyes numéricas que describen
la manera como una magnitud varía con el tiempo y, con m ayor ge­
neralidad, cómo un cambio en una magnitud por unidad de tiempo
se relaciona con otras magnitudes (en algunos casos, aunque no
siempre, con intervalos temporales). La ley de Galileo de la caída li­
bre de los cuerpos en el vacío es un ejemplo de una ley semejante.
Afirma que la distancia d que recorre un cuerpo en caída libre es
igual a gt2/ 2, donde g es constante y t es la duración de la caída. U na
manera equivalente de formular la ley de Galileo es afirmar que la

114
variación en la distancia recorrida por unidad de tiempo por un
cuerpo en caída libre es igual a gt. En esta formulación, es evidente
que una tasa de variación temporal de una magnitud se relaciona con
un intervalo temporal. O tro ejemplo de ley perteneciente a este sub­
tipo es la ley de la velocidad de la lenteja de un péndulo simple a lo
largo de la trayectoria de su movimiento. La ley dice que, si v 0 es la
velocidad de la lenteja en el punto inferior de su movimiento, h la al­
tura de la lenteja por encima de la horizontal que pasa por este pun­
to y k una constante, entonces en cada punto del arco que describe
su movimiento la lenteja tiene una velocidad v tal que v 2 = Vq — kh2.
Puesto que la velocidad v es la variación en la distancia recorrida por
unidad de tiempo, la ley afirma que la variación de distancia recorri­
da por la lenteja a lo largo de su trayectoria, por unidad de tiempo,
es una cierta función matemática de su velocidad en el punto inferior
de su oscilación y de su altura. En este caso, la tasa de variación tem­
poral de una magnitud no está dada en función del tiempo. Las leyes
correspondientes a este subtipo a menudo reciben el nombre de «le­
yes dinámicas» porque expresan la estructura de un proceso tem po­
ral y se explican, en general, sobre la suposición de que actúa una
«fuerza» sobre el sistema en cuestión. A veces, se asimila tales leyes
a las leyes causales, aunque en realidad no son causales en el sentido
específico que hemos indicado antes. Pues la relación de dependen­
cia entre las variables mencionadas en la ley es simétrica, de modo
que el estado del sistema en un momento dado está determinado
completamente tanto por un estado posterior como por un estado
anterior. Así, si conocemos la velocidad de la lenteja de un péndulo
simple en un instante determinado, entonces, siempre que una inter­
ferencia externa no altere el sistema, la ley anterior nos permite cal­
cular la velocidad en cualquier otro momento, sea anterior o poste­
rior al instante dado.

La anterior clasificación de las leyes no pretende ser exhaustiva;


en todo caso, en capítulos posteriores examinaremos más detallada­
mente la estructura de ciertos tipos de leyes. Pero esta clasificación
nos revela que no todas las leyes reconocidas en las ciencias son del
mismo tipo y que a menudo una explicación científica es considera­
da satisfactoria aun cuando las leyes citadas en las premisas no sean
«causales» en ninguno de los sentidos habituales de este término.

115
Capítulo V

LAS LEYES EXPERIMENTALES Y LAS TEORÍAS

El pensamiento científico parte, en última instancia, de proble­


mas sugeridos por la observación de cosas y sucesos de la experien­
cia común; trata de comprender esas cosas observables descubrien­
do en ellas algún orden sistemático; y la prueba final a la cual somete
las leyes que sirven como instrumento de explicación y predicción
consiste en su concordancia con tales observaciones. En verdad, mu­
chas leyes de las ciencias formulan relaciones entre cosas o caracte­
rísticas de cosas de las que se dice comúnmente que son ellas mismas
observables, sea a través de los sentidos exclusivamente, sea a través
de instrumentos de observación especiales. U na ley de este tipo es
la de que el agua se evapora cuando se la calienta en un recipiente
abierto; lo mismo sucede con la ley de que el plom o se funde a los
327 °C y la ley de que el período de un péndulo simple es propor­
cional a la raíz cuadrada de su longitud.
Sin embargo, no todas las leyes científicas son de esta especie. Por
el contrario, muchas leyes empleadas en algunos de los sistemas ex­
plicativos de más impresionante amplitud de las ciencias físicas no
se refieren, obviamente, a cuestiones que puedan ser caracterizadas
como «observables», aunque la palabra «observable» sea usada con
tanta amplitud como en los ejemplos del párrafo anterior. Así, cuan­
do se explica la evaporación del agua calentada en términos de su­
posiciones acerca de la constitución molecular del agua, entre las
premisas explicativas aparecen leyes de este último tipo. Aunque p o ­
damos disponer de buenos elementos de juicio observacionales en
favor de esas suposiciones, ni las moléculas ni sus movimientos pue­
den ser observados en el sentido en el cual se dice, por ejemplo, que
es observable la temperatura del agua en ebullición o la fusión del
plomo.
Llamemos «leyes experimentales» a las del primer tipo y «leyes
teóricas (o simplemente «teorías») a las del segundo tipo. En conse­

117
cuencia, con esta convención terminológica y con la distinción que
indica, la ley según la cual la presión de un gas ideal cuya temperatu­
ra es constante varía de manera inversamente proporcional a su vo­
lumen, la ley según la cual el peso del oxígeno que se combina con
el hidrógeno para formar agua es (aproximadamente) ocho veces el
peso del hidrógeno y la ley de que los hijos de progenitores huma­
nos de ojos azules tienen también ojos azules, son todas ellas leyes
experimentales. En cambio, el conjunto de suposiciones según las
cuales elementos químicos diferentes están compuestos por tipos di­
ferentes de átom os que permanecen indivisos en las transforma­
ciones químicas y el conjunto de suposiciones según las cuales los
cromosomas están compuestos de diferentes tipos de genes asociados
a los caracteres hereditarios de los organismos, se clasifican como
teorías.1
Estas denominaciones no están exentos de asociaciones engaño­
sas. Pero esa terminología se halla firmemente establecida en la lite­
ratura sobre el tema, para caracterizar la distinción que se quiere re­
alizar entre diversos tipos de leyes; en todo caso, no se dispone de
nombres mejores. D os breves observaciones pueden contribuir a
evitar equívocos con respecto a los mismos. Cuando se clasifica un
enunciado (por ejemplo, «todas las ballenas amamantan a su cría»)
como una ley experimental, no se debe concebir como si afirmara
que la ley se basa en experimentos de laboratorio o que no hay nin­
guna explicación ulterior para dicha ley. El título de «ley experi­
mental» significa simplemente que el enunciado caracterizado de tal
manera formula una relación entre cosas (o características de cosas)
que son observables, en el sentido reconocidamente vago de «obser­
vable» que ilustran los ejemplos anteriores, y que la ley puede ser
convalidada (aunque sea con algún «grado de probabilidad») por la
observación controlada de las cosas mencionadas en la ley. De igual
m odo, cuando se dice que el conjunto de suposiciones acerca de la
constitución molecular de los líquidos es una teoría, no debe enten­
derse esto en el sentido de que tales suposiciones sean enteramente
especulativas y no tengan el apoyo de ningún elemento de juicio

1. Este capítulo debe mucho al examen que realiza N orm an R. Cam pbell en
Physics, tbe Elements, Cam bridge, Reino U nido, 1920, especialmente en el ca­
pítulo 6. El tratado inconcluso de Cam pbell no ha recibido el reconocimiento
que merecen en grado eminente sus análisis, en general admirables.

118
convincente. L o que se pretende significar mediante tal caracteriza­
ción es, simplemente, que tales suposiciones emplean términos como
«molécula» que no designan manifiestamente nada observable (en el
sentido indicado antes) y que no es posible confirmar las suposicio­
nes mediante experimentos u observaciones de las cosas a las cuales
se refieren ostensiblemente esos términos.
Sin embargo, aunque la distinción entre leyes experimentales y
teorías es frecuente y parece plausible, al menos inicialmente, a la luz
de algunos de los ejemplos utilizados para ilustrarla plantea proble­
mas de considerable importancia y que no pueden ser ignorados.
Admitida su plausibilidad inicial, ¿está sólidamente fundada esa dis­
tinción en diferencias claramente identificables entre dos tipos de
leyes científicas? Además, aunque pueda especificarse alguna base
indiscutible para realizar la distinción, ¿es ella tan tajante como se
pretende a veces o se trata solamente de una cuestión de grados? Sea
como fuere, y aún admitiendo como algo innegable que esas suposi­
ciones llamadas «teorías» brindan sistemas explicativos y predictivos
mucho más vastos que los sistemas cuyas premisas están caracteriza­
das como «leyes experimentales», ¿qué rasgos distintivos poseen las
teorías que den cuenta de esta diferencia? Tales son los problemas a
los cuales estará dedicado este capítulo.

1. F u n d a m e n t o d e l a d is t in c ió n

La anterior explicación de la distinción entre leyes experimenta­


les y teorías se basa en la afirmación de que las leyes agrupadas bajo
el primero de esos rótulos, a diferencia de las leyes que caen bajo el
segundo de ellos, formulan relaciones entre características observa­
bles (o experimentalmente determinables) de algún objeto de estu­
dio. En consecuencia, la distinción padece de todas las notorias os­
curidades ligadas a la palabra «observable». En realidad, hay un
sentido de esa palabra en el cual ninguna de las ciencias corrientes
(con la posible excepción de algunas ramas de la psicología) afirma
leyes que formulen relaciones entre cosas observables, así como hay
un sentido de la palabra en el cual aun las suposiciones llamadas
«teorías» tratan de cuestiones observables.
Ciertamente, sería un error pretender que los enunciados cientí­
ficos citados comúnmente como ejemplos típicos de leyes experi-

119
mentales afirmen relaciones entre datos presuntamente obtenidos de
manera directa o de manera no inferencial, a través de los diversos
órganos de los sentidos, es decir, entre los llamados «datos sensoria­
les» de la discusión epistemológica. Aun si dejamos de lado las difi­
cultades comunes concernientes a la posibilidad de identificar datos
sensoriales «puros» (es decir, categorizados de manera no inferen­
cial), es evidente que los datos sensoriales sólo aparecen intermiten­
temente, en el mejor de los casos, y siguiendo esquemas de orden se-
cuencial y concomitante que sólo es posible formular con la mayor
dificultad (si es que se los puede formular de algún m odo) mediante
leyes universales. Pero sea com o fuere, ninguno de los ejemplos
habituales de leyes experimentales se refiere, de hecho, a datos sen­
soriales, ya que emplean nociones e incluyen suposiciones que tras­
cienden todo lo dado directamente en los sentidos. Considérese, por
ejemplo, la ley experimental de que la velocidad del sonido es mayor
en gases menos densos que en los más densos. Esta ley, obviamente,
supone que hay un estado de agregación de la materia llamado «gas»
que es menester distinguir de otros estados de agregación com o el
líquido y el sólido; que los gases tienen densidades diferentes en
condiciones determinadas, de m odo que en condiciones específicas
la razón entre el peso de un gas y su volumen permanece constante;
que los instrumentos para medir pesos y volúmenes, distancias y
tiempos manifiestan ciertas regularidades que pueden ser codifica­
das en leyes definidas, tales como las leyes acerca de las propiedades
mecánicas, térmicas y ópticas de materiales de diverso tipo, etc. Es
indudable, pues, que los mismos significados de los términos que
aparecen en la ley (por ejemplo, el término «densidad») y, en conse­
cuencia, el significado de la ley misma, suponen tácitamente una se­
rie de otras leyes. Además, las suposiciones adicionales se hacen evi­
dentes cuando consideramos lo que se hace al aducir elementos de
juicio en apoyo de la ley. Por ejemplo, cuando se mide la velocidad
del sonido en un gas determinado, se obtienen, en general, valores
numéricos diferentes al repetir la medición. Por consiguiente, si se
asigna un valor numérico definido a la velocidad, estos números di­
ferentes deben ser «prom ediados» de alguna manera, habitualmente
de acuerdo con una ley aceptada acerca del error experimental. En
resumen, la ley acerca de la velocidad del sonido en los gases no for­
mula relaciones entre datos inmediatos de los sentidos. Se refiere a
cosas que sólo es posible identificar mediante procedimientos que

120
suponen cadenas de inferencias bastante complicadas y toda una va­
riedad de suposiciones generales.
Por otra parte, aunque los ejemplos comúnmente citados de teo­
rías son enunciados acerca de cosas inobservables en un sentido ob­
vio, con frecuencia es posible determinar indirectamente, a través de
inferencias extraídas de datos experimentales de acuerdo con ciertas
reglas, características importantes de lo que no es manifiestamente
observable. En primera instancia, por lo tanto, las leyes experimen­
tales y las teorías no parecen diferir radicalmente con respecto al es­
tatus «observable» (o experimentalmente determinable) de sus obje­
tos respectivos. Por ejemplo, las moléculas supuestas por la teoría
cinética de la materia como constituyentes de los gases no son ob­
servables, en el sentido en que es observable un órgano en el labora­
torio, o aun en el núcleo de una célula viva contemplada a través de
un microscopio. Sin embargo, es posible calcular el número de m o­
léculas por unidad de volumen de un gas, así como la velocidad y la
masa medias, a partir de magnitudes obtenidas por experimentación;
y no hay ningún absurdo lógico en la suposición de que todos los
términos de la teoría que se refieren a cosas inobservables (como las
posiciones de las moléculas en un instante determinado) eventual­
mente puedan estar asociados de manera análoga con datos experi­
mentales. De igual modo, aunque las partículas alfa postuladas por
las teorías electrónicas contemporáneas de la estructura atómica no
son observables en el sentido en el cual es observable, en principio,
la otra cara de la luna, sus rastros manifiestos en una cámara de Wil-
son son ciertamente visibles.
Cabe destacar a este respecto, además, que frecuentemente los in­
formes acerca de lo que comúnmente es considerado como observa­
ciones experimentales están expresados en el lenguaje de algo que es,
reconocidamente, una teoría. Por ejemplo, los experimentos con ra­
yos de luz que pasan de un medio dado a otro más denso muestran
que el índice de refracción varía según la fuente del rayo de luz. Así,
un rayo proveniente del extremo rojo del espectro solar tiene un ín­
dice de refracción diferente del de un rayo proveniente del extremo
violeta. Sin embargo, la ley experimental basada en estos experimen­
tos no está formulada en términos indiscutiblemente observacionales
(por ejemplo, en términos de los colores visibles de los rayos de luz),
sino en términos de la relación entre el índice de refracción de un
rayo de luz y la frecuencia de su onda. Así, las ideas de la teoría ondu-

121
latoria de la luz se hallan incorporadas al enunciado de la ley presun­
tamente experimental. En un plano más general, muchos enunciados
de leyes presuntamente experimentales no sólo dan por supuesto
otras leyes presuntamente experimentales, sino que también incluyen
en su significado suposiciones que son reconocidamente teóricas.
Por todas estas razones, muchos estudiosos de este tema han lle­
gado a la conclusión de que las expresiones «ley experimental» y
«teoría» no designan leyes de tipos fundamentalmente diferentes,
sino que, en el mejor de los casos, indican diferencias de grado. Se­
gún la opinión de esos estudiosos, la distinción tiene poca im portan­
cia metodológica, si es que tiene alguna.
Asignar a la palabra «observable» un sentido rigurosamente pre­
ciso sería de dudosa utilidad, si fuera posible establecerlo; y en la
medida en que la distinción entre leyes experimentales y teorías se
base en el contraste entre lo observable y lo inobservable, la distin­
ción, evidentemente, no es tajante. En todo caso, no se dispone de
ningún criterio preciso para distinguir entre leyes experimentales y
teorías, ni propondrem os aquí algún criterio semejante. Sin embar­
go, del hecho de que la distinción sea vaga no se deduce que sea fal­
sa, como no se deduce que no exista diferencia alguna entre la parte
frontal y la posterior de la cabeza de un hombre porque no haya una
exacta línea de separación entre una y otra. En realidad, hay varias
características bien acentuadas que diferencian a las leyes que segui­
remos llamando «experimentales» de otras suposiciones generales
que designamos como «teorías»; y pasaremos ahora a examinar tales
características. A pesar de la reconocida vaguedad de la distinción
que estamos considerando, veremos que la misma tiene importancia.

1. Q uizás la característica aislada más notable que distingue a las


leyes experimentales de las teorías es que toda constante «descripti­
va» (es decir, no lógica) de las primeras está asociada, por lo menos,
a un procedimiento explícito para predicar dicho término constante
de algún rasgo observacionalmente identificable, cuando se dan cier­
tas circunstancias específicas. El procedimiento asociado a un térmi­
no en una ley experimental establece, pues, un significado definido
para dicho término, aunque sea parcial. En consecuencia, una ley ex­
perimental, a diferencia de un enunciado teórico, posee invariable­
mente un contenido empírico determinado que, en principio, siem­
pre puede ser controlado por elementos de juicio observacionales

122
obtenidos mediante esos procedimientos. L a ley mencionada con­
cerniente a la velocidad del sonido en los gases ilustra claramente
este punto. H ay procedimientos establecidos para determinar la
densidad de un gas y para medir la velocidad del sonido en los gases,
y estos procedimientos fijan los sentidos en los que deben ser enten­
didos los términos correspondientes de la ley. D e este modo, es p o ­
sible poner a prueba la ley, a la luz de datos adquiridos mediante
esos procedimientos.
Por consiguiente, todo término descriptivo de una ley experi­
mental L tiene un significado fijado por un procedimiento observa-
cional o experimental manifiesto. Además, si se supone que L tiene
un genuino contenido empírico (en contraste con un enunciado que
solamente defina algún término que aparece en ella), es posible, en
general, instituir los procedimientos asociados a los términos de L
sin emplear tácitamente L. Por ejemplo, puede determinarse la den­
sidad de un gas, así como la velocidad del sonido de un gas, por me­
dio de procedimientos que no utilicen la ley concerniente a la de­
pendencia de la velocidad del sonido en un gas con respecto a la
densidad del gas. En consecuencia, aunque pueda aumentarse el sig­
nificado operacional de un término dado, P, debido a las relaciones
que L afirma entre P y otros términos de la ley, P tiene en general un
significado determinado independiente de su aparición en L y dis­
tinguible de todo otro significado adicional que el término pueda
adquirir debido a su aparición en L. Es posible, por lo tanto, obtener
elementos de juicio directos para una ley experimental (es decir, ele­
mentos de juicio basados en el examen de los casos que caen dentro
del ámbito de predicación de la ley), siempre que no se presenten di­
ficultades provocadas por las limitaciones actuales de la tecnología
experimental.
Pero ocurre con frecuencia que se dispone de más de un proce­
dimiento explícito para aplicar un término de una ley experimental a
una cuestión concreta. Esto es lo que ocurre, por lo general, cuando
un término figura en más de una ley experimental. Por ejemplo, la
expresión «corriente eléctrica» figura al menos en tres leyes experi­
mentales distintas que relacionan corrientes eléctricas con fenóme­
nos magnéticos, químicos y térmicos, respectivamente. Por ende, es
posible medir la fuerza de una corriente eléctrica por la desviación
de una aguja imantada, por la cantidad de algún elemento — como la
plata— de una solución que se deposita en un instante dado o por el

123
ascenso de temperatura de una sustancia patrón durante un interva­
lo temporal determinado. Pero la suposición tácita que subyace en el
uso de tales procedimientos diversos es que todos ellos dan resulta­
dos concordantes. Así, dos corrientes de igual fuerza según uno de
los procedimientos son también de igual fuerza (aproximadamente,
al menos) según los otros procedimientos. Además, cuando se dis­
pone de varios procedimientos explícitos semejantes para un término
de una ley experimental, sucede con frecuencia que en muchas ramas
de la ciencia se elige un procedimiento como patrón para «definir» el
término y para medir la propiedad que designa.
E n contraste con lo que sucede uniformemente con los términos
descriptivos en las leyes experimentales, los significados de muchos
(si no de todos) de los términos que aparecen en las teorías no se ha­
llan especificados mediante tales procedimientos experimentales ex­
plícitos. Indudablemente, con frecuencia se construyen las teorías en
analogía con algunas cuestiones familiares, de m odo que la mayoría
de los términos teóricos están asociados a concepciones e imágenes
que derivan de sus analogías generadoras. Sin embargo, los significa­
dos operacionales de la mayoría de los términos teóricos o bien sólo
están definidos implícitamente por los postulados teóricos en los
cuales aparecen, o bien sólo están determinados indirectamente por
los eventuales usos que se le dé a la teoría. Así, aunque los términos
teóricos «electrón», «neutrino» o «gen» pueden ser concebidos como
«partículas» que poseen algunas (no necesariamente todas) de las
propiedades que caracterizan a pequeñísimos trozos de materia, no
hay procedimientos explícitos para aplicar esos términos a casos ex­
perimentalmente identificables de los mismos. Luego expondremos
estas cuestiones con mayor detalle. Por el momento, simplemente
destaquemos la importante consecuencia de que, puesto que los tér­
minos básicos de una teoría no están asociados en general con p ro­
cedimientos experimentales definidos para su aplicación, los casos
que caen dentro del ámbito manifiesto de predicación de una teoría
no pueden ser identificados observacionalmente, de m odo que no es
posible someter una teoría a una prueba experimental directa (a di­
ferencia de las leyes experimentales).

2. U n corolario inmediato de la diferencia entre leyes experi­


mentales y teorías que acabamos de examinar es la posibilidad de
proponer y afirmar las primeras, en principio, como generalizacio­

124
nes inductivas basadas en relaciones que se cumplen en los datos ob­
servados, mientras que esto nunca sucede con las segundas. Por
ejemplo, Boyle basó la ley que lleva su nombre en observaciones rea­
lizadas al estudiar las variaciones en los volúmenes de los gases man­
tenidos a temperatura constante cuando se hacían variar las presio­
nes; y afirmó con carácter general la variación inversa de la presión
y el volumen basándose en el supuesto de que lo que era verdadero
en los casos observados es verdadero universalmente. Sin duda, a
menudo es posible basar una ley experimental no solamente en
datos confirmatorios directos, sino también en elementos de juicio
indirectos; esto último es posible cuando se incorpora la ley experi­
mental a un vasto sistema de leyes. Por ejemplo, la ley de Galileo so ­
bre la caída libre de los cuerpos puede ser confirmada directamente
mediante datos relativos a las distancias recorridas por esos cuerpos
durante diversos intervalos de tiempo; pero también es posible con­
firmar indirectamente la ley mediante experimentos sobre los perío­
dos de los péndulos simples, ya que la ley de Galileo y la ley de los
péndulos sim ples se hallan íntimamente vinculadas en virtud de su
inclusión en el sistema de la mecánica newtoniana. Es igualmente in­
negable que algunas leyes experimentales (por ejemplo, la ley con­
cerniente a la refracción cónica de la luz en cristales biaxiales) han
sido sugeridas primero por consideraciones teóricas y sólo después
confirmadas por experimentación directa. Pero el punto esencial si­
gue siendo que no se considera establecida una ley experimental has­
ta que no se dispone de elementos de juicio experimentales directos
en su favor.
Por su misma naturaleza, sin embargo, una teoría no puede ser
una generalización a partir de datos observacionales, puesto que en
general no hay casos experimentalmente identificables que entren
dentro del ámbito manifiesto de predicación de una teoría. Algunos
científicos distinguidos han sostenido que las teorías son «libres
creaciones de la mente». Tal afirmación no significa, obviamente,
que los materiales observacionales no puedan sugerir teorías, o que
éstas no necesiten apoyo de elementos de juicio observacionales. Lo
que tal tesis afirma, con razón, es que los términos básicos de uná
teoría no necesitan poseer significados que estén determinados por
procedimientos experimentales definidos, y que una teoría puede
ser adecuada y fecunda a pesar de que los elementos de juicio en su
favor sean necesariamente indirectos. En realidad, en la historia de la

125
ciencia moderna hubo teorías que fueron aceptadas por muchos
científicos en un momento en el que no se disponía de confirmación
experimental pura para esas suposiciones explicativas. El único fun­
damento para aceptarlas, en ese momento, era el hecho de que p o ­
dían explicar leyes experimentales que se consideraban establecidas
por datos observacionales reunidos anteriormente. Tal es lo que su­
cedió en cierto momento con la teoría copernicana del sistema solar,
la teoría corpuscular de la luz, la teoría atómica en la química y la
teoría cinética de los gases.2 Por consiguiente, aunque una ley ex­
perimental sea explicada por una teoría dada y quede incorporada,
de este m odo, al armazón de ideas de esta última (en una form a que
analizaremos dentro de poco), la ley continúa teniendo dos carac­
terísticas. Conserva un significado que puede ser form ulado inde­
pendientemente de la teoría; y se basa en elementos de juicio ob­
servacionales que, eventualmente, permitirían a la ley sobrevivir al
abandono de la teoría. Así, la ley del desplazamiento de Wien (según
la cual la longitud de onda correspondiente a la posición de máxima
energía en el espectro de la radiación emitida por un cuerpo negro es
inversamente proporcional a la temperatura absoluta del cuerpo ra­
diante) no fue rechazada cuando se modificó la electrodinámica clá­
sica que explicaba la ley mediante la introducción de la hipótesis
cuántica de Planck. N i se abandonó la ley de Balmer (de acuerdo con
la cual las frecuencias ondulatorias correspondientes a las líneas del
espectro del hidrógeno y de otros elementos son términos de una se­
rie que obedece a una fórmula numérica simple) cuando la teoría del
átom o concebida por Bohr, que explicaba la ley, fue reemplazada

2. Cuando sir Arthur Eddington publicó su libro sobre la teoría general de la


relatividad, en 1923, observó que el difundido interés por la teoría se debió a la ve­
rificación experimental de ciertas desviaciones ínfimas con respecto a las leyes
newtonianas que habían sido predichas por la teoría de la relatividad. Pero agregó:
«Para aquellos que aún vacilan y se resisten a abandonar la vieja fe, estas desvia­
ciones seguirán siendo su principal centro de interés; pero para quienes han capta­
do el espíritu de las nuevas ideas, las predicciones observacionales sólo forman una
parte pequeña del tema. Se sostiene en favor de la teoría que conduce a una com­
prensión del mundo de la física más clara y más penetrante que la alcanzada antes,
y ha sido mi propósito desarrollar la teoría en una forma que arroje más luz sobre
el origen y la significación de las grandes leyes de la física». A. S. Eddington, The
M athematical Theory o f Relativity, Cambridge, Reino Unido, 1924, pág. v.

126
por la «nueva mecánica cuántica». Estos hechos indican que una ley
experimental tiene una vida propia, por decirlo así, que no depende
de la vida de ninguna teoría particular que pueda explicarla. A pe­
sar de lo que en apariencia es la completa absorción de una ley expe­
rimental por una teoría determinada, de m odo que hasta puede em­
plearse el lenguaje técnico especial de la teoría para formular la ley,
ésta debe ser inteligible (y se debe poder establecerla) sin referencia
a los significados asociados con ella debidos al hecho de ser explica­
da por esta teoría. En realidad, si no sucediera esto con las leyes que
una teoría dada pretende explicar, la teoría no tendría nada que ex­
plicar. Por lo tanto, aunque los términos que aparecen en una ley expe­
rimental tengan significados derivados en parte de alguna otra teoría,
por lo menos, y so pena de caer en una fatal circularidad, los términos
deben tener significados determinados formulables (aunque sólo
sea de manera parcial) independientemente de la teoría particular
adoptada para explicar la ley.
En cambio, las nociones teóricas no pueden ser comprendidas se­
paradamente de la teoría particular que implícitamente las define.
Esto se desprende de la circunstancia de que, si bien no se asigna a
los términos teóricos un conjunto único de sentidos determinados
por los postulados de una teoría, los sentidos permisibles se limitan
a los que satisfacen la estructura de relaciones en la cual los postula­
dos colocan a los términos. Por consiguiente, cuando se alteran los
postulados fundamentales de una teoría, también cambian los signi­
ficados de sus términos básicos, aun cuando (como sucede a menu­
do) se sigan empleando las mismas expresiones lingüísticas en la teo­
ría modificada que en la original. La nueva teoría, presumiblemente,
seguirá explicando todas las leyes experimentales que podía explicar
la teoría anterior, además de explicar leyes experimentales que ésta
no podía explicar. Pero como consecuencia del cambio en el conte­
nido teórico de la teoría, las regularidades observacionalmente iden­
tificare s formuladas por leyes experimentales, y explicadas tanto
por la teoría original como por la teoría modificada, reciben, de he­
cho, interpretaciones teóricas diferentes.
Estas afirmaciones merecen una ilustración más detallada. Con
tal propósito, consideraremos el famoso experimento de Millikan de
la gota de aceite. El experimento (realizado por primera vez en 1911
y repetido muchas veces con técnicas mejoradas) fue realizado den­
tro del marco de una teoría que postulaba la existencia de partículas

127
inobservables llamadas «electrones». Se suponía que los electrones
poseían el habitual conjunto de rasgos que caracterizan a las partícu­
las (tales com o posiciones espaciales definidas en instantes determi­
nados, velocidades definidas en esos instantes y masas) y, además,
que llevaban una carga eléctrica elemental. El propósito del experi­
mento de Millikan era determinar el valor numérico e de la carga ele­
mental. En esencia, el experimento consiste en comparar la velocidad
de una pequeña gota de aceite cuando se desplaza entre dos placas
metálicas horizontales solamente bajo la acción de la gravedad, con
su velocidad cuando (como consecuencia de una carga inducida en
ella por cargas eléctricas colocadas en las placas) se desplaza bajo la
acción de fuerzas gravitacionales y electrostáticas. E l experimento
muestra que, cuando varía la cantidad de carga de las placas, la velo­
cidad de la gota de aceite también varía. Mediante leyes experimen­
tales establecidas, sin embargo, es posible calcular las magnitudes de
las cargas inducidas en la gota que explican las diferencias observa­
das en su movimiento. Millikan halló que, dentro de los límites del
error experimental, las cargas de la gota son siempre múltiplos ente­
ros de una carga elemental e (4,77 x 10"10 unidades electrostáticas);
concluyó, entonces que e es la carga eléctrica mínima, a la que iden­
tificó con la carga del electrón.
E s importante observar, sin embargo, que hemos descrito el expe­
rimento de la gota de aceite (aunque en líneas muy generales) sin nin­
guna referencia a electrones. Se podría realizar una descripción más
detallada del experimento de manera similar. Por lo tanto, es posible
realizar el experimento y comunicar su procedimiento sin presupo­
ner la teoría del electrón. En realidad, ésta sugirió el experimento, y
ofreció una aclaradora y fructífera interpretación de sus hallazgos.
Sin embargo, la teoría del electrón ha sufrido importantes modifica­
ciones desde que Millikan realizó por primera vez el experimento, y
hasta es totalmente concebible (aunque en la actualidad sea poco
probable) que algún día se abandone por completo la teoría del elec­
trón. Sin embargo, la verdad de la ley experimental que Millikan es­
tableció (a saber, que todas las cargas eléctricas son múltiplos enteros
de una cierta carga elemental) no depende del destino de la teoría; y,
siempre que los elementos de juicio observacionales directos conti­
núen confirmando la ley, ésta puede sobrevivir a una larga serie de
teorías que puedan ser aceptadas en el futuro com o explicaciones
de ella. Por otro lado, lo que debe entenderse por «electrón» se enun­

128
cia en una teoría en la cual aparece dicha palabra; y cuando se altera la
teoría, también el significado de la palabra se modifica. En particular,
aunque la palabra «electrón» es usada en las teorías precuánticas acer­
ca de la constitución electrónica de la materia, en la teoría de Bohr y
en las teorías posteriores a la de Bohr, el significado de la palabra no
es el mismo en todas esas teorías. Por consiguiente, los hechos reve­
lados por el experimento de la gota de aceite reciben diferentes inter­
pretaciones de esas diversas teorías, aunque en todos los casos se
enuncien los hechos diciendo que la carga elemental determinada por
el experimento es la carga «del electrón».

3. Es digna de mención otra conspicua diferencia entre las leyes


experimentales y las teorías. Sin excepción, una ley experimental se
formula a través de un solo enunciado; una teoría es, casi sin excep­
ción, un sistema de varios enunciados vinculados entre sí. Pero esta
diferencia obvia sólo es un índice de un hecho más notable y signifi­
cativo: la mayor generalidad de las teorías y su poder explicativo rela­
tivamente más vasto. Com o ya se ha observado, es posible usar las le­
yes experimentales para explicar y predecir la producción de sucesos
individuales, así como para explicar otras leyes experimentales. Sin
embargo, los hechos que las leyes experimentales pueden explicar son
cualitativamente similares, en ciertos aspectos fácilmente identifica-
bles, y constituyen una clase de cosas bastante definida. Por ejemplo,
el principio de Arquímedes concerniente a la fuerza de empuje de los
líquidos permite explicar una serie de otras leyes experimentales: la
ley de que el hielo flota en el agua; la ley de que una esfera de plomo
sólida se hunde en el agua pero una esfera de plomo hueca, de ade­
cuado espesor, flota en ella; o la ley de que todo lo que flota en el acei­
te también flota en el agua. A pesar de las diferencias de los hechos
que caen dentro del ámbito de estas leyes, todas ellas tratan de fenó­
menos de flotación. El dominio de cosas que la ley de Arquímedes
puede explicar es, pues, bastante estrecho. Otras leyes experimentales
comparten esta característica. En realidad, es inevitable, puesto que
los términos que aparecen en una ley experimental están asociados a
un pequeño número de procedimientos definidos y explícitos para fi­
jar el significado y el dominio de aplicación de esos términos.
Por otro lado, muchas de las teorías destacadas de las ciencias son
capaces de explicar una variedad mucho mayor de leyes experimen­
tales y, de este m odo, pueden abordar un extenso dominio de hechos

129
que son cualitativamente muy dispares. Este rasgo de las teorías se
relaciona con el hecho de que las nociones teóricas no están ligadas
a materiales de observación definidos mediante un conjunto fijo de
procedimientos experimentales, y también con el hecho de que, a
causa de la compleja estructura simbólica de las teorías, se dispone
de m ayor libertad para extender una teoría a muchos ámbitos diver­
sos. Y a hemos observado el éxito de la teoría newtoniana al explicar
las leyes del movimiento planetario, de los cuerpos en caída libre, de
la acción de las mareas y de las formas de las masas en rotación; a és­
tas podem os agregar las leyes relativas al empuje de líquidos y gases,
a los fenómenos de capilaridad, a las propiedades térmicas de los ga­
ses y muchas más. Análogamente, la teoría cuántica contemporánea
puede explicar las leyes experimentales de los fenómenos espectra­
les, de las propiedades térmicas de sólidos y gases, de la radiactivi­
dad, de las interacciones químicas y de muchos otros fenómenos.
En realidad, una de las funciones importantes de una teoría és
poner de manifiesto conexiones sistemáticas entre leyes experimen­
tales concernientes a fenómenos cualitativamente dispares. A este res­
pecto, son especialmente dignas de mención las teorías de las cien­
cias naturales, particularmente de la física, aunque ni siquiera en la
física todas las teorías logran ese objetivo en la misma medida. Pero
la explicación de leyes experimentales ya establecidas no es la única
función que se espera de las teorías. O tra misión que cumplen y que
las diferencia de las leyes experimentales es la de suministrar suge­
rencias para nuevas leyes experimentales. Por ejemplo, la teoría del
electrón, con su suposición de que los electrones llevan una carga
elemental, sugirió el problem a de determinar si es posible establecer
la magnitud de la carga mediante experimentos. Es improbable que
Millikan (o cualquier otro) hubiera imaginado el experimento de la
gota de aceite si alguna teoría atomística de la electricidad no hubie­
ra sugerido primero una cuestión que parecía importante a la luz de
esa teoría, y que la experimentación permitiría aclarar. Así, eviden­
temente nadie ha tratado de decidir por medios experimentales si las
cantidades mensurables de calor son todas múltiplos enteros de un
«cuanto de calor» elemental. E s plausible, al menos, suponer que no
se han realizado experimentos semejantes porque no ha surgido nin­
guna teoría del calor que supusiera la existencias de cuantos de calor,
por lo que la investigación experimental de tal hipótesis no parece
constituir una empresa significativa.

130
2. T r e s c o m p o n e n t e s im p o r t a n t e s d e l a s t e o r ía s

Por lo tanto, puede aducirse un argumento razonablemente bue­


no para distinguir entre leyes experimentales y teorías, aunque la
distinción no sea precisa. En todo caso, adoptaremos la distinción,
en gran medida, por las razones ya expuestas, pero, en parte, tam­
bién porque nos permite apartar y agrupar en un rubro conveniente
importantes problemas atinentes, ante todo, a hipótesis explicativas
que tienen las características genéricas de lo que hemos llamado
«teorías». Examinaremos ahora con mayor detenimiento la articula­
ción de las teorías y analizaremos en qué forma se relacionan con
cuestiones que, en la práctica científica, se consideran a menudo ob­
jetos de observación y experimentación.
Para los propósitos del análisis, será útil distinguir tres com po­
nentes en una teoría: 1) un cálculo abstracto que es el esqueleto ló­
gico del sistema explicativo y que «define implícitamente» las no­
ciones básicas del sistema; 2) un conjunto de reglas que asigna un
contenido empírico al cálculo abstracto, relacionándolo con los ma­
teriales concretos de la observación y la experimentación; 3) una in­
terpretación o modelo del cálculo abstracto, que suministra carne al
esqueleto, por decirlo así, en términos de materiales conceptuales o
intuibles más o menos familiares. Desarrollaremos estos puntos en
el orden mencionado. Ahora bien, raramente se les da una formula­
ción explícita en la práctica científica real; tampoco se corresponden
con etapas reales en la construcción de explicaciones teóricas. Por lo
tanto, no debe suponerse que el orden de exposición aquí adoptado
refleja el orden temporal en el que surgen las teorías en las mentes de
los científicos.

1. Una teoría científica (como la teoría cinética de los gases) a


menudo es sugerida por hechos de la experiencia familiar o por cier­
tos aspectos de otras teorías. Habitualmente, en realidad, las teorías
están formuladas de tal manera que se asocian varias nociones más o
menos intuitivas con las expresiones no lógicas que aparecen en
ellas, esto es, con términos «descriptivos» o «especializados», tales
como «molécula» o «velocidad», los cuales, a diferencia de las partí­
culas lógicas tales como «si..., entonces» y «todo» no pertenecen al
vocabulario de la lógica formal, sino que son específicos del discur­
so acerca de algún tema especial. Sin embargo, siempre es posible di-

131
sociar los términos no lógicos de una teoría de los conceptos e imá­
genes que normalmente los acompañan e ignorar a estos últimos, de
m odo que la atención esté dirigida exclusivamente hacia las relacio­
nes lógicas que vinculan los términos. Cuando se hace esto y cuan­
do se codifica cuidadosamente una teoría de m odo que adquiera la
form a de un sistema deductivo (tarea que, si bien a menudo es difí­
cil en la práctica, es realizable en principio), las suposiciones funda­
mentales de una teoría no formulan más que una estructura relacio-
nal abstracta. En esta perspectiva, por consiguiente, las suposiciones
fundamentales de una teoría constituyen un conjunto de postulados
abstractos o no interpretados, cuyos términos no lógicos constitu­
yentes no tienen más significado que el que deriva de su ubicación
en los postulados, de m odo que los términos básicos de la teoría se
hallan «definidos implícitamente» por los postulados de la teoría.
Además, en tanto los términos teóricos básicos sólo están definidos
implícitamente por los postulados de la teoría, éstos no afirman nada,
ya que son formas de enunciados y no enunciados en sí mismos (es
decir, son expresiones que tienen la form a de enunciados sin ser
enunciados), y sólo pueden ser explorados con el propósito de de­
ducirlos de otras formas de enunciados de acuerdo con las reglas de
la lógica formal. En resumen, una teoría científica totalmente articu­
lada contiene un cálculo abstracto que constituye el esqueleto o es­
tructura de la teoría.
A lgunos ejemplos ayudarán a aclarar lo que se entiende por la
afirmación según la cual los postulados de una teoría definen implí­
citamente los términos que aparecen en ella. U n ejemplo familiar de
un cálculo abstracto es la geometría euclídea deductiva, desarrollada
de manera postulacional. En los postulados del sistema aparecen con
frecuencia términos tales como «punto», «línea», «plano», «yace en­
tre», «congruente con» y varios otros más como conceptos básicos.
Aunque estas expresiones son usadas comúnmente para caracterizar
configuraciones y relaciones espaciales familiares y, por lo tanto, ge­
neralmente se las emplea con connotaciones asociadas a nuestra ex­
periencia espacial, tales connotaciones son ajenas a la elaboración
deductiva de los postulados y es mejor ignorarlas. E n realidad, para
impedir que los significados familiares pero vagos de esas expresio­
nes comprometan el rigor de las pruebas del sistema, a menudo se
formulan los postulados de la geometría deductiva usando predica­
dos variables como «P » y «L », en lugar de los predicados descripti­

132
vos, más sugestivos pero también más capaces de engendrar confu­
siones, «punto» y «línea». Pero, sea como fuere, a las preguntas «¿qué
es un punto»? y «¿qué es una línea?» (o, análogamente «¿qué clase
de cosas son P y Z,?»), la única respuesta que se puede dar dentro de
un tratamiento póstulacional de la geometría es que puntos y líneas
son todas aquellas cosas que satisfacen las condiciones enunciadas
en los postulados. E s este el sentido en el cual las palabras «punto» y
«línea» están definidas implícitamente p or los postulados.
Análogamente, las suposiciones que formula una teoría física
como la teoría cinética de los gases sólo dan una definición implícita
de términos como «molécula» o «energía cinética de la molécula».
Pues las suposiciones sólo enuncian la estructura de relaciones en la
cual entran esos términos y, de este modo, estipulan las condiciones
formales que debe satisfacer todo aquello a lo cual se apliquen los
mismos. Indudablemente, por lo común esos términos están asocia­
dos a un conjunto de imágenes intuitivamente satisfactorias y de no­
ciones familiares. En consecuencia, los términos tienen un poder de
sugerencia que los hace parecer significativos independientemente
de los postulados en los cuales aparecen. Pero qué debe entenderse
por «molécula», por ejemplo, está prescrito por las suposiciones de
la teoría. En realidad, no hay manera de determinar cuál es la «natu­
raleza» de las moléculas, si no es mediante el examen de los postula­
dos de la teoría molecular. En todo caso, la noción de «molécula»
implícitamente definida por los postulados es la que cumple la fun­
ción que se espera de la teoría.
D ebido a su importancia, es conveniente ilustrar con más detalle
el carácter de las definiciones implícitas. Pero el cálculo geométrico
es demasiado complejo para que lo presentemos aquí con detalle, y
la complejidad de los cálculos contenidos en cualquiera de las prin­
cipales teorías científicas es aún mayor. N o obstante, el siguiente
conjunto de postulados abstractos suministra un ejemplo simple de
definiciones implícitas. Además de la terminología de la aritmética,
los postulados utilizan el lenguaje del cálculo de clases. Si A y B son
dos clases cualesquiera, su suma lógica, A \ J B, es la clase cuyos
miembros pertenecen a d o a ^ o a ambos, mientras que su produc­
to lógico, A • Z?, es la clase cuyos miembros pertenecen a A y a B\ el
complemento —A de una clase A es la clase de aquellos elementos
que no pertenecen a A; y la clase nula, A, es la clase que no contiene
miembros. El sistema tiene cuatro postulados:

133
1. K es una clase, y F es la clase de subclases de K tal que si A
es miembro de E, también lo es —A; y si B es también un miem­
bro de E, también lo son A V B y A • B. (En lenguaje técnico, F
es llamado el «cam po de clases de K ».)
2. Para todo A de E, existe un número real p asociado con A
tal quep(A ) ^ 0.
3. p(K) = 1.
4. Si A y B están en F y A • B = A, entonces p(A V 5 ) p(A) +
p(B).

E s posible derivar un gran número de teoremas a partir de este


conjunto; por ejemplo, el teorema de que, para todo A de E, 0 ^
^ p{A ) ^ 1, o el teorema de que, para todo A y todo B de E,
p(A V B) = p(A) + p(B ) —p(A • B). Pero no nos interesan ahora los
teoremas, sino las definiciones implícitas que suministran los postu­
lados (y, en consecuencia, también los teoremas). L os postulados no
revelan el carácter de las clases específicas aludidas ni cuál es la sig­
nificación del número p asociado con cada clase. Sin embargo, im­
ponen ciertas condiciones a todo conjunto de clases y a todo con­
junto de números asociados para que éstos satisfagan los postulados.
En particular, aunque los postulados no indican propiedades defini­
das de las clases medidas por los números asociados /?, estos núme­
ros deben estar comprendidos en el intervalo entre 0 y 1; además, los
números deben estar asignados de tal manera que el número asocia­
do con la suma lógica de dos clases no puede ser menor que el nú­
mero asociado con uno cualquiera de los sumandos. Por consiguien­
te, la propiedad de las clases medida por los números p sólo está
definida implícitamente. L os postulados especifican únicamente la
estructura de sistemas de clases y números asociados, no el carácter
sustantivo de algún sistema particular.

2. E s evidente, sin embargo, que no basta que los términos de una


teoría estén definidos implícitamente para que dicha teoría explique
leyes fundamentales. A menos que se agregue algo más para indicar en
qué forma sus términos definidos implícitamente se relacionan con
ideas que aparecen en las leyes experimentales, no es posible afirmar o
negar significativamente una teoría o, en todo caso, es científicamente
inútil. Es obvio que no tiene sentido preguntar, por ejemplo, si el an­
terior conjunto de postulados abstractos es verdadero o falso; ni si­

134
quiera tiene sentido preguntar si p{A) tiene un valor dado, por ejem­
plo, Vi. Pues, tal como están enunciados, los postulados no revelan
cuál es la cuestión, si la hay, para la cual se supone que son válidos o
cuál es la propiedad de clases que se supone medida por los números
asociados. Análogamente, los postulados de la teoría cinética de los
gases no suministran ninguna sugerencia acerca de las cuestiones ex­
perimentalmente determinables a las que se supone que aluden sus
términos definidos de manera implícita, aunque se considere que el
término «molécula», por ejemplo, indica una partícula imperceptible.
Para que la teoría pueda ser usada como instrumento de explicación y
predicción, se la debe vincular de algún modo con hechos observables.
En la literatura reciente sobre el tema se ha destacado reiterada­
mente el carácter indispensable de tales vínculos y se ha acuñado una
serie de nombres para ellos: definiciones coordinadoras, definicio­
nes operacionales, reglas semánticas, reglas de correspondencia, co­
rrelaciones epistémicas y reglas de interpretación.3
Las formas en las cuales se relacionan las nociones teóricas con
los procedimientos observacionales a menudo son muy complejas, y

3. Véanse H ans Reichenbach, Philosophie der R aum -Zeit Lehre, 1928,


págs. 23 y sigs., y The Rise o f Scientific Philosophy, California, 1951, cap. 8;
P. W. Bridgman, The Logic o f M odem Physics, N ueva York, 1927, cap. 1, y Re-
flections o f a Physicist, N ueva York, 1950, cap. 1; R udolf Carnap, «Foundations
of Logic and M athematics», International Encyclopedia o f Unified Science, vol.
1, n ° 3, Chicago, 1955, cap. 3; H enry Margenau, The N ature ofPhysical Reality,
N ueva York, 1950, págs. 60 y sigs.; F. S. C . N orthrop, The Logic o f the Sciences
an d the H um anities, N ueva York, 1947, cap. 7.
L a afirmación de Eddington de que la teoría general de la relatividad de Eins-
tein es un «sistema cerrado» autocontenido, cuyos conceptos se definen todos cí­
clicamente en términos unos de otros, se halla viciado por el desconocimiento de
la distinción general entre teorías y leyes experimentales, y por su reconocimien­
to más bien superficial de la necesidad de tales vínculos para que una teoría no sólo
tenga significación formal, sino también importancia para el ámbito experimental.
Eddington reconoce esta necesidad en su referencia a la «conciencia» como el
punto en el cual la teoría entra en contacto con su objeto. Sin embargo, esta refe­
rencia es engañosa, ya que las nociones teóricas no están vinculadas con algo que
esté «en la conciencia», sino con características experimentalmente identificables
de los fenómenos. Véase A. S. Eddington, «The Dom ain of Natural Science», en
Science, Religión and Reality (comp., Joseph Needham), Londres, 1925, págs. 203
y sigs., y The N ature o f the Physical World, Nueva York, 1928, cap. 12.

135
no parece haber ningún esquema simple que las represente adecua­
damente a todas ellas. U n ejemplo nos ayudará, sin embargo, a p o ­
ner de manifiesto algunas características importantes de tales reglas
de correspondencia.
L a teoría del átomo elaborada por Bohr fue concebida para ex­
plicar, entre otras cosas, leyes experimentales acerca de los espectros
de líneas de varios elementos químicos. En un esbozo breve, la teo­
ría postula lo siguiente. Se supone que hay átomos, cada uno de los
cuales está compuesto por un núcleo relativamente pesado que tiene
una carga eléctrica positiva y por una serie de electrones cargados
negativamente y de masa menor, que se mueven en órbitas aproxi­
madamente elípticas, uno de cuyos focos lo ocupa el núcleo. El nú­
mero de electrones que gira alrededor del núcleo varía según el ele­
mento químico. La teoría supone, además, que sólo hay un conjunto
discreto de órbitas posibles para los electrones y que los diámetros
de las órbitas son proporcionales a h2n2, donde h es la constante de
Planck (el valor del cuanto indivisible de energía postulado en la teo­
ría de la radiación de M ax Planck) y n es un número entero. Además,
la energía electromagnética de un electrón en órbita depende del
diámetro de ésta. Pero mientras el electrón permanece en la misma
órbita, su energía es constante y el átomo no emite radiación alguna.
Ahora bien, un electrón puede «saltar» de una órbita con un nivel de
energía determinado a otra órbita con un nivel de energía menor;
cuando esto ocurre, el átomo emite una radiación electromagnética
cuya longitud de onda es una función de la diferencia de energías. La
teoría de Bohr es una fusión ecléctica de la hipótesis cuántica de
Planck con ideas tomadas de la teoría electrodinámica clásica, y se la
ha reemplazado en la actualidad por una teoría más satisfactoria. Sin
embargo, logró explicar una serie de leyes experimentales del campo
espectroscópico y durante un tiempo fue una guía fértil para el des­
cubrimiento de nuevas leyes.
Pero ¿de qué manera puede vincularse la teoría de Bohr con lo
que se observa en el laboratorio? Obviamente, los electrones, su cir­
culación en órbita, sus saltos de unas órbitas a otras, etc., son con­
cepciones que no pueden aplicarse a nada manifiestamente observa­
ble; por lo tanto, es necesario introducir conexiones entre tales
nociones teóricas y hechos determinables por procedimientos de la­
boratorio. En la práctica, las conexiones de esta suerte suelen ser es­
tablecidas de la siguiente manera, aproximadamente. Sobre la base

136
de la teoría electromagnética de la luz, se asocia una línea del espec­
tro de un elemento con una onda electromagnética cuya longitud es
posible calcular, de acuerdo con las suposiciones de la teoría, a par­
tir de datos experimentales sobre la posición de la línea espectral.
Por otro lado, la teoría de Bohr asocia la longitud de onda de un
rayo de luz emitido por un átomo con el salto de un electrón de una
de sus órbitas posibles a otra. En consecuencia, la noción teórica de
salto de un electrón se vincula con la noción experimental de línea
espectral. Una vez introducidas estas correspondencias y otras simi­
lares, es posible deducir las leyes experimentales concernientes a la
serie de líneas que aparecen en el espectro de un elemento a partir de
las suposiciones teóricas acerca de las transiciones de los electrones
entre sus órbitas posibles.

3. El ejemplo anterior de regla de correspondencia también ilus­


tra qué se entiende por interpretación o modelo de una teoría. H abi­
tualmente, no suele presentarse la teoría de Bohr como un conjunto
abstracto de postulados, complementado con un número adecuado
de reglas de correspondencia para los términos no lógicos y no in­
terpretados definidos implícitamente por los postulados. Se acos­
tumbra a exponerla, como en el esbozo anterior, mediante nociones
relativamente familiares, de m odo que los postulados de la teoría pa­
recen ser enunciados, parte de cuyo contenido al menos puede ser
imaginado intuitivamente, y no formas de enunciados. Se adopta tal
presentación, entre otras razones, porque de ese modo se la puede
comprender con mayor facilidad que mediante una exposición pura­
mente formal, inevitablemente más larga y más complicada. Pero,
sea como fuere, en tal exposición los postulados de la teoría se hallan
insertados en un modelo o interpretación.
N o obstante, debe comprenderse con claridad que, a pesar del
uso de un modelo para enunciar una teoría, las suposiciones funda­
mentales de ésta sólo suministran definiciones implícitas de las no­
ciones teóricas que figuran en ella. Por ejemplo, de acuerdo con la
teoría de Bohr, un electrón es simplemente una «entidad» tal que,
aunque esté cargada eléctricamente y se halle en movimiento, no
provoca efectos electromagnéticos mientras permanece en una mis­
ma órbita. Además, la presentación de una teoría a través de un m o­
delo no hace menos imperativa la necesidad de establecer reglas de
correspondencia que vinculen la teoría con conceptos experimenta­

137
les. Aunque los modelos para las teorías cumplen importantes fun­
ciones en la investigación científica, como se verá en el capítulo si­
guiente, no sustituyen a las reglas de correspondencia. L a distinción
entre un modelo (o interpretación) de una teoría y reglas de corres­
pondencia para los términos de la teoría es fundamental, por ello la
examinaremos con más detalle.
Para fijar ideas, busquem os un modelo para los postulados abs­
tractos enunciados antes para las clases K y F. Supongam os que hay
exactamente diez moléculas en un cierto gen G de algunos organis­
m os biológicos y que su masa total es de m gramos; llamemos a la ra­
zón entre la masa de cualquier molécula (o conjunto de moléculas) y
m «m asa relativa» (o, más brevemente, «r») de las moléculas (o con­
junto de moléculas). En lugar de la variable «K » de los postulados
colocam os la expresión «moléculas del gen G », para la cual usare­
m os com o abreviatura la letra «G »; y en lugar de la letra «F » coloca­
m os la expresión «conjunto de todas las subclases de las moléculas
del gen G », para la cual usaremos como abreviatura «S». Contando
la clase nula (o vacía), S contiene evidentemente 1.024 miembros. F i­
nalmente, sustituimos la expresión «p(A)» de los postulados abstrac­
tos por la expresión «m asa relativa de A » [o, en form a abreviada,
«r(A )»]. C on estas sustituciones, el conjunto abstracto de postula­
dos se convierte en un conjunto de enunciados verdaderos acerca de
G , S y r. Por ejemplo, los postulados obtenidos serían los siguientes:
si A y B están en S y A • B = A , entonces r {A \ J B) = r(A) + r(B ); es
decir, para dos conjuntos cualesquiera de moléculas A y B de S que
no tienen moléculas en común, la masa relativa de las moléculas con­
tenidas en A o en B es igual a la masa relativa de las moléculas de A
más la masa relativa de las moléculas de B. Estos enunciados (o, al­
ternativamente, el sistema de «cosas» G, S y r, más bien que los
enunciados) constituyen lo que llamamos un «m odelo» para los p o s­
tulados.
Es posible generalizar fácilmente esta exposición de lo que se en­
tiende por un modelo.4 Pero el ejemplo dado basta para poner de

4. En líneas generales, la formulación es la siguiente. Sea P un conjunto de


postulados; sea P * un conjunto de enunciados que se obtienen sustituyendo
cada variable de predicado de P p or un predicado que sea significativo para una
clase dada de elementos K ; y finalmente, supongam os que P * sólo contiene
enunciados verdaderos acerca de los elementos de K. Por un «m odelo para P »

138
manifiesto algunos aspectos útiles. En la suposición de que toda ex­
presión empleada en la formulación de un modelo es en algún senti­
do «significativa», la teoría que tiene un modelo está completamen­
te interpretada, en el sentido de que toda oración que aparece en la
teoría es, entonces, un enunciado con significado. Sin embargo, aun­
que un modelo puede ser extraordinariamente valioso para sugerir
nuevas líneas de investigación que nunca se nos ocurrirían, quizás, si
la teoría estuviera presentada en una form a completamente abstrac­
ta, exponer una teoría en términos de un modelo hace correr el ries­
go de que los aspectos adventicios de éste puedan inducirnos a enga­
ño en lo concerniente al contenido real de la teoría. Pues una teoría
puede recibir diversas interpretaciones a través de diferentes mode­
los, y éstos no sólo pueden diferir en el tema del cual se los extrae,
sino también en importantes propiedades estructurales. (Por ejem­
plo, se obtiene un modelo estructuralmente diferente para los postu­
lados anteriores si se supone que el gen G contiene cien moléculas en
lugar de diez; las relaciones de probabilidad entre clases de sucesos
suministran otro modelo diferente para esos postulados.) Finalmen­
te, y éste es el punto central que queremos destacar en este contexto,
aunque se presente una teoría en términos de un modelo, de ello no
se desprende que la teoría se halle automáticamente vinculada con
conceptos experimentales y procedimientos observacionales. El que
una teoría se halle así vinculada depende del carácter del modelo em­
pleado. Así, la anterior formulación del modelo molecular para un
conjunto de postulados no suministra reglas para coordinar sus ex­
presiones no lógicas (como la expresión «la masa relativa de un con­
junto de moléculas del gen G ») con nociones experimentalmente
significativas. Aunque se especifica un modelo para los postulados,
no se dan reglas de correspondencia. En resumen, elegir un modelo
para una teoría de modo tal que todos sus términos descriptivos re­
ciban una interpretación no es suficiente, en general, para deducir de
la teoría alguna ley experimental.

entendemos los enunciados P *, o, alternativamente, el sistema de elementos K


caracterizados por las propiedades y relaciones designadas por los predicados de
P *. Para una explicación precisa de las nociones de «interpretación» y «m odelo»,
véase R udolf Carnap, Introduction to Semantics, Cambridge, M ass., 1942, págs.
202 y sigs.; Patrick Suppes, Introduction to Logic, Princeton, 1957, págs. 64 y
sigs.; Alfred Tarski, Logic, Semantics, Metamatbematics, O xford, 1956, cap. 12 .

139
3. Reglas de correspondencia

Debem os llamar la atención ahora sobre ciertas características de


las reglas de correspondencia que hasta el momento no hemos men­
cionado explícitamente.

1. E l anterior ejemplo de una regla de correspondencia para la


teoría del átomo creada por Bohr nos ofrece un conveniente punto
de partida para destacar una de tales características. E s evidente que
la regla citada en el ejemplo no suministra una definición explícita de
ninguna noción teórica de la teoría de Bohr en términos de predica­
dos usados para caracterizar cosas normalmente consideradas obser­
vables. Así, el ejemplo sugiere que, en general, las reglas de corres­
pondencia no suministran tales definiciones.
Pongam os en claro lo que está implicado en esta sugestión. Cuan­
do se dice que una expresión está «definida explícitamente», dicha
expresión siempre puede ser eliminada de cualquier contexto en el
cual aparezca, ya que puede ser reemplazada por la expresión defini-
toria sin alterar el sentido del contexto. A sí, la expresión «x es un
triángulo» está definida explícitamente p or la expresión «x es una fi­
gura plana cerrada y limitada por tres segmentos rectilíneos». La
primera expresión (o expresión definida) puede ser eliminada, por lo
tanto, de cualquier contexto en favor de la última (o expresión defi-
nitoria); por ejemplo, el enunciado «el área de un triángulo es igual a
la mitad del producto de su base por su altura» puede ser reempla­
zado por el enunciado lógicamente equivalente «el área de una figu­
ra plana cerrada y limitada por tres segmentos rectilíneos es igual a
la mitad del producto de su base por su altura». En cambio, la ex­
presión teórica de la teoría de Bohr «x es la longitud de onda de la ra­
diación emitida cuando un electrón salta a la órbita permisible me­
nor desde la siguiente, en el átomo de hidrógeno» no es definida
explícitamente cuando se la coordina con una expresión aproxima­
damente de la form a «y es la línea que aparece en una cierta posición
del espectro del hidrógeno». En realidad, es evidente que las dos ex­
presiones tienen connotaciones muy diferentes. Por consiguiente,
aunque la regla de correspondencia establece una conexión definida
entre las dos expresiones, la primera no puede ser reemplazada por
la segunda en enunciados tales como «las transiciones de los electro­
nes a la menor órbita permisible a partir de la siguiente se producen

140
aproximadamente en el diez por ciento de los átomos de hidróge­
no». Si se realizara el reemplazo indicado, el resultado carecería de
sentido.
N o se dispone de ninguna prueba concluyente o incontrovertible
—y quizás no sea posible obtener tal prueba— de que las nociones
teóricas empleadas en la ciencia actual no puedan ser definidas explí­
citamente en términos de ideas experimentales. El problema aquí es­
bozado será examinado con mayor detenimiento en el capítulo si­
guiente. Sin embargo, es pertinente observar que nadie ha logrado
todavía construir tales definiciones. Además, hay buenas razones para
creer que las reglas de correspondencia realmente en uso no consti­
tuyen definiciones explícitas de las nociones teóricas en términos de
conceptos experimentales.
Ya hemos destacado una de esas razones. Cuando se formula una
teoría por medio de un modelo, el lenguaje usado para formular el
modelo habitualmente tiene connotaciones que no posee el lenguaje
de los procedimientos experimentales. Así, como dijimos antes, la
expresión de la teoría de Bohr referente a los saltos de electrones no
es equivalente en significado a la expresión que alude a líneas espec­
trales. En tales casos, por ende, puesto que la expresión definitoria y
la expresión definida tienen significados equivalentes en las defini­
ciones explícitas, es muy improbable que las reglas de correspon­
dencia puedan ofrecer tales definiciones.5

5. El no percatarse de que el lenguaje de la física teórica no tiene un signifi­


cado equivalente al lenguaje en el cual se formulan los procedimientos experi­
mentales es la fuente de mucho desconcierto y confusión. Esta fue la razón por
la cual Eddington pudo plantear la cuestión de cuál de las dos mesas ante las
cuales presuntamente se encontraba —*-la mesa sustancial y común de la expe­
riencia cotidiana o la mesa científica, en su m ayor parte vacía y consistente en
cargas eléctricas m uy dispersas que se mueven con grandes velocidades— era la
mesa real ante la que se sentaba a escribir su libro. (A. S. Eddington, The N atu-
re o f the Physical World, N ueva Y ork, 1928, págs. ix y sigs.) En realidad, E d ­
dington no se hallaba ante dos mesas. Pues la palabra «m esa» alude a una idea
experimental que no aparece en el lenguaje de la teoría electrónica; y la palabra
«electrón» alude a una noción teórica que no está definida en el lenguaje utili­
zado para form ular observaciones y experimentos.
Aunque los dos lenguajes puedan estar coordinados en algunos puntos de
unión, no son traducibles el uno al otro. Así, puesto que no hay más que una
mesa, no hay problem a alguno con respecto a cuál es la mesa «real», cualquiera

141
O tra razón, quizás de mayor peso aún, es que las nociones teóri­
cas frecuentemente son coordinadas por las reglas de corresponden­
cia con más de un concepto experimental. G om o ya hemos dicho,
los postulados de una teoría (aunque ésta se presente en la form a de
un modelo) sólo definen implícitamente las nociones teóricas. Por lo
tanto, hay un número ilimitado de conceptos experimentales a los
cuales puede hacerse corresponder una noción teórica, com o posibi­
lidad lógica. Por ejemplo, la noción teórica de los saltos de electro­
nes en la teoría de Bohr corresponde a la noción experimental de lí­
nea espectral; pero esa noción teórica también puede ser coordinada
(mediante la ley de la radiación de Planck,6 que es deducible de la
teoría de Bohr) con cambios de temperatura determinables experi­
mentalmente en la radiación del cuerpo negro. Por consiguiente, en
aquellos casos en los cuales se hace corresponder una noción teórica
dada a dos o más ideas experimentales (aunque, presumiblemente,
en ocasiones diferentes y en el contexto de problemas diferentes),
sería absurdo sostener que el concepto teórico está definido explíci­
tamente por cada uno de los dos conceptos experimentales.
Esta falta de correspondencia unívoca entre nociones teóricas y
nociones experimentales merece un comentario más detallado y una
ejemplificación mayor. Es un hecho sabido que las teorías de la cien­
cia (sobre todo, aunque no exclusivamente, en la física matemática)
generalmente están formuladas con minucioso cuidado y que las re­
laciones entre las nociones teóricas (sean primitivas en el sistema o

sea el significado que se le dé a este rótulo honorífico. Se hallará una extensa y


vigorosa crítica de la filosofía de la ciencia de Eddington en L. Susan Stebbing,
Philosophy an d the Physicists, Londres, 1937.
6. L a ley de la radiación, form ulada en los términos teóricos de la física m a­
temática, expresa que

Jtc/kTk

donde E x es la energía de radiación de longitud de onda X, h es la constante de


Planck, c la velocidad de la luz, T la temperatura absoluta y k la constante de
Boltzm ann (una constante de proporcionalidad de la ecuación de la teoría ciné­
tica de los gases que establece una relación entre la temperatura absoluta de un
gas y la energía cinética media de sus moléculas).

142
estén definidas en términos de las primitivas) reciben una enuncia­
ción sumamente precisa. Ese cuidado y esa precisión son esenciales
para poder explorar rigurosamente las consecuencias deductivas de
las suposiciones teóricas. En cambio, las reglas de correspondencia
para conectar ideas teóricas con ideas experimentales por lo general
no reciben ninguna formulación explícita, y en la práctica las coor­
dinaciones son relativamente vagas e imprecisas.
Algunos ejemplos aclararán el alcance de estas observaciones ge­
nerales. En las axiomatizaciones modernas de la geometría (como en
la del matemático alemán David Hilbert), una serie de términos pri­
mitivos («punto», «línea», «plano», «congruencia», etc.) están defi­
nidos implícitamente por los postulados del sistema; y los términos
adicionales («círculo», «cubo», etc.) son definidos explícitamente
con ayuda de los primitivos. Dentro de la geometría axiomática, por
lo tanto, hay relaciones precisamente enunciadas entre las nociones
teóricas del sistema. Sin embargo, cuando se usa el cálculo geométri­
co en algún campo de investigación empírico, la coordinación de
esas nociones con ideas experimentales habitualmente está lejos de ser
exacta. Por ejemplo, la palabra «plano», tal como se la usa en con­
textos de investigación empírica, no es un término definido con pre­
cisión. A veces se especifican las superficies que deben ser conside­
radas como planos mediante reglas para pulir cuerpos, de m odo que
sus superficies eventualmente queden parejas cuando se las coloca
una junto a otra; otras veces, mediante reglas que solamente suponen
juicios de percepción basados en el mero uso de la vista; otras veces,
mediante reglas que exigen el uso de complicados instrumentos de
óptica. Así, la correspondencia entre la noción teórica de plano y la
noción experimental no es unívoca ni precisa. Análogamente, aunque
la distancia teórica entre dos puntos es siempre un número único
(que puede ser también uno de los llamados números «irraciona­
les»), la distancia medida entre dos cuerpos reales es casi siempre una
gama de magnitudes que caen dentro de cierto intervalo.
Considerem os nuevamente desde esta perspectiva, pero más mi­
nuciosamente, la correspondencia entre la noción de longitud de
onda de la teoría electromagnética de la luz y la noción experimen­
tal de línea espectral. Aun un examen rápido revela que la corres­
pondencia no es unívoca. Pues las líneas espectrales tienen todas un
ancho finito, y el poder de resolución de los instrumentos ópticos es
limitado. Por consiguiente, lo que se identifica experimentalmente

143
con una línea espectral corresponde, no a una longitud de onda úni­
ca, sino a una gama vagamente limitada de longitudes de onda. Y re­
cíprocamente, un rayo de luz teóricamente monocromático (es decir,
un haz de radiación compuesto p or rayos que tienen todos la misma
longitud de onda) en la práctica es coordinado con líneas espectrales
experimentalmente determinables que tienen un ancho discernible y
que, por lo tanto, desde el punto de vista de la teoría son producidas
por radiación policromática.
L a conclusión general que surge de estos ejemplos es que, si bien
es posible articular los conceptos teóricos con un alto grado de pre­
cisión, las reglas de correspondencia los coordinan con ideas expe­
rimentales que son mucho menos definidas. L a bruma que rodea a
estas reglas de correspondencia es inevitable, ya que las ideas experi­
mentales no tienen los contornos definidos que poseen las nociones
teóricas. Esta es la razón principal por la cual no es posible form ali­
zar con mucha precisión las reglas (o los hábitos) para establecer una
correspondencia entre ideas teóricas e ideas experimentales.
Si nos preguntamos, por ende, cuál es el esquema formal de las
reglas de correspondencia, es difícil dar una respuesta directa. En al­
gunos casos, las reglas parecen enunciar las condiciones necesarias y
suficientes para describir una situación experimental en el lenguaje
teórico. Así, si «T » es un predicado teórico y «E » un predicado ex­
perimental, las reglas pueden ser de la form a «x es T, si y sólo si y es
E ». Esta parece ser una manera plausible de traducir la regla que
coordina la noción teórica de un salto electrónico con la aparición de
una línea espectral. En otros casos, la regla puede enunciar sólo una
condición suficiente para usar una noción teórica. La regla, enton­
ces, tiene la form a esquemática «si y es E, entonces x es T ». Esta pa­
rece ser la form a de la regla implícita en la aplicación de la noción
teórica de «plano» a una superficie real que se adecúa a una especifi­
cación experimental de lo que es un plano. En otros casos aún, la re­
gla puede suministrar solamente una condición necesaria para el uso
de un término teórico: «si x es T, entonces y es E ». Por ejemplo, en
las condiciones experimentales propias de una cámara de Wilson, la
condensación de vapor de agua en líneas delgadas parece ser una
condición necesaria para describir este efecto en términos de la no­
ción teórica del paso de partículas alfa.
Las reglas de correspondencia pueden tener también otras for­
mas. Se les puede dar una formulación metalingüística, que coordine

144
explícitamente expresiones, y no (como en los ejemplos anteriores)
lo designado por las expresiones; y pueden tener formas más com ­
plejas que las mencionadas. Por ejemplo, una regla puede afirmar
que de un enunciado de la forma «x es T » se puede deducir un enun­
ciado de la forma «y es E », y recíprocamente; o una regla puede coor­
dinar, no una sola, sino varias nociones teóricas simultáneamente
con un conjunto de ideas experimentales; este tipo de regla parece
estar implicada al formular la manera como los términos geométri­
cos «punto», «línea», «plano», etc., deben ser empleados en contex­
tos experimentales concretos.
Sería inútil para nuestros propósitos explayarnos más sobre esta
cuestión. Pero hemos dicho lo suficiente para dar apoyo a la afirma­
ción de que las reglas de correspondencia no suministran definicio­
nes explícitas de las nociones teóricas en términos de ideas experi­
mentales, y para sugerir que tales reglas tienen una forma proteica.
Pero si tal afirmación se halla bien fundada, ayuda a reforzar la dis­
tinción entre leyes experimentales y teorías, y al mismo tiempo
plantea problemas concernientes al estatus cognoscitivo de las teo­
rías. Algunos de estos problemas serán explorados en el capítulo si­
guiente.

2. Debem os destacar ahora otro punto acerca de la form a en que


las reglas de correspondencia sirven como vínculos entre ideas teó­
ricas e ideas experimentales. N o s servirá nuevamente para iniciar el
examen el esbozo hecho antes de la teoría del átomo debida a Bohr.
De acuerdo con esta explicación, si bien hay reglas de correspon­
dencia para algunas de las nociones empleadas en la teoría, no todas
las nociones teóricas están vinculadas con ideas experimentales. Por
ejemplo, hay una regla de correspondencia para la noción teórica de
saltos de electrones de una órbita permisible a otra; pero no hay nin­
guna regla semejante para la noción de electrones acelerados en una
órbita. Análogamente, en la teoría cinética de los gases, no hay nin­
guna regla de correspondencia para la noción teórica de velocidad
instantánea de moléculas aisladas, aunque existe tal regla para la no­
ción, definida teóricamente, de energía cinética media de las molécu­
las. Además, en la actualidad hay una regla de correspondencia para
la noción de número de moléculas de un volumen de gas patrón en
condiciones estándar de temperatura y presión (número de Avoga-
dro); pero el número de Avogadro no fue determinado por medios

145
experimentales hasta una época relativamente reciente de la historia
de la teoría cinética, y hasta ese momento no hubo ninguna regla de
correspondencia para esa noción teórica.
La característica de las teorías observada en estos ejemplos puede
ser formulada de manera más general, aunque esquemática, del si­
guiente modo. Supongam os que los postulados de una teoría T em­
plean n términos primitivos no lógicos « i3!», «P2»,..., «P n», con cuya
ayuda es posible definir explícitamente una serie de otros términos
teóricos, « Q í », « Q 2» ..., « Q r». (Así, para ilustrar esta descripción ge­
neral, supongam os que «longitud» «m asa» y «tiem po» son los tér­
minos primitivos de la teoría, y que es posible definir explícitamen­
te «velocidad» y «energía cinética» sobre la base de esos términos
primitivos.) Sin embargo, aunque es necesario agregar reglas de co­
rrespondencia a los postulados para que T tenga aplicación científi­
ca, no se introducen tales reglas para todos los «P » o para todos los
« Q» . H asta es posible que haya reglas de correspondencia solamen­
te para algunos de los « Q » y no las haya para ninguno de los «P».
Por consiguiente, no todas las nociones teóricas de T son vinculadas
definitivamente a conceptos experimentales.
L a mayoría de las teorías de las ciencias naturales, si no todas, tie­
nen esta característica. En todo caso, una teoría que la posee tiene
una flexibilidad que permite su extensión a nuevos ámbitos de in­
vestigación, a veces acentuadamente diferentes de los fenómenos
para los cuales fue concebida originalmente la teoría. C om o ya hemos
observado, la explicación sistemática de una gran variedad de leyes
experimentales acerca de cuestiones cualitativamente diversas es un
logro distintivo de las teorías. U na de las maneras que tienen las teo­
rías de realizar esto es mediante la introducción de nuevas reglas de
correspondencia para nociones que no tenían asociada ninguna pre­
viamente, cuando ello se hace posible gracias a los avances en la inves­
tigación y la técnica experimentales. En contraste con las alteracio­
nes de los postulados de una teoría, que constituyen — en efecto—
una modificación de las definiciones implícitas de las nociones teó­
ricas, la introducción de nuevas reglas de correspondencia no m odi­
fica la estructura formal ni el significado original de la teoría, aunque
las nuevas reglas pueden ampliar su ámbito de aplicación. Así, la de­
terminación experimental del número de Avogadro (como conse­
cuencia de la cual pudo vincularse esta noción teórica con un con­
cepto experimental) no trajo aparejada ninguna modificación de los

146
postulados de la teoría cinética de los gases; pero derivó en el esta­
blecimiento de una relación entre la investigación experimental acer­
ca de la estructura cristalina mediante rayos X y dicha teoría.
Es importante recordar, además, que una teoría es un artificio
humano. Com o otros artificios, es probable que una teoría conten­
ga algunos elementos que son simplemente expresión de los objeti­
vos e idiosincrasias especiales de sus inventores humanos, y no sím­
bolos con una función referencial o representativa primaria. Esta
observación fue destacada por Heinrich H ertz en su descripción de
los requisitos que deben cumplir las teorías físicas.
H ertz sostenía que la única tarea de la ciencia física es construir
«imágenes o símbolos de los objetos externos», de tal manera que las
consecuencias lógicas de los sím bolos (es decir, de nuestras concep­
ciones de las cosas) son siempre las «imágenes» de «las consecuen­
cias necesarias en la naturaleza de las cosas representadas». De este
modo, H ertz asignaba un papel fundamental a las teorías como ins­
trumentos para permitirnos inferir sucesos observables a partir de
otros sucesos observables. Sin embargo, admitía claramente que este
requisito instrumental no determina unívocamente el simbolismo (o
teoría) que permite alcanzar ese objetivo. Observaba, en particular,
que una teoría contiene inevitablemente lo que él llamaba «relacio­
nes superfluas o vacías», o sea, sím bolos que no representan nada en
el objeto de investigación para el cual es concebida la teoría. Según
Hertz, estas «relaciones vacías» entran en nuestras teorías simple­
mente porque éstas son símbolos complejos, «imágenes creadas por
nuestra mente y necesariamente afectadas por las características de
su modo de retratar».7
Así, estas consideraciones de carácter general nos llevan a esperar
que no todo constituyente de una teoría esté vinculado con alguna
idea experimental mediante una regla de correspondencia. En todo
caso, el papel primario de muchos sím bolos que aparecen en las teo­
rías es facilitar la formulación de una teoría con gran generalidad,
para hacer posibles las transformaciones lógicas y matemáticas de
una manera relativamente simple o servir como recursos heurísticos
para extender la aplicación de la teoría. Ejem plos de tales símbolos
son las variables continuas y los cocientes diferenciales de la física

7. Heinrich H ertz, The Principies o f Mechanics, Londres, 1899 (reedición,


N ueva York, 1956), pág. 2.

147
matemática. A éstos se los usa extensamente, a pesar de que nocio­
nes teóricas como las funciones de densidad matemáticamente con­
tinuas o las velocidades instantáneas, cuando se las interpreta estric­
tamente, no corresponden a ningún concepto experimental. Puede
hallarse un número indefinido de otros ejemplos de tales símbolos
en las locuciones usadas cuando se plasma una teoría en un modelo
adecuado, por ejemplo, en el lenguaje de las masas puntuales de la me­
cánica analítica, del éter de la teoría electromagnética del siglo xix, de
las uniones de valencia de la química analítica o de las «ondículas» de la
moderna teoría cuántica.
Puesto que las teorías son concebidas con el propósito de expli­
car una gran variedad de leyes experimentales, es indudable que sólo
puede lograrse este fin, en general, si una teoría está formulada de tal
m odo que en ella no se haga ninguna referencia a un conjunto de
conceptos experimentales especializados. Si no fuera así, la teoría es­
taría limitada en su aplicación a situaciones a las cuales son ju s­
tamente atinentes esos conceptos. En realidad, cuanto m ayor es el
ámbito de aplicación posible de una teoría, tanto más escaso es su
contenido form ulado explícitamente, con respecto a los detalles es­
peciales de algún tema de estudio. Se deja que esos detalles los sum i­
nistren suposiciones y reglas de correspondencia complementarias,
introducidas, según lo requiera la ocasión, cuando se emplea la teoría
en contextos experimentales diferentes.8 Esto no significa, sin em­
bargo, que las teorías científicas tiendan, como límite, a carecer de
todo contenido a medida que su ámbito de aplicación sea más vasto.
Significa que una teoría trata de formular una estructura de relacio­
nes muy general, que es invariable en una gran gama de situaciones
experimentalmente diferentes pero que pueden ser especificadas au­
mentando los postulados fundamentales de la teoría con suposicio­
nes más restrictivas, para obtener sistemáticamente una serie de es­
tructuras subordinadas diversificadas.
Aunque no son absolutamente típicos de todas las teorías cientí­
ficas, dos ejemplos permitirán ilustrar esa conclusión y aclarar la ar­
quitectura de algunas teorías. El primer ejemplo está tom ado de la

8. Véanse W. F. G. Swann, «The Significance of Scientific Theories», Philo-


sophy o f Science, vol. 7,1940, págs. 273-287, y «The Relation of Theory to Experi-
ments in Physics», Reviews o f M odem Physics, vol. 13,1941, págs. 190-196; L. Sil-
berstein, The Theory o f Relativity, Londres, 1924, págs. 296 y sigs.

148
geometría analítica. En ésta se demuestra que la ecuación bicuadrá-
tica ax2 + 2bxy + cy2 + 2dx + 2ey + / = 0 es la ecuación de una sección
cónica en la cual las variables «x » e «y» son las coordenadas (o las
distancias más cortas a dos rectas fijas y perpendiculares que consti­
tuyen un marco de referencia) de todo punto de la cónica, y los coe­
ficientes (o «constantes arbitrarias») tienen valores fijos, pero care­
cen de toda otra especificación (excepto el requisito de que no deben
ser todos iguales a 0). Sean cuales fueren las propiedades que tengan
las cónicas en común, todas ellas pueden deducirse de esta ecuación;
por ejemplo, la de que una recta intersecta a una cónica a lo sumo en
dos puntos o la de que dos cónicas tienen a lo sum o dos puntos
en común. Pero también es posible diferenciar la estructura común de
todas las cónicas en estructuras especiales imponiendo condiciones
adicionales sobre los coeficientes de la ecuación. Así, suponiendo
que ¿í, b y c no son todos iguales a 0 y estipulando que b2 —a c < 0, la
ecuación expresará las propiedades estructurales de la elipse, y del
círculo como caso especial de la elipse si b = 0 y a = c. Si se adopta el
requisito de que b2 — ac = 0, la ecuación representará una parábola.
Con la condición de que b2 —a c > 0, la ecuación representará una hi­
pérbola. Finalmente, si (b2 — ac) f + (ae2 + cd2 — 2bde) = 0, la ecua­
ción representará a la «cónica degenerada» consistente en un par de
líneas rectas. Por consiguiente, especializando las constantes arbitra­
rias, se obtienen diferentes estructuras especiales y es posible explo­
rar sus características distintivas.
El segundo ejemplo está tomado de la mecánica newtoniana. Se­
gún la teoría, un cambio en la cantidad de movimiento de un cuerpo
(con respecto a un marco de referencia espacial adecuado) es igual a
la fuerza que actúa sobre el cuerpo. Se puede expresar esto del si­
guiente modo: ma = F, donde «m » es la masa del cuerpo, «a» su ace­
leración en un instante dado y « i7» la fuerza. A partir de este postu­
lado fundamental es posible deducir una serie de consecuencias muy
generales acerca del movimiento de los cuerpos, aunque no se indi­
que la naturaleza de la fuerza que puede actuar sobre el cuerpo. Pero
de la ecuación no se puede inferir nada acerca del movimiento real de
un cuerpo, a menos que se introduzcan otras suposiciones, entre
otras cosas, acerca de la fuerza que actúa; suposiciones que en algu­
nos casos incluyen una regla de correspondencia entre la noción
teórica de fuerza y ciertas ideas experimentales. L os postulados fun­
damentales de la teoría newtoniana establecen muy pocas restriccio­

149
nes formales sobre el tipo de funciones matemáticas que se pueden
usar para expresar el carácter de las fuerzas. En la práctica, sin em­
bargo, dichas funciones son de un tipo relativamente simple. Por
ejemplo, en el estudio de los movimientos vibratorios, la form a ge­
neral de la función fuerza es: F = A r + Br2 + C r3 + D v + E f(t), don­
de «r» es la distancia del cuerpo con respecto a un punto determina­
do, «v » la velocidad del cuerpo a lo largo de esta línea, «/(i)», una
función del tiempo í, y « A » ,« B », «C », «D » y «E » son constantes ar­
bitrarias a las que se asignan diferentes valores numéricos según el
problem a en consideración. Así, si A es negativa y las otras constan­
tes son iguales a 0, el cuerpo tiene un movimiento armónico sin re­
sistencias debidas a la fricción; s i A y D son ambas negativas y las de­
más constantes son iguales a 0, el cuerpo tiene un movimiento
armónico amortiguado; si A y D son ambas negativas, E es distinta
de 0, B y C iguales a 0, y f(t) una función periódica del tiempo, el
cuerpo tiene una vibración forzada, etc. En general especializando a
F de diversas maneras, de las ecuaciones de la mecánica newtoniana
se pueden deducir leyes experimentales diferentes.
Aunque estos ejemplos no son típicos de todas las teorías, ya que
no todas las teorías tienen parámetros especializables de la manera
indicada, los ejemplos ilustran un aspecto importante en el que las
teorías difieren de las leyes experimentales y una técnica que permi­
te dar a las teorías mayor generalidad. A diferencia de los términos
de las leyes experimentales, las nociones teóricas usadas en las supo­
siciones básicas de una teoría no pueden ser asociadas con cualquier
idea experimental ni con ideas experimentales que varíen de un con­
texto a otro. L a posibilidad de extender una teoría a nuevos fenóme­
nos depende, en considerable medida, de esa característica de las teo­
rías. E sos ejemplos también permiten destacar el hecho de que una
teoría es inútil para la investigación científica, si no se la vincula me­
diante reglas de correspondencia con propiedades experimental-
mente identificadas de un conjunto de fenómenos.

150
Capítulo VI

EL ESTATUS COGNOSCITIVO DE LAS TEORÍAS

Vimos en el capítulo precedente que la distinción entre leyes ex­


perimentales y teorías no es tajante y que no se dispone de ningún
criterio formulado con precisión para identificar los enunciados que
deben ser clasificados en uno u otro de esos grupos. Sostuvimos, sin
embargo, que con ayuda de esos tipos de suposiciones llamados teorías
se obtienen sistemas de explicaciones que son inconfundiblemente
más amplios que las explicaciones obtenidas mediante las otras su­
posiciones, llamadas leyes experimentales, y sostuvimos que, por esa
razón, las teorías merecen especial atención.
Por consiguiente, hemos discutido con cierta extensión dos ca­
racterísticas de las teorías. En primer lugar, se observó que, en gene­
ral, las nociones teóricas son definidas sólo implícitamente por las
premisas fundamentales de una teoría, sea que se formulen las pre­
misas como postulados abstractos o en términos de algún modelo.
En segundo lugar, dimos considerable énfasis a la necesidad de esta­
blecer reglas de correspondencia que vinculen las ideas teóricas con
los conceptos fundamentales. Por otro lado, tomamos la precaución
de aclarar que los tres componentes habitualmente presentes en una
teoría (un conjunto abstracto de postulados que define implícita­
mente los términos básicos de la teoría, un modelo o interpretación
de los postulados y reglas de correspondencias para los términos del
postulado o teoremas que derivan de ellos) no deben ser concebidos
como puntos separados, introducidos sucesivamente en diversas
etapas de la construcción real de las teorías, sino simplemente como
características que es posible aislar para los propósitos del análisis.
De hecho, a menudo es muy difícil enunciar de manera completa y
con precisión los postulados abstractos y libres de toda interpreta­
ción contenidos en una teoría, o formular en detalle las reglas de co­
rrespondencia utilizadas tácitamente. La mayoría de las teorías, en
todo caso, se generan dentro de la matriz de algún modelo y se codi­

151
fican, con una mención casual — en el mejor de los casos— de reglas
de correspondencia, en términos de una interpretación de sus pre­
misas fundamentales.
L a descripción de las teorías presentadas hasta ahora, sin embar­
go, es incompleta al menos en dos aspectos importantes. Q uizás ya
se ha dicho lo suficiente para aclarar qué debe entenderse por m ode­
lo (o interpretación) de una teoría. Sin embargo, es muy poco lo que
hemos dicho acerca de la justificación de los modelos o del papel que
éstos desempeñan en la construcción de teorías y en la expansión
de su ámbito de aplicación. Además, hemos destacado que las reglas de
correspondencia, en general, no asocian todo concepto teórico em­
pleado en una explicación teórica con alguna noción experimental.
N o hemos dicho nada, con todo, acerca de la importancia de este he­
cho para el debatido problem a del status cognoscitivo de las teorías
y, en particular, para la opinión, muy difundida, de que las teorías son
suposiciones cuya verdad o falsedad debe ser investigada, ya que
ellas aparecen com o premisas en las explicaciones. Este capítulo está
dedicado al examen de estos dos grupos de cuestiones.

1. E l p a p e l d e l a a n a l o g ía

L a afirmación de que una explicación científica realmente satis­


factoria debe «reducir» lo no conocido a lo ya conocido fue juzgada
dudosa en el capítulo III, cuando se la toma por su valor literal.
También reconocimos, sin embargo, que si se la interpreta adecua­
damente no carece de méritos, ya que afirma una condición que es,
en general, apropiada. Sugerimos brevemente que las explicaciones
pueden ser consideradas como intentos de comprender lo no cono­
cido en términos de lo conocido, en la medida en que la construc­
ción y el desarrollo de sistemas explicativos se hallen regulados, como
sucede frecuentemente, por el deseo de descubrir y utilizar analogías
estructurales entre los fenómenos en investigación y otros ya cono­
cidos. Ahora debemos ampliar esta sugestión y examinar algunos ti­
pos de analogías que pueden influir en la construcción y en la utili­
zación ulterior de las teorías.
El lenguaje común está lleno de expresiones que fueron emplea­
das inicialmente en un sentido metafórico más o menos consciente,
aunque muchas de ellas han perdido, poco más o menos, sus signifi-

152
cados originales y son usadas corrientemente de una manera literal.
Por ejemplo, en la actualidad raramente se nos ocurre que la expre­
sión «poner la suma al pie» en una época expresaba el sentimiento de
una similaridad entre las sumas de una columna de cifras y las extre­
midades inferiores del cuerpo humano. El difundido uso de metáfo­
ras, sean actuales o desusadas, da testimonio de un talento humano
general para hallar semejanzas entre nuevas experiencias y hechos
familiares, de m odo que lo nuevo pueda ser dominado mediante su
inclusión en distinciones ya establecidas. En todo caso, los hombres
tienden a emplear sistemas de relaciones conocidos como modelos
según los cuales son asimilados intelectualmente dominios de la ex­
periencia inicialmente extraños. N o siempre se trata de un proceso
conscientemente deliberado, en la mayoría de los contextos de la ex­
periencia. A menudo, las semejanzas entre lo nuevo y lo viejo sólo
son captadas vagamente, sin una articulación cuidadosa. Además,
generalmente se presta poca atención — si es que se le presta algu­
na— a los límites dentro de los cuales son válidas tales semejanzas
supuestas. Por consiguiente, cuando se extienden nociones fami­
liares a temas nuevos sobre la base de semejanzas no analizadas, se
pueden cometer fácilmente serios errores. Las explicaciones animis-
tas de los sucesos físicos son ejemplos bien conocidos de tales exten­
siones infundadas de concepciones pertenecientes a un dominio en
el cual su uso es legítimo a dominios en los cuales no lo son. Aun en
la ciencia natural moderna, palabras como «fuerza», «ley» y «causa»
son usadas en ocasiones con matices francamente antropomórficos
que son ecos de su origen. Sin embargo, aun la captación de vagas se­
mejanzas entre lo viejo y lo nuevo es, a menudo, el punto de partida
de importantes avances en el conocimiento. Cuando la reflexión se
hace críticamente autoconsciente, tal captación puede llegar a con­
vertirse en analogías e hipótesis cuidadosamente formuladas que pue­
den servir como fructíferos instrumentos de la investigación siste­
mática.
En todo caso, la historia de la ciencia teórica suministra abun­
dantes ejemplos de la influencia de la analogía sobre la formulación
de las ideas teóricas, y muchos científicos destacados han expresado
claramente el importante papel que desempeñan los modelos en la
construcción de nuevas teorías. Por ejemplo, H uygens elaboró su
teoría ondulatoria de la luz con ayuda de sugerencias derivadas de la
concepción, ya familiar en su época, del sonido como fenómeno on­

153
dulatorio; los descubrimientos experimentales de Black concernien­
tes al calor fueron sugeridos por su concepción del calor como un
fluido, y la teoría de Fourier acerca de la conducción térmica fue
concebida en analogía con las conocidas leyes del flujo de los líqui­
dos; la teoría cinética de los gases tomó como modelo la conducta de
un enorme número de partículas elásticas, cuyos movimientos satis­
facen las leyes establecidas de la mecánica; la concepción de una fun­
ción potencial, desarrollada por primera vez en la mecánica de las
masas puntuales, fue extendida por analogía a las teorías de la hidro­
dinámica, la termodinámica y el electromagnetismo; y las teorías del
siglo xix sobre la electricidad y el magnetismo fueron construidas en
analogía con la mecánica de las fuerzas y tensiones de un sólido elás­
tico. En cada uno de estos ejemplos, como en muchos otros que p o ­
dríamos mencionar, el modelo sirvió al mismo tiempo como guía
para establecer las suposiciones fundamentales de la teoría y como
fuente de sugerencias para extender el ámbito de su aplicación.
Q uizás ningún científico de primera categoría ha sido tan clara­
mente consciente como Maxwell del lugar que ocupan las analogías
en la conducción de la investigación física y en la formulación de
teorías. En las observaciones iniciales del artículo en el cual propuso
por vez primera una formulación matemática de las ideas de Faraday
acerca de las líneas de fuerza, Maxwell hizo una instructiva descrip­
ción de la manera como se pueden explotar las analogías en la cien­
cia. Describió una «analogía física» como «la parcial semejanza en­
tre las leyes de una ciencia y las de otra por la cual cada una de ellas
ilustra a la otra». O bservó, por ejemplo, que el cambio en la direc­
ción de la luz cuando pasa de un medio a otro es idéntico al cambio
de dirección de una partícula cuando pasa a través de una abertura
estrecha en la cual actúan fuerzas intensas. Aunque la analogía sólo
es válida para la dirección y no para la velocidad del movimiento,
consideró que dicha analogía es útil «com o método artificial» para
la solución de cierta clase de problem as.1 Maxwell también citaba la
analogía, sobre la cual llamó la atención por primera vez William
Thom son (luego Lord Kelvin), entre la teoría de la gravitación y la
teoría de la conducción térmica. Maxwell explicaba que

1. Jam es Clerk Maxwell, «O n Faraday’s Lines of Forcé», en The Scientific


Papers o fJam es Clerk M axwell, vol. 1, pág. 156.

154
las leyes de la conducción del calor en medios uniformes parecen, a pri­
mera vista, diferentes en grado sumo, en lo que respecta a sus relaciones
físicas, de las que se refieren a las atracciones. Las magnitudes que en­
tran en ellas son la tem peratu ra , el flu jo de calor y la conductividad. La
palabra fu e r z a es ajena al tema. Sin embargo, hallamos que las leyes ma­
temáticas del movimiento uniforme del calor en medios homogéneos
tienen una forma idéntica a las leyes de la atracción, que varía de mane­
ra inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Sólo tenemos
que sustituir centro de atracción por fu en te de calor, efecto acelerador de
la atracción en cualquier punto por flu jo de calor, y p oten cial por tem ­
p eratu ra para que la solución de un problema gravitacional se transfor­
me en la de un problema térmico.

Observaba, luego, que

se supone que la conducción de calor procede mediante una acción en­


tre partes contiguas de un medio, mientras que la fuerza de atracción es
una relación entre cuerpos distantes; sin embargo, si no sabemos nada
más que lo expresado en las fórmulas matemáticas, no habría nada que
permitiera distinguir un conjunto de fenómenos del otro.

En realidad, los dos temas adquieren aspectos muy diferentes si


se introducen hechos adicionales. Sin embargo, Maxwell creía que la
semejanza de forma matemática entre algunas de las leyes de estos
ámbitos distintos es útil «para estimular las ideas matemáticas apro­
piadas».2 Luego continuaba diciendo que fue mediante el uso de
analogías de este tipo como desarrolló su representación matemáti­
ca de los fenómenos de la electricidad, utilizando como modelo,
para este propósito, el análisis matemático del movimiento de flui­
dos incompresibles.
Los ejemplos anteriores y el examen de Maxwell sugieren una
clasificación de las analogías en dos grandes tipos que podríamos lla­
mar analogías «sustantivas» y analogías «form ales». En las analogías
del primer tipo, se toma como modelo para la construcción de una
teoría relativa a un sistema otro sistema de elementos que poseen
ciertas propiedades ya familiares, las cuales están presumiblemente
relacionadas de maneras conocidas y cuya formulación se encuentra
en un conjunto de leyes para ese sistema. El segundo sistema puede

2. Ibidem , pág. 157.

155
diferir del inicial sólo en que contiene un conjunto más amplio de
elementos, todos los cuales tienen propiedades absolutamente simi­
lares a las del modelo; o bien puede diferir del inicial de una manera
más radical: en el hecho de que sus elementos constituyentes tengan
propiedades que rio se encuentran en el modelo (o, en todo caso, que
no están mencionadas en las leyes formuladas para el modelo).
Las diversas teorías atomísticas de la materia ilustran la utiliza­
ción de este tipo de analogías. Las suposiciones fundamentales de las
teorías cinéticas de los gases, por ejemplo, están modeladas según
las conocidas leyes del movimiento de esferas elásticas macroscópicas,
com o las bolas de billar. D e manera similar, parte de la teoría del
electrón está'concebida en analogía a las leyes establecidas para la
conducta de los cuerpos cargados eléctricamente. En este tipo de
analogías, con frecuencia el sistema empleado como modelo es un
conjunto de objetos macroscópicos visualizables. En realidad, cuan­
do los físicos hablan de un modelo para una teoría, casi siempre
piensan en un sistema de cosas que difieren principalmente en tama­
ño de las cosas que son, al menos aproximadamente, comprensibles
en la experiencia familiar, por lo que un modelo, en este sentido del
término, puede ser representado gráficamente o en la imaginación.
En el segundo tipo de analogías, el de las analogías formales, el
sistema que sirve como modelo para construir una teoría es alguna
estructura conocida de relaciones abstractas, y no, como en las ana­
logías sustantivas, un conjunto de elementos más o menos visuali­
zables que se encuentran en relaciones conocidas unos con otros.
L o s matemáticos emplean con frecuencia tales m odelos formales
para elaborar alguna nueva rama de su disciplina. U n ejemplo simple
de ello lo suministra la manera como se formulan las reglas para ma­
nipular exponéntes fraccionarios y negativos en el álgebra. Estas re­
glas están especificadas de tal m odo que las leyes para operar con
esos exponentes son formalmente las mismas que las leyes para los
exponentes enteros positivos. Así, puesto que c? • c? - a 3+2 y
(a3)2 - a 2' 3, tenemos también que a 5 • a A= a 5+2/3 y ( a 5)2A= a A' '5; y en
general, a m • a n- a m+n y (am)a = a a ' m, sean m y n positivos, negativos,
enteros o fraccionarios. En verdad, también se obtienen leyes for­
malmente idénticas para los números irracionales y los números
complejos. E l ejemplo citado quizás sea trivial. Sin embargo, ilustra
un procedimiento importante que ha sido muy usado para crear
nuevas ramas de la matemática: para la construcción de geometrías

156
de «espacios» «-dimensionales, de muchas ramas del álgebra supe­
rior, de partes de la moderna teoría de funciones, etc.
L os modelos formales desempeñan un papel igualmente im por­
tante en la física matemática. El ejemplo de Maxwell de la identidad
de la estructura que presentan la matemática de la teoría gravitacio-
nal y las ecuaciones de la conducción térmica es una muestra de ello.
Ejem plos más recientes son los que suministra la articulación de la
teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, en las que se han in­
troducido esquemas de relaciones estrechamente análogas a im por­
tantes ecuaciones de la mecánica clásica. Según la mecánica newto-
niana, por ejemplo, la cantidad de movimiento lineal de un sistema
aislado permanece constante, siendo la cantidad de movimiento, por
definición, la suma del producto de la masa por la velocidad de cada
cuerpo del sistema y suponiendo que la masa de un cuerpo es inde­
pendiente de su velocidad. Pero los experimentos realizados en las
primeras décadas del siglo xx han demostrado que la masa de una
partícula que se mueve a gran velocidad varía según la velocidad, de
modo que el principio de la conservación de la cantidad de movi­
miento no rige para tales partículas, por lo que en la teoría de la re­
latividad la noción de «m asa» fue redefinida de manera adecuada. En
consecuencia, es posible afirmar un principio formalmente igual al
clásico para cuerpos con altas velocidades. Más específicamente, se
introdujo la noción de «masa relativista», según la cual la masa rela­
tivista de un cuerpo es una función, al mismo tiempo, de la velocidad
del cuerpo, de su «m asa en reposo» (su masa a la velocidad 0) y de la
velocidad de la luz.3 Sin embargo, aunque la masa relativista de un
cuerpo no es independiente de su velocidad, la masa relativista
(como la masa newtoniana) es igual a la razón entre la fuerza que ac­
túa como el cuerpo y su aceleración. Además, cuando se reformula
el principio de conservación de la cantidad de movimiento en térmi­
nos de masa relativistas, concuerda con los resultados experimenta­
les. En resumen, se introdujo una nueva noción de masa y un nuevo
principio de conservación de la cantidad de movimiento en la teoría
de la relatividad bajo la guía de una analogía formal. El ejemplo ilus­
tra de qué manera el formalismo matemático de una teoría puede

3. L a masa relativista m de un cuerpo está dada por la fórm ula ra 0 =


m0/V 1 —v 2l<?, donde m0es la masa en reposo, v la velocidad del cuerpo y c la ve­
locidad de la luz.

157
servir com o modelo para la construcción de otra teoría con un ám ­
bito de aplicación más vasto que el original. C om o consecuencia de
esto, la vieja teoría resulta ser un caso especial de la nueva, mientras
que ésta manifiesta características que son «continuas» (debido a su
identidad formal) con ciertas suposiciones fundamentales de la vieja
teoría.4

4. L a ecuación de Schródinger de la mecánica cuántica es otra notable ilus­


tración del uso de analogías formales. Según la form a hamiltoniana de las ecua­
ciones del movimiento de la mecánica clásica, la energía total W de un sistema es
igual a la sum a de la energía cinética T y la energía potencial V, de m odo que
H ( p ,q ) = T {p ) + V (q ) = W
donde p es la cantidad de movimiento y q la posición de una partícula. Para una
sola partícula, se obtiene:
H ( p , q ) = p 2/2m + V (q ) = W
Se obtiene la ecuación de Schródinger reem plazando la cantidad de movi-
, ..r . , h d tV7 h d .
m iento/? por el operador diferencial-------------- y W p or — -------------- , e m-
2 tti dq 2m dt
troduciento la función y(q,t) sobre la cual deben aplicarse estos operadores.
Entonces, obtenemos:

_h_ d h2 32\|/ _h_ d¥ \


H n y (q , t) = - + v> =
2ni dq Sn2m dq2 2ni dt

El siguiente comentario sobre esta ecuación es de interés en el presente con­


texto: «D ebe reconocerse que esta correlación entre la ecuación de onda y la
ecuación clásica de la energía [...] sólo tiene significación formal. Ofrece una
manera conveniente de describir el sistema para el cual establecemos una ecua­
ción de onda utilizando la term inología desarrollada a través de un largo perío­
do de años por los creadores de la dinámica clásica. Así, nuestro acervo de co­
nocimientos directos concernientes a la naturaleza del sistema conocido com o
el átom o de hidrógeno consiste en los resultados de un gran número de experi­
m entos, espectroscópicos, quím icos, etc. D escubrim os que es posible corre­
lacionar y sistem atizar (y también, com o solem os decir, explicar) todos los
hechos conocidos acerca de este sistema asociando al m ism o una cierta ecuación
de onda. N uestra confianza en la significación de esta asociación aumenta cuan­
do las predicciones concernientes a propiedades anteriormente no investigadas

158
H asta ahora, hemos dirigido nuestra atención exclusivamente al
papel de los modelos en la articulación de una nueva teoría. Pero se­
ría un error concluir que una vez formulada la nueva teoría el m ode­
lo ha cumplido su misión y ya no tiene ninguna función que cumplir
en el uso de la teoría. En primer lugar, la tarea del científico teórico
no termina cuando ha formulado simplemente las principales supo­
siciones de una teoría. Esas suposiciones deben ser exploradas para
obtener de ellas consecuencias que puedan conducir a la explicación
sistemática de diversas leyes experimentales, sugerencias concer­
nientes a la dirección que es conveniente seguir en nuevos ámbitos
de investigación experimental e indicaciones acerca de las modifica­
ciones que deben introducirse en la formulación de las leyes experi­
mentales para ampliar el dominio de su aplicación válida. En tanto
un conocimiento experimental es incompleto y una teoría continúe
siendo fructífera como guía de la investigación ulterior, esas son ta­
reas que nunca terminan y en todas ellas los modelos continúan de­
sempeñando un importante papel. En el desarrollo histórico de la
teoría cinética de los gases, por ejemplo, el modelo para la teoría su­
girió cuestiones relativas a las proporciones de los diámetros mole­
culares con respecto a las distancias entre las moléculas, cuestiones
relativas a diversos tipos de fuerza entre las moléculas, a las propie-

del átomo de hidrógeno son confirmadas posteriorm ente por la experimenta­


ción. Podríamos, pues, describir el átomo de hidrógeno dando su ecuación de
onda, y esta descripción sería completa. Sin em bargo, es insatisfactoria, porque
es engorrosa. A l observar que hay una relación formal entre la ecuación de onda
y la ecuación clásica de la energía de un sistema de dos partículas de masas y car­
gas eléctricas diferentes, aprovechamos esta relación para obtener una manera
simple, fácil y familiar de describir el sistema, y decimos que el átomo de hidró­
geno está form ado por dos partículas, el electrón y el protón, que se atraen en­
tre sí de acuerdo con la ley de Coulom b. En realidad, no sabemos si el electrón
y el protón se atraen entre sí de la m ism a manera que dos cuerpos m acroscó­
picos cargados eléctricamente, ya que nunca ha sido m edida directamente la
fuerza que puede haber entre las dos partículas del átom o de hidrógeno. T od o
lo que sabem os es que la ecuación de onda del átom o de hidrógeno presenta
una cierta relación form al con las ecuaciones dinámicas clásicas para un siste­
ma de dos partículas que se atraen entre sí de esta m anera». Linus C . Pauling y
E. Bright W ilson, Introduction to Q uantum Mechantes, N ueva Y ork, 1935,
págs. 55-56, citado con autorización de los editores, M cG raw -H ill B ook
C om pany, Inc.

159
dades elásticas de éstas, a la distribución de las velocidades de las
mismas, etc. Q uizás tales cuestiones nunca se habrían planteado si se
hubiera formulado la teoría com o un conjunto de postulados no in­
terpretados. En todo caso, esas cuestiones llevaron a la deducción
de toda una variedad de consecuencias a partir de la teoría, algunas de
las cuales sugirieron la reformulación de leyes experimentales sobre
los gases y el establecimiento de otras nuevas. El modelo suminis­
trado por el esquema abstracto de relaciones asociado con la mecá­
nica newtoniana cumplió una función similar en el desarrollo de las
teorías del siglo xix concernientes a la propagación de la luz a través
de un éter hipotético.5 En términos más generales, un modelo puede
ser heurísticamente valioso al sugerir maneras de extender la teoría
implicada en él.
Pero, en segundo lugar, los m odelos para una teoría pueden tam ­
bién sugerir los puntos en los cuales es posible introducir reglas para
establecer correspondencias entre nociones teóricas y nociones ex­
perimentales. Si una teoría estuviera formulada como un conjunto
de postulados no interpretados, sin manifestar siquiera una analogía
formal con algunos sistemas ya conocidos de relaciones abstractas,
dicha formulación no daría indicaciones acerca de la manera de apli­
car la teoría a problem as físicos concretos. El ejemplo de un cálculo
abstracto como el form ulado en el capítulo anterior pone en eviden­
cia las dificultades que encontraría casi todo el mundo para dar una
aplicación fecunda de tal cálculo, si no se dispusiera de ningún m o­
delo para los postulados. Pero aunque un modelo no establece por sí
mismo reglas de correspondencia para los términos de un cálculo,
com o ya hemos observado, a menudo puede sugerir cuáles son los
términos teóricos qUe pueden ser asociados a ideas fundamentales.
Por ejemplo, la interpretación habitual de los postulados de la teoría
cinética de los gases lleva, de manera natural, a la asociación de la ex­
presión teórica «cam bio total en la cantidad de movimiento de las
moléculas que chocan contra una superficie unidad» con la noción
experimental de presión; de manera similar, el modelo sugiere que la
expresión teórica «producto de la masa de cada molécula por el nú­
mero total de moléculas» puede tener una correspondencia con la
noción experimental de masa de un gas. Nuevamente, la interpreta­

5. Véase M ary B. H esse, «M odels in Physics», B ritisbJo u rn alfo r the Phylo-


sophy o f Science, \ ol. 4,1953, págs. 198-214.

160
ción de la teoría de la luz en términos de ondas que se propagan por
un medio insinúa la asociación de expresiones teóricas referentes a la
amplitud de las ondas, en el modelo, con la intensidad de la ilumina­
ción; la interpretación ondulatoria también sugiere la vinculación de
expresiones teóricas referentes a la interferencia de ondas con las lí­
neas oscuras (o ausencia de iluminación) observadas en ciertos es­
quemas de luz y sombra provocados experimentalmente. Por últi­
mo, el modelo del átomo propuesto por Bohr sugiere que esas
expresiones del formalismo matemático de la teoría que son inter­
pretadas como saltos de electrones deben tener una correspondencia
con líneas espectrales experimentalmente determinables. L os ejem­
plos de esta función de los modelos casi no tienen límite, pero las
pocas ilustraciones citadas bastan para m ostrar que, aún después de
que las diversas ideas de una teoría han sido formuladas con ayuda
de un modelo, éste continúa rindiendo importantes servicios tanto
en la extensión como en la aplicación de la teoría.
H asta ahora hemos dado énfasis al valor heurístico de los mode­
los para la construcción y el uso de las teorías. Pero no debe pasarse
por alto el hecho de que los modelos también contribuyen a la crea­
ción de vastos sistemas explicativos. U na teoría articulada a la luz de
un modelo familiar se asemeja, en aspectos importantes, a las leyes o
teorías que, según se supone, son válidas para el modelo mismo; en
consecuencia, no sólo se asimila la nueva teoría a lo que ya es cono­
cido, sino que a menudo puede ser considerada como una extensión
y una generalización de una teoría anterior con un ámbito inicial
más limitado. Desde este punto de vista, una analogía entre una teo­
ría vieja y otra nueva no ayuda simplemente a explotar la última,
sino que es también un desiderátum que muchos científicos tratan
tácitamente de lograr en la construcción de sistemas explicativos. En
realidad, algunos científicos han hecho de la existencia de tal analo­
gía un requisito explícito e indispensable para considerar satisfacto­
ria una explicación teórica de leyes experimentales.6 E inversamente,
aun cuando una nueva teoría organice de manera sistemática una
gran cantidad de hechos experimentales, a veces la falta de analogías
notables entre la teoría y algún modelo familiar es aducida como jus­
tificación para afirmar que la nueva teoría no ofrece una explicación

6. Véase N orm an R. Cam pbell, Physics, the Elements, Cam bridge, Reino
U nido, 1920, págs. 129-130.

161
realmente «satisfactoria» de esos hechos. L a excesiva afición de Lord
Kelvin por los m odelos mecánicos es un ejemplo notorio de tal acti­
tud; nunca se sintió enteramente satisfecho con la teoría electromag­
nética de la luz elaborada p or Maxwell porque no pudo elaborar un
modelo mecánico adecuado para ella. Más recientemente, un distin­
guido físico ha sostenido que una teoría para la cual no se pueden
obtener modelos visualizables es tan buena como otra para la cual
existan tales modelos, siempre que ambas teorías nos permitan abor­
dar los problem as experimentales con igual eficiencia; además, ha es­
pecificado que, a este respecto, el formalismo matemático de la teoría
cuántica actual, para la cual no se conoce ningún modelo satisfacto­
rio de este tipo, es excepcionalmente exitoso. Sin embargo, también
ha expresado la incómoda sensación de desconcierto, sensación com­
partida por muchos físicos, debida a que la teoría cuántica no ofrece
ninguna «explicación» de los hechos experimentales, sentimiento
que él atribuye a la circunstancia de que no podem os construir para
la teoría ningún modelo físico en el cual el «entrelazamiento de ele­
mentos [sea] ya tan familiar para nosotros que los aceptemos sin ne­
cesidad de explicación».7 E s un hecho históricamente establecido
que hay modas en las preferencias que los científicos manifiestan por
diversos tipos de modelos, sean sustantivos o puramente formales.
Las teorías basadas en modelos no familiares frecuentemente hallan
gran resistencia hasta que las nuevas ideas pierden su carácter de ex­
trañas, de m odo que una nueva generación a menudo acepta como
cosa corriente un tipo de modelo que para una generación anterior
era insatisfactorio porque no era familiar. Pero lo que está fuera de
toda duda es que los m odelos de algún tipo, sustantivos o formales,
han desempeñado y continúan desempeñando un papel fundamen­
tal en el desarrollo de las teorías científicas.
L a formulación de una teoría en términos de algún modelo, sin
embargo, no está exenta de peligros, y un modelo puede ser tanto
una potencial trampa intelectual com o una valiosa herramienta. Los
peligros principales son de dos géneros: puede suponerse errónea­
mente que alguna característica no esencial de un modelo (en espe­
cial, de un modelo sustantivo) constituye un elemento indispensable
de la teoría contenida en él; y puede confundirse el modelo con la
teoría misma. C om o consecuencia de esto, puede orientarse la ex­

7. P. W. Bridgman, The N ature o f Physical Theory, Princeton, 1936, pág. 63.

162
plotación de la teoría hacia direcciones infecundas, y el estudio de
seudoproblemas puede distraer la atención de la significación opera­
tiva de la teoría. Así, la teoría corpuscular de la luz fue construida se­
gún la imagen de proyectiles que se mueven a lo largo de una recta
uniformemente homogénea; y hay razones para pensar que esta ima­
gen retrasó el descubrimiento de la periodicidad de la luz. Por otro
lado, la teoría ondulatoria de la luz se basó inicialmente en el m ode­
lo de las ondas sonoras, y la idea de que la luz, al igual que el sonido,
es un movimiento ondulatorio longitudinal, fue un obstáculo, al pa­
recer, para las ulteriores extensiones de la teoría ondulatoria de la luz
durante casi un siglo, hasta que, con la adopción de un modelo dife­
rente para las ondas luminosas, se supuso que éstas son transversa­
les. La sensación de tensión en el esfuerzo muscular fue el modelo
original de la noción de fuerza, y este modelo se convirtió en fuente
de tantos errores que se necesitó mucho esfuerzo para liberar dicha
noción de sus asociaciones antropomórficas. Análogamente, algunas
de las dificultades que se encuentran en la comprensión de la teoría
cuántica actual se deben, en parte, al uso de un modelo corpuscu­
lar para formular la teoría. Las partículas consideradas en el modelo
son partículas «clásicas», cada una de las cuales tiene una posición y
una velocidad determinadas en cualquier instante dado. Pero según
la teoría, no es posible asignar simultáneamente «posiciones» y «ve­
locidades» determinadas a las «partículas» subatómicas postuladas
por la misma. Estas «partículas» teóricas, por lo tanto, no son partí­
culas clásicas, de m odo que, en este aspecto, el modelo no es útil,
sino, por el contrario, una fuente frecuente de equívocos en lo con­
cerniente al sentido de la teoría cuántica.
Debe reconocerse, sin embargo, que no hay ninguna manera de
saber de antemano si un modelo dado será o no un obstáculo para el
fructífero desarrollo de la teoría, ya que habitualmente es sólo des­
pués de haber ensayado un modelo cuando se puede decir cuáles de
sus características sugieren investigaciones que conducen a callejo­
nes sin salida y cuáles son heurísticamente valiosas. L o único que se
puede afirmar con confianza es que un modelo para una teoría no es
la teoría misma. En consecuencia, la eficacia de una teoría como ins­
trumento para la explicación y la predicción sistemáticas no puede
tomarse sin ulterior examen como garantía de que establece la reali­
dad física de todo aspecto del modelo sustantivo en términos del
cual puede ser interpretada la teoría. Esto es obvio cuando se cono­

163
cen varios modelos para la misma teoría, pero es igualmente cierto
cuando se dispone de un solo m odelo.8 Por ejemplo, la interpreta­
ción de la teoría electromagnética propuesta en el siglo xix en térmi­
nos de tensiones mecánicas y vórtices en un éter luminífero no fue,
en general, identificada con el contenido real de esa teoría, ni siquie-

8. H enri Poincaré dio una fam osa prueba de que, si es posible dar una ex­
plicación mecánica de un fenómeno, entonces también es posible construir una
infinidad de otras explicaciones. L a prueba consiste en destacar que el número
de ecuaciones que relacionan las coordenadas de posición y cantidad de m ovi­
miento de las m asas del m odelo hipotético con los parám etros determinables
experimentalmente del fenóm eno es m ayor que el número de estos parámetros.
D e esto se desprende que es posible elegir las coordenadas del m odelo a volun­
tad, sujetas solamente al requisito de que las mismas satisfagan alguna ley ati­
nente a ellas que sea compatible con las ecuaciones. Én detalle, el argumento es
el siguiente: sean q u q2, ..., q„ los parám etros que pueden ser determinados ex­
perimentalmente y que especifican el fenóm eno en investigación. E stos parám e­
tros están relacionados entre sí y con el tiempo t p or leyes de las que podem os
suponer que pueden ser expresadas com o ecuaciones diferenciales. Suponga­
m os ahora que hay un m odelo consistente en un número m uy grande p de m o­
léculas, cuyas m asas son m¡ y cuyas coordenadas de posición son x¡, y¡, z¡ (i = 1 ,
2 , p). Suponem os que rige para el m odelo el principio de la conservación de
la energía de m odo que exista una función potencial V de las 3p coordenadas x¿,
z¡; entonces, las 3p ecuaciones del movimiento de las moléculas serán:
d2Xi dV
mt ------- -- ---------
dd dt
con ecuaciones similares para y y z; mientras que la energía cinética del sistema
será:
T = VaZmi (xi + y 2 + ¿ 2)
de m odo que:
T + V = constante.
Entonces el fenóm eno tendrá una explicación mecánica si podem os deter­
minar la función potencial V y podem os expresar las 3p coordenadas x, y, z
como funciones de los parám etros q.
Pero si suponem os que existen tales funciones, de m odo que

(qu qn)
• •• >

y¡ = v , (<?15 •••> qn)


z ,= 0¿O?i> •••> q»

164
ra por los físicos de la época. Por el contrario, a pesar del reconoci­
do éxito de la teoría para explicar una gran variedad de leyes experi­
mentales y predecir exactamente una amplia clase de fenómenos, a
juicio de los principales físicos esto no demostraba la «realidad físi­
ca» del éter.
El último ejemplo ilustra claramente que, si bien los elementos de
juicio en favor de una teoría pueden ser abrumadores, éstos no de­
ben ser considerados suficientes para afirmar la existencia física de
diversos elementos del modelo sustantivo en términos del cual se
formula la teoría. Pero el ejemplo también invita a considerar la
cuestión relativa a si es posible admitir que las teorías afirman algo,
qué es lo que afirman, en caso de que así sea, y si es adecuado carac­
terizar las teorías como enunciados verdaderos o falsos. Es ésta la
cuestión que pasaremos a examinar ahora.

la función potencial V puede ser expresada com o función de los q¡ solamente, la


energía cinética T será una función cuadrática homogénea de los q¡ y sus prime­
ras derivadas, q ¡, y las leyes del movimiento de las moléculas pueden ser expre­
sadas mediante las ecuaciones lagrangianas:

d _ f dT \ dT BV
(k = 1 , 2 ,..., n)
dt V dqk ) dqk dqk

Por consiguiente, la condición necesaria y suficiente para que pueda darse


una explicación mecánica del fenómeno es que haya dos funciones V (qu ..., q„)
y T (qu ...,qn, q u ..., q„) que satisfagan estos requisitos, con la estipulación obvia
de que las leyes del fenómeno puedan ser transformadas de m odo que adopten la
torma lagrangiana indicada. Tales funciones pueden ser especificadas si y sólo si
T(q, q) = y2Z m, (x ,2 + y f + z f ) = '/2Z m, (Ó 2 + \jí,2 + Óf2)
donde

Ó, = q,
d<S>j d<D; aso
+ q2 + qn
dq2/ dq,/
y análogamente para \¡í¿ y 0,.
Pero puesto que puede tomarse el número p tan grande com o nos plazca,
siempre es posible satisfacer esta condición, y hasta en un número infinito de
maneras diferentes. Parafraseado de H . Poincaré, Électricité et Optiqtte, París,
1890, págs. ix-xiv.

165
2. L a c o n c e p c ió n d e s c r ip t iv is t a d e l a s t e o r ía s

E l estatus cognoscitivo de los enunciados universales, en general,


y de las teorías científicas, en particular, ha sido objeto de un largo e
inconcluyente debate. L os problemas planteados en la controversia
son complejos y no sólo incluyen problemas sumamente técnicos
atinentes a la lógica y a hechos científicos, sino también considera­
ciones filosóficas de largo alcance acerca de la naturaleza del signifi­
cado y del conocimiento. Por ende, no intentaremos aquí efectuar un
examen exhaustivo del tema. Centraremos el análisis de los proble­
mas alrededor de tres posiciones principales que se han adoptado en
lo relativo al estatus cognoscitivo de las teorías en la física, a la cues­
tión de si es posible considerar las teorías como enunciados verda­
deros o falsos y, en caso afirmativo, en qué sentido se las puede con­
siderar así.
D e acuerdo con la primera posición, históricamente la más anti­
gua, una teoría es literalmente verdadera o falsa; y aunque sólo sea
posible establecer una teoría como «probable» en el mejor de los ca­
sos, es tan significativo preguntarse si es verdadera o falsa como
plantear una cuestión similar acerca de un enunciado concerniente a
una cuestión de hecho, por ejemplo, el enunciado: «K rakatoa fue
destruida por una erupción volcánica en 1883». U na de las conse­
cuencias que se extrae a menudo de esta concepción es que, cuando
una teoría encuentra un apoyo adecuado en elementos de juicio em­
píricos, a los objetos que la teoría postula de una manera ostensible
(por ejemplo, átomos, en el caso de una teoría atómica) se les debe
atribuir una realidad física por lo menos igual a la que se atribuye co­
múnmente 3 objetos corrientes tales como palos y piedras.
U na segunda posición (históricamente más reciente) acerca del
estatus cognoscitivo de las teorías sostiene que éstas son primaria­
mente instrumentos lógicos para organizar nuestra experiencia y
para poner orden en las leyes experimentales. Aunque algunas teo­
rías permiten más efectivamente que otras el logro de estos fines, las
teorías no son enunciados, sino que pertenecen a una categoría dife­
rente de expresiones lingüísticas. Pues las teorías funcionan como
reglas o principios de acuerdo con los cuales se analiza el material
empírico o se extraen inferencias, más que como premisas a partir de
las cuales se deducen conclusiones fácticas; por lo tanto, no pueden
ser caracterizadas provechosamente como verdaderas o falsas, ni si-

166
quiera com o probablemente verdaderas o probablemente falsas. Sin
embargo, los que adoptan esta posición no siempre coinciden en sus
respuestas a la cuestión de si se debe o no asignar realidad física a en­
tidades teóricas como los átomos.
Finalmente, la tercera posición acerca del estatus cognoscitivo de
las teorías es una especie de posición intermedia entre las otras dos.
D e acuerdo con esa posición, una teoría es una formulación resu­
mida aunque elíptica de relaciones de dependencia entre sucesos y
propiedades observables. Aunque no se puede caracterizar ade­
cuadamente las afirmaciones de una teoría como verdaderas o falsas
cuando se las toma por su valor literal, sin embargo, se puede carac­
terizar la teoría de tal m odo en la medida en que sea traducible a
enunciados acerca de cuestiones de observación. L os defensores de
esta posición habitualmente sostienen, por lo tanto, que, en el senti­
do en el cual una teoría (como una teoría atómica) puede ser llama­
da verdadera, los términos teóricos tales como «átom o» son simple­
mente una notación taquigráfica para un complejo de sucesos y
características observables, y no designan una realidad física inacce­
sible a la observación.
Esta tercera concepción, que examinaremos primero, está asocia­
da con la tesis, que ha tenido gran influencia, de que las ciencias nun­
ca «explican» nada, sino que solamente «describen» de una manera
«simple» o «económica» la sucesión y la concomitancia de los fenó­
menos. Ya hemos dicho algo acerca de esta concepción, pero mere­
ce un examen más detallado. Dicha concepción fue vigorosamente
defendida por muchos científicos del siglo xix como reacción contra
el desarrollo de teorías atomistas en la física y la química, ya que no
sólo consideraban innecesarias esas teorías para sistematizar los
hechos experimentales, sino que también asignaban una prioridad
absoluta infundada a la mecánica newtoniana.9 Además, la concepción
de la ciencia que considera a ésta como descriptiva fue aceptada por
muchos pensadores que rechazaban las suposiciones del raciona­
lismo clásico y que trataban de emancipar la ciencia de toda depen­
dencia con respecto a compromisos «m etafísicos» inverificables. En
sus comienzos, en todo caso, la tesis descriptivista fue considerada
como un análisis exacto de la naturaleza de la ciencia física y como

9. Estos problem as desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo de


lo que se llama la «ciencia de la energética».

167
un arma en la lucha contra filosofías a las que se contemplaba com o
una traba para el desarrollo de la ciencia.
C om o ya hemos observado, buena parte del debate sobre la co­
rrección de la concepción descriptivista de la ciencia ha versado so­
bre términos, debido a la ambigüedad de la palabra «descripción».
Esta palabra tiene una amplia gama de significados, ninguno de los
cuales es dominante, y algunos críticos de la concepción descripti­
vista, aparentemente, nunca han tomado en serio la observación de
H um pty D um pty a Alicia de que una palabra significa exactamente
aquello que quienes la usan quieren que signifique. Sin embargo, se
suele confundir algunos de los significados de la palabra y no siem­
pre los han distinguido los defensores de la tesis descriptivista.10

10. Bastará ilustrar dos de ellos que a veces no son distinguidos. C onside­
rem os la ley experimental según la cual el período de un péndulo simple que
oscila describiendo un pequeño arco es proporcional a la raíz cuadrada de su
longitud. Si un físico fuera a someter a prueba la ley efectuando algunos experi­
mentos, el informe de sus resultados probablem ente incluiría al menos los si­
guientes puntos: una descripción del cronóm etro utilizado, de las características
importantes del péndulo, utilizado y de la manera com o se observaron los pe­
ríodos del péndulo, más un conjunto finito de números, quizás representados
p or puntos en un gráfico adjunto, cada uno de los cuales sería una medida real
de un período para una longitud dada del péndulo. Aunque el lenguaje del in­
forme podría ser técnico y m uy resum ido, estos puntos del informe son des­
cripciones en el sentido habitual de la palabra.
Por otra parte, aunque la ley del péndulo simple también puede ser una des­
cripción, lo es en un sentido un poco diferente. Así, dicha ley afirma una aso­
ciación universal entre período y longitud, no sólo para los períodos y longitu­
des de los péndulos realmente examinados, sino de cualquier péndulo. En
realidad, aunque nunca se construyen péndulos de 30 y de 120 metros de longi­
tud, la ley afirma que el período del prim ero sería la mitad del período del se­
gundo. Adem ás, se afirma la ley en la suposición de que el peso de la cuerda que
sostiene la lenteja oscilante es despreciable y que la resistencia del aire o la fric­
ción entre la cuerda y el punto de suspensión son suficientemente pequeñas
com o para que no sea necesario tomarlas en cuenta. Sin embargo, estas suposi­
ciones pueden no realizarse en los experimentos reales con péndulos, de m odo
que la ley implica una deliberada «idealización» o esquematización de lo que
sucede realmente. P or ende, si se dice que la ley es una descripción, lo es en un
sentido diferente de aquel en el cual el informe acerca de un experimento real es
una descripción. Pues a diferencia del informe, la ley «describe» algo que puede
no suceder nunca.

168
Pero estas cuestiones no nos conciernen por el momento, sino que
sólo nos interesa la concepción descriptivista de la ciencia como te­
sis relativa a la posibilidad de traducir los enunciados teóricos a
enunciados acerca de cosas observables.
La form a más radical de la tesis descriptivista es, simplemente, la
consecuente extensión de la teoría fenomenalista del conocimiento a
los materiales de las ciencias. Según esta teoría, los objetos induda­
bles y psicológicamente primitivos del conocimiento son las «impre­
siones» o «contenidos sensoriales» inmediatos de la experiencia in­
trospectiva y sensorial. Además, si se quiere evitar la postulación de
cosas intrínsecamente incognoscibles (por ser inaccesibles a la obser­
vación), es menester definir todas las expresiones que se refieren os­
tensiblemente a tales objetos hipotéticos (incluyendo los objetos físi­
cos del sentido común) en términos de esos datos inmediatos. En
consecuencia, todo enunciado empírico que contenga expresiones di­
ferentes de las que designan a esos datos (o complejos de tales datos)
deben ser traducibles, en principio, sin pérdida de significado verifi-
cable, a enunciados acerca de la sucesión o coexistencia de los objetos
presuntamente inmediatos de la experiencia. A sí como un enunciado
acerca de una nación (por ejemplo, «Alemania invadió a Francia en
1870») puede ser traducido a un conjunto de enunciados acerca de la
conducta de seres humanos individuales, así también un enunciado
acerca del Sol (por ejemplo, «la temperatura de la superficie del Sol es
de 3.000 °C ») es traducible, según esta versión del fenomenalismo, a
una clase de enunciados concernientes a contenidos sensoriales.11

11. Esta form a del fenom enalism o tiene sus raíces históricas en los escri­
tos de Berkeley, H um e y J. S. Mili. Ernst M ach tam bién pertenece a esta co­
rriente, al menos con respecto al pronunciado énfasis que da en sus escritos a
los contenidos sensoriales, com o pertenecen a ella Karl Pearson, Bertrand
Russell (en una fase de su evolución), P. W. Bridgm an y H erbert Dingle. U na
enunciación representativa y sintética de las ideas de M ach es la siguiente: «E l
m undo consiste en colores, sonidos, temperaturas, presiones, espacios, tiem ­
pos, etc., a los que ahora no llam arem os sensaciones ni fenóm enos porque
am bos términos suponen una teoría arbitraria y unilateral, sino que sim ple­
mente los llamaremos elementos. L a determinación del flujo de estos elemen­
tos, de manera mediata o inmediata, es el objeto real de la investigación física».
Ernst Mach, Popular Scientific Lectures, Chicago, 1898, pág. 209. L a form ula­
ción más com pleta de la epistem ología fenom enalista de M ach se encuentra en
su Análisis de las sensaciones.

169
H ay otra forma de la concepción descriptivista de la ciencia, afín a
la anterior, aunque en algunos aspectos menos radical, que se divor­
cia de la psicología atomística que a menudo acompaña al fenome­
nalismo, así como de la suposición de que las cualidades sensoriales
elementales son los elementos últimos y simples en los que debe ser
analizada toda otra cosa. Esta versión de la doctrina acepta la noción
del sentido común de que, normalmente, observamos de manera di­
recta palos, piedras, animales, los movimientos de los cuerpos, las ac­
ciones de los hombres, etc. Por consiguiente, toma la «experiencia en
bruto» ordinaria como punto de partida de su análisis, aunque reco­
noce que los juicios basados en tal experiencia frecuentemente son
erróneos y deben ser corregidos a la luz de la reflexión ulterior. La te­
sis que sostiene esta versión de la doctrina es que todos los enuncia­
dos teóricos son, en principio, traducibles, nuevamente sin pérdida
de contenido significativo, a enunciados del llamado «lenguaje de ob­
jeto fisicalista», esto es, a enunciados acerca de sucesos, cosas, propie­
dades y relaciones observables del sentido común y la experiencia en
bruto. Por ende, también, según esta concepción de la doctrina, la
afirmación de que las teorías son simplemente descripciones conve­
nientemente breves es, una vez más, una tesis concerniente a la posi­
bilidad de traducir enunciados teóricos, aunque en este caso se afirma
tal posibilidad con respecto al lenguaje familiar que formula los ma­
teriales de la experiencia públicamente verificable.12

Pearson era considerablemente menos sutil que M ach en la enunciación de


este punto de vista y no vacilaba en aceptar una formulación directamente «sub-
jetivista» del m ism o, formulación que Mach eludía explícitamente. « N o hay
m ejor ejercicio para la mente que tratar de reducir la percepción que tenemos de
las “ cosas externas” a las impresiones sensoriales simples mediante las cuales las
conocem os [...] N o podem os ir más allá de las impresiones sensoriales, más allá
de las terminales cerebrales de los nervios de los sentidos. D e lo que está más
allá de ellas, de las “ cosas en sí” ... sólo podem os conocer una característica [...]
[la] capacidad de producir impresiones sensoriales. N o hay necesidad alguna,
más aún, no hay lógica alguna, en el enunciado de que detrás de las impresiones
sensoriales están las “ cosas en sí” produciendo impresiones sensoriales.» Karl
Pearson, G ram m ar o f Science, ed. Everyman, Londres, 1937, págs. 60-62. Véa­
se una form ulación y una defensa más recientes del fenomenalismo en A. J.
Ayer, Language, Truth an d Logic, 2a ed., N ueva Y ork, 1950, caps. 7 y 8.
12. M ach sugiere a veces esta versión de la concepción descriptivista: «L a
comunicación del conocimiento científico siempre supone descripción, esto es,

170
Sin embargo, ambas versiones de la concepción descriptivista, tal
como las hemos interpretado, deben enfrentar serios problemas.

1. La primera versión choca con la permanente dificultad del fe­


nomenalismo: la de que, si bien se trata de una tesis acerca de la tra-
ducibilidad de enunciados teóricos al «lenguaje» de datos sensoria­
les, en realidad no existe un lenguaje autónomo de puro contenido
sensorial, ni son muy grandes las perspectivas de construir semejan­
te lenguaje. Psicológicamente, los datos sensoriales elementales no
son los materiales primitivos de la experiencia a partir de los cuales
se construyen todas nuestras ideas como se construyen las casas a
partir de ladrillos inicialmente aislados. Por el contrario, la experien­
cia sensorial normalmente es una respuesta a complejas estructuras
de cualidades y relaciones, aunque no analizados; y tal respuesta ha­
bitualmente supone el ejercicio de hábitos de interpretación y reco­
nocimiento basados en creencias e inferencias tácitas, que no pueden
ser garantizadas por ninguna experiencia momentánea aislada. Por
consiguiente, el lenguaje que usam os normalmente para describir
aun nuestras experiencias inmediatas es el lenguaje común de la co­
municación social, que incluye distinciones y suposiciones fundadas

una reproducción mimética de hechos en el pensamiento, cuyo objeto es reem­


plazar y economizar los inconvenientes de nuevas experiencias. D e igual modo,
para economizar la labor de instrucción y de adquisición, se buscan descripcio­
nes concisas y abreviadas. E s esto lo que son, realmente, todas las leyes natura­
les. Conociendo el valor de la aceleración de la gravedad y las leyes de la caída
de Galileo poseem os lincamientos simples y resumidos para reproducir en el
pensamiento todos los movimientos posibles de cuerpos que caen. U na fórm u­
la de este tipo es un sustituto completo de una tabla detallada de movimientos
de caída, porque mediante la fórmula es posible construir fácilmente los datos de
tal tabla en un momento sin recargar para nada la memoria». Popular Scientific
Lectures, Chicago, 1898, págs. 192-193. Pero puede encontrarse una enuncia­
ción más explícita de esta concepción en autores contemporáneos que se adhie­
ren a la doctrina llamada «fisicalism o». Véase O tto Neurath, «Universal Jargon
and Term inology», Proceedings o f the Aristotelian Society, vol. 41, págs. 127-
148; «Protokollsaetze», Erkenntnis, vol. 3, págs. 204-214; «Radikaler Physika-
lismus und Wirkliche Welt», Erkenntnis, vol. 4, págs. 346-362. Véase también
R udolf Carnap, «Testability and M eaning», Philosophy o f Science, vol. 3, 1936
y vol. 4, 1937; sin embargo, Carnap ha cambiado de opinión acerca de una serie
de puntos desde la publicación de este artículo.

171
en una vasta experiencia colectiva, y no un lenguaje cuyo significado
esté fijado supuestamente por la referencia a átom os de sensaciones
no interpretados conceptualmente.
En realidad, a veces es posible, en condiciones cuidadosamente
controladas, identificar cualidades simples que son captadas directa­
mente a través de los órganos sensoriales. Pero esa identificación es
el punto final de un proceso, deliberado y a menudo difícil, de aisla­
miento y abstracción, emprendido con propósitos analíticos; y no
hay elementos de juicio satisfactorios que demuestren que las cuali­
dades sensoriales son captadas com o elementos atómicos simples,
excepto com o resultado de tal proceso. Además, aunque bauticemos
a tales productos con el nombre de «datos sensoriales» y asignemos
expresiones diferentes a diferentes clases de ellos, no se puede esta­
blecer el uso y el significado de estos nombres si no es por medio de
directivas para instituir procesos que suponen actividades corpora­
les manifiestas. Por ende, sólo se puede comprender el significado de
los términos relacionados con datos sensoriales si se admiten las dis­
tinciones y suposiciones de nuestro intercambio con los objetos en
bruto de la experiencia. En efecto, esos términos sólo pueden ser
usados y aplicados como parte del vocabulario del lenguaje del sen­
tido común. En resumen, el «lenguaje» de datos sensoriales no es un
lenguaje autónomo, y nadie hasta ahora ha logrado construir tal len­
guaje. En consecuencia, si no existe tal lenguaje, la tesis de que todos
los enunciados teóricos son traducibles, en principio, al lenguaje de
contenido sensorial puro es dudosa desde un comienzo.

2. Pero, además, surgen otras dificultades en conexión con la no­


ción de traducibilidad. En el sentido familiar de la palabra «traduci­
ble», un enunciado de un lenguaje es traducible a otro lenguaje sólo
si hay en éste un enunciado (o una conjunción finita de enunciados)
equivalente en significado (o lógicamente) al enunciado dado. En este
sentido, las traducciones de un lenguaje natural a otro son cabales, a
pesar de ocasionales desacuerdos en cuanto a la corrección de las tra­
ducciones propuestas. Por ejemplo, nadie que comprenda el castella­
no y el francés dudará seriamente de que el enunciado castellano «a
temperatura constante, el volumen de una masa dada de gas es inver­
samente proporcional a su presión» es una traducción del enunciado
francés «a une méme température, les volumes occupéspar une méme
masse de gaz sont en raison inverse despressions q u ’elle supporte».

172
¿H ay alguna prueba de que todo enunciado de la ciencia y, en
particular, todo enunciado teórico sea traducible, en este sentido, a
un lenguaje fenomenalista o a un lenguaje de la experiencia en bru­
to? L a prueba sería concluyente si se introdujera realmente cada
término especial empleado en las ciencias mediante una definición
explícita (o mediante alguna otra variante de las definiciones sustitu-
tivas) cuyas expresiones especializadas pertenecieran todas al len­
guaje de la observación. Pues en tal caso, todos los términos de las
ciencias que no aparecieran en este lenguaje serían eliminados en fa­
vor de los que aparecen en él. Pero de hecho, como ya hemos obser­
vado, las nociones teóricas no se introducen de esta manera, por lo
cual la práctica científica real no ofrece apoyo a ninguna de las ver­
siones de la concepción descriptivista de la ciencia. Pero queda en
pie la cuestión de saber si, a pesar de los procedimientos empleados,
los términos teóricos no pueden ser eliminados, en principio, de
acuerdo con la tesis descriptivista.
L os defensores de esta tesis han tratado de demostrar que la res­
puesta es afirmativa y que es posible efectuar las eliminaciones con
ayuda de diversas técnicas de la lógica moderna. Estas técnicas in­
cluyen, entre otros, los recursos asociados con las definiciones por el
uso, propuestas por Bertrand Russell, y la noción de éste de sím bo­
los incompletos, recursos que en su mayoría han tenido fecunda
aplicación en la lógica formal y en la fundamentación de la matemá­
tica pura. Sin embargo, es muy dudoso que el uso de esas técnicas en
el análisis de los enunciados de la ciencia empírica haya dado hasta
ahora resultados que brinden apoyo a alguna de las versiones de la
tesis descriptivista. Raramente se toman de los materiales concretos
de las ciencias naturales ejemplos de traducciones que sea posible
efectuar con ayuda de esas técnicas; y cuando se las realiza, esas tra­
ducciones sólo son efectuadas en esbozo. Es difícil escapar a la con­
clusión de que la tesis descriptivista no es una afirmación acerca de
lo realizado en el pasado y que, en el mejor de los casos, sólo es un
programa dudosamente realizable para su análisis futuro.13

13. Q uizás el intento más am bicioso de establecer esta tesis dentro del ar­
m azón de una teoría fenomenalista del conocimiento es el de la obra de R udolf
Carnap, D er Logische A ufbau der Welt, Berlín, 1928. Pero aun aquí las defini­
ciones requeridas de expresiones que aparecen en las ciencias naturales sólo fue
esbozada. D esde entonces, Carnap no sólo ha abandonado su anterior fenome­

173
3. En verdad, existe un consenso general de que las perspectivas
de demostrar dicha tesis son oscuras, cuando se entiende la palabra
«traducible» en el sentido habitual. En las discusiones actuales, en
todo caso, la tesis ha sido considerablemente debilitada. N o se la
afirma en la form a expuesta antes, sino en el sentido de que para
todo enunciado teórico hay una clase de enunciados observacionales
lógicamente equivalentes al enunciado dado, con lo cual se deja en
suspenso el problema de si la clase es o no finita. E l objeto de esta
enmienda y el alcance de sus consecuencias se harán evidentes a tra­
vés de un ejemplo. Supongamos que la expresión «corriente eléctri­
ca» es una concepción teórica para la cual se han establecido reglas
de correspondencia adecuadas. En general, se advertiría que el enun­
ciado «por este alambre pasa una corriente eléctrica» (afirmado en
un momento determinado y para un alambre determinado) no es
equivalente en contenido, por ejemplo, al enunciado condicional de
observación «si el galvanómetro que hay en este estante fuera intro­
ducido en el circuito, la aguja del instrumento se desviaría de su
posición actual». L a equivalencia no se logra por dos razones, al me­
nos. D e la suposición de que el enunciado teórico tiene implica­
ciones relativas a la conducta de un galvanómetro cualquiera se
desprende, no un enunciado único acerca de un galvanómetro deter­
minado, sino una clase indefinidamente grande de enunciados seme­
jantes acerca de todos los instrumentos de ese tipo. Por consiguien­
te, si el enunciado original acerca de un alambre determinado es
equivalente a enunciados acerca de la conducta de los galvanóme­
tros, tal enunciado debe ser equivalente a una clase indefinidamente
grande (quizás infinitamente grande) de ellos.
En segundo lugar, la presencia de la corriente eléctrica en el alam­
bre está asociada a otros fenómenos observables, distintos de la con­
ducta de los galvanómetros. C om o es sabido, también pueden utili­

nalismo, sino también la tesis de que los enunciados teóricos son traducibles a
un lenguaje fisicalista. Véase su «M ethodological Character of Theoretical Con-
cepts», Minnesota Studies in the Philosophy o f Science (com ps., H erbert Feigl y
Michael Scriven), M ineápolis, 1956, vol. 1. Se encontrará un esfuerzo reciente en
llevar a cabo el program a de Carnap en la obra de N elson G oodm an The Strnc-
ture o f Appearance, Cam bridge, M ass., 1951. Se hallará una crítica detallada del
intento de Russell p or dem ostrar la tesis en Ernest N agel, Sovereign Reason,
Glencoe, I1L, 1954, cap. 10.

174
zarse fenómenos ópticos, térmicos, químicos y magnéticos como ele­
mento de juicio para decidir si por el alambre pasa o no una corriente.
En consecuencia, la clase de enunciados que es supuestamente equi­
valente al enunciado teórico debe contener también enunciados acer­
ca de esos otros fenómenos. Por otro lado, es difícil determinar los
miembros de esta clase supuesta; no es posible, ciertamente, especifi­
car sus componentes de una vez por todas y con detalle. Pues no po­
demos prever los descubrimientos experimentales que puedan hacerse
en el futuro, algunos de los cuales pueden suministrar otros medios
(en la actualidad insospechados) para detectar la presencia de una co­
rriente en un alambre. En consecuencia, los enunciados acerca de es­
tos fenómenos aún desconocidos, pero hipotéticamente atinentes
al problema, también deben ser incluidos en la clase equivalente al
enunciado teórico, de m odo que la variedad y el número de tales
enunciados miembros pueden ser mayores que los que podemos es­
pecificar en un momento determinado. Por ende, la enmienda men­
cionada a la tesis de la traducibilidad marcha a la par con la posibili­
dad de que esta clase hipotética no sólo sea infinitamente grande,
sino también incapaz de ser especificada definidamente.14

14. L a modificación introducida para permitir la traducción de un enuncia­


do teórico a una clase infinita de otros enunciados ha sido inspirada, en parte,
por un procedimiento análogo que se utiliza en la matemática. E s instructivo,
pues, ver cóm o opera este procedimiento en este dominio. Puede demostrarse
detalladamente que los enunciados acerca de números reales son traducibles a
enunciados acerca de clases infinitas de números racionales. Por ejemplo, puede
definirse el número real /2~ com o el conjunto de números racionales x tales que
x2 < 2, el número real VT" com o el conjunto de los números racionales y tales que
y2 < 3, y el número real V"6~ com o el conjunto de los números racionales z tales
que z2 < 6. Adem ás, el producto /2~ • \TTse define com o el conjunto de todos
los números racionales w tales que w = xy, donde x es un número racional tal
que x2 < 2 e y un número racional tal que y2 < 3. El enunciado según el cual V~2~
• = 'Í6, que se refiere a números reales, puede ser traducido entonces a un
enunciado acerca de clases infinitas de números racionales: «E l conjunto de to­
dos los números racionales cada uno de los cuales es el producto de un número
racional cuyo cuadrado es menor que 2 por otro número racional cuyo cuadra­
do es menor que 3 es idéntico al conjunto de todos los números racionales cu­
yos cuadrados son menores que 6». E s evidente, pues, que en este caso las clases
infinitas se hallan completamente determinadas, de m odo que, a este respecto,
existe una acentuada diferencia entre el ejemplo matemático y la traducción

175
Considerar o no un proceso de «traducción» de un enunciado teó­
rico a un procedimiento quizás infinito de especificar una clase pre­
suntamente equivalente, pero indefinida, de enunciados de observa­
ción es un problema puramente verbal. Tal procedimiento, en todo
caso, es diferente de lo que se entiende de ordinario por «traduc­
ción» y del sentido de la palabra con el que comenzamos la discu­
sión. Pues si bien la clase de enunciados observacionales al cual es
«traducible», de este modo, una teoría científica es, por postulación,
lógicamente equivalente a la última, se trata de una clase cuyos
miembros nunca pueden ser determinados completamente, ni con
respecto a su variedad ni con respecto a su número.

4. A veces se hace una distinción, atinente a nuestro examen en­


tre dos tipos de teorías. Al parecer, la distinción fue formulada por
primera vez en 1855 por W. J. M. Rankine, uno de los fundadores de
una corriente de la física que trató de desarrollar la termodinámica
como base de un sistema unificado de ciencia natural (llamada la
«ciencia de la energética»). Rankine declaraba que hay dos métodos
para elaborar una teoría física. Las teorías form adas por lo que él
llamaba el método «de abstracción» presuntamente formulan rela­
ciones entre propiedades comunes a clases de objetos o fenómenos
«percibidos a través de los sentidos» y no postulan nada «hipotéti­
co» o conjetural. Ejem plos de tales teorías (llamadas alternativamen­
te «abstractivas», «fenomenológicas» o «m acroscópicas») son la me­
cánica y la teoría gravitacional newtonianas, la teoría de Fourier
sobre la conducción térmica y la termodinámica clásica. Las teorías
elaboradas según el segundo método, o método «hipotético», afir­
man relaciones entre entidades hipotéticas que «no son evidentes a
los sentidos»; su validez empírica sólo puede ser juzgada indirecta­
mente, en función del acuerdo dé sus consecuencias con los resulta­
dos de la observación y la experimentación. Ejem plos conocidos de
tales teorías (para las cuales se usan frecuentemente términos tales
com o «hipotéticas», «trascendentes» y «m icroscópicas») son la teo­
ría molecular de los gases, la teoría ondulatoria de la luz y las diver­
sas teorías atómicas de la interacción química. La fam osa sentencia

propuesta de enunciados teóricos a una clase de enunciados observacionales. El


m odelo matemático no es una guía adecuada para el análisis de enunciados teó­
ricos en la ciencia empírica.

176
de Newton: «hypotheses non fin go», es entendida a menudo en el
sentido de que no aceptaba las teorías de este tipo. Rankine recono­
cía el valor heurístico de las teorías hipotéticas, pero consideraba su
utilización solamente como una etapa preliminar al desarrollo de las
abstractivas. Pues creía que éstas poseen ventajas distintivas sobre
las hipotéticas, por estar exentas de suposiciones acerca de com po­
nentes «ocultos» de los fenómenos físicos, por su aptitud para al­
canzar «ese grado de certidumbre propio de los hechos observados»
y por la mayor facilidad que ofrecen para unificar «todas las ramas
de la física en un solo sistem a».15
L a historia posterior de la física no ha confirmado las afirmacio­
nes de Rankine concernientes a los méritos superiores de las teorías
abstractivas. En verdad, los impresionantes éxitos de las teorías ato­
místicas de la materia para predecir nuevos fenómenos y unificar sis­
temáticamente grandes partes de la física y la química han persuadi­
do a muchos científicos distinguidos de que es necesario pasar de las
teorías abstractivas a las microscópicas en busca de una compren­
sión «más profunda» de los fenómenos físicos y de concepciones
más adecuadas acerca de «cóm o son realmente las cosas».16 Sin em­
bargo, los defensores de la concepción descriptivista de la ciencia ge­
neralmente consideran las teorías abstractivas como la forma ideal
de las teorías científicas, suponiendo que la tesis de la traducibilidad
sea válida para las teorías de este tipo aunque no lo sea para las mi­
croscópicas.17 Es conveniente, por lo tanto, examinar brevemente en

15. W. J. M. Rankine, «O utlines of the Science of Energetics», Miscella-


neous Scientific Papers, Londres, 1881, págs. 209-228, publicado por primera
vez en Proceedings o f the Philosophical Society o f Glasgow, vol. 3, n° 6.
16. Véase G eorg Jo o s, Theoretical Physics, N ueva York, 1934, pág. 457, y
Enrico Fermi, Thermodynamics, N ueva York, 1937, pág. x. Se hallará una ex­
posición bien informada de mucho material interesante en apoyo de esta tesis en
Emile M eyerson, Identity and Reality, N ueva York, 1930.
17. Por ejemplo, Ernst Mach enunció esta posición muy explícitamente en su
History and Root o f the Principie o f the Conservation o f Energy (Chicago, 1911,
publicada por primera vez en alemán en 1872): «E n la investigación de la natura­
leza, sólo nos las habernos con el conocimiento de la conexión de las apariencias
entre sí. Lo que nos representamos detrás de las apariencias sólo existe en nuestro
entendimiento y sólo tiene para nosotros el valor de una memoria technica o fór­
mula, cuya forma, puesto que es arbitraria y carece de importancia, varía fácil­
mente según el punto de mira de nuestra cultura» (pág. 49). Véanse, además, las

177
qué difieren los dos tipos de teorías y evaluar la afirmación de que la
tesis de la traducibilidad es válida, al menos, para una de ellas.
Es innegable que hay, prim a facie, una diferencia entre los dos tipos
de teorías. Por ejemplo, una teoría abstractiva como la mecánica y la
teoría gravitacional newtoniana (relativas a objetos macroscópicos)
aparentemente no postula mecanismos conjeturales «ocultos» como lo
hace, obviamente, la teoría molecular del calor, y parece estar «más cer­
ca» de los hechos de observación y experimentación que la teoría m o­
lecular. Sería un error, sin embargo, concluir que la teoría newtoniana
no es realmente una «teoría» en el sentido examinado en el capítulo an­
terior y que se trata, en verdad, de un conjunto de leyes experimenta­
les. Las nociones fundamentales de la mecánica newtonianas no son
ideas experimentales, aunque estén sugeridas por ideas experimentales
y se correspondan con ellas; y sólo están definidas implícitamente por
los postulados de las teorías. Esto es evidente en el caso de las nociones
de espacio absoluto y tiempo absoluto, que son fundamentales para la
formulación dada por New ton a la teoría y a las que él distinguía cla­
ramente de las ideas experimentales de espacio relativo y tiempo relati­
vo. Pero la observación también es válida para otros términos utiliza­
dos en la teoría de Newton, tales como «masa puntual», «velocidad
instantánea», «aceleración instantánea» y «fuerza». Así, cuando se in­
terpreta de manera estricta la expresión «velocidad instantánea de una
masa puntual», ésta se refiere al límite de una serie infinita de razones,
de modo que no es posible determinar por medios experimentales ma­
nifiestos la velocidad instantánea de una masa puntual.18 La observa­

págs. 54-55, y también la declaración: «L as cosas ininteligibles últimas [es decir,


“ los hechos más simples a los cuales reducimos los más com plicados”] sobre las
cuales se funda la ciencia deben ser hechos, o, si son hipótesis, deben ser capaces
de convertirse en hechos. Si se eligen las hipótesis de m odo que su objeto (G e-
genstand) nunca puede apelar a los sentidos y, por lo tanto, tampoco pueden ser
nunca sometidas a pruebas, como en el caso de la teoría molecular mecánica, el
investigador ha hecho más que ciencia, cuyo objetivo son los hechos, y esta labor
supererogatoria es un mal [...] En una teoría completa, a todos los detalles de los
fenómenos deben corresponder detalles de las hipótesis, y todas las reglas para es­
tas cosas hipotéticas deben ser también directamente transferibles a los fenóme­
nos. Pero, entonces, las moléculas son meramente una imagen sin valor» (pág. 57).
18. En el capítulo siguiente se hallará una descripción más detallada de las
nociones fundamentales de la mecánica.

178
ción se confirma también cuando se analizan otros ejemplos comunes
de teorías abstractivas, como la teoría de Fourier sobre la conducción
térmica o la termodinámica clásica. Por consiguiente, las teorías abs­
tractivas comparten con las hipotéticas esas características que distin­
guen, en general, a las teorías de las leyes experimentales.
La diferencia entre teorías abstractivas y teorías hipotéticas pa­
rece residir en otra parte.19 Se interprete o no una teoría hipotética
mediante algún modelo visualizable, no todos sus términos funda­
mentales están asociados con nociones experimentales por reglas de
correspondencia. En cambio, todo término definido postulacional-
mente de una teoría abstractiva parece estar coordinado por tales re­
glas con alguna idea, experimental. Así, la teoría de la conducción
térmica de Fourier está formulada mediante una ecuación diferencial
con derivadas parciales que contiene, en notación matemática, las si­
guientes expresiones: las «coordenadas de un punto cualquiera de
una lámina infinitamente larga», «tiem po», «temperatura en un pun­
to», «densidad en un punto», «conductividad térmica» y «calor es­
pecífico».20 Cada uno de estos térmicos teóricos corresponde a una
noción experimental. Análogamente, la teoría newtoniana de la gra­
vitación utiliza las ideas de masa, distancia, tiempo y aceleración ins­
tantánea, cada una de las cuales está asociada a alguna magnitud de-
terminable experimentalmente.
Es esta circunstancia la que da a las teorías abstractivas la apa­
riencia de ser simplemente leyes experimentales y la que hace relati­
vamente fácil hallar para ellas modelos visualizables. Además, en el

19. Esta diferencia la sugiere la penúltima oración de la cita de Mach de la


nota 17. H a sido elaborada independientemente por N orm an R. Campbell en
su Physics, tbe Elements, cap. 6, y en su What is Science?, Londres, 1921, caps. 5
y 7. Se hallará un análisis bastante similar, aunque desarrollado sobre la base de
una filosofía diferente, en H enry Margenau, The N ature o f Physical Reality,
N ueva York, 1950, cap. 5.
20. L a ecuación es:

de \ / d2e d2e d2e


----- ) = X ( --------- 1---------- 1-------
dt ) \ dx2 dy2 dz2

donde Q es la densidad, c el calor específico, 0 la temperatura, t el tiempo, X la


conductividad térmica, y x, y, z las coordenadas de un punto.

179
pasado las teorías abstractivas han sido elaboradas, en general, en es­
trecha analogía con leyes experimentales establecidas anteriormente
en campos limitados de la investigación. Por ejemplo, los estudios
experimentales sobre la conducción del calor precedieron a la teoría
analítica del calor creada por Fourier; y las ideas y leyes experimenta­
les que se desarrollaron primero sugirieron luego las nociones teóricas
y la form a matemática de la teoría. U na conexión histórica similar
existió entre otras teorías abstractivas (como la mecánica newtonia-
na o la teoría del campo electromagnético creado por Maxwell) y los
hallazgos de investigaciones experimentales previas. Sin embargo, a
pesar de tales estrechas analogías entre las teorías abstractivas y las
leyes experimentales, las analogías no dan apoyo a la afirmación de
que esas teorías son simplemente leyes experimentales, por las razo­
nes ya expuestas.21
Por consiguiente, las teorías abstractivas y las hipotéticas están
del mismo lado, en lo que concierne a su traducibilidad al lenguaje
de observación. En todo caso, nadie ha logrado demostrar todavía
cóm o puede ser traducida una teoría de uno u otro tipo, ni siquiera
en principio; y la tesis de la traducibilidad sigue siendo, con respec­
to a ambas, no una descripción de la naturaleza demostrada de alguna
teoría real, sino un program a sumamente discutible para el análisis
de enunciados teóricos. Se desprende de esto que, según la concep­
ción concerniente al estatus cognoscitivo de las teorías que hemos
considerado, la verdad y la falsedad no pueden ser predicadas de
ninguna teoría física actual, al menos hasta que se establezca su pre­
sunta traducibilidad al lenguaje observacional. En efecto, la concepción
en discusión coincide con la segunda posición mencionada antes, se­
gún la cual las teorías deben ser consideradas como instrumentos
para conducir las investigaciones, y no como enunciados acerca de
los cuales puedan plantearse con alguna utilidad problem as de ver­
dad y falsedad.

21. U na vigorosa crítica de la tesis según la cual las teorías abstractivas no


introducen supuestos «hipotéticos» o conjeturales, y una defensa de la concep­
ción según la cual las teorías abstractivas o hipotéticas no difieren esencial­
mente com o teorías se hallará en los ensayos de Ludw ig Boltzm ann «E in W ort
der Mathem atik an die Energetik» y «Ü b er die U nentbehrlichkeit der A tom is-
tik in der N aturw issenschaft», contenidos am bos en sus Populare Schriften,
Leipzig, 1905.

180 \
3. L a c o n c e p c ió n in s t r u m e n t a l is t a d e l a s t e o r ía s

La posición que llamaremos, para mayor brevedad, la concep­


ción «instrumentalista» del estatus de las teorías científicas ha reci­
bido diversas formulaciones.22 Pero si bien hay diferencias im por­
tantes entre algunas de ellas, para los propósitos de nuestro presente
examen no tiene importancia considerar individualmente dichas for­
mulaciones. En todo caso, los méritos de la concepción no dependen
exclusivamente de ninguna formulación particular. Su fuerza deriva
de su preocupación por la función real de una teoría en la investiga­
ción científica y, como consecuencia de ello, de su capacidad para
eludir una serie de dificultades que se alzan frente a otras posiciones.
La afirmación central de la concepción instrumentalista es que
una teoría no es una descripción resumida ni una enunciación gene­
ralizada de relaciones entre datos observables. Por el contrario, sos­
tiene que una teoría es una regla o un principio para analizar y repre­
sentar simbólicamente ciertos materiales de la experiencia en bruto
y, al mismo tiempo, un instrumento de una técnica para inferir enun­
ciados de observación a partir de otros enunciados de observación.
Por ejemplo, la teoría de que un gas es un sistema de moléculas en
movimiento rápido no es una descripción de nada que haya sido o
pueda ser observado. L a teoría es, más bien, una regla que prescribe
una manera de representar simbólicamente, para ciertos propósitos,
cuestiones tales como la presión y la temperatura observables de un
gas; y la teoría muestra, entre otras cosas, cuando se dispone de cier­
tos datos empíricos acerca de un gas y se los incorpora a esa repre­
sentación, de qué manera podem os calcular la cantidad de calor re­
querida para elevar la temperatura del gas determinado número de
grados (es decir, podem os calcular el calor específico de un gas). Así,
la teoría molecular de los gases no está implicada lógicamente por

22. Véase C. S. Peirce, Collected Papers, Cam bridge, M ass., 1932, vol. 2,
pág. 354; 1933, vol. 3, págs. 226-228; Frank P. Ram sey, The Foundations o f M a-
thematics, N ueva York, 1931, págs. 194 y sigs., y 237-255; M oritz Schlick, Ge-
sammelte Aufsatze, Viena, 1938, págs. 67-68; John Dewey, The Q u estfo r Cer-
tainty, N ueva York, 1929, cap. 8; W. H . W atson, On Understanding Physics,
Londres, 1938, cap. 3; Gilbert Ryle, The Concept o f Mind, N ueva York, 1949,
págs. 120-125; Stephen Toulm in, The Philosophy o f Science, Londres, 1953,
caps. 3 y 4.

181
ningún conjunto de enunciados acerca de cuestiones de observa­
ción ni tam poco (según algunos defensores de la concepción instru-
mentalista) los implica lógicamente. L a justificación de la teoría
consiste en servir com o regla o guía para efectuar transiciones lógi­
cas de un conjunto de datos experimentales a otro. En un plano más
general, una teoría funciona como «principio conductor» o «m e­
canismo de inferencia» de acuerdo con el cual se pueden sacar con­
clusiones acerca de hechos observables a partir de premisas fácticas
dadas, no com o premisa a p artir de la cual se obtienen tales conclu­
siones.
D e esta concepción se desprenden varias consecuencias, de m a­
nera directa.

1. L a concepción según la cual una teoría es una «taquigrafía


conveniente» para una clase de enunciados de observación (sea su
número finito o infinito) y la afirmación correlativa de que una teo­
ría debe ser traducible al lenguaje de observación son ambas enfo­
ques inútiles y engañosos para comprender el papel de las teorías.
E l valor de una teoría para la conducción de las investigaciones no
aumentaría si pudiera mostrarse, por azar, que es lógicamente equi­
valente a una clase de enunciados observables; y el fracaso en esta­
blecer tal equivalencia con respecto a cualquiera de las teorías de la
física no disminuye su importancia com o instrumentos para anali­
zar los materiales de la experiencia con vistas a resolver problem as
experimentales concretos y relacionar sistemáticamente leyes expe­
rimentales. D esde el punto de vista instrumentalista, además, no es
menos gratuito preguntarse si una teoría tiene un «significado exce­
dente» y cuál es su «referencia fáctica», además y por encima del
significado y la referencia que revelan su papel de organizadora de
la investigación. Pues tales preguntas, en efecto, suponen tácita­
mente una versión m odificada de la tesis de la traducibilidad, según
la cual una teoría, aunque no sea equivalente en significado a una
clase de enunciados observacionales, debe ser concebida como
equivalente a alguna otra clase de enunciados fácticos distintos de la
teoría misma. Así, esas preguntas inducen a una búsqueda descami­
nada de respuestas, no dentro del contexto real de la investigación
en la cual una teoría cumple sus funciones, sino en términos de pre­
conceptos arbitrarios con respecto a la manera de discernir el alcan­
ce de las teorías.

182
U n ejemplo simple quizás ayude a dar mayor claridad a la posi­
ción instrumentalista en lo concerniente a este punto. U n martillo es
una herramienta construida deliberadamente, con cuya ayuda pue­
den crearse relaciones definidas entre diversas «materias prim as»,
para obtener cosas tales como envases, muebles y edificios. N o es po ­
sible especificar de una vez para siempre todos los usos que puede
darse a un martillo, de m odo que los productos de su uso pueden
aumentar tanto en número como en especie. En todo caso, considera­
ríamos insensata la sugerencia de que un martillo es, en algún senti­
do corriente, «equivalente» a las cosas producidas o producibles por
su intermedio; y también consideraríamos extrañas las preguntas
acerca de si un martillo «representa» adecuadamente los productos
ya hechos con su ayuda o si, además de estos productos, el martillo
designa un conjunto «excedente» de otras cosáis que no puede ayu­
dar a producir. Según la concepción instrumentalista de las teorías,
éstas son, en aspectos importantes, como los martillos y otras herra­
mientas físicas, aunque está analogía, obviamente, falle en muchos
puntos. Las teorías son herramientas intelectuales, no físicas. Pero
son esquemas conceptuales creados deliberadamente para dirigir de
manera efectiva la investigación experimental y para poner de mani­
fiesto conexiones entre cuestiones relativas a la observación, que de
otro m odo quedarían inconexas.
Por lo tanto, es inútil intentar la traducción de una teoría a una
clase determinada de enunciados de observación. Pues la función de
una teoría como la de una herramienta física, es ayudar a organizar
«datos en bruto» y no resumir o duplicar tales datos. Según esta con­
cepción, las teorías como otros instrumentos, tienen una «referencia
fáctica», a saber, una referencia a los fenómenos para cuya explora­
ción han sido creadas y en la cual tienen un papel eficaz. Además, si
una teoría tiene un «significado excedente» aparte de los significados
asociados a ella a causa de los usos especiales que ya se le ha dado,
puede tener tal significado en uno de dos sentidos posibles: o bien en
el sentido de que se la interpreta en términos de algún modelo fami­
liar, o bien en el sentido más fértil de que, com o sucede con otros
instrumentos, sus usos ulteriores, aunque sólo estén vagamente en la
imaginación, pueden ser más amplios que los que se le asignan en un
momento determinado. L a teoría cuántica actual, por ejemplo, in­
troduce un orden sistemático en una amplia gama de fenómenos fí­
sicos y químicos. Pero los físicos, al parecer, no creen que el uso de

183
la teoría en conexión con esos fenómenos agote su capacidad de ser­
vir como principio conductor para analizar y organizar materiales
aún inexplorados. Por el contrario, los físicos continúan ampliando
las aplicaciones de la teoría, sobre la base de sugerencias más o me­
nos vagas suministradas por la teoría misma; y, aparte de los diversos
m odelos empleados para interpretar el formalismo de la mecánica
cuántica, esas sugerencias constituyen los «significados excedentes»
operativos de la teoría.

2. E s común, si no normal, formular una teoría en términos de


conceptos ideales tales como los conceptos geométricos de recta y
círculo o los conceptos más específicamente físicos de velocidad ins­
tantánea, vacío perfecto, expansión infinitamente pequeña, elastici­
dad perfecta, etc. Aunque tales nociones «ideales» o «límites» pue­
den ser sugeridas por materiales empíricos, en su mayor parte no
describen nada observable experimentalmente. En realidad, en el
caso de algunas de ellas, parece totalmente imposible que puedan ser
usadas para caracterizar alguna cosa existente, cuando se las entien­
de en un sentido literal. Por ejemplo, podem os atribuir una veloci­
dad a un cuerpo físico sólo si dicho cuerpo se desplaza una distancia
finita no nula durante un intervalo de tiempo finito y no nulo. Pero
la velocidad instantánea se define como el límite de las razones entre la
distancia y el tiempo a medida que el intervalo de tiempo tiende a
cero. En consecuencia, es difícil ver de qué manera el valor numéri­
co de este límite puede ser la medida de una velocidad real.
Sin em bargo, hay una justificación para usar tales conceptos lí­
mites al construir una teoría. C on su ayuda una teoría puede pres­
tarse a una form ulación relativamente simple; suficientemente sim ­
ple, en todo caso, com o para que se le puedan aplicar los m étodos
disponibles de análisis matemático. Sin duda, los patrones de la
sim plicidad son vagos, dependen en parte de las m odas intelectua­
les y del clima general de opinión, y varían con las m ejoras intro­
ducidas en las técnicas matemáticas. Pero de todos m odos, en la
form ulación de teorías intervienen indudablemente consideracio­
nes de sim plicidad. A pesar de que una teoría pueda emplear con­
ceptos sim plificadores, en general se la preferirá a otra teoría que
use nociones más «realistas», si responde a los propósitos de una
cierta investigación y puede ser manejada de manera más conve­
niente que la otra.

184
Por otra parte, el uso de tales conceptos límites en la formulación
de una teoría plantea dificultades a la concepción según la cual es p o ­
sible predicar significativamente de la teoría la verdad o la falsedad
tácticas. Pues se dice normalmente que un enunciado fáctico es ver­
dadero si formula alguna relación entre cosas y sucesos existentes
(en el sentido omnitemporal de «existe») o entre propiedades de co­
sas y sucesos existentes. Pero si una teoría formula relaciones entre
propiedades que manifiestamente no caracterizan (o no pueden ca­
racterizar) a las cosas existentes, no se ve bien en qué sentido pueda
decirse que tal teoría es tácticamente verdadera o falsa.
Dificultades análogas, para esta concepción, plantea la circuns­
tancia de que, en general, una teoría contiene términos para los cuales
no se dan reglas de correspondencia, se suministre o no una inter­
pretación para la teoría sobre la base de algún modelo. En conse­
cuencia, con tales términos no hay nociones experimentales asocia­
das, de m odo que los mismos tienen el carácter de variables. Pero
aunque tales términos figuren en expresiones que tienen la form a
gram atical de enunciados, muchas de esas expresiones no son enun­
ciados en absoluto, sino solamente form as de enunciados. Conside­
remos, por ejemplo, la expresión «para todo x, si x es un animal y x
es P, entonces x es un vertebrado». Esta expresión tiene la forma gra­
matical de un enunciado, pero, puesto que contiene la variable de
predicado no especificada «P », es una forma de enunciado, no un
enunciado, y no puede ser caracterizada com o verdadera o falsa. La
forma de enunciado da origen a un enunciado si se sustituyen, por
ejemplo, la variable de predicado por el predicado definido «m amí­
fero» (o se la asocia con él).23 Podemos ilustrar esta observación con
ejemplos tomados de teorías físicas reales. Ya hemos indicado que
en la teoría molecular de los gases no hay ninguna regla de corres­
pondencia para la expresión «la velocidad de una molécula indivi­
dual», aunque existe tal regla para la expresión «el valor medio de las
velocidades de todas las moléculas». Análogamente, en la ecuación
de Schródinger de la mecánica cuántica se emplea la expresión \|f (x, t)
para caracterizar el estado de un electrón. En efecto, existe una regla

23. O tra manera de obtener un enunciado a partir de la form a de enuncia­


do es «cuantificar» la variable de predicado, obteniendo así, por ejemplo, el
enunciado «hay una propiedad P, tal que para todo x, si x es un animal y x es P,
entonces x es un vertebrado».

185
de correspondencia para la expresión \|/ (x, t) y * (x, t) (donde i|r* es
el conjugado complejo de \|/), pero no existe ninguna regla semejan­
te para la misma \p (x, t). Por lo tanto, aparentemente las teorías que
contienen tales términos son formas de enunciados y no puede de­
cirse de ellas que son verdaderas o falsas.
Estas dificultades y otras semejantes no se plantean para la con­
cepción instrumentalista, ya que según ella la cuestión pertinente
con respecto a las teorías no es si son verdaderas o falsas, sino si son
o no técnicas efectivas para representar e inferir fenómenos experi­
mentales. El hecho de que las teorías contengan expresiones que no
describen ni designan nada que exista realmente, o de que no estén
asociadas con nociones experimentales, es tomado justamente como
confirmación de la tesis según la cual las teorías deben ser concebi­
das en términos de su función instrumental e intermediaria en la in­
vestigación, y no en términos de su corrección como descripciones
objetivas de algún conjunto de fenómenos. Desde esta perspectiva,
por ejemplo, no constituye una falla de la teoría molecular de los ga­
ses el hecho de que ésta emplee conceptos límites tales como las no­
ciones de partícula puntual, velocidad instantánea o elasticidad per­
fecta. Pues la tarea de una teoría no consiste en ofrecer un retrato fiel
de lo que sucede dentro de un gas, sino que debe suministrar un mé­
todo para analizar y simbolizar ciertas propiedades del gas, de modo
que, cuando se disponga de información acerca de algunas de estas
propiedades en situaciones experimentales concretas, la teoría per­
mita inferir más información que tenga un grado determinado de
precisión acerca de otras propiedades.
Análogamente, no es una fuente de inconvenientes para la posi­
ción instrumentalista el hecho de que en las investigaciones sobre las
propiedades térmicas de un gas usem os una teoría que analiza a éste
como un agregado de partículas discretas, aunque cuando estudia­
mos fenómenos acústicos en conexión con los gases utilicemos una
teoría que representa a un gas como un medio continuo. Concebidas
como enunciados que pueden ser verdaderos o falsos, las dos teorías
son manifiestamente incompatibles. Pero concebidas como técnicas
o principios conductores de la inferencia, las dos teorías son simple­
mente instrumentos diferentes pero complementarios, cada una de
las cuales es una herramienta intelectual efectiva para tratar un ám­
bito especial de cuestiones. En todo caso, los físicos no manifiestan
ningún escrúpulo en usar una teoría para tratar una clase de proble­

186
mas y una teoría aparentemente discordante para otra clase de ellos.
Emplean la amplia teoría ondulatoria de la luz, en la cual los fenó­
menos ópticos son representados en términos de movimientos on­
dulatorios periódicos, al tratar de cuestiones de difracción y polari­
zación; pero continúan usando la teoría relativamente más simple de
la óptica geométrica, que considera a la luz como una propagación
rectilínea, cuando abordan problemas de reflexión y refracción. In­
troducen consideraciones basadas en la teoría de la relatividad al
aplicar la mecánica cuántica al análisis de la estructura fina de las lí­
neas espectrales; e ignoran tales consideraciones cuando utilizan la
teoría cuántica para analizar la naturaleza de las uniones químicas.
Es posible multiplicar estos ejemplos, y si bien no prueban nada
más, muestran al menos que la verdad literal de las teorías no cons­
tituye el objeto primordial de preocupación cuando se usan las teo­
rías en la investigación experimental.
D e lo anterior no se desprende, sin embargo, que según la con­
cepción instrumentalista las teorías sean «ficciones», excepto en el
sentido totalmente inocente de que son creaciones humanas. Pues en
el sentido peyorativo de la palabra, decir que una teoría es una fic­
ción equivale a afirmar que la teoría no es fiel a los hechos, y ésta no
es una afirmación compatible con la posición instrumentalista, de
acuerdo con la cual la verdad y la falsedad no pueden predicarse
de las teorías. En realidad, es posible sostener, de manera compatible
con esta posición, que muchos de los modelos en términos de los
cuales se interpretan las teorías son ficciones (en algunos casos, has­
ta introducidos explícitamente como ficciones, como algunos de los
modelos mecánicos del éter ideados por Lord Kelvin). Al sostener
esto, solamente se afirma, o bien que no hay elementos de juicio em­
píricos que satisfagan algún criterio adoptado para determinar la
realidad física de los modelos, o bien que los elementos de juicio dis­
ponibles son negativos, de acuerdo con ese criterio. Por otro lado,
también es compatible con la concepción instrumentalista reconocer
que algunas teorías son superiores a otras, ya sea porque una teoría
sirve como principio conductor efectivo para un ámbito de investi­
gación más vasto que otra, ya sea porque una teoría suministra un
método de análisis y representación que permite inferencias más
precisas y detalladas que otra. Sin embargo, una teoría sólo es una
herramienta efectiva en la investigación si las cosas y los sucesos se
hallan realmente relacionados de tal m odo que las conclusiones que

187
la teoría nos permite inferir de los datos experimentales concuerdan
con otros hechos observados. C om o sucede con otros instrumentos,
la efectividad de una teoría como instrumento, o su superioridad
con respecto a otra teoría, depende de características objetivas de un
conjunto de fenómenos y de otras cosas que no son puro capricho o
preferencia personal.

3. L a concepción instrumentalista de las teorías aclara, a la par


que le da cierto apoyo, un interesante teorema de la lógica formal
llamado teorema de Craig.24 Explicaremos el teorema, pero omitire­
mos las complicaciones técnicas y las sutilezas. Sea L un «lenguaje»,
com o el lenguaje de la física, que no sólo contiene locuciones habi­
tualmente incluidas en el vocabulario de la lógica formal («si... en­
tonces», «no», «para todo x», etc.), sino también una clase O de ex­
presiones que designan cosas y propiedades consideradas como
«observables» en algún sentido aceptado de la palabra (por ejemplo,
«alambre de cobre», «verde» y «m ás largo que»), así como una clase
T de expresiones «teóricas» (por ejemplo, «electrón» u «onda lumi­
nosa»). Se estipula que toda expresión de L no perteneciente a la ló­
gica pertenece a una de las dos clases O y T. Además, se supone que
L es un «sistema form al», es decir, satisface una serie de condiciones
que, de hecho, el lenguaje real de la física no satisface. En primer lu­
gar, se especifica totalmente el vocabulario de L y se establecen reglas
explícitas para construir enunciados a partir de dicho vocabulario.
U n enunciado tal que todas sus expresiones no lógicas pertenecen a
O será llamado un «enunciado observacional»; un enunciado que
contenga al menos una expresión perteneciente a T será llamado «teó­
rico». En segundo lugar, se codifican las inferencias permitidas en L
en un conjunto fijo R de reglas de inferencia lógica. En tercer lugar,
L está axiomatizado, de manera semejante a la geometría.
Pero debemos decir algo más acerca de esta axiomatización. Sea
W la clase de todos los enunciados de L que son verdaderos de hecho,
ya porque sean lógicamente necesarios, ya porque formulen correc­
tamente algo que sucede contingentemente; y sea WQ el conjunto de

24. William Craig «O n Axiom atization within a System », Jo u rn al o f


Symbolic Logic, vol. 18, 1953, págs. 30-32; y en una form a menos técnica «Re-
placemént o f Auxiliary Expressions», Philosophical Review , vol. 65,1956, págs.
38-55.

188
enunciados de observación de W que no son certificables com o lógi­
camente verdaderos, mientras que WT es el conjunto análogo de
enunciados teóricos de W. L os axiomas A d e L serán, en general, una
subclase propia de W, de m odo que hay enunciados de W que no son
lógicamente equivalentes a algunos de los axiomas de A. Además, es
obvio ahora que, en la medida en que L sea una representación bas­
tante fiel aunque idealizada del lenguaje real de la física, los axiomas
contendrán tanto enunciados teóricos como observacionales. Se in­
cluirán algunos enunciados teóricos como observacionales en los
axiomas porque no todos los enunciados de observación verdaderos
son derivables exclusivamente de enunciados teóricos. Por otro
lado, también es menester incluir enunciados teóricos, porque mu­
chos enunciados observacionales no pueden ser considerados verda­
deros por razones experimentales directas (por ejemplo, los enun­
ciados de observación acerca de sucesos pasados), ni es posible
inferir lógicamente tales enunciados, sino con la ayuda de alguna
teoría, a partir de otras observaciones de las que se sabe que son ver­
daderas. En todo caso, los axiomas A, junto con todos los otros
enunciados derivables de ellos de acuerdo con las reglas de inferencia
R, constituirán la clase W de enunciados verdaderos de L. Sin embar­
go, puesto que, por hipótesis, sólo los enunciados de WQ formulan
cuestiones observables, estipularemos que el «contenido empírico»
de L está codificado por la clase de enunciados WQ, clase que puede
ser finita o infinita. Por consiguiente, a igualdad de otros elementos,
ningún dato táctico concerniente al objeto de estudio fundamental de
la física, por ejemplo, puede suministrar fundamento alguno para op­
tar entre dos lenguajes que tengan el mismo contenido empírico.
Es natural preguntarse, por lo tanto, si no será posible, después
de todo, construir un lenguaje que tenga el mismo contenido empí­
rico que L , pero no contenga ningún enunciado teórico. Ya hemos
considerado esta cuestión en conexión con la tesis de que las teorías
son traducibles a enunciados de observación y hemos llegado a la
conclusión de que tal tesis no ha sido demostrada. Pero esto no ex­
cluye la posibilidad de que pueda encontrarse otra manera de pres­
cindir de las teorías sin disminuir con ello el contenido empírico de
un lenguaje.
Este es el punto en el cual interviene el teorema de Craig. El en­
foque de Craig es diferente del adoptado por los defensores de la te­
sis de la traducibilidad. El no propone traducir teorías a enunciados

189
de observación, sino reem plazar un sistema lingüístico formal que
contenga expresiones teóricas por otro sistema formal sin términos
teóricos y que, no obstante esto, tenga el mismo contenido empírico
que el sistema inicial. M ás específicamente, Craig muestra cómo
construir un lenguaje formal L * de la siguiente manera: las expre­
siones no lógicas de L * son los términos observacionales O de L ; las
reglas de inferencia R * de L * son las mismas que R (excepto en lo re­
ferente a modificaciones secundarias); y los únicos enunciados verda­
deros cuya verdad no es de carácter lógico incluidos en los axiomas
A * de L * son enunciados observacionales, especificados mediante un
procedimiento efectivo (que es demasiado complicado para describir­
lo aquí) entre los enunciados observacionales verdaderos WQ de L . Se
puede probar entonces que un enunciado observacional £ es un teo­
rema de £ si y sólo si E es un teorema en £ * , de m odo que el conteni­
do empírico de L * es el mismo que el de L . Por consiguiente, cual­
quier sistematización de enunciados observacionales que se logre en
L con ayuda de teorías puede ser logrado en L * sin teorías. Por lo tan­
to, parecería que, desde el punto de vista de la lógica formal, las teo­
rías no son instrumentos esenciales para la organización de la física.
Sin embargo, tal conclusión no está garantizada por el hallazgo de
Craig, como él mismo observa. Pues aparte de la dificultad de que el
lenguaje de la física no es un sistema formal, y es improbable que lle­
gue a serlo debido a sus imprevisibles cambios, el método de Craig
para construir el lenguaje L * tiene dos características que disminuyen
seriamente la significación de su teorema para la investigación cien­
tífica.
En primer lugar, si bien el método muestra cómo especificar de
manera efectiva los axiomas A * de £ * , no garantiza que el número
de los axiomas sea finito (a menos que la clase W Q de enunciados ob­
servacionales verdaderos de L sea finita). El método tam poco garan­
tiza que, si A * es infinita o contiene un número de axiomas finito
pero muy grande, los axiomas queden especificados de manera tal
que sea psicológicamente posible utilizarlos con eficiencia para p ro­
pósitos deductivos. Conviene recordar que las axiomatizaciones co­
munes de diversos temas no sólo contienen un número finito de
axiomas, sino también un número relativamente pequeño de ellos. Si
el número de axiomas del tipo común fuera aún moderadamente
grande (por ejemplo, si se necesitara un millón de axiomas para la
geometría plana), sería humanamente imposible recordarlos todos, y

190
es dudoso que pudieran demostrarse teoremas significativos.25 Por
consiguiente, los axiomas para L * especificados por el método de
Craig pueden ser tan engorrosos que no se les pueda dar ningún uso
lógico efectivo.
En segundo lugar, el método de Craig procede de tal manera que
para cada enunciado E de WQ hay un axioma en L * lógicamente
equivalente a E. Por ejemplo, si E es un enunciado observacional
verdadero de L , entonces la conjunción «E y E y ... y E » (en la cual
E se repite un número calculable de veces) es un axioma de L *. En
resumen, todos los enunciados verdaderos de L * serán, en efecto,
axiomas de L *. Esta característica del método basta para hacerlo to­
talmente inútil para los propósitos de la investigación científica. Tal
conjunto de axiomas de L * no suministra ninguna formulación sim­
plificada del contenido empírico de V % ‘ sino que solamente lo refor­
mula, por lo cual los axiomas no ofrecen ninguna ventaja con res­
pecto a una mera lista de todos los enunciados de observación
verdaderos. Además, para especificar los axiomas de L * tendríamos
que conocer, antes de toda deducción hecha a partir de ellos, todos
los enunciados verdaderos de L * ; en otras palabras, el método de
Craig nos muestra cómo construir el lenguaje L * sólo después de ha­
berse completado toda posible investigación del tema de L *. El al­
cance de esta conclusión para la concepción instrumentalista de las
teorías es evidente. Pues el análisis llama la atención sobre el hecho
de que las teorías de la ciencia son importantes, no primariamente
porque sean verdaderas, sino porque sirven como guías para la in­
vestigación, la formulación y la organización de cuestiones atinentes
a hechos observables aun antes de que se demuestre la verdad (o la
probabilidad) de todos los enunciados de observación. La moraleja
que puede extraerse del teorema de Craig es que, sean o no predica­
bles de las teorías la verdad y la falsedad, ésta no es la única cuestión
importante para evaluar el lugar que ocupan las teorías en la ciencia.

25. Esta observación no queda atenuada p or el hecho de que se hayan cons­


truido varios sistemas formales sobre la base de infinitos axiomas. Pues estos
sistemas emplean lo que se llama «esquem as de acciones» cada uno de los cuales
describe una form a distintiva de un axioma que puede encarnarse en un núme­
ro infinito de enunciados específicos. Sin em bargo, aunque el numero de axio­
mas de tales sistemas sea infinito, el número de esquemas de axiom as es finito y
bastante pequeño.

191
4. Pero ya es hora de destacar algunas limitaciones del punto de
vista instrumentalista. L o s defensores de esta concepción parecen
creer, a menudo, que si se demuestra el papel instrumental de las teo­
rías, con ello se demuestra que no es correcto caracterizarlas como
«verdaderas» o «falsas». Sin embargo, no hay ninguna incompatibi­
lidad necesaria entre afirmar que una teoría es verdadera y sostener
que la teoría cumple funciones importantes en la investigación. Po­
cos negarán que enunciados tales como «la distancia entre N ueva
Y ork y Washington es aproximadamente de 225 millas» puede ser
verdadero y, al mismo tiempo, desempeñar importantes papeles en
los planes de los hombres. En realidad, la mayoría de los enunciados
que pueden ser significativamente considerados com o verdaderos o
falsos por consenso común también pueden ser estudiados por el
uso que se hace de ellos. Para resumir, del hecho de que las teorías
cumplan funciones indispensables en la investigación no se despren­
de que no puedan ser consideradas como enunciados genuinos y,
por lo tanto, no puedan ser investigadas en su verdad o falsedad.
Además, quienes caracterizan las teorías com o principios con­
ductores, como reglas de acuerdo con las cuales se extraen inferen­
cias, y no como premisas a partir de las cuales se derivan conclusio­
nes, a menudo pasan por alto la naturaleza contextual de esta
distinción. En la actualidad, es de conocimiento común que una in­
ferencia com o la que parte de las premisas «todos los hombres son
mortales» y «el D uque de Wellington es un hombre» para llegar a la
conclusión «el Duque de Wellington es mortal» utiliza de manera
tácita la regla de inferencia (o principio conductor) puramente lógi­
ca conocida com o principio del silogismo (un enunciado de la form a
«x es P » es derivable de dos enunciados de la form a «todo S es P » y
«x es 5»). El principio conductor no es una premisa de la inferencia,
y no se extrae la conclusión a partir de él sino de acuerdo con él. El
principio, además, es formal, ya que sólo se refiere a la form a de los
enunciados, independientemente de los términos que puedan con­
tener.
Pero actualmente también se admite, en general, que un argu­
mento sancionado por una regla formal de inferencia puede ser re­
construido de m odo que se pueda obtener la misma conclusión a
partir de un subconjunto de las premisas originales, de acuerdo con
un principio conductor m aterial que compense las premisas dejadas
de lado. Así, es correcto inferir «el Duque de Wellington es mortal»

192
de la única premisa «el Duque de Wellington es un hom bre», siem­
pre que adoptemos la regla material de inferencia «todo enunciado
de la forma “ x es mortal” es derivable de un enunciado de la forma
“x es un hom bre” ». En este caso, se dice que el principio conductor
es material porque menciona términos específicos que deben apare­
cer en las inferencias de la clase que el principio sanciona.
Por otro lado, este procedimiento puede ser usado a la inversa, en
general, es decir, se puede abandonar un principio conductor mate­
rial para un razonamiento y reemplazarlo por la premisa correspon­
diente. Por ejemplo, la conclusión «este trozo de alambre de cobre
será calentado» de acuerdo con el principio conductor material «un
enunciado de la form a “x se dilatará” es deducible de un enunciado
de la forma “x es cobre y será calentado” ». Pero se puede obtener
la misma conclusión sin este principio conductor, si agregamos a la
premisa original el enunciado «el cobre se expande con el calor».
Evidentemente, es una cuestión de conveniencia decidir cuál de estas
formas alternativas se dará a una argumentación. Por consiguiente,
aunque la distinción entre premisas y reglas de inferencia es correc­
ta e importante, un enunciado determinado puede funcionar como
premisa en un contexto y ser usado como principio conductor en
otro contexto, y viceversa. La observación que ilustran estos ejem­
plos simples es válida, obviamente, para los argumentos más com ­
plejos, en los cuales las teorías desempeñan un papel fundamental.
E s indudable, por ejemplo, que en muchos casos se usa o se concibe
la teoría ondulatoria de la luz como principio o técnica conductora
para inferir enunciados acerca de datos experimentalmente identi-
ficables a partir de otros datos semejantes. También es indudable
que esta manera de considerar la teoría pone de manifiesto un pa­
pel que desempeña en la investigación y que de otro m odo podría
ser pasado por alto, y que este punto de vista acerca de las teorías es
un saludable antídoto contra afirmaciones dogmáticas que preten­
dan exaltar una teoría particular como la verdad final acerca de la
«naturaleza última» de las cosas. Sin embargo, de esto no se despren­
de que las teorías no sirvan o no puedan servir como premisas en las
explicaciones y predicciones científicas, como enunciados confiables
con respecto a los cuales sea adecuado plantear cuestiones de verdad
y falsedad.
De hecho, habitualmente se presentan y se utilizan las teorías
como premisas, más que como principios conductores, tanto en los

193
tratados científicos como en memorias que informan acerca del re­
sultado de investigaciones teóricas o experimentales. Algunos de los
científicos más eminentes de la actualidad y del pasado ciertamente
han considerado las teorías como enunciados acerca de la constitu­
ción y la estructura de determinados ámbitos de fenómenos; y han
conducido sus investigaciones partiendo de la suposición de que una
teoría es un m apa de algún dominio de la naturaleza y no un con­
junto de principios p ara confeccionar m apas. Buena parte de la inves­
tigación experimental, indudablemente, se halla inspirada en el deseo
de discernir si diversas entidades y procesos hipotéticos postulados
por una teoría (por ejemplo, neutrones, mesones y neutrinos de la fí­
sica atómica actual) se producen o no en las circunstancias y con las re­
laciones enunciadas por las teorías. Pero la investigación dirigida os­
tensiblemente a poner a prueba una teoría procede partiendo de la
suposición de que la teoría afirma algunas cosas y niega otras. En re­
sumen, ni la lógica ni los hechos de la práctica científica ni el testi­
monio frecuentemente explícito de los científicos da apoyo a la afir­
mación de que la concepción de las teorías simplemente como técnicas
de inferencia no tiene alternativa válida.
Además, como ya hemos sugerido, cuando se considera una teo­
ría como principio conductor, se pueden plantear acerca de ella
cuestiones que son sustancialmente las mismas que las que surgen
cuando se usa la teoría como premisa. Pues, sea o no una teoría un
principio conductor material, éste sólo es de confiar si las conclusio­
nes inferidas de premisas verdaderas de acuerdo con el mismo están
de acuerdo con hechos de observación en un grado establecido. En
consecuencia, sólo hay una diferencia puramente verbal entre pre­
guntar si una teoría es satisfactoria «com o técnica de inferencia» y
preguntar si una teoría es verdadera «com o premisa».
Las mismas reservas deben hacerse con respecto a la afirmación
hecha por algunos defensores de la concepción instrumentalista se­
gún la cual ninguna teoría implica lógicamente enunciados de obser­
vación. Tal afirmación es obviamente correcta si se toma una teoría
com o principio conductor, puesto que una regla de inferencia no es
una premisa en las investigaciones fácticas y no es algo de lo cual
se pueda decir que implica conclusiones fácticas. Dicha afirmación
también es correcta si se la entiende en el sentido de que, aunque una
teoría sea usada como premisa, de ella sola no se desprenden conclu­
siones particulares, sino solamente cuando se estipulan reglas de co­

194
rrespondencia para la teoría y cuando se agregan como premisas
enunciados acerca de condiciones iniciales. En cambio, dicha afir­
mación es errónea si sostiene que una teoría no implica enunciados
acerca de hechos observables, aun cuando se cumplan las condicio­
nes establecidas. Pues tal aserción es refutada cada vez que se usa una
teoría de la manera indicada, por ejemplo, cuando se emplea la teo­
ría ondulatoria de la luz para explicar la aberración cromática de las
lentes.
Debem os hacer un comentario final acerca de la concepción ins-
trumentalista. Ya hemos indicado brevemente que los defensores de
esta concepción no ofrecen una explicación uniforme de los diversos
«objetos científicos» (tales como electrones y ondas de luz) mani­
fiestamente postulados por las teorías microscópicas. Pero también
podem os hacer la observación adicional de que está lejos de ser cla­
ro cómo puede sostenerse, en esta concepción, que los «objetos
científicos» son entidades físicamente existentes. Pues si una teoría
sólo es un principio conductor — una técnica para extraer inferencias
basada en un método para la representación de los fenómenos— , los
términos «electrón» y «onda de luz» presumiblemente sólo funcio­
nan como vínculos conceptuales en reglas de representación e infe­
rencia. Evidentemente, por lo tanto, el significado de tales términos
se agota en los papeles que desempeñan en la conducción de las in­
vestigaciones y el ordenamiento de los materiales de observación; y
en esta perspectiva parece excluida la suposición de que tales térmi­
nos se refieren a cosas y procesos físicamente existentes que no son
fenómenos en el sentido estricto de la palabra. En este aspecto, los
defensores de la concepción instrumentalista a veces se han contra­
dicho llanamente. Así, aunque sostenían que la teoría atómica de la
materia es simplemente una técnica de inferencia, algunos autores
han discutido seriamente la cuestión de si los átomos existen y han
afirmado que los elementos de juicio son suficientes para demostrar
que los átomos realmente existen. O tros han afirmado explícitamen­
te que los átomos y otros «objetos científicos» son enunciados gene­
ralizados de relaciones entre conjuntos de cambios y no pueden ser
cosas aisladas existentes; pero también han declarado que los átomos
están en movimiento y poseen masa. Tales incongruencias indican
que quienes incurren en ellas realmente no están dispuestos a excluir
las cuestiones de verdad y falsedad como impropias con referencia a
las teorías. En todo caso, evidentemente no es incompatible admitir

195
la corrección lógica de tales cuestiones y reconocer también la im­
portante función instrumental de las teorías.

4. L a c o n c e p c ió n r e a l is t a d e l a s t e o r ía s

¿Son las teorías «realmente» enunciados, de los cuales tenga sen­


tido predicar la verdad o la falsedad, a pesar de las dificultades que
hemos señalado en esta concepción? L o que ya hemos dicho basta
para indicar que, sea la respuesta afirmativa o negativa, la misma
puede no ser la única razonable. En realidad, los que discrepan en las
respuestas que dan a ella, frecuentemente no discrepan en cuestiones
relativas al ámbito de la investigación experimental, en cuestiones re­
lativas a la lógica formal ni en los hechos del procedimiento científi­
co. L o que a menudo los divide es, en parte, su fidelidad a diferentes
tradiciones intelectuales y, en parte, preferencias que no admiten ar­
bitraje en lo concerniente a la manera adecuada de acomodar nuestro
lenguaje a los hechos generalmente admitidos. E s Un hecho históri­
co el de que, mientras que muchas figuras distinguidas de la ciencia
y la filosofía han adoptado la caracterización de las teorías como
enunciados verdaderos o falsos y han considerado que esa caracteri­
zación es la única adecuada, otro grupo de científicos y filósofos no
menos distinguidos ha hecho una afirmación similar en favor de la
descripción de las teorías como instrumentos de investigación. Pero
un defensor de cualquiera de ambas tesis no puede citar solamente
autoridades eminentes en apoyo de su posición; con un poco de in­
genio dialéctico habitualmente puede eludir el aguijón de las obje­
ciones aparentemente serias a su posición. En consecuencia la ya lar­
ga controversia acerca de cuál de las dos concepciones es la adecuada
puede prolongarse indefinidamente. L a moraleja obvia que sé puede
extraer de tal debate es que, una vez formuladas ambas posiciones de
m odo tal que cada una de ellas pueda resolver las dificultades con las
que debe enfrentarse en primera instancia, el problema de saber cuál
de ellas es la «correcta» sólo tiene un interés terminológico.

1. Considerem os los principales obstáculos que se alzan árite


cada una de las dos concepciones en discusión, comenzando con los
que debe enfrentar la concepción de las teorías como enunciados
verdaderos o falsos.

196
a, En primer lugar, se presenta la dificultad puramente formal de
que una teoría no es un enunciado, sino sólo una form a de enuncia­
do. Pues si algunos términos de una teoría no están asociados a reglas
de correspondencia, como sucede a menudo, esos términos son va­
riables, de modo que la teoría evidentemente no satisface los requisi­
tos gramaticales de los enunciados. E s posible eludir esta dificultad
mediante un recurso formal propuesto primero por Ramsey.26 E l re­
curso consiste simplemente en introducir los llamados «cuantificado-
res existendales» como prefijos de las formas de enunciado, de modo
que la expresión resultante será formalmente un enunciado. Por
ejemplo, la expresión «si un ser humano tiene la característica P, en­
tonces tal persona tiene ojos azules» es una forma de enunciado; pero
agregando el prefijo «existe una característica P », obtenemos el enun­
ciado «existe una característica P tal que si un ser humano tiene P, en­
tonces esa persona tiene ojos azules». Análogamente, supongamos
que los términos «m asa» y «aceleración» estén asociados con reglas
de correspondencia, pero el término «fuerza» no lo esté. L a expre­
sión «si un cuerpo sufre un cambio en su movimiento, entonces el
producto de la masa por la aceleración del cuerpo es igual a la fuerza
F que actúa sobre él» es una forma de enunciado, a partir de la cual
podem os obtener el enunciado «si un cuerpo sufre un cambio en su
movimiento, entonces hay una propiedad F (medible) tal que el pro­
ducto de la masa por la aceleración del cuerpo es igual a P». En un
plano más general, sea « T (.Ai, N , P, Q)» una teoría cuyos términos
teóricos «Ai» y «A » están asociados a reglas de correspondencia,
mientras que sus términos teóricos «P » y «Q» no lo están, de modo
que « T (Af, N, P, Q)» es, por hipótesis, una forma de enunciado. En­
tonces, «existe un P y existe un Q, tales que T (Ai, N , P, Q)» es un
enunciado. Por consiguiente, este recurso basta para eludir la dificul­
tad, formal en discusión, ya que mediante su uso no se alteran las con­
secuencias observacionales que pueden derivarse de una teoría.

b. En segundo lugar, se presenta la objeción ya mencionada de


que las teorías comúnmente están formuladas en términos de con­
ceptos límites que no caracterizan nada realmente existente, de
m odo que no se puede reclamar para tales teorías una verdad fáctica
no vacía. Puede eludirse esta objeción de varias maneras. U n recur­

26. Frank P. Ram sey, op. cit., págs. 212-236.

197
so común es poner en duda la afirmación de que los conceptos lími­
tes no se aplican a cosas existentes. Sin duda, no podem os determi­
nar, por ejemplo, mediante mediciones concretas el valor de una ve­
locidad instantánea o la magnitud de alguna longitud cuyo valor
teórico se estipula igual a la raíz cuadrada de 2. Pero a menos que se
haga de la posibilidad de la medición concreta (o, con mayor gene­
ralidad, de la observación) el criterio para determinar la existencia fí­
sica, como suele decirse, esto no demuestra que los cuerpos no pue­
dan tener velocidades instantáneas, o las longitudes, magnitudes con
números reales. Por el contrario, si una teoría que postula tales valo­
res tiene adecuado apoyo de los elementos de juicio, entonces, de
acuerdo con la réplica en discusión, hay buenas razones para soste­
ner que esos conceptos límite designan ciertas fases de las cosas y los
procesos. Puesto que al poner a prueba una teoría ponem os a prue­
ba la totalidad de las suposiciones que hace — continúa la respues­
ta— , si se considera una teoría bien establecida según los elementos
de juicio disponibles, también deben ser consideradas bien estableci­
das todas sus suposiciones componentes. Por consiguiente, a menos
que introduzcam os distinciones totalmente arbitrarias, no podem os
hacer una distinción entre las suposiciones componentes y conside­
rar a algunas como descripciones de lo que existe y a otras no.
H ay otra manera de obviar la objeción en discusión. L a réplica
consiste, en este caso, en admitir que los conceptos límite son recur­
sos simplificadores y que una teoría que los utiliza no afirma, en ge­
neral, nada de lo cual pueda predicarse razonablemente la verdad li­
teral. Sin embargo, las cosas existentes poseen características que a
menudo son indistinguibles de las características «ideales» mencio­
nadas en una teoría o sólo difieren de ellas en un factor despreciable.
En consecuencia, según esta réplica a la objeción, se dice que una
teoría es verdadera en el sentido de que la discrepancia entre lo que
afirma una teoría y lo que permite descubrir aun la observación más
refinada es suficientemente pequeña como para considerarla debida
a un error experimental.

c. U n tercer tipo de dificultad para la concepción de las teorías


como enunciados verdaderos o falsos surge del hecho — sobre el
cual ya hemos llamado la atención— de que a veces se utilizan teo­
rías aparentemente incompatibles para el mismo ámbito de fenóme­
nos. A sí, un líquido no puede ser al mismo tiempo un sistema de

198
partículas discretas y un medio continuo, aunque las teorías que tra­
tan de las propiedades de los líquidos adoptan una suposición en al­
gunos casos y la suposición contraria en otros.
La respuesta habitual a esta objeción tiene dos partes. U na de
ellas es, esencialmente, una repetición de la réplica mencionada en el
párrafo anterior. Se puede usar una teoría en determinado ámbito de
investigación, aunque sea manifiestamente incompatible con otra teo­
ría también en uso, porque la primera es más simple que la segunda
y porque la teoría más compleja no brinda conclusiones, en los p ro­
blemas en discusión, que concuerden con los hechos mejor que las
conclusiones de la teoría más simple. En consecuencia, la teoría más
simple puede ser considerada en cierto sentido como un caso espe­
cial de la más compleja, y no como contraria a ésta.
L a segunda parte de la réplica dice que, si bien durante un tiem­
po se pueden usar teorías incompatibles, su uso sólo es un expedien­
te provisorio, que debe ser abandonado tan pronto se logre una teo­
ría consistente más amplia que cualquiera de las anteriores. Así,
aunque había serias discrepancias entre las teorías atómicas utiliza­
das a principios del siglo xx para explicar muchos hechos de la física
y la química, estas teorías antagónicas han sido reemplazadas por
una única teoría de la estructura atómica actualmente en uso en am­
bas ciencias. En realidad, las contradicciones entre teorías, cada una
de las cuales es útil en algún dominio limitado de la investigación, a
menudo constituyen un incentivo poderoso para la construcción de
una estructura teórica más amplia pero consistente. Por consiguiente,
un defensor de la concepción según la cual las teorías son enuncia­
dos verdaderos o falsos puede salir de dificultades alegando la cir­
cunstancia de que a veces se utilizan en las ciencias teorías incompa­
tibles; puede insistir en la posibilidad de corregir toda teoría y
negarse a atribuir una verdad definitiva a cualquier teoría. Puede ad­
mitir cómodamente que aun una teoría falsa puede ser útil para el
tratamiento de muchos problemas; y puede unir a este reconoci­
miento la afirmación de que la sucesión de teorías en cualquier rama
de la ciencia es una serie de aproximaciones cada vez mejores al ideal
inalcanzable pero válido de una teoría definitivamente verdadera.

d. Finalmente, tenemos la objeción planteada en la actualidad


contra la posición que estamos examinando e inspirada en las difi­
cultades para interpretar la mecánica cuántica en términos de algún

199
modelo conocido. Por ejemplo, tanto consideraciones teóricas como
experimentales han conducido a los físicos a atribuir a los electrones
(y a otras entidades postuladas por la teoría cuántica) características
aparentemente incompatibles y, en todo caso, desconcertantes. Así,
se atribuyen a los electrones características tales que la manera más
adecuada de concebirlos es como un sistema de ondas; por otro lado,
los electrones también tienen características que nos llevan a conce­
birlos como partículas, cada una de las cuales tiene una locación es­
pacial y una velocidad, aunque en principio no se les puede asignar
simultáneamente una posición y una velocidad determinadas. Por
eso, muchos físicos han llegado a la conclusión de que la teoría cuánti­
ca no puede ser considerada como una formulación acerca de un do­
minio «objetivamente existente» de cosas y procesos, como un mapa
que esboza — aunque sea aproximadamente— la constitución micros­
cópica de la materia. Por el contrario, tal teoría debe ser considerada
simplemente com o un esquema conceptual o una política para guiar
y coordinar experimentos.
L a réplica a esta objeción sigue un patrón ya conocido. E l hecho
de que no pueda darse a la teoría cuántica un modelo visualizable
que abarque las leyes de la física clásica, reza la respuesta, no es un
fundamento adecuado para negar que la teoría cuántica formule las
propiedades estructurales de los procesos subatómicos. Sin duda, es
conveniente tener un modelo satisfactorio para la teoría. Pero el tipo
de modelo que se considere satisfactorio en un momento dado de­
pende del clima intelectual prevaleciente. Aunque los modelos ac­
tuales para la teoría cuántica puedan parecem os extraños y hasta
«ininteligibles», no hay ninguna razón para suponer que esa sensa­
ción de extrañeza no desaparecerá a medida que nos familiaricemos
con ellos o que no se hallará eventualmente una interpretación más
satisfactoria de la teoría. Además, la presunta ininteligibilidad del
modelo actual deriva, en gran medida, de no percatarse de que pala­
bras como «onda» y «partícula» utilizadas para describirlo son usa­
das de manera analógica. U n electrón es una partícula (en el signifi­
cado habitual de la palabra) solamente en un sentido pickwickiano,
así como es un número (en el sentido en el cual es un número el
entero cardinal 3) en un sentido ampliado. Se dice que un electrón es
una partícula (o, alternativamente, una onda) porque algunas de las
propiedades atribuidas a los electrones son análogas a ciertas p ro­
piedades asociadas con las partículas clásicas (o, alternativamente,

200
con las ondas de agua familiares), aunque la analogía no sea válida
para otras propiedades. Cuando se entiende el lenguaje de «partícu­
las» y «ondas» según la manera como esas palabras son usadas real­
mente en el contexto de la mecánica cuántica, se ha sostenido, no sur­
ge siquiera una apariencia de contradicción en las caracterizaciones
de los electrones que hace la teoría cuántica. Pero sea como fuere, el
problema básico no consiste en si un modelo sustantivo particular de
los procesos subatómicos es o no satisfactorio. El problema básico es
si el formalismo matemático de la mecánica cuántica enuncia las rela­
ciones entre los constituyentes elementales de los objetos y procesos
físicos más adecuadamente que cualquier otro modelo formal dispo­
nible en la actualidad. En lo concerniente a este problema, no hay de­
sacuerdo entre los sabios competentes y la respuesta es afirmativa.
Este muestrario de objeciones a la concepción de que las teorías
son enunciados verdaderos o falsos basta para poner de relieve que
dicha concepción tiene recursos dialécticos para mantenerse frente a
críticas severas. Indudablemente, las réplicas a esas críticas pueden
hallar contrarréplicas, aunque ninguna de ellas pueda ser tal que los
defensores de la concepción atacada no logren ofrecer una respuesta
adecuada, al menos en primera instancia. Por lo tanto, es inútil llevar
más lejos este aspecto de la discusión. Volvamos ahora a algunas de
las críticas a la posición instrumentalista.

2. H em os observado dos inconvenientes principales en la posi­


ción instrumentalista, tal como se la formula habitualmente. El pri­
mero de ellos es que buena parte de la investigación experimental se
halla dirigida a buscar elementos de juicio en pro o en contra de una
teoría, tarea que es aparentemente inútil si una teoría no constituye
un conjunto de enunciados genuinos, sino simplemente una política
o una regla de procedimiento. Sin embargo, es fácil refutar esta ob­
jeción. Basta replicar que es posible realmente «poner a prueba» una
teoría buscando elementos de juicio que la «confirmen» o la «refu­
ten», pero sólo en el sentido en el cual se buscan elementos de juicio
confirmatorios o negativos para las conclusiones observacionales ex­
traídas de premisas observacionales de acuerdo con la teoría. Com o
hemos visto, el único problema que plantea esta manera de enfocar
la cuestión se refiere a la conveniencia relativa de emplear principios
conductores materiales, en lugar de puramente form ales, para re­
construir inferencias deductivas.

201
L a segunda dificultad, más seria, es que una concepción instru-
mentalista consecuente, aparentemente impide a sus adeptos admitir
la «realidad física» (o «existencia física») de todo «objeto científico»
postulado ostensiblemente por una teoría. Pues si una teoría que uti­
lice términos tales como «átom o» o «electrón» no es más que un prin­
cipio conductor, es incongruente preguntarse si «realmente hay» áto­
mos; y es desconcertante afirmar, com o hacen algunos físicos, que
debido a los elementos de juicio experimentales «referentes» al áto­
mo, «estam os tan convencidos de su existencia física com o de la de
nuestras manos y pies».
Sin embargo, no se ve muy claramente la fuerza de esta objeción,
debido a la notoria ambigüedad, si no oscuridad, de las expresiones
«realidad física» y «existencia física». En todo caso, los autores que
usan esas expresiones no las entienden, en general, en el mismo sen­
tido. Por lo tanto, será útil considerar algunos de los diferentes cri­
terios que se utilizan comúnmente, de manera explícita o tácita,
cuando se afirma o se niega la realidad física de objetos científicos ta­
les com o electrones, átomos, campos eléctricos y otros similares.

a. Q uizás el requisito más común para considerar algo com o fí­


sicamente real es que la cosa o suceso en cuestión sea percibida p ú ­
blicamente cuando se dan las condiciones adecuadas para su obser­
vación. Según este criterio, puede decirse que existen físicamente los
palos, las piedras, los fulgores de los rayos, los olores de la cocina,
etc., pero no los dolores que experimenta un hombre cuando se
tuerce un tobillo ni los elefantes rosados que un borracho puede ver
en su delirio. Sin embargo, la mayoría de los objetos científicos no
son físicamente reales en este sentido. Así, si bien las superficies ilu­
minadas son físicamente reales, según este criterio, las ondas de luz
no lo son; y aunque las condensaciones de vapor de agua que forman
rastros visibles en una cámara de Wilson son reales, las partículas
alfa que producen esos rastros (de acuerdo con la teoría física actual)
no lo son. Ciertamente, no es sobre la base de esta interpretación de
«físicamente real» que estamos convencidos de la realidad física de
los átom os como lo estamos de la de nuestras manos y pies. Por otro
lado, aun cuando algunos objetos científicos hipotéticos fueran físi­
camente reales en este sentido —por ejemplo, si pudieran hacerse vi­
sibles los genes postulados p or la teoría biológica actual de la heren­
cia— , no cambiaría el papel de las nociones teóricas de la ciencia en

202
términos de las cuales se especifican tales objetos. Por supuesto, es
muy posible que si pudiéramos percibir las moléculas, hallarían res­
puesta muchos interrogantes que aún nos hacemos acerca de ellas,
de m odo que la teoría molecular recibiría una formulación mejora­
da. Sin embargo, la teoría molecular continuaría formulando las ca­
racterísticas de las moléculas en términos relaciónales — en términos
de relaciones de unas moléculas con otras y de ellas con otras co­
sas— , no en términos de algunas de sus cualidades que pudieran ser
captadas directamente a través de nuestros órganos de los sentidos.
Pues la justificación de la teoría molecular no es suministrar infor­
mación acerca de las cualidades sensoriales de las moléculas, sino
permitirnos comprender (y predecir) la producción de sucesos y sus
relaciones de interdependencia en términos de los esquemas estruc­
turales generales en los que entran. Por consiguiente, en este sentido
de la expresión, la realidad física de las entidades teóricas es de esca­
sa importancia para la ciencia.

b. H ay otro criterio muy aceptado de realidad física que es casi


el polo opuesto del primero; ya ha sido mencionado de paso. De
acuerdo con él, todo término no lógico de una ley aceptada (experi­
mental o teórica) designa algo que es físicamente real, siempre que la
ley reciba apoyo de los elementos de juicio empíricos y la comuni­
dad científica admita que es probablemente verdadera. De acuerdo
con este criterio, entonces, no sólo se atribuye realidad física a ele­
mentos experimentalmente identificables, como la energía cinética
de una bala, la tensión de un cuerpo sometido a deformaciones me­
cánicas, la viscosidad de un líquido o la resistencia eléctrica de un
alambre, sino también a objetos teóricos como ondas de luz, áto­
mos, neutrinos y ondas de probabilidad. T odo el que utilice este cri­
terio sostendrá, por ende, que muchos objetos postulados por algu­
na teoría aceptada son cosas físicamente existentes, aun antes de que
se disponga de elementos de juicio empíricos que confirmen las su­
posiciones específicas detalladas acerca de esos objetos. Este parece
haber sido el criterio adoptado por muchos físicos contemporáneos
que creen en la existencia física de los antiprotones postulados por la
teoría cuántica, aunque hasta hace poco se carecía de elementos de
juicio experimentales definidos en su favor. Por otro lado, quienes
emplean ese criterio negarán realidad física a un objeto científico ca­
racterizado antes de tal m odo (como el flogisto postulado por la an­

203
tigua teoría de la combustión), cuando se abandona, por considerár­
sela insatisfactoria, la teoría que postula tal objeto, a menos que una
teoría diferente pero aceptable postule un objeto muy semejante.

c. U n tercer criterio de realidad física que se emplea á veces es el


de que un término que designa algo físicamente real debe figurar en
más de una ley experimental, con la condición de que las leyes sean
lógicamente independientes entre sí y que ninguna de ellas sea lógi­
camente equivalente a un conjunto de dos o más leyes. Obviamente,
puede reforzarse este requisito exigiendo que haya un número consi­
derable de tales leyes experimentales. El propósito de este requisito
es caracterizar com o físicamente reales sólo a las cosas que puedan ser
identificadas (de maneras distintas de los procedimientos utilizados
para definir esas cosas e independientemente de ellos. Por ejemplo, la
magnitud de la fuerza gravitacional de la Tierra sobre un cuerpo apa­
rece en la forma de la constante «g » en la ley de Galileo para los cuer­
pos en caída libre. Si esta fuera la única ley en la cual apareciera «g»,
entonces, según este criterio, la expresión «fuerza gravitacional» no
designaría una realidad física. Pero «g» entra en una serie de otras le­
yes experimentales, como la ley del período de un péndulo simple.
Por consiguiente, puede atribuirse realidad física a la fuerza gravita­
cional de la Tierra. En cambio, la situación parece diferente en el caso
de la noción de campo eléctrico. Podemos determinar la intensidad de
un campo eléctrico en una región introduciendo en ella un cuerpo
de prueba, de masa y carga eléctrica conocidas, y midiendo la fuerza
que se ejerce sobre este cuerpo. Se define entonces la intensidad del
campo como la razón de la fuerza a la carga del cuerpo; y es una ley
experimental el que, en condiciones específicas, esta razón tenga el
mismo valor constante para todo cuerpo de dimensiones relativa­
mente pequeñas. Aunque de esta manera el término «campo eléctrico»
entra en una ley experimental, ésta parece ser la única ley experimen­
tal en la cual aparece dicha expresión. Si esto es así, entonces, según el
criterio de realidad física que estamos considerando, no puede predi­
carse ésta de los campos eléctricos. L a aplicación de este criterio a o b ­
jetos científicos postulados por las teorías microscópicas supone
ciertas complicaciones, ya que los términos teóricos no aparecen en
los enunciados de leyes experimentales. N o s llevaría demasiado lejos
desentrañar estas complicaciones con algún detalle. En todo caso,
para nuestros propósitos actuales bastará concebir el criterio acerca

204
de la realidad física de las entidades teóricas como si afirmara que el
término teórico que se refiere ostensiblemente a tales entidades debe
estar asociado a conceptos experimentales mediante reglas de co­
rrespondencia y, además, que estos conceptos experimentales deben
figurar al menos en dos leyes experimentales lógicamente indepen­
dientes que puedan ser derivadas de la teoría. Por ejemplo, en la teoría
cinética de los gases, expresiones teóricas com o «m asa de una molé­
cula», «energía cinética media de las moléculas», «número de molécu­
las», etc., están asociadas a conceptos experimentales tales como «masa
de un gas», «temperatura de un gas» y «razón del producto de la pre­
sión y el volumen de un gas a su temperatura». Estos últimos términos
aparecen en varias leyes experimentales, como la de Boyle-Charles, la
de Dalton sobre presiones parciales o la ley según la cual a una tem­
peratura y una presión dadas la diferencia de los dos calores específi­
cos por unidad de volumen es la misma para todos los gases; todas es­
tas leyes son derivables de la teoría.
Es digno de mención el hecho de que, según este criterio de exis­
tencia física, no de toda entidad postulada por una teoría puede de­
cirse, en general, que existe, aunque la teoría en su conjunto se halle
bien confirmada por los experimentos y sea aceptada como proba­
blemente verdadera. Así, algunos físicos dudaron de la existencia fí­
sica de los neutrinos, postulados inicialmente para mantener en la
teoría cuántica el principio de conservación de la energía; y es posi­
ble que esa duda se basara en el hecho de que el término «neutrino»
no se ajustaba al requisito establecido por este criterio. Análoga­
mente, cuando Planck introdujo por primera vez la noción teórica
de cuantos discretos de energía para poder explicar la distribución de
la energía en el espectro de la radiación del cuerpo negro, los físicos
(incluyendo al mismo Planck) dudaban de la existencia de tales
cusmtos. L a situación cambió cuando la noción de cuantos de ener­
gía fue asociada a la constante «/?», que no solamente apareció en la
ley de la radiación formulada por Planck, sino también en otras le­
yes experimentales concernientes al efecto fotoeléctrico, los espec­
tros de líneas de los elementos, los calores específicos de los sólidos,
etc., todos los cuales fueron derivados de teorías que contenían la
hipótesis del cuanto como elemento componente.

d. A menudo se adopta un cuarto criterio de realidad física que


en algunos aspectos es más restrictivo que los anteriores. Según este

205
criterio, un término designa algo físicamente real, si el mismo apare­
ce en una «ley causal» bien establecida (teórica o experimental), en
algún sentido especificado de la palabra «causal». Según una versión
especial de este criterio, el término debe describir lo que se llama téc­
nicamente el «estado de un sistema físico», de m odo que si «A t» es la
descripción del estado de un sistema en el tiempo £, la ley causal afir­
ma que dicho estado es seguido (o precedido) invariablemente por el
estado A 0 en el tiempo t’ posterior (o anterior) a i . 27
Por ejemplo, en la mecánica se describe el estado de un sistema de
partículas mediante el conjunto de números que especifican las posi­
ciones y velocidades de las partículas. Dadas las posiciones y velocida­
des de un conjunto de partículas en un tiempo inicial determinado, las
leyes causales de la mecánica nos permiten determinar sus posiciones
y velocidades en cualquier otro momento. Por consiguiente, el estado
mecánico de un sistema es físicamente real. Análogamente, se describe
el estado de un sistema en la teoría cuántica mediante una cierta fun­
ción (llamada función psi) de las posiciones y energías de las partículas
elementales, donde la función es una solución de la ecuación de onda
fundamental de la teoría. La ecuación, en efecto, afirma que el estado
psi de un sistema en un momento determinado es seguido invariable­
mente por el estado psi calculable del sistema en algún tiempo futuro
especificado. Por consiguiente, según el criterio considerado, el estado
psi es físicamente real. Por otro lado, puesto que en la mecánica cuán­
tica las coordenadas de posición y velocidad de una partícula elemen­
tal individual, como un electrón, no constituyen la descripción de es­
tado de la partícula, no describen algo físicamente real. En opinión de
algunos críticos, por lo menos, no puede atribuirse realidad física a los
electrones individuales y a otras entidades subatómicas.28

e. E s digno de mención un último criterio de realidad física, se­


gún el cual es real todo aquello que es invariable bajo un conjunto

27. L a noción de «estado» será examinada con m ayor detalle en el capítulo


siguiente.
28. Véase la discusión de este punto en el debate entre dos de los principales
físicos contem poráneos, Erwin Schródinger, «A re There Q uantum Jü m p s?»,
Bñtish Jo u rn al fo r the Philosophy o f Science, vol. 3, 1952, págs. 109-123 y 233-
242; y M ax Born, «The interpretation o f Q uantum M echanics», Bñtish Jo u rn al
fo r the Philosophy o f Science, vol. 4, 1953, págs. 95-106.

206
estipulado de transformaciones, cambios, proyecciones o perspec­
tivas. U n ejemplo geométrico elemental ayudará a ilustrar la idea
general que subyace en este criterio. Imaginemos un círculo pintado
sobre una lámina de vidrio en un plano horizontal y una pequeña
fuente de luz situada perpendicularmente a cierta distancia por enci­
ma del centro del círculo. Éste será proyectado, entonces, como una
som bra sobre una pantalla paralela al vidrio, y esta som bra será tam­
bién un círculo. Supongamos ahora que hacemos rotar al vidrio al­
rededor de un eje que lo atraviesa y es paralelo a la pantalla, mientras
que la fuente de luz y la pantalla permanecen en sus posiciones ini­
ciales. Las sombras proyectadas sobre la pantalla ya no serán círcu­
los; asumirán primero la forma de elipses, y eventualmente tomarán
la form a de parábolas. Bajo esta proyección, no se conservarán en la
sombra del círculo la forma, el perímetro ni la superficie del círculo:
bajo esta proyección, no son propiedades invariantes del círcu­
lo. Pero algunas propiedades del círculo son invariantes bajo esta
proyección. Por ejemplo, si se pinta sobre el vidrio una recta que in­
terseque con el círculo, la sombra de ésta siempre intersecará con la
sombra del círculo en dos puntos. Si se aplicara el criterio en cues­
tión a este ejemplo, deberíamos decir que ni la forma, ni el períme­
tro, ni la superficie de la figura del vidrio son una realidad física, sino
que sólo son físicamente reales las propiedades de la figura invarian­
te en la proyección (tales como la mencionada).
E s evidente que, según este criterio, pueden ser caracterizadas
como realidades físicas diferentes tipos de cosas, según el conjunto
de transformaciones que se especifique para este propósito. Así, al­
gunos pensadores han negado realidad física a las cualidades senso­
riales inmediatas, ya que éstas varían con las condiciones físicas, fi­
siológicas y hasta psicológicas. Esos pensadores han reservado el
nombre de «realidad física» a las llamadas «cualidades primarias» de
las cosas, cuyas interrelaciones son independientes de los cambios fi­
siológicos y psicológicos, y están formuladas por las leyes de la físi­
ca. Análogamente, el valor numérico de la velocidad de un cuerpo
no es invariante cuando el movimiento del cuerpo es referido a di­
versos marcos de referencias, de m odo que, según este criterio, la ve­
locidad relativa no es una realidad física. M uchos sabios que han es­
crito sobre la teoría de la relatividad han sostenido, de hecho, que
las distancias espaciales y las duraciones temporales tal como las
concibe la física prerrelativista no son físicamente reales, puesto que

207
no son invariantes para todos los sistemas que se mueven, unos con
respecto a otros, a velocidades relativas constantes. Según esos auto­
res, sólo debe atribuirse realidad física a esas características de las co­
sas que son formuladas por las leyes invariantes de la física relativis­
ta (como la energía cinética relativista de un cuerpo o su momento
relativista). De manera análoga, se ha atribuido realidad física a en­
tidades teóricas como los átomos, los electrones, los mesones, las
ondas de probabilidad, etc., porque satisfacen alguna condición esti­
pulada de invariancia.
Para evitar posibles equívocos, quizás conviene subrayar que los
criterios mencionados en el examen precedente pretenden explicar el
significado presunto, en una serie de contextos, de las atribuciones
de realidad física. Por lo tanto, no debe interpretarse erróneamente
la atribución de realidad física en cualquiera de los sentidos indica­
dos. N o debe entenderse que ellos implican que una cosa caracteri­
zada de tal m odo tiene un lugar en el esquema de las cosas que con­
trasta con el de otras cosas a las cuales se asignaría el denigrante
calificativo de «mera apariencia» o que, además de satisfacer los re­
quisitos especificados por el criterio correspondiente, la cosa en
cuestión es en algún aspecto más valiosa o fundamental que cual­
quier otra no caracterizada de ese modo. En verdad, muchos cientí­
ficos y filósofos han usado a menudo el término «real» con un sen­
tido honorífico, para expresar un juicio de valor y atribuir un estatus
«superior» a las cosas afirmadas como reales. Q uizás hay una au­
reola de connotaciones honoríficas siempre que se emplea tal pala­
bra, a pesar de declaraciones explícitas en sentido contrario y cierta­
mente en detrimento de la claridad. Por esta razón, sería deseable
desterrar totalmente el uso de dicha palabra, pero, tal como están las
cosas, los hábitos lingüísticos se hallan demasiado profundamente
arraigados y demasiado difundidos para que sea posible efectuar tal
destierro. Por consiguiente, hemos agregado estas observaciones de
advertencia para aclarar que todo denigrante contraste que pueda ser
sugerido por la palabra «real» es ajeno a nuestro examen.
D e todos m odos, esta breve lista de criterios no agota los senti­
dos de los términos «real» o «existe» que pueden distinguirse en las
discusiones acerca de la realidad de los objetos científicos. Pero es
suficientemente larga como para indicar que un defensor de la con­
cepción instrumentalista no puede dar una respuesta no ambigua a la
ambigua pregunta de si es congruente con su posición aceptar la rea­

208
lidad física de cosas como átomos y electrones. Y, además, es sufi­
cientemente larga como para sugerir que hay algunos sentidos, al
menos, de las expresiones «físicamente real» y «existe físicamente»
en los cuales un instrumentalista de mente irónica puede reconocer
la realidad o existencia física de muchas entidades teóricas.
Más específicamente, si se adopta el tercero de los criterios ante­
riores para especificar el sentido de «físicamente real», es totalmente
evidente que la concepción instrumentalista es compatible con la
afirmación de que los átomos, por ejemplo, tienen realidad física. De
hecho, muchos instrumentalistas hacen tal afirmación. H acer esta
afirmación equivale a sostener que hay una serie de leyes experi­
mentales bien establecidas relacionadas de determinada manera en­
tre sí y con otras leyes mediante una teoría atómica dada. En resu­
men, afirmar que los átomos existen, en este sentido, equivale a
afirmar que los elementos de juicio empíricos disponibles son sufi­
cientes para establecer la validez de la teoría como principio con­
ductor en un extenso dominio de la investigación. Pero como ya he­
mos observado* ésta sólo difiere en un plano puramente verbal de la
afirmación según la cual la teoría se halla tan bien confirmada por los
elementos de juicio que se la puede aceptar, tentativamente, como
verdadera.
L os defensores de la posición instrumentalista pueden reservar
su juicio, por supuesto, en lo referente a si existen en realidad otras
entidades teóricas postuladas por la teoría, ya que los requisitos para
su realidad física estipulados por el criterio adoptado pueden no
cumplirse claramente. Pero en lo relativo a tales problemas particu­
lares, los defensores de la concepción según la cual las teorías son
enunciados verdaderos o falsos pueden tener vacilaciones similares.
En consecuencia, es difícil eludir la conclusión de que, cuando se
enuncian con cierta circunspección las dos concepciones aparente­
mente opuestas acerca del estatus cognoscitivo de las teorías, cada
una de ellas puede asimilar a su formulación no solamente los he­
chos concernientes al tema principal explorado por la investigación
experimental, sino también todos los hechos pertinentes relativos a
la lógica y a los procedimientos de la ciencia. En resumen, la oposi­
ción entre estas concepciones es un conflicto acerca de maneras de
hablar preferidas.

209
Capítulo VII

LAS EXPLICACIONES MECÁNICAS


Y LA CIENCIA DE LA MECÁNICA

En los capítulos precedentes nos hemos ocupado casi con exclu­


sividad de una serie de cuestiones generales centradas en los análisis
actuales y anteriores del carácter de las explicaciones que siguen el
patrón deductivo. Sin embargo, surgen problemas adicionales cuan­
do se examina la estructura de las explicaciones en diversos campos
especiales de la ciencia aunque se restrinja la atención a las explica­
ciones del tipo deductivo. Por lo tanto, debemos considerar algunos
de estos temas más particulares, pero tendremos que examinarlos
dentro del contexto de los sistemas especiales de explicaciones en los
cuales se generan. U no de estos sistemas es la mecánica teórica clási­
ca. La mecánica clásica continúa siendo una parte fundamental de la
física moderna y, al mismo tiempo, ilustra un tipo importante de ex­
plicación física, a pesar de los grandes cambios que se han producido
en la física desde comienzos del siglo xx. Por consiguiente, este capí­
tulo está dedicado a examinar qué se entiende por explicación mecá­
nica y en él analizaremos los problemas metodológicos y críticos
planteados por los axiomas de la teoría de la mecánica.1

1. ¿ Q u é e s u n a e x p l ic a c ió n m e c á n ic a ?

La mecánica fue la primera de las ciencias naturales que logró ela­


borar un sistema unificado de explicaciones para los fenómenos de
su ámbito. Mucho antes de la historia escrita, los hombres aprendie­
ron a usar máquinas simples, como palancas y ruedas, para aliviar su
trabajo y realizaron construcciones arquitectónicas e industriales
que, sin ellas, habrían sido imposibles. Sea como fuere, mediante la
observación sagaz y el método del ensayo y el error se reunió mucha
información concerniente a las propiedades mecánicas de los objetos
físicos. Sin embargo, la formulación explícita de las leyes de la mecá-

211
nica, basadas en análisis sistemáticos de relaciones mecánicas gene­
rales, al parecer sólo comenzó con la Antigüedad clásica. U na rama
de la mecánica, la estática, llegó a una etapa avanzada de su desarro­
llo en la época de Arquímedes, en el siglo n i a. C . Sin embargo, los
intentos por extender esos análisis al movimiento de cuerpos que no
están en equilibrio no fueron totalmente exitosos hasta las grandes
realizaciones de Galileo y N ew ton. U na larga serie de científicos
posteriores — D ’Alembert, Lagrange, Laplace, G auss y Hamilton,
para mencionar sólo unos pocos de los nombres más ilustres— fi­
nalmente modelaron y elaboraron los principios fundamentales de
esta ciencia y los aplicaron a un número asom brosam ente grande
de dom inios diversos.
A mediados del siglo xix, la mecánica era reconocida como la
ciencia física más perfecta, que encarnaba el ideal hacia el cual de­
bían tender todas las otras ramas de la investigación. En realidad, los
pensadores destacados, tanto físicos como filósofos, sostenían que la
mecánica era la ciencia básica y última, y que los fenómenos estudia­
dos por todas las otras ciencias naturales podían y debían ser expli­
cados en términos de las nociones fundamentales de la mecánica.
«En la filosofía verdadera — declaraba H uygens en el siglo xvn— se
conciben las causas de todos los efectos naturales en términos de
movimientos mecánicos. En mi opinión, debemos necesariamente ac­
tuar de este m odo o, en caso contrario, renunciar a toda esperanza de
comprender nada de la física». L a convicción de H uygens fue reite­
rada por científicos destacados durante los 250 años siguientes. A sí
H ertz declaraba que «todos los físicos sostienen unánimemente que
la tarea de la física es reducir los fenómenos de la naturaleza a las le­
yes simples de la mecánica».1Todavía en 1909, Painlevé, un eminen­
te matemático francés, sostenía que «la mecánica es el fundamento
necesario de las otras ciencias, al menos en la medida en que éstas
quieran ser precisas».12 H uygens expresó la creencia, compartida por

1. Christian H uygens, Treatise on Light, Chicago, s. f., pág. 3; Heinrich


H ertz, D ie Prinzipien der Mechanik, Leipzig, 1910, pág. xxix.
2. Paul Painlevé, Les axiomes de la mécanique, París, 1922, pág. 3. Este en­
sayo apareció por prim era vez en 1909. C om o ejemplo de opinión filosófica,
podem os citar la afirmación de W undt según la cual «la mecánica es el comien­
zo y el fundamento de toda ciencia natural explicativa. E s la ciencia natural más
general, en la medida en que se intente reducir, sobre la base del postulado de la

212
muchos científicos modernos, de que las explicaciones en términos
mecánicos son la única alternativa a la filosofía oscurantista y a la fí­
sica verbal de un escolasticismo decadente.
L a importancia histórica de la ciencia de la mecánica bastaría por
sí misma para hacerla digna de un cuidadoso estudio, pero hay razo­
nes adicionales para dedicarle especial atención. En primer lugar, ex­
hibe de manera relativamente simple el tipo de integración lógica
que tratan de alcanzar otras ramas de la ciencia; y, por lo tanto, ilus­
tra distinciones lógicas y metodológicas que en otras teorías científi­
cas sólo se hallan ejemplificadas de maneras recargadas con mayores
complicaciones técnicas. En segundo lugar, su preeminencia de an­
taño como la ciencia más universal y más perfecta, y su ulterior caí­
da de esta posición, ha provocado calurosas controversias concer­
nientes a la eficacia del método científico, tal como se lo concebía y
practicaba tradicionalmente; y esas discusiones no pueden ser com­
prendidas sin ideas claras acerca de la naturaleza y de los límites de
las explicaciones mecánicas. Así, se repite a menudo que muchas de las
suposiciones y m odos de análisis asociados con la mecánica clásica
—por ejemplo, suposiciones concernientes al carácter «estrictamen­
te causal» o «rigurosamente determinista» de los procesos naturales,
o concernientes a la posibilidad de elaborar teorías adecuadas que
conciban los procesos complejos en términos de otros más elemen­
tales^— ya no reciben apoyo de los avances recientes en las ciencias
naturales y deben ser abandonados en favor de concepciones dife­
rentes acerca del método científico. En tercer lugar, si bien la mecá­
nica ha caído de la posición eminente que ocupó antaño, han surgi­
do nuevos defensores de una ciencia universal de la naturaleza, a la

permanencia de la sustancia material, todos los fenómenos naturales dados a los


sentidos externos a los fenómenos que estudia la mecánica, esto es, a los movi­
mientos de los cuerpos y de sus partes». Wilhelm W undt, Logik, 3* ed., vol. 2,
pág. 274. Véanse también las opiniones de Kirchhoff y Helmholtz. Kirchhoff
declaraba que «el más alto objetivo al cual las ciencias naturales se ven obligadas
a aspirar, pero que nunca alcanzarán, es [...] en una palabra, la reducción de to­
dos los fenómenos de la naturaleza a la mecánica». C itado por J. B. Stallo, Con-
cepts o f M odem Physics, N ueva York, 1884, pág. 18. Helm holtz sostenía que «el
objeto de las ciencias naturales es hallar los movimientos sobre los cuales se ba­
san todos los otros cambios, y sus fuerzas motrices correspondientes; es decir,
resolverse en la mecánica». Ibid.

213
cual deben ser «reducidas» todas las otras ciencias. Pero sólo es p o ­
sible comprender estas diversas posiciones si se tiene al menos rela­
tivamente en claro las características distintivas de las explicaciones
en «térm inos m ecánicos», y sólo si se hacen explícitas las circuns­
tancias en las cuales una teoría puede servir como sistema universal
de explicación. Por ende, el examen del carácter de las explicaciones
mecánicas promete sustanciales recompensas y a él nos dedicaremos
ahora.

1. i Q ué es, pues, una explicación mecánica? Aunque las palabras


«mecánico» y «mecánica» fueron empleadas por H uygens y sus su­
cesores en un sentido bastante precisó, en el lenguaje popular y has­
ta en discusiones técnicas se las usa ambiguamente y sólo son, en el
mejor de los casos, términos vagamente definidos. E s conveniente
destacar de manera breve desde el principio la variedad de contextos
en los cuales aparecen con frecuencia y especificar luego el sentido
de «mecánica» y «mecánico» que es propio de la ciencia de la mecá­
nica. Estas palabras aparecen a menudo en exposiciones acerca de
palancas, poleas y relojes de péndulo, pero no son menos comunes
en las exposiciones referentes a los automóviles modernos, a relojes
eléctricos y a cámaras fotográficas. También muchos libros conside­
ran com o tema explícito suyo la mecánica de procesos tan diversos
com o la audición, la respiración, la transmisión de caracteres heredi­
tarios o el funcionamiento de las organizaciones políticas; y las in­
vestigaciones que proceden de acuerdo con la suposición de que los
organismos biológicos son compuestos fisicoquímicos, frecuente­
mente son caracterizadas como ilustraciones del «materialismo me-
canicista». Además, a veces se describen como «mecánicas» las res­
puestas superficiales de los seres humanos a las diversas situaciones
sociales en las que puedan verse implicados; y a menudo se describen
de la misma manera ciertas composiciones musicales y poéticas, así
como ciertas teorías de la música y la poesía.
Puede decirse que no hay ningún núcleo de significado preciso
común a esos variados usos de las palabras «mecánica» y «mecáni­
co». E s obvio, en verdad, que el sentido de «mecánico», cuando se
usa tal palabra en juicios para evaluar realizaciones humanas, es to­
talmente extraño al sentido de dicha palabra en los contextos de aná­
lisis teóricos de las ciencias naturales. Adem ás, aun en estos últimos
contextos, no siempre tiene el sentido asociado a ella en la ciencia de

214
la mecánica. Com o revelan los ejemplos anteriores, no sólo se em­
plea comúnmente esa palabra en los análisis de problemas estudia­
dos específicamente por la ciencia de la mecánica, sino también en
los procesos térmicos, electromagnéticos, ópticos, químicos, fisioló­
gicos y sociales, que no son explicados habitualmente en términos
de las nociones características de esas disciplinas. En un sentido am­
plio de «mecánico», toda respuesta a preguntas tales como «¿cóm o
funciona?» o «¿cóm o está hecho?» es, evidentemente, una explica­
ción mecánica, sean cuales fueran los factores determinantes de los
procesos en discusión sobre los cuales llama la atención la respuesta.
Por consiguiente, en este sentido amplio del término, todas las cien­
cias de la naturaleza ofrecen explicaciones mecánicas, en la medida
en que todas las ciencias especiales tratan de descubrir las condicio­
nes en las cuales se producen cosas y sucesos, y de formular las leyes
que expresan tales relaciones de dependencia. Sin embargo, cuando
se usa la palabra de esta manera muy general, la convicción de H uy-
gens ya citada apenas afirma algo más que una perogrullada. Pues
aun en los contextos de investigación de la conducta humana, pro­
bablemente los únicos que disientan de esta interpretación sean
aquellos que creen que, cuando se investigan las diversas condicio­
nes de las cuales depende la «vida interior del hombre», se está «m a­
tando significados con explicaciones». Por lo tanto, para apreciar lo
que H uygens quiso decir y lo que los historiadores de las ideas tie­
nen in mente cuando caracterizan ciertos períodos del desarrollo
científico como dominados por la idea de explicación mecánica, de­
bemos examinar el sentido de «mecánica» o «mecánico» que es es­
pecífico de la ciencia clásica de la mecánica.
Sin embargo, aunque las definiciones comunes de la ciencia de la
mecánica suministran importantes indicios acerca de su sentido, las
mismas no son muy reveladoras si no se las somete a un análisis muy
minucioso. Las definiciones habituales son variantes de la definición
de Maxwell, según la cual la mecánica es la ciencia de la materia y el
movimiento,3 y tales definiciones ciertamente delimitan de una ma­

3. M átter an d Motion es el título del libro de J. C . Maxwell, publicado por


primera vez en 1877. Algunas definiciones típicas de otros autores son las si­
guientes: «D ie reine Mechanik [...] [ist die] Lehre von denjenigen Erscheinun-
gen, bei welchen auschlieslich Bewegungen ins Auge zu fassen sind, ais sie sich
mit der Bew egung materielle Punkte, starre, flüssiger und elastische feste

215
ñera general el ámbito de esa ciencia; por ejemplo, en primera ins­
tancia, las reacciones químicas están excluidas de su dominio. Sin
embargo, hay pocas ramas de la física —-si es que hay alguna— que
no puedan ser consideradas como investigaciones acerca de los m o­
vimientos de la materia. Por ejemplo, las limaduras de hierro en pre­
sencia de una barra imantada adoptan posiciones definidas, al igual
que una aguja imantada en presencia de un alambre por el cual pasa
una corriente eléctrica. Pero aunque estos ejemplos son ilustrativos
de la materia en movimiento, de tal m odo que, según la definición de
Maxwell, deberían form ar parte del campo de la mecánica, en reali­
dad se los excluye de ésta. L a definición propuesta, por lo tanto, no
deja muy en claro cuáles son los límites reales de la ciencia de la me­
cánica — en realidad, la palabra «materia» es demasiado imprecisa
para poder definir nada claramente mediante ella— y debemos bus­
car más a fondo una descripción adecuada del carácter de las expli­
caciones mecánicas.*4

2. E l método más directo y satisfactorio para establecer el ámbi­


to de una ciencia y el carácter distintivo de sus explicaciones es exa­

K órper bescháftigen»; Gustave Kirchhoff, Vorlesungen über M athem atische


Physik, M echanik, 3a ed., Leipzig, 1883, pág. III. «D ie Mechanik ist die Lehre
von der Bewegungen der N aturkórper, d. h., der Ortsveránderungen [...] der-
selben, welche mit keinerlei Ánderung ihrer übrigen Eigenschaften verbunden
ist»; Ludw ig Boltzm ann, Vorlesungen über die Prinzipien der M echanik, Leip­
zig, 1897, vol. 1, pág. 1. «D ie M echanik ist die Lehre von der Bew egung»; A.
V oss, «G rundlegung der M echanik», en Encyklopadie der m athem . Wissens-
chaften, Leipzig, 1901, vol. 4, parte I, pág. 12. «D ie Mechanik is die Lehre von
den Bewegungsgesetzen materielle K orper»; M ax Planck, Einführung in der
Allgem einen M echanik, Leipzig, 1921, pág. 1. «L a mecánica [...] se define, en el
sentido específico, com o el estudio de las leyes del movimiento de los cuerpos
materiales, es decir, de los cam bios relativos de posición de tales cuerpos en el
tiem po»; Nathaniel H . Frank, Introduction to M echanics an d H eat, N ueva
Y ork, 1939, pág. 3.
4. U na sugerencia útil concerniente al tema de estudio real de la mecánica la
suministra la etimología de la palabra «mecánica». L a palabra deriva de la expre­
sión griega para designar un artefacto, considerando los artefactos com o recursos
para elevar pesos, tales como palancas, planos; inclinados, cuñas y ruedas y ejes. El
estudio de tales máquinas, con el propósito de descubrir las diversas ventajas que
poseen, aún es considerado com o una tarea propia de la ciencia de la mecánica.

2 16
minar las leyes y teorías generales — cuando se dispone de tales teo­
rías— que constituyen, en una etapa determinada de su desarrollo,
las premisas últimas de sus explicaciones. Afortunadamente, es posi­
ble lograrlo en el caso de la mecánica clásica, pues el contenido de
esta ciencia está bastante bien delimitado dentro del marco de ideas
que suministran los «axiom as» o «leyes» newtonianos fundamenta­
les acerca del movimiento. Será suficiente, por lo tanto, examinar esos
axiomas y desprender de ellos las características esenciales de las ex­
plicaciones mecánicas.5

5. D ebem os hacer algunos com entarios en lo concerniente a la elección de


las form ulaciones newtonianas com o base de nuestro examen. P or supuesto,
hay otras form ulaciones de la teoría de la mecánica, p o r ejem plo las de La-
grange y H am ilton. E stas form ulaciones alternativas perm iten analizar m u­
chos problem as com plejos con m ayor facilidad y flexibilidad que en términos
de la form ulación newtoniana. Sin em bargo, estas alternativas son matemáti­
camente equivalentes al esquem a newtoniano, y nada ganaríam os con usar
com o punto de partida una de estas alternativas que son generalmente menos
familiares. Adem ás, algunas de estas sistem atizaciones alternativas de la m ecá­
nica adoptan nociones teóricas primitivas diferentes de las de N ew ton. Por
ejemplo, en el sistem a newtoniano, las nociones fundam entales son las de es­
pacio, tiem po, fuerza y masa; en el sistem a propuesto p or los exponentes de la
ciencia de la energética, las ideas básicas son las de espacio, tiem po, energía y
masa; y en la presentación hertziana de la mecánica, las nociones fundam enta­
les son las de espacio, tiem po y masa. A sí, parece haber una falta de unanim i­
dad entre los m ism os físicos acerca de cuáles son las ideas cardinales de la m e­
cánica; y en la m edida de este desacuerdo, puede haber también divergencias
acerca de lo que constituye el carácter esencial de una explicación mecánica.
Pero, en realidad, esta falta de unanim idad no tiene im portancia para nuestros
propósitos, pues surge de circunstancias que son análogas a las diferencias en­
tre form ulaciones alternativas de la geom etría euclídea que emplean ideas p ri­
mitivas diferentes para construir el sistema. Pues aunque un sistem a de mecá­
nica pueda rechazar la noción de fuerza com o idea teórica prim itiva y hasta
puede prescindir totalm ente del uso de la palabra «fu erza», siempre es posible
introducirla en el sistem a mediante una definición nominal. Adem ás, com o
pronto pondrem os en evidencia, las diferencias entre form ulaciones de la m e­
cánica del tipo indicado no prejuzgan en m odo alguno el resultado principal
del análisis de la explicación mecánica. Finalm ente, hay form ulaciones de la
teoría de la mecánica que se acercan m ucho al esquem a newtoniano, pero que
(com o la form ulación de Boltzm ann) hacen m ás explícitas que la de N ew ton
las diversas suposiciones sobre las cuales se desarrolla el sistema. E sto haría

217
L os tres axiomas o leyes del movimiento de N ew ton fueron
enunciados por éste de la siguiente manera:

I a ley: T o d o cuerpo persevera en su estado de re p o so o de m ov i­


m iento rectilíneo un iform e, a m enos que se vea o b ligad o a cam biar de
estado p o r fuerzas exteriores a él.
2a ley: L a alteración del m ovim iento es siem pre p ro p o rcio n al a la
fuerza aplicada, y se p ro d u ce en la dirección de la recta a lo largo de la
cual actúa dicha fuerza.
3a ley: A to d a acción se o p on e siem pre una reacción igual, o las ac­
ciones recíprocas de d o s cu erpos son siem pre iguales y dirigidas en sen ­
tid o s contrarios.

Cuando se traducen estos axiomas a la terminología actual y la


notación moderna del análisis matemático, la teoría newtoniana de
la mecánica afirma:
A. Si las fuerzas externas F que actúan sobre un cuerpo (cuya
cantidad de movimiento a lo largo de una recta es mv) son iguales a
0, la variación en el tiempo de mv (que puede ser 0 en el caso límite,
de m odo que el cuerpo esté en reposo con respecto a esa recta)

. ., . . _ . d {mv)
también es igual a cero. Esto es, si F = 0, entonces---------- = 0, don-
dt
de v es un vector, o magnitud orientada, y m es la masa. En la me­
cánica clásica, se supone que la masa de un cuerpo, a la que N ew ton
llamó «cantidad de materia», es una propiedad invariable de los

pensar que una de estas form ulaciones m ás cuidadosas debería ser la base de
nuestro examen. Sin em bargo, aunque estas enunciaciones m ás recientes de la
teoría de la mecánica son inapreciables para la discusión de ciertos problem as
que plantea esta ciencia, los refinam ientos que introducen no son obviamente
atinentes a nuestros problem as presentes; y cuando las necesitem os, recurrire­
m os a ellas.
H ay varios intentos recientes p o r introducir las normas m odernas del rigor
en las axiomatizaciones de la mecánica newtoniana. Véanse J. C . C . M cKinsey,
A. C . Sugar y Patrick Suppes, «A xiom atic foundations o f Classical M echanics»,
Jo u rn al o f R ational Mechanics an d Analysis, vol. 2, 1953, págs. 253-272; H er-
bert A. Simón, «The Axiom s of N ew tonian M echanics», Philosophical M agazi-
ne, vol. 33,1947, páginas 888-905.

218
cuerpos y no está afectada por su movimiento. Por consiguiente, la
fórmula del primer axioma puede ser expresada así: si F = 0, entonces

dv dv
m = 0, o, finalmente: si F = 0, entonces = 0.
dt dt

B. Si la fuerza externa que actúa sobre un cuerpo de masa m es E,


entonces la variación en el tiempo de la cantidad de movimiento mv
del cuerpo es proporcional a la magnitud de i 67y tiene una dirección
que sigue la recta a lo largo de la cual se ejerce la fuerza F. Es decir,
d (mv)
= kF, donde «k» es una constante de proporcionalidad y F
dt

d (mv)
y son vectores que tienen la misma dirección (se puede
dt
dv
transformar la fórmula del segundo axioma en m = kF. M e­
~dt

diante una adecuada elección de unidades, es posible hacer a k igual


a la unidad; y si llamamos aceleración a la variación de la velocidad
en el tiempo, y la representamos mediante un vector a> es posible
enunciar la segunda ley en la conocida forma: ma = F).b

C. Si F ab es la fuerza que un cuerpo B ejerce sobre un cuerpo A,


entonces hay una fuerza FBAque A ejerce sobre 2?, tal que F BAes igual
en magnitud, pero de sentido opuesto a FAB. Es decir FAB = —F BA,
donde las F son vectores o magnitudes orientadas.
Estos axiomas plantean inmediatamente dos importantes grupos
de cuestiones: (1) ¿Qué significado tienen los diversos términos claves

6. Para ser totalmente explícitos acerca de esta cuestión, según la concep­


ción de N ew ton, el movimiento de un cuerpo sufre alteración si hay un cambio
en su velocidad a lo largo de una línea recta o en la dirección en la cual se mue­
ve. Por consiguiente, un cuerpo sufre una aceleración durante algún período de
tiempo si aumenta o disminuye su velocidad, o si se altera la dirección de su m o­
vimiento. (Si disminuye su velocidad, sufre una aceleración negativa.)

219
de la formulación? Cuando se dice que un cuerpo está en reposo o en
movimiento a lo largo de una línea recta, ¿cuáles son las «líneas rectas»
con respecto a las cuales se supone que el cuerpo está en reposo o en
movimiento, y de qué manera se establece el «tiempo» del movimien­
to? (2) ¿Cuál es el estatus de esos axiomas? ¿Son «generalizaciones» de
la experiencia, son proposiciones cuya verdad pueda establecerse a
priori, o son «definiciones» de uno u otro tipo? Por el momento no
nos detendremos en ninguno de estos problemas, pero recibirán con­
siderable atención más adelante. L os mencionamos aquí sólo para in­
dicar las dificultades que es menester superar para llegar a una des­
cripción razonablemente completa de la estructura de la mecánica.
Sin embargo, debemos hacer ahora dos observaciones relaciona­
das con la cuestión. N ew ton afirma, en la segunda ley, que la direc­
ción de la aceleración de un cuerpo bajo la acción de una fuerza es a
lo largo de la recta sobre la cual se ejerce la fuerza. Pero si un cuerpo
tiene dimensiones espaciales apreciables y si la fuerza actúa sobre la
totalidad de él, no hay ninguna recta única que determine la direc­
ción de la aceleración, pues las diferentes partes del cuerpo estarán
aceleradas a lo largo de rectas distintas. Por consiguiente, debe su­
ponerse que los axiomas del movimiento están formulados para las
llamadas «m asas puntuales», es decir, para cuerpos cuyas masas es­
tán concentradas, en teoría, en un «punto». L a aplicación de los
axiomas al movimiento de cuerpos físicos reales, que no son, evi­
dentemente, masas puntuales, p or ende, supone una extensión de la
teoría fundamental que abarque los movimientos de sistemas de ma­
sas puntuales sujetos a fuerzas de vínculo mutuas más o menos rígi­
das. Tal extensión implica la utilización de una matemática avanza­
da, aunque no requiere la introducción de nuevas ideas teóricas: es
posible desarrollar la mecánica teórica de sólidos, fluidos y gases so ­
bre los fundamentos suministrados por la mecánica de las masas
puntuales, siempre que se conciban los cuerpos de volúmenes apre­
ciables com o sistemas de un número indefinidamente grande de m a­
sas puntuales. Pero los hechos que acabamos de destacar ponen en
evidencia que los axiomas del movimiento son enunciados teóricos,
en el sentido examinado previamente del término «teoría»; no son
enunciados acerca de relaciones entre propiedades especificadas ex­
perimentalmente, sino postulados que definen implícitamente una
serie de nociones fundamentales que en otros aspectos quedan sin
especificar por los postulados de la teoría.

2 20
L a segunda observación corrobora la conclusión que acabamos
de indicar. Aunque los axiomas newtonianos no lo indican explícita­
mente, suponen de manera tácita que es posible subdividir indefini­
damente dimensiones espaciales y períodos temporales, de modo
que las magnitudes asociadas con ellos pueden ser infinitesimalmen­
te pequeñas. Dichos axiomas también suponen que las velocidades y
aceleraciones asignadas a las masas puntuales son aquellas que éstas
poseen en el caso límite en el cual los períodos temporales implica­
dos tienden a 0, es decir, esos axiomas suponen velocidades y acele­
raciones instantáneas para las masas puntuales. Aclaremos primero
por qué tales suposiciones parecen necesarias.
Supongamos que deseamos determinar la velocidad de un auto­
móvil que se desplaza a lo largo de un camino recto y parejo; y su­
pongam os que medimos la distancia que recorre en una hora, halla­
mos que es de 30 millas y concluimos que la velocidad es de 30 millas
por hora. E s evidente que durante esa hora el automóvil puede ha­
berse desplazado a una velocidad variable y que la velocidad indica­
da puede no ser realmente la velocidad del automóvil durante nin­
guna parte de la jornada de 30 millas. La velocidad de 30 millas por
hora, entonces, representa solamente la velocidad media. Si desea­
mos obtener una descripción más detallada de las velocidades del au­
tomóvil, tendríamos que medir la velocidad durante períodos de
tiempo más cortos, por ejemplo, durante períodos de un minuto
cada uno; y podríamos hallar que durante un minuto determinado la
velocidad es de una milla por minuto, durante otro minuto la velo­
cidad es de un cuarto de milla por minuto, etc. Pero la observación
hecha acerca de las posibles variaciones en la velocidad del autom ó­
vil en una hora pueden ser repetidas, obviamente, para los intervalos
temporales de un minuto. Y se podrían tomar intervalos aún meno­
res — por ejemplo, de un segundo cada uno— durante los cuales de­
terminar sucesivamente las velocidades.
Ahora bien, este procedimiento de tomar períodos cada vez más
cortos para medir las velocidades no puede prolongarse indefinida­
mente, pues hay un límite inferior para las discriminaciones experi­
mentales que podem os hacer, tanto de intervalos espaciales como de
intervalos temporales. Pero la teoría de la mecánica trata de realizar
un análisis completamente general de los movimientos de los cuer­
pos, independientemente del estado real de la tecnología experimen­
tal; y, además, trata de formular la estructura de relaciones que ca­

221
racteriza a los cuerpos en todos los puntos de sus movimientos. Por
ello, N ew ton ignoró el límite inferior empírico para la subdivisión
de distancias y períodos, y form uló la teoría sobre la suposición de
que las masas puntuales tienen velocidades y aceleraciones que tien­
den a un límite (o instantáneas), a medida que ios intervalos de tiem­
po disminuyen más allá de todo límite. En realidad, N ew ton inven­
tó su «m étodo de las fluxiones» — actualmente llamado cálculo
diferencial e integral— para tratar tales aspectos «instantáneos» del
movimiento de los cuerpos; y sus axiomas del movimiento, cuando
se los formula en el lenguaje del análisis matemático, adoptan la for­
ma de ecuaciones diferenciales de segundo orden.7 E stos hechos
simplemente confirman las observaciones del párrafo anterior de

7. D ebem os dar algunas explicaciones adicionales para el lector no familiari­


zado con las ideas del cálculo diferencial e integral. L a noción fundamental del
cálculo infinitesimal es la del límite de una serie infinita, de números o de fun­
ciones. L a noción de límite de una serie infinita de números puede ser ilustrada
de la siguiente manera. Considerem os la serie infinita: 30,22 V*, 20,18 cu­
yos términos se obtienen a partir de la fórmula 15(1 + 1/») asignando a » los va­
lores 1 ,2 ,3 ,4 ,..., sucesivamente. Para m ayor concreción, podem os suponer que
cada término de la serie es la velocidad media de un automóvil, cuando los inter­
valos de tiempo durante los cuales se mide su velocidad son sucesivamente
1 hora, 30 minutos, 15 minutos, 7 Vá minutos, etc. Cualquiera que sea el valor de
» , el término correspondiente de la serie diferirá de 15 en no más de 15/». Así, si
« tiene el valor 10, el término correspondiente, 16 Vi, difiere de 15 en 15/10; s i »
tiene el valor 1.000, el término correspondiente, 15 V200 difiere de 15 en 15/1.000,
y así sucesivamente. Por ende, si se asigna a » un valor suficientemente grande,
todos los términos de la serie posteriores a uno determinado diferirán de 15 en
menos que cualquier magnitud positiva que podam os especificar de antemano.
Así, si deseam os hallar un término de la serie tal que todos los términos que le si­
guen difieran de 15 en menos de 1/1.000.000 debemos hacer a » igual o mayor
que 15.000.000. En este ejemplo, 15 es el límite de la serie infinita: es el número
tal que las diferencias entre él y términos sucesivos de la serie son gradualmente
menores que cualquier número positivo pequeño fijado de antemano. L a defini­
ción general del límite de una serie numérica adopta la siguiente forma: se a x t, x2,
..., x„ , ... una serie infinita de números, y sea e cualquier número positivo pequeño.
Entonces, se dice que / es el límite de la serie si, para cualquier e especificado, hay
un término de la serie tal que todos los términos que le siguen (es decir, todos
los términos x„, donde » > N ) difieren de l en menos de e.
A hora bien, sea s la distancia que recorre un automóvil y, para fijar ideas, su ­
pongam os que la distancia está relacionada con el tiem po t mediante la función

222
que los axiomas del movimiento, cuando se los afirma con estricta
universalidad, no son leyes experimentales, sino por el contrario son
postulados teóricos para los cuales es necesario establecer reglas de
correspondencia antes de que se pueda decir que tienen algún conte­
nido empírico definido.

s = í2; es decir, supongam os que después de t segundos el automóvil ha recorri­


do s = t2 metros. Ahora aumentemos el tiempo en un intervalo At (que se lee
«delta t») de m odo que la distancia que recorre el automóvil aumenta en As. Por
consiguiente, el automóvil recorrerá una distancia total de s + As metros en
t + Ai segundos. E s evidente que debe ser: s + As = (t + Ai)2 = í2 +2t Ai + Ai2.
Es indudable, también, que la distancia adicional As que recorre el automóvil
com o consecuencia de viajar el tiempo adicional Ai está dada por la ecuación:
As = 2i Ai + (Ai)2. Para obtener la velocidad del automóvil durante esta parte adi­
cional de su viaje sólo necesitamos dividir As por Ai, de m odo que As/Ai = 2í + Ai.
Esta relación es válida por grande o por pequeño que sea el intervalo de tiempo
Ai; y asignando valores numéricos diferentes a Ai obtenemos una serie infinita
de velocidades As/Ai. Pero si se hace a Ai cada vez más pequeño, de m odo que
se acerque a 0 com o límite, la razón As/Ai también se acercará a un límite, que
en este caso será 2i. El valor límite de As/Ai está representado p or « ds/dt» y es
llamado el primer coeficiente diferencial (o la primera derivada) de s con respecto
a i. Esta es la velocidad instantánea del cuerpo. Debe observarse cuidadosamente
que el coeficiente diferencial «ds/dt» no es una fracción común de numerador
«ds» y denominador «dt»; debe considerarse la expresión com o si contuviera un
símbolo que representara el límite de una serie infinita de razones.
A sí com o la velocidad instantánea de un cuerpo es el límite de una serie in­
finita de velocidades (y está representada p or el primer coeficiente diferencial de
la distancia con respecto al tiempo), así también la aceleración instantánea de un
cuerpo es el límite de una serie infinita de aceleraciones. Pero la aceleración de
un cuerpo por unidad de tiempo es la tasa de cambio de la velocidad por unidad
de tiempo; por consiguiente, si consideramos las velocidades instantáneas de un
cuerpo en instantes diferentes, la aceleración instantánea será el límite de las ta­
sas de cambio de las velocidades instantáneas a medida que se hacen cada vez
más pequeños los intervalos entre los instantes en los cuales se consideran estas
velocidades. D e este m odo, la aceleración instantánea de un cuerpo estará re­
presentada por el primer coeficiente diferencial de la velocidad instantánea con
respecto al tiem po; y en consecuencia, la aceleración instantánea estará repre­
sentada por el segundo coeficiente diferencial de la distancia con respecto al
tiempo. Así, se indica la aceleración instantánea p or cPs/dt2.
E l propósito del cálculo diferencial es elaborar reglas para obtener los coe­
ficientes diferenciales de cualquier función. Así, ya hemos visto que la primera

223
3. Considerem os, finalmente, en qué contribuyen los axiomas
del movimiento a aclarar el problem a en discusión: el de las caracte­
rísticas distintivas de las explicaciones mecánicas. E s posible exa­
minar los axiomas ya sea con respecto a su form a matemática, ya
sea con respecto al tipo de términos que relacionan, y adaptaremos
nuestro examen a esta distinción.
Q ué se entiende por la form a de un enunciado expresado mate­
máticamente es más fácil de ilustrar que de formular, y unos pocos
ejemplos ayudarán a aclarar el concepto. L a ley de la dilatación tér­
mica lineal de los sólidos se expresa comúnmente así: / = /0 [1 +
k ( T — T0)], donde /0 es la longitud del sólido a una temperatura ini­
cial absoluta T0, / su longitud a una temperatura arbitraria T, y «k»
el coeficiente de dilatación lineal, que es constante para todos los
cuerpos de la misma sustancia pero varía con las diferentes sustan­
cias. También se puede dar a la ecuación la siguiente expresión: / —

derivada de s = í2 con respecto al tiempo es ds/dt = 21. Y puede dem ostrarse fá­
cilmente que la segunda derivada de s = í2 con respecto al tiempo es cPs/dt2 = 2.
C ada una de estas ecuaciones, ds/dt = 2 t y cPs/dt2 = 2, es llamada una ecuación
diferencial, simplemente porque contiene un coeficiente diferencial. Se dice que
la prim era es una ecuación diferencial de primer orden y la segunda una ecua­
ción diferencial de segundo orden, mientras que la ecuación diferencial efs/d t* =
2(ds)/(dt) es de tercer orden. Así, el orden de una ecuación diferencial es el or­
den del m ayor coeficiente diferencial que contiene. Las ecuaciones fundamenta­
les de la ciencia de la mecánica son ecuaciones diferenciales de segundo orden.
C om o ya hemos dicho, la tarea del cálculo diferencial es hallar los coefi­
cientes diferenciales de cualquier función con respecto a una variable indicada.
Pero hay un problem a inverso: dada una ecuación diferencial, hallar la relación
funcional entre las variables contenidas en ella tal que la expresión de la función
ya no contenga coeficientes diferenciales. Este problem a inverso supone el p ro­
ceso de la integración y, en general, plantea problem as y cuestiones matemáti­
cas más difíciles que el problem a original de hallar la derivada de una función.
N o podem os hacer siquiera una exposición esquemática del m ismo, y nos con­
tentaremos con dar algunos ejemplos. D ada la ecuación diferencial ds/dt = 21, la
relación entre las variables s y t que satisface la ecuación está dada por la función
s = í2 + a , donde a es una constante cualquiera. L a solución de la ecuación dife­
rencial d/s/dt1 = 2 está dada p or la ecuación s = t2 + a t + b, donde a y b son cons­
tantes cualesquiera. Así, la solución de una ecuación diferencial de prim er orden
contiene una constante arbitraria y la solución de una ecuación diferencial de
segundo orden contiene dos constantes arbitrarias.

224
l0k T — (l0 — l0k T 0) = O, que es una ecuación lineal en las dos varia­
bles «/» y « 7 » . L a ley de Galileo para los cuerpos en caída libre, ley
que relaciona la velocidad v de un cuerpo después de caer en t se­
gundos desde una posición con velocidad inicial v 0i e s v — v 0 = gt,
donde «g » es una constante. Tam bién se puede dar a esta ecuación
la expresión: v —gt — v 0 = 0, que es también una ecuación lineal de
dos variables «v » y «í». Estas dos leyes, cada una de las cuales está
expresada com o una relación entre dos variables, tienen la misma
form a matemática; obviamente, am bos son casos especiales de la
«m atriz» lineal de dos variables: ax + by + c = 0, donde «x» e «y»
son las dos variables, y «a », «b » y «c» son llamadas «constantes ar­
bitrarias». Debe observarse que todas estas ecuaciones, además de
contener variables, el número «0» y las «constantes arbitrarias»,
también contienen ciertas expresiones constantes que representan
relaciones y operaciones numéricas específicas, a saber, el signo re-
lacional «= » , el signo de la adición algebraica « + » y el signo (supri­
mido) «x » de la multiplicación. Por consiguiente, puede decirse
que dos enunciados tienen la misma form a matemática con respec­
to a un conjunto especificado de variables si am bos pueden ser o b ­
tenidos a partir de una matriz común sustituyendo las variables co­
rrespondientes y las constantes arbitrarias especiales en lugar que
las que aparecen en la matriz.
Considerem os ahora la ley de Boyle que relaciona el volumen V
y la presiónp de un gas ideal a temperatura constante: p V = k, don­
de, «k » es una constante. Se trata de una ecuación cuadrática de las
dos variables «p» y «V », y tiene una forma diferente que las ecuacio­
nes del párrafo anterior. Pero consideremos también la especializa-
ción más simple de la ley económica general acerca de la demanda,
según la cual la demanda de un artículo aumenta cuando disminuye
su precio y disminuye cuando su precio se eleva; la especialización
consiste en la suposición de que la demanda D y el precio P varían
de manera inversamente proporcional.8 Este caso especial puede ser
formulado así: D P = c, donde c es una constante, expresión que tiene
obviamente la misma forma que la ley de Boyle. Ambas leyes son ca­
sos de sustitución de la matriz general xy = a, donde «x» e «y» son
variables y «¿i» es una constante arbitraria.

8. Véase Alfred Marshall, Principies o f Economics, 8a ed., Londres, 1930,


pág. 99.

225
Ahora bien, estos diversos ejemplos de leyes que poseen la mis­
ma form a bastan para poner en claro que dos leyes pueden tener la
misma forma sin que ello implique que una cualquiera de ellas pue­
da servir como premisa explicativa de la otra. E l hecho de que la ley
de la dilatación térmica tenga la misma form a que la ley para los
cuerpos en caída libre no suministra la menor razón para suponer
que la primera pueda ser explicada con ayuda de la segunda. Por su­
puesto, en un plano abstracto, es posible que una ley de una forma
determinada pueda explicar otra ley de la misma forma. Pero si esto
sucede, no es meramente una consecuencia de su semejanza formal.
L a observación anterior sugiere la conclusión adicional de que la
característica distintiva de las explicaciones mecánicas no debe ser
buscada en la form a matemática de los axiomas del movimiento.
Pero debemos examinar esta sugerencia por sí misma. A diferencia
de los anteriores ejemplos de leyes experimentales, los axiomas del
movimiento deben ser form ulados como ecuaciones diferenciales,
según hemos ya observado. Bastará, para nuestros propósitos, que
concentremos nuestra atención en el segundo axioma. Supongamos,
entonces, que sobre una sola masa puntual actúa una fuerza F, que
las coordenadas espaciales «x», «y» y «z » especifican su posición con
respecto a tres ejes de referencia perpendiculares y que las com ­
ponentes de las fuerzas a lo largo de estos ejes son Fzf Fy, y Fx. E l se-

d2x
gundo axioma puede ser expresado, entonces, así: m -------- = F „
dt2

con ecuaciones similares para las otras componentes de la fuerza. El


axioma puede ser formulado, pues, como un conjunto de ecuaciones
diferenciales lineales de segundo orden. ¿Es este hecho el que da ca­
rácter mecánico a toda explicación en la cual ese axioma sea una de
las premisas?
Puesto que el axioma no dice nada acerca del carácter específico
de la fuerza que puede actuar sobre las masas puntuales, suponga­
mos por el momento que es posible especificar la función fuerza F
de cualquier número de maneras, según la naturaleza del problema
en discusión, y que puede implicar, por consiguiente, la referencia a
diversas magnitudes. Ahora bien, hay teorías en la física cuya form a
matemática es idéntica a la del segundo axioma de la mecánica, pero
a las que, sin embargo, a veces se las distingue de la mecánica. Por

226
ejemplo, la teoría de la electrostática tiene la form a de ecuaciones di­
ferenciales lineales de segundo orden; sin embargo, las explicaciones
elaboradas sobre la base de esta teoría no siempre son consideradas
explicaciones mecánicas. D e igual modo, Maxwell logró transformar
las ecuaciones fundamentales de la teoría electromagnética de modo
que asumieran la form a de las ecuaciones lagrangianas de la mecáni­
ca, que son una formulación alternativa de los axiomas newtonianos.
Pero del hecho de que tal transformación sea posible no se despren­
de, y ningún físico supone que sea así, que las leyes de la electricidad
y el magnetismo sean explicadas por la teoría de la mecánica.
En realidad, se puede hacer la observación más general de que al­
gunas ecuaciones diferenciales desempeñan un papel fundamental en
varias ramas de la física, aunque no por eso se considera que esos di­
ferentes campos de la investigación caen dentro del ámbito de una
teoría común. Por ejemplo, la ecuación diferencial con derivadas
parciales conocida como ecuación de Fourier,

du ( d2U d2U d2H \


--------- = a \ ---------- + ---------- + ----------
dt \ dx2 dy2 dz2 j

puede ser usada para formular la teoría fundamental de la hidrodi­


námica, la conducción térmica, la electricidad estática y en movi­
miento, y el magnetismo. Pero esto sólo indica que esos diversos fe­
nómenos manifiestan estructuras de relaciones que son abstracta o
formalmente indistinguibles. Ello no significa que lo distintivo de
las teorías correspondientes a cada uno de esos dominios sea expre­
sado de manera exhaustiva por la estructura formal de la teoría. La
identidad form al de teorías distintas, por supuesto, es una informa­
ción importante acerca de ellas. Tal identidad permite emplear técni­
cas matemáticas elaboradas para un campo de investigación en mu­
chos otros campos; y las analogías formales entre teorías diferentes,
así como las imágenes que puedan estar asociadas con el formalismo,
pueden ser de inmenso valor heurístico en la conducción de las in­
vestigaciones.9

9. Véase Ernst Mach, «O n the Principies of Com parison in Physics», en


Popular Scientific Lectures, págs. 236-258; véase también «D ie Ahnlichkeit und
die Analogie ais Leitmotiv der Forschung», en Erkenntnis und Irrtum, Leipzig,
1920, págs. 220-231.

227
Se impone una observación final. Aunque los axiomas del movi­
miento tienen la form a de ecuaciones diferenciales lineales de segun­
do orden es interesante conjeturar si los físicos considerarían un
mero cambio de esta form a como fundamento suficiente para decla­
rar que la teoría modificada de esta manera ya no es una teoría de la
mecánica. A sí, supongam os que se descubra que N ew ton se equivo­
có en su suposición según la cual el movimiento de los cuerpos puede
ser analizado en términos de variaciones en el tiempo de las cantida­
des de movimiento, y que se puede elaborar una teoría más satisfac­
toria en términos de las variaciones en el tiempo de las aceleraciones.
En tal caso, las ecuaciones fundamentales del movimiento serían
ecuaciones diferenciales de tercer orden. Sin embargo, si ésta fuera la
diferencia esencial entre la nueva teoría y la vieja, parece improbable
que se dejara de considerar a la primera como una teoría de la mecá­
nica. D e hecho, la alteración en la form a de las ecuaciones del m ovi­
miento que exige la teoría general de la relatividad es mucho más ra­
dical que la sugerida por este ejemplo hipotético. Sin embargo, las
explicaciones concebidas sobre la base de la teoría modificada siguen
siendo consideradas, por la mayoría de los físicos, como explicacio­
nes mecánicas.4

4. A la luz de todo esto, parece razonable concluir que no es por


su form a matemática que los axiomas del movimiento deben ser
considerados com o premisas de una ciencia especial. Por lo tanto,
debemos dirigirnos a la segunda alternativa mencionada antes, y
examinar el tipo de términos que relacionan los axiomas para discer­
nir los aspectos característicos de las explicaciones mecánicas.
Pero nos encontramos con una dificultad seria. Surge de la cir­
cunstancia de que, si bien los axiomas (o el texto que habitualmente
los acompaña) enuncian explícitamente cuál es el carácter general de
algunos de los términos que relacionan, no lo hacen para todos los
términos. Así, el segundo axiom a afirma que la variación en el tiem­
po de la cantidad de movimiento de un cuerpo es proporcional a la
fuerza aplicada; y a través de esta formulación se ve claramente que
se afirma una cierta relación entre la masa y la aceleración de un
cuerpo, por una parte, y la fuerza aplicada, por otra. Pero a menos
que se diga algo más acerca de la fuerza, el segundo axioma no pue­
de contribuir en nada al análisis de los movimientos reales. E s nece­
sario introducir suposiciones especiales, como la que se hace en la

228
teoría gravitacional de N ew ton concerniente a la función-fuerza,
para que el análisis avance. Ahora bien, la dificultad reside en que ni
los axiomas ni el texto explicativo que N ew ton les agregó suminis­
tran indicaciones, aun generales, acerca de las limitaciones que debe
imponerse a la función-fuerza, si es que se le debe imponer alguna li­
mitación; y esta información, que es esencial para determinar las ca­
racterísticas distintivas de la mecánica, sólo puede ser obtenida a tra­
vés de un examen de los principales tipos de problemas a los cuales
han sido aplicados tradicionalmente los axiomas. Es por esta razón,
quizá, p or la cual no puede darse ninguna respuesta directa a la pre­
gunta «¿qué es una explicación mecánica?».
Ya hemos observado que dos de los términos mencionados en los
axiomas del movimiento son la masa y la aceleración instantánea de
un cuerpo. Según la mecánica clásica, la masa es simplemente una
propiedad «aditiva» de los cuerpos que no se altera con los cambios
en el movimiento de los cuerpos y que se manifiesta como la resis­
tencia que ofrece un cuerpo a modificar su velocidad. Supongamos
que la noción de masa es suficientemente clara y que se dispone de
métodos adecuados para asignar valores numéricos a las masas. C on­
sideremos ahora la noción de aceleración instantánea. Se la define
como el límite de una serie, cada uno de cuyos términos es la razón
entre la diferencia de dos velocidades instantáneas y un intervalo de
tiempo; y se define la velocidad instantánea como el límite de una se­
rie, cada uno de cuyos términos es la razón entre una distancia sobre
una recta y un tiempo. Dejem os de lado por el momento todos los
problemas concernientes a la manera de determinar rectas, distancias
y tiempos, y supongamos que estas nociones son también suficien­
temente claras; en todo caso, las aceleraciones y velocidades instan­
táneas sólo presuponen ciertas operaciones matemáticas con las me­
didas de relaciones espaciales y temporales. Por consiguiente, el primer
fruto de nuestro análisis es que los axiomas del movimiento implican
una referencia al menos a tres tipos de magnitudes, a saber, medidas
de espacio (que incluyen distancias, ángulos, áreas y volúmenes), de
tiempo y de masa.
Q ueda por resolver el problema, más difícil, de aclarar qué tipo
de características están implicadas en la noción de fuerza. El mismo
N ew ton mencionaba tres «orígenes» diferentes de las fuerzas aplica­
das: percusiones, presiones y fuerzas centrípetas (centrales). Esta
breve lista sugiere el tipo de funciones-fuerza que son características

2 29
de la ciencia de la mecánica. Pero podem os obtener un panorama un
poco más completo acerca de los tipos de funciones-fuerza utiliza­
dos en la mecánica clásica examinando algunos de los tratados m o­
dernos más amplios sobre el tema.10 É stos están divididos habitual­
mente en cuatro partes: (a) la mecánica de las masas puntuales, que
es el fundamento de todo lo demás; (b) la mecánica de los cuerpos rí­
gidos; (c) la mecánica de los cuerpos elásticos o deformables; y (d) la
mecánica de líquidos y gases.

a. En la mecánica de las masas puntuales se emplean dos tipos


principales de funciones-fuerza: las fuerzas posicionales, que sólo
dependen de las posiciones y masas relativas de las masas puntuales
en el sistema en consideración, pero que a menudo también depen­
den de ciertos coeficientes que caracterizan a los elementos del siste­
ma; y las fuerzas del movimiento, que no sólo son funciones de las
posiciones relativas, las masas y los coeficientes mencionados, sino
también de las velocidades relativas de las masas puntuales y de cier­
tos períodos temporales. Considerem os cada una de estas fuerzas.
Las fuerzas posicionales pueden ser divididas en dos subgrupos:
las fuerzas centrales, cuando las aceleraciones entre cualquier par de
cuerpos están dirigidas hacia un punto fijo; y las fuerzas de vínculo,
que se manifiestan cuando las masas puntuales se ven obligadas a
moverse en algunas superficies o curvas específicas. Q uizás el ejem­
plo más conocido de fuerza central es la gravitación newtoniana.
Ejem plos familiares de fuerzas de vínculo son las fuerzas que actúan
sobre un péndulo simple; en este caso, se especifica la función fuer­
za en términos de una distancia variable y un coeficiente cuyo valor
puede ser calculado mediante la constante gravitacional y ciertas
magnitudes puramente geométricas.
En el caso de las fuerzas del movimiento se utilizan diversos tipos
de funciones-fuerza. E l estudio de las vibraciones amortiguadas (por
ejemplo, un péndulo que se mueve a través de un medio resistente,
como el aire) requiere una función-fuerza que depende de la distancia
y la velocidad variable de un cuerpo y de dos coeficientes constantes.
U na de estas constantes puede ser calculada mediante la constante

10. P. ej., A. G . Webster, The Dynamics o f Particles, an d o f Rigid, Elastic


an d Fluid Bodies, N ueva York, 1922; y G eorg Jo o s, Theoretical Physics, N ueva
York, 1934.

230
gravitacional y la geometría del sistema físico; la otra es el coeficiente
de amortiguamiento, cuyo valor depende del medio particular en el
cual se produce la vibración. La función-fuerza utilizada en el estu­
dio de las vibraciones forzadas (o resonancias) se especifica en tér­
minos de factores ya mencionados en conexión con las vibraciones
amortiguadas, a los cuales debemos añadir una variable de tiempo y
otras constantes que son funciones de la geometría y la periodicidad
del sistema físico.

b. Pasemos ahora a la mecánica de los cuerpos rígidos, que trata de


cuestiones tales como la rotación de sólidos de diversas formas alre­
dedor de puntos y ejes fijos, la vibración de péndulos compuestos y
el deslizamiento y rodaje de cuerpos sobre la superficie. Puesto que
para los propósitos del análisis teórico un cuerpo rígido es considera­
do como un agregado infinito de masas puntuales cuyas distancias
mutuas son constantes, es posible desarrollar la mecánica de los cuer­
pos rígidos a partir de la mecánica de las masas puntuales; y las funcio­
nes-fuerza para cuerpos rígidos pueden ser consideradas como com­
puestas de las utilizadas en la mecánica de masas puntuales, con ayuda
de diversas operaciones matemáticas. Sin embargo, además de las va­
riables y constantes del tipo ya mencionado, las funciones-fuerza de
la mecánica de cuerpos rígidos habitualmente contienen también un
coeficiente de fricción. Este coeficiente es constante para un par deter­
minado de cuerpos, pero su valor varía con los tipos de superficies con
los que los cuerpos pueden entrar en contacto en los movimientos.

c. Para la mecánica de los cuerpos deformables, esto es, cuerpos


cuyas masas puntuales constituyentes pueden sufrir desplazamien­
tos relativos, se necesitan otros tipos de coeficientes. Esta parte de la
mecánica analiza, entre otras cosas, los impactos de los cuerpos, su
compresión bajo la acción de presiones y su elongación a causa de
tensiones. El más conocido de estos coeficientes adicionales es el coe­
ficiente lineal de elasticidad (o módulo de Young), cuyo valor varía
según los diferentes materiales. Pero también se requieren otros coe­
ficientes de tipo análogo en problemas más complejos concernientes
a las deformaciones.

d. Finalmente, dos coeficientes que desempeñan un importante


papel en la mecánica de fluidos y gases son los coeficientes de visco­

231
sidad y tensión superficial, que varían con los tipos de sustancias en
discusión.

Aunque hemos esbozado los temas que abarcan comúnmente los


tratados dedicados específicamente a la mecánica, no hemos agotado
en m odo alguno las aplicaciones del análisis newtoniano del m o­
vimiento. Por ejemplo, un cuerpo que tiene una carga eléctrica se
mueve bajo la influencia de otro cuerpo cargado eléctricamente de
una rqanera que es posible formular mediante las ecuaciones newto-
nianas. A pesar de que en este caso la función-fuerza contiene térmi­
nos que se refieren a las magnitudes de cargas eléctricas (de acuerdo
con las leyes de la electricidad), con frecuencia también reciben el
nombre de explicaciones mecánicas las explicaciones de tales movi­
mientos. U na observación similar puede hacerse con respecto a los
cuerpos imanados que se mueven bajo la influencia de imanes. Por
consiguiente, además de las magnitudes citadas anteriormente, en las
funciones-fuerza de las explicaciones que son consideradas a menu­
do com o mecánicas también pueden intervenir como factores deter­
minantes la carga eléctrica, la intensidad del campo magnético y
otros varios elementos. En resumen, el examen de la práctica física
concreta revela que hay una gran variedad de problemas que pueden
ser abordados con éxito en términos de las ecuaciones newtonianas
del movimiento y que pueden entrar muchos factores distintos en la
especificación de la función-fuerza. En consecuencia, las expresio­
nes «mecánica» y «explicación mecánica» tienen un ámbito amplio,
pero en m odo alguno preciso. Sin embargo, como veremos ensegui­
da, se les puede dar una connotación más estrecha o más vasta, según
las diversas restricciones que puedan imponerse sobre la com posi­
ción de las funciones-fuerza, si se las considera como funciones-
fuerza «mecánicas».5

5. Resumamos el resultado de este examen. Las funciones-fuerza


empleadas en la mecánica son especificadas en términos de algunos
de los «parám etros» de un conjunto o de todos ellos, que pueden ser
variables o coeficientes constantes. Las variables son, en todos los ca­
sos, magnitudes espaciotemporales: distancias, ángulos, intervalos
de tiempo, velocidades, etc. Los coeficientes constantes pueden ser de
tres tipos principales: constantes universales, como la constante gra-
vitacional, que tiene el mismo valor sean cuales fueren los materiales

232
investigados; constantes que tienen valores diferentes en diferentes
problemas, pero que (como las constantes requeridas en el análisis
del movimiento bajo fuerzas de vínculo) en principio pueden ser
calculadas mediante las constantes universales y la geometría del sis­
tema físico en consideración; y coeficientes como los de masa, elas­
ticidad, viscosidad, carga eléctrica e intensidad del campo magnético,
que tienen valores diferentes para diferentes cuerpos o materiales,
pero cuyas magnitudes, en general, no pueden ser calculadas a partir
de esas consideraciones geométricas y deben ser determinadas de
manera independiente.
Al parecer, sólo hay una constante universal en la mecánica. En la
mecánica clásica, la masa de un cuerpo (una constante del tercer
tipo) es la masa newtoniana. E s una propiedad «intrínseca» del cuer­
po y no depende de la velocidad del mismo. Además, si m x y m2 son
las masas de dos cuerpos, la masa del sistema consistente de estos
dos cuerpos es Wj + m2. En cambio, en la teoría de la relatividad, la
masa de un cuerpo ya no es constante, sino que están en función de
su velocidad relativa, y ya no es «aditiva» en el sentido anteriormen­
te indicado. Para mayor simplicidad, supondremos en lo que sigue
que se hace referencia a la masa newtoniana de un cuerpo, pero la
discusión no se alteraría sustancialmente si por «m asa» entendiéra­
mos la masa relativista de un cuerpo. Es difícil hacer una enumera­
ción exhaustiva de las constantes del tercer tipo. Sin embargo, supo­
niendo que se pueda elaborar una lista de tales constantes,11 es
posible enunciar qué es lo característico de una explicación mecáni­
ca, en el sentido de la mecánica clásica.
En el sentido más amplio de la expresión, una explicación mecá­
nica es la que satisface las tres condiciones siguientes, a las que de­
signaremos en conjunto por M: (a) sus premisas últimas afirman que
la variación en el tiempo de la cantidad de movimiento de un sistema
físico está en función de la magnitud y dirección de las fuerzas que
actúan sobre él. (b) L a dirección del cambio en la cantidad de movi­
miento de un cuerpo es a lo largo de la dirección de la fuerza aplica­
da; y la dirección de tal cambio asociado a varias fuerzas es a lo lar­
go de la dirección de la suma vectorial de las fuerzas componentes.

11. El H andbook o f Chemistry an d Pbysics, de Charles D. H odgm an y


N orbert A. Lange, varias ediciones, suministra tablas de valores para ocho coe­
ficientes que evidentemente caen dentro de esta categoría.

233
(c) Se especifican las fuerzas exclusivamente en términos de las m ag­
nitudes y relaciones espaciotemporales de los cuerpos, una constan­
te universal y una serie de coeficientes constantes (que se suponen
enumerados exhaustivamente) cuyos valores dependen de las pro­
piedades particulares de un sistema dado de cuerpos.12
Sin embargo, a veces se han propuesto condiciones más res­
trictivas sobre una explicación para considerarla como mecánica.
Considerem os algunas de las que han tenido históricamente mayor
importancia. Aunque fue N ew ton quien propuso la teoría de la gra­
vitación, no la consideró satisfactoria, en última instancia, porque
implicaba la noción de «acción a distancia», noción que consideraba
«un absurdo tan grande que, según creo, ninguna persona que tenga
una competente facultad de pensamiento en cuestiones filosóficas
puede aceptarla». Pues sostenía que «es inconcebible que la materia
inanimada, sin la mediación de alguna otra cosa que no sea material,
pueda actuar y ejercer influencia sobre otra porción de materia sin
entrar en contacto con ella».13 Aquello a lo que N ew ton aspiraba,
aparentemente, y que fue hecho explícito por Descartes y sus segui­
dores, era a una teoría de la mecánica que sólo empleara funciones-
fuerza correspondientes a la acción por contacto. Por consiguiente,

12. Esta descripción de la naturaleza de la explicación mecánica no difiere


en sustancia de la definición tradicional de la mecánica com o la ciencia de la ma­
teria y el movimiento, o de la frecuente caracterización de la mecánica como
ciencia que trata de esas propiedades de las cosas que son «definibles» en térmi­
nos de masa, longitud y tiempo. Sin embargo, la descripción que estam os con­
siderando intenta hacer explícito lo que afirman estas formulaciones m ás habi­
tuales y concisas, y, al mismo tiempo, corregir algunos de los defectos obvios de
estas formulaciones. N o basta decir, por ejemplo, que la mecánica se ocupa ex­
clusivamente de propiedades definibles en términos de masa, longitud y tiempo,
pues no hay ninguna razón, prim a facie, para sostener, pongam os p or caso, que
el coeficiente lineal de elasticidad es definible de tal m odo mientras el coeficien­
te de dilatación térmica lineal y el coeficiente de resistencia eléctrica no lo son.
Puede m uy bien suceder que, en términos de los procedimientos m anifiestos de
laboratorios, los coeficientes de todas las llamadas propiedades de la materia es­
tén definidos sobre la base de relaciones entre longitudes, masas y tiempos.
Pero, no obstante esto, sucede que no todas las ramas de la física se convertirían
por ello en partes de la mecánica.
13. Isaac N ew ton’s Papers an d Letters on N atu ral Philosophy (com p. I.
Bernard Cohén), Cam bridge, M ass., págs. 302-303.

234
si se toma en serio la insatisfacción de N ew ton con la acción a dis­
tancia, se impondrá una restricción especial a las explicaciones que
deben ser consideradas como «genuinamente» mecánicas.
Sin embargo, la función-fuerza gravitacional se halla especificada
totalmente en términos de la constante gravitacional universal, las
distancias y los coeficientes de masa. Por eso, es más económica en
su uso de distintos tipos de parámetros que las funciones-fuerza de
la acción por contacto. Pues estas últimas habitualmente incluyen no
sólo variables espaciales y coeficientes de masa, sino también coefi­
cientes de elasticidad, de fricción y de viscosidad. Por otro lado,
quienes han tratado de restringir las explicaciones mecánicas «genui-
nas» a explicaciones en términos de acción por contacto han sosteni­
do a veces que las diferencias específicas entre las sustancias (que
están representadas en las funciones-fuerza de la acción por contac­
to por esos diversos coeficientes especiales) deben ser explicadas, en
última instancia, exclusivamente en términos de diferencias espacio-
temporales (o, a lo sumo, en conjunción con diferencias en la distri­
bución de las masas) de las estructuras microscópicas de esas sustan­
cias. En realidad, la física cartesiana es la expresión de este ideal
extremo. «L a noción de cuerpo», sostenía Descartes, «no se basa en
el peso, ni en la dureza, ni el color..., sino en la extensión solamente
[...] por lo tanto, sólo hay una materia en todo el universo, y sabe­
mos esto por el simple hecho de que es extensa. Todas las variacio­
nes de la materia, o la diversidad de sus formas, dependen del movi­
miento. [...] El movimiento es la transferencia de una porción de
materia o de un cuerpo desde la vecindad de esos cuerpos que están
en contacto inmediato con él, y a los que consideramos en reposo,
hasta la vecindad de otros».14 De hecho, una parte importante de la
historia de la física teórica moderna consiste en intentos por dem os­
trar que las constantes materiales específicas, como los coeficientes
de viscosidad, pueden ser explicadas en términos de una teoría de la
mecánica de este tipo más exigente.
Por consiguiente, podem os distinguir en la literatura histórica de
la física al menos tres sentidos de «explicación mecánica», aunque

14. René D escartes, «The Principies o f P hilosoph y», parte II, principios
4, 23 y 25, en The Philosophical Works o f D escartes, traducción de E. S. H al-
dane y G . R. T. R oss, C am bridge, R eino U n ido, 1931, vol. 1, págs. 255, 265
y 266.

235
sería fácil agregar nuevas distinciones. L o s expondremos en orden
de exigencia creciente.15

a. L os requisitos menos exigentes para considerar una explica­


ción como mecánica son las tres condiciones M enunciadas antes
(páginas 233-234). Estas condiciones no requieren ni excluyen la
postulación de partículas o procesos subm icroscópicos (como áto­
mos o vórtices en algún medio hipotético) para explicar los m ovi­
mientos de fenómenos macroscópicos. Puesto que, en general, los
parámetros que aparecen en las premisas teóricas de las explicacio­
nes que satisfacen estas condiciones son de diferentes tipos (por
ejemplo, los coeficientes constantes pueden ser coeficientes de masa,
carga eléctrica, elasticidad, fricción, etc.), llamaremos a tales teorías:
teorías mecánicas irrestrictas. Las explicaciones mecánicas de la físi­
ca son en su mayoría de este tipo irrestricto.

b. U n requisito más exigente para considerar mecánica una ex­


plicación es que ésta satisfaga las dos primeras condiciones M , pero
que la función-fuerza esté especificada exclusivamente en términos
de variables espaciotemporales, de la constante universal de la gravi­
tación y de coeficientes de masa. L a teoría newtoniana de la gravita­
ción suministra explicaciones de este tipo. Es evidente, sin embargo,
que si una teoría de la mecánica que satisfaga este requisito debe ser
adecuada para abordar la gama habitual de problemas de la mecáni­
ca clásica, tiene que postular partículas y procesos subm icroscó­
picos. Estas entidades postuladas deben ser analizables, pues, en
términos de los axiomas del movimiento, y las organizaciones espa­
ciotemporales de sus masas deben explicar las diferencias específicas
entre las propiedades de los cuerpos macroscópicos. Por otro lado,
una teoría que satisfaga este requisito no necesariamente tiene que
emplear funciones-fuerza de igual form a en todos los problemas.
Puede adoptar una función-fuerza como la que aparece en la teoría
newtoniana de la gravitación para tratar determinado ámbito de
problem as, y una función-fuerza de forma diferente para otro ámbi­

15. Véase C . D . Broad, «Mechanical Explanation and its Alternatives»,


Proceedings o f tke Aristotelian Society, Londres, 1919, vol. 19, págs. 85-124. El
examen realizado en esta primera sección del capítulo debe mucho al artículo de
Broad.

236
to. Puesto que los parámetros que aparecen en las teorías que se
ajustan a este requisito están estrechamente limitados a los que son
considerados como típicamente mecánicos, llamaremos a tales teo­
rías: teorías mecanicistas puras. La definición familiar de la mecánica
como la ciencia cuyas magnitudes fundamentales son el espacio, el
tiempo y la masa puede ser considerada, entonces, como una form u­
lación elíptica de las características definitorias de tales teorías. La
concepción tradicional de la mecánica como la ciencia universal de la
naturaleza parece haber adoptado las teorías mecánicas puras como
el ideal que las ciencias deben tratar de realizar.

c. Finalmente, se impone una condición aún más exigente si se


establece que, además de satisfacer los requisitos de las teorías meca­
nicistas puras, una teoría de la mecánica sólo debe emplear funcio­
nes-fuerza que tengan una forma única prescrita. Por ejemplo, la
función-fuerza puede estar limitada a la forma asociada con fuerzas
centrales (como la form a de la proporcionalidad inversa al cuadrado
de la distancia de la teoría gravitacional newtoniana) o se le puede
imponer que tenga la forma de las fuerzas de contacto entre cuerpos
perfectamente elásticos. A tales teorías las llamaremos teorías mecá­
nicas unitarias. L a física cartesiana consideraba a la mecánica como
algo de este tipo, si bien el ideal cartesiano, como ya hemos dicho,
imponía requisitos aún más exigentes, ya que, según ella, los pará­
metros espaciotemporales son los únicos permisibles en una teoría
definitivamente satisfactoria. En el siglo xix Helmholtz y Kelvin tra­
taron de elaborar teorías mecanicistas con considerables detalles
aunque sólo con éxito limitado. La concepción que los historiadores
de las ideas llaman «concepción mecanicista de la naturaleza» parece
ser la tesis, antes muy difundida, de que todos los fenómenos de la
naturaleza física, si no animada, pueden ser explicados eventualmen­
te por una teoría mecánica unitaria.

N uestro extenso examen, por ende, revela que se puede dar di­
versas respuestas a la pregunta «¿qué es una explicación mecánica?».
Algunas de las respuestas son menos precisas que otras, puesto que
no es posible, como hemos visto, definir nítidamente la clase de las
teorías mecánicas irrestrictas sin hacer primero una lista exhaustiva
de las diversas constantes que pueden aparecer en tales teorías, esto
es, sin un examen exhaustivo de todas las ramas de la ciencia en las

237
cuales los axiomas newtonianos (o sus equivalentes) desempeñan un
papel explicativo. N uestro examen indica que no es probable que
preguntas similares acerca de otras ramas de la ciencia — por ejem­
plo, «¿qué es una explicación biológica?» o «¿qué es una explicación
sociológica?»— reciban respuestas con menos restricciones o con
mayor precisión que la pregunta en consideración. Sin embargo, tal
examen aclara que hay un núcleo de significado común en todos los
sentidos de «explicación mecanicista» que hemos distinguido. A de­
más, ilustra un m odo de enfoque para caracterizar lo que es distinti­
vo de diversos sistemas explicativos en diferentes ramas de la ciencia
y, de este modo, permite examinar importantes problemas m etodo­
lógicos concernientes a las relaciones de dependencia entre diversos
sistemas explicativos. Pero antes de considerar tales problemas, de­
bemos referirnos a una serie de temas fundamentales que plantean
los axiomas de la mecánica.

2. E l e st a t u s l ó g ic o d e l a c ie n c ia d e l a m e c á n ic a

La teoría newtoniana de la mecánica tiene una historia larga y exi­


tosa, ciertamente más larga que la de cualquier otra teoría física m o­
derna de similar amplitud. En la actualidad, es un lugar común la afir­
mación de que el ámbito de sus poderes explicativos es menos extenso
de lo que se suponía antes, y de que sus análisis son, en realidad, inco­
rrectos cuando se los aplica a cuerpos cuyas velocidades relativas son
considerables cuando se las compara con la velocidad de la luz. Sin em­
bargo, la mecánica newtoniana indudablemente seguirá siendo acepta­
da durante un futuro previsible al menos como una primera aproxi­
mación notablemente buena a una teoría exacta para una gran clase de
fenómenos, y como base de muchas importantes artes prácticas.
A pesar del papel excepcionalmente distinguido y exitoso que la
mecánica newtoniana ha desempeñado en la historia de la ciencia
moderna, sus fundamentos han sido objeto de calurosos debates
desde que N ew ton form uló por primera vez sus axiomas del movi­
miento. Además, aunque estos axiomas han concentrado durante
más de dos siglos la atención crítica de físicos y filósofos destacados,
hay todavía grandes desacuerdos en lo que respecta a la interpreta­
ción de los axiomas y a sus estatus lógicos. Se ha sostenido que los
axiomas, «o sus equivalentes lógicos», son verdades a priori, que

238
pueden ser afirmadas con apodíctica certidumbre; que son supues­
tos necesarios de la ciencia experimental pero que no pueden ser de­
m ostrados por la lógica ni refutados por la observación; que son ge­
neralizaciones empíricas, «obtenidas por la inducción a partir de los
fenómenos»; que son hipótesis generales sugeridas por hechos de
observación, pero cuyo carácter es el de conjeturas probables con
respecto a los elementos de juicio experimentales que los confirman;
que son definiciones o convenciones ocultas, sin ningún contenido
empírico; o que son principios conductores para la adquisición y or­
ganización del conocimiento empírico pero no son en sí mismos ca­
sos genuinos de tal conocimiento.
El número de estas interpretaciones diversas del estatus de los
axiomas del movimiento es abrumador y desconcertante. Pues, aun­
que descartemos inmediatamente algunas de estas alternativas por
ser ya obviamente insostenibles, quedan bastantes como para indi­
carnos que los problemas en discusión atañen a la lógica de la cien­
cia en general y no solamente a la ciencia de la mecánica. El propósito
de esta sección es examinar algunas de las concepciones alternativas
concernientes a los axiomas del movimiento, en parte para captar más
firmemente los problemas lógicos que plantea la ciencia de la mecá­
nica pero en gran medida también para aclarar mejor la estructura
general de las explicaciones teóricas.

1. E l primer axioma del movimiento. N o se necesita mucho para


ver que el primer axioma del movimiento, tomado aisladamente de
ciertas explicaciones textuales necesarias, es muy incompleto como
enunciado que pretenda tener un contenido empírico. Decir que un
cuerpo mantendrá su estado de reposo o de movimiento rectilíneo
uniforme, a menos que se vea obligado a cambiar de estado por fuer­
zas exteriores a él, no es decir nada definido, si no se aclara: a) cuál es
el marco de referencia espacial al que remite el movimiento de un
cuerpo, b) cuál es el sistema de cronometría utilizado para medir ve­
locidades y c) cuáles son los signos que permiten determinar la pre­
sencia o ausencia de fuerzas exteriores. Por ejemplo, un cuerpo que se
mueve con velocidad uniforme relativa con respecto a un sistema de
marcos de referencia espaciales y relojes poseerá un movimiento ace­
lerado con respecto a un sistema de referencias diferente adecuada­
mente elegido. Cada una de estas cuestiones ha sido objeto de muchas
controversias y cada una de ellas ha recibido respuestas diferentes.

239
a. Supongamos por el momento que el marco de referencia espa­
cial para establecer el movimiento de un cuerpo — sea ese marco de
referencia el «espacio absoluto» de New ton, las «estrellas fijas» o al­
gún otro— ha sido determinado de manera suficientemente explíci­
ta; nos ocuparemos con cierta extensión de este problema en el capí­
tulo IX . Para exponer algunas de las dificultades implicadas en las
cuestiones restantes, consideremos uno de los argumentos que han
tenido mayor fama e influencia, y cuyo objetivo era establecer el pri­
mer axioma del movimiento mediante un razonamiento a priori,16
En su importante Traité de dynamique, aparecido en el siglo xvm ,
D ’Alembert declaraba:

U n cuerpo en reposo permanecerá en este estado mientras una cau­


sa externa no lo mueva. Pues un cuerpo no puede ponerse en movi­
miento por sí mismo, ya que no hay razón alguna por la cual deba m o­
verse en una dirección con preferencia a otra. De esto se desprende que
un cuerpo puesto en movimiento por alguna causa no puede acelerar o
retardar por sí mismo su movimiento.
Un cuerpo puesto en movimiento por alguna causa debe continuar
moviéndose uniformemente y en línea recta, siempre que no actúe sobre
él alguna nueva causa diferente de aquella que lo puso en movimiento.
Es decir, en tanto no actúe sobre el cuerpo alguna causa diferente de
aquella que inició el movimiento, dicho cuerpo continuará moviéndose
eternamente en línea recta y atravesará espacios iguales en tiempos igua­
les. Pues, o bien la acción indivisible e instantánea de la fuerza al co­
mienzo del movimiento es suficiente para hacer que el cuerpo recorra
una cierta distancia, o bien el cuerpo necesita para moverse la acción
continua de la fuerza impulsora.
En el primer caso, es indudable que el espacio recorrido sólo puede
ser una línea recta descrita uniformemente por el cuerpo. Pues una vez
transcurrido el primer instante, la acción de la fuerza impulsora ya no
existe (por hipótesis) y, sin embargo, el movimiento continúa. Por ende,
será necesariamente un movimiento uniforme, ya que un cuerpo no
puede, por sí mismo, acelerar o retardar su movimiento. Además, no hay

16. H a habido muchos argumentos semejantes, propuestos entre otros por


Euler, Kant, Laplace y Maxwell. H em os elegido el que se discute en el texto
porque está form ulado m ás explícitamente que los más conocidos. Se hallará un
panoram a reciente de la discusión acerca de la primera ley en G. J. W hitrow,
«O n the Foundations of D ynam ics», British Jo u rn al fo r the Philosophy o f
Science, vol. 1,1951, páginas 52-107.

240
ninguna razón por la cual el cuerpo deba desviarse a la derecha y no a la
izquierda. Por consiguiente, en el primer caso (en el cual suponemos
que el cuerpo es incapaz de moverse por sí mismo durante cierto tiem­
po, independientemente de la fuerza impulsora), se moverá por sí mis­
mo durante este tiempo de manera uniforme y rectilínea. Pero un cuer­
po que puede moverse de este modo durante un cierto tiempo debe
continuar moviéndose eternamente de la misma manera, si no hay nada
que le impida hacerlo. Pues, supongamos que un cuerpo comienza a
moverse en el punto A y sea capaz de recorrer por sí mismo la línea AB.

A C D B G
Tomemos dos puntos cualesquiera de esta línea que se encuentren
entre A y B, por ejemplo, C y D. Ahora bien, cuando el cuerpo se en­
cuentra en D está exactamente en el mismo estado en el que estaba cuan­
do se encontraba en C, excepto que se halla en un lugar diferente. Por
consiguiente, lo mismo que le sucedía al cuerpo cuando estaba en C le
sucede cuando está en D. Pero en C (por hipótesis) es capaz de mover­
se uniformemente hasta B. Por lo tanto en D será capaz de moverse uni­
formemente hasta G, siendo DG = CB. Por consiguiente, si la acción
inicial e instantánea de la causa impulsora es capaz de mover el cuerpo,
éste se moverá uniformemente en línea recta, mientras no se lo impida
alguna nueva causa.
En el segundo caso, puesto que se supone que no actúa sobre el cuer­
po ninguna nueva causa diferente de la causa impulsora, nada hará que
esta última aumente o disminuya. Se desprende de esto que la acción
continua de la causa impulsora será uniforme y constante, de modo que
durante el tiempo que actúe el cuerpo se moverá uniformemente en lí­
nea recta. Pero de la misma razón que hace actuar la causa impulsora
uniforme y constantemente durante un cierto tiempo, continuando
siempre así en tanto nada trabe su acción, se desprende claramente que
esta acción debe permanecer siempre igual y producir constantemente el
mismo efecto.17

Pero la argumentación se derrumba en un punto fundamental,


aun cuando pasemos por alto las dificultades que plantea la tácita su­
posición de D ’Alembert de que las nociones de reposo absoluto y
velocidad absoluta son físicamente significativas. D ’Alembert supo­
ne simplemente que se necesita una fuerza para explicar los cambios

17. Jean D ’Alembert, Traité de dynamique, París, 1921, vol. 1, págs. 3-6.

241
en la velocidad uniforme de un cuerpo (donde el estado de reposo es
un caso especial de la velocidad uniforme), pero que no se necesita
ninguna para explicar los cambios en la posición del cuerpo. Pero
esto es incurrir en una petición de principios. ¿Por qué se habría de
tomar la velocidad uniforme como el estado de un cuerpo que no
necesita explicación en términos de la acción de fuerzas, y no el re­
poso uniforme o la aceleración uniforme (como el movimiento en
una órbita circular con velocidad constante) o, por la misma razón,
algún estado de movimiento diferente del cuerpo (por ejemplo, la
constancia de la variación de la aceleración en el tiempo)? Sobre ba­
ses puramente a priori, estas alternativas tienen todas igual mérito, y
ninguna de ellas es lógicamente contradictoria. En verdad, la mecá­
nica aristotélica del movimiento sublunar se basaba en la primera de
esas alternativas, mientras que la teoría de los movimientos celestes
se basaba en la segunda.
Considerem os también el uso que hace D ’Alembert del llamado
«principio de razón suficiente» (o principio de simetría) para llegar
a la conclusión de que un cuerpo no puede ponerse en movimiento
por sí mismo ni puede acelerar o retardar por sí mismo cualquier
movimiento que posea, ya que si pudiera hacerlo no habría ninguna
«razón» para las asimetrías que se producirían. Pero puede usarse un
argumento análogo basado en la simetría para demostrar que, cuan­
do un cuerpo que se ha movido bajo la acción de fuerzas se libera de
su influencia, el mismo continuará moviéndose de manera acelerada.
Supongam os, por ejemplo, que un cuerpo se mueve con velocidad
constante en una órbita circular de m odo que sufre una aceleración.
Según la teoría newtoniana, el cuerpo debe estar sometido, entonces,
a una fuerza dirigida hacia el centro del círculo. Supongam os ahora
que se elimina esta fuerza central. De acuerdo con el análisis newto-
niano, el cuerpo debe continuar moviéndose con la misma velocidad
a lo largo de la iangente al círculo. Pero se puede llegar a una con­
clusión diferente sobre la base de consideraciones de simetría: ¿qué
«razón» hay para que cambie el carácter del movimiento del cuerpo?
¿Por qué debe moverse a lo largo de la tangente y no, por ejemplo, a
lo largo del radio de la tangente? Pues si se mueve a lo largo de la
tangente, se moverá a la izquierda (o a la derecha) de las posiciones
que ocuparía si permaneciera en el círculo, y análogamente con res­
pecto a cualquier otro camino que no sea el círculo. Por consiguien­
te, el cuerpo debe continuar girando en su órbita original. Tal argu­

242
mentación, por supuesto, no es válida. Y no lo es simplemente por­
que siempre es posible poner de manifiesto, en un estado determina­
do de movimiento de un cuerpo, toda una variedad de simetrías y
asimetrías diferentes; y las consideraciones puramente lógicas no
bastan para determinar cuáles de estas simetrías constituyen las de­
terminantes reales del movimiento del cuerpo.

b. Pero si bien el argumento de D ’Alembert no demuestra lo que


él creía, en cambio puede aceptarse (y ha sido aceptado) que muestra
otra cosa. ¿Cuál es el criterio, puede preguntarse, para saber si un
cuerpo no está bajo la acción de ninguna fuerza? Supongamos que la
respuesta sea: la perseverancia del cuerpo en su estado de reposo o
de movimiento rectilíneo uniforme. Si éste es el criterio adoptado
para determinar la ausencia de fuerzas, entonces el razonamiento de
D ’Alembert demuestra el primer axioma del movimiento mediante
un razonamiento a priori. Pero en tal caso, el axioma sería una defi­
nición oculta, una convención que especifica las condiciones en las
cuales se dirá que no hay fuerzas que actúen sobre un cuerpo. En­
tonces, el razonamiento de D ’Alembert es una prueba excesivamen­
te larga, y quizás engañosa, de la perogrullada según la cual «todo
cuerpo continúa en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo
uniforme, a menos que no lo haga».18
A veces se ha aducido otra razón para sostener que el primer
axioma es simplemente una definición. Pues, como ya hemos obser­
vado, además de suponer un marco de referencia espacial definido,
en su formulación habitual el axioma presupone tanto un sistema
definido de medición del tiempo como un criterio para determinar la
ausencia de fuerzas. Entonces, si se dispusiera de algún método para
identificar la ausencia de fuerzas que no implicara el uso explícito o
tácito del axioma, éste podría ser concebido como una definición ex­
plícita de «movimiento uniforme» o «intervalos de tiempos iguales».
Esta es, precisamente, la posición adoptada por algunos físicos, por
ejemplo, Kelvin y Tait, cuando reformularon la ley de la siguiente
manera: «los tiempos durante los cuales un cuerpo particular, no

18. Véase A. S. Eddington, The N ature o f the Physical World, N ueva York,
1928, pág. 124. Aunque N ew ton no suponía que su primer axioma tiene un ca­
rácter definicional, su exposición a veces parece comprom eterlo con tal opinión.
Sobre este punto véase la pág. 254.

243
obligado por ninguna fuerza a alterar la velocidad de su movimien­
to, recorre espacios iguales son iguales».19
¿Pero demuestran estas consideraciones la conclusión de que el
primer axioma no es «realmente nada más que» una definición ocul­
ta? Tal opinión, ciertamente, no era la de New ton, D ’Alembert y
otros destacados contribuyentes a la ciencia de la mecánica. Por tan­
to, debemos considerar los argumentos que pueden esgrimirse en
apoyo de la interpretación del primer axioma como un enunciado
que tiene, en algún sentido, un contenido empírico.
Tal interpretación sólo es posible si se da fundamento a la afir­
mación de que se puede identificar la ausencia de fuerzas y la igual­
dad de tiempos sin recurrir al primer axioma. Esta afirmación se
basa, en parte, en consideraciones históricas y, en parte, en conside­
raciones acerca de la práctica científica concreta. Así, quienes la de­
fienden observan con razón que, mucho antes de que se formulara el
primer axioma del movimiento, los hombres utilizaban la noción de
fuerza y de igualdad de tiempos, y hasta crearon métodos para me­
dirlos, por mal definidos y toscos que hayan sido tales nociones y
métodos. A l menos es plausible que la idea de fuerza se haya origi­
nado en las tensiones experimentadas en los músculos durante los
ejercicios físicos y que posteriormente se la haya asociado a la con­
ducta de vigas, líquidos, cuerdas y resortes expuestos a diversas car­
gas y presiones;20 y la historia de la cronometría suministra muchos
ejemplos de mecanismos usados para definir y medir la igualdad de
tiempos —por ejemplo, relojes de agua, relojes de arena, bujías-pa­
trón— que no fueron concebidos ni evaluados sobre la base de los
axiomas del movimiento. Por lo tanto, hay abrumadores elementos de
juicio en contra de que solamente es posible determinar la ausencia
de fuerzas o la igualdad de tiempos sobre la base del primer axioma.
Debem os postergar el examen más detallado de la definición y
medición de fuerzas hasta que abordemos el segundo axioma del
movimiento. Pero debemos dedicar ahora nuestra atención a una ca­
racterística general que revela la historia y la práctica de las medicio­
nes de tiempo. Q uizás llegue a parecer evidente que, si no se desea
que el primer axioma quede reducido a una definición, debe haber

19. William Thom son (lord Kelvin) y P. G . Tait, Treatise on N atu ral Philo-
sophy, Cam bridge, Reino U nido, 1883.
20. Véase M ax Jam m er, Concepts o f Forcé, Cam bridge, M ass., 1957.

244
una manera para medir el tiempo que sea independiente del uso de la
ley. Pero de todos m odos es indudable que si se eligen como relojes
algunos procesos periódicos, en términos de los cuales definir la
igualdad de intervalos de tiempo, se plantea el problema de elegir de­
terminados procesos para tal propósito. Pues los diferentes mecanis­
mos periódicos no parecen ser igualmente buenos como relojes, ya
que algunos cumplen sus períodos más «regularmente» o «unifor­
memente» que otros. Se plantea así, de manera natural, la cuestión de
saber si hay algún m odo de identificar relojes que sean «absoluta­
mente regulares» o si no debe definirse, en última instancia, la «ver­
dadera igualdad» de tiempos en términos del primer axioma (o de
algún otro postulado teórico), de m odo que éste se convierta a fin
de cuentas en una definición. Fue una dificultad de este tipo la que
condujo a New ton a distinguir entre tiempo «absoluto» y tiempo
«relativo», pero su definición del primero es inútil como base prác­
tica para la cronometría, aun independientemente de la cuestión re­
lativa a establecer si dicha definición es siquiera «significativa».21

c. Pero, puesto que la física es obviamente una ciencia florecien­


te, es indudable que esta dificultad puede ser resuelta de alguna ma­
nera, y debemos indicar ahora esquemáticamente en qué forma se
logra esto. Para fijar ideas, supongamos que se elige desde un co­
mienzo, para medir el tiempo, un reloj de agua de construcción de­
terminada. C on su ayuda, podem os tratar de establecer leyes que co­
necten procesos diversos con el tiempo durante el cual se producen,
definiendo el tiempo en términos de nuestro reloj de agua. Podemos
descubrir que existe una regularidad aproximada en la manera como
se desarrollan estos procesos. Por ejemplo, podem os descubrir que
un péndulo requiere aproximadamente el mismo número de unida­
des temporales (del reloj de agua) para completar una oscilación, y
que la distancia que una pelota recorre por un plano inclinado es

21. L a definición de N ew ton es: «El tiempo absoluto, verdadero y matemá­


tico, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye igualmente independiente­
mente de todo lo externo, y es llamado también duración; el tiempo relativo,
aparente y común es una medida sensible y externa (exacta o desigual) de la du­
ración por medio del movimiento, y es usado comúnmente en lugar del tiempo
verdadero; por ejemplo, una hora, un día, un mes, un año». M athematical Prin­
cipies o f NaturalPhilosophy, comp. Florian Cajori, Berkeley, Calif., 1947, pág. 6.

245
siempre aproximadamente proporcional al cuadrado del tiempo (del
reloj de agua). Pero también podem os hallar que, aunque existe esta
regularidad aproximada, en algunas ocasiones el péndulo necesita un
tiempo m ayor (medido por el reloj de agua) para completar una os­
cilación que en otras, por cuidadosamente que llevemos nuestra in­
vestigación y aún después de identificar y reducir diversos factores
de perturbación que puedan afectar a los movimientos de los péndu­
los (como la fricción en el punto de suspensión, la resistencia del aire
y otros); y análogamente sucede con la pelota que rueda por un pla­
no inclinado. Ahora bien, podem os dejar la cuestión aquí y concluir
que estos procesos físicos sólo manifiestan una conducta aproxima­
damente uniforme, de modo que las leyes que formulamos para ellos
sólo son aproximadamente verdaderas. Pero nos queda otra alterna­
tiva, a saber, declarar «inexacto» al reloj de agua y adoptar como pa­
trón un reloj diferente.
Ahora bien, ¿qué queremos significar al decir que el reloj de agua
es «inexacto» si, como suponemos, no hay ningún instrumento para
medir el «tiempo absoluto»? ¿Y dónde buscaremos un nuevo reloj,
si decidimos abandonar el reloj de agua como patrón? L a respuesta
general a la primera pregunta es que el reloj de agua es inexacto en el
sentido de que, por una parte, si se lo tom a como patrón, se consi­
derará que hay una gran clase de procesos que manifiestan irregula­
ridades en el tiempo que necesitan para completar sus ciclos, y regu­
laridades que son aparentemente inexplicables sobre la base de
factores de perturbación identificables, y, por otra parte, si se adop­
ta algún otro reloj como patrón, esas irregularidades desaparecen o
disminuyen apreciablemente. L a respuesta a la segunda pregunta es
que buscaremos como relojes a mecanismos periódicos que hagan
posible comparar y diferenciar con relación a sus respectivos perío­
dos un ámbito cada vez mayor de procesos y que nos permitan esta­
blecer con creciente precisión leyes generales concernientes a la du­
ración y el desarrollo de esos procesos.
Para comprender esto más claramente, supongamos que se aban­
dona el reloj de agua como patrón de medida del tiempo y se adop­
ta para este propósito un péndulo de construcción especificada.
Supongam os, además, que muchos procesos (por ejemplo, el desli­
zamiento de pelotas por un plano inclinado, la transmisión de soni­
dos, la rotación de la tierra, diversas transformaciones químicas, etc.)
que parecían irregulares cuando se utilizaba com o patrón el reloj de

2 46
agua manifiestan ahora una regularidad mayor, ya que no perfecta.
C on la adopción de un nuevo marcador del tiempo obtenemos, así,
una ventaja definida. Pues, como consecuencia de este cambio, se
descubren dependencias entre los períodos de diversos procesos que
o bien hubieran escapado totalmente a nuestra atención si hubiéra­
mos conservado el viejo reloj, o bien hubieran requerido formula­
ciones tan complejas que serían prácticamente inútiles. Pero es ob­
vio que no hay ningún límite necesario a este proceso de abandonar
un patrón de medida del tiempo en favor de otro, y que pueden ob­
tenerse ventajas mayores si se reemplaza el péndulo, por ejemplo,
por la rotación de la Tierra como reloj patrón. El proceso esbozado
ilustra lo que ha sido llamado el proceso de «definiciones sucesivas»,
proceso que se encuentra repetidamente en la historia de la ciencia
moderna.22
Por último, hay otro punto que requiere ahora nuestra atención,
un punto que se relaciona directamente con el estatus lógico del pri­
mer axioma del movimiento. Pues supongamos que se adopta la
rotación de la Tierra como reloj patrón y que el primer axioma es
confirmado repetidamente, y con m ayor precisión, mediante experi­
mentos y observaciones adecuados en muchos ámbitos de investiga­
ción; todo ello bajo la suposición, por supuesto, de que es posible
identificar independientemente la ausencia de fuerzas. Pese a esto,
podríamos hallar que hay algunas desviaciones experimentales con
respecto a lo que el axioma nos induce a esperar, desviaciones que no
pueden ser reducidas a errores de observación debidos al azar y que
no pueden ser atribuidas a factores identificables que perturben esos
procesos. Nuevamente, podem os hacer una opción. Podemos con­
cluir que el primer axioma y las consecuencias que implica sólo son
aproximadamente verdaderos, y quizás podemos modificar el axioma
de manera adecuada. Tal modificación, a su vez, podría requerir un
minucioso examen de otras partes de la teoría y provocar una com ­
plicación de las formulaciones de muchas leyes. Por otro lado, p o ­
demos admitir que el primer axioma es totalmente exacto y atribuir

22. Se encontrará una lúcida discusión de este proceso en conexión con la


adopción de relojes en Ludw ig Silberstein, The Theory o f Relativity, 2a ed.,
Londres, 1924, cap. 1. Véase también Víctor F. Lenzen, «Procedures of Empiri-
cal Science», International Enciclopedia o f Unified Science, Chicago, vol. 1,
n° 5, 1938.

247
las discrepancias experimentales con respecto a él a ligeras «inexacti­
tudes» en la rotación terrestre com o indicadora del tiempo. Pero en
lugar de adoptar algún otro mecanismo periódico como reloj pa­
trón, podem os adoptar ahora el primer axioma com o criterio para
determinar la igualdad de períodos de tiempo, definiendo como
iguales a dos períodos si durante ellos un cuerpo que no se mueve
bajo la acción de ninguna fuerza recorre distancias iguales a lo largo
de una recta. Según este procedimiento alternativo, por lo tanto,
aunque el primer axioma es aceptado inicialmente sobre bases expe­
rimentales, parece adquirir finalmente el rango de un principio para
interpretar datos experimentales o de una convención que define im­
plícitamente la igualdad de tiempos.
Supongam os que se adopta esta segunda alternativa. ¿Significa
esto que el primer axioma deja de tener contenido empírico alguno
para convertirse simplemente en una estipulación arbitraria para la
medición del tiempo? N o es posible dar a esta pregunta una res­
puesta general directa y simple, pues, formulada de este m odo, la
pregunta es incompleta. El problema que plantea sólo puede ser re­
suelto cuando se adopta alguna formulación definida de la teoría de
la mecánica, formulación que no sólo debe incluir los axiomas del
movimiento, sino también una especificación cuidadosa de las defi­
niciones coordinadoras adoptadas para sus términos básicos. Pues,
como hemos observado reiteradamente, todas las suposiciones teó­
ricas son definiciones postulacionales abstractas que sólo poseen
prolépticamente un contenido empírico mientras un número ade­
cuado de los términos básicos de la teoría no estén asociados a con­
ceptos éxperimentalmente especificables. Ahora bien, en verdad es
posible construir postulacionalmente la teoría de la mecánica, de
m odo que en esta formulación el primer axioma sea una definición
implícita arbitraria de la igualdad de tiempo; pero es igualmente p o ­
sible formular la teoría de tal m odo que el primer axioma tenga un
contenido empírico. Sin embargo, no siempre es fácil saber con res­
pecto a cuál de las formulaciones de la mecánica se plantea el p ro­
blema del estatus del axioma. N o hay ninguna formulación oficial de
la teoría, y en contextos diferentes pueden suponerse m odos dife­
rentes de articularla. En realidad, hasta en un mismo tratado pueden
emplearse tácitamente fundamentos diversos de la teoría para p ro­
blemas diferentes. Tales oscilaciones en los m odos de enfoque no
son necesariamente signos de confusión. Pueden ilustrar solamente

248
la flexibilidad con la cual se intercambian a veces las definiciones y
los enunciados empíricos, dentro de un cuerpo de conocimiento al­
tamente sistematizado y entrelazado.
Sin embargo, de hecho, aun en esas formulaciones de la teoría de
la mecánica en las que el primer axioma parece tener un carácter pu­
ramente definicional, hay importantes suposiciones empíricas (aun­
que a veces descuidadas) que regulan su adopción para este papel.
Después de todo, aun cuando se define la igualdad de tiempo en tér­
minos de la rotación terrestre y no en términos del axioma, las dis­
crepancias entre lo que el axioma permite esperar y lo que realmen­
te se observa no son abrumadoras. En un gran número de ejemplos
que caen dentro del ámbito de aplicación de la mecánica, el resulta­
do de las observaciones realizadas es el mismo, se tome la Tierra
como indicadora del tiempo o se «corrija» el período de su rotación
observada a la luz de la definición de igualdad de tiempos suminis­
trada por el axioma.
Además, y este es el punto fundamental, aunque el axioma pueda
funcionar como una convención para definir la igualdad de tiempos
en términos de la conducta de un sistema físico dado (sobre el cual,
por hipótesis, no actúan fuerzas externas), no es por convención por
lo que otros sistemas semejantes manifiestan regularidades semejan­
tes durante intervalos de tiempo definidos como iguales por el m o­
vimiento del primer sistema. Supongamos, por ejemplo, que adopta­
mos como reloj patrón un cuerpo A que no se encuentra bajo la
acción de fuerzas externas, y que se dice que dos períodos tempora­
les son iguales por definición cuando A recorre distancias iguales a
lo largo de una recta durante cada uno de esos períodos. H asta ahora
hemos usado el primer axioma simplemente como una convención,
de m odo que el enunciado según el cual A se mueve con velocidad
uniforme es «verdadero por definición». Pero supongamos, además,
que otro cuerpo B también se mueve a lo largo de una recta en au­
sencia de fuerzas externas. Entonces, evidentemente, no se puede
resolver por medio de una convención el problema de saber si B re­
quiere tiempos iguales (definidos por el movimiento de A) para
recorrer distancias iguales, pues esto sólo puede decidirse, en última
instancia, mediante la observación del movimiento de B. Por consi­
guiente, puede decirse que el primer axioma es una convención sólo
en el sentido limitado de que se lo puede usar para definir la igualdad
de tiempos en el contexto del movimiento de un sistema físico parti­

2 49
cular. N o puede decirse correctamente que el axioma es una mera
convención si, cuando se adopta esta definición, una clase indefini­
damente grande de sistemas manifiesta periodicidades del movi­
miento esencialmente iguales a las periodicidades del sistema tom a­
do com o patrón, como consecuencia de lo cual cualquiera de estos
sistemas es tan adecuado para desempeñar el papel de reloj patrón
como el sistema inicial. En resumen, una vez definida la igualdad de
tiempo por el movimiento de un cuerpo determinado, si se observa
que, de hecho, una gran cantidad de cuerpos se mueve de acuerdo
con el axioma, éste no es «verdadero por convención».
Indudablemente, debe haber algunas convenciones en la ciencia
teórica, pues los términos no se definen por sí mismos. Además, no
puede fijarse el punto nodal exacto de la articulación de una teoría, y
el mismo puede variar según la formulación particular que reciba la
teoría. En consecuencia, una oración empleada en una formulación de
la teoría o en un contexto de uso como convención o forma de defi­
nición puede funcionar, en alguna otra formulación o en algún otro
contexto, como enunciado empírico. Sin embargo, es un error pa­
tente concluir que tal oración (un ejemplo de ella puede ser la ora­
ción que formula el primer axioma del movimiento) no es nada más
que una convención en todos los contextos, o que el enunciado es
simplemente una convención en sí mismo porque parte de su signi­
ficado empírico está determinado por una convención.

d. Pero queda en pie la cuestión de saber si el primer axioma,


aunque no se lo emplee deliberadamente como una convención,
puede ser considerado como un enunciado que posee un contenido
empírico. A menudo se ha sostenido que el axioma no tiene tal con­
tenido, independientemente de que se lo formule en términos de la
noción de masas puntuales y de la de velocidades instantáneas. Esta
afirmación se basa con frecuencia en la aserción de que ningún cuer­
po está exento de la acción de fuerzas externas y en el hecho de que
nunca se ha observado ningún cuerpo que se mueva con igual velo­
cidad por distancias indefinidamente largas.23 Tal afirmación es in­

23. Véase Henri Poincaré, Foundations o f Science, N ueva York, 1921, pág.
94. «M uchos autores de textos elementales se contentan con observar que cuan­
do un hockey puck se desliza sobre el hielo, cuanto más liso está el hielo tanto
más lejos llega el puck de un golpe antes de detenerse. Luego invitan a im agi­

250
dudablemente justa, y es fatal para la concepción según la cual el pri­
mer axioma es una generalización inductiva de casos observados, del
mismo m odo que, por ejemplo, «todos los cuervos son negros», es
una generalización basada en la observación de una cantidad de
cuervos negros. Pero aunque el axioma no sea una generalización in­
ductiva en este sentido, ¿no puede tener un contenido empírico y
basarse en elementos de juicio experimentales de un tipo más indi­
recto?
A veces se recurre a dos líneas de razonamiento para dar apoyo a
la respuesta afirmativa a esas preguntas. La primera de ellas reza bre­
vemente así. Puede ser cierto que los cuerpos se encuentran siempre
bajo la acción de algunas fuerzas y que no se ha observado nunca
ningún cuerpo que conserve indefinidamente una velocidad constan­
te. Pero pueden encontrarse cuerpos que están sujetos a menos fuer­
zas, o a fuerzas de magnitudes más pequeñas, que otros cuerpos; y es
posible aislar progresivamente, ya que no completamente, algunos
de esos cuerpos de la influencia de fuerzas. Si se supone que tales
cuerpos ocupan posiciones en una serie según el grado de aislamien­
to que manifiestan, entonces los movimientos de cuerpos que ocu­
pan posiciones avanzadas en la serie se desvían menos del estado de
velocidad uniforme que los movimientos de cuerpos que se encuen­
tran en las primeras posiciones.
El primer axioma formula este complejo conjunto de hechos en
términos de un movimiento límite postulado, límite al cual se tiende

narse que el hielo adquiere la pureza perfecta, y se convierte en una superficie


ideal que no ejerce ningún efecto sobre el puck. Se afirma entonces que el puck
continuaría moviéndose indefinidamente en línea recta con velocidad constan­
te. C om o ilustración sugerente, la anterior no es criticable, aunque conviene se­
ñalar que la superficie debe ser idealizada más allá del límite sugerido, es decir,
se la debe hacer de extensión infinita, y, cosa más importante aún, debe ser pla­
na, esto es, no puede hallarse sobre la superficie de la Tierra. U na lámina de hielo
perfectamente lisa que esté ajustada a la Tierra no serviría, pues en este caso el
camino no sería en absoluto una línea recta. N i siquiera sería un círculo m áxi­
mo, debido a los efectos de la gravedad vinculados con la rotación de la Tierra.
En otras palabras, la ilustración que parece en un comienzo bastante aceptable
resulta ser muy desafortunada en una inspección más minuciosa. Probablemen­
te lo m ismo sucedería, poco más o menos, con cualquier ilustración fenoméni­
ca en gran escala de la primera ley de N ew ton». R. B. Lindsay y H . Margenau,
Foundations o f Physics, N ueva York, 1936, pág. 89.

251
si se prolonga idealmente la serie más allá de todo límite. Pero el
axioma no debe ser interpretado con una especie de miope literali­
dad; no se lo debe concebir como si afirmara que hay, de hecho,
cuerpos que no están bajo la acción de ninguna fuerza o como si su
validez requiriera la existencia de tales cuerpos. E l lenguaje de lími­
tes debe ser manejado con precaución. En la física, como en la mate­
mática, a menudo es mejor concebir la afirmación de que una serie
de términos tiene un límite simplemente como una manera de enunciar
una propiedad relacional que caracteriza a los miembros indiscuti­
blemente existentes de la serie, y no como un enunciado que afirme
la aparición (posiblemente dudosa) de algún término del que inicial­
mente no se supuso que es un miembro de la serie. Por consiguien­
te, el prim er axioma tiene un contenido empírico, pues formula cier­
tas características relaciónales identificables del movimiento real de
los cuerpos, todos los cuales están bajo la acción de fuerzas, cuando
se los ordena serialmente.
L a segunda línea de razonamiento es, en parte, una crítica implí­
cita de la primera. Com ienza observando que es imposible, en gene­
ral, especificar el contenido de una parte de una teoría independien­
temente del conjunto de la teoría. En particular, sostiene que no
podem os verificar experimentalmente el primer axioma de manera
aislada con respecto a la teoría de la mecánica en su conjunto, aun­
que sólo sea por la sencilla razón de que tal verificación implica su­
posiciones concernientes a las fuerzas que pueden actuar sobre los
cuerpos y, por lo tanto, implica el uso de otras partes de la teoría de
la mecánica. L a manera correcta de plantear la cuestión, por consi­
guiente, es si la teoría de la mecánica tiene contenido empírico, don­
de por «teoría de la mecánica» debe entenderse no sólo los tres axio­
mas del movimiento junto con las definiciones coordinadoras para
sus diversos términos, sino también las suposiciones especiales que
se hacen habitualmente en lo concerniente a la función-fuerza. Cuan­
do se plantea la cuestión de esta manera, sin embargó, la respuesta es
claramente afirmativa, ya que nadie duda en serio de que la teoría
tiene mucho que decir acerca de la constitución de los movimientos
reales. En consecuencia, puesto que el primer axioma está implicado
esencialmente en los análisis del movimiento hechos por la teoría,
también tiene un contenido empírico. Por ejemplo, la teoría analiza
los movimientos de un planeta atribuidos a la fuerza gravitacional
del Sol, resolviendo la fuerza en dos componentes, una a lo largo de

252
la tangente a su órbita y la otra a lo largo de una línea dirigida a un
punto fijo, el centro de masa del Sol y el planeta. De acuerdo con la
teoría, sin embargo, se supone que el movimiento a lo largo de la
tangente se ajusta al primer axioma, de m odo que las aceleraciones
del movimiento del planeta en cualquier punto de su órbita teórica
deben estar dirigidas hacia el centro de masa del sistema. Puesto que
tal análisis es sumamente exitoso, en el sentido de que la órbita teó­
rica deducida de acuerdo con esas suposiciones coincide bastante
bien con las posiciones observadas del planeta, los elementos de jui­
cio que confirman la teoría como un todo también confirman el pri­
mer axioma.
Por consiguiente, la afirmación de que el primer axioma es una
hipótesis general que requiere confirmación experimental y de que,
por lo tanto, tiene contenido empírico no carece de fundamento, al
menos prim a facie. Pero no evaluaremos esta afirmación ni la rela­
cionaremos con las diversas afirmaciones antagónicas que ya hemos
discutido hasta no haber examinado los axiomas restantes del movi­
miento.

2. Los axiomas segundo y tercero del movimiento. Es convenien­


te considerar juntos los dos axiomas restantes. C om o en el caso del
primer axioma, supondremos que el marco espacial de referencia al
cual se remiten los movimientos de los cuerpos ha sido especificado
de manera satisfactoria. Por ende, puesto que ya hemos discutido
suficientemente la medición del tiempo en la mecánica clásica, sólo
nos queda por examinar dos nociones, la de fuerza y la de masa.

a. La noción de fuerza ha sido la fuente de muchas dificultades


en la fundamentación de la mecánica. C om o ya hemos indicado
(pág. 244), sin duda se originó en experiencias familiares del esfuer­
zo humano; y buena parte del lenguaje de los tratados comunes de
física sugiere que, cuando se dice que los cuerpos se «atraen» o se
«rechazan» entre sí o que «ejercen fuerzas» unos sobre otros, se atri­
buye a las transacciones dinámicas de la naturaleza inorgánica algo
semejante a las tensiones que experimentamos en nuestros organis­
mos. En realidad, la sugestión del lenguaje físico ordinario va aún
más allá, y expresiones como «la acción de fuerza» parecen conside­
rar las fuerzas como «entidades» sustanciales con un «ser» o modo
de existencia propio, independiente de los cuerpos sobre los cuales

253
puedan actuar. Buena parte de la labor crítica sobre los fundamentos
de la ciencia, especialmente durante el siglo xix, estuvo dirigida a la
eliminación de la física de tales nociones antropomórficas; y proba­
blemente ningún físico de la actualidad, aunque use el lenguaje an­
tropom órfico, pretende que se tome seriamente dicho lenguaje o
que se lo considere como algo más que una manera cóm oda de ha­
blar.
Esta labor de desbrozamiento crítico aclara que las fuerzas con­
cebidas en analogía con la sensación de fuerza o con agentes sustan­
ciales no desempeñan ningún papel en la teoría de la mecánica, y, por
lo tanto, pueden ser desterradas de esta ciencia — mediante la fam o­
sa navaja de Occam— como un lastre inútil. U n requisito esencial
que se impone a los conceptos de una disciplina cuantitativa es el que
estén asociados con medios de reconocer y medir las propiedades
que formulan; y la noción antropomórfica de-fuerza satisface la pri­
mera parte de esta condición sólo dentro de ámbitos muy limitados,
mientras que no satisface en m odo alguno la segunda parte de ella.
Pero aunque hay completa unanimidad entre los físicos acerca de la
necesidad y la eficacia de esa labor de limpieza, el acuerdo es mucho
menor en lo referente a la manera de reemplazar la idea desterrada de
la mecánica y hasta en lo referente a la necesidad misma de reempla­
zarla.
El mismo examen que hace N ew ton de la noción de fuerza es cu­
riosamente desconcertante. Su definición explícita de «fuerza impre­
sa» es la siguiente: «E s una acción que se ejerce sobre un cuerpo, para
cambiar su estado de reposo al de movimiento rectilíneo unifor­
m e».24 Esta formulación no establece, con tantas palabras, una equi­
valencia entre «fuerzas im presas» y «cambio del estado de m ovi­
miento de un cuerpo»; por el contrario, asocia fuerzas con acciones
(o causas) que cambian las cantidades de movimiento de los cuerpos,
de m odo que estos cambios parecen ser simplemente los efectos de
la fuerza. Pero N ew ton no brinda ningún método general para me­
dir fuerzas, excepto en términos de cambios de las cantidades de m o­
vimiento; y por diferentes que sean las maneras de identificar fuer­
zas, se las debe medir en función de las aceleraciones que originan.
Por otro lado, el segundo axioma afirma que el cambio en la canti­
dad de movimiento es proporcional a la fuerza aplicada. Pero, evi­

24. Isaac N ew ton, op. cit., pág. 2.

2 54
dentemente, si se miden las fuerzas impresas o aplicadas en términos
de los cambios en la cantidad de movimiento, entonces lo que el
axioma parece afirmar es simplemente que el cambio en la cantidad
de movimiento de un cuerpo es proporcional al cambio en la canti­
dad de movimiento. Lejos de ser un axioma del movimiento, según
este análisis, el segundo axioma parece reducirse a una flagrante pe­
rogrullada lógica.
N o cabe duda de que N ew ton no pretendía nada semejante. Pero,
sea cual fuere el significado que asignó al segundo axioma, la opinión
de que éste es simplemente una definición nominal del término
«fuerza» ha recibido amplia aceptación, especialmente por parte de
aquellos físicos que creen que tal definición de «fuerza» es la única
alternativa a una explicación antropomórfica y «metafísica» de esa
noción.25 Favorece esta opinión la costumbre de enunciar el segun­
do axioma mediante la ecuación F = ma, la cual sugiere que se afirma
una identidad y, por lo tanto, que la fórmula expresa una verdad
analítica. Por supuesto, es obvio que quienes definen «fuerza» de
esta manera deben ofrecer una definición independiente de «m asa»
que no implique el uso del segundo axioma; pues la definición de
«m asa» que se propone a veces, como la razón de la fuerza a la ace­
leración, haría que la explicación de «fuerza» como la masa por la
aceleración fuera circular. También es evidente que, si se toma el se­
gundo axioma como una definición, el primero debe ser considera­
do asimismo como una convención, pues en tal caso no hay manera
de reconocer la ausencia de fuerzas como no sea en términos de los
movimientos uniformes de los cuerpos.
¿Q ué puede decirse de la tesis según la cual el segundo axioma es
simplemente una definición? Algunos de los puntos observados en
nuestra discusión acerca del estatus del primer axioma son atinentes
al problema que nos ocupa. N o cabe ninguna duda de que puede
darse una formulación consistente a la teoría de la mecánica, tal que,
si se toma «m asa» y «aceleración» como términos primitivos del sis­
tema o si se los define sin referencia a fuerzas, el término «fuerza»

25. Ernst Mach parece haber sido el primer defensor explícito de esta con­
cepción. Véase su artículo «Ü ber die Definition der M asse», que apareció en
1868 y está incluido en su History an d Root o f the Principies o f the Conserva-
tion o f Energy, Chicago, 1911, págs. 180-185. Kirchhoff adoptó una opinión si­
milar, al igual que Boltzmann.

255
puede ser definido com o «la masa por la aceleración».26 En tal for­
mulación, no hay ninguna necesidad de conservar la palabra «fuer­
za» excepto com o abreviatura conveniente para una éxpresión más
larga, ya que allí donde aparece la palabra se la puede reemplazar por
su equivalente definido sin pérdida de significado. En esta form ula­
ción de la teoría, se puede omitir el segundo axioma de New ton, ya
que enuncia una verdad analítica. Por consiguiente, si la afirmación
de que el segundo axioma no es más que una definición sostiene so­
lamente que la teoría de la mecánica puede ser formulada de la m a­
nera indicada, ella se basa en cimientos sólidos.
Pero quienes interpretan el segundo axioma como una definición
frecuentemente quieren afirmar algo más que eso. A menudo supo­
nen que no hay otra alternativa a esta interpretación, so pena de caer
en una concepción «metafísica» de fuerza. Es esta afirmación más
radical la que ahora debemos examinar, e intentaremos demostrar
que es errónea.
L o s que adoptan la tesis de que el segundo axioma, tal como apa­
rece en la formulación newtoniana d e la mecánica, tiene un conteni­
do empírico se enfrentan con dos problemas: (I) ¿E s posible ofrecer

26. Por ejemplo, en su reformulación de la mecánica (Science o f Mechanics,


L a Salle, Illinois, 1942, pág. 304), Mach reem plaza las definiciones y los axiomas
de N ew ton por los siguientes:
a) Proposición experimental. D o s cuerpos puestos en presencia uno del otro
se inducen mutuamente — en ciertas circunstancias que deben ser especificadas
por la física experimental— aceleraciones opuestas en la dirección de su línea de
unión.
b) Definición. L a razón de las masas de dos cuerpos cualesquiera es inversa
y de signo contrario a la razón de sus aceleraciones.
c) Proposición experimental. L as razones entre las m asas de los cuerpos son
independientes del carácter de los estados físicos (de los cuerpos) que condicio­
nan las aceleraciones recíprocas, sean dichos estados eléctricos, m agnéticos o de
otra especie; además, siguen siendo los mism os, se llegue a ellas mediata o in­
mediatamente.
d) Proposición experimental. Las aceleraciones que cualquier número de
cuerpos A , B, C , ..., inducen en un cuerpo K son indepéndientes entre sí. (D e
esta proposición se desprende inmediatamente el principio del paralelogram o
de fuerzas.)
e) Definición. L a fuerza m otriz es el producto del valor de la masa de un
cuerpo p o r la aceleración inducida en él.

256
una medida general de fuerza que sea independiente del segundo
axioma? (II) En todo caso, ¿es posible concebir el axioma de modo
que no se reduzca a una definición, sin introducir significados an-
tropomórficos u otros significados sospechosos para la palabra «fuer­
za»? U na respuesta afirmativa a la primera pregunta implica una res­
puesta afirmativa a la segunda. Sin embargo, sostendremos que una
respuesta negativa a la primera pregunta (por ejemplo, si resultara
que no siempre es posible medir fuerzas sin referencia al segundo
axioma) no exige necesariamente una respuesta negativa a la segun­
da. Veremos qué puede decirse con respecto a cada uno de estos pro­
blemas.

I. Ya hemos observado que, aun antes de Newton, los hombres


discernieron la existencia de fuerzas estáticas — esto es, de fuerzas
asociadas con cuerpos en equilibrio— y elaboraron métodos para
medirlas. Por ejemplo, la noción primitiva de peso es la de una fuer­
za semejante, y es posible medir pesos con ayuda de palancas y re­
sortes sin requerir la intervención del segundo axioma del movimien­
to. Ahora bien, en algunos casos es posible emplear la noción de
fuerza estática en situaciones en las cuales los cuerpos no están en
equilibrio, e investigar experimentalmente las relaciones entre las mag­
nitudes de esa fuerza y las aceleraciones que producen. U n ejemplo
familiar es el de un peso pequeño accionado por un largo resorte en
espiral al cual está unido; la tensión (o fuerza estática) del resorte
puede ser medida por su extensión, y también es posible medir las va­
riaciones en la cantidad de movimiento del peso en diferentes puntos de
su camino. Es posible entonces, en principio, determinar experimen­
talmente si la aceleración del peso en diferentes puntos de su recorri­
do es o no proporcional a la correspondiente extensión del resorte (y,
por lo tanto, a la fuerza estática ejercida por éste).27 Por consiguiente,
hay circunstancias en las cuales es posible identificar y medir fuerzas
independientemente del segundo axioma y, por ende, buscar elemen­
tos de juicio experimentales en apoyo de éste.
Pero no es posible lograrlo en general, sea porque no se dispon­
ga de los medios técnicos para medir las fuerzas estáticas que se su­

27. Este ejemplo lo da N orm an R. Cam pbell, Physics, The Elements, C am ­


bridge, Reino U nido, págs. 559-560. Véase también O tto H ólder, D ie Mathe-
matische Methode, Berlín, 1924, pág. 410, para un ejemplo similar.

257
ponen presentes en una situación dada, sea porque no se pueda ex­
tender significativamente la noción de fuerza estática a muchos ca­
sos que incluyen el movimiento de cuerpos. L a primera alternativa
no plantea ningún problema fundamental, por lo que no necesita­
m os detenernos en ella; pero la segunda sí lo plantea. Si atribuimos
el movimiento acelerado de un planeta a una fuerza que actúa sobre
él, no parece haber manera alguna de identificar tal fuerza con una
fuerza central que sea medible, ni siquiera en principio, por medios
experimentales que no presupongan el segundo axioma. Pensar en
medir la presunta fuerza que actúa sobre un planeta mediante un re­
sorte que una el planeta y el Sol no es física, sino imaginación fan­
tasiosa. En tales casos, que constituyen la gran mayoría de los ana­
lizados por la teoría de la mecánica, se calculan la magnitud y la
dirección de las fuerzas hipotéticas que actúan sobre los cuerpos a
través de las aceleraciones que provocan en esos cuerpos. Por consi­
guiente, la respuesta a la primera pregunta es negativa: la física no ha
logrado, hasta ahora al menos, suministrar una medida general de
fuerza que sea independiente del segundo axioma del movimiento.

II. Pero, i se desprende de esto que el axioma deba ser considera­


do simplemente como una definición de «fuerzas», aún en los casos
en los que no se dispone de ninguna medida independiente de fuer­
za? L a suposición de que se lo debe considerar de tal m odo surge, en
parte, de la circunstancia de que en la formulación explícita del axio­
ma no se acostumbra a decir nada más acerca de la función-fuerza F,
aunque de hecho se supone tácitamente que la función es del tipo
restringido y satisface ciertas condiciones implícitas. C om o indica­
mos en la primera parte de este capítulo, cuando se usa realmente el
axioma para el análisis de un problema, se debe adoptar una función-
fuerza específica que tenga una form a definida y contenga variables
y constantes formuladas explícitamente. El axioma no prescribe ex­
plícitamente el carácter específico de la función, que puede variar de
una clase de problem a a otra; el físico que está trabajando en un pro­
blema debe confiar en su propio ingenio y su buena fortuna para
hallar una función apropiada para el caso que tiene entre manos.
Sin embargo, la elección del físico está limitada tácitamente a una
clase de funciones bastante restringida, por vagas que puedan ser las
fronteras de esta clase. L a función-fuerza, en general, depende ex­
clusivamente de las distancias relativas del sistema físico en investi­

258
gación con respecto a otros sistemas, de ciertas constantes materia­
les (que, para un sistema dado, pueden ser constantes universales o
constantes específicas) y, quizás, de las velocidades relativas de los
sistemas o de las magnitudes de ciertos intervalos temporales. A de­
más, la función tendrá normalmente una forma tal que su valor nu­
mérico tenderá a disminuir a medida que aumenten las distancias re­
lativas mencionadas en ella. Y finalmente, se exigirá, en general, de la
función que tenga una forma relativamente «sim ple», aunque no se
pueda articular de manera precisa esa «simplicidad» que se exige tá­
citamente, aunque se trate de una cuestión casi totalmente psicológi­
ca y aunque es probable que cambie a medida que avancen las técni­
cas matemáticas para resolver ecuaciones diferenciales. En realidad,
a menos que se imponga a la función-fuerza cierta condición de sim­
plicidad, por vagamente que se la conciba, el axioma corre el riesgo
de ser trivialmente verdadero. Pues es fácilmente demostrable que
si no se impone ninguna restricción a la complejidad de una función
matemática, siempre puede construirse una función-fuerza cuyos
valores numéricos sean iguales a los cambios de la cantidad de movi­
miento del cuerpo. En resumen, la afirmación que puede atribuirse
al segundo axioma es la de que hay determinantes para los cambios
en las cantidades de movimiento que pueden ser formulados de ma­
nera relativamente simple y pueden ser especificados en términos de
las configuraciones espaciales y ciertas propiedades físicas de los
cuerpos. Por consiguiente, si designamos por «K » a la clase de fun­
ciones a la cual se restringe i 7, entonces, en lugar de enunciar el axio­
ma en la forma que le da apariencia de equivalencia definicional (o
sea, «la fuerza F es igual al producto de la masa por la aceleración»),
es más claro y menos engañoso formularlo, de acuerdo con la inter­
pretación del axioma que estamos considerando, de la siguiente ma­
nera: «para todo cambio en la cantidad de movimiento de un cuerpo,
hay una fuerza F tal que F es un miembro de K, y F = m a».
Pero debemos destacar dos puntos adicionales relacionados con
esta interpretación. En primer lugar, hay un sentido obvio en el cual
la noción de fuerza sólo desempeña un papel auxiliar en la mecánica.
Según la interpretación que examinamos y según la concepción de
que el segundo axioma es simplemente una definición, el término
«fuerza» sólo es un medio conveniente para hacer enunciados gene­
rales. Pues aun en la anterior formulación modificada del segundo
axioma, éste no basta para resolver problemas mecánicos; la solu­

2 59
ción sólo puede hallarse después de haberse adoptado una función-
fuerza definida. En consecuencia, las ecuaciones diferenciales de las
cuales depende la solución real de los problemas simplemente co­
nectan los cambios en las cantidades de movimiento, por una parte,
con una serie de magnitudes variables y de constantes relacionadas
entre sí de cierta manera, por otra; y estas ecuaciones diferencia­
les prescinden totalmente de la palabra «fuerza». Así, si las coorde­
nadas cartesianas de un planeta de masa m son Xj, y lf-zlt y las del Sol
de masa M son x 2, y2, z2, y si la distancia variable entre los dos cuer­
pos es r, las ecuaciones diferenciales del movimiento toman la forma:

d2x i m M (x í - x 2)
m --------- = G -------------------
dd r3
con ecuaciones similares para las coordenadas restantes. Ellas afirman
que la variación en el tiempo de la cantidad de movimiento de cada
cuerpo es proporcional al producto de sus masas e inversamente pro­
porcional al cuadrado de sus distancias; y no mencionan la «fuerza»
ni presuponen su uso. Desde esta perspectiva, por lo tanto, no hay
ninguna diferencia fundamental en el resultado final entre esta inter­
pretación del segundo axioma y la tesis de que éste sólo es una defini­
ción nominal de la palabra «fuerza». Sin embargo, indudablemente es
conveniente conservar la palabra en la exposición de la teoría general
de la mecánica. Pues es útil tener una expresión que abarque las d i­
versas funciones-fuerza que puedan emplearse en problemas diferen­
tes, sobre todo dado que la clase de tales funciones sólo se halla vaga­
mente delimitada y no puede ser enumerada exhaustivamente. Con
su ayuda, además, es posible demostrar muchos teoremas, generales
que son válidos para clases amplias de sistemas físicos a los cuales es
aplicable la teoría de la mecánica independientemente del carácter
particular de las fuerzas presupuestas; por ejemplo, el teorema de que
si no actúan fuerzas sobre un sistema de cuerpos, la suma de sus can­
tidades de movimiento se conserva en sus movimientos.
En segundo lugar, si bien en esta interpretación la segunda ley
tiene un contenido empírico, no puede ser refutada decisivamente
por ningún experimento concebible. Pues el axioma no especifica
una fuerza definida que permita explicar una aceleración particular;
simplemente afirma que hay una fuerza que satisface ciertas condi­
ciones supuestas tácitamente y que es tarea del físico especificar con

2 60
detalle. Pero sólo puede demostrarse que un enunciado de la forma
«hay una fuerza F tal que...» es falso si es posible demostrar su con­
tradictorio, o sea, un enunciado de la form a «para toda fuerza i 7, no
es el caso que...», y, en general, sólo se puede demostrar este último
si se examinan exhaustivamente todas las posibles funciones-fuerza
que satisfacen las condiciones estipuladas. Pero es evidente que nun­
ca se puede completar tal examen, pues el número de funciones-
fuerza abstractamente posibles no es fijo y puede superar cualquier
límite finito. Por consiguiente, aunque se puede confirmar el axioma
a través del descubrimiento de funciones-fuerza apropiadas que ex­
pliquen con éxito las aceleraciones de los cuerpos, nunca se puede
demostrar que es falso.
Ahora bien, ésta es la razón por la cual frecuentemente se consi­
dera el segundo axioma no como una afirmación acerca de las con­
diciones en las cuales se producen aceleraciones, sino como una for­
mulación compacta de una guía especial para la investigación, como
una regla metodológica que orienta al físico con respecto a lo que tie­
ne que buscar cuando está analizando los movimientos de los cuer­
pos. Pues en lo relativo a su característica de no admitir una refuta­
ción concluyente, el segundo axioma es muy semejante a una regla.
Cualquier número de fracasos del físico para hallar lo que el axioma
lo induce a buscar es insuficiente para concluir de ellos la necesidad
de abandonar la búsqueda y descartar la regla. Y, sin embargo, la re­
gla puede ser buena, porque la investigación conducida de acuerdo
con ella puede haber sido recompensada frecuentemente con el éxi­
to y porque aun una regla que sólo es útil a veces puede ser mejor
que no tener ninguna regla. D e hecho, el segundo axioma, conside­
rado como principio regulador, ha sido sumamente fecundo para
guiar la construcción de un cuerpo sistemático de conocimiento
bien fundado, y si se lo continúa aceptando como regla de procedi­
miento, evidentemente no es porque sea una regla arbitraria e infun­
dada para investigar los movimientos de los cuerpos. Por otro lado,
aunque el axioma no sea literalmente refutable por tales investiga­
ciones, los repetidos fracasos en ciertos dominios para descubrir lo
que el axioma nos induce a buscar pueden hacer aconsejable su
abandono como regla metodológica, definitiva o sólo temporalmen­
te, y reemplazarlo por una directiva más útil. Tal ha sido, en reali­
dad, el destino del segundo axioma.

261
b. Pasemos finalmente a la noción de masa y al tercer axioma del
movimiento. N ew ton indicó con especial cuidado cuál era, en su
opinión, la base experimental de este axioma. Citó una serie de ex­
perimentos realizados por otros y por él mismo que confirmaban la
tesis según la cual, cuando un cuerpo actúa sobre otro, el cambio en
la cantidad de movimiento del segundo es igual en magnitud pero de
sentido opuesto al cambio en la cantidad de movimiento del prime­
ro. Pero la determinación experimental de estas magnitudes presu­
pone, obviamente, la medición de la masa, y la explicación que da
N ew ton de esta noción es notoriamente insatisfactoria. Definía la
«m asa» de un cuerpo (o su «cantidad de materia») com o el produc­
to de su densidad por su volumen; pero puesto que no indica en nin­
guna parte cómo medir la densidad y puesto que se define común­
mente a ésta y se la mide en términos de la masa y el volumen del
cuerpo, su explicación de la masa es totalmente inútil.28 ¿Q ué debe
entenderse entonces, por «m asa» (a la cual se la debe distinguir cla­
ramente del «peso») y cómo hay que medir las masas?
Se dice a veces que por «m asas de los cuerpos» debemos entender
solamente el conjunto de coeficientes numéricos que satisfacen las
ecuaciones del tercer axioma, de m odo que, según esta concepción,
dicho axioma es simplemente otra convención, en este caso, una
convención para definir las masas relativas de los cuerpos. Así, si dos
cuerpos A y B inducen, uno en el otro, las aceleraciones relativas aAB
y a BA (donde aAB es la aceleración de A inducida por B, y análoga­
mente para a BA), entonces las masas de A y B son dos números mA y
mB elegidos de tal modo que mAaAB = mBa BA. Si esta concepción es
correcta, entonces N ew ton estaba empeñado en una búsqueda evi­
dentemente inútil cuando intentaba dar un cimiento experimental a
su tercer axioma.
Pero ahora ya estamos suficientemente familiarizados con las li­
mitaciones de la interpretación convencionalista de los dos primeros
axiomas como para tomar con cautela una interpretación similar del
tercero. En verdad, aunque hay efectivamente un componente defi-

28. Aunque la definición es inútil com o manera de medir la masa, cumple


cierta función. N ew ton deseaba distinguir la masa del peso, pues la masa es una
propiedad que, a diferencia del peso, es invariante en los m ovimientos de los
cuerpos. L a definición que propuso puede ser considerada com o un intento de
form ular la invariancia de tal propiedad.

262
nicional en este axioma, lo fundamental de él no es este componen­
te. Ciertamente, es posible proceder de la manera indicada, a saber,
introducir dos números mA y mB de m odo que, para un conjun­
to dado de aceleraciones mutuamente inducidas de dos cuerpos, se
cumpla la ecuación mAaAB = —mBa BA, y llamar a estos números las
«m asas» de los dos cuerpos. Pero, ¿cóm o podem os estar seguros de
que estos números serán siempre positivos, o de que su razón es una
constante sean cuales fueren las posiciones y velocidades relativas de
los cuerpos, o de que los coeficientes de masa así definidos son inde­
pendientes de todas las propiedades especiales de los cuerpos (como
sus características químicas, térmicas o magnéticas), o de que las ma­
sas son aditivas, o de que las masas asignadas de esta manera a dos
cuerpos A y B son compatibles con las masas asignadas de este modo
al par de cuerpos A y C y al par B y C ? La respuesta obvia es que, si
se define «m asa» de la manera propuesta no podem os estar seguros
de ninguna de estas cosas. Por consiguiente, la definición propues­
ta de «m asa» no asigna a la palabra un sentido como el que se le aso­
cia realmente en la mecánica; y el tercer axioma no es simplemente
una convención para definirlo.
Para ver más claramente las suposiciones empíricas que están im­
plicadas en el uso del término «m asa» en la mecánica, esbocemos
la definición de «m asa» que es común en la actualidad y que, si se la
concibe erróneamente, parece demostrar el carácter totalmente con-
vencionalista del tercer axioma.29 Supongamos nuevamente que hay
dos cuerpos A y B aislados de la influencia de todos los otros (por
ejemplo, por estar situados a distancias «suficientemente grandes»
de todos los otros) y que se inducen mutuamente las aceleraciones
aAB y a BA. Pero esta vez admitamos que es un hecho experimental (y
no una definición) el de que la razón de estas aceleraciones sea nega­
tiva, sea constante para el par de cuerpos dados — cualesquiera que
sean sus posiciones y velocidades— y que no depende de las propie­
dades materiales especiales de los cuerpos. Supongamos que el valor
de esta constante es — kBA, de m odo que a BA = — kBAaAB; y suponga­
mos, además, que cuando se compara la aceleración de un tercer
cuerpo C con la de B en condiciones experimentales análogas, la

29. Maeh fue el primero en proponer esta definición (op. cit. en la nota 25
de este capítulo), y ha sido adoptada ampliamente, aunque en un comienzo se le
negó a Mach la publicación de su artículo.

263
razón constante de estas aceleraciones es —kCBi de m odo que
a CB = —k CB a BC. Se plantea entonces la cuestión de saber si es posible
deducir de estos datos experimentales la constante — kCA, que es
la razón de las aceleraciones de los cuerpos A y C, esto es, si
a CA = — kCAaAC se deduce de otras ecuaciones. L a respuesta es deci­
didamente negativa, puesto que cualquier valor kCA es lógicamente
compatible con los valores de las otras dos constantes. Admitamos,
sin embargo, como un hecho experimental adicional, que las constan­
tes obtenidas de la manera indicada para cualquier conjunto de tres
cuerpos están siempre relacionadas de tal modo que kCA = kCBkBA, esto
es, la razón de las aceleraciones de los cuerpos C y A siempre es igual
al producto de la razón de las aceleraciones de C y B por la razón de
las aceleraciones de B y A. Pero supongamos también que B y C se
combinan para formar un solo sistema ¿Qué relación hay en­
tre la razón constante de las aceleraciones mutuamente inducidas de
este sistema y el cuerpo A (es decir, entre la constante de la ecuación

a (B*C) A = (5*C) A a A (5* 0

y las otras constantes mencionadas)? Nuevamente, esto sólo puede


decidirse mediante experimentación, y no mediante la lógica formal.
Pero supongam os como hecho experimental tercero y último que,
en general, k (5»q A = kBA + k CA. Ahora estamos en condiciones de de­
finir «m asa». Llamemos a las constantes «k BA», «k CA» ..., «masas re­
lativas» de los cuerpos B y A, C y A, etc.; se trata, totalmente, de una
cuestión de definición. Pero en virtud del primer conjunto de he­
chos experimentales supuesto antes, las masas relativas de los cuer­
pos son invariables en sus movimientos y siempre positivas. Luego
elijamos como cuerpo-patrón de masa mA, donde mA es un número
positivo y A un cuerpo arbitrariamente elegido; por ejemplo, a mA se
le puede asignar el valor unidad, 1. Esto también es materia de con­
vención. Pero como consecuencia del primer conjunto de hechos ex­
perimentales, todos los otros cuerpos, B , C ..., estarán asociados a un
conjunto único de números positivos raB, m c..., que serán llamados
«coeficientes de masa» o simplemente las «m asas» de esos cuerpos.
Llam ar a esos números las masas de los cuerpos es, por supuesto,
cuestión de definición; pero el hecho de que con respecto a la elec­
ción inicial de un cuerpo patrón y la asignación de un valor numéri­
co a su masa esos números no varían con el movimiento de los cuer-

2 64
pos, no es cuestión de definición. Adem ás, en virtud del segundo
conjunto de hechos experimentales mencionados, la única diferen­
cia que surgiría si se tomara com o m asa-patrón algún otro cuerpo
distinto de A sería un cambio de escala. Por ejemplo, supongam os
que A se tom a como masa de unidad y que, en consecuencia, B tie­
ne una masa de 3 unidades y C una de 6 unidades; si B reem plaza­
ra a A com o masa unidad, A tendría una masa de 1/3 y C de 2. F i­
nalmente, como consecuencia del tercer conjunto de suposiciones
experimentales, las masas se combinan aditivamente, es decir, la
masa del sistema (B * C), form ado por los cuerpos B y C, es igual a
mB + mc .30
Si ahora reemplazamos las constantes de la ecuación que enuncia
el primer conjunto de supuestos experimentales por las razones de
las masas así definidas para cada par de aceleraciones mutuamente
inducidas, obtenemos ecuaciones de la forma mAB = —mBa BA. Pero
estas ecuaciones constituyen simplemente la enunciación del tercer
axioma. ¿Cuál es, entonces, el estatus de este axioma? ¿Es simple­
mente consecuencia de la definición de masa? ¿Es una convención
para establecer tal definición? Ahora la respuesta es sencilla. L a fo r­
ma matemática especial del axioma es, realmente, una consecuencia

30. Esta descripción de la definición de «m asa» se basa en la suposición de


que es posible asignar masas a los cuerpos por pares, de m odo que todos los
cuerpos excepto los dos en consideración en un instante dado son alejados su­
puestamente a grandes distancias. Se trata, evidentemente, de una suposición no
realista; por ejemplo, los cuerpos que constituyen el sistema solar no pueden ser
trasladados para satisfacer nuestras necesidades, aunque de hecho es posible de­
terminar sus masas. El procedimiento de Mach para asignar coeficientes de masa
que hemos esbozado en el texto presenta dificultades y debe ser modificado si
se lo usa para asignar tales coeficientes a un número arbitrario de cuerpos que
no pueden ser considerados por pares. Sin embargo, la descripción simplificada
del mismo basta para nuestros propósitos, y las conclusiones que emergen no
varían esencialmente cuando se utiliza com o base para la discusión un método
adecuado para casos más complejos. Se hallará una discusión acerca de algunas
de las limitaciones del procedimiento de Mach en C . G. Pendsen, «A N ote on
the Definition and Determination of M ass in N ew tonian Mechanics», Philoso-
phical M agazine, serie 7, vol. 24, 1937; «A Further N ote ...», op. cit., vol. 27,
1939; «O n M ass and Forcé in New tonian M echanics», op. cit., vol. 29, 1940;
H . A. Simón, loe. cit., y «D iscussion: The Axiom atization of M echanics», Phi-
losophy o f Science, vol. 21,1954).

265
de la definición. Pues en lugar de definir los coeficientes de masa de
la manera indicada, sería posible definirlos como una cierta función
de los números m; por ejemplo, haciendo de o de 1lm A el coe­
ficiente de masa de A. Y para cada una de estas maneras alterna­
tivas de asignar valores numéricos a las masas, el axioma recibiría
una formulación matemática algo diferente. Por ejemplo, para las
alternativas mencionadas, las ecuaciones correspondientes serían
m A a AB = ~ m B a BA y m B a AB = ~ m Aa BA respectivamente, en lugar de
m A a AB = ~ m B a BA • Sin embargo, el axioma no es simplemente una
consecuencia de la definición de «m asa», sino que es consecuencia de
la definición junto con la suposición fáctica de que, para todo par de
cuerpos, la razón de sus aceleraciones mutuamente inducidas es una
constante negativa independiente de las posiciones, velocidades y
propiedades especiales de los cuerpos. Análogamente, no hay duda
de que en su formulación tradicional el axioma ha servido como guía
para construir una definición satisfactoria de «m asa», pues la defini­
ción elaborada de tal m odo permite una formulación del axioma li­
bre de oscuridades. Pero el axioma no es, literalmente, la definición
de «m asa»; la definición esbozada antes también iguala las «m asas
relativas» de los cuerpos con la «razón negativa inversa de sus acele­
raciones mutuamente inducidas». Pero, como se ha destacado repe­
tidamente, la constancia de esta razón no es materia de definición, y
el acento principal del tercer axioma cae en la afirmación de esta
constancia.

3. Observaciones finales. Debemos reunir ahora las observaciones


principales que han surgido de este examen acerca del estatus lógico
de los axiomas del movimiento, y presentar algunas conclusiones.

a. H em os examinado un argumento tendiente a demostrar el pri­


mer axioma mediante un razonamiento a priori y lo hemos hallado
seriamente equivocado. H ay otros argumentos tendientes al mismo
fin, con respecto tanto a los otros axiomas del movimiento com o al
primero. Pero un examen de los mismos revelaría que ninguno de
ellos es más convincente que el que hemos discutido explícitamen­
te.31 En realidad, a la luz de las importantes modificaciones que los

31. D ieron otras presuntas pruebas de la necesidad a priori del prim er axio­
ma L. Euler, C artas a una princesa alemana', I. Kant, Fundamentos metafísicos

266
axiomas newtonianos han recibido en la teoría general de la relativi­
dad, se puede concluir con certidumbre que ninguno de esos argu­
mentos puede ser exitoso. Es posible extender esta conclusión a los
supuestos fundamentales de otras teorías de otras ramas de la física
y de otros campos de la ciencia. La historia de las ciencias, especial­
mente en años recientes, suministra abrumadoras pruebas en favor
de la tesis muy general según la cual ninguna teoría de las ciencias
positivas tiene el carácter de una verdad a priori.
Sin embargo, debemos considerar brevemente algunos argumen­
tos que pretenden demostrar, no que algún conjunto especial de
axiomas del movimiento agrupa verdades necesarias, sino que la me­
cánica — concebida de manera un poco difusa y general como la teo­
ría de los movimientos de los cuerpos— es el presupuesto ineludible
de todas las otras ciencias. La idea de que todo cambio «no puede ser
otra cosa que movimientos de las partes del cuerpo que cambia» ya
fue expresada por H obbes. Esta tesis también fue defendida por
Leibniz, fue convertida en un axioma por los fundadores de la me­
cánica y continuó dominando las mentes de los físicos y los filóso­
fos aun después de que la mecánica newtoniana perdiera su prestigio
como ciencia universal de la naturaleza.32 Esta tesis ha sido defendi­
da tanto sobre la base de razones a priori como sobre la base de con­
sideraciones empíricas generales.
El filósofo y psicólogo Wilhelm Wundt ofreció una variante del
argumento a priori. La sustancia de este razonamiento es la siguiente.
Supongamos que vemos un objeto que sufre un cambio cualitativo,
por ejemplo, que varía de color o de temperatura. Aunque percibi­
mos el cambio, suponemos que, en cierto sentido, el objeto sigue
siendo el mismo. En lo que concierne a nuestra intuición real de lo
que ha sucedido, continúa Wundt, el cambio se manifiesta simple­
mente como la desaparición de un objeto caracterizado por un con­

de la ciencia natural; y J. C. Maxwell, M ateria y movimiento. U na presunta


prueba del carácter a priori del segundo axioma podrá hallarse en Paul N atorp,
Die Logische Grundlagen der exakten Wissenschaften, Leipzig, 1923, págs. 367-
372, y del tercer axioma en la obra de Kant citada antes.
32. Thom as H obbes, «Elements of Philosophy Concerning B ody», en The
Metaphysical System o f H obbes, selec. de M ary W. Calkins, Chicago, 1910, pág.
75; G. W. Leibniz, Hauptschrifte zur Grundlegung der Philosophie (comp., Bu-
chanau-Cassirer), Leipzig, vol. í, pág. 326.

267
junto de cualidades y la aparición de otro objeto que posee un conjun­
to de cualidades diferentes. Por lo tanto, nuestra convicción de que
los dos objetos son idénticos debe basarse en que relacionamos los
dos conjuntos de cualidades de una manera conceptual. A sí, nuestra
intuición del cambio nos brinda dos objetos, mientras que nuestra con­
cepción del cambio postula solamente uno. ¿C óm o se puede, enton­
ces, reconciliar nuestra intuición con nuestra concepción? El inten­
to de reconciliarla postulando una sustancia subyacente inmutable
es insatisfactorio, pues tal sustancia es desconocida y trasciende la
experiencia. Debe buscarse, pues, una solución a la dificultad dentro
de la experiencia misma, hallando algunas características fenoméni­
cas de los objetos que pueden ser intuidas en proceso de cambio y
que, no obstante, dejen los objetos inalterados. Pero según Wundt,
el único aspecto en el cual un objeto puede ser percibido en proceso
de cambio y, sin embargo, también como idéntico a sí mismo es en
el movimiento. «L o s cambios de posición son los únicos cambios in-
tuibles en las cosas, a pesar de los cuales las cosas siguen siendo idén­
ticas a sí mismas». En consecuencia, todo cambio debe ser reducido
a movimiento. U na vez establecido esto, es un juego de niños elabo­
rar una defensa plausible, prim a facie, de la prioridad de la mecánica
sobre toda otra rama de la ciencia natural.33
El argumento de Wundt es curioso. Aunque se basa aparente­
mente en una supuesta incompatibilidad entre nuestra intuición per-
ceptual y nuestra concepción del cambio, de hecho deriva íntegra­
mente de la confusión entre diferentes concepciones (o definiciones
tácitas) de la «identidad» de los objetos. ¿Tiene algún sentido opo­
ner nuestra intuición a nuestras concepciones del cambio, si, por
hipótesis, las intuiciones no implican ninguna conceptualización de
lo que se experimenta inmediatamente? ¿Puede afirmarse con senti­
do que nuestras intuiciones del cambio cualitativo revelan simple­
mente la sustitución de un «objeto» por otro, si no intuimos o per­
cibimos los objetos en términos de algún esquema conceptual? Por
ejemplo, cuando vemos que un «objeto» cambia su color de azul a
rojo, ¿cuál es el «objeto» que vemos? ¿Es un trozo de papel de tor­
nasol? Pero si es así como se caracteriza el objeto, es el mismo obje­
to el que percibimos antes y después del cambio de color, y no dos

33. Wilhelm W undt, D ie Prinzipien der Mechanischen N aturlehre, 2a ed.,


Stuttgart, 1910, págs. 177-180; y también su Logik, vol. 2, pág. 274.

268
objetos; pues en su sentido habitual la noción de papel de tornasol no
requiere la invariancia de color. Sin embargo, si el objeto que se pre­
sume ver es caracterizado como un trozo de papel de tornasol azul, es
un objeto diferente del que se percibe después del cambio. Por consi­
guiente, la respuesta a la pregunta de si el objeto ha cambiado depen­
de del esquema categorial implícito utilizado para caracterizar la si­
tuación percibida. Por otro lado, si se afirma que no se usa ningún
esquema conceptual, entonces es impropio describir la percepción del
cambio en términos de cambios en objetos. Además, sostener que per­
cibimos un objeto que conserva su identidad cuando sólo percibimos
un cambio en su posición es simplemente una petición de principio.
U n trozo de alambre al que en un momento se lo ve recto y en otro
momento circular, o una superficie que en un momento se ve contra
un fondo blanco y en otro momento contra uno azul, pueden no ser
percibidos como idénticos, de hecho, durante todo el movimiento.
Por consiguiente, si se toma el argumento de Wundt como una mues­
tra típica del intento de demostrar la prioridad de la mecánica sobre
bases apriori, tales intentos deben ser considerados infructuosos.
Pero también se ha defendido la prioridad de la mecánica sobre la
base de consideraciones más empíricas. Q uizás el argumento más
sólido y más interesante de este tipo se basa en la afirmación de que,
a fin de cuentas, los elementos de juicio experimentales para todas
las teorías se obtienen mediante el uso de instrumentos cuya cons­
trucción y operación sólo pueden ser comprendidas en términos de
la mecánica. Instrumentos tales como las balanzas de brazos o los re­
lojes de péndulo ilustran claramente esta afirmación. Pero aun ins­
trumentos como los voltímetros y los termómetros, que pueden ser
usados para someter a prueba leyes que no pertenecen a la ciencia de
la mecánica, suponen principios mecánicos en su construcción: la
mecánica de los cuerpos rígidos para diseñar voltímetros o para ob­
tener tubos de vidrio de diámetros uniformes, o la mecánica elemental
requerida en la geometría física para obtener intervalos equidistantes
en las escalas de los instrumentos. Ahora bien, puede admitirse sin
dificultad que, quizás, en todos los aparatos empleados por las cien­
cias naturales se admiten tácitamente las leyes mecánicas. ¿Pero son
las leyes mecánicas las únicas implicadas de esta suerte? ¿L a opera­
ción de un voltímetro no supone también leyes electromagnéticas
específicas? Y aun en el caso de instrumentos que parezcan ser ex­
clusivamente mecánicos (como las balanzas de brazos), ¿no es esen­

269
cial, a menudo, analizar su funcionamiento en términos de la in­
fluencia de las temperaturas o las variaciones magnéticas, es decir, en
términos de leyes que no son, en primera instancia, leyes de la mecá­
nica? En la historia de la física, la mecánica fue la rama de la ciencia
que primero se desarrolló y llegó a la madurez; y los instrumentos
empleados en la época temprana de la investigación física eran anali­
zados exclusivamente en función de la mecánica. Sin embargo, se
descubrió eventualmente que las leyes mecánicas no suministran
una base suficiente para comprender y controlar la conducta de tales
instrumentos. L a prioridad histórica de la mecánica no basta para
asignar a esta disciplina una prioridad lógica.
En consecuencia, debemos concluir que no es posible demostrar
por un razonamiento ap rio ri los axiomas del movimiento ni la prio­
ridad intrínseca de la mecánica.

b. Se ha hecho repetidamente la afirmación de que uno u otro de


los axiomas no es más que una definición, o una «verdad» que es cer­
tificable recurriendo simplemente a definiciones. En realidad, a ve­
ces se ha extendido radicalmente la tesis convencionalista, de m odo
que se conciben todas las teorías y hasta leyes manifiestamente ex­
perimentales simplemente como «definiciones disfrazadas», o a lo
sumo, como reglas de acción más que como enunciados que puedan
ser considerados verdaderos o falsos a la luz de los elementos de jui­
cio empíricos. Por ejemplo, el enunciado de que el plom o se funde a
327 °C es considerado comúnmente como una ley experimental, y
no cabe duda de que su aceptación se basa en un gran número de ex­
perimentos cuidadosamente realizados. Supongamos, sin embargo,
que un químico encontrara una sustancia cuyas propiedades son in­
distinguibles de las del plom o, pero cuyo punto de fusión es dife­
rente. Presumiblemente, este descubrimiento refutaría dicha ley.
Pero según el convencionalismo radical, tal ley podría ser manteni­
da a pesar de su aparente incompatibilidad con el hecho observado.
Pues el químico podría negarse a clasificar la sustancia com o plom o,
darle un nuevo nombre y conservar la ley. Si el químico hiciera esto,
sería indudable que esa «ley» no es más que una definición (o parte
de la definición) del término «plom o». Además — continúa el argu­
mento— , aun si el químico no procediera de esta manera, la mera
posibilidad de que pueda hacerlo basta para mostrar que el hecho de
que se incluya o no el enunciado acerca del punto de fusión del plo­

270
mo en la clase de las «leyes verdaderas», es totalmente materia de es­
tipulación o convención. El ejemplo no es grotesco ni fabricado para
satisfacer los requisitos de una tesis. Cuando se descubrieron sustan­
cias que poseían todas las propiedades químicas del plom o pero te­
nían densidades diferentes, los físicos no abandonaron la ley de que
el plomo tiene una densidad uniformemente constante en condicio­
nes normales. Por el contrario, estas diversas sustancias «semejantes
al plom o» fueron clasificadas como «isótopos» del plom o, cada uno
de los cuales posee una densidad definida y constante; en general, se
dice que un elemento químico tiene dos o más isótopos si sus núcleos
atómicos difieren en el número de sus neutrones. L a ley, pues, fue
conservada, mediante el recurso de redefinir el término «plom o».
Postergaremos el examen general de la tesis convencionalista has­
ta haber examinado los problemas que plantea la adopción de un sis­
tema geométrico, de m odo que la tesis pueda ser examinada dentro
del contexto especial en el cual se la desarrolló por primera vez. Por
el momento, evaluaremos la tesis en conexión con los axiomas del
movimiento.

I. En tanto los axiomas sean considerados simplemente como un


conjunto de postulados formales cuyos términos no lógicos no están
interpretados ni asociados con nociones experimentales mediante
reglas de correspondencia, no puede decirse propiamente que los axio­
mas son verdaderos o que son falsos. L o s axiomas son, entonces,
parte de un cálculo abstracto, que debe ser resuelto de acuerdo con
reglas que sólo toman en cuenta las características puramente sintác­
ticas del sistema dado de signos. Además, aun cuando se dé una in­
terpretación a los axiomas, dicha interpretación puede ser dada en
términos de nociones que, a su vez, son definidas por medio de pro­
cesos ideales, procesos límites; y en esta eventualidad, los axiomas in­
terpretados no son afirmaciones acerca de relaciones experimental­
mente discernibles entre cuerpos físicos. En cualquier caso, los
axiomas sólo son un esquema al cual pueden ser ajustados los con­
ceptos experimentales. Si no se hace nada más con los axiomas, la te­
sis de que son «convenciones» está justificada.I.

II. Pero aun cuando se establezcan reglas adecuadas de corres­


pondencia para los términos teóricos de la mecánica, al adoptar los
axiomas adoptamos un cierto m odo de analizar los movimientos de

271
los cuerpos e ignoramos otros enfoques lógicamente posibles del es­
tudio del movimiento. Por ejemplo, los axiomas nos exigen hallar
determinantes de la aceleración de los cuerpos, pero no de sus velo­
cidades. Pero los movimientos observados de los cuerpos pueden ser
analizados de muchas maneras, pues la observación directa de los
movimientos no prescribe ninguna manera particular de analizarlos;
y debe adoptarse algún esquema de conceptualización para formular
leyes experimentales del movimiento. L os axiomas newtonianos
constituyen uno de tales esquemas, aunque son posibles en abstrac­
to otros esquemas, como lo revela la historia de la ciencia. En reali­
dad, los movimientos realmente observados de los cuerpos no se
ajustan con perfecta precisión a las leyes experimentales de la me­
cánica clásica, y se pueden formular otras suposiciones generales, ló­
gicamente distintas de las newtonianas, que concuerden con los
hechos observados dentro de los mismos límites de exactitud que
caracterizan a las leyes aceptadas. L os axiomas, por lo tanto, no son
formulaciones de lo observado realmente, y sin duda funcionan en la
investigación como principios generales para interpretar lo observa­
do. Por consiguiente, la tesis convencionalista pisa suelo firme al ne­
gar que los axiomas sean generalizaciones inductivas a partir de he­
chos observados y al considerarlos como un esquema, entre otros,
para analizar lo que a menudo presenta la apariencia de movimien­
tos complejos e irregulares, con vistas a lograr un sistema relativa­
mente simple de leyes acerca de los movimientos de los cuerpos.

III. Pero no solamente los axiomas no son generalizaciones induc­


tivas, sino que tampoco pueden ser refutados con certeza demostrati­
va por los hallazgos experimentales. Pues al introducir suposiciones
especiales, si son ad hoc, siempre es posible, en principio, considerar
válidos los axiomas a pesar de elementos de juicio aparentemente con­
trarios a ellos. En este aspecto, también, los axiomas son como princi­
pios conductores. Pueden ser abandonados cuando la guía que sumi­
nistran fracasa repetidamente en la solución de una determinada clase
de problemas. Pero también pueden ser conservados frente a tales fra­
casos, sobre el fundamento lógicamente impecable de que los fracasos
pasados no implican permanentes fracasos en el futuro.

IV. Por otro lado, aunque hay maneras de formular la teoría de


la mecánica tales que uno o más de los axiomas newtonianos se con­

272
viertan efectivamente en definiciones, también es posible enunciar la
teoría de tal m odo que los axiomas posean un contenido empírico.
D e hecho, hemos concebido los axiomas de esta última manera, sin
rechazar como ilegítimas las maneras alternativas de interpretarlos.
En conexión con el primer axioma hemos argüido que, si bien el mis­
mo puede funcionar como una convención, con respecto a un cuer­
po específico, para definir la igualdad de períodos temporales, es un
hecho empírico y no una convención que los movimientos de otros
cuerpos se ajusten al axioma. En conexión con el segundo axioma
hemos observado que, si bien no es posible en general medir fuerzas
directamente, de m odo tal que se pueda calcular sus magnitudes en
muchos problemas sólo por medio del axioma, éste afirma que hay
determinantes (o fuerzas) de cierto tipo para todo cambio en las can­
tidades de movimiento de los cuerpos. A pesar de que esta afirma­
ción no puede ser refutada por la observación de manera concluyen-
te, de acuerdo con esta interpretación el axioma no es una definición.
Finalmente, en conexión con el tercer axioma hemos sostenido que,
si bien se lo puede usar para definir los coeficientes de masa de los
cuerpos, los coeficientes así definidos se relacionan entre sí de una
manera que refleja ciertas características empíricas de los movimien­
tos de los cuerpos formuladas por el axioma.
Por consiguiente, la tesis de que los axiomas son simplemente
convenciones no puede sostenerse sin serias restricciones. Sin duda,
debe haber convenciones y definiciones en la articulación de las teo­
rías científicas. Sin embargo, hay diversas maneras de articular la
teoría de la mecánica de m odo que las diferentes formulaciones sean
lógicamente equivalentes entre sí. Cada formulación puede requerir
la introducción de convenciones en puntos que son distintivos de
ese modo particular de formulación. Puede ocurrir, por lo tanto, que
una oración usada en una formulación de la teoría para enunciar
cuestiones de hecho contingentes sea usada en alguna otra formula­
ción como convención definitoria. Pero el cambio de carácter de una
oración, del enunciado de una ley en un contexto de uso a la codifi­
cación de una convención en otro contexto de uso, sólo puede efec­
tuarse si alguna otra oración que tenga inicialmente el papel de ex­
presar una definición recibe la función modificada de enunciar una
ley. En todo caso, no es posible discernir el contenido empírico que
tiene, si es que lo tiene, cualquiera de los axiomas de la mecánica sin
referencia a los otros axiomas y a la forma en que la teoría a la cual

273
pertenecen como partes componentes esté codificada. E s el sistema
de suposiciones teóricas en su conjunto el que fija los significados de
los términos que aparecen en ellas y el que determina si una oración
dada de la teoría tiene el carácter de una convención o el de un enun­
ciado acerca de cuestiones de hecho. En resumen, si algún axioma
posee un contenido empírico, no lo posee aisladamente, sino sólo en
virtud de que form a parte de la teoría total, y sólo en el sentido de
que, cuando se establecen reglas de correspondencia adecuadas para
un número suficiente de nociones teóricas mencionadas en los p o s­
tulados o en los teoremas del sistema, puede someterse a control ex­
perimental a los diversos enunciados generalizados que implica la
teoría. Así, es evidente que no puede darse ninguna respuesta breve
y simple a la pregunta: ¿cuál es el estatus lógico de los axiomas new-
tonianos del movimiento? Es que los axiomas no son verdades a,
priori para las cuales no haya otras alternativas lógicas; y es igual­
mente claro que ninguno de ellos es una generalización inductiva, en
el sentido de una generalización que haya sido obtenida extrapolan­
do para todos los cuerpos las interrelaciones de características halla­
das en los casos observados. Pero aparte de estas caracterizaciones
negativas de los axiomas, una respuesta razonablemente satisfactoria
a la pregunta indicada exige una referencia al lugar que los axiomas
ocupan en alguna codificación particular de la teoría de la mecánica
y a los usos que se da a los axiomas en diversos contextos especiales.
Q uizá lo que puede afirmarse con toda generalidad, es, por una parte,
que los axiomas newtonianos a menudo pueden desempeñar el papel
de esquemas para analizar los movimientos de los cuerpos o de esti­
pulaciones para definir ciertas nociones experimentales, y, por otra
parte, cuando se agregan a los axiomas supuestos adicionales (entre
otros, supuestos concernientes a funciones-fuerza), se los puede con­
siderar enunciados que poseen un contenido empírico definido.

274
VIII

EL ESPACIO Y LA GEOMETRÍA

Aun el examen casual de los axiomas newtonianos del movi­


miento pone de manifiesto que es menester estipular primero algún
marco de referencia espacial antes de que los axiomas puedan ser uti­
lizados para analizar los movimientos de los cuerpos. El primer
axioma afirma que un cuerpo continúa moviéndose con velocidad
constante a lo largo de una recta, a menos que se aplique sobre el
cuerpo alguna fuerza. El segundo axioma declara que la aceleración
de un cuerpo (esto es, su cambio de velocidad a lo largo de una rec­
ta o su desviación del movimiento rectilíneo) es proporcional a la
fuerza impresa. ¿Qué debe entenderse por «línea recta» en estos
enunciados? ¿Y con respecto a qué marco de referencia se conside­
ra que un movimiento es rectilíneo? Debem os discutir ahora estas
cuestiones, que planteamos pero postergamos en el capítulo anterior.
H an sido sometidas a consideración crítica desde la época de New-
ton, y las dificultades que presentaban las respuestas que dio New ton
han conducido finalmente, en el siglo xx, a la creación de una mecá­
nica no newtoniana. Pero los problemas lógicos que plantean son
atinentes al estudio de la estructura de las explicaciones en general, y
no solamente de la mecánica. Aunque tomaremos los axiomas de la
mecánica como punto de partida de nuestro examen, luego nos ocu­
paremos de estas consideraciones más generales.

1. L a SO L U C IÓ N N EW TO N IA N A

N i New ton ni sus contemporáneos tuvieron razón alguna para


suponer que pudieran abrigarse dudas con respecto a lo que debe
entenderse por «línea recta», en sus formulaciones de los axiomas
del movimiento, pues la única geometría conocida por aquel enton­
ces era el sistema de Euclides. Se daba por supuesto que una línea es

275
recta si se ajusta a las condiciones especificadas en la geometría euclí-
dea. Supongamos, por el momento, que la geometría euclídea no
presenta dificultades. Volveremos al conjunto de problemas que
plantea esta suposición más adelante, en este capítulo y en el próximo.
Pero no existía la misma unanimidad en lo concerniente al marco
espacial al cual deben referirse los movimientos de los cuerpos. Ya
en la época de N ew ton se realizaban intensos debates acerca de esta
cuestión. Puede parecer, a primera vista, que es posible elegir cual­
quier marco de referencia y que la elección sólo está dictada por la
conveniencia para abordar problemas específicos. Pero un examen
más cuidadoso de la teoría newtoniana revela que tal concepción es
errónea. Por supuesto, es cierto que en la práctica se usan marcos de
referencia muy diversos y que la elección de los mismos se rige por
consideraciones de conveniencia. Así, en algunos problem as es con­
veniente tomar la Tierra para este propósito, en otros problemas el
Sol, y en otros las estrellas fijas. En cada caso, dentro de los límites
de exactitud exigidos por el problem a en cuestión, el análisis de los
movimientos efectuado mediante los axiomas de N ew ton puede
coincidir bastante bien con los hallazgos experimentales. Sin embar­
go, desde el punto de vista de la teoría newtoniana, estos diversos
marcos de referencia prácticos no son igualmente satisfactorios y nin­
guno de ellos es totalmente adecuado. Debem os comprender clara­
mente la razón de esto.
Para fijar ideas, supongamos que estamos examinando el movi­
miento de un cuerpo lanzado desde una posición inicial de reposo
con respecto a la Tierra y que cae libremente, dentro del campo gra-
vitacional terrestre, en alguna parte situada al norte del Ecuador. Si
suponem os que la Tierra es un marco de referencia admitido por la
teoría newtoniana, entonces, según ésta, el cuerpo debe caer con ve­
locidad acelerada a lo largo de una línea dirigida hacia el centro de
masa de la Tierra. En cambio, si se tom a el Sol como marco de refe­
rencia teóricamente admisible para describir el movimiento del cuer­
po, la trayectoria teórica ya no será una línea recta sino una curva
más compleja. Pues ahora debe considerarse que el cuerpo com par­
te la rotación diurna de la Tierra y su revolución anual alrededor del
Sol, por lo cual, en lugar de caer según la línea que acabamos de des­
cribir, se moverá siguiendo una curva que, en general, estará al Este
de esa línea. Además, si se adopta com o marco de referencia una de
las estrellas fijas, la trayectoria teórica del cuerpo será también dife­

276
rente y más compleja. Pues el cuerpo no solamente forma parte de un
sistema físico (es decir, la Tierra) que rota alrededor de un eje y gira al­
rededor del Sol, sino que también forma parte del sistema solar, que
está acelerado con respecto a algunas de las estrellas. Pero las estrellas
mismas sólo son «fijas» por cortesía, de modo que la trayectoria teó­
rica del cuerpo variará, en general, con la estrella (o sistema de estre­
llas) utilizada como marco de referencia. Sin duda, las diferencias en­
tre estas diversas trayectorias suelen ser pequeñas, y, puesto que se las
puede despreciar en muchos problemas prácticos, en estos casos no
importa mucho cuál de los marcos de referencia se elige. Pero no obs­
tante esto, en teoría, y a veces en la práctica, no es indiferente qué mar­
co de referencia se adopte para el estudio de los movimientos. Pues la
magnitud de la aceleración que sufre un sistema físico y, por lo tanto,
las fuerzas que es menester suponer (de acuerdo con el segundo axio­
ma) que actúan sobre el sistema, dependen esencialmente del marco
de referencia con respecto al cual se especifique la aceleración.
Seamos más explícitos. Si se toma la Tierra como marco fijo de
referencia la fuerza supuesta para explicar el movimiento de un cuer­
po en caída libre debe ser proporcional a la aceleración de este cuer­
po con respecto a la Tierra. Si se supone que la fuerza es simplemen­
te la atracción gravitacional de la Tierra, la trayectoria del cuerpo
debe ser una línea recta dirigida hacia el centro de masa de la Tierra.
Pero, en realidad, el cuerpo se desvía de este camino, y en tanto se
considera la Tierra como «fija», no parece haber ninguna manera fá­
cil de explicar esta circunstancia, a menos que se introduzcan «fuer­
zas deflectoras» ad hoc para explicarla. L a situación cambia si se
toma el Sol como marco de referencia. Pues entonces puede expli­
carse inmediatamente la desviación indicada en términos de la ace­
leración rotacional de la Tierra. La conclusión general que puede
extraerse de este ejemplo es la siguiente: cuando se adopta un deter­
minado marco espacial de referencia, los axiomas newtonianos bas­
tan para analizar muchos tipos de movimientos de los cuerpos, si se
suponen fuerzas de forma relativamente simple como determinantes
de las aceleraciones. Por otro lado, si se adopta un marco de referen­
cia arbitrario, las fuerzas que es menester suponer son en general
enormemente complejas, varían de un caso a otro de una manera que
no es fácilmente especificable y llevan la marca de las hipótesis ad
hoc. Por consiguiente, para no introducir fuerzas de una manera ar­
bitraria, si se especifican los determinantes de las aceleraciones de

277
una manera uniforme para clases amplias de movimientos, en lugar
de postularlos de diferentes maneras para diferentes problemas es­
pecíficos, debe haber un marco de referencia privilegiado o «absolu­
to» al cual remitir los movimientos de los cuerpos. En todo caso,
esto es lo que creía N ew ton, y el notable éxito de su sistema de me­
cánica persuadió a varias generaciones de físicos de que tenía razón.
La observación que acabamos de hacer puede ser formulada de
una manera más técnica. Puesto que esta formulación técnica usa una
noción que desempeña un papel fundamental en la construcción de
teorías físicas, es conveniente hacer un esbozo de ella. Supongamos
que se refiere el movimiento de los cuerpos a un marco espacial de
referencia 5, de modo que las distancias de una masa puntual arbi­
traria con respecto a tres ejes perpendiculares entre sí determinados
por S son x, y y z. Entonces, las ecuaciones diferenciales del movi­
miento de una masa puntual de masa m son:

d 2x
m ----- = FXJ
dt2
ecuaciones semejantes para las otras coordenadas, donde Fx es una
componente de una función-fuerza definida. Por ejemplo, si la masa
puntual m está en el campo gravitacional de un cuerpo M y de coor­
denadas espaciales x ly y h z 7, entonces
Fx - G m M (x — Xi),
?

donde r2 - (x — x¿)2 + (y — y¿)2 + (z — z j 2. Ahora bien: sea S' cual­


quier otro marco de referencia que se mueva con respecto a S de ma­
nera arbitraria; por ejemplo, puede rotar con respecto a S o puede
moverse con velocidad acelerada. Sean x \ y \ z', las coordenadas de
los cuerpos referidos a 5'. Las coordenadas de S estarán relacionadas
con las de S ' por ecuaciones de transformación en las cuales figura en
general el tiempo. Para fijar ideas, supongamos que 5' se mueve con
respecto a S con una aceleración constante, de m odo que las coorde­
nadas de los dos sistemas están relacionadas mediante la ecuación:
axF
x = x + vxt + —----
2

2 78
(con ecuaciones similares para las otras dos coordenadas), donde vx
es la componente x de la velocidad de S' con respecto a 5 en el tiem­
po r = 0 , y ^ e s la componente x de la aceleración constante de S'. U n
cálculo simple revela que las ecuaciones diferenciales del movimien­
to del cuerpo referido a S' tienen la forma:

d 2x' G m M ( x ' —x \ ) d 2x
m --------- = ---------------------------------= m ----------- + axm
de r* de
Es evidente, pues, que en S' la fuerza que actúa sobre la masa
puntual m difiere de la fuerza de S en una cantidad proporcional a la
aceleración constante de S' relativa a S. En resumen, las ecuaciones
del movimiento, en general, no son invariantes en una transforma­
ción de coordenadas de un marco de referencia a otro; en particular,
no son invariantes para dos sistemas de referencia acelerados relati­
vamente el uno al otro. Por consiguiente si S es un sistema de refe­
rencia en el cual, por ejemplo, el primer axioma se cumple para un
cuerpo determinado, este cuerpo no cumplirá el axioma si se refiere
su movimiento a S'. Así, supongamos que un cuerpo, por ejemplo, la
estrella Arturo, está muy lejos de la influencia de otros cuerpos, de
m odo que cuando se refiere su movimiento a un cierto marco de re­
ferencia, por ejemplo, al definido por la constelación de Orion, su
movimiento sigue un camino rectilíneo con velocidad constante.
Pero si se refiere Arturo a un eje de coordenadas fijo en la Tierra su
movimiento ya no es rectilíneo y uniforme, sino acelerado; y, por hi­
pótesis, no hay ninguna fuerza identificable que explique su movi­
miento cuando se usa tal sistema de referencia.
Fueron consideraciones de este tipo, que incluyen la no inva-
riancia de las ecuaciones del movimiento en transformaciones para
marcos de referencia arbitrarios, las que persuadieron a New ton de
que es necesario referir los movimientos a un marco de referencia
privilegiado, al cual llamó «espacio absoluto». Según Newton, «el
espacio absoluto permanece siempre homogéneo e inmutable, por
su propia naturaleza y sin consideración a nada externo». Así, el es­
pacio absoluto no es perceptible, no es un objeto material ni una rela­
ción entre objetos. Es un receptáculo amorfo dentro del cual suceden
todos los procesos físicos y al cual deben ser referidos los movi­
mientos físicos, si se los quiere comprender en función de los axio­
mas de la mecánica. Por otra parte, N ew ton sostenía:

279
El espacio relativo es una dimensión o medida móvil de los espacios
absolutos, que nuestros sentidos determinan por suposición con respec­
to a los cuerpos y que es tomado vulgarmente por un espacio inmóvil.
[...] El movimiento absoluto es la traslación de un cuerpo de un espacio
absoluto a otro; el movimiento relativo, la traslación de un lugar relati­
vo a otro. [...] Pero como las partes del espacio no pueden ser vistas ni
distinguidas unas de otras por nuestros sentidos, [...Jen lugar de espa­
cios y movimientos absolutos usamos espacios y movimientos relativos,
lo cual no engendra ningún inconveniente en cuestiones comunes. Pero
en las disquisiciones filosóficas, debemos abstraemos de nuestros senti­
dos y considerar las cosas en sí mismas, distintas de las que sólo son me­
didas sensibles de ellas. Pues puede ocurrir que no haya ningún cuerpo
realmente en reposo al cual puedan referirse los lugares y movimientos
de otros cuerpos.1

En efecto, N ew ton estaba dispuesto a admitir que cinemática­


mente todo movimiento es relativo, pero sostenía que los movimien­
tos deben ser referidos al espacio absoluto como marco de referen^
cia cuando se los considera dinámicamente y en términos de las
fuerzas que los determinan.
N ew ton apoyaba su afirmación de un espacio absoluto sobre ar­
gumentos teológicos y filosóficos generales, pero también aducía en
su favor elementos de juicio experimentales, que él creía indiscuti­
bles. Reconocía explícitamente que es imposible determinar median­
te experimentos mecánicos si un cuerpo está realmente en reposo o se
mueve con velocidad uniforme con respecto al espacio absoluto. Pues
las ecuaciones diferenciales del movimiento son invariantes (es de­
cir, se mantiene su forma) en todos los marcos de referencia que tie­
nen velocidad uniforme (con el reposo com o caso límite) con res­
pecto al espacio absoluto. En consecuencia, no es posible distinguir
experimentalmente entre la velocidad uniforme absoluta y la veloci­
dad uniforme relativa.2 Por otra parte, N ew ton sostenía que es p osi­

1. Isaac N ew ton, M athem atical Principies o f N atu ral Philosophy, comp.


Florian C ajori, Berkeley, Calif., 1947, libro 1, Scholium.
2. E sto se deduce directamente de lo que ya hemos dicho. Si en la anterior
discusión S es el m arco de referencia sum inistrado por el espacio absoluto y S'
es cualquier marco de referencia que se mueve con velocidad uniforme con res­
pecto a S, entonces las ecuaciones de transformación pará pasar de S a S' son
x' = x + vx t + x0, donde x0 es la componente a lo largo del eje-x de la distancia

2 80
ble distinguir por medio de experimentos mecánicos entre acelera­
ción absoluta y aceleración relativa, y, por lo tanto, determinar ex­
perimentalmente si un cuerpo tiene o no un movimiento acelerado
con respecto al espacio absoluto. L os elementos de juicio que ofre­
cía en favor de esta conclusión incluían el experimento, hoy famoso,
del balde. Puesto que la interpretación que dio N ew ton de este ex­
perimento ha sido el centro de muchas críticas posteriores, procede­
remos a describirlo.
Se suspende de una cuerda un balde lleno de agua, de modo tal
que la cuerda, al ser retorcida, se convierta en el eje de rotación del
balde. En un comienzo, el agua y las paredes del balde están relati­
vamente en reposo, y la superficie del agua es (aproximadamente) un
plano. Luego se hace rotar el balde. El agua no comienza a rotar in­
mediatamente, de m odo que durante un tiempo el balde tiene un
movimiento acelerado con respecto al agua. Sin embargo, la superfi­
cie del agua sigue siendo plana durante este intervalo. Pero luego
también el agua adquiere un movimiento rotatorio, de modo que
acaba por estar en reposo respecto a las paredes del balde. Pero en­
tonces la superficie del agua ya no es plana, sino que su forma es
cóncava. Luego se detiene bruscamente la rotación del balde. Pero el
agua no deja de rotar inmediatamente y durante un tiempo tiene un
movimiento acelerado con respecto a las paredes del balde. Sin em­
bargo, durante este período la superficie del agua sigue siendo de
forma cóncava. Finalmente, cuando también el agua deja de rotar y
llega al reposo con respecto al balde, su superficie se hace nueva­
mente plana.
Por consiguiente, según concebía N ew ton el experimento, la su­
perficie del agua puede ser plana, esté en reposo o en movimiento
acelerado con respecto a las paredes del balde. Análogamente, la su­
perficie del agua puede tener forma de paraboloide, esté en reposo o
en movimiento acelerado con respecto al balde. De esto concluía

entre los orígenes de los dos sistemas en el tiempo t = 0, y ecuaciones semejan­


tes para las otras coordenadas. Pero en estas transformaciones las ecuaciones di­
ferenciales del movimiento son invariantes, de m odo que es imposible determi­
nar si un cuerpo está en reposo o en movimiento uniforme con respecto a S. El
hecho de que las ecuaciones del movimiento sean invariantes en todos los m ar­
cos de referencia que se mueven con velocidad uniforme relativa unos a otros es
llamado comúnmente el «principio newtoniano de relatividad».

281
que la form a de la superficie es independiente de su estado de movi­
miento relativo. En cambio, consideraba la superficie paraboloidal
como una deformación de su form a normal y, por lo tanto, como
una consecuencia, de fuerzas que actúan sobre el agua. Pero según el
segundo axioma, tales fuerzas deben ir acompañadas de movimien­
tos acelerados. Puesto que el estado de movimiento relativo del agua
ya ha sido eliminado, N ew ton llegaba a la conclusión de que es me­
nester considerar una aceleración relativa del espacio absoluto como
manifestación de las fuerzas deformadoras que actúan sobre el agua.
Por lo tanto, el argumento de N ew ton es, en lo esencial, el siguien­
te: las deformaciones de las superficies son indicios de fuerzas exter­
nas; las fuerzas externas dan origen a movimientos acelerados; pero
las deformaciones de las superficies son independientes de las acele­
raciones relativas de los cuerpos; por consiguiente, las aceleraciones
en cuestión deben ser aceleraciones absolutas. Puesto que es posible
establecer mediante experimentos mecánicos si los cuerpos sufren
deformaciones, es posible distinguir experimentalmente entre acele­
raciones absolutas y relativas, y, de este modo, identificar experi­
mentalmente movimientos que están acelerados con respecto al es­
pacio absoluto.
Ahora bien, hay algo sumamente desconcertante en una suposi­
ción según la cual es imposible, en principio, descubrir por medios
mecánicos si un cuerpo está en reposo o en velocidad uniforme con
respecto a un marco de referencia, mientras que es posible establecer
si el cuerpo tiene un movimiento acelerado relativo a ese marco de re­
ferencia. Pues, si un cuerpo tiene una aceleración con respecto a un
sistema de coordenadas dado, se desprende de esto que el cuerpo tam­
bién debe tener una velocidad relativa. Si es posible determinar la pri­
mera parte experimentalmente, parece muy misterioso que sea im po­
sible determinar la segunda. U na suposición acerca del mundo de la
que se desprende una consecuencia intrínsecamente imposible de veri­
ficar mediante experimentación es, para muchos, sumamente insatis­
factoria y paradójica. Algunos han llegado a la conclusión, por ende,
de que la noción de espacio absoluto es físicamente «carente de signi­
ficado». En todo caso, la solución newtoniana del problema de los
marcos de referencia para el movimiento fue considerada como el ta­
lón de Aquiles del sistema de mecánica newtoniano. Y si se aceptó el
sistema durante más de dos siglos, fue debido a que no se disponía de
una solución más satisfactoria.

282
Pero examinemos la interpretación de N ew ton del experimento
del balde. El argumento de N ew ton fue criticado severamente por
Ernst Mach, quien demostró que contenía un importante non sequi-
tur. N ew ton observó, correctamente, que las variaciones en la forma
de la superficie del agua no están vinculadas con la rotación relativa
del agua respecto a las paredes del balde. Pero concluyó que las de­
formaciones de la superficie deben ser atribuidas, entonces, a una ro­
tación relativa al espacio absoluto. Sin embargo, esta conclusión no
se desprende de los datos experimentales ni de las otras suposiciones
de Newton, pues hay dos maneras de interpretar estos datos: el cam­
bio de form a de la superficie del agua puede ser consecuencia de una
rotación relativa al espacio absoluto o de una rotación relativa a al­
gún sistema de cuerpos diferente del balde. N ew ton adoptó la pri­
mera alternativa, basándose en la suposición general de que la inercia
(es decir, la tendencia de un cuerpo a continuar moviéndose unifor­
memente a lo largo de una «línea recta») es una propiedad intrínseca
de los cuerpos, que éstos continúan poseyendo aunque desaparezca
todo el universo físico restante.
Mach llamó la atención sobre la segunda alternativa. Argüyó, en
sustancia, que las propiedades inerciales dependen de la distribu­
ción real de los cuerpos en el universo, de m odo que, si se supone
que desaparece el resto del universo, no hay nada que se pueda pre­
dicar con sentido del movimiento de un cuerpo. Sostenía, por lo tan­
to, que es enteramente gratuito invocar una rotación relativa al espa­
cio absoluto para explicar la deformación de la superficie del agua,
pero que, por el contrario, basta tomar un sistema de coordenadas
definido por las estrellas fijas como marco de referencia de la rota­
ción. Por ende, si se adopta el enfoque de Mach y si se construye una
adecuada teoría de la mecánica de conformidad con él, no es necesa­
rio suponer la desconcertante asimetría entre velocidad absoluta y
aceleración absoluta que es fundamental en la teoría newtoniana. Se­
gún el enfoque de Mach, puede haber aun diferencias fundamentales
entre diversos marcos de referencia. Así, los axiomas newtonianos
pueden ser válidos cuando se relacionan los movimientos de los
cuerpos con algunos de esos marcos de referencia, pero pueden no
ser válidos para otros marcos de referencia. Así, aun en la concep­
ción de Mach puede haber una clase de marcos de referencia «privi­
legiados», de modo que los movimientos relativos de ellos pueden
ser llamados «absolutos», mientras que los otros son solamente «re­

283
lativos». Pero la velocidad absoluta, en este sentido, es en principio
tan verificable como la aceleración absoluta.3
H ay otra manera de analizar el experimento del balde que ayuda
a aclarar qué es lo que está en discusión y cuál es el estatus lógico de
las teorías. Supóngase que adoptam os un marco de referencia S, con
una rotación relativa a la Tierra, de m odo que su eje de rotación sea
paralelo al eje de rotación del balde y su velocidad angular constante
sea igual a la velocidad angular máxima del balde. L o s hechos obser­
vados en el experimento son, entonces, los siguientes: en un comien­
zo, el agua tiene una rotación acelerada relativa a 5, y su superficie es
plana. Pero luego el agua deja de tener esta aceleración y su superfi­
cie se hace paraboloidal. Además, después de detener repentinamen­
te la rotación del balde con respecto a la Tierra, de m odo que el agua
quede finalmente en reposo relativo al balde, el agua está acelerada
con respecto a S y tiene nuevamente una superficie plana. Por consi­
guiente, la superficie sólo es paraboloide cuando está en reposo con
respecto a S y sólo es plana cuando está acelerada con respecto a S.
L a form a de la superficie del agua, por ende, es independiente de su
estado de movimiento relativo al balde, pero no independiente de
su estado de movimiento relativo a S. Según este análisis, por lo tan­
to, la superficie plana está asociada al movimiento acelerado (relati­
vo a S), mientras que la superficie cóncava está vinculada con un es­
tado de reposo (relativo a S).4
A la luz de todo esto, ¿por qué no suponer que la superficie «nor­
mal» del agua es paraboloidal y que la «deform ada» es la «anorm al»
superficie plana? L a respuesta es que, si se adoptara esta suposición,
sería necesario complicar de manera seria las ecuaciones newtonia-
nas del movimiento. Si se eligiera a 5, en general, como marco de re­
ferencia de todos los movimientos, la velocidad angular de S relativa

3. Véase Ernst Mach, Science o f Mecbanics, L a Salle, 111., 1942, cap. 2, sec. 4,
páginas 271-298. L o s m arcos de referencia pertenecientes a la clase privilegiada
son llam ados comúnmente «inerciales» o «galileanos». C om o es bien sabido, la
crítica de N ew ton realizada po r Mach influyó profundamente sobre Einstein y
preparó el camino para la teoría general de la relatividad.
4. Esta manera de analizar el experimento se hallará en Peter G. Bergmann,
introduction to the Theory o f Relativity, N ueva York, 1942, pág. xiv. Se hallará
un análisis similar, pero utilizado com o argumento en favor del movimiento ab­
soluto de la Tierra en J. C . Maxwell, M atter an d Motion, art. 105, págs. 84-86.

284
a cualquier sistema en investigación tendría que entrar en la ley acer­
ca de este último. Puesto que los diferentes sistemas poseen, en ge­
neral, velocidades angulares diferentes relativas a 5, no habría nin­
guna fórmula simple que abarcara a estas diversas leyes especiales. El
campo de invariancia de las ecuaciones diferenciales del movimiento
sería sumamente limitado. Tanto en el marco de referencia newto-
niano como en la alternativa ofrecida por Mach, las ecuaciones del
movimiento son invariantes para todos los llamados «sistemas gali-
leanos». Esto es, si se cumplen las ecuaciones cuando se refieren los
movimientos a un sistema de referencia particular, se cumplen en to­
dos los sistemas de referencia que tienen una velocidad constante
con respecto al primero. En cambio, si se satisfacen las ecuaciones
cuando se refieren los movimientos a S, sólo se satisfarán en aquellos
sistemas de referencia en reposo con respecto a S . En resumen, si se
adopta S como marco de referencia para todos los movimientos, las
funciones-fuerza específicas que sería necesario introducir para ana­
lizar los movimientos en términos de los axiomas newtonianos se­
rían diferentes casi para cada problema concreto y tendrían que ser
inventadas a d hoc para cada caso.
Pero podría preguntarse: ¿no es absurda la suposición de que el
agua se encuentra en un estado de deformación cuando su superficie
es plana? ¿N o se producen las deformaciones solamente cuando in­
tervienen fuerzas? ¿N o es, por lo tanto, un hecho experimental que
la superficie paraboloidal sea consecuencia de tales fuerzas y, por
consiguiente, de la rotación del agua con respecto a un marco de re­
ferencia, y no de su estado de reposo relativo a 5? Análogamente, ¿la
rotación del plano del péndulo de Foucault y del eje de un girósco­
po, o el achatamiento de la Tierra en los polos, o la desviación de un
cuerpo en caída libre de un camino rectilíneo hacia el centro de la
Tierra, no suministran elementos de juicio experimentales de que
la Tierra debe estar en rotación? Por consiguiente, ¿no es totalmen­
te inadmisible sostener, como se sugería en el párrafo anterior que
podría sostenerse, que se suponen el agua del balde y la Tierra mis­
ma «absolutamente aceleradas» sólo porque las ecuaciones del m o­
vimiento reciben una form a simple e invariante cuando se hacen
tales suposiciones? Estos interrogantes nos llevan al quid de la dis­
cusión. Debe recordarse constantemente el punto fundamental de
que, aunque se declare que el agua del balde tiene una «aceleración
absoluta» cuando su superficie es cóncava, no es en m odo alguno ne­

285
cesario suponer, com o hizo N ew ton, que esta rotación (o la rotación
de la Tierra) se produce con respecto al espacio absoluto. En este as­
pecto, la crítica de Mach a N ew ton es concluyente. El marco de re­
ferencia con respecto al cual se dice que se produce la aceleración
puede considerarse definido por el sistema de las estrellas fijas o por
algún otro sistema de cuerpos físicos, como se hace realmente en la
práctica. L a rotación del plano del péndulo de Foucault, por ejemplo,
no demuestra la rotación de la Tierra con respecto al espacio abso­
luto, sino sólo con respecto a las estrellas fijas. Si las estrellas queda­
ran ocultas de nosotros por nubes que rodearan permanentemente la
superficie terrestre, de m odo que no pudiéramos sospechar su exis­
tencia, el experimento de Foucault sólo demostraría que la Tierra
está en rotación con respecto al plano del péndulo.
Sin embargo, es concebible (en realidad, es lo que sucede) que,
cuando se refieren los movimientos de los cuerpos a sistemas de
coordenadas suministrados por cuerpos físicos, los movimientos no se
ajustan con completa precisión a los axiomas del movimiento. Para
decirlo con otras palabras, es concebible que ningún sistema físico
de coordenadas sea un sistema galileano o «inercial». Si decidimos
conservar los axiomas newtonianos en una form a modificada, pode­
mos introducir un «m arco de referencia ideal», con respecto al cual
los movimientos de los cuerpos se ajusten estrictamente a los axio­
mas, pero con respecto al cual, también, los marcos de referencia f í­
sicos sólo serán, en el mejor de los casos, buenas aproximaciones. La
justificación de este procedimiento es que, a menos que adoptemos
sistemas inerciales para analizar los movimientos de los cuerpos en
términos de los axiomas newtonianos, las leyes experimentales del
movimiento serían indudablemente más complejas y menos cóm o­
das que si se emplearan sistemas inerciales. Por consiguiente, el p ro­
pósito fundamental de usar sistemas inerciales, existan realmente en
los sistemas físicos o sean solamente construcciones ideales, es efec­
tuar una simplificación en la formulación de leyes. E s una afortuna­
da circunstancia la de que haya, de hecho, sistemas físicos que sean
al menos realizaciones aproximadas de sistemas inerciales. Si no
ocurriera así, quizá la ciencia de la mecánica nunca hubiera llegado a
existir.
Pero ninguno de esos sistemas puede ser interpretado válidamen­
te en el sentido de que las leyes establecidas para movimientos refe­
ridos a sistemas inerciales sean «m ás reales» o «m ás objetivas» que

286
las leyes menos simples y no invariantes que podrían elaborarse sin
la introducción de tales sistemas. Por el contrario, puede demostrar­
se que, si es posible afirmar un conjunto de relaciones para un siste­
ma de cuerpos cuando se refieren sus movimientos a un sistema iner-
cial, debe haber relaciones definidas entre esos cuerpos cuando se
refieren los movimientos a sistemas no inerciales, aunque la form u­
lación de estas relaciones pueda ser más compleja y más difícil de lo­
grar que la formulación de las primeras.
Por ejemplo, en la geometría analítica a menudo es conveniente
representar las curvas mediante las llamadas «ecuaciones paramétri­
cas», en las cuales se expresan las coordenadas de los puntos de una
curva como funciones de una variable auxiliar. Estas ecuaciones pa­
ramétricas permiten con frecuencia analizar las propiedades de una
curva de manera más sencilla que si se representara la curva median­
te una ecuación que relacionara las coordenadas entre sí directamen­
te. Pero sería absurdo sostener que las ecuaciones paramétricas son
«más correctas» o «más verdaderas» que las ecuaciones que relacio­
nan las coordenadas directamente, o que estas últimas representan
las curvas de manera más «objetiva» (o menos «objetiva» según sea
el caso) que las ecuaciones paramétricas. Así, una curva plana cuyas
ecuaciones paramétricas, en función de la variable auxiliar «t», sean
x = t2 — 2t e y = t4 + t2 — 2í, también puede ser representada por
una ecuación que relacione directamente sus coordenadas, a saber:
(y —x2 — 9x — 8)2 = (x + 1) (4x + 8)2. En muchos problemas, las pri­
meras ecuaciones son mucho más fáciles de manipular que las se­
gundas, aunque los dos modos de representación tienen el mismo
contenido geométrico. Análogamente, las ecuaciones diferenciales
del movimiento de un planeta en el campo gravitacional del Sol,
cuando se refiere el movimiento a las estrellas fijas como sistema de
coordenadas, asumen la conocida forma en la que figura el inverso
del cuadrado de la distancia entre el Sol y el planeta. Pero es una con­
secuencia matemática de este hecho la de que el movimiento pueda
ser referido, por ejemplo, a la Tierra como marco de referencia, de
m odo que en principio es posible formular ecuaciones diferencia­
les para el movimiento del planeta cuando se lo estudia de esta ma­
nera. En general, estas ecuaciones diferenciales serán tremendamen­
te complejas, pero, no obstante esto, formularán el movimiento del
planeta de manera tan objetiva y compleja como las ecuaciones ini­
ciales.

287
L a introducción de sistemas inerciales com o base para analizar
los movimientos de los cuerpos exigió una gran imaginación creado­
ra, pues los movimientos de los cuerpos, tales como se los observa
directamente* no presentan esquemas de cambio que requieran ob­
viamente el uso de tales sistemas. Así, la noción de inercia no es el
producto de una «abstracción» a partir de características manifiestas
de la experiencia sensorial, del m odo com o se supone comúnmente
que la idea de círculo es producto de una abstracción. Por otra par­
te, la noción de inercia ha llegado a integrarse tan totalmente a nues­
tra herencia y equipo intelectuales que, a menos que realicemos con­
siderables esfuerzos, es difícil concebir otra manera de interpretar
los «hechos observados» del movimiento. Además, la idea de sistemas
inerciales está indisolublemente ligada, en la mecánica newtoniana,
con la invariancia de las ecuaciones del movimiento en la transfor­
mación de un sistema inercial a otro. Pero a menudo se identifica tá­
citamente lo invariante con lo «objetivamente real», con lo que es
permanente y no está sujeto a limitaciones espaciotemporales, cón lo
que es universal.5 Por consiguiente, la invariancia de las ecuaciones del
movimiento, cuando se refiere los movimientos a sistemas inerciales,
da a éstos una importancia que supera y está más allá de la im por­
tancia que poseen al permitir el análisis de los fenómenos mecánicos
en términos de un conjunto relativamente simple de funciones-fuer­
za. E s plausible, al menos, que la desazón intelectual que produce a
veces la sugerencia de que el agua del experimento del balde está
«deform ada» cuando la superficie es plana surge en parte de la resis­
tencia a adoptar marcos referenciales que restrinjan mucho el ámbi­
to de invariancia —y, por ende, la «objetividad»— de las ecuaciones
del movimiento.
Vale la pena recordar, por último, que las fuerzas postuladas por
el segundo axioma de N ew ton como determinantes de las acelera­
ciones no pueden ser medidas, en general, independientemente de
las aceléraciones. C om o observamos en el capítulo anterior, las fun­
ciones-fuerza utilizadas en la mecánica newtoniana son presupues­
tas hipotéticamente en lo fundamental; sólo están explícitamente
caracterizadas por el requisito general de que sus magnitudes sean

5. Véase, p or ejemplo, la Ética de Spinoza, parte 2, prop. 38: «L o que es co­


mún a todas las cosas y se halla igualmente en la parte y en el todo no puede ser
concebido más que adecuadamente».

288
proporcionales a los cambios en la cantidad de movimiento de los
cuerpos y que tengan la misma dirección que estos cambios. Por
consiguiente, el estímulo que habitualmente conduce a la búsqueda
de fuerzas y a la construcción de funciones-fuerza es el hecho de que
un sistema físico se halle en movimiento acelerado. Pero sostener
que podem os decidir siempre si un cuerpo está acelerado o defor­
mado, determinando a través de medios experimentales indepen­
dientes las fuerzas que se ejercen sobre él, es poner el carro delan­
te del caballo. Ciertamente, es muy frecuente el caso contrario. Pero
si debemos primero convenir si un cuerpo está o no acelerado o de­
formado antes de tener razones para creer que actúa una fuerza so­
bre él, entonces, al menos en tales casos, debemos adoptar primero
un marco de referencia para los movimientos y un sistema geométri­
co para medirlos, antes de poder investigar si un cuerpo está acelera­
do o deformado. Así, el procedimiento de N ew ton, al asignar prio­
ridad lógica a la selección de un marco de referencia, con respecto al
cual analizar los movimientos en términos de sus axiomas, era total­
mente correcto, por defectuosos que puedan ser sus argumentos en
defensa del espacio absoluto.
Hem os expuesto con suficiente extensión las razones por las cua­
les la adopción de un marco espacial de referencia tiene importancia
en la mecánica newtoniana, y también hemos examinado la justifica­
ción de la solución que dio N ew ton al problema. Debem os dedicar­
nos ahora a problemas no menos importantes que surgen de consi­
derar el uso de la geometría como sistema de medición espacial.2

2. G e o m e t r ía p u r a y g e o m e t r ía a p l ic a d a

Si deseamos determinar la longitud de una habitación o la altura


de una casa de tamaño mediano, el procedimiento habitual es aplicar
alguna vara de medida (por ejemplo, un metro o una cinta de acero)
contra el objeto que queremos medir y establecer el número de ve­
ces que la longitud unidad está contenida en la distancia en cuestión.
Este método común supone, obviamente, que la vara de medida ya ha
sido graduada de acuerdo con ciertas reglas, que el borde de la mis­
ma es recto y que no sufre ninguna alteración importante mientras
se la desplaza repetidamente en el proceso de medición. Estas supo­
siciones plantean cuestiones difíciles, que por el momento ignorare-

2 89
mos. Pero es indudable que este método para medir distancias no
siempre es factible. Habitualmente, no calculamos el ancho de los
grandes ríos de esta manera, ni procedem os así para medir las dis­
tancias entre lugares separados por altas montañas. Y, ciertamente,
no podem os emplear este método para medir las distancias entre las
estrellas o las dimensiones de los átomos y otros objetos subm icros­
cópicos.
Por lo tanto, en muchos problem as prácticos y en la mayoría de
los científicos, no puede efectuarse la medición de magnitudes espa­
ciales mediante ese procedimiento «directo». En general, las medi­
ciones espaciales sólo se hacen indirectamente, y requieren, entre
otras cosas, el uso de la teoría geométrica. Por ejemplo, si queremos
determinar la longitud del alambre que se necesita para tender una
línea entre las parhileras de dos edificios situados a 80 metros de dis­
tancia, uno de los cuales tiene 30 metros de alto y el otro 50 metros,
es más probable que calculemos la longitud requerida con ayuda del
teorema de Pitágoras. Pues la longitud del alambre requerido es la
hipotenusa de un triángulo rectángulo cuyos lados miden 80 y 20 me­
tros, respectivamente, de m odo que la longitud es igual, en metros, a
802 + 202, o 20 VÍ7, es decir, aproximadamente unos 83 metros.
Pero, ¿qué nos autoriza a utilizar el teorema de Pitágoras en este
ejemplo? L a respuesta obvia es que el teorema es una consecuencia
lógica de los axiomas de la geometría euclidiana, de m odo que, si se
aceptan estos axiomas, está absolutamente bien fundado. Sin embar­
go, la cuestión no se resuelve totalmente mediante esta respuesta;
pues puede plantearse una pregunta similar con respecto a los axio­
mas. La formulación axiomática y el desarrollo deductivo de la geo­
metría euclídea tienen la gran ventaja de que, si se responde satisfac­
toriamente la pregunta con respecto a los axiomas, no es necesario
plantearla nuevamente para ninguno de los teoremas. Pero la pre­
gunta debe ser abordada seriamente. ¿Cuáles son los fundamentos
para aceptar los axiomas? Al examinar tales fundamentos nos vere­
m os obligados a analizar problem as que se relacionan directamente
con el estatus lógico de las teorías en general, y no solamente con el
estatus de la geometría.1*

1. H agam os un breve repaso de algunas de las opiniones que se


han sostenido acerca de esta cuestión. Es bien sabido que la geome­
tría se originó en las artes prácticas de medición de la tierra, entre los

290
antiguos egipcios. Éstos descubrieron una serie de fórmulas útiles,
que permitieron a sus agrimensores, los harpedonaptai, fijar límites
definidos entre los campos y calcular sus áreas. Sus fórmulas eran
simplemente una colección de reglas prácticas independientes entre
sí, y el descubrimiento de que las mismas se hallan conectadas por
relaciones de implicación lógica aparentemente fue una realización
de los antiguos griegos. En efecto, los griegos analizaron las fórm u­
las egipcias, definieron algunas figuras geométricas en términos de
otras y establecieron relaciones adicionales entre las superficies y los
bordes limítrofes de los cuerpos. Además, después de varios siglos
de una labor semejante, se demostró que, si se acepta sin prueba un
pequeño número de proposiciones acerca de magnitudes en general
y de figuras geométricas en particular, se puede deducir de ellas un
número indefinido de otras proposiciones, inclusive las aceptadas
anteriormente. L os Elementos de Euclides fueron, así, una codifi­
cación teórica del arte de medir que tuvo sus raíces en prácticas
con una larga historia anterior, y durante siglos Euclides fue acepta­
do como modelo de rigor lógico y como form a ideal de una ciencia
teórica.6
Antes del surgimiento de la ciencia moderna, la geometría llegó a
emplearse no solamente como base de la agrimensura, sino también
de la astronomía, la arquitectura, la construcción de instrumentos, la
ingeniería y las bellas artes. Por eso N ew ton pudo considerar la geo­
metría simplemente como una rama de una mecánica universal. Para
decirlo con sus propias palabras:

D escrib ir líneas rectas y círculos son p ro b lem as, p ero no problem as


geom étricos. Se requiere la so lu ció n de estos p ro b lem as p ara la m ecá­
nica; y la geom etría m uestra el u so de ellos, cuando se lo s resuelve de
este m o d o ; y con stituye la gloria de la geom etría el hecho de que a p a r­
tir de esos escasos p rin cip ios, to m ad o s de afuera, es p o sib le p ro d u cir
tantas co sas. P o r lo tanto, la geom etría se fu n d a en la p ráctica m ecáni­
ca, y no es sino esa parte de la m ecánica universal que estu dia de m ane­
ra exacta el arte de m edir. P ero p u esto que las artes m anuales tratan
principalm ente del m ovim ien to de los cu erpos, se acepta que la g eo ­

6. E s bien sabido en la actualidad que los Elementos de Euclides no se ajus­


tan a los patrones m odernos de rigor lógico, pues muchos de sus teoremas no
pueden ser deducidos de sus axiomas, por lo que es menester agregar axiomas
adicionales.

291
metría comúnmente se refiere a su magnitud y la mecánica a su movi­
miento.7

D e acuerdo con esta opinión, por ende, los axiomas de la geome­


tría son enunciados verdaderos acerca de ciertas características de
los cuerpos físicos, características que se supone especificables en
función de procedimientos físicos definidos. L a geometría es, así,
una disciplina hipotético-deductiva que afirma que, si ciertas confi­
guraciones son rectas, círculos, etc., entonces deben poseer las pro­
piedades enunciadas por los diversos teoremas.
Pero hay dos problemas relacionados con lo anterior a los que
debemos dedicar ahora nuestra atención y sobre los cuales N ew ton
no dijo explícitamente nada. ¿Cuáles son, exactamente, los procedi­
mientos que sirven para especificar y, si es necesario, construir rec­
tas, planos, círculos y las otras figuras que constituyen el tema pre­
sunto de la geometría? Y en todo caso, ¿sobre qué base afirmamos
que los axiomas y teoremas de la geometría son verdaderos con res­
pecto a las figuras identificadas de este m odo? N ew ton remitió sim­
plemente la primera cuestión a la «mecánica práctica» y no conside­
ró para nada la segunda. Pero ninguno de esos interrogantes tiene
respuestas fáciles y cada uno de ellos presenta dificúltades que pare­
cen insuperables.
E s fácil construir rectas si se posee una regla, como es fácil trazar
círculos si usam os un compás cuyos brazos permanezcan a distancia
constante uno de otro. Pero, ¿cóm o demostramos la «rectitud» de
una regla o la constancia de la distancia entre los brazos del com pás?
¿Cuáles son los elementos de juicio que alegamos para afirmar que
las suposiciones referentes a rectas y a círculos contenidas en los axio­
mas euclidianos realmente se cumplen para las figuras que se obtie­
nen de esa manera? N o basta afirmar simplemente: «haga mediciones
sobre esas figuras y vea si se ajustan a los requisitos euclídeos»; pues
para hacer mediciones debemos poseer instrumentos que tengan
bordes rectos y posean distancias constantes entre sus partes. Así,
aparentemente, estamos atrapados en un regreso infinito sin solución.

7. N ew ton, op. cit. En un pasaje anterior a esta cita, N ew ton afirma que «la
geom etría no nos enseña a trazar [rectas y círculos, sobre los cuales se funda
la mecánica], pero exige que se los trace; pues requiere que se enseñe al estu­
diante a describirlos exactamente, antes de entrar en la geometría».

292
Tam poco es satisfactorio proceder a una inspección directa de un
borde para determinar si es recto, aunque se adopte el procedimien­
to un tanto complejo de «m irar» a lo largo del mismo, como hacen
los carpinteros cuando alisan un trozo de madera. Esta inspección
directa sólo puede realizarse cuando se trata de segmentos y super­
ficies relativamente pequeños; las conclusiones que se obtienen por
este procedimiento no son uniformes para diferentes observadores o
para el mismo observador en momentos diferentes; y dicho procedi­
miento hasta puede implicar el mismo tipo de regreso infinito ya ob­
servado. Pues cuando se juzga que un borde es recto por inspección
directa, ¿cuál es el patrón que se emplea para hacer tal juicio? Si es
alguna imagen de lo recto, se presenta nuevamente el problema ori­
ginal con respecto a esta imagen. Por otra parte, si se dice que un
borde es recto sobre la base de que se ha mirado a lo largo de él, ¿no
reposa ese juicio en el postulado tácito de que los rayos de luz son
rectilíneos? Así, parece inevitable un regreso infinito. En verdad, es
imposible eludir este regreso hasta que se reconozca, como pronto
veremos, que las preguntas que lo generan son ambiguas y que con­
funden problemas concernientes a cuestiones empíricas con proble­
mas concernientes a problemas de definición.
Sea como fuere, la concepción de N ew ton de la geometría como
una rama de una ciencia empírica de la mecánica no es en m odo al­
guno la única que se ha elaborado acerca de este tema. En la Antigüedad
clásica, la mayoría de los axiomas eran considerados como verdades
necesarias evidentes, y la falta de carácter «obvio» del postulado de
las paralelas fue el principal estímulo, durante siglos, de los esfuer­
zos tendientes a demostrarlo a partir de premisas evidentes. Leibniz,
contemporáneo de New ton, sostuvo explícitamente la doctrina pla­
tónica según la cual las «verdades de la geometría», como las de la
aritmética, son certificables como necesarias sin que sea menester
apelar a la experiencia sensorial. Según él, las verdades geométricas
son «innatas, están virtualmente en nosotros, de m odo que podem os
hallarlas si consideramos atentamente y ordenamos lo que ya tene­
mos en el espíritu, sin utilizar ninguna verdad aprendida a través de
las experiencias o a través de las tradiciones de otro».8 Sin embargo,
con algunas dudosas excepciones, los antiguos pensaban que la geo­

8. G. W. Leibniz, N ew Essays Conceming H um an Understanding, trad. de


A. G. Langley, Chicago, 1916, pág. 78.

293
metría trata de las propiedades espaciales de los cuerpos materiales,
aunque Platón y sus discípulos sostuvieron que esas propiedades
sólo son realizaciones imperfectas de los objetos eternos de la inda­
gación geométrica. L a época exacta en que surgió la concepción se­
gún la cual la geometría es la ciencia de la estructura del espacio (o
«extensión pura»), y no la de las propiedades espaciales de los cuer­
pos materiales, es un problem a histórico no resuelto. Pero en la épo­
ca de N ew ton esa concepción estaba ya m uy difundida. Recibió una
clara enunciación de Euler, en el siglo xvin, quien declaró:
L a extensión es el o b jeto p ro p io de la geom etría, que con sidera a los
cuerpos só lo en tanto so n extensos, abstrayén dose de la im pen etrabili­
dad y la inercia. E l o b jeto de la geom etría, p o r lo tanto, es una n oción
m ucho m ás general que la del cuerpo, pu es no solam ente abarca a los
cuerpos, sino a tod as las cosas sim plem ente extensas, sin im penetrabili­
dad, si hubiera alguna sem ejante. D e esto se desprende qu e tod as las
p ro p iedades deducidas en la geom etría a p artir de la n oción de extensión
deben tam bién poseerlas lo s cu erp os, en la m edida en qu e so n exten sos.9

L a concepción de la geometría como ciencia ap rio ri de la estruc­


tura del espacio recibió un sesgo diferente con Kant, en su intento
por hallar un camino intermedio entre el racionalismo apriorístico
de Leibniz y el empirismo sensorialista de Hume. Aunque puede
haber algunas dudas en lo concerniente a la interpretación de mu­
chos detalles de la doctrina de Kant, su contenido general es que la
geometría euclídea formula la estructura de la forma que tiene nues­
tra intuición externa. Por consiguiente, los axiomas de Euclides y
sus consecuencias son verdades apodícticas concernientes a la form a
espacial de toda experiencia posible. Las concepciones de Kant acer­
ca de la naturaleza de la geometría han ejercido gran influencia, no
sólo sobre los filósofos profesionales, sino también sobre matemáti­
cos y físicos. Aunque importantes corrientes del pensamiento filo­
sófico del siglo xix rechazaron la concepción kantiana y defendieron
una interpretación empírica del carácter de la geometría, la influen­
cia de Kant no disminuyó sino cuando ulteriores desarrollos en,la
lógica, la matemática y la física hicieron a sus concepciones cada vez
más insostenibles. Pues la concepción de la geometría com o un sis­
tema de conocimiento a priori concerniente al espacio tenía la in­

9. L. Euler, Letters to a Germ án Princess, trad. de Brewster, vol. 2, pág. 31.

294
comparable ventaja sobre sus rivales de que parecía explicar, mien­
tras que las alternativas a ella no lo explicaban, por qué el de Eucli-
des era el único sistema conocido de la geometría y por qué la mecá­
nica (que por aquel entonces era todavía la rama de la física teórica
que había alcanzado un desarrollo más perfecto) dependía tan inex­
tricablemente de ese sistema.

2. Pero antes de considerar estos desarrollos y sus consecuencias


para la filosofía de la geometría, debemos hacer explícita una distin­
ción que ya hemos indicado brevemente y es de fundamental im por­
tancia para todo lo que sigue. En la geometría, como en todo razo­
namiento deductivo y toda disciplina formulada deductivamente, es
menester distinguir claramente dos cuestiones. La primera es: ¿los
presuntos teoremas del sistema se desprenden lógicamente de los axio­
mas? Responder a esta cuestión y descubrir nuevos teoremas impli­
cados por los axiomas figuran entre los principales objetivos de los
matemáticos. Para resolverla, no es necesario emprender ningún ex­
perimento de laboratorio o estudio empírico de cualquier especie.
La segunda cuestión es: ¿son algunos de los axiomas o teoremas fác-
tica o materialmente verdaderos? Esta cuestión no cae dentro de la
jurisdicción de los matemáticos como tales, y es posible buscar res­
puestas a la primera cuestión independientemente de las respuestas
que puedan darse a la segunda. En general, las respuestas a la segun­
da cuestión sólo pueden ser suministradas por los físicos u otros
científicos empíricos, siempre que los axiomas y teoremas se refieran
a fenómenos empíricos identificables. Esta condición es esencial, y,
por lo tanto, debemos discutirla con cierta extensión.
H a sido de conocimiento común, desde la época de Aristóteles,
el hecho de que la validez de una demostración silogística no depen­
de de los significados especiales que aparecen en sus premisas y con­
clusiones. Por consiguiente, si un razonamiento silogístico es válido,
sigue siendo válido cuando los términos originales son reempla­
zados por otros. D e ahí que al evaluar la validez de un silogismo, sea
permisible ignorar completamente los significados de los términos
específicos y considerar solamente la estructura formal de los enun­
ciados constituyentes. Es más sencillo y eficaz considerar la estruc­
tura formal reemplazando los términos de referencia específica por
variables. Las expresiones resultantes, entonces, sólo contendrán pa­
labras o símbolos que indican relaciones u operaciones lógicas. Así,

295
cuando se efectúan tales reemplazos en el enunciado «todos los
hombres son mortales», la expresión resultante es «todos los A son
B », en la cual las palabras «todos» y «son» conservan su significado
habitual, mientras que no se asigna ningún significado específico a
las variables «A » y « B » .10 Pero la expresión «todos los A son B » evi­
dentemente ya no es un enunciado acerca del cual tenga sentido pre­
guntarse si es verdadero o falso. Tal expresión sólo tiene la form a de
un enunciado, form a que se convierte en un enunciado cuando se
sustituyen las variables por palabras que tengan significados defini­
dos. A tales expresiones las llamaremos «formas de enunciado».
Para nuestros propósitos presentes una forma de enunciado puede
ser definida como una expresión que contiene una o más variables y
tal que, si se sustituyen las variables por términos de referencia espe­
cífica, la expresión resultante es un enunciado, esto es, una expresión
acerca de la cual tiene sentido plantear cuestiones de verdad o false­
dad. Por consiguiente, para evaluar la validez de un silogism o basta
considerar las formas de enunciado de las cuales son ejemplos sus
premisas y su conclusión. Así, evidentemente, cuando nos ocupa­
mos de la cuestión de si la conclusión de un silogismo se desprende
lógicamente de las premisas, es ajeno a la cuestión preguntarse si
esos enunciados son verdaderos o falsos.
L o que acabamos de decir acerca del silogismo obviamente se
aplica a cualquier razonamiento deductivo. En particular, cuando se
examina la geometría euclídea como disciplina demostrativa, pode­
mos ignorar el significado de los términos geométricos específicos
incluidos en los axiomas y teoremas del sistema, reemplazar esos
términos por variables y proseguir la tarea de demostrar teoremas
atendiendo solamente a las relaciones lógicas entre las form as de
enunciado resultantes. Pero aunque esta observación es elemental,
parece no habérsele ocurrido a ninguno de los matemáticos y filóso­
fos antiguos, a pesar de que ya estaban familiarizados con el método
en lo que respecta a los razonamientos silogísticos. Sea como fuere,

10. En realidad, es posible continuar aún más el proceso de abstracción de


significados, y reemplazar palabras com o «todos», «son» y otras partículas ló­
gicas por signos que obedezcan a leyes establecidas de operación. Pero no inte­
resa para nuestro examen desarrollar esta posibilidad, si bien algunos de los lo­
gros más notables de los recientes estudios lógicos son consecuencia de elaborar
esta sugerencia.

296
es de la mayor importancia distinguir entre la geometría como disci­
plina cuyo único objetivo es descubrir lo implicado lógicamente por
los axiomas o postulados y la geometría como disciplina que trata de
hacer afirmaciones materialmente verdaderas acerca de un ámbito
empírico específico. En el primer caso, los matemáticos exploran re­
laciones lógicas entre enunciados sólo en la medida en que estos úl­
timos son casos de formas de enunciados, de m odo que los significa­
dos de los términos de referencia específica, en principio, carecen de
importancia. En el segundo caso, los términos no lógicos que apare­
cen en los axiomas y teoremas deben estar asociados a elementos de­
finidos de un ámbito determinado, de m odo que sea posible investi­
gar adecuadamente la verdad o falsedad de los diversos enunciados
pertenecientes al sistema. Cuando se estudia la geometría, en el pri­
mer sentido, simplemente como sistema deductivo, se la suele llamar
«geometría pura»; y cuando se la estudia en el segundo sentido,
como un sistema de verdades fácticas, se le aplican comúnmente los
nombres de «aplicada» o de «geometría física».
Ilustremos el punto central de este examen considerando una
formulación de la geometría euclídea que satisfaga los patrones m o­
dernos de rigor lógico, por ejemplo, la axiomatización de Oswald
Veblen.11 Veblen supone una clase de objetos llamados «puntos»,
una relación triádica entre puntos llamada «relación de estar entré»
y una relación binaria entre pares de puntos llamada «congruencia».
Luego, impone a estos objetos y relaciones una serie de condiciones
cuidadosamente formuladas y expresadas en dieciséis suposiciones o
axiomas; también define en términos de las expresiones específicas
iniciales (o primitivas) una serie de otras expresiones, como «línea»,
«plano», «ángulo» y «círculo», utilizando en este proceso ideas que
pertenecen a la lógica general (como la de conjunto o clase). Estas
expresiones definidas se introducen sobre todo por conveniencia,
pero se las puede eliminar y reemplazar por los términos primitivos.
Por lo tanto, en lo que sigue podem os ignorar las expresiones defi­
nidas. Formem os ahora una conjunción con estos dieciséis axiomas,
de modo que se conviertan en componentes de un único enunciado
muy complicado. Podemos representar a los axiomas mediante la
expresión abreviada A (punto, entre, congruente). Por otro lado, re­

11. Véase su ensayo «The Foundations of G eom etry», en Monographs on


Topics o f M odem Mathematics, comp. J. W. A. Young, N ueva York, 1911.

2 97
presentemos a todo enunciado que pueda ser form ulado en términos
de las expresiones primitivas del sistema por T (punto, entre, con­
gruente), aunque, en general, no todos los términos primitivos apa­
recerán en cada uno de tales enunciados. Puede decirse que el obje­
tivo de la geometría deductiva o pura es hallar enunciados «T » tales
que « T (punto, entre, congruente)» sea una consecuencia lógica de
«A (punto, entre, congruente)».
Pero la deducibilidad de «T » a partir de «A » no puede depender
de ningún significado especial asociado con las expresiones «pun­
to», «entre» y «congruente». Por lo tanto, estos términos pueden
ser reem plazados por variables con las que no es necesario asociar
significados de ninguna especie. Por consiguiente, los postulados de
la geometría pura cuya conjunción se realiza en la axiomatización
de Veblen pueden ser estipulados, en principio, com o de la form a
de enunciado «A (R v R 3, R 2)», donde « R t» es una variable de predi­
cado (o variable relacional monádica), «R 3» una variable relacional
triádica y «R 2» una variable relacional diádica. L a tarea de la geo­
metría pura es, entonces, determinar cuáles de las form as de enun­
ciado «T (jRj, i?3, R 2)» son consecuencias lógicas de la form a de
enunciado «A (R u i?3, R 2)».
Por otro lado, ni el geómetra puro ni el físico pueden investigar
la verdad o falsedad de las formas de enunciado «A » y «T » por la
evidente razón de que, puesto que no son enunciados, ni siquiera
tiene sentido preguntarse si son verdaderas o falsas. Además, y este
es el punto central de nuestro examen, puede ser igualmente im posi­
ble investigar la verdad o falsedad de los axiomas de Veblen, aunque
estos últimos estén form ulados en términos de las expresiones fami­
liares «punto», «entre» y «congruente» y no de variables, a menos
que estas expresiones familiares estén asociadas con objetos físicos
definidos y empíricamente identificables o con relaciones entre tales
objetos. En realidad, los matemáticos emplean a menudo esas expre­
siones familiares sin que esto signifique que les asignan algún signi­
ficado específico que implique tal referencia a determinado ámbito
empírico; así, aunque Veblen usa esas expresiones en su formulación
de los axiomas geométricos, toma la precaución de advertir al lector
que puede asociarles «cualquier significado» o «cualquier imagen»
que le plazca, en tanto esos significados e imágenes sean compatibles
con las condiciones impuestas sobre el uso de las expresiones por los
axiomas. E l propósito de la condición mencionada en la página 295

298
en conexión con las respuestas a la cuestión de si los axiomas de la
geometría son fácticamente verdaderos es, por lo tanto, el siguiente:
sólo puede investigarse la verdad o falsedad material de los axiomas
y teoremas geométricos si se establecen reglas de correspondencia o
definiciones coordinadoras para los términos no lógicos de los axio­
mas y teoremas que los asocien con elementos empíricamente iden­
tificare s de algún tema específico.

3. Volvamos a considerar ahora algunas de las concepciones


mencionadas antes concernientes al estatus lógico de la geometría, a
la luz de esta distinción entre geometría pura y geometría aplicada.

a. La afirmación de que las proposiciones de la geometría son


verdades apriori y lógicamente necesarias es ambigua y puede ser in­
terpretada al menos en tres sentidos distintos. Se la puede entender
en el sentido (1) de que los enunciados de la geometría pura son a
priori y lógicamente necesarios, siendo un enunciado de la geometría
pura de la forma «si A (R u i?3, R 2), entonces T (R u R 3, R 2)»; (2) de
que cada uno de los postulados y teoremas de la geometría pura tie­
ne este carácter; o (3) finalmente, de que los enunciados de la geo­
metría aplicada, sean axiomas o teoremas, son a priori y lógicamen­
te necesarios.
En la primera interpretación, la afirmación es, obviamente, co­
rrecta. Pero también es trivial, pues siempre que una conclusión se
desprende deductivamente de una premisa el enunciado condicional
cuya cláusula antecedente es la premisa y cuya cláusula consecuente
la conclusión es siempre una verdad lógicamente necesaria. En cam­
bio, la afirmación es absurda cuando se la entiende en el segundo
sentido. Pues si se considera que los postulados y teoremas de la
geometría pura son formas de enunciados, no pueden ser considera­
dos verdaderos ni falsos, ni tampoco, afortiori, como necesariamen­
te verdaderos o necesariamente falsos.
Sólo nos queda por considerar la tercera manera de interpretar la
afirmación. El problema, entonces, se reduce a la cuestión de saber si
los postulados de Veblen son verdades necesarias para toda inter­
pretación de los términos primitivos o solamente para algunas in­
terpretaciones, y, si se da el último caso, cuál es el carácter de tales
interpretaciones. Se verá con mayor claridad el quid de la cuestión
si comparamos dos formas de enunciados diferentes: la forma de

299
enunciado, «si ningún S es P, entonces ningún P es S» con la forma
de enunciado «ningún S es P». E s evidente que, sean cuales fueren
los términos específicos que sustituyan a las variables «5» y «P » en
la primera, el enunciado resultante será invariablemente una verdad
lógicamente necesaria; por ejemplo, el enunciado «si ningún trián­
gulo es una figura equilátera, entonces ninguna figura equilátera es
un triángulo», aunque la cláusula antecedente de este condicional sea
falsa. En cambio, la segunda form a de enunciado dará una verdad
necesaria para algunas sustituciones de las variables, pero no para
otras; por ejemplo, el enunciado «ningún triángulo es un círculo» es
una verdad necesaria, mientras que el enunciado «ningún triángulo
cuyos vértices sean tres estrellas fijas es una figura que tenga un área
menor que dos millas cuadradas» no lo es. Análogamente, una ins­
pección de los postulados de Veblen (o de cualquier otro conjunto
de postulados para la geometría euclídea) revela que ninguno de
ellos formula una verdad necesaria, sea cual sea la interpretación que
se dé a los términos primitivos. Por ejemplo, el segundo axioma de
Veblen postula que, dados tres puntos cualesquiera x, y, z, si y está
entre x y z, entonces z no está entre x e y. Si reemplazamos ahora el
término «punto» por el término «núm ero» y la expresión relacional
«y está entre x y z » por la expresión relacional «y es mayor que la di­
ferencia de x y z», obtenemos el enunciado «dados tres números
cualesquiera x, y, z, si y es m ayor que la diferencia de x y z, entonces
z no es m ayor que la diferencia de x e y», que es evidentemente fal­
so (puesto que, por ejemplo, si bien 4 es mayor que la diferencia de
7 y 5, 5 es m ayor que la diferencia de 7 y 4) y, por tanto, no es una
verdad necesaria. Por consiguiente si los axiomas son verdades nece­
sarias, sólo lo son en ciertas interpretaciones de sus términos prim i­
tivos, pero no en otras.
Examinemos, pues, algunas de las interpretaciones propuestas de
los axiomas geométricos, y en primer término la contenida en los
Elementos de Euclides. Éste prologó el desarrollo formal de su siste­
ma con una larga serie de «definiciones». Algunas de éstas son defi­
niciones de términos como «triángulo» y «círculo» basadas en los
que constituyen, obviamente, los términos primitivos del sistema,
tales como «punto» y «línea»; las otras definiciones son aclaraciones
de estos términos primitivos. En efecto, estas aclaraciones son inter­
pretaciones propuestas para los términos primitivos y, presumible­
mente, pretenden instruirnos acerca de los objetos o relaciones de­

300
signados por los términos primitivos. Por ejemplo, se dice que un
punto es «lo que no tiene partes», una línea es «longitud sin ancho»
y se describe una recta como «una línea cuyos puntos yacen pareja­
mente en la misma». Indudablemente, esas explicaciones sugieren de
una manera vaga las especies de cosas a las cuales se aplican los di­
versos términos. Sin embargo, no son suficientemente explícitas
como para permitirnos identificar sin muchos inconvenientes cuáles
son las cosas designadas por los términos correspondientes. ¿Q ué
es, por ejemplo, lo que no tiene partes? N o puede ser ningún objeto
material común, aunque podría ser quizás la punta de sólidos con
bordes afilados o un dolor de corta duración. Además, aun supo­
niendo que sepamos cuáles son las cosas que deben ser consideradas
como «longitudes sin ancho», ¿cuándo los puntos de tales cosas ya­
cen parejamente en ella? Parece, pues, infructuoso preguntarse si los
axiomas de Euclides son verdaderos, según la propia interpretación
que Euclides da de ellos.
Podría objetarse, sin embargo, que todo esto es un bizantinismo
inútil, puesto que sabemos muy bien qué se entiende por «punto» y
«línea recta». L o s puntos y las rectas, podría decirse, no son cosas
materiales, por supuesto; pero son límites de objetos físicos que
pueden ser concebidos por la imaginación. Adem ás, podem os reali­
zar experimentos imaginarios con puntos, líneas y otros objetos
geométricos; y si lo hacemos, hallaremos que no podem os form ar­
nos imágenes si no es de conform idad con los axiomas euclídeos. Se
ha sostenido, por ejemplo, que el enunciado «dos rectas no pueden
intersecarse en más de un punto» no puede ser dem ostrado por ob­
servación perceptual, sino solamente por el ejercicio de nuestra
imaginación. U n autor ha dado a este argumento la siguiente for­
mulación:

Pues, en prim er lugar, só lo m ediante la im aginación p o d em o s re­


presentarnos una línea que parte de un cierto p u n to y se extiende inde­
finidam ente en determ inado sentido; y, en segu n do lugar, no p odem os
representarnos en la percepción el núm ero infinito de diferentes inclina­
ciones o án gulos que puede fo rm ar una recta que gira con otra recta
dada. P ero p o d em o s, m ediante un rápid o m ovim iento ocular, represen­
tarn os una línea que gira 3 60°, de cualquier dirección a la cual vuelva. E n
esta representación im aginaria, es p o sib le v isu alizar exhaustivam ente
to d o el ám bito de variación, qu e abarca un núm ero infinito de valores,
deb ido a la continuidad que caracteriza al m ovim iento. S ó lo si es p osi-

301
ble tal proceso de imaginación podemos afirmar que el axioma se nos
presenta, en su universalidad, como una verdad evidente.12

Debem os hacer dos comentarios referentes a esta posición. En


primer lugar, si se considera que los objetos geométricos son mera­
mente objetos conceptuales o imaginarios, ni siquiera se roza el p ro­
blema fundamental en discusión. Pues este problema se refiere a la
manera com o puede usarse en la física y en las diversas artes prácti­
cas la estructura conceptual de la geometría pura. Si se repite que los
puntos y las líneas son conceptos o si se los identifica con imágenes,
no se contribuye en nada a la solución de este problema. ¿Q ué im­
portancia tienen las líneas de la imaginación para la astronomía o
para la construcción de instrumentos de precisión, que hacen un uso
intenso de la geometría?
En segundo lugar, el argumento de los presuntos hechos de ex­
perimentos mentales no tiene ninguna fuerza. Cuando realizamos
experimentos con rectas en la imaginación, ¿de qué manera se consi­
deran estas rectas? En el experimento no podem os utilizar imágenes
arbitrarias de las rectas. Debemos construir nuestras imágenes de cier­
ta manera. Pero si examinamos el m odo de construcción en aquellos
casos en los cuales, según se alega, intuimos las figuras imaginadas
como euclídeas, pronto observamos que se usa tácitamente las supo­
siciones euclídeas com o reglas de construcción. Por ejemplo, cierta­
mente podem os imaginar dos líneas distintas que tienen dos puntos
en común. Pero tales líneas no son consideradas rectas, simplemen­
te porque no satisfacen los requisitos euclidianos de la rectitud, de
m odo que tratamos de formar nuestras imágenes de manera tal que
satisfagan esos requisitos. O , para cambiar de ejemplo, es posible
«dem ostrar» que todos los triángulos son isósceles — resultado in­
compatible con los postulados euclídeos, com o se sabe— mediante
diagramas adecuadamente trazados. Pero esta presunta dem ostra­
ción es falaz porque (como decimos habitualmente) los diagramas
no han sido trazados «correctamente», en lo cual se manifiesta que
los patrones de la corrección son los suministrados por la misma
geometría euclídea. Por consiguiente, si los postulados euclídeos sir­
ven como reglas para construir nuestros experimentos mentales, no
cabe sorprenderse de que los experimentos se ajusten invariable­

12. W. E . Johnson, Logic, vol. 2, Londres, 1922, pág. 202.

302
mente a las reglas. En resumen, si se usan los axiomas euclídeos
como definiciones implícitas, entonces son a priori y necesarios,
porque especifican cuáles son las cosas que deben ser consideradas
como ejemplos de ellos.

b. L a concepción de la geometría como una rama de la ciencia


experimental parece sumamente plausible, aunque sólo sea debido a
los orígenes de la geometría en las artes prácticas de la medición.
Esta plausibilidad no disminuye por causa de las dificultades que
hemos señalado en la concepción según la cual la geometría es un co­
nocimiento a priori acerca de la estructura del espacio. Pues las me­
diciones sólo pueden ser realizadas con instrumentos materiales y
no con partes del espacio. Por lo tanto, no es adecuada ninguna expli­
cación de la geometría aplicada que convierta en un misterio el he­
cho de que la geometría haga las veces de una teoría de la medición.
Por otro lado, como ya hemos observado, la concepción newtonia-
na de la geometría como la rama más simple de la mecánica parece
presentar grandes dificultades, y debemos ahora tratar de determi­
nar si estas dificultades son tan insuperables com o parecen.
Será conveniente distinguir entre dos maneras de utilizar la geome­
tría en la ciencia experimental. I) La primera, que fue también el pri­
mer enfoque, desde el punto de vista histórico, consiste en especificar,
independientemente de la geometría eucHdea, ciertos bordes, super­
ficies y otras configuraciones de cuerpos materiales, y luego mostrar
— como hechos de observación— que las cosas especificadas de este
modo se ajustan a los axiomas euclídeos, dentro de los límites del error
experimental. II) El segundo enfoque consiste en usar los postulados
euclídeos como definiciones implícitas, de modo que las únicas confi­
guraciones físicas (descubiertas o construidas) llamadas «puntos», «lí­
neas», etc., sean las que satisfagan los postulados dentro de ciertos
límites de aproximación. Ambos enfoques plantean problemas lógicos
y empíricos semejantes, pero cada uno de ellos da un énfasis distinto a
los problemas y asigna un estatus diferente a la geometría euclídea.

I. Considerem os más detenidamente el primer enfoque. L a geo­


metría euclídea y la física teórica no tienen, ciertamente, más de
3.000 años de antigüedad. Por lo tanto, hubo una época en la cual los
hombres empeñados en diversas actividades prácticas no disponían
del conocimiento contenido en estos sistemas. Imaginémonos a no­

303
sotros mismos colocados en las situaciones en las que estuvieron esos
hombres. Aunque no tuviéramos ninguna idea de la geometría, p o ­
dríamos distinguir entre diferentes formas de superficie, en un prin­
cipio sólo ayudados, quizás, por la vista o el tacto, pero luego por
procedimientos más confiables. Por ejemplo, algunas superficies es­
tán marcadamente redondeadas en una o más direcciones, otras me­
nos y otras parecen ser totalmente planas. Pero estas discriminacio­
nes son un poco toscas y podría no haber un completo acuerdo entre
nosotros acerca de cuáles son las superficies más planas. Además, en
tanto se carezca de tecnologías apropiadas, sólo por azar podem os
dar con tales superficies planas.
Pero supongamos que se desarrollan las habilidades mecánicas y
que aprendemos a pulir o cortar los cuerpos de modo que la superficie
de un cuerpo pueda ser bien ajustada a la superficie de otro. Final­
mente, se nos puede ocurrir tomar tres cuerpos y pulir sus superficies
hasta que se ajusten perfectamente dos a dos. Este procedimiento su­
ministra un criterio, al parecer bastante objetivo, para determinar cuá­
les son las superficies más planas, o, en todo caso, podem os decidir
que las «superficies planas» son las que se ajustan a él. Evidentemente,
carecería de sentido preguntarse si tales superficies son «realmente»
planas, pues lo son por definición, y, por hipótesis, no hay más patrón
para juzgar si una superficie es plana que el mencionado. También
vale la pena observar que, al juzgar si dos superficies se adaptan per­
fectamente bien una a otra, podem os usar alguna prueba óptica, por
ejemplo, que no se vea luz alguna a través de ella cuando las dos su­
perficies están en contacto. Pero aunque podam os emplear tal prueba
óptica, no estaríamos suponiendo, tácitamente o de otra manera, que
la propagación de la luz es «rectilínea», de modo que nuestro procedi­
miento de hecho no es circular. Emplearíamos simplemente un tipo
de hecho observable como condición para decir que las superficies se
ajustan bien. Es esencial observar, por lo tanto, que hasta ahora el úni­
co problema de hecho que está en juego cuando se declara que una su­
perficie es un plano es si la superficie satisface o no la condición indi­
cada de ajustarse bien a otra superficie. En particular, debe observarse
que al considerar «planas» a tales superficies no hay implicadas supo­
siciones vinculadas con la geometría euclídea.
Podem os proceder ahora de manera similar y construir tipos de
bordes a los cuales decidamos llamar «rectos» o «rectilíneos», por
ejemplo, puliendo dos superficies planas sobre un cuerpo de modo

304
que tengan un borde común. Además, con ayuda de planos y rectas
podemos construir otras figuras para las cuales introducir nombres
como «punto», «triángulo», «cuadrilátero», etc. También, dos bordes
pueden ser definidos como de igual longitud si se puede hacer que
coincidan extremo con extremo, y se puede especificar una longitud
unidad eligiendo para este propósito algún borde recto particular.13
Ahora es posible construir escalas aditivas de longitud, ángulos,
áreas y volúmenes. Pero omitirem os los detalles de la construc­
ción, excepto en un punto. A l especificar una escala de longitud,
así como al hacer mediciones sobre la base de tal escala, en general,
será necesario transportar repetidamente la longitud unidad. Pue­
de plantearse, entonces, la cuestión de si, en el curso de su m ovi­
miento, no puede sufrir un cambio de longitud. Podría preguntar­
se: cómo sabem os que al mover de un lugar a otro un borde recto
su longitud sigue siendo la misma? ¿C óm o sabem os que si dos
bordes rectos son igualmente largos en un lugar y uno de los bo r­
des es llevado a otro lugar, los dos bordes seguirán teniendo la m is­
ma longitud?
Vale la pena considerar aquí estas cuestiones porque ejemplifican
una confusión frecuente entre problemas de hecho y problemas de
definición. Es una cuestión empírica, el que si dos bordes rectos son
igualmente largos en un lugar (es decir, si se puede hacer que coinci­
dan extremo con extremo) y luego se los transporta por el mismo ca­
mino o por caminos diferentes a algún otro lugar, sean igualmente
largos en el nuevo lugar. Supongamos que, en general, suceda esto.
En cambio, no es una cuestión de hecho la que, si dos bordes rectos
son igualmente largos en un lugar y se traslada uno de ellos a otro lu­
gar, los dos bordes siguen siendo igualmente largos. Según el proce­
dimiento que hemos adoptado, sólo puede responderse a esta cuestión
tomando una decisión e introduciendo una definición. En particular,
no se trata de saber (es decir, de tener elementos de juicio observa-
cionales que nos permitan demostrar) si la longitud unidad patrón
cambia o no al ser transportada de un lugar a otro; esta es una cues­
tión que, dentro del armazón de suposiciones que hemos adoptado,

13. El método anterior de definir planos y líneas rectas fue desarrollado por
W. K. Clifford, The Common Sense o f the Exact Sciences, N ueva York, 1946,
cap. 2; y también p or N . R. Cam pbell, Measurement an d Calculation, Londres,
1928, páginas 271-278.

305
sólo puede ser dirimida por una estipulación. Por lo tanto, es esencial
distinguir el problem a de si dos bordes que son igualmente largos en
un lugar continúan siéndolo cuando se los transporta a otro lugar
por rutas iguales o diferentes, del problema de si dos bordes rectos
igualmente largos en un lugar continúan siéndolo cuando sólo uno
de ellos es transportado a otro lugar o si la longitud de la unidad pa­
trón es invariante en el movimiento. El primer problem a puede ser
resuelto apelando a la observación, lo cual implica cuestiones de co­
nocimiento; el segundo problema no puede ser dirimido de esta ma­
nera e implica cuestiones de definición.
N uestro crítico imaginario podría replicar: «pero, ¿no sucede a
menudo que atribuimos un cambio de longitud a un cuerpo después
que se lo ha transportado, y que tomamos precauciones contra tales
cambios? En realidad, suponemos tales cambios aun cuando los cuer­
pos permanezcan en el mismo lugar y tratamos de evitar las alte­
raciones de la longitud (como en el caso del metro patrón) conser­
vando los cuerpos en ambientes cuidadosamente controlados». La
respuesta a esto es obviamente afirmativa. Pero se predica esta res­
puesta al rechazar la suposición fáctica simplificadora hecha en el
párrafo anterior, según la cual dos bordes rectos igualmente largos
en un lugar (juzgado por la coincidencia de sus respectivos extre­
mos) continuarán siendo igualmente largos en cualquier otro lugar
sean cuales fueren los caminos por los cuales son transportados de
un lugar a otro. Por lo tanto, abandonemos esta suposición y com ­
pliquem os las cosas.
Debem os suponer ahora que hemos aprendido a distinguir entre
diversos tipos de cuerpos, por ejemplo, entre diversas clases de ma­
dera, metales y piedras. Supondremos también que sabemos cómo
identificar diversas fuentes físicas de cambio en las formas y tamaños
relativos de los cuerpos, fuentes tales como compresiones o variacio­
nes de temperatura. Para fijar ideas, supongamos que en un tiempo tx
y un lugar P t dos bordes rectos a y b son igualmente largos, siendo a
de madera de arce y b de cobre. Supongamos además que en un tiem­
po posterior t2 el borde b es más largo que a, pero que en el ínterin se
ha producido un aumento en la temperatura de ambos cuerpos. Su­
pongam os igualmente que, después de acumular mucha experiencia,
llegamos a saber que, cuando se exponen diferentes sustancias al mis­
mo cambio de temperatura, sus longitudes relativas se alteran, y lo
hacen en cantidades desiguales para diferentes pares de sustancias.

306
Por consiguiente, en la hipótesis de que la única fuente identificable
de cambio ha sido un aumento en la temperatura de P u atribuimos la
alteración en las longitudes relativas de a y b al aumento de su tem­
peratura. Debe observarse que no afirmamos que la longitud de a
haya permanecido constante y que sólo haya aumentado la de b; sólo
afirmamos que b se ha hecho más largo con respecto a a.
Supongamos luego que, si bien a y b siguen siendo igualmente
largos cuando están en P x, en cambio su longitud difiere cuando se
los transporta a P2, ya sea por caminos iguales o diferentes. Este
cambio de longitud relativa puede ser explicado, nuevamente, en tér­
minos de las variaciones de temperatura que pueden sufrir uno o
ambos cuerpos. Hemos utilizado los cambios de temperatura como
fuente de alteraciones en las longitudes relativas de los bordes rec­
tos, pero lo que hemos dicho acerca de la temperatura puede repe­
tirse, obviamente, para otras fuentes de cambio que se pueda identi­
ficar experimentalmente. Sea como fuere, debemos corregir ahora la
anterior suposición de que dos bordes rectos igualmente largos en
un lugar siguen siendo igualmente largos cuando se los transporta a
otro lugar. En su forma modificada, la suposición fáctica contiene la
condición de que, cuando se transportan de un lugar a otro bordes
rectos, se mantengan constantes todas las fuentes de cambio conoci­
das de las longitudes relativas, de modo que las características del
medio ambiente de las que se sabe experimentalmente que provocan
alteraciones en las longitudes y formas relativas de los cuerpos sean
las mismas en las posiciones iniciales de los bordes rectos y en sus
posiciones finales. Dentro del esquema de esta suposición modifica­
da, tiene sentido entonces decir que, al ser transportado un cuerpo
de P ! a P2i la longitud del mismo cambia (con respecto a un cuerpo
designado especialmente) o que dos cuerpos igualmente largos en P x
dejan de serlo cuando uno de ellos solamente es trasladado a P2.
H ay otro aspecto de esta exposición modificada de los problemas
de la medición espacial que requiere breve atención. Pues podría
hacerse la objeción de que nuestro examen se basa en un procedi­
miento circular y que se refuta a sí mismo. H em os esbozado una
manera de instituir una escala de longitudes, presuntamente sin uti­
lizar ninguna suposición de la geometría euclídea, y hemos indicado
la necesidad de estipular las condiciones en las cuales se dirá de dos
bordes rectos que son de igual longitud. H em os supuesto, sin em­
bargo, que es posible determinar si se producen o no cambios en es­

307
tas condiciones, por ejemplo, si las temperaturas de dos bordes rec­
tos son o no las mismas y permanecen o no constantes. ¿N o debe­
mos, entonces, poseer termómetros y, en consecuencia, no debemos
tener escalas de longitud antes de que podam os detectar tales cam­
bios o constancias? ¿L a construcción propuesta de una escala de
longitud no presupone que el producto final de la construcción se
halla ya disponible antes de la construcción? Y si esto es así, ¿no es
evidentemente circular dicho procedimiento?
A pesar de las apariencias en contrario, no existe tal círculo vicio­
so. Pues, de hecho, es posible determinar si hay cambios en la tempe­
ratura de los cuerpos (y, más generalmente aún, si hay cambios en
cualquiera de las condiciones físicas de las cuales dependen las varia­
ciones en las longitudes relativas de los cuerpos) sin usar instrumen­
tos, tales como el termómetro, que utilicen una escala de longitudes
previamente establecidas. Por ejemplo, en un nivel primitivo de inves­
tigación podem os confiar totalmente en la sensibilidad de nuestros
cuerpos a los cambios de temperatura, dentro de ciertos límites. En
una etapa más avanzada del conocimiento, podemos usar como detec­
tor de los cambios de temperatura las dilataciones o contracciones
desiguales de dos varas rectas hechas de diferentes substancias. Es
esencial observar que en este caso no usaríamos una medida cuantita­
tiva de dilatación o contracción lineal (pues esto nos arrastraría a un
argumento circular), sino solamente el hecho cualitativo de que dos
varas semejantes que sean inicialmente de igual longitud se hacen lue­
go desigualmente largas en campos de temperatura variable. En un ni­
vel de conocimiento aún más complejo, podem os reconocer los cam­
bios de temperatura apelando al hecho de que, cuando dos metales
diferentes forman un circuito cerrado, una aguja imantada colocada
cerca del circuito se desviará cuando se altere la temperatura en la jun­
tura de los metales. L a construcción y el uso de tales detectores com­
plicados supone detalles en los cuales no podemos entrar aquí. Pero la
descripción esquemática que hemos hecho de ellos basta para indicar
que es posible construir una escala aditiva de longitudes sin caer en un
círculo vicioso y sin emplear alguna teoría geométrica anterior.
U na vez que se ha establecido una escala aditiva de longitudes y
se han eliminado, de este m odo, diversas dificultades, podem os cons­
truir ciertas figuras que serán llamadas «círculos» y, con ayuda de
estas figuras, una escala de medida angular. H em os esbozado, pues,
la manera de especificar, en principio, una clase de figuras y ciertas

308
medidas para ellas sin usar ninguna suposición de la geometría euclí-
dea. El problema restante es saber si estas figuras (y otras que pue­
dan construirse de manera análoga) satisfacen los axiomas y teore­
mas de la geometría euclídea; o, inversamente, si la geometría
euclídea, cuando se interpretan sus términos «punto», «línea», etc.,
refiriéndolos a las figuras construidas de nombres similares, se apli­
ca a éstas. Este problema, sin embargo, es directamente empírico, y
no hay manera alguna de conocer la respuesta antes de efectuar una
investigación empírica. Además, es evidente que los elementos de
juicio que pueden obtenerse de tal investigación sólo indicarán, a lo
sumo, un acuerdo aproximado entre los enunciados euclídeos y las
figuras construidas. Pues, en primer lugar, no siempre es posible eli­
minar factores de perturbación incontrolables al realizar medicio­
nes, de modo que es probable que aparezcan «errores» experimenta­
les o debidos al azar. En segundo lugar, los instrumentos de medida
sólo permiten realizar discriminaciones limitadas. Por ejemplo, en
una etapa determinada del desarrollo tecnológico no podem os esta­
blecer distinciones entre longitudes que se encuentran por debajo de
una cierta extensión mínima. Por otro lado, la geometría euclídea
postula una ilimitada posibilidad de discriminar longitudes cuando
afirma que ciertas longitudes tienen magnitudes relativas que sólo
pueden ser expresadas por números irracionales. Por consiguiente,
no es posible determinar por mediciones concretas si la magnitud de
ciertas longitudes es realmente irracional, como lo requiere la teoría
geométrica. Y, finalmente, a veces los enunciados euclídeos hacen
afirmaciones cuya validez para figuras reales no puede ser demostra­
da por medición directa. Por ejemplo, el enunciado de que si los án­
gulos internos alternos form ados por una transversal a dos rectas de
un plano son iguales, las rectas nunca se cortan constituye un enun­
ciado semejante. Pues todo plano que podam os construir es de ex­
tensión finita y, por lo tanto, no podem os determinar por observa­
ción o por medición concreta si dos rectas se intersectan o no por
más que se las prolongue. Sin embargo, dentro de regiones accesibles
a la experimentación y sujetas a las restricciones mencionadas, el
acuerdo entre las figuras construidas de la manera esbozada y los
enunciados de la geometría euclídea aplicada es, de hecho, excelente.
En consecuencia, y hasta hace muy poco, la teoría de la mecánica y
otras ramas de la física se basaban directamente en la suposición de
que la geometría euclídea es verdadera para una clase de configura­

309
ciones físicas construidas de m odo más o menos análogo al que he­
m os indicado. Además, aunque en la teoría einsteiniana de la relati­
vidad se utiliza un sistema diferente de geometría, las artes de la in­
geniería y la fabricación de instrumentos de laboratorio, sin duda,
continuarán basándose en esa suposición durante un futuro impre­
visible.

II. H em os completado nuestro examen del primer enfoque de la


geometría mencionado en la página 303. Debem os examinar ahora
la segunda alternativa, según la cual los postulados euclídeos son uti­
lizados com o definiciones implícitas de ciertas figuras que constitu­
yen el dominio de aplicación de esos postulados. N uestro examen
será relativamente breve, ya que han sido discutidos antes la m ayo­
ría de los problem as atinentes a la cuestión.
L a diferencia esencial entre estos enfoques diversos es que, mien­
tras que según el primero de ellos expresiones com o «punto», «lí­
nea», etc., se aplican a configuraciones físicas construidas o identifi­
cadas de acuerdo con reglas especificables independientemente de los
axiomas euclídeos, según el segundo enfoque esas expresiones sólo se
aplican a las configuraciones que satisfacen los requisitos euclídeos.
En el primer enfoque, por ende, estamos obligados en principio a
abandonar la geometría euclídea si las observaciones y mediciones
reales en líneas, ángulos, círculos, etc., especificados independiente­
mente revelan una discrepancia significativa entre las propiedades de
estas figuras y aquello que la geometría euclídea nos permite esperar.
En el segundo enfoque, en cambio, estamos obligados en principio a
conservar la geometría euclídea a toda costa y a cambiar nuestros
métodos para construir figuras si estos métodos no brindan confi­
guraciones que se ajusten a los axiomas euclídeos. En la primera al­
ternativa, la geometría euclídea es un sistema de enunciados contin­
gentes y a posteriori concernientes a propiedades espaciales de los
cuerpos clasificadas y nombradas previamente. En la segunda alter­
nativa, la geometría euclídea es un sistema de reglas ap rio ri para cla­
sificar y nombrar a tales propiedades.
Indiquemos brevemente cómo puede usarse la geometría euclí­
dea de esta última manera. Si aceptamos los postulados euclídeos
como definiciones implícitas, debemos hallar o construir figuras que
satisfagan las condiciones enunciadas por los postulados. Supon­
gamos, entonces, que comenzamos construyendo superficies, bor­

310
des, etc., de la manera propuesta en conexión con el anterior examen
del primer enfoque. Aún no estamos autorizados a llam ar «planos»,
«rectas», etc., a esas configuraciones, y debemos primero hacer ob­
servaciones y mediciones con ellas. Podemos hallar que el resultado
de tal investigación revela que esas figuras poseen propiedades que
concuerdan bastante bien con las que la geometría euclídea requiere
de planos, rectas, etc. En esta situación, estamos autorizados a emi­
tir la hipótesis de que esas figuras son planos, rectas, etc. Por otra
parte, supongamos que el resultado de la investigación revela que
esas figuras poseen características que se apartan considerablemente
de los requisitos euclídeos. Por ejemplo, supongamos que la suma de
los ángulos de ciertas figuras de tres lados difiere de dos ángulos rec­
tos (definidos por una escala establecida de las magnitudes angula­
res) en más de 10°, diferencia mucho mayor de la que podría derivar
de un error experimental. En esta eventualidad, las figuras construi­
das no recibirán los nombres geométricos familiares, en particular,
la figura de tres lados no sería llamada «triángulo». Por el contrario,
modificaríamos nuestras reglas para construir figuras y para medir
sus magnitudes espaciales hasta obtener configuraciones que fueran
euclídeas, al menos aproximadamente.
Sin embargo, puede resultar sumamente difícil construir figuras
euclídeas, y que por mucho que modifiquemos las reglas para cons­
truir los tipos deseados de superficies y bordes rectos raramente ob­
tengamos nada que siquiera se asemeje a planos y rectas euclídeos.
Tal situación no «refutaría» la geometría euclídea, aunque el mante­
nimiento de la geometría euclídea como teoría de la medición en­
gendraría muchos inconvenientes. Por supuesto, podríamos hacer
frente a los inconvenientes y resignarnos al hecho de que los cálcu­
los acerca de dimensiones espaciales realizados sobre la base de tal
teoría raramente o nunca estuvieran de acuerdo con los resultados
de las mediciones directas. Pero se abrirían ante nosotros otras dos
alternativas. Podríamos lograr la elaboración de teorías físicas basa­
das en la geometría euclídea, de m odo que nuestro persistente fraca­
so en construir (o hallar) configuraciones euclídeas fuera explicado
sistemáticamente por esas teorías, siempre que las magnitudes espa­
ciales de los cuerpos determinadas por medición real estuvieran de
acuerdo con los valores numéricos calculados a partir de esas teorías.
Alternativamente, podríam os abandonar la geometría euclídea co­
mo sistema apriori de reglas para clasificar y nombrar configuracio­

311
nes espaciales, y elaborar algún otro sistema de geometría pura con
tal propósito.
Este examen indica, pues, que las concepciones aparentemente
incompatibles de la geometría euclídea como ciencia empírica y como
sistema de reglas a priori pueden ser aceptadas ambas como legíti­
mas. L a geometría es una rama de la ciencia empírica cuando se
construyen o identifican planos, rectas, etc., como características de
los cuerpos físicos de acuerdo con reglas que pueden ser formuladas
y aplicadas sin referencia a la geometría euclídiea. Ésta constituye un
sistema de reglas a priori cuando la construcción o identificación de
configuraciones que van a llevar denominaciones euclídeanos está
guiada y controlada por los postulados euclídeos. Pero en cada enfo­
que, tanta las suposiciones empíricas coma las a priori tienen papeles
que desempeñar. En la primera alternativa, las reglas para construir
las figuras llamadas «planos», «rectas», etc., son a priori y los enun­
ciados euclídeos son empíricos. En la segunda alternativa los postu­
lados euclídeos son a priori, y las afirmaciones de que ciertas figuras
(construidas o identificadas de acuerdo con reglas establecidas) son
planos, rectas, etc., son empíricas. En resumen, la diferencia entre las
dos alternativas es una diferencia acerca del punto en el cual se in­
troducen convenciones o definiciones en un cuerpo de conocimiento.

312
IX

LA GEOMETRÍA Y LA FÍSICA

La concepción newtoniana de la geometría como la rama más


simple de la mecánica se basaba en la suposición tácita de que la geo­
metría euclídea es la única teoría de las relaciones espaciales que puede
brindar una teoría de la medición. Pero desde la época de N ew ton se
han construido muchas geometrías puras diferentes de la euclídea.
En consecuencia, la suposición de que ésta suministra el único aná­
lisis correcto de las relaciones espaciales ya es insostenible; de hecho,
algunas de esas geometrías no euclídeas han sido utilizadas para de­
sarrollar teorías no newtonianas de la mecánica. Por ende, el estatus
lógico de la geometría, ya examinado en el capítulo anterior partien­
do de la suposición newtoniana de que no hay alternativas al sistema
euclídeo, requiere un estudio adicional. Este capítulo está dedicado
al examen más detallado de los papeles que desempeñan los proble­
mas concernientes a hechos empíricos y los concernientes a estipu­
laciones definicionales en la selección de una geometría como teoría
de la medición en la física. Darem os primero un esbozo de las prin­
cipales alternativas del sistema euclídeo y de sus relaciones tanto en­
tre sí como entre ellas y el sistema euclídeo. Esto exigirá entrar en al­
gunos detalles matemáticos que tienen un carácter un tanto técnico,
pero tal presión resulta ineludible. Examinaremos luego las conside­
raciones que intervienen en la elección de una geometría con el p ro­
pósito de desarrollar una teoría física, y discutiremos los méritos de
la tesis según la cual un sistema geométrico sólo es, en el fondo, un
conjunto de convenciones para realizar mediciones espaciales.1

1. O t r a s g e o m e t r ía s y l a s r e l a c io n e s e n t r e e l l a s

La construcción de sistemas no euclídeos de geometría pura fue


el resultado directo de los intentos por demostrar el postulado euclí-

313
deo de las paralelas presentándolo como una consecuencia de las su­
posiciones restantes del sistema. Según la form a que dio Euclides al
postulado de las paralelas — forma que, a diferencia de la de sus otros
principios, no parecía evidente, éste dice que si dos rectas de un plano
son intersecadas por una tercera, de modo que la suma de los ángulos
interiores de un lado de la transversal es menor que la de dos rectos,
las dos rectas se cortarán de este lado si se las prolonga lo suficiente.
Su inclusión entre los axiomas solía ser considerada como el gran
«escándalo» de la geometría euclídea, pero los esfuerzos por dem os­
trarlo sin suponer algún postulado equivalente resultaron siempre
en el fracaso. Pero el simple fracaso en deducirlo de los restantes
postulados del sistema no constituye una prueba de que sea im posi­
ble deducirlo de ellos. Cuando se elaboró, finalmente, una prueba de
tal imposibilidad, se produjo una revolución en la matemática. Esa
prueba no solamente señaló el fin de más de dos mil años de esfuerzo
inútil, sino también el comienzo de las geometrías no euclidianas,
esto es, de geometrías que niegan uno o más de los postulados de E u ­
clides y luego de la mecánica no newtoniana. En esta sección, des­
cribiremos brevemente dos de las geometrías puras alternativas y
examinaremos sus relaciones con el sistema de Euclides.1

1. a. H ay una técnica elemental para demostrar la independen­


cia lógica de un enunciado determinado con respecto a otros igual­
mente determinados. Sean «A t», «A2» , ..., «An» un conjunto de axiomas
para la geometría euclídea, y supóngase que deseamos demostrar
que es imposible deducir «A x» de los otros. Puesto que la deducibi-
lidad de un enunciado, como hemos visto, en general no depende de
los significados especiales de sus términos de referencia específica,1

1. Varias corrientes de investigación contribuyeron al desarrollo de la geo­


metría no euclidiana, y cada una de ellas contribuye a aclarar la estructura inter­
na y las interrelaciones de estos sistemas geom étricos alternativos. U n o de los
enfoques es el método axiomático; un segundo es el método de los invariantes
diferenciales, desarrollado por Riemann com o generalización de ciertas ideas
básicas de G auss; un tercero es el m étodo de la definición proyectiva de distan­
cia, asociado a los nom bres de C ayley y Klein. Pero todos, excepto el m étodo
axiomático, suponen una considerable preparación matemática. Por eso, nos
concentraremos en el m étodo axiomático, aunque direm os algo también acerca
de los otros dos enfoques de la geometría no euclidiana.

314
sino solamente de su estructura formal, podem os suponer que los
axiomas son un conjunto de formas de enunciados. Ahora bien,
«A x» es deducible de los restantes postulados o no lo es. Si lo es, en­
tonces, si reemplazamos «Ap> por un postulado « A ^ » formalmente
incompatible con «A x» (por ejemplo, por el contradictorio o por un
contrario de «Ap>), el nuevo conjunto de postulados es inconsisten­
te, es decir, brinda consecuencias incompatibles entre sí. En cambio,
si «A j» es lógicamente independiente de los otros postulados, el nuevo
conjunto « A j*» dará origen a un sistema consistente de consecuen­
cias. Por muchos que sean los teoremas demostrados en el nuevo sis­
tema, ninguno de ellos será formalmente incompatible con el nuevo
postulado o con algún otro teorema deducido de todo el conjunto.
Por consiguiente, el problema de saber si «Ap> es lógicamente inde­
pendiente de «A2», «A 3» , ..., «A n» se reduce al problema de saber si el
conjunto de postulados «A ^'», «A 2, ..., A n» es consistente, donde
«A j*» es contradictorio o un contrario de «A t».
Pero, ¿cómo se demuestra la consistencia de un conjunto de p o s­
tulados? Se trata de un problema que no es de manera alguna fácil, y
su solución en algunos casos particulares puede exigir complicadas
técnicas lógicas y matemáticas. Para abordarlo se han desarrollado
dos principales líneas de enfoque. El primer método, históricamen­
te el más antiguo, es encontrar una interpretación para las variables
de predicados que aparecen en los postulados, de m odo tal que la in­
terpretación convierta a las formas de enunciados en enunciados ver­
daderos. Así, si las formas de enunciado « A * » «A2, ..., A„», pueden
ser convertidas en enunciados verdaderos mediante una adecuada
sustitución de sus variables de predicados por términos de referen­
cia específica, se demuestra que el conjunto es consistente. En conse­
cuencia, se prueba también que «A¡» es independiente de los postulados
restantes. El segundo método es más formal. Consiste en demostrar
que un conjunto de postulados dado es tan consistente como otro
conjunto cuya consistencia se admite. Esto se logra correlacionando
las formas de enunciados del primer conjunto con formas de enun­
ciados del segundo, de tal manera que si se deduce una contradicción
en el primero, también debe aparecer una contradicción en el segun­
do. Postergaremos la discusión detallada de este segundo método
hasta la página 331; por el momento sólo ilustraremos y examinare­
mos el primero. Considerem os, por lo tanto, el siguiente conjunto
de tres enunciados:

315
S t: D ados dos enteros distintos cualesquiera, o bien el primero es
m ayor que el segundo, o bien el segundo es mayor que el pri­
mero.
S2: D ados dos enteros cualesquiera, si el primero es mayor que el
segundo, entonces el segundo no es mayor que el primero.
S3: D ados tres enteros cualesquiera, si el primero es mayor que el
segundo y el segundo es mayor que el tercero, entonces el pri­
mero es mayor que el tercero.

T odos ellos son enunciados aritméticos verdaderos. Pero pode­


mos tener interés en saber si el primero es deducible de los otros dos.
C on este propósito, reemplazamos los términos de referencia espe­
cífica que contienen y obtenemos las tres siguientes formas de enun­
ciados:

A x: D ados dos elementos distintos cualesquiera, x e y, pertene­


cientes a una clase K , o bien x tiene la relación R con y, o bien
y tiene la relación R con x.
A 2: D ados dos elementos cualesquiera, x ey, de A, si x tiene la re­
lación R con y, entonces y no tiene R con x.
A 3: D ados tres elementos cualesquiera, x, y y z de A, si x tiene la
relación R con y e y tiene R con z, entonces x tiene R con z.

Ahora construyam os una form a de enunciado A * que sea for­


malmente incompatible con A x. Por ejemplo, podem os tomar como
A x* la siguiente form a de enunciado:

A j*: H ay al menos dos elementos distintos, x e y, de A, tales que


x no tiene R con y e y no tiene R con x.

Por consiguiente, A x es independiente de A 2 y A 3 (y, por ende,


todo caso del primero, com o S x, es formalmente independiente de
los casos correspondientes de los otros dos, como S2 y S3)> si el con­
junto de form as de enunciados (A j*, A 2, A 3) es un conjunto consis­
tente. Para demostrar su consistencia buscamos una interpretación
de las variables de predicado «A » y «i?», de m odo que las formas de
enunciado del conjunto se conviertan en enunciados de los que ten­
gamos buenas razones para creer que son verdaderos. Así, coloca­
m os el predicado «ser hum ano» en lugar de la variable de predica­

316
do «K » y el término relacional «ser un antepasado de» en lugar de la
variable de predicado «R ». En esta sustitución, el enunciado que se
obtiene a partir de A es: «hay al menos dos seres humanos tales que
ninguno de ellos es el antepasado del otro.» Este enunciado es evi­
dentemente verdadero. Los enunciados que se obtienen a partir de las
formas de enunciados restantes también son, evidentemente, verda­
deros. D e esto se desprende que el conjunto { A * , A 2, A 3) es consis­
tente, de modo que A¡ no puede ser deducida de las otras dos formas
de enunciado y, por lo tanto, no puede ser deducido de S2 y S3.

b. El primer sistema de geometría pura no euclídea fue construi­


do mediante el uso de las técnicas que acabamos de esbozar. En la
tercera década del siglo xix, Lobachesvky y Bolyai, dos matemáticos
que trabajaban independientemente uno de otro, elaboraron un sis­
tema geométrico que se basaba en un contrario del postulado de las
paralelas de Euclides. La, versión de Euclides de este postulado es
equivalente al axioma, más familiar, de Playfair, según el cual por un
punto exterior a una recta sólo pasa una paralela a dicha recta. Exa­
minaremos entonces la innovación de Lobachevsky utilizando el
axioma de Playfair como postulado de las paralelas de la geometría
euclídea, en lugar de la formulación original de Euclides.
Lobachevsky reemplazó el postulado de las paralelas por la su­
posición de que por un punto exterior a una recta pasan dos parale­
las a la recta dada. A partir de este nuevo conjunto de postulados de­
dujo un gran número de teoremas consistentes entre sí, muchos de
los cuales son evidentemente incompatibles con teoremas seme­
jantes del sistema euclídeo. Por ejemplo, en la geometría de Loba­
chevsky, la suma de los ángulos de un triángulo no es constante para
todos los triángulos (como sucede en el sistema de Euclides), es
siempre menor que dos ángulos rectos y disminuye a medida que
aumentan las áreas de los triángulos.2 L os triángulos de áreas de­
siguales no son nunca semejantes. La razón de la circunferencia de
un círculo respecto a su diámetro no es constante para todos los cír­
culos, es siempre mayor que n y es tanto mayor cuanto mayor es el
área. N i Lobachevsky ni Bolyai demostraron la consistencia interna
de la nueva geometría, problema que quedó sin resolver durante al­

2. D e hecho, la diferencia (llamada comúnmente el «defecto») entre dos án­


gulos rectos y la suma de los ángulos es proporcional al área.

317
gún tiempo. Finalmente, en 1869, Beltrami asignó significados a los
predicados geométricos del sistema de m odo que los postulados de
Lobachevsky eran interpretados com o enunciados acerca de líneas y
curvas sobre ciertas superficies en form a de silla de montar.3 Ahora
bien, esos enunciados eran verdaderos dentro de la geometría euclí-
dea. Por consiguiente, la posibilidad de una geometría no euclídea
tan consistente internamente como el sistema de Euclides quedó de­
m ostrada más allá de toda duda razonable.
N o diremos nada más acerca de la interpretación de Beltrami por­
que no se presta para una exposición simple. Sin embargo, será útil
conocer con bastante detalle otra interpretación de los postulados de
Lobachevsky propuesta por Poincaré para la geometría lobachevs-
kiana bidimensional (o plana). Consideremos los puntos interiores
(que serán llamados «puntos-L») de un círculo fijo O , de radio k, en
un plano euclídeo. T odos los otros puntos del plano, pertenezcan a la
circunferencia de O o sean externos a ésta, están excluidos de la clase
de los puntos-L. A través de dos puntos-L Cualesquiera pasa un úni­
co círculo ortogonal (es decir, que forma ángulos rectos) con O. L os
arcos de estos círculos que caen dentro de O serán llamados «líneas-
L ». A través de todo punto-L exterior a una línea-L dada pueden tra­
zarse dos líneas-L que cortan a la dada en la circunferencia de O ; ta­
les líneas serán llamadas las «paralelas-L» a la línea dada. Así, en el
dibujo, P y Q son dos puntos-L que determinan una línea-L única lx.
Por un punto-L JR, exterior a lxpueden trazarse dos puntos-no-L A y
B ; estas son las paralelas-L a lx que pasan por R. Es evidente que toda
línea-L que pasa por R y que cae dentro del ángulo A R B intersecará
con lx, mientras que toda línea-L que pasa por R y que cae dentro del
ángulo B R C no intersecará con lv También definimos la «distancia-
L » entre dos puntos-L como una cierta función de estos puntos y de
los puntos de intersección con O de la línea-L determinada por los
puntos-L-dados.4 (Se define el «ángulo-L» como el ángulo formado

3. Son las superficies de revolución que se obtienen haciendo rotar la curva


plana llamada «tractriz» alrededor de su asíntota com o eje de rotación. Se defi­
ne la tractriz com o la curva tal que el segmento de la tangente que se extiende
desde el punto de contacto hasta la intersección de la tangente con una línea
dada es de longitud constante.
4. Esta función es proporcional al logaritm o de la razón anarmónica de los
cuatro puntos mencionados. Así, si P y Q son dos p untos-L cualesquiera, y A y

318
por las tangentes a las dos líneas-Z, en sus intersecciones.) Además,
una figura cerrada formada por las tres líneas-Z. será llamada un
«triángulo-Z,»; y una figura cerrada cuyos puntos-Z, están a una dis­
tancia-/, constante de un punto-Z fijo será llamada un «círculo-Z».
Pueden definirse otras figuras-Z de manera análoga.

Puede demostrarse que si en los postulados de Lobachevsky sus­


tituimos la palabra «punto» por la expresión «punto-Z,»; el término
«línea recta» por la expresión «línea-Z», y así sucesivamente, todos
los enunciados resultantes son demostrables en la geometría euclí-
dea. Por ejemplo, el teorema lobachevskiano concerniente a la suma
de los ángulos de un triángulo mencionado en la página 317 afirma
entonces lo siguiente: la suma de los ángulos de una figura euclídea
limitada por los arcos de círculos ortogonales a un círculo fijo es me­
nor que dos ángulos rectos, siendo el defecto proporcional al área de

B son las intersecciones con O de la línea-Z, determinada por P y Q , entonces la


distancia-Z entre P y Q es, por definición, igual a

k
x lo g
PA QM
2 PB QB )

E s evidente que la distancia-Z entre un punto-Z y cualquier punto de la cir­


cunferencia de O es infinita.

319
la figura. Pero puede demostrarse que esta afirmación es verdadera
en la geometría euclídea. De esto se desprende que el sistema de Lo-
bachevsky es consistente o, en todo caso, tan consistente com o la
geometría euclídea. Pues si el primero fuera inconsistente, también
surgiría una contradicción en la parte de la geometría euclídea que
elabora las propiedades de arcos circulares ortogonales con respecto
a un círculo fijo.
Podem os dotar a este esqueleto de interpretación de la geometría
plana lobachevskiana de un poco de carne, por así decir. Imagine­
mos que el interior del círculo O está habitado por seres bidimen-
sionales, de m odo que la circunferencia de O es el límite de su mun­
do. Supongam os también que, en este universo, la temperatura
absoluta es máxima en el centro de O pero disminuye en proporción
a la distancia r del centro, de m odo que la temperatura absoluta T en
un punto cualquiera está dada por la fórmula T = c (k 2 — r2), donde
«c» es una constante de proporcionalidad. Supongamos, además,
que todos los cuerpos de este universo tienen el mismo coeficiente
de expansión térmica y que se establece instantáneamente el equili­
brio térmico entre un cuerpo y su medio a medida que el cuerpo va
desplazándose de un lugar a otro. D e esto se desprende que la longi­
tud de una vara de medida será proporcional a su temperatura abso­
luta. D e acuerdo con esto, para un espectador que no pertenezca a
este curioso mundo, una vara transportada hacia la circunferencia de
O se contraerá progresivamente. Por lo tanto, un habitante de este
mundo nunca llegará a sus límites. Pues, para el espectador, el cuer­
po y los pasos de un habitante se harán cada vez más pequeños a me­
dida que se desplaza hacia la circunferencia, aunque él no tenga con­
ciencia de tal contracción. En efecto, para un habitante todos los
puntos de la circunferencia de O están a una «distancia infinita» de
cualquier punto interior del universo. Además, como puede dem os­
trarse, para sus habitantes la «distancia más corta» entre dos puntos
cualesquiera de su universo no será la recta euclídea que una a esos
puntos. L a distancia más corta, para ellos, será el arco del círculo que
pasa por esos puntos y es ortogonal con respecto al círculo O (en
realidad, si hacemos la suposición adicional de que la velocidad de la
luz en cualquier punto de este universo también es proporcional a la
temperatura absoluta en ese punto, la luz se propagará a lo largo de
tales arcos.) Y finalmente, a través de un punto exterior a una línea
recta dada de este universo, pueden trazarse infinitas rectas que no

320
intersecan a la línea dada. Por otro lado, las dos líneas que pasan por
este punto y que intersectan a la línea dada en la circunferencia de O
serán paralelas a dicha línea, puesto que se encuentran con ella en
puntos «infinitamente rem otos». Para resumir, los habitantes de este
universo hallarán que la geometría de los cuerpos es lobachevskiana.

c. La geometría pura de Lobachevsky y Bolyai no es la única al­


ternativa al sistema de Euclides. Pues es posible reemplazar el postu­
lado euclídeo de las paralelas por un contrario que sea diferente del
adoptado en el sistema lobachevskiano. D e hecho, se obtiene una geo­
metría no euclídea característica si se reemplaza el postulado euclídeo
por la suposición de que por un punto exterior a una recta dada no
pasa ninguna paralela a la misma. Pero en este caso, también es me­
nester, entonces, modificar otros postulados euclídeos, por ejemplo,
el postulado según el cual una recta puede ser prolongada indefinida­
mente y el postulado según el cual dos puntos siempre determinan
una recta única. La geometría pura que se obtiene cuando se hacen es­
tas modificaciones es llamada «riemanniana», aunque Riemann llegó
a ella desarrollando las ideas de Gauss sobre curvatura y geodesia, y
no mediante el uso del sistema axiomático. Los siguientes, son algu­
nos ejemplos de teoremas de la geometría riemanniana: la suma de los
ángulos de un triángulo es siempre mayor que dos ángulos rectos, y el
exceso es proporcional al área del triángulo; todas las rectas son de
longitud finita y dos rectas siempre determinan una superficie; la ra­
zón de la circunferencia de un círculo a su diámetro es siempre menor
que k y es tanto mayor cuanto menor es el área del círculo.
Es muy fácil hallar una interpretación verdadera de los postula­
dos de la geometría de Riemann y, de este modo, demostrar la con­
sistencia interna del sistema. C on tal propósito, tomemos la superfi­
cie de una esfera euclídea E y llamemos a sus puntos «puntos-i?».
L os arcos de círculo máximo de S serán llamados «líneas-i?»; una fi­
gura cerrada de 5, limitada por tres líneas-i?, recibe el nombre de
«triángulo-i?»; y una figura cerrada de S tal que las líneas-i? trazadas
desde cualquier punto de la circunferencia de la figura hasta un pun­
to-i? fijo son iguales será denominada «círculo-i?». Ahora bien, si
sustituimos en los postulados riemannianos el término «punto» por
«punto-i?» y «recta» por «línea-i?», etc., los enunciados resultantes
son demostrables en la geometría euclídea de la esfera. Por ejemplo,
el primero de los teoremas mencionados en la geometría riemannia-

321
na pura se convierte, así, en el enunciado de que la suma de los án­
gulos de un triángulo esférico es mayor que dos ángulos rectos, sien­
do el exceso proporcional al área del triángulo. Se trata de un cono­
cido teorema de la geometría euclídea esférica. Por consiguiente, la
geometría riemanniana es consistente o, en todo caso, tan consisten­
te com o el sistema euclídeo.

d. Las geometrías lobachevskiana y riemanniana no agotan las


posibilidades de construir geometrías no euclídeas. Son solamente
los tipos más conocidos de sistemas no euclidianos; hay otros tipos
que requerirían para su descripción más elementos matemáticos que
los que hemos utilizado. Pero es conveniente poseer al menos un co­
nocimiento global de otros enfoques de la geometría no euclidiana
para comprender adecuadamente algunos de los problemas lógicos
que plantea la física moderna. Por ende, haremos una descripción
sumamente simplificada de estos otros enfoques.
C om o ya hemos dicho, el método utilizado por Riemann para
construir su geometría no euclídea (empleado después de Riemann,
pero independientemente de su obra, por Helmholtz) se basaba en
ciertas ideas elaboradas por G auss en sus estudios sobre distintos ti­
pos de superficies y sus propiedades intrínsecas. G auss demostró, en
primer lugar, que, para cualquier superficie, es posible expresar la
ecuación de cualquier figura de la misma en términos de un sistema
de coordenadas totalmente contenido en esa superficie. G auss de­
m ostró también que la noción de «línea recta», considerada como
equivalente a «la distancia más corta entre dos puntos», puede ser
generalizada de manera que se aplique también a curvas de superfi­
cies cualesquiera. L o s caminos que corresponden a la distancia más
corta son llamados «geodésicos». Por consiguiente, si se definen las
geodésicas de una superficie, quedan establecidas las reglas para me­
dir longitudes sobre esa superficie. Por ejemplo, en un plano euclí­
deo las geodésicas son rectas euclídeas y las longitudes se miden con
reglas de dibujo. En la superficie de una esfera, las geodésicas son ar­
cos de círculo máximo y las longitudes se miden con bordes que son
pequeños arcos de círculo máximo. En cambio, en la superficie de
un cilindro recto, la situación es más complicada, pues las geodésicas
son de diversos tipos y difieren según la dirección en que uno se des­
plaza a partir de un punto dado. Así, desde un punto cualquiera en
una dirección paralela al eje del cilindro la geodésica es una recta

322
euclídea; en una dirección perpendicular al eje la geodésica es un
círculo; y en una dirección intermedia es una hélice. L a situación es
aún más complicada en superficies más complejas, como en la de un
huevo o un buñuelo.
En general, la naturaleza de una geodésica sobre una superficie es
diferente para diferentes puntos de la superficie y para diferentes di­
recciones desde un punto dado. Pero el carácter de las geodésicas de­
pende estrechamente de cierta propiedad «intrínseca» de la superfi­
cie. Esta propiedad puede variar de un punto a otro, pero no se altera
(o es invariante) cuando se deforma la superficie sin estiramiento ni
desgarramiento. Así, en el caso de un plano, esta propiedad no cam­
bia cuando se enrolla el plano para formar un cilindro o un cono. Se
dice que esta propiedad de la superficie es «intrínseca», en el sentido
de que es definible exclusivamente en términos de sistemas de coor­
denadas que yacen totalmente sobre la superficie y no requiere nin­
guna referencia a nada exterior a la superficie. Por razones de analo­
gía, G auss llamó a esta propiedad la «curvatura» de la superficie en
un punto, nombre que luego resultó engañoso para los no matemá­
ticos. La relación entre las geodésicas y la curvatura es de tal especie
que, dada la forma de las geodésicas a partir de un punto de una su­
perficie, se puede deducir la curvatura de la superficie en ese punto.
Por consiguiente, si sabemos medir distancias a lo largo de los cami­
nos más cortos que pasan por un punto de una superficie, podem os
calcular la curvatura de la superficie en ese punto. En consecuencia,
si se adoptan reglas diferentes para medir longitudes (y, por ende,
para especificar geodésicas), se obtienen diferentes valores para la
curvatura de una superficie.
Examinemos la analogía que llevó a G auss a introducir la noción
de curvatura en relación con las superficies. Considerem os primero
la curvatura de las curvas. Se dice que un círculo de radio R tiene una
curvatura de 1/R , pues éste es un índice del grado en que la circun­
ferencia se «desvía» de la tangente en cualquier punto. Es evidente
que un círculo tiene una curvatura constante. Para otras curvas, la
curvatura en un punto se define como la curvatura del llamado «círcu­
lo osculador» en ese punto. El círculo osculador en un punto de una
curva es el círculo que pasa por el punto dado y dos puntos «adya­
centes». U na definición más precisa de este círculo es la siguiente:
sean P un punto dado de una curva y M y N otros dos puntos de la
misma; estos tres puntos determinan un círculo único. Ahora bien,

323
mantengamos P fijo y hagamos qué M y N se desplacen hacia P. En
general, los círculos determinados por estos puntos serán diferentes.
Pero cuando M y N finalmente coinciden con P, se obtiene un cír­
culo-límite, que es el círculo osculador en P.
E s conveniente distinguir un sentido positivo y un sentido nega­
tivo en el cual se traza el radio del círculo osculador hasta el punto
de contacto con la curva; por consiguiente, la curvatura de una cur­
va en un punto puede ser negativa, positiva o nula. Por ejemplo, una
elipse tiene una curvatura variable positiva, puesto que los radios de
los círculos osculadores en diversos puntos de la elipse no son de
magnitud constante, pero todos ellos están dirigidos hacia el interior
de la elipse. U na espiral equiangular tiene una curvatura positiva
constante. U na línea recta tiene una curvatura nula constante (una lí­
nea recta puede ser concebida como un círculo de radio infinito, de
m odo que la curvatura o el recíproco de este radio sea cero). U na pa­
rábola cúbica tiene una curvatura variable que a veces es positiva, a
veces negativa y a veces nula.
Considerem os ahora una superficie cualquiera. Tracem os una
normal a la superficie en cualquier punto de ella, e imaginemos un
plano que contenga a la normal e intersecte la superficie. Tom ando
la normal com o eje, hagamos rotar el plano. En cada una de sus p o ­
siciones, en general, el plano cortará a la superficie en una curva. En
realidad, los segmentos de las curvas de la vecindad inmediata al pie
de la normal serán las geodésicas de la superficie en ese punto. A ho­
ra bien, puede demostrarse, en general, que la curvatura Q de una de
las geodésicas es la m áxim a de todas las geodésicas que pasan por ese
punto, mientras que la curvatura C 2, de otra geodésica determinada
es la mínima. Al producto K = C 1C 2 G auss lo llamó «curvatura de la
superficie en un punto»; es fácil ver que K puede ser positiva, nega­
tiva o nula, y puede tener un valor constante para todos los puntos
de la superficie o un valor diferente en puntos diferentes.
Así, una esfera de radio R tiene una curvatura positiva constante
de 1/R2. U n plano tiene una curvatura cero constante, y lo mismo un
cilindro recto y un cono recto. La superficie en form a de montura
que se obtiene al hacer rotar una tractriz alrededor de su asíntota
com o eje tiene una curvatura negativa constante de —1/R2, donde R
es el radio de la m ayor sección circular de la superficie. L a superficie
de un huevo tiene una curvatura positiva variable, curvatura que es
m ayor en los puntos cercanos a la punta más afilada del huevo que

324
en los puntos cercanos al otro extremo. H ay también superficies en
form a de montura que tienen una curvatura negativa variable.
U n resultado notable del análisis de G auss es el importante teo­
rema según el cual dos superficies tienen la misma geometría en re­
giones no «demasiado grandes» si y sólo si en esas regiones las su­
perficies tienen la misma curvatura. Por ejemplo, si por «línea recta»
entendemos «geodésica de una superficie», entonces la geometría
del plano euclídeo es idéntica a la geometría de una parte limitada de
un cilindro recto. Así, en ambas superficies la suma de los ángulos de
un triángulo es igual a dos ángulos rectos, y la razón de la circunfe­
rencia al diámetro de un círculo es igual a n. En cambio, la geometría
de la superficie de una esfera es diferente de la de un plano o de la de
una superficie en form a de montura. Luego, la suma de los ángulos
de un triángulo esférico es mayor que dos rectos, mientras que la suma
de los ángulos de un triángulo plano es siempre igual a dos rectos.
L a anterior explicación de la noción de curvatura, de una curva o
de una superficie, puede llevar fácilmente a la suposición de que una
curva (o superficie) sólo tiene una curvatura porque es una figura de
un «espacio» de mayores dimensiones que ella. Por ejemplo, se defi­
nió la curvatura de un círculo como el recíproco de su radio, de modo
que, aparentemente, es necesario salir de la circunferencia unidimen­
sional del círculo al plano bidimensional. Análogamente, se explicó la
curvatura de una superficie bidimensional en términos de un plano
que pasa por una normal a la superficie, de m odo que la noción de
curvatura de tal superficie parece implicar referencias a una tercera
dimensión. N o cabe duda de que G auss llegó a su análisis de la cur­
vatura considerando curvas y superficies contenidas en espacios de
mayores dimensiones; esta manera de presentar algunas de las ideas
gaussianas tiene indiscutibles ventajas heurísticas y pedagógicas. Sin
embargo, sería un grave error suponer que la única manera de definir
la curvatura de una curva o de una superficie es con referencia a un
espacio de mayores dimensiones. Por el contrario, es posible definir
la curvatura de una curva (y, análogamente, de una superficie) exclu­
sivamente en términos de relaciones entre magnitudes que pertene­
cen a la curva misma (y, correspondientemente, a la superficie mis­
ma). Por tanto, la noción de curvatura es totalmente independiente
hasta de referencias implícitas a espacios de mayores dimensiones.
Pero no podem os dar aquí la definición precisa de curvatura for­
mulada totalmente en términos de relaciones entre magnitudes per­

325
tenecientes a una figura y que no suponen siquiera una referencia tá­
cita a nada exterior a la figura, pues tal definición exige el uso.de téc­
nicas matemáticas más avanzadas que las que quizá domine la ma­
yoría de los lectores. Por lo tanto, simplemente aceptaremos como
un hecho que es posible dar tal definición.5 Sin embargo, a este res­
pecto puede ser útil una analogía. A menudo se define un elipsoide
com o la superficie generada por una elipse que rota alrededor de su
eje mayor. Pero esta no es la única manera en que se puede definir un
elipsoide. Se lo puede definir, por ejemplo, como una superficie tal
que todos los puntos de la misma, cuando se los representa median­
te coordenadas cartesianas en un cierto sistema de tales coordenadas,
satisfacen la ecuación x2/¿i2 + y1Ib1 + z2/c2 = 1. Además, sería desati­
nado concluir que por el hecho de que un objeto (por ejemplo, al­
mendra confitada) sea un elipsoide, debe haber sido producido por
la rotación de una elipse. D e modo análogo, habitualmente se for­
mula en la filosofía política la llamada teoría del «contrato social» en
términos de una hipotética formación de organizaciones políticas en
algún tiempo históricamente remoto, com o si antes de ese tiempo

5. L a estructura general de la definición es la siguiente: sea S una superficie


cualquiera, y u y v las coordenadas de cualquier punto de ella con respecto a un
sistem a de coordenadas que está totalmente sobre la superficie. Entonces, la dis­
tancia elemental ds entre dos puntos cualesquiera de S m uy cercanos está defi­
nida p or ds2 = Edu1 + 2Fdudv + G d v 2, donde E , F y G son ciertas funciones de
las coordenadas que dependen del m étodo para m edir longitudes adoptado en
S. Si L , N y M son ciertas funciones de £ , T y G y, p or ende, de las coordenadas,
entonces la curvatura A”de 5 en un punto dado queda definida por

{L N - M 2)
K = —------------—
(E G - F 2)

Tam bién puede adoptarse el siguiente enfoque: el área de la superficie de


una pequeña esfera, y su volumen d están dados por las fórmulas

kr2 r>
S = 4 itr2 1 ---------+ V = 4 n ----
3 3

donde r es el radio de la esfera y k la curvatura del «espacio». Véase H . P. R o-


bertson, «G eom etry as a Branch o f Physics», en Albert Einstein: Philosopher-
Scientist, comp. P. A. Schilpp, Evanston, 111., 1949.

326
hubiera habido hombres sin instituciones sociales. Sin embargo, el
propósito de tal teoría no es formular una tesis histórica, sino anali­
zar la estructura de las obligaciones políticas. Así, el lenguaje histó­
rico del que se reviste la teoría del contrato social es un recurso ex­
positivo, de m odo que sería un error evaluar la corrección de tal
teoría como si ésta se refiriera a orígenes históricos. L a anterior ex­
posición de la noción de curvatura debe ser considerada exactamen­
te de la misma manera, es decir, como una forma de enunciado que
es heurísticamente valiosa, pero que no debe ser interpretada literal­
mente. En todo caso, el punto fundamental que es menester tener en
cuenta es que la curvatura de una curva o de una superficie puede ser
definida sin introducir consideraciones acerca de dimensiones espa­
ciales mayores que las de las curvas y superficies, respectivamente.
El análisis realizado por Gauss de la curvatura no fue más allá de
la curvatura de superficies. L a gran realización de Riemann consistió
en haber generalizado las ideas de Gauss, de m odo que las nociones
de geodésica y de curvatura pudieran ser utilizadas en relación con
espacios de cualquier número de dimensiones. En particular, la la­
bor de Riemann ha permitido definir geodésicas y curvaturas de
multiplicidades o continuos tridimensionales sin suponer que los
mismos están contenidos en un espacio tetradimensional. Com o en
el caso de las superficies bidimensionales, la curvatura riemanniana
de los continuos tridimensionales puede ser positiva, negativa o
nula, y puede ser constante para todos los puntos o puede variar de
un punto a otro. Además, hay una íntima conexión entre la geome­
tría de un espacio y su curvatura. Así, la geometría se ajusta a los re­
quisitos del tipo riemanniano de geometría no euclídea cuando la
curvatura del espacio es constante y positiva. L a geometría es loba-
chevskiana cuando la curvatura es constante y negativa. La geome­
tría es esencialmente euclidiana cuando la curvatura es uniforme­
mente nula. Puesto que la curvatura de una multiplicidad depende
de las líneas de la misma que se consideren como sus geodésicas, la
curvatura depende de las reglas adoptadas para medir longitudes.
Por lo tanto, el punto de interés cardinal que surge del enfoque rie­
manniano de la construcción de geometrías no euclídeas es el si­
guiente: el tipo de geometría requerido es una consecuencia de las
reglas adoptadas (o utilizadas tácitamente) para hacer mediciones es­
paciales. En breve será evidente para el lector la importancia de este
punto.

327
e. H asta ahora nos hemos referido a dos enfoques de la cons­
trucción de geometrías no euclidianas: el enfoque axiomático y el
enfoque riemanniano, que se basa en las nociones de geodésica, cur­
vatura y medición. Pero hay un tercer método que debemos exponer
brevemente. Este método destaca las diferencias en las transforma­
ciones bajo las cuales es invariante, en las diversas geometrías, lo que
se define como la «distancia» entre dos puntos.
El tercer enfoque, desarrollado por Cayley y Klein en el último
tercio del siglo xix, considera las diversas geometrías que hemos
examinado desde el punto de vista de la geometría proyectiva. Estas
diversas geometrías, inclusive la euclídea, son caracterizadas como
«m étricas» porque todas ellas utilizan esencialmente la noción de
congruencia, es decir, la igualdad de segmentos, ángulos, áreas y vo­
lúmenes. L a geometría proyectiva, en cambio, prescinde totalmen­
te de esta noción y sólo estudia las propiedades de las figuras que
son invariantes bajo una proyección. Por ejemplo, se proyecta un
triángulo de un plano en otro, es decir, desde algún punto exterior
a ambos planos; luego, se trazan rectas a través de los puntos del trián­
gulo y se las prolonga hasta que cortan el segundo plano, de m odo
que se form a en éste una imagen del triángulo dado. En general, ni
las longitudes de los lados, ni las magnitudes de los ángulos, ni el
área del segundo triángulo serán las mismas que las de los elemen­
tos correspondientes en el primer triángulo. Pero algunas propieda­
des de la figura dada permanecen invariantes bajo esta transform a­
ción por proyección. Por ejemplo, todo conjunto de puntos que
sean colineales en la primera figura tendrá como correspondiente
un conjunto de puntos colineales en la segunda figura; y a todas las
líneas concurrentes en la primera figura les corresponderán líneas
concurrentes en la segunda. Tom em os otro ejemplo: consideremos
la proyección de un círculo de un plano en otro. L a figura del se­
gundo plano correspondiente al círculo del primero, en general, no
será un círculo. Pero la segunda figura será siempre una sección có­
nica, y las líneas que se cortan en la circunferencia del círculo se
transformarán en líneas que se cortan en la circunferencia de la se­
gunda figura.
Es posible formular el contenido de la geometría proyectiva pura
con mayor generalidad, y para nuestros propósitos es esencial que lo
hagamos. D ados cuatro puntos cualesquiera cuyas posiciones sobre
una recta se especifican mediante cuatro coordenadas x x, x2, x3, x4, en

328
este orden, puede formarse una cierta proporción de las diferencias
de estas coordenadas, a la que se denomina «razón anarmónica» de
estos puntos. Esta proporción es la razón doble:

X-t Xt. Xx — x 4
<V* — ■ <V* 'V* —_
A 2 A3 ^2 a 4

Las coordenadas pueden ser introducidas de una manera puramente


proyectiva, sin utilizar la noción de congruencia o la de distancia.
Por consiguiente, no debe concebirse la diferencia entre coordena­
das (por ejemplo, x x —x 2) como una medida de la distancia entre los
puntos correspondientes. Análogamente, es posible definir la razón
anarmónica de cuatro líneas concurrentes que yacen en el mismo
plano, así como la razón anarmónica de cuatro planos que tienen
una línea común. Resulta, además, que las razones anarmónicas son
invariantes en las transformaciones proyectivas, siendo posible re­
presentar algebraicamente a estas mismas transformaciones median­
te transformaciones lineales homogéneas de coordenadas. Por lo
tanto, la geometría proyectiva puede ser caracterizada como la teo­
ría de las transformaciones que dejan invariantes a las razones anar­
mónicas.
Es posible construir la geometría proyectiva de manera axiomá­
tica. Los postulados de la geometría proyectiva no contienen supo­
siciones acerca de la congruencia o del paralelismo. Por consiguiente,
la geometría proyectiva es neutral con respecto a las tres geometrías
métricas que hemos considerado, y sus axiomas y teoremas son com­
patibles con los de cualquiera de las geometrías métricas. En realidad,
la geometría proyectiva es más general que cualquiera de las geome­
trías métricas, ya que se ocupa de estructuras de relaciones que son
comunes a los tres sistemas métricos. Por lo tanto, es natural que se
plantee la cuestión de saber si, mediante especializaciones adecuadas
de las transformaciones generales empleadas en la geometría proyec­
tiva, puede mostrarse que las tres geometrías métricas son casos es­
peciales de la teoría general. La respuesta es afirmativa, y, en verdad,
nuestro interés por la geometría proyectiva se limita totalmente a
hacer evidente, de una manera general, los fundamentos de tal res­
puesta.
H ay diversas maneras de establecer un conjunto suficiente de
postulados para la geometría proyectiva, y cada una de esas maneras

329
empleará determinados términos com o primitivos o indefinidos
Pero no entraremos en los detalles de esta construcción. Suponga­
mos, no obstante, que se adopta un cierto conjunto de postulados en
los que figuran com o términos primitivos las expresiones «x es un
punto», «y es una línea», «x está en y» y «x está entre w y z». Es p o ­
sible definir otros términos con ayuda de éstos y de los postulados,
términos como «plano», «triángulo» y «razón anarmónica»; y, en par­
ticular es posible dar definiciones puramente proyectivas de ciertas
estructuras de puntos, líneas y planos llamados «cónicas» y «cuádri-
cas» (es decir, superficies como el elipsoide en un espacio tridimen­
sional). Adem ás, aunque dentro de la geometría proyectiva no es p o ­
sible distinguir entre los tipos comunes de secciones cónicas (por
ejemplo, entre círculos, elipses, hipérbolas y parábolas), es posible
distinguir entre cónicas «reales» e «imaginarias». Las cónicas reales
son aquellas cuyas coordenadas son números reales; las cónicas ima­
ginarias son aquellas cuyas coordenadas sólo pueden ser números
complejos. También puede demostrarse que una recta cualquiera in­
tersecará con una cónica en dos puntos, reales o imaginarios.
Lim itém onos ahora a la geometría proyectiva plana y estipu­
lemos que una cónica dada (en un plano), que será llamada «cónica
absoluta», debe permanecer invariante en todas las transform acio­
nes proyectivas (es decir, en todas las transformaciones lineales ho­
mogéneas). E sto es, los puntos de esta cónica deben transformarse
en puntos de la cónica. Asim ism o, sean x 1 y x 2 las coordenadas de
dos puntos cualesquiera de una recta que intersecará con la absolu­
ta en los puntos de coordenadas a y b. L a razón anarmónica de es­
tos cuatro puntos será invariante en las transformaciones proyecti­
vas. Finalmente, definamos la «distancia» entre los dos puntos x 1 y
x2 com o el producto de una cierta constante k y el logaritm o de esta
razón anarmónica. Puede demostrarse que la distancia así definida
tiene las propiedades aditivas comunes de la distancia tal com o se la
entiende habitualmente. Por ejemplo, si A, B y C son tres puntos
cualesquiera de una recta tales que B está entre los otros dos, en­
tonces la distancia definida proyectivamente entre A y C es igual a
la suma de la distancia entre A y B y la distancia entre B y C. La
magnitud del ángulo form ado por dos rectas puede ser definida de
manera análoga.
Llegam os, por último, al resultado principal del enfoque proyec-
tivo. La medida de distancias y ángulos definida proyectivamente

330
satisface los requisitos de cualquiera de las tres geometrías métricas,
según el carácter especial de la cónica que se tome como absoluta. Si
la absoluta es imaginaria, la geometría es riemanniana; si la absoluta
es imaginaria, pero genera un par de líneas imaginarias, la geometría es
euclidiana; si la absoluta es real, la geometría es lobachevskiana. Por
consiguiente, las tres geometrías métricas pueden ser consideradas
como casos especiales de una geometría proyectiva general, de modo
que las diferencias entre las geometrías métricas se generan median­
te diferentes definiciones de la distancia.6

2. H asta ahora hemos descrito algunas de las características dis­


tintivas de cada una de las tres geometrías métricas, pero es poco lo
que hemos dicho acerca de sus relaciones. Podría parecer a primera
vista que es poco también lo que es menester decir a este respecto, ya
que cada uno de los tres sistemas es incompatible con los restantes,
y podría suponerse que esto agota la cuestión. Pero la situación es
algo más compleja y requiere un examen más detallado.

а. Ante todo, debemos tener bien claro en qué sentido las tres
geometrías métricas son mutuamente incompatibles. Supongamos
que los términos primitivos de la geometría euclídea pura (E ) sean
Pfy P2e ..., P E (por ejemplo, «punto», «línea», «plano», «está en»,
«está entre»), y que con su ayuda se definen un número indefinido de
otros términos D E, D 2Ei... Análogamente, sean los términos primiti­
vos y los definidos, respectivamente, de la geometría lobachevskiana

б. Se hallará una descripción completa del enfoque proyectivo en Félix


Klein, Vorlesungen über Nicht-Euklidische Geometrie, Berlín, 1928. Es digno
de mención un punto importante vinculado con el enfoque proyectivo de la
geometría no euclidiana. Las fórm ulas proyectivas que definen la distancia y
la medida de ángulos tienen la misma form a algebraica en cada una de las tres
geometrías métricas. Por eso, estas fórmulas nos permiten establecer una co­
rrespondencia biunívoca entre los enunciados de una geometría y los enuncia­
dos de cada una de las otras, de m odo tal que las relaciones deductivas entre los
enunciados de un sistem a son las m ism as que las relaciones deductivas entre
los enunciados correspondientes de cada uno de los otros sistemas. Por consi­
guiente, la consistencia (o inconsistencia) de un sistema (por ejemplo, de la geo­
metría euclídea) supone la consistencia (o inconsistencia) de los otros. Así, el
enfoque proyectivo ilustra el segundo método de establecer la consistencia,
mencionado en la página 314 del texto.

331
pura (L), P tL, P2l ... y D f , D 2L ...; de manera similar, sean los térmi­
nos de la geometría riemanniana pura (R ) P R, P2R ... y D R, D 2R...
A los términos primitivos de los tres sistemas que tienen los mis­
mos subíndices los llamaremos los primitivos «correspondientes».
Supongam os también que los términos definidos de cada uno de los
tres sistemas se definen de manera análoga sobre la base de los tér­
minos primitivos del sistema correspondiente.7
Suponemos ahora que uno de los axiomas de £ , a saber A XE> es la
form a de enunciado: «si x es P XE e y es P2E, hay exactamente un z que
es un P2 tal que z está en x y tiene la relación D XE con y». Por otra
parte, el axioma A f tiene la form a de enunciado: «si x es un P f e y
es un P2 hay exactamente dos z que son P2 tales que cada z está en
x y tiene la relación D f con y». Además, el axioma A R de R es la
form a de enunciado: «si x es un P R e y es un P2R> no hay ningún z
que sea un P R tal que z esté en x y tenga la relación D R con y». A
través de una inspección de las estructuras formales de los tres p o s­
tulados es obvio que si se asigna la misma interpretación a los térmi­
nos correspondientes de los tres sistemas, es imposible que una inter­
pretación satisfaga a más de uno de los sistemas.
En un plano más general, sean S x y S2 dos sistemas postulaciona-
les cualesquiera y hagamos corresponder de manera biunívoca los
términos primitivos y definidos de uno de ellos con los términos
primitivos y definidos del otro. Si un postulado A o un teorema T de
es formalmente incompatible con un postulado A » o un teorema
T» de S2i entonces no puede haber ninguna interpretación verdade­
ra de am bos sistemas que interprete los términos correspondientes
de la misma manera.

b. E s esencial observar, sin embargo, que las tres geometrías mé­


tricas puras solo son incompatibles en el caso de que se dé la misma
interpretación a términos correspondientes. L o s tres sistemas no
son necesariamente incompatibles, en modo alguno, si se dan inter­
pretaciones diferentes a los términos correspondientes o si se da la
misma interpretación a términos que no sean correspondientes.

7. A sí, supongam os que «x tiene D f con y » se define com o «x t y son am ­


bos P 2e; y hay un v que es un P f tal que x e y están am bos en v; y no hay nin­
gún w que sea un P f tal que w esté al m ismo tiempo en x y en y ». Por consi­
guiente, « D lE» se define de manera análoga a la definición común de «paralela».

332
Antes de aplicar esta observación a las tres geometrías métricas,
utilicémosla solamente en conexión con la geometría euclídea. Com o
se sabe, hay diversos conjuntos alternativos de postulados para la
geometría euclídea, y cada conjunto utiliza como primitivos térmi­
nos diferentes. Por ejemplo, los postulados de Veblen (llamémolos
E y) se formulan mediante los términos primitivos «punto», «entre»
y «congruentes». En cambio, los postulados de Huntington (llamé-
molos E h) se formulan mediante los términos primitivos «esfera» e
«inclusión».8 A pesar de las diferencias en los postulados y términos
primitivos de Ev y £ H, los sistemas desarrollados sobre la base de es­
tos fundamentos diversos son lógicamente equivalentes, de modo
que son fundamentos para el mismo sistema geométrico. Así, es p o ­
sible definir en E v ciertos términos: «esferav» e «inclusiónv» que tie­
nen las mismas propiedades formales en E y que los términos «esfe-
raH» e «inclusiónH» de E H; análoga y recíprocamente sucede para
ciertos términos que pueden ser definidos en E H; por consiguiente,
cuando se establece una correspondencia adecuada entre los térmi­
nos de E v y E H, cualquier conjunto de postulados puede ser deduci­
do del otro. En cambio, si al término «punto» de E v se le hiciera co­
rresponder, por ejemplo, el término «esfera» de £ H>l ° s dos sistemas
no sólo no serían equivalentes, sino que, por el contrario, serían in­
compatibles. Es evidente, pues, que la cuestión de si dos sistemas de
geometría pura son o no compatibles depende de la manera como se
establezca una correspondencia entre sus términos respectivos.
Volvamos a las tres geometrías métricas puras. Bastará conside­
rar dos de ellas, por ejemplo, los sistemas euclídeo y riemanniano.
Ya hemos indicado que el riemanniano es tan consistente como el
euclídeo, si a los términos primitivos de la geometría riemanniana se
les da una interpretación que convierta sus postulados en teoremas
de la geometría esférica euclídea. Pero preguntémonos a la luz del
examen realizado en el párrafo anterior, qué es lo que hemos hecho
al dar esta interpretación. En sus formulaciones habituales, tanto la

8. Véase E. V. Huntington, «A set o f Postulates for Abstract G eom etry»,


Mathematische Annalev, vol. 73, 1913, págs. 522-559. El primer postulado de
H untington dice así: «si x, y, z son esferas y x está incluida en y e y en z, enton­
ces x está incluida en z». Esto hace im posible interpretar la relación de «inclu­
sión» de la misma manera que la relación «je yace en y » de Veblen, pues esta úl­
tima no es transitiva.

333
geometría pura euclídea como la riemanniana contienen la expresión
«línea recta», la cual, aunque pueda estar asociado con ciertas imáge­
nes, funciona en las dos geometrías puras como expresión no inter­
pretada. En realidad, las propiedades formales de todo lo que sea
una recta según los axiomas euclídeos son muy diferentes de las
propiedades formales de las rectas riemannianas. Se desprende de
esto que si se tomaran «línea recta» (en Euclides) y «línea recta» (en
Riemann) como términos correspondientes a los cuales deba darse la
misma interpretación, sería lógicamente imposible darles una inter­
pretación que satisficiera a am bos sistemas. Evidentemente, por lo
tanto, se establece la consistencia del sistema riemanniano, no toman­
do «línea rectaE» y «línea rectaR» como los términos correspondien­
tes de los dos sistemas, sino buscando algún otro término en Eucli­
des (a saber, «arco de círculo máximo de una esfera») com o término
correspondiente de «línea rectaR».
Una vez comprendido este punto, se hace evidente que el paso
esencial para probar la consistencia de los postulados riemannianos
no queda adecuadamente form ulado diciendo que la prueba con sis-
te en dar una interpretación geométrica que brinde un teorema eucli-
diano válido. Pues la prueba se basa, en el fondo, en la definición de
un término mediante términos primitivos euclídeos y tal que dicho
término posea dentro del sistema euclídeo las mismas propiedades
formales que posee «línea recta» dentro del sistema riemanniano.
Por consiguiente, la argumentación que demuestra la consistencia de
la geometría riemanniana puede ser formulada de una manera pura­
mente formal. L o que demuestra la argumentación es que, dado
cualquier postulado riemanniano con una cierta estructura lógica y
en el cual figuren los términos primitivos del sistema, puede hallarse
dentro del sistema euclídeo una forma de enunciado que tenga la mis­
ma estructura lógica que el postulado riemanniano pero en el cual fi­
guren términos primitivos o definidos del sistema euclídeo. D e esto
se deduce inmediatamente que, si se da una interpretación común a
los términos de los dos sistemas que se corresponden de esta mane­
ra, una interpretación que convierta a los postulados euclídeos en
enunciados verdaderos automáticamente convertirá también los
postulados riemannianos en enunciados verdaderos.

c. E s evidente que este procedimiento puede ser invertido; es de­


cir, puede darse una interpretación a los postulados euclídeos que

334
los transforme en teoremas riemannianos. En este procedimiento in­
vertido, el término euclídeo «línea recta» no corresponderá, por su­
puesto, a la «línea recta» riemanniana, pues si así fuera, el teorema
euclídeo «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rec­
tos» se convertiría en la expresión riemanniana de igual form a lin­
güística que es incompatible con los postulados riemannianos. Pero,
aunque no haya ningún triángulo riemanniano cuya suma angular,
definida por las reglas riemannianas para medir ángulos, sea igual a
dos rectos, hay otras figuras riemannianas, limitadas por líneas que
no son rectas riemannianas, cuyos ángulos dan esa suma.
Se desprende de lo anterior que las geometrías puras euclidiana y
riemanniana no son «intrínsecamente» incompatibles. Por el contra­
rio, son formalmente intertraducibles en el sentido muy general si­
guiente. Sean S x y S2 dos sistemas deductivos. El primero emplea los
p términos primitivos: P x\ P2 , ..., Pp\ mientras que el segundo em­
plea los q términos primitivos: P ,2, P22, ..., Pq2, donde p puede no ser
igual a q. Además, el primero se basa en los m postulados: A x (PXy
P2 , ..., Pj,1)..., A ml (Pj1, ..., P x) mientras que el segundo se basa en los
n postulados: A 2 (P 2, ..., Pq2) , ..., A 2 ( P 2, ..., P 2), donde m puede no
ser igual a n. Supongamos también que es posible definir en S2 un
conjunto de términos D 2, ..., D 2 tales que las formas de enunciado
A x (D 2, ..., D p )y..., A mx (Z V ,..., Dp) son deducibles de los postula­
dos de S2; y supongamos, finalmente, que es posible definir en S l5 un
conjunto de términos D j1, ... D q tales que las formas de enunciados
A 2 { D Xy..., D q )y..., A 2 ( D x , ..., D q ) sean deducibles de los postula­
dos de Sobre la base de estas suposiciones, se dirá que los dos sis­
temas S x y S2 son «formalmente intertraducibles».9 En este sentido,
por lo tanto, no sólo son formalmente intertraducibles las geome­
trías euclídea y riemanniana, sino también los sistemas euclídeo y lo-
bachevskiano.

d. Ilustran esta conclusión las maneras alternativas que hemos


esbozado para desarrollar las geometrías no euclidianas. Así, el en­
foque a través de las nociones de geodésica y de curvatura hace evi­
dente que las diferencias entre las tres geometrías son métricas, de
modo que la incompatibilidad a primera vista de los sistemas es con­

9. En todo nuestro examen se supone, claro está, que los principios lógicos
utilizados para hacer deducciones son los m ism os en y S2.

335
secuencia de adoptar reglas o métricas diferentes para la medición de
magnitudes espaciales. El enfoque de la geometría proyectiva re­
fuerza esta conclusión y, además, nos suministra las fórmulas de tra­
ducción, de m odo que con su ayuda puede establecerse la corres­
pondencia entre los términos de los tres sistemas para traducir cada
uno de ellos a los otros.
Podemos concluir, por lo tanto, que las diferencias entre los tres
sistemas de geometría pura que hemos considerado son diferencias
de notación. Son tres sistemas para codificar las mismas cosas de di­
ferentes maneras o diferentes cosas de la misma manera. Así, en los
tres sistemas se utiliza el término «triángulo». Pero las cosas correc­
tamente llamadas triángulos sobre la base de los requisitos de uno de
los sistemas serán llamadas correctamente con un término diferente
en cada uno de los otros sistemas; por otra parte, las cosas correcta­
mente descritas como triángulos dentro del marco de un sistema no
serán descritas correctamente como triángulos en cualquiera de los
otros sistemas. Así, ciertamente es posible considerar las tres geo­
metrías puras como sistemas alternativos de reglas para el uso de tér­
minos como «triángulo», «círculo», «distancia», etc.
Pero si ese es el resultado de nuestro examen, ¿no es trivial tal re­
sultado y no indica que las geometrías puras no euclídeas carecen de
importancia científica? Las respuestas a ambas partes de la pregunta
son las negativas. L a construcción de «gramáticas» o sistemas alter­
nativos de uso para locuciones geométricas familiares permitió, de
hecho, analizar y organizar las relaciones espaciales desde perspecti­
vas diferentes. Además, tales perspectivas no solamente se han con­
vertido en la base para el progreso de nuestro conocimiento de las
diversas estructuras espaciales en las cuales puedan entrar los cuer­
pos, sino que también han suministrado armazones conceptuales
importantes para desarrollar teorías de la física más generales y uni­
ficadas. Examinaremos ahora, si bien sólo en líneas generales, la vin­
culación entre las teorías unificadas de la física y los sistemas de me­
dida no euclidianos que les han servido de base.2*

2. L a e l e c c ió n d e u n a g e o m e t r ía

A la luz de la discusión anterior, podem os suponer que dispone­


mos, al menos, de tres sistemas alternativos de geometría pura. Cada

336
uno de estos sistemas, cuando se lo interpreta adecuadamente en tér­
minos de ciertas características y conductas de objetos físicos, puede
servir como teoría de la medición espacial.10 ¿C óm o debemos elegir
entre estas alternativas y qué fundamentos hay, si los hay para adop­
tar uno de ellos y no otro?
Ahora ya debe resultar claro que ese interrogante abarca dos
problemas distintos. Puesto que los tres tipos principales de geome­
tría pura son traducibles unos a otros, ninguna interpretación que
convierta las formas de enunciado de un sistema en enunciados ver­
daderos puede dejar de hacer lo mismo con los otros dos sistemas.
La única diferencia entre los tres sistemas de enunciados que se ob­
tienen de esta manera es que los mismos hechos reciben formulacio­
nes diferentes. Por consiguiente, si se considera que la pregunta sig­
nifica «dada una cierta clase de propiedades y relaciones espaciales
de los cuerpos, ¿qué lenguaje debemos usar para formularlas y qué
razón hay para preferir un lenguaje a otro?», la respuesta es obvia.
«En lo que concierne a los hechos empíricos que deben ser codifica­
dos y predichos», nos vemos obligados a responder: «es totalmente
indiferente qué lenguaje adoptemos. Pero podemos hablar de un len­
guaje más conveniente que otros, por varias razones. Por ejemplo,
podem os hallar que el lenguaje euclídeo es psicológicamente más
simple que los otros, aunque sólo sea porque estamos acostumbra­
dos a él. También puede suceder que necesitemos referirnos a ciertas
características espaciales de los cuerpos con más frecuencia que a
otras, y que las formulaciones analíticas de las primeras en el sistema
euclídeo sean más breves y supongan menos cálculos que en los sis­
temas no euclídeos. Sea como fuere, los fundamentos para adoptar
una geometría en lugar de otras no residen en las estructuras espa­
ciales o físicas de los cuerpos, sino en las mayores ventajas prácticas
que un sistema de análisis y de notación puede ofrecer sobre los
otros».
L a pregunta anterior entendida y respondida de esta manera re­
presenta una fase de la filosofía de la ciencia conocida como «con­
vencionalismo», cuyo vigoroso exponente fue Henri Poincaré; en­
seguida examinaremos las concepciones de éste. Pero la pregunta

10. Estas alternativas no sólo incluyen las tres geometrías métricas que hemos
examinado, sino también geometrías métricas que suponen curvaturas variables.
Para mayor simplicidad, nos ocuparemos principalmente de las primeras.

337
mencionada también puede ser entendida en un sentido un poco di­
ferente, con lo cual también la respuesta tendrá un sesgo diferente.
Supongamos que estudiamos una clase de bordes, superficies, volú­
menes, etc., a los que decidimos llamar «líneas rectas», «planos»,
«esferas», etc. Supongamos, además, que se ha establecido una co­
rrespondencia biunívoca entre los términos específicos de las tres
geometrías puras de tal manera que, cuando se sustituyen estas ex­
presiones ya significativas de «línea recta», «planos», «esfera», etc.,
en lugar de los términos correspondientes de las geometrías puras,
los tres sistemas de enunciados resultantes son incompatibles. La
pregunta anterior puede ser interpretada ahora en el siguiente senti­
do: «puesto que las geometrías alternativas aplicadas no pueden ser
todas verdaderas, ¿hay alguna manera de decidir entre ellas y hay
consideraciones basadas en hechos empíricos que hagan obligatorio
la adopción de un sistem a?». Entendida de esta manera, la pregunta
no admite una respuesta tan rápida como en la interpretación ante­
rior. Debem os examinar algunos de los complejos problemas que
plantea este sentido modificado asignado a la pregunta.

1. A primera vista, la pregunta acerca de cuál de los tres sistemas


de geometría aplicada es verdadero parece ser totalmente decidible
sobre la base de cuestiones de hecho. Sin embargo, com o ya hemos
observado, el problem a se complica por la circunstancia de que la
verdad empírica de una geometría sólo puede ser examinada con
sentido si se establecen previamente dos procedimientos. En primer
lugar, es menester construir o identificar diversos objetos llamados
«líneas rectas», «planos», etc., por medio de reglas de construcción
o identificación especificables independientemente de los sistemas
geométricos alternativos. Si no se hace esto, entonces o bien no hay
ningún tema para investigar por m étodos empíricos, o bien el tema
consiste en configuraciones que satisfacen por estipulación inicial a
una u otra de las tres geometrías. En segundo lugar, es necesario es­
pecificar un procedimiento concreto, de carácter empírico, para ha­
cer mediciones espaciales, de m odo que, en particular, se establezcan
reglas para definir los cuerpos que serán considerados «rígidos». A
menos que se haga esto, es im posible asignar valores numéricos a
magnitudes espaciales y, por consiguiente, ensayar experimental­
mente cualquiera de las geometrías métricas aplicadas. Y a hemos
dicho algo en el capítulo anterior acerca de am bos requisitos, pero

338
la cuestión de la rigidez de los cuerpos exige una atención más de­
tallada.

a. En toda teoría de la medición espacial está implicada la noción


de rigidez. Cuando se hacen tales mediciones, es necesario desplazar
cuerpos de un lugar a otro o reorientarlos en sus posiciones. En con­
secuencia, cabe destacar la posibilidad de que las magnitudes espa­
ciales relativas (por ejemplo, sus longitudes relativas) puedan alte­
rarse por efecto de diversas influencias físicas. Surge así el problema
de saber si la recta adoptada como unidad patrón de longitud sufre
deformaciones en el proceso de la medición. Pues si no se toman
precauciones adecuadas para evitar tales deformaciones, los valores
numéricos asignados a las magnitudes espaciales en el proceso de
medición dependerán del tiempo particular en el que se hagan las
mediciones, así como de los materiales particulares usados en la
construcción de instrumentos de medida. Por ejemplo, si se hacen
mediciones en una región de temperatura no uniforme, las propie­
dades geométricas que se descubran en los cuerpos variarán según
que la barra de medida sea de acero o de latón. Para evitar tal incó­
moda multiplicidad de resultados incompatibles y para asegurar la
obtención de valores de medida independientes de las sustancias es­
peciales utilizadas para fabricar los instrumentos de medida, es nece­
sario hacer una de dos cosas. O bien es menester mantener en ciertas
condiciones estándar los instrumentos de medida y lo que miden a
través de toda su historia, o bien es necesario introducir factores de
corrección en los valores obtenidos por medición real, para descar­
tar los efectos de las diversas fuerzas deformantes que actúan sobre
los cuerpos. Cualquiera de esas precauciones supone tácitamente la
noción de un cuerpo rígido que, en teoría, se mantiene aislado de las
influencias que puedan alterar las longitudes relativas de los objetos
físicos y que tenga, pues, por definición, una longitud inalterable.
A este respecto debemos observar un punto fundamental. Si se
especifica la noción de rigidez en términos experimentales, pero an­
tes de la institución de un sistema geométrico, las influencias que van
a ser consideradas como productoras de deformaciones en los cuer­
pos deben ser, forzosamente, influencias detectables sobre la base de
sus efectos diferentes sobre diferentes tipos de sustancias. En conse­
cuencia, si hubiera una «fuerza» deformante que no pudiera ser de­
terminada o aislada y tuviera el mismo efecto sobre los mismos cuer­

339
pos, cualquiera que sea su composición, no habría ninguna manera
de reconocer su presencia por medios experimentales. Por ejemplo,
si dos varas, una de madera y la otra metálica, fueran igualmente lar­
gas en un ambiente determinado y se hallara que siguen siendo con­
gruentes después de transportárselas a algún lugar donde actúe una
presunta fuerza semejante, las varas no podrían ser utilizadas para
identificar experimentalmente la presencia de ésta; y lo mismo ocurre
con otros pares de objetos de composición diferente. Las presuntas
«fuerzas» de esta especie han sido llamadas «fuerzas universales»,
para distinguirlas de las «fuerzas diferenciadoras» de la experiencia
común y la práctica de laboratorio. Pronto examinaremos si hay al­
guna justificación para suponer la existencia de fuerzas universales.
Pero, entretanto, podem os ignorar la posibilidad de que existan tales
fuerzas al establecer una definición de «rigidez». Se dice habitual­
mente que un cuerpo es rígido si y sólo si está aislado de fuerzas di­
ferenciadoras.
Por supuesto, no hay ninguna necesidad intrínseca de definir «ri­
gidez» justamente de esta manera. Sería posible, por ejemplo, llamar
rígido a un cuerpo cuando está aislado solamente de los efectos p ro­
ducidos por los cambios de temperatura pero no contra los que p ro ­
vocan humedad y las tensiones mecánicas. En realidad, aunque esta­
m os familiarizados con muchas influencias físicas que provocan
cambios en las longitudes relativas de los cuerpos, no podem os estar
totalmente seguros de que hemos descubierto todas las causas seme­
jantes. Si adoptam os la definición de «rigidez» propuesta al final del
párrafo anterior, lo hacemos porque tenemos ciertos propósitos en
vista: obtener un sistema de medición independiente de las sustan­
cias especiales utilizadas en la construcción de instrumentos de me­
dida y form ular leyes numéricas de manera más general de la que
sería posible de otro modo. Por consiguiente, a medida que descu­
brim os nuevos tipos de fuerzas diferenciadoras revisamos nuestros
criterios de rigidez, primordialmente para lograr tal generalidad de
formulación. En resumen, si bien la definición de rigidez está suge­
rida indudablemente por hechos experimentales, éstos no la necesi­
tan y su adopción reposa en decisiones que tomamos con vistas a al­
canzar ciertos objetivos científicos.
Sea com o fuere, cuando se concibe un esquema de medición es­
pacial en la física, se acostumbra a abstraer la gran masa de propie­
dades físicas y químicas que diferencia a los cuerpos. Además, el es­

340
quema se establece de tal manera que los valores que se asignan a las
magnitudes espaciales se obtengan, supuestamente, mediante el uso
de instrumentos de medida idealmente rígidos. En consecuencia, se
descuentan sistemáticamente los efectos de fuerzas diferenciadoras
variables sobre los instrumentos y sobre los objetos de las medicio­
nes. Las reglas que adoptamos realmente para construir escalas de
medidas espaciales y para dirigir los procedimientos de tales medi­
ciones se basan, así, en numerosas suposiciones fácticas, suposicio­
nes acerca de relaciones de congruencia directamente observables
entre las superficies y los bordes de los cuerpos y acerca de una gran
variedad de propiedades físicas de los cuerpos.11 Se desprende de

11. Helmholtz comprendió esto claramente. En efecto, declaró: «L o s axio­


mas de la geometría no son simplemente principios que se refieran de manera
exclusiva a relaciones puramente espaciales. Se refieren a magnitudes. Pero sólo
se puede hablar de magnitudes si se especifica un procedimiento definido de
acuerdo con el cual comparar, analizar en partes y medir magnitudes. Así, todas
las mediciones espaciales y, por lo tanto, todas las magnitudes basadas en el es­
pacio presuponen la posibilidad del movimiento de las configuraciones espacia­
les, cuyas formas y magnitudes se presumen invariantes en el movimiento. En la
geometría habitualmente se llama a tales configuraciones espaciales cuerpos, su­
perficies, ángulos y líneas geométricos, porque se hace abstracción de las dife­
rencias físicas y químicas que presentan los cuerpos materiales. L a única p ro­
piedad física que se les atribuye es la rigidez. Pero no poseem os otro criterio
para establecer la rigidez de los cuerpos más que la invariancia de las relaciones
de congruencia, en todo momento, en las traslaciones y rotaciones...
»L o s axiomas de la geometría, pues, no sólo expresan relaciones espaciales,
sino que también dicen algo acerca de las relaciones mecánicas de los cuerpos rí­
gidos sometidos a movimiento. Se podría considerar la noción de configuración
espacial rígida com o un concepto trascendental, construido independientemen­
te de toda experiencia y que no corresponde necesariamente a la experiencia, así
como nuestras nociones de cuerpo material no corresponden precisamente a los
conceptos que obtenemos por inducción. Si suponem os tal rigidez ideal, un
partidario de Kant podría considerar los axiomas de la geometría como dados a
priori en una intuición trascendental que no puede ser confirmada ni refutada
por la experiencia, ya que sería solamente en términos de ellos que decidiríamos
si un cuerpo dado será considerado o no rígido. Pero en tal caso, los axiomas de
la geometría ya no serían proposiciones sintéticas en el sentido de Kant. Pues
entonces sólo afirmarían lo que está implicado analíticamente por el concepto
de cuerpo rígido a la medición, ya que sólo podrían ser consideradas rígidas las
configuraciones que satisficieran los axiomas.

341
esto que los valores numéricos finalmente asignados a las magni­
tudes espaciales, en general, no serán los «datos numéricos en bruto»
de la medición directa. E stos datos en bruto requieren un análisis
con vistas a corregirlos a la luz de los efectos producidos por fuerzas
diferenciadoras que, se supone, actúan sobre los instrumentos y los
objetos de las mediciones. En resumen, pues, las propiedades geo­
métricas que se predican de una figura sobre la base de mediciones
directas (por ejemplo, que la suma de los ángulos de una figura trian­
gular es cercana a los dos rectos) se predican sobre la suposición de
que todas las deformaciones producidas por las fuerzas diferencia-
doras han sido eliminadas, en principio.

b. Volvamos brevemente al problem a de construir o identificar


rectas, planos y otras figuras que constituyen el tema de la geome­
tría. El procedimiento examinado en el capítulo anterior para cons­
truir tales figuras sólo tiene una aplicación muy limitada, puesto que
no puede ser empleado más que para configuraciones físicas fabrica­
das y de tamaño moderado, sobre la superficie de la Tierra. O bvia­
mente, este procedimiento no basta como base para un sistema de
medición que nos permita determinar las alturas de las montañas, el
ancho de los océanos o las magnitudes de distancias y superficies as­
tronómicas. Por consiguiente, es necesario completar dicho proce­
dimiento mediante reglas adicionales que especifiquen de una mane­
ra más amplia cuáles son las figuras que serán consideradas como
rectas, planos, etcétera.
U na regla de esa especie que se adopta por lo general en la física
identifica las líneas rectas con los caminos que siguen los rayos de
luz en medios ópticamente homogéneos. Esta regla se halla implíci­
ta en el uso de teodolitos y telescopios para medir distancias y ángu­
los. Pero la adopción de esta regla complica seriamente el problema

»P or otra parte, si complem entam os los axiomas de la geometría con las


otras proposiciones acerca de las propiedades mecánicas de los cuerpos — aun­
que sólo sea con la ley de inercia o con la proposición de que, en condiciones
constantes, las propiedades mecánicas y físicas de los cuerpos son independien­
tes de sus posiciones— , el sistema obtenido tendría un contenido genuino, que
debería ser confirm ado o refutado por la experiencia». «Ü ber den U rsprung
und die Bedeutung der Geometrischen A xiom e», Vortrage und Reden, 3* ed.,
Brunswick, 1884, vol. 2, págs. 28-30.

342
de poner de manifiesto los fundamentos sobre los cuales puede op­
tarse entre geometrías alternativas. E s obvio, por ejemplo, que la ex­
presión «camino de un rayo de luz» codifica una noción teórica, no
experimental. Observam os cuerpos iluminados, no rayos de luz; el
concepto de rayo de luz form a parte de una teoría elaborada para ex­
plicar los hechos visuales observables. Así, la regla que identifica las
rectas con los caminos de los rayos de luz form a parte de la teoría de
la óptica. Pero, en general, no es posible poner a prueba experimen­
talmente y de manera aislada una de otra las suposiciones especiales
y particulares de la teoría. Los elementos de juicio experimentales
habitualmente confirman o refutan la teoría como un todo, y no al­
gún componente particular de ella. Por consiguiente, la suposición
especial de que la luz se propaga, por ejemplo, a lo largo de rectas
euclidianas no puede ser puesta a prueba mediante algún experimen­
to presuntamente crucial.
Sin duda, la parte de la teoría óptica llamada «óptica geométrica»
opera con un número relativamente pequeño de supuestos, entre los
cuales desempeña un papel predominante el del carácter euclídeo de
las trayectorias ópticas en medios homogéneos. D e hecho, hay mu­
chos elementos de juicio, entre otros los que se obtienen en el estu­
dio de las lentes, que hacen prácticamente ineludible esta suposición
particular, al menos dentro del ámbito de investigación para el cual
es importante la óptica geométrica. Además, hay un cierto grado de
superposición entre las cosas llamadas «líneas rectas» de acuerdo
con las normas para construir reglas de cuerpos rígidos y las cosas
llamadas «líneas rectas» de acuerdo con las normas que las identifi­
can con ciertas trayectorias ópticas. Así, una línea que es recta por­
que es el borde de una superficie pulida de una manera específica es
también recta (dentro de los límites del error experimental) en el
sentido de que corresponde a la visual. Sin embargo, es evidente que
hay rayos ópticos —por ejemplo, un rayo de luz que llega a la Tie­
rra desde una estrella— que no pueden ser comparados directamen­
te con los bordes de los sólidos.
En consecuencia, los valores numéricos obtenidos por medición
real de la mayoría de las figuras ópticas (como el valor obtenido para
la suma de los ángulos de un triángulo estelar) están sujetos a diver­
sas interpretaciones. N o es una tarea simple separar esos com po­
nentes de los valores numéricos que representan características con­
sideradas como propiedades «verdaderamente» geométricas de los

343
componentes que representan los efectos de alguna influencia física
deformante. Por otra parte, en principio esta dificultad no es dife­
rente del problem a de decidir, sobre la base de elementos de juicio
experimentales, si la luz es un proceso vibratorio o corpuscular. D e
hecho, es posible introducir correcciones en los hechos que com ­
pensen los efectos de las fuerzas diferenciadoras. Por consiguiente,
para ciertos valores de las magnitudes estelares, y dentro de los lími­
tes de suposiciones que tienen apoyo de elementos de juicio experi­
mentales, es posible determinar si una clase dada de figuras ópticas
es o no euclídea. H asta la segunda década del siglo xx, los elementos
de juicio en favor del carácter euclidiano de la trayectoria de los ra­
yos de luz parecían ser abrumadoramente concluyentes. Aun en la
actualidad, se acepta en general que los caminos ópticos relativa­
mente cortos o los caminos ópticos muy alejados de los campos gra-
vitacionales son excelentes aproximaciones a los requisitos euclí-
deos. C on excepción de algunas reservas que pronto indicaremos, la
concepción de que la geometría aplicada es una rama de la ciencia
natural, que debe ser juzgada verdadera o falsa sobre la base de ele­
mentos de juicio empíricos, parece bien fundada.

c. Será instructivo considerar en este punto una objeción que se


plantea a veces a la sugerencia de que las mediciones pueden dar apo­
yo, presumiblemente, a la afirmación de que las figuras ópticas o de
otras clases son no euclidianas. La objeción parte de la correcta ob­
servación de que todos los instrumentos de medida (por ejemplo,
metros, transportadores, telescopios, etc.) de hecho están construi­
dos de tal m odo que sus partes importantes parecen ajustarse a la
geometría euclídea y de que se los utiliza dentro de un armazón de
supuestos teóricos (por ejemplo, la óptica geométrica) que toma
como punto de partida tácito la geometría euclídea. Pero si esto es
así, continúa la objeción, es contradictorio suponer que los valores
numéricos obtenidos por medio de tales instrumentos puedan servir
com o elementos de juicio posibles para establecer el carácter no
euclídeo de alguna configuración física. En particular, es contradic­
torio sostener que las mediciones hechas con tales instrumentos
«euclídeos» pueden demostrar que las partes importantes de esos
instrumentos poseen una estructura no euclídea.12

12. Véase H ugo Dingler, D as Experimenta 1928, págs. 86 y sigs.

344
Pero en realidad no hay nada de incoherente en la suposición
contra la cual está dirigida ía objeción mencionada. Evidentemente,
no tiene nada de paradójico sostener que un instrumento cuya geo­
metría es euclídea por hipótesis, cuando se lo usa para medir mag­
nitudes espaciales de alguna otra configuración, puede dar valores
numéricos tales que demuestren que esta otra figura posee una es­
tructura no euclidiana. Además, aunque las tres geometrías métricas
pueden ser formalmente incompatibles según una interpretación de­
terminada de sus términos primitivos, las discrepancias entre lo que
pueden afirmar acerca de configuraciones de dimensiones «relativa­
mente pequeñas» pueden estar muy por debajo del umbral de detec­
ción empírica. Por ejemplo, ya hemos observado que la suma de los
ángulos de un triángulo físico es menor, igual o mayor que dos rec­
tos, según que la figura sea un triángulo lobachevskiano, euclidiano
o riemanniano, y también que el defecto o el exceso de dicha suma es
proporcional al área de la figura. Pero si el triángulo no es demasia­
do grande, el defecto o exceso teórico puede ser tan pequeño que la
medición real no permita detectar ninguna desviación significativa
de cero. Por consiguiente, aun cuando se dejan de lado las cuestiones
concernientes a la posible acción de fuerzas deformantes sobre el
triángulo, las mediciones experimentales en un triángulo pequeño
no permitirán determinar si se trata de una figura no euclídea o eu­
clídea. En resumen, las mediciones reales permitirán discriminar el
tipo geométrico al que pertenece la figura sólo si ésta es de grandes
dimensiones astronómicas.
D e lo anterior se desprende, que, si bien puede juzgarse correc­
tamente sobre la base de datos experimentales que un instrumento
determinado (por ejemplo, un metro) posee una estructura euclídea,
los elementos de juicio son enteramente compatibles, a causa de la
pequeñez del instrumento, con la suposición de que su estructura es
no euclídea. Por otra parte, las ulteriores investigaciones sobre con­
figuraciones de gran tamaño pueden hacer difícil la reconciliación de
los datos con la hipótesis de que tales grandes figuras son euclídeas.
En consecuencia, puede revisarse la suposición inicial que atribuye
una estructura euclídea al instrumento de medida, sin impugnar con
eso los datos experimentales sobre los cuales se basó inicialmente esa
suposición. En un plano más general, pues, un instrumento puede
ser considerado correctamente como una excelente primera aproxi­
mación a los patrones euclídeos y, sin embargo, puede juzgarse, so­

345
bre la base de elementos de juicio más amplios y de los requisitos de
consistencia teórica, que posee una estructura no euclídea. Para re­
sumir, no es contradictorio suponer que si bien están construidos
según especificaciones euclídeas, puede descubrirse por medición
que nuestros instrumentos de medida son no euclídeos.

2. Debem os examinar, finalmente, la concepción según la cual


un sistema de geometría aplicada es simplemente un conjunto de
«definiciones ocultas» o «convenciones» para medir relaciones espa­
ciales, y no una ciencia empírica. Esta concepción fue vigorosamen­
te defendida, principalmente, por Henri Poincaré, quien en realidad
sostuvo la tesis más amplia de que la mayoría, si no todos los «prin­
cipios» generales de la física (como el principio de inercia) son con­
venciones.13 Aunque discutiremos las concepciones de Poincaré sólo
en la medida en que se refieren explícitamente a la geometría, el aná­
lisis y las conclusiones alcanzadas pueden ser extendidos sin m odifi­
caciones esenciales a la forma más general de la tesis convencionalista.

a. E l argumento de Poincaré concerniente al carácter definicio-


nal de la geometría es un poco oscuro por el hecho de que no distin­
gue claramente entre geometría pura y geometría aplicada. Además,
Poincaré también suponía que el tema de estudio de la geometría
(presumiblemente de la geometría pura) es un «espacio ideal», en el
cual, por su misma naturaleza, no es posible realizar ningún experi­
mento; no se sabe con certeza si con esto sólo quería decir que los
enunciados geométricos puros están form ulados en términos de
«conceptos-límites», como las líneas sin grosor y las curvas mate­
máticamente continuas. Sea como fuere, sostenía que, puesto que las
diversas geometrías métricas puras son traducibles unas a otras, p o ­
demos elegir cualquiera de ellas como manera de codificar las rela­
ciones espaciales, de m odo que nuestra elección es, en realidad, una
elección entre convenciones alternativas para nombrar a tales rela­
ciones. Poincaré declaraba:

E n el espacio, con ocem os trián gu los rectilíneos cu y o s án gulos su ­


m an d o s rectos; pero tam bién con ocem os trián gulos curvilíneos cu y o s

13. H . Poincaré, The Foundations o f Science, N ueva Y ork, 1921: Science


an d Hypothesis, parte II; The Valué o f Science, caps. 3 y 4.

346
ángulos sum an m enos de d o s rectos. L a existencia de una especie no es
m ás d u d o sa que la existencia de la otra. O to rg ar el n om bre de rectos a
lo s lados de lo s p rim eros es ad op tar la geom etría euclídea; dar el n o m ­
bre de rectos a lo s lados de los segu n dos es ad op tar la geom etría no
euclídea. D e m od o que preguntarse cuál es la geom etría que es adecua­
d o ad op tar equivale a preguntarse cuál es la línea a la que es adecuado
dar el nom bre de recta.14

Así, esta parte del argumento de Poincaré sólo afirma la mutua


traducibilidad formal de los tres sistemas de formas de enunciados
que constituyen los tres sistemas de geometría pura. La tesis que es­
tablece mediante este argumento es simplemente la tesis de que la
elección de notación para formular un sistema de geometría pura es
convencional. Ya hemos admitido que, entendida de este modo, la
tesis convencionalista es indudablemente correcta.
Pero Poincaré también atribuyó un carácter definicional a la geo­
metría aplicada. Afirm ó que, aun cuando se dé a los términos primi­
tivos de una geometría pura una interpretación tal que el sistema se
convierta en enunciados de ciertas configuraciones físicas (por ejem­
plo, interpretando «línea recta» en el sentido de «camino de un rayo
de luz»), ningún experimento de geometría física puede aportar ele­
mentos de juicio decisivos en contra de uno de los sistemas alterna­
tivos de geometría física y en favor de otro. Pero las razones que es­
grimió en defensa de esta afirmación están lejos de ser claras.
Poincaré se expresó a veces como si los fundamentos de su tesis
acerca de la geometría física fueran idénticos a los de la tesis acerca
de la geometría pura. Así, preguntaba: «¿E s defendible la posición
según la cual ciertos fenómenos posibles en el espacio euclídeo son
imposibles en el espacio no euclídeo, de modo que la experiencia, al
demostrar la existencia de esos fenómenos, contradijera directamen­
te la hipótesis no euclídea?». Pero según él, esta pregunta era preci­
samente equivalente al interrogante: «¿H ay longitudes expresables
en metros y centímetros pero que no pueden ser medidas en brazas,
pies y pulgadas, de modo que la experiencia, al demostrar la existen­
cia de esas longitudes, contradijera directamente la hipótesis de que
hay brazas divididas en seis pies?».15 Su respuesta era que las suposi­

14. Ibid., pág. 235.


15. Ibid., págs. 81-82.

347
ciones mencionadas en am bos interrogantes son obviamente absur­
das y que es «im posible imaginar un experimento concreto que pue­
da ser interpretado en el sistema euclídeo» y no en un sistema no
euclídeo.
Por otra parte, a veces parecía que Poincaré basaba su tesis acer­
ca de la geometría física en consideraciones diferentes. En estas oca­
siones llamaba la atención sobre la dificultad, si no imposibilidad, de
som eter a una prueba experimental crucial un componente aislado
de una teoría compleja. Declaraba, por ejemplo, que si los astrónomos
hallaran que algunas estrellas tienen paralajes negativas (situación a
primera vista incompatible con los principios de Euclides, pero de
acuerdo con los de Riemann), se nos presentan dos alternativas:
«Podem os renunciar a la geometría euclídea o modificar las leyes de
la óptica y suponer que la luz no se propaga, en rigor, en línea rec­
ta». Poincaré creía que todo el mundo consideraría la segunda alter­
nativa «com o la más ventajosa». Según él, por tanto, no puede adop­
tarse una decisión entre geometrías alternativas sobre la base de
elementos de juicio concernientes a su verdad o falsedad; la decisión
debe descansar en consideraciones concernientes a su conveniencia
y simplicidad relativas. D e esto concluía que «la geometría euclídea
es y seguirá siendo la más conveniente», debido a su mayor «sim pli­
cidad» y a su buena concordancia general con las propiedades de los
sólidos naturales.16

b. ¿H asta qué punto es concluyente el argumento de Poincaré?


Indudablemente, tenía razón al sostener que si se usa la geometría
pura com o sistema de definiciones implícitas, de m odo que suminis­
tre el esquema y la nomenclatura para clasificar relaciones espaciales,
el sistema puede ser conservado frente a todos los hallazgos experi­
mentales. Por su misma naturaleza, las definiciones implícitas no
pueden ser caracterizadas como verdaderas o falsas; y Poincaré tenía
razón al sostener que deben ser evaluadas de maneras distintas que
mediante una apelación a los hechos experimentales acerca de las
propiedades espaciales de los cuerpos. Pero esta correcta observa­
ción no es el único problem a planteado y resuelto por el análisis de
Poincaré del carácter de la geometría. Existe también la cuestión
fundamental de saber si, una vez dada una interpretación a los tér­

16. Ibid., pág. 65.

348
minos primitivos de una geometría pura, de m odo que se convierta
entonces en una geometría física, esta última sólo sea una «definición
oculta». Poincaré no distinguió uniformemente esta cuestión de la
relativa al carácter de la geometría pura y, como consecuencia de
esto, su examen de la geometría física deja mucho que desear.
Einstein observaba, al comentar la filosofía convencionalista de
la geometría propuesta por Poincaré, que, si bien en su opinión
Poincaré tenía razón si se considera su tesis sub specie aetem itatis, en
la perspectiva de la historia real debe ser tomada con reservas, y que
una geometría física, en realidad, exige una evaluación a la luz de ele­
mentos de juicio empíricos.17 Debem os indicar ahora, en líneas ge­
nerales, por qué son necesarias tales reservas y por qué Poincaré no
tuvo de su parte la lógica ni la historia cuando sostuvo que la geo­
metría euclídea nunca sería abandonada.
Imaginemos un resuelto defensor de la geometría euclídea y consi­
deremos el precio que tendría que pagar si insistiera en conservar el
sistema de Euclides a toda costa. Puesto que el sistema euclídeo que
desea defender es una geometría aplicada o física, construirá o busca­
rá configuraciones físicas que satisfagan los requisitos euclídeos den­
tro de los límites del error experimental. Supongamos que no tenga
ningún inconveniente en lograr esto cuando aborda cuerpos de mode­
rado tamaño; pero supongamos que, con el fin de hacer mediciones en
configuraciones de dimensiones astronómicas, adopta la hipótesis de
que las trayectorias de los rayos de luz son rectas euclídeas. Pero su­
pongamos que los triángulos ópticos de gran tamaño no satisfacen las
expectativas euclídeas y que, por ejemplo, la suma de los ángulos de
tales triángulos es invariablemente mucho mayor que dos rectos. El
defensor de Euclides, por supuesto, no abandonará la geometría eu­
clídea por esta razón, pero tratará sin duda de explicar la discrepancia.
Sólo puede hacerlo sosteniendo que los lados de los triángulos estela­
res no son realmente rectas euclídeas; por lo tanto, adoptará la hipóte­
sis de que las trayectorias ópticas sufren una deformación causada por
ciertos campos de fuerza. En verdad, puede obtener elementos de jui­
cio referentes a la existencia de fuerzas diferenciadoras, cuya presencia
identificable explique la desviación de los rayos de luz de las trayecto­
rias rectilíneas, de acuerdo con la teoría física aceptada acerca de la luz.
En esta eventualidad, todo queda en orden.

17. Albert Einstein, Geometrie und Erfabrung, Berlín, 1921, pág. 8.

349
Pero supongam os que el defensor de Euclides no logra determi­
nar tales campos de fuerzas diferenciadoras. Puesto que es firme en
sus com prom isos, aún no abandonará a Euclides. Pero en esta situa­
ción modificada postulará fuerzas que producen las mismas defor­
maciones en todos los cuerpos, sea cual fuere su composición, y en
todos los rayos de luz, sean cuales fueren sus longitudes de onda o
amplitudes. En resumen, supondrá la existencia de fuerzas universa!-■
les para explicar la discrepancia entre la suma angular medida de la
figura estelar y la suma angular euclídea. Pero el único fundamento
que tendrá para creer en la existencia de tales fuerzas es el hecho
de que, si se las postula, es posible explicar la discrepancia indicada.
Por consiguiente, una consecuencia posible de la resolución inicial
de conservar la geometría euclídea a toda costa es que será necesario
postular fuerzas universales para articular teorías físicas apropiadas.
Por otra parte, si se excluye la introducción de tales fuerzas, quizá
sobre la base de alguna regla metodológica, el defensor de Euclides
se verá obligado, en circunstancias com o las que hemos imaginado,
a abandonar a Euclides en favor de alguna de sus alternativas.18
Podem os formular este resultado de otra manera. E s un hecho
experimental el de que podem os hallar o construir cuerpos rígidos
cuyas propiedades espaciales son buenas aproximaciones a los re­
quisitos euclídeos. Pero tales cuerpos son de dimensiones modera­
das y su rigidez se define en términos de su aislamiento de los efec­
tos de fuerzas diferenciadoras. Supongamos que no aparece en la
naturaleza ninguna configuración en gran escala que se ajuste al sis­
tema euclídeo dentro de los límites del error experimental, pero
supongam os, además, que todos los intentos por explicar esta situa­
ción en términos de la acción de fuerzas diferenciadoras son invaria­
blemente infructuosos. En tal caso, aún sería posible conservar la

18. L a distinción entre fuerzas «universales» y fuerzas «diferenciadoras» es


utilizada con gran eficacia clarificadora p or H ans Reichenbach en su Philoso-
phie der R aum -Zeit Lehre, Berlín, 1928 (publicado en inglés con el título The
Philosophy ofSpace an d Time, N ueva Y ork, 1958). Sin em bargo, tanto la distin­
ción com o la terminología son de época anterior. Fueron utilizadas por F. A.
Lindem ann en su introducción a la traducción inglesa del libro de M oritz
Schlick Space an d Time in Contemporary PhysicSi N ueva Y ork, 1920, y la dis­
tinción está implícita también en los escritos de H elm holtz (por ejemplo, en el
ensayo citado en la nota 11).

350
geometría euclídea, hasta para configuraciones en gran escala, pero
sólo postulando fuerzas universales que expliquen las «deform acio­
nes» sistemáticas de tales configuraciones que les impiden manifestar
propiedades geométricas euclídeas. Sin embargo, las fuerzas univer­
sales presentan la curiosa característica de que sólo es posible reco­
nocer su presencia sobre la base de consideraciones geométricas.
Así, la postulación de tales fuerzas tiene la apariencia de una hipó­
tesis ad, hoc, adoptada exclusivamente con el propósito de salvar a
Euclides.19 En realidad, las «deformaciones» en los cuerpos que de­
ben atribuirse a fuerzas universales para salvar a Euclides tienen un
carácter marcadamente geométrico más que físico. Las deformacio­
nes persisten aunque se eliminen todas las fuerzas diferenciadoras, y
se las concibe como «alteraciones» en las form as «naturales» y las di­
mensiones espaciales de los cuerpos solamente porque el criterio de
rigidez que se utiliza tácitamente es la posesión de esas propiedades
geométricas prescritas por Euclides.
En todo caso, aun si admitimos fuerzas universales con el fin de
conservar a Euclides, no lograríamos nuestros objetivos científicos
si nos limitáramos simplemente a bautizar las discrepancias entre los
requisitos euclídeos y las propiedades geométricas de los cuerpos
como «deformaciones producidas por fuerzas universales». Pues si
deseamos predecir y explicar sistemáticamente las propiedades geo­
métricas reales de los cuerpos debemos incorporar la postulación de
fuerzas universales al resto de nuestra teoría física, y no introducir
fragmentariamente tales fuerzas cada vez que observamos una «de­
formación» en los cuerpos. Pero no es en m odo alguno evidente que,
de hecho, siempre sea posible elaborar teorías físicas que contengan
estipulaciones internas de tales fuerzas universales. Además, aun
cuando pudiera hacerse, de ello no se desprende que el sistema total
resultante de la teoría física, aunque esté form ulado dentro del mar­
co de la geometría euclidiana «sim ple», será necesariamente «más
simple» y «más conveniente» que un sistema total de física basado en
una geometría no euclídea «menos simple». Por lo tanto, Poincaré

19. «Fuerza universal» no debe ser considerada com o una expresión «ca­
rente de significado», pues es evidente que se indica un procedimiento para de­
terminar si tales fuerzas se hallan o no presentes. En realidad, la gravitación de
la teoría newtoniana de la mecánica es justamente una fuerza universal: actúa
de la misma manera sobre todos los cuerpos y no es posible eludirla.

351
pasaba por alto algo muy importante cuando suponía que la presun­
ta m ayor «sim plicidad» de la geometría euclídea es la única conside­
ración que se debe tomar en cuenta al elegirla a ella y no a sus riva­
les. D e hecho, la historia posterior de la física ilustra la inadvertencia
de Poincaré. L a teoría general de la relatividad está form ulada den­
tro del armazón de una geometría del tipo riemanniano, y esa teoría
ha abandonado a Euclides porque, al hacerlo, ha logrado una teoría de
la mecánica más general y «m ás simple» que la que era posible lograr
cuando se utilizaba a Euclides como fundamento para articular la
mecánica clásica.

3. Será útil resumir nuestro examen acerca del carácter de la geo­


metría en una serie de conclusiones breves.

a. Cuando se definen adecuadamente las nociones de rigidez, su­


perficie plana, rectitud y congruencia espacial en términos de proce­
dimientos experimentales concretos, es posible construir cuerpos rí­
gidos de moderado tamaño cuyas propiedades espaciales se ajustan
bastante bien, en la práctica, a los requisitos euclídeos. Por consi­
guiente, para una extensa clase de cuerpos la geometría es una cien­
cia experimental, una rama de la mecánica elemental. Aunque este
dominio de objetos no agota el campo de aplicación real de la geo­
metría, es sumamente importante. Incluye una gran parte de las me­
diciones espaciales que se hacen ordinariamente en la vida y en la in­
geniería; también abarca la construcción de instrumentos científicos,
cuyas calibraciones exigen algún tipo de medición espacial. Además,
puesto que la medición de distancias, áreas y volúmenes (muchos de
los cuales están muy alejados de la Tierra), sean grandes o pequeños,
depende, en última instancia, del uso de tales instrumentos prim a­
rios, este d o m in io — en el cual la geometría es una ciencia experi­
mental— posee una obvia prioridad sobre otros campos de aplica­
ción de la teoría geométrica.
Pero en este dominio, no hay cabida para la elección entre geo­
metrías métricas alternativas. Pues las discrepancias entre los valores
teóricos de las magnitudes geométricas especificados por estas alter­
nativas son demasiado pequeñas en el caso de configuraciones de
moderado tamaño para permitir una discriminación experimental
entre ellos. Si se acepta com o verdadera en este dominio de objetos
la geometría euclídea y no una de sus rivales, se la acepta en parte por

352
la razón histórica de que el sistema euclídeo fue el primero y en par­
te porque parece ser psicológicamente más simple que las alternati­
vas con respecto a él.

b. Pero hay ámbitos de aplicación de la geometría en los cuales


no está en nuestro poder construir configuraciones físicas de acuer­
do con reglas experimentales prescritas. En esos ámbitos la suposi­
ción de que ciertas configuraciones son rectas euclídeas, por ejem­
plo, es una hipótesis que no puede ser sometida a prueba de manera
directa o decisiva. Por el contrario, es necesario tratar tales hipótesis
geométricas como componentes de una teoría física compleja; no se
las puede someter a prueba aisladamente de otras suposiciones físi­
cas. Por consiguiente, la decisión acerca de si una geometría deter­
minada es verdadera para los objetos de este ámbito habitualmente
depende de la validez general de las diversas teorías en las que esta
geometría entra como componente.
Pero la decisión, en la práctica, no es arbitraria y descansa, en
buena medida, en consideraciones empíricas. Sin duda, en abstracto
es posible conservar una geometría particular frente a elementos de
juicio empíricos aparentemente incompatibles, efectuando modifi­
caciones adecuadas en otras partes de la teoría física. Pero las altera­
ciones necesarias pueden requerir la introducción de suposiciones
ad boCy las cuales, a su vez, pueden no prestarse a una integración sis­
temática en el resto de la física. Por consiguiente, una adhesión in­
conmovible a una teoría geométrica particular puede convertirse en
un obstáculo para el desarrollo de sistemas de teorías físicas más ge­
nerales y más integrados.

c. H ay un sentido en el cual es innegable que una geometría pue­


de ser considerada correctamente como un conjunto de convencio­
nes. U na geometría es un conjunto de convenciones cuando funcio­
na como un sistema de definiciones implícitas que fijan el uso y el
ámbito de aplicación permisible de términos familiares tales como
«plano», «línea recta», etc. Además, puesto que las tres geometrías
métricas alternativas son formalmente traducibles unas a otras, todo
lo que puede expresarse en una de ellas también puede expresarse,
aunque con una terminología diferente, en cada una de las otras. Por
consiguiente, ningún experimento concebible puede brindar ele­
mentos de juicio que revelen que una de tales geometrías es menos

353
apta que otra com o vehículo para formular una teoría de la medición
espacial. Cuando se usa una geometría de esta manera, su carácter
«convencional» es, así, primordialmente, un convencionalismo no-
tacional.
Por otra parte, surgen problem as de otro orden tan pronto como
inquirimos si el m odo de análisis espacial implicado por la adopción
de tal convención notacional brinda formulaciones de relaciones
geométricas que puedan servir como base para teorías físicas ade­
cuadamente generales y convenientemente simples. E stos problemas
no pueden ser dirimidos estableciendo convenciones, sino que re­
quieren la consideración de cuestiones empíricas.

3. L a g e o m e t r ía y l a t e o r ía d e l a r e l a t iv id a d

En la mecánica newtoniana el marco de referencia adecuado para


los movimientos de los cuerpos es el espacio absoluto, y se utiliza la
geometría euclídea como teoría de la medición espacial. Ya hemos
observado que la noción newtoniana de espacio absoluto está llena
de dificultades y que los elementos de juicio empíricos no exigen su
adopción como marco de referencia para el análisis de los m ovi­
mientos. Además, ahora estamos familiarizados también con las al­
ternativas a la geometría euclídea, de m odo que no nos vemos obli­
gados, como se vio N ew ton, a considerar el sistema euclídeo como
la única base para una teoría de la mecánica. U na característica dis­
tintiva de la teoría einsteiniana de la relatividad general es que, en su
análisis del movimiento de los cuerpos, prescinde tanto del espacio
absoluto como de la geometría euclídea. Com pletaremos nuestro
examen de la mecánica newtoniana y del estatus lógico de la geome­
tría si examinamos brevemente de qué manera la mecánica relativis­
ta logra sus objetivos sin las suposiciones que ocupan un lugar tan
importante en la teoría newtoniana.
El nombre de «teoría de la relatividad» para el sistema de mecá­
nica elaborado por Einstein es desafortunado en algunos aspectos,
pues indudablemente ha engañado a muchos acerca del contenido
real de la teoría. Sea como fuere, Einstein logró formular una teoría
de la mecánica tal que sus ecuaciones del movimiento son invarian­
tes para una clase de marcos de referencia más amplia que los equi­
valentes newtonianos de esas ecuaciones. Se recordará que las ecua­

354
ciones clásicas del movimiento son válidas para movimientos referi­
dos a marcos de referencia inerciales o galileanos, y que conservan su
forma cuando los movimientos son referidos a uno cualquiera de un
conjunto de marcos de referencia que se mueven con velocidad uni­
forme unos con respecto a otros. Pero las ecuaciones newtonianas
no suministran un análisis totalmente satisfactorio de los movimien­
tos cuando se utiliza un marco de referencia no inercial, esto es, para
usar el lenguaje newtoniano, cuando se usa un marco de referencia
que está acelerado con respecto al espacio absoluto. Así, en la teoría
newtoniana hay una clase de marcos de referencia privilegiados, con
respecto a los cuales las ecuaciones del movimiento son invariantes.
El logro singular de la teoría general de la relatividad, por otra par­
te, es que no asigna tal estatus privilegiado a ninguna clase de marcos
de referencia, de m odo que los movimientos de los cuerpos pueden
ser referidos a un sistema arbitrariamente elegido de coordenadas
espaciales. Las ecuaciones fundamentales del movimiento, en esta
teoría, son invariantes para la clase de todas las transformaciones
continuas (y diferenciables) que establecen correlaciones entre las
coordenadas de diferentes marcos de referencia.
N o entraremos aquí en los detalles técnicos y difíciles de la obra
de Einstein, y sólo indicaremos muy esquemáticamente las caracte­
rísticas principales de la teoría de la relatividad. Einstein llegó a ella
en dos etapas. En la teoría especial de la relatividad generalizó el
principio de invariancia galileo-newtoniano de m odo que no sólo se
ajustaran a él las ecuaciones de la mecánica sino también las ecuacio­
nes de Maxwell para los campos electrodinámicos. C on este objeti­
vo, hizo un cuidadoso análisis de las condiciones en las cuales se es­
tablecen dentro de la física las mediciones espaciales y temporales, y
demostró que las magnitudes asignadas a longitudes y a duraciones
temporales dependen, de manera esencial, del estado de movimiento
relativo de los cuerpos que se mide. Llegó a la conclusión de que, su­
poniendo que se utilicen señales luminosas para hacer mediciones
espaciales y temporales y que la velocidad de la luz sea independien­
te de la velocidad de su fuente, si un cuerpo se mueve con velocidad
uniforme relativa a un sistema de referencia S, entonces las longitu­
des y duraciones de este cuerpo medidas en S son funciones defini­
das de esta velocidad relativa. El análisis de Einstein requirió una re­
visión de la suposición newtoniana según la cual la masa de un
cuerpo es independiente de su velocidad relativa al sistema en el cual

355
se mide la masa. C om o consecuencia de esto, fue necesario introdu­
cir importantes modificaciones en las ecuaciones newtonianas del
movimiento. El resultado neto de la teoría especial es que las ecua­
ciones modificadas del movimiento y las ecuaciones de Maxwell son
invariantes en todos los marcos de referencia inerciales.
Pero la teoría especial aún asigna una posición privilegiada a una
clase especial de marcos de referencia en la formulación de las ecua­
ciones de la mecánica y la electrodinámica. Esto le pareció anómalo
a Einstein, puesto que cinemáticamente (es decir, cuando se analizan
los cambios en la posición de los cuerpos sin referencia a fuerzas
como determinantes de tales cambios) todos los movimientos son
relativos. Trató, p or tanto, de elaborar una teoría de la dinámica que
estuviera libre de esta limitación y cuyas ecuaciones fundamentales
conservaran su forma, sea cual fuere el marco de referencia que se
adoptara para analizar los movimientos de los cuerpos.20
El punto de partida de Einstein fue la distinción en la mecánica
newtoniana entre dos tipos de masa: la masa inercial, que está aso­
ciada a la resistencia que presenta un cuerpo a cambiar su velocidad,
y la masa gravitacional, asociada con la conducta de un cuerpo en
campos gravitacionales y a la que se suele llamar el «peso» del cuer­
po. Pero a pesar de esta diferencia teórica, los experimentos demues­
tran que las medidas numéricas de la masa inercial y la masa gravita­
cional de un cuerpo son iguales. L a teoría newtoniana no explica esta
equivalencia. Einstein no se contentó con tomarla com o un hecho
contingente y trató de explicarla. Interpretó esta equivalencia en el
sentido de que un cuerpo no posee dos tipos distintos de masa, sino
que la propiedad que manifiesta un cuerpo en ciertas condiciones
como inercia, en otras condiciones se manifiesta com o peso. C on
esta interpretación como postulado fundamental de su nueva teoría,
Einstein indicó de qué manera un campo gravitacional (siempre que
no sea demasiado grande) puede ser concebido como un campo
inercial. Por consiguiente, allí donde la teoría newtoniana explica
el movimiento de un cuerpo suponiendo que éste se encuentra en el
campo gravitacional de un segundo cuerpo (o es atraído por éste), la
nueva teoría explica el movimiento suponiendo una aceleración re­
lativa entre los dos cuerpos y prescindiendo de una fuerza gravita-

20. D icho en lenguaje técnico, las ecuaciones del movimiento deben ser co­
variantes para todos los marcos de referencia.

356
cional especial. Además, Einstein logró formular las ecuaciones del
movimiento de tal manera que conservaran su form a independiente­
mente del sistema de coordenadas elegido como marco de referen­
cia. En esta formulación, los cuerpos (y los rayos de luz, en particu­
lar) que se mueven sin compulsión externa siguen trayectorias que
son siempre geodésicas (es decir, trayectorias de la «distancia más
corta») con respecto a un marco de referencia arbitrario. Pero la geo­
metría que exige esta formulación es un tipo de métrica riemanniana
de curvatura positiva pero variable. En el caso límite, sin embargo,
cuando los campos gravitacionales están ausentes, las trayectorias de
los rayos de luz y de los cuerpos que se mueven libremente son rec­
tas euclídeas.
La teoría general de la relatividad, pues, supone una fusión de la
geometría y la mecánica más íntima que las conexiones que estable­
cía entre ellas la teoría newtoniana. En realidad, la palabra «geome­
tría», tal como se la emplea en la teoría de la relatividad, abarca un
conjunto de relaciones mucho más vasto que el que abarca la palabra
en su aplicación newtoniana. Por ejemplo, en la teoría de la relativi­
dad los invariantes geométricos se refieren tanto a características
temporales de los objetos como a características estrictamente espa­
ciales. D e hecho, el invariante fundamental de la teoría está consti­
tuido de tal modo que, cuando se asignan valores especiales a ciertos
parámetros contenidos en ella según la distribución de objetos ma­
teriales en una región dada, las trayectorias de los rayos luminosos y
de los cuerpos en movimiento libre pueden ser deducidas como las
geodésicas de esa región. En contraste con esto, las ecuaciones fun­
damentales del movimiento en la mecánica clásica no son derivables
del armazón geométrico de la teoría newtoniana. Las funciones-
fuerza utilizadas por esta teoría en diversos problemas tampoco es­
tán determinadas por las propiedades geométricas de los objetos en
estudio; por el contrario, la introducción de una función-fuerza de­
terminada es la introducción de una suposición adicional e indepen­
diente. En la teoría general de la relatividad, en cambio, la distribu­
ción de los cuerpos en una región determina la geometría de la
región, y las ecuaciones del movimiento son derivables de la geome­
tría determinada de este modo. Así, es evidente que la vasta geo­
metría de la relatividad general, que contiene la geometría de la me­
cánica newtoniana como caso límite, es una rama de la física. Se
desprende de esto que la adopción de esta geometría, en lugar de una

357
de sus alternativas, no puede ser una cuestión que sólo requiera una
decisión entre convenciones alternativas, sino que debe basarse en
elementos de juicio experimentales.
Algunos comentarios acerca de tres problemas que se han plan­
teado en conexión con la teoría general de la relatividad pueden
ayudar a aclarar varios puntos de la breve descripción que hemos he­
cho de la teoría.

1. L a teoría ha sido criticada sobre la base de que, a diferencia de


la teoría especial de la relatividad, sus conceptos fundamentales — en
particular, el libre uso que hace de sistemas de coordenadas espacio-
temporales arbitrariamente elegidos— no tienen significado experi­
mental (u «operacional»). En un examen de las ecuaciones relativis­
tas del movimiento de partículas, P. W. Bridgman ha sostenido que
la teoría en ninguna parte ofrece deficiones «operacionales» para
asignar coordenadas, sea en conexión con estas ecuaciones o con
otras cuestiones. Según él, además, la teoría no enuncia ningún crite­
rio operacional para decidir si los fenómenos físicos supuestamente
estudiados por diferentes observadores ubicados en diferentes mar­
cos de referencia son los «m ism os» fenómenos. En consecuencia, se
acusa a la teoría de no analizar los «fenómenos elementales intui­
tivamente reconocibles» en términos de los cuales supone que las
situaciones físicas pueden recibir una caracterización exhaustiva.
Bridgman concluye, entonces, que la teoría general de la relatividad
no es completa y opera con suposiciones nebulosas que ocultan una
filosofía discutible.21
Indudablemente, Bridgman tiene razón al destacar que el form a­
lismo puramente matemático de la teoría de la relatividad no sumi­
nistra el contenido físico de la teoría. También tiene razón al sostener
que, para que la teoría pueda ser considerada como una rama de la fí­
sica, es necesario establecer definiciones coordinadoras adecuadas
que relacionen los términos teóricos con conceptos experimentales.
Pero no es razonable exigir, como Bridgman parece hacerlo, que
todo término teórico esté asociado con un procedimiento experimen­
tal concreto. Aun menos razonable es exigir que cada suposición in­

21. P. W. Bridgman, The Nature o f Pbysical Theory, Princeton, 1936, cap. 7;


véase también su ensayo «Einstein’s Theories and the Operational Point of View»,
enAlbert Einstein: Pbüosopber-Scientist (comp. P. A. Schilpp), Evanston, 111., 1949.

358
tegrante de una teoría pueda ser sometida a una prueba experimental
independiente. Pocas teorías de la física clásica satisfacen el primero
de los requisitos propuestos, aunque no por eso dejan de ser teorías
físicas adecuadas; y quizás ninguna teoría de la física moderna cum­
ple la segunda condición. Com o ya hemos observado repetidamente,
una condición suficiente para que una teoría sea testable y cumpla su
función en la investigación es que el número de sus nociones teóricas
asociadas con definiciones coordinadoras sea suficiente para que va­
rias de las consecuencias lógicas de sus postulados puedan ser con­
troladas experimentalmente. N o puede ponerse en duda que la teoría
general de la relatividad satisface plenamente este requisito.
A este respecto, hay otro punto que es necesario destacar. Las
ecuaciones del movimiento de la teoría general de la relatividad son
invariantes con respecto a una clase mucho más vasta de transforma­
ciones que las ecuaciones del movimiento de la mecánica clásica o de
la teoría especial de la relatividad. Por su misma naturaleza, pues, la
teoría general de la relatividad formula una estructura común de una
variedad de movimientos más vasta que la formulada por estas otras
teorías, de modo que se abstrae de muchas diferencias entre sistemas
físicos reconocidas explícitamente por las últimas. Por consiguiente,
las reglas de correspondencia (o definiciones operacionales) para las
nociones teóricas de la relatividad general difieren en su referencia
empírica específica, según que la teoría se aplique a diferentes tipos
de sistemas físicos. N o sería posible conservar la misma definición
operacional para una noción teórica determijiada sin reducir el do­
minio de invariancia y el ámbito de aplicación de la teoría. U na ilus­
tración simple de tales diferencias en las reglas de correspondencia
para la misma noción teórica se encuentra en la circunstancia de que
el término «punto» en la teoría general de la relatividad a veces está
coordinado con una pequeña región de la superficie terrestre, a ve­
ces con todo el volumen de la Tierra, a veces con otro planeta y a
veces con una galaxia. Pero el hecho de que no se establezca una re­
gla única de correspondencia, de una vez por todas, para una noción
teórica determinada no significa que no se establezca una definición
coordinadora con una referencia empírica específica para tal noción,
cuando se aplica la teoría a un problema concreto.22

22. Véase A. S. Eddington, The M athem atical Theory o f Relativity, 2a ed.,


Londres, 1924, págs. 85 y sigs.

359
2. L a teoría general de Einstein también ha sido criticada porque
utiliza una geometría de curvatura variable como armazón de un sis­
tema de mecánica. Pero dicha crítica no se basa en una adhesión a
priori a la geometría euclídea. L a crítica reposa en la afirmación de
que es necesario adoptar relaciones espaciotemporales uniformes
como armazón de una teoría física, si se quiere analizar sistemática­
mente y relacionar los fenómenos contingentes y heterogéneos de la
naturaleza. Esta es la razón por la cual A. N . Whitehead propuso
elaborar una teoría general alternativa de la relatividad que utilizara
una geometría de curvatura constante y no variable. Whitehead de­
claraba que

n uestra experiencia exige y m anifiesta un a base de u n iform id ad, y [...] en


el caso de la naturaleza esta base se presenta co m o la un iform id ad de las
relaciones espaciotem porales. E sta conclusión descarta totalm ente la ca­
sual heterogeneidad de esas relaciones, que es lo esencial de la últim a
teoría de Einstein. [...] E s inherente a m i teoría m antener la vieja división
entre la física y la geom etría. L a física es la ciencia de las relaciones con ­
tingentes de la naturaleza y la geom etría expresa su vinculación u n i­
fo rm e.23

Según Whitehead, debemos adoptar una geometría de curvatura


constante para expresar los hechos contingentes de la naturaleza, sea
esta geometría euclidiana, lobachevskiana o riemanniana. Pues a me­
nos que se postulen «relaciones de uniformidad sistemática», más
allá de los casos aislados en los que es posible la observación directa,
estamos condenados a «no saber nada hasta no saberlo todo».24
Las concepciones disidentes de Whitehead, aunque no se hayan
form ulado muy claramente, parecen plantear dos problemas: uno de
carácter empírico y otro de carácter lógico.

a. La primera cuestión es si se puede construir un sistema de me­


cánica dentro del armazón de una geometría «no uniform e», carac­
terizada por una curvatura variable. La respuesta a esta cuestión es
obviamente afirmativa, puesto que Einstein ha construido de hecho
tal sistema de mecánica. Por consiguiente, no puede asignarse valor

23. A. N . Whitehead, 7 he Principie o f Relativity, Cam bridge, Reino U n i­


do, 1933, págs. v-vi.
24. Ibid., pág. 29, véase también la pág. 64.

360
alguno a la afirmación de que, a menos que se adopte una geometría
que suponga «vinculaciones uniform es», no podem os conocer nada
más allá de los fenómenos físicos aislados que caen bajo la observa­
ción directa.
En todo caso, no está muy claro por qué hay más «heterogenei­
dad casual» en una teoría como la de Einstein, que emplea una geo­
metría de curvatura variable, que en otra que adopte la geometría
euclídea como armazón para la mecánica. Por supuesto, es cierto
que en la teoría de Einstein la estructura espaciotemporal de una re­
gión está determinada por la distribución (contingente) de la materia
en esa región, de modo que, como consecuencia, sólo es posible dis­
cernir esa estructura sobre la base de elementos de juicio empíricos
específicos. Pero esta teoría suministra reglas generales, dentro de
un vasto armazón conceptual que prescribe de manera precisa en
qué forma la geometría de una región es una función de la materia
distribuida en ella. A este respecto, la situación que debe enfrentar
una teoría alternativa, basada en una geometría de curvatura cons­
tante, no es en esencia diferente. Pues aunque se adopte una geome­
tría como sistema a priori de convenciones para clasificar y nombrar
las propiedades espaciales de los cuerpos, sólo la observación expe­
rimental puede permitir decidir cuáles son las propiedades geomé­
tricas que poseen realmente los cuerpos de una región determinada.
Además, aunque los hechos experimentales puedan dar base a la su­
posición de que estas propiedades son euclídeas, sería necesario ha­
cer suposiciones adicionales (concernientes, por ejemplo, a la distri­
bución «local» y contingente de la materia y a las leyes contingentes
del movimiento) para que las trayectorias reales de los cuerpos cai­
gan dentro del ámbito del análisis. Por consiguiente, la manera de
sistematizar nuestro conocimiento geométrico y físico — sea que sis­
tematicemos la mecánica como parte integrante de una «geometría»
amplia, sea que conservemos la distinción tradicional entre geome­
tría y mecánica— no determina la posibilidad de que logremos obte­
ner conocimientos físicos.25

b. El segundo problema planteado por Whitehead, en efecto,


vuelve a poner en discusión la cuestión concerniente al estatus lógico
de la geometría. En el presente contexto, la cuestión puede ser for­

25. Bertrand Russell, Analysis o f M atter, Londres, 1927, pág. 79.

361
mulada de la siguiente manera. Estam os frente a dos teorías físicas
alternativas: la teoría general de la relatividad de Einstein formulada
en términos de una geometría riemanniana con curvatura variable y
la teoría de Whitehead basada en la geometría euclídea. Las teorías
no son equivalentes matemáticamente, aunque hasta ahora no pare­
ce posible llegar a una decisión con respecto a ellas sobre base expe­
rimentales. ¿C óm o debemos concebir las diferencias entre las teo­
rías en la medida en que emplean geometrías diferentes? ¿Son las
geometrías en cada caso simplemente convenciones alternativas para
interpretar y ordenar las relaciones espaciales, y, por consiguiente,
no sujetas a prueba empírica?
L a resumida exposición que hace Whitehead de su propia versión
de la teoría de la relatividad hace difícil responder a la cuestión. Pero
aunque no pueda llegarse a una respuesta segura, una discusión del
problema suministrará, de todos m odos, una oportunidad para re­
formular y reforzar algunas conclusiones a las que ya hemos llegado
concernientes al estatus lógico de la geometría. Es esencial observar,
en primer lugar, que la palabra «geometría» es usada en un sentido
más amplio en la teoría de la relatividad de Einstein que en la de Whi­
tehead. En el contexto de Einstein, pero no en el de Whitehead, la pa­
labra designa tanto una teoría de la mecánica como una teoría de las
relaciones espaciales. Al examinar la cuestión que tenemos ante no­
sotros, por lo tanto, debemos comparar la «geometría» de Einstein
con la «geometría» y la física combinadas de Whitehead. Además,
debemos establecer si se emplean reglas de correspondencia en cada
uno de los dos sistemas y, si es así, cuáles son, especialmente para el
término «línea recta». C om o ya se ha observado, la teoría einstenia-
na tiene tales reglas cuando se la aplica a problemas físicos concretos;
de hecho, las trayectorias de los rayos luminosos y de los cuerpos en
movimiento libre son indicadas como las geodésicas de la teoría. Cuan­
do se las juzga sobre la base de elementos de juicio empíricos, estas
configuraciones son, en general, rectas riemannianas. Por consiguien­
te, considerando las definiciones coordinadoras de la teoría de Eins­
tein, la afirmación de que las estructuras espaciales de una región sa­
tisfacen los requisitos de una geometría riemanniana con curvatura
variable no es una «definición oculta», sino que está garantizada so­
lamente debido a la naturaleza de los elementos de juicio fácticos.
Por otra parte, no está muy claro cuáles son las definiciones coor­
dinadoras que emplea Whitehead para sus términos geométricos.

362
Las motivaciones que regulan su construcción teórica parecen ser
más filosóficas que físicas. Desarrolla su «teoría relacional del espacio»
como un sistema de relaciones entre sucesos inmediatamente experi­
mentados, no entre objetos físicos, puesto que según su concepción
estos últimos son simplemente complejos de tales sucesos experi­
mentados. Sostiene, en consecuencia, que es posible referir los m o­
vimientos de los cuerpos a sistemas de coordenadas fijos en un espa­
cio «homogéneo» o «uniforme», definido en términos de relaciones
aprehendidas directamente entre sucesos sensoriales. Pero sigue
siendo oscuro cuáles son las configuraciones de sucesos experimen­
tados inmediatamente que deben ser identificados, según White-
head, como «líneas rectas»; y es difícil eludir la impresión de que
para él la geometría euclídea funciona como un conjunto de defini­
ciones implícitas para sistematizar las cualidades espaciales de los
sucesos experimentados inmediatamente. Pero si esta impresión es
correcta, no es posible ningún conflicto entre la afirmación einstei-
niana de que las configuraciones que su teoría especifica como geo­
désicas son rectas riemannianas y la afirmación de Whitehead de que
una configuración sólo es una geodésica si es una recta euclídea.
Pues la afirmación einsteihiana es una tesis fáctica, mientras que la de
Whitehead es una convención propuesta. Por consiguiente, si bien
es posible que una configuración determinada (por ejemplo, una tra­
yectoria óptica en un campo libre de fuerzas) sea caracterizada como
una geodésica por ambos sistemas, es igualmente posible que alguna
otra configuración (por ejemplo, una trayectoria óptica en un cam­
po gravitacional intenso) sea caracterizada por ellos de manera dife­
rente. Pero si bien la geometría parece tener el estatus de un conjunto
de convenciones en el sistema de Whitehead pero no en el de Eins-
tein, el último tiene componentes convencionales propios que no se
corresponden con los componentes similares del primero. Por ejem­
plo, en la teoría de Einstein sólo son considerados como campos de
fuerza gravitacionales aquellos campos de fuerza que satisfacen cier­
tas ecuaciones prescritas por la teoría, lo cual se establece por esti­
pulación. En resumen, aunque el establecimiento de convenciones es
una fase esencial en la construcción de una teoría, el locus de tales
convenciones es, en general, variable.

3. Debem os decir, por último, algunas palabras acerca de ciertos


equívocos que surgen a menudo del hecho de que, en la teoría gene­

363
ral de la relatividad, las ecuaciones fundamentales del movimiento
son invariantes con respecto a una clase muy amplia de transforma­
ciones de un sistema de coordenadas a otro. Las ventajas de tales for­
mulaciones de las leyes de la naturaleza son evidentes. Tales form u­
laciones permiten incluir una gran variedad de leyes especiales bajo
una fórmula común; hacen explícitas cuáles son exactamente las
condiciones indispensables para la producción de ciertos procesos,
con lo cual nos permiten discriminar lo que es esencial de lo que ca­
rece de importancia para el mantenimiento de esos procesos; y cons­
tituyen guías poderosas en la conducción de investigaciones y la so ­
lución de problemas concretos. Al reconocer la gran importancia
teórica y práctica de las formulaciones invariantes, muchos autores
han identificado invariancia con objetividad, de m odo que, según
esos pensadores, sólo merece el título de «realidad genuina» lo que
es expresable en tal form a invariante.
L a identificación propuesta de objetividad con invariancia es
inobjetable, si se la propone com o una elucidación de los muchos
sentidos asociados con la palabra «objetivo» en la ciencia y en otras
partes.26 Pero no parece ser esta la intención de la mayoría de quie­
nes proponen esta identificación, pues a menudo niegan, sobre la base
de esta concepción de la objetividad, la «realidad» de sistemas físicos
concretamente existentes y, en particular, hasta de sistemas que inclu­
yen las estructuras que reciben formulaciones invariantes en una teo­
ría física. Por lo tanto, parece útil hacer brevemente algunas obser­
vaciones que tales negaciones a menudo pasan por alto, en especial
cuando las mismas se basan supuestamente en un análisis de la teoría
general de la relatividad.
Las ecuaciones del movimiento de la teoría relativista son, en rea­
lidad, invariantes con respecto a una amplia clase de transformacio­
nes. Pero dichas ecuaciones no son invariantes para todas las trans­
formaciones posibles, sino solamente para la clase restringida de las
que son al mismo tiempo continuas y diferenciables. Por consiguien­
te, según la identificación propuesta de objetividad con invariancia,
la objetividad de las estructuras formuladas por la teoría general de la
relatividad es relativa a un conjunto seleccionado de transformacio­
nes. Pero puesto que hay un número indefinido de conjuntos de

26. Véase la lista de criterios alternativos para aplicar el predicado «física­


mente real» que hemos expuesto en el capítulo VI.

364
transformaciones que pueden ser elegidos para definir la invariancia,
no hay ninguna razón ap rio ri que nos obligue a sostener que el con­
junto utilizado en la teoría de la relatividad es intrínsecamente supe­
rior a algún otro conjunto y filosóficamente más fundamental que
éste.
A menudo se pasa por alto, además, que el requisito de que las
ecuaciones del movimiento posean una form a invariante no impone,
por sí mismo, serías restricciones sobre las formas que pueden adop­
tar las leyes de la naturaleza. En realidad, si no se establecen limita­
ciones sobre la complejidad de la formulación, puede lograrse que
cualquier ley satisfaga este requisito.27 Por consiguiente, no es la
mera invariancia de las ecuaciones relativistas la fuente de su im por­
tancia, sino que también intervienen como determinantes de su va­
lor otras consideraciones, entre las que no está excluida la conside­
ración pragmática de la simplicidad relativa.
Pero sea com o fuere, ¿hay razones convincentes para negar que
esas características que diferencian a los movimientos cuando se los
refiere a marcos de referencia particulares (aunque las mismas sean
ignoradas en las formulaciones invariantes de las ecuaciones del m o­
vimiento) son parte de la naturaleza a igual título que las estructu­
ras generales enunciadas por las ecuaciones? Cuando se aplican las
ecuaciones a un problema físico concreto, su formalismo invariante
debe ser completado con enunciados de detalle que no son invarian­
tes. Entonces, ¿por qué un caso especial de las ecuaciones debe ser
considerado como menos «real» que la estructura invariante conte­
nida en ese caso? Precisemos este punto mediante un ejemplo sim­
ple. L a ecuación algebraica general de dos variables puede ser in­
terpretada como la ecuación general de una sección cónica. Pero
cuando se asignan valores numéricos especiales a las «constantes ar­
bitrarias» de la ecuación general, las diversas ecuaciones que así se
obtienen representan cónicas especiales que difieren una de otra por
su tipo, tamaño o posición relativos a un marco de referencia adop­
tado. Aunque las cónicas individuales difieran de las maneras indi­
cadas, poseen una estructura común formulada por la ecuación ge­
neral de las cónicas. Pero sería ridículo sostener que la ecuación
represente una «cónica general» que no es una elipse, ni un círculo,

27. Véanse P. W. Bridgman, The N ature o f Physical Theory, pág. 81; y L.


Silberstein, The Theory o f R elativity, 2 * ed., Londres, 1924, págs. 296 y sigs.

365
ni una hipérbola, ni una parábola y que es la única «objetivamente
real», mientras que sus casos especiales no lo son.
Análogamente, las ecuaciones newtonianas generales del movi­
miento no distinguen entre las diferentes trayectorias que puede se­
guir un cuerpo en caída libre hacia el centro de un campo gravitacio-
nal, cuando se refiere el movimiento del cuerpo a diferentes marcos
inerciales de referencia. C on respecto a uno de éstos, la trayectoria
puede ser una parábola, mientras que con respecto a otro puede ser
una recta. Pero sería absurdo negar que existen tales diferencias en
las trayectorias, aunque la formulación general de las ecuaciones new­
tonianas no las mencione explícitamente. Tam poco hay base alguna
para sostener que sólo tienen carácter objetivo las características de
las trayectorias que son comunes a todas, a menos que tal aserción
sea simplemente consecuencia de una terminología especial. En prin­
cipio, la situación es la misma en la teoría general de la relatividad.
Ciertamente, no se hallará en esta teoría razón alguna para negar que
las características especiales que muestran los movimientos cuando
se los analiza en diversos marcos de referencia son características del
mundo explorado por los físicos tanto como estructura común de
los movimientos codificados en las formulaciones invariantes de la
teoría.

366
Capítulo X

CAUSALIDAD E INDETERMINISMO
EN LA TEORÍA FÍSICA

Los avances recientes de la física han hecho evidentes las limita­


ciones de las teorías de la física clásica como sistemas de explicación
universalmente adecuados. E stos avances también han puesto en tela
de juicio la validez de muchos principios de la investigación científi­
ca que habían recibido la sanción del tiempo. L a concepción que ha
sido desafiada con especial vigor es la de que los sucesos de la natu­
raleza se producen en órdenes causales fijos cuyo descubrimiento
constituye la tarea de la ciencia. Se sostiene frecuentemente que los
hallazgos actuales de la física ya no garantizan la postulación de ta­
les órdenes causales y que el ideal de una ciencia de la física con teo­
rías estrictamente deterministas debe ser abandonado porque es in­
trínsecamente irrealizable. Abordarem os ahora los problemas que
derivan de tales afirmaciones.
El problema que el avance de la física ha hecho crítico no es el pro­
blema tradicional concerniente al análisis correcto del significado de
«causa» en los diversos usos que pueda tener esta palabra. Sean ulte­
riormente analizables las relaciones causales que se afirman, por ejem­
plo, en los asuntos prácticos ordinarios, sea que indiquen en el fondo
algún tipo de necesidad o identidad, sea que se las pueda expresar en
términos de secuencias de acontecimientos regulares pero contingen­
tes, todas estas cuestiones son ajenas al debate estimulado por la me­
cánica cuántica. El problema actual deriva de la posición dominante
en un sector de la investigación física de una teoría muy general que
parece diferir de las teorías de la física clásica por tener una estructura
«no causal» o «indeterminista». La cuestión primordial que se plantea,
pues, es la del sentido preciso en el cual las teorías de la física clásica
son deterministas, mientras que la teoría subatómica actual no lo es.
N o s ocuparemos inicialmente de este problema. Sin embargo, hay
también problemas menos especiales y más vagos que han planteado
las innovaciones recientes en la teoría física, problemas concernientes

3 67
al significado y al estatus cognoscitivo del llamado «principio de cau­
salidad», concernientes a la presunta aparición de sucesos de «puro
azar» y concernientes al alcance de las innovaciones teóricas recientes
para una concepción adecuada de la naturaleza y para los objetivos de
la ciencia. También prestaremos alguna atención a estas cuestiones.

1. L a e s t r u c t u r a d e t e r m in is t a d e l a m e c á n ic a c l á s ic a

La mecánica clásica constituye el paradigma generalmente reco­


nocido de teoría determinista, y las discusiones actuales acerca del
determinismo deben a la mecánica muchas de sus distinciones y bue­
na parte de su lenguaje. Por lo tanto, es conveniente tener presente
cuáles son las características de la mecánica clásica que la señalan
com o teoría determinista.
Considerada en un plano de total generalidad, la mecánica es un
conjunto de ecuaciones que formulan la dependencia de ciertas ca­
racterísticas de los cuerpos con respecto a otras propiedades físicas.
En su form a newtoniana, las ecuaciones del movimiento afirman
que la variación en el tiempo de la cantidad de movimiento de cada
masa puntual perteneciente a un sistema físico dado depende de un
conjunto definido de otros factores. Aunque en esas ecuaciones no
aparece la palabra «causa», se dice a veces que expresan «relaciones
causales» simplemente porque afirman tal dependencia funcional de
la variación en el tiempo de una magnitud (es decir, el momento) con
respecto a otras magnitudes. Pero la caracterización de la mecánica
com o «causal» solamente sobre esta base no aclara adecuadamente el
sentido en el cual se alega que la mecánica cuántica no es causal,
puesto que, según este criterio, las ecuaciones de la mecánica cuánti­
ca también formulan relaciones causales.1

1. P or razones similares se utiliza frecuentemente una locución semejante


en otras ramas de las ciencias físicas. Así, se dice también que las ecuaciones de
la teoría del campo electromagnético son causales porque conectan las variacio­
nes en el tiempo de los vectores de campo eléctricos y magnéticos con otras
magnitudes. P or otra parte, las ecuaciones de la geometría o de la termodinámi­
ca (com o la ley de Boyle-Charles para los gases ideales, según la cualp V = kRT)
no son llamadas causales porque no relacionan ninguna variación en el tiempo
de alguna m agnitud con otra cosa.

368
Cuando las ecuaciones del movimiento son formuladas con total
generalidad, contienen, como hemos visto, una función no especifi­
cada, la función-fuerza. Com o hemos visto también, debe asignarse
una estructura especial a esta función y deben darse valores defini­
dos a todas las constantes arbitrarias que puedan aparecer en ella,
para que las ecuaciones puedan ser utilizadas como un medio para ana­
lizar problemas físicos concretos. Además, las ecuaciones del movi­
miento son ecuaciones diferenciales lineales de segundo orden, y es
menester integrarlas para obtener una solución para un problema de­
terminado. Por consiguiente, para cada ecuación que se utiliza apa­
recen finalmente dos constantes de integración: las componentes de
la posición y la cantidad de movimiento en algún tiempo inicial in­
dicado de la masa puntual en consideración, donde se supone que las
posiciones y velocidades son especificables con respecto a un marco
de referencia apropiado.
Se dice que la posición y la cantidad de movimiento de una masa
puntual en un instante dado constituyen el «estado mecánico» de la
masa puntual en ese instante, y las variables que definen el estado me­
cánico son denominadas «variables de estado». Puesto que cada masa
puntual tiene tres componentes de posición y tres de velocidad, hay
seis parámetros o coordenadas que especifican el estado mecánico de
una masa puntual en un instante dado. Por consiguiente, se conoce el
estado mecánico en un instante cualquiera de un sistema formado por
n masas puntuales cuando se dan los valores para ese instante de las 6 n
variables de estado correspondientes.2 Ahora podemos formular me­
diante esta nomenclatura una característica importante de la mecánica
clásica: dada la función-fuerza de un sistema físico, el estado mecánico
del sistema en cualquier momento queda completa y unívocamente
determinado por el estado mecánico en algún momento inicial arbitra­
rio. Es esta característica de las ecuaciones del movimiento la que dis­
tingue a la mecánica clásica como teoría determinista.3

2. Para evitar complicaciones no esenciales se restringe la anterior explica­


ción de «estado mecánico» a la mecánica de masas puntuales. El estado mecáni­
co de un sistema de cuerpos cuyas dimensiones relativas no es posible ignorar y
que, además de movimientos de traslación, presentan rotaciones, puede ser de­
finido de manera análoga.
3. U na ilustración simple nos ayudará a aclarar este punto. U sem os las
ecuaciones del movimiento para analizar el movimiento de un cuerpo en caída

369
Puesto que la noción de estado mecánico de un sistema es funda­
mental para elucidar el sentido en el cual la mecánica clásica es una
teoría determinista, vale la pena que nos detengamos en ella un poco
más. Supongamos que S es un sistema de cuerpos totalmente aislado
de la influencia de cualquier otro sistema. Supongamos también que
los miembros de S tienen ciertas propiedades (como masa, velocidad,
distribución en el espacio, etc.) que pertenecen a una clase definida K
de propiedades, y que las magnitudes de estas propiedades están re­
presentadas por los valores de un conjunto de variables numéricas,
« v x», «v2», «t>3», etc. Los miembros de S pueden tener otras caracte­
rísticas además de las de K, pero las ignoramos. Tam poco nos intere­
sa si K incluye tanto propiedades «observables» como «teóricas» o la
manera como K está delimitada respecto a otras clases de característi­
cas; simplemente suponemos que K se halla adecuadamente especifi­
cada de alguna manera. Convengamos ahora en que los valores nu­
méricos de las características de K que poseen los miembros de S en
algún instante determinado definen el estado de S en ese instante. Su­
ponemos luego que, en el tiempo £0, S se encuentra en el estado (i>¡°,

libre cerca de la superficie de la Tierra. Si se fija a la Tierra un sistem a de coor­


denadas espaciales «x », «y» y «z » con el eje z perpendicular a la superficie de la
Tierra, las ecuaciones del movimiento adoptan la forma:

d 2x d2y d 2z
m ------= F X= 0 m ------= Fy = 0 m — - - Fz = mg
dt2 dt2 y dt2

Integrando, obtenemos

dx dy dz
m ------= m vr = a, m ------- = m vv = a 7 m = m vz = m gt +
dt dt y Tt
y finalmente

mgt2
mx = a xt + b x my = a 7t + b7 m z = — — + a^t +

donde la « ¿ j» y la «¿v> son las coordenadas de estado. P or consiguiente, si co­


nocem os sus valores para un instante cualquiera, podem os calcular los valores
del estado a partir de las ecuaciones integradas correspondientes a cualquier
otro instante.

370.
v2°> que el estado de S cambia con el tiempo y que en el tiempo
txel sistema se encuentra en el estado (vx\ v 2\ Imaginemos aho­
ra que S es llevado nuevamente al estado que poseía en el tiempo í0,
que cambia nuevamente de estado por sí mismo y que después de un
intervalo de tiempo (tx - tQ) se encuentra nuevamente en el estado en
el que estaba en el tiempo tx. Supongamos, finalmente, que S siempre
se comporta de la manera indicada, para todo tiempo inicial y para
todo intervalo de tiempo. Puesto que el estado de S en cualquier ins­
tante dado determina unívocamente su estado en cualquier otro instan­
te, diremos que S es un sistema determinista con respecto a las pro­
piedades de K. Adviértase que no suponemos, sin embargo, que, cuando
S está en el mismo estado en dos instantes diferentes, los miembros de
S también poseen en esos instantes valores idénticos de propiedades
no pertenecientes a K. Estamos definiendo qué quiere decir que S es
un sistema determinista relativo a una clase establecida de propieda­
des de K.
Este modelo abstracto ilustra de manera general el sentido en el
cual la mecánica es una teoría determinista. Pero la ilustración no es
enteramente satisfactoria. Es al menos potencialmente engañosa, al
sugerir que es un sistema de cuerpos y no una teoría acerca de ciertas
propiedades de un sistema de cuerpos, del cual se dice que es deter­
minista. Además, puesto que no se hace ninguna mención de teoría
alguna al enunciar el modelo, su examen no ilustra plenamente el
sentido en el cual se dice que la mecánica, como teoría, es determi­
nista. Por lo tanto, debemos introducir algunas complicaciones en la
exposición hecha hasta ahora. Supongamos que se ha establecido un
conjunto de enunciados generales L tal que, dado el estado de S en
algún instante inicial, con ayuda de L puede deducirse un estado
único de S en algún otro instante. Por consiguiente, en principio es
posible calcular el estado de S para cualquier instante, dados L y el
estado de S para algún instante inicial. Esto sugiere que el conjunto
de leyes L sea llamado un conjunto determinista de leyes para S re­
lativo a K. Sin embargo, es necesario introducir una complicación
adicional. Si el número de variables necesarias para especificar el es­
tado de S es muy grande, no será posible prácticamente describir ese
estado; en tal eventualidad, también es improbable que pueda esta­
blecerse un conjunto de leyes L. Suponemos, por tanto, que el con­
junto total de predicados que designan las propiedades de K es defi­
nible de alguna manera en términos de un número relativamente

371
pequeño de predicados independientes pertenecientes al conjunto;
para mayor precisión, supongamos que todas las variables que re­
presentan magnitudes de propiedades de K pueden ser definidas en
términos de las variables independientes «v x» y «v 2». En esta hipóte­
sis, si conocemos los valores de estas últimas variables de S en un
momento dado, también conocemos el estado de S (de acuerdo con
la definición original) en ese instante. En consecuencia, modificamos
ahora esa definición original, de m odo que las variables de estado de
S sean exactamente las variables de la pequeña subclase de variables
independientes en términos de las cuales pueden ser definidas las
restantes. Por consiguiente, el conjunto de leyes L constituye un
conjunto determinista de leyes para S relativo a K si, dado el estado
de S en algún momento inicial, las leyes L determinan lógicamente
un estado único de S para cualquier otro momento.
Este examen puede ser aplicado directamente a la mecánica. Ésta es­
tudia las relaciones entre un gran número de propiedades pertenecien­
tes a un tipo o clase determinados. Sin embargo, si es menester tomar
en consideración todas estas propiedades cuando se describe el estado
mecánico de un sistema, es dudoso que pueda lograrse alguna vez una
teoría del movimiento que tenga efectividad práctica. Por fortuna, no
es necesario indicar explícitamente todas esas propiedades, ya que hay
un pequeño conjunto de variables (formado por las coordenadas de la
posición y el momento de una masa puntual) en términos de las cuales
pueden ser definidas las variables de otras propiedades mecánicas, de
m odo que en la mecánica las coordenadas de la posición y el momento
constituyen las variables de estado. Por ejemplo, si se conocen la posi­
ción y el momento de una partícula, es posible calcular sus energías ci­
nética y potencial. Por consiguiente, cuando se da la función-fuerza y
el estado mecánico de un sistema en algún instante inicial, las ecuacio­
nes del movimiento determinan un estado mecánico único del sistema
para cualquier otro instante y, por ende, también las magnitudes de to­
das las otras «propiedades mecánicas» del sistema en ese instante.
En un pasaje citado con frecuencia, Laplace afirmó que una inte­
ligencia que conociera las posiciones de todas las partículas materia­
les y las fuerzas que actúan entre ellas «tendría ante sus ojos tanto el
futuro com o el pasado».4 E s evidente que Laplace simplemente ex­

4. E l pasaje completo es el siguiente: «D ebem os considerar el estado pre­


sente del universo com o el efecto de su estado anterior y com o la causa del es­

372
ponía aquí la característica de la mecánica que hace de ella una teoría
determinista. Además, cuando los físicos del siglo xix se adherían al
determinismo como artículo de fe científica, la mayoría de ellos con­
sideraba su ideal de teoría determinista aquella que define el estado
de un sistema físico a la manera de la mecánica de partículas. Gomo
veremos, este ideal sigue predominando en considerable medida en
las discusiones actuales acerca de la causalidad y el determinismo en
la física. Pero antes de examinar la importancia de la noción de «es­
tado de un sistema físico» para ramas de la física diferentes de la me­
cánica, debemos tratar de eliminar las fuentes de posibles equívocos
concernientes al sentido en el cual la mecánica misma es una teoría
determinista.

1. Sólo hace falta mencionar de paso el hecho de que, como cual­


quier rama de la investigación, la mecánica clásica trata únicamente
de un conjunto limitado de propiedades y relaciones de los cuerpos.
Por eso es esencial recordar que, si bien la mecánica es una teoría de­
terminista, lo es exclusivamente con respecto a las «propiedades me­
cánicas» de los sistemas físicos y, en particular, con respecto a los es­
tados mecánicos de los sistemas. Así, para fijar ideas, si se conoce la
función-fuerza, pero sólo se dan las posiciones iniciales de un siste­
ma de partículas (y no sus velocidades iniciales), la mecánica no nos
permite calcular las posiciones de las partículas ni su energía cinéti­
ca en algún otro instante. Además, aunque se den la función-fuerza

tado que le siga. U na inteligencia que conociera todas las fuerzas que actúan en
la naturaleza en un instante dado y las posiciones momentáneas de todas las co­
sas del universo, sería capaz de abarcar en una sola fórm ula los movimientos de
los cuerpos más grandes y de los átom os más livianos del mundo, siempre que
su intelecto fuera suficientemente poderoso com o para someter a análisis todos
los datos; para ella nada sería incierto, y tanto el futuro com o el pasado estarían
presentes ante sus ojos. L a perfección que la mente humana ha logrado dar a la
astronomía suministra un débil indicio de lo que sería tal inteligencia. L o s des­
cubrimientos de la mecánica y la geometría, junto con los de la gravitación uni­
versal, han puesto a la mente en condiciones de abarcar en la misma fórmula
analítica el estado pasado y el futuro del sistema del mundo. T od os los esfuer­
zos de la mente en la búsqueda de la verdad tienden a acercarse a la inteligencia
que acabamos de imaginar, aunque permanecerá siempre infinitamente alejada
de ella». Théorie Analytique des probabilités, París, 1820, prefacio.

373
y el estado de un sistema en algún instante inicial, la mecánica clási­
ca no nos permite predecir variaciones en las propiedades térmicas o
electromagnéticas de un sistemaren realidad, es obvio que no puede
hacerlo, si satisface los requisitos de lo que hemos llamado en el ca­
pítulo V II una «teoría mecánica pura».
Por lo tanto, Laplace incurrió en un serio non sequitur al declarar
que, «nada sería incierto» para una inteligencia que poseyera un co­
nocimiento completo de los estados mecánicos de las partículas, en
un instante determinado, y de las fuerzas que actúan sobre ella. Tal
afirmación sólo estaría bien fundada si, además de conocer estas co­
sas, la inteligencia divina de Laplace fuera capaz de analizar todas las
características de los objetos físicos (como sus propiedades ópticas,
térmicas, químicas y electromagnéticas) en términos de las variables
que constituyen el estado mecánico de un sistema. Pero la mecánica
no reposa en la suposición de que tal análisis es posible de hecho. N i
el determinismo de la mecánica excluye la posibilidad de que las al­
teraciones en el estado mecánico de un sistema puedan ser conse­
cuencia de cambios en las propiedades de un sistema (por ejemplo,
cambios químicos) no analizables de esta manera. Por consiguiente,
si se producen tales alteraciones, la mecánica no puede predecir los
estados futuros de un sistema sobre la base de algún estado inicial
dado. En resumen, el determinismo de la mecánica clásica se limita
estrictamente a un determinismo con respecto a estados mecánicos.

2. E s aconsejable también no pasar por alto el hecho obvio pero,


sin embargo, fácilmente olvidado de que la teoría de la mecánica no
suministra una exposición resumida del orden sucesivo o concomi­
tante en el cual se producen realmente los sucesos concretos. Pues,
como hemos observado repetidamente, la teoría de la mecánica sólo
formula en términos generales esquemas muy amplios de relaciones
y codifica estos esquemas con ayuda de nociones «ideales» o «lím i­
tes» (tales com o la posición y la velocidad instantáneas), y no por
medio de conceptos experimentales. Por consiguiente, el determi­
nismo de la mecánica sólo rige estrictamente para los estados mecá­
nicos teóricos de los sistemas cuyas variables de estado son posicio­
nes y momentos instantáneos. Pero de ello no se desprende que,
dadas las posiciones iniciales y los momentos de un sistema de cuer­
pos conocidos por medición real, la teoría de la mecánica permita
predecir un conjunto único de posiciones y momentos de los cuer­

' 374
pos medidos de manera sim ilar para cualquier instante posterior. Si
la mecánica de hecho nos permite o no hacer tales predicciones es
una cuestión separada, que no puede dirimirse analizando solamen­
te la estructura formal de la teoría mecánica.
Este importante punto merece énfasis y mayor desarrollo. Las
coordenadas mecánicas de estado estipuladas por la teoría no se de­
finen en términos de concepciones o procedimientos estadísticos.
Por otra parte, los valores medidos experimentalmente de posicio­
nes y cantidades de movimiento no son nunca valores instantáneos,
sino valores promedio durante algún intervalo de tiempo. Así, cuan­
do se establece la velocidad de un cuerpo midiendo la distancia que
recorre durante un segundo, el valor numérico así obtenido es sim­
plemente un promedio estadístico de las velocidades que el cuerpo
posee, desde la perspectiva de la teoría, en los diversos «instantes» de ese
segundo. Si bien el segundo puede ser dividido en momentos de me­
nor duración, el intervalo no puede ser reducido ilimitadamente, en
ninguna medición experimental de la velocidad. Por consiguiente,
las variables teóricas de estado mecánico pueden ponerse en corres­
pondencia con magnitudes medidas experimentalmente que sólo son,
en efecto, coeficientes estadísticos y que están asociadas, por lo tan­
to, con una «dispersión» que no tiende a cero de magnitudes experi­
mentalmente determinables. En consecuencia, las posiciones y m o­
mentos discriminables experimentalmente que constituyen el punto
de partida y el término real de cualquier procedimiento predictivo
conducido con ayuda de la mecánica no son los estados mecánicos
de un sistema teóricamente único. A lo sumo, lo que podemos prede­
cir exitosamente sólo es una clase de valores para las posiciones y los
momentos que constituyen una buena aproximación a un estado
teórico de un sistema, y no un conjunto único de valores.

3. A veces se han utilizado consideraciones como las que acabamos


de mencionar en apoyo de la conclusión de que la mecánica clásica, a
fin de cuentas, no es realmente una teoría determinista, sino que sólo
se acerca a una teoría determinista. Se ha argüido, por ejemplo, que si
entendemos por «estado mecánico de un sistema» no el conjunto de
variables de estado teóricas, sino el conjunto de valores medibles ex­
perimentalmente de las posiciones y los momentos, la teoría de la
mecánica sólo afirma que existe una elevada correlación estadística (o
«relación de probabilidades») entre estados mecánicos definidos ex­

375
perimentalmente en instantes diferentes. Por consiguiente aunque se
acostumbra formular las leyes de la mecánica como enunciados es­
trictamente universales, tales formulaciones, según esta concepción,
deben ser consideradas esquematizaciones idealizadas de la situación
real. N o hay relaciones estrictamente universales de dependencia en­
tre estados mecánicos definidos experimentalmente — así reza el ar­
gumento— sino solamente relaciones de probabilidad. Se codifican
estas relaciones de probabilidad en términos del esquematismo de
enunciados estrictamente universales porque el coeficiente de proba­
bilidad se acerca al valor máximo de 1; y se justifica tal codificación
porque la discrepancia entre el valor real de la probabilidad y el valor
máximo es tan pequeña que, en la práctica, se la puede despreciar.5
Pero el argumento aducido en apoyo de esta conclusión no es en­
teramente convincente. En primer lugar, dicho argumento parece
suponer que una teoría es simplemente una descripción generaliza­
da del orden de sucesión de los fenómenos observables. Si se admite
esta suposición, entonces puede concebirse plausiblemente que una
teoría afirma solamente relaciones que son, en el mejor de los casos,
relaciones de grados altos de probabilidad entre clases de sucesos.
Pero hemos encontrado razones para poner en duda esta suposición,
de m odo que si el argumento realmente depende de ella, la conclu­
sión misma es discutible.
Pero, en segundo lugar, el argumento también parece confundir
dos cuestiones que es necesario distinguir. Por una parte, hay una
cuestión de análisis lógico relacionada con la estructura interna de
una teoría y tendiente a identificar las variables de estado teóricas
que se encuentran en relaciones de determinación lógica unas con
otras. Por otra parte, hay una cuestión empírica relativa a la adecua­
ción de una teoría a su tema y que se refiere al problema de la preci­
sión con la cual los datos experimentales confirman realmente las
predicciones de la teoría. Am bas cuestiones son importantes, evi­
dentemente, pero son cuestiones diferentes.
N uestro anterior examen, en el que sostuvimos que la mecánica
es una teoría determinista, constituye, como es obvio, un intento
por responder a la cuestión lógica. La afirmación de que la mecánica

5. Véase H ans Reichenbach, Philosophic Foundations o f Q uantum Mecha-


nics, Berkeley, Calif., 1944, pág. 2; y también del m ismo autor Theory o f Proba-
bility, Berkeley, Calif., 1949, págs. 435-436.

376
no es una teoría totalmente determinista es la respuesta que se pro­
pone a la segunda cuestión. Aunque las dos respuestas pueden pare­
cer antagónicas, evidentemente no son contradictorias.
Además, es casi una perogrullada sostener que la mecánica clási­
ca no es una teoría determinista, si tal afirmación significa simple­
mente que las mediciones reales sólo confirman las predicciones de
las teorías de manera aproximada o dentro de ciertos límites expre­
sados estadísticamente. Toda teoría formulada, como la mecánica
clásica, en términos de magnitudes que admiten matemáticamente
una variación continua es, por su misma naturaleza, estadística y no
totalmente determinista. Pues los valores numéricos de las magnitu­
des físicas (como la velocidad) que se obtienen por medición experi­
mental nunca forman una serie matemáticamente continua, y todo
conjunto de valores obtenidos de este m odo manifiesta cierta dis­
persión alrededor de los valores calculados mediante la teoría. Sin
embargo, es correcto llamar «determinista» a una teoría si el análisis
de su estructura interna revela que el estado teórico de un sistema en
un instante determina lógicamente un estado único de este sistema
en cualquier otro instante. En este sentido, y con respecto a los esta­
dos mecánicos definidos teóricamente, la mecánica es, indiscutible­
mente, una teoría determinista.6

2. D e s c r ip c io n e s a l t e r n a t iv a s d e e s t a d o f ís ic o

La mecánica no es la única rama de la física ni la única teoría que


posee una estructura determinista. Pero aun un rápido examen de las
otras teorías revela que no todas ellas emplean definiciones de esta­
do físico idénticas a la utilizada en la mecánica.
Aunque la mecánica analítica de masas puntuales dominó la men­
te de los físicos durante dos siglos, por ser la candidata más califica­
da para aspirar al papel de una ciencia universal de la naturaleza, sólo

6. D e hecho, es sobre esta base que, en las discusiones actuales, se califica a


las teorías de deterministas o indeterministas, y no sobre la base de un examen
de los datos experimentales que les dan apoyo. Esto también es válido para la
misma descripción de Reichenbach de la teoría cuántica; en realidad, su análisis
de la mecánica cuántica carecería de objeto si su propósito no fuera el de m os­
trar que la teoría cuántica es indeterminista a causa de su estructura interna.

377
en la astronomía se utilizó esta teoría con toda rigurosidad y con éxi­
to práctico. El ideal laplaciano de una ciencia rigurosamente determi­
nista, en la cual la definición mecánica de estado sea un aspecto esencial,
resultó ser irrealizable o demasiado difícil de realizar en la mayoría
de los otros dominios. L os físicos continuaron adhiriéndose verbal­
mente a este ideal, pero en la práctica hallaron inevitable la adopción
de definiciones diferentes (o, al menos, modificadas) de estado físico
en la mayoría de las ramas de su ciencia, aun en la hidrodinámica y en
la elasticidad, de las que se creía que pertenecían sin duda alguna
al ámbito de la mecánica. Por ejemplo, los físicos no hallaron facti­
ble, en general, analizar los movimientos de los líquidos sobre la su­
posición de que actúan fuerzas newtonianas entre masas puntuales.
Las dificultades matemáticas de tal enfoque eran demasiado grandes
para ser superadas por seres mortales, y sólo una inteligencia divina
laplaciana hubiera podido resolverlas. Por ello, en lugar de utilizar
como variables de estado coordenadas de posición y momento, los
físicos introdujeron, con tal propósito, otros parámetros (como la
densidad de un líquido en un punto) que podían ser interpretados
como valores promedio de las variables de estado mecánicas. Se ne­
cesitaron modificaciones análogas en la definición mecánica de esta­
do aplicable al estudio de las propiedades elásticas de las sustancias y
a la teoría cinética de los gases. Además, después de décadas de es­
fuerzos infructuosos por elaborar una teoría del electromagnetismo
ajustada a los requisitos de una teoría mecánica pura, Maxwell cons­
truyó una teoría totalmente adecuada del tema utilizando una forma
de descripción de estado diferente de la mecánica.
Sin embargo, un testimonio sorprendente del predominio de la
noción de estado mecánico sobre la imaginación de científicos y le­
gos por igual es el hecho de que a menudo se identifica «determinis-
m o» con «mecanismo». En realidad, se ha supuesto con frecuencia
que la característica de una teoría determinista es el uso de la defini­
ción mecánica de estado. Por eso las innovaciones en la teoría física
que suponen formas de descripción de estado divergentes de las que
son canónicas en la mecánica de masas puntuales han sido conside­
radas por muchos como la «bancarrota» de la física «determinista».
M uchos autores han emitido un juicio semejante con respecto al ad­
venimiento de la teoría del campo electromagnético, de la mecánica
estadística, de la teoría general de la relatividad, y, más recientemen­
te, de la teoría cuántica. Pero la identificación del determinismo con

378
el mecanicismo es equivocada. Debem os mostrar ahora que hay al­
ternativas genuinas a la definición mecánica de estado y que una teo­
ría física puede ser rigurosamente determinista aunque utilice una de
estas maneras alternativas de especificar el estado de un sistema físico.
N o s llevaría demasiado lejos examinar en detalle una lista parcial
de teorías deterministas que no usan la descripción mecánica de es­
tado. Pero podem os indicar brevemente una manera sistemática de
clasificar tipos de descripción de estado alternativos de la definición
mecánica de estado e ilustrar algunos de ellos. C on ese objetivo en
vista, destaquemos algunas características genéricas de la descrip­
ción mecánica de estado. Observemos primero que se especifica el
estado mecánico de un sistema mediante dos variables de estado. Si
se refiere una masa puntual a un marco de referencia cartesiano, su
estado mecánico estará definido por seis coordenadas de estado, una
para cada una de las tres componentes de la posición y una para cada
una de las componentes de la velocidad. Por consiguiente, puesto
que un sistema físico al cual son aplicables directamente las técnicas
de análisis de la mecánica de partículas sólo contiene un número fi­
nito (aunque posiblemente muy grande) de masas puntuales, se es­
pecifica el estado mecánico de cualquier sistema mediante un núme­
ro finito de valores de las variables de estado. En segundo término,
cada coordenada es un valor instantáneo de una variable de estado,
de modo que el estado mecánico es un estado instantáneo. Final­
mente, cada coordenada representa una propiedad o una relación
que se atribuye a una masa puntual individual. Por ende, el estado
mecánico de un sistema representa lo que llamaremos una propiedad
individual, esto es, una propiedad que sólo puede ser predicada con
sentido de una masa puntual particular o de un conjunto de tales in­
dividuos tomados distributivamente, y no colectivamente.
Pero cada una de esas tres características de una descripción me­
cánica de estado form a parte de una familia de características alter­
nativas (o contrarias). En consecuencia, hay maneras alternativas de
definir descripciones de estado en las cuales se obtiene cada tipo
usando una característica contraria a la que es propia de la descrip­
ción mecánica de estado. Examinemos algunas de estas posibilidades
alternativas.

1. Es posible definir una descripción de estado en términos de un


número infinito de valores de algún conjunto de variables de estado.

379
D e hecho, se emplea una descripción de estado de tal tipo en las
«teorías de campo» de la física, como en la teoría electromagnética
de Maxwell. El estado de un campo electromagnético en un instante
dado está determinado por los valores de dos vectores — los vecto­
res del campo eléctrico y del campo magnético— en cada uno de los
puntos (que son infinitos en número) del campo. Aunque en este
caso se especifica el estado de un sistema mediante un número finito
(dos) de variables de estado, en realidad estas variables están defini­
das para cada punto de una región. En consecuencia, el estado de un
campo electromagnético en un instante dado sólo es conocido si, en
principio, se conoce el número infinito de valores de las dos varia­
bles de estado en ese instante.
Las teorías de campos se desarrollaron por primera vez en la físi­
ca en el estudio de los medios continuos, para cuyo análisis se nece­
sitaban ecuaciones diferenciales con derivadas parciales (a diferencia
de las ordinarias). Pero las teorías de campos también adquirieron
especial preeminencia en las investigaciones de procesos que im pli­
can la transmisión de perturbaciones con velocidades finitas, y cu­
yos mecanismos no pueden ser analizados de manera efectiva en
términos de fuerzas newtonianas que actúen instantáneamente «a
distancia». Las ondas eléctricas y magnéticas, por ejemplo, se propa­
gan con una velocidad finita. Además, la fuerza que ejerce una partí­
cula en movimiento y cargada eléctricamente sobre los polos m ag­
néticos no sólo depende de la distancia entre ellos, sino también de su
velocidad relativa y del carácter del medio en el cual se encuentran.
Por otra parte, la aceleración que experimenta un polo magnético a
causa del movimiento de una carga eléctrica no se produce a lo largo
de la recta que une al polo con la carga — como en el caso de la ace­
leración de un cuerpo inducida por una fuerza newtoniana como la
gravitación y cuya fuente está en otro cuerpo— , sino en una direc­
ción perpendicular a dicha recta. L a teoría del campo electromagné­
tico creada por Maxwell ofreció un esquema coherente de explicación
de los hallazgos experimentales de Coulom b, Ampére y Faraday; y
también proveyó de una herramienta matemática satisfactoria para
tratar las características formales distintivas de los fenómenos elec­
tromagnéticos. El enfoque de Maxwell halló al principio cierta resis­
tencia por parte de quienes se negaban a abandonar la concepción
mecánica de estado como base para la teoría electromagnética. Pero
con el tiempo, la teoría ocupó un lugar junto a la mecánica newto-

380
niana de partículas como sistema de ideas bien establecido para la
comprensión de un extenso dominio de hechos experimentales. En
verdad, pronto se hicieron serios intentos de presentar a la mecánica
misma simplemente como una rama especial de la teoría del campo
electromagnético, de m odo que perdió su tradicional preeminencia
como ciencia universal de la naturaleza.
Pero lo que queremos destacar en nuestro examen es que la teo­
ría electromagnética clásica posee una estructura determinista, a pe­
sar de que la descripción electromagnética del estado de un sistema
se define de manera diferente que en el estado mecánico. Así, si se
dan los valores de los vectores electromagnéticos para cada punto de
una región en un instante inicial, entonces, siempre que permanez­
can inalteradas las condiciones que limitan el problema, las ecuaciones
de Maxwell determinan unívocamente los valores de estos vectores
para esa región en cualquier otro instante.7 Conclusiones análogas
pueden sacarse de otros ejemplos de teorías de campo en la física,
com o la teoría de Fourier del flujo de calor o la teoría general de
la relatividad.

2. Puede definirse una descripción de estado en términos de los


valores de las variables en varios instantes diferentes o en términos
de sus valores durante un intervalo de tiempo. D e hecho, puede con­
siderarse que la descripción mecánica de estado pertenece, en cierto
sentido, a este último tipo. Pues en lugar de definir el estado mecá­
nico en términos de las posiciones y momentos simultáneos de las
partículas en un instante, se obtiene una descripción de estado esen­
cialmente equivalente a la anterior si se define el estado en términos
de las posiciones en dos instantes distintos solamente.
Pero hay ejemplos mejores y más interesantes de este tipo de des­
cripción de estado que no son simplemente formas equivalentes de
la forma patrón en la mecánica de partículas. Así, es sabido que
en las ciencias biológicas, particularmente en la práctica médica, las

7. Es evidente que el conjunto infinito de coordenadas necesario para espe­


cificar el estado electromagnético de un sistema no puede ser determinado me­
diante mediciones concretas en cada punto de una región. E s necesario adoptar
leyes especiales, basadas en un estudio empírico de las condiciones límites de un
problem a dado, que formulen los valores de los vectores de campo en función
de las posiciones.

381
predicciones concernientes a la conducta de un organismo habitual­
mente requieren información acerca de la historia del organismo, y
no simplemente acerca de su estado momentáneo. Pero aun dentro
de la física hay dominios de la investigación en los cuales se necesita
tal conocimiento histórico, al menos en ciertos niveles del análisis
teórico. Por ejemplo, en el estudio de la fatiga elástica de los metales
o de la histéresis magnética y eléctrica no basta especificar los valo­
res instantáneos de ciertas variables para predecir con éxito la con­
ducta posterior de los sistemas físicos en discusión. Así, cuando se
retuerce un cable elástico, las fuerzas que se ejercen sobre él pueden
dejar deformaciones permanentes, de m odo que el alambre no vol­
verá a su posición inicial de equilibrio. Por lo tanto, los movimien­
tos ulteriores del cable — sus retorcimientos y destorcimientos-— no
pueden ser predichos si sólo conocemos la torsión angular y la velo­
cidad angular del cable en un instante. En este caso debemos tener
información acerca de los valores de estas magnitudes a través de
toda la historia del cable, desde que se imprimieron por primera vez
sobre él fuerzas deformantes. El estudio de esta clase de problemas
ha conducido al desarrollo de lo que se llama a veces «mecánica he­
reditaria»; en esta rama de la física, se define el estado de un sistema
físico en términos de las sumas de los valores instantáneos de ciertas
funciones durante un intervalo de tiempo.8
L o s físicos matemáticos a veces consideran el uso de variables de
estado no instantáneas solamente como un recurso provisorio, hasta
que sea posible explicar los fenómenos hereditarios por una teoría
que utilice descripciones de estado instantáneas. Se ha sostenido, por
ejemplo, que la teoría molecular (o alguna otra form a de teoría mi­
croscópica), en principio, puede explicar los fenómenos m acroscó­
picos asociados con la fatiga de los metales. Por consiguiente, aun­
que se admite nuestra actual incapacidad técnica para establecer los
estados instantáneos de las moléculas, se sostiene que no podem os
aceptar como definitiva una teoría de los fenómenos hereditarios
que utilice variables de estado no instantáneas. A este respecto, Pain-
levé ha afirmado que «la noción según la cual es necesario conocer
todo el pasado de un sistema físico para predecir su futuro es la ne­
gación misma de la ciencia».9 Sin embargo, tal rechazo de las des­

8. Vito Volterra, Theory o f Functionals, Londres, 1930, págs. 147 y sigs.


9. Paul Painlevé, Les axiomes de la mécanique, París, 1922, pág. 40.

382
cripciones de estado no instantáneas sobre la base de un principio
general no parece tener un fundamento más firme que la dudosa su­
posición de que sólo las descripciones de estado del tipo usado en la
mecánica clásica pueden tener un carácter «definitivo». En conse­
cuencia, el rechazo reposa en el postulado de que si los fenómenos
macroscópicos no pueden ser explicados por teorías macroscópicas
que utilicen tales descripciones de estado, esos fenómenos deben ser
explicados por una teoría microscópica que emplee un tipo de des­
cripción de estado utilizado en la mecánica. Ahora bien, en abstrac­
to es posible, por supuesto, que algún día se realice el ideal laplaciano
de la ciencia, aunque la orientación actual del desarrollo científico
haga esto poco probable; y no es intrínsecamente absurdo perseguir
ese ideal, aunque pueda ser quijotesco. Por otra parte, el ideal lapla­
ciano no representa una condición lógica indispensable que deba sa­
tisfacer toda teoría física. Por lo tanto, no hay razones a priori para
sostener que una teoría que no utilice la descripción mecánica de es­
tado no pueda ser tan «definitiva» como otra que la utilice.
Pero sea como fuere, y esto es lo que nos interesa principalmen­
te por el momento, una teoría puede ser determinista con respecto a
su m odo de especificar el estado de un sistema, aun cuando la des­
cripción de estado se encuentre definida en términos de variables de
estado no instantáneas.

3. H ay otro tipo de variables de estado que exige nuestra aten­


ción. U na descripción de estado puede ser formulada en términos de
valores de una variable que represente una propiedad estadística
de una clase de elementos, y no de una propiedad que sólo pueda ser
predicada, con sentido, de individuos. Las descripciones de estado
de este tipo aparecen en la mecánica de los medios continuos, en la
medida en que los análisis teóricos emplean variables de estado (por
ejemplo, funciones de la densidad y vectores de tensión) que repre­
sentan valores promedio de magnitudes asociadas con propiedades
de masas puntuales. Pero las variables de estado de este tipo son es­
pecialmente distintivas de teorías que tienen un contenido estadísti­
co más pronunciado, como la mecánica estadística clásica y la teoría
cuántica moderna.
Puesto que tendremos ocasiones de referirnos repetidamente a
tales teorías estadísticas, es conveniente poseer un conocimiento ge­
neral de su carácter. Por lo tanto, esbozaremos en líneas generales las

383
características distintivas de la mecánica estadística clásica. Esta teo­
ría fue elaborada inicialmente para explicar las propiedades de los
gases, aunque luego se extendió su ámbito de aplicación, de modo
que cayeron dentro de su jurisdicción hasta cuestiones de astrofísi­
ca. Pero en su form a original, la teoría suponía que un gas es un agre­
gado de un número muy grande de partículas o moléculas minúscu­
las, cuyos movimientos pueden ser analizados en términos de las
ecuaciones newtonianas de la mecánica. Por otra parte, no es real­
mente posible establecer el estado mecánico de tal sistema de molé­
culas. Además, aunque pudiéramos hacerlo, seríamos incapaces de
predecir los estados mecánicos futuros del sistema a causa de las gra­
ves dificultades matemáticas que presenta el problema de resolver
un número enorme de ecuaciones diferenciales simultáneas del m o­
vimiento. Para eludir estas dificultades se adoptó un enfoque esta­
dístico, de m odo que, aunque no se pueda predecir el movimiento
individual de las moléculas, sea posible, en cambio, predecir ciertos
valores promedios de magnitudes asociadas a esos movimientos indi­
viduales.
Por consiguiente, se agregó una hipótesis estadística adicional a
las suposiciones newtonianas no estadísticas acerca de los m ovi­
mientos de las moléculas. Esta nueva hipótesis estipulaba que, du­
rante cualquier intervalo de pequeño tiempo, las moléculas de un gas
se encuentran en diversos estados mecánicos con grados de probabi­
lidad (o frecuencias relativas) especificados. Puede demostrarse en­
tonces que la probabilidad de que las moléculas estén en diversos es­
tados mecánicos es una cierta función de su energía cinética media.
Se desprende también de ello que hay una probabilidad enorme­
mente grande de que las moléculas se encuentren en estados mecáni­
cos que caen dentro de una subclase restringida del conjunto de to­
dos los estados mecánicos posibles. En resumen, aunque la mecánica
estadística no predice los movimientos individuales de las moléculas,
puede caracterizar una condición estable de equilibrio del sistema en
términos de ciertas propiedades estadísticas de los movimientos in­
dividuales de las moléculas. Estas propiedades estadísticas están repre­
sentadas por parámetros estadísticos, y resulta que un cierto número
de estos parámetros están asociados con magnitudes de propiedades
macroscópicas que pueden observarse en el gas. H asta ahora* sin
embargo, el análisis sólo se refiere a condiciones de equilibrio. Pero
se lo puede extender de manera que se aplique a sistemas de molécu­

384
las cuyos estados cambian con el tiempo, como en los problemas re­
lativos a la difusión de los gases o a los movimientos brownianos.
Para lograr esto, es necesario hacer suposiciones estadísticas adicio­
nales concernientes a la probabilidad de que las moléculas de un
conjunto de estados mecánicos se desplacen a otro conjunto de esta­
dos mecánicos con el transcurso del tiempo. L o s parámetros estadís­
ticos empleados en este análisis son las variables de estado de la teo­
ría, y es posible estimar los valores de los parámetros a partir de
datos experimentales. Por consiguiente, dados los valores de estas
variables de estado estadísticas para algún instante inicial, la teoría
establece unívocamente los valores de las variables de estado para
cualquier otro instante.
Aunque la mecánica estadística no predice los estados mecánicos
individuales de las moléculas de un gas, sería erróneo concluir de
esto que la mecánica estadística no es una teoría determinista. Pues,
en primer lugar, la mecánica estadística incluye las suposiciones de la
mecánica de partículas clásica, de m odo que, al menos en teoría, el
estado mecánico inicial de las moléculas individuales determina uní­
vocamente el estado mecánico en cualquier otro instante. Pero lo
más importante para la cuestión es qué la descripción de estado me­
cánico-estadística se formula en términos de variables de estado es­
tadísticas, no en términos de las variables de estado de la mecánica de
partículas. C on respecto a su propia manera de especificar el estado
de un sistema, la mecánica estadística es una teoría estrictamente de­
terminista.
Por ende, hay al menos tres pares de características genéricas con­
trarias que pueden caracterizar una descripción de estado. Se puede
especificar el estado de un sistema por un número finito o infinito de
valores de variables de estado; éstos pueden ser instantáneos o pue­
den ser medidas que representen características de un sistema duran­
te un período de tiempo no nulo; y las variables de estado pueden ser
parámetros individuales o estadísticos. Puesto que las alternativas co­
rrespondientes a cada uno de estos pares son lógicamente indepen­
dientes de las alternativas correspondientes a otro par, hay al menos
ocho tipos lógicamente posibles de descripciones de estado. La defi­
nición de estado de un sistema utilizada en la mecánica de partículas
clásica pertenece a uno de ellos, y ya hemos mencionado ejemplos de
otros tres tipos. Por otra parte, los tipos restantes no parecen haber
sido utilizados hasta ahora en la física moderna.

385
Este breve examen de las alternativas posibles a la definición me­
cánica de estado es esquemático e incompleto. Sin embargo, basta
para poner en evidencia que la mecánica clásica no es la única teoría
determinista de la física moderna, y nuestro análisis sugiere una de­
finición general de «determinismo» que abarca otras teorías además
de la mecánica de partículas clásica. Según esta definición, una teoría
es determinista si y sólo si, dados los valores de las variables de esta­
do para algún período inicial, la teoría determina lógicamente un
conjunto único de valores de esas variables para cualquier otro pe­
ríodo. Si se adopta esta definición, es incorrecto negar que una teo­
ría sea determinista por alguna de las dos razones siguientes: porque
no establezca tales correspondencias biunívocas entre los valores de
instantes diferentes de todo conjunto de magnitudes mencionado por
la teoría; o porque los Valores medidos experimentalmente de las va­
riables de estado teóricas no coincidan exactamente con los valores
teóricos.
Cabe observar un punto final de considerable importancia. N o es
posible suministrar una definición de «estado de un sistema» ade­
cuada para un tema de estudio empírico dado antes de elaborar una
adecuada teoría «causal» para ese tema.10 Se recordará que, al eluci­
dar la noción de sistema determinista, en este capítulo, primero de­
finimos el estado de un sistema S en función de propiedades perte­
necientes a una cierta clase K. En ese momento dijimos lo suficiente
como para hacer obvio que K no consiste en un conjunto arbitraria­
mente elegido de propiedades de S. L a discusión también puso en
claro que K no puede ser el conjunto de todas las propiedades de S,
aunque sólo sea porque tal definición de estado sería prácticamente
inútil. Tam poco es posible identificar en general a K con el conjun­
to de todas las propiedades observables de S. Pues no se puede su­
poner, com o demuestra la historia de la ciencia, que si S presenta las
mismas propiedades observables en dos instantes diferentes, se en­
cuentra en el mismo estado en esos instantes. Así, un sistema puede
manifestar características observables idénticas en dos instantes dis­
tintos y, no obstante esto, diferir en sus propiedades teóricas en esos
instantes. Por consiguiente, sólo sobre la base de alguna teoría «cau­

10. «C ausal» en el sentido explicado al comienzo de este capítulo, de m odo


que una teoría es causal si relaciona variaciones en el tiempo de un conjunto de
magnitudes con otras magnitudes.

386
sal» aceptada podem os decidir cuáles son las variables que serán
consideradas como variables de estado.
D e lo anterior se desprende que, al decir que una teoría causal es
determinista con respecto a la descripción de estado utilizada por esa
teoría, se está afirmando una perogrullada. Pues, como hemos visto,
un conjunto de variables sólo puede ser considerado como la clase
de variables de estado de un sistema si hay una teoría que sea deter­
minista con respecto a una descripción de estado definida por esas
variables.11 Pero, aunque sea perogrullesco afirmar esto, no es trivial
hacerlo. Por el contrario, el enunciado de que toda teoría causal es
determinista con respecto a su propia especificación del estado de un
sistema llama la atención sobre el importante hecho de que, si una
teoría causal está caracterizada, a pesar de esto, como «indeterminis­
ta» en algún sentido, el presunto indeterminismo debe ser elucidado
en términos de algunas características especiales que distinguen a la
descripción de estado que emplea la teoría. Esta conclusión nos
guiará al examinar la caracterización de indeterminista de la teoría
cuántica moderna y al considerar el estatus lógico del llamado «prin­
cipio de causalidad».
Entretanto, podemos resumir el examen hecho hasta ahora dicien­
do que hay alternativas genuinas a la definición mecánica del estado de
un sistema físico y que la posibilidad de elaborar teorías deterministas
de la física no depende del uso de las variables mecánicas de estado.

3. E l l e n g u a je d e l a m e c á n ic a c u á n t ic a

¿En qué contribuye el examen precedente a aclarar el presunto


indeterminismo de la mecánica cuántica moderna? Recordemos pri­
mero los fundamentos habituales que se alegan en apoyo de esta
afirmación.

11. Decir que v u ..., v 2, v k son variables de estado o que el conjunto \v x, ...,
v¿\ constituye una descripción de estado equivale a decir que hay funciones
dvt
(vx, ..., v k) tales q u e ------ = f x (v\, ..., v k), donde i = 1 , 2 , ..., k, y que las fun­

ciones formulan las relaciones postuladas por la teoría. Véase Philipp Frank,
D as Kausal^gesetz, Viena, 1932, págs. 145 y sigs.

387
L a teoría cuántica estuvo destinada a explicar una serie de leyes
experimentales concernientes a lo s fenómenos de radiación térmica
y de la espectroscopia, fenómenos que eran aparentemente inexpli­
cables sobre la base de la teoría clásica de la radiación. Pero luego la
teoría cuántica fue modificada y ampliada para que abarcara fenó­
menos de la óptica física, la cristalografía, la química y muchos otros
dominios especiales de la investigación. En su forma más reciente, es
posible desarrollar la teoría cuántica de dos maneras matemática­
mente equivalentes: o bien mediante el álgebra de matrices introdu­
cida por Heisenberg, o bien mediante el formalismo asociado a la
ecuación de onda de Schródinger. U sarem os como base de la discu­
sión esta última formulación, aunque ignoraremos prácticamente
todos los detalles técnicos de la teoría y los elementos de juicio ex­
perimentales en su favor. Habitualmente se formula esa teoría en
términos de un modelo y se postulan explícitamente varias especies
distintas de «partículas» y «procesos» subatómicos. C om o en el caso
de otras teorías, especialmente las teorías microscópicas, los elemen­
tos de juicio empíricos en favor de los postulados de la teoría cuán­
tica son lógicamente incompletos y están conectados con las supo­
siciones fundamentales mediante largas cadenas de deducciones y
muchas hipótesis subsidiarias. Además, los elementos de juicio em­
píricos no están en un acuerdo total con las leyes numéricas deduci­
das de la teoría, si bien las discrepancias caen, en general, dentro de
los límites del error experimental. En estos aspectos, no hay nada
nuevo en la teoría cuántica.
Sin embargo, la interpretación corriente de los elementos de jui­
cio experimentales de la teoría cuántica llega a la conclusión de que
en ciertas situaciones algunos de los elementos subatóm icos postu­
lados (como los electrones) tienen propiedades características de las
partículas, mientras que en otras situaciones manifiestan propieda­
des características de las ondas. Esta «naturaleza dual» aparente de
sus elementos fundamentales es un signo distintivo de dicha teoría y
ha sido la fuente de mucho desconcierto y muchas especulaciones.
Pero la característica de la mecánica cuántica que ha precipitado la
discusión actual sobre el determinismo en la física y que constituye
el fundamento habitual para considerar la mecánica cuántica como
una teoría «indeterminista» es el conjunto de fórmulas lógicamente
derivables de las suposiciones de la teoría y conocidas com o las «re­
laciones de incertidumbre de Heisenberg». Una de estas relaciones

388
está expresada mediante la fórmula Ap Aq ^ h/4n. En esta fórmula,
las variables «p» y «q » son interpretadas comúnmente como las co­
ordenadas instantáneas de la «cantidad de movimiento» y la «posi­
ción», respectivamente, de un electrón o de otro elemento subató­
mico, y « ¿ » , como la constante universal de Planck. Por otra parte,
«Ap» es interpretado como el coeficiente de dispersión (o de des­
viación, también llamado a veces «incertidumbre») con respecto al
valor medio de la cantidad de movimiento en un instante dado; aná­
logamente, con «Aq». La fórmula afirma, por lo tanto, que, en cual­
quier instante dado, el producto de las dispersiones de la cantidad de
movimiento y la posición de una «partícula» subatómica nunca es
menor que h/4it. Por consiguiente, puede interpretarse esta form a de
la relación de incertidumbre de Heisenberg como equivalente a la
afirmación de que, si se mide con gran precisión una de esas coorde­
nadas, no es posible obtener simultáneamente un valor de la preci­
sión que se desee para la coordenada conjugada. Por ejemplo, si q
tiende a 0, p debe ser enormemente grande y, para propósitos prác­
ticos, «infinita». En consecuencia, si una medición nos permite de­
terminar con gran exactitud la posición de un electrón en un instan­
te dado, no hay medición posible que permita asignar un valor
preciso a la cantidad de movimiento (y, por consiguiente, a la velo­
cidad) de la partícula en ese instante.
El argumento que conduce a la conclusión según la cual la teoría
cuántica es indeterminista debido a las relaciones de incertidumbre
habitualmente toma la form a siguiente. En principio, es imposible
determinar con ilimitada precisión las posiciones y las cantidades de
movimiento simultáneas de las partículas físicas elementales. En ver­
dad, las relaciones de incertidumbre afirman que la posición y la
cantidad de movimiento de una partícula en un instante dado no son
independientes una de otra, sino que están relacionadas de tal modo
que una locación espacial muy delimitada es incompatible con una
velocidad bien delimitada de la partícula. Las ecuaciones de la mecá­
nica cuántica, por lo tanto, no pueden establecer una corresponden­
cia única entre posiciones y cantidades de movimiento precisas en
un instante dado y posiciones y cantidades de movimiento precisas
en otros instantes. Sin embargo, la teoría cuántica permite calcular la
probabilidad de que una partícula tenga una cantidad de movimien­
to específico cuando tiene una posición dada, y viceversa. Por consi­
guiente, la teoría cuántica no tiene una estructura determinista, pero

389
tiene intrínsecamente un contenido estadístico; y los éxitos indiscu­
tibles de la teoría deben ser considerados como indicio de que el
«principio de causalidad» es inaplicable al dominio de los procesos
subatóm icos.12
Antes de examinar este argumento y su conclusión será conve­
niente mencionar brevemente algunos de los comentarios que han
hecho los físicos sobre las relaciones de incertidumbre y la «natura­
leza dual» de los elementos subatómicos. U na interpretación muy
difundida y,prim afacie, plausible de las relaciones de incertidumbre
es la de que éstas formulan las variaciones relativamente grandes
pero intrínsecamente impredecibles de ciertas características de las
partículas y los procesos subatómicos, variaciones que son producidas
por la interacción de estos últimos con los instrumentos utilizados
para medir esas características. Por ejemplo, Heisenberg declaraba
que, cuando se miden objetos en gran escala, los efectos provocados
en esos objetos por los procesos de medición pueden ser desprecia­
dos, puesto que las magnitudes de las perturbaciones originadas son
relativamente pequeñas. En cambio, en la física subatómica,

la interacción entre el o b servad or y el objeto p ro vo ca cam bios in con tro­


lables y grandes en el sistem a observad o, deb ido al carácter discontinuo
de los p ro cesos atóm icos. L a consecuencia inm ediata de esta circunstan­
cia es que, en general, to d o experim ento realizado para determ inar una
m agnitud num érica convierte en ilu sorio el conocim iento de otras m ag­
nitudes, pues las perturbaciones incontrolables del sistem a observad o al­
teran los valores de las cantidades determ inadas previam ente.13

Por otra parte, a menudo se considera que la dualidad onda-par­


tícula atribuida a elementos como los electrones indica que hay lími­

12. Véase Richard C . Tolm an, The Principies o f Statistical M echanics, O x ­


ford, 1938, pág. 187; y también P. W. Bridgm an, Reflections o f a Physicist, N u e ­
va Y ork, 1950, pág. 135.
13. Werner Heisenberg, The Physical Principies o f the Q uantum Theory,
Chicago, 1930, pág. 3. Véase también N iels Bohr: «A hora bien, el postulado
cuántico implica que toda observación de fenómenos atómicos supone una
interacción con el medio de observación que no puede ser despreciada. P or con­
siguiente, no puede atribuirse a los fenómenos ni a los medios de observación
una realidad independiente, en el sentido habitual». Atom ic Theory an d the
D escription o f N atu re¡ Londres, 1934, pág. 54.

390
tes a la interpretación del formalismo de la mecánica cuántica en tér­
minos de las nociones tradicionales de espacio y tiempo. Se ha soste­
nido, por ejemplo, que debemos renunciar a tomar com o esquema
universal de análisis la familiar costumbre de describir la naturaleza
mediante la especificación de las propiedades y relaciones de individuos
ubicados espaciotemporalmente; y se nos aconseja que abandone­
mos la esperanza de explicar «todos los fenómenos como relaciones
entre objetos en el espacio y el tiempo». En verdad, la inaplicabili-
dad del principio de causalidad a los procesos subatómicos, se ha
afirmado, deriva totalmente del hecho de que, si bien no es posible
describir de esta manera los procesos subatómicos, toda aplicación
de dicho principio presupone la posibilidad de tal descripción. Pero
si se abandona el modo tradicional de descripción y análisis en el do­
minio subatómico, continúa el argumento, podem os evitar atribuir
una dualidad onda-partícula a los electrones y, al mismo tiempo, p o ­
demos conservar el principio de causalidad. Así, según Heisenberg,
la descripción de procesos atómicos en términos espaciotemporales,
por una parte, y la validez exacta del principio de causalidad para los
procesos atómicos, por otra,

representan aspectos complementarios y mutuamente excluyentes de


los fenómenos atómicos. Esta situación se refleja claramente en la teoría
que se ha elaborado. Existe un cuerpo de leyes matemáticas exactas,
pero no se las puede interpretar como expresión de relaciones simples
entre objetos que existen en el espacio y el úempo. Las predicciones ob­
servables de esta teoría pueden ser descritas aproximadamente en tales
términos, pero no de manera exclusiva, pues el cuadro ondulatorio y el
corpuscular poseen ambos la misma validez aproximada. Esta indeter­
minación del cuadro del proceso es un resultado directo de la indeter­
minación del concepto de «observación»: no es posible decidir, como
no sea arbitrariamente, qué objetos deben ser considerados como parte
del sistema observado y cuáles forman parte del equipo del observador.
En las fórmulas de la teoría esta arbitrariedad a menudo permite utilizar
métodos analíticos muy diferentes para el tratamiento de un mismo ex­
perimento físico.14

14. Heisenberg, op. cit. Análogamente, Bohr afirma que la representación


de Schródinger de procesos atómicos por la ecuación de onda implica que «en
la interpretación de las observaciones es inevitable un renunciamiento funda­
mental en lo concerniente a la descripción espaciotem poral». Op. cit., pág. 77.

391
Heisenberg, en consecuencia, propuso el siguiente dilema. Pode­
mos interpretar las ecuaciones de la teoría cuántica como descrip­
ciones de procesos subatómicos en términos espaciotemporales co­
rrientes, pero (debido a las relaciones de incertidumbre) al precio de
abandonar las explicaciones deterministas de esos procesos. Por otra
parte, podem os conservar tales explicaciones, pero al precio de re­
nunciar a la posibilidad de interpretar las ecuaciones de la teoría
com o si se refirieran a individuos y a procesos localizados en el es­
pacio y en el tiempo. Así, ambos cuerpos del dilema suponen reajus­
tes radicales en las maneras tradicionales de estudiar los procesos fí­
sicos.

2. Pero a pesar de la elevada autoridad del defensor de estas in­


terpretaciones de las relaciones de incertidumbre y de la fuente de la
dualidad onda-partícula atribuida a los electrones, los comentarios
expuestos, tal como se hallan form ulados, no son totalmente claros
ni convincentes.

a. Considerem os primero la afirmación de que las relaciones de


incertidumbre expresan las «incertidumbres» engendradas por las
interacciones entre los objetos medidos y los instrumentos de medi­
ción, y que, en consecuencia, no puede mantenerse la distinción clá­
sica entre «observado» y «observador» en la física subatómica, ex­
cepto de una manera arbitraria. A veces se presenta esta afirmación
como si las relaciones de incertidumbre fueran las conclusiones de
un examen puramente fáctico de las mediciones de laboratorio que
se han realizado para poner a prueba la teoría cuántica y, por ende,
com o si estuvieran fundadas en bases puramente inductivas, inde­
pendientemente de la aceptación o el rechazo de la teoría cuántica.
Sin embargo, tal afirmación pone el carro delante del caballo. Pues
las alteraciones «incontrolables» e «impredecibles» que, según se
dice, sufren los electrones cuando interactúan con los instrumentos
de medición no constituyen la prueba [evidence] de las relaciones de
incertidumbre, sino que forman parte de las consecuencias que se ex­
traen de dichas relaciones. Esto resulta manifiesto si nos pregunta­
mos qué fundamentos tenemos para sostener que las alteraciones
son incontrolables e impredecibles, y si recordamos que las pertur­
baciones producidas por los instrumentos de medición en los obje­
tos medidos fueron plenamente reconocidas en la física clásica. En

392
ésta, sin embargo, el alcance de tales perturbaciones puede ser eva­
luado con precisión, en principio, con la ayuda de leyes físicas esta­
blecidas, de m odo que el mero hecho de que haya tales perturbacio­
nes no conduce a las relaciones de incertidumbre. Sin embargo,
según las relaciones de incertidumbre de Heisenberg, las alteracio­
nes producidas en los electrones por las mediciones que se realizan
sobre ellos no pueden ser calculadas ni siquiera en principio porque
en este caso los electrones sufren «cambios incontrolables». Por lo
tanto, la afirmación de que los cambios alegados son realmente im­
predecibles no puede ser meramente una conclusión inductiva de­
rivada de los resultados de las mediciones de laboratorio. Es una
conclusión basada en las relaciones de incertidumbre, y, en conse­
cuencia, en las suposiciones de la teoría cuántica de las cuales derivan
lógicamente dichas relaciones.
Cabe observar, además, que las relaciones de Heisenberg no p o ­
nen límites a la precisión con la cual puede medirse, por ejemplo, la
coordenada de posición de un electrón. Estas relaciones simplemen­
te ponen límites a la precisión con la cual pueden determinarse los
valores simultáneos de las coordenadas de posición y de cantidad de
movimiento. Por consiguiente, a pesar de la supuesta interacción en­
tre un electrón y el aparato usado para medirlo, cualquiera de las
coordenadas del electrón tomada aisladamente puede ser medida, en
principio, con absoluta precisión. En consecuencia, no es convin­
cente el argumento de que no se puede establecer con precisión ili­
mitada las posiciones y las cantidades de movimiento simultáneas de
los electrones, alegando que se producen perturbaciones en los elec­
trones cuando se los observa. En resumen, la imposibilidad de tal
precisión ilimitada se deduce de las relaciones de incertidumbre y no,
como se sostiene a veces, simplemente de los hechos experimentales
conocidos concernientes a los efectos que producen los instrumen­
tos «observadores» sobre los objetos «observados» de la medición.

b. Pasemos ahora a los comentarios de Heisenberg sobre el ori­


gen de la «naturaleza dual» comúnmente atribuida a electrones, pro­
tones y otros elementos subatómicos. Evidentemente, su afirmación
de que las nociones espaciotemporales tradicionales no son adecua­
das para «describir» procesos subatómicos es desconcertante. Pues,
¿de qué otra manera deben describirse los procesos, cabe preguntar­
se, si no es en términos espaciotemporales? Sin embargo, es posible

393
que el acento principal de sus observaciones quede oculto por esta
formulación oscura. En realidad, hay razones para sospechar que el
punto central de sus comentarios es que, cuando se dice que los elec­
trones y otros elementos similares son «partículas» u «ondas», estas
caracterizaciones se emplean en gran medida bajo el control de cier­
tas analogías formales y no deben ser tomadas literalmente. ¿Es p o ­
sible que los elementos postulados en la física subatómica no puedan
ser descritos en términos espaciotemporales, no porque éstos sean
inadecuados, sino porque los electrones, protones, etc., no son par­
tículas u ondas en el sentido familiar de estos términos, sentidos que
ha establecido la física clásica para objetos macroscópicos? Esta su­
gerencia parece digna de ser examinada, cualquiera que haya sido la
intención real de los comentarios de Heisenberg. Si la sugerencia tiene
méritos, la interpretación usual de las relaciones de incertidumbre,
no sólo requiere ciertas enmiendas sino que también debe tomarse
con reservas la idea de que la mecánica cuántica no es una teoría de­
terminista. Examinaremos, por ende, más detenidamente el lenguaje
de la teoría cuántica, con el propósito de aclarar estas cuestiones.

I. El form alismo matemático de la mecánica cuántica es un resul­


tado y una adaptación del formalismo y la notación desarrollados
antes en la física clásica. En consecuencia, los elementos subatóm i­
cos postulados por la teoría cuántica con frecuencia son descritos
en el lenguaje utilizado habitualmente para describir masas puntua­
les en la mecánica clásica. En particular, ciertas coordenadas asocia­
das en la teoría cuántica a los electrones son llamadas coordenadas
de «posición» y de «m om ento». Es muy natural, entonces, que el
uso del lenguaje de la física clásica para formular las suposiciones de
la mecánica cuántica produzca a menudo la impresión de que, según
la concepción de los electrones que sustenta la mecánica cuántica, un
electrón posee una posición determinada y un momento determi­
nado en cada instante. Por otra parte, debido a las relaciones de in­
certidumbre, quienes usan este lenguaje frecuentemente se sienten
compelidos a agregar que, no obstante, es imposible determinar con
ilimitada precisión la posición y la cantidad de movimiento simultá­
neas de una «partícula» subatómica. H ay poca distancia de aquí a la
conclusión, aparentemente implicada por el lenguaje utilizado, de
que, si bien las partículas subatómicas poseen una posición determi­
nada y una cantidad de movimiento determinada en todos los ins­

394
tantes, es intrínsecamente imposible descubrir los valores simultá­
neos precisos de estas coordenadas. Sea como fuere, a menudo esta
conclusión sirve como parte de las razones para sostener que la me­
cánica cuántica es indeterminista.
Sin embargo, si esa conclusión fuera realmente exigida por la me­
cánica cuántica, la situación sería aún más desconcertante que la
planteada por la suposición del espacio absoluto en la mecánica
newtoniana. Aunque la teoría newtoniana excluye la posibilidad de
distinguir, sobre la base de cualquier experimento mecánico, entre el
reposo y la velocidad uniforme con respecto al espacio absoluto, la
teoría suministra un criterio presunto para identificar los movimien­
tos acelerados relativos al espacio absoluto. Además, la teoría new­
toniana, en principio, no excluye la posibilidad de que pueda idear­
se algún experimento no mecánico (por ejemplo, un experimento
óptico) para distinguir entre el reposo absoluto y la velocidad uni­
forme absoluta. En cambio, si se concibe la teoría cuántica de acuer­
do con la conclusión anterior, se nos exige sostener que, si bien un
electrón tiene en teoría posiciones y cantidades de movimiento de­
terminadas en todos los instantes, cuando se establece la posición
precisa en un instante dado, entonces no hay experimento que per­
mita descubrir siquiera el valor aproxim ado de la cantidad de movi­
miento. N o es de extrañar, pues, que los investigadores que aceptan
la conclusión anterior por considerarla bien fundada a menudo sos­
tengan que la mecánica cuántica exige, al menos, el parcial abandono
del ideal de verificabilidad que ha regido el desarrollo de una parte
tan considerable de la física moderna.
Sin embargo, esta desconcertante situación parece ser, en gran
medida, el resultado de caracterizar los electrones y otros elementos
postulados como «partículas», pero pasando por alto el hecho de
que esta caracterización se basa, en el mejor de los casos, solamente
en analogías parciales entre el formalismo matemático de la mecáni­
ca clásica y el de la mecánica cuántica. En realidad, en ciertos con­
textos, se reemplaza el lenguaje que llama «partícula» a los electro­
nes por el lenguaje que los llama «ondas», porque cada una de estas
analogías sólo es parcial y falla en diversos puntos. Pero, a la inver­
sa, la caracterización de los electrones como «ondas» también repo­
sa en tales analogías parciales entre las estructuras simbólicas de la
mecánica clásica y la mecánica cuántica. En consecuencia, muchas
exposiciones de la teoría cuántica están formuladas en una mezcla no

395
siempre bien graduada de dos m odos de lenguaje distintos ninguno
de los cuales es siempre apropiado o totalmente libre de asociaciones
engañosas. Es indudable, por supuesto, que la terminología de «par­
tículas» y «ondas» es sugerente y heurísticamente valiosa. Pero la
utilidad de esta terminología no debe ocultarnos el hecho de que se
la emplea analógicamente y no debe ser concebida en sentido literal.

II. Examinemos esta cuestión más detenidamente. Las suposi­


ciones fundamentales de la teoría cuántica se hallan expresadas me­
diante un simbolismo matemático sumamente complejo. En la versión
de Schródinger desempeña un papel central una ecuación diferencial
que tiene la form a general de la «ecuación de onda» clásica. C om o
sucede en todas las teorías, es necesario establecer definiciones coor­
dinadoras para cierto número de términos no lógicos que aparecen
en este formalismo matemático, a fin que sea posible derivar de la
teoría enunciados experimentalmente testables. U na vez estableci­
das tales definiciones coordinadoras, el contenido empírico de la
teoría queda determinado, por el momento. Por otra parte, y como
ya se ha sostenido en un capítulo anterior, desde el punto de vista es­
trictamente lógico no es esencial ofrecer un «m odelo» para la teoría
que ilustre el contenido estructural de ésta de una manera más o me­
nos «pictórica». Sin embargo, la posesión de tales modelos para una
teoría presenta grandes ventajas psicológicas. En consecuencia, con­
siderando su objetivo la obtención de estos modelos, los físicos fre­
cuentemente formulan el contenido de la mecánica cuántica en el
lenguaje de partículas y ondas concebidas a la manera clásica, a cau­
sa de ciertas analogías entre las estructuras formales de la mecánica
clásica y la mecánica cuántica.15
Pero todo modelo para la teoría cuántica debe satisfacer las ecua­
ciones formales de la teoría. Estas ecuaciones definen im plícitamen­
te los elementos y procesos subatóm icos postulados por cualquier
modelo de la teoría. Por consiguiente, sean cuales fueren las otras ca­
racterísticas que puedan poseer esos elementos postulados, al menos
deben tener las características estructurales estipuladas por las ecua­
ciones. En consecuencia, todas las fórmulas lógicamente implicadas

15. Linus C . Pauling y E. Bright W ilson aclaran m uy bien este punto en el


párrafo de su lntroduction to Q uantum Mechanics que hemos citado en la nota
4 de la página 158.

396
por los postulados fundamentales de la teoría cuántica — por ejem­
plo, las relaciones de incertidumbre de Heisenberg— son también,
en efecto, definiciones implícitas que imponen restricciones sobre
los elementos componentes de cualquier modelo para la teoría. En
resumen, ningún sistema físico hipotético puede ser totalmente ade­
cuado para la teoría cuántica, si ciertas características del sistema no
satisfacen las relaciones de incertidumbre.
Se desprende de lo anterior que si se interpretan las variables «p»
y «q », que deben satisfacer las relaciones de incertidumbre, como las
medidas, respectivamente, de la cantidad de movimiento y de la «p o ­
sición» de un electrón, entonces, a pesar de los nombres que se apli­
quen a esas características medibles de los electrones, no se las pue­
de identificar con características de partículas llamadas «cantidad de
movimiento» y «posición» en la física clásica. Pues es evidente que,
aunque «p» y «q » son llam adas en la mecánica cuántica «coordena­
das de la cantidad de movimiento» y «de la posición» ahora se están
usando esas palabras en un sentido desusado. En la mecánica clásica,
tales palabras son usadas de tal m odo que una partícula siempre tie­
ne una posición determinada y, simultáneamente, una cantidad de
movimiento determinado, y en teoría es posible establecer con ilimi­
tada precisión la posición y la cantidad de movimiento. En este con­
texto, carece de sentido decir que una partícula tiene una posición
determinada pero no una cantidad de movimiento determinada, o
que es lógicamente imposible descubrir el valor preciso de uno pero
no del otro. Pero en la mecánica cuántica los usos establecidos para
esas palabras son manifiestamente diferentes. Por tanto, si, de acuer­
do con las suposiciones de la teoría cuántica, se dice que un electrón
es una «partícula» que posee magnitudes representadas por los sím­
bolos «p» y «q » cuyos valores simultáneos no es posible establecer
con ilimitada precisión, ni siquiera en principio, entonces, o bien la
palabra «partícula» es usada en algún sentido pickwickiano, o bien
tales símbolos no pueden representar cantidades de movimiento y
posiciones en el sentido clásico de estas palabras.

III. N iels Bohr ha llegado a una conclusión similar, aunque so­


bre la base de consideraciones diferentes.16 Expondremos su argu­

16. Pero otros físicos destacados también han esgrimido argumentos en su


favor. Por ejemplo, H eisenberg observa que la «relación de incertidumbre espe­

397
mentó en líneas generales. A una interpretación de un conjunto de
postulados llamémosla «uniformemente completa», si a) se asigna
una interpretación a cada término no lógico empleado en los postu­
lados, y b) si la interpretación no cambia para todos los contextos de
aplicación de los postulados. En el caso de una interpretación uni­
formemente completa, pues, nunca se da el caso de que un término
no lógico no reciba una interpretación en algún contexto o reciba in­
terpretaciones diferentes. Ahora bien, según Bohr, una interpreta­
ción uniformemente completa del form alismo de la mecánica cuán­
tica, en términos de un modelo subatómico cuyos elementos posean
las características habituales de los objetos m acroscópicos (tales
como posiciones y velocidades precisas), da como resultado la atri­
bución de una paradójica «naturaleza dual» a esas entidades subató­
micas, de m odo que éstas poseerán atributos corpusculares y ondu­
latorios al mismo tiempo. Para evitar esta paradoja, por lo tanto, es
necesario abandonar tales interpretaciones. Por otra parte, la razón
para asignar atributos corpusculares y ondulatorios a los electrones
es que la descripción más conveniente de los elementos de juicio em­
píricos en favor de la teoría cuántica se realiza usando el lenguaje ela­
borado para hablar de partículas y ondas clásicas. En realidad, los
elementos de juicio empíricos para cualquier teoría se extraen inevi­
tablemente del dominio macroscópico, y para describir ordenamien­
tos u observaciones experimentales, no tenemos más alternativa que
usar el lenguaje común de la experiencia en bruto, adecuadamente

cifica los límites dentro de los cuales puede aplicarse el cuadro corpuscular. El
uso de las palabras “ posición” y “velocidad” con una exactitud que exceda de la
dada por la ecuación de incertidumbre es tan carente de sentido com o el uso de
la palabra cuyo significado no está definido». Op. cit., pág. 6 . Tam bién Von
N eum ann observa que sería totalmente carente de sentido distinguir entre un
término «p.q.» y un término «q.p.», com o se hace en la física cuántica, si se los
concibe en el sentido especificado p or la física clásica. (J. von N eum ann, M a-
thematische Grundlagen der Quantenmechanik, Berlín, 1932, pág. 6; traduc­
ción inglesa: M athem atical Foundations o f Quantum Mechantes, Princeton,
1955, pág. 9.) Y Schródinger declaraba que «el objeto al que se refiere la mecá­
nica cuántica [...] no es un punto material en el viejo sentido de la palabra. [...]
N o debe ponerse en duda ni pasar en cauto silencio (com o se hace en algunos
sectores) que el concepto de punto material ha sufrido un cambio considerable
que todavía no se alcanza a comprender completamente». Erwin Schródinger,
Science an d the H um an Temperament, N ueva Y ork, 1935, págs. 71-72.

398
complementada con la terminología de la física clásica. Sin embargo,
según el juicio de Bohr:

[...] los elem entos de juicio o bten idos en diferentes condiciones experi­
m entales no pueden ser ab arcados dentro de un so lo cuadro, sino que
deben ser con siderados co m o com plem éntanos en el sentido de que só lo
la totalidad de lo s fenóm enos ago ta la in form ación que es p o sib le lograr
acerca de los o b je to s .17

Por consiguiente, aunque no se puede dar una interpretación satis­


factoria uniformemente completa de la mecánica cuántica basada en
un solo modelo, es posible interpretar satisfactoriamente la teoría para
cada situación experimental concreta a la cual se aplique la misma.
Más específicamente, la idea de Bohr es que hay situaciones expe­
rimentales dentro de las cuales se puede asignar un significado definido
a la expresión «posición de un electrón»; hay otras situaciones expe­
rimentales en las cuales puede emplearse significativamente la expre­
sión «cantidad de movimiento de un electrón»; pero no hay ninguna
situación experimental en la cual se le pueda dar un sentido experi­
mental a la expresión «posición y cantidad de movimiento de un elec­
trón». En el análisis de Bohr, por lo tanto, la imposibilidad de asignar
valores simultáneos precisos a las coordenadas conjugadas (por ejem­
plo, a las llamadas coordenadas de la «posición» y de la «cantidad de
movimiento») es simplemente una consecuencia de dos hechos: el he­
cho de que cada coordenada puede ser interpretada, no uniformemen­
te y de manera constante para todo contexto, sino de manera diferen­
te para cada tipo de situación experimental a la cual pueda aplicarse la
teoría cuántica; y el hecho de que no hay contextos en los cuales pue­
da asignarse un sentido experimentalmente significativo a ambas coor­
denadas simultáneamente. U n tipo de ordenamiento experimental
adecuado para medir lo que se llama la «posición» de un electrón fija,
así, el significado de la expresión «la posición de un electrón» dentro
de un conjunto limitado de contextos; y análogamente para la expre­
sión «la cantidad de movimiento de un electrón». Sin embargo, los
dos tipos de situaciones experimentales no se superponen y, por lo

17. N iels Bohr, «D iscussion with Einstein on Epistem ological Problems in


Atom ic Physics», en A lb en Einstein, Philosopher-Sdentist (comp. Paul A.
Schilpp), Evanston, 111., 1949, pág. 210.

399
tanto, deben ser distinguidas. En resumen, puesto que no se puede
instituir ningún ordenamiento experimental en el cual ambas expre­
siones puedan ser interpretadas simultáneamente, es trivial la deduc­
ción de que ninguna medición puede asignar valores precisos a ambas
coordenadas conjugadas simultáneamente. Pero también se despren­
de que no es posible interpretar las palabras «partícula», «posición» y
«cantidad de movimiento» tal como se las usa en la teoría cuántica
con los sentidos que se les asigna en la física clásica.18

IV. Podemos colocar esta conclusión en una perspectiva clarifi­


cadora si recordamos otra adaptación históricamente importante del
lenguaje común a nuevos usos: la gradual extensión de la palabra
«núm ero» desde su contexto original como nombre de los enteros
cardinales y ordinales hasta su uso actual com o nombre de entidades
matemáticas de un dominio mucho más vasto. C om o es bien sabido,
las operaciones de adición y multiplicación, y sus inversas, fueron
desarrolladas primero en conexión con los números cardinales y
luego se las empleó para definir diversas propiedades de los cardina­
les (como par e impar, número primo, cuadrado perfecto, etc.). Pero,
posteriormente, se llegó a aplicar la palabra «núm ero» a las razones
de números cardinales (representadas habitualmente como fraccio­
nes), debido, en gran medida, a que es posible definir ciertas opera­
ciones entre las razones que son muy semejantes a las operaciones
familiares con los cardinales. Así, es posible, «sum ar» y «m ultipli­
car» razones, y estas operaciones distintivas con las razones mues­
tran tipos de relaciones que, hasta cierto punto, son abstractamente
similares a los que manifiestan la adición y la multiplicación de nú­
meros cardinales. Por ejemplo, la adición y la multiplicación son
operaciones conmutativas y asociativas tanto en los cardinales como
en las razones; así: a + b = b + a, y a + (b + c) = {a + b) + c. Por otra
parte, la multiplicación de razones siempre tiene una inversa; es de­
cir, la división de una razón por una segunda siempre da una tercera
razón, con la restricción habitual sobre la división por razones
«cero». E sto no ocurre en la multiplicación de cardinales; vale decir,
la división de un cardinal por otro no siempre da un tercer cardinal.
Además, aunque es posible definir ciertas propiedades de las razones
que son formalmente análogas a ciertas propiedades de los cardina­

18. Ibid., págs. 232-235.

400
les, éstos tienen diversas propiedades para las que no hay análogas en
las razones. Por ejemplo, tanto las razones como los cardinales pue­
den ser cuadrados perfectos. Pero, aunque tiene sentido preguntar si
un número cardinal dado es impar, en cambio no tiene sentido plan­
tear una pregunta semejante acerca de una razón dada, simplemente
porque el predicado «ser impar» no está definido para las razones.
Vale la pena observar, a este respecto, que nuestra incapacidad de
responder a la pregunta de si % , por ejemplo, es impar, no tiene su
fuente en una insuficiencia temporal de nuestro conocimiento ni en
una presunta naturaleza intrínsecamente incognoscible de las razo­
nes; nuestra incapacidad surge del simple hecho de que, para las ra­
zones, la pregunta no tiene un sentido definido.
Estas breves observaciones acerca de la justificación para extender
la palabra «número» a las razones se aplican, obviamente, a otras exten­
siones del «concepto de número», para abarcar aún otros tipos de en­
tidades matemáticas, como los números irracionales, los imaginarios y
los llamados «números con signo». Además estos comentarios son
también importantes para apreciar las razones por las cuales a ciertas
operaciones matemáticas se les ha dado nombres familiares tomados
de la aritmética, aunque dichas operaciones no se apliquen a números
en el sentido amplio de la palabra ni sean, en muchos aspectos, for­
malmente similares a las operaciones aritméticas de igual nombre. Por
ejemplo, se ha definido una operación llamada «multiplicación» para
ciertos tipos de conjuntos ordenados de números llamados «matri­
ces». Esta operación es asociativa, pero en general no es conmutativa,
de modo que, en algunos aspectos, es como la multiplicación aritméti­
ca, mientras que en otros es distinta de ésta. La escueta declaración de
que la multiplicación, por lo tanto, no siempre es conmutativa puede
ofrecer la apariencia de ser una profunda paradoja. Pero si surge algún
desconcierto por tal declaración, sólo surge si se pasa por alto el hecho
de que, si bien en su sentido original la palabra «multiplicación» deno­
ta una operación conmutativa, tal palabra ha sido adaptada a nuevos
usos. La operación que recibe ese nombre en el nuevo contexto no es
la misma operación que recibe igual nombre en el contexto anterior. Si
a pesar de esto se conserva la palabra para nombrar a ambas operacio­
nes, la razón de ello es que, aunque hay importantes diferencias entre
ellas, presentan también importantes analogías.
Análogamente, debe reconocerse que las palabras «posición»,
«cantidad de movimiento», «partícula» y «onda» de la teoría cuántica

401
están tomadas de la física clásica. Su introducción en la mecánica
cuántica ha estado orientada por importantes analogías formales en­
tre la teoría vieja y la nueva, y su extensión a este nuevo dominio ha
facilitado las formulaciones mecanicocuánticas y ha sugerido nuevas
vías de investigación. Pero cuando se emplean estas palabras en el
nuevo contexto, se las debe entender en función de las restricciones
que colocan sobre su uso los postulados de la teoría cuántica, y no
en términos de los sentidos que les asigna la física clásica. Por consi­
guiente, puesto que las reglas que gobiernan el uso de tales palabras
no son idénticas en los dos contextos, el significado que tienen en la
mecánica cuántica no puede ser el mismo que su significado históri­
co más familiar. Por lo tanto, es un desatino suponer, como han he­
cho algunos investigadores de la mecánica cuántica, que al mejorar
nuestras técnicas experimentales quizás podam os establecer los va­
lores simultáneos de las posiciones y las cantidades de movimiento
de los electrones, en los sentidos de «posición» y «cantidad de m o­
vimiento» fijados por la teoría cuántica actual. Tal suposición es si­
milar a la conjetura según la cual, mediante un estudio más intenso,
podríam os llegar a descubrir si la razón 2/ 3 es o no impar. Dicha su­
posición pasa por alto el punto fundamental de que, en virtud de las
relaciones de incertidumbre, la expresión «los valores simultáneos
precisos de la posición y la cantidad de movimiento de un electrón»
no tiene un sentido definido en la mecánica cuántica.
Aunque Heisenberg admite esto, y hasta insiste en ello, también
llega a ignorarlo cuando declara, en el pasaje anteriormente citado
(página 390), que si un experimento determina el valor de una m ag­
nitud (por ejemplo, la posición precisa de un electrón) «hace iluso­
rio el conocimiento de otras magnitudes» (por ejemplo, el del valor
de la cantidad de movimiento del electrón). Pues si no está definida
la expresión «los valores simultáneos precisos de la posición y la
cantidad de movimiento de un electrón», entonces no hay cantidad
de movimiento alguna que conocer en las circunstancias indicadas.
Por ende, es difícil comprender cómo puede ser «ilusorio» el cono­
cimiento de la presunta cantidad de movimiento de un electrón si,
com o indica el análisis, no hay cantidad de movimiento alguna de un
electrón que pueda ser objeto de conocimiento.19

19. Com entarios similares pueden hacerse en lo que respecta a la afirmación


de H eisenberg según la cual la física subatóm ica ha hecho discutible la distin-

402
4. E l in d e t e r m in is m o d e l a t e o r ía c u á n t ic a

Por consiguiente, la mecánica cuántica no puede ser caracteriza­


da válidamente como indeterminista solamente sobre la base de que
las relaciones de incertidumbre excluyen la posibilidad de valores
precisos para las «posiciones» y las «cantidades de movimiento» si­
multáneas de los electrones y otras «partículas» subatómicas. Si las
anteriores consideraciones son justas, estas palabras tienen sentidos
diferentes en la teoría cuántica de los que tienen en la física clásica.
En consecuencia, es un non sequitur concluir que las «posiciones» y
«cantidades de movimiento» que, según las relaciones de incerti­
dumbre, son conjugadamente «inciertas» constituyen las mismas ca­
racterísticas de partículas que en la mecánica clásica están sujetas a
determinación numérica precisa, de modo que, aunque la mecánica
clásica tiene una estructura determinista, la mecánica cuántica no la
tiene.

1. Además, hay otro punto que cabe destacar en el argumento


habitual que afirma la estructura indeterminista de la mecánica
cuántica. Dicho argumento supone tácitamente que, al igual que la
mecánica clásica de partículas, la teoría cuántica define el estado de
un sistema como el conjunto de valores instantáneos de la posición
y la cantidad de movimiento para toda partícula perteneciente al sis­
tema. Si esta suposición fuera correcta, indudablemente demostraría
lo que el argumento se propone demostrar. Pues, dado que nunca se
puede especificar para ningún instante el estado de un sistema así de­
finido, sería obviamente imposible, aun en principio, calcular el es­
tado de un sistema para cualquier otro instante. Pero de hecho, la
mecánica cuántica no define de esta manera el estado de un sistema.
Por consiguiente, aunque debe admitirse que la teoría cuántica no es
determinista con respecto a una descripción de estado que se supo­
ne definida en términos de posiciones y cantidades de movimiento
como variables de estado, de esto no se desprende que la teoría no

ción clásica entre «observador» y «observado» o entre «sujeto» y «objeto». Tal


afirmación sólo es inteligible suponiendo que los términos de esta distinción
tengan un sentido definido en la física cuántica y que este sentido sea el mismo
que en la física clásica. Pero ahora tenemos bases suficientes para poner en duda
tal suposición.

403
sea determinista con respecto a una descripción de estado definida
de manera diferente.
En realidad, un examen de las ecuaciones fundamentales de la
mecánica cuántica muestra que la teoría utiliza una definición de es­
tado muy diferente de la que emplea la mecánica clásica, pero que,
con respecto a su propia forma de descripción de estado, la teoría cuán­
tica es determinista en el mismo sentido que lo es la mecánica clási­
ca con respecto a la descripción mecánica de estado. Sin embargo, la
descripción de estado utilizada en la teoría cuántica es extraordina­
riamente abstracta, y si bien es posible analizar fácilmente su estruc­
tura formal, no se presta a una exposición no técnica intuitivamente
satisfactoria. Sea como fuere, en la formulación de Schródinger o de
la mecánica ondulatoria, la teoría cuántica emplea como descripción
de estado de un sistema una función llamada «función psi». L o s ar­
gumentos de esta función son, en general, coordenadas de «p osi­
ción» y de «tiem po». L a función debe satisfacer la ecuación de onda
fundamental del sistema en estudio; y debe ser continua, uniforme y
finita para toda la región en la cual está definida. Pero la característi­
ca de la función psi que tiene especial importancia para el presente
examen es que, dados los valores de la función para cada punto de la
región en un instante inicial, la ecuación de onda de Schródinger de­
termina un conjunto único de valores de la función en cualquier otro
instante. L a mecánica cuántica, por lo tanto, es una teoría totalmen­
te determinista con respecto a la descripción de estado mecánico-
cuántica definida por la función psi.
Pero, ¿qué representa la función Psi y cómo se la puede interpre­
tar? N o se la puede interpretar en términos de algún modelo físico
visualizable cuyas partes en movimiento sean partículas u ondas clá­
sicas. C om o ya se ha observado, todos los intentos de realizar tales
interpretaciones de la teoría cuántica dan modelos cuyos elementos
componentes tienen la «naturaleza dual» de ser corpusculares y on­
dulatorios. Sin embargo, la ausencia de una interpretación uniforme­
mente completa en términos de un modelo clásico no es fatal para el
uso efectivo de la mecánica cuántica. Com o muchas otras teorías de
la física, la mecánica cuántica formula sus suposiciones con ayuda
de diversas variables y funciones, la mayoría de las cuales no está aso­
ciada con una imagen pictórica ni con nociones experimentales iden-
tificables. Además, com o sucede con otras teorías físicas, en general
se establecen definiciones coordinadoras en términos de fenómenos

404
experimentalmente observables, no para las variables y funciones
primitivas de la mecánica cuántica tomadas aisladamente, sino para
ciertas combinaciones de ellas. En particular, se da una interpreta­
ción, no para la función Psi misma, sino para una cierta construcción
matemática en la cual figura la función.
En líneas generales, la interpretación corriente de la función Psi
es la siguiente. La función es, en general, compleja, en el sentido ma­
temático de «com pleja»; pero a partir de ella se puede llegar a una
expresión matemática (el cuadrado de su valor absoluto) que es real.
El cuadrado del valor absoluto de Psi es interpretado, entonces, como
la probabilidad de que los constituyentes elementales del sistema
para el cual está definida (por ejemplo, el sistema formado por el nú­
cleo y el electrón de un átomo de hidrógeno) se encuentren en di­
versos puntos del espacio.20 Pero esta interpretación de la función
Psi es aún totalmente formal, sobre todo a la luz de nuestro examen
anterior en el cual dijimos que la palabra «posición» en expresiones
de la teoría cuántica tales como «la posición de un electrón» es usa­
da en un sentido un poco pickwickiano. Por lo tanto, desarrollemos
la cuestión con un poco más de detalle.
Aunque la función Psi es la definición mecánico-cuántica de es­
tado, tanto Psi como las probabilidades asociadas al cuadrado de su
amplitud sólo son, en el fondo, parámetros auxiliares que desempe­
ñan en la teoría un papel de intermediarios. Son importantes por­
que permiten calcular otras probabilidades. Por ejemplo, los postu­
lados de la teoría especifican que los átom os sólo pueden hallarse en
ciertos estados energéticos; y es posible deducir los niveles de ener­
gía posibles de los átomos a partir de las ecuaciones de onda funda­
mentales para sistemas físicos form ados por átomos. Pero con ayu­
da de la función Psi, también podem os calcular las probabilidades
de que los átomos de estados de energía determinados tengan cier­
tos diámetros medios. Además, la teoría especifica que, cuando un
átomo emite o absorbe radiación de una determinada longitud de
onda pasa de un nivel de energía a otro. C on ayuda de la función

20. M ás exactamente, si q u ..., qk son las coordenadas de posición de un sis­


tema, de m odo que en un instante dado la función Psi pueda ser expresada en la
forma « y (qu ..., qk)», y si a „ ..., a k es un punto definido, entonces el cuadrado
del valor absoluto de \|í (a¡ , ..., a k) es la probabilidad de que los constituyentes
elementales que están en el estado (a „ ..., a k) estén en el punto a u ..., a k.

4 05
psi, es posible calcular las probabilidades de tales transiciones y, de
este m odo, deducir la distribución de energías en los espectros
de las radiaciones emitidas por los átom os. Por otra parte, es p osi­
ble establecer definiciones coordinadoras en términos de conceptos
experimentalmente significativos para expresiones teóricas tales como
«el diámetro medio de los átom os» y «la probabilidad de transición
de un nivel de energía a otro». En consecuencia, deducciones de la
teoría tales com o las mencionadas pueden ser sometidas a prueba
experimental.
Esta breve exposición quizá haga evidente que la descripción de
estado teórica definida por la función Psi se relaciona con cuestiones
de observación a través de un camino tortuoso. L a misma función
psi no recibe ninguna interpretación en términos de un modelo sub­
atómico; se interpreta el cuadrado de la amplitud de Psi como una
función de distribución de probabilidades para los constituyentes
elementales de un modelo subatómico; estas probabilidades asocia­
das con Psi luego entran en el cálculo de otras probabilidades; y, fi­
nalmente, algunas de éstas se hallan coordinadas mediante reglas de
correspondencia con ciertos conceptos experimentales.
Indaguemos ahora de qué manera es posible determinar el es­
tado mecánico-cuántico de un sistema. Es obvio que no podem os
hacerlo directamente, mediante observación experimental, sino que
es necesario invertir, en cierto sentido, el procedimiento esbozado.
A l asignar una función psi a un sistema dado, debemos adoptar una
serie de supuestos intermedios acerca de distribuciones de la proba­
bilidad que sólo están confirmadas indirectamente por los elementos
de juicio empíricos. Por consiguiente, mientras que en la mecánica
clásica las variables de estado se hallan asociadas con propiedades
de los individuos postulados por la teoría, en la mecánica cuántica la
variable de estado se encuentra asociada con una propiedad estadís­
tica de los elementos postulados. En consecuencia, el hecho de que
las observaciones reales de un sistema sólo concuerden aproxim a­
damente con las predicciones de la teoría se interpreta de maneras
diferentes en los dos casos. En la mecánica clásica se atribuye la dis­
crepancia a una falta de conocimiento preciso concerniente al es­
tado inicial del sistema. En la mecánica cuántica también se explica
en parte la discrepancia en función de errores experimentales, pero
una parte adicional de la explicación consiste en observar que las
suposiciones y reglas que coordinan el estado teórico de un sistema

406
con datos experimentales contienen un componente estadístico in-
eliminable.21
A pesar de que la mecánica cuántica es determinista con respecto
a la descripción de estado definida por la función Psi, es ésta la razón
por la cual físicos destacados sostienen que la teoría cuántica es «por
naturaleza indeterminista y, por tanto, pertenece al dominio de la es­
tadística».22 Esta caracterización es indiscutiblemente adecuada. E x ­
presa sucintamente el punto fundamental de que la teoría cuántica es
«indeterminista» en el importante sentido de que su descripción de
estado se halla asociada a una interpretación estadística y que sus
predicciones se basan en suposiciones estadísticas. Pero es necesario
precaverse de interpretar erróneamente dicha caracterización y de
extraer de ella inferencias infundadas. Por lo tanto, pasemos revista
brevemente a algunos hechos esenciales.
En primer lugar, no es la función Psi misma, sino el cuadrado de
su amplitud, lo que se interpreta como una función de distribución
de la probabilidad. L a función Psi no es una función probabilística
en mayor medida que las descripciones de estado de la teoría de
Fourier sobre la conducción térmica o de la teoría de Maxwell sobre
el electromagnetismo. L a función Psi «representa» una caracterís­
tica abstracta de los sistemas físicos, característica que determina ri­
gurosamente ciertas probabilidades asociadas a esos sistemas. Sin
embargo, puesto que la función Psi sólo desempeña un papel im­
portante en la teoría cuántica a través de la función que es el cuadra­
do de la magnitud absoluta de Psi y, por ende, a través de las proba­
bilidades teóricas determinadas por esta función derivada, Psi puede
ser considerada convenientemente como una variable de estado casi
estadística.
En segundo lugar, la interpretación del cuadrado del valor abso­
luto de Psi, como una función probabilística sólo es inteligible en el
supuesto de que ciertos procesos subatómicos forman agregados es­
tadísticos, a los cuales es aplicable la noción de probabilidad como
frecuencia relativa. Debe considerarse, por lo tanto, que la función
Psi sólo caracteriza a esos procesos con respecto a algunas de sus
propiedades estadísticas. Por consiguiente, cuando se predica osten­
siblemente una propiedad determinada de los constituyentes ele­

21. Véase M ax Planck, The Philosophy o f Physics, 1936, págs. 65-66.


22. M ax Born, Atomic Physics, Londres, 1935, pág. 90.

407
mentales individuales de esos agregados subatómicos (por ejemplo,
cuando se dice que un electrón posee una «cantidad de movimiento»
cuya magnitud cae dentro de un intervalo especificado), tales enun­
ciados deben ser entendidos como formulaciones elípticas. Adecua­
damente desarrollado y explícito, el enunciado acerca de la cantidad
de movimiento de un electrón de hecho afirma: a) o bien que una
cantidad de movimiento de la magnitud indicada aparece con cierta
frecuencia relativa en una am plia clase de electrones, b) o bien que
una cantidad de movimiento de la magnitud indicada es manifestada
por determinado electrón con una cierta frecuencia relativa durante
un período de tiempo bastante largo. En resumen, si la interpretación
asociada con la función Psi es estadística, entonces todas las predic­
ciones basadas exclusivamente en esta interpretación también deben
ser estadísticas y no pueden ser predicaciones de propiedades no es­
tadísticas de individuos. Por lo tanto, no hay ninguna base para la con­
clusión según la cual, puesto que la teoría cuántica no predice las
conductas individuales detalladas de los electrones y otros elemen­
tos subatóm icos, la conducta de tales elementos es «intrínsecamente
indeterminada» y la manifestación del «azar absoluto». Es cierto,
por supuesto, que la mecánica cuántica, en su formulación actual, no
describe la conducta detallada de electrones aislados ni predice sus
trayectorias individuales. Pero si las suposiciones fundamentales de
la teoría cuántica sólo tienen un contenido estadístico, como lo tienen
realmente según la interpretación corriente que se les da, no es sor­
prendente ni paradójico que todas las conclusiones derivables exclu­
sivamente de tales suposiciones sólo tengan asimismo un contenido
estadístico. Sería sorprendente y paradójico que el resultado fuera
distinto, a menos que se complementen tales suposiciones con esti­
pulaciones o reglas adicionales que permitan la deducción de conclu­
siones no estadísticas del conjunto enriquecido de suposiciones.
Por otra parte, comúnmente se caracteriza a la mecánica cuántica
com o una teoría «esencialmente estadística» por que sus variables de
estado, a diferencia de las variables de estado de la mecánica estadís­
tica clásica, no pueden ser analizadas en términos de ninguna teoría
determinista disponible que sólo utilice descripciones de estado no
estadísticas. En consecuencia, a pesar de los brillantes éxitos de la
teoría cuántica al explicar, coordinar y predecir sistemáticamente
grandes conjuntos de hechos experimentales, algunos físicos distin­
guidos (entre otros Planck, Einstein y D e Broglie) han expresado

408
una seria insatisfacción con respecto a ella, sobre la base de que, en
su form a actual, la teoría cuántica es «una representación incomple­
ta de cosas reales». Por ejemplo, Einstein expresó sus reservas de la
siguiente manera:
La función Psi no describe en modo alguno una condición que pue­
da ser la de un solo sistema; más bien se relaciona con muchos sistemas,
con «un conjunto de sistemas» en el sentido de la mecánica estadística.
Si la función Psi, excepto para ciertos casos especiales, suministra exclu­
sivamente datos estadísticos concernientes a magnitudes medibles, la ra­
zón de ello no sólo reside en el hecho de que la operación de medición
introduce elementos desconocidos que no pueden ser captados como no
sea estadísticamente, sino también en el hecho de que la función Psi no
describe, en ningún sentido, la condición de un solo sistema. La ecua­
ción de Schródinger determina las variaciones de tiempo expresadas por
el conjunto de sistemas que puede existir con o sin acción externa sobre
el sistema dado. [...] Pero ahora pregunto: ¿hay realmente algún físico
que crea que nunca obtendremos una visión de estas importantes altera­
ciones en el sistema aislado, de su estructura y de sus conexiones causa­
les, a pesar del hecho de que estos sucesos particulares estén tan cerca de
nosotros, gracias a los maravillosos inventos de la cámara de Wilson y
del contador Geiger? Es lógicamente posible creer esto sin contradic­
ciones; pero es tan contrario a mi instinto científico que no puedo re­
nunciar a la búsqueda de una concepción más compleja.23

Es evidente, sin embargo, que la preferencia manifestada por


Einstein en favor de un tipo de teoría diferente de la mecánica cuán­
tica no es discutible. Tam poco es posible aportar elementos de juicio
convincentes, en pro o en contra de su creencia de que el tipo de teo­
ría que él prefiere eventualmente triunfará. A este respecto, el futu­
ro es inescrutable. Vale la pena observar, además, que la caracteriza­
ción de la mecánica cuántica como «incompleta» se basa en una
suposición que no es en modo alguno evidente. E sa suposición es la

23. Albert Einstein, «Physik und Realitát», Jo u rn al o f the Franklin Institu-


te, vol. 221, 1936, reimpreso en inglés en O ut o f My L ater Years, N ueva York,
1950, págs. 89-91. L a formulación más técnica de la tesis de Einstein según la
cual la mecánica cuántica es «incom pleta» se encuentra en el artículo de A. Eins­
tein, B. Podolsky y N . Rosen, «C an Quantum-Mechanical Description of
Physical Reality Be Considered C om plete?», Physical Review, vol. 47, 1935,
págs. 777-780.

409
de que siempre se puede construir una teoría satisfactoria a la cual
pueda darse una interpretación uniformemente completa. L os ele­
mentos componentes del modelo usado en esta interpretación pue­
den ser descritos, en principio, de una manera análoga a la utiliza­
da en diversas teorías de la física clásica, con ayuda de variables de
estado individuales y no estadísticas. El presunto carácter incomple­
to de la teoría cuántica actual consiste, aparentemente, en el hecho
de que esta teoría sólo formula ciertas propiedades estadísticas de los
procesos subatómicos, pero no dice nada acerca de la conducta deta­
llada de los elementos «individuales» de esos procesos. Así, la im pu­
tación de incompletidad parece hacerse desde la perspectiva de algu­
na otra teoría, que emplee, en general, variables de estados diferentes
de las que aparecen en la mecánica cuántica actual y más semejantes
a las de la física clásica. Pero no puede haber garantía alguna de que
llegue a elaborarse tal teoría alternativa y de que reemplace eventual­
mente a la teoría cuántica actual. C asi todos los físicos de la actuali­
dad son francamente excépticos con respecto a la posibilidad de que
se logre esto en un futuro previsible.
Pero no hay razones concluyentes para sostener, como parecen
hacerlo muchos físicos destacados, que el tipo de teoría «indetermi­
nista» ilustrado por la mecánica cuántica actual sea definitivo. U no
de los argumentos que se alega en favor de esta afirmación se basa en
un importante teorema demostrado por John von Neumann. Según
este teorema, no es posible completar la teoría cuántica introducien­
do «parámetros ocultos» adicionales para definir el estado de un sis­
tema y convertir la teoría en una teoría no estadística sin obtener
consecuencias de la teoría modificada que son incompatibles con
gran cantidad de datos experimentales que confirman abrum ado­
ramente la teoría actual. Pero el teorema de Von Neum ann sólo
demuestra que, en tanto permanezcamos dentro de la trama básica de
ideas de la actual teoría cuántica e interpretemos los datos de la ex­
perimentación en términos de sus reglas, es imposible enmendar la
teoría de la manera indicada. Von Neum ann no demostró — y, por
la naturaleza del caso, no podía hacerlo— que esté lógicamente ex­
cluida la posibilidad de lograr una teoría no estadística satisfactoria
que tenga el alcance de la actual teoría cuántica, pero esté construida
sobre cimientos muy diferentes. Sin duda, no se dispone actualmen­
te de ninguna teoría alternativa semejante, y las dificultades que pre­
senta la tarea de construirla son enormes. Al mismo tiempo, el des­

410
cubrimiento experimental de una variedad de «partículas elementa­
les» extrañas y en parte inesperadas, dotadas de altas energías y para
las cuales la teoría cuántica de la actualidad no ofrece una explica­
ción adecuada, ha llamado la atención sobre las serias limitaciones de
la teoría. Estim ulados por esta nueva «crisis» de la física, los físicos
han intentado recientemente elaborar teorías no estadísticas que elu­
dan las prohibiciones del teorema de Von Neumann. Estos intentos
tratan de cuestiones técnicas con respecto a las cuales sólo los físicos
profesionales pueden tener una opinión competente. Pero el hecho
de que versados estudiosos de la física realicen tales intentos indica
que la form a «esencialmente estadística» de la actual teoría subató­
mica no es necesariamente la palabra final sobre el tema.24

2. Muchos físicos han llegado a convencerse totalmente de que la


teoría cuántica es la parte lógicamente fundamental de la física, y de
que en términos de sus ideas básicas deben comprenderse los resul­
tados logrados en otras partes de la ciencia. C om o consecuencia de
esto, se ha difundido la opinión de que todas las leyes, «aun las que
se refieren a objetos y sucesos m acroscópicos», son en el fondo esta­
dísticas y que, en última instancia, todos los procesos naturales son
«acausales».
La concepción según la cual todas las leyes de la física represen­
tan simplemente regularidades promedio o estadísticas fue vigorosa­
mente defendida por Charles Peirce, mucho antes del advenimiento
de la mecánica cuántica.25 La labor de Boltzmann sobre la interpre­
tación estadística del segundo principio de la termodinámica parecía
confirmar esa tesis. La idea de Peirce fue defendida en forma inde­

24. L a prueba del teorema de Von Neum ann se hallará en sus M athemati-
sche Grundlagen der Quantenmechanik, Berlín, 1932 (traducción inglesa: M a-
thematical Foundations o f Q uantum Mechanics, Princeton, 1955), cap. 4, sec. 2,
págs. 167-173. Se encontrarán discusiones acerca del teorema, así como de otras
cuestiones que abordam os en el texto, en David Bohm , Causality an d Chance
in M odem Physics, Londres, 1957; Louis de Broglie, The Revolution in Physics,
N ueva York, 1953, cap. 10; y Ohservation an d interpretation., A Symposium o f
Philosophers an d Physicists (comp. S. Kórner), N ueva York, y Londres, 1957.
25. Charles S. Peirce, «The Doctrine o f N ecessity Exam ined», The Monist,
vol. 2, 1892, reimpreso en Collected Papers o f Charles S. Peirce, Cambridge,
M ass., 1935, vol. 6, págs. 28-35.

411
pendiente por el físico vienés Exner,26 quien, a su vez, estimuló a
Schródinger a desarrollarla a la luz de descubrimientos físicos más
recientes.27 Pero, sea como fuere, la opinión de que todas las leyes fí­
sicas son básicamente estadísticas y acausales ha sido afirmada por
Eddington, entre otros, com o consecuencia directa de la moderna
teoría cuántica. «E n ninguna parte hay una conducta causal estric­
ta», declaró. «E s imposible sorprender a la física moderna predicien­
do algo con perfecto determinismo porque ella trata de probabilida­
des desde un com ienzo.»28
¿Cuál es el argumento en defensa de esta afirmación? Parece ser
el siguiente. L o s objetos m acroscópicos son estructuras complejas
de objetos subatómicos. Las propiedades y relaciones de los prim e­
ros, por lo tanto, aparecen en condiciones que pueden ser formuladas
en función de los ordenamientos e interacciones de los segundos.
Pero la teoría establecida concerniente a los objetos subatóm icos es
estadística e indeterminista: según todo nuestro conocimiento, la
conducta de los objetos subatóm icos sólo manifiesta regularidades
estadísticas. Por consiguiente, concluye el argumento, puesto que la
conducta de los objetos m acroscópicos se forma a partir de la con­
ducta de sus constituyentes subatómicos, las regularidades manifes­
tadas por los primeros también son estadísticas.
Pero este argumento no es demasiado convincente, aun si se ig­
nora la ambigüedad de la caracterización de la teoría cuántica como
«indeterminista». Puesto que de la conclusión de ese argumento se
hacen depender, a menudo, grandes problemas filosóficos concer­
nientes a la libertad y la responsabilidad humanas, examinémoslo
con algún cuidado. L a conclusión de que todas las teorías y leyes fí­
sicas son «estadísticas» es trivial, aunque verdadera si se la entiende
en el sentido de que los datos cuantitativos obtenidos por medición
experimental sólo confirman las leyes numéricas aproximadamente,
y no con absoluta precisión. Ya hemos discutido esta cuestión y no

26. Franz Exner, Vorlestmgen über die Physikalischen Grundlagen der N a-


turwissenschaften, Viena, 1919, págs. 675 y sigs., 696 y sigs.
27. Erwin Schródinger, «W hat is a Law of N ature?», en Science an d the
H um an Temperamento N ueva York, 1935, págs. 133-147.
28. Arthur S. Eddington, The N ature o f the Physical World, N ueva Y ork,
1928, pág. 309; N ew Pathways in Science. Cam bridge, 1935, pág. 105. Véase
también J. von N eum ann, op. cit., pág. 172. (Trad. inglesa, págs. 326 y sigs.)

412
necesitamos considerarla con más detalle. Pero recordemos la dis­
tinción que hicimos entre lo que un enunciado afirma realmente y la
precisión con la cual los elementos de juicio empíricos concuerdan
con lo que afirma el enunciado.29 La afirmación que queremos exa­
minar ahora es aquella según la cual todas las leyes físicas tienen con­
tenido estadístico.
Una suposición tácita del argumento en defensa de esta tesis es
que si una teoría (por ejemplo, la mecánica cuántica) es estadística,
entonces toda conclusión derivada de la teoría debe ser también esta­
dística. Aunque esta suposición es, en general, correcta, hay excep­
ciones a ella. Tales excepciones pueden aparecer, por ejemplo, cuando
las definiciones coordinadoras para varios parámetros estadísticos
de la teoría asocian a aquellos parámetros no estadísticos que involu­
cran conceptos experimentales, de m odo que es posible deducir una
ley experimental no estadística, prim a facie.
Aclararemos lo anterior mediante un ejemplo. La ley de la radia­
ción de Planck formula la distribución de energía en el espectro ex­
perimentalmente continuo de un cuerpo negro y afirma que la ener­
gía asociada con los rayos de determinada longitud de onda es una
cierta función de esta longitud de onda y de la temperatura del cuer­
po negro.30 Tom ada literalmente, la ley no hace ninguna afirmación
estadística. Se la puede someter a prueba experimental midiendo las
energías en diversos lugares del espectro (por ejemplo, colocando un
bolómetro sensible en alguna posición del espectro, observando la
temperatura y luego calculando la energía con ayuda de otras leyes),
y determinando de este modo si la magnitud de la energía en cada lu­
gar tiene el valor requerido por la ley. Pero ésta puede ser derivada de
un complicado conjunto de suposiciones, que incluye postulados de la
mecánica cuántica, de la mecánica estadística y de la electrodinámi­
ca, aplicados al sistema físico formado por radiaciones de un cuerpo

29. Véase la página 387.


30. Si E x es la energía asociada con un rayo cuya longitud de onda es X, T la
temperatura absoluta del cuerpo negro radiante, h la constante de Planck, c
la velocidad de la luz y k la constante de Boltzmann, entonces la ley de la radia­
ción de Planck está dada por la fórmula:
he2
Ex =
X5 _ i hc/kTk
- l

413
negro. La derivación de la ley experimental depende, entre otras co ­
sas, de varias definiciones coordinadoras. Una de estas definiciones,
por ejemplo, asocia el concepto experimental no estadístico de tem­
peratura con la noción estadística teórica de energía cinética media de
los osciladores del cuerpo negro. O tra definición coordinadora aso­
cia la noción experimental no estadística de energía con la noción teó­
rica del número determ inado estadísticamente de osciladores que tie­
nen una cierta longitud de onda.
El punto que ilustra este ejemplo merece un examen más deteni­
do. Al igual que otras teorías, una teoría microscópica estadística se
introduce con el fin de explicar la aparición de propiedades experi­
mentalmente identificables (llamadas a menudo «m acroestados») de
los objetos macroscópicos. Tal teoría postula un conjunto de elemen­
tos microscópicos que se encuentran en diversas relaciones estipula­
das unos con otros. Llamemos a cada «ordenamiento» teóricamente
posible y distinguible de los «m icroestado» del sistema constituyen­
tes microscópicos de un sistema. L a teoría explica la aparición de los
macroestados de un sistema en términos de suposiciones concernien­
tes a cambios en los microestados, de m odo que la explicación de­
pende del establecimiento de correspondencias entre macroestados y
microestados. Sin embargo, habitualmente las correspondencias se
hallan especificadas de tal m odo que a un macroestado dado le co­
rresponde no un microestado, sino un gran número de microestados
distintos. Por ejemplo, en la teoría cinética de los gases, la temperatu­
ra de un gas (el macroestado) corresponde a la energía cinética media
de las moléculas del gas, pero un valor dado de la energía cinética me­
dia es compatible con un gran número de microestados distintos
(donde cada microestado está descrito por un conjunto particular de
valores de las posiciones y velocidades de las moléculas), de modo
que un macroestado dado corresponde a muchos microestados.31 Su­
pongam os que cada macroestado M¡ del sistema corresponde a una
clase de microestados m¿ y que estas clases m¿ no se superponen. Su­
pongamos, además, que la aparición en un instante dado t de un mi-

31. A sí, supongam os que hay exactamente cuatro moléculas de masa igual a
la unidad, cada una de las cuales puede ocupar una de ocho posiciones y cada
una de las cuales puede tener una velocidad de 1 a 2 pies p or segundo. Entonces,
el número total de m icroestados distintos es 4 10 = 1.048.576. Si la energía cinéti­
ca media de las cuatro moléculas es

414
croestado perteneciente a ra¿ no determina la aparición en algún ins­
tante posterior t» de un microestado único, sino que determ ina la
aparición de un microestado perteneciente a alguna clase w;, donde la
relación precisa entre i y j está especificada por la teoría microscópi­
ca. Entonces, la teoría es estadística con respecto a los microestados,
y éstos se suceden unos a otros sólo con una regularidad estadística.
Pero de esto no se desprende en modo alguno que la sucesión de ma-
croestados sólo presente también una regularidad estadística; por el
contrario, los macroestados del sistema pueden estar relacionados
entre sí de acuerdo con una ley estrictamente universal y no estadís­
tica. Por lo tanto, es un non sequitur concluir que todas las leyes físi­
cas deducibles de la mecánica cuántica deben ser estadísticas por el
hecho de que la mecánica cuántica sea el fundamento de otras partes
de la física y tenga un carácter estadístico.
Pero hay otra suposición, aunque de un carácter más vago, que
parece ser una premisa tácita del argumento en defensa de la tesis de
que todas las leyes físicas son estadísticas. Según esta suposición, si
un sistema es reducible a una estructura de constituyentes elementa­
les (sean éstos «absoluta» o sólo «relativamente» simples), los cons­
tituyentes son, en algún sentido poco claro, más «fundamentales»
que el sistema complejo, o «metafísicamente anteriores» a éste. L o
que quizás se quiera decir es que ninguna propiedad o característica
tiene un lugar indiscutible en una explicación de una cosa compleja,
a menos que también pueda predicarse la propiedad de los elementos
«fundamentales» a partir de los cuales está constituida dicha cosa.
En particular, aunque una ley acerca de objetos macroscópicos pue­
da tener en apariencia un contenido no estadístico, si es posible de­
ducir la ley de una teoría esencialmente estadística acerca de los ele­
mentos fundamentales de todos los procesos naturales, su contenido
es «realmente» estadístico.
Pero si ello es lo que significa esta suposición muy difundida, en­
tonces es difícil tomarla en serio. En realidad, si la suposición fuera

( l 2 + 2 2 +2 2 + l 2) 5
(2x4) 4 ’

ésta es compatible con uno cualquiera de 6 x 4 8= 393.212 microestados. Así, un


solo macroestado, la temperatura del gas, corresponde a casi 400.000 microesta­
dos distintos.

415
correcta, sería inútil elaborar explicaciones teóricas para la conducta
de los objetos m acroscópicos en términos de sus partes elementales.
Pues, en tal suposición, los objetos m acroscópicos poseerían propie­
dades indiscutibles sólo si estas propiedades también caracterizaran
a los componentes elementales de los objetos. Pero, puesto que la
cuestión de saber si los constituyentes microscrópicos hipotéticos
de los objetos m acroscópicos tienen o no ciertas características no
puede ser dirimida sino mediante observaciones de los objetos ma­
croscópicos y sus propiedades, no es posible evitar el círculo vicioso
que surge de este modo. Además, según esta suposición, los consti­
tuyentes elementales de los objetos m acroscópicos simplemente se­
rían duplicados diminutos de los objetos macroscópicos y poseerían
todas las características cuya explicación se busca. D e hecho, cuando
una teoría explica la conducta de objetos macroscópicos en términos
de elementos m icroscópicos, deben postularse leyes especiales que
conecten las características manifiestas de los primeros con determi­
nadas características de los segundos. Sería absurdamente insensato
postular tales leyes si esas características manifiestas, aunque no fue­
ran distintivas de los constituyentes elementales de las cosas, no
constituyeran aspectos tan indiscutibles del mundo com o se presu­
me que lo son las características de los elementos.
Debe observarse, finalmente, que, aun cuando aceptemos sin dis­
cusión las afirmaciones más extremas acerca de la conducta inde­
terminista de los elementos subatóm icos postulados por la teoría
cuántica, esta indeterminación no se presenta en ninguna conducta
experimentalmente proyectable de objetos macroscópicos. En reali­
dad, el indeterminismo teórico que se deduce de la mecánica cuánti­
ca hasta en los movimientos de las moléculas, para no hablar ya de
cuerpos de masas mayores, es mucho menor que los límites de exac­
titud experimentales. C om o observó D e Broglie, la indeterminación
teórica de los procesos subatóm icos no contradice en m odo alguno
el «aparente determinismo» de los fenómenos en gran escala. Pues
esta indeterminación «se halla completamente disimulada por los
errores que se introducen en el curso del experimento y, por consi­
guiente, todo sucede como si no existieran en absoluto. [...] En la
práctica, como en los experimentos, todo sucede como si. [...] hubie­
ra un determinismo estricto».32

32. Louis de Broglie, M atter an d Light, N ueva Y ork, 1939, pág. 230.

4 16
En consecuencia, el contenido estadístico de la mecánica cuánti­
ca no anula la estructura determinista y no estadística de otras leyes
físicas. También se desprende de todo lo anterior que las conclusio­
nes concernientes a la libertad y la responsabilidad moral humanas,
cuando se basan en la presunta conducta «acausal» e «indeterminis­
ta» de los procesos subatómicos, tienen cimientos de arena. N i el
análisis de la teoría física ni el estudio del objeto de la física brindan
apoyo a la conclusión: «E n ninguna parte existe una conducta causal
estricta».

5. E l p r in c ip io d e c a u s a l id a d

El extraordinario éxito de la mecánica cuántica ha sido conside­


rado con frecuencia como una demostración de la inaplicabilidad a
los procesos subatómicos de la llamada «ley de causalidad» y como
un indicio de su decadencia como principio umversalmente válido.33
Por ende, será conveniente realizar un breve examen de lo que esta
«ley» afirma, de su estatus lógico y de si se justifican los pronósticos
de su derrumbe general.
Habitualmente se distingue la ley, o principio, de causalidad de
las diversas leyes o teorías causales especiales, como la teoría de la
mecánica clásica. Pero no hay ninguna formulación estándar acepta­
da umversalmente de ella ni hay acuerdo general en cuanto a lo que
afirma. Por lo común se entiende que el principio tiene mayor al­
cance que cualquier ley causal especial. Por otra parte, algunos auto­
res lo consideran un enunciado que tiene el mismo carácter que las
aserciones causales particulares, aunque afirma algo acerca de una
característica general de la naturaleza y no simplemente acerca de ca­
racterísticas de un ámbito de fenómenos limitado. O tros lo conside­
ran como un principio de jerarquía superior a la de las leyes causales
especiales, y sostienen que afirma algo acerca de las leyes y las teo­
rías, y no acerca del objeto de referencia de éstas. O tros autores, aun,
lo consideran un principio regulador de la investigación, más que
como una formulación de conexiones entre sucesos y procesos. A l­
gunos lo consideran una generalización inductiva, algunos creen que
es a, priori y necesario, y otros sostienen que es una norma conve­

33. Véase W. Heisenberg, op. cit., pág. 63.

417
niente y la expresión de una resolución. Puesto c(ue tantas nociones
diferentes caen bajo el rótulo de «principio de causalidad», no cabe
extrañarse de que las afirmaciones actuales concernientes a su «de­
rrumbe» hayan provocado discusiones tan ambiguas e inconcluyen­
tes como las afirmaciones mismas.

1. N o sería provechoso examinar con todo detalle ni siquiera las


principales formulaciones propuestas de este principio durante va­
rios siglos de debate. Además, aunque diversas enunciaciones del
principio debidas a pensadores contem poráneos tienen el mérito
de poseer relativamente gran claridad, tales formulaciones han sido
propuestas primordialmente en conexión con el problema de la con­
validación (o «justificación») de las inferencias inductivas;34 y no se­
ría atinente al presente contexto de discusión entrar a considerarlas.
Sin embargo, será útil examinar brevemente la opinión de que dicho
principio es una generalización empírica acerca de la constitución de
la naturaleza.
John Stuart Mili dio de esta concepción una formulación conoci­
da, que ha tenido mucha influencia. Según Mili, el principio de la
uniformidad de la naturaleza (que es el nombre que Mili da al prin­
cipio de causalidad) afirma que «en la naturaleza, se producen casos
paralelos; que lo que sucede una vez, volverá a suceder, dado un gra­
do suficiente de semejanza de las circunstancias».35 Aunque Mili
creía, indudablemente, que este enunciado tiene un contenido empí­
rico, que lo tenga o no depende de cómo se entienda la expresión
«un grado suficiente de semejanza de las circunstancias». ¿Cuándo
son suficientemente semejantes las circunstancias? Obviamente, no
basta una semejanza superficial entre ellas. Además, dos conjuntos
de circunstancias pueden ser juzgadas iguales aun por observadores
avezados y con capacidad de discriminación, y no obstante esto, un
efecto determinado puede seguir a uno de esos conjuntos, pero no al
otro. Por ejemplo, dos soluciones de azúcar y agua pueden no mani­
festar diferencias sensibles aun en un examen cuidadoso, pero una de
ellas puede hacer rotar el plano de polarización de la luz en el senti­

34. Véase J. M. Keynes, A Treatise on Probability, Londres, 1921, parte 3;


R udolf Carnap, Logical Foundations o f Probability, Chicago, 1950, págs. 178 y
sigs.; Bertrand Russell, H um an Knowledge, N ueva York, 1948, parte 6.
35. J. S. Mili, A System o f Logic, Londres, 1879, libro 3, cap. 3, sec. 1.

418
do de las agujas de un reloj mientras que la otra lo hace rotar en el
sentido contrario. En tal caso, ¿un defensor del principio de causali­
dad debe abandonarlo? En absoluto. Sostendrá que las dos solucio­
nes no son realmente semejantes y que los azúcares difieren en sus
estructuras atómicas, aunque no se disponga de elementos de juicio
independientes en favor de tal presunta diferencia. Pero en esta
eventualidad, es patente que se usa la expresión «un grado suficiente
de semejanza de las circunstancias» de tal m odo que, de dos conjun­
tos de circunstancias, sólo se dirá que son suficientemente similares
si tienen consecuencias semejantes. En tal suposición, la formula­
ción del principio dada por Mili no posee un contenido empírico,
sino que tiene el carácter de una definición estipulativa.
Pero, ¿no puede asignarse a la frase en cuestión un sentido tal que
el principio sea una aserción fáctica genuina acerca del «orden de la
naturaleza» ? L os intentos por establecer tal sentido, sin dar al prin­
cipio una forma menos general que la versión de Mili, no han tenido
éxito. U n ejemplo típico de una formulación más especializada del
principio en cuestión es la propuesta por Laplace en el pasaje citado
anteriormente en este capítulo. Laplace suponía que la mecánica clá­
sica es la ciencia universal de la naturaleza; por consiguiente, adoptó
la definición mecánica de estado para su formulación de las circuns­
tancias en las cuales las cosas deben ser similares para tener conse­
cuencias similares. La versión de Laplace del principio de causalidad
afirma que si un sistema físico está en el mismo estado mecánico en
dos instantes cualesquiera distintos, el sistema pasará por las mismas
evoluciones posteriores a esos instantes y poseerá las mismas p ro­
piedades en instantes correspondientes de esa evolución.
Sin embargo, el principio de causalidad choca con dificultades
aun en esta formulación. En primer lugar, com o es evidente por las
discusiones anteriores realizadas en este capítulo, es erróneo soste­
ner que el estado mecánico de un sistema determine todas las pro­
piedades del sistema. En segundo lugar, esta formulación del prin­
cipio es casi tan vacía de contenido empírico com o la versión de
Mili y, al igual que ésta, parece compatible con todo posible estado
de cosas. Supongam os, por ejemplo, que se juzga un sistema en el
mismo estado mecánico en dos instantes diferentes, pero, no obs­
tante esto, el sistema no manifiesta las mismas propiedades en m o­
mentos correspondientes posteriores. A pesar de su aparente in­
compatibilidad con los hechos, no sería necesario considerar falso

419
el principio de causalidad. Se podría seguir sosteniendo su perfecta
validez simplemente suponiendo que el sistema tiene constituyen^
tes ocultos que no estaban en el mismo estado mecánico en los do s
instantes iniciales. Y, finalmente, aunque el principio parece irrefu­
table por cualquier elemento de juicio empírico, de hecho se lo ha
abandonado en la construcción de teorías de muchos campos de la
investigación física. Se lo ha abandonado en estos dom inios p o r­
que las características de las cosas (es decir, el estado mecánico)
sobre las cuales ponía el énfasis exclusivo esta versión del principio
no han resultado adecuadas com o bases para hacer avanzar nuestra
comprensión teórica de muchos procesos físicos. Por consiguiente,
si se concibe el principio de causalidad en el sentido establecido por
la versión que dio Laplace del mismo, la afirmación de que dicho
principio es inaplicable a la física subatóm ica está, obviamente, bien
fundada.

2. Por estas razones es sumamente difícil, si no inútil, considerar


el principio de causalidad com o una verdad inductiva universalmen­
te válida concerniente al orden general de los sucesos y procesos.
Veamos, por lo tanto, si el principio no adquiere un aspecto más fa­
vorable si se lo formula como norma reguladora o metodológica de
la investigación.
Supongam os, por ejemplo, que se aplica la mecánica newtoniana
al estudio de los movimientos relativos del Sol y de la Tierra, en la
suposición de que la función-fuerza es la conocida ley de la inversa
del cuadrado de la distancia, que no menciona explícitamente el
tiempo del movimiento y sólo depende de las dos masas de los dos
cuerpos y de las distancias entre ellos. C om o es bien sabido, la órbi­
ta teórica de la Tierra es, entonces, una elipse, uno de cuyos focos
está ocupado p or el centro de masa de los dos cuerpos. Sin embargo,
las posiciones y velocidades reales de la Tierra establecidas median­
te la observación en instantes diferentes difieren de los valores teó­
ricos de esas coordenadas de estado en más del margen de error ex­
perimental. En realidad, en la hipótesis aceptada, la Tierra parece
comportarse como si la fuerza variara con el tiempo de alguna mane­
ra irregular: en ciertos momentos la Tierra tiene posiciones y veloci­
dades que difieren de los valores teóricos en mayor medida que en
otros momentos, y las variaciones en las discrepancias no manifies­
tan ningún patrón obvio. Parecería, por lo tanto, que la teoría new-

420
toniana no es totalmente satisfactoria y sería concebible que los físi­
cos, en consecuencia, la rechazaran.
Pero como todo el mundo sabe, los físicos no han procedido de
tal manera. Explican las discrepancias atribuyéndolas al hecho de
que el sistema Sol-Tierra no está «aislado» y de que hay cuerpos ce­
lestes (por ejemplo, los planetas conocidos) que producen «pertur­
baciones» en el movimiento de la Tierra. El procedimiento adopta­
do por los físicos consiste en am pliar el sistema inicial, que parecía
comportarse al principio de una manera que no concordaba con la
teoría newtoniana. M ás específicamente, los físicos amplían el siste­
ma inicial incluyendo en él otros cuerpos, hasta que la fuerza que se
ejerce sobre la Tierra en el sistema ampliado ya no parézca variar con
el tiempo de alguna manera inexplicable.
Este ejemplo ilustra un procedimiento científico corriente que ha
dado muchos frutos valiosos en el pasado. Así, mediante este proce­
dimiento, Adam s y Leverrier postularon la existencia del planeta
Neptuno, desconocido hasta ese momento y luego identificado con
el telescopio, para explicar las «irregularidades» en el movimiento
del planeta Urano. Pero la regla tácita que gobierna este procedi­
miento es la versión del principio de causalidad según la cual dicho
principio es una m áxim a para guiar la investigación, y no un enun­
ciado de contenido empírico definido. Concebido como una norma,
el principio nos insta a analizar los procesos físicos de tal manera
que sea posible establecer que su evolución es independiente de los
tiempos y lugares particulares en los cuales tales procesos se produ­
cen. Con mayor generalidad, la norma nos estimula a buscar leyes y
teorías que no contengan ninguna referencia explícita a los tiempos
y lugares en los cuales se producen los fenómenos y procesos. M ax­
well enunció el principio de causalidad del siguiente modo: «L a di­
ferencia entre un suceso y otro no depende de la mera diferencia de
los tiempos o los lugares en los cuales se producen, sino solamente
de las diferencias de naturaleza, configuración o movimiento de los
cuerpos im plicados».36 Aunque esta formulación no hace totalmen­
te explícito el sentido del principio como regla metodológica y está
formulado teniendo presente los requisitos especiales de la mecáni­

36. J. C . Maxwell, M atter an d Motion, N ueva Y ork, 1920, pág. 13. Pero los
avances recientes en cosm ología física sugieren que la formulación de Maxwell
del principio de causalidad puede exigir modificación.

421
ca clásica, este sentido del principio no está lejos del de las palabras
de Maxwell. L a interpretación del principio com o una norma ha
sido expresado con gran vigor en una formulación más reciente:
«C uando se aborda un sistem a incompleto o perturbado, es menester
hacer lo posible por am pliarlo hasta convertirlo en un todo sin per­
turbaciones, buscando su complemento primero entre las cosas co­
nocidas, cercanas y lejanas. Si entre ellas no se encuentra el comple­
mento deseado, búsqueselo entre las cosas desconocidas».37
E l principio de causalidad concebido de este m odo es una reco­
mendación generalizada que nos insta a construir teorías y hallar sis­
temas apropiados a los cuales puedan aplicarse con éxito esas teorías,
sin ninguna restricción sobre la form a detallada de las teorías, ex­
cepto el requisito de que, cuando se da el estado de un sistema en al­
gún instante inicial (sea cual fuere la manera com o se defina dicho
estado), la teoría del mismo debe determinar un estado único del sis­
tema en cualquier otro instante. Cuando se lo formula de esta mane­
ra general, sin embargo, el principio es reconocidamente vago y no
suministra ninguna directiva específica para lograr los objetivos que
recomienda. En verdad, a menos que se entienda la formulación a la
luz de ciertas estipulaciones adicionales, aunque habitualmente táci­
tas, el principio se reduce casi a una trivialidad. Para comprender
esto, consideremos la versión de Maxwell del principio. Suponga­
mos que los procesos de algún dominio de la investigación no mani­
fiestan ninguna regularidad obvia y que dependen del tiempo de su
producción, de manera tal que no pueda hallarse ninguna explica­
ción de esta dependencia que sólo se refiera a la «naturaleza, confi­
guración o movimiento de los cuerpos im plicados». Sin embargo, es
demostrable que debe haber una función matemática que relacione
los procesos con el tiempo de su producción; y si tenemos suerte,
hasta podem os dar con esta función.38 Además, si la función satisfa­
ce ciertas condiciones matemáticas muy generales, hasta es posible
eliminar de la función toda referencia explícita a los tiempos y luga­

37. L , Silberstein, Causality, N ueva York, 1933, pág. 71. Véase también
Ernst Cassirer, Determinism an d Indeterminism in Modem Physics, N ew H a-
ven, 1956, parte 2.
38. L a base de la afirmación de que aquí debe haber tal función es sim ple­
mente que, si alguna magnitud x tom a valores definidos para tiem pos t diferen­
tes, esta correspondencia entre valores de x y valores de t «define» la función.

422
res específicos en los que se producen los procesos (con lo cual se sa­
tisface el requisito de Maxwell), sin que debamos preocuparnos por
ampliar el sistema de procesos de la manera indicada antes, siempre
que estemos dispuestos a emplear en nuestra teoría ecuaciones di­
ferenciales de cualquier orden elevado y cualquier grado de comple­
jidad.39
Pero, de hecho, la mayoría de los físicos muy probablemente se
negarían a admitir esta condición. Y se resistirían a admitirla sobre la
base de que una ley o una teoría no puede ser considerada satisfac­
toria si su form a matemática es tan compleja que no puede ser utili­
zada convenientemente para los propósitos del cálculo y la predic­
ción, o si sus nociones básicas son tan opacas que sólo se las puede
aplicar a situaciones concretas con la mayor dificultad. Por consi­
guiente, aunque la tarea prescrita por el principio de causalidad
cuando se lo formula con total generalidad pueda ser ejecutada, en
muchos casos, casi trivialmente, de hecho se colocan restricciones
tácitas sobre la complejidad y el carácter de la teoría que pueden
considerarse aceptables porque satisfacen al contenido «real» del
principio. Tales restricciones — expresadas, cuando se las hace explí­
citas, en términos como «sim plicidad», «conveniencia» y «naturali­
dad»— impiden que se satisfaga trivialmente el principio; pero, pues-

39. Por ejemplo, en la mecánica clásica las ecuaciones diferenciales para las
vibraciones forzadas adoptan la forma:

donde « a » , «|3», « 7 » son ciertas constantes. Pero derivando esta función dos ve­
ces con respecto al tiempo, obtenemos:

y de aquí, eliminando la variable de tiempo, llegamos finalmente a:

d4x (Px (Px xd


= a + O- (O2) + acó + 3<02X
~dF dt3 ~ dé ~dt

que no contiene explícitamente a «í».

423
to que esos términos son vagos y no se les puede asignar significados
precisos y estables, el contenido m ismo de las recomendaciones del
principio es también vago. N o obstante esto, habitualmente hay al
menos un consenso aproxim ado entre los científicos de un período
determinado en lo concerniente a los límites generales dentro de los
cuales deben buscarse teorías adecuadas, aunque estos límites sean
flexibles, dependan del estado de una ciencia y puedan cambiar con
el desarrollo de las técnicas matemáticas y experimentales.40

40. L a form ulación de Maxwell del principio de causalidad ha sido critica­


da p o r M oritz Schlick sobre la base de que es dem asiado restrictiva y enuncia
una Condición suficiente pero no necesaria para que una ley sea llamada «cau­
sal». Schlick sostenía que es concebible un m undo en el cual todas las leyes con­
tuvieran explícitamente el tiempo y en el cual, no obstante esto, tales leyes fue­
ran consideradas totálmente determinadas. P or ejemplo, en tal m undo la carga
eléctrica elemental podría no ser constante todo el tiempo, sino que podría
aumentar o disminuir en un 5 % de su valor actual a intervalos determinados
(por ejemplo, después de 7 horas, luego después de 7 horas, luego nuevamente
después de 5 horas, etc.), aunque no sería posible ofrecer ninguna explicación
ulterior de tales fluctuaciones. Schlick concluía, pues, que la condición necesa­
ria y suficiente para que una ley sea causal es que permita hacer predicciones, y
formulaba el principio de causalidad com o el mandato de buscar leyes de acuerdo
con el lema «todos los sucesos son, en principio, predecibles». (M oritz Schlick,
«D ie Kausalitát in der gegenwártigen Physik», en sus Gesammelte Aufsdtze,
Viena, 1938.)
Pero ni la crítica de Schlick a la formulación de Maxwell ni el sustituto que
propuso son enteramente satisfactorios. C om o ya hemos visto, una teoría (en
form a de ecuaciones diferenciales) que contiene explícitamente el tiempo puede
ser transformada, en general, de tal manera que la variable de tiempo no aparez­
ca. P or consiguiente, si es posible de algún m odo form ular una teoría que esta­
blezca alguna relación entre las variaciones de un conjunto de magnitudes y el
tiempo, se satisfarían los requisitos de Maxwell, a menos que se hagan algunas
otras estipulaciones tácitas concernientes a la «sim plicidad» de la teoría. A de­
más, el criterio propuesto por Schlick en términos de predictibilidad, si se lo
tom a estrictamente, lleva a la conclusión de que ninguna teoría o ley es estricta­
mente causal. Pues com o hemos visto, todas las predicciones concretas hechas
con ayuda de una teoría sólo son, en el m ejor de los casos, aproximadas. Por
otra parte, una ley o una teoría sólo nos permiten predecir si podem os estable­
cer las condiciones iniciales requeridas; y en muchos casos no podem os hacerlo
sin que p o r ello nos neguem os a caracterizar una teoría com o determinista.
Schlick reconoce esto con su especificación de que la predicción sea posible «en

424
Pero si se concibe el principio de causalidad como una norma del
género que se ha sugerido, resulta claro que, contrariamente a las
opiniones de J. S. Mili y otros, el principio no es una generalización
empírica acerca de la estructura del mundo y no aparece como la
«premisa principal fundamental» de toda explicación. L a función
del principio, interpretado de este modo, es hacer explícito un obje­
tivo generalizado de la investigación y formular en términos genera­
les una condición que se exige de las premisas propuestas como ex­
plicaciones. Además, también es evidente la razón por la cual, según
esta interpretación, el principio no puede ser refutado por ningún
experimento o serie de experimentos, aunque puedan abandonarse
form as especiales del principio por considerarse a la luz de la expe­
riencia que son descaminadas. Pues el principio es una directiva que
nos prescribe la búsqueda de explicaciones que posean ciertas carac­
terísticas ampliamente delimitadas; y aun los repetidos fracasos en
hallar tales explicaciones para un dominio dado de sucesos no cons­
tituyen un obstáculo lógico para seguir la búsqueda.
En cambio, cuando las directivas enunciadas por el principio asu­
men formas particulares, puede ser una buena estrategia ignorarlas
frente a repetidos fracasos en el logro de sus objetivos. Así, si se en­
tiende el principio, como se lo ha entendido a menudo, en el sentido
de un mandato para cada dominio de investigación de crear sola­
mente teorías que empleen un tipo especial de descripción de estado
(por ejemplo, la descripción de estado de la mecánica clásica), la ad­
hesión férrea a dicho principio puede llegar a convertirse en un obs­
táculo para la creación teórica y para realizar nuevos descubrimien­
tos. También es concebible, en abstracto, que solamente el cosm os
en su totalidad sea un sistema aislado con respecto a ciertos tipos de
fenómenos para los que se buscan explicaciones. En consecuencia,
puede no ser posible imaginar explicaciones para tales fenómenos
que sólo incluyan la referencia a un conjunto limitado de objetos y
propiedades, de acuerdo con el principio. En tal caso, la búsqueda de
conocimientos científicos acerca de sucesos de ese tipo sería imposi-

principio». Pero esta especificación, en efecto, traslada el problem a de una cues­


tión de predictibilidad a una discusión sobre la estructura de las teorías. R es­
pecto de esta observación general acerca de la predictibilidad com o criterio de la
ley causal, véase M ax Planck, The Philosophy o f Physics, N ueva York, 1936,
págs. 56-57, 64 y sigs.

425
ble, por lo que el principio sería Una guía inútil. Pues tanto la ciencia
teórica com o la experimental proceden según el supuesto de que no
todo está relacionado de manera esencial con todo, y que los fenó­
menos que se producen en una parte del mundo no dependen de lo
que sucede en toda otra parte del mismo. Es un hecho histórico que
la búsqueda de sistemas aislados (o sistemas ampliados, en el sentido
ya indicado) que no coinciden con el cosm os en su totalidad hasta
ahora ha tenido éxito. Sin duda, nuestra disposición sin vacilaciones
a conducir las investigaciones de acuerdo con el principio se basa en
la elevada proporción de éxitos que han recompensado nuestras ac­
ciones pasadas guiadas por él.
En resumen, por lo tanto, el principio expresa, como máxima, el
objetivo general de la ciencia teórica de obtener explicaciones deter­
m inistas, en el sentido ahora familiar de «determinismo», según el
cual, dado el estado de un sistema en un instante inicial, la teoría ex­
plicativa establece lógicamente un estado único del sistema para
cualquier otro instante. En su formulación más general, el principio
no prescribe una definición particular de la descripción de estado
(como la descripción de estado de la mecánica clásica), ni postula
como objetivo de la ciencia la elaboración de teorías que posean al­
guna form a lógica especial (como la de ser expresables por ecuacio­
nes diferenciales). N o prohíbe el uso de variables de estado estadís­
ticas o casi estadísticas, por lo cual los avances recientes en la física
subatómica no están en conflicto con sus directivas. L a afirmación
corriente de que el principio de causalidad es inaplicable a la mecá­
nica cuántica sólo es defendible si se lo concibe como legislando el
uso de tipos especiales de descripciones de estado, y sólo si se consi­
dera que el uso de variables de estado estadísticas constituye la señal
de que la teoría carece de estructura determinista.

3. ¿Cuál es el resultado final de este examen acerca del estatus ló­


gico del principio de causalidad? ¿Es el principio una generalización
empírica, una verdad a priori, una definición oculta o una conven­
ción que pueda ser aceptada o no, según plazca a cada cual?
L a opinión de que el principio es una generalización empírica, se
ha dicho, es difícil de sostener. Pues cuando se formula el principio
de una manera totalmente general, sin mencionar los factores que
determinan la aparición de cosas y procesos, el principio no excluye
nada del orden de sucesos lógicamente posibles del mundo y, en

4 26
efecto, se convierte en una definición implícita de lo que se conside­
rará como factor causal o determinante en los procesos naturales.
Por otra parte, si se formula el principio de una manera más limita­
tiva, de m odo que mencione cuáles son las características de las co­
sas causalmente determinantes en los procesos naturales, el princi­
pio no es umversalmente verdadero y, por lo tanto, sólo puede ser
afirmado para ciertos ámbitos de fenómenos especiales.
Pero si el principio es una norma, ¿constituye una regla que pue­
da ser seguida o ignorada a voluntad? ¿Es meramente una cuestión
arbitraria la de los objetivos generales que persiga la ciencia teórica
en su desarrollo? Indudablemente, sólo es un hecho histórico con­
tingente el que la empresa conocida como «ciencia» aspire a lograr el
tipo de explicaciones prescritas por el principio; pues es lógicamen­
te posible, que, en sus esfuerzos por dominar su ambiente, los hom­
bres hubieran tendido a algo muy diferente. Por lo tanto, los objeti­
vos que adoptan los hombres en la búsqueda de conocimientos son
lógicamente arbitrarios.
Sin embargo, la actividad real de la ciencia teórica en los tiempos
modernos está dirigida hacia ciertos objetivos, uno de los cuales es el
formulado por el principio de causalidad. En realidad, la expresión
«ciencia teórica» es usada de tal modo, en general, que una empresa
no regida por esos objetivos presumiblemente no recibiría esta de­
nominación. Por eso, es al menos plausible sostener que la acepta­
ción del principio de causalidad como norma de la investigación (sea
la aceptación explícita o esté solamente ilustrada por las acciones
concretas de los científicos, y esté el principio formulado con alguna
precisión o sólo vagamente) es una consecuencia analítica de lo que
se entiende comúnmente por «ciencia teórica». Sea como fuere, se
puede admitir de buen grado que, cuando el principio asume una
forma especial, de modo que prescriba la adopción de un tipo parti­
cular de descripción de estado por toda teoría, debe ser abandonado
en diversos campos de la investigación. Pero es difícil concebir que
la ciencia teórica moderna pueda abandonar el ideal general expresa­
do por el principio sin convertirse en algo totalmente diferente de lo
que es en la actualidad.

427
6. A z a r e in d e t e r m in is m o

H asta ahora, en nuestro examen del determinismo en la física


hemos tratado los problemas casi exclusivamente en lo que respecta
a la estructura lógica de las teorías físicas y de los conceptos emplea­
dos en éstas. H em os eludido deliberadamente la cuestión, que ocu­
pa un lugar destacado en los debates actuales acerca de la fundamen-
tación de la física y en la bibliografía histórica de la filosofía, acerca
de si los sucesos reales de la naturaleza son o no en sí mismos, parcial
o totalmente, «indeterminados» o hechos «de azar», y si el uso de
variables de estado esencialmente estadísticas es o no una conse­
cuencia del hecho de que ciertos procesos físicos pertenezcan al d o ­
minio de lo fortuito. D e esta cuestión nos ocuparemos ahora. L a pa­
labra «azar» es notoriamente ambigua y vaga. N uestra primera tarea,
por consiguiente, será distinguir diversos sentidos de esta palabra,
para decidir si en alguno de estos significados la caracterización de
un suceso com o un fenómeno de azar es incompatible con la carac­
terización de este suceso com o causado o determinado.

1. Q uizás el uso más familiar y difundido de la palabra «azar» se


da en contextos en los cuales sucede algo inesperado, es decir, que
no es la consecuencia de un plan deliberado. Por ejemplo, si dos
amigos salen a dar un paseo y se encuentran sin un acuerdo previo,
se dice que se han encontrado por azar. Si un jardinero se encuentra
una moneda de oro cuando excava el suelo para hacer una planta­
ción, se dice que halló la moneda por azar o por accidente. Pero, ha­
bitualmente, no basta el mero carácter inesperado del suceso para
que se aplique a estos casos la etiqueta de «azar». En el primer ejem­
plo, si uno de los amigos se cruza con un extraño cinco minutos des­
pués de iniciar su paseo, o si, en el segundo ejemplo, el jardinero en­
contrara un guijarro después de excavar durante diez segundos,
ninguno de esos sucesos sería descrito normalmente com o un suce­
so de azar, aunque ni el suceso de cruzarse con el extraño después de
cinco minutos ni el suceso de hallar un guijarro después de diez se­
gundos de excavación hayan sido literalmente esperados. Para que se lo
describa com o un suceso de azar, el hecho debe tener habitualmente
algunas características sorprendentes y debe tenerse la sensación de
que su aparición irrumpe en un plan de acción bastante definido.
Pero, en este sentido, la palabra «azar» es muy vaga y no pueden es­

428
tablecerse límites claros para su aplicación. Por otra parte, un suceso
del que se dice que es un hecho de azar, en este sentido, no se supo­
ne, habitualmente, «no causado» o carente de condiciones determi­
nadas para su aparición. Por ejemplo, el jardinero mencionado no
retirará necesariamente su caracterización del hecho como un suce­
so de azar si se entera de que la moneda que encontró fue enterrada
por algún antepasado; pero seguramente le negaría ese nombre si
descubriera que la moneda fue enterrada deliberadamente por un
amigo, de modo que su descubrimiento aparentemente casual formó
parte de un plan definido. Pero sea como fuere, este sentido de la pa­
labra «azar» no tiene atinencia con las discusiones sobre los funda­
mentos de la física.

2. La palabra «azar» se predica de un suceso en otro sentido: o


bien cuando hay una ignorancia prácticamente completa acerca de
las condiciones, determinantes del suceso, o bien cuando se sabe que
estas condiciones pertenecen a alguna clase de tipos alternativos de
condiciones, pero no se sabe a cuál de los tipos particulares de esta
clase pertenece. H asta hace muy poco el tiempo atmosférico era
considerado comúnmente como una cuestión de azar en este senti­
do, como indica la expresión «el viento sopla por donde se lo oye»;
y aun constituye el ejemplo típico de un hecho de azar el que una
moneda simétricamente construida caiga cara o ceca. En el primer
caso, se desconocen las causas del tiempo atmosférico; y en el se­
gundo, se supone generalmente que, si bien es posible establecer un
conjunto exhaustivo de posibilidades para la posición inicial de la
moneda y las fuerzas que actúan sobre ella para determinar su esta­
do final, de hecho no sabemos cuál de estas posibilidades se realizará.
Habitualmente no se considera suficiente caracterizar un suceso
como «debido al azar», en el sentido de esta palabra que estamos
considerando, simplemente porque los sucesos del tipo en cuestión
se produzcan en ciertas condiciones con una frecuencia relativa me­
nor que 1. Por ejemplo, supongamos que una moneda «correcta» es
arrojada un gran número de veces de alguna manera normal y que en
la mitad de los casos sale cara. A pesar de esto, el resultado no sería
atribuido al azar si la sucesión de caras (C) y cecas (c) fuera de los
siguientes tipos: CcCcCcCc..., o C C ccC C C ccc CCCCcccc..., o
CCccCccc C C C C ccC cccC C ... En efecto, en cada una de estas series
(y en muchas otras que se podrían construir) una ligera inspección

429
revela que las caras y las cecas se suceden unas a otras con una regu­
laridad fácilmente formulable. Para ser considerados como hechos
de azar, las resultados de los tiros deben manifestar un cierto carác­
ter «fortuito» o «casual». Se han propuesto diversas definiciones de
esta «casualidad», aunque no todas son satisfactorias y algunas son
más restrictivas que otras. H ay una definición implícita que tiene
considerable mérito. Según la misma, un conjunto linealmente orde­
nado de sucesos es casual si y sólo si satisface ciertos postulados del
cálculo de probabilidades. Pero aquí omitiremos mayores detalles.41
El punto esencial que es menester destacar es que, cuando se dice
que un tipo determinado de sucesos se «debe al azar» en el sentido
de la palabra que estamos considerando, se da por supuesta alguna
definición de suceso «fortuito» o «casual». También es esencial ob­
servar, además, que decir de un suceso que se produce por azar, en
este sentido, no es incompatible con la afirmación de que está causa­
do; pues admitir ignorancia concerniente a las condiciones específi­
cas que determinan un suceso obviamente no implica negar la exis­
tencia de tales condiciones.

3. En los análisis históricos y sociológicos se dice comúnmente


que un suceso es un hecho de azar si aparece «en la intersección de
dos series causales independientes». Supongamos, por ejemplo, que
un hombre deja su casa para ir a comprar tabaco, pero al salir, se le
cae encima un ladrillo proveniente del techo de un edificio. Se dice
entonces que el infortunio del hombre es un hecho de azar, no por­
que «no esté causado» (en realidad, la descripción misma del hecho
indica la causa), sino porque se produce en la «juntura» de dos se­
cuencias causales independientes, una que termina en la situación del
hombre junto al edificio en un instante dado y otra que termina con
el movimiento del ladrillo en ese instante. Se dice que estas series
causales son «independientes» en el sentido de que los sucesos de
una no determinan los sucesos de la otra: si el ladrillo no hubiera caí­
do, el hombre hubiera seguido su camino hasta el estanco; y si el
hombre no hubiera estado en un lugar particular, el ladrillo habría
chocado con el suelo. Por consiguiente, se alega que el daño del
hombre es fortuito o accidental porque, por completo que pueda ser
nuestro conocimiento de las circunstancias que condujeron a la sali-

41. En la página 438 se hallarán otros comentarios sobre lo fortuito.

430
da del hombre o de las condiciones que provocaron el paso del la­
drillo, ningún cuerpo de conocimiento basta por sí mismo para pre­
decir el accidente.
El sentido de «azar» que estamos considerando exige mayor clari­
ficación. L a noción qué requiere atención especial es la asociada con
la expresión «cadenas causales independientes». L a noción se basa,
obviamente, en la imagen de dos líneas (o cadenas) distintas que se
intersecan en un punto común. La sucesión de puntos (o eslabones)
de cada línea se supone determinada por el carácter «intrínseco» de
la línea, pero no por la «naturaleza» de la otra línea; y el hecho
de que las líneas tengan un punto en común no está determinado por
la naturaleza de ninguna de las líneas tomada aisladamente. Pero la
suposición de que los sucesos concretos son análogos a los puntos
de una línea, que son hechos independientes cuyas «naturalezas» se
agotan en sus «posiciones» en alguna sucesión lineal específica de
sucesos, y que la aparición de un suceso en tal secuencia está deter­
minada por la «naturaleza» de las partes precedentes de la secuencia,
es, en el mejor de los casos, una metáfora sugestiva pero vaga y, en el
peor de los casos, una fantasía apenas inteligible. L os acontecimien­
tos concretos no parecen poseer tales naturalezas intrínsecas e inde­
pendientes; pues un suceso dado manifiesta un número indefinido
de caracteres, y, si atendemos a las teorías físicas actuales, hay un nú­
mero indefinido de determinantes causales distintos para la apari­
ción de cualquier suceso específico. Por consiguiente, si se adopta la
imagen de la línea o la cadena para describir las relaciones causales
entre sucesos, la manera más adecuada de describir un suceso es con­
siderarlo como la intersección de un número indefinido (si no infi­
nito) de líneas. Pero si se emplea esta imagen más compleja, ya no es
claro, ni siquiera en apariencia, qué debemos entender por «líneas
causales independientes», pues entonces todo suceso es el nodo de
muchas influencias causales.
Puede obtenerse mayor claridad en lo concerniente al sentido de
«azar» que estamos discutiendo si reformulamos la distinción en
términos de relaciones entre enunciados, y no entre sucesos o acon­
tecimientos. Sea Sj un enunciado que afirma la producción de algún
suceso, por ejemplo, un enunciado de la form a «x es dañado por un
ladrillo que cae en el tiempo t y en el lugar Y»; con mayor generali­
dad, tiene la forma «x está en la relación R con z en el tiempo t y el
lugar y». Supongamos que Tx es una teoría o ley que enuncia de una

431
manera general las condiciones y form a de aparición de algún factor
que se manifiesta en este suceso, pero la enuncia sin referencia a la
presencia o ausencia de otros factores también implicados en él; y
supongamos, además, que T2 cumple una función similar con res­
pecto a esos otros factores. Además, haremos la suposición explícita
de que Tx y T2 no pueden ser deducidas una de otra. Para fijar ideas
y dar a la discusión un sesgo específicamente atinente a la form a ge­
neral de S x que hemos supuesto, admitamos que Tx afirma lo si­
guiente: si en las condiciones C l5 x se encuentra en un estado P en el
tiempo t y el lugar y, entonces x está en el estado P ’ en el tiempo t’ y
el lugar y \ Y , análogamente, supongam os que T2 afirma que, si en las
condiciones C 2, z está en el estado Q en el tiempo t y el lugar y, en­
tonces z está en el estado Q ’ en t ye y \ Por consiguiente, dados Tx y
ciertos datos iniciales adecuados D x concernientes a jc, es posible cal­
cular el estado de x para otros tiempos y lugares; de manera similar,
para z con T2 y datos iniciales D z. Además, en virtud de las suposi­
ciones hechas concernientes a T r y T2, no se puede calcular el estado
de x en cualquier instante a partir de T2 y Z)z, ni el estado de z a par­
tir de Tx y D x. Por lo tanto, las secuencias de estados de x y z, res­
pectivamente, pueden ser llamadas «cadenas independientes», sien­
do esta independencia una consecuencia de la independencia lógica
supuesta para Tx y T2. Ahora bien, es evidente que S x no es derivable
de T x y D x solamente, ni de T2 y D z solamente, ni siquiera de la con­
junción de Txy T2. L os dos primeros casos están excluidos porque
supone referencias a am bos individuos x e y y a una cierta relación
entre ellos, mientras que las premisas sugeridas en la deducción no
contienen tal referencia; y el último caso está excluido porque S x es
un simple enunciado singular, mientras que Tx y T2 son ambos condi­
cionales universales. Por lo tanto, S x es lógicamente independiente
tanto de Tx como de T2, tomados aisladamente o en conjunción; y
también es lógicamente independiente tanto de Tx y D x com o de T2
y D z. Podemos decir, por lo tanto, que el suceso expresado por es
un «hecho de azar» relativo a la secuencia de estados determinada
por Tx y D x y también relativo a la secuencia de estados determina­
da por T2 y D z.
Por otra parte, si las condiciones C x y C 2 mencionadas en T\ Y T»
respectivamente, son físicamente compatibles y si la relación R men­
cionada en S x es correctamente analizable en términos de los estados
P y Q también mencionados en T x y T2, entonces S x es deducible en

432
general de la conjunción compleja de Tx y D x junto con T2 y D z. Se
desprende de esto que el suceso mencionado por no es un hecho
de azar con respecto a la secuencia de estados de x e y determinada
por esta fórmula compleja. También se desprende que la caracteriza­
ción de un suceso como un acontecimiento de azar, en el sentido de
la palabra que estamos considerando, no implica que el suceso no
esté causado ni que ignoremos las condiciones que determinan su
aparición; tampoco es el atributo que se predica de un suceso algo
«subjetivo», es decir, meramente la expresión del estado de espíritu
de quien predica el atributo. Cuando se hace totalmente explícito tal
juicio y no se lo expresa en un lenguaje elíptico, requiere el uso de un
predicado relacional aunque «objetivo», en el mismo sentido en el
cual la afirmación de que un lado de la calle es el «otro lado» requie­
re el uso de una caracterización relacional aunque objetiva.42

4. H ay un cuarto sentido de «azar» íntimamente relacionado


con el que acabamos de exponer, pero que merece especial atención.
Se dice que un suceso es un hecho de «azar» o «contingente», según
este sentido de la palabra, si en un contexto dado de investigación el
enunciado que afirma su aparición no deriva de ningún otro. Así, si
queremos predecir una posición y una velocidad futuras del planeta
Marte con ayuda de la teoría gravitacional newtoniana, debemos es­
tablecer una posición y una velocidad iniciales del planeta; y el hecho
de que en tal tiempo inicial Marte se encuentre en cierto lugar y se
mueva con cierta velocidad es un hecho de azar. Por supuesto, no
se niega que un suceso caracterizado como un hecho de azar en al­
gún contexto pueda ser considerado la consecuencia de algún otro
suceso o, más precisamente, que el enunciado que afirma la primera

42. Existe una obvia semejanza entre el anterior examen de «azar» y el aná­
lisis que hace Aristóteles de «accidente». Aristóteles también adoptó la tesis de
que si un predicado representa o no una propiedad accidental de un sujeto, ello
depende de la definición del último. Sin embargo, adoptó un punto de vista «ab­
solutista» (o «esencialista») acerca de las definiciones, pues sostenía que una de­
finición enuncia la «esencia» o «naturaleza» constante de una substancia. Sin
embargo, puesto que esta afirmación reposa sobre suposiciones no justificadas
a la luz del conocimiento actual e incompatibles con mucho de lo que se dice en
este libro, hay un fundamental desacuerdo entre la explicación aristotélica de los
accidentes y el anterior examen de «azar».

433
aparición pueda derivar de otros enunciados acerca de sucesos dife­
rentes, con ayuda de suposiciones apropiadas (en el ejemplo ante­
rior, un estado inicial dado de Marte puede ser derivado por medio
de la teoría newtoniana de algún otro estado inicial). Pero contraria­
mente a afirmaciones frecuentes, el hecho de que pueda ser derivado
de este m odo no borra la distinción entre un suceso de azar y otro
que no lo es, en el sentido aquí considerado. Pues, en primer lugar,
se dice que un suceso es de azar en un contexto dado, y el que no sea
un hecho de azar en algún otro contexto no excluye que lo sea en el
dado. E s evidente, por lo tanto, que no hay incompatibilidad alguna
entre decir que un suceso es un hecho de azar (en el sentido presente)
y decir que, no obstante esto, hay condiciones o causas determina­
das de su aparición. Y en segundo lugar, aunque un suceso que es un
hecho de azar en un contexto pueda no serlo en un segundo contex­
to, algún otro suceso debe ser reconocido como un hecho de azar en
el último contexto indicado. Pues la producción de un suceso se for­
mula com o un enunciado singular simple, y tales enunciados sólo
pueden ser deducidos de teorías o leyes si se agregan a éstas condi­
ciones iniciales adecuadas.
Pero los sucesos no sólo son caracterizados como hechos de azar
en el sentido considerado de la expresión, sino que, por una exten­
sión natural, a veces se usa tal expresión para caracterizar leyes y
teorías. Sin embargo, hay una ligera ambigüedad en este uso más ex­
tenso. A veces se dice que una ley o una teoría es «contingente» o se
cumple «por azar» si en un contexto dado dicha ley o teoría no de­
riva de otras premisas; y en esto hay un paralelismo bastante estric­
to con el uso de la palabra en relación con sucesos. Por ejemplo, la
ley de la dilatación lineal térmica de los sólidos fue considerada an­
taño una ley meramente contingente, porque no se disponía de nin­
guna explicación de ella en términos de una teoría física aceptada.
Por esta razón comúnmente se llama a la ley una fórmula «em píri­
ca», porque su aceptación sólo se basaba en un conjunto de elemen­
tos de juicio experimentales directos. Por otra parte, aunque en una
época se sostenía que la ley de Boyle-Charles para los gases ideales
es simplemente una verdad empírica fortuita, actualmente no se la
considera así, pues se la puede derivar de las suposiciones de la teo­
ría cinética de los gases. Asim ism o, se dice que una teoría com o la
teoría cinética de los gases o la electromagnética es un conjunto con­
tingente de suposiciones porque no es explicable (en todo caso, en la

434
actualidad) por ninguna teoría más general y porque no se la acepta
sobre la base de que sea la consecuencia lógica de otras premisas bien
establecidas. Puesto que, en un estado dado del desarrollo científico,
no se puede continuar indefinidamente el proceso de explicación, es
evidente que debe haber siempre algunas teorías que sean contin­
gentes en el sentido considerado. Los científicos y filósofos que sos­
tienen que «en última instancia» o «en último análisis» las ciencias
no suministran explicaciones de nada, a menudo sólo tienen in men­
te algo semejante; y deben entenderse sus afirmaciones en el sentido
de que los fundamentos para aceptar las premisas de cualquier expli­
cación propuesta no son, a fin de cuentas, puramente deductivos.
A veces, sin embargo, se dice que una teoría o una ley es una ver­
dad contingente, sea o no la teoría o la ley derivable de otras suposi­
ciones, simplemente porque no es una verdad lógicamente necesaria
y sólo se la puede asentar en elementos de juicio empíricos. Se supo­
ne, tácitamente, por supuesto, que hay algunos enunciados que son
lógicamente necesarios y cuya verdad puede ser certificada conside­
rando solamente el significado de sus términos, mientras que hay
enunciados que no lo son. Enunciados tales como «las arañas no son
insectos», «la suma de los ángulos de un triángulo euclídeo es igual a
dos rectos» y «todos los números primos mayores que 2 son impa­
res» son ejemplos típicos de la primera clase, mientras que «ningún
mamífero tiene branquias», «en la electrólisis, el agua se descompone
en hidrógeno y oxígeno» y «un cuerpo cargado eléctricamente y en
movimiento genera un campo magnético» son ilustraciones comunes
de la segunda clase. Quienes rechazan la distinción entre enunciados
lógicamente necesarios (o «analíticos») y lógicamente indetermina­
dos (o «sintéticos») —sea porque creen que todos los enunciados
verdaderos son «a fin de cuentas» lógicamente necesarios, sea por­
que sostienen que aun íos enunciados de la lógica formal y la arit­
mética son simplemente generalizaciones empíricas bien probadas, o
sea porque sostienen que, en el fondo, la diferencia es de grado y no
de especie— indudablemente no ven la utilidad de caracterizar un
grupo especial de enunciados como verdades «contingentes».43 Pero

43. Recientemente, algunos autores han puesto en tela de juicio el «dualis­


m o» de la distinción entre analítico y sintético. Véanse W. V. O . Quine, From a
Logical Point ofV iew , Cam bridge, M ass., 1953, cap. 2; M orton White, Toward
Reunión in Philosophy, Cam bridge, M ass., 1956, cap. 8.

435
en la práctica científica real se observa tal distinción, en general, y
ésta parece basarse firmemente en las diferencias de procedimientos
empleados para establecer enunciados en diversas ramas de la inves­
tigación. Por consiguiente, puesto que se supone que las teorías y le­
yes científicas sólo son contingentemente verdaderas, en el mejor de
íos casos, ningún fenómeno aislado de la naturaleza y ningún esque­
ma de coexistencia o de cambio que formulen las teorías o las leyes
son lógicamente necesarios. Si se identifica una explicación «com ­
pletamente racional», como se ha hecho con frecuencia, con una ex­
plicación cuyas premisas son verdades necesarias, entonces no se
puede dar ninguna explicación completamente racional del mundo o
de algún fenómeno de él.

5. Q ueda un sentido de «azar» que requiere atención; en tal sen­


tido, la palabra alude a un carácter «absoluto», y no relacional, de los
sucesos. U n suceso del cual se predica el «azar» en este sentido es con­
siderado a veces «no causado», de modo que no solamente no cono­
cemos las condiciones determinantes de su producción, sino que ni
siquiera existen tales condiciones, según se afirma. La antigua con­
cepción epicúrea de los átomos que se desvían espontáneamente de
sus caminos normales puede ilustrar este sentido de la palabra «azar».
M ás recientemente, como ya hemos indicado, Charles Peirce elabo­
ró una cosm ogonía evolutiva especulativa partiendo de la suposición
de un tiquismo radical. Peirce sostenía que si se rastreaban las causas
de una desviación irregular de cualquier ley física aceptada, «se esta­
rá obligado a admitir que se debe a una determinación arbitraria, o al
azar».44 Según él, siempre se producen diversificaciones y, admitien­
do la «pura espontaneidad» como característica del universo, «que
actúa siempre y en todas partes, aunque restringida dentro de estre­
chos límites por las leyes, y que producen continuamente desviacio­
nes infinitesimales de éstas», Peirce creía que podía explicar «toda la
variedad y diversidad del universo».45 Muchos físicos contemporá­

44. Caries S. Peirce, CollectedPapers, Cambridge, M ass., 1935, vol. 6, pág. 37.
45. Ibid., pág. 41. C om o Epicuro y muchos autores actuales. Peirce p ostu ­
laba su tiquism o radical para dar cabida al libre arbitrio humano. A sí, declaraba:
«Suponiendo que ceda la rígida exactitud de la causación, ganamos terreno, por
poco que sea, al menos en una cantidad estrictamente infinitesimal, insertando
la mente en nuestro esquema y colocándola en el lugar en el cual se la necesita,

436
neos también sostienen, al parecer, que los procesos subatómicos, al
menos, se caracterizan por su azar absoluto, de m odo que, por ejem­
plo, la emisión de partículas por sustancias' radiactivas es considera­
da como «un proceso debido a la descomposición espontánea de sus
átom os».46
Sin embargo, se dice a veces que un suceso es un «suceso de azar
absoluto» no porque no haya condiciones determinadas de su apari­
ción, sino porque, aunque haya tales condiciones, el mismo mani­
fiesta ciertas «características novedosas» muy diferentes de las que
las condiciones manifiestan. Por consiguiente, según se explica a ve­
ces este sentido de «azar», aun si se conocieran con la mayor preci­
sión las condiciones para que se produzca un suceso de azar, no se­
ría posible predecirlo a partir de las condiciones, a menos que se
haya observado realmente que los sucesos de este tipo se encuentran
regularmente asociados a tales condiciones. Así, se afirma a menudo
que, cuando se agregó ácido sulfúrico a la sal común por primera
vez, no se podía haber predicho la formación del gas que se produce
en tal caso con sus propiedades peculiares; se dice entonces que la
generación del gas en las condiciones indicadas es un suceso de azar.
También es posible que el tiquismo de Peirce contenga esta noción
de azar como componente. Pero este sentido especial de «azar ab­
soluto» desempeña un papel esencial en las doctrinas actuales de la
«evolución emergente»; por lo tanto, pospondrem os la discusión
más detallada del mismo hasta que examinemos estas doctrinas en el
capítulo próximo.
Volvamos al primer sentido de «azar absoluto» como ausencia de
condiciones determinantes de la aparición de un fenómeno. Esta no­
ción de azar está libre de contradicciones internas, con excepción de
algunas reservas que se indicarán enseguida, y las afirmaciones en
sentido contrario, como las de Bradley,47 son ciertamente equivoca­
das. Tam poco hay ninguna otra razón ap rio ri para excluir la posibi­
lidad de que haya hechos de azar en este sentido. Por otra parte, no
parece haber ningún caso indiscutiblemente auténtico de tal tipo de

en la posición que debe ocupar com o única cosa autointeligible: la de fuente de


la existencia. Al hacerlo así, resolvemos el problem a de la conexión entre el alma
y el cuerpo». Ibid., págs. 42-43.
46. M ax Planck, The Philosophy ofPhysics, N ueva Y ork, 1936, pág. 52.
47. F. H . Bradley, Appearance and Reality, Londres, 1920, págs. 387-394.

4 37
suceso. En realidad, por la naturaleza del caso, es imposible dem os­
trar más allá de toda duda que un suceso es un hecho de azar abso­
luto. Pues para demostrar fuera de toda duda posible que un aconte­
cimiento dado (por ejemplo, la descom posición de un átomo) es
espontáneo y carece de circunstancias determinantes, sería necesario
demostrar que no hay nada de lo cual dependa. Pero esto sería equi­
valente a demostrar que nunca se podrá concebir una teoría satisfac­
toria que explique lo que las teorías actuales ya explican y, además, el
suceso presuntamente espontáneo. Pero, aunque se reúna cualquier
cantidad de elementos de juicio para demostrar que el suceso dado
no depende de un conjunto específico de factores, no puede excluirse
la posibilidad de que se encuentren eventualmente otros factores que
determinen el hecho en cuestión y, por consiguiente, que se constru­
ya una teoría que logre lo que nuestras teorías actuales no consiguen.
Por consiguiente, la afirmación de que los sucesos de determina­
do tipo son hechos de azar absoluto no puede ser convalidada de
manera concluyente, aunque los elementos de juicio disponibles
puedan hacer plausible tal afirmación. Debe admitirse, en todo caso,
que en la actualidad no se sabe que la desintegración radiactiva de
átomos sólo se produzca en condiciones determinantes específicas.
Pudiera ser, por lo tanto, que ese fenómeno sea un hecho «de azar
absoluto». Por otra parte, aunque la teoría física actual no es incom­
patible con la suposición de que las desintegraciones atómicas son
hechos de azar absoluto, en sus formulaciones no hace ningún uso
específico de tal suposición. Por consiguiente, la teoría actual tam ­
bién es compatible con la suposición más débil de que estos sucesos
son hechos de azar relativo, en alguno de los sentidos de «azar» dis­
tinguidos anteriormente.
Adem ás, hay una seria dificultad asociada a la noción de azar que
hace de la suposición del «azar absoluto» una hipótesis gratuita. La
razón por la cual se dice habitualmente que los sucesos se producen
de una manera totalmente fortuita es que no aparece «orden» algu­
no en la secuencia de sus apariciones y, en consecuencia, no pueden
formularse relaciones funcionales entre los sucesos y los tiempos en
los cuales ocurren. Pero la afirmación de que una secuencia de suce­
sos manifiesta un desorden absoluto sólo es defendible si se usan los
términos «orden» y «desorden» en algún sentido especial o restrin­
gido, y sólo si se entiende «relación funcional» en el sentido de algu­
na clase limitada de funciones matemáticas.

438
Para fijar ideas, consideremos los átomos de un trozo determina­
do de radio y supongamos que se registra el momento en el que cada
átomo se desintegra. Ahora bien, indudablemente no habrá ninguna
fórmula obvia que vincule el número de desintegraciones con los
tiempos en los cuales se producen. Pero puesto que, por hipótesis,
hay una correspondencia entre las desintegraciones y los tiempos, se
define por extensión una función matemática que vincula las prime­
ras con los últimos. Por lo tanto, no es imposible lógicamente que
pueda construirse una fórmula general que enuncie esta correspon­
dencia, aunque la fórmula resulte ser abrumadoramente compleja.
En consecuencia, no hay ningún desorden «absoluto» en la distribu­
ción de las desintegraciones atómicas en el tiempo, puesto que evi­
dentemente hay algún orden en su ordenamiento. En resumen, la
idea de un desorden absoluto y sin restricciones es contradictoria.
Esto no significa que cada suceso de una serie no pueda ocurrir de
una manera absolutamente al azar. Pero sí significa que el desorden
predicado de la distribución de estos sucesos en el tiempo debe ser en­
tendido como relativo a algún tipo de orden o clase de funciones ma­
temáticas (quizás sólo delimitado vagamente).48 Por lo tanto, la su­
posición lógicamente incoherente de una distribución absolutamente
al azar debe ser reemplazada por la hipótesis coherente de un desor­
den relativo (o azar relativo), según la cual una secuencia de sucesos
es una secuencia al azar o desordenada si los sucesos que se produ­

48. En la literatura sobre probabilidad se encuentran intentos por definir de


manera precisa la noción de «azar» o «desorden». Así, Richard von Mises pro­
puso la siguiente definición: sea x u x2, x 3 ..., una serie infinita de elementos y sea
Q una propiedad que caracteriza a algunos de estos elementos. Entonces, la
aparición de Q en esta serie se debe al azar si se cumplen dos condiciones: 1)
la frecuencia relativa de Q converge a un límite p , y 2) la frecuencia relativa de
Q en todas las sucesiones parciales que puedan formarse a partir de la serie ori­
ginal converge al límite p. (Véase Richard von M ises, Probability, Statistics and
Trutb, N ueva York, 1939, págs. 32 y sigs.) Pero se ha dem ostrado que la segun­
da condición, la que requiere la invariancia de p en todas las sucesiones parcia­
les (y, por ende, en un número infinito no numerable de sucesiones parciales),
conduce a contradicción. E l requisito debe ser modificado de m odo que p sólo
sea invariante en una clase infinita numerable de sucesiones parciales. Véase A.
Wald, «D ie W iederspruchsfreiheit des Kollektivbegriffes der Wahrscheinlich-
keitsrechnung», en Ergebnisse eines mathematischen Kolloquiums (comp. Karl
Menger), cuad. 8.

4 39
cen en un cierto orden no pueden ser deducidos de ninguna ley per­
teneciente a alguna clase específica de leyes. Por otra parte, aunque
la aparición de sucesos de un cierto tipo puede ser al azar con res­
pecto a una u otra clase de leyes, su aparición puede no ser al azar
con respecto a alguna otra clase de leyes. Por ende, si la tesis de que
un suceso es «no causado» o completamente fortuito se basa en la
afirmación de que la secuencia de sucesos de este tipo no manifiesta
ningún orden en la aparición de los sucesos, la fuerza de esta afirma­
ción com o apoyo de la tesis debe ser apreciada a la luz del hecho de
que el desorden alegado sólo es un desorden relativo.
E l resultado principal de este examen es que, decir de un suceso
que «sucede por azar», no es, en general, incompatible con afirmar
que el suceso está determinado, excepto cuando se entiende «suce­
der por azar» en el sentido de que no hay condiciones determinan­
tes para que se produzca el suceso. Pero, de hecho, no conocemos las
condiciones precisas para que se produzcan muchas especies de su­
cesos, aunque podam os confiar en que tales condiciones existen. En
sustitución de tal conocimiento, a menudo podem os establecer rela­
ciones de dependencia entre propiedades estadísticas de sucesos, y
no entre sucesos individuales o propiedades individuales de éstos.
En realidad, el uso de variables estadísticas de estado en las teorías fí­
sicas modernas se basa en la suposición de que, aunque no conoce­
m os la conducta detallada de los elementos m icroscópicos «indivi­
duales» postulados por la teoría, podem os reducir bastante nuestra
ignorancia examinando diversas propiedades estadísticas de esos ele­
mentos.
En la física clásica (por ejemplo, en la mecánica estadística clási­
ca), sin embargo, la conducta «al azar» supuesta para los individuos
postulados no es considerada la manifestación de algún carácter ra­
dicalmente «acausal» o «intrínsecamente fortuito» de los movimien­
tos de esos individuos. Por el contrario, el sentido en el cual se dice que
se producen movimientos individuales «por azar», según se aclara
explícitamente, es en el sentido de «azar» relativo, que es el segundo
significado de la palabra que precisamos antes. En la mecánica cuán­
tica, por otra parte, se cree comúnmente que el uso de una descrip­
ción de estado estadística refleja la naturaleza intrínsecamente inde­
terminada o absolutamente al azar de ciertos procesos subatómicos.
Sin embargo, la cuestión de saber si éstos procesos son o no abso­
lutamente fortuitos no es un tema de importancia científica, pues,

440
como hemos señalado, la teoría cuántica es compatible con cual­
quiera de las alternativas. L os físicos que sostienen que la mecánica
cuántica sólo requiere la noción de azar relativo y cuyos «instintos
científicos» son hostiles a la noción de azar absoluto,49 quizás algún
día elaboren una teoría esencialmente no estadística para reemplazar
a la actual teoría cuántica. Si se realizaran sus esperanzas, indudable­
mente se invertiría la creencia actual de que la física ha establecido el
carácter completamente fortuito de los procesos subatómicos. Pero
hasta que no se disponga de tal teoría alternativa la cuestión del azar
absoluto seguirá siendo objeto de controversias inconcluyentes.

49. En una carta a Born, Einstein declaraba: «U sted cree que D ios juega a
los dados y yo creo en leyes perfectas en el m undo de cosas existentes com o ob­
jetos reáles, a los que trato de captar de una manera libremente especulativa».
Albert Einstein, Philosopher-Scientist (comp. Paul A. Schilpp), Evanston, 111.,
1949, pág. 176; véase también M ax Born, N atu ral Philosophy o f Cause and
Chance, N ueva York, 1949, pág. 122.

441
Capítulo X I

LA REDUCCIÓN DE TEORÍAS

La afirmación de que la mecánica clásica ya no es considerada


como la ciencia universal y fundamental de la naturaleza constituye
actualmente un lugar común. Sus brillantes éxitos al explicar y esta­
blecer relaciones sistemáticas entre una gran variedad de problemas
fueron, en una época, realmente sin precedentes. Y la creencia, antes
muy difundida entre los físicos y los filósofos, según la cual todos
los procesos de la naturaleza eventualmente deben caer dentro del
ámbito de sus principios se confirmaba reiteradamente por la absor­
ción en ella de diversos sectores de la física. Pero el período del «im ­
perialismo» de la mecánica terminó prácticamente a fines del siglo xix.
Las dificultades con que se enfrentó la extensión de la mecánica a te­
rritorios aún no conquistados, y, particularmente, al dominio de los
fenómenos electromagnéticos, parecieron insuperables.
Pero se propusieron nuevos candidatos para el rango de ciencia
física universal, a veces con el respaldo de argumentos a prioñ aná­
logos a los usados antes en apoyo de las pretensiones de la mecánica.
Sin duda, con algunas pocas excepciones dudosas, ningún estudioso
serio de las ciencias cree en la actualidad que sea posible fundamen­
tar a priori una teoría física ni que tales argumentos basten para ins­
taurar una teoría en tan alto rango. Además, muchos físicos destaca­
dos son francamente escépticos en cuanto a la posibilidad de realizar
el ideal de una vasta teoría que integre todos los dominios de la cien­
cia natural en términos de un conjunto común de principios y sirva
como fundamento de todas las teorías menos generales. Sin embar­
go, ese ideal continúa estimulando la especulación científica actual;
en todo caso, el fenómeno de una absorción o integración de una
teoría relativamente autónoma en otra más amplia es una caracterís­
tica innegable y recurrente de la historia de la ciencia moderna. H ay
toda clase de razones para suponer que se continuará efectuando tal
absorción en el futuro.

443
Este capítulo está dedicado a ese fenómeno y a algunos de los
problemas más generales asociados con él. L os científicos y los filó­
sofos han explotado con éxito y sin él la reducción de una teoría a
otra como ocasión para desarrollar interpretaciones de las ciencias
de largo alcance, de los límites del conocimiento humano y de la cons­
titución de las cosas en general. Estas interpretaciones han adoptado
diversas formas, pero sólo necesitamos mencionar aquí unas pocas
interpretaciones típicas.
A menudo se utilizan los descubrimientos relativos a la física y la
fisiología de la percepción en apoyo de la tesis según la cual los
hallazgos de la física son radicalmente incompatibles con el llamado
«sentido común», con las creencias habituales según las cuales las
cosas familiares de la experiencia cotidiana poseen las características
que manifiestan, aun bajo una observación cuidadosamente contro­
lada. El éxito de la reducción de la termodinámica a la mecánica es­
tadística en el siglo xix fue considerado como una prueba de que los
desplazamientos espaciales son la única form a de cambio inteligible,
o que las diversas cualidades de las cosas y sucesos que los hombres
encuentran en su vida cotidiana no son las características «últimas»
del mundo y, quizás, ni siquiera son «reales». Pero, a la inversa, la
dificultad en hallar modelos coherentes visualizables para el form a­
lismo matemático de la mecánica cuántica ha sido tomado como in­
dicio del carácter «m isterioso» de los procesos subatómicos y como
una prueba en favor de la tesis de que, detrás del sim bolism o opaco
del «m undo de la física», hay una «realidad espiritual» que todo lo
impregna y que no es indiferente o ajena a los valores humanos. Por
otra parte, la imposibilidad de explicar los fenómenos electromagné­
ticos en términos de la mecánica y la declinación de ésta de su ante­
rior posición como ciencia universal de la naturaleza han sido consi­
deradas como pruebas de la «bancarrota» de la física clásica, de la
necesidad de introducir categorías «organicistas» de explicación en
el estudio de todos los fenómenos naturales y como prueba de una
gran variedad de teorías de gran generalidad concernientes a niveles
del ser, la emergencia y la novedad creadora.
N o examinaremos los argumentos detallados que culminan en
estas tesis y otras similares. Sin embargo, es atinente un comentario
de carácter muy general acerca de la mayoría de tales afirmaciones.
C om o hemos señalado repetidamente en capítulos anteriores, con
frecuencia se adoptan expresiones asociadas a ciertos hábitos o re­

444
glas establecidas de uso en un contexto de investigación para explo­
rar nuevos campos de estudio, en razón de presuntas analogías entre
los diversos dominios. Sin embargo, los que usan tales expresiones
no siempre se dan cuenta de que, al extender de este m odo el ámbi­
to de aplicación de una expresión determinada, ésta sufre a menudo
un cambio crítico en su significado. Pueden surgir entonces serios
equívocos y problemas espurios, a menos que se tome el cuidado de
entender la expresión en el sentido atinente al contexto especial en el
cual la expresión ha adquirido una nueva función y requerido por tal
contexto. Es posible que aparezcan tales alteraciones cuando se ex­
plica una teoría por otra o se la reduce a ésta; y los cambios en los
significados de expresiones familiares que a menudo resultan de la
reducción no siempre están acompañados de una clara conciencia de
las condiciones lógicas y experimentales en las cuales se ha efectua­
do la reducción. C om o consecuencia de esto, tanto los intentos lo­
grados como los fracasos a la hora de efectuar reducciones han dado
lugar a vastas reinterpretaciones filosóficas del alcance y la naturaleza
de la ciencia física, como las que hemos citado en el párrafo anterior.
Estas interpretaciones, en lo esencial, son sumamente dudosas por­
que comúnmente se las realiza con poca consideración de las condi­
ciones que es menester satisfacer para lograr una reducción con éxi­
to. Por lo tanto, tiene cierta importancia formular cuidadosamente
cuáles son esas condiciones, tanto por la luz que puede arrojar el
examen de éstas sobre la estructura de la explicación científica como
por la contribución que dicho examen puede ofrecer para una apre­
ciación adecuada de una serie de filosofías de la ciencia muy difun­
didas. L a tarea central de este capítulo, pues, será el examen de las
condiciones de una reducción y de sus consecuencias para algunas
cuestiones controvertidas en la filosofía de la ciencia.

1. L a r e d u c c ió n d e l a t e r m o d in á m ic a a l a m e c á n ic a
EST A D ÍST IC A

U na reducción, en el sentido en el que empleamos aquí la pala­


bra, es la explicación de una teoría o de un conjunto de leyes experi­
mentales establecidas en un campo de investigación por otra teoría
formulada habitualmente, aunque no invariablemente, para otro do­
minio. Para mayor brevedad, llamaremos al conjunto de teorías o le-

445
yes experimentales que son reducidas a otra teoría «ciencia secunda­
ria», y a la teoría a la cual se efectúa o se propone la reducción «cien­
cia primaria». Muchos casos de reducción parecen ser pasos normales
en la expansión progresiva de una teoría científica y raramente sur­
gen serias perplejidades o equívocos. Por ello, será conveniente dis­
tinguir, con ayuda de algunos ejemplos, entre dos tipos de reduc­
ción, el primero de los cuales es considerado por lo común como
carente de problem as y al cual, en consecuencia, ignoraremos, mien­
tras que con respecto al segundo se experimenta a menudo una suer­
te de desazón intelectual.

1. U na teoría puede ser formulada inicialmente para un tipo de


fenómenos que presentan los cuerpos de una clase un tanto restrin­
gida, aunque posteriormente puede extenderse de m odo que abar­
que a otros fenómenos, aun cuando los presenten cosas de una clase
más vasta. Por ejemplo, la teoría de la mecánica fue elaborada pri­
mero para los movimientos de masas puntuales (es decir, para los
movimientos de cuerpos cuyas dimensiones son despreciables cuan­
do se los compara con las distancias entre ellos) y luego se la exten­
dió a los movimientos de cuerpos rígidos y deformables. En tales ca­
sos, si ya se han establecido leyes dentro del dominio más vasto
(quizás sobre una base puramente experimental y antes del desarro­
llo de la teoría), estas leyes quedan entonces reducidas a la teoría. Sin
embargo, en estos casos hay una acentuada semejanza cualitativa en­
tre los fenómenos que aparecen en el ámbito inicial y en el ámbito
ampliado de la teoría. Así, los movimientos de masas puntuales son
m uy similares a los de cuerpos rígidos, puesto que en am bos casos
los movimientos sólo implican cambios en la posición espacial, aun­
que los cuerpos rígidos puedan presentar una form a de movimiento
(la rotación) que no tienen las masas puntuales. Tales reducciones,
habitualmente, no plantean serios problemas.
Análogamente, puede extenderse el ámbito de aplicación de una
teoría macroscópica de un dominio a otro homogéneo con el ante­
rior en lo referente a las características en estudio, de m odo que se
emplean sustancialmente los mismos conceptos para formular las le­
yes de ambos dominios. Por ejemplo, el D iálogo sobre dos nuevas
ciencias de Galileo fue una contribución a la física de los cuerpos te­
rrestres en caída libre, disciplina que en su época se consideraba dis­
tinta de la ciencia de los movimientos celestes. Las leyes de Galileo

446
quedaron absorbidas, eventualmente, en la teoría newtoniana de la
mecánica y la gravitación, que fue formulada para abarcar tanto a los
movimientos terrestres com o a los celestes. Aunque las dos clases
de movimiento son claramente distintas, para describir los movi­
mientos de uno de esos dominios no se requieren otros conceptos
que los utilizados en el otro dominio. Por consiguiente, la reducción
de las leyes de los movimientos terrestres y celestes a un solo con­
junto de principios teóricos resulta, simplemente, en la incorpora­
ción de dos clases de fenómenos cualitativamente similares en una
clase más amplia cuyos miembros son también cualitativamente ho­
mogéneos. D ebido a esta circunstancia, la reducción no da origen,
tampoco, a problemas lógicos especiales, aunque de hecho produjo
una revolución en la visión del mundo que poseían los hombres.
En las reducciones del tipo mencionado hasta ahora, las leyes de
la ciencia secundaria no utilizan términos descriptivos que no hayan
sido usados aproximadamente con el mismo significado en la ciencia
primaria. Puede considerarse, entonces, que las reducciones de este
tipo establecen relaciones deductivas entre dos conjuntos de enun­
ciados que usan un vocabulario homogéneo. Puesto que tales reduc­
ciones «homogéneas» son aceptadas comúnmente como fases en el
desarrollo normal de una ciencia y dan origen a pocas ideas erróneas
en cuanto a lo que logra una teoría científica, no les prestaremos más
atención.

2. La situación es diferente, por lo común, en el caso de un se­


gundo tipo de reducción. C on frecuencia se tienen dificultades para
captar el alcance de una reducción como consecuencia de la cual un
conjunto de características distintivas de cierto tipo de fenómenos es
asimilado a lo que constituye, manifiestamente, un conjunto de ca­
racterísticas muy diferente. En tales casos, las características distin­
tivas que son el objeto de la ciencia secundaria caen en el ámbito de
una teoría que puede haber sido elaborada inicialmente para abordar
elementos cualitativamente diferentes y que ni siquiera incluye algu­
nos de los términos descriptivos característicos de la ciencia secun­
daria en su propio conjunto de distinciones teóricas básicas. Así, la
ciencia primaria parece borrar distinciones familiares como si fueran
ficticias y parece sostener que características prim a facie indiscuti­
blemente diferentes de las cosas son, en realidad, idénticas. L a aguda
sensación de mistificación que se experimenta entonces es especial­

447
mente frecuente cuando la ciencia secundaria trata de fenómenos
m acroscópicos, mientras que la ciencia primaria postula una consti­
tución microscópica para esos procesos macroscópicos. M ostrare­
m os mediante un ejemplo el tipo de desconcierto que puede surgir.
L a mayoría de los adultos de nuestra sociedad saben cóm o medir
temperaturas con un termómetro de mercurio común. Si se les p ro­
vee de tal instrumento, saben cóm o determinar con razonable exac­
titud la temperatura de diversos cuerpos y, en términos de las opera­
ciones que se realizan con el instrumento, entienden lo que se quiere
decir mediante enunciados como el de que la temperatura de un vaso de
leche es de 10 °C . U na buena parte de estos adultos serán incapaces,
sin duda, de explicar el significado de la palabra «temperatura» de
manera que satisfaga a una persona que conoce la termodinámica; y
probablemente estos mismos adultos también serán incapaces de
enunciar explícitamente las reglas que rigen el uso de tal palabra. Sin
embargo, la mayoría de los adultos saben cóm o usarla, aunque sólo
sea dentro de ciertos contextos limitados.
Supongam os ahora que una persona ha llegado a entender lo que
significa «temperatura» exclusivamente en función del manejo de un
termómetro de mercurio. Si a tal individuo se le dijera que hay una
sustancia que se funde a una temperatura de quince mil grados, pro­
bablemente no sabría qué sentido dar a este enunciado y hasta p o ­
dría sostener que el mismo carece de significado. En apoyo de su
afirmación podría sostener que la frase «temperatura de quince mil
grados» no tiene sentido definido y carece, por lo tanto, de signifi­
cado, porque sólo puede asignarse una temperatura mediante el uso
de un termómetro de mercurio y tales termómetros se evaporan
cuando se los acerca a cuerpos cuya temperatura (especificada por
un termómetro de mercurio) está un poco por encima de 3.500 °C .
Sin embargo, su desconcierto por la información que se le suminis­
tró, desaparecería rápidamente con un poco de estudio de la física
elemental. Pues descubriría entonces que la palabra «temperatura»
está asociada, en la física, a un conjunto más amplio de reglas de uso
que las que regían su propio uso de la palabra. En particular, apren­
dería que los científicos de laboratorio utilizan la palabra para refe­
rirse a cierto estado de los cuerpos físicos y que las variaciones de
este estado a menudo se manifiestan de maneras distintas a la expan­
sión del volumen del mercurio, por ejemplo, a través de cambios en
la resistencia eléctrica de un cuerpo o de la generación de corrientes

448
eléctricas en condiciones especificadas. Por consiguiente, una vez
explicadas las leyes que formulan las relaciones entre las conductas
de instrumentos tales como las termocuplas, usadas a veces para re­
gistrar cambios en el estado físico de los cuerpos llamado «tempera­
tura», la persona comprende de qué manera puede usarse significati­
vamente la palabra en situaciones distintas de aquellas en las que
puede usarse un termómetro de mercurio. La ampliación del ámbito
de aplicación de la palabra, entonces, ya no parece más desconcer­
tante o misteriosa que la extensión de la palabra «longitud» de su
significado primitivo, establecido mediante el uso del pie humano
para determinar longitudes, a contextos en los cuales una barra pa­
trón de metal reemplaza al organismo humano como instrumento
de medida.
Supongamos, sin embargo, que el lego para quien «temperatura»
adquiere de este m odo un significado más general prosigue su estu­
dio de la física y aborda la teoría cinética de los gases. En ésta descu­
bre que la temperatura de un gas es la energía cinética media de las
moléculas que, por hipótesis, constituyen el gas. Esta nueva informa­
ción puede engendrar una nueva perplejidad, y hasta en una forma
aguda. Por una parte, el lego no ha olvidado la lección anterior, se­
gún la cual se especifica la temperatura de un cuerpo sobre la base de
diversas operaciones instrumentales que se realizan concretamente.
Pero, por otra parte, algunas autoridades a las que ahora consulta le
aseguran que no puede decirse que las moléculas individuales de un
gas posean una temperatura y que el significado de la palabra es
igual, «por definición», al significado de «energía cinética media de
las moléculas».1Frente a tales ideas aparentemente antagónicas, pue­
de plantearse entonces una cantidad de preguntas típicamente «filo­
sóficas» atinentes a la cuestión e ineludibles.
Si el significado de «temperatura» es el mismo que el de «energía
cinética media de las moléculas», ¿de qué está hablando el hombre de
la calle cuando dice que la leche tiene una temperatura de 10 °C ? Se­
guramente, la mayoría de los consumidores de leche que podrían
afirmar tales enunciados no dirían nada acerca de las energías de las
moléculas; pues, aunque comprendieran y supieran cómo usar tales
enunciados, por lo general no tienen conocimiento de la física y no
saben nada acerca de la composición molecular de la leche. Por con­

1. Véase Bernhard Bavink, The Anatom y o f Science, Londres, 1932, pág. 99.

449
siguiente, cuando el hombre corriente se entera de la existencia de las
moléculas de la leche, puede llegar a creer que está frente a un serio
problema en cuanto a cuál es la genuina «realidad» y cuál es sola­
mente la «apariencia». Q uizás se lo pueda persuadir entonces, con un
tradicional argumento filosófico, de que las distinciones corrientes
entre caliente y frío (en realidad, hasta las distinciones entre las di­
versas temperaturas de los cuerpos especificadas en términos de ope­
raciones instrumentales) aluden a cuestiones que son manifestaciones
«subjetivas» de una realidad física subyacente pero misteriosa, una
realidad de la cual no puede decirse con propiedad que posee tempe­
raturas, en el significado corriente de la palabra. O bien puede acep­
tar la opinión, apoyada por un tipo de razonamiento diferente, de
que la realidad genuina es la temperatura definida por procedimien­
tos que implican el uso de termómetros y otros instrumentos seme­
jantes, y que las energías moleculares en términos de las cuales la teo­
ría cinética de la materia «define» la temperatura son solamente una
ficción. Alternativamente, si el lego adopta un tipo de pensamiento
un poco más complicado, quizás llegue a considerar la temperatura
como una característica «emergente», que se manifiesta en ciertos
«niveles superiores» de la organización de la naturaleza, pero no en los
«niveles inferiores» de la realidad física; y puede poner en tela de jui­
cio el que la teoría cinética, que evidentemente sólo se ocupa de esos
niveles inferiores, «realmente explique» la aparición de caracteres
emergentes como la temperatura.
Las reducciones del tipo ilustrado por el ejemplo anterior engen­
dran frecuentemente perplejidades de esa clase. En tales reduccio­
nes, el tema de la ciencia primaria parece cualitativamente disconti­
nuo respecto a los materiales estudiados por la ciencia secundaria.
Dicho con mayor precisión, en las reducciones de tal tipo, la ciencia
secundaria emplea en sus formulaciones de leyes y teorías una serie
de predicados descriptivos que no están incluidos en los términos
teóricos básicos o en las reglas de correspondencia de la ciencia pri­
maria asociadas con éstos. Las reducciones del primer tipo, u «ho­
m ogéneo», pueden ser consideradas como un caso especial de re­
ducciones del segundo tipo, o «heterogéneo». Pero en lo que sigue
nos ocuparemos de las reducciones del segundo tipo.

3. Para fijar ideas, consideremos un ejemplo definido de una re­


ducción de esta especie. La incorporación de la termodinámica a la

4 50
mecánica — más exactamente, a la mecánica estadística y la teoría ci­
nética de la materia— es un ejemplo clásico y bastante conocido de
tal reducción. Esbozarem os, pues, una pequeña parte de la argumen­
tación según la cual se efectúa la reducción, y supondremos que esta
parte de la argumentación es suficientemente representativa de las
reducciones de este tipo como para servir de base a una discusión ge­
neralizada de la lógica de la reducción en la ciencia teórica.
Recordemos brevemente, ante todo, algunos hechos históricos.
En los tiempos modernos, el estudio de los fenómenos térmicos se
remonta a Galileo y su círculo. Durante los tres siglos siguientes
se establecieron una gran cantidad de leyes que se refieren a fases es­
peciales de la conducta térmica de los cuerpos; y con ayuda de un pe­
queño número de principios generales se llegó a probar que entre es­
tas leyes existen ciertas relaciones sistemáticas. L a termodinámica,
como se llamó a esta ciencia, usa conceptos, distinciones y leyes ge­
nerales que también se emplean en la mecánica. Por ejemplo, usa fre­
cuentemente las nociones de volumen, peso y presión, y leyes como
la de H ooke y como las de la palanca. Pero además, la termodinámica
utiliza una serie de nociones propias como las de temperatura, calor
y entropía, así como suposiciones generales que no son corolarios de
los principios fundamentales de la mecánica. Por consiguiente, aun­
que se usan muchas leyes de la mecánica constantemente en la ex­
ploración y explicación de fenómenos térmicos, la termodinámica
fue considerada durante largo tiempo como una disciplina especial,
claramente distinguible de la mecánica, y no simplemente como un
capítulo de ésta. En realidad, todavía se expone la termodinámica
como una teoría física relativamente autónoma, y sus conceptos, prin­
cipios y leyes pueden ser comprendidos y verificados sin introducir
referencia alguna a una estructura microscópica postulada en los sis­
temas térmicos y sin suponer que puede ser reducida a alguna otra
teoría como la mecánica. Pero la labor experimental realizada ya a
comienzos del siglo xix sobre el equivalente mecánico del calor esti­
muló la investigación teórica tendiente a hallar una conexión más ín­
tima entre los fenómenos térmicos y los mecánicos de la que deja
traslucir la formulación habitual de las leyes del calor. Se continua­
ron los antiguos intentos de Bernoulli en esta dirección, y Maxwell
y Boltzmann lograron ofrecer una deducción satisfactoria de la ley
de Boyle-Charles a partir de suposiciones, formulables en términos de
las nociones fundamentales de la mecánica, concernientes a la cons­

451
titución molecular de los gases ideales. O tras leyes termodinámicas
fueron deducidas de manera similar, y Boltzmann logró interpretar
el principio de entropía — quizás la suposición más característica de
la termodinámica y la que parece diferenciar más definidamente a
esta última de la mecánica— como expresión de la regularidad esta­
dística que caracteriza a la conducta mecánica de las moléculas. Com o
consecuencia de esto, se sostuvo que la termodinámica había perdi­
do su autonomía con respecto a la mecánica y había sido reducida a
esta rama de la física.
¿C óm o se efectúa exactamente esta reducción? ¿Mediante qué
razonamiento es posible deducir enunciados que contienen térmi­
nos com o «temperatura», «calor» y «entropía» a partir de un con­
junto de suposiciones teóricas en las cuales no aparecen esos térmi­
nos? N o es posible exponer la argumentación completa sin escribir
un tratado sobre el tema. Por eso, fijemos nuestra atención solamen­
te en una pequeña parte del complicado análisis, la concerniente a la
deducción de la ley de Boyle-Charles para gases ideales a partir de
las suposiciones de la teoría cinética de la materia.
Si eliminamos la m ayoría de los detalles que no contribuyen a
aclarar el problem a principal, puede obtenerse una form a sim plifi­
cada de la deducción que es, en líneas generales, la siguiente. Su ­
pongam os que un gas ideal ocupa un recipiente cuyo volumen es
V. Se supone que el gas está com puesto por un gran número de
moléculas esféricas perfectamente elásticas que poseen masas y vo­
lúmenes iguales, pero cuyas dimensiones son despreciables cuando
se las com para con la distancia media entre ellas. Suponem os, ade­
más, que las moléculas están en m ovimientos relativos constantes,
sujetas solamente a fuerzas de im pacto entre ellas y las paredes per­
fectamente elásticas del recipiente. A sí, las moléculas constituyen
dentro del recipiente, por hipótesis, un sistema aislado o conserva­
dor, y los movimientos moleculares son analizables en términos de
los principios de la mecánica newtoniana. E l problem a ahora es
calcular la relación entre otras características de su movimiento y
la presión (o fuerza p or unidad de superficie) que ejercen las m olé­
culas sobre las paredes del recipiente a causa de su bom bardeo
constante.
Pero, puesto que no es posible determinar las coordenadas ins­
tantáneas de estado de las moléculas individuales, no pueden apli­
carse los procedimientos matemáticos habituales de la mecánica

452
clásica. Para poder avanzar, es necesario introducir otra suposición,
de carácter estadístico, concerniente a las posiciones y las cantida­
des de movimiento de las moléculas. Esta suposición estadística
adopta la siguiente forma: subdividam os el volumen V del gas en un
gran número de volúmenes menores cuyas dimensiones sean igua­
les, pero grandes si se las compara con los diámetros de las molécu­
las; dividamos también la gama máxima de velocidades que pueden
poseer las moléculas en un gran número de intervalos iguales. Lue­
go, asociemos a cada volumen pequeño todos los intervalos de ve­
locidades posibles, y a cada com plejo obtenido asociando un volu­
men con un intervalo de velocidades llamémoslo «fase-célula». La
suposición estadística, es, entonces, que la probabilidad de que una
molécula ocupe una fase-célula asignada es la misma para todas las
moléculas y es igual a la probabilidad de que una molécula ocupe
cualquier otra fase-célula, y que la probabilidad de que una molé­
cula ocupe una fase-célula es independiente de la ocupación de esta
célula por cualquier otra molécula (teniendo en cuenta ciertas res­
tricciones relacionadas, entre otras cosas, con la energía total del
sistema).
Si en adición a estas diversas suposiciones se estipula que la pre­
sión p ejercida en cualquier instante por las moléculas sobre las pa­
redes del recipiente es el prom edio de las cantidades de movimiento
transferidas de las moléculas a las paredes, es posible deducir que la
presión p está relacionada de una manera muy definida con la ener­
gía cinética media E de las moléculas y que, de hecho,/? = 2E/3V , o
p V = 2E/3. Pero la comparación de esta ecuación con la ley de Boy-
le-Charles (según la cual p V = kT, donde k es constante para una
masa dada de gas y T es su temperatura absoluta) sugiere que puede
deducirse la ley a partir de las suposiciones mencionadas si la tem­
peratura estuviera relacionada de alguna manera con la energía ciné­
tica media de los movimientos moleculares. Introduzcamos, por lo
tanto, el postulado de que 2 £ /3 = kT, esto es, que la temperatura ab­
soluta de un gas ideal es proporcional a la energía cinética media de
las moléculas que, según se supone, lo constituyen. Cuál es exacta­
mente el carácter de este postulado es un problema en el que por el
momento no indagaremos. Pero nuestro resultado final es que la ley
de Boyle-Charles es una consecuencia lógica de los principios de la
mecánica, cuando se les agrega una hipótesis acerca de la constitu­
ción molecular de un gas, una suposición estadística concerniente a

453
los movimientos de las moléculas y un postulado que vincula la no­
ción (experimental) de temperatura con la energía cinética media de
las moléculas.2

2. C o n d ic io n e s f o r m a l e s d e l a r e d u c c ió n

Aunque sólo hemos esbozado la derivación de la ley de Boyle-


Charles a partir de la teoría cinética de los gases, tal esbozo puede
servir de base para enunciar las condiciones generales que se deben
cumplir para que una ciencia pueda ser reducida a otra. Es convenien­
te dividir el examen en dos partes: el primero de ellos concerniente a
cuestiones que son primordialmente de naturaleza formal y el se­
gundo relativo a cuestiones de carácter fáctico o empírico. C onside­
raremos primero las cuestiones formales.

1. U n requisito obvio es el de que los axiomas, hipótesis espe­


ciales y leyes experimentales de las ciencias implicadas en una re­
ducción estén expresados en enunciados form ulados explícitamente,
cuyos diversos términos constituyentes tengan significados estable­
cidos sin ambigüedad mediante reglas de uso codificadas o median­
te procedimientos apropiados a cada disciplina. En la medida en que
no se satisfaga este requisito elemental, no será posible determinar
con seguridad si una ciencia (o una rama de la ciencia) realmente ha
sido reducida o no a otra. Debe reconocerse, además que en pocas, si
es que hay alguna, de las diversas disciplinas científicas en desarrollo
activo se realiza plenamente este requisito, puesto que en la práctica
normal de la ciencia raramente es necesario enunciar en detalle todas
las suposiciones que están implicadas al abordar un problem a con­
creto. Tal requisito, pues, es una exigencia ideal, y no una descrip­
ción del estado de cosas real en un momento dado. Sea com o fuere,
los enunciados de cada disciplina especializada pueden ser clasifica­
dos en grupos distintos, sobre la base de los papeles lógicos que de­
sempeñan dichos enunciados en la disciplina en cuestión. E l siguien­
te catálogo esquemático de tales grupos de enunciados no pretende

2. Para una detallada exposición de la deducción, véase, p o r ejemplo, Jam es


Rice, Introduction to Statistical Mechanics, N ueva Y ork, 1930, cap. 4, o J. H .
Jeans, The D ynam ical Theory o f Gases, Cam bridge, Reino U nido, 1925, cap. 6.

454
ser exhaustivo, sino registrar los tipos más importantes de enuncia­
dos atinentes a nuestro examen.

a. En la ciencia S de avanzado desarrollo (como la mecánica, la


electrodinámica o la termodinámica) hay una clase T de enunciados
que son los postulados teóricos fundamentales de la disciplina. Estos
postulados aparecen como premisas (o premisas parciales) en todas
las deducciones de S. N o se los deriva de otras suposiciones en una
codificación determinada de la ciencia, aunque en una exposición al­
ternativa de S puede utilizarse un conjunto diferente de enunciados
lógicamente primitivos. Puesto que se adopta T para explicar y
orientar la investigación futura de leyes experimentales y fenómenos
observables, habrá también una clase R de definiciones coordina­
doras (o reglas de correspondencia) para un número suficiente de
nociones teóricas que aparecen en T o en enunciados formalmente
deducibles de los de T. Además, T satisface presumiblemente los re­
quisitos habituales de una teoría científica adecuada. En particular,
T debe ser capaz de explicar sistemáticamente una gran clase de le­
yes experimentales pertenecientes a S; no deberá contener ninguna
suposición cuya inclusión no aumente de manera significativa el po­
der explicativo de T, sino que sirva simplemente para explicar sólo
una o dos leyes experimentales; deberá ser «resum ida» (en el sentido
de que todo par de postulados de T tendrá al menos un término teó­
rico en común); y los postulados de T deberán ser «simples» y no
demasiado numerosos. C om o indicamos en el capítulo VI, a veces es
conveniente usar las suposiciones de T no como premisas, sino
como principios conductores o como reglas metodológicas de análi­
sis. Pero los problemas que surgen de destacar el papel de las teorías
como principios conductores y no como premisas ya han sido dis­
cutidos; en todo caso, tales problemas carecen de importancia para
nuestro contexto presente.
A menudo es posible establecer una jerarquía entre los enuncia­
dos de T con respecto a su generalidad (en el sentido de «generali­
dad» examinado en el capítulo III). Cuando se lo puede hacer, es útil
distinguir la subclase Ti, que contiene las suposiciones teóricas más
generales de T, de la subclase restante T2, que contiene las más espe­
cializadas. L o s postulados más generales, T1? normalmente tienen un
ámbito de aplicación más amplio que el de la teoría T tomada en
conjunto. Por consiguiente, los postulados Tx son postulados gene­

455
rales, entre los cuales T sólo es un caso especial, mientras que las su­
posiciones de T2 son hipótesis concernientes a algún tipo especial de
sistemas físicos. Por ejemplo, las suposiciones teóricas más generales
de la teoría cinética de los gases son los axiomas newtonianos del
movimiento, de m odo que éstos pertenecen a 7^; y su ámbito, evi­
dentemente, es mayor que el de la teoría cinética. Por otra parte, el
postulado de que todo gas es un sistema de moléculas perfectamen­
te elásticas cuyas dimensiones son despreciables, o el postulado de
que todas las moléculas tienen la misma probabilidad de ocupar una
fase-célula determinada son menos generales que los axiomas new­
tonianos, por lo cual pertenecen a T2. Así, las suposiciones de T2
pueden ser consideradas como complementos variables de las de Tly
pues se las puede variar sin alterar el contenido de las de Tly puesto
que éstas se aplican a diferentes tipos de sistemas. Por ejemplo, se
complementan los axiomas newtonianos con suposiciones especia­
les concernientes a las estructuras moleculares de gases, líquidos y
sólidos, cuando se usa tales axiomas en teorías acerca de las propie­
dades de diferentes estados de agregación de la materia. D e igual modo,
aunque la teoría cinética de los gases conserva las suposiciones fun­
damentales de la mecánica newtoniana al tratar de diversos tipos de
gases, dicha teoría no siempre postula que las moléculas de los gases
tienen dimensiones despreciables; además, las fuerzas que, según la
teoría, actúan entre las moléculas dependen de que el gas esté o no
lejos de su punto de licuefacción.
Aunque no siempre pueda ser posible distinguir nítidamente en­
tre los postulados más generales T t de una teoría y los complemen­
tos variables menos generales, habitualmente se admite alguna disT
tinción semejante. Así, a pesar del hecho de que la ciencia primaria a
la cual ha sido reducida la termodinámica contiene otros postulados
además de los de la mecánica clásica, se dice a menudo (aunque sólo
de manera poco rigurosa) que la termodinámica es reducible a la me­
cánica presumiblemente porque los axiomas newtonianos del movi­
miento son las suposiciones más generales de la teoría cinética de los
gases, de m odo que formulan el armazón básico de ideas dentro del
cual se insertan las conclusiones especiales de la teoría. Además, si la
teoría cinética de los gases lograra explicar algunas de las leyes expe­
rimentales de la termodinámica sólo modificando una o más de sus
suposiciones menos generales T2, es improbable que alguien discu­
tiera la reducibilidad de la termodinámica a la mecánica, siempre que

4 56
se conservaran los principios de la mecánica como las premisas ex­
plicativas más generales de la teoría modificada.

b. Una ciencia S que posea una teoría fundamental T tendrá tam­


bién una clase de teoremas que serán consecuencias lógicas de T. A l­
gunos de los teoremas serán formalmente derivables sólo de T (en
verdad, a menudo de los postulados más generales Tt) sin ninguna
ayuda de las reglas de correspondencia R , mientras que otros sólo
podrán obtenerse usando también R . Por ejemplo, un teorema co­
nocido del primer tipo perteneciente a la teoría planetaria es que, si
una masa puntual se mueve bajo la acción de una sola fuerza central,
su órbita es una sección cónica; un teorema del segundo tipo es el de
que, si un planeta se mueve bajo la acción de la fuerza gravitacional
del Sol exclusivamente, la velocidad con la cual el radio vector que lo
une al Sol barre áreas iguales es constante.
Pero tenga o no ó una teoría de gran generalidad, contendrá por
lo común una clase L de leyes experimentales a las que se considera­
rá convencionalmente como pertenecientes al ámbito de S. Así, las
diversas leyes relativas a la reflexión, la refracción y la difracción de
la luz forman parte del contenido experimental de la ciencia de la
óptica. Aunque en cualquier etapa dada de desarrollo de S la clase
de sus leyes experimentales L es, en principio, determinable sin am­
bigüedad, esta clase frecuentemente aumenta (y a veces hasta dis­
minuye) con los progresos de la investigación. Tam poco existe una
demarcación establecida de manera permanente entre las leyes expe­
rimentales L , que se agrupan como pertenecientes a una rama de la
ciencia 5, y las leyes que son consideradas parte de una rama diferen­
te. Así, no siempre se entendió que los fenómenos eléctricos y m ag­
néticos se hallan íntimamente relacionados; y en los viejos libros de
física, aunque no en los más recientes, las leyes experimentales acer­
ca de fenómenos prim a facie diferentes son clasificados como perte­
necientes a campos distintos de la investigación experimental. En
realidad, los límites asignados al dominio de una ciencia determina­
da y la justificación para clasificar leyes experimentales en diferentes
disciplinas científicas se basan a menudo en el ámbito de explicación
de las teorías vigentes.

c. Toda ciencia positiva contiene una gran clase de enunciados


singulares que, o bien formulan los resultados de observaciones de

457
los fenómenos que caen dentro del ámbito de esa ciencia, o bien des­
criben los procedimientos concretos establecidos para realizar algu­
na investigación efectiva dentro de esta disciplina. A tales enuncia­
dos singulares los llamaremos «enunciados de observación», pero
con la reserva de que al usar esta denominación no nos com prom e­
temos con ninguna teoría psicológica o filosófica especial en cuanto
a lo que son los datos de observación «reales». En particular, no se
debe identificar los enunciados de observación con enunciados acer­
ca de «datos sensoriales», de los que se afirma a veces que son los ob­
jetos exclusivos de la «experiencia directa». Así, «hubo un eclipse to­
tal de Sol en Sobral, en el norte de Brasil, el 29 de mayo de 1919» y
«se hizo girar la llave del conmutador, ayer, en mi oficina, cuando la
temperatura de la sala cayó a 10 °C » , son am bos enunciados de o b ­
servación en el uso que estamos dando a esta expresión. En ocasio­
nes, los enunciados de observación pueden formular las condiciones
iniciales y los límites de una teoría o ley; también se los puede em­
plear para confirmar o refutar teorías y leyes.

d. M uchos enunciados de observación de una ciencia dada S des­


criben el ordenamiento y la conducta de aparatos necesarios para
realizar experimentos en S o para someter a pruebas diversas supo­
siciones adoptadas en S. Por consiguiente, la afirmación de tales enun­
ciados de observación puede implicar tácitamente el uso de leyes
concernientes a características de diversos tipos de instrumentos; al­
gunas de estas leyes pueden no pertenecer al ámbito generalmente
reconocido de S y pueden no ser explicadas por ninguna teoría de S.
Por ejemplo, el equipo fotográfico unido a los telescopios es utilizado
comúnmente para poner a prueba la teoría gravitacional newtonia-
na, de m odo que la construcción de tales aparatos y la interpretación
de los datos obtenidos con su ayuda dan por supuestas teorías y le­
yes experimentales de la óptica y de la química. Pero las suposicio­
nes generales que, de este m odo, se aceptan tácitamente no pertene­
cen a la ciencia de la mecánica; y la teoría gravitacional newtoniana
no pretende explicar o fundamentar leyes ópticas y químicas. Cuan­
do se usan cámaras fotográficas y telescopios en investigaciones
acerca de fenómenos mecánicos, las distinciones y leyes, por lo tan­
to, «están tom adas» de otras disciplinas especiales. A tales leyes usa­
das en una ciencia S, pero no demostradas o explicadas dentro de 5,
las llamaremos «leyes prestadas» de S.

458
La mayoría de las ciencias también contienen enunciados de los
que puede demostrarse que son lógicamente verdaderos, como los de
la lógica y la matemática. Aunque pasamos por alto estas disciplinas,
hemos identificado cuatro clases principales de enunciados que pueden
aparecer en una ciencia 5, se reclame o no algún grado de autonomía
para ella con respecto a otras disciplinas especiales: a) los postulados
teóricos de S, los teoremas deducibles de ellos y las definiciones coor­
dinadoras asociadas a nociones teóricas de los postulados o teore­
mas; b) las leyes experimentales de S; c) los enunciados de observa­
ción de S; d) las leyes prestadas de S.

2. Pasemos al segundo punto formal. T odo enunciado de una


ciencia S puede ser analizado como una estructura lingüística, com ­
puesta de expresiones elementales de acuerdo con reglas de construc­
ción tácitas o explícitas. Supondremos que, aunque esas expresiones
elementales pueden ser vagas en grados variables, se las emplea sin
ambigüedad en 5, con significados establecidos por el uso corriente
o por reglas formuladas explícitamente. Algunas de esas expresiones
serán locuciones de la lógica, la aritmética y otras ramas del análisis
matemático. Pero nos ocuparemos fundamentalmente de las llama­
das «expresiones descriptivas», que se refieren a objetos, caracterís­
ticas, relaciones o procesos considerados generalmente como «em ­
píricos», y no entidades puramente formales o lógicas Aunque hay
dificultades para establecer una distinción precisa entre expresiones
lógicas y expresiones descriptivas, tales dificultades no inciden so­
bre el examen presente. En todo caso, consideremos la clase D de
las expresiones descriptivas de S que no figuran en las leyes presta­
das de S.
Muchas de las expresiones descriptivas de una ciencia están to­
madas del lenguaje común y conservan sus significados cotidianos.
Esto es cierto, frecuentemente, de expresiones que aparecen en
enunciados de observación, ya que una gran parte de los procedi­
mientos concretos utilizados aun en experimentos de laboratorio
cuidadosamente planeados pueden ser descritos en el lenguaje de la
experiencia en bruto. Por su parte, otras expresiones descriptivas
pueden ser específicas de una ciencia dada; pueden tener un uso res­
tringido a contextos técnicos sumamente especializados; y los signi­
ficados que se les asigna en esta ciencia hasta pueden impedir que
sean empleadas para describir cuestiones identificables por la obser­

459
vación directa o indirecta. Las expresiones descriptivas de este tipo
aparecen, de manera característica, en las suposiciones teóricas de
una ciencia.
A menudo es posible elucidar el significado de una expresión de
D con ayuda de otras expresiones de D complementadas con expre­
siones lógicas. Tales elucidaciones a veces pueden ser dadas en la for­
ma de definiciones convencionales explícitas, aunque habitualmente
se requieren técnicas más complicadas para establecer el significado
de algunos términos. Pero sean cuales fueren las técnicas formales de
elucidación que se usen, al conjunto de expresiones de D que, con
ayuda de locuciones puramente lógicas, bastan para elucidar los sig­
nificados de todas las otras expresiones de D llamémoslo «las expre­
siones primitivas» de S. Siempre habrá al menos un conjunto P de
expresiones primitivas, puesto que, en los casos menos favorables,
cuando ninguna expresión descriptiva puede ser elucidada en térmi­
nos de otra, el conjunto P será idéntico a la clase D . Por otra parte,
puede haber más de un conjunto P, pues, como es bien sabido, las
expresiones que son primitivas en un contexto de análisis pueden
perder este carácter en otro contexto; pero esta posibilidad no afec­
ta a nuestro examen.
Sin embargo, si S tiene una teoría general, enunciados de obser­
vación y leyes experimentales, la elucidación de una expresión pue­
de realizarse en una de dos direcciones que debemos señalar, puesto
que, en general, cada una de ellas implica el uso de un conjunto dife­
rente de expresiones primitivas.

a. Designem os por «expresiones de observación» a aquellas ex­


presiones de D que se refieren a cosas, propiedades, relaciones y
procesos que pueden ser observados. L a distinción entre expresio­
nes de observación y expresiones descriptivas es reconocidamente
vaga, en especial porque pueden usarse diferentes grados de exigen­
cia en diferentes contextos para decidir cuáles son las cuestiones que
serán consideradas como observables. Pero a pesar de su vaguedad,
la distinción es útil e inevitable, tanto en la investigación científica
com o en la práctica cotidiana. En todo caso, muchas elucidaciones
tratan de especificar los significados de expresiones descriptivas en
términos de expresiones observables. El program a (propugnado por
Peirce y Bridgman, entre otros) de fijar los significados de algunos
términos dando «definiciones operacionales», como se las llama co-

4 60
rrientemente, para ellos parece considerar que su objetivo es lograr
elucidaciones de este tipo. Al conjunto P x de las expresiones obser-
vacionales requeridas para elucidar de este modo el mayor número
posible de expresiones de D lo llamaremos «expresiones observa-
cionales primitivas» de S. Por ejemplo, frecuentemente se explica
en la física el significado de «temperatura» en términos de la di­
latación del volumen de líquidos y gases o en términos de otras
conductas observables de los cuerpos; en tales casos, se realiza la
' elucidación de «temperatura» por medio de expresiones primitivas
observables.

b. Supongamos que S tiene una teoría capaz de explicar todas las


leyes experimentales de esa ciencia; y designemos por «expresiones
teóricas» de S a las expresiones descriptivas utilizadas en los postu­
lados teóricos (con exclusión de las definiciones coordinadoras) y
los teoremas formalmente deducibles de ellos. Muchas elucidaciones
tratan de especificar los significados de expresiones por medio de ex­
presiones teóricas. Al conjunto P2 de expresiones teóricas necesarias
para elucidar de esta manera el mayor número posible de expresio­
nes de D lo llamaremos «expresiones teóricas primitivas» de S. Por
ejemplo, al significado de «temperatura» se le da una elucidación
teórica en la ciencia del calor con ayuda de enunciados que describen
el ciclo de Carnot de las transformaciones del calor y, por lo tanto,
en términos de expresiones teóricas primitivas como «no conducto­
res perfectos», «acumuladores de calor infinitos» y «dilataciones de
volumen infinitamente lentas».
C om o hemos visto en el capítulo VI, se ha discutido mucho la
cuestión relativa a si las expresiones teóricas son o no explícitamen­
te definibles en términos de observables. Si las expresiones teóricas
fueran siempre definibles de este modo, se las podría eliminar en fa­
vor de observables, y en tal caso la distinción sería inútil. Pero aun­
que no se ha fundamentado una respuesta negativa al interrogante,
todos los elementos de juicio disponibles dan apoyo a esta respues­
ta. En verdad, hay buenas razones para sostener la tesis más fuerte de
que las expresiones teóricas, en general, no pueden ser adecuada­
mente elucidadas mediante expresiones de observación solamente,
aunque se empleen otras formas de elucidación que las definiciones
explícitas. N o es necesario adoptar una posición sobre estas cuestio­
nes para los propósitos del presente examen. Pero no debemos dar

461
p o r su p u esto q u e el co n ju n to de exp resion es de ob servación p rim i­
tivas Pxb asta p ara elucidar to d as las expresion es d escriptivas de D; y
d eb em o s adm itir la p o sib ilid ad de qu e la clase P de exp resion es p ri­
m itivas de S n o coin cide, en general, con la clase Pv P o r con sigu ien ­
te, au n qu e en la ciencia del calor se elucida «tem p eratu ra» en térm i­
n o s d e expresion es teó ricas y de ob serv ació n prim itivas, de esto no
se d espren de qu e la p alab ra, entendida en el sen tido de la prim era
elucidación, sea sin ón im a de «tem p eratu ra» con ceb id a en el sen tido
de la segunda.

3. Podem os pasar ahora a la tercera consideración formal sobre


la reducción. Las ciencias primaria y secundaria implicadas en una
reducción generalmente tienen en común un gran número de expre­
siones (incluso enunciados) que están asociados a los mismos signi­
ficados en ambas ciencias. L o s enunciados demostrables en la lógica
formal y la matemática son ilustraciones obvias de tales expresiones
comunes, pero habitualmente hay también muchas otras expresio­
nes descriptivas. Por ejemplo, muchas leyes pertenecientes a la cien­
cia de la mecánica, com o la ley de H ooke o las leyes de la palanca,
también aparecen en la ciencia del calor, aunque sólo sea com o leyes
prestadas; y esta última ciencia utiliza en sus propias leyes experi­
mentales expresiones como «volumen», «presión» y «trabajo» en
sentidos que coinciden con los significados que tienen estas palabras
en la mecánica. Por otra parte, antes de su reducción la ciencia se­
cundaria generalmente usa expresiones y afirma leyes experimenta­
les formuladas con su ayuda que no aparecen en la ciencia primaria,
excepto quizás en las clases de los enunciados de observación y las
leyes prestadas de esta última. Por ejemplo, la ciencia de la mecánica
en su form a clásica no cuenta entre sus leyes experimentales la ley de
Boyle-Charles; ni aparece el término «temperatura» en las suposi­
ciones teóricas de la mecánica, aunque a veces pueda emplearse la
palabra en sus investigaciones experimentales para describir las cir­
cunstancias en las cuales se usa alguna ley de esa ciencia.
Sin em bargo, es de la m a y o r im portan cia d estacar qu e las exp re­
sio n es pertenecientes a u n a ciencia p o seen sign ificad os qu e están d e ­
term in ados p o r su s propios proced im ien tos de elucidación. E n p arti­
cular, las expresion es características de u n a ciencia (co m o la p alab ra
«tem p eratu ra» em pleada en la ciencia del calor) so n in teligibles en
térm in os de las reglas o h áb itos de u so de esta ram a de la in vestiga­

462
ción; y cuando se usan esas expresiones en esta disciplina, se las debe
entender en los sentidos que se les ha asociado dentro de ésta, haya
sido reducida o no dicha ciencia a alguna otra. A veces, sin duda, el
significado de una expresión de una ciencia puede ser elucidado me­
diante las expresiones primitivas (teóricas u observacionales) de una
u otra ciencia. Por ejemplo, hay firmes fundamentos para la afirma­
ción de que la palabra «presión» tal como se la entiende en la termo­
dinámica es sinónima del término «presión» tal com o lo elucidan las
expresiones teóricas primitivas de la mecánica. Sin embargo, de esto
no se desprende que, en general, toda expresión utilizada en una cien­
cia, en el sentido especificado por sus propias reglas o procedimien­
tos característicos, sea elucidable en términos de las expresiones pri­
mitivas de alguna otra disciplina.
Partiendo de estos preliminares, debemos enunciar ahora los re­
quisitos formales que es necesario satisfacer para efectuar la reduc­
ción de una ciencia a otra. Com o ya hemos indicado antes en este ca­
pítulo, se efectúa una reducción cuando se demuestra que las leyes
experimentales de la ciencia secundaria (y, si ésta posee una teoría
adecuada, la teoría también) son consecuencias lógicas de las suposi­
ciones teóricas (inclusive de las definiciones coordinadoras) de la
ciencia primaria. Debe observarse que no estipulamos que las leyes
prestadas de la ciencia secundaria también deben ser derivables de la
teoría de la ciencia primaria. Sin embargo, si las leyes de la ciencia se­
cundaria contienen términos que no aparecen en las suposiciones
teóricas de la disciplina primaria (y es éste el tipo de reducción al
cual convinimos antes en limitar nuestro examen), la derivación ló­
gica de la primera a partir de la segunda es, prim a facie, imposible.
L a afirmación de que tal derivación es imposible se basa en la cono­
cida regla lógica según la cual, salvo para algunas excepciones sin im­
portancia, en la conclusión de una demostración formal no puede
aparecer ningún término que no aparezca también en las premisas.3

3. Las posibles objeciones a este canon lógico se basan, en su mayoría, en el


hecho de que, si se tom a en cuenta algunos teoremas de la lógica formal moder­
na, un razonamiento deductivo válido puede tener una conclusión que conten­
ga términos que no aparecen en las premisas.
H ay al menos dos leyes del cálculo proposicional (o lógica de las proposi­
ciones no analizadas) que permiten la deducción de tales conclusiones. Según
una de ellas, todo enunciado de la forma «si S u entonces S, o S2», donde Sj y S2

463
Por consiguiente, cuando las leyes de la ciencia secundaria contienen
algún término « A » que está ausente de las suposiciones teóricas de la
ciencia primaria, hay dos condiciones formales necesarias para redu­
cir la primera a la segunda: (1) Deben introducirse suposiciones de
algún tipo que postulen relaciones adecuadas entre lo significado

son dos enunciados cualesquiera, es lógicamente verdadero, de m odo que S t o S2


es derivable de Pero puesto que S2 puede ser elegido arbitrariamente, puede
hacerse que o S2 contenga términos que no aparecen en S v D e acuerdo con
una segunda ley lógica, todo enunciado de la form a «Su'si y sólo si S t y (S2 o no-
S2)» es lógicamente verdadero. P or consiguiente, «5, y (S2 o no-S2)» es derivable
de Su con el m ism o resultado general que en el primer caso. Sin em bargo, es evi­
dente que la ley de Boyle-Charles no puede brindar ninguno de los dos tipos de
esquem as deductivos a partir de la teoría cinética de los gases. Si fuera posible
(por ejemplo, sustituyendo esta ley en lugar de S2 en la primera de las dos leyes
lógicas mencionadas), entonces, puesto que S2 es totalmente arbitrario, la de­
ducción también permitiría obtener la contradictoria de esta ley; y esto no pue­
de suceder, a menos que la teoría misma sea contradictoria. Este argumento es
m uy general y se aplica a otros ejemplos de reducción. Por consiguiente, en la
medida en que las reducciones sólo utilicen las leyes lógicas del cálculo p re p o ­
sicional para deducir enunciados de la ciencia secundaria a partir de la teoría de
la ciencia primaria, para eludir la objeción relativa al canon lógico mencionado
en el texto basta enmendar este último del siguiente m odo: en una deducción
válida, en la conclusión no aparece ningún término que no aparezca en las pre­
misas, a menos que figure en la conclusión un término introducido a través de
leyes lógicas del cálculo proposicional que permitan la introducción de cual­
quier término arbitrario en la conclusión.
Pero también hay otras leyes lógicas, pertenecientes a otras partes de la ló­
gica formal, que sancionan las conclusiones con términos que no figuran en las
prem isas. L a sustitución de variables que expresan la universalidad es un tipo
corriente de tales inferencias. Por ejemplo, aunque la prem isa «para todo x, si x
es un planeta, entonces x brilla con luz refleja» no contiene el término «M arte»,
el enunciado «si Marte es un planeta, entonces brilla con luz refleja» puede ser
deducido válidamente de aquélla. O tro tipo de tales inferencias lo ilustra la de­
rivación a partir de «todos los hombres son m ortales» de la conclusión «todos
los hom bres hambrientos son mortales ham brientos». Sin em bargo, un examen
de la derivación de la ley de Boyle-Charles revela que el término «tem peratura»,
contenido en esta ley pero no en la teoría cinética, no se introduce en la deriva­
ción a través de tales pasos deductivos umversalmente válidos; y se puede cons­
truir un argumento análogo al presentado en el párrafo anterior de esta nota
para el caso de las deducciones del cálculo proposicional a fin de dem ostrar que
esto también debe suceder en la deducción de otras leyes, que contienen térmi-

464
por «A » y características indicadas en términos teóricos ya presen­
tes en la ciencia primaria. Q ueda por examinar la naturaleza de tales
suposiciones; pero, sin prejuzgar el resultado del ulterior examen,
será conveniente llamar a esta condición «condición de conectabi-
lidad». (2) C on ayuda de estas suposiciones adicionales, todas las
leyes de la ciencia secundaria, inclusives las que contienen el térmi­
no «A », deben ser lógicamente deducibles de las premisas teóricas y
de las definiciones coordinadoras asociadas con ellas en la disci­
plina primaria. Llam em os a esta condición «condición de deducibi-
lidad».*4
Parece haber exactamente tres posibilidades en cuanto a la natu­
raleza de los vínculos postulados por estas suposicines adicionales.
(1) El primero es que los vínculos sean conexiones lógicas entre sig­
nificados establecidos de las expresiones. Las suposiciones afirman,

nos distintivos, de una ciencia secundaria que es reducible a una ciencia prima­
ria. Por consiguiente, es posible ignorar estas diversas excepciones al canon ló­
gico mencionado en el texto por no ser atinentes a las cuestiones en discusión.
U na objeción diferente a la basada en este canon es que, dejando de lado la
lógica formal, a menudo reconocemos com o válidos argumentos que violan os­
tensiblemente dicho canon. Así, «Juan es prim o de M aría» se considera deriva-
ble de «el tío de Juan es el padre de M aría», así com o se dice que «la camisa de
Pérez es de color» deriva de «la camisa de Pérez es roja», a pesar de que en cada
una de las conclusiones aparece un término que está ausente de la prem isa co­
rrespondiente. Pero estos ejemplos y otros similares constituyen esencialmente
inferencias entimemáticas, con una suposición tácita en la forma de una defini­
ción explícita o de algún otro tipo de enunciado a priori. Cuando se hacen ex­
plícitas estas suposiciones, los ejemplos ya no parecen ser excepciones al canon
lógico que estamos examinando.
4. L a condición de conectabilidad exige que los términos teóricos de la cien­
cia primaria aparezcan en el enunciado de estas suposiciones adicionales. N o
bastaría, por ejemplo, que estas suposiciones formulasen una explicación de
«A » mediante enunciados de observación primitivos de la ciencia primaria, aun­
que los términos teóricos primitivos también pudieran ser explicados mediante
los enunciados de observación primitivos. Pues de ello no se desprendería que
fuera posible explicar «A » por medio de los enunciados teóricos primitivos. Así,
aunque «tío» y «abuelo» son am bos definibles en términos de «varón» y «pa­
riente», «tío» no es definible en términos de «abuelo». En consecuencia, la su­
posición adicional no contribuiría al cumplimiento de la condición de deduci-
bilidad.

465
entonces, que «A » está lógicamente relacionado (presumiblemente
por sinonimia o por alguna form a de implicación analítica de un sen­
tido) con una expresión teórica « 5 » de la ciencia primaria. En esta
alternativa, el significado de «A » fijado por las reglas o hábitos de
uso de la ciencia secundaria debe ser elucidable en términos de los
significados establecidos para las expresiones teóricas primitivas de
la disciplina primaria. (2) L a segunda posibilidad es que los vínculos
sean convenciones y hayan sido creados por un acto deliberado. Las
suposiciones son, entonces, definiciones coordinadoras que estable­
cen una correspondencia entre «A » y una cierta expresión teórica pri­
mitiva o alguna expresión construida a partir de las expresiones primi­
tivas de la ciencia primaria. En esta alternativa, a diferencia de la
precedente, no se elucida o analiza el significado de «A » en términos
de los significados de expresiones teóricas primitivas. Por el contra­
rio, si « y l» es un término de observación de la ciencia secundaria, las
suposiciones, en este caso, asignan una significación experimental a
cierta expresión teórica de la ciencia primaria, de manera compatible
con otras asignaciones que pueden haberse realizado previamente.
(3) L a tercera posibilidad es que los vínculos sean fácticos o materia­
les. En tal caso, las suposiciones son hipótesis físicas que afirman que
la aparición del estado de cosas significado por determinada expre­
sión teórica «B » de la ciencia primaria es una condición suficiente (o
necesaria y suficiente) del estado de cosas designado por « y l» . Es evi­
dente que, en este caso, deben obtenerse en principio elementos de jui­
cio independientes que indiquen la aparición de cada uno de los dos es­
tados de cosas, de modo que las expresiones que designan los dos estados
deben tener significados identificablemente diferentes. En esta alter­
nativa, pues, el significado de « y l» no está relacionado analíticamen­
te con el significado de « 5 » . Por consiguiente, no es posible certifi­
car que las suposiciones adicionales son verdaderas sólo mediante
análisis lógico, y la hipótesis que formulan debe tener el apoyo de
elementos de juicio empíricos.5

5. D e ello se desprende que la condición de conectabilidad, en general, no


es suficiente para la reducción y debe ser complementada con la condición de
deducibilidad. L a conectabilidad aseguraría la deducibilidad si, com o han argüi­
do correctamente John G. Kem eny y Paul Oppenheim («O n Reduction», Phi-
losophical Studies, vol. 7,1956, pág, 10), para todo término «A » de la ciencia se­
cundaria pero no de la primaria hubiera un término teórico « 5 » en la ciencia

466
A la luz de este examen, examinemos ahora la deducción de la ley
de Boyle-Charles a partir de la teoría cinética de los gases. Para mayor
simplicidad supongamos también que la palabra «temperatura» es el
único término de esta ley que no aparece en los postulados de la teo­
ría. Pero, como ya hemos observado, la deducción de la ley a partir de
la teoría depende del postulado adicional de que la temperatura de un
gas es proporcional a la energía cinética media de sus moléculas. N ues­
tro problema consiste en establecer el estatus de este postulado y de­
terminar cuál, si es que hay alguno, de los tres tipos de vínculo que
hemos examinado se halla afirmado por el postulado en cuestión.
Por razones indicadas en la primera sección de este capítulo, pue­
de afirmarse con seguridad que, «temperatura», en el sentido en que
se emplea la palabra en la termodinámica clásica, no es sinónimo de
«energía cinética media de las moléculas», ni su significado puede ser
derivado del de esta última expresión. Ciertamente, ninguna exposi­
ción corriente de la teoría cinética de los gases pretende establecer el
postulado analizando los significados de los términos que aparecen
en él. El vínculo que estipula el postulado, por lo tanto, no puede ser
considerado de carácter lógico.

primaria tal que A y B estén vinculados por un Incondicional: A si y sólo si B. Si


el vínculo tiene esta forma, «A » puede ser reemplazada p or «B » en toda ley L de
la ciencia secundaria en la cual aparezca «A » y obtener así un postulado teórico
garantizado L ». Si L ' no es deducible de la teoría de la ciencia primaria, la teoría
sólo debe ser aumentada con U para convertirse en una teoría modificada, pero
seguiría siendo una teoría de la ciencia primaria. Sea com o fuere, L será deduci­
ble de una teoría de la ciencia primaria con ayuda de los bicondicionales. Sin
embargo, el vínculo entre A y B no es necesariamente de form a bicondicional;
puede, por ejemplo, ser solamente un condicional: si B, entonces A. Pero en esta
eventualidad, «A » no es reemplazable por «B » y, por ende, la ciencia secundaria
no será, en general, deducible de una teoría de la disciplina primaria. Por consi­
guiente, aun cuando dejemos de lado la cuestión acerca de si una reducción es
satisfactoria cuando se obtiene mediante el agregado a la teoría de la ciencia pri­
maria de un nuevo postulado V que está confirm ado empíricamente pero con­
tribuye m uy poco al poder explicativo de la teoría inicial, la conectabilidad no
basta en general para asegurar la deducibilidad. Por otra parte, la condición de
deducibilidad es necesaria y suficiente para la reducción, ya que la deducibilidad
implica obviamente la conectabilidad. L a condición de conectabilidad, sin em­
bargo, es enunciada separadamente, a causa de su importancia para el análisis de
la reducción.

467
Pero es mucho más difícil establecer cuál de los dos tipos restan­
tes de vínculo afirma el mencionado postulado, pues hay razones
plausibles en favor de cada una de estas alternativas. El argumento
en apoyo de la tesis según la cual tal postulado es simplemente una
definición coordinadora es, en esencia, el siguiente: la teoría cinética
de los gases no puede ser sometida a prueba experimental, a menos
que se establezcan reglas de correspondencia que asocien algunas de
sus nociones teóricas con el control experimental. Pues, si bien se
puede determinar la temperatura de un gas mediante conocidos p ro­
cedimientos de laboratorio, aparentemente no hay ningún medio de
establecer la energía cinética media de las hipotéticas moléculas del
gas, a no ser que se estipule por convención que la temperatura es
una medida de esta energía. Por consiguiente, ese postulado no pue­
de ser otra cosa que una de las reglas de correspondencia que esta­
blecen una asociación entre conceptos teóricos y conceptos experi­
mentales.6 Por otra parte, la afirmación de que el postulado es una
hipótesis fija tampoco es infundada y, de hecho, en muchas exposi­
ciones técnicas del tema se introduce el postulado de esta manera. La
razón principal aducida en favor de esta afirmación es que, si bien no
es posible poner a prueba el postulado mediante mediciones directas
de la energía cinética media de las moléculas del gas, es posible obte­
ner indirectamente el valor de esta energía mediante cálculos realizados
sobre la base de datos experimentales acerca de los gases distintos de
los datos que se obtienen mediante la medición de la temperatura.
En consecuencia, parece posible determinar experimentalmente si la
temperatura de un gas es proporcional a la energía cinética media de
sus moléculas.
A pesar de las apariencias en sentido contrario, estas afirmaciones
alternativas y las razones que las apoyan no son necesariamente in­
compatibles. En realidad, dichas alternativas ilustran lo que nos es
ahora familiar: el hecho de que el estatus cognoscitivo de una supo­
sición depende a menudo del m odo adoptado para articular una teo­
ría en un contexto particular. L a reducción de la termodinámica a la
mecánica puede ser expuesta, indudablemente, de m odo que los
postulados adicionales acerca de la proporcionabilidad de la tempe­
ratura a la energía cinética media de las moléculas de un gas esta­

6. Véase N orm an R. .Campbell, Physics, The Elements, Cam bridge, Reino


U nido, 1920, pág. 126 y sigs.

468
blezcan un vínculo que es, al principio, el único vínculo entre las no­
ciones teóricas de la ciencia primaria y los conceptos experimentales
de la ciencia secundaria. En tal contexto de exposición, el postulado
no puede ser sometido a prueba experimental, sino que funciona
como una definición coordinadora. Pero son posibles diferentes
modos de exposición, en los cuales se introducen definiciones coor­
dinadoras para otros pares de conceptos teóricos y experimentales.
Por ejemplo, puede hacerse que una noción teórica corresponda a la
idea experimental de viscosidad, y puede asociarse otra noción al
concepto experimental de flujo de calor. En consecuencia, puesto
que la energía cinética media de las moléculas de un gas se relaciona,
en virtud de las suposiciones de la teoría cinética, con estas otras no­
ciones teóricas, se puede establecer de este modo, indirectamente,
una conexión entre temperatura y energía cinética. Por consiguiente,
en tal contexto de exposición, sería atinado preguntarse si la tempe­
ratura de un gas es proporcional al valor de la energía cinética media
de las moléculas de un gas, calculando este valor de manera indirec­
ta a partir de datos experimentales distintos de los obtenidos mi­
diendo la temperatura del gas. En este caso, el postulado tendría el
carácter de una hipótesis física.
Por lo tanto, no es posible decidir en general si el postulado es
una definición coordinadora o una suposición fáctica, excepto en al­
gún contexto dado en el cual se elabora la reducción de la termodi­
námica a la mecánica. Esta circunstancia, sin embargo, no borra la
distinción entre reglas de correspondencia e hipótesis materiales, ni
anula la importancia de la distinción. Pero sea como fuere, el pre­
sente examen no requiere que se tome una decisión entre estas inter­
pretaciones alternativas del postulado. El punto esencial en este exa­
men es que, en la reducción de la termodinámica a la mecánica, es
menester introducir un postulado que vincule la temperatura y la
energía cinética media de las moléculas de un gas y que no sea posi­
ble fundamentar este postulado simplemente elucidando los signifi­
cados de las expresiones que contiene.
Debemos considerar brevemente una objeción a esta tesis cen­
tral. La redefinición de expresiones en el desarrollo de la investiga­
ción —reza la mencionada objeción— es una característica recurrente
de la historia de la ciencia. Por consiguiente, aunque deba admitirse
que en el uso anterior la palabra «temperatura» tenía un significado
dado exclusivamente por las reglas y procedimientos de la termome-

469
tría y la termodinámica clásica, ahora se la usa de tal modo que es
«idéntica por definición» a la energía molecular. L a deducción de la
ley de Boyle-Charles, por lo tanto, no requiere la introducción de
otro postulado, en la form a de una definición coordinadora o en la
de una hipótesis empírica especial, sino que simplemente debe utili­
zar esta identidad definicional. Esta objeción ilustra la confusión in­
consciente en la que es fácil caer. Ciertamente, es posible redefinir la
palabra «temperatura» de m odo que sea sinónima de «energía ciné­
tica media de las moléculas». Pero es igualmente cierto que, en esta
redefinición, la palabra tiene un significado diferente del asociado a
ella en la ciencia clásica del calor y, por lo tanto, un significado dife­
rente del asociado a la palabra en el enunciado de la ley de Boyle-
Charles. Pero si se quiere reducir la termodinámica a la mecánica, es
de la temperatura, en el sentido asignado al término en la ciencia del
calor, de la que debe afirmarse que es proporcional a la energía ciné­
tica media de las moléculas de un gas. Por consiguiente, si se redefine
la palabra «temperatura» de la manera sugerida por la objeción, debe
invocarse la hipótesis de que el estado de los cuerpos descrito como
la «temperatura» (en el sentido de la termodinámica clásica) también
está caracterizado por la «temperatura» en el sentido redefinido del
término. Esta hipótesis, entonces, no es cuestión de definición y no
hay fundamento, por ende, para asignarle ninguna necesidad lógica.
A menos que se adopte tal hipótesis, lo que se derive de las suposi­
ciones de la teoría cinética de los gases no será la ley de Boyle-Char-
les. L o que es derivable sin la hipótesis es una oración de estructura
sintáctica similar a la de la formulación corriente de la ley, pero que
posee un sentido inconfundiblemente diferente del que tiene la ley.

3. C o n d ic io n e s n o f o r m a l e s d e l a r e d u c c ió n

Debem os considerar ahora características de la reducción que no


son primariamente formales, aunque ya hemos aludido a algunas de
ellas al pasar.

1. Las dos condiciones formales de la reducción examinadas en


la sección anterior no bastan para distinguir logros triviales de reali­
zaciones científicas valiosas. Si el único requisito para la reducción
fuera que la ciencia secundaria sea lógicamente deducible de premi­

470
sas arbitrariamente elegidas, sería relativamente fácil satisfacer tal re­
quisito. Pero en la historia de las reducciones importantes, las pre­
misas de la ciencia primaria no eran hipótesis ad hoc. Por ende, aun­
que sería excesivo estipular que deba saberse de las premisas que son
verdaderas, parece razonable imponer como requisito no formal el
que las suposiciones teóricas de la ciencia primaria reciban apoyo de
elementos de juicio empíricos que posean algún grado de fuerza
probatoria. L os problemas vinculados a la lógica de la evaluación de
elementos de juicio son difíciles y, en muchos puntos importantes,
aún no han sido resueltos. Pero las cuestiones que plantean estos
problemas no son atinentes de manera exclusiva al análisis de la re­
ducción; por esta razón, con excepción de algunos comentarios relati­
vos a la reducción de la termodinámica a la mecánica, no examinare­
mos aquí la noción de apoyo adecuado de los elementos de juicio.
L os elementos de juicio en apoyo de las diversas suposiciones de
la teoría cinética de los gases provienen de diversas investigaciones,
de las que sólo una parte pertenecen al dominio de la termodinámi­
ca. Así, la hipótesis de la constitución molecular de la materia se basó
en relaciones cuantitativas manifestadas por las interacciones quími­
cas, aun antes de que la termodinámica fuera reducida a la mecánica;
y fue confirmada, también, por una serie de leyes de la física molar
que no se referían principalmente a las propiedades térmicas de los
cuerpos. L a adopción de esta hipótesis para la nueva tarea de expli­
car la conducta térmica de los gases estuvo en consonancia con la es­
trategia normal de la ciencia de explotar en un nuevo frente ideas y
analogías que han demostrado ser útiles en otros campos. Análoga­
mente, los axiomas de la mecánica, que constituyen las partes más
generales de las premisas de la ciencia primaria a la cual se ha reduci­
do la termodinámica, tienen el apoyo de elementos de juicio prove­
nientes de muchos campos muy distintos del que se dedica al estu­
dio de los gases. Así, la suposición de que estos axiomas también son
válidos para los hipotéticos componentes moleculares de los gases
implicó la extrapolación de una teoría desde dominios en los cuales
ya estaba bien confirmada a otro dominio del que se postuló su ho­
mogeneidad con los anteriores, en aspectos importantes. Pero lo que
tiene mayor peso a este respecto es que las suposiciones combinadas
de la ciencia primaria a la cual fue reducida la ciencia del calor han
permitido integrar en un sistema unificado muchas leyes aparente­
mente desvinculadas de la ciencia del calor y de otras partes de la fí­

471
sica. Por supuesto, ya antes de la reducción se había establecido una
serie de leyes sobre los gases. Pero algunas de estas leyes sólo eran
aproximadamente válidas para gases que no cumplen ciertas condi­
ciones m uy restrictivas. Además, esas leyes en su mayoría sólo p o ­
dían ser afirmadas como otros tantos hechos independientes acerca
de los gases. L a reducción de la termodinámica a la mecánica m odi­
ficó esta situación de manera significativa. Preparó el camino para
una reformulación de las leyes sobre los gases de m odo que armoni­
zaran con la conducta de gases que satisfacen condiciones menos
restrictivas, condujo al descubrimiento de nuevas leyes y brindó una
base para poner de manifiesto relaciones de dependencia sistemática
entre las mismas leyes sobre los gases, así como entre las leyes sobre
los gases y las leyes acerca de los cuerpos en otros estados de agre­
gación.
El último punto mencionado merece un poco más de detalle. Si la
ley de Boyle-Charles fuera la única ley experimental deducible de
la teoría cinética de los gases, es improbable que este resultado fuera
considerado por la mayoría de los físicos como un elemento de jui­
cio fuerte en favor de la teoría. Probablemente adoptarían la opinión
de que nada de significación se ha logrado con la deducción de sólo
esta ley. Pues antes de su deducción, sostendrían, se sabía que esta
ley está de acuerdo solamente con la conducta de gases «ideales», es
decir, los que están a temperaturas m uy superiores a los puntos en
los cuales los gases se licúan, y, por hipótesis, de la teoría no se des­
prende nada más en cuanto a la conducta de gases a temperaturas in­
feriores. Adem ás, los físicos indudablemente llamarían la atención
sobre el notable hecho de que aun la deducción de esta ley sólo pue­
de efectuarse con ayuda de un postulado especial que vincule la tem­
peratura con la energía de la molécula de un gas; postulado que, en
las circunstancias consideradas, tiene el carácter de una suposición
a d hoCy sin más elementos de juicio en su apoyo que los que dan
apoyo a la ley de Boyle-Charles misma. En resumen, si esta ley fue­
ra la única consécuencia experimental de la teoría cinética, ésta sería
un árbol muerto, del cual sólo podrían obtenerse los frutos colgados
artificialmente.
Pero, de hecho, la reducción de la termodinámica a la teoría ciné­
tica de los gases ha tenido muchos más logros que la deducción de la
ley de Boyle-Charles. Se dispone de otros elementos de juicio que,
para los físicos, tienen mucho peso en apoyo de la teoría, y que qui-

472
ta al postulado especial que vincula las temperaturas con la energía
molecular hasta la apariencia de arbitrariedad.
En realidad, hay dos series de consideraciones, relacionadas entre
sí, que hacen de la reducción un importante logro científico. U na de
ellas es que hay leyes experimentales deducidas de la teoría que no
habían sido halladas previamente o que se ajustan mejor a una am­
plia gama de hechos que las leyes aceptadas previamente. Por ejem­
plo, la ley de Boyle-Charles sólo es válida para gases ideales y es de-
ducible de la teoría cinética cuando algunas de las suposiciones
menos generales de la teoría cinética tienen la form a límite corres­
pondiente a un gas que es un gas ideal. Pero estas suposiciones es­
peciales pueden ser reemplazadas por otras sin modificar las ideas
fundamentales de la teoría, en particular por suposiciones menos
simples que las adoptadas para los gases ideales. Así, en lugar de las
estipulaciones mediante las cuales se deduce de la teoría la ley de
Boyle-Charles, podem os suponer que las dimensiones de las molé­
culas de un gas no son despreciables comparadas con la distancia
media entre ellas, y que, además de las fuerzas de impacto, hay fuer­
zas cohesivas que actúan sobre ellas. Utilizando estas suposiciones
especiales más complejas, es posible deducir la ley de Van der Waals,
la cual expresa más adecuadamente que la de Boyle-Charles la con­
ducta tanto de gases ideales como de gases no ideales. En general,
por lo tanto, para que una reducción señale un avance intelectual de
importancia no basta que leyes establecidas previamente de la disci­
plina secundaria estén representadas dentro de la teoría de la discipli­
na primaria. La teoría también debe ser fértil en sugerencias útiles
para desarrollar la ciencia secundaria y debe brindar teoremas refe­
rentes al tema de ésta que aumenten o corrijan sus leyes.
El segundo conjunto de consideraciones en virtud del cual se
acepta generalmente que la reducción de la termodinámica a la me­
cánica es una conquista importante consiste en las íntimas y, a menu­
do, sorprendentes relaciones de dependencia que pueden demos­
trarse entre diversas leyes experimentales. U n tipo obvio de tal
dependencia lo ilustran las leyes antes aceptadas sobre la base de ele­
mentos de juicio independientes y que, como consecuencia de la re­
ducción, llegan a ser deducibles de la teoría integrada. Así, tanto el
segundo principio de la termodinámica (según el cual la entropía de
un sistema físico cerrado nunca disminuye) como la ley de Boyle-
Charles son derivables de la mecánica estadística, mientras que en la

473
termodinámica clásica una y otra son enunciadas com o suposiciones
primitivas independientes. U n tipo más sorprendente y sutil de depen­
dencia en algunos aspectos es el que se establece cuando se demuestra
que una constante numérica que aparece en diferentes leyes experi­
mentales de la ciencia secundaria es una función definida de paráme­
tros teóricos de la disciplina primaria, resultado particularmente no­
table cuando es posible calcular valores numéricos congruentes para
esos parámetros a partir de datos experimentales obtenidos en lí­
neas de investigación independientes. Así, uno de los postulados de
la teoría cinética es que, en condiciones normales de presión y tem­
peratura, volúmenes iguales de un gas contienen igual número de
moléculas, independientemente de la naturaleza química del gas. El
número de moléculas de un litro de gas, en condiciones corrientes,
es el mismo para todos los gases y es conocido como el número de
Avogadro. Además, puede demostrarse que una cierta constante que
aparece en varias leyes sobre los gases (entre otras, en la ley de Boy-
le-Charles y en la ley sobre los calores específicos) es una función de
este número y de otros parámetros teóricos. Por otra parte, es posi­
ble calcular el número de Avogadro de diversas maneras, a partir de
datos experimentales reunidos en investigaciones de carácter diferen­
te; por ejemplo, a partir de mediciones realizadas en el estudio de los
fenómenos térmicos, de los movimientos brownianos o de la estruc­
tura cristalina. Los valores de esa constante obtenidos en cada uno de
estos diversos conjuntos de datos concuerdan bastante entre sí. Por
consiguiente, se demuestra que leyes experimentales aparentemente
independientes (inclusive las leyes térmicas) incluyen un componen­
te invariante común, representado por un parámetro teórico que, a su
vez, está firmemente ligado a diversos tipos de datos experimentales.
En consecuencia, la reducción de la termodinámica a la teoría cinéti­
ca no sólo suministra una explicación unificada de las leyes de la dis­
ciplina anterior, sino que también integra estas leyes de modo que los
elementos de juicio directamente atinentes a algunas de ellas pueden
servir como elementos de juicio indirectos en favor de las otras, y de
modo también que los elementos de juicio disponibles en favor de al­
gunas leyes sustentan acumulativamente a diversos postulados teóri­
cos de la ciencia primaria.

2. Estos comentarios generales sobre las consideraciones que


hacen de una reducción un avance significativo en la organización

474
del conocimiento o solamente un ejercicio formal, así com o sobre el
carácter de los elementos de juicio que realmente sustentan la teoría
cinética dirigen la atención hacia una característica importante de las
ciencias en activo desarrollo. Com o ya hemos sugerido, a veces es
posible delimitar diferentes ramas de la ciencia sobre la base de teo­
rías utilizadas como premisas explicativas y principios conductores
en sus respectivos dominios. Pero las teorías, por lo general, no per­
manecen inmutables con los avances de la investigación, y la historia
de la ciencia suministra muchos ejemplos de ramas especiales del co­
nocimiento que se han reorganizado alrededor de nuevas teorías.
Además, aun cuando una disciplina continúe manteniendo los p o s­
tulados más generales de algún sistema teórico, los menos generales
a menudo se modifican o aumentan con otros sugeridos por los nue­
vos problemas.
Por consiguiente, la cuestión de si una ciencia es reducible a otra
no puede plantearse con provecho en abstracto, sin referencia a al­
guna etapa particular de desarrollo de las dos disciplinas. Las cues­
tiones concernientes a la reducibilidad sólo pueden ser discutidas
provechosamente si se les da un carácter definido especificando el
contexto establecido en un período determinado de las ciencias en
consideración. Así, es improbable que algún físico tome en serio la
afirmación de que la ciencia contemporánea de la física nuclear sea
reducible a alguna variante de la mecánica clásica — aunque se acom­
pañe la afirm ación de una deducción form al de las leyes de la físi­
ca nuclear a partir de suposiciones reconocidamente mecánicas— , a
menos que tales suposiciones se apoyen en elementos de juicio ade­
cuados en el momento en que se hace la afirmación y posean, en ese
momento, las ventajas heurísticas que se esperan normalmente de la
teoría perteneciente a una ciencia primaria propuesta. Además, una
cosa es decir que la termodinámica es reducible a la mecánica cuan­
do ésta cuenta entre sus postulados reconocidas suposiciones (inclu­
sive de carácter estadístico) acerca de las moléculas y de sus modos
de acción, y otra muy diferente afirmar que la termodinámica es re­
ducible a una ciencia de la mecánica que no contiene tales suposicio­
nes. En particular, aunque la termodinámica contemporánea indu­
dablemente es reducible a la mecánica estadística de 1866 (el año en
el cual Boltzmann logró dar una interpretación estadística a la se­
gunda ley de termodinámica, con ayuda de ciertas hipótesis estadís­
ticas), esa ciencia secundaria no es reducible a la mecánica de 1700.

475
Análogamente, ciertas partes de la química del siglo xix (y quizás la
totalidad de esta ciencia) son reducibles a la física posterior a 1925,
pero no a la física de cien años antes.
Además, no debe ignorarse la posibilidad de que pueda ganarse
poco conocimiento o aumento de potencialidades de la investiga­
ción, y hasta de que no pueda ganarse nada, de la reducción de una
ciencia a otra en ciertos períodos de su desarrollo, por grandes que
sean las ventajas potenciales de tal reducción en algún período p o s­
terior. Así, una disciplina puede hallarse en una etapa de desarrollo
activo en la cual la tarea más importante sea examinar y clasificar los
vastos y diversos materiales de su dominio. En tal caso, los intentos
por reducir dicha disciplina a otra (teóricamente más avanzada, qui­
zás), aunque sean de éxito, pueden distraer energías que se necesi­
tan para resolver los problem as fundamentales de este período de
expansión de dicha disciplina, sin que haya una compensación por
una efectiva guía de la ciencia primaria en la conducción de la inves­
tigación ulterior. Por ejemplo, en una época en la cual la necesidad
primera de la botánica es establecer una tipología sistemática de la
vida vegetal, esta disciplina puede obtener poca ventaja de la adop­
ción de una teoría fisicoquímica de los organismos vivientes. Por
otra parte, aunque una ciencia pueda ser reducible a otra, la discipli­
na secundaria puede ir resolviendo progresivamente sus propios
problemas especiales con ayuda de una teoría expresamente conce­
bida para tratar el tema de esta disciplina. Com o base para abordar
estos problemas, esta teoría menos general puede ser más satisfacto­
ria que la teoría más general de la ciencia primaria, quizá porque ésta
requiera el uso de técnicas demasiado refinadas y engorrosas para los
fenómenos que estudia la ciencia secundaria, o porque las condicio­
nes iniciales necesarias para aplicarla a estos fenómenos no se pre­
senten, o simplemente porque su estructura no sugiera analogías úti­
les para abordar esos problemas. Por ejemplo, aunque la biología
fuera reducible a la mecánica cuántica actual, en esta etapa de la bio­
logía la teoría genética de la herencia puede ser un instrumento más
satisfactorio para explorar los problemas de la herencia biológica
que la teoría cuántica. U n sistema integrado de explicación median­
te alguna teoría general de una ciencia primaria puede ser un ideal in­
telectual eventualmente realizable. Pero de esto no se desprende que
se logre mejor este ideal reduciendo una ciencia a otra que tiene una
teoría reconocidamente vasta y poderosa, si la ciencia secundaria, en

476
esa etapa de su desarrollo, no está preparada para operar de manera
efectiva con tal teoría.
Muchas discusiones acerca de las relaciones entre las ciencias espe­
ciales y sobre los límites del poder explicativo de sus teorías pasan por
alto estas consideraciones elementales. A veces se afirma de modo ab­
soluto y sin restricciones temporales la irreducibilidad de una ciencia
a otra (por ejemplo, de la biología a la física). En todo caso, los argu­
mentos en favor de tales afirmaciones a menudo parecen olvidar que
las ciencias tienen una historia y que la reducibilidad (o irreducibili­
dad) de una ciencia a otra depende de la teoría específica utilizada por
la última disciplina en un momento determinado. Por otra parte, las
afirmaciones contrarias, que sostienen la reducibilidad de alguna
ciencia particular a una disciplina estimada, tampoco prestan suficien­
te atención a veces al hecho de que las ciencias en consideración deben
estar en niveles adecuadamente maduros de desarrollo para que la re­
ducción adquiera importancia científica. Tales tesis y contratesis qui­
zá puedan ser consideradas magnánimamente como debates acerca de
la dirección más promisoria que puede tomar la investigación siste­
mática en una etapa determinada de una ciencia. Así, los biólogos que
insisten en la «autonomía» de su ciencia y que rechazan in toto las lla­
madas «teorías mecanicistas» de los fenómenos biológicos parecen
adoptar estas posiciones porque creen que, en la etapa presente de las
teorías física y biológica, la biología puede ganar más realizando sus
investigaciones a partir de categorías distintivamente biológicas que
abandonando éstas en favor de modos de análisis típicos de la física
moderna. Análogamente, pueden interpretarse las tesis de los mecani­
cistas en biología como recomendando la reducción de la biología a la
física porque, en su opinión, actualmente es posible abordar más efec­
tivamente los problemas biológicos dentro del marco de las teorías
físicas modernas que mediante teorías puramente biológicas. Pero,
como veremos en el capítulo siguiente, no es ésta la manera como for­
mulan habitualmente los problemas quienes participan en tales deba­
tes. Por el contrario, por no comprender que las afirmaciones concer­
nientes a la reducibilidad o irreducibilidad de una ciencia deben estar
acompañadas de limitaciones temporales, comúnmente se discuten
cuestiones que se relacionan, en el fondo, con la estrategia de la inves­
tigación o con las relaciones lógicas entre las ciencias, tal como están
constituidas en un momento dado, del mismo modo que si se refirie­
ran a la estructura última e inmutable del universo.

477
3. A través de todo este examen hemos dado énfasis a la concep­
ción de la reducción como la deducción de un conjunto de enuncia­
dos empíricamente confirmables a partir de otro conjunto semejan­
te. Sin embargo, con frecuencia se discuten los problemas de la
reducción suponiendo que ésta es la derivación de las propiedades de
los fenómenos de cierto tipo a partir de los de otro tipo. Así, un
autor contemporáneo sostiene que puede demostrarse que la psico­
logía es una disciplina autónoma, porque «un dolor de cabeza no es
un ordenamiento o reordenamiento de partículas en el cráneo» y
«nuestra sensación de violeta no es un cambio del nervio óptico».
Por consiguiente, aunque se dice que la mente está «conectada mis­
teriosamente» con los procesos físicos, «no se la puede reducir a es­
tos procesos ni se la puede explicar mediante las leyes de estos pro­
cesos».7 O tro autor reciente, al afirmar la aparición de «genuinas
novedades» en la naturaleza inorgánica, declara «que es un error su­
poner que todas las propiedades de un compuesto pueden ser dedu­
cidas exclusivamente de la naturaleza de sus elementos». En un espí­
ritu similar, un tercer autor contemporáneo afirma que la conducta
característica de un compuesto químico como el agua «no puede ser
deducida, ni siquiera en teoría, aun del más completo conocimiento
de la conducta de sus componentes, tomados separadamente o en
otras combinaciones, o de sus propiedades y ordenamientos dentro
de esta totalidad».8 Indicaremos ahora brevemente las razones por
las cuales concebir la reducción como la deducción de propiedades a
partir de otras propiedades es potencialmente engañoso y engendra
problem as espurios.
Dicha concepción es engañosa porque sugiere que las cuestiones
relativas a si una ciencia es o no reducible a otra deben ser resueltas
inspeccionando las «propiedades» o «naturalezas» presuntas de las
cosas, y no investigando las consecuencias lógicas de ciertas teorías
formuladas explícitamente (esto es, sistemas de enunciados). Pues tal
concepción pasa por alto el punto fundamental de que las «naturale­
zas» de las cosas y, en particular, de los «constituyentes elementales»
de las cosas no son accesibles a la inspección directa, y no podem os
determinar por simple inspección qué es lo que implican o no impli­

7. Brand Blanshard, «Fact, Valué and Science», en Science an d M an (comp.


R uth N . Anshen), N ueva Y ork, 1942, pág. 203.
8. C . D . Broad, The M ind an d Its Place in N ature, Londres, 1925, pág. 59.

478
can. Tales «naturalezas» deben ser enunciadas en la form a de una
teoría y no pueden ser objeto de observación. Además, la gama de
las posibles «naturalezas» que pueden poseer los elementos quími­
cos es tan variada como las diferentes teorías acerca de las estruc­
turas atómicas que podem os idear. A sí como se formula la «natura­
leza fundamental» de la electricidad mediante las ecuaciones de
Maxwell, la naturaleza fundamental de las moléculas y los átomos
debe ser formulada como una teoría explícitamente articulada acer­
ca de ello y sus estructuras. Por consiguiente, la suposición según la
cual, para reducir una ciencia a otra, es menester deducir ciertas pro­
piedades de otras propiedades o «naturalezas» transforma una cues­
tión que es eminentemente lógica y empírica en una cuestión es­
peculativa irremediablemente sin solución. Pues, ¿cóm o podem os
descubrir las «naturalezas esenciales» de los elementos químicos (o
de cualquier otra cosa) si no es construyendo teorías que postulen
características definidas de estos elementos, y luego controlando las
teorías de la manera usual, mediante la confrontación de las conse­
cuencias deducidas de las teorías con los resultados de experimentos
apropiados? ¿Y cómo podem os saber de antemano que nunca se p o ­
drá construir una teoría que permita deducir sistemáticamente de
ellas las diversas leyes de la química?
Por consiguiente, que un conjunto dado de «propiedades» o «ca­
racterísticas de conducta» de objetos macroscópicos puedan ser ex­
plicadas por las «propiedades» o «características de conducta» de
átomos y moléculas, o reducidas a éstas, depende de la teoría que se
adopte para especificar las «naturalezas» de estos elementos. La de­
ducción de las «propiedades» estudiadas por una ciencia a partir de
las «propiedades» estudiadas por otra puede ser imposible si la últi­
ma postula esas propiedades en términos de una teoría determinada,
pero la reducción puede ser factible si se adopta un conjunto dife­
rente de postulados teóricos. Por ejemplo, la deducción de las leyes
de la química (pongamos por caso, de la ley según la cual, en cierta
condiciones, el oxígeno y el hidrógeno se combinan para dar un
compuesto estable llamado «agua», que a su vez manifiesta ciertos
m odos definidos de conducta en presencia de otras sustancias) a
partir de las teorías físicas acerca del átomo de hace cincuenta años
era considerada imposible, con toda razón. Pero lo que era im posi­
ble con respecto a una teoría puede no serlo con respecto a otra. La
reducción de diversas partes de la química a la teoría cuántica de la

479
estructura atómica parece estar realizando adelantos firmes, aunque
lentos; sólo las enormes dificultades matemáticas que surgen al efec­
tuar las deducciones correspondientes a partir de las suposiciones de
la teoría cuántica parecen presentar obstáculos serios para dar gran
im pulso a esta labor. Adem ás, para repetir en este contexto una ob­
servación ya hecha en otro anterior, si se define la «naturaleza» de
las moléculas en términos de las expresiones teóricas primitivas de la
mecánica estadística clásica, la reducción de la termodinámica sólo
es posible si se introduce un postulado adicional que vincule la tem­
peratura con la energía cinética. Pero la imposibilidad de tal reduc­
ción sin tal hipótesis especial deriva de consideraciones puramente
formales, y no de algún presunto abismo ontológico entre la mecá­
nica y la termodinámica. Así, puede demostrarse que Laplace estaba
en un error cuando creía que una inteligencia divina podría predecir
el futuro con todo detalle, si conociera las posiciones y las cantida­
des de movimientos de todas las partículas materiales, así com o las
magnitudes y las direcciones de las fuerzas que actúan entre ellas. En
todo caso, Laplace estaba equivocado si se supone que su inteligen­
cia divina extrae inferencias de acuerdo con los cánones de la lógica
y, por ende, se supone que es incapaz de caer en la confusión de afir­
mar un enunciado com o conclusión de una inferencia, si el enuncia­
do contiene términos que no aparecen en las premisas.
Sea como fuere, la reducción de una ciencia a otra — por ejemplo,
de la termodinámica a la mecánica estadística, o de la química a la
teoría física contemporánea— no borra ni convierte en algo insus­
tancial o «meramente aparente» las distinciones y tipos de conducta
que reconoce la disciplina secundaria. Así, aun cuando se establez­
can las condiciones físicas, químicas y fisiológicas detalladas de la
aparición de los dolores de cabeza, con ello no se demostraría que
éstos son ilusorios. Por el contrario, si a consecuencia de tales des­
cubrimientos una parte de la psicología se redujera a otra ciencia o a
una combinación de otras ciencias, todo lo que sucedería es que se
hallaría una explicación para la aparición de los dolores de cabeza.
Pero la explicación que se obtenga de este m odo será esencialmente
del mismo tipo que las que se obtengan en otros dominios de la cien­
cia positiva. N o establecerá una conexión lógicamente necesaria en­
tre la aparición de los dolores de cabeza y la producción de ciertos
sucesos o procesos especificados por la física, la química y la fisiolo­
gía. T am poco consistirá en establecer la sinonimia entre la expresión

480
«dolor de cabeza» y otra expresión definida por medio de las expre­
siones teóricas primitivas de estas disciplinas. Consistirá en enunciar
las condiciones, formuladas por medio de estas expresiones primiti­
vas, en las cuales, como pura cuestión contingente y de hecho, se
produce determinado fenómeno psicológico.

4. L a d o c t r in a d e l a e m e r g e n c ia

El análisis de la reducción se relaciona íntimamente con una serie


de tesis actualmente muy debatidas en la filosofía general, especial­
mente con la llamada doctrina de la «evolución emergente» u «holis-
m o». En realidad, algunos resultados de este análisis ya han sido
aplicados en la sección anterior de este capítulo a algunos de los pro­
blemas planteados por la doctrina de la emergencia. Ahora examina­
remos esta doctrina más explícitamente, a la luz de las aclaraciones
que suministró el examen de la reducción.
A veces se formula la doctrina de la emergencia com o una tesis
acerca de la organización jerárquica de cosas y procesos, y la consi­
guiente aparición de propiedades en niveles «superiores» de organi­
zación que no son predecibles a partir de propiedades que se en­
cuentran en niveles «inferiores». Por otra parte, a veces se enuncia la
doctrina como parte de una cosm ogonía evolucionista, según la cual
las propiedades y formas de organización más simples ya existentes
contribuyen al «avance creador» de la naturaleza, dando origen a ca­
racterísticas y estructuras más complejas e «irreduciblemente nue­
vas». En una de sus formas, en todo caso, la evolución emergente es
la tesis de que la actual variedad de cosas del universo es el resultado
de un desarrollo progresivo a partir de una primitiva etapa del cos­
mos en la que sólo había elementos indiferenciados y aislados (como
electrones, protones, etc.), y que el futuro continuará brindando no­
vedades impredecibles. Esta versión evolucionista de la doctrina de
la emergencia no está implicada por la concepción de la emergencia
como organización jerárquica irreducible, y es necesario distinguir
las dos formas de la doctrina. Consideraremos primero la emergen­
cia como tesis acerca de la impredecibilidad de ciertas características
de las cosas, y luego examinaremos brevemente la emergencia como
proceso temporal y cosmogónico.

481
1. Aunque se ha invocado la emergencia como categoría explica­
tiva principalmente en conexión con los fenómenos sociales, psico­
lógicos y biológicos, dicha noción puede ser formulada de una m a­
nera general, de m odo que se aplique también a lo inorgánico. Así,
sea O algún objeto constituido por ciertos elementos a ly ..., a n que
están entre sí en alguna relación compleja R ; y supongamos que O
posee una clase definida de propiedades T, mientras que los elemen­
tos de O poseen propiedades que pertenecen a las clases A lt ..., A n,
respectivamente. Aunque los elementos son numéricamente distin­
tos, pueden no ser todos de especies distintas; además, pueden entrar
entre sí (o con otros elementos que no forman parte de O ) en rela­
ciones diferentes de R , para form ar totalidades complejas diferentes
de O. Sin embargo, la aparición de los elementos a u ..., a n en la rela­
ción R es, por hipótesis, la condición necesaria y suficiente para la
aparición de O caracterizado por las propiedades P.
Supongamos luego lo que los defensores de la doctrina de la emer­
gencia llaman un «conocimiento completo» concerniente a los elemen­
tos de O: conocemos todas las propiedades que poseen los elementos
cuando existen «aisladamente» unos de otros; y conocemos también
todas las propiedades manifestadas por complejos distintos de O que
se forman cuando algunos o todos esos elementos se encuentran entre
sí (o con elementos adicionales) en relaciones distintas de R , así como
todas las propiedades de los elementos en esos complejos. Según la
doctrina de la emergencia, es necesario distinguir dos casos. En el pri­
mero, es posible predecir (esto es, deducir), de tal conocimiento com­
pleto, que, si los elementos a u an, se presentan en la relación R, en­
tonces se formará el objeto O y poseerá las propiedades P. En el
segundo caso, hay al menos una propiedad Pe de la clase P tal que, a pe­
sar del conocimiento completo de los elementos, es imposible predecir
que, si los elementos están entre sí en la relación R , entonces se forma­
rá un objeto O que posee la propiedad Pe. En el último caso, el objeto
O es un «objeto emergente» y Pe una «propiedad emergente» de O.
L a anterior es la form a de la doctrina de la emergencia que sub­
yace en el pasaje de Broad citado en la sección anterior de este capí­
tulo (página 478). Broad ilustra esta versión de la emergencia del si­
guiente modo:

E l oxígen o tiene determ inadas p ro p iedades y el hidrógeno tiene


otras p ro p ied ad es determ inadas. A m b o s se com binan p ara fo rm ar agua,

482
y las p ro p orcio n es en las cuales se com binan es fija. N a d a que co n o zca­
m os acerca del oxígen o m ism o o de su com binación con algo que n o sea
oxígen o puede sum in istrarnos la m ás m ínim a razón para su pon er si­
quiera que puede com binarse con el h idrógen o. N a d a que sep am os del
hidrógeno en sí m ism o o de sus com binaciones con otras cosas que no
sean oxígeno puede sum in istrarnos la m ás m ínim a razó n para esperar
que se com binará siquiera con el oxígeno. Y la m ayoría de las p ro p ied a­
des quím icas y físicas del agua no tienen ninguna conexión conocida,
cuantitativa o cualitativa, con las del oxígen o y el h idrógeno. T enem os
aq u í un claro ejem plo en el cual, en la m edida de nuestro conocim iento,
no hubiera sido p o sib le predecir las p ro p iedades de una totalidad co m ­
puesta p o r esos d o s constituyentes a partir de un conocim iento de esas
propiedades tom adas separadam ente, o de este conocim iento com bin a­
do con el de las prop iedades de otras totalidades que contengan a estos
constituyentes.9

Esta versión de la doctriná de la emergencia plantea varios pro­


blemas, aunque la mayoría de ellos ya han sido aludidos en el exa­
men precedente de la reducción y pueden ser resueltos sobre la base
de consideraciones que hicimos en ese contexto.

a. La suposición que subyace en la noción de emergencia es la de


que, si bien es posible en algunos casos deducir las propiedades
de un todo a partir de las propiedades de sus constituyentes, en otros
casos no es posible hacerlo. H em os visto, sin embargo, que tanto la
parte afirmativa como la negativa de esta tesis reposa en formulacio­
nes incompletas y engañosas de los hechos. En verdad, es imposible
deducir las propiedades del agua (como la viscosidad o la trans­
parencia) de las propiedades del hidrógeno solamente (como la de
hallarse en estado gaseoso en ciertas condiciones de presión y tem­
peratura), o del oxígeno solamente, o de otros compuestos que con­
tengan a estos elementos como constituyentes (como la de que el
ácido fluorhídrico disuelve el vidrio). Pero a pesar de frecuentes afir­
maciones en sentido contrario, también es imposible deducir la con­
ducta de un reloj meramente a partir de las propiedades y la organi­
zación de sus partes constituyentes. L a deducción es imposible por
las mismas razones en ambos casos: no se deducen propiedades, sino
enunciados (o proposiciones). Además, los enunciados acerca de pro­

9. Ibid., págs. 62-63.

483
piedades de totalidades complejas pueden ser deducidos a partir de
enunciados acerca de sus constituyentes sólo si las premisas cpntie-
nen una' teoría adecuada acerca de esos constituyentes, una teoría
que permita analizar la conducta de esas totalidades como «resultan­
tes» de las conductas supuestas de los constituyentes. Por lo tanto,
toda expresión descriptiva que aparece en un enunciado que se pre­
tende deducible de la teoría debe también aparecer en las expresio­
nes usadas para formular la teoría o las suposiciones agregadas a la
teoría, cuando se la aplica a circunstancias especiales. Así, un enun­
ciado com o «el agua es transparente» no puede ser deducido de nin­
gún conjunto de enunciados acerca del hidrógeno y el oxígeno que
no contengan las expresiones «agua» y «transparente»; pero esta im ­
posibilidad deriva totalmente de consideraciones puramente form a­
les y es relativa al conjunto especial de enunciados adoptados como
premisas en el caso en consideración.

b. E s evidente, pues, que decir de una propiedad determinada


que es un «emergente» equivale a atribuirle un carácter que la p ro­
piedad puede poseer con respecto a una teoría o un conjunto de su­
posiciones, pero que puede no poseer con respecto a alguna otra teo­
ría. Por consiguiente, la doctrina de la emergencia (en el sentido que
estamos considerando) enuncia ciertos hechos lógicos acerca de rela­
ciones formales entre enunciados, y no hechos experimentales o
«m etafísicos» acerca de características presuntamente «inherentes» a
las propiedades de los objetos.
Vale la pena repetir, a este respecto, particularmente cuando se
supone que los constituyentes de totalidades complejas son partícu­
las y procesos subm icroscópicos, que no es posible discernir por
inspección las «propiedades» de tales constituyentes ni se puede co­
nocer su «estructura» mediante ninguna form a de «percepción di­
recta». Estas propiedades y estructuras sólo pueden ser formuladas
por medio de alguna teoría que postule la existencia de tales consti­
tuyentes y diversas características de ellos. Es patente, además, que
la teoría está sujeta a modificaciones indefinidas a la luz de elemen­
tos de juicio macroscópicos. Por consiguiente, la cuestión relativa a
si puede predecirse una propiedad determinada de los com puestos a
partir de las propiedades de sus constituyentes atómicos no puede
ser dirimida mediante consideraciones concernientes a presuntas
«naturalezas intrínsecas» de los átom os que se conozcan de antema­

484
no. Pues aunque una teoría de la estructura atómica no esté en con­
diciones de predecir una propiedad determinada, otra teoría que
postule una estructura diferente para los átomos puede lograrlo.
Este enfoque de la cuestión recibe apoyo de la historia de la teo­
ría atómica. Dalton hizo revivir la antigua teoría atómica de la mate­
ria, en el primer cuarto del siglo xix, para explicar de manera siste­
mática un conjunto limitado de datos químicos, inicialmente, datos
acerca de constancias en las proporciones de los pesos de combina­
ción de las sustancias que participan en las reacciones químicas. En
la forma que le dio Dalton a la teoría, ésta postulaba relativamente
pocas propiedades para los átomos y era incapaz de explicar muchas
características de las transformaciones químicas. Por ejemplo, no ex­
plicaba la valencia química ni los cambios térmicos que se manifies­
tan en dichas transformaciones. Pero luego la teoría de Dalton fue
modificada, y las variantes posteriores de la misma pudieron expli­
car un número y una variedad crecientes de leyes relativas a fenóme­
nos tanto ópticos, térmicos y electromagnéticos como químicos.
Pero con esta serie de modificaciones de la teoría, también se trans­
form ó la concepción acerca de la «naturaleza intrínseca» de los áto­
mos; pues cada variante de la teoría — más precisamente, cada teoría
de una serie de construcciones teóricas que tienen algunas suposi­
ciones generales en común— postuló (o «definió») distintos tipos de
componentes subm icroscópicos de los objetos macroscópicos y dis­
tintas «naturalezas» de los componentes, en cada caso. Por consi­
guiente, los «átom os» de Dem ócrito, los «átom os» de Dalton y los
«átom os» de la moderna teoría fisicoquímica son partículas de dife­
rentes especies; y si se las puede incluir a todas en el nombre común
de «átom o» es principalmente porque hay importantes analogías en­
tre las diversas teorías que las definen.
Por lo tanto, no debemos dejarnos engañar por el hábito conve­
niente de concebir las diversas teorías atómicas como si represen­
taran un progreso en nuestro conocimiento concerniente a un con­
junto fijo de objetos submicroscópicos. Esta manera de describir
la sucesión histórica de las teorías atómicas engendra fácilmente la
creencia de que puede decirse que los átomos existen y tienen ciertas
«naturalezas intrínsecas» discernibles, independientemente de cual­
quier teoría particular que postule la existencia de los átomos y pres­
criba las propiedades que poseen. D e hecho, sostener que hay átomos
con algún conjunto definido de características equivale a afirmar que

485
una cierta teoría acerca de la constitución de los objetos físicos tiene
el apoyo de elementos de juicio experimentales. L a sucesión de teo­
rías atómicas propuestas a lo largo de la historia de la ciencia puede
representar no sólo avances en el conocimiento concerniente al or­
den y la conexión de fenómenos m acroscópicos, sino también una
comprensión cada vez más adecuada de la constitución atómica de
las cosas físicas. Pero de esto no se desprende que sea posible, inde­
pendientemente de alguna teoría atómica particular, afirmar qué es
lo que puede o no puede predecirse a partir de las «naturalezas» de
las partículas atómicas.
Sea com o fuere, ciertamente algunas propiedades de los com ­
puestos que no era posible predecir mediante teorías más antiguas de
la estructura atómica (por ejemplo, las propiedades químicas y ópti­
cas de la sustancia estable que se form a cuando el hidrógeno y el oxí­
geno se combinan en ciertas condiciones) pueden ser predichas me­
diante la actual teoría electrónica acerca de la composición de los
átomos. Se desprende de esto que se utiliza una formulación elíptica
cuando se sostiene que determinada propiedad de un compuesto es
«emergente». Pues, aunque una propiedad pueda ser una caracterís­
tica emergente con respecto a determinada teoría, no necesariamen­
te será emergente con respecto a una teoría diferente.

c. Pero, aunque es un error sostener que determinada propiedad


es una característica «intrínseca» o «absolutamente» emergente, tam­
bién es un error sostener que, al caracterizar de emergente a una ca­
racterística, sólo estamos bautizando nuestra ignorancia. Se ha ar­
güido, por ejemplo, que

p u ede ser que ningún fisico qu ím ico p u diera haber predich o to d as las
p ro p ied ad es de H 20 antes de haberla estu diado; sin em bargo, es p ro b a ­
ble qu e esta incapacidad de p redicción só lo sea una expresión d e ign o ­
rancia acerca de la n aturaleza de H y de O . Si al com binarse H y O dan
agua, presum iblem en te contienen, en cierto sentido, la poten cialidad de
fo rm ar agua. D e hecho, está en la esencia de la evolución em ergente que
nada nuevo se agrega desde afuera, que la «em ergencia» es la co n se­
cuencia de nuevos tip o s de relaciones entre lo existente. L a presu n ción
es, entonces, que con suficiente conocim ien to de lo s com ponen tes, p o ­
drían hacerse prediccion es altam ente p ro b ab les acerca de las p ro p ie d a­
des del agua. D e hecho, los qu ím icos han predich o con éxito las p ro p ie ­
dades de co m p u estos que nunca han o b serv ad o y han p asa d o lu ego a

4 86
p ro d u cir esos «em ergentes». H a sta han predich o la existencia y las p ro ­
p iedades de elem entos que no habían sid o o b se rv ad o s.10

Las objeciones de esta suerte desconocen la fuerza de la doctri­


na de la emergencia y hasta parecen negar lo que es demostrable­
mente correcto en ella. En primer lugar, la doctrina utiliza la expre­
sión «predecir» en el sentido de «deducir con estricto rigor lógico».
U n defensor de la emergencia podría admitir fácilmente que se pue­
da prever una propiedad presuntamente emergente, sea de manera
invariable o sólo ocasional, por alguna visión afortunada o una con­
jetura exitosa, pero con ello no se lo obligará a abandonar su tesis de
que no se puede predecir la propiedad en cuestión. En segundo lu­
gar, es posible demostrar que en algunos casos no puede predecirse
una propiedad determinada a partir de otras propiedades determi­
nadas, dicho en términos más estrictos, que un enunciado dado
acerca de la aparición de una propiedad determinada no puede ser
deducido de un conjunto específico de otros enunciados. Pues pue­
de ser posible demostrar, con ayuda de las técnicas lógicas esta­
blecidas, que el enunciado acerca de la primera propiedad no está
implicado por los enunciados acerca de las otras propiedades; tal
demostración es fácil de dar especialmente cuando el primero con­
tiene expresiones que no aparecen en esta última clase de enuncia­
dos. Tercero, y finalmente, nuestra alegada «ignorancia» o «conoci­
miento incom pleto» concerniente a las «naturalezas» de los átomos
es totalmente ajeno al problem a en cuestión. Pues este problema
consiste simplemente en saber si un enunciado determinado es de-
ducible de un conjunto dado de enunciados, y no si el enunciado es
deducible de algún otro conjunto de enunciados. C om o hemos vis­
to ya, cuando se dice que mejoramos o ampliamos nuestro conoci­
miento concerniente a la «naturaleza de H y O », lo que hacemos en
realidad es reemplazar una teoría acerca de H y de O por otra; y el
hecho de que pueda deducirse de la segunda teoría que H y O s e
combinan para formar agua no contradice el hecho de que el enun­
ciado no pueda ser deducido del conjunto inicial de premisas.
C om o indicamos al analizar la reducción de la termodinámica a la
mecánica, la ley de Boyle-Charles no puede ser deducida de las su­

10. William M cDougail, M odem M aterialism an d Emergent Evolution,


N ueva York, 1929, pág. 129.

487
p o sic io n e s de la m ecán ica estad ística a m en os qu e se agregue u n
p o stu la d o qu e vincule el térm in o «te m p eratu ra» con la exp resión
«en ergía cinética m edia de las m o lécu las». E ste p o stu la d o no p u ed e
ser d e d u cid o de la m ecánica estad ística en su fo rm a clásica; y este
hecho — el de qu e sea n ecesario agregar u n p o stu la d o (o algo e q u i­
valente a él) a la m ecánica estad ística co m o su p o sic ió n in d ep en ­
diente, p a ra qu e sea d ed u cible la ley so b re lo s gases— ilu stra la que
co n stitu y e, q u izá, la tesis central de la d o ctrin a de la em ergen cia tal
c o m o la h em os in terpretado.

d. H em os admitido, pues, la justeza esencial de la doctrina de la


emergencia cuando se la concibe como una tesis concerniente a la re­
lación lógica entre ciertos enunciados. Debe observarse, sin embargo,
que la doctrina, entendida de este m odo, tiene un ámbito de aplica­
ción mucho m ayor que el que habitualmente admiten los defensores
de la emergencia. L a doctrina ha sido sostenida, principalmente, con
respecto a propiedades químicas, biológicas y psicológicas porque
estas propiedades caracterizan a sistemas de «niveles elevados» de
organización y son presuntamente «emergentes» con respecto a pro­
piedades que aparecen en «niveles inferiores». En realidad, a menu­
do se propone la teoría en oposición a las pretensiones supuesta­
mente universalistas de las «explicaciones mecánicas», puesto que, si
algunas propiedades son emergentes de hecho, se sostiene que su
aparición es inexplicable en términos «mecánicos». Por eso, a veces
se cree que la verdad de la doctrina de la emergencia pone límites a la
ciencia de la mecánica, en la cual el principio de la composición de
fuerzas es un principio de análisis establecido, y diferencia a la m e­
cánica de otros sistemas de explicación en los cuales no es válido tal
principio.11 Por consiguiente, según parecen sugerir a menudo los
defensores de la doctrina, aunque no lo sostengan explícitamente, no
hay propiedades emergentes dentro del ámbito habitualmente asig­
nado a la mecánica ni, quizás, aun dentro del dominio de la física; y
el ejemplo citado comúnmente de una propiedad no emergente es la
conducta de un reloj, supuestamente predecible a partir del conoci- 1

11. Véase la distinción establecida p or Mili entre los m odos «m ecánico» y


«quím ico» de la «acción conjunta de causas», que es la fuente clásica de la doc­
trina de la emergencia. J. S. M ili, A system o f Logic, Londres, 1879, libro 3,
cap. 6.

488
miento de las propiedades y la organización de sus engranajes y re­
sortes constituyentes.
Pero el argumento lógico que constituye el núcleo de la doctrina
de la emergencia es aplicable a todos los dominios de investigación y
es atinente al análisis de las explicaciones de la mecánica y la física, en
general, como lo es el examen de las leyes de otras ciencias. El ante­
rior examen de la reducción de la termodinámica a la mecánica hace
esto totalmente evidente. Pero para mayor claridad, consideremos el
ejemplo del reloj. Es adecuado observar que la «conducta» del reloj
predecible sobre la base de la mecánica sólo es ese aspecto de su con­
ducta que puede ser caracterizado íntegramente en términos de las
ideas primitivas de la mecánica, por ejemplo, la conducta constitui­
da por el movimiento de las manecillas del reloj. T odo aspecto de su
conducta que no cae dentro del ámbito de esas ideas — por ejemplo,
las variaciones de temperatura del reloj o los cambios de fuerza mag­
nética que pueden engendrar los movimientos relativos de las partes
del reloj— no puede ser explicado ni predicho por la teoría mecáni­
ca. Sin embargo, pareciera que sólo una costumbre arbitraria impide
que llamemos a esas características «no mecánicas» de la conducta
del reloj «propiedades emergentes» con respecto a la mecánica. Por
otra parte, tales características no mecánicas son explicables, cierta­
mente, mediante las teorías del calor y el magnetismo, de m odo que,
con respecto a una clase más amplia de suposiciones teóricas, el reloj
no parece manifestar características emergentes.
Los defensores de la doctrina de la emergencia se inclinan a veces
a destacar especialmente el hecho de que las teorías físicas no pueden
predecir la aparición de las llamadas «cualidades secundarias». Por
ejemplo, se ha argüido que, a partir de un conocimiento completo de
la estructura submicroscópica de los átomos, un arcángel matemáti­
co podría predecir que el nitrógeno y el hidrógeno se combinan
cuando una descarga eléctrica pasa a través de una mezcla de ambos
y forman un gas de amoníaco soluble en agua. Pero aunque el arcán­
gel fuera capaz de deducir la estructura microscópica exacta del
amoníaco,

sería totalm ente incapaz de predecir que una sustancia de esta estruc­
tura debe oler com o el am oníaco cuando llega a narices hum anas. L o
m ás que p o d ría predecir a este respecto sería que se produ cirían ciertos
cam bios en la m em brana de la m ucosa, en los nervios o lfatorios, etc.

489
P ero n o p o d ría sab er que esos cam b ios irían acom p añ ados p o r la apari­
ción de un olor, en general, o del o lo r peculiar del am oníaco, a m enos
que alguien se lo dijera o que lo hubiera o lid o p o r sí m ism o .12

Pero esta afirmación, en el mejor de los casos, es una perogrulla­


da, y se la puede sostener con igual fundamento de las cualidades fí­
sicas (o «prim arias») de las cosas tanto com o de las secundarias. In­
dudablemente, una teoría de la química que en sus formulaciones no
utilice expresiones referentes a las propiedades olfatorias de las sus­
tancias no puede predecir olores. Pero no puede hacerlo por la m is­
ma razón por la cual lá mecánica no puede explicar las propiedades
ópticas o eléctricas de la materia, a saber, que, cuando se hace for­
malmente explícita una deducción, no es posible derivar lógicamen­
te un enunciado que utilice una expresión determinada a partir de
premisas que no contengan tal expresión. Por consiguiente, si un ar­
cángel matemático es incapaz de predecir olores a partir de un cono­
cimiento de las estructuras subm icroscópicas de los átomos, esta li­
mitación de sus poderes es simplemente una consecuencia del hecho
de que las condiciones lógicas de la deducibilidad son las mismas
para los arcángeles que para los hombres.

2. Considerem os ahora brevemente la doctrina de la emergencia


com o cosm ogonía evolucionista, que pone el énfasis fundamental en
la presunta «novedad» de las cualidades emergentes. Así, la doctrina
de la evolución emergente sostiene que la variedad de individuos y
sus propiedades, que existieron en el pasado o existen en el presente,
no es completa, y que de tanto en tanto surgen cualidades, estructu­
ras y m odos de conducta tales que nunca se habían manifestado an­
teriormente en el universo. Así, según una formulación de la doctri­
na, se dice que se ha producido una evolución emergente si, cuando
se compara el estado presente del mundo (llamado «F. P.») con cual­
quier fase anterior (llamada «F. A .»), puede demostrarse que están
presentes en F. P. una o más de las siguientes características que fal­
tan en F. A.:

(1) C a so s de algún tip o general de cam bio [...] com unes a am bas fa ­
ses (p o r ejem plo, m ovim ien to relativo de partículas), cu y a m anera o

12. Broad, op. cit., pág. 71.

490
condiciones de aparición no p u eda ser descrita ni predich a m ediante las
leyes que habrían b astad o para la descripción y [...] la predicción de to ­
d o s los cam bios de este tipo que se p rodu cen en F. A . U n m otivo, au n ­
que no el único concebible, de esta em ergencia evolutiva de leyes es la
producción , de acuerdo con un conjun to de leyes, de nuevas integracio­
nes locales de la m ateria, cu yos m ovim ientos y, p o r lo tanto, cuyas p a r­
tículas com ponentes se ajustarían a leyes vectoriales — es decir, direc-
cionales— em ergentes en el sentido definido [...]; (2 ) nuevas cualidades
[...] asignables a entidades ya presentes, aunque sin esos accidentes en
F . A . (3) entidades particulares que no p o seen to d o s los atribu tos esen­
ciales característicos de las que se encuentran en F. A . y que tienen tipos
distintivos y p ro p io s de atribu tos (no m eram ente configuracionales); (4)
algún tipo o tipos de sucesos o p ro ceso s de especie irreduciblem ente d i­
ferente de los que aparecen en F . A .; (5) una cantidad o núm ero de ca­
sos, no explicables p o r transferencias desde fuera del sistem a, de uno o
m ás tipos de entidades prim arias com unes a am bas fase s .13

La evolución emergente, pues, como doctrina de la incesante


«novedad creadora» se contrapone a la concepción preformacionis-
ta, atribuida especialmente a la ciencia del siglo xvn, según la cual to­
dos los sucesos de la naturaleza son simplemente reordenamientos
espaciales de un conjunto de «entidades» últimas y simples, cuyo
número total, cualidades y leyes de conducta permanecen invarian­
tes en todas las diversas yuxtaposiciones en las cuales entran. Sin em­
bargo, algunos autores han ido más allá de la afirmación de tal «no­
vedad creadora» y han esbozado las que según ellos son las etapas
sucesivas de la evolución creadora. Pero no nos ocuparemos de los
detalles de estas especulaciones cósmicas.

a. Debe observarse, en primer lugar, que la doctrina de la evolu­


ción creadora no parece implicar la concepción de la emergencia
como imposibilidad de predecir diversas propiedades, ni ser impli­
cada por ésta. Pues bien puede ocurrir que una propiedad sea un
emergente relativo a una teoría dada, pero no sea nueva en un senti­
do temporal. Para dar un ejemplo extremo, la propiedad de los cuer­
pos de tener un peso no es deducible de la teoría clásica de la geo­

13. Arthur O . Lovejoy, «The Meanings of “ Em ergence” and Its M odes»,


en Proceedings o f the Sixth International Congress o f Philosophy (comp. Edgar
S. Brightman), N ueva Y ork, 1927, págs. 26-27.

491
metría física; pero no hay razón alguna para creer, que los cuerpos
manifestaron propiedades gravitacionales después de adquirir pro­
piedades espaciales. Por otra parte, podría ser posible deducir de al­
guna teoría acerca de la estructura atómica que el nitrógeno y el oxí­
geno pueden combinarse para form ar un gas amoníaco soluble en
agua, aunque no se conociera ningún caso de amoníaco disuelto
en agua debido a que las condiciones físicas prevalecientes no per­
mitieran la formación de agua en estado líquido, por ejemplo, antes
de la época en la cual la Tierra se enfrió lo suficiente. L a ulterior for­
mación de agua y la disolución en ella de gas amoníaco sería, enton­
ces, un suceso temporalmente nuevo. Por consiguiente, la cuestión
de si algunas propiedades son «emergentes» en el sentido de ser
temporalmente nuevas es un problem a de un orden diferente al de
saber si algunas propiedades son «emergentes» en el sentido de ser
impredecibles. Este último es un problema vinculado en gran parte,
aunque no exclusivamente, con las relaciones lógicas entre enuncia­
dos; el primero es, principalmente, una cuestión que sólo puede ser
resuelta mediante una investigación empírica histórica.

b. Por consiguiente, la cuestión de saber si una propiedad, un


proceso o un m odo de conducta es un caso de evolución emergente
es un problem a directamente empírico que puede ser resuelto, al
menos en principio, recurriendo a la indagación histórica. Sin em­
bargo, hay ciertas dificultades que traban los intentos por hallar una
respuesta y que merecen una mención breve. U na de estas dificulta­
des es de carácter práctico y surge de la circunstancia de que, para
responder a la cuestión de manera concluyente, debemos poseer un
conocimiento detallado de todos los sucesos pasados del universo (o
de alguna parte de él), y poder decidir de este m odo si un carácter
o proceso presuntamente emergente lo es en realidad. Pero nuestro
conocim iento del pasado es muy incom pleto y sólo en una clase li­
mitada de casos poseem os elementos de juicio suficientemente con­
fiables como para probar que ciertas propiedades y procesos no pueden
haber surgido antes de un período determinado. Así, no tenemos
base suficiente para decidir más allá de toda duda razonable si diver­
sos procesos de los niveles atómicos y subatóm icos que, según se
cree, se producen en la actualidad, siempre se han producido o si son
característicos de la actual época cósmica. Por otra parte, si admiti­
mos la dependencia de los organismos vivos con respecto a condi­

492
ciones de temperatura favorables y si suponemos, además, que en
una época la temperatura de la Tierra era demasiado elevada para la
existencia de tales organismos, entonces es prácticamente cierto que
la vida no apareció en la Tierra (y, quizás, en ninguna otra parte del
universo) antes de una cierta época.
O tra dificultad es la que se origina en la vaguedad de palabras ta­
les como «propiedad» y «proceso», así como en la falta de criterios
precisos para juzgar si dos propiedades o procesos deben ser consi­
derados «los mismos» o «diferentes». Así, el «mero» reordenamiento
espacial de un conjunto de objetos aparentemente no debe ser con­
siderado como un caso de propiedad emergente, aunque este reor­
denamiento específico no se haya producido anteriormente. Sin em­
bargo, cabe preguntarse si toda redistribución espacial de cosas no
está asociada siempre a algún cambio «cualitativo», de m odo que los
cambios espaciales originen ipso fa d o alteraciones en las «propieda­
des» de las cosas redistribuidas. Por ejemplo, el aspecto de un cua­
drado que reposa sobre uno de sus lados ciertamente «parece dife­
rente» del aspecto que presenta cuando se hace rotar el cuadrado de
modo que quede sobre uno de sus vértices. Si el segundo esquema
no hubiera existido antes, ¿se lo consideraría como la aparición de
una propiedad nueva? Si no es así, ¿cuál es la señal dé una nueva ca­
racterística? Pero si se lo considera como algo nuevo, entonces todo
cambio debe ser considerado también como ilustración de la evolu­
ción emergente. Pues un estado de cosas determinado puede ser ana­
lizable en un conjunto de características que han aparecido en el pa­
sado. Por otra parte, en su manifestación presente las características
aparecen en un determinado contexto de relaciones, y, si bien el es­
quema específico de estas relaciones puede repetirse, de hecho tales
características pueden no haber aparecido nunca en ese esquema.
Por consiguiente, en esta eventualidad, el estado de cosas menciona­
do sería una propiedad emergente, y puesto que toda situación pue­
de presentar tales esquemas nuevos, especialmente si no se pone
ningún límite a la extensión espaciotemporal de una situación, la
doctrina de la emergencia se reduce a la trivial tesis de que las cosas
cambian.
Ahora bien, ¿qué debe entenderse exactamente por la estipulá-
ción contenida en la cita anterior de que una entidad particular debe
ser considerada como un caso de evolución emergente si no posee
«todos los atributos esenciales» de esas entidades en fases anteriores

493
de la evolución? En general, que un atributo sea o no considerado
com o «esencial» depende del contexto de la cuestión y del problema
en consideración. Pero si esto es así, entonces, en virtud de tal esti­
pulación, la distinción entre un carácter emergente y otro no emer­
gente variará según los cambios en el interés y los propósitos de la
investigación. N o queremos decir que estas dificultades sean fatales
para la doctrina de la emergencia. Pero indican que, si no se formula
la doctrina con m ayor cuidado que el habitual, se la puede tomar fá­
cilmente por una perogrullada.

c. L a tesis de que hay propiedades emergentes, en el sentido de la


evolución emergente, es en su totalidad compatible con la creencia
en la universalidad del principio causal, al menos en la form a del
mismo según la cual hay condiciones determinadas para la produc­
ción de todos los sucesos. D e hecho, algunos defensores de la evolu­
ción emergente combinan esta doctrina con varias versiones del in­
determinismo radical; otros, asocian invariablemente la emergencia
con la llamada causación «teleológica», y atribuyen la aparición de
cualidades y procesos nuevos a la acción de agentes intencionales.
Sin embargo, ni la creencia en el indeterminismo ni la aceptación de
la causación teleológica son esenciales para la evolución emergente.
En realidad, hay muchos evolucionistas emergentes que sostienen
que la aparición de un nuevo compuesto químico, por ejemplo, de­
pende siempre de la formación de configuraciones definidas, aunque
únicas, de ciertos elementos químicos; y sostienen, además, que
siempre que estos elementos se unen de esta manera especial, por la
intervención de agentes intencionales o de circunstancias fortuitas, se
form a invariablemente un com puesto del mismo tipo.

d. Es oportuno destacar también que, a pesar de la difundida


opinión en sentido contrario, las suposiciones y los procedimientos
de la física clásica (y, en particular, de la mecánica) no implican ni
contradicen la tesis de la evolución emergente. Sin duda, hay inter­
pretaciones filosóficas de la física según las cuales las propiedades de
las cosas son «en última instancia» las propias de la mecánica, y se­
gún las cuales, también, los únicos cambios «reales» que se producen
en la naturaleza son espaciales. Pero tales interpretaciones son de
dudosa validez y no se las puede admitir com o descripciones ade­
cuadas de la naturaleza de la teoría física. Com o hemos visto, la cien­

4 94
cia de la mecánica en realidad no opera con un conjunto limitado y
seleccionado de nociones teóricas. Pero este hecho no supone el re­
quisito de que la ciencia niegue la existencia real o la posible emer­
gencia de caracteres de las cosas distintos de aquellos de los que se
ocupa principalmente la mecánica. Tal negación sería infundada,
aunque se hubieran realizado las antiguas esperanzas de los físicos y
la mecánica mantuviera su preeminencia de antaño como ciencia
universal de la naturaleza. Pues una explicación mecánica de un su­
ceso o proceso consiste simplemente en enunciar las condiciones de
su producción en términos mecánicos. Pero tales explicaciones serían
claramente imposibles (so pena de hacer estéril la tarea de dar expli­
caciones de las cosas) si el suceso o proceso no fuera primero identi­
ficado mediante la observación de sus características, sean o no estas
características propiedades puramente mecánicas y sean o no nue­
vas. En resumen, cuando se analiza la estructura de la mecánica o de
cualquier otra teoría de la física clásica, se hace evidente que la efica­
cia operativa de la teoría no depende de la aceptación o el rechazo de
la tesis histórica según la cual en el curso del tiempo aparecen carac­
teres e individuos nuevos en el universo.

e. Q uizá la sugerencia más desconcertante contenida en la doc­


trina de la evolución emergente es la de que las «leyes de la naturale­
za» pueden también cambiar y que se manifiestan nuevos esquemas
de dependencia entre los sucesos en diferentes épocas cósmicas. L o
que se quiere decir, evidentemente, no es simplemente que nuestro
conocimiento o nuestra formulación de las estructuras de sucesos y
procesos pueden sufrir cambios, sino que estas mismas estructuras se
modifican con el tiempo. Así, la ley de Boyle-Charles no es una for­
mulación de la conducta de los gases tan adecuada como la ecuación
de Van der Waals; pero no se considera el hecho de que hayamos reem­
plazado la primera por la segunda como si significara que ha sufrido
un cambio la conducta de los gases. Además, la sugerencia no con--
siste simplemente en la suposición de que el m odo de conducta de
algún sistema físico específico está evolucionando. Por ejemplo, hay
indicios de que el período de la rotación axial de la Tierra está dis­
minuyendo. Pero no se explica este hecho especial mediante la supo­
sición de que están cambiando las leyes de la mecánica, sino median­
te factores tales como el efecto «frenador» de las mareas producido
por el Sol y la Luna, de acuerdo con leyes presumiblemente inmuta­

495
bles. Por consiguiente, lo que dicha sugerencia parece afirmar es la
posibilidad de que cambien tipos de estructura generales, o de que
surjan nuevos esquemas relaciónales entre las cosas. Por ejemplo, en
lugar de ser siempre inversamente proporcional al cuadrado de la
distancia, la fuerza gravitacional entre todo par de partículas puede
cambiar lentamente de m odo que dicho exponente aumente con el
tiempo; o algunos elementos químicos pueden manifestar progresi­
vamente nuevas propiedades y nuevos m odos de combinación entre
sí. Pero tal sugerencia debe enfrentar serias dificultades, algunas de
las cuales indicaremos a continuación.
Q uizá la más obvia e importante de esas dificultades derive del
hecho de que no podem os estar seguros de si un cambio aparente de
una ley es realmente tal o si indica solamente que nuestro conoci­
miento acerca de las condiciones en las cuales prevalece algún tipo
de estructura era incompleto. Supongamos, por ejemplo, que hubie­
ra elementos de juicio que parecieran indicar un cambio en alguna
constante universal (como la velocidad de la luz en el vacío), de tal
m odo que su valor durante el siglo actual sea menor que el de los
tiempos prehistóricos. En el ínterin, también han cambiado otras
cosas: las posiciones relativas de las galaxias ya no son las mismas; ha
habido cambios internos en las estrellas y en la cantidad de radiación
que emiten; y quizás hasta han variado algunos caracteres no deter­
minados de los cuerpos físicos (por ejemplo, algún carácter seme­
jante a las propiedades eléctricas de la materia, que sólo han sido
descubiertas por los hombres en épocas relativamente recientes).
E s concebible, al menos, pues, que la ley aceptada hasta ahora de la
constancia de la velocidad de la luz sea simplemente errónea y que
esta velocidad varíe con algunos de los factores ya mencionados.
Ciertamente, no sería una tarea simple eliminar esta interpretación
alternativa de los elementos de juicio; y, de hecho, la mayoría de los
científicos sin duda se inclinaría más bien a considerar correcta la ley
aceptada hasta ahora sólo si se satisfacen ciertas condiciones antece­
dentes — y a considerarla, por ende, simplemente como un caso lí­
mite de una ley más general— , antes que admitir que la estructura
general de los procesos físicos está sufriendo una evolución. En todo
caso, que tal suposición sea aceptada alguna vez dependerá, muy
probablemente, de la medida en que resulte efectiva y conveniente
para lograr un sistema de conocimiento completamente general e in­
tegrado. Por consiguiente, aunque la sugerencia de que algunas leyes

4 96
puedan estar cambiando no cae fuera de los límites de la posibilidad,
en el mejor de los casos es sumamente especulativa y no es fácil ha­
llar elementos de juicio razonablemente concluyentes en su favor.
H ay una dificultad adicional, y de un orden diferente, que debe
enfrentar la doctrina según la cual todas las leyes cambian con el
tiempo.14 Pues, ¿de qué manera se obtienen elementos de juicio en
favor de la tesis de que una ley está cambiando? N o se puede «ver»
evolucionar, literalmente, a un esquema general de relaciones, de
modo que la base para una conclusión semejante debe obtenerse a
través de comparaciones entre el presente y el pasado. Pero el pasa­
do no es accesible a una inspección directa. Sólo puede ser recons­
truido mediante datos disponibles en el presente, con ayuda de leyes
de las que debe suponerse que son inmutables, al menos durante la
época que abarca a este pasado y al presente. Por ejemplo, supon­
gamos que se alega una lenta disminución de la fuerza gravitacional
entre los cuerpos, sobre la base de que en el pasado las mareas eran
generalmente más altas que en el presente, aunque el número y la
posición relativa de los cuerpos celestes fueran los mism os que en
la actualidad. Pero, ¿cómo podem os saber si el pasado fue realmen­
te así, a menos que usemos leyes que no han cambiado para inferir
esos hechos pasados de los datos presentes? Por ejemplo, podemos
encontrar depósitos de sal en alturas que están actualmente fuera del
alcance de las mareas. Pero aun dejando de lado la cuestión de si la
Tierra no se ha elevado por acción geológica y no a causa de una dis­
minución en la altura de las mareas, la conclusión de que la sal fue
depositada por el océano da por supuestas varias leyes concernientes
a los movimientos del agua de marea y a la evaporación de los líqui­
dos. Por consiguiente, la suposición de que todas las leyes están
cambiando simultáneamente se refuta a sí misma, pues, dado que en
tal caso el pasado sería completamente inaccesible a nuestro conoci­
miento, no podríamos obtener ningún elemento de juicio en favor
de tal suposición.
La forma más plausible de la sugerencia relativa a leyes emergen­
tes es la de que surgen nuevos tipos de conducta que se ajustan a
nuevos modos de dependencia cuando aparecen combinaciones e in­
tegraciones de la materia hasta ese momento inexistentes. Por ejem-

14. Véanse Henri Poincaré, « L ’Évolution des L o is», en D em iéres Pensées,


París, 1926; Pascual Jordán, D ie H erkunft der Stem e, Stuttgart, 1947.

497
pío, los químicos han producido en el laboratorio sustancias que,
en la medida de nuestro conocimiento, nunca existieron antes y cu­
yas propiedades y m odos de interacción con otras sustancias son
características y nuevas. L o que ha sucedido ocasionalmente en el la­
boratorio de los químicos sin duda ha sucedido con mayor frecuen­
cia en el más antiguo y más vasto laboratorio de la naturaleza. Por
supuesto, podría decirse que tales tipos nuevos de dependencia no
son «realmente nuevos», sino que sólo son la realización de «poten­
cialidades» que ya han estado presentes en «la naturaleza de las co­
sas»; también podría decirse que, con un «suficiente conocimiento»
de estas «naturalezas», cualquiera que tuviera la habilidad matemáti­
ca requerida podría predecir las novedades antes de que surjan. Ya
hemos comentado suficientemente la última parte de este argumen­
to, por lo cual podem os descartarlo como no válido e inatinente a la
cuestión, sin detenernos más en él. En cuanto a la primera parte de la
objeción, debe admitirse que es irrefutable; pero también debe com ­
prenderse claramente que lo que la objeción afirma no tiene conte­
nido fáctico y que su irrefutabilidad es la de una perogrullada defi-
nicional.5

5. T o t a l id a d e s (w h o l e s ), s u m a s y u n i d a d e s o r g á n i c a s

Antes de abandonar los temas de la reducción y la emergencia,


será conveniente examinar una tesis difundida y asociada frecuente­
mente a estos temas. Según esta concepción, hay un tipo importante
de totalidades separadas (físicas, biológicas, psicológicas y sociales)
que se distinguen de otras por el hecho de que son «unidades orgá­
nicas», y no simplemente «agregados» de partes o miembros inde­
pendientes. A menudo se caracteriza a las totalidades de este tipo di­
ciendo que poseen una organización en virtud de la cual «el todo
(whole) es más que la suma de las partes». Puesto que a veces se con­
sidera que la existencia de totalidades orgánicas coloca límites fijos a
la posibilidad de efectuar reducciones en las ciencias y al ámbito de
aplicación de los métodos de la física, es conveniente examinar esas
totalidades con cuidado.
Ante todo debemos señalar un punto preliminar. Tal como se las
emplea comúnmente, las palabras «totalidad», «sum a» y sus derivados
son excepcionalmente ambiguas, metafóricas y vagas. Por lo tanto,

498
con frecuencia es imposible estimar el valor cognoscitivo y el signi­
ficado de enunciados que las contienen, de m odo que es necesario
distinguir y aclarar los muchos sentidos de tales palabras. Algunos
ejemplos ayudarán a poner en evidencia la necesidad de tal clarifica­
ción. U n cuadrilátero encierra una superficie y cualquiera de sus dos
diámetros divide a la figura en dos superficies parciales cuya suma es
igual a la superficie de la figura inicial. En este contexto geométrico,
y en otros análogos a él, el enunciado «el todo es igual a la suma de
sus partes» es aceptado normalmente como verdadero. En verdad,
no sólo se reconoce que dicho enunciado, en este contexto, es ver­
dadero sino hasta necesariamente verdadero, de m odo que se consi­
dera contradictoria su negación. Por otra parte, al referirse al sabor
de la sal de Saturno en comparación con los sabores de sus com po­
nentes químicos, algunos autores han sostenido que, en este caso, el
todo no es igual a la suma de sus partes. Obviamente, esta afirmación
pretende informar acerca de las materias examinadas y sería excesi­
vo rechazarla de plano como si fuera simplemente un absurdo lógi­
co. Pero es indudable que en el contexto en el cual se hace tal afir­
mación las palabras «todo», «parte», «sum a» y, quizás, hasta «igual»
son usadas en sentidos diferentes de los asociados a ellas en el con­
texto geométrico. Por ende, debemos abordar la tarea de distinguir
una serie de sentidos de esas palabras que parecen cumplir una fun­
ción en diversas investigaciones.

1. Las palabras «todo» (whole) y «parte» son utilizadas normal­


mente para hacer distinciones correlativas, de m odo que se dice que
x es un todo en relación con algún y, que es un componente o una
parte de x, en uno u otro sentido. Será conveniente, por ello, dispo­
ner de una breve lista de ciertas «especies» comunes de todos y par­
tes correspondientes.

a. Se usa la palabra «todo» para referirse a algo que tiene exten­


sión espacial, y se dice que algo es una «parte» de tal todo cuando
está incluido espacialmente en él. Sin embargo, hay diversos senti­
dos especiales de «todo» y «parte» que entran en esta categoría. En
primer lugar, ambos términos pueden referirse a propiedades espe­
cíficamente espaciales, en cuyo caso el todo es una longitud, una su­
perficie o un volumen cuyas partes son longitudes, superficies o vo­
lúmenes. En este sentido, ni los todos ni las partes tienen que ser

499
espacialmente continuos; así, los Estados U nidos y sus posesiones
territoriales no son un todo espacialmente continuo, y los Estados
U nidos continentales contienen como partes espaciales regiones
desérticas que no son espacialmente continuas. En segundo lugar,
«todo» puede referirse a una propiedad o estado no espacial de una
cosa espacialmente extensa, y «parte» puede designar una propiedad
idéntica de alguna parte espacial de la cosa. Así, se dice que las par­
tes de la carga eléctrica de un cuerpo son las cargas eléctricas de las
partes espaciales del cuerpo. En tercer lugar, aunque a veces las úni­
cas propiedades espaciales consideradas como partes de un todo es­
pacial son las que tienen las mismas dimensiones espaciales que el
todo, otras veces el uso de los términos es más liberal. Así, se dice
frecuentemente que la superficie de una esfera form a parte de la es­
fera, pero en otras ocasiones sólo se designan de tal m odo a los vo­
lúmenes del interior de la esfera.

b. L a palabra «todo» se refiere a un período temporal cuyas par­


tes son intervalos temporales del mismo. Com o en el caso de los to­
dos y las partes espaciales, los temporales tampoco necesitan ser
continuos.

c. L a palabra «todo» se refiere a cualquier clase, conjunto o agre­


gado de elementos, y «parte» puede designar entonces a cualquier
subclase propia del conjunto inicial o a cualquier elemento del con­
junto. Así, con respecto al todo form ado por todos los libros impre­
sos en E stados U nidos en un año determinado puede entenderse por
una parte de dicho todo o bien todas las novelas impresas ese año, o
bien algún ejemplar particular de una novela.

d. L a palabra «todo» se refiere a veces a una propiedad de un o b­


jeto o proceso, y la palabra «parte» a alguna propiedad análoga que
está en ciertas relaciones determinadas con respecto a la primera.
Así, se dice comúnmente en física que una fuerzatiene com o partes
o componentes otras fuerzas en las cuales es posible descomponer la
primera de acuerdo con una regla conocida. Análogamente, se dice a
veces que el brillo físico de una superficie iluminada por dos fuentes
de luz tiene como una de sus partes el brillo asociado a una de las
fuentes. En el sentido considerado de las palabras aludidas, una par­
te no es un fragmento espacial del todo.

500
e. La palabra «todo» puede referirse a un esquema de relaciones
entre ciertos tipos específicos de objetos o sucesos, y dicho esquema
puede manifestarse en diversas ocasiones y con diversas modifica­
ciones. Pero «parte» puede designar, entonces, cosas diferentes en
contextos diferentes. Puede referirse a uno cualquiera de los elemen­
tos relacionados de acuerdo con ese esquema en una de sus manifes­
taciones. Por ejemplo, si ese todo constituye una canción (ponga­
mos por caso, A uld Lang Syne), entonces una de sus partes es la
primera nota que se entona cuando se canta la melodía en una fecha
particular. O puede referirse a una clase de elementos que ocupan
posiciones correspondientes en el esquema de alguna forma especí­
fica de su manifestación. Así, una de las partes de la melodía será la
clase de todas las primeras notas que se entonan cuando se canta
A uld Lang Syne en clave de sol menor. O la palabra «parte» puede
referirse a una frase subordinada del diseño total. En este caso, una
parte de la melodía puede ser la sucesión de notas que aparece en los
primeros cuatro compases.

f. La palabra «todo» puede referirse a un proceso, una de cu­


yas partes es otro proceso que constituye una fase determinada del
proceso general. Así, el proceso de tragar forma parte del proceso de
comer.

g. La palabra «todo» puede referirse a un objeto concreto, y la


palabra «parte» a cualquiera de sus propiedades. En este sentido,
la propiedad de ser de forma cilindrica o de ser maleable forma par­
te de un trozo determinado de alambre de cobre.

h. Finalmente, a menudo se usa la palabra «todo» para referirse a


un sistema cuyas partes espaciales se encuentran entre sí en diversas
relaciones de dependencia dinámica. Muchas de las llamadas «unida­
des orgánicas» parecen ser sistemas de este tipo. Sin embargo, en este
sentido de «todo» hay una variedad de cosas que habitualmente son
designadas como sus partes. Así, de un sistema form ado por una
mezcla de dos gases contenidos en un recipiente se dice frecuente­
mente, aunque no siempre en el mismo contexto, que sus partes son
uno o varios de los siguientes elementos: sus constituyentes espa­
cialmente extensos, como los dos gases y el recipiente; las propieda­
des o estados del sistema o de sus partes espaciales, como la masa del

501
sistema o los calores específicos de uno de sus gases; los procesos
por los que pasa el sistema al alcanzar o mantener el equilibrio ter-
modinámico; y la organización espacial o dinámica a la cual están su­
jetas sus partes espaciales.
Esta lista de sentidos de «todo» y «parte», aunque no es en m odo
alguno completa, basta para revelar la ambigüedad de estas palabras.
Pero, lo que es más importante, también sugiere que la palabra
«sum a», dado que es usada en una serie de contextos en los cuales
aparecen aquellas palabras, también está afectada por una ambigüe­
dad análoga. Por lo tanto, examinemos varios de sus sentidos tí­
picos.

2. N o indagaremos si la palabra «sum a» es utilizada realmente en


conexión con cada uno de los sentidos de «todo» y «partes» que he­
mos distinguido ni, en caso de que así sea, cuál es el significado que
se le debe asociar. En realidad, no es fácil especificar un sentido cla­
ro de la palabra en muchos contextos en los cuales la gente la usa.
Por consiguiente, nos limitaremos a señalar solamente un número
pequeño de usos bien establecidos de «sum a» y a sugerir interpreta­
ciones de ella en unos pocos contextos en los cuales su significado es
oscuro y su uso engañoso.

a. N o es de sorprender que los usos más cuidadosamente defini­


dos de «sum a» y «adición» aparezcan en la matemática y la lógica
formal. Pero aun en estos contextos tales palabras tienen toda una va­
riedad de significados especiales, según el tipo de «objetos» matemá­
ticos y lógicos que se sume. Así, hay una familiar operación de adi­
ción para los enteros naturales, y hay también operaciones de igual
nombre, pero realmente distintas, para las fracciones, los números
reales, los números complejos, las matrices, las clases, las relaciones
y otras «entidades» matemáticas o lógicas. L a razón de que todas es­
tas operaciones lleven el nombre común de «adición» no es total­
mente clara, aunque hay al menos ciertas analogías formales entre
muchas de ellas; por ejemplo, la mayoría de ellas son conmutativas y
asociativas. Pero hay algunas excepciones importantes a la regla ge­
neral implícita en este ejemplo, pues la adición de conjuntos ordena­
dos no es siempre conmutativa, aunque sí es asociativa. Por otra par­
te, en la matemática la suma de dos entidades es invariablemente una
entidad única del mismo tipo que los sumandos; así, la suma de dos

502
enteros es un entero, la de dos matrices una matriz, etc. Además,
aunque no siempre se define o se usa la palabra «parte» en conexión
con «objetos» matemáticos, cuando se la emplea y cuando se emplea
la palabra «sum a» se las usa de tal m odo que el enunciado «el todo es
igual a la suma de sus partes» es una verdad analítica o necesaria.
Sin embargo, es fácil construir un contraejemplo aparente de esta
última observación. Sea K * el conjunto ordenado de los números en­
teros, ordenados de la siguiente manera: primero los enteros impares,
en orden de magnitud creciente, y luego los enteros pares, en ese
mismo orden. Entonces, se puede representar a K * mediante la nota­
ción: (1, 3, 5,..., 2, 4, 6...). Luego sea K x la clase de enteros impares y
K 2 la clase de los pares, ninguna de las cuales es un conjunto ordena­
do. Sea ahora K la clase-suma de K xy K 2, de m odo que K contiene to­
dos los enteros; y tampoco K es una clase ordenada. Pero los miem­
bros de A son los mismos que los de K *, aunque es evidente que K y
K * no son idénticas. Por consiguiente, podría argüirse, en este caso el
todo (o sea, K *) no es igual a la suma (es decir, K) de las partes.
Este ejemplo es instructivo en tres aspectos. M uestra la posibili­
dad de definir de manera precisa las palabras «todo», «parte» y «suma»
de m odo que la afirmación «el todo es diferente a la suma de sus par­
tes» no sólo no es lógicamente absurda, sino que es lógicamente ver­
dadera. Por tanto, no hay ninguna razón a priori para considerar que
tales enunciados son, inevitablemente, carentes de sentido; y cuando
se hace tal aserción, el problema real consiste en determinar en qué
sentido —si lo hay— se usan las palabras fundamentales en el con­
texto dado. Pero el ejemplo también revela que, si bien tal oración
puede ser verdadera en un sentido específico de «parte» y «sum a», es
igualmente posible asignar otros sentidos a estas palabras, de modo
que el todo sea igual a la suma de las partes en estos nuevos sentidos
de las mismas. En verdad, en la matemática no se acostumbra a lla­
mar a Kx o a K 2 una parte de K *. Por el contrario, se acostumbra a
considerar como parte de A * sólo un segmento ordenado. A sí sea
K x* el conjunto ordenado de los enteros impares dispuestos en mag­
nitud creciente; y sea K2* el conjunto ordenado correspondiente de
los enteros pares. Kx* y K2f son, entonces, partes de K* [A * tiene
también otras partes, por ejemplo, los segmentos ordenados que in­
dican las siguientes expresiones: (1,3, 5, 7), (9,11,..., 2 ,4 ) y (6, 8 ;...).]
Formemos ahora la suma ordenada de K * y K2*. Esta suma da el
conjunto ordenado K * , de m odo que en los sentidos especificados

503
de «parte» y «sum a» el todo es igual a la suma de sus partes. Es evi­
dente, pues, que, cuando un sistema dado tiene un tipo especial de
organización o estructura, una definición útil de «adición» — si es
posible ofrecerla— debe tomar en cuenta ese m odo de organización.
Puede denominarse «sum a» a uná gran cantidad de operaciones,
pero no todas ellas son importantes o apropiadas para el progreso de
un dominio determinado de la investigación.
Finalmente, el ejemplo sugiere que, si bien un sistema tiene una
estructura característica, no es imposible, en principio, especificar di­
cha estructura en términos de relaciones entre sus constituyentes ele­
mentales y, además, de manera tal que se puede caracterizar correcta­
mente la estructura como una «sum a» cuyas «partes» se hallan, a su
vez, especificadas en términos de esos elementos y relaciones. Com o
veremos, muchos estudiosos niegan, o parecen negar, esta posibilidad
con respecto a determinados tipos de sistemas organizados (como los
seres vivos). N uestro ejemplo muestra, por lo tanto, que, si bien de
hecho puede suceder que no sea posible analizar ciertas unidades «di­
námicas» (u «orgánicas») sumamente complejas en términos de una
teoría dada acerca de sus constituyentes últimos, tal imposibilidad no
puede ser considerada como una necesidad lógica intrínseca.

b. Si pasam os ahora a las ciencias positivas, hallaremos que tam­


bién en este dominio hay un gran número de operaciones bien defi­
nidas llamadas «adición». L a principal distinción que es menester
hacer es entre sumas escalares y sumas vectoriales. Considerem os
cada una de ellas por separado. Ejem plos de las primeras son la adi­
ción del número de grupos de cosas, de propiedades espaciales (lon­
gitud, área y volumen), de períodos de tiempo, de pesos, de resisten­
cia eléctrica, de carga eléctrica y de capacidad térmica. Ilustran los
primeros tres sentidos de «todo» y «parte» que distinguimos antes,
y en cada uno de ellos (así com o en muchos otros casos que podrían
mencionarse) se define «sum a» de tal m odo que el todo es la suma de
partes apropiadamente elegidas.
Adem ás, hay muchas magnitudes, como la densidad o la elastici­
dad, para las cuales no está definida ninguna operación de adición ni
parece posible definirla de alguna manera útil. L a mayoría de estos
casos caen en las últimas cuatro distinciones realizadas referentes a
«tod o» y «parte». Además, hay algunas propiedades para las cuales
sólo está definida la adición en circunstancias muy especiales; por

504
ejemplo, la suma del brillo de dos fuentes de luz sólo está definida
cuando la luz emitida es monocromática. Carece de sentido, por lo
tanto, decir que la densidad (o la forma) de un cuerpo es o no la
suma de las densidades (o las form as) de sus partes, por la simple ra­
zón de que no hay reglas formuladas explícitamente ni hábitos dis-
cernibles de procedimiento que permitan dar un sentido a la palabra
«sum a» en tal contexto.
La adición de propiedades vectoriales, como fuerzas, velocidades
y aceleraciones, se ajusta a la conocida regla del paralelogramo. Así,
si sobre un cuerpo actúa una fuerza de 3 kilogramos hacia el N orte
y otra fuerza de 4 kilogramos hacia el Este, el cuerpo se comportará
como si sobre él actuara una sola fuerza de 5 kilogramos en direc­
ción noreste. Se dice que esta fuerza es la «sum a» o la «resultante» de
las otras dos fuerzas, las cuales son llamadas sus «com ponentes»; re­
cíprocamente, toda fuerza puede ser considerada la suma de cualquier
número de componentes. Este sentido de «sum a» está asociado co­
múnmente con la cuarta de las distinciones anteriores concernientes
a «todo» y a «parte’; es evidente que, en este caso, el sentido de
«sum a» es muy diferente del sentido que tiene la palabra en contex­
tos como «la suma de dos longitudes».
Bertrand Russell ha sostenido que, en rigor, no puede decirse que
una fuerza es la suma de sus componentes. Así, declara:

Sean tres partículas A , B y C . P od em os decir que B y C provocan ace­


leraciones en A , y com ponem os estas aceleraciones m ediante la ley del p a ­
ralelogram o. Pero esta com posición no es una verdadera adición, porque
las com ponentes no son p artes de la resultante. L a resultante es un nuevo
térm ino, tan simple com o sus com ponentes, y no es en m odo alguno su
sum a. A sí, los efectos atribuidos a B y C nunca se producen, sino que su r­
ge un tercer térm ino diferente de am bas. P odem os decir que este nuevo
térm ino es producido p o r B y p o r C conjuntam ente, tom adas com o un
todo. Pero el efecto que producen com o un tod o sólo puede ser descu­
bierto suponiendo que cada una de ellas produce un efecto separado: si no
se hiciera esta suposición, sería im posible obtener las dos aceleraciones
cuya resultante es la aceleración real. A sí, llegam os aparentem ente a una
antinomia: el todo no tiene efectos excepto el que resulta de los efectos de
las partes, pero los efectos de las partes no existen .15

15. Bertrand Russell, The Principies o f Mathematíes, Cambridge, Reino


Unido, 1903, pág. 477.

505
Sin embargo, todo lo que esta argumentación demuestra es que
por componente de una fuerza (o de una aceleración) no entende­
mos nada semejante a lo que entendemos por componente o parte de
una longitud: las componentes de las fuerzas no son partes espacia­
les de las fuerzas. Tal argumentación no alcanza a demostrar que la
adición de fuerzas «no es verdaderamente adición», a menos que se
use la palabra «adición» de manera tan restringida que no se designe
con tal nombre ninguna operación que no suponga una yuxtaposi­
ción de partes espaciales (o quizás temporales) del todo considerado
como su suma. Pero en tal caso muchas otras operaciones que son
llamadas «adiciones» en la física, como la adición de capacidades
eléctricas, tendrían que recibir nombres diferentes. Además, no sur­
ge ninguna antinomia de la suposición de que, por una parte, el efec­
to de cada fuerza componente que actúa sola no existe, aunque, por
la otra, el efecto real producido por la acción conjunta de las com ­
ponentes es el resultante de sus efectos parciales. Pues tal suposición
simplemente expresa lo que ocurre, en un lenguaje que se ajusta a la
definición precedente de la adición y la resolución de fuerzas.
Así, el problema planteado por Russell es, en el mejor de los ca­
sos, terminológico. Su objeción, sin embargo, es instructiva. En
efecto, llama la atención sobre el hecho de que, cuando se considera
la cuestión abstractamente, la «sum a» de un conjunto dado de ele­
mentos es, simplemente, un elemento determinado unívocamente
por alguna función (en el sentido matemático) del conjunto dado. En
algunos casos puede darse a esta función una form a relativamente
simple y común, mientras que en otros adopta una form a más com ­
pleja y extraña; pero de todos m odos, la cuestión de si es menester
introducir tal función en un dominio determinado de investigación
y, en tal caso, cuál es la form a especial que se le debe dar no puede
ser resuelta a priori. El quid del asunto es que, cuando se especifica
tal función, y siempre que haya un conjunto de elementos que satis­
fagan todas las condiciones prescritas por la función, es posible de­
ducir a partir de estas premisas una clase de enunciados acerca de al­
gún complejo estructural de esos elementos.16

16. En conexión con la adición de velocidades en la teoría de la relatividad


se ha planteado un problem a similar al planteado por Russell. Sean A, B, C tres
cuerpos tales que la velocidad de A con respecto a B es vAB, la de B con respec­
to a C es v BC (siendo la dirección de v BC paralela a la dirección de vAB) y la de A

506
c. Debem os considerar ahora un tipo de uso de la palabra «sum a»
asociado con el quinto sentido de «todo» y de «parte» que distin­
guimos antes, uso también asociado frecuentemente con el dicho de
que el todo es más que la suma de las partes o, al menos, no sola­
mente eso. Admitamos que el siguiente enunciado expresa típica­
mente tal uso: «Aunque puede ejecutarse una melodía haciendo re­
sonar una serie de notas individuales de un piano, la melodía no es la
suma de sus notas individuales». L a cuestión obvia a la que es nece­
sario responder es: «¿E n qué sentido se utiliza en este caso la palabra
“ sum a” ?». Es evidente que el enunciado sólo puede ser informativo
si hay algo que sea la suma de las notas individuales de una melodía.
Pues sólo es posible demostrar que el enunciado es verdadero o es
falso si es posible comparar tal suma con el todo que constituye la
melodía.
Sin embargo, la mayoría de las personas que se sienten inclinadas
a hacer tal afirmación no especifican en qué consiste dicha suma; por
ende, hay fundamentos para suponer que no saben claramente qué
es lo que quieren decir o que no quieren decir nada en absoluto. En
el último caso, la opinión más magnánima que se puede adoptar con
respecto a tales pronunciamientos es considerarlos simplemente
como expresiones engañosas de la afirmación, quizás válida, de que
la noción de suma es inaplicable a las notas constituyentes de las me­
lodías. Por otra parte, algunos autores aparentemente entienden por
«sum a», en este contexto, la clase no ordenada de notas individuales;
lo que afirman, entonces, es que esta clase no es la melodía. Pero esto
no es ninguna novedad, aunque quizás haya habido personas que
creyeran lo contrario. Sea como fuere, aparte del indicado, no pare­
ce haber otro sentido asociado normalmente a la expresión «suma de

con respecto a C es vAc. D e acuerdo con la mecánica clásica, vAC = vAB + v BC.
Pero de acuerdo con la teoría especial de la relatividad.
V AB + v BC
V AC =
. V AB V BC
1 + _______
c2

donde c es la velocidad de la luz. Se ha sostenido que en la última fórmula «real­


mente no sum am os» velocidades. Sin embargo, esta objeción puede ser elimina­
da de la misma manera, esencialmente, que el argumento de Russell.

507
notas» o a expresiones semejantes. Por consiguiente, si se usa la pala­
bra «sum a» en este sentido, en contextos en los que la palabra «todo»
se refiere a un esquema o configuración form ado por elementos en­
tre los que existen ciertas relaciones, decir que el todo es más que la
suma de sus partes es absolutamente verdadero pero trivial.
Pero, como ya se ha observado, este hecho no excluye la posibi­
lidad de analizar esas totalidades en términos de un conjunto de ele­
mentos relacionados entre sí de maneras definidas; ni excluye la p o ­
sibilidad de asignar un sentido diferente a la palabra «sum a», de tal
m odo que pueda concebirse una melodía como una suma de partes
apropiadamente elegidas. E s evidente que se efectúa al menos un
análisis parcial de una melodía cuando se la representa en la notación
musical corriente; y, obviamente, podría hacerse que el análisis fue­
ra más completo y explícito, y hasta se lo podría expresar con preci­
sión form al.17
Pero a este respecto, se sostiene a veces que es un error funda­
mental considerar las notas constituyentes de una melodía como
partes independientes, a partir de las cuales se puede reconstruir la
melodía. Se ha argüido, por el contrario, que lo que «experimenta­
mos en cada punto de la melodía es una parte determinada por el ca­
rácter del todo. [...] La savia de una nota depende, desde un comien­
zo, del papel que tiene en la melodía: un si como nota de paso hacia
do es algo radicalmente diferente del si como tónica».18 C om o vere­
mos, se han expuesto opiniones similares en conexión con otros ca­
sos y tipos de Gestalten y de totalidades «orgánicas».
Ahora bien, puede ser muy cierto que el efecto producido por
una nota determinada dependa de su posición en un contexto de
otras notas, así como el efecto que produce una presión sobre un
cuerpo depende, en general, de otras presiones que puedan estar pre­
sentes. Pero este presunto hecho no implica que una melodía no
pueda ser considerada correctamente como un complejo relacional
cuyas notas componentes sean identificables, independientemente

17. Para un interesante esbozo de un análisis formal generalizado de Ges­


talten tales com o las melodías, véase K urt Grelling y Paul Oppenheim, «D er
G estailbegriff in Lichte der N euen L ogik», Erkenntnis, vol. 7, 1938, págs. 211-
225.
18. M ax Wertheimer, «G estalt T heory», en A Source Book o f Gestalt
Psychology (comp.W illies D . Ellis), N ueva Y ork, 1950, pág. 5.

508
de su aparición en este complejo. Pues si tal implicación fuera válida,
sería imposible describir cómo se constituye una melodía a partir de
notas separadas y, por lo tanto, sería también imposible indicar
cómo se la debe ejecutar. En verdad, hasta sería contradictorio decir
que «un si como nota de paso hacia do es algo radicalmente diferen­
te del si como tónica». Pues el nombre «si» de la expresión «si como
nota de paso hacia do» no podría entonces referirse a la misma nota
a la cual se refiere el nombre «si» de la expresión «si como tónica», y
no sería posible expresar el contenido presumible del enunciado. En
resumen, con respecto a totalidades que son estructuras o Gestalten
de sucesos, el hecho de que la palabra «sum a» no esté definida o lo
esté de tal manera que el todo sea diferente a la suma de sus partes no
constituye ningún obstáculo intrínsecamente insuperable para anali­
zar tales totalidades en elementos entre los que existen relaciones es­
pecíficas.

d. Debem os examinar, por último, el empleo de la palabra


«sum a» en conexión con totalidades que son sistemas organizados
de partes relacionadas dinámicamente. Admitamos que es típico de
tal empleo de la palabra el enunciado: «si bien la masa de un cuerpo
es igual a la suma de las masas de sus partes espaciales, un cuerpo tie­
ne también propiedades que no son la suma de propiedades poseídas
por sus partes.» L o s comentarios que acabamos de hacer acerca de la
palabra «sum a» en relación con estructuras de sucesos, como las me­
lodías, pueden extenderse a este contexto de uso de dicha palabra,
por lo cual no los repetiremos. Sin embargo, en el caso presente pue­
de sugerirse una interpretación adicional de la palabra «sum a».
Cuando se dice a veces que la conducta de una máquina, por
ejemplo un reloj, es la suma de la conducta de sus partes espaciales,
¿cuál es el contenido presunto de tal afirmación? Es razonable supo­
ner que la palabra «sum a» no significa aquí una clase desordenada de
elementos, pues ni el reloj ni su conducta constituyen una clase se­
mejante. Por esta razón, es plausible interpretar tal afirmación en el
sentido de que, mediante la teoría de la mecánica junto con una in­
formación adecuada acerca de la disposición real de las partes de la
máquina, es posible deducir enunciados acerca de las propiedades
y conductas de todo el sistema. Por consiguiente, también parece
plausible concebir de manera similar enunciados como el siguiente de
J. S. Mili: «Las diferentes acciones de un compuesto químico nunca

509
son la suma de las acciones de sus partes separadas».19 M ás explícita­
mente, puede entenderse este enunciado como si afirmara que, a par­
tir de alguna teoría concerniente a los constituyentes de los com ­
puestos químicos, y aunque se le agregaran datos adecuados acerca
de la organización de estos constituyentes dentro de los com pues­
tos, no es posible, en realidad, deducir enunciados acerca de muchas
de las propiedades de esos compuestos.
Si adoptam os esta sugerencia, obtenemos una interpretación de
«sum a» que es particularmente apropiada para el uso de la palabra en
contextos en los que las totalidades en discusión son sistemas orga­
nizados de partes interdependientes. Sea T una teoría que es capaz,
en general, de explicar la aparición y los m odos de interdependencia
de un conjunto de propiedades P u P2, ..., Pk. Más específicamente,
supongam os que se sabe que, cuando uno o más individuos pertene­
cientes a un conjunto K aparecen en un medio E, y hay entre ellos
una relación perteneciente a una clase de relaciones R u la teoría T
puede explicar la conducta de tal sistema con respecto a la aparición
de algunas o todas las propiedades P. Supongamos ahora que algu­
nos o todos los individuos pertenecientes a K forman un complejo
relacional R 2 no perteneciente a R xen un medio £ 2, que puede ser di­
ferente de E ls y que el sistema presenta ciertos m odos de conducta
form ulados en un conjunto de leyes L. Entonces, pueden distinguir­
se dos casos: a partir de T, junto con enunciados concernientes a la
organización de los individuos en R 2i es posible deducir las leyes L ;
o, en segundo término, no todas las leyes L pueden ser deducidas de
tal m odo. En el primer caso, puede decirse que la conducta del siste­
ma R 2 es la «sum a» de las conductas de los individuos componentes;
en el segundo caso, la conducta de R 2 no constituye tal suma. E s evi­
dente que, en la terminología y las distinciones de este capítulo, se
satisfacen en el primer caso ambas condiciones para la reducibilidad
de L a T; pero en el segundo caso, aunque se satisface la condición de
conectabilidad, en cambio no se satisface la de deducibilidad.
Si se adopta esta interpretación de la palabra «sum a» para los
contextos indicados de su uso (llamémoslo el «sentido de reducibili­
dad» de la palabra), se desprende de ello que la distinción entre tota­
lidades que son sumas de sus partes y las que no lo son es relativa a

19. J. S. Mili, A System o f Logic, Londres, 1879, libro 3, cap. 6, § 2, vol. 1,


pág. 432.

510
alguna teoría T adm itida en términos de la cual se realiza el análisis
de un sistema. Así, como hemos visto, la teoría cinética de la materia
elaborada durante el siglo xix era capaz de explicar ciertas propieda­
des térmicas de los gases, inclusive ciertas relaciones entre los calo­
res específicos de los gases. Sin embargo, esta teoría era incapaz de
explicar las relaciones entre los calores específicos cuando el estado
de agregación de las moléculas es el de un sólido, y no el de un gas.
En cambio, la teoría cuántica moderna es capaz de explicar los he­
chos concernientes a los calores específicos de los sólidos y, pre­
sumiblemente, también todas las otras propiedades térmicas de los
sólidos. Por consiguiente, aunque con respecto a la teoría cinética
clásica las propiedades térmicas de los sólidos no son las sumas de
las propiedades de sus partes, con respecto a la teoría cuántica esas
propiedades constituyen tales sumas.

3. Debem os ahora considerar brevemente la característica dis­


tintiva de los sistemas llamados comúnmente «unidades orgánicas»,
que manifiestan un modo de organización a menudo considerado no
susceptible de análisis sobre la base de un «punto de vista aditivo».
Pero aunque los ejemplos citados más frecuentemente de totalidades
orgánicas son los seres vivos, no nos ocuparemos ahora específica­
mente de tales sistemas. Pues se admite en general que los seres vivos
sólo constituyen una clase especial de sistemas que poseen una es­
tructura de partes internamente relacionadas, y será ventajoso igno­
rar por el momento los problemas especiales vinculados con el aná­
lisis de los fenómenos vitales.
Las totalidades orgánicas o «funcionales» han sido definidas
como sistemas «cuya conducta no está determinada por la de sus ele­
mentos particulares, sino que sus procesos parciales están determi­
nados por la naturaleza intrínseca de la totalidad».20 L o distintivo de

20. M ax Wertheimer, op. cit., pág. 2. Véase también la declaración de K off-


ka: «E l análisis, si pretende revelar el universo en su completidad, debe detener­
se en las totalidades, sea cual fuere su tamaño, que poseen realidad funcional.
[...] En lugar de comenzar con los elementos y derivar las propiedades de las to­
talidades a partir de ellos, es necesario seguir un proceso inverso, es decir, tratar
de comprender las propiedades de las partes a partir de las propiedades de las
totalidades. El principal contenido de la Gestalt com o categoría es esta concep­
ción de la relación entre las parte? y las totalidades que supone el reconoci­

511
tales sistemas, p or lo tanto, es que sus partes no actúan ni poseen ca­
racterísticas independientemente unos de otros. Por el contrario, se
supone que sus partes están relacionadas de tal m odo que cualquier
alteración de una de ellas provoca un cambio en todas las otras par­
tes.21 En consecuencia, también se dice que las totalidades funciona­
les son sistemas que no pueden ser construidos a partir de elementos
mediante la combinación de éstos uno por uno sin provocar cambios
en todos esos elementos. Además, no es posible suprimir parte algu­
na de esas totalidades sin alterar tanto la parte eliminada com o las
partes restantes del sistema.22 Por consiguiente, se sostiene a menu­
do que no es posible analizar adecuadamente una totalidad funcio­
nal desde un «punto de vista aditivo»; esto es, los m odos caracterís­
ticos de funcionamiento de sus constituyentes deben ser estudiados
in situ y la estructura de actividades de la totalidad no puede ser in­
ferida de las propiedades manifestadas por sus constituyentes sepa­
radamente de la totalidad.
Kóhler ha difundido un ejemplo puramente físico de dichas tota­
lidades funcionales. Considerem os un conductor eléctrico bien ais­
lado y de form a arbitraria, por ejemplo, de la form a de un elipsoide;
y supongam os que las cargas eléctricas llegan a él sucesivamente. Las
cargas se distribuirán inmediatamente por la superficie del conduc­
tor, de tal manera que el potencial eléctrico será el mismo a través de
toda la superficie. Sin embargo, la densidad de la carga (es decir, la
cantidad de carga p or unidad de superficie) no será uniforme, en ge­
neral, en todos los puntos de la superficie. Así, en un conductor elip­
soidal, la densidad de la carga será máxima en los puntos de mayor
curvatura y mínima en los de menor curvatura.23 Para resumir, la
distribución de las cargas manifestará un esquema u organización
característico, esquema que depende de la forma del conductor pero

miento de las propiedades totales intrínsecas, reales y dinám icas». K . K offka,


«G estalt», en Encyclopedia o f the Social Sciences, N ueva Y ork, 1931, vol. 6, pág.
645, citado con la amable autorización de los editores, Macmillan Com pany.
21. Véase K urt Lewin, Principies o f Topological Psychology, N ueva Y ork,
1936, pág. 218.
22. W. Kóhler, D ie physischen Gestalten im Ruhe und im stationaren Zus-
tand, Braunschweig, 1924, pág. 42; también Ellis, op. cit., pág. 25.
23. C o n m ayor generalidad, la densidad de carga en el elipsoide es p rop or­
cional a la cuarta raíz de la curvatura en un punto.

512
que es independiente de los materiales especiales de los que está
construido o de la cantidad total de carga que se le dé.
Pero no es posible construir este esquema de distribución paso a
paso, por ejemplo, llevando cargas primero a una parte del conduc­
tor y luego a otra de m odo que el esquema surja solamente después
de colocar todas las cargas en el conductor. Pues cuando se coloca
una carga en una parte de la superficie, no permanece allí sino que se
distribuye de la manera indicada; en consecuencia, la densidad de
carga en un punto no es independiente de las densidades en todos los
otros puntos. Análogamente, no es posible eliminar una parte de la
carga de una porción de la superficie sin alterar las densidades de car­
ga en todos los otros puntos. Por consiguiente, aunque la carga total
de un conductor es la suma de cargas parciales separables, la confi­
guración de las densidades de carga no puede ser considerada como
compuesta de partes independientes. Por ende, Kóhler declara:

La estructura natural que asume la carga total no queda descrita si se


dice: en este punto la densidad de carga es tanto «y» en este otro punto
la densidad de carga es tanto, etc.; pero puede intentarse efectuar una
descripción diciendo: la densidad es tanto en este punto, tanto en este
otro punto, etc., todos mutuamente dependientes y tales que la apari­
ción de determinada densidad en un punto determina las densidades en
todos los otros puntos.24

24. Kóhler, op. cit., pág. 58, y véase también la pág. 166. Podrían citarse m u­
chos otros ejemplos físicos de esas totalidades «funcionales». Las superficies
que adoptan las películas de jabón suministran una ilustración intuitivamente
evidente. El principio general subyacente en el análisis de tales superficies es
que, sujeta a las condiciones limitantes impuestas a la superficie, su área es mí­
nima. Así, despreciando la gravedad, una película de jabón limitada por un bu­
cle plano de alambre será una superficie plana; una pom pa de jabón adoptará la
forma de una esfera, figura que tiene la superficie mínima para un volumen
dado. Considerem os ahora una parte de la superficie de una pom pa de jabón li­
mitada por un círculo. Si esta parte fuera eliminable de la supericie esférica, ya
no conservaría su form a convexa, sino que se convertiría en un plano. Así, la
forma adoptada p o r una parte de la película depende de la totalidad de la cual
forma parte. Véanse las descripciones de experimentos con películas de jabón en
Richard Courant y H erbert Robbins, What is M athematics?, N ueva York,
1941, págs. 386 y sigs.

513
Podrían citarse muchos otros ejemplos — físicos, químicos, bio­
lógicos y psicológicos— que tienen el mismo alcance que el anterior.
Así, es indudable que en muchos sistemas las partes y los procesos
constituyentes están relacionados «internamente», en el sentido de
que tales constituyentes se hallan entre sí en relaciones de interde­
pendencia causal. En verdad, algunos autores consideran difícil dis­
tinguir nítidamente entre los sistemas de este tipo y otros sistemas;
arguyen que todos los sistemas deben ser caracterizados como tota­
lidades «orgánicas» o «funcionales» en mayor o menor grado.25 De
hecho, muchos de quienes sostienen que hay una diferencia funda­
mental entre totalidades funcionales y totalidades no funcionales (o
«aditivas») admiten tácitamente que ía distinción se basa en decisio­
nes prácticas concernientes a las influencias causales que pueden ser
ignoradas para determinados propósitos. Así, Kóhler cita como
ejemplo de totalidad «aditiva» un sistema de tres piedras: una en
África, otra en Australia y otra en Estados Unidos. Se afirma que el
sistema es un agrupamiento aditivo de sus partes porque el despla­
zamiento de una piedra no tiene ningún efecto sobre las otras o so ­
bre sus relaciones mutuas.26 Sin embargo, si se aceptan las teorías ac­
tuales de la física, tal desplazamiento no carece de algunos efectos
sobre las otras piedras, aunque los efectos sean tan pequeños que no
se los pueda detectar con las actuales técnicas experimentales y, por
lo tanto, puedan ser ignorados en la práctica. C on todo, Kóhler con­
sidera la carga total de un conductor como una totalidad aditiva de
partes independientes, aunque no es en m odo alguno evidente que
los constituyentes electrónicos de la carga no sufran ninguna alte­
ración cuando se eliminan partes de la carga. Por consiguiente, aun­
que es innegable la existencia de sistemas que poseen estructuras dis­
tintivas de partes interdependientes, aún no se ha propuesto ningún
criterio general que permita diferenciar de manera absoluta los siste­
mas que son «genuinamente funcionales» de los sistemas que son
«meramente aditivos».27

25. Tal es la tesis de la filosofía del organism o de A. N . Whitehead. Véase su


Process an d Reality, N ueva Y ork, 1929, esp. parte 2, caps. 3 y 4.
26. Kóhler, op. cit., pág. 47.
27. Esta sugerencia de que la distinción entre totalidades funcionales y no
funcionales no es tajante recibe el apoyo de un intento por enunciar más for­
malmente el carácter de una totalidad «orgánica». Sea S un sistema y K una cla-

514
Además, es necesario distinguir, a este respecto, entre la cuestión
de si un sistema dado puede ser construido en la práctica paso a paso
mediante una yuxtaposición sucesiva de partes, y la cuestión de si el
sistema puede ser analizado en términos de una teoría concerniente
a sus presuntos constituyentes y a las relaciones entre éstos. Induda-

se de propiedades P (, P „ que puede presentar S. Supongam os, para simplifi­


car la exposición, que estas propiedades son medibles en algún sentido, de m odo
que las formas específicas de estas propiedades pueden ser asociadas a los valo­
res de variables numéricas; y supongam os, también para m ayor simplicidad,
que los enunciados acerca de esas propiedades tienen la form a «en el tiempo t la
propiedad P t de S tiene el valor x » o, más concisamente, «P¿ (S,t) = x». Defini­
m os ahora una propiedad de K, digam os P u com o «dependiente» de las restan­
tes propiedades de K cuando P, tiene el m ism o valor en tiem pos diferentes si las
restantes propiedades tienen valores iguales en esos tiem pos; esto es cuando,
para toda propiedad P¡ de K, si P,(S, í,) = P,(S, t2), entonces P J S , tx) = P,{S, t2),
Adem ás, diremos que la clase K de propiedades es «interdependiente» si cada
propiedad de la clase depende de las restantes propiedades de K , esto es, cuan­
do, para todo P¡ y P¡ de K , si P,(S, tx) = P,(5, í2), entonces P¡ (5, í,) P JS , t2). Por
otra parte, podem os definir la clase K com o una clase «independiente» si ningu­
na propiedad de K depende de las restantes. Para fijar ideas, sea S un gas, V su
volumen, p su presión y T su temperatura absoluta. Luego, de acuerdo con la
ley de Boyle-Charles, V depende de p y de T; y también esta clase de propieda­
des es interdependiente. Si S es un conductor aislado que posee una form a defi­
nida, R la curvatura en cualquier punto, s la densidad de carga en cualquier re­
gión y p la presión en cualquier región, entonces p no depende de R y de 5, y las
propiedades p y R y s no forman una clase interdependiente, aunque tam poco
forman una clase independiente. Se encontrará este análisis, y m ayores detalles
relacionados con su elaboración, en los artículos de K urt Grelling «A Logical
Theory of Dependence» y K urt Grelling y Paul Oppenheim «Logical Analysis
o f “ G estalt” and “ Functional W hole” », reim presos para m iem bros del Quinto
Congreso Internacional de la U nidad de la Ciencia, realizado en Cam bridge,
M ass., 1939, del Jo u rn al o f Unified Science, vol. 9. Este volumen del Jo u rn al fue
una víctima de la Segunda Guerra Mundial y nunca ha sido publicado.
Sin embargo, si definimos ahora un sistema S com o una «totalidad funcio­
nal» con respecto a una clase K de propiedades si K es una clase interdepen­
diente, y definimos también a S com o una «totalidad aditiva» si K es una clase
independiente, cabe destacar dos puntos. En primer lugar, si una propiedad será
o no considerada dependiente de otras ello estará condicionado por el grado de
precisión experimental con el cual sea posible establecer valores de las propie­
dades en cuestión. Esto ya fue señalado en el texto. En segundo lugar, aunque S
pueda no ser una totalidad funcional en el sentido definido, no por ello deberá

515
blemente, hay totalidades con respecto a las cuales la respuesta a la
primera cuestión es afirmativa, por ejemplo, un reloj, un cristal de
una sal o una molécula de agua; y hay totalidades para las que la res­
puesta es negativa, por ejemplo, el sistema solar, un átomo de carbo­
no o un ser vivo. Sin embargo, esta diferencia entre sistemas no co­
rresponde a la distinción entre totalidades funcionales y totalidades
aditivas; y nuestra incapacidad de construir efectivamente un siste­
ma a partir de sus elementos, incapacidad que en algunos casos sólo
puede ser consecuencia de limitaciones tecnológicas temporadas,
no puede ser considerada como fundamento para dar una respuesta
negativa a la segunda de las dos cuestiones indicadas.
Pero volvamos a esa segunda cuestión, pues plantea un problema
que parece ser el fundamental en este contexto. Dicho problem a es
el de establecer si el análisis de «unidades orgánicas» supone necesa­
riamente la adopción de leyes irreducibles para tales sistemas y si su
m odo de organización excluye la posibilidad de organizarlos me­
diante el llamado «punto de vista aditivo». L a principal dificultad a
este respecto es la de discernir en qué aspecto difiere un análisis «adi­
tivo» de otro que no lo sea. El contraste parece depender de la afir­
mación según la cual las partes de una totalidad funcional no actúan
independientemente unas de otras, de modo que las leyes que pue­
dan ser válidas para tales partes cuando no son miembros de una to­
talidad funcional no pueden suponerse válidas para ellas cuando for­
man parte de tal totalidad. Por lo tanto, un análisis «aditivo» parece
ser el que explica las propiedades de un sistema en términos de su­
posiciones acerca de sus constituyentes, suposiciones que no han
sido formuladas con referencias específicas a las características de los
constituyentes como elementos del sistema. Un análisis «no aditivo»,
en cambio, parece ser el que formula las características de un sistema
en términos de relaciones entre algunas de sus partes com o elemen­
tos que funcionan dentro del sistema.
Pero si ésta es la diferencia entre esos distintos m odos de análi­
sis, la misma no constituye una diferencia de principio y funda­
mental. Y a hemos observado que no parece posible distinguir níti­
damente entre los sistemas llamados «unidades orgánicas» y los que

ser una totalidad aditiva; pues algunas propiedades de K pueden depender de las
restantes, aunque esto no suceda con todas. Por consiguiente, puede haber di­
versos «grados» de interdependencia entre las partes de un sistema.

516
no lo son. Por consiguiente, puesto que aun las partes de las totali­
dades aditivas se encuentran en relaciones de interdependencia cau­
sal, un análisis aditivo de esas totalidades debe incluir suposiciones
especiales acerca de la organización real de las partes de esas totali­
dades cuando se intenta aplicarles alguna teoría fundamental. C ier­
tamente, hay muchos sistemas físicos, com o el sistema solar, un
átomo de carbono o un cristal de fluoruro de calcio, que a pesar de
su compleja form a de organización se prestan a un análisis «aditi­
vo». Pero es igualmente cierto que las actuales explicaciones de ta­
les sistemas en términos de teorías acerca de sus partes constituyen­
tes no pueden dejar de complementar esas teorías con enunciados
acerca de las circunstancias especiales en las cuales los constituyen­
tes aparecen como elementos de los sistemas. En todo caso, el mero
hecho de que las partes de un sistema estén en relaciones de inter­
dependencia causal no excluye la posibilidad de un análisis aditivo
del sistema.
A veces se sustenta la distinción entre análisis aditivo y análisis
no aditivo en el contraste que se establece comúnmente entre la físi­
ca corpuscular de la mecánica clásica y el enfoque de la teoría del
campo de la electrodinámica. Será instructivo, entonces, detenernos
un momento en este contraste. Según la mecánica newtoniana, la
aceleración provocada en una partícula por la acción de otros cuer­
pos es la suma vectorial de las aceleraciones que provocarían cada
uno de esos cuerpos si actuaran separadamente; y la suposición que
subyace en este principio es que la fuerza ejercida por un cuerpo se­
mejante es independiente de la fuerza ejercida por cualquier otro. En
consecuencia, un sistema mecánico como el sistema solar puede ser
analizado aditivamente. Para explicar la conducta característica del
sistema solar en su conjunto, sólo necesitamos conocer la fuerza
(como función de la distancia) que cada cuerpo del sistema ejerce se­
paradamente sobre los otros cuerpos.
Pero en la electrodinámica la situación es diferente. En efecto, la
acción de un cuerpo cargado eléctricamente sobre otro no sólo de­
pende de sus distancias sino también de sus movimientos relativos.
Además, el efecto de un cambio en el movimiento no se propaga
instantáneamente, sino que tiene una velocidad finita. D e acuerdo
con esto, la fuerza que actúa sobre un cuerpo cargado debido a la
presencia de otros cuerpos no está determinada por las posiciones y
velocidades de los últimos, sino por las condiciones del «cam po»

5 17
electromagnético en la vecindad del primero. En consecuencia,
puesto que tal campo no puede ser considerado com o una «sum a»
de cam pos «parciales», cada uno de ellos determinado por una par­
tícula cargada distinta, se dice comúnmente que un sistema electro­
magnético no es susceptible de un análisis aditivo. «E l campo sólo
puede ser tratado adecuadamente com o una unidad — se afirma— ,
no com o la suma total de las contribuciones de cargas puntuales in­
dividuales.»28
Debem os hacer dos breves comentarios acerca de este contraste.
En primer lugar, la noción de «cam po» (tal como se la emplea en la
teoría electromagnética) representa, indudablemente, una técnica
matemática para analizar fenómenos diferentes en muchos aspectos
importantes de la matemática que se utiliza en la mecánica corpus­
cular. Esta última opera con conjuntos discretos de variables de es­
tado, de m odo que se especifica el estado de un sistema mediante un
número finito de coordenadas; el enfoque basado en el campo, en
cambio, exige que los valores de cada una de sus variables de estado
sean especificadas para cada punto de un espacio matemáticamente
continuo. H ay otras diferencias semejantes en los tipos de ecuacio­
nes diferenciales, en las variables que figuran en ellas y en los límites
entre los cuales se realizan las integraciones matemáticas.
Pero, en segundo lugar, aunque es cierto que el campo electro­
magnético asociado a un conjunto de partículas cargadas no es una
«sum a» de campos parciales asociados por separado a cada partícu­
la, también es cierto que el campo está determinado unívocamente
(es decir, los valores de cada variable de estado para cada punto del
espacio están fijados inequívocamente) por el conjunto de las cargas,
sus velocidades y las condiciones iniciales y limitantes en las cuales
aparecen. En realidad, en una de las técnicas utilizadas dentro de la
teoría del campo, el campo electromagnético es simplemente un re­
curso intermedio para formular los efectos que provocan las partí­

28. Peter G . Bergm ann, Introduction to the Tbeory o f Relativity, N ueva


Y ork, 1942, pág. 223. Carecería de objeto preguntarse en el presente contexto
si debe asignarse alguna «realidad física» a los cam pos electromagnéticos o si
éstos sólo son, com o sostienen algunos autores, una «ficción m atemática».
Basta observar que, sea cual fuere su «estatus últim o», el concepto de cam po
representa en la física un m odo de análisis que puede ser distinguido del enfo­
que corpuscular.

518
culas cargadas eléctricamente sobre otras partículas semejantes.29
Por consiguiente, aunque puede ser conveniente tratar el campo
electromagnético como una «unidad», esta conveniencia no signifi­
ca que no sea posible analizar las propiedades del campo sobre la
base de suposiciones concernientes a sus constituyentes. Y aunque el
campo no sea una «sum a» de campos parciales, en alguno de los sen­
tidos habituales, un sistema electromagnético es una «sum a» en el
sentido especial de la palabra propuesto previamente, es decir, que
hay una teoría acerca de los constituyentes de esos sistemas tal que
es posible deducir de la misma las leyes importantes del sistema. D e
hecho, si echamos una ojeada final a la totalidad funcional que ilus­
tran las cargas del conductor aislado, la ley que formula la distribu­
ción de las densidades de carga puede ser deducida de suposiciones
concernientes a la conducta de las partículas cargadas.30
El resultado final de esta discusión acerca de las unidades orgáni­
cas es que la cuestión de si se las puede analizar desde un punto de
vista aditivo no puede recibir una respuesta general. Algunas totali­
dades funcionales ciertamente pueden ser analizadas de tal modo,
mientras que otras (por ejemplo, los seres vivos), aún no han recibi­
do un análisis totalmente satisfactorio de este tipo. Por consiguien­
te, el mero hecho de que un sistema sea una estructura de partes re­
lacionadas dinámicamente entre sí no basta para probar que las leyes
de tal sistema no puedan ser reducidas a alguna teoría elaborada ini­
cialmente para ciertos constituyentes presuntos del sistema. Esta
conclusión quizá sea pobre, pero muestra que el problema en discu­
sión no puede ser dirimido de manera global y a priori, como supo­
ne buena parte de la literatura existente acerca del mismo.

29. L a técnica a la cual se alude es la de los potenciales retardados. Véanse


las observaciones de M ax M asón y Warren Weaver, The Electromagnetic Field,
Chicago, 1929, introducción.
30. Véase, por ejemplo, O . D . Kellog, Foundations o f Potential Theory,
Berlín, 1929, cap. 7.

519
Capítulo X II

EXPLICACIÓN MECANICISTA Y BIOLOGÍA


ORGANICISTA

Se admite umversalmente que los métodos analíticos de las cien­


cias naturales modernas son eficaces para el estudio de todos los fe­
nómenos no vitales, aun de aquellos que, como los rayos cósmicos y
el tiempo atmosférico, todavía no son comprendidos totalmente.
Además, por lo general se estimulan y se reciben con júbilo los in­
tentos por unificar ramas especiales de la ciencia física, reducien­
do sus diversos sistemas de explicación a una vasta teoría general.
Durante los cuatro siglos pasados esos métodos también han sido
empleados fructíferamente en el estudio de los seres vivos, y se ha
logrado explicar con éxito en términos fisicoquímicos muchas carac­
terísticas de los procesos vitales. Tanto biólogos destacados como
físicos han llegado a la conclusión de que los m étodos de las cien­
cias físicas son plenamente adecuados para los materiales de la bio­
logía, y muchos de esos científicos han confiado en que, con el tiem­
po, toda la biología será simplemente un capítulo de la física y de la
química.
Pero a pesar de los éxitos innegables de las explicaciones fisico­
químicas en el estudio de los seres vivos, biólogos de indiscutida ca­
pacidad siguen creyendo que tales explicaciones no son enteramen­
te adecuadas para el objeto de estudio de la biología. La mayoría de
los biólogos concuerdan, en general, en que los procesos vitales, al
igual que los no vitales, sólo se producen en determinadas condicio­
nes fisicoquímicas y no constituyen excepciones a las leyes fisi­
coquímicas. Pero algunos de ellos sostienen que el m odo de análisis
requerido para comprender los fenómenos vitales es fundamental­
mente diferente del que se necesita en las ciencias físicas. La oposi­
ción a la absorción sistemática de la biología por la física y la quími­
ca se basa a veces en la razón práctica de que la misma no se ajusta a
la estrategia correcta de la investigación biológica. Pero a menudo tal
oposición también se halla sustentada por argumentos teóricos ten-

521
dientes a demostrar que la reducción de la biología a la fisicoquími­
ca es por naturaleza imposible. L a biología ha sido desde hace tiem­
po un dominio en el cual los problem as fundamentales de la lógica
de la explicación han sido objeto de intenso debate. Sea como fuere,
es instructivo examinar algunas de las razones que los biólogos co­
múnmente aducen en apoyo de la afirmación según la cual la lógica
de los conceptos explicativos de la biología es característica de esta
ciencia y según la cual la biología es una disciplina autónoma por su
propia naturaleza.
¿Cuáles son los principales argumentos en los que se base tal afir­
mación?

I. Ante todo, descartemos dos argumentos de menor peso. A un­


que es difícil formular en términos precisos las diferencias genéricas
entre lo viviente y lo no viviente, nadie osa poner en duda el hecho
obvio de que tales diferencias existen. Por consiguiente, las diversas
«ciencias de la vida» se ocupan de cuestiones especiales que son m a­
nifiestamente diferentes de aquellas de las que tratan la física y la
química. En particular, la biología estudia la anatomía y la fisiología
de los seres vivos, e investiga las formas y las condiciones de su re­
producción, su desarrollo y su decadencia. Clasifica los organismos
vivos en tipos o especies, e indaga su distribución geográfica, sus lí­
neas de descendencia y los m odos y condiciones de sus cambios evo­
lutivos. L a biología también analiza los organismos como estructu­
ras de partes interrelacionadas y trata de discernir en qué contribuye
cada parte al mantenimiento del organismo como un todo. L a física
y la química, en cambio, no se ocupan específicamente de tales p ro­
blemas, aunque el tema de estudio de la biología también caiga den­
tro del ámbito de esas ciencias. Así, una piedra y un gato, cuando se
los deja caer desde cierta altura, manifiestan conductas que reciben
una formulación común en las leyes de la mecánica; en consecuencia,
tanto los gatos como las piedras pertenecen al ámbito de la física.
Pero los gatos poseen características estructurales y sufren procesos
de los que la física y la química, al menos en su forma actual, no se
ocupan. Para decirlo de la manera más formal, la biología emplea ex­
presiones referentes a características identificables de los fenómenos
vitales (tales como «sexo», «división celular», «herencia» o «adapta­
ción») y afirma leyes que las contienen (tales com o «la hemofilia en
los seres humanos es un carácter hereditario ligado al sexo»), leyes

522
que no aparecen en las ciencias físicas y que en la actualidad no son
definibles o derivables dentro de estas ciencias. Por consiguiente,
aunque el tema de estudio de la biología y el de las ciencias físicas no
es diferente, y aunque la biología utiliza distinciones y leyes to­
madas de las ciencias físicas, en la actualidad las dos ciencias no coin­
ciden.
N o es menos evidente que las técnicas de observación y experi­
mentación de la biología son, en general, diferentes de las que se uti­
lizan en las ciencias físicas. Sin duda, algunos instrumentos y técni­
cas de observación, medición y cálculo (como las lentes, las balanzas
y el álgebra) se usan en ambos grupos de disciplinas, pero la biología
también requiere habilidades especiales (como las que supone la di­
sección de tejidos orgánicos) que son inútiles en la física; y la física
utiliza técnicas (como las que se necesitan para manipular corrientes
de alto voltaje) que no son atinentes a la biología actual. U n físico no
adiestrado en las técnicas especiales de la investigación biológica tie­
ne tantas probabilidades de realizar con éxito un experimento bioló­
gico como un pianista no adiestrado en la ejecución de instrumentos
de viento de tocar bien el oboe.
A veces se citan esas diferencias entre los problemas y las técnicas
especiales de las ciencias físicas y las biológicas como prueba de la
autonomía intrínseca de la biología y en apoyo de la afirmación se­
gún la cual los métodos analíticos de la física no son totalmente ade­
cuados para los objetivos de la investigación biológica. Pero aunque
las diferencias son genuinas, ciertamente no garantizan tales conclu­
siones. La mecánica, el electromagnetismo y la química, por ejem­
plo, son, prim a facie, ramas distintas de la ciencia física, en cada una
de las cuales se investigan problemas especiales y se emplean técni­
cas diferentes. Pero, como hemos visto, estas no son razones sufi­
cientes para sostener que cada una de esas divisiones de la ciencia fí­
sica sea una disciplina autónoma. Si hay alguna base sólida para la
presunta autonomía absoluta de la biología, no se la debe buscar en
las diferencias entre la biología y las ciencias físicas que hemos des­
tacado hasta ahora.

2. ¿Cuáles son, pues, las razones de mayor peso que sustentan la


afirmación mencionada? Las principales parecen ser las siguientes.
L os procesos vitales tienen un carácter dirigido prim a facie a un fin;
los organismos son capaces de autorregulación, automantenimiento

523
y autorreproducción, y sus actividades parecen dirigidas hacia el lo­
gro de fines ubicados en el futuro. Se admite habitualmente que no
es posible estudiar y formular las características morfológicas de las
plantas y los animales de manera semejante a como las ciencias físi­
cas investigan las características estructurales de los objetos inani­
mados. Así, las categorías de análisis y de explicación de la física son
consideradas, en general, adecuadas para estudiar la anatomía de
conjunto y de detalle del riñón humano o el orden serial de su desa­
rrollo. Pero los estudios m orfológicos sólo constituyen una parte de
la tarea del biólogo, ya que ésta también abarca la investigación de
las funciones de las estructuras en el mantenimiento de las activida­
des del organismo como un todo. Así, la biología estudia el papel
que desempeña el riñón y su estructura microscópica en la conserva­
ción de la com posición química de la sangre y, por ende, en el man­
tenimiento de todo el cuerpo y de las otras partes del mismo en sus
actividades características. Es tal conducta de los seres vivos mani­
fiestamente «dirigida hacia un fin» la que se considera a menudo
com o algo que requiere una categoría explicativa propia dentro de la
biologia.
Además, los seres vivos son totalidades orgánicas, no «sistemas
aditivos» de partes independientes, y la conducta de estas partes no
puede ser comprendida adecuadamente si se las considera como otros
tantos mecanismos aislables. Las partes de un organismo deben ser
concebidas com o miembros relacionados internamente de una tota­
lidad integrada. Influyen unos sobre otros, y su conducta regula las
actividades del organismo com o un todo, y es regulada, a su vez, por
ellas. Algunos biólogos han argüido que la conducta coordinada y
adaptativa de los organismos vivientes sólo puede ser explicada p o s­
tulando un agente vital especial; otros creen que es posible una ex­
plicación en términos de la organización jerárquica de partes inter­
namente relacionadas del organismo. Pero en uno u otro caso, se
sostiene con frecuencia, la biología no puede prescindir de la noción
de unidad orgánica; en consecuencia, debe usar m odos de análisis y
de formulación que son inconfundiblemente sui generis.
Por consiguiente, se alegan por lo común dos características para
diferenciar esencialmente la biología de las ciencias físicas. U na de
ellas es el lugar dominante que ocupan las explicaciones teleológicas
en la investigación biológica. L a otra es el uso de herramientas con­
ceptuales apropiadas exclusivamente para el estudio de sistemas

524
cuya conducta total no es la resultante de las actividades de com po­
nentes independientes. Ahora debemos examinar estas afirmaciones
con algún detalle.

1. L a e s t r u c t u r a d e l a s e x p l ic a c io n e s t e l e o l ó g ic a s

Casi todos los tratados o monografías biológicos aportan prue­


bas concluyentes de que los biólogos se ocupan de estudiar las fun­
ciones de los procesos y órganos vitales en el mantenimiento de las
actividades características de los seres vivos. En consecuencia, si por
«análisis teleológico» se entiende una indagación de tales funciones
y de procesos dirigidos al logro de ciertos productos finales, enton­
ces, indudablemente, las explicaciones teleológicas invaden toda la
biología. A este respecto, ciertamente parece haber una marcada di­
ferencia entre la biología y las ciencias físicas. Sería muy extraño, sin
duda, que un físico moderno declarara, por ejemplo, que los átomos
tienen capas externas de electrones para hacer posible la formación
de uniones químicas entre ellos. En la antigua ciencia aristotélica, las
categorías explicativas sugeridas por el estudio de los seres vivos y
de sus actividades (y en particular por el arte) fueron convertidas en
el modelo de toda investigación. Puesto que tanto los fenómenos vi­
tales como los del mundo inanimado eran analizados en términos te-
leológicos — análisis que daba la mayor importancia a la noción de
causa final— , la ciencia griega no presuponía un abismo fundamen­
tal entre la biología y las otras ciencias de la naturaleza. La ciencia
moderna, en cambio, considera que las causas finales son vestales
que no dan ningún fruto en el estudio de los fenómenos físicos y
químicos; además, debido a la asociación de las explicaciones teleo­
lógicas con la doctrina de que los objetivos o fines de una actividad
son los agentes dinámicos de sus propias realizaciones, tiende a con­
siderar tales explicaciones como una especie de oscurantismo. Pero,
¿la presencia de explicaciones teleológicas en la biología y su apa­
rente ausencia de las ciencias físicas implica la absoluta autonomía de
la primera? Trataremos de demostrar que no es así.

1. Dejando de lado su asociación con la doctrina de las causas fi­


nales, las explicaciones teleológicas a veces se hacen sospechosas en
la ciencia moderna porque se supone que invocan propósitos y ob­

525
jetivos como factores causales de procesos naturales. L o s propósitos
y fines deliberados desempeñan, sin duda, un papel importante en
las actividades humanas, pero no hay base alguna para afirmarlos en
el estudio de los fenómenos fisicoquímicos y de la mayoría de los fe­
nómenos biológicos. Pero, com o ya hemos señalado, muchas expli­
caciones consideradas teleológicas no postulan ningún propósito u
objetivo deliberado; pues, a menudo, se dice de ciertas explicaciones
que son teleológicas sólo en el sentido de que especifican las funcio­
nes que poseen las cosas o los procesos. Ciertamente, la mayoría de
los biólogos contemporáneos no atribuyen propósitos a las partes
orgánicas de los seres vivos cuyas funciones investigan; y probable­
mente la mayoría de ellos también niegue que la relación entre me­
dios y fines descubierta en la organización de los seres vivos sea el
producto de algún plan deliberado por parte de un agente intencio­
nal, divino o sobrenatural de alguna manera. Sin duda, hay biólogos
que postulan estados psíquicos como concomitantes y hasta como
fuerzas directivas de toda conducta orgánica. Pero esos biólogos es­
tán en minoría, y habitualmente sustentan sus opiniones en conside­
raciones especiales que son distinguibles de los hechos de dependen­
cias funcionales o teleológicas que no vacilan en aceptar los biólogos
en su mayoría. Puesto que la palabra «teleología» es ambigua, se evi­
tarían confusiones y equívocos si se la eliminara del vocabulario de
la biología. Pero los biólogos la usan; afirman que dan una explica­
ción teleológica cuando, por ejemplo, dicen que la función del canal
digestivo de los vertebrados es preparar los materiales ingeridos para
su absorción en el torrente sanguíneo. L o fundamental es que, cuan­
do los biólogos emplean un lenguaje teleológico, no cometen nece­
sariamente la falacia patética ni caen en el antropomorfismo.
Admitiremos, pues, que los enunciados teleológicos (o funciona­
les), en la biología, normalmente no afirman ni presuponen en los
materiales en investigación propósitos, intenciones, objetivos o fines
manifiestos o latentes. En verdad, inclusive puede suponerse que los
biólogos, en general, negarían que postulan objetivos conscientes o
implícitos hasta cuando emplean palabras com o «propósitos» en sus
análisis funcionales, como cuando se dice que el «propósito» (es de­
cir, la función) de los riñones en el cerdo es eliminar diversos p ro­
ductos de desecho del torrente sanguíneo del organismo. Por otra
parte, consideraremos com o indicio de un enunciado teleológico en
la biología y como característica que distingue a tales enunciados de

526
los no teleológicos a la aparición en el primero de locuciones típicas
tales como «la función de», «el propósito de», «con el fin de», «para
que», etc., y, con mayor generalidad, a la aparición de expresiones que
significan un nexo entre medios y fines.
Sin embargo, a pesar del carácter prim a facie distintivo de las ex­
plicaciones teleológicas (o funcionales), sostendremos ante todo que se
las puede reformular, sin pérdida de su contenido, de modo que adop­
ten la forma de explicaciones no teleológicas; es decir, que las expli­
caciones teleológicas y las no teleológicas son equivalentes, en un
sentido importante. C on tal fin, consideremos un enunciado de la
biología típicamente teleológico, por ejemplo: «la función de la clo­
rofila en las plantas es permitir a éstas realizar la fotosíntesis (es de­
cir, formar almidón a partir del dióxido de carbono y del agua en
presencia de la luz solar)». Este enunciado explica la presencia de la
clorofila (una determinada sustanciar!) en las plantas (en todo miem­
bro S de una clase de sistemas, cada uno de los cuales tiene una cier­
ta organización C de partes y procesos componentes); y lo hace afir­
mando que, cuando se suministra a una planta agua, dióxido de
carbono y luz solar (cuando S es colocada en un cierto medio «in­
terno» y «externo» £ ), elabora almidón (se produce un proceso P
que da un producto o resultado definido) sólo si la planta contiene
clorofila. Habitualmente, acompaña al enunciado la suposición táci­
ta adicional de que sin almidón la planta no puede continuar sus ac­
tividades características, como el crecimiento y la reproducción (no
puede mantenerse en cierto estado G); pero por el momento ignora­
remos esta afirmación adicional.
Por consiguiente, el enunciado teleológico es un argumento abre­
viado, de modo que cuando se despliega su contenido se lo puede ex­
presar, aproximadamente, del siguiente modo: cuando se les sumi­
nistra agua, dióxido de carbono y luz solar, las plantas elaboran
almidón; si las plantas no tienen clorofila, aunque tengan agua, dió­
xido de carbono y luz solar, no elaboran almidón; por ende, las plan­
tas contienen clorofila. C on mayor generalidad un enunciado teleo­
lógico de la forma «la función de A en un sistema S de organización
C es permitir a 5, en el medio E, realizar el proceso P » puede ser
formulado más explícitamente así: «todo sistema S de organización
C y en el medio E realiza el proceso P; si S, de organización C y en
el medio £ , no tiene A , entonces S no efectúa P; por lo tanto, S de or­
ganización C debe tener A ».

527
Evidentemente, en el presente contexto no interesa indagar si las
premisas de este argumento reciben un adecuado sostén por parte de
elementos de juicio convenientes. Pero, puesto que a veces se plan­
tea el problema en discusiones acerca de explicaciones teleológicas,
merece al menos una observación de paso la cuestión de si la cloro­
fila es realmente necesaria para las plantas y si no pueden elaborar al­
midón (u otras sustancias esenciales para su mantenimiento) me­
diante algún proceso alternativo que no requiera clorofila. Pues si la
presencia de clorofila no es realmente necesaria para la elaboración
de almidón (o si las plantas pueden mantenerse sin el mecanismo de
la fotosíntesis), se ha argüido, la segunda premisa del argumento an­
terior es insostenible. Entonces, tendría que modificarse la premisa;
y en su form a modificada afirmaría que la clorofila es un elemento
de un conjunto de condiciones que es suficiente (pero no necesario)
para la elaboración de almidón. En este caso, sin embargo, el nuevo
argumento con la premisa modificada no sería válido, de modo que la
explicación teleológica propuesta para la presencia de clorofila en
las plantas sería manifiestamente insatisfactoria.
L a objeción anterior es, en parte, correcta. En verdad, es lógica­
mente posible que las plantas puedan mantenerse sin elaborar almi­
dón, o que los procesos de los organismos vivientes puedan elaborar
almidón sin requerir clorofila. En realidad, hay plantas (los hongos)
que pueden florecer sin clorofila; en general, hay más de una mane­
ra de desollar un gato. Por otra parte, la anterior explicación teleo­
lógica de la presencia de clorofila en las plantas presumiblemente se
refiere a organismos vivientes que tienen determinadas formas de
organización y m odos definidos de conducta, es decir, a las llamadas
«plantas verdes». Por consiguiente, aunque tanto abstracta como fí­
sicamente es posible la existencia de organismos vivientes (tanto
plantas como animales) capaces de mantenerse sin procesos que su­
pongan la acción de la clorofila, parece no haber prueba alguna de
que las plantas verdes puedan vivir sin clorofila, debido a las limita­
das capacidades que poseen éstas como consecuencia de su m odo
real de organización.
Así, de estas consideraciones surgen dos importantes puntos
complementarios. En primer lugar, los análisis teleológicos de la
biología (o de otras ciencias en las cuales se realicen tales análisis) no
son exploraciones de posibilidades puramente lógicas, sino que tra­
tan de las funciones reales de componentes definidos en sistemas vi­

528
vientes concretos. En segundo lugar, una explicación teleológica
debe articular con exactitud el carácter del producto final y las ca­
racterísticas definitorias de los sistemas en los que aparecen, con res­
pecto a los cuales se suponen indispensables los procesos indicados,
pues de lo contrario se corre el riesgo de no reconocer la posibilidad
de mecanismos alternativos para obtener ciertos productos finales y de
suponer inconscientemente (y, quizás, equivocadamente) que un
proceso indispensable en determinada clase de sistemas es también
indispensable en una clase más amplia.
Pero, sea como fuere, la anterior explicación teleológica de la clo­
rofila, en su forma desarrollada, es simplemente un ejemplo de ex­
plicación que se ajusta al modelo deductivo y no contiene ninguna
locución distintiva de los enunciados teleológicos. Por consiguiente,
el enunciado inicial no desarrollado acerca de la clorofila no parece
afirmar nada que no afirme el enunciado «las plantas sólo realizan la
fotosíntesis si contienen clorofila» o, alternativamente, «una condi­
ción necesaria para la aparición de la fotosíntesis en las plantas es la
presencia de la clorofila». Estos últimos enunciados no atribuyen
explícitamente una función de la clorofila, y en este sentido no son,
por lo tanto, formulaciones teleológicas. Si se toma este ejemplo
como paradigma, pareciera que, cuando se atribuye una función a un
elemento constituyente de un organismo, el contenido del enunciado
teleológico puede expresarse completamente mediante otro enun­
ciado que no sea explícitamente teleológico y que afirme simple­
mente una condición necesaria (o, posiblemente, necesaria y sufi­
ciente) para la aparición de una cierta característica o actividad del
organismo. A la luz de este análisis, entonces, una explicación teleo­
lógica en la biología indica las consecuencias que tiene para un siste­
ma biológico dado una parte o proceso constituyente; la formula­
ción no teleológica equivalente a esta explicación, por otra parte,
enuncia algunas de las condiciones (a veces, aunque no invariable­
mente, en términos fisicoquímicos) en las cuales el sistema persiste
en su organización y sus actividades características. L a diferencia en­
tre una explicación teleológica y su formulación no teleológica equi­
valente es, así, semejante a la diferencia entre decir que Y es un efec­
to de X y decir que X es una causa o condición de Y. En resumen, la
diferencia es de atención selectiva, y no de contenido afirmado.
Podemos reforzar la conclusión anterior mediante otra conside­
ración. Si una explicación teleológica tuviera un contenido diferente

529
del de todo enunciado no teleológico concebible, sería posible citar
procedimientos y pruebas utilizados para demostrar la primera, que
diferirían de los procedimientos y pruebas requeridos para dar apo­
yo a los segundos. Pero, de hecho, no parece haber tales procedi­
mientos y pruebas. Considerem os, por ejemplo, el enunciado teleo­
lógico: «la función de los leucocitos en la sangre humana es defender
el cuerpo contra microorganismos extraños». Ahora bien, sean cua­
les fueran los elementos de juicio en apoyo de este enunciado, tales
elementos de juicio también confirman el enunciado no teleológico
«a menos que la sangre humana contenga un número suficiente de
leucocitos, se perjudican ciertas actividades normales del cuerpo», y
recíprocamente. Pero si esto es así, adquiere fuerza la presunción de
que los dos enunciados no difieren en contenido fáctico. En un pla­
no más general, si los elementos de juicio en favor de determinada
explicación teleológica son idénticos a los elementos de juicio conce­
bibles en favor de otra explicación no teleológica, como parece suce­
der, resulta ineludible la conclusión de que no es posible distinguir
esos enunciados con respecto a lo que afirm an, aunque sean distin­
guibles en otros aspectos.

2. Pero la identificación propuesta de las explicaciones teleológi-


cas con las no teleológicas debe enfrentar una objeción fundamental.
M uchos biólogos quizás admitirían que un enunciado teleológico
implica otro no teleológico; pero algunos de ellos, al menos, están
dispuestos a sostener que este último enunciado no implica a su vez,
en general, al primero y que, en consecuencia, la presunta equivalen­
cia entre dichos enunciados de hecho no es válida.
L a afirmación de que, en realidad, no hay tal equivalencia puede
ser form ulada vigorosamente del siguiente modo. Si hubiera tal
equivalencia, no sólo podría reemplazarse una explicación teleológi­
ca por otra no teleológica, sino que, recíprocamente, también una
explicación no teleológica podría ser reemplazada por otra teleoló­
gica. En consecuencia, los enunciados corrientes de leyes y teorías
de las ciencias físicas serían traducibles sin cambio de contenido a
formulaciones teleológicas. Pero de hecho, la ciencia física moderna
no parece aprobar tales reformulaciones. En realidad, la mayoría de
los físicos se resistirían, sin duda, a la introducción de enunciados te-
leológicos en sus disciplinas com o un intento descaminado por res­
tablecer el punto de vista de la ciencia griega y medieval. Por ejem-

530
pío, el enunciado «el volumen de un gas a temperatura constante va­
ría inversamente a su presión» es una ley física típica, totalmente
libre de connotaciones teleológicas. Si fuera equivalente a un enun­
ciado teleológico, su equivalente (construido según el modelo del
ejemplo adoptado antes como paradigmático) sería presumiblemen­
te «la función de una presión variable en un gas a temperatura cons­
tante es producir una variación inversa en el volumen del gas» o,
quizás, «todo gas a temperatura constante y bajo una presión varia­
ble cambia de volumen con el fin de mantener constante el produc­
to de la presión por el volumen». Pero la mayoría de los físicos, in­
dudablemente, consideraría absurdas tales formulaciones, o, en el
mejor de los casos, engañosas. Por consiguiente, si ningún enuncia­
do teleológico puede traducir correctamente una ley de la física, la
afirmación de que, para todo enunciado teleológico, es posible cons­
truir un enunciado no teleológico lógicamente equivalente al prime­
ro parece insostenible. Por lo tanto, debe haber alguna diferencia
importante entre los enunciados teleológicos y los no teleológicos,
concluye la objeción, que el examen realizado hasta ahora no ha lo­
grado hacer explícita.
La dificultad que acabamos de exponer no puede ser superada fá­
cilmente. Para valorarla de manera adecuada, debemos considerar el
tipo de fenómenos para los cuales se ofrecen habitualmente análisis
teleológicos y en los cuales no se rechazan ostensiblemente las expli­
caciones teleológicas por principio.

a. La actitud de los físicos hacia las formulaciones teleológicas en


sus disciplinas es, sin duda, la que se alega en la objeción menciona­
da. Sin embargo, este hecho no es totalmente decisivo para el pro­
blema en discusión. Pueden hacerse dos comentarios que debilitan
su fuerza crítica.
En primer lugar, no es totalmente exacto afirmar que las ciencias
físicas nunca emplean formulaciones que tengan al menos la apa­
riencia de enunciados teleológicos. C om o es bien sabido, a menudo
se expresan algunas leyes y teorías físicas en la llamada forma «isope-
rimétrica» o «variacional», y no en la forma, más familiar, de ecuacio­
nes numéricas o diferenciales. Cuando se expresan de esta manera
leyes y teorías, se asemejan mucho a las formulaciones teleológicas,
y con frecuencia hasta se ha supuesto que expresan un ordenamien­
to teleológico de sucesos y procesos. Por ejemplo, una ley elemental

531
de la óptica afirma que el ángulo de incidencia de un rayo de luz re­
flejado por una superficie es igual al ángulo de reflexión. Pero tam­
bién puede expresarse esta ley afirmando que un rayo de luz se pro­
paga de tal manera que la longitud de su camino real (desde su fuente
hasta la superficie reflectora y hasta su punto terminal) es el más cor­
to de todos los caminos posibles. En general, una parte considerable
de la teoría física clásica y contemporánea puede ser expresada en
la form a de principios «extrem os». E stos principios afirman que la
evolución real de un sistema se produce de tal manera que se reduce
al mínimo o al máximo alguna magnitud que representa las configu­
raciones posibles del sistema.1
E l descubrimiento de que es posible dar tales formulaciones ex­
tremas a los principios de la mecánica fue considerado antaño com o
una prueba de la vigencia de un plan divino en toda la naturaleza.
Esta concepción fue sostenida por M aupertuis, pensador del siglo
xvm que fue quizás el primero en enunciar las leyes de la mecánica
en form a variacional, y alcanzó gran difusión en los siglos xv m y
xix. Actualmente, casi todo el mundo admite que tales interpre­
taciones teológicas de los principios extremos son totalmente gra­
tuitas, y los físicos de hoy, con raras excepciones, no aceptan la
antigua afirmación de que los principios extremos implican la p o s­
tulación de un plan o propósito que anime a los procesos físicos. El
uso de tales principios en las ciencias físicas, sin embargo, muestra
que la estructura dinámica de los sistemas físicos puede ser form u­
lada de m odo que destaque principalmente el efecto de ciertos ele­
mentos constituyentes y procesos subsidiarios sobre ciertas p ro ­
piedades globales del sistema tom ado com o un todo. Si a los físicos
les disgusta el lenguaje teleológico en sus disciplinas, no es porque
consideren las nociones teleológicas, en este sentido, como extrañas
a su tarea. Su disgusto surge, en cierta medida, del temor de que tal
lenguaje teleológico, excepto cuando se lo hace rigurosamente pre­

1. Véanse A. D ’A bro, The D ecline o f M echanism in M odem Physics, N u e­


va Y ork, 1939, cap. 18; A dolf Kneser, D as Prinzip der kleinsten W irkung, Leip ­
zig, 1928; W olfgang Yourgau y Stanley M andelstam, V ariational Principies in
D ynam ics an d Q uantum Theory, Londres, 1955.
En verdad, puede dem ostrarse que, cuando se cumplen ciertas condiciones
m uy generales, es posible dar a todas las leyes cuantitativas una form ulación
«extrem a».

532
ciso mediante el uso de formulaciones cuantitativas, pueda ser mal
interpretado y se lo entienda como connotando la acción de propó­
sitos.
En segundo lugar, las ciencias físicas, a diferencia de la biología,
no se ocupan en general de una clase relativamente especial de cuer­
pos organizados y no investigan las condiciones para la persistencia
de algunos sistemas físicos particulares, y no de otros. Cuando un
biólogo atribuye una función al riñón, supone tácitamente que lo
que está en discusión es la contribución del riñón al mantenimiento
del animal vivo; e ignora, como ajena a su interés primario, la con­
tribución del riñón al mantenimiento de cualquier otro sistema del
cual pueda también formar parte. Además, el físico generalmente
trata de examinar los efectos de la radiación solar sobre una gran va­
riedad de cosas, y se resiste a atribuir una «función» a la radiación
del Sol, porque ningún sistema físico del cual el Sol forme parte es de
mayor interés para él que cualquier otro sistema semejante. L o mis­
mo sucede con la ley que relaciona la presión y el volumen de un gas:
si un físico contempla con sospecha la formulación de esta ley en un
lenguaje funcional o teleológico, es porque (además de las razones
que hemos discutido o que serán discutidas) no considera como de
su competencia asignar una importancia especial, ni siquiera remo­
tamente, a una consecuencia y no a otra de las presiones variables de
un gas.

b. Pero al examen realizado hasta ahora podría acusárselo, con


cierta justicia, de ingenuidad, si no de ajeno a la cuestión, sobre la
base de que ha ignorado completamente el punto fundamental, a sa­
ber, el carácter «dirigido hacia un fin» de los sistemas orgánicos. Las
explicaciones teleológicas son particularmente apropiadas para los
sistemas biológicos, y no para los sistemas físicos, porque los seres
vivos manifiestan en grados diversos estructuras y actividades adap-
tativas y reguladoras, cosa que no sucede con los sistemas que estu­
dian las ciencias físicas, se afirma con frecuencia. Así, dado que el
sistema solar o cualquier otro sistema del cual el Sol forme parte no
tiende a persistir en un esquema integrado de actividades frente a los
cambios ambientales y dado que los constituyentes del sistema no
sufren ajustes mutuos para mantener este esquema en una relativa
independencia con respecto al ambiente, es absurdo atribuir alguna
función al Sol o a la radiación solar. N i el hecho de que la física pue­

533
da enunciar algunas de sus teorías bajo la form a de principios extre­
m o s — continúa la objeción— reduce las diferencias entre los siste­
mas biológicos y los puramente físicos. Es cierto que un sistema fí­
sico evoluciona de tal manera que reduce al mínimo o aumenta al
máximo una cierta magnitud que representa una propiedad del siste­
ma como un todo. Pero los sistemas físicos no se hallan organizados
para mantener, frente a considerables alteraciones de su ambiente,
algunos valores particulares extremos de tales magnitudes o para
evolucionar en condiciones sumamente variables hacia la realización
de algunos valores particulares de tales magnitudes.
Los sistemas biológicos, en cambio, poseen tal organización,
como basta para demostrarlo claramente un solo ejemplo (al que p o ­
drían agregarse muchísimos otros). E l cuerpo humano mantiene
muchas de sus características en un estado relativamente estable (ho-
meostasis) mediante procesos fisiológicos complicados pero coordi­
nados. Así, la temperatura interna del cuerpo debe permanecer cons­
tante para evitar consecuencias fatales. D e hecho, la temperatura del
ser humano normal varía durante el día sólo entre 36,2 °C y 37,2 °G ,
y no puede caer mucho por debajo de los 24 °C o subir mucho por
encima de 43 °C sin provocar daños permanentes para el cuerpo. Sin
embargo, la temperatura del medio puede fluctuar mucho más allá
de estos límites, y es evidente, por consideraciones físicas elementa­
les, que las actividades características del cuerpo se perturbarían
profundamente o quedarían suspendidas si éste no fuera capaz de
compensar tales cambios ambientales. Pero el cuerpo es capaz de esto
y, en consecuencia, sus actividades normales pueden continuar con
relativa independencia de la temperatura ambiente, siempre que ésta,
por supuesto, no pase de ciertos límites. El cuerpo logra esta ho-
meostasis mediante una serie de mecanismos que sirven como otras
tantas defensas contra los cambios en la temperatura interna. Así, la
glándula tiroides es uno de los órganos que controlan la tasa de me­
tabolismo basal del cuerpo (que es la medida del calor producido
por combustión en diversas células y órganos); el calor emitido o ab­
sorbido a través de la piel depende de la cantidad de sangre que flu­
ye a través de los vasos periféricos, cantidad que está regulada por la
dilatación o contracción de estos vasos; el ritmo de la transpiración
y la respiración determinan la cantidad de humedad que se evapora y,
de tal m odo, se regula también la temperatura interna; la adrenalina
presente en la sangre estimula la combustión interna, y los cambios

534
en la temperatura externa influyen sobre su secreción; y las contrac­
ciones musculares automáticas que se producen en los escalofríos
son una fuente adicional de calor interno. Así, hay en el cuerpo me­
canismos fisiológicos que mantienen automáticamente su tempera­
tura interna, a pesar de la presencia de condiciones perturbadoras en
el ambiente interno y externo del cuerpo.2
Estos hechos de la organización biológica plantean tres cuestio­
nes separadas, a las que con frecuencia se confunde. (1) ¿Es posible
formular en general, pero en términos bastante precisos, la estructu­
ra característica de los sistemas «dirigidos hacia un fin», pero de tal
manera que el análisis sea neutral con respecto a suposiciones con­
cernientes a la existencia de propósitos o a la acción dinámica de los
fines como instrumentos de su propia realización? (2) El hecho, si es
que se trata de un hecho, de que se utilicen habitualmente explica­
ciones teleológicas sólo en conexión con sistemas «dirigidos hacia
un fin», ¿constituye un elemento de juicio adecuado para dirimir el
problema de si una explicación teleológica es o no equivalente a al­
guna explicación no teleológica? (3) ¿Es posible explicar en términos
puramente fisicoquímicos — esto es, exclusivamente en términos de
las leyes y teorías de la física y la química actuales— las operaciones
de los sistemas biológicos? N o nos ocuparemos por el momento de
esta tercera cuestión, aunque volveremos a ella más adelante. Pero
las otras dos ocuparán nuestra atención inmediata.

1. Desde la Antigüedad se han hecho muchos intentos por cons­


truir máquinas y sistemas físicos que imiten la conducta de los orga­
nismos vivientes en uno u otro aspecto. N inguno de esos intentos ha
sido totalmente exitoso, pues no ha sido posible hasta ahora elabo­
rar en el taller y a partir de materiales inorgánicos algún mecanismo
que funcione exactamente como un ser vivo. Sin embargo, se ha lo­
grado construir sistemas físicos que son capaces de mantenerse y re­
gularse a sí mismos con respecto a algunas de sus operaciones y que,
por lo tanto, se asemejan a los organismos vivos al menos en esta ca­
racterística importante. En una época en la cual los servomecanis­
mos (reguladores de locom otoras, termostatos, pilotos automáticos,
computadoras electrónicas, cañones antiaéreos controlados por ra­

2. Véase Walter B. Cannon, The Wisdom o f the Body, N ueva York, 1932,
c a p .11.

535
dar, etc.) ya no despiertan asom bro y en la cual el lenguaje de la ci­
bernética y los feedbacks negativos se han puesto de moda, la atri­
bución de una conducta «dirigida hacia un fin» a sistemas puramen­
te físicos no puede ser considerada un absurdo. Q uizás sea dudoso
que también puedan atribuirse «propósitos» a tales sistemas físicos,
como sostienen algunos estudiosos de la cibernética,3 aunque esta
cuestión es en gran medida de carácter semántico; de todos m odos,
este problem a no es atinente al presente contexto de examen. A de­
más, cabe destacar que la posibilidad de construir sistemas físicos
autorregulados no constituye, en sí misma, una prueba de que sea
posible explicar las actividades de los organismos vivientes exclusi­
vamente en términos fisicoquímicos. Sin embargo, el hecho de que
se hayan construido tales sistemas sugiere que no hay ninguna de­
marcación tajante que separe las organizaciones teleológicas, consi­
deradas a menudo com o distintivas de los seres vivos, de los orga­
nismos vivientes exclusivamente en términos fisicoquímicos. Por lo
menos, este hecho da fuerte apoyo a la presunción de que las activi­
dades teleológicamente organizadas de los organismos vivientes y de
sus partes pueden ser analizadas sin requerir la postulación de pro­
pósitos o fines com o agentes dinámicos.
Tom ando com o modelo la homeostasis de la temperatura en el
cuerpo humano, enunciemos ahora en términos generales la estruc­
tura formal de los sistemas que poseen una organización dirigida ha­
cia un fin.4 El aspecto característico de tales sistemas es que mani­
fiestan de manera permanente un cierto estado o propiedad G (o que
muestran una persistencia de desarrollo «en la dirección» tendiente
a lograr G ) frente a una clase relativamente amplia de cambios ocu­

3. Véanse Arturo Rosenblueth, N orbert Wiener y Julián Bigelow, «Behavior,


Purpose and Teleology», Pbilosophy o f Science, vol. 10, 1943; N orbert Wiener,
Cybem etics, N ueva York, 1938; A. M. Turing, «Com puting Machines and Intelli-
gence», M ind, vol. 59, 1950; Richard Taylor, «Com m ents on a Mechanistic Con-
ception of Purposefulness», Pbilosophy o f Science, vol. 17, 1950, y la respuesta de
Rosenblueth y Wiener con una contrarréplica de Taylor en el mismo volumen.
4. El análisis siguiente debe mucho a G . Somm erhoff, A nalytical Biology,
Londres, 1950, Véanse también Alfred J. Lotka, Elem ents o f Physical Biolo­
gy, N ueva Y ork, 1926, cap. 25; W. R oss Ashby, D esign fo r a B rain, Londres,
1953, y An Introduction to Cybem etics, Londres, 1956; y R. B. Braithwaite,
Scientific Explanation, Cam bridge, 1954, cap. 10.

536
rridos en su medio o en algunas de sus partes internas, cambios que
si no son compensados por modificaciones internas del sistema dan
como resultado la desaparición de G (o una dirección modificada del
desarrollo de tales sistemas). E s posible formular con considerable
precisión el esquema abstracto de organización de tales sistemas,
aunque en las líneas siguientes sólo podrem os presentar una exposi­
ción resumida de tal esquema.
Sea S un sistema, E su ambiente externo y G un estado, propie­
dad o modo de conducta que S posee o puede poseer en condiciones
adecuadas. Supongamos por el momento (luego debilitaremos esta
suposición) que E permanece constante en todos los aspectos de im­
portancia, de modo que su influencia sobre la aparición de G en S
puede ser ignorada. Supongamos también que S es analizable en una
estructura de partes o procesos, tales que las actividades de cierto
número de ellos (quizás de todos) son causalmente importantes para
la aparición de G. Para mayor simplicidad, supongamos que hay
exactamente tres partes semejantes, cada una de las cuales puede es­
tar en una de varias condiciones o estados distintos. El estado de
cada parte en un momento dado será representado mediante los pre­
dicados «Ax», «By» y «C 2», respectivamente, donde los valores nu­
méricos de los subíndices indican los diferentes estados particulares
de las partes correspondientes. Por ende «A x», «By» y «C z» son va­
riables de estado, aunque no son necesariamente variables numéri­
cas, ya que puede no haber medidas numéricas para representar los
estados de las partes. El estado de S que es causalmente importante
para G en un momento dado será expresado mediante una especiali-
zación de la matriz «(AxByC z)». Las variables de estado, sin embar­
go, pueden tener una forma sumamente compleja (por ejemplo, «Ax»,
puede representar el estado de los vasos sanguíneos periféricos en un
cuerpo humano en un momento dado), y pueden ser coordenadas
individuales o estadísticas. Pero con el fin de evitar complicaciones
no esenciales en la exposición, supondremos que, sea cual fuere la
naturaleza de las variables de estado, con respecto a los estados que
representan S es un sistema determinista: los estados de S varían de
tal manera que si S está en el mismo estado en dos momentos dife­
rentes cualesquiera, los estados correspondientes de S después de
iguales lapsos a partir de esos momentos también serán los mismos.
Debem os hacer explícita también otra importante suposición ge­
neral. Se puede asignar a cada una de las variables de estado cual­

537
quier «valor» particular para caracterizar un estado, siempre que el
valor sea compatible con el carácter conocido de la parte de S cuyo
estado representa la variable. Por tanto, los valores de «Ax» deben
pertenecer a cierta clase restringida K> y hay clases similares K B y K c
para los valores permisibles de las otras dos variables de estado. L a
razón para imponer estas restricciones se comprenderá con claridad
mediante un ejemplo. Si S es el cuerpo humano y «Ax» expresa el
grado de dilatación de los vasos sanguíneos periféricos, es obvio que
este grado no puede exceder de cierto valor máximo; pues sería ab­
surdo suponer que los vasos sanguíneos puedan tener un diámetro
medio de un metro, por ejemplo. Por otra parte, se supondrá que los
valores posibles de una variable de estado en un momento dado son
independientes de los valores posibles de las otras variables de esta­
do en ese mismo momento. Es necesario no interpretar mal esta su­
posición. N o afirma que el valor de una variable en un instante dado
sea independiente de los valores de las otras variables en algún otro
instante; solamente estipula que el valor de una variable en un ins­
tante determinado no es una función de los valores de las otras va­
riables en ese mismo instante. Tal suposición es la que se hace nor­
malmente para las variables de estado, y se la introduce en parte para
evitar coordenadas de estado redundantes. Por ejemplo, las variables
de estado de la mecánica clásica son las coordenadas de posición y de
cantidad de movimiento de una partícula en un instante dado. A un­
que la posición de una partícula en un instante determinado depen­
de, en general, de su cantidad de movimiento (y posición) en algún
momento anterior, la posición en un instante dado no es una función
de la cantidad de movimiento en ese mismo instante. Si la posición
fuera una función semejante de la cantidad de movimiento, es evi­
dente que podría especificarse el estado de una partícula en la mecá­
nica clásica mediante una sola variable de estado (la cantidad de m o­
vimiento), de modo que la mención de la posición sería redundante.
En nuestro examen, suponemos análogamente que ninguna de las
variables de estado es dispensable, de m odo que cualquier com bi­
nación de valores simultáneos de las variables de estado da una
especialización permisible de la matriz «{AxByC ^ y siempre que los
valores de las variables pertenezcan a las clases K A, K B y K c, respec­
tivamente. E sto equivale a afirmar que, aparte de la estipulación se­
ñalada, el estado de S que se considera causalmente relacionado con
G debe ser analizado de tal m odo que las variables de estado utiliza­

538
das para describir el estado en un instante dado sean independientes
unas de otras.
Supongam os ahora que si S se encuentra en el estado (AQB QC Q)
en algún instante inicial, entonces o bien S tiene la propiedad G , o
bien se produce en S una sucesión de cambios com o consecuencia
de los cuales S poseerá G en algún momento posterior. A tal estado
inicial de S llamémoslo «estado causalmente efectivo con respecto a
G » o, para abreviar, «estado G ». N o todo estado posible de S debe
ser necesariamente un estado G , pues una de las partes causalmen­
te importantes de S puede estar en un cierto estado en un momen­
to dado tal que ninguna combinación de estados posibles de las
otras partes produzcan un estado G de S. A sí, supongam os que S es
el cuerpo humano, G la propiedad de tener una temperatura inter­
na que oscile entre 36 ° y 37 °C , A x el estado de los vasos sanguíne­
os periféricos, y By el estado de la glándula tiroides y C 2 el estado
de la glándula suprarrenal. Puede suceder que By adopte un valor
(por ejemplo, correspondiente a la hiperactividad. aguda) tal que G
no se realice para ningún valor posible de A x y C z. Por supuesto,
también es concebible que ningún estado posible de S sea un esta­
do G, de m odo que, de hecho, G nunca se realice en S. Por ejemplo,
si S es el cuerpo humano y G la propiedad de tener una temperatu­
ra interna que oscila entre 60 0 y 70 °C , entonces no hay ningún es­
tado G para S. Por otra parte, más de un estado posible de S puede
ser un estado G. Pero si hay más de un estado G posible, entonces
(ya que hemos supuesto que S es un estado determinista) el estado
G que se realice en un instante dado está determinado unívoca­
mente por el estado real de S en algún momento anterior. El caso en
el cual hay más de un estado G posible para S es de particular im­
portancia para nuestro presente examen, y lo consideraremos aho­
ra más detenidamente.
Supongamos una vez más que en algún momento inicial t0, el sis­
tema S se encuentra en el estado G (A0B 0C 0). Pero supongamos que
se produce en S un cambio tal que provoca una variación de A 0, con
el resultado de que en el tiempo í, posterior a t0 la variable de estado
«Ax» tiene otro valor. El valor que tenga en txdependerá, en general,
de los cambios particulares que se hayan producido en S. Supondre­
mos, sin embargo, que S continúa en un estado G en el tiempo tx,
siempre que los valores de «Ax» en tx pertenezcan a cierta clase KA'
(una subclase de K Á) que contenga más de un miembro, y también

539
siempre que se produzcan otros cambios en las otras variables de es­
tado. Para fijar ideas, supongam os que A xy A 2 son los únicos miem­
bros posibles de K A\ y supongam os también que ni (AXB 0C 0) ni
(A2B QC Q) es un estado G. En otras palabras, si A 0 se convirtiera en A 3
(un miembro de K A, pero no de K A') ,S ya no estaría en un estado G;
pero aunque el nuevo valor de «-A*» perteneciera a K A\ si este fuera
el único cambio en 5, el sistema tampoco estaría ya en un estado G
en el tiempo tx. Supongamos, sin embargo, que 5 está constituido de
tal m odo que si se provoca un cambio de A 0 de m odo que el valor
de «Ax» en el tiempo tx perteneciera a K Á\ se producirán cambios
compensatorios en los valores de algunas o de todas las otras varia­
bles de estado de modo que 5 continuará en un estado G.
Se estipula que estos cambios ulteriores deben ser del siguiente
tipo. Si, como concomitantes del cambio de A 0>los valores de «By» y
« C 2» en el tiempo tx pertenecieran a ciertas clases KB y ^ 'r e s p e c t i­
vamente (donde, por supuesto, KB es una subclase de KB, aunque no
necesariamente una subclase propia, y Kc' es una subclase de Kc),
entonces para cada valor de KA hay un único par de valores, uno de
cuyos miembros pertenece a Kg y el otro a Kc\ tal que para estos
valores S continúa en un estado G en el tiempo tx. E stos pares de va­
lores pueden ser considerados como elementos de una cierta clase
KBC'. Por otra parte, si los valores alterados de «By» y « C z» no estu­
vieran acompañados por los cambios indicados en el valor de «A x»,
el sistema S ya no estaría en un estado G en el tiempo tx. Utilizando
la notación introducida, por ende, si en el tiempo tx las variables de
estado de S tienen valores tales que dos de ellos son miembros de un
par perteneciente a la clase KBC' mientras que el valor de la tercera
variable no es el elemento correspondiente de KA\ entonces S no está
en un estado G. Por ejemplo, supongam os que al transformarse A 0
en A ly el estado G inicial (A0B 0C 0) se convierte en el estado G
(AXB XC X), pero que (ylo^iCj) no es un estado G ; y supongam os tam­
bién que, cuando A 0 se transforma en A 2, el estado G inicial se con­
vierte en el estado G (A2B XC 2), mientras que (AQB XC¿) no es un esta­
do G. En este ejemplo, KA es la clase (AXyA 2), KB es la clase (B Xi B2),
Kc' es la clase (C Xi C 2), y KBC' es la clase de pares [(Rj, C x), (B x, C 2)],
donde A x corresponde al par (B u C x) y A 2 al par (B Xi C 2).
Reunamos ahora estas consideraciones diversas e introduzcamos
algunas definiciones. Supongamos que S es un sistema que satisface
las siguientes condiciones: ( 1 ) 5 puede ser analizado en un conjunto

540
de partes o procesos relacionados, cierto número de los cuales (diga­
mos, tres, a saber, A, B y C) son causalmente importantes para la apa­
rición en S de alguna propiedad o modo de conducta G. En cualquier
instante, el estado de S causalmente relacionado con G puede ser es­
pecificado asignando valores a un conjunto de variables de estado
«Ax», «By» y C z». L os valores de las variables de estado para cualquier
tiempo dado pueden ser asignados independientemente unos de
otros; pero los valores posibles de cada variable están limitados, en
virtud de la naturaleza de 5, a ciertas clases de valores K Ay K B y K c,
respectivamente. (2) Si S está en un estado G en un instante inicial
dado t0 que cae dentro de un intervalo de tiempo T, un cambio en
cualquiera de las variables de estado sacará, en general, a S del estado
G. Supongamos que se inicia un cambio en una de las variables de es­
tado (por ejemplo, el parámetro «A »), y supongamos que, de hecho,
los valores posibles del parámetro en el instante txperteneciente al in­
tervalo T, pero posterior a tQcaen dentro de una cierta clase K A , con
la estipulación de que si éste fuera el único cambio en el estado de S el
sistema sería sacado de su estado G. Llamemos a este cambio inicial
una «variación primaria» en S. (3) Las partes A, B y C de S están re­
lacionadas de tal modo que, cuando se produce la variación primaria
en S, los parámetros restantes también varían y, de hecho, sus valores
en el instante tt pertenecen a ciertas clases K B' y K c\ respectivamen­
te. Así, estos cambios inducidos en B y C brindan pares únicos de va­
lores para sus parámetros en el tiempo tXi siendo los pares elementos
de una clase K BC\ Si estos cambios fueran los únicos en el estado G
inicial de S, y no fueran acompañados por la indicada variación pri­
maria en Sj el sistema no estaría en un estado G en el tiempo £,. (4) De
hecho, sin embargo, los elementos de K A' y K BC' se corresponden en­
tre sí de manera biimívoca, de modo que, cuando S se encuentra en
un estado especificado por estos valores correspondientes de las va­
riables de estado, el sistema se halla en un estado G en el tiempo t{.
Llamemos a los cambios en el estado de S inducidos por la variación
primaria y representados por los pares de valores K BC' las «variacio­
nes adaptativas» de S con respecto a la variación primaria de S (es de­
cir, con respecto a valores posibles del parámetro «A » en K A ). Final­
mente, cuando un sistema S satisface todas estas suposiciones para
todo par de instantes iniciales y ulteriores del intervalo T, se dirá que
las partes de S causalmente relacionadas con G están «organizadas di-
reccionalmente durante el intervalo de tiempo T con respecto a G » o,

541
más brevemente, que están «organizadas direccionalmente», si se da
por supuesta la referencia a G y T.
Este examen de los sistem as organizados direccionalmente se
ha basado en varias suposiciones simplificadoras. Pero este análisis
puede ser generalizado fácilmente para un sistema que requiera el
uso de cualquier número de variables de estado (inclusive numéri­
cas), para cambios del estado de un sistema iniciados en más de una
de las partes causalmente importantes del sistema y tanto para series
continuas com o series discretas de transiciones de un estado G de un
sistema a otro.5 En realidad, no es difícil desarrollar dentro de este

5. Cuando se supone que las coordenadas de estado son numéricas, es posi­


ble formular las condiciones para un sistema organizado direccionalmente del
siguiente modo:
Sea S un sistema, G una característica de S, y «x¡», «x2» , ...» «x„» las variables
de estado de G. Se estipula que las variables son funciones independientes y con­
tinuas del tiempo; los superíndices indican sus valores en cualquier tiempo t.
a) Si 5 es un sistema determinista con respecto a G, el estado de S en el tiem­
p o t está determinado unívocamente p or el estado de S en un tiempo preceden­
te í0. P or consiguiente,
#1 — •••>X „ 0, t — Í q)

* / =fi(x 1% ...» x S t - 10)

Xn = fn (X l° , ...» X n\ t - í0)

donde las f son funciones uniform es de sus argumentos. Sus primeras derivadas
con respecto al tiempo son también funciones uniformes de sus argumentos y
de ninguna otra función del tiempo.
b) Puesto que el carácter especial de 5 impone restricciones sobre los valo­
res de la variable de estado, los valores de cada variable caerán dentro de un in­
tervalo determinado p or un par de números a¡ y b¡. E sto es,

a¡ * x¡ s b ¡
donde ¿ s 1 ,2 ,..., n, o alternativamente
X¡ € Ax¡
donde Ax¡ es un intervalo definido y «e» es el signo utilizado habitualmente para
indicar la pertenencia a una clase.
c) Si 5 está en un estado G en un tiem po dado t que cae dentro de un deter­
m inado período de tiempo T, la variable de estado debe satisfacer un conjunto

542
marco de análisis la noción de un sistema que presenta conductas
autorreguladoras con respecto a varios estados G al mismo tiempo,
a estados G alternativos (y hasta incompatibles) en tiempos diferen­
tes, a un conjunto de estados G que forman una jerarquía sobre la
base de alguna escala establecida de «importancia relativa» o, con

de condiciones o ecuaciones. El hecho de que S esté en un estado G en el tiem­


po t puede ser expresado mediante el requisito:
....x„l) = 0

gÁXi, -> x j) = 0
donde cada g¡ ( j = 1 ,2 ,...» r) es una función diferenciable con respecto a cada una
de las variables de estado, y r < n.
d) L o s valores de cada variable de estado «x/» que satisfacen estas ecuaciones
y que definen un estado G de S caen dentro de ciertos intervalos restringidos:
a i £ a G£ x/ £ b G£ b¡
o alternativamente
x ¡ e Ax,G

donde A xG cae en el intervalo Ax¡.


e) Supongam os que S está en un estado G en el tiempo inicial t0 durante el
período T y que se produce un cambio en el valor de alguna variable de estado
«xk» de m odo que en el tiempo t posterior a í0 en T su valor es x¿. L a condición
para que este cambio sea un cambio que conserva a G (de m odo que xk‘ e A x G)
es que para cada función g:
dg, _ dgj dxS | dgj dx2' | | dgj dxn* _Q
dxk‘° dXi dxk° dx¿ dx¿° dx„c dx¿°

f) El sistema S está organizado direccionalmente con respecto a G durante T


si, cuando tales cambios que mantienen a G se producen en una variable de esta­
do determinada hay variaciones compensatorias en una o más de las otras
variables de estado. Por consiguiente, debe haber al menos una función g; tal que
en las ecuaciones diferenciales que acabamos de indicar haya al menos dos su­
mandos no nulos. Esto es, debe haber al menos dos sumandos en una o más de
estas ecuaciones tales que

o
dx,1 dxk‘o

543
m ayor generalidad, a un conjunto de estados G cuyos miembros
cambian con el tiempo y las circunstancias. Pero tales extensiones
del análisis no brindan ninguna ganancia de importancia inmediata,
com o no sea en complejidad, y las definiciones esquemáticas e in­
completamente generales que hemos presentado bastan para nues­
tros propósitos.
En todo caso, debe resultar claro a través de la exposición ante­
rior que si S está organizado direccionalmente, la persistencia de G
depende, en un sentido importante, de las variaciones de cualquiera
de las partes causalmente importantes de S, siempre que estas varia­
ciones no excedan de ciertos límites. Pues aunque por hipótesis la
aparición de G en S dependa de que 5 esté en un estado G y, por lo
tanto, del estado de las partes causalmente importantes de 5, una al­
teración en el estado de una de esas partes puede ser compensada por
cambios inducidos en una o más de las otras partes causalmente im­
portantes, para mantener a S en su estado G. Así, el carácter distinti­
vo, prim a facie, de los llamados sistemas «dirigidos hacia un fin» o
teleológicos queda form ulado por las condiciones establecidas para
un sistema direccionalmente organizado. E l análisis anterior m ues­
tra, por lo tanto, que la noción de sistema teleológico puede ser elu­
cidada de una manera que no requiere la adopción de la teleología
com o categoría fundamental o no analizable. L o que puede llamarse
el «grado de organización direccional» de un sistema o, quizás, el
«grado de persistencia» de algún aspecto del sistema también puede
ser hecho explícito en términos del análisis anterior. Pues la propie­
dad G se mantiene en S (o S persiste en su desarrollo, que eventual­
mente da origen a G ) en la medida en que el dominio K Á' de las va­
riaciones primarias posibles esté asociado con el dom inio de los
cambios compensatorios inducidos, K BC' (es decir, las variaciones
adaptativas) tales que S se mantiene en su estado G . Cuanto más vas­
to es el dominio K A' asociado a tales cambios compensatorios, tanto
más independiente es la persistencia de G de las variaciones en el es­
tado de 5. Por consiguiente, partiendo de la suposición de que es po­
sible especificar una medida del dominio K A\ el «grado de organiza­
ción direccional» de S con respecto a variaciones en el parámetro de
estados «A » puede ser definido com o la medida de este dominio.
Podem os ahora abandonar la suposición de que el medio externo
E no tiene influencia alguna sobre S. Pero al dejar de lado esta supo­
sición, solamente dam os m ayor complejidad al análisis sin introdu­

5 44
cir en él nada nuevo. Pues supongamos que existe algún factor en E
que es causalmente importante para la aparición de G en S, y cuyo
estado, en cualquier instante, puede ser especificado mediante algu­
na form a determinada de la variable de estado «Fw». En tal caso, el
estado del sistema ampliado 5» (formado por S y E) que está causal­
mente relacionado con la aparición de G en S está especificado por
alguna form a determinada de la matriz «(AxByC zFw)», y luego el aná­
lisis procede igual que antes. Pero por lo general no se da el caso de
que una variación en alguna de las partes internas de 5 produzca al­
guna variación significativa en los factores ambientales. Lo que habi­
tualmente sucede es que los factores ambientales varían en forma to­
talmente independiente de las partes internas; no sufren cambios que
compensen los producidos en el estado de S; y si bien un número li­
mitado de cambios en ellos pueden ser compensados por cambios de
S que mantengan a éste en algún estado G, la mayoría de los estados
por los que pueden pasar los factores ambientales no pueden ser
compensados por cambios en S. Por lo tanto, se acostumbra a hablar
del «grado de plasticidad» o del «grado de adaptabilidad» de los sis­
temas orgánicos con respecto a su ambiente, y no a la inversa. Sin
embargo, es posible definir estas nociones sin referencia especial a
los sistemas orgánicos, de manera análoga a la definición del «grado
de organización direccional» de un sistema que ya hemos sugerido.
Así, supongamos que las variaciones en el estado ambiental variable
« i7», variaciones que se suponen compensadas por cambios ulterio­
res en S para mantener a éste en algún estado G, caen todas dentro de
la clase K / . Si pudiera elaborarse alguna medida apropiada de la
magnitud de esta clase, podría definirse el «grado de plasticidad» de
S con respecto al mantenimiento de algún estado G en relación con
F como igual a la medida de KF.
L o anterior basta como esbozo de la estructura abstracta de los
sistemas dirigidos hacia un fin o teleológicos. El examen ofrecido
deja deliberadamente sin analizar los mecanismos detallados que in­
tervienen en el funcionamiento de sistemas teleológicos particulares,
y simplemente supone que todos estos sistemas, en principio, pue­
den ser analizados en partes que están causalmente relacionadas con
el mantenimiento de algunas características de esos sistemas y que se
encuentran entre sí y con los factores ambientales en determinadas
relaciones que pueden ser formuladas como leyes generales. El des­
cubrimiento y el análisis de tales mecanismos detallados constituye

545
la tarea de la investigación científica especializada. Por consiguiente,
puesto que la anterior exposición sólo trata de lo que se supone que
es la estructura distintiva común de los sistemas teleológicos, tam­
bién es totalmente neutral en lo que se refiere a problemas esenciales
acerca de si es posible explicar el funcionamiento de todos los siste­
mas teleológicos exclusivamente en términos fisicoquímicos. Por otra
parte, si la exposición es al menos aproximadamente adecuada, exige
una respuesta positiva a la cuestión de si las características distintivas
de los sistemas dirigidos hacia un fin pueden ser formuladas sin in­
vocar propósitos y fines com o agentes dinámicos.
Pero hay otro asunto que debemos discutir brevemente. H em os
form ulado la definición de sistemas organizados direccionalmente
de tal m odo que se la puede usar para caracterizar tanto a sistemas
biológicos como a sistemas no vitales. D e hecho, es fácil citar ejem­
plos de la definición pertenecientes a uno u otro dominio. E l cuerpo
humano con respecto a la homeostasis de su temperatura interna es
un ejemplo tomado de la biología; una construcción equipada con
un horno y un termostato es un ejemplo tomado de la fisicoquímica.
Sin embargo, aunque la definición no pretende distinguir entre siste­
mas teleológicos vitales y no vitales —pues las diferencias entre tales
sistemas deben ser formuladas en términos de la composición material
específica de las características y las actividades que manifiestan— , en
cambio sí pretende diferenciar los sistemas que tienen un carácter,
prim a facie, «dirigido hacia un fin» de los sistemas habitualmente no
caracterizados de este m odo. Por lo tanto, sigue en pie la cuestión de
si la definición logra ese propósito o si, por el contrario, es tan am­
plia que la satisface casi cualquier sistema (se lo juzgue o no común­
mente com o dirigido hacia un fin).
Ahora bien, hay sin duda muchos sistemas fisicoquímicos que no
son considerados comúnmente com o «dirigidos hacia un fin», pero
que, no obstante esto, parecen adecuarse a la definición de sistemas
organizados direccionalmente propuesta antes. Así, un péndulo en
reposo, un sólido elástico, una corriente eléctrica constante que atra­
viesa un conductor o un sistema químico en equilibrio termodiná-
mico son ejemplos obvios de tales sistemas. Parece, por lo tanto, que
la definición de organización direccional y, en consecuencia, el aná­
lisis propuesto de los sistemas «dirigidos hacia un fin» o «teleológi­
cos» no logran el fin propuesto. Sin embargo, es oportuno hacer dos
comentarios con respecto al punto en discusión. En primer lugar,

546
aunque indudablemente logramos distinguir los sistemas dirigidos
hacia un fin de los que no lo están, la distinción es sumamente vaga,
pues hay muchos sistemas que no pueden ser clasificados definitiva­
mente en uno u otro tipo. Así, el juguete infantil llamado walking
beetle — que se hace a un lado cuando llega al borde de una mesa, y
no cae porque en ese momento entra en funcionamiento una rueda de
transmisión mediante la acción de una «antena»— , ¿es o no un siste­
ma dirigido hacia un fin? ¿Es un virus un sistema semejante? ¿Es el
sistema formado por los miembros de alguna especie biológica que
ha sufrido un desarrollo evolutivo en una dirección constante (por
ejemplo, el desarrollo de las astas gigantes en el alce macho irlandés)
un sistema dirigido hacia un fin? Además, algunos sistemas han sido
clasificados como «teleológicos» en una época y en relación con un
cuerpo de conocimiento, y posteriormente clasificados como «no te­
leológicos» cuando aumentó el conocimiento concerniente a la física
de sus mecanismos. «L a naturaleza no hace nada en vano» era una
máxima aceptada comúnmente en la física prenewtoniana, y sobre la
base de la doctrina de los «lugares naturales» hasta la caída de los
cuerpos y el ascenso del humo eran considerados como dirigidos ha­
cia un fin. Por consiguiente, si las distinciones actuales entre sistemas
dirigidos hacia un fin y los que no lo están invariablemente tienen
una base objetiva identificable (es decir, en términos de diferencias
entre las organizaciones reales de tales sistemas) y si el mismo sistema
puede o no ser clasificado de manera diversa según la perspectiva des­
de la cual se lo considere y de las suposiciones previas adoptadas para
analizar su estructura son, al menos, cuestiones no resueltas.
En segundo lugar, no es en m odo alguno cierto que sistemas físi­
cos como él péndulo en reposo, no considerados habitualmente
como dirigidos hacia un fin, realmente se ajusten a la definición de
sistemas «organizados direccionalmente» propuesta antes. Conside­
remos un péndulo simple que está inicialmente en reposo y al que
luego se le da un pequeño impulso (por ejemplo, por una brisa re­
pentina), y supongamos que, aparte de las fuerzas de vínculo del sis­
tema y la fuerza de gravitación, la única fuerza que actúa sobre la
lenteja es la fricción del aire. Según las suposiciones físicas corrien­
tes, el péndulo cumplirá oscilaciones armónicas de amplitudes de­
crecientes y, por último, volverá a su posición inicial de reposo. En
este caso, el sistema consiste en el péndulo y en las diversas fuerzas
que actúan sobre él, mientras que la propiedad G es el estado del

547
péndulo cuando se encuentra en reposo en el punto inferior de su
camino de oscilación. Por hipótesis, la longitud de la vara y la masa
de la lenteja se mantienen constantes, por lo cual también es cons­
tante la fuerza gravitacional que actúa sobre el péndulo, así como el
coeficiente de amortiguamiento; las variables son la fuerza im pulso­
ra de la brisa y la fuerza restauradora que opera sobre la lenteja
com o consecuencia de las fuerzas de vínculo del sistema y de la pre­
sencia del campo gravitacional. Sin embargo, y este es el punto fun­
damental, estas dos fuerzas no son independientes una de otra. Así,
si la componente efectiva de la primera tiene una cierta magnitud, la
fuerza restauradora tendrá una magnitud igual y de sentido contra­
rio. Por consiguiente, si el estado del sistema en un instante dado
fuera especificado en términos de variables de estado que adoptaran
esas fuerzas como valores, estas variables de estado no satisfarían una
de las condiciones estipuladas para las variables de estado de los sis­
temas organizados direccionalmente; pues el valor de una de ellas en
un momento dado está determinado unívocamente por el valor de la
otra en el mismo momento. Para resumir, los valores de las variables
de estado propuestas en cualquier instante determinado no son in­
dependientes.6 Se desprende de lo anterior que el péndulo simple no

6. Puede dem ostrarse esto con m ayor detalle considerando el examen m a­


temático habitual del péndulo simple. Si / es la longitud del péndulo, m la masa
de su lenteja, g la fuerza constante de gravedad, k el coeficiente de am ortigua­
miento debido a la resistencia del aire, t el tiempo medido a partir de un instan­
te fijo y s la distancia de la lenteja a lo largo de su camino de oscilación desde el
punto de reposo inicial, la ecuación diferencial del movimiento del péndulo (su­
poniendo que la am plitud de vibración es pequeña) es
d 2s ds
m -------+ ------ s= 0
dt2 dt

ds
si en el tiempo t0 el péndulo está en reposo, tanto sQcom o v Q serán
~dt o
iguales a cero, de m odo que
dh
m = 0;
dt2
es decir, sobre la lenteja no actúan fuerzas no equilibradas. Supongam os ahora
que en el tiem po £, la lenteja está en Sj con una velocidad v r; la fuerza restaura­
dora será entonces

548
es un sistema direccionalmente organizado, en el sentido de la defi­
nición ofrecida. Además, también se puede demostrar de manera
análoga que hay una serie de otros sistemas, generalmente conside­
rados como no teleológicos, que no satisfacen la definición. Si es p o ­
sible demostrar esto para todos los sistemas habitualmente conside­
rados no teleológicos es una cuestión reconocidamente no resuelta.
Pero puesto que hay al menos algunos sistemas no caracterizados
habitualmente como teleológicos que también deben ser caracteriza­
dos de este m odo según la definición, la expresión «sistema organi­
zado direccionalmente», cuyo significado elucida la definición, no es
aplicable a cualquier cosa y no es un simple nombre para una dife­
rencia inexistente. Existen, por ende, algunas razones para sostener
que la definición consigue lo que se propone y formula la estructura
abstracta comúnmente considerada distintiva de los sistemas «dirigi­
dos hacia un fin».

II. Podemos ahora dirimir brevemente la segunda cuestión que


nos propusim os examinar en la página 535, a saber, si el hecho de
que por lo común sólo se propongan explicaciones teleológicas en
conexión con sistemas «dirigidos hacia un fin» afecta a la afirmación
según la cual, con respecto a su contenido, toda explicación teleoló-
gica es traducible a una explicación equivalente no teleológica. La
respuesta es, claramente, negativa, si tales sistemas son analizables
como organizados direccionalmente en el sentido de la definición
anterior. Pues en la suposición de que la noción de sistema dirigido
hacia un fin pueda ser elucidada de la manera propuesta, las caracte­
rísticas que ostensiblemente distinguen a tales sistemas de los no di­
rigidos hacia un fin pueden ser formuladas totalmente en un lengua­
je no teleológico. En consecuencia, todo enunciado acerca del tema
de una explicación teleológica puede ser expresado, en principio, en
lenguaje no teleológico, de modo que tales explicaciones, junto con

dh mg
m = —kvt
dt2 l
pero una fuerza im pulsora F x comunicada a la lenteja en el tiempo tx determina
unívocamente la velocidad v¡ y la posición s, de la lenteja en ese instante. Por
consiguiente, la fuerza restauradora puede ser calculada, de m odo que ésta es
determinada unívocamente p or la fuerza impulsora.

549
todas las afirmaciones acerca de los contextos de su uso, son tradu­
cibles a formulaciones no teleológicas lógicamente equivalentes a las
primeras.
¿C uál es la razón, entonces, de que parezca extraño expresar
enunciados físicos com o la ley de Boyle en form a teleológica? La
respuesta es sencilla, si es cierto que normalmente sólo se proponen
enunciados teleológicos (y, en particular, explicaciones teleológicas)
en conexión con sistemas que se suponen organizados direccional-
mente. L a rareza no surge de alguna diferencia entre el contenido ex­
plícitamente afirmado de una ley física y su equivalente formulado
de manera teleológica. U na versión teleológica de la ley de Boyle pa­
rece extraña e inaceptable porque habitualmente se pensaría que tal
formulación reposa en la suposición de que un gas encerrado en un
recipiente es un sistema organizado direccionalmente, en contradic­
ción con la suposición aceptada normalmente de que un volumen de
gas no constituye tal sistema. En cierto sentido, por lo tanto, una ex­
plicación teleológica expresa más que su traducción no teleológica
prim a facie equivalente. Pues la primera presupone, cosa que no su­
cede con la segunda, que el sistema considerado en la explicación
está organizado direccionalmente. Sin embargo, si el análisis ante­
rior es correcto en líneas generales, este «significado adicional» de
los enunciados teleológicos siempre puede ser expresado en lengua­
je no teleológico.3

3. En la hipótesis de que siempre es posible traducir una explica­


ción teleológica, con respecto a lo que afirma explícitamente, a otra
no teleológica equivalente, podem os ahora hacer más explícito el as­
pecto en el cual difieren dos explicaciones de tales tipos. L a diferen­
cia parece ser la siguiente: las explicaciones teleológicas concentran
la atención en la culminación y el producto de procesos específicos,
en particular, en las contribuciones de las diversas partes de un siste­
ma al mantenimiento de sus propiedades o m odos de conducta glo­
bales. Consideran las acciones de las cosas desde la perspectiva de
ciertas «totalidades» elegidas o sistemas integrados a los que perte­
necen las cosas; y se refieren, por ende, a características de las partes
de esas totalidades sólo en la medida en que las mismas son im por­
tantes para los diversos aspectos o actividades com plejos que se
suponen distintivos de tales totalidades. Las explicaciones no teleo­
lógicas, en cambio, dirigen primordialmente la atención a las condi-

550
ciones en las cuales se inician o persisten procesos específicos, así
como a los factores de los que dependen las manifestaciones persis­
tentes de ciertas características generales de un sistema. Tratan de
destacar las conductas integradas de sistemas complejos como resul­
tantes de factores elementales, frecuentemente identificados como
partes constituyentes de esos sistemas; por lo tanto, se ocupan de las
características de las totalidades complejas casi exclusivamente en la
medida en que las mismas dependen de características presuntas de
los factores elementales. Para resumir, la diferencia entre las explica­
ciones ideológicas y las no teleológicas, como ya hemos sugerido,
reside en el énfasis y en la perspectiva de la formulación.
Si el examen anterior es correcto, el uso de explicaciones teleoló­
gicas en el estudio de sistemas organizados direccionalmente armo­
niza tanto con el espíritu de la ciencia moderna como el uso de expli­
caciones no teleológicas. Confirma esta conclusión el examen de dos
apreciaciones corrientes de las explicaciones teleológicas, una de las
cuales sugiere un límite para el valor de tales explicaciones, mientras
que la otra objeta su uso por principio.

a. Se ha sostenido que, si bien las explicaciones teleológicas son


legítimas en general, sólo son útiles cuando el conocimiento que p o ­
seemos de sistemas organizados direccionalmente es de un cierto
tipo.7 La información de que podem os disponer acerca del ámbito
de los cambios ambientales a los cuales un sistema semejante puede
dar respuestas de adaptación (es decir, acerca de lo que hemos lla­
mado la «plasticidad» de los sistemas dirigidos hacia un fin) puede
tener dos fuentes. Puede tener simplemente el carácter de una extra­
polación a un sistema dado de generalizaciones inductivas obtenidas
en un estudio experimental directo de sistemas muy similares. Por
ejemplo, el conocimiento que poseem os en la actualidad concer­
niente a la plasticidad de un organismo humano particular para man­
tener su temperatura interna frente a cambios de temperatura del
ambiente se basa en nuestra familiaridad con las respuestas de adap­
tación de otros seres humanos. Según la opinión que estamos consi­
derando, en tales casos las explicaciones teleológicas son de valor,
pues nos permiten predecir ciertas conductas futuras de un sistema
dado a partir de nuestro conocimiento concernientes a las conductas

7. R. B. Braithwaite, Scientific Explanation, págs. 333 y sigs.

551
pasadas de sistemas similares, conductas futuras que, de otro modo,
no serían predecibles en el estado actual de nuestro conocimiento.
Por otra parte, nuestra información acerca de la plasticidad de un
sistema dado puede tener el carácter de un conjunto de deducciones
realizadas a partir de leyes causales establecidas previamente concer­
nientes a los mecanismos que actúan en el sistema. En tales casos, las
respuestas de adaptación de un sistema dado a los cambios ambien­
tales pueden ser calculadas con ayuda de suposiciones generales y se
las puede predecir sin ningún conocimiento de las conductas pasa­
das de sistemas similares. En consecuencia, se dice que las explica­
ciones teleológicas, en tales casos, tienen poco valor, si es que tienen
alguno.
Aunque la distinción entre dos tipos de fuentes del conocimien­
to disponible concerniente a la plasticidad de sistemas organizados
direccionalmente es manifiestamente correcta, sin embargo, no es
evidente la razón p or la cual la línea divisoria entre las explicaciones
teleológicas valiosas y las inútiles deba trazarse de la manera indica­
da. L os problem as concernientes al valor de una explicación no se
resuelven mediante una referencia a la fuente lógica de las premisas
explicativas, sino que deben ser respondidos solamente examinando
el papel efectivo que desempeña una explicación en la investigación
y en la comunicación de ideas. En todo caso, está lejos de ser cierto
que las explicaciones teleológicas para sistemas dirigidos hacia un fin
respecto de las cuales poseem os un conocimiento de base teórica
sean consideradas invariable o normalmente com o inútiles. Pues, de
hecho, hay muchos sistemas artificiales de autorregulación (como
las locom otoras con controles que regulan su velocidad) cuya plasti­
cidad puede ser deducida de suposiciones teóricas generales. Las ex­
plicaciones teleológicas de diversas características de tales sistemas
continúan llenando muchas páginas de los tratados técnicos relati­
vos a esos sistemas, y no hay ninguna buena razón para suponer que
dichas explicaciones sean consideradas comúnmente como trastos
inútiles.

b. Se objeta a veces, sin embargo, que las explicaciones teleológi­


cas son inexcusablemente limitadas. Se basan, según se arguye, en la
suposición tácita de que un conjunto especial de sistemas complejos
tiene un estatus privilegiado, por lo cual tales explicaciones dan im­
portancia central al papel que tienen las cosas y los procesos en el

552
mantenimiento de esos sistemas y no de otros. L o s procesos no tie­
nen fines intrínsecos, continúa la objeción, y no se puede suponer
que contribuyen exclusivamente al mantenimiento de un conjunto
exclusivo de totalidades. Es engañoso, por lo tanto, decir, por ejem­
plo, que la función de los glóbulos blancos en la sangre es defender
al cuerpo humano contra microorganismos extraños. Indudable­
mente, ésta es una función de los leucocitos, y hasta puede decirse
que esta actividad particular es la función de esas células desde la
perspectiva del cuerpo humano. Pero los leucocitos son también ele­
mentos de otros sistemas; por ejemplo, forman parte del torrente
sanguíneo, considerado aisladamente del resto del cuerpo; del siste­
ma formado por algunas colonias de virus juntos con esos glóbulos
blancos; o del sistema solar, más vasto y complejo. Estos otros siste­
mas pueden también persistir en su organización y sus actividades
«normales» sólo en condiciones definidas; y desde el punto de vista
del mantenimiento de estos otros numerosos sistemas, los leucocitos
poseen otras funciones.
Una respuesta obvia a esta objeción adopta la form a de un tu
quoque. Es tan legítimo enfocar la atención en las consecuencias, las
culminaciones y los usos como en los antecedentes, puntos de parti­
da y condiciones. L os procesos no tienen términos intrínsecos, pero
tampoco tienen comienzos absolutos. Las cosas y los procesos no
son, en general, elementos empeñados en el mantenimiento de algún
todo exclusivo, pero tampoco son totalidades analizables en un con­
junto exclusivo de constituyentes. Pero es intelectualmente pro­
vechoso en las indagaciones causales enfocar la atención en ciertas
etapas anteriores en el desarrollo de un proceso más que en otras
posteriores, y en un conjunto de constituyentes de un sistema más
que en otro. Análogamente, puede ser aclarador elegir como punto
de partida para la investigación de algunos problemas ciertas totali­
dades complejas en lugar de otras. Además, como hemos visto, algu­
nas cosas forman parte de sistemas organizados direccionalmente,
pero no parecen formar parte de más de uno de tales sistemas. El es­
tudio de las funciones únicas de las partes de tales sistemas organi­
zados direccionalmente únicos no es, pues, una preocupación que
asigne sin razón una importancia especial a ciertos sistemas particu­
lares. Por el contrario, es una investigación sensible a diferencias
fundamentales y objetivamente identificables en el mismo tema de
estudio.

553
Pero hay un punto en el cual la objeción es acertada. La influen­
cia de los intereses parroquiales humanos en la construcción de ex­
plicaciones teleológicas es pasada por alto quizá con mayor frecuen­
cia que en el caso de los análisis no teleológicos. C om o consecuencia
de esto, se supone a menudo que ciertos productos finales de algu­
nos procesos y ciertas direcciones de cambio son intrínsecamente
«naturales», «esenciales» o «propios», mientras que otros son califi­
cados de «antinaturales», «accidentales» y hasta «m onstruosos». Así,
se dice a veces que el desarrollo de las semillas de cereal en plantas de
cereal es natural, mientras que su transformación en la carne de las
aves o los hombres es considerada meramente accidental. En un
contexto de investigación determinado y a la luz del problema que la
estimula, puede haber amplia justificación para ignorar todas las di­
recciones de cambios posibles excepto una y todos los sistemas de
actividades a cuyo mantenimiento contribuyen las cosas y los pro­
cesos excepto uno, pero tales omisiones de otras funciones que pue­
dan tener las cosas y de otras totalidades de las cuales las cosas puedan
formar parte no garantiza la conclusión de que aquello que se igno­
ra es menos genuino o menos natural que lo que recibe una atención
selectiva.4

4. Debem os hacer brevemente una observación final en cone­


xión con las explicaciones teleológicas en la biología. C om o ya he­
mos indicado, algunos biólogos sostienen que el carácter distintivo
de las explicaciones biológicas aparece en las investigaciones fisioló­
gicas, en las cuales se estudian las funciones de los órganos y los p ro­
cesos vitales, aunque la mayoría de los biólogos están totalmente
dispuestos a admitir que no se necesita ninguna categoría especial de
explicación en la m orfología o estudio de las características estructu­
rales. D e acuerdo con esto, algunos autores han dado gran énfasis al
contraste entre estructura y función, así como a las dificultades para
estimar la importancia relativa de cada una de ellas como determi­
nante de los fenómenos vivientes. Se admite en general que «el desa­
rrollo de las funciones marcha a la par con el desarrollo de la estruc­
tura», que la actividad vital no se produce fuera de una estructura
material y que la estructura vital no existe sino com o producto de la
actividad protoplasmática. En este sentido, estructura y función son
consideradas comúnmente como «aspectos inseparables» de la or­
ganización biológica. Sin embargo, biólogos eminentes consideran

554
como un problema aún no resuelto y, quizás, insoluble el de deter­
minar «en qué medida las estructuras pueden modificar las funcio­
nes o las funciones modificar las estructuras»; así, consideran que el
contraste entre estructura y función presenta un «dilem a».8
Pero, ¿en qué consiste este contraste, por qué sus términos plan­
tean un problema aparentemente irresoluble y qué cubre uno de sus
términos que requiera, presuntamente, un modo de análisis y de ex­
plicación específico de la biología? Recordemos ante todo en qué di­
fiere un estudio morfológico de un órgano biológico, por ejemplo, el
ojo humano, de la correspondiente investigación fisiológica. El enfo­
que estructural del ojo consiste habitualmente en una descripción de
su anatomía general y de detalle. Tal descripción, pues, especifica las
diversas partes del órgano, sus formas y disposición espacial relativa
con respecto unas a otras y con respecto a otras partes del cuerpo, así
como su composición celular y fisicoquímica. La expresión «estruc­
tura del ojo» significa comúnmente la organización espacial de sus
partes junto con las propiedades fisicoquímicas de cada parte. Por
otro lado, un estudio fisiológico del órgano especifica las actividades
en las cuales pueden participar o participan sus diversas partes, así
como el papel que éstas desempeñan en la visión. Por ejemplo, se
muestra que los músculos ciliares pueden contraerse y relajarse, de
modo que, debido a su conexión con el ligamento suspensor, la cur­
vatura de la lente puede acomodarse a la visión cercana y lejana; o se
identifican las glándulas lagrimales como fuentes de fluidos que lu­
brican y limpian las membranas conjuntivas. En general, pues, la fi­
siología se ocupa del carácter, el orden y las consecuencias de las ac­
tividades en las cuales pueden empeñarse las partes del ojo.
Si este ejemplo es típico de la manera como los biólogos emplean
los términos, el contraste entre estructura y función es, evidente­
mente, un contraste entre la organización espacial de partes anató­

8. Véanse Edwin G. Conklin, Heredity an d Environment, Princeton, 1922,


pág. 32, y Edm und B. Wilson, The Cell, N ueva York, 1925, pág. 670. En un vo­
lumen posterior Conklin declaró que «la relación entre mecanismo y finalismo
no es diferente a la que hay entre estructura y función: son dos aspectos de la or­
ganización. L a concepción mecanicista de la vida, es, en lo fundamental, un as­
pecto estructural, mientras que la concepción teleológica apunta principalmen­
te a las funciones últimas. Estos dos aspectos de la vida no son antagónicos, sino
complementarios». M an: R eal an d Ideal, N ueva Y ork, 1943, pág. 117.

555
micamente distinguibles de un órgano y la organización temporal (o
espaciotemporal) de los cambios de esas partes. L o que se investiga
bajo el rótulo de cada uno de los términos de este par es un m odo de
organización o un tipo de orden. En un caso, la organización es pri­
mordialmente, si no exclusivamente, de carácter espacial, y el objeto
de la investigación es discernir la distribución espacial de las partes
orgánicas y las formas de sus vínculos. En el otro caso, la organiza­
ción tiene una dimensión temporal, y el objeto de la investigación es
descubrir órdenes sucesivos y simultáneos de cambios en las partes
espacialmente ordenadas y vinculadas de los cuerpos orgánicos. Es
evidente, por tanto, que estructura y función (en el sentido en el cual
los biólogos parecen usar estas palabras) son realmente «insepara­
bles». Pues es difícil dar sentido a cualquier suposición de que un
sistema de actividades que tenga una organización temporal no sea
también un sistema de partes estructuradas espacialmente que mani­
fiesten esas actividades. Sea como fuere, obviamente no hay ninguna
antítesis entre una investigación dirigida hacia el descubrimiento de
la organización espacial de las partes orgánicas y una investigación
que se propone discernir las estructuras espaciotemporales que ca­
racterizan las actividades de esas partes.
En las ciencias físicas también es posible introducir una distin­
ción semejante entre tipos de investigación. La geografía física des­
criptiva, por ejemplo, se ocupa principalmente de la distribución
espacial y las relaciones espaciales de montañas, llanuras, ríos y
océanos; la geología histórica y la geofísica, por otra parte, investi­
gan los ordenamientos temporales y dinámicos de cambio en los que
participan tales accidentes geográficos. Por consiguiente, si las in­
vestigaciones de la estructura y de la función fueran antitéticas en la
biología, también aparecería una antítesis semejante dentro de las
ciencias no biológicas. T oda investigación supone una selección dis-
criminadora de la gran variedad de tipos de relaciones que aparecen
en un ámbito de fenómenos; y es conveniente e inevitable, al mismo
tiempo, orientar algunas investigaciones hacia ciertos tipos y otras
investigaciones a tipos diferentes. N o parece haber razón alguna
para convertir en un enigma fundamental el hecho de que los orga­
nismos vivientes manifiesten simultáneamente una estructura espa­
cial y otra espaciotemporal de sus partes.
¿En qué consiste, entonces, el problem a no resuelto o irresoluble
planteado por la distinción biológica entre estructura y función? A

556
este respecto cabe distinguir dos cuestiones. Puede preguntarse, en
primer lugar, qué estructuras espaciales se requieren para el ejercicio
de funciones específicas, y si un cambio en las actividades de un or­
ganismo o de sus partes está asociado con algún cambio en la distri­
bución y organización espacial de los constituyentes de este sistema.
Obviamente, se trata de una cuestión que debe ser dirimida median­
te investigaciones empíricas detalladas y, aunque hay innumerables
problemas no resueltos a este respecto, los mismos no constituyen
fundamentales problemas de principio. Una escuela de filósofos y
de teóricos de la biología, por ejemplo, sostiene que el desarrollo de
ciertos órganos semejantes en especies muy diferentes sólo puede
ser explicado suponiendo la acción de un «im pulso vital» que dirige
la evolución hacia el establecimiento de alguna función futura. Así,
el hecho de que los ojos del pulpo y los del hombre sean anatómica­
mente semejantes, aunque la evolución de cada especie a partir de
antepasados sin ojos haya seguido líneas de desarrollo diferentes, ha
sido ofrecido como prueba de la afirmación según la cual no es posi­
ble dar ninguna explicación de esta convergencia en términos de los
mecanismos de variación al azar y de adaptación. En consecuencia,
se ha usado este hecho para dar apoyo a la opinión de que existe un
«impulso vital original e indiviso» que actúa de tal manera sobre la
materia inerte que crea órganos apropiados para la función de la vis­
ta.9 Pero aun esta hipótesis, por vaga e insatisfactoria que sea, supo­
ne, en parte, problemas fácticos; y si la mayoría de los biólogos la re­
chazan, lo hacen principalmente porque los elementos de juicio
fácticos disponibles dan mayor apoyo a una teoría diferente del de­
sarrollo evolutivo.
En segundo lugar, cabe preguntarse por qué una estructura de­
terminada está asociada con determinado conjunto de funciones, o a
la inversa. Ahora bien, puede entenderse este interrogante como un
pedido de explicación, quizás en términos fisicoquímicos, del hecho
de que cuando un cuerpo vital tiene una cierta organización espacial de
sus partes manifiesta ciertos tipos de actividades. Cuando se inter­

9. Véase H . Bergson, Creative Evolution, N ueva York, 1911, cap. 1, y la


breve pero incisiva crítica de ideas similares a las de Bergson en G eorge G.
Simpson, The M eaning o f Evolution, N ew Haven, 1949, cap. 12. Véase también
Theodosius D obzhansky, Evolution, Genetics and M an, N ueva York, y L o n ­
dres, 1955, cap. 14.

557
preta la pregunta de tal m odo, está lejos de ser absurda. Aunque no
podam os responderla en todos los casos, tenemos respuestas razo­
nablemente adecuadas al menos en algunos, por lo que hay base para
presumir que nuestra ignorancia no será necesariamente eterna.
Pero tales explicaciones deben contener como premisas no solamen­
te enunciados acerca de la constitución fisicoquímica de las partes de
un ser vivo y acerca de la organización espacial de estas partes, sino
también enunciados de leyes o teorías fisicoquímicas. Además, al
menos algunas de estas segundas premisas deben afirmar conexiones
entre la organización espacial de sistemas fisicoquímicos y las tra­
mas temporales de sus actividades. Pero si se mantiene la pregunta, y
se pide también una explicación de estas últimas conexiones, se llega
finalmente a un punto muerto. Pues entonces la pregunta supone que
la estructura temporal o causal de los procesos físicos es simplemen­
te deducible de la organización espacial de los sistemas físicos, o in­
versamente, y ninguna de estas suposiciones es defendible.
Análogamente, es posible ofrecer una descripción bastante exac­
ta de las relaciones espaciales en las que se encuentran, unas con res­
pecto a otras, las diversas partes de un reloj. Podemos especificar los
tamaños de sus ruedas dentadas, la ubicación del muelle y de la rue­
da de escape, etc. Pero aunque tal conocimiento de la estructura es­
pacial del reloj es indispensable, no basta para comprender cómo
funciona el reloj. Debem os conocer también las leyes de la mecáni­
ca, que formulan la estructura temporal de la conducta del reloj in­
dicando cóm o se relaciona la distribución espacial de sus partes en
un momento dado con su distribución en un momento posterior.
Pero esta estructura temporal no puede ser deducida simplemente
de la estructura espacial del reloj (o de su «anatomía»), como tam­
poco su estructura espacial en un instante dado puede ser derivada
de las leyes generales de la mecánica. Por consiguiente, la cuestión de
saber por qué una estructura anatómica determinada está asociada a
funciones específicas puede ser irresoluble, no porque esté más allá
de nuestras capacidades hallar una respuesta, sino simplemente por­
que la cuestión, en el sentido en el que se la suele entender, pide algo
que es lógicamente imposible. En resumen, la estructura anatómica
no determina lógicamente la función, aunque de hecho la estructura
anatómica específica que posee un organismo pone límites a los ti­
pos de actividades que puede desarrollar el organismo. Y recíproca­
mente, el esquema de conducta que manifiesta un organismo no im­

558
plica lógicamente una estructura anatómica única, aunque de hecho
un organismo manifiesta m odos específicos de actividad sólo cuan­
do sus partes poseen una estructura anatómica determinada y de un
tipo definido.
Se desprende de las consideraciones anteriores que la distinción
entre estructura y función no recubre nada que distinga a la biología
de las ciencias físicas o que requiera el uso en la biología de una lógi­
ca distintiva de la explicación. N uestro examen no ha tenido por ob­
jeto negar las diferencias patentes entre la biología y otras ciencias
naturales con respecto al papel de los análisis funcionales. Tam poco
ha sido su propósito arrojar dudas sobre la legitimidad de tales ex­
plicaciones en cualquier dominio en el que sean apropiadas debido al
carácter especial de los sistemas investigados. El objeto de nuestro
examen ha sido solamente mostrar que el predominio de las explica­
ciones teleológicas en la biología no configura un esquema de expli­
cación incomparablemente distinto del común en las ciencias físicas,
y que el uso de tales explicaciones en la biología no es razón sufi­
ciente para sostener que esta disciplina exige una lógica de la investi­
gación radicalmente diferente.

2. E l p u n t o d e v is t a d e l a b i o l o g í a o r g a n i c i s t a

El vitalismo del tipo esencial propugnado por Driesch y otros


biólogos del siglo xix y de las primeras décadas del siglo xx en la ac­
tualidad ha sido abandonado casi totalmente en la filosofía de la bio­
logía. Esa concepción ha dejado de tener preponderancia, quizás
menos como consecuencia de las críticas metodológicas y filosóficas
a las que ha sido sometido el vitalismo que a causa de la esterilidad
de éste como guía de la investigación biológica y al superior valor
heurístico de otros enfoques del estudio de los fenómenos vitales.
Sin embargo, la concepción cartesiana de la biología, que ha tenido
históricamente gran influencia y que considera a esta disciplina sim­
plemente como un capítulo de la física, sigue encontrando gran re­
sistencia. Muchos biólogos destacados que no hallan ningún mérito
en el vitalismo abrigan dudas igualmente intensas acerca de la vali­
dez del programa cartesiano; y a veces exponen razones que ellos
consideran concluyentes para afirmar la irreducibilidad de la biolo­
gía a la física y la autonomía intrínseca del método biológico. El

559
punto de vista desde el cual se expone esta tesis antivitalista pero
también antimecanicista es llamado comúnmente «biología organi-
cista». Ésta abarca toda una variedad de doctrinas biológicas espe­
ciales que no siempre son compatibles unas con otras. Sin embargo,
las doctrinas que caen bajo dicha expresión comparten generalmen­
te la premisa común de que las explicaciones de tipo «mecanicista»
no son apropiadas para los fenómenos vitales. Examinaremos ahora
las principales tesis de la biología organicista.

1. Aunque los biólogos organicistas niegan lo adecuado, ya que


no siempre la posibilidad, de las «teorías mecanicistas» para los pro­
cesos vitales, con frecuencia no está muy claro qué es aquello contra
lo cual protestan. Pero esta falta de claridad indudablemente va a la
par con la ambigüedad que distingue, a menudo, a los enunciados de
los objetivos y el programa de los «mecanicistas» confesos de la bio­
logía. C om o hemos tenido ocasión de observar en un capítulo ante­
rior, la palabra «mecanicismo» tiene una variedad de significados, y
los «mecanicistas» *de la biología, tanto como sus opositores, no se
toman mucho trabajo para explicar el sentido en el cual la emplean.
H ay biólogos que se declaran mecanicistas simplemente en el am­
plio sentido de que creen que los fenómenos vitales se producen en
un orden determinado y que las condiciones de su aparición son
estructuras espaciotemporales de los cuerpos. Pero tal opinión es
compatible con la visión de todas las escuelas de la biología, con ex­
cepción de los vitalistas y los indeterministas radicales; en todo caso,
cuando se entiende de tal m odo el mecanicismo en la biología, no
hay nada que separe a quienes lo defienden de la mayoría de los bió­
logos organicistas. También ha habido biólogos que se proclamaron
mecanicistas en el sentido de que todos los fenómenos vitales son
explicables exclusivamente en términos de la ciencia de la mecánica
(más específicamente, en términos de teorías mecánicas puras o uni­
tarias, en el sentido expuesto en el capítulo VII), y que creen, por
ende, que los seres vivos son «m áquinas», en el sentido original de
esta palabra. Pero es dudoso que actualmente haya biólogos que
sean mecanicistas en este sentido. L o s mismos físicos han abandona­
do hace tiempo la esperanza del siglo x v i i de crear una ciencia uni­
versal de la naturaleza dentro del marco de las ideas fundamentales
de la mecánica clásica. Y puede afirmarse con seguridad que ningún
biólogo contemporáneo se adhiere literalmente al programa cartesia­

560
no de reducir la biología a la ciencia de la mecánica, especialmente a
la mecánica de la acción por contacto.
D e todos m odos, la mayoría de los biólogos actuales que se con­
sideran mecanicistas defienden una concepción que es, al mismo
tiempo, mucho más específica que la tesis general del determinismo
causal y mucho menos restrictiva que aquella que identifica una ex­
plicación mecanicista con una explicación en términos de la ciencia
de la mecánica. U n mecanicista en biología, según supondremos, es
alguien que cree, como Jacques Loeb, que todos los procesos vitales
«pueden ser explicados inequívocamente en términos fisicoquími-
cos»,10 esto es, en términos de teorías y leyes clasificadas, por con­
senso general, dentro de la física y de la química. Pero no debe en­
tenderse que el mecanicismo biológico, entendido de este modo,
niega que los seres vivos tengan una organización sumamente com­
pleja. Por el contrario, la mayoría de los biólogos que adoptan tal
punto de vista por lo común destacan muy enfáticamente que las ac­
tividades de los organismos vivientes no son explicables analizando
«meramente» su composición física y química sin tomar en cuenta
su «estructura u organización ordenada». Así, la caracterización de
Loeb de un ser vivo como una «máquina química» es un reconoci­
miento obvio de tal organización. E. B. Wilson lo reconoce aún más
explícitamente, pues declara, después de definir el «desarrollo» del
plasma germinal como la totalidad de las operaciones por las cuales
el germen da origen a su producto típico, que el curso particular de
este desarrollo

está determ inado (en condiciones norm ales) p o r la «organ ización » espe­
cífica de las células germ inales que constituyen su pu n to de partida. T o ­
davía no poseem os ninguna concepción adecuada de esta organización,
aunque sabem os que una parte m uy im portante de la m ism a está repre­
sentada p o r el núcleo. [...] Su naturaleza constituye uno de los principales
problem as no resueltos de la naturaleza. [...] Sin em bargo, el único cam i­
no posible para su exploración es la concepción m ecanicista según la cual
la organización de la célula germ inal debe ser rastreable de alguna m ane­
ra hasta las propiedades fisicoquím icas de sus sustancias com ponentes y
las configuraciones específicas que éstas puedan ad op tar.11

10. Jacques Loeb, The Mechanistic Conception o f Life, Chicago, 1912.


11. E. B. W ilson, op. cit., pág. 1.037, citado con la amable autorización de
The Macmillan Com pany, N ueva York.

561
Si este es el contenido del mecanicismo biológico actual y si los
biólogos organicistas, al igual que los mecanicistas, rechazan la p o s­
tulación de agentes «vitalistas» no materiales cuya operación expli­
que los procesos vitales, ¿en qué difiere el enfoque y el contenido de
la biología organicista de los del mecanicismo? L o s puntos principa­
les de divergencia, destacados por los mismos biólogos organicistas,
parecen ser los siguientes:

a. Es un error suponer que la única alternativa del vitalismo es el


mecanicismo. H ay sectores de la investigación biológica en los cuales
las explicaciones fisicoquímicas desempeñan un papel escaso o nulo
en la actualidad, y se han utilizado con éxito muchas teorías biológi­
cas que no tienen un carácter fisicoquímico. Por ejemplo, se dispone
de un imponente conjunto de conocimientos experimentales sobre los
procesos embriológicos, aunque pocas de las regularidades descubier­
tas puedan ser explicadas por el momento en términos exclusivamen­
te fisicoquímicos. Tampoco la teoría de la evolución, aun en su forma
actual, ni la teoría genética de la herencia se basan en suposiciones fi­
sicoquímicas definidas sobre los procesos vitales. Ciertamente, no es
inevitable que las explicaciones mecanicistas eventualmente prevalez­
can en estos dominios y puesto que, de todos modos, éstos están sien­
do fructíferamente explorados sin ninguna adhesión obligatoria a la
tesis mecanicista, los biólogos organicistas poseen al menos alguna ra­
zón para dudar del triunfo final de esta tesis en todos los sectores de la
biología. Pues así como los físicos pueden sostener con fundamento
que una rama de la física (por ejemplo, la teoría electromagnética) no
es reducible a alguna otra rama de la ciencia (por ejemplo, a la mecá­
nica), así también los biólogos organicistas pueden tener buenas razo­
nes para adherirse a una opinión análoga con respecto a la relación de
la biología con las ciencias físicas. Así, hay en la biología una genuina
alternativa tanto del vitalismo como del mecanicismo, a saber, el desa­
rrollo de sistemas explicativos que utilicen conceptos y afirmen rela­
ciones no definidas ni derivadas de las ciencias físicas.

b. Pero los biólogos organicistas por lo general afirman más que


esto. Muchos de ellos también sostienen que los métodos analíticos
de las ciencias fisicoquímicas son intrínsecamente inadecuados para
el estudio de los organismos vivientes; que los problemas centrales
vinculados con los procesos vitales requieren un enfoque diferente; y

562
que, siendo la biología intrínsecamente irreducible a las ciencias físi­
cas, es menester rechazar las explicaciones mecanicistas como objeti­
vo último de la investigación biológica. U na de las razones común­
mente aducidas en defensa de esta tesis más radical es la naturaleza
«orgánica» de los sistemas biológicos. En verdad, quizás el tema do­
minante sobre el cual los biólogos organicistas elaboran tantas varia­
ciones es el del carácter «integrado», «holístico» y «unificado» de un
ser vivo y de sus actividades. Los seres vivos, a diferencia de los siste­
mas inanimados, no son estructuras débilmente unidas de partes in­
dependientes y separables, no son agrupaciones de tejidos y órganos
que mantienen entre sí relaciones puramente externas. Los seres vi­
vos son «totalidades» y deben ser estudiados como tales; no son me­
ras «sum as» de partes aislables, y no es posible entender o explicar
sus actividades si se supone lo contrario. Pero las explicaciones me­
canicistas conciben los organismos vivientes como «máquinas» de
partes independientes y, por ende, adoptan un punto de vista «aditi­
vo» para analizar los fenómenos vitales. Por consiguiente, puesto que
el organismo en su conjunto «tiene una cierta unidad y una comple-
titud», que no son tomadas en cuenta al analizarlo en sus procesos
elementales, E. S. Russell concluye que «las actividades del organis­
mo como un todo deben ser consideradas de un orden diferente al de
las relaciones fisicoquímicas, tanto en sí mismas como para los pro­
pósitos de nuestra comprensión».12 Por lo tanto, la biología debe ob­
servar dos «leyes metodológicas fundamentales»: «la actividad del
todo no puede ser explicada completamente en términos de las acti­
vidades de las partes aisladas por el análisis»; y «no es posible enten­
der cabalmente ninguna parte de una entidad viva ni ningún proceso
particular de una unidad orgánica compleja, si se los aísla de la es­
tructura y las actividades del organismo como un todo».13

12. E. S. Russell, The Interpretation o f Development and Heredity, O x ­


ford, 1930, págs. 171-172.
13. Ibid., págs. 146-147. Declaraciones similares de la tesis central de la bio­
logía organicista se encontrarán en Russell, Directiveness o f Organic Activities,
Cam bridge, Reino U nido, 1945, esp. caps. 1 y 7; Ludw ig von Bertalanffy, Theo-
retische Biologie, Berlín, 1932, cap. 2; del m ism o autor M odem Theories o f D e­
velopment, O xford, 1933, cap. 2; también Problems o f Life, N ueva Y ork y Lon ­
dres, 1952, caps. 1 y 2; y W. E. Agar, The Theory o f the Living Organism ,
M elbourne y Londres, 1943.

563
c. U n punto adicional, estrechamente relacionado con el ante­
rior, que destaca la biología organicista es la «organización jerárqui­
ca» de los entes y procesos vitales. Así, se sabe que una célula es una
estructura form ada por diversos constituyentes, com o el núcleo, los
cuerpos de G olgi y las membranas, cada uno de los cuales puede ser
analizable en otras partes, y éstas a su vez en otras, de m odo que el
análisis termina, presumiblemente, en las moléculas, los átom os y
sus partes «últim as». Pero en los organismos multicelulares la célula
también es un elemento de la organización de un tejido, el tejido for­
ma parte de algún órgano, el órgano es miembro de un sistema de
órganos y éste es un constituyente del organismo integrado. E s evi­
dente que estas diversas «partes» no aparecen en el mismo «nivel» de
organización. En consecuencia, los biólogos organicistas dan gran
énfasis al hecho de que un cuerpo animado ho es un sistema de par­
tes homogéneas en complejidad de organización, sino que, por el
contrario, las «partes» en las cuales se analiza un organismo deben
ser distinguidas según los diferentes niveles de algún tipo particular
de estructura jerárquica (puede haber varios tipos semejantes) a la
cual pertenezcan las partes. Ahora bien, los biólogos organicistas no
niegan que sea posible dar explicaciones fisicoquímicas de las activi­
dades de las partes en los niveles «inferiores» de una jerarquía. Tam ­
poco niegan que las propiedades fisicoquímicas de las partes en los
niveles inferiores «condicionen» o «limiten» de diversas maneras la
aparición y los m odos de acción de niveles de organización superio­
res. Pero niegan que los procesos de los niveles superiores de una je­
rarquía estén «causados» o sean plenamente explicables en términos
de propiedades de niveles inferiores. Se admite que la bioquímica es
el estudio de las «condiciones» en las cuales las células y los organis­
mos actúan como lo hacen. L a biología organicista, en cambio, in­
vestiga las actividades de todo el organismo, «actividades a las que
considera «condicionadas por los m odos de acción de unidades infe­
riores, pero irreducibles a éstos».14

14. Russell, The Interpretation o f the Development an d H eredity, pág. 187.


U n punto de vista análogo se encontrará en Ludw ig von Bertalanffy y A lex B.
N ovikoff, «The Conception of Integrative Levels and B iology», Science, vol.
101, 1945, págs. 209-215, y la discusión de este artículo en el m ism o volumen,
págs. 582-585, y en el vol. 102,1945, págs. 405-406. U n análisis cuidadoso y so ­
brio de la naturaleza de la organización jerárquica en la biología y de su vincu­

564
Examinaremos ahora estas presuntas diferencias entre los enfo­
ques organicista y mecanicista de la biología y trataremos de evaluar
la afirmación de que el enfoque mecanicista es, en general, inadecua­
do para los fenómenos biológicos.

2. En primera instancia, los únicos problemas que plantea la bio­


logía organicista son los que ya hemos examinado en conexión con
la doctrina de la emergencia y la reducción de una ciencia a otra. En
realidad, hay otras cuestiones en juego. En la medida en que los pro­
blemas son los de la reducción, podemos desembarazarnos de ellos
rápidamente.
Recordemos ante todo las dos condiciones formales, examinadas
con cierta extensión en el capítulo anterior, que son necesarias y su­
ficientes para la reducción de una ciencia a otra. Cuando se las enun­
cia con especial referencia a la biología y la fisicoquímica, adoptan la
siguiente forma:

a. L a condición de conectabilidad. T odos los términos de una ley


biológica que no pertenecen a la ciencia primaria (como «célula»,
«m itosis» o «herencia») deben estar «conectados» con expresiones
construidas a partir del vocabulario teórico de la física y la química
(a partir de términos como «longitud», «carga eléctrica», «energía libre»,
etc.). Estas conexiones pueden ser de diversos tipos. L os significados
de las expresiones biológicas pueden ser analizables y, quizás, hasta
explícitamente definibles en términos de expresiones fisicoquímicas,
de m odo que, en el caso límite, las expresiones biológicas sean elimi-
nables en favor de los términos fisicoquímicos. O tro modo alterna­
tivo de conexión es que las expresiones biológicas estén asociadas a
expresiones fisicoquímicas mediante algún tipo de definición coor­
dinadora, de manera que las conexiones tengan el carácter lógico de
convenciones. Finalmente, y éste es el caso más frecuente, los térmi­
nos biológicos pueden estar conectados con términos fisicoquímicos
sobre la base de suposiciones empíricas, de m odo que las condicio­
nes suficientes (y quizá también las necesarias) para la aparición de

lación con la posibilidad de la explicación mecanicista se encontrará en J. H.


W oodger, Biological Principies, N ueva York, 1929, cap. 6, y en el artículo del
mismo autor «The “ Concept of O rganism ” and the Relation Between Em bryo-
logy and Genetics», Quarterly Review o f Biology, vol. 5, 1930, y vol. 6, 1931.

565
todo lo designado p or los términos biológicos puedan ser form ula­
das mediante expresiones fisicoquímicas. Así, si el término «crom o­
som a» no puede ser asociado de ninguna de las dos primeras formas
con alguna expresión construida a partir del vocabulario teórico de
la física y la química entonces debe ser posible formular, sobre la
base de una ley aceptada, las condiciones de verdad de una oración
de la form a «x es un crom osom a» por medio de una oración total­
mente construida a partir de ese vocabulario.

b. L a condición de deducibilidad. T oda ley biológica, teórica o


experimental, debe ser lógicamente deducible de una clase de enun­
ciados pertenecientes a la física y la química. Las premisas de estas
deducciones contendrán una selección apropiada de las suposiciones
teóricas de la disciplina primaria, así como enunciados que formulen
las asociaciones entre términos biológicos y fisicoquímicos requeri­
das por la condición de conectabilidad. En general, algunas de las pre­
misas enunciarán, en el vocabulario de la ciencia primaria, las condi­
ciones límites o las configuraciones espaciotemporales especiales en
las cuales se aplican las suposiciones teóricas.
C om o indicamos en el capítulo anterior, la condición de la de­
ducibilidad no puede cumplirse a menos que se satisfaga la con­
dición de conectabilidad. Está fuera de duda, sin embargo, que la
tarea de satisfacer la primera de estas condiciones está lejos de ha­
berse completado en la biología. Todavía no conocemos, por ejem­
plo, la com posición química detallada de los crom osom as de células
vivas. Por lo tanto, no podem os enunciar en términos exclusivamen­
te fisicoquím icos las condiciones para la aparición de esas partes or­
gánicas, ni, p or ende, enunciar en tales términos las condiciones de
verdad para la aplicación de la palabra «crom osom a». A fortiori, no
podem os form ular por el momento en lenguaje fisicoquím ico la es­
tructura de ninguno de los sistemas tales como núcleos celulares,
células o tejidos, de los cuales forman parte los crom osom as. Por
consiguiente, en el estado actual del conocimiento biológico es ló ­
gicamente im posible deducir la totalidad de las leyes y teorías bio­
lógicas de suposiciones puramente fisicoquímicas. En resumen, en
la actualidad la biología no es simplemente un capítulo de la física
y la química.
L os biólogos organicistas, pues, pisan suelo firme al sostener que
las explicaciones mecanicistas de todos los fenómenos biológicos

566
son actualmente imposibles, y que lo seguirán siendo hasta que pue­
da demostrarse que los términos descriptivos y teóricos de la biolo­
gía satisfacen la primera condición para la reducción de esta ciencia
a la física y la química; es decir, hasta que sea posible especificar ex­
haustivamente en términos fisicoquímicos la composición de cada
parte o proceso de las entidades vivientes, así como la distribución y
disposición de sus partes en cualquier instante dado. Además, aun
cuando se cumpliera esta condición, no por ello quedaría asegurado
el triunfo del punto de vista mecanicista. Pues, como ya hemos seña­
lado, el cumplimiento de la condición de conectabilidad es un requi­
sito necesario pero no suficiente, en general, para la absorción de la
biología por la física y la química. Aunque se cumpliera la condición
de conectabilidad, quedaría en pie la cuestión de saber si todas las le­
yes biológicas son o no deducibles de las suposiciones teóricas ac­
tuales de estas ciencias físicas. L a respuesta a esta cuestión es, quizá
negativa, ya que la teoría fisicoquímica puede no ser suficientemen­
te poderosa en su form a actual como para permitir la derivación de
varias leyes biológicas, aunque estas leyes sólo contuvieran términos
ligados adecuadamente con expresiones pertenecientes a esas disci­
plinas primarias. Debe observarse también que, aun cuando se cum­
plieran ambas condiciones formales para la reducibilidad de la bio­
logía, tal reducción podría tener muy poca importancia científica, en
caso de que tuviera alguna, por la razón de que podrían no realizar­
se adecuadamente las condiciones llamadas «no formales».
Por otra parte, los hechos citados y la argumentación examinada
hasta ahora no garantizan la conclusión de que la biología es en prin­
cipio irreducible a las ciencias físicas. L a tarea con la cual se enfren­
ta una reducción propuesta es sumamente difícil, según se admite
habitualmente; y sin duda para muchos estudiosos, si no totalmente
inútil, en la actualidad no vale la pena abordarla. Sin embargo, aún
no se ha hallado ninguna contradicción lógica en la suposición de
que quizás puedan satisfacerse algún día tanto las condiciones for­
males como las no formales para la reducción de la biología. Por lo
tanto, podem os finalizar esta parte de nuestro examen con la con­
clusión de que la cuestión relativa a si la biología es o no reducible a
la fisicoquímica queda en pie, que no se la pueda resolver mediante
un razonamiento a priori y que la respuesta a la misma sólo la puede
suministrar la ulterior investigación experimental y lógica.

567
3. Volvam os ahora a la argumentación en defensa de la «autono­
mía» intrínseca de la biología basada en el hecho de que los sistemas
vivientes están organizados jerárquicamente. E l peso principal de la
argumentación, como hemos visto reside en que las propiedades y
m odos de conducta que aparecen en un nivel superior de tal jerar­
quía no pueden ser explicados, en general, com o resultantes de pro­
piedades y conductas manifestados por partes aislables pertenecien­
tes a niveles inferiores de la estructura de un organismo.
N o hay ninguna controversia seria entre los biólogos acerca de la
tesis según la cual las partes y los procesos en los cuales son analiza­
bles los organismos vivos pueden ser clasificados en términos de sus
ubicaciones respectivas en jerarquías de diversos tipos, como la je­
rarquía esencialmente espacial mencionada antes. Tam poco hay de­
sacuerdo en lo que respecta a la afirmación de que las partes de un
organismo pertenecientes a determinado nivel de una jerarquía fre­
cuentemente presentan formas de interrelación y de actividad no ma­
nifestadas por las partes orgánicas pertenecientes a otro nivel. Así, un
gato puede acechar y cazar ratones; pero aunque el latido continuo de
su corazón es una condición necesaria de esas actividades, el corazón
del gato no puede realizar esos hechos. D e igual modo, el corazón
puede bombear la sangre contrayendo y relajando sus tejidos muscu­
lares, aunque ningún tejido puede mantener aisladamente la sangre
en circulación; y ningún tejido puede dividirse por fisión, aunque sus
células constituyentes tengan esta propiedad. Estos ejemplos bastan
para demostrar que los modos de conducta que aparecen en niveles
superiores de un sistema organizado jerárquicamente no quedan ex­
plicados meramente enumerando cada una de las diversas partes y
procesos de niveles inferiores del sistema como un agregado de ele­
mentos aislados y desvinculados. L os biólogos organicistas no niegan
que la aparición de características de nivel superior en organismos
vivientes estructurados jerárquicamente depende de la aparición, en
diferentes niveles de la jerarquía, de diversas partes componentes re­
lacionadas de maneras definidas. Pero sí niegan, con aparente razón,
que enunciados que formulan las características manifestadas por los
componentes de un organismo, cuando dichos componentes no son
partes de un organismo realmente vivo, puedan explicar de manera
adecuada la conducta del sistema vivo que contiene esos componen­
tes como partes relacionadas de modos complejos con otros elementos
en un todo estructurado jerárquicamente.

568
Pero, ¿estos hechos reconocidos bastan para demostrar la afirma­
ción según la cual las explicaciones mecanicistas son imposibles o ina­
decuadas para los fenómenos biológicos? Debe observarse que no
solamente en los materiales de la biología, sino también en los de la
física y de la química se manifiestan diversas formas de organización
jerárquica. Nuestras actuales teorías de la materia suponen que los
átomos son estructuras de cargas eléctricas, las moléculas organiza­
ciones de átomos, y los sólidos y líquidos sistemas complejos de m o­
léculas. Además, los datos disponibles indican que los elementos de
diferentes niveles de esta jerarquía presentan caracteres que sus par­
tes componentes no poseen invariablemente. Sin embargo, estos
hechos no han impedido elaborar teorías de gran amplitud para las más
elementales partículas y procesos de la física, en términos de las cua­
les ha sido posible explicar algunas, ya que no todas, de las propie­
dades fisicoquímicas que presentan objetos de una organización más
compleja. Sin duda, no poseemos en la actualidad una teoría vasta y
unificada capaz de explicar toda la gama de los fenómenos fisicoquí-
micos que aparecen en diversos niveles de organización, y no sabemos
si alguna vez se llegará a elaborar tal teoría. Por otra parte, conviene
destacar, a este respecto, que los organismos biológicos son «siste­
mas abiertos» que no están nunca en un estado de «verdadero equi­
librio», sino que en el mejor de los casos sólo están en un estado es­
table de «equilibrio dinámico» con su medio, porque continuamente
intercambian con éste no sólo energía, sino también sus mismos
componentes materiales.15 En este aspecto, los organismos vivos son
diferentes de los «sistemas cerrados» estudiados habitualmente en la
física actual. En realidad, la elaboración de una teoría adecuada de los
procesos fisicoquímicos en sistemas abiertos —por ejemplo, de una
termodinámica capaz de tratar tanto sistemas en equilibrio como
sistemas que no lo están— en la actualidad sólo se encuentra en una
temprana etapa de desarrollo. Sin embargo, queda en pie la circuns­
tancia de que hoy podem os explicar algunas características de siste­
mas bastante complejos con ayuda de teorías formuladas sobre la
base de relaciones entre otras teorías relativamente más simples, por
ejemplo, los calores específicos de los sólidos en términos de la teo­
ría cuántica, o los cambios de fase de los compuestos en términos de
la termodinámica de las mezclas. Esta circunstancia debe hacernos

15. L. von Bertalanffy, Problems o f Life, cap. 4.

569
vacilar en aceptar la conclusión de que la organización jerárquica de
los sistemas vivos excluye por sí misma una explicación mecanicista
de sus características.
Sin embargo, examinemos con mayor detalle algunos de los ar­
gumentos organicistas relativos a esta cuestión. U no de ellos ha sido
form ulado de manera muy convincente por J. H . W oodger, cuyos
análisis, cuidadosos pero favorables a ellas, de las nociones organi­
cistas constituyen importantes contribuciones a la filosofía de la
biología. W oodger sostiene que es esencial distinguir entre entida­
des químicas y conceptos químicos; considera que, si se tiene presen­
te tal distinción, ya no parece plausible suponer que una cosa pueda
ser descrita satisfactoriamente en términos de conceptos químicos
en form a exclusiva, por la sola razón de que la cosa se suponga com­
puesta de entidades químicas. Declara W oodger: «U n trozo de hie­
rro es una entidad química, y la palabra “ hierro” representa un con­
cepto químico. Pero supongamos que el hierro tiene la form a de un
atizador o un candado; entonces, aunque el hierro es aún analizable
químicamente de la misma manera que antes, no se lo puede descri­
bir totalmente en términos de conceptos químicos, pues ahora tiene
una organización por encima del nivel quím ico».16
N o hay duda alguna de que muchos de los usos que pueden dar­
se a los atizadores o a los candados de hierro no pueden ser descritos
en términos puramente fisicoquímicos. Pero, ¿el hecho de que un
trozo de hierro tenga la forma de un atizador o un candado impide
explicar una vasta clase de sus propiedades y m odos de conducta en
términos exclusivamente fisicoquímicos? La rigidez, la resistencia
mecánica y las propiedades térmicas del atizador o el mecanismo y
las cualidades de durabilidad del candado son, ciertamente, explica­
bles en tales términos, aunque pueda no ser necesario o conveniente
invocar una teoría física microscópica para explicar todas esas carac­
terísticas. Por consiguiente, el mero hecho de que un trozo de hierro
tenga una cierta organización no excluye la posibilidad de una expli­

16. J. H . W oodger, Biological Principies., pág. 263. W oodger continúa: «D el


m ismo m odo, un organism o es una entidad física en el sentido de que es una de
las cosas de las que tom am os conocimiento p or m edio de los sentidos, y es una
entidad química en el sentido de que es susceptible de análisis químico, como
sucede con cualquier otra entidad física, pero de esto no se desprende que pue­
da ser descripto de manera completa y satisfactoria en términos quím icos».

570
cación fisicoquímica de algunas de las características que presenta
como objeto organizado.
Algunos biólogos organicistas sostienen que, aunque fuéramos
capaces de describir con minucioso detalle la composición fisicoquí­
mica de un huevo fertilizado, no podríam os explicar de manera me-
canicista el hecho de que tal huevo normalmente se divide. En opinión
de E. S. Russell, por ejemplo, en la suposición indicada, podríamos
formular las condiciones fisicoquímicas de la división pero no p o ­
dríamos «explicar» el curso que toma el desarrollo».17
Esta afirmación plantea algunos de los problemas ya discutidos
acerca de la distinción entre estructura y función. Pero aparte de ta­
les problemas, esta afirmación parece reposar en un equívoco, si no
en una confusión. Es adpiisible sostener que un conocimiento de la
composición fisicoquímica de un organismo biológico no basta para
explicar mecánicamente sus modos de acción, como no basta una
enumeración de las partes de un reloj, junto con una descripción de
su distribución y ordenamiento espacial, para explicar o predecir la
conducta de este aparato. Para elaborar tal explicación, también de­
bemos suponer una teoría o un conjunto de leyes (en el caso del re­
loj, la teoría de la mecánica) que formulen la manera como ciertos
elementos actúan cuando aparecen en alguna distribución y ordena­
miento iniciales, y que permita el cálculo (y, por consiguiente, la
predicción) del desarrollo ulterior de este sistema organizado de ele­
mentos. Además, es concebible que, a pesar de nuestra presunta ca­
pacidad, en una etapa determinada del conocimiento científico, para
describir con todo detalle la composición fisicoquímica de una enti­
dad viviente, no podam os deducir de las teorías fisicoquímicas del
momento el curso de desarrollo del organismo. En resumen, es con­
cebible que se satisfaga en un momento determinado la primera pero
no la segunda condición formal de la reducibilidad. Pero es un error
suponer que una explicación totalmente codificada de las ciencias
naturales sólo puede consistir en premisas de contenido específico
que formulen condiciones iniciales y limitantes pero no contengan
enunciados de leyes o teorías. Es una confusión elemental sostener
que, puesto que una determinada teoría fisicoquímica (o una clase de
tales teorías) no es capaz de explicar ciertos fenómenos vitales, es

17. E. S. Russell, The Interpretation o f the Development an d Heredity,


pág. 186.

571
imposible, en principio, construir y establecer una teoría mecanicis-
ta que pueda hacerlo.
Por otra parte, sería insensato subestimar la enormidad de la ta­
rea que tiene ante sí el program a mecanicista en la biología a causa de
la intrincada organización jerárquica de los seres vivos. Tam poco
debemos descartar las protestas de los biólogos organicistas contra
aquellas versiones de la tesis mecanicista que parecen ignorar la exis­
tencia de tal organización. Gom o han observado a menudo los bió­
logos de todas las escuelas, no hay una «sustancia viva» homogénea
y estructuralmente indiferenciada que sea análoga a la «sustancia co­
bre». Sin embargo, ha habido mecanicistas que ,en sus form ulacio­
nes del método biológico, si no en su actividad práctica com o inves­
tigadores, han afirmado lo contrario. Por consiguiente, vale la pena
destacar que los fenómenos objeto de sus investigaciones han obli­
gado a los biólogos a reconocer no un tipo único de organización je­
rárquica de los seres vivos, sino diversos tipos, y que un problema
fundamental del análisis de los procesos de desarrollo orgánicos es el
descubrimiento de las interrelaciones precisas entre tales jerarquías.
L a jerarquía citada con mayor frecuencia es la que engendra la re­
lación de inclusión espacial, como en el caso de las partes de la célula,
las células, los órganos y los organismos. Sin embargo, cualquiera
que sea el criterio razonable que se adopte para distinguir entre di­
versos «niveles» de tal jerarquía, resulta que hay partes corporales en
la mayoría de los organismos (como el plasma sanguíneo) que no
pueden adecuarse a él. Además, hay tipos de jerarquía que no son
primordialmente espaciales. Así, hay una «jerarquía de la división»
cuyos elementos son las células y que se genera por la división de un
cigoto y de sus descendientes celulares. L os biólogos también adm i­
ten una «jerarquía de procesos». L a jerarquía de procesos fisicoquí-
micos en un músculo, por ejemplo, comprende la contracción del
músculo, la reacción de un sistema de músculos, la reacción del or­
ganismo animal como un todo y otros tipos que podrían agregarse a
esta breve lista. Sea como fuere, cabe observar que en el desarrollo
embriológico la jerarquía espacial cambia, ya que en este proceso se
elaboran nuevas partes espaciales. Puede expresarse este hecho di­
ciendo que, cuando se compara la jerarquía de la división de un em­
brión en momentos diferentes, su jerarquía espacial en un momento
posterior contiene elementos que no existían en momentos anterio­
res. Por consiguiente, los biólogos organicistas tienen razón, obvia­

572
mente, al afirmar que, en gran medida, la investigación biológica se
ocupa de establecer relaciones de interdependencia entre diversas es­
tructuras jerárquicas de los entes vivos.18
Ahora enunciemos brevemente la form a esquemática de una or­
ganización jerárquica (no necesariamente espacial), con el propósito
de evaluar en términos generales un elemento de la crítica organicis-
ta al mecanicismo biológico. Supongamos que S es un sistema bioló­
gico analizable en tres constituyentes principales, A, B y C, de modo
que se pueda concebir a S como el complejo relacional R (A , B , C),
donde R es una relación. Supongamos, además, que cada constitu­
yente principal es analizable a su vez en constituyentes subordina­
dos: (aly a 2,..., a,), (bu b2, b¡) y (q , c2, ..., ck), respectivamente, de
m odo que los constituyentes principales de S pueden ser representa­
dos por los complejos relaciónales R A (al f ..., a X R b (^ i> bt) y R c
(cl5..., ck). L os a , b y c pueden ser aún más analizables, pero para ma­
yor simplicidad supondremos que la organización jerárquica de S
sólo tiene dos niveles. También estipularemos que algunos de los a
(y análogamente algunos de los b y los c) mantienen entre sí diversas
relaciones especiales, sujetas a la condición de que todos ellos están
relacionados por R A para constituir A (con condiciones análogas
para los b y los c), Además, supondremos que algunos de los a pue­
den hallarse en otras relaciones especiales con algunos de los b y los c,
bajo la condición de que los complejos A, B y C estén relacionados
por R para constituir S. Si S constituye tal jerarquía, un objetivo de
la investigación de S será descubrir sus diversos constituyentes y es­
tablecer las regularidades en las relaciones que los conectan con S y
con constituyentes del mismo nivel o de niveles diferentes.
El logro de ese propósito requerirá, en general, la solución de
muchas dificultades serias. Para descubrir en qué contribuye la pre­
sencia de A, por ejemplo, a las características manifestadas por S
como un todo, puede ser necesario determinar cómo sería S en ausen­
cia de A y cómo se comporta A cuando no form a parte de S. Pueden
presentarse graves problemas experimentales al tratar de aislar e iden­
tificar tales influencias causales. Pero aparte de estos problemas, en
algún punto debe enfrentarse la cuestión fundamental relativa a si el

18. Véanse los escritos de W oodger citados antes, así com o su Axiomatic
Method in Biology, Cam bridge, Reino U nido, 1937; y también L. von Berta-
lanffy, Problems o f Life, cap. 2.

573
estudio de A, cuando se lo ubica en un medio diferente en varios as­
pectos del que provee S, puede ofrecer una información atinente a la
conducta de A cuando aparece como constituyente real de S. Supon­
gamos, sin embargo, que poseem os una teoría T acerca de los com ­
ponentes a de A, tal que si se supone que los a están en la relación R A
cuando aparecen en un medio £ , es posible demostrar con ayuda de
T cuáles son exactamente las características propias de A en este me­
dio. Bajo esta suposición, puede no ser necesario experimentar con
A aisladamente de S. Pero la cuestión fundamental indicada quedará
sin resolver, a menos que la teoría T permita extraer conclusiones no
sólo cuando los a están en la relación R A en algún medio artificial £ ,
sino también cuando se encuentran en esta relación en el medio par­
ticular que contiene a los b y c, todos ellos organizados conjunta­
mente por las relaciones R B>R c y R • Sin tal teoría, ocurrirá por lo ge­
neral que la única manera de establecer cuál es exactamente el papel
que A desempeña en S es estudiar a A como componente real del
complejo relacional R (.A, B, C).
Por consiguiente, los biólogos organicistas tienen razón al insis­
tir en el principio general de que «una entidad que tiene el tipo je­
rárquico de organización que encontramos en el organismo debe ser
investigada en todos los niveles, y la investigación de un solo nivel
no puede reemplazar a la necesidad de investigar niveles superiores
de la jerarquía».19 Por otra parte, este principio no implica la im po­
sibilidad de elaborar explicaciones mecanicistas para los fenómenos
vitales, aunque a veces los biólogos organicistas parecen creer lo
contrario. En particular, si los a, b y c del esquema anterior son las
entidades submicroscópicas de la física y la química, S es un organis­
mo biológico y T es una teoría fisicoquímica, no es imposible que las
condiciones para la aparición de los complejos relaciónales A > B ,C y
S puedan ser especificadas en términos de los conceptos fundamen­
tales de T y, además, que las leyes concernientes a la conducta de A ,
B , C y S puedan ser deducidas de T. Pero, como hemos sostenido en
el capítulo anterior, de hecho, que una ciencia (como la biología) sea
o no reducible a alguna ciencia primaria (como la fisicoquímica) de­
pende del carácter de la teoría particular empleada en la disciplina
primaria en el momento en el cual se plantea la cuestión.

19. J. H . W oodger, Biological Principies, pág. 316.

574
4. Finalmente, debemos pasar a la que parece ser la razón princi­
pal de la actitud negativa de los biólogos organicistas hacia las expli­
caciones mecanicistas de los fenómenos vitales, a saber, la presunta
«unidad orgánica» de las entidades vivas y la consiguiente im posibi­
lidad de analizar las totalidades biológicas como «sum as» de partes
independientes. El que esta razón sea o no válida depende, obvia­
mente, de los sentidos que se asignen a las expresiones clave «unidad
orgánica» y «sum a». Es muy poco lo que han hecho los biólogos or­
ganicistas para aclarar el significado de estos términos, pero al me­
nos hemos intentado realizar una clarificación parcial en los capítu­
los anterior y presente de este libro. A la luz de ese examen anterior
podem os desembarazarnos de manera relativamente breve del pro­
blema que estamos considerando.
Supongamos, como los biólogos organicistas, que una entidad
viva posea una «unidad orgánica», en el sentido de que sea un siste­
ma teleológico que manifieste una organización jerárquica de partes
y procesos, de m odo que las diversas partes estén entre sí en relacio­
nes complejas de interdependencia causal. Supongamos también que
las partículas y procesos de la física y la química constituyen los ele­
mentos del nivel inferior de este sistema jerárquico, y que T es el
cuerpo actual de teorías fisicoquímicas. Finalmente, asociemos con
la palabra «sum a» del enunciado «un organismo vivo no es la suma
de sus partes fisicoquímicas» el sentido de «reducibilidad» asignado
a la palabra en el capítulo anterior. Entonces, se entenderá que el
enunciado afirma que, aun cuando se establezcan adecuadas condi­
ciones fisicoquímicas iniciales y condiciones limitantes, no es posi­
ble deducir de T la clase de leyes y otros enunciados acerca de las en­
tidades vivientes consideradas por lo común como pertenecientes al
ámbito de la biología.
C on una importante reserva, el enunciado concebido de esta ma­
nera muy bien puede ser verdadero, y probablemente representa la
opinión de la mayoría de los estudiosos de los fenómenos vitales,
sean o no biólogos organicistas. Tal afirmación recibe una acepta­
ción amplia, a pesar de que en muchos casos se han determinado
condiciones fisicoquímicas para los procesos biológicos. Así, un
huevo no fertilizado de erizo de mar normalmente no se convierte
en un embrión. Sin embargo, los experimentos han demostrado que,
si se coloca ese huevo durante unos dos minutos en agua de mar, a la
que se agrega una cierta cantidad de ácido acético, y luego se lo tras­

575
lada a agua de mar común, el huevo comienza a dividirse y a desa­
rrollar larvas. Pero aunque este hecho ciertamente constituye una
prueba impresionante del carácter fisicoquímico de los procesos
biológicos, tal hecho aún no ha sido explicado completamente, en el
sentido estricto de «explicar», en términos fisicoquímicos. Pues na­
die ha demostrado todavía que el enunciado de que los huevos de
erizo de mar son susceptibles de una partenogénesis artificial en las
condiciones indicadas es deducible de las suposiciones puramente fi­
sicoquímicas T. Por consiguiente, si los biólogos organicistas sólo
hacen la afirmación de que, de f a d o , hasta ahora no se ha probado
que un sistema que posee la unidad orgánica de las entidades vivas
sea la sum a (en el sentido de reducibilidad) de sus constituyentes fi­
sicoquímicos, tal afirmación está indudablemente bien fundada.
Por otra parte, en las circunstancias prevalecientes de nuestro co­
nocimiento no cabe sorprenderse de que la partenogénesis artificial
de los huevos de erizo de mar no sea deducible de T. L a deducción
no es posible, aunque sólo sea porque no se satisfacen actualmente
los requisitos lógicos elementales para efectuarla. N inguna teoría
puede explicar el funcionamiento de un sistema concreto si no se
formula un conjunto completo de condiciones iniciales y limitantes
para la aplicación de la teoría, de una manera armónica con las no­
ciones específicas empleadas en la teoría. Por ejemplo, no es posible
deducir la distribución de cargas eléctricas en un conductor aislado
particular simplemente a partir de las ecuaciones fundamentales de
la teoría electrostática. E s necesario suministrar una información
concreta adicional en una form a prescrita por el carácter de la teo­
ría, en este caso, una información acerca de la form a y tamaño del
conductor, las magnitudes y la distribución de las cargas eléctricas
en la vecindad del conductor y el valor de la constante dieléctrica del
medio en el cual está contenido el conductor. En el caso de los hue­
vos de erizos de mar, aunque presumiblemente se conoce la com po­
sición fisicoquímica del medio en el cual los huevos no fertilizados
se convierten en embriones, aún se desconoce la composición fisico­
química de los huevos mismos, por lo cual no puede ser form ulada
para su inclusión en las indispensables condiciones concretas para la
aplicación de T. En términos más generales, no conocemos en la ac­
tualidad la composición fisicoquímica detallada de ningún organis­
mo viviente, ni las fuerzas que pueden actuar entre los elementos de
nivel inferior de su organización jerárquica. Por lo tanto, som os in­

576
capaces de enunciar en términos exclusivamente fisicoquímicos las
condiciones iniciales y limitantes necesarias para la aplicación de T a
los sistemas vitales. H asta que no podam os lograr esto, estaremos
incapacitados, en principio, para deducir leyes biológicas de la teoría
mecanicista. Por consiguiente, aunque puede ser cierto que un orga­
nismo vivo no es la suma de sus partes fisicoquímicas, los elementos
de juicio disponibles no dan apoyo a la afirmación de la verdad ni de
la falsedad de esa tesis.
Aunque el punto que acabamos de destacar tiene un carácter ele­
mental, los biólogos organicistas a menudo lo pasan por alto. A ve­
ces arguyen que, si bien puede ser posible ofrecer explicaciones me-
canicistas de algunas características de partes orgánicas cuando se las
estudia en «abstracción» (o aisladamente) del organismo como un
todo, tales explicaciones no son posibles cuando las partes funcio­
nan conjuntamente, en relaciones de dependencia mutua, como cons­
tituyentes reales de una entidad viviente. Pero esta afirmación igno­
ra el hecho fundamental de que las condiciones iniciales requeridas
por una explicación mecanicista de las características de partes orgá­
nicas que se manifiestan cuando dichas partes existen in vitro, son
generalmente insuficientes para explicar desde el punto de vista me­
canicista el funcionamiento conjunto de dichas partes en un organis­
mo biológico. Pues es evidente que cuando se aísla una parte del res­
to del organismo, se la coloca en un medio que habitualmente es
diferente de su medio normal, en el cual se encuentra en relaciones
de dependencia mutua con otras partes del organismo. Se desprende de
esto que las condiciones iniciales para usar una teoría determinada
con el fin de explicar la conducta de una parte aisladamente serán
también diferentes de las condiciones iniciales necesarias para usar
esta teoría con el fin de explicar esa conducta en el medio normal.
Por consiguiente, aunque pueda estar realmente fuera de nuestras
posibilidades reales del presente o de un futuro previsible especificar
las condiciones concretas necesarias para una explicación mecanicis­
ta del funcionamiento de partes orgánicas in situ, no hay nada en la
lógica de la situación que limite tales explicaciones, en principio, a
la conducta de partes orgánicas in vitro.
Debem os agregar un comentario final. Es importante distinguir
la cuestión de si es posible dar explicaciones mecanicistas de los fe­
nómenos vitales, de la cuestión, muy diferente, aunque relacionada
con la anterior, de si efectivamente es posible lograr en el laborato­

577
rio la síntesis de organismos vivos a partir de materiales inanimados.
M uchos biólogos parecen negar la primera posibilidad, a causa de su
escepticismo respecto a la segunda. Pero, en realidad, los dos p ro­
blemas son lógicamente independientes. En particular, aunque qui­
zás nunca se pueda elaborar de m odo artificial organismos vivos, de
esto no se infiere que los fenómenos vitales no puedan ser explicados
de manera mecanicista. U na ojeada a las conquistas de las ciencias fí­
sicas bastará para demostrar esta afirmación. N o tenemos poder para
crear nebulosas o sistemas solares, aunque poseem os teorías fisico­
químicas en términos de las cuales podem os comprender bastante
bien las nebulosas y los sistemas planetarios. Además, aunque la fí­
sica y la química modernas ofrecen explicaciones adecuadas acerca
de diversas propiedades de los elementos químicos en términos de la
estructura electrónica de los átomos, no hay razones que nos obli­
guen a creer, por ejemplo, que los hombres lograrán algún día elabo­
rar hidrógeno uniendo artificialmente los componentes subatóm i­
cos de esta sustancia. Por otra parte, el género humano desarrolló
habilidades (por ejemplo, en la construcción de viviendas, en la ma­
nufactura de aleaciones o en la preparación de alimentos) mucho an­
tes de llegar a explicaciones adecuadas de las características de los ar­
tículos elaborados artificialmente.
A pesar de las observaciones precedentes, los biólogos organicis-
tas a menudo presentan su crítica del programa mecanicista en la bio­
logía como si su realización equivaliera a la obtención de técnicas
para separar, literalmente, seres vivos y luego reconstruir los organis­
mos originales a partir de sus elementos desmembrados e indepen­
dientes. Pero las condiciones para lograr explicaciones mecanicistas
de los fenómenos vitales son muy diferentes de los requisitos para la
elaboración artificial de organismos vivos. La primera tarea depende
de la construcción de teorías fácticamente bien fundadas de las sus­
tancias fisicoquímicas; la segunda depende de la disponibilidad de ma­
teriales fisicoquímicos adecuados y de la invención de técnicas efecti­
vas para combinarlos y controlarlos. Q uizás sea improbable que se
logre alguna vez sintetizar organismos vivos en el laboratorio, si no
es con la ayuda de teorías mecanicistas de los procesos vitales; en au­
sencia de tales teorías, la elaboración artificial de entes vivos, si algu­
na vez se realizara, sería el resultado de un accidente afortunado pero
improbable. De todos modos, las condiciones para realizar estas ta­
reas evidentemente diferentes no son las mismas, y algún día puede

578
llegar a efectuarse una de ellas sin la otra. Por consiguiente, la nega­
ción de la posibilidad de explicaciones mecanicistas en la biología, so­
bre la base de la suposición básica de que estas condiciones coinciden,
no es una tesis convincentemente fundada.

L a principal conclusión de nuestro análisis es que los biólogos or-


ganicistas no han demostrado la autonomía absoluta de la biología ni
la imposibilidad intrínseca de lograr explicaciones fisicoquímicas de
los fenómenos vitales. Sin embargo, el énfasis que dan a la organiza­
ción jerárquica de los seres vivos y a la mutua dependencia de las par­
tes orgánicas no es descaminada. Pues, si bien la biología organicista
no ha apuntalado convincentemente todas sus afirmaciones, en cam­
bio ha demostrado el importante punto de que la búsqueda de expli­
caciones mecanicistas de los procesos vitales no es una condición sine
qua non para realizar estudios valiosos y fructíferos de tales procesos.
N o hay más fundamento para rechazar una teoría biológica (por
ejemplo, la teoría genética de la herencia) por no ser mecanicista (en
el sentido de «mecanicista» que hemos estado utilizando) del que hay
para descartar una teoría física (por ejemplo, la moderna teoría cuán­
tica) sobre la base de que no es reducible a una teoría de otra rama de
la ciencia física (por ejemplo, a la mecánica clásica). U na estrategia
juiciosa de investigación puede requerir que una disciplina determi­
nada sea cultivada como rama relativamente independiente de la cien­
cia, al menos durante un cierto período de su desarrollo, y no como
un apéndice de alguna otra disciplina, aunque las teorías de ésta sean
más generales y estén mejor establecidas que los principios explicati­
vos de la primera. L a protesta de la biología organicista contra el dog­
matismo a menudo asociado al punto de vista mecanicista en la bio­
logía es saludable.
Sin embargo, hay un aspecto negativo de la crítica organicista a ese
dogmatismo. A veces los biólogos organicistas se expresan como si un
análisis de los procesos vitales en función de la acción de partes distin­
guibles de los seres vivos implicara una visión seriamente deformada
de tales procesos. Por ejemplo, E. S. Russell ha sostenido que al anali­
zar las actividades de un organismo en procesos elementales «se pier­
de algo, pues la acción del todo tiene un cierto carácter unificado y
completo que no es tomado en cuenta en el proceso de análisis».20

20. E. S. Russell, The Interpretation o f Development an d Heredity, pág. 171.

579
Análogamente, J. S. Haldane sostenía que no podem os aplicar el ra­
zonamiento matemático a los procesos vitales, puesto que un trata­
miento matemático supone una posibilidad de separar sucesos en el
espacio «que la vida, como tal, no tiene». «Cuando abordamos la vida,
abordamos un todo indivisible».21 Y H . Wildon Carr, un filósofo pro­
fesional que se adhirió al punto de vista organicista y se convirtió en
uno de sus exponentes, declaraba: «L a vida es individual: sólo existe
en los seres vivos, y cada ser vivo es indivisible, es un todo no forma­
do por partes».22
Tales pronunciamientos manifiestan un ánimo intelectual que
constituye un obstáculo tan grande para el progreso de la investiga­
ción biológica com o el dogmatismo de los mecanicistas intransigen­
tes. En la biología, como en otras ramas de la ciencia, sólo se adquie­
re conocimiento mediante el análisis o el uso del llamado «m étodo
de abstracción», es decir, concentrando la atención en un conjunto
limitado de las propiedades que poseen las cosas e ignorando otras
(al menos por un tiempo), e investigando en condiciones controla­
das las características elegidas para su estudio. Pese a lo que afirman,
los biólogos organicistas también proceden de esta manera, pues no
hay ninguna otra alternativa efectiva. Por ejemplo, aunque J. S. H al­
dane proclamaba formalmente la «unidad indivisible» de los seres
vivos, no condujo sus estudios sobre la respiración y la química de la
sangre considerando al cuerpo como un todo indivisible. Sus inves­
tigaciones implicaban el examen de relaciones entre la conducta de
una parte del cuerpo (por ejemplo, la cantidad de dióxido de carbo­
no absorbida por los pulmones) y la conducta de otra parte del m is­
mo (la acción química de los glóbulos rojos). C om o todos los que
contribuyen al avance del conocimiento, los biólogos organicistas
deben hacer abstracciones y análisis en sus procedimientos de inves­
tigación. Deben estudiar el funcionamiento de diversas partes sepa­
radas de los organismos vivos en condiciones especiales y a menudo
creadas artificialmente, so pena de tomar equivocadamente afirma­
ciones poco aclaradoras y profusamente cargadas de términos como
«totalidad», «unificado» y «unidad indivisible» por expresiones de
genuino conocimiento.

21. J. S. Haldane, The Philosophical Basis o f Biology, Londres, 1931, pág. 14.
22. C itado p o r L. H ogben, The Na.tu.re o f Living M atter, Londres, 1930,
pág. 226.

580
Capítulo X III

PROBLEMAS METODOLÓGICOS
DE LAS CIENCIAS SOCIALES

El estudio de la sociedad humana y de la conducta humana mol­


deada por las instituciones sociales ha sido cultivado hace tanto
tiempo como la investigación de los fenómenos físicos y biológicos.
Sin embargo, buena parte de la «teoría social» que ha surgido de ese
estudio, en el pasado tanto como en el presente, es filosofía social y
moral más que ciencia social, y está formada en gran medida por re­
flexiones generales sobre la «naturaleza» del hombre, justificaciones
o críticas de diversas instituciones sociales, o esbozos de etapas del
progreso o la decadencia de las civilizaciones. Aunque los exámenes
de este tipo a menudo contienen penetrantes observaciones sobre las
funciones de diversas instituciones sociales del mundo humano, ra­
ramente pretenden basarse en indagaciones sistemáticas de datos
empíricos detallados concernientes al funcionamiento real de la so­
ciedad. Si se llega a mencionar tales datos, su función es en su mayor
parte anecdótica, ya que sirven para ilustrar alguna conclusión gene­
ral, más que para someterla a prueba críticamente. A pesar de la lar­
ga historia del interés activo por los fenómenos sociales, los ordena­
mientos experimentales y la recolección metódica de elementos de
juicio para evaluar las creencias acerca de ellos son de origen relati­
vamente reciente.
D e todos m odos, en ningún dominio de la investigación social se
ha establecido un cuerpo de leyes generales comparable con las teo­
rías sobresalientes de las ciencias naturales en cuanto a poder expli­
cativo o a capacidad de brindar predicciones precisas y confiables.
Es cierto, por supuesto, que, bajo la inspiración de las impresionan­
tes realizaciones teóricas de la ciencia natural, se han construido re­
petidamente vastos sistemas de «física social» que tratan de explicar
toda la gama de estructuras y cambios institucionales diversos que
han surgido a lo largo de toda la historia humana. Sin embargo, estas
ambiciosas construcciones son el producto de nociones dudosamen-

581
te apropiadas de lo que constituye un sólido procedimiento científi­
co, y si bien algunas de ellas siguen teniendo adherentes, ninguna re­
siste un análisis cuidadoso.1 L a mayoría de los estudiosos competen­
tes no creen, en la actualidad, que en un futuro previsible pueda
elaborarse una teoría fundada empíricamente, capaz de explicar en
términos de un único conjunto de suposiciones integradas toda la
variedad de los fenómenos sociales. Además, muchos expertos en
ciencias sociales son de la opinión de que aún no ha madurado el
momento de elaborar teorías destinadas a explicar sistemáticamente
ni siquiera ámbitos limitados de fenómenos sociales. En realidad,
cuando se ha intentado efectuar tales construcciones teóricas de al­
cance restringido, como en economía o — en menor escala— en el
estudio de la movilidad social, su valor empírico es considerado ge­
neralmente com o un problem a no resuelto. En considerable medida,
los problem as que se investigan en muchos centros actuales de in­
vestigación social empírica se ocupan, como todos admiten, de p ro­
blemas de dimensiones moderadas y a menudo muy poco importantes.
Se reconoce también por lo general que en las ciencias sociales no
hay nada semejante a la casi completa unanimidad que se encuentra
comúnmente entre los investigadores competentes de las ciencias
naturales en cuanto a cuáles son los hechos establecidos, cuáles son
las explicaciones razonablemente satisfactorias (si las hay) de los he­
chos afirmados y cuáles son los procedimientos válidos de una in­
vestigación bien fundada. L os desacuerdos sobre tales cuestiones,
indudablemente, también surgen en las ciencias naturales. Pero ha­
bitualmente se los encuentra en las fronteras avanzadas del conoci­
miento; y excepto en dom inios de la investigación que se vinculan
íntimamente con las opiniones morales o religiosas, generalmente
tales desacuerdos se resuelven con razonable rapidez cuando se o b ­
tienen elementos de juicio adicionales o cuando se elaboran técnicas
mejoradas de análisis. En cambio, las ciencias sociales a menudo
producen la impresión de que son el campo de batalla de escuelas de
pensamiento en guerra interminable, y que hasta cuestiones que han

1. M uchos de estos sistemas son teorías de «un solo factor» o de una «cau­
sa clave». Identifican alguna «variable» — como el m edio geográfico, la dotación
biológica, la organización económica o la creencia religiosa, para mencionar so ­
lamente algunas— en términos de la cual deben comprenderse los ordenamien­
tos institucionales y el desarrollo de las sociedades.

582
sido objeto de estudios intensos y prolongados permanecen en la pe­
riferia, formada por los problemas no resueltos, de la investigación.
En todo caso, es de conocimiento público que los científicos socia­
les continúan divididos en lo concerniente a problemas fundamen­
tales de la lógica de la investigación social implícitos en las cuestio­
nes mencionadas. En particular, existe una perdurable divergencia
de objetivos científicos declarados entre quienes consideran los sis­
temas explicativos y los métodos lógicos de las ciencias naturales
como modelos que deben ser emulados en la investigación social y
quienes consideran fundamentalmente inadecuado para las ciencias
sociales buscar teorías explicativas que utilicen distinciones «abs­
tractas» alejadas de la experiencia familiar y que exigen elementos de
juicio favorables públicamente accesibles (o «intersubjetivamente»
válidos).
En resumen, las ciencias sociales no poseen en la actualidad siste­
mas explicativos de vasto alcance considerados satisfactorios por la
mayoría de los estudiosos profesionalmente competentes, y se carac­
terizan por los serios desacuerdos tanto sobre cuestiones m etodoló­
gicas como sobre cuestiones de contenido. En consecuencia, se ha
puesto en duda repetidamente la conveniencia de considerar a cual­
quier rama actual de la investigación social como una «verdadera
ciencia», habitualmente sobre la base de que, si bien tales investiga­
ciones han brindado gran cantidad de información frecuentemente
confiable acerca de temas sociales, estas contribuciones son princi­
palmente estudios descriptivos de hechos sociales especiales corres­
pondientes a grupos humanos de determinada ubicación histórica,
pero no suministran leyes estrictamente universales acerca de fenó­
menos sociales. N o sería provechoso discutir extensamente un p ro­
blema planteado de esta manera, particularmente, debido a que los
requisitos de una ciencia genuina supuestos tácitamente en la m ayo­
ría de tales afirmaciones conducen al resultado poco aclarador de
que, excepto unas pocas ramas de la física, aparentemente no hay
disciplinas que merezcan esa honorífica designación. Sea como fue­
re, para nuestros propósitos presentes bastará observar que, si bien
los estudios descriptivos de hechos sociales localizados caracterizan
a gran parte de la investigación social, esta comprobación no resume
adecuadamente todos sus logros. Pues las investigaciones de la con­
ducta humana también han puesto en evidencia (con la ayuda cre­
ciente, en los últimos años, de técnicas de análisis cuantitativo en rá­

583
pido desarrollo) algunas de las relaciones de dependencia entre los
componentes de diversos procesos sociales; y de este m odo, tales in­
vestigaciones han suministrado suposiciones generalizadas, más o
menos firmemente fundadas, para explicar muchos aspectos de la
vida social, así com o para elaborar políticas sociales frecuentemente
efectivas. Sin duda, las leyes o generalizaciones concernientes a fe­
nómenos sociales que ha brindado la investigación social de la actua­
lidad tienen un ámbito de aplicación mucho más restringido, están
formuladas de manera mucho menos precisa y sólo son aceptables
como fácticamente correctas si se las considera limitadas por un nú­
mero mucho mayor de reservas y excepciones tácitas que la mayoría
de las leyes comúnmente citadas de las ciencias físicas. En estos as­
pectos, sin embargo, las generalizaciones de la investigación social
no parecen diferir radicalmente de las generalizaciones comúnmen­
te expuestas en dominios que se consideran, por lo común, como
subdivisiones indiscutiblemente respetables de la ciencia natural,
por ejemplo, en el estudio de los fenómenos de turbulencia y en la
embriología.
La tarea realmente importante, ciertamente, es lograr alguna cla­
ridad en los problem as metodológicos fundamentales y en la estruc­
tura de las explicaciones de las ciencias sociales, más que en el otor­
gamiento o la negación de títulos honoríficos. Pero los intentos por
efectuar tal clarificación tropiezan con una dificultad que es, quizá,
característica de las ciencias sociales. Y a hemos dicho bastante acer­
ca de los desacuerdos que surgen en estas disciplinas com o para su­
gerir que casi todo producto de la investigación social elegido para
su análisis lógico corre el riesgo de ser juzgado por muchos estudio­
sos profesionales com o carente de representatividad de logros im­
portantes en su dominio, aunque otros estudiosos de similar com pe­
tencia profesional pueden juzgar la cuestión en form a diferente.
Además, los problemas propuestos para el análisis por los materiales
elegidos, así com o el análisis mismo, deben enfrentar el riesgo análo­
go de ser condenados como ajenos a los problemas lógicos im por­
tantes de la investigación social o como síntomas de una estrecha
preferencia partidista por alguna escuela particular de pensamiento
social. A pesar de estos riesgos, el propósito de este capítulo y de los
capítulos siguientes es examinar una serie de problemas lógicos ge­
nerales que aparecen persistentemente en las discusiones m etodoló­
gicas de las ciencias sociales. En este capítulo, consideraremos pri­

584
mero varias dificultades que se suponen creadas por el objeto espe­
cial de estudio de la investigación social y citadas frecuentemente
como obstáculos serios, si no fatales, para establecer leyes generales
de los fenómenos sociales. En el capítulo siguiente examinaremos la
cuestión relativa a si las explicaciones de las ciencias sociales tienen
una forma y un contenido sustantivo diferentes dé las de otras ramas
de la investigación; ciertos aspectos de las explicaciones probabilísti-
cas recibirán un tratamiento más detallado del que le hemos dedica­
do hasta ahora. El capítulo final tratará de problemas concernientes
al conocimiento histórico; en él discutiremos otros aspectos del es­
quema probabilístico y examinaremos la estructura de las explica­
ciones genéticas.2

1. F o r m a s d e in v e s t ig a c ió n c o n t r o l a d a

En la suposición de que el objetivo principal de la ciencia social


teórica es establecer leyes generales que puedan servir como instru­
mentos para la explicación sistemática y la predicción confiable, mu­
chos estudiosos de los fenómenos sociales han tratado de dar cuenta
de la relativa escasez de leyes dignas de confianza que hay en sus dis­
ciplinas. Examinaremos algunas de las razones alegadas. Las razo­
nes que escrutaremos llaman la atención sobre las dificultades con
las que se enfrentan las ciencias sociales, sea debido a ciertas caracte­
rísticas presuntamente distintivas del tema estudiado, sea debidas a
ciertas supuestas consecuencias del hecho de que el estudio de la so­
ciedad forma parte de su propio objeto de estudio. Generalmente,
estas dificultades no son independientes, de m odo que los proble­
mas que plantean no siempre difieren de manera radical. Sin embar­
go, es conveniente enumerar y examinar los problemas separada­
mente.
Q uizá la fuente de dificultades mencionada con mayor frecuen­
cia es el margen de posibilidades presuntamente estrecho de realizar
experimentos controlados de fenómenos sociales. Enunciemos pri­
mero la dificultad en la form a que recibe cuando se asocia un senti­

2. Las explicaciones probabilísticas y las explicaciones genéticas fueron


identificadas e ilustradas en el capítulo II, y la primera fue brevemente exami­
nada en el capítulo X .

585
do muy estricto a la expresión «experimento controlado». En un ex­
perimento controlado, el experimentador puede manipular a volun­
tad, aunque sólo dentro de determinados límites, ciertos aspectos de
una situación (llamados a menudo «variables» o «factores») de los
que se supone que constituyen las condiciones para la aparición de
los fenómenos estudiados, de m odo que al variar repetidamente al­
gunos de ellos (en el caso ideal, haciendo variar solamente uno de ellos)
pero conservando los otros constantes, el observador puede estudiar
los efectos de tales cambios sobre dicho fenómeno y descubrir las
relaciones constantes de dependencia entre el fenómeno y las varia­
bles. Así, el experimento controlado no sólo supone cambios dirigi­
dos en variables que puedan ser identificadas con seguridad y distin­
guidas de otras variables, sino también la reproducción de efectos
inducidos por tales cambios sobre el fenómeno en estudio.
E s indudable que sólo muy raramente es posible realizar experi­
mentos, en el sentido estricto de la palabra, en las ciencias sociales, y
quizás no sea posible realizarlos nunca con respecto a un fenómeno
que suponga la participación de varias generaciones y grandes canti­
dades de hombres. Pues los científicos sociales habitualmente no p o ­
seen el poder de instituir modificaciones concebidas experimental­
mente en la mayoría de los materiales sociales que son de interés
científico. Además, aun cuando poseyeran tal poder y aunque los es­
crúpulos morales no impidieran someter a seres humanos a cambios
diversos de efectos imprevisibles pero quizás dañinos para su vida,
surgirían dos problemas importantes en lo concerniente a cualquier
experimento que pudieran realizar. El ejercicio del poder para m o­
dificar condiciones sociales con propósitos experimentales evidente­
mente es en sí mismo una variable social. Por consiguiente, la form a
en que tal poder se ejerza puede comprometer seriamente la signifi­
cación cognoscitiva de un experimento, si el uso del poder afecta al
resultado del experimento hasta un grado desconocido. Además,
puesto que un cambio determinado en una situación social puede
producir (y habitualmente lo hace) una modificación irreversible en
variables importantes, la repetición del cambio para determinar si
los efectos observados son o no constantes tendrá que efectuarse so ­
bre variables que ya no están en las mismas condiciones iniciales en
cada uno de los ensayos repetidos. En consecuencia, puesto que
puede ser incierto si las constancias o diferencias observadas en los
efectos deben ser atribuidas a diferencias en los estados iniciales de

586
las variables o a diferencias en otras circunstancias del experimento,
puede ser imposible decidir por medios experimentales si una altera­
ción dada en un fenómeno social puede ser atribuida correctamente
a determinado tipo de cambio en una variable determinada.3 A de­
más de todo esto, el alcance de la experimentación en las ciencias
sociales está muy limitado por la circunstancia de que sólo se puede
realizar un experimento controlado si es posible provocar repetida­
mente modificaciones observables en el fenómeno estudiado, posi­
bilidad que parece claramente excluida para aquellos fenómenos so­
ciales que evidentemente no se repiten y son históricamente únicos
(como el surgimiento del moderno capitalismo industrial o la sin-
dicalización de los trabajadores norteamericanos durante el New
Deal).
Estas afirmaciones acerca del alcance restringido de los experi­
mentos controlados en las ciencias sociales plantean muchos proble­
mas importantes. Pero por el momento limitaremos nuestro examen
a los dos siguientes, dejando los restantes para su posterior análisis:
(1) ¿es la experimentación controlada una condición sine qua non
para obtener un conocimiento fáctico bien fundado y, en particular,
para establecer leyes generales? (2) ¿H ay solamente, de hecho, una
posibilidad despreciable de que las ciencias sociales puedan disponer
de procedimientos empíricos controlados?

1. Las investigaciones en las cuales es posible realizar experi­


mentos controlados presentan ventajas conocidas e innegablemente
grandes. En verdad, es improbable que diversas ramas de la ciencia
(por ejemplo, la óptica, la química o la genética) hubieran podido
llegar a su estado actual de desarrollo teórico avanzado sin la experi­
mentación sistemática. Pero esta conjetura es obviamente incorrecta
si se la extiende a todos los dominios de la investigación en los que
se han establecido vastos sistemas explicativos. La astronomía y la

3. Esta dificultad también se presenta en ciencias que tratan de cuestiones


no humanas. Habitualmente, se la puede superar en estos dom inios utilizando
una nueva muestra en cada ensayo repetido, siendo las nuevas muestras hom o­
géneas en aspectos importantes con la inicial. En las ciencias sociales, no se pue­
de resolver el problem a tan fácilmente, porque aun cuando se dispusiera de una
adecuada cantidad de muestras, éstas pueden no ser suficientemente similares en
los aspectos pertinentes a la investigación.

587
astrofísica no son ciencias experimentales aunque ambas utilicen mu­
chas suposiciones que se basan manifiestamente en los hallazgos ex­
perimentales de otras disciplinas. Aunque durante los siglos xvm y
xix se consideró, con razón, a la astronomía como superior a todas
las otras ciencias por la estabilidad de su vasta teoría y por la exacti­
tud de sus predicciones, ciertamente no logró esta superioridad ma­
nipulando experimentalmente cuerpos celestes. Además, aun en ramas
de la investigación que están lejos del nivel teórico de la astronomía
(por ejemplo, en la geología o, hasta hace relativamente poco tiem­
po, en la embriología), la falta de oportunidad para realizar experi­
mentos controlados no ha impedido a los científicos llegar a leyes
generales bien fundadas. En consecuencia, está fuera de duda que mu­
chas ciencias han contribuido y continúan contribuyendo al avance
de las formas generales del conocimiento a pesar de tener muy esca­
sas posibilidades de realizar experimentos controlados.
Sin embargo, toda rama de la investigación que aspire a obtener
leyes generales dignas de confianza en lo concerniente a temas empí­
ricos debe emplear un procedimiento que, si no constituye estricta­
mente una experimentación controlada, al menos tiene las funciones
lógicas esenciales del experimento en la investigación. Este procedi­
miento (al que llamaremos «investigación controlada») no requiere,
com o la experimentación, la reproducción a voluntad de los fenó­
menos en estudio o la manipulación concreta de variables, pero se
asemeja mucho a la experimentación en otros aspectos. L a investiga­
ción controlada consiste en la búsqueda deliberada de situaciones
diferentes en las cuales el fenómeno se manifieste uniformemente
(en m odos idénticos o diferentes) o se manifieste en algunos casos
pero no en otros, y en el ulterior examen de ciertos factores destaca­
dos en esas ocasiones con el fin de discernir si las variaciones de és­
tos se relacionan con diferencias en los fenómenos; se seleccionan
para su cuidadosa observación esos factores y las manifestaciones
diferentes del fenómeno porque se supone que están relacionados de
manera significativa. Desde el punto de vista del papel lógico que
tienen los datos empíricos en la investigación, evidentemente carece
de importancia si las variaciones observadas en los factores determi­
nantes supuestos de los cambios observados en el fenómeno son in­
troducidas por el científico mismo o si tales variaciones se han pro­
ducido «naturalmente» y éste sólo las encuentra, siempre que las
observaciones hayan sido realizadas con igual cuidado en todos los

588
casos y que los sucesos en los que se manifiestan las variaciones en
los factores y en el fenómeno sean semejantes en todos los otros as­
pectos importantes. Por esta razón, a menudo se considera la expe­
rimentación como una forma extrema de investigación controlada y
a veces ni siquiera se distinguen las dos condiciones. Puede suceder
que la segunda de las dos condiciones se satisfaga más fácilmente
cuando se realizan experimentos que cuando no se los realiza; y pue­
de suceder también que, cuando es posible realizar experimentos,
que se pueda someter los factores de importancia a variaciones que
raramente se encuentran en la naturaleza, si se las encuentra, pero
que sin embargo es necesario lograr para establecer leyes generales.
Estos comentarios concentran la atención sobre cuestiones de im­
portancia indudablemente grande en la conducción de las investiga­
ciones, pero no anulan la identidad de función lógica del experimen­
to controlado y la investigación controlada.
En resumen, aunque es posible realizar progresos científicos sin
experimentos, parece ser indispensable la experimentación contro­
lada (en el sentido estrecho que hemos dado a esta expresión) o la
investigación controlada (en el sentido que acabamos de indicar).
Diremos que una investigación que utilice uno u otro de estos pro­
cedimientos es una «investigación empírica controlada».4

2. En consecuencia, cabe preguntarse si en las ciencias sociales el


ámbito para aplicar procedimientos que sean estrictamente experi­
mentales o que tengan el mismo papel lógico de los experimentos es
casi nulo, como se afirma frecuentemente. La afirmación de que este
ámbito es muy pequeño comúnmente reposa sobre algunas concep­
ciones equivocadas que ahora examinaremos brevemente.

4. Tiene cierta importancia no confundir lo que se llama frecuentemente


«observación (sensorial) controlada» con la investigación empírica controlada
en el sentido indicado. Habitualmente se dice que las observaciones son «con­
troladas» si no son fortuitas, sino que se las realiza con cuidado y se las institu­
ye para resolver alguna cuestión a la luz de cierta concepción concerniente a los
requisitos para las observaciones confiables. L a observación controlada, en este
sentido, es esencial para la experimentación controlada y para la investigación
controlada. Sin embargo, la observación controlada es una condición necesaria
pero no suficiente de la «investigación empírica controlada».

589
a. Aunque Joh n Stuart Mili fue uno de los más destacados parti­
darios, en la Inglaterra del siglo xix, de utilizar los m étodos lógicos
de las ciencias naturales en la investigación social, estaba convencido de
que la experimentación dirigida al establecimiento de leyes generales
no es posible en las ciencias sociales. Sostenía esta opinión principal­
mente porque no veía posibilidad alguna de aplicar en estas discipli­
nas su método de la concordancia o su método de la diferencia, dos
de sus cinco «m étodos de investigación experimental», que eran para
él definitorios de lo que debe ser un experimento. Según el método
de la concordancia, se necesitan dos casos de un fenómeno que sean
diferentes en todos los aspectos excepto en uno (el cual, entonces,
puede ser identificado como la «causa» o el «efecto» del fenómeno);
y según el método de la diferencia, se requieren dos situaciones tales
que el fenómeno esté presente en una de ellas pero no en la otra y
que sean semejantes en todos los aspectos excepto en uno (que pue­
de ser identificado, nuevamente, como la «causa» o el «efecto» del
fenómeno). Evidentemente, Mili daba por supuesto que los experi­
mentos sociales teóricamente significativos deben ser realizados to­
talmente en sociedades históricas determinadas; y puesto que creía,
obviamente con buenas razones, que no hay dos sociedades seme­
jantes que se ajusten realmente a los requisitos de ninguno de sus
dos métodos y que no existe medio alguno por el cual puede lograr­
se que las mismas se adecúen a ellos, negaba la posibilidad de expe­
rimentación social.5
L a descripción de Mili del método experimental adolece del serio
defecto de subestimar, si no de ignorar, el punto esencial de que,
dado que dos situaciones nunca son completamente iguales o com ­
pletamente diferentes en todos los aspectos excepto en uno, sus mé­
todos sólo son aplicables dentro de un marco de suposiciones que
estipulen qué características (o aspectos) de una situación van a ser
considerados importantes para el fenómeno estudiado.
Pero aun cuando se corrigiera el análisis de Mili en este punto,
sus razones para negar la posibilidad de experimentación social se­
guirían siendo inconcluyentes. Pues su afirmación se basa, en parte,

5. Mili recomendaba lo que él llamaba el «m étodo deductivo concreto»


com o el m étodo apropiado para la investigación social. D e acuerdo con este mé­
todo, se verifican mediante la observación varias consecuencias deducidas de un
conjunto de suposiciones teóricas.

590
en la suposición de que la experimentación controlada (y por la misma
razón, la investigación controlada) requiere la aparición de una va­
riación en un factor (importante) por vez, idea afirmada comúnmen­
te pero que es, sin embargo, una concepción demasiado simplificada
de las condiciones de un análisis empírico adecuado. Tal suposición,
en verdad, expresa un ideal del procedimiento experimental y que a
menudo se realiza, al menos aproximadamente. Pero conviene re­
cordar que la cuestión de si en un experimento se varía un «solo»
{single) factor o aun la cuestión de qué es lo que debe ser considera­
do como un «solo» factor depende de las suposiciones antecedentes
que subyacen en el experimento. Está más allá de las posibilidades
humanas eliminar completamente, aun en el laboratorio montado
más cuidadosamente, las variaciones en todas las circunstancias de
un experimento excepto una; y ya hemos señalado que en toda in­
vestigación están implícitas las suposiciones concernientes a los cam­
bios que serán destacados como importantes. Además, para ilustrar
la observación de que puede haber implicadas suposiciones especia­
les al juzgar que un factor es «único» {single), aunque en muchos
experimentos el cambio de la cantidad (por ejemplo, el número de
gramos) de oxígeno químicamente puros es considerado como una
variación en un solo {single) factor, en otros experimentos esta no es
una manera satisfactoria de especificar qué es un solo factor, debido
a la aceptación, importante en esta segunda clase de experimentos
pero no en la primera, de que hay isótopos del oxígeno. Pues, dado
que las proporciones en las cuales estos isótopos están contenidos en
cantidades diferentes de oxígeno químicamente puro no son cons­
tantes, variar la cantidad de oxígeno puro puede alterar significativa­
mente las proporciones.
De todos m odos, hay ámbitos de la investigación en las ciencias
naturales en los cuales no es posible variar uno por vez ni siquiera
los factores importantes y reconocidamente «únicos» {single) de un
experimento, pero esto no nos impide establecer leyes. Por ejemplo,
en los experimentos con sistemas fisicoquímicos en equilibrio ter-
modinámico generalmente no es posible variar la presión ejercida
por un sistema sin variar su temperatura. Sin embargo, es posible esta­
blecer las relaciones constantes de dependencia que rigen entre estas
variables y otros factores del sistema, y cuáles son los efectos que
producen sobre el sistema los cambios de sólo una de esas variables.
Además, el análisis estadístico moderno es suficientemente general

591
como para permitirnos abordar muchas situaciones en las cuales las
variables no varían una por vez, aun en el caso de fenómenos con
respecto a los cuales la teoría está mucho menos avanzada de lo que
está en la física o con respecto a los cuales sólo se dispone de técni­
cas de investigación controlada, pero no de experimentación estric­
ta. Por ejemplo, las dimensiones de la cosecha de un campo deter­
minado depende tanto de los cambios de temperatura como de las
variaciones en las lluvias, aunque no es posible hacer variar estos fac­
tores independientemente. Sin embargo, el análisis estadístico de da­
tos en sus variaciones simultáneas nos permite aislar los efectos de
las lluvias sobre lá cosecha obtenida de los efectos de la temperatu­
ra.6 En resumen, la exigencia de hacer variar los factores uno por vez
representa una condición frecuentemente deseable, pero en m odo
alguno universalmente indispensable, de la investigación controlada.

b. Por consiguiente, el campo para la investigación empírica


controlada de los fenómenos sociales es, en principio, mucho mayor
de lo que permitirían suponer concepciones indebidamente estre­
chas acerca de lo que es esencial para tales investigaciones. Pero exa­
minemos brevemente las principales formas que adopta realmente el
estudio empírico controlado en las ciencias sociales.

I. A pesar de las frecuentes afirmaciones según las cuales la expe­


rimentación, en el sentido estricto, no es realizable en las ciencias so ­
ciales, de hecho se han efectuado en éstas varios tipos de experimen­
tos. U no de ellos es el experimento de laboratorio, en esencia similar
a los experimentos de laboratorio de las ciencias naturales. Consiste
en construir una situación artificial que se asemeje a las situaciones
«reales» de la vida social en ciertos aspectos, pero que se ajuste a los
requisitos que normalmente no satisfacen estas últimas, en el senti­
do de que algunas de las variables que se suponen importantes para
la aparición de un fenómeno social pueden ser manejadas en la si­
tuación de laboratorio, mientras que otras variables importantes
pueden ser mantenidas, al menos, aproximadamente constantes. Por
ejemplo, se diseñó un experimento de laboratorio para determinar si
influye sobre los votantes su conocimiento del credo religioso de los

6. L o s análisis de este tipo recibirán nuestra atención más adelante, en este


capítulo.

592
candidatos a un cargo. C on tal propósito, se crearon una serie de clu­
bes, cuyos miembros fueron cuidadosamente seleccionados de modo
que ninguno de ellos fuera conocido previamente; se pidió a cada
club que eligiera a uno de sus miembros para un cargo; a la mitad de
los clubes se le suministró información acerca de los credos religio­
sos de sus miembros, mientras que no se proporcionó dicha infor­
mación a la otra mitad. L os resultados de la elección indicaron que
la información aludida influyó en una buena cantidad de votantes a
los cuales se les había suministrado.
L o s experimentos de laboratorio han sido utilizados en número
creciente en muchos campos de la investigación social. E s evidente,
sin embargo, que una amplia clase de fenómenos sociales no se pres­
ta para tal estudio experimental. Además, aun cuando sea posible in­
vestigar fenómenos sociales de esta manera, generalmente no se puede
provocar en un laboratorio cambios en las variables que puedan com­
pararse en magnitud con los cambios que a veces se producen en esa
variable en situaciones sociales reales. Por ejemplo, la sensación de
importancia fundamental que frecuentemente generan los proble­
mas de las elecciones políticas no puede ser provocada fácilmente en
sujetos que participan en una votación de laboratorio. Afirmar que,
puesto que una situación de laboratorio es «irreal», su estudio no pue­
de arrojar ninguna luz sobre la conducta social en la vida «real» es
una crítica equivocada de los experimentos de laboratorio en la ciencia
social. Por el contrario, muchos experimentos semejantes han sido
iluminadores, por ejemplo, se han hecho una serie de experimentos
sobre la conducta de los niños cuando se hacen variar las condicio­
nes en las cuales se entregan a actividades de juego. Sin embargo, es
correcta la observación de que no es posible aceptar con confianza
generalizaciones concernientes a fenómenos sociales basadas exclu­
sivamente en experimentos de laboratorio, sin una ulterior investi­
gación de medios sociales naturales.

II. U n segundo tipo de experimentos es el llamado «experimen­


to de campo». En tales experimentos, en lugar de un sistema social
en miniatura creado artificialmente, el sujeto experimental es alguna
comunidad «natural», pero limitada, en la cual se puede manejar
ciertas variables de m odo que sea posible establecer mediante ensa­
yos repetidos si determinados cambios en esas variables generan o
no determinadas diferencias en un fenómeno social. En uno de tales

593
experimentos de campo, por ejemplo, se hicieron cambios en la for­
ma en que se organizaban grupos de trabajadores de cierta fábrica,
estando definidos en la investigación los diversos tipos de organiza­
ciones. Resultó que los grupos en los cuales se introducían form as de
organización más «democráticas» eran más productivos que los gru­
pos organizados menos democráticamente.
L a experimentación de campo presenta ciertas ventajas evidentes
con respecto a la experimentación de laboratorio, pero resulta igual­
mente evidente que en los experimentos de campo es, en general,
m ayor la dificultad para mantener constantes las variables de im por­
tancia. Por razones obvias, además, las oportunidades para realizar
experimentos de campo hasta ahora han sido relativamente escasas;
en realidad, la mayoría de los experimentos realizados ha sido em­
prendida en conexión con problemas que sólo tienen un estrecho in­
terés práctico.

III. Pero la mayor parte de la investigación empírica controlada


en las ciencias sociales no es experimental en el sentido que hemos
dado a este término, aunque frecuentemente se designan a tales in­
vestigaciones con nombres tales como «experimentos naturales»,
«experimentos ex post fa d o » u otros análogos. El objetivo de estas
investigaciones es, por lo general, determinar si algún suceso, con­
junto de sucesos o complejo de características está o no relacionado
causalmente con la aparición de ciertos cambios o características so ­
ciales en una sociedad determinada y, en caso afirmativo, determinar
cuál es esa relación. Ejem plos de los temas estudiados en tales inves­
tigaciones son: las migraciones humanas, las variaciones en el índice
de natalidad, las actitudes hacia los grupos minoritarios, la adopción de
nuevas form as de comunicación, los cambios en las tasas de interés
de los bancos, las diferencias en la distribución de varios rasgos de
personalidad en diversos grupos sociales y los efectos sociales de las
disposiciones legislativas.
Las investigaciones de este tipo pueden ser subdivididas de varias
maneras: las que tratan de discernir los efectos sociales de los fenó­
menos, a diferencia de las que se ocupan de sus causas; investigacio­
nes dirigidas al estudio de acciones individuales, a diferencia de las
que investigan la conducta grupal; investigaciones de las relaciones
entre características que aparecen más o menos simultáneamente, a
diferencia de las que tratan de características que se manifiestan en

594
alguna secuencia temporal; etc. Cada una de estas subdivisiones está
asociada a problemas metodológicos y técnicas de investigación es­
pecíficas. Pero a pesar de tales diferencias y a pesar del hecho de que
no es posible manejar a voluntad las variables que se suponen de
importancia en estas investigaciones o de que las variaciones en esas
variables ni siquiera pueden haber sido planeadas por nadie, dichas
investigaciones satisfacen, en m ayor o menor grado, los requisitos
de la investigación empírica controlada. Por ejemplo, en un estudio
bastante representativo de este tipo, el problem a era discernir la in­
fluencia de la televisión sobre la asistencia a la iglesia de los niños.
C on este propósito, se obtuvo una amplia muestra con respuestas a
preguntas concernientes a la asistencia a la iglesia, la edad y el sexo
de cada niño de la muestra, a si el niño veía o no televisión y a la
asistencia a la iglesia de los padres del niño. Cuando se clasificaron
las respuestas según que un niño asistiera o no a la iglesia o viera o
no televisión, la proporción de niños que asistían a la iglesia en la
clase de los que veían televisión era menor que la proporción de ni­
ños que asistían a la iglesia en la clase de los que no la veían; estas
proporciones permanecieron sustancialmente las mismas cuando se
compararon niños de sexo y edades iguales. Por otra parte, cuando
se clasificaron las respuestas de la muestra según la asistencia a la
iglesia de los padres de los niños, en la clase de los niños que veían
televisión y cuyos padres asistían a la iglesia la proporción de niños
que asistían a la iglesia no difería significativamente de la propor­
ción de niños que asistían a la iglesia de la clase de los que no veían
televisión pero cuyos padres también asistían a la iglesia. Así, el
análisis de los datos de la muestra suministró cierta prueba de que la
asistencia a la iglesia de los niños no está influida por el hecho de
que vean televisión.
Más adelante examinaremos con mayor detalle la estructura de
tales análisis. Por el momento, hagamos explícito qué es lo que en
investigaciones de este tipo las califica en cierto grado para ser in­
vestigaciones empíricas controladas. Puesto que, por hipótesis, en
estas investigaciones los factores importantes no pueden ser mani­
pulados directamente, debe efectuarse el control de alguna otra ma­
nera. C om o sugiere el ejemplo anterior, se logra este control si es
posible obtener suficiente información acerca de estos factores, de
modo que el análisis de la información permita realizar construccio­
nes simbólicas en las cuales algunos de los factores estén representa­

595
dos como constantes (y, por ende, sin influencia sobre las alteracio­
nes del fenómeno en estudio), en contraste con las correlaciones (o
falta de correlaciones) entre los datos reunidos sobre las variaciones
de los otros factores y los datos reunidos acerca del fenómeno. Por
consiguiente, los objetos manipulados en estas investigaciones son
los datos de observación registrados (o representados simbólicamen­
te) acerca de los factores importantes en lugar de los factores mis­
mos. Estas investigaciones, por lo tanto, tratan de obtener información
acerca de un fenómeno y de los factores que se suponen relaciona­
dos con su aparición, de modo que al analizar estadísticamente los
datos registrados sea posible o bien eliminar algunos de los factores
como determinantes causales del fenómeno o bien aportar funda­
mentos para atribuir a algunos factores una influencia causal sobre el
fenómeno.
Sin embargo, las dificultades ligadas a la fundamentación de im­
putaciones causales sobre la base de investigaciones de este tipo son
evidentes. N o sólo hay serios y, a veces, inabordables problemas
técnicos en diversos ámbitos especiales de la investigación social
— por ejemplo, problem as concernientes a la identificación y defini­
ción de variables, a la elección de variables importantes, a la selección
de datos de muestreo representativos y al hallazgo de datos suficientes
como para permitir extraer inferencias confiables de las comparacio­
nes entre diversas clases de datos de la muestra— , sino que también
se presenta el problem a general básico concerniente a la naturaleza
de los elementos de juicio requeridos para atribuir válidamente una
significación causal a las correlaciones entre los datos. L a historia de
los estudios sociales ofrece abundantes testimonios de la facilidad
con la cual es posible caer en la falacia del post hoc cuando se interpre­
tan datos acerca de sucesos que se manifiestan en form a de secuencia
como si esto indicara conexiones causales. Más adelante concentra­
remos nuestra atención en este problem a general, así como en el fun­
damento para distinguir entre correlaciones causales espurias y ge-
nuinas. Por el momento concluiremos con la observación de que
buena parte de la investigación empírica de las ciencias sociales ni si­
quiera trata de ser investigación controlada y que las investigaciones
de este tipo difieren considerablemente entre sí en cuanto al grado
en el cual satisfacen las condiciones de tal investigación.

596
2. R e l a t iv id a d c u l t u r a l y l e y e s s o c ia l e s

O tra dificultad citada a menudo como un obstáculo para el esta­


blecimiento de leyes generales en las ciencias sociales, y estrecha­
mente relacionada con la dificultad ya examinada, es el carácter «his­
tóricamente condicionado» o «culturalmente determinado» de los
fenómenos sociales. Aunque la mayoría, si no todas las sociedades
del pasado y del presente presentan una serie de instituciones análo­
gas —por ejemplo, todas las sociedades conocidas tienen algún tipo
de organización familiar, alguna forma de educación de los niños, al­
guna manera de mantener el orden, etc.— , en general, estas institu­
ciones se han desarrollado como respuesta a ambientes distintos y
obedecen a tradiciones culturales diferentes, de modo que las estruc­
turas internas y las interrelaciones que presentan instituciones en so ­
ciedades diferentes suelen ser también diferentes. Por consiguiente,
puesto que las formas que asume la conducta social humana no sólo
dependen de las ocasiones inmediatas que estimulan la conducta,
sino también de los hábitos e interpretaciones de los sucesos insti­
tuidos culturalmente que intervienen en la respuesta a dichas ocasio­
nes, las pautas de conducta social varían según la sociedad en la cual
se genera la conducta y según el carácter de sus instituciones en un
período histórico dado. En consecuencia, las conclusiones obtenidas
mediante el estudio controlado de datos de muestreo de una socie­
dad probablemente no sean válidas para una muestra sacada de otra
sociedad. A diferencia de las leyes de la física y la química, pues, las
generalizaciones de las ciencias sociales tienen, a lo sumo, un alcan­
ce muy restringido, que se limita a fenómenos sociales que se pro­
ducen durante una época histórica relativamente breve dentro de or­
denamientos institucionales específicos. Por ejemplo, la ley de Snell
sobre la refracción de la luz formula relaciones entre fenómenos
aparentemente invariables en todo el universo. En cambio, la mane­
ra como el índice de natalidad varía según el estatus social en una co­
munidad y en un período determinado es, en general, diferente de la
manera como esos fenómenos están relacionados en otra comunidad
o aun en la misma comunidad en otro período.
La esencia de esta argumentación, que señala un serio obstáculo
para el establecimiento de leyes sociales muy generales, es inobjeta­
ble. La conducta humana, indudablemente, se modifica por obra del
complejo de instituciones sociales en el cual se desarrolla, a pesar de

597
que todas las acciones humanas suponen procesos físicos y fisiológi­
cos cuyas leyes de funcionamiento son invariables en todas las so ­
ciedades. Aun la manera como los miembros de un grupo social sa­
tisfacen sus necesidades biológicas básicas —por ejemplo, cóm o se
ganan la vida o cómo construyen sus viviendas— no está determina­
da unívocamente por la herencia biológica o por el carácter físico del
medio ambiente geográfico, pues la influencia que ejercen estos fac­
tores sobre la acción humana varía según las tecnologías y las tradi­
ciones existentes. Debe admitirse, ciertamente, la posibilidad de que
las leyes no triviales y bien fundadas acerca de fenómenos sociales
tengan siempre sólo una generalidad muy restringida.
Sin embargo, los hechos que estamos examinando frecuentemen­
te han sido mal interpretados, como consecuencia de lo cual muchos
estudiosos de los fenómenos humanos han sostenido que las leyes
«transculturales» de los fenómenos sociales (es decir, las leyes socia­
les válidas para sociedades diferentes) son, en principio, imposibles.
Por lo tanto, examinaremos este problema.

1. U na fuente común de escepticismo con respecto a las perspec­


tivas de lograr leyes sociales transculturales es la suposición tácita de
que las leyes científicas deben permitirnos hacer predicciones preci­
sas del futuro indefinido; así, se toma la astronomía como el para­
digma de cualquier ciencia digna de este nombre. Se ha sostenido,
por ejemplo, que si la ciencia social

fuera una verdadera ciencia, co m o lo es la astronom ía, n os perm itiría


predecir los m ovim ien tos esenciales de lo s asu n tos h um anos en el fu tu ­
ro inm ediato y en el futuro indefinido, n os ofrecería im ágenes de la s o ­
ciedad en el año 2000 o en el 2500, así co m o los astró n o m os pu eden car-
tografiar la apariencia del cielo en p u n to s de tiem po determ in ados del
futuro. U n a ciencia social sem ejante nos diría lo que va á suceder en los
añ os venideros y seríam os im potentes p ara cam biarlo p o r ningún es­
fu erzo de la volun tad.7

Pero puesto que «debido al desarrollo de la experiencia humana,


los hombres y las mujeres, como individuos y como grupos, razas y
naciones, están siempre en crecimiento y cambio», de m odo que «no

7. Charles A. Beard, The N ature o f The Social Sciences, N ueva Y ork, 1934,
pág. 29.

598
es posible elaborar esquemas cerrados a partir de los datos de las
ciencias sociales», y puesto que, en consecuencia, las ciencias socia­
les no pueden efectuar tales predicciones, la conclusión es que no
hay ninguna «ciencia social en algún sentido válido del término tal
como se lo emplea en la ciencia real».8
Sin embargo, no se requiere un examen muy prolongado para de­
mostrar que las circunstancias que permiten realizar predicciones a
largo plazo en la astronomía no existen en otras ramas de la ciencia
natural y que, a este respecto, la mecánica celeste no es una ciencia fí­
sica típica. Tales predicciones son posibles porque, para todos los
propósitos prácticos, el sistema solar es un sistema aislado, que se­
guirá aislado — según hay razones para creer— en un futuro indefi­
nidamente largo. En la mayoría de los otros dominios de la investi­
gación física, en cambio, los sistemas en estudio no satisfacen los
requisitos de las predicciones a largo plazo. Adem ás, en muchos
casos de la investigación física ignoramos las condiciones iniciales
pertinentes para utilizar teorías establecidas con el fin de realizar
predicciones precisas, aun cuando las teorías disponibles sean total­
mente adecuadas para este propósito. Por ejemplo, podem os prede­
cir con gran exactitud los movimientos de un péndulo determinado,
en la medida en que esté aislado de la influencia de diversos factores
de perturbación, porque se conocen la teoría del movimiento pen­
dular y los datos lácticos requeridos concernientes a tal sistema es­
pecífico; pero no es posible extender confiablemente las prediccio­
nes a un futuro muy lejano, pues tenemos excelentes razones para
creer que el sistema no permanecerá inmune indefinidamente a las
perturbaciones externas. Por otra parte, no podem os predecir con
mucha exactitud adonde será llevada por el viento en diez minutos
una hoja que acaba de caer de un árbol; pues si bien la teoría física
disponible es, en principio, capaz de responder a esa cuestión siem­
pre que se suministren los datos fácticos pertinentes acerca del viento,
la hoja y el terreno, raramente o nunca tenemos a nuestra disposi­
ción el conocimiento de tales condiciones iniciales. Así, la incapaci­
dad para prever el futuro indefinido no es algo exclusivo del estudio
de las cuestiones humanas y no constituye una señal segura de que
no se han establecido o no se puedan establecer leyes de vasto alcan­
ce acerca de los fenómenos estudiados.

8. Ibid., págs. 26, 33 y 37.

599
Además, es un error obvio sostener, com o el pasaje citado parece
sugerir, que sólo es posible obtener conocimiento teórico en aque­
llos dominios en los cuales no hay un control humano efectivo. L os
minerales en bruto pueden ser transform ados en productos refina­
dos, no porque falte una teoría de tales cambios, sino muy frecuen­
temente porque tal teoría justamente existe. Recíprocamente, un do­
minio no deja de ser un campo para el conocimiento teórico por el
hecho de que, a consecuencia del desarrollo de técnicas adecuadas,
cambios que no era posible controlar previamente se hacen luego
controlables. ¿Perderían su validez los principios de la meteorología
si descubrimos algún día cómo dominar el tiempo atmosférico?
Ciertamente, los hombres pueden modificar diversos aspectos de
sus m odos de organización social, pero este hecho no demuestra la
im posibilidad de construir una «verdadera» Ciencia de los asuntos
humanos.

2. O tra concepción equivocada, relacionada con la anterior, es


la suposición de que grandes diferencias en las características y re­
gularidades específicas de conducta que se manifiestan en una cla­
se de sistemas excluyen la posibilidad de que haya un esquema co­
mún de relaciones subyacentes en esas diferencias, y de que las ca­
racterísticas manifiestamente disímiles de los diversos sistemas no
pueden ser entendidas en términos de una única teoría acerca de
esos sistemas. E sta suposición habitualmente surge de no distinguir
entre la cuestión de si hay una estructura de relaciones invariante en
una clase de sistemas que pueda ser form ulada com o una teoría ge­
neral (aunque sea en términos sumamente abstractos) y la cuestión
de si las condiciones iniciales adecuadas para aplicar la teoría a al­
guno de los sistemas son úniformemente las mismas en todos los
sistemas.
Considerem os, por ejemplo, los siguientes fenómenos puramen­
te físicos: una tormenta de rayos, los movimientos de una brújula
marina, la aparición de un arco iris y la formación de una imagen óp­
tica en el telémetro de una cámara fotográfica. Sin duda, son fenó­
menos muy diferentes, incomparables sobre la base de sus cualida­
des manifiestas, y en primera instancia puede no parecer probable
que sean ilustraciones de un único conjunto de principios integral­
mente relacionados. Sin embargo, com o es bien sabido, todos ellos
pueden ser entendidos en términos de la moderna teoría electromag­

6 00
nética. Por supuesto, hay leyes especiales diferentes para cada uno
de ellos, pero dicha teoría puede explicar todas esas leyes, ya que las
mismas se obtienen a partir de la teoría cuando se especifican condi­
ciones iniciales diferentes, correspondientes a las desemejanzas evi­
dentes de los diversos sistemas.
Por consiguiente, el hecho de que los procesos sociales varíen se­
gún sus marcos institucionales y de que las uniformidades específi­
cas que se encuentran en una cultura no puedan extenderse a todas
las sociedades no excluye la posibilidad de que dichas uniformidades
sean especializaciones de estructuras relaciónales invariantes para
todas las culturas. Pues las diferencias manifiestas en la organización
de las diferentes sociedades y en los m odos de conducta que se dan
en ellas pueden ser consecuencia, no de tipos incomparablemente di­
símiles de relaciones sociales, sino simplemente de las diferencias en
los valores específicos de algún conjunto de variables que constitu­
yen los componentes elementales de una estructura de conexiones
común a todas las sociedades. Ahora bien, saber si esta vasta teoría
social está o no destinada a ser siempre una posibilidad lógica pero
no realizada es pura adivinanza. N uestro examen, que no pretende
ser un análisis minucioso, solamente tiende a destacar una idea equi­
vocada que surge cuando se pasa por alto esta posibilidad.3

3. Es oportuno efectuar otra advertencia relativa a la considera­


ción del alcance limitado de las leyes sociales debido al carácter «his­
tóricamente condicionado» de los fenómenos sociales, Obviamente,
para que una ley de un dominio determinado de la investigación abar­
que una gama amplia de fenómenos que manifiestan diferencias re­
conocidamente importantes, la formulación de la ley debe ignorar
esas diferencias, de modo que los términos empleados en la formu­
lación no deben hacer ninguna mención explícita de características
específicas de los fenómenos que se producen en circunstancias es­
peciales. A veces es posible lograr tal formulación mediante el uso de
variables (en el sentido matemático común de esta palabra), efec­
tuando luego la aplicación de la ley a situaciones particulares me­
diante la asignación de valores constantes, que pueden diferir de una
situación a otra, a las variables. Por ejemplo, aunque la «constante»
gravitacional mencionada en la ley de Galileo sobre los cuerpos en
caída libre no tiene el mismo valor en todas las latitudes, en la for­
mulación habitual de la ley no se citan tales variaciones de su valor,

601
y se obtiene una expresión de mayor generalidad utilizando la varia­
ble «g» en lugar de mencionar algún valor particular.9
Sin embargo, esta técnica para dar mayor generalidad a las for­
mulaciones no siempre es posible o conveniente. O tro recurso utili­
zado comúnmente en las ciencias naturales es formular una ley para
un llamado «caso ideal», de m odo que la ley enuncia alguna relación
de dependencia que sólo es válida, presuntamente, en ciertas condi­
ciones límite, aunque estas condiciones se realicen raramente o no se
realicen nunca. Por ejemplo, se formula la ley de Galileo para los
cuerpos en caída libre con respecto a cuerpos que se mueven en el
vacío, aunque normalmente, si no siempre, los cuerpos terrestres se
mueven a través de algún medio que ofrece resistencia; de igual
modo, se enuncia la ley de la palanca para barras perfectamente rígi­
das y homogéneas, aunque las palancas reales sólo satisfacen aproxi­
madamente esta condición. En consecuencia, cuando se analiza una
situación concreta con ayuda de una ley formulada de tal modo, es
necesario introducir suposiciones o postulados adicionales para lle­
nar el abismo entre el caso ideal para el cual está enunciada la ley y
las circunstancias concretas a las que se aplica. Frecuentemente, tales
suposiciones adicionales son muy complicadas, sólo pueden ser for­
muladas con mucha menor precisión que la ley y hasta puede no ser
posible enunciarlas de manera completa, sea porque la mención ex­
plícita de todas las suposiciones sería demasiado engorrosa (por lo
que muchas de ellas simplemente se dan por supuestas), sea porque
no se posee el conocimiento de todos los factores pertinentes que di­
ferencian el caso real del ideal. Por consiguiente, si bien en su enun­
ciación formal una ley puede tener en apariencia una vasta generali­
dad y una gran simplicidad, dicha enunciación puede no revelar la
restricción de su alcance y la complejidad de su contenido, que sur­
gen a menudo cuando se introducen las condiciones reales para apli­
car la ley a situaciones concretas.

9. D ebe suponerse, pues, que el enunciado de la ley contiene un cuantifica-


dor lógico existencial para la variable «g». Así, la conocida fórm ula que relacio­
na la distancia s con el tiempo t en la caída libre, s = gt2/2, debe entenderse en el
sentido de que hay a l menos un valor de «g» para el cual rige esta relación, y que
este valor es constante en los lugares cuyas distancias con respecto al centro de
la Tierra son iguales, aunque los valores de «g » sean diferentes a distancias desi­
guales del centro de la Tierra.

602
Por lo tanto, es evidente que el carácter «históricamente condi­
cionado» de los fenómenos sociales no constituye ningún obstáculo
inherente a la formulación de leyes transculturales de gran generali­
dad. D e hecho, los dos recursos lógicos mencionados han sido utili­
zados en las ciencias sociales con tal propósito. Por ejemplo, esas
técnicas han sido empleadas repetidamente en economía, en particu­
lar para la construcción de teorías económicas en las que interviene
la noción de competencia perfecta entre compradores y vendedores
o la noción de agentes económicos que tratan simplemente de aumen­
tar al máximo sus ganancias financieras respectivas (u otras «utilida­
des»). Sin duda, los intentos por utilizar esas técnicas para construir
leyes generales, en economía como en otros ámbitos de la investiga­
ción social, sólo han tenido hasta ahora un éxito moderado, en el
mejor de los casos. Pero es un error atribuir los fracasos de esos in­
tentos, como se hace a veces, a alguna falla básica en la estrategia ge­
neral de formular leyes sociales en términos de «casos ideales». La
escasez de los logros indiscutiblemente afortunados de este tipo
debe atribuirse, en parte, a las nociones teóricas específicas emplea­
das en esos intentos, pero quizás en mayor medida a las dificultades
para discenir de qué manera es necesario modificar las enunciaciones
que utilizan nociones «ideales» a la luz de las circunstancias especia­
les que se presentan en las situaciones sociales concretas a las cuales
pueden aplicarse dichas formulaciones.
Sin embargo, los análisis de fenómenos sociales tendientes a es­
tablecer leyes generales han sido efectuados, en su mayoría, en tér­
minos de distinciones realizadas por los hombres en sus actividades
sociales cotidianas. Aun cuando se dé menor vaguedad a estas no­
ciones de sentido común habitualmente imprecisas, es difícil elimi­
nar de ellas referencias esenciales a cuestiones específicas de alguna
sociedad particular (o de una tradición social particular). Además,
raramente se conocen de manera completa las condiciones precisas
en las cuales son válidas las generalizaciones formuladas con ayuda
de tales conceptos. En consecuencia, en la mayoría de los casos, las
generalizaciones o bien son enunciados de correlaciones estadísticas
más que relaciones de dependencia estrictamente universales, o bien
son «casi generales» (es decir, que, si bien son expresadas en forma
estrictamente universal, de hecho se las afirma sin la intención de ex­
cluir diversas excepciones, a las que a veces se alude explícitamente
mediante la conocida condición de que las relaciones de dependen-

603
cía mencionadas en una generalización sólo son válidas «a igualdad
de otros factores»). En uno u otro caso, la atinencia o la validez de
una generalización para grupos sociales pertenecientes a otras socie­
dades puede ser sumamente incierta. Por ejemplo, la generalización
(basada en un estudio de los soldados norteamericanos de la Segun­
da Guerra Mundial) de que los hombres de mayor educación reclu­
tados en las fuerzas armadas de una nación presentan menos sínto­
mas psicosom áticos que los de menor educación es casi general, en el
sentido indicado. Pues es improbable que tal generalización sea con­
siderada falsa si algún grupo particular de reclutas universitarios
manifestara un número mayor de tales síntomas que un grupo de re­
clutas con educación primaria solamente, en caso de que se dem os­
trara también, por ejemplo, que el oficial que comanda a ambos gru­
pos tiene una animadversión especial contra los universitarios y se
complaciera en hacerles la vida imposible. Pero si bien el manteni­
miento de la creencia en dicha generalización puede ser muy razo­
nable a pesar de esta excepción particular, no sería factible enunciar
con exhaustivo detalle los tipos de situación no cubiertos por la ge­
neralización y cuya aparición, por lo tanto, no debe ser considerada
com o una genuina excepción de la misma. También es obvio que, si
bien la generalización no queda invalidada por el hecho de que no
haya diferencias en la educación formal en muchas sociedades (por
ejemplo, entre los guerreros del pueblo nuer del noreste de África),
ella es inaplicable (porque no es pertinente) a la consideración de la
conducta humana en esos sistemas sociales.
En resumen, si las leyes o teorías sociales deben formular relacio­
nes de dependencia que sean invariantes a través de toda la amplia
gama de diferencias culturales que se manifiestan en la acción huma­
na, los conceptos que figuren en esas leyes no pueden denotar carac­
terísticas que aparezcan solamente en un grupo especial de socieda­
des. Pero, evidentemente, es imposible ofrecer garantías de que se
hallarán eventualmente conceptos satisfactorios que no aludan a ca­
racterísticas locales, pero que no obstante esto puedan figurar en
enunciados fácticamente bien fundados de leyes sociales cultural­
mente invariantes. L o s intentos realizados hasta ahora por estable­
cer leyes transculturales generales han utilizado diversos tipos de
conceptos (o «variables») que parecen estar por encima de las dife­
rencias culturales, por ejemplo, variables referentes a factores físicos
(como el clima), factores biológicos (como los im pulsos orgánicos),

604
factores psicológicos (como los deseos o actitudes) y factores eco­
nómicos (como las formas de relaciones de propiedad), así como
factores más estrictamente sociológicos (como la cohesión social o el
papel social). Las leyes sociales propuestas con mayor frecuencia,
quizás, en términos de tales conceptos enuncian órdenes de cambios
sociales supuestamente inevitables y sostienen que las sociedades o
las instituciones se suceden según una secuencia fija de etapas de de­
sarrollo. N inguno de esos intentos o propuestas ha tenido éxito, y a
la luz de los fracasos pasados, así como por razones basadas en un
análisis general de los procesos históricos, parece sumamente im­
probable que una teoría social general pueda ser una teoría del desa­
rrollo histórico. Además, debe admitirse también la posibilidad de
que, en comparación con las variables empleadas en el pasado en las
leyes transculturales propuestas, los conceptos requeridos para este
propósito tengan que ser mucho más «abstractos», deban estar sepa­
rados por un «abismo lógico» mayor de las nociones familiares uti­
lizadas en los asuntos cotidianos de la vida social y exijan el dominio
de técnicas mucho más complicadas para manipular conceptos en el
análisis de fenómenos sociales reales.

3. E l c o n o c im ie n t o d e l o s f e n ó m e n o s s o c ia l e s
C O M O V A RIA BLE SO C IA L

U na tercera dificultad que deben enfrentar las ciencias sociales,


considerada a veces como la mayor de todas, surge del hecho de que
los seres humanos a menudo modifican sus m odos habituales de
conducta social como consecuencia de la adquisición de nuevos co­
nocimientos acerca de los sucesos en los cuales participan o de la so­
ciedad a la que pertenecen. Esta dificultad tiene dos facetas: una
relativa a la investigación de los fenómenos sociales; la otra a las con­
clusiones alcanzadas en tales investigaciones.

1. Ya hemos destacado el hecho de que la manera de conducir los


experimentos sobre temas sociales puede introducir cambios de
magnitud desconocida en los materiales en estudio y puede, por lo
tanto, viciar desde el comienzo la conclusión propuesta sobre la base
de un experimento. Puede extenderse esta observación más allá de
las investigaciones estrictamente experimentales. Por ejemplo, la in­

605
vestigación empírica actual sobre cuestiones tales com o las actitudes
hacia los grupos minoritarios, la conducta electoral o los planes de
inversiones en las empresas hacen un intenso uso de los cuestiona­
rios; y las respuestas obtenidas en diversos tipos de entrevistas en las
encuestas de opinión son los datos sobre los cuales se basan even­
tualmente las conclusiones concernientes a esas cuestiones. Sin embar­
go, aun si suponem os que los entrevistadores están adecuadamente
preparados para esa tarea y no introducen grandes distorsiones en
los datos que reúnen mediante técnicas de entrevista manifiestamen­
te incorrectas, subsiste el problem a de saber si, debido al hecho de
que los encuestados saben que están siendo entrevistados, sus res­
puestas expresan opiniones o actitudes que mantenían antes de la en­
trevista y continúan manteniéndolas después de ella. L a circunstan­
cia de que un encuestado sepa que es objeto de algún interés para el
entrevistador, las consecuencias que crea que pueden tener sus res­
puestas para cuestiones de importancia para él y la manera particu­
lar de conducir la entrevista pueden hacer intervenir influencias que
afecten fundamentalmente a las respuestas que dé, sea induciéndolo
a dar respuestas aplomadas a cuestiones acerca de las cuales nunca ha
reflexionado, sea inclinándolo a emitir opiniones que no son repre­
sentativas de sus creencias verdaderas ni reveladoras de su conducta
habitual. Por consiguiente, si el proceso de reunir elementos de jui­
cio relativos a una hipótesis acerca de un tema determinado sólo per­
mite obtener datos cuyas características — identificadas como cons­
titutivas de los elementos de juicio importantes— son creadas por el
proceso mismo, resulta evidentemente incorrecto evaluar la hipóte­
sis simplemente sobre la base de tales datos.
E s innegable que la dificultad es seria, y no hay ninguna fórmula
general para eludirla; pero no es una dificultad que sea exclusiva de
las ciencias sociales ni es insuperable en principio. Así, los estudio­
sos de las ciencias naturales están familiarizados desde hace tiempo
con el hecho de que los instrumentos utilizados para efectuar medi­
ciones pueden provocar alteraciones en la misma magnitud que se
quiere medir; este hecho ha recibido mucha atención, con particu­
laridad en años recientes, en conexión con la interpretación de las
relaciones de incertidumbre enunciadas por Heisenberg en la mecá­
nica cuántica. Por ejemplo, la temperatura registrada por un termó­
metro sumergido en un líquido no representa la temperatura exacta
del líquido antes de la inmersión, ya que antes de ésta la temperatu­

606
ra del termómetro por lo general es diferente de la del líquido, de
m odo que las dos temperaturas iniciales cambian antes de que el ter­
mómetro y el líquido estén en equilibrio térmico. Pero, evidente­
mente, carece de sentido sostener que la magnitud de una propiedad
medida se altera por el proceso mismo de medirla, a menos que sea
posible aducir elementos de juicio independientes en favor de la
suposición de que el instrumento de medición empleado en el pro­
ceso provoca en la propiedad cambios de un tipo determinado. En
consecuencia, para que lo que se dice tenga sentido, tal afirmación
debe ir acompañada de alguna noción (aunque sea brumosa) de la
medida en la cual la propiedad puede alterarse debido a su interac­
ción con el instrumento de medida. Por ende, se presentará una de
las siguientes posibilidades: se sabe que los efectos provocados por
tal interacción son relativamente ínfimos, por lo que se los puede ig­
norar; los efectos pueden ser calculados con precisión sobre la base
de leyes conocidas y se los toma en cuenta cuando se asigna un valor
numérico determinado a la magnitud de la propiedad medida; no es
posible calcular los efectos con precisión, pero sobre la base de leyes
conocidas puede demostrarse que no exceden de ciertos límites, de
modo que se asigna un valor aproximado a la magnitud de la propie­
dad medida; finalmente, debido al desconocimiento de varias cir­
cunstancias especiales en las cuales se realiza el tipo de medición
dado, no puede hacerse una estimación de los efectos, de modo que
debe postergarse la asignación de un valor a la propiedad que se
mide hasta que se supere tal desconocimiento o hasta que se creen
instrumentos de medición cuyos efectos sobre dicha propiedad pue­
dan ser estimados.
La lógica adecuada para superar la dificultad que acabamos de
examinar en relación con los temas explorados por las ciencias natu­
rales no se modifica cuando se examina tal dificultad en conexión
con los materiales estudiados por las ciencias sociales. En ambos
grupos de disciplina, la dificultad surge porque se producen cambios
en los fenómenos por los medios utilizados para investigarlos. Sin
embargo, aunque en las ciencias sociales (y no en las ciencias natura­
les) tales cambios pueden ser atribuidos en parte al conocimiento
que los hombres poseen del hecho de que son los sujetos de una in­
vestigación, esta diferencia es relativa al mecanismo particular me­
diante el cual se provocan cambios en un dominio, y esta diferencia
en el mecanismo por el cual se producen los cambios no afecta a la

607
naturaleza del problem a lógico creado por los cambios. N o obstan­
te esto, en general es menos fácil descontar tales cambios en las cien­
cias sociales porque en estas disciplinas hay menos leyes bien esta­
blecidas con cuya ayuda pueda estimarse el alcance de tales cambios.
Por otra parte, las ciencias sociales frecuentemente emplean técnicas
de investigación con respecto a las cuales la dificultad no aparece o
aparece en form a menos aguda, por ejemplo* diversos recursos para
observar la conducta social tales que los participantes simplemente
no saben que se los observa; o las llamadas «técnicas proyectivas»,
donde los sujetos, si bien saben que están én estudio, ignoran los o b ­
jetivos de tal estudio y sólo pueden conjeturar cuál es el aspecto de
su conducta que se somete a escrutinio.10

2. E l segundo aspecto de la dificultad en discusión concierne a la


validez de las conclusiones que se alcanzan en la indagación social.
C om o se ha observado a menudo, mientras que las fuerzas que man­
tienen a las estrellas en sus cursos o los mecanismos que transmiten
los caracteres hereditarios del organismo humano no son afectados
por los avances en la astrofísica o la biología, las relaciones de de­
pendencia que constituyen los temas de estudio de las ciencias socia­
les pueden ser profundamente modificadas com o consecuencia de
los progresos de esta disciplina. Pues aun cuando las generalizaciones
acerca de fenómenos sociales y las predicciones de sucesos sociales
futuros sean conclusiones logradas en investigaciones indiscutible­
mente correctas, tales conclusiones pueden ser literalmente invali­
dadas si se convierten en conocimiento público y si, a la luz de este
conocimiento, los hombres modifican sus pautas de conducta sobre
cuyo estudio se basaban las conclusiones. Por esta razón, se ha so s­
tenido con frecuencia que es inútil buscar leyes sociales que sean vá­
lidas para un futuro indefinido y que la predicción de la conducta
social es intrínsecamente incierta.
A veces se distinguen dos tipos de tales predicciones, cada uno de
los cuales ilustra una manera en que las acciones generales por creen­
cias acerca de las cuestiones humanas pueden afectar a la validez de
esas mismas creencias. U no de esos tipos es la llamada «predicción
suicida», que consiste en predicciones bien fundadas en el momento

10. Véase H andbook o f Social Psychology (comp. G ardner Lindzey), vol. 1,


Cam bridge, M ass., 1944.

608
en que se las hace y que, por ende, probablemente sean confirmadas
por los sucesos futuros, pero que no obstante esto son refutadas de­
bido a acciones emprendidas como consecuencia de la difusión de
las predicciones. Por ejemplo, sobre la base de un análisis aparente­
mente adecuado del estado de la economía en Estados U nidos, los
economistas predijeron un «receso» comercial para 1947. Pero, a
causa de esta advertencia, los hombres de negocios redujeron los
precios de una cantidad de productos que ocupaban posiciones es­
tratégicas en las operaciones del mercado económico, de m odo que
la demanda efectiva de esos bienes aumentó y el receso predicho no
se produjo. El segundo tipo es la llamada «profecía de autocumpli-
miento»; a este tipo pertenecen las profecías que son falsas en el m o­
mento en que se las hace, pero que resultan verdaderas debido a las
acciones emprendidas como consecuencia de creer en las prediccio­
nes. Por ejemplo, aunque el United States Bank (un banco privado
de la ciudad de N ueva York, a pesar de su nombre) no pasaba por
ninguna dificultad financiera seria en 1928, muchos de sus clientes
creyeron que se encontraba en una horrible situación y que pronto
quebraría. Esta creencia se extendió rápidamente, y la organización
se vio obligada a declararse en bancarrota.11
El hecho hacia el cual llaman la atención tales predicciones — es
decir, que las creencias acerca de cuestiones humanas pueden llevar
a cambios fundamentales en los hábitos de la conducta humana que
son objeto de esas creencias— es presentado a veces como si la difi­
cultad que plantea a la investigación fuera exclusiva de las ciencias
sociales a causa de la presunta «libertad de la voluntad humana». Sin
embargo, este antiguo problema es totalmente ajeno a los problemas
metodológicos de la investigación social, como lo pone de manifies­
to la circunstancia de que es posible ilustrar ambos tipos de predic­
ciones con ejemplos tomados de las ciencias naturales. Por ejemplo,
es posible hacer apuntar y descargar un cañón antiaéreo por medio
de un mecanismo puramente físico. Podemos suponer que tal me­
canismo incluye un radar para localizar el blanco, una calculadora
automática para determinar la dirección en la cual debe apuntar el
cañón para dar en el blanco transmitido por el radar, un mecanismo
de ajuste para apuntar y disparar el cañón, y algún sistema para

11. Véase Robert K. M erton, Social Theory an d Social Structure, ed. rev.,
Glencoe, 111., 1957, cap. 2.

609
transmitir los cálculos de la com putadora como una serie de señales
al aparato de ajuste. Supongam os ahora que si se disparara el cañón
de acuerdo con los cálculos de la computadora en una ocasión de­
terminada, éste daría en el blanco; pero supongam os también que las
señales que transmiten estos cálculos tienen efectos de perturbación
(sea en el aparato de ajuste, sea en el blanco) que la computadora no
puede tomar en cuenta. Por consiguiente, aunque se coloque el cañón
y se lo dispare de acuerdo con cálculos que eran correctos en el m o­
mento en el que se los hizo, no obstante esto, no logra dar en el blan­
co debido a los cambios introducidos por el proceso de transmisión
de esos cálculos. Esta situación no difiere en aspectos esenciales de
una predicción suicida en la investigación social, a pesar de que en el
ejemplo sólo intervienen suposiciones puramente físicas. D e manera
similar se puede construir una analogía física de profecía de auto-
cumplimiento. Así, supongamos que en el ejemplo anterior el equipo
de radar o la com putadora tienen algún «defecto», tal que si se apun­
tara el cañón y se lo disparara de acuerdo con los cálculos de la com ­
putadora en un momento dado, el cañón de hecho no lograría dar en
el blanco. Sin embargo, obviamente es posible que, aunque se dispa­
re el cañón de acuerdo con cálculos que eran incorrectos en el momen­
to en el que se los hizo, se logre dar en el blanco debido a los cambios
introducidos por el proceso de transmisión de esos cálculos.12
Sea como fuere, es innegable la frecuente aparición de prediccio­
nes suicidas y de autocumplimiento concernientes a cuestiones hu­
manas, y ninguna teoría adecuada de los fenómenos que estudian las
ciencias sociales puede ignorar el hecho de que algunas acciones em­
prendidas a la luz del conocimiento de algunas pautas de conducta
social, a menudo pueden provocar un cambio en esas pautas. Sin em­
bargo, como sugerimos en el párrafo anterior, a veces las interpreta­
ciones basadas en este hecho pueden ser sumamente dudosas. En par­
ticular, aunque este hecho indudablemente complica la búsqueda de
generalizaciones bien fundadas relativas a fenómenos sociales, no eli­
mina, como se alega comúnmente, la posibilidad misma de establecer
leyes sociales generales. H agam os explícito el porqué de esto.

12. El ejemplo utilizado en este párrafo es una adaptación del empleado


para propósitos idénticos por A d o lf G rünbaum en «H istorical Determinism,
Social Activism , and Prediction in the Social Sciences», British Jo u rn al fo r the
Philosophy o f Science, vol. 7, 1956, págs. 236-240.

610
a. En primer lugar, quienes hacen tal afirmación pasan por alto el
hecho elemental de que un enunciado que pretende ser una ley tiene
la forma lógica de un condicional, aunque la formulación particular
empleada no lo revele explícitamente. Tales enunciados simplemente
afirman que si se satisfacen ciertas condiciones, entonces se producen
también otras cosas (sea invariablemente, sea sólo con una frecuencia
relativa formulada de manera más o menos precisa). Por consiguien­
te, la validez fdetica de una ley social propuesta no depende de que un
caso determinado de la cláusula antecedente del condicional sea ca­
tegóricamente verdadero, aunque la aplicabilidad de la ley a una si­
tuación dada depende de que se cumplan en esa situación las con­
diciones mencionadas en el antecedente. Por ejemplo, una versión
simplificada de una conocida ley económica afirma que, si disminuye
el precio de venta de un bien, aumentará la demanda efectiva del mis­
mo. Supongamos que en cierta sociedad una caída constante de los
precios de diversas mercancías (en particular, de los caramelos) du­
rante un largo período va acompañada por un constante aumento en
el consumo de esos artículos, de modo que la ley resulta correcta.
Pero supongamos también que, con el fin de desalentar el consumo
de caramelos (por ejemplo, por razones derivadas de estudios sobre
los efectos de tal consumo sobre el exceso de peso), se toman medi­
das — considerando esta ley— para invertir la tendencia de los pre­
cios de este producto, de modo que eventualmente disminuye la de­
manda efectiva de caramelos. Es obvio, sin embargo, que la ley nb
queda invalidada por la circunstancia de que, a causa de la acción em­
prendida a la luz de la ley, el precio de los caramelos disminuya gra­
dualmente, de igual modo que el hecho de que los hombres general­
mente eviten los vapores del ácido cianhídrico, cuando toman
conocimiento de la ley según la cual si se inhala dicho gas se produce
rápidamente la muerte, no constituye una refutación de esta ley. En
resumen, si la acción basada en el conocimiento de una ley determi­
nada no es una de las condiciones que la ley menciona en su cláusula
antecedente y de la que afirma que va acompañada de ciertas conse­
cuencias cuando se cumplen esas condiciones, no se demuestra que la
ley sea errónea cuando se descubren situaciones en las cuales se reali­
za tal acción pero no aparecen las consecuencias enunciadas.

b. En segundo lugar, no hay ninguna razón válida para descartar


definitivamente la posibilidad de elaborar leyes cuyas cláusulas ante­

611
cedentes tomen en cuenta la presencia de acciones deliberadamente
emprendidas sobre la base de un conocimiento concerniente a pro­
cesos sociales. Por el contrario, de hecho a veces es posible prever,
aunque sólo sea de una manera general, cuáles son las consecuencias
probables que puede tener para hábitos sociales establecidos la ad­
quisición de nuevos conocimientos o nuevas habilidades. Por ejem­
plo, la fabricación de los equipos necesarios para el transporte y la
comunicación generalmente aumenta con la creciente industrializa­
ción de una sociedad. Por otra parte, hay también evidencias en favor
de la generalización según la cual, cuando los hombres descubren las
ventajas de formas más rápidas de transporte y comunicación, tien­
den a usarlas con preferencia a los medios más antiguos y más len­
tos. En consecuencia, cuando se difunde el conocimiento de medios
más rápidos, la fabricación del equipo necesario para mantener los
medios tradicionales tenderá a disminuir o a aumentar a un ritmo
más lento, y al mismo tiempo los recursos naturales necesarios para
esta fabricación serán explotados en menor escala o destinados a
otros usos. Aunque los efectos de un conocimiento recientemente
adquirido acerca de las pautas sociales de conducta pueden no ser
predecibles con minucioso detalle, a veces puede darse al menos una
descripción aproximada de las consecuencias probables de tales in­
novaciones. Para resumir, si el conocimiento que los hombres p o ­
seen de los procesos sociales es una variable que interviene en la de­
terminación de los fenómenos sociales, no hay ningún fundamento
a priori para sostener que los cambios de esta variable y los efectos
que ellos puedan producir no pueden ser objeto de leyes sociales.
N o debe confundirse el punto en consideración con la cuestión
muy diferente de saber si es o no posible predecir la adquisición de
nuevo conocimiento y las formas que éste puede adoptar. Tal pre­
dicción, sin duda, no es posible en general, excepto quizás en aque­
llos dom inios en los cuales el avance del conocimiento depende de la
solución de una clase especial de problemas, para cuya solución se
dispone ya de técnicas efectivas y recursos adecuados. El punto en
discusión es saber si es o no posible en principio, una vez adquirido
un conocimiento de relaciones de dependencia entre fenómenos so ­
ciales, establecer leyes que tomen en cuenta las consecuencias que el
uso de tal conocimiento puede tener para esas relaciones. N uestro
examen ha tratado de hacer evidente por qué es insostenible la afir­
mación de que las leyes de este tipo son intrínsecamente imposibles.

612
c. Finalmente, aunque a menudo se ha subestimado la influencia
de las creencias y las aspiraciones de los hombres sobre la historia
humana, es igualmente fácil exagerar el papel regulador de la elec­
ción deliberada en la determinación de los sucesos humanos, aun
cuando la elección se base en un considerable conocimiento de los
procesos sociales. E s un hecho de experiencia común el que, a pesar
de la cuidadosa elaboración de planes para alcanzar cierto objetivo,
las acciones emprendidas desembocan en complicaciones imprevis­
tas y, ciertamente, no deseadas. Pues las acciones planeadas rara­
mente o nunca se desarrollan en un ordenamiento social sobre el
cual los hombres posean un completo dominio. Las consecuencias
que siguen a una elección deliberada no son simplemente el resulta­
do de esta elección, sino que están determinadas también por diver­
sas circunstancias concomitantes, cuya relación con el objetivo de la
acción no siempre es bien comprendida y cuyos modos de operación
no están, de todos m odos, dentro del completo control efectivo de
quienes han hecho tal elección. Eli Whitney no inventó la desmota­
dora de algodón con el propósito de fortificar un sistema social ba­
sado en la esclavitud humana; Pasteur se habría horrorizado de saber
que sus investigaciones sobre la fermentación se convertirían en la
base teórica de la guerra bacteriológica; y el apoyo de Francia a la cau­
sa revolucionaria norteamericana contra Inglaterra no pretendía alen­
tar la fundación de una nación que luego dificultaría a Francia el
mantenimiento de su poder colonial en América del N orte.
Esta conocida incongruencia entre la intención y el resultado de
la acción social tiene considerable importancia para la cuestión de sa­
ber si el papel que desempeña el conocimiento de los procesos so ­
ciales en la modificación de esos procesos excluye la posibilidad de
establecer leyes sociales generales. L os objetivos de la acción social
planeada indudablemente están sujetos a mucha variación, ya que ta­
les objetivos dependen generalmente de características más o menos
distintivas de los individuos que elaboran el plan y actúan, así como
del conocimiento de los procesos sociales que ellos poseen; y a me­
nudo es difícil, en verdad, prever cuáles serán esos objetivos. Por
otra parte, como ya hemos apuntado antes, los resultados reales a los
que se llega mediante tal acción habitualmente caen dentro de una
gama de alternativas mucho más limitada, debido a las restricciones
que imponen a la conducta social individual las instituciones relati­
vamente estables dentro de las cuales los individuos tratan de reali­

613
zar sus fines. Pues aunque el esfuerzo planificado puede, ciertamen­
te, transformar el carácter de las instituciones sociales, las acciones
que los hombres realizan en una ocasión determinada no son, en su
mayoría, la manifestación de un pensamiento reflexivo dirigido a la
resolución de algún problema específico de tal ocasión, sino más
bien de hábitos de conducta que no es posible transformar simultá­
neamente y de los que cabe esperar que permanezcan inalterados,
por lo común. En consecuencia, los efectos producidos por esfuer­
zos tendientes a lograr cierto objetivo suelen quedar anulados por
efectos producidos por una conducta que se ajusta a las pautas habi­
tuales de conducta social o por otros sucesos sobre los cuales los ac­
tores no tienen ningún control. Aunque existe siempre la genuina
posibilidad de que la acción basada en el conocimiento de los proce­
sos sociales modifique el carácter de esos procesos, tal posibilidad a
menudo puede ser ignorada, pues por lo general dicha acción no
transforma radicalmente el esquema total de la conducta social co­
rriente. Por esta razón, así como por las razones ya examinadas, esta
posibilidad no constituye un obstáculo fatal para el establecimiento
de leyes sociales.13

13. En años recientes, la cuestión que hemos examinado ha sido objeto de


una serie de investigaciones teóricas y empíricas. Se ha dem ostrado, por ejem­
plo, que el que hace un sondeo de opinión puede, en principio, publicar su pre­
dicción del resultado de una elección de manera tal que, a pesar de las reacciones
de los votantes al pronóstico, la predicción no sea refutada p or esas reacciones.
Véase H erbert A. Simón, Models o f M an, N ueva Y ork, 1957, cap. 5, que lleva el
título de «Bandw agon and U nderdog Effects o f Election Predictions».
Adem ás, recientemente se ha iniciado una rama de la investigación cuyo
propósito es especificar, dada una acción competitiva dirigid? al logro de cierta
finalidad, la estrategia a seguir que es, en cierto sentido, la «m ejor» estrategia
con un resultado al que no afecta la información que pueda tener cada parte en
competencia (los «jugadores del juego») en lo concerniente a los planes del otro.
A sí, esta «teoría de juegos» suministra reglas para decidir un curso de acción
que no es necesario alterar para lograr el objetivo, aunque los otros «jugadores»
adquieran nuevo conocimiento en el curso del «juego». L a teoría básica fue ela­
borada p o r John von Neum ann y O sk ar M orgenstern, The Theory o fG a m e s
an d Economic Behavior, Princeton, 1944. Véanse también John C . C . M cKin-
sey, Introduction to the Theory o f Gam es, N ueva Y ork, 1952; y R. D . Luce y
H . Raiffa, G am es an d Decisions, N ueva Y ork, 1957.

614
4. L a n a t u r a l e z a s u b je t iv a d e l o s t e m a s d e e s t u d io s o c ia l e s

La conocida afirmación según la cual las explicaciones de fenó­


menos sociales objetivamente bien fundadas son difíciles si no im­
posibles de alcanzar, debido a que esos fenómenos presentan un as­
pecto esencialmente «subjetivo» o «impregnado de valoraciones»,
da origen a un cuarto conjunto de cuestiones metodológicas relacio­
nadas entre sí.
Frecuentemente se considera que el tema de las ciencias sociales
es la acción humana intencional, dirigida al logro de diversos fines
o «valores», sea con un propósito consciente, sea por la fuerza de
un hábito adquirido, sea a causa de un com prom iso inconsciente.
U na caracterización un poco más restrictiva limita dicho tema a las
respuestas que los hombres dan a las acciones de otros hombres, a
la luz de expectativas y «evaluaciones» concernientes a las respues­
tas que estos otros a su vez darán.14 En ambas delimitaciones del
tema de las ciencias sociales, comúnmente se afirma que su estudio
presupone la familiaridad con las motivaciones y otras cuestiones
psicológicas que constituyen los resortes de la conducta humana in­
tencional, así como con los objetivos y los valores cuyo logro es la
finalidad explícita o implícita de tal conducta. Según muchos auto­
res, sin embargo, las motivaciones, las disposiciones, los fines bus­
cados y los valores no son cuestiones susceptibles de una inspección
sensorial y no pueden ser conocidas o identificadas por medio del
uso exclusivo de procedimientos que son adecuados para explorar
los fenómenos públicamente observables de las ciencias «puramen­
te conductistas» (o naturales). Por el contrario, son cuestiones de
las que sólo podem os adquirir conocimiento a través de nuestra
«experiencia subjetiva». Además, las distinciones que son atinentes
al tema de las ciencias sociales (se las emplee para caracterizar ob­
jetos inanimados, com o en el caso de términos tales como «he­
rramienta» y «oración», o para designar tipos de conducta humana,
como en el caso de términos tales como «crimen» y «castigo») no

14. Max Weber, The Theory o f Social and Economic Organization, N ueva
York, 1947, pág. 118. Según la definición más restrictiva, un granjero que culti­
va el suelo solamente para proveerse de alimentos no realiza una actividad so ­
cial. Su conducta sólo es social si hace planes para satisfacer sus propias necesi­
dades con referencia a las supuestas necesidades de otros hombres.

615
pueden ser definidas excepto por referencia a «actitudes mentales»
y no pueden ser comprendidas sino por quienes han tenido la ex­
periencia subjetiva de tales actitudes. Decir que un objeto es una
herramienta, por ejemplo, equivale presuntamente a decir que quie­
nes caracterizan ese objeto de tal m odo esperan de él determinados
efectos. Por consiguiente, las diversas «cosas» que puede ser nece­
sario mencionar al explicar la acción intencional deben ser concebi­
das según lo que los actores humanos mismos creen acerca de esas
cosas, y no según lo que puede descubrirse acerca de ellas mediante
los m étodos objetivos de las ciencias naturales. Para decirlo con las
palabras de un defensor de esta tesis, «una medicina o un cosm éti­
co, por ejemplo, para los propósitos de los estudios sociales, no son
cosas que curen una dolencia o mejoren el aspecto de una persona,
sino cosas de las que la gente cree que tendrán tales efectos». Y con­
tinúa diciendo que, cuando las ciencias sociales explican la conduc­
ta humana invocando el conocimiento de los hombres acerca de las
leyes de la naturaleza, «lo importante en el estudio de la sociedad no
es si estas leyes de la naturaleza son verdaderas en un sentido obje­
tivo, sino solamente si la gente cree en ellas y actúa de acuerdo con
ellas».15
En resumen, se sostiene que las categorías descriptivas y explica­
tivas de las ciencias sociales son radicalmente «subjetivas», de m odo
que estas disciplinas se ven obligadas a confiar en técnicas de in­
vestigación «no objetivas». El científico social, por lo tanto, debe
«interpretar» los materiales de su estudio identificándose en su ima­
ginación con los actores de los procesos sociales, considerando las
situaciones a las que se enfrentan como tales actores y construyendo
«m odelos de motivaciones» en los cuales se atribuyan a esos agentes
humanos resortes de su acción y com prom isos con diversos esque­
mas de valores. El científico social sólo puede lograr esto porque él
mismo es un agente activo en procesos sociales y puede comprender,
p o r ende, a la luz de sus propias experiencias «subjetivas», los «sig­
nificados internos» de las acciones sociales. En consecuencia, se sos­
tiene que la creación de una ciencia social «objetiva» o «conductista»
es una esperanza vana; pues excluir por principio todo vestigio de
interpretación subjetiva y motivacional del estudio de los problemas

15. F. A. H ayek, The Counter-Revolution o f Science, Glencoe, 111., 1952,


pág. 30.

616
humanos equivale a eliminar de dicho estudio la consideración de
todo hecho social genuino.16
Esta descripción del tema de las ciencias sociales plantea muchos
problemas, pero en este contexto sólo recibirán atención los tres si­
guientes: 1) ¿son las distinciones necesarias para explorar éste ámbi­
to exclusivamente «subjetivas»?; 2) ¿es inadecuada una descripción
«conductista» de los fenómenos sociales?; 3) ¿la atribución de estados
«subjetivos» a agentes humanos cae fuera del alcance de los cánones
lógicos utilizados en la investigación de propiedades «objetivas»?

1. Es indiscutible que la conducta humana es frecuentemente in­


tencional; y es también indiscutible que cuando se describe o se ex­
plica tal conducta, por los científicos sociales o por legos, común­
mente se supone que en sus manifestaciones subyacen diversos tipos
de estados «subjetivos» (o psicológicos). Sin embargo, como lo p o ­
nen en evidencia las ciencias biológicas, frecuentemente es posible
investigar muchos aspectos de las actividades dirigidas hacia un fin
sin que sea necesaria la postulación de tales estados. Pero, lo que es
aún más importante, aun cuando las conductas estudiadas por las
ciencias sociales estén dirigidas sin discusión hacia fines perseguidos
conscientemente, las ciencias sociales no se limitan a utilizar exclusi­
vamente distinciones referentes a estados psicológicos. Además, no
se ve por qué a estas disciplinas deben planteársele tales restriccio­
nes. Por ejemplo, con el fin de explicar la adopción de ciertas reglas
de conducta por una comunidad determinada puede ser importante
investigar las maneras como los miembros de la comunidad cultivan
el suelo, construyen viviendas o conservan alimentos para su uso fu­
turo; pero las conductas manifiestas que estos individuos revelan al
realizar estas tareas no pueden ser descritas en términos puramente
«subjetivos».
Además, aunque a veces pueda explicarse parcialmente la acción
intencional con ayuda de suposiciones concernientes a disposicio­
nes, intenciones o creencias de los actores, otras suposiciones con­

16. R. M. M aclver, Social Causation, N ueva York, 1942, cap. 14; M ax We-
ber, cap. 1, esp. la sec. 1; Charles H . C ooley, Sociological Tbeory an d Social R e­
search, N ueva York, 1930, págs. 290-308; Ludw ig von M ises, Theory an d His-
tory, N ew Haven, Conn., 1957, cap. 11; Peter Winch, The Idea o f a Social
Science, Londres, 1958, esp. el cap. 2.

617
cernientes a cuestiones que los actores desconocen totalmente pue­
den también contribuir a explicar sus acciones. Así, como lo pone en
claro el pasaje ya citado, si deseamos explicar la conducta de hom ­
bres que creen en las propiedades medicinales de una sustancia de­
terminada, obviamente es importante distinguir entre la cuestión re­
lativa a si esta creencia influye de alguna manera sobre la conducta
de quienes abrigan dicha creencia y la cuestión relativa a si la sus­
tancia tiene, de hecho, las propiedades medicinales que se le atribu­
yen. Por otra parte, parece haber excelentes razones para rechazar la
conclusión, presuntamente derivada de esta distinción, según la cual
al explicar la conducta intencional el científico social no debe usar
ninguna información disponible para él pero no para los actores.17
Por ejemplo, los plantadores de algodón del sur de Estados U nidos
antes de la Guerra Civil desconocían las leyes de la moderna quími­
ca de suelos y creían, erróneamente, que el uso de abono animal con­
servaría indefinidamente la fertilidad de las plantaciones de algodón.
Sin embargo, el conocimiento de esas leyes por un científico social
puede ayudarle a explicar por qué, con ese tratamiento, el suelo en el
cual se cultivaba algodón se agotaba gradualmente y, en consecuen­
cia, por qué había una creciente necesidad de tierra virgen para cul­
tivar algodón con el fin de que no disminuyera su cosecha. N o es en
m odo alguno evidente la razón por la cual es necesario excluir tales
explicaciones de las ciencias sociales. Pero si no se las excluye, dado
que evidentemente implican nociones que no se refieren a los esta­
dos «subjetivos» de los agentes intencionales, es indudable que las
categorías descriptivas y explicativas de esa ciencia no son exclusiva­
mente «subjetivas».

2. L a doctrina de las ciencias sociales conocida como «conduc-


tism o» es una adaptación del programa de investigación adoptado
por primera vez por muchos psicólogos durante la segunda década
del siglo xx. Ese program a fue expresión de una difundida rebelión

17. «T odo conocimiento que poseam os acerca de la verdadera naturaleza


de la cosa material (es decir, la presunta medicina), pero que las personas cuyas
acciones queremos explicar no posean, es tan poco atinente a la explicación de
sus acciones com o nuestro escepticismo privado acerca de la eficacia de un en­
cantamiento mágico para la comprensión de la conducta del salvaje que cree en
él.» F. A. H ayek, op. cit., pág. 30.

618
contra la vaguedad y la incertidumbre general de los datos psicoló­
gicos obtenidos mediante análisis introspectivos de estados mentales,
y sus defensores tomaron como modelo inmediato de la investiga­
ción psicológica los procedimientos utilizados por los estudiosos de
la conducta animal. En su formulación inicial, el conductismo reco­
mendaba el rechazo total de la introspección como técnica de estudio
en la psicología, y su propósito declarado era investigar la conducta
humana de la misma manera que las investigaciones de procesos quí­
micos o de la conducta de los animales, sin apelar ni referirse para
nada a los contenidos de conciencia. Además, algunos de sus defen­
sores propugnaron tesis particulares sobre problemas psicológicos
fundamentales (por ejemplo, sobre los mecanismos de «condiciona­
miento» implicados en el aprendizaje o en la creación literaria), aun­
que las ingenuas teorías «mecanicistas» que adoptaron no estaban
implicadas por su rechazo de la introspección. Vale la pena observar,
sin embargo, que aun los exponentes de esta form a radical del con­
ductismo no negaban la existencia de estados mentales conscientes,
sino que su rechazo de la introspección, en favor del estudio de la
conducta manifiesta, estaba dominado primordialmente por la preo­
cupación metodológica de basar la psicología en datos públicamente
observables.18
Sea como fuere, el conductismo ha sufrido una importante trans­
formación desde su formulación inicial, y quizás ya no haya psicó­
logos (o, con mayor razón, científicos sociales) que se consideren
«conductistas» y que suscriban la anterior condena sin reservas de la
introspección. Por el contrario, los conductistas declarados aceptan
hoy, generalmente, los informes introspectivos de sujetos experi­
mentales, no como enunciados acerca de estados psíquicos particu­
lares de los sujetos, sino como respuestas verbales observables que
los sujetos dan en condiciones determinadas; por consiguiente, se
incluyen los informes introspectivos entre los datos objetivos sobre
los cuales es menester fundar las generalizaciones psicológicas. A de­
más, los conductistas contemporáneos que actúan dentro de este
marco metodológico más liberal han investigado muchos dominios
(que frecuentemente no se tocan) de la conducta humana, tanto in­

18. Véase J. B. W atson, «Psychology as the Behaviorist Views It», Psycho-


logical Review, vol. 20, 1913, págs. 158-177, y del mismo au to r'Behaviorism,
N ueva York, 1930.

619
dividual (por ejemplo, la discriminación perceptual, el aprendizaje o
la resolución de problemas) como social (por ejemplo, la comunica­
ción, la decisión grupal o la cohesión de los grupos), y han propues­
to una serie de mecanismos especiales para explicar estos diversos fe­
nómenos, mecanismos que en su m ayoría difieren entre sí y difieren
también de los mecanismos simples propugnados por anteriores ad-
herentes al punto de vista conductista. Sin embargo, ninguno de estos
mecanismos sugeridos más recientemente parece ser adecuado para
explicar toda la gama de la conducta humana, por lo que el conduc-
tism o (como la mayoría de las «escuelas» de la psicología contempo­
ránea) continúa ofreciendo un program a diversificado de investiga­
ción que pone énfasis en ciertas consideraciones metodológicas, más
que una escuela comprometida con una teoría explícita particular
minuciosamente articulada. U n estado de cosas semejante predom i­
na en la actualidad entre los científicos sociales que se declaran con-
ductistas o que manifiestan simpatías por el enfoque conductista. En
consecuencia, el término «conductism o» no tiene una connotación
doctrinaria precisa, y los estudiosos de la conducta que se llaman a sí
mismos conductistas lo hacen principalmente por su adhesión a una
metodología que otorga particular importancia a los datos objetivos
(o intersubjetivamente observables).19
A la luz de esta situación, por ende, no es fácil evaluar la afirma­
ción de que un enfoque «conductista» del estudio de los fenómenos
sociales se refuta a sí mismo, ya que habitualmente no se ve con cla­
ridad cuál es el blanco de la crítica. Buena parte de dicha crítica está
dirigida, ciertamente, contra lo que es una caricatura de tal enfoque.
Así, cuando se afirma que un conductista consecuente no puede ha­
blar con propiedad de «las reacciones de las personas ante lo que
nuestros sentidos nos dicen que son objetos similares» (tales com o

19. Véanse Kenneth W. Spence, «The Postulates of “ Behaviorism ” », Psy-


chological Review , vol. 55, 1948, págs. 67-78; Gardiner M urphy, H istorical In-
troduction to M odem Psychology, N ueva Y ork, 1951, caps. 18 y 19; The Scien­
ce o f M an in the World Crisis (comp. Ralph Linton), N ueva Y ork, 1945, esp. los
capítulos de C lyde Kluckhohn y William H . Kelly, «The Concept o f Culture»,
Melville J. H erskovits, «The Processes o f Cultural Change», y G eorge P. M ur-
dock, «The C om m on Denom inator o f Culture»; y Paul F. Lazarsfeld, «Pro-
blems in M ethodology», en Sociology Today (comps. R obert K . M erton, Leo-
nard B room y Leonard S. Cottrell, Jr.), N ueva Y ork, 1959.

620
los círculos rojos), sino solamente de «las reacciones a estímulos que
son idénticos en sentido estrictamente físico» (por ejemplo, de los
efectos de las ondas luminosas de determinada frecuencia sobre una
zona particular de la retina del ojo humano),20 o cuando se dice que
un conductista no reconoce la diferencia entre la acción puramente
refleja (como el respingo de una pierna) y la conducta intencional
(tal como se manifiesta en la construcción de un ferrocarril, por
ejemplo),21 en ambos casos el ataque está dirigido contra un espanta­
pájaros, construido según el modelo de un biofísico pervertido por
una dudosa epistem ología, y no contra una posición defendida
por algún conductista real. Sin duda, a veces los conductistas se han
mostrado muy insensibles a importantes aspectos de la experiencia
humana y a menudo han propuesto explicaciones de los procesos
psicológicos y sociales que resultaron ser demasiado toscas para dar
cuenta adecuadamente de las complejidades reales de la conducta
humana. Pero los conductistas no tienen el monopolio del fracaso;
y, como ya hemos indicado, la aceptación del conductismo como
enfoque metodológico no requiere en modo alguno la aceptación de
una teoría determinada.
Una suposición implícita en buena parte de la crítica dirigida al
conductismo es la de que un conductista consecuente debe negar la
existencia misma de estados mentales «subjetivos» o «privados»; será
conveniente examinar brevemente esta afirmación. En primer lugar,
probablemente todo el mundo admite la distinción entre un dolor ex­
perimentado directamente, por ejemplo, y las manifestaciones de
conducta al experimentar un dolor (como los gemidos o los espasmos
musculares). En todo caso, quien considere que tales distinciones no
son válidas pone en tela de juicio hechos demasiado bien establecidos
para estar sujetos a duda. Pero, en segundo lugar, un conductista no
está obligado, para ser consecuente, a renunciar a tales distinciones
familiares ni a abandonar los postulados centrales de su posición me­
todológica. Pues no necesita ser un «materialista reduccionista» para
quien el término «dolor» (u otros términos reconocidamente «subje­
tivos») es sinónimo de alguna expresión que sólo contenga términos
pertenecientes inconfundiblemente a los lenguajes de la física, la bio­
logía o la lógica general. Por el contrario, hará bien en rechazar esta

20. F. A. H ayek, op. cit., pág. 45.


21. Ludw ig von M ises, op. cit., pág. 246.

621
tesis reduccionista, ya que confunde hechos establecidos en la física y
la fisiología con hechos de un tipo muy diferente establecidos en las
investigaciones lógicas sobre las relaciones de significación; es decir,
comete el error que es común en otros contextos, por ejemplo, cuan­
do se identifica el significado de la palabra «rojo» (tal como se lo usa
actualmente y como se lo usaba antes del surgimiento de la teoría
electromagnética de la luz para designar un color visible) con el sig­
nificado de «vibraciones electromagnéticas cuyas longitudes de onda
son de aproximadamente 7.100 unidades angstrom».22 U n conductis-
ta que rechace esta tesis equivocada, pues, puede reconocer sin difi­
cultad que los hombres son capaces de tener emociones* imágenes,
ideas o planes; que estos estados psíquicos son «privados» para el indi­
viduo en cuyo cuerpo aparecen, en el sentido de que sólo este individuo
puede experimentarlos directamente, debido a la relación privilegia­
da que su cuerpo tiene con esos estados; y que, por consiguiente, un
hombre puede, en general, dar testimonio de que se encuentra en cier­
to estado psíquico sin tener que examinar primero el estado pública­
mente observable de su propio cuerpo (por ejemplo, su propia expre­
sión facial o sus propias expresiones verbales), aunque otros hombres
sólo puedan establecer que él se encuentra en tal estado psíquico so­
bre la base de tal examen.23
Sin embargo, el conductista también afirma que los estados psí­
quicos sólo aparecen en cuerpos que tienen ciertos tipos de organi­

22. Véase la discusión de este problem a realizada en el capítulo X I.


23. Determ inar exactamente cuál es la cantidad de elementos de juicio con­
firm atorios de un enunciado que se necesita para justificar su aceptación es un
problem a difícil para el que no hay ninguna solución general. Indudablemente,
hay muchos casos en los cuales basta un mínimo de elementos de juicio confir­
m atorios, de m odo que los elementos de juicio adicionales a veces son conside­
rados gratuitos. L o s enunciados introspectivos caen frecuentemente en esta cla­
se, aunque no todos ellos son de este tipo, puesto que pueden ser falsos y sólo
son aceptados com o verdaderos a veces, cuando se establecen controles elabo­
rados. Sin em bargo, los enunciados introspectivos no son los únicos que se
aceptan sobre la base de un mínimo de elementos de juicio en su favor. Así, un
quím ico que observa que un papel azul de tornasol se vuelve rojo cuando se lo
sumerge en un líquido puede afirmar que el papel realmente se ha vuelto rojo y
que el líquido es un ácido. Adem ás, puede considerar una pérdida de tiempo
buscar elementos de juicio en apoyo de estas afirmaciones, aunque puedan hallar­
se datos adicionales en favor de sus enunciados.

622
zación; que tales estados son «adjetivales» o «adverbiales» de esos
cuerpos, y no agentes sustantivos (o «entidades») que habitan en
ellos; que la aparición de un estado psíquico en un cuerpo está siem­
pre acompañada de ciertas conductas manifiestas y públicamente
observables (frecuentemente, en un nivel «m olar» o macroscópico)
del cuerpo; que tales conductas manifiestas (inclusive las respuestas
verbales) constituyen una base suficiente para dar fundamento a
conclusiones acerca de toda la gama de la experiencia humana; y que
la observación de tal conducta manifiesta no sólo es la única fuente
de información que cualquiera tiene en lo concerniente a las expe­
riencias y acciones de otros hombres, sino que también suministra
— en general— datos más seguros para extraer conclusiones acerca
del carácter y las capacidades de una persona que los que suministra
el análisis introspectivo de los estados psíquicos. Por consiguiente,
un conductista puede sostener sin contradecirse que hay estados psí­
quicos privados y, al mismo tiempo, que el estudio controlado de la
conducta manifiesta es el único procedimiento correcto para lograr
un conocimiento digno de confianza de la acción individual y social.
Además, aunque algunos conductistas contemporáneos creen
que es posible crear una ciencia del hombre que sólo emplee distin­
ciones «definibles» en términos de la conducta humana molar, en la
orientación metodológica del conductismo no hay nada que impida
a esos conductistas adoptar teorías psicológicas que postulen diver­
sos tipos de mecanismos no susceptibles de observación pública di­
recta. Muchos de tales conductistas, de hecho, se adhieren a teorías
de este tipo. Sin duda, hay algunos conductistas que, sin negar la
existencia de estados psíquicos, tratan de elaborar teorías cuyos tér­
minos se refieran exclusivamente a estados y procesos (molares o m o­
leculares) físicos, químicos o fisiológicos. Los conductistas de esta
categoría son hostiles, por lo tanto, a las teorías psicológicas que se
proponen explicar la conducta humana manifiesta con referencia a
diversos sucesos «mentales», por ejemplo, teorías que invocan in­
tenciones «subjetivas» o búsqueda de fines para explicar las conduc­
tas manifiestas de los hombres. Sin embargo, el conductismo de esta
variedad es, claramente, un programa de búsqueda teórica y experi­
mental semejante al programa de los mecanicistas de la biología, que
trata de lograr un sistema general de explicación de la conducta hu­
mana a través de la «reducción» de la psicología a otras ciencias. Los
objetivos de este programa ciertamente no han sido alcanzados, y

623
quizás no lo sean nunca. Pero, siempre que dicho programa no des­
carte form as bien atestiguadas de conducta humana por considerar­
las «irreales» en algún sentido —y no hay razón alguna inherente al
program a para que se haga esto— , no puede ser rechazado como ile­
gítimo o como intrínsecamente absurdo por razones apriori.
Es difícil, pues, eludir la conclusión de que el conductismo, como
orientación metodológica (a diferencia del conductismo com o teoría
sustantiva particular de la conducta humana), no es intrínsecamente
inadecuado para el estudio de la acción humana intencional y que, en
consecuencia, las reiteradas afirmaciones acerca de la esencial inade­
cuación de un enfoque conductista del tema propio de las ciencias
sociales no se basa en ningún cimiento firme.

3. Pero sea como fuere, supongamos que la finalidad distintiva


de las ciencias sociales es «comprender» los fenómenos sociales en
términos de categorías «significativas», de m odo que el científico so ­
cial trata de explicar tales fenómenos atribuyendo diversos estados
«subjetivos» a los agentes humanos que participan en los procesos
sociales. A sí, la cuestión fundamental que queda por examinar es si
tales atribuciones implican el uso de criterios lógicos diferentes de
los utilizados en conexión con la atribución de características «obje­
tivas» a las cosas en otros dominios de investigación.
Al examinar este problema, será útil tener presentes algunos
ejemplos de explicaciones «significativas» de acciones humanas. C o ­
mencemos con un ejemplo simple, en el cual el autor destaca la dife­
rencia esencial

entre un p ap el que vuela al viento y un h om bre que huye de una m ulti­


tud que lo persigue. E l p ap el no conoce ningún tem or y el viento ningún
o d io , p ero sin el tem or y el o d io el h om bre n o huiría ni la m ultitud lo
perseguiría. Si tratam os de reducir el tem or a sus concom itan tes co rp o ­
rales, sim plem ente su stitu im o s lo s concom itantes en lugar de la realidad
expresada co m o tem or. D e sp o jam o s al m undo de sign ificados en p ro de
una teoría que es ella m ism a un sign ificado falso que n os priva de to d o
lo dem ás. S ó lo p o d em o s interpretar la experiencia en el nivel de la exp e­
riencia .24

24. R. M. M aclver, Society, N ueva Y ork, 1931, pág. 530.

624
U na ilustración más completa nos la suministra un historiador
que sostiene lo siguiente:

Rechazamos la teoría según la cual el movimiento intelectual del si­


glo x v i i i fue la única causa de la Revolución francesa porque sabemos
que en esta conmoción participaron grandes masas de campesinos y de
obreros, masas analfabetas que carecían de todo conocimiento de las
doctrinas filosóficas o políticas; y por analogía con nuestra propia expe­
riencia personal sostenemos que, si fuéramos analfabetos e ignorantes y
tuviéramos que rebelarnos contra la sociedad en la cual vivimos, nues­
tras actividades revolucionarias deberían ser imputadas, no a impulsos
ideológicos, sino a otras causas, por ejemplo, a nuestros males económi­
cos. En cambio, sostenemos que entre las causas de la Revolución fran­
cesa deben contarse las doctrinas filosóficas y políticas elaboradas en
Francia durante el medio siglo anterior a la Revolución, porque hemos
observado que las clases cultas continuamente invocaban tales doctrinas
mientras destruían el Antiguo Régimen; y, nuevamente, la analogía con
nuestra experiencia personal nos conduce a pensar que ninguno de no­
sotros, al tomar parte en un movimiento revolucionario, profesaría pú­
blicamente doctrinas filosóficas y políticas que no formaran parte real­
mente de nuestras creencias. Todos los razonamientos del historiador y
del científico social pueden ser reducidos a este común denominador de
la analogía con nuestra experiencia interna, mientras que el científico [de
las ciencias naturales] no tiene la ayuda de esta analogía.25

Pero el ejemplo que ha llegado a ser el modelo clásico de las ex­


plicaciones «significativas» de los fenómenos sociales es la descrip­
ción cuidadosamente elaborada de Max Weber del capitalismo m o­
derno, en la cual atribuye el desarrollo de este tipo de sistema
económico, al menos en parte, a la difusión de las creencias religio­
sas y los preceptos de conducta práctica asociados con las formas as­
céticas del protestantismo.26 El examen de Weber es demasiado de­
tallado para poder resumirlo aquí brevemente. Sin embargo, la
estructura de su argumentación (y de otras explicaciones «significa­
tivas») puede ser representada por el siguiente esquema abstracto.
Supongamos que un fenómeno social E (por ejemplo, el desarrollo

25. Gaetano Salvemini, The H istorian an d Scientists, Cam bridge, M ass.,


1939, pág. 71.
26. M ax Weber, The Protestant Ethic and The Spirit o f Capitalism, L o n ­
dres, 1930.

625
de la moderna empresa capitalista) aparece en un conjunto comple­
jo de condiciones sociales C (por ejemplo, una difundida adhesión a
ciertos grupos religiosos, como los que profesan el protestantismo
calvinista), y que algunos de los individuos que participan en C ge­
neralmente también participan en E.27 L o s individuos que participan
en E y según se supone, comparten ciertos valores (o están en ciertos
estados «subjetivos») VE (esto es, aprecian la honestidad, el orden, la
abstención y el trabajo); y se supone también que los individuos que
participan en C están en el estado subjetivo Vc, (por ejemplo, creen
en la santidad de una vocación mundana). Pero también se alega que
Vc Y Ve están relacionados «significativamente», en consideración
de las pautas motivacionales que hallamos en nuestra experiencia
personal; por ejemplo, al reflexionar sobre la manera como están
vinculadas nuestras emociones, valores, creencias y acciones, llega­
mos a reconocer una conexión íntima entre creer que la propia vo­
cación en la vida está consagrada por mandato divino y creer que no
debemos caer en la indolencia o la autocomplacencia. Por consi­
guiente, al atribuir estados subjetivos a los agentes que participan en
E y C, podem os «comprender» por qué E aparece en las condiciones
C, no simplemente como una mera coyuntura o sucesión de fenó­
menos, sino como manifestación de estados subjetivos cuyas inte­
rrelaciones nos son familiares por la consideración de nuestros pro­
pios estados afectivos y cognoscitivos.
E stos ejemplos ponen en claro que tales explicaciones «significa­
tivas» emplean invariablemente dos tipos de suposiciones que son
de particular importancia para el presente examen: una suposición,
de form a singular, que caracteriza a determinados individuos como
estando en ciertos estados psicológicos en momentos especificados
(por ejemplo, en la primera de las citas anteriores, la suposición de
que los miembros de la multitud odiaban al hombre que estaban
persiguiendo); y una suposición, de form a general, que expresa las
maneras de relacionarse tales estados entre sí y con ciertas conductas
manifiestas (por ejemplo, en la segunda de las citas anteriores, la su­
posición de que los hombres que participan en movimientos revolu­
cionarios no se adhieren públicamente a una doctrina política a me­
nos que crean en ella). Sin embargo, ninguna de tales suposiciones se

27. W eber trató de dem ostrar que E no aparece en ausencia de C. Pero este
punto no es directamente atinente al problem a específico en discusión.

626
justifica por sí misma, por lo cual se necesitan elementos de juicio en
favor de cada una de ellas si no se quiere que la explicación de la cual
forman parte no sea más que un ejercicio de imaginación incontro­
lada. A menudo, es difícil obtener elementos de juicio adecuados en
favor de suposiciones acerca de las actitudes y las acciones de otros
hombres; pero, ciertamente, no se los obtiene simplemente median­
te la introspección de los propios sentimientos o examinando las
propias creencias acerca de cómo es probable que se manifiesten ta­
les sentimientos en la acción, como lo han destacado a menudo los
mismos defensores serios de las explicaciones «interpretativas» (por
ejemplo, con vigor y lucidez, el mismo Max Weber). Podemos iden­
tificarnos en la imaginación con un vendedor de trigo y conjeturar
qué conducta adoptaríamos si nos viéramos enfrentados a algún
problema que requiera una acción decidida en un mercado fluctuan-
te de ese producto. Pero una conjetura no es un hecho. Los senti­
mientos o los planes que podem os atribuir al vendedor pueden no
coincidir con los que realmente posee o, aunque coincidan, pueden
sugerirle una conducta muy diferente del curso de acción que hemos
imaginado como «razonables» en las circunstancias supuestas. La his­
toria de la antropología testimonia con abundancia los desatinos que
pueden cometerse cuando se extrapolan categorías apropiadas para
describir procesos sociales conocidos sin un estudio más profundo de
las culturas extrañas. Tampoco se halla bien fundada la frecuente afir­
mación según la cual las relaciones de dependencia entre procesos psi­
cológicos de los que tenemos experiencia personal o entre estos pro­
cesos y las acciones públicas en las que pueden manifestarse pueden
ser comprendidas con una «visión» más clara de su razón de ser que
las relaciones de dependencia entre sucesos y procesos no psicológi­
cos. ¿Podemos comprender, realmente, de manera más cabal y con
mayor certidumbre las razones por las cuales un insulto produce eno­
jo que las razones por las cuales se forma un arco iris cuando los ra­
yos del sol chocan con gotas de lluvia en determinado ángulo?
Además, no es en modo alguno obvio que un científico social no
pueda explicar las acciones de los hombres a menos que haya expe­
rimentado en sí mismo los estados psíquicos que les atribuye o a me­
nos que pueda reproducir exitosamente tales estados en su imagina­
ción. ¿Debe un psiquiatra ser demente, al menos parcialmente, para
estar en condiciones de estudiar al enfermo mental? ¿Es incapaz un
historiador de explicar los sucesos y los cambios sociales provoca­

627
dos por hombres com o Hitler, a menos que pueda reproducir en su
imaginación los odios frenéticos que puedan haber animado a indi­
viduos semejantes? ¿Son incapaces los científicos sociales de tempe­
ramento suave y emocionalmente estables de comprender las causas
y las consecuencias de la histeria de masas, de la orgía sexual institu­
cionalizada o las manifestaciones de las ansias patológicas de poder?
L o s elementos de juicio fácticos, ciertamente, no prestan ningún
apoyo a estas suposiciones y a otras semejantes. En realidad, el cono­
cimiento discursivo — es decir, el conocimiento expresable en form a
proposicional, acerca de cuestiones de «sentido común», así como
acerca de los materiales explorados mediante los procedimientos es­
pecializados de las ciencias naturales y sociales— po consiste en te­
ner sensaciones, imágenes o sentimientos, sean vividos o apagados;
ni consiste en identificarse de alguna manera inefable con los objetos
del conocimiento, ni en reproducir en alguna form a de experiencia
directa el tema que se desea conocer. El conocimiento discursivo es,
en cambio, una representación simbólica de sólo ciertos aspectos de
un tema determinado; es el producto de un proceso que trata delibe­
radamente de formular relaciones entre diversos aspectos de un
tema, de m odo que un conjunto de características mencionadas en
las formulaciones puedan ser consideradas como un indicio seguro
de la presencia de otras características mencionadas; y supone como
condición necesaria de su adecuado fundamento la posibilidad de
verificar esas formulaciones a través de observaciones sensoriales
controladas por cualquiera que quiera tomarse el trabajo de verifi­
carlas.
En consecuencia, podem os saber que un hombre en huida de una
multitud persecutoria animada de odio hacia él se encuentra en un
estado de temor sin que hayamos experimentado tales temores y
odios violentos y sin reproducir imaginativamente tales emociones
en nosotros mismos, del mismo m odo que podem os saber que la
temperatura de un trozo de alambre aumenta porque aumentan las
velocidades de sus moléculas constituyentes sin tener que imaginar­
nos en qué consistiría ser una molécula en movimiento rápido. En
ambos casos, se atribuyen «estados internos» que no son directa­
mente observables a los objetos mencionados para la explicación de
su conducta. Por consiguiente, si podem os pretender con razón que
sabemos que los individuos poseen los estados que se les atribuyen y
que tales estados tienden a producir formas específicas de conducta,

628
podem os hacerlo solamente sobre la base de elementos de juicio ob­
tenidos por la observación de hechos «objetivos»; en un caso, por la
observación de la conducta humana manifiesta (inclusive las res­
puestas verbales de los hombres), en el otro caso, por la observación
de cambios puramente físicos. Sin duda, hay importantes diferencias
entre los caracteres específicos de los estados atribuidos en los dos
casos: en el caso de los actores humanos se trata de estados psicoló­
gicos o «subjetivos», y el científico social que hace tal atribución
puede tener una experiencia personal directa de ellos, pero no sucede
lo mismo en el caso del alambre y de otros objetos inanimados. A pe­
sar de estas diferencias, el quid de la cuestión es que los criterios lógi­
cos empleados por científicos sociales serios para evaluar los elemen­
tos de juicio objetivos para la atribución de estados psicológicos no
parecen diferir esencialmente (aunque a menudo puedan ser aplica­
dos con menos rigor) de los criterios empleados con propósitos aná­
logos por los estudiosos serios de otros ámbitos de la investigación.
En resumen, el hecho de que el científico social, a diferencia del
estudioso de la naturaleza inanimada, pueda proyectarse a sí mismo
por un esfuerzo de imaginación en los fenómenos que trata de com ­
prender, concierne a los orígenes de sus hipótesis explicativas, pero
no a su validez. Su capacidad para entrar en relaciones de empatia
con los actores humanos de un proceso social puede ser heurística­
mente importante para sus esfuerzos por inventar hipótesis adecua­
das que expliquen el proceso. Pero su identificación empática con
esos individuos no es, en sí misma, conocimiento. El hecho de que
logre tal identificación no anula la necesidad de elementos de juicio
objetivos, evaluados de acuerdo con principios lógicos que son co­
munes a todas las investigaciones controladas, para dar apoyo a su
atribución de estados subjetivos a esos agentes humanos.28

5. E l s e s g o v a l o r a t iv o d e l a in v e s t ig a c ió n s o c ia l

Abordaremos, finalmente, las dificultades que, según se sostiene,


encuentran las ciencias sociales debido al hecho de que los valores

28. Se discute la función heurística de tal identificación imaginaria en Theo-


dore Abel, «The O peration Called Verstehen», American Jo u rn al o f Sociology,
vol. 54,1948, págs. 211-218.

629
sociales a los cuales se adhieren los estudiosos de los fenómenos so ­
ciales no sólo tiñen el contenido de sus hallazgos, sino que también
controlan su evaluación de los elementos de juicio sobre los cuales
basan sus conclusiones. Puesto que los científicos sociales discreipan,
en general, en los valores a los que adhieren, la «neutralidad valora-
tiva» que parece ser tan universal en las ciencias naturales es im posi­
ble, se afirma a menudo, en la investigación social. Según el juicio de
muchos pensadores, es absurdo esperar que las ciencias sociales pre­
senten la unanimidad tan común entre los científicos de la naturale­
za concerniente a cuáles son los hechos establecidos y las explicacio­
nes satisfactorias de éstos. Examinemos algunas de las razones que
se han esgrimido en apoyo de tales afirmaciones. Será conveniente
distinguir cuatro grupos de tales razones, de m odo que nuestro exa­
men considerará por turno el presunto papel de los juicios de valor
en: 1) la selección de problemas, 2) la determinación del contenido
de las conclusiones, 3) la identificación de los hechos, y 4) la evalua­
ción de los elementos de juicio.

1. Las razones citadas con mayor frecuencia insisten mucho en el


hecho de que los objetos que un científico social elige para su estu­
dio están determinados por su concepción acerca de cuáles son los
valores socialmente importantes. Según una opinión muy difundida,
por ejemplo, el estudioso de cuestiones humanas sólo examina m a­
teriales a los que atribuye «significación cultural», de m odo que en
su elección del material de investigación está implícita una «orienta­
ción valorativa». Así, aunque Max Weber era un vigoroso defensor
de una ciencia social «libre de valores» — es decir, sostenía que los
científicos sociales deben apreciar (o «com prender») los valores im ­
plicados en las acciones o instituciones que estudian, pero, com o
científicos objetivos, no deben aprobar o desaprobar esos valores o
esas acciones o instituciones— , afirmaba que
E l concepto de cultura es un concepto v alo rativ o. L a realidad em pí­
rica se convierte en «cu ltu ra» para n o so tro s en la m edida en que la rela­
cion am os con ideas de valor. Incluye aquellos do m in io s de la realidad, y
só lo estos, que han llegado a ser significativos p ara n o so tro s a cau sa de
su atinencia con los valores. S ó lo una parte pequeñ a de la realidad co n ­
creta existente está coloreada p o r n uestro interés co n dicion ado p o r los
valores y só lo ella es significativa p ara n o so tro s. E s significativa p o rq u e
revela relaciones que son im portan tes deb id o a su conexión con n u es­

630
tros valores. S ó lo en la m edida en que esto es así vale la pena, p ara n o so ­
tros, conocerla en sus aspectos individuales. Pero no p o d em o s descubrir
qué es significativo p ara n o so tro s p o r m edio de un a investigación «sin
p resu p o sicio n es» de datos em píricos. P o r el contrario, la percepción de
su carácter significativo p ara n o so tro s es la p resu p o sició n necesaria para
que llegue a convertirse en un objeto de investigación .29

Es casi perogrullesco decir que los estudiosos de cuestiones huma­


nas, como los estudiosos de cualquier otro dominio de investiga­
ción, no investigan todo, sino que dirigen su atención hacia ciertas
partes seleccionadas del inagotable contenido de la realidad concre­
ta. Además, aunque sólo sea para los fines de nuestra argumenta­
ción, admitamos que el científico social se dirige exclusivamente a
las cuestiones que considera importantes debido a su presunta ati­
nencia a los valores culturales que sustenta.30 N o obstante esto, no es
en modo alguno claro por qué el hecho de que un investigador se­
leccione los materiales que estudia a la luz de problemas que le inte­
resan y que considera relacionados con cuestiones que juzga im por­
tantes tiene mayor trascendencia para la lógica de la investigación
social que para la lógica de cualquier otra rama de la investigación. Por
ejemplo, un científico social puede creer que un mercado económico
libre es un valor humano fundamental y puede aducir elementos de
juicio tendientes a demostrar que ciertos tipos de actividades hu­
manas son indispensables para la perpetuación de un mercado libre.
Si se ocupa de procesos que mantienen este tipo de economía y no
otro, ¿por qué es esto más atinente a la cuestión de si ha evaluado
adecuadamente los elementos de juicio en apoyo de su conclusión
que el hecho análogo de que un fisiólogo puede ocuparse de proce­
sos que mantienen una temperatura interna constante en el cuerpo
humano y no de alguna otra cosa? Las cosas que un científico social
selecciona para su estudio con vistas a determinar las condiciones o
consecuencias de su existencia pueden depender del hecho indiscu­
tible de que él es un «ser cultural». Pero de igual modo, si no fuéra­
mos seres humanos capaces de realizar investigaciones científicas,

29. M ax Weber, The Methodology ofthe Social Sciences, Glencoe, 111., 1947,
pág. 76.
30. Dedicam os alguna atención a este problem a más adelante, en la discu­
sión concerniente a la cuarta dificultad.

631
no tendríamos interés en conocer las condiciones que posibilitan un
mercado libre, ni los procesos implicados en la homeostasis de la
temperatura interna de los cuerpos humanos, ni — por la misma ra­
zón— los mecanismos que regulan la altura de las mareas, la suce­
sión de las estaciones o los movimientos de los planetas.
En resumen, no hay diferencia alguna entre las ciencias con res­
pecto al hecho de que los intereses del científico determinen los ob­
jetos que elija para investigar. Pero este hecho no constituye en sí
mismo ningún obstáculo para la prosecución exitosa de investiga­
ciones objetivamente controladas en cualquier disciplina.

2. U na razón más sustancial que se da comúnmente del carác­


ter valorativo de la investigación social es que, como el científico so­
cial se halla él mismo afectado por consideraciones acerca de lo co­
rrecto y lo incorrecto, sus nociones de lo que constituye un orden
social satisfactorio y sus propias normas de justicia personal y social
intervienen, de hecho, en sus análisis de los fenómenos sociales. Por
ejemplo, según una de las versiones de este argumento, los antropólo­
gos frecuentemente deben juzgar si los medios adoptados por una so­
ciedad logran el objetivo buscado (por ejemplo, si un ritual religioso
provoca el aumento de la fertilidad para obtener el cual se realiza di­
cho ritual); y en muchos casos la adecuación de los medios debe ser
juzgada por normas reconocidamente «relativas», es decir, en térmi­
nos de los fines buscados o las normas aplicadas por esa sociedad, y no
en términos de los criterios del antropólogo. Sin embargo, continúa
la mencionada argumentación, hay también situaciones en las cuales

deb em os aplicar norm as ab solu tas de adecuación, esto es, deb em os eva­
luar lo s resu ltados finales de la con du cta en térm inos de p ro p ó sito s en
las cuales creem os o que p o stu lam o s. E sto sucede, ante to d o , cuando
h ablam os de la satisfacción de «n ecesidades» p sicofísicas ofrecida p o r
cualquier cultura; en segun do lugar, cuando evaluam os la relación de los
hechos sociales con la supervivencia; y tercero, cuando n os p ron u n cia­
m o s acerca de la integración y estabilidad sociales. E n cada u n o de esos
caso s nuestras afirm aciones im plican ju icio s relativos al v alo r de las ac­
ciones, a las solucion es culturales «b u en as» o «m alas» de lo s problem as
de la vida y a lo s estados de co sas «n o rm ales» y «an o rm ales». H a y ju i­
cios b ásicos de lo s que no p o d em o s p rescindir en la investigación social
y que, evidentem ente, n o expresan u na filo so fía puram en te p erson al del
in vestigad or ni valores afirm ados arbitrariam ente. M ás bien surgen de la

632
historia del pensamiento humano, de la que el antropólogo no puede se­
pararse, como no puede separarse nadie. Sin embargo, como la historia
del pensamiento humano no ha conducido a una filosofía sino a varias,
las actitudes valorativas implícitas de nuestras maneras de pensar diferi­
rán y, a veces, entrarán en conflicto.31

Se ha observado a menudo, además, que el estudio de los fenó­


menos sociales recibe mucho de su impulso de un intenso celo m o­
ral y reformador, de m odo que muchos análisis aparentemente «o b ­
jetivos» de las ciencias sociales son, de hecho, recomendaciones
disimuladas de política social. Para decirlo con las palabras de una
formulación típica de esta tesis, aunque expresada con moderación,
un científico social

no puede separar totalmente la estructura social unificadora que, como


teoría científica, guía sus investigaciones detalladas de la conducta huma­
na, de la estructura unificadora que, como ideal ciudadano, conside­
ra que debe prevalecer en los asuntos humanos y espera ver más plena­
mente realizada alguna vez. Así, su teoría social es esencialmente un
programa de acción según dos lincamientos que esta teoría mantiene en
armonía hasta cierto punto: una acción que trata de asimilar hechos so­
ciales con propósitos de llegar a una comprensión sistemática y una ac­
ción tendiente a moldear progresivamente el esquema social, en la medi­
da en que puede influir en éste, para que sea lo que él cree que debe ser.32

Sin duda, está fuera de discusión que los científicos sociales, de


hecho, a menudo trasladan sus propios valores a sus análisis de los
fenómenos sociales. E s indudablemente cierto, también, que hasta
los pensadores para quienes los asuntos humanos pueden ser estu­

31. S. F. N adel, The Foundations o f Social Anthropology, Glencoe, 111.,


1951, págs. 53-54. A veces se afirma también que la exclusión de los juicios de
valor de la ciencia social es indeseable e imposible. « N o podem os descartar to­
das las cuestiones de lo que es socialmente deseable sin perder de vista la signi­
ficación de muchos hechos sociales; pues, dado que la relación entre medios y
fines es una form a especial de la relación entre partes y todo, la contemplación
de fines sociales nos permite ver las relaciones de grupos totales de hechos entre
sí y con los sistemas más am plios de los que form an parte.» M orris R. Cohén,
Reason and Nature, N ueva Y ork, 1931, pág. 343.
32. Edwin A. Burtt, Right Thinking, N ueva Y ork, 1946, pág. 522.

633
diados con la neutralidad ética que caracteriza a las investigaciones
modernas acerca de relaciones geométricas y físicas y quienes a me­
nudo se enorgullecen de la ausencia de juicios de valor en sus pro­
pios análisis de fenómenos sociales, en realidad, a veces emiten tales
juicios en sus investigaciones.33 N i es menos evidente que los estu­
diosos de cuestiones humanas con frecuencia defienden valores an­
tagónicos, que sus desacuerdos sobre cuestiones de valor a menudo
son las fuentes de desacuerdos concernientes a problemas ostensi­
blemente fácticos y que, aunque se suponga que los juicios de valor
son intrínsecamente susceptibles de ser som etidos a prueba o a refu­
tación por elementos de juicio objetivos, al menos algunas de las di­
ferencias entre los científicos sociales concernientes a juicios de va­
lor no se resuelven mediante los procedimientos de la investigación
controlada.
Sea como fuere, en la mayoría de los dominios de investigación
no es fácil impedir que nuestros gustos, aversiones, esperanzas y te­
mores tiñan nuestras conclusiones. Se han necesitado siglos de es­
fuerzos para desarrollar hábitos y técnicas de investigación que pro­
tejan a las investigaciones de las ciencias naturales contra la intrusión
de factores personales extraños; y aun en estas disciplinas la protec­
ción que ofrecen esos procedimientos no es infalible ni completa. El
problema, indudablemente, es más agudo en el estudio de cuestiones
humanas, y debe admitirse que plantea dificultades para el logro de
un conocimiento confiable en las ciencias sociales.
Sin embargo, el problema sólo es inteligible suponiendo que exis­
te una distinción relativamente clara entre juicios fácticos y juicios
de valor, y que por difícil que pueda ser a veces decidir si un enun­
ciado determinado tiene o no un contenido puramente fáctico, en
principio es posible hacerlo. Así, la afirmación de que los científicos
sociales tratan de realizar el doble programa mencionado en la cita
anterior sólo tiene sentido si es posible distinguir entre las contribu­
ciones a la comprensión teórica (cuya validez fáctica presumiblemen­
te no depende del ideal social, al cual pueda adherirse un científico
social), por un lado, y las contribuciones a la difusión o realización
de algún ideal social (que puede no ser aceptado por todos los cien­
tíficos sociales), por el otro. Por consiguiente, las innegables dificul­

33. Se hallará un docum entado tratamiento de este punto en Gunnar


M yrdal, Valué in Social Theory, Londres, 1958, págs. 134-152.

634
tades que surgen en el camino del conocimiento confiable acerca de
cuestiones humanas debido al hecho de que los científicos sociales
difieren en sus orientaciones valorativas son dificultades prácticas.
Tales dificultades no son necesariamente insuperables, ya que por
hipótesis no es imposible distinguir entre hechos y valores, por lo
que pueden tomarse medidas para identificar una propensión valo-
rativa cuando aparece y reducir al mínimo, si no eliminar completa­
mente, sus efectos perturbadores.
U na de las contramedidas frecuentemente recomendadas es la de
que el científico social abandone la pretensión de estar libre de toda
parcialidad y formule, en cambio, sus suposiciones valorativas lo más
explícita y completamente que pueda.34 Tal recomendación no supo­
ne que los científicos sociales deban llegar a un acuerdo en lo que res­
pecta a sus ideales sociales una vez que los hayan enunciado explí­
citamente, ni que los desacuerdos acerca de valores puedan ser
dirimidos por la investigación científica. Su propósito es destacar que
la cuestión relativa a cómo realizar un ideal determinado o la cues­
tión relativa a si determinado ordenamiento institucional es una ma­
nera efectiva de lograr dicho ideal no es manifiestamente un proble­
ma de valor, sino fáctico, concerniente a la adecuación de los medios
propuestos para alcanzar determinados fines y que debe ser resuelto
por los métodos objetivos de la investigación científica. Así, los eco­
nomistas pueden discrepar permanentemente acerca de la convenien­
cia de una sociedad en la cual sus miembros gocen de una protección
garantizada contra las penurias económicas, pues el desacuerdo pue­
de provenir de preferencias indecidibles por valores sociales diferen­
tes. Pero cuando la investigación económica suministra suficientes
elementos de juicio, presumiblemente los economistas concuerden
en lo que respecta a la proposición fáctica según la cual para crear tal
sociedad no basta un sistema económico puramente competitivo.
Aunque la recomendación de que los científicos sociales hagan
plenamente explícitas sus preferencias valorativas es indudablemen­
te saludable y puede producir excelentes frutos, se asemeja bastante
al consejo de buscar la perfección. Por lo general, no som os cons­
cientes de muchas suposiciones que están implícitas en nuestros aná­

34. Véase , por ejemplo, S. F. N adel, op. cit., pág. 54; y también Gunnar
M yrdal, op. cit., pág. 120, así com o su Political Element in the Development o f
Economic Tbeory, Cam bridge, M ass., 1954, esp. el cap. 8.

635
lisis y acciones, de m odo que a pesar de nuestros resueltos esfuerzos
por poner de manifiesto tales concepciones previas, algunas de ellas
pueden no ocurrírsenos siquiera. Pero las dificultades que plantean a
la investigación científica las preferencias inconscientes y las orienta­
ciones vaíorativas tácitas raramente pueden ser superadas por las de­
votas resoluciones de eliminar la parcialidad. Por lo común se las su­
pera, a menudo sólo gradualmente, a través de los mecanismos
autocorrectivos de la ciencia como empresa social. Pues la ciencia
moderna estimula la invención, el intercambio y la crítica — libre
pero responsable— de ideas; alienta la competencia en la búsqueda de
conocimiento entre investigadores independientes, aun cuando sus
orientaciones intelectuales difieran; y disminuye progresivamente los
efectos de las actitudes parciales conservando solamente aquellas
conclusiones de las investigaciones que sobreviven al examen crítico
de una comunidad indefinidamente grande de estudiosos, sean cuales
fueren sus preferencias vaíorativas o sus adhesiones doctrinarias. Se­
ría absurdo pretender que este mecanismo institucionalizado para fil­
trar creencias bien fundadas ha actuado o es probable que actúe en la
investigación social de manera tan efectiva como en las ciencias natu­
rales. Pero no sería menos absurdo concluir que es inalcanzable un
conocimiento confiable de cuestiones humanas simplemente porque
la investigación social tiene con frecuencia una orientación valorativa.3

3. H ay una argumentación más elaborada en favor de la tesis se­


gún la cual las ciencias sociales no pueden estar exentas de valora­
ciones. Según tal argumentación, la distinción entre hechos y valores
supuesta en el examen precedente es insostenible cuando se analiza
la conducta humana intencional, ya que en este contexto los juicios
de valor se mezclan inextricablemente con los que parecen ser enun­
ciados «puramente descriptivos» (o tácticos). Por consiguiente, quie­
nes se adhieren a esta tesis sostienen que una ciencia social ética­
mente neutra es imposible en principio, y no simplemente difícil de
lograr. Pues si realmente hechos y valores se hallan tan entremezcla­
dos que ni siquiera es posible distinguirlos, no se puede eliminar de
las ciencias sociales los juicios de valor, a menos que se elimine tam ­
bién de ellas toda predicación y, por ende, a menos que estas ciencias
desaparezcan completamente.
P o r e je m p lo , se h a a r g ü id o q u e el e s t u d io s o d e c u e s t io n e s h u m a ­
n a s d e b e d is tin g u ir e n tre la s f o r m a s v a lio s a s y la s f o r m a s in d e s e a b le s

636
de actividad social, so pena de no cumplir con su «simple deber» de
presentar los fenómenos sociales veraz y fielmente:

¿ N o n os reiríam os a carcajadas de un h om bre que pretendiera haber


escrito una so cio lo gía del arte p ero que só lo hubiera escrito, realm ente,
una so cio lo gía del cachivache? E l so ció lo g o de la religión debe distin ­
guir entre fenóm enos que tienen un carácter religio so y ferióm enos que
son arreligiosos. P ara ello, debe entender qué es la religión. [...] T al co m ­
pren sión le perm ite y lo obliga a distin guir entre religión genuina y reli­
gión espuria, entre religiones superiores y religiones inferiores; son su ­
periores las religiones en las cuales las m otivaciones específicam ente
religiosas tienen un m ay o r grad o de efectividad [...]. E l so ció lo g o de la
religión no puede dejar de observar la diferencia entre aquellos que tra­
tan de conquistarla p o r un cam bio de sentim ientos. ¿P uede captar esta
diferencia sin captar al m ism o tiem po la diferencia entre una actitud
m ercenaria y otra no m ercenaria? [...] L a proh ibición de los ju icios de
v alor en la ciencia social conduciría a la consecuencia de que se n os p e r­
m itiría ofrecer una descripción estrictam ente fáctica de los actos m ani­
fiestos que pueden observarse en lo s cam pos de concentración y, qu izás,
un análisis igualm ente fáctico de las m otivaciones de los actores im pli­
cados: n o se n os perm itiría hablar de la crueldad. T o d o lector de tal d es­
cripción que no fuera com pletam ente estú pido com prendería, p o r su ­
p u esto, que las acciones descritas son crueles. T al descripción fáctica
sería, en verdad, una am arga sátira. A qu ello que pretendía ser un in fo r­
me directo resultaría ser un inform e desusadam ente perifrástico. [...] ¿E s
p osib le decir algo atinente a los son deos de opin ión pú blica [...] sin
com pren der el hecho de que m uchas respuestas a los cuestion arios p ro ­
vienen de p erson as sin inteligencia, sin inform ación, m entirosas e irra­
cionales, y que no p o cas preguntas son fo rm u ladas p o r gente del m ism o
calibre, es p osib le decir algo atinente a los so n d eo s de la opinión p ú b li­
ca sin expresar un juicio de valor tras o tro ?35

35. Leo Strauss, «The Social Science of M ax W eber», Measure, vol. 12 1951,
págs. 211-214. Para una discusión de este problem a en sus relaciones con cues­
tiones de filosofía del derecho, véase Lon Fuller, «H um an Purpose and N atural
Law », N atu ral Law Forum, vol. 3, 1958, págs. 68-76; Ernest N agel, «O n the
Fusión of Fací and Valué: A Reply to Professor Fuller», op. cit., págs. 77-82;
Lon L. Fuller, «A Rejoinder to Professor N agel», op. cit., págs. 83-104; Ernest
Nagel, «Fact, Valué, and H um an Purpose», N atu ral L aw Forum, vol. 4, 1959,
págs. 26-43.

637
Además, la suposición implícita en la recomendación ya mencio­
nada para lograr la neutralidad ética a menudo es rechazada por con­
siderársela irremediablemente ingenua; nos referimos, como se re­
cordará, a la suposición de que las relaciones entre medios y fines
pueden ser establecidas sin adherirse a estos fines, por lo cual las con­
clusiones de la investigación social concernientes a tales relaciones
son enunciados objetivos que expresan afirmaciones condicionales, y
no categóricas, acerca de valores. Sus críticos dicen que esta suposi­
ción se basa en el supuesto de que los hombres dan valor únicamen­
te a los fines que buscan, y no a los medios para alcanzar sus objeti­
vos. Pero, según ellos, tal supuesto es un craso error. Pues el carácter
de los medios que se empleen para lograr un objetivo afecta a la na­
turaleza del resultado total, y la elección que hacen los hombres en­
tre medios alternativos para alcanzar un fin determinado depende de
los valores que asignen a esas alternativas. En consecuencia, se so s­
tiene que la adhesión a valores específicos está implicada aun en los
que parecen ser enunciados puramente fácticos acerca de relaciones
entre medios y fines.36
N o intentaremos realizar una evaluación detallada de esta com­
pleja argumentación, pues la discusión de los numerosos problemas
que plantea nos llevaría demasiado lejos. Sin embargo, tres de las
afirmaciones hechas en la argumentación serán admitidas sin mayor
comentario como indiscutiblemente correctas: que un gran número
de caracterizaciones consideradas a veces como descripciones pura­
mente fácticas de fenómenos sociales en realidad formulan algún
tipo de juicio de valor; que a menudo es difícil y habitualmente in­
cóm odo, en todo caso, distinguir en la práctica entre los contenidos
puramente fácticos y los contenidos «estimativos» de muchos térmi­
nos empleados en las ciencias sociales; y que comúnmente no sólo se
asignan valores a los fines, sino también a los medios. Sin embargo,
admitir todo esto no lleva a la conclusión de que hechos y valores se
hallen fusionados, de una manera que sea exclusiva del estudio de la
conducta humana intencional, más allá de toda posibilidad de distin­
guirlos. Por el contrario, como trataremos de demostrar, la afirma­
ción de que existe tal fusión y de que, por ende, una ciencia social
exenta de valores es algo intrínsecamente absurdo confunde dos sen­

36. Véase G unnar M yrdal, Valué in Social Theory, Londres, 1958, págs. xxii
y 211-213.

638
tidos muy diferentes del término «juicio de valor»: el sentido en el
cual un juicio de valor expresa aprobación o desaprobación de algún
ideal moral (o social) o de alguna acción (o institución) debido a una
actitud tomada frente a tal ideal; y el sentido en el cual un juicio de
valor expresa una estimación del grado en el cual algún tipo de ac­
ción, objeto o institución comúnmente admitido (y más o menos
claramente definido) está implicado en un caso determinado.
Será útil ilustrar estos dos sentidos de «juicio de valor», en pri­
mer término con un ejemplo tomado de la biología. L os animales
con sangre a veces presentan el estado conocido como de «anemia».
U n animal anémico tiene un número reducido de glóbulos rojos,
por lo cual, entre otras cosas, es menos capaz de mantener una tem­
peratura interna constante que los miembros de su especie con una
dosis «norm al» de glóbulos rojos. Sin embargo, aunque puede darse
total claridad al término «anemia», de hecho no está definido de ma­
nera completamente precisa; por ejemplo, la noción de un número
«norm al» de glóbulos rojos que entra en la definición del término es
ella misma un tanto vaga, ya que este número varía en los miembros
individuales de una especie tanto como en un mismo individuo en
períodos diferentes (según su edad o la altura a la cual vive). Pero sea
como fuere, para decidir si un animal determinado está anémico, el
investigador debe juzgar si los elementos de juicio disponibles ga­
rantizan la conclusión de que dicho espécimen está anémico.37 Pue­
de considerar que hay anemias de diversos tipos (como se hace en la
práctica médica real) o puede concebir la anemia como una condi­
ción realizable de manera más o menos completa (así como se dice a
veces de ciertas curvas planas que son mejores o peores aproxima­
ciones a un círculo, tal como se lo define en geometría); y, según la
concepción que adopte, puede decidir que su espécimen tiene un
cierto tipo de anemia o que sólo está anémico hasta un cierto grado.
Cuando el investigador llega a una conclusión, puede decirse de él,
pues, que está haciendo un «juicio de valor», en el sentido de que tie­

37 . El elemento de juicio es habitualmente un recuento de glóbulos rojos en


una muestra de la sangre del animal. Sin embargo, debe observarse que «el re­
cuento de glóbulos rojos sólo da una estimación del número de células p o r uni­
dad de volumen de sangre», pero no indica si el suministro total de glóbulos ro­
jos ha aumentado o disminuido. Charles H . Best y N orm an B. Taylor, The
Physiological Basis o f M edical Practice, 6a ed., Baltimore, 1955, págs. 11 y 17.

639
ne in mente algún tipo estandarizado de condición fisiológica llama­
da «anemia» y que evalúa lo que sabe acerca de su espécimen según
la medida que le suministra su criterio. Para facilitar las referencias,
llamaremos «juicios de valor caracterizadores» a las evaluaciones de
los elementos de juicio que afirman la presencia (o ausencia) en un
cierto grado de una característica determinada en un caso dado.
Por otra parte, el estudioso puede también emitir un juicio de va­
lor de un tipo muy diferente y según el cual, puesto que un animal
anémico presenta una disminución de sus facultades para mantener­
se, la anemia es un estado indeseable. Además, puede aplicar este jui­
cio general a un caso particular y deplorar el hecho de que un animal
determinado esté anémico. Llam em os «juicios de valor apreciati­
vos» a las evaluaciones según las cuales un estado de cosas imagina­
do o real es digno de aprobación o desaprobación.38 E s evidente que
si un investigador emite un juicio de valor caracterizador, ello no lo
obliga lógicamente a afirmar o negar una evaluación apreciativa co­
rrespondiente. N o es menos evidente que no puede emitir un juicio
de valor apreciativo acerca de un caso dado (por ejemplo, qué es
indeseable que un animal determinado continúe estando anémico) a
menos que pueda afirmar un juicio caracterizador acerca de este
caso, independientemente del juicio apreciativo (por ejemplo, que el
animal está anémico). Por consiguiente, aunque los juicios caracteri­
zadores están necesariamente implicados en muchos juicios aprecia­
tivos, el emitir juicios apreciativos no es una condición necesaria
para emitir juicios caracterizadores.
Apliquem os ahora estas distinciones a algunas de las afirmacio­
nes contenidas en la argumentación ya citada. Considerem os prim e­
ro la afirmación según la cual el sociólogo de la religión debe reco­
nocer la diferencia entre actitudes mercenarias y no mercenarias, y
que, en consecuencia, adopta inevitablemente ciertos valores. Está

38. Carece de importancia para el presente examen el punto de vista que se


adopte en lo concerniente al fundamento sobre el cual se basan supuestamente
tales juicios, sea este fundam ento simplemente preferencias arbitrarias, presun­
tas intuiciones de valores «objetivos», imperativos m orales categóricos o cual­
quier otra cosa que se haya propuesto en la historia de la teoría de los valores.
En efecto, la distinción que se hace en el texto es independiente de cualquier su ­
posición particular acerca de la fundamentación de los juicios de valor aprecia­
tivos, «últim os» o lo que fuera.

640
fuera de toda discusión el hecho de que comúnmente se distinguen
estas dos actitudes; y también puede admitirse que un sociólogo de
la religión debe comprender la diferencia que hay entre ellas. Pero la
obligación del sociólogo, a este respecto, es muy semejante a la del
estudioso de la fisiología animal, quien debe también familiarizarse
con ciertas distinciones, aunque las distinciones del fisiólogo, por
ejemplo, entre anemia y ausencia de anemia, puedan ser menos fami­
liares para el profano y, en todo caso, mucho más precisas que lá dis­
tinción entre actitudes mercenarias y no mercenarias. En realidad,
debido a la vaguedad de estos últimos términos, un sociólogo escru­
puloso podría hallar sumamente difícil decidir si la actitud de una
comunidad hacia sus fines reconocidos debe o no ser caracterizada
como mercenaria; y si debe decidir finalmente, puede basar su con­
clusión en una «impresión global» inarticulada de la conducta mani­
fiesta de esta comunidad, sin poder formular exactamente los funda­
mentos detallados de su decisión. Pero sea como fuere, el sociólogo
para quien determinada actitud manifestada por un grupo religioso
dado es mercenaria, así como el fisiólogo para quien determinado
individuo está anémico, están emitiendo primordialmente un juicio
de valor caracterizador. Al emitir tales juicios, ni el sociólogo ni el fi­
siólogo se comprometen necesariamente con otros valores que no sean
los de la probidad científica. A este respecto, pues, parece no haber
diferencia alguna entre la investigación social y la biológica (o, por la
misma razón, la física).
Por otra parte, sería absurdo negar que al caracterizar diversas
acciones como mercenarias, crueles o engañosas, los sociólogos afir­
man frecuentemente (aunque, quizás, no siempre conscientemente)
tanto juicios de valor apreciativos como caracterizadores. Términos
como «mercenario», «cruel» o «engañoso», tal como se los usa co­
múnmente, tienen un tono peyorativo reconocido. Por consiguien­
te, de todo el que emplee tales términos para caracterizar ciertas con­
ductas humanas puede suponerse, normalmente, que expresa su
desaprobación de esas conductas (o su aprobación, si usa términos
como «no mercenarios», «amable» o «veraz») y que no las caracteri­
za simplemente.
Sin embargo, aunque muchos (pero no todos, ciertamente) enun­
ciados ostensiblemente caracterizadores afirmados por los científi­
cos sociales expresan sin duda una adhesión a diversos valores (no
siempre compatibles entre sí), hay una serie de términos «puramen­

641
te descriptivos» usados por los científicos naturales en ciertos con­
textos que también tienen, a veces, una connotación valorativa de un
carácter inconfundiblemente apreciativo. Así, la afirmación según la
cual un científico social realiza juicios de valor apreciativos cuando
caracteriza a los que responden a cuestionarios como no inform a­
dos, mentirosos o irracionales puede ser colocada en un mismo pla­
no con la afirmación igualmente correcta de que un físico también
emite tales juicios cuando describe un cronómetro particular como
inexacto, una bom ba como ineficaz o una plataforma de apoyo como
inestable. Al igual que el científico social de este ejemplo, el físico está
caracterizando ciertos objetos de su campo de investigación; pero,
también al igual que el científico social, está expresando, además, su
desaprobación de las características que atribuye a esos objetos.
Sin embargo, y este es el punto central de la discusión, no hay
ninguna buena razón para pensar que sea intrínsecamente imposible
distinguir los juicios caracterizadores de los apreciativos implícitos
en muchos enunciados, sean éstos afirmados por estudiosos de cues­
tiones humanas o por científicos naturales. Sin duda, no siempre es
fácil hacer formalmente explícita tal distinción en las ciencias socia­
les, en parte porque el lenguaje empleado en ellas es en gran medida
muy vago y en parte porque tendemos a pasar por alto los juicios
apreciativos qüe pueden estar implícitos en un enunciado cuando
son juicios a los cuales nos adherimos sin ser conscientes de nuestra
adhesión. Tam poco es siempre útil o conveniente llevar a cabo esa
tarea. Pues muchos enunciados que contienen implícitamente eva­
luaciones caracterizadoras y apreciativas a veces son suficientemen­
te claros, sin que sea necesario reformularlos de la manera que exige
dicha tarea frecuentemente, las reformulaciones son demasiado en­
gorrosas para una comunicación efectiva entre los miembros de un
grupo de estudiosos grande y desigualmente preparados. Pero estos
problem as son, esencialmente, de carácter práctico, no teórico. Las
dificultades que presentan no suministran ninguna razón abruma­
dora en favor de la tesis según la cual es imposible llegar a una cien­
cia social éticamente neutra.
Tam poco tiene fuerza alguna el argumento según el cual, puesto
que comúnmente se asignan valores a los medios y no solamente a
los fines, los enunciados acerca de las relaciones entre medios y fines
no están exentos de valoraciones. Pongam os a prueba este argumen­
to con un simple ejemplo. Supongam os que una persona tiene ur­

642
gente necesidad de un automóvil pero carece de los fondos necesa­
rios para comprarse uno; ahora bien, puede lograr su objetivo pi­
diendo prestada una suma determinada a un banco comercial o a
amigos que renuncian a cobrar intereses. Supongamos, además, que
le disgusta quedar obligado a sus amigos por favores de carácter fi­
nanciero y prefiere la impersonalidad de un préstamo comercial. Por
consiguiente, los valores que este individuo asigna a los medios al­
ternativos de que dispone para alcanzar su propósito obviamente
gobiernan la elección que hace entre ellos. Ahora bien, el resultado
total a que llegaría por su adopción de una de las alternativas es dife­
rente, sin duda, del resultado total que resultaría de su adopción de
la otra alternativa. Pero independientemente de los valores que pue­
da asignar a esos medios alternativos, ambos desembocan en algo
que es común a los dos resultados, a saber, su compra del automóvil.
En consecuencia, la validez del enunciado de que podía comprar el
automóvil pidiendo un préstamo a un banco y la del enunciado de
que podía alcanzar también este objetivo pidiendo un préstamo a sus
amigos no se ven afectadas por las valoraciones hechas de los me­
dios, de modo que ninguno de tales enunciados supone evaluaciones
apreciativas especiales. En resumen, los enunciados acerca de rela­
ciones entre medios y fines están exentas de valoraciones.4

4. N o s queda por considerar la tesis de que es imposible crear


una ciencia social sin valoraciones porque éstas intervienen en la
misma estimación de los elementos de juicio de los científicos socia­
les, y no simplemente en el contenido de las conclusiones que pro­
ponen. Esta versión de la tesis tiene muchas variantes, pero sólo exa­
minaremos tres de ellas.
La forma menos radical de dicha tesis sostiene que las concep­
ciones sustentadas por un científico social acerca de cuáles son los
elementos de juicio convincentes o de lo que constituye una elabo­
ración intelectual correcta son producto de su educación y de su
ubicación en la sociedad, por lo cual reflejan los valores sociales que
le han sido transmitidos a través de su aprendizaje y asociados a su
posición social. Por consiguiente, los valores a los cuales el científico
social se adhiere determinan su aceptación de ciertos enunciados como
conclusiones bien fundadas acerca de cuestiones humanas. Bajo esta
forma, la afirmación examinada es una tesis fdctica, y debe ser sus­
tentada por detallados elementos de juicio empíricos concernientes

643
a la influencia que ejercen los valores morales y sociales de una per­
sona sobre lo que está dispuesta a reconocer como un análisis social
adecuado. En muchos casos, se dispone realmente de tales elementos
de juicio, y las diferencias entre los científicos sociales con respecto
a lo que aceptan como creíble pueden ser atribuidas, a veces, a la in­
fluencia de preferencias nacionales, religiosas, económicas y de otros
tipos. Sin embargo, esta variante de la tesis examinada no excluye la
posibilidad de reconocer las evaluaciones de los elementos de juicio
distorsionadas por adhesiones valorativas especiales ni la posibilidad
de corregir tales distorsiones. Por lo tanto, no plantea ningún p ro­
blema que no haya sido discutido ya cuando examinamos la segun­
da de las razones en favor del carácter presuntamente valorativo de
la investigación social (páginas 632-634).
O tra formulación diferente de dicha tesis se basa en la labor re­
ciente realizada en estadística teórica y vinculada con la evaluación de
elementos de juicio atinentes a las llamadas «hipótesis estadísticas», es
decir, hipótesis concernientes a las probabilidades de sucesos de azar,
como la hipótesis de que la probabilidad de que un recién nacido sea
varón es de V2 . La idea central atinente a nuestro problema y que está
implícita en estos desarrollos puede ser esbozada mediante un ejem­
plo. Supongamos que, antes de lanzar a la venta un nuevo medica­
mento, se realizan pruebas con animales de experimentación para de­
terminar sus posibles efectos tóxicos debidos a ciertas impurezas que
no han podido ser eliminadas durante su elaboración; por ejemplo, se
introducen pequeñas cantidades de la droga en la dieta de cien cone­
jillos de Indias. Si sólo unos pocos de los animales manifiestan serias
perturbaciones, el medicamento será considerado seguro y será eti­
quetado para la venta. Pero si se obtiene el resultado contrario, el pro­
ducto será destruido. Supongamos ahora que tres de los animales
enferman gravemente. ¿Es significativo este resultado (es decir, indi­
ca que el medicamento tiene efectos tóxicos), o es quizás un «accidente»
que se debió a cierta peculiaridad de los animales afectados? Para res­
ponder al interrogante, el experimentador debe decidir, sobre la base
de los elementos de juicio, entre la hipótesis H x: el medicamento es
tóxico, y la hipótesis H 2: el medicamento no es tóxico. Pero, ¿cómo
decidir de manera «razonable» y no arbitraria? L a teoría estadística
actual nos ofrece una regla para tomar una decisión razonable, regla
que se basa en el siguiente análisis.
Cualquiera que sea la decisión que el experimentador tome, corre

644
el riesgo de cometer uno de dos tipos de errores: puede rechazar una
hipótesis verdadera (es decir, a pesar de que H x sea verdadera, el expe­
rimentador puede pronunciarse erróneamente en contra de ella, a la
luz de los elementos de juicio de que dispone); o puede aceptar una
hipótesis falsa. Su decisión sería sumamente razonable, pues, si se
basara en una regla que garantizara que ninguna decisión tomada de
acuerdo con dicha regla incurre en alguno de esos tipos de error.
Lamentablemente, no hay reglas de esta clase. O tra posibilidad es ha­
llar una regla tal que, cuando se toman decisiones de acuerdo con ella,
la frecuencia relativa de cada tipo de error es muy pequeña. Pero de­
safortunadamente, los riesgos de cometer cada tipo de error no son
independientes; por ejemplo, en general es lógicamente imposible ha­
llar una regla tal que las decisiones basadas en ella incurran en cada
tipo de error con una frecuencia relativa no mayor que l%o. En conse­
cuencia, hasta que no pueda proponerse una regla razonable, el expe­
rimentador debe comparar la importancia relativa que tienen para él
los dos tipos de error y formular el riesgo que está dispuesto a correr
de cometer el tipo de error que considera más importante. Así, si re­
chaza H x siendo esta verdadera (es decir, si cometiera un error del pri­
mer tipo), se pondrían a la venta todos los medicamentos en conside­
ración y correrían peligro las vidas de quienes los usen; por otra parte,
si cometiera un error del segundo tipo con respecto a H x, se desperdi­
ciarían todos los medicamentos elaborados y el fabricante incurriría
en una pérdida financiera. Pero la protección de la vida humana pue­
de ser de mayor importancia para el experimentador que las ganancias
financieras, y puede declarar que no desea basar su decisión en una re­
gla según la cual el riesgo de cometer un error del primer tipo es ma­
yor del 1%. Si se supone esto, la teoría estadística puede especificar
una regla que satisfaga el requisito del experimentador, aunque la ma­
nera de crearla y de calcular el riesgo de cometer un error del segundo
tipo son cuestiones técnicas que no nos conciernen. El punto funda­
mental que es menester observar en este análisis es que la regla presu­
pone ciertos juicios de valor apreciativos. En resumen, si se generaliza
este resultado, la teoría estadística parece dar apoyo a la tesis de que las
adhesiones valorativas intervienen decisivamente en las reglas para
evaluar elementos de juicio atinentes a hipótesis estadísticas.39

39. El ejemplo anterior está tom ado del examen realizado por J. Neymann,
en First Course in Prohability an d Statistics, N ueva Y ork, 1950, cap. 5, donde se

645
Pero el análisis teórico sobre el cual reposa esta tesis no implica la
conclusión de que las reglas realmente empleadas en toda investiga­
ción social para evaluar elementos de juicio necesariamente suponen
com prom isos vaiorativos especiales, como los mencionados en el an­
terior ejemplo, y distintos de los que generalmente están implícitos
en la ciencia com o empresa tendiente a lograr un conocimiento dig­
no de confianza. En verdad, el anterior ejemplo, que ilustra el razo­
namiento de la teoría estadística actual, puede ser engañoso, en la
medida en que sugiera que decisiones alternativas entre hipótesis es­
tadísticas diversas deben conducir invariablemente a acciones dife­
rentes que tengan consecuencias prácticas inmediatas a las cuales se
asignen diferentes valores especiales. Por ejemplo, un físico teórico
puede tener que decidir entre dos hipótesis estadísticas concernien­
tes a la probabilidad de que se produzcan ciertos intercambios de
energía en los átomos; y un sociólogo teórico, análogamente, puede
tener que decidir entre dos hipótesis estadísticas concernientes a la
frecuencia relativa de los matrimonios sin hijos en ciertos ordena­
mientos sociales. Pero ninguno de ellos puede adherirse a los valores
especiales en juego, asociados a las alternativas entre las cuales debe de­
cidir, aparte de la obligación de conducir sus investigaciones con
probidad y responsabilidad, valores que está obligado a aceptar como
miembro de una comunidad científica. Por consiguiente, la estadís­
tica teórica no permite dirimir de una u otra manera la cuestión rela­
tiva a si intervienen com prom isos vaiorativos especiales en la eva­
luación de elementos de juicio en las ciencias naturales o en las
ciencias sociales, y sólo se puede responder a esa cuestión examinan­
do investigaciones concretas en las diversas disciplinas científicas^
Además, en el razonamiento de la estadística teórica no hay nada
que dependa del tema particular en discusión cuando se toma una de­
cisión entre hipótesis estadísticas alternativas. Pues el razonamiento
es completamente general, y la referencia a algún tema especial sólo
adquiere importancia cuando debe asignarse un valor numérico defi­
nido al riesgo que un investigador está dispuesto a asumir de tomar
una decisión errónea concerniente a una hipótesis determinada. Por

presenta una exposición técnica elemental de los avances recientes en la teoría


estadística. Se encontrará una descripción no técnica en Irwin D . J. Bross, D e-
sign f o t Decisión, N ueva Y ork, 1953, y en R. B. Braithwaite, Scientific Explana-
tion, Cam bridge, Reino Unido. 1953, cap. 7.

646
consiguiente, si se utiliza la teoría estadística actual en apoyo de la te­
sis según la cual los compromisos valorativos intervienen en la eva­
luación de los elementos de juicio atinentes a hipótesis estadísticas en
la investigación social, la teoría estadística puede ser utilizada con
igual justificación para sustentar análogas afirmaciones con respecto
a otras investigaciones. Para resumir, la tesis que hemos examinado
no plantea una dificultad que se presente en la búsqueda de conoci­
miento confiable en el estudio de cuestiones humanas y que no se en­
cuentre también en las ciencias naturales.
H ay una tercera variante de esta tesis que es la más radical de todas.
Difiere de la primera variante mencionada antes en que sostiene la
existencia de una conexión lógica necesaria, y no meramente contin­
gente o causal, entre la «perspectiva social» de un estudioso de cues­
tiones humanas y sus normas acerca de la investigación social adecua­
da; en consecuencia, la influencia de los valores especiales a los cuales
se adhiere debido a su propia situación social no es eliminable. Esta
versión de la tesis está implícita en la explicación de Hegel de la
naturaleza «dialéctica» de la historia humana y forma parte de las filo­
sofías tanto marxistas como no marxistas que destacan el carácter
«históricamente relativo» del pensamiento social. Sea como fuere, se
basa comúnmente en la suposición según la cual, puesto que las insti­
tuciones sociales y sus productos culturales se hallan en cambio cons­
tante, el equipo intelectual necesario para comprenderlos también
debe cambiar, y toda idea utilizada con este propósito sólo es adecua­
da, por lo tanto, para una etapa particular del desarrollo del mundo
humano. Por consiguiente, ni los conceptos sustantivos adoptados
para clasificar e interpretar fenómenos sociales, ni los criterios lógicos
utilizados para estimar el valor de tales conceptos, tienen una «validez
intemporal»; no hay ningún análisis de fenómenos sociales que no sea
la expresión de un punto de vista social especial o que no refleje los in­
tereses y los valores dominantes en algún sector de la escena humana
en determinada etapa de su historia. En consecuencia, aunque puede
hacerse una distinción correcta en las ciencias naturales entre el origen
de las concepciones de una persona y su validez fáctica, tal distinción
no puede realizarse en la investigación social, se alega. Los defensores
más eminentes del «relativismo histórico», pues, han puesto en tela de
juicio la validez universal de la tesis de que «la génesis de una propo­
sición es, en toda circunstancia, ajena a su verdad». Para decirlo con
las palabras de un destacado exponente de esta exposición:

647
L a génesis h istórica y social de una idea só lo sería ajena a su validez
últim a si las condiciones tem porales y sociales de su em ergencia n o tu ­
vieran efecto algun o so b re su contenido y su form a. Si esto fu era así, d o s
p erío d o s cualesquiera de la h istoria del conocim ien to hum ano só lo se
distin guirían un o del o tro p o r el hecho de que, en el p e río d o anterior,
aún se desconocerían ciertas co sas y p ersistirían ciertos errores que el
conocim ien to p o sterio r corregiría totalm ente. T o d a época tiene su en­
fo q u e fundam entalm ente nuevo y su p u n to de vista Característico; p o r
consiguiente, ve el «m ism o » o b jeto desde una nueva perspectiva. [...]
L o s m ism os prin cip ios a cu y a lu z se critica el conocim ien to están co n ­
d icion ad o s social e históricam ente. P o r consiguiente, su aplicación p a ­
rece estar lim itada a determ in ados p e río d o s h istóricos y a lo s tip o s p ar­
ticulares de conocim ien to prevalecientes en ello s .40

L a investigación histórica acerca de la influencia de la sociedad


sobre las creencias de los hombres es de indudable importancia para
comprender la naturaleza compleja de la empresa científica, y la so ­
ciología del conocimiento — como se ha llamado a tales investigacio­
nes— ha aportado a tal comprensión muchas contribuciones clarifi­
cadoras. Sin embargo, estos servicios reconocidamente valiosos de la
sociología del conocimiento no demuestran la tesis radical que he­
mos expuesto. En primer término, no hay elementos de juicio adecua­
dos que demuestren que los principios utilizados en la investigación
social para evaluar los productos intelectuales estén necesariamente
determinados por la perspectiva social del investigador. Por el con­
trario, los «hechos» habitualmente citados en apoyo de esta afirma­
ción sólo demuestran, a lo sumo, una relación causal contingente en­
tre los condicionamientos sociales de una persona y sus cánones de
validez cognoscitiva. Por ejemplo, la opinión que estuvo de moda
hace un tiempo según la cual la «mentalidad» o las operaciones lógi­
cas de las sociedades primitivas difieren de las típicas en la civiliza­

40. Karl Mannheim, Ideology an d Utopia, N ueva York, 1959, págs. 271,
288,292. El ensayo del cual se ha tom ado la cita anterior fue publicado por pri­
mera vez en 1931, y Mannheim posteriorm ente m odificó algunas de las ideas
expresadas en él. Sin em bargo, todavía en 1946, el año anterior a su muerte, rea­
firm ó la tesis enunciada en el pasaje citado. Véase su carta a K urt H . W olff del
15 de abril de 1946, citada en el trabajo de este últim o «Sociology of Knowled-
ge and Sociological T heory», en Symposium on Sociological Theory (comp. por
Llewellyn G ross), Evanston, 111., 1959, pág. 571.

648
ción occidental — discrepancia que fue atribuida a las diferencias en
las instituciones de las sociedades comparadas— es umversalmente
considerada errónea, en la actualidad, porque constituye una inter­
pretación seriamente equivocada de los procesos intelectuales de los
pueblos primitivos. Además, aun los representantes extremos de la
sociología del conocimiento admiten que la mayoría de las conclu­
siones afirmadas en la matemática y en las ciencias naturales son
neutras con respecto a las diferencias en perspectiva social de quie­
nes las afirman, de m odo que la génesis de esas proposiciones es aje­
na a su validez. ¿Por qué las proposiciones acerca de cuestiones hu­
manas no podrían manifestar la misma neutralidad, al menos en
algunos casos? L os sociólogos del conocimiento no parecen dudar
de que la verdad del enunciado según el cual dos caballos pueden, en
general, arrastrar una carga mayor que un solo caballo es lógicamente
independiente del estatus social del individuo que afirma el enuncia­
do. Pero no han expuesto con claridad cuáles son las consideracio­
nes ineludibles que, presuntamente, hacen intrínsecamente im posi­
ble tal independencia en el caso del enunciado análogo acerca de
conductas humanas y según el cual dos trabajadores pueden, en ge­
neral, cavar una fosa de dimensiones dadas más rápidamente que
uno solo de ellos.
En segundo lugar, la tesis que hemos expuesto debe enfrentar
una dificultad dialéctica seria que ha sido señalada con frecuencia,
dificultad que sus defensores sólo han logrado superar abandonan­
do la sustancia misma de la tesis. Preguntémonos, pues, cuál es el es­
tatus cognoscitivo de la tesis según la cual tanto en el contenido
como en la validación de toda afirmación acerca de cuestiones hu­
manas interviene esencialmente una perspectiva social. ¿Es esta tesis
significativa y válida solamente para aquellos que la sostienen y que
defienden, así, ciertos valores a causa de sus condicionamientos so­
ciales distintivos? Si esto es así, no podrá comprenderla nadie que
tenga una perspectiva social diferente; su aceptación como válida se
hallará estrictamente limitada a aquellos que puedan comprenderla,
y los científicos sociales que defiendan un conjunto diferente de va­
lores sociales deberán rechazarla como charla vacía. ¿O bien la tesis
está singularmente excluida de la clase de afirmaciones a las cuales se
aplica, de modo que su significado y su verdad no están relacionados
intrínsecamente con las perspectivas sociales de quienes la afirman?
Si esto es así, no es en m odo alguno evidente por qué esa tesis goza

649
de tal excepción; pero de todos m odos, esa tesis será entonces una
conclusión de una investigación en cuestiones humanas que es, cabe
presumir, «objetivamente válida» en el sentido habitual de esta ex­
presión. Ahora bien, si existe una conclusión semejante, no se ve por
qué no puede haber también otras.
Para superar esta dificultad y escapar al escéptico relativismo
autorrefutador al cual conduce la tesis, a veces se la interpreta en el
sentido de que, aunque un conocimiento «absolutamente objetivo»
de cuestiones humanas es inalcanzable, no obstante esto puede lo­
grarse una form a «relacional» de objetividad llamada «relacionis-
m o». Según esta interpretación, un científico social puede descubrir
cuál es su perspectiva social; y si luego formula las conclusiones de
sus investigaciones «relacionalmente», para indicar que sus hallaz­
gos se ajustan a los criterios de validez implícitos en su perspectiva,
sus conclusiones habrán logrado una objetividad «relacional». Cabe
esperar que los científicos sociales que comparten la misma perspec­
tiva coincidirán en sus respuestas a un problema determinado, cuan­
do aplican correctamente los criterios de validez característicos de su
perspectiva común. Por otra parte, los estudiosos de fenómenos so­
ciales que actúen dentro de perspectivas sociales diferentes e incon­
gruentes entre sí también pueden lograr la objetividad, aünque sólo
sea mediante una formulación «relacional» de los resultados — in­
compatibles unos con otros, por lo demás— de sus diversas investi­
gaciones. Sin embargo, también pueden lograrla «de una manera
más indirecta», tratando «de hallar una fórmula para traducir los re­
sultados de uno a los del otro y descubrir un denominador común
de estas diversas visiones en perspectiva».41
Pero es difícil ver en qué difiere la «objetividad relacional» de la
simple «objetividad» sin el adjetivo calificativo y en el sentido habi­
tual de la palabra. Por ejemplo, un físico que da fin a una investiga­
ción con la conclusión de que la velocidad de la luz en el agua tiene
determinado valor numérico cuando se la mide según un cierto sis­
tema de unidades, mediante un procedimiento establecido y en con­
diciones experimentales establecidas, formula su conclusión de una
manera «relacional», en el sentido indicado; y su conclusión lleva el
signo de la «objetividad» presumiblemente porque menciona los
factores «relaciónales» de los cuales depende el valor numérico asig-

41. Karl Mannheim, op. cit., págs. 300-301.

650
nado a la velocidad. Pero formular de esta manera ciertos tipos de
conclusiones es una sana práctica corriente en las ciencias naturales.
Por consiguiente, la propuesta de que las ciencias sociales formulen
sus hallazgos de manera análoga lleva implícita la admisión de que
no es imposible, en principio, que estas disciplinas establezcan con­
clusiones con la misma objetividad de las conclusiones obtenidas en
otros dom inios de investigación. Adem ás, para que la dificultad
en consideración pueda ser resuelta por las fórmulas de traducción
sugeridas para hallar los «comunes denominadores» de conclusiones
provenientes de perspectivas sociales divergentes, esas fórmulas no
pueden, a su vez, estar «determinadas situacionalmente» en el senti­
do de esta expresión que estamos examinando. Pues si esas fórmulas
estuvieran determinadas de tal m odo, surgiría nuevamente la misma
dificultad con respecto a ellas. Por otra parte, la búsqueda de tales
fórmulas es una fase de la búsqueda de relaciones invariantes en una
disciplina, de modo que las formulaciones de esas relaciones son vá­
lidas independientemente de la perspectiva particular que uno pue­
de elegir entre una clase de perspectivas sobre esa disciplina. En con­
secuencia, al reconocer que la búsqueda de tales invariantes en las
ciencias sociales no está condenada necesariamente al fracaso, los de­
fensores de la tesis considerada abandonan la que era al principio su
tesis más radical.
En resumen, las diversas razones que hemos examinado relativas
a la imposibilidad intrínseca de llegar a conclusiones objetivas (es
decir, exentas de valores y parcialidades) en las ciencias sociales no
demuestran lo que pretenden demostrar, aunque en algunos casos
dirijan la atención a dificultades prácticas indudablemente im por­
tantes que se encuentran con frecuencia en estas disciplinas.

651
Capítulo X IV

EXPLICACIÓN Y COMPRENSIÓN
EN LAS CIENCIAS SOCIALES

El resultado neto del examen realizado en el capítulo anterior es


que ninguna de las dificultades metodológicas que se consideran a
menudo como obstáculos para la búsqueda de explicaciones siste­
máticas de los fenómenos sociales es exclusiva de las ciencias sociales
o intrínsecamente insuperable. Por otra parte, los problemas tam po­
co se resuelven mediante el simple expediente de demostrar que no
son necesariamente insolubles; y el estado presente de la investiga­
ción social indica con claridad que algunas de las dificultades consi­
deradas son realmente serias. A pesar de estas dificultades, los cien­
tíficos sociales pueden dar explicaciones de una gran variedad de
fenómenos sociales, aunque la generalidad de las premisas explicati­
vas propuestas sea a menudo escasa y su mérito frecuentemente se
halle en discusión. N o examinaremos esas explicaciones propuestas
ni discutiremos ninguna de ellas con detalle, pues no es nuestro pro­
pósito abordar el contenido sustantivo de dominios particulares de
los estudios sociales. Pero, de conformidad con nuestro propósito,
examinaremos varias características estructurales (o formales) que
presentan varios tipos de explicaciones prevalecientes en la investi­
gación social de la actualidad.1

1. L a s g e n e r a l iz a c io n e s e st a d ís t ic a s y su s e x p l ic a c io n e s

C om o ya hemos observado, la mayoría de las generalizaciones


que la investigación social empírica ha logrado establecer — si no to­
das— está formulada en términos de distinciones «de sentido co­
mún» familiares y poseen un ámbito relativamente estrecho de apli­
cación válida (o una generalidad de orden bajo). Además, la mayoría
—si no todas— de esas generalizaciones afirman relaciones de de­
pendencia que rigen entre fenómenos de un cierto tipo solamente en

653
una fracción (especificada más o menos precisamente) de los casos
de esos fenómenos, y no invariablemente o con estricta universali­
dad; por ejemplo, son generalizaciones como «la mayoría de los nor­
teamericanos rurales pertenecen a alguna organización religiosa» o
«la proporción anual de suicidios entre los protestantes es, en gene­
ral, mayor que entre los católicos». Para mayor conveniencia, nos
referiremos a tales generalizaciones como a generalizaciones «esta­
dísticas» o «probabilísticas», aunque no se mencionen (como en los
ejemplos anteriores) valores numéricos de coeficientes estadísticos o
probabilísticos. Las leyes estadísticas no son exclusivas de las cien­
cias sociales; varias teorías físicas y biológicas contienen suposicio­
nes estadísticas, y las leyes experimentales de carácter estadístico son
comunes en varias ramas de las ciencias de la naturaleza, como la
meteorología, la fisiología y la conducta animal. Sin embargo, cabe
destacar que las leyes experimentales de las ciencias sociales son, qui­
zás, exclusivamente estadísticas. Por lo tanto, consideraremos pri­
mero la razón de esto y si es o no inevitable. Luego examinaremos la
estructura de las explicaciones para las generalizaciones estadísticas,
dirigiendo primordialmente nuestra atención a las explicaciones de
este tipo que aparecen en las ciencias sociales. Pero pospondrem os
para el capítulo siguiente el examen del papel que desempeñan las le­
yes estadísticas y de otros tipos en las explicaciones de sucesos his­
tóricos particulares.

1. Comúnmente se aducen dos razones principales, no total­


mente desconectadas una de otra, de la naturaleza estadística de las
generalizaciones obtenidas en los estudios sociales empíricos. La
primera de ellas atribuye este hecho a la complejidad propia de los
fenómenos que estudia la ciencia social, de m odo que, debido a la
imposibilidad de identificar todas las variables que entran en juego,
no podem os enunciar las condiciones precisas de las cuales depen­
den invariablemente diferentes tipos de conducta humana. L a se­
gunda razón destaca el elemento volitivo que interviene en la deter­
minación de la conducta humana. Esta explicación se basa, a veces,
en la tesis de que la voluntad humana es «libre» y sus manifestacio­
nes en la acción concreta, por lo tanto, no son completamente pre­
decibles, por lo cual no puede haber regularidades invariables en los
fenómenos sociales. Sin embargo, los autores que no adhieren a la
doctrina del libre arbitrio enuncian esta segunda razón de manera un

654
poco diferente. Esta versión alternativa sostiene que las acciones de
los hombres están gobernadas por sus interpretaciones de los estí­
mulos externos, más que por tales estímulos directamente. Por con­
siguiente, puesto que las respuestas de los hombres a las situaciones
sociales varían a causa de que sus interpretaciones difieren, sea por
diferencias en su desarrollo personal o en sus dotes innatas, no pode­
mos establecer generalizaciones estrictamente universales que vin­
culen entre sí los estímulos externos y las reacciones humanas ante
ellos.
Indudablemente, las razones expuestas tienen algún mérito, en
especial si se descartan por ajenos a la cuestión que se discute los
problemas que plantea la doctrina del libre arbitrio. Sin embargo, la
complejidad de un tema no constituye una noción precisa, y proble­
mas que parecen abrumadoramente complejos antes de inventarse
maneras efectivas de abordarlos, a menudo pierden esa apariencia
después de realizadas las invenciones. Antes de la introducción de la
notación numérica arábiga, sólo las personas excepcionalmente do­
tadas eran capaces de realizar cálculos aritméticos que un adolescen­
te normal de la actualidad puede realizar fácilmente; y después de la
creación de la mecánica newtoniana, los estudiosos adecuadamente
preparados pudieron analizar movimientos de los cuerpos que algu­
nas de las mentes más capacitadas de las generaciones precedentes
hallaban demasiado complejos para el entendimiento humano. Sea
como fuere, aunque los fenómenos sociales puedan ser muy com­
plejos, no es en modo alguno cierto que sean, en general, más comple­
jos que los fenómenos físicos y biológicos para los cuales se han es­
tablecido leyes estrictamente universales. Además, si bien es cierto
que lás respuestas a una situación social dada se realizan a través de
las interpretaciones variables que los hombres le asignan, este hecho
no explica por sí mismo por qué no hay leyes universales que rela­
cionen cada una de las diversas interpretaciones atribuidas a un tipo
dado de estímulo social con una form a particular de respuesta hu­
mana.
De todos m odos, cabe destacar otros dos puntos que son meto^-
dológicamente más importantes, en el presente contexto, que las con­
sideraciones mencionadas hasta ahora. Am bos puntos se relacionan
con la discusión de las leyes sociales transculturales que planteamos
en el capítulo X III. El primer punto dirige la atención hacia la natu­
raleza de los términos o distinciones utilizados para formular las ge­

655
neralizaciones de la investigación social empírica; el segundo recuer­
da un recurso lógico comúnmente adoptado en muchas ramas de la
investigación empírica con el fin de permitir la aserción de leyes es­
trictamente universales.

a. En primer lugar, debemos recordar que los términos utiliza­


dos en las leyes universales de muchas ramas de la ciencia habitual­
mente tienen una connotación muy precisa y con frecuencia aluden
a características que son versiones más o menos «idealizadas» de
propiedades observadas realmente. En consecuencia, cada uno de ta­
les términos cumple la función de designar alguna clase de objetos
muy homogéneos en ciertos aspectos indicados; y de una ley que
contiene tales términos no se espera que esté en estricto acuerdo con
los datos observados, ni lo está realmente si los objetos a los cuales
los términos se aplican de hecho no poseen el grado requerido de
homogeneidad. Por ejemplo, el término «plata» tal com o se lo utili­
za en las leyes universales de la física y la química designa una clase
de objetos que satisfacen, entre otras condiciones especificadas de
manera precisa, ciertos requisitos de pureza química. Por consi­
guiente, leyes universales como la de que, a una temperatura dada, la
razón entre la masa de la plata y su volumen (es decir, su densidad)
es constante sólo pueden concordar aproximadamente con los datos
experimentales, si las muestras de plata con las cuales se realizan ex­
perimentos no satisfacen plenamente esos requisitos de homogenei­
dad química; y pueden hacerse comentarios análogos con respecto a
los otros términos mencionados en las leyes.
Por otra parte, los términos corrientes en los estudios sociales
empíricos son, en su mayoría, adaptaciones de distinciones hechas
en discusiones cotidianas de cuestiones sociales y a menudo son uti­
lizados para formular generalizaciones empíricas sin una redefini­
ción adecuada de sus vagos significados cotidianos. Ejem plos de ta­
les términos en la investigación social empírica son «sentimiento de
privación», «estado anímico» y «rol». Además, aun cuando se dé re­
lativa precisión al significado de un término, tal precisión se logra
frecuentemente mediante algún procedimiento esencialmente estadís­
tico, de m odo que las cosas que caen dentro de su designación esta­
blecida pueden poseer diferentes formas específicas de la propiedad
indicada por el término. Así, la definición de la expresión «estructu­
ra familiar autoritaria» adoptada en investigaciones empíricas re­

656
cientes incluye, entre otras cosas, una referencia a la frecuencia con
que los padres utilizan castigos corporales y traban diversas activi­
dades de los niños. Además, muchas expresiones de uso corriente
que son muy precisas sin tener una connotación estadística (por
ejemplo, «nacido en el extranjero» o «votante en la última elección»)
designan, sin embargo, clases de individuos que a menudo varían
mucho en otras características que pueden ser muy importantes para
el problema en estudio. Para resumir, los términos utilizados en la
investigación social empírica frecuentemente poseen una connotación
indeterminada; codifican distinciones menos refinadas o detalladas
que los términos que aparecen en las leyes de las ciencias naturales; y
los entes que abarcan son, en consecuencia, mucho menos homogé­
neos, en aspectos importantes, que los de estos últimos términos.
D adas las circunstancias, quizás sea inevitable que las generaliza­
ciones de las investigaciones sociales empíricas actuales sean enun­
ciados de relaciones de dependencia estadísticas y no estrictamente
invariables. U na analogía ayudará a comprender esta observación.
Supongamos que, después de admitir una distinción en líneas gene­
rales entre metales y no metales, investigáramos la conductividad
eléctrica de los metales sin introducir otras distinciones entre dife­
rentes tipos de metales. A la luz de lo que sabemos ahora, ¿cabría
sorprenderse de que las generalizaciones que lográramos establecer
concernientes a la variación de la conductividad eléctrica en función,
por ejemplo, de la temperatura fueran de form a estadística? U n físi­
co competente nos diría, por cierto, que, en el nivel de análisis adop­
tado, no puede esperarse razonablemente otra cosa, y que si desea­
mos obtener relaciones de dependencia estrictamente universales
tendríamos que refinar nuestras distinciones, basándolas eventual­
mente en suposiciones concernientes a las estructuras microscópicas
de las sustancias metálicas.
La moraleja obvia de esta analogía es que los científicos sociales
deben también elaborar clasificaciones más discriminatorias de los
fenómenos sociales, si quieren establecer leyes sociales estrictamen­
te universales. Si esta sugerencia aparentemente plausible tiene o no
algún mérito, por supuesto, sólo podrá saberse a la luz de los resul­
tados de ensayos concretos, y no por razonamientos a priori, por
abundantes que éstos sean. Sin embargo, hay algún fundamento para
dudar de que las ciencias sociales puedan refinar sus distinciones ac­
tuales más allá de cierto punto —punto determinado por el carácter

657
general de los problem as que investigan y el nivel de análisis adecua­
do para abordar esos problemas— , a menos que estas disciplinas se
transformen totalmente con respecto a lo que son en la actualidad.
Pues supongam os que, con el fin de obtener leyes sociales universa­
les, fuera necesario clasificar los fenómenos sociales en parte con re­
ferencia a características físicas y fisiológicas minuciosamente di­
ferenciadas de los participantes humanos en esos fenómenos, y en
parte sobre la base de datos detallados concernientes a los hábitos y
creencias adquiridos culturalmente por cada uno de los participan­
tes. Para dar más concreción a esta conjetura, consideremos un ejem­
plo imaginario muy simple. Supongamos que se conocieran los fac­
tores determinantes de las actitudes paternas autoritarias y que una
adecuada categorización de tales actitudes requiriera, entre otras co­
sas, el uso de variables referentes a detalles de la estructura ósea de
cada progenitor, a la cantidad de calcio depositada en sus junturas, a
las diferencias de composición química de su sangre y a variaciones
en la distribución espacial de sus filamentos nerviosos; y suponga­
mos, además, que si se establecieran subdivisiones de padres autori­
tarios en términos de estas variables, podrían establecerse leyes uni­
versales concernientes a las actitudes que los niños educados por
tales padres manifiestan frente a los grupos minoritarios. N o obs­
tante esto, aun suponiendo que sin la clasificación propuesta de los
fenómenos sólo puede obtenerse una generalización estadística acer­
ca de ellos, puede no ser ventajoso abandonar tal generalización en
favor de la generalización estrictamente universal basada en el con­
junto de categorías sumamente detallado del ejemplo anterior.
Pues las variables enumeradas se refieren a características que no
caen dentro del ámbito especial de la investigación social corriente,
ya que no son características específicamente sociales; y, dada la pre­
paración que reciben normalmente los científicos sociales, pocos de
ellos, o quizás ninguno, estarían en condiciones de analizar los fenó­
menos sociales en términos de esas variables. Esta circunstancia sola
probablemente bastaría para impedir la introducción en los estudios
sociales de un sistema de distinciones muy refinado, como el pro­
puesto en el ejemplo. Además, en la suposición de que la investiga­
ción social empírica continuara enfocando problemas concernientes
a las relaciones de dependencia entre formas comúnmente admitidas
y prácticamente importantes de conducta social, tales distinciones
refinadas pueden exigir discriminaciones en los fenómenos que supe­

658
ren las necesidades de los problemas en estudio, de m odo que su
adopción podría no aumentar de manera efectiva nuestro conoci­
miento de las conexiones entre los fenómenos en los que estamos
realmente interesados. En consecuencia, las leyes universales form u­
ladas en términos de distinciones más sutiles de lo necesario para lo­
grar los objetivos de la investigación empírica pueden ser un lastre
inútil. U n microscopio de alta potencia no constituye una mejora con
respecto a una simple lupa cuando se trata de leer letras pequeñas.
Análogamente, los científicos sociales pueden hallar más ventajoso
establecer generalizaciones empíricas que generalizaciones estricta­
mente universales, si las primeras son medios más efectivos que las
segundas para responder al tipo de preguntas que normalmente nos
hacemos acerca de los fenómenos sociales. Por consiguiente, si no se
altera de manera radical la naturaleza esencialmente «práctica» de
nuestro interés corriente en los fenómenos sociales, entonces, aunque
no sea imposible elaborar leyes sociales estrictamente universales, las
perspectivas de establecer tales leyes en un futuro previsible sobre la
base de la investigación empírica no parecen ser muy brillantes.

b. La segunda razón que permite explicar el carácter común­


mente estadístico de las generalizaciones empíricas en la ciencia so ­
cial puede ser expuesta muy brevemente, pues su sustancia ya ha
sido formulada antes. Com enzam os por destacar el hecho conocido
de que los elementos de juicio experimentales atinentes a las leyes
universales de la física raramente o nunca están en perfecto acuerdo
con ellas. Por consiguiente, si los físicos formularan sus leyes en es­
tricto acuerdo con lo que establece la observación acerca de los fe­
nómenos físicos, esas leyes tendrían una form a estadística, más que
universal. Por ejemplo, si Galileo hubiera tratado de establecer las
leyes para los cuerpos en caída libre simplemente correlacionando
datos observados, habría hallado ciertamente que la velocidad de los
cuerpos en caída libre varía según su peso y su forma; habría hallado
también que sólo hay una correlación elevada y no una proporcio­
nalidad invariable entre las distancias a las que caen los cuerpos y los
cuadrados de los tiempos de su caída, de modo que una generaliza­
ción basada totalmente en estos hallazgos tendría que haber sido de
forma estadística.
La forma universal que las leyes físicas, no obstante lo indicado,
poseen es el fruto de una estrategia lógica exitosa. C om o hemos ex­

659
plicado anteriormente, en muchas ramas de la ciencia natural es p o ­
sible formular leyes como umversalmente válidas en ciertas condi­
ciones «ideales» y para «casos puros» de los fenómenos investiga­
dos, y explicar sistemáticamente toda discrepancia entre lo que la ley
afirma y lo que la observación revela en términos de discrepancias
más o menos bien determinadas entre esas condiciones ideales y las
condiciones concretas en las cuales se realizan las observaciones.
Sin embargo, esta estrategia no es habitual en las ciencias sociales
y ciertamente no se la utiliza en las investigaciones que tratan de es­
tablecer relaciones de dependencia entre fenómenos correlacionan­
do datos empíricos sin elaboración. L a principal razón de esto, qui­
zás, es que en la mayoría de estas disciplinas no han sido elaboradas
nociones teóricas adecuadas que indiquen la manera de formular
fructíferamente leyes de validez universal para «casos puros» de fe­
nómenos sociales. Se ha intentado aplicar dicha estrategia en econo­
mía. Sin embargo, la discrepancia entre las condiciones ideales su­
puestas para las cuales se han enunciado leyes económicas y las
circunstancias reales del mercado económico es tan grande, y el p ro­
blema de hallar las suposiciones complementarias requeridas para
llenar este abismo es tan difícil, que continúa en discusión el valor de
la estrategia en este dominio. Pero sean cuales fueren las razones por
las cuales la estrategia no sea utilizada comúnmente en las ciencias
sociales, este hecho contribuye a explicar por qué las generalizacio­
nes de estas disciplinas son, en su mayoría, de form a estadística.
C om o lo demuestran la historia de la ciencia y la experiencia común,
las correlaciones entre datos empíricos raramente son perfectas, y las
generalizaciones basadas exclusivamente en tales correlaciones de­
ben ser, de manera casi inevitable, estadísticas.1

1. A este respecto, no debe pasarse por alto que nuestros intereses prácticos
determinarán las generalizaciones que form ulem os explícitamente en las cien­
cias sociales. N o es dem asiado difícil enunciar generalizaciones universales bien
fundadas acerca de fenómenos sociales. Sin embargo, tales generalizaciones fre­
cuentemente serían consideradas triviales, o bien porque afirman lo que es «o b ­
vio», o bien porque no establecen distinciones que se suponen «im portantes».
P or ejemplo, parece no haber excepciones a la generalización de que toda re­
ligión tiene alguna form a de ritual colectivo para renovar los sentimientos co­
munes de todos sus adherentes, ni a la generalización de que todos los niños
delincuentes se encuentran en sociedades en las cuales hay una tensión social­

660
2. Las ciencias sociales no sólo logran establecer generalizacio­
nes estadísticas, sino que a veces también las explican. Por lo tanto,
examinaremos cómo se efectúan tales explicaciones. Pero contribui­
rá a acelerar nuestro examen recordar la estructura de explicaciones
(brevemente indicada en los capítulos X y X I) en las cuales teorías
físicas que contienen suposiciones estadísticas constituyen las pre­
misas explicativas de diversas leyes físicas. La mayoría de las leyes
explicadas de este m odo son ellas mismas estadísticas, si bien mu­
chas de tales leyes son estrictamente universales, contrariamente a lo
que se sostiene a veces. Pero el esquema de las explicaciones de am­
bos tipos de leyes es uniformemente de estructura deductiva. A de­
más, aparentemente en las ciencias naturales no hay casos de expli­
caciones en las cuales se expliquen las leyes estadísticas con ayuda de
premisas que sean exclusivamente universales (o no estadísticas).
Por lo tanto, es razonable esperar que la estructura formal de las ex­
plicaciones de generalizaciones estadísticas en las ciencias sociales
sea también deductiva y que las premisas de tales explicaciones con­
tengan, análogamente, suposiciones estadísticas. En verdad, esta ex­
pectativa se confirma plenamente. En consecuencia, no es necesario
decir nada más en lo concerniente al esquema general que presentan
las explicaciones de generalizaciones sociales estadísticas. Sin em­
bargo, debido en gran medida al estado presente de la investigación
empírica y al carácter relativamente primitivo de la teoría social ac­
tual, tales explicaciones tienen una importante diversidad de formas
en la investigación social. Por ende, esbozaremos brevemente un es­
quema que codifique de una manera aclaradora los principales tipos
de interpretación que los científicos sociales proponen con frecuen­
cia cuando explican las relaciones de dependencia estadística estable­
cidas empíricamente.2

mente estructurada entre los objetivos culturales y los medios institucionaliza­


dos para alcanzarlos. El primero de estos ejemplos quizás es un candidato a la
clase de generalizaciones «obvias» y triviales, el segundo a la clase de las caren­
tes de importancia (ya que no distingue entre tipos de tensión o entre tipos de
objetivos que sean considerados comúnmente de la m ayor urgencia práctica).
2. Este esquema fue propuesto por primera vez por Paul F. Lazarsfeld y el
examen realizado en el texto se basa casi totalmente en su obra. Véase Paul L a­
zarsfeld, «Interpretation of Statistical Relations as a Research O peration», en
The Language o f Social Research (comps. Paul F. Lazarsfeld y M orris Rosem -

661
Comencemos con un ejemplo típico (aunque considerablemente
simplificado, con fines expositivos) de investigación social empírica.
Supongamos que el problem a en estudio es el absentismo laboral en­
tre las mujeres que trabajan en fábricas. Supongamos que, en una
muestra de 205 mujeres, 100 de ellas están casadas y las restantes sol­
teras, y que 25 de las primeras y sólo 10 de las segundas faltan regu­
larmente al trabajo (considerando que ese absentismo regular con­
siste en faltar al trabajo tres o más días por mes). Esta información
queda convenientemente tabulada_en el siguiente cuadro, donde C
es la clase de las mujeres casadas, C la clase de las no casadas o céli­
bes, A la clase de las absentistas y A la clase de las no absentistas.
A A
C 25 75
C 10 95
A través de todo nuestro examen supondremos que las muestras
mencionadas son representativas de las poblaciones de las cuales se
las extrae, y que las frecuencias relativas con las que aparecen en las
muestras diversos atributos pueden ser extrapoladas para obtener
generalizaciones bien fundadas acerca de frecuencias relativas, o re­
laciones entre frecuencias relativas, en las poblaciones correspon­
dientes. D os de tales generalizaciones implícitas en nuestro ejemplo
son: «en la población de mujeres empleadas en la fábrica, la frecuen­
cia relativa de las absentistas entre las casadas es de 25/100 o 0,25» y
«en la población de mujeres empleadas en la fábrica, la frecuencia re­
lativa de absentistas entre las solteras es de-10/105 o 0,09+»; cada una
de estas generalizaciones es de la forma: «en la población K, la fre­
cuencia relativa con la cual aparece el atributo X en la clase de los
que tienen el atributo Y es / * y » .

berg), Glencoe, 111., 1955, págs. 115-125; y también Patricia L. Kendall y Paul F.
Lazarsfeld, «Problem s o f Survey A nalysis» en Continuities in Social Research
(com ps. Robert K . M erton y Paul F. Lazarsfeld), Glencoe, 111., 1950, págs. 193-
196. E l esquema de Lazarsfeld pone en claro la importancia para el estudio de la
explicación científica del cálculo de asociación de Yule, desarrollado en G.
U dn y Yule, Introduction to the Tbeory o f Statistics, Londres, 1929, caps. 3 y 4.
Se encontrará también un análisis de las explicaciones estadísticas, análogo en
ciertos aspectos al de Lazarsfeld, en H erbert A. Simón, Models o f M an, N ueva
Y ork, 1957, caps. 1, 2 y 3.

662
Puesto que la primera de esas frecuencias relativas es significativa­
mente mayor que la segunda, parece haber una conexión definida en­
tre el estado civil de las mujeres y el absentismo laboral. (Observemos
también de paso, pero para referencia futura, otras dos generalizacio­
nes implícitas en el ejemplo, pues ilustran generalizaciones estadísti­
cas de formas un poco diferentes de las que acabamos de indicar. Una
de tales generalizaciones es: «En la población de obreras que trabajan
en fábricas, la frecuencia relativa de obreras absentistas es de 35/205 o
0,17+», que tiene la forma «en la población K \z frecuencia relativa del
atributo X e s / * » ; la otra generalización es «en la población de obre­
ras, la frecuencia relativa de las absentistas casadas es de 25/205 o
0,12+», que tiene la forma «en la población K, la frecuencia relativa de
individuos que poseen ambos atributos X e Y es f XY»-)
Sin embargo, el hecho de que sólo una fracción de mujeres casadas
sean absentistas y de que el absentismo también se presente entre las
solteras sugiere que no es el estado marital en sí el responsable del ab­
sentismo. Supongamos, pues, que se hace un intento por explicar las
generalizaciones estadísticas ya establecidas demostrando la depen­
dencia del ausentismo de una tercera variable (o variable de «prue­
ba»). Sea esta variable de prueba el número de horas que una mujer
dedica a labores domésticas, y consideremos que este número es
«grande» si es de 6 o más horas por semana y «pequeño o nulo» en el
caso contrario. Supongamos, además, que cuando se analiza (o «estra­
tifica») la muestra en términos de esta tercera variable, se encuentra lo
siguiente: 76 de las mujeres dedican mucho tiempo a labores domésti­
cas (diremos que tienen el atributo D ) y 129 dedican poco o ningún
tiempo (D); en el primer grupo de las casadas (C) 24 son absentistas
(.A) pero 33 no lo son (A)> mientras que de las solteras (C ) 8 son ab­
sentistas pero 11 no lo son; en el grupo de las mujeres que efectúan
poca o ninguna labor doméstica, 1 mujer casada es absentista pero 42
no lo son, mientras que de las solteras 2 son absentistas y 84 no lo son.
Puede presentarse más claramente estos datos en forma tabular:
H H
A A A A
24 33 M 1 42
8 11 M 2 84
Es evidente, a través de estos cuadros, que en la subpoblación H
la frecuencia relativa de absentistas entre las casadas es de 24/57, y es

663
igual a la frecuencia relativa de absentistas entre las solteras; en la
subpoblación H las frecuencias relativas correspondientes también
son iguales. Por ende, dentro de cada parte estratificada de la mues­
tra (y en consecuencia con nuestra suposición, dentro de cada parte
estratificada de toda la población de obreras) el estado marital y el
ausentismo son estadísticamente independientes. Así, la dependen­
cia estadística entre estos atributos afirmados por las diversas gene­
ralizaciones para la población no estratificada se explica completa­
mente en términos de la dependencia estadística entre cada uno de
estos atributos (o variables) y la variable de prueba.
L a principal conclusión que ilustra este ejemplo es que se explica
una generalización estadística acerca de relaciones de dependencia
entre dos variables X e Y mostrando que, si se estratifica la pobla­
ción con respecto a una. tercera variable T, no hay ninguna relación
estadística significativa entre las dos primeras variables en ninguna
de las partes de la población estratificada. Sin embargo, hasta ahora
nuestro examen no nos ha llevado muchó más allá que el análisis
contenido esencialmente en los cánones de la investigación experi­
mental de John Stuart Mili. Pero puede darse m ayor generalidad a
este análisis, de m odo que suministre una base para una clasificación
sistemática de tipos de situaciones en las que se proponen interpre­
taciones de regularidades estadísticas.
C on el fin indicado, supongam os que existen generalizaciones
estadísticas com o las del ejemplo en lo concerniente a las frecuencias
relativas con las cuales los individuos de una población dada K p o ­
seen los atributos X e Y, donde f x , f y Y Í x y son las frecuencias relati­
vas con las cuales los individuos de K poseen los atributos X , Y y X
e Y, respectivamente. Se ve fácilmente que los atributos X e Y no es­
tán relacionados significativamente con K cuando f Xy —fx x /r> Y que
hay cierto grado de dependencia (o «asociación») estadística entre
las variables cuando no se cumple esta igualdad.3 E s posible cons­

3. Pues supongam os que K contenga n m iembros en total, nx con el atribu­


t o ^ , n Ycon el atributo Y, y nXY con am bos atributos. Entonces, nXYln x es la fre­
cuencia relativa de individuos que tienen am bos atributos X e Y en la clase de in­
dividuos con el atributo X ; y análogamente, n Y/n es la frecuencia relativa con la
cual el atributo Y aparece en toda la población. Pero si estas frecuencias relativas
son iguales (es decir, si nXY/nx = n Y/n) es evidente que X e Y son estadísticamente
independientes. Pero esta ecuación es equivalente a nXY/n = (nx/n ) (¡nY/n ) que es

664
truir diversas medidas de este grado de asociación, que varían en sus
ventajas. Para nuestros propósitos, bastará con tomar una de las más
simples: la diferencia entre el término de la derecha y el término de
la izquierda en las ecuaciones que acabamos de formular de la inde­
pendencia estadística, o (fXY —f x x f Y), a la que designaremos me­
diante el índice «£/XY». La generalización de que en la población K, el
grado de dependencia estadística entre las variables X e Y es dXY, será
representada por «SXY» (o simplemente por «S», cuando no haya
confusión con respecto a las variables implicadas).4
Supongamos luego que se introduce una variable de prueba T,
para someter a prueba la hipótesis según la cual la presencia o ausen­
cia del atributo T influye sobre el grado de asociación entre X e Y.
C on tal propósito, se divide la población K en dos subpoblaciones
mutuamente excluyentes y exhaustivas T y T, y se determina luego
el grado de asociación entre X e Y en cada una de estas subpoblacio­
nes. Midamos este grado en T (llamado el grado de «asociación par­
cial» de las dos variables en esta subpoblación) por la diferencia
(fxYT x / t ~ fx r x frr) Y designémoslo mediante el índice «dXY T»; y
midamos este grado en la subpoblación T mediante la diferencia
(fXYf x f f — f xf x f Yf ) y denotémoslo mediante el índice «dXY, f»,
donde, por ejemplo, f XYTes la frecuencia relativa con la cual los indi­
viduos de K poseen los tres atributos X , Y y T; fy f es la frecuencia
relativa con la cual los individuos de K poseen los dos atributos Y y T,
etc. La generalización estadística de que en la población K, el grado

simplemente f XY= fx */y> com o se afirma en el texto. E s evidente, también que


fxYx (es decir, la frecuencia relativa de individuos con el atributo X que también
poseen el atributo Y) es igual a f YX/fx-
Este análisis se basa en la suposición de que K es una clase finita. Si K no es
finita, las diversas/m encionadas en esta nota y en el texto deben ser entendidas
com o los límites de frecuencias relativas, suponiendo que tales límites existan.
4. L a medida dXYes igual a 0 cuando las variables son estadísticamente in­
dependientes; es positiva si la frecuencia relativa de individuos de K que poseen
am bos atributos, X e Y, supera a la necesaria para la independencia estadística;
y es negativa si esta frecuencia relativa es menor que la necesaria para tal inde­
pendencia. El valor máximo de dXYes 0,25, que aparece a veces cuando hay una
perfecta asociación positiva entre las variables, esto es, cuando todas las X son
Y o todas las Y son X . Su valor mínimo es —0,25 que sólo es posible para una
asociación negativa perfecta, esto es, cuando todas las X son n o - F o todas las
n o -F s o n X

665
de asociación parcial entre X e Y en la subpoblación T es dxy , t será
representada por « S X y , r *> y « S j m f » será usado de manera análoga.
Puede demostrarse, sin embargo, que dXY - (dXY, r/fT) + (dXY, fifi)
+ {dxT-> x d YT/ f Tx f f ) .5 Pero el contenido de esta identidad matemáti­
ca se hace claro si se ignoran los denominadores de la ecuación; y las
relaciones que la identidad afirma entre las diversas medidas de aso­
ciación estadística quedarán adecuadamente representadas, para nues­
tros propósitos, mediante la fórmula esquemática:
dXY —D xy j + D xy f + (D xt x D yt) (1)
en la cual las mayúsculas con subíndices reemplazan a los índices co­
rrespondientes con denominadores de la ecuación exacta.
L a fórmula anterior expresa el grado de asociación entre X e Y e n
k com o la suma de tres términos: los dos primeros se refieren a los
grados de asociación parcial entre esas variables cuando se estratifi­
ca K con respecto a una variable de prueba T (es decir, excepto para
los coeficientes que hemos decidido ignorar en los denominadores
de la entidad matemática, enuncian los grados de asociación entre X
e Y en las subpoblaciones T y T, respectivamente); el último térmi­
no es un producto cuyos factores (llamados comúnmente grados de
«asociación marginal»), se refieren a los grados de asociación en K de
X con T, y de Y con T, respectivamente. L os valores numéricos p o ­
sibles de estos términos son infinitos; pero si sólo consideramos
ciertos valores críticos, obtenemos los dos principales tipos de aná­
lisis siguientes, que explican de alguna manera la generalización es­
tadística SXY.

Tipo 1. Cada uno de los dos términos de (1) se anula, de m odo


que dXY = {D XJ x D YT).
En este caso, cuando se estratifica la población con respecto a T,
las variables X e Y son estadísticamente independientes dentro de
cada parte estratificada de K ; y se demuestra que la dependencia es­
tadística entre las variables afirmada por S es consecuencia de una
asociación estadística entre cada una de las variables y T. El ejemplo
anterior pertenece a este tipo, así como la mayoría, quizás, de los

5. U na prueba de esta identidad se encontrará en Yule, op. cit., cap. 4, y


también en M. G. Kendall, The A dvanced Theory o f Statistics, N ueva York,
1952, vol. 1, cap. 13.

666
ejemplos citados habitualmente para ilustrar la «explicación» de ge­
neralizaciones. En verdad, este tipo incluye como caso límite la ex­
plicación deductiva de leyes universales mediante lo que se conoce
tradicionalmente como la «introducción de un término m edio».6
Puesto que para este tipo las asociaciones parciales entre X e Y son
ambas 0, el grado de asociación afirmado por S entre esas variables
es expresable como un producto. Sin embargo, ningún grado de aso­
ciación puede tener un valor que exceda de 1, de modo que cada uno
de los factores de este producto debe referirse a un grado de asocia­
ción marginal cuya magnitud absoluta (esto es, independientemente
de que sea positiva o negativa) tampoco puede pasar de 1. Se des­
prende de esto, por lo tanto, que en toda «explicación» de este tipo
para S, al menos una premisa estadística debe suponer que el grado
de dependencia estadística entre una de las variables mencionadas en
5 y la variable de prueba es mayor en valor absoluto que el grado de
dependencia afirmado por S.
Es posible distinguir dos importantes variantes de este tipo, so ­
bre la base del orden temporal que existe a veces entre la variable de
prueba y las dos mencionadas en S. (1) En la primera variante, el

6. Así, supóngase que se explica una ley universal de la form a «todas las X
son Y» (por ejemplo, «todos los trozos de hielo flotan en el agua») deduciéndo­
la de otras dos leyes universales de la form a «todos los T son Y» (por ejemplo,
«todos los objetos cuya densidad es menor que la del agua flotan en ésta») y «to ­
das los X son T» (por ejemplo, «todo trozo de hielo tiene una densidad menor
que la del agua»), donde « 7 » (objetos cuya densidad es menor que la del agua)
es el término medio. Considerada formalmente, y para los propósitos de este
análisis, la explicación consiste en dem ostrar que, cuando la población K está es­
tratificada con respecto a T, X es estadísticamente independiente de Y en cada
una de las subpoblaciones T y T . Para fijar ideas, supongam os que en una m ues­
tra de 200 objetos, 10 son trozos de hielo, todos los cuales flotan en el agua; 70
son trozos de madera, todos los cuales también flotan en el agua; y los 120 ob­
jetos restantes son trozos de metal, ninguno de los cuales flota en el agua. Su­
pongam os además que, cuando se estratifica esta muestra con respecto al atri­
buto de tener una densidad menor que la del agua, los 10 trozos de hielo y los
70 trozos de madera tienen esta propiedad, mientras que los 120 objetos restan­
tes no la tienen. Es evidente que, en este caso, los atributos X (hielo) e Y (flotar
en el agua) son estadísticamente independientes en cada una de las dos subpo­
blaciones T (objetos con densidad menor que la del agua) y T (objetos con den­
sidad no menor que la del agua).

667
tiempo en el cual los individuos adquieren el atributo T es posterior
al tiempo en el cual adquieren uno de los otros (por ejemplo, X ) y
precede al tiempo en el cual adquieren Y. En esta circunstancia, se
llamará a T la variable «intermediaria», y a X la variable «anteceden­
te». (2) En la segunda variante, el tiempo en el cual los individuos ad­
quieren T precede al tiempo en el cual adquieren los otros dos, de
m odo que en este caso T es llamada la variable «antecedente». H ay
muchas situaciones en las cuales no se da ninguna de estas relaciones
temporales o en las cuales sólo arbitrariamente puede especificarse
un orden temporal. Sin embargo, cada una de las dos posibilidades
mencionadas aparece suficientemente a menudo como para merecer
una breve consideración.

a. El anterior ejemplo relativo al absentismo entre las obreras


puede ser considerado como perteneciente al tipo la , si suponemos
que el estado marital precede a la realización (o no realización) de
buena parte de las labores domésticas, y también que las obligacio­
nes domésticas preceden al hecho de ser (o no ser) absentista. C om o
el ejemplo muestra claramente, el resultado neto de un análisis de
este subtipo es que la condición antecedente X (matrimonio), de la
cual, según la generalización S, depende la aparición de Y (ausentis­
mo) de alguna manera, es reemplazada por una condición T (realiza­
ción de gran cantidad de labores domésticas) completamente dife­
rente y que puede ser relacionada de algún m odo con X , pero, en
todo caso, no es idéntica a ella. L a variable intermediaria no identifi­
ca, en general, una condición necesaria y suficiente para la aparición
de Y, aunque a veces puede hacerlo; pues como indica el ejemplo, al­
gunas mujeres casadas no son absentistas a pesar de realizar muchas
tareas domésticas, y algunas mujeres casadas son absentistas a pesar
de que realizan poca o ninguna labor doméstica. L o que hace la va­
riable intermediaria es especificar una condición en la cual hay un
aumento o una disminución en la frecuencia relativa de Y, en com ­
paración con la frecuencia relativa sobre la cual se basa S. En el ejem­
plo anterior, hay un aumento en la frecuencia relativa de absentistas
de 0,25 en la clase de obreras casadas a 0,42+ en la clase más restrin­
gida de mujeres casadas que realizan muchas labores domésticas, y
una disminución en la frecuencia relativa de absentistas de 0,10, en la
clase de obreras solteras a 0,02+ en la clase de obreras solteras que
realizan poca o ninguna labor doméstica.

668
b. C on los materiales ofrecidos en el ejemplo anterior es p o si­
ble construir una ilustración numérica del análisis del tipo Ib.
C om o acabamos de observar, el atributo de realizar mucha labor
dom éstica (H ) no es una condición suficiente ni necesaria para la
aparición de ausentismo (A). Puede plantearse, entonces, la cues­
tión de si los hechos expuestos en el ejemplo no podrán ser expli­
cados completamente en términos de alguna variable adicional.
C om o primer paso en tal investigación ulterior, consideremos las
relaciones de dependencia estadística entre A y H y tal como las re­
velan esos hechos. U n cálculo simple nos permitirá expresar esas
relaciones en un cuadro.
H H
A 32 3
A 44 126
Este cuadro muestra que, mientras que la frecuencia relativa de
ausentismo entre obreras que realizan muchas labores domésticas es
de 32/70 (o 0,42+), entre las que realizan poca o ninguna labor do­
méstica es solamente de 3/129 (o 0,02+). Así, la frecuencia relativa de
A parece depender ciertamente de la presencia o ausencia de H .
Sin embargo, la frecuencia relativa con la cual A no aparece es de
44/76 (o 0,57+), a pesar de la presencia de / / , y este hecho puede
brindarnos razones para vacilar. En todo caso, ¿es digna de confian­
za la aparición de una conexión significativa entre A y H , de modo
que, por ejemplo, se reduciría el ausentismo entre las obreras si se
tomaran medidas para aliviarlas de la mayoría de las labores dom és­
ticas? ¿O la aparente dependencia es espuria y disimula la acción de
algún otro factor hasta ahora inadvertido, de m odo que la frecuencia
relativa de ausentismo no se modificaría aun cuando se adoptaran
tales medidas? Para someter a prueba estas conjeturas, se introduce
una variable de prueba. Supongamos, aunque esta suposición sea
poco realista, que la variable son las condiciones físicas determina­
das genéticamente de los seres humanos; y supongamos que, sobre la
base de algún criterio, vinculado con los diversos tipos de empleos que
ocupan las mujeres, es posible clasificar a las mujeres como pose­
yendo un organismo satisfactorio (F) o un organismo insatisfactorio
(.F ). Y supongamos, finalmente, que, cuando se estratifica la muestra
con respecto a esta variable, se encuentran relaciones de dependen­
cia entre A y H como las expresadas en el cuadro, donde se supone,

669
com o antes, que estas relaciones son válidas en toda la población de
obreras.
F F
H H H H
0 0 A 32 3
44 126 A 0 0
Por consiguiente, aunque hay un grado significativo de asocia­
ción estadística entre A y H en la población no estratificada, estas
variables son estadísticamente independientes en cada una de las
subpoblaciones F y F ; por ejemplo, en el grupo de obreras con or­
ganismos insatisfactorios, el ausentismo aparece con la misma fre­
cuencia relativa entre las que realizan muchas labores domésticas
como entre las que realizan poca o ninguna labor. Puesto que F es,
obviamente, una variable antecedente, el ejemplo ilustra un análisis
perteneciente al tipo Ib. Dicho sea de paso, el ejemplo ha sido ela­
borado de tal m odo que F (organismo insatisfactorio) sea una con­
dición necesaria y suficiente de A (ausentismo), pues, como indica el
cuadro precedente, una obrera es absentista si y sólo si tiene una or­
ganismo insatisfactorio (por lo que presumiblemente se enferma con
frecuencia), independientemente de la cantidad de labor doméstica
que realiza o de su estado marital.
C om o lo sugiere el ejemplo, al menos una de las funciones de los
análisis de este tipo es corregir las imputaciones causales equivoca­
das (o «espurias»). Tal análisis «explica» una generalización estadís­
tica SXy> en sentido de que suministra fundamentos para rechazar
la suposición de que X e Y están causalmente relacionadas, dem os­
trando que S es la consecuencia de suposiciones concernientes a la
asociación estadística de cada una de esas variables con alguna varia­
ble antecedente 7", que puede ser, por lo tanto, un factor común en
las condiciones «causales» para la aparición de los atributos X e Y.7
Así, evidentemente sería absurdo atribuir la muerte de los pacientes
a los servicios de sus médicos, sobre la base de la generalización
—presumiblemente bien fundada— de que la frecuencia relativa con

7. En el ejemplo anterior, una constitución física insatisfactoria no sólo


puede ser un factor en las condiciones que provocan una salud precaria y, p o r lo
tanto, ausentismo, com o ya se ha sugerido, sino también un factor en los o bs­
táculos para el matrimonio.

670
la cual mueren los pacientes varía en proporción directa con la fre­
cuencia relativa con cual los médicos los visitan. Pues muy proba­
blemente puede explicarse esta generalización mostrando que las
frecuencias mencionadas son estadísticamente independientes en
cada una de las subpoblaciones de pacientes, clasificados en función
de la variable antecedente de la gravedad de sus dolencias, ya que la
gravedad de las enfermedades con seguridad está relacionada causal­
mente tanto con la frecuencia de los decesos como con la frecuencia
de las visitas de los médicos.8
Pasemos ahora al segundo tipo principal de análisis de las gene­
ralizaciones estadísticas de la ciencia social empírica.
i

Tipo 2. El tercer término de la fórmula esquemática (1) se anula


de m odo que dxy ~ ^ x y , t ^ x t , t *
Puesto que el tercer término es el producto de dos factores, al
menos uno de ellos debe anularse en este caso; y es obvio que, en
consecuencia, la variable de prueba debe ser estadísticamente inde­
pendiente de una al menos de las variables mencionadas en S. Puede
demostrarse fácilmente, además que uno de los grados de asociación
parcial entre X e Y (es decir, el grado de asociación entre esas varia­
bles en una de las partes estratificadas de la población) debe ser m a­
yor en valor absoluto que el grado de asociación entre ellas en la p o ­
blación no estratificada. Por ende, en los análisis de este tipo la
variable de prueba especifica una subpoblación en la cual la relación
de dependencia entre X e Y se asemeja más a una conexión estricta­
mente universal que la que se observa entre ellas en la población en­
tera. Com o en el caso del primer tipo principal, cabe distinguir dos

8. Por otra parte, aunque pueda demostrarse, así, que S es «espuria» con
ayuda de una variable antecedente dada 7 0, de esto no se desprende que T0 esté
causalmente relacionada con alguna de las variables mencionadas en S, digamos
la variable Y. A pesar de los desacuerdos observados en el capítulo IV acerca de
las condiciones precisas que deben satisfacer dos variables para estar causal­
mente relacionadas, en general se admite que no es suficiente que T0 sea tem­
poralmente anterior a y y esté correlacionada con ésta sólo estadísticamente.
Según una sugerencia que se ha presentado, para dem ostrar que T0 está causal­
mente relacionada con Y, es necesario dem ostrar que, para toda variable ante­
cedente T, los grados de correlación parcial entre T0 e Y no se anulan cuando
se estratifica la población con respecto a T. Véase Paul F. Lazarsfeld, op. cit.,
pág. 125.

671
variantes de este segundo tipo, según que la variable de prueba sea
intermediaria o antecedente. Sin embargo, la diferencia entre estas
form as no tiene mucha importancia. U n ejemplo numérico en el cual
la variable de prueba sea intermediaria bastará para poner en claro
cuáles son las características distintivas de los análisis correspon­
dientes a una u otra variante de este tipo principal.
Supongam os que se emprende un estudio para establecer si hay
alguna conexión entre los ingresos anuales de los hombres de trein­
ta o más años de edad y el ingreso anual de sus padres. C on tal fin, se
clasifica a los hombres de esta edad como acom odados (A) si tienen
un ingreso anual «real» (estimado sobre la base de alguna medida
convenida del poder de compra de la moneda en diferentes tiempos
y lugares) de al menos 25.000 dólares, y com o no acom odados (v4)
en el caso contrario; se clasifica de igual manera a sus padres como
acom odados si el ingreso familiar «real» era_al menos de 25.000 d ó ­
lares al año (i7), y como no acom odados (F ) en el caso contrario.
Supongam os que una muestra de 200 hombres del grupo de edad in­
dicado brinda la información contenida en el cuadro siguiente, man­
teniendo la suposición de los ejemplos anteriores según la cual los
datos bastan para establecer generalizaciones concernientes a las re­
laciones de esas variables en la totalidad de la población.
F F
A 80 30
A 20 70
Puesto que la frecuencia relativa con la cual los hombres son aco­
m odados en la clase de aquellos que tienen padres acom odados es de
0,80, pero en la clase de aquellos cuyos padres no lo son es de sólo
0,30, las dos variables son estadísticamente dependientes.
Sin embargo, puesto que es evidente por los datos que los hijos
de padres acom odados no son todos invariablemente acomodados,
supondremos que se realiza un intento por descubrir si hay o no al­
gún atributo favorable al éxito financiero que caracterice a algunos
de los hijos de tales padres pero no a otros. C on este propósito, se
estratifica la población de hombres de treinta años o más entre los
que tienen estudios universitarios (E ) y los que no los tienen (£ ).
L o s resultados supuestos aparecen en un nuevo cuadro.

672
F F F F
A 50 20 A 30 10
A 10 40 A 10 30

La variable de prueba es evidentemente una variable intermedia­


ria. Es evidente también que hay una dependencia estadística entre A
y F en cada una de las subpoblaciones £ y £ , pero esta dependencia
es mayor en E que en E , pues la frecuencia relativa en E de ser aco­
modado entre quienes tienen padres aco m o d ad o res de 50/60 o
0,83+i pero sólo de 30/40 o 0,75 en la subpoblación E . Además, si in­
vestigamos las dependencias estadísticas entre las variables de prueba
y cada una de las otras dos, obtenemos por simple cálculo, a partir de
los datos anteriores, la información contenida en un tercer cuadro.
E E E E
A 70 40 F 60 40
A 50 40 F 60 40
Concluimos, por lo tanto, que la proporción de hombres acomo­
dados entre los que tienen estudios universitarios es mayor que en­
tre los que no los tienen, pero que F y E son estadísticamente inde­
pendientes.
Este ejemplo ilustra, pues, un análisis del tipo 2, con la variable de
prueba como variable intermediaria. U n ejemplo no numérico de
este tipo principal con una variable de prueba antecedente es el si­
guiente. Supongamos que en la población adulta el índice de suici­
dios entre los casados es menor que entre los solteros, y que pode­
mos clasificar a los adultos entre aquellos cuya infancia fue feliz y
aquellos cuya infancia no lo fue. Supongamos que este último atri­
buto es estadísticamente independiente del estado marital y que se lo
adopta como variable de prueba. Supongamos, finalmente, que en la
subpoblación de adultos que tuvieron una infancia desdichada el ín­
dice de suicidios entre los casados es aún menor que entre los solte­
ros, pera es en ambos casos mayor que el índice correspondiente en
la población no estratificada. Este ejemplo es también del tipo 2,
pero la variable de prueba es una variable antecedente. Am bos ejem­
plos muestran que en los análisis de este tipo, a diferencia de los del
tipo 1, la dependencia de Y con respecto a X que afirma S no sólo se
confirma, sino que su grado hasta aumenta en el grupo más restrin­

673
gido de individuos que satisfacen una cierta condición T, además de
la condición X ; es decir, aumenta en esa subclase especial de indivi­
duos con atributo X que también tienen el atributo T. Por consi­
guiente, un análisis perteneciente a este segundo tipo principal «ex­
plica» una generalización estadística S sólo en el sentido de deducir
S de otras suposiciones estadísticas que afirman, en efecto, que la de­
pendencia de Y con respecto a X formulada por S es válida en medi­
da aún mayor, en circunstancias enunciadas explícitamente, a las que
se especifica «refinando» o detallando la descripción de la condición
X dada en S.
En este libro no podemos examinar con mayores detalles la estruc­
tura de las explicaciones de leyes estadísticas. Sin embargo, las carac­
terizaciones generales de tales explicaciones que nuestro examen ha
tratado de establecer exigiría pocas enmiendas o ninguna si nos exten­
diéramos sobre la cuestión. Sea como fuere, los puntos principales que
han surgido de nuestro examen son los siguientes: las explicaciones de
leyes estadísticas obedecen uniformemente a un patrón deductivo; al
menos una de las premisas de tales explicaciones debe tener forma es­
tadística; y el grado de dependencia estadística supuesta en una, al me­
nos, de las premisas debe ser mayor que el grado de dependencia
enunciado en la generalización para la cual se propone la explicación.

2. E l f u n c io n a l is m o e n l a c ie n c ia s o c ia l

Según el juicio de muchos estudiosos, es más probable que se lo­


gre elaborar una teoría general de los fenómenos sociales dentro del
marco de análisis sistemáticamente «funcional» de los fenómenos
sociales. En realidad, a veces se sostiene que tal teoría ya existe en di­
versas formulaciones actuales de la posición conocida en las ciencias
sociales como «funcionalism o». Sea como fuere, y si bien el funcio­
nalismo ha sido objeto de muchos debates críticos, muchas de sus
ideas ejercen una gran influencia en la ciencia social contemporánea,
particularmente —pero no exclusivamente— en antropología y en
sociología. Por consiguiente, examinaremos una serie de problemas
fundamentales que plantean las interpretaciones funcionales de los
fenómenos sociales.
Bajo denominaciones diversas, la mayoría de las principales ideas
comúnmente asociadas con el funcionalismo tienen un largo pasado,

674
que en algunos casos se remonta hasta la Antigüedad griega. En sus
versiones modernas, sin embargo, el enfoque funcional en las cien­
cias sociales surgió, en parte, como reacción contra el interés de
muchas investigaciones sociales del siglo xix, por cuestiones con­
cernientes a los orígenes de las instituciones sociales y contra las
reconstrucciones — en gran medida especulativas— de su génesis y
su evolución, que eran frecuentemente los productos principales de
esa preocupación. C om o expresan algunos de sus defensores, ade­
más, el funcionalismo representa un intento, a menudo declarado
explícitamente, de explicar los fenómenos sociales de una manera
modelada según el patrón (a diferencia de los conceptos sustantivos)
de las explicaciones funcionales (o «teleológicas») en la fisiología.
Por estas razones, sus defensores frecuentemente contraponen las
explicaciones histórico-causales de los hechos sociales en términos
de sus antecedentes históricos con sus propios análisis funcionales,
prim a facie muy diferentes. En términos más generales, el funciona­
lismo es un punto de vista en las ciencias sociales que, a semejanza
del punto de vista de la biología organicista en su relación con los
enfoques mecanicistas en la ciencia biológica, insiste en el carácter
«autónom o» de estas disciplinas y se opone a las interpretaciones
«reduccionistas» de los hechos sociales en términos de característi­
cas o formas de conducta no humanas.
Sin embargo, no es fácil ofrecer una formulación breve de las te­
sis fundamentales del funcionalismo. Pues si bien sus defensores habi­
tualmente están de acuerdo con respecto a su gran futuro, general­
mente no lo están en lo concerniente a cuáles son los elementos
esenciales de un análisis funcional. Las declaraciones que transcribi­
remos enseguida de dos de sus principales exponentes no son total­
mente representativas de sus muchas variedades. Sin embarga, esas
declaraciones servirán para introducir algunos de los problemas que
plantean ciertas formas del enfoque funcionalista.
En una exposición general del funcionalismo en la antropología,
Malinowski declara que un análisis funcional de la cultura

trata de explicar h echos an trop ológicos, en to d o s lo s niveles de d esarro ­


llo, p o r su función, p o r el papel que desem peñan dentro del sistem a to ­
tal de la cultura, p o r la m anera com o se relacionan entre sí dentro del
sistem a y p o r la m anera com o este sistem a se relaciona con el m edio fí­
sico [...] E l p un to de vista funcional de la cultura insiste, pues, en el p rin ­

675
cipio de que en todo tipo de civilización, todo hábito, todo objeto ma­
terial, toda idea y toda creencia cumpla alguna función vital, tiene algu­
na tarea que realizar, representa una parte indispensable dentro de un
todo en funcionamiento.9

Además, de acuerdo con Malinowski, las principales institucio­


nes de la sociedad corresponden a las necesidades biológicas prim a­
rias de los seres humanos y, al igual que estos últimos, sólo pueden
sobrevivir si se cumplen ciertos conjuntos de condiciones. Por lo
tanto, una explicación funcional de un hecho social debe poner de
relieve el valor de este hecho para la supervivencia, destacando su
función en la realización de esas condiciones y, de este m odo, tam­
bién en la satisfacción de las necesidades primarias de los seres
humanos.10
En una formulación un poco diferente del funcionalismo, Rad-
cliffe-Brown destaca la analogía entre el análisis funcional en la fi­
siología y en la ciencia social:

Si consideramos cualquier aspecto recurrente del proceso vital [de


un organismo], como la respiración, la digestión, etc., su fu nción es la
parte que desempeña en la vida del organismo como un todo, la contri­
bución que hace a ésta. Tal como usamos aquí los términos, una célula o
un órgano tiene una ac tiv id a d y esta actividad tiene una función. Es cier­
to que hablamos comúnmente de la secreción del jugo gástrico como
una «función» del estómago. Tal como usaremos aquí las palabras, dire­
mos que esta es una «actividad» del estómago, cuya «función» es trans­
formar las proteínas de los alimentos de modo que puedan ser absorbi­
das y distribuidas por la sangre a los tejidos. Podemos observar que la
función de un proceso fisiológico recurrente es, así, una corresponden­
cia entre él y las necesidades (es decir, las condiciones necesarias para la
existencia) del organismo. [...]
Para pasar de la vida orgánica a la vida social, si examinamos una co­
munidad como una tribu africana o australiana, podemos discernir la

9. Bronislaw M alinowski, «A nthropology», Encyclopaedia Britannica,


supl. vol. 1, N ueva Y ork y Londres, 1936, págs. 132-133.
10. Bronislaw M alinowski, «The Functional Theory», en A Scientific Theo-
ry o f Culture, Chapel H ill, N . C ., 1944, págs. 147-176; véase también el artícu­
lo de M alinow ski «C ulture», en la Encyclopedia o f the Social Sciences, N ueva
Y ork, 1935, vol. 4.

676
existencia de una estructura social. Los seres humanos, que son las uni­
dades esenciales en este caso, están vinculados por un conjunto definido
de relaciones sociales para constituir un todo integrado. La continui­
dad de la estructura social, como la de una estructura orgánica, no se
destruye por los cambios que se produzcan en las unidades. Los indivi­
duos pueden abandonar la sociedad, por muerte o por alguna otra cau­
sa, y otros pueden entrar en ella. Se mantiene la continuidad de estruc­
tura por el proceso de la vida social, que consiste en las actividades e
interacciones de los seres humanos y de los grupos organizados en los
que éstos se unen. Definimos aquí la vida social de la comunidad como
el funcionamiento de la estructura social. Lafunción de una actividad re­
currente, como el castigo de un delito o una ceremonia funeraria, es la par­
te que desempeña en la vida social como un todo y, por lo tanto, la con­
tribución que hace al mantenimiento de la continuidad estructural.11

Según Radcliffe-Brown, las dos tareas centrales de una ciencia de


la sociedad son descubrir cómo se perpetúan los sistemas sociales
manteniendo la form a de su estructura y cómo los sistemas socia­
les cambian de tipo modificando su form a estructural. En ambos ca­
sos, lá tarea requiere el análisis de las funciones de diversos modos
pautados de conducta o de creencia en relación con el sistema social
total al cual pertenecen.12
Aunque estas formulaciones son similares en algunos aspectos,
hay también importantes diferencias entre ellas; esto sugiere que el
término «funcionalismo» abarca una variedad de concepciones dis­
tintas (aunque, en algunos casos, íntimamente vinculadas entre sí).
D e hecho, aun los funcionalistas declarados, quienes adoptan explí­
citamente como paradigma de las explicaciones de la ciencia social

11. A. R. Radcliffe-Brown, Structure an d Function in Primitive Society,


Londres, 1952, págs. 179-180.
12. A. R. Radcliffe-Brown, A N atu ral Science o f Society, 111., 1957, parte 2.
L a bibliografía sobre el funcionalismo es bastante extensa. Entre muchas otras
declaraciones y análisis de esta posición, son especialmente útiles las siguientes:
Robert K. Merton, Social Theory an d Social Structure, ed. rev., Glencoe, 111.,
1957, cap. 1; Talcott Parsons, Essays in Sociological Theory, Glencoe, 111., 1949,
parte 1, y del m ism o autor Social System, Glencoe, 111., 1951, cap. 2; Raym ond
Firth, «Functionalism », en Year Book o f Anthropology (comp. William L. Tho-
mas), N ueva Y ork, 1955; y G regory Bateson, N aven, 2a ed., Stanford, Calif.,
1958, esp. los caps. 3 y 17.

677
los análisis funcionales de la biología, no conciben el carácter de es­
tos análisis de igual manera y a veces emplean en un mismo examen
nociones diferentes de lo que constituye una explicación funcional.
Por lo tanto, (1) examinaremos primero varios de los sentidos en los
cuales se utiliza comúnmente la expresión «análisis funcional», y (2)
consideraremos luego algunas dificultades conceptuales y de otro
tipo implícitas en los análisis funcionales que se han propuesto de
los procesos sociales.

1. La palabra «función» es muy ambigua, y una lista exhaustiva de


sus muchos significados sería sumamente larga. Sin embargo, mencio­
naremos seis de ellos, porque no siempre se los distingue claramente
en las discusiones acerca del funcionalismo. En primer lugar, se usa co­
rrientemente la palabra para significar relaciones de dependencia o in­
terdependencia entre dos o más factores variables (o «variables»), sean
o no medibles estos factores. Así, si un físico declara que la presión
ejercida sobre las paredes de un recipiente por una mezcla de vapores
de alcohol y de agua es una función de la temperatura y del grado de
concentración de cada vapor, está utilizando la palabra en este sentido,
al igual que el sociólogo que declara que el índice de suicidios en una
comunidad es una función del grado de cohesión social de esta socie­
dad. E s también el sentido de la palabra que se utiliza en la matemáti­
ca pura, donde se define abstractamente el término «función» como
toda relación entre dos clases de elementos tal que, para cada miembro
de una de las clases, hay un miembro unívocamente determinado de la
otra clase.13En sus análisis de los procesos sociales, los funcionalistas a
menudo establecen tales relaciones «funcionales» de dependencia o in­
terdependencia. Pero si el análisis funcional no significa nada más que
esto, no difiere en propósito o en carácter lógico de los análisis que se
emprenden en cualquier otro dominio con el fin de descubrir unifor­
midades en algún tipo de fenómenos; si se concibe de tal modo el «aná­
lisis funcional», el funcionalismo no puede ser considerado como un
enfoque distintivo de la investigación social.
En segundo lugar, a veces se utiliza la palabra para denotar un
conjunto más o menos amplio de procesos u operaciones dentro de

13. P or ejemplo, si y - xz, se dice que y es una función de x, pues para cada
valor de la variable «independiente» «x » hay un valor y sólo uno de la variable
«dependiente» «y».

678
(o manifestados por) una entidad determinada, sin indicación de los
diversos efectos que estas actividades producen sobre esta entidad o
sobre cualquier otra. E s este el sentido en el cual los biólogos hablan
a veces del «funcionamiento del estóm ago», cuando se refieren a las
contracciones musculares, la secreción de ácidos, la absorción de lí­
quidos, etc., que se producen en este órgano. Este es también el sen­
tido de la palabra en el cual Radcliffe-Brown parece usar la expre­
sión «el funcionamiento de la estructura social», cuando la define en
el pasaje citado como «la vida social de la comunidad»; y es en este
sentido en el cual otros antropólogos hablarían del «funcionamien­
to del sistema postal» en nuestra sociedad, si quisieran designar con
esta expresión la clase de actividades diversas, tales com o la venta de
sellos, la recolección de correspondencia o la compra por funciona­
rios postales de sacas para cartas. Sin embargo, los análisis que se
emprenden para descubrir los procesos que se producen en determi­
nados objetos no son distintivos de la investigación social, y no pue­
de suponerse plausiblemente que el «análisis funcional» así entendi­
do constituya una dirección especialmente prom isoria para estudiar
cuestiones humanas.
En tercer término, la palabra es usada comúnmente por los bió­
logos (y por otros, en un sentido análogo) en la expresión «funcio­
nes vitales» para referirse a ciertos tipos generales de procesos orgá­
nicos que se producen en organismos vivos, procesos como la
reproducción, la asimilación y la respiración. Frecuentemente se
considera que estos procesos son efectuados por el organismo «co­
mo un todo» y no por algunas de sus partes, aunque algunos de los
procesos estén íntimamente vinculados con las operaciones de cier­
tas partes especiales del organismo. Además, estas funciones son ca­
racterísticas exclusivas de los entes vivos y habitualmente se dice que
son indispensables para el mantenimiento de la vida de un organis­
mo (o para el mantenimiento de su especie). En consecuencia, puede
considerarse que las funciones vitales constituyen los atributos defi-
nitorios de los organismos vivientes (o, quizá, de algún tipo particu­
lar de organismo viviente), de modo que si un cuerpo orgánico care­
ce de uno de estos atributos no es considerado como un organismo
viviente (o como un organismo viviente de algún tipo determinado).
Por consiguiente, si la respiración, por ejemplo, es tal atributo defi-
nitorio, decir que la respiración es esencial o indispensable para la
supervivencia de un ente vivo es una obvia tautología. C om o vere­

679
mos, esta observación es adecuada para evaluar ciertas afirmacio­
nes de los funcionalistas, entre otros de Malinowski, cuando decla­
ra, en el pasaje citado, que todo objeto cultural «cumple alguna fun­
ción vital».
En cuarto término, se utiliza la palabra para significar un uso ge­
neralmente reconocido de una cosa o un efecto esperado normal­
mente de una acción, como en los enunciados «la función de un ha­
cha es cortar leña» y «la función de esparcir abono en un campo es
fertilizar el suelo». A menudo se supone deliberadamente que las co­
sas o acciones que tienen funciones en este sentido prestan los servicios
o tienen las consecuencias que se les atribuye. Pero esto no sucede
invariablemente y es común decir de las cosas que tienen funciones,
aunque no sean artefactos humanos o cuando han sido producidos
para prestar servicios diferentes de los designados al atribuírseles
ciertas funciones. Así, no es raro hablar de la función de la Estrella
Polar en la determinación de las direcciones cuando se navega de no­
che, y si bien los libros pueden no haber sido destinados a servir de
objetos decorativos, es correcto afirmar que en muchas casas ésta es
su principal función. Este sentido de la palabra no es el único en el
cual la emplea M alinowski en la cita anterior; pero parece ser el sen­
tido que tiene in mente cuando insiste en que, según la concepción
funcionalista, todo objeto cultural tiene alguna tarea que cumplir, o
cuando declara en otra parte que «la función significa siempre la sa­
tisfacción de una necesidad».14 Cuando se usa la palabra «función»
con este significado los análisis funcionales se limitan, en lo funda­
mental, 3. investigaciones relativas a fenómenos asociados con orga­
nismos vivientes, tanto humanos como no humanos. Sin embargo,
en este sentido de la palabra, una «explicación» funcional consiste en
enunciar la utilidad de alguna entidad (o tipo de entidad) para una
cierta clase de seres vivos o las consecuencias de poseer tal utilidad
que habitualmente derivan de algún tipo de acción. Pero una «expli­
cación» de este género consiste en un solo enunciado (en algunos ca­
sos universales, en otros no), que simplemente afirma una conexión
fáctica entre elementos diversos, pero no relaciona explícitamente
este hecho con ningún otro para revelar por qué se produce esta co­
nexión particular. Por consiguiente, en la medida en que la palabra
«funcionalism o» no designa más que una búsqueda de tales «expli­

14. Bronislaw M alinowski, A Scientific Tbeory o f Culture, pág. 159.

680
caciones», no es una teoría de los fenómenos sociales ni un enfoque
teórico distintivo de su estudio.
En quinto lugar, se emplea frecuentemente la palabra «función»
(en un sentido cercano al que acabamos de examinar) para designar
un conjunto más o menos vasto de consecuencias que una cosa o ac­
tividad determinada tiene para «el sistema como un todo» al cual di­
cha cosa o actividad supuestamente pertenece, o para otras cosas per­
tenecientes al sistema. Es este el sentido en el cual se usa la palabra en
enunciados como «una función del hígado es almacenar azúcar en el
cuerpo, pero ésta no es su única función»; «la función histórica de
la doctrina del derecho divino de los reyes fue debilitar el poder de la
nobleza feudal y permitir el desarrollo de estados nacionales fuertes»;
y «la publicación de los resultados de las investigaciones tiene la fun­
ción, no sólo de poner a disposición de todo el mundo esos resulta­
dos, sino también de someterlos a la crítica de la comunidad científi­
ca y de establecer prioridades en los descubrimientos». Según este
significado de la palabra, las funciones de una actividad no deben ser
necesariamente consecuencias intencionales de la actividad, ni de­
ben necesariamente tener alguna utilidad para un ser vivo; las funcio­
nes pueden ser favorables o desfavorables al mantenimiento del siste­
ma (o de alguna parte del sistema) sobre el cual la actividad produce
diversos efectos. Al parecer, los funcionalistas asocian este significado
a la palabra cuando destacan la importancia de reconocer los «múlti­
ples funcionamientos» de diversos elementos sociológicos. Pero, ex­
cepto en lo que respecta al lenguaje usado para describir lo que se
hace, no está muy claro en qué difiere el análisis funcional dirigido a
descubrir los diversos efectos que tienen algunos elementos sociales
sobre otros del análisis de un físico dirigido al propósito de descubrir
las consecuencias que derivan, por ejemplo, de la radiación de energía
del Sol que afecta a la constitución del Sol mismo o de los planetas.
Finalmente, se usa la palabra «función» en el sentido del cual nos
ocupamos en el capítulo X II y que ilustran expresiones tales como
«la función del rechinar de los dientes cuando un ser humano está
expuesto al frío» o «la función del regulador en una máquina esta­
ble». Según este significado del término, la función de un elemento
es la contribución que hace (o que es capaz de hacer en circunstan­
cias apropiadas) al mantenimiento de una característica o condición
determinada de un sistema al cual ese elemento pertenece. Evidente­
mente, éste es el significado que tiene para Radcliffe-Brown en el pa­

681
saje citado y a veces, aunque en m odo alguno siempre, para Mali-
nowski. Q uizás es similar al significado que otros funcionalistas
asocian a la palabra cuando declaran que el funcionalismo es el enfo­
que más prom isorio del estudio de los fenómenos sociales. Sea como
fuere, sólo si se entiende la palabra aproximadamente en este sentido
pueden ser consideradas las explicaciones funcionales de la biología
como paradigmas de las explicaciones funcionales de la investiga­
ción social. Sin embargo, ni siquiera los funcionalistas que se adhie­
ren formalmente a esta interpretación del funcionalismo distinguen
consecuentemente el sentido de «función» que estamos examinando
de otros sentidos. Por ejemplo, entre otras ilustraciones de análisis
funcional citadas por uno de tales funcionalistas figura un estudio
según el cual la actitud hostil que una comunidad manifiesta hacia
los infractores de las leyes posee la «única ventaja» de unir a la co­
munidad en un común sentimiento de agresión. Pero, evidentemen­
te, esta explicación simplemente declara que la actitud hostil tiene
ciertas consecuencias no previstas por quienes manifiestan la hosti­
lidad. Ahora bien, dicho estudio ni siquiera intenta demostrar que
la solidaridad emocional de la comunidad se mantiene a causa de la
presencia de esta actitud o de variantes compensatorias de ella, a pe­
sar de diversos cambios dentro o fuera de la comunidad que pudieran
impedir el mantenimiento o la realización de la solidaridad. Por con­
siguiente, dicho estudio parece establecer, a lo sumo, o bien una re­
lación de dependencia o interdependencia entre dos variables (es de­
cir, una «dependencia funcional» en el primer sentido de la palabra
«función»), o bien la utilidad — especificada por una de las varia­
bles— que posee la otra variable (una «función» en el cuarto sentido
de la palabra), más que la función (en el sexto sentido de la palabra)
de una de las variables en el mantenimiento de un sistema dado en un
estado especificado por la otra variable.

2. A la luz de este examen, el funcionalismo no es una perspecti­


va unitaria y claramente articulada de la investigación social. D ebe­
mos examinar ahora algunos de los importantes problem as con que
se enfrentan los intentos de dar explicaciones funcionales de los pro­
cesos sociales.

a. Y a hemos examinado extensamente en el capítulo X II la es­


tructura de los análisis funcionales (o «teleológicos») en la biología.

682
Por consiguiente, en la medida en que las explicaciones funcionales
de la ciencia social presenten una forma similar a las explicaciones
funcionales de la biología, no necesitamos agregar nada acerca de su
esquema general. Sin embargo, la elaboración de tales explicaciones
para fenómenos sociales exige la solución de serios problemas con­
ceptuales. Pues para lograr tales explicaciones es menester definir
una serie de conceptos en términos de nociones aplicables a los te­
mas de la investigación social que correspondan a las distinciones
formales básicas del esquema de las explicaciones teleológicas. La
cuestión que se discute es si las definiciones propuestas generalmen­
te son satisfactorias.
Se recordará que, según el examen efectuado en el capítulo X II,
dos conceptos básicos empleados en las explicaciones teleológicas
son la noción de sistema 5 y la noción de estado o condición G que se
mantiene en el sistema. En las explicaciones funcionales de la biolo­
gía, los sistemas comúnmente estudiados son organismos individua­
les; y los estados de sistemas considerados incluyen, entre otros, la
supervivencia del organismo (es decir, la condición de ser un orga­
nismo viviente), ciertas actividades características de un órgano, la
temperatura interna del organismo y el estado químico de algún flui­
do interno, como la sangre. Habitualmente, no hay ninguna dificul­
tad en la biología para especificar qué es un organismo individual.
Además, se reconoce generalmente que una serie de actividades de
fácil identificación realizadas por los organismos (a saber, las «fun­
ciones vitales», como la respiración y la asimilación) constituyen los
atributos definitorios de estar vivo; análogamente, es posible esta­
blecer sin muchos inconvenientes definiciones adecuadas de órga­
nos particulares, de sus actividades características y de otros estados
de los organismos que puedan ser temas de investigación. En conse­
cuencia, puesto que es posible especificar claramente en la biología
el sistema S y el estado G, tiene sentido preguntarse, y buscar una
respuesta a través de la investigación experimental, si S se mantiene
en el estado G, y en caso de que así ocurra, mediante qué meca­
nismos.
En estos aspectos, la situación es notoriamente diferente en las
ciencias sociales. L os sistemas examinados con frecuencia por los
funcionalistas son sociedades o comunidades individuales, y los es­
tados de estos sistemas que han sido de particular interés para ellos
incluyen la supervivencia de una sociedad, su estructura social, las

683
pautas de diversas actividades institucionales y los roles (o normas
de conducta social) prescritos o claramente manifestados en upa
sociedad. A l igual que en la biología, a menudo es posible en la in­
vestigación social indicar sin ambigüedad los sistemas que van a ser
investigados, con relativa facilidad para las sociedades primitivas,
aunque con creciente dificultad para las más industrializadas. En
cambio, con respecto a la condición de supervivencia de una socie­
dad, no hay nada en este dominio que sea comparable con las «fun­
ciones vitales» reconocidas generalmente en la biología como atri­
butos definitorios de los organismos vivientes. Las sociedades no
mueren, literalmente, aunque sin duda una sociedad puede desapa­
recer debido a que todos los seres humanos que la componen mue­
ran sin dejar herederos o se dispersen definitivamente. Por ello, no
es fácil establecer un criterio de supervivencia social que sea fructífe­
ro y no puramente arbitrario.
Por ejemplo, si se adoptara como criterio de supervivencia la no
extinción física, de la manera indicada, sólo relativamente pocas so ­
ciedades en la historia de la humanidad lo satisfarían; y puesto que,
según este criterio, la supervivencia sería compatible con cualquier
form a de organización característica de las diversas sociedades que
han aparecido en la historia humana, toda explicación funcional de
la supervivencia social realizada en términos de la organización so ­
cial sería simplemente una tautología vacía. Este resultado se hace
aún más obvio si, de acuerdo con Malinowski, se considera que todo
lo que está presente en algún tipo de civilización cumple una «fun­
ción vital». Pues, dado que según tal estipulación no es posible dis­
tinguir un tipo de civilización de cualquier otra como no sea en tér­
minos de esas funciones vitales, es evidente el carácter lógicamente
trivial de la «tesis» de Malinowski. Por otra parte, un criterio que inclu­
ye aparentemente requisitos más restrictivos que la mera no extin­
ción física se enfrenta con la dificultad de demostrar que las res­
tricciones excluyen realmente de la clase de las sociedades reconoci­
das algunos grupos de hombres que viven juntos, o de justificar las
restricciones para demostrar que no son totalmente arbitrarias. Por
ejemplo, supongam os que el criterio adoptado estipula que, para ser
considerado como una sociedad, un grupo de seres humanos que
vive dentro de los confines de un territorio debe presentar una orga­
nización política. Pero si se usa la expresión «organización política»
tan ampliamente que abarque cualquier forma de control y ordena­

684
miento sociales para la distribución de la autoridad o el poder, todos
los grupos de hombres que viven juntos satisfacen este requisito casi
como cuestión de definición; y puesto que la permanencia de una so ­
ciedad definida de este m odo es compatible con cualquier form a de
organización política, los enunciados concernientes a la organiza­
ción política como requisito indispensable para la supervivencia ge­
neral son, nuevamente, nada más que perogrulladas. Pero si se em­
plea la expresión «organización política» menos ampliamente, para
indicar ciertas formas especiales en las cuales se manifiestan relacio­
nes de poder, hay pueblos primitivos que, a juicio de algunos antro­
pólogos, no poseen organización política, en este sentido más estre­
cho; y no se ve con claridad cómo puede justificarse la exclusión de
estos pueblos de la clase de las sociedades, excepto como resultado
de una decisión arbitraria.
Análogas dificultades surgen en conexión con muchos otros es­
tados que, según tratan de demostrar los funcionalistas, se mantienen
en los sistemas sociales. Consideraremos solamente la noción de es­
tructura social. C om o dijimos antes, Radcliffe-Brown creía que una
tarea importante de la ciencia social es descubrir cómo conservan su
forma «estructural» los sistemas sociales. Según él, la estructura so ­
cial de un sistema dado «consiste en la suma total de todas las rela­
ciones sociales de todos los individuos en un momento dado», donde
por «sistema social» entendía todo agregado de seres humanos con­
ceptualmente aislados del resto del universo y que adecúan sus inte­
reses unos a otros, y por «relación social» toda conducta de los hom­
bres que implique tal adecuación; además, la form a estructural de un
sistema consiste en los diversos «tipos» de relaciones sociales que se
manifiestan en una estructura social concreta. E s ella la que «sigue
siendo la misma» en una estructura social, aunque puedan participar
en esas relaciones diferentes individuos.15
Sin embargo, la form a estructural definida de tal m odo no pue­
de llegar a ser objeto de estudio empírico., a menos que se diga mu­
cho más acerca de lo que debe entenderse por un «tipo de relación
social» o por «seguir siendo la misma». Pues si no se establecen res­
tricciones sobre el significado de «tipo», la cuestión de si un sistema
social conserva o no su form a estructural no es una cuestión de ca­

15. A. R. Radcliffe-Brown, A N atu ral Science o f Society, págs. 43, 55 y 84,


y Structure and Function in Primitive Society, pág. 192.

685
rácter fdetico, que puede ser dirimida mediante la investigación em­
pírica. Por el contrario, esta cuestión puede ser resuelta por un aná­
lisis puramente lógico, ya que es demostrable que toda sociedad
debe poseer necesariamente algún esquema de relaciones sociales
invariante bajo cualquier clase dada de cambios en esta sociedad. Se
sostuvo en el capítulo X que la noción de desorden absoluto es
contradictoria, porque todo estado de cosas concebible presenta a l­
gún orden, aunque sea com plejo y extraño, y que sólo puede de­
cirse de una situación que es «desordenada» en el sentido relativo
de que no ilustra una clase particular de esquemas. Pero la noción de
cambio completo en la form a estructural de una sociedad es igual­
mente incoherente. Pues aunque un tipo de relación social de «la
suma total de todas las relaciones sociales» pueda modificarse to ­
talmente, algún otro tipo de relación social debe permanecer inalte­
rado, aunque pueda suceder que este último tipo carezca de todo
interés para nosotros normalmente. En resumen, puede decirse que
un sistema social cambia de form a estructural sólo en el sentido re­
lativo de una alteración en algunos tipos particulares de relaciones
sociales.
U n ejemplo simple nos ayudará a fijar ideas. Supongamos que en
una sociedad determinada se reemplaza la propiedad privada de to­
das las industrias por la propiedad pública en un cierto año, de m odo
que pueda decirse que la sociedad ha cambiado de form a estructural.
Sin embargo, aparte de otras relaciones sociales que puedan no ser
afectadas por este cambio (como las relaciones sociales en las cuales
la mayoría de los miembros de la sociedad se encuentran con aque­
llos que dirigen realmente las operaciones industriales, relaciones
que pueden ser las mismas antes y después del cambio), el enuncia­
do mismo del ejemplo nos obliga a concluir que en esta sociedad los
hombres continuarán dedicándose a la actividad industrial, a pesar
del cambio indicado. En consecuencia, debe haber al menos un tipo
de relación social que no se altere, y es concebible que en ciertas in­
vestigaciones sociales esta invariancia sea lo fundamental, de m odo
que para el propósito de tales investigaciones el cambio puede no ser
clasificado com o un cambio en la form a estructural de la sociedad.
Vale la pena destacar de paso, además, que no siempre estamos en con­
diciones de afirmar si algunos de los cambios sociales que se produ­
cen realmente en nuestra sociedad deben ser considerados como
cambios en su form a estructural. ¿Se producen tales cambios, por

686
ejemplo, cuando se introducen nuevos impuestos sobre las ventas,
cuando se aumentan las tasas de impuestos a las rentas o cuando se
usan los fondos públicos para dar comida a los niños en las escuelas
privadas? Es evidente que la respuesta a cualquiera de tales interro­
gantes dependerá de los objetivos específicos de la investigación en la
cual surja tal cuestión, y en particular del grado de refinamiento para
clasificar tipos de relaciones sociales que esos objetivos requieran.
Se desprende de lo anterior que las explicaciones propuestas ten­
dientes a poner de manifiesto las funciones de diversos elementos de
un sistema social en el mantenimiento o en la modificación del siste­
ma no tienen ningún contenido sustantivo, a menos que el estado
que presuntamente se mantiene o se modifica sea formulado con ma­
yor precisión que de costumbre. Se desprende también que las afir­
maciones ocasionales de los funcionalistas (presentadas en form a de
«axiomas» o de hipótesis que deben ser investigadas) concernientes
al carácter «integral» o a la «unidad funcional» de los sistemas socia­
les producido por el «funcionamiento conjunto» de sus partes con
un «grado suficiente de armonía» y «coherencia interna», o concer­
nientes a la «función vital» y la «parte indispensable» que todo ele­
mento de una sociedad desempeña en el «todo en funcionamiento»,
no pueden ser propiamente juzgadas correctas, dudosas o siquiera
equivocadas. Pues, en ausencia de descripciones precisas para iden­
tificar sin ambigüedad los estados que presuntamente se mantienen
en un sistema social, esas afirmaciones no pueden ser sometidas a
control empírico, ya que son compatibles con toda situación conce­
bible y con todo resultado posible de las investigaciones empíricas
sobre sociedades concretas.
La dificultad que hemos examinado, y en particular la observa­
ción que acabamos de hacer, a menudo es pasada por alto o insufi­
cientemente destacada aun por estudiosos atentos del funcionalismo
que han contribuido mucho a su clarificación y desarrollo. Algunos
de ellos, por ejemplo, aunque experimentan una simpatía básica
hacia el enfoque funcional, han criticado las afirmaciones mencionadas
en el párrafo anterior por considerarlas de dudosa base empírica y
por ser, en el mejor de los casos, hipótesis que es menester explorar,
más que postulados esenciales del funcionalismo. Sin embargo, han
prestado poca atención al problema del que nos hemos ocupado,
aunque se trata de un problema que debe ser resuelto antes de que se
puedan plantear con sentido cuestiones concernientes a los méritos

687
reales de tan ambiciosas afirmaciones.16 Talcott Parsons no ha hecho
avanzar de manera sensible la solución de este problema en su inten­
to por construir un vasto armazón conceptual para lo que él llama
una teoría social «estructural-funcional». Las limitaciones de espa­
cio nos impiden realizar un examen del arquitectónico sistema de
distinciones de Parsons, y sólo podem os hacer una breve mención
de su explicación de los «requisitos funcionales» de un sistema social
que presente un «orden persistente» o que sufra «un proceso orde­
nado de cambio evolutivo». U no de los requisitos «más generales»
que cita es que un sistema social no puede ser «radicalmente incom­
patible con las condiciones de funcionamiento de sus actores indi­
viduales componentes, como organismos biológicos y como perso­
nalidades» (es decir, como motivados en sus conductas), «o de la
integración relativamente estable de un sistema cultural» (es decir,
él sistema «sim bólico» de lenguaje y otros artificios que expresan
ideas, creencias, normas, valores, etc-, y que sirven como medios de
comunicación). O tro requisito semejante es que un sistema social
debe tener «una proporción suficiente de sus actores componentes
adecuadamente motivados para actuar de acuerdo con los requisitos
de su sistema de roles» (es decir, los diversos tipos de participación
de los actores en procesos de interacción con otros actores, procesos
considerados desde la perspectiva de su significación funcional para
el sistema social). Excepto en el caso raro y trivial de la extinción fí­
sica de un sistema social debido a la muerte de todos sus miembros,
sería ciertamente difícil establecer si un sistema dado satisface o no
requisitos form ulados en términos tan vagos e indefinidos. Esta di­
ficultad no disminuye con la ulterior indefinición que introduce
Parsons cuando agrega que, «en el estado actual del conocimiento,
no es posible definir con precisión cuáles son las necesidades míni­
mas de los actores individuales», y que «no son las necesidades de
todos los actores participantes las que deben satisfacerse, ni todas las
necesidades de uno cualquiera de ellos, sino solamente una propor­
ción suficiente para una parte suficiente de la población».17

16. Véanse Robert K. M erton, Social Theory an d Social Structure, págs. 25-
37, y Kingsley D avis, «The M yth o f Functional A nalysis», American Sociologi-
cal Review , vol. 24,1959, pág. 763.
17. Talcott Parsons, The Social System, págs. 26-28.

688
b. Las explicaciones funcionales (o teleológicas) que se proponen
revelar las contribuciones de algunos elementos al mantenimiento
de una sociedad como un todo se enfrentan, pues, con una dificultad
resuelta de manera aún incompleta. Sin embargo, los funcionalistas
no se han ocupado exclusivamente de elaborar explicaciones de este
ambicioso género. H an tenido el mayor éxito en la elaboración de
explicaciones de este tipo general para el mantenimiento de algún es­
tado de un sistema mucho menos vasto que una sociedad total (por
ejemplo, un clan tribal el sistema de relaciones conocido como la fa­
milia, tal como aparece en ciertas comunidades humanas o una orga­
nización profesional o política de la sociedad moderna) o simple­
mente en mostrar los usos y consecuencias (o «funciones», en los
sentidos cuarto y quinto de esta palabra que hemos distinguido)
análogos o diferentes que tienen diversas formas pautadas de con­
ducta en ciertas sociedades (por ejemplo, la función del castigo o de
ciertas formas de actividad ritual). El problema de especificar sin
ambigüedad los estados supuestamente mantenidos en grupos rela­
tivamente pequeños es, naturalmente, mucho más fácil de abordar
que en una sociedad total, y a menudo se lo puede resolver bastante
bien. Sin embargo, hay otras dificultades que se yerguen frente a las
explicaciones teleológicas más modestas y a las más ambiciosas; re­
cordaremos brevemente algunas de ellas.
Com o lo sugiere el esquema formal de explicación funcional de­
sarrollado en el capítulo X II, una vez que se especifican adecuada­
mente un sistema S y el estado G que presuntamente se mantiene en
él, la tarea del funcionalista es identificar un conjunto de variables de
estado cuya acción mantiene a S en el estado G , y descubrir cómo es­
tas variables están relacionadas entre sí y con otras variables del sis­
tema o de su ambiente. Sin embargo, en la conducción real de la in­
vestigación social habitualmente se invierte este orden: primero se
identifica alguna variable (por ejemplo, un ritual religioso), y luego
se orienta la investigación hacia la búsqueda de sus funciones (quizás
sólo en los sentidos cuarto y quinto de la palabra) y a determinar si
de hecho contribuye al mantenimiento de algún estado G (por ejem­
plo, la solidaridad emocional) del que se sospecha que es bastante es­
table. Por ello, es muy fácil pasar por alto el requisito de que el sis­
tema S y el estado G de los cuales trata presumiblemente el análisis
deben ser cuidadosamente delimitados y, en consecuencia, omitir la
mención explícita, en la explicación teleológica finalmente propues­

689
ta, del sistema específico dentro del cual la variable mantiene presun­
tamente un estado específico. También es fácil olvidar que, aun cuan­
do la variable tenga la función que se le atribuye de mantener G en S
(por ejemplo, la realización de un ritual religioso con la función de
mantener el estado de solidaridad emocional de cada tribu primitiva
en la cual aparece el ritual), puede no tener este papel en algún otro
sistema S (por ejemplo, en una confederación de tribus, donde el ri­
tual puede ser un factor de división) al cual puede pertenecer también
la variable; o que puede no tener la función de mantener en el mismo
sistema S algún otro estado G ’ (por ejemplo, un adecuado suministro
de alimentos), con respecto al cual puede ser disfuncional, obstru­
yendo el mantenimiento de G ’ en S.
Sea como fuere, es difícil sobrestimar la importancia para las cien­
cias sociales de reconocer que la atribución de una función teleológica
a una variable dada debe ser siempre relativa a algún estado particu­
lar en algún sistema particular, y que, si bien una forma determinada
de conducta puede ser funcional para ciertos atributos sociales, tam­
bién puede ser disfuncional (o no funcional, en el sentido de ser cau­
salmente ajena) para muchos otros. El no reconocer este punto, por
obvio que sea cuando se lo enuncia formalmente, es sin duda, una
fuente importante de la confusión bastante frecuente de cuestiones
de hecho con cuestiones de conveniencia en lo concerniente a políti­
ca social, así como de la frecuente acusación de que un enfoque fun­
cional en las ciencias sociales está necesariamente comprometido con
los valores implicados en el statu quo social. Pero si se tiene en cuen­
ta este punto, aunque haya funcionalistas individualmente com pro­
metidos de este modo, será evidente que la acusación de que tal com­
prom iso es inherente al funcionalismo carece de base.18

18. L a afirmación, relacionada con ésta, según la cual el funcionalismo está ne­
cesariamente restringido al estudio del equilibrio social y de las condiciones que
mantienen a un sistema en determinado estado, y según la cual el análisis funcional
se vincula intrínsecamente con la «estática social» y no con la «dinámica social», es
igualmente infundada, a pesar del hecho innegable de que muchos funcionalistas
han prestado poca atención a los factores que producen desequilibrios y cambios
estructurales en los sistemas sociales. Para un análisis de este problema y de otros
problemas relacionados con el mismo, véase Robert K. Merton, op. dt., y también
el intento por formular un análisis de Merton dentro del armazón del esquema
formal de las explicaciones teleológicas en Ernest N agel, «A Formalization of
Functionalism», Logic Without Metaphysics, Glencoe, 111., 1956, pág. 247-83.

690
También es fundamental, a este respecto, distinguir entre la fun­
ción o tipo de actividad que tiene una variable particular en un siste­
ma y la variable que tiene tal función. Así, una de las funciones de la
glándula tiroides en el cuerpo humano es ayudar a mantener la tem­
peratura interna del organismo. Pero ésta es también una de las fun­
ciones de la glándula suprarrenal, de modo que, a este respecto, hay
al menos dos órganos del cuerpo que desempeñan (o pueden desem­
peñar) una función similar. Por consiguiente, aunque el manteni­
miento de una temperatura interna estable puede ser indispensable
para la supervivencia de los organismos humanos, sería una confu­
sión obvia concluir, del hecho de que la glándula tiroides contribu­
ye a tal mantenimiento, que es indispensable para la conservación de
la vida humana. En realidad, hay seres humanos que no tienen glán­
dula tiroides, como consecuencia de una intervención quirúrgica, no
obstante lo cual siguen vivos. Es necesario igual observación dentro
del contexto de la investigación social. Supongamos que una de las
funciones de una organización eclesiástica en una sociedad determi­
nada es fomentar los sentimientos y las actividades religiosas. Pero
esta función también puede ser desempeñada por otros grupos insti­
tucionalizados de esta sociedad, por ejemplo, por familias o por las
escuelas. Además, aun cuando estas organizaciones no desempeñen
realmente esta función en un momento dado, pueden asumirla en al­
gún momento posterior en circunstancias apropiadas. En conse­
cuencia, aunque estuviera fuera de discusión que las actitudes y acti­
vidades religiosas son esenciales para el bienestar de las sociedades
humanas, de ello no se desprendería que las organizaciones religio­
sas sean indispensables para lograr ese bienestar.
La conclusión anterior no ha sido consecuentemente admitida
por los funcionalistas. Por ejemplo, Malinowski sostenía que, dado
que la función del mito es reforzar la tradición atribuyéndole un ori­
gen sobrenatural, «el mito es, por lo tanto, un componente indis­
pensable de toda cultura».19 Pero aun admitiendo, aunque sólo sea
para los fines de la argumentación, el papel que Malinowski le atri­
buye al mito en el fortalecimiento de las tradiciones y su afirmación
tácita del carácter indispensable de la tradición en todas las socieda­
des para la conservación de sus culturas, su conclusión es un non se-

19. Bronislaw Malinowski, Magic, Science and Religión, N ueva York,


1948, pág. 146.

691
quitur. En efecto, él transfiere sin fundamento el carácter reconoci­
damente indispensable de la tradición a un medio o instrumento p ar­
ticular > que puede emplearse en ciertas sociedades para apuntalar la
tradición.
En verdad, en el estudio de la conducta social es más difícil, en
general, establecer el carácter indispensable de algún mecanismo ins­
titucional particular para cumplir una función determinada (o un
tipo de actividad determinado) que establecer el carácter indispensa­
ble de una función para mantener un estado específico. Así, para de­
m ostrar que determinada form a de conducta social es esencial para
la conservación de un cierto estado en un sistema —-por ejemplo,
para demostrar que el castigo por la sociedad de quienes violan nor­
mas de conducta aceptadas es indispensable para el mantenimiento
de una conducta pública razonablemente ordenada— es necesario
hallar una serie de sociedades en las cuales, por ejemplo, la gravedad
del castigo y la seguridad con la cual se lo inflige a los transgresores
varíen, para establecer si hay alguna correlación significativa entre
estas diferencias y las variaciones en la conducta descarriada en di­
chas sociedades. Sin duda, los datos disponibles concernientes a esas
cuestiones a menudo son insuficientes para sustentar conclusiones
dignas de confianza, y hasta puede haber una carencia total de datos
apropiados para determinar si el presunto carácter indispensable de
una función es tan general que las sociedades no difieren con respec­
to a sus manifestaciones. N o obstante esto, frecuentemente es posi­
ble llegar a algunas conclusiones no totalmente infundadas acerca de
estas cuestiones i Por otra parte, para demostrar que determinado
tipo de función social sólo puede ser desempeñado por una organi­
zación social particular (por ejemplo, para demostrar que las universi­
dades con subsidios privados son indispensables para el manteni­
miento de una investigación científica no regimentada), sería necesario
demostrar no sólo que ninguna otra organización desempeña esa
función, sino también que ninguna otra organización (existente o
concebible) podría desempeñar dicha función. Sin embargo, conside­
rando las diversas funciones que las mismas organizaciones u otras si­
milares han desempeñado en el pasado y considerando también la
capacidad humana para crear nuevas formas institucionales, esa tarea
es casi imposible de realizar.
A este respecto, la situación imperante en la investigación bioló­
gica es netamente diferente. Pues si bien un órgano de un ser vivo

692
puede, a veces, asumir una función normalmente ejercida en él por
un órgano diferente, y si bien, a veces, mecanismos muy diferentes en
organismos diferentes desempeñan la misma función vital, tales me­
canismos alternativos para el desempeño de la misma función o de
funciones similares no son tan abundantes en la biología como pare­
cen serlo en las ciencias sociales. N o es habitual hallar que en una
clase de hombres los pulmones son los órganos de la respiración y el
estómago el órgano de la digestión, mientras que en otra clase de se­
res humanos estos órganos han intercambiado sus funciones comu­
nes. Pero en el estudio de las sociedades humanas constituye una
realidad corriente algo que no difiere mucho de esta fantasía.
C om o consecuencia de esta y de otras conclusiones que han sur­
gido en el examen del funcionalismo en la ciencia social, el valor
cognoscitivo de las explicaciones funcionales modeladas según las
explicaciones teleológicas de la fisiología es, pues, en lo fundamen­
tal, muy dudoso.20 Ciertamente, las explicaciones funcionales menos
discutibles y más aclaradoras que se han propuesto hasta ahora son
las que analizan las funciones de formas de conducta social en los
sentidos cuarto o quinto de la palabra «función» señalados antes;
son las numerosas explicaciones que ponen de manifiesto relaciones
de interdependencia entre pautas de conducta estandarizada en las
sociedades primitivas, entre instituciones económicas e instituciones
jurídicas, entre los ideales religiosos, sociales y económicos, entre el
estilo arquitectónico, la norma social y la doctrina filosófica, entre la
estratificación social y el tipo de personalidad, y muchas otras. Sin
embargo, aunque estos análisis funcionales son aclaradores y valio­
sos, no pueden ser considerados como ilustraciones de un enfoque
teórico exclusivo del estudio de cuestiones humanas.

20. D e todos m odos, las explicaciones no son acabadamente teleológicas,


en el sentido enunciado en el capítulo X II. Para que lo fueran sería necesario de­
m ostrar que las variables (por ejemplo, la ejecución de rituales religiosos y el
cumplimiento de deberes militares) que mantienen un sistema en un estado de­
terminado son variables de estado; esto es, una de las condiciones que las varia­
bles deben satisfacer es la de ser independientes entre sí, en el sentido de que la
realización de rituales religiosos en un momento dado no depende de que se
cumplan los deberes militares en ese momento, y recíprocamente. D e hecho, es
discutible que alguna de las explicaciones funcionales propuestas en las ciencias
sociales satisfagan este requisito.

693
3. E l in d iv id u a l is m o m e t o d o l ó g ic o y l a c ie n c ia s o c ia l
IN TE R PR E T A TIV A

Aun una inspección rápida de las generalizaciones y explicacio­


nes de las ciencias sociales revela muchas diferencias entre las carac­
terísticas formales y entre los contenidos de los diversos conceptos
utilizados por esas disciplinas. L o s términos que aparecen en los
enunciados de estas ciencias, por lo tanto, pueden ser clasificados de
varias maneras alternativas. Pero hay una manera habitual de clasifi­
carlos que requiere mención explícita, pues la distinción sobre la
cual reposa esta clasificación constituye también el punto central de
un largo debate entre los científicos sociales acerca de una difundida
tesis según la cual las explicaciones satisfactorias de los fenómenos
sociales deben poseer una característica exclusiva de esas explicacio­
nes. Esta tesis requiere al menos un breve examen.
Si nos limitamos a las nociones descriptivas de los seres humanos
y de sus conductas, se distinguen comúnmente dos clases de térmi­
nos utilizados en la investigación social. Aunque la distinción no es
tajante ni carece de dificultades, por el momento ignoraremos esto.
L a primera clase sólo contiene términos que se refieren a los seres
humanos individuales o a atributos de tales individuos; son términos
tales com o «el presidente actual de Estados U nidos», «am bicioso»,
«tolerante en cuestiones religiosas», «ausente del trabajo», o «estu­
diante de medicina». La segunda clase sólo contiene términos que
designan grupos de seres humanos, atributos característicos de tales
grupos colectivamente o form as de organización y de actividad m a­
nifestadas por esos grupos; son términos tales como «los candidatos a
la última convención presidencial de los demócratas», «Ilustración
francesa», «corporación», «histeria colectiva» o «grado de cohesión
social». Para facilitar la exposición llamemos a los términos de la pri­
mera clase «términos individuales» y a los de la segunda «términos
colectivos». Am bas clases de términos se utilizan libremente en la
investigación social. Sin embargo, (1) muchos términos colectivos
son una fuente común de desconcierto cuando se plantean cuestio­
nes concernientes a qué es lo que designan (es decir, cuáles son sus
«extensiones») — si es que designan algo— y a si los términos colec­
tivos son «definibles», en general, mediante términos individuales;
com o consecuencia de esto, (2) los científicos sociales continúan di­
vididos en lo que respecta a cómo explicar fenómenos sociales for­

694
mulados mediante términos colectivos. Examinaremos algunos as­
pectos de estos dos problemas relacionados entre sí.

1. Normalmente no se presentan dificultades conceptuales para


especificar lo que muchos denominan términos colectivos. Por ejem­
plo, se entiende que la expresión «los candidatos a la última conven­
ción presidencial de los demócratas» designa una clase fácilmente
identificable de seres humanos; y la mayoría de las personas conside­
rarían obviamente absurdo postular como extensión de esa expresión
alguna «entidad» distinta de esos seres humanos. Por consiguiente, se
consideraría comúnmente que un enunciado como «la última con­
vención presidencial de los demócratas eligió su candidato con ánimo
esperanzado» afirma, aproximadamente, que cada candidato a la con­
vención (o cada individuo de una subclase muy grande de los delega­
dos) manifestó de alguna manera una actitud esperanzada en una
cierta ocasión; y pocos se sentirían tentados a interpretar el enuncia­
do en el sentido de que algún ser sobrehumano, capaz de ejercer una
acción causal, consideró con esperanza el resultado de una elección.
Pero el acuerdo y la claridad son menos generales en lo concer­
niente a la extensión de términos colectivos tales como «Ilustración
francesa» o «corporación». Nadie pone en duda, por supuesto, que
seres humanos individuales son «partes», en algún sentido de la pa­
labra, de lo designado por estas expresiones y otras similares. Pero
no es posible enumerar exhaustivamente los individuos que consti­
tuyen esas «partes» ni decir con precisión cuántos de tales indivi­
duos hay. Tam poco podem os enunciar con mucha precisión las ac­
ciones realizadas por los individuos que pueden ser enumerados, las
creencias filosóficas abrazadas por individuos que pueden ser consi­
derados como «partes», o las relaciones distintivas que han impera­
do entre seres humanos y entre éstos y otras cosas para ser conside­
rados como tales. En resumen, aunque la expresión «Ilustración
francesa» es innegablemente útil, es también una expresión suma­
mente vaga y su extensión no puede ser articulada con ilimitado de­
talle. Esta incapacidad para «deletrear» completamente y con pre­
cisión la extensión de la expresión aludida es, quizás, una de las
razones que han llevado a algunos estudiosos a concebir la Ilustra­
ción francesa com o una especie de «todo unitario» y a dotar a este
«ente superorgánico» de poderes para dirigir el curso de las acciones
humanas individuales.

695
Pero sea com o fuere, esta transformación hipostática de un siste­
ma complejo de relaciones entre seres humanos en una entidad inde­
pendiente capaz de ejercer una influencia causal es análoga a las doc­
trinas vitalistas de la biología y es un tema repetido en la historia del
pensamiento social. Así, los teóricos políticos han sostenido que un
pueblo posee una «voluntad general» distinta de las voluntades de
sus miembros individuales y de la cual éstos hasta pueden no tener
conciencia; los psicólogos han postulado «mentes colectivas» para
explicar diferencias étnicas y raciales; los sociólogos han atribuido
una «psique» a las multitudes para explicar la histeria de masas; los
jueces y abogados han sostenido que las corporaciones son «perso­
nas», no sólo en el sentido jurídico de ser organizaciones que pue­
den ser demandadas y pueden iniciar juicios en cortes legales, sino
en el sentido de ser entidades sustanciales distintas pero compara­
bles con los seres humanos que constituyen esas organizaciones, con
su propia personalidad, lugares de residencia, capacidades de movi­
miento y derechos intrínsecos independientes de todas las disposi­
ciones legales; y como indicaremos más detalladamente en el capítu­
lo siguiente, los historiadores han negado la eficacia del esfuerzo
humano individual para alterar el curso de los acontecimientos por
el poder abrumador que atribuyen a «fuerzas» supuestamente autó­
nomas que determinan la dirección de los cambios históricos. Estas
interpretaciones hipostáticas de lo denotado por términos colectivos
frecuentemente han llegado hasta constituir construcciones intelec­
tuales y responsables, y han servido como instrumentos para justifi­
car iniquidades sociales. Sin embargo, es imposible, en general, eva­
luar su validez, pues suelen estar formuladas con demasiada oscuridad
para permitir una determinación no ambigua de lo que se desprende
de ellas, si es que algo se desprende. En todo caso, com o las afirma­
ciones vitalistas en la biología, tales interpretaciones hipostáticas
han resultado inútiles como guías de la investigación y estériles
como premisas de explicaciones. Su introducción en la ciencia social
es, pues, enteramente gratuita, pues la suposición metodológica de
que todos los términos colectivos designan grupos de individuos
humanos o pautas de conducta humana conduce a una manera más
fructífera de identificar las extensiones de tales términos que la des­
concertante hipóstasis de misteriosos superindividuos.
Sin embargo, de esta suposición metodológica no se deduce ne­
cesariamente que todos los términos colectivos sean explícitamente

696
definibles en términos individuales exclusivamente, «en principio»
ya que no en la práctica concreta. Pues, en primer lugar, la suposi­
ción de que los términos colectivos son traducibles de este m odo es
obviamente indeterminada, a menos que se delimite con precisión la
clase de términos individuales. Pero, como ya hemos observado, la
distinción entre términos colectivos e individuales no es estricta y no
hay razones decisivas para ubicar algunos términos en una categoría
y no en la otra. Así, para ilustrar una variante de esta dificultad, la
expresión «respetuoso de la ley» es un atributo que un ser humano
puede poseer debido a su actitud con relación a normas de conducta
adoptadas e impuestas de ciertas maneras por una comunidad orga­
nizada. Por consiguiente, el término puede ser considerado indivi­
dual, ya que es predicado de seres humanos individuales; sin embar­
go, también se lo puede considerar como un término colectivo,
sobre la base de que supone una referencia a formas de actividad que
caracterizan a la conducta de grupos de individuos. N o obstante no
hay principios firmes para decidir entre estas alternativas, ni hay
muchas perspectivas de que lleguen a elaborarse tales reglas. Pero si
la suposición de que todos los términos colectivos son definibles de
la manera indicada es indeterminada, la afirmación de que esta supo­
sición se deduce necesariamente del anterior supuesto metodológico
es igualmente indecidible.
Dejem os de lado esta dificultad para dirigir nuestra atención a
una segunda. Tuvimos ocasión de sugerir que la notoria vaguedad de
muchos términos colectivos no impide necesariamente que tengan
importantes aplicaciones. Sin embargo, su vaguedad puede ser un
obstáculo insuperable para traducirlos a formulaciones que sólo uti­
licen términos individuales. C om o reveló nuestro breve examen de
la expresión «Ilustración francesa», es característico del uso de mu­
chos términos colectivos el que la mayoría de los detalles de sus
extensiones no pueda ser especificada, y ciertas partes de estas ex­
tensiones sólo pueden ser descritas con ayuda de otros términos co­
lectivos. Para citar otro ejemplo, cuando caracterizamos a una na­
ción como «guerrera», podem os enunciar de una manera general
algunas de las actividades organizadas de varios grupos de indivi­
duos de esta nación en virtud de los cuales atribuimos a ésta un ca­
rácter guerrero, por ejemplo, grandes gastos militares y programas
de adiestramiento militar, posiciones políticas y sociales influyentes
en manos de los militares, una conducción de las relaciones exterio­

697
res en la que se oye «arrastrar el sable», etc.; pero no podem os tra­
ducir los significados de estas atribuciones esencialmente colectivas
por medio de términos exclusivamente individuales. Por lo tanto, no
es evidente cóm o se debe proceder para dar definiciones explícitas
del tipo requerido de términos colectivos que posean la característi­
ca indicada.
Pero aun si se eluden ambas dificultades, en particular si se p o s­
tula una distinción precisa entre términos colectivos y términos in­
dividuales, cabe destacar una observación final. N o hay ninguna in­
compatibilidad form al entre la anterior suposición metodológica y
la posibilidad de que aparezcan tanto términos colectivos como in­
dividuales entre los términos primitivos (o indefinidos) que puedan
ser necesarios para definir explícitamente otros términos colectivos.
Sólo existiría incompatibilidad si fuera imposible comprender el sig­
nificado de algún término colectivo y aprender a aplicarlo como no
sea mediante los significados de términos individuales. Algunos auto­
res, en efecto, han afirmado tal imposibilidad. Se ha argüido, por
ejemplo, que, a diferencia de las ciencias naturales, las ciencias socia­
les nunca pueden observar directamente «entidades colectivas» o sus
atributos; pues en estas últimas disciplinas los datos importantes di­
rectamente accesibles para nosotros son las actitudes y creencias de
los individuos, a partir de las cuales se componen eventualmente las
diversas «totalidades» de la investigación social. Más específicamen­
te, se dice que las ciencias naturales inician sus investigaciones con
observaciones directas de totalidades complejas, como rocas, relám­
pagos o plantas; luego proceden a «explicar» estas totalidades ana­
lizándolas en función de relaciones entre los individuos definidos
teóricamente pero inferidos, tales como los átomos o los electrones,
que constituyen esas totalidades. En contraste con ésto, el presunto
punto de partida de las ciencias sociales es la observación de la con­
ducta humana individual; y los diversos términos colectivos utiliza­
dos en estas disciplinas (por ejemplo, «sociedad», «sistema económi­
co» o «política imperialista») son, pues, construcciones teóricas
definidas exclusivamente con ayuda de términos individuales.21
Pero este argumento no sólo es equivocado en su afirmación de
que las «entidades colectivas» de las ciencias naturales tienen un es­

21. F. A. H ayek, The Counter-Revolution o f Science, Glencoe, 111., 1952,


cap. 4.

698
tatus observacional radicalmente diferente del que tienen en las cien­
cias sociales, sino que tampoco logra demostrar la afirmación de que
los significados de términos colectivos en las ciencias sociales sólo
pueden ser obtenidos a través de los significados de términos indi­
viduales. Así, la astronomía es una reconocida excepción de la tesis
según la cual en las ciencias naturales la investigación procede de la
observación de «totalidades» a su explicación en términos de los
componentes individuales a los que se llega mediante el análisis de
esas «totalidades». El sistema solar, por ejemplo, no es un dato ob­
servacional, y nuestra concepción de este sistema es una construc­
ción teórica basada en observaciones de constituyentes individuales
del sistema. Pero la astronomía no es la única excepción a este res­
pecto, pues las galaxias estudiadas en astrofísica; el campo magnéti­
co de la Tierra estudiado con la ayuda de la teoría electromagnética;
la envoltura atmosférica de la tierra investigada con ayuda de la ter­
modinámica y la química física; las masas continentales y los océa­
nos cuyos movimientos son analizados mediante principios mecáni­
cos e hidrodinámicos; y las numerosas especies de plantas y animales
estudiados en la biología son «totalidades» similares que pertenecen al
dominio de la ciencia natural sin ser objetos de observación directa.
Volvamos ahora a las ciencias sociales, pero ignoremos la dudosa
afirmación según la cual las actitudes humanas son directamente ob­
servables, considerándola como no atinente de manera directa al
problema que examinamos. Pero la fundamental afirmación de que
las «entidades colectivas» no son nunca directamente observadas en
la investigación social no parece ser menos dudosa. ¿Realmente no
podem os observar nunca de manera directa las totalidades colectivas
o atributos tales como los desfiles, las ceremonias elaboradas que a
veces incluyen grandes grupos de actores humanos (como la coro­
nación de un monarca, la ejecución de una danza religiosa o la cele­
bración de un matrimonio), la hostilidad de una multitud o el proce­
dimiento organizado de un tribunal de justicia? L a pregunta es
obviamente retórica, y una respuesta uniformemente negativa a ella
sin duda sería el resultado de algún malentendido en cuanto a lo que
se pregunta, a menos que estemos dispuestos a sostener que el hecho
de que la mayoría de los hombres declaren observar tales cosas di­
rectamente es consecuencia de un mal uso umversalmente perverso
y misterioso del lenguaje. Por supuesto que al sostener que ciertos
atributos y totalidades colectivos son directamente observables, no

699
queremos decir que estas observaciones sean instantáneas, o que se
produzcan sin una atención selectiva y sin interpretación a la luz de
diversas ideas directrices. A este respecto, sin embargo, lo que en las
ciencias naturales se caracteriza generalmente com o observación di­
recta no difiere de la observación directa de totalidades colectivas en
la investigación social. N egar que esas totalidades sean observadas
directamente alguna vez, en efecto, es como negar que podam os ob­
servar un bosque, arguyendo que lo único que realmente vemos son
árboles individuales.
Llegam os, pues, a la conclusión de que, si bien es una correcta su­
posición metodológica interpretar los términos colectivos de la cien­
cia social como designaciones de grupos de seres humanos o de sus
m odos de conducta, estos términos no se definen invariablemente
mediante términos individuales, ni tal suposición exige que los tér­
minos colectivos sean en principio definibles de tal modo.

2. Teniendo presente esta conclusión, examinemos finalmente la


afirmación según la cual, puesto que «las actividades de grupo son
esencial y necesariamente actividades de los individuos que forman
grupos para alcanzar sus objetivos», el propósito distintivo de las
ciencias sociales es «comprender» los fenómenos sociales explicán­
dolos en términos de las categorías «motivacionalmente significati­
vas» (o «subjetivas») de la experiencia humana.22 Durante muchos
años se ha llamado a esta posición «ciencia social interpretativa» (o
verstehende Soziologie, para utilizar una expresión alemana muy di­
fundida) y más recientemente se la ha defendido bajo el nombre de
«individualismo m etodológico», en contraste con el «colectivismo
m etodológico» u «holism o».23 Así, según una versión del principio
del individualismo metodológico, el científico social debe «conti­
nuar buscando explicaciones de un fenómeno social hasta que lo haya
reducido a sus términos psicológicos»;24 y según una formulación
más explícita de este principio,

22. Ludw ig von M ises, Theory an d H istory, N ew Haven, Conn., 1957, pág.
258. Véanse también las otras referencias mencionadas en la nota 16 del capítu­
lo X III.
23. F. A. H ayek, op. cit., caps. 4 y 6.
24. J. W. N . W atkins, «Ideal Types and H istorical Explanation», British
Jo u rn al fo r the Philosophy o f Science, vol. 3,1952, pág. 29.

700
los constituyentes últimos del mundo social son individuos que actúan
más o menos adecuadamente a la luz de sus disposiciones y su com­
prensión de la propia situación. Toda situación, institución o suceso so­
cial complejo es el resultado de una particular configuración de indivi­
duos, de sus disposiciones, situaciones, creencias, recursos físicos y
medio ambiente. Puede haber explicaciones incompletas de fenómenos
sociales en gran escala (por ejemplo, la inflación) en términos de otros
fenómenos en gran escala (por ejemplo, el pleno empleo); pero no habre­
mos llegado a las explicaciones de fondo de tales fenómenos en gran es­
cala hasta no haber deducido una explicación de ellos a partir de enun­
ciados acerca de las disposiciones, creencias, recursos e interrelaciones
de los individuos. (Los individuos pueden permanecer en el anonimato
y sólo se les pueden atribuir disposiciones típicas, etc.) Y así como el
mecanicismo se contrapone al enfoque organicista de campos físicos, de
igual modo el individualismo metodológico se contrapone al holismo u
organicismo sociológico. Según esta última concepción, los sistemas so­
ciales constituyen «totalidades», al menos en el sentido de que parte de
la conducta en gran escala está gobernada por macroleyes que son esen­
cialmente sociológicas, en el sentido de que son sui generis y no pueden
ser explicadas como meras regularidades o tendencias resultantes de la
conducta de individuos en interacción. La conducta de los individuos
(según el holismo sociológico) debe ser explicada, al menos parcialmen­
te, en términos de tales leyes (quizás en conjunción con una explicación,
primero de los roles individuales dentro de las instituciones, y segundo
de las funciones de las instituciones dentro del sistema social total). Si el
individualismo metodológico implica que se considera a los seres huma­
nos como los mismos agentes en movimiento de la historia, y si el holis­
mo sociológico implica admitir que agentes o factores sobrehumanos
actúan en la historia, entonces estas dos alternativas son exhaustivas.25

Algunos de los problemas que plantea la ciencia social interpre­


tativa ya fueron examinados antes, en el capítulo X III, en conexión
con el carácter presuntamente «subjetivo» de los fenómenos socia­
les. Pero ahora nos ocuparemos de esa parte de las tesis generales del
individualismo metodológico que afirma que todos los términos
descriptivos de las explicaciones satisfactorias de fenómenos sociales
deben pertenecer a una subclase especial de términos individuales, a
saber, los términos que denotan estados «subjetivos» o «psicológi-

25. J. W. N . W atkins, «H istorical Explanation in the Social Sciences», Bri-


tisb Jo u rn al fo r tbe Philosophy o f Science, vol. 8,1957, pág. 106.

701
eos» de seres humanos individuales. Así, el individualismo m etodo­
lógico adhiere a una tesis, a menudo presentada com o fáctica (aun­
que quizás sea mejor considerarla como un program a de investiga­
ción), concerniente a la reducibilidad de todos los enunciados acerca
de fenómenos sociales a una clase especial de enunciados («psicoló­
gicos») de enunciados acerca de la conducta humana individual. Por
lo tanto, evaluaremos esta tesis a la luz de los requisitos generales
para la reducción que enunciamos en el capítulo XI.
Sin embargo, com o lo pone en evidencia la declaración de indivi­
dualismo metodológico que acabamos de citar, algunos de sus de­
fensores no distinguen entre lo que podría llamarse la tesis ontológica
de que «los constituyentes últimos del mundo social son indivi­
duos» (que corresponde a la suposición metodológica examinada
antes en conexión con la hipostatización de términos colectivos) y la
tesis reduccionista según la cual los enunciados acerca de fenómenos
sociales son deducibles de enunciados psicológicos acerca de indivi­
duos humanos. Sin duda, muchos estudiosos que se adhieren al indi­
vidualismo metodológico lo hacen porque creen que rechazar una
interpretación hipostática de términos colectivos y negar que en los
asuntos humanos haya «agentes sobrehumanos» causalmente acti­
vos es lógicamente equivalente a la tesis reduccionista. Pero, a la luz
de nuestro anterior examen de este problema, tal creencia es equivo­
cada, de m odo que la adhesión a la tesis ontológica no exige lógica­
mente una adhesión a la tesis reduccionista.
Además, ya hemos encontrado razones para dudar de que todos
los términos colectivos de la ciencia social sean explícitamente defi­
nibles, a través de términos individuales, cuando no se colocan res­
tricciones sobre los términos individuales que pueden aparecer en
las definiciones. L a probabilidad de elaborar tales definiciones no
aumenta si se introduce el requisito más fuerte de que los términos
primitivos sean «psicológicos». Por consiguiente, si no fuera posible
de hecho elaborar definiciones que satisfagan este requisito más
fuerte, la condición de conectabilidad para la reducción no se satis­
faría a menos que (como indica el examen de este punto realizado en
el capítulo X I) los términos colectivos que no son definibles de este
m odo estén vinculados con términos individuales mediante reglas de
correspondencia adecuadas o mediante diversas hipótesis empíricas.
Sin embargo, ninguna de estas alternativas contribuiría aparente­
mente en nada a lograr los objetivos del individualismo m etodológi­
co. Pues, aunque alguna de las alternativas permitiera verificar enun­
ciados que contienen términos colectivos observando la conducta de
individuos, ninguna de las alternativas permitiría la eliminación de
términos colectivos de tales enunciados en favor de términos indivi­
duales exclusivamente. En consecuencia, ninguna de las alternativas
serviría para lograr el objetivo del individualismo metodológico: de­
ducir enunciados acerca de fenómenos sociales en gran escala a par­
tir de enunciados «acerca de las disposiciones, creencias, recursos e
interrelaciones de los individuos».
También es obvio, además, que, aun cuando se satisficiera de al­
guna manera la condición de conectabilidad, no por ello se realizaría
necesariamente la segunda condición formal de la reducción, la con­
dición de deducibilidad. U na de las razones de esto, una razón sim­
ple, es que ningún conjunto de premisas acerca de la conducta de se­
res humanos individuales puede bastar para deducir un enunciado
determinado acerca de las acciones de un grupo de hombres, y que
puede necesitarse al menos una suposición del segundo tipo en cual­
quier conjunto de premisas de las cuales sea deducible el enunciado
en cuestión. En el capítulo X I ya dimos un ejemplo claro de esta p o ­
sibilidad, al esbozar la reducción de la termodinámica a la mecánica.
C om o se recordará, en ese ejemplo se satisfacía la condición de co­
nectabilidad estableciendo un vínculo entre la temperatura de un gas
y la energía cinética media de sus moléculas. Pero la reducción no se
efectuaba simplemente a partir de esta condición, ya que también re­
quería la deducción de una cierta relación entre esta energía y la pre­
sión y el volumen del gas, a saber, p V = 2E I3. Sin embargo, esta re­
lación no puede ser deducida de premisas que enuncien solamente
diversos atributos mecánicos de las moléculas individualm ente, por
lo cual a las suposiciones newtonianas comunes acerca de las molé­
culas individuales se les agregaba una suposición especial concernien­
te a una propiedad estadística del conjunto de las moléculas.
U na situación semejante existe aparentemente en diversos dom i­
nios de la ciencia social, sobre todo en economía. Así, la teoría eco­
nómica actualmente llamada «microeconomía» (conocida también
como «teoría de la utilidad marginal», cuya formulación clásica, en
inglés, se encuentra en la difundida obra de Alfred Marshall Princi­
pies o f Economics) analiza los fenómenos económicos en términos
de suposiciones concernientes a las preferencias económicas de pro­
ductores y consumidores individuales de bienes económicos. U n

703
propósito importante de tal teoría es explicar las operaciones de la
economía total de una sociedad deduciendo proposiciones que ca­
ractericen a esas operaciones a partir de premisas relativas a disposi­
ciones, creencias y recursos de agentes económicos individuales. L os
objetivos de la microeconomía, por lo tanto, están en completo
acuerdo con el program a del individualismo metodológico; en reali­
dad, algunos de los principales defensores de éste (por ejemplo, F. A.
H ayek y L. von M ises) son también destacados exponentes del aná­
lisis de la utilidad marginal. Sin embargo, según el juicio de muchos
economistas, la microeconomía no logra explicar varias característi­
cas importantes propias de las economías totales de las naciones
(com o las repetidas crisis de desocupación) y no suministra herra­
mientas efectivas para controlar el curso de sucesos económicos en
gran escala. En consecuencia, sin rechazar la teoría marginalista in
toto en favor de un enfoque «institucional» (o «histórico») de los
problem as económicos, muchos estudiosos creen que las suposicio­
nes clásicas de esta teoría no bastan para lograr los objetivos para los
cuales fue concebida, y es necesario completarlas con suposiciones
adicionales.26

26. E l enfoque «institucional» o «histórico» de los problem as económ icos


fue, en muchos casos, una reacción negativa contra el carácter «abstracto» de la
teoría económ ica clásica y contra algunas de las dudosas suposiciones psicoló­
gicas que daban por supuestas las form as anteriores de la teoría marginalista
(com o la interpretación hedonística de la utilidad económica y la posibilidad de
com paración interpersonal de placeres y sufrimientos). Estas suposiciones fue­
ron luego modificadas bajo la presión de la crítica. Sin em bargo, algunos de los
postulados m odificados de versiones más recientes del marginalismo (com o la
suposición de que todos los consum idores eligen bienes económ icos de acuer­
do con escalas de preferencias definidas o la de que los cam bios en las preferen­
cias de los diferentes consum idores se producen independientemente unos de
otros) continúan siendo blancos de la crítica. Para una exposición de la contro­
versia entre teóricos institucionalistas y teóricos abstractos, así com o de la críti­
ca dirigida contra los «preconceptos psicológicos» del análisis de la utilidad
marginal, véanse, por ejemplo, J. N . Keynes, Scope an d M ethod o f P olitical Eco-
nomy, Londres, 1890; Joseph Schumpeter, Econom ic D octrine an d M ethod ,
N ueva York, 1954; T. W. H utchison, A R eview o f Econom ic D octrines, 1870-
1929, O xford, 1953; Alian G . G ruchy, M ódem Economics Thought, N ueva
Y ork, 1947; I. M . D . Little, A C ritic ofW elfare Economics, O xford, 1950, caps.
2 y 3.

704
U n paso importante en esta dirección lo dio en 1930 J. M. Keynes,
cuando propuso una teoría «macroeconómica» que ha tenido gran in­
fluencia, aunque antes de ese tiempo otros economistas ya habían
presentado propuestas similares pero de menor influencia. L a única
característica de esta teoría que necesitamos destacar en este contexto,
pues es directamente atinente a la evaluación de los méritos del indi­
vidualismo metodológico, es que sus postulados básicos no son ex­
clusivamente «principios psicológicos» acerca de agentes económicos
individualeSy sino que incluyen suposiciones concernientes a relacio­
nes entre agregados estadísticos en gran escala (tales como la renta na­
cional, el consumo nacional total y los ahorros nacionales totales). Sin
duda, no hay ninguna prueba de que estas suposiciones macroeconó-
micas no puedan ser deducidas de otras microeconómicas. Pero tam­
poco hay prueba alguna de que tal deducción pueda efectuarse, y
existe al menos la presunción de que no es posible. D e todos modos,
a pesar de la ausencia de tal deducción, los economistas no vacilan en
utilizar esos postulados macroeconómicos en sus análisis; pues, para
decirlo con palabras de un estudioso de esta disciplina, «se puede dis­
crepar acerca de suposiciones particulares, institucionales o psicológi­
cas, concernientes a las pautas de ahorro de individuos o grupos de
individuos y, no obstante esto, considerar que el concepto de agrega­
dos de ahorros es útil para describir la conducta real o probable de la
renta nacional».27 Pero si esto es así, si las suposiciones macroeconó-
micas permiten a los economistas explicar los fenómenos de agrega­
ción no menos adecuadamente que los postulados microeconómicos,
la reducción de la macroeconomía a la microeconomía no parece pre­
sentar ninguna ventaja científica sustancial. En resumen, hay tanto
consideraciones no formales como puramente formales para cuestio­
nar los méritos de la tesis reduccionista del individualismo metodoló­
gico.
Concluiremos, pues, este examen del individualismo metodológi­
co y de la ciencia social interpretativa con algunos breves comenta­
rios acerca de la pretendida superioridad de la «comprensión» de los
fenómenos sociales en términos del «esquema valorativo» de actores

27. Kenneth K. Kurihara, Introduction to Keynesian Dynam ics, Londres,


1956, pág. 20. Se encontrará un examen del papel fundamental que desempeñan
los términos colectivos en la investigación sociológica en Robert K. Merton, So­
cial Theory an d Social Structure, cap. 9.

705
humanos, sobre el enfoque llamado «causal-funcional» de las cien­
cias de la naturaleza. Se ha argüido, por ejemplo, que si deseamos
comprender por qué se ha producido un acentuado aumento del ín­
dice de divorcios en Estados U nidos durante la primera mitad del si­
glo xx, una explicación satisfactoria debe ser de un tipo tal que revele

un cam bio de valoración que afecte al estatus de la fam ilia. E l indicio ge­
neral es que e/ divorcio prevalece en aq u ellas regiones en las cuales la
continuidad de la fa m ilia a través de v aria s generaciones tiene m enos
significación dentro del esquem a de los valores culturales qu e antes o que
en otras partes.

Y en un plano de mayor generalidad, se afirma que «en la medi­


da en que podam os descubrir los cambios en el esquema valorativo
de los grupos sociales, y sólo de este m odo, podrem os lograr una ex­
plicación unificada del cambio social».28
Si el conocimiento de los cambios en el esquema valorativo es, real­
mente, una condición necesaria y suficiente para lograr explicacio­
nes unificadas del cambio social, sería ciertamente desatinado no
otorgar la máxima prioridad a la búsqueda de tal conocimiento. Sin
embargo, hay dos cuestiones relacionadas entre sí que engendran le­
gítimas dudas acerca del carácter prom isorio de tal conocimiento.
En primer lugar, ¿cóm o se pueden determinar las modificaciones de
los valores culturales? U na fuente obvia de información consiste en
las declaraciones explícitas de los individuos en lo concerniente a sus
valores, adquieran éstas la forma de confesiones privadas no solicita­
das, de alocuciones públicas, respuestas a entrevistadores o cualquier
otra. Sin embargo, tal información no abunda, de m odo que sólo en
ocasiones relativamente escasas es posible obtener este conocimien­
to acerca de los valores de los hombres. Además, la confiabilidad de
tal información frecuentemente es discutible. Pues hay una conocida
disparidad entre lo que los hombres declaran verbalmente en ocasio­
nes especiales y lo que habitualmente creen y practican; los antropó­
logos admiten «la existencia de “ reglas de simulación” : hay normas
que se honran de palabra, pero se violan en la conducta habitual».29

28. R. M. M aclver, Social Causation, N ueva Y ork, 1942, págs. 338 y 374.
29. E. Adam son H oebel, «The N ature of Culture», en Man, Culture an d
Society (comp. H arry L. Schapiro), N ueva York, 1956, pág. 175.

706
Tam poco es raro que tanto los individuos como las sociedades man­
tengan sin hipocresía consciente una adhesión verbal a determinado
conjunto de valores mucho después de que un anterior modo de
vida que antaño expresaba su participación activa de esos valores se
haya transformado radicalmente. En razón de esto, los estudiosos
bien entrenados de los asuntos humanos han adoptado la práctica de
basar sus conclusiones concernientes a los valores que tienen vigen­
cia en una comunidad, no solamente en declaraciones verbales, sino
en gran medida en los elementos de juicio suministrados por otras
actividades manifiestas: maneras de hacer la corte, actitudes en la
vida doméstica, las prácticas comerciales, etc.
En consecuencia, las explicaciones del cambio social en términos
de alteraciones en el esquema valorativo corren el riesgo de ser em­
píricamente tautologías vacías. Por ejemplo, si un cambio C en el ín­
dice de divorcios en una comunidad durante un cierto período de
años es parte de los elementos de juicio E atinentes a la conclusión
de que ha habido un cambio V en los valores culturales asociados
con la continuidad de la familia, sería poco aclarador «explicar» el
primer cambio por el segundo. N uestro argumento no consiste en
afirmar que toda explicación del cambio social en términos de un
cambio en los esquemas valorativos sea necesariamente estéril. El
quid de la cuestión es que, para evitar esa esterilidad, los elementos
de juicio E atinentes al presunto cambio V en los valores culturales
deben ser dignos de confianza y deben ser diferentes del cambio so­
cial C que el cambio V pretende explicar. Pero si los elementos de
juicio E son diferentes de C, y puesto que E mismo es un cambio so ­
cial, hay evidentemente una relación determinada entre E y C, de
modo que E mismo podría servir para explicar C. Por consiguiente,
para que la introducción de la modificación V como vínculo explica­
tivo entre E y C no sea puramente ad hoc, es necesario justificarla de­
mostrando que V sirve no solamente para establecer la relación de
dependencia entre E y C , sino también otras relaciones de dependen­
cia entre otros conjuntos de cambios sociales.
Esto nos lleva a la segunda cuestión: ¿poseen las explicaciones
formuladas en términos de cambios en los valores culturales (u otras
disposiciones «subjetivas»), en general, mayor capacidad de organi­
zar sistemáticamente relaciones de dependencia entre fenómenos so­
ciales que las explicaciones que utilizan conceptos diferentes? N o es
posible dar una respuesta precisa a esta pregunta, aunque sólo sea

707
porque todavía no se han realizado estudios minuciosos acerca de
los méritos comparados de estos dos tipos de explicación. Sería ab­
surdo negar que las explicaciones en términos de categorías «de sig­
nificación» frecuentemente han puesto en claro cambios sociales,
com o en el caso obvio del examen de M ax Weber del surgimiento
del capitalismo moderno. Pero no sería menos absurdo pretender
que tales explicaciones dan cuenta de todo cambio social, o negar que
las explicaciones en términos de otras variables (como el medio físi­
co, el estado de la tecnología, la densidad de población o la form a de
organización económica) a menudo tienen por lo menos tanto valor
predictivo y poder sistematizador como las explicaciones en térmi­
nos de disposiciones «subjetivas», como sucede en el caso igualmen­
te obvio de muchas explicaciones marxistas de los sistemas jurídicos
modernos. Sea como fuere, los elementos de juicio disponibles no
dan apoyo a la afirmación de que la respuesta al interrogante ante­
rior es inconfundible y uniformemente afirmativa. Por lo tanto, no
hay razones que obliguen a suponer que solamente descubriendo los
cambios en los esquemas valorativos de los grupos sociales podem os
llegar a una explicación unificada de los cambios sociales.
Por consiguiente, si bien el individualismo metodológico y la
ciencia social interpretativa destacan correctamente que los fenóme­
nos sociales se componen de interacciones entre agentes humanos
intencionales, ninguno de estos enfoques esencialmente similares de
la investigación social posee los méritos descollantes sin restriccio­
nes que se les atribuyen.

708
Capítulo X V

PROBLEMAS DE LA LÓGICA
DE LA INVESTIGACIÓN HISTÓRICA

Aunque será conveniente utilizar el término «historia» en el sen­


tido amplio de estudio de los cambios sucesivos que se han produci­
do en cualquier ámbito de fenómenos, y no solamente en el de las
cuestiones humanas, en este capítulo abordaremos problemas que se
relacionan primordialmente con las explicaciones de las acciones hu­
manas del pasado. Después de un breve examen del carácter general
de la investigación histórica, analizaremos algunas de las formas que
adoptan habitualmente las explicaciones históricas; luego, conside­
raremos algunos problemas que surgen repetidamente en los estu­
dios históricos, y finalmente examinaremos una serie de cuestiones
que plantea la doctrina llamada de la «inevitabilidad histórica».

1. E l p u n t o f o c a l d e l e s t u d io d e l a h is t o r ia

Según Aristóteles, la poesía, al igual que la ciencia teórica, es


«más filosófica y de mayor importancia» que la historia, porque la
poesía se ocupa de lo que es general y universal, mientras que la his­
toria se dirige a lo que es especial y singular. L a observación de A ris­
tóteles quizás sea fuente de una distinción muy difundida entre dos
tipos de ciencias presuntamente diferentes: las nomotéticas, que tra­
tan de establecer leyes generales abstractas de acontecimientos y
procesos repetibles indefinidamente; y las ideográficas, que tratan de
comprender lo único y no repetido. Se sostiene a menudo que las
ciencias naturales y algunas de las sociales son nomotéticas, mientras
que la historia (en cuanto explicación de sucesos humanos, a dife­
rencia de los sucesos mismos) es principalmente ideográfica.1 Por

1. Esta distinción fue expresada por primera vez con esta terminología por
Wilhelm Windelband en su ensayo «Geschichte und Naturwissenschaft», reim-

709
consiguiente, se afirma con frecuencia que la estructura lógica de los
conceptos y las explicaciones aplicables a la historia humana es fun­
damentalmente diferente de la estructura lógica de los conceptos y
explicaciones de las ciencias naturales (y de otras «ciencias generali-
zadoras»). Examinemos la base de esta contraposición.
Aun una inspección apresurada de los tratados de la ciencia teó­
rica natural y social (como la óptica y la economía), por una parte, y
de los libros de historia, por la otra, basta para revelar una sorpren­
dente diferencia entre ellos. Pues los enunciados que aparecen en los
primeros son todos de form a general y contienen pocas referencias,
o ninguna, a objetos, fechas o lugares específicos, mientras que los
enunciados de los segundos son casi sin excepción de form a singular
y están repletos de nombres propios, designaciones de tiempos o pe­
ríodos particulares y especificaciones geográficas. En esta medida,
el contraste entre las ciencias naturales y algunas ciencias sociales
como nomotéticas, y la historia humana como ideográfica parece
hallarse bien fundado.
Sería un craso error, sin embargo, concluir de esto que los enun­
ciados singulares no desempeñan ningún papel en las ciencias teóri­
cas o que la investigación histórica no hace uso de los enunciados
universales. C om o hemos observado repetidamente en capítulos an­
teriores, de enunciados generales solamente no es posible derivar
ninguna conclusión concerniente al carácter real de cosas y procesos
específicos; pues las teorías y las leyes deben ser complementadas
con condiciones iniciales (es decir, con enunciados de form a singu­
lar o particular para que esas suposiciones generales sirvan para ex­
plicar o predecir cualquier suceso particular). Tam poco la conocida
y a menudo útil distinción entre ciencias naturales «puras» y «apli­
cadas» disminuye la importancia de este punto, sobre la base admi­
tida de que las ciencias puras (como la electrodinámica o la genética
teóricas) se ocupan solamente de establecer enunciados generales, y
que sólo las ciencias aplicadas (como la ingeniería electrónica o la
agronomía) deben ocuparse de casos particulares. Pues aun las cien­
cias naturales puras sólo pueden afirmar que sus enunciados genera­
les tienen fundamento empírico sobre la base de elementos de juicio
fácticos concretos y, por lo tanto, sólo utilizando enunciados singu­

preso en la colección de sus ensayos Praludien, 5a ed., Tubinga, 1915, vol. 2,


págs. 136-160.

710
lares. Además, muchos enunciados comúnmente reconocidos como
leyes de la ciencia «pura» tienen una generalidad que, al menos, está
geográficamente restringida; por ejemplo, la conocida ley de que un
cuerpo en caída libre al nivel del mar, en latitudes comprendidas en­
tre 380 y 39° de la superficie de la Tierra, sufre una aceleración de
980 centímetros por segundo. Si se excluye de los tratados teóricos
las leyes de este tipo, que son especializaciones de leyes que no tie­
nen restricciones similares, la exclusión es, en todo caso, sólo una
cuestión de conveniencia, no de principio. Además, algunas ramas
de la ciencia natural, como la geofísica o la ecología animal, se ocu­
pan fundamentalmente de distribuciones espaciotemporales y del
desarrollo de sistemas específicos; por lo tanto, están empeñadas, en
gran medida, en establecer enunciados de forma singular. Para resu­
mir, ni las ciencias naturales en su totalidad ni ninguna de sus subdi­
visiones puramente teóricas son nomotéticas de manera exclusiva.
Pero tampoco los estudios históricos pueden prescindir de una
aceptación tácita de enunciados generales del tipo de los citados en
tratados teóricos. Así, aunque el historiador pueda ocuparse de lo
no repetido y lo único, obviamente debe hacer selecciones y abs­
tracciones de los sucesos concretos que estudia, y sus afirmaciones
acerca de lo que es indiscutiblemente individual requiere el uso de
nombres comunes o términos descriptivos generales. Por consi­
guiente, las caracterizaciones que hace el historiador de cosas indivi­
duales suponen que hay varios tipos de acontecimientos y, en conse­
cuencia, que hay regularidades empíricas más o menos determinadas
asociadas con cada tipo y que permiten diferenciar unos tipos de
otros. Por ejemplo, la expansión colonial griega del siglo vi a. C. ha
sido atribuida por un historiador a las necesidades de los intereses
comerciales combinadas con el espíritu aventurero de los griegos;2
obviamente, daba por supuesto que los seres humanos poseen nece­
sidades de diversos tipos, que cada tipo se manifiesta por lo general
en ciertos m odos de conducta característicos, que algunos de estos
m odos frecuentemente dan origen a la fundación de colonias, etc.
Además, una fase de la investigación histórica consiste en la llamada
«crítica externa e interna», en los esfuerzos dirigidos a determinar la
autenticidad de documentos u otros restos del pasado, los significa­
dos precisos de declaraciones registradas y la confiabilidad de testi­

2. J. B. Bury, History o f Greece, N ueva Y ork, 1937, cap. 2.

711
monios concernientes a sucesos pasados. Pero, para realizar estas ta­
reas, los historiadores deben disponer de una gran variedad de leyes
generales, algunas de las cuales son aceptadas tácitamente, sin duda,
com o «conocimiento de sentido común», mientras que otras se
adoptan porque se hallan garantizadas por alguna ciencia natural o
social.
Además, los historiadores raramente son meros cronistas del pa­
sado, y no siempre dan fin a sus investigaciones de algún grupo es­
pecial de sucesos, aunque hayan puesto en claro el orden sucesivo en
el cual tales sucesos concurrieron realmente, por ejemplo, después
de haber establecido que M arco Antonio se enamoró de Cleopatra
antes de huir de la batalla de Accio. Por el contrario, los historiado­
res habitualmente tratan de comprender y explicar los sucesos que
registran en términos de causas y consecuencias, así como tratan de
hallar relaciones de dependencia causal entre algunos de los sucesos
ordenados secuencialmente, por ejemplo, demostrando que Marco
Antonio huyó de la batalla de Accio a causa de su amor por C leopa­
tra. Por supuesto que la afirmación de un historiador de que dos su­
cesos están relacionados causalmente puede ser errónea; pero el his­
toriador que hace tal afirmación presumiblemente cree que tiene
buen fundamento para ello. Sin embargo, por lo común los historia­
dores no pretenden poseer la facultad de captar conexiones causales
entre sucesos individuales a través de alguna intuición directa e infa­
lible de tales conexiones. En todo caso, sólo puede demostrarse que
dos sucesos del pasado están relacionados causalmente mediante ge­
neralizaciones causales (sean de form a estrictamente universal, sean
de form a estadística) que son el producto de investigaciones que en
un capítulo anterior hemos llamado «investigaciones controladas».
Por consiguiente, las imputaciones causales que hacen los historia­
dores en sus explicaciones de las acciones humanas del pasado se ba­
san en leyes admitidas acerca de dependencias causales. En resumen,
la historia no es una disciplina puramente ideográfica.
Sin embargo, existe una importante asimetría entre la ciencia teó­
rica (o «generalizadora») y la historia. U na disciplina teórica como
la física trata de establecer tanto enunciados generales como singula­
res, para lo cual los físicos utilizan enunciados previamente admiti­
dos de ambos tipos. L o s historiadores, en cambio, tratan de afirmar
enunciados singulares bien fundados acerca de la producción y las
interrelaciones de acciones específicas y de otros sucesos particula­

712
res. Pero aunque esta tarea sólo pueda ser realizada admitiendo y
utilizando leyes generales, los historiadores no consideran como
parte de su propósito establecer tales leyes. Es improbable que al­
guien encuentre algo radicalmente extraño en un tratado de termo­
dinámica teórica que no contenga un solo nombre propio o una sola
referencia a alguna fecha particular. Pero es aun más improbable que
cualquiera que utilice la palabra «historia» en su significado habitual
clasifique un libro como historia si no menciona personas, tiempos y
lugares particulares, sino que sólo enuncia generalizaciones acerca
de la conducta humana. La distinción entre historia y ciencia teórica
es, así, bastante análoga a la diferencia entre la geología y la física, o
entre el diagnóstico médico y la fisiología. U n geólogo trata de de­
terminar, por ejemplo, el orden sucesivo de las formaciones geológi­
cas, y lo hace en parte aplicando diversas leyes físicas a sus materia­
les de estudio; pero no es tarea del geólogo, qua geólogo, establecer
las leyes de la mecánica o de la desintegración radiactiva que utiliza
en sus investigaciones.
Ahora bien, no debe interpretarse este examen como un intento
por excluir mediante un razonamiento a priori la posibilidad de hallar
«leyes históricas» del cambio evolutivo. H a habido muchos intentos,
de Oswald Spengler y Arnold Toynbee en años recientes, entre
otros, por demostrar que toda sociedad o civilización manifiesta un
esquema uniforme de cambios sucesivos, de m odo que cada socie­
dad, por ejemplo, pasa presuntamente a través de una serie fija de eta­
pas evolutivas, de manera semejante al nacimiento, la adolescencia, la
madurez y la vejez de los organismos biológicos individuales. Aun­
que ninguna de estas presuntas «leyes» ha hallado aceptación entre
los estudiosos competentes, su validez sólo puede ser evaluada a la
luz de elementos de juicio históricos reales y no puede ser dirimida
examinando solamente la estructura formal de los enunciados conte­
nidos en los escritos de los historiadores. Sin embargo, es pertinente
observar que, independientemente del valor fáctico que los historia­
dores profesionales atribuyen a estas presuntas «leyes históricas»,
tienden a considerar los intentos por descubrir tales leyes como con­
tribuciones a la sociología (o a alguna otra rama de las ciencias «ge-
neralizadoras» o teóricas) más que a la «historia propiamente dicha».3

3. Véanse los diversos estudios críticos acerca del intento de Toynbee por
establecer tales leyes en Toynbee an d History (comp. M. F. Ashley M ontagu),

713
Por consiguiente, a pesar del hecho de que algunos historiadores in­
dudablemente utilizan los elementos de juicio del pasado humano
para establecer leyes del cambio evolutivo, no lo hacen qua historia­
dores, en opinión de la mayoría de sus colegas profesionales y según
las evidencias de la gran masa de escritos históricos.

2. E x p l ic a c io n e s p r o b a b il ís t ic a s y e x p l ic a c io n e s g e n é t ic a s

Sea como fuere, supondremos que la investigación histórica se


ocupa fundamentalmente de sucesos particulares y, por lo tanto,
concentraremos nuestra atención en las explicaciones típicas que se
ofrecen de los mismos. Sin embargo, los historiadores a veces tratan
de explicar una cierta acción de un ser humano determinado, y otras
veces de explicar un suceso acumulativo que supone las acciones de
muchos hombres. Puesto que hay importantes diferencias entre las
explicaciones de estos dos tipos de sucesos, será conveniente exami­
nar separadamente los dos tipos principales de explicación histórica.
Además, como ya sugerimos en el examen del capítulo X sobre di­
versas diferencias genéricas entre variables explicativas, las explica­
ciones históricas también difieren en las magnitudes temporales de
los sucesos que mencionan. En particular, las acciones individuales y
las circunstancias en las cuales se producen son descritas, a veces,
com o si no tuvieran dimensiones temporales, mientras que las cir­
cunstancias en las cuales se realiza otra acción, pero no la acción mis­
ma, son caracterizadas en términos de su expansión temporal. En
consecuencia, algunas explicaciones históricas de acciones indivi­
duales suponen, en efecto, que las condiciones que las explican su­
puestamente pueden ser consideradas como prácticamente instantá­
neas para los propósitos en vista; mientras que otras explicaciones de
acciones individuales utilizan conceptos evolucionistas o genéticos.
Por lo tanto, comenzaremos el examen con un ejemplo de explica­
ción histórica perteneciente a una subdivisión del primer tipo prin­
cipal, es decir, una explicación que trata de dar cuenta de una acción
de un solo individuo enunciando una condición para que ésta se
produzca y cuya duración se ignora. Suponiendo que la explicación

Boston, 1956. E s característico el comentario de A. J. P. T aylor sobre la obra de


Toynbee: «E sto no es historia» (pág. 115).

714
sea representativa del tipo aludido, entonces a) analizaremos la cues­
tión relativa a si en las explicaciones de esta especie las premisas con­
tienen leyes generales, b) daremos algunas razones para sostener que
la estructura lógica de tales explicaciones es probabilística y no es­
trictamente deductiva, y c) consideraremos brevemente algunos de
los sentidos en los que debe entenderse esta caracterización de la es­
tructura.

1. El ejemplo que servirá para ilustrar las explicaciones históricas


del primer tipo es una circunstancia vinculada con el ascenso de Isa­
bel al trono británico en el siglo xvi. C om o resultado de la querella
de Enrique V III con la Iglesia Católica Romana, su título oficial en
la época de su muerte rezaba esencialmente así: «Por la Gracia de
D ios, Rey de Inglaterra, Irlanda y Francia, Defensor de la Fe y úni­
co Jefe Supremo sobre la Tierra de la Iglesia de Inglaterra llamada
Anglicana Ecclesia». Se recordará, sin embargo, que cuando su hija
María («María la Sanguinaria») llegó a ser reina en 1553, después de la
muerte de su hermano Eduardo VI, anuló las leyes que establecían
la soberanía eclesiástica del monarca británico y refirmó la suprema­
cía del Papa de Roma. Pero cuando Isabel subió al trono cinco años
más tarde, se proclamó «Isabel, por la Gracia de D ios, Reina de In­
glaterra, Francia e Irlanda, Defensora de la Fe, etc.»; y al hacer esto
se convirtió en el primer soberano británico que se puso «etcétera»
en un título oficial abreviado. ¿Por qué lo hizo? El historiador del
Derecho F. W. Maitland propuso la siguiente explicación: primero
mostró que el «etc.» de la proclamación no figuraba ahí por inadver­
tencia, sino que había sido introducido deliberadamente. Señaló
también que Isabel se hallaba ante la alternativa de reconocer, con la
difunta María, la supremacía eclesiástica del Papa o anular los esta­
tutos de María y romper con Roma, como había hecho su padre. La
decisión en favor de cualquiera de las alternativas entrañaba graves
peligros, porque el enfrentamiento entre fuerzas políticas y militares,
tanto en el interior como en el exterior, en favor de cada alternativa
no estaba aún resuelto. Maitland arguye que, para no comprometer­
se con ninguna de las alternativas por el momento, Isabel utilizó una
formulación ambigua en la proclamación de su título, formulación
que podía hacer compatible luego con cualquier decisión que tom a­
ra. En consecuencia, según su propia exposición sucinta de la expli­
cación: «Podem os aclarar el símbolo de este modo: “ etc.” = “y (si los

715
sucesos futuros lo deciden, pero no en caso contrario) Jefa Suprema
sobre la Tierra de la Iglesia de Inglaterra y de Irlanda” .»4

a. Supondremos que la explicación de Maitland está totalmente


bien fundada, ya que nuestro propósito es analizar su estructura y
no discutir su validez fáctica. Pero no es posible realizar tal análisis a
menos que se articulen completamente las suposiciones tácitas en la
explicación. C om o es práctica común en los escritos históricos, M ai­
tland no hace explícitas todas las suposiciones de su explicación, sea
o no consciente de ellas. Por ejemplo, dio por supuesto, aunque sin
mención formal, el hecho (fundamental para su argumentación) de
que Isabel no creía que una proclamación patentemente ambigua
de su posición acerca de la cuestión romana estimularía por sí misma
al Papa a iniciar hostilidades militares contra Inglaterra. Pero, además
de estos enunciados singulares, Maitland también daba por supuestas
sin ninguna mención algunas generalizaciones acerca de la conducta
humana no menos importantes para su argumentación. Por ejemplo,
al sostener que Isabel adoptó una formulación no comprometedora
de sus pretensiones eclesiásticas para posponer una decisión im por­
tante hasta que pudiera adoptarla con seguridad, Maitland supuso
tácitamente un tipo de generalización acerca de la conducta humana;
la form a precisa de esta generalización es oscura, pero, en todo caso,
debe afirmar una relación entre a) las declaraciones públicas que se
esperan de las personas en lo concerniente a su com prom iso ostensi­
ble con una política determinada en un momento en el cual los com ­
prom isos definitivos son peligrosos, y b) el uso de un lenguaje am­
biguo en tales declaraciones para evitar un com prom iso prematuro.
Sin una suposición semejante no habría base alguna para sostener
que la formulación adoptada por Isabel al anunciar sus pretensiones
soberanas tenía alguna relación con la incertidumbre con la cual se
enfrentaba.
Sin embargo, tales generalizaciones son indispensables en todas
las explicaciones históricas de acciones individuales (aunque no sean

4. F . W. Maitland, «Elizabethan G leanings», en Collected Papers, Londres,


1911, vol. 3. págs. 157-165. Maitland se equivocaba al suponer que Isabel fue el
prim er soberano británico que se puso «etcétera» en el título de la manera des­
crita. E n esto se le había anticipado su hermana María, com o observó el histo­
riador inglés A. F. Pollard.

716
formuladas explícitamente, como sucede por lo común). Esta afir­
mación general no puede ser demostrada más allá de toda som bra de
duda, como no sea mediante un examen sistemático de los escritos
históricos; sin embargo, puede demostrarse que es sumamente plau­
sible. Pues las explicaciones históricas de este tipo tratan de expresar
la razón (o una razón) por la cual determinado individuo x decidió
más o menos deliberadamente actuar de la manera y en las circuns­
tancias z. Pero las razones posibles de las acciones individuales pue­
den ser ubicadas en un número pequeño de categorías amplias, don­
de cada categoría puede dividirse, a su vez, en clases subordinadas
adecuadas. Y si consideramos cómo de las razones posibles de cada
categoría puede demostrarse que son condiciones realmente deter­
minantes (o «causales») de una acción de un individuo, podem os
convencernos de que la anterior afirmación es correcta. En realidad,
parecen bastar tres de tales categorías principales de razones. Las
describiremos brevemente.
Puesto que, por hipótesis, las acciones a explicar son más o menos
intencionales, constituyen presumiblemente consecuencias de deci­
siones tomadas entre cursos de acción alternativos al alcance de los
actores. Por consiguiente, una de las categorías consiste en razones
que afirman que ciertas características de las alternativas se cuentan
entre las condiciones determinantes de la acción. Así, en el ejemplo
de Maitland, Isabel parece haber reconocido tres maneras alternati­
vas de actuar (aunque de hecho pudo haber tenido a su disposición
otras alternativas, ellas no se le ocurrieron): proclamarse inmediata­
mente jefa soberana de la Iglesia anglicana, reconocer enseguida la
supremacía del Papa o contemporizar. También parece haber atri­
buido ciertas características a estas alternativas; por ejemplo, atribu­
yó a cada una de las dos primeras la capacidad «latente» (es decir, no
realizada en los hechos o manifestada abiertamente) de provocar se­
rias perturbaciones en Inglaterra o en el exterior, mientras que a la
tercera le atribuyó la ausencia de esta capacidad. L a segunda catego­
ría contiene razones para asignar un papel causal a características del
actor. Así, Isabel poseía diversos impulsos y propensiones innatos
(por ejemplo, una inteligencia rápida), así como un gran número de
tendencias y disposiciones personales adquiridas (por ejemplo, la
capacidad para el compromiso); también tenía objetivos, valores y
obligaciones como miembro de la aristocracia y como monarca rei­
nante (por ejemplo, impedir la guerra civil en Gran Bretaña). La ter­

717
cera categoría de razones se refiere a las circunstancias que rodean a
la acción y que ejercen presión sobre el actor junto con las alternati­
vas. Por ejemplo, Isabel consultaba a sus consejeros oficiales y tenía
conocimiento de la impopularidad del fanatismo religioso de María,
pero también recibía información acerca de las inclinaciones de F e­
lipe II a usar la fuerza contra Inglaterra en defensa del Papa.5
Ahora bien, un paso importante en las investigaciones históricas
del tipo en examen consiste, evidentemente, en demostrar que los
factores de cada categoría de los que se conjetura que son condicio­
nes determinantes de una acción dada han estado presentes de hecho
en la ocasión del acto. Sin embargo, si bien este paso es esencial, es
indudable que no establece cuál de esos factores (o, por la misma ra-

5. Las explicaciones históricas de acciones individuales son respuestas a


cuestiones similares a las investigadas en los estudios sociales de la actualidad
bajo el título de «análisis de razones». E l «análisis de razones» es un uso m eto­
dológicamente consciente de las técnicas de investigación elaboradas reciente­
mente para determinar p or qué la gente se com porta com o lo hace en ciertas oca­
siones, por ejemplo, por qué los inmigrantes de un país determinado abandonan
su tierra natal, p or qué las personas que expresan su intención de votar en cierta
elección luego no lo hacen o p or qué las personas se inscriben en un club de li­
bros y no en otro. Las respuestas a tales interrogantes se obtienen principalmen­
te mediante entrevistas con las personas cuyas acciones se estudia; y el valor de
las respuestas obtenidas de esta manera depende en gran medida de que las pre­
guntas form uladas se construyan de acuerdo con un «esquem a de contabilidad»
(o sistema de categorías de preguntas) adecuado. L a importancia de tales esque­
mas de contabilidad para el análisis de las explicaciones históricas ha sido desta­
cada p or Paul F. Lazarsfeld, y el uso que hacemos de ellos en el texto nos ha sido
sugerido por su obra. Para una descripción del análisis de razones, véase The
Language o f Social Research (comps. Paul F. Lazarsfeld y M orris Rosenberg),
Glencoe, 111., 1955, sec. 5, esp. las págs. 387-391; y también H ans Zeisel, Say It
With Figures, 4a ed., N ueva York, 1957, caps. 6 y 7. L o s procedimientos utiliza­
dos en el análisis de razones proveen apoyo adicional a la posición general adop­
tada en el capítulo X III, posición según la cual las disposiciones e intenciones
humanas pueden ser investigadas con éxito por m étodos conductistas. Adem ás,
los resultados del análisis de razones confirman la opinión (y hacen dudar m u­
cho de recientes afirmaciones en contrario) de que las explicaciones que dan los
historiadores de acciones individuales en términos de las razones que impulsan
a los actores no difieren de las explicaciones de sucesos individuales en otros d o ­
minios de la ciencia, sea en el uso tácito de generalizaciones en sus prem isas, sea
en la lógica requerida para fundamentar imputaciones causales.

718
zón, si fue alguno de ellos) fue la razón real de la conducta del actor,
ya que un factor puede haber estado presente en la ocasión del acto
y, sin embargo, haber sido causalmente inoperante. Así, el hecho de
que una persona sometida a juicio por asesinato haya odiado a la víc­
tima no basta para demostrar que cometió el crimen, o, en el caso de
que haya matado a la víctima, que lo hizo a causa de su odio, pues,
aunque el individuo acusado pueda ser culpable de la muerte, puede
haberlo matado por accidente, porque se le pagó para que lo hiciera
o por muchas razones. Análogamente, aun cuando un historiador
aporte pruebas indiscutibles de que M arco Antonio estaba locamen­
te enamorado de Cleopatra, esto no demuestra la afirmación de que
huyó de la batalla de Accio a causa de su amor. Pues Marco Antonio
poseía otras disposiciones y objetivos además de los asociados con
su amor por Cleopatra, de m odo que esta acción puede haber sido el
resultado, por ejemplo, de su ambición de hacer de Egipto un grane­
ro de Roma.
Pero si la mera prueba de que un factor dado fue una de las cir­
cunstancias en las cuales un individuo realizó un acto particular no
demuestra la afirmación de que dicho factor fue una razón de que el
individuo actuara como lo hizo, ¿cómo puede, entonces, un histo­
riador fundamentar su atribución de un papel causal a dicho factor?
Si descartamos como inadecuada la sugerencia expresada a veces de
que los historiadores tienen una facultad especial para reconocer las
razones de las acciones humanas, sólo parece haber una respuesta
aceptable. El historiador puede justificar su imputación causal por la
suposición de que, cuando el factor considerado es una de las cir­
cunstancias en las cuales actúan los hombres, generalmente éstos se
conducen de una manera similar a la acción particular descrita en la
imputación, de m odo que el individuo examinado por el historiador
presumiblemente actuó de la manera como lo hizo porque el factor
aludido estaba presente. En resumen, para las explicaciones históri­
cas de acciones individuales se requieren generalizaciones de algún
tipo.

b. Sólo puede determinarse la estructura lógica de una explica­


ción si se hacen explícitas todas las premisas admitidas tácitamente.
Puesto que los historiadores, por lo común, no enuncian todas las
suposiciones que hacen al explicar acciones individuales (en reali­
dad, a menudo son inconscientes de muchas suposiciones funda­

719
mentales que aceptan), el esquema de sus explicaciones no es obvio.
Ciertamente, no se justificaría concluir que las explicaciones de este
tipo no tienen form a deductiva simplemente sobre la base de que
tales explicaciones, tal com o las exponen los historiadores, no pre­
sentan esta estructura, al igual que sería injustificado concluir que
una persona no razona deductivamente cuando su argumentación
es entimemática, por ejemplo, cuando alguien afirma que M arte bri­
lla con luz refleja porque es un planeta, sin mencionar explícita­
mente la prem isa de que todos los planetas brillan con luz refleja.
Por consiguiente, aunque sería una tarea onerosa (y quizás hasta
prácticamente irrealizable) enunciar todas las suposiciones acepta­
das tácitamente en la investigación histórica, debe suponerse que
esta tarea se ha completado cuando se caracteriza la estructura de
estas explicaciones.
Examinaremos primero la tesis de que las explicaciones históricas
de este tipo tienen un esquema deductivo. Es evidente que es posible
dar esta form a a tales explicaciones, siempre que sea factible elegir li­
bremente las premisas. Por ejemplo, una parte de la explicación de
Maitland de la manera desusada como Isabel proclamó su título pue­
de recibir una form a rigurosamente deductiva, si se introduce como
premisa adicional una suposición estrictamente universal, del si­
guiente modo: siempre que un individuo se ve obligado a enunciar
públicamente cuál de varias políticas alternativas adopta ostensibler
mente, siendo las circunstancias en las cuales se hace el anuncio tales
que induzcan a creer a ese individuo que la proclamación de un
com prom iso definitivo con una de esas políticas está preñada — en
ese momento— de graves peligros para él, éste formulará su anuncio
en un lenguaje ambiguo; Isabel se vio obligada a proclamar su posi­
ción sobre la cuestión romana en un momento en el cual ella consi­
deraba peligroso un anuncio de su decisión, cualquiera que fuera ésta;
por lo tanto, Isabel formuló su proclamación en lenguaje ambiguo.
Pero si bien la segunda premisa de este razonamiento form al­
mente válido repite en sustancia lo que Maitland sostenía explícita­
mente, no sucede lo mismo con la primera premisa, la estrictamente
universal; tampoco es probable que la hubiera aceptado, ni que la
hubiera aceptado cualquier otro. Pues simplemente no es verdad que
todos los hombres usen un lenguaje ambiguo en las condiciones es­
pecificadas en la primera premisa, ya que hay seres humanos (por ser
de una probidad intransigente y valerosa, o meramente temerarios o

720
simplemente estúpidos) que anuncian su adopción de determinado
curso de acción de una manera directa, aunque sea ventajoso para
ellos contemporizar. Por consiguiente, la primera premisa del razo­
namiento anterior es una generalización falsa acerca de las cuestio­
nes mencionadas en ella, de m odo que dicho razonamiento — bajo
esta forma— no es una explicación satisfactoria de la conducta de
Isabel. Por otra parte, una suposición plausible acerca de estas cues­
tiones sólo podrá tener, a lo sumo, una forma estadística y no estricta­
mente universal; afirmará, por ejemplo, que la mayoría de los hom­
bres, o que un cierto porcentaje de los hombres, se comporta de la
manera indicada. Pero si se reemplaza la primera premisa por alguna
generalización estadística aceptable, el razonamiento resultante no
será un razonamiento deductivo formalmente válido y sus premisas
implicarán la conclusión, no con necesidad, sino solamente con un
cierto «grado de probabilidad».
Por consiguiente, en la suposición de que, si es plausible la gene­
ralización tácita en la explicación de Maitland, la misma tenga forma
estadística, dicha explicación debe ser caracterizada como de estruc­
tura probabilística y no deductiva. Pero, ¿es correcta esta afirma­
ción? Por supuesto, no puede excluirse en principio la posibilidad de
establecer generalizaciones estrictamente universales. Sin embargo,
no parece haber actualmente tales generalizaciones. Además, a la luz
del examen efectuado en el capítulo anterior de la naturaleza esta­
dística de las generalizaciones de la ciencia social,6 si se llegara a es­
tablecer leyes universales bien fundadas acerca de la conducta
humana, es probable que se las formule en términos de distinciones
sumamente refinadas que caen fuera del ámbito habitual de intereses
de los historiadores. Así, supongamos que la proclamación de Isabel
de su título ambiguamente expresado pudiera ser deducida estricta­
mente de premisas que contuvieran, entre otras, suposiciones for­
muladas en términos de la teoría cuántica acerca del estado de sus
glándulas, del estado de sus sinapsis neurales, la organización de sus
células cerebrales y las intensidades de los diversos estímulos físicos
a los cuales estuvo expuesta. Es plausible conjeturar que la mayoría
de los historiadores y los lectores de la literatura histórica no acep­
tarían tal explicación, sobre la base de que no es el tipo de explica­
ción histórica a la cual están acostumbrados o en la que tengan mu­

6. Véase las págs. 656-657.

721
cho interés.7 A este respecto, la explicación de Maitland de la razón
por la cual Isabel proclamó su título en lenguaje ambiguo puede ser
considerada como típica de las explicaciones históricas de acciones
individuales. En consecuencia, hay una base sólida para afirmar que,
en general, las explicaciones históricas de este tipo tienen una es­
tructura probabilística.
Refuerza la afirmación anterior otra consideración que puede ser
ilustrada también con el ejemplo de Maitland. H em os discutido este
ejemplo com o si el único interés de Maitland hubiera sido explicar
el lenguaje ambiguo de la proclamación de Isabel. Se recordará, sin
embargo, que él trató de explicar por qué Isabel puso «etcétera» al
anunciar sus títulos soberanos, y no simplemente por qué utilizó una
formulación am bigua al hacerlo. Pero aun cuando fuera posible ex­
plicar este último hecho deduciéndolo estrictamente de algún con­
junto de premisas plausibles, el enunciado según el cual Isabel utili­
zó la expresión particular «etc.» (y no alguna otra expresión con la
cual también habría logrado su propósito, por ejemplo, «y lo de­
más») no quedaría explicado de manera deductiva. Por el contrario,
bajo las suposiciones admitidas, el hecho de que empleara la expre­
sión «etc.» sólo resultaría probable. Por otra parte, si se conservan
las distinciones que son adecuadas en el nivel de análisis practicado
normalmente por los historiadores, es despreciable la probabilidad
de establecer leyes estrictamente universales concernientes al uso de
la locución particular «etc.» por individuos que están indecisos con
respecto a un curso de acción pero que desean ocultar su indecisión.
Por lo tanto, no hay ninguna perspectiva de poder dar una explica­
ción de estructura deductiva de la utilización de esta locución por
Isabel en su proclamación.
L a observación que acabamos de hacer en términos de un ejem­
plo puede ser expresada de manera más general. Sea A 1 una acción

7. U n antropólogo profesional ha presentado esta observación de la si­


guiente manera: «L as ciencias humanas no llevan sus análisis mucho más allá
de la realidad “ aparente” , hasta un orden de cosas en el que ondas de probabi­
lidad que ondulan en la nada ofrezcan los com unes denom inadores últim os.
Para m ejor o para peor, las ciencias humanas se ocupan de la superficie feno­
ménica de la realidad; si la descartaran totalmente, destruirían su objeto de es­
tudio». S. F. N adel, The Foundations o f Social Antropology, G lencoe, 111.,
1951, pág. 195.

722
específica realizada por un individuo x en una ocasión t con el pro­
pósito de alcanzar un determinado objetivo O. L os historiadores no
tratan de explicar la ejecución del acto A x en todos sus detalles con­
cretos, sino solamente la ejecución de un tipo de acción A cuyas for­
mas específicas son A XyA 2y..., A n, Supongamos también que x podría
haber alcanzado el objetivo O si hubiera realizado en la ocasión t
una cualquiera de las acciones del subconjunto A x, A z, A k de la
clase de formas específicas de A. Por consiguiente, aun cuando un
historiador lograra dar una explicación deductiva del hecho de que x
realizó el tipo de acción A en la ocasión t, no por ello habría logrado
explicar deductivamente que x realizó la acción específica A x en esa
ocasión. En consecuencia, la explicación del historiador sólo de­
muestra, en el mejor de los casos, que, bajo las suposiciones enun­
ciadas, la ejecución de A x por x en la ocasión t es probable.

c. Las explicaciones históricas de acciones individuales son,


pues, de estructura probabilística; su form a es el resultado del carác­
ter esencialmente estadístico de las generalizaciones corrientes acer­
ca de la conducta humana que figuran en las suposiciones explicati­
vas. Pero, ¿en qué sentido debe ser interpretada la caracterización de
«probabilística»? U na exposición adecuada de esta cuestión suma­
mente controvertida y aún no resuelta requeriría análisis detallados
de la lógica del razonamiento probable y de la inferencia inductiva
que no podem os efectuar aquí. Pero debemos decir algunas pala­
bras, aunque sea brevemente, para elucidar el significado de esta ca­
racterización.
Indudablemente, la característica distintiva de los razonamientos
probabilísticos en general y de las explicaciones históricas en parti­
cular es que sus conclusiones no son consecuencias lógicamente ne­
cesarias de sus premisas, aun cuando se formulen explícitamente to­
das las suposiciones empíricamente bien fundadas pero utilizadas
tácitamente. Por consiguiente, las acciones que los historiadores lo­
gran explicar no pueden ser predichas (en el sentido de ser estric­
tamente deducibles) a partir de la información contenida en las pre­
misas de las explicaciones por cualquiera que tenga acceso a tal
información antes de los sucesos; esto es, la verdad de las premisas
de una explicación histórica es totalmente compatible con la false­
dad de la conclusión. Así, supongamos que «el individuo x se com ­
portó de la manera A en la ocasión t» es una representación esque­

723
mática de una acción para la cual un historiador trata de hallar una
razón, y que la explicación finalmente elaborada tiene la form a «el
individuo x se hallaba en las circunstancias C en la ocasión £», con la
premisa tácita adicional «en las circunstancias C la mayoría de los
individuos se comportan de la manera A ». Obviamente, puesto que
las premisas no bastan para demostrar lógicamente la conclusión,
ellas pueden indiscutiblemente ser verdaderas aun cuando el indivi­
duo x no haya actuado de la manera A en la ocasión t.
D e hecho, los historiadores raramente o nunca están en condi­
ciones de enunciar las condiciones suficientes para la producción de
los sucesos que investigan. La mayoría de las explicaciones históri­
cas, si no todas, al igual que las explicaciones de la conducta huma­
na en general — y, en realidad, com o muchas explicaciones de suce­
sos concretos en las ciencias naturales— , sólo mencionan algunas
de las condiciones indispensables (o, com o se dice comúnmente, ne­
cesarias) de la producción de tales sucesos. Sin embargo, debemos
hacer explícito el sentido en el cual debe entenderse esta afirmación,
indicando lo que se quiere expresar mediante el contraste entre con­
diciones «suficientes» y condiciones «necesarias» en este contexto y
en todo este capítulo. Supongamos que se produce un suceso A
cuando se realizan una serie de condiciones C, de m odo que el
enunciado S u «si se realiza C, entonces sucede A », pueda ser consi­
derado verdadero; pero no supondrem os que es verdadero el con­
verso de (es decir, «si sucede A, entonces se ha realizado C »),
para admitir la posibilidad de que A se produzca aunque se dé un
conjunto de condiciones C ’ diferente de C. Supongam os además
que la condición C consiste en la conjunción de una serie de facto­
res, uno de los cuales es Cj mientras que los restantes son C 2; y su­
pongam os que A no se produce cuando se da C j solo o C 2 solo,
pero que el enunciado S2 «si se realiza C 2, entonces se produce A si
y sólo si Q también se realiza», es verdadero. En virtud del enun­
ciado S ly y en consonancia con la norma corriente de la lógica fo r­
mal, se dice que C es una «condición suficiente» del suceso A, y que
A es una «condición necesaria» de C: pero, considerando las otras
suposiciones, es evidente que C t no es una condición necesaria de
A, en este sentido de la palabra «necesaria». Sin embargo, puesto
que según el enunciado S2 el suceso A no se producirá cuando se rea­
liza C, pero no C t, aunque A se produzca cuando se realizan Q y
C 2, Cj es una condición indispensable para la producción de A si

724
suponemos ya realizada la condición C 2. C on respecto a C 2, puede
decirse entonces que la condición es una «condición contingen­
temente necesaria» de A, para distinguir este sentido de la expresión
«condición necesaria» del sentido especificado en la lógica formal;
y para facilitar las referencias, usaremos la expresión «condición ab­
solutamente necesaria» para este último sentido. C on ayuda de es­
tas distinciones, podem os ahora enunciar más claramente cómo
debe interpretarse la afirmación de que las explicaciones históricas
no mencionan las condiciones suficientes de los sucesos, sino sola­
mente algunas de las «condiciones necesarias»: la expresión citada
debe entenderse en el sentido de «condición contingentemente ne­
cesaria» y no en el de «condición absolutamente necesaria». Sin em­
bargo, puesto que en este capítulo tendremos pocas ocasiones de
referirnos a condiciones de sucesos que no sean las contingente­
mente necesarias, en general evitaremos la expresión más larga y
usaremos en su lugar la más resumida de «condición necesaria».
Ilustremos la afirmación de que las explicaciones históricas, en lo
fundamental, sólo citan algunas de las condiciones contingentemen­
te necesarias de los sucesos. En la explicación de Maitland de la ra­
zón por la cual Isabel eludió una decisión inmediata en lo concer­
niente a la cuestión romana, se describe una trama compleja de
sucesos que él considera como la razón (y, por ende, una condición
necesaria) de la conducta de Isabel. Sin embargo, los hechos que
Maitland cita explícitamente no eran suficientes, claro está, para de­
terminar la acción, de modo que no se mencionan en su exposición
muchas otras circunstancias no menos indispensables para que la
reina actuara como lo hizo (por ejemplo, que Isabel estaba en su
sano juicio o que deseaba evitar la guerra civil). Maitland no citó al­
gunas de estas conclusiones necesarias adicionales quizás porque le
parecían demasiado obvias para necesitar una enunciación formal.
Pero si hay condiciones menos obvias que él no mencionó, ello se
debe indudablemente a que no conoce todas las condiciones en au­
sencia de las cuales la acción que trata de explicar no se habría pro­
ducido. En consecuencia, frecuentemente sólo se aceptan las expli­
caciones de sucesos particulares (en las ciencias naturales tanto como
en el estudio del pasado humano) con diversas reservas; una de las
más comunes es la notoria reserva ceteris paribus, según la cual pue­
de suponerse que las condiciones explícitamente mencionadas en
una explicación dan cuenta de un acontecimiento siempre que «otras

725
cosas sean iguales», donde estas «otras cosas» a menudo se descono­
cen o sólo se conjeturan.8
El carácter incompleto de las premisas cuando se adoptan las nor­
mas del razonamiento deductivo válido, y su formulación de las con­
diciones necesarias para la producción de los sucesos y no de las
condiciones suficientes, son dos características generalmente reco­
nocidas que aclaran, en parte, el sentido en el cual las explicaciones
históricas son «probabilísticas». Esta elucidación parcial de la carac­
terización es lo único esencial para los propósitos de nuestro pre­
sente examen. Sin embargo, para indicar los puntos en los que sur­
gen algunos de los problemas aún no resueltos cuando se intenta una
elucidación más completa, mencionaremos brevemente dos inter­
pretaciones de las muchas que se han propuesto de la palabra «p ro­
babilidad» y sus derivados.
Según una de las más antiguas concepciones, la probabilidad de
un enunciado dado h (o «hipótesis», para usar la designación habi­
tual) relativa a ciertas premisas dadas, o «elementos de juicio» e, m i­
de la confianza (o según algunas formulaciones, la intensidad de la

8. A m enudo se emplea tácitamente la cláusula ceteris paribus aun en ramas


m uy avanzadas de la física. P or ejemplo, la trayectoria que recorre una bala en
una ocasión determinada puede ser explicada con ayuda de la teoría newtonia-
na, complementada con datos particulares concernientes a una serie de cuestio­
nes. L a explicación de la trayectoria de la bala menciona explícitamente la lati­
tud en la cual se dispara el revólver, la dirección en la cual se lo apunta, la
velocidad inicial del proyectil y la resistencia del aire; pero no es probable que
mencione la posición de la Tierra con respecto a su galaxia y a otros sistemas ga­
lácticos. L a explicación ignora estos datos a causa de la suposición, aceptada en
la teoría newtoniana, de que la masa del proyectil es constante e independiente
no sólo de su velocidad, sino también de su distancia de otros cuerpos. H asta
que Ernst M ach no realizó su crítica de la mecánica newtoniana, al parecer a
ningún físico se le ocurrió que la inercia de un cuerpo podría ser una función de
su distancia con respecto a todos los otros cuerpos del universo. (L a suposición
de que esto es así ha sido llamada «principio de M ach» y ha recibido seria con­
sideración en la cosm ología física de la actualidad.) P or consiguiente, aunque la
distancia de un proyectil con respecto a todos los otros cuerpos varía obvia­
mente, p or lo general no se menciona la variación en las explicaciones de la tra­
yectoria de una bala y se la incluye tácitamente en la reserva ceteris paribus.
Véase O laf H elm er y N icholas Rescher, «O n the Epistem ology o f the Inexact
Sciences», M anagem ent Science, vol. 6,1959, esp. las págs. 25-33.

726
creencia) que un individuo x tiene en la verdad de h cuando x tiene la
información e, en la suposición de que x es «racional» o «razonable»
en algún sentido en el crédito que otorga a las creencias. Puesto que
esta interpretación es compatible con la asignación de diferentes gra­
dos de probabilidad por individuos diferentes a la misma hipótesis y
con respecto a los mismos elementos de juicio, la probabilidad, se­
gún esta tesis, no es una propiedad relacional completamente «obje­
tiva» de los enunciados, sino que tiene un componente «subjetivo»
que no es posible eliminar. Esta interpretación «subjetiva» fue la do­
minante durante unos dos siglos, pero luego perdió terreno entre la
mayoría de los estudiosos del tema debido a varias dificultades apa­
rentemente intrínsecas a ella, entre otras la dificultad técnica de defi­
nir una medida cuantitativa de las diferencias en los estados subjeti­
vos de confianza.
Pero, recientemente, esta interpretación ha adquirido nueva vida
en versiones mejoradas, y, bajo el rótulo de «probabilidad persona-
lística», desempeña un papel prominente en los desarrollos actuales
de la teoría estadística de la decisión. Según una de estas versiones,
por ejemplo, la probabilidad que un individuo que dispone de los
elementos de juicio e asigne a la hipótesis h se define en términos de
las apuestas que estaría dispuesto a aceptar si tuviera que apostar a la
verdad de h y contra su falsedad, de m odo que la probabilidad me­
dirá el riesgo que el individuo está dispuesto a asumir al adoptar h y
rechazar su negación. Así, supongamos que, a la luz de ciertos ele­
mentos de juicio una persona ofrece apuestas de 9 a 1 en favor de la
verdad del enunciado «no nevará en la ciudad de N ueva York en
abril próxim o»; esto es, acepta pagar nueve dólares si se equivoca
en la creencia de que el enunciado es verdadero, siempre que reciba
un dólar si tiene razón. Entonces, para este individuo, la probabili­
dad de este enunciado relativa a los elementos de juicio que posee es
de 9/10.
En la suposición de que este ejemplo es un paradigma para inter­
pretar los razonamientos probabilísticos en general, la estructura pro-
babilística de las explicaciones históricas puede ser elucidada, pre­
suntamente, de una manera similar en lo esencial. Para ilustrar tal
elucidación, dejemos de lado varias complicaciones y supongamos
que un cierto individuo x no sabe que Isabel puso «etcétera» cuando
proclamó su título, pero que se le da la información contenida en las
premisas explicativas postuladas por Maitland para dar cuenta de la

727
acción de ella. Supongamos, además, que se le pide a x que apueste,
en las circunstancias indicadas, si Isabel pondría «etcétera» en su
título, y que acepta apuestas de 7 a 3 en favor de la tesis afirma­
tiva. Entonces, con respecto a los elementos de juicio de que dis­
pone, la probabilidad para x de que Isabel actúa de esta manera es
de 7/10.
Sin embargo, puede afirmarse con seguridad que la mayoría de
los estudiosos que hoy utilizan suposiciones estadísticas y análisis
estadísticos en sus investigaciones se adhieren, con diversas formas,
a una interpretación patentemente distinta del término «probabili­
dad». Según esta tesis alternativa, dicho término sólo puede ser usa­
do significativamente en conexión con clases que contienen casos re­
petidos de determinados atributos (como el atributo de ser varón en
la clase de los nacimientos humanos); y, según una versión muy di­
fundida de esta interpretación, la probabilidad de determinado atri­
buto P en una clase dada R es la frecuencia relativa con la cual apa­
recen en R casos de P. Por ejemplo, si en los 100 primeros casos de
una serie de nacimientos humanos 52 son varones y si la proporción
de varones en el número total de nacimientos no varía apreciable­
mente a medida que la serie se hace progresivamente más larga, en­
tonces la probabilidad de que un niño sea varón en esta clase de na­
cimientos es de 52/100. Según esta interpretación, a diferencia de la
personalista, un grado de probabilidad es la medida de una propie­
dad totalmente «objetiva», puesto que esta propiedad es completa­
mente independiente de toda creencia humana acerca de las clases
que poseen esta propiedad.
Pero esta interpretación exige una ligera reformulación para hacer
evidente su posible importancia para elucidar el sentido en el cual las
explicaciones históricas son probabilísticas. Dicha reformulación se
basa en un recurso lógico que ya hemos mencionado en conexión
con la tesis instrumentalista acerca de las teorías científicas.9 D ado
un razonamiento con una conclusión particular y un enunciado ge­
neral com o una de las premisas, el procedimiento consiste en elimi­
nar el enunciado general de las premisas, reemplazándolo por un
principio conductor (o regla de inferencia) y luego deducir la con­
clusión particular de acuerdo con el principio conductor a partir de
premisas que son exclusivamente particulares. Así, supongam os que

9. Véase el capítulo VI.

728
una explicación histórica puede ser representada mediante la forma
esquemática simple siguiente: la mayoría de los individuos, en las
circunstancias C, se comportan de la manera A. El individuo i en la
ocasión t0 se encontraba en las circunstancias C, por lo tanto (pro­
bablemente), el individuo i en la ocasión í0 se com portó de la mane­
ra A; donde «C » y «A » son predicados constantes, «i» designa un in­
dividuo particular y «í0» una ocasión particular. Sea « C x, r» una
abreviatura de la form a de enunciado «el individuo x en la ocasión t
se hallaba en las circunstancias C »; A x> T resume la form a de enun­
ciado «el individuo x , en la ocasión t se com portó de la manera A »;
y « L » el principio conductor según el cual un enunciado de la forma
«Ax T» es derivable de un enunciado de la form a «C Xt r». Definamos
ahora una clase R de razonamientos del siguiente modo: cada razo­
namiento de R tiene una conclusión de la form a «Ax T» que es deri­
vado de acuerdo con L de la única premisa de la forma. Supongamos
que hay una frecuencia relativa definida con la cual se deriva una
conclusión verdadera de una premisa verdadera en R de acuerdo con
L. Esta «frecuencia de verdad relativa» es, entonces, por definición,
la probabilidad de que en R un razonamiento con una premisa ver­
dadera tenga una conclusión verdadera; además, la anterior explica­
ción histórica es equivalente a un razonamiento perteneciente a R.
Según esta interpretación, por ende, una explicación histórica es pro-
babilística en el sentido de que corresponde a un razonamiento per­
teneciente a una clase de razonamientos en la cual la frecuencia de
verdad relativa es menor que 1.
Sin embargo, aunque esta explicación, así com o la basada en la in­
terpretación personalística de «probabilidad», tiene muchos defen­
sores, ninguna de ellas ha conquistado la aceptación general porque
ambas tienen características que muchos consideran como graves fa­
llas. Por ejemplo, según la mayoría de los críticos de la probabilidad
personalística, su principal debilidad es que, según esta interpreta­
ción, los juicios de probabilidad se basan en última instancia en las
idiosincrasias variables de los seres humanos y, en consecuencia, no
pueden ofrecerse razones firmes para preferir enunciados con eleva­
das probabilidades a los de bajas probabilidades como conclusiones
de explicaciones confiables o como fundamento de predicciones dig­
nas de confianza. Por otra parte, la dificultad central comúnmente
observada en la interpretación basada en la frecuencia de verdad es
que, como no es posible asignar con sentido una frecuencia a un

729
s,olo enunciado, es estrictamente carente de sentido hablar de la p ro­
babilidad de una hipótesis dada relativa a elementos de juicio dados.
Por consiguiente, se sostiene a menudo que esta interpretación es in-
trín secamente inadecuada para elucidar el sentido en el cual una ex­
plicación histórica de una acción particular muestra que esta acción
ha sido probable. Pero, si bien esta crítica de la concepción basada en
la frecuencia de verdad no es en modo alguno fatal para las tesis de
sus defensores, pues la fuerza de esta crítica puede ser atenuada efec­
tivamente, no podem os proseguir aquí la discusión de este problema
y de otros problemas relacionados con él.10

2. H asta aquí hemos examinado las explicaciones de acciones in­


dividuales en términos de condiciones cuyas duraciones se ignoran.
Debem os examinar ahora el esquema que presentan las explicacio­
nes históricas de acciones en términos de circuntancias temporal­
mente extensas.
Las explicaciones de este tipo habitualmente adoptan la form a de
narraciones. Aunque a menudo no se formulan explícitamente las
relaciones de dependencia entre los sucesos que describen, la selec­
ción de sucesos para su mención sucesiva se basa indudablemente en
la suposición tácita de que algunos de estos sucesos son condiciones
necesarias de algunos de los otros. U n ejemplo de tales explicaciones
ayudará a poner en evidencia su estructura. Considerem os, pues, la

10. L a bibliografía sobre los fundamentos de la probabilidad es vasta. Para


una visión general de las diversas posiciones que se han adoptado, véase Ernest
N agel, «Principies of the Theory of Probability», en International Enciclope­
dia o f Unified Science, Chicago, 1939, vol. 1, n° 6. Para las versiones modernas
de la interpretación subjetivista, véanse Frank Ram sey, «Truth and Probabi­
lity», en The Foundations o f Mathematics, Londres, 1931; Bruno de Finetti, «L a
Prévision: ses lois logiques, ses sources subjectives», Anuales de Tlnstitute Hen-
ri Poincaré, vol. 7, 1937; y, más recientemente, Leonard J. Savage, The Founda­
tions o f Statistics, N ueva Y ork, 1934. esp. los caps. 3 y 4. Para la concepción ba­
sada en la frecuencia relativa, véanse Richard von M ises, Probability, Statistics
an d Truth, N ueva Y ork, 1939; y H ans Reichenbach, Experience an d Prediction,
Chicago, 1938; y para la versión de la frecuencia de verdad, véase Charles S.
Peirce, Collected Papers (comps. Charles H artschorne y Paul W eiss), C am brid­
ge, M ass., 1932, vol. 2, págs. 415-477. O tro enfoque diferente del tema se en­
contrará en John M. Keynes, A Treatise on Probability, Londres, 1921; y en Ru-
dolf Carnap, Logical Foundations o f Probability, Chicago, 1950.

730
explicación dada por el historiador G . M. Trevelyan de la razón por
la cual el primer conde de Buckingham se opuso finalmente al ma­
trimonio del joven príncipe Carlos (luego C arlos I) con la infanta es­
pañola María, a pesar de que hasta principios de 1623 Buckingham
había sido un entusiasta partidario del proyecto. Después de desta­
car que Buckingham estaba impaciente por la dilación de los planes
matrimoniales y que obtuvo el permiso de Jacobo I para ir con C ar­
los a España para llevar a la princesa a Inglaterra, Trevelyan con­
tinúa:

Se embarcaron secretamente, galoparon disfrazados a través de


Francia y se presentaron ante las asombradas calles de Madrid. Aunque
no se le permitió hablar con la pobre princesa a causa de las ideas espa­
ñolas sobre el decoro, Carlos se imaginó que se había enamorado de ella
a primera vista. Sin tener en cuenta para nada el bienestar público, ofre­
ció hacer todo género de concesiones al catolicismo inglés, anular las
Leyes Penales y permitir que sus hijos fueran educados en la fe de su
madre. Pero los españoles aún no tenían garantías de que estas promesas
realmente se cumplirían y se negaron a abandonar el Palatinado [uno de
los objetivos que Jacobo esperaba lograr a través del matrimonio pro­
yectado]. Mientras tanto, se produjo una querella personal entre Buc­
kingham y la nación española. El favorito [es decir, Buckingham] [...] no
observaba la etiqueta española ni el recato común. Los altivos hidalgos
no pudieron soportar las libertades que él se tomaba. [...] Los caballeros
ingleses, que pronto salieron en busca de sus gobernantes fugitivos [es
decir, Buckingham y Carlos], se reían de las tierras estériles, las pobla­
ciones miserables y las malas posadas por las cuales pasaban, y se jacta­
ban de su Inglaterra. N o fueron bienvenidos en Madrid y se imaginaban
que los sacerdotes los maldecían. [...] Comenzaron a odiar a los españo­
les y a temer la concertación del matrimonio. Buckingham era sensible a
las emociones de sus allegados y pronto transmitió el cambio de sus
propios sentimientos acerca de España al silencioso y hosco muchacho,
al cual siempre podía arrastrar con él en todos los arranques de pasiones
fugaces.11

Puede considerarse que esta narración describe un número finito


de sucesos o estados de cosas, algunos de ellos en un orden consecu­
tivo, y otros más o menos simultáneos con varios de los anteriores; y

11. G eorge M. Trevelyan, England under the Stuarts, N ueva Y ork y Lon ­
dres, 1906, págs. 128-129.

731
cada circunstancia mencionada es ostensiblemente una condición
contingentemente necesaria de algún suceso posterior de la serie. Así,
sea «c¿» la abreviatura de una descripción de un suceso, donde los su­
bíndices indican los sucesos en su orden temporal y los superíndices
aproximadamente sucesos concomitantes. L a siguiente secuencia es
una de las maneras de registrar los hechos descritos en la narración:
c0 (Buckingham deseaba el matrimonio de Carlos y la Infanta; cx (va­
rias circunstancias, no mencionadas en la cita anterior, frustraron la
temprana realización de su deseo); c2 (Buckinghaní se impacientó por
el retraso); c3 (Buckingham decidió lograr su objetivo yendo a buscar
a España a la infanta); c4 (obtuvo el consentimiento de Jacobo I para
ir a España con Carlos); c5 (Buckingham navegó hacia Francia con
Carlos); c6 (cabalgó a través de Francia en dirección a España con C ar­
los); c7 (Carlos hizo promesas concernientes al tratamiento de los ca­
tólicos en Inglaterra); c7 (España se negó a abandonar el Palatinado):
c7" (Buckingham se tomó dudosas libertades en su conducta); c8 (los
españoles manifestaron hostilidad hacia Buckingham); c8' (varios in­
gleses llegaron a España para encontrarse con Buckingham y Carlos);
c9 (la conducta de estos ingleses provocó una hostilidad aún mayor de
los españoles); cw (estos ingleses comenzaron a odiar a los españoles
y a las perspectivas de matrimonio entre Carlos y la infanta); cn (se
informó a Buckingham acerca de este odio y de la hostilidad españo-
la); c12 (Buckingham cambió de opinión acerca de la conveniencia del
matrimonio y se convirtió en opositor de este plan).
C om o paso preliminar para caracterizar la estructura de la expli­
cación de Trevelyan, hagamos explícita la manera como están rela­
cionados (o dejan de estar relacionados) algunos de los doce puntos
que hemos extraído de esta explicación narrativa. En primer lugar,
no parece haber conexión alguna entre c0 y c12 (la acción para la cual
se propone una explicación), como no sea que el último es el «opues­
to» del primero. E s difícil imaginar una generalización razonable
que nos permita, dado c0, concluir que c12 probablemente ocurra; en
todo caso, no se conoce ninguna generalización semejante. Sin em­
bargo, suponiendo, para los fines de la argumentación, que la narra­
ción de Trevelyan es fácticamente correcta, su explicación muestra
por qué se produjo la transición del primer estado al último. Logra
m ostrar esto intercalando una serie de sucesos entre c0 y c12, con lo
cual «llena» el abismo temporal entre los estados inicial y final de
una secuencia. El problema es determinar de qué manera contribuye

732
la introducción de estos sucesos adicionales a la explicación del cam­
bio de actitud de Buckingham.
En segundo lugar, no hay ninguna generalización que nos permita
inferir la probabilidad de cx a partir de c0. Por el contrario, sobre la
base de la información contenida en el relato de Trevelyan, cl5 sólo
puede ser considerado como un suceso totalmente extraño a c0 y debe
ser aceptado simplemente como un «hecho en bruto», como una con­
dición inicial no explicada, al igual que c0, aunque aparezca después de
c0. La misma observación puede hacerse con respecto a algunos de los
otros sucesos mencionados en la narración, por ejemplo, acerca de c7
en su relación con los sucesos que le preceden en la serie anterior.
Pero, en tercer término, dados c0 y cl5 poseem os fundamentos
confiables para esperar que c2 también se producirá, si aceptamos la
suposición (designémosla como « L 0x2» para referencias futuras) de
que los hombres se impacientan, en general, cuando creen que sus
planes se frustran reiteradamente a causa de personas que les disgus­
tan. Por consiguiente, podem os explicar c2. Además, puesto que la
condición c0 continúa presente durante toda la existencia de cl5 las
dos condiciones pueden ser consideradas como condiciones iniciales
de existencia simultánea para L 012 de modo que la explicación tiene
la estructura probabilística que ya nos es familiar. Análogas explica­
ciones pueden darse de otros sucesos de la secuencia anterior, una
vez que se supone que las condiciones necesarias para ellos se han
realizado sucesivamente y si se dispone de generalizaciones acepta­
bles concernientes a esas condiciones y a esos sucesos. En particular,
es posible explicar c12 de esta manera si suponemos que cn ya ha su­
cedido y que hay alguna generalización bien fundada L n 12 acerca de
las respuestas de los hombres a condiciones como las expuestas en
cn, por ejemplo, la generalización de que la mayoría de los hombres,
si creen que ellos y las personas como ellos desagradan a un grupo
extranjero y son sensibles también al odio con el cual los miembros
de su entorno responden a ese desagrado, ellos mismos desarrollan
actitudes intensamente antagónicas hacia aquel grupo.
Debe observarse, finalmente, que el número de sucesos que la ex­
plicación de Trevelyan intercala entre c0 y c12 puede ser ampliado
tanto como disminuido. La magnitud de este número depende de di­
versas consideraciones, entre otras de la cantidad de detalles que un
historiador juzga apropiado incluir en su historia, quizás por razones
de estilo o porque desea mencionar solamente lo que es «más im­

733
portante»; de la información acerca del pasado de que realmente dis­
pone; del alcance de sus investigaciones y del nivel de análisis que
adopta al realizarlas; de las generalizaciones tácitas que acepta para
explicar los sucesos intercalados; y de su concepción acerca de los
elementos de juicio requeridos para demostrar convincentemente que
una presunta relación de dependencia rige entre los sucesos que exa­
mina. Algunos autores han sostenido que el modelo adecuado de ex­
plicaciones satisfactorias de sucesos particulares en todos los dom i­
nios de la investigación, y no sólo en la historia humana, es el de una
«serie continua de sucesos».12 Sin embargo, si es necesario mencionar
una serie temporalmente ordenada de sucesos, sólo es posible men­
cionar un número finito de ellos; en consecuencia, ninguna explica­
ción real puede ilustrar el modelo de la «serie continua», sea en la
historia humana, sea en cualquier otro ámbito. N o obstante esto, es
verdad que, en las explicaciones históricas del tipo en consideración,
los historiadores tratan de «llenar» las lagunas temporales de sus ex­
plicaciones intercalando otros sucesos. Pero este hecho no demues­
tra, com o se ha sostenido a veces, que esas explicaciones históricas
prescindan de suposiciones generales, de la manera que hemos indi­
cado. Por el contrario, este hecho es totalmente congruente con el
uso de suposiciones generales por los historiadores; ya hemos ex­
puesto algunas de las razones por las cuales los historiadores tratan
de efectuar tales interpolaciones y algunas de las consideraciones
que gobiernan su selección de los sucesos que intercalan.
Caractericemos ahora la estructura lógica de la explicación de
Trevelyan de la razón por la cual, en el otoño de 1623, Buckingham
se opuso al matrimonio del príncipe Carlos con la infanta. Su expli­
cación es un ejemplo de lo que se conoce comúnmente com o una
«explicación genética» de un suceso o estado de cosas particular,
tipo de explicación mencionado en el capítulo II y frecuente en la
biología (en los análisis ontogenéticos), la geología histórica y otras
ramas de las ciencias naturales, y no sólo en la historia humana. F o r­
mularemos, pues, el esquema de las explicaciones genéticas en tér­
minos generales, sin especial referencia a la narración de Trevelyan,
aunque continuaremos utilizando con ligeras modificaciones la no­
tación introducida al analizar este ejemplo.

12. William D ray, Law s an d Explanation in History, N ueva Y ork, 1957,


cap. 3, esp. las págs. 66-72 y 79-81.

734
U na explicación genética de un suceso o estado de cosas particu­
lar q que sucede en el tiempo t muestra que q es el resultado de una
serie de sucesos cuyo término inicial es un suceso o estado de cosas
co que existió antes de cr 13 Por consiguiente, la explicación implica
una referencia a una serie de sucesos c0, cu q , c k, ck\ ck” , ..., q.
Algunos de los sucesos pueden haberse producido más o menos si­
multáneamente (son los indicados por las letras de índices iguales
pero diferentes superíndice) y pueden tener duraciones superpues­
tas; pero la mayoría de ellos se producen en momentos diferentes.
Además, presumiblemente sólo se incluye un suceso en la serie si es
una condición indispensable para la aparición de algún suceso pos­
terior de la serie.
La estructura lógica de una explicación genética de un suceso
particular puede ser caracterizada, pues, de la siguiente manera:
(a) sus premisas pertenecen a una u otra de dos clases C y G. Todo
enunciado E¿ de C tiene form a singular y afirma que se ha produci­
do el suceso (o «condición») q. Aunque raramente son formulados
de manera explícita los enunciados de G en las explicaciones genéti­
cas, son de forma general y habitualmente estadísticos (o casi esta­
dísticos) más que estrictamente universales. Estas generalizaciones
afirman relaciones de dependencia entre diversos aspectos de los su­
cesos q; por ejemplo, la generalización L ijk podría afirmar que suce­
sos análogos en ciertos aspectos a q y q son seguidos, por lo general,
por sucesos análogos a ck. (b) L os enunciados particulares (es decir,
los de C) caen en dos subclases C t y C 2. D e cada enunciado de C t
puede darse una explicación que sea probabilística o (más raramen­
te) deductiva, algunas de cuyas premisas pertenecen a C y las otras a
G, con la aclaración de que un enunciado particular E ¿ no es una pre­
misa en una explicación de q ni de ningún suceso anterior a q. El
enunciado particular E t (que afirma la producción del suceso para el
cual se propone la explicación genética) obviamente debe pertenecer
a C 1} puesto que en caso contrario q no sería explicado genética­
mente. Por otra parte, la subclase C 2 contiene todos los enunciados

13. Las razones para elegir c0 en lugar de algún otro suceso del pasado como
término inicial de la serie, habitualmente son diversas. Pueden depender del
tema que se investiga, del nivel de análisis adoptado, de la información que ya
posee el auditorio al cual está dirigida la explicación y hasta de la necesidad de
establecer un punto conveniente en el cual comenzar la explicación.

735
de C que no pertenecen a C , y que, por lo tanto, no pueden ser ex­
plicados de la manera en que pueden serlo los de Q . Por consi­
guiente, los enunciados de C 2 son los que formulan las condiciones
iniciales de la explicación genética y deben ser aceptados simple­
mente com o datos. C 2 debe contener al menos un enunciado, a saber
£ 0, aunque, en general, contendrá muchos más. En realidad, una ca­
racterística distintiva de las explicaciones genéticas es que los enun­
ciados de C 2 que formulan las condiciones iniciales son bastante nu­
m erosos, que las condiciones especificadas por ellos no aparecen
todas simultáneamente y que, en su m ayor partea esas condiciones
no pueden ser enunciadas antes de su aparición.
En resumen, una explicación genética de un suceso particular es
analizable, en general, en una secuencia de explicaciones probabilís-
ticas cuyas premisas particulares se refieren a sucesos que ocurren en
tiempos diferentes, más que simultáneamente, y que sólo son, en el
m ejor de los casos, algunas de las condiciones necesarias, y no la
cantidad total de las condiciones suficientes, para los sucesos que
esas premisas ayudan a explicar.

3. Pasamos finalmente a las explicaciones de sucesos acumulati­


vos, constituidos por las acciones de muchos hombres, como el sur­
gimiento de alguna nueva institución social, el aumento de pobla­
ción de un país determinado durante un cierto período o el estallido
de una guerra. L os sucesos de este tipo, especialmente cuando abar­
can una gran cantidad de seres humanos o tienen una considerable
dispersión temporal, comúnmente no son el resultado de un plan
deliberado o de una acción concertada. Frecuentemente, ni siquiera
son objetivos a los que tienda algún individuo que participa en ellos.
En consecuencia, las explicaciones propuestas para ellos son mucho
más controvertidas entre los historiadores que las explicaciones de
acciones individuales. Pues los «factores» o «fuerzas sociales» a los
cuales atribuyen tales sucesos colectivos los historiadores a menudo
varían considerablemente; los tajantes desacuerdos que siguen exis­
tiendo entre estudiosos indiscutiblemente autorizados acerca de la
adecuación de muchas de esas explicaciones revelan la ausencia de
teorías bien establecidas y generalmente aceptadas del cambio social.
Pero no nos ocuparemos de los problem as planteados por el conte­
nido de las explicaciones de este tipo ni de la validez de las numero­
sas «teorías de la causación histórica» (es decir, las suposiciones más

736
o menos claramente articuladas acerca de los determinantes del cam­
bio social) que frecuentemente subyacen en tales explicaciones. N o s
ocuparemos exclusivamente del esquema abstracto que presentan las
explicaciones de est,e tipo. Pero, puesto que las limitaciones de espa­
cio nos impiden el examen extenso y detallado de varios ejemplos de
tales explicaciones, que sería la única manera de hacer justicia a las
complejidades de este esquema, sólo destacaremos algunas de sus ca­
racterísticas más importantes.
Raramente es posible dar cuenta de un suceso colectivo con un
grado apreciable de complejidad considerándolo como un caso de un
tipo repetido de sucesos y mostrando, luego, su dependencia de con­
diciones anteriormente existentes a la luz de alguna generalización
(tácita o explícita) acerca de los sucesos de este tipo. Por ejemplo, los
historiadores no tratan de explicar la Reforma protestante concibién­
dola simplemente como un caso de las reformas en general (ni siquie­
ra de la clase más estrecha de las reformas religiosas en general), o ar­
guyendo que, como las reformas se producen en ciertas condiciones
y estas condiciones existían en Alemania en el siglo xvi, la Reforma
protestante fue el resultado de éstas. Pues, en primer término, aun su­
poniendo que sea posible clasificar de manera útil tales sucesos en
gran escala como casos de diversos tipos adecuadamente descritos,
el número de casos conocidos de un tipo determinado habitualmen­
te es muy pequeño, y, puesto que son escasos los elementos de juicio
atinentes a generalizaciones acerca de las condiciones en las cuales se
producen los sucesos de un tipo dado, las generalizaciones confiables
acerca de sucesos pertenecientes a los diversos tipos son, en el mejor
de los casos, muy raras. Pero, en segundo término, suponiendo que
se hayan producido, de hecho, diversos casos de un tipo determina­
do de suceso colectivo en gran escala, necesariamente debe haber im­
portantes diferencias entre ellos. Y aun cuando se dispusiera de gene­
ralizaciones dignas de confianza acerca de los sucesos de este tipo, no
es probable que tales generalizaciones sean muy útiles para explicar la
producción de un caso determinado de ese tipo. Por ejemplo, las re­
voluciones políticas se han producido repetidamente en el pasado, y
el fenómeno ha sido estudiado extensamente.14 Aunque la Revolu­

14. Véanse Alfred Meusel, «Revolution and Counter-Revolution», en


Encyclopedia o f the Social Sciences, N ueva York, 1934, vol. 13, págs. 367-375; y
Crane Brinton, The Anatomy o f Revolution, ed. rev., N ueva York, 1952.

737
ción norteamericana de 1775, la Revolución china de 1911 y la Revo­
lución rusa de 1917 son todos casos de este fenómeno, difieren signi­
ficativamente en las circunstancias en las cuales sucedieron y en el
curso de su desarrollo; y las generalizaciones disponibles acerca de las
revoluciones como clase de sucesos colectivps ayudan muy poco a
explicar por qué se produjo una revolución en Rusia en 1917.
Por consiguiente, los críticos de lo que se ha llamado el modelo de
explicación basado en leyes «inclusivas» [covering laws] (es decir, la
tesis de que las explicaciones satisfactorias de sucesos particulares son
de forma deductiva, de modo que para explicar un suceso es necesa­
rio someterlo a una ley estrictamente universal que sirva como pre­
misa en la explicación) indudablemente tienen razón al sostener que
las explicaciones históricas de sucesos acumulativos no presentan este
esquema.15 En realidad, esta afirmación mantiene su verdad si se la
amplía para sostener que la forma de tales explicaciones comúnmente
ni siquiera es probabilística, en el sentido de que el suceso que se quie­
re explicar pueda ser sometido simplemente a una generalización es­
tadística apropiada. Sin embargo, estas admisiones no establecen la
afirmación adicional que defienden los críticos del modelo basado en
leyes inclusivas, según la cual en la explicación de sucesos colectivos
no intervienen las suposiciones generales (explícitas o implícitas).
Pues si se supone que los hechos admitidos demuestran esta afirma­
ción, un argumento similar obligaría a aceptar la conclusión de que no
se necesita ninguna ley física para explicar la conducta de una loco­
motora particular, por ejemplo, ya que no existen leyes físicas referen­
tes específicamente a las locomotoras y a las cuales pueda someterse la
locomotora aludida como unidad aislada. Pero esta conclusión sería
evidentemente errónea. Para explicar la conducta de una locomotora
es necesario considerarla como un sistema más o menos integrado de
partes componentes (caja de fuegos, caldera, ruedas motrices, faroles,
etc.), cuyas diversas operaciones sólo pueden ser explicadas en térmi­
nos de varias leyes acerca de ciertos fenómenos físicos manifestados
por los componentes (por ejemplo, varias leyes de la mecánica, la ter­
modinámica, la óptica, etc.), de modo que las características de todo el
sistema (por ejemplo, la fuerza de tracción, la velocidad de movimien­
to, la eficiencia de funcionamiento, etc.) finalmente puedan ser presen­
tadas como producto de las interacciones entre algunas de las partes.

15. William D ray, op. cit., cap. 2.

738
En realidad, los historiadores explican un suceso acumulativo de
considerable complejidad de una manera totalmente análoga. Los
historiadores no pueden abordar tal suceso como un todo único,
sino que deben primero analizarlo en una serie de «partes» o «aspec­
tos» constituyentes. Frecuentemente se emprende el análisis para p o ­
ner de relieve características «globales» del suceso total como resul­
tado de la particular combinación de componentes que el análisis
trata de especificar. El objetivo primario de la tarea del historiador,
sin embargo, es mostrar por qué esos componentes estuvieron pre­
sentes en realidad; y sólo puede lograr este objetivo a la luz de su­
posiciones generales (habitualmente tácitas) concernientes a algunas
de las condiciones en las cuales esos componentes presumiblemente
aparecen. De hecho, hasta el análisis de un suceso colectivo está go­
bernado, en gran medida, por tales suposiciones generales. Ante todo,
la delimitación del suceso mismo — esto es, la selección de algunas
de sus características en lugar de otras para describirlo, y contrapo­
nerlo así con anteriores estados de cosas a partir de los cuales presu­
miblemente se produjo, así como la adopción de un tiempo o una
circunstancia particular para fijar sus presuntos comienzos— de­
pende, en parte, de la concepción general del historiador acerca de
las variables «básicas» en términos de las cuales debe entenderse di­
cho suceso. En segundo término, los componentes que un historia­
dor distingue en un suceso cuando trata de explicar por partes su
aparición son, habitualmente, aquellos cuyas condiciones determi­
nantes «de mayor importancia» están especificadas por las genera­
lizaciones que normalmente acepta acerca de tales componentes,
de modo que estas determinantes son con frecuencia las que trata de
descubrir en una configuración real de sucesos que se realizó antes o
simultáneamente con el suceso colectivo bajo investigación. En re­
sumen, las generalizaciones de algún tipo parecen tan esenciales en
las premisas de las explicaciones de sucesos acumulativos como en las
explicaciones de acciones individuales.
Así, la manera específica de desmenuzar conceptualmente un su­
ceso colectivo en «partes» o «aspectos» abordables varía según los
preconceptos con que un historiador realiza su estudio, así como
con la magnitud del suceso y las circunstancias presentes en él. Sin
embargo, es conveniente distinguir entre dos amplias clases de expli­
caciones de sucesos analizados en sus componentes: las que tratan de
acontecimientos con comienzos «abruptos», como la Reforma pro­

739
testante, la Guerra Civil Norteamericana o la caída de la República
Alemana de Weimar; y las que se refieren a sucesos que no tienen,
supuestamente, comienzos claramente definibles, sino que son «con­
tinuas» con estados de cosas anteriores, como la feudalización de
Europa, el desarrollo del capitalismo moderno o la Revolución in­
dustrial. Pero bastará para nuestros propósitos examinar solamente
las explicaciones del primer tipo.
En las explicaciones de este tipo, los historiadores a menudo dis­
tinguen entre la causa «inmediata» o («desencadenante») de un suce­
so y sus causas «subyacentes» (o «básicas»). Una causa inmediata es,
generalmente, algún suceso de duración relativamente corta que da
comienzo al suceso colectivo; puede ser un «suceso natural» (por
ejemplo, un terremoto cataclísmico), una acción individual (un ase­
sinato) o un acontecimiento colectivo (una derrota militar). Las causas
subyacentes a las cuales los historiadores frecuentemente se refieren
son las llamadas por lo común, en términos obviamente metafóricos
«fuerzas sociales», y están constituidas por modos de acción relati­
vamente perdurables y por formas de conducta menos normales ma­
nifestadas por diversos grupos de personas anónimas. Las fuerzas
sociales mencionadas a menudo en las explicaciones históricas son,
por ejemplo, las restricciones impuestas por las estructuras políticas,
la influencia de los intereses y las instituciones económicas, los con­
troles que ejercen las religiones organizadas, las coerciones prove­
nientes de las actividades y disposiciones militares, y la acción de di­
versas creencias, ideas y aspiraciones, tal como se manifiestan en las
actitudes y actividades de quienes las poseen.
Examinemos brevemente un ejemplo típico de explicaciones de
este género. En su descripción de la caída de la República de Weimar,
el historiador británico Barraclough halla que diversas clases sociales,
identificadas parcialmente en términos de sus aspiraciones divergen­
tes, desempeñaron papeles capitales en este acontecimiento: la clase de
los oficiales del ejército y los junkers, devotos a los ideales de la aris­
tocracia terrateniente prusiana; los grupos económicos representados
por los magnates industriales y financieros; los obreros industriales
inspirados por objetivos socialistas; las clases medias de comerciantes
y empleados, y los campesinos, separados de la clase obrera organiza­
da por actitudes políticas y religiosas tradicionales; y los equivalentes
de los industriales y capitalistas alemanes en los países aliados, opues­
tos al socialismo tanto en el exterior como en el interior.

740
Barraclough describe el alineamiento de estos grupos como exis­
tentes antes del derrumbe de la República de Weimar, rastreando en
algunos casos las razones de este alineamiento remontándose hasta
la Guerra de los Treinta Años; pero la parte inmediatamente atinen­
te a su explicación comienza con el fin de la Primera Guerra M un­
dial. Según él, en lo que concierne al ulterior destino de la Repúbli­
ca de Weimar, «la suerte ya estaba echada en 1919», porque la nueva
Constitución no complementó sus form as políticas liberales con las
indispensables redistribuciones del poder económico y político. Así,
a pesar de la derrota de la Reichswehr en la guerra, la clase que re­
presentaba siguió teniendo un papel dominante en la política alema­
na, aunque era abiertamente hostil a las instituciones liberales del
nuevo orden. L a clase obrera organizada no prestó a la Constitución
de Weimar su adhesión unificada porque no vio ninguna esperanza
de realizar sus objetivos básicos dentro del armazón de este sistema.
El poder de los grandes intereses industriales quedó intacto, en par­
te por temor a la intervención extranjera si se adoptaban medidas so ­
cialistas. L a República de Weimar tuvo el apoyo de las clases medias,
pero no ejerció ningún poder efectivo y no vio razones para aliarse
con los movimientos de izquierda. Este equilibrio inestable de fuer­
zas sociales fue finalmente alterado por la crisis económica de 1929.
Ya empobrecidas por la inflación que había habido siete años antes,
las clases medias perdieron confianza en la República de Weimar y
miraron con esperanza hacia el nacionalsocialismo. Pero el ejército,
los junkers y los industriales, contando con la complacencia de sus
equivalentes en los países aliados, también vieron en Hitler una
oportunidad para eliminar definitivamente la amenaza del comunis­
mo en Alemania y establecer su propia dominación indiscutida. La
subida de Hitler al poder, concluye Barraclough, «fue la obra de
Hindenburg como representante del ejército, de Papen en represen­
tación de la aristocracia, de Hugenberg, señor de la prensa, y de
Thyssen en representación de los industriales del R uhr».16
Teniendo presente este ejemplo, podem os representar esquemá­
ticamente el modelo de este tipo de explicación de la siguiente ma­
nera: sea Sfun suceso colectivo cuyo comienzo se fija en un momen­
to t; y supongamos que, cuando se analiza St, se encuentra que tiene

16. G . Barraclough, The O ñgins o f M odem Germ any, N ueva York, 1957,
pág. 450.

741
como componentes un conjunto de fuerzas sociales F u F2i
que interactúan de la manera R t. Supongamos también que el análi­
sis revela que esas fuerzas han estado relacionadas en algún momen­
to s un poco anterior a t de la manera R s (al que designaremos como
un estado de «equilibrio»). La tarea, tal como se la concibe habitual­
mente, de explicar por qué sucedió St consta, pues, de dos partes:
¿por qué cambió el alineamiento de fuerzas d e R s a R t? ¿ Y por qué se
encontraban esas fuerzas en el alineamiento R s en el tiempo s? H abi­
tualmente se responde al primer interrogante en términos de la pro­
ducción en el tiempo t de un suceso desencadenante st que tuvo al­
gún efecto sobre una o más de las fuerzas componentes F¿ y, de este
modo, alteró el equilibrio i?,.17 Pero claro está que esta respuesta ad-

17. A lgunos historiadores tienden a disminuir el papel de los sucesos de­


sencadenantes. Según un autor reciente, por ejemplo: «[...] la “ causa inmediata”
no es realmente una causa; es simplemente el punto de una cadena de sucesos,
tendencias, influencias y fuerzas en el cual el efecto comienza a hacerse visible.
£1 suceso desencadenante es com o la caída de un fósforo en una pila de com ­
bustibles o el golpe de un martillo sobre un explosivo. C om o tal, es una buena
guía para hallar los antecedentes que pueden ser considerados más satisfactoria­
mente com o “ causas” . L a línea de investigación más satisfactoria no es pregun­
tarse: ¿qué habría sucedido si no se hubiera producido ese “ accidente” ?, sino
más bien: ¿cóm o las circunstancias condujeron a tal hecho?, ¿cóm o un mero ac­
cidente com o la entrega con retraso de un mensaje o seguir un camino equivo­
cado en un desfile [se alude aquí al retraso de Luis X V I en notificar a la A sam ­
blea N acional que no se iba a efectuar ninguna reunión el 20 de junio de 1789 y
al camino equivocado tom ado por el chófer de Francisco Fernando en Sarajevo,
respectivamente] puede conducir a una revolución mundial o a una guerra m un­
dial? C uando se adópta esta línea de investigación, la respuesta a “ lo que podría
haber sucedido” habitualmente es m uy simple: a menudo uno llega a conven­
cerse de que, de no haber sido ese accidente, algún otro habría tenido el mismo
efecto posteriorm ente, pues las tendencias, influencias y factores aún seguían
actuando». Louis G ottschalk, Understanding History, N ueva Y ork, 1950, págs.
210-211. Aunque esta opinión es comprensible com o reacción contra las expli­
caciones históricas que tratan de explicar el pasado exclusivamente en términos
de sucesos desencadenantes, suprime el trigo junto con la cizaña. Si se acepta
que un suceso E no se habría producido en el momento t de no haber ocurrido
un suceso desencadenante e en ese momento, evidentemente es absurdo soste­
ner que en ausencia de e lo m ism o se habría producido E en el tiem po t. Sin
duda, si E no hubiera ocurrido en el tiempo í, podría haber ocurrido en algún
otro tiem po; pero puesto que sin e las condiciones «que continúan actuando» no

742
mite tácitamente alguna generalización acerca de los efectos proba­
bles de sucesos como st sobre circunstancias como las dependientes
de las fuerzas F¡. Por ejemplo, según Barraclough, la crisis económi­
ca de 1929 destruyó la adhesión de las clases medias alemanas a la
República de Weimar. L a suposición tácita subyacente en esta afir­
mación parece ser que, cuando están oprimidos por desastres econó­
micos no debidos a ellos sino que se atribuyen a un sistema social,
los hombres generalmente se convierten en adversarios de este siste­
ma, en especial si no ofrece perspectivas de una mejora a corto pla­
zo. L a segunda parte de la tarea de explicar la producción de St exige
una explicación del desarrollo de cada una de las fuerzas sociales a
partir de una etapa anterior al estado en que se encuentran en el m o­
mento s. Tales explicaciones comúnmente comprenden a varios pa­
sos similares al requerido para completar la primera parte de la tarea,
pero a pesar de esta complicación, cada una de estas explicaciones
tiene la forma de una explicación genética. En resumen, las explica­
ciones de sucesos acumulativos están formadas por series de expli­
caciones subordinadas cuyos esquemas son los de las explicaciones
probabilísticas y genéticas.
Así, los sucesos acumulativos bastante complejos habitualmente
no quedan explicados incluyéndolos como unidades particulares en
los conceptos abstractos que aparecen en las generalizaciones. En con­
secuencia, se sostiene a menudo no sólo que las explicaciones histó­
ricas de tales sucesos (especialmente, en la historia humana) difieren
básicamente en su esquema lógico de las explicaciones de las ciencias
generalizadoras, sino también que los mismos conceptos empleados
en la historia humana tienen una estructura lógica radicalmente di­
ferente de la estructura de los «conceptos generales» de las ciencias
generalizadoras. En particular, los conceptos generales obedecen al

bastan para producir E , entonces para que E ocurra en algún otro tiempo debe
producirse algún otro suceso desencadenante e \ y es m uy posible que no se
produzca ninguno. Si la afirmación citada fuera correcta, sería un desatino im­
pedir a un individuo con un fósforo encendido que lo arroje a un montón de
combustible, ya que de acuerdo con el razonamiento sobre el cual se basa la afir­
mación se producirá de cualquier forma una combustión. L o que el autor apa­
rentemente tiene in mente es una distinción entre las causas «m ás importantes»
y las «m enos importantes» de los sucesos, distinción que consideraremos en la
sección siguiente de este capítulo.

743
conocido principio lógico de que las extensiones de los términos va­
rían inversamente a su comprensión. Por ejemplo, los términos ge­
nerales «organism os vivientes», «animal» y «hom bre» están dis­
puestos en orden de extensión decreciente, de m odo que la clase de
las cosas designadas por un término incluye a la clase designada por
un término que le sigue; pero las comprensiones de estos términos
aumentan, de m odo que los atributos connotados por un término
incluyen a los atributos connotados por un término precedente. Así,
aunque la clase de los hombres está incluida en la clase de los anima­
les, los atributos definitorios del término «animal» sólo son una par­
te de los atributos definitorios de «hom bre». Por otra parte, este
principio — se alega— no es satisfecho por los «conceptos indivi­
duales» empleados en los estudios históricos, ya que cuanto más in­
clusivo es el suceso designado por tal término, tanto más «rico» y
«pleno» es su significado. Así, se ha dicho que la expresión «Ilustra­
ción francesa» tiene mayor extensión que la expresión «vida de Vol-
taire», pero también posee mayor comprensión.18
Pero ninguna de estas afirmaciones resiste el examen. Y a hemos
observado que las ciencias naturales aplicadas, como la ingeniería
dedicada a los mecanismos automotores, comúnmente explican el
funcionamiento de sistemas complejos analizando primero tales sis­
temas en partes componentes, de modo que el esquema de estas ex­
plicaciones no es totalmente diferente del esquema de muchas expli­
caciones históricas de sucesos colectivos complejos. Además, puesto
que las explicaciones de la cosm ogonía física y la biología evolutiva
(para mencionar solamente dos ciencias teóricas) tienen parcialmen­
te un carácter genético, la estructura general de estas explicaciones no
es distinguible del esquema de las explicaciones históricas que estamos
examinando. Por consiguiente, aunque este esquema pueda aparecer
más frecuentemente en la historia que en otros ámbitos de investiga­
ción, no es totalmente extraño a las ciencias generalizadoras.
Pero sea como fuere, puede demostrarse que es erróneo sostener
que el principio de la variación inversa de la extensión y la compren­
sión no rige para los «conceptos individuales» de los estudios histó­
ricos. Pues tal afirmación confunde dos relaciones muy diferentes: la
relación de inclusión entre las extensiones de dos términos con la re­

18. Heinrich Rickert, D ie Grenzen der naturwissenschachtlichen Begñffs-


bildung, 4a ed., Tubinga, 1921, págs. 293-294.

744
lación del todo con la parte entre un caso de un término y un com po­
nente de este caso. Así, la extensión del término «carburador» no está
incluida en la extensión del término «vehículo» (pues los carburado­
res no son vehículos), aunque un carburador sea una parte de un au­
tomóvil que es un vehículo (y, en consecuencia, una. parte de un caso
de la extensión del término «vehículo»); y aunque el término «vehícu­
lo» pueda tener un «significado más rico» que el término «carbura­
dor», esta mayor riqueza no viola el anterior principio lógico. Análo­
gamente, la extensión de la expresión «vida de Voltaire» no está
incluida en la extensión de la expresión «Ilustración francesa», a pesar
de que la vida de Voltaire esparte de la Ilustración francesa (de modo
que la expresión «Ilustración francesa» es, sin duda, «más rica en sig­
nificado» que la expresión «vida de Voltaire»). Por consiguiente, el
principio lógico en discusión simplemente no es aplicable a estos tér­
minos, como no lo es a los términos «carburador» y «vehículo»; por
ende, ninguno de ellos es una excepción al principio. Para resumir, pa­
rece no haber ninguna base para la afirmación de que la investigación
histórica del pasado humano difiere radicalmente de las ciencias natu­
rales o sociales generalizadoras en lo que respecta a los esquemas lógi­
cos de sus explicaciones o a las estructuras lógicas de sus conceptos.

3. P r o b l e m a s q u e s u r g e n r e p e t id a m e n t e e n l a in v e s t ig a c ió n
HISTÓ RICA

Pero, aunque las explicaciones históricas no posean característi­


cas lógicas absolutamente exclusivas y aunque los problemas meto­
dológicos de la historia tengan sus equivalentes en otras ramas de la
investigación, algunos de estos problemas engendran dificultades y
desacuerdos que son particularmente agudos en la búsqueda de ex­
plicaciones confiables de los acontecimientos humanos del pasado.
Examinemos tres de estos problemas que surgen repetidamente: el
del alcance del carácter selectivo de la investigación histórica para el
logro de la objetividad histórica; el de la justificación para asignar
órdenes de importancia relativa a los factores causales; y el del papel
y el fundamento de los juicios contrafácticos acerca del pasado.

1 . Es un lugar común el que la investigación histórica, como la


investigación que se realiza en otros ámbitos de la ciencia, seleccio-

745
na y abstrae elementos del material concreto que investiga y que, por
detallada que sea, una exposición histórica, nunca es un relato ex­
haustivo de todo lo que realmente sucedió. E s curioso el hecho de
que los científicos de la naturaleza raramente se hayan preocupado
por características análogas a éstas en sus campos de estudio, mien­
tras que el carácter selectivo de la investigación histórica continúa
siendo una de las principales razones que ofrecen los historiadores del
agudo contraste que trazan a menudo entre otras disciplinas y la del
estudio del pasado humano, así como sigue siendo el principal fun­
damento del escepticismo que muchos de ellos abrigan en lo concer­
niente a la posibilidad de lograr explicaciones históricas «objetivas». Ya
hemos examinado la mayoría de los problemas que plantean estas
afirmaciones escépticas, al examinar (en el capítulo X III) los obstá­
culos que se alzan ante una ciencia social libre de valores. N o repeti­
remos lo dicho en esa oportunidad, y sólo examinaremos brevemen­
te algunas presuntas dificultades para establecer explicaciones bien
fundadas, dificultades que han sido asociadas fundamentalmente
con la investigación histórica.

a. L os historiadores, a veces, se inquietan profundamente por la


circunstancia de que no pueden abrigar la esperanza de transmitir
la «realidad plena» de lo que ha sucedido o de expresar el conjunto
de condiciones causales de lo ocurrido, porque una explicación his­
tórica de un suceso sólo puede tomar en consideración algunos de
sus aspectos y debe detenerse en algún punto al rastrear sus antece­
dentes. Según Charles A. Beard, por ejemplo,

la cu estió n fun d am en tal es: ¿q u é p o d e m o s sab er acerca de esa to tali­


dad o m n ím o d a que llam am o s h isto ria? M illo n es, m iles de m illon es de
hechos h istó rico s han sid o estab lecid o s m ás allá de to d a d iscu sió n p o r
las in vestigacion es de eru d ito s com petentes. L a s b ib lio tecas están ati­
b o rrad a s de ellos [...]. P ero, ¿p o d e m o s cap tar esta to talid ad que in clu ­
ye to d as las relacion es, conocerla, fo rm u lar su s leyes, reducirla a una
ciencia exacta o a cualquier tip o de ciencia? Si to d o tem a p articu lar
acerca de cu estio n es h um anas trata só lo de un asp ecto y este asp ecto
está co n d icio n ad o p o r o tro s asp ecto s, d eb em o s p lan tearn o s este in te­
rro gan te, a m en os que d ecid am o s deliberadam ente ser d o g m ático s, fi­
ja r lím ites arb itrario s a la d iscu sió n y ser infieles a n u estro p ro p io c o ­
n ocim ien to.

746
Pero, puesto que la mente humana no puede abarcar el continuo
inconsútil del pasado, Beard sostiene que «seleccionar “ sucesos” y
“ causas” de la totalidad es un acto de voluntad, dirigida a un propó­
sito que surge de concepciones humanas de valores e intereses», de
modo que toda explicación de un suceso pasado lleva la marca de la
arbitrariedad y la subjetividad.19
La cuestión básica que plantea esta afirmación es si una explica­
ción de un suceso pasado no es inevitablemente deformada y equivo­
cada por el mero hecho de que el historiador se dirige a un problema
limitado e intenta resolverlo a través de investigaciones que no abor­
dan todo el pasado. Pero la tesis de que la respuesta a ese interrogante
es afirmativa implica la concepción de que no podemos poseer un co­
nocimiento adecuado de nada a menos que lo sepamos todo; es un
corolario de la doctrina filosófica del carácter «interno» de todas las
relaciones.20 Si esta doctrina fuera verdadera, toda explicación histó­
rica que pudiera concebir una inteligencia finita debería ser conside­
rada como una versión necesariamente mutilada de lo que realmente
sucedió. En realidad, toda ciencia y toda exposición analítica tendría
que ser condenada de igual manera. Pero la afirmación de que todas
las explicaciones históricas son intrínsecamente arbitrarias y subjeti­
vas sólo es inteligible en la suposición de que el conocimiento de un
ámbito de fenómenos debe ser idéntico a éste o debe reproducirlo de
alguna manera; ahora bien, esta suposición y la afirmación que la
acompaña deben ser rechazadas por absurdas. Así, un mapa no pue­
de ser caracterizado sensatamente como una versión deformada de la
región que representa, simplemente porque el mapa no coincide con
la región o no menciona todo elemento que puede existir realmente
en esa región; por el contrario, un «mapa» trazado en escala real y
que no omitiera nada sería una monstruosidad totalmente inútil.

19. Tom ado de The Discussion o f H um an Affairs, de C . A. Beard, The Mac-


millan C o., 1936, con autorización de Wm. Beard y la señora Miriam B. Vagts,
págs. 79-81.
20. Se trata de la doctrina según la cual los atributos o relaciones de algo
(por ejemplo, en el caso de un ser humano, el atributo de estar casado o de tener
cinco dólares en el bolsillo un día determinado) son una necesidad lógica de los
atributos o relaciones de todas las otras cosas, de m odo que todo es atinente en
cierto grado a toda otra cosa. Véase una crítica de esta doctrina en Ernest Nagel,
Sovereign Reason, Glencoe, 111., 1954, cap. 15.

747
Análogamente, el conocimiento que resulta de la investigación
histórica no es inadecuado porque no aluda a todo lo pasado o porque
sólo responda a la cuestión específica acerca del pasado que motivó
la investigación, sin responder a cualquier otro problema concernien­
te a lo que sucedió. Todo conocimiento discursivo es el producto de
investigaciones realizadas para resolver determinadas (y, por ende,
limitadas) cuestiones. Por ello, no sólo es un ideal de objetividad
irrealizable sino también absurdo el que caracteriza de «subjetiva» a
una explicación histórica que no enuncie «todo lo que han dicho, he­
cho y pensado los seres humanos en el planeta desde que la humani­
dad comenzó a existir».21 Por consiguiente, el mero hecho de que las
investigaciones históricas traten acerca de aspectos seleccionados del
pasado o de que las explicaciones históricas no consideren que todo
está causalmente relacionado con todo no constituye una razón con­
vincente para el escepticismo concerniente a la posibilidad de descri­
bir la historia del hombre de una manera objetivamente bien fundada.

b. En estas dudas escépticas también se encuentra implícita una


concepción errónea, diferente de la anterior pero relacionada con
ella. A veces se supone tácitamente que, puesto que toda condición
causal de un suceso tiene sus propias condiciones causales, dicho su­
ceso nunca queda explicado adecuadamente, a menos que se expli­
quen los términos de toda la serie (teóricamente infinita) de condi­
ciones causales. Por ejemplo, se ha argüido que

un serm ón baptista en A tlanta, si tratam os de explicarlo, n os o b liga a re ­


m on tarn os a través de la R efo rm a p rotestan te h asta G alilea y aún m u ­
ch o m ás allá, hasta los o scu ro s orígenes de la civilización. Si lo desea­
m os, p o d em o s detenernos en cualquier p u n to de la línea de relaciones,
p ero esto es un acto de volun tad arbitrario que violenta la b ú sq u ed a de
la verdad en este tem a.22

21. Charles A. Beard, op. cit., pág. 69.


22. Charles A. Beard, op. cit., pág. 68. H ay cierta ironía en el hecho de que
el escepticism o teórico de Beard no le impidiera, com o historiador activo, ofre­
cer explicaciones vigorosamente expresadas de muchos sucesos históricos. Su
confiada explicación de la Guerra Civil Norteam ericana com o la culminación
de una lucha entre dos sistemas económ icos incompatibles es bien conocida.
Fue igualmente franco al sostener que la «D red Scott D ecisión» de la C orte Su-

748
¿Se violenta realmente a la verdad al detenerse en algún punto ar­
bitrario de la serie regresiva? ¿Acaso el hecho de que C sea una cau­
sa de B hace que B no sea una causa de A ? Cuando se explica la p o ­
sición de un planeta en términos de la teoría gravitacional y de
información acerca de las condiciones iniciales del sistema solar en
algún momento anterior, ¿es insatisfactoria la explicación por el
hecho de que esas condiciones iniciales no hayan sido explicadas a su
vez y porque sean el resultado de configuraciones anteriores del sis­
tema solar? ¿Es equivocado explicar la ley de Boyle en términos de
la teoría cinética de los gases, por el hecho de que esta teoría no haya
sido explicada a su vez? ¿Es sospechosa una demostración del teore­
ma de Pitágoras en la que el punto de partida de la demostración sea
un conjunto de suposiciones que no están demostradas? Estas pre­
guntas son retóricas, y las respuestas a todas ellas son obvia y uni­
formemente negativas. Suponer que ninguna explicación es satisfac­
toria, en última instancia, a menos que se expliquen también todos
los elementos a partir de los cuales se la construye es compartir la
confusión propia de las filosofías románticas del irracionalismo, que
desesperan de la capacidad de la inteligencia humana para descubrir
la naturaleza «real» de las cosas porque la investigación científica no
puede responder a la pregunta de por qué existe una cosa, en lugar
de no existir nada en absoluto.
Además, ¿qué sucede precisamente con respecto al sermón bap-
tista en Atlanta, del cual se busca una explicación? ¿Se pregunta por
qué cierto individuo dio un sermón en un momento y una ocasión
determinados, o por qué eligió un texto y un tema particulares, o
por qué surgió esa ocasión, o por qué los baptistas proliferaron en
Atlanta, o por qué surgieron los baptistas como secta protestante, o

prem a de Estados U nidos, en 1857, fue el producto de las ambiciones políticas


del juez M cLean, uno de los jueces antiesclavistas, quien proyectaba proclamar
una opinión disidente en favor de la restricción de la esclavitud con vistas a con­
quistar la candidatura republicana a la presidencia. Beard concluye así su expo­
sición de estos hechos: «Sin duda, la firme insistencia del juez M cLean en la pro­
mulgación de sus concepciones a toda costa fue un importante factor que obligó
a los jueces proesclavistas a declararse contra la validez del Com prom iso de
M issouri». Charles A. Beard y M ary R. Beard, The Rise o f American Civiliza-
tion, N ueva York, 1930, vol. 2, pág. 19; citado con la amable autorización de los
editores, The Macmillan Com pany.

749
por qué se produjo la Reforma, o por qué surgió el cristianismo en
la Antigüedad, o por qué surgió la vida civilizada? Estas preguntas
son todas distintas, y una respuesta adecuada a una de ellas no res­
ponde a ninguna de las otras, ni siquiera es remotamente atinente a
los problem as que plantean algunas de las otras. Por consiguiente,
una vez que se hace razonablemente definido el suceso que se quie­
re explicar, es contradictorio sostener que una explicación de ese su­
ceso dada por un historiador sólo se halla objetivamente bien funda­
da si primero completa una serie de explicaciones cada uno de cuyos
términos es una explicación de los datos admitidos en la explicación
anterior. Por otra parte, el hecho de que un problema pueda sugerir
otro y, de este m odo, conducir a una serie quizás infinita de nuevas
investigaciones y ulteriores explicaciones simplemente revela la vas­
ta complejidad de un tema y el carácter progresivo de la empresa
científica. Este hecho no da apoyo a la afirmación de que, si no se com­
pleta esa serie, toda solución que se proponga de un problema deter­
minado es necesariamente una mutilación de la verdad.

c. Debem os mencionar brevemente otra faceta del argumento


escéptico de la subjetividad (o «relatividad») intrínseca de la historia
humana. Según una difundida versión de este argumento, la historia sólo
es una extensión artificial de la memoria y tiene muchos de los de­
fectos de esta facultad humana. En particular, las cosas que una per­
sona recuerda no sólo son un fragmento de lo que ha vivido, sino
que también están coloreadas de manera indeleble por la imagen que
tiene de sí mismo y por sus preocupaciones variables en momentos
diferentes. Análogamente, continúa esta tesis, la historia com o me­
moria social se halla radicalmente afectada por la necesidad de la so ­
ciedad de preservar sus tradiciones y sus ideales contemplados a la
luz de los problem as del momento, y de anticipar lo que el futuro
pueda depararle en función del pasado recordado. En consecuencia,
sostiene Cari Becker

la h istoria viva, la serie ideal de su cesos que afirm am os y gu ard am os


en la m em oria, p u esto que se halla íntim am ente asociada a lo qu e hace­
m os y a lo que esperam os hacer, n o puede ser exactam ente la m ism a
p ara to d o s en un m om ento determ inado ni la m ism a p ara una genera­
ción que p ara otra.

750
Pues aunque los historiadores puedan lograr un conocimiento
con fundamento objetivo en lo concerniente a «hechos relativamen­
te simples», la determinación de tales hechos es sólo una pequeña
parte de su tarea.23 En realidad, «hablando en términos generales,
cuanto más simple es un hecho histórico, cuanto más claro, definido
y demostrable es, tanto menos útil es para nosotros en sí mismo».
L os historiadores tratan de «interpretar» tales hechos, con lo cual
continúan realizando la función que ejercían los bardos y narradores
de otras épocas

de am pliar y enriquecer el esp acioso presente com ú n a to d o s n oso tros


para que la «so cied ad » (la tribu, la nación o to d a la hum anidad) pu eda
ju zgar lo que se hace a la lu z de lo que se ha hecho y de lo que se espera
hacer.

Por consiguiente, concluye el mencionado argumento, puesto


que los hechos no proclaman sus propios significados, sino que tie­
nen significados que les imponen los historiadores, y puesto que, por
la naturaleza de la cuestión, la atribución de significado por un his­
toriador a un suceso particular del pasado no puede ser sometida a
prueba examinando repetidas «reglamentaciones» del mismo en
condiciones variables, en toda reconstrucción histórica entra un ele­
mento personal o subjetivo ineliminable.24

23. Cuando es posible utilizar las técnicas de crítica interna y externa para
evaluar la autenticidad y confiabilidad de diversos tipos de testimonio, habi­
tualmente hay casi completo acuerdo entre los historiadores acerca de tales
«hechos sim ples» com o el de si realmente se produjo un suceso dado (por ejem­
plo, si hubo un pánico quiliástico en Europa en vísperas del año 1000 d. C .),
cuándo sucedió realmente (por ejemplo, si la Declaración de la Independencia
de Estados U nidos se firmó el 2 de agosto de 1776 o el 4 de julio del mismo año),
quiénes fueron los participantes en él (por ejemplo, si el rey Jorge IV de Ingla­
terra estuvo presente en la batalla de W aterloo), etc.
24. Cari Becker, «Everyman H is O w n H istorian», American Historical Re-
view, vol. 37,1931-1932, págs. 227-232; véase también del m ismo autor «What
are H istorical Facts?», Western Political Quarterly, vol. 8, 1955, págs. 327-340.
Estas dudas escépticas no le impidieron a Becker concluir su argumentación del
último ensayo con la observación de que, a diferencia de la investigación histó­
rica, los avances en las ciencias naturales tienen una influencia profunda sobre la
vida social. «C ien años de investigación científica han transformado las condi­

751
Pero aunque está fuera de discusión que las inclinaciones engen­
dradas por diversos com promisos (sociales, religiosos, ideológicos,
morales o étnicos) a menudo colorean las reconstrucciones hasta de
historiadores cuya competencia y cuya integridad personal son inta­
chables,25 el argumento considerado no da apoyo a un escepticismo
general con respecto a la posibilidad de alcanzar la objetividad his­
tórica. N o hay ningún elemento de juicio, en primer término, que dé
apoyo a la afirmación según la cual los problemas de una sociedad
determinan invariablemente el carácter de la investigación de los his­
toriadores sobre cuestiones específicas acerca del pasado. En reali­
dad, los historiadores a veces proponen explicaciones muy similares
de un suceso dado, a pesar de ser miembros de diferentes grupos so­
ciales o de asumir diferentes com prom isos personales; y, a la inversa,
a veces proponen explicaciones muy diferentes, aunque tengan pre­
ocupaciones comunes.26 Además, aunque el clima social en el cual
trabajan tenga una decisiva influencia sobre sus investigaciones, no
por ello las perspectivas de lograr conclusiones con base objetiva en

ciones de vida. C óm o ha sucedido esto es conocido p or todos». Obviamente,


para un historiador profesional es difícil practicar el escepticismo acerca del co­
nocimiento histórico que puede formalmente enseñar.
25. L a falsificación deliberada en favor de una causa hoy es rara entre los
historiadores profesionales de los países no autoritarios, y la aceptación acrítica
de afirmaciones demostrablemente erróneas o inadecuadamente fundamentadas
acerca de presuntos hechos no es la manera más frecuente a través de la cual los
historiadores revelan sus adhesiones partidarias. En realidad, no es inconcebible
que dos exposiciones históricas relativas al m ismo período contengan solam en­
te enunciados indiscutiblemente correctos acerca de hechos particulares (o
«sim ples»), pero que cada una de ellas, sin embargo, lleve la marca de una par­
cialidad propia. Pues dos exposiciones semejantes pueden diferir en lo que men­
cionan o dejan de mencionar, en la manera de ordenar los sucesos que informan
o en el énfasis dado a diversos factores que am bos consideran actuantes; en con­
secuencia, una de esas exposiciones puede ser, en efecto, un argumento en pro
de una concepción de los fines y los límites de la acción humana opuesta a la
concepción defendida por el otro historiador.
26. Para un examen de los diferentes enfoques que han adoptado los histo­
riadores al abordar la Guerra Civil Norteamericana, véase H ow ard K. Beale,
«W hat H istorians H ave Said A bout the Causes of the Civil W ar», en Theory
an d Practice in H istorical Study, Social Science Research Council Bulletin, n°
54, 1946, págs. 55-102.

752
la investigación histórica serían necesariamente nulas, pues la reali­
zación de investigaciones históricas objetivas bien podría ser uno de
los ideales exaltados y alentados por una sociedad, ideales que con­
trolarían las investigaciones del historiador.
En segundo término, aunque las explicaciones que los historia­
dores proponen de un suceso dado frecuentemente difieren, no son
necesariamente incompatibles. C om o hemos observado en párrafos
anteriores de este capítulo, las explicaciones históricas no enuncian
las condiciones suficientes de un acontecimiento dado. En consecuen­
cia, las explicaciones alternativas de algún suceso pasado pueden
diferir (y a menudo difieren) sólo en que mencionan condiciones ne­
cesarias diferentes de ese suceso, de m odo que las explicaciones al­
ternativas no se contradicen, sino que se complementan. Sin duda,
con frecuencia los historiadores discrepan acerca de la «importan­
cia» relativa que asignan a los diversos factores indicados como con­
diciones necesarias de un suceso, pero, como veremos, aunque exis­
ten serias dificultades vinculadas con tales juicios, las mismas no son
insuperables, en principio.
Pero, en tercer término, la obvia imposibilidad lógica de repro­
ducir un suceso dado del pasado no demuestra que las explicaciones
históricas del mismo no puedan ser sometidas a prueba y, por lo tan­
to, que no se las pueda fundamentar objetivamente. Si este argumen­
to fuera correcto, un razonamiento estrictamente análogo demostra­
ría que no es posible basar en elementos de juicio objetivos ninguna
decisión de un tribunal de justicia concerniente a la culpa de perso­
nas acusadas de algún hecho. Sin embargo, aunque a veces en los jui­
cios legales se llega a decisiones equivocadas, sería una exageración
absurda sostener que todo litigio termina en un error judicial o que
la corrección de las conclusiones de un tribunal es una cuestión de
azar. Com o ya hemos indicado (en el capítulo X III), hay otras téc­
nicas además de la manipulación experimental directa para obtener
un conocimiento fáctico confiable.
Debe admitirse, finalmente, que a menudo se practica la historia
como un arte, comparable en algunos aspectos a la poesía, y que fre­
cuentemente las reconstrucciones históricas no sólo están destinadas
a comunicar conocimiento, sino también a reflejar en estilo dramáti­
co las acciones pasadas de los hombres para despertar y reforzar una
simpatía activa por ciertas cualidades y aspiraciones humanas. Sin
embargo, el tono moral deliberado de un ensayo histórico no es in­

753
trínsecamente incompatible con una adecuada explicación objetiva
de los sucesos que examina. L os científicos naturales también se ha­
llan animados a veces por fines morales y estéticos, y la pasión m o­
ral y la elegancia literaria con las cuales escriben algunos de ellos
acerca de los resultados obtenidos en su campo de estudio (por
ejemplo, Galileo en la física o, en años recientes, D ’Arcy Thom pson
en la biología) no empaña de manera automática el contenido obje­
tivamente bien fundado de sus exposiciones.
Para resumir, ninguna de las consideraciones mencionadas justi­
fica un escepticismo sin reservas en lo concerniente a la posibilidad
de lograr un conocimiento histórico digno de confianza.

2. Aunque a veces se define el objetivo de la explicación científi­


ca como el descubrimiento de las condiciones necesarias y suficien­
tes de los fenómenos, hemos tenido repetidas ocasiones para observar
que raramente se alcanza este ideal, aun en las ramas más avanzadas
de la ciencia natural. Además, la investigación histórica, quizás, ni si­
quiera se dirige tácitamente hacia este objetivo; en todo caso, está
más alejado de él que las ciencias físicas y biológicas. En sus activi­
dades investigadoras normales, a diferencia de lo que dicen a veces,
los historiadores jamás parecen perturbados por el hecho patente de
que sus explicaciones nunca enuncian más que algunas de las condi­
ciones indispensables de los acontecimientos que investigan. Pueden
reconocer su desconocimiento de las condiciones suficientes agre­
gando alguna cláusula ceteris paribus a sus explicaciones, pero sus
esfuerzos llegan hasta especificar un conjunto parcial, no completo,
de los determinantes de cierto suceso y hasta identificar en este con­
junto parcial los factores que juzgan «m ás importantes», «principa­
les», «prim arios», «fundamentales» o «esenciales». Por ejemplo, se­
gún un historiador, la «causa principal» de la entrada de Estados
U nidos en la Primera Guerra Mundial fue el desencadenamiento por
Alemania de la guerra submarina sin restricciones; y aunque tam­
bién menciona otros factores «contribuyentes» como habiendo des­
empeñado papeles importantes, no pretende que los factores citados
agoten los determinantes del suceso.
Tal «evaluación» de los factores causales en función de su «im ­
portancia relativa» frecuentemente es considerada esencialmente
«arbitraria» o hasta «carente de sentido», sobre la base de que no hay
razones para elegir un suceso como la causa de otro dado en lugar de

754
un suceso diferente (por ejemplo, puesto que la guerra submarina
sin restricciones fue la respuesta de Alemania al bloqueo británico, a
veces se dice que este último hecho es tanto la causa de la entrada de
Estados Unidos en la guerra como el anterior), o sobre la base de que
no es posible asignar ningún sentido verificable a caracterizaciones
tales como «más importante» o «principal» en conexión con facto­
res causales. Debe admitirse que las ciencias naturales no parecen te­
ner necesidad alguna de asignar grados de importancia relativa a las
variables causales que intervienen en sus explicaciones; y es tentador
negar de plano la posibilidad de que tal graduación de las variables
tenga alguna base objetiva, alegando que si un fenómeno sólo se pro­
duce cuando se realizan ciertas condiciones, entonces todas estas
condiciones son igualmente esenciales, de modo que no tiene senti­
do decir que una de las condiciones es «más básica» que las otras.
Además, debe reconocerse que la mayoría de los historiadores no
parecen asociar ningún sentido definido a sus enunciados acerca de
la importancia relativa de diversos factores causales y que, a menu­
do, tales enunciados sólo tienen una fuerza retórica pero no un con­
tenido empíricamente verificable.
Sin embargo, tales enunciados no sólo se encuentran en los escri­
tos de los historiadores sino también en las publicaciones de otros
estudiosos de cuestiones humanas, así como en el lenguaje que em­
plean los hombres acerca de cuestiones cotidianas. Por ejemplo, los
científicos sociales sostienen que los hogares deshechos son una cau­
sa más importante de la delincuencia juvenil que la pobreza, o que la
ausencia de una fuerza de trabajo adiestrada es una razón más im­
portante del estado atrasado de una economía que la falta de recur­
sos naturales; y los padres a veces arguyen que las clases con dema­
siados alumnos son la causa principal del bajo rendimiento de sus
hijos en la escuela. L os enunciados de este tipo evidentemente quie­
ren decir algo, aunque habitualmente no sea muy claro qué es lo que
quieren decir. Si bien la mayoría de los individuos que hacen tales
afirmaciones quizás estarían de acuerdo en que la verdad de las mis­
mas es a menudo discutible, probablemente rechazarían la sugeren­
cia de que carecen de sentido.
Por lo tanto, debemos tratar de hacer explícito lo que se quiere
significar mediante tales enunciados. Pero los enunciados que atri­
buyen un orden de importancia relativa a los factores determinantes
de los fenómenos sociales parecen estar asociados a una variedad de

755
significados, de m odo que se hace necesario distinguir varios senti­
dos distintos de la expresión «m ás importante». Para tal fin, supon­
gamos que A y B son dos factores semejantes, cada uno de ellos es­
pecificado con razonable detalle y claridad, de los cuales depende de
alguna manera un fenómeno C. Y consideremos algunos de los p o ­
sibles significados que frecuentemente expresan los enunciados de la
form a «A es un determinante más importante (o básico, o funda­
mental) de C que B».

a. Supongamos primero que A y B son ambos condiciones con­


tingentemente necesarias de la aparición de C, dejando en suspenso si
su presencia conjunta es o no suficiente para producir C. Suponga­
mos, además, que, cuando «otras cosas son iguales», se producen muy
frecuentemente (y están, quizás, fuera de control efectivo) variaciones
en A (con variaciones consiguientes en C), pero que las variaciones en
B son tan poco frecuentes (o pueden ser controladas de manera tan
efectiva) que se las puede ignorar para todos los propósitos prácticos.
Esta situación aclara un sentido en el cual se dice a veces que A es más
importante que B como determinante de C. Así, supongamos que un
intenso disgusto por los extranjeros y una aguda necesidad de merca­
dos económicos adicionales son ambas condiciones necesarias para la
adopción de una política exterior imperialista por parte de una nación
industrial; y supongamos también que la xenofobia en el país varía
poco o nada durante períodos relativamente cortos, mientras que la
necesidad de mercados extranjeros aumenta firmemente. En este pri­
mer sentido de «más importante», la necesidad de mercados económi­
cos adicionales es una causa más importante del imperialismo que el
desagrado por los extranjeros. Por consiguiente, si se encuentra que
cierto país se ha embarcado en una política de agresión imperialista en
un momento dado y si la investigación revela que antes de este suce­
so no se había producido ningún cambio acentuado en las actitudes
xenófobas de sus ciudadanos, pero que la superproducción reiterada
en una cantidad de sus industrias ha producido una creciente deman­
da de nuevos mercados, un historiador podría sostener que, de estos
dos factores, el último ha sido el más importante (en este primer sen­
tido de la palabra) en provocar la adopción de la política imperialista.

b. H ay un segundo sentido de «más importante» que es un poco


más complicado. Supongamos una vez más que A y B son ambas

756
condiciones necesarias para la aparición de C. Pero supongamos que
existe alguna manera de «m edir» las variaciones en cada una de las
variables A, B y C, al menos en el sentido limitado de que, si bien las
magnitudes de los cambios de una variable pueden no ser compara­
bles con las magnitudes de los cambios en otras variables, al menos
es posible comparar los cambios de una cualquiera de las variables.
Supongamos también que se produce un mayor cambio proporcio­
nal en C por obra de un cambio proporcional determinado en A que
por una proporción igual de cambio en B. En consecuencia, se le p o ­
dría asignar a A un grado mayor de importancia como determinante
de C que a B. Por ejemplo, supongamos que un suministro adecua­
do de carbón y una mano de obra adiestrada son indispensables para
la productividad industrial; pero supongamos que un aumento del
10 % en la mano de obra adiestrada rinde un volumen considerable­
mente mayor de bienes producidos (medido por algún índice ade­
cuado) que el que se obtiene mediante un aumento del 10 % en el su­
ministro de carbón. Entonces, en este segundo sentido de «más
importante», la disponibilidad de una mano de obra adiestrada sería
un determinante más importante de la productividad industrial que
la disponibilidad de carbón.

c. Supongamos ahora que A sea una condición contingentemen­


te necesaria de C, y que, si bien B no lo es, pertenece a un conjunto
K de factores independientes entre sí (JB, B u ..., Bn) tales que la pre­
sencia de algún miembro de K es una condición necesaria de C. Su­
pongamos también que los diversos miembros de K aparecen apro­
ximadamente con la misma frecuencia, que en todos los casos es
considerablemente mayor que la frecuencia con la cual está presente
A. Por consiguiente, puesto que la frecuencia con la cual aparece un
miembro de K es mayor que la frecuencia de la aparición de B , en­
tonces, aunque B no esté presente cuando lo está A, las condiciones
necesarias de C pueden realizarse debido a la presencia de algún otro
miembro de K. Estas estipulaciones especifican un sentido de «más
importante» que, quizás, es el que se quiere expresar con mayor fre­
cuencia cuando se dice que A es más importante que B. Así, supon­
gamos que una condición necesaria A para la emigración de un país
a otro es el descontento por las condiciones políticas o económicas
del país de origen y que una condición necesaria adicional es la apa­
rición de algún suceso «desencadenante» (como la pérdida del em­

757
pleo, la recepción de informes alentadores acerca de perspectivas
más brillantes en el país extranjero, la adquisición de fondos para
costear el viaje, etc.), donde la probabilidad de que uno u otro de es­
tos sucesos alternativos desencadenantes ocurra es alta y es mayor
que la probabilidad de que ocurra uno particular de ellos, por ejem­
plo, que un emigrante en potencia adquiera fondos inesperadamente.
Sobre la base de estas suposiciones, el descontento político o econó­
mico sería una causa más importante de la emigración que la adqui­
sición de fondos para el viaje. E s quizás en este sentido en el cual se
alega que la adopción por Alemania de la guerra submarina sin res­
tricciones fue la «causa principal» de la entrada de Estados U nidos
en la Primera Guerra Mundial.

d. H ay un cuarto sentido de «m ás importante», análogo al pri­


mer sentido registrado, aunque distinto de él. Supongamos que la
presencia conjunta de A y B no es una condición necesaria para
la producción de C, pero que C se produce cuando A está presente
conjuntamente con X o cuando B está presente conjuntamente con
Y, donde X e Y son factores determinantes no especificados en otros
aspectos; y supongam os también que A, junto con X , se produce
mucho más frecuentemente que B en conjunción con Y. En este
caso, podría decirse nuevamente que A es un determinante de C más
importante que B. Así, supongam os que los accidentes de automóvil
se producen debido a la negligencia de los conductores o debido a
fallos mecánicos en partes importantes de los automóviles, y tam­
bién que la frecuencia con la cual tales fallos mecánicos provocan ac­
cidentes es mucho menor que la frecuencia con la cual es la negli­
gencia la responsable de ellos. En este caso, la negligencia sería una
causa más importante de los accidentes de automóvil (en este cuarto
sentido de la expresión) que los fallos mecánicos. Utilizando suposi­
ciones análogas, un historiador podría concluir que el temor de A us­
tria y de Alemania por el paneslavismo fue una razón más im por­
tante del estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, que el
asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo.

e. Supongam os una vez más que la presencia conjunta de A y B


no es necesaria para la producción de C; pero ahora supongamos
también que la frecuencia relativa con la cual se produce C cuando
se realiza A pero no B es mayor que la frecuencia relativa de C cuan­

758
do se realiza B pero no A. Cuando se admiten suposiciones como és­
tas, se dice frecuentemente que el factor A es más importante que el
factor B como determinante de C. Por ejemplo, un enunciado como
el de que los hogares destruidos son una causa más importante de la
delincuencia juvenil que la pobreza quizás pueda ser mejor interpre­
tado en el sentido de que la frecuencia relativa de delincuentes entre
los jóvenes provenientes de hogares destruidos no agobiados por la
pobreza es mucho mayor que entre los jóvenes cuyos padres son p o ­
bres pero viven amigablemente junto con sus hijos. U n historiador
que estudia el aumento de la delincuencia juvenil en una comunidad
durante un período determinado y que atribuye dicho aumento al
ascenso en el número de hogares destruidos y en el número de los
abrumados por la pobreza puede asignar, en consecuencia, mayor
importancia ah primero de estos presuntos factores causales que al
segundo.

f. H ay por último un sentido de «más importante» que requiere


formulación explícita. Supongamos que A es una de las nociones
teóricas básicas (primitivas o definidas) de una teoría T pero que B
no lo es, y también que T puede explicar una vasta clase de fenóme­
nos (incluyendo C, cuando se la complementa con diversas suposi­
ciones adecuadamente especializadas); y supongamos, además, que
para explicar C, es necesario introducir una suposición especial refe­
rente a By aunque la mayoría de los otros fenómenos del ámbito de
aplicación de T puede ser explicada sin tal suposición especial que se
refiere a B. En consecuencia, el conjunto de fenómenos que es posi­
ble explicar mediante T, cuando las premisas contienen una referen­
cia a A pero no a B , es mucho más numeroso que el conjunto de fe­
nómenos cuyas explicaciones requieren una referencia a A y a B. El
factor A ypues, es un determinante, no sólo de los fenómenos de los
cuales también B es un determinante (como el fenómeno C), sino
también de fenómenos de los cuales B no es un factor determinante.
Puede decirse, entonces, que A es un determinante más importante
(o básico) de C que B. Por ejemplo, la noción de fuerza inercial es
central en la mecánica newtoniana, pero la noción de fuerza de fric­
ción no lo es; y hay una amplia clase de fenómenos que pueden ser
explicados con ayuda de la teoría newtoniana sin referencia a la fric­
ción. Por otra parte, los movimientos de bolitas que ruedan por un
plano inclinado sólo pueden ser explicados adecuadamente si a las

759
suposiciones de la teoría newtoniana se les agrega algunas suposicio­
nes especiales acerca de fuerzas de fricción. En el presente sentido de
«m ás importante», las fuerzas inerciales son, pues, más importantes
que las fuerzas de fricción com o determinantes de los movimientos
de los cuerpos en planos inclinados. U n sentido similar a éste parece
implicado en las afirmaciones de que las relaciones de producción y
distribución de la riqueza en una sociedad constituyen determinan­
tes más básicos de sus instituciones legales que sus prácticas y creen­
cias religiosas. L os defensores de esta tesis habitualmente sostienen
que una vasta clase de fenómenos sociales pueden ser explicados con
ayuda de una teoría formulada exclusivamente en términos de re­
laciones económicas. Sin embargo, los defensores de dicha tesis ge­
neralmente reconocen la influencia sobre la sociedad de la religión
organizada. Pero al parecer sostienen que la teoría debe ser comple­
mentada con suposiciones especiales acerca de las instituciones reli­
giosas solamente cuando se utiliza la teoría para explicar algunos
dom inios o aspectos limitados de la conducta social, como la pro­
mulgación de ciertas leyes o la designación de ciertos individuos en
cargos judiciales.
Podrían distinguirse otros sentidos de «m ás importante» o «más
básico», pero los seis mencionados parecen ser los utilizados con
m ayor frecuencia en los análisis de cuestiones humanas. E s perti­
nente observar, sin embargo, que, si bien a menudo puede hallarse
un significado bastante definido para enunciados que utilizan estas
expresiones y otras similares, dichos enunciados no pueden ser fun­
damentados fácticamente. En realidad, aún cuando la afirmación de
un historiador concerniente a la importancia relativa de diversos fac­
tores determinantes de un suceso tiene un contenido innegablemen­
te claro y verificable, en la m ayoría de los casos es dudoso que tal
afirmación esté apoyada por elementos de juicio convincentes. Casi
no hay datos estadísticos acerca de la frecuencia relativa con la cual
se produce la mayoría de los fenómenos que son de especial interés
para los historiadores. Los estudiosos de la historia humana se ven
obligados, de buen o mal grado, a basarse en conjeturas y en impre­
siones vagas al asignar diversos valores a los factores causales. C om o
consecuencia de esto, a menudo hay grandes divergencias acerca
de cuáles son las causas principales de un suceso dado, y la opinión de
un historiador puede no estar mejor fundada que la de otro. Si este
defecto en la demostración de imputaciones causales en la investiga­

760
ción histórica actual hallará remedio alguna vez es un problema sin
resolver; pero la perspectiva de mejoras sustanciales a este respecto
no parecen brillantes, ya que el coste probable de las medidas nece­
sarias es tremendo, tanto en lo que respecta a trabajo com o a dinero.
Pero por el momento, en todo caso, parece adecuado abrigar un jui­
cioso escepticismo hacia la mayoría, si no todos, de los juicios con­
cernientes a la importancia relativa de los determinantes causales de
los sucesos.

3. Pero hasta ahora no hemos mencionado una conocida forma


especial en la cual los historiadores frecuentemente asignan un or­
den de importancia relativa a los sucesos, a saber, cuando afirman
condicionales contrafácticos acerca del pasado. Esta form a requiere
un breve comentario. A menudo se introducen explícitamente jui­
cios contrafácticos en los análisis históricos, por lo común en apoyo
de una afirmación según la cual cierto suceso tuvo consecuencias
fundamentales para los desarrollos ulteriores. Para citar un ejemplo
famoso, muchos historiadores creen que la batalla de Maratón, del
año 490 a. C., fue uno de los conflictos militares decisivos de la his­
toria humana, y apoyan esta creencia en el juicio contrafáctico según
el cual si hubieran vencido los persas, se habría establecido en A te­
nas una cultura teocrático-religiosa oriental, con la consecuencia de
que la ciencia y la filosofía griegas, que son las raíces de la civiliza­
ción occidental, no habrían sido creadas.
Se sostiene a veces que los juicios contrafácticos no tienen su lu­
gar adecuado en los análisis históricos, porque no es tarea del histo­
riador emitir tales juicios o porque es vana la esperanza de hallar un
fundamento adecuado para ellos. Según una importante escuela de
pensamiento, por ejemplo, la labor del historiador consiste en des­
cubrir lo que realmente sucedió y discernir las transformaciones
continuas a través de las cuales un período de la vida humana surgió
a partir de otro anterior; en consecuencia, si bien es propio de un
poeta o de un moralista preocuparse por lo que podría haber sido, es
inadecuado que lo haga un estudioso serio del pasado. Además, se­
gún han declarado muchos historiadores, los juicios contrafácticos
se basan en la suposición de que el pasado puede ser analizado en un
conjunto de sucesos simples, aislables, autocontenidos y relaciona­
dos exteriormente, de m odo que la presencia o ausencia de uno cual­
quiera de esos sucesos no modifica radicalmente las relaciones entre

761
los restantes. En opinión de estos autores, sin embargo, tal suposición
es insostenible con respecto a la historia humana, aun cuando sea vá­
lida en las ciencias naturales. Según ellos, los sucesos del pasado es­
tán relacionados de tal m odo que la ausencia hipotética de un solo
suceso implica una transformación fundamental de todos los otros;
concluyen, por ende, que es imposible establecer qué habría sucedi­
do exactamente de no haberse producido un suceso particular.27
Tales suposiciones con respecto a lo que podría haber sido no
pueden ser excluidas de la historia mediante tales argumentos. Los
juicios contrafácticos son inevitables, como no sea eludiendo todos
los juicios de atinencia y todos los intentos por explicar lo que ha
sucedido. Tuvim os ocasión de observar mucho antes (en el capítu­
lo IV) la íntima conexión entre leyes científicas y enunciados con­
trafácticos; y puesto que las explicaciones históricas exigen al menos
el uso tácito de suposiciones generales, tales explicaciones afirman,
al menos por implicación, condicionales contrafácticos. Así, un his­
toriador que descubre que la difusión de la cultura árabe a través del
norte de África y el sur de España fue uno de los factores de la resu­
rrección del saber en Europa occidental durante el siglo xi está so s­
teniendo, en efecto, que si los ejércitos mahometanos no hubieran
triunfado en África y en España, el desarrollo cultural posterior de
Europa habría seguido un curso diferente. En caso contrario, esta
aparente imputación de un papel causal a la difusión de la cultura
árabe no sería más que un registro cronológico de los sucesos que

27. Véase Charles A. Beard, The Discussion o f H um an Affairs, págs. 42-46.


Las lineas siguientes enuncian de manera concisa los argumentos contra la posi­
bilidad de los juicios contrafácticos en la historia: «E s absolutamente fútil pre­
guntarse cóm o sería el m undo si se hubiera producido algún suceso hipoté­
tico particular. ¿Q ué habría sucedido si Aníbal hubiera destruido R om a? ¿Si
Luis X V I hubiera logrado escapar al exterior? ¿Si N apoleón no hubiera nacido?
D e haberse producido cualquiera de estas hipótesis habría cambiado el curso de
la historia, pero, ¿de qué manera? D espués de una victoria definitiva de Carta-
go la trama de la historia habría ofrecido una multitud de posibilidades diversas
entre las cuales habría decidido el azar, com o lo hizo entre las innumerables p o ­
sibilidades que se abrieron a la humanidad el día siguiente a la victoria de Rom a.
Esta incesante acción del azar hace totalmente fantasiosa toda reconstrucción
del presente y del futuro sobre la base de una hipótesis no realizada». Pierre de
Tourtoulon, Philosophy in the Developm ent o f Law , N ueva Y ork, 1922, pág.
631.

762
examina. Por consiguiente, los que rechazan la posibilidad de los jui­
cios contrafácticos en la historia humana deben negar también, si
son consecuentes, la posibilidad de explicar todo suceso del pasado
humano.
Sin embargo, no es en general en m odo alguno una tarea fácil dar
bases razonablemente firmes a los juicios contrafácticos acerca de la
historia humana. Esta tarea es, indudablemente, más difícil que la ta­
rea análoga en muchas otras disciplinas, en parte porque (como se ha
observado tan a menudo) es imposible realizar experimentos con
sucesos que no se repiten. Pero en gran medida también a causa de la
escasez de hechos atinentes a la mayoría de las cuestiones acerca de
las cuales los historiadores hacen tales juicios. A pesar de estas des­
ventajas, la tarea no es tan vana como se pretende con frecuencia. Un
ejemplo de cómo se fundamentan realmente los juicios contrafácti­
cos ayudará a aclarar las dificultades que es necesario enfrentar en tal
empresa, así como las consideraciones que introducen los historia­
dores al tratar de resolverlas. C on este propósito en vista, examine­
mos los fundamentos sobre los cuales algunos historiadores basan
su afirmación de que la batalla de Maratón fue decisiva para la civili­
zación occidental.
Según una explicación, era costumbre de los antiguos persas uti­
lizar las instituciones religiosas existentes en un país subyugado por
ellos (por ejemplo, Judea) como instrumento para gobernar este te­
rritorio; en consecuencia, se imponía a la población derrotada el es­
tricto cumplimiento de los dogmas religiosos. Tales instrumentos
potenciales de control político existían, ciertamente, en Atenas, bajo
la forma de diversos cultos de misterios que desalentaban las actitu­
des inquisitivas y que quizás fueran de origen oriental. Pero la rígida
conformidad con las exigencias del credo y la observancia religiosa
no es compatible con la democracia política ni con el libre desarro­
llo del arte, la ciencia y la filosofía. En consecuencia, es probable que
una victoria persa en Maratón habría dado a esos cultos de misterios
un lugar dominante en Atenas y, de este modo, habría dado preemi­
nencia a todos esos elementos que eran contrarios al uso de la razón
y a la organización racional de la sociedad ateniense.28

28. Véanse Eduard Zeller, «Zur Theorie und Methodik der Geschichte», en
Kleine Schriften, Halle, 1902; y Max Weber, «Critical Studies in the Logic of the
Cultural Sciences», en The Methodology o f the Social Sciences, Glencoe, 111., 1949.

763
Obviamente, no es posible establecer fuera de toda duda conce­
bible la conclusión de este razonamiento probabilístico. Sin embar­
go, dicho razonamiento ofrece un fundamento razonable en apoyo
de la conclusión y sirve para ilustrar la esencial inatingencia a los
análisis históricos reales de objeciones globales como las menciona­
das antes, concernientes a la posibilidad de los juicios contrafácticos
acerca de la historia humana. Sin embargo, pueden plantearse dudas
legítimas en lo que respecta a la validez fáctica y a la aplicabilidad al
problem a en discusión de algunas de las premisas admitidas en el ra­
zonamiento. ¿En qué medida es correcta, por ejemplo, la suposición
de que el arte, la ciencia y la filosofía no florecen en sociedades
autoritarias? A pesar de su amplia aceptación entre pensadores de
tendencias democráticas, hay notables excepciones a tal suposición,
de m odo que sólo parece correcta si se la afirma con varias reservas,
si bien no está claro cuáles serían las reservas necesarias, ni si una va­
riante con reservas de dicha suposición daría apoyo a la conclusión
que estamos discutiendo. Considerem os ahora la suposición concer­
niente a las prácticas administrativas de la antigua Persia en los paí­
ses conquistados. Aun cuando esta suposición sea correcta, no pue­
de darse por supuesta su aplicabilidad al problema en discusión y
debemos primero asegurarnos de que Persia realmente pretendía sub-
yugar a Atenas. Q uizás Darío no tenía ninguna intención de conver­
tir a Atenas en una satrapía persa, sino que proyectaba simplemente
castigar a las ciudades griegas ofensoras y restaurar en el poder de
Atenas a su amigo Hipias. A menos que pueda eliminarse esta posi­
bilidad, las prácticas administrativas persas en los países subyugados
sólo tienen una dudosa importancia como elementos de juicio en fa­
vor de la conducta probable de Persia en una Atenas derrotada. A de­
más, aunque se elimine esta posibilidad, es discutible que esta prác­
tica administrativa hubiera sido seguida o no en Grecia. Sin duda,
Persia gobernaba a los países conquistados de A sia M enor con mano
de hierro. Pero Atenas estaba más lejos de Persia que Jonia, como
consecuencia de lo cual quizás el dominio persa sobre Atenas habría
sido menos duro.29 En resumen, aunque la conclusión del argumen­
to considerado no es una mera especulación sin base sino que tiene
un firme sustento fáctico, algunas partes del mismo contienen im­

29. Véase el examen de estas cuestiones en J. B. Bury, H istory o f Greece,


N ueva Y ork, 1937, págs. 243-244.

764
portantes incertidumbres que nuestro conocimiento actual de las le­
yes de la conducta humana y nuestros elementos de juicio acerca del
pasado son insuficientes para resolver.
Sin embargo, quizás una dificultad importante para fundamen­
tar juicios contrafácticos en la historia humana — com o en todo
razonamiento que no sea exclusivamente deductivo o puramente
formal— es el problema lógico de evaluar elementos de juicio a me­
nudo antagónicos atinentes a una hipótesis dada y de comparar los
grados de apoyo que reciben hipótesis alternativas de los elementos
de juicio disponibles. Pues, en agudo contraste con lo que se ha rea­
lizado en la codificación de los principios de la inferencia dem os­
trativa, en la actualidad no existe ningún sistema generalmente
aceptado, explícitamente form ulado y totalmente general de reglas
lógicas para la realización de estas tareas de fundamental im por­
tancia.
Es verdad que se sostiene con frecuencia que el cálculo mate­
mático de probabilidades constituye tal codificación de los criterios
lógicos de la inferencia no demostrativa; pero la importancia del
cálculo de probabilidades para evaluar los elementos de juicio es du­
dosa y, en todo caso, sumamente controvertida. Por consiguiente,
aun las conclusiones concernientes a cuestiones de suprema impor­
tancia práctica a menudo son aceptadas sobre la base de elementos
de juicio cuya fuerza probatoria es estimada de manera personal y
muy diferente por personas diferentes.
Esta carencia de normas claramente articuladas y uniformes para
medir y combinar el peso de premisas que contienen elementos de
juicio es, indudablemente, la responsable de muchos de los desa­
cuerdos entre los historiadores cuando evalúan la importancia rela­
tiva de diversos factores causales y, en consecuencia, cuando afirman
juicios contrafácticos acerca del pasado humano. Por ejemplo, aun
cuando basen sus apreciaciones en elementos de juicio que parecen
idénticos, historiadores igualmente competentes ofrecen a menudo
evaluaciones incompatibles de los papeles que varios individuos han
desempeñado en un episodio determinado. Por lo tanto, también
ofrecen estimaciones diferentes de la probabilidad de suposiciones
íntimamente vinculadas con sus análisis, como la probabilidad de
que, si Lincoln hubiera vivido en ese momento, habría tenido más
éxito que Andrew Johnson en persuadir al Congreso para que m o­
dificara su actitud vengativa hacia el Sur.

765
Pero la ausencia de normas lógicas comunes es especialmente evi­
dente cuando es necesario combinar varias premisas con elemen­
tos de juicio y estimar su fuerza probatoria resultante. Ilustra tal ne­
cesidad la discusión acerca de la significación de la batalla de M a­
ratón. Indiquemos esto esquemáticamente con los siguientes su­
puestos: (a) con respecto a los elementos de juicio e, de que un
despotism o oriental subyugaba a un estado con instituciones dem o­
cráticas, los historiadores concuerdan en asignar una elevada proba­
bilidad a la hipótesis h de que el estado victorioso no hubiera tolera­
do el mantenimiento de esas instituciones en el país conquistado; y
(b), con respecto a los elementos de juicio e’ de que dos países con
medios de comunicación y de transporte primitivos están separados
por una distancia considerable, los historiadores también concuer­
dan en asignar una baja probabilidad a la hipótesis h’ de que uno de
los dos países ejercerá una influencia directora sobre las institucio­
nes del otro. Com binem os ahora los dos conjuntos de elementos de
juicio e y e \ y admitamos que los elementos de juicio sum ados e”
permiten afirmar que un despotism o oriental con medios de com u­
nicación primitivos y separado por una considerable distancia de un
estado con instituciones democráticas subyuga a este último. U n
problem a típico de muchas investigaciones surge entonces a través
del interrogante: ¿cuál es la probabilidad, relativa a e”, de la hipóte­
sis h n de que el despotism o oriental trabará seriamente o destruirá
las instituciones democráticas de la sociedad vencida? Si hubiera re­
glas reconocidas y bien fundadas para evaluar esta probabilidad a
partir de las probabilidades admitidas en (a) y (b), la cuestión de si
los sucesos de Maratón fueron tan decisivos para la civilización occi­
dental como se sostiene a menudo podría ser resuelta con razonable
unanimidad. Pero sucede que los historiadores, como tantos otros
hombres, vuelven a sus juicios intuitivos cuando intentan realizar ta­
les evaluaciones, como consecuencia de lo cual sus estimaciones de
las probabilidades buscadas a veces varían dentro de amplios límites.
Por otra parte, aunque a veces las diferencias concernientes a la
fuerza probatoria de determinados elementos de juicio son descora-
zonadoramente grandes, también hay —por fortuna— acuerdo fre­
cuente y sustancial en las probabilidades que asignan los hombres
a muchas hipótesis concernientes a cuestiones de las que tienen con­
siderable experiencia. Tales acuerdos indican que, a pesar de la ausen­
cia de una lógica explícitamente formulada de la inferencia no de­

766
ductiva, los hombres han adquirido por el ensayo y el error muchos
hábitos, no formulados, de pensamiento que contienen principios
correctos de razonamiento no deductivo. Por ejemplo, un médico
puede desarrollar hábitos de análisis después de muchos años de
práctica que le dan una gran eficacia en el diagnóstico, sin ser cons­
ciente de los principios lógicos que emplea tácitamente al realizar
sus inferencias. Análogamente, un estudioso de cuestiones humanas
puede adquirir, por ensayos repetidos, la capacidad de valorar el
peso y la significación de elementos de juicio, aunque no formule
nunca la lógica de su procedimiento. Por consiguiente, aunque nun­
ca es posible en la historia humana establecer juicios contrafácticos
más allá de toda duda y aunque tales juicios, en algunos casos, son
dudosos, si no indudablemente erróneos, tales dudas y errores espe­
cíficos no son un fundamento adecuado para rechazar en principio
la posibilidad misma de los juicios contrafácticos.

4. E l d e t e r m in is m o e n l a h is t o r ia

En la década de 1920, un destacado historiador examinó la in­


fluencia aparentemente decisiva ejercida por una serie de personajes
famosos sobre sucesos históricos tan importantes como la Reforma
protestante en Inglaterra, la Revolución norteamericana y la crea­
ción del gobierno parlamentario. Luego evaluó el papel presunta­
mente esencial que las decisiones y acciones de esos hombres desem­
peñaron en la producción de esos sucesos, generalizó sus hallazgos y
concluyó de la siguiente manera:

E sto s grandes cam bios parecen haberse p ro d u cid o con una cierta
inevitabilidad; parece haber existido una sucesión independiente de
acontecim ientos, una inexorable necesidad que regía el desarrollo de las
cuestiones hum anas [...]. E xam in ad os m inuciosam ente, p esad o s y m edi­
dos con cuidado, colocados en una verdadera perspectiva, lo personal,
lo casual y las influencias individuales en la historia pierden significa­
ción, y descuellan las grandes fu erzas cíclicas. L o s acontecim ientos se
producen p o r sí m ism os, p o r decirlo así; esto es, se produ cen tan firm e
e inevitablem ente que excluyen com o causas, no solam ente a los fen ó ­
m enos físicos, sino tam bién a la acción hum ana voluntaria.
A sí surge la concepción de ley en la historia. L a historia, el gran cur­
so de los p ro ceso s hum anos, no ha sido el resu ltado de los esfu erzos vo-
luntarios de in dividuos o g ru p o s de individuos, y m ucho m enos del
azar, sin o que ha estado su jeta a ley.30

L a idea expresada en esta cita es una variante de una conocida


concepción de los procesos humanos que continúa recibiendo mu­
cha aceptación. E s una concepción que a veces ha sido expuesta
com o subordinada a una teodicea, a veces a una filosofía romántica
del organicismo cósmico, a veces a una teoría aparentemente «cientí­
fica» de la civilización, que ve las causas del progreso o la decadencia
humanos en la acción de factores impersonales como la geografía, la
raza o la organización económica. A pesar de haber importantes di­
ferencias entre ellas, estas diversas doctrinas de la inevitabilidad his­
tórica comparten una premisa común: la impotencia de la acción hu­
mana deliberada, individual o colectiva, para alterar el curso de la
historia humana, puesto que los cambios históricos son — se alega—
producto de fuerzas profundas que siguen esquemas de desarrollo
fijos, aunque quizás no siempre conocidos.
Tanto historiadores com o filósofos han demostrado repetida­
mente que la doctrina de la inevitabilidad histórica es insostenible, y
no es nuestro propósito poner una vez más de manifiesto sus mu­
chas deficiencias. Bastará observar que, en algunas de sus variantes,
dicha doctrina no tiene contenido empírico, pues ningún elemento
de juicio empírico concebible puede servir para someter a prueba esas
versiones de la doctrina. Además, cuando se formula la doctrina de
m odo que se la puede someter a prueba, los elementos de juicio dis­
ponibles no dan apoyo a la tesis de que todos los sucesos humanos
revelan una ley de desarrollo unitaria y transculturalmente invaria­
ble, ni la tesis de que el esfuerzo individual o colectivo nunca es un
factor decisivo en las transformaciones de la sociedad. Sin embargo,
no debe interpretarse el rechazo de estas afirmaciones com o una ne­
gativa de que en muchas situaciones históricas la opción y el esfuer­
zo individuales pueden tener poco o ningún peso, ni de que frecuen­
temente hay límites discernibles para el poder humano de dirigir el
curso de los cambios sociales, límites que pueden deberse a hechos
físicos y geográficos, a las facultades biológicas, a los m odos de pro­
ducción económica y a las posibilidades tecnológicas disponibles, a

30. Edw ard P. Cheney, L aw in H istory an d O ther Essays, N ueva York,


1927, pág. 7.

768
la tradición y la organización política, a la estupidez e ignorancia hu­
manas y a diversas acciones anteriores de los hombres.
Por otra parte, muchos críticos recientes de la inevitabilidad his­
tórica han llegado mucho más allá de negar las afirmaciones mani­
fiestamente exageradas de esa doctrina. H an puesto en tela de juicio
la que consideran como premisa básica sobre la cual reposa, a saber,
la tesis de que los procesos humanos generalmente se producen en
condiciones determinadas y determinantes. En consonancia con esto,
esos críticos han tratado de demostrar que un determinismo total es
incompatible con los hechos establecidos en la historia humana y
con la suposición, subyacente en toda discusión de problemas m ora­
les, de que los seres humanos son genuinamente responsables de sus
elecciones y acciones deliberadas. Además, muchos pensadores que
rechazan la doctrina de la inevitabilidad histórica son también críti­
cos severos de las tendencias actuales de la investigación psicológica
y social; sostienen que, como la metodología conductista (o «natu­
ralista») adoptada en esas investigaciones reposa en última instancia
en la premisa determinista, la ciencia social contemporánea está des­
truyendo la creencia en la libertad humana y, por lo tanto, está soca­
vando los fundamentos del esfuerzo moral.
El resto de este capítulo está destinado a examinar algunas de es­
tas críticas del determinismo. Sin embargo, estas críticas raramente
hacen explícita la manera de concebir el «determinismo», como tesis
general; y aunque los críticos de esta tesis a veces la identifican con
la doctrina de la inevitabilidad histórica,31 habitualmente supone una
noción mucho más amplia. Debem os recordar, pues, lo dicho en el
capítulo X acerca del sentido en el cual se entiende comúnmente
el «determinismo» en las ciencias de la naturaleza, ya que parece ser
también el sentido en el cual frecuentemente se dice que el determi­
nismo es la premisa subyacente en la doctrina de la inevitabilidad
histórica.
Será conveniente resumir nuestro anterior examen del determinis­
mo con ayuda del ejemplo de un sistema fisicoquímico que es consi­

31. Según un historiador, por ejemplo, el determinismo es la doctrina «de


acuerdo con la cual estamos irremediablemente atrapados en las garras de un
proceso que deriva de todo lo que ha sucedido antes». Pieter Geyl, Debates
with Historians, N ueva York, 1956, pág. 236. Pero esta opinión no es represen­
tativa.

769
derado, en general, determinista.32 El sistema consiste en una mezcla
de soda, whisky y hielo contenida en una botella cerrada al vacío. Se
supone que no hay aire en la botella y que la mezcla está completa­
mente aislada de toda otra cosa, por ejemplo, de fuentes de calor del
medio ambiente. Además, las únicas características del sistema que en­
tran en discusión son «variables termodinámicas» tales como: el nú­
mero de componentes del sistema (los componentes del ejemplo son
agua, alcohol y dióxido de carbono), las fases o tipos de agregación en
las que aparecen los componentes (en el ejemplo, aparece en fase sóli­
da, líquida y gaseosa), las concentraciones de los componentes en cada
fase, la temperatura de la mezcla y la presión sobre las paredes del re­
cipiente. Es bien sabido que, para una temperatura y una presión da­
das, cada componente del sistema aparecerá en las diversas fases con
concentraciones definidas, y recíprocamente. Así, si se aumenta la
presión de la mezcla (por ejemplo, presionando hacia abajo el tapón
de la botella), se reduce la concentración de agua en fase gaseosa, pero
aumenta su concentración en la fase líquida; algo análogo sucede con
un cambio de temperatura. Así, las variables del sistema se encuentran
en definidas relaciones de interdependencia de modo que puede de­
cirse que el valor de una variable en un momento dado está «determi­
nado» por los valores de las otras variables en ese momento.
Supongam os ahora que en algún instante inicial el sistema se en­
cuentra en un «estado» definido (es decir, las variables tienen ciertos
valbres específicos) y que, debido a algún cambio inducido en una o
más de las variables, el sistema se encuentra en algún otro estado de­
finido después de un intervalo de tiempo t; pero supongamos tam­
bién que el sistema vuelve de alguna manera a su estado inicial, que
se inducen en las variables exactamente los mismos cambios que an­
tes y que después del mismo intervalo t el sistema se halla nueva­
mente en el segundo estado. Si el sistema se comporta de esta mane­
ra, cualquiera que sea el estado tomado como inicial y por largo que
sea el intervalo t, se dice que el mismo es «determinista» con respec­
to al conjunto especificado de variables termodinámicas.
Si se deja de lado la referencia al ejemplo fisicoquímico, el «de-
terminismo» puede ser definido en general como la tesis de que, para

32. El ejemplo está tom ado de Lawrence J. H enderson, Pareto’s General


Sociology, Cam bridge, M ass., 1935, cap. 3, donde se lo usa para ilustrar el senti­
do en el cual, según Pareto, es determinista un sistema social.

770
todo conjunto de atributos (o «variables») existe algún sistema que
es determinista con respecto a dicho conjunto. Por consiguiente, el
«determinismo en la historia» es la tesis de que, para todo conjunto
de acciones humanas, características individuales o colectivas o cam­
bios sociales que puedan ser de interés para el historiador, existe al­
gún sistema que es determinista con respecto a esos elementos, aun­
que no se especifiquen las variables de estado del sistema. Podemos
abordar ahora la tarea que nos hemos propuesto para el resto de este
capítulo: examinar las diversas críticas del determinismo en la histo­
ria. Las objeciones a la tesis determinista que examinaremos pueden
clasificarse del siguiente modo: (1) el argumento de la falsedad de la
doctrina de la inevitabilidad histórica y de la inexistencia de «leyes
del desarrollo necesario» en los procesos humanos; (2) el argumento del
carácter imprevisible de los sucesos humanos; (3) el argumento de la
incompatibilidad del determinismo con la realidad de la libertad hu­
mana; y concluiremos el examen con (4) algunas reflexiones sobre la
validez de la tesis misma.

1. El primer argumento puede ser expuesto brevemente y, tam­


bién, descartado rápidamente. Está dirigido sobre todo contra esas
imponentes filosofías de la historia, de orientación religiosa o secu­
lar, que pretenden hallar un esquema fijo de desarrollo en la múlti­
ple sucesión de acontecimientos que se han producido desde los co­
mienzos de la raza humana o, al menos, discernir un orden invariable
de cambios sucesivos que se manifiesta repetidamente en sociedades
o civilizaciones diferentes. Según las perspectivas de algunas de estas
filosofías, todo acto humano parece ocupar un lugar definido en una
inalterable estructura de cambios, y cada sociedad debe pasar nece­
sariamente a través de una serie fija de etapas previas antes de llegar
a una etapa posterior. Además, aunque los seres humanos son los
agentes ostensibles que provocan los movimientos de la historia, en
muchas de esas filosofías las acciones humanas son vistas, a lo sumo,
como los «instrumentos» a través de los cuales se manifiestan ciertas
«fuerzas», que actúan y evolucionan de conformidad con leyes in­
temporales.
Las filosofías de la historia de este tipo a menudo poseen la fasci­
nación de las grandes obras dramáticas, y pocos de sus lectores ne­
garían los notables poderes de imaginación y la sorprendente erudi­
ción con que frecuentemente están construidas. Pero, como ya

771
hemos indicado, cuando los elementos de juicio de lo que realmente
ha sucedido son utilizables para juzgar tales filosofías, el veredicto es
abrumadoramente negativo. L o s críticos de estas filosofías pisan te­
rreno seguro al rechazarlas por falsas.
Pero la falsedad de la doctrina de la inevitabilidad histórica, ¿im­
plica que no hay conexiones causales en los procesos humanos y que
el determinismo con respecto a los sucesos examinados por los his­
toriadores es un mito? L o s críticos recientes de la doctrina que sos­
tienen esto no ofrecen fundamentos explícitos para su afirmación, y
parecen basarla en una concepción extraordinariamente estrecha de
lo que es un sistema determinista. Al parecer, piensan que, com o el
pasado humano no manifiesta nada semejante a las periodicidades
regulares de un cronómetro bien construido, los sucesos del pasado
no pueden ser los elementos de un sistema determinista. Pero, si bien
un sistema dado puede no ejemplificar algún esquema de cambio re­
lativamente simple, en cambio puede presentar un esquema más
complejo y poco familiar de relaciones de dependencia. Además,
aun cuando fuera cierto que un sistema particular no sea determinis­
ta con respecto a un conjunto específico de características, dicho sis­
tema puede no hallarse aislado suficientemente de influencias exter­
nas (como en el caso de un reloj cuyos movimientos presentaran
«irregularidades» debidas a la influencia de un campo magnético
fluctuante); y puede haber otro sistema (por ejemplo, el sistema que
incluye a estas influencias externas junto con el sistema inicial) que
sea determinista con respecto al conjunto dado de características. En
todo caso, admitiendo que la doctrina de la inevitabilidad histórica
es falsa y que no hay leyes necesarias del desarrollo en la historia hu­
mana, hay elementos de juicio convincentes, por ejemplo, que indi­
can que la decadencia del poderío español en el siglo xvn se debió,
en parte, a la política económica y colonial de España, o que una
condición necesaria del éxito de la Revolución bolchevique fue el li­
derazgo de Lenin. En resumen, el primer argumento contra el deter­
minismo no logra su objetivo.

2. L o s críticos del determinismo tienden a dar gran peso a la ob­


jeción según la cual los sucesos humanos son, en considerable medi­
da, imprevisibles. A este respecto, es habitual distinguir dos sentidos
de esta última palabra. U n suceso es «tecnológicamente» imprevisi­
ble si, a causa de las limitaciones del conocimiento o la tecnología

772
que los hombres poseen en un momento dado, éstos carecen de la
capacidad efectiva de preverlo en m odo alguno, o de preverlo con
algún grado de precisión. Sin embargo, obviamente, no es una obje­
ción seria al determinismo que los sucesos pueden ser imprevisibles
en este sentido; y ningún crítico de la tesis determinista sosten­
dría, por ejemplo, que los terremotos carecen de bases necesarias y
suficientes para su producción sobre la base de que, en la actuali­
dad, no podem os anticipar cuándo se producirá el próxim o terre­
moto.
Por otra parte, un suceso es «teóricamente» imprevisible si la su­
posición de que su producción puede ser calculada de antemano con
ilimitada precisión es incompatible con las «leyes de la naturaleza»,
es decir, con el corpus del conocimiento científico, y en particular
con la teoría científica establecida. El ejemplo corriente para ilustrar
este sentido de la palabra es la precisión limitada con la cual, según la
teoría cuántica actual, es posible predecir procesos subatómicos. Pero
es evidente que, aun cuando se suponga que los procesos humanos
son teóricamente imprevisibles, esta suposición sólo tiene fuerza
como objeción a la tesis determinista si se identifica a ésta con la afir­
mación de que, en principio, es posible predecir sucesos con absolu­
ta precisión.33 Sin duda, puede asignarse a «determinismo» una con­
notación tal que su significado coincida con el de «predecible». Pero
la equivalencia que se establecería de este modo entre las connota­
ciones de esas palabras sería el resultado de un fía t arbitrario, ya que
generalmente dichas palabras no son utilizadas como sinónimos. Si
lo fueran, sería absurdo suponer que algo de lo cual se admite que es
teóricamente imprevisible pudiera estar, no obstante, determinado.
Sin embargo, a pesar de la circunstancia de que la mecánica cuántica
pertenece al corpus actual de la teoría científica, no es contradictorio
(aunque pueda ser equivocado) sostener, como Planck, Einstein y

33. Tal identificación fue realizada por M oritz Schlick: A determina B ’ no


puede significar más que lo siguiente: B puede ser calculado a partir de A. Y esto
significa: hay una fórm ula universal que asegura la aparición de B cuando se
sustituyen ciertos valores en lugar de las condiciones iniciales A y, además,
se asignan valores definidos a variables com o el tiempo t... Así, la palabra ‘de­
terminado’ significa exactamente lo m ismo que ‘previsible’ o ‘calculable de an­
temano’ .» M oritz Sclick, «D ie Kausalitát in der gegenwártigen Physik». Ge-
sammelte Aufsatze, Viena, 1938, págs. 73-74.

773
otros, que hay condiciones determinantes de los procesos subatóm i­
cos y que es deseable hallar una alternativa a la teoría cuántica que
no establezca límites superiores, como hace dicha teoría, a la preci­
sión con la cual es posible predecir algunos de esos procesos.
Pero, sea com o fuere, en las ciencias sociales no hay nada com pa­
rable a la mecánica cuántica sobre lo cual basar la suposición de que
los sucesos humanos son teóricamente imprevisibles. N i los elemen­
tos de juicio concretos permiten establecer la afirmación de que las
acciones humanas sean fundamentalmente imprevisibles de hecho.
Sería ridículo sostener que es posible predecir todo detalle del futu­
ro del hombre o siquiera pretender que es posible inferir de los da­
tos disponibles todo suceso del pasado humano. Por otra parte, no
es menos ridículo sostener que som os completamente incapaces de
predecir nada acerca del futuro humano con alguna seguridad. Es
casi perogrullesco destacar que nuestras relaciones personales con
otros hombres, nuestros ordenamientos políticos, nuestras institu­
ciones sociales, nuestros horarios de transporte y nuestra adminis­
tración de justicia no podrían ser lo que son si no fuera posible hacer
inferencias seguras acerca del pasado y el futuro humanos. Sin duda,
no podem os predecir con ninguna certidumbre quién será el próxi­
mo presidente de Estados U nidos. Pero si consideramos las actitu­
des corrientes de los norteamericanos hacia los problemas dom ésti­
cos y extranjeros, así com o el alineamiento actual de los poderes del
mundo, tenemos buenas bases para confiar en que habrá una elec­
ción presidencial el próxim o año bisiesto, que ningún partido políti­
co importante nombrará a un comunista y que el candidato triun­
fante no será ni una mujer ni un negro. Estas diversas predicciones
son indefinidas en ciertos aspectos, pues no predicen el futuro de
una manera que excluya todas las alternativas concebibles excepto
una. Sin embargo, las predicciones excluyen un número enorme de
posibilidades lógicas, y destacan el hecho de que, aunque los seres
humanos que participan en los sucesos venideros puedan tener un
margen considerable de libre elección en sus acciones, sus opciones
y acciones reales caerán dentro de límites muy definidos. La conse­
cuencia obvia de todo esto es que no todo lo que es lógicamente p o ­
sible es también históricamente posible durante un período dado y
para una sociedad dada. L a interpretación igualmente obvia de este
hecho es que hay condiciones determinantes tanto para lo que ha su­
cedido como para lo que sucederá en los procesos humanos.

774
Por otra parte, nuestras explicaciones históricas posteriores de
sucesos pasados y nuestras predicciones de sucesos futuros son casi
invariablemente imprecisas e incompletas. Pues nuestras explicacio­
nes de los acontecimientos pasados, sean actos individuales o colec­
tivos, raramente o nunca explican todos los detalles exactos de lo su­
cedido; y, como hemos visto, solamente logran poner de manifiesto
los fundamentos que hacen probable la aparición de características
formuladas más o menos vagamente. Pero ya hemos examinado las
razones de la estructura probabilística de las explicaciones históri­
cas, y ninguna de ellas suministra una base para rechazar el determi­
nismo.

3. El último argumento que consideraremos es aquel según el


cual un determinismo total es incompatible con el axioma funda­
mental de la teoría ética de que los seres humanos pueden ser consi­
derados responsables de sus decisiones y acciones deliberadas. Esta
objeción al determinismo ha constituido un tema de debate filosófi­
co y teológico desde la Antigüedad, pero ha sido reavivada en las
discusiones actuales sobre la historia del hombre y las ciencias socia­
les. Examinaremos algunos de los problemas que plantea en la forma
en que son presentados en un libro de Isaiah Berlin.34 Este libro, es
fundamentalmente, una crítica devastadora de las filosofías de la his­
toria que conciben el escenario humano como el despliegue de un
destino inevitable que no puede ser alterado por el esfuerzo del hom­
bre; también sostiene que estas filosofías son simples corolarios de la
suposición de que los procesos humanos están determinados estric­
tamente. Ignoraremos esta razón que ofrece Berlin para rechazar el
determinismo, pues ya hemos mostrado que la tesis determinista no
implica la doctrina de la inevitabilidad histórica; pero discutiremos
otros dos argumentos que dirige contra dicha tesis.

a. E l punto de partida de Berlin, en el primero de estos argu­


mentos, es el lugar común — generalmente admitido— de que no
puede considerarse a un individuo moralmente responsable de una
acción si se vio obligado a realizarla y si no eligió efectuarla por su
propia libre voluntad. Por consiguiente, si una persona es genuina-
mente responsable de una acción, podría haber actuado de manera

34. Isaiah Berlin, H istorical Inevitability, Londres y N ueva Y ork, 1954.

775
diferente, si su elección hubiera sido diferente. Pero Berlin también
cree que, según la tesis determinista (que él concibe como la nega­
ción de que haya algún ámbito de la vida humana no determinada
exhaustivamente por leyes), la persona no podía haber elegido de
manera diferente de como lo hizo de hecho, al parecer porque la de­
cisión del individuo ert el momento en que la tomó estuvo determi­
nada por circunstancias sobre las cuales no tenía ningún control,
com o su herencia biológica o su carácter form ado por acciones ante­
riores. En consecuencia, para cualquiera que acepte la tesis determi­
nista, la suposición de que un hombre podría haber tomado una de­
cisión distinta de la que tomó debe ser, en última instancia, una
ilusión que se basa en nuestra ignorancia de los hechos determinan­
tes de su elección. Berlin concluye, pues, que el determinismo impli­
ca la eliminación de la responsabilidad individual, ya que no es la li­
bre elección de un hombre, sino las condiciones determinantes de su
elección, lo que explica la acción del hombre de acuerdo con el de­
terminismo. Declara, por ejemplo:

N a d ie niega que sería estú pido y cruel recrim inarm e que no sea m ás
alto de lo que so y , o con siderar el co lo r de m i cabello o las cualidades de
m i intelecto o m i co razó n co m o debidas principalm ente a m i p ro p ia li­
bre elección; si estos atribu tos so n co m o son, ello n o se debe a ninguna
decisión m ía. Si extiendo esta categoría m ás allá de to d o límite, enton­
ces, to d o lo que es, es necesario e inevitable.
[...] A cu sar y elogiar, considerar p o sib les cu rso s alternativos de ac­
ción, conden ar o exaltar figu ras h istóricas p o r actuar co m o lo hacen o lo
hicieron es una actividad absurda.

Y agrega:

Si y o estuviera convencido de que, si bien las elecciones han afecta­


d o a lo que ha sucedido, p ero ellas m ism as se hallaban totalm ente deter­
m inadas p o r factores que n o estaban den tro del con trol del individuo
(inclusive su s p ro p ias m otivaciones y estím ulos p ara la acción), cierta­
m ente n o lo consideraría m oralm ente digno de elogio o de reproch e.35

Se imponen dos comentarios.

35. Isaiah Berlin, op. cit., págs. 26-37.

776
1. En primer lugar, está lejos de ser clara la concepción del «yo
humano» con la cual trabaja Berlin. Pues, en su opinión, el yo hu­
mano aparentemente debe ser distinguido no sólo del cuerpo huma­
no sino también de cualquiera de las elecciones, fuera ya del control
humano, que determina — al menos en parte— la elección que está a
punto de realizar, así como sus estímulos para la acción, sus disposi­
ciones y sus motivaciones, en tanto estas últimas también se encuen­
tran fuera de su control. Por lo tanto, es difícil saber qué queda del
yo cuando se eliminan todas las cosas que influyen, aun de la mane­
ra más tenue, en la conducta de un hombre durante el preciso ins­
tante del presente inmediato.
La dificultad no disminuye cuando tratamos de comprender la
concepción de Berlin del yo cuyas decisiones son «libres», en el senti­
do que él da a este término, en el contexto de imaginar a una persona
deliberando sobre un curso de acción que debe adoptar y decidien­
do finalmente entre diversas alternativas que ha estado consideran­
do. El individuo habitualmente no tiene conciencia de que la deci­
sión que finalmente toma puede ser la expresión de un conjunto de
hábitos más o menos estables, de impulsos fugaces, de la cuidadosa
atención que presta a algunas de las alternativas pero no a las otras,
etc., del mismo m odo que normalmente no es consciente de los lati­
dos de su corazón o del órgano que los produce. Parece improbable,
en verdad, que, cuando el individuo se recupera de su sorpresa ante
la pregunta de si la elección que finalmente tomó era realmente suya,
vacile en afirmar que por supuesto lo era. Pero si el individuo adqui­
riera conciencia de estas cosas acerca de sí mismo, como puede suce­
der a veces, ¿consideraría que tal elección no es suya? Esto también
parece improbable, como es improbable que rechace como suyo el
latido de sus sienes, cuando descubre que es el producto de las con­
tracciones rítmicas de su corazón.
Según Berlin, sin embargo, la respuesta al interrogante de si la de­
cisión fue propia del individuo debe ser en ambos casos negativa.
Berlin se enfrenta, pues, con un enigma que es irresoluble: el de ha­
llar una actividad o característica que sea un atributo intrínseco del
yo humano, pero con la estipulación de que todo lo que dependa
causalmente de alguna otra cosa sea descalificado automáticamente
como parte genuina del yo. Su problema es como la tarea de descri­
bir una pelota de béisbol en movimiento, por ejemplo, sin mencio­
nar ningún atributo que deba su presencia en la pelota a algún agen­

777
te externo (como el fabricante que la hizo, el jugador que la golpeó
o el sol que brilla sobre ella), por la razón de que, com o los atributos
familiares de la pelota — tamaño, forma, color y estado de m ovi­
miento— han sido determinados por factores externos, no son ge-
nuinamente intrínsecos a la pelota misma.
Indudablemente, cómo y dónde deben trazarse los límites del yo
humano individual no son cuestiones fáciles de decidir, y las res­
puestas a ellas pueden variar según diferentes contextos de identifi­
cación del yo, y hasta pueden depender de diferencias culturales en
las maneras de concebir el yo. Pero, sea cual fuere la manera de tra­
zar los límites, las mismas no deben ser tales que, a fin de cuentas, no
haya nada que pueda ser identificado como el yo. Ciertamente,
no debe convertirse en un problem a artificial e insoluble el hecho de
que frecuentemente som os conscientes de que actuamos por nuestra
propia voluntad libre y sin coacciones externas, aunque reconozca­
mos que algunas de nuestras elecciones son el producto de nuestras
disposiciones, acciones pasadas e impulsos presentes.

II. Debem os hacer un segundo comentario sobre el argumento


de Berlin. E s evidente que su examen de las condiciones en las cua­
les puede considerarse con propiedad que los seres humanos son
agentes responsables se asemeja mucho al razonamiento usado a me­
nudo para demostrar, a la luz de los hallazgos de la física moderna,
que la concepción de sentido común del mundo es una ilusión. Por
ejemplo, se ha argüido que, puesto que de acuerdo con la física los
objetos del sentido común com o las mesas son sistemas complejos
de partículas minúsculas en movimiento rápido separadas por dis­
tancias relativamente grandes, es ilusorio suponer que las mesas son
«realmente» cosas sólidas que poseen superficies continuas. Pero,
como se ha observado frecuentemente, tal argumento es un nudo de
falacias. Com ete el error fundamental de suponer que, puesto que
términos de sentido común como «sólido», «duro» y «continuo» no
son aplicables a cosas tales como los conjuntos de moléculas cuando
se los usa en sus significados corrientes, esos términos tam poco son
correctamente aplicables a objetos macroscópicos com o las mesas.36

36. Se hallará una formulación, que ha ejercido mucha influencia, de este ar­
gumento en Arthur S. Eddington, The N ature o f the Physical World, N ueva

778
El argumento de Berlín presenta un fallo similar, pues sostiene de
manera análoga que, si hay condiciones biológicas y psicológicas de­
terminantes en las cuales se produce la conducta responsable, los
hombres no pueden ser genuinamente responsables de ninguno de
sus actos, por la razón de que la responsabilidad (en el mismo senti­
do del término) no puede ser predicada con propiedad de esas con­
diciones. Sin embargo, es un hecho empírico tan bien fundado como
cualquier otro que los hombres, a menudo, deliberan y deciden en­
tre diversas alternativas; y nada de lo que hemos descubierto o des­
cubriremos acerca de las condiciones fisiológicas y psicológicas que
hacen posible la deliberación y la elección puede ser utilizado como
elemento de juicio (excepto so pena de incurrir en una fatal incohe­
rencia) para negar que tales elecciones deliberativas ocurren.
Es oportuno destacar, por otra parte, que si un individuo deter­
minado puede ser o no considerado correctamente como responsa­
ble de una acción es una cuestión empírica y que podem os equivo­
carnos al suponer que lo es. Podemos descubrir, por ejemplo, que
un individuo sigue siendo un ladronzuelo, a pesar de nuestros mejo­
res esfuerzos de educarlo mediante recompensas y castigos y a pesar
de sus propios intentos aparentemente serios de enmendarse. Pode­
mos concluir, entonces, que sufre alguna anomalía y no puede con­
trolar algunas de sus acciones, de modo que sería un error seguir
considerándolo responsable de ellas. Pero queda en pie el hecho de
que la distinción entre acciones sobre las cuales un ser humano tiene
control y aquellas sobre las cuales no lo tiene no desaparece, como
no desaparece si descubrimos las condiciones en las cuales se ad­
quiere y se manifiesta la capacidad de tal control. En resumen, si una
persona se comporta como se comporta un agente moral normal
puede ser caracterizada correctamente como un agente moral res­
ponsable; y esta caracterización sigue siendo correcta aunque las
condiciones orgánicas y psicológicas que le permiten actuar como
un agente moral no estén dentro de su control en ninguna de las oca­
siones en las que actúa como una persona responsable.

b. Berlín dirige un segundo argumento contra el determinismo.


Sostiene que, independientemente de la verdad de la tesis determi-

York, 1929, esp. las págs. x i - x i v ; y una vigorosa crítica de Eddington en L. Su-
san Stebbing, Philosophy an d the Physicists, Londres, 1937.

779
nista, los pensamientos comunes de la mayoría de los hombres de
hecho no se hallan coloreados por la creencia en esa tesis. Si lo estu­
vieran, afirma, el lenguaje que emplean los hombres al hacer distin­
ciones morales y expresar sanciones morales no sería lo que real­
mente es. Pues, en el uso habitual, este lenguaje supone tácitamente
que los hombres son libres de elegir y de actuar de manera diferente
a com o de hecho eligen y actúan. Pero si realmente creyéramos en el
determinismo, concluye Berlin, nuestras distinciones morales co­
rrientes no serían aplicables a nada y nuestra experiencia moral sería
ininteligible.37
Examinemos la afirmación de que un determinista consecuente
no puede emplear urt lenguaje moral corriente en su significado ha­
bitual.

I. ¿Debe evaluarse esta afirmación sobre la base de elementos de


juicio empíricos directos? Si es así, entonces, aunque no se ha proce­
dido a una recolección sistemática de datos y la información dispo­
nible es sin duda inconcluyente, es evidente que buena parte de los
elementos de juicio que poseemos no da apoyo a tal aserción. El len­
guaje de muchos creyentes devotos, para no decir nada de filósofos
como Spinoza, suministra algún fundamento para sostener que, a
pesar de una adhesión explícita y firme a un determinismo total, m u­
chos hombres no han hallado ningún obstáculo psicológico para re­
alizar apreciaciones morales comunes. Para citar solamente un ejem­
plo, el obispo Bossuet escribió su Discurso sobre la H istoria Universal
con la intención de ofrecer una guía al Delfín acerca de la conducta
adecuada a un príncipe de sangre real, pero en el curso de la obra de­
clara que

37. «SÍ la hipótesis determinista fuera verdadera y explicara adecuadamente


el m undo real, hay un sentido claro en el cual (a pesar de la extraordinaria ca­
suística que se ha utilizado para evitar esta conclusión) la noción de responsabi­
lidad humana, tal com o se la entiende comúnmente, ya no se aplicaría a ningún
estado de cosas real, sino solamente a estados de cosas imaginarios o concebi­
bles. [...] H ablar, al igual que algunos teóricos de la historia (y científicos con in­
clinaciones filosóficas), com o si se pudiera aceptar la hipótesis determinista y,
no obstante esto, continuar pensando y hablando com o lo hacemos en la actua­
lidad, es alentar la confusión intelectual.» Isaiah Berlin, op. cit., págs. 32-33.

780
la larga concatenación de causas particulares que elevan y abaten lo s im ­
p erios depende de los decretos de la D ivin a Providencia. E n lo alto del
cielo, D io s tiene las riendas de to d o s los reinos. P osee en Su m ano to d o s
los corazon es. A veces refrena las pasion es y a veces las libera y, de éste
m od o , agita a la hum anidad. P o r estos m edios, D io s realiza sus juicios
tem ibles, de acuerdo con reglas infalibles. E s É l quien prepara lo s resul­
tados a través de las causas m ás distantes y quien descarga grandes g o l­
pes cuya repercusión se difunde enorm em ente. E s así com o D io s reina
sobre todas las n acion es .38

Bossuet creía que la reconciliación de la Divina Omnipotencia


con la realidad de la libertad humana es un misterio trascendente.
Sea como fuere, parece no haber hallado dificultad alguna en soste­
ner una concepción providencial (y, por lo tanto, determinista) de la
historia humana, a la par que utilizaba también (en contradicción
con la afirmación de Berlin) un lenguaje moral corriente para expre­
sar distinciones morales familiares.

II. Pero supongamos que Berlin tiene razón al pensar que, si


realmente creemos en un determinismo total, se alteraría el significa­
do de nuestro lenguaje moral. ¿Qué demostraría este presunto he­
cho? E s oportuno recordar situaciones semejantes en otros dom i­
nios del pensamiento en los cuales se modificaron los significados
asociados a diversas expresiones lingüísticas como consecuencia de
la adopción de nuevas creencias. Así, la mayoría de los hombres
educados de la actualidad aceptan la teoría heliocéntrica de los m o­
vimientos planetarios, y aunque continúan empleándose expresio­
nes tales como «salida del sol» y «puesta de sol», no se las usa con los
mismos significados que tenían cuando la teoría de Tolom eo era do­
minante. Sin embargo, algunas de las distinciones que estos términos
calificaban cuando estaban asociados a ideas geocéntricas no carecen
de fundamento ni siquiera hoy, puesto que en muchos contextos de
observación y de análisis no es incorrecto describir los hechos di­
ciendo que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Evidente­
mente, hemos aprendido a usar este lenguaje para expresar distincio­
nes que son aún correctas, sin comprometernos por ello con otras

38. Ja c q u e s B o ssu e t, Discourse on Universal History, p arte 3, cap. 8, p u b li­


ca d o en 1681 y cita d o en G . J . R en ier, History: Its Purpose an d Method , L o n ­
d re s, 1950, p á g . 264.

781
distinciones que dependen totalmente de la aceptación de la teoría
geocéntrica.
Por consiguiente, y por un razonamiento similar, si de acuerdo
con la suposición de Berlin llegáramos a creer realmente en el deter-
minismo, no por ello ignoraríamos la distinción entre los actos des­
critos en el lenguaje corriente como «libremente elegidos» y los
que no lo son, o entre esos rasgos de carácter y de personalidad so ­
bre los cuales un individuo tiene un control efectivo y aquellos sobre
los cuales no lo tiene. Pero de todos modos, además, cuando se com ­
pletaran los cambios en los significados de expresiones usadas co­
rrientemente como resultado de ese presunto cambio en las creen­
cias, quedaría en pie el hecho de que ciertos tipos de conducta son
elogiados ó reprobados y otros tipos no lo son que los hombres pue­
den controlar y modificar mediante una disciplina adecuada algunos
de sus im pulsos pero no otros que algunos hombres pueden mejorar
mediante un esfuerzo la calidad de sus realizaciones mientras que
otros no pueden hacerlo, etc. En resumen, nuestro lenguaje moral
corriente - —con los significados habituales asociados a él y con nues­
tras capacidades diferenciales para realizar distintos tipos de accio­
nes— sobreviviría en considerable medida a la aceptación general de
la tesis determinista. N egar esto sería aceptar la suposición, difícil­
mente creíble, de que por el mero hecho de adoptar la creencia en el
determinismo los hombres se transformarían en seres casi irrecono­
ciblemente diferentes de lo que eran antes de este cambio en sus
convicciones teóricas.
L a creencia en el determinismo, pues, no es incompatible, lógica
o psicológicamente, con el uso normal del lenguaje moral o con la
imputación de responsabilidad moral a seres humanos. Sólo puede
establecerse esta presunta incompatibilidad, según parece, si se in­
troduce la premisa — que contiene una petición de principio— de
que el hecho mismo de hacer distinciones morales implica que no se
cree en el determinismo.

4. Aunque ninguno de los argumentos dirigidos contra el deter­


minismo es convincente, si se concibe la tesis determinista como un
enunciado acerca de una característica categorial de todas las cosas,
sean cuales fueren, ella no ha sido demostrada de manera conclu­
yente ni puede ser refutada de igual manera. L a tesis concebida de tal
m odo no ha sido demostrada de manera concluyente, pues hay un

782
conjunto quizás infinito de sucesos de los cuales no conocemos las
condiciones determinantes; y, como indicamos en un examen ante­
rior (en el capítulo X ) de la noción de «azar absoluto», es al menos
lógicamente posible que de hecho no existan condiciones determi­
nantes de algunos de esos sucesos. Por otra parte, no es posible refu­
tar definitivamente dicha tesis porque el fracaso en el intento de des­
cubrir las condiciones determinantes de un suceso no demuestra que
no existan de hecho tales condiciones. Por consiguiente, la tesis afir­
mada en forma estrictamente universal no puede ser defendida como
una generalización bien fundada acerca del mundo, tal como lo co­
nocemos.
Sin embargo, se ve muy claramente el papel operativo en la in­
vestigación de la tesis determinista, así como del principio de causa­
lidad, cuando se la concibe como un principio regulador que form u­
la de manera amplia uno de los principales objetivos de la ciencia, a
saber, el descubrimiento de los determinantes de los sucesos. El deter-
minismo como principio regulador es, indudablemente, más fructí­
fero cuando se le da una forma más especializada que la versión su­
mamente general que hemos considerado, de m odo que mencione
las variables particulares para las cuales es menester iniciar una in­
vestigación en el esfuerzo por hallar las condiciones determinantes
de ciertos tipos de sucesos. Así, la noción laplaciana de determinis-
mo que examinamos antes es uno de tales casos especiales del prin­
cipio general, caso en el cual las variables mencionadas son posicio­
nes, cantidades de movimiento y fuerzas; durante un tiempo sirvió
como principio conductor de todas las investigaciones físicas, aun­
que luego fue reemplazado — aun en la física— por una forma espe­
cial diferente del principio determinista. Análogamente, se emplean
versiones especiales del principio general, con fructíferos resultados,
en las ciencias psicológicas y sociales; por ejemplo, se utilizan prin­
cipios reguladores que estipulan como determinantes de diversos fe­
nómenos factores tales como la herencia, el condicionamiento por el
aprendizaje, los m odos de producción económica o la estratificación
social.
Pero, si bien tales principios conductores especiales sólo son
fructíferos dentro de ámbitos limitados, es evidente que el valor li­
mitado de cualquiera de ellos no es razón para condenar el determi-
nismo como principio regulador general. Sin duda, la insistencia dog­
mática en el uso de alguna forma especial del principio determinista

783
a menudo ha limitado el avance del conocimiento; y es también in­
negable que frecuentemente se han utilizado versiones particulares
de dicho principio para defender prácticas sociales inicuas. Pero
abandonar el principio determinista mismo es renunciar a la empre­
sa de la ciencia. Por aguzada que pueda ser nuestra conciencia de la
rica variedad de la experiencia humana y por grande que sea nuestra
preocupación ante los peligros de usar los frutos de la ciencia para
obstruir el desarrollo de la individualidad humana, no es probable
que sirvamos adecuadamente a nuestros mejores intereses abando­
nando la investigación objetiva de las diversas condiciones que de­
terminan la existencia de características y acciones humanas, y ce­
rrar, así la puerta a la progresiva liberación de las ilusiones que
provoca el conocimiento alcanzado a través de tales investigaciones.

784
ÍNDICE DE NOMBRES

Abel, Theodore, 629 Born, M ax, 206, 407, 441


Adam s, John C ., 421 Bossuet, Jacques, 780
Ampére, A. M., 380 Bradley, F. H ., 437
Aristóteles, 17, 51, 68, 71, 295, 433, Braithwaite, R. B., 536, 551, 646
709 Bridgman, P. W., 72, 135, 162, 169,
Ashby, W. R oss, 536 358, 365, 390, 460
Ayer, A. J., 170 Brinton, Crane, 737
Broad, C. D., 83,236,478,482-483,490
Barraclough, G., 740, 741, 743 Buckingham, el primer duque de, 731
Bateson, G regory, 677 y sigs.
Bavink, B., 449 Burks, Arthur W., 80
Beale, H ow ard K., 752 Burtt Edwin A., 633
Beard, Charles A., 598, 746, 747, 748- Bury, J. B., 711, 764
749, 762
Beard, M ary R., 749 Cam pbell, N orm an R., 61, 118, 161,
Becker, Cari, 750, 751-752 179,257,468
Beltrami, E., 318 Cannon, Walter B., 535
Bergmann, Peter G ., 284, 518 Carnap, Rudolf, 15, 111, 135, 139,
Bergson, Henri, 557 171, 173-174,418, 730
Berkeley, George, 169 Carnot, Sadi, 461
Berlín, Isaiah, 775-782 Carr, H . Wildon, 580
Bernoulli, Daniel, 451 Cassirer, Ernst, 422
Bertalanffy, Ludw ig von, 563, 564, Catalina de Aragón, 39
569, 573 Cayley, A., 314, 328
Best, Charles, H ., 639 Cheney, Edward P., 768
Bigelow, Julián, 536 Chisholm , Roderick M., 103,107
Black, Joseph, 154 Cleopatra, 712, 719
Blanshard, Brand, 478 Cohén, M orris, 633
Bohm , David, 411 Conklin, Edwin G ., 555
Bohr, N iels, 390, 391, 397-398 C ooley, Charles H ., 617
Boltzmann, Ludw ig, 142, 180, 216, C ooley, John C ., 15,107
217, 255, 411, 413, 451-452, 475 Coulom b, C . A. de, 380
Bolyai, J., 317 Courant, Richard, 513

785
D ’A bro, A., 532 Haldane, J. S., 580
D ’Alembert, J., 212 H am ilton, William R ., 212, 217
Dalton, John, 485 H ayek, F. A., 616, 618, 621, 698, 700,
Davis, Kingsley, 688 704
D e Broglie, Louis, 408, 411, 416 Hegel, G. W. F., 647
Dem ócrito, 485 Heisenberg, W., 388-394, 397-398,
Descartes, Rene, 234-235 402-403,417
Dew ey, John, 181 Helmer, O laf, 726
Dingle, H erbert, 169 H elm holtz, H . von, 97, 213, 237, 322,
Dingler, H ugo, 344 341,350
D obzhansky, T., 557 Hempel, Cari G ., 15, 70, 88
D ray, William, 734, 738 Henderson, L. J., 770
H erskovits, M. J., 620
Eddington, Arthur sir, 126, 135, 141 - H ertz, Heinrich, 147, 212, 217
142, 2 4 3,359,412, 778-779 Hesse, M ary B., 160
Edel, Abraham , 15 Hilbert, David, 143
Edw ards, Paul, 15 H iz, H enry, 107
Einstein, Albert, 284, 349, 354-358, H obbes, Thom as, 267
360-362, 408, 409, 773 H obson, E. W., 49
Epicuro, 436 Hoebel, E. A., 706
Euler, L ., 240, 266,294 H ólder, O tto, 257
Ewing, A. C., 80, 83, 85 H ofstadter, Albert, 15
Exner, Franz, 412 Hogbe:n, L., 580
H ook, Sidney, 15
Faraday, Michael, 154, 380 Hum e, David, 50, 86-87,169
Feigl, H erbert, 15 H untington, E. V., 333
Fermi, E., 177 H utchison, T. W., 704
Finetti, Bruno de, 730 H uygens, Christian, 153-154, 212 -
Firth, Raym ond, 677 213,214
Frank, N . H ., 216
Frank, Philipp, 15, 387 Jam m er, M ax, 244
Frankel, Charles, 15 Jeans, J. H ., 454
Fuller, Lon, 637 Johnson, W. E., 111,301
Jo o s, G eorg, 177, 230
Galileo, 212 , 446-447, 451, 601, 754 Jordán, Pascual, 497
G auss, C . F., 212, 314, 321-323, 324
Geyl, Pieter, 769 Kant, I., 240, 266-267, 294, 341
G oodm an, N elson, 103, 174 Kellogg, O . D ., 519
G regg, John, 15 Kelly, William H , 620
Grelling, Kurt, 508, 515 Kelvin, Lord, 154, 162, 187, 237, 243-
Gruchy, A. G ., 704 244
Grünbaum , A dolf, 610 Kemeny, John, 466
Kendall, M. G ., 666

786
Kendall, Patricia L., 662 Marshall, Alfred, 225, 703
Keynes, John Maynard, 418, 704, 705, Marx, Karl, 647, 708
730 M asón, M., 519
Kirchhoff, G., 213, 216, 255 M aupertuis, P. L. M. de, 532
Klein, Félix, 341, 328 Maxwell, J. C ., 154-155, 157, 162,
Kluckhohn, Clyde, 620 215-216, 227, 240, 267, 284, 355,
Kneale, William, 103 356, 378, 380-381, 407, 421-424,
Kneser, Adolf, 532 451
Kóhler, Wolfgang, 512-513 M cDougall, William, 487
Koffka, Kurt, 512 M cKinsey, John C . C ., 218, 614
Kurihara, Kenneth, 705 Merton, Robert K., 609,677,688,690,
705
Lagrange, J., 60, 212 , 217 Meusel, A., 737
Laplace, P. S. de, 212, 240, 372-373, M eyerson, E., 177
374, 378,383,419-420, 480 Mili, J. S., 61, 169, 418-419, 425, 488,
Lazarsfeld, Paul F., 15, 620, 662, 671, 509-510, 590, 664
718 Millikan, R. A., 127-128,130
Leibniz, G. W., 267, 294 M ises, Ludw ig von, 617, 621, 700,
Lenzen, Víctor F., 247 704
Leverrier, U . J. J., 421 Mises, Richard von, 439, 730
Lewin, Kurt, 512 M orgenbesser, Sidney, 15
Lindemann, F. A., 350 M orgenstern, O ., 614
Lindsay, R. B., 251 M urdock, G eorge P., 620
Little, I. M. D ., 704 M urphy, Gardiner, 620
Locke, John, 17 M yrdal, Gunnar, 634, 635, 638
Loeb, Jacques, 561
Lotka, Alfred J., 536 N adel, S. F., 633, 635, 722
Lovejoy, Arthur O., 491 N agel, E., 174, 637, 690, 730, 747
Luce, R. D ., 614 N atorp, Paul, 267
N eurath, O tto, 171
Mach, Ernst, 50, 169, 170-171, 177- N ew ton, Isaac, 89-90, 93-94, 212,
178, 179, 227, 255, 256, 263, 265, 217-219, 220-222, 227-230, 234-
283-286 235, 238, 240, 275-289,291-294
M aclver, R. M., 617, 624, 706 Neym ann, J., 645-646
Maitland, F. W., 715-717, 720, 721- N orthrop, F. S. C ., 135
722, 725, 727-728 N ovikoff, A. B., 564
Malinowski, B., 675-676, 680, 682,
684, 691-692 Oppenheim, Paul, 70, 88, 466, 508,
Mandelstam, S., 532 515
Mannheim, Karl, 648, 650
Mansfield, lord, 20 Painlevé, P., 212, 382
M arco Antonio, 712, 719 Parsons, Talcott, 677, 688
Margenau, Henry, 135,179,251 Pauling, Linus C ., 159, 396

787
Pearson, Karl, 169-170 Simpson, G. G ., 557
Peirce, Charles S., 181, 411, 436-437, Sommerhoff, G ., 536
460,730 Spence, Kenneth W., 620
Pendsen, C. G ., 265 Spengler, O ., 713
Planck, M ax, 216, 407, 408, 413, 425, Spinoza, B., 288, 780
437, 773 Stebbing, L. Susan, 142, 779
Plutarco, 38 Stout, G. F., 83
Podolsky, B., 409 Strauss, Leo, 637
Poincaré, H enri, 164-165, 250, 318, Sugar, A. C ., 218
497 Suppes, Patrick, 15,139, 218
Pollard, Albert F., 716 Swann, W. F. G ., 148
Popper, Karl, 61, 62
Tait, P. G., 243-244
Quine, W. V. O ., 435 Tarski, Alfred, 139
Taylor, A. J. P., 714
Radcliffe-Brown, A. R., 676-679, 681, Taylor, Richard, 536
685 Thom pson, D ’Arcy, 754
Raiffa, H ow ard, 614 Tolm an, Richard C ., 390
Ram sey, Frank P., 181, 197, 730 Toulmin, Stephen, 181
Rankine, W. J. M., 176-177 Tourtoulon, Pierre de, 762
Reinchenbach, H ans, 97, 135, 350, Trevelyan, G. M., 731-734
376, 377, 730 Turing, A. M., 536
Rescher, N icholas, 726
Rice, Jam es, 454 Veblen, O ., 297-300, 333
Rickert, Heinrich, 744 Volterra, Vito, 382
Robbins, H erbert, 513 Voss, A., 216
Robertson, H . P., 326
Rosen, N ., 409 Wald, Abraham, 439
Rosenblueth, A rturo, 536 W atk in sJ. W. N ., 700
Russell, Bertrand, 169, 173, 361, 418, W atson, John B., 619
505-507 W atson, W. H ., 181
Ryle, Gilbert, 181 Weaver, Warren, 519
Weber, Max, 617, 625-627, 630-631,
Salvemini, Gaetano, 625 708, 763
Savage, L. J., 730 Webster, A. G ., 230
Schapiro, M eyer, 15 Weinberg, J. R., 107
Schlick, M oritz, 181, 350, 424-425, Wertheimer, M ax, 508, 511
773 White, M. G ., 435
Schródinger, Erwin, 185, 206, 388, Whitehead, A. N ., 360-363, 514
391, 396, 398, 404, 409, 412 Whitrow, G. J., 240
Schumpeter, J., 704 Wiener, N orbert, 536
Silberstein, L ., 148,247, 365,422 W ilson, Edm und B., 555, 561
Simón, H erbert A., 218,265, 614, 662 W ilson, E. Bright, 159, 396

788
Winch, Peter, 617 Yourgrau, W., 532
Windelband, W., 709-710 Yule, G . U dny, 662, 666
W olff, K urt H ., 648
Wundt, W., 212-213,267-268 Zeisel, H ans, 718
Zeller, E., 763

789
ÍNDICE ANALÍTICO

Abstracciones: A trib u to s:
— y definiciones implícitas, 131-134 — co le ctiv o s, 694-695, 697-698, 700
— y propiedades estructurales gene­ en cien cias so ciale s, 694-695,
rales, 29-31 699-700, 703-708
Accidente, en Aristóteles, 304 — in d ivid u ales, 694-696
Acción planificada, consecuencias in­ A u to e v id e n cia, en geo m etría, 293
esperadas de, 613-615 A u to n o m ía de u n a ciencia, véase R e ­
Adaptabilidad, grado de, 545 d u cció n
Adición: A u to rre g u la c ió n , 523-546
— sentidos de la, 502-512 A x io m a s:
— vectorial, 504-505 — del m o v im ien to , en la m ecánica
Ám bito de predicación de las leyes, n ew to n ian a, c a p ítu lo V II
89-90 — e sq u e m as d e, 190-192
Análisis: — m é to d o a x io m ático , p a ra ge o m e ­
— aditivo, 516-519 trías altern ativ as, 313-322
— de razones, 718 A z a r , sig n ifica d o s d el, 408, 428-441
Analogía:
— en la explicación, 73 B io lo g ía :
— en la mecánica cuántica, 394-402 — d iferen cia d e, 522-526
— formal, 155-156 — e xp licacio n es en, cap ítu lo X I I
— su papel en la construcción de teo­ — o rg an icista, 559-580
rías, 152-165
— sustantiva, 155-156 C á lc u lo :
Antecedente de los enunciados condi­ — a b stra c to , c o m o co m p o n e n te de
cionales, 75 las te o rías, 131-136
Antropom orfism o, y explicaciones te- — d e a so cia ció n estad ística, 666,
leológicas, 46, 525-526, 551-552 670
Argumentación, a partir de la sime­ — d iferen cial e in tegral, 222-224
tría, 242-243 C am po:
Asociación: — d e clases, 134
— estadística, 664-666 — eléctrico, 204
— marginal, 666-667 — exp erim en to d e, en ciencias so c ia ­
— parcial, 665-667 les, 593-594
— teorías de, 380-381 C onceptos teóricos:
— y suma, 517-519 — com o implícitamente definidos,
C aso ideal, establecimiento de leyes 127
para el, 225-226, 602-604, 659-660 — en mecánica, 220-222
Casualidad y azar, 429-430, 440-441 — y conceptos experimentales, 141-
Categorías «significativas», en cien­ 142
cias sociales, 624-629 — y reglas de correspondencia, 144-
C ausa principal, sentidos de la, 754- 145
767 Condición:
Causales, leyes, 76,109-115,368,386- — contingentemente necesaria, 725
387 — necesaria, 724-726
— y la simplicidad, 670-671, 710- — suficiente, 724-726
711,718-719 Condiciones de las predicciones a lar­
Causalidad: go plazo, c, 598-600
— en ciencias sociales, 670-671, 712, Condicionales contrafácticos, 81
717-719 — en historia, 761-767
— en la teoría física, capítulo X — universales, 102-108
— principio de, 417-427 Condicionales subjuntivos, 102-104
Causas: Condicionales universales, 43, 50, 54-
— precipitantes, 740, 742-743 55
— subyacentes, en historia, 740-743 — accidentales, 77-81
Certeza, 2 2 ,2 5 ,2 9 — nóm icos, 106
Ceteris paribtts, cláusula, 725-726, Condiciones:
754. Véase Leyes casi generales — epistémicas para la explicación, 52,
Cibernética, y sistemas autorregula- 67-73, 94-98
dos, 535-536 — iniciales, 54-55, 57
Ciencia social interpretativa, 624-629, — lógicas de la explicación, 52, 55,
705-708 57, 60, 659-660, 674-675
Ciencia, y sentido común, capítulo I —- sustantivas de las explicaciones, 52
C írculos osculadores, 323-324 Conductism o:
C lase vacía, 133,138 — y «análisis de razones», 718
Colectivism o m etodológico, 700-701 — y ciencias sociales, 618-624
Com plem ento de una clase, 133 Conectabilidad, com o condición para
Com prehensión en la explicación, la reducción, 465-467,510
cóm o se logra, 146-147 C ónica absoluta, 330-331
Com prensión, en ciencias sociales, Consecuente, en los enunciados con­
624-629 dicionales, 75
Concepción instrumentalista de las Conservación de la energía, principio
leyes, 92-102,166-167,181-196 de, 96-97
— dificultades en la, 201 -202, 208- Consistencia de los postulados, 315-
209 317
Conceptos ideales o límites, 177-178, Constantes individuales, 88-89
184-188, 198-199,229-230 Constantes universales:

792
— ca m b io en las, 496-497 Definiciones de correspondencia, véa­
— en la te o ría n ew to n ian a, 232-233 se Reglas de correspondencia
C o n tin g en cia, y a zar, 433-436 Definiciones operacionales, 135, 460-
C o n v e n cio n alism o : 461
— en geo m etría, 2 4 7-250, 313, 346- — en la teoría general de la relativi­
354 dad, 358-360
— en la m e d ició n d el tie m p o , 246- Dependencia:
250 — estadística, 657, 664-674
— en la te o ría de la relativ id ad , 358- — funcional, 109, 114, 678
359, 363 Derivabilidad, com o condición de re­
— en m ecánica, 85, 244, 262-263, ducción, 463-465,510-511
271-274 Desarrollo, leyes de, 112
C o n v e n cio n alism o d e H e n ri P o in ca- Derivadas, leyes, 89-90
ré, 164-165, 250, 3 3 7 ,4 9 7 Desorden absoluto, 686
C o o rd e n a d a s co n ju g ad a s, en m ecán i­ Determinables, propiedades, 111-112
ca cu án tica, 389, 399-400 Determinismo:
C o o rd e n a d a s d e e stad o , véase V a ria ­ — com o principio conductor, 417-
bles d e estad o 427, 783-784
C o rre la c ió n parcial, 591-592, 595-596 — en la historia, 767-784
C o rre la c io n e s e sp u rias, d etecció n de, — en la mecánica clásica, 368-377
596, 670-671 — y responsabilidad moral, 775-784
C rite rio s ló g ic o s y v alo re s so ciale s, Diferenciadoras, fuerzas, 340-342
643-651 Diferencial, cálculo, 222-224
C rítica, c o m o fase d e la ciencia, 32 Diferenciales, ecuaciones, 222,224,226
C u an tifica d o r: D iscurso moral, y determinismo, 775-
— existencial, 76 784
— ló g ico , 75-76 Disfunciones, 690
— u n iversal, 75-76 Disposiciones, com o factores en la ex­
C u e r p o ríg id o , d efin ició n d e, 339-342 plicación, 39-40, 701, 704, 717-718
Distancia, definición proyectiva de,
D a to s exp erim en tales, p re su p u e sto s 314, 330-331
te ó rico s p ara la fo rm u la c ió n d e,
119-122 Ecuación de E. Schródinger, 158-159,
D a to s sen so riales, 119-120, 169-172 185-86,388
D e d u c ció n , algu n as reglas d e, 463-466 Ecuación paramétrica, 287
D efin ició n : Eléctrico, campo, 204
— d e co n figu racio n e s geo m étricas, Emergencia:
303-312 — y biología organicista, 565-568
— explícita, 140-141, 142, 145, 173, — y novedad, 490-498
460-461, 465 — y predecibilidad, 481-492
— im p lícita, 127, 134-137, 248, 270- Energía, ciencia de la, 167, 176
274, 302 Enfoque descriptivista de la ciencia,
— sucesiva, 247 49-50, 166-180

793
E n fo q u e realista d e las te o rías, 166- Experimento del balde de N ew ton,
1 6 7 ,1 9 6 -2 0 9 281-289
E n u n c ia d o s: Experimentos naturales en ciencias
— co n d icio n ale s, 75-76 sociales, 594-596
--------co n tin gen tes y su b ju n tiv o s, Explicación científica:
77-78, 81 — objetivo de, 23-24
--------g e n e raliz a d o s, 75-76 — tipos principales de, 41-48
— m eta lin g ü ístico s, 107 Explicación:
— sem ejan tes a ley es, 77 — com o objetivo de la ciencia, 20-22
E sp a c io : — de generalizaciones estadísticas,
— en la m ecánica new toniana, 289-312 411-417,454-455,668-674
— y ge o m e tría, 279-289 — de leyes, 56-61, 661-673
E s p a c io a b so lu to , en la m ecán ica — de ocurrencias individuales, 52-
n ew to n ian a, 279-289, 395 55, 715-730, 731-736
E sp e c ie s, 53 — de sucesos acumulativos, 736-745
E sta d o : — deductiva, 42-44, capítulo III
— d el sistem a, 370-373 — en la historia, capítulo X V
— m ecán ico , 369-370, 372 — en las ciencias sociales, capítulo
E stra tific a c ió n , y d ep en d en cia e sta ­ X IV
d ística , 662-674 — genética, 47-48, 730-736
E stru c tu ra : — mecánica, 211-238
— fo rm a l d e las le y es, 222-230 — probabilística, 44-45, 113, 653-
— so c ial, 6 7 7 -679, 683-688 674, 714-730
— y fu n ció n , 554-559, 571 — teleológica, 39-40, 45-47, 525-559,
E v id en cia: 690-693
— d irecta e in d irecta, 97-98 Explicación histórica:
— en las ley es exp erim en tales, 124- — de acciones individuales, 715-730,
125 731-736
— en las te o rías, 470-475 — de hechos acumulativos, 736-745
— p re ju ic io s p a r a evaluar, 643-651 — genética, 730-736
— reg las p a r a p o n d e ra r, 765-767 Explicación mecánica, 164-165, 211-
E v id e n cia d irecta, y ley es e x p e rim e n ­ 238
tales, 124-125 — en biología, 560-563, 566-580
E v o lu c ió n , y em ergen cia, 491-498 Explicandum , 36-48, 51-72
E x a c titu d , p o r red e fin ició n su cesiva, Explícitas, definiciones, 140-141, 142,
246-253 145, 173,460-461,465
E xp ostfacto , e x p e rim e n to s, véase E x ­ Extensión de los términos, e inclu­
p e rim e n to s n atu rales sión, 744-745
E x p e rim e n ta ció n :
— en cien cias so c iale s, 585-596 Fam iliaridad con la explicación, 72-
— en h isto ria , 750-754 73,152-153
E x p e rim e n to d e M illik an de la g o ta d e «Fase-célula» en la teoría cuántica,
aceite, 127-130 453, 456

794
Fenomenalismo, 169-170, 171,173 Generalidad:
Ficciones, y conceptos teóricos, 187- — de las leyes, 129-130
188 — en la explicación, 61-67
Filosofía de la ciencia, divisiones prin­ — técnicas para lograr la, 601-605
cipales de la, 33 Generalización, en ciencias sociales,
Fisicalism o, 170-171 581-582, 584
Forma: Generalización inductiva, 124-125,
— de enunciado, 132, 185, 197, 296, 250-251,272-273
298-299, 332, 334 Generalizaciones estadísticas, explica­
— matemática, 224-228 ción de las, 43,653-674
Form al y material, verdad, 295-300 Genética, explicación, 47-48, 730-736
Frecuencia y probabilidad de la ver­ Geodésica, 322-325, 327-328, 357,
dad, 722-723 362-363
Fuerza: Geometría:
— diferenciadora y universal, 340- — com o rama de la física, 336-346
342 — com o sistema de convenciones,
— en la mecánica newtoniana, 228- 346-352
232,254-255 — com o teoría de medición, 289-290,
— estática, 257-258 302-303
— implícitamente definida, 248 — concepción tradicional de la, 71-
— medición de, 244-245 72
— origen antropomórfico de, 229,253 — diferencial, 322-328
— papel auxiliar en física, 259-260 — euclidea y no euclidea, 313-336
— y exigencia de simplicidad, 259 — métrica y proyectiva, 328-334
Fuerzas universales, y geometría, 349- — pura y aplicada, 289-312
352 — y teoría de la relatividad, 354-366
Función: Geom etría aplicada, 297-299
— sentidos de, 678-682 — y ciencia empírica, 346-347
— y estructura, 554-559, 571 Geom etría euclidea:
Función psi, com o variable de estado, — com o cálculo abstracto, 132-133
206,404-409 — com o sistema de definiciones im­
Funcional, explicación, véase Expli­ plícitas, 302-303,310-312
cación teleológica — interpretación de, 299-300
Funcionalismo en las ciencias socia­ Geom etría lobachevskiana, 317-322,
les, 674-693 331-332
Funciones vitales: Geom etría métrica, 328-329, 330-331
— biológicas, 679-680 Geom etría proyectiva, y geometría
— sociales, 682-684 no euclidea, 314, 328-331-
Futuro, como causa del presente, 45, Geom etría pura, 297-299
46-47 G eom etría riemanniana, 314, 321-
331
Gauss, análisis de la curvatura, 314, Geom etrías alternativas, interrelación
321-327 de, 331-340

795
Geom etrías no euclideas, 313-337, Intervención humana y ciencias socia­
344-346 les, 600-602
Gravitacional, masa, 356 Intervención y predicción, 605-614
Introspección, com o fuente de evi­
H echo, y valor, 636-643 dencia, 619, 622
H etereogenidad causal, en la teoría Invariancia de las leyes:
general de la relatividad de Eins- — en la mecánica newtoniana, 276-
tein, 361 281
H ipóstasis, en ciencia social, 696, 702 — y diversidad de los fenómenos,
H ipótesis cuántica de M ax Planck, 600-601
126, 136, 142, 205, 389 — y objetividad, 286-287
H istoria: — y realidad física, 205-209
— com o arte, 753-754 — y teoría de la relatividad, 356-358,
— natural, 53 364-365
— y crónica, 711-712 Investigación científica:
— y memoria, 750 — objetivos de, 56
H om eostasis y teleología, 534, 536, — uso de controles en, 587-589
546 Investigación controlada, sus form as
en las ciencias sociales, 585-598
Ideográficas, ciencias, 709-714 Investigación social:
Imágenes, en las pruebas geométricas, — alteración de su propia materia,
301-302 605-614
Implícitas, definiciones, 127, 143 — uso de experimentos y controles
— de términos teóricos, 124, 127, en, 585-598
134-137 Irrestrictas, teorías mecánicas, 236
Im portancia relativa de los factores
causales, sentidos de, 755-761 Juicios de valor:
Imprecisión del sentido común, 26-29 — apreciativos, 640-642
Independencia, de los postulados, 314- — caracterizadores, 640-643
317
Indeterminismo: Ley de Arquím edes, 37, 58, 61-62, 84,
— de la mecánica cuántica, 387-402 129
— en ciencias sociales, 603-604, 656- L ey de Boyle-Charles, derivación a
660 partir de la mecánica estadística,
— en teoría física, capítulo X 451-454, 463-465, 467-470
Individuales, atributos, 694-696 Ley de radiación de M ax Planck, 142,
Individualismo metodológico, 700-708 413-414
Inercial, masa, 356 Leyes:
Inevitabilidad histórica, 768-769, 771- — casi generales, en ciencias sociales,
772, 775 603-604
Interpretación de teorías, 122-123 — causales, 76,109-115,368,386-387
Interpretación histórica y objetividad, — com o principios conductores, 97-
750-754 102,181-196

796
— d e d ep en d en cia fu n cio n al, 114- — galileanos, 284-286, 354-355
115 — inerciales, 284, 286-288, 354-355
— d e d e sa rro llo h istó rico , 713-715 Masa:
— d el m o v im ien to , 238-253 — gravitacional, 356
— d eriv ad as y fu n d am en tales, 88-90 — inercial, 356
— d in ám icas, 114-115 — en la mecánica newtoniana, 157,
— en ciencias so ciale s, 597-605, 653- 217, 233
659 — en la mecánica relativista, 157,233,
— en la in v estig ació n h istó rica, 709- 356
714 — medición de, 226-229
— e stad ísticas, 113-114 — puntual, 220
— su p u e sta u b ic u id a d d e, 412- Mecánica:
417 — aristotélica, 242
— e v o lu ció n d e, 497-498 — axiomas newtonianos de, 217-218,
— exp erim en tales y teoréticas, 117- 220-222,243-274
118 — carácter teórico de, 217-218
— físicas, su p u e sto carácter e sta d ísti­ — com o ciencia universal de la natu­
co d e las, 412-417 raleza, 213
— fu n d am en tales, 88-90 — definición de, 214-216
— h istó ricas, 112, 712-715 — estadística, 383-385,445-454
— tip o s d e, 112-115 — funciones-fuerza en, 226-232
L e y e s exp erim en tales, y te o rías, 37- — hereditaria, 382
38, cap ítu lo V — prioridad de, 268-270
L e y e s sociales: — teorías puras, 236-237
— co n ten id o estad ístic o d e, 653-661 Medición, com o fuente de indetermi­
— y n eu tralid ad v alo rativ a, 629-651 nación, 389-403
— y o b je tiv id a d , 615-629 M étodo científico, 31-32, 585-589
— y p re d e cib ilid ad , 598-601 M étodos de investigación experimen­
— y relativ idad cu ltu ral, 597-605 tal de John S. Mili, 590
L ib re alb ed río : M odelo de ley inclusiva, en las expli­
— y azar, 436-437 caciones históricas, 738-744
— y d ete rm in ism o , 775-784 M odelo de Poincaré para la geometría
— y ley es so ciales, 654-655 lobachevskiana, 318-321
L ín e a recta: M odelo deductivo de explicación, 36-
— criterio s d e, 292-293 38, capítulo III
— d efin ició n ó p tic a de, 343-344 M odelos:
— en la geo m etría eu clid ea y riem an- — en teorías interpretativas, 131,
niana, 333-334 137-139,141-142,148
— formales, 156-158
M acro e sta d o , y m ic ro e sta d o , 414-417 — función de, 153-163
M arco s d e referencia: — para la teoría cuántica, 162, 388-
— en la m ecán ica d e N e w to n , 243, 389, 396-399
253, 275-289 — sustantiva, 155-156

797
— y explicación en términos de lo fa­ Paralelas, postulado de las:
miliar, 72-73,161-162 — de Euclides, 313-314
— y reglas de correspondencia, 137- — de Lobachevsky, 317
138 — de Playfair, 317
Paridad, conservación de la, 99
N aturaleza, concepción mecanicista Partícula, en la teoría cuántica, 388-
de la, 237 403
N ecesidad de las leyes, 80-91 Péndulo de Foucault, 285-286
N eutralidad ética, en ciencias sociales, Personalidad humana y libre albedrío,
629-651 775-778
N eutrino, 9 9 ,1 2 4 ,1 9 4 ,2 0 5 Playfair, axioma de, 317
N om otéticas, ciencias, 709-714 Poder explicativo de leyes y teorías
N ovedad: experimentales, 129-130
— y azar, 408 Precisión:
— y emergencia, 481-498 — en ciencias sociales, 603, 656-660
— y reducción, 478-479 — y explicación sistemática, 29-30
N úm ero: — y testabilidad, 26-27
— de A vogadro, 146,474 Predicados:
— extensiones del concepto de, 401 — monádicos, 65
N úm eros reales, com o clase de los — prim itivos, 65
números racionales, 175-176 — puramente cualitativos, 88-89
— variables, 132
Objetividad: Predicción:
— e invariancia, 286-287 — a largo plazo, 598-600
— en ciencias sociales, 615-651 — carácter condicional de la, 618-619
O bjetivo, sistemas con, véase Siste­ — suicida, 608-614
mas teleológicos Primaria, ciencia, en la reducción,
O bjetivos, com o factores en la expli­ 445-446
cación, 35, 523-526, 617, 619-624, Principio:
717-719 — de causalidad, 367-368,417-427
Observabilidad, com o criterio de rea­ — de Mach, 726
lidad física, 201-202 — de relatividad, 281, 354-357
Observación: — de razón suficiente, 242-243
— controlada, 589 Principios conductores:
— primitiva, 461-462 — leyes com o, 97-102,181-196
O rden secuencial: — lógicos y materiales, 192-196
— leyes com o afirmaciones de, 112- — y el principio de causalidad, 422-
113 427
— y mecánica teórica, 374-375 Principios extremos, y la teleología,
Organización direccional, grado de, 533-534
544-545 Probabilidad:
Organización jerárquica, en biología, — en mecánica cuántica, 389-390,
564, 568-579 405-411

798
— en mecánica estadística, 384-385 R eg las:
— personalística, 727,729 — d e c o rre sp o n d e n cia d e A . R o se n -
— sentidos de la, 38,726-730 blu eth , 1 3 5 -1 3 7 ,1 4 0 -1 5 0 , 362
Probabilísticas, explicaciones, 44-45, — de inferencia de A . R osenblueth, 101
113,653-674, 714-730 R e lac ió n cau sal, d efin ició n d e, 671
Producto lógico de clases, 133 R elacio n es:
Profecía de autocumplimiento, 609- — d e in certid u m b re, en la teoría
614 cuán tica, 388-403
Propensión valorativa en la investiga­ — entre fin y m e d io s, y ju ic io s de v a ­
ción social y su reducción, 634- lo r, 636-643-
636 — in tern as, 747-748
Propiedad observable, 117-122, 167, R e lac io n ism o , 650-651
460,461 R elativ id ad cu ltu ral, y ley es sociales,
— en ciencias sociales, 700-701 597-605
Propiedades interrelacionadas, fami­ R elativ ism o h istó rico , 597-605, 647-
lias de, 111-112 6 5 1 ,7 4 6 -7 5 5
Propósito, y teleología, 45-46, 525- R esp o n sa b ilid a d y d eterm in ism o, 775-
533 784
Prueba de la ley de inercia de D ’A- R e tro c e so in fin ito , en la exp licación ,
lembert, 240-243 748-750

R azón anarmónica, 328-329, 330 Satisfa cció n n o vacía, 66


R azón suficiente, 242-243 Secu n d aria, ciencia, en la red u cció n ,
Realidad física, criterios de, 202-209 445-446
Redefinición, en términos científicos, Sem án ticas, reg las, véase R e g las de
469- 470 c o rre sp o n d e n cia
Reducción: S e n tid o co m ú n :
— condiciones formales de la, 454- — e stab ilid ad d el, 22-29
470 — im p re cisió n y v ag u e d ad del, 25-29
— condiciones no formales de la, — in co n sisten cias d el, 22-23
470- 478 Series cau sales, in tersecció n p o r azar,
— de la termodinámica a la mecánica, 430-433
445-454 Series co n tin u as, m o d e lo en la e xp li­
— e individualismo metodológico, cació n h istó rica, 734-735
700-708 S ig n ificad o , an alo gía c o m o gu ía p ara
— y análisis aditivo, 511-512 exten d er el, 444-445
— y biología, 560-580 S ilo g ism o , estru c tu ra fo rm al d el, 295-
— y estrategia de investigación, 471- 297
472,521-522 S im p licid ad :
— y libre albedrío, 778-779 — c o m o exigen cia d e las ley es, 258-
— y novedad, 478-479 274
— y unidades orgánicas, 575-579 — en la elecció n d e geo m etría, 346-
Reemplazo de teoremas, 188-196 348

799
Sistema: — e n fo q u e in stru m e n talista, 79-80,
— com o objetivo de la ciencia, 22-24, 1 6 6 -1 6 7 ,1 8 0 , 181-196
29-30 — e n fo q u e realista, 196-209
— deductivo, 36-38,42-45 — h ip o tética, 176-180
Sistema determinista: — y ley exp erim en tal, 3 7 -3 8 ,1 1 7 -1 1 8
— definición de, 371-373 T e o ría cuán tica:
— variables de estado para, 386-387 — in d eterm in ism o en la, 387-402
Sistemas aislados, y predicción, 598- — m o d e lo s p a r a la, 183-184
600 T e o ría d e la relativ id ad :
Sistemas teleológicos: — c o n ce p to d e m a sa en la, 157
— estructura formal de, 535-546 — general, 356-358
— y explicación funcional, 45-47, — y ad ició n d e v e lo cid ad e s, 506-507
530-535,689-693 — y geo m etría, 3 5 2 ,3 5 4 - 3 6 6
Social, estructura, 677-679, 683-688 — y m ecán ica n ew to n ian a, 280-281
Sociología del conocimiento, 648-651 T e o ría s d e u n so lo fa c to r, en cien cias
Subjetividad de los fenómenos socia­ so ciale s, 582
les, 615-629 T e o ría s m ecán icas:
Sucesivas, definiciones, 247 — p u ra s, 236 -2 3 7
Suma: — u n itarias, 237
— lógica de clases, 133 — irrestrictas, 236
— sentidos de, 502-512 T é rm in o m e d io en la e x p licació n , 667
T é rm in o s d e scrip tiv o s:
Técnicas postulacionales, 314-317 — en ley es exp erim en tales, 123, 459-
Teleología, en la ciencia aristotélica, 460
525 — en te o rías, 122-123, 139
Teleológica, explicación, 39-40, 45- — im p re g n a d o s d e v a lo r, 643-644
47, 525-554 T e rm o d in á m ica , re d u cció n a m ecán i­
— críticas de la, 527-529, 552-554 ca d e la, 445-454
— en ciencias sociales, 682-693 T e sta b ilid a d , d e lo s e n u n c iad o s cien ­
Temperatura, cam bios de significado tífico s, 2 6 -2 7
en la, 448-451 T ie m p o , m e d ició n d el, 246-250
Teoría: T ie m p o a b so lu to , d efin ició n n e w to ­
— abstractiva e hipotética, 176-180 nian a d el, 2 4 6 -2 4 7
— com ponentes principales de, 131- T o ta lid a d e s:
139 — e sp aciales, 4 9 9 -5 0 0 , 501-502
— de juegos, 614 — fu n cio n ales, 511-519
— de la decisión estadística, y valor — te m p o ra le s, 500
de los juicios, 643-647 T ra slab ilid a d :
— del átom o de Bohr, 126-127, 129, — d e g e o m e trías altern ativ as, 331-
136-137,140-142,145,161 336
— del calor de Fourier, 154,176-177, — d e te o rías en lo s e n u n c iad o s d e
179-180,227,381 o b se rv a ció n , 145-150
— enfoque fenomenalista, 169-180

800
Unidad orgánica, 504-514, 516-517, — en ciencias sociales, 603-604, 656-
519, 563 660
Uniform idad de la naturaleza, véase Variable de prueba, 663-674
Principio de causalidad — antecedente, 668, 670-671, 673
Unitarias, teorías mecánicas, 237 — intermediaria, 668,672, 673
Universales: Variables, y generalidad, 601-602.
— accidentales, 77-81 Véase también Variables de estado
— irrestrictos, 90-97 Variables de estado, 370-372, 374-377
— nómicos, 77-81, 86-87 — en ciencia social, 694-695
— análisis humeano de los, 102 - — en teoría cuántica, 537-538, 547-
106 549
Universalidad defacto , 79-80, 81 Verdad:
— formal y material, 295-300
Vacía, verdad, 91-95, 96-97 — vacía, 91-95, 96-97
Vaguedad: Verificabilidad, com o ideal científico,
— del lenguaje del sentido común, 21, 395
25-28 Vitalismo y desarrollo, 559-561

801
E rnest N agel (1901-1985), influyente filósofo estadounidense de ori­
gen centroeuropeo, es también autor, entre otros libros, de E l teorema
de Gddel (con J ames R. N ewman ).

Aun siendo un ensayo sobre filosofía de la ciencia, este libro trata de


un grupo de cuestiones más homogéneo y su contenido tiene por
objetivo analizar la lógica de la investigación científica y la estructura
lógica de sus productos intelectuales. En él se examinan los patro­
nes lógicos que aparecen en la organización del conocimiento científico,
así como los métodos lógicos cuyo uso es la característica perdura­
ble de la ciencia moderna.

Escrito para un público más amplio que el de los estudiosos de la fi­


losofía, el libro pone de relieve el carácter del método científico en
una variedad de dominios, tanto en las ciencias sociales y biológicas
como en la física, con el fin de suministrar fundamentos amplios
para valorar con espíritu reflexivo las críticas dirigidas a menudo (y
en nombre de una «sabiduría superior») contra las obras de la razón
Diseño: M. Eskenazí/R. Alavedra

científica.

«A pesar de importantes diferencias, hay una continuidad lógica en


las operaciones de la indagación científica.»

Del «Prefacio» de E rnest N agel

www.paidos.com

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