solía jugar a una niña algo mayor que yo. Estaba sentada en un banco, sola y con cara triste, pero al verme sonrió y me invitó a sentarme a su lado. Rápidamente nos hicimos amigas y, como le dije que me gustaba mucho leer, me regaló un libro de Agatha Christie. Incluso me escribió una dedicatoria en la primera página: “Para cuando Eva sea mayor. De parte de Ana”. Luego me dijo que tenía que hacer algo y se marchó. Más tarde les enseñé el libro a mis padres y les conté que me lo había regalado aquella chica, pero mamá se enfadó conmigo y me llamó mentirosa. Dijo que ella no había visto a ninguna niña sentada en aquel banco y que yo había recogido un libro tirado en el suelo. Para demostrarles que estaban equivocados, les enseñé la dedicatoria, pero mamá me recordó que existían muchas Evas en el mundo. Aquella noche papá, que parecía preocupado, se quedó despierto hasta tarde porque tenía que redactar algún tipo de informe. A la mañana siguiente descubrimos que había desaparecido para siempre. Los compañeros de papá (que era inspector de policía) no pudieron descubrir su paradero ni explicar qué le había pasado. Con el paso del tiempo mamá y yo perdimos la esperanza de volver a verlo, nos mudamos a otra ciudad y me olvidé de la niña del parque… hasta que, siendo adolescente, descubrí en Internet una siniestra leyenda urbana. Básicamente, era la historia de una niña fantasma, que se te aparecía de noche y te proponía un pacto: si lo aceptabas, ella haría desaparecer a la persona que más odiaras, pero, a cambio, también iría por ti algún día. Los escépticos pensaban que solo era un bulo basado en la serie animada Jigoku Shoujo, pero otros le atribuían a la chica fantasma todas las desapariciones que la policía no podía esclarecer. Aunque yo nunca había creído en fantasmas, se me ocurrió que la desaparición de mi padre podía estar relacionada con aquella leyenda. Pensando en aquel día, me acordé del libro de Agatha Christie, que yo no había tocado desde la mudanza ni había leído aún. Más por curiosidad y nostalgia que por verdadero interés, una tarde, cuando estaba sola en casa, fui a buscarlo y lo abrí en una página cualquiera. Para mi sorpresa, lo que se leía allí no formaba parte del texto de la novela. Ponía en letras grandes, que parecían escritas a mano:
“Eva, soy papá. Si quieres conocer la verdad,
debes hacer una pregunta en voz alta y después pasar a la página siguiente, donde hallarás la respuesta. Hazlo siempre después de preguntar y nunca antes, ¿de acuerdo?”
Yo estaba tan asustada que hasta me costaba
hablar, pero, tras algunos titubeos, conseguí balbucear:
-Papá, ¿dónde estás?
Pasé a la página siguiente y leí:
“Estoy muerto. Aquella noche Ana, la niña
fantasma que conociste en el parque, me llevó al infierno, después de que me maldijera la madre de un criminal que murió atropellado mientras yo lo perseguía. No te preocupes por esa mujer, ahora también está muerta. Antes de llevarme con ella, Ana tuvo conmigo un último gesto de bondad: te dejó este libro para que algún día yo pudiera decirte la verdad y despedirme de ti, tal como está sucediendo hoy.”
-¿Cómo puedes decir que es buena una cosa que
mata personas inocentes?
Nuevo cambio de página:
“Ana solo es un instrumento de la maldad humana, nosotros somos los verdaderos culpables. Y nadie ha sufrido por causa de nuestra maldad tanto como ella.”
-¿Por qué me cuentas todo esto precisamente
ahora y no antes?
“Porque hoy hay algo que debes saber. Si quieres
evitar que suceda algo terrible, debes ayudar a tu amiga Lara. Corre un grave peligro y solo tú puedes salvarla”
-¿No puedes decirme nada más? ¿Volveré a verte
algún día?
En la página siguiente no había más mensajes
para mí, solo el texto de la novela (aunque, casualmente, la primera palabra de aquella página era un “no”). Volví atrás y vi que todos los mensajes habían desaparecido, sustituidos por el típico texto de una simple novela policial. Sentí que la cabeza me daba vueltas hasta casi marearme. ¿Y si yo, sugestionada por la leyenda de la chica fantasma, había imaginado todo aquello? No estaba segura de nada, pero, fuera como fuera, no perdía nada por llamar a Lara y preguntarle si estaba bien. Sin embargo, ella no respondió a mis llamadas, así que decidí acercarme a su casa, que estaba cerca de la mía. Una vez allí, timbré varias veces, pero no vino nadie a abrirme la puerta. Entonces oí unos sonidos extraños procedentes de la parte posterior del jardín, donde se hallaba la piscina. Sintiéndome inquieta, decidí saltar la cerca e ir a echar un vistazo, arriesgándome a que Javier, el tío de Lara, me echara la bronca por entrar sin pedir permiso. Lara vivía con su tío Javier porque su madre había desaparecido y su padre, que era un hombre bastante violento, había sido detenido como principal sospechoso. Aparentemente su tío la quería mucho, pero aquella tarde descubrí aterrorizada que estaba intentando ahogarla en la piscina. Ambos estaban en bañador y él tenía una extraña marca negra sobre su espalda desnuda. Según la leyenda de la Chica Fantasma, quienes habían hecho un pacto con ella debían llevar aquella marca hasta el día de su muerte. Por lo que supe después, aquella tarde Lara (que también conocía la leyenda) y su tío estaban bañándose tranquilamente en la piscina, pero entonces ella vio la marca y descubrió la terrible verdad: el tío Javier había hecho un pacto con la chica fantasma para deshacerse de su hermana. Estando ella muerta y su cuñado en la cárcel, Javier podría manejar a su antojo el sustancioso legado familiar, al menos hasta que Lara fuera mayor de edad. Sabiéndose descubierto y temeroso de lo que pudiera decir su sobrina, decidió acabar con ella (lo cual, de paso, lo convertiría en el único heredero de la familia). Pero, como solo se puede recurrir una vez a la chica fantasma, intentó hacerlo de una forma más convencional. Pensando que no habría testigos, la ahogaría y luego diría que había sufrido un accidente, pero no había contado conmigo. Como no tenía tiempo para pedir socorro, lo golpeé en la cabeza con el mango de un rastrillo. Javier cayó al agua aturdido y yo aproveché para sacar a Lara, que había perdido la conciencia. Mientras intentaba reanimarla (por suerte, mi madre, que es enfermera, me había enseñado cómo hacerlo), Javier se recobró, salió de la piscina sin que yo me diera cuenta e intentó clavarme unas tijeras de podar en la espalda. Pero entonces vio algo que lo asustó. Al intentar huir, resbaló en las baldosas húmedas y cayó al suelo, con tan mala suerte que se clavó la punta de las tijeras en la garganta. Como no aguanto la visión de la sangre, volví la cabeza asustada y entonces vi la causa de su repentino terror: en medio del jardín estaba Ana, que no había cambiado nada desde nuestro primer encuentro en el parque. Ella se mantenía en silencio, contemplando al moribundo Javier con ojos melancólicos y apáticos. Yo le dije: -¡Ana! ¿Viniste aquí para ayudarnos o solo para cobrarte tu deuda?
Ella no respondió. Yo sonreí y le dije:
-Sea como sea, muchas gracias por todo.
Quizás ella me devolvió la sonrisa, pero no puedo
asegurarlo, porque entonces se desvaneció en el aire y no volví a verla nunca más.