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Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron

así. Daniel, el mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los
acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo,
que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su
padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el mochuelo, no lo sabía
exactamente. El que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga,
efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la
ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo
real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y
fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran
santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar
el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él
creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y
conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro
normalmente desarrollado. No obstante, en la ciudad, los estudios de Bachillerato
constaban, según decían, de siete años y, después, los estudios superiores, en la Universidad,
de otros tantos años, por lo menos. ¿Podría existir algo en el mundo cuyo conocimiento
exigiera catorce años de esfuerzo, tres más de los que ahora contaba Daniel? Seguramente,
en la ciudad se pierde mucho el tiempo —pensaba el mochuelo— y, a fin de cuentas, habrá
quien, al cabo de catorce años de estudio, no acierte a distinguir un rendajo de un jilguero o
una boñiga de un cagajón. La vida era así de rara, absurda y caprichosa. El caso era trabajar
y afanarse en las cosas inútiles o poco prácticas.
[...] A Daniel, el mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía
la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera
absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba
un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos
blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del inglés, y la gruesa y enloquecida
corriente del chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato
de la guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y
plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso,
dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en
las noches húmedas; y las pecas de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los
quehaceres domésticos; y la entrega dócil y confiada de los pececillos del río; y tantas y tantas
otras cosas del valle. Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso. [...] Don José, el
cura, que era un gran santo, le dio buenos consejos y le deseó los mayores éxitos. A la legua
se advertía que don José tenía pena por perderle. Y Daniel, el mochuelo, recordó su sermón
del día de la Virgen. Don José, el cura, dijo entonces que cada cual tenía un camino marcado
en la vida y que se podía renegar de ese camino por ambición y sensualidad y que un mendigo
podía ser más rico que un millonario en su palacio, cargado de mármoles y criados. Al
recordar esto, Daniel, el mochuelo, pensó que él renegaba de su camino por la ambición de
su padre. Y contuvo un estremecimiento.
Gerardo, el Indiano, en su primera visita al pueblo, trajo una mujer que casi no sabía
hablar, una hija de diez años y un "auto" que casi no metía ruido. Todos, hasta el auto,
vestían muy bien y cuando Gerardo dijo que allá, en Méjico, había dejado dos restaurantes
de lujo y dos barcos de cabotaje, César y Damián le hicieron muchas carantoñas a su
hermano y quisieron volverse con él, a cuidar cada uno de un restaurán y un barco de
cabotaje. Pero Gerardo, el Indiano, no lo consintió. Eso sí, les montó en la ciudad una
industria de aparatos eléctricos y César y Damián se fueron del valle, renegaron de él y de
sus antepasados y sólo de cuando en cuando volvían por el pueblo, generalmente por la fiesta
de la Virgen, y entonces daban buenas propinas y organizaban carreras de sacos y carreras
de cintas y ponían cinco duros de premio en la punta de la cucaña. Y usaban sombreros
planchados y cuello duro.
Los antiguos amigos de Gerardo le preguntaron cómo se había casado con una mujer
rubia y que casi no sabía hablar, siendo él un hombre de importancia y posición como, a no
dudar, lo era. El Indiano sonrió sin aspavientos y les dijo que las mujeres rubias se cotizaban
mucho en América y que su mujer sí que sabía hablar, lo que ocurría era que hablaba en
inglés porque era yanqui. A partir de aquí, Andrés, "el hombre que de perfil no se le ve",
llamó"Yanqui" a su perro, porque decía que hablaba lo mismo que la mujer de Gerardo, el
Indiano.
Gerardo, el Indiano, no renegó, en cambio, de su pueblo. Los ricos siempre se
encariñan, cuando son ricos, por el lugar donde antes han sido pobres. Parece ser ésta la
mejor manera de demostrar su cambio de posición y fortuna y el más viable procedimiento
para sentirse felices al ver que otros que eran pobres como ellos siguen siendo pobres a pesar
del tiempo.

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