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Filosofía Contemporánea II

Ensayo
La verdad: un consenso dentro de un paradigma

Patricia F. Fuentes Llaupe


pfuentes2017@udec.cl

El presente ensayo pretende hacer un breve recorrido por la teoría de Jacques Derrida, prestando
especial atención en las cuestiones que lo llevaron a afirmar que nada hay fuera del texto. Este
escrito es de corte expositivo porque en él se expondrán las ideas fundamentales de la teoría del
filósofo pos-estructuralista, como lo son las nociones de deconstrucción, escritura y fonocentrismo.
A partir del análisis del filósofo francés, se sostendrá que las palabras (interpretaciones filosóficas)
hablan de otras interpretaciones, y no de la realidad.

Derrida, como ya se mencionó, pertenece a la corriente pos-estructuralista, esto es, el momento


reflexivo-crítico, y por lo tanto de carácter filosófico, respecto a lo que pasaba en el ámbito social a
mediados del siglo XX. La corriente sobre la que el pos-estructuralismo adopta esta postura crítica
es el estructuralismo. Este, proveniente del área de la sociología, se basa en una perspectiva
estructural, es decir, que en toda ciencia humana es posible formalizar una estructura (o forma de
organización) que garantiza su significado. En otras palabras, la forma en que se organizan los
sistemas condiciona o regula lo que sucede dentro de estos. La investigación en ciencias sociales
conlleva al análisis de las estructuras que hay detrás de toda actividad sociocultural, develando
cómo y porqué tiene lugar esa actividad; cómo adquiere su significación. Es menester, entonces,
para toda ciencia humanista, develar la estructura detrás de aquello que es su objeto de estudio a fin
de comprender el proceso por el cual adquiere significación. Mientras que para los estructuralistas
es necesario dar cuenta de las estructuras que hay detrás de los hechos sociales, para Derrida es más
necesario aún pensar la estructura misma, sobre el concepto de «estructura».
En 1989, el filósofo dirá que la estructuralidad de la estructura, aunque se haya encontrado siempre
funcionando, se ha encontrado siempre paralizada, reducida: mediante un gesto consistente en darle
un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo (p.383). Las estructuras dependen de
centros, y los centros constantemente reciben formas o nombres diferentes. El centro no tiene un
lugar natural, es más bien una función, una especie de no-lugar en el que se representan
sustituciones de signos hasta el infinito (p.385). Toda estructura necesita que algo de cuenta de ella,
y ese algo, en tanto garante de la estructura, no puede estar dentro de ella, debe estar fuera.

A estas alturas, el autor da las primeras luces de lo que sería parte central de su obra, la
deconstrucción. Este término, inspirado de Heidegger y su llamado a la “destrucción” de la
metafísica tradicional, no es para el filósofo francés una crítica, ni un análisis, ni un método.

Derrida afirma que la palabra deconstrucción se le impuso, y sin llegar a definirla


realmente, se nos presenta como la deconstrucción de una serie de estrategias. […] Más
bien una estrategia sin finalidad, un situarse en la inseguridad, como lo había hecho
Nietzsche, un ubicarse en las mismas estructuras de la metafísica qua “ya” se están
deconstruyendo (Vásquez, 2016).

Para el autor de La gramatología, los textos deben ser leídos a la luz de otros textos, personas,
obsesiones y retazos de información (Vásquez, 2016). Una re-lectura sobre los textos (discursos)
para dar con aquello que se ha pasado por alto.

Que un centro sea posicionado como tal, esto es, como garante de la supremacía de una estructura,
implica la creación de “lo otro”; aquello que es marginado, excluido, deslegitimado. Lo que resulta
violento dado que la supremacía de un centro significa la invisibilización y subordinación del resto.
La deconstrucción busca develar que todo discurso, que toda estructura, está infectada de un centro
que se impone de forma violenta, y que bien podría ser reemplazado por otro pues lo que permanece
invariable en la historia del pensamiento no es un centro en particular sino el afán de tener uno. Los
centros, como se mencionó anteriormente, cambian constantemente de forma y nombre. Hay, dice
Derrida, una serie de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de determinaciones de
centro. Así, el autor nos conduce a lo siguiente: ante la ausencia de un centro o de un origen, todo se
convierte en discurso, es decir, un sistema en el que el significado central o trascendental no está
nunca presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental extiende
hasta el infinito el campo y el juego de la significación (1989, p.385). Este juego, de sustituciones
infinitas, es posible sólo porque la naturaleza misma del campo de la significación es finita. Porque
en lugar de ser una fuente inagotable, le falta algo, a saber, un centro que detenga y funde el juego
de las sustituciones. No se puede determinar el centro y agotar la totalización puesto que el signo
que reemplaza al centro, que lo suple, que ocupa su lugar en su ausencia, ese signo se añade, viene
por añadidura, como suplemento (p.397).

En su conferencia La differance (1968), Derrida afirma que los elementos de la significación


funcionan no por la fuerza compacta del núcleo, sino por la red de las oposiciones que los
distinguen y los relacionan unos a otros (p.9). En otras palabras, un signo no tiene un significado
que le sea inmanente, sino en tanto elemento de un sistema de diferencias, es decir, la relación (de
diferencia) que tiene con el resto de signos que comparten su campo. El significado de las partes no
tiene tanta importancia como si la tiene la relación que hay entre ellas y el entramado del que
forman parte. En un sistema de significación, las partes podrían bien ser reemplazadas por otras y
eso no cambiaría el significado del sistema.

Hay, pues, dos interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego.
Una pretende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al
juego y al orden del signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La
otra, que no está ya vuelta hacia el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá del
hombre y del humanismo, dado que el nombre del hombre es el nombre de ese ser que, a
través de la historia de la metafísica o de la onto-teología, es decir, del conjunto de su
historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final
del juego (Derrida. 1989. p.400-401).

La primera, refiere al intento de encontrar una verdad transcendental; la búsqueda de aquello que
está más allá del juego y el orden de la significación. Ese ejercicio que minuciosamente busca,
aunque sin pretensiones reales de encontrar, una certeza última que socave esa necesidad de buscar.
Cuestionar y, sin embargo, no aspirar a encontrar respuesta más allá del disfrute que entrega el
cuestionamiento mismo. La segunda, en cambio, da por sentado el juego, pretende ser la respuesta
definitiva y, por lo tanto, paraliza toda metafísica posible. Asume una verdad y sobre ella construye
una paz ilusoria, un sentimiento aparente de haber llegado al final, de haber encontrado la respuesta.

Esa calma, ese remedio que enmudece la angustia propia de la humanidad, esa paz que entrega
haber “encontrado” un fondo que sostenga la pesadez de la existencia, sólo es posible porque esa
cuestión que se presenta como respuesta, como fondo, se impuso por sobre el resto. Un centro se
fija así mismo como garante del significado para todo lo demás. A lo largo de la historia de la
metafísica, acusa Derrida, estos cambios de centro a centro puede presentarse también como la
historia de las metáforas o metonimias de aquello que, entendido como fundamento, principio o
centro, han designado siempre a lo invariante de una presencia (eidos, arché, telos, energeia, ausía,
aletheia, trascendentalidad, conciencia, Dios, hombre, etc.) (1989, p.385). Todo el pensamiento
occidental se ha sostenido en la idea de un centro que garantiza todo significado: Una verdad, Dios,
Un Primer Arquitecto, Un Móvil Inmóvil, Una Forma Ideal, etc. Variados textos abogan ser los
indicados para describir la realidad, dirigen su análisis en encontrar eso que sostiene la estructura
que describen, el tope al que afirman puede llegar el pensamiento. Empero, no existe una realidad
desprovista del abordaje lingüístico del ser humano. Derrida no es escéptico respecto de la «realidad
misma», sino respecto de los textos que afirman ser los indicados para describirla. No afirma que no
hay realidad, alega que nuestro acceso a ella es mediante el lenguaje, y que no es posible hablar de
lo que hay fuera del lenguaje si solo nos referimos desde el lenguaje. Esa realidad a la que nos
referimos es gramatical, porque nos posicionamos en un marco de significación de lo que
entendemos con la palabra “realidad”. Las palabras remiten a significados de palabras, es decir,
aquello que se zanja como su significado. Los centros que a lo largo de la historia han servido como
remedio último a los pesares del alma, a esta falta de fondo propia del ser humano, esconden la
violencia propia de la imposición de una idea y la subordinación del resto.
Dentro del campo de la lingüística, Derrida acusa que a la voz, al habla, se le ha concedido el
privilegio de “la presencia plena” (Vásquez). La escritura, en cambio, es considerada parasitaria de
un “adentro” que se añade a una “presencia plena” de la que no forma parte, un virus que la infecta
(2016). Derrida llama fonocentrismo a esta fetichización o veneración exagerada de la phoné (del
sonido, de la palabra hablada) (Yèbemes, 2016, p.57).

El estructuralismo, a grandes rasgos y de modo general, sostiene que la vida humana ha estado
mediada y ordenada por estructuras que han respondido a un modo y forma determinada, y que
estas se manifiestan e inscriben a través del lenguaje. Para Derrida, lo que hacen las estructuras es
dar cierto orden entre lo que pensamos, o el conocimiento que hacemos, con lo que es la realidad de
facto. Pero no hay esencia o estructuras fijas, inamovibles o elementales, sino que todo está sujeto a
construcción y reinterpretación constante. Todo es discurso porque todo es lenguaje. No hay nada
fuera del texto porque el sujeto ordena la realidad desde el lenguaje, es decir, el lenguaje habla de sí
mismo.

Bibliografía:

- Z. Yèbenes. (2016). Escritura, archi-escritura e historia. Historia y grafia. Universidad


Iberoamericana, (46), 53-78.
- A. Vasquéz. (2016). Derrida: decontrucción, différance y diseminación. Una historia de
parásitos, huellas y espectros. Nómadas. Revistaa crítica de ciencias sociales, 48(2).
Recuperado de https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=18153281014.
- J. Derrida. (1968). La diferencia/ [Différance]. Recuperado de
http://www.philosophia.cl/wp-content/uploads/2019/02/La20Diferencia.pdf.
- J. Derrida. (1989). La escritura y la diferencia. Barcelona, España: Anthropos: editorial del
hombre.

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