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LA RESACA DEL GOBERNADOR

de

Juan Carlos Rodríguez Farfán

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I

El coaching de Condorcanqui.

“A usted lo he observado detenidamente, como el entomólogo a un insecto”, dijo con


desparpajo Juan Gonzalo apretando la mano del candidato. Condorcanqui dibujó con
desgano una sonrisa. Juan Gonzalo que quería hacer una entrada impactante, lo había
logrado. El candidato esperaba con ansias que prosiguiera.

-Me refiero al lado científico de la observación, señor Condorcanqui, sin apasionamientos,


sin subjetivismo. Fríamente. Espero que la metáfora no le moleste, agregó Juan Gonzalo
cual boxeador impactando jabs de izquierda sobre el rostro de Condorcanqui.

-¿Y que ha visto usted en su microscopio? Se avivó Condorcanqui sobándose la barba.

-Una persona que no sabe manejar sus emociones, si usted me permite la sinceridad,
insistió en su ofensiva Juan Gonzalo.

-Que soy impulsivo, ¿es eso?

-No solamente. Yo creo que es un asunto de sinceridad profunda. O mejor, de establecer


una relación entre lo que usted dice y lo que usted siente.

-A ver, a ver, habla en cristiano.

-¿Ha escuchado hablar del Khatakali?

-¿Del cataqué?

-Khatakali, es una danza de la región del Kerala, al sur oeste de la India.

-No, y que tiene que ver, dijo mortificado Condorcanqui.

-Tiene mucho que ver. Los hindúes han establecido la existencia de nueve emociones
básicas para atrapar la atención del público: El amor, el desprecio, la tristeza, la ira, el
coraje, el miedo, la repugnancia, el asombro y la veneración.

-Bueno, ¿y?

-Ocurre, continuó Juan Gonzalo sin perturbarse, que los actores del Kathakali no hablan, es
decir no se comunican con palabras.

-¿Entonces con qué?, intentó Condorcanqui interesado.

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-Con las manos, con los ojos, con el cuerpo. Con los mudras. Que así se llama ese sistema
combinado y codificado de lenguaje. Un actor-danzante mudo que cuenta historias de hace
miles de años.

- Creo que te has fumado mi querido amigo, agregó mirando con complicidad a sus
asistentes. Y ¿cómo sabes todo eso, tú has estado ahí?

-Sí, y he sido formado por un maestro en el mismo Kerala, acertó Juan Gonzalo mirándolo
con firmeza. Las historias que narra el actor son fragmentos del Ramayana, el libro sagrado
de los hinduistas. Un equivalente de la Biblia estimado Condorcanqui.

-Ya, ok, de acuerdo y qué tiene que ver conmigo.

-El manejo de las emociones, señor, ese es el vínculo. El personaje representado, que
puede ser un rey, un dios o un simple labriego, pasa de la ira a la risa, del amor al miedo en
una fracción de segundo. El actor está obligado a controlar emoción, rostro y cuerpo pues
su prestación escénica está ritmada por tambores y címbalos que marcan la duración de
cada gesto.

- ¡Ah carambas!

- Es cosa seria. Se necesitan doce años de formación antes de tener derecho a subir a un
escenario. Pero el aspecto que nos interesa es la emoción y su consecuencia en el cuerpo.
¿Usted es un actor, no es cierto?

-¿Actor?, chistosito había resultado tu amigo, oe Huarca, lanzó el candidato interpelando a


su colaborador.

-El que sube a un entarimado, sea en un teatro o en una plaza es un actor, estimado
caballero, intentó Juan Gonzalo sin pestañear. Lo que cambia es el discurso. En el
Kathakali son historias antiquísimas sobre el poder, el amor y la muerte. Acá, con usted, se
trata de un proyecto en el que la vida de un pueblo está en juego.

-Eso último que dijiste me gusta.

-El actor que representa un personaje, se vuelve el personaje. Cuando Rama o Hanuman
están en escena, para los hindúes no están viendo un actor que simula ser el héroe o el
dios. Ellos ven a Rama y Hanuman simplemente. La divinidad se personifica, está presente,
encarnada. Es como si Jesucristo resucitado se subiera al estrado.

-Comienzas a interesarme…

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-Para que usted triunfe en estas elecciones, tiene que lograr convencer no solo porque el
proyecto que usted ha presentado es interesante, sino y sobre todo porque encarnará el
ideal de las mayorías. Como en el Kathakali, cuando usted aparezca en la tribuna, el pueblo
debe pensar y sentir que usted es la reencarnación de Túpac Amaru, ¿me comprende
ahora?

-Uhm, si claro. Pero yo no cuento con doce años para formarme como esos locos hindúes,
continuó frotándose la barba.

-Pero puede comenzar por armonizar sus emociones con la palabra proferida. Puede
mejorar su lenguaje corporal, puede utilizar la emoción precisa en el momento preciso.

-¿Y tú puedes ayudarme con eso?, intentó ansioso Condorcanqui.

-Sí. Si usted se pone a disposición, si acepta ser iniciado en algunas técnicas teatrales. Si
me tiene total confianza.

-¿Cuando comenzamos?

-Mañana mismo si usted quiere. Solo una precisión, para el trabajo que vamos a iniciar se
requiere un espacio, una sala vacía y una silla, nada más. Al inicio de cada sesión se
apagará el celular y no puede haber testigos. Es un trabajo entre usted y yo.

-Ok, queda entonces. Hasta mañana señor entomólogo, concluyó Condorcanqui con una
franca sonrisa.

Las primeras sesiones

Condorcanqui tenía serios problemas de dicción, de ritmo y de imaginación. Para un ducho


de los estrados de mítines era particularmente decepcionante. En Europa hablando de los
políticos se hablaba en términos de “bête de scène” (monstruos del entarimado) de gente
capaz de catalizar una esperanza, con posibilidad de sublimar en palabras una loca utopía.
Ahí estaban Charles de Gaulle, Hitler, Churchill, cada quien en su estilo podía en un
discurso enardecer la audiencia hasta llevarlas al precipicio con el pecho abierto y la ciega
convicción. Pero Condorcanqui, con sus letanías ¿podía realmente iniciar un proyecto
ambicioso de transformación que quería parecerse a una revolución?

-Cóndor, lea el texto, ¿es usted quechua hablante no? Juan Gonzalo le alcanzó un
fragmento de “El Pez de Oro” de Gamaliel Churata. Léalo con el corazón.

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HARAWI

Hila hila guagualay!

Más que sabio fue bueno

Quien el Kaitu inventó

El que sabe hilar tiene la fuerza

Para hacer cordel de tu vida

Reúnete cordel

De tu sangre saca el hijo

Si en tus nervios está

Y en tu hueso

Bronco será el primero

Pero otro hilito bronco sacarás

Y otro y otro y otro

¿Los kaytus de tu carne no ves?

Y nada más kaytu que tu carne

Si entiendes el harawi

Fuertes serán tus kaytus

Hila, hila guagualay

¿Acaso de tu corazón, kaytu no soy?

Juan Gonzalo permaneció impávido, con ganas de renunciar ipso facto a su proyecto
insensato.

-¿Usted participaba de las actuaciones en la escuela primaria? Comenzó Juan Gonzalo con
precaución.

-Si, por supuesto, recitaba poemas de César Vallejo, indicó sacando pecho.

-Ah, ya es por eso entonces, prosiguió el director con el ceño fruncido.

Para Juan Gonzalo la declamación era una verdadera desgracia. Generación tras
generación de escolares perennizaban esta forma de “decir” la poesía con un engolamiento
insoportable. Herencia modernista, Rubén Darío y sus congéneres establecieron como

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principio insuperable esa manera grandilocuente para escribir poemas, que luego serían
prolongados por José Santos Chocano y más recientemente por Pablo Neruda. La
declamación era la prolongación natural de esa poesía encopetada y afectada. En el Perú
se dictaban cursos de declamación, se hacían concursos locales, nacionales, se fomentaba
inmisericordemente esa atrocidad.

Juan Gonzalo al contacto con el teatro oriental, había comprendido que deshacerse de esa
forma superficial e impostada, era la única manera de acercarse a la esencia de un texto
poético. Convocar las emociones y modelizar cuerpo y voz en consonancia con esas
emociones fundamentales era el meollo de su búsqueda.

La declamación a la peruana es una sucesión de gesticulaciones y modulaciones


estereotipadas donde cualquier texto fuese este épico, dramático o romántico debe entrar
en un molde pre-establecido. El patetismo estaba asegurado.

Curiosamente el teatro peruano no lograba escapar de esta letanía gestual y sonora.

Como explicarle entonces al candidato Condorcanqui que su prestación era mediocre, Juan
Gonzalo tampoco esperaba una performance al nivel de Ryszard Cieslak. En lugar de
explicaciones procedió a un nuevo ejercicio con máscara.

Juan Gonzalo había previsto para esta sesión tres mascaras distintas: un Viejito del
Topeng, personaje cómico del teatro de Bali, una China Diabla peruana y un Príncipe de la
Costa de Marfil. La factura de las máscaras impresionó a Condorcanqui, quien embelesado
observaba los detalles de madera, nácar, cuero, espejos y cerdas de caballo con que
estaban hechas.

Juan Gonzalo quitándose zapatos y saco, procedió a hacerle una demostración.

Fue el Viejito balinés que al cabo de un ajuste rápido de máscara ingresó por el costado
jardín del cuarto-escenario. Juan Gonzalo había modificado de manera radical su cuerpo,
parecía más pequeño, los miembros arqueados y los hombros caídos. En su lento discurrir
un ligero temblor acompasaba su silueta, al cabo de unos pasos se detuvo cogiéndose la
parte baja de la espalda, emitió una tos breve y prosiguió. El Viejito pareció identificar a un
familiar del otro lado de la vereda imaginaria que describía con su andar, levantó la mano
haciendo un gesto vivo como para que el supuesto familiar (que no era otro que el propio
Condorcanqui) lo esperara. El desplazamiento del Viejito, permitió descubrir hierbas,
animales, casas. La magia del teatro operaba magistralmente. Luego de unos segundos y
mascullando palabras misteriosas el personaje se retiró por el mismo costado por donde
vino.

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Condorcanqui rompió en aplausos y unos sonoros “bravo” se escaparon de su habitual
parquedad.

Juan Gonzalo de retorno, en completa transpiración, alcanzó la máscara del Viejito


indonesio al sorprendido Condorcanqui.

-Ahora le toca a usted, pronunció con firmeza.

-¿Yo? No bromees, es imposible…

-El imposible no existe en el mundo andino, estimado Condorcanqui.

-Pero esa careta no es andina, se defendió acobardado el candidato.

-La careta no, pero usted sí. No se preocupe, ya irá aprendiendo de a pocos. Yo lo guio.
Solo tiene que aceptar su verdad, si usted no miente el Viejito existirá. Póngase la máscara
ahora. Concluyó Juan Gonzalo con firmeza.

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II

El Chino Huarca: drogas, sexo y cumbia peruana

Cuando el Chino Huarca lo llamó diciendo:

-Hemos ganado huevón, Juan Gonzalo no le creyó. Hemos ganado conchasumare gritaba
fuera de sí.

-Hemos me parece mucha gente. Has ganado tú, pendejo, replicó Juan Gonzalo con
audacia.

-Hemos, has, yo, tú, semos, somos, poco importa comparito, vente para acá al toque,
concluyó eufórico al teléfono.

El jolgorio estaba instalado en la ciudad. Los pronósticos extraoficiales se cumplían, los


designios divinos se manifestaban por fin: un indio alpaquero asumía el rol supremo en la
región. La criatura ideológica del Chino Huarca había revertido los oráculos. El Chino con su
cara de nadie había vencido a los estrategas del primer mundo.

Tamaña herejía merecía verse en directo. Juan Gonzalo enfundó a las justas una casaca y
se fue al Centro Histórico de Mananbamba. En el local del partido de la CH la febrilidad
resultaba por lo extrema, risible. En lugar de celebración, un rictus de desconfianza se
había distribuido como mosquito de propaganda.

-¿Qué pasa Chino, qué esperan para reventar las botellas de champán? Dijo estentóreo
Juan Gonzalo antes de abrazarlo.

-Todavía no han salido los resultados oficiales al cien por ciento pues hermano, contestó
el Chino, circunspecto.

-¿Quéee? Pero la ventaja es enorme. Tu campeón, le lleva 100 mil votos de diferencia al
Calabaza ese.

-Sí, lo sé, pero es preferible esperar, argumentó cual flamante asesor de Gobernador.

-Ah, comprendo. ¿O estás temiendo que Condorcanqui haga el ridículo en la pileta?


Insistió Juan Gonzalo.

-Noo, que ocurrencia, se protegió el Chino Huarca.

-¡No te preocupes Chino, esas cojudeces ocurren una vez en la vida nomás!

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En las elecciones pasadas el Calabaza creyéndose ganador indiscutible se bañó en la
pileta celebrando anticipadamente. Solo que al día siguiente cuando se publicó el conteo
oficial al cien por ciento, el ganador era otro. Qué cherry, qué palta, qué papelón. Desde
entonces nadie se atreve a bañarse bajo la mirada del ángel sin autorización oficial del
Jurado Nacional de Elecciones.

-¿Y entonces? ¿Cuál es el planeta? Insistió Juan Gonzalo. Si no es champán, ¿al menos
unas chelitas no?, ¿ganamos o no ganamos?, habla pe Chino…

-Sí, puede ser, intentó el Chino Huarca, aunque quizás mejor nos aguantamos hasta
mañana.

-¿Me has hecho venir desde tan lejos para decir que mejor para mañana? ¡Oye creo que ni
tú ni el propio Condorcanqui se la creen que son el nuevo puto gobierno, qué huevada!
Concluyó furibundo Juan Gonzalo.

Con la cara desencajada el Chino Huarca volvió al interior del local partidario pretextando
hacer no sé qué coordinaciones.

-Si así comienzan estos giles, no llegarán lejos, reflexionó Juan Gonzalo mortificado. No
esperó respuesta por lo de las chelas ni por nada. Las ganas de jolgorio se le esfumaron y
sin vacilar retornó a su barriada.

-La ciudad parece festejar un gol peruano en el Mundial y los huevones de la CH están
consultando a las bases para decidir si están contentos o tristes. ¡Qué cagada! Continuó
rumiando en la combi.

Al día siguiente aparecía en primera plana de todos los diarios la cara de Condorcanqui. La
televisión, radio y redes sociales anunciaban en todos los tonos el evento de la década: un
cholo quechua hablante era elegido por una apabullante mayoría al puesto de gobernador
regional.

El chino Huarca puede regodearse a sus anchas pensó maliciosamente Juan Gonzalo. Su
apuesta insensata había triunfado rotundamente.

Para evitar otra escaldada lo llamó ya no en plan de champán o chelas si no para felicitarlo
solemnemente. El chino estaba completamente ebrio.

-Tenemos que hablar urgente, dijo el Chino articulando a duras penas la frase.

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Élard, mascullaba incoherencias. Juan Gonzalo de retorno a su casa lo había encontrado en
la esquina frente a la Compañía de Seguros La Negativa, arrimado a una columna
discutiendo con su sombra.

-Te paro un taxi, Élard, hay que descansar hermano, le había dicho en la esquina.

-Que taxi ni que carajos, vamos a tomarnos una chela huevón, o ya no quieres mezclarte
con la chusma, rugió de pronto revigorizado el sicuri.

-No, qué hablas jilata, otro día chupamos pero juntos desde el inicio, intentó Juan Gonzalo.

- ¿Y si me muero mañana? Hoy es hoy. Una chelita nomás, por el gusto de verte. Yo te
invito Juancito.

En el bar “Las Gorditas” todo parecía estar en su lugar. Un septuagenario elegante bebía y
hablaba solo. Dos cholones, que podrían igualmente ser choros o micro empresarios, se
abrazaban desmesuradamente; pederastia o simple hermandad, pasaban de uno al otro sin
preámbulo. En el rincón tres individuos parecían complotar para hacer un golpe de estado.
De la sala contigua apareció el Chino Huarca, buscando el baño. A pesar de la luz
amarillenta y de su visible borrachera reconoció a Juan Gonzalo.

-Oe, poeta, que sorpresa, así que frecuentamos los mismos huariques, se entusiasmó
abrazándolo efusivamente.

-¡Hola Chino carambas parece que sigues festejando el triunfo! Élard, te presento a un
amigo, el famoso Chino Huarca…

Élard no paró pelota para nada. Permanecía como hipnotizado por la botella de Pilsen que
ya habían vaciado completamente.

-Estoy con una gente del partido en la salita de a lado. Qué tal si te incorporas a nuestra
mesa.

-Juancito está conmigo, no jodas, tú sigue con tu partido de mierda. Acá estamos completos,
concluyó Élard sin siquiera mirarlo.

El chino sin responder, siguió hacia el callejón que conducía al urinario.

Élard permanecía en su actitud zombi, mirando la botella vacía sin pronunciar palabra
alguna.

Al cabo de unos minutos y cuando Juan Gonzalo quería intentar una honrosa retirada,
apareció el Chino Huarca con un acompañante.

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. Juan Gonzalo te presento a Brayan, ha sido el jefe de la campaña. El aludido vestía una
casaca de cuero y un rostro particularmente inexpresivo.

-¿Cómo está?, el doctor Huarca nos ha hablado mucho de usted, intentó el tipo que parecía
salido de una mala película de gánsteres.

-Espero para bien… tomen asiento por favor. Élard dormía con los ojos abiertos.

-No podemos, estamos de retirada, masculló el chino Huarca. En un ratito tenemos cita con
el jefe en Miraflores. ¿No quieres acompañarnos?

-¿Ustedes siguen en campaña o qué? lanzó Juan Gonzalo con sorna.

-Seguimos chambeando nomás, te vas a divertir poeta. Es en un local chévere, insistió el


chino Huarca guiñándole el ojo.

-¿Reunión de trabajo o reunión de placer? prosiguió Juan Gonzalo.

-Las dos pe, como fue y como será… Usted sabe, la campaña ha sido dura, ¿merecemos
un relajo o no? al inexpresivo Brayan le brillaron los ojos.

-Yo me encargo de embarcar a tu amigo, sentenció el chino Huarca como ejecutivo de una
transnacional.

La cita con el jefe era en una discoteca de cumbia peruana. La familiaridad del chino Huarca
con los vigías de la puerta delataba que era “caserito” del local. Las luces de colores
chorreaban pecaminosas desde la entrada. Luego de peinar con la mirada el recinto, el
Chino escogió la mesa adecuada levantando una ceja.

-¿Qué tomamos poeta?, inquirió instalándose con ostentoso placer en la silla.

-No sé, ¿un pisquito quizás? Intentó Juan Gonzalo. Que querrán acá los amigos,
dirigiéndose a Brayan y a los otros dos de semblante patibulario.

-Pidamos una botella, una sellada, para evitar pepas y otras sorpresas, ¿o no Brayan?, tú ya
pasaste por trances incómodos la semana pasada, rugió el chino dirigiéndose al jefe de
campaña que no lograba sonreír sin esa mueca de arcada vomitiva que tenía estampada en
la cara.

-No me lo recuerde Doctor, imploró el aludido.

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-Al hombre lo pepeó un travesti venezolano que estaba re buenazo… insistió el Chino
Huarca. En lugar de hotel se despertó en una torrentera, calato y abollado. ¿O miento
Brayan?, concluyó el Chino con gozoso escarnio.

El aludido bajó la cabeza como si reviviera en ese instante el traumático incidente.

-Úber, dile a la Celinita que nos traiga una botella de ese mosto Majes que nos hizo probar
la otra noche, ordenó el Chino a su amanuense-guardaespaldas.

Úber con la agilidad de gato se perdió en un zaguán hacia la izquierda de la pista de baile.

Al poco rato retornaba acompañado de una exuberante trigueña.

-Hola Chinito, ¿de vuelta a casa? dijo insinuante la mujer que parecía a punto de reventar
las costuras de blusa y falda por los melones que se manejaba.

-Ya ves, no puedo vivir sin ti cariño, inició el chino Huarca tomándola de la cintura. Tenemos
cita con el Jefe, espero que no te moleste…

-Qué ocurrencia tesoro, te recuerdo que aquí Condorcanqui es cliente antiguo, aunque tú
digas que eres el fundador de este nido de diversión y de amor… prosiguió vivaz Celina
deshaciéndose con delicadeza de la tenaza del Chino. ¿Y este apuesto caballero?
señalando a Juan Gonzalo.

-Es nuestro jale internacional Celinita, viene de Francia, queremos convencerlo de hacer
parte de la familia, pero se hace el difícil, jajajaja, mejor lo dejo en tus manos para
convencerlo. ¿O estás en contra poeta?

-¿Yo? Ejem, disculpe señorita, buenas noches, mi nombre es Juan Gonzalo, algo tieso pero
auténtico, empinándose del asiento, haciendo una venia y besando la mano de Celina.

-Qué educado tu amigo, Chino. Encantada mosió, pronunció, arreglándose la minifalda con
ostentosa técnica.

-Para el jefe ponte unas chelas en el congelador, cortó con chaveta el Chino Huarca. Ya
sabes él siempre comienza la juerga con un par al polo.

-Si claro, chinito. ¿Y a qué hora viene?

-¡Brayan, Brayan! ¿dónde está ese huevón…?

-Con una de mis chicas, Chino. Tú ya sabes cómo es el hombre…

-¿Chica-chica o chica-chico?

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-Bueno, esta vez creo que es más chico que chica.

-Achica achica, mooochica, soltó Juan Gonzalo como en la peña criolla.

-Jajajajajajajajajaja, que buena, chino tu pata poeta tiene chispa eh! expectoró la hermosa
amazónica como liberándose de un corsé.

- ¿Y ese pisco? ¿Está de adorno? O qué… masculló el chino Huarca con la mirada
hipnotizada por la etiqueta.

-¿Quieres que te rompa la rosca, cariño? Pídemelo nomás, como la primera vez…

Juan Gonzalo en lucha hercúlea, trataba de extirpar de su memoria Pat Pong, el Barrio Rojo
de Bangkok. Mientras el Chino Huarca se dejaba servir el vaso con generosidad, se
catapultó a Tailandia a fines de los noventa.

Pat Pong, era la clave secreta del placer mundial. Cuando llegó allí movido por su curiosidad
insobornable, dizque para discernir el misterio de las danzarinas del palacio imperial, nadie
le creyó, pues todo hombre normal de occidente iba a Bangkok para gozar de las más
jóvenes putas del mundo.

Pat Pong desplegaba sin faltar a la leyenda su abanico de encantos. Industria del sexo,
barrio donde todo era posible: ¿Desfloración de una niña de 12?, ¿copulación con una top
model?, ¿intercambio de flujos con una lady-boy hombre más femenino que una verdadera
mujer? El único asunto a resolver era cuantos dólares traducidos al bath te iba a costar la
extravagancia. Tutilimundi: australianos, alemanes, holandeses, franceses, y otros yanquis
del norte blanco dominante, viajaban hasta las playas tropicales del sudeste asiático para
hacer turismo sexual, para follar durante semanas enteras. Los bares, salas de masaje,
hoteles, restaurantes, tiendas de abarrotes, lavanderías automáticas, todo negocio era una
antesala de la fornicación. Y a nadie le ocasionaba problema. Bangkok, la púdica, la
sagrada, la ciudad donde se concentran la mayor cantidad de templos budistas por
kilómetro cuadrado, albergaba igualmente esta industria hecha de gemidos y semen. Una
coexistencia armoniosa, el éxtasis místico no estaba reñido con el éxtasis carnal.

-Celinita quiere mostrarte sus aposentos poeta, el chino Huarca se acercó insinuante a la
oreja de Juan Gonzalo.

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III

Funcionario del verso

-En mi corazón nada ha cambiado por ti, había pronunciado Leda antes de despedirse.

Esa frase fue para Juan Gonzalo el farallón de su refugio. Y se aferró a ella como una
promesa que debía cumplirse indefectiblemente. Entonces se puso a ensanchar las
ventanas, a inaugurar nuevas puertas hasta que la cabaña de tanta luz acabó
desmoronándose. Durante esos años se resignó a ser papel donde la noche imprimió sus
indecisiones. Puesto que la locura no era admitida en ese mundo, se exiló de sus encantos.
Prometió nunca más buscarla en los árboles, ni en el cielo, ni en el mar.

Poco a poco se fue acostumbrando a la renuncia. Poco a poco el nombre amado se fue
convirtiendo en una invocación sagrada.

Hasta esa tarde que creyó sentir la suave mano de Leda sobre su frente. Tierna, caliente
acompañada de la frase boomerang que despanzurró su talega de escombros.

Leda no tenía derecho a pronunciar semejante frase, ella lo conocía como si lo hubiera
parido. Para Juan Gonzalo, esa frase sonaba a verdad insobornable pues psicológicamente
el hombre cincuentón seguía teniendo en asuntos de amor, diez miserables años.

Ella podía suponer que a cada toque de timbre en su puerta él esperaba su presencia, su
dulce presencia como acostumbraba nombrarla. Pero aun así Leda desapareció durante
largos años.

Juan Gonzalo llegó a pensar que la amada era una fabricación de su enferma imaginación.
Pero la piel no engaña. No pudo haber imaginado un aroma ni una suavidad semejantes.
Tampoco las palabritas: “besos chanchito, besos chanchito de sillar, besos chanchito en
boca, besos chancho-jabalí-oso hormiguero”…

Leda, su idolatría, su bobo averiado, su jardín de delicias, qué estaría haciendo a esa hora
se preguntaba el insensato. ¿Acariciando otra barbilla, limpiando otros vitrales empañados
de llanto, perdiendo estúpidamente el tiempo precioso de la felicidad? O simplemente en
sobreviviente. En compañía del adversario-condenado pues lo mataría con sus diminutas
manos.

¿Y si Leda aparecía gorda, arrugada y con una fila de bastardos que mancillaron
soezmente su cuerpo de diosa?

No, Leda no merecía esa suerte. A pesar de sus traiciones, de su asesina ausencia.

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Ella merecía ser la guagua mimada, engreída, amada hasta el martirio. Su blasfemia, su
primer y único amor.

Así estaba escrito en las estelas chavines, así lo cantaban los sicuris de Conima, así era el
designio marcado en los quipus. Leda, aclla sagrada, virgen del sol, señora de puquinas y
churajones. Leda recobraría sus abolengos por obra de Juan Gonzalo. Poco importaba lo
que vendría después: marasmo, aletazos de ahogado posmoderno o por qué no un
renacimiento andino, un Anata Paxsi, un tiempo de la alegría…

De la amapola, pétalo en grito

Del rojo, la última raíz

De la calle, sin reglas de puntuación

De la nube, la más grande tormenta

Arco iris no negociable

De la guitarra, la nota del desencanto

Del poema, el verso no escrito

Leda soñada a lápiz carbón.

Lo menos que hubiera pensado de sí mismo se estaba realizando: Juan Gonzalo era
funcionario público. Quién lo diría, él, que despotricó desde siempre contra la burocracia
ahora había enfundando por voluntad propia, la piel de lo detestable. Cuando le propusieron
dirigir la biblioteca, él pensó en libros a publicar, en recitales de poesía, en conversatorios
literarios, en exposiciones, en promover la lectura, pero jamás en su condición de
funcionario público. No lo pensó o no quiso pensarlo. Pues estaba confrontado a un dilema
fundamental. Cómo articular su innegociable libertad con las exigencias del Estado, que en
este caso se expresaba a través del gobierno regional. Iba a poner en suspenso sus
proyectos literarios y artísticos o intentaría un sistema de coexistencia.

Para consolarse recordó que otros grandes de la literatura habían tenido esta doble vida.
Fernando de Pessoa y Franz Kafka. Dos oscuros funcionarios pero que sin embargo
produjeron obras de dimensión universal. Hay que precisar que ambos escritores padecían
de una severa esquizofrenia, o en el mejor de los casos de una bipolaridad manifiesta.
Fernando de Pessoa en particular quien llegó a construir heteronimias notables. Alrededor

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de setenta personas-escritores se manifestaron a través de su pluma-boca, con estilos,
vidas y formaciones intelectuales completamente inventadas y distintas.

Juan Gonzalo, que no le temía a ninguna empresa, se dijo que la doble conducta estaba a
su alcance. “Es cuestión de disciplina” se dijo, “cumpliré con mis horarios de burócrata, pero
también con mis horarios de artista”.

Es así que desde el inicio se impuso de escribir algo todos los días. El problema era que las
jornadas en la oficina se alargaban cada vez más. Por su manía de la perfección y por ese
maldito sentido de la responsabilidad, terminaba haciendo jornadas de doce, de quince
horas. Llegando a casa, ya no le quedaban fuerzas físicas ni espirituales para escribir una
línea.

Si a ello le sumaba el trabajo de erosión y saboteo de su propia jefa, la inefable Cerdafina…

Si no quería sucumbir, tenía que escribir. Como un salvavidas apareció la idea de escribir
durante su jornada laboral. El asunto a resolver era la “actitud creativa”. Cualquier
circunstancia, reunión, coordinación debería convertirse en motivo para crear, para pensar
en situaciones poéticas. Como sus dos modelos (Pessoa y Kafka) se impuso de navegar en
dos mundos paralelos: el de la realidad y sus contingencias y el de la ficción y sus
posibilidades infinitas. Solo que la pirueta mental habría de reservarle fiascos y sorpresas.

Hubiera querido ser erudito en el canto de los pájaros

Viajero sin valija ni destino

Hubiera querido admirar primero el candor y luego las nalgas

Contestar a todas las cartas

No olvidar ningún te amo

Hubiera querido construir una casa con cielo propio

Proferir dos groserías a mi padre…

De un solo tirón le salió el texto, como un vómito. Solamente que en su frenesí no buscó
libreta ni papel en blanco, sino que agarró la primera superficie blanca que se le cruzó en el
camino, que en este caso era el memorándum de su designación como director de la
biblioteca. El texto oficial desapareció completamente bajo una caligrafía epiléptica en tinta
de lapicero azul.
La realidad inmediata, la realidad peruana no lo inspiraba particularmente. Él correspondía
al prototipo de los escritores añorantes, los que se inspiran en la ausencia, los que aman y
practican la saudade portuguesa. Esa dulce melancolía de un tiempo pasado presente o

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futuro. Y era comprensible, la realidad inmediata lo tiranizaba por completo con los mil
asuntos a resolver cada día.

¿Por qué te fuiste barca ligera?


¿Por qué agarraste la maldita marea?
¿Por qué me dejaste la luna llena en las manos?

¿Por qué te fuiste barca ligera?


¿Por qué?
Si estabas amarrada a mis tripas
Si tu proa surcaba en mi sangre

Por eso no escucho ningún canto de sirena


No veo las velas infladas de ausencia
No siento las gaviotas estrellándose en mi rostro

En el puerto tienen consignado


Fecha y hora de tu partida, barca ligera
¿Pero qué saben los burócratas, dime?
¿Que saben las malditas mareas?
¿Los tsunamis, ni la Cruz del Sur?

No saben nada de tu madera celeste


No saben nada del perfume de tu rosa náutica

Por eso estoy clavado, alba, zénit y crepúsculo en este muelle


Esperando se dibuje tu hermosa silueta en el horizonte
¡Barca ligera, mi barca ligera…!

Después de este poema-invocación resucitó Leda. Allí en la oficina de la dirección. Esta vez
tuvo la precaución de coger una hoja en blanco. Fue tan intensa la evocación de la joven
amada que la vio sentada cómodamente en la silla con coderas ubicada frente a su
escritorio. A partir de ese momento cuando su presencia se anunciaba, ponía el seguro de la
puerta para que nadie pudiera ingresar desde el exterior. Marina, la secretaria, sin
preguntar, ni comentar nada, comprendió el código inmediatamente y no interrumpía hasta
pasados varios minutos.

Pero Leda no se le aparecía tan seguido como él hubiera deseado. Juan Gonzalo pensó
entonces en una estrategia invocatoria. De una de las salas de lectura recuperó un mueble
esculpido en pan de oro y lo instaló en su despacho. A parte de ser muy vistoso el mueble
tenía dos puertas y al interior tres filas de repisas. Era justo lo que necesitaba para su plan.
Comenzó por traer una blusa a estampados azules. Era un regalo destinado a Leda que no
logró entregárselo. Estaba envuelto en el papel de regalo original comprado en Bruselas, el

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paquete fue entronizado en la repisa superior. El efecto fue inmediato, la aparición perfecta.
Corrió como desesperado hacia la puerta y puso el seguro interior.

Excesiva eres pues


Asume
Excesiva
Lento estallido de olas
Intacto sacrificio
Tus ojos nacen apenas
Excesiva
Caligrama
Quietud imprevisible
Cuerda tensa
Bóveda pagana
Sin grilletes
Cárcel de horizonte infinito
Chaparrón de labios
Amor del amor del amor

Excesiva eres pues


A las justas trémula
A las justas injusta
Ánima colada por las grietas del deseo
Empecinada a no callarte
Ríete río…

Fueron unos sonoros golpes en la puerta y unas murmuraciones inquietas que lo arrancaron
de su febrilidad escritural. Con desgano y molestia se dirigió a la puerta. En el umbral
Cerdafina, crepitaba de impaciencia.

-Buenos días, doctor, que gusto de saludarlo. Quería conversar un asuntito con usted.
Intentó la diminuta señora como entrando al patio principal de su hacienda.

-Buenos días señora, Juan Gonzalo insistió en el “señora” en discordancia con todo ese
mundito de políticos y funcionarios obsesionados en ponerse títulos inmerecidos e irreales,
pase usted por favor.

Detrás de la gerente, una señorita que había esmerado su maquillaje permanecía atenta a la
señal de Cerdafina.

-Acá le presento a Gloria, una destacada profesional que quiere conocerlo. La aludida como
envalentonada por la presentación, se acercó al director para intentar un beso en la mejilla,
pero quebró su dinámica al ver la sorpresa de Juan Gonzalo por la excesiva confianza.

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-Encantado, señora, afirmó el director abriendo paso para que ambas ingresaran a su
oficina. En la antesala, cuatro empleadas del gobierno regional con el uniforme
reglamentario esperaban sentadas. “El séquito” pensó el director saludando de lejos a esas
señoras cuya misión era cargar el bolso una, el saco la otra, los expedientes la tercera y la
cuarta sabe Dios qué función le habría asignado la gerente de marras.

Al cerrar la puerta, Juan Gonzalo pudo apreciar de espalda a sus dos visitantes. El contraste
era dramático. Mientras Cerdafina, falsamente activa quería caminar rápido, Gloria hacía
todo en cámara lenta. Pero lo que más impresionó al escritor que apenas se reponía de su
invocación mística, era la diferencia de protuberancia entre las dos mujeres. Mientras la
gerente era pequeña, delgada y encorvada, la acompañante era nalgas, tetas y labios
carnosos.

-En qué puedo servirlas, señoras, prosiguió Juan Gonzalo saboreando las palabras.

-Doctor, acá la señorita, es una persona muy allegada a nuestro gran gobernador, además
de una admiradora suya y queremos que trabaje en la biblioteca, comenzó Cerdafina sin
sentarse completamente en la silla.

-Usted sabe mejor que yo, prosiguió, que el gobierno regional tiene grandes ambiciones en
el terreno de la cultura. Nuestro líder el arquitecto Condorcanqui está enviando a la señorita
Gloria para que apoye de manera decidida vuestra gestión. Como usted comprenderá el
tiempo es mi peor tirano y yo debo retirarme, pero dejo en vuestras manos a esta brillante
profesional y destacada militante del partido. Ya me informará usted luego de la entrevista
como hacemos para regularizar su contratación.

Sin dejar posibilidad a la reacción, Cerdafina se paró y dando media vuelta casi a la carrera
se dirigió a la puerta.

-Disculpe, señora Cerdafina, pero yo pensé que hoy revisaríamos el proyecto estratégico
que he elaborado para la biblioteca. Intentó Juan Gonzalo tratando de retener a su jefa.

-Yo vengo uno de estos días, le aviso por whatsapp.

-Señora, le recuerdo que no tengo whatsapp.

-Tiene que ponerse al día Doctor. Ahora todo se hace por whatsapp. Hasta luego.

Cerdafina parecía haber cortado rabo y orejas, se retiró tras una ola de ovaciones seguida
de sus asistentes-domésticas que imaginariamente la cargaban en hombros.

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Gloria apenas cerrada la puerta se lamía los labios como leona frente a su presa
inmovilizada.

La exuberante Gloria llenaba el recinto de palabras melosas: Lindo, genial, buena vibra,
proactiva, familia, gestión cultural, buena educación, una retahíla de conceptos vacíos. Juan
Gonzalo escuchaba por intermitencia. De cada tres frases pronunciadas, una palabra
apenas era retenida. Recostado en su sillón directoral y protegido por sus lentes Juan
Gonzalo prosiguió mentalmente su evocación:

Leda en Buenos Aires.

1
Su culo era el más hermoso de todos, sin duda. Pero en la pista de baile la competencia no
estaba para títulos ni bromas. Los escurridizos se mostraban confiados, los golosos se
fajaban a muerte. En cada tango su culo, repartía nuevamente las cartas. Los confirmados
duplicaban la concentración, los novicios se hacían ilusiones, los cansados sacudían
cenizas. Su culo, cristal en medio de la arena (desde Guayaquil a la Tierra del Fuego),
empujaba a los marinos a manosearse solitarios. Poco a poco la proa del velero calcaba su
garbo, la cruz del sur escarificada en su cadera alocaba los alisios, reducía a balsa los
trasatlánticos, atragantaba de savia los torbellinos.

¿Quién quiere mostrar el reflejo de su navaja? ¿Quién se las da de cafiche en La Boca?


¿Quién se tira en el hueco de la ola? ¿Quién despliega su catastro de alta mar? ¡Abre el
baile compadrito! ¿Cuántas tempestades han domado tu pellejo salitre? Anda bigotón
retocado, muestra tu arte, tu maestría desflorada de cadencia. ¿Estás seguro de hacer el
abordaje? Ahora que el culo más hermoso inventa la noche por segunda vez…

El esbelto legionario está listo,


Endereza su torso condecorado de víctimas
Se mantiene al borde de la pista mientras la boina abofetea el motín
Olvídate de Omaha Beach, Kabul o Trípoli
El salto sobre el parqué te costará caro, tenlo por seguro.

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4

Mientras el culo de Leda bailaba con un enano


El dandi londinense hacía su calistenia
Parecía un atleta, un samuray o un jinete de la pampa
Amasaba el gesto lentamente, retornando maniático sobre una pose de la milonga
Chaleco negro de seda, moño alto, barbita esculpida a la tijera, camisa de velero a tres
mástiles
Poseía una hermosa espalda, el maldito
Su kata viril delataba su sed de victoria
De pronto cual un campo de trigo batido por el viento, Leda taló inútiles languideces
El azul Klein de su jean alocó las diástoles
Una humedad de jungla embrujada se apoderó del dandi
Fijándola con todo el cuerpo, le lanzó boca cerrada, una ráfaga de imprecaciones
El enano, se inmovilizó como peón de ajedrez.

El chiquillo se le pegaba con ostentación


Estaba al mismo tiempo tieso y grácil
Manejar semejante culo le daba alas
La costura del pantalón martirizaba su erección
Reteniendo la respiración el púber sufría estoico
Leda podía arquearse de pronto
Imposible de trabarse camino al nirvana.

Juan Gonzalo hubiera preferido escuchar del otro lado del escritorio: penetración, hotel cinco
estrellas, cerveza helada, orgasmo múltiple. Pero es que esta Gloria hablaba de política
como recitando el Kama Sutra. En lugar de proponerle un café, el director pronunció
sucesivamente chilcano, cuba libre y whisky a las rocas. En lugar de citar Bordieux
recordó fragmentos enteros del Imperio de los Sentidos de Nagisa Oshima. Gloria,
abanicándose con su curriculum vitae, hizo saltar un botón de la blusa pretextando un calor
repentino. La oficina se inventó un espejo en el techo abovedado. El escritorio se convirtió
en cama matrimonial con sabanas de satín negro.

A pesar del ambiente de rodaje de película porno el fantasma de Leda apareció campante a
plena luz del día.

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Leda en París
A la izquierda del Canal del Arsenal, la moto se encabrita, Leda, la cabellera al viento se
introduce en la Plaza de la Bastilla.
Antes de entrar al hospital psiquiátrico prometió hacer el Carrusel de la Muerte: Diez vueltas
fierro a fondo, el ángel dorado al centro, como árbitro, la Ópera como tribuna VIP.

Diez, de un solo trazo, diez, salvo patinada, salvo colisión mortal.

Si lograba la proeza, Leda iría al bar Le Bastide, rue de Lappe, a tomarse una Leffe
para celebrar el virus bienhechor de la locura.

El rugido de su moto se escucha nítidamente entre bocinas histéricas y frenadas en seco.


El Sena interpreta su rol fetiche de “bel indiférent”.

Dos, tres vueltas, un murmullo de fierros impacientes, cuatro, cinco, las sirenas de la policía
acrecientan el pánico, seis, siete, las primeras colisiones destiemplan la tarde, ocho, silencio
infinito… ¿Ocho o nueve? ¿Leda perdió la cuenta?

De pronto el rugido triunfador de la bestia.

¡Lo logró! ¡Lo logró! Leda y su corcel metálico desfloran la Rue de la Roquette…

22
IV

Cerdafina, encarnación de la pendejada

Cerdafina era incapaz de decir la verdad. Cuando por descuido, única posibilidad, se le
escapaba una verdad se enfermaba: sarpullido, tos, presión alta. No paraba hasta la
diarrea. Por esas razones no podía, así quisiese, decir la verdad.

La mentira era su territorio, su hábitat, su reino.

Pero para que la mentira exista, era necesaria una confrontación con la verdad. La verdad
valida la mentira, le da asidero, le da sentido. Y viceversa.

Cerdafina comprendió estos silogismos siendo adolescente.

Con el tiempo (setenta años de ejercicio) era una experta. Si se diera el caso, podía disertar
durante horas al respecto. Pero esa posibilidad era por supuesto improbable. ¡Cómo iba a
develar los arcanos de su sapiencia! El hecho mismo de evocar su arte sería un acto fallido
de veracidad…

A fines de los noventas el presidente francés Jacques Chirac interpelado sobre ciertas
promesas electorales incumplidas respondió: “las promesas comprometen solo a aquellos
que las creen”. Esta audacia verbal y política podía muy bien haberla dicho Cerdafina. Pues
aunado a su maestría consumada en mentiras, tenía ese lado absolutamente cínico del
político criollo.

Si se pudiese industrializar la mentira, el Perú sería una potencia mundial. La mentira es el


deporte nacional por excelencia. Una mentira descubierta puede reemplazarse con una
nueva y así continuar hasta el infinito. En semejante contexto no era pues raro que la
expertis de Cerdafina funcionara de maravillas.

Pero lo que no había previsto la veterana era que un día se enfrentaría con un fanático de
la verdad. Juan Gonzalo era un ayatolá en ese terreno y para mala suerte de Cerdafina la
biblioteca era una dependencia de la gerencia de Inclusión Social. Juan Gonzalo al cabo de
tres décadas de residencia europea había adquirido esta peculiaridad psicosociológica que
resultaba particularmente molestosa en el Perú del siglo XXI. Por supuesto que al inicio de
su llegada a tierras galas en los años ochenta no le fue fácil al inmigrante peruano
acostumbrarse a esta mentalidad. Luego de haberse estrellado muchas veces contra la
innegociable costumbre de practicar la verdad, resolvió por lo pragmático: era más sencillo
decir la verdad, pues eso le evitaba las complicaciones de explicar o justificar la mentira.

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El choque cultural con Cerdafina era inevitable. Como inevitable la antipatía de ésta por el
afrancesado.

Lo que empeoraba la situación era que Juan Gonzalo tenía un ojo clínico para detectar la
mentira. Un asunto de deformación profesional. Su talento provenía de la técnica de
actuación con máscara. En efecto, en la tentacular trayectoria desde que se ausentó del
Perú, fue iniciado en la danza enmascarada de Bali llamada Topeng. El principio básico en
este arte milenario indonesio es el ejercicio de la verdad. Si un actor miente detrás de una
máscara, se nota. El público lo nota y es insoportable. Cuando la máscara debe estar triste,
el actor tiene que estar tristísimo, cuando la máscara debe estar contenta, el actor tiene
que estar eufórico, cuando la máscara debe sentir miedo, el actor debe estar en pánico.
No solamente la verdad era necesaria para actuar con una máscara sino se requiere la
extrema verdad. Si la verdad emotiva en la vida normal se mide de 0 a 100 en el Topeng
comienza en el 100 y se prolonga hasta el infinito. Esa era la condición previa antes de
comenzar un movimiento en el escenario. Instalar una emoción precisa y luego articular el
cuerpo en consecuencia. Por más que Cerdafina fuera campeona en mentiras, Juan
Gonzalo podía discernir si sus gestos y palabras eran falsos.

Allí radicaba el meollo de su imposible relación. Cerdafina supo rápidamente que no podía
engañar al director de la biblioteca. Sus estratagemas de alta zalamería que funcionaban
con todo el mundo se estrellaban penosamente ante el ojo insobornable de Juan Gonzalo.

A pesar de todo, el director permanecía optimista. No le habían confiado esa


responsabilidad para hacer amistad con todo el mundo. Las antipatías también hacen parte
de las relaciones humanas y él confiaba que los objetivos políticos y culturales a realizar se
impondrían por encima de antipatías eventuales.

¡Qué lejos de la percepción justa estaba el especialista de la verdad! Cerdafina no podía


aceptar que alguien se le rehusara. A pesar de poseer un rostro desagraciado y un cuerpo
deformado por la artrosis, la señora se consideraba irresistible. El ejercicio del poder
potenciaba al extremo su mitomanía. Ella era consciente que muchas de sus decisiones
políticas podían afectar la existencia de miles de personas. Su ego monstruoso ya no le
cabía en el cuerpo. La percepción lúcida del director sobre su turbia personalidad, era una
herida narcisista que solo se aliviaría con la desaparición de éste.

Cerdafina, que no brillaba en general por su inteligencia ni entrega al trabajo, se impuso la


tarea cotidiana de hostigar a Juan Gonzalo. Cualquier pretexto era bueno para hacerle
recordar quien era la jefa y cuanto lo detestaba. Para suerte del director las oficinas de
Cerdafina se hallaban del otro lado de la ciudad. Pero la terquedad y rencor de la

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septuagenaria no reconocía esos límites. Todo era pretexto para envenenar el aire. Como
no podía darse abasto ella sola, se propuso aleccionar a todo su personal inmediato.
Subgerentes, secretarias y asistentes a parte de sus labores propias tenían la misión
específica de mortificar, de sabotear al director.

Cerdafina era la prueba viviente de una teoría que Juan Gonzalo no se atrevió a formular
públicamente: La corrupción es inevitable en el Perú y la lucha por erradicarla, imposible.
Según su teoría, no es que los peruanos fuesen peores que los demás; en todas las
latitudes el virus de la corrupción está presente pero en el Perú había un elemento
particular que imposibilita salir de la situación: la pendejada. Culturalmente hablando la
pendejada es considerada una virtud.

Acá se celebra la pendejada, la viveza, la criollada. “El pendejo vive del sonso, el sonso de
su trabajo” es un dicho que tiene nivel de evangelio. El pendejo es un triunfador, el que se
las arregla para sacarle la vuelta al orden establecido. En otros contextos semejante
conducta es considerada nociva, reprensible, en Perú se la magnifica, se la sublima.

La evolución histórica peruana es una sucesión de pendejadas desde la llegada de los


españoles. Qué mejor pendejada aquella de hacerle creer al Inca Atahualpa que lo liberarían
luego de que éste llenara un cuarto de oro y dos de plata. No sólo no lo liberaron, lo
ejecutaron, pretextando además otras pendejadas como alcanzarle una Biblia como si fuera
un casete portátil para que el Inca escuchara la palabra de Dios.

Cerdafina era pues una continuadora de esta filosofía política, de esta anti-ética. Aplicada,
rigurosa, si no fuera igualmente anárquica y desordenada.

El vacilón de la pendeja, del pendejo, es lograr trampear, lograr “meter la yuca”. El pendejo
nunca da puntada sin hilo, está, como confirmado ajedrecista, moviendo fichas anticipando
lo que hará el adversario/víctima. Si logra su cometido además del beneficio material
obtendrá la deliciosa adrenalina del triunfo. Una víctima engañada es un soberbio trofeo
que se exhibe en el muro personal de la ignominia.

Y Cerdafina era una campeona incontestable. En su trayectoria había cortado cabezas de


toda dimensión. Municipalidades, universidades, asociaciones de residentes e
innumerables particulares habían sido sucesivamente estafadas por la intrépida señora.
Juicios pendientes, juicios por venir, en lugar de neutralizar sus afanes parecían más bien
excitar su inspiración. En este arte consumado de la mentira, contaba con el respaldo de su
marido, un oscuro e inescrupuloso abogado. Era práctico tener en casa a un defensor, a un
cómplice de chanchullos, a un conocedor de leyes y la manera de burlarlas.

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La impunidad del pendejo es el elemento azuzador, el creador de vocaciones. Si yo veo que
mi familiar, mi vecino “la hace” ¡por qué yo no! Todo está en saberla hacer, en tomar sus
precauciones, en organizar meticulosamente la estafa.

Alguna vez en una de las caminatas que hacía con su amigo Tone Brulin, Juan Gonzalo
preguntó a éste como era posible que los flamands, los habitantes de lo que ahora se llama
Países Bajos estuvieran siempre a la vanguardia: Aborto legal, matrimonio gay, eutanasia,
legalización de la marihuana, etc. Qué tenían de más los flamands que el resto de los
países vecinos como Francia, Alemania, Italia. La respuesta lacónica del escritor belga fue:
El miedo al mar.

Del territorio actual de Holanda, veinte por ciento ha sido ganado al mar. De ahí el nombre
Países Bajos, es decir los kilómetros del territorio donde hoy existen campos de cultivo,
casas, fábricas, colegios, teatros, etc. antes fueron fondos marinos. El continente está más
abajo que el nivel del mar. ¿Y gracias a qué? Al sistema de diques que desde la Edad
Media han ido poco a poco empujando el mar. Genio de la ingeniería civil e hidráulica.
Como el país ha sido construido a partir del control de los embates de mareas y
tempestades, la sociedad, sus reglas han seguido el mismo camino.

-No es que los holandeses sean particularmente liberales o permisivos, enfatizó Tone, es el
temor a la inundación. ¿Qué pasaría si los diques fallan? Pues se acaba el mundo, se
destruye el país. Estaríamos ahogados.

-Sí, pero eso es en el terreno infraestructural, físico, intentó Juan Gonzalo, estábamos
hablando de cosas de orden súper estructural…

-Es lo mismo mi querido amigo. Para evitar que se siembre el desorden, el holandés
prefiere legalizar la marihuana. Su virtud consiste en anticipar el desborde, en crear diques
en la esfera social. En el caso de la marihuana evita el tráfico y las secuelas de violencia. Y
algo más, el estado gana dinero haciéndolo, pues es él quien organiza la distribución. La
venta de la marihuana sirve para construir escuelas, hospitales, comisarías. Puesto que es
legal, la marihuana paga impuestos, crea empleos. La sociedad entera gana. ¿Comprendes
ahora? Concluyó el viejo dramaturgo guiñando un ojo.

- Si, más claro que el agua, suspiró Juan Gonzalo.

La conciencia de la propia fragilidad, nos empuja a pensar en sistemas que nos protejan de
la inundación. Eso es pensar en términos de sociedad, de colectivo, de vida en común. Eso
es actuar con inteligencia política.

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Pero, ¿un pendejo peruano piensa en el bien común? ¿Tiene conciencia de la consecuencia
de sus actos en términos colectivos?

Cerdafina y sus semejantes a pesar de su aparente raigambre peruana en realidad son la


demostración del vuelco histórico que se ha operado en el Perú: La tiranía del individuo en
desmedro del colectivo, del bienestar personal en contra del comunitario.

Pero si revisamos los ejes fundamentales de las sociedades pre incas e incas, inclusive el
de las actuales comunidades andinas, hay un elemento que nos constituye y que ha sido
además una clave que ha permitido que construyamos en la antigüedad civilizaciones de
avanzada: la preeminencia del colectivo; en términos de organización del trabajo, de la
repartición de bienes, de la reciprocidad, de la solidaridad. Los pendejos representan la
versión moderna de los invasores ibéricos. Acá respetábamos desde un arbusto silvestre
hasta el fulgor de una estrella. Desde el gusanito de la tierra hasta el océano. Acá hemos
construido pirámides en relación con los solsticios y equinoccios. Acá hemos pedido
permiso a las divinidades del bosque antes de cortar un árbol. El individuo, concepto
occidental, fabricación europea, no era el elemento dominante en nuestras sociedades. Y
sin embargo hoy…Ironía, trágica ironía…

La exacerbación del yo era pues la demostración que la guerra de símbolos también la


estábamos perdiendo. Ese yo importado, consumista, arrogante y sin escrúpulos era el
modelo único. El colectivo, la comunidad, la sociedad se iban convirtiendo en estructuras
desuetas, en imágenes de un pasado arcaico.

A Juan Gonzalo siempre le impresionó como se operaba el desfase cultural. Cuando él


asistió a la Fiesta de la Virgen del Rosario en Huancané, como a otras fiestas patronales en
el Valle del Colca, a pesar de los cerros de cerveza que se bebían durante los días sino
semanas, a pesar de concentrar en la plaza a miles de participantes, nunca presenció una
gresca, ni menos un insulto. Los músicos podían caerse de borrachos, los bailarines
dormirse parados pero no había incidente de violencia. Cuando en cambio se organizaba
una pollada en el barrio, sin tanto alcohol ni tanta gente lo más seguro era que se reventaran
botellas en la cabeza del vecino. ¿Qué era lo que pasaba? En principio los participantes en
ambas fiestas eran igualmente peruanos de origen andino. ¿Por qué en las grandes
ciudades se rompía con tanta facilidad el cerrojo de la cohabitación armoniosa?

Aculturación, hubiera dicho enfadado José María Arguedas. En la urbe, el individuo está
librado a su suerte. No hay control social. La comunidad, columna vertebral es también
deber, comportamiento que cultive la cohesión. En la fiesta patronal hay un objetivo
superior: estar juntos. Es impensable en este contexto sabotear la felicidad colectiva. En la

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ciudad, el yo individual se cree con derecho a satisfacer sus instintos puesto que no percibe
una colectividad en la cual se reconozca. Disgregada, atomizada, la comunidad está
formada de islas, de intereses excluyentes. “Yo hago lo que me da la gana” proferirá el a
culturado.

Una colectividad basada en el respeto mutuo, le es completamente ajena, como ajena es la


noción de empatía para el pendejo.

28
V

Retorno al futuro

Lo que nadie podía imaginar era que Celina y Juan Gonzalo se conocieran. Nadie, ni el
Chino Huarca, ni Úber, ni Brayan, ni el propio Condorcanqui, podían saberlo. Celina y Juan
Gonzalo fueron amantes años atrás.

La puerta estaba entreabierta cuando llegó Juan Gonzalo al recinto. Celina del fondo del
corredor le gritaba hola, toma asiento ya vengo. Del patio interno llegaba un gorjeo de
gorriones. Celina apareció a contraluz envuelta en una toalla blanca que cubría a penas
senos y pubis.

Disculpa cariño, me agarraste en la ducha, perlada de gotitas diamantes. No hay problema,


¿qué tal tú? el poeta pre grabado.

Celina estampilla un beso breve sobre su boca y al cabo de una coreografía perfecta se
sienta a su lado. La luz de la tarde ha encontrado su mejor embajadora. Juan Gonzalo tuvo
que retenerse para no saltar encima de ella. Celina está magnífica. Celina sonríe levemente
adivinando la exacta turbación del poeta, mientras éste proyecta en su mente los
kilómetros de película cuando hacían con ella y la Revolución un trio a todo dar.

¿Te sirvo una chelita cariño? justo cuando el alma se despegaba del cuerpo Oui, oui, si si
lobotomizado. Celina se levanta, deja caer al suelo la toalla, duda un segundo, se dirige
hacia la cocina completamente desnuda. Juan Gonzalo escanea a su regalado gusto, pies
menudos, muslos potentes, piernas ganadoras, nalgas tropicales, cintura reina, bambú
enflorecido, nuca funámbula, cabellos negros, ondulados y atados en un moño cubista. Si a
eso no se parecía al paraíso, Juan Gonzalo debía convertirse inmediatamente. Celina posa
los vasos sobre la mesita baja y con la más gran naturalidad recoge la toalla yacente a los
pies de Juan Gonzalo.

Te hice feliz cuando éramos enamorados dispara Juan Gonzalo sin pestañear. ¿Feliz en
general o feliz en particular? ¿A qué te refieres con lo de particular? Al sexo, naturalmente al
sexo. En general me has hecho feliz pero en particular no, una voz blanca.

Me gustaría tanto que me masajees, voz experta en ronronear. Sin esperar respuesta se
echa en el sofá con la cabeza apoyada en los muslos del poeta paralizado. Celina deshace
su moño de un solo gesto. El corazón bolero de Ravel. Aquí está el aceite de jazmín.
¿Tienes siempre las manos calientes?, la cabeza de la selvática contra la bragueta del
afortunado. Se eleva en cámara lenta para darle un beso en la mejilla.

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En la época en que eran enamorados el ritual infaltable antes de comenzar cualquier
escaramuza era un masaje para diluir el fuego que devoraba su vientre.

Era una broma lo de hace un rato ¿eh? Tú me has hecho feliz sexualmente, contigo me he
sentido mujer por primera vez, disculpa cariño estaba bromeando. Se da vuelta y abre
ligeramente los muslos.

¿Te acuerdas del problema que me gané en el partido por culpa de las minifaldas? Por
culpa de tus minifaldas o por culpa de tus piernas. ¿Te acuerdas que desde entonces te
conminaron a vestir pantalón en todas las reuniones? Pucha que eran acomplejados tus
camaradas ¿eh? Hazme masaje primero en los pies ¿ya chéri?

El cuerpo de Celina resumía materialmente el tiempo. Sus pies el presente, sus rodillas el
futuro, sus muslos el acceso al pasado. En cuál de los tiempos vivía ese instante la bella
puta. Celina saborea una sonrisa, los ojos cerrados.

Masajéame fuerte, hazme doler, me gusta que me tritures, tengo la impresión que mi piel
está dormida hace siglos.

El pasado cual salmón en su viaje crepuscular trepa hacia el riachuelo original. El pasado
abismo hipnotizador, imanta la voluntad de Juan Gonzalo hacia el interior de los muslos.

Un pubis flota en el aire. Triangulo isósceles, ícono fluorescente.

30
VI

La Señora Zeta y su molino de palabras

Para la señora Zeta cualquier diálogo era pretexto para un ejercicio oratorio. Rara vez un
intercambio con ella se resolvía con una frase corta y menos con un monosílabo. Hacerle
una pregunta era correr el riesgo de escuchar la perorata del siglo. Lo suyo era la palabra
dicha, entonada, articulada, con preámbulo, capítulos y epílogo, sin olvidar apuntes a pie de
página y digresiones al por mayor. Si el destino cruel no se hubiera ensañado con ella, su
timbre ronco debió hacer temblar las Cortes de Justicia de todo el continente.

Pero no era en los podios del palacio de justicia donde ejercía sus talentos la señora Z, sino
en el último rincón del Repositorio, luego de atravesar cinco puertas, rozando a su paso
miles de libros y aspirando millones de ácaros.

La primera vez que Juan Gonzalo fue a saludarla para presentarse como correspondía,
pensó que la vida era de una total incongruencia. Como una mujer tan imponente podía
permanecer en un espacio tan sombrío y reducido. La señora Z era no solo voz estentórea y
dicción perfecta, era cuerpo avasallador.

Obsesionado por la armonía, el director buscaba magnificar los talentos del personal
existente. El creía que esa era la forma de hacer política. Armonizando diferencias, no para
borrarlas si no para articularlas en una perfecta relojería. Su preocupación de entonces era
lograr que los universos dispares pudieran empujar el carro de la gran transformación
donde él era uno de sus paladines. Sin que mediara mayor reflexión convocó a la señora Z
a su despacho para hacerle saber que sería parte de su proyecto.

Luego de una conversa épica de tres horas ininterrumpidas, la señora Zeta aceptaba ser la
Asistente Administrativa y por extensión Jefe de Personal de la biblioteca regional. Su salto
con garrocha en la jerarquía institucional fue por supuesto comentado y epilogado con
malicia. Que era su verbo embrujador, ese estilo perentorio lo que sedujo al funcionario
imberbe que era el nuevo director. Lo que no sabían los demás, era que esa mañana de
enero los personajes copularon espiritualmente en el despacho de la dirección. No se
trataba de seducción física o cosa parecida. Ambos que habían pasado alegremente la
cincuentena, se percataron que por rumbos distintos desde tiempos antiguos habían
buscado algo semejante.

Al menos fue esa la impresión del inexperto director.

Juan Gonzalo no se fue por las ramas, con la extrema sinceridad que lo caracterizaba,
confesó a su ahora asistente que en materia de trámites administrativos no sabía gran cosa.

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Más aún ese aspecto de su nuevo trabajo era el que menos le gustaba. Los papeles para él
no tenían interés si en ellos no habían escritos poemas, ensayos o cartas de amor. Con
desenfado contó que en su estancia de treinta años en Francia nunca logró hacerse
reembolsar los gastos de medicamentos o consultas médicas de la Seguridad Social por su
aversión a llenar formularios. Insistió que si había conservado la nacionalidad peruana al
cabo de tanto tiempo no era por un prurito de patriotismo, sino porque le daba tedio hacer el
trámite de nacionalización. En París todos los compatriotas que había frecuentado y
conocido eran franceses al cabo de dos años de estancia en esas tierras. Él había
esperado treinta años para hacer su expediente y probablemente habría de esperar otro
tanto, antes de decidirse.

En cambio la señora Zeta no solo conocía el teje y maneje de la administración pública al


cabo de treinta años en el gobierno regional, sino que además le gustaba todo ese mundo
paralelo que es el trámite administrativo. Dios los crea, ellos se juntan. Hacían buena
dupla, complementarios, diferentes pero armonizables. Hasta acá todo iba de lo mejor…

Luego del primer mes Juan Gonzalo empezó a percibir los signos que su pretendida
relojería no iba a funcionar. Él quiso imprimir desde un inicio una dinámica ágil, audaz,
solamente que esa dinámica se quedaba estancada en la antesala de su despacho. La
infernal maquinaria de la función pública se tragaba cualquier ímpetu, cualquier innovación.

Inocentemente pensó que era cuestión de motivar, de persuadir al personal que el proyecto
pretendido era urgente y necesario. Sólo que para el funcionario público, salvo su propio
sueldo, nada es urgente ni necesario. Un sueldo de funcionario se gana con el menor
esfuerzo y con el máximo de tiempo perdido.

“Así ha sido siempre y así permanecerá” fue la sentencia risueña de una amiga
exfuncionaria ante la queja desolada del director.

Pero Juan Gonzalo no era hombre que se resignaba a fatalidades. Su convicción atea
provenía justamente de una resistencia visceral a los designios celestes. El creía en la
necesidad de revertir los oráculos. Su optimismo estaba asentado en la capacidad que tiene
el ser humano para construirse un destino, donde resistencia, coraje y poesía permitían
burlar todos los obstáculos.

Una relación horizontal entre jefe y subordinados fue el deseo de Juan Gonzalo al iniciar sus
funciones. La idea en si misma aunque altruista era fallida. ¿Cómo se podía pretender cosa
semejante en una sociedad jerarquizada al extremo? ¿Acaso los quinientos años de
opresión española estaban por gusto? La primera señal de que su idea era absurda debió
constatarla en el saludo de los trabajadores. “Doctor”, “Licenciado” el título académico antes

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que la persona. ¡Él, tan acostumbrado en Francia al simple “monsieur”, no se alertó que de
pronto lo atiborraran de títulos y grados!

La jerarquía otorga estabilidad, genera un clima de seguridad. El trabajador necesita


saberse inferior en el rango. Y el jefe se reconforta en su respetabilidad. Así funciona este
mundo, ¡qué horizontalidad ni ocho cuartos!

Ni horizontalidad, ni respeto. La jerarquización trae inevitablemente como secuela el abuso


de poder. En una sociedad donde el poderoso tiene todos los privilegios y el humilde todas
las humillaciones, cuando éste último tiene ocasión de vengarse lo va a hacer sin pestañear
un solo instante. Desquite ancestral, venganza social. Si yo puedo pisar a alguien, no voy a
pedir permiso ni disculpas. Ahora es mi turno. La repetición inevitable de la violación. Ahora
me toca a mí penetrar, desflorar, esperar que me pidan “por favor, no lo hagas”.

La horizontalidad, la pretendida igualdad, era una utopía. Insultar a los cholos y negros era
un lugar común en el Perú. Decir que apestan, que son ladrones natos escandalizaba
apenas.

La señora Zeta se adjudicaba el rango de “mananbambina auténtica”, una suerte de mestiza


más española que los españoles, una emanación racial de la erupción milagrosa del volcán
tutelar. Para ella la explicación de procesos migratorios internos donde Puckaras, Waris
Collaguas Cabanas, que poblaron los territorios antes, mucho antes de la llegada de los
Ibéricos eran lucubraciones trasnochadas. La evidencia del “mananbambismo” no estaba
sujeta a comprobación. Una mezcla de soberbia, de patrioterismo barato, de mitomanía y
manipulación de la historia se conjugaban de maravilla. “Los indios apenas se ponen
zapatos, se creen gente” proclamaba oronda. Al comienzo Juan Gonzalo pensó que la
señora hablaba “en sécond dégré” como los franceses, es decir con un humor donde
funcionaba la auto irrisión. Pero no, era en primer grado. No era humor, era su pensamiento.
Juan Gonzalo alertó a la señora que expresiones semejantes eran insultantes a sus oídos y
que evitara de pronunciarlas en su presencia. Pero los atavismos racistas no se detienen
ante interdicciones semejantes.

Su coartada, era una proclamada frontalidad para decir las cosas. Frontalidad o más bien
brutalidad. Esta frontalidad denunciaba una ausencia de filtro, como los niños que enuncian
apreciaciones sin consideración de contexto ni oportunidad. Celebrada por ciertas gentes
proclives a una pretendida naturalidad, revela simplemente un desconocimiento del ejercicio
responsable de la libertad.

En un país tan poco acostumbrado a la tolerancia, donde decir lo primero que se te viene a
la cabeza sin pensar en las consecuencias en las personas concernidas…

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Este comportamiento es paradójico en el contexto de una sociedad que no cultiva la
sinceridad en las relaciones. Para distinguirse de los hipócritas, de aquellos que dicen
exactamente lo contrario de lo que piensan, aparecen estos paladines de la verdad cruda.
Pero no hay que confundirse pues la desautorización radical del racista es equivalente a la
mentira sempiterna del hipócrita.

La verdad profunda de mirar al otro como un semejante está ausente en los dos casos. La
verdad del otro, que revela la verdad íntima, está excluida. Es preferible una fuga hacia
externalidades, un asentamiento en medias verdades que siempre son mentiras. Es más
fácil condenar que comprender.

-Usted dice que soy racista, insistió la señora Zeta sonriendo sarcásticamente, pero ya verá
como le van a pagar estos indios. Después no diga que no lo previne.

El principal error de Juan Gonzalo fue no averiguar el pasado de sus colaboradores, en


particular el de su asistente administrativo. Con el prurito de la confianza como cimiento de
toda relación, prefirió juzgar a sus trabajadores por su actividad presente y no por pasados
oscuros. De todas maneras no tenía ni el talento ni la pulsión perseguidora del policía. Sin
darse cuenta estaba pecando de una reverenda ocultación. Pues había mucho que saber
acerca de la señora Zeta. Pero se contentó con la explicación de la propia interesada al
momento de la primera entrevista. Su descenso en el ejercicio de responsabilidades en el
seno del Gobierno Regional se debió según ella a una patraña urdida por enemigos
personales. Víctima de la maldad humana fue la conclusión dolorosa que logró hacer
consentir la astuta funcionaria al ingenuo director.

El tiempo le demostraría que nada es completamente blanco ni completamente negro.

El ejercicio del poder entraña el abuso del poder. Una vez asentada en sus prerrogativas la
señora Zeta ejerció lo que más le gustaba hacer: humillar a la gente. La aparente firmeza
de carácter y la estentórea voz confundieron al improvisado funcionario. Para una
institución donde reinaba el desorden y la desidia quizás era saludable, pensó Juan
Gonzalo, un poco de rigor para restablecer el principio de autoridad. La Señora Zeta
cumplía el rol de coraza frente a las intentonas de quienes querían perennizar el statu quo.
La misión de resolver los asuntos de permisos de los trabajadores por razones de salud,
sindicato o porque el perrito se enfermó, mortificaban al director. Pero esta responsabilidad
de gestionar los recursos humanos terminaron empoderando a una cruel manipuladora.

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Si en general las relaciones humanas eran complicadas en la biblioteca con la Señora Z se
convertían en intríngulis imposibles de resolver. Cada intercambio con ella era una suerte de
pugilato espiritual. Un asunto que podía resolverse con una frase se convertía en una novela
a episodios. El asunto de fondo importaba poco, lo que estaba en juego era el triunfo moral
de la señora Zeta. Ella tenía que sentirse vencedora. Y la única manera de sentir su triunfo
era la humillación del otro. Para conseguirlo creía que todo era válido, desde la zalamería
procaz, hasta el sádico acoso. Espuela en la panza primero, azúcar en el hocico después.
Como con los caballos. Para hacerse obedecer el jinete tiene dos herramientas decisivas: la
rienda y las espuelas. El bocado metálico en el hocico del equino es de una eficacia radical
ante cualquier rebeldía. Un solo tirón de la rienda y la barra de acero hacen ver los mil
diablos al chúcaro animal. Si el caballo persiste en no someterse, ahí están las espuelas
para reventarle la panza. Claro luego del tira y jala, cuando la bestia pliega, cuando el
cuadrúpedo acata la soberanía incuestionable del humano, aparece el trozo de azúcar para
recompensar la obediencia, para certificar la humillación. Lo más probable era que la señora
Zeta no sabía montar a caballo, pero tenía en los genes la práctica del jinete abusivo.

La otra faceta de este diamante bruto era la flojera. Si en general la desidia es una
característica en la administración pública, con la señora Zeta se rompían todos los récords.
Era incapaz de resolver un trámite, por el simple hecho que no le daba la gana. Se pasaba
las horas, los días, las semanas al teléfono en asuntos personales que de seguro eran igual
de engorrosos como sus relaciones con el personal. Treinta años pasados a no hacer nada
te crean un método para evadir las responsabilidades. Si el funcionario público es un
técnico de la finta, la señora Zeta era una artista consumada.

Cuando Juan Gonzalo escuchó por primera vez la expresión “hacer el seguimiento” pensó
en una frase de acosador sexual. “Hacer el seguimiento” resume de manera trágica lo que
significa la administración pública. Un documento, debidamente redactado y presentado
debe seguir un camino por las dependencias para que estas se pronuncien o decidan.
Camino que corresponde hacer, si la lógica existe, al funcionario público. Pero curiosamente
no es este quien se encarga de movilizar el documento, sino el propio interesado. El
interesado debe “hacer el seguimiento”. Juan Gonzalo con justo asombro preguntó:
“¿entonces para qué sirven los funcionarios?”, si eran incapaces de desplazarse unos
metros al interior de un edificio. El interesado debía destinar horas, días, semanas, meses
para que su documento o expediente recorra las oficinas donde un batallón de gentes se
dedicaban a chatear en su Smartphone, a charlar o a matar el tiempo en puerilidades
absurdas.

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La señora Zeta, sabía al dedillo el catecismo del funcionario público y por supuesto no iba a
sonrojarse por el desasosiego de un director medio gringo que anteponía el bien común por
encima de cualquier mala costumbre de parásito. Así la señora Zeta acumulaba en los
cajones de su escritorio decenas de documentos urgentes que se iban postergando y
postergando. En lugar de tramitarlos, de redactar borradores de respuesta que luego
verificaría o corregiría el director, inventaba nuevos pretextos para ocultar su monumental
flojera. Enfermedades imaginarias eran el recurso corriente: gripe, infección intestinal,
migraña, presión alta, presión baja, dolor de muelas, mareos, dolores en la columna, etc.
etc. Cuando el repertorio de enfermedades se acababa entraban a tallar las enfermedades
de sus allegados. Hasta en cinco oportunidades la madre de la señora Zeta estuvo a punto
de fallecer, en diez oportunidades la hija salía de una lesión grave. En realidad la madre, la
hija y la propia señora Zeta se portaban de las mil maravillas. Una salud de roble. Los
permisos por supuesta enfermedad o accidente grave eran porque la señora no lograba
despertarse a tiempo luego de una amanecida en el Casino. La enfermedad de la señora
Zeta era el juego compulsivo. Su droga era el dinero fácil. Por flojera cultivada o por golpe
de azar.

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VII

El ataque mortal de los ácaros

Cuando la vio por primera vez, Kris parecía salida de una sesión de electro choc: una
cabellera descomunal le cubría rostro pecho y torso. Pero no solamente eran las crenchas,
también las cejas lo eran. La pilosidad de la joven era a la evidencia su sello de
originalidad. Pero qué idea de pintarse por encima las cejas con semejante maleza. Debió
desconfiarse de las pelonas mal maquilladas…

Pero el encuentro era con motivo de una banal cita de trabajo. De búsqueda de empleo
para ser exactos. Kris buscaba un empleo en la biblioteca. Más allá de sus competencias
profesionales, Kris venía con un argumento de polendas: era la ahijada del Gobernador.
Ahijada, prima lejana, confidente, amante o simple amiga de barrio, lo cierto es que Kris
enarbolaba una prepotente seguridad.

A Juan Gonzalo las presiones de personas influyentes siempre le resultaron insoportables.


Como insoportables las ínfulas de los recomendados. La meritocracia que tanto se
proclamaba entonces debía según él igualmente regir en este caso. Egresada de Bellas
Artes, estudiante inconclusa en Psicología, experiencia profesional casi nula y con 30 años
encima. Bueno, no era el perfil profesional más coherente, pero quien sabe de la vida de
los otros, pensó Juan Gonzalo. Lo que le sedujo de Kris era su condición de egresada de
Bellas Artes. Debe tener nociones de estética, pensó inmediatamente, de proporción, de
perspectiva y color. Una familiaridad con la belleza en suma…

Esos eran los prejuicios positivos sobre la educación, que él traía de su experiencia
europea. ¿En Perú se practicaban esas enseñanzas? ¿En las escuelas de arte se impartían
realmente esos conceptos? ¿Una egresada de la Escuela Carlos Baca Flor practicaba
alguno de los cimientos del arte?

Encargada de una sala de lectura fue el puesto que obtuvo Kris. En el diseño de la
biblioteca regional, era un puesto regalado. La labor cotidiana consistía en simplemente
vigilar a los lectores para que no se roben los libros, para que no los mutilen, para estar
alerta por si un lector duerme o a otro se le ocurra comer al interior. Y accesoriamente
orientar al lector. El detalle es que los libros están disponibles en los estantes y la
pretendida orientación es mínima pues se cuenta además con una computadora donde se
consignan los ejemplares disponibles. Un trabajo botado. Remunerado para no hacer casi
nada. El sueño dorado de los flojos. Un puesto ideal de funcionario.

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Pero el director pensó que Kris daba para más. Que no había que reducirla a una función
tan elemental, que se podía aprovechar mejor sus talentos. Para entonces ya se había
creado una Oficina de Planificación y Desarrollo Cultural, un sector de donde surgían, desde
el concepto hasta la realización, las actividades culturales de la biblioteca. Estamos
hablando de exposiciones, conciertos, publicaciones, conferencias, cursos, clases
maestras, talleres, etc. etc. El sector más dinámico de toda esa vieja maquinaria.

Luego de un periodo de aprendizaje basado en un clima de respeto y consideración por


parte del equipo constituido por dos arquitectas y el propio director, se vieron los
resultados. O más bien los no resultados. Kris, a pesar del diploma de egresada de Bellas
Artes tenía vacíos abisales en cuestiones de proporción, manejo de color, composición e
imaginación que el empleo de asistente diagramador reclamaba. La responsable del área
sancionó contundente: no nos sirve, si al menos tuviera buen gusto, todo lo demás se lo
podríamos enseñar…

Conflicto de caracteres, celos mujeriles, pensó inicialmente Juan Gonzalo. Pero había que
rendirse a la evidencia. La apariencia física de la pobre Kris era un manifiesto andante de
su mal gusto. A las frondosas cejas pintadas, le agregó mechas azules y verdes en la
indomable cabellera. Teníamos Halloween de lunes a viernes en la venerable casona
colonial.

Pero el problema esencial de Kris no era su mal gusto para maquillarse o sus
incompetencias artísticas. El problema era su padrinazgo: su soberbia iba aumentando a la
par de sus fracasos en la biblioteca. Ser amiga, familiar, confidente, amante o vecina del
Gobernador le confería según ella, un estatus de excepción.

Un tanto resignado frente a los magros resultados el director decidió ubicarla en la


hemeroteca. Semejante a la función de una encargada de sala de lectura, debía
proporcionar a los lectores los periódicos y alguna que otra revista especializada. Al final
de cada mes debía reunir los periódicos en unos folders con cuatro puntadas de pabilo,
para incorporarlos al archivo. Un trabajo que muchas veces el propio director envidiaba,
pues dejaba margen para leer, soñar, divagar, pensar. Pero para ciertas personalidades
estos tiempos de vacío pueden ser nocivos. Si el ocio es creativo para artistas, filósofos y
poetas, para los que no lo son es la ocasión ideal para lucubraciones nefastas.

Los incipientes conceptos sobre comportamiento humano adquiridos en los dos años
cursados en la Facultad de Psicología serían su arma fatal. En lugar de profundizar sobre el
conocimiento de la psiquis, como corresponde a todo apasionado del saber, se contentó,
manejando dos o tres categorías psicoanalíticas para irrogarse una “superioridad” sobre el

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resto de los mortales. Kris había resuelto que desde un pedestal imaginario podía observar
con condescendencia a sus semejantes.

En un mundo tan cerrado como el de la biblioteca, las relaciones interpersonales resultan


importantes. El clima laboral poco fraterno era una situación ideal para su empresa.
Lanzó rumores tendenciosos sobre las responsables de sala, atizó antipatías existentes en
el personal administrativo, desarmó coaliciones en el personal de portería. Y para
completar el panorama insinuó la homosexualidad del director.

Por supuesto estas maquinaciones eran ríos subterráneos que solo eran perceptibles en la
degradación galopante de las relaciones interpersonales. Las reuniones repetidas con el
personal donde el director convocaba a una relación de respeto y horizontalidad no daban
ningún fruto.

El despecho amoroso de Kris, sumado a una mitomanía enfermiza, fueron los ingredientes
precisos para fabricar la bomba.

Fue una tarde de jueves cuando el director instalaba los equipos para la proyección del
cineclub que apareció Kris sorpresivamente. Traía en el rostro una urgencia inquietante. Al
comienzo pensó Juan Gonzalo que la joven venía como público para la proyección puesto
que su jornada había concluido por lo menos dos horas antes. Con una voz surcada de
susurros lo sacó de la sala de proyección para pedirle la llave de la hemeroteca. Ante la
sorpresa del director, argumentó que había olvidado unos medicamentos al interior. Sin
pedir mayor explicación éste dejó sus labores y se dirigieron hacia la secretaría de
dirección. Mortificado por la instalación trunca y por la inminencia de la proyección Juan
Gonzalo no encontraba la maldita llave entre otras cincuenta regadas en el cajón. En eso
Kris se acerca y rozando ostensiblemente la mano le dice “¿y no será esta, cariño?”.
Aliviado por el hallazgo el director no reaccionó ante la súbita familiaridad con que era
tratado. Cogió la llave y se dirigieron a la hemeroteca. Esa tarde el segundo patio estaba
particularmente desierto. No cruzaron en el trayecto trabajador ni lector alguno. Al abrir la
puerta el director dejó ingresar a Kris para que recuperara lo que había olvidado. Mientras
Juan Gonzalo se impacientaba en el umbral, sintió un golpe seco al interior. Se precipitó
automáticamente. En el suelo aparecía Kris, tendida, inerte. No tuvo precaución de
encender la luz se acercó lo más que pudo a la joven desvanecida. Cuando cogiéndole la
cabeza intentaba ansioso: “Kris, Kris, ¿me escucha, está usted bien?, Kris, Kris…”. Ella se
aferró a su cuello y lo abrazó con violencia. Sin comprender la situación, permanecieron así
durante largos segundos sin decir nada. Ella con la respiración agitada y él tratando de
saber cómo habían llegado a esa situación echados en el suelo de la hemeroteca.

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“Contigo, así de cerquita, estoy bien, muy bien” y sin esperar reacción lo besó con avidez.
Un sonoro golpe en la puerta interrumpió el exabrupto amoroso, catapultando al director
hacia el umbral.

-“Señor director, señor director, lo buscan urgente los jóvenes del cineclub”, don Pastor el
vigilante de turno, resoplaba ostensiblemente producto de una carrera desde la puerta hasta
el segundo patio.

-“Parece que hay algunos problemas con el proyector, señor director” agregó
precipitadamente don Pastor.

“¿Proyector, cual proyector? respondió Juan Gonzalo en automático.

“Los jóvenes del cineclub están preocupados pues la gente ya está entrando a la sala”, don
Pastor se impacientaba pues había dejado su puesto en la portería.

“Ah, ya, dígales por favor que voy inmediatamente, que no se preocupen, que he tenido un
imprevisto”, murmuró sin tener completamente conciencia de sus palabras.

Al volver al interior, Kris estaba de pie, apoyada al filo del escritorio con el torso desnudo.

-¿Me retiras el resto de ropa, cariño? Kris intentó con un mohín cabaretero.

En la penumbra los senos parecían fosforescentes. Su piel clara acentuaba la oscuridad


circundante. En ese instante desaparecieron escritorio, computadora, mesas, sillas,
revistas. Solo un trino de tanka afuera anunciaba la noche.

-Vístase por favor, dijo con firmeza.

-No vaya a atrapar un mal frío, agregó el director con un tono sinceramente preocupado.

El maldito sentido de la responsabilidad daba el primer lampazo de su propia tumba.

Por supuesto que se arregló el desperfecto del aparato, por supuesto que se hizo la
proyección y su respectivo foro como estaba previsto, por supuesto que el público y los
jóvenes del cineclub estuvieron contentos, como ya era una costumbre.

Por supuesto que Kris, a partir de esa tarde lo odiaría a muerte y trataría de ejecutar su
implacable venganza.

La semana siguiente, Juan Gonzalo absorbido por distintos quehaceres no pudo


entrevistarse con ella. El silencio agrandó el malestar. En la primera ocasión al cabo de diez

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días la mirada de Kris llevaba el sello inconfundible del odio. Ella volvió a ustearlo como
antes del incidente, pero su distancia no era de respeto, era más bien la distancia que el
boxeador busca para noquear al adversario. Inicialmente el director atribuyó esa actitud a
una suerte de incomodidad, de vergüenza femenina por lo sucedido en la hemeroteca.
Luego comprendería que era de desprecio visceral.

En lugar de sosas explicaciones, el director apostó a dejar que el tiempo cicatrice


frustraciones y heridas. “En algunas semanas ambos habremos olvidado el incidente”
pensó inocentemente. Solamente que las heridas narcisistas son imperdonables, sobre todo
para psicópatas como Kris.
En las oficinas de la sede central del Gobierno Regional, las relaciones con la gente
conocida empezaron a cambiar. Los antes entusiastas admiradores, en particular quienes
sabían de la trayectoria del director ahora lo evitaban o a las justas lo saludaban a
distancia.

Con el tiempo Juan Gonzalo comprendería que Kris era una suerte de mujer fatal que
muchos hombres deseaban. La atracción residía en su lado border line, es decir en esa
capacidad de hacer cosas imprevisibles, extremas, que impresionaba por contraste a
ciertos machos enfrascados en una vida rutinaria sin relieve ni fantasía.

El director resumió simplificando esta historia al ímpetu de una joven que se fijaba en un
hombre mayor. Sea como fuere esta eventual aventura no podía prosperar, pues chapado
a la antigua, la circunstancia de la jerarquía laboral se lo impedía moralmente. Juan
Gonzalo siempre consideró aborrecibles aquellos jefes o maestros que se aprovechaban de
su ascendiente para seducir. La seducción era para él un arte mayor, que tenía reglas,
estética y principios de igualdad.

El director no solamente estaba chapado a la antigua, estaba completamente fuera de


época. Los treinta años de ausencia de su país lo habían desfasado con respecto a la
mentalidad de sus compatriotas. El Perú había cambiado de manera radical y en particular
las mujeres peruanas.

Una tarde, pretextando tener disculpas pendientes Kris le propuso tomar un café. La
caballerosidad de Juan Gonzalo le impedía rehusar semejante gesto. Pero no fue café lo
que bebieron, sino una serie de chilcanos que ofrecía en happy hour el bar Istambul. En
realidad Kris no habló para nada del incidente en la hemeroteca. Kris traía otro plan. Sin que
Juan Gonzalo se percatara y con un par de preguntas pertinentes sobre su larga estadía en
Europa, éste se puso a disertar como Ulises de retorno a Ítaca. Una anécdota jalaba a otra
anécdota. El rostro de Kris se iluminaba a cada instante de admiración sincera. Juan

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Gonzalo estimulado por el interés de su joven interlocutora y también por la ya segunda
rueda de chilcanos prosiguió con fruición.

Era la primera vez que desde su retorno alguien le preguntaba sobre sus viajes y
trayectoria. Para la mayoría de amigos y familiares era una cosa convenida: “el fulano vive
en París desde hace muuucho tiempo” y punto. La falta de curiosidad de los otros siempre
le había extrañado. Al cabo terminó pensando que se debía al hecho de que el peruano de
hoy prefiere no saber. Por indiferencia, por flojera. O por envidia. Yuri, un amigo suyo, que
como él había vivido varios años en Europa y que retornó para reinstalarse en Lima, le
aconsejó: “No cuentes tus experiencias o viajes en el mundo. Para la gente de acá es un
problema. En lugar de interesarse para compartir sapiencia y experiencia, te van a mirar
mal. Van a pensar y este de qué se las da. Solo quienes nos hemos confrontado con la
experiencia del exilio, podemos valorar el aporte personal que significa trabajar y vivir en el
extranjero”.

Juan Gonzalo, entusiasta siguió contando. Curiosamente lo que más interesó a Kris fue el
capítulo de los caballos. Juan Gonzalo había dirigido durante siete años una compañía de
teatro ecuestre.

-¿Teatro a caballo? ¿Pero eso no es circo? Intentó Kris.

Era como si le hubieran dado el pie preciso para recitar su extravagante experiencia.

-No, a pesar que el circo al estilo occidental ha sido creado originalmente para el caballo.
Te explico. La pista circular del circo, está pensada para que en 13 metros y medio de
diámetro, los caballos galopen cómodamente. Luego vendrían los payasos, los malabaristas
etc. Bueno pero lo nuestro, lo que hicimos en Francia no era circo, más aún era un proyecto
en reacción contra el circo. Cuando hablamos de circo nos referimos a proezas técnicas, a
números donde se exhiben las calidades físicas de los acróbatas y por supuesto el
adiestramiento de los animales.

-¿Entonces qué hacían? Insistió Kris.

-Teatro ecuestre. Representábamos obras antiguas y modernas. Fíjate en nuestro repertorio


había desde Shakespeare, hasta Zéami (autor teatral de Japón del siglo XIV), pasando por
dramaturgos contemporáneos como Jean Genet. ¡Una locura! Se enardeció Juan Gonzalo.

-¿Y los caballos?, martilló Kris.

-El grupo se llamaba Teatro del Centauro, siguiendo a la letra el mito griego (personaje
mitad caballo mitad hombre), los textos teatrales eran proferidos por un ser increíble

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sostenido en cuatro patas, quinientos kilos de músculo y una voz cantando la poesía del
mundo.

-¡Asu!, ¿franco? Se le escapó a Kris con los ojos desorbitados.

Algo mágico acababa de operarse. Una conexión cósmica. Ambos se miraron con una
intensidad donde se mezclaba deseo, admiración y complicidad. Sin mediar palabra Juan
Gonzalo se desplazó hacia la banqueta del otro lado de la mesa acariciando las manos
trémulas de la joven. Kris luchaba entre la sorpresa y la emoción y cerrando los ojos no se
atrevió a protestar.

-¿Disculpe señor, puede cancelarme por favor? La voz del mozo surgió de la penumbra del
altillo.

-¿Qué, ya están cerrando? Pronunció Juan Gonzalo contrariado.

-No señor, lo que pasa es que como acabo mi turno debo hacer las cuentas antes de que mi
colega me reemplace, profirió el joven como si recitara un alejandrino de Molière.

-Ah, ya me decía que el tiempo pasa volando en tu compañía… podemos pedir una rueda
de chilcanos más, esta vez dirigiéndose a Kris.

Esta asintió con la cabeza mientras ocultaba sus manos bajo la mesa.

Fue en el trance de tocarle las manos que Juan Gonzalo descubrió un pedazo de tatuaje a
la altura de la muñeca. Como rompiendo un silencio embarazoso luego de que partiera el
mozo, Juan Gonzalo se atrevió.

-¿Tienes un tatuaje en el brazo izquierdo o me he soñado?

-Sí, y no solo en el brazo izquierdo, precisó provocativa Kris, enarbolando una amplia
sonrisa.

- ¿Y en donde más, si no es indiscreción?

-En la espalda, en toda la espalda.

La revelación turbó al pobre director hasta hacerlo ruborizar. Por suerte la penumbra no
permitió revelar su estado de excitación extrema. Pretextando ir al baño mientras llegaban
los chilcanos se deslizó sigilosamente por el entarimado. Al cerrar con cerrojo la puerta de
los servicios, suspiró profundamente. En realidad no tenía urgencia de orinar sino de liberar
al monstruo erecto que sufría debajo del cierre de la bragueta. Luego de contemplar con

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delectación y ternura su miembro, tiró la bomba del excusado sin haberlo usado, se lavó las
manos y volvió hacia su mesa.

Al llegar volteó de un lado al otro como si estuviera perdido. En la mesa donde minutos
antes se encontraba con Kris, no había nadie. “Debe estar en el baño” pensó retomando su
lugar al inicio de la velada. Al cabo de unos minutos apareció el nuevo mozo con dos
imponentes vasos de chilcano. Dispuso ritualmente las bebidas y alcanzó un papel a Juan
Gonzalo. Éste pensó que era la nota por el consumo anterior, cuando el joven con una voz
aflautada agregó: “una señorita me ha dejado este papel para usted”. “Señorita, cual
señorita” inquirió atolondrado Juan Gonzalo, acomodándose los lentes. “Imagino que es la
señorita que estaba acá con usted señor” dijo perezosamente el mozo y dando media vuelta
prosiguió con su ronda.

Como noqueado por la frase y la frialdad del mozo, se quedó un rato con la mirada en el
vacío sin decidirse a desdoblar el papelito cuadriculado que tronaba en la mesa. Decidió
beber un sorbo primero y saborear con patetismo fabricado esta nueva ronda. La
parsimonia de sus gestos develaba su desazón. Quien sabe abrigaba la esperanza que
repentinamente apareciera Kris, que ahora ya no tenía rango de trabajadora a su mando
sino la de una excitante mujer tatuada que días atrás había besado en la penumbra de la
hemeroteca.

Como presagiaba lo peor, prefirió permanecer renuente a confrontarse a la verdad que el


bendito papel contenía. Su lado de chico engreído reflotaba a la carrera. No quería aceptar
que le habían sustraído su juguete. Juan Gonzalo se aferraba a la ilusión de tocar esas
manos y ese brazo tatuado, allí, en el Istambul o donde puta se le diera la gana a la maldita
pelona.

Transcurridos ya treinta minutos, tenía que resignarse a la evidencia. Kris se había ido y el
papel cuadriculado contenía una explicación a su embarazosa situación: sentado en un bar
con dos chilcanos al frente y una omnipresente fugitiva.

“Me hubiera gustado mostrarte mi tatuaje hoy, pero es imposible. Ven a verme mañana.
Hablamos. Un beso.”

Al día siguiente Juan Gonzalo se esmeró en planchar camisa y saco, se peinó cabello y
cejas y recortó con minucia las uñas. A penas llegando a la biblioteca iría en busca de Kris.
Pero ese día parecía que los astros o mejor dicho los gerentes y subgerentes del gobierno
Regional habían decidido cambiar los designios. Un embotellamiento de conferencias de

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prensa lo esperaban en la antesala de su despacho. La fascinación de aparecer en
televisión o periódicos locales quitaba el sueño a los novatos funcionarios públicos que
parecían concursar en quien obtenía más tiempo en las radios o en las columnas de los
periódicos. Desde las nueve de la mañana y hasta pasado el mediodía estaban
programadas conferencias de prensa que acaparaban la atención del director y de su
equipo próximo pues había que resolver asuntos de micros, écrans, estandartes
institucionales, banners y proyectores multimedia sin contar con las mesas para bebidas y
bocaditos destinados a los periodistas que dicho sea de paso no venían solamente para
cumplir su misión informativa sino por los aperitivos previstos para la ocasión.

“Un ajetreo histérico por una pueril aspiración a que se hable de zutana o de fulano”
pensaba con pereza Juan Gonzalo, convencido que en lugar de celebraciones absurdas
como el “día de la papa”, “día del pisco sour” o el “día de las medias caídas de mi abuela”
los funcionarios deberían ocuparse más bien en proyectos que beneficien a la inmensa
mayoría de la población que por supuesto eran convidados de piedra en esas
celebraciones endogámicas entre políticos y periodistas.

Lo importante era el narcisista placer de ser fotografiado o en el peor de los casos el selfie
que se publicaría luego en las redes sociales notificando sobre su “remarcable trabajo” que
no era otra cosa que una confesión de su dudoso sentido ético al ponerse como
protagonista de una actualidad manipulada e intrascendente.

A Juan Gonzalo cuantas veces no le asaltaron las ganas de actuar como Jesús en el
Templo frente a los mercaderes para desalojarlos a escobazos por su pésima dicción, por
su estilo mamarracho, por su estética de vendedores ambulantes, por sus banners que eran
un insulto al buen gusto, por su insolencia de notables advenedizos, por su huachafería
proverbial. Pero tenía que tragarse la saliva y a pesar de todo proporcionarles lo que
pedían, además de soportar sus ínfulas cojudas.

Tener que aceptar que todo ese circo hacía parte de sus funciones, cuando el precioso
tiempo podía muy bien utilizarse en cosas para un país que se ahogaba en la ignorancia, la
fealdad y la corrupción…

Y claro absorbido por tanto ajetreo no tuvo posibilidad de acercarse hasta la hemeroteca. Y
no vio a Kris en consecuencia.

Al día siguiente, antes de ingresar a su oficina se dirigió directamente al fondo del segundo
patio. Al ingresar a la hemeroteca encontró a una Kris descompuesta. Los ojos rojos e
hinchados de llanto, el cabello más despeinado que de costumbre, el traje parecía hasta
arrugado y sucio.

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-¿Qué ha pasado? No pudo contener Juan Gonzalo.

La única reacción de Kris fue mostrarle las dos manos que hasta entonces ocultaba bajo el
escritorio. Los largos dedos y la piel lechosa eran irreconocibles. El borde del tatuaje que él
había descubierto en el bar, tampoco existía. Solo una mancha uniforme y atroz de violeta
genciana cubría enteramente manos y brazos.

-Me han envenenado, tu gente me ha envenenado, dijo Kris con la voz entre dolorosa y
vengadora.

-¡Qué gente, explícate por favor! Gritó implorante Juan Gonzalo.

Kris se derrumbó sollozando sobre sus manos violetas.

-¡Me quiero morir y es tu culpa! Sentenció Kris sin levantar el rostro. Los lectores que se
hallaban en el recinto levantaron la mirada interpelados por la aguda y descontrolada voz
de la joven.

Juan Gonzalo perplejo ante la confesión solo atinó a sacarla de la hemeroteca. En el patio
el clima bucólico de buganvilias y palmeras acentuaban el dramatismo de la situación. Sin
reflexionar Juan Gonzalo cogiéndola del brazo, se decidió a llevarla a la azotea del edificio.
Allí se hallaba una cafetería abandonada que podía bien servir para explicaciones
discretas. Luego de empujar la puerta entreabierta, Juan Gonzalo cerró por precaución el
cerrojo interior. La cafetería con sus ventanales panorámicos dominaba enteramente la
ciudad.

-Ha sido Glenda, tu amiguita Glenda quien me ha envenenado, Kris se volteó y le espetó en
plena cara.

-¿Quééé? Pero cómo, explícate por favor, Juan Gonzalo encajó estoico el aliento caliente
de la joven quejosa.

-Ya me he hecho ver con el médico, tengo una infección, me han salido granos en todo el
cuerpo. He venido hoy solo para notificarte que me han dado siete días de descanso,
prosiguió con una espeluznante frialdad.

-Pero y ¿qué tiene que ver la señora Glenda en todo esto? Inquirió perturbado el director.

-Pregúntale pues tú mismo, ¿acaso no es tu amiguita? O crees que no me he dado cuenta


cómo te mira…

-¿Pero, de qué hablas? Juan Gonzalo empezó a enfadarse.

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-Mira entonces, con un gesto violento se deshizo de chaqueta, blusa y falda, y en fracción
de segundo se mostraba desnuda frente al atónito director.

Curiosamente Juan Gonzalo que tenía una fobia particular a todo lo que era enfermedad,
sangre y supuraciones permaneció embrujado por el espectáculo. La piel lechosa de Kris
era como magnificada por la violeta genciana que había resuelto un magnifico tramado en el
que unos puntitos rosados iridiscentes parecían colocados adrede en una composición
remarcable. Su deformación profesional le estaba jugando una mala pasada. En lugar de
compadecerse de la pobre Kris, su embeleso por colores y texturas hacía que salivara de
placer. Detrás de los ventanales panorámicos la torre de la Iglesia de San Francisco se
perfilaba como un insinuante lingam. Sin mediar palabra y como si ese ritual se hubiera
establecido in illo tempore, cogió de los hombros a la joven y le dio vuelta para observarla
de espaldas. Por poco no se desmaya de la impresión, el tatuaje tantas veces soñado
aparecía por fin ante sus ojos: entero, límpido, inmaculado, sublime. El tiempo se disolvió y
con él la circunstancias banales de lugar y contexto. Juan Gonzalo se acercó al cuerpo
caliente de Kris pero sin tocarlo, como queriendo ser irradiado por esa piel. Luego y sin
prisa recorrió con los labios cada milímetro del dibujo convencido que era ya parte de ese
laberinto de salvación y de condena.

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VIII

La casta culturosa

Si en los últimos años con motivo de sus retornos esporádicos Juan Gonzalo suputaba la
entronización de una casta intelectual que manejaba la cultura en la ciudad, ahora estaba
confrontado a la evidencia. La casta controlaba todos los aspectos e instituciones
estratégicas. La primera reacción de ellos frente a su nominación fue de rechazo. En
algunos casos de manera ciega y procaz. Antes de sentarse en su sillón directoral ya era
acusado de robo del patrimonio material de la biblioteca. Jocielito era el autor de la patraña,
un conocido sociólogo, profesor universitario, politólogo y columnista de influyentes medios
en la región. El susodicho nunca había cruzado palabra con Juan Gonzalo, probablemente
no había leído ninguno de los libros publicados por él, como tampoco asistido a los
diferentes espectáculos que éste dirigiera en los últimos diez calendarios. ¿De dónde le
venía tanta inquina? Juan Gonzalo no hacía parte de la casta. El amanerado sociólogo tuvo
el mérito de verbalizar torpemente lo que el resto de sus socios pensaba. La casta
funcionaba como la logia que debía escoger quien representaría sus gustos e intereses.

La casta, así como Jocielito esperaban una respuesta igualmente rastrera de parte del
agraviado. Pero Juan Gonzalo se calló. En lugar de contratacar, les abrió los brazos. Una de
las primeras actividades en su flamante puesto fue la presentación de una obra colectiva en
la que se incluía un artículo del apriorístico sociólogo. Esa noche cuando se cruzaron en el
patio de la casona Juan Gonzalo lo saludó de la manera más natural. Jocielito estaba
perplejo pues se esperaba más bien a la indiferencia en el mejor de los casos o a un
encaramiento en regla de parte del director. Con extrema cortesía invitó a este así como a
los demás escritores a pasar al auditorio que se les había reservado para la ocasión. Si la
casta se vanagloriaba de su “don de gentes”, Juan Gonzalo les hacía un número de cortesía
que ni en las películas sobre la corte de Luis XVI se veía.

No era cálculo político lo que motivó a Juan Gonzalo para actuar de este modo. A pesar, o
gracias a haber sido criado en una familia pobre, él tenía acendrado el principio de la
hospitalidad. Toda persona que venía a su casa debía ser recibida con cariño y alegría,
ese era su dogma.

Pero por supuesto para la casta este era apenas un detalle de la personalidad del
advenedizo. Lo esencial estaba aún por resolver. Pero estaban avisados, el personaje no
correspondía al estereotipo condescendiente que ellos se habían fabricado.

La casta fue enviando sucesivamente a emisarios para discernir certeramente quien era ese
indio que hablaba francés. Poco a poco se fueron enterando que no solamente era cortés

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sino sobre todo ilustrado. Los treinta años en Europa no los había pasado rascándose las
verijas. El hombre había estudiado, experimentado, trabajado en prácticamente todas las
esferas del arte. La casta tendría que redoblar esfuerzos si quería neutralizarlo.

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IX

La ambiciosa Clarabella

Juan Gonzalo con alicate y martillo en mano retornaba del segundo patio de la casona de la
biblioteca. “En esta chamba hay que hacer de todo, de carpintero, de gasfitero solo falta
hacer de director de biblioteca”, mascullaba agobiado por el sol, las mangas de camisa
remangadas y una sardónica sonrisa. Delante suyo un culo tamaño vedet no podía pasar
desapercibido en medio del patio desierto azotado por el zenit. ¿Turista o ramera? El
descubrimiento del rostro bajo el sombrero bordado hizo que se le cayeran alicate y
martillo. Era la esposa del gobernador, la señora Clarabella.

Juan Gonzalo recogió con premura las herramientas y continuó su camino pensando
torpemente que no sería remarcado.

-Señor director buenos días, lanzó Clarabella como cantando.

-Ah, señora que tal buenos días, ¿me estaba buscando? Intentó embarazado Juan Gonzalo.

-Si, dijo secamente la escultural primera dama de la región.

-Por favor ¿quiere acompañarme a mi despacho? Prosiguió Juan Gonzalo con aplomo
recobrado.

No quiso sentarse inicialmente pero luego se fue instalando en la oficina como si fuera su
recámara. Para entonces el director había recuperado saco de terno y talante de guerrero
Chanka. Clarabella se fue calmando en olas concéntricas, todo devenía curvilíneo en su
presencia. Contrariamente a la imagen de una mujer atareada por la función, la esposa del
gobernador no parecía apurada ese mediodía. Preguntó sobre la antigüedad de la casona,
sobre los sucesivos propietarios a quienes había pertenecido, sobre la proveniencia del
mueble en pan de oro. Se detuvo en detalles arquitectónicos, inquirió sobre un supuesto
pasaje secreto que unía la biblioteca con la Catedral. Interrogó al sorprendido director sobre
sus obras publicadas en Francia. Se pronunció sobre los cuadros colgados en la espaciosa
oficina, intentando discernir autorías y mensajes.

O Clarabella se sentía muy a gusto en esa oficina al punto de descuidar responsabilidades,


o se traía algo entre manos.

Juan Gonzalo había escuchado diversos comentarios sobre la señora. Para algunos poseía
una acendrada altanería, para otros una inaccesibilidad de tímida enfermiza. El director
podía desmentir categóricamente a las malas lenguas; la señora Clarabella se comportaba
de manera impecable, como si hubiera ensayado el número perfecto de la persona culta y

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sencilla. Pero Juan Gonzalo, quien luchaba para ahuyentar pensamientos lúbricos con
respecto a la primera dama, sabía por intuición que Clarabella había venido a verlo con un
objetivo diferente al de mostrar su interés en la arquitectura arequipeña.

-Y ahora dígame señora, ¿cuál es el motivo de su visita? propinó el director en plena


carótida.

La esposa del gobernador no se esperaba una pregunta tan directa y tan cargada de
sobreentendidos.

-Quiero que me haga trabajar señor director.

-¿De secretaria o encargada de sala?

-Ah usted tan ocurrente, suspiró sonrojada.

-¿Entonces?

-Quiero que me haga trabajar las emociones, como lo hizo con mi esposo.

-No sabía que estuviera al corriente, afirmó sorprendido Juan Gonzalo. En principio era
absolutamente confidencial, una suerte de secreto pecaminoso entre él y yo.

-Conozco desde un inicio el aporte decisivo que usted ha hecho a Condorcanqui y por
consiguiente al triunfo de nuestro partido enfatizó Clarabella fijándole la mirada.

-¿Y para qué quiere trabajar sus emociones?

-Pienso presentarme en las próximas elecciones congresales y quiero ser elegida.

-Y usted cree que con mi ayuda puede conseguirlo… dijo afirmando el director.

-Si ha funcionado con el Cóndor, ¿por qué no conmigo? Yo soy mucho más metódica, más
reflexiva, más perspicaz. Siempre me ha interesado el teatro y además no bebo.

-¿Y su esposo está al corriente de esta visita?

-Nooo, él no sabe nada. Si acepta usted buscaremos un lugar discreto donde reunirnos…

-¿Y que gano yo si acepto?

-Toda mi gratitud Juan Gonzalo.

-¿Y cree que eso es suficiente?

-Ponga su precio y será el mío.

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-¿Y si no deseo dinero?

-Pida lo que quiera. Yo estoy dispuesta a lo que sea con tal de ser elegida.

-¿Hasta de traicionar a su marido?

-Mi ambición es grande y nada podrá detenerme. Yo siento que con usted puedo por fin
cumplir mi destino. ¿Cuál es su precio?

-Su cuerpo señora, su cuerpo.

-¿Qué te parece si comenzamos esta misma noche…?

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X

Un hipopótamo de ternura

Cuando Nina ingresó a la oficina de Juan Gonzalo, el parqué se estremeció por el peso de
su cariño. Nina, era un hipopótamo de gentileza. Juan Gonzalo, quien primero leía el fulgor
de los ojos antes que el ridiculum vitae, al cruzar su mirada le entró ganas de llorar, de
reventar los muebles y de suicidarse (en ese orden). Pretextando papeles a firmar, (la gran
coartada de los burócratas) disimuló su turbación un instante para luego prevenirla:

-El tiempo que compartiremos este proyecto estará signado por la búsqueda innegociable
de la belleza, que en el caso peruano, continuó sin respirar, significa la perfección.

-No le voy a perdonar nada, continuó como poseído, ni una coma, ni un color errado. Estoy
acá por una suerte de misión divina y usted será el agente del oráculo.

-No se preocupe, temporizó Juan Gonzalo, el salario será el que usted considere y el
momento de irse cuando lo estime conveniente.

-El objetivo trascendente no es usted, tampoco yo, es el nosotros, ese magma sujeto a todo
tipo de tráficos, el nosotros, el bien común, el pueblo, como quiera llamarlo. Si no está de
acuerdo váyase y no vuelva jamás. Si está de acuerdo prepárese para vivir en el infierno,
concluyó el afrancesado.

Nina, asintió con los ojos y luego en gesto perfecto hundió su redondez en el cauce del
Amazonas.

Si en la vida social Juan Gonzalo era un tipo amable, con hablar pausado, en el terreno del
trabajo era un hijo de puta. Su maldita idea de la perfección no reconocía límites. Según él
ya se sabían todas las justificaciones para no asumir la belleza. “No me venga usted que su
abuelita ha muerto, ni que su madre acaba de abortarla”. No había justificación a la fealdad
ni al incumplimiento de los compromisos. Hijo de relojero, el concheysuvidi, no le perdonaría
ni un segundo arrítmico.

Nina, para su suerte, contaba con una gemela imaginaria a quien consultaba todo. Cualquier
problema de proporciones, cualquier duda sobre color y texturas en la diagramación de las
publicaciones, se remitía a ella. Cuando la inspiración la abandonaba, cuando al cabo de
decenas de intentos nada venía, Simone la gemela imaginaria le dictaba al oído la senda a
seguir. Solo así pudo resistir, solo así pudo habituarse al vendaval. Si Nina se consideraba
gorda, lenta y torpe, su gemela era escultural, dinámica e inspirada, el doble invertido, el

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complemento perfecto para conquistar el mundo. Cuando todo iba bien Simone tarjeaba los
lápices, vaciaba los basureros, ella la mentora, la luz, la razón para no renunciar.

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XI

Condorcanqui y el chantaje

Condorcanqui era un personaje sulfuroso. Sexo, alcohol y escándalo eran las constantes de
su vida. Y el poder la clave para la satisfacción de sus tres pasiones. La lucha por el poder,
que implica energía y un cierto grado de abnegación se justificaba pues al final del tortuoso
camino se encontraban las tres razones de su felicidad.

Acostumbrado al exceso, los amigos se convertían con el tiempo en proveedores de sus


vicios. El amigo cambiaba entonces de rango. De inofensivo allegado pasaba a la condición
de testigo incómodo. Cada amigo le conocía una fechoría, una patinada, un motivo de
vergüenza. La larga sucesión de borracheras demenciales, tenían por lo general un
correlato de asedios desvergonzados a mujeres, altercados insultantes con los hombres. El
ridículo como moneda corriente.

Los amigos devenían a la larga ya no en protectores de una personalidad indefensa sino


aquellos que negociaban con prebendas el cómplice silencio. Un asunto de vulgar
chantaje.

Condorcanqui estaba encerrado en un círculo vicioso. Temía que sus deslices se supieran,
pero no hacía nada para seguir reproduciéndolos.

Cuando asumió el cargo de gobernador, teniendo la ocasión de mostrar su personalidad, su


estilo, su política prefirió el silencio. Modestia, pensaron los ilusos. No, los cien primeros
días del gobierno, que en principio revolucionarían región y país, fueron cien días de juerga.
Endiosado por la masa lobotomizada, iconizado por sus ayayeros interesados y protegido
por sus asesores copartícipes de la juerga, no se preocupó de otra cosa sino de gozar de su
logro personal: ser la primera autoridad política de la región más influyente del país después
de Lima. Un profesional que nunca ejerció sus conocimientos, un ninguneado por los
blanquiñosos colonialistas, un cholo descendiente de llameros, podía sentarse en la misma
mesa del Arzobispo, del General de las Fuerzas Armadas, del Canciller de la República.

¿Y el pueblo en todo esto? Ese que se creyó representado porque en su mazamorra verbal
se intercalaban palabras quechuas (estilo que en lugar de crear contenido, era sucesión de
muletillas discursivas), el pueblo ¿estaba invitado a su jolgorio, estaba presente en sus
urgencias de eyaculador compulsivo?

Condorcanqui estaba persuadido que el pueblo solo existe cuando uno se sirve de él. El
pueblo es a las justas una masa ciega a la que se puede manipular.

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Luego de pasados los primeros meses de gobierno empezaron a verse las pésimas
decisiones en la designación de los cargos gerenciales. Personas ineptas, profesionales
improvisados, funcionarios corruptos. La prensa, luego de una breve luna de miel,
destapaba aquí y allá malos manejos y malas maneras.

Cerdafina estaba en el ojo de la tormenta. Cuestionada por turbios negocios en el pasado,


ahora se distinguía por una hiperactividad mediática que pretendía camuflar una falta de
ideas y competencias. En lo que sí se distinguía era en provocar a los medios. Prepotencia,
vulgaridad y vacuidad eran los leit motif de la anciana funcionaria cada vez que se
confrontaba con la prensa. Mientras tanto proseguía en su afán de hostigamiento y sabotaje
a la dependencia del gobierno que a decir de la prensa, (incluida la más hostil al
gobernador), funcionaba mejor: la biblioteca y su centro cultural.

Juan Gonzalo observaba consternado el lamentable espectáculo. Cuantas veces no se


había arrepentido de haber dejado trabajo, relaciones y prestigio en Europa para
consagrarse a esta labor en su propia tierra que nunca pensó tan plagada de mediocridad.
Pero el escritor también se sabía terco. La persistencia en su propósito residía igualmente
en la justeza de su proyecto y en la convicción que no debía ceder ante los ineptos.

¿Y Condorcanqui en todo esto? ¿Permanecía en la estratósfera de los efluvios alcohólicos?


¿Se velaba voluntariamente los ojos? O avalaba simple y llanamente el desbarajuste.

La duda permanecía para Juan Gonzalo, hasta que apareció el incidente del Gran
Pasacalle. El gobierno regional organizaba cada año (desde el 2008) un desfile de las ocho
provincias por la semana jubilar de Mananbamba, la ciudad capital. El evento, si se
respetaban las competencias y el sentido común, debería ser organizado por Juan Gonzalo
y su equipo. Era él quien desde el primer día de gestión proclamó que la promoción de las
artes y cultura provenientes de las provincias alto andinas, sería su misión primera. Y ya
estaba en ese quehacer con notables resultados.

Condorcanqui contra todo pronóstico y lógica decidió que Cerdafina se hiciera cargo del
famoso desfile. Ella, la veterana que sabía de cultura tanto como Juan Gonzalo de
matemáticas cuánticas. El caso era escandaloso pues Condorcanqui, el Chino Huarca y los
otros asesores sabían de la experiencia atestada del director en asuntos de eventos a gran
formato en su estancia europea. En el desfile donde participarían miles de músicos y
danzantes, se desarrollaría en las arterias del centro histórico de la ciudad. Este fue el
primer punto de quiebre entre el Gobernador y Juan Gonzalo. Si Condorcanqui se
interesaba en la cuestión de la cultura con raíces, era en un afán electorero, efectista,
superficial. Paradójica actitud pues él provenía de un pueblo andino, nieto de alpaqueros,

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nacido y criado encima de los 3,500 metros de altura. La biografía a secas no define todo.
Más aún a juzgar por su matrimonio con Clarabella concebido al estilo y estética
hollywoodense, nos notificaba de sus relaciones conflictivas con el ancestro. En el fondo
Condorcanqui quería ser blanco, criollo en el peor de los casos. El discurso indigenista era
eso, un discurso, una estrategia verbal que ocultaba una visión esquemática de aquellos
que pretendía representar y defender. Por pereza o por elección no se había interesado en
la cultura rica de milenios y grandiosas realizaciones. Prefería permanecer en el estereotipo
occidental y colonialista, que se resume a la tarjeta postal, al concepto de pueblo atrasado.
Juan Gonzalo estaba en las antípodas de su gobernador. Con quizás exceso de
romanticismo consideraba que la Gran Transformación vendría de la asunción sin remilgos
de la herencia antigua, en particular de aquella anterior a los Incas. El escritor proponía no
un retorno absurdo al pasado pero si una decidida inspiración, un reconocimiento certero del
aporte andino al desarrollo y a la modernidad peruanas. Mientras para Condorcanqui
conceptualmente lo andino era el pasado, para Juan Gonzalo representaba el presente y el
futuro. Para el primero era folclore, para el segundo cultura con mayúscula.

El pasacalle fue un desastre completo. Una actividad que en sus anteriores versiones
congregara a miles de personas, siendo un motivo de jolgorio popular, por obra de Cerdafina
y con la anuencia de Condorcanqui se convirtió en un reverendo mamarracho.
Improvisación, mal gusto, ausencia de convocatoria. Todos los defectos de la señora
gerente aparecían ampliados en un acto que buscaba un capricho egolátrico por la módica
suma de un millón de soles.

O Condorcanqui no tenía la más peregrina idea de lo que se podía hacer en materia cultural
o había otra cosa. Lo peor del asunto era el desperdicio de una magnífica ocasión para
plasmar eso que había proclamado en calles y plazas.

Juan Gonzalo, benevolente, pensó que se trataba de un error y punto. Mal casting, mala
película. El verdadero problema apareció ante sus ojos después del controvertido pasacalle.
Todos convenían que el evento de marras sobrepasaba los límites de lo aceptable. Una
burla a la opinión pública y un despilfarro grosero del erario regional. Como era de esperar la
prensa gritó al escándalo. En la región no había una sola persona que pudiera defender este
monumento a la nulidad. Salvo Condorcanqui. ¿Podía ser ciego hasta ese punto?

Los cuestionamientos no se hicieron esperar. Sobre la calidad del evento y en particular


sobre el costo. Lo más sencillo hubiera sido presentar una detallada rendición de cuentas
para relativizar las fundadas sospechas del terrible fiasco. Pero Cerdafina se negó.
Contraviniendo disposiciones legales, desairando convocatorias, burlándose olímpicamente
del pueblo que le había dado su confianza.

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Mientras tanto Condorcanqui no decía nada. O peor no hacía nada. Ni exigía a su gerente
de responder a las preguntas del Consejo Regional, ni manifestaba un asomo de autocrítica
por este despropósito del cual era igualmente responsable.

La propia gente del partido consideraba que en circunstancias semejantes lo más sencillo
era deshacerse de Cerdafina, la imagen de una representante incapaz, sospechada de
apropiación ilícita y además arrogante al extremo no le hacía ningún bien a la imagen del
gobierno que se pretendía ejemplar y revolucionario.

Es en este momento que Juan Gonzalo comenzó a atar cabos. El pragmatismo y a veces
crueldad con que se maneja la política no concordaban con este empecinamiento de
mantener en funciones a alguien sustantivamente nefasto.

Y es que Cerdafina tenía un elemento de presión que la volvía inmune a cualquier intento de
desaforo. Ella sabía algo sobre Condorcanqui. Algo grave. Algo que era la moneda de
cambio para mantenerla en su importante puesto.

El monarca estaba preso en su propio palacio.

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XII

El ideólogo sin ideología

El Chino Huarca era el ideólogo del movimiento. Fue quien diseñó las líneas programáticas
de esa mazamorra política liderada por Condorcanqui. En el partido de la CH había de todo:
nacionalistas, velasquistas, marxistas desengañados, apristas agazapados, liberales
achorados. Una verdadera proeza haber juntado a gente tan variopinta.

Solamente había un detalle, el cerebro del movimiento no había escrito ningún libro ni
proyecto donde estuvieran consignadas estrategias y metas como todo buen ideólogo
político que se respete. Su labor intelectual no estaba consignada en ninguna parte. ¿De
dónde le venía el prestigio? esa dudosa adoración que le prodigaba su entorno inmediato.
El Chino Huarca era doctoreado a diestra y siniestra. ¿Auto proclamación, mitomanía
colectiva, o simple contrabando?

Juan Gonzalo se preguntaba y preguntaba… Algo no funcionaba en este asunto. Los


movimientos políticos se articulaban normalmente alrededor de un ideario, de un programa,
de un producto intelectual escrito. ¿Quién inventó entonces el pensamiento Condorcanqui?

¿El propio Condorcanqui? Imposible. Él era la cabeza de proa, la bocina de perifoneo, pero
para nada el ideólogo, para nada el teórico. La eminencia gris era el Chino Huarca.

El primer encuentro entre Juan Gonzalo y el Chino Huarca fue alrededor de unas botellas de
cerveza. El encontrón duró cerca de veinte horas, desde el mediodía de un viernes hasta la
mañana siguiente. En la memorable jornada se vaciaron cajas enteras de chela y dejaron en
el camino algunos muertos. Entre ellos Beto Pisco Vargas quien los había reunido y que
desertara al borde del coma etílico. En aquel momento el Chino Huarca no había mostrado
su juego de cartas. Agazapado en un silencio estudiado iba chequeando al milímetro a su
interlocutor. ¿Cómo iba a competir con un tipo que había viajado desde el África, hasta el
Polo Norte, pasando por los países árabes e Indonesia? El Chino Huarca era borracho pero
no cojudo. La elocuencia del escritor era carnecita tierna y gratuita. Juan Gonzalo quien
sabe maniatado por ese país que se desconfiaba de los viajeros ilustrados, desplegaba
por primera vez a sus anchas el papiro de anécdotas. El Chino Huarca transmutado en
esponja, tomaba nota, memorizaba expresiones, grababa secuencias en alta definición.

Un año después, con motivo del retorno de Juan Gonzalo para presentar su última novela
en Perú se encontraron nuevamente. Allí el Chino Huarca se franqueó rogando al escritor
para que se sumara al equipo de campaña de la CH. Juan Gonzalo al leer el dizque plan
de gobierno, sólo encontró una sucesión de enunciados gaseosos, una mermelada de
aspiraciones identitarias y sobre todo una palmaria vacuidad. No había proyecto, ni norte

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ideológico. Apenas unas consignas destinadas a pancartas y volantes. En la argumentación
del Chino Huarca defendiendo lo que él presentaba como su obra intelectual, Juan Gonzalo
reconoció expresiones suyas cuando meses atrás compartiera con él peripecias de viaje
alrededor del mundo. Ahora las reflexiones y anécdotas tenían la forma de un proyecto
político en marcha pues estaban en elecciones. En lugar de incomodarse el escritor se sintió
halagado pues el Chino Huarca y el partido de la CH enarbolaban lo que para él eran
simples devaneos teóricos. Que tampoco eran descubrimientos semejantes a la teoría de la
relatividad. Eran preocupaciones auténticas que se desarrollaron en el transcurso de una
borrachera y punto.

Todo estaba en la astucia de la formulación. La política es el arte de no decir nada concreto


pero con apariencia de profundidad. A los tópicos de reivindicación popular
sempiternamente postergados (salud, educación, seguridad ciudadana, empleo, salarios) el
Chino Huarca le agregó unas fórmulas de intelectuales a la moda como las desarrolladas
por Edgar Morin, Aníbal Quijano. Un par de pendejadas con citaciones de intelectuales de
prestigio internacional pasan mejor que simples pendejadas. Juan Gonzalo debía resignarse
a aceptar que el mundo que le tocaba vivir no estaba para la ejecución de “asaltos al cielo”
ni postulados de lucidez extrema. Y mucho menos en el Perú, donde la fatalidad del
capitalismo hacía la unanimidad de derecha a izquierda, de norte a sur de cero a cinco mil
metros de altura. Los inicios del siglo XXI anunciaban el tiempo de los mediocres.

La obra maestra del Chino Huarca consistía en haber persuadido una persona:
Condorcanqui. El ex alcalde provincial debía encarnar el concepto, el programa.
Condorcanqui ya no debía constreñirse a candidato, ahora debía convertirse en ícono, en
mesías cholo. Para ese primer paso trascendente fueron necesarias cientos de botellas de
alcohol bebidas entre ambos sin medida ni clemencia.

El triunfo se mide por el número de ayayeros. Este postulado era una clave secreta para el
Chino Huarca. Para el sociólogo, el ayayero no tenía nada que ver con el discípulo, el
camarada, el pupilo. El ayayero es el que te dirá amén hagas lo que hagas.
Incondicionalidad total, fe ciega, carne de cañón si es necesario. El ayayero era la medida
del logro político. Juan Gonzalo había percibido este fenómeno igualmente en el mundo
artístico. Los poetas, músicos, pintores por su proverbial inseguridad, suelen rodearse de
aquellos que adorándolos, reventándoles cuetes, los persuaden del valor incierto de su obra.
La inseguridad psicológica del artista puede ir lejos, como el caso de Peter Rodríguez, un
guitarrista arequipeño, quien proclamaba que la “única razón para hacer música era que al
final del concierto había una fans que follar”. Follar era la recompensa final. El arte no se

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practicaba para alcanzar desafíos estéticos o una función social, sino para asegurarse un
vulgar polvo.

El Chino Huarca que de seguro tenía en su interior a un artista frustrado, sólo aceptaba
ayayeros en su entorno. Nadie que pudiera hacerle sombra, nadie más inteligente o mejor
preparado. Subordinación y cabeza gacha. Sintomáticamente los ayayeros que fungían de
colaboradores tenían todos y cada uno un defecto notable, una yaya: Paulina, una
veinteañera obesa con barba, era un tanque ruso transmutado en mujer; Úber, un
personaje sustraído de algún cuento de Dostoievski, era una amalgama de sello de cera y
sembrío de ácaros; Freddy, un enano cuya obsesión consistía en borrar la sombra que su
hermano poeta había desperdigado por calles y plazas; Cesario un tombo que cayera de la
cima por una denuncia de coima de cien miserables soles.

En el país de los ciegos, el tuerto es rey, dice el dicho aciago. El Chino Huarca lo sabía sino
para qué diablos había estudiado Sociología en la UNSA.

De todas maneras él sabía que esta era su última ocasión para ejercitar el poder. En la
sombra, el casi anonimato, por intermediación de otros, pero ejercitar el poder al fin. El
maestro Cotler, su sensei, lo crucificó cuando con voz suave y pausada le anunció: “querido
Huarca, tienes que pensar en fundar una constructora o algo semejante para ganar plata
rápido, la sociología, la investigación (para lo cual tenías algún talento hace veinte años) se
acabó para ti. Una obra intelectual se construye lentamente, un pensamiento propio es
asunto de constancia, modestia y sudor. La borrachera, tu principal ocupación, no puede
crear ni siquiera un pálido opúsculo. Gana plata y derróchala antes que te metan preso”.

La herida narcisista estaba viva. Pues el Chino Huarca no podía responder, no podía
defenderse ni siquiera en pensamiento. Su maestro tenía razón. Semejante a la actitud de
Peter Rodríguez redujo una búsqueda esencial a un asunto trivial: follar y chupar.

El éxito se medía en la cantidad de polvos a tirar, de botellas a chupar, en la plata mal


habida a gastar, en la sensación deliciosa de ser temido. Y un círculo de ayayeros
pichiruches te da la ilusión de ser inteligente, importante, grande.

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XIII

Celina y la poesía

Juan Gonzalo estuvo a punto de hacerle la moral. Celina que otrora fuera camarada
combatiente, rabiosa defensora de la guerra popular de liberación, se había convertido en
mami de un prostíbulo. Pero con qué derecho podía intentar un llamado a la razón ética si
él mismo estaba ahora gozando de su nuevo negocio.

Cuánta agua había corrido bajo el puente. El Perú que dejara Juan Gonzalo en 1986 nada
tenía que ver con este enigma irresuelto del 2019. Pero quedaban testigos del gran
desbarajuste, Celina era uno, excepcional.

Cuando Celina enarbolaba los diecisiete años, su belleza era ya una sublevación armada.
Su andar sembraba minas unipersonales a diestra y siniestra. A pesar de las mil
solicitaciones eróticas de dirigentes o simples militantes, ella andaba obsesionada por su
formación política, todo lo demás era accesorio, prescindible. La Revolución era lo que le
quitaba el sueño. Leer, analizar, debatir asuntos de economía, de filosofía, de geopolítica,
de táctica, de estrategia militar, de historia. Antes de decidirse a dar el gran salto, la bella
amazónica quería tener las herramientas intelectuales precisas. Quería estar segura, pues
sabía que una vez traspuesto el umbral no había vuelta atrás.

En esa época Juan Gonzalo, como todo aquel que se le cruzara en el camino, también
sucumbió a la belleza salvaje de Celina. Estaba literalmente enfermo de ella. Y por
supuesto sin argumentos contundentes para conquistarla. Si la rebelde mulata le decía no a
miembros del Comité Central, como él a las justas simpatizante tibiamente convencido,
podía siquiera sacarle un plan para invitarle un helado. Además y para peor de males, Juan
Gonzalo entonces tenía cara de nadie: la crisálida aún no había revelado a la magnífica
mariposa.

Hasta que un día lluvioso, saliendo de una de las bulliciosas asambleas sindicales se
encontró en la esquina del paradero con la exuberante Celina que buscaba como gata un
refugio donde cobijar su geografía de dunas y oasis. Cuando la tuvo a su lado, tiritando de
frio y con un ridículo periódico en la cabeza fungiendo de paraguas, se atrevió a proponerle
no un helado sino un api caliente. El imberbe Juan Gonzalo conocía un local que se hallaba
a menos de cien metros del paradero. El api, maravilloso elixir a base de maíz morado era
servido acompañado de una espectacular empanada frita con queso. Y todo por un
insignificante puñado de soles. Allí, en el humilde local agrietado por la antigüedad y la
negligencia, Juan Gonzalo le habló con el corazón en la mano. No de su pasión enfermiza,
sino de su rival: la poesía.

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Cuál sería el fervor del adolescente que Celina, quien no había para entonces sobrepasado
la valla mediocre que inculca la educación nacional al respecto, es decir conocer a las
justas los poemas de César Vallejo, sintió que se le abría un mundo vasto y magnífico. Y el
imberbe Juan Gonzalo conocía un pocazo, lo suficiente como para deslumbrarla. Las
reuniones se sucederían decenas, centenares de veces en el humilde local del api, hasta
convertirlo en templo, donde ambos deshaciéndose de urgencias personales o políticas se
prosternaban ante el altar politeísta de la poesía. Juan Gonzalo en sacerdote improvisado y
Celina en devota iniciada. Y en medio de tanta belleza leída a viva voz Celina se fue
enamorando de Juan Gonzalo.

Pero un buen día, Celina no asistió a la cita. Al llegar al local la señora Julia, cariñosa
mamacha ayavireña propietaria del local, entregó a Juan Gonzalo un sobre cerrado en que
con letra escolar aparecía esto:

“Podrás amarme las mañanas y también las tardes, durante la semana, pero no tendrás
derecho a mis noches ni a mi casa familiar. Nunca sabrás de qué color es el cerámico de la
cocina o si tengo manteles bordados. No conocerás a mis padres.

Me puedes amar a lo largo de las horas, primavera o invierno, refugiados en tu cuarto o bajo
la sombra de los molles. Podrás penetrarme como naufrago, como condenado a muerte,
hasta conocer el color de mi éxtasis. Pero jamás verás el crepúsculo desde mi cama. No es
nada contra ti mi bello amor, la vida es complicada ¿sabes? Es complicada pero también es
hermosa, como ayer cuando vencí mis dudas y ya no pensé en mi casa familiar, ni en el
cerámico de la cocina. No pensé si estaba fundada mi turbación. Solamente me dolió que
los minutos corrieran tan rápido. Me dolió dejarte en medio del océano, mientras yo me
salvaba cobardemente…

Puedes amarme mañana si quieres. No, mañana no, pasado mañana tampoco. El martes a
las 11 y media.

Podrás amarme un buen tiempo todavía. El tiempo que nuestras ganas estén en coalición,
el tiempo que permanezcas en los parajes de mi sed. El tiempo que la ternura desborde de
tus manos. El tiempo que tus palabras se encastren en mis silencios.

No estés triste bello amor, los martes vuelven rápido. La primavera nos reserva tardes
inmensas. Yo vendré a acurrucarme friolenta en tu piel volcánica, yo vendré a golpear a la
puerta de tu barricada. Yo sé que tu corazón se abrirá si pronuncio el sortilegio, yo sé que si
paso el umbral seré reina, una vez desamarradas las botitas, deshechos los corsés, una vez
desvestida de todo heroísmo.

63
Podrás penetrarme bello amor, Yo librada a tus lianas, tú invocando al puma, a la
anaconda, al águila real.

Quien te besa a la distancia, Celina”.

Para Juan Gonzalo el ciclo de la felicidad arrancaba el martes. A pesar de los anuncios
meteorológicos, el martes era siempre lluvioso. El cielo se cubría de pronto a la altura de la
avenida Mariscal Castilla e iba precisando sus intenciones torrenciales en la plaza principal
del distrito. La población no lograba explicarse el fenómeno mucho menos los gatos
espantados por los cambios bruscos de luminosidad. Las plantas no sabían si debían
germinar o marchitarse. Hubo días martes que las plantas salían de sus jardineras y se
pusieron a correr como locas. Los gorriones se agarraban a picotazos por quítame estas
pajas. Las lechuzas se creían chihuancos.

El día martes comienza más temprano que de costumbre, ciertas semanas se impone ya
desde el lunes y se prolonga aplastando al miércoles. Es caprichoso, insolente, el martes es
imprevisible carambas…

El ciclo de la felicidad de Juan Gonzalo comenzaba el martes pero había días como el
jueves por ejemplo donde el imberbe medía la distancia entre sus manos tartamudas y las
caderas poliglotas de Celina. Entonces se ponía a detestar el ritmo celeste. Sus viejos
demonios lo invadían y ya no tenía ganas de martes, ni medio martes ni de miércoles.
Destrozando con sus manos mudas los kilómetros de caricias solo veía en la boca
devoradora de Celina un molino de promesas incumplidas, solo percibía en su magnífico
cuerpo la estatuaria del nazismo triunfante. Y sucumbía, él, quien un día se creyó soberbio
príncipe se fue convirtiendo en gusano obeso de oscuridad.

64
XIV

Hijos de la violación

Una característica común en las relaciones personales en el seno del gobierno regional era
la humillación. Era prácticamente imposible imaginar una relación de respeto mutuo. Dos
eran los lados del péndulo: el desprecio o la veneración. Si se prolongaba la reflexión tenía
igualmente otras formas: maltrato/zalamería, odio/veneración. Para Juan Gonzalo estas
dicotomías mostraban las huellas de un cristianismo instaurado en nuestras venas y
mentes.

En esta actitud pendular se podía pasar de una actitud a la otra, según la conveniencia del
momento. Las relaciones estaban falsificadas desde el inicio. Una relación enferma, una
relación de verdugo y víctima.

Cuando Juan Gonzalo analizaba el tipo de intercambios con sus colegas gerentes y
subgerentes, con los asesores y hasta el propio Condorcanqui no aparecía para nada
términos como respeto, solidaridad, buena fe, a priori positivo, confianza, sinceridad. Las
acciones eran sospechosas, turbias, personalistas, doble filo. Sus amistades más próximas
y hasta el común de las personas indicaban que esto último era lo normal en el medio
político. “El político es así: traicionero, oportunista, doble moral”. Pero Juan Gonzalo no se
resignaba. No quería aceptarlo.

¿Cómo aceptar que una manera tan inauténtica de actuar estuviera extendida en el país?
Era una evidencia que este desarreglo mental y moral no era obra de extraterrestres o por
imposición extranjera. Esta mentalidad esquizofrénica era una construcción peruana. Le
costaba aceptarlo a raíz de su larga ausencia del suelo patrio. Y no necesariamente por una
ingenuidad a ultranza. No. Él, al cabo de sus andanzas por el mundo había estado
confrontado a la miseria humana en todas las latitudes. ¿Pero por qué entonces quería
eximir a su país, a su gente, de esta práctica enferma?

Secretamente había abrigado durante largos años la posibilidad de un retorno definitivo.

Ese era el asunto, con este cargo de director de la biblioteca se le ofrecía la magnífica
ocasión de reinsertarse en el país. En general, sea cual fuere las circunstancias del exilio,
cuando al cabo de treinta años alguien decide retornar parece aberrante. En treinta años se
echan raíces en el pueblo de adopción. Se crea familia, relaciones, amigos, carrera
profesional, propiedades, se construyen nuevas maneras de pensar y de actuar. Retornar
luego de haber pasado la mayor parte de su vida al exterior es una apuesta insensata. Pero
Juan Gonzalo aparte de terco era sentimental.

65
A pesar de lo mucho que aprendió en Europa y en el resto del mundo, Juan Gonzalo
amaba su país, con pasión, con desmesura. La ausencia solo había exacerbado eso que ya
era una certeza cuando aún vivía en su “santa tierra”. Su pasión no tenía que ver con
cualquier chauvinismo o patrioterismo. Su pasión estaba basada en un conocimiento de la
historia antigua, la de sus sublimes antepasados tiahuanacus, pucaras, chavines, moches,
chankas, huaris. Pero nunca se redujo a la nostalgia de una edad de oro sino más bien en
la necesidad de una continuación, de una reconexión con el legado magnífico para
potenciarlo en los tiempos modernos como el zócalo de un resurgimiento de alcance
planetario.

Por eso no lograba comprender a Los Condorcanqui, a los chino Huarca, a las Cerdafina.
No podía aceptar su ceguera ante la evidencia de aunar esfuerzos, competencias y
anhelos. No podía aceptar esa vocación suicida que animaba a buena parte del país. Esa
incapacidad para salir del círculo vicioso del violado que quiere a su turno ser el violador
impune. La perpetuación del trauma, no era su asunto. Juan Gonzalo creía en el amor como
vehículo de liberación como un vasto terreno donde cada quien encontrara la parcela propia
para cultivarse como persona. Romántico, claro, iluso, por supuesto, cojudo evidente. El
amor como vehículo de liberación…su discurso podía emparentarse con la prédica
evangelista, o con los jipis del “haz el amor y no la guerra”, pero el trotamundos tenía la
obsesión de la justicia terrenal y no le entraba a desvaríos religiosos, salvo, salvo, los
tantras hindúes…

Juan Gonzalo siempre tuvo fascinación por lo raro, por lo extremo. Gracias a sus estudios
universitarios entró en contacto con la cultura de la India. Azares del destino hicieron que
un buen día se mudara al barrio de la Chapelle en París, más conocido como el Deli Town,
es decir el barrio de los hindúes en la capital francesa. Pasear por la Chapelle es como
pasear por una maqueta viva de la India. En un perímetro de diez manzanas se puede
encontrar, templos hinduistas, restoranes, tiendas, negocios, agencias de viaje, carnicerías,
cafés, empresas de servicios, peluquerías, costureras, floristas y cuanto negocio imaginable
pero con enseñas en urdú, tamil o hindi. Allí, escuchó hablar por primera vez de un lugar
cargado de fantasía: Khajuraho.

Khajuraho se encuentra en la provincia de Chhatarpur, en el estado de Madhya Pradesh, a


unos 175 kilómetros al sureste de Jhansi. Khayuraho fue la capital religiosa de
los Chandella, una dinastía que gobernó esta parte de la India entre los siglos X y XII de
nuestra era. Lo particular de este lugar excepcional (a lo largo de sus 21 kilómetros
cuadrados) es la proliferación de unos ochenta templos dedicados a glorificar el amor
sexual. Su construcción demoró un siglo aproximadamente (entre 950 y 1050 d. C.).

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El impacto de la piedra esculpida de los templos marcó para siempre a Juan Gonzalo. Era
una sucesión infinita de imágenes de amor erótico explícito. Y bajo todos los formatos y
formas. A dos, a tres, a cuatro, en grupo; onanismo, felación, zoofilia. Un tratado del placer
sexual esculpido en piedra por los cuatro costados de los monumentales templos con un
barroquismo que daba mareo. Amor explícito sí, pero jamás pornográfico. Sensual, gozoso,
celeste. Y este era el detalle perturbador, se trata de lugares destinados al rito, al rezo, a la
meditación, a la elevación espiritual.

Semejante iconografía puesta en paralelo con la cristiana impactó severamente a Juan


Gonzalo. El martirologio de Jesús pone en evidencia una cultura que está más dispuesta a
la tortura que al placer sensual. La persecución del cuerpo gozoso nos ha marcado desde
hace dos mil años. El placer erótico en el mundo occidental es considerado pecado,
desviación. La oposición cuerpo/alma nos ha condenado a una esquizofrenia histórica. Nos
ha disociado. Durante dos mil años la lucha interna en el homo cristianus ha sido sin tregua.
En lugar de buscar una unidad armónica, se ha perseguido la parte “oscura”, la que buscaba
intuitivamente placer y felicidad. El cuerpo, receptáculo del diablo, ha sido señalado,
censurado, controlado. ¿Cuál es la razón para semejante escarnio? Una promesa incierta,
una vida eterna castrada de placer. Curiosamente la persecución obsesiva del cuerpo
gozoso es una constante en todas las religiones monoteístas así como de los grandes
regímenes totalitarios. El cuerpo gozoso es transgresor, es peligroso, es revolucionario.
Cuando un cuerpo femenino o masculino exulta de placer erótico se borran todas las leyes,
Dios ni el soberano existen. El cuerpo en éxtasis es Dios mismo. Allí radica la obsesión
persecutoria de ideologías, regímenes y religiones, que no pueden aceptar la libertad
suprema del individuo.

La incomprensión del invasor cristiano-occidental con respecto a la cultura aborigen


amerindia también se manifestó en un aspecto tan capital como es el sexo. Qué podía
pensar un soldado, un cura español, un simple funcionario con quince siglos de castración
mental encima producto del cristianismo, cuando se confrontó por primera vez con un huaco
erótico moche. Perversión, rito satánico, barbarie, han sido los anatemas para calificar un
universo que les era absolutamente ajeno y que querían que permanezca en ese estado,
ajeno, repudiado, en el limbo del mal.

Los templos de Khajuraho o los huacos eróticos Moche son la prueba que la búsqueda del
placer sexual no está reñida con una búsqueda mística. Más aún en el caso de los jainis o
budistas tántricos el orgasmo físico estaba en estrecha relación con la iluminación espiritual.
Según ellos un cuerpo gozante está mejor preparado para alcanzar el nirvana, el
equivalente cristiano de la salvación eterna.

67
XV

Reaparición de Leda

Recién comenzaba a revisar el despacho de esa mañana de jueves cuando recibió un


mensaje de texto en su teléfono.

-¿Te puedo visitar al mediodía? Beso chanchito de sillar.

Juan Gonzalo se puso a transpirar como caballo. El número del remitente no aparecía en la
agenda de su Samsung prehistórico. Una broma pesada, pensó inmediatamente, pero de
quién, nadie sabía del hablar único de Leda. Más aun esa expresión “Beso chanchito de
sillar” era una ocurrencia para nombrar a un beso que ella inventó dedicado al poeta.

Retomó el curso de su rutina, leyendo los papeles administrativos que no poseían ni un


gramo de poesía. Pero ya no leía nada, pues no comprendía nada. Volvió a consultar el
texto en la pantalla de su teléfono portable. Las dos frases estaban ahí, intactas,
incorruptibles, como enraizadas en el maldito aparato.

Entreabriendo la puerta de su oficina, pidió a Marina su secretaria que por favor no lo


molestasen pues iba a resolver un asunto espinoso.

Puso el cerrojo a la puerta y empezó a caminar los cien pasos en el parqué de su oficina.
Creyendo encontrar la fórmula salvadora, se dirigió con ansias hacia el mueble en pan de
oro, la puerta secreta que lo comunicaba con Leda. Hurgó con desesperación las prendas
allí guardadas. Estrujó la camisa de estampados azules. Abrió con violencia los joyeros,
desordenó pañuelos de seda y encajes. Y Leda no se anunció. Fuera de sí volvió a su sillón
directoral esperando que Leda apareciera frente a él serena apoyando sus codos dorados
encima del escritorio. Pero nada.

La llamada telefónica de la Gerente Cerdafina interrumpió su tragicómica coreografía.

-Váyase a la mierda vieja hija de la pollada, le gritó a su aparato sin apretar el botón play de
respuesta.

Mientras el timbre continuaba sonando se enderezó de un tirón. La clave estaba en el


mismo aparato. Una vez terminada el timbre de su jefa, llamó al número del intrigante
mensaje. Del otro lado de la línea no había nadie.

Mortificado revisó la agenda de reuniones previstas para esa mañana. De solo leerla ya
estaba agotado: Poesía Extraviada a las 10, ediciones Espantapájaros a las 10H30, Sr.

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Juan Passano exposición a las 11h00, Festival Contracorriente a las 11h45, Sra. Centro de
Antipoetas a las 12H30.

Convocó a su secretaria para dictarle un documento urgente.

La discreta y solícita Marina frente al jefe, se permitió una pregunta directa.

-¿Se encuentra bien licenciado?

Juan Gonzalo al cabo de varios segundos de silencio y con una frialdad de cadáver
respondió.

-Tome nota por favor que voy a dictarle mi carta de renuncia.

-¿Ha ocurrido algo grave señor director? Intentó Marina con una voz cavernosa.

-No, todavía no. Pero a partir del mediodía de hoy creo que ya no podré continuar en el
cargo. Por favor escriba: Señor Gobernador…

Marina con el cuaderno de apuntes en sus faldas, no escribía nada, solo se limitaba a fijar
Juan Gonzalo sin pestañear. De pronto un remezón semejante a una explosión en el patio
hizo tambalear sillas y escritorio. Secretaria y jefe cruzaron miradas de sorpresa y luego de
temor. Sin decir palabra salieron de la oficina a toda prisa. El remezón era un fuerte
temblor que se prolongaba de manera inquietante. Lectores y personal ya estaban en el
patio, anhelantes.

Juan Gonzalo mecánicamente se dirigió hacia el fondo de la casona. Allí igualmente


usuarios de la biblioteca y personal bordeaban el jardín orientando sus miradas hacia el
cielo. El revuelo de tankas y tórtolas acentuó el sordo pánico un instante.

Al volver a su oficina, una vez calmado el vaivén de los muros coloniales, Juan Gonzalo
encontró a Marina reinstalada en su escritorio de secretaria. Sin mediar comentario sobre el
sismo indicó a ésta con decisión:

-Anule por favor la cita prevista con la señora del Centro de Antipoetas. Dígale que disculpe
y que ya la llamaremos para fijar una nueva fecha. Ah, a propósito luego del refrigerio de
mediodía puede usted disponer de la tarde. Al retirarse le ruego cierre la puerta de la
secretaría e indique a la portería que no se me interrumpa bajo ningún pretexto.

A las 12 del mediodía, sonó el teléfono de Juan Gonzalo. Por suerte ya había despachado al
representante del Festival Contracorriente en una de las reuniones más breves y ejecutivas
que le había tocado manejar. Luego del sobresalto, verificó la proveniencia. Era el mismo

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número donde aparecía el mensaje de Leda. Descolgó tragando a duras penas la saliva. Era
ella.

-¿Puedes venir a la Plaza San Francisco? Ya estoy acá. La voz cristalina de Leda no dejaba
lugar a dudas ni vacilaciones.

-Ya, ok, ahí voy. Juan Gonzalo contestó mono tonal.

Saliendo de su oficina el resplandor del mediodía le hizo daño. El rostro de Juan Gonzalo
parecía emerger de un profundo sueño. Los muros de sillar de la casona, la reja en fierro
forjado, la pileta de granito tallado, le parecían irreales. Como irreales los transeúntes que
atravesaban hacia el atrio de la Iglesia de San Francisco. Una extraña corazonada lo
empujaba a re alentar el paso.

Leda esperaba sentada de espaldas a los farallones de la iglesia. Las flores de jacarandá
habían formado una alfombra perfecta alrededor de su banca. Los peatones obedeciendo
una consigna secreta fueron retirándose por los cuatro costados de la plaza. Desde la pileta
bordeada de sapos una espesa bruma delimitaba el espacio en dos partes irreconciliables.
Leda permanecía inmóvil, el gesto soberano. Los pasos lentos de Juan Gonzalo
multiplicaban al infinito el damero de canto rodado.

Los ojos brillantes de Leda, sojuzgaron al poeta. A apenas un metro de distancia de la


banca ahora convertida en trono, Juan Gonzalo cayó de rodillas como fulminado por un
rayo. Un murmullo dulce surgió de pronto en el espacio que los separaba: un puquio
inmaculado cantaba a borbotones.

70
XVI

El baile de los impostores

Juan Gonzalo se impuso el deber de recibir a todo el mundo. Cualquier persona o institución
que tuviese un proyecto o inquietud relativa a la cultura en la región era recibido y
escuchado. Los dos primeros meses resultaron una caravana de personalidades que
desfilaron por el despacho del director. Pintores, escritores, editores, gestores culturales,
directivos de asociaciones, empresarios. La intención de Juan Gonzalo era de conocer
personalmente a aquellos que estaban comprometidos con el quehacer de la cultura en la
región. No era suficiente tener un proyecto estructurado, había que articularlo en la realidad
y con las personas concretas.

La primera constatación fue que los prestigios estaban inflados. Para ser considerado
notable era suficiente autoproclamarse. Ser considerado poeta por ejemplo era cosa
sencilla. Un texto recitado acá, un texto publicado allá y el asunto estaba cerrado. Tu título
de poeta parecía firmado por el mismísimo Vallejo. Este clima complaciente era ideal para
el surgimiento de las más viles imposturas. Para evitar la propagación de tráficos, Juan
Gonzalo exigió que cualquier solicitud de sala para un recital fuera acompañado de libros o
manuscritos de los autores. Los poetas se conocen no porque lleven bufandas kilométricas
o semblante de angustiados, los poetas se definen por sus textos.

Las rimbombantes siglas de las cofradías no podían compensar la evidencia. Buena parte
de la producción literaria publicada solo serviría como combustible para fogata. ¿Qué había
pasado con la magnífica tradición poética del Perú? O los cuadrantes se quedaron en el
mediodía de Eielson o simplemente estos contemporáneos decidieron desmontar la relojería
heredada. Epígonos, imitadores, plagiarios a lo mucho. Desorejados, mutilados de audacia,
ombliguistas hasta el hastío en su mayoría.

Pero eso sí, la pose de gentita importante como tallada por Christian Dior…

Juan Gonzalo estaba empujado a un callejón sin salida. A pesar que su formación artística
lo impelía a un rigor innegociable, no podía censurar la mediocre producción local. Como
tampoco hacer públicas sus apreciaciones estéticas. Ya veía llover los anatemas sobre su
persona. Ya imaginaba la cruzada de reconquista que harían los mediocres si una sola
palabra crítica salía de su boca.

Tuvo que plegar el indomable, tuvo que aceptar que en su propia casa, señoronas y
señorones desplegaran su retahíla de metáforas cansadas. Tuvo que avalar a la

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huachafería espiritual desfilando campante por el piso de canto rodado. Tuvo que taparse
los oídos para evitar se le destemplara el alma.

Por suerte estos eventos dizque literarios eran confidenciales, dirigidos a un centenar de
interesados que permutaban según el día de protagonista a público, de público a
protagonista. Un mundito autosuficiente que se admiraba y detestaba en circuito cerrado,
una atroz endogamia, una estafa consentida.

Al cabo del segundo recital, que puso a prueba sus pulsiones criminales, decidió modificar
radicalmente su postura. No esperaría que creadores dignos de ese nombre, vinieran a
tocarle la puerta. El iría en su búsqueda. Cartas, llamadas telefónicas, emails se
interpusieron para convocar a un conglomerado que según su intuición venía trabajando en
la sombra. Y no se equivocó. Los verdaderos artistas estaban ahí, esperando que alguna
grieta en la muralla de la cultura oficial les permitiera salir de su enclaustrado silencio.

72
XVII

Dueños de la vida

El tipo llegó sofocado, sudoroso y con los ojos desorbitados. Quería una audiencia
inmediata, sin demora. La señora Marina intentaba explicarle que el director estaba
ausente y que de todas formas era más prudente tomar cita si quería ser recibido. El tipo no
soportaba explicaciones y pedía con prepotencia el teléfono personal del licenciado. Ante la
negativa profirió amenazas incongruentes y salió disparado como un torpedo.

Fue en el portón de la casona que el tipo por poco no se lleva de encuentro al circunspecto
Juan Gonzalo que retornaba de unas diligencias.

-Señor director por fin lo encuentro. Necesito urgente hablar con usted, inició el tipo con un
apresuramiento en el gesto y la palabra.

-¿Con quién tengo el gusto? Respondió Juan Gonzalo tratando voluntariamente de


pronunciar cada vocal y consonante en un intento de desacelerar al tipo sudoroso.

-Mi nombre es Porfirio y he sido asignado a la portería de la Casa Museo. ¿Me puede
conceder unos minutitos por favor?

-¿Aquí en la puerta, caballero? Prosiguió Juan Gonzalo esgrimiendo una leve sonrisa. Mejor
pasemos a mi oficina, pero le prevengo no cuento con mucho tiempo disponible.

La señora Marina no pudo ocultar su asombro al verlos entrar en la secretaría.

Ya al interior de la oficina del director y tomando asiento con ceremonial lentitud, Juan
Gonzalo indicó con la mirada de proseguir.

-Señor director, como le decía el partido me ha asignado la función de encargarme de la


portería de la Casa Museo.

-¿Perdón? De qué partido está usted hablando.

-De la CH, el partido de nuestro insigne Condorcanqui, retomó Porfirio con patetismo.

-Ah, y ¿quién del partido lo está enviando? Dijo secamente el director.

-El señor Delgadillo, el jefe de Recursos Humanos.

-Ya, ya. Y aparte de eso, ¿cuál es el motivo de su visita?

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-Primeramente para notificarle que hay graves problemas en la Casa Museo. Problemas de
todo tipo, usted no sabe. Y yo he sido encargado para resolverlos a nombre del partido.

-A ver, a ver, señor Porfirio y dígame cuales son esos problemas, volvió a articular
lentamente las frases el licenciado.

-La plata, se están tirando la plata, las mujeres y los hombres que allí trabajan hacen lo que
les da la gana, sobre todo las mujeres entran y salen cuando quieren, todo es un caos señor
director.

-Ya, ya. Disculpe y ¿hace cuánto tiempo que está usted trabajando en la Casa Museo?

-Dos días, hace dos días que me han asignado al puesto.

-Y usted sabe todo lo que me dice en tan solo dos días… Juan Gonzalo hablaba como
tomando nota en un parte policial.

- Si señor director todo es un caos y yo voy a encargarme de resolverlos.

-…porque el partido le ha dado esa misión, indicó Juan Gonzalo como completando la frase
del portero.

-Así es señor director.

-Mire señor Porfirio, vamos por partes. Primero le recuerdo que el responsable de la
biblioteca como de la Casa Museo es el director, es decir quien le habla. En segundo lugar
que considerando el tiempo que estoy en el cargo, es decir varios meses ya, he tenido la
ocasión de informarme cómo está funcionando la Casa Museo y tercero que nada se hará
sin mi autorización. La Casa Museo no es dependencia ni de Recursos Humanos ni del
partido, partido que dicho sea de paso entre nosotros, después del triunfo electoral no existe
más.

Porfirio estaba a punto de vaciar sus cuencas ópticas de tanto asombro.

-Pero le agradezco haberse dado la molestia de venir hasta acá. Le rogaría por favor que
me haga un informe escrito de lo que usted ha evocado y veremos luego qué se puede
hacer, concluyó Juan Gonzalo con absoluta tranquilidad.

-¿Entonces, no soy el jefe de los porteros, no voy a ponerlos a todos en su sitio? Pronunció
casi gimiendo el portero estrujando su sombrero de paja.

-Disculpe usted señor Porfirio pero debo ocuparme de algunos asuntos que he dejado
pendientes para atenderlo a usted. En esta semana me apersonaré a la Casa Museo y allí

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hablaremos. Por ahora hágame el informe con datos precisos por favor, Juan Gonzalo
finalizó estrechando la mano de ese hombre flaco y alto que fue al entrar y que ahora
parecía un niño avergonzado con gorrita de tela gastada.

No era el primer intento de la mafia para ingresar a la Casa Museo. Delgadillo el jefe de
Recursos Humanos le había puesto el ojo desde un inicio. El abogado Delgadillo era un
íntimo de Condorcanqui. Una suerte de lacayo embravecido por el puesto estratégico que el
ídolo le había encargado. Un tipo oscuro, sin relieve intelectual, sin trayectoria profesional.
Si no fuera por su corpulencia de cholo obeso pasaría desapercibido entre el tumulto.
Insignificante pero con las uñas largas y los dientes filudos. Íntimo de Condorcanqui y
además perrito faldero de la primera dama. Lo opaco no quita lo pendejo. Delgadillo estaba
atornillado en el más alto nivel del gobierno regional y su poder crecía a la par que su
soberbia.

Delgadillo se alucinaba dueño de la vida. En su oficina se resolvía la existencia de


centenares sino miles de personas. Aspirar a un puesto de trabajo en el gobierno regional
era como poseer un pasaporte a la felicidad. Una vez firmado tu contrato podías hacer
proyectos de futuro, podías pensar en casarte, tener hijos, comprar casa, carro, viajes, etc.
etc. En un país donde reina la precariedad tener un puesto de trabajo seguro era resolver la
mitad de la existencia. Sobre todo en estos tiempos de incertidumbre absoluta, donde
incluso la subsistencia del planeta estaba en duda.

El gordo Delgadillo era consciente de su poder, por eso no se detenía en detalles. Para él
la ética, los escrúpulos eran marimoñas inútiles. Su gran vacilón era saber que toda esa
muchedumbre que desfilaba por su minúscula oficina le debía la vida, pues de su firma
dependía si fulano o mengana ingresaban al círculo de los elegidos.

Juan Gonzalo tuvo la poca inteligencia de subestimarlo. O al menos de no suputar cuan


enraizado estaba en el poder. Con sus prejuicios de europeizado, siempre lo consideró
como un pichiruche más, un chauchilla, un tipejo de poca monta. El director pecó de
desprevenido. Los chauchillas empoderados son los peores. Pues compensarán con
maldad lo que les falta en inteligencia y conocimiento.

El anterior asalto al castillo de la casa museo lo protagonizó Florinda. Sin consulta ni aviso
se apersonó directamente a la casona republicana y decidió instalarse como jefa absoluta
del recinto. La responsable de la casa museo, la señora Coquita, alertada por la
intempestiva incursión demandó si contaba con algún documento oficial que la autorizara.
Florinda con desparpajo dijo que venía a nombre de la gerente Cerdafina y de la propia
primera dama de la región. Pero no contaba con documento alguno. En el colmo de su

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audacia intentó apropiarse de los talonarios de entradas al museo y ocuparse de la
administración a partir de ese momento. Coquita, una experimentada funcionaria, sabedora
de trámites y protocolos, se rehusó a los requerimientos de la apresurada Florinda y sugirió
de comunicarse con el director inmediatamente. Florinda segura de su fechoría, anunció
que nada tenía que hablar con el director pues venía con encargo de la superior jerárquica.
Coquita luego de resistir valientemente la embestida, informó por teléfono al director el
incidente en presencia de Florinda. Juan Gonzalo pidió hablar con la invasora y pedirle que
por favor se acercara ese mismo día o al siguiente a su oficina para que le explicara
exactamente el caso.

Al día siguiente Florinda se presentaba en la biblioteca acompañada de Delgadillo el jefe


de Recursos Humanos. En una engorrosa explicación Delgadillo pretendía que había malos
manejos en la casa museo y que se requería de una cajera urgente para remediar a un
supuesto robo sistemático. Arguyó que la tal señora Coquita era una funcionaria
cuestionada y que lo mejor era contratar inmediatamente a la señora Florinda quién además
de sus competencias era una conspicua militante del partido. Juan Gonzalo escuchó con
estoicismo la perorata del obeso, lamentando en su mente lo mal que formaban a los
abogados en esa época pues la exposición era mediocre en todo sentido. A la evidencia el
tal Delgadillo nunca había subido a un podio para hacer un alegato digno de ese nombre.

Juan Gonzalo inició su intervención lamentando las formas de la señora Florinda al no


considerar necesario el prevenir al responsable directo de la casa museo, es decir él
mismo. Recordó igualmente a Delgadillo que la vía legal para cualquier contratación pasaba
por un requerimiento que debía provenir de la dirección de la biblioteca, previo
reconocimiento de una necesidad específica, que en este caso no existía y finalizó
indicando que la misión tanto del director como del jefe de recursos humanos era la
aplicación de un plan de gobierno donde se contemplaba el bienestar de las grandes
mayorías y no el privilegio de unos pocos por muy militantes del partido que fueran. En
resumidas palabras Juan Gonzalo hizo comprender a Delgadillo que no se prestaría para
maniobras de quienes consideraban al estado como un botín del cual podían servirse a su
regalado gusto.

Delgadillo no pudo refutar absolutamente nada y pretextando un calendario sobrecargado


decidió retirarse para que entre la señora súper recomendada y el director encontraran una
solución viable.

Juan Gonzalo indicó a la ambiciosa Florinda que estaba prevista prontamente una
reorganización de la casa museo y que en esas circunstancias podía entreverse una
eventual contratación si cumplía con el perfil de alguno de los puestos previstos. Con

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extrema educación y frialdad el director sugirió que depositara su curriculum vitae en la
secretaría de la biblioteca en el más breve plazo.

Sin saberlo Juan Gonzalo había desencadenado una guerra en la que tenía todas las de
perder.

Al día siguiente el chino Huarca, entonces asesor principal del gobernador lo convocaba
para hablar de problemas graves en la biblioteca. La rencorosa Florinda había hecho un
reporte via whattsaap a su madrina Clarabella indicando que el director había humillado al
indefenso Delgadillo y que el afrancesado se negaba a su contratación por cuestiones
racistas. Juan Gonzalo no cabía de asombro e indignación. Concentrado en explicar su
posición, el despistado escritor no se percataba que el interlocutor era igualmente parte de
la mafia que había decidido desaforarlo.

Y le dio razones suplementarias para la ejecución sumaria. Juan Gonzalo defendió su


concepto de bien común: El funcionario público está para servir las necesidades de la
población desprotegida, para gestionar el erario nacional, fruto del esfuerzo del pueblo
trabajador; el funcionario no puede servirse de su puesto para favorecer privilegios de
allegados. Sobre todo si el proyecto político, (el proyecto Condorcanqui), estaba destinado a
objetivos supremos de justicia social, de desarrollo armónico, de afirmación de identidad, de
creación de ciudadanía no podía reducirse al otorgamiento de puestos de trabajo
inmerecidos.

Delgadillo, Cerdafina, Clarabella, el chino Huarca y el propio Condorcanqui estaban en el


poder para perpetuar la expoliación y la desigualdad. Frente a la incertidumbre del mundo,
frente al derrumbamiento de la utopía social, frente a una sociedad adicta al consumismo, lo
que les quedaba era la creación de nuevas formas tribales que garanticen su propia y
egoísta seguridad, que los proteja de la temida enfermedad de la pobreza.

La mafia enquistada y engordada en el gobierno regional era apenas una aplicación de los
mandamientos del capitalismo depredador. Y Juan Gonzalo, en ese contexto, el maldito
estorbo en la consecución de su turbio destino.

La guerra estaba declarada y el ordenamiento de las fichas en el tablero complicado para el


director de la biblioteca.

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XVIII

Leda y su habladita

Tus besos en mi espalda

Adorado mío

Hartos besos ¿me das mientras duermo, no?

A-dorada por ti

Cuello en cinabrio

Dedos calientes, los tuyos

Caderas seditas, las mías

Dedos exactos

El barroco posee seis columnas ingeniero:

Las cuerdas de Don Raúl García Zárate

Y el vals peruano, una guitarra: Oscar Avilés

¡Todo lo demás es ilusión!

Rey Midas, ¿Mi das un vasito de agua?

Gatunas maneras

Tatuajes de uña

Garritas y gomitas

Ronrroneologismos

Gruñidos gruñones

¿Una mordidita en el cogote ya? Te doy una china…

¿Me amas hartito o tantito?

Con yapa mi vida, pe

Mordida súbita

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La noche cayó de golpe

Petroglifo sobre la huaca sideral

¿Has visto el potasio que me manejo?

Y eso que no voy al gimnasio

Por tu culpa

Ya estoy harta de los chiflidos pesados en la calle

He bajado dos tallas, mira

Es tu culpa

¿Te gusta el tallarín verde?

¡Regálame tu lunar!

Y te hago una huancaína

No, regálamelo sin nada a cambio

Pero con qué te quedas también, ¿no?

¿Ya no me gustarías tanto como ahora?

¿Y por qué te demoraste tanto?

¡No estarás coqueteando en la tienda, eh!

Yo sé todo, todo

¿O tengo cara de tonta?

Quisiera morirme en este estado: Feliz

¿Me has embrujado no?

¡Por qué tardaste tanto en convocarme de nuevo a tu vida!

¿Por qué te ríes?

¿Por qué te sonríes?

¡No te rías de mí, eh!

¿Qué es lo que más te gusta de mi cuerpo?

¿Y cuando no estoy, me extrañas?

¿Hartito o tantito?

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¿Es cierto lo que me has dicho?

Que te hago falta como el aire

Eso es para mí, ¿no?

¿No se lo has dicho a ninguna otra?

¿No eres asmático, verdad?

Habla pues, dime algo

O has algo

Aunque sea ráscame el alma

¿Piensas que estoy loquita?

¿Loquita o locaza?

Loca de ti, seguro

¡Cómo te gustaría oírlo de mi boca ¿No?!

Pero no

Me has hecho renegar

No me hagas acordar nomás

Que te muerdo hasta sangrar.

Ahora tengo que vestirme

No te pongas triste

Te dije que tenía que volver temprano a casa, mi vida

Fue rico hacer chis juntos ¿no?

Los dos calatitos bajo la colcha

Y tus besos en mi espalda

Nos hemos construido lindos recuerdos hoy, ¿nocierto?

¿Te puedo hacer una preguntita?

¿Me amas tantito o muchito?

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¿O demasiadito?

¿Ah?

A mí también me cuesta partir, ¿qué crees?

Y el invierno que no quiere terminar

Esta noche el frío ha llegado a 23 grados bajo cero en las llanuras de Patahuasi

Pobres vicuñitas tendrán que vencer la timidez y apapacharse entre ellas

Tan delicadas son que resulta raro imaginarse una vicuña macho

Con sus hermosos ojos y sus largas pestañas

¿Tan largas como las mías nocierto?

¡Habla pe zorro!

¿Qué te cuesta reconocer que te sacaste la lotería?

¿O la suertuda soy yo?

La bendecida por los apus

Qué cruel es el tiempo

Me tengo que ir y no tengo ninguna gana

¿Pero te ha gustado amarme, no?

Aunque no cumples tu palabra

Yo te pedí unito y luego resulté con cuatro al hilo

Me has sacado mi ancho

Debemos contratar un masajista urgente

Y negro retinto ya que estamos

Me duele rico, todo

No siento mis brazos

¡Síndrome de la Venus de Milo!

No siento mi poto

¡Síndrome de Jennifer López!

Y las gomitas se me acalambran

Llámame un taxi antes de que ponga a llorar…

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3

¿Qué cómo hice para sobrevivir sin ti?

La pregunta de los cien mil reales

Mientras tanto he muerto varias veces

He juntado mis cenizas y del montoncito salió un sendero hacia tu cuerpo

¡Cuántas garitas, cuántos pasos a desnivel, cuántos alambres de púas!

Los abismos insondables de la duda

¿Me amará aún?

¡O ya tiene una polilla barata que se come mis bordados!

¡Horrendas “Mariposas de la noche”!

No toquen mi manto Paracas

No toquen mi momia fresca

Vayan a buscar victimas en los semáforos de la avenida Jesús

O en el adoquinado mojado de París

Acá estamos completos, perfectos

Sin estuques en la cara,

Sin artificios de charlatán de esquina

Somos, estamos hermosos

Los ojos agüitas de emoción por contemplar el fulgor amado

La piel gallina de rozar el aliento caliente del deseado.

¿Perfumada de mi aroma te dejo la casa no?

Por qué lloras entonces

¡Estuve y estoy todo el tiempo contigo amor, no te das cuenta tontito!

¿Por qué dios santo tenía que tocarme un sensible así?

Deja de llorar carambas

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¿No estás contento de verme?

¿Es por eso? Ahhh es por eso…

¿Estás contento vidú amado?

¿Lloras de alegría?

¡Qué hermoso!

Pero cálmate ¿ya? Que quiero hablarte de algo importante

Ya mi vida, ven para acá,

¿Quién es la mamá?

Ya ya

¿Y quién es su guagua?

Ya ya

¿Te acuerdas de tu proposición?

Aquella cuando estábamos en la oficina del Puente Bolognesi,

Mientras yo ponía la canción de Silvio en mi compu,

Si pues la serenata diurna que te di a las once y cuarenta y cinco

Confesándote que era la canción que más me gustaba de toda la trova cubana

Y que para ti era exactamente lo mismo

Y te emocionaste tanto por semejante concordancia

Que dijiste a viva voz: “me caso, me caso contigo, caracho”. ¿Te acuerdas, no?

¿Qué cuando es la Fiesta de la Mamá Asunta en Chivay?

El 15 de agosto por supuesto

¿Quieres ir?

Ese día se representa la danza más espectacular del Valle del Colca

El Turku Tusuy, el maravilloso Turku Tusuy

Un compendio de la historia universal

Esos Colcas son unos locos, locazos

¿Cómo yo, no mi vida?

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En serio, en esa danza original se representan personajes históricos

Desde la invasión de la Europa mediterránea por los mahometanos hace diez siglos,

Pasando por la Reconquista de los Reyes Católicos,

El Incanato, la Conquista Española, hasta nuestros días:

Los turcos, espadas afiladas en las cimas del apu Mismi

El Inca-Rey, cetro espiga de maíz y lorito,

Mando magnánimo, solemnidad humilde, humilde solemnidad

Sol y Luna, las dos mitades del cosmos andino

El chucchu, zorro flotando en el aire

Las doncellas ¡tan ariscas las moriscas!

El chanchamachu, orden caótico

Los imberbes flecheros del sol

El huaylla huiccha tamboril celeste

Los Negrillos cargando un cetro repleto de dolor antiguo

La Virgen Asunta bailando bajo los arcos…

Están re locos estos colquences

Cada personaje posee una corporalidad única, como debe ser pe

Son más de mil años calendario que concierne esta historia

¿Cómo caminaba Muhammad XII el “Infortunado”, último emir de Granada?

Ese, cuya madre le dijera saliendo para siempre del territorio ibérico dominado durante
siglos:

“No llores como niño, lo que no supiste defender como hombre”

¿Cómo caminaba el arquitecto del Cápac Ñan?

¿Cómo pues público inculto?

¿Cómo?

¡Como el Califa-Rey-Pachacutek de la danza Turku tusuy de Chivay, pe!

Y no me hagan guiños los de la otra banda que Chivay es un nombre antiguo

No, la nueva ciudadela de los chivos

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No se me emocionen

¡Chivay, capital de la provincia de Caylloma, departamento de Arequipa, qué curuju!

Una relojería exacta hecha con manos bordadosas

Los altares, la andenería en plenilunio

Y las bandas, cosa seria

La Filarmónica del Colca, los papi- rickys asumen con naturalidad que son lo máximo

¡Y tienen razón los concheysuvidis!

Estrenando casaca en cada tocada, ¡imagina el closet de los manes!

Cuando se sabe que durante todo el año, cada semana hay fiesta que requiere su precioso
concurso…

¿Vamos?

En tres horas estamos del otro lado del Chachani, del volcán pe….

Y tu proposición, ¿cuando hablamos de tu proposición?

¿Escuchas como ladran los perros en la calle?

¿Qué será? No es un ladrido que anuncie temblor

Es más nervioso

¡Están en celo!

Están como locos detrás de la perra con la lunera

Y el Negro que ladra a toda la mancha

¿Qué les dirá no?, “¡qué tanto alboroto por una que ni güena es!”

O “vayan a hacer sus cochinadas a otro sitio”

Ese Negro es un personaje magnífico, defiende su cuadra

“somos pobres pero somos dignos”

Pobre Negro, sus dueños lo tienen todo el santo día y toda la fría noche en la calle

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Sus costillas hacen un harpa ambulante

Pero siempre defiende su frentera, su barrio

Siempre me reconoce en la calle

Viene a oler, a jugar, me agarra del zapato y no quiere soltarlo

El otro día me ha perseguido saltando toda la cuadra

Debe ganarse con los efluvios de nuestro amor celebrado en apoteosis…

¿Los machos en celo pueden matar por un rabo?

No vale la pena hablar de eso

Salvo que quieras pelear

El pasado ya no cuenta

Yo quiero envejecer contigo

Es tu mano la que quiero cuando parta al viaje sin retorno

¿Por qué te empecinas en hablar de los otros?

Acá contamos solamente tú y yo

La historia comienza contigo

Lo anterior es mi Edad de Piedra, de Bronce en el mejor de los casos

Mi siglo de Oro lo viviré contigo, amor

¿Por qué te inquietas cómo me ven los otros?

¿Tu inquietud es de mi actitud con ellos, nocierto?

¿Por qué les otorgo tanta atención?

¿Por qué en las reuniones te dejo abandonado?

¿Por qué hago como si no te conociera?

Es más fuerte que yo

¿Es tan condenable saberse apreciada?

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¿Es tan vergonzoso saberse deseada?

¿Es tan sospechoso socializar con su entorno?

Todos son amigos tuyos, bueno eran, luego de mis “fechorías”

Pero tampoco voy a ponerme como la perrita amarrada a tu silla

¿Quieres tú, hombre libertario, una mujer que se pase la vida mirándote la cara?

¡No pues, así no es!

Yo tengo cosas qué decir por mí misma

Yo tengo mi pensamiento

Yo tengo también mi culturita

Quizás no tanta como la tuya, pero tengo mi ilustración, no me jodan…

Pero eso no debería impedir de estar juntos en una reunión ¿no?

Y luego te emborrachas compulsivamente, bueno te emborrachabas

Pues además has decidido no asistir a las reuniones con los amigos

“Para qué exponerme al dolor inevitable” has argumentado

Pero el otro día disfrazado de sombra llegaste a la fiesta

¿Para espiarme no?

¿Para confirmar tus tesis gaseosas sobre mi infidelidad?

¿Para seguir sufriendo de verme coqueta con los otros?

Yo te dije que iría contigo o sin ti, que estaba comprometida

¿O fuiste solamente para escuchar el Sicuri?

¡Quisiste pasar por una sombra y hasta el pinche Neptuno de la pileta te reconoció!

Para pasar caleta hay que ocultar el aura pe caballero

Y la verdad no sé cómo se hace eso, en tu caso

El amigo que te acompañaba, el loco Mario Quispe, estaba igual de irradiado

Si la Revolución se desata, ustedes serían los primeros en apresar

¿Clandestinos?

Ojalá que cuando eso ocurra estemos del mismo lado del río

En caso contrario meto dedo: yo sé distinguir a la legua quien hierve de exaltación

Entre miles de prisioneros yo puedo designar al poeta…

87
7

¿Y con quien se irá el leopardo africano?

Ese que me trajiste desde las tierras rojas del Malí?

El regalo que nunca quise llevar a mi casa

De bronce patinado por manos callosas

Pero con babero

El babero es la chuspa de mi alter ego

La Kori Pumicha quien decidió ponerle lazo al felino moteado

Con quién se quedarán tus besos en la palma de mis manos

Tus besos en las gomillas de mis pies

Tus besos en mi piel sofocada

En mi espalda re-adorada

¿Vas a rematar en la Cachina tu Arte de Amor Taoísta?

¿Serías capaz de eso?

¿Cómo besar otra piel que no es la mía?

88
XIX

Condorcanqui y la humillación

Juan Gonzalo como podía siquiera imaginarlo. Leda conoció tiempo atrás a Condorcanqui.
“En mi pre-historia” señaló con picardía.

Leda entre sus mil existencias, trabajó como consultora en urbanismo y patrimonio para la
cooperación española y estuvo designada para ocuparse de la restauración de templos en
la provincia donde Condorcanqui era Alcalde. En ese tiempo, antes de la crisis monetaria
que afectaría Europa y particularmente España se lograron articular esfuerzos para dotar a
las provincias alto andinas de profesionales en planeamiento urbano y especialistas que
permitieran la restauración del rico patrimonio arquitectónico existente en la zona, que
lastimosamente corría el riesgo de perderse considerando su ubicación altamente sísmica si
una intervención urgente no se hacía.

El equipo de especialistas estaba dirigido por Luis Buenaventura, un arquitecto peruano de


renombre internacional y que por azares del destino había sido profesor de Condorcanqui
en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Mananbamba.

En principio la relación entre Buenaventura y Condorcanqui debió realizarse de la mejor


manera. Maestro y alumno se encontraban en un contexto de colaboración profesional. Uno
en tanto que perito financiado por la Comunidad Europea y el otro, autoridad de una
provincia que reclamaba a gritos un trabajo de planificación y desarrollo.

Pero las cosas no funcionaron como se hubiera deseado. Ya entonces Condorcanqui era un
personaje imprevisible e incontrolable. Acostumbrado a funcionar por capricho y desde
entonces librado a la tiranía del alcohol y el sexo, anulaba reuniones de trabajo previstas
con semanas sino meses de antelación. Y cuando honoraba las citas se presentaba
completamente borracho y acompañado por mujeres de dudosa moralidad. Lo que
exasperaba al arquitecto Buenaventura no era el hecho de que la autoridad dispusiera de su
tiempo en libaciones y fornicaciones sino que hiciera venir desde lejos (cuatro horas de ida
y cuatro horas de vuelta) a profesionales que habían trabajado concienzudamente en
proyectos que deberían beneficiar a una población necesitada y que por ese trabajo el
alcalde anárquico no gastaba ni un solo centavo, pues el financiamiento provenía de fondos
de los gobiernos europeos. Leda era parte de ese equipo de especialistas y fue, por lo tanto
repetidas veces, testigo de los exabruptos de Condorcanqui.

Fue una mañana de lunes, cuando luego de un viaje particularmente difícil por las heladas
de la temporada y donde el vehículo que transportaba a los profesionales por poco no se

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cae al abismo, que ocurrió lo que tenía que ocurrir. Buenaventura y su equipo llegaron a la
cita programada a las ocho en punto en el local de la alcaldía, con una serie de
expedientes, estudios, planos y demás documentos para decidir sobre la restauración de
tres templos del valle alto andino. Con apenas un café en las tripas los arquitectos,
urbanistas, restauradores, ingenieros, jefes de obra y demás profesionales estaban en la
antesala del despacho del alcalde esperando se los invitara ingresar para la reunión
decisiva. Pasaron quince, treinta, cincuenta minutos, pasaron una hora, hora y media, dos
horas. A las dos horas y media de la cita prevista la puerta se abrió del interior.
Condorcanqui, tambaleante, incapaz de tenerse de pie, terminaba de abotonarse la
bragueta y de un gesto borroso hacía seña para que ingresaran los atónitos profesionales.
En el sillón del burgomaestre una mujer desgreñada y visiblemente drogada los recibía con
las medias de nylon corridas.

Una vez instalados, Buenaventura tomó la palabra en estos términos:

-Quiero disculparme con todos los profesionales acá presentes. Todo esto es mi culpa, y
dirigiéndose a Condorcanqui, todo es mi culpa pues nunca, nunca debí aprobarte en la
universidad. Eras un alumno mediocre y si eres arquitecto es mi entera culpa. He faltado a
mi deber de hacer lo necesario para impedirlo. Joven eras mediocre y ahora
lastimosamente lo permaneces.

Y de un gesto decidido Buenaventura se retiró de la reunión sin dar chance a Condorcanqui


a replicar lo que fuera.

Leda fue testigo de la humillación pública de Condorcanqui por obra de su notable y


respetado maestro. Y como todos sabemos las heridas narcisistas son imborrables.

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XX

El hara kiri del escritor primarioso

Cuando Bboy Huandoy había dejado en la secretaría el oficio solicitando el auditorio


principal de la biblioteca, tuvo la precaución de adjuntar un ejemplar de la publicación. Fue
una buena y una mala idea. Si no fuera por la edición particular de este libro que tenía
forma y espesor de folleto, de seguro que Juan Gonzalo hubiera desestimado la solicitud. El
texto era una narración a la primera persona con un estilo simplón y sin poesía. Pero lo que
se narraba allí no era banal. Era la trayectoria vivencial de un Bboy, es decir de un danzante
de break dance peruano.

Juan Gonzalo sentía respeto verdadero por la búsqueda estética del hip hop. Torciendo un
tanto su maximalismo estetizante, decidió convocar a Bboy Huandoy para hacerle una
propuesta.

En lugar de una clásica presentación harían un evento que reúna las cuatro vertientes del
hip hop: break dance, rap, grafiti y Dj. La idea encantó a Bboy Huandoy quien se esperaba
a lo mucho contar con una sala y un micro.

Pero había que construir el evento desde cero.

Juan Gonzalo convocó a pintores grafiti, a poetas urbanos, a danzantes de break y a cuanto
artista o personalidad estuviera inmiscuida en la práctica de la intervención callejera. Fueron
necesarias varias reuniones previas para crear un colectivo que pudiera interesarse en una
propuesta por demás inédita para una biblioteca regional. Para entonces Juan Gonzalo y su
equipo ya tenían bien calzados los zapatos de promotores culturales. No se contentaban
solamente con la recepción de productos provenientes del exterior, si no que ellos mismos
creaban eventos o hacían propuestas creativas a los artistas del circuito local o regional.

El proyecto se anunciaba ambicioso. Juan Gonzalo en un arranque de entusiasmo propuso


hacer un mural de treinta metros de longitud por cuatro de alto en el fondo de la casona que
albergaba la biblioteca regional. La idea parecía una herejía. Como podían armonizarse los
colores y motivos del grafiti con la arquitectura colonial circundante. Para el director no
había oposición a priori. En sus múltiples viajes en el continente europeo como en el Asia
tuvo la ocasión de apreciar realizaciones artísticas de vanguardia en espacios góticos o
clásicos. Por ejemplo en la Opera Garnier de París, edificio de estilo neo barroco, la
superficie interna de la cúpula era una pintura mural de Marc Chagal. De entrada el estilo
arquitectural second empire nada tenía que ver con el estilo surrealista del artista ruso. Y
sin embargo funcionaban, se armonizaban. Sobrepasadas las controversias al momento de

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la inauguración del fresco (1964), hoy es uno de los atractivos turísticos de la Opera y de la
ciudad de París en su conjunto. Estimulado por este y otros ejemplos Juan Gonzalo creía
con firmeza que su idea era válida. Osada pero válida. Claro la cuestión a resolver era la
forma y la calidad de la propuesta pictórica.

Para evitar malas sorpresas solicitó a los artistas que proporcionaran fotos de sus
creaciones. Los estilos de cada uno de ellos eran francamente diferentes. La constatación
de la diversidad fue una buena sorpresa para el director pues mostraba que el grafiti en la
región tenía potencia y originalidad. Pero había que organizar el espacio que albergaría
una decena de temperamentos y estilos. El boceto se impuso. Mario, quien era el
coordinador de esta parte del evento y quien se encargara de convocar a la mayoría de los
artistas hizo una propuesta temática: a) Los ancestros, b) La tradición y c) La modernidad. A
primera vista el boceto parecía elemental pero Mario por su experiencia sabía que se
necesitaba de un marco teórico para que ese conglomerado de creadores acostumbrados al
desborde pudiese expresarse convenientemente. Lo que estaba claro desde el inicio era
que no habría censura alguna. Solo una vocación de armonía con el artista vecino y por
supuesto con el conjunto del fresco.

El programa general se fue definiendo poco a poco. Al final se optó por una jornada entera
dedicada al hip hop. Del mediodía hasta la medianoche. El nombre: “Tengo lleca”.

El momento central, sería la presentación del libro de Bboy Huandoy.

Del lado de los poetas urbanos las cosas se fueron articulando sin mayores problemas.
Alexander operaba como coordinador-manager de los numerosos practicantes del slam y
del rap con eficiencia y pulcritud. Un clima de respeto y consideración se instaló en los
intercambios. Todavía quedaban mil detalles por resolver pero la alucinación de Juan
Gonzalo tomaba forma.

El revuelo y entusiasmo en el seno de los artistas urbanos alrededor de esta manifestación


fue tal que por propia sugerencia de los interesados debió cerrarse la nómina de
participantes. Entre músicos, danzantes, pintores y raperos el colectivo llegaba a la
cincuentena. Cincuenta artistas en escena era ya un evento de envergadura.

Y con el número creciente se fueron manifestando los egos. Quizás la culpa la tuvo el
propio director pues insistía en persuadir a los diferentes artistas en marcar los anales con
una propuesta contundente. “Vamos a crear un hito” reiteró para afirmar su confianza en los
creadores allí reunidos.

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Las primeras señales de alerta aparecieron cuando se estableció la cita para “tratar” el
muro que cobijaría la obra de los grafitis. Como la superficie era considerable, se convino en
comenzar con varios días de anticipación para que llegado el día D se dieran y en presencia
del publico los últimos toques de spray de esta obra de ciento veinte metros cuadrados. Los
encargados designados por los propios artistas hallaron que “el muro tenía muchas
imperfecciones”. Partes del estucado se habían caído y requerían de un re masillado. Juan
Gonzalo que conocía el muro pues antes de proponerlo lo había revisado no lograba
comprender. En tanto que muro medianero estaba sujeto a imperfecciones fruto del tiempo,
la humedad y otros avatares de la intemperie pero estaba en buen estado. Cuando por
teléfono Richitón le decía que el tiempo de resanar el muro no alcanzaba para hacer el
mural en los tiempos previstos, por poco no se le sale toda la calle que llevaba dentro y
mandaba a rodar al grafiti exquisito. Un grafiti que se respete no analiza si un muro está
bien estucado o cosas por el estilo. Elije un muro por su ubicación, por su dimensión.
Richitón y sus acólitos estaban pensando más en la eternidad de una obra aún no
comenzada que en la ocasión única que se les ofrecía de exponer una obra colectiva en
una de las casonas más hermosas y más antiguas del Centro Histórico.

Si los artistas de la calle se engríen peor que los artistas de salón a donde vamos,
reflexionó contrariado Juan Gonzalo. Tanta cháchara, tantas horas invertidas para dimitir
por un insignificante hueco en un muro de ciento veinte metros cuadrados de superficie, en
fin…

El problema era que el afiche ya se había publicado, que las entrevistas en los medios
estaban circulando y que nada podía ya parar el carro lanzado a cien por hora.

Conforme a lo conversado, el colectivo de artistas se encargaría de intervenir la casona con


decoraciones alusivas a la performance. Bboy Huandoy se propuso para armar una en
relación a su libro. Su idea era un cordel de imágenes que atravesarían el corredor principal
que unía el primer patio al segundo. La víspera y sin mayor ayuda instaló su cordelera. Juan
Gonzalo atareado por las mil cosas de orden logístico a resolver solo descubrió la
instalación el día D. La sucesión de imágenes era apenas creíble. Se trataba de fotocopias
de certificados escolares, fotos de infancia y documentos personales tipo partida de
nacimiento. Un cordel que resumía la evolución esencial del Bboy. Consternado el director
tuvo que retener su impulso primero de retirar ese manifiesto egocéntrico, primarioso y sin
humor. Pero él mismo había aceptado la instalación del cordelito ese sin preguntar sobre
contenido ni forma. El día comenzaba mal.

A pesar que la instalación del dispositivo completo de la jornada se había comenzado la


víspera, todavía quedaban cosas por resolver. La intervención era en la casona entera, es

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decir en el primer patio, la pérgola, el auditorio; el corredor que unía los dos patios, el jardín
del segundo patio, el auditorio de audiovisuales, la sala de exposiciones y el tercer patio
donde se trabajaba el mural. Es decir se había puesto a disposición toda la casona para
esta manifestación. El compromiso con el conjunto de artistas era de estar desde las ocho
de la mañana para acabar la instalación y comenzar como previsto a las doce del mediodía.

Los diferentes participantes fueron llegando al recinto. Pero quien brillaba por su ausencia
era Bboy Huandoy. Él, quien además de la presentación de su libro era responsable de la
parte de danza con un elenco de break conformado por colegas y alumnos de su academia.
Cuando ya daban las once de la mañana el personaje no aparecía. Visiblemente molesto,
Juan Gonzalo llamó al Bboy para preguntarle por donde andaba. Este con una des
contracción total le decía que estaba lejos y que iba a demorar. Juan Gonzalo le recordó
que se había comprometido a estar en el lugar a las ocho y que además debía proporcionar
unos proyectores de luz y un equipo portátil de sonido que se utilizaría en el preludio del
evento en la plaza contigua a la biblioteca. La respuesta del aludido fue que podían
comenzar sin él. Juan Gonzalo al borde del ACV le recordaba que el evento comenzaba con
su intervención en la plaza, que eso estaba consignado en el programa editado en mil
ejemplares y que el resto tenía que articularse sin tiempos muertos y que además él estaba
al corriente de todo eso pues había participado en todas las reuniones de coordinación
previas. Ante tamaña indolencia y cinismo Juan Gonzalo simplemente lo conminó a
presentarse inmediatamente en la biblioteca.

Ya daban las trece horas y recién apareció el escritor-danzante. Para evitar crear mayor
malestar Juan Gonzalo lo invitó a charlar aparte y en presencia de Alexander que resultó
siendo por la fuerza de las circunstancias el coordinador principal de la jornada. Ya tenían
una hora de retraso y de lo que se trataba era ponerse de acuerdo como reacomodaban el
programa pues todo había sido cronometrado al minuto por el número importante de artistas
participantes. El Bboy Huandoy, en lugar de excusarse por el retraso inquirió con sorna si
Juan Gonzalo seguía molesto. El director adivinando una maniobra para evitar lo esencial
fue al grano.

-¿A pesar del retraso, podemos hacer el programa conforme a lo que habíamos concebido?
¿Es decir podemos hacer la introducción en el plaza? dijo Juan Gonzalo de un tirón.

- ¿Tenemos equipo de sonido? Inquirió Alexander a Bboy Huandoy.

-No hay equipo. El amigo que debía traerlo ha tenido un problema, respondió lacónico
Huandoy.

- Pero has debido pensar en un plan B, retornó incómodo Alexander.

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-Estoy muy ocupado, tengo que trabajar, estudiar… intentó Bboy Huandoy.

-Un ratito, un ratito, cortó el director, y ¿qué crees que hacemos nosotros, que nos pasamos
los días rascándonos las verijas?

-Bueno, entonces si no hay equipo no se puede hacer el preludio en la plaza, concluyó


Alexander.

- ¿Y los reflectores que prometiste, los has traído? Hay que instalarlos en el acto pues
luego que arranque el evento no tendremos manera de hacerlo, continuó Juan Gonzalo con
ansiedad.

-No hay proyectores tampoco, respondió el danzante con desgano.

-Y claro tampoco hay un plan B de tu parte, aseveró Alexander echando chispas por los
ojos.

- No, he estado todo el día ocupado en ver lo de los libros. Me vengo del Terminal Terrestre.
Y los libros no han llegado de Lima.

-¿Quéééé? Por poco no se desmaya Juan Gonzalo. ¿O sea vamos a hacer una
presentación de libro sin el libro? Pero este proyecto lo venimos trabajando hace dos
meses. ¿Y has esperado el último día para que te lo envíen? ¡Pucha, disculpa Huandoy
pero te pasaste eh! Juan Gonzalo pudo apenas terminar la frase sofocado de indignación.

-¡Y por supuesto no tienes un plan B para el libro! exclamó Alexander con sorna
devastadora.

-Puta, qué van a comprender ustedes pe, ustedes la tiene fácil, yo tengo que trabajar,
estudiar…

-Oye, oye interrumpió Juan Gonzalo, no intentes huevearnos, ¿ya?, tú no sabes nada de
nuestras vidas. Acá lo que estamos constatando es que eres pura boca. Que te
comprometiste a hacer varias cosas y que no has cumplido. No vas a voltearnos la torta y
hacernos aparecer como los culpables de tu irresponsabilidad.

-¿Ya terminaste de rayarte? lanzó Bboy con desafío tuteando por primera vez al director.

-Recién comienzo Huandoy, tú no me conoces, puedo tener más calle de lo que te


imaginas.

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-Si tú puedes rayarte, yo también puedo rayarme qué cosa crees huevón. Y sin mediar más
se dirigió al corredor donde había colgado su cordel biográfico y empezó a arrancar hoja por
hoja con ostensible provocación.

Juan Gonzalo estuvo a punto de alcanzarlo y propinarle una bofetada, por faltoso, pero se
contuvo. Dejo que prosiguiera su show y para no mortificar al público que ya se había
instalado en el segundo patio indicó al portero de ayudar al insolente a retirar sus hojas e
invitarlo a que se retire.

Alexander percibiendo la furia del director le susurraba al oído que se calmara por favor.

La jornada dedicada al hip hop no comenzaba aun que ya había un muerto. El hara kiri del
debutante escritor…

Juan Gonzalo nunca más supo nada del inefable Huandoy. Pero podía imaginar la cara
desencajada de éste cuando descubriría el reportaje del diario El Andino. A doble página y a
full color, los miles de lectores descubrían el evento con el título: “Una biblioteca con lleca”
donde se consignaba con lujo de detalles y en un tono ditirámbico la iniciativa de Juan
Gonzalo para reconciliar la cultura oficial con la cultura popular, la cultura libresca con el
saber de la calle. Bboy Huandoy que estuvo al origen de esta aventura quedó sepultado por
su propia estupidez.

96
XXI

Las compensaciones del semidiós

El chino Huarca como todo semidiós que se respete, era ateo. Por supuesto que le hubiera
encantado estar en los zapatos de Condorcanqui. Ser el primero, el deseado, el venerado,
el elegido. Pero el maldito destino lo había rezagado, lo había conminado al rol secundario.
Por esa razón así como pretendía lealtad a prueba de balas, también detestaba a muerte a
Condorcanqui. A veces pensaba amargamente que la vida era injusta, mal hecha. Las
virtudes que el gobernador enarbolaba también él creía poseerlas, solo le faltaba ese “algo
más” que hace la diferencia. Esa puta micra que te hace más audaz, más sexy, más
inteligente.

Para compensar la frustración de ser el “namber wuan”, el chino Huarca quiso improvisarse
titiritero. Su larga experiencia en el terreno de la política criolla le permitía manejar un
repertorio de trucos para mantenerse en el poder. Él había comprendido a cabalidad el
funcionamiento de la venalidad humana. Su presupuesto ideológico era que cualquier
persona tiene un precio. El asunto a resolver es simplemente el monto. Ahora en su rol de
asesor de gobernación podía darse el lujo de jugar vilmente con los apetitos materiales de
sus congéneres. Una vez asegurado el triunfo electoral, el antes oscuro personaje se
transformó en vedet de cine mundial. A cada paso que daba en los corredores del gobierno
regional, la gente lo asaltaba con una sonrisa de oreja a oreja y enarbolando piropos sobre
su sapiencia y elegancia. A algunos sólo les faltaba gritar ditirambos a la profundidad de su
sombra. Ni qué decir de las damitas. El sajiro se distribuía por quintales. Miraditas,
sonrisitas, guiñitos de ojo. Los pantalones los llevaban ceñidos, a punto de reventar; las
blusitas desabotonadas con maestría cachonda; el maquillaje de ley. Gracias a estas
candidatas a funcionario público, el ruquismo estaba a punto de convertirse en carrera
profesional con título a nombre de la nación.

Y el Chino Huarca feliz, detrás de cada número de damita anotado en su descomunal


teléfono celular, se perfilaba una potencial felación. Los franceses llaman a estas prácticas
la “promoción sofá”, para obtener una promoción en el empleo o para conseguirlo hay que
pasar previamente por el sofá del jefe. Lo que define una contratación no está consignado
en el curriculum vitae sino en la pericia para entregar sus encantos. Las reglas estaban así
echas, cada uno sabía de antemano a qué atenerse. Y por supuesto el asunto no acababa
con la firma del contrato. Las damitas sabían que para mantenerse en el puesto y
eventualmente ascender, los pasajes por el sofá iban a repetirse y los engreimientos del jefe
o padrino, acrecentarse.

97
Las pobres compensaciones de un semidiós…

Quienes algún día probaron el elixir del poder no quieren soltarlo por nada, se vuelven
drogos. Pues a quien no le gusta que lo adulen, lo celebren. A quien no le gusta que le
abran las puertas de los taxis, que se preocupen por uno del calor o del frío imperantes. A
quien no le gusta que lo reconozcan en la calle, que lo saluden, que lo miren con deseo,
con envidia. El ejercicio del poder es el mejor afrodisiaco. De la noche a la mañana te
vuelves sexy.

Pero a pesar de su casi divinidad, el Chino Huarca era igualmente humano, recontra
humano. No se satisfacía con lo que el destino le había regalado, él quería más. Quería
definir la vida de los demás. Quería saberse factor de desastre. Quería muertos en su
haber. Reales o simbólicos pero su todopoderosa soberbia reclamaba cráneos a exhibir.

Esa fue la razón oculta de su obsesión por hacer el catastro de incondicionalidad. Él sabía
de antemano que luego del informe antojadizo sobre la fidelidad a Condorcanqui, caerían
cabezas. Su fascinación por los films péplum era tal, que saboreaba anticipadamente
cuando él, cual emperador de provincia, bajaría el pulgar condenando a fulano o mengano.
El vacilón suplementario sería la súplica desesperada y humillante del agonizante para
mantenerlo en vida, para acordarle su preciosa confianza. Qué mejor excitación que
saberse dueño de una existencia, de vacilar con pereza si perdonar o no a un ser herido sin
dignidad ni defensa.

98
XXII

La intuición clínica de Leda

De pronto un día Leda se apareció en la biblioteca. Sin anuncio ni protocolo se dirigió a la


oficina de Juan Gonzalo. Luego de la inicial sorpresa, el director se puso a contar con gula
los proyectos culturales que estaba articulando en ese momento. Leda lo escuchaba con
atención e interés. Al cabo de media hora de exposición interrumpió al afiebrado director.

-¿Cuánto tiempo piensas permanecer en el cargo?

-Pues no sé, el mandato del gobernador es por cuatro años…

-Pero tu proyecto no es para cuatro, ¡es por lo menos para cuarenta!

-¿Y eso está bien o está mal doctora?

-Pues depende. Tu proyecto es estratégico, puede provocar una verdadera revolución.


¿Eres consciente de eso?

-Tus palabras me halagan. Aquí en este país, que apenas reconozco hay una profunda
incomprensión del rol de la cultura en el progreso y bienestar de la nación.

-¿Y son buenas tus relaciones con el gobernador? ¿Qué piensa de todo esto?

-Yo creo que son buenas. Hasta hoy ha mostrado interés. El problema radica en la gente
que está a su alrededor. Los gerentes, subgerentes y asesores piensan como ese nazi
cojudo: “cuando escucho la palabra cultura, saco mi pistola”.

-O sea a parte de Condorcanqui, no tienes otra gente que te defienda…

-Un tiempo pensé que el chino Huarca estaba de mi lado, pero ese tipo es raro, es doble
careta.

-Ah. Hay que cuidarse de él entonces.

- ¿Y tú Leda maravillosa, no quisieras darme una manito en esta chamba?

-¿Para hacer qué, no me dijiste que tenías ya un equipo?

-Sí y es gente estupenda. Pero es difícil compartir ciertas cosas. Al cabo de treinta años de
ausencia me he percatado que el Perú es un país extranjero. A veces me siento
desamparado.

-¿Y tú confías en mí?

99
-Más que en mi propia vida. Los ojos de Juan Gonzalo estaban agüitas.

La incorporación de Leda al equipo se hizo con mucha naturalidad. Ella pidió que no
hubiese remuneración ni cosa parecida. Su valiosa contribución debería permanecer como
un aporte voluntario en honor a la importancia del proyecto y por el inmenso respeto y amor
que sentía por Juan Gonzalo. Este último aspecto debía ser manejado de la manera más
delicada. Leda sugirió mantener su relación en el más estricto secreto para evitar
habladurías, chismes y demás intrigas. Leda, a pesar de su brillante trayectoria profesional,
se incorporaría al proyecto con el rango de colaboradora ad honorem.

Su fineza de percepción no tenía comparación, Leda al cabo de cinco minutos de charla


podía hacer una radiografía espiritual de las personas. Al inicio sus comentarios ofuscaron
al director. Juan Gonzalo se resistía a juicios tan contundentes. Pero poco a poco tuvo que
rendirse ante la percepción casi quirúrgica de la bella arquitecta. Al cabo de una semana de
frecuentar el personal de la biblioteca Leda pintó un panorama desolador. Salvo dos o tres
el resto no eran fiables. Empantanados en sus propios complejos, fosilizados en sus
prácticas de desidia e interés mezquino, los trabajadores (una treintena) no aportarían nada
sustantivo al proyecto ambicioso de Juan Gonzalo.

Leda lo previno, pero el optimista enfermizo no le hizo caso. La señora Zeta fue el blanco
principal de sus reticencias. Leda sugirió deshacerse de ella. Retirarle el cargo de jefe de
personal y de asistente administrativo. Pero el testarudo no quiso aceptar que se había
equivocado. Craso error, craso error.

Pero así como podía ser acerba crítica, también podía descubrir la perla rara. Sus opiniones
con relación a las decenas de proyectos a evaluar cada semana, permitieron a Juan
Gonzalo a separar la paja del trigo. Ella, sin necesidad de tanto rollo, comprendió
exactamente hacia donde se dirigía el proyecto que pretendía ser el cimiento de una
revolución cultural pensada por el trotamundos director. Quizás en esta complicidad de
viajeros impenitentes era donde residía su extraña química. Ambos y por caminos y
trayectorias distintas habían recorrido mundo, se habían confrontado a otras mentalidades y
paradigmas. Los viajes y por supuesto la común pasión por el mundo andino. No se trataba
entre ellos de intercambio frío de información o de concurso de sapiencias. No, sino de
verdadera pasión por este mundo-universo que no cesaba de fascinarles. Cuando a partir
del detalle de un tejido paracas o el estribillo de un huayno altiplánico su emoción se
despertaba, Leda y Juan Gonzalo lloraban literalmente de felicidad y secándose los mocos
se reafirmaban en la necesidad de perennizar, de proteger, de divulgar esas realizaciones
que eran obra de paisanos y ancestros. Su pasión por la cultura andina estaba en esa

100
perspectiva histórica trascendente, alejada de chauvinismos baratos, de entusiasmos
fáciles.

Con la llegada de Leda, en el equipo del Centro Cultural se imprimió una nueva dinámica.
Más audaz, más ambiciosa. Si antes el director aceptaba a regañadientes las solicitudes de
sala e infraestructura para lecturas de poemas que no eran poemas, ahora por fin se decidió
a ponerles pare a los impostores. En particular al Centro de Antipoetas de Mananbamba
que quería hacer de la venerable biblioteca su salón burgués de tertulias desabridas.

Un buen día ante el embarazo del director por la omnipresencia de las pésimas
versificadoras, Leda confrontó al director de manera frontal:

-¿Has leído sus textos?

-Sí.

-¿Y qué piensas?

-Son una cagada. Como dirían los franceses “Ni fait ni à faire” (“Ni hecho ni por hacer”). Son
pésimos, escolares, cursis, forzados, sin música.

-¿Por qué les das cabida entonces?

-Porque son una institución, dizque respetable, con más de treinta años de existencia en la
ciudad.

-¿Y?

-Y no sé. Siempre me he preguntado si estas señoras burguesas hacen daño a alguien


publicando sus mamarrachos.

-¿Y?

-Pues sí, hacen daño pues crean una cultura de la mediocridad. Y de la impostura. Para
algunos jóvenes pueden convertirse en modelos a seguir. Además de promover en el
publico un canon traficado.

-¿Y la poesía en todo esto?

-La poesía sufre, el poeta verdadero agoniza…

-Entonces diles no. Si prosigues en apañar estos tráficos te conviertes en cómplice.

-Entonces les digo no…

101
-Y también que cambien de oficio. Sugiéreles de dedicarse al macramé.

La negativa de local a las escritoras acarreó un problemón. Sin embargo Juan Gonzalo
intentó no decir el fondo de su pensamiento y arguyó problemas de sobrecarga en la
agenda para explicar la negativa. Al día siguiente aparecieron en la página web de la
biblioteca una serie de comentarios insultantes sobre la gestión de Juan Gonzalo.
Camuflados en seudónimos ridículos, las señoras derramaron excremento sobre la
biblioteca regional. Lo chistoso del caso era que esas mismas señoras, en la misma página
web, días antes habían publicado exactamente lo contrario deshaciéndose en elogios y
piropos. El volte face de las escritoras divirtió inicialmente a Juan Gonzalo. “Están
respirando por la herida” pensó “Ya se cansarán” concluyó despreocupado. Qué lejos de la
verdad se encontraba una vez más.

Las señoras, a pesar de su avanzada edad, tenían una envidiable vitalidad para la diatriba.
Los comentarios seguían llenando la página de la biblioteca y el tenor de su ira in
crescendo. En algún momento Juan Gonzalo pensó en escribir una respuesta a la cascada
de insultos, pero andaba muy ocupado en otras cosas y siguió apostando al cansancio de
las detractoras.

El incidente se convirtió en real problema cuando un día, las mismas personas que
insultaban por las redes sociales se presentaron en la secretaría para solicitar una sala para
un evento pero con nombre de institución distinto. Perplejo Juan Gonzalo no supo
reaccionar con rapidez y accedió a la solicitud. Ingenuamente pensó que su gesto podía
calmar los ánimos y traer un poco de serenidad. Pero no. Al día siguiente del recital, los
comentarios difamatorios continuaron. Pensando tomar al toro por las astas, el director
llamó a la presidenta del Centro de Antipoetas, la señora Olga Llosa para hacerle saber su
desconcierto. En un tono calmo y respetuoso recordó a la responsable de la institución los
hechos. Ésta aparentando no estar al corriente, se escandalizó de cómo miembras de su
asociación se hubieran prestado a tamaña vulgaridad. Juan Gonzalo solicitó por favor que
cesaran los insultos que estaban atentando contra el prestigio de una institución y de su
persona. La señora arguyó sin embargo que esos comentarios eran personales y que a
pesar que eran identificables las autoras, ella, no podía hacer nada por impedirlos. La
paciencia de Juan Gonzalo llegó a su límite pues del otro lado del teléfono se expresaba
una mala fe colosal. “Cómo luego de ser recibidas con cortesía en nuestra casa ustedes
pueden permitirse de insultarnos públicamente, un poco de coherencia por favor”. La
contundencia del argumento dejó sin piso a la señora. Pretextando el tono subido del
director, no quiso escuchar más e invirtiendo la situación proclamó sentirse ella ofendida

102
pues “no se le habla así a una dama”. Y sin más colgó el teléfono en las narices atónitas
del director.

103
XXIII

Celina, la charapa de armas tomar

Entre Jerry el aimara y Celina la charapa no había nada en común. Nada salvo la revolución.
Ambos eran fanáticos, ambos la consideraban como su primera urgencia. Un amor, una
familia, una carrera profesional no podían competir con el proyecto mayor, con la razón de
sus existencias. Su encuentro estaba predestinado. Lo curioso era que para cualquier
hombre normal tener a su lado una mujer tan hermosa y sexy como Celina debía ser en sí
una forma de consagración. Pero Jerry era especial, él manejaba otros parámetros.

Celina, al momento de su encuentro con Jerry, ya tenía detrás suyo una trayectoria digna de
un canto de gesta. Cuando un buen día a pesar de su amor por el inexperto Juan Gonzalo,
decidió bifurcar, lo hizo luego de una fría evaluación. Las magníficas ensoñaciones
alrededor de la poesía no le eran suficientes: ella quería acción. Ella quería saber a ciencia
cierta si tenía los ovarios para poner en juego su vida por la revolución. Con Juan Gonzalo
hubiera necesitado muchos años, demasiados, antes de compartir con él su proyecto. La
diferencia de edad se agrandaba a medida que pasaba el tiempo. Y sin embargo los tres
años que ella le llevaba no eran nada…

Además Juan Gonzalo estaba bien en lo suyo: la poesía, las divagaciones estéticas, una
suerte de delicada flor erigida en medio del fango. Celina en cambio tenía diseñada una
vida a alto riesgo. Las epopeyas revolucionarias de Cuba, Vietnam, China, Rusia habían
solicitado su imaginario a tal punto que no podía imaginar su aventura personal por debajo
de personajes libertarios como Tania la guerrillera, Micaela Bastidas, Tomasa Tito
Condemayta, Juana Azurduy.

Celina manejaba el tiempo de la urgencia. Juan Gonzalo el tiempo de la contemplación. Allí


residía el desencuentro. En 1985 los eventos se precipitaron. Los diletantismos de la
izquierda a la cual pertenecían llegaron a su punto insostenible. La aparición del MRTA,
puso en jaque a todos aquellos que proclamaban hacer la revolución. Ya Sendero
Luminoso había iniciado su sangrienta guerra y ahora estos nuevos combatientes
aparecían para catalizar el descontento y frustración de jóvenes que como Celina estaban
dispuestos a entregar su vida por una causa que restableciera justicia y libertad.

El reclutamiento no se hizo esperar. Los cuadros del MRTA, preparados para captar los
entusiasmos afiebrados, contactaron a Celina y le propusieron de incorporarse a la causa.
Inicialmente como una simpatizante dedicada a labores modestas, cuestión de verificar la
consistencia de sus convicciones y por medida evidente de seguridad. Celina no solo
cumplió con las tareas sino que fue demostrando una inteligencia y temeridad remarcables.

104
Las nuevas misiones fueron llegando, cada vez más importantes, cada vez más peligrosas.
Al interior de la organización clandestina la leyenda de la hermosa intrépida se fue abriendo
camino. La leyenda se fue incrementando con otras virtudes adicionales atribuidas al
personaje al punto que todos, desde los cuadros de base hasta los cuadros intermedios
querían conocerla. El sordo revuelo de la presencia de Celina en la organización llegó por
supuesto a oídos de los jefes regionales. Jefes que no por muy revolucionarios dejaban de
ser hombres de carne y hueso. Varios entre ellos y sin conocerla personalmente ya
soñaban con conquistarla para reconstruir el mítico tándem de Bonnie and Clyde. En los
tiempos difíciles de la conspiración, uno se va construyendo modelos nuevos, uno no deja
de soñar...

Pero la lucha revolucionaria tiene sus contingencias, muchas veces lejos de los films de
Hollywood. Una tarde lluviosa Celina tenía la misión de recibir unas cajas de madera de un
contacto en un asentamiento humano cerca a Miguel Grau. Las cajas contenían algo
precioso para el movimiento. El responsable local no quiso precisar exactamente el
contenido pero insistió en entregarlas ese mismo día a otro camarada en un fundo del valle
de Majes. Celina contaría con un chofer de confianza. En el lugar y hora de la cita no
apareció el chofer previsto, sino otro que se identificó como el camarada Gorki, responsable
regional. Celina había escuchado hablar de él. Tenía la fama de un personaje de una
extraordinaria sangre fría y radicalismo, razón por la cual era temido. Luego de verificar las
contraseñas convenidas con anterioridad se dispusieron a recibir las cajas de madera. Al
momento de cargar Celina se percató que a pesar de su tamaño pequeño, las susodichas
cajas pesaban mucho. Sin mediar mayor comentario cargaron la totalidad y arrancaron en la
station wagon de color azul que conducía el propio Gorki.

Fue a la altura de la Variante de Uchumayo que Gorki reveló a Celina el contenido del
cargamento. Eran cajas con municiones, balas de fusil, para ser exactos. En lugar de
atemorizar a la selvática, la revelación la excitó. Era la primera vez que se ocupaba de lo
que constituía el mito y el factor decisivo en esta delicada empresa: las balas de la
revolución. Si minutos antes al momento de encontrarse con Gorki, el cambio de chofer la
había perturbado pues podía tratarse de un impostor, ahora tenía la certeza que no, que el
dirigente regional se había dado la molestia para cumplir él mismo la importante tarea.
Celina tuvo la agradable sensación de ascenso en el rango subversivo por el contenido de
la misión y por la presencia de uno de los cuadros más importantes de la organización.

-Si tenemos algún control en la carretera, dijo de pronto Gorki, somos marido y mujer, ¿de
acuerdo? Estamos yendo a visitar a un familiar mío en el valle.

-Ya, ok. Asintió Celina. ¿Y si preguntan por las cajas?

105
-Son esculturas de tu creación. Tú eres artista y estas llevando algunas de tus obras para
mostrar al familiar que está interesado en comprarte. En las cajas que están encima hemos
puesto unas esculturas, por si quieren verificar…

-¿Y si revisan las demás cajas?

-Pues en ese caso, Gorki abriendo la guantera del carro sin dejar el volante, tendrás que
usar esto.

Una pistola pesante aplastó los muslos de Celina.

-¿Está cargada?

-Claro, ¿ya has usado una? siguió Gorki con una extraña sonrisa.

-No. Será la primera vez.

-Siempre hay una primera vez. Si las cosas se ponen mal, dispara a la cabeza del enemigo.
No tenemos opción, no olvides que estamos cargados de balas y no podemos darnos el lujo
de que abran fuego sobre nosotros.

Celina fijó un buen rato la carretera. Los cerros aumentaban el ronquido del auto que
parecía deslizarse en una ola de granito.

A la altura del desvío del kilómetro 48, en lugar de tomar hacia la derecha, es decir hacia el
valle, Gorki cogió el carril izquierdo, es decir hacia el mar. Celina que conocía
perfectamente la ruta quiso corregir a Gorki pero no dijo nada. Al fin y al cabo era su jefe y
quizás había cambios en el destino del cargamento. Coincidentemente Gorki, quien hasta
ahí había permanecido silencioso, se puso a hablar con profusión. Quizás alentado por el
calorcito de la planicie, sacó de su bolso un casete y aumentó ostensiblemente el volumen
del aparato. Con el codo apoyado en la ventana canturreaba relajado las canciones de
Roberto Carlos. Celina permanecía tensa pues no podía retirar de su mente la irrupción de
uniformados haciendo preguntas. Pero poco a poco ayudada por el calor reinante, las
melodías envolventes de Roberto Carlos y la sensación de infinito de la pampa, se fue
adormeciendo en un agradable sopor.

Una frenada seca la hizo despertar. Al levantar el rostro fijó a Gorki quien le sonreía con
toda la cara.

-¿Dónde estamos? Intentó Celina irguiéndose en el asiento.

-En Mollendo, dijo cantando Gorki como si prolongara una de las melodías del casete.

106
-¿Ya llegamos a nuestro destino? Prosiguió la joven preocupada.

-Si se quiere. Ahora debemos comer algo. ¿No tienes hambre?

-Sí, pero ¿y las cajas? aun no las hemos entregado.

-Primero comemos ¿Ok? Gorki afirmó ordenando.

El auto estaba estacionado en una callecita próxima al Malecón Ratti. Mientras Gorki salía
del vehículo y estiraba con ostentación las piernas, Celina sin pensarlo cogió la pistola de la
guantera y la puso en su bolso de mano.

El olor del mar le llegó como una bocanada violenta al dar el primer paso. Celina se
acomodó la cabellera y sin poder evitarlo sonrió complacida, ese calor húmedo le recordó
su pueblo natal.

En el restorán Celina comenzó a tener sospechas. Cómo podía Gorki estar tan relajado
sabiendo que un cargamento de balas de fusil esperaban en la calle contigua. Y la manera
tan pacienciosa con que auscultaba la carta de platos, y las bromas que se gastó con la
moza… O era efectivamente un superdotado en auto control o había algo raro en todo esto.
Lo que terminó por alertarla fue que pidiera dos cervezas heladas mientras esperaban la
llegada de los platos, y dos más durante la cena. No que a ella le escandalizara de tomarse
unos alcoholes pero estaban en misión, él conduciendo un carro y con un cargamento de
balas encima carajo. Gorki más bien parecía que estaba de vacaciones.

Al salir del restorán, en lugar de dirigirse hacia la calle donde se hallaba estacionado el
auto, Gorki bifurcó hacia la playa. En eso que bajaban por el puente sobre el viejo muelle,
apareció en la ruta costanera un carro de la policía. Gorki sin mediar palabra cogió de la
cintura a la sorprendida Celina. El carro con los girofaros rojos y azules estaba aún lejos y
delante de ellos otras personas se paseaban despreocupadas. A pesar que el carro de
policía ya había desaparecido Gorki permanecía agarrado de la cintura de Celina. De un
gesto decidido la charapa retiró la mano del dirigente y se paró firme frente a él.

-Camarada disculpe, pero creo que deberíamos ocuparnos de entregar las cajas de una
vez.

-No podemos Celina, la persona recién viene mañana, Gorki trató a duras penas de
disimular su incomodidad

-¿Cómo? A mí, el responsable del comité local me indicó que imperativamente se


entregaban esta noche.

107
-Han habido cambios. No te olvides que yo estoy por encima de cualquier responsable de
comité local. Donde manda capitán no manda marinero, insistió rabioso Gorki.

-¿Entonces?

-Nos alojaremos en un hotel y a esperar hasta mañana. Pero por qué no aprovechamos del
tiempo. ¿No te gusta la playa? Prosiguió meloso Gorki.

-Estoy cansada camarada, además si me permite la opinión, quizás sería mejor no


exponerse a un control.

El hotel “La Caleta” se hallaba a tres cuadras del malecón Ratti, lugar que al parecer Gorki
conocía pues se dirigieron sin vacilar. En la recepción Gorki preguntó si tenían libre una
habitación con cama matrimonial y baño privado. El recepcionista indicó que solamente le
quedaba habitaciones con camas separadas. Cuando Gorki ya se disponía a salir del hotel
escuchó detrás suyo: “Igual nos podemos acomodar en la habitación doble, señor”. Gorki
atónito no tuvo tiempo para reaccionar pues ya tenía la llave de la habitación en la mano
alcanzada por el inexpresivo hotelero. “Vamos a echar una miradita al cuarto y luego
bajamos para que nos registre ¿ok?”, prosiguió Celina con una amplia sonrisa.

La habitación era modesta, dos cuadros con motivos marinos flanqueaban las camas
separadas por un velador.

-Creo que estaremos bien acá, se adelantó Celina. Está limpio y el baño funciona. ¿Qué le
parece a usted camarada?

-No está mal, pero se puede encontrar algo más acogedor.

-Imagino que sí. Pero como estaremos solamente unas horas…

Celina se da un paseíto al borde del mar, engorda el carro al contacto con los arrecifes,
suelta el timón y luego se lanza hacia una estrella, los pelícanos planean campeones
mientras se imagina cayendo en cámara lenta…De pronto cierra los ojos, sacude las
pestañas, taconea una muequita en papel de oro y frena en seco. La carretera está
milagrosamente vacía.

-¿Vale la pena morir por una decepción?, se pregunta en voz alta. La noche está fresca y el
Pacífico la calma con su inmensidad. A esta altura de la panamericana aún no sabe hacia
dónde dirigirse. La única cosa cierta era que el atorrante de Gorki yacía muerto en el hotel.
Su primer disparo sería contra un revolucionario. La ironía en lugar de perturbarla le produjo
gracia. El camarada Gorki se lo tenía bien merecido, Por su vulgaridad al intentar violarla.

108
Pero sobre todo por su mentira absurda: en el carro no había ni una sola bala, las cajas
estaban llenas de piedras. Y todo ese teatro armado por el inefable jefe regional con el único
propósito de follarla. Cuando Celina intentó disuadirlo de sus propósitos lúbricos invocando
la importante misión a cumplir, el sinvergüenza se franqueó. El temido guerrillero se
comportaba como un miserable macho. Inicialmente intentando hacer valer su ascendiente,
su condición de jefe, luego descendido al llano por la actitud digna de Celina intentando con
torpeza hacer un número de parada de acoplamiento, con plumas descoloridas, con
cháchara desgastada de poesía rosa. El problema del mamotreto de Che Guevara era que
Celina ya había tenido contacto con la poesía universal, con la verdadera que surge de las
venas gracias a la paciente y apasionada iniciación de Juan Gonzalo. Quizás fue ese
capítulo de la mala novela protagonizada en el cuarto de hotel que definió su decisión de
agarrar el arma y dispararle en la cabeza como el mismo Gorki le había aconsejado en la
Variante de Uchumayo. Una bala en la cabeza por huachafo, por mentiroso, por
sinvergüenza, en ese orden. Una bala en la cabeza porque la revolución con la que ella
soñaba no tenía nada que ver con esas feas gesticulaciones. Su heroísmo debía ser
obligatoriamente hermoso y digno. El detalle de su cuerpo violentado pasaba a un segundo
plano. El devenir de todo guerrillero que cosa era sino el de un cuerpo mancillado por las
balas enemigas…

Llegando a la altura del kilómetro 48, en lugar de doblar hacia la derecha, es decir hacia
Arequipa, Celina tomó el carril contrario, mecánicamente o quien sabe con la idea secreta
de no volver sobre sus pasos. La panamericana podía llevarla hacia el norte, a Lima, o hacia
el sur, a la frontera con Chile. Celina solo sabía que ahora ya tenía un muerto en su fresca
trayectoria revolucionaria y que vistas las circunstancias tenía que buscar una ruta que le
garantizara permanecer viva.

109
XXIV

Amiguito de todos, amigo de ninguno

El chino Huarca repartía afecto con facilidad. Fue una de las primeras cosas que
impresionaron a Juan Gonzalo cuando lo conoció. Al cabo de media hora ya estaba
prodigando abrazos y golpes en la espalda. En un país donde las muestras de afecto
cuestan a manifestarse, la actitud del chino Huarca denotaba, pues creaba con facilidad un
clima de cercanía y complicidad. Y no se mostraba así solamente con Juan Gonzalo sino
con el resto. El poeta tan mal acostumbrado a la parquedad en el contacto físico de los
franceses, en lugar de desconfiar recibió con agrado esta proximidad. Pero debió
desconfiarse. El chino Huarca era de origen andino y en este universo palmadas en la
espalda y demás contactos no hacen parte de los códigos de comportamiento.

Era una estrategia más. Por intuición el chino Huarca comprendió que para cumplir sus
planes políticos debía propiciar la confidencia. El interlocutor para ser manejable debía creer
que era apreciado. ¿A quién no le gusta ser escuchado, a quién no le interesa ser querido,
celebrado, amado? El cálculo del chino era correcto.

Cuando se trataba de hacer las presentaciones de alguien el chino Huarca era un as. Su
táctica era poner en valor, con frases cargadas de adjetivos como “brillante” o
“extraordinario”, las calidades de la persona presentada. Poco importaba si en el ejercicio
inflara sino inventara virtudes. Con ese marco los intercambios tenían un carácter solemne,
pues cada uno tenía la impresión de estar rodeado de “gente importante”. El chino Huarca
sin necesidad de proclamarlo asumía el rol de médium, de nexo entre personalidades que
en la mayoría de los casos no tenían nada de extraordinario. En la boca del astuto chino las
banales existencias se transmutaban en leyendas vivas. Cual alquimista depurado, el chino
Huarca convertía el vulgar plomo en oro labrado.

El silogismo soterrado de esta maliciosa pirueta era: Si estoy rodeado de gente


extraordinaria, soy extraordinario. El búmeran positivo.

En un país donde hablar mal de los demás es deporte masivo, la actitud del chino Huarca
tenía en apariencia su mérito. Los amigos no se permitían hablar mal de él en consecuencia.
Las espaldas del médium estaban protegidas.

Todo iba de lo mejor en este bajo mundo, hasta que un día, luego de agotadas varias
botellas de pisco, el chino Huarca se sinceró con el poeta: yo no soy amigo de nadie.

La confesión se le escapó de control. Ante la expresión asombrada de Juan Gonzalo, el


chino Huarca tomando consciencia de su propia desnudez intentó rápido una laboriosa

110
explicación para relativizar lo que acababa de salir de su inconsciente. Pero el escritor
ducho en manejos retóricos y en percepción de la verdad retuvo la frase reveladora y no las
explicaciones a posteriori.

La actitud del Chino Huarca no era solamente la panacea de los políticos. Resultado de una
persecución de veinte siglos, el hombre moderno tenía dificultades serias para creer en sus
propios sentimientos. Los monoteísmos dominantes cada uno en su estilo y grado se había
encargado de sembrar la suspicacia en el cuerpo amante. Un amigo no solamente es una
palabra, es sobre todo un placer y una responsabilidad. Es un acto de confianza en el
género humano, es quien sabe el gesto revolucionario por excelencia. Aceptar que
necesitamos del otro (ajeno y disímil) para construir la casa común que nos cobije y en ella
intentar la felicidad.

La desconfianza en la amistad era la prueba que el chino Huarca no creía en su propia


capacidad de amar, de darse simplemente, sin resultado pre-establecido, sin rentabilidad. El
opio del poder político había entumecido lo que definía según Juan Gonzalo al ser humano:
la aventura, el vuelo encima de los escombros humeantes, el compartir un pan y una
canción.

Si al “no soy amigo de nadie” se le retira el tufillo iconoclasta lo que queda es la


proclamación de una autosuficiencia grosera, una justificación anticipada a las peores
traiciones.

111
XXV

Hijos de Fujimori y Abimael

El alcoholismo del gobernador era un secreto de Polichinela. Íntimos, allegados y pueblo en


general sabían de la debilidad de la primera autoridad de la región. Sus allegados en lugar
de aconsejarlo, de proponerle una terapia o medidas restrictivas cerraban los ojos. Los
secretarios escondían las botellas vacías y mientras tanto la gobernanza estaba a la deriva.
La anulación de reuniones era cosa común. La inasistencia a eventos programados era
moneda corriente. Los secretarios, jovenzuelos sin densidad alguna, fungían de guardianes
de un monarca. Y en este intento se pensaban importantes. La inaccesibilidad de
Condorcanqui era cultivada con esmero. Decirle no a un alto funcionario relevaba del mérito
personal. Eran medallas absurdas y estériles que estos badulaques enfundados en ternos
de marca creían pegarse en el pecho todos los días. Ni qué decir de la mujer y del hombre
de la calle, del anónimo, de la gente verdadera, esos no existían simplemente. Los que
gritaron seis meses antes a voz en cuello contra la marginación y racismo, ahora so pretexto
de agenda saturada, de desplazamientos a las provincias, prolongaban con esmero lo que
antes, otros menos cobrizos, menos alto andinos, menos Quispemamanis hicieron en el
exacto lugar de su función. No dar la cara al pueblo, no asumir la responsabilidad de una
redención urgente. El logro supremo de los pichiruches era poner cada día una roca
suplementaria en la muralla para terminar de encerrar al reyezuelo, para que se siguiera
emborrachando con tranquilidad, embrutecido de soberbia, con terno de tul pero con los
zapatos hundidos en la cloaca de sus complejos irresueltos.

Conflictos de intereses, conflicto de sentimientos, los pichiruches que seguramente tuvieron


una admiración sincera por Condorcanqui, ahora forzaban sus sentimientos, camuflaban sus
desencantos en una lealtad que tenía todas las características de una voluntaria ceguera. O
de un cinismo lato. Sin el reyezuelo no eran nada. Antes no lo fueron y después era la
incertidumbre absoluta. Había que persuadirse de lo inexistente, había que agarrarse con
uñas y dientes a la barca condenada al naufragio. En existencialistas chicha se persuadían
de “vivir la vida”, la inmediata, sin cuestionamientos sobre su eventual belleza o ética. Hoy
tenían un puesto importante, una cuota de poder real, un graso salario puntual y la
consideración acomplejada de sus familiares. Eran alguien, qué carajos…

Así lucubraba el insensato Juan Gonzalo mirando desfilar la ciudad detrás del parabrisas
sucio de su estrecha combi…

La larga tradición de intolerancia había encontrado en el periodo de la guerra subversiva de


Sendero Luminoso su punto culminante. Y no sólo por acción de los maoístas sino por la

112
conducta de quienes pretendían combatirlos: Fujimori y sus secuaces. En mayor o menor
medida los peruanos de hoy éramos hijos de Fujimori y Abimael.

Que se haya ganado o perdido la guerra, lo que ha quedado como secuela en el alma del
peruano, es el pensamiento intolerante. O estás a favor o estás en contra. Si no piensas
como yo eres mi enemigo. Solo se acepta a quien es de tu barrio, de tu mancha, de tu
argolla. Pensar diferente es considerado aberrante y sospechoso.

El pensamiento intolerante puede manifestarse incluso en los gustos musicales. Manifestar


una preferencia distinta al grupo puede ser motivo de anatema. Juan Gonzalo recordaba con
vergüenza ajena cuando casi lo crucifican en su propia casa cuando una noche tuvo la
osadía de relativizar la importancia del Grupo Trencito de los Andes. Los amigos invitados
eran miembros en su mayoría de una famosa agrupación que practicaba la música andina
tradicional. Todos los presentes, salvo el anfitrión, consideraban al proyecto liderado por los
italianos Clemente no solo como el nec plus ultra de la música andina, sino el proyecto más
importante que la música universal había producido (¡!). Las personas allí reunidas
conformaban en principio un grupo de creación artística, un conjunto donde la libertad era
condición indispensable, los llamados a renovar, profundizar el legado existente. Un grupo
conformado por jóvenes en principio abiertos al mundo…

No era un grupo musical, era una secta.

No podían aceptar la disidencia. Por poco no agarran a golpes al pobre Juan Gonzalo que
pensó por un momento salvarse de la huayquilla fugando de su propia casa.

Por lo general el maximalismo, esa visión sesgada y fanática, oculta un conformismo


visceral. Al considerar una estética o una posición política como insuperable el militante de
esas opciones renuncia a su propia invención. El cuestionamiento de preceptos establecidos
es la condición misma del ser humano. Si en la Edad de Piedra no se hubiera cuestionado la
eficacia de un determinado sílex, sino se hubiera consentido en fabricar uno más
perfeccionado pues permaneceríamos hasta hoy en esa etapa de la evolución. El fanatismo
es un asunto de flojos pues es más fácil adorar que inventar, es más fácil repetir que crear.

Condorcanqui era un digno ejecutante del pensamiento intolerante. No podía salir de las
dicotomías antagónicas. Ya instalado en su condición de gobernador tenía la ocasión de
convocar a especialistas, a los mejores cuadros técnicos disponibles de la región. Podía
ampliar el espectro de ideas y competencias que poseía su improvisado partido. Ahora sí
tenía el sartén por el mango.

Era el líder de una esperanza, era el jefe de obras de una utopía.

113
Pero pudieron más sus complejos, sus malas mañas, su conformismo.

El refrán “más vale lo viejo conocido, que lo nuevo por conocer” se convirtió en lema al
momento de designar a sus asesores, gerentes y sub gerentes. La audacia extirpada, solo
le quedaba regentar a los incondicionales.

Juan Gonzalo desolado se puso a recordar con nostalgia el tiempo cuando construyendo su
temprana melomanía se topó un día con un disco vinil que le cambió la visión del mundo.
Noche de viernes en San Francisco de Paco de Lucía, Al Di Meola y John McLaughlin
grabado en vivo en un concierto memorable allá por los años ochenta. Entonces el bisoño,
el imberbe Juan Gonzalo que ya quería escapar al formateo de sus camaradas izquierdistas
de entonces, se decidió visitar el primer templo laico que conocería en su vida: la sala de su
amigo Pasmarote. A dos cuadras de su casa, con una fachada de tres puertas y sin
ventana, se hallaba probablemente la colección más importante de discos vinil en el género
rock y jazz de la región. Pasmarote era conductor del programa “Una discoteca” que se
propalaba todos los días en la emisora local más escuchada del momento. Sabedor de su
curiosidad sin límites, Pasmarote le propuso solemnemente de venir a escuchar alguna de
sus joyas. El disco en cuestión acababa de salir. En la ciudad y en el país nadie había
escuchado semejante ovni. El 33 revoluciones le había sido remitido por un contacto en la
disquera Sony de los mismísimos yunaites. Pasmarote había acondicionado la habitación
como una sala de grabación. La puerta hacia la calle clausurada y tapiada con un sistema
de esponjas para reducir al mínimo el ruido exterior. En las cuatro paredes del recinto,
andamios cubiertos de vidrio contenían unas cincuenta mil fundas con discos en 78, 33 y 45
revoluciones por minuto. En el muro norte el tornamesa era el corazón de esa red de surcos
grabados en los cuatro puntos cardinales del planeta. El amplificador y el ecualizador
cromados flanqueaban como guardianes al aparato de la aguja maravillosa.

Noche de viernes en San Francisco era, es, un tratado de buena convivencia, un himno a la
tolerancia. Tres guitarristas, tres universos musicales (flamenco, jazz, rock), tres estilos, tres
fuertes personalidades. Un dialogo constructivo, amistoso, risueño, creativo. Cada
secuencia musical se desarrolla en armonía porque los tres artistas están escuchándose en
permanencia. El ingenio de uno estimula la creatividad del otro. No hay competencia
neutralizadora. No se trata de brillar a costa del aplastamiento del otro. Pero tampoco hay
complacencia ni conformismo. Un acorde, un rasgueo da pie a un arpegio del otro. Una
frase comenzada por uno es continuada por el segundo y culminada por el tercero. No se
sabe a ciencia cierta si los músicos ensayaron mucho para esta prestación, poco importa, lo
que queda claro es su deseo de intercambiar, de nutrirse mutuamente, de impresionar en
buena onda al colega para luego sublimarse en trio. Los códigos, el saber guitarrero están

114
presentes por supuesto, pero si no había previamente el deseo de hacer algo en comunión,
hubiera salido una mazamorra indigerible, una cacofonía insoportable. Era como hablar tres
idiomas distintos al mismo tiempo para que surja uno solo límpido, compartible, gozoso. A
parte del placer visible de los tres protagonistas en escena el gran beneficiario fue el público
que ese 5 de diciembre de 1980 concurrió al Warfield Theatre de San Francisco. Y luego los
melómanos del mundo entero, como Juan Gonzalo que recibía sin tener conciencia una
lección maestra sobre el arte y la vida.

115
XXVI

Leda y los demonios de Condorcanqui

Y lo que tuvo que acontecer aconteció.

Cuando Leda se integró al equipo de Juan Gonzalo, por la confianza absoluta que se tenían
ambos, ésta informó al director de su experiencia con el entonces alcalde provincial
Condorcanqui y por supuesto le refirió el bochornoso incidente con el arquitecto
Buenaventura.

El encuentro se dio de la manera más casual. Fue un día que el gobernador tenía prevista
una reunión en el local de la biblioteca para firmar un convenio comercial con una
delegación de empresarios polacos. Por cuestiones meteorológicas, el avión que
transportaba a los extranjeros se demoró en llegar. Condorcanqui, avisado a última hora ya
se hallaba en la casona y no le quedaba otra alternativa que esperar. Juan Gonzalo
aprovechó las circunstancias y se dispuso a explicar a Condorcanqui su proyecto
estratégico para la cultura. Desde la asunción del cargo el director había solicitado
innumerables audiencias para tratar el asunto pero Condorcanqui siempre encontraba una
excusa para no recibirlo. A raíz de estos desplantes Juan Gonzalo empezó a comprender
que su gobernador se desentendía de la cultura pues no sabía nada al respecto. En
reuniones donde fue cuestión de negociar financiamientos importantes de parte del gobierno
regional a festivales internacionales, Condorcanqui permaneció en un mutismo inquietante y
dejó hacer al director pues si abría la boca con seguridad que metía la pata. No era una
novedad que los políticos fueran ignorantes en la cuestión cultural. Durante decenios sino
centurias la cultura en el Perú ha sido considerada la última rueda del coche. Las
consecuencias de esta indolente conducta se veían trágicamente en la sociedad. Lo que era
inquietante sin embargo residía en el hecho de que Condorcanqui fuera arquitecto. La
vocación humanista que se le atribuía a la profesión encontraba en él su excepción. Y sin
embargo, entre sus colegas de promoción podían encontrarse muchos que a la par de la
arquitectura tenían formación y trayectoria en el terreno de la literatura, la pintura, la
fotografía. Al parecer Condorcanqui era político, única y estrictamente político.

Como los polacos no llegaban la conversación se fue prolongando. Juan Gonzalo invitó a
Condorcanqui a visitar la galería de arte que exponía en ese momento una muestra de fotos.
De allí le fue mostrando los distintos ambientes donde tenía previsto instalar cursos de
quechua, talleres de fabricación de máscaras, talleres de aprendizaje de instrumentos
nativos, la filmoteca, una segunda galería de arte etc. etc. En un exceso de entusiasmo Juan
Gonzalo quiso presentarle personalmente a quienes estaban detrás de todo este ambicioso

116
proyecto, al Área de Planificación y Desarrollo Cultural que Juan Gonzalo había creado con
profesionales competentes convocados por él mismo. Esta célula creativa y ejecutora tenía
una oficina en el segundo patio de la biblioteca en donde se hallaban Nina, Simone y Leda.

En el momento que Condorcanqui ingresó a la oficina se hallaban Nina y Simone dedicadas


a sus labores de diseño de las múltiples actividades previstas para la semana. La acogida
fue calurosa por parte de las arquitectas quienes no se esperaban una semejante visita.
Aprovechando el tiempo disponible a Juan Gonzalo se le ocurrió mostrarle los afiches,
programas y catálogos de las actividades realizadas hasta el momento. Al confrontarse a los
conciertos, conferencias, espectáculos, exposiciones organizadas y producidas por la
gestión actual, Condorcanqui se rindió ante la calidad de los mismos. Felicitó a Juan
Gonzalo y a las arquitectas por el buen gusto que se transparentaba en la concepción y
realización. En eso que iba hojeando con gula un trifoliado llegó Leda, que por supuesto no
sabía de la presencia del gobernador y menos aún que estuviera sentado en su propio
escritorio. Condorcanqui la reconoció al segundo y cambió de semblante de manera radical.
Si segundos antes aparecía embelesado por la cantidad impresionante de actividades
culturales que lamentó no haber disfrutado por las múltiples ocupaciones y viajes a las
provincias, ahora en presencia de Leda se puso nervioso, inquieto, consultando
compulsivamente su reloj. Fue Camilo Sisto su secretario personal que lo salvó del
naufragio. La delegación polaca estaba ingresando a la casona virreinal. Al retirarse
retomando su personaje de político profesional instó a Juan Gonzalo y a su equipo a hacer
mayor esfuerzo en la difusión de este magnífico proyecto para beneficio de nuestro pueblo y
por supuesto por la buena imagen del gobierno regional.

Sin necesidad de hablar Leda y Juan Gonzalo comprendieron al instante que fue una
pésima idea de provocar este encuentro. La herida narcisista de Condorcanqui eclosionó
como una flor. Leda con su sola presencia logró resucitar de los abismos del olvido a las
frases pronunciadas por el arquitecto Buenaventura cuando lo condenó de mediocre. La voz
del maestro resonó una vez más en su cabeza, exacta, inalterable, insufrible.

Leda, con su proverbial olfato, previno a Juan Gonzalo que las cosas se complicarían para
él. Condorcanqui podría tranquilamente suponer que Juan Gonzalo ya estaba al tanto de los
bochornosos incidentes que protagonizara tiempo atrás siendo alcalde provincial. ¿Cómo
mantener en esas condiciones en el puesto a alguien que sin ser de su entorno íntimo sabía
detalles de su lado más oscuro?

117
XXVII

Clarabella, ni tan clara ni tan bella

Clarabella como todo el entorno de Condorcanqui era una advenediza, una mujer que no
tenía trayectoria. Su máximo logro personal fue atrapar al escurridizo soltero, al brichero
impenitente, al putero convicto, que era Condorcanqui. Para ese efecto tuvo a su favor el
manejo de la estética ruca. Establecida desde los años setenta en la televisión y
desarrollada hasta su paroxismo en la era Fujimori, la susodicha estética fue cambiando el
paradigma de la belleza femenina en el Perú. Desde entonces se ha hecho una amalgama
donde los modelos extranjeros, en particular el yanqui dictan el canon. Para ser “bella” en el
Perú hay que tener culo y tetas operadas, maquillaje grosero y actitud de meretriz. Ahí
están como prueba los clips de cantantes populares yanquis (Madonna, Beyoncé, Lady
Gagá) raperos y reggaetoneros al por mayor y más cerca, los cantantes de pop peruanos.
Todos, con de una estética porno, manifiesta. El modelo yanqui muestra la paradoja de una
sociedad esencialmente puritana que no hace remilgos morales cuando se trata de ganar
plata. Pues hay que repetirlo, todas estas gesticulaciones grotescas y de dudoso gusto,
están simple y llanamente orientadas a generar jugosos dividendos en la industria mundial
de la diversión.

Clarabella era el resultado de esta visión esquizofrénica del cuerpo. Entre virgen y puta, no
hay variaciones de gris. Posturas de puta de un lado; castración del placer del otro. El
imaginario erótico del hombre peruano contemporáneo oscila entre la mami de burdel y la
virgen inmaculada.

En su situación de primera dama de la región, Clarabella se sabía con posibilidades de


reinar completamente. Según el esquema neocolonial imperante, reunía todas las
condiciones necesarias: era joven, bella y con poder. Además contaba con una
jurisprudencia política próxima: Nadine Heredia, la esposa del expresidente Ollanta Humala,
quien empezó gobernando su marido y luego terminó gobernando el país entero. Aunque
con un corolario no muy glorioso, con varios meses de cárcel preventiva en su haber y con
juicios pendientes donde corría el riesgo, si la justicia terrenal existía, con decenas de años
de prisión en un futuro próximo.

Pero Clarabella tenía a su favor una extraña lucidez. Sabía que estaba caminando sobre
terreno minado. Las bombas bajo sus pies las iba sembrando su marido gobernador. No
necesariamente por manipulador consumado, sino por irresponsable funambulista. Si caía
él, ella caería inevitablemente. Esa era su preocupación y quita sueño. Si el estatus de

118
esposa de la máxima autoridad de la región le regalaba todo tipo de privilegios, ella quería
forjarse un destino personal.

A pesar de él, a pesar de todo y contra todos.

El tiempo de su matrimonio con Condorcanqui, le había servido para conocer, de fuente


directa, el lado oscuro del poder: Contubernios, traiciones, alianzas espurias, cálculo
mezquino, cinismo inescrupuloso. El sendero que los condujo a la cima de la montaña
estaba afirmado con cráneos de los enemigos. Para llegar a la cúspide fue obligatorio
mancharse los zapatos con sangre humana, sangre de extraños, sangre de examigos,
sangre de hermanos…

Por el momento su empeño estaba en tejer una red de influencias, una coalición de
servidumbres: la compra de mentes a como dé lugar. En este propósito, el ejercicio del
poder era la mejor moneda para un proyecto semejante. Todos los oportunistas quieren
aparecer en la foto con el personaje principal, todos quieren deberle un servicio, todos
quieren imaginarse amigos del príncipe…

Bajo el disfraz de primera dama, las actividades filantrópicas de Clarabella se fueron


convirtiendo en un sistema organizado de la compra de almas. La orden había sido explicita:
“cada vez que una persona sea socorrida por la señora Condorcanqui, la Oficina de Imagen
Institucional del Gobierno Regional debe documentar con videos, fotos y reportajes”. Para
qué sirve una acción humanitaria si no está debidamente fotografiada y publicitada. La
vocación de servicio es una tontera si luego no puedes vanagloriarte de ella. El tiempo del
ejercicio del poder (cuatro años en este caso) era una campaña electoral permanente
pagada por el erario nacional.

Qué lejos quedaban los gestos solidarios donde el oferente permanece anónimo por
voluntad propia. Como ese sistema inventado en París donde un cliente paga en lugar de su
café consumido, el importe de dos más. Los cafés restantes están destinados a
desconocidos indigentes, que algún día vendrán a preguntar si por casualidad no hay uno
para él. Empatía, solidaridad, generosidad simple y directa.

Los antecedentes de esa forma mezquina de hacer política en el Perú vienen de la época
fujimorista. En inmensos paneles aparecía la insólita nota “Esta es una obra del Ministerio
de la Presidencia”. Cuando Juan Gonzalo descubrió el gigantesco anuncio no pudo evitar la
perplejidad. Se preguntó con justa razón si eso mismo era posible en Europa. Si al borde de
las autopistas apareciera algo como “Este hospital lo hizo el presidente”, “esta carretera
ibídem…” No, era imposible pues la función de un presidente es hacer carreteras, colegios,
hospitales. Para eso fue elegido, es su función, es su deber. La razón de ser del gobernante

119
es gobernar. Acostumbrados a la desidia y al robo sistemático, cuando algún gobernante
hacía algo, tenía que proclamarlo a los cuatro vientos. Y además presentarlo como si fuera
financiado con dinero de su bolsillo. Algunos años después se sabría que esos paneles
camuflaban los negociados más vergonzosos, los beneficiarios eran el propio presidente de
la república, los ministros, los gobernadores, los alcaldes, los congresistas. La proclama
falaz era la confesión manifiesta de un robo sistemático al tesoro público.

Las gesticulaciones de Clarabella tenían un asidero cultural antiguo: no sólo hay que serlo,
también hay que parecerlo. La apariencia es ley en una sociedad donde los publicistas
dictan la norma. El marketing político exige estar en permanencia en la actualidad, es decir
en las pantallas. Estar vivo es, ser fotografiado, estar vivo es testimoniar fácticamente de lo
que haces, por más insignificante e intrascendente que fuera. Es por eso particularmente
grotesca la costumbre de fotografiar su plato de comida (¿hay algo más banal e
intrascendente que comer un plato?) y hacerlo pensando que estás noticiando de un evento.
La egolatría enfermiza, administrada por la publicidad nos empuja a despropósitos y
ridiculeces semejantes… Clarabella, que no era ni tan clara ni tan bella, era pues una
víctima más de esta sociedad que se alucinaba estar en permanencia sobre una alfombra
roja. Noticiando (con el apoyo servil de fotógrafos pagados por el gobierno regional) de cada
uno de sus pasos, supuestamente al servicio de los más desvalidos, pero en realidad para
poner en marco dorado y colores estridentes, su pobre densidad espiritual, su inexistente
solidaridad, su egotismo exacerbado.

Lo que requerían, lo que requieren, las personas desvalidas, son medios concretos para
dejar de serlo: casa, salud, educación, trabajo. No fotitos donde lo que está en primer plano
son las posaderas cabareteras de la primera dama. No el sospechoso gusto vestimentario,
que estrena para cada no-evento un traje.

Lo que necesita la gente es que el gobernante se ocupe de problemas trascendentes que


requieren planificación y mente fresca. No nos sirven de nada los abracitos de compasión,
como tampoco la aspersión de bendiciones que prodigan los bien pensantes feisbuqueros.

Clarabella tenía un plan esbozado en el techo de su enorme dormitorio. Un plan detallado y


maquiavélico. Si bien su envidiable condición social y política estaba ligada al matrimonio
con Condorcanqui, ella sabía que en algún momento tendría que zafarse de ese yugo. La
proclamada unidad conyugal era una pantalla. Hacía varios meses que esa cama con
barrotes niquelados no servía para embates amorosos con Condorcanqui. Por iniciativa de
Clarabella y luego de comprobadas infidelidades del gobernador, ella, le propuso un trato:
Vivirían bajo el mismo techo, pero no dormirían en la misma cama. Su unión conyugal era
para la foto. Él tendría campo libre en la satisfacción de su insaciable libido (con quien

120
quisiera, donde quisiera), pero cada noche debía volver a casa. La imagen de la familia
sólida era beneficiosa para ambos, sobre todo para Condorcanqui. Ella mantendría el rango
de primera dama y él le proporcionaría los medios logísticos necesarios para ejecutar su
proyecto filantro-político.

Lo que no sabía Condorcanqui, era que Clarabella ya tenía pensado su desaforo como
gobernador y evidentemente en las peores condiciones. Solo estaba esperando el momento
preciso. La venganza es un plato que se come frío.

Primero tenía que formarse. Política y mentalmente. Los cinco años de estudios en la
universidad no le servían de nada. Las vagas nociones retenidas en su época de diletante
aprendiz del derecho no podían absolver los requerimientos de la feroz actualidad. Sus
modelos no eran Indira Gandhi, ni Margaret Thatcher. No era tan ilusa como para pretender
un rango de estadista. Ella sabía que su talla era de política criolla. Y su categoría, la
regional. Con el milagroso menjunje aprendido al costado de Condorcanqui: un poco de
sentimentalismo por acá, una buena dosis de chauvinismo étnico por allá y una pizca de
glamour cabaretero...

Si además de eso aprendía a manejar sus emociones, la podía hacer…

121
XXVIII

El Reiki de Clarabella

Al cabo de las primeras sesiones de coaching, a pesar del empeño puesto por la esposa del
gobernador, Juan Gonzalo permanecía perplejo y desalentado. Textos breves, máscaras,
situaciones dramáticas sencillas, nada funcionaba. Clarabella venía con un personaje
inamovible, un monolito en cemento armado. La señora no salía por nada de esa armadura.
El objetivo del trabajo era explorar nuevos terrenos comportamentales. Que Clarabella
intentara ser otra. La superposición de modelos impuestos y una complaciente
autopercepción repelían cualquier intento.

Clarabella solo podía representar a Clarabella. Exclusiva y excluyentemente.

A punto de tirar la toalla Juan Gonzalo intentó su última carta: el Reiki.

Juan Gonzalo fue iniciado en el Reiki por Harue Momoyama a fines de los años noventa en
París, con motivo de un taller de canto japonés que ella diera en la famosa Cartoucherie de
Vincennes. Harue Momoyama fue además de una notable autora y compositora, una
extraordinaria ejecutante del shamisen. La técnica vocal que la maestra japonesa enseñaba
estaba muy enraizada en la cultura milenaria de su país. Frente a un grupo de alumnos, en
su mayoría occidentales, que comprendían con dificultad ciertos aspectos físicos de la
respiración para cantar, intentó el Reiki.

La analogía con Clarabella era exacta. Juan Gonzalo confrontado al impase de no lograr
extirparla del pesado y fofo personaje cotidiano que se había creado la señora
Condorcanqui, pensó en una estrategia más orgánica. El Reiki aprendido con Momoyama
estaba basado en una sucesión de ejercicios respiratorios. La serie de inspiraciones y
expiraciones buscaban primero relajar al ejecutante y luego provocar una suerte de híper
ventilación en el cerebro. El objetivo final era alcanzar un estado de seminconsciencia. En
París, las reacciones de los discípulos de Momoyama fueron diversas. Unos yacían tendidos
en el suelo del parqué como si durmieran plácidamente, otros expresaban movimientos
convulsivos. Incluso en las numerosas ocasiones en que se practicó el Reiki colectivo, hubo
quienes balbuceaban y sollozaban como bebés. Luego explicaría la maestra, que la técnica
respiratoria podía en algunos casos conducir a un “estado fetal”, es decir a un retorno al
vientre de la madre en un extraordinario viaje en el tiempo y el espacio. Luego de
desencadenar diferentes reacciones con una serie común de respiraciones, Momoyama se
acercaba a cada uno de los discípulos tocándoles rostro, manos, pecho y vientre, según los
casos, e iba restableciendo lentamente un orden armonioso. Al final del ejercicio que podía
durar una hora o más cada uno de los practicantes se “despertaba” relajado y sobre todo

122
revitalizado. Entonaban una canción final que hacia parte del repertorio clásico de los siglos
XI o XII japonés y se despedían contentos. Lo impresionante de la experiencia estaba en
que luego de una jornada entera dedicada a hacer intensos ejercicios físicos (el teatro y
canto japoneses necesitan de una forma física envidiable), los alumnos de Harue
Momoyama finalizaban con una energía tal que podían encadenar enseguida una segunda
jornada. El Reiki funcionaba de maravillas.

Juan Gonzalo pidió a Clarabella que se recostara en la alfombra beige del recinto.
Inicialmente sorprendida, Clarabella accedió sin hacer preguntas.

-¿Ha escuchado hablar del Reiki? Inició el director.

-No creo. ¿De qué se trata?

-Es una técnica japonesa de sanación.

-¿De sanación?

-En este caso, quiero utilizar la técnica para una armonización de sus chakras.

-¿Mis terrenos del Pedregal?

-Le hablo de los chakras, los centros de energía que posee su cuerpo.

-¿Ah, Y eso me va a doler?

-No, para nada. Al contrario. Respire profundamente por la nariz. Cierre los ojos y relájese.

-¿No me vayas a hipnotizar eh? Clarabella ensayó una sonrisa crispada.

-Relájese, respire profundamente otra vez. Dando el ejemplo Juan Gonzalo hizo una
profunda respiración.

-Ahora deje de pensar. Haga de cuenta que se está desvistiendo de un abrigo que contiene
todas sus preocupaciones. Olvídese de su casa, de su hija, de su esposo, de su trabajo.

-Uy me estás pidiendo imposibles. ¡Cómo me voy a olvidar de mi hija! No soy una madre
desalmada.

-Deje de pensar solamente, por un instante. Le va a hacer bien. Intente.

Clarabella abriendo los ojos se sentó de un golpe. Juan Gonzalo permanecía imperturbable
en su silla.

-¿No me estarás haciendo macumba? dijo con una voz destemplada.

123
-Échese y trate de estirarse como una gata, el tono de voz de Juan Gonzalo se hizo
imperativo.

-¿Sabes que los gatos me fascinan?

-Sí, claro. Estire brazos, piernas, cuello, todo.

-¿A ti no? ¿O prefieres los perros?

-Bostece largamente y por favor permanezca en silencio.

………….

Juan Gonzalo indicó una serie de inspiraciones y expiraciones profundas por la boca. Las
series se fueron acelerando, cada vez más frecuentes, cada vez más cortas. Al cabo de
quince minutos Clarabella, echada y con los ojos cerrados desarticuló completamente su
cuerpo. Los brazos y piernas parecían dislocados. En una suerte de sueño erótico empezó a
lanzar leves gemidos de placer. Desde su asiento y con la ayuda del control remoto el
director lanzó un disco de Ravi Shankar. Las suaves ondulaciones del sitar acentuaban el
clima de serena voluptuosidad. Juan Gonzalo permaneció en silencio durante un buen rato.
Los rasgueos y arpegios del maestro hindú parecían accionar los músculos de Clarabella.
Primero imperceptiblemente, en apenas unas crispaciones de dedos, luego en
entrecruzamientos sucesivos de muslos. El cuerpo ya no estaba bajo el control policiaco del
cerebro. Como un río subterráneo las pulsiones vitales pugnaban en distintas zonas
intentando romper la costra tirana. Juan Gonzalo tuvo la sensación de flotar en el aire pues
contemplaba desde lo alto la performance inaudita de una marioneta en carne y hueso que
era articulada por los hábiles dedos del viejo Shankar. Clarabella se había convertido en una
devadasi, en una cortesana-bailarina de los templos de Tamil Nadu.

Juan Gonzalo podía permanecer en esta contemplación hasta el fin de los tiempos. Por lo
fascinante por lo inesperada. El cuerpo curvilíneo de la primera dama ahora si aparecía
apetecible. Gracias a los ejercicios de respiración había logrado cercenarle el ego cretino, la
construcción fallida que consiguen la educación y la sociedad. Clarabella era otra, ya no la
inconsistente y huachafa mujer que se imaginaba dueña del mundo. Era una devadasi o
mejor una apsara, una bailarina celeste. En realidad no había apuro. Aislados como estaban
en este no man’s land todo podía ocurrir. Juan Gonzalo deshaciéndose de su rol de maestro
saboreaba su logro. Por suerte la raga de Ravi Shankar podía prolongarse durante unos
veinte minutos más.

Cuando Juan Gonzalo estaba a punto de acercarse al cuerpo yacente de Clarabella fue
sorprendido por un espasmo de la joven. El quiebre de la columna fue acompañado de una

124
exhalación prolongada. Los ojos de Clarabella se entreabrieron un instante para luego
cerrarse en una mueca de profundo gozo. En una cascada de gestos Clarabella se mordía
el labio inferior, se relamía como si su degustara un elixir de miel y se hundía las uñas en las
entrepiernas. De un vigoroso gesto se dio vuelta y hundió su rostro en la alfombra beige.

Impresionado por semejante coreografía, Juan Gonzalo no atinó inicialmente a nada,


recobrando luego su conciencia profesional decidió acercarse al cuerpo jadeante de
Clarabella. Como presintiendo su proximidad la primera dama se retornó con pereza. El
rímel se había corrido y en riachuelos de carbón surcaban las dos mejillas. Clarabella abrió
los ojos ebrios. Intentó una frase pero fue interrumpida por un suave gesto del director
tapándole los labios.

-No diga nada. Permanezca así, echadita y con los ojos cerrados. La voz de Juan Gonzalo
parecía envuelta en satín de Birmania.

Las manos encendidas del director recorrieron pacientemente los siete chakras de
Clarabella, sin tocarla.

Al incorporarse Juan Gonzalo, contempló con delectación el cuerpo lánguido de la mujer. Ya


estaba a punto de retirarse cuando en la penumbra pudo distinguir una mancha que
traslucía sutilmente en la cavidad pélvica de Clarabella. La mancha en cuestión se
agrandaba de manera irrefrenable ante sus incrédulos ojos.

Clarabella, sin recato ni prisa lo estaba honrando con un inundado orgasmo.

125
XXIX

El chino Huarca, artífice de la ignominia

Sería la frase caustica de JJ Pallete en las ondas de Radio Libertaria, celebrando el trabajo
de Juan Gonzalo en la biblioteca y preguntándose “cómo era posible que una personalidad
de ese nivel estuviera en un gobierno tan mediocre”, o la sed irrefrenable de sangre que
animaba los instintos del Chino Huarca, que un buen día convocó a sus incondicionales para
someterles el turbio proyecto: deshacerse de Juan Gonzalo.

Hasta el más rastrero de todos, el inefable Úber no pudo evitar la pregunta ¿por qué Doctor,
el hombre tiene los mejores consideraciones de la prensa y del público?

-Justamente por eso carajo. Estamos engordando un monstruo que nos va a devorar a
todos. El Chino Huarca escupía espuma de cólera.

-Si me permite doctor, intentó tímidamente Freddy el enano, que yo sepa el licenciado ha
manifestado públicamente su fidelidad al arquitecto y su proyecto cultural es según sus
declaraciones la aplicación a la letra del pensamiento Condorcanqui.

-¿Y qué más, seguro me vas a decir que ese pendejo habla mejor que el propio Cóndor?, el
Chino Huarca estaba para sorpresa de todos, gritando. Por supuesto que habla mejor que el
otro huevón que no sale de sus colque, kallpa y soncco. ¿Acaso es poeta por las huevas?

-Entonces, qué es lo que se le reprocha, se impuso Cesario con temeridad.

- ¿Ustedes son o se hacen? Se les voy a explicar de otro modo. Qué va a pasar así como
van las cosas, si lo nombran Asesor de Gobernación. ¿Ustedes creen que nos va a llamar
para consultarnos algún asunto? Ese pendejo no se junta con la chusma, ¿no se han dado
cuenta?

-Pero doctor, es usted quien lo recomendó a Condorcanqui…Úber no pudo terminar su


frase.

-Sí, ya lo sé, pero entonces yo pensaba que ese gil era manejable. Que era uno de esos
poetitas que viven en la estratósfera. Ese tipo es peligroso, porque no le entra a la huevada.
¿Acaso no vieron cómo el imbécil de Delgadillo se rompió los dientes inútilmente tratando
de meter a su gente en la biblioteca?

-¿Peligroso dice usted? balbució Paulina como presa de pánico.

126
-Contrariamente a la mayoría de gente en este país, ese conchesumare tiene principios
innegociables. Y sus principios de mierda chocan con nuestros intereses. Es peligroso
porque tarde o temprano nos va a sacar de juego. Ese cojudo tiene mundo pero también
tiene calle.

-¿Y cómo vamos a hacer entonces? Dijo casi suplicando Úber.

-Para eso los he convocado pué, para que aporten con ideas, agregó socarronamente el
chino un poco más calmado.

-¿Se le sabe de algún chanchullo? ¿Drogas, violencia familiar, estafa? Intervino Cesario
como raya experimentado.

-No, está recontra limpio. Su expediente policial parece el de una chiquilla de primera
comunión, masculló el Chino Huarca como azotándose con las palabras.

-¿No será gay? lanzó Paulina como acertijo.

-No, para nada. Por ahí no va la cosa, informó hastiado el Chino Huarca.

-Disculpe doctor ¿y Condorcanqui?, ¿qué dice, qué piensa el jefe con respecto al
susodicho? Se atrevió Freddy con el ceño fruncido.

-Como ustedes saben el Cóndor anda perdido entre pisco y nazca. No tiene una opinión
definida. Unas veces se deshace en elogios sobre el fulano, otras lo confunde con un poeta
muerto. Para el día cuando salga de su resaca, nosotros tenemos que susurrarle en la oreja
qué es lo que tiene qué hacer con respecto al franchute.

-Y usted doctor Huarca, sin ánimo de molestar ¿ha tenido algún problema personal con el
licenciado? Entonó Freddy arrastrando las frases.

-¿Quién, yo? ¿Qué estás tratando de insinuar, que me estoy guiando por razones subjetivas
y personales? El Chino Huarca recuperó su tono amenazante.

-No, no es eso, yo hacía sólo una pregunta, Freddy sin completar la frase bajaba la cabeza.

-Yo hago política carajo. No me ando con sentimentalismos ni subjetividades. ¿O es que


tienes dudas de mi análisis? Concluyó Huarca acalorado.

-No, no, se encogió Freddy sin saber dónde meter la cara.

127
-Los he convocado para resolver un problema grave y ustedes me vienen con suspicacias
cojudas. Puta creo que estoy perdiendo mi tiempo… Y sin mediar palabra el Chino Huarca
salió de su oficina resoplando el aire como caballo en furioso galope.

128
XXX

Celina y la trampa del chino

Esta vez el Chino Huarca no se apersonó a la discoteca de Celina. Por primera vez la
convocaba en uno de los cafés más exclusivos de la ciudad. El detalle del cambio de cancha
y el tono de voz distinto al teléfono puso en alerta a la perspicaz charapa. Su aliento
tenebroso delataba turbias intenciones. Ambos sin concertarse tuvieron la intuición de
asumir un comportamiento menos familiar. Celina estaba vestida de dama elegante, su
belleza natural era suficiente para crear una aureola de respeto y solemnidad. El Chino
Huarca se había esmerado en escoger terno impecable y peinado con gel.

-Seguro te preguntarás por qué te he dado cita, inició el Chino Huarca.

-Si pues, imagino que es algo importante, sino grave, Celina respondió directa.

-Vengo a proponerte un proyecto pero antes que nada quiero saber qué tipo de relaciones
tienes con Juan Gonzalo, el poeta.

-Normales, creo. ¿Por qué? Celina hizo un mohín de asombro.

-¿Te parece una persona respetable?

-Sí, como todo el mundo. No lo conozco mucho en verdad. No te olvides que tú me lo


presentaste. Y desde esa primera vez no lo he visto. ¿Tu proyecto tiene que ver con el
franchute?

-Sí y es un asunto delicado. He pensado en ti en honor a nuestra antigua amistad, el Chino


Huarca se impuso la careta de la solemnidad.

-A ver cuenta, de qué se trata.

-Quiero que organices una “fiestita” donde participe Juan Gonzalo.

-¿Carambas y tanto preámbulo por una fiestita?, Celina mostró una sonrisita burlona.

-Esta fiesta será particular. ¿Puedes contratar para esa ocasión unas chiquillas menores de
edad, tipo catorce, quince años?

-¿Quéé? Oye tú sabes que eso es ilegal y peligroso. ¿Y por qué tienen que ser
obligatoriamente menores de edad? No me digas que el vacilón del poeta es la pedofilia.

-No lo sé, pero tienen que ser menores de quince.

129
-Oye chino y por qué mejor no me dices cual es el fondo del asunto, Celina fijó al Chino
Huarca esta vez sin sonreír.

-Tú sabes que te quiero un montón. Por eso y porque te tengo entera confianza me permito
compartir contigo un proyecto así. Fija el precio y será el correcto. ¿Quieres o no quieres
ayudarme?

-Quiero ayudarte pero también quiero comprender…

-¿Se puede instalar cámaras video en tu local?

-¿Cámaras?

-Sí, para grabar un video de la fiestita.

-Ah, ya comprendo chino. Lo que tú quieres es tenderle una trampa al franchute y que todo
el vacilón esté debidamente grabado. Imagino que quieres que haya además cocaína,
alcohol y degenere…

-Exacto, me encanta tu inteligencia.

-¿Pero te das cuenta de la gravedad del proyecto? Estás armando una fiestita que será
utilizada como mecanismo de chantaje. Y yo qué, si se sabe quién organizó la orgía, la
autoridad me levanta en peso, sobre todo por el asunto de las menores de edad. Me quedo
sin chamba.

-Celinita, no te preocupes de nada. ¿Acaso no sabes que la autoridad máxima somos


nosotros, Condorcanqui y el que te habla? El Chino Huarca sonrió con suficiencia.

-¿Y el Cóndor en todo esto? ¿Él está al tanto?

-No, pero va a participar también del tono. Para asegurarme que esté el franchute, pensé
hacer la fiesta con motivo del cumpleaños del gobernador. Así no se puede cabrear. Por su
parte Condorcanqui no creo que se prive de una fiesta organizada por ti. ¿Acaso no es
caserito de la casa, acaso no le has hecho ya engreimientos semejantes o mejores?

-Si pues. ¿Y cuánto falta para el onomástico?

-Tres semanas. Hay tiempo de sobra para armar la fiesta con todos los ingredientes ¿no?

-Bueno sí. ¿Y me puedes decir cuál es la razón para querer deshacerte de tu jale
internacional?

130
-Asuntos políticos. No sé si puedas comprender. El poeta está queriendo joder la gestión del
Cóndor. Ese patita ya no es peruano, con tantos años en el extranjero está contaminado con
el veneno gringo… Bueno Celinita cuento contigo entonces, te llamo mañana para que
confirmes y para que me digas el precio.

Al despedirse en la puerta del café “Caprichitos”, Celina tuvo sucesivamente ganas de


vomitar y de llorar. Caminando por entre las casonas coloniales del centro histórico de
Mananbamba, la sensación de asco se convirtió en cólera furibunda. El inescrupuloso
asesor del gobernador no pestañeó siquiera cuando expuso su patraña. El prestigio
profesional, la amistad, el honor de una persona no eran nada cuando de su venganza
absurda se trataba. Y ella, quien un tiempo atrás fue amor y musa, ahora iba a encargarse
de tender la cama-tumba del inocente hacedor de versos.

131
XXXI

La revelación de Celina

La indignación le duró toda la mañana. Pero algo tenía que decidir. El segundo hombre más
fuerte de la región le había propuesto un negocio sucio. Durante un buen rato se preguntó
cuál sería su decisión si la víctima de la maniobra del avezado chino, era otra persona y no
Juan Gonzalo. ¿Habría aceptado sin más? ¿Hasta esos niveles de inhumanidad había
llegado?

El abyecto Chino había con su insensata idea removido todo en ella. A pesar de los años
transcurridos ¿conservaba algún sentimiento por Juan Gonzalo? ¿Lo había amado en
verdad o solo fue un entusiasmo juvenil sin mayor trascendencia en su vida? Por supuesto
no dejó de pensar “¿y luego de todo esto qué?”; si rechazaba la propuesta del chino tendría
que mudarse de la región, tendría que cambiar de negocio…

Y si aceptaba estaba condenando a un hombre cuyo único delito era caerle mal a un
siniestro personaje. Pues para ella la cosa estaba clara desde un inicio: Condorcanqui, el
Chino Huarca, Brayan y todos esos pichiruches que se creían importantes eran unos
cojudillos que nunca tendrían juntos, el valor de un poeta, la calidad de un artista creador. Si
los soportaba en su local era un asunto de bisnes. No había vivido tantas cosas como para
no saber distinguir entre lo bueno y lo malo entre lo bello y lo mediocre.

Para Celina la exuberante charapa, pero también la ilustrada mujer (que podía disertar sobre
geopolítica, si a alguno de esos acomplejados se les ocurría preguntar), el asunto de la
discoteca-burdel era el camuflaje perfecto para su historia tormentosa de guerrillera. Ella
tenía sangre en las manos, pero sangre sucia de negreros, sangre de cerdos mercenarios. Y
claro también la sangre de su camarada Gorki. Los tiempos habían cambiado, el país había
cambiado. Los políticos de ahora, desde Condorcanqui hasta el pegador de afiches que
fungía de gerente en el gobierno regional, eran seres sin densidad espiritual, sin heroísmo.
Unos oportunistas que apostaron a la política como se apuesta en el casino. Los ideales no
contaban, el bienestar colectivo tampoco, lo que contaba era su beneficio personal, la
ascensión social que procuraba el dinero y el puesto. Cuando ella hacía política, desde su
rol modesto de militante hasta las responsabilidades mayores, no se proyectó jamás como
gerente, sub gerente o cosa parecida. Ella militaba por una causa y punto. Por un ideal cuya
consecución estaba plagada de enormes peligros. El aprovechamiento personal era un
concepto que no existía en esas condiciones. En el Perú del 2020 el que pega un afiche, el
que carga una pancarta, el que grita en un mitin, viene luego, si el candidato gana, a
reclamar su parte de la torta, es decir la parte del tesoro público que debe ingresar

132
directamente a sus bolsillos. Tengo derecho, dice. La rentabilidad ramplona de apostar a
una sigla…

El maldito Chino Huarca con su proyecto de estúpida orgía había despertado un conjunto
de cuestionamientos que pensó enterrados hace mucho tiempo.

Luego de llorar de rabia un buen rato y de hacer imprecaciones, Celina decidió llamar a
Juan Gonzalo. Aun no sabía cómo plantearle el asunto pero tenía que hablarle. Al menos
eso estaba claro.

Quizás fue la cara preocupada de Celina lo que facilitó las cosas para entrar en materia.
Juan Gonzalo aun prendado de las imágenes gozosas de su último encuentro al ver de
pronto esa misma mujer como si cargara una cruz, se alertó inmediatamente.

De un tirón Celina contó a Juan Gonzalo su conversación de la mañana con el Chino


Huarca. No hubo fórmulas de cortesía como “por el aprecio que te tengo” ni nada de esas
tonteras inútiles. Fue al grano, fue factual. Juan Gonzalo no salía de su asombro. Luego
agradeció la confianza y se refugió en un largo silencio.

-Y ahora dime que es lo que hay que hacer. Pues la verdad yo no sé, intentó Celina sin
tapujos.

-Una pregunta previa: ¿el Chino Huarca sabe de nuestra historia antigua cuando fuimos
pareja? inició con precaución el director.

-No, ni él ni nadie. Para el chino nos conocimos el día que vinieron juntos a la discoteca.

-Ya. Y tampoco sabe que nos vimos otra vez luego de ese encuentro.

-No. El chino es un cliente de mis chicas y de mi local, punto. No tengo por qué darle
explicaciones sobre lo que hago con mi vida, la contundencia de Celina sacó a Juan
Gonzalo de la modorra.

-Él me ha confesado que el problema entre ustedes es de orden político. Pero no me


pareció convincente, continuó la hermosa selvática.

-Es político, pero no solamente.

-Personal entonces.

-Si sobre todo personal. Aunque yo considere que no he hecho nada contra él. Es un asunto
más soterrado.

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-Te tiene envidia. Eso me pareció distinguir. Una insoportable envidia, añadió Celina
soltándose un poco del rictus preocupado.

-Lastimosamente no puedo hacer nada contra eso.

-¿Qué, no te vas a defender? Inquirió Celina con indignación.

-Contra la envidia no puedo nada, pero quizás hay una salida a este impase… Y qué tal si
le seguimos la corriente, se avivó el poeta.

-¿Cómo, que organice igual la fiestita que será tu perdición?

-Si exactamente. Pero podemos arreglarnos para que no haya el degenere pensado por
Huarca.

-Están previstas chiquillas de catorce años, cocaína, LSD, trago. No es una fiesta de
bautizo, ¿qué te pasa? El chino va a vigilar que todos los ingredientes estén presentes.

-Sí, que haya todo eso. Pero lo que cambia ahora es que yo estoy al corriente de la trampa.
Nos podemos arreglar para que esta patraña se retorne contra quien la ideó. Tú sabes bien
que el Chino Huarca es un vicioso consumado. Putitas de catorce años, cocaína y trago es
un cóctel que no será capaz de rechazar.

-¿Quieres correr el riesgo entonces? No te olvides que hay de por medio un video que debe
grabar todo el desmadre. ¿Y cómo hacemos con las malditas cámaras?

-Como el evento será en tu local, yo puedo traer un amigo técnico que nos trafique las
cámaras. Además del material previsto para la habitación del pecado, se pueden agregar
más cámaras caletas en otra zona de la discoteca donde se le jalará al Chino para que dé
rienda suelta a sus instintos. Como el Chino querrá hacer el control previo, se le mostrará el
dispositivo de la habitación donde estaré yo, en perfecto estado de funcionamiento por
supuesto, solo que al final de la noche no habrá grabación. En cambio las cámaras de la
habitación donde él estará…

-Carambas, me impresionas y ¿de dónde sacas todas esas ideas maquiavélicas? Inquirió
Celina lanzando un fuerte suspiro.

-Un escritor es por deformación profesional un fabricante de intrigas, querida Celina.

134
XXXII

La noche derrumbada

No fue complicado convencer a Condorcanqui. “Una fiestita con adolescentes gringas


dispuestas a todo” fue el argumento capital. Conforme a lo planeado el chino Huarca verificó
el funcionamiento de las cámaras así como la calidad de la cocaína y la juventud de las
prostitutas. Celina fiel a su prestigio profesional había logrado contratar cuatro chicas
colombianas y dos francesas que no sobrepasaban los quince años. El chino Huarca
habitado por el personaje de diabólico intrigante verificó con documentos en mano la edad
de las colombianas. El plan se articulaba como relojería celeste.

De su lado Juan Gonzalo convocó a su amigo técnico y el dispositivo suplementario de


cámaras también estaba listo.

Solamente dos detalles escapaban a los dos hombres enfrentados en esta contienda de
imágenes comprometedoras. Celina, por precaución había contratado a Tania una chiquilla
que era igualmente su ahijada y que sería el ángel guardián de Juan Gonzalo durante la
juerga. Su preocupación era que con tanta droga a disposición no iba a ser que el franchute
terminara perdiendo los papeles. La consigna secreta era que Tania a su lado y
discretamente debía garantizar que el poeta se mantenga lúcido a como dé lugar. Con su
ayuda el director de la biblioteca parecería estar bebiendo y jalando la blanca como un
descocido para prestarse al guion escrito por el Chino y así no levantar ninguna sospecha,
esperando de voltear el partido en el momento preciso. El otro detalle era la contratación de
unos travestis venezolanos que eran la preferencia del chino Huarca. Travestis hombres
pero con una apariencia de verdaderas hembras, esbeltas y cachondas. Los travestis era el
plato sorpresa del guion alternativo preparado por Celina.

Los invitados fueron llegando. La lista elaborada con minucia, consideraba varias
categorías: Los incondicionales del Chino por supuesto (Úber, el enano Freddy), los
escuderos de Condorcanqui (Delgadillo, Brayan), los antiguos combatientes de juerga
ahora transmutados en gerentes. En total una veintena de caballeros, todos con puesto
expectante en el gobierno regional. La crème de la crème, como dirían los galos. La
invitación era explicita “sin sus mujeres”, la casa (Celina, la mami más hermosa de
Mananbamba) se encargaba de esa parte del festín.

El personal de Celina iba recibiendo con acentuado afecto a cada uno de los invitados. “Esta
debe ser una fiesta memorable” había sentenciado Celina en la breve reunión con todo el
contingente de mozos, prostitutas, DJ y porteros minutos antes de la obertura en el salón
principal de la discoteca. “Les pido un esmero particular, pues de esta reunión dependerá

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nuestro futuro, cada uno ya sabe lo que tiene que hacer y si hay algún problema, recurran
directamente a mí”, concluyó con gesto severo.

A las diez de la noche ya estaban presentes todos los invitados, salvo los dos principales:
Condorcanqui y Juan Gonzalo. El chino Huarca nervioso por el retraso de una hora ya se
había encajado dos wiskis al hilo. Juan Gonzalo se estaba retrasando a propósito. Sentado
en el sillón de su oficina hojeaba un libro con pereza. Él sabía que el guionista-director de
esta comedia debería estar marcando cien, que estaría dudando hasta de su propia
existencia. Desestabilizar al adversario es una excelente manera de iniciar cualquier
combate. Adrede apagó el teléfono celular y siguió su lectura impasible. De todas maneras
estaba convenido con Celina que se presentaría en el lugar solo cuando el gobernador
estuviera presente. El tiempo y el consumo de alcohol (de los adversarios) jugaban a su
favor.

En la discoteca el jolgorio iba in crescendo. Persuadidos de hallarse en una suerte de “zona


liberada” los invitados pedían piscos, rones, vodkas, tequila a profusión. Las chicas de
Celina no se hacían de rogar y traían ellas mismas las bebidas. Cuando Condorcanqui hizo
su ingreso triunfal fue recibido por una ola de aplausos y vivas. El público estaba eufórico
por el ambiente y el alcohol. Condorcanqui también ya venía “sazonado” y adhirió sin
reparos a la algarabía. Siguiendo su inquebrantable ritual, pidió para comenzar una chela
bien helada. La llegada del agasajado hizo subir de un severo peldaño las ganas colectivas
de degenere.

Desde el fondo del salón principal Celina cual generala de infantería vigilaba el movimiento
de las tropas. Del otro lado del salón el chino Huarca quería hacer lo mismo pero estaba
solicitado por abrazos, conversaciones en la oreja y el efusivo agradecimiento de los
convives.

Conforme a lo pactado Celina envió un mensaje de texto al nuevo teléfono que Juan
Gonzalo había adquirido para la ocasión. “Ya llegó el santo” fue la lacónica clave.

Mientras llegaba el director, Celina fue a la habitación donde permanecían las menores de
edad para hacer un último briefing antes de su ingreso. Un discreto guiño de ojo en dirección
de Tania concluyó su breve discurso.

Salvo el chino Huarca, nadie se percató de la llegada de Juan Gonzalo, tal era el alboroto y
la testosterona subida en flecha desde la salida de las putitas adolescentes. El casting de
Celina había sido estricto. Las chiquillas gracias a sus formas y maquillaje se habían
aumentado algunos años para vencer las reticencias de algunos machos que podrían
escandalizarse de estar frente a menores de edad.

136
Como una coreografía perfectamente ensayada, las chiquillas se distribuyeron en toda la
concurrencia. Brigitte, la más guapa y atrevida de las dos francesas, se le pegó a
Condorcanqui. Su debilidad por las gringas era conocida por todos así que a nadie le
extrañó la preferencia. Tania, la colombiana tomaba posesión de Juan Gonzalo como si
fuera una evidencia. Las piezas del ajedrez estaban ahora completas y el juego comenzaba
de a verdad. Una de las armas secretas de Juan Gonzalo se ponía ahora en movimiento: la
música. El DJ contratado había hecho una selección cuasi científica de la música que le
gustaba a Condorcanqui. Fueron necesarias sendas entrevistas con amigos de juerga en la
época que Condorcanqui fue alcalde para saber qué géneros y sobre todo qué temas lo
tocaban personalmente. La selección resultó variada entre pop, rock, disco, salsa, cumbia,
huaynos y música latinoamericana. La idea de Juan Gonzalo era poner ciertos temas en
momentos precisos como quien activa una bala que va directo al corazón. El objetivo era
trabajar su emotividad, inundarlo de recuerdos, excitar su libido, provocar el desborde. El DJ
debía comportarse como marionetista del gobernador.

El análisis de Juan Gonzalo con respecto a los gustos musicales de Condorcanqui se


confirmaron, pues en un arranque de sinceridad el gobernador y rompiendo protocolos se
acercó al DJ para felicitarlo por la buena música.

El chino Huarca de su lado no lograba mimetizarse completamente con la alegría reinante


pues no le quitaba el ojo a Juan Gonzalo. De pronto se acerca a Celina como quien no
quiere la cosa y le susurra al oído: “¿Y qué está bebiendo el franchute?”. “Vino tinto” fue la
respuesta breve. Para luego agregar “El que vino a la tierra del vino y no tomó vino,
entonces para qué vino”. El chino Huarca no pudo evitar una sonora carcajada. En realidad
el director estaba tomando chicha morada, que Tania había camuflado en una botella de
Tabernero Gran Tinto. Como era ella la putita atribuida al franchute, se encargaba de llenar
el vaso según su pedido.

En el resto de la reunión los chilcanos, cubas libres, wiski a las rocas, tequilas y demás
vodkas se tomaban como agua de manantial. El propio Condorcanqui ya había cambiado de
licor hasta tres veces, ahora andaba tras una botella de Chivas, que ya se había vaciado
hasta la mitad, gracias a la deliciosa incitación de Brigitte.

Por ahora el ritmo de consumo de alcohol funcionaba como previsto. Al cabo de hora y
media de libación toda la concurrencia masculina estaba bien entonada, el hablar era más
fuerte y ya empezaron a bailar bajo las luces intermitentes los temas ondulantes de Donna
Summer. Como la concurrencia veía radiante a su líder, cada vez más pegado a la
despampanante francesa, el resto se contagiaba y en reflejo gregario se ponían más felices
todavía. Y había de qué. Una fiesta privada en un local exclusivo donde según los rumores

137
“todo estaba permitido” y en la más estricta discreción. Era una ganga en esos tiempos. Y
además gratis.

El ojo atento de Celina, que tampoco perdía un segundo del comportamiento de Huarca,
detectó que el hombre no terminaba de soltarse. Ella ya lo había visto en otras
circunstancias con mucho más entusiasmo para el goce en general y para el alcohol en
particular. Discretamente se acercó a él y lo jaló a un lado lejos de oídos indiscretos.

-¿Qué tal Chinito, la fiesta está saliendo como la pensaste? , la hermosa mami buscó en los
graves de su voz sensual para provocar la confidencia.

-Sí, claro, tesoro. Todos los ingredientes están en la mesa para cocinar una delicia.

- ¿Y tú estás gozando no? ¿O te falta algo?

-No sé, siento que falta algo todavía. O quizás me falta trago, ja ja ja. El chino intentó la auto
mofa.

-¡O quizás te falta beber un trago con la buena persona, es decir conmigo! La audacia verbal
de Celina fue coronada de su mejor sonrisa.

-Eso es, eso es lo que me falta.

Sin mediar un segundo de intervalo Celina hizo un gesto al barman más cercano.

-Qué quiere servirse señor, dijo meloso el hombre trajeado de camisa blanca y corbata
michi, impecables.

-Tráeme un coctel de tu invención pero donde haya wiski, harto wiski. ¿Y para ti Celinita que
eres la reina de esta espectacular noche?

-Para mí lo mismo pero con la mitad de wiski por favor, y de un guiño apoyado sonrió al
solícito barman.

Cuando los cocteles estaban listos, Celina se ofreció de traer los vasos personalmente. La
deferencia encantó al chino pues la matrona del lugar no hacía eso por nadie, ni siquiera por
el gobernador. En el trayecto hacia la barra la charapa extrajo de su escote un polvito en un
sobre diminuto y de la manera más natural lo echó en el vaso destinado al segundo hombre
más poderoso de la región.

Al cabo de media hora Celina decidió que era el momento de poner en juego su arma fatal.
Haciendo un gesto al DJ paró la música y apoderándose del micrófono se dirigió a la
concurrencia:

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-Buenas noches señor gobernador, buenas noches queridos amigos. En esta noche tan
especial, la humilde casa que me honro en dirigir quiere hacerle un presente, un regalo
sorpresa a nuestro querido arquitecto por su onomástico. ¡Música maestro!

Los primeros acordes de piano de I will survive de Gloria Gaynor resonaron en el recinto
reducido a una oscuridad insobornable. Frente a un spot de luz apareció una réplica de la
cantante norteamericana ataviada de la mítica túnica en oro que utilizara en el Festival de
Viña del Mar. Inicialmente todo el mundo, incluido el propio Juan Gonzalo pensó en fono
mímica, pero no, se trataba de una versión en directo pegada al milímetro de la grabación
que inmortalizara la fabulosa cantante negra. Luego de la introducción ad libitum y a los
veinticuatro segundos precisos donde irrumpe la parte rítmica aparecieron cuatro bailarinas
con trajes ceñidos y de colores que evocaban estrictamente la loca estética de los años
setenta. La pista de baile hasta entonces invadida por los asistentes se liberó
espontáneamente para la evolución de estos seres venidos de otro mundo y de otro tiempo.
La restitución era espeluznante. Cantante, bailarinas, trajes y luces parecía salidas de un
video clip de la época. Juan Gonzalo y su estetismo intransigente se quedaron sin
argumentos. Condorcanqui aplastó una lágrima de emoción, pues esa canción era
emblemática de su loca época en que agotó ideales y juventud en las discotecas altiplánicas
y le traía por supuesto miles de recuerdos. El chino Huarca babeaba, no por recuerdos ni
estetismos, pero por las bailarinas, en particular una morocha, quien al iniciar la coreografía
le lanzó una mirada de fuego.

Al final del número artístico, el doble de Gloria Gaynor, se perdía como fantasma en los
corredores de la discoteca, mientras las bailarinas eran literalmente asaltadas por el público
masculino. El modesto regalo de cumpleaños era un éxito total. Celina que permanecía
atenta a la mínima reacción de los protagonistas, se percató del flechazo que se acaba de
operar sobre el Chino Huarca. Con un discreto gesto llamó a la bailarina y le susurró al
oído, señalando con la mirada: “Penélope, tu hombre es el tipo con lentes y terno azul,
cuando sea el momento te lo llevas al cuarto rosa”. Las bailarinas eran travestis
venezolanos, la delicia del Chino Huarca. Celina lo sabía pues ya le había facilitado
semanas atrás el servicio de uno de ellos.

La noche se aceleró de un golpe. El efecto buscado por Celina funcionó a la perfección. El


cuarteto de travestis era un peldaño decisivo en el degenere deseado. Juan Gonzalo había
comprendido la jugada maestra de Celina. Redoblando de vigilancia, decidió mostrar sus
dotes de actor. Todo el mundo y en particular el Chino Huarca debían persuadirse que el
alcohol estaba haciendo su efecto sobre él. Exagerando los gestos primero, pegándose
ostensiblemente a Tania después. Con mucho profesionalismo la jovencita insinuó

139
delicadamente un rechazo, pero luego fue aceptando las manos y caricias del ahora fogoso
director. Celina dio la orden de acelerar una nueva tanda de tragos. Las chicas oficiales de
la discoteca, las chiquillas contratadas y los travestis como hormiguitas llevaban vasos de
aquí a allá en una coordinación perfecta.

Condorcanqui ahora estaba flanqueado por Brigitte, la púber francesa y Blondi el travesti
rubio de generoso busto. A juzgar por su actitud tan relajada y feliz, si le proponían de hacer
un trio, en ese rato, no lo hubiera rechazado por nada.

Penélope, consciente del deseo que carcomía las tripas del Chino Huarca, aceleró el
proceso con insinuaciones directas para encerrarse en el cuarto rosa. La pastilla que Celina
había subrepticiamente diluido en su vaso ahora funcionaba con creces. En lugar de falo el
asesor del gobernador sentía una daga descomunal que reclamaba hundirse una y otra vez
en una carne blanda. Simultáneamente Juan Gonzalo besando con descaro el cuello de la
frágil Tania la arrastraba hacia el cuarto azul, el cuarto del degenere donde estaban
instaladas las cámaras. Reteniendo la respiración el Chino Huarca, dijo con voz implorante
“Penélope, espérame un minutito ¿ya?” y con anhelo se dirigió hacia la esquina donde se
hallaba Celina.

-¿Todo está bajo control, no es cierto? Alineó en una frase sin respirar el sudoroso Huarca.

-Si chinito. El franchute ya está en el cuarto de su perdición. ¿Quieres verificar?

Sin responder el Chino Huarca se dirigió hacia la habitación donde estaban instalados los
monitores de video. Efectivamente, el odiado escritor estaba en las pantallas, besando con
avidez a la chiquilla de catorce años. Y desvistiéndola con prisa. Su morbo estaba a punto
de ganarle y quedarse allí para saborear del placer voyerista, pero se acordó que Penélope
esperaba y podía ser abordada por otro en su ausencia.

Al retornar al salón principal, el corazón le dio un vuelco pues no veía por ningún lado a
Penélope. De espaldas al bar divisó a Celina y se dirigió hacia ella sin vacilar.

-¿Verificaste querido? Celina preguntó como si ya supiera la respuesta.

-Ah, sí, sí. Ya empezó el vacilón ahí dentro. Y donde se fue tu amiga bailarina, intentó con
falso desinterés el Chino.

-¿Cuál de ellas?

-Penélope, pues, quien más, le dije que me esperara...

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-Ah, ya se fue, como demorabas tanto… el rostro del Chino Huarca dibujó un rictus trágico,
nooo estoy bromeando Chinito. Me dijo que le diste cita en el cuarto rosa. Ahí te está
esperando.

Como aspirado por el perfume azucarado de Penélope, el Chino Huarca se precipitó en el


corredor que conducía al famoso cuarto.

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XXXIII

La resaca del gobernador

Este cumpleaños sería el peor de su vida. Condorcanqui aparecía en la primera plana de


todos los diarios locales y nacionales con el rostro desencajado, con moretones en la cara y
haciendo un gesto procaz a la prensa. La fiestita en la discoteca había degenerado de a de
veras. Los protagonistas del escándalo mayúsculo eran el propio Condorcanqui y su asesor
principal el sociólogo Huarca. Los periodistas concursaban de ingenio en sus titulares:

“Epílogo trágico de una juerga: un hombre en coma vegetativo (el asesor Huarca), un
muerto (el travesti Blondi), un acusado (el gobernador Condorcanqui)”

“Por los labios de un travesti venezolano” gobernador Condorcanqui acusado de homicidio.

“Condorcanqui los prefiere rubios”

“Travesti, alcohol y celos, la mezcla mortal”

El momento del desmadre lo percibió Celina al instante. La mezcla de alcohol, cocaína y


sexo había funcionado en otras ocasiones sin llegar a extremos de violencia. El ingrediente
explosivo fue en este caso la traición.

Condorcanqui en circunstancias que realizaba su ansiado trio con Brigitte (la púber
francesa) y Blondi (el travesti rubio), quién sabe por la híper lucidez que provoca la cocaína
tuvo la sensación de ser observado. El cuarto de los espejos que le fuera destinado por
Celina tenía algo más que esa ingeniosa disposición que multiplicaba al infinito los cuerpos
en copulación. Y tenía razón, detrás en alguna de las losetas reflejantes estaba instalada
una cámara de video. Blondi por accidente apretó el botón del interruptor y el cuarto quedó a
oscuras unos segundos. En esa fracción de tiempo Condorcanqui creyó percibir una luz roja
detrás de los espejos. A pesar de sus ganas y el ímpetu que le ponían sus dos
acompañantes, Condorcanqui no pudo continuar la faena. Pretextando algo ininteligible salió
del cuarto y empezó a buscar como poseído una habitación que se pareciera a una sala
con monitores. Hasta que la encontró. Azares del destino o intuición de drogo, encontró la
sala de monitores número dos, la clandestina, donde se filmaba los demás cuartos incluida
la de espejos. Al percibir en una de las pantallas los cuerpos desnudos de Brigitte y Blondi,
salió del local como una tromba. En el corredor se cruzó con Celina, quien al ver su rostro

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descompuesto y antes de que preguntara nada confesó balbuceante: “El video ha sido una
idea de Huarca”. Condorcanqui, sin pedir más explicaciones y con la ira como coraza,
atravesó el salón principal de par en par. Celina se imaginó el resto de la historia en tres
flashes sucesivos. Su primera reacción fue reunir las seis chiquillas en su cuarto, para
indicarles de salir ipso facto del local por la puerta trasera. Enseguida hizo lo mismo con
Juan Gonzalo. Para entonces ya se había armado el gran desmadre. El chino Huarca sin
comprender las injurias de su jefe se defendía como podía de los empujones del enfurecido
Condorcanqui. Los invitados deshaciéndose con dificultad de abrazos y besos del resto de
prostitutas rodearon a la pareja de hombres que ya rodaban por el piso. Antes de retornar al
salón principal Celina tuvo la precaución de echar llave a los dos cuartos de monitores. Los
funcionarios salían semidesnudos de los distintos ambientes alertados por el ruido de vasos
y botellas estrellados en el piso. Celina ordenó al DJ de aumentar el volumen de la música
para cubrir el sonido de las palabras y así acentuar la confusión.

Cuando Blondi escuchó los gritos salió disparada como una histérica. Ella, cargaba en su
memoria personal imágenes de violencia extrema que al menor grito la descontrolaban
automáticamente. Sin saber quiénes estaban enredados en ese pugilato se abalanzó sobre
los dos hombres para separarlos con firmeza. Fue allí que Condorcanqui en un gesto
inesperado estrelló un cenicero en la cabeza del Chino Huarca quien cayó estrepitosamente
sobre mesas y sillas. Blondi intentado neutralizar al gobernador recibió otro impacto del
pesado objeto en vidrio cayendo recostada no lejos del asesor. El tiempo transcurría en
cámara lenta. Mientras los cuerpos permanecían inertes, un charco de sangre manaba por
entre las losetas.

Los invitados estaban completamente perdidos, la borrachera se les esfumó en un segundo.


Su preocupación principal era salir lo más antes posible de ese lugar y secundariamente
socorrer a los heridos. Condorcanqui permaneció largos segundos contemplando a sus
víctimas con el arma del crimen en la mano. Fue el enano Freddy, en un arranque de
lucidez, quien propuso de llevar a los heridos al hospital para evitar cuestionamientos
embarazosos. Cuando Freddy volvía a la discoteca con su carro para transportar a los
heridos, se encontró con un patrullero de policía en la puerta. Nunca se supo quién de los
asistentes llamó a la inoportuna policía nacional. Preso de pánico, por los girofaros rojos y
azules, Freddy siguió camino sin detenerse. A los pocos minutos la prensa con su arsenal
de micros y cámaras llegaba al lugar de los hechos ahora desertado por casi todos los
invitados, incluido Condorcanqui. Petrificados por el miedo y seguramente por un prurito de
lealtad a sus líderes Delgadillo, Cesario y Úber permanecieron en la discoteca esperando
la llegada del enano Freddy. Entre tanto ajetreo los cuerpos inertes del Chino Huarca y de

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Blondi yacían en el piso. Luego de largos minutos de espera recién legaría la ambulancia del
SAMU.

Celina soportó estoica las preguntas. Su versión era sencilla: un malentendido entre
Condorcanqui y Huarca. Ambos habían bebido demasiado y punto. Ni una palabra sobre los
videos, ni una palabra sobre Juan Gonzalo ni los otros funcionarios presentes, ni una
palabra sobre las prostitutas menores de edad, ni una palabra sobre las drogas. Su versión
sería corroborada por los tres funcionarios que encontró la policía. Era mejor así. El drama y
el escándalo ya eran inmensos, para qué echar más leña al fuego, para qué comprometerse
más de lo que ya estaba.

La vida política de Condorcanqui acababa en su ley. Sexo, alcohol y escándalo.

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XXXIV

Fin del reino

En las primeras horas del día Juan Gonzalo convocó al técnico para que desmontara
completamente el dispositivo video que él había instalado, para que no quedara ninguna
huella. En común acuerdo con Celina conservó consigo las bandas grabadas, como un
mecanismo de protección a futuro. Al poco rato llegaba un emisario de Condorcanqui
reclamando el mismo material. Celina con el aplomo de una guerrera simplemente explicó
que el técnico que contratara Huarca había cargado con todo, no sabía quién era, ni donde
vivía. El video fue idea del chino y él se encargó personalmente de contratar a la gente. La
prisa de Juan Gonzalo para apoderarse de los documentos fílmicos fue correcta.

El balance de la noche loca de cumpleaños no varió en el transcurso de los días. El Chino


Huarca permanecía en situación de coma vegetativo, el travesti Blondie permanecía muerto
y el gobernador acusado de homicidio voluntario.

La prensa a pesar de la gravedad de los hechos no intentó saber más. A Celina le cerraron
el local pretextando problemas de licencia.

Condorcanqui estaba en el impase total. Por los graves hechos acontecidos y porque por
ahí, no se sabía dónde, un caset video se paseaba esperando el momento inoportuno de
salir a luz. Los chacales de Condorcanqui intentaron amenazas, extorsión, ruegos para que
la gente del Chino les entregara el material que comprometía a su jefe. Pero todos se
negaron. No sabían nada de nada. El Chino Huarca manejó este asunto solo, de A a Zeta y
el pobre Chino permanecía en coma. A nadie se le ocurrió hacer una relación con Juan
Gonzalo, pues tampoco nadie conocía el grado de detestación que inspiraba el poeta al
malogrado asesor.

En los edificios del gobierno regional el ambiente era pesadísimo. Como buena parte de los
gerentes estuvo presente en la fiestita todos desconfiaban de todos. La consigna aceptada
unánimemente era, yo no estuve, tú tampoco. Si me tiras dedo yo hago lo mismo contigo.
Pero eso no impedía que las intrigas prosiguieran para mantenerse en el poder.

Cerdafina, con su habitual audacia argumentó en una entrevista que todo lo acontecido era
una intriga orquestada por los enemigos políticos de Condorcanqui. Fue hasta acusar al
presidente de la republica de estar detrás del asunto.

Clarabella permaneció silenciosa, pero ya se rumoreaba y con justa razón, que no quería
saber nada con su marido, ahora comprometido con un sórdido affaire de travesti.

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La prepotencia de los advenedizos disminuyó ostensiblemente. Delgadillo ya no se paseaba
como hacendado en los corredores de la sede central.

El único que parecía realizar sus actividades normalmente era Juan Gonzalo. La biblioteca
continuaba su programación anual y los lectores se incrementaban día a día.

La prensa por supuesto sacó a relucir sus rencores y cuentas pendientes con el gobernador.
Fue acusado de todo y lastimosamente esta vez la obsecuencia de los Cóndor-lovers no
podía gran cosa. Los hechos eran incontestables.

Los trámites para la vacancia del gobernador se habían iniciado. Debate jurídico confundido
con juicio sumario. Los bajos instintos se despertaban. Reaparecieron rabiosos los fanáticos
de la pena de muerte.

Mientras tanto la región de Mananbamba permanecía acéfala, sin gobernación. Mientras


tanto los problemas fundamentales de la población no eran atendidos.

Dos semanas después de los eventos, Juan Gonzalo presentó su renuncia al cargo de
Director de la Biblioteca Regional, pretextando asuntos familiares a resolver. Siguieron en
cascada la renuncia de los más timoratos entre los gerentes y subgerentes presentes en la
fiesta fatídica. A los pocos días de su renuncia el poeta cogió un avión y retornó a Francia.
Disimulado entre sus ropas llevaba el caset con las imágenes comprometedoras de
Condorcanqui, del Chino Huarca y buena parte de ese gobierno regional, que se creyó
alguna vez omnipotente.

FIN

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