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SONIA

(Por: Jhonatan Ricardo Chávez Boy)

A su memoria.

—¿Nombre?—, preguntó el miserable. El olor a alcohol, emanaba de su asquerosa


boca. El teclear en la máquina de escribir, me recordaba a mi madre al tostar la cancha cuando
ya casi estaba el almuerzo.

—Sonia Robles Pérez—, respondí.

—¿Edad?

—Veinticinco años.

—¿Estado civil?

—Casada.

Apenas terminé la palabra, un militar apareció a mis espaldas y me pegó con la


cachiporra.

Era el año 1990, febrero. Época de carnavales. Yo era una jovencita de condición
humilde. Recién había terminado de estudiar docencia, en el pedagógico. Había salido aquel
día a ver la comparsa de carnaval, cuando entre el jolgorio me di cuenta que había extraviado
mi Libreta Electoral.

Al día siguiente, fui a la comisaría a denunciar la pérdida de mis documentos.

—¡Tú eres la perra! Puta terrorista.

Sentí el duro golpe en la cabeza y caí al suelo. Entre los dos me levantaron y me
arrinconaron contra la pared. Me vendaron los ojos y me esposaron, manos en la espalda.

—Conchatumadre, ya te cagaste.

Me llevaron a rastras hacia lo que supuse fue un cuarto. Estuve desconcertada.

Pasaría media hora cuando, recobrando la lucidez, empecé a sentir el ambiente


putrefacto y mi ropa mojada. Estaba sobre excrementos humanos y orines.

Oí el chirrido de la reja y la voz de varios hombres acercarse. No sé si fueron siete u


ocho, pero entraron y uno me dio una cachetada.
—Ya nos hacía falta una “zorrita” como esta—, decía uno, mientras me quitaba la
blusa.

Entre todos empezaron a manosearme. Me rompieron el sostén. Me arrancaron el


cierre del pantalón y me violaron. Me violaron por la vagina y por el ano. Me desmayé.

Al día siguiente me desperté. No podía creer lo que me estaba pasando. Lloré


pidiendo a Dios que este mal sueño acabara; pero esto aún estaba empezando.

—Levántate, puta de mierda —me dijo un uniformado, pateándome los pies.

Me pusieron una chompa mojada en la cabeza y me llevaron al departamento de


Cajamarca.

Estuve cerca de dos horas en la comandancia, sentada y vendada. Luego me sacaron


la venda y me llevaron al patio general.

Recuerdo que había muchos policías, todos uniformados y formados en orden.

El teniente que me llevaba, apuntándome con su fusil, me exhibió delante de ellos, y


me hacía caminar de un extremo a otro, gritando:

—Esta es la perra. Esta es la puta terrorista que ayer ha hecho un atentado.

—Usted se ha confundido—, le increpé entre lágrimas.

—Cállate carajo—, me respondió, reventándome los labios con la cacha de su arma.

Esa confusión se hizo aún más confusa, cuando me esposaron las manos y los pies y
me llevaron a una sala grande.

—Aquí te vas a quedar, terruca de mierda—, me dijo y me empujó con tal fuerza que
me hizo caer de bruces.

Horas más tarde, recuerdo que me llevaron a otra habitación y me vendaron los ojos.
Se oían varias voces y sentía sus escupitajos. Me tocaban los senos, la vagina. Sacaban su pene
y lo pasaban por mi cara, por mis ojos, por mi boca, por mis oídos. Algunos se masturbaban y
eyaculaban en mi cara.

Me desmayé.

Al día siguiente me desperté en una oficina.


—Mi coronel, esta es la que ha matado a nuestros colegas. Ella es la terruca. La
gringa.

El coronel se acercó, me miró y apagó su cigarrillo en mi cara.

Lloré.

En la noche, otra violación. Recuerdo que pude contar hasta quince policías.

Yo, aún consciente, les decía que estoy gestando. Les lloraba pidiendo piedad; pero
ellos querían que me autoculpe y firme una relación de personas, supuestamente
pertenecientes al Partido Comunista del Perú y que yo me haga responsable de un atentado
que desconocía. No recuerdo más.

Al día siguiente me llevaron a un inodoro lleno de heces. Me hicieron ver, la primera


vez. Luego me cogieron del cabello y me hicieron oler. La tercera vez, mi nariz estuvo a punto
de tocar el excremento.

Estuve a punto de vomitar, cuando a la cuarta vez, me sumergieron en el wáter y


sentí que su contenido, ingresaba a mi estómago y mis pulmones. Volví a perder el
conocimiento.

Al cuarto día, me despertaron a patadas y me desnudaron para llevarme a un cuarto


grande. Ahí ya no me pegaron, pero me hicieron ver cuando torturaban a los, según ellos,
terroristas.

Los desnudaban. Les amarraban una soga a los testículos y los colgaban. Había
llorado tanto que me había quedado sin lágrimas; pero fuerte fue el impacto al ver que
rompían botellas de vidrio y se las metían en el ano.

El día cinco, dijeron que me van a dar chocolate.

Esos días yo no comía más que el pan que un policía humano me llevaba, relleno con
cacas de rata. Yo me sentí alegre, porque en un principio pensé que esto ya estaba terminando
y que realmente me iban a dar comida; pero no.

Me vendaron y esposaron y me dieron el famoso chocolate, que no era otra cosa que
agua y jabón. Me sumergieron muchas veces en esa tina.

—¿Dónde está tu presidente Gonzalo? ¿Lo conoces?

—Yo no sé nada—, les decía y volvían a sumergirme, cada vez por más tiempo.
El día seis, las torturas se hacen aún más fuertes. A las seis de la mañana me
desnudaron y me colgaron en un arco de futbol, con las manos a la espalda. Recuerdo que se
llegó la noche, amaneció y me desmayé. Desperté al otro día, de noche. No puedo describir el
inmenso dolor que sentía, porque ya pasó.

El día ocho, se repitió esta tortura; volvieron al colgarme del arco, pero esta vez me
pusieron electricidad en mis pezones y talones. No se detuvieron hasta verme desmayada.

Me desperté en la sanidad de la policía. Me habían hecho un legrado. Habían sacado


a mi bebé y me lo mostraron en una bacinica:

—Mira, tu hijo iba a ser varón. Un perro menos.

Al darme de alta y retornar a la cárcel, me recibieron con golpes y me puyaron con


pequeñas chavetas.

Me mandaron a pabellón, junto con los presos políticos, quienes me curaron y me


compartieron abrigo y alimento.

***

Recorrí casi todas las cárceles del Perú. A mi abogado lo encarcelaron por haber asumido mi
defensa. A mi esposo ni a mi familia pude verlos durante muchos años.

En el penal sufrí mucho. Nos cortaban la luz, para evitar que estudiemos. En una
botellita de medio litro, nos daban agua para tomar y bañarnos. A veces nos daban pescado
con agallas y pan con vidrio. Recibí el maltrato policial, pues ahí dentro no existen las leyes ni
derechos. Conviví con el frío que veintitrés horas y media me brindaba una pequeña celda de
dos por tres metros.

En julio del 2003 me declaran inocente. Me absolvieron por falta de pruebas.

Mi familia había vendido casi todos sus bienes para hacer justicia y recuperar mi
libertad, porque aprovechándose de mi situación, abogados, jueces y fiscales se lucraron.

Cuando abrieron la puerta del INPE, mi familia esperaba afuera; pero ya no estaba mi
madre. Ella había muerto.

Un abrazo fuerte selló el reencuentro. Sonia, cubría su calvicie con su gorrito de lana.
Ya en libertad, una nueva lucha contra el cáncer generalizado empezaba.
Cajabamba, 24 de mayo del 2021

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