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LAS DOS GRANDES GUERRAS EN LA NOVELA BRITÁNICA

CONTEMPORÁNEA.

El tema bélico ha sido una constante en la historia de la ficción universal, pero


el punto de vista del escritor ha evolucionado paralelo al de aquellos que se
ven obligados a participar en las contiendas. El concepto de la elite: la guerra
es un deporte noble -- o al menos conveniente; el del soldado, o de los
ciudadanos: es un mal ineludible, se veía reforzado por las loas más o menos
sinceras, dirigidas al oído del poder, entonadas por los apologistas del régimen
en turno. Incluso las voces independientes contemplaban las hazañas del
guerrero como algo digno de alabanza y de figurar entre las ocupaciones
civilizadas de la humanidad. Ese elocuente panegírico de las artes marciales
de todo tipo feneció con la bomba atómica, los campos de concentración y la
convicción de que el sistema pone las armas y el pueblo pone los muertos.
Pero guerras ha habido, hay y lamentablemente seguirá habiendo, y por lo
tanto habrá también novelas, poemas y memorias sobre ellas. A cada conflicto
bélico corresponde un estante en las librerías, quizá porque, como dice
Malraux, el hombre da lo mejor y lo peor de sí mismo en situaciones extremas,
y siempre resulta fascinante, y aterrador, asomarse a las reacciones humanas
en momentos de crisis.

Los escritores británicos actuales, una generación nacida en los años de la


posguerra y de la guerra fría, han retomado el tema de las dos guerras
mundiales con un interés significativo. Muchos de ellos, seguramente, vivieron
en su infancia las secuelas del conflicto. Es comprensible que un
acontecimiento de tal magnitud haya permanecido en su imaginación y se haya
volcado en sus novelas. La escritura, entre tantas cosas, incluye la posibilidad
de exorcizar fantasmas, y muchos deben haber quedado en las mentes y la
sensibilidad de estos talentosos creadores que vivieron su niñez entre los
escombros de calles bombardeadas, o viendo desfilar ante sus ojos las
imágenes, evocadas por sus familiares, de tiempos de pánico o de dolor. Sin
embargo, no son las remembranzas de un entorno que no alcanzaron a

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contemplar lo que patentiza su obra. Hay una tendencia actual, en la literatura y
en ese medio tan paralelo, el cine, por recuperar épocas idas, ya sea con un
nuevo espíritu crítico o con nostalgia, tal vez, por un sentido de lo heroico que
la mentalidad de hoy, tan escéptica, no puede ya adjudicar a conflicto bélico
alguno. Como ejemplos cinematográficos recientes valdría citar dos: la
técnicamente extraordinaria pero mediocre y belicista En busca del soldado
Ryan, que sucede en el escenario europeo y retoma las peores tesis
propagandísticas del cine de los años 50, y la versión fílmica de la novela de
James Jones sobre la guerra en el Pacífico, La delgada línea roja, excelente en
factura y temática. En la primera se pretende exaltar ese sentido de lo heroico
mencionado, hacer la apología del ciego oficio del soldado y de un sistema
utópicamente comprometido con el bienestar de sus hombres; la segunda
cuestiona el concepto mismo de la guerra, quiere contemplar al enemigo como
ser humano y no como el otro necesariamente maligno, y, sin invalidar los
actos de heroísmo, describe la condición trágica del soldado enviado a morir
por decisiones ajenas.

Amores de tiempos de guerra, efímeros y trágicos; la supervivencia o la muerte


en las trincheras del frente europeo; el asombro ante las posibilidades de la
violencia; el valor ingenuo que deviene juicio rencoroso, son los temas que
surgen una y otra vez en las páginas de estos autores británicos, como si la
película de las dos grandes guerras siguiera pasando frente a sus ojos.

Pat Barker nació en Teesside, Inglaterra, en 1943; su padre murió en el frente


durante la Segunda Guerra Mundial. Barker recibió el premio literario Booker
por el tercer volumen de su trilogía acerca de la 1a. Guerra Mundial,
Regeneración, El ojo en la puerta y El camino de los fantasmas. Regeneración
es una novela antibélica. Nunca visitamos una trinchera, ni oímos el tronido de
un cañón más que a través de los recuerdos de los oficiales recluidos en el
hospital militar de Craiglockhart, institución dedicada al tratamiento de neurosis
de guerra. Su paciente más notorio es Siegfried Sassoon (1886-1967), ya para
entonces un poeta famoso y héroe condecorado por su valor en el frente.

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Sassoon se convirtió en un problema para el gobierno inglés por su postura
pacifista y su negativa de volver a la lucha. Una corte marcial es impensable
para un héroe aristócrata y poeta, y las autoridades deciden recluirlo en calidad
de enfermo mental. La novela es la historia de su estancia en el hospital, su
amistad con otro poeta, Wilfred Owen (1893-1918) -también recluido- y la
relación que se establece con su psiquiatra, el distinguido neurólogo y
antropólogo William Rivers (1864-1922). Estos personajes históricos conviven
con otros, producto de la imaginación de Barker, como Billy Prior, protagonista
de las siguientes novelas de la trilogía. Aparece también Robert Graves -autor
de Yo, Claudio- el gran poeta y ensayista que fue protector y amigo de
Sassoon. La simple enumeración de los personajes habla de la complejidad y
erudición de la obra, pero no se trata simplemente de recrear una época.
Barker se adentra en el enorme conflicto moral de Sassoon, e inventa, con
imaginación y emotividad, sus conversaciones con el Dr. Rivers. El sistema de
Rivers para ayudar a sus pacientes consistía en hacerlos confrontar las
pesadillas, recuerdos y traumas de la batalla; su misión, como médico y
soldado, era curarlos para devolverlos el frente. La recreación que Barker hace
de su encuentro con la inteligente sensibilidad de Sassoon es una proeza
literaria. La continuación de la trilogía enfoca a Billy Prior como protagonista sin
descartar a los otros. Prior es el paradigma del esquema clasista británico:
"caballero circunstancial" por su origen humilde y su posición de oficial en el
ejército, bisexual, torturado por lealtades en pugna, es el vehículo para el
análisis social que Barker emprende. Es una crítica a la que ningún aspecto de
la vida británica escapa.
"No hay ninguna justificación racional…para la guerra. Se ha convertido
en un sistema que se perpetúa a sí mismo. Nadie se beneficia. Nadie tiene el
control. Nadie sabe como detenerla.", dice Prior en una frase que parece
resumir la visión de Barker, (y de varios de sus contemporáneos) respecto a
ese momento histórico. ¿Dónde quedó el mito de la guerra justa, la guerra
patriótica destinada a preservar el mundo civilizado? Se convirtió en eso: un
mito. "Una sociedad que devora a sus hijos no merece lealtad automática e
incuestionable". Es, además, una sociedad que clasifica a esos hijos que

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devora mediante un código estricto e inamovible. El sistema ataca a todos
aquellos "que no se someten". Con sus profundas diferencias culturales y de
clase, Sassoon y Prior pertenecen a la categoría de los que no se someten.
Barker hace un recuento de los juicios legales en contra de los homosexuales;
la sospecha y la calumnia contaminan a una sociedad cuya juventud es
exhortada al amor fraterno entre combatientes. ¿Dónde está la frontera que
divide el amor viril de las inclinaciones homosexuales en un conglomerado
totalmente masculino sujeto a grados extremos de tensión emocional? La
sociedad no quiere ver manchado el honor de sus soldados con la sombra de
una duda, y para borrarla emprende una persecución continua y cruel, eco de
la que sufrió Oscar Wilde. Hay otro grupo igualmente peligroso, perseguido de
similar forma: los pacifistas, los conchies acusados de comunistas y traidores.
Sus filas se nutren de pocas figuras notables -como Sassoon o Russell- y de
muchas provenientes de la clase obrera, de los militantes socialistas. Para ellos
no hay la indulgencia que se otorga a un aristócrata héroe de guerra, sólo el ojo
en la puerta de la cárcel, el soborno al traidor potencial, la represión secreta.
El camino de los fantasmas es el mismo que pinta Sassoon en sus
poemas; lo recorren "batallones y batallones con las cicatrices del infierno; el
ejército sin retorno que fue joven; las legiones que sufrieron y son ahora polvo".
La trilogía es un alarde de reconstrucción histórica, de ficción y de crítica socio-
política: crece en una estructura compleja desde la crisis intelectual y moral del
primer volumen al estudio de clases en el segundo, y termina con un
cuestionamiento al núcleo mismo de la cultura y la sociedad. Contempla con
una mirada lúcida y desencantada un periodo de la épica del mundo occidental,
destruye los mitos y devela las infamias.

" Pero luchamos por nuestra libertad, ¿no?"


"Estás equivocado, mi querido Cave. Luchamos por nuestro golf y nuestros
fines de semana. Fuimos a la guerra para impedir que Austria y Alemania
pacificaran Serbia. Los franceses se aliaron con Rusia …porque temían que no
les pagaran sus deudas. Ahora luchamos para mantener a un zar tirano en el
trono. Ahora, dime. ¿te parece que vale la pena morir por semejantes causas?"

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El diálogo anterior sucede entre dos personajes de la novela de William Boyd
(Ghana, 1952) La guerra de los helados, situada en Inglaterra y Africa oriental
en 1914. Con ese talento inglés para ocultar lo dramático tras una máscara de
humor, Boyd describe la campaña militar en Kenya, posesión británica, y
Tanzania, colonia alemana. Es una pequeña y absurda guerra que pretende
hacer eco a la otra, donde miles de soldados mueren en los frentes europeos.
Aquí los individuos que luchan han sido vecinos siempre, les resulta difícil
identificarse mutuamente con la careta enemiga, y la guerra, la verdadera, está
tan lejos…Sin embargo, las batallas suceden, caóticas, desordenadas, con una
crueldad gratuita e ineficaz. Uno de los principales elementos del caos son los
soldados africanos: disfrazados unos de ingleses, otros de alemanes, luchan
una guerra que no es la suya y que no comprenden. Los oficiales ingleses
tampoco comprenden a sus hombres, ni el clima, ni la topografía. Lo que podría
ser una farsa tiene el trasfondo de la tragedia, porque en medio de ese caos y
esa incomprensión, los obuses y las granadas matan igual. ¿Por qué? Esa
respuesta no la tiene Boyd, como no la ofrece Barker.

Una de las frases más bellas de la novela de Michael Ondaatje (Sri Lanka,
1943 ) El paciente inglés, establece el drama subyacente a la historia: la guerra
invalida la imaginativa posibilidad de convivencia con el otro: "todos nosotros,
aún aquellos con hogares europeos y familias lejanos, queríamos despojarnos
del atuendo de nuestros países. El desierto era un lugar de fe.
Desaparecíamos en el paisaje. ..Ain, Bir, Wadi, Foggara, Khottara, Shaduf. No
quería ver mi nombre junto a nombres tan hermosos. ¡Borrad los apellidos!
¡Borrad las naciones! Tales cosas me enseñó el desierto." Pero los apellidos y
las nacionalidades son ineludibles en la guerra, y las enseñanzas del desierto,
las lealtades, la amistad, desaparecen en la conflagración. Antibélica como las
anteriores, El paciente inglés habla de lo que las guerras causan: muerte, dolor,
separaciones, y también de lo que se contrapone a ellas: el arte, la historia, el
amor, la compasión, la amistad. Su tesis política es más bien un asombro
dolido ante lo que el hombre inventa para sacrificar al hombre. Las dos
historias de amor, sin embargo, suceden porque hay una guerra. Tal vez es la

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urgencia por acelerar la vida ante el peligro: la atmósfera intensa del Cairo
amenazado por los ejércitos enemigos, la paz de un convento toscano donde
se refugian aquellos a los que la batalla dejó de lado, ofrecen el entorno sin
ataduras donde todo es posible y donde el heroísmo implícito en el uniforme
militar y la inminencia de la muerte desbordan los sentimientos.

Como Ondaatje, Penelope Lively (Cairo, 1933) recurre a la atmósfera de guerra


para situar su conflicto amoroso. En El tigre de la luna, una mujer agoniza en el
hospital, y en momentos de lucidez recuerda su vida; película fragmentada,
hecha de episodios y elucubraciones personales, inteligente y erudita. El
núcleo, la razón de ser de todo este brillante malabarismo literario es el affair
truncado de Claudia, la protagonista, y Tom Southern, comandante de una
unidad de tanques en aquellas batallas donde Rommel brillaba como el
enemigo caballeroso. Es el mismo desierto de Ondaatje, pero en éste el paisaje
no es maravilloso sino lúgubre: tanques incendiados, cadáveres pudriéndose al
sol. El momento culminante, y efímero, de la vida de Claudia es un amor que
floreció porque había una guerra, y se extinguió por la misma causa.

Kazuo Ishiguro (1954) japonés de origen y británico por adopción, aborda el


tema en Lo que queda del día, novela acerca de la personalidad de un
mayordomo inglés tan comprometido con su profesión que se ciega ante las
inclinaciones pro nazis de su patrón, deslumbrado por las teorías arias de sus
relaciones alemanas. En Shuttlecock, Graham Swift relata una historia de
suspenso y atmósfera kafkiana en la que el protagonista tiene que investigar la
figura de su padre, otrora elegante y audaz agente secreto del ejército británico
durante la guerra, sólo para encontrarse con algunas sorpresas, y para que el
autor deconstruya la tradicional imagen heroica y la reemplace con la de un
falible ser humano.

Perros negros, de Ian McEwan (Inglaterra,1948) es una novela que se inicia


recién terminada la 2ª Guerra Mundial y finaliza con la caída del muro de
Berlín. Los perros negros del título son una metáfora del mal; estos animales,

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entrenados por la Gestapo para matar y violar, y abandonados después en la
tranquila región francesa víctima de la ocupación nazi, representan el instinto
asesino y racista que surgirá después en las bandas de neonazis que irrumpen
en la euforia popular ante la caída del muro. Mucho más que una obra
antibélica, Perros negros es una fábula posmoderna acerca de dos visiones del
mundo y la vida a partir del encuentro con ese algo maléfico que se perpetúa
en la historia.

Es imposible analizar todos y cada uno de los ejemplos literarios de la


fascinación patente que las dos Guerras Mundiales ejercen sobre los escritores
británicos contemporáneos en este espacio. Se percibe una nostalgia por el
ambiente tenso en el que surgían esos amores turbulentos, casi siempre
trágicos, siempre audaces en su desdén por los convencionalismos que la
urgencia de la guerra destruye, como en la obra de Ondaatje y Lively; la
reflexión profunda sobre los motivos de la crueldad y su permanencia en un
mundo en apariencia pacificado, en la novela de McEwan; la crítica mordaz de
Boyd o la muy amplia visión socio-política de Barker; todos comparten una
posición de rechazo al sentido de la guerra, y lo que los hombres cometen en
su nombre. Más notable es el cuestionamiento de Barker y Boyd acerca de la
política inglesa en la 1a Guerra Mundial, un conflicto donde las fronteras
ideológicas eran menos definidas y el patriotismo más acendrado. Gran
Bretaña perdió su inmenso imperio a partir de 1947 -- cuando se independizó la
India-- y con él su imagen de potencia mundial. La visión retrospectiva sería
una de nostalgia por un tiempo en el que Britania dominaba los mares, la
economía y la política. Sin embargo, encontramos una mirada de feroz
cuestionamiento a la actuación de su gobierno (y de todos los gobiernos) en las
circunstancias históricas que comentan. ¿Realmente los soldados británicos
fueron mandados a morir para "para conservar sus fines de semana y sus
campos de golf?" En ese caso, ¿los campos de golf de quién? Del sistema en
el poder --el que perseguía pacifistas, socialistas y homosexuales--, de los
miembros de las clases privilegiadas que sin embargo murieron junto a sus
hombres en las trincheras…Salvo en el caso de Penelope Lively, (quizá porque

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pertenece a una generación anterior) cuyo romance de guerra preserva una
cierta atmósfera heroica --y romántica-- a pesar de la violencia y su desenlace
trágico, en las otras novelas hay un empeño desmitificador de ese mismo
sentido heroico/romántico. En ellas, la guerra -fidedigna o metafórica-- es
siempre un mal mayor, un crimen político juzgado con objetividad y llevado en
ocasiones hasta la farsa.

Cecilia Urbina
Agosto 2000

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