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A su memoria.
—¿Edad?
—Veinticinco años.
—¿Estado civil?
—Casada.
Era el año 1990, febrero. Época de carnavales. Yo era una jovencita de condición
humilde. Recién había terminado de estudiar docencia, en el pedagógico. Había salido aquel
día a ver la comparsa de carnaval, cuando entre el jolgorio me di cuenta que había extraviado
mi Libreta Electoral.
Sentí el duro golpe en la cabeza y caí al suelo. Entre los dos me levantaron y me
arrinconaron contra la pared. Me vendaron los ojos y me esposaron, manos en la espalda.
—Conchatumadre, ya te cagaste.
Esa confusión se hizo aún más confusa, cuando me esposaron las manos y los pies y
me llevaron a una sala grande.
—Aquí te vas a quedar, terruca de mierda—, me dijo y me empujó con tal fuerza que
me hizo caer de bruces.
Horas más tarde, recuerdo que me llevaron a otra habitación y me vendaron los ojos.
Se oían varias voces y sentía sus escupitajos. Me tocaban los senos, la vagina. Sacaban su pene
y lo pasaban por mi cara, por mis ojos, por mi boca, por mis oídos. Algunos se masturbaban y
eyaculaban en mi cara.
Me desmayé.
Lloré.
En la noche, otra violación. Recuerdo que pude contar hasta quince policías.
Yo, aún consciente, les decía que estoy gestando. Les lloraba pidiendo piedad; pero
ellos querían que me autoculpe y firme una relación de personas, supuestamente
pertenecientes al Partido Comunista del Perú y que yo me haga responsable de un atentado
que desconocía. No recuerdo más.
Los desnudaban. Les amarraban una soga a los testículos y los colgaban. Había
llorado tanto que me había quedado sin lágrimas; pero fuerte fue el impacto al ver que
rompían botellas de vidrio y se las metían en el ano.
Esos días yo no comía más que el pan que un policía humano me llevaba, relleno con
cacas de rata. Yo me sentí alegre, porque en un principio pensé que esto ya estaba terminando
y que realmente me iban a dar comida; pero no.
Me vendaron y esposaron y me dieron el famoso chocolate, que no era otra cosa que
agua y jabón. Me sumergieron muchas veces en esa tina.
—Yo no sé nada—, les decía y volvían a sumergirme, cada vez por más tiempo.
El día seis, las torturas se hacen aún más fuertes. A las seis de la mañana me
desnudaron y me colgaron en un arco de futbol, con las manos a la espalda. Recuerdo que se
llegó la noche, amaneció y me desmayé. Desperté al otro día, de noche. No puedo describir el
inmenso dolor que sentía, porque ya pasó.
El día ocho, se repitió esta tortura; volvieron al colgarme del arco, pero esta vez me
pusieron electricidad en mis pezones y talones. No se detuvieron hasta verme desmayada.
***
Recorrí casi todas las cárceles del Perú. A mi abogado lo encarcelaron por haber asumido mi
defensa. A mi esposo ni a mi familia pude verlos durante muchos años.
En el penal sufrí mucho. Nos cortaban la luz, para evitar que estudiemos. En una
botellita de medio litro, nos daban agua para tomar y bañarnos. A veces nos daban pescado
con agallas y pan con vidrio. Recibí el maltrato policial, pues ahí dentro no existen las leyes ni
derechos. Conviví con el frío que veintitrés horas y media me brindaba una pequeña celda de
dos por tres metros.
Mi familia había vendido casi todos sus bienes para hacer justicia y recuperar mi
libertad, porque aprovechándose de mi situación, abogados, jueces y fiscales se lucraron.
Cuando abrieron la puerta del INPE, mi familia esperaba afuera; pero ya no estaba mi
madre. Ella había muerto.
Un abrazo fuerte selló el reencuentro. Sonia, cubría su calvicie con su gorrito de lana.
Ya en libertad, una nueva lucha contra el cáncer generalizado empezaba.
Cajabamba, 24 de mayo del 2021