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Este día, cuando el sol deja caer los rayos con todo su poder sobre la arena,
por primera vez comienza a sentir mareos, por lo que; en la única sombra que
encuentra; al borde de un barranco; decide descansar tratando de recuperar sus
fuerzas. No quiere detenerse sino llegar cuanto antes al destino, por lo que cuando
se recupera continúa caminando.
A la noche está otra vez exhausto y sintiendo náuseas dolorosas, las que
toma como efectos de la insolación.
Con las menguadas fuerzas vuelve a enterrarse como puede en la arena y
casi de inmediato se duerme. Es por esto que no se dio cuenta de tres siluetas
montadas a caballos que; iluminadas por el resplandor del anochecer; se
recortaban sobre el horizonte
Lo vienen siguiendo desde que; poco antes; encontraron sus huellas.
Son tuaregs, los hombres azules del desierto. Seres peligrosos, pero que
generalmente no prestan atención a peregrinos solitarios.
Tal vez estén lejos de su campamento, quizás crean que lleva dinero o es
solamente el hambre o la sed que los acucia y los atraen los víveres que él puede
llevar.
Ya está dormido profundamente cuando las siluetas llegan sigilosamente y
caen sobre él como un rayo. Se despierta asustado, tratando de librarse, pero ya lo
tienen sujeto y con rudeza lo levantan de la cama de arena.
Forcejeando pregunta a los hombres que es lo que quieren. Por supuesto no
entienden sus palabras, así como tampoco él entiende que le dicen ellos en su
dialecto.
Lo golpean y cuando notan su deterioro físico lo dejan a un lado y se
abalanzan sobre su mochila apoderándose de los dátiles y las cantimploras, tirando
sus documentos, el dinero y su cuaderno donde en una hoja suelta está el plano.
Cuando Gizeh nota que la brisa nocturna hace revolotear alejando el plano;
se levanta como puede tratando de ir por él.
El tuareg más cercano interpreta esos movimientos como un intento de
agresión y desenvainando su cimitarra le lanza un golpe feroz...
Todo sucede muy rápido, cuando percibe que la espada busca su cuerpo,
cree que ha llegado su fin y se deja caer hacia atrás levantando sus brazos intenta
protegerse… pero la filosa hoja cae casi de plano sobre ellos una y otra vez con
fuerza, provocándole tajos que son detenidos por el hueso del antebrazo.
El intenso dolor que invade su cuerpo, lo hace caer y queda desmayado
tirado en la arena.
Mientras tanto los hombres, viendo que está malherido, toman la mochila
con los dátiles, el dinero y las cantimploras y se retiran sin mirar atrás.
Las primeras claridades se manifiestan al oriente cuando recobra poco a
poco el conocimiento.
Está todo ensangrentado y el dolor de las heridas es terrible, una importante
pérdida de sangre lo ha debilitado tanto que; sin energías; apenas puede moverse.
Mira alrededor y se estremece al ver la saña con que aquellos hombres
destruyeron lo poco que tenía. Sus ojos buscan entre los despojos, al mapa que lo
iba guiando hacia su destino, más no lo ve.
Se siente perdido... perdido en un desierto que parece no tener fin para un
hombre a pie y carente de experiencia para sobrellevar sus inclemencias y además
herido, debilitado y sin agua.
Desesperado por el dolor que inmoviliza sus brazos, con las piernas sin
fuerzas para seguir avanzando en busca de ayuda y con la fe deshilachada, solo
atina a pedir lastimosamente a los dioses un nuevo milagro y repetir; entrecortada;
la oración llamando a los elementales.
Renace el miedo con mayor fuerza. Mucho más profundo que durante el
simún, ya que herido y tirado en la arena, sabe que la muerte pronto vendrá por él.
A su mente retorna la tétrica imagen de los restos humanos que estando tan
cerca del oasis no pudo llegar y presiente que él está viviendo algo similar. Está
cerca de su destino, pero no podrá alcanzarlo.
Vuelve a quedar semiconsciente y comienza a delirar… en ese delirio
escucha voces a su alrededor y siente como que algunas manos tratan de moverlo.
La fiebre ya está realizando su tarea defensiva, por lo que todo se le va
haciendo más confuso. Ante sus ojos delirantes se mueven muchos pequeños seres
de las arenas que lo levantan apenas y entre todos lo van desplazando lentamente.
A veces logra ponerse de rodillas, pero solo para entorpecer la tarea de
quienes lo llevan.
Nunca llegó a saber con exactitud que sucedió ese día, pues el sufrimiento y
la fiebre terminaron aislándolo del entorno.
Llega el atardecer y en el momento en que Ra está a punto de desaparecer
en el horizonte, sus rayos le inciden en los ojos con una fuerte luminosidad
anaranjada que los hace abrir… es entonces que borrosamente percibe una puerta.
Solo eso logra distinguir pues sus ojos hinchados apenas lo permiten.
Los dioses, sin que él fuera consciente, lo han sostenido durante todo el día
en su pelea con la muerte.
¿Del infierno?