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El tiempo de Dios

José Rafael Herrera


@jrherreraucv

Hay quienes aún lo esperan con ansiedad, y se aferran con todas las fuerzas de su fe al tácito
deseo de su inminente advenimiento, al estruendo de su llegada, al anuncio de su juicio final, de su
“tarde o temprano”. Ello a pesar de que, desde el punto de vista estrictamente existencial, no figure, o
por lo menos no se tenga constancia de su figuración, en el portaflio de la cotidianidad de tantos fieles
atribulados, sometidos a la dureza de un tiempo que ha consumado hasta lo inimaginable la
menesterosidad, vuelta desnudo instinto. No se ha presentado -por lo menos, hasta ahora- para hacer
justicia divina. Tampoco para la humana, nisiquiera para ayudar a rendir los ya bastante depauperados
salarios. Ni ha desplegado sus atributos inmaculados cuando se va la electricidad o cuando no sale agua
del grifo, ni cuando la medicina requerida con urgencia ya no se consigue por ningún lado. Ni cuando
la vida pierde todo valor, aunque se invoquen e intenten hacer valer, una y otra vez, derechos humanos
inalienables, que son pisoteados de continuo por quienes usurpan el poder de un locus que en algún
momento llegó a ser una Nación y un Estado. Tampoco da santas señales frente al tiempo real de un
régimen de usurpación que ya parece infinito, ni ante los atropellos del tiempo de la administración del
lumpen, de la ética y la estética perdidas, de la educación en bancarrota y de las ruinas del legado del
cojo de Lepanto. Ser y existir ya no coinciden. Y sin embargo, aún con todo, se sigue invocando con
predilección entre quienes, se supone, sean sus brazos ejecutores. Y los corifeos lo repiten una y otra
vez, sin detenerse a pensar, porque -suponen- no hay ni qué pensarlo: “¡El tiempo de Dios es
perfecto!”.
Es verdad que el tiempo sigue siendo un problema para la entera humanidad, un tremulante y
exigente problema, tal vez el más vital de la ontología del ser social contemporáneo, y que la divina
eternidad ha sido asumida como el juego de una fatigada esperanza. Decía Platón, que el tiempo es una
imagen móvil de la eternidad. Y justo ahí comienzan las dificultades. ¿Cómo puede tener temporalidad
la eternidad? Y si todo lo divino es, por su propia condición, perfecto, ¿qué sentido y qué significado
-qué alcance- puede llegar a tener una tautología en la que se afirma que lo perfecto es perfecto? De ser
así, valdría entonces la pena preguntarse, por ejemplo, ¿es redondo lo redondo? En el denso entramado
de las construcciones de un Heidegger quizá pudiese encontrarse alguna pista para descifrar el misterio
oculto en medio del extravío de sus Holzwege. Pero tales incursiones por El Ávila resultan impensables
en los ¡Ay, de mi! de los políticos de oficio venezolanos, esos que, algunas veces, confunden las tarimas
con los púlpitos y las protestas callejeras con terapias de grupo. Y sin embargo, conviene advertir a los
fanáticos de la tautólogía -los “si me matan y me muero” o los que se proponen “ganar-ganar”
ganando- que el ser en cuanto ser, es decir, como puro ser, como nada más que ser indeterminado, se
revela, por su propia condición, como la nada.
En todo caso, la frase encierra una esencial aporía. Una aporía que sirve de sustrato intelectual
para interpretar el alcance de sus reales propósitos. Si es verdad que -como supone buena parte de la
tradición filosófica- historia sólo se tiene de lo que acaece, esto es, de lo que es para sí, en cuanto que
lo que acaece se refleja para recontar lo acaecido, o, simplemente, memorea sobre lo que ya no es,
entones, ¿cómo podría tener temporalidad la divina eternidad de Dios? Y es que, en efecto, para el
entendimiento reflexivo, resulta natural pensar en la imposibilidad de historiar respecto de aquello que
no tiene ni principio ni fin; materia que confirmaría un esfuerzo -en última instancia, inútil- por revelar
los sagrados misterios de la posible temporalidad de lo divino. A menos que se pretenda suspender el
juicio y entregarse al muy sublime sentimiento religioso, cuya traducción a la Realpolitik no pocas
veces termina fundamentando dogmas bizantinos, más cercanos al fanatismo totalitario que a las ideas
y valores republicanas, y cuya condición pasiva, dado que la libre voluntad se haya hipotecada,
siempre se encuentra a la espera de que sea alguien o algo superior lo que termine resolviendo un
entuerto que fue creado y recreado no por Dios sino por diminutos entes que fueran hechos “a su
imagen y semejanza”.
Por otro lado, ¿cómo puede ser perfecto aquello que se abstrae -se aparta- de las
imperfecciones? Para que lo perfecto sea efectivamente perfecto tiene que contenerlo todo, porque
justo en eso, en la completitud de su sustancia, consiste la perfección. Lo perfecto es la perfecta unidad
de lo perfecto y lo imperfecto. Una perfección que deja por fuera de sí una de sus partes, ya no es una
unidad perfecta en sí misma sino una parte. Con lo cual ya no es perfecta. En una expresión, lo que
hace perfecta la temporalidad divina es, justamente, la autenticidad de cada imperfección temporal.
Pero a la sombra de su representación axiomática, y encerrada sobre sí misma, se transforma en un
bucle que gira indefinidamente sobre sí, con el fin de conservar la aparente pureza de su perfección. Y
es de ahí de donde proviene la presuposición de su condición circular y repetitiva. De tal modo que
aquello de “el tiempo de Dios es perfecto” bien podría traducirse como “la historia siempre se repite”,
una y otra vez, de manera idéntica. Jorge Luis Borges lo ha explicado: “nacerás de un vientre, crecerá
tu esqueleto, de nuevo arribará esta página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta
la de tu muerte increíble. Un argumento -añade el escritor invidente- insípido, pero que sobre todo
comporta un enorme desenlace amenazador”.
Nietzsche en Zaratustra: “La lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y la misma luz de la
luna, y tú y yo cuchucheando en el portón, cuchucheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en
el pasado? ¿y no recurriremos otra vez en el largo camino, en ese largo y tembloroso camino, no
recurriremos eternamente? Así hablaba yo, siempre con voz menos alta, porque me daban miedo mis
pensamientos y mis traspensamientos”. Las mismas cosas volverán puntualmente, todo volverá a estar
junto, incluyendo las palabras que exponen esta doctrina. Curioso: el propulsor de la concepción de un
tiempo divinamente perfecto aseguraba que Dios había muerto.
Nietzsche intenta fundamentar el secreto mecanismo del tiempo, concebido como una
repetición continua de experiencias ya vividas y recordadas. Pero Borges afirma que si alguna vez nos
deja pensativos la sensación de haber vivido este momento, no debe olvidarse que el recuerdo
importaría una novedad que es la negación de dicha tesis y que el tiempo lo iría perfeccionando hasta el
ciclo distante en el que el sujeto ya prevé su destino y prefiere obrar de otro modo. Una contradicción
-dice- atraviesa esta visión de tiempo circular: “Nietzsche quería enamorarse minuciosamente de su
destino. Y, con tal objetivo, desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición, y procuró
deducir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo. Buscó la idea más horrible del universo y la
propuso a la delectación de los hombres. El optimista flojo -concluye Borges- imagina ser
nietzscheano”.

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