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Joan Hohl - Fuera de Tiempo (Harlequín by Mariquiña)
Joan Hohl - Fuera de Tiempo (Harlequín by Mariquiña)
Prólogo
La nieve caía silenciosa en esa noche de invierno. Los pequeños copos se veían a través
de la ventana de la solitaria cabaña situada cerca de la orilla del pueblo. El hombre tenía la
mirada fija en un espejo y hablaba para sí, mientras introducía los dedos en su pelo,
salpicado de canas.
—Necesito un corte —dijo Matthew Hawk, Alguacil en Estados Unidos, haciendo una
mueca a su distorsionada imagen—. También necesito lavarlo —torciendo sus delgados
labios con disgusto, Matt se limpió los dedos en la vieja toalla que momentos antes había
arrojado al lavamanos.
En son de crítica, entrecerró los ojos y dio un paso hacia atrás para ver su aspecto. El
resultado lo hizo fruncir el ceño.
Por otra parte, su chaqueta estaba muy arrugada, pues había sido enrollada y atada a
la silla de montar.
Su único par de pantalones presentables se encontraba en las mismas condiciones.
Matt había tratado de planchar las arrugas con una toalla húmeda, sin conseguirlo. Se
encogió de hombros y se retiró del espejo. Sin embargo, su camisa, aunque usada, estaba
nítida e impecable. Su blanca camisa, junto con la corbata de moño negra le daba cuando
menos el toque de respetabilidad que Matt buscaba. De cualquier modo, ¿qué importaba?
Este pensamiento trajo a sus labios una sonrisa triste. Él era un extraño en ese
desolado centro minero de las Montañas Anaconda en Montana. Con excepción del alguacil
local y unos cuantos ciudadanos, nadie lo conocía. Al mismo tiempo, por razones que pesaban
en el ánimo y conciencia de Matt, repentinamente sí le importaba. Era Nochebuena, e
importaba porque iba a ir a la iglesia.
Él, Matthew Hawk, cazador de hombres, el solitario alguacil conocido como The Hawk,
El Halcón, por sus amigos y enemigos, el frío e introvertido hombre que no iba a la iglesia
desde hacía veinte años, se vestía con esmero para asistir a la ceremonia religiosa de
Nochebuena en una pequeña y rústica casa de culto de un solitario pueblo.
Sumergiendo la punta de los dedos en el pequeño bolsillo de su chaleco, Matt sacó un
reloj de plata. Con un leve toque abrió la tapa. Como si estuvieran rezando, las negras
manecillas permanecían juntas en el número seis. Eran las seis y media. No tardaría más de
diez minutos en subir la colina desde su cabaña a la Iglesia. Suspirando, cerró de un golpe el
reloj y lo volvió a guardar en su bolsillo.
¿Cómo emplear los veinte minutos restantes? Matt echó un vistazo al pequeño cuarto,
buscando algo en que ocupar el tiempo. La habitación no albergaba nada de interés, sólo una
cama vieja de metal, con los resortes hundidos, una colcha deforme y una raída sábana.
También una mesa y dos sillas. Nada hacía juego y muchas de las cosas eran inservibles.
Más allá se encontraba el lavamanos, que no soportaba demasiado peso. Y sobre el
burdo suelo de madera había una alfombra hecha a mano, que no llamaba la atención. Un
suspiro de resignación salió de sus labios. Matt empezó a pasearse por la habitación y se
dio por vencido ante los indeseables pensamientos que empezaban a atormentarlo.
Había matado a un hombre hacía menos de veinticuatro horas, y lo hizo a sangre fría y
deliberadamente. Matt se estremeció. El hecho de que hubiera cometido ese acto en aras
del deber, no lo consolaba. El hombre era un vicioso forajido, pero eso tampoco lo
tranquilizaba. Su trabajo como guardián del orden le estaba causando una insatisfacción
muy grande desde hacía varios meses. Y últimamente esa insatisfacción le era ya
intolerable y lo tenía al borde de la desesperación.
Tomando como base de partida el lavabo, Matt volvió a pasearse por la habitación.
Absorto en sus pensamientos, ya no le importaba la destartalada casa en que se encontraba.
Estaba cansado y su cansancio era más espiritual que físico. Estaba harto de
perseguir a un forajido desde el centro de Texas hasta las Montañas de Montana, durante
casi un mes. Estaba cansado de dormir siempre con un ojo abierto cuidando sus espaldas.
Estaba fastidiado de la carnicería, de matar hombres que parecían más animales que
humanos. Así era el hombre que Matt se vio obligado a eliminar el día anterior, cuando aquél
se negó a rendirse.
Matt tenía treinta y cinco años. Pasó diez de ellos usando una insignia, siguiendo las
huellas de los delincuentes, tratando de hacer cumplir la ley. Él bien sabía que no pasaría
mucho tiempo en que su trabajo resultara desventajoso.
Sabía que alguna vez perdería su agudeza y que sus días estarían contados.
Matt estaba familiarizado con la muerte. La había presenciado en incontables
ocasiones, más de las que hubiera deseado, y no le costó demasiado. Pero extrañamente, no
temía a su propia muerte. Lo que estaba detrás de su creciente desesperación era un
despierto sentido del valor de la vida, de su vida y la de los demás. Y eso lo tenía presente
cada vez que debía cumplir su desagradable misión.
Durante más de un año ese sentimiento fue creciendo en el interior de Matt, era algo
que lo ponía enfermo cuantas veces se enfrentaba a situaciones que terminaban con la
muerte a balazos. Pero era una árida, indómita tierra, ¿qué otra opción podría haber que no
fueran seis balas para imponer el orden de la ley?, se preguntaba Matt deslizando su mano
entre su pelo.
Había que imponer la ley para proteger a los ciudadanos de aberrantes que escogían
caminar por el lado equivocado. Eso siempre significaba violencia que tarde o temprano
desembocaba en la muerte.
Matt, estaba cada vez más convencido de que existía otro camino. Pero no allí sino en
cualquier otra ocasión, en cualquier otro lugar.
—¡Diablos! —exclamó Matt, interrumpiendo sus reflexiones. Necesitaba respuestas y
sólo obtenía preguntas. La frustración era un peso que se volvía muy difícil de soportar.
¿Era esa tortura psicológica la que le hizo decidir ir a la ceremonia religiosa de
Nochebuena? Una irónica sonrisa se dibujó en sus labios.
Pero era más que un policía. Matt se defendía a sí mismo. Él era un ser humano, un
hombre con necesidades, anhelos y sueños, como los demás. Estaba cansado de vivir sobre
el lomo de un caballo. Quería un hogar, una mujer y, si Dios lo permitía, un hijo. Quizá era el
momento de renunciar, de terminar con todo aquello que tanto lo atormentaba. Necesitaba
una segunda oportunidad, un nuevo comienzo, una vida decente.
Dado que Matt había ahorrado una gran cantidad de sus sueldos, la primera parte de
su sueño era tener un pequeño rancho, lo cual estaba dentro de sus posibilidades. La
segunda era renunciar a su trabajo.
Matt miró de nuevo su reloj. Se hacía tarde. Sólo faltaban cinco minutos para las
siete. Si iba a ir, ya era hora. Titubeando, volvió a meter el reloj en el bolsillo.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pisó una iglesia. ¿Sería bien
recibido? Quizá no por los lugareños, aunque a Matt le importaba un comino lo que pensaran.
Pero... ¿sería bien recibido por el Señor?
La respuesta lo hizo recordar una escena de su juventud, sentado junto a su madre,
inquieto en un duro banco de la iglesia. Sólo que se le habían olvidado las palabras. No podía
recordar ninguna, pero lo que sí recordaba era que le proporcionaron consuelo y seguridad.
"Venid a mí, vosotros los que lleváis una carga pesada. Yo os aliviaré."
Decidiendo que el descanso era la primera de sus necesidades, Matt se puso su abrigo
de lana y un sombrero Stetson y salió de la cabaña. No se veía alma alguna, por lo que pensó
que todos los aldeanos estaban ya congregados en la iglesia. Echó un rápido vistazo a las
luces que brillaban a través de las ventanas de la iglesia. Hizo una pausa para subirse el
cuello de la chaqueta y empezó a subir por la colina.
Estaba a la mitad del camino cuando alguien gritó, rompiendo el silencio de la noche.
—¡Hawk!
Se movió antes de que el eco de su nombre se perdiera en el aire frío. Los músculos
de sus piernas se flexionaron como si fuera a dar la vuelta. Matt dobló una rodilla y su mano
asió la pistola que se había convertido casi en parte de su cadera derecha. Aunque logró
sacar el arma, un disparo de rifle cruzó el aire desquebrajando la paz de la noche.
El cuerpo de Matt se desplomó debido a la fuerza de la bala que golpeó su pecho. La
oscuridad envolvió su mente. Entonces cayó hacia adelante, en movimiento tan lento, que el
sombrero permaneció firme en su lugar.
El impacto del frío le dio un momento de lucidez. ¡Iba a morir! La realidad lo
estremeció a través de su menguada conciencia tan firmemente como la sangre que escurría
sobre su camisa.
Su aliento era irregular. Se dio la vuelta hasta que descansó sobre su espalda.
No sintió más la mordedura del frío o la nieve. Los copos no se derritieron en su ya
fría barbilla. Iba a morir. No habría una segunda oportunidad.
Sus labios se torcieron en una amarga mueca. Esa no era exactamente la clase de
descanso que tenía en mente.
A lo lejos, oyó el sonido de las campanas de la iglesia.
—¡No, no! —gritó Matt angustiado—. No quiero morir. No esta noche. Es Nochebuena,
por Dios.
Capítulo 1
La nieve comenzó a caer avanzada la tarde de Nochebuena, para delicia de los niños y
desencanto de los padres. Al principio era una llovizna de suaves copos, pero a medianoche,
el temporal se dirigió hacia las Montañas Poco no para desencadenar su furia sobre el
pequeño pueblo de Conifer, Pennsylvania. Cuando empezaron a sonar las campanas de la
iglesia para anunciar a medianoche la llegada de Navidad, quince centímetros de nieve
cubrían el pueblo.
Conducir en esas condiciones era peligroso para el más experto motorista. La doctora
Virginia Greyson estaba cansada, lo cual hacía aún más difícil la situación.
Había sido un día largo para Virginia, que empezó a las siete de la mañana con la
primera de sus tres cirugías. Atendió pacientes en su consultorio hasta las seis de esa
tarde. Después de haber dejado su consultorio, tuvo que correr a su casa para darse una
ducha y cambiarse de ropa. Luego salió otra vez para asistir a una cena de compromiso.
Al dejar su apartamento, la nieve caía suavemente, creando una brillante escena
propia de la estación. No tuvo dificultad alguna para conducir hacia el apartado
restaurante, que era el refugio de moda para el grupo de doctores, abogados y demás
profesionales de la localidad. Aunque a ella le gustaba estar sola, su cita era con un
importante miembro de aquel selecto grupo y no podía faltar.
A los treinta y tres años, Richard Quinter estaba firmemente situado entre la élite
de Conifer. Descendiente directo de uno de los fundadores del pueblo, era hijo único y
heredero de la fortuna de la familia Quinter, dedicada a la venta de bienes raíces y
negocios de aseguradoras. Como se trataba de un hombre atractivo y soltero, también su
posición estaba considerada como el mejor partido no solamente del pueblo de Conifer, sino
del condado de Hunter.
Por todas esas razones, para Virginia tendría que haber sido una agradable y relajante
velada. Era Navidad. Como había programado un breve descanso para las fiestas navideñas,
estaría libre durante diez días. La única anotación en su agenda era una invitación para la
cena de Navidad en la casa de los padres de Richard.
A Virginia le gustaba Richard. Le resultaba interesante y divertido estar con él; pero
eso cambió en su última cita. El tono de la conversación de Richard cambió repentinamente
de informal a serio.
Frunció el ceño con disgusto, al recordar el comentario que él hizo durante la reunión.
—Temo que las condiciones para conducir van a empeorar definitivamente —dijo él en
cuanto se saludaron al llegar ella al restaurante—. No debí permitir que condujeras hasta
aquí. No habría sido ningún problema para mí haberte recogido en tu apartamento.
Virginia estaba convencida que la mayoría, o al menos muchas de las mujeres, se
habrían sentido halagadas por ese interés, pero ella nunca reaccionaba como las demás. No
se sintió halagada, por el contrario, le molestaron esas palabras, ¿Él no debería haberle
permitido conducir? ¿Quién era Richard para prohibirle hacer algo?
Como no deseaba comenzar la velada con una discusión, Virginia no se molestó en
corregirlo; pero su silencio fue un error, pues al sentarse a la mesa, Richard continuó con el
mismo tono.
—Te seguiré a casa cuando nos vayamos, para asegurarme de que llegarás a salvo.
Virginia se irritó, pero se las arregló para contestar calmada.
—Eso no será necesario.
—Pero... —él empezaba a protestar.
—Richard, soy perfectamente capaz de conducir hasta mi casa —lo interrumpió.
Él abrió de nuevo la boca para discutir el punto. Virginia lo distrajo haciendo una
simple pregunta:
—¿Crees que podría tomar un vaso de vino?
Como un caballero, Richard se apresuró a llamar al camarero.
Después de eso, Virginia esperaba que pudieran pasar la noche hablando de las
acostumbradas trivialidades; pero se hizo obvio que Richard no iba por ese camino.
Su actitud era hasta tal punto posesiva, que Virginia se asustó. Aunque a ella le
gustaba Richard, no estaba enamorada de él, y, por lo tanto, no había consentido en ser su
amante. Disfrutaba de su compañía, pero no sentía inclinación alguna para profundizar en
sus relaciones, ya fueran físicas o emocionales.
Virginia tenía treinta y un años, estaba acostumbrada a su independencia y libertad, y
no tenía prisa en cambiar. Disfrutaba de seguridad económica, y no buscaba ni el amor ni la
aventura. Pensaba tomarse unas vacaciones de descanso, no embarcarse en un juego
emocional de escondidillas.
Ahora, a las doce veintisiete de una fría madrugada de Navidad, Virginia decidió que
lo último que necesitaba era comprometerse con Richard o cualquier otro hombre.
Asiendo con fuerza el volante, apretó los dientes y condujo su coche por las calles
desiertas. En un cruce, deslizó el coche cuidadosamente, dando la vuelta a la derecha. En
este instante lamentó su decisión al ver la intermitencia azul y roja de las luces superiores
de dos vehículos de la policía que estaban estacionados a medio camino, obstruyendo la
calle.
¿Una medida de precaución o un accidente serio?, pensó Virginia, deteniendo su coche
a una distancia prudente de ellos. Por otro lado, cabía la posibilidad de que alguien estuviera
herido.
¿Qué hacer? Regresar y continuar a su casa por una ruta diferente, permanecer allí
hasta que el policía le indicara con la mano que podía continuar su camino o salir de su
acogedor coche, saltar entre la nieve y ofrecer ayuda médica.
Sus hombros se relajaron mientras contemplaba sus opciones. Diez segundos bastaron
para tomar una decisión. Ella era una excelente doctora y debía prestar ayuda. Suspirando,
abrió la puerta y salió. Se subió el cuello del abrigo y suspiró de nuevo, mientras luchaba
contra la nieve. A cada paso que daba renegaba de su traje poco práctico.
Rodeando a los policías, dio un paso hacia la intensa luz que irradiaban los faros de las
patrullas. La iluminada escena no correspondía a la estación festiva, de ningún modo.
Reconoció a los cuatro hombres uniformados parados en semicírculo. Su alegre sonrisa
desapareció al ver un hombre tirado sobre la nieve.
—Buenas noches, doctora Greyson —saludó Jeff Klein, el policía.
—¿Qué tenemos aquí, Jeff? ¿Un arrollado por exceso de velocidad? —preguntó ella
notando la ausencia de otro vehículo en la calle mientras caminaba hacia el cuerpo.
—¡No! —el entrecejo y el tono de la voz de Jeff denotaban consternación—. Hemos
recibido una llamada hace quince minutos de una pareja de residentes —movió la cabeza
para indicar las casas iluminadas a lo largo de la calle—, aseguraron haber oído tiros de
rifle. Al llegar lo encontramos aquí. Tiene una bala en el pecho.
Virginia se acercó a un lado de la inmóvil figura que yacía en la nieve.
—¿Quién es?
—Sabe Dios —contestó Jeff—. Lo registramos pero no encontramos nada que lo
identifique. Todo lo que conseguimos han sido un par de cosas, un reloj antiguo y una vieja
insignia.
—¡Raro! —murmuró Virginia, mirando del oficial a la víctima.
El hombre vestía al estilo del oeste, pero su ropa no era moderna. Un sucio sombrero
gris cubría su cabeza. El ala ancha enmarcaba su cara. Tenía una nariz larga y recta,
pómulos prominentes y una mandíbula firme. Su pelo necesitaba un buen corte.
¿Un último montañés?, pensó Virginia, arrojando una mirada profesional a su cuerpo
encogido. Abrió los ojos sorprendida al ver la pistola enfundada y atada a la esbelta y
musculosa cadera derecha del hombre. Un cazador de animales... ¿o quizá de hombres?
Fuera lo que fuere, Virginia pensó que era una pena verlo tirado ahí, tan frío y quieto. El
forastero había sido un hombre atractivo y viril.
La observación se borró de su mente cuando su mirada tropezó con la oscura mancha
roja que humedecía el atuendo fuera de época que cubría su pecho, cerca del nombro.
Aunque no conocía al hombre, Virginia sintió una repentina e inexplicable necesidad de
llorar.
¿Estaba muerto?, se preguntaba Matt, luchando contra las nubes oscuras que
envolvían su mente. Esa sensación de miedo que lo enfriaba hasta los huesos, ¿era la
muerte?
Matt experimentaba un profundo temblor interno. No sentía dolor, pero perduraba
ese lúgubre sentido de ansiedad y frío. Por alguna razón, siempre pensó que la muerte era
nada más un estado de vacío... vacío cálido. Pero él estaba frío, en realidad más que frío.
La oscuridad se disipó ligeramente, disolviéndose en sombras grises. Estaba mojado.
Ah... y había algo más... en el límite de su inconsciencia podía oír voces.
Probablemente no estaba del todo muerto, pensó Matt. Quizá flotaba en algún mundo
inferior, en el limbo, entre la dulzura de la vida y el vacío de la muerte.
Los susurros se oían cada vez más cerca. Podía percibir no sólo las graves voces de los
hombres, sino también la dulce voz de una mujer. De pronto vio todo más claro. Haciendo un
gran esfuerzo de concentración, Matt luchaba para esclarecer el contenido y significado de
las palabras confusas de aquellas personas.
—Tiene los ojos más fríos que jamás haya visto —observó el oficial Raymond
Horsham.
Virginia se estremeció al comprobarlo.
—Bueno, por supuesto que sus ojos están fríos —contestó Cal Singer, el socio de
Raymond—. ¡Está muerto!
Incapaz de retirar su mirada de los ojos del forastero, Virginia se quitó los guantes y
se puso de rodillas, junto al cuerpo sin vida. Un sentimiento confuso de desesperanza y
cansancio la invadieron cuando puso sus dedos en la garganta de Matt para confirmar que
no tenía pulso.
—¡No estoy muerto!
Mezclado con el impacto de sus raros y fascinantes ojos, el áspero murmullo de la voz
del forastero causó una viva impresión en Virginia. Sorprendida, retiró la mano. ¡Estaba
vivo! Virginia brincó y rápido asimiló su descubrimiento. Sin pensar, se quitó el abrigo para
cubrirlo. No tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí tirado, expuesto a los elementos, pero
sabía que sufrió una fuerte conmoción. Sin importarle la humedad, se arrodilló para
colocarle su bufanda de lana alrededor del cuello, volvió a tocarle la garganta para sentir su
pulso. Su piel estaba fría, pero una repentina carga de calor le recorrió de su brazo al
hombro, sensación que fue devastadora.
Controlando la urgencia de retirar la mano, Virginia se obligó a concentrarse en lo que
hacía. Tocándolo de nuevo, sintió que respondía a su contacto, lo que le provocó una extraña
sensación. Su mente se quedó en blanco y su boca seca ante el conocimiento de que su
propio pulso se aceleraba ante el ritmo del de Matt.
¿Qué le estaba sucediendo?
Momentáneamente congelada, Virginia se quedó mirando al hombre. No se dio cuenta
del sonido de la sirena que disminuía hasta detenerse. Temblando, sorprendida por su
reacción ante alguien que jamás había visto, observó cómo Matt bajaba los párpados
lentamente. Cuando los abrió de nuevo un instante después, en su mirada se reflejaba una
gran confusión. Ahora eran un duro y vibrante diamante azul.
—Entonces, tal vez estoy...
Matt no era consciente de que hablaba en voz alta. Toda su atención parecía centrada
en el rostro que estaba sobre él. Tenía que estar muerto. Seguramente que esa suave
mirada, esa hermosa cara, iluminada por una áurea dorada, pertenecía a un ángel.
—Estoy muerto y en el ciclo.
El sonido de su voz hizo que Virginia volviera a la realidad. ¿Qué diablos le había
pasado?, se preguntó. Ese hombre estaba herido, sangrando. Necesitaba atención médica
inmediata. Tratando de romper la fascinación de la mirada fija de Matt, volvió la cabeza
ante el ruido de los pasos que se acercaban. La llegada de los enfermeros la hizo
reaccionar.
—¿Persiguiendo ambulancias, doctora Greyson? —le preguntó uno de los camilleros. El
personal de la ambulancia la conocía. El Hospital de Conifer era un pequeño centro situado
en un pequeño pueblo montañoso. Precisamente por eso todo el mundo se conocía.
Virginia no respondió a la irónica pregunta del joven. Se levantó, dio un paso hacia
atrás y señaló al hombre herido con impaciencia.
—Aprisa, por favor —ordenó en tono imperioso—. Este hombre tiene una bala en el
pecho y ha perdido mucha sangre.
Al instante los hombres empezaron a moverse. Aunque ella se apartó para permitirles
hacer su trabajo, Virginia observó las maniobras con mirada vigilante y aguda.
Después de inmovilizar su cabeza, los hombres levantaron al forastero y lo colocaron
en la camilla. Matt emitió un quejido profundo y perdió el conocimiento.
Inerme ante el peso de sus propias emociones, Virginia permaneció mirando al
inconsciente e indefenso hombre.
Sintió una gran compasión. No podía morir. Ella no lo permitiría. Tratando de aclarar
sus confusos pensamientos, Virginia miró a su alrededor, sorprendida, cuando uno de los
hombres le extendió su abrigo. Observando en silencio cómo los auxiliares cubrían al herido
y lo aseguraban en la camilla, rezó una ferviente oración por él y por el buen resultado de la
operación que ella iba a realizar.
Virginia se puso el abrigo y caminó junto a la camilla rumbo a la ambulancia. Un
escalofrío recorrió su espina dorsal al ponerse la bufanda. Experimentó una profunda
angustia; estaba ardiendo, como si el abrigo retuviera no sólo el calor del cuerpo del
desconocido, sino la radiación protectora de su fuerza,
No entendía por qué respondía de ese modo ante el forastero vestido de tan rara
manera; en realidad no quería saberlo. De cualquier modo, no había tiempo para examinar
sus reacciones. Tenía trabajo que hacer. Con ayuda o sin ella, esa bala tenía que ser
extraída de su pecho.
—Cuando llamen por radio, por favor, díganle a la recepcionista de emergencia que
llame a la cuadrilla de cirugía —dijo, dirigiéndose entre la nieve hacia su coche una vez que
la ambulancia cerró la puerta trasera—. Iré detrás de ustedes.
El movimiento del vehículo sumió a Matt en un estado de semiinconsciencia. Si le
hubieran dado a escoger, habría preferido permanecer resguardado en la seguridad de la
oscuridad. No tenía tanto frío como antes, pero sentía un ardiente dolor en el pecho y el
hombro derecho. Hubiera preferido el frío.
También era consciente de un movimiento hacia adelante. Y esa sensación lo confundía
todavía más. El movimiento era muy suave, tanto que podría tratarse de un vagón, sabía que
era alguna especie de vehículo, pero... ¿qué clase de vehículo podría ser?
La incógnita continuaba inquietándolo. No conocía ningún vehículo tirado por caballos
que le proporcionara tan confortable paseo. Reuniendo su limitada fuerza, Matt decidió
abrir los ojos e investigar. Pronto descubrió que decidir abrir los ojos y hacerlo eran dos
cosas totalmente diferentes.
Los párpados le pesaban como si tuvieran plomo. El esfuerzo era doloroso y no
merecía la pena el resultado. Podía ver muy poco. Era de noche, o estaba parcialmente
ciego. El intento no era sólo agotador sino frustrante. ¿En dónde diablos estaba?
Matt se movía sin cesar.
—Cálmate, amigo, ya casi llegamos.
Matt permaneció quieto ante el sonido de la voz que lo animaba. Preguntas sin
respuesta cruzaban por su mente.
"Casi llegamos". ¿A dónde? ¿Y quiénes? ¿Quién estaba hablando? De todos modos, ¿en
dónde diablos se encontraba? ¿Y por qué sentía fuego en el pecho?
La última pregunta refrescó la memoria de Matt. Por un instante sintió de nuevo la
mordedura del aire nocturno; experimentaba la sensación de los turbulentos copos cayendo
sobre sus mejillas. En ese instante de lucidez, Matt volvió a oír el eco de una voz aguda
gritando su nombre.
—¡Hawk!
El cuerpo de Matt se sacudió. Una vez más oyó las campanas de la iglesia llamando a
los fieles. Revivió el impacto de la bala golpeando su pecho, y volvió a sentir el lento
descenso de su cuerpo hundiéndose en el suave manto de nieve. Le habían disparado...
Ese recuerdo lo hizo estremecerse y preguntarse de nuevo si estaría muerto.
La oscuridad lo cegó y la pregunta quedó sin respuesta.
Una confusión organizada. Esta frase era la única forma de describir la actividad que
siguió a la llegada de la ambulancia al hospital y del coche de Virginia.
—¿Cómo están sus signos vitales? —preguntó Virginia cuando bajó del coche.
—Sobrevive —el joven camillero contestó sin despegar la vista del herido.
Había en su tono un tono de admiración.
—No me pregunte cómo, pero estuvo consciente por un momento, y me ha mirado
como tratando de hablar.
—Este hombre debe tener una constitución muy fuerte.
Dejando la puerta de su coche abierta, Virginia caminó hacia la parte posterior de la
ambulancia para vigilar el traslado del paciente del vehículo al hospital.
—Hombre de campo —dijo ella, haciendo un rápido juicio al oír el comentario de la
fortaleza del hombre.
Su comentario fue aceptado con un murmullo. Había muchos hombres de campo en y
alrededor de Conifer. Cada uno de ellos estaba a prueba del clima y de la rudeza. Esa raza
difícil de morir era motivo de orgullo entre los residentes de la zona.
Esa breve conversación intrascendente fue la última que Virginia tuvo durante varias
horas. Empezó a dar instrucciones en el instante en que las puertas automáticas del
hospital se abrieron y apareció el personal que esperaba para trasladar al herido al
quirófano.
Eso era una prueba de la alta estima en que Virginia era tenida por sus compañeros.
Sus instrucciones fueron seguidas de inmediato, sin ninguna objeción.
Indiferente al coche de la policía que había irrumpido en el área de emergencia
instantes después que ella, Virginia se dio la vuelta cuando una mano se posó sobre su
hombro.
Iba a protestar y se detuvo al ver a un hombre con uniforme azul.
—Sí, Jeff. ¿Qué pasa?
—Necesito un informe.
Aunque el tono del policía era escrupulosamente cortés, había en él un dejo de
demanda.
—¿Un informe? —repitió Virginia con enojada sorpresa—. Jeff, el hombre está
inconsciente. Su vida corre peligro.
—Bueno... lo sé, pero... —titubeó, al ver su fría mirada.
Arrepentida, ella cambió de actitud y de tono.
—Está siendo preparado para entrar al quirófano; si sobrevive, tendrás tu informe.
—¿Y si muere?
Virginia se sintió enferma ante esa posibilidad, pero ocultó sus sentimientos detrás
de una aparente calma.
—Entonces me temo que tendrás un cadáver para tu informe.
—Está bien —asintió Jeff con un suspiro.
Sin hacer otro comentario, Virginia se alejó.
Apenas avanzaba, cuando fue detenida de nuevo. En esa ocasión por una ansiosa voz
femenina:
—Doctora Greyson, ¡espere!
Reprimiendo una imprecación, se volvió.
—¿Sí? ¿Qué pasa? —preguntó a la recepcionista de la sala de emergencia.
—Solicitud de ingreso, ¡reglamentos! —le dijo excitada la mujer de mediana edad,
moviendo en la mano unos papeles—. Su paciente, necesito alguna información.
Virginia se detuvo unos segundos y manifestó nerviosa.
—No puedo dar información alguna del paciente porque no la tengo —aspiró profundo
y continuó más calmada—: El hombre está herido, está muriendo. ¡Debo llevarlo a cirugía!
La mujer la miró aturdida.
—Pero, doctora, ¿quién pagará la operación?
—¡Yo! —dijo alejándose hacia los ascensores. Su expresión era una seria advertencia,
suficiente para desanimar a cualquiera que se atreviera a entorpecer su trabajo.
Virginia llegó a la sala de operaciones para encontrarse con el cuerpo médico que la
esperaba. Un sentimiento de satisfacción borró su irritación. En unos minutos pasó a la sala
de esterilización y de pie ante un lavabo se lavó las manos y los brazos.
—¿Dónde encontró a su paciente, doctora? —le preguntó a sus espaldas una voz
femenina—. ¿En una zona de vaqueros y pistoleros de Hollywood?
Sorprendida, Virginia restregó el cepillo sobre sus nudillos. Frunciendo el entrecejo,
echó una mirada sobre sus hombros a la pequeña mujer que estaba parada en la puerta.
—¿Tratas de provocarme un ataque al corazón, Sally? —preguntó.
La mujer sonrió con la familiaridad de una larga y permanente amistad. Rally
Wentworth era la jefe de enfermeras de la unidad de cuidados intensivos y la mejor amiga
de Virginia. Su pequeña y frágil apariencia era engañosa. Sally era una verdadera fuente de
energía, flexible y resistente como el acero. También era la mejor enfermera con quien
había trabajado.
—Lo siento —dijo Sally, sonriendo, arrepentida—. No quería molestarte, pero la
curiosidad es más fuerte que yo.
Virginia le preguntó maliciosa:
—¿Curiosidad? ¿Y qué es eso de vaqueros y pistoleros?
—Tu paciente —Sally movió la cabeza en dirección de la sala de operaciones—. Parece
salido de una película de vaqueros.
—Ah, sí —contestó Virginia, terminando de lavarse—. La policía lo encontró tirado en
mitad de la calle con un balazo en el pecho.
—¡Interesante! —el comentario de Sal indicaba su carácter apacible—. ¿Quién es?
—No sé —contestó Virginia encogiendo los hombros—. La policía no ha encontrado su
identificación.
—¿Tienen alguna idea de quién le ha disparado?
Virginia suspiró.
—Hasta donde yo sé, no tienen ninguna pista. Recibieron una llamada de los residentes
del vecindario, quienes han afirmado haber oído unos disparos.
—¡Todavía más interesante! —comentó Sal—. De hecho es un misterio.
—Puedo vivir sin esta clase de intrigas —contestó Virginia con determinación.
—¿Crees que podrás salvarlo?
Virginia metió manos y brazos en el agua caliente para un último enjuague.
—Voy a hacer el máximo esfuerzo —prometió.
La sonrisa de Sal era suave y confiada.
—En ese caso, prepararé una cama para el vaquero.
Levantando sus manos húmedas, Virginia sonrió a su amiga con gratitud por confiar en
su habilidad.
Era exactamente las dos menos cuarto de la madrugada de Navidad, cuando Virginia,
dando un profundo suspiro, caminó hacia el hombre que estaba en la mesa de operaciones.
Capítulo 2
El ángel había regresado. Abriendo los ojos con gran esfuerzo por los efectos de la
anestesia, Matt fijó la vista en el angelical rostro que veía flotar ante él. Las preguntas se
agolparon en su nebulosa mente. ¿En dónde estaba? ¿Estaba muerto? ¿En el cielo o en el
infierno? ¿Cómo se sentía? ¿Qué sentía? Los párpados le pesaban. Cerrando los ojos, hizo
un esfuerzo de concentración. Se sentía cómodo. No había sensación de dolor. No tenía frío
ni calor. La conclusión era obvia. ¡Estaba muerto!
Al ver que la mujer le sonreía, pensó que debía estar en el cielo. ¿En dónde más puedo
estar?, pensó. Esa serena y encantadora cara no podía pertenecer al infierno. Un ángel,
puro y simple. ¿Sería su propio ángel guardián? Matt esperaba esto fervientemente porque
no quería perderlo de vista.
—¿Cómo se siente?
Le dio un vuelco el corazón ante el suave sonido de su voz. Había en su tono una
evidente compasión. ¿Los ángeles hablan?
Ella le habló en voz alta, ¿o lo imaginó? Pensó que oyó bien pero... dudó.
—Extraño —Matt apenas reconoció el sonido grave de su propia voz. La mujer sonrió
en señal de comprensión:
—Es la anestesia —dijo ella—. Pronto pasará.
—¿Anestesia? —Matt parecía confundido—. Por todos los cielos, ¿qué me ocurre?
La suave voz continuó:
—Imagino que tiene sed.
En ese instante Matt se dio cuenta de que su boca y su garganta estaban secas.
—Sí —contestó—. ¡Entonces estoy vivo!
Una vez más, la suave voz lo sacó de su distracción.
—Tenga, esto le ayudará.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando Matt sintió deslizarse una mano debajo
de su cabeza. ¡Ella lo estaba tocando!
Matt estaba perplejo. Y su mano era suave y cálida... y sorprendentemente fuerte.
Entonces lo asaltó otra consideración. ¡Su cuerpo! ¡Todavía tenía cuerpo! ¡Todavía sentía que
algo suave y sólido se introducía entre sus labios!
—Ahora, despacio, sólo uno o dos sorbos.
Obedeciéndola sin pensar, Matt sorbió de un objeto como tubo. Agua fría humedeció
su boca y refrescó su garganta. Sintió una humedad celestial.
Ávidamente aspiró del tubo de nuevo y protestó cuando le fue retirado de los labios
con cuidado.
—Calma —le advirtió la suave voz—. Es suficiente por ahora. Tendrá más después.
Todavía sediento, trató de protestar, pero no tenía suficiente energía.
Nuevamente la oscuridad se cernió sobre él. Sintiendo que iba a sumirse otra vez en
la inconsciencia, buscó con una mano hasta encontrar la mano de ella. Apenas sintió que la
mujer era real. Haciendo un esfuerzo antes de perder el conocimiento, murmuró una
súplica.
—¡No me deje!
—¡No lo haré! —respondió ella como un murmullo en la oscuridad.
Durante dos horas, Virginia permaneció sentada en una incómoda silla colocada a un
lado de la cama del forastero. No tenía opción: su mano estaba prisionera entre sus fuertes
dedos.
Se encontraba sentada todavía cuando entró Sally a decirle que ya se iba.
Virginia se sobresaltó al sentir el ligero toque en su hombro. Su primer pensamiento
fue para el paciente, despejó su cabeza y se quedó mirando su cara dormida.
—Se está recuperando extraordinariamente.
Un suspiro de alivio salió de los labios de Virginia ante la voz susurrante de Sal.
Volviéndose a su amiga, Virginia le sonrió.
—Me debo haber quedado dormida un momento.
—No me sorprende —observó Sal en tono comprensivo y compasivo—. ¿Cuánto tiempo
ha pasado desde que dejaste tu apartamento y tu cama?
Virginia se encogió de hombros.
—Creo que desde las cinco de la mañana de ayer... Si es que hoy es la mañana de
Navidad.
—Así es —contestó Sal en voz baja y divertida.
—¿Qué hora es? —preguntó Virginia, sin poder evitar un bostezo.
—Exactamente las siete y seis minutos.
Moviéndose con cuidado para no despertar a su paciente, Virginia arqueó su espina
dorsal para desentumecer los músculos de la espalda.
—¿Ya te vas? —preguntó levantando la mano que tenía libre para cubrir otro bostezo.
—Sí —Sal le sonrió con cariño—. Pero no me iré sin desearte antes Feliz Navidad.
La expresión de Virginia se suavizó.
—Gracias, Sal, lo mismo te deseo yo.
Sal rió.
—No creo que esté para fiestas; estoy molida. Pasaré una Navidad muy tranquila.
Miró a Virginia y sonrió.
—Y tú pareces como si estuvieras lista para ser enterrada. Lo que necesitas son diez
horas de sueño,
—Estoy bien —murmuró Virginia—. He descansado durante una hora después de la
operación, en el estudio del doctor.
—Maravilloso —Sal movió la cabeza—: De cualquier modo, Hopalong Skipspurs estaba
muy bien cuando hice mi ronda hace quince minutos.
Virginia sonrió burlona al darse cuenta de que Sal ya había examinado a su paciente
antes de irse.
—¿Hopalong Skipspurs?
—¡Sí! —Sal señaló con la cabeza al hombre que estaba en la cama—. Sus signos vitales
son buenos y duerme con toda normalidad. ¿Por qué no lo dejas al cuidado del excelente
personal del turno de día y te vas a dormir a tu casa?
—Por dos razones.
Virginia mostró los primeros dos dedos de su mano libre.
—En primer lugar le prometí no dejarlo —movió el segundo dedo—. Y en segundo,
estoy atrapada —le indicó con la cabeza los nudosos dedos cerrados con firmeza alrededor
de su mano.
—Ah, ya veo —Sal entornó los ojos—. Bueno, para tu consuelo, imagino que pronto
despertará.
—Así lo espero —contestó Virginia—. Esta silla empieza a ser una tortura.
—Ah, casi lo olvido —exclamó Sal, y dando media vuelta, recogió una nota del pequeño
gabinete situado junto a la cama y se lo dio a Virginia—. Hablando de torturas, me pidieron
que te diera esto.
Virginia no necesitaba ver lo que contenía el papel, sabía lo que significaba.
—Papeles de admisión —murmuró con un cansado suspiro y deslizó el tablero hacia los
pies de la cama.
—¡Reglamentos, doctora!
Virginia hizo un gesto.
—Querrás decir una patada en...
Sal la interrumpió.
—¿Es esa la forma de hablar? ¿Sobre todo en Navidad? ¿No te da vergüenza?
—No —respondió Virginia—. En realidad estoy muy cansada para preocuparme por
algo.
—Yo también puedo hablar de cansancio —respondió Sal dando un bostezo—. Ha sido
una larga noche, y estoy lista para irme a la cama. Y si tienes sentido común, será mejor que
sigas mi ejemplo.
—Lo intentaré —le aseguró Virginia, agregando—: tan pronto como sea posible.
—Está bien —contestó Sal no muy convencida—. Ya oigo el ruido de las bandejas del
desayuno en el vestíbulo, pronto tendrás el placer de dárselo como un ángel misericordioso.
—¡Ángel!
Como el molesto zumbido de los mosquitos en el verano, Matt había estado oyendo el
murmullo de voces durante varios segundos. En realidad no había entendido gran cosa de lo
que hablaban, hasta que se pronunció la palabra "ángel". ¿Estaría todavía allí?
La pregunta entusiasmó a Matt al mismo tiempo que lo asustó. Tenía miedo de abrir
los ojos y convencerse por sí mismo de que el bello ángel rubio todavía estaba con él.
Trató de abrir los párpados. Cuando consiguió ver con claridad, Matt fijó la mirada en
una mujer de pelo oscuro, vestida de blanco, que salía por la puerta.
¿En dónde estaba ella?, se preguntó. ¿Otro ángel? Matt conservó su mirada en la
espalda de la mujer. Pero, de pronto, otra figura de blanco llamó su atención.
Esta mujer, mucho más delgada y de pelo gris, llevaba algo que parecía bandeja de
servicio y se dirigía hacia él.
—¿Un ángel anciano? —se dijo Matt, olvidándose de la mujer anterior.
Probablemente era la madre superiora de un convento.
La anciana le sonrió bondadosa y se detuvo junto a él. El trató de corresponderle con
otra sonrisa, pero una punzada en el pecho hizo desaparecer todo intento de sonrisa en él.
—Su paciente está despierto.
¿Paciente? ¿Despierto? En ese momento Matt se dio cuenta de que estaba tendido en
una cama y no en una nube.
¿Acaso esas mujeres que a él le parecían ángeles eran enfermeras? ¿Y si estaba
muerto, qué necesidad había de enfermeras? Y si no estaba muerto y estaba en el cielo...
¿En dónde diablos estaba?
Matt se movió inquieto. Un dolor surgió en su hombro derecho.
—¡Diablos! El...
—Bueno, ¿qué tal?
La suave y familiar voz paralizó a Matt, excepto sus ojos, que se dirigieron al rostro
femenino. Ella estaba allí y se inclinaba sobre él, sonriéndole.
—¿Cómo se siente ahora?
—Me duele el hombro —contestó Matt, impresionado por su débil e insegura voz.
—Me temo que le dolerá durante algunos días —su sonrisa era dulce y compasiva. Ella
quiso librarse de la mano que oprimía la suya—. ¿Podría soltar mi mano, por favor?
—¡No! —dijo Matt, oprimiéndola con fuerza.
—Pero la necesito —dijo ella paciente—. Por favor.
—¿Para qué la necesita? —dijo él con voz sospechosa.
Ella rió.
El la miró y despacio le soltó la mano.
—¡Gracias!
—¡De nada! —Matt no tenía idea del profundo desagrado que denotaban sus ojos, ni
del miedo que delataba su voz.
—¿Va usted a volar ahora?
Ella abrió los ojos, sorprendida.
—No, por supuesto que no me voy a ir. Lo voy a examinar.
—¡Examinarme! —exclamó Matt con voz ronca, experimentando una sensación de
disgusto y alarma.
—¿Qué quiere decir? Usted es... —se interrumpió entrecerrando los ojos, cuando ella
tomó un instrumento que colgaba de su cuello.
—¿Qué es eso?
—¿Esto? —Virginia frunció el ceño mientras insertaba sus terminales en los oídos—:
Es un estetoscopio —explicó—. Seguramente ha visto usted alguno antes.
—No —admitió Matt—. ¿Para qué sirve?
—Me permite oír los latidos de su corazón —dijo ella colocando el otro extremo de los
tubos en su pecho.
Matt tembló.
—¿Qué oye? —preguntó con curiosidad.
—Tiene un buen ritmo —respondió ella, deslizando el aparato hacia otro lado del
pecho—. Y sus pulmones están perfectamente.
Ella le sonrió mientras separaba el estetoscopio de sus orejas.
—De hecho, está mejor de lo que esperaba. ¿Se siente cómodo?
—Tengo sed —Matt sintió de pronto una sensación de vacío que lo confundía.
Tal vez no estaba muerto, después de todo... ¿o sí? Aquella situación era más que
extraña, reflexionó.
La expresión de la mujer se iluminó.
—Esa es una excelente señal. Le daré un poco de agua, pero me temo que tendrá que
esperar un poco antes de comer. Ellos lo moverán muy pronto,
—¿Me moverán? —Matt sintió pánico. ¿Lo iban a alejar del cielo? Y de ella—.
¿Moverme a dónde? ¿De dónde? —frunció el entrecejo—. ¿Dónde estoy ahora?
—En Postop UCI.
Aunque la respuesta fue rápida, ésta aumentó su confusión.
Matt pudo sentir que su expresión era de intriga.
—¿Qué postop UCI? —preguntó.
—Unidad de cuidados intensivos postoperatorios —contestó ella—. Está usted en el
hospital... en donde ha sido sometido a una intervención quirúrgica de cinco horas para
extraer la bala del pecho.
Al mencionar la palabra bala, empezó a recordar.
—¡Hawk!
El eco de la voz que gritó su nombre resonó en su cabeza. Recordó que era
Nochebuena, que estaba nevando, la luz de bienvenida y redención que brillaba a través de
las ventanas de la iglesia en la colina. Y también recordó el disparo en medio del silencio de
la noche.
Al revivir el incidente, Matt deslizó su mano derecha hacia su cadera. Sintió un
fuerte dolor en el brazo y en el pecho, pero ignoró darse cuenta de que su cadera estaba
desnuda. Su pistola había desaparecido. La sospecha lo invadió. Alguien había tomado su
arma. Sin ella él era vulnerable. Incapaz de defenderse. Su mirada de pronto se volvió fría
y mortal y se dirigió a la mujer.
—¿En dónde está?
La mujer, muy sorprendida, dijo:
—No entiendo. ¿Qué es lo que busca?
—Mi pistola.
—Ah, eso —contestó, sin poder evitar un ligero estremecimiento—. Está con el resto
de sus cosas, que le serán devueltas.
Contestaba con anticipación la pregunta que iba a hacer. Matt gruñó en respuesta. Su
mente se estaba aclarando. Era más consciente de lo que pasaba a su alrededor y dentro de
sí mismo.
—¿Qué diablos es esta cosa? —su mano se movió desde su cadera hasta el tubo sujeto
al dorso de su mano izquierda.
—¡No toque el IV! —la mujer le apartó la mano para retirarla—. ¡Y no mueva su brazo
derecho, podría volver a abrirse la herida!
Matt entrecerró los ojos aún más. ¿Qué querría decir la mujer con esas iniciales?
—¿IV?
—Tubo intravenoso, por supuesto —el tono de Virginia traicionaba su paciencia
contenida.
Matt no entendió, pero en realidad, no entendía nada desde que se despertó.
Abrió los labios con la determinación de obtener respuestas claras e hizo una
pregunta directa:
—¿Es usted un ángel enfermero?
—¿Ángel enfermero? —por un momento se sorprendió, después se rió; produciendo un
alegre sonido que afectó a Matt con el poder de una bala.
—Créame, no soy enfermera, ni ángel.
—¿Entonces no estoy muerto... ni en el cielo?
Su risa se desvaneció para ser reemplazada por una suave sonrisa, ¿de compasión?
—No, definitivamente no está muerto.
Matt experimentó una extraña sensación. Moviendo la cabeza con intención de disipar
la confusión, suspiró y preguntó:
—Entonces, ¿en dónde estoy y quién es usted?
—Como le dije, está en la sala de recuperación de un hospital —contestó en tono
cálido—, y yo soy la doctora Virginia Greyson... la cirujano que le extrajo la bala del pecho.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal, pero por una razón enteramente
distinta. Abrió aún más los ojos, luego los entrecerró de nuevo.
—¿Usted es doctora?... ¿Cirujano?
Su sonrisa era irónica.
—Sí, soy cirujano —contestó. Levantando las cejas, Virginia añadió con tono
reprobatorio—: No me diga ahora que nunca ha visto una mujer médico,
Matt iba a contestar, cuando de repente fijó su atención en dos mujeres y un hombre
que rodeaban la cama.
—Es hora de levantarlo y moverlo, vaquero —dijo el hombre vestido de blanco.
Pensando en lo que decía el hombre, Matt dirigió una mirada suplicante a Virginia.
—Lo van a trasladar a otra sala —dijo ella.
Al no encontrar un motivo lógico, Matt protestó;
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo esta habitación?
—Nada —dijo ella, dirigiendo una severa mirada a los demás—, pero esta sala es para
pacientes recién operados que necesitan un constante cuidado —sus músculos se relajaron
—. Usted está ya fuera de peligro,
—¿Qué quiere decir eso? —protestó Matt sintiéndose estúpido y odioso.
—Significa que va a ser trasladado —y dirigiéndose a los otros, agregó—:
Inmediatamente.
—Yo no quiero... —comenzó a protestar.
Ella confirmó su argumento con una oferta conciliadora.
—Si coopera, haré que alguien le dé algo de comer tan pronto como esté instalado.
Matt decidió cooperar, no sin antes obtener una concesión de ella.
—¿Irá usted conmigo?
El no se dio cuenta de las sonrisas burlonas de los otros tres. Toda su atención estaba
centrada en la sonrisa de Virginia y en su voz indulgente.
—Está bien.
Matt se quedó perplejo cuando empezaron a moverlo. Fue levantado con cuidado y
colocado en lo que parecía una cama estrecha. Unos barandales de metal como los que usan
los bebés fueron colocados y entonces Matt, la camilla y los aparatos fueron conducidos
por un ancho e iluminado corredor.
Cada músculo del cuerpo de Matt se puso tenso cuando la camilla llegó a lo que parecía
ser un cuarto pequeño con puertas corredizas. Su estómago parecía salírsele cuando el
compartimiento empezó a descender suavemente.
Bombardeado por la sorpresa del cuarto movible, también estaba fascinado por todas
las cosas que se hacían y miraba para todos lados, tratando de no perder detalle de todo lo
que ocurría a su alrededor.
Aunque el trayecto de uno a otro piso no era demasiado largo, a Matt se le figuró que
era una eternidad en espacio y en tiempo. Cuando lo instalaron en otra cama en su nueva
habitación, se sentía terriblemente cansado.
Pero le gustaba su nuevo entorno y se lo dijo a Virginia cuando los otros tres salieron.
—Es agradable —admitió.
—Así es —su tono resultaba divertido.
—¡Maravilloso!
—Sí.
Advirtiendo la sonriente expresión de Virginia, Matt le dirigió una mirada de reproche
y le dijo:
—Usted piensa que esto es muy divertido, doctora.
Ella movió la cabeza y se mordió los labios.
—Lo siento.
—Me prometió pastura... darme de comer —le recordó.
—Y siempre cumplo mis promesas —dando la vuelta se dirigió a la puerta—. Regresaré
en un minuto con su... bocado.
Matt abrió la boca para protestar, pero era muy tarde, ella ya había salido.
Disgustado, Matt empezó a reconocer la habitación, y se dio cuenta, confundido, de la
limpieza y lo alegre que era. Él nunca estuvo en un hospital, pero había oído hablar de ellos y
nada de lo que le contaron se podía comparar con lo que estaba viendo. Lo que sabía era que
este grande y nuevo edificio se encontraba situado en un lugar apartado, al pie de las
colinas de las Montañas Anaconda, en Montana.
Absorto en sus pensamientos, su mirada lo recorría todo y se fijó en una caja con
cristales colocada sobre un gabinete en la pared. ¿Qué diablos sería eso?, se preguntó
exhalando un suspiro cansado. ¿Para qué serviría?
De repente sintió dolor de cabeza. Matt reclinó la cabeza sobre la almohada y
continuó mirando la caja con detenimiento.
—¡Diablos! —musitó medio dormido; cerrando los ojos, decidió hacer a su doctora una
docena de preguntas cuando regresara con su comida. Pero en unos segundos se quedó
dormido.
Con la bandeja de los alimentos en las manos, Virginia permaneció junto a la cama
observando a su paciente dormido. El forastero parecía indefenso y vulnerable. Sus largas
pestañas suavizaban las líneas de sus mejillas y su firme mandíbula. La palidez de su rostro
era visible, a pesar de su bronceada piel.
Una ligera sonrisa cruzó por los labios de Virginia cuando puso a un lado la bandeja. El
forastero era un paciente difícil y en ese momento, nada limpio, y aún había algo en él que la
conmovía de una extraña e inexplicable manera. No lo conocía, pero eso no importaba.
Desde el instante que ella clavó su mirada en sus cristalinos ojos azules, deseó que viviera
con desesperación.
Y ahora estaba ausente, sumido en un profundo sueño natural, pero iba a sobrevivir.
El sentimiento de alivio que Virginia experimentaba la dejó exhausta. No entendía
nada respecto a las emociones que experimentaba, pero se encontraba muy cansada para
analizarlas. Por el momento bastaba saber que sobreviviría, gracias a su habilidad como
cirujano, y quizá a sus secretas y fervientes oraciones.
Virginia movió la cabeza, con irónica sonrisa. Rezar... ¿ella? Increíble. ¿Era ella la que
siempre juzgó como actitud hipócrita acudir a Dios sólo en situaciones de angustia?
¿Acaso no conocía pacientes que desafiaron la realidad con curas repentinas?
Existía siempre la posibilidad de un suceso inexplicable, de un milagro ocasional.
Ahora, cansada hasta la médula, Virginia se encogió de hombros. Y llegó a la conclusión
final. ¿Quién sabía las respuestas? Si no existían pruebas concretas para demostrar la
existencia de un Creador, tampoco había pruebas concretas de que no existiera.
¡Caramba! En verdad estaba cansada, pensó Virginia, retirando su mirada del rostro
del forastero. Así que dio la vuelta y salió de la habitación.
Menos de cinco minutos necesitó Virginia para deshacerse de su uniforme y ponerse
el vestido que llevaba puesto para cenar. ¿Había transcurrido en realidad sólo una noche?
Poniéndose el abrigo, se dirigió hacia la doble puerta de cristal de salida.
—¡Doctora Greyson! Espere un momento.
La llamada de atención provenía del escritorio de la recepcionista. La mujer había
aparecido de entre un grupo de visitantes que preguntaban por números y direcciones de
algunas habitaciones.
Suspirando y alzando las cejas, Virginia volvió la cara hacia la otra mujer.
—¿Sí? —preguntó.
La recepcionista, con nerviosismo, humedeció sus labios al notar el tono impaciente de
Virginia; pero añadió:
—Acerca del hombre que vino por urgencias anoche...
—¿Sí? —se oyó el tono decidido de Virginia—. ¿Qué pasa con él?
—Yo, mmm... —la recepcionista mojó nuevamente sus labios—: No tenemos sus papeles
de admisión.
"¡Caramba con los reglamentos y los papeles de trabajo!", murmuró Virginia para sus
adentros.
Cansada hasta el punto de apenas sostenerse en pie, se contuvo al recordar que la
recepcionista sólo cumplía con su trabajo.
—¡Lo sé! —contestó ella—. Pero no ha estado consciente para obtener alguna
información de él.
Sonrió irónica.
—¿Le gustaría que enviara a alguien a obtener la información en cuanto despierte el
paciente?
La desagradable voz de la recepcionista sacó a Virginia de su abstracción.
—No —le contestó con sequedad—. Regresaré más tarde y entonces conseguiré la
información —y le sonrió en actitud de conspiración—. ¿Cree usted que podría esperar
hasta entonces?
—Mezclaré las hojas de admisión con otras.
Todavía regodeándose, Virginia empujó la puerta de cristal: El aire frío golpeó su
cara. Alcanzó a oír "Feliz Navidad, doctora". Respondiendo agradecida, dio un paso hacia
afuera. Después de arrojar treinta y cinco centímetros de nieve sobre la superficie, la
tormenta se disipaba. El sol empezaba a brillar.
Deslumbrada, Virginia se subió el cuello del abrigo y caminó hacia el estacionamiento
del hospital confiando en que alguien hubiera recogido su coche cuando lo dejó a la entrada
de emergencia. Encontró su coche, limpio de nieve, en el primer cubículo que decía
"Reservado para doctores".
—Feliz Navidad, doctora—le dijo el anciano vigilante en la garita de admisión,
mientras ella esperaba que levantara la barrera.
El saludo le trajo a la memoria su promesa de asistir a la cena de Navidad en la casa
de los padres de Richard. Ante el recuerdo de ese compromiso, protestó en voz alta.
Richard iría a recogerla en su apartamento a las seis de la tarde. Por otra parte,
prometió regresar al hospital más tarde. ¿Qué podía hacer?
A Virginia le preocupó el asunto como a un perro un hueso. ¿Hablaría con Richard para
que la recogiera en el hospital más tarde? ¿O se debería disculpar argumentando que
primero es el deber que el placer? Pero... ¿qué deber? ¿Y que placer?
La pregunta la abrumó al abordar el ascensor y caminar por el corredor hacia la
puerta de su apartamento. Mientras daba la vuelta a la llave, se imaginó al desconocido
tumbado en la cama, al tiempo que percibió el tono posesivo de la voz de Richard durante la
cena anterior.
Lanzando su abrigo y su bolsa sobre la silla más cercana, Virginia empezó a
desvestirse al dirigirse hacia su habitación. Estaba muy cansada y no podía pensar.
Necesitaba dormir al menos durante doce horas. Ella necesitaba un mínimo de cinco horas
de descanso.
Había pasado mucho tiempo desde que Virginia aprendió a tomar las cosas como
vinieran, no como las deseara. Encogió los hombros y levantó el auricular del teléfono.
La primera llamada que hizo fue al servicio de despertador para solicitar que la
despertaran a las cuatro de la tarde. La segunda no era tan sencilla. A Richard no le
agradaría que cancelara la cita.
—Lo siento, Richard —comentó con más sinceridad de la que realmente sentía—. Como
recordarás, siempre te he dicho que mis pacientes son primero en Navidad o cualquier otra
fecha.
El objetó. Ella dio una cortés despedida.
Minutos más tarde, Virginia estaba dormida, ajena a lo que ocurría en el mundo, como
su paciente.
Capítulo 3
¡Cielos!
Matt miró entre atontado y sorprendido a la rubia que caminaba hacia su cama.
Había experimentado una serie de emociones desconcertantes desde que despertó
una hora antes. Pero la aparición de esa mujer era lo más sorprendente e interesante de
todo.
Sin duda era la misma que hacía poco le pareció un ángel. Ella se presentó como
Virginia Greyson, médico y cirujano. Llevaba el pelo suelto, atractivamente despeinado por
el viento. Sus seductores labios estaban pintados de rojo y se veía muy arreglada. Unos
arillos de oro adornaban sus lóbulos.
En lugar de la mujer discreta que él conocía, sin maquillar, allí estaba una mujer
sensual. Era la joven más hermosa que jamás hubiera visto.
En respuesta, su cuerpo se sintió atraído hacia ella y bajó los ojos, experimentando
una enorme impresión al recorrer su cuerpo.
La primera vez que la vio, al despertar de la anestesia, su pelo estaba recogido detrás
de su pálido rostro y llevaba puesta una arrugada bata deforme. Ahora parecía otra
persona.
Estaba vestida con un traje rojo de dos piezas, una chaqueta corta encima de su
elegante blusa y una falda que apenas cubría las rodillas, lo cual impresionó a Matt.
La miró escandalizado, admirando sus bonitas piernas y sus reducidos tobillos, y abrió
los ojos desmesurados al ver los delgados tacones de sus zapatos negros, que juraría
tendrían varios centímetros de alto.
Por instinto la miró a la cara y frunció el ceño.
—¿Le molesta algo? —preguntó ella con voz seductora.
—Hay un endiablado montón de cosas que me molestan —replicó Matt con voz seca,
sin mencionar que su cercanía era lo que más desazón le causaba.
—Bueno, quizá pueda ayudarle a aclarar algunas de esas cosas que le molestan —
añadió Virginia, sonriendo mientras acercaba una silla para sentarse a su lado.
—Probablemente —contestó Matt, sin poder evitar un ligero estremecimiento.
Ella guardó silencio un momento, esperando. Luego arqueó las cejas de una manera tan
atractiva que Matt no supo qué decir.
—¿Bueno?
Distraído, se limitó a mirarla.
—¿Bueno qué?
Ella se rió con un suspiro.
—¿No está usted muy amable, verdad? —no esperó la respuesta y continuó—: La
enfermera me ha dicho que está progresando de una manera sorprendente, y que se levantó
de la cama un momento al despertar.
—Sí —murmuró—. De acuerdo con sus órdenes.
Virginia tuvo que sonreír ante su tono de disgusto.
—Eso es verdad. Había dado instrucciones para que los ayudantes lo pusieran de pie.
¿Como le ha ido?
—¿No se lo han dicho?
—Sí, por supuesto —le contestó de la misma manera—. Ahora quiero oír su versión.
El se encogió de hombros, pero admitió:
—Me sentía un poco débil, vacilante. No me gustó la sensación.
—A nadie le gusta —dijo ella, de manera que él se enojó aún más.
Permaneció un momento en silencio y luego añadió:
—¿Y cómo se siente ahora?
—¡Hambriento!
Ella se sorprendió ante la respuesta.
—Pero creo que ya le han traído la comida.
Matt emitió un sonido ronco.
—Probablemente la gente de por aquí le llama comida a una taza de caldo, un té ligero
y una cucharada de algo pegajoso, como gelatina. Pero le aseguro por todos los diablos que
eso no es comer —contestó rápido.
—Después de una operación, debe seguir una dieta —le explicó.
—¿Por qué?
—Por la anestesia —le sonrió, pero Matt continuó con la expresión amarga.
Ella encogió ligeramente los hombros.
—Algunos pacientes sienten náusea y hasta vomitan.
—Yo no —dijo con sequedad, y aparentemente convencido.
Matt debía admitir que la doctora tenía carácter y también admiraba la forma en que
se enfrentaba a su conducta.
—¿Qué le gustaría? —preguntó ella, levantándose de su silla, sin la menor discreción.
—Algo en lo que pueda hincar los dientes —contestó, buscando las más vulnerables
partes de su cuerpo con una cálida y lasciva mirada.
La forma en que ella pestañeó, le indicó que su silencioso mensaje había dado en el
blanco.
—Yo, ah... —ella dio un paso hacia atrás—. Veré qué puedo hacer.
Virginia se detuvo en el corredor y se reclinó contra la pared. Le faltaba el aliento y
estaba temblando de excitación. ¿Qué era lo que la afectaba tanto de ese hombre?, se
preguntaba sorprendida, mirando incrédula el temblor de sus dedos.
Él era un paciente más entre muchos, con el pelo lacio, la mandíbula barbuda y su
descuidada apariencia. Contrario a muchas de sus conocidas, Virginia siempre prefería a un
hombre limpio y afeitado.
Sin embargo, ese hombre en particular, que se atrevió a mirarla con los increíbles
ojos azules entrecerrados, había provocado desazón en ella, así como su sonrisa, que no le
permitía pensar.
Mientras estaba parada tratando de serenarse, Virginia era incapaz de pensar en otra
cosa que no fuera él.
—¿Perdida, doctora?
Virginia empezó a formular una respuesta a la enfermera que no había visto
aproximarse.
—Este... no, estaba pensando —Virginia movió la cabeza ante la posibilidad de
encontrarse "perdida" ante la misteriosa atracción del forastero.
—¿Algún problema con su paciente? —preguntó la joven mujer de nuevo, señalando la
habitación de Matt.
—En realidad, sí —dijo Virginia, con irónica sonrisa—. Pero no de carácter clínico;
tiene hambre.
La enfermera frunció el entrecejo, sorprendida.
—Se le sirvió el almuerzo hace un momento.
—Se queja de que la comida dejó mucho que desear.
—La primera comida después de una operación siempre es así.
La enfermera rió.
—Pero la cena será servida en menos de media hora.
Virginia echó una mirada a su reloj y luego a la puerta de la habitación de Matt.
No le gustaba la idea de tener que decirle que faltaba otra media hora para la cena.
—Me temo que no le va a gustar la demora —dijo con un suspiro.
—Tenemos un pastel de frutas en la cafetería —añadió la enfermera—. Le puedo dar
una rebanada y una taza de café para él.
—Bueno, ¿qué estamos esperando? —contestó Virginia, indicando la sala de
enfermeras—. Vamos por ello.
Virginia volvió a entrar en la habitación de Matt un momento después, con una
humeante taza de café en una mano y un papel plateado, en el que había un trozo de pastel
de frutas, en la otra.
—¿Eso es una comida?
Reprimiendo el impulso de derramar el café caliente sobre su enmarañado pelo, al
recordar la debilidad de Matt, Virginia mantuvo su sangre fría apretando los dientes.
—No, no es una comida —dijo arrastrando las palabras—. Pero será suficiente hasta
que traigan la cena.
Virginia esperaba oír un gruñido de Matt; sin embargo, éste torció los labios
divertido. Pero la sonrisa se convirtió en una mueca cuando trató de sentarse sin ayuda,
lanzando una maldición.
Virginia no se impresionó al oírlo. Ya había oído de todo, o al menos casi todo.
Los pacientes acostumbran maldecir, hombres y mujeres, mientras están bajo
sedantes.
—No se mueva —ordenó Virginia, poniendo el café y el pastel en la bandeja que estaba
cerca de la cama—. Levantaré la cama.
Virginia pulsó el botón para enderezar la cama, y de pronto se quedó mirando a Matt
fascinada ante su expresión de sorpresa cuando la cabecera iba subiendo.
—¡Diablos!—exclamó, arañando la colcha—. ¿Qué clase de artefacto es este?
Completamente confundida por su reacción, Virginia paseó la mirada de la cara de
Matt a la cama y volvió a mirarlo.
—No entiendo —murmuró—: Es una simple cama de hospital.
El la miró, con aparente desconfianza.
—¡No es nada común!
—¿Nunca ha visto una cama automática de hospital? —preguntó Virginia con
escepticismo.
—Nunca he visto la mayoría de las cosas endemoniadas que he visto en este lugar —
respondió, soltando la colcha. Se acomodó y tomó el pedazo de pastel.
—¿Cómo qué, por ejemplo? —preguntó Virginia, revisando todas las cosas comunes que
había en la habitación.
El terminó de masticar un gran bocado del pastel y tragó un sorbo de café antes de
contestar.
—Como eso, por ejemplo —y señaló el televisor empotrado en la pared—. ¿Qué es?
—Un receptor de televisión —respondió Virginia.
—¿Y para qué sirve?
Virginia se armó de paciencia.
—¿Se está usted divirtiendo?
Ahora fue él quien frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
—¿Me está tomando el pelo, no es así?
—¿Tomándole qué? —repitió él, aumentando su enojo.
—Jugando conmigo —dijo ella molesta—. Burlándose de mí.
Su expresión se acentuó, pero enseguida la reemplazó por un gesto de máxima
confusión.
—¿Por qué habría de burlarme de usted? —preguntó con tal sinceridad que Virginia se
vio obligada a creerle.
—Honestamente, ¿no sabe usted lo que es un televisor? —su voz era suave, su tono
doloroso.
La voz de Matt estaba al borde del pánico.
—Señora, no conozco las cosas que hay en esta habitación, ni sé para qué sirven.
—¡Caramba! —dijo Virginia, mirándolo extrañada—. Realmente ha estado usted en las
montañas mucho tiempo, ¿no es así?
—Sí —pero todavía parecía escéptico—. Es que...
—No importa —lo interrumpió ella—. Tome su pastel y beba su café antes que se
enfríe. Responderé todas las preguntas que quiera cuando haya terminado.
Virginia no se desanimó ante la tarea a la que debía enfrentarse, regresó a su silla y
su mirada se clavó en el tablero que estaba al pie de la cama. Suspiró suavemente.
—¿Sucede algo malo? —preguntó él entrecerrando los ojos.
—No —contestó ella, recogiendo el tablero—. Prometí llenar estas fichas de admisión
y entregarlas esta tarde.
—¿Qué fichas? —preguntó él al levantar la taza y llevársela a los labios—. ¿Para qué
sirven?
—Son los papeles de admisión —le respondió—. Y se refieren a la información que el
hospital necesita sobre usted. Deberían haber sido llenadas antes de ingresar.
—¡Papeles! —sus labios se curvaron.
Virginia sonrió ante el tono burlón.
—Exactamente —afirmó ella—. Pero son las normas —ella entornó los ojos—. Y, como
no hay escapatoria, terminemos con ellos de una vez.
Ella leyó la primera línea de la solicitud.
—¿Nombre? —preguntó, mirándolo con más curiosidad de la que ella quería admitir.
—Matthew M. Hawk.
A Virginia le gustó el nombre, le pareció que se ajustaba a su personalidad.
—¿Qué significa la midial?
Los labios de Matt se torcieron en actitud inquisitiva.
—M —contestó con expresión rígida.
Ella se vio obligada a sonreír.
—¿Hay algo raro o inusual en su nombre intermedio?
La pregunta se mezcló con una sonrisa severa.
—Mi madre era una mujer muy devota. Leía la Biblia todos los días —contestó,
levantando las cejas apresuradamente—. ¿Puede usted creerlo?
Virginia no tuvo que creerlo. Lo sabía.
—¿Mark?
—Me temo que sí. ¿No es triste?
Virginia rompió a reír, disminuyendo la tensión que le estaba alterando los nervios.
—Oh, no lo sé —observó—. Pienso que más bien es agradable.
—Sólo a otra mujer le parecería así —observó él en tono seco, terminando su café.
Miró hacia la puerta y luego a ella—. ¿Cuándo dijo que traerían la cena?
—Pronto —le aseguró sonriendo y moviendo la cabeza—. Mientras, ¿podemos seguir
con esto?
—¡Dispare! —él se encogió de hombros.
—Dirección de su casa.
—Fort Worth.
La cabeza de Virginia se irguió.
—¿Texas?
—¿Hay alguna otra?
—Pero... —empezó, protestando.
—¿Podemos terminar con esto? —interrumpió él con irritación.
—¡Claro! —contestó ella.
—¿Ocupación?
—Alguacil —respondió de inmediato.
—¿De veras? —Virginia se le quedó mirando sorprendida.
La forma en que Matt hizo una mueca la alarmó.
—Ahora, doctora. ¿Es usted la que se está burlando?
—¡Increíble! —contestó ella—. No tenía ni idea de que el gobierno de los Estados
Unidos contrataría a expertos idiotas como alguaciles.
Matthew Hawk no pareció sentirse insultado, en cambio la miró con cierta curiosidad.
—¿Qué es un experto idiota?
Virginia levantó las manos al aire en señal de impaciencia.
—Oh, no importa —gritó—. ¿Fecha de nacimiento?
—Trece de junio de mil ochocientos cincuenta y cuatro.
—¡Basta! —se dijo Virginia disgustada. No estaba dispuesta a ser el blanco de su
humor por más tiempo. Levantando la cabeza, lo miró y se dispuso a llamarle la atención,
pero las palabras se detuvieron en sus labios cuando lo miró.
¡Él no estaba bromeando!
Al darse cuenta de eso, se le erizó el pelo y tuvo la sensación de que algo sobrenatural
la había arrojado en medio de una zona crepuscular. Tratando de controlarse, Virginia se
aclaró la garganta.
—Quiere usted decir mil novecientos cincuenta y cuatro, ¿no es así? —le preguntó
como suplicándole que le dijera que estaba en lo cierto.
—¿Novecientos cincuenta y cuatro? —Matt rompió a carcajadas—. Señora, ¿está
usted loca?
Virginia tuvo una sensación de irrealidad en la que no quería pensar. Él estaba
bromeando, seguramente, o burlándose. O estaba loco. Sí, eso es, estaba loco.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando algunas escenas acudieron a su memoria,
escenas de la forma en que él estaba vestido cuando lo vio por vez primera, escenas de la
forma en que reaccionó al despertar de la anestesia.
Recordó también su expresión asustada cuando quiso saber lo que había hecho con su
pistola.
Lo miró a los ojos. Él le devolvió una mirada interrogante. Ella empezó a temblar.
Pero no era posible. Él tenía el aspecto y la madurez psicológica de un hombre de unos
treinta años. A menos que hubiera descubierto la fuente de la juventud.
—¿Me está usted diciendo que tiene más de cien años? —le preguntó con angustia.
—¿Cien años? —mirándola, sorprendido, añadió—: Señora, usted no está chiflada, está
loca de remate.
Virginia movió la cabeza lentamente.
—Ya no entiendo nada.
—Bueno, no crea que es usted la única, yo tampoco entiendo nada desde que abrí los
ojos.
El corazón de Virginia latía tan acelerado que ella apenas podía respirar y mucho
menos hablar.
—Está bien —dijo ella con dificultad—. Veamos si puedo aclarar el misterio.
Empecemos por el principio. Quiero que me diga exactamente cómo sucedió su accidente.
—¿Accidente? ¡Diablos! —exclamó—. ¡Me emboscaron!
—¿En medio de la calle? —le gritó.
—¡No! —ahora él movió la cabeza—: Iba camino de la iglesia, en la cima de la colina.
—¿Qué colina? —Virginia recordó la calle en donde lo habían encontrado—. ¿Dónde?
—¡Aquí! —el movió su brazo, para señalar no solamente la habitación sino toda el área.
—Precisamente aquí, en las Montañas Anaconda, en Montana.
Virginia se quedó aún más sorprendida.
—¿Usted fue herido en Montana?
—No, yo fui herido en el pecho —contestó con ironía—. Pero yo estaba aquí, en
Montana, en ese momento.
El humor de Matt la sacó de quicio.
—Usted puede hacer bromas si quiere, señor Hawk, pero siento mucho tener que
decirle que usted no está en ningún lugar cercano a Montana. Usted está en un hospital en
el poblado de Conifer, Pennsylvania.
El humor desapareció de los ojos de Matt, que se puso serio.
—¡Usted está loca!
—No, no lo estoy —contestó Virginia—, y para su información estamos en la última
década del siglo veinte.
—Ah, no me diga —respondió Matt furioso—. ¿Usted es Ann Oakley?
—¡Por supuesto que no!
—¿Belle Starr?
Virginia había llegado al límite de su paciencia.
—¡Ya basta! — le dijo, irguiéndose y cerrando de golpe la carpeta—. ¿Qué clase de
juego está jugando?
—¿Juego? ¿Es eso? ¿Es eso un juego para usted? —sus ojos se entrecerraron
mientras retiraba las sábanas—. Estoy herido y usted quiere jugar. Ya veo, doctora,
gracias.
—No, yo no quiero jugar. ¿Y a dónde cree usted que va?
El sonrió con dolor y se deslizó a la orilla de la cama.
—Voy a salir de esta casa de locos —dijo con determinación.
—¡No! —gritó Virginia alcanzando a detenerlo—. Usted no está en condiciones de salir.
La mano de Virginia rozó el brazo de Matt, y se sobresaltó por el repentino calor que
ella sintió en la punta de los dedos. Su palma se humedeció y su garganta se secó.
—Se va a volver a abrir la herida.
—No importa —contestó él, sacando una pierna de debajo de las sábanas.
La corta camisa del hospital que llevaba dejó al descubierto su pierna desde el pie
desnudo hasta su larga y musculosa cadera.
—¡Diablos! ¿En dónde están mis pantalones? —gruñó, mirando a su alrededor—. ¿Y en
dónde están mis cosas? ¿Mi ropa y mi pistola?
Distraída y confusa, Virginia miró su desnuda cadera y retiró la mano para ir al
guardarropa, al otro lado de la cama.
—Supongo que aquí —dijo ella, haciéndose a un lado e insistiendo—. Pero no puede irse
ahora, no está usted bien.
Los labios de Matt dibujaron una cruel y fría sonrisa.
—¿Quién me va a detener, señora?
Virginia pensó por un instante en el personal de seguridad del hospital e incluso en la
policía, pero descartó la idea. En su lugar, tembló y se retractó.
—Mire usted, siento haberlo trastornado —levantó sus manos con intención de
detenerlo—. Por favor, señor Hawk, quédese en la cama, y vamos a terminar con esto de una
vez por todas.
El titubeó y la miró con cautela.
—Quiero mis cosas —su voz era suave y su tono firme—. ¿Me las traerá usted si
permanezco en cama?
Tomándolo como una pequeña concesión, ella asintió con la cabeza.
—Si usted insiste en verlas...
—Así es — moviéndose lento, apretando los dientes para soportar el dolor del hombro,
se colocó en el centro de la cama y titubeó una vez más.
—Además...
Virginia se puso tensa y en guardia.
—¿Además qué? —preguntó con cautela.
—Me llamo Matt —el aire retenido inconscientemente había secado su garganta.
Virginia no supo qué contestar, pero nunca hubiera esperado que él le pidiera usar el
diminutivo de su nombre. Una sensación de alivio la hizo estremecerse.
—Está bien... Matt.
—Y yo te llamaré Ginnie.
Como no le gustaban los sobrenombres, Virginia hizo un gesto de indiferencia.
—Prefiero Virginia —dijo, haciendo una extraña mueca.
—Yo prefiero Ginnie —él esperó un momento su reacción con la mitad del cuerpo fuera
de la cama.
Ella volvió a encoger los hombros.
—Como quieras.
Matt le dirigió una sombría mirada.
—¿Eso es un está bien?
—Sí, Matt, eso es... —se detuvo cuando una enfermera entró en la habitación con una
bandeja.
—Siento que la cena se haya retrasado —dijo la enfermera con voz alegre—, pero no
creo que le moleste cuando pruebe la comida especial de fiesta que va a tomar —deslizó la
bandeja en una mesita junto a la cama. Entonces se volvió hacia Virginia y la saludó—. Hola,
doctora Greyson.
—Hola, Marsha —dijo Virginia devolviendo el amable saludo a la joven enfermera,
mientras en silencio ayudaba a Matt a colocar la bandeja lo más cerca posible.
La enfermera se volvió para retirarse y cuando llegaba a la puerta preguntó:
—¿Desea que traiga algo para usted, doctora? ¿Café o té?
Virginia iba a declinar el ofrecimiento, pero el aroma que emanaba de la bandeja le
causaba una sensación en el estómago que le recordó que no había tomado nada desde la
noche anterior. Salió de su apartamento sólo un momento para examinar al paciente,
resolver el problema de los papeles de admisión, suponiendo que le tomaría poco tiempo y
podría regresar en menos de una hora.
Como había cancelado su compromiso con Richard para cenar con sus padres, pensaba
tener el resto del tiempo para ella, tomar una comida ligera, y ponerse cómoda frente al
televisor y disfrutar de una película de terror. Virginia pensó en todo eso y suspiró.
Además, como había dicho que ella se haría responsable de los gastos del hospital, y por lo
que estaba viendo, parecía que así sería, pensó que podría tener derecho a recibir algo a
cambio de su generosidad, aunque fuera sólo una frugal comida.
—Sí, gracias —replicó al fin—. No he comido, te agradecería una bandeja con la cena.
—Enseguida la traigo —dijo Marsha, al salir de la habitación. Regresó un momento
después con otra bandeja, mientras Virginia acercaba su silla a la cama.
Se sentó, puso las manos en su regazo hasta que la enfermera volvió a salir de la
habitación. Observaba fascinada cómo Matt escudriñaba la bolsita de plástico que contenía
los cubiertos y se entristeció al comprobar que él no los había usado.
Enseguida, abrió la bolsita y sacó cuchillos, tenedores y cucharas.
Una torcida y despreciativa sonrisa se desprendía de los labios de Matt, pero siguió
su ejemplo al pie de la letra. Cuando sacó los cubiertos, soltó la servilleta que estaba
alrededor de ellos, puso los cubiertos a un lado y se puso la servilleta alrededor de su cuello
colgando de su pijama.
Esperando que él empezara a comer, Virginia se quedó perpleja al ver que no se
atrevía a tocar el plato sino que permanecía sentado mirándola a ella fijamente.
—¿Pasa algo? —preguntó la doctora, desviando su mirada de su bandeja a la cara de
Matt.
—No, señorita.
—Entonces, ¿por qué no comes?
—Mi madre me enseñó buenos modales cuando yo estaba todavía en pañales —dijo,
apuntando con la cabeza hacia la bandeja—. Estoy esperando que empieces.
Ese detalle hizo que a Virginia se le iluminara el rostro. Él estaba herido y enojado, y
un poco confundido y desorientado, además de hambriento, y todavía tuvo la delicadeza de
esperar por ella para empezar a comer.
Ella no conocía a ese hombre, pero en ese instante no le importaba. Su mente estaba
llena de preguntas, pero podían esperar. Desarmada, pero consciente de lo que hacía, sonrió
y empezó a comer.
Capítulo 4
—¿Te sientes mejor? —preguntó Virginia sonriendo y echando una mirada casual hacia
las bandejas. Los platos de él estaban vacíos, pero ella comió menos de la mitad.
—Mmmm —asintió Matt, mientras se tomaba el café—. Es un buen café —dio un sorbo
y frunció el ceño. Luego miró a Virginia con un brillo profundo en sus ojos.
—¿Te apetece un poco más?
—¡Sí! —apuró el contenido de la taza y la puso en la mesa—. Por favor.
Ella le dirigió una mirada irónica, pero se levantó y salió del cuarto, regresando
momentos después con la cafetera de cristal de las enfermeras, medio llena.
—No es bueno para ti, bien lo sabes —le dijo ella, llenando las dos tazas con el
humeante líquido.
—¿Por qué no? —frunció el ceño de nuevo.
—Por la cafeína, por supuesto —se irguió para agregar un poco de leche y azúcar en su
taza—, altera los nervios.
—Yo no estoy nervioso —olfateó durante unos segundos—. ¡Huele bien!
Levantándose, Virginia colocó los platos en las bandejas.
—Las enfermeras hacen buen café.
—No estaba hablando del café —dijo él preparándose a dar otro sorbo—. Aunque
también el café huele bien.
Virginia sintió un escalofrío.
—¿A qué te refieres? —tuvo que preguntar aunque instintivamente sabía la respuesta.
—A ti, a tu perfume o a lo que uses —murmuró—. Tu aroma me llega hasta lo más
profundo.
El escalofrío que recorrió la espina dorsal de Virginia se intensificó, causándole
también un angustioso calor.
La voz de Matt se volvió rasposa.
—Me hace pensar en noches oscuras y habitaciones aún más oscuras. Me gusta... el
aroma y el sentimiento entre frío y caliente que me produce.
Decidida a no pensar en noches oscuras y habitaciones aún más oscuras, se sentó en la
silla junto a la cama. Un sonido de sorpresa irrumpió de su garganta cuando él levantó la
mano y cerró sus dedos alrededor de su muñeca.
—Tú lo sientes también. ¿No es así? —su voz era aún más profunda que antes.
—¡No! —exclamó Virginia, enfatizando su negativa con un efusivo movimiento de
cabeza—. No sé lo que quieres decir —contestó sintiéndose alarmada, pero extrañamente
excitada.
—¿No? —insistió Matt, aún sonriéndole, mientras terminaba su café de un par de
sorbos y dejó la taza junto a la de ella en la bandeja.
La punta de sus dedos rozó la suave piel de la muñeca de la chica y su voz se hizo más
normal.
—Ven a la cama conmigo y te lo demostraré.
El pulso de Virginia se aceleró y su boca se resecó. La presencia de aquel hombre,
peligrosamente atractivo, la desconcertaba. Aunque deseaba aceptar la atrevida
proposición, debía ignorarla.
Haciéndose reproches por su juvenil reacción hacia él, Virginia recuperó el control
haciendo un esfuerzo. Ella había tenido proposiciones similares de otros pacientes y se
había reído de sus pretensiones.
Convenciéndose de que ese hombre no era diferente a los otros, Virginia se las
arregló para tratar de sonreír.
—Yo paso, gracias —le dijo, tratando una vez más de librarse de sus dedos...
—¿Eso es un no?
—¡Desde luego! —contestó Virginia con una mirada de reproche—: No estás en
condiciones de emocionarte ni de hacer el amor bajo ninguna circunstancia; de manera que
suelta mi brazo, por favor.
Aunque Matt la miraba con enojo, retiró la mano de su muñeca.
—¿Qué quieres decir con que no estoy en condiciones? —preguntó Matt—. Acércate y
verás...
—Probablemente se volverá a abrir la herida —dijo Virginia, manteniéndose fuera de
su alcance. La muñeca le ardía, pero había resistido la tentación de restregar su mano
contra la mancha rojiza que él le produjo al oprimirla con fuerza.
—No se abrirá la herida —dijo él—. He estado herido varias veces y jamás he dejado
de hacer el amor a una mujer por eso.
—¿Has sido herido con anterioridad? —preguntó Virginia.
—Dos veces —asintió Matt—. Una vez en la pierna y otra en un costado.
—Pero eso es increíble —dijo Virginia.
—No tanto —dijo Matt—. Soy un hombre de la ley.
Su terminología volvió a desconcertar a Virginia. ¿Hombre de la ley? La última vez que
ella escuchó la expresión fue en una película del oeste que vio en la televisión.
—Mmm, eso explica todo.
—¡Seguro! —dijo Matt—. Además me he sentido muy bien todo el tiempo. La comida ha
ayudado a mi restablecimiento.
—Entonces, ¿te gustó?
—Ha sido la mejor cena de Navidad que he comido desde que dejé mi casa.
Virginia de repente se interesó:
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando tenía diecisiete años, el verano del setenta y uno —sonrió—. Mil ochocientos
setenta y uno.
Su voz y su tono asustaron a Virginia. Debido a que la tensión entre ellos se disipó
durante la conversación que sostuvieron mientras comían, la sensación fue más
impresionante. Ella le dirigió una mirada suplicante.
—Por favor, Matt, no empecemos de nuevo —Virginia se sobresaltó al notar que habló
más como una mujer que como una profesional.
—¿Empezar qué? —preguntó con evidente cautela.
—¡Esa tontería sobre las fechas! —gritó Virginia.
—Para mí no es una tontería —replicó Matt—. Conozco el año en que nací y el año en
que dejé mi casa. También sé cuando y dónde fui sorprendido. Fui herido anoche,
Nochebuena de 1889.
Virginia era un cirujano, no psiquiatra, y no estaba segura de cómo manejar su
aparente trastorno mental; sin embargo, sintió que debía hacer algo a pesar de que Matt
parecía encontrarse bien. Actuando por instinto, dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—¿Adonde vas ahora? —preguntó Matt.
—Por pruebas —contestó ella sin interrumpir sus pasos—. Volveré en un momento.
Como Virginia había imaginado, había un periódico doblado en el apartamento de las
enfermeras. Después de obtener permiso, tomó el periódico en sus manos como un arma,
atravesó el corredor y entró en la habitación de Matt.
—¡Aquí está! —señaló la parte superior de la página—. Esta es una edición especial de
fiesta, del periódico de hoy —y continuó señalando la fecha del periódico con su dedo—. Por
favor, fíjate en la fecha.
Después de dirigirle una fría mirada, Matt bajó la vista hacia el periódico. Un
estremecimiento, visible e intenso, recorrió su cuerpo. Palideció.
—¡No entiendo!
—Eso es lo que nos pasa —dijo Virginia—. Tomando en cuenta todo lo que has dicho, no
sé de dónde sacaste la idea de que estamos en 1889, y que estabas en las montañas de
Montana cuando fuiste herido.
Virginia volvió a poner los dedos sobre el periódico.
—Como puedes ver, este periódico no solamente tiene la fecha correcta sino el lugar.
La policía te encontró tirado en medio de la calle y estás ahora en el Hospital de Conifer,
Pennsylvania.
Matt no miró al periódico, sino que continuó mirándola fijamente, mientras movía la
cabeza con lentitud.
—Policía... en la calle... ¿Penssylvania? —murmuró él en arrebatos descontinuados.
—¡Sí! —aunque tranquilo, el tono de Virginia era firme, inequívoco y directo.
Sus anchos hombros se irguieron antes de desplomarse sobre la almohada. Se quedó
quieto durante unos segundos, como tratando de asimilar las aseveraciones de Virginia.
Cuando la miró de nuevo, añadió, con aparente convencimiento:
—¡Crees que estoy loco y necesito un psiquiatra! ¿No es así?
—No del todo —contestó Virginia, con lo que ella esperaba ganar tiempo— Creo que tu
mente probablemente ha sufrido un impacto debido a la herida.
—Pero sabes, doctora, que sé perfectamente lo que sucedió y dónde y cuándo sucedió
—murmuró Matt—. La única cosa que me confunde es lo que ha ocurrido desde que
desperté.
—Pero... ¿crees que es Navidad?
Matt le dirigió una impaciente mirada.
—Sí, sé que es Navidad. Y precisamente hemos terminado de comer la cena de
Navidad —su voz era segura y sus gestos tensos. Se sentó derecho y extendió sus hombros
en un renovado propósito—. También sé que fui herido anoche, Nochebuena de 1889 —sus
pestañas se movieron sobre sus brillantes ojos—. Lo que no sé, es cómo llegué desde
Montana hasta aquí, o por qué no estoy muerto.
El suspiro de Virginia mostró su creciente frustración. La forma en que introdujo sus
dedos entre su pelo acentuó cada línea. Por cualquier razón, Matthew Hawk estaba seguro
de pertenecer a otro lugar y otro siglo, y a menos que ella lo convenciera de enfrentarse a
la realidad, y pronto, iba que había pocas opciones y lo tendría que dejar en manos expertas
de un psiquiatra.
Virginia tenía en alta estima a la psiquiatría y a sus colegas que trabajaban en ese
campo. En cualquier otra ocasión, o con cualquier otro paciente, no habría titubeado en
buscar su ayuda. Aun ahora, tenía justificaciones para titubear en sus consideraciones. Ella
había notado el inaudible temblor de la voz de Matt, leyó correctamente su lenguaje facial
y corporal cuando le preguntó si creía que estaba loco. Como profesional, Virginia pensó que
Matt reaccionaría ante el examen de un psiquiatra de la misma manera que si se le
enroscara una serpiente. Por este motivo, decidió que al menos por el momento ella lo
atendería, pero, ¿por dónde empezar? Mirando sus desconfiados ojos, pensó que el camino
fácil sería una pérdida de tiempo para él. Era obvio que Matt era muy testarudo y, en su
opinión, igual se comportaría si lo sometían a electroshock.
Para probar su teoría, tomó el mando de la televisión y apretó el botón para
encenderla. Un coro de voces exaltadas se levantó, y Virginia se quedó fascinada ante la
reacción de Matt.
Sus ojos se abrieron desmesurados por la evidente impresión; sonriendo, asustado,
Matt retrocedió temblando. Como si intentara escapar del peligro, empujaba el respaldo de
la cama contra la pared. Su respiración era irregular, y se puso muy tenso.
—¡Diablos! —exclamó, mirando fijamente la pantalla con una expresión de incredulidad
—. ¿Cómo cupo toda esa gente en esa caja?
En otras circunstancias, su reacción podría haber sido divertida, pero el miedo que se
reflejaba en su incredulidad no dejó lugar al humor. El miedo y la sorpresa que mostraba su
fuerte rostro no era cosa de risa.
Intuitiva y racionalmente, Virginia se dio cuenta de que él no fingía, sino que su
reacción era un fiel reflejo de lo que él sentía en realidad. Entristecida, la joven doctora
reconoció que todo lo que él contó acerca de su origen y de él mismo era la verdad. Por
salud mental, ella se resistía a creerlo, pero lo sentía.
—No hay gente en esa caja —respondió ella con calma, y él le dirigió una mirada
confusa.
—Entonces, ¿cómo puedo verlas? ¿Cómo funciona?
¡Buena pregunta! ¿Cómo trabaja exactamente?
Virginia se sentía ignorante. Sus conocimientos sobre la tecnología que produjo la
televisión eran limitados. Simplemente había aceptado ese nuevo avance como uno más de la
ciencia moderna.
—No sé cómo funciona —dijo ella, molesta ante su propia ignorancia—. Pero eso no
importa ahora, la cuestión es... ¿Me estás escuchando? —le preguntó en voz alta para
desviar su fascinada atención del programa especial de Navidad que era transmitido por
uno de los canales de televisión.
—¿Cómo? —Matt volvió la cabeza y la miró parpadeando—. Oh. Sí, has dicho que no
sabías cómo funciona —se encogió de hombros—. Está bien, yo no sé tampoco cómo funciona
el sistema de vapor de los automóviles, pero sé que existen. Yo vi uno —levantó las cejas—.
¿Los has visto tú?
—¿Un automóvil? —preguntó ella. La miró de manera que indicaba que estaba actuando
de una forma extraña, y Virginia insistió—: Yo tengo uno.
Un escalofrío de miedo recorrió el cuerpo de Virginia cuando se dio cuenta otra vez
de que Matt no estaba jugando. Hablaba en serio. Quizá, se dijo con cierta desilusión, sería
mejor buscar consejo psiquiátrico, después de todo.
—¿Por qué me miras de esa manera? —le preguntó Matt—. ¿Qué está pensando esa
linda cabecita tuya?
Ante eso, lo primero que cruzó por su mente fue si realmente pensaba que era bonita.
Esa reflexión siguió inmediatamente otra, y se sintió ridícula. ¿Qué diferencia habría en
que pensara si era bonita o no? No tenía nada que ver esto con el asunto. Sin embargo,
Virginia se sintió halagada con el cumplido.
Tratando de olvidar con un gesto el efecto que sintiera, le contestó en tono
obstinado.
—No estoy ideando nada. Si te miro de esta manera es porque no sé qué esperas
ganar alegando que fuiste herido en Montana en 1889.
Matt se irguió para mirarla.
—No trato de ganar nada —contestó con voz dura—. Estoy tratando de esclarecer
este absurdo asunto.
Virginia sintió una salvaje ansiedad que la recorrió hasta los dedos de los pies.
De repente le asustó la idea de estar tratando con un lunático, e hizo un gesto
tranquilizador con la mano.
—Está bien, cálmate —le dijo tratando de mantener su voz tranquila.
En realidad él se estaba burlando de ella.
—No soy un bebé a quien todavía le dan papilla —sus ojos, echaban chispas—. Dame
mis cosas.
La exigente demanda acabó con la paciencia de la chica.
—¿Qué?
—¡Mis cosas! —gritó en tono desagradable.
—¿Por qué?
—Porque las quiero... ahora.
Virginia ni siquiera trató de negarse. De hecho no se detuvo a reflexionar. Se levantó
de pronto y fue hacia el armario que estaba frente a la cama. Encontró sus ropas colgadas
en él, su sombrero y sus botas estaban en el suelo, debajo de ellas, y sus efectos
personales en una bolsa de plástico en la repisa. No se detuvo a examinarlas. La bolsa era
enorme y pesada. Enojada, la dejó caer sobre la cama.
—Gracias —le dijo Matt con sarcasmo.
—De nada —contestó Virginia en el mismo tono—. ¿Te importaría decirme qué
intentas hacer con ellas?
—Sí, claro, te lo diré —le respondió—. Pienso vestirme y largarme de aquí.
—¡Pero no puedes! —gritó ella.
—¿No? —sus labios se torcieron en una sonrisa sarcástica—. ¡Mírame!
Ella no dudó ni un instante. Sabía que si él decía que iba a hacer algo, lo haría.
También sabía que tenía que detenerlo.
—¡Tu herida! —le dijo tratando de dar autoridad a su voz—. No estás en condiciones
de salir del hospital.
Matt flexionó su hombro, sonriendo, y haciendo un gesto.
—He viajado en peores condiciones —sus ojos cambiaron de expresión y la miró con
malicia—. Nada me hubiera gustado tanto como conocerte mejor... ¡mucho mejor! —suspiró
—. Pero —encogió los hombros de nuevo—, pero todo se irá al diablo si te permito llamarme
mentiroso.
—¡No lo he hecho! —negó Virginia acalorada. Una sensación extraña crecía en su
interior al ver la mirada sensual que le dirigía Matt.
—¡Sí lo has hecho! —gruñó Matt—. O quizá no directamente, pero no soy estúpido —
sonrió—. Crees que soy un mentiroso o un loco suelto... ¿no es así?
—No, ya te lo he dicho antes —movió la cabeza—. Creo que estás sufriendo los
efectos de... —se interrumpió ante el movimiento de la mano de Matt.
—No estoy aturdido —le dijo—. Tengo la cabeza despejada y estoy pensando como es
debido —alcanzó sus ropas, que estaban amontonadas a los pies de su cama—. Me voy de
aquí.
—¿A dónde? —su pregunta fue deliberada con objeto de detenerlo, y lo logró.
La mano de Matt se detuvo sobre la pila de ropa, y levantó sus consternados ojos
hacia ella.
—¿Me estás diciendo la verdad? ¿Este lugar realmente es Pennsylvania? —su voz
denotaba un dejo de incertidumbre que llegaba directo al corazón de ella.
Virginia suspiró. Ya no estaba tan segura de quién de ellos estaba desequilibrado. De
lo que sí estaba segura era de que no podía soportar el tono inseguro de su voz. Aquella
situación era una locura, y la sobrecogió el deseo de reafirmar la seguridad de Matt en sí
mismo, sólo para borrar la irritación de sus ojos y la sequedad de su voz.
—Yo no soy más mentirosa de lo que tú eres, Matt —le dijo con suavidad.
La expresión oscura de sus ojos se posó en ella.
—¿Cómo sucedió esto, Ginnie?
Ante su tono suplicante, Virginia levantó sus manos y las dejó caer en señal de
impotencia.
—¿Cómo puedo contestarte? —le gritó—. Tanto tú como yo estamos en la oscuridad.
El abrió la boca para hablar, pero ella le hizo callar con un movimiento de su cabeza.
—No estoy sugiriendo que seas un mentiroso —le sonrió con un hondo suspiro—. Mira,
¿por qué no empezamos desde el principio y me cuentas lo que pasó exactamente?
Comenzaremos a partir de allí —ella sonreía convincente—. ¿Está bien?
El suspiró haciéndole eco.
—Está bien.
La historia le llevó casi dos horas. En un cansado tono, sin inflexiones en la voz, Matt
empezó su exposición con el día de su nacimiento, en junio de 1854.
Mordiéndose la lengua para tratar de no interrumpirlo, Virginia escuchó asombrada
cómo Matt dibujaba brevemente, pero en un vibrante relato, las condiciones azarosas en
que vivió y creció en el indomable Oeste durante la última mitad del siglo diecinueve.
Contra toda su voluntad y sentido común, la historia empezó a cautivar a Virginia. Ella
estuvo allí con él, compartiendo los mismos sentimientos de desesperación y desamparo
cuando presenció la muerte de su padre, bajo los cascos de un caballo enloquecido. Lloraba
internamente con el niño de siete años que trataba de ayudar a su madre sobrellevando
parte de la carga que la esforzada mujer llevaba sobre los hombros, quien pronto envejeció
tratando de aumentar la producción de un pequeño rancho improductivo que les permitiera
vivir.
Y Virginia estaba allí, a su lado, languideciendo en la intensa claridad brillante del sol
de verano. Mientras Matt trataba de conciliar la agonía de su alma, cuando estaba de pie, a
un lado de la fosa, observando cómo su madre descendía hacia su última morada.
Con voz inexpresiva, y una profunda pena, Matt le reveló la frustración que sufrió al
darse cuenta de la poca ayuda que había podido dar a su madre, desde que se convirtió en
un hombre, a los quince años, hasta su muerte.
Ella aguardaba en silencio, y sin aliento. Observaba la tensión en los tendones de su
recia garganta cuando él tragaba el café. Cuando Matt resumió su historia, ella tuvo la
extraña sensación de captar realmente la amargura que ensombrecía su voz.
Involuntariamente, Virginia se acercó a él, cuando le contaba que llevaba la placa de
Alguacil de Estados Unidos, en pos de los delincuentes. Ella se dio cuenta de que la historia
estaba llegando al final, al referirse a su última comisión persiguiendo a un asesino en las
Montañas Anaconda de Montana.
Era tan vívida la descripción de Matt de esa Nochebuena, y de la desesperación y
repulsión que sintió ante la necesidad de matar al asesino fugitivo, que Virginia también
temblaba y sentía en carne propia el malestar y la depresión de Matt, quien no dejaba de
mirarla.
—Yo estaba... tan endiabladamente cansado de esa vida errante, cuidando mis
espaldas, que había decidido renunciar y alejarme tanto como pudiera de los trabajos de la
ley. ¡Qué chistoso resulta ver cómo cambian las cosas!
Una irónica sonrisa curvó sus delgados labios.
—Iba camino de la iglesia, en la cima de la colina, para asistir a los servicios religiosos
de Nochebuena. Iba a pedirle al Señor un nuevo comienzo y una vida decente —un nuevo
estremecimiento recorrió su cuerpo—. En lugar de eso, recibí una bala en el pecho —sus
cejas se arquearon en un gesto burlón—. Aviso del Señor, probablemente.
Su última observación hizo pedazos los rescoldos de la objetividad de Virginia.
—¡No! —gritó ella en señal de protesta—. ¡Estás aquí! ¡Estás vivo!
—¡Sí, estoy aquí y estoy vivo! —replicó Matt—. Pero, ¿por qué estoy aquí, en este
lugar? —no le dio tiempo de responder—. Y ¡diablos! —continuó—, ¿por qué estoy vivo?
Estaba muriendo, sabía que estaba muriendo, pero... ¿por qué no morí?
Virginia lo recordó haciéndose la misma pregunta con anterioridad. Al oírsela repetir,
también recordó la primera vez que lo vio tirado en mitad de la calle, cayéndole la nieve y la
respuesta de uno de los policías a su compañero, al referirse a los ojos de la víctima: "¡Por
supuesto que sus ojos están fríos, está muerto!".
Ella misma había creído que estaba muerto, recordó Virginia, temblando
repentinamente.
¿Qué significaba? No había sentido. Nada tenía sentido, pero se encontraba allí, vivo,
aunque al parecer, fuera de su época.
Virginia apostaría su reputación profesional a que Matt no estaba actuando, ni mentía
o alucinaba.
—¿Qué significa esto?... ¿Sabes tú?
Virginia se asustó. Temía reconocer la inaceptable respuesta: ¡Fuera de su época!
La frase daba vueltas en la cabeza de Virginia, mientras miraba fijamente la cara del
forastero, del hombre tenso y expectante sentado sobre la cama.
¿Era eso posible?, se preguntó, mientras la certeza de esa posibilidad era cada vez
más evidente. Pero, ¿como?, se preguntaba en silencio, desesperada.
Mientras hacía conjeturas o buscaba explicaciones, oyó otra vez murmurar a Matt:
—¿Una respuesta? ¡Yendo a pedir al Señor por un nuevo día y una vida decente!
Virginia tragó saliva al sentir una repentina sequedad en su garganta. ¿El Señor hacía
ese tipo de milagros?
Su parte racional y lógica del cerebro rechazó la hipótesis de inmediato. Cosas de esa
índole simplemente no pasaban, no podía suceder... no en el siglo veinte.
Matt estaba realmente muy enfermo. Sin embargo, no debía desanimarse. Habla oído
hablar de enfermos desahuciados que acabaron recuperándose.
Estaba concentrada en sus pensamientos, cuando, impaciente, la áspera voz de Matt la
sacó de su introspección.
—Bueno, di algo. ¡Diablos!
—¿Qué quieres que diga? —gritó ella.
—Has oído mi historia —su cuerpo estaba temblando—. ¿Me crees?
—¡Sí, te creo!
El aspiró profundo, como si hubiera estado reteniendo el aire mucho tiempo.
—Has dicho que probablemente podríamos llegar a una explicación de lo que ha
pasado. ¿Tienes ya alguna idea?
Sin detenerse a considerarlo, Virginia emitió en voz alta lo que tenía en mente.
—¿Crees posible que hayas sido transportado a otra época?
Capítulo 5
Ahora que ya lo tenía. ¿Qué iba a hacer con él? Pensando en si había perdido la razón,
Virginia cerró la puerta y se reclinó en ella. Con la cabeza descansando en el suave panel,
miraba al hombre que estaba de pie en el centro de la sala.
¿Qué la indujo a ofrecerle su casa? Él era un extraño, no sólo para ella, sino para el
resto de la comunidad. Virginia se arrepintió de inmediato de haberle hecho la oferta, pero
no tenía corazón para retractarse.
Mientras reflexionaba sobre la situación, al mismo tiempo que lo observaba, Matt se
familiarizaba con el apartamento de Virginia. Su reacción al verlo allí era desalentadora, él
parecía achicar su espacio privado.
Treinta horas habían pasado desde que ella hizo su impulsiva oferta a Matt.
Treinta horas en las que estuvo en constante vigilia, dispuesta a darle todo lo que
necesitara.
La respuesta de Matt ante su ofrecimiento fue inmediata. Aceptó sin dudarlo un
momento y le pidió dejar el hospital lo antes posible. Él había visto su herida cuando ella la
curó y sabía que el proceso de cicatrización iba bien. Alegando que se sentía "lo bastante
fuerte como para contender con un león", la presionó para que lo diera de alta.
Desde su punto de vista profesional, ella opinaba lo mismo, e hizo un trato con él
dictándole que le daría de alta si se portaba bien un día más. Matt le dio su palabra y ella se
fue dispuesta a cumplir su promesa, pensando que dadas las circunstancias, cuanto antes lo
tuviera instalado en su casa, fuera de las miradas de los curiosos, sería mejor.
Virginia se enfrentó al primero de esos curiosos cuando salía del hospital, alrededor
de las nueve de la noche de Navidad; se trataba de Jeff Klein el joven policía que estuvo
presente en el momento del advenimiento de Matt al siglo veinte.
—Voy a ver a su paciente —dijo Jeff—. Vine esta mañana, antes de que terminaran
mis obligaciones, pero la enfermera me ha dicho que estaba dormido. Necesito alguna
información para hacer mi informe. Espero que esté despierto.
—Lo siento, Jeff, vengo precisamente de su habitación y estará inconsciente durante
esta noche —Virginia inventó la mentira haciendo una silenciosa plegaria de perdón—. Quizá
yo pueda ayudarte —le mostró los papeles—. Tengo toda la información pertinente acerca
de él, pero debo advertirte que no es gran cosa.
—Veremos —dijo Jeff, revisando la ficha y sacando una libreta de notas de su bolsillo
para tomar algunos datos—. ¿Ha dicho algo que merezca tomarse en cuenta sobre lo
sucedido? —preguntó Jeff, esperanzado y volviendo a guardar su libreta.
Debido a que ella y Matt ensayaron lo que dirían, Virginia se dispuso a contestar.
—Sí, pero te repito que no es gran cosa.
—Algunos policías tienen más suerte —suspiró Jeff—. Está bien, escucho. Dispare
cuando esté lista.
Virginia se dio cuenta de que el policía estaba familiarizado con armas. Matt había
dicho algo parecido.
Ella no entendía, pero pensaba en alguna asociación psicológica masculina.
Probablemente discutiría la idea con el psiquiatra residente del hospital, que era
coleccionista de armas.
Olvidándose de la extraña ocurrencia, Virginia se dispuso a contar la historia que ella
y Matt inventaron.
—Bueno, de acuerdo con la poca información que él me ha dado, presumo que Matthew
es un barco a la deriva, una persona sin rumbo fijo, como se desprende de la forma de
admisión; él es originario de Texas... Fort Worth, y vagaba por Conifer cuando ocurrió el
accidente.
—¿Accidente? —inquirió Jeff, arqueando las cejas escéptico.
—Así es —asintió Virginia—. El señor Hawk insiste en que el tiro que le dieron fue
accidental, ya que no conoce a nadie por esta zona y no ha estado por aquí durante mucho
tiempo como para tener enemigos. El sugiere que quizá el accidente fue causado por algún
jovencito que portaba el arma de un adulto.
Virginia retuvo el aliento cuando terminó, temiendo que el policía refutara la teoría.
Para su sorpresa, él no lo hizo.
—Es posible —dijo Jeff pensativo—. Y por aquí, más que posible —suspiró una vez más
—. ¿Llevaba alguna identificación que yo no vi cuando lo encontramos, carnet de conducir, o
su número de seguridad social? Cualquier cosa.
—No, nada. Todo lo que tenemos es lo que él me ha dicho.
Virginia tragó saliva.
—En realidad, Jeff, yo creo que tú puedes considerar esto como un accidente causado
por alguna persona o personas desconocidas y olvidarlo.
—¡El llevaba una pistola, doctora! —exclamó Jeff—. ¡Y me he estado recriminando
todo el día por no habérsela decomisado cuando pude hacerlo!
—Oh, vamos, Jeff—Virginia se rió forzada—. Cualquier hombre en esta comunidad es
dueño de una pistola, y la usa o la carga de vez en cuando.
—Sí —asintió Jeff—. Aun así, voy a tratar de investigar sobre él en Fort Worth y
Washington, en caso de que sea buscado en alguna parte.
Mucha suerte, pensó Virginia irónica, y ya en voz alta manifestó que su precaución era
muy correcta y sabia.
—Házmelo saber si encuentras algo acerca de él —agregó ella, con más interés de lo
que Jeff podría imaginar.
Virginia durmió muy mal la noche de Navidad. Al llegar a su casa, encontró tres
mensajes de Richard en la grabadora. Escuchó el sonido de su dolida voz y, sin más, borró la
cinta, la volvió a colocar en la máquina y se metió en la cama. No podía dormir. Su cansada
mente daba vueltas con fragmentos aislados de los acontecimientos del día, el primer día
de sus vacaciones.
¡Qué regalo de Navidad!, pensó Virginia lanzando una histérica carcajada.
¡Viaje en el tiempo! Sencillamente era demasiado sobrenatural, irreal. ¿Quién lo
creería? Ella misma se resistía a hacerlo.
Pero Matt era real. ¿Lo era? Su beso vehemente lo atestiguaba. Todavía ardían los
labios de Virginia, sus sentidos aún vibraban en respuesta a su sensual manifestación de
realidad. Pero, ¿viaje en el tiempo? Imposible, debería haber otra explicación. El concepto
de viaje en el tiempo era simplemente una ficción.
Pero, ¿cómo explicar el evidente desconcierto de Matt?
Cuando Virginia al fin se quedó dormida, muchas preguntas sin respuesta aun
perturbaban su mente y el sabor de un hombre del siglo diecinueve permanecía en sus
labios.
Cuando despertó, aún era temprano. Sorprendida por el sueño en que se transportaba
volando a través del espacio y el tiempo mientras oía la voz de Richard llamándola para que
regresara, se levantó arrastrándose de cansancio, se echó un vistazo en el espejo y decidió
que se parecía a las sobras de la comida de Navidad.
Y en ese momento, mirando en silencio a Matt, cómo éste observaba su nueva
indumentaria, Virginia sonrió y se felicitó en señal de aprobación por la selección de la ropa.
Con su tarjeta de crédito y las medidas que ella había tomado de su viejo traje, salió de su
apartamento temprano el día anterior para ir de compras. La excursión fue exhaustiva pero
valió la pena el esfuerzo.
Las prendas de vestir que escogió para él eran idénticas a la ropa de invierno que la
mayoría de los hombres residentes usaba, vaqueros, camisas de franela y una chaqueta para
salir. También compró calcetines y ropa interior de manera que Matt pudiera parecer como
cualquier otro hombre del pueblo. Pero no lo parecía, y la diferencia no podía ser atribuida
sólo al sombrero texano colocado ligeramente sobre su frente o a las botas usadas. No, la
diferencia entre Matt y cualquiera de los demás hombres que Virginia conocía, no era sólo
de apariencia, aunque la forma en que llevaba la ropa tenía mucho que ver.
En suma, la ropa de Matt no significaba una cuestión de moda, sino el reflejo de un
hombre de su tiempo. Las ropas le ajustaban, lo único que faltaba era su cinturón para la
pistola que estaba guardada en una bolsa de papel que él puso en el suelo, cerca de sus pies.
Observando cómo se quitaba distraído el sombrero y la chaqueta, Virginia concluyó
que Matt parecía un hombre de negocios de la ciudad, sólo que cien años antes.
La imagen de uno de esos hombres de negocios vino a su mente. Concentrada, intentó
hacer una comparación entre Matt y Richard Quinter, lo cual era inútil, porque no existía;
aunque Richard era a no dudar un hombre bien parecido y vestido a la última moda, palidecía
de insignificancia junto a la magnífica presencia de Matthew Hawk.
¡Qué raro! Ella siempre consideró a Richard como el prototipo de la masculinidad... Los
pensamientos de Virginia se desvanecieron en el momento en que Matt se volvió a mirarla.
—¡Es todo, todo!... —la voz de Matt se ensombreció al no encontrar las palabras
adecuadas para describir sus sentimientos.
—¡Es todo tan difícil de creer!
—Sí —Matt le dirigió una sonrisa irónica—. He debido de sufrir un shock después del
paseo.
Al recordar su expresión cuando salieron del hospital y ver por primera vez su coche,
Virginia se rió.
—No parecías impresionado, a fin de cuentas. De hecho hubiera jurado que has
disfrutado del paseo inmensamente.
Los ojos de Matt brillaron,
—Claro que lo he disfrutado. Es mejor que cuando se te hiela el trasero sobre el lomo
de un caballo —se rió—. Es endiabladamente más rápido y más cómodo también.
El sensual tono de su voz envolvió su corazón. En un esfuerzo por combatir la
creciente familiaridad de la calidez que la envolvía, Virginia lo miró con aparente desagrado.
—Maldices demasiado —dijo ella en un frío tono de reproche—. ¿No es así?
—Desde luego.
Sonrió, mostrando sus dientes, testimonio de las tres ventajas del siglo veinte a las
que él se estaba aficionando. Le encantaba la pasta de dientes, permanecer de pie bajo la
ducha y sentarse frente al televisor.
—He debido aprender de gente con quien convivo.
—Con quien acostumbrabas a convivir —dijo Virginia, recordándole que ya no estaba
en el viejo oeste.
—¡Sí! —suspiró—. Aunque lo que he visto durante los pasados días, todavía es difícil de
creer.
—Lo sé.
—Supongo que para ti también es demasiado difícil de entender.
—¡Sí!
Su sonrisa se redujo a una mueca y moviendo la cabeza hacia la espalda de Virginia,
dijo:
—Me pregunto si la estás sujetando o te estás protegiendo.
—¿Qué?
—¡La puerta! —frunció el ceño—. ¿Estás demasiado cansada para moverte, o estás
reclinada en ella para escapar rápido en el caso de que yo avance en la dirección
equivocada?
Recordando a su vez el beso que se dieron en la noche de Navidad, Virginia sintió de
repente una ráfaga de calor. Ambos se habían sorprendido, volviéndose cautelosos ante la
evidente sensualidad de esa calidez y de su propia respuesta.
Ella había evitado un contacto más estrecho desde entonces. ¿Qué iba a hacer ahora,
estando instalado en su apartamento? Era una pregunta que aún no podía contestar.
—No, por supuesto que no —negó ella, enderezándose y caminando hacia el interior de
la habitación—. Te estoy dando tiempo para que te acostumbres al apartamento.
Sus ojos parpadearon, llamándola mentirosa en silencio.
—¿Esto es todo? —preguntó él mirando a su alrededor.
—No —contestó Virginia, quitándose el abrigo mientras caminaba junto a él—. Esta es
la sala; permíteme colgar tu chaqueta y sombrero en el guardarropa, y sígueme. Daremos un
paseo por el lugar y te mostraré tu habitación.
El apartamento era espacioso, equivalente en tamaño a una casa. No era una vivienda
alquilada, sino propia. Contenía una cocina con un pequeño comedor anexo, la sala, tres
habitaciones, la más pequeña de ellas la había convertido en un estudio, un baño central y
medio baño que daba acceso a la habitación más grande. Todo estaba amueblado con buen
gusto. Era el lugar ideal donde una mujer o un hombre podían descansar después de un
pesado día de trabajo.
Matt estaba impresionado por todo lo que había allí.
—¿Esto es todo tuyo? —preguntó cuando regresaron a la sala—. ¿Vives aquí sola?
—Sí —rió Virginia—. Esta es mi casa.
Frunció el ceño por la sorpresa.
—¿Es tuyo? —Matt preguntaba con franca incredulidad—. ¿Te pertenece?
—Es mío —Virginia sintió una oleada de justificado placer y orgullo por lo que ella
consideraba el fruto de sus capacidades y profesionalismo.
—¡Diablos! —respondió Matt con franqueza, recorriendo la habitación con la mirada—.
La casa donde crecí era la mitad de esta y menos bonita —volvió su mirada hacia ella,
sorprendiéndola con su admiración—. ¡Es usted una dama impresionante, doctora!
Halagada por el cumplido, Virginia tartamudeó:
—¿Por qué?... ¡Gracias!.. Yo... Yo soy…
No estaba tan segura de lo que quería decir. Se dio cuenta de ello por la luminosidad
de los ojos de Matt, y cambió de conversación.
—Ah, supongo que deberás instalarte —improvisó ella, recogiendo una de las bolsas
que contenían sus cosas—. Si traes las demás... —el repentino sonido del teléfono la
interrumpió.
El sonido del timbre sorprendió a Matt. Movió la cabeza y sus ojos se abrieron ante un
posible peligro. Aunque él había tenido un teléfono en el hospital junto a su cama, y Virginia
le explicó su funcionamiento, no había sonado ni una sola vez durante su corta estancia.
El instrumento podría ser una maravilla, pero no hasta el punto de transmitir una
llamada desde Montana en 1890, pensó Virginia, compadecida.
—Sólo es el teléfono, Matt —dijo ella con voz calmada—. Si me disculpas, estaré
contigo en un...
—Adelante —la interrumpió Matt. Sus labios se curvaron en una sonrisa burlona—. Yo
puedo encontrar mi camino.
Devolviéndole una rápida sonrisa, Virginia corrió a contestar el teléfono de la cocina.
Matt recogió las bolsas y se dirigió a la habitación que ella le había asignado.
Sus fuertes pisadas se mezclaron con la voz sin aliento de Virginia cuando él atravesó
el arco de la cocina.
—¡Hola, Richard!
La irritación envolvió a Matt, mientras caminaba por el corto pasillo hacia el
dormitorio.
¿Richard?, pensó Matt, abriendo la puerta de su habitación con mayor fuerza de la
necesaria. ¿Quién diablos sería Richard?
No había forma de contestar a su pregunta. Él no sabía prácticamente nada acerca de
Virginia, ni de su vida privada. Frunció el ceño al darse cuenta de que en realidad no sabía
nada del nuevo mundo en el cual se encontraba.
Atravesando la habitación, dejó los bultos sobre la cama. Entonces se detuvo a
contemplar su nuevo hogar. Aunque Virginia se había disculpado por el escueto mobiliario
que había en la habitación: una cama sencilla, un tocador y una mesa de noche, a Matt le
gustaba. Estaba muy limpia y luminosa, y mejor amueblada que cualquier otra habitación que
él hubiera ocupado antes.
En realidad le gustaba todo el apartamento, con los objetos y utensilios que le
intrigaban aún. Pero lo que más le gustaba era Virginia, y pensaba investigarla hasta el
fondo de su alma.
Virginia. Sólo de pensar en su nombre le hervía la sangre y le causaba dulce y dolorosa
sensación. La aparición de ella en su habitación la mañana de Navidad, llenaba su
pensamiento. Alta, esbelta, conteniendo respiración, con su resplandeciente pelo rubio
flotando alrededor de sus hombros y sus preciosas piernas expuestas a su ansiosa mirada.
Cuando la vio por vez primera pensó que estaba muerto y que era un ángel, pero
cuando fue a su cuarto más tarde, con la cara maquillada y recelando sus piernas, la
comparó con las mujeres aventureras que él conocía, ya no le pareció un ángel, sino una
prostituta.
Matt era inteligente y en seguida se dio cuenta, a través de la televisión, que el
atuendo de Virginia y su maquillaje eran normales en esa época. Virginia se parecía a
cualquier otra mujer que veía en la televisión, sólo que mejor, indiscutiblemente mejor.
Desde el principio, ella le provocó un dolor profundo. Más que todo lo que había
deseado en su vida, él deseaba a Virginia, pero sólo recibió grandes dosis de frustración,
porque la mujer se mantuvo alejada desde la noche de Navidad.
El la besó una sola vez, y ese beso encendió la llama del deseo en su insaciable apetito
por obtener más. El sabor de Virginia no le era suficiente, necesitaba con cierta urgencia
devorarla como un exquisito manjar, empezando por su sabrosa boca y terminando por las
partes más íntimas del cuerpo. Matt se estremeció y suspiró por un cigarrillo.
Diablos, cómo deseaba que Virginia le hubiera comprado algunos ¿Cómo no se lo pidió
cuando compró el resto de sus cosas?
Virginia... Para Matt era más importante que el tabaco del estado que llevaba su
nombre. Y su necesidad de ella era mucho más fuerte que su deseo de fumar.
En un intento por librarse de los dos deseos, Matt se puso a guardar sus pertenencias
en los cajones de la cómoda. Como las bolsas se vaciaron rápido, la medida no fue muy
eficaz para lograr sus propósitos.
Al terminar su trabajo, Matt se sentó en la cama y, para olvidar sus apetitos, se puso
a examinar su situación.
¿Cómo fue que llegó allí?, pensaba, mirando alrededor de la habitación, cien años
alejado de su propia época. Aunque Virginia le explicó lo del viaje del tiempo, él apenas
podía creerlo y aceptar su explicación. Y todo lo que había visto desde que volvió de su
inconciencia, confirmaba que no era precisamente el mismo momento que vivía antes de
perder el conocimiento.
Concentrado, recordó todos los sucesos desde la Nochebuena. Estaba cansado,
desesperado. Iba camino a la iglesia buscando redención con la intención de rogar a Dios
otra oportunidad, una vida decente... Los pensamientos de Matt se fragmentaron, y los fue
reuniendo para reconstruir el proceso de aquellos últimos momentos antes de perder el
conocimiento. El había estado pensando en que no tendría una segunda oportunidad, ni vida
decente, ni mujer, ni un hijo propio. Y entonces gritó, invocando el nombre de Dios, llorando
en silencio, y cuando recuperó el conocimiento, abrió los ojos y vio a Virginia.
Sin salir de su asombro, la mente de Matt se quedó en blanco por un instante.
Cuando volvió a la realidad, sus pensamientos se desvanecieron, sintiendo que la vida
se le escapaba después de haber sido herido; Matt sintió, sabía que iba a morir. Y allí
estaba, no muerto, sino vivo. ¿Acaso Dios le dio una segunda oportunidad? Una mano
generosa lo transportó desde las colinas de Montana hasta las montañas de Pennsylvania,
precisamente en el camino de esa mujer tan particular.
Matt movió la cabeza como un novillo a quien le dan un puntillazo en la parte posterior
de la cabeza.
Qué loca realidad, se dijo. Y aún más loca la idea de Virginia de una distorsión del
tiempo. ¿Por qué el Todopoderoso lo lanzó cien años hacia el futuro?
Entonces, ¿qué era el tiempo para Dios? Era evidente que el Señor trabajaba de
forma extraña y misteriosa.
Matt continuaba sentado en la cama, pensando en los extraños y misteriosos caminos
de Dios, cuando se oyó un leve golpe en la puerta y la suave y encantadora voz de Virginia se
escuchó.
—Matt, ¿puedo pasar?
—¡Claro! —contestó Matt en un tono lacónico que revelaba la ansiedad que lo consumía.
Estaba de pie junto a la cama cuando ella entró, con una expresión interrogante en la
cara.
—¿Ya estás instalado? —su sonrisa provocó un vuelco en su corazón.
—¿Quién es Richard? —Matt hizo la pregunta sin apenas darse cuenta.
La sonrisa de Virginia desapareció.
—Un amigo —contestó.
—¿Un amigo especial? —su tono sugirió una deliberada intimidad.
—¿Cómo dices?
—Tú sabes lo que quiero decir —la reprendió con suavidad.
—¡No! —contestó Virginia en tono frío y distante—. Me temo que tendrás que
explicármelo.
Repentinamente, Matt tuvo la convicción de que su sospecha era correcta, pero no
estaba tan seguro de querer oír su confirmación. Todavía, en tono íntimo y con ojos
diabólicos quiso saber:
—¿Han estado juntos?
—¿En el sentido bíblico? —preguntó ella con tono frío.
Matt explotó.
—¡Claro, demonios!
Virginia levantó la barbilla y lo miró a los ojos.
—Eso, señor Hawk, no es de su incumbencia.
Con paso lento, se acercó a ella.
—¡Sí es de mi incumbencia!
En el momento en que él caminó hacia ella, Virginia retrocedió hasta que su espalda
tocó la puerta. El la aprisionó poniendo sus manos sobre los marcos, una de cada lado.
—Ahora —murmuró él, cuando ella quedó atrapada—: ¿Has estado con él?
Indefensa pero firme, le sostuvo la mirada aparentando enojo. Él la había respetado
antes y esa sensación la hizo estremecerse.
—Eres un huésped en mi casa —dijo ella mordaz—. Y no tienes derecho a hacerme
preguntas acerca de mi vida amorosa o cualquier otra cosa.
—Oh, pero sí tengo este derecho, Virginia —la corrigió bajando la cabeza y rozando
con sus labios los de ella.
—¿Qué derecho? —preguntó Virginia sin poder evitar un ligero estremecimiento.
—¿Oh, no lo sabes? —Matt levantó su cabeza y le sonrió—. ¡Tú eres la respuesta de
Dios a mis plegarias de Navidad!
Capítulo 7
—¿Que has dicho? —preguntó Virginia, que no podía creer lo que había oído.
—He dicho que tengo derecho porque tú eres la respuesta de Dios a mis plegarias de
Navidad —repitió Matt.
—Eso es lo que he oído —murmuró, pensando en que quizá ella debería haber
consultado con un psiquiatra, después de todo—. Pero, tú realmente no crees eso, ¿verdad?
—¡Seguro! —afirmó Matt—. Esa es la única explicación que tiene sentido.
—Bueno, eso no tiene sentido para mí —exclamó ella—. ¿Por qué crees eso?
—¿Recuerdas que te dije que iba camino a la iglesia cuando fui herido?
Él levantó la vista para ver su desconfiada mirada.
—Sí, lo recuerdo, pero...
—Pero espera —la interrumpió Matt—. No te he dicho todo —hizo una pausa, sus ojos
se nublaron como haciendo memoria—. Pensé que me iría, sabía que estaba muriendo —movió
la cabeza—. Y sabía que no iba a tener una segunda oportunidad. La oportunidad de una vida
decente, un lugar propio y una mujer propia.
Sus ojos se aclararon y brillaron con profunda convicción.
—Un momento antes de morir, imploré a Dios que no me dejara morir— la miraba con
fijeza—. Cuando volví en mí, tú fuiste lo primero que vi —sonrió—. Mi primer pensamiento
fue que tú eras un ángel. Ahora, creo que eres la respuesta de Dios a mi agonizante
plegaria.
Virginia experimentó un ligero estremecimiento al darse cuenta de que estaba sola
con un hombre que creía que ella era la respuesta de Dios a sus plegarias.
Todo se hizo más real al sentir la boca de Matt en la suya y la certeza del deseo que
la consumía. ¿Qué pasaría si él decidiera poseerla en ese momento?
Este pensamiento tuvo un efecto desalentador en Virginia, y su corazón dio un vuelco.
Sus sentidos estaban desatados, demandando toda clase de tentaciones, de placeres
prohibidos. La intensidad de su involuntaria respuesta alertó su raciocinio, acudiendo a su
sentido común.
Debía luchar, limitarse a mantener con ese hombre una relación profesional. No debía
comprometerse emocionalmente con Matt dada la situación en la que éste se encontraba.
Obedeciendo a su excelente reflexión, pretendió ser cortés.
—¿Qué te hace estar tan seguro de que soy la respuesta a tu plegaria?
—Ya te lo he dicho, es lo único que tiene sentido.
Virginia recurrió a un gesto impaciente en busca de una respuesta más razonable.
—Pues ya ves que para mí no tiene sentido. Yo no entiendo y quiero que me lo
expliques.
—Yo quiero besarte.
—No pienso que eso sea muy razonable —dijo ella, dirigiéndose tanto a sí misma como
a él. Ella era la única que escuchaba, él miraba fijamente su boca.
A Virginia se le agolpaba la sangre al tiempo que el corazón le latía apresurado.
Su pulso se había acelerado y tenía seca la garganta. Presionando la cabeza contra la
puerta la movía en un gesto negativo.
—Matt, escúchame —su voz apenas se oía—. Creo que debemos hablar acerca de...
—Yo creo que tú hablas mucho —murmuró él, haciéndola callar con un beso.
Virginia resistió la tentación de los sedientos labios de Matt durante tres segundos.
Después todos sus esfuerzos se desvanecieron abandonándose a su propia necesidad;
sucumbió a la irresistible presión de la boca y el cuerpo que la ahogaba.
Levantando los brazos, le rodeó la cintura. Temblando por la avalancha de sensaciones
que experimentaba, se abrazó a él, absorbiendo su fuerza y ahogándose en su sabor.
Matt acarició su cadera con sus enormes manos. Virginia gimió cuando él arqueó el
cuerpo haciéndola consciente de toda la pasión que ella era capaz de provocarle. Tragó
saliva cuando él introdujo la lengua en su boca en prueba de una más completa posesión.
Ella ardía, él también. Virginia pudo sentir la vibración de su piel a través de la tela de
la camisa. No podía respirar, no podía pensar y no le importaba, y tampoco quería hacerlo.
Ella deseaba continuar besándolo. Cuando Matt empezó a moverse, ella hizo lo mismo. En
ese momento Virginia se dio cuenta de que él también temblaba. Parpadeó y murmuró una
débil protesta cuando se separaron.
—¡Ginnie, ven a la cama conmigo! —la voz de Matt estaba ronca y su frente cubierta
de sudor. Pero fue la palidez de su bronceada piel la que hizo recobrar a Virginia el sentido
común.
—Matt, ¿sientes algún dolor? —preguntó volviendo a su papel de médico, y tocando la
cara de Matt con la palma de la mano.
—Estoy bien —dijo él, rechazando su mano—. O lo estaré si vienes a la cama conmigo.
Con el simple roce de la mano, Virginia sintió que tenía fiebre.
—No Matt, te vas a la cama, pero solo —contestó Virginia decidida—. Has estado bajo
una gran tensión y tu herida no está completamente cerrada —ella se detuvo cuando él se
tambaleó—. ¿Qué te pasa? Estás... ¡Matt! —exclamó, cuando vio que sus brazos caían
exangües a los lados de su cuerpo.
El trató de sonreír, pero más bien hizo una mueca.
—Me duele el hombro —respiró hondo—. No sé —añadió, moviendo la cabeza—. Me
siento muy chistoso.
Deslizando un brazo en su cintura, Virginia lo condujo a un lado de la cama.
—No es nada raro —dijo ella, quitando la colcha y las sábanas con la mano libre—. Creo
que será mejor que te acuestes antes que te caigas.
Haciendo gala de su fuerte carácter, se resistió ante la ayuda de ella.
—Estaré bien en un minuto, sólo necesito recuperar el aliento.
El esfuerzo que él hacía y la ansiedad que le siguió acabaron con la paciencia de
Virginia.
—¡Diablos, Matt! ¡Métete en la cama! —le ordenó, dándole un ligero empujón.
Matt se tambaleó un poco pero permaneció de pie.
—Lo haré si te acuestas conmigo —rechinó los dientes.
Los nervios de Virginia estaban a punto de estallar. En silencio, luchando contra su
obstinación y admirando su fuerza de voluntad, ella lo miró desalentada.
—Matt, escúchame. Necesitas descansar.
—Te necesito a ti, junto a mí.
Ella pudo haber insistido a pesar de todo, pero el tono de Matt la dejaba indefensa y
sucumbió con un suspiro.
—Está bien, Matt, pero es hora de tu medicina —dijo ella refiriéndose a los
antibióticos prescritos para prevenir una infección—. Desnúdate y acuéstate, regresaré
dentro de un momento.
Matt le tomó la mano al darse la vuelta, y ella la retiró por instinto.
—¿Necesitas que te ayude a desnudarte?
—No, te necesito a ti —musitó.
—Volveré enseguida —prometió, armándose de valor. Salió de la habitación en busca
de su maletín, en el que había guardado la medicina cuando dejó el hospital. Lo encontró en
la mesa de la cocina. Momentos después, con un poco de agua, el antibiótico y dos aspirinas
para combatir la fiebre, Virginia volvió a entrar en la habitación. Encontró a Matt en
camiseta y calzoncillos, sentado en la orilla de la cama, con la cara congestionada por el
esfuerzo al quitarse las botas.
Acercándose, puso el vaso delante de él y le dijo:
—Tómate esto —abrió la mano para mostrarle la cápsula y la aspirina—. Me encargaré
de esto —añadió señalando las botas.
Virginia se dio cuenta de que era más fácil decirlo que hacerlo al tratar de quitarle las
botas, que se resistían, a pesar de su esfuerzo. Tenía los pantalones enrollados el extremo
de las botas. Y sus piernas estaban desnudas. Mientras Virginia trataba inútilmente de
descalzarlo, echó una mirada a su pálida piel y sus velludas piernas y notó el temblor de la
fatiga en sus sólidos muslos, deteniéndose fascinada en la prenda de algodón azul marino
que envolvía sus caderas. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado mirándolo, ni cuánto
más podría continuar haciéndolo; de pronto el hechizo se rompió al mover él su brazo para
alcanzar el vaso de agua y llevarlo a sus labios para tragar las píldoras.
Virginia bajó la vista hacia las botas. En el nombre del cielo, ¿qué es lo que andaba mal
con ella? ¿Por qué se castigaba tratando de quitarle las botas con renovado esfuerzo? Ella
había visto toda clase de hombres desnudos; jóvenes, viejos, flácidos, delgados, y lo había
hecho sin pestañear.
Era médico, una profesional y la última vez que se sintió incómoda ante un cuerpo
desnudo fue en el segundo año de la escuela de medicina. Ahora, con este hombre
turbulento y demandante, ella se sentía diferente, confundida.
—¡Ridículo! —un enojado tirón y sacó la primera bota—. ¡Absurdo! —otro tirón y la
segunda bota también salió.
—¡Pero cierto!
Exhausta, Virginia se fue de espaldas, junto a las botas.
—¡Gracias! —dijo Matt con una débil sonrisa—. Creí que iba a dormir con esas
endiabladas cosas puestas.
—Harían juego con las malditas sábanas —contestó Virginia devolviendo la sonrisa.
—Te estás contagiando de mis malos hábitos —dijo Matt metiendo sus dedos entre su
enmarañado pelo—, Pero está bien, aun así me gustas.
Cerrando los ojos, se tiró en la cama y se estiró. Un suspiro escapó de sus labios.
—Quítate la ropa y ven conmigo, Ginnie, te necesito junto a mí.
Todavía sintiéndose incómoda ante la desnudez de Matt, Virginia iba a negarse, pero
él fulminó su resistencia apelando a su lástima.
—Tengo frío y me siento solo.
Virginia era muy acertada en sus diagnósticos. A juzgar por sus síntomas, estaba
segura de que él no representaba ningún problema si se acostaba a su lado, pero también
era cautelosa y no deseaba desnudarse ante la mirada masculina.
Titubeó por un momento y luego miró su falda y su blusa estilo camisero.
Seguramente su ropa se arrugaría, pero no importaba. Encogiéndose de hombros en un
cansado ademán, se tendió en la cama.
Matt rodeó su cintura con el brazo un instante después de que ella se deslizara bajo
la sábana junto a él. Permaneció tensa como un palo. Él, murmurando su nombre, la acercó
más y la estrechó contra su cuerpo que irradiaba un fuerte calor. La compasión y otros
sentimientos más profundos rompieron su resistencia.
—Duérmete, Matthew Hawk, Alguacil de los Estados Unidos del siglo diecinueve —
murmuró Virginia tratando de borrar las profundas huellas de su cara con un ligero toque
de sus dedos—. Virginia Greyson, médico y mujer liberada del siglo veinte, te cuida.
Sonriendo de manera inusual, Virginia meció el tembloroso cuerpo de Matt y besó su
húmeda frente. En un momento, Matt y Virginia se quedaron profundamente dormidos con
los cuerpos enlazados.
Estaba anocheciendo cuando el chirriar de unos neumáticos en el estacionamiento,
debajo de su ventana, despertó a Virginia. La oscuridad casi era total. Por un momento se
sintió desorientada y confusa y no se dio cuenta de dónde estaba, cuando un ronquido de
Matt la hizo volver a la realidad.
Su primer pensamiento fue para él, quien parecía estar en un profundo sueño.
Virginia le tocó la cara y el cuello. Estaba frío. Conteniendo el aliento se deslizó fuera
de la cama, liberándose del pesado brazo que la aprisionaba a lo largo de sus caderas. Matt
gruñó pero siguió durmiendo. Suspirando con alivio, ella salió de puntillas de la habitación.
Como estaba un poco adormilada, se metió debajo de la ducha y volvió completamente
a la realidad. Una vez reconfortada, se puso un suéter de punto de color rojo y unos
estrechos vaqueros negros. Luego, se cepilló el pelo, que recogió sobre los hombros, y se
dirigió a la cocina, en busca de algo que consolara su demandante estómago.
La sopa se estaba calentando mientras Virginia cortaba filetes de pollo frío para
hacer unos emparedados. La inesperada voz de Matt la hizo saltar. El cuchillo afilado por
poco le rebana el dedo.
—¡Llevas pantalones de hombre! —exclamó Matt con voz adormilada. Dejando caer el
cuchillo sobre la mesa, Virginia se dio la vuelta y se enfrentó a Matt.
—Por Dios Santo, me has asustado. He estado a punto de cortarme el dedo.
—¡Diablos, Ginnie! Llevas pantalones de hombre —repitió, como si su atuendo fuera
más importante que su propia persona. Virginia bajó los ojos para mirar sus ropas.
—Bueno, ¿y qué? —contestó con sequedad.
Ella lo miraba con expresión irónica y se conmocionó al descubrir la forma en que él la
contemplaba. Acababa de salir de la ducha y estaba fresco, con el pelo todavía húmedo;
grandes gotas de agua le corrían por la nuca mojando el cuello de la camisa.
Su tostada piel se veía radiante después de un ligero afeitado. Por casualidad, él
también llevaba unos vaqueros negros y una camisa roja y negra. El efecto que le producía
no le permitía ordenar sus pensamientos, así que regresó a la conversación.
—Estamos en el siglo veinte, Matt. La mujer usa pantalones habitualmente.
Su garganta estaba seca y su voz se quebró antes de terminar de hablar. Lo observó
durante un momento, mientras él la inspeccionaba y sus ojos abarcaron la amplitud de sus
pechos.
—Estás muy guapa de rojo —dijo Matt, con voz suave y sensual, obedeciendo a los
pensamientos que se agolpaban en su mente. Las piernas de Virginia temblaban hasta el
punto de tener que suspender trabajo. Parecía perder la respiración de un golpe.
—¡Ah, gracias! —respiró y guardó silencio al darse cuenta de que la voz se le
enronquecía.
—¡Ginnie!
Matt dio un paso hacia ella, pero se quedó inmóvil, negando con la cabeza al oír sonar
el teléfono.
—Lo más probable es que sea ese Richard otra vez —dijo.
Virginia deseó que no tuviera razón, no quería hablar con Richard, no después de su
última conversación. El había insistido en pasar a verla, pero ella trató de convencerlo de
que estaba muy ocupada. Se estaba gestando un enfrentamiento entre ellos, lo sabía, pero
no quería hacerlo en ese momento.
Afortunadamente, no era Richard. Cuando levantó el auricular, Jeff Klein respondió a
su precavido saludo.
—Hola, Jeff —dijo con un suspiro de alivio. Matt protestó pero ella lo ignoró—.
¿Averiguaste algo?
—No mucho —replicó Jeff—. No lo buscan por ningún lado. De hecho, la única
información existente desde Washington hasta Fort Worth acerca de Matthew Hawk se
refiere a un viejo archivo sobre un alguacil de Estados Unidos con ese nombre, pero el dato
está fechado en mil ochocientos ochenta y nueve, el año en que el alguacil desapareció, y se
presume que pudo haber sido asesinado por un fugitivo a quien perseguía en Montana—. La
voz de Jeff reflejaba una profunda decepción—. Si este Matthew Hawk fuera un
descendiente de aquel... de todas maneras no hay número de seguridad social, ni datos de
servicio, nada. Hasta donde a las autoridades concierne, ni siquiera existe.
¡Era verdad!, pensó Virginia. Cada una de las palabras de Matt eran ciertas.
Temblando ante este descubrimiento, hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para
guardar la compostura lo suficiente para hacerle una última pregunta.
—¿Y hasta dónde te interesa a ti?
—Para mí no existe.
Ella se mantuvo firme hasta el momento de dar las gracias a Jeff y colgar el
auricular. Entonces, temblando, cerró los ojos; ni siquiera oyó a Matt moverse hacia ella,
hasta que él le rodeó la cintura con su brazo.
—Ginnie, ¿qué pasa? —preguntó en tono de ansiedad e interés—. ¿Qué te dijo ese
hombre?
Ella tomó aire, intentando aclarar sus pensamientos. Su fresco aroma masculino se le
subió a la cabeza. Necesitando alejarse de él, y un espacio para respirar, retiró su apoyo
protector y se dirigió a la estufa.
—Ese hombre era Jeff Klein, uno de los policías que estaban en el lugar en donde te
encontraron esa noche —le contestó—. Ha llamado para decirme los resultados de su
investigación acerca de ti que consiguió en Washington y Fort Worth.
—¿Y? —la inquietud de Matt traicionó su repentina tensión. Virginia le repitió la
información que se había obtenido y se le quedó mirando como si fuera un fantasma.
—Es verdad, Matt, te hirieron en Montana hace un siglo y algo te ha traído hasta aquí,
a Pennsylvania, en el siglo veinte.
Matt guardó silencio por un momento, entonces se dirigió hacia ella; una lenta y
satisfecha sonrisa curvó sus labios.
—Te he dicho que eres la respuesta de Dios a mis plegarias, ¿no es así? —dijo
frunciendo el ceño.
Su aseveración aún estaba latente en su mente. El estaba convencido de que ella le
pertenecía por decreto divino.
—¡Oh. .. la cena! —dijo Virginia volviendo a la realidad; metió una cuchara a la sopa y le
dio vueltas con firmeza—. Yo no sé tú, pero yo me estoy muriendo de hambre.
—¡Estoy hambriento!
El tono malicioso de su voz sensual la hizo mirarlo otra vez. La pasión brillaba en sus
ojos, una débil pero frustrada sonrisa mostraba su fastidio en la comisura de sus labios.
Virginia no necesitó una explicación de lo que ello significaba y él se cuidó de hacerlo.
—Comeré algo también.
El hombre era imposible, pensó Virginia. Y ella era una náufraga. ¿Cuándo perdió el
control de la situación?, se preguntaba, moviendo la sopa. Ignorando sus pensamientos, se
dio la vuelta para ver la sopa en el momento en que ésta se derramaba de la olla. Cuando oyó
el chirriar sobre la panilla eléctrica, sus labios formaron una línea recta. Apagó el fuego y
con voz determinante se enfrentó a su verdugo.
—Puedo ofrecerte sopa de lata y emparedados de pollo frío —dijo con firmeza.
Matt no era lento de comprensión. Su expresión lo revelaba. Había entendido
perfectamente; sin embargo aventuró otra pregunta:
—¿No hay postre?
Virginia contestó con impaciencia.
—¡Panecillos con mantequilla!
—¿Eso?
—¡Eso! —repitió Virginia con decisión—. Lo tomas o lo dejas.
Matt encogió los hombros.
—Lo tomaré —y haciendo un gesto agregó—: Siempre hay un mañana.
—No, si quieres permanecer bajo este techo —dijo Virginia apretando los dientes.
—¿Qué quieres decir? —dijo Matt arqueando las cejas.
—Te diré las reglas mientras comemos.
Mientras tomaba la sopa y mordía el pollo, enumeró las reglas. Lo instruyó acerca de
la conducta de un huésped, al menos un huésped en esa casa. Sin embargo, ella no estaba
segura de poder cumplir dichas normas.
—En otras palabras, mantén las distancias o te encontrarás en mitad de la calle, solo,
bajo tu propia responsabilidad. Y te recuerdo que no sabes nada del mundo —al terminar
tuvo que enfrentarse a una mirada desconcertada—: ¿De acuerdo?
—¿Por qué, Ginnie? Hace unas horas estabas ansiosa de mi boca. Si yo no hubiera
titubeado, hubiéramos estado uno encima del otro, juntos, en esa cama. Y tú lo sabes. ¿Qué
ha cambiado desde entonces?
El recuerdo de su propia respuesta ante sus besos la hizo ruborizarse, pero logró
mantener su tono frío y distante.
—Como profesional te diré que mi conducta fue una simple reacción a la presión
sufrida por tu repentina aparición en mi vida —aunque la explicación le pareció demasiado
cerebral, continuó—. Y ahora que las tensiones han disminuido, la avalancha de ese exceso
de emociones se ha detenido.
—¿Y qué significa eso exactamente?— preguntó con sequedad.
—Perdí la cabeza por un momento —admitió ella.
Matt la miró confundido.
—Pero disfrutabas plenamente de todo lo que he hecho, ¿por qué no?...
Ella no le dejó terminar.
—No tengo tiempo para comprometerme emocionalmente, Matt —y antes que pudiera
interrumpirla, agregó—: Desde que tengo memoria, lo que más he deseado es ser médico, un
cirujano para ayudar a los demás con la esperanza de poder curarlos. Todo mi tiempo está
programado. Mi vida es plena y estoy satisfecha. Y no necesito, ni quiero, a un hombre en mi
vida que me distraiga.
—¿Y qué hay de ese hombre con quien has estado hablando antes? ¿Ese tal Richard...
qué?
—Richard es mi amigo, nada más —eso le recordó que también debía aclarar su
situación con Richard—. Se apellida Quinter.
—¿Puedo ser tu amigo también?
No sólo sorprendió a Virginia el requerimiento de Matt, sino que casi la desarma. Ese
hombre estaba completamente solo. Ella entendía su deseo de atarse a alguien, pero ella no
podía ser ese alguien. No podía relacionarse con él, ya que se sentía demasiado atraída.
Tenía que guardar su distancia, mantenerlo lejos, su independencia dependía de ello.
Resistiéndose a tomar su mano por encima de la mesa, le sonrió.
—Por supuesto que podemos ser amigos —dijo ella—. Siempre y cuando recuerdes que
los amigos no se presionan uno al otro.
Obviamente Matt no estaba satisfecho con su respuesta, pero asintió.
—No tengo otra alternativa, ¿o sí?
—No, no la tienes.
Aunque él aceptó respetar las reglas del juego, sus ojos reflejaban una profunda
tristeza.
—¿Diablos, Ginnie, qué voy a hacer todo el día mientras tú estás lejos, cumpliendo con
tu horario?
—¿No lees?
—¡No soy analfabeto, fui a la escuela! —explotó Matt—. ¡Por supuesto que sé leer!
Virginia suspiró.
—Yo no te he preguntado si sabes leer, Matt, te pregunté si acostumbras a leer —y le
sonrió con tolerancia—. Hay una gran diferencia, tú lo sabes.
—Oh, sí —murmuró—. Me gusta leer, pero nunca he tenido el tiempo suficiente o los
libros para hacerlo. ¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Virginia—. Por si no te has dado cuenta, hay toda clase de libros
en mi estudio —añadió con sequedad—. Y como tú tienes un siglo de historia por aprender,
podrías hacerlo mientras yo trabajo.
Arruinada su última jugada, Matt se reclinó contra el respaldo de la silla dijo:
—Bueno, dada mi situación, creo que será un largo y frío invierno.
Capítulo 8
—¡Eres un demonio!
Virginia golpeó su hombro con la palma de la mano, rió y enredando su pelo entre sus
dedos lo atrajo ofreciéndole sus labios.
—¡Y tú un ángel! —murmuró Matt, cubriéndola de besos—. Sabía que eras un ángel
desde el primer momento en que te vi, de pie ante mí.
—¡Oh, Matt! —con lágrimas en los ojos, ella le acarició las mejillas.
—No te quiero aterrorizar, Ginnie —le dijo apoderándose de sus labios—. Pero te amo,
lo sabes, y ahora que te tengo, no te dejaré ir.
El contacto de la boca masculina la enloquecía. Sintiendo que perdía el control,
Virginia presionó su cara manteniéndolo quieto.
—Matt, espera —le dijo cuando él trataba de alcanzar sus labios—. Debo decírtelo.
—Hazlo rápido —contestó—. No puedo esperar mucho tiempo, te quiero besar, amarte
otra vez.
—Eso es lo que quiero decirte —dijo ella, quedándose sin aliento porque su boca
estaba cada vez más cerca—. Yo te amo también, no quería, pero así es.
—Sé que no querías —le dijo interrumpiéndola—. Pero gracias a Dios lo has hecho.
Su boca reclamó la de ella con renovada pasión. Virginia estaba perdida, pero no le
importaba, porque se encontraba entre los brazos de Matt, sumida en su gentileza, su
urgente posesión, su irrefrenable amor.
Deliciosamente cansados, se durmieron. La cabeza de Virginia anidaba en su amplio
pecho, y los brazos de Matt reteniéndola muy cerca.
Virginia despertó al sentir el golpe de los dedos de Matt en su espalda.
—¿Qué hora es? —preguntó ella arqueándose sensual ante su contacto.
—¿Quién sabe? —replicó Matt, masajeando la base de su espina—. ¿A quién le
importa?
Abriendo un ojo ella alcanzó a ver el reloj digital sobre la mesilla de noche y dijo en
voz alta,
—Son las siete y cuarenta y seis.
Se arqueó de nuevo, oprimiendo sus pechos contra él.
—¡Mmm! Qué placer —murmuró ella, acariciando el vello de su pecho, besando su
cauda piel.
—¡Eso es! —dijo él suspirando mientras se acercaba aún más a ella.
—¡Diablo goloso! —añadió Virginia, moviéndose al mismo ritmo que él.
—¡Seguro! —susurró Matt, que puso una mano en su trasero—. Como te dije, ha sido...
—No continúes —lo interrumpió ella, ahogando la risa contra el sedoso vello de su
pecho.
Sus carcajadas se confundieron. Riendo, provocándose, jugando, se atormentaban el
uno al otro, hasta caer de la cama al suelo, sobre una montaña de mantas. Ninguno sintió la
caída. La risa cesó y de nuevo se entrelazaron y se fundieron en un solo cuerpo, mente y
alma.
—Tengo hambre —dijo Matt más tarde, arrastrándose junto a ella en la cama y
extendiendo los brazos como un gato satisfecho.
Retirándose el pelo que le cubría la cara, Virginia lo miró con inocente sorpresa.
—¿Ya?
—De alimentos, mujer —le dijo Matt.
—¡Oh! —gruñó Virginia.
—Y, ¿qué vas a hacer al respecto?
—¡Nada! —contestó ella—. Tú estás a cargo de la cocina. ¿Recuerdas?
Matt protestó:
—Sí, y es una lata.
—Uh, uh —asintió ella—. Tú has podido siempre con la cacerola.
—Ugh —gruñó Matt—. ¿No tienes hambre?
La sonrisa de Virginia era dulce.
—No, si tengo que cocinar mis alimentos yo misma.
—Te tengo muy consentida.
—Y me encanta.
—¿Y qué hay acerca de mí?
—Me encantas también —dijo Virginia suavemente.
—Tú ganas —dijo Matt desperezándose—. Me daré una ducha y haré el desayuno —
dijo, dirigiéndose hacia el baño, y, deteniéndose en el umbral, agregó—: Pero tú haces la
cama.
La risa de ella lo acompañó hasta la bañera.
—¿Cuándo te diste cuenta por primera vez de que estabas enamorada de mí?
Se encontraban sentados en la mesa de la cocina. Una vez que Matt salió de la ducha y
se dispuso a preparar huevos revueltos con tocino, ella hizo la cama.
—Oh, no mucho después de que salieras del hospital, creo —contestó ella con un
suspiro.
—¿Desde entonces? —preguntó Matt con el tenedor suspendido cerca de la boca.
Hizo una pausa y luego añadió:
—¡Diablos, Ginnie! Me has vuelto loco durante tres meses tratando de pensar en la
forma de lograr que me amaras. ¿Por qué no me lo has dicho?
—Porque yo no quería enamorarme de ti —contestó ella con sincera honestidad.
—¿Porque se trata de mí? ¿Por mi extraña procedencia?
—No, por supuesto que no —negó Virginia rápido—. No se trata de ti, no quiero estar
enamorada de nadie...
—Pero... ¿por qué? —la miró sorprendido.
—He tratado de explicarte todo esto antes, Matt —dijo ella rompiendo en pedacitos
el pan tostado que tenía en la mano—. Tengo un programa estricto. No he tenido el tiempo
suficiente para desear reorganizar mi vida junto a un hombre.
—¡Chispas! —dijo Matt con sequedad. Echó hacia atrás la silla y se levantó—. Has
cumplido siempre tu programa desde que estoy aquí —añadió; levantando su taza de café, la
vació y la llevó junto con su plato al fregadero. Su expresión era imperturbable—. Y no creo
que las cosas cambien mucho ahora... excepto que dormiremos juntos en lugar de separados.
—¿Lo haremos? —Virginia lo retó arqueando las cejas.
—Tú sabes que lo haremos —Matt sonrió—. Y no trates de cambiar el tema.
—¿Qué tema?
—Tú y la razón de que aún eras virgen.
Virginia hizo a un lado el plato con la comida sin terminar por segunda vez consecutiva.
—No entiendo qué es lo que quieres decir con eso de mi virginidad —exclamó,
aplastando el pan tostado en el plato, en señal de enojo.
—Es acerca de ti —dijo él—. ¿Has terminado? —inclinó la cabeza para señalar el plato.
Cuando ella asintió recogió las cosas y continuó como si no hubiera habido pausa—: Y tu
temor a los hombres.
Virginia lo miró sorprendida.
—No tengo miedo a los hombres. ¿Me he comportado como si te tuviera miedo?
—Sí, ahora que lo pienso —replicó Matt, trayendo un paño para limpiar la mesa—. El
primer día que estuve aquí, cuando me hablaste de las reglas de la casa, no estabas enojada,
estabas muy asustada, ¿por qué?
—Realmente, Matt... —empezó a decir.
—¿Por qué, Ginnie? —murmuró, echando el trapo en el fregadero. Al ver que ella
permanecía en silencio, insistió—: ¡Dímelo!
Virginia lo miró. El sonrió con suave paciencia. Su sonrisa la desarmó. Ella suspiró y
movió los hombros en señal de rendición.
—En realidad, no temo a los hombres, Matt —dijo ella en tono suave y cansado—. Es
simplemente que desde que tengo edad suficiente he visto cosas que les suceden a las
mujeres cuando se enamoran.
—¿Qué les pasa? —preguntó Matt.
Ella alzó los hombros de nuevo.
—Como su imagen es frágil, el hombre acrecienta su ego para minimizarlas. Tú sabes,
el macho y su pareja. Ella hasta puede ganar más dinero que él, pero no te olvides, él es el
hombre de la casa, no importa que cuando el hombre de la casa esté con un mínimo
resfriado se vuelva más niño que el hijo menor de la familia. De tal manera que sólo para
conservar la paz, la mujer reprime su propia individualidad, convirtiéndose no en el
potencial de su propio yo, sino en su esposa, en la madre de sus hijos, en su eco y en su
sombra.
Una débil sonrisa apareció en la comisura de sus labios antes de continuar:
—Y cuando tenía quince años de edad decidí que eso no me pasaría a mí. Supe lo que
quería hacer y lo que quería ser y decidí que ningún hombre tendría la oportunidad de jugar
con su fantasía de ser mi dueño y señor.
Matt la miró pensativo un momento, luego dijo:
—Amo y señor, uh, uh. La idea encaja, puedo verla ahora —continuó, abundando en el
tema—. Yo, anhelante de deseo y tú, desnuda por supuesto, consintiendo mi ego,
estimulando mi propia imagen, golpeando mi...
—¡Ya basta, Matt! —protestó Virginia.
El lanzó una carcajada.
—Cariño, debo admitir que estoy muy contento de que hayas sido tan decidida para
resistir a otros hombres —los ojos de Matt brillaban con una alegría interior—. Pero
déjame decirte que no te imagino sucumbiendo a cualquier macho.
Su sonrisa se convirtió en una mueca.
—Diablos, si pensara que eso podría suceder, me daría un tiro.
—No funcionaría —Virginia sonrió irónica.
—Por supuesto que no.
—Matthew Hawk, estás loco —rió la chica.
—No, cariño —el brillo divertido de sus ojos se desvaneció, debido a un serio intento
—: Estoy muy contento de estar vivo... y de estar aquí, contigo.
—¡Oh, Matt! —extendió los brazos hacia él, y éste la abrazó.
—¿Sabes?, la primera vez que te vi con claridad, en la tarde de Navidad, cuando
entraste en mi habitación, creí que eras... bueno, algo así como una mujer de la vida.
Habían regresado a la cama. Matt estaba apoyado en la cabecera, con una mano
sostenía una taza de café caliente, y la otra la tenía alrededor de Virginia.
—¿Una qué? —ella levantó la cabeza para mirarlo sorprendida.
Matt se movió, hizo un gesto, la taza se ladeó y se derramó un poco de café, cayendo
en su mano.
—Una mujer de la vida es... bueno... es algo como una mujer fácil.
—¿Algo como una mujer fácil?
Matt sonrió.
—Bueno, está bien, como una prostituta.
—Una pros... ¡Matt Hawk! —exclamó Virginia—. ¿Cómo pudiste pensar algo como eso?
Yo... yo...
—Cálmate cariño.
Con riesgo de quemarse la mano, Matt la hizo callar con un beso. Sólo después de que
su boca reclamó la de ella, se dio cuenta de que Virginia, en vez de enfadarse, estaba riendo
a carcajadas. El beso terminó cuando el café volvió a derramarse.
—¡Diablos! —murmuró, poniendo la taza en la mesilla de noche— Mira lo que me has
hecho hacer.
Virginia se rió en su cara.
—¡Te lo mereces! Una mujer de la vida. ¡Qué expresión!, me encanta.
—Bueno, de todos modos, para ti no es apropiada —gruñó Matt.
—¿Y por qué pensaste que sí? —preguntó ella.
El encogió los hombros.
—Ibas muy pintada, llevabas un traje muy corto, y nunca en la vida había visto a una
dama usar tacones tan altos.
—¿Pintura? ¿Traje corto? ¿Tacones? —Virginia apenas podía contener la risa—. ¡Oh,
Matt, eso es un chiste!
—¡Debes recordar que yo no sabía dónde estaba! —la expresión de indignación de
Matt se convirtió en una ligera sonrisa.
—¡Y entonces yo te dije que podrías quedarte en mi casa! —dijo ella a punto de volver
a reírse—. Debiste de creer que habías muerto y estabas en el cielo —le dirigió una
radiante mirada—. Aún no puedo entender por qué te quedaste tan asombrado al descubrir
que aún era virgen.
La expresión de Matt cambió, volviéndose seria y preocupada.
—¿Estás lastimada, Ginnie? Quiero decir, ¿mucho?
Virginia levantó la mano para borrar las amigas de su cara.
—Estoy bien, un poco sensible, eso es todo.
—Pero...
Ella deslizó los dedos sobre sus labios.
—Matt, soy médico y he hecho mi diagnóstico... ¡el paciente vivirá!
—¡Magnífico! —murmuró Matt a través de sus dedos—. ¡Me alegro!
Esa noche sentó precedente para las siguientes semanas. Los días continuaron como
siempre, con Virginia trabajando y Matt aprendiendo y caminando. Pero sus noches habian
cambiado. En lugar de sentarse frente a la televisión o enfrascarse con los libros, Virginia y
Matt pasaban la mayor parte de su tiempo en la cama, en la cama de Virginia, haciendo el
amor y conversando, no necesariamente al mismo tiempo.
Durante la primera noche de conversación, trataron del riesgo que corría Virginia.
—Por supuesto, estoy dispuesta a tomar la píldora, pero no puedo empezar a hacerlo
hasta el próximo mes —dijo Virginia, después de explicar las diferentes formas de control
de la natalidad que existían—. De manera que hasta entonces... —su voz se ensombreció
cuando arrojó un paquete envuelto en la mano de Matt—. ¿No te importa?
—No, no me importa —replicó Matt.
Miró el paquete primero y luego a ella. Sus ojos brillaban profundamente.
—Pero no me importaría ver crecer un hijo mío dentro de ti tampoco.
Emocionada, Virginia le rodeó el cuello con los brazos y dijo:
—Oh, Matt, te quiero mucho y me encantaría sentir a tu hijo dentro de mí.
El paquete fue guardado en el cajón de la mesilla de noche y la receta de las píldoras
permaneció en el bolso de ella. Era demasiado tarde para cualquiera de las dos cosas.
—Te he contado casi toda mi historia —dijo Matt una noche de la siguiente semana—.
Pero tú no me has dicho mucho acerca de la tuya.
Virginia casi nunca hablaba de su pasado, pero acurrucada contra el cálido cuerpo
masculino, satisfecha y relajada, Virginia estaba dispuesta a ser comunicativa.
—No hay mucho que contar —dijo—. Nací y crecí aquí en Conifer. Fui a la universidad
en Filadelfía y regresé a terminar en el Conifer General.
—¿La familia? —insistió Matt, deseando saber más.
—Tuve una.
—¡Ginnie!
Ella se encogió de hombros y le oyó tomar aliento cuando la apretó contra sí.
—Mis padres sufrieron mucho. El suyo fue un matrimonio desdichado. Ella era una
reprimida. El un hombre aburrido —dijo con monotonía—. Finalmente se divorciaron hace un
par de años, y volvieron a casarse. Mi madre vive en California; su esposo trabaja en una
empresa de bienes raíces. Y mi padre vive en la parte alta del estado de Nueva York. Su
nueva esposa es exactamente lo que él siempre quiso... una adoradora sumisa.
—¿Estás amargada?
—No, soy realista.
Matt se enderezó para mirarla.
—Nuestro matrimonio no será así, mi amor.
Ella frunció el ceño.
—¿Nos vamos a casar?
El la miró fijamente.
—¿Acaso no?
—Sí.
—Sí —repitió él. Sonrió y agregó consternado—: Si podemos. No tengo identificación
de ninguna clase. Como... —empezó a decir.
Virginia lo interrumpió:
—No te preocupes. Mientras estaba cumpliendo la residencia conocí toda clase de
gente. Recuerdo a un hombre que tenía identificación bajo tres diferentes nombres —
sonrió al recordarlo—. Y me dijo que si alguna vez necesitaba algo, un certificado de
nacimiento, cualquier cosa, que no dudara en llamarlo —su sonrisa desapareció—. Oh, sí, hay
formas de conseguir una identificación. Ninguna de ellas es legal, por supuesto, pero... —su
voz se fue apagando.
—Haremos lo que tengamos que hacer —terminó diciendo Matt.
Y así lo hicieron. Semana y media más tarde, Matt tenía el documento de
identificación que necesitaba, y todo a su propio nombre.
Poco después, llegó la primavera con toda su fuerza. El sol brillaba y calentaba.
El césped cambió de color; estaba completamente verde. En los árboles comenzaron a
aparecer las flores. Y Virginia también parecía exuberante. A finales de abril visitó al
ginecólogo del hospital y le confirmó su propio diagnóstico.
Virginia guardó la noticia en secreto hasta la noche, cuando Matt yacía junto a ella,
exhausto y contento.
—¿Matt?
—Mmmm —contestó abrazándola.
—¿Recuerdas la discusión que tuvimos el pasado mes referente al control de la
natalidad? —le preguntó con voz suave.
—Sí —murmuró otra vez—. ¿Por qué?
—¿Recuerdas lo que dijiste en esa ocasión?
Matt permaneció quieto y pensativo durante un momento.
—Sí, dije que no me importaría usar algo —contestó lentamente—, pero que tampoco
me importaría ver crecer... —de pronto se interrumpió. Su pregunta la contestaba la mirada
de Virginia—. Ginnie, ¿estás tratando de decirme que estás embarazada?
La sonrisa de Virginia era trémula, incierta. Su voz era menos que un susurro.
—Sí —estiró los brazos, cruzándolos hacia él.
—Cariño, eso es maravilloso —la besó efusivo y volvió a preguntar—: ¿no es así? —su
expresión era esperanzada, su voz titubeante.
Virginia se rió y gritó al mismo tiempo:
—Sí, Matt, creo que es maravilloso.
—Tenemos que casarnos —dijo él, completamente despierto y exuberante—. Cuanto
antes, mejor.
—¿Esta noche? —preguntó ella, sonriendo tímida.
—No —contestó serio—. Para esta noche tengo otros planes.
—¿De veras? ¿Como qué? — Virginia creía saber la respuesta, pero se equivocó.
—El futuro —replicó Matt, sorprendiéndola—. He estado pensando en discutirlo
contigo.
Virginia se acomodó cambiando de posición.
—Está bien, soy toda oídos. Hablemos.
—Oh, cariño —dijo Matt, deslizando su mano para estrechar sus caderas—. Créeme,
eres la mujer más maravillosa del mundo y...
—Matthew —lo interrumpió en un tono cálido—. Deja de sentir y empecemos a hablar.
—No…—gruñó él—. De todas formas, he estado pensando acerca de lo que voy a hacer
conmigo mismo, cómo voy a mantener a mi... —le dirigió una feliz sonrisa—, a mi creciente
familia.
Virginia se abstuvo de decir que tenía un excelente salario y algunos ahorros.
Pero sabía que Matt era un hombre orgulloso. El le había pagado a su modo e insistió
en que guardara lo obtenido con las monedas de oro. Recordando esa escena y su
obstinación, le preguntó con cierto interés:
—¿Has decidido algo?
—¡Sí!
Ella suspiró con impaciencia.
—¿Me lo vas a decir? ¿O debo adivinar?
Matt se rió.
—Bueno, antes, necesitaré algún dinero.
—Muy bien, tengo algunos ahorros. ¿Cuánto crees que necesitarás?
El la miró sorprendido.
—No quiero tu dinero.
—Pero has dicho que necesitarías algo —le recordó exasperada—, ¿Por qué no
aceptas?
—Porque yo tengo el mío.
Capítulo 10
-¿Tu propio dinero? No entiendo. Pensé que todo lo que tenías eran aquellas monedas
de oro.
—Eso era todo lo que traía conmigo cuando me dispararon —asintió Matt—. Pero tengo
más.
Ella se sintió confusa, en tanto Matt se sentía seguro.
—¿Monedas de oro?
—Por supuesto —dijo él—. Siempre me han pagado en oro, y siempre he guardado algo.
Virginia sonrió al recordar que él le había dicho que las monedas que llevaba en el
cinturón eran su salario. Suponiendo que él hubiera recibido su salario mensualmente, como
era la costumbre en ese tiempo, Matt ganaba 275.00 dólares mensuales. ¿Cuánto podría
haber ahorrado? ¿Y para qué habría de ahorrar? ¿Para complacer a las damas que estarían
esperándolo cuando regresara a su pueblo? ¿Curiosidad? ¿O quizá algo de celos? Ella
enredó su dedo en el vello del pecho de Matt y dijo distraída:
—¿Has estado ahorrando para algo en particular?
—¡Por supuesto! —dijo, suspirando profundo—. Pero si lo quieres saber deja de jugar
con ese peligroso dedo.
Ella retiró su mano enseguida y se disculpó;
—Estaba ahorrando para comprar una propiedad algún día, quizá después de haber
muerto —dijo con evidente ironía—. Por supuesto, no pensé llegar tan lejos.
Virginia estaba confundida.
—¿Qué clase de propiedad? ¿Y qué significa eso de "después de haber muerto"?
—Significa que si yo no hubiera sido un ápice más rápido que el hombre a quien
perseguía —añadió pasándole una mano sobre las costillas—, ahora no estaría aquí.
Ella recordó su herida en el pecho.
—Tranquila, cariño, todo ha terminado. Estoy vivo.
Su voz denotaba sorpresa.
—¡Diablos! Que me hayan herido es la mejor cosa que ha podido pasarme. Por eso te
encontré a ti.
Virginia se estremeció de nuevo.
—Odio las pistolas —dijo con vehemencia—. Y me molesta la idea de pensar en esa
pistola que tienes guardada en el armario. Me gustaría que te deshicieras de ella.
—Olvídalo —el tono de Matt era firme, áspero, definitivo—. Tú no sabes cuándo
podría necesitarla.
—¡Matt, vivimos en el siglo veinte! —gritó Virginia—. Los hombres ya no necesitan
llevar pistola para protegerse.
—Sí, ya he notado eso —contestó irónico—. Puedo decirte lo protegida que ha estado
toda esa buena parte que, según los reportajes de los periódicos y la televisión, han sido
asesinadas, heridas o secuestradas. Olvídalo, cariño, guardaré el Colt.
Virginia guardó silencio durante un rato pensando en algún argumento que lo
convenciera de lo contrario, pero ante la irrefutable respuesta de Matt, se limitó a
preguntar.
—¿Y qué clase de propiedad esperabas comprar?
El pasó suavemente su mano sobre las costillas de ella en señal de gratitud ante su
silencio.
—Un pequeño terreno, un lugar para criar caballos... y niños —le contestó sin dejar de
acariciarla.
—Gracias —contestó ella, poniendo su mano sobre la de él como respuesta.
Virginia no tenía idea de cuánto podría costar un pequeño rancho, y le entristeció
pensar en que quizá sus pequeños ahorros no le alcanzarían para adquirirlo.
—¿Y cuanto tienes ahorrado? —preguntó ella determinada a que Matt comprara su
propiedad, sacando sus propios ahorros.
—La ultima vez que los revisé, serían un poco más de tres mil dólares.
Virginia dio un salto, retirando su mano de su cuerpo.
—¿Más de tres mil dólares? —repitió atónita—. ¿En monedas de oro?
—Exactamente —Matt sonrió.
—Sí pudieras venderlas al mismo precio que las otras, podrías ver un total de...
Ella hizo cálculos mentales, pero estaba tan excitada que dejó de hacerlo y gritó:
—¡Una fortuna!
El sonrió malicioso.
—Eso, cariño, eso es lo que me imaginaba.
—Matt, es maravilloso para ti. Me alegro.
De pronto se le ocurrió algo que la hizo entristecerse.
—Matt, esto fue hace más de cien años. No sabes si tu cuenta en el banco todavía
existe.
—¿Banco? —Matt estaba intrigado—. Cariño, ¿has oído alguna vez hablar de los
asaltantes de bancos? Nunca confiaría mi dinero a un banco.
—Entonces, ¿en dónde lo guardaste?
—No te preocupes, cariño —se suavizó—. Está en un lugar seguro.
Virginia suspiró.
—¿Dónde?
—Lo enterré en un pozo de la tierra que heredé de mi madre cuando murió.
—Oh, Matt —Virginia se derrumbó.
Estirando su brazo, Matt atrajo a Virginia hacia él, de nuevo.
—¿Qué hay de malo, Ginnie?
—Te has olvidado de que han pasado más de cien años —dijo, entristecida.
—No he olvidado nada, mi amor —contestó rozándole la sien con sus labios—. No te
preocupes, el dinero está a salvo. Ese pozo fue construido para permanecer allí más de cien
años.
—A menos que hayan construido un edificio —dijo ella desanimada—. O un pueblo
entero.
—Oh, diablos —exclamó él.
—Eso mismo digo —contestó Virginia.
—Bueno, sólo hay una forma de saberlo —añadió Matt—. Tendré que ir a comprobarlo
por mí mismo.
—¿Cómo vas a ir? —preguntó Virginia.
—En avión —su voz abrigaba una ligera esperanza.
Virginia se detuvo en el arco de la sala. Una sonrisa curvaba sus labios al echar una
ojeada a su alrededor; era un bello cuadro, no muy diferente de aquellos de las tarjetas
navideñas. Un alegre fuego chisporroteaba en la enorme chimenea de piedra. La repisa
estaba adornada de guirnaldas de grandes hojas color verde oscuro.
Delante del gran ventanal de la pared de enfrente estaba el enorme árbol que Matt
llevó al principio de la semana. Los adornos del pino brillaban con las luces de colores. Más
allá de la ventana, los copos de nieve brillaban con el reflejo de las luces del árbol.
Vestido en estrechos vaqueros, Matt estaba sentado en el suelo, cerca del árbol; sus
dedos jugaban con la cinta dorada del pequeño paquete envuelto para regalo que tenía en la
palma de la otra mano. Como si sintiera su presencia levantó la mirada y sonrió.
—¿Todo tranquilo?
—Sí, finalmente —dijo Virginia, moviéndose en la habitación—. Por un momento pensé
que Amanda no se tranquilizaría durante toda la noche.
—Dale una oportunidad a la niña, es su cumpleaños.
Matt sonrió recorriendo con mirada de aprobación el rojo camisón que Virginia llevaba
puesto. Había sido un regalo de él.
—En segundo lugar —murmuró—, siéntate aquí y dame una oportunidad a mí. Estás
muy sensual.
—Hablando de sensualidad —respondió Virginia suavemente sentándose junto a él—,
¿has olvidado ponerte la camisa?
Matt sonrió malicioso.
—¡No la he olvidado!
—¿Qué es lo que tienes en mente?
—Tengo un regalo para ti.
—Eso imaginaba —respondió Virginia.
Riendo. Matt se inclinó para darle un beso rápido.
—Ese regalo vendrá más tarde —murmuró—, esto es primero —y le puso en la palma el
pequeño paquete.
—Pero Matt, ya me has dado este camisón y apenas es Nochebuena.
—Este es especial, en honor de la ocasión —dijo con tono misterioso—. ¡Anda, ábrelo!
Su curiosidad despertó y Virginia quitó cuidadosamente la cinta y el papel; después
levantó la tapa del negro estuche de terciopelo.
—¡Oh, Matt! —murmuró con los ojos llenos de lágrimas y mirando la resplandeciente
pieza de oro que yacía sobre el blanco raso del interior del estuche. Con dedos
temblorosos, tomó la moneda, murmurando otra vez cuando vio que ésta llevaba la fecha
1889, y colgaba de una cadena, también de oro.
—Oh, cariño, gracias. Es precioso, me encanta y te amo.
—Y ahora podremos tener el mejor regalo de todos.
La tendió con suavidad en el suelo y le dijo:
—Como no lo he hecho con suficiente frecuencia, déjame demostrarte lo mucho que te
quiero.
Desde el más lejano rincón de la habitación, el antiquísimo reloj dio la hora anunciando
la Navidad.
La boca de Matt reclamó la de Virginia y lo último que vio antes de cerrar los ojos, fue
el solitario adorno de la repisa de la chimenea.
Colgando de un gancho dorado estaba un desgastado cinturón de piel, portando un
revólver Colt Peacemaker.