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El primer imperio mundial de la Historia.

La monarquía de
España en los siglos modernos (1492-1796).

Agustín JIMÉNEZ MORENO1


Universidad Complutense de Madrid

INTRODUCCIÓN. LOS PRIMEROS PASOS DE LA MONARQUÍA


ESPAÑOLA EN LA ESCENA INTERNACIONAL (1492-1558).

El intento de identificar las líneas maestras de la acción exterior de la monarquía


española, máxime durante un periodo tan amplio, es una tarea compleja. Debe tenerse
en cuenta que ésta evolucionó a lo largo de los siglos conforme las circunstancias de
cada momento, si bien se pueden apreciar algunos rasgos comunes, sobre todo la
importancia de las colonias americanas y su conservación (especialmente en el siglo
XVIII), como cimiento sobre el que sustentar la pertenencia de España al grupo de
potencias europeas (y por extensión mundiales). A lo largo de las siguientes páginas
profundizaré en dichas peculiaridades, con el objetivo de señalar los términos que
caracterizaron la política internacional del primer imperio global de la Historia2.
Los ejes que articularon la política exterior de los Reyes Católicos fueron África,
el Nuevo Mundo e Italia. Respecto al primero, se trataba de un objetivo que, además del
componente religioso de lucha contra el infiel (y sobre todo de llevar la guerra a su
territorio una vez concluida la conquista de Granada), tenía una finalidad mucho más
mundana, como era la de acceder al oro subsahariano que circulaba por el norte del
continente africano. Así, en 1497 una expedición al mando del duque de Medina
Sidonia tomó Melilla3, y en 1505 se conquistó Mazalquivir. Pero el acontecimiento más

1
Publicado en Azcona Pastor, José Manuel, Martín de la Guardia, Ricardo y Pérez Sánchez, Guillermo
(eds), España en la era global (1492-1898), Madrid, Sílex, 2017, pp. 13-90. ISBN 978-84-7737-660-6.
2
Valladares Ramírez, Rafael, “No somos tan grandes como imaginábamos. Historia global y Monarquía
Hispánica”, Espacio, Tiempo y Forma. Serie IV, Historia Moderna, vol. XXV, 2012. págs. 57-115.
Hernando Sánchez, Carlos, “Non sufficit orbis? Las estrategias de la Monarquía de España”, Ribot
García, Luis (coord.), Historia Militar de España, Tomo III, Vol. II, Madrid, Ediciones del Laberinto-
Ministerio de Defensa, 2013, págs. 29-77.
3
Ladero Quesada, Miguel Ángel, “Melilla en 1494: el primer proyecto de conquista”, Marcos Martín,
Alberto (ed), Hacer Historia desde Simancas. Homenaje a José Luis Rodríguez de Diego, Valladolid,
Junta de Castilla y León, 2011, págs. 445-466.

1
importante fue la anexión de Orán (1509) por parte de Pedro Navarro, auspiciada por el
cardenal Cisneros. Poco después se establecieron protectorados en Bujía, Trípoli y
Argel (1510), con lo que aparentemente se creía dominar el norte de África. Pero la
derrota sufrida cuando se intentó tomar la isla de Djerba (julio-octubre de ese año),
junto con el empeoramiento de la situación italiana, echó por tierra esta esperanza4.
En cuanto al segundo de ellos, como es bien sabido, el 3 de agosto de 1492
zarparon del puerto de Palos de la Frontera (Huelva) dos carabelas (Pinta y Niña) y una
nao (Santa María), con unos 90 hombres a bordo. Tras hacer un alto en las Canarias, a
principios de septiembre, el día 12 de octubre se avistó tierra. Se trataba de una isla del
archipiélago de las Bahamas, a la que llamaron San Salvador. De allí pasaron a Cuba y
Haití, que fue bautizada como La Española. Poco después Colón regresó a España y fue
recibido por los Reyes Católicos en Barcelona (abril 1493). Pronto se iniciaron los
preparativos para la realización de un segundo viaje. En esta ocasión constaba de 17
navíos con más de mil hombres, con la misión de colonizar los nuevos territorios,
recibiendo Colón el título de capitán general5. Posteriormente se organizaron nuevos
viajes a las tierras recién descubiertas, que fueron llevados a cabo por marinos
castellanos como Alonso de Ojeda o Juan de la Cosa. Mientras que Colón realizó otros
dos (en 1498 y 1502).
Todos ellos sirvieron para poner de manifiesto que aquellas tierras no
pertenecían al continente asiático (como se creía en un principio), sino que se trataba de
un territorio desconocido por los europeos y que ofrecía grandes posibilidades
económicas. Las disputas con Portugal sobre la posesión de los nuevos territorios dieron
lugar a la firma del Tratado de Tordesillas (junio de 1494). En el se establecía el reparto
de las zonas de influencia en el Atlántico entre ambas entidades políticas. La línea de
separación sería el meridiano situado a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde
(archipiélago ubicado frente a las costas de Senegal). El espacio situado al occidente del

4
Braudel, Fernand, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Vol. I. México,
Fondo de Cultura Económica, 1976, págs. 618-621 y 628-630. [1ª edición en francés: París, Armand
Colin, 1949]. Szmolka Clares, José, “Granada y la política norteafricana de los Reyes Católicos (1492-
1516)”, Anuario de Historia Contemporánea, vol. VIII, 1981, págs. 45-82. Suárez Fernández, Luis, Los
Reyes Católicos, Barcelona, Ariel, 2005, págs 817-820. Alonso Acero, Beatriz, Cisneros y la conquista
española del norte de África: cruzada, política y arte de la guerra, Madrid, Ministerio de Defensa, 2006,
sobre todo págs. 91-209 y 225-262. Devereux, Andrew W, “North Africa in Early Modern Spanish
political tought”, Journal of Spanish Culture Studies, vol. XII, 2011, págs. 275-291.
5
Thomas, Hugh, El Imperio español: de Colón a Magallanes, Barcelona, Planeta, 2003. [1ª edición en
inglés: London, Weidenfeld and Nicolson, 2003].

2
meridiano pertenecería a Castilla, y el oriental a los portugueses. Así se legitimó la
posesión de Castilla sobre las tierras recién descubiertas6.
El último era consecuencia del choque entre los intereses de la Casa de Aragón y
la monarquía francesa, en línea con la tradición catalano-aragonesa, pero en contraste
con la amistad bajomedieval entre Francia y Castilla. El interés de Fernando el Católico
por Italia era evidente, ya que Cerdeña (1324) y Sicilia (1409) formaban parte de la
Corona de Aragón. Además, en 1442 el monarca Alfonso V el Magnánimo (1416-
1458), incrementó sus dominios con la incorporación de Nápoles. Pero a su muerte el
reino fue separado del resto de territorios de la Corona de Aragón, constituyéndose en
reino independiente, gobernado por hijo bastardo Ferrante I (1458-1494). Pero la
caótica situación existente en el sur de Italia animó al monarca francés Carlos VIII a
intervenir, reivindicando este territorio al considerarse heredero de los derechos de la
casa de Anjou (adquiridos de su abuela María de Anjou, hija de Luis II de Anjou, rey de
Nápoles). Para asegurarse la neutralidad de Fernando de Aragón, suscribió el Tratado de
Barcelona (enero de 1493), mediante el cual restituyó el Rosellón y la Cerdaña
(entregados en 1462 por Juan II de Aragón a Luis XI de Francia por el apoyo prestado a
éste en la guerra civil catalana, que le enfrentó a la Generalidad por el control político
del Principado). Además formalizó sendos acuerdos con Inglaterra y el Sacro Imperio,
gracias a los cuales consiguió aislar al rey napolitano.
En enero de 1494 se produjo el fallecimiento de Ferrante, y el ascenso de
Alfonso II. Pero éste abdico en su hijo mayor, Ferrante II, cuando Carlos VIII invadió
Nápoles (dando comienzo a un conflicto que se prolongó hasta 1498) y se coronó rey en
febrero de 1495. Ante esta situación, Ferrante II pidió ayuda a Fernando el Católico, que
accedió a socorrerle con la condición de que asumiera los gastos que acarreara dicha
intervención y le cediera cinco plazas en el sur de Calabria: Regio, Crotona, Squillace,
Tropea y Amantea. Un mes más tarde se constituyó la Liga de Venecia, integrada por
España, el Papado, el Emperador, Milán y Venecia, para expulsar a los franceses7.

6
Martín Acosta, María Emelina, Isabel I de Castilla y América: hombres que hicieron posible su política,
Valladolid, Instituto Interuniversitario de Estudios de Iberoamérica y Portugal, 2003. Serna, Mercedes, La
conquista del Nuevo Mundo. Textos y documentos de la aventura americana, Madrid, Castalia, 2012.
Hernández Sánchez-Barba, Mario, “Armadas descubridoras”, O´Donnell y Duque de Estrada, Hugo
(coord.), Historia Militar de España. Tomo III. Vol. I, Madrid, Ediciones del Laberinto-Ministerio de
Defensa, 2009, págs. 17-41.
7
Del Val Valdivieso, María Isabel, “La política exterior de la monarquía castellano aragonesa en época
de los Reyes Católicos”, Investigaciones históricas: época moderna y contemporánea, vol. XVI, 1996,
págs. 11-278. Salvador Esteban, Emilia, “De la política exterior de la Corona de Aragón a la política

3
Las tropas españolas, dirigidas por D. Gonzalo Fernández de Córdoba (el Gran
Capitán), se dirigieron al sur de Italia, pero fueron derrotadas por los franceses en la
batalla se Seminara (junio de 1495). Aunque en los meses siguientes consiguió
recomponer la situación y recuperó el terreno perdido. El cambio de tendencia se
evidenció con la toma de Atella (julio 1496), gracias a la cual la mayor parte de las
plazas que permanecían bajo dominio francés (únicamente fueron capaces de conservar
Calabria, Venosa, Tarento y Gaeta) pasaron a manos de Ferrante II de Nápoles. A esta
victoria se sumó la obtenida en la toma del puerto de Ostia (marzo 1497), que había sido
ocupado por los franceses al comienzo de la contienda. El fallecimiento de Carlos VIII
(en abril de 1498), motivó que su sucesor, Luis XII entablara negociaciones con los
españoles para poner fin al conflicto, que concluyeron con la firma del Tratado de
Marcoussis (agosto de 1498)8.
Pero se trataba de un acuerdo de circunstancias, pues Luis XII también tenía
aspiraciones sobre el sur de la península italiana. Al igual que su predecesor, en un
primer momento optó por alcanzar sus objetivos mediante la diplomacia. De este modo,
en noviembre de 1500 firmó con Fernando el Católico el Tratado de Granada, por el
cual ambos se repartían el Reino de Nápoles. De este modo, en octubre de 1501
Federico I fue depuesto y su territorio dividido entre Francia y España, ocupando los
franceses la mitad norte, mientras que las fuerzas españolas (de nuevo al mando del
Gran Capitán) hicieron lo propio con la parte meridional. Una vez consumada la
conquista surgieron discrepancias en cuanto a la línea que dividiría ambas regiones, que
dieron lugar a un nuevo conflicto en junio de 1502. Al igual que en la anterior
contienda, el inicio fue desfavorable a las armas españolas, pues los franceses
consiguieron sitiar a Fernández de Córdoba en la Barletta. Pero éste fue capaz de
romper el cerco y los derrotó a los franceses en las batallas de Seminara, Ceriñola
(ambas en abril 1503) y Garellano (diciembre de 1503). Como consecuencia los

exterior de la Monarquía Hispánica de los Reyes Católicos”, Ribot García, Luis Antonio, Valdeón
Baruque, Julio y Maza Zorrilla, Elena (coords), Isabel la Católica y su época, Vol. I. Valladolid, Instituto
Universitario de Historia Simancas, 2007, págs. 731-746.
8
Jiménez Estrella, Antonio, “D. Gonzalo de Córdoba: el genio militar y el nuevo arte de la guerra al
servicio de los Reyes Católicos”, Chronica Nova, vol. XXX, 2003-2004, págs. 191-211. Galasso,
Giuseppe, El Reino de Nápoles y la monarquía de España: entre agregación y conquista (1485-1535),
Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2004. Ladero Quesada, Miguel Ángel,
“Fuerzas navales y terrestres de los Reyes Católicos en la primera guerra de Nápoles (1494-1497),
Revista de Historia Naval, vol. C, 2008, págs. 11-58.

4
franceses se retiraron, y por el Tratado de Lyon (febrero de 1504) Nápoles fue
incorporado a la Corona de Aragón9.
Esta activa política exterior se vio complementada con una política matrimonial
no menos dinámica, cuyo objetivo era acercar posiciones con Inglaterra y Borgoña para
aislar a Francia10. Una de las consecuencias de estos enlaces, junto con la crisis
sucesoria ocurrida en Castilla a la muerte de la reina Isabel, motivaron el acceso al trono
de España de su nieto Carlos (1516-1556)11. La llegada de la Casa de Habsburgo supuso
un punto de inflexión en la trayectoria de la monarquía española, pues concentró en su
figura la herencia de Castilla, Aragón, Borgoña y los Habsburgo, convirtiéndose en el
primer gobernante en regir un imperio a escala mundial12.
Precisamente este hecho ha sido considerado como un intento de establecer un
poder hegemónico en Europa, si bien la mayor parte de los conflictos en los que se vio
envuelto Carlos V tuvieron una motivación eminentemente defensiva, que buscaba

9
Hernando Sánchez, Carlos, Castilla y Nápoles en el siglo XVI: el virrey Pedro de Toledo: linaje, estado
y cultura (1532-1553), Valladolid, Consejería de Cultura y Turismo, 1994. Ídem, “El Gran Capitán y los
inicios del virreinato de Nápoles. Nobleza y estado en la expansión europea de la monarquía bajo los
Reyes Católicos”, Ribot García, Luis Antonio, Carrasco Martínez, Adolfo y Adao da Fonseca, Luis
(coords.), El Tratado de Tordesillas y su época, Vol. III. Valladolid, Sociedad V Centenario del Tratado
de Tordesillas, 1995, págs. 1817-1854. Quatrefages, René, La revolución militar moderna. El crisol
español, Madrid, Ministerio de Defensa, 1996, págs. 119-176. Galasso, Giuseppe, En la periferia del
Imperio. La monarquía hispánica y el reino de Nápoles, Barcelona, Península, 2000, págs. 24-30. [1ª
edición en italiano: Torino, G. Einaudi, 1994]. Hernando Sánchez, Carlos, El reino de Nápoles en el
Imperio de Carlos V: la consolidación de la conquista, Madrid, Sociedad Estatal para la conmemoración
de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001.
10
Respecto a Borgoña, en 1496 se celebró el enlace entre la princesa Juana y Felipe de Austria (hijo de
Maximiliano I de Habsburgo y de María de Borgoña), padres del futuro Carlos V, que vincularía a la
monarquía de España con Flandes y el Sacro Imperio durante casi dos siglos. Por otra parte, el año
siguiente tuvo lugar otro casamiento entre príncipes de estas dos casas, el príncipe Juan con la
archiduquesa Margarita (hermana de Felipe de Austria), que sin embargo tuvo una duración efímera, pues
Juan falleció seis meses después. En el caso de Inglaterra, en 1501 se acordó el matrimonio de María con
el heredero al trono inglés, el príncipe Arturo, que solo duró unos meses, pues este falleció en abril de
1502. En 1509 se casó con el hermano de su difunto marido, el rey Enrique VIII, convirtiéndose en reina
consorte de Inglaterra hasta 1533, cuando el monarca inglés hizo que se declarara nulo el matrimonio para
casarse con Ana Bolena.
11
Fernández Álvarez, Manuel, “La crisis sucesoria a finales del reinado de Isabel la Católica”, Valdeón
Baruque, Julio (ed), Sociedad y economía en tiempos de Isabel la Católica, Valladolid, Ámbito, 2002,
págs. 249-262. Carretero Zamora, Juan Manuel, “Crisis sucesoria y problemas en el ejercicio del poder en
Castilla, 1504-1518”, Foronda, François, Genet, Jean Philippe y Nieto Soria, José Manuel (dirs), Coups
d’État à la fin du Moyen Age?: aux fondements du pouvoir politique en Europe occidentale, Madrid, Casa
de Velázquez, 2005, págs. 575-593.
12
La herencia castellana se tradujo en los dominios de la Corona de Castilla, incluida Navarra, las islas
Canarias, las plazas conquistadas en el norte de África y los territorios descubiertos en el Nuevo Mundo.
En cuanto a la aragonesa, consistía en los estados de la Corona de Aragón (Aragón, Valencia y Cataluña),
las islas Baleares, Cerdeña, Sicilia y Nápoles. La herencia borgoñona estaba formada por los Países
Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado (también conocido como condado de Borgoña). La herencia
habsbúrgica, abarcaba los territorios patrimoniales de la familia en Austria, y el acceso al trono del Sacro
Imperio Romano Germánico.

5
conservar intacta la herencia que había recibido13; mientras que la idea de monarquía
universal respondía más al anhelo de algunos intelectuales de la época que a los deseos
del propio Carlos14. Por otra parte, debe tenerse en cuenta que las disputas entre el
Emperador y las distintas entidades políticas del Sacro Imperio eran algo habitual, si
bien la Reforma protestante introdujo una nueva dimensión a las mismas. Algo similar
ocurrió con respecto a la lucha contra el Islam y, en menor medida, en la pugna
sostenida con los monarcas franceses, aunque durante esos años se desarrollaron con
una intensidad que no se había producido durante el reinado de los Reyes Católicos15.
De tal manera es difícil sostener la idea de que pretendiera imponer un dominio
sobre Europa al modo napoleónico. Pero ello no es óbice para afirmar que de haber
alcanzado todos sus objetivos se hubiera encontrado, aún sin proponérselo, en
condiciones de establecer tal modo de gobierno. Si bien la política exterior del
Emperador fue mucho más realista y conservadora de lo que parece, alejada de
planteamientos utópicos, pues desde esas décadas se pueden apreciar algunas de las
constantes que regirán la acción de la monarquía de España en el exterior: mantener el
corazón del Imperio libre de conflictos, llevando la guerra a territorio enemigo y, como
no podía ser menos en una entidad política de carácter mundial, asegurar las
comunicaciones, tanto terrestres como marítimas entre los diferentes territorios que la
integraban16. Finalmente, su proyecto político fracaso debido a la oposición de Francia
(que no tuvo ningún problema en aliarse con el principal enemigo de la Cristiandad, los
turcos), los príncipes alemanes y el Imperio Otomano, cuya amenaza se cernía tanto
sobre Europa como en el Mediterráneo y el Papado, que recelaba ante el excesivo poder
que acumulado por Carlos V17.

13
Pérez, Joseph, “La idea imperial de Carlos V”, El Emperador Carlos V y su tiempo, Madrid, Deimos,
2000, págs. 35-48. Molinié-Bertrand, Annie, Charles Quint et la monarchie universelle, Paris, Presses de
l’Université de Paris-Sorbonne, 2001. Alvar Ezquerra, Alfredo, “Teoría y praxis imperial en tiempos de
Carlos V. El camino hacia la construcción de un <<imperio funcional>>”, Revista de Historiografía, vol.
XIV, 2011, pags. 155-166.
14
Schmidt, Peer, “Monarchia universalis versus monarchie universales: el programa imperial de Gattinara
y su contestación en Europa”, Martínez Millán, José (coord.), Carlos V y la quiebra del humanismo
político en Europa (1530-1558), Vol. I. Madrid, Sociedad Estatal para la conmemoración de los
centenarios de Felipe II y Carlos V, Madrid, 2001, págs. 115-130.
15
Fernández Álvarez, Manuel, Política mundial de Carlos V y Felipe II, Madrid, CSIC, 1966, págs. 281-
283.
16
Borreguero Beltrán, Cristina, “Logros del Imperio español: el poder militar y diplomático”, en García
Hernán, Enrique (ed), La Historia sin complejos. La nueva visión del Imperio español (estudios en honor
de J.H. Elliott), Madrid, Actas, 2009, págs. 100-101.
17
Bertomeu Masiá, María José, La guerra secreta de Carlos V contra el Papa. La cuestión de Parma y
Piacenza en la correspondencia del cardenal Granvela, Valencia, Universidad de Valencia, 2009.

6
Al igual que había sucedido en el reinado de los Reyes Católicos, la pugna
franco-española se dirimió sobre todo en Italia. El punto de partida era el Tratado de
Noyon (firmado en julio de 1516 entre Carlos I y Francisco I de Francia) por el cual se
reconocía la posesión española de Nápoles, así como la presencia francesa en Milán
(asegurada tras su victoria en la batalla de Marignano, septiembre de 1515, frente a
Venecia, Milán y la Confederación Helvética, dentro del conflicto conocido como
Guerra de la Liga de Cambrai, que tuvo lugar entre 1508 y 1516). No obstante, se
trataba de un acuerdo impuesto por las circunstancias: la muerte de Fernando el
Católico, la juventud de su sucesor y su ausencia de España.
Pronto se evidenció la fragilidad de la paz entre ambas monarquías, pues
aprovechando que Carlos había abandonado España para su coronación como Rey de
Romanos en Aquisgrán, y su ulterior elección como Emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico18, acontecida en octubre de 1520 (si bien no fue coronado por el
Papa, en la ciudad de Bolonia, hasta febrero de 153019); así como los problemas
internos derivados de la rebelión comunera, Francisco I invadió España con la excusa de
defender los derechos de la Casa de Albret a la Corona de Navarra (incumpliendo el
Tratado de Noyon). El ataque francés, por Irún y Fuenterrabía, fue capaz de ocupar
Guipúzcoa y Navarra, llegando hasta el río Ebro. No obstante la reacción castellana
permitió expulsarles al otro lado de los Pirineos, si bien conservaron Fuenterrabía hasta
152420. A esta expedición la siguieron otras sobre los Países Bajos e Italia. Precisamente
fue aquí donde se evidenció la respuesta española, más en concreto en Milán, donde
apoyados por tropas imperiales y de los Estados Pontificios, consiguieron imponerse a
los franceses y sus aliados venecianos en la batalla de Bicoca (abril 1522), lo que
permitió también tomar Génova (mayo 1522). Tras esta victoria, Carlos V se dirigió a

18
El Sacro Imperio Romano Germánico fue una entidad política nacida en el año 962, de una de las tres
partes (Francia oriental) en que se dividió el Imperio carolingio. Mantuvo una organización monárquica y
corporativa, a cuya cabeza se situaba el Emperador, y por detrás se encontraban los príncipes electores
(que eran quienes le designaban, y en virtud de la Bula de Oro, promulgada en 1356, quedaron
establecidos en siete: los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, el rey de Bohemia, el conde del
Palatinado, el duque de Sajonia y el margrave de Brandenburgo) y la Dieta Imperial (su principal órgano
legislativo). Se trataba de un poder más simbólico que otra cosa, pues sus poderes se encontraban
fuertemente limitados y no podía tomar ninguna decisión importante sin el beneplácito de la Dieta.
Desapareció en 1806, cuando el Emperador Francisco II renunció a la corona imperial tras ser derrotado
por Napoleón, pasando a ostentar, desde ese momento, el título de emperador de Austria.
19
Martínez Millán, José, Rivero Rodríguez, Manuel y Pizarro Llorente, Henar, “Las repercusiones
diplomáticas de la elección imperial”, Martínez Millán, José (coord.), La Corte de Carlos V, Vol. I, Tomo
I, Madrid, 2000, págs. 261-282.
20
García Mercadal, José, Imperio y acción, Carlos V y Francisco I, Zaragoza, Librería General, 1943.

7
Inglaterra, donde firmó con Enrique VIII el Tratado de Windsor (junio 1522), en virtud
del cual el monarca inglés aceptaba entrar en la contienda contra Francia21.
En abril de 1524 los franceses invadieron nuevamente el Milanesado, pero
fueron rechazados por las fuerzas españolas en el río Sesia. En esos momentos Carlos V
optó por invadir la región francesa de la Provenza, llegando a asediar Marsella en
agosto de 1524, pero ante la llegada de refuerzos franceses, hubo de levantar el sitio un
mes más tarde. El ejército francés, a cuyo frente iba el propio Francisco I, cruzó los
Alpes y reconquistó Milán (noviembre de 1524). Las fuerzas españolas (al mando de D.
Antonio de Leyva) se reagruparon en la localidad de Pavía, y los franceses, animados
por sus últimos éxitos, se dirigieron hacia ella con el objetivo de expugnarla. A lo largo
del mes de enero llegaron refuerzos españoles y alemanes (comandados por D.
Fernando Dávalos, marqués de Pescara, y D. Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles),
gracias a los cuales se consiguió atrapar a los franceses entre dos fuegos, siendo
completamente derrotados en febrero de 1525, cayendo prisionero el propio monarca
francés22. La contienda concluyó en enero de 1526 con la firma del Tratado de Madrid,
en la que Francia renunciaba a sus derechos sobre el Milanesado (que pasaría a estar
gobernado por Francisco II Sforza), Nápoles, Borgoña y Flandes. Si bien nada más
volver a Francia derogó el Tratado, alegando que lo había firmado bajo coacción23.
La paz duró sólo unos meses, pues en mayo de 1526, a instancias del Papa
Clemente VII, preocupado por el triunfo de Carlos V sobre los franceses, constituyó una
coalición antihabsburgo, conocida como la Liga de Cognac, a la que se unieron
Venecia, Florencia, Milán, Francia e Inglaterra. En el curso de esta nueva contienda se
produjo el célebre saco de Roma (mayo 1527), protagonizado por las tropas de Carlos
V24. En 1528 Francisco I invadió Milán y atacó Nápoles, pero la llegada de una
importante remesa de metales precisos procedentes de las Indias, junto con la defección
de Andrea Doria, que abandonó a los franceses y puso a disposición de Carlos V su
escuadra de galeras, revirtió la situación a favor de España, pues las tropas francesas se

21
Rodríguez Salgado, María José, “La Granada, el León, él Águila y la Rosa (las relaciones con
Inglaterra, 1496-1525)”, Belenguer, Ernest (coord.), De la Unión de Coronas al Imperio de Carlos V,
Vol. III, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2001, págs. 315-356.
22
Díaz Gavier, Mario, Pavía 1525: la tumba de la nobleza francesa. Madrid, Almena, 2008.
23
Rodríguez Villa, Antonio, Italia desde la batalla de Pavía hasta el Saco de Roma: reseña histórica
escrita en su mayor parte con documentos originales, inéditos y cifrados, Madrid, Luis Navarro, 1885,
págs. 77-109.
24
Vaquero Piñeiro, Manuel, “Los españoles en Roma y el Saco de 1527”, Hernando Sánchez, Carlos José
(coord.), Roma y España. Un crisol de la cultura europea en la Edad Moderna, Vol. I, Madrid, Sociedad
Estatal para la Acción Cultural Exterior, 2007, págs. 249-266.

8
rindieron en Aversa (agosto de 1528) y posteriormente fueron vencidas en la batalla de
Landriano (junio de 1529)25.
Estos acontecimientos motivaron la reconciliación entre el Papa y Carlos V,
confirmada en el Tratado de Barcelona (junio 1529), así como la búsqueda de un
acuerdo entre España y Francia, que fue negociado por Luisa de Saboya, madre de
Francisco I, y Margarita de Austria, tía de Carlos V, y ratificado en la Paz de Cambrai o
Paz de las Damas (agosto 1529). En ella el rey de Francia renunciaba a Italia, a Flandes
y Artois, al tiempo que entregaba Tournai al soberano español, mientras que éste
aceptaba la pérdida del ducado de Borgoña (pero no el título ducal) a manos de
Francia26.
La muerte de Francisco II Sforza, acontecida en octubre de 1535, ocasionó un
nuevo conflicto entre España y Francia, pues Carlos V reclamó el ducado de Milán para
su hijo Felipe (que desde ese momento se convirtió en posesión española hasta 1706).
Francisco I invadió el Piamonte, conquistando Turín, aunque fracasó en su intentó de
tomar Milán. Por su parte, Carlos V invadió Provenza, obligándole al monarca francés a
retirarse. El agotamiento de ambos contendientes facilitó que una propuesta de paz,
auspiciada por el Papa Paulo III, fuese atendida. En junio de 1538 se formalizó la
Tregua de Niza, por la que los franceses conservaron Turín. Si bien ambos soberanos se
comprometieron a unir sus fuerzas contra turcos y luteranos durante un periodo de 10
años, además de colaborar para convocar un Concilio General de la Iglesia Católica27.
Tras el fallido ataque español sobre Argel (octubre 1541), Francisco I volvió a la
carga, y en julio de 1542 declaró la guerra a Carlos V28. Éste lanzó sendos ataques sobre
los Países Bajos y Perpiñán. Como respuesta se buscó un acercamiento a Inglaterra, que
cristalizó en febrero de 1543 con la firma de un acuerdo con Enrique VIII, y dos meses
más tarde entró en la contienda apoyando a España. Mientras tanto, un ataque naval
combinado de las flotas francesa y turca tomó Niza (agosto 1543) y asoló el Levante

25
Lapeyre, Henri, Carlos Quinto, Barcelona, Oikos-tau, 1972, págs. 40-42. [1ª edición en francés: Paris,
Presses Universitaires de France, 1971].
26
Fernández Álvarez, Manuel, Carlos V. El César y el hombre, Madrid, Planeta, 2007, págs 383-385. [1ª
edición: Madrid, Espasa-Calpe, 1999].
27
Fernández Álvarez, Manuel, “Españoles e italianos en el Quinientos: el gobierno del Milanesado”,
Pueblos, naciones y estados en la Historia (Cuartas Jornadas de Estudios Históricos organizadas por el
Departamento de Historia Medieval, Moderna y Contemporánea de la Universidad de Salamanca),
Salamanca, Universidad de Salamanca, 1994, págs. 57-76.
28
Isom-Verhaaren, Christine, Allies with the infidel. The Ottoman and French alliance in the sixteenth
century, London-New York, I.B. Tauris, 2011.

9
español29. Una vez conseguido al apoyo inglés, el Emperador buscó la colaboración de
los príncipes alemanes, sin importarle si profesaban la fe luterana o si pertenecían a la
Liga de Esmalcalda (asociación de príncipes protestantes alemanes, creada en 1531,
cuyas cabezas eran Felipe de Hesse y Juan Federico de Sajonia), lo que consiguió en la
Dieta de Spira (febrero 1544). El contraataque español se produjo en el norte de Italia,
donde se intentó tomar la ciudad de Turín, pero los franceses consiguieron imponerse en
la batalla de Cerisoles (abril 1544), si bien fueron incapaces de aprovechar su triunfo
para tomar Milán30. Además, dos meses más tarde las fuerzas españolas derrotaron a un
ejército de mercenarios italianos contratados por Francia en la batalla de Serravalle, con
lo que se estabilizó la situación. De nuevo las dificultades financieras, y la atención de
otros compromisos (en este caso los asuntos internos alemanes), movieron a los
contendientes a alcanzar un acuerdo para suspender las hostilidades. Así Carlos V y
Francisco I suscribieron la Paz de Crépy (septiembre 1544), por la que se volvía a la
situación existente en 1538. No obstante, Francia e Inglaterra continuaron la guerra
hasta junio de 1546, momento en que firmaron el Tratado Ardres31.
El siguiente conflicto del Emperador con los Valois se dirimió con el sucesor de
Francisco I, fallecido en marzo de 1547, Enrique II. El origen de la contienda se
encuentra en el acercamiento entre los príncipes luteranos (encabezados por Mauricio
de Sajonia, antiguo aliado del Emperador) y el monarca francés, que se materializó en el
Tratado de Chambord (enero de 1552). Según este acuerdo, Francia se comprometía
apoyarles económicamente y a colaborar en el restablecimiento de las libertades
alemanas, a cambio de los obispados de Metz, Toul y Verdún. De este modo, Enrique II
lanzó una ofensiva para apoderarse de estos territorios, al tiempo que las tropas
imperiales fueron derrotadas en Innsbruck, donde el propio Carlos V estuvo apunto de
ser capturado por Mauricio de Sajonia. En los años siguientes todos los esfuerzos del
Emperador se centraron en la recuperación de dichos obispados, si bien no tuvo éxito en
su tarea32.

29
Garnier, Edith, L’alliance impie: François Ier et Soliman le Magnifique contre Charles Quint, 1529-
1547, Paris, Félin, 2008.
30
Mallett, Michael y Shaw, Christine, The Italian wars, 1494-1559. War, state and society in Early
Modern Europe, London, Pearson Education, 2012, págs. 277-285.
31
Mulgan, Catherine, Renaissance monarchies, 1469-1558, Cambridge, Cambridge University Press,
1998, págs.35-63.
32
Rady, Martyn, Carlos V, Barcelona, Altaya, 1997, págs. 148-154. [1ª edición en inglés: London-New
York, Longman, 1988.

10
La ofensiva otomana sobre la Europa cristiana fue otro de los desafíos a los que
se debió enfrentar Carlos V. A este respecto, desde comienzos de la década de los 20 se
produjo un primer envite sobre la Cristiandad, reflejada en la toma de Belgrado (1521) y
la isla de Rodas (1522). Pero el acontecimiento más importante fue la derrota de Luis II
de Hungría en la batalla de Mohacs (agosto 1526) frente a las tropas turcas de Solimán
el Magnífico, que supuso la incorporación de la mayor parte de su territorio al Imperio
Otomano, dejando el camino libre hacia Viena, que sufrió un duro asedio entre
septiembre y octubre de 1529 (levantado en gran medida por la presencia entre los
defensores de una fuerza de arcabuceros españoles, y que intentaron repetir en 1532, si
bien fueron rechazados antes de llegar a la ciudad)33.
Previamente, en mayo de 1529, el pirata argelino Barbarroja, sometido a la
autoridad del Sultán, tomó el Peñón de Argel, al tiempo que devastó el litoral
mediterráneo. No obstante, la incorporación de la escuadra genovesa, al mando de
Andrea Doria, a la causa imperial tuvo un eficaz efecto disuasorio sobre estos piratas.
En 1532 tuvo lugar una importante ofensiva cristiana, que se centró en la península del
Peloponeso, donde se tomaron Patrás y Corone. Pero las dificultades logísticas
impidieron conservar estas conquistar, que fueron abandonadas en la primavera de
1534. Mientras tanto, Barbarroja lanzó un ataque contra el sur de Italia y conquistó
Túnez, comprometiendo aún más la seguridad de los reinos italianos meridionales. Pero
aprovechando uno de los escasos momentos de paz con Francia, y la llegada de fondos
procedentes de Castilla y el Papado, Carlos V organizó una gran expedición, en junio de
1535, en la que participaron tropas procedentes de España, Portugal, Italia y Flandes,
con el objetivo de tomar esta plaza, que cayó un mes más tarde34.

33
Rauscher, Peter y Edelmayer, Fiedrich, “La frontera oriental del Sacro Imperio en la época de Carlos
V”, Hispania, vol. LX (2000), págs. 853-880. Korpás, Zoltán, “La frontera oriental de la Universitas
Christiana entre 1526-1532: la política húngara y antiturca de Carlos V”, Sánchez-Montes González,
Francisco y Castellano, Juan Luis (coord.), Carlos V, europeísmo y universalidad, Vol. III. Madrid,
Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos II, 2001, págs. 321-336.
Ídem, “Las luchas antiturcas en Hungría y la política oriental de los Austrias: 1532-1541”, Edelmayer,
Fiedrich y Alvar Ezquerra, Alfredo (coords), Fernando I, 1503-1564: socialización, vida privada y
actividad pública de un Emperador del Renacimiento, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones
Culturales, 2004, págs. 335-370.
34
Alonso Acero, Beatriz, “El Mediterráneo de Carlos V: una perspectiva historiográfica”, El Emperador
Carlos y su tiempo. Jornadas Nacionales de Historia Militar, Madrid, Deimos, 2000, págs. 1127-1138.
Sánchez-Gijón, Antonio, “La Goleta, Bona, Bugía y África. Los presidios del Reino de Túnez en la
política mediterránea del Emperador”, Hernando Sánchez, Carlos José (coord.), Las fortificaciones de
Carlos V, Madrid, Ediciones del Umbral, 2000, págs. 625-651.

11
Tras la Paz de Niza, el Emperador emprendió una nueva campaña contra los
turcos, formando una coalición con Venecia y el Papado. En esta ocasión el objetivo era
la costa dálmata, pero la flota cristiana fue derrotada en Prevesa (septiembre 1538). Al
mes siguiente consiguieron tomar Castelnuovo (en la actual Montenegro), cuya defensa
fue encargada a las tropas españolas. En los meses siguientes Venecia abandonó la
alianza, mientras que la flota de Doria se retiró hacia Otranto, dejando a las fuerzas
españolas (unos 4.000 hombres) aisladas. Los turcos reunieron un numeroso ejército (en
torno a los 50.000 soldados) al mando de Barbarroja y se lanzaron al asedio de la plaza,
que finalmente fue tomada en julio de 1539, pero al precio de sufrir unas enormes bajas,
que se cifraron en 20.000-25.000 efectivos)35.
Este revés motivó que Carlos V optara por concentrar todos sus recursos para
hacer frente a este peligro. En octubre de 1541 se concentró una armada en Mahón con
el objetivo de conquistar Argel (base de operaciones de Barbarroja). Pese a que se pudo
desembarcar a la mayor parte de la infantería, una gran tempestad deshizo la armada e
impidió su abastecimiento. Como consecuencia, los expedicionarios sufrieron grandes
pérdidas y no se pudo culminar esta empresa. La muerte de Barbarroja, en 1546, no
supuso el fin de los ataques berberiscos, pues fueron continuados por su sucesor,
Dragut, quien conquistó Trípoli (1551) y Bujía (1555), dificultando aún más las
comunicaciones entre España e Italia36.
Una vez asumido el fracaso de su proyecto político, y consumada la división
religiosa de Europa, optó por cambiar de estrategia37. Por ese motivo acordó el
matrimonio de su hijo Felipe con María Tudor, que se celebró en 1554, con la clara
finalidad de contener la amenaza francesa. Pero tras este viraje no solo se encontraban
razones de índole internacional, sino que también se debió a un análisis mucho más
práctico de la realidad económica y estratégica de la monarquía, cuyo principal objetivo
era la constitución de una entidad política capaz hacer frente a Francia, estructurada en

35
Laborda Barceló, Juan, “Las campañas africanas de la Monarquía Hispánica en la primera mitad del
siglo XVI”: Vélez de la Gomera, un nuevo tipo de guerra”, García Hernán, Enrique y Maffi, Davide
(coords), Guerra y Sociedad en la Monarquía Hispánica: política, estrategia y cultura en la Europa
Moderna (1500-1700), Vol. I, Madrid, Fundación Mapfre-Ediciones del Laberinto-CSIC, 2006, págs,
103-120.
36
Pardo Molero, Juan Francisco, La defensa del Imperio: Carlos V, Valencia y el Mediterráneo, Madrid,
Sociedad Estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001. Laborda
Reston, James, Defenders of the faith: Charles V, Suleyman the Magnificent and the battle for Europe,
1520-1536, New York, Penguin Press, 2009.
37
Rodríguez-Salgado, María José, The changing face of empire: Charles V, Philip II and Habsburg
authority, 1551-1559, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, págs. 137-168.

12
torno a cuatro pilares: Inglaterra, los Países Bajos, Milán y España38. El siguiente paso
fue retirarse a Flandes donde, entre octubre de 1555 y enero de 1556, en las conocidas
como Abdicaciones de Bruselas, tomó la decisión de abandonar sus responsabilidades
de gobierno (dejando la Corona española y todas sus posesiones a su hijo Felipe,
mientras que la Corona imperial y los territorios patrimoniales de los Habsburgo
pasaron a su hermano Fernando) y retirarse al monasterio de Yuste (Cáceres), donde
murió en septiembre de 1558.
Pero el gran logro de Carlos V fue la consolidación de la presencia española en
el Nuevo Mundo, lo que permitió articular un imperio de dimensiones mundiales y, al
mismo tiempo, garantizar el acceso a los metales preciosos de una manera generalizada,
que en gran medida permitieron financiar su política en Europa. Esto fue posible gracias
a dos acontecimientos. El primero de ellos fue la conquista de México, emprendida en
febrero de 1519. En un principio se trataba de una expedición auspiciada por el
gobernador de Cuba, Diego Velázquez, que encargó esta tarea a Hernán Cortes, pero en
última instancia se echó atrás y ordenó su cancelación. Pero éste desobedeció sus
órdenes y, por su cuenta, partió de Cuba con 11 navíos y 400 soldados. Nada más
desembarcar en tierras mexicanas, donde fundó Veracruz, tuvo lugar un acontecimiento
capital para el devenir de su misión, pues trabó contacto con varias tribus sometidas a
los aztecas, que posteriormente le apoyarían en su misión39.
En el mes de agosto inició la marcha hacia Tenochtitlán, la capital del reino
azteca, y en noviembre hizo su entrada en ella de forma pacífica, capturando a su
soberano, Moctezuma. Cuando parecía que Cortés tenía la situación controlada, debió
abandonar la ciudad para hacer frente a una expedición enviada por el gobernador
Velázquez contra él, encabezada por Pánfilo de Narváez, y dejó en ella a Pedro de
Alvarado. Pero durante su ausencia fue incapaz de mantener el frágil equilibrio que
mantenían ambas comunidades, pues tras atacar a los aztecas durante una fiesta
religiosa rompió la tregua, obligando a los españoles y a sus aliados a pasar a la
defensiva, y cuando Cortés regresó se vio obligado a abandonar Tenochtitlán en la
llamada Noche Triste (30 de junio de 1520). Gracias a sus buenas relaciones con las
tribus contrarias a los aztecas, aunque también a los refuerzos enviados desde Cuba,

38
Tracy, James D., Emperor Charles V, empresario of war: campaign, strategy, international finance
and domestic politics, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, págs. 305-316.
39
Restall, Matthew y Fernández-Armesto, Felipe, Los conquistadores: una breve introducción, Madrid,
Alianza, 2013, págs. 48-52. [1ª edición en inglés: Oxford, Oxford University Press, 2012].

13
pudo reorganizar sus fuerzas y retomar la ofensiva, consiguiendo una decisiva victoria
en la batalla de Otumba (julio de 1520). Este triunfo le permitió afianzar su posición y
afrontar su siguiente desafío: la toma de la capital del reino azteca. En mayo de 1521 se
inició el sitio de la ciudad, que cayó tres meses más tarde (13 de agosto),
incorporándose su territorio a la Corona española40.
La actuación de Hernán Cortés (que no olvidemos había sido posible porque
había desobedecido una orden) fue legitimada por Carlos V, quien en octubre de 1522 le
nombró gobernador y capitán general de Nueva España. Pero Cortés no se detuvo allí,
sino que amplió sus conquistas mucho más allá de las fronteras del reino azteca, y
únicamente los mayas (hasta 1544) conservaron su independencia. A su regreso a
España en 1529 fue recibido con los máximos honores por el Emperador, que le
concedió el título de marqués del valle de Oaxaca, si bien le desposeyó de todos sus
cargos oficiales41.
El segundo gran suceso fue la conquista del Imperio inca, llevada a cabo por
Francisco Pizarro. Su génesis se encuentra en la decisión de Pedro Arias Dávila,
gobernador de Castilla del Oro (jurisdicción que abarcaba el sureste de Centroamérica y
el norte de Sudamérica), quien en 1524 concedió permiso a Pizarro (junto con Diego de
Almagro y el eclesiástico Hernando Luque) para emprender una expedición con destino
a las tierras del sur42. Hasta el año 1527 llevó a cabo algunos viajes de reconocimientos,
alcanzando el golfo de Guayaquil (en la costa oeste de Ecuador). Llegados a este punto,
Pizarro regresó a España para tratar con la Corona los términos en los que iniciar una
expedición sobre las tierras situadas al sur, y en julio de 1529 (Capitulaciones de
Toledo) se le concedió el título de gobernador de todos los territorios que conquistara43.
En enero de 1531 zarpó de Panamá con unos 200 hombres (incluidos 27
caballos), desembarcando en Tumbes (en el norte de Perú). Se dirigió hacia el sur donde
trabó contacto con tribus locales, que le pusieron al día de las querellas internas entre
los incas, pues Atahualpa había arrebatado el trono a su legítimo propietario, su
hermano Huáscar, que fue encarcelado y posteriormente ejecutado. Pizarro vio en ello

40
Thomas, Hugh, La conquista de México, Barcelona, Planeta, 1994, págs. 511-584. [1ª edición en inglés:
London, Pimlico, 1994]. Vaca de Osma, José Antonio, Hernán Cortes, Barcelona, Planeta, 2007, págs.
159-207. [1ª edición: Madrid, Espasa-Calpe, 2000]
41
Duverger, Christian, Hernán Cortés. Más allá de la leyenda, Barcelona, Taurus, 2013, págs. 293-314.
42
Varón Gabai, Rafael, La ilusión del poder. Apogeo y decadencia de los Pizarro en la conquista del
Perú, Lima, Instituto de Estudios Peruanos-Instituto Francés de Estudios Andinos, 1996, págs. 38-52.
43
Lavallé, Bernard, Francisco Pizarro y la conquista del Imperio inca, Barcelona, Planeta, 2007, págs.
59-90. [1ª edición en francés: Paris, Payot-Rivages, 2004].

14
una ocasión única para alcanzar sus objetivos, y en octubre de 1532 marchó hacia el
interior del Imperio inca. A mediados de noviembre derrotó a las tropas de Atahualpa en
la batalla de Cajamarca, quien fue hecho prisionero por Pizarro. Al año siguiente
ejecutó a Atahualpa y entró en la capital, Cuzco, instaurando en el trono a Manco, uno
de sus hermanastros, estableciendo una especie de protectorado. En 1535 fundó la
ciudad Lima, recibiendo la confirmación de Carlos V en su cargo de gobernador, y
autorizó a Almagro a conquistar los territorios situados al sur, lo que supuso el inicio de
la conquista de Chile44.
Pronto surgieron diferencias entre ambos, pues Almagro regresó de Chile y trató
de hacerse con el puesto de Pizarro, quien fue capaz de apresarlo, ordenando su
ejecución en 1538; si bien el conquistador fue asesinado en 1541 por los partidarios de
su antagonista. La llegada del primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, en 1543 no
consiguió calmar los ánimos, pues éste había llegado con la misión de hacer cumplir la
legislación promulgada para evitar los abusos cometidos sobre la población indígena
(Leyes Nuevas, ideadas por Bartolomé de las Casas), lo que le ganó la animadversión de
la mayor parte de los colonos quienes, encabezados por Gonzalo Pizarro (hermano de
Francisco) se sublevaron y le derrotaron en la batalla de Iñaquito (enero de 1546),
siendo capturado y ejecutado45. No fue hasta 1548 cuando Pedro de Lagasca consiguió
restablecer el orden, pues fue capaz de imponerse a los rebeldes en la batalla de
Jaquijahuana (abril de dicho año), en la que Gonzalo Pizarro fue derrotado y
ajusticiado46.
En cuanto a la conquista de Chile, tras el abandono de Almagro fue continuada
por Pedro de Valdivia, quien fundó la ciudad de Santiago (1541). Pero la resistencia de
los mapuches dificultó cada vez más el avance español, y en batalla de Tucapel
(diciembre de 1553) fueron capaces de vender a Valdivia, quien encontró la muerte en
ese choque. Si bien el triunfo español en Mataquito (abril 1557) consiguió equilibrar las
cosas, aunque ello no supuso el control del territorio, pues durante las dos centurias

44
Lockhart, James, The men of Cajamarca. A social and biographical study of the first conquerors of
Perú, Austin, Institute of Latin American Studies-University of Texas Press, 1972, págs. 130-159.
45
Bataillon, Marcel, "La rébellion pizarriste enfantement de l’Amerique espagnole”, Diogène, vol. XLIII,
1963, págs. 47-63.
46
Bataillon, Marcel, “Les colons du Perou contre Charles Quint. Analyse du mouvement pizarriste (1544-
1548), Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, vol. XXII, 1967, págs. 479-494.

15
siguientes continuaron los enfrentamientos y hubo zonas que nunca llegaron a
dominarse completamente47.
De este modo, a mediados del Quinientos la presencia española en las Indias
estaba firmemente consolidada. Pero la conquista del territorio no era más que una parte
de un todo mucho más amplio, que acarreaba el mantenimiento de las comunicaciones
entre la metrópoli y los nuevos virreinatos. Esta fue una de las grandes preocupaciones
de Carlos V y sus sucesores, pues ya en 1521 ordenó la incorporación de mercantes
armados para proteger el tráfico mercantil entre ambas orillas del Atlántico, aunque no
fue hasta 1564 cuando se articuló el sistema de convoyes que perduró durante casi 150
años48.
A mediados del siglo XVI se hizo evidente la necesidad de constituir una fuerza
naval, cuya zona de actuación sería la comprendida entre el cabo de San Vicente, las
islas Canarias y las Azores, compuesta por un número variable navíos (entre seis y
ocho), que además de patrullar esa zona atlántica acompañaran a los mercantes en sus
viajes a América. Este fue el embrión de la denominada Armada de la Guardia de la
Carrera de las Indias, constituida en 1576 y costeada por los mercaderes sevillanos
mediante un impuesto que gravaba el valor de las mercancías que se transportaban al
Nuevo Mundo, o procedentes de el, así como los pasajeros que se embarcaban en sus
navíos49. En sus orígenes sus efectivos teóricos eran de ocho galeones y tres pataches
auxiliares, con una fuerza humana de de 1.100 marinos y 1.000 soldados.

47
Chauca García, Jorge, “Flandes Indiano. Guerra araucana y sociedad de frontera”, Jiménez Estrella,
Antonio y Lozano Navarro, Julián, (eds), Actas de la XI Reunión Científica de la FEHM, Granada,
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Granada-FEHM, 2010, págs. 974-985. Baraibar, Álvaro,
“Chile como un Flandes indiano en las crónicas de los siglos XVI y XVII”,.Revista Chilena de
Literatura, vol. LXXXV, 2013, págs. 157-177.
(http://www.revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/30187/31950. Consultado: 28-4-2015).
48
El modelo quedó establecido de la siguiente manera: todos los años se organizaba el viaje de dos flotas
desde España hasta las Indias. En abril, desde el puerto de Sevilla, zarpaba una de ellas con destino al
puerto de Veracruz (en el virreinato de Nueva España), escoltada por dos galeones, si bien al final del
trayecto algunos navíos se dirigían a Honduras y las Antillas. Ésta paso que pasó a ser conocida como la
Flota de Nueva España. En el mes de agosto partía la segunda, denominada Flota de Tierra Firme, que en
este caso tenía por puerto de arribada el de Nombre de Dios (poco después Portobelo), derivando navíos
hacia Cartagena de Indias y Santa Marta, e incluso se prolongaba hacia el Pacífico, alcanzando Panamá y
El Callao. Castro y Bravo, Federico, Las naos españolas en la Carrera de las Indias. Armadas y flotas en
la segunda mitad del siglo XVI, Madrid, Editorial Voluntad, 1927. Pérez Turrado, Gaspar, Las armadas
españolas de Indias, Madrid, Mapfre, 1992. Lucena Salmoral, Manuel, “Organización y defensa de la
Carrera de Indias”, España y América: un océano de negocios. Quinto Centenario de la Casa de la
Contratación, 1503-2003. Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2003, págs. 131-
146.
49
Céspedes del Castillo, Guillermo, “La avería en el comercio de Indias”, Anuario de Estudios
Americanos, vol. II, 1945, págs. 515-698.

16
Lo habitual era que la Armada de la Carrera de las Indias acompañase a la Flota
de Tierra Firme en su viaje de ida, donde recogería la plata procedente de la mina del
Potosí. Tras el invierno se dirigiría a La Habana, punto de reunión con la Flota de
Nueva España (cargada con cochinilla, pieles y plata de Zacatecas). Una vez reunidos
todos los navíos, emprendían juntos la navegación hacia España antes de que
comenzase la temporada de huracanes, arribando a lo largo del otoño. A pesar de su
notoria rigidez se reveló como un medio de lo más eficaz, pues los enemigos de España
únicamente se hicieron con ella en dos ocasiones durante cerca de un siglo y medio50.
Para completar este dispositivo, a instancias del Consejo de Indias, en 1575, se
recomendó la instauración de una fuerza naval permanente en el Caribe, pues los
pesados galeones se mostraron ineficaces ante los navíos ligeros de los corsarios,
compuesta por dos grupos de galeras, uno con base en Cartagena y otro alrededor de las
Antillas Mayores (Cuba, Jamaica, La Española y Puerto Rico), que fueron conocidas
con el nombre de armadas de Barlovento. Pero su actividad tampoco ofreció los
resultados esperados. Por ese motivo se comenzó a plantear la posibilidad de establecer
una armada de mayor potencia en las aguas del Caribe. Si bien su formación se fue
retrasando, año tras año, y no pudo ser instaurada hasta el establecimiento de un
entramado fiscal capaz de financiarla. Aún así, durante los primeros treinta años de su
existencia, no puede hablarse tampoco de la Armada de Barlovento como una defensa
estable en el Caribe, pues las necesidades la obligaron varias veces a abandonar aquellas
aguas para convoyar las flotas de Nueva España a la península51. Y unos años más
tarde, con motivo de la presencia de Drake en las costas del Pacífico (1578-1579), se

50
La primera fue en 1628, cuando la Flota de Nueva España (4 galeones y 11 mercantes) fue cercada en
la bahía de Matanzas por la armada holandesa (al mando de Piet Heyn), que consiguió hundir los cuatro
galeones y ocho mercantes. La pérdida de la armada le costaría la vida al general D. Juan de Benavides,
pues fue ejecutado en la horca en 1634. La segunda tuvo lugar entre 1656 y 1657, cuando en septiembre
de este primer año los galeones de Tierra Firme (que no habían confluido con la Flota de Nueva España
porque esta última decidió invernar en Veracruz ante la amenaza inglesa), fueron atacados frente a Cádiz
por una escuadra al mando del capitán Richard Stayner, quien consiguió capturar la capitana y uno de los
mercantes, hundiendo una urca y a la almiranta. Por su parte, la Flota de Nueva España salió de Veracruz
y arribó sin novedad en febrero de 1657 a Santa Cruz de Tenerife, desembarcando la plata y
escondiéndola en la isla por temor a que los ingleses la tomaran. Estos, al mando de Blake y el propio
Stayner, destruyeron a la armada española e impidieron la salida del tesoro. Domínguez Ortiz, Antonio,
“El suplicio de D. Juan de Benavides. Un episodio de la historia sevillana”, Archivo Hispalense. Revista
histórica, literaria y artística, vol. LXXVI, 1956, págs. 159-171. Capp, Bernard., Cromwell’s Navy. The
Fleet and the English Revolution, 1648-1660, Oxford, Clarendon Press, 1989, págs. 122-164. Martínez
Shaw, Carlos, “Las Flotas de Indias y la protección del tráfico atlántico bajo los Austrias”, Álcalá-
Zamora, José (coord.), La España oceánica de los siglos modernos y el tesoro submarino español,
Madrid, Real Academia de la Historia, 2008, págs. 65-84.
51
Torres Ramírez, Bibiano, La Armada de Barlovento, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos,
1981, págs. 1-5.

17
ordenó la formación de una armada que defendiera la ruta que enlazaba el puerto de
Arica, donde se embarcaba la plata peruana, con El Callao y posteriormente con
Panamá, lugar en el que el metal era transportado por tierra hasta Nombre de Dios-
Portobelo, donde era nuevamente cargado, en este caso en los galeones de la Flota de
Tierra Firme, hacia La Habana y posteriormente a Sevilla, que fue conocida como
Armada del Mar del Sur. Se ha apuntado el año 1591 como el momento de su
fundación, pues en esa coyuntura se atestigua la presencia de una fuerza constituida por
cinco galones (junto con algunos buques auxiliares) encargada de la defensa de la costa
del Pacífico desde Tierra de Fuego hasta el istmo de Panamá, y sobre todo del tráfico
comercial entre Perú y éste último52.
En 1590 se instauró una flota atlántica permanente, conocida como la Armada
del Mar Océano, que en los años finales del reinado de Felipe II (1556-1598) constaba
de 46 barcos. Dicha fuerza fue dividida en tres escuadras, cada una de las cuales
contaba con un tercio de los navíos. La primera con base en Lisboa, encargada de
patrullar el sector costero comprendido entre el cabo de San Vicente y Finisterre, que
también navegaba hasta las Azores para escoltar a los barcos que llegaban de las Indias.
Otra se estableció en Cádiz con la finalidad de defender el estrecho de Gibraltar. Y la
última, con base en La Coruña, fue enviada al litoral cantábrico para mantener la costa
limpia de enemigos53.
La importancia de las Indias en la política española en el siglo XVII es más que
evidente. A este respecto, ya durante el valimiento de Lerma se aprecia un incipiente
programa reformista, que fue dinamizado durante el reinado de Felipe IV, y el
ministerio de Olivares54. A este respecto estaban destinadas a jugar un activo papel, en
una doble vertiente, a la hora de sostener la hegemonía española: en primer lugar
mediante la dinamización del comercio entre las dos orillas del Atlántico (gracias al
cual esperaba incrementar los ingresos de la Real Hacienda) y en segundo, a través del
aumento de la recaudación fiscal en los virreinatos americanos para financiar su

52
Pérez-Mallaína, Pérez, Pablo Emilio y Torres Ramírez, Bibiano, La Armada del Mar del Sur, Sevilla,
Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1987, págs. 21-43. Alfonso Mola, Marina y Martínez Shaw,
Carlos, “Defensa naval de los Reinos de Indias”, O´Donnell y Duque de Estrada, Hugo (coord.), Op. cit,
págs. 21-23.
53
Goodman, David, El poderío naval español. Historia de la Armada Española en el siglo XVII,
Barcelona, Península, 2001, págs. 22-29. [1ª edición en inglés: Cambridge University Press, 1997].
54
Amadori, Arrigo, “Remedios para un cuerpo político que declina. El arbitrismo de Manuel Gaytán de
Torres y el estrechamiento de vínculos transatlánticos en la monarquía hispánica (siglo XVII)”, Anuario
de Estudios Americanos, vol. LXXI, 2014, págs. 107-143.

18
programa político. Su objetivo era acabar (o al menos limitar) con el fraude y la
penetración extranjera en las Indias, y para ello proyectó ampliar la intervención
gubernamental y suprimir el tráfico entre Perú, Nueva España y las Filipinas
(descubiertas en 1521 por Fernando de Magallanes en su vuelta alrededor del mundo,
donde falleció en abril de dicho año. Si bien no fueron colonizadas hasta 1565, cuando
una expedición procedente de Nueva España, al mando de Miguel López de Legazpi,
fundó el primer establecimiento permanente en ellas). Tales propuestas chocaron con la
oposición de parte del Consejo de Indias, pues con ello se dificultaría la recuperación
económica, algo imprescindible si se quería revitalizar el comercio transatlántico55.
La ampliación de la Unión de Armas al Nuevo Mundo en 1627 llevó las finanzas
de los virreinatos americanos al límite. Descartada la opción de reclutar tropas, se
decidió que Perú y Nueva España proporcionaran 600.000 ducados anuales durante 15
años, con los cuales se construiría y abastecería una escuadra formada por doce
galeones y tres navíos menores. De ellos, cuatro escoltarían las flotas de la plata en su
viaje a España, y los otro ocho se incorporarían a la flota atlántica para proteger las
rutas marítimas entre Gibraltar y el Canal de la Mancha. Pero también había que sumar
los gastos ocasionados por la defensa ante los ataques de holandeses e ingleses, al
tiempo que se revitalizó el proyecto de establecer una fuerza naval permanente en el
Caribe (Armada de Barlovento)56.

LOS ENEMIGOS DE LA CASA DE AUSTRIA (1558-1598).

Con la llegada al trono de Felipe II en 1556, pese a que los enemigos


continuaron siendo herejes e infieles, se pueden apreciar algunas diferencias con
respecto a la acción exterior llevada a cabo por el César. Las dos más destacadas fueron

55
Elliott, John Huxtable, Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830),
Barcelona, Taurus, 2006, págs. 255-280. [1ª edición inglesa: New Haven-London, Yale University Press,
2006]. Álvarez de Toledo, Cayetana, Juan de Palafox. Obispo y virrey, Madrid, Marcial Pons-Centro de
Estudios Europa Hispánica, 2011, págs. 79-82.
56
Bronner, Fred, “La Unión de Armas en el Perú. Aspectos político-legales”, Anuario de Estudios
Americanos, vol. XXIII, 1966, págs. 1133-1176. Israel, Jonathan I., Raza, clases sociales y vida política
en el México colonial, 1610-1670. México, Fondo de Cultura Económica, 1980, págs. 175-183. [1ª
edición en inglés: London, Oxford University Press, 1975]. Casado Arboniés, Francisco Javier, “Los
retrasos en la imposición de la Unión de las Armas en México (1629-1634), Estudios de Historia social y
económica de América, vol. II, 1986, págs. 121-130. Chauca García, Jorge, “Entre la lealtad y la
resistencia: el Cabildo de Santiago de Chile y la Unión de Armas”, Aranda Pérez, Francisco José (ed), La
declinación de la monarquía hispánica en el siglo XVII [Actas de la VII Reunión Científica de la FEHM],
Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha, 2004, págs. 707-720.

19
la progresiva pérdida de importancia del Mediterráneo en detrimento del Atlántico, si
bien en la primera mitad del reinado del Rey Prudente tuvieron lugar dos
acontecimientos destacados: el levantamiento del sitio de Malta (1565)57 y la batalla de
Lepanto (1571)58, lo cierto es que supusieron la excepción en una monarquía que había
ligado su suerte al ámbito atlántico. Este viraje se debió a varias causas: el
recrudecimiento de las hostilidades en los Países Bajos, la ruptura de la Santa Liga
como consecuencia del acuerdo que los venecianos habían firmado por separado con el
Imperio Otomano (marzo 1573), que en la práctica supuso la disolución del bloque
católico (a pesar de la conquista de Túnez por D. Juan de Austria en octubre de 1573)59,
la necesidad de asegurar la ruta marítima que unía España con sus dominios americanos,
cada vez más expuestos por los ataques de corsarios ingleses y franceses, así como la
reanudación de las hostilidades entre turcos y persas en 1578 (que concluyeron en el
Tratado de Constantinopla de 1590)60. La otra peculiaridad fue el empeoramiento de las
relaciones con Inglaterra, que hasta ese momento había supuesto una de las máximas de
la política internacional de la monarquía española, a la que me referiré más adelante.
Pero el primer desafío al que se tuvo que enfrentar era un problema heredado de
la política europea de Carlos V: Francia. En este caso, tras la ruptura de la tregua de
Vaucelles (suscrita en febrero de 1556) por parte de Enrique II comenzaron las
hostilidades entre ambas Coronas, que se dirimieron en dos teatros de operaciones:
Italia y Flandes. En cuando al primero de ellos, el duque de Alba fue el encargado de
defender la posición española en la península italiana, desbaratando la alianza franco-
papal. Respecto al segundo, las tropas de la monarquía al mando de Manuel Filiberto de
Saboya (gobernador de los Países Bajos entre 1555 y 1559)61 derrotaron a los franceses

57
Balbi de Correggio, Francisco, Diario del gran asedio de Malta, 1565, Madrid, Real Academia de la
Historia, 2007. [1ª edición: Alcalá de Henares, 1567]. Pickles, Tim, La heroica defensa de Malta,
Barcelona, RBA, 2011.
58
Rosell, Cayetano, Historia del combate naval de Lepanto, Madrid, 1853. Hess, Andrew C., “The battle
of Lepanto and its place in Mediterranean History”, Past and Present, vol. LVII, 1972, págs. 53-73.
Muñoz Bolaños, Roberto, La batalla de Lepanto, 1571, Madrid, Almena, 2003. Bicheno, Hugh, La
batalla de Lepanto, 1571, Barcelona, Ariel, 2005. [1ª edición en inglés: London, Cassell, 2003]
59
Floristán Imízcoz, José Manuel, “Felipe II y la empresa de Grecia tras Lepanto (1571-1578), Erytheia.
Revista de estudios bizantinos y neogriegos, vol. XV, 1994, págs. 155-190. García Hernán, David y
García Hernán, Enrique, Lepanto: el día después, Madrid, Actas, 1999. Kumrular, Ozlem, “Lepanto:
antes y después. La República, la sublime puerta y la monarquía católica”, Studia Historica. Historia
Moderna, vol. XXXVI, 2014, págs. 101-120.
60
Matthee, Rudi, “The Ottoman-Safavid war of 986-998/1578-1590: motives and causes”, International
Journal of Turkish Studies, vol. XX, 2014, págs.1-20.
61
Merlin, Pierpaolo, Manuel Filiberto. Duque de Saboya y General de España, Madrid, Actas, 2008,
págs. 82-111.

20
en San Quintín (agosto 1557) y Gravelinas (julio 1558). Todo ello condujo a la firma,
en abril de 1559, del Tratado de Cateau-Cambresis, que puso fin a las hostilidades, y en
el mes de agosto Felipe II abandonó los Países Bajos con destino a España de donde no
volvió a salir nunca62.
Con dicho acuerdo comenzó un periodo de paz entre ambas monarquías, en gran
medida motivado por la parálisis interna de Francia como consecuencia de las guerras
de religión (1562-1588)63, que se prolongó hasta 1589 con el ascenso al trono del
hugonote Enrique de Navarra como Enrique IV (primer gobernante de la Casa de
Borbón). Durante esas décadas Felipe II apoyó decididamente al partido católico, pero
no solo por razones de tipo religioso sino porque lo aconsejaba la propia razón de
Estado, ya que de instaurarse un monarca calvinista en la capital francesa, la posición
española en el norte de Europa podría verse expuesta. A partir de ese momento su
compromiso con la causa católica aumentó en intensidad, hasta el punto de intervenir
militarmente en apoyo del bando que rechazaba a Enrique como rey de Francia (La Liga
Católica). Ante este giro de los acontecimientos pensó en la posibilidad de que su hija
Isabel Clara Eugenia se hiciera con el trono (en su condición de hija de Isabel de
Valois), a pesar de la Ley Sálica64.

62
Fernández Álvarez, Manuel, “La Paz de Cateau-Cambresis”, Hispania, vol. LXXVII, 1959, págs. 530-
544. Benoist, Robert, “Cateau-Cambrésis: une tentative de paix universelle?”, Clauzel, Denis, Giry-
Deloison, Charles y Leduc, Christophe (eds), Arras et la diplomatie européenne, XVe-XVIe siècles, Arras,
Artois Presses Université, 1999, págs. 231-247. Díaz Serrano, Ana y Ruiz Ibáñez, José Javier, “Cateau-
Cambrésis: ¿hacia una Europa confesional o hacia la hegemonía de la Monarquía Hispánica?”, Pedralbes,
vol. XXIX, 2009, págs. 63-93.
63
Holt, Mack P., The French Wars of Religion, 1562-1629, Cambridge, Cambridge University Press,
1995. Diefenderdof, Barbara, B, The Saint Bartholomew’s Day massacre. A brief history with documents,
New York, Bedford Books. 2009. Treasure, Geoffrey, The Huguenots, New Haven, Yale University
Press, 2014, sobre todo págs. 134-262.
64
Sobre la ayuda española a la Liga Católica véase: Herrera, Antonio de, Historia de los sucesos de
Francia desde el año de 1585, que comenzó la Liga Católica, hasta en fin del año 1594, Madrid, 1598.
Gracia Rivas, Manuel, “La campaña de Bretaña (1590-1598). Una amenaza para Inglaterra”, Cuadernos
Monográficos del Instituto de Historia y Cultura Naval, vol. XX, 1993, págs. 41-56. Iñurrutegui
Rodríguez, Jose María, “<<El intento que tiene S.M. en las cosas de Francia>>”. El programa hispano-
católico ante los Estados Generales de 1593”, Espacio, Tiempo y Forma. Serie IV, Historia Moderna, vol.
VII, 1994, págs. 331-348. Vázquez de Prada, Valentín, “Un episodio significativo de las relaciones de
Felipe II con la Liga: la intervención en Bretaña (1589-1598), Martínez Millán, José (dir), Felipe II
(1527-1598). Europa y la Monarquía Católica, Vol. I, Tomo 2. Madrid, Parteluz, 1998, págs. 923-952.
Ídem, Felipe II y Francia (1559-1598). Política, Religión y Razón de Estado, Pamplona, EUNSA, 2004,
págs. 331-450. Ruiz Ibáñez, José Javier, “Alimentar a una hidra. La ayuda financiera española a la Liga
Católica en el norte de Francia (1586-1595)”, Sanz Ayán, Carmen y García García, Bernardo José (eds),
Banca, crédito y capital. La Monarquía Hispánica y los antiguos Países Bajos (1505-1700), Madrid,
Fundación Carlos de Amberes, 2006, págs. 181-203. Brunet, Serge, “¡Algo de español en las entrañas! La
influencia de España entre los católicos del suroeste de Francia durante las guerras de religión”,
Obradoiro de Historia Moderna, vol. XVI, 2007, págs. 143-160.

21
No obstante, tras la conversión de Enrique IV al catolicismo (julio de 159365) su
posición se fortaleció, y el rey de España (que ya contaba con demasiados compromisos
internacionales) empezó a ver con buenos ojos el alcanzar un acuerdo con el nuevo
monarca francés, que cristalizó en la Paz de Vervins (mayo de 1598). Este arreglo entre
ambas coronas ha sido interpretado como un triunfo de la diplomacia francesa, pues
evidenció el fracaso de la monarquía española para imponerse por las armas, viéndose
obligada a aceptar las exigencias de Enrique IV para poner fin a las hostilidades66. Sin
embargo se trata de una visión sumamente negativa, que no tiene en cuenta otras
cuestiones de carácter general, las cuales, examinadas en su conjunto, perfilan un
panorama muy diferente.
De lo que no cabe duda es de los recelos que, a pesar de la reconciliación entre
ambas monarquías, levantaba el nuevo soberano francés. Nada más subir al trono Felipe
III (1598-1621), Álamos de Barrientos afirmaba que no se podía hablar de paz, sino que
el estado presente era una tregua temporal, al tiempo que vaticinaba una futura
reanudación de las hostilidades en cuanto Francia estuviera en condiciones de hacerlo.
A pesar de todo recomendaba evitar la ruptura con Enrique IV, pues gracias a ello se
consolidaría la posición española en Italia y Flandes, al tiempo que permitiría reducir
los gastos militares y mejorar el estado de la Real Hacienda67.

65
Según Hortal Muñoz, el Papa Clemente VIII (elegido en 1592) aprovechó la situación interna francesa
para conseguir un mayor grado de independencia con respecto a España, hasta el punto de auspiciar el
cambio de fe de Enrique de Borbón, pues con ello se establecería un contrapeso al dominio español en el
mundo católico. Hortal Muñoz, José Eloy, “La lucha contra la <<Monarchia Universalis>> de Felipe II: la
modificación de la política de la Santa Sede en Flandes y Francia respecto a la Monarquía Hispana a
finales del siglo XVI”, Hispania, vol. LXXI, 2011. págs. 65-86.
66
Fernández Álvarez, Manuel, “La política internacional en la época barroca”, Martínez Ruiz, Enrique y
Pi Corrales, Magdalena de Pazzis (dirs), España y Suecia en la época del Barroco (1600-1660), Madrid,
Consejería de Educación y Cultura-Encuentros Históricos España-Suecia, 1998, págs. 150-151. Según
Gelabert González la monarquía francesa obtuvo grandes beneficios comerciales como consecuencia de
la paz con España. Gelabert González, Juan Eloy, “Entre <<embargo general>> y <<libre comercio>>. Las
relaciones mercantiles entre Francia y España de 1598 a 1609”, Obradoiro de Historia Moderna, vol.
XVI, 2007, págs. 65-90.
67
“(…) a ellos [a los franceses] y a su príncipe, juntamente, tengo por enemigos nuestros, por el natural
sabido de ambos, por el cual nos aborrecen respecto de la vecindad y de las antiguas competencias, por la
envidia que nos tienen por su grandeza pasada y la nuestra presente. Porque el rey y todos los de la
[príncipes de la] sangre, están temerosos de nuestro poderío y deseosos de verle abatido y postrado, como
ofendidos de él en haber favorecido sus rebeldes y alimentado las guerras civiles de aquel Reino. (…) Y
Las paces más encubren el fuego que le matan. Y no perderá el de Francia ocasión, si se le ofrece, para
ocupar lo que llama suyo. De manera que por estas consideraciones no tengo esta paz por tal, aunque así
la hayamos llamado, sino por tregua o suspensión de armas, mientras el uno o ambos cobran fuerzas y
brío y se cansan del sosiego. Y en lo secreto, tengo a aquel príncipe por tan enemigo de la grandeza y
sosiego de V.M., como lo era antes.” Álamos de Barrientos, Baltasar, Discurso político al rey Felipe III
al comienzo de su reinado, [Edición de Santos López, Modesto], Barcelona Anthropos, 1990, págs. 42-45
y 59-65. [1ª edición: Madrid, 1598].

22
Tal y como anticipó este autor, las relaciones con Francia continuaron tensas. Ya
en enero de 1601, Enrique IV llegó a un acuerdo con Carlos Manuel I de Saboya68
(Tratado de Lyon), cuya principal consecuencia para España fue el ver interrumpidas las
comunicaciones entre Milán y Bruselas a través del territorio ducal y la frontera
francesa69, lo que obligó a los dirigentes españoles a buscar una alternativa para evitar
que los Países Bajos quedaran aislados, contrariedad que fue salvada mediante la
utilización del paso de la Valtelina, ubicado en los Alpes suizos70. Pese a este incipiente
belicismo francés, que pretendía una revisión del panorama europeo (en Italia, el Rhin y
los Países Bajos), el monarca galo no estaba dispuesto a llegar a las armas, sino que
optó por métodos disuasorios como la intimidación, el prestigio y el desgaste mediante
el apoyo financiero a los enemigos de España, lo que en realidad no era sino una
muestra de su propia debilidad71.
En 1609 se produjo un cambio en la política exterior francesa, probablemente
motivado por el estallido del problema sucesorio en el ducado de Cléveris-Jülich (marzo
de 1609) tras el fallecimiento de su último titular72. Se trataba de un territorio de gran
importancia estratégica para españoles y holandeses (inmersos en las negociaciones de
paz que concluyeron el mes siguiente con la firma de la Tregua de Amberes). Pero el
asesinato de Enrique IV, en mayo de 1610, paralizó el dinamismo francés en política
exterior73.

68
Durante su periodo de gobierno llevó a cabo una política destinada a expandir territorialmente su
ducado, no teniendo ningún reparo en aliarse con Francia o con España según fuera más conveniente a
sus intereses. Ya en 1588, aprovechando el estado de guerra civil en Francia, ocupó Saluzzo (ubicada en
la región occidental de Piamonte, que había sido tomada por los franceses en 1548). Pero Carlos Manuel
consideraba que podía obtener más ventajas si apoyaba a Francia en lugar de España (a pesar de estar
casado con Catalina Micaela, una de las hijas de Felipe II). En 1601, tras una breve contienda con
Francia, se vio obligado a ceder una serie de territorios a Enrique IV a cambio de conservar Saluzzo.
69
Cano de Gardoqui, José, “Saboya en la política del duque de Lerma”, Hispania, vol. CI, 1966, págs.
41-60. Ídem, “Orientación italiana del ducado de Saboya (primera fase: 1603-1604)”, Hispania, vol.
CXXV, 1973, págs. 565-595.
70
Marrades, Pedro, El camino del Imperio. Notas para el estudio de la cuestión de la Valtelina, Madrid,
Espasa Calpe, 1943. Bombín Pérez, Antonio, “Política antiespañola de Carlos Manuel I de Saboya, 1607-
1610”, Cuadernos de investigación histórica, vol. II, 1978, págs. 153-174. Díaz Romañach, Narciso, “Las
difíciles comunicaciones entre los dominios españoles en Europa en el siglo XVI y primera mitad del
siglo XVII: el problema del valle de la Valtelina (Italia), Revista de Historia Militar, vol. LXXII, 1992,
págs. 117-136. Maffi, Davide, “Confesionalismo y razón de Estado en la Edad Moderna. El caso de la
Valtellina (1637-1639)”, Hispania Sacra, vol. LVII, 2005, págs. 467-489.
71
Eiras Roel, Antonio, “Política francesa de Felipe III: las tensiones con Enrique IV”, Hispania, vol.
XXXI, 1971, págs. 331-336.
72
Parker, Geoffrey (ed), La Guerra de los Treinta Años, Madrid, Antonio Machado Libros, 2003, págs.
35-50. [1ª edición en inglés: London, Routledge and Kegan Paul, 1984].
73
Hayden, J. Michael, “Continuity in the France of Henry IV and Louis XIII: French Foreign Policy,
1598-1615”, Journal of Modern History, vol. XLV, 1973, págs. 1-23.

23
El doble enlace matrimonial hispano-francés (el príncipe Felipe con Isabel de
Borbón, hermana Luis XIII, y éste con la infanta Ana de Austria, hermana de Felipe)
aportó un momentáneo respiro a las relaciones hispano-francesas74. Dicho periodo de
calma abarcó los cuatro primeros años de la regencia de María de Médecis (viuda de
Enrique IV), durante la minoría de edad de su hijo Luis XIII. El momento culminante
del acercamiento entre ambas naciones se produjo entre noviembre de 1615
(formalización de los acuerdos matrimoniales) y mayo de 1616 (coincidiendo con la
caída de Villeroy y el comienzo de la carrera política de Richelieu). A partir de entonces
se aprecia un cambio, agudizado por la toma violenta del poder por parte de Luis XIII y
su favorito Luynes (abril de 1617) y la ejecución de Concini (favorito de la regente)75.
En 1619 fray Juan de Salazar, defensor de una política internacional basada en
argumentos de carácter teológico, afirmó que lo más importante era la presencia de un
monarca católico en el trono francés, al tiempo que fiaba gran parte del éxito de las
relaciones con la Corte de París en la constitución de un poderoso partido católico y
proespañol, que frenara cualquier intento de revisionismo respecto a Flandes e Italia 76;
si bien el tiempo vino a demostrar lo errado de sus planteamientos. De este modo una
vez consolidada su posición, aun sin llevar a cabo ninguna acción significativa, Luis
XIII no tuvo ningún reparo en mostrar su poca voluntad de mantener unas buenas
relaciones con España, su rival por la hegemonía europea, y en 1624 (asociado con
Saboya) emprendió su primera aventura para debilitarla, buscando obstaculizar el paso
de tropas españolas por la Valtelina y debilitar a Génova, el principal aliado hispano en
Italia77.

74
McGowan, Margaret, M., Dynastic marriages 1612/1615. A celebration of the Habsburg and Bourbon
unions, Aldershot, Ashgate Publishing Limited, 2013.
75
Eiras Roel, Antonio, “Desvío y <<mudanza>> de Francia en 1616”, Hispania, vol. XXV, 1965, págs.
521-560. Kettering, Sharon, Power and reputation at the court of Louis XIII. The career of Charles
d’Albert, duc de Luynes (1578-1621), Manchester, Manchester University Press, 2014.
76
“(…) Importa mucho a España que los reyes de Francia sean católicos y obedientes a la Sede
Apostólica. Pues si sucediese ser hereje, sería posible hacerse cabeza y caudillo de todos los herejes
ultramontanos, y en tal caso podrían pasar a Italia, a mucho daño del rey, del Papa y de toda ella, lo cual
no han hecho hasta aquí los herejes por no haber tenido caudillo ni cabeza a quien seguir. (…) Hay en
Francia división entre católicos y herejes, y entre los católicos hay muchos obispos muy poderosos, que
como tan cristianos y píos, no querrán el menoscabo de España.” Salazar, Juan de, Política Española
[Edición de Herrero García, Miguel], Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997,
págs. 194-196. [1ª edición: Logroño, 1619].
77
Suárez Fernández, Luis, Notas a la política antiespañola del cardenal Richelieu, Valladolid, CSIC,
1950.

24
Otro de los ejes de la política exterior española, sobre a partir del estallido de la
rebelión flamenca78 (oficialmente en 1568, aunque ya desde 1566 se habían producido
levantamientos contra la autoridad real, que hicieron necesario el envío del duque de
Alba para pacificar el territorio), fue el resguardo de la posición española en los Países
Bajos79. En opinión de Stradling, el mantenimiento de las comunicaciones entre Madrid
y Bruselas, fue descuidado por el Rey Prudente, hasta el punto de afirmar que “la
rebelión de los Países Bajos no hubiera podido desarrollarse si Felipe II y sus ministros
hubieran puesto en la creación de una armada para el Mar del Norte, el mismo empeño
que depositaron en el famoso ejército de Flandes80”. Esta inacción en materia naval,
junto con la captura de los puertos de Brill, Flesinga y Enkhuizen (a lo largo de 1572),
pusieron en manos de los rebeldes el control del Mar del Norte.
Pese a que la réplica española estuvo a la altura del problema, llegó tarde. A este
respecto, se dispuso la formación de una flota para operar en las costas flamencas,
auspiciada entre otros por Pedro Menéndez de Avilés, quien proyectó el envío de 150
barcos, junto con 20 galeones para transportar 3.000 soldados de infantería, con los
cuales reconquistar la provincia de Zelanda y obstaculizar los designios navales del
enemigo. De este modo, entre 1573-74 se comenzaron a reunir en Santander los navíos
que integrarían dicha fuerza. Pero las dificultades financieras de la Corona (traducidas
unos meses más tarde en la segunda de las bancarrotas del reinado, decretada en

78
La definitiva vinculación de los Países Bajos con la monarquía española se produjo en junio de 1548 en
virtud de la conocida como Transacción de Augsburgo. Hasta ese instante este territorio formaba parte del
Sacro Imperio, pero Carlos V consiguió que la Dieta Imperial aceptara su separación del mismo así como
la constitución de una nueva entidad política conocida como las Diecisiete Provincias, incluida en el
círculo de Borgoña (una de las diez circunscripciones en las que Maximiliano I dividió el Sacro Imperio
en 1512), con un alto grado de autonomía. Tras la abdicación de Carlos V, Felipe II recibió el ducado de
Borgoña, en el que se incluían los Países Bajos, convirtiéndose en soberano de estos territorios.
79
Obviamente se trata de una materia que no se puede abarcar en un estudio de estas características, por
lo que remito a las siguientes obras para un ulterior conocimiento. Parker, Geoffrey, El ejército de
Flandes y el Camino Español, 1567-1659. La logística de la victoria y derrota de España en las guerras
de los Países Bajos. Madrid, Revista de Occidente, 1976. [1º edición en inglés: London: Cambridge
University Press, 1972]. Fernández Álvarez, Manuel, “La cuestión de Flandes (siglos XVI y XVII),
Studia Historica. Historia Moderna, vol. IV, 1986, págs. 7-16. Parker, Geoffrey, España y la rebelión de
Flandes, Madrid, Nerea, 1989, págs. 211-219. [1ª edición en inglés: London, Allen Lane, 1977]. Van
Gelderen, Martin, The political though of the Dutch revolt, Cambridge, Cambridge University Press,
1992. Davids, Karel y Lucassen, Jan (eds), A miracle mirrored. The Dutch Republic in European
perspective, Cambridge, Cambridge University Press, 1995. Hortal Muñoz, José Eloy, El manejo de los
asuntos de Flandes, 1585-1598, Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, 2006.
Charlie R, Steen, Margaret of Parma: a life, Leiden, Brill, Leiden-Boston, 2013.
80
Stradling, Robert A., La Armada de Flandes. Política naval española y guerra europea, 1568-1688,
Madrid, Cátedra, 1992, págs. 25-26. [1ª edición en inglés: Cambridge, Cambridge University Press,
1992]. Gelabert González, Juan Eloy, “Alonso Gutiérrez, arbitrista (c.1543-c.1602)”, Marcos Martín,
Alberto (ed), Hacer historia....pp. 365-392.

25
157581), que impidieron en envío regular de los fondos destinados para este fin, junto
con la muerte de Menéndez de Avilés y la mayor parte de sus oficiales como
consecuencia del tifus, supusieron una losa demasiado pesada para su viabilidad y el
proyecto fue abandonado82.
La cancelación de esta iniciativa reafirmó el dominio holandés sobre las aguas
del Canal de la Mancha, favoreciendo la consolidación de su proyecto político,
traducido en la formación de la república holandesa83 y dificultando las comunicaciones
con Flandes, al tiempo que obligó a los dirigentes españoles a remitir la mayor parte de
los hombres y los fondos necesarios por vía terrestre (mucho más lenta y costosa), a
través del famoso Camino Español, que discurría entre Milán y Bruselas84. Pero desde
la ruptura de relaciones entre España e Inglaterra, con los consiguientes planes de
invasión de la misma, se planteó la posibilidad de utilizar esa fuerza naval para,
simultáneamente, limpiar el Canal de la Mancha de enemigos y reabrir la ruta marítima
con los Países Bajos. No obstante el fracaso de la Gran Armada (1588) echó por tierra
cualquier intento en ese sentido, y además invirtió la suerte de las armas españolas en
Flandes, al mando de Alejandro de Farnesio (duque de Parma), quien ocupó este puesto
entre 1578 y 1592, en gran medida por el esfuerzo que supuso la intervención en apoyo
de la Liga Católica85. A su muerte el gobierno recayó en Pedro Ernesto de Mansfeld
(1592-1594), el archiduque Ernesto de Austria (1594-1595) y D. Pedro Enríquez de
Acevedo, conde de Fuentes, bajo cuyo gobierno se tomaron Dourlens y Cambrai. En
1596 se nombró accedió al cargo el archiduque Alberto de Austria, nombramiento que
81
La primera tuvo lugar poco después de acceder al trono, concretamente en 1557, debido al agotamiento
de la Hacienda castellana. Mientras que la tercera, y última, se produjo a finales de 1596. Ulloa, Modesto,
La hacienda real de Castilla en el reinado de Felipe II, Roma, Sforzini, 1963, págs. 167-186 y 543-578.
Drelichman, Mauricio, Lending to the borrower from hell: debt, taxes and default in the age of Philip II,
Oxford, Princeton University Press, 2014, págs. 37-51 y 254-279.
82
Pi Corrales, Magdalena de Pazzis, España y las potencias nórdicas. <<La otra Invencible>>, 1574.
Madrid, San Martín, 1983, págs. 124-196 Ídem, “Pedro de Valdés y la Armada de Flandes (1575)”,
Cuadernos de Historia Moderna, vol. IX, 1988, págs. 35-45. Ídem, Felipe II y la lucha por el por el
dominio del mar, Madrid, San Martín, 1989, págs. 267-329. Cabañas Agrela, José Miguel, D. Bernardino
de Mendoza, un escritor-soldado al servicio de la Monarquía Católica (1540-1604), Guadalajara,
Diputación Provincial de Guadalajara, 2001, págs. 185-199.
83
Estaba integrada por las provincias de Holanda, Zelanda, Frisia, Groninga, Güeldres, Overijseel y
Utrecht, quienes se constituyeron en entidad política independiente en 1579, en virtud del Tratado de
Utrecht, que permaneció vigente hasta 1795, cuando fue conquistada por las tropas napoleónicas. Al
mismo tiempo se trató de la respuesta neerlandesa a la constitución, unos días antes, de la Unión de Arrás,
por la que las provincias de Artois, Hainaut, Lille, Douai, Orchies y Valenciennes (ubicadas en el sur de
los Países Bajos) reconocían la soberanía de Felipe II.
84
Parker, Geoffrey, El ejército de Flandes…, págs. 92-113.
85
Parker, Geoffrey, “A decade of disasters? Philip II and the world, 1588-1598”, Ribot, Luis y Belenguer,
Ernest (coords), La sociedades ibéricas y el mar a finales del siglo XVI. Tomo II. La Monarquia.
Recursos, organización y estrategias. Madrid, Sociedad Estatal Lisboa 98, 1998, págs. 315-338.

26
tuvo importantes consecuencias, pues Felipe II, que ya veía próximo el fin de su
reinado, tomó la decisión de renunciar a los Países Bajos (mayo 1598), designando
como soberana a su hija Isabel Clara Eugenia (que llevaría este territorio como dote
matrimonial), quien contrajo matrimonio con el archiduque Alberto. Pero si uno de los
dos fallecía sin descendencia, como finalmente sucedió, los Países Bajos volverían a ser
gobernados por el rey de España86.
Como ya he aludido, el enfrentamiento con Inglaterra fue una de las principales
novedades de la política exterior española durante el reinado del Rey Prudente. No
obstante, en sus primeros años parecía que la alianza anglo-española se encontraba más
vigente que nunca, hasta el punto de que Felipe fue, como consecuencia de su
matrimonio con María Tudor, rey consorte de Inglaterra entre 1554-155887. Pero el
fallecimiento de ésta en diciembre de dicho año liquidó la vieja aspiración del César de
unir a España, Inglaterra y los Países Bajos bajo una sola Corona. Además, la sucesora
de María, su hermana Isabel, tenía una concepción político-religiosa muy diferente,
pues desde el primer instante dejo clara su intención de convertirse en cabeza de la
iglesia anglicana. Todo ello se tradujo en un enfriamiento de las relaciones, que se
agudizó cuando Isabel I mostró su apoyo a los rebeldes holandeses e inició una dura
política anticatólica en sus dominios88. Fue a partir de ese momento cuando las cabezas
rectoras de la monarquía comenzaron a plantearse la posibilidad de invadir Inglaterra,
pues la presencia de un gobernante hostil en Londres suponía un grave peligro para los
intereses españoles en el norte de Europa.
Pese a su declarado antiespañolismo Isabel no tenía ningún deseo, al menos
hasta 1584, de iniciar un conflicto con la monarquía española. Pero dos acontecimientos
la hicieron cambiar de opinión89. En primer lugar el descubrimiento de la conjura de
Throckmorton (acontecida el año anterior), que buscaba su eliminación y reemplazo por
María Estuardo en el trono inglés, la cual contó con la participación española. A ello
habría que sumar las victorias conseguidas por el duque de Parma en los Países Bajos,

86
Benavides, José Ignacio, El archiduque Alberto y Felipe III, una soberanía bajo tutela, León, Akrón-
CSED, 2013, págs. 95-118. Duerloo, Luc, El archiduque Alberto. Piedad y política dinástica durante las
guerras de religión, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2015, sobre todo págs. 227-269.
87
Prescott, Hilda Margaret Frances, Mary Tudor: the Spanish Tudor, London, Phoenix, 2003. Richards,
Judith M, Mary Tudor, London, Routledge, 2008. Loades, David, Mary Tudor, Stroud, Amberley, 2011.
Kelsey, Harry, Philip of Spain, king of England: the forgotten sovereign, London, Tauris, 2012.
88
Questier, Michael, “Practical antipapistry during the Reign of Elizabeth I”, Journal of British Studies,
vol. XXXVI, 1997, págs. 371-396. Coffey, John, Persecution and toleration in Protestant England, 1558-
1689, Harlow, Longman, 2000, sobre todo pp. 78-109.
89
Parker, Geoffrey, España y… págs. 211-219.

27
que supusieron un revés para los rebeldes. Así, en agosto de 1585 Isabel suscribió con
los representantes holandeses el Tratado de Nonsuch, por el cual se comprometió a
enviar un ejército de 7.000 hombres, al mando del conde de Leicester, y apoyó una
expedición de Drake contra las costas caribeñas90.
Llegados a este punto, los deseos de acabar con Isabel y sustituirla por un
gobierno amigo fueron aumentando. Como sabemos no fue hasta mayo de 1588 cuando,
con la partida de la Grande y Felicísima Armada del puerto de Lisboa, cristalizó este
designio. Pero la falta de éxito de la Empresa de Inglaterra, al contrario de lo que se ha
apuntado por la historiografía tradicional91, no solo no significó el fin de la política
atlántica española, sino que supuso la puesta en marcha de un ambicioso programa de
reconstrucción naval, cuyo objetivo era imponerse a los ingleses. Y aún más, en la
actualidad se piensa en este suceso como uno más de los que jalonaron la pugna
hispano-inglesa que se prolongó hasta 160392, entre cuyos episodios se encontraron: el
fallido ataque inglés contra La Coruña, Lisboa y Vigo (mayo-julio 1589)93; la derrota de
la armada inglesa frente a las Azores (1591), la expedición comandada por Drake y
Hawkins contra Canarias y las Indias (septiembre 1595-abril 1596), cuyo objetivo era
hacerse con la fortaleza de San Juan de Puerto Rico y la población panameña de
Nombre de Dios, en la que ambos murieron; el saqueo de Cádiz (junio 1596) por parte

90
Adams, Simon, “The decision to intervene: England and the United Provinces, 1584-1585”, Martínez
Millán, José (dir), Felipe II (1527-1598)...Vol. I, Tomo I, págs. 19-31. Bemm, Charles (ed), The foreign
relations of Elizabeth I, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2011.
91
García Hernán, David, “El IV Centenario de la Armada contra Inglaterra. Balance historiográfico”,
Cuadernos de Historia Moderna, vol. X, 1989-1990, págs. 163-182.
92
Wernham, Richard Bruce, After the Armada: Elizabethan England and the struggle for Western
Europe, 1588-1595, Oxford, Clarendon Press, 1984. Gómez-Centurión Jiménez, Carlos, Felipe II, la
empresa de Inglaterra y el comercio septentrional (1566-1609), Madrid, Editorial Naval, 1988. Casado
Soto, José Luis, Los barcos españoles del siglo XVI y la Gran Armada de 1588, Madrid, San Martín,
1988. Martin, Colin y Parker, Geoffrey, La Gran Armada, 1588, Madrid, Alianza, 1988. [1ª edición en
inglés: London, Hamish Hamilton, 1988]. Rodríguez González, Agustín, Drake y la “Invencible”: mitos
desvelados, Madrid, Sekotia, 2011. Hutchinson, Robert, La Armada Invencible, Barcelona, Pasado y
Presente, 2013. [1ª edición inglesa: London, Weidenfeld-Nicolson, 2013]. Sáez Abad, Rubén, La guerra
anglo-española (1585-1604), Madrid, Almena, 2016.
93
Esa campaña supuso uno serio revés para Inglaterra, pues de los 180 navíos y 27.600 hombres (entre
soldados y marineros) que integraban la expedición, únicamente regresaron 102 navíos y unos 3.700
hombres (a los que habría que sumar algunos caballeros y sus criados), lo que supuso unas pérdidas muy
superiores a las sufridas por la armada española durante el intento de invasión de Inglaterra. Sin embargo,
y al igual que en otras ocasiones, la historiografía inglesa deformó la realidad y exageró la importancia de
su triunfo estratégico en 1588, ocultando los acontecimientos del año siguiente. Gorrochategui Santos,
Luis, Contra Armada. La mayor catástrofe naval de la Historia de Inglaterra, Madrid, Subdirección
General de Publicaciones del Ministerio de Defensa, 2011, págs. 336-339 y 387-391

28
de una armada anglo-holandesa; los malogrados intentos de invasión de Inglaterra en
1596 y 159794; o la expedición en apoyo de los católicos irlandeses (1601)95.
Esta línea dura se mantuvo hasta aproximadamente 1600, cuando tuvieron lugar
los primeros contactos entre Madrid y Londres para poner fin a la contienda, si bien se
saldaron con un rotundo fracaso. Tal revés no desanimó a los dirigentes españoles, pues
a partir de ese momento optaron por potenciar la vía diplomática, confiando en obtener
por medios pacíficos lo que no se había conseguido con las armas; es decir, los tres
objetivos que Felipe II pretendía alcanzar con la declaración de guerra de 1585: la
eliminación de Isabel del trono inglés, la restauración del catolicismo y el sometimiento
de los rebeldes holandeses. El cambio de estrategia se evidenció en 1603 cuando, una
vez fallecida la reina inglesa, el propio Felipe III dio orden de conseguir un acuerdo,
pues consideraba que siempre sería más beneficioso que el estado bélico existente. Las
negociaciones, posibilitadas en gran medida por el deseo de paz del nuevo monarca
inglés, Jacobo I, concluyeron con un acuerdo gracias al cual consiguió su neutralidad en
la contienda de los Países Bajos, limitar su expansión en las Indias y autorización para
que la embajada española en Londres pudiera acoger a los católicos ingleses. El tratado
de Londres, firmado en agosto de 1604, fue considerado en España como un triunfo, y
sus beneficios nunca fueron cuestionados, incluso tras la caída de Lerma y la llegada al
poder de Zúñiga y Olivares, pues no había ningún interés en iniciar una nueva guerra
con Inglaterra cuando España se encontraba involucrada en los frentes de Alemania y
Flandes. Además, gran parte de los éxitos españoles en los primeros años de esta

94
Incluso en 1595, dentro de las acciones militares en apoyo de la Liga Católica, cuatro navíos españoles,
al mando de Carlos de Amésquita, fueron capaces de desembarcar en el oeste de Inglaterra, donde
llevaron a cabo acciones de castigo contra las poblaciones cercanas. Y en el mes de octubre de 1596, tras
haberse producido el ataque sobre Cádiz, Felipe II ordenó reunir todos los navíos disponibles para llevar a
cabo una nueva expedición contra Inglaterra, en esta ocasión para apoyar a los rebeldes irlandeses. Para
ello se reunieron en La Coruña unos 150 navíos, pero D. Martín de Padilla (adelantado de Castilla)
cometió la imprudencia de zarpar sin esperar a Marcos de Aramburu, viéndose afectado por un terrible
temporal desatado frente a las costas gallegas, perdiéndose más de 30 navíos y 2.000 hombres. Pero este
revés no frenó la determinación de llevar la guerra a suelo inglés, pues al año siguiente se organizó otra
flota, de nuevo al mando de Padilla (si bien se nombró como almirante a uno de los mejores marinos de la
época, D. Diego Brochero), que nuevamente se deshizo como consecuencia de las inclemencias
meteorológicas. A pesar de todo, siete barcos consiguieron desembarcar en Falmouth 400 soldados, que
se atrincheraron a la espera de refuerzos con los que poder marchar sobre Londres. Unos días más tarde, y
ante la imposibilidad de enviar nuevas tropas, recibieron orden de volver a sus navíos y regresar a España.
Fernández Duro, Cesáreo, Historia de la Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y de
Aragón, Tomo III, Madrid, Museo Naval, 1972-1973, págs. 161-172 [1ª edición: Madrid, Sucesores de
Rivadeneyra, 1895-1903].
95
Recio Morales, Oscar, García García, Bernardo José y García Hernán, Enrique (eds), Irlanda y la
Monarquía Hispánica: Kinsale, 1601-2001: guerra, política, exilio y religión. Madrid, Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Alcalá-CSIC, 2002.

29
contienda, así como la ofensiva naval que se llevó a cabo desde los Países Bajos leales,
se debieron a la neutralidad inglesa, lo que supuso un punto a favor de la política
exterior auspiciada por el duque de Lerma, que en ese aspecto se reveló ciertamente
acertada96.
La culminación de la unidad peninsular, que supuso la consecución de un
objetivo ambicionado desde los albores de la Edad Moderna, fue otro de los frentes en
los que se vio inmersa la monarquía de España durante esos años97. Tal eventualidad fue
posible tras la muerte sin descendencia de Enrique I, rey de Portugal, en enero de 1580.
Sin embargo, el suceso que lo precipitó todo (y que causó una profunda sorpresa en la
Corte española) fue la muerte del rey Sebastián I (también sin dejar sucesor) en la
batalla de Alcazarquivir (agosto de 1578)98, pues como consecuencia el trono fue a
parar a su tío-abuelo Enrique. Ante esta situación Felipe II (en su condición de hijo de
Isabel de Portugal, hija del rey Manuel I, y por consiguiente nieto del susodicho
monarca portugués) hizo valer sus derechos al trono luso. Pero los deseos del Rey
Prudente de incorporar a sus dominios la Corona portuguesa, fueron interpretados por
parte de la opinión pública internacional como una evidencia más del plan español para
hacerse con la hegemonía mundial, lo que aumentó los recelos del resto de potencias
europeas hacia los Habsburgo99.

96
Ruiz Fernández, Oscar, Las relaciones hispano-inglesas entre 1603 y 1625. Diplomacia, comercio y
guerra naval. [Tesis doctoral inédita dirigía por el Dr. Luis Ribot García, defendida en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid en 2012], págs. 421-422. [Edición electrónica:
http://uvadoc.uva.es/handle/10324/951. Consultado 9-1-2015]
97
Ya en 1490 la infanta Isabel contrajo matrimonio con Alfonso de Portugal, quien falleció poco después.
En 1497 casó con Manuel I de Portugal, enlace del que nació el príncipe Miguel, que murió en el año
1500. Ese mismo año su hermana María se casó con Manuel I (pues Isabel finó en 1498), dando a luz en
1503 a Isabel de Portugal, futura mujer de Carlos V y madre de Felipe II. Nogales Rincón, David, “Los
proyectos matrimoniales hispano-portugueses durante el reinado de los Reyes Católicos y los <<Sueños
de Unión Ibérica>>”, De Medio Aevo, vol. II, 2013, págs. 43-68.
98
La presencia del rey portugués en el norte de África se debía al apoyo prestado a uno de los
pretendientes al sultanato marroquí: Muley Ahmed, quien había perdido el trono a manos de Abd-el-
Malik. En esta coyuntura el rey depuesto pidió ayuda a su homólogo portugués, a cambio de la cual
recibiría importantes concesiones económicas. Sebastián I vio en ese momento la posibilidad de llevar a
la práctica sus planes (muy imbuidos del espíritu de cruzada) para hacerse con el dominio del norte de
África y, al mismo tiempo, de sus recursos (oro, ganado, cereales y azúcar). En el enfrentamiento
murieron los tres monarcas, así como gran parte de la nobleza que acompañó a Sebastián, sumiendo al
Reino de Portugal en un estado de incertidumbre, pues se encontraba arruinado, con un evidente vacío de
poder, y en manos de un anciano (Enrique I) sin sucesión y sin opciones de tenerla. Morales, Juan
Bautista de, Jornada de África del rey Don Sebastián de Portugal, Sevilla, 1622.
99
Hasta fechas relativamente recientes se había pensado que la anexión de la Corona portuguesa a la
monarquía de España se había debido a un pacto con la alta nobleza, minimizando la importancia de la
acción militar encabezada por el duque de Alba en 1580. Una interpretación novedosa de este
acontecimiento, en la que se pone en primera línea el peso de la intervención armada en: Valladares
Ramírez, Rafael, La conquista de Lisboa. Violencia militar y comunidad política en Portugal, 1578-1583,

30
Con perspectiva histórica podría concluirse que este acontecimiento más bien
supuso una carga que un beneficio, pues amplió la extensión de los territorios a
defender (la mayor parte de ellos aislados y alejados de la metrópoli) e hizo necesario
un incremento de la recaudación para atender ese fin. Sin embargo Felipe II tenía un
margen de maniobra muy estrecho, pues de no haber reivindicado el trono portugués la
Corona hubiera recaído, con casi toda probabilidad, en Dom Antonio de Portugal, prior
de Crato (hijo de una relación ilegítima del infante Luis, nieto de Manuel I y sobrino de
Juan III y Enrique I), quien demostró no tener ningún escrúpulo en aliarse con los
enemigos de España para alcanzar tal objetivo. En estas circunstancias, no podía
permitirse el lujo de que en el trono del país vecino estuviera un monarca contrario a sus
intereses, pues a ello había que sumarse la importancia estratégica de las islas Azores,
que de caer en manos de un gobernante hostil podrían estorbar el tráfico marítimo con el
Nuevo Mundo100.
La incorporación de Portugal a la Corona española parecía suponer la
conformación de una idea que había sido expuesta en las décadas anteriores: España
debía asumir su papel en la Historia y establecer una monarquía universal. Ya en 1548
Juan Ginés de Sepúlveda, tutor de Felipe II, se mostró partidario de esta idea y trató de
inculcársela al futuro monarca. Cuando Legazpi llegó a Filipinas, fray Martín de Rada,
soñaba con emplear el archipiélago como base para conquistar China. El sucesor de
Legazpi como gobernador, D. Francisco de Sande, en 1576 proyectó un ataque con
2.000-3.000 soldados; y el italiano Giovanni Batista Gesio (experto en geografía que
vivía en la Corte) pensaba que Filipinas debía convertirse en plaza de armas de la
monarquía (con la misma categoría que Flandes o Milán), desde la cual acometer la
ulterior conquista de Japón e incluso de China101. Precisamente esta era la idea que se
encargó de transmitir a Felipe II el padre Sánchez, quien arribó a España en enero de

Madrid, Marcial Pons, 2008, sobre todo págs. 55-156. Fernández Conti, Santiago y Labrador Arroyo,
Félix, “La organización de la campaña naval de las Azores de 1582: Corte y territorio en la monarquía de
Felipe II”, Hispania, vol. LXIX, 2009, págs. 739-768.
100
Parker, Geoffrey, El éxito nunca es definitivo. Imperialismo, guerra y fe en la Europa Moderna,
Madrid, Taurus, 2001, págs. 28-30.
101
Ollé, Manel, La Empresa de China. De la Armada Invencible al Galeón de Manila, Barcelona,
Acantilado, 2002, sobre todo págs. 66-159. Martínez Millán, José, “La crisis del <<partido castellano>> y
la transformación de la Monarquía Hispana en el cambio de reinado de Felipe II a Felipe III, Cuadernos
de Historia Moderna. Anejos, vol. II, 2003, págs. 11-38. Takizawa, Osami, “El testimonio de los mártires
cristianos en Japón”, Barlés Báguena, Elena y Almazán Tomás, Vicente David (coords), Japón y el
mundo actual, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011, págs. 59-80. Cervera Jiménez, José
Antonio, Tras el sueño de China: agustinos y dominicos en Asia Oriental a finales del siglo XVI, Madrid,
Plaza y Valdés, 2013, págs. 339-387.

31
1588, nacida del deseo de los residentes españoles en las islas Filipinas. Pese a que su
viabilidad fue debatida, fue precisamente la Santa Sede quien desaconsejó su puesta en
marcha, pues podría dar al traste con la incipiente introducción del catolicismo en
China. Pero lo cierto es que Felipe II nunca se mostró excesivamente interesado en
proyectos de esta naturaleza102. A pesar de todo, la activa política exterior de las dos
últimas décadas del reinado de Felipe II (incorporación de Portugal, ofensiva de
Alejandro de Farnesio en Flandes, que concluyó con la toma de Amberes en 1585, la
expedición contra Inglaterra en 1588 y la intervención en la guerra civil francesa en
1589), aún sin pretenderlo, despertó lo recelos del resto de naciones europeas; e incluso
del Papado, quienes consideraban que su objetivo último era la consecución de una
hegemonía a nivel mundial.

NUEVOS RUMBOS DE LA POLÍTICA EXTERIOR ESPAÑOLA (1598-


1621).

La política beligerante que había caracterizado los reinados de Carlos V y Felipe


II fue replanteada con motivo del acceso al trono de Felipe III. A este respecto,
frecuentemente se ha calificado su reinado con una palabra: pacifismo. Un pacifismo
impuesto por el contexto internacional existente en los primeros años del Seiscientos,
así como por los problemas internos y la complejidad de la herencia recibida, que obligó
a poner fin a los conflictos con Inglaterra y las Provincias Unidas. Cabe la posibilidad
de que los dirigentes españoles pensaran que la acción exterior española debería
encaminarse más a conservar que a incrementar, y para ello sería suficiente con una
acertada política defensiva y alguna demostración puntual de fuerza, sobre todo en
Italia103.
Esta reformulación de la estrategia española ha sido interpretada desde una doble
perspectiva. Por una parte se ha visto en ella un signo del agotamiento de España y de

102
Cervera Jiménez, José Antonio, “Los planes españoles para conquistar China a través de Nueva
España y Centroamérica en el siglo XVI”, Cuadernos Intercambio, vol X, 2013, págs. 207-234. Thomas,
Hugh, El señor del mundo. Felipe II y su Imperio, Barcelona, Planeta, 2013, págs. 393-423. Santa Cruz,
Antonio Miguel, “Arbitrismo militar al otro lado del mundo. Anhelos de China y miedos de Japón en los
memoriales de Filipinas en el siglo XVI”, Pérez Álvarez, María José y Martín García, Alfredo (eds),
Culturas políticas en el mundo hispano [Actas de la XII Reunión Científica de la FEHM], Madrid,
FEHM, 2012, págs. 1617-1627.
103
Bombín Pérez, Antonio, “Política italiana de Felipe III: ¿reputación o decadencia?, Aranda Pérez,
Francisco José (ed), La declinación…, págs. 249-266.

32
su incapacidad para imponerse a sus enemigos. Se trata de un planteamiento sumamente
crítico con la acción exterior llevada a cabo hasta ese momento, que a pesar de haber
consumido ingentes cantidades de hombres y dinero, se había saldado con un rotundo
fracaso. Este descalabro era aún más doloroso en el caso del acuerdo alcanzado con los
holandeses, pues no solo se reconocía (al menos de hecho) su independencia, sino
también sus conquistas ultramarinas104. De la misma manera se ha considerado que
desde ese momento se produjo un alejamiento de Europa, con la finalidad de centrarse
en el Mediterráneo y la lucha contra el enemigo tradicional: el mundo islámico, que
permitiría recuperar la reputación perdida en el Septentrión. Este viraje se evidenció de
forma inmediata con la expulsión de los moriscos (1609)105, y la toma de Larache
(1610)106 y La Mámora (1614)107.
Pero esta visión tan negativa ha sido corregida últimamente, y la política europea
de la monarquía de España en esos años decisivos ha sido valorada como un plan
coherente, iniciado en los últimos años de Felipe II (quien, aunque tarde, se dio cuenta
de que tal vez la solución a los problemas internacionales de España pasaba por la
consecución de objetivos a largo plazo, sacrificando los beneficios que podrían
obtenerse de forma inmediata) y puesta en marcha por su sucesor. Para ello se optó por
ofrecer a los holandeses una paz con la cual desmontar sus estructuras militares, al
tiempo que la mayor parte de la maquinaria bélica española continuaba en pie, lo que
supondría una ventaja en el momento de reanudar las hostilidades. Así, desde el primer
momento se buscó una paz limitada con el objetivo de debilitar al adversario y
proporcionar a los ejércitos y las finanzas de España tiempo para recuperarse antes de la
continuación de la guerra. La estrategia española de paz estaba pensada, por tanto, para

104
Israel, Jonathan I., La República Holandesa y el mundo hispánico (1606-1660), Madrid, Nerea, 1997,
págs. 25-32. [1ª edición en inglés: Oxford University Press, 1982].
105
Domínguez Ortiz, Antonio, Historia de los moriscos: vida y tragedia de una minoría, Madrid,
Alianza, 1993. De Bunes Ibarra, Miguel Ángel, “La expulsión de los moriscos en el contexto de la
política mediterránea de Felipe III”, García-Arenal, Mercedes y Wiegers, Gerard (eds), Los moriscos:
expulsión y diáspora. Una perspectiva internacional, Valencia, Publicacions de la Universitat de
València, 2013, págs. 45-66.
Lomas Cortés, Manuel, El proceso de expulsión de los moriscos de España (1609-1614), Valencia-
Granada-Zaragoza, Universitat de València, Servei de Publicacions-Editorial Universidad de Granada-
Universidad de Zaragoza, Servicio de Publicaciones, 2016.
106
De Bunes Ibarra, Miguel Ángel, “La ocupación de Larache en la época de Felipe III. Una historia
norteafricana en el Archivo General de Simancas”, Marcos Martín, Alberto (ed), Hacer Historia..., págs.
171-186.
107
De Bunes Ibarra, Miguel Ángel y Alonso Acero, Beatriz, “Política española en relación con el mundo
islámico”, Martínez Millán, José y Visceglia, Maria Antonietta (coords), La monarquía de Felipe III, Vol.
IV, Madrid, Fundación Mapfre, 2008. págs. 1480-1494.

33
inducir en sus adversarios una falsa sensación de seguridad, permitiendo robustecer y
aumentar sus recursos materiales108.
Los años posteriores a la Tregua demostraron que no había sido tan mala idea la
paralización de la guerra contra los holandeses. Por ejemplo, la descomposición del
gobierno y la sociedad de las Provincias Unidas, esperada por los partidarios del
acuerdo, comenzó casi de inmediato, pues sin el desafío de un enemigo exterior la unión
de la república holandesa comenzó a resquebrajarse, al tiempo que las peculiaridades
regionales comenzaron a dominar la vida política109. En cuanto a su potencial militar, ya
en 1609 el ejército había decrecido a 30.000 hombres (la mitad de su fuerza antes de la
paz), reduciendo drásticamente las oportunidades profesionales de quienes tenían en la
actividad bélica su modo de vida. Respecto a las repercusiones comerciales, la principal
perjudicada fue la provincia de Zelanda, quien forjó su riqueza gracias a las limitaciones
que la guerra había impuesto a sus competidores de los Países Bajos leales, cuya
actividad económica experimentó una notable contracción. Otro factor que dañó la
economía de la república holandesa fue el levantamiento de las restricciones a las
exportaciones de grano a las provincias católicas, así como el incremento de los envíos
a España e Italia, que ocasionaron una subida del precio de los alimentos. Si bien
España fue incapaz de aprovechar la tregua para reactivar, mediante la reapertura del
tráfico del Escalda a la navegación mundial, la actividad comercial de los Países Bajos
obedientes, al tiempo que permitió a los holandeses establecer las bases de su pujanza
económica, que a la postre hicieron posible la consolidación de su incipiente estado110.
Abordando este proceso transversalmente, la monarquía española alcanzó los
tres objetivos fundamentales que se había planteado en los primeros años del reinado de
Felipe III: la descomposición del gobierno de las Provincias Unidas, su aislamiento
internacional y la consecución de un periodo de paz de más de una década para
fortalecerse de cara a una continuación de la contienda. Y además lo había conseguido
sin merma de su reputación, pues no había sido la fuerza militar holandesa la que obligó
a España a sentarse en la mesa de negociaciones. Como resultado, cuando se reanudó el

108
Gelabert González, Juan Eloy, “Entre <<una buena tregua>> y <<estas negras paces>> (1606-1609)”,
López Díaz, María (coord), Estudios en homenaje al profesor José Manuel Pérez García. Vol. II. Historia
y Modernidad. Vigo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Vigo, 2009, págs. 371-392.
109
Rodríguez Martínez, Alberto Mariano, “Entre la conveniencia y la reputación: una aproximación a las
opiniones generadas por la firma de la Tregua de los Doce Años”, Chronica Nova, vol. XXXIX, 2013,
págs. 291-320.
110
Hart, Marjolein `t, Jonker, Joost y Luiten van Zanden, Jan, A financial history of the Netherlands,
Cambridge, Cambridge University Press, 1997, págs. 11-37.

34
conflicto en 1621, los holandeses se hallaban en una posición más débil respecto a
España que en 1609. Asimismo, la decisión de Felipe III de paralizar la contienda
flamenca no fue producto del fracaso de la política exterior española, sino que se trató
de una decisión largamente madurada, dentro de un plan concebido desde los primeros
años de su reinado, que buscaba una victoria sobre los rebeldes, la pervivencia de la fe
católica en los territorios protestantes y el mantenimiento de la preponderancia española
en el continente111.
El modelo de acción exterior defendido por el duque de Lerma, en la segunda
década del reinado de Felipe III, se fue modelando gracias a un principio de necesidad,
basado en una nueva evaluación de los objetivos y, sobre todo, su adaptación a los
medios disponibles, con la finalidad de permitir una recuperación económica mucho
mayor dentro de un contexto favorable, consecuencia de la política de pacificación y
prestigio puesta en marcha en los años anteriores. El hecho de que los recursos se
concibieran como bienes escasos contribuyó a que se pusieran en marcha medidas para
mejorar la situación de la Real Hacienda, así como una disminución de los gastos
militares. A la par que se buscaba mejorar las defensas de los territorios que componían
la monarquía, así como el mantenimiento de un incipiente equilibrio europeo mediante
la conservación de la paz con Francia, Inglaterra y Holanda, evitando involucrarse en
los asuntos internos del Sacro Imperio, sin que ello significara abandonar a su suerte a
la Corte de Viena112.
Se puede hablar entonces de la política exterior española, entre los años 1598-
1609, como un gran designio, cuya primera etapa fue la firma del Tratado de Vervins
con la monarquía francesa. La segunda el acuerdo con Inglaterra, aprovechando la
muerte de Isabel y el ascenso al trono de Jacobo I Estuardo. Una vez conseguido este
objetivo, era el momento de poner en marcha la tercera fase: una ofensiva que pudiera
concluir de forma honorable para la monarquía española la guerra contra la república
holandesa. Así, desde ese momento y hasta la conclusión de la campaña del año 1606 se
centraron todos los esfuerzos en lanzar un ataque decisivo para llevarles a la mesa de

111
Allen, Paul C., Felipe III y la Pax Hispánica, 1598-1621. El fracaso de la gran estrategia. Madrid,
2001. págs. 13-15 y 320-324. [1ª edición en inglés: Yale University Press, 2001].
112
García García, Bernardo José, La Pax Hispanica. Política exterior del duque de Lerma, Leuven,
Leuven University Press, 1996, págs. 25-104. Ídem, “El periodo de la Pax Hispanica en el reinado de
Felipe III. La retórica de la paz en la imagen del valido”, Alcalá-Zamora, José y Belenguer, Ernest
(coords), Calderón de la Barca y la España del Barroco, Vol. II, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2001. págs. 62-64.

35
negociaciones. Tras dos años de combates, y a pesar de que el ejército de Flandes había
consumido todos los recursos para continuar la ofensiva, en 1607 los dirigentes
holandeses solicitaron entablar conversaciones con la corte de Bruselas, que
concluyeron con la firma de la Tregua de los Doce Años y la cancelación de los
conflictos septentrionales en que se había visto inmersa la monarquía de España, con un
balance general más que positivo para nuestros intereses113.
De este modo, cabría preguntarse por qué la acción exterior llevada a cabo
durante el reinado de Felipe III y el valimiento de Lerma ha sido valorada tan
negativamente. El principal factor que lo explica es la acción, en principio clandestina y
poco después pública, de los “reputacionistas”, que criticaban el haber abandonado la
guerra contra los herejes, al tiempo que mostraron su preocupación por el declive de la
imagen internacional de España, según su parecer errática y claudicante, hasta el punto
de identificar la política pacifista con la decadencia de la monarquía114. Pese a que los
acontecimientos iniciales parecían dar la razón al duque de Lerma, el estallido de una
crisis italiana en 1613, que degeneró en guerra abierta con Saboya115, vino a alterar el
estado de las cosas ya que los belicistas vieron en ella lo que podría ocurrir si no se daba
un giro brusco a la situación, que unidos a la críticas de los afectados por el comercio
holandés, empezaron a coordinarse para expresar su oposición al modo en que se estaba
llevando la política exterior.
A partir de entonces crecieron las opiniones contrarias a Lerma y su política,
cuyo núcleo duro fueron los virreyes de los territorios italianos y los embajadores
destinados en las principales capitales europeas, partidarios abandonar la política

113
Mesa Gallego, Eduardo de, La pacificación de Flandes. Spínola y las campañas de Frisia (1604-
1609), Madrid, Ministerio de Defensa, 2009, págs. 20-24 y 205-210.
114
Olivari, Michele, Avisos, pasquines y rumores. Los comienzos de la opinión pública en la España del
siglo XVII, Madrid, Cátedra, 2014, págs. 449-482.
115
El duque Carlos Manuel, invadió el ducado de Monferrato alegando los derechos que sobre él tenía su
hija Margarita, ocupando algunos territorios del mismo. Felipe III le exigió que abandonara sus
conquistas, a lo que el duque se negó. Pese a que el gobernador de Milán, el marqués de la Hinojosa, se
impuso en la batalla de Asti (mayo 1615), los acuerdos recogidos en el tratado del mismo nombre,
supusieron una profunda humillación para la reputación española. El marqués de Villafranca repudió el
acuerdo y continuó la guerra contra Saboya, que finalizó en 1617 con la Paz de Pavía, que tampoco fue
muy afortunada para los intereses españoles, pues se estableció la vuelta a la situación anterior al
conflicto, y se entregó el ducado de Montferrato al duque de Mantua. Bombín Pérez, Antonio, La
cuestión de Monferrato, 1613-1618, Vitoria, Colegio Universitario de Álava, 1975, sobre todo págs. 183-
256. Fernández Albaladejo, Pablo, “De <<llave de Italia>> a <<corazón de la monarquía>>: Milán y la
Monarquía Católica en el reinado de Felipe III”, Fernández Albaladejo, Pablo, Fragmentos de
monarquía: trabajos de historia política, Madrid, Alianza, 1992, págs. 185-237. Feros Carrasco, Antonio,
El Duque de Lerma: realeza y privanza en la España de Felipe III, Madrid, Marcial Pons, 2002, págs.
413-421. [1ª edición en inglés: Cambridge, Cambridge University Press, 2000]

36
pacifista y adoptar una posición mucho más beligerante116. A la altura de 1618 el
cambio de tendencia era ya una realidad, hasta el punto de que incluso el propio rey
Felipe III se declaró como uno de los más ardientes defensores de la intervención en
Alemania en ayuda del Emperador. De esta manera se defendió la necesidad de una
mayor colaboración entre las dos ramas de la Casa de Austria, incluyendo la
participación española en el recién iniciado conflicto alemán, así como de continuar la
guerra contra los holandeses nada más expirara la Tregua de los Doce Años117, pues
estos habían aprovechado la suspensión de las hostilidades para dinamizar su expansión
marítima, amenazando las costas de las Indias y de Filipinas118, hasta el punto de
afirmar que si no se llevaba de nuevo la guerra a su territorio, no tardarían en
establecerse en América119. En este viraje tuvo un peso específico la figura de D.
Baltasar de Zúñiga120 quien, desde su puesto de consejero de Estado, movió los hilos
para asegurar una mayor implicación de la monarquía española en la Guerra de los

116
Lasso de la Vega y López de Tejada, Miguel, La embajada en Alemania del conde de Oñate y la
elección de Fernando II rey de romanos (1616-1620), Madrid, 1929, págs. 8-48. Chudoba, Bohdan,
España y el Imperio (1519-1643), Madrid, Rialp, 1963, págs. 211-256. [1ª edición en inglés: Chicago,
Chicago University Press, 1952]. Cabeza Rodríguez, Antonio, “El relanzamiento de la diplomacia
española en Roma en una Europa en guerra (1618-1623)”, Hernando Sánchez, Carlos José (coord.),
España y Roma…, Vol. I, págs. 447-470.
117
Lo cierto es que el notable incremento de los fondos remitidos a los Países Bajos a partir de 1621,
evidencia la determinación española de reanudar el enfrentamiento antes de que concluyera el acuerdo
con los holandeses. Según Marcos Martín los asientos para las provisiones generales de ese año fueron
rubricados por el rey el 8 de abril, un día antes de la finalización de la tregua, lo que demuestra que en las
conversaciones previas mantenidas con los financieros, la vuelta a la guerra no era una probabilidad, sino
una certeza. Marcos Martín, Alberto, “España y Flandes (1618-1648): la financiación de la guerra”,
Alcalá Zamora, José y Belenguer, Ernest, Calderón de la Barca…Tomo II, págs. 22-23.
118
Pese a la firma de la Tregua de los Doce Años, los holandeses no cesaron de atacar las posesiones de la
monarquía en el Lejano Oriente. Por ejemplo, en 1609 una flota al mando de Frans de Witte se presentó
ante el puerto de Iloílo, si bien fueron rechazados con graves pérdidas (aunque en su retirada atacaron los
buques que navegaban en las proximidades de la isla Corregidor). Al año siguiente, el gobernador D. Juan
de Silva, preparó la defensa de Manila y dispuso en Cavite una flota de quince naves que, tras un duro
enfrentamiento, se alzó con la victoria en la primera batalla de Playa Honda, acontecida en octubre de
1610, donde los holandeses perdieron a su almirante, gran cantidad de piezas de artillería y un cuantioso
botín. Ya en 1617 enviaron otra expedición, al mando de Spilbergen, aunque la defensa española resistió
el envite y los invasores fueron derrotados en la segunda batalla de Playa Honda (abril de dicho año),
donde perdieron su buque insignia y otras dos embarcaciones. Blumentritt, Fernando, Filipinas. Ataques
de los holandeses en los siglos XVI, XVII y XVII. Bosquejo histórico, Madrid, 1882. Alva Rodríguez,
Inmaculada, “La centuria desconocida: el siglo XVII”, Cabrero Fernández, Leoncio (coord.), Historia
general de Filipinas, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1999, págs. 207-248. Sales Colin,
Ostwald, “Apuntes para el estudio de la presencia <<holandesa>> en la Nueva España: una perspectiva
mexicano-filipina, 1600-1650”, Pérez Rosales, Laura y Van der Sluis, Arjen (coords), Memorias e
historias compartidas. Intercambios culturales, relaciones comerciales y diplomáticas entre México y los
Países Bajos, siglos XVI-XX, México, Universidad Iberoamericana, 2009, págs. 149-176.
119
Brightwell, Peter, “The Spanish system and the Twelve Year’s Truce”, The English Historical Review,
vol. LXXXIX, 1974. págs. 270-292. Elliott, John Huxtable, Richelieu y Olivares, Barcelona, Crítica,
1984, págs. 84-86. [1ª edición en inglés: Cambridge University Press, 1984].
120
González Cuerva, Rubén, Baltasar de Zúñiga en la encrucijada de la Monarquía Hispana (1561-
1622), Madrid, Polifemo, 2012, sobre todo págs. 231-548.

37
Treinta Años121, a la vez que se aseguró el control sobre los corredores militares que
unían el ducado de Milán con Viena y Bruselas122.

LA PUGNA POR LA SUPREMACÍA EN EUROPA (1621-1700).

Hasta fechas relativamente recientes, las dos ideas fijas que han acompañado
cualquier acercamiento a la política exterior de los últimos representantes de la dinastía
Habsburgo, Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700) han sido las de crisis y
decadencia. Al mismo tiempo, se ha considerado que el motor de dicha acción fue la
defensa del catolicismo y el apoyo incondicional a los Habsburgo austriacos. Pero tales
argumentos fueron rebatidos ya desde principios de la década de los 60 del siglo pasado,
con trabajos pioneros como el de Rodenas Vilar, quien identificó tres grandes objetivos
de la diplomacia española (concretamente en la década de los 20 del siglo XVII):
reducir a los holandeses, contener a Francia123 e impedir la participación de Inglaterra

121
El origen del conflicto se encuentra en la designación (1617) de Fernando de Estiria como sucesor en
el reino de Bohemia y en la corona imperial, por parte del Emperador Matías. Pero su ferviente
catolicismo, y su deseo de llevar a cabo una política mucho más activa en materia religiosa, motivó que
no fuera bien visto por la nobleza bohemia, en su mayor parte protestante, quienes designaron sucesor al
conde Federico V del Palatinado, uno de los encargados de elegir al Emperador. En 1619 entró en Praga y
fue coronado rey de Bohemia, lo que motivó una alianza entre el rey de España, el duque de Baviera, los
archiduques y el Emperador Fernando II, con el apoyo del Papado, Génova, el gran ducado de Toscana y
Polonia. Las tropas españolas ocuparon el Palatinado, mientras que el Emperador y las tropas de la Liga
Católica (Baviera, Wüzburgo, Maguncia, Treveris y Westfalia), junto con fuerzas españolas, invadieron
Bohemia y derrotaron a las fuerzas rebeldes en la batalla de la Montaña Blanca (noviembre de 1620),
obligando a Federico a abandonar Praga. Esta victoria pudo ser decisiva, de no haberse complicado la
situación en los Países Bajos, pues en 1621 expiraba la Tregua de los Doce Años, y ante la más que
probable no renovación de la misma, los holandeses concedieron asilo a Federico y le proporcionaron
ayuda diplomática y militar. A lo largo de la misma, y siempre en un momento en el que la causa
protestante se encontraba en horas bajas, encontraron en la contienda: Dinamarca (1625-1629), Suecia (en
1630) y Francia (1635). Finalmente el bando anti-Habsburgo fue imponiéndose poco a poco, hasta que en
1648 se firmó la Paz de Westfalia, suscrita en los acuerdos de Osnanbrück (mayo) y Münster (octubre), y
que en el caso de España supuso el reconocimiento formal de la independencia de la República
Holandesa.
122
Sutherland, Nicola Mary, “The origins of the Thirty Years War and the structure of European politics”,
The English Historical Review, vol. CVII, 1992, págs. 587-625.
123
A mediados de esa década el objetivo de controlar la amenaza francesa parecía cumplido, pues se
consiguió mantenerla alejada de los pasos de la Valtelina y, al mismo tiempo, se derrotó a un ejército
saboyano que, apoyado por Francia, había atacado a uno de los principales aliados de España, la república
genovesa. Pese a este triunfo (sancionado en la Paz de Monzón, firmada el año 1626) los dirigentes
españoles desconfiaban de Francia, pues en cuanto tuviera ocasión trataría de intervenir en la contienda
europea en contra de los intereses españoles. “(…) ya puedo decir a V.E. que están hechas las paces con
Francia en las materias de Italia. Hase atendido lo posible a la religión y a la reputación, posponiendo lo
demás a la quietud pública. Aguardamos la ratificación de ambos reyes, no sin algún recelo de la
inconstancia de Francia, que sabemos cuan sujeta esta a ligeros accidentes. Y así, no conviene descuidar
en nada hasta que salgamos de este recelo.” Carta del Conde Duque al Duque de Alba. Monzón, 20 de
marzo de 1626. BN, Biblioteca Nacional, Manuscritos, 10.249. Fol. 3.

38
en la Guerra de los Treinta Años124. Análogamente demostró la existencia de contactos
secretos entre la monarquía española y los hugonotes franceses. A este respecto, en
1625 Olivares les envío dinero para sostener su levantamiento contra Luis XIII, y en
1629 se remitieron fondos a D. Gonzalo Fernández de Córdoba (que esos momentos
comandaba el esfuerzo bélico español en la guerra de Mantua) para que apoyase la
rebelión del duque de Rohan125.
También se ha puesto de manifiesto la presencia de un plan razonado, meditado,
coherente, sustentado en argumentos de índole económico, tecnológico y estratégico, así
como en la necesidad de priorizar en la conservación de las rutas marítimas, cuyo
objetivo no era la consecución de la hegemonía continental ni la imposición del
catolicismo, sino la derrota de Holanda, asegurar la autosuficiencia económica de la
península, así como la integridad y conservación de todos los territorios. Esta política se
articulaba en torno a tres máximas: la búsqueda de una mayor colaboración entre las
diferentes entidades políticas de la monarquía de España, el de la autarquía económica y
política y el de reputación126.
La consecución de este objetivo, a la altura de 1621, iba mucho más allá de la
acción militar, pues para ello se antojaba imprescindible un equilibrio de poderes en el
bajo Rhin entre el Imperio, Francia e Inglaterra, que dejara las manos libres a España
para estrangular el comercio holandés127. A este respecto, y pese a los lazos dinásticos
que unían a las Cortes de Madrid y Viena, los dirigentes españoles deseaban que el
Imperio continuara dividido en materia religiosa, aunque en calma, pues gracias a ello

124
Rodenas Vilar, Rafael, La política europea de España durante la Guerra de los Treinta Años (1624-
1630), Madrid, CSIC, 1961, págs. XIII-XIV. Véase también la novedosa interpretación que hace Negredo
del Cerro sobre la participación española en la Guerra de los Treinta Años. Negredo del Cerro, Fernando,
La Guerra de los Treinta Años. Una visión desde la Monarquía Hispánica, Madrid, Síntesis, 2016, sobre
todo págs. 195-251.
125
Rodenas Vilar, Rafael, “¿Ayudó Felipe IV a los hugonotes?”, Arbor, vol. LXVII, 1964, págs. 59-66.
126
Elliott, John Huxtable, “A question of reputation? Spanish Foreign Policy in the seventeenth century”,
The Journal of Modern History, vol. LX, 1983, págs. 475-483. Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, José,
“Zúñiga, Olivares y la política de reputación”, Elliott, John Huxtable y García Sanz, Ángel (coords), La
España del Conde Duque de Olivares. Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de
Valladolid, 1990, págs. 103-108.
127
Se trataba de una de una idea ya presente en los primeros años del siglo XVII, pero que vivió su época
dorada en la primera mitad del reinado de Felipe IV, que pretendía terminar en poco tiempo con el auge
de las Provincias Unidas, focalizando el esfuerzo bélico español en los aspectos financieros y mercantiles,
arrebatando a los holandeses su pujanza comercial y devolviéndosela a los Países Bajos leales. Véase:
Echevarría Bacigalupe, Miguel Ángel, “Un notable episodio económico en la guerra económica hispano
holandesa: el decreto Gauna (1603), Hispania, vol. XLVI, 1986, págs. 57-97. Alloza Aparicio, Ángel,
“Guerra económica y proteccionismo en la Europa del siglo XVII: el decreto de Gauna a la luz de los
documentos contables”, Tiempos Modernos. Revista Electrónica de Historia Moderna, vol. VII, 2012. 34
págs. [Consultado 21-1-2015]

39
se conseguiría con mayor facilidad la ayuda del Emperador, justo lo contrario de lo que
ocurría en esos momentos, cuando la monarquía española tuvo que acudir en su auxilio
con motivo del estallido de la contienda centroeuropea. En cuanto a Francia, se debía
hacer todo lo posible por azuzar las disensiones internas, y finalmente la política a
seguir con Inglaterra era la de explotar su rivalidad comercial con los holandeses, que
podría llevarla a suscribir una alianza con España, aunque tampoco debían descartarse
los contactos con los grupos descontentos en Escocia e Irlanda. El plan español estuvo
cerca de alcanzar el éxito, y a pesar de las dificultades se mantuvo el tipo, pues el
abandono de Flandes significaba renunciar a los suministros del norte de Europa y ceder
el dominio del Atlántico, abandonando la zona económica más pujante128.
A este respecto, Olivares era consciente de que el ejercicio de una política
confesional no respondía a las complejidades de la vida internacional de la Europa del
siglo XVII. España necesitaba estabilidad, y la única forma de conseguirla era mediante
el establecimiento de alianzas basadas en la razón de Estado. De la misma manera, y
aunque a primera vista pudiera parecer lo contrario, la monarquía española quería la paz
en los Países Bajos, aunque del mismo modo se hacía imprescindible conseguir un
acuerdo en mejores condiciones que las obtenidas en 1609. Obviamente esto solo sería
posible negociando desde una posición de fuerza, algo que parecía factible a la altura de
1625-1626 cuando, tras la toma de Breda, se estrechó el cerco sobre las Provincias
Unidas y se bloqueó su comercio129.
En ese momento se puso en marcha la empresa que, según Olivares, asestaría el
golpe definitivo a los holandeses: la liquidación de su comercio en el mar del Norte y en
el Báltico (lugar que sería ocupado por una compañía de comercio en la que
participarían, además de España y los Países Bajos leales, Portugal y Polonia),
configurando unos circuitos comerciales que garantizaran a España el acceso a los
productos del norte, al tiempo que se les privaba de uno de sus principales mercados
para la exportación, así como de su principal centro proveedor de pertrechos navales,

128
Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, José, “La Monarquía Hispana de los Felipes”, Revista de la
Universidad de Madrid, vol. LXXIII, 1970, págs. 59-61. Ídem, España, Flandes y el Mar del Norte
(1618-1639). La última ofensiva de los Austrias madrileños, Barcelona, Planeta, 1975, págs. 162-175.
Ídem, Razón y crisis de la política exterior de España, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1977,
págs. 18-41.
129
Elliott, John Huxtable, El Conde Duque de Olivares. El político de una época en decadencia,
Barcelona, Crítica, 1990, págs. 268-270. [1ª edición en ingles: New Haven-London, Yale University
Press, 1986].

40
trigo, cobre y hierro130. Para ello se instituyó una fuerza naval permanente (cuya base de
operaciones era el puerto de Dunquerque) compuesta por navíos corsarios, para hostigar
a la marina mercante holandesa131. Al mismo tiempo se buscó un acercamiento con la
Polonia de Segismundo III Vasa (rey de Polonia entre 1587 y 1632, año de su
fallecimiento; y de Suecia entre 1592-1599, cuando fue depuesto por su tío Carlos,
quien se convirtió en Carlos IX de Suecia), así como a la Hansa, Dinamarca y al duque
de Holstein132.
Desgraciadamente esta iniciativa no pudo llevarse a cabo por una conjunción de
acontecimientos. El primero de ellos fue la actitud del Sacro Imperio, en teoría era el
principal aliado de España, que no vio con buenos ojos el establecimiento de
negociaciones directas con Polonia y las ciudades hanseáticas. Además su propio interés
aconsejaba que el proyecto no saliera adelante, pues una parte considerable de los
fondos que España destinaba al sostenimiento de la causa de los Habsburgo en Europa
se emplearían en la financiación de la fuerza naval que se establecería en el Báltico. Y,
finalmente, en una actitud que revelaba una profunda desconfianza, el Emperador no
deseaba que España se convirtiese en una potencia báltica133.

130
El ideólogo de este designio fue Anthony Sherley, un católico inglés, que defendió la necesidad de
priorizar el fortalecimiento de las fuerzas navales, en detrimento de las terrestres, pues la continuidad de
España como potencia mundial dependía de ello. Ejerció una enorme influencia en Olivares a la hora de
dar forma a sus proyectos septentrionales, defendiendo la idea de constituir un ámbito mercantil que
comprendiera Alemania, los Países Bajos españoles y la península ibérica. Todo ello cristalizó en la
creación del Almirantazgo de los Países Septentrionales. Sherley, Anthony, Peso político de todo el
mundo del conde D. Antonio Xerley, Granada, 1622. [Edición de Viñas y Mey, Carmelo, Madrid, CSIC,
1961]. Domínguez Ortiz, Antonio, “El Almirantazgo de los Países septentrionales y la política económica
de Felipe IV”, Hispania, vol. XXVII, 1947, págs. 272-290.
131
Su formación data de los años 1622-1623, pero su primera gran acción tuvo lugar en 1625, cuando la
armada inglesa se unió a los holandeses para bloquear la costa flamenca. Sin embargo, a finales de
octubre un temporal deshizo la formación y hundió a la mayor parte de los navíos. Una vez mejoró el
tiempo, dos escuadras zarparon del puerto de Dunquerque, una se dirigió hacia las Shetlands (situadas
entre las islas Feroe, la costa suroeste de Noruega y Gran Bretaña) para perseguir a los supervivientes,
donde se encontraron con el grueso de la flota pesquera holandesa (unos 200 navíos desarmados),
apresando a los más grandes; mientras que la otra capturó decenas de barcos de arrastre. Así, en dos
semanas, fueron hundidos, capturados o destruidos unas 150 embarcaciones enemigas, en su mayoría
holandesas. Entre 1627 y 1634 la flota corsaria, apoyada por la Armada de Flandes, capturó unos 1.500
navíos y hundieron 335, mientras que los holandeses consiguieron hundir 80 buques (10 de la Armada de
Flandes y 70 de los corsarios). En 1646 los franceses tomaron Dunquerque, aunque fue reconquistada por
las tropas españolas en 1652. Durante los años siguientes, y hasta su definitiva conquista por las tropas
anglo-francesas en 1658, continuó con su actividad corsaria, si bien a un nivel menor que en las décadas
anteriores. Tras un breve periodo de dominio inglés, el rey Carlos II de Inglaterra la vendió a Francia en
1662, permaneciendo desde ese momento bajo soberanía francesa. Rodenas Vilar, Rafael, “Un gran
proyecto anti-holandés en tiempo de Felipe IV. La destrucción del comercio rebelde en Europa”,
Hispania, vol. LXXXVIII, 1962, págs. 542-558. Stradling, R.A., La Armada de Flandes… págs. 78-154.
132
Skowron, Ryszard, Olivares, los Vasa y el Báltico. Polonia en la política internacional de España en
los años 1621-1632. Varsovia, Wydawnictwo Dig, 2008, págs. 287-288.
133
Ibídem, págs. 289-292.

41
El segundo fue el estallido de la guerra de Mantua (1628), que obligó a los
dirigentes españoles a abandonar sus empresas septentrionales para centrarse en esta
nueva contienda italiana. A este respecto, la mayoría de especialistas coinciden en que
los años 1628-1629 representaron un punto de inflexión en la trayectoria internacional
de la monarquía134, pues el inicio del conflicto sucesorio mantuano y la captura de los
galeones de Tierra Firme por los holandeses en 1628, impidieron concluir la guerra
contra los holandeses en unos términos beneficiosos para la monarquía española.
Aunque poco después de producirse tales acontecimientos, se ordenó remitir fondos
extraordinarios con los que reforzar la posición de España en Flandes y en Alemania, lo
que dejaba bien a las claras que no había ninguna voluntad de abandonar el norte de
Europa135. El último fue la firma de la Paz de Altmark, en septiembre de 1629, que puso

134
El origen del conflicto se encuentra en la muerte del duque Vicenzo II Gonzaga, que había fallecido
sin descendencia en diciembre de 1627. El heredero de este territorio fue el duque de Nevers, primo de
Vincenzo II. Pero su sucesión no fue vista con buenos ojos por el duque de Saboya, quien pretendía
incorporar ese territorio a Saboya, ni por el Emperador (pues se trataba de un feudo bajo titularidad
imperial y pretendía convertirlo en sede vacante para, posteriormente, conceder su gobierno a quien
creyera oportuno) ni por el rey de España (pues no podía permitirse la presencia de un gobernante
profrancés en un territorio fronterizo con el Milanesado). En marzo de 1628 las tropas hispano-saboyanas
invadieron el Monferrato y poco después se puso sitio a la estratégica posesión de Casale. La situación
era favorable a los intereses españoles, pues los franceses estaban ocupados en el sitio de La Rochelle
(bastión de los calvinistas galos), y mientras no concluyeran esta operación no se involucrarían en Italia.
Una vez resuelto ese problema, las tropas francesas (con Luis XIII y el cardenal Richelieu a la cabeza)
atravesaron los Alpes y en marzo de 1629 vencieron a los saboyanos en Susa, que poco después aceptaron
el tratado del mismo nombre, por el que Francia ofrecía a Saboya parte del territorio que el duque de
Nevers tenía en el Monferrato, si concedía derecho de paso a las tropas francesas y colaboraba en la
expulsión de las tropas españolas, en caso de que D. Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de
Milán, no se adhiriera a el. Éste, ante las dificultades económicas, y temiendo por la seguridad de Milán y
Génova, firmó el acuerdo y ordenó levantar el sitio de Casale. En octubre de 1630, la diplomacia francesa
fue capaz de firmar un acuerdo separado con el Emperador (Paz de Ratisbona), según el cual todas las
tropas extranjeras debían retirarse de Italia en el plazo de dos meses, al tiempo que se reconocía al duque
de Nevers como soberano de Mantua-Monferrato, lo que tensó las relaciones entre Madrid y Viena. Los
dos tratados de Cherasco (ratificados en abril y junio de 1631) pusieron definitivamente fin a la contienda,
reconociéndose definitivamente al duque de Nevers, si bien debió aceptar la condición de feudatario del
Emperador; mientras que Francia obtuvo la estratégica fortaleza de Pinerolo, mientras que el duque de
Saboya (Víctor Amadeo I, quien había sucedido a su padre, Carlos Manuel I, en 1630) se hizo con
algunos territorios en la frontera oriental de Saboya con Monferrato. España fue la gran perjudicada del
acuerdo, pues tras cuatro años de guerra (en los que se habían gastado ingentes cantidades de dinero) no
sólo no había conseguido nada, sino que este conflicto entorpeció los planes para liquidar la guerra de
Flandes en unos términos honrosos, a la vez que enrareció las relaciones entre las dos ramas de los
Habsburgo. Don Gonzalo Fernández de Córdoba y la Guerra de Sucesión de Mantua y del Monferrato
(1627-1629), Madrid, CSIC, 1955. Stradling, Robert A., “Prelude to disaster: the precipitation of the war
of the Mantuan Sucession, 1627-1629, The Historical Journal, vol. XXXIII, 1990, págs. 769-785. Parrott,
David, “The Mantuan Sucession, 1627-1631: a sovereignty dispute in Early Modern Europe”, English
Historical Review, vol. CXII, 1997, págs. 20-65.
135
AHN, Archivo Histórico Nacional, Consejos, Legajo 7134. Consulta del Consejo de Estado sobre lo
mucho que conviene enviar a Flandes y Alemania alguna provisión de dinero extraordinaria. Madrid, 24
de enero de 1630.

42
fin a la guerra entre Polonia y Suecia, y que dejaba a ésta última libertad para intervenir
en el conflicto europeo136.
Las disensiones dentro del bando católico (España, Imperio, Papado y Liga
Católica, comandada por Baviera), que a pesar de compartir unos objetivos comunes, en
la práctica cada uno de sus integrantes tenía sus propios intereses, motivaron que los
dirigentes españoles buscaran nuevos apoyos para llevar a cabo sus proyectos, incluso si
se trataba de entidades políticas que no profesaban lealtad a la iglesia de Roma137. Así, a
la altura de 1631, la evolución de los acontecimientos en el conflicto alemán
recomendaba llevar a cabo un giro drástico en la manera de abordar los asuntos
centroeuropeos. Esta innovación consistiría en buscar un acercamiento a Sajonia e
Inglaterra en detrimento de la alianza con Baviera (quien incluso llegó a firmar un
acuerdo con Francia, el Tratado de Fontainebleau, suscrito en el mes de mayo de dicho
año) y el Emperador; así como una política de mano dura con respecto a Roma
(contemplándose incluso, si bien como último recurso, la posibilidad de una
intervención militar) para obligarla a abandonar su política filofrancesa y reconducirla
hacia unas posiciones más complacientes con los intereses españoles138. Si finalmente
fracasaron tales iniciativas no fue porque los dirigentes españoles se sintieran atados por
cuestiones teológicas, sino porque su puesta en marcha crearía nuevos problemas139.
A pesar de todas estas diferencias, y ante la imposibilidad de encontrar nuevos
aliados, España no tuvo más remedio que continuar apoyando al Emperador y a Baviera
en la Guerra de los Treinta Años. Pero no se trataba de una ayuda basada únicamente en
la solidaridad dinástica y confesional, sino que la principal motivación para ello era la
conservación del Camino Español, que unía Milán con Bruselas. A finales de 1632 este
corredor se encontraba bloqueado por los suecos y sus aliados alemanes, y se hacía
imprescindible volver a abrirlo para que pudiera ser utilizado por el Cardenal Infante D.

136
Roberts, Michael, Gustavus Adolphus and the rise of Sweden, London, English Universities Press,
1973, págs. 46-72. Parker, Geoffrey (ed), La Guerra…, págs. 143-.156.
137
Marek, Pavel, “La diplomacia española y la papal en la Corte imperial de Fernando II”, Studia
Historica. Historia Moderna, vol. XXX, 2008, págs. 109-143.
138
A este respecto véase: Aldea Vaquero, Quintín, “La neutralidad de Urbano VIII en los años decisivos
de la Guerra de los Treinta Años (1628-1632)”, Hispania Sacra, vol. XXI, 1968, págs. 155-178.
139
Negredo del Cerro, Fernando, “La política exterior de la Monarquía Hispánica hacia 1632. Variables a
considerar”, Martínez Millán, José y González Cuerva, Rubén (coords), La dinastía de los Austria. Las
relaciones entre la Monarquía Católica y el Imperio, Vol. II, Madrid, Polifemo, 2011, págs. 1301-1332.
Ídem, “Un episodio español en la Guerra de los Treinta Años: la embajada del marqués de Cadreita al
Sacro Imperio y el acercamiento al elector sajón (1629-1631)”, Hispania, vol. LXXV, 2015, págs. 669-
694.

43
Fernando (hermano de Felipe IV), quien se dirigiría a los Países Bajos con un poderoso
ejército para asumir el gobierno de ese territorio140.
A este respecto, entre los meses de septiembre y diciembre de 1633 las fuerzas
de D. Gómez Suárez de Figueroa, tercer duque de Feria141, fueron capaces de levantar
los asedios que sufrían las ciudades de Constanza y Breisach, expugnando toda la
cuenca del Rhin desde Constanza a Basilea y desde Basilea a Brisgovia (al sudoeste de
Alemania), despejándola de enemigos142. La victoria de las armas hispano-imperiales en
la batalla de Nordlingen143 (septiembre de 1634) parecía encauzar la contienda hacia los
intereses de los Habsburgo, máxime cuando unos meses más tarde (mayo de 1635) se
firmó la Paz de Praga, que reconcilió al Emperador con gran parte de los príncipes
luteranos. Dicho acuerdo significó el triunfo del pragmatismo político defendido por
Olivares, quien trató de convencer a Fernando II para que pusiera fin al conflicto
alemán, con el objetivo de emplear todos los recursos de la Casa de Austria en
conseguir la derrota de Holanda. Sin embargo ese fue el momento elegido por Luis XIII
para declarar la guerra España144.
En concordancia con esta línea se encuentra el acercamiento, en la década de los
30, a la herética Inglaterra. Ya en 1623, con motivo de las negociaciones para el
matrimonio de la infanta María con el heredero a la Corona inglesa, el príncipe Carlos,

140
Israel ha afirmado que bajo el gobierno de Cardenal Infante (1634-1641), los Países Bajos se
convirtieron, más que nunca, en la pieza clave de la monarquía española, pues eran el principal bastión de
España en su lucha contra Francia y Holanda. Muestra de ello fue el hecho de que durante esos años se
enviaron desde Madrid a Bruselas más hombres y dinero que en ningún otro momento. Israel, Jonathan I,
“España y los Países Bajos durante la época de Olivares”, Elliott, John Huxtable y García Sanz, Ángel
(coords), La España del Conde Duque…, págs. 111-127.
141
Véase: Valencia Rodríguez, Juan Manuel, “El III Duque de Feria, gobernador de Milán (1618-1626 y
1631-1633), Revista de Humanidades, vol. XVII, 2010, págs. 13-48.
142
Aldea Vaquero, Quintín, España y Europa en el siglo XVII. Correspondencia de Saavedra Fajardo.
Tomo I. 1631-1633, Madrid, Departamento Enrique Flórez, Centro de Estudios Históricos, 1986, págs.
XLIII-LXX.
143
Mesa Gallego, Eduardo de, Nordlingen 1634: victoria decisiva de los tercios, Madrid, Almena, 2003.
144
Jover Zamora, José María: 1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación, Madrid,
CSIC, 2003. [1ª edición: Madrid, Instituto Jerónimo Zurita, 1949). Fraga Iribarne, Manuel: D. Diego de
Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1956, págs. 71-109. Stradling, R.A., “Olivares
and the origins of the Franco-Spanish war, 1627-1635”, The English Historical Review, vol. CI, 1986,
págs 70-84. Parrott, David: “The causes of the franco-spanish war of 1635-1659”, Black, Jeremy (ed):
The origins of war in Early Modern Europe. Edinburgh, Donald, 1987, págs 72-111. Stradling, Robert A.,
“Los dos grandes luminares de la tierra: España y Francia en la política de Olivares”, Elliott, John
Huxtable y García Sanz, Ángel, (coords), La España del Conde Duque…, págs. 131-160. Lesaffer,
Randall, “Defensive warfare, prevention and hegemony. The justifications for the franco-spanish war of
1635. Part I”, Journal of the History of International Law, vol. VIII, 2006, págs. 91-123. Jiménez
Moreno, Agustín, “Opciones estratégicas de la monarquía española a comienzos de la guerra contra
Francia (1636-1638): la propuesta de Marco Antonio Gandolfo”, Chronica Nova, vol. XXXVIII, 2012,
págs. 177-202.

44
se planteó la posibilidad de un acuerdo de tal naturaleza145. Se trataba de un pacto
beneficioso para ambas partes, pues el rey Jacobo I necesitaba la ayuda española para
restablecer a su yerno, Federico V del Palatinado, en su electorado; mientras que Felipe
IV precisaba del apoyo inglés para aislar a los holandeses y obligarles a aceptar una paz
beneficiosa para España. Pero el fracaso de las negociaciones motivó un rápido
deterioro de las relaciones entre ambas coronas, y a mediados de 1624 se produjo la
ruptura de las hostilidades. En marzo de 1625 Carlos I (tras el fallecimiento del rey
Jacobo) accedió al trono de Inglaterra, y en el mes de noviembre una armada anglo-
holandesa se presentó en Cádiz, si bien fracasó en su objetivo de capturar los navíos que
transportaban la plata, al tiempo que fueron rechazados cuando desembarcaron en dicha
ciudad146.
En noviembre de 1630 se firmó el Tratado de Madrid, que ponía fin al conflicto.
Este acuerdo marcó el inicio de un nuevo periodo en las relaciones entre España e
Inglaterra, pues al tiempo que se restablecía la actividad comercial, obstaculizada
durante los años de guerra, Londres se comprometió a interrumpir sus tratos mercantiles
con las Provincias Unidas, y a mediar entre Madrid y La Haya en caso de que se
iniciaran conversaciones para liquidar la guerra de los Países Bajos. Este cambio se
confirmó en enero de 1631, cuando Francis Cottington y el Conde Duque de Olivares
firmaron un acuerdo secreto en el que se contemplaba una hipotética colaboración
anglo-española contra las Provincias Unidas. Se trataba de un acontecimiento que abría
nuevas posibilidades a la monarquía española, y por ese motivo se podría abonar a
Carlos I un subsidio anual de 100.000 escudos; además, los dirigentes españoles se
comprometieron a emplear toda su influencia para conseguir la restitución del
Palatinado al depuesto Federico147. Pese a que se trataba de una propuesta beneficiosa
para las dos partes, los recelos entre ambas y, sobre todo, el temor a constituir una liga
anti-holandesa, que pudiera poner en peligro a la importante colonia inglesa en los
Países Bajos, sin contar con los numerosos residentes holandeses en Inglaterra,

145
Samson, Alexander (ed), The Spanish Match. Prince Charles’s Journey to Madrid, 1623, Aldershot,
Ashgate Distribution Services, 2006.
146
Gamboa y Eraso, Luis de, Verdad de lo sucedido con ocasión de la venida de la Armada inglesa del
enemigo sobre Cádiz en primero de noviembre de 1625, Córdoba, 1626. Castro, Adolfo de, Historia de la
venida del Inglés sobre Cádiz en 1625, Cádiz, Imprenta de la Revista Médica, 1844. Calderón Quijano,
José Antonio, Versiones inglesas de los ataques anglo-holandeses a Cádiz, 1596 y 1625, Cádiz, Caja de
Ahorros de Cádiz, 1985.
147
Sanz Camañes, Porfirio, Diplomacia hispano-inglesa en el siglo XVII, Cuenca, Ediciones de la
Universidad de Castilla La Mancha, 2002, págs. 109-114.

45
motivaron que ésta se lo pensara mejor y dilatara su entrada en vigor148. Otra baza que
tenía España para encauzar el acuerdo era la posibilidad de ofrecer a los ingleses
potenciar su actividad comercial en el Mediterráneo, o participar en el lucrativo negocio
de la financiación de la monarquía española, actividad que podría resultar muy
interesante para sus hombres de negocios149. Mientras que Inglaterra, con su pujante
marina mercante (y con la colaboración de su armada), podría convertirse en una opción
para transportar hombres, dinero, pertrechos y material bélico a los Países Bajos,
obteniendo a cambio un beneficio económico150.
No obstante los esfuerzos españoles por conseguir un acercamiento a Inglaterra,
que al mismo tiempo supusiera una ruptura entre ésta y Holanda, no tuvieron éxito.
Además, según pudo comprobarse tras la derrota de Las Dunas (octubre de 1639)151,
Londres prefirió sacar partido de su neutralidad. Este retroceso de la posición española
en la Corte de Carlos I se hizo aún más evidente el año 1640, pues Strafford (el
principal apoyo del monarca) fue arrestado, y los marqueses de Velada y Malvezzi
(embajadores extraordinarios en Londres) tuvieron que abandonar el país. Del mismo
modo Carlos I buscó una alianza matrimonial con los holandeses, casando a su hija
María Enriqueta con el príncipe Guillermo (hijo de Federico Enrique de Orange, y
futuro Guillermo II). Por si esto fuera poco, en 1641 una delegación portuguesa fue

148
Sanz Camañes, Porfirio, “La diplomacia beligerante. Felipe IV y el tratado anglo-español de 1630”,
Cuadernos de Historia de España, vol. LXXXIII, 2009, págs. 225-245.
149
Alloza Aparicio, Ángel y Zofío Llorente, Juan Carlos, “La trepidante carrera de sir Benjamín Wright.
Comerciante, factor y asentista de Felipe IV”, Hispania, vol. LXXXIII, 2013, págs. 673-702. Sanz Ayán,
Carmen, Los banqueros y la crisis de la Monarquía Hispánica de 1640, Madrid, Marcial Pons, 2013,
págs. 275-278.
150
Taylor, Harland, “Trade, neutrality and the <<English Road>>”, The Economic History Review, New
Series, vol. XXV, 1972, págs. 236-260.
151
Se trata de una batalla naval que tuvo lugar en la rada de las Dunas (The Downs), en la costa del
condado de Kent, en Inglaterra, entre las armadas española y holandesa. Su origen se encontraba en el
deseo español de transportar un importante contingente militar a los Países Bajos, al tiempo que se
despejaba el Canal de la Mancha de navíos enemigos (aprovechando la neutralidad inglesa). La flota
española, al mando de Oquendo, zarpó de La Coruña a finales de agosto y a mediados del mes de
septiembre entabló contacto con los holandeses. Tras varios días de combate incierto, en los que ambos
contendientes agotaron sus reservas de pólvora, Oquendo tomó la decisión de dirigirse a Las Dunas para
aprovisionarse y reparar sus navíos, mientras que los holandeses, tras reponerse, procedieron a bloquear la
salida de la armada española. Cuando llevaba más de un mes fondeado en dicho puerto, el comandante
español tomó la decisión de abandonar el puerto y enfrentarse con los holandeses, pero éstos habían
acumulado tal cantidad de navíos que superaban a Oquendo en una proporción de cinco a uno. El
enfrentamiento tuvo lugar el 21 de octubre de 1639, y la armada española sufrió grandes pérdidas, que
según las fuentes oscilan entre 32-40 (entre hundidos y capturados). A pesar de todo, Oquendo fue capaz
de remitir a los Países Bajos la mayor parte de los hombres y el dinero que transportaba. Alcalá-Zamora,
José, España, Flandes y…, págs., 402-464. San Juan, Víctor, La batalla naval de las Dunas. La Holanda
comercial contra la España del Siglo de Oro, Madrid, Sílex, 2007.

46
recibida con todos los honores, y con los mismos derechos y privilegios que los
embajadores de los otros estados152.
Los acontecimientos de las décadas posteriores, sobre todo los funestos años 40,
que fueron testigo del levantamiento de Cataluña y Portugal (1640), Nápoles y Sicilia
(1647), así como de una serie de movimientos protoindependentistas encabezados por el
duque de Medina Sidonia en Andalucía (1641), el duque de Híjar en Aragón (1648) y
Miguel de Itúrbide en Navarra (1648), supusieron una presión añadida a una estructura
política ya de por sí sobrecargada153. Sin embargo, y a pesar de las dificultades, no se
produjo el colapso de la monarquía española, sino que sacó fuerzas de flaqueza y
consiguió reponerse, con las únicas pérdidas de Holanda (cuya independencia fue
reconocida por el Tratado de Munster154, suscrito en 1648) y Portugal (que la consiguió

152
Elliott, John Huxtable, “The year of the three ambassadors”, Lloyd-Jones, Hugh, Pearl, Valerie y
Worden, Blair (eds), History and imagination: essays in honour of H.R. Trevor-Roper, London,
Duckworth, 1981, págs. 165-181.
153
Domínguez Ortiz, Antonio, “La conspiración del duque de Medina Sidonia y el marqués de
Ayamonte”, Archivo Hispalense. Revista histórica, literaria y artística, vol. XXXIV, 1961, págs. 133-
159. Yllán Calderón, Esperanza, “Reflexiones sobre la crisis de 1640”, Cuadernos de Historia Moderna,
vol. XI, 1991, págs. 209-222. VV.AA, 1640: la monarquía hispánica en crisis, Barcelona, Crítica, 1992.
Ribot García, Luis Antonio, “Las revueltas italianas del siglo XVII”, Studia Historica. Historia Moderna,
vol. XXVI, 2004, págs. 101-128. Parker, Geoffrey (coord.), La crisis de la monarquía de Felipe IV,
Barcelona, Crítica, 2006. Fernández Albaladejo, Pablo, La crisis de la Monarquía [Historia de España
dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares]. Vol. IV, Barcelona, Crítica, 2009. Salas Almela, Luis, The
conspiracy of the ninth duke of Medina Sidonia (1641): an aristocrat in the crisis of the Spanish Empire,
Leiden, Brill, 2013.
154
Se trata de uno de los dos acuerdos, junto con el de Osnanbrück, que constituyeron la conocida como
Paz de Westfalia, por la que se puso fin a los dos principales conflictos que habían asolado Europa
durante las décadas precedentes: la Guerra de los Treinta Años y la Guerra entre España y la República
Holandesa. En cuanto a sus consecuencias, supuso la quiebra definitiva de la visión renacentista de las
relaciones internacionales, basado en la preponderancia de dos poderes: uno religioso (el Papado) y otro
político (el Imperio), que fue sustituido por un modelo en el que las connotaciones de tipo confesional
tuvieron cada vez menos peso ante la economía y la política, rompiendo definitivamente el concepto de
unidad religiosa y confirmando la división surgida en la centuria anterior. El Emperador (en esos
momentos Fernando III) fue el gran derrotado, pues su poder se fragmentó aún más y los príncipes
independientes aumentaron su autonomía. Además, se vio obligado a reconocer el status independiente de
Suiza, lo que motivó un repliegue de los Habsburgo vieneses hacia la parte oriental de sus dominios
(Austria, Tirol, Hungría). Los grandes vencedores fueron Francia y Suecia. En cuanto a la primera, como
paso previo a su acercamiento al Rhin, volvió a ocupar los obispados de Metz, Toul y Verdún. También
recibió la soberanía de Alsacia (aunque no su posesión), junto con la de la estratégica fortaleza de
Breisach y la ciudad de Philippsburg, pudiendo participar en las reuniones de la Dieta Imperial. La
segunda ocupó toda la franja meridional del Báltico, hasta los límites de la actual Rusia, adquiriendo la
Pomerania occidental (situada entre Alemania y Polonia), lo que facilitó su control del mar del Norte,
junto con los estuarios del Oder, Wesser y Elba. Otros territorios que pasaron a su dominio fueron
Wismar, Bremen y Verden, lo que permitió a los gobernantes suecos (al igual que sus homólogos
franceses) participar en la Dieta Imperial. Finalmente, el príncipe elector de Brandemburgo, apoyado por
Francia (pues los dirigentes galos pensaban que fortaleciendo a este pequeño electorado serviría como
estado tapón a los deseos expansionistas de rusos, suecos, polacos y austriacos; si bien con el tiempo se
convertiría en su principal competidor por la hegemonía continental), recibió la Pomerania oriental y
arzobispado de Magdeburgo. VV.AA, 350 años de la Paz de Westfalia: del antagonismo a la integración

47
en virtud del Tratado de Lisboa, firmado 1668). A este respecto, tal y como apuntó
Elliott, habría que “cambiar el concepto de un desastre inevitable, que por tanto tiempo
ha dominado la historiografía del España del diecisiete, y poner en su lugar el de un
siempre decreciente margen de posibilidades”155.
Stradling fue uno de los autores que más mostró su desacuerdo con los
planteamientos historiográficos que hablaban de un desplome de la monarquía española
a partir de 1640156. En su opinión, ni las derrotas sufridas en esos años ni el bloqueo de
los corredores militares, fueron capaces de acabar con la pujanza de España157.
Cuestionó el mismo concepto de decadencia y, sobre todo, criticó la explicación que la
vinculaba a una caída de los metales preciosos procedente del Nuevo Mundo. Pese a
que ciertamente se contrajo la llegada de plata americana, especialmente entre 1650-
1660, su repercusión sobre el dispositivo militar español fue mucho menor de lo que se
había pensado. Una muestra de ello fueron los acontecimientos del año 1652, otro
verdadero annus mirabilis (equiparable al de 1625158) para las armas españolas con las
conquistas de Barcelona, Dunquerque y Casale, algo realmente asombroso para una
entidad política moribunda y descomposición159.
La evidencia más palmaria de la recuperación española en esos decisivos años
fue el modo en que llegó al Tratado de los Pirineos (1659), que puso fin a la guerra con
Francia. En este sentido, los planteamientos historiográficos más recientes lo
contemplan desde una perspectiva muy diferente a la que había primado con
anterioridad. Pionera fue la interpretación de Domínguez Ortiz, quien apuntó que este
acuerdo fue una paz honorable que buscaba concluir, con el menor menoscabo posible,
el último de los frentes europeos en los que estaba inmersa la monarquía española para
centrarse en la recuperación de Portugal. A este respecto hay que tener en cuenta que las

de Europa [Ciclo de conferencias celebrado en la Biblioteca Nacional del 9 de marzo al 30 de noviembre


de 1998], Madrid, Biblioteca Nacional-Fundación Carlos de Amberes.
155
Elliott, John Huxtable, El Conde Duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid,
Universidad de Valladolid, 1977, págs. 97-100.
156
Stradling, Robert A., “Catastrophe and recovery: the defeat of Spain, 1639-1643, History, vol. LXIV,
1979, págs. 205-219.
157
“(...) la caída de la Monarquía hasta perder su condición hegemónica fue como una película a cámara
lenta de la demolición de una gigantesca chimenea, en algunos momentos se paraliza, y cuando ha
desaparecido la nube de polvo provocada por la caída, se aprecia que todavía sigue en pie una parte
considerable.” Stradling, Robert A., Europa y el declive de la estructura imperial española; 1580-1720,
Madrid, Cátedra, 1983, págs. 154-155. [1ª edición en inglés: London, George Allen & Unwin, 1981].
158
Ese año se conquistó Breda, se derrotó a la armada anglo-holandesa que intentó tomar Cádiz, se
socorrió Génova del ataque saboyano (orquestado en la sombra por Francia) y se recuperó Bahía de
Todos los Santos, en Brasil.
159
Stradling, R.A., Europa y el declive…, págs. 159-165.

48
pérdidas territoriales fueron mínimas160, no obstante Francia consiguió algunas ventajas
de carácter económico, que permitieron una mayor entrada de sus mercancías en los
mercados españoles y, en su opinión, lo más importante, dejó abonado el camino para el
futuro ascenso de la casa de Borbón al trono español. En perspectiva, el Tratado de los
Pirineos fue una “honrosa transición entre un vencido digno y un vencedor moderado,
muy distinto de las paces cartaginesas”161. Sin embargo Alcalá-Zamora interpretó este
acuerdo desde una perspectiva menos benevolente para la monarquía española, pues tras
el mismo fue incapaz de llevar a cabo una política independiente, y si mantuvo su
condición de potencia europea, traducida en la conservación de los Países Bajos, fue
gracias a la actividad diplomática y no a su poderío militar162.
Kennedy apuntó que las condiciones de la Paz de los Pirineos no fueron
especialmente duras, pero al obligar a España a negociar con su némesis, demostraron
que la etapa del predominio de los Habsburgo en Europa había terminado 163, lo que se
inscribe dentro de la tendencia generalizada, que se refiere a la paz entre España y
Francia como un acuerdo equilibrado en el cual, si bien la monarquía española tuvo que
renunciar a sus veleidades hegemónicas, quedó garantizada su continuidad y asumió un
nuevo papel en la política internacional, marcada por el paulatino ascenso de Francia164.
Según Parker, pese a que la monarquía de Felipe IV salió mejor parada en 1659
de lo que lo hubiera hecho en 1648, finalmente hizo más concesiones que 1654-1656,
cuando Mazarino buscó concluir un acuerdo debido a la delicada situación interna en la
que se encontraba. En las décadas siguientes España continuó luchando contra Francia a
pesar de la mengua de sus recursos, si bien esto quedó compensado con una
disminución del número de enemigos y un acercamiento a otras potencias para hacer
frente a los desafíos planteados por la política expansionista del Rey Sol165.

160
España cedió a Francia el condado de Artois y una serie de plazas en Flandes, Henao y Luxemburgo;
mientras que ésta devolvió el Charolais y algunos territorios que había tomado en el norte de Italia.
También se entregó a Luis XIV el Rosellón, parte de la Cerdaña, Conflent y Vallespir. Finalmente, los
ingleses recibieron Dunquerque (que mantuvieron hasta 1662, cuando la vendieron a Francia).
161
Domínguez Ortiz, Antonio, “España ante la Paz de los Pirineos”, Domínguez Ortiz, Antonio, Crisis y
decadencia en la España de los Austrias, Barcelona, Ariel, 1969, págs. 157-193. [Publicado por primera
vez en Hispania, vol. LXXVII, 1959, págs. 545-573]
162
Alcalá-Zamora, José, España, Flandes y…, págs. 475-476.
163
Kennedy, Paul, Auge y caída de las grandes potencias. Barcelona, De Bolsillo, 2009, págs. 82-83. [1ª
edición en inglés: London, Unwin Hyman, 1987]
164
Valladares Ramírez, Rafael, “El Tratado de Paz de los Pirineos: una revisión historiográfica (1888-
1988)”, Espacio, Tiempo y Forma. Serie IV, Historia Moderna, vol. II, 1989, págs. 125-138.
165
Parker, Geoffrey, “El equilibrio restaurado en la monarquía, 1648-1668”, Parker, Geoffrey (coord.), La
crisis de la monarquía…, págs. 165-169.

49
Si se tienen en cuenta todas estas variables, no sorprende que en la actualidad se
hable más de declinar que de decadencia. A este respecto, España conservó hasta 1657
una capacidad militar más que respetable para defender sus territorios y concluir la
guerra con Francia de un modo honorable, y si finalmente fue derrotada se debió a que,
a diferencia de sus enemigos, fue incapaz de concentrar todos sus recursos en un solo
frente. Otro hecho que desequilibró la balanza a favor de Francia fue la entrada de
Inglaterra en la fase final de la contienda, pues la ruptura de las hostilidades con
Cromwell supuso el cierre definitivo de la ruta marítima hacia los Países Bajos,
imposibilitando el envío de nuevos refuerzos por este medio. Así, derrotada pero no
hundida, la monarquía española continuó ostentando el rango de potencia mundial
durante el resto del siglo XVII166.
Al mismo tiempo habría que incidir más en un argumento que parece haber sido
pasado por alto en numerosas ocasiones, y que demuestra un hecho incontestable: a
pesar de la pujanza francesa, la monarquía española fue capaz de mantener el grueso de
su estructura imperial, tanto en Europa167 como en América168, y las pérdidas más

166
Maffi, Davide, En defensa del Imperio. Los ejércitos de Felipe IV y la guerra por la hegemonía
europea (1635-1659). Madrid, Actas, 2014, págs. 510-517.
167
Los principales conflictos entre España y Francia, entre 1667 y 1697, fueron los siguientes: en primer
lugar la Guerra de Devolución (1667-1668), iniciada con la invasión de los Países Bajos por parte de los
ejércitos de Luis XIV, quien reclamaba el pago de la dote de su esposa, la infanta María Teresa. Sus
tropas ocuparon Tournai y Lille, circunstancia que acarreó la formación de la Triple Alianza (compuesta
por Holanda, Suecia e Inglaterra, potencias que recelaban del expansionismo francés), aunque ello no
impidió que tomaran el Franco Condado. La contienda finalizó con la Paz de Aquisgrán (mayo 1668), por
la que España recuperaba Cambrai, Aire, Saint-Omer y el Franco Condado, mientras que cedía a Francia
Armentieres, Bergues, Charleroi, Courtrai, Furnes, Lille, Oudenarde y Tournai.
El siguiente conflicto fue la guerra contra Holanda (1672-1678), motivada por el deseo de Luis XIV de
acabar con la República Holandesa, que no tenía ningún interés en participar en la conquista de los Países
Bajos españoles, a la vez que se trataba del principal rival del comercio galo. Previamente, el Rey Sol
había llevado una efectiva campaña diplomática para aislar a los holandeses, que le llevó a firmar el
Tratado de Dover (1670) con Inglaterra, y a comprar la neutralidad del resto de potencias europeas
mediante generosos subsidios, salvo España, que optó por apoyarles. En 1672 invadió territorio holandés,
y en junio de 1673 tomó Maastrich, y poco después Utrecht. La ofensiva francesa se tradujo en una
reacción internacional que cristalizó en el Tratado de la Haya (agosto 1673), suscrito entre España,
Holanda, el Emperador y el duque de Lorena, uniéndose poco después el elector de Brandenburgo y el del
Palatinado. Además, a principios de 1674 Inglaterra abandonó la contienda (en gran medida por la
oposición del Parlamento a votar nuevos impuestos para financiarla) y en el mes de marzo firmó con
Holanda el Tratado de Westminster. A pesar de todo, los franceses fueron capaces de ocupar el Franco
Condado (en el mes de mayo) y derrotar a las tropas imperiales en la batalla de Sinsheim (en el mes
junio). La guerra concluyó con la Paz de Nimega (agosto 1678), por la cual Luis XIV devolvió a España
Courtrai, Oudenaarde, Gante, Charleroi y el ducado de Limburgo, y ésta, por su parte cedía a Francia el
Franco Condado y algunas plazas en los Países Bajos (Cassel, Ypres, Cambrai, Bouchain, Bavay y
Valenciennes). Holanda recuperó Maastrich y el Emperador cedió Breisach y Friburgo a cambio de
Philipsburg.
La paz duró únicamente dos años, pues en 1680 Francia inició la llamada “política de reuniones”
consistente en reivindicar jurídicamente, mediante las Cámara de Reunión, y ocupar posteriormente,
aquellos territorios que en algún momento hubieran formado parte de Francia, lo que ocasionó un nuevo

50
significativas se produjeron con motivo del estallido de la contienda sucesoria. En el
caso de los Países Bajos, no fue hasta el año 1701 cuando las tropas francesas se
apoderaron de ellos, y esto no se debió a una acción militar, sino por orden del nuevo
monarca, Felipe V, con la connivencia del gobernador de Flandes, el archiduque
Maximiliano de Baviera169, algo que debería haber ocurrido mucho antes si tenemos en
cuenta el poderío de los ejércitos de Luis XIV y el declive relativo en el que se
encontraba la monarquía española (y por extensión sus fuerzas armadas).

conflicto europeo (1680-1684). En virtud de este programa teórico, Luis XIV consiguió la anexión
efectiva de Alsacia y la incorporación del principado de Montbeliar al Franco Condado. En 1682
Guillermo de Orange encabezó una nueva coalición antifrancesa, a la cual se sumaron España, Suecia y el
Imperio. Con todo Francia ocupó Courtrai (noviembre 1683) y Luxemburgo (junio 1684). Las
hostilidades concluyeron en agosto de 1684, momento en que se firmó la Paz de Ratisbona, en virtud de
la cual se vieron legitimadas las conquistas francesas.
El expansionismo francés parecía no tener límites, y en 1686 se constituyó la Liga de Augsburgo,
auspiciada por el Emperador Leopoldo I, a la que se adhirieron los gobernantes del Palatinado, Baviera y
Brandenburgo, con la finalidad de protegerse ante nuevos ataques franceses en el Rhin. No obstante, su
objetivo era mucho más ambicioso, pues buscaba formar una gran coalición europea contra Luis XIV, a la
que se unieron España, Holanda, Suecia, Saboya y Portugal (desde febrero de 1689 también Inglaterra,
pues Guillermo III de Orange se había hecho con el trono inglés). Dos años después estalló el último
conflicto europeo del reinado de Carlos II: la Guerra de la Liga de Augsburgo o de los Nueve Años
(1688-1697). El estallido se produjo por la pugna entre Francia y el Imperio por el arzobispado de
Colonia, que se saldó con la invasión francesa del Palatinado, ocupando Lieja y Colonia. La inclusión de
Inglaterra en la Liga de Augsburgo supuso una considerable inyección a la causa antifrancesa, si bien la
contienda se caracterizó por las alternativas. La guerra concluyó con la paz de Ryswick (septiembre de
1697), y Luis XIV aceptó devolver todas las conquistas efectuadas desde la Paz de Nimega. De este
modo, España recuperó Mons, Luxemburgo y Courtrai; aunque se entregó a Francia la parte occidental de
la isla de Santo Domingo. Serrano de Haro, Antonio, “España y la Paz de Nimega”, Hispania, vol. LII,
1992, págs. 559-584, Herrero Sánchez, Manuel, “La monarquía hispánica y el Tratado de La Haya de
1673”, Lechner, Jan y Den Boer, Harm (eds), España y Holanda: ponencias presentadas durante el
Quinto Coloquio hispanoholandés de Historiadores, Ámsterdam-Atlanta, Rodopi, 1995, págs. 103-118.
Sonnino, Paul, Louis XIV and the origins of the Dutch War, Cambridge, Cambridge University Press,
1998, págs. 43-88. Lynn, John Albert, The wars of Louis XIV, 1667-1714, London, Longman, 1999.
Rodríguez Hernández, Antonio José, España, Flandes y la Guerra de Devolución (1667-1668): guerra,
reclutamiento y movilización para el mantenimiento de los Países Bajos españoles, Madrid, Ministerio de
Defensa, 2007. Cénat, Jean Philippe, Le roi stratege: Louis XIV et la direction de la guerre, 1661-1715,
Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2010, págs. 89-167. Rowlands, Guy, The financial decline of a
great power: war, influence and money in Louis XIV’s France, Oxford, Oxford University Press, 2012,
págs. 132-195.
168
Pese a la pérdida de Jamaica, a manos de los ingleses, en 1655 (que se convirtió en base de futuras
operaciones sobre las posesiones española en el Caribe), la ocupación de Portobelo en 1668, la toma de
Santa Catalina (1670) y Panamá (1671); así como la conquista de Santo Domingo (1669) por parte de los
franceses, los territorios más importantes se mantuvieron. Al mismo tiempo, la inmensidad de las
posesiones españolas en el Nuevo Mundo evidenciaba la preponderancia española en la región, así como
la insignificancia de esas pérdidas si se tiene en cuenta esta consideración. Céspedes del Castillo,
Guillermo, “La defensa militar del istmo de Panamá a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII”,
Anuario de Estudios Americanos, vol. IX, 1952, págs. 235-272. Webre, Stephen, “Las compañías de
milicia y la defensa del istmo centroamericano en el siglo XVII: el alistamiento general de 1673”,
Mesoamerica, vol. XIV, 1987, págs. 511-529.
169
Bonney, Richard, “The French challenge to the Spanish Netherlands (1635-1700), Sanz Ayán, Carmen
y García García, Bernardo José (eds), Banca, crédito y capital…, págs. 275-296.

51
Una de las cuestiones más importantes en torno a la decadencia de la monarquía
española es acercarse a este fenómeno como no como un hecho absoluto, sino como una
certeza relativa. Pese a que desde mediados del siglo XVII el dispositivo militar
hispánico entró en crisis como consecuencia de la multitud de frentes a los que debió
acudir, debe entenderse este concepto más como cambio y readaptación que como
desastre, pues desde finales del reinado de Carlos II se asiste a la recuperación
económica de la monarquía española. En cuanto a las razones que explicarían su
continuidad como gran potencia, una sería su propia estructura interna, de marcado
carácter supranacional, donde los grupos dirigentes de los distintos territorios que la
componían obtenían importantes beneficios de su participación en ella170.
Otra tendría mucho que ver con su capacidad para conseguir mediante la
diplomacia lo que antes había intentado obtener con las armas, pues en un contexto de
presión por parte del resto de potencias europeas aceptó un reparto del poder, gracias a
lo cual pudo encontrar apoyos171 que le permitieron conservar el grueso de la estructura
imperial hasta principios del siglo XIX. Así, durante el reinado de Carlos II, y pese a
fracasar en sus intentos de aglutinar a los estados italianos contra Francia e impedir los
tratados de reparto de la monarquía172, fue capaz de movilizar aliados para contener la
política expansionista de Luis XIV, contribuyendo al emergente equilibrio europeo de
poder173. Las razones de este éxito, en cierta medida, se deben a factores externos; sobre

170
Sanz Ayán, Carmen, “De la Pax Hispánica a la guerra contra todos. Apuntes sobre la evolución de
paradigmas historiográficos relativos al periodo 1600-1659”, García Hernán, Enrique (ed), La Historia
sin complejos…, págs. 198-202.
171
Sánchez Belén, Juan Antonio, “Las relaciones internacionales de la Monarquía Hispánica durante la
regencia de Doña Mariana de Austria”, Studia Historica. Historia Moderna, vol. XX, 1999, págs. 137-
172. Salvador Esteban, Emilia, “La quiebra de la hegemonía hispánica en Europa. Un proceso complejo”,
Aranda Pérez, Francisco José (ed), La declinación…, págs. 221-245. Yetano, Isabel, Relaciones entre
España y Francia desde la Paz de los Pirineos (1659) hasta la Guerra de Devolución (1667): la
embajada del marqués de la Fuente, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2009. Storrs,
Christopher, “La diplomacia española durante el reinado de Carlos II: una Edad de Oro o ¿quizá de
Plata?, Sanz Camañes, Porfirio (ed), Tiempo de cambios. Guerra, diplomacia y política internacional de
la Monarquía Hispánica (1648-1700), Madrid, Actas, 2012, págs. 21-53. Rodríguez Hernández, Antonio
José, “Miedos de guerra y ecos de frontera. La posición de España ante una alianza franco-lusa durante la
Guerra de Holanda (1672-1679), Espacio, Tiempo y Forma. Serie IV, Historia Moderna, vol. XXV, 2012,
págs. 117-149.
172
Bérenger, Jean, “An attempted Rapprochement between France and the Emperor: the Secret Teatry for
the Partition of the Spanish Succesion of 19 January 1668”, Hatton, Ragnhild Marie (ed), Louis XIV and
Europe, London, Macmillan, 1976, págs, 133-152. Ribot García, Luis Antonio, “La repercusión en
España del Tratado de reparto de la Monarquía de 1668”, Sanz Camañes, Porfirio (ed), Guerra,
diplomacia y política…, págs. 55-96.
173
Stradling, Robert A., “A Spanish statesman of appeasement: Medina de las Torres and Spanish policy,
1639-1670”, The Historical Journal, vol. XIX, 1976, págs. 1-31.

52
todo la actitud de Inglaterra174 y Holanda175, quienes no deseaban un colapso de España
y recelaban profundamente del Rey Sol, por lo que era fácil un acercamiento entre ellos
(a pesar de que las dos potencias navales se enfrentaron tres veces entre 1652 y
1674176). El otro aliado era el Imperio, si bien durante el reinado del último monarca de
la Casa de Austria los vínculos entre ambas Cortes se debilitaron considerablemente,
pues el Emperador no se implicó a fondo en una eficaz colaboración con Madrid, lo que
a la larga fue uno de los factores por los que la Corona española recayó en Felipe de
Anjou y no en Carlos de Habsburgo177.
Pero la monarquía española conservó su posición internacional no sólo por la
ayuda de otras potencias, sino que en ello tuvo mucho que ver el esfuerzo de los
dirigentes españoles por aprestar los recursos necesarios para defender su integridad
territorial. A este respecto, y aunque pudiera parecer sorprendente, la España de Carlos
II demostró ser un estado y una sociedad comprometida con el mantenimiento del
Imperio, obteniendo unos resultados mucho más positivos de lo que se ha mantenido.
Entre los principales factores que explican este fenómeno se encuentran la existencia de
una política de defensa coherente en el centro, el cuidadoso uso de los escasos recursos
para mantener ejércitos y armadas, la inestimable ayuda del cuerpo diplomático para

174
Fernández Nadal, Carmen María, “La unión de las armadas inglesa y española contra Francia. La
defensa de las Indias en la Guerra de los Nueve Años”, García Hernán, Enrique y Maffi, Davide (coords),
Guerra y Sociedad en la Monarquía…Vol. I, págs. 1025-1042. Ídem, “Entre los mares del Norte y del
Sur. La política diplomática de la Monarquía Hispánica con Inglaterra (1680-1688)”, Tiempos Modernos.
Revista Electrónica de Historia Moderna, vol. XXVI, 2003. 26 págs. [Consultado 26-1-2015].
175
Salinas Pinto, David, La diplomacia española en las relaciones con Holanda durante el reinado de
Carlos II (1665-1700), Madrid, Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas, 1990. Collantes
Fernández, Francisco Javier, España y las Provincias Unidas durante la Guerra de Holanda (1668-
1679), Madrid, Ediciones de la Universidad Complutense, 1991. Herrero Sánchez, Manuel, El
acercamiento hispano-neerlandés (1648-1678), Madrid, CSIC, 2000. Sobre todo págs. 147-199.
176
El primer choque entre ambas se produjo entre 1652-1654, debido a la rivalidad comercial y el control
de la zona meridional del Mar del Norte, motivado por la política proteccionista de Cromwell, que
buscaba acabar con las importaciones de productos holandeses. La contienda concluyó con el Tratado de
Westminter (abril 1654), que sancionaba el triunfo inglés en la misma e imponía algunas restricciones
mercantiles a la República Holandesa. El segundo tuvo lugar entre 1665-1667, a grandes rasgos por los
mismos motivos que la anterior, y en esta ocasión se saldó con triunfo holandés (cuya armada remontó el
Támesis y llegó a bombardear territorio inglés), ratificado por la Paz de Breda (julio 1667). El tercero y
último se desarrolló entre 1672 y 1674, motivado por la alianza suscrita entre Francia e Inglaterra para
debilitar a Holanda. No obstante la armada holandesa fue capaz de hacer frente a este nuevo desafío, que
concluyó con el Tratado de Westminster (marzo 1674), al que ya me he referido, y que básicamente
reproducía los acuerdos recogidos en la Paz de Breda de 1667. Jones, James Rees, The Anglo-Dutch wars
of the seventeenth century, London, Longman, 1996. Hainsworth, Roger, The Anglo-Dutch naval wars,
1652-1674, Stroud, Sutton, 1998.
177
León Sanz, Virginia, “Colaboración del ejército imperial con el hispánico de Carlos II”, García
Hernán, Enrique y Maffi, Davide (coords), Guerra y Sociedad en la Monarquía…Vol. I, págs. 121-152.
Rodríguez Hernández, Antonio José, “El precio de la fidelidad dinástica: colaboración económica y
militar entre la Monarquía Hispánica y el Imperio durante el reinado de Carlos II (1665-1700), Studia
Historica. Historia Moderna, vol. XXXIII, 2011, págs. 141-176.

53
movilizar a los aliados, y la sorprendente lealtad de los súbditos hacia la enfermiza
dinastía178.

NUEVOS CAMINOS DE LA ACCIÓN EXTERIOR ESPAÑOLA


DURANTE EL SIGLO XVIII (1715-1796).

Tras la Guerra de Sucesión179 y la consolidación de los Borbones en el trono de


España, los años inmediatamente posteriores al Tratado de Utrecht180 estuvieron
marcados por el deseo de recuperar los territorios perdidos en dicho acuerdo. A este
respecto, Felipe V (1700-1746, con el breve paréntesis del reinado de Luis I entre enero
y agosto de 1724) aspiraba a que España aún tuviera un peso específico en la escena
internacional. El ámbito donde se desarrollaría esta política sería el Mediterráneo,
concretamente las posesiones italianas que habían pertenecido a la monarquía española

178
Storrs, Christopher, La resistencia de la Monarquía Hispánica, 1665-1700, Madrid, Actas, 2013.
Sobre todo págs. 111-115 y 379-384
179
Se trató de un conflicto desarrollado entre 1701-1715, y supuso el último intento de Luis XIV por
convertir a Francia en la potencia hegemónica del continente. Pero lo cierto es que las raíces del mismo se
hundían a 1668, cuando debido a los problemas de salud de Carlos II (y la falta de sucesor a la Corona de
España), Francia y el Imperio acordaron repartirse las posesiones españolas. Conforme avanzó el reinado,
y se evidenció que Carlos II fallecería sin heredero, las potencias europeas se reunieron nuevamente en
1698 y 1699. El problema era que Holanda e Inglaterra no deseaban que la monarquía española se uniera
a Francia o a Austria, pues con ello se constituiría una entidad política de tal magnitud que tendría en su
mano el dominio sobre el continente. Por ese motivo promovieron la candidatura de José Fernando de
Baviera, príncipe elector de Baviera, aceptando compensar a los candidatos francés (Felipe de Anjou,
nieto del Rey Sol) y austriaco (archiduque Carlos, hijo del Emperador Leopoldo I). Pero la muerte de José
Fernando, en febrero de 1699, echó por tierra estos planes. Tras una intensa actividad diplomática, tanto
en Europa como en la propia España (especialmente en el Consejo de Estado), a la muerte de Carlos II, en
noviembre de 1700, se designó sucesor a Felipe de Anjou. El problema era saber Luis XIV respetaría las
garantías ofrecidas a Holanda e Inglaterra, en cuanto a los derechos al trono francés de su nieto. En
febrero de 1701 declaró que éste sería rey de España, al tiempo que conservaría sus derechos a la Corona
de Francia. Esto fue inasumible para ambas potencias, así como para el Imperio (junto con Prusia y
Hannover) quienes, en virtud del Tratado de La Haya (septiembre 1701) constituyeron una coalición,
conocida como la Gran Alianza, en virtud de la cual se comprometían a evitar la unión de España y
Francia en un único gobernante, recurriendo a las armas en caso de ser necesario. Ante la negativa
francesa dar marcha atrás, en mayo de 1702 declararon la guerra a los Borbones, dando comienzo a la
contienda sucesoria. Al año siguiente se unieron a la alianza antiborbónica el reino de Portugal y el
ducado de Saboya.
180
Bajo este nombre se recogen una serie de tratados, firmados por los contendientes entre 1713-1715 en
las ciudades de Utrecht (abril 1713 ), Rastatt (marzo 1714) y Baden (septiembre 1714), que pusieron fin a
la Guerra de Sucesión Española. Aunque finalmente Felipe V continuó siendo rey, debió renunciar a sus
derechos al trono francés. Además perdió los siguientes territorios: Gibraltar, Menorca y la isla caribeña
de San Cristóbal (a manos de Inglaterra), Sicilia (que pasó al duque de Saboya, si bien en 1720 se la
entregó al Emperador Carlos VI a cambio de Cerdeña), los Países Bajos (salvo la “Barrera”, una línea
defensiva ubicada en el sur de este territorio, que comprendía Furnes, Fort Knocke, Ypres, Menin,
Tournai, Mons, Charleroi, Namur y Gante, junto con los fuertes de Perle, Philippe y Damme, la cual pasó
a manos de Holanda), Milán, Nápoles y Cerdeña (que pasaron a ser gobernados por Carlos VI, si bien éste
también debió renunciar a sus derechos a la Corona española, lo que hizo definitivamente en 1725).

54
(Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Milán), insuflado por la sensación de haberse cercenado
una de las líneas tradicionales de la política exterior española y el deseo de reconducir
las cosas a su “estado natural” (aunque tampoco hay que olvidar la tradición
norteafricana de España, reflejada en reconquista de Orán y Mazalquivir en 1732,
ambas perdidas en 1708 a manos argelinas, y que se conservaron hasta 1792, cuando
Carlos IV las vendió al bey de Argel).
El principal valedor de este revisionismo fue Alberoni, para lo cual se trató de
mantener unas buenas relaciones con Inglaterra y Holanda, ofreciéndoles unos acuerdos
comerciales más que ventajosos, confiando en que no se opusiesen a los planes
españoles, al tiempo que se daba por supuesta la no intervención de Francia. Sin
embargo todos estos planteamientos se vinieron abajo cuando estas tres potencias
suscribieron el Tratado de La Haya (1716), que dio origen a la Triple Alianza, por el
cual se comprometían a evitar cualquier modificación de lo recogido en Utrecht 181. Con
todo en 1717 se acometió la conquista de Cerdeña, acontecimiento que motivó la
entrada al año siguiente del Emperador Carlos VI a esta coalición (con lo que pasó a ser
conocida como Cuádruple Alianza)182.
El siguiente objetivo fue la conquista de Sicilia (bajo soberanía saboyana),
donde pese a desembarcarse un ejército en el mes de julio, no se pudo consolidar la
presencia española como consecuencia de la derrota sufrida en la batalla de Passaro
(agosto 1718) a manos de la armada inglesa183. Pese a que ese enfrentamiento marcó la
suerte de la guerra, a instancias de Alberoni se envió una expedición de apoyo a los
jacobitas escoceses (partidarios de la Casa Estuardo y de los seguidores del depuesto
Jacobo II, fieles de la Iglesia de Roma, quien perdió el trono de Inglaterra en 1688 al ser
derrocado por Guillermo III de Orange. En esos momentos las pretensiones jacobitas al

181
Ozanam, Didier, “Felipe V, Isabel de Farnesio y el revisionismo mediterráneo”, Historia de España de
Ramón Menéndez Pidal, Tomo XXIX, Vol. I, La época de los primeros Borbones, Madrid, Espasa, 1985,
págs. 441-640. Maqueda Abreu, Consuelo, Alberoni: entorno jurídico de un poder singular, Madrid,
UNED, 2009. Alabrús Iglesias, Rosa María, “La trayectoria política del cardenal Giulio Alberoni (1708-
1720)”, Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, vol. XXIX, 2011, págs. 171-
184.
182
Alonso Aguilera, Miguel Angel, La conquista y el dominio español de Cerdeña (1717-1720).
Introducción a la política española en el Mediterráneo posterior a la Paz de Utrecht, Valladolid,
Universidad de Valladolid, 1977. Pujol Aguado, José Antonio, “España en Cerdeña (1717-1720), Studia
Historica. Historia Moderna, vol. XIII, 1995, págs. 191-214. Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio, “De la
conservación a la desmembración. Las provincias italianas y la monarquía de España (1665-1713)”,
Studia Historica. Historia Moderna, vol. XXVI, 2004, págs. 191-223.
183
Simms, Brendan, Three victories and a defeat. The rise and fall of the First British Empire, London,
Allen Lane, 2007. págs.135-158.

55
trono estaban encarnadas en el hijo de Jacobo II, Jacobo III), compuesta por unos 250-
300 hombres, que finalmente fue derrotada en la batalla de Glenshiel (junio 1719)184.
La contienda quedó finiquitada en 1720 con la firma del Tratado de Madrid,
ratificada en el Congreso de Cambrai (1721-1724) y el Tratado de Viena (1725), en
virtud de los cuales Felipe V renunciaba a Cerdeña y Sicilia, desistía de sus derechos a
la Corona de Francia y a los territorios italianos del Emperador (los ya referidos, junto
con Nápoles y Milán), quien al mismo tiempo retiraba cualquier reclamación sobre el
trono de España. En última instancia se reconocía a los hijos de Isabel de Farnesio
(segunda esposa de Felipe V) como herederos a los ducados de Parma, Piacenza y
Toscana en caso de que sus titulares fallecieran sin descendencia masculina. Gracias a
este acuerdo, corroborado en el Tratado de Sevilla (noviembre 1729) el príncipe Carlos
(futuro Carlos III) alcanzó el gobierno de Parma y Piacenza en 1731, cuando se produjo
la muerte del duque Antonio Farnesio185.
Otras dos cuestiones que centraron la atención de España fueron Gibraltar y
Menorca, que pasaron a manos extranjeras (en este caso Inglaterra, gran triunfadora del
conflicto sucesorio186) tras el Tratado de Utrecht, aunque habían sido conquistadas
durante la contienda (la primera en 1704 y la segunda en 1708). Respecto a Gibraltar, su
recuperación se convirtió en uno de los ejes de la política española, hasta el punto de
monopolizar las relaciones con Inglaterra durante la mayor parte del Setecientos. A este
respecto se alternaron tanto los medios diplomáticos con los militares. En un primer
momento se pensó que gracias a la negociación se conseguiría su retorno a la Corona
española, pero conforme avanzó la centuria (debido a su importancia como posesión
estratégica desde el punto de vista comercial y militar) los ingleses se reafirmaron en su
determinación de conservarla a toda costa. Ya en 1707, dentro del conflicto sucesorio,

184
Cruickshanks, Eveline, “El movimiento jacobita, 1689-1760”, Veríssimo Serrao, Joaquím y Bullón de
Mendoza, Alfonso (coords), La contrarrevolución legitimista (1688-1876), Madrid, Editorial
Complutense, 1995, págs. 58-60.
185
Valsecchi, Franco, “La política italiana de Alberoni: aspectos y problemas”, Cuadernos de
Investigación Histórica, vol. II, 1978, págs. 479-494.
186
Hattendorf, John B., England in the War of the Spanish Succession: a study of the English view and
conduct of Grand Strategy, 1702-1712, New York, Garland, 1987. Sobre todo págs. 55-134 y 319-393.
Jiménez Moreno, Agustín, “La búsqueda de la hegemonía marítima y comercial. La participación de
Inglaterra en la Guerra de Sucesión Española según la obra de Francisco Castellví <<Narraciones
Históricas>> (1700-1715)”, Revista de Historia Moderna, vol. XXV, 2007, págs. 149-178. Arroyo
Vozmediano, Julio Luis, El Gran Juego. Inglaterra y la Sucesión Española, [Tesis doctoral inédita dirigía
por el Dr. Luis Ribot García, defendida en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED en 2012].
Sobre todo págs. 53-135. [Edición electrónica: http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/tesisuned:GeoHis-
Jlarroyo/Documento.pdf. Consultado 3-2-2015]. Storrs, Christopher, “How wars end: Lord Lexington’s
misión to Madrid (1712-1713), Cuadernos de Historia Moderna, vol. XII, 2013, págs. 77-99.

56
se intentó su recuperación por la fuerza y 20 años después, dentro de un conflicto que
enfrentó a España e Inglaterra entre 1727-1729 (resuelto por Tratado de Sevilla), se la
sometió a un nuevo asedio (mientras que los ingleses, por su parte, trataron de tomar
Portobelo). No fue ya hasta 1779 cuando tuvo lugar una nueva ofensiva contra
Gibraltar, que se prolongó hasta 1783, sin que se consiguiera su expugnación187.
La isla de Menorca también tenía su importancia desde el punto de vista
geoestratégico, pues gracias a ella se controlaba el tráfico en el Mediterráneo occidental,
al tiempo que permitía a los ingleses apuntar directamente a las costas de España y
Francia188. A este respecto, y a pesar de los evidentes deseos por recuperarla, se aprecia
una actitud diferente con respecto a Gibraltar, tal vez porque su conquista se
consideraba menos dificultosa, lo que se produjo en 1756 cuando, tras el estallido de la
Guerra de los Siete Años, fue tomada por los franceses, aunque debieron devolverla a
Inglaterra como consecuencia de los acuerdos de París (1763)189. En 1782 fue
conquistada por las fuerzas franco-españolas190, permaneciendo en nuestro poder hasta
1797, cuando volvió a dominio británico. Fue recuperada definitivamente en 1802 en
virtud del Tratado de Amiens (que puso fin a la guerra entre Inglaterra y Francia,
apoyada esta última por España)191.
En cuando a la política europea del segundo reinado de Felipe V 192, el principal
objetivo de la diplomacia española fue estrechar lazos con Francia, pues ambas
monarquías borbónicas compartían antagonista: primero Austria y luego Inglaterra,

187
Gómez Molleda, María Dolores, Gibraltar. Una contienda diplomática en el reinado de Felipe V,
Madrid, CSIC, 1953. Jover Zamora, José María, España en la política internacional. Siglos XVIII-XX,
Madrid, Marcial Pons, 1999, págs. 72-110. Terrón Ponce, José Luis, El gran ataque a Gibraltar de 1782.
Análisis militar, político y diplomático, Madrid, Ministerio de Defensa, 2000. Pérez Berenguel, José
Francisco, “Un espía inglés en la Corte de Carlos III: el ejército y las relaciones hispano-británicas”,
Studia Historica. Historia Moderna, vol. XXII, 2000, págs. 213-226.
188
Juan Vidal, Josep, La conquista inglesa de Menorca: un capítulo de la Guerra de Sucesión a la
Corona de España, Palma de Mallorca, El Tall, 2013.
189
Middleton, Richard, The bells of victory. The Pitt-Newcastle ministry and the conduct of the Seven
Years’ War, 1757-1762. Cambridge, Cambridge University Press, 1985, págs. 208-232. Ozanam, Didier,
“Menorca entre España y Francia en la Guerra de los Siete Años”, Morales Moya, Antonio (coord.),
1802. España entre dos siglos. Vol. II. Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2003.
págs. 421-430. Simms, Brendan, Three victories…,págs. 387-421.
190
Resma, José de, La conquista de Menorca por las armas combinadas de España y Francia al mando
del duque de Crillón, Madrid, 1783.
191
Grainger, John D., The Amiens truce: Britain and Bonaparte, 1801-1803, Woodbrige, Boydell, 2004,
págs. 81-124.
192
En enero de 1724 Felipe V renunció al trono a favor de su hijo Luis. Se ha discutido sobre las razones
por las que tomó esta decisión, sin llegar a una conclusión definitiva. Las dos posibilidades más aceptadas
han sido sus problemas de salud, concretamente el padecer una fuerte depresión, y su deseo de acceder al
trono de Francia ante la posibilidad de un inminente fallecimiento de Luis XV. Kamen, Henry, Felipe V.
El rey que reinó dos veces, Madrid, Editorial Temas de Hoy, 2000, sobre pags. 177-206.

57
política que cristalizó en los Pactos de Familia. El primero de ellos fue firmado en
noviembre de 1733 por José Patiño (en nombre de Felipe V de España) y el conde de
Rottemburg (representando a Luis XV de Francia), motivado por el estallido de la
Guerra de Sucesión Polaca (1733-1738) tras la muerte de Augusto II, en el que ambas
monarquías se unieron contra Austria. Con ello España pretendía recuperar Nápoles y
Sicilia, mientras que Luis XV (casado con María Leszcynska) buscaba instaurar en el
trono polaco a su suegro, Estanislao I Leszcynski. Pese a que Luis XV no consiguió el
objetivo por el que había entrado en guerra, la contienda resultó muy favorable para
nuestros intereses, pues en mayo de 1734 se consiguió una decisiva victoria sobre las
fuerzas austriacas en la batalla de Bitonto, que supuso el fin de su dominio sobre el sur
de Italia, y la transferencia de su soberanía a la Corona española (pasando a ser
conocidos estos territorios como Reino de las Dos Sicilias, aunque éste no se constituyó
como tal hasta 1816, tras la derrota de Napoleón y la restauración borbónica),
designándose como soberano al príncipe Carlos (futuro Carlos III de España)
circunstancia que fue ratificada en el Tratado de Viena (1738), aunque a cambio debió
renunciar a sus derechos sobre el ducado de Toscana, y al gobierno de Parma-Piacenza,
que pasaron a ser administrados por los Habsburgo.
Sin embargo la principal preocupación fue América, ya que los Borbones fueron
conscientes de que el futuro pasaba, en primer lugar, por la conservación de las
posesiones ultramarinas, y en segundo, por una gestión más eficaz de las mismas193.
Obviamente el enemigo a batir era Inglaterra, muy preocupada por los planes de
reconstrucción naval españoles. Pese a que se intentó evitar la ruptura de las
hostilidades en la Convención del Pardo (enero 1739), a mediados de octubre de 1739
Inglaterra declaró la guerra a España (Guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins) y
envió una poderosa escuadra, al mando del almirante Vernon, contra las Indias, que si
bien fue capaz de tomar Portobelo (noviembre 1739), fracasó estrepitosamente frente a
Cartagena de Indias (marzo-mayo 1741), en cuya defensa se destacó el teniente general
D. Blas de Lezo, y La Habana (julio 1740), lo que en conjunto constituyó uno de los
peores reveses de la historia de Inglaterra194.

193
Batista González, Juan, La estrategia española en América durante el Siglo de las Luces, Madrid,
Mapfre, 1992, sobre todo págs. 114-189.
194
Quintero Saravia, Gonzalo M., Don Blas de Lezo, defensor de Cartagena de Indias, Bogotá, Planeta,
2002. Sáez Abad, Rubén, La Guerra del Asiento o de la “Oreja de Jenkins”, 1739-1748, Madrid,
Almena, 2010. Cerdá Crespo, Jorge, Conflictos coloniales: la Guerra de los Nueve Años, 1739-1748, San
Vicente del Raspeig, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2010. Tarajano Rodríguez, Yerout, La

58
Este conflicto ultramarino enlazó, unos meses más tarde, con una nueva disputa
continental. En esta ocasión fue la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748),
ocasionada por el fallecimiento del Emperador Carlos VI. En el momento de asumir la
Corona imperial, su sucesora, María Teresa, tuvo que hacer frente a una serie de
reivindicaciones territoriales por parte del resto de potencias europeas (la más
importante fue la presentada por Federico II de Prusia quien reclamó la región de
Silesia, llegando a invadir dicho territorio195), que en el caso de España consistían en los
ducados de Parma y Piacenza (cedidos a Austria en 1738 a cambio de Nápoles y
Sicilia), así como el Milanesado (que fue reconquistado en diciembre de 1745 por el
infante Felipe, si bien se trató de una recuperación efímera, pues se perdió en marzo de
1746). Finalmente Francia entró en la guerra al lado de Prusia, mientras que Inglaterra
creyó oportuno apoyar la posición austriaca, tras lo cual Madrid y París suscribieron un
nuevo acuerdo, el Segundo Pacto de Familia (firmado en octubre de 1743 por los
mismos monarcas que rubricaron el anterior), para llevar a cabo una política común
contra Austria en Italia196.
Pero la subida al trono de Fernando VI (1746-1759) tuvo como consecuencia el
viraje hacia unas posiciones menos beligerantes, caracterizándose su reinado por el
seguimiento de la más estricta neutralidad. El cambio es apreciable prácticamente desde
el momento en que fue nombrado rey, pues optó por liquidar el acuerdo con Francia
para no verse aún más involucrado en la contienda europea197. A pesar de todo, la Paz
de Aquisgrán (1748), que puso fin a este conflicto, fue satisfactoria para España ya que
se recuperaron los ducados de Parma y Piacenza, al tiempo que se consiguió el de
Guastalla, para el infante Felipe (hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio). El encargado

otra armada invencible: la derrota inglesa en la Guerra del Asiento (1739-1748), El Ejido, Círculo Rojo,
2014. Crespo-Francés, José Antonio, Blas de Lezo y la defensa heroica de Cartagena de Indias, Madrid,
Actas, 2014.
195
Browning, Reed, The War of the Austrian Sucession, New York, St. Martin’s Press, 1993. Anderson,
Matthew Smith, The war of the Austrian Sucession, London, Longman, 1995. Juan Vidal, Josep, “De la
guerra de la oreja a la guerra de sucesión austriaca. De la conflagración hispano-británica a la
conflagración general”, Morales Padrón, Francisco (coord.), Coloquio de Historia Canario-Americana,
Las Palmas de Gran Canaria, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2002, págs, 2076-2091.
196
Melendreras Gimeno, María del Carmen, Las campañas de Italia durante los años 1743-1748, Murcia,
Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 1987.
197
Téllez Alarcia, Diego, “La neutralidad española durante el reinado de Fernando VI: ¿ <<vigilante y
armada>> o <<inexplicable y suicida>>?” Guimerá, Agustín y Peralta, Víctor (coords), El equilibrio de los
Imperios: de Utrecht a Trafalgar [Actas de la VIII Reunión Científica de la FEHM], Madrid, FEHM,
2005, págs. 191-206. Pavía Dopazo, Naiara, “La estrategia diplomática-militar de España reflejada en la
correspondencia extraoficial del duque de Huéscar entre 1747 y 1748”, Vegueta. Anuario de la Facultad
de Geografía e Historia, vol. XIII, 2013, págs. 233-254.

59
de llevar a la práctica esta política fue José de Carvajal, artífice del Tratado de Madrid
(1750) con Portugal, por el que se devolvía a España la colonia del Sacramento a
cambio de la región de Ibicuy (situada en la frontera entre Paraguay y Brasil); si bien
este acuerdo fue rechazado por Carlos III. Su otra actuación destacada fue la firma del
Tratado de Neutralización de Italia (1752) entre España, Cerdeña-Saboya y el Imperio.
En un giro radical con respecto a lo acontecido en el reinado anterior, Carvajal
consideró que el principal peligro para España era Francia. Por ese motivo se mostró
partidario de resolver, mediante la negociación, todos los puntos de disputa con
Inglaterra198. Pero sus planteamientos se encontraron con la oposición del marqués de la
Ensenada199, para quien el primer enemigo de España era Inglaterra. Para ello promovió
un ambicioso programa de construcción naval, que permitiera acometer este desafío con
garantías200.
El fallecimiento de Carvajal (marzo 1754) y la destitución de Ensenada (julio de
1754) despejaron el camino para el ascenso de Ricardo Wall, otro defensor de la política
de neutralidad, quien mantuvo a España al margen de la pugna entre Francia e
Inglaterra201. Pese a los beneficios a corto plazo que ofrecía la no injerencia en
aventuras internacionales, a la larga trajo unas perniciosas consecuencias para la
monarquía española, pues poco a poco Inglaterra amplió su dominio en el Nuevo
Mundo, desmantelando el incipiente equilibrio de poder existente allí, y cuando se quiso
reaccionar ésta se había vuelto demasiado poderosa. Los costes del pacifismo se
revelaron en los años siguientes, y Carlos III (1759-1788) trató de invertir la situación
mediante la firma del Tercer Pacto de Familia, ajustado en agosto de 1761 entre
Jerónimo Grimaldi (en representación del rey de España) y el duque de Choiseul (en

198
Gómez Molleda, María Dolores, El pensamiento de Carvajal y la política internacional española del
siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1955. Delgado Barrado, José Miguel, El proyecto político de Carvajal:
pensamiento y reforma en tiempos de Fernando VI, Madrid, CSIC, 2001, págs. 57-100. Molina Cortón,
Juan, Reformismo y neutralidad: José de Carvajal y la diplomacia de la España preilustrada, Mérida,
Editorial Regional de Extremadura, 2003, págs, 115-434.
199
Rodríguez Villa, Antonio, Don Cenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada: ensayo biográfico
formado con documentos en su mayor parte originales, inéditos y desconocidos, Madrid, 1878.
200
Cepeda Gómez, José, “La Marina y el equilibrio de los océanos en el siglo XVIII”, Guimerá, Agustín
y Peralta, Víctor (coords.), El equilibrio de los Imperios…, págs. 447-482. Casado Rabanal, David, La
Marina Ilustrada. Sueño y ambición en la España del XVIII: desarrollo y crisis (1702-1805), Madrid,
Ministerio de Defensa-Ediciones Antígona, 2009, págs. 355-476.
201
Téllez Alarcia, Diego, “Guerra y regalismo a comienzos del reinado de Carlos III: el final del
ministerio Wall”, Hispania, nº CCIX, 2001, págs. 1051-1090. Ídem, Absolutismo e Ilustración en la
España del siglo XVIII: el despotismo ilustrado de D. Ricardo Wall, Madrid, FEHM, 2010, págs. 62-153.
Ídem, El ministerio Wall: la “España discreta” del “ministro olvidado”, Sevilla-Madrid, Fundación de
Municipios Pablo de Olavide-Marcial Pons, 2012, págs. 97-182.

60
nombre de Luis XV). Este acuerdo supuso la entrada de España en la Guerra de los
Siete Años (1756-1763) al lado de sus parientes franceses, y pese a que pudiera
pensarse que el objetivo principal era la recuperación de Gibraltar y Menorca, lo cierto
es que pesaron más las consideraciones de índole colonial, concretamente frenar el
avance de Inglaterra en los territorios ultramarinos españoles, aspecto que había sido
descuidado en los años previos202.
En este sentido, los rectores de la política exterior española eran conscientes del
grave peligro al que se enfrentaban las posesiones americanas si Inglaterra continuaba
con su política expansionista en el Nuevo Mundo. Según Palacio Atard, la toma de
Montreal por los ingleses (1760), con la cual todo el Canadá quedó bajo su poder, fue el
acontecimiento que abrió los ojos a Carlos III (en gran medida influenciado por el conde
de Fuentes, su embajador en Londres) para acercarse a Francia. Si bien fueron los
ingleses quienes rompieron las hostilidades en enero de 1762, alarmados por los
preparativos militares que se estaban llevando a cabo en los principales astilleros
españoles, y por el hecho de que se procediera a la fortificación de las principales plazas
americanas203.
Pese a que los resultados no fueron los esperados (pues los ingleses fueron
capaces de tomar La Habana en el mes de agosto y Manila en septiembre 204), la
valoración final del acercamiento entre las dos monarquías borbónicas no debe ser tan
negativa como la que ha prevalecido hasta fechas relativamente recientes. Así, dicho
acuerdo debe ser juzgado dentro de un contexto internacional complejo. Por una parte
hay que tener en cuenta la necesidad de conseguir apoyos, pues ya se había visto que la
neutralidad fernandina (tal vez el momento más favorable para haber acometido un
enfrentamiento con Inglaterra) colocó a España en un peligroso aislamiento. También se
encontraba presente el deseo de estabilizar el frente europeo para dedicar todos los
esfuerzos al rearme naval, concertando un sistema que garantizase el equilibrio en el
continente. De manera que la búsqueda del pacto, que surgió de una serena reflexión de
los dirigentes españoles, era una opción más que recomendable en esos momentos.

202
Téllez Alarcia, Diego, “España y la Guerra de los Siete Años”, Porres Marijuán, María Rosario y
Reguera Acedo, Iñaki (coords), La proyección de la monarquía hispánica en Europa: política, guerra y
diplomacia entre los siglos XVI y XVIII, Bilbao, Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco,
2009, págs. 197-230.
203
Palacio Atard, Vicente, El Tercer Pacto de Familia, Madrid, Escuela de Estudios Hispano
Americanos, 1945, págs. 104-106.
204
Syrett, David, Shipping and military power in the Seven Years War: the sails of victory, Exeter, Exeter
University Press, 2008, págs. 152-176.

61
Estos fueron los móviles que indujeron a Carlos III a firmar el Tratado de 1761, porque
sólo Francia podía ser ese aliado. Además, entraba dentro de la lógica suponer que una
vez derrotada ésta, el siguiente objetivo de la monarquía británica sería España205.
En virtud de la Paz de París (febrero de 1763), España se vio obligada a ceder
Florida a Inglaterra y a permitirles la navegación por el río Mississippi a cambio de la
devolución de La Habana y Manila. Como compensación, y para mantener vigente la
alianza, Carlos III recibió de Francia la Luisiana, un regalo envenenado, pues cargaba
sobre los hombros de España la tarea de contener en solitario el empuje de los ingleses
en Norteamérica. El acuerdo se mantuvo en vigor, oficialmente, hasta 1793 (cuando
España declaró la guerra a la Convención Francesa). Con todo, tras la salida de Choiseul
y Grimaldi, y el ascenso del conde de Floridablanca, quien buscó nuevas orientaciones
para la política exterior española, perdió gran parte de su vigencia. Además, en 1770
peligró su continuidad por la actitud francesa de no apoyar abiertamente a su aliada,
cuando dicho año España e Inglaterra estuvieron al borde de la guerra por el incidente
de las Malvinas, que los ingleses ocuparon por su proximidad al cabo de Hornos y al
estrecho de Magallanes206. Pero el inicio del movimiento independentista en las trece
colonias de Norteamérica, y la posibilidad de aprovechar esta contienda para debilitar a
Inglaterra, motivó un nuevo acercamiento entre las dos monarquías borbónicas. Una vez
se afianzó el levantamiento colonial, España y Francia suscribieron la Convención de
Aranjuez (abril 1779) por la que Madrid se comprometía a entrar en la guerra207.
En el frente europeo, la acción española se centró en la recuperación de Gibraltar
y Menorca, a la que ya me he referido. Mientras que en América, el objetivo número
uno fue a la recuperación del dominio del Golfo de México, perdido como consecuencia
de la cesión de Florida a Inglaterra. A este respecto, el gobernador de la Luisiana,
Bernardo de Gálvez, llevó a cabo una contundente ofensiva, que en 1779 le llevó a

205
Palacio Atard, Vicente, El Tercer…, págs. 107-110.
206
Hidalgo Nieto, Manuel, La cuestión de las Malvinas. Contribución al estudio de las relaciones
hispano-inglesas en el siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1947, págs. 276-356.
207
Yela Utrilla, Juan Francisco, España ante la independencia de los Estados Unidos, Lérida, Gráficos
Academia Navarra, 1925, págs. 415-485. Boltes Bou, Pedro, “Repercusiones económicas de la
intervención española en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos”, Hispania, vol. LXXXI,
1961, págs. 49-150. Chávez, Thomas E, España y la independencia de Estados Unidos, Madrid, Taurus,
2006, págs. 223-244 y 287-305. [1ª edición en inglés: University of New Mexico Press, 2002]. Del Valle
Pavón, Guillermina, “Respaldo financiero de Nueva España para la guerra contra Gran Bretaña, 1779-
1783, en Alves Carrara, Ángelo y Sánchez Santiró, Ernest. (coords.), Guerra y fiscalidad en la
Iberoamérica colonial (siglos XVII-XIX), México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora,
2012, págs. 143-166. Torres Sánchez, Rafael, El precio de la guerra. El estado fiscal-militar de Carlos III
(1779-1783), Madrid, Marcial Pons, 2013, sobre todo págs. 18-24 y 97-103.

62
conquistar los fuertes ingleses ubicados en la orilla izquierda del Mississippi, y en 1781
Pensacola y las guarniciones inglesas en la Florida, distrayéndoles con sus operaciones
y contribuyendo a la decisiva victoria de los rebeldes americanos en la batalla de
Yorktown (octubre 1781)208. El Tratado de Versalles (septiembre 1783) hizo posible
que Menorca y Florida volvieran a manos españolas, aunque se fracasó en el intento de
recuperar Gibraltar.
Es probable que este fuera el momento en el que más cerca estuvo España de
alcanzar sus objetivos en política exterior. Pero el estallido de la Revolución Francesa
colocó a Carlos IV (1788-1808) en una difícil posición, pues el pilar sobre el que
descansaba esta estructura, la alianza con Francia, se desmoronó, hasta el punto de que
tras la ejecución de Luis XVI (1793), se produjo un conflicto con la Convención que se
prolongó hasta 1795 y que concluyó con la Paz de Basilea, por la que se reconocía a la
república francesa, al tiempo que se la cedía la parte de la isla de Santo Domingo
perteneciente a España. Pero el nuevo gobierno francés deseaba una reconciliación con
su vecino transpirenaico, rehabilitando la alianza que habían mantenido durante la
mayor parte del siglo XVIII para hacer frente a Inglaterra. Así, en agosto de 1796
Godoy (en representación de Carlos IV) y Pérignon (en nombre del Directorio francés),
firmaron el Tratado de San Ildefonso, supuso el inicio de un nuevo enfrentamiento con
Inglaterra, en este caso hasta 1802 (Paz de Amiens); repitiéndose la pugna entre 1804-
1808. En ambas ocasiones los resultados fueron muy negativos para los intereses
españoles, que sometidos a las iniciativas exteriores francesas, en última instancia
explican el desastre de Trafalgar (octubre 1805) y la ulterior pérdida de las posesiones
americanas209.

208
Caughey, John Walton, Bernardo de Gálvez in Louisiana, 1776-1783, Pelican Company Publishing,
Gretna-Louisiana, 1972, págs. 61-134. [1ª edición: Berkeley-California, University of California Press,
1934]. Gallego Gredilla, Enrique, “La figura de Bernardo de Gálvez durante la intervención española en
la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (I), Revista de Historia Militar, vol. LXXXIV, 1998,
págs. 85-134. Ídem, “La figura de Bernardo de Gálvez durante la intervención española en la Guerra de
Independencia de los Estados Unidos (II)”, Revista de Historia Militar, vol. LXXXV, 1998, págs. 59-110.
Townsend Cummins, Light, “The Gálvez family and Spanish participation in the independence of the
United States of America”, Revista Complutense de Historia de América, vol. XXXII, 2006, págs. 176-
196.
209
Seco Serrrano, Carlos, “La política exterior de Carlos IV”, Historia de España de Ramón Menéndez
Pidal, Tomo XXI, Vol. II, La época de la Ilustración. Las Indias y la política exterior, Madrid, Espasa,
1988, págs. 449-732. Torre del Río, Rosario de la, “El factor colonial en la política exterior española
(1789-1898)”, Primer encuentro peninsular de Historia de las Relaciones Internacionales, Zamora,
Asociación Portuguesa de Historia de las Relaciones Internacionales-Comisión Española de Historia de
las Relaciones Internacionales, 1998, págs. 245-255. López-Cordón Cortezo, María Victoria, “Entre
Francia e Inglaterra. Intereses estratégicos y acuerdos políticos como antecedentes de Trafalgar”,

63
CONCLUSIONES.

Resulta harto complicado establecer unas conclusiones sobre la evolución de la


política exterior española durante un periodo tan extenso. A este respecto creo acertado
remontarse a los orígenes, al modelo desarrollado por los Reyes Católicos, pues en esos
años se encuentran las claves que regirán las líneas maestras de la presencia española en
la escena internacional. Pese a que el descubrimiento de América motivó la
consolidación y desarrollo de una fructífera tradición atlántica, tuvieron que pasar
algunos años para que los Reyes Católicos fueran conscientes de la importancia de las
posesiones americanas y su importancia para el devenir histórico de España. En esos
instantes, una vez culminada la unidad peninsular, su principal preocupación fue la de
contener a Francia. Lo cierto es que no se trataba de un problema nuevo, pues en los
siglos anteriores se habían producido choques entre la Corona de Aragón y la
monarquía francesa en el Mediterráneo. Lo que si supuso una novedad, demostrando
una gran amplitud de miras por parte de ambos monarcas, así como la fortaleza de la
unión entre Castilla y Aragón, fue el abandono de la tradicional amistad franco-
castellana para favorecer los intereses aragoneses y el inicio de la secular rivalidad entre
España y Francia.
Para hacer frente a esta nueva amenaza, los Reyes Católicos fueron conscientes
de la necesidad de articular un sólido bloque antifrancés. En la consecución de este
objetivo la política matrimonial tuvo una importancia destacada, buscando estrechar
lazos con aquellas entidades políticas que también recelaban de Francia: el Imperio e
Inglaterra. Al mismo tiempo supusieron el inicio de la vinculación de España con
Europa durante aproximadamente dos siglos, si bien parte de la historiografía ha
considerado este acontecimiento como algo extraño, pues las líneas maestras de la
política española eran la expansión por el norte de África, el Mediterráneo y los recién
descubiertos territorios americanos.
El sistema de alianzas constituido por los Reyes Católicos tuvo como
consecuencia, si bien como resultado de una sucesión de fallecimientos, el ascenso al
trono de España de Carlos V. A este respecto cabría preguntarse cual de las dos partes
resultó más beneficiada con la llegada de Carlos al trono de Castilla. En vista de los

Guimerá, Agustín, Ramos, Alberto y Butrón, Gonzalo, (coords), Trafalgar y el mundo atlántico, Madrid,
Marcial Pons, págs. 19-60.

64
acontecimientos posteriores, tal vez podría pensarse que los Habsburgo fueron los
grandes beneficiados, pues consiguieron situar bajo su órbita a la nación más pujante
del momento y la que tenía unas mayores perspectivas de desarrollo. Según algunos
autores ese acontecimiento marcó un punto de inflexión, pues constituyó un retroceso a
la situación política anterior a los Reyes Católicos y frenó la formación de un estado
moderno en España, agudizado con la designación de Carlos como Emperador del Sacro
Imperio, lo que supuso la inclusión de los reinos de Castilla y Aragón en el entramado
político habsbúrgico. Los defensores de esta línea interpretativa apoyan su
argumentación en el hecho de que los Austrias trastocaron la orientación natural de la
política exterior española, poniendo su economía al servicio de la causa imperial en
Europa, lo que a la larga supuso una pesada carga para el futuro, hasta el punto de
considerar que “los cuarenta y cinco años de gestas imperiales carolinas no fueron otra
cosa que motivo de despilfarro económico y de ocasión perdida para arraigar la
monarquía nacional y Estado moderno en ciernes. Un parón en la marcha de la Historia
de España”210.
Si bien es cierto que la llegada de los Habsburgo supuso una mudanza en el
camino iniciado por los Reyes Católicos, no lo es menos la sorprendente vinculación de
la mayor parte de la sociedad española con el proyecto político de Carlos V, sobre todo
tras su triunfo sobre los comuneros (1522). A este respecto cabe decir que de no
producirse tal circunstancia, el Emperador habría tenido muy difícil obtener los recursos
humanos y financieros para llevarlo a cabo (o al menos no en la cantidad que lo hizo).
En mi opinión, Carlos V ofreció a los reinos hispánicos la posibilidad de integrarse en
un gran designio internacional, donde el peso del catolicismo y la lucha contra sus
enemigos, a lo que contribuyó la división religiosa de Europa, estaba muy presente.
Mientras que éstos (sobre todo Castilla), estaban imbuidos de una tremenda confianza
en si mismos (tras conseguir la unificación peninsular, descubrir el Nuevo Mundo y
derrotar a Francia en el sur de Italia), y vieron en Carlos, así como en las ideas que éste
encarnaba, una oportunidad de alcanzar nuevas metas y la posibilidad de hacer carrera a
su servicio. Otro argumento que evidencia la fortaleza del vínculo entre ambas
entidades fue el hecho de compartir un enemigo común: Francia, que no olvidemos fue

210
Bernal, A.M, España, proyecto inacabado. Los costes/beneficios del Imperio, Madrid, Marcial Pons,
2005, págs. 58-59.

65
el motivo que se encuentra tras el matrimonio entre Juana de Castilla y Felipe de
Habsburgo.
Considero que resulta muy arriesgado juzgar la llegada de los Habsburgo al
trono de España más o menos como una oportunidad para rapiñar los recursos
hispánicos en la pugna del Emperador contra sus enemigos (tanto internos como
externos). Si bien es cierto que en la financiación de esas contiendas fueron muy
importantes las aportaciones procedentes de España (y más concretamente de Castilla),
ese no fue el único frente en el que se emplearon los recursos hispanos, pues el norte de
África, Italia o las Indias (pese a que en el descubrimiento y conquista de los territorios
americanos tuvo una importancia capital la iniciativa privada) no fueron totalmente
subordinados a los intereses germanos.
La renuncia de Carlos V a la Corona imperial, que pasó a su hermano Fernando,
en lugar de a su hijo Felipe, no supuso la interrupción del vínculo que unía a España con
el continente europeo, pues los Países Bajos continuaron bajo órbita hispana. Su
decisión estaría motivada por el deseo de que la monarquía española tuviera una base de
operaciones permanente en Europa, desde la cual hacer frente a Francia y amenazar su
territorio si fuera necesario. También con esa finalidad se produjo el matrimonio de
Felipe II con María Tudor, consecuencia de la política de amistad entre España e
Inglaterra para inmovilizar a los Valois. Pero el plan de Carlos V se diluyó en los años
siguientes debido a dos acontecimientos: en primer lugar la muerte de la reina María
(1558), y la llegada al trono de Inglaterra de Isabel I; mientras que el segundo fue el
estallido de la rebelión de los Países Bajos (1568). Como consecuencia, la monarquía
española debió hacer frente a una larga y costosa guerra en su posesión europea más
septentrional, al tiempo que su política de amistad con Inglaterra saltaba por los aires en
1585, cuando se rompieron las hostilidades entre ambas Coronas.
Pero este fue solo uno de los frentes que debió atender el Rey Prudente, pues
durante su reinado, con la incorporación de los territorios de la Corona de Portugal a la
monarquía de España, se consolidó como potencia hegemónica mundial. Pero no todo
eran ventajas, pues ello supuso un incremento de las cargas fiscales y una mayor
vulnerabilidad como consecuencia del aumento de los territorios a defender. Las
opciones de Felipe II a este respecto eran muy limitadas, pues si la herencia portuguesa
acarreó las dificultades que acabo de referir, en caso de no haber reivindicado sus
derechos a ella los problemas hubieran sido mucho mayores, ya que con toda

66
probabilidad se habría sentado en el trono portugués un candidato hostil a sus intereses,
y eso era algo que no podía consentir.
En cuanto a los Países Bajos ocurrió algo parecido. Cuando la rebelión tomó
cuerpo y se vio que sería harto complicado someter a la incipiente república holandesa,
se alzaron voces contrarias a la presencia española en el norte de Europa y la necesidad
de abandonar ese territorio, pues el coste de su defensa era inasumible. Pero el monarca
español tampoco tenía mucho margen de maniobra, pues de atender a esas
recomendaciones se pondría fin a la relación de España con el norte de Europa,
aislamiento que podría resultar lesivo a nuestros intereses en el continente, pues se
trataba de una posesión estratégica, tanto por su papel de contención de Francia como
porque permitía el acceso a los mercados septentrionales, de una importancia básica
para el abastecimiento de pertrechos y suministros navales. Además hay que tener en
cuenta que allí estaba acuartelado el principal ejército de la monarquía, circunstancia
que garantizaba la posibilidad de una rápida intervención en Europa en caso de ser
necesario. Finalmente se encontraban las repercusiones que tendría para la reputación
española el abandono de una posesión que, en este caso, le pertenecía por herencia. A
este respecto cabe suponer que tal decisión envalentonaría a los enemigos de España, al
tiempo que podría dar alas a los desafectos en otros territorios para emprender
movimientos similares.
El principal foco de oposición a la presencia española en los Países Bajos
procedió de las Cortes de Castilla, reunidas entre 1592-1598. Algunos procuradores
manifestaron su malestar por el hecho de que los caudales recaudados en ella se
gastaran en la conservación de un territorio que no aportaba ningún beneficio a los
contribuyentes, exhortando al monarca a que se replanteara su estrategia y, en caso de
ser necesario, que se evacuara Flandes211. Alguna influencia debieron tener estas
manifestaciones en la decisión del Rey Prudente de separar los Países Bajos de la
monarquía española, y concedérselos como dote a su hija Isabel Clara Eugenia. Con
ello, y el acuerdo alcanzado con Enrique IV en Vervins, buscaba aliviar el estado en el
que se encontraban las finanzas castellanas (que le había llevado a decretar en 1596 la
última de las bancarrotas de su reinado) y al mismo, pensando en su sucesor, cancelar
alguno de los compromisos internacionales en los que estaba inmerso.

211
Thompson, Irving Anthony A, “La oposición política y juicio del gobierno en las Cortes de 1592-
1598”, Studia Histórica. Historia Moderna, vol. XVII, 1997, págs. 37-62.

67
Cuando Felipe III subió al trono se encontró con dos guerras heredadas del
reinado anterior: una contra Inglaterra y otra los rebeldes holandeses. Su política en los
años siguientes se caracterizó por la finalización de estas contiendas, en lo que la
historiografía tradicional ha considerado como un signo de debilidad y un retroceso de
la posición española en Europa. Pero la paz con Inglaterra (1604) dejó las manos libres
a Felipe III para descargar todos los recursos contra los holandeses, llevándose a cabo
una prometedora campaña que debió ser detenida al agotarse los fondos, y que llevó a
éstos a la mesa de negociaciones. Pese a todo, los dirigentes españoles no concibieron la
suspensión de la contienda como algo definitivo, sino como un periodo para recuperarse
y retomar las hostilidades en una posición más ventajosa. Por otra parte, tal y como
demostraron los acontecimientos de los años posteriores, era muy complicado que una
monarquía de dimensiones globales encontrara una paz definitiva. En primer lugar
porque la pacificación del frente septentrional supuso una revitalización del
Mediterráneo y de la lucha contra el infiel. Pero además había que tener en cuenta que
la tregua con las Provincias Unidas se limitó a los territorios europeos, pues los
continuaron los enfrentamientos en ultramar, sobre todo en el Lejano Oriente. Por otra
parte, en Europa se produjo la recuperación de Francia, que si bien no llegó a suponer
un enfrentamiento armado, hasta el asesinato de Enrique IV (1610) existió la posibilidad
de que se produjera una ruptura con París. A ello había que sumar las intrigas saboyanas
para debilitar la posición española en el norte de Italia, cuya máxima expresión fue la
contienda que tuvo lugar entre 1613-1617, con importantes repercusiones dentro del
círculo de poder de la monarquía.
Esto motivó que los opositores a la política pacifista (un pacifismo muy relativo)
elevaran el tono de sus críticas, presionando para que la monarquía se involucrara en el
conflicto alemán que acababa de iniciarse, apoyando los intereses de sus parientes
austriacos y declarándose a favor de reanudar la guerra contra los holandeses nada más
concluyese la tregua, lo que supuso la vuelta de la monarquía española a la primera
línea de los asuntos europeos.
Con la llegada al trono de Felipe IV (1621) y el ascenso de Olivares, se puede
hablar de la existencia de un ambicioso plan para conservar la hegemonía española en el
mundo, y al mismo tiempo revitalizar su poderío, articulado en torno a conceptos tan
terrenales como el dominio de las rutas marítimas, el establecimiento de alianzas que
permitieran poner en fin a la guerra de Flandes en unos términos mejores que en 1609, o

68
la pacificación del Sacro Imperio. La estructura ideada por los dirigentes españoles
estuvo muy cerca de alcanzar el éxito, pero los sucesos acontecidos entre 1628-1631
acarrearon su desmantelamiento. Se trató de una oportunidad perdida para poner fin a
los dos frentes europeos que la monarquía española tenía abiertos.
Pese a que en los años siguientes se consiguió estabilizar la situación, tal y como
evidenció el triunfo hispano-imperial de Nordlingen (1634), la entrada de Francia en la
contienda (1635), la derrota de las Dunas ante los holandeses (1639) y las defecciones
catalana y portuguesa (1640) pusieron a la Corona española en una difícil situación.
Finalmente, agotada tras dos décadas y media de guerra, se firmaba el Tratado de
Westfalia (1648) por el que se reconocía la independencia de Holanda, y que la
historiografía tradicional ha considerado como el principio del fin de la monarquía
española como potencia europea. Pero lejos de interpretar este acuerdo como algo
negativo, pues hacía muchos años que las Provincias Unidas la habían alcanzado de
“iure”, la mayoría de los hombres de estado españoles lo consideraron como un alivio y
una oportunidad inmejorable para concentrar todas las energías en la derrota de Francia.
Sus cálculos no estuvieron del todo desencaminados, pues la recuperación española fue
hecho, como lo atestiguan las victorias del año 1652 y el triunfo obtenido en
Valenciennes (1656), rechazándose una oferta de paz presentada por los franceses ese
mismo año, pues se confiaba obtener aún mayores progresos.
Pero en esta ocasión pecaron de un exceso de optimismo, pues Francia se lanzó a
la búsqueda de un aliado para equilibrar la situación, encontrándolo en la Inglaterra
cromwelliana, en guerra con España desde 1655, con quien suscribió un tratado de
alianza en mayo de 1657 (renovado al año siguiente). El ejército conjunto anglo-francés
derrotó a las fuerzas españolas en la batalla de las Dunas (junio de 1658),
acontecimiento que precipitó la firma del Tratado de los Pirineos (1659), que en la
actualidad es considerado como un acuerdo honorable, pues España continuó
ostentando el rango de gran potencia.
Si las consideraciones negativas han marcado el juicio historiográfico del
gobierno de Felipe IV, éstas son aún más intensas en el caso de su sucesor, Carlos II, el
reinado de la decadencia por antonomasia. Pero los planteamientos más actuales han
matizado este punto de partida tan negativo, y muchos de los argumentos que se habían
mantenido hasta fechas muy recientes se han venido abajo ante un análisis mucho más
riguroso, basado en la documentación. Así, el último monarca de la Casa de Austria no

69
fue el incapaz que la historiografía tradicional ha presentado, en comparación con Luis
XIV de Francia (gobernante del estado más poderoso de la época), pues se rodeó de
capaces colaboradores, que administraron con gran eficiencia los recursos. Gracias a su
labor se pudo conservar (si bien es cierto que se contó con la ayuda del resto de
potencias europeas, pues compartían un enemigo común) el grueso de las posesiones
que componían la monarquía española, algo inalcanzable para una entidad política
agotada y en retirada frente al dinamismo francés.
Con la llegada de los Borbones al trono español, y los acuerdos alcanzados en la
Paz de Utrecht, por los que se perdieron todas las posesiones europeas, parecía que la
situación retrocedía unos dos siglos, y una España libre de compromisos continentales
podría centrarse en la recuperación interna y la conservación de los territorios
americanos. Pero este alejamiento de Europa se abandonó poco después de que se
secara la tinta del acuerdo que puso fin a la Guerra de Sucesión, pues la nueva
administración borbónica trató de recuperar los territorios italianos que habían estado
bajo dominio español en los siglos anteriores. Pese a que el primer intento fracasó por la
formación de la Cuádruple alianza, contraria a cualquier tipo de modificación de lo
contenido en Utrecht, en los años siguientes se consiguió que Nápoles y Sicilia, junto
con los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla estuvieran gobernados por Borbones.
Por otra parte España, muy vinculada a Francia a través de los Pactos de
Familia, continuó participando en las contiendas desarrolladas en el continente (salvo en
el periodo comprendido entre los 1748 y 1762, coincidente en su mayor parte con el
reinado de Fernando VI), si bien con una intensidad mucho menor de la que tuvo lugar
en las centurias precedentes, y con unos objetivos muchos más comedidos, más
realistas, coherentes con la nueva situación y los recursos disponibles.
No obstante el principal objetivo de la política exterior española durante el siglo
XVIII fue la conservación del imperio colonial, al tiempo que el componente naval
adquirió la máxima consideración entre los encargados de ejecutarla, pues sin una
poderosa armada no se podría alcanzar este objetivo. En este ámbito el principal
enemigo fue Inglaterra, pues a su condición de principal potencia marítima se unía el
hecho de que conservaba dos posesiones españolas: Gibraltar y Menorca, circunstancia
que marcó las relaciones con Londres. Lo cierto es que los desencuentros fueron
constantes, pues la participación de Inglaterra en la Cuádruple Alianza evitó el triunfo
de los planes españoles en el Mediterráneo durante la contienda de 1717-1720, y entre

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1727-1729 hubo un nuevo enfrentamiento entre ambas (durante el cual se produjo el
segundo intento de recuperar Gibraltar), que se repitió en 1739 cuando Inglaterra
declaró la guerra a España (Guerra del Asiento) y trató de apoderarse de Cartagena de
Indias, en la que los defensores les infligieron una sonora derrota. Durante la segunda
mitad del Setecientos los choques entre ambas potencias fueron lo habitual, pues en esas
décadas tuvieron lugar hasta tres enfrentamientos (1761-1763, 1779-1783 y 1796-1802).
Pese a que el siglo XVIII supuso la consolidación de Inglaterra como primera
potencia marítima (por número de navíos que integraban su armada), lo cierto es que en
términos generales España mantuvo el pulso y fue capaz de conservar el grueso de su
imperio colonial durante esta centuria. Al mismo tiempo mantuvo un discreto papel en
Europa, que permitió la recuperación de algunas posesiones italianas que habían
formado parte de la monarquía española.

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