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José Gregorio Bello Porras

EL TEXTO, UN MISTERIO
Y OTROS ENSAYOS
OFICIO DE REALIZACIÓN

¿Se puede encontrar la realización personal a través de la escritura? Es


obvia la respuesta positiva. Cualquier ejercicio vital, cualquier oficio
ejecutado con atención, desentrañando su relación con la existencia, se
convierte en una oportunidad de realizarnos como personas.

Escribir puede exponer el contenido de nuestro ser interior, aunque a


veces parezca solo la puesta en escena de lo que hemos aprendido en
nuestro transitar rutinario o ser el fruto de nuestra domesticación
social. No importa, sea cual fuese la interpretación, escribir siempre
nos revelará tal como somos, a pesar de las máscaras o disfraces con
los que cubramos la escritura. Por ello escribir es un acto de exposición
y de ocultamiento a la vez. Ambas prácticas son necesarias en el
camino de realizarnos.

Al exponernos, necesariamente ocultamos parte de nosotros, al ocultar


deliberadamente, exponemos también zonas que no deseábamos sacar
a la luz. Claridades y sombras son la escritura como ejercicio de
nuestro ser.

Pero la escritura es lectura. Sólo ante el lector cobra vigencia el hecho


de la escritura. Por lo general ese lector existe en el futuro. Y tal vez no
lo conozcamos. Pero allí está esperándonos. Si no es así, habremos sido
nuestro propio lector. algo muy válido. Es el sentido del diario íntimo.

Pero supongamos que alguien nos lee. ¿Eso contribuye a nuestro


crecimiento?
Quien nos lea debe someter eso que ve eso que interpreta, a su propio
tamiz reflexivo. Debe dilucidar y tratar de sacar de allí conclusiones,
bien sobre quien escribe, pero, generalmente, y eso es lo más
importante, sobre sí mismo. Cuando uno lee se encuentra frente a un
espejo de palabras. Allí se acomoda esa imagen de letras y voces que
tenemos sobre nosotros mismos.

Nuestra propia imagen se nutre de eso que leemos. Y en el caso de no


leer, de lo que escuchamos, de lo que nos dicen. Por eso la lectura nos
amplía los horizontes acerca de nuestro propio conocimiento de una
manera enorme. Nos llena de posibilidades. Un lector puede estar más
solo, pero también tener mayores oportunidades de salirse del rebaño
de la interpretación común.

El que nos lean no contribuye a que crezcamos. Sólo el acto de leer y de


leernos a nosotros mismos nos pueden aportar en ese sentido. La
retroalimentación de los lectores puede ser una fuente de información.
Pero siempre dependerá de la intención del lector que comenta. Los
engaños y autoengaños son frecuentes.

Leer, escribir y leernos, allí está la triada para el crecimiento


aprovechando el oficio de escribir. Cuando escribimos, completamos
un ciclo, no solo asimilamos lo que hemos leído sino que estamos
transformando con nuestra experiencia ese mundo que habíamos
encontrado. Es casi un deber para el lector, escribir sobre eso que lee. Y
para el escritor, leer con aguzado ojo eso que escribe.
DEL SUFRIMIENTO Y EL GOCE EN LA ESCRITURA

Este es un tema recurrente. No por ello resuelto completamente.


Aunque cada vez que se escriba sobre él parezca totalmente disuelto en
un mar de misterios.

Para algunos es necesario que el escritor se vea sometido a


padecimientos hasta injuriosos para poder producir una obra de valor.
Parecen decir que el sufrimiento es el más poderoso motor para
escribir. Como si el hambre lo fuese para generar cualquier cosa,
incluyendo la comida.

Sobre este punto sería inacabable hablar. Habría que revisar las
motivaciones del escritor, escudriñar y discutir la misma teoría de las
necesidades, la psicología de las diferencias individuales y otras
muchas ideas que tal vez nos conducirían a la nada. Nada concluyente.

El sufrimiento o el goce se transfunden a la escritura casi


necesariamente al tocar el tema, en cualquier género que se escriba. Si
se escribe de sufrimientos o de alegrías, necesariamente está presente el
escritor, quien debe haberlas experimentado para transmitirlas con
cierta verosimilitud.

Las circunstancias de vida de cada quien colocan cualquier tema, con


su dosis de sufrimiento o alegría, al alcance del escritor, en el área de
su vivencia. Pero no son las circunstancias las que escriben. Las
circunstancias no obligan. Ni siquiera recomiendan, por ellas mismas,
la lectura o la escritura.
A veces uno cree que es la vida la que toma la pluma o el teclado para
pronunciarse acerca de ella misma. Válida representación porque la
existencia se particulariza, tanto como se universaliza, en el escritor
que sufre o goza.

Pero no son las circunstancias tristes o felices las que construyen la


escritura. Es Plath o Neruda, por pronunciar el nombre de dos valiosos
poetas, quienes escriben. Es el talento de cada escritor el que se expresa
independientemente del sentimiento humano que esté tocando o el
grado de padecimiento que haya tenido.

A pesar de las circunstancias y por sobre ellas, que lo retendrían en el


goce o el sufrimiento, el escritor plasma su vivencia con palabras.

No es por la condición del escritor, de triste o alegre, de asceta o


bohemio, de mártir o hedonista, de enfermo u optimista, de rico o de
pobre, de ser que padece todas las grandezas o las vilezas humanas,
por la que se construyen las obras con decoro y permanencia. Es,
simplemente, por el talento que el ser humano ha desarrollado,
durante su vida feliz o miserable. Por ese irrefrenable llamado a
expresarlo todo con la palabra que nace en conjunción del corazón y la
mente.

De no existir el talento, la primera brisa haría desaparecer ese cúmulo -


túmulo- de palabras. De no existir el talento en el ser humano, nada
persistiría más allá de un breve ahora.
ESCRIBIR, LA SOLEDAD DE UN EJERCICIO

Escribir es ejercer el arte de la cuerda floja. Un equilibrio inestable. Una


propensión a la inminente caída. Un balanceo. Un desequilibrio
calculado para no precipitarse al vacío o a la palabra vacía.

Equilibrio y desequilibrio se juntan en un solo acto, tal vez creativo, tal


vez de supervivencia a la agonía interior, a la ansiedad de vivir.

Escribir es una emoción que se convierte en sentimiento en el


transcurso de manchar hojas y hojas de tinta o virtualidad. No puede
uno desprenderse de ese solitario vicio que sólo se torna productivo en
el vientre mental o anímico del lector.

Aunque el lector es, en principio, uno mismo, escindido ya en su papel


dual, en su perfecto hermafroditismo de pensamiento y la
emocionalidad. En la lucha entre el intelecto y la intuición, entre lo
profundo y oscuro del ser humano que hala y absorbe hacia la tiniebla
y su afán ordenador, muchas veces inclinado a la búsqueda de
claridades pero irremediablemente propenso a las brumas de la
existencia.

Escribir es un acto solitario para alejarse, a veces infructuosamente, de


la soledad misma. Acto de soledad compartida en lejanos ojos y
entendimientos.
ESCRITURA, UN EXPERIMENTO

Escribir es un constante experimento y un riesgo. Estallan las palabras


mal puestas o sencillamente no funcionan. Reunir cada vocablo con
otros tiene algo de los furtivos secretos de la ciencia y el arte. Ninguna
de las dos formas de encarar la realidad ha podido prescindir del aura
misteriosa de quien las poseía en el remoto pasado, el sabio iluminado
por la trascendencia.

Aunque han querido ser inspiraciones explicables, por más que la


reflexión nos acerque a un método de escritura, tan solo revela un
estado al que se debe acceder. Nunca se trata de un manual de
instrucciones sino apenas el consejo de alguien que vivió la
experiencia. Ello no es intransmisible. Pero el hablar sobre la escritura
como proceso creativo pareciera estar más cercano al hecho de que la
palabra produce, como estimulante, una gnosis que al de ser una
difusión informativa.

Escribir es un acto de personal encuentro consigo mismo. De explicarse


el mundo, la vida, en todas las ideas, sensaciones y percepciones que la
pueblan. Esa vivencia puede llegar a otro y alinearse con sus propias
formas de reconocimiento de la existencia. Allí se produce el milagro,
la maravilla de la identificación con el texto. De la resurrección de la
palabra en el papel o en el medio virtual.
La escritura siempre será un experimento al borde de todo éxito. Pues
para alguien ha servido, aunque sea para el solitario escritor en su
intento de vivir a través de la palabra.
EL TEXTO, UN MISTERIO.

Ante un texto literario, sea cual fuese el género que trate de asirlo a una
catalogación, la impresión del lector avezado, cargado de la misma
ingenuidad que permite descubrir la vida, se maravilla del hecho que
tiene ante sus ojos y que ha penetrado en su mente.

El pensamiento ajeno se hace propio por influjo de unos caracteres


visuales o táctiles o incluso por las voces que lo expresan
auditivamente. Un pensamiento logra atravesar las distancias de la
geografía o de los complejos mecanismos del discurrir humano, logra
vencer obstáculos físicos y mentales para llegar hasta nosotros y
hacerse parte de nuestro propio contenido, como si nosotros mismos
fuésemos un nuevo texto.

Tal vez le costó mucho al ser humano lograr ese paso definitivo y
definitorio de trasladarse en pensamiento hasta otros. Pero lo hizo.
Explicar cómo lo logró es labor de diversos especialistas que se
distraen en esas elucubraciones. Pero fue la palabra, en síntesis, quien
consiguió este logro.

No obstante, el texto como un complejo de palabras organizadas


continúa revelando el misterio de esa comunicación. El texto en sí
mismo es un objeto que se transmite como un todo de uno a otro
individuo. Aunque su comprensión sea fragmentaria, siempre será un
todo, un cuerpo complejo, que viaja de uno a otro ser.
En su llegada ya no es el pensamiento original. Ha sido expulsado del
paraíso de su creador y ha llegado al mundo, a la tierra de quien lo
recibe como suyo. Allí el texto se transforma o permanece. Crece o se
desintegra. Y vuelve a la tierra al polvo de las palabras de donde
surgió. Las palabras retornan a su origen.

Un texto siempre que por algún medio se preserve, va a superar la


existencia limitada de su creador. Sin embargo, la mayoría de los
textos no logran ni siquiera sobrepasar la reducida distancia entre su
creación y el vacío exterior, no logran dar un paso fuera de la la cuna
de papel o virtualidad donde nació.

Pero otros textos se expanden hasta una casi infinitud. Hacia ese texto
es donde apunta el escritor. Eso es lo que quiere. Un hijo que sueñe con
la inmortalidad. Sin importar que esta aún sea perecedera.

A veces ese sueño es más breve y moderado. Tan solo tocar un alma,
tan solo llegar a penetrar en la interioridad de un lector es suficiente
para que el texto haya cumplido su cometido.

Lo que empezó siendo la organización de un pensamiento se


constituye en pensamiento autónomo que adquiere otra dimensión en
el entendimiento de cada lector.

Y aunque se explique el proceso, este poder del texto siempre será un


misterio.
EL RELATO COMO EXTENSIÓN DE LA VIDA

Escribir es una forma de supervivencia a través de un objeto


incorpóreo. Pareciera una real y fatal estupidez esta pretensión. Pero es
lo que hacemos cuando lanzamos en una página virtual o de papel un
grupo de palabras organizadas de tal forma que luzcan como extensión
de nuestro pensamiento. Apenas como una extensión y nunca como el
pensamiento mismo.

Damos autonomía a las palabras formuladas por aquí. Toman su


propia corporeidad. Mantienen su existencia particular ya fuera de
nosotros. Podemos desaparecer, olvidarnos y ellas permanecen en esta
nube de la posibilidad.

Si lo que escribimos es un relato, el fenómeno adquiere visos más


interesantes. El personaje toma vida y puede persistir en su
subsistencia durante tiempo indefinido. Vuelve a nacer y a realizar sus
hazañas o sus desafueros. Nada aprende, todo lo repite. Pero el lector
penetra en su mundo y se adueña de su quehacer, lo hace suyo y
empieza a formar parte de la vida de otro. El personaje se nutre de la
vida de los lectores.

El narrador una vez concluido su propósito puede descansar como un


pequeño dios, parafraseando la famosa frase de Huidobro sobre la
poesía, olvidándose de su obra, dejándola a su arbitrio que no es sino
repetirse infinitamente a merced de los piadosos lectores.
El narrador vive por su obra sin ser su obra. Pero, en cierta forma o en
forma muy cierta, allí expresa su existencia. Por más que intente
librarse del lazo que lo une a su escritura, a sus personajes y acciones,
se proyecta a través de ellos. Aún cuando lo que escriba sea el reflejo
pálido de una historia escuchada, de un relato antiguo leído en otros
labios, de unos restos de palabras vistas en hojas carcomidas por el
tiempo, siempre, al escribirlo va a plasmar su propia vida, su propia
visión, su entendimiento, sentimiento y voluntad. El relato va a develar
la vida del narrador de una u otra manera.

No todo lo que escribe un narrador es autobiográfico. A veces casi


nada lo es. Pero todo lo que pone en papel o en formato visible será
siempre su ejercicio de ser. Su manera de desenvolverse. Aunque tome
el disfraz del personaje. La voz prestada de los sueños, las poses de
otros reflejos o la transparencia de los fantasmas, siempre será su obra,
llevará sus genes de pensamiento, el ADN de su forma de escribir.

Tal vez se pueda clonar al escritor. La falsificación y el plagio son viejas


costumbres mefíticas, enrarecen la sustancia donde toma existencia la
escritura. Pero nunca esos cuerpos vacíos de alma propia, sustituirán a
la esencia del escritor realmente.

Porque escribir es un oficio de persistencia donde exhibimos nuestro


ser único a través de la carne de la palabra.
LA POESÍA, LA VIDA

Ante el espacio en blanco para el poema, el creador guarda un silencio


casi reverencial. Algunas veces es sólo la parálisis, el instante sin
aliento que precede al acto creador. O el asombro de la frase inicial, el
arrojo de cometer una osadía como pretender asir la belleza o el tiempo
u otra forma, casi insustancial si no la fijásemos al cuerpo denso de las
palabras.

Ese primer acercamiento al hecho creativo del texto poético es una


declaración de principios de vida en relación a la poesía.

Ante ella pensamos con harta frecuencia que estamos frente a un


misterio. En otras ocasiones, sabemos que es la boca por donde el grito
del corazón se desahoga. Es, en todo caso, el espacio que le da forma a
lo que estaba disperso. Es el orden dentro de nuestro caos. La poesía es
eso, dar equilibrio a nuestro desconcierto interior, trazarle un plano al
laberinto de nuestra consciencia. Un mapa de palabras que nos guían
hasta salidas temporales.

Si nos acostumbramos a ella, la poesía es un fenómeno que nos asalta


frecuentemente. Una pulsión que desea su expresión constante. Poner
afuera lo que pertenece a ese mundo de nuestras profundidades o de
nuestras relaciones con el mundo. Ese acto, de por sí, traza una
intención de vincularnos a un lector o a otro individuo que comparta o
con quien compartir esas vivencias.
Nunca parece suficientemente extenso el mundo de relaciones del
poeta. No importa cuántos lo lean, siempre el poema, la intención de
creación, estará destinado a quien descubra su estructura de
pensamiento. En la cotidianidad las palabras parecen objetos
utilitarios, aún siendo símbolos de la realidad, en la poesía conservan
esa vestidura original o ese despojamiento primordial de ser símbolos
en movimiento.

La poesía solo se aprende en su propio territorio. No en los libros que


la pueden contener, sino en el hecho creativo, en la vida de donde se
nutre, en el deslumbramiento de descubrirla en nuestro mundo
circundante, en los hechos de la cotidianidad. Por eso pertenece a
todos los seres humanos, sin distingo de ninguna especie, pero solo si
estos se acercan hasta ella con los sentidos bien abiertos y el
entendimiento sensible.

Quien descubre la poesía jamás podrá abandonarla. Se nutrirá de ella,


la hará su lenguaje, se sorprenderá hablando poesía, porque esta habrá
tomado su vida. La poesía es la vida que se transmite en palabras, en
silencios, en gestos perceptibles para la aguda alma de quien sabe que
ella es su vida.
ESTÉTICA Y POÉTICA DEL NARRADOR VENEZOLANO
CONTEMPORÁNEO

Reflexión para el Encuentro Nacional de narradores y narradoras


Monte Ávila 2015

La mejor manera que encontré para acercarme a un tema abstracto tan


interesante, ha sido reflexionar sobre mi experiencia. Tal vez no llegaré
a conclusiones sabias, pero el hecho de compartir lo que hago es una
oportunidad, en todo caso, de poner en consideración y, tal vez,
obtener algún conocimiento de vuelta.

Voy a partir del supuesto optimista –no podemos ser pesimistas en


este caso– de que el narrador venezolano posee o demuestra el ejercicio
de una estética y una poética particulares, factibles de ser compartidas
por otros hacedores de textos que tengan la posibilidad de mostrar su
obra o por quienes los leen. Este hecho de hacer público un ejercicio
narrativo no garantiza una patente de poeta o artífice de belleza. En
todo caso es el lector quien, en una identificación con el texto, logra
acreditarle belleza a la disposición de las palabras, al ingenio de la
presentación de los hechos o las ideas dispuestas bajo el cobijo de una
narración. La calificación estética viene de un colectivo y, en último
término, del momento histórico en el que se ofrece esa narración a los
ojos y la sensibilidad de los demás. Un texto narrativo no es nunca una
obra de belleza por sí misma (qué son las palabras fuera de todo
contexto, sino ruidos y garabatos); la es por la identificación que hacen
las personas quienes lo leen y, muchas veces, por su magnanimidad de
estas en la indulgencia de su juicio.

Esa identificación del lector con el texto puede provenir de varias


fuentes. Una inmediata, con los hechos o con los personajes o con el
hilo narrativo o por la sorpresa en los hitos de la narración; o una
identificación con los postulados implícitos en la trama o en los
desenlaces (esto va más allá de la moraleja o el mensaje que
supuestamente se escurre en el texto). La identificación, en fin, suele
surgir por los valores compartidos que el texto va exponiendo, sin que
su forma sea discursiva. Un relato puede ser una presentación donde
nunca se enumeran suposiciones teóricas o éticas, pero que en su
resultado perceptivo sintético convence más que una tesis académica
con múltiples citas, notas al pie de página y una enjundiosa
bibliografía.

Esta característica, sin embargo, no procede de una planificación de


resultados estrictamente conscientes o apuntalados por unas
profundas meditaciones sobre la trascendencia de la palabra. Todo
parece venir más de la vida y la sinceridad al exponerla de forma
coherente con uno mismo, aun cuando lo que uno escriba esté en el
borde de cualquier precipicio, bien sea el absurdo o lo aparentemente
disparatado.

Cuando enfrento el reto de escribir un texto no me siento


especialmente preocupado por los resultados, en términos de hacer
algo importante, comprometido o estéticamente valioso. Simplemente
los elementos que lo conforman, los personajes, los hechos, las
palabras, buscan su cauce y se expresan. La coherencia y autenticidad
son tanto un resultado como una forma de enfrentar la narración. Si no
soy quien soy, el texto nunca va a ser lo que es.

En Náufragos en la calle, el libro publicado por Monte Ávila Editores,


que vio luz en 2015, me planteé, como en otros libros míos, hacer
biografías ficcionales en microrrelatos. Textos tan breves, algunos casi
epitafios, que condensaran una existencia. Por supuesto, existencias
únicamente ficticias o metafóricas pueden condensarse de esta manera.
Pero ese ejercicio de abreviación me ha atraído enormemente, por todo
lo que tiene de estímulo libre a la imaginación. Los textos nunca tienen
una sola interpretación final, sino una posibilidad de varias, de
múltiples salidas. En el relato muy breve, estas son las mismas que
ponderaban mis abuelos cuando se referían al ingenio de las personas
diciendo “qué salida tan genial”.

El gusto, entonces, y la estética que lo contiene, son, en ese sentido,


parte de una herencia colectiva. Primero como familia, luego como
comunidad y luego como pueblo, o viceversa. No me puedo zafar de
mis raíces ni de mi formación, en ese caso, aunque las puedo y las debo
reimpulsar, reinterpretar y enriquecer en el contacto con los demás. De
allí que nada de lo que producimos nos pertenezca en exclusiva. Es de
todos con quienes lo compartimos. El texto narrativo nos pertenece a
todos.
Los personajes, otro de los puntos que nos facilitan la identificación en
el relato, bien por afinidad o por rechazo (esto último por
identificación con el tratamiento de la narración), suelen provenir, en
mi caso particular, de varias fuentes. La más inmediata y, diría,
primordial es la visión del personaje en la calle. El personaje se me
presenta. En los Náufragos esto es casi patente. Generalmente son seres
que deambulan en ríos viales o en el mar urbano, sin encontrar asidero,
o encontrándolo en la locura, en la pérdida de la vida, que a veces da
significado a su existencia, o en sentimientos y emociones que
reafirman su extravío. Son seres que se han perdido dentro de una
trama social desequilibrada y se han reencontrado como mitos
reconstituidos. Aquí, nuevamente, el significado, en el ojo y la mente
del lector, da razón de ser a la vida del personaje en el relato. Lector y
personaje entran en una dialéctica, necesaria esta vez para dar sentido
de existencia a la obra.

En Náufragos en la calle, aparte de las sensaciones, percepciones e


ideas específicas (si hay alguna) y que cada texto estimula en el lector,
se puede encontrar un hilo que une a esta cantidad de seres
extraviados o recuperados (nunca salvados enteramente). Es el
compartir las determinaciones de la pobreza en nuestro contexto
histórico. Son seres excluidos, carácter que expresan en su biografía o
en el hecho que se relata, pero que están inmersos en nuestra realidad,
en nuestra acaecer colectivo, en nuestra interioridad de pueblo
latinoamericano. Seres que no tienen aparentemente conciencia de su
condición, de su caída, de su esencialidad y de su devenir, pero que
nos pueden develar una posibilidad de existencia más humana.

Aunque no me gusta explicar demasiado lo que debe justificarse por sí


mismo, como es un relato, y mucho menos dar conclusiones sobre los
mismos, creo que los textos narrativos (al menos los que yo hago)
parten de una vivencia de la realidad donde vivo y se transforman en
conciencia de ese momento histórico, de esas condiciones sociales, para
finalmente existir en el lector como una forma de identificación con
valores éticos y estéticos.

Lo que explica, entre otras cosas, mi presencia aquí y ahora.


ÍNDICE

Oficio de realización

Del sufrimiento y el goce en la escritura

Escribir, la soledad de un ejercicio

Escritura, un experimento

El texto, un misterio.

El relato como extensión de la vida

La poesía, la vida

Estética y poética del narrador venezolano contemporáneo

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