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ANTIGUA
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DOS REALIDADES ENFRENTADAS: ESPARTA Y ATENAS
REFORMAS INSTITUCIONALES EN LA ATENAS DEL SIGLO VI A.E.C.
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TEMA 9. ALEJANDRO MAGNO Y EL MUNDO
HELENÍSTICO
EL ASCENSO DE MACEDONIA
LAS CONQUISTAS DE ALEJANDRO MAGNO
LOS REINOS HELENÍSTICOS
ORGANIZACIÓN SOCIOECONÓMICA
LA EVOLUCIÓN POLÍTICA Y CULTURAL
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TEMA 13. LA EXPANSIÓN DEL IMPERIO
ROMANO
LA VICTORIA DE OCTAVIO
EL PRINCIPADO DE AUGUSTO
EL APOGEO DEL IMPERIO: EVOLUCIÓN POLÍTICA
LA EVOLUCIÓN DE LA ECONOMÍA EN EL IMPERIO
LA ESTRUCTURA SOCIAL
LA ORGANIZACIÓN DE LA ALDEA
Durante el Neolítico se empieza a desarrollar una economía basada en la agricultura y la cría
de ganado. Hubo una época de transición donde coincidieron pueblos nonadas y sedentarios.
El nomadismo se daba por la necesidad de encontrar alimento para el ganado. Mesopotamia
y el norte de Siria fueron zonas atractivas para los nómadas. En época de crisis y carestía
estos nómadas tendieron a establecerse en zonas aptas para el cultivo.
En la aldea no había ninguna diferenciación en los trabajos desempeñados por los miembros
de la comunidad y los intercambios sólo existían excepcionalmente. No se evidenciaban
diferencias sociales, no se solían dar acumulaciones de riqueza. La aparición de ricos y
pobres se empieza a dar con las ciudades. La toma de decisiones en la aldea corría a cargo de
la asamblea de ancianos, no existía una jerarquía, sino la uniformidad política.
EL DESARROLLO DE LA METALURGIA
La disponibilidad de mano de obra favoreció el desarrollo de la metalurgia. Se comenzó
utilizando el cobre en el IV milenio a.e.c. y para atender la alta demanda se empezó a fundir
con estaño para obtener bronce sobre el 2500 a.e.c. Esta aleación era asequible para grupos
sin tecnología avanzada. El hierro se empezó a usar en Oriente Próximo sobre el 1200 a.e.c. y
en Europa a comienzos del primer milenio a.e.c. y se necesitaban hornos especiales 1500Cº. El
desarrollo de la metalurgia tuvo consecuencias económicas, políticas y sociales como nuevas
armas, nuevos aperos de labranza y sobre todo nuevos conocimientos específicos.
Contribuyó pues en la expansión del comercio. El desarrollo técnico propicio, a su vez, el
fraccionamiento de la comunidad en sectores sociales. La ciudad se caracteriza por la
estratificación social. Trató de establecer contactos con regiones económicamente
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complementarias, puesto que no era autosuficiente. Se constatan intercambios comerciales
entre Egipto y Mesopotamia desde fechas tempranas.
BUROCRACIA Y ESCRITURA
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EL APARATO BUROCRÁTICO
Se desarrollo en la ciudad una burocracia para dirigir y controlar el sistema económico
(controlar costes de obras, registros de mercancías, tareas administrativas) por lo que
apareció una clase de funcionarios.
LA IMPORTANCIA DE LA ESCRITURA
La innovación más importante que se originó en la ciudad fue la escritura. Nació por la
necesidad de registrar e inventariar bienes. Después adquirió mayor complejidad al expresar
conceptos abstractos. Se crearon léxicos, se escribieron himnos y textos legales. En cierta
forma se instrumentalizó el uso de la escritura por reyes y sacerdotes y gracias a ella se
aceleró el desarrollo de la ciudad facilitando la aparición del Estado.
EL PICTOGRAMA
Las primeras formas de escritura se limitaban a transmitir informaciones muy simples,
relacionadas con las actividades económicas. Registraban animales u otras existencias y
normalmente los símbolos eran los propios objetos o el perfil del animal. Estos dibujos son
los pictogramas, donde cada uno tenía un significado único. Posteriormente este sistema se
hizo más esquemático, por la propia imposición del material donde se escribía, la arcilla.
Como no era fácil trazar curvas en este material, se practicaban incisiones en forma de cuñas,
por lo que el sistema de escritura se llamó cuneiforme.
LOS DETERMINANTES
Se adoptó un sistema para clasificar los vocablos, empezando a distinguir entre sustantivos y
verbos. Cuando se representaba una persona más un arado significaba arar (persona + arado
= arar), persona más agua significaba beber (persona + agua = beber), etc. Estos signos que
determinan el significado concreto del pictograma son los determinantes. Estos
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determinantes permitieron también indicar la relación temporal, pues con símbolos se
distinguían tiempos verbales entre pasado, presente y futuro.
EL ALFABETO FONÉTICO
A finales del segundo milenio a.e.c. se empieza a intuir que el número de símbolos gráficos
se reduce si estos se refieren a los sonidos y no a los objetos. La transformación del sistema
pictográfico al fonético fue gradual y llevo tiempo. La primera etapa consistió en la acrofonía
(letra-principio). Por ejemplo, el pictograma casa (pronunciación “bait”) sólo para indicar el
sonido inicial la “b”. Probablemente fueron los fenicios los primeros en usar un método
exclusivamente fonético. Sus símbolos indicaban solo consonantes, los griegos añadirían las
vocales. Han constituido la matriz del alfabeto utilizado en Occidente.
LENTAS TRANSFORMACIONES
Los historiadores señalan dos rasgos fundamentales del antiguo Egipto:
1- La duración del desarrollo histórico de su civilización, desde el 3000 a.e.c. hasta el 332
a.e.c. (conquista de Alejandro Magno).
2- La uniformidad de sus estructuras políticas, creencias religiosas y concepciones
artísticas que apenas sufrieron modificaciones a través de los siglos. La historia egipcia
es una evolución lenta, más una conservación que una transformación.
En el IV milenio a.e.c. la tierra fértil por la que discurre el Nilo se divide en dos reinos: Norte,
Bajo Egipto (zona del Delta). Sur, Alto Egipto (valle del río). La unificación se produce
entorno al 3000. En el trono egipcio se sucedieron treinta y una dinastías de faraones. Las
dos primeras son los soberanos de la monarquía “tinita” (3000 a 2700 a.e.c.), después se
divide en las siguientes épocas:
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Desde un principio, el rey fue visto como la encarnación del dios Horus e hijo de Ra
encargado de velar por la conservación de «el orden cósmico» que regía el mundo. Para que
pudiese llevar a cabo esta suprema tarea, contaba con la protección de dos diosas. El rey
portaba siempre una doble corona (la blanca, Alto Egipto y la roja, Bajo Egipto). Sólo había
una capital: Tinis durante las dos primeras dinastías y después Menfis. Lo que determinó la
«uniformidad ideológica» del Reino Antiguo fue la rígida visión cosmológica del mundo. Se
consideraban inmersos en un orden global cosmológico, de la creación. Quienes servían al
faraón, lo acompañarían en su vida eterna. Djeser gozó de una gran reputación como rey
sabio y buen gobernante. Su célebre arquitecto, Imhotep, construyó la primera pirámide de
piedra con forma de terrazas sucesivas. Pero el momento álgido del Reino Antiguo
corresponde a la cuarta dinastía, artífice de las grandes pirámides. Es el momento de mayor
centralización del poder político en manos de un faraón del que se destaca sobre todo su
carácter divino. La quinta dinastía (ca. 2500-2345) activó la política exterior con sucesivas
expediciones de carácter económico y militar a Siria y Nubia, de modo que el Estado egipcio
pudiera abastecerse de importantes materias primas de las que carecía. Al término de esta
poderosa dinastía surgió la tendencia a la descentralización que reforzó el poder autónomo
de los gobernadores provinciales nomarcas y de la nobleza. Dicha tendencia se acentuó
durante la sexta dinastía (2345- 2181). El poder fue pasando gradualmente de las manos del
rey a las de sus nomarcas, quienes fueron capaces de asegurar cada vez más firmemente no
sólo su independencia respecto a la autoridad del legítimo faraón, sino también la
transmisión hereditaria de sus funciones.
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SEGUNDO PERÍODO INTERMEDIO (1750-1540 A.E.C.)
Durante la XIV dinastía el gobierno estuvo en manos de reyes electos que tuvieron mandatos
breves y que delegaron el verdadero ejercicio del poder en visires (asesores) que heredaban
el cargo. A partir de 1730 los reyes pastores, fueron dominando el territorio. Contaban para
ello con técnicas bélicas superiores, antes desconocidas.
En 1650 a.e.c., Salitis fundó la primera dinastía de los hicsos, la XV. Hasta el año 1650, el
pueblo hicso coexistió con lo que quedaba de la XIV dinastía (1750- 1650). Los primeros reyes
hicsos, Salitis, Chechi y Charek, gobernaron desde Menfis durante veinte años.
Establecieron alianzas con los nubios.
Con los hicsos surgió una dinastía tebana independiente cuyo primer rey fue Rahotep, que
procedía de un linaje local de la XIII dinastía.
Durante setenta y cinco años reyes tebanos dominaron el Alto Egipto. Las relaciones con los
hicsos fueron buenas y pacíficas hasta el reinado de Antef VII, pero con su sucesor, Taa I el
Viejo, comenzó la guerra, que continuó con Taa II el Valeroso. Su hijo Kamosis (1550-1550)
extendió el conflicto y luchó contra hicsos y nubios.
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LA PIRÁMIDE DEL PODER POLÍTICO
ADMINISTRACIÓN Y BUROCRACIA.
Para administrar el poder, el faraón contaba con la ayuda de un sistema de funcionarios, de
los cuales el principal era el visir. Hasta la XVIII dinastía hubo un solo visir para todo el
territorio egipcio, pero con Tutmosis III la función se duplicó: había un visir que se ocupaba
del sur, con sede en Tebas, y otro en el norte con sede en Heliópolis. Sus funciones, como
cabeza de la administración egipcia eran: jefe del tesoro, ministro de la guerra, encargado de
los asuntos internos, gestionar todos los asuntos relacionados con la agricultura y ministro de
justicia. Aparte del visir, existía un gran número de funcionarios, superiores y subalternos,
que se hacían cargo del organigrama administrativo egipcio. Algunos se encargaban del
tesoro, que se nutría de los impuestos pagados por los ciudadanos siguiendo un avanzado
sistema fiscal. En la segunda dinastía existía un método de tasación basado en el censo,
mediante el que los ciudadanos eran censados según sus rentas y los campos eran medidos y
registrados dependiendo de su calidad y del tipo de cultivo al que se dedicaban. Existía una
oficina del catastro, con empleados que se ocupaban de medir, registrar y catalogar las
tierras. Las pertenecientes al faraón eran administradas por un alto funcionario, el gran
mayordomo.
LA JERARQUÍA SOCIAL.
El faraón ejercía el control máximo en todos los órdenes del Estado: político, religioso,
administrativo, jurídico y militar. Contaba con un sistema burocrático muy desarrollado. Los
sacerdotes representaban al faraón en las distintas localidades y compartían su prestigio y
parte de su poder, especialmente porque los templos eran los encargados de explotar las
tierras de propiedad real y controlar las riquezas que se enviaban a la capital. Los escribas
eran el motor del aparato burocrático egipcio. La burocracia era esencial en todos los órdenes
de un Estado como el egipcio: había que catalogar las mercancías, valorarlas, organizar y
vigilar el comercio, establecer relaciones con otros pueblos y mantener el equilibrio tanto
dentro como fuera del Estado. Los militares fueron esenciales en los momentos de política
expansionista, se encargaron de organizar las campañas de conquista desde el punto de vista
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económico o estratégico. En los niveles más bajos del orden social se encontraba un grupo
muy variado de personas dedicadas sobre todo al trabajo manual, producción alimentaria
(agricultores, pastores, cazadores, pescadores...), y obreros en general (carpinteros,
excavadores, canteros...) o artesanos de toda índole.
EL NILO Y LA AGRICULTURA.
Todos los años la crecida del río inundaba el valle. Este fenómeno natural era visto por los
egipcios como una señal de la benevolencia divina. Al retirarse las aguas, el limo residual
transformaba la tierra en campos fértiles. Esa franja de terreno, de una anchura de entre diez
y veinte kilómetros, fue muy cultivada. La siembra se realizaba en otoño y la recogida de la
cosecha durante los meses de sequía. La actividad agrícola fue la base de la economía
egipcia, sustentada sobre todo en la producción de cereales (trigo y cebada), de lino, de
papiro y de hortalizas. El excedente de las cosechas, se almacenaba en depósitos controlados
por sacerdotes, escribas y otros funcionarios. Este sector privilegiado de la sociedad contaba
con grandes beneficios económicos otorgados por el faraón, la carga impositiva recaía en los
más humildes, que estaban obligados además a realizar trabajos y servicios de todo tipo. Las
revueltas que tuvieron lugar durante el Primer Período Intermedio fueron la consecuencia de
esta situación.
LA ASTRONOMÍA.
En el ámbito religioso se desarrolló la astronomía debido a la necesidad de conocer con cierta
exactitud la posición de los astros para poder celebrar los rituales en honor a los dioses en el
momento adecuado. Sucedió lo mismo en Mesopotamia, donde se profundizó todavía más
en esta disciplina.
LA ARQUITECTURA.
Los egipcios fueron capaces de construir una eficaz y extensa red de canalizaciones y
erigieron edificaciones como templos o pirámides. Todo ello no hubiera sido posible sin sus
conocimientos sobre arquitectura e ingeniería.
MAGIA Y MEDICINA.
La fama de grandes médicos de los antiguos egipcios traspasó sus fronteras hasta el punto de
que eran muchos los extranjeros que requerían sus servicios. Contaban con tratados de
cirugía y veterinaria, recetas y tratamientos para curar muchas enfermedades. En estos
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momentos la frontera entre magia y medicina era sutil: para incrementar la eficacia del
tratamiento se recitaban fórmulas mágicas y se usaban amuletos muy variopintos. Esta
confusión entre lo mágico y lo médico es un rasgo muy común a todos los pueblos antiguos.
Los primeros en separar superstición y medicina, considerando a ésta como disciplina
autónoma, fueron los griegos.
LA RELIGIÓN EGIPCIA
UN PANTEÓN COMPLEJO.
La religión del antiguo Egipto aglutina multitud de dioses y creencias. Durante generaciones
los antiguos egipcios asimilaron sin ningún tipo de problema distintos dioses, incluso los que
eran muy diferentes entre sí. Aunque se mantuvo siempre un cierto carácter «local» de
algunos dioses el panteón egipcio fue numeroso y heterogéneo. Entre otros, podemos citar a
Horus, dios halcón, señor del cielo, (dios de los dos horizontes); Ra, dios de Heliópolis, (el
que se trasforma) por la mañana y al final del día; Ptah, el dios de Menfis, identificado por
los griegos con Hefesto, protector de los artesanos; Toth, con aspecto de ibis o de babuino,
señor de Hermópolis, inventor de la escritura y de la ciencia, benefactor de escribas y
científicos; Osiris, el dios del Más Allá, muerto y resucitado, guardián de la naturaleza en su
ciclo natural de vida y muerte. Entre las grandes diosas egipcias cabe mencionar a Hathor,
diosa del cielo, en origen vaca celeste y después diosa del Occidente y del amor; Isis, esposa
y hermana de Osiris, y madre del dios-niño Horus; Sekhmet, diosa leona, la «poderosa»,
señora de las batallas; Bastet, diosa gata, señora del placer y del amor.
Algunas de estas divinidades tenían un carácter nacional ya desde las primeras dinastías,
otras lo alcanzaron por diferentes vicisitudes histórico-políticas. Por ejemplo, Montu, dios
guerrero de origen tebano, se convirtió en dios nacional con la llegada al trono de los
faraones de la XI dinastía; Amón se transforma durante el Reino Medio en dios dinástico y
con la llegada del Reino Nuevo se asimila a Ra como Amón-Ra, pasando a ser el más
importante de los dioses, el protector de todo el Imperio egipcio; Neit (la Atenea griega),
diosa de Sais en el Delta, tuvo su momento de apogeo con los soberanos de la XXVI dinastía.
El ejemplo paradigmático es el de Atón (disco solar), impuesto por Amenofis IV, cuyo culto
sobrevivió muy poco tiempo. Durante el Reino Nuevo se aprecia en Egipto la introducción
de dioses extranjeros como consecuencia de las relaciones con Asia Menor y del asentamiento
en territorio egipcio de población procedente de Menfis y de Tebas. En estos momentos se
difunde la creencia en dioses como Baal, Astarté, Reshef, Qadesh o Anat.
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se consolidó y fortaleció en la Época Tardía durante el reinado de la dinastía XXVI (664-525
a.e.c.), momento en que animales como serpientes, gatos, ibis, bueyes sagrados o peces se
convierten en los favoritos de los egipcios. Un ejemplo importante es el de Apis, el toro
sagrado del dios Ptah en Menfis, que fue especialmente venerado. También existió en Egipto
un culto de origen muy antiguo a las plantas, como fue el caso del sicomoro vinculado a la
diosa Nut. Para simplificar este panteón, los egipcios agruparon diversas divinidades
generales con otras locales formando tríadas familiares: en Menfis, este trío estaba integrado
por Ptah, su esposa Sekhmet y su hijo Hefertum; en Tebas, Amón, Mut y el dios Khonsu.
LA VIDA DE ULTRATUMBA
Los antiguos egipcios creían en la vida después de la muerte, en la existencia del Más Allá.
Pero para alcanzar ese otro mundo era necesario que el cuerpo del difunto permaneciese
incorrupto, que su nombre no se perdiese en el olvido y que no le faltase comida ni bebida,
de lo que se encargaban los sacerdotes del culto funerario, conocedores de las fórmulas
sagradas de ofrenda que se debían plasmar por escrito para asegurar la resurrección. Los
primeros textos funerarios del Reino Antiguo, muestran que por entonces solamente el
faraón tenía abiertas las puertas del paraíso. En el Primer Período Intermedio se produce la
llamada «democratización del Más Allá», que permitió el acceso al mundo ultraterreno a
nobles y gobernadores, como testimonian los Textos de los Sarcófagos. Con el paso del
tiempo cualquier fallecido, identificado con Osiris, llegó a tener derecho a alcanzar el Más
Allá, cuando pudiese pagar su momificación y su tumba. A partir de la XVIII dinastía en las
tumbas y los sarcófagos aparece plasmado el ritual descrito en el Libro de los Muertos. Desde
el Reino Nuevo este recorrido se va sistematizando y complicando cada vez más: el fallecido,
acompañado del sol, debe superar el reino subterráneo de Osiris antes de lograr la vida
ultraterrena. Durante la Época Tardía se produce una revisión de los antiguos cultos
motivada por el resurgimiento de un gusto por lo viejo y venerable: además de utilizar las
fórmulas del Libro de los Muertos, se recurre de nuevo a los Textos de las Pirámides.
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TEMA III: GEOGRAFÍA POLITICA Y CULTURAL
DEL PRÓXIMO ORIENTE ANTIGUO
LA CIVILIZACIÓN SUMERIA
LA CIUDAD-ESTADO SUMERIA
Los sumerios llegaron a la zona norte de Mesopotamia a finales del IV milenio. Se fusionaron
con la población autóctona y crearon la primera civilización histórica de esta zona. El rasgo
esencial de la cultura de los habitantes de Súmer fue el fraccionamiento político. Su historia
es una sucesión continua de surgimientos y caídas de diversas ciudades-Estado con
divinidades y soberanos independientes. Cada ciudad sumeria tenía su dios, que era el
propietario de todos los recursos económicos, administrados por las familias sacerdotales.
Estas élites sacerdotales dirigían las labores agrícolas y supervisaban la construcción de los
edificios y las obras de canalización. Las riquezas se acumulaban en los templos, mientras los
artesanos y campesinos luchaban por sobrevivir. En la concepción religiosa de los sumerios
el hombre había sido creado para servir a los dioses. Esos mismos artesanos fueron los
encargados de erigir templos escalonados, a los que solo tenían acceso los sacerdotes. El más
célebre fue, sin duda, el de Urnammu (2112-2095) en la ciudad de Ur. El soberano, que tenía
como misión esencial la defensa de la ciudad, estaba ligado a la casta sacerdotal y su
autoridad se justificaba únicamente porque era considerado el ejecutor de la voluntad divina.
ACADIOS Y BABILONIOS
SARGÓN I
Aprovechando la fragmentación política y las frecuentes disputas surgidas entre las
diferentes Ciudades-Estado sumerias, Sargón I (2335-2279) logró imponerse al resto de las
urbes de la tierra de Súmer. Anexionó a sus posesiones Mari y Ebla, y llegó por occidente
hasta las costas sirias del Mediterráneo y Líbano y por oriente hasta Elam. Los dominios de
Sargón I constituyen el primer reino «Universal» de la historia. Esta zona tenía enorme
importancia estratégica, ya que en ella se producía el tráfico de materias primas, que Sargón
se aseguró de controlar. El monarca mandó construir una nueva capital, Akkad, situada en la
parte central de Mesopotamia, cuyos restos no han sido hallados. El dominio de la dinastía
sargónida duró hasta el año 2150 a.e.c., momento en que llegaron al poder los soberanos
sumerios de la ciudad de Ur. Este «renacimiento» sumerio duró muy poco, ya que su
autoridad sucumbió al empuje de nuevas poblaciones procedentes del desierto sirio, los
amorreos.
LA SOCIEDAD BABILONIA
Los reyes babilonios llegaron a imponer un dominio incontestable. Entre todos ellos, destaca
Hammurabi (ca. 1792-1750), cuyo famoso código de leyes permite reconstruir los grandes
rasgos de la sociedad de su tiempo. La población estaba dividida en tres clases: los hombres
libres, los esclavos y la clase intermedia. Esta última estaba formada por individuos
semilibres o subalternos, parece haber consenso en que se designaba a un grupo heterogéneo
de individuos que no tenían privilegios especiales y que no eran influyentes o poderosos. Las
leyes no se aplicaban a todos por igual, lo que significaba que un mismo delito tenía
sanciones diferentes si se cometía contra un esclavo o contra una persona libre. Las penas
eran muy duras: se aplicaba la pena de muerte en caso de homicidio, falso testimonio,
adulterio, robo o rapto. El código de Hammurabi fue un texto legal muy desarrollado para su
época: no sólo especificaba con precisión la retribución que se debía obtener por diversos
servicios, sino que establecía el principio de responsabilidad personal en el ejercicio de la
profesión. Hammurabi tuvo importancia en Mesopotamia. Con él, el papel del rey dejó de ser
netamente militar para asumir también una función de carácter jurídico. Supo comprender
que la unificación de su territorio no podía sostenerse solamente con la sumisión militar, sino
que era necesaria una cohesión cultural a nivel legislativo. El código de Hammurabi visto en
la actualidad sería un texto legal muy deficiente y con limitaciones evidentes, está plagado de
contradicciones, que se explican porque reunió normas y costumbres de pueblos diversos.
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LA POTENCIA HITITA
LOS HITITAS
Uno de esos grupos se asentó en la península de Anatolia y dio lugar al reino hitita. Esta
zona, en cuyo centro se extiende un vasto altiplano (meseta), es montañosa y no posee
grandes ríos, por lo que los pueblos autóctonos se dedicaban al pastoreo y a la explotación de
las riquezas minerales (oro, plata, plomo, cobre). Por su especial orografía nunca existió la
necesidad de crear un Estado centralizado y autoritario. Estas poblaciones nómadas se
movían constantemente en busca de comida y de todo lo necesario para la supervivencia.
Cuando fueron evolucionando hacia el sedentarismo, sus reyes no necesitaron divinizarse.
La obediencia de sus súbditos se obtenía demostrando dotes militares. Los hititas
constituyeron una monarquía carente de características teocráticas en la que el rey era
elegido por la nobleza guerrera. Desde su unificación por Mursili I (1620-1590 a.e.c.), el reino
hitita se convirtió en una de las grandes formaciones políticas autónomas del Próximo
Oriente. El usurpador Telipinu (1525- 1500) fue famoso por su edicto de sucesión al trono:
quedó establecido que el acceso al mismo fuese, primero, para los hijos de primer grado y,
después, para los de segundo. Este edicto reorganizó también la propiedad de las tierras de
la aristocracia, y a partir de entonces se generalizó la entrega de parcelas a los dependientes
de palacio. El rey trató de vincular a su persona a la clase dirigente, logrando así una mayor
unificación y consolidación del país. Durante la primera mitad del siglo XV a.e.c. el reino
hitita se debilitó por la presión al norte de los kaska. Hacia el 1400 a.e.c. recobró su poderío.
La mayor expansión territorial del reino hitita se logró entre el 1400 y el 1200 a.e.c., momento
en que sus soberanos lograron extender su influencia hasta Siria. En el año 1300 a.e.c. se
enfrentaron a los egipcios en la famosa ciudad de Kadesh. En ese momento reinaba Mursili
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II (1321- 1295). Años más tarde pusieron fin a las hostilidades firmando un importante
tratado de «paz eterna», cuyo texto se conserva en su versión hitita y egipcia en el que
además de estipular una promesa de no agresión, se establecían las condiciones de una
auténtica alianza militar. Dicho tratado fue firmado por el rey hitita y el faraón egipcio.
EL PLURALISMO CULTURAL
La civilización hitita implantó la tolerancia respecto a los pueblos vencidos, a los que se
permitió mantener sus costumbres, dioses y medios de producción. Esta actitud contrasta
enormemente con el imperialismo dominante en el mundo antiguo, en el que la violencia del
conquistador destruía todo rastro de las culturas de los pueblos sometidos.
EL DECLIVE
En torno al año 1200 a.e.c., los pueblos del mar fracturaron la unidad política de Anatolia,
destruyendo el imperio de los hititas, sobre cuyas ruinas se construyeron diversos Estados
autónomos.
EL IMPERIALISMO ASIRIO
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Assur fue destruida por los medos (653-585 a.e.c.) y Nínive saqueada dos años más tarde.
Todos los soberanos asirios intentaron perfeccionar las técnicas bélicas y potenciar sus
ejércitos. Las campañas militares ordenadas por el rey se realizaban en nombre del dios
Assur, divinidad nacional de los asirios, creador del universo y expresión de la virtud bélica.
La guerra tenía siempre una connotación religiosa y la protección de su dios era condición
indispensable para lograr la victoria. Para evitar posibles revueltas o reacciones contrarias al
poder, los soberanos asirios recurrieron al terror: violencia física, pena capital, destrucción. El
imperialismo asirio utilizó también la deportación en masa de los pueblos sometidos para
destruir cualquier posible conciencia o resurgimiento de identidades nacionales, en un
proceso de total erradicación cultural en beneficio exclusivo del dominante.
LA PROPAGANDA ASIRÍA
El arte asirio estuvo siempre al servicio de la propaganda política, glorificando las acciones
del soberano. Los bajorrelieves asirios muestran a sus reyes dirigiendo batallas victoriosas,
observando las torturas a los rebeldes, reuniendo sustanciosos botines, derribando muros o
incendiando ciudades, formando parte de un destino prefijado e ineludible.
LA DECADENCIA ASIRIA
Los méritos de los asirios fueron, por un lado, la unificación del Medio Oriente fértil,
poniéndolo en contacto con el tráfico comercial del mediterráneo, y, por otro, el desarrollo de
procesos económicos normalmente ralentizados por el fraccionamiento político. Pero no
supieron consolidar su poder político. La máquina militar asiria, que había arrasado a los
pueblos limítrofes, no pudo sostener por sí sola la supervivencia del Estado. Lo que en un
primer momento fue la fuerza de los asirios se transformó en su debilidad. Con el paso del
tiempo, la política del terror se reveló incapaz de cimentar un Estado que nunca logró dar
unidad a las distintas tradiciones de los pueblos vencidos. Las tendencias separatistas y las
primeras revueltas causaron el rápido declive del Imperio asirio.
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hebrea narra como «la conquista de la tierra» por Israel: el asentamiento de una población
que aspiraba a librarse del control impuesto por la gran potencia egipcia.
La importancia de Egipto en la memoria cultural del pueblo judío se explica por el dominio
que, desde el siglo XV hasta el siglo XII a.e.c., Egipto ejerció sobre la región siropalestina,
donde todo indica que el pueblo de Israel tuvo sus orígenes. La población que en 1200 a.e.c.
tenía el nombre «Israel» no llegó de fuera, sino que emergió de la propia cultura urbana de
Canaán al final de la Edad del Bronce. No puede descartarse que entre los grupos que
constituyeron Israel hubieran existido ciertos componentes poblacionales que hubiesen sido
llevados antes a Egipto como prisioneros de guerra, y que el relato legendario sobre su
supuesta huida se convirtiera en el mito de los orígenes para la totalidad de Israel.
La historia de Israel parece relacionada con la llegada de los llamados pueblos del mar, que
penetraron en el Levante meridional en torno al 1200 a.e.c., contribuyendo a la pérdida de
poder de Egipto. Entre ellos estaban los «filisteos», una población ampliamente mencionada
en los relatos bíblicos. Cuando, en los siglos XI y X a.e.c. tuvo lugar un resurgimiento de la
cultura urbana en la llanura costera -los árameos al norte y los filisteos al sur- los
asentamientos de la región montañosa de la Palestina central se vieron progresivamente
obligados a forjar alianzas y a instituir una jefatura unificada. La creación de una monarquía
bajo Saúl y luego bajo David, de los relatos bíblicos, parece tener aquí su razón.
UN RIGUROSO MONOTEÍSMO
Los judíos han dejado una huella importante en el aspecto religioso, una concepción
espiritual novedosa basada en la creencia en un dios único (monoteísmo). El exilio babilónico
obligó a impulsar un revisionismo ideológico cuyas huellas han quedado indelebles en la
historia deuteronomista. Mientras que su primera fase de redacción se situaba en los días de
Josías y estaba destinada a reforzar los objetivos de este monarca partidario del monoteísmo
yahvista en contra del sincretismo religioso, su segunda fase surgió de la necesidad de
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ofrecer una interpretación coherente de la desdicha sufrida por Judá. La nueva redacción de
la historia deuteronomista subordinó con gran inteligencia el pacto de David al
cumplimiento de la «alianza» entre Dios y el pueblo de Israel en el Sinaí. Tras el regreso del
exilio babilónico, el devenir histórico del pueblo «elegido» bajo la égida (protección) del
Imperio persa se interpretaría siguiendo la misma línea ideológica, pero con un cambio de
orientación una vez desaparecida la familia dinástica davídica. Al faltar la institución de la
monarquía, el Templo se convertiría en el centro de identidad del pueblo judío.
EL ALFABETO FONÉTICO
Desde el punto de vista de la cultura, la innovación más importante introducida por los
fenicios fue el alfabeto fonético, un alfabeto que no recurría a imágenes, sino que estaba
constituido por un grupo de símbolos gráficos convencionales, cada uno de los cuales
identificaba un sonido. Se reducía considerablemente el número de símbolos, lo que hacía la
escritura mucho más sencilla y fácil de aprender. El alfabeto fenicio representaba solamente
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las consonantes. Fueron los griegos quienes lo completaron añadiéndole las vocales. Este es
el alfabeto que ha llegado hasta nuestros días.
EL IMPERIO PERSA
EL EXPANSIONISMO PERSA
A partir del año 700 a.e.c., un grupo de tribus de origen persa se asentó en una zona
montañosa del actual Irán. Estaban organizadas bajo la autoridad de un jefe tribal llamado
Aquemenes (700-675), de ahí su nombre de aqueménidas. La expansión del poder persa
continuó con Teispes (675-640). Durante el reinado de su hijo Ciro I (640-600) los persas
estuvieron sometidos a los asirios. Su sucesor, Cambises I, se casó con una hija del último
soberano de los medos, reino al que en ese momento estaban sujetos. La verdadera explosión
del poderío persa se produjo con el hijo de Cambises I, Ciro II, también conocido como Ciro
el Grande (559-530), quien estableció las bases del vasto Imperio persa a través de una
política activa de conquistas y posterior conciliación y tolerancia de los pueblos dominados.
Sometió a las dispersas tribus iranias y asiánidas que estaban asentadas en los márgenes de
su territorio. Logró vencer y anexionar al reino medo, a Lidia y a las ciudades jonias. En el
año 539 a.e.c., tomó Babilonia, su llegada puso fin al largo enfrentamiento entre el rey
babilónico y el clero de Marduk, se mostró muy permisivo con el pueblo y los dioses locales.
La conquista de esta ciudad fue muy importante, ya que era el nexo a través del que se
realizaban los contactos entre el oriente y el occidente mediterráneos. Ciro II tuvo tiempo
para continuar extendiendo los confines de su Imperio por la frontera noroccidental y el
norte de Siria. Tras su muerte, su hijo Cambises II (530-522) logró conquistar Egipto. Fue
sucedido por el noble aqueménida Darío I (522- 486), que mantuvo una política de desarrollo
económico y creó una ruta comercial marítima que conectaba Egipto con el valle del Indo. Su
sucesor, Jerjes I (486-465), aplastó una revuelta egipcia apenas ascendido al trono y otra que
se produjo en Babilonia, si bien no logró su objetivo de conquistar Grecia. Su hijo y heredero
en el trono, Artajerjes I (465-424) tuvo que hacer frente a una nueva rebelión egipcia, esta vez
mucho más peligrosa pues contaba con la ayuda de los griegos. Tras sufrir algunas derrotas,
logró controlar la situación en la mayor parte del territorio egipcio. La tensión con Atenas se
resolvió con la paz de Calias (449 a.e.c.), que dejaba de lado, por el momento, el conflicto
bélico. La decadencia del Imperio persa se inicia con Darío II, hijo bastardo de Artajerjes I,
que tuvo que enfrentarse a una importante revuelta en Media y que finalmente perdió
Egipto. Fue sucedido por su hijo Artajerjes II (404-359), quien, recién coronado, hubo de
neutralizar la conspiración de su propio hermano, a quien finalmente venció en la batalla de
Cunaxa (401 a.e.c.). Realizó un intento de recuperar Egipto, cuyo fracaso alentó nuevas
insurrecciones en Anatolia. Artajerjes III (359- 338) logró el último momento de esplendor
del Imperio persa aqueménida. Obtuvo la fidelidad de las más importantes satrapías del
Imperio y recuperó Egipto. A pesar de su impresionante demostración de fuerza, el Imperio
persa aqueménida estaba ya herido de muerte por la escisión interna y la corrupción.
Cuando el gran rey fue asesinado, su lugar fue ocupado por Darío III Codomano (335-330),
que vio cómo su reino se desmoronaba ante el empuje imparable de Alejandro Magno, con la
derrota en la batalla del Gránico (en mayo del 334 a.e.c.), y con la entrada de Alejandro en
Persépolis (en abril del 330 a.e.c.).
24
LA ORGANIZACIÓN DEL IMPERIO
El rasgo principal del régimen persa fue un fuerte autoritarismo, al que el monarca se sentía
obligado para mantener unido a un grupo tan heterogéneo como el de los súbditos persas,
pertenecientes a razas y nacionalidades muy diferentes. Para poder gobernar eficazmente
sobre esta amalgama de gentes se precisaba una voluntad fuerte, reconocida y respetada con
total lealtad. Darío I evitó en lo posible el uso del terror, si bien instauró una autoridad férrea
y erradicó de esta forma cualquier intento de rebelión.
El territorio se dividió en grandes provincias, satrapías, dirigidas por un gobernador o
sátrapa que se apoyaba en un secretario real, quien tenía la doble misión de hacer funcionar
la administración provincial y vigilar al sátrapa. El ejército estaba en manos de generales
elegidos por el soberano. Para asegurar la fidelidad, Darío I se servía de funcionarios
itinerantes «ojos y oídos del rey» que podían viajar en cualquier momento hasta las distintas
satrapías para examinar su situación política, económica, militar o administrativa. A ello
ayudaba el camino real: una red de vías que atravesaba todo el territorio, desde la capital,
Susa, a todas direcciones. Esta importante red vial permitió el rápido transporte del correo y
de las órdenes imperiales, que podían llegar en breve tiempo hasta las satrapías más lejanas.
LA ESTRUCTURA ECONÓMICA
Un imperio tan vasto como el persa trató siempre de ser autosuficiente. Fue posible por la
abundancia y variedad de sus productos agrícolas, así como por la floreciente actividad
artesanal. Con una red comercial tan importante como el camino real, los soberanos persas
fueron capaces de abastecer las necesidades internas de sus territorios e incluso de establecer
un importante intercambio comercial con el exterior, tanto en oriente como en occidente.
LA RELIGIÓN PERSA
Los soberanos persas fueron tolerantes con las distintas religiones que se practicaban en sus
territorios, su deidad principal fue Ahura-Mazda y su culto el mazdeísmo. Esta doctrina
ponía el acento en la responsabilidad moral del individuo. El ser humano vivía en un mundo
que era visto como un teatro en el que se representaba la lucha entre el bien y el mal. Se
consideraba culpable a quien se mostraba indiferente ante esta batalla, pues uno de los
rasgos más originales del mazdeísmo era el otorgar una gran relevancia a las acciones del
hombre, que en sus decisiones vitales debía decantarse siempre del lado de la justicia.
26
LOS ORÍGENES DE MICENAS
Hacia el 2000 a.e.c. cierto pueblo de lengua indoeuropea se dirigió a la península helénica,
asentándose en la Argólida, en algunas zonas del Peloponeso, en el Ática y en Beocia. Su
forma de civilización no derivó nunca en un Estado unitario, el fraccionamiento político fue
una realidad constante en la historia griega, sino en diferentes pequeños Estados que
presentaban inequívocas características comunes que les otorgaban cierta homogeneidad
cultural.
Existían numerosos centros políticos urbanos con poder militar y autosuficiencia económica.
Entre ellos destacan Tebas, Corinto, Tirinto, Pilos y Micenas. Los restos más importantes se
encuentran en Micenas, situada al noroeste del Peloponeso en una zona escarpada y
protegida por una poderosa muralla. Este es el motivo por el que se concedió el nombre de
micénica a una civilización que comprendía diversos centros políticos independientes pero
que compartían similares estructuras sociales y culturales.
EL REY Y LA NOBLEZA
En el vértice de la sociedad micénica se situaba el rey, elegido por su coraje y valor militar. Se
le reconocía la máxima autoridad para administrar la justicia y conducir el ejército en la
guerra. El rey poseía vastos terrenos de cultivo de los que obtenía abundantes cosechas y
materias primas para el desarrollo de la producción artesanal.
Los enfrentamientos entre la monarquía y la nobleza fueron cada vez más habituales.
Presentándose ante el pueblo como «los mejores», la palabra aristokratía significa «el
gobierno de los mejores», por ser los predilectos de los dioses, los nobles —descendientes de
los primeros aqueos que habían sometido a las poblaciones preexistentes— consiguieron en
determinadas ocasiones desautorizar al rey haciéndose momentáneamente con el poder.
28
una ciudad de Asia Menor; en el segundo se contaban las peripecias que Ulises hubo de
sufrir durante veinte años en el viaje de regreso a su patria.
LA CUESTIÓN HOMÉRICA
Los antiguos atribuyeron estos dos poemas a Homero, autor que el historiador Heródoto
sitúa en el siglo IX a.e.c., pero no hay datos seguros. El principal mérito de Homero fue el de
recoger y seleccionar la obra conservada en la memoria colectiva de los aedos. Todo este
material fue transcrito en el siglo VI a.e.c. La tesis según la cual puede detectarse en los dos
poemas un núcleo cultural que se remontaba oralmente a los antiguos rapsodas ha sido
confirmada por el análisis filológico sobre el uso de formas fijas y recurrentes según el
procedimiento típico de la epopeya. Además de los problemas de naturaleza literaria, que
habían dado lugar a la «cuestión homérica» ¿Fueron los dos poemas obra de un mismo autor
o de varios? ¿En qué época se originaron? ¿Cuál fue su proceso de formación?, se ha
discutido también el valor histórico que se ha atribuido tanto a la Ilíada como a la Odisea.
EDAD ARCAICA
EL ASCENSO DE LA ARISTOCRACIA
Los cambios más trascendentales se produjeron en el ámbito social; se caracterizaron por la
progresiva pérdida de autoridad de la monarquía y por el fortalecimiento de la aristocracia.
Entre los factores que pueden explicar el ascenso de determinadas familias se encuentra la
30
acumulación de todo tipo de riquezas procedentes de la explotación de los latifundios y los
estrechos lazos sociales establecidos por antiguas tradiciones familiares. Los miembros de la
aristocracia constituían el elemento principal del ejército, en tanto que sólo ellos podían
permitirse tener una armadura completa y adiestrarse en la lucha a caballo. Resulta
imposible saber en qué momento se produjo la transición de la monarquía al régimen político
aristocrático. En algunas regiones pudo haber sido el resultado de un debilitamiento gradual
de las funciones del rey, pero en otros lugares fue consecuencia de la acción violenta que
condujo a su derrocamiento. En la mayor parte de los casos el rey sólo pudo retener ciertas
funciones de carácter religioso, mientras que los nobles detentaron el poder político de forma
incontestable. Por medio de alianzas matrimoniales, las principales familias aristocráticas
invocaban la protección de los dioses de los que aseguraban que descendían, celebraban ritos
en común o administraban la justicia inspirándose en normas jurídicas de origen
supuestamente divino: de hecho, los nobles se arrogaban el privilegio de interpretar la
voluntad de los dioses. La ausencia de leyes escritas les permitía ejercer el derecho de forma
arbitraria e imponer decisiones cuyo incumplimiento fue considerado como un sacrilegio.
SEGUNDA COLONIZACIÓN
El predominio de los grupos aristocráticos determinó el empeoramiento de las condiciones
de vida del pueblo (démos), lo que no impidió que durante la época arcaica —entre los siglos
VII y VI a.e.c.— se crearan las condiciones para el desarrollo de actividades comerciales que
terminaron por favorecer la aparición de una clase social pudiente que consideró
insoportable y opresivo el régimen aristocrático. La segunda colonización influyó en las
transformaciones socioeconómicas evidenciadas durante la época arcaica. Desde el siglo VIII,
los griegos comenzaron a navegar por el Egeo para encontrar lugares de los que poder
obtener productos y mercancías que necesitaban y en los que establecer asimismo colonias
donde asentar la población excedente de los lugares de origen. En esta época se verifica un
movimiento migratorio dirigido hacia las costas de Asia Menor y hacia las del Ponto Euxino
(Mar Negro), hacia zonas del norte de África y de Italia meridional (Magna Grecia).
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carácter agropecuario; una vez desautorizados los reyes, el poder fue acaparado por las
familias aristocráticas, que se aseguraron su hegemonía en las asambleas populares; a partir
del siglo VII a.e.c., y en los dos siglos posteriores, la ciudad adquirió cada vez más
importancia para el desarrollo de una economía mercantil y el predominio de los nobles fue
cuestionado. Los mecanismos del poder por los que se regía la ciudad fueron sostenidos por
las asambleas y las magistraturas, cuyo control provocó enfrentamientos entre las diferentes
capas sociales. El paso de la aldea a la ciudad en el mundo griego aconteció más tardíamente
que en otras áreas geográficas: históricamente, las estructuras propiamente urbanas
surgieron en el Próximo Oriente y en Egipto ya en el curso del III milenio a.e.c. En estos casos
se trataba de ciudades sometidas a formas de organización política de carácter teocrático:
eran gobernadas o bien por un soberano cuyo poder se atribuía a un origen divino o bien por
una poderosa casta sacerdotal. En Grecia la ciudad asumió un papel y un significado distinto.
El elemento distintivo de la civilización helénica puede singularizarse en la institución de la
ciudad-Estado, la polis (en plural póleis), una creación que, abandonando las tradiciones
que habían caracterizado a las anteriores sociedades antiguas, introducía elementos
completamente innovadores.
LA ASAMBLEA
En la polis, el organismo encargado de tomar las decisiones era la asamblea general de la
población masculina, llamada con nombres diferentes según la ciudad (en Atenas, por
ejemplo, era conocida como la Ekklesía; en Esparta, como la Apella). Su funcionamiento fue
motivo de enfrentamientos entre los diversos componentes sociales: en Esparta, la
aristocracia militar renunció a conservar en ella su posición de supremacía, mientras que en
Atenas el sistema de votaciones sufrió gradualmente modificaciones en favor del demos, del
pueblo con toda su complejidad.
LA ACRÓPOLIS Y EL ÁGORA
Desde un punto de vista estructural, la polis disponía de dos lugares con funciones bien
precisas: la acrópolis y el ágora. La primera era la parte más elevada de la ciudad y estaba
mucho más fortificada, albergaba los templos y edificios más importantes para el
funcionamiento de las instituciones del Estado; en su interior se podía refugiar la población
en caso de peligro. El ágora, situada en la parte baja de la ciudad, era el lugar idóneo para la
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reunión de las asambleas, convirtiéndose posteriormente también en centro de las
actividades comerciales.
Toda la vida comunitaria descansaba en dos principios:
1) La polis estaba destinada a defender celosamente su autonomía política, es decir, la
capacidad de gobernarse a sí misma y de crear su propio ordenamiento jurídico.
2) No podía, por su propia naturaleza, renunciar a su absoluta independencia ante cualquier
potencia extranjera que la amenazase, bien a través de la fuerza o de la injerencia.
LÍMITES DE LA POLIS
Las póleis adolecieron de ciertas limitaciones y ocasionaron también algunas consecuencias
negativas. Acentuaron la tendencia a la fragmentación y al particularismo, dando lugar a
rivalidades, recelos y luchas que provocaron su debilitamiento. Además, la participación
efectiva en la vida pública estaba en la práctica reservada a un reducido número de personas:
ciudadanos varones acomodados cuya residencia estaba próxima a los lugares en que se
reunían las asambleas y que podían permitirse interrumpir momentáneamente sus
actividades laborales para asistir a sus sesiones o asumir las obligaciones que conllevaban los
cargos públicos. De hecho, el modelo asambleario adoptado en las póleis era un sistema de
participación directa en la vida de la comunidad, al contrario de lo que sucede en los Estados
democráticos modernos, donde los ciudadanos, mediante el ejercicio del voto, delegan en
personas, que actúan como sus representantes.
LA TIRANÍA
EL SURGIMIENTO DE LA TIRANÍA
Entre los siglos VIII y VI a.e.c., y especialmente en las ciudades costeras, aparece en escena la
figura del «tirano». El término tyrannos —importado de Lidia y aplicado por primera vez a
Giges— no estuvo vinculado con el significado de crueldad y opresión con el que se asocia
en la actualidad: desprovisto de cualquier sentido despectivo, con él se designaba a quien
había llegado a gobernar de forma ilegítima. El tirano era un noble que accedía al poder por
medio de la fuerza y lo ejercía con el apoyo de las clases populares, valiéndose a menudo de
un grupo de hombres armados bajo sus órdenes directas, lo que ocasionaba la hostilidad de
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los miembros de la aristocracia. Aunque se condena duramente el sistema de gobierno
tiránico, no es posible saber hasta qué punto estas críticas respondían o no a criterios
objetivos: hubo tiranos que supieron gobernar con moderación y equilibrio, mientras que
otros ejercieron su autoridad de forma despótica y brutal.
PRINCIPALES TIRANÍAS
En Argos, situada en el noroeste del Peloponeso, Fidón actuó como un monarca hereditario
acaparando cada vez más poderes. Su gobierno suele situarse en el segundo cuarto del siglo
VIII a.e.c. En Corinto, el clan aristocrático de los Baquíadas fue derrocado por uno de sus
miembros marginales, Cípselo (ca. 657-627 a.e.c.): las fuentes coinciden en que su hijo
Periandro fue cruel; su sobrino Psamético fue asesinado poco después de sucederle. Mégara
fue gobernada por el tirano Teágenes en la segunda mitad del siglo VII a.e.c. En Sición
sobresalió la dinastía de los Ortagóridas entre mediados del siglo VII y mediados del VI
a.e.c.: su tirano más famoso fue Clístenes. Tras el derrocamiento de los Pentilidas (ca. 600
a.e.c.), Pitaco se convirtió en tirano de Lesbos. En la misma época Trasíbulo fue tirano en
Mileto. Aunque Polícrates de Samos está históricamente mejor atestiguado, el carácter
ecuánime de su gobierno presenta dudas; parece que contó con la ayuda de Lígdamis de
Naxos para tomar el poder en su isla (Samos). Heródoto le consideraba el mayor tirano
después de los de Siracusa, en Sicilia. Tras ser asesinado por un sátrapa persa, su secretario
Meandro asumió el poder convirtiéndose en un gobernante impopular hasta que los persas
le sustituyeron por Silosonte, hermano de Polícrates. Meandro no consiguió convencer a los
espartanos para que lo restituyeran en el cargo. En cambio, Lígdamis de Naxos fue derrocado
por los espartanos en la década del 520 o 510 a.e.c.
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armadura completa: casco, coraza, espada de hierro, grebas y escudo de bronce. Esto
conllevó modificaciones en el campo de la táctica militar: los hombres armados “hoplitas”
formaban una hilera compacta convertida en una formidable estructura ofensiva “falange”.
Esta tupida formación compuesta por hoplitas influyó de forma decisiva en los éxitos
militares de las Ciudades-Estado griegas. Se crearon las condiciones propicias para que las
clases medias exigieran desempeñar un papel mucho más importante en el gobierno de las
póleis.
FORTALECIMIENTO DE ESPARTA
Hacia el año 800 a.e.c., Esparta se adueñó de Laconia y emprendió una intensa colonización
de la costa de Mesenia. Como resultado de la Primera Guerra Mesenia (ca. 743 a.e.c.) el rey
Teopompo completó la conquista de toda la región, dividiendo este territorio en parcelas
distribuidas entre los espartanos y reduciendo a su población a la condición servil “ilotas”.
En torno al año 685 a.e.c. hubo una rebelión conocida como Segunda Guerra Mesenia. La
dificultad que tuvieron los espartanos para sofocarla indujo a la aristocracia a establecer un
régimen que instituía el «buen orden» por medio de un código legal, en el que se asentaron
las bases para la creación de un Estado totalitario y militar. Por su constante amenaza, la
población ilota condicionaba la política exterior, ya que resultaba demasiado peligroso enviar
ejércitos fuera a costa de desguarnecer el Peloponeso. Los espartanos fueron siempre reacios
a involucrarse en campañas militares alejadas de su propio territorio.
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fomentando el espíritu de camaradería por medio de la «mesa común» y una comida grupal,
aunque se les estimulaba también a casarse y tener su propio hogar. Las mujeres recibían una
educación similar a la de los varones y podían participar en competiciones deportivas y
gimnásticas. Los espartanos estaban convencidos de que, si ambos progenitores eran
personas sanas y robustas, también lo serían sus vástagos. Los padres espartanos estaban
liberados de las tareas educativas de los hijos, que recaían por completo en el Estado. El
principio de que la educación debe ser pública constituye la gran aportación de Esparta a la
historia de la cultura. Al no estar ocupada en la función educativa de sus hijos, la mujer
espartana disponía de tiempo libre para realizar otras actividades con autonomía, tampoco
estaba sujeta a una vida marital estricta. Este amplio margen de libertad de la mujer en
Esparta fue muy criticado por los demás griegos, por considerarla excesiva.
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las familias nobles de la polis. Durante el período democrático (siglo V a.e.c.), sus
competencias aumentarán.
LA DIVISIÓN SOCIAL
Desde un punto de vista étnico, el pueblo estaba dividido en cuatro tribus hereditarias
integradas por un cierto número de phratríai y compuestas por los miembros de los clanes.
La sociedad libre ateniense estaba configurada por tres grupos: los «caballeros» o clase
privilegiada; los zeugitas «quienes poseen dos yuntas de bueyes», pequeños propietarios,
artesanos y comerciantes de cierta solvencia; y los thétes o ciudadanos trabajadores por
cuenta ajena sin propiedad alguna.
LA TIRANÍA DE PISÍSTRATO
Decenios después de las reformas de Solón, la economía ateniense experimentó una rápida
transformación por el creciente protagonismo asumido por la artesanía y el comercio. Existen
restos que atestiguan en esta época la difusión por el Mediterráneo y el Mar Negro de
manufacturas del Ática. Como las reformas solonianas consideraban como única fuente de
riqueza las rentas agrícolas, los ciudadanos que desarrollaban otras actividades económicas
eran equiparados a los desposeídos, sin posibilidades de acceder a las más altas
magistraturas. Apoyándose en estos sectores ascendentes de la sociedad, Pisístrato (600-527
a.e.c.), que había adquirido fama como general al conquistar Nicea, logró hacerse con el
poder en Atenas en el 546 a.e.c. Su éxito se debió al empleo de las riquezas obtenidas por la
explotación de las minas de Tracia y a la ayuda recibida de Tesalia y del tirano Lígdamis de
Naxos. Sus adversarios fueron exiliados y sus tierras confiscadas y entregadas a los
hektémoroi. Su régimen logró consolidarse al contar con el apoyo de los nobles al haber
respetado los intereses esenciales de los Eupátridas y con el respaldo del pueblo al haber
promovido un calculado populismo conservando las conquistas solonianas y ofreciendo a las
masas suficientes fiestas y juegos públicos como para mantenerlas contentas.
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UN PERÍODO FLORECIENTE
Desde el punto de vista socioeconómico, Pisístrato ayudó a los pequeños y medianos
campesinos creando un fondo estatal de préstamos y estableciendo un sistema de treinta
jueces itinerantes en sustitución de las aristocracias locales. Promovió el comercio
internacional exportando aceite y productos de alfarería a cambio de la importación de
cereales. Distribuyó las tierras confiscadas a los Alcmeónidas entre los campesinos
desposeídos, fijando un impuesto sobre las ganancias del campo para financiar el fondo de
préstamos. También creó un impuesto sobre el comercio para costear su programa de obras
públicas en Atenas. En el ámbito cultural, ordenó la realización de una reproducción escrita
canónica de las dos epopeyas homéricas y favoreció el teatro, sobre todo la tragedia.
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Con Clístenes, tanto el Consejo como la Asamblea adquirieron un poder considerable. La
Asamblea se reunía cuarenta veces al año y podía enmendar o rechazar las mociones
presentadas por el Consejo. Gozaba de autoridad para declarar la guerra y elegir a los diez
generales (uno por cada tribu) que, bajo el mando supremo del arconte Polemarco, se
situaban al frente del ejército. Los arcontes perdieron importancia en cierto grado. También
ellos, como miembros del Consejo, eran elegidos al azar entre una selecta lista de
“preferidos” designados por las tribus.
En época de Clístenes se introdujo en Atenas el ostracismo, una resolución de la Asamblea
mediante la cual se decretaba el destierro político durante un período máximo de diez años a
quien se atribuyese haber puesto en peligro las instituciones democráticas de la polis. Para
que la iniciativa tuviese efecto legal se requería que al menos seis mil ciudadanos votasen
contra el sospechoso escribiendo su nombre en un fragmento de terracota (óstrakon, en
griego). El recurso a este procedimiento penal fue habitual en el régimen democrático
ateniense.
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Crono y los Titanes, símbolos del desorden y de la fuerza bruta. La victoria de los dioses
olímpicos marcó el triunfo del orden y del derecho. Cada uno de ellos representaba una
virtud humana ideal llevada al grado de la perfección, como el valor guerrero, la inteligencia,
la belleza, etc. Cuidaban del orden natural del mundo y reconocían y respetaban el principio
de autoridad personificado en la figura de Zeus, el dios supremo que gobernaba el reino de
los dioses. Por encima de todos se hallaba el Hado o Destino, contra el cual ni siquiera Zeus
podía rebelarse. Se trata de una divinidad sin vida, sin leyenda, sin imagen, que no posee
altar alguno en la tierra, y que, desde lo más recóndito del Empíreo, donde es inasequible a la
plegaria, mantiene el equilibrio del mundo moral y lo sustrae a los caprichos de las otras
deidades. El concepto de Destino pudo haber nacido de la conciencia turbada de los hombres
para explicar lo «inexplicable» y hacer comprender lo «incomprensible», es decir, las causas
lejanas y ocultas de los acontecimientos y los motivos de «orden superior» que los hacían ir
sucediéndose en el tiempo.
Existían divinidades menores que poblaban los bosques, las montañas, las aguas, como las
ninfas y los faunos o sátiros, seres mitad humanos y mitad animales; además, existían
también los héroes, individuos que poseían virtudes excepcionales que les llevaban a realizar
proezas extraordinarias consideradas como sobrehumanas, seres inmortales intermedios
entre los dioses y los hombres.
LOS TEMPLOS
Cada polis aceptaba y reconocía todo el panteón olímpico. La voluntad de obtener la
benevolencia de un dios con el fin de atraer prosperidad y garantizar la seguridad de la polis
se manifestaba por medio de las ceremonias públicas. Los templos, construidos dentro de las
murallas de la ciudad, constituían el testimonio de la generosidad y devoción de la
comunidad: más que lugares de culto, eran considerados como la morada de los dioses. No
existían en Grecia construcciones parecidas a los ziqqurat mesopotámicos, a cuya cima subía
el sumo sacerdote para entrar en comunicación con la divinidad. Los templos griegos
gozaban del derecho de asilo y estaban abiertos para el suplicante. Quien llevara signos de
desgracia y de invocación de la protección divina tenía el derecho de depositar las cintas de
lana o ramas verdes en el altar. Los templos eran suficientemente ricos como para hacer las
veces de bancos, prestando dinero a altos intereses. Sus bienes y depósitos monetarios
servían al Estado como valiosos recursos ante las necesidades públicas.
LOS RITUALES
El momento más importante de los rituales religiosos consistía en el sacrificio de un animal.
Tenía lugar siempre sobre el altar erigido en el exterior del templo, a la vista del pueblo, que
participaba en la ceremonia con procesiones, juegos y fiestas. El sacrificio más completo era el
holocausto, en el que la víctima reservada al dios se quemaba por completo. El más solemne
era la hecatombe (inmolación de cien bueyes). El más eficaz, aquél en el que se vertiera la
sangre más preciosa. El pobre que no tenía víctimas ofrecía figurillas de barro. No había nada
misterioso ni secreto en estos rituales. Representaban el vínculo más directo y abierto en la
relación establecida entre los dioses y la ciudadanía. Se entendía como algo natural que fuese
la polis en su conjunto la que asumiese todas las ceremonias de orden religioso. En Atenas, el
arconte basileús, tenía la responsabilidad de organizar y controlar el correcto desarrollo de
dichas ceremonias.
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Los ritos eran oficiados por los sacerdotes, verdaderos «expertos» en los formalismos
religiosos. En el mundo griego los sacerdotes no constituían corporación alguna, de la misma
forma que tampoco poseían privilegios que se transmitiesen de forma hereditaria: eran
comparables a cualquier otro funcionario del Estado. Ejercían sus funciones durante el
tiempo limitado en que ocupaban su cargo. En Grecia no se dieron las condiciones necesarias
para que se instaurase ningún tipo de hierocracia, el gobierno o predominio político de la
casta sacerdotal.
AUSENCIA DE REVELACIÓN
A diferencia de las grandes religiones monoteístas, la religión griega no tenía sus orígenes en
una revelación, no se basaba en la interpretación de ningún libro sagrado, no reconocía la
autoridad de ningún guía espiritual, ni disponía de una doctrina teológica fundamental a la
que atenerse de manera dogmática. El hombre griego desconocía el significado de conceptos
como «ortodoxia» o «herejía», que aparecerían mucho más tarde, en época cristiana.
LOS ORÁCULOS
Los griegos estaban convencidos de la posibilidad de que el futuro pudiera ser revelado a
través de la voluntad de los dioses; de ahí que acudieran con frecuencia a un gran número de
oráculos. El término «oráculo» (orare, «hablar») indicaba tanto la respuesta revelada por la
divinidad, como la persona que la pronunciaba en nombre del dios.
En muchos lugares del Mediterráneo surgieron desde el principio santuarios consagrados a
divinidades, convirtiéndose en el atrayente de peregrinajes. Los motivos para la consulta de
un oráculo podían ser variados: la purificación o sanación, ya que tanto la enfermedad como
los infortunios eran interpretados como castigos de alguna divinidad; la consulta de una
polis acerca de cualquier decisión política importante; o la solicitud de la aprobación divina
para fundar una colonia.
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Los oráculos ocupaban un lugar importante en la devoción popular, en la esfera privada y en
la vida de la polis. A veces eran objeto de instrumentalización política: cuando surgían
desacuerdos, las indicaciones de los oráculos podían conferir prestigio y autoridad a una
facción. Hubo soberanos o autócratas que trataron de legitimar su poder con la ayuda de un
oráculo. Entre los oráculos más famosos del mundo griego habría que destacar los de Zeus
en Dodona (en el Epiro) y en Olimpia (en el Peloponeso) y los de Apolo en la isla de Délos y
en Delfos (en la Fócide), donde el dios se dirigía a los hombres por medio de una sacerdotisa
conocida con el nombre de «Pitia»
CULTOS MISTÉRICOS
Los ritos públicos en honor de los dioses olímpicos no estaban pensados para involucrar en
su esfera a la religiosidad individual. Las ceremonias de la religión oficial nunca
consiguieron mitigar la tensión espiritual, sobre todo en momentos de dificultad o
sufrimiento. Muchos individuos sintieron la necesidad de disponer de un cauce marginal que
les permitiera entrar en contacto personal con la esfera divina. Los cultos mistéricos se
prestaban a ello. Parece que el término «misterio» esté conectado con el verbo «cerrar»,
haciendo referencia al secreto de las ceremonias en las que participaban los iniciados, los
cuales debían afrontar ayunos y vigilias, para poder entrar en comunión con las fuerzas
divinas y el mundo de ultratumba. El iniciado expresaba así su deseo de sustraerse a la
inescrutable voluntad de los Hados y de superar con éxito la sucesión cíclica de la vida y la
muerte con la esperanza de su resurgimiento en la dimensión del más allá. En esta
concepción estaba implícita la idea del cuerpo como una especie de cárcel del alma.
Los cultos mistéricos tuvieron una gran difusión en el mundo grecorromano. Los más
célebres en el mundo griego fueron los cultos de Eleusis en honor a Deméter y los órficos en
honor a Dioniso; en el mundo romano destacaron los cultos de Cibeles, Atis y Mitra.
FORMAS DE PANHELENISMO
LAS ANFICTIONÍAS
Se trata de confederaciones religioso-políticas que agrupaban a los Estados que vivían en
torno a un santuario religioso. Los Estados hermanados, que contribuían al sostenimiento del
santuario, se reunían en él para celebrar sacrificios, juegos y festejos amparándose en la
«tregua sagrada». Se conocen seis anfictionías: Anfictionía de Beoda, Calauria, Argos, Istmo,
Bélica y Délfica. La anfictionía mejor conocida es esta última, que englobaba a las doce etnias
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vecinas, a las que en el año 343 a.e.c. se unirían también los aqueos y macedonios. Cada
anfictionía estaba gobernada por un synédrion que se reunía dos veces al año.
LAS OLIMPIADAS
Los juegos más famosos eran los organizados cada cuatro años por el santuario de Zeus en
Olimpia (en el Peloponeso), eran conocidos como juegos olímpicos u Olimpiadas. Fueron
instituidas en el año 776 a.e.c. y sobrevivieron hasta la época tardorromana, hasta que fueron
abolidas por el emperador cristiano Teodosio el Grande en el año 393 e.c. Al principio, la
fama de estos juegos no excedía los confines del Peloponeso, pero a partir del siglo VII a.e.c.
se hicieron cada vez más célebres y fueron progresivamente atrayendo a un mayor número
de participantes procedentes de todas las regiones de la Hélade. A partir del siglo IV a.e.c. las
Olimpiadas fueron adoptadas como base para la datación de los años en el mundo griego.
Tres eran las condiciones para poder participar en los juegos olímpicos: contar con la
ciudadanía griega; no estar manchado por la culpa de algún delito grave; y jurar respetar las
reglas estipuladas. La relación de los juegos con la esfera religiosa era muy estrecha y
quedaba evidenciada por la solemne procesión que tenía lugar en la inauguración de los
juegos a lo largo de la olímpica vía sacra.
EL HOMBRE POLÍTICO
La definición del hombre que presenta Aristóteles como un «animal social por naturaleza»,
fue aplicable a los griegos mientras logró sobrevivir la autonomía de las póleis. En Grecia
nunca hubo una clara distinción entre la vida privada y la vida pública, entre la sociedad
civil y el Estado, entre la esfera política y la religiosa. La autoridad doméstica del padre tenía
a la vez un carácter político y religioso. El concepto de libertad era esencialmente político: el
derecho de ejercer una ciudadanía activa. En un pueblo empapado de vida pública e
institucional, el pensamiento político presentó una gama amplia, desde los discursos,
tragedias y comedias, hasta los tratados propiamente políticos y la manera de concebir la
historia como disciplina científica. Tucídides, como estadista, historiador y orador, sintetiza
la expresión multiforme del pensamiento político en Grecia.
45
LA CULTURA GRIEGA
LA SABIDURÍA ORIENTAL
La cultura científica de algunos pueblos del Próximo Oriente alcanzó resultados notables:
conocimientos astronómicos de sumerios y babilonios, avances de los egipcios en la
geometría y la ingeniería. Pero toda esta sabiduría tenía un objetivo práctico. Servía para
hacer posible la construcción de canales, pirámides o ziqqurat. Esos avances científicos,
según casos, habían sido instrumentalizados para consolidar y justificar la supremacía de las
élites políticas y religiosas. Tal sería el caso de la ciencia astronómica puesta al servicio de la
astrología, gracias a la cual los sacerdotes se presentaban como indispensables intermediarios
entre los dioses y los hombres. Para las sociedades orientales la sabiduría era exclusiva de las
castas sacerdotales que gozaban del privilegio de custodiar celosamente las nociones
transmitidas por la tradición. Este tipo de cultura tendía a la conservación, mostrándose
siempre hostil a cualquier tipo de renovación en el conocimiento. Una teoría que concibe el
saber cómo una revelación divina y secreta trae consigo dos consecuencias:
1) Confiere a la ciencia una aureola de sacralidad: toda verdad aparece presentada como
absoluta, eterna, inmodificable.
2) Esta verdad no puede someterse a ninguna crítica. En cambio, la duda y el examen crítico
resultan indispensables para poder descubrir posibles errores y alcanzar nuevas certezas. El
concepto de evolución era extraño a la mentalidad de los sacerdotes: la sociedad no podía
sufrir ningún cambio porque era el resultado acabado de un orden divino; los modelos de
comportamiento y las estructuras jerárquicas debían permanecer inalterables simplemente
porque siempre habían sido concebidas así por los dioses.
47
LA EVOLUCIÓN DE LOS ESTILOS
Los orígenes del arte griego se encuentran en el estilo geométrico (siglo VIII a.e.c.),
representado por las decoraciones de carácter abstracto y por las pequeñas esculturas de
definición imprecisa. El movimiento migratorio de la segunda colonización puso en contacto
a los griegos con las culturas próximo-orientales, que influyeron en la evolución de los estilos
e inspiraron algunas formas que imitaban modelos egipcios y mesopotámicos. El arte propio
de este período se conoce como estilo orientalizante, durante el cual desaparece la cerámica
geométrica y se producen vasos con representaciones menos esquemáticas. A partir de la
mitad del siglo VII a.e.c. los escultores griegos crearon las primeras estatuas de mayores
dimensiones, inspirándose en la estatuaria egipcia: son los koúroi («muchachos») o las kórai
(«muchachas»). Esa influencia egipcia es reconocible en la forma rígida que adoptaba el
cuerpo esculpido. Poco a poco, los artistas fueron concediendo mayor espacio a su propia
creatividad, consiguiendo dar a la figura humana formas más flexibles y dinámicas. El
apogeo del arte griego se alcanzó en el período clásico (del siglo V a la mitad del siglo IV
a.e.c.), en el que los artistas se ajustaron a unas leyes formales más precisas, al tiempo que
buscaban el ideal de belleza.
48
antesala de la península griega. Para comprender los motivos del enfrentamiento surgido a
inicios del siglo V a.e.c. entre el Imperio persa y el mundo griego, resulta imprescindible
analizar la situación política en la que se encontraba en esos momentos el área del Egeo.
LA REVUELTA JONIA
La revuelta de las ciudades jonias contra la dominación persa en el año 499 a.e.c. provocó el
inicio de las hostilidades entre las póleis y el Imperio persa. Sobre los motivos del
alzamiento se pueden formular varias hipótesis. Aunque en el fondo estaban presentes las
aspiraciones políticas es sobre todo una reacción a las exigencias económicas persas, quienes
estaban ya en disposición de controlar las principales rutas marítimas del Egeo, desde el Mar
Negro hasta Egipto. Al frente de la insurrección se situó el tirano Aristágoras de Mileto. En
su solicitud de ayuda a toda la Hélade, sólo Atenas y Eretria enviaron veinticinco barcos. El
rey persa logró sofocar la revuelta, derrotando a la flota griega en una batalla que tuvo lugar
frente a la isla de Lada, en el año 494 a.e.c. Mileto fue tomada y saqueada. El rey Darío
decidió castigar a Atenas y Eretria por haber apoyado la revuelta, enviando una flota al
mando de Mardonio, pero esta primera expedición persa fracasó.
49
EL INICIO DE LA GUERRA
En el verano del año 490 a.e.c., una segunda expedición, esta vez al mando de Artafernes y
Datis, fue enviada a la Grecia continental. Artafernes sitió Eretria, mientras que Datis
desembarcó en Maratón. Eretria sucumbió como consecuencia de la apertura de las puertas
de la ciudad por dos traidores. Milcíades (ca. 550-ca. 489 a.e.c.), uno de los diez estrategas
atenienses, propuso atacar a los persas en la llanura de Maratón. Esta decisión entrañaba un
riesgo, ya que, por razones religiosas —fiestas en honor de Apolo estando prohibido
combatir— no era posible contar a tiempo con la ayuda de Esparta, ni tampoco con la de
Tebas, cuyos ciudadanos sentían animadversión hacia los atenienses. A pesar de que los
persas contaban con 25.000 hombres de infantería y con una caballería formada por otros
1.000, frente a los 15.000 hoplitas atenienses, éstos alcanzaron la victoria: los persas perdieron
6.400 hombres contra sólo 192 bajas de los atenienses. Las fuerzas persas huyeron con la
intención de dirigirse por mar a Atenas, doblando el cabo Sunión y coger desprevenida a la
ciudad, pero Milcíades regresó con sus tropas logrando evitar un nuevo desembarco y
obligando al enemigo a la retirada. Concluía en septiembre del año 490 a.e.c. la primera
Guerra Médica (término que hace referencia a los «medos», pueblo asimilado por los persas
en los primeros momentos de formación de su Imperio). Diez años después se iniciaría la
segunda contienda.
Los atenienses fueron conscientes de que el triunfo de Maratón tuvo repercusión dentro y
fuera de Grecia. Atenas fue proyectada al más alto nivel de prestigio y la fama de los griegos
se hizo universal. Pero los hoplitas intuyeron que esa victoria sobre los persas no señalaba
más que una interrupción del conflicto. En los años siguientes, los preparativos para afrontar
una reanudación de las hostilidades, así como la estrategia a seguir, suscitaron en Atenas
debates que irritaron el clima político. La formación de facciones radicalizadas reflejaba la
rivalidad existente entre las familias aristocráticas. En esta época se comenzó a recurrir al
ostracismo, un procedimiento de destierro excepcional ideado por Clístenes para prevenir la
tiranía, pero que ahora sería utilizado de forma partidista para alejar a los adversarios
políticos.
50
LA NECESIDAD DE UNA FLOTA
Temístocles era partidario de renovar la alianza con Esparta y de construir una flota de
trirremes que sirviese contra cualquier amenaza externa. Había ocupado el cargo de arconte,
habiéndose preocupado de la fortificación del puerto del Píreo, condición para convertir a
Atenas en una potencia marítima. La creación de la flota constituía el punto central de su
proyecto político. Estaba convencido de que los atenienses sólo podrían vencer a los persas
en el mar, obteniendo así una paz duradera.
OPOSICIÓN ARISTOCRÁTICA
Un programa tan ambicioso requería una financiación que la aristocracia tradicional no
estaba dispuesta a aprobar. La oposición de los miembros de la nobleza derivaba de la
certeza de que el programa diseñado por Temístocles conllevaba una modificación de la
estrategia militar, concediendo mayor importancia a la flota en detrimento de su antiguo
protagonismo en el ejército.
LA VICTORIA DE TEMÍSTOCLES
Por aquellos años se descubrió un nuevo filón de plata en las minas de Laurión que
pertenecían a Atenas. Temístocles convenció a sus conciudadanos de que se emplease la
fortuna en la construcción de una gran flota. Aunque esta propuesta fue en un primer
momento impopular, la prevención ante una nueva guerra contra los persas prevaleció en el
ánimo de los atenienses. La propuesta de Temístocles provocó una profunda división en el
cuerpo ciudadano. Políticamente derrotado, Arístides fue condenado al ostracismo en el 482
а.e.c. Las previsiones de Temístocles fueron acertadas: en poco tiempo se lograron construir
dos cientos trirremes, convirtiendo a Atenas en la mayor potencia marítima del Egeo y en la
polis más fuerte para salvaguardar a Grecia de la invasión persa.
LA EXPEDICIÓN DE JERJES
Contrariado por la derrota en Maratón, Darío decidió movilizar un gran ejército contra
Grecia con el propósito de anexionarla a su inmenso imperio. Pero la rebelión de Egipto y la
muerte del Gran Rey, en el 485 a.e.c., interrumpieron los preparativos de la invasión. Su
sucesor Jerjes recuperaría el plan diseñado por su padre. Tras someter a Egipto y consolidar
su gobierno interno, puso en marcha los preparativos para enviar una expedición persa
contra Grecia. Inició la excavación de un canal en la península Calcídica para que su flota
pudiera evitar el promontorio del monte Atos, al tiempo que mandó construir dos puentes
con la sucesiva unión de navíos, que permitiesen a sus tropas atravesar sin dificultades el
Helesponto. A comienzos del año 481 a.e.c., un enorme ejército compuesto por cien mil
hombres, bajo el mando del propio Rey de Reyes, partió de Sardes hacia la península griega,
en tanto que una flota de más de setecientas naves fue enviada directamente al Ática.
51
supremacía en el Peloponeso; la segunda expandir aún más su comercio por el Egeo),
comprendieron que en aquellos momentos críticos debían estar unidas por un bien común:
salvar su independencia. Los representantes de las ciudades griegas se reunieron en Corinto
en el año 481 a.e.c., bajo la presidencia de Esparta. El intento de formar una alianza
panhelénica no tuvo el éxito esperado. A pesar de que la mayoría de las ciudades del
noroeste y Creta rechazaron ingresar en la liga, se logró el compromiso firme del resto.
LA BATALLA DE SALAMINA
La guerra había llegado a una fase decisiva: si los persas hubiesen conseguido aniquilar a la
flota ateniense, las póleis habrían perdido toda posibilidad de supervivencia. Pero la batalla
naval se decantó a favor de los griegos. Por medio de un mensajero, Temístocles hizo creer a
Jerjes que la flota ateniense trataría de escapar por la noche. El Rey de Reyes ordenó a sus
barcos penetrar en el estrecho y bloquear los dos canales que rodean la isla de Pritileya
52
ocupada por los persas. La flota griega acorraló a las naves enemigas que, incapaces de
maniobrar, no pudieron aprovechar su superioridad numérica. Los barcos persas
colisionaron entre sí, unos huyendo de los griegos, cuyos trirremes se movían con enorme
facilidad, y otros tratando inútilmente de avanzar. Al término de la batalla (23 de septiembre
del 480 a.e.c.), los persas habían perdido 200 navíos, entre ellos el corazón mismo de su
armada. Jerjes se dio cuenta demasiado tarde de la ingeniosa trampa en la que había caído.
Privado de abastecimiento por vía marítima, se vio obligado a regresar a Persia. En su
retirada, el ejército persa fue dividido en tres secciones: una tercera parte siguió al rey. Otra, a
las órdenes de Artabaces, regresó por la ruta que se dirigía hacia Tracia. El otro tercio, que se
encontraba bajo el mando de Mardonio, pasó el invierno en Beocia.
LA CAÍDA DE TEMÍSTOCLES
Desde la derrota persa y el inicio de las luchas entre las diferentes póleis transcurrió un
período de cincuenta años durante el cual se produjeron transformaciones sociales y
reformas políticas que propiciaron el ascenso de la potencia imperialista ateniense y después
su decadencia. La carrera política de Temístocles sufrió un desgaste rápido. Su ejercicio del
poder tomó una orientación antiespartana. Estaba convencido de que el peligro para los
atenienses no provenía ya de los persas, sino de la oligarquía que gobernaba Esparta.
Sostenía que el régimen democrático, opuesto al de Esparta, debía reforzarse a toda costa.
Quiso que Atenas fuese protegida por sólidas estructuras defensivas ordenando que se
iniciasen los trabajos para la construcción de unos largos muros que debían conectar de
forma segura la ciudad con el puerto del Pireo. Estaba convencido de que, teniendo siempre
la posibilidad de dirigirse hacia el mar, Atenas sería capaz de hacer frente a cualquier tipo de
asedio. Pero los intereses de la aristocracia tradicional, que en aquellos momentos estaba
representada por el hijo de Milcíades, Cimón, frenaron todas sus aspiraciones políticas.
54
Acusado de querer instaurar la tiranía, Temístocles fue condenado al ostracismo en el año
471 a.e.c. Obligado a marchar al exilio, al principio se refugió en Argos y finalmente terminó
en Oriente, acogido en la corte persa, donde murió en el 462 a.e.c.
EL ARISTÓCRATA CIMÓN
Nombrado máximo estratega de la Liga de Délos, Cimón (510-449 a.e.c.) retomó la lucha
contra los persas, a los que hostigó en la costa tracia. Su mayor éxito militar se produjo hacia
el año 467 a.e.c. en la desembocadura del río Eurimedonte, en Panfilia. Sucesor de Arístides
al frente del «partido» aristocrático, impulsó en Atenas una política conservadora,
estableciendo buenas relaciones con aquellas póleis que eran gobernadas por la aristocracia,
entre las que destacaba Esparta. Fue su intento de aproximación a esta ciudad lo que
precisamente ocasionaría su caída en desgracia. Aprovechando el caos producido por un
terremoto, los ilotas de Mesenia se rebelaron contra los espartiatas, los cuales solicitaron
ayuda a los atenienses y, a continuación, los obligaron a retirarse del Peloponeso bajo la
acusación de no haberse esforzado lo suficiente. Este gesto fue considerado una afrenta por el
pueblo ateniense y la facción democrática aprovechó la ocasión para condenar a Cimón al
ostracismo (461 a.e.c.).
REFORMAS DEMOCRÁTICAS
La expulsión de Cimón significó la derrota política de la aristocracia ateniense. El «partido»
democrático logró cambiar radicalmente la situación en favor del démos, limitando las
funciones del Areópago y vaciándolo de poder efectivo: a través de una serie de medidas
propuestas por Efialtes y el joven Pericles, las principales competencias del Areópago
pasaron al Consejo de los Quinientos, a la Ekklesía y a la Heliéa (tribunal supremo). El
único órgano estable de la constitución ateniense controlado por la aristocracia, al estar
compuesto por los exarcontes, fue relegado a una posición secundaria respecto a las otras
instituciones en las que la influencia del démos era cada vez mayor. Estas reformas
revalidaban el concepto de soberanía popular según el cual el poder del Estado debía estar
totalmente en manos del démos. Tales innovaciones constitucionales exacerbaron las
relaciones entre ambas facciones políticas hasta el punto de provocar el asesinato del propio
Efialtes (461 a.e.c.).
LA ÉPOCA DE PERICLES
EL GOBIERNO DE PERICLES
En una Atenas dominada por la creciente influencia de los thétes —estrato social del que se
nutría la armada—, la muerte de Efialtes no logró frenar el avance del programa político
democrático. La genialidad de Pericles (495-ca. 429 a.e.c.) como hombre de Estado se reveló
pronto. Permaneció en el poder mucho tiempo ocupando el cargo de estratega. Como jefe de
la facción democrática, gozó de la predilección del pueblo, lo que le permitió impulsar
reformas radicales que convirtieron a Atenas en una potencia a nivel internacional. Su
prestigio político fue tan sobresaliente que el siglo V a.e.c. se conoce como el «siglo de
Pericles». Pericles diseñó un régimen basado en la democracia. Mantuvo el continuo apoyo
del démos por medio de sus reformas democráticas y su política igualitaria, al mismo
tiempo, su integridad personal y su búsqueda de todas las formas de excelencia le
55
permitieron contar con el apoyo de los mejores ciudadanos de la polis. Su política exterior
favoreció la tendencia imperialista de Atenas frente a otras ciudades que, de aliadas, pasaron
a ser súbditas.
AMPLIACIÓN DE LA DEMOCRACIA
Según el ordenamiento constitucional establecido por Clístenes los cargos públicos —a
excepción de los militares y financieros— eran asignados por sorteo, pero por motivos
económicos, muchos ciudadanos no tenían realmente posibilidad de ocuparlos ni de
participar de forma continuada en las asambleas. Pericles estableció la retribución de dichos
cargos, de forma que los ciudadanos más empobrecidos tuviesen oportunidad de participar
activamente en las instituciones del Estado. El derecho de ciudadanía correspondía
únicamente a personas cuyos progenitores fuesen atenienses. Esta disposición legal restringía
las posibilidades de participación en la vida política, pero era necesaria porque el ejercicio de
la democracia directa sólo era operativo en comunidades que no fuesen muy amplias.
En la democracia ateniense la participación en el poder fue considerada siempre como un
privilegio ciudadano del que estaban excluidos los extranjeros, las mujeres y los esclavos,
cuyo número en la sociedad era muy elevado.
IMPERIALISMO ATENIENSE
En el año 454 a.e.c. el tesoro de la Liga fue trasladado a Atenas bajo el pretexto de que la isla
de Délos se encontraba en una posición estratégica peligrosa frente a la flota persa. Pericles
pudo utilizar parte del dinero para reconstruir los edificios que habían sido recientemente
destruidos por los persas, considerando que era lícito disponer de los fondos del tesoro
común para dicho fin. Desde su punto de vista, las póleis aliadas debían contribuir de esta
forma a la restauración de la ciudad de Atenas como compensación por la protección que
ésta les ofrecía contra cualquier amenaza externa. Trastocando las relaciones instituidas
originariamente por la Liga de Délos, la polis ateniense asumió la posición de una potencia
imperialista que disponía con plena libertad de las riquezas proporcionadas por sus aliados
en beneficio propio. Los «muros largos» que unían el centro urbano con el Píreo convirtieron
a Atenas en una ciudad segura y volcada hacia el mar, ámbito en el que ejercía el dominio
más absoluto. Las otras póleis pertenecientes a la Liga debían someterse a su voluntad:
cualquier tentativa de revuelta era reprimida. Atenas desplegó una atrevida política de
colonización en los territorios de las ciudades aliadas que habían dado muestras de rebeldía,
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instalando cleruquías con soldados (clerucos) a los que se asignaban lotes de tierra cultivable
para su sostenimiento.
LA IMPORTANCIA DE LA ACRÓPOLIS
La era de Pericles marcó el punto culminante de la cultura ateniense. La singularidad de esta
polis se manifiesta en su florecimiento artístico, especialmente relevante a partir de la
segunda mitad del siglo V a.e.c. La acrópolis, promontorio rocoso y escarpado que domina la
llanura por la que se extiende la ciudad de Atenas, tenía desde tiempos inmemoriales
carácter sagrado: allí se levantaron los edificios y templos más antiguos dedicados a Atenea
Políade, la divinidad protectora de la ciudad. Su estatua, de alto valor simbólico, fue puesta a
salvo de las tropas persas que incendiaron la acrópolis en el año 480 a.e.c. Cuando
regresaron, excavaron una gran fosa, llena con los restos de los edificios destruidos, sobre la
cual Pericles proyectó la construcción de la nueva acrópolis. Hizo que fueran a Atenas los
más importantes arquitectos, escultores y artesanos de la época. Las obras fueron dirigidas
por Fidias —uno de los más grandes artistas de la Antigüedad—, que entendió la intención
perseguida por Pericles al impulsar la reconstrucción de una acrópolis inspirada en la
magnificencia como símbolo de la supremacía cultural de la ciudad renaciente.
RIQUEZA Y PODER
Aunque dentro de las póleis había diferencias económicas, la riqueza daba en todas ellas
prestigio y superioridad social, al tiempo que concedía derechos políticos y el derecho a
ejercer las principales magistraturas. Sólo la democracia ateniense demostró interés por la
promoción de los sectores sociales más depauperados, a pesar de que los dirigentes
democráticos procedían de familias aristocráticas o de alto estatus económico y de que la
libre participación de los ciudadanos en el gobierno de la polis estaba condicionada por dos
requisitos: la independencia económica —en el sentido de no estar limitado por la pobreza o
por la necesidad de trabajar, lo que se estimaba indispensable para la libertad individual— y,
como resultado de ello, la posibilidad de disponer de tiempo suficiente para dedicarse a las
tareas políticas. En la sociedad griega existía un marcado prejuicio social contra el trabajo,
especialmente el que se hacía para otros. A pesar de que en Atenas había disposiciones
contra la ociosidad, ese mismo ocio era imprescindible para desarrollar la plena ciudadanía,
pero estaba al alcance de los ricos. El resto de la población trabajaba por cuenta propia o
ajena en el campo o en las actividades artesanales. De ahí que el régimen democrático tuviese
que subvencionar la asistencia de los más pobres a la asamblea y a los jurados, y remunerar
los cargos públicos, a fin de conceder a todos igualdad de oportunidades.
ACTIVIDADES ECONÓMICAS
La agricultura y el comercio constituían en esta época las principales actividades económicas
del Ática. Buscando una mejor retribución o mayores beneficios, muchos campesinos
decidieron abandonar la agricultura cerealística para dedicarse a la producción de aceite y
vino, cuya demanda no dejaba de aumentar. La tendencia hacia estas actividades agrícolas
obligó a Atenas a importar grano para sus necesidades internas y asegurar el control sobre
las rutas marítimas que garantizaban su abastecimiento. Tanto el puerto del Píreo como la
flota constituían las claves de funcionamiento de la economía ateniense, favoreciendo la
expansión del comercio y permitiendo la exportación de las manufacturas que procedían de
una actividad artesanal muy desarrollada.
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intelectuales y artistas atenienses de primera fila eran metecos. Asimismo, el desarrollo
económico de Atenas no podía prescindir de la presencia de los esclavos, último eslabón de
la cadena social. La condición de esclavo venía determinada bien por nacimiento —hijo de
padres esclavos—, bien por condena jurídica, por haber sido prisionero de guerra o
capturado por los piratas. Los esclavos podían ser vendidos, legados o alquilados, carecían
de personalidad jurídica y no tenían derechos civiles. Su situación variaba, según fuesen
domésticos, rurales, artesanos, ejerciesen actividades liberales —médicos, pedagogos—, o
trabajasen en las minas. Las liberaciones eran poco frecuentes. Hubo también esclavos
públicos pertenecientes al Estado, mantenidos a su costa y en mejor posición, empleados en
la administración, en funciones de policía o como obreros en empresas comunales. En el
régimen democrático ateniense solamente la existencia de la esclavitud garantizaba el
ejercicio de los derechos políticos por parte del ciudadano, dispensado así de trabajar.
VIDA COTIDIANA
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creciente importancia del puerto del Pireo en época de Pericles atrajeron hacia la polis a parte
de la población campesina que esperaba mejorar sus condiciones de vida. Atenas ejercía una
fuerte atracción no sólo por razones económicas: en ella se desarrollaba toda la actividad
política y cultural, en ella se encontraban los templos de los dioses y se celebraban las fiestas
señaladas en el calendario griego.
LA ESTRUCTURA URBANÍSTICA
Atenas había nacido de la unificación de pequeños poblados próximos entre sí sin ningún
tipo de planificación previa. Durante el siglo V a.e.c. se había extendido de forma caótica,
creando serios problemas de organización interna. Debido a la falta de estructuras eficientes,
la calidad de vida en la ciudad se había degradado considerablemente para la mayoría de los
habitantes pertenecientes al démos. Las calles se habían convertido en intrincadas callejuelas
sucias, oscuras y peligrosas durante la noche. Para trasladarse de una parte a otra, los
ciudadanos más acomodados se hacían acompañar de esclavos que iluminaban el recorrido
con antorchas. Las viviendas, salvo las de personajes eminentes, eran pobres, con estancias
reducidas y escasos muebles. Las paredes eran de madera y de ladrillos de adobe; los tejados
estaban aterrazados: era allí donde los habitantes pasaban la noche en busca de un poco de
frescor para combatir el calor veraniego. El suministro de agua siempre representó un grave
problema: a lo largo del siglo IV a.e.c. este servicio fue confiado a un magistrado electivo; las
deficiencias higiénicas explican la aparición de frecuentes epidemias, como la de la peste
surgida en el año 429 a.e.c., durante la cual murió Pericles.
LA CONDICIÓN DE LA MUJER
Las mujeres pasaban su vida en el interior de su hogar, del que salían casi exclusivamente
para participar en algunas fiestas religiosas. Las mujeres libres —privadas de derechos
civiles— tenían poca libertad en la vida cívica. Tanto su identidad como su personalidad se
diluyen en una sociedad claramente dominada por los hombres. Cuando tenían edad de
casarse (dieciséis años), debían aceptar la elección del padre, que era quien aportaba la dote,
pasando así de la tutela paterna a la del marido. La mujer estaba completamente sujeta a la
autoridad del hombre durante toda su vida. Tan sólo disponía de su propia voluntad en el
ámbito doméstico: rodeada de hijos, dirigía la casa, el trabajo de la servidumbre y organizaba
la vida familiar siguiendo unas costumbres casi ritualizadas. Ninguna de las actividades que
debían desarrollarse fuera del hogar le era permitida, de forma que le resultaba muy difícil
entablar amistades o tejer una red de relaciones sociables estables. Hubo también «damas de
compañía» (hetairas) que ejercían una prostitución de lujo. Estas mujeres «libertinas»
estaban instruidas en oratoria y música, artes que, junto con su belleza física, formaban parte
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de su enorme atractivo (muy diferente al de las pórnai, «vulgares prostitutas»). La hetaira
más famosa fue Aspasia, amante y compañera de Pericles. Algunos templos dedicados a
Afrodita —como los de Atenas o Corinto— albergaban un considerable número de
«prostitutas sagradas» en régimen de hieródulia (de hierós, «sagrado» y doulía,
«servidumbre»).
LA EDUCACIÓN
La mujer estaba también excluida de la educación, ya fuese intelectual o física (a diferencia
de las mujeres espartanas, que se ejercitaban en la palestra junto con los hombres). La
educación de los jóvenes en Atenas no dependía del Estado, ni existían leyes por las que se
impusiese de forma obligatoria. Sin embargo, era habitual que se enviase a los hijos a la
escuela de algún maestro pagado directamente por las familias que se lo podían permitir. La
enseñanza consistía en la lectura, la escritura y la aritmética. La mayor parte de estos niños
adquiría tales destrezas a una temprana edad. En fase posterior podían aprender música, ya
fuese en su modalidad de canto o de práctica de instrumentos como la cítara, la lira o alguna
clase de flauta. Era importante el ejercicio físico, desarrollado en la palestra, término que en
origen designaba la lona o el lugar donde se realizaban las luchas cuerpo a cuerpo, aunque,
con el tiempo amplió su significado hasta convertirse en sinónimo de gimnasio.
Algunos filósofos se sintieron inclinados a ocuparse de la educación de sus discípulos.
Consideradas como superiores, sus enseñanzas abarcaban desde la filosofía hasta la física,
de las matemáticas a las artes, teniendo en cuenta que, en una sociedad democrática como la
ateniense, el ciudadano debía estar dispuesto a servir a la polis con sus conocimientos y su
capacidad para sostener una tesis ante la asamblea o para valorar la conveniencia de
cualquier propuesta política.
El género dramático, compuesto de tragedia y comedia, fue una de las grandes creaciones de
los griegos. El teatro tuvo una enorme importancia en la vida social de la polis. En la Atenas
de época clásica numerosos ciudadanos acudían a las representaciones que se desarrollaban
en determinadas épocas del año durante ciertas fiestas religiosas.
FUNCIÓN DE LA TRAGEDIA
Aunque la comedia podía esconder una crítica burlesca de la realidad política, el autor de las
comedias -Aristófanes (445 - 388 a.e.c.) fue su más destacado representante- deseaba ante
todo divertir. La tragedia, heredera de la épica por la fuerza dramática de su relato,
respondía a objetivos diferentes. Por medio de la exposición de los viejos mitos bajo una
nueva perspectiva, religiosa y ética a la vez, la escena se cubría de un profundo pesimismo.
Entre los principales temas tratados por la tragedia destacaban los relacionados con la
responsabilidad del individuo, el respeto a la justicia, el vínculo existente entre la culpa
humana y el castigo divino, así como el control de las pasiones. Los textos inducían siempre
al espectador a reflexionar sobre los problemas de la existencia, sobre la fuerza del destino,
sobre la relación del hombre con los dioses, sobre los deberes del individuo hacia la
comunidad. Al suscitar siempre el debate sobre cuestiones éticas, políticas o religiosas, el
teatro -y en particular la tragedia- desempeñaba en la polis una función educativa.
61
ORÍGENES Y DESARROLLO DE LA TRAGEDIA
La etimología del vocablo «tragedia» (de tragoidía, canto del macho cabrío, porque
originariamente se ofrecía un chivo o porque los componentes del coro se vestían con pieles
de cabra) hacía referencia a un sacrificio religioso que, en época arcaica, se realizaba en
honor de Dioniso, revelando así que el origen de la tragedia estaba relacionado con la
religión. Los fieles se reunían en torno al altar del dios para entonar un coro de forma
improvisada. Este coro evolucionó hasta llegar al drama trágico que habría de inspirarse en
reglas muy precisas. A los cantos del coro respondía un hypokrités, es decir, un actor, y del
diálogo resultante fue tomando forma la primitiva tragedia. En época clásica, el coro estaba
compuesto por doce coreutas, los cuales no eran actores profesionales, sino ciudadanos
elegidos para la ocasión. Los actores eran solamente tres, cada uno de los cuales podía recitar
diferentes papeles, masculinos o femeninos.
Para los griegos de época clásica la tragedia era a la vez un espectáculo y una ceremonia
religiosa. El carácter oficial de las representaciones aparece evidenciado por el hecho de que,
al menos a partir de mediados del siglo V a.e.c., el Estado era el encargado de estipular el
contrato con los actores. Las tragedias que atraían mayor número de espectadores se
representaban durante los grandes Festivales Dionisíacos celebrados en Atenas entre marzo
y abril. El poeta Tespis fue el primero en componer un diálogo entre un coro y un hypokrités
durante las Dionisíacas organizadas por Pisístrato en el año 534. La época de Pericles inspiró
las últimas tragedias de Esquilo (ca. 525- ca. 455 a.e.c.), como La Orestíada (458 a.e.c.), y
algunas de las más célebres de Sófocles (496-406 a.e.c.), como Antígona (441 a.e.c.).
62
TEMA VIII: LA LUCHA POR LA HEGEMONÍA
(SIGLO IVA.E.C.)
LAS GUERRAS DEL PELOPONESO
DOS BLOQUES ENFRENTADOS
Como resultado de la fuerte rivalidad entre Atenas y Esparta, la Hélade se dividió en dos
grandes bloques contrapuestos por sus diferentes sistemas políticos e intereses económicos.
La red de alianzas que cada una de estas dos ciudades encabezaba posibilitó la formación de
potentes ejércitos. Los espartanos contaban con la Liga del Peloponeso que habían creado en
torno al 550 a.e.c. Se trataba de una federación de póleis que, en caso de guerra, habían
aceptado ponerse a disposición de Esparta para defender con mayor fuerza su integridad e
intereses. La integraban Beocia con Tebas, Mégara, Lócride, Fócide y naturalmente el
Peloponeso, a excepción de Argos. Por otro lado, la Liga de Délos, creada en (477 a.e.c.),
permitió a los atenienses reunir una potente flota con la que controlaban la navegación en el
Egeo. Además del Ática, en ella estaban Eubea, Tesalia y la mayoría de las islas del Egeo y
de las colonias de Asia Menor. La guerra alcanzaría tales dimensiones que toda la península
griega y la mayor parte de los territorios de las colonias se involucraron en este conflicto
durante treinta años. Los regímenes aristocráticos veían en Esparta una fortaleza contra los
peligros de la nueva ideología democrática. Sus diferencias se acentuaban más con las
intrusiones de Atenas, que trataba de extender su área de influencia en detrimento de las
póleis rivales. Esta situación ocultaba las tensiones latentes que desembocarían en un
enfrenamiento bélico.
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y la obligatoria introducción de la democracia no aseguraron el apoyo incondicional de estas
póleis a la potencia ateniense; se demostró que muchas de esas ciudades apreciaban mucho
más su autonomía que la democracia. Las ventajas que aportaba el Imperio ateniense
-contención de Persia, uniformidad jurídica en todos los acuerdos y protección del comercio
internacional contra la piratería- no compensaron la sumisión de los aliados a la autoridad de
Atenas. Finalmente, las fuerzas atenienses fueron sobrevaloradas al suponer que podrían
resistir un ataque sistemático de la Liga del Peloponeso.
LA PROVOCACIÓN ATENIENSE
El paréntesis en las hostilidades entre ambas potencias fue más breve de lo previsto. A la
diferencia ideológica que separaba a ambas póleis se unía la agresividad del expansionismo
comercial ateniense, que apoyaba siempre a las facciones democráticas surgidas en las
ciudades rivales. Esta política de la provocación, evidenciada en ciudades como Corinto y
Mégara, aliadas de Esparta, hizo precipitar los acontecimientos, revelando las intenciones
expansionistas de Pericles. Corinto era un centro comercial floreciente que mantenía
relaciones con algunas de las más importantes póleis de Sicilia. La presencia de Atenas en el
Egeo estaba amenazando cada vez más su tráfico comercial. Cuando surgieron tensiones
entre Corinto y su colonia de Corcira, Atenas ofreció a esta última su incorporación a la Liga
de Délos con intención de extender su dominio al Mediterráneo occidental. Inmediatamente
después estableció alianzas con algunas póleis de la Magna Grecia como Regio y Leontinos.
Como efecto de esta misma política, en el año 432 a.e.c. Pericles impidió a los habitantes de
Mégara acceder a los puertos áticos y a todos los otros enclaves de su imperio,
obstaculizando sus actividades comerciales. Atenas aprovechaba cualquier pretexto para
perjudicar a la Liga del Peloponeso. Los espartanos cedieron a las peticiones de sus aliados
para que declarase la guerra y pusiese fin a los abusos de los atenienses. Se inició así un
período —comprendido entre los años 431 y 404 a.e.c.— de continuas hostilidades y acciones
bélicas, que fue conocido como segunda Guerra del Peloponeso.
TUCÍDIDES
Para el estudio de esta época de la historia griega contamos con una fuente extraordinaria: la
obra historiográfica de Tucídides (460-ca. 400 a.e.c.), gran historiador de la Antigüedad y
creador del concepto de historia política. En su obra, conocida posteriormente con el título de
Guerra del Peloponeso, indagó en las causas del enfrentamiento, describiendo con rigor y
precisión los principales acontecimientos. Gracias a su reconstrucción de los hechos, los
historiadores han podido conocer y valorar la conducta de las potencias enfrentadas y
encontrar las claves históricas que determinaron el desenlace del conflicto y que explican sus
consecuencias.
ESTRATEGIAS CONTRAPUESTAS
Desde un punto de vista militar, los espartanos confiaban en su infantería hoplita y en la
superioridad numérica de sus fuerzas. Los atenienses estaban convencidos de que su flota
era invencible y trataron de utilizar su dominio en el mar para conducir el enfrentamiento
hacia una modalidad de combate en la que fuese esencial contar con las fuerzas navales, al
tiempo que evitaban cualquier encuentro frontal en tierra firme.
Las hostilidades comenzaron en el año 431 a.e.c. y ambas estrategias cumplieron inicialmente
sus objetivos: mientras que los atenienses obtuvieron victorias en sus incursiones desde el
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mar, los espartanos lograron controlar todos sus territorios con un despliegue de sus tropas
hoplitas.
LA PAZ DE NICIAS
Las tropas al mando de Cleón y las del espartano Brásidas se enfrentaron en Anfípolis;
ambos generales murieron en la batalla. Los espartanos consiguieron el sometimiento de
Anfípolis (424 a.e.c.), a la que ofrecieron favorables condiciones, lo que suscitó en otras
ciudades el deseo de abandonar el bando ateniense. Los reveses en Beocia y Tracia calmaron
en la asamblea la política de la facción democrática al mismo tiempo que empezaron a
tenerse en cuenta las iniciativas pacificadoras de Nicias. Con la pérdida de la Calcidia los
recursos económicos de Atenas se vieron mermados. También en Esparta había deseos de
alcanzar una tregua. En el año 421 a.e.c. se estipuló un acuerdo de cese de hostilidades,
conocido como la paz de Nicias, con el que Atenas lograba conservar sus posesiones y
Esparta mantener su predominio en el Peloponeso.
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LA SUPREMACÍA DEL MÁS FUERTE
El acuerdo de paz alcanzado por Atenas y Esparta dejó insatisfechas a las póleis menores,
obligadas a aceptar el predominio de ambas potencias y a sufrir la sofocante presión
imperialista ateniense. Continuaron soportando todo tipo de abusos sin posibilidad alguna
de defenderse, como el exterminio de los habitantes de la isla de Melos (416 a.e.c.), que
habían rechazado someterse al poder ateniense. En el «Diálogo de los melios», recogido por
Tucídides, queda patente cómo el derecho del más fuerte, la asamblea democrática ateniense,
dispuesta a hacer valer la supremacía de su patria, se impone sobre cualquier razón de
justicia.
EL ASCENSO DE ALCIBÍADES
En Atenas la paz tampoco había tranquilizado los ánimos. La polis debía resolver problemas
de diferente naturaleza: la epidemia había diezmado la población de la ciudad; era necesario
reparar los daños causados por el ejército espartano en el Ática, que había golpeado a los
pequeños campesinos; había que decidir el rumbo a seguir en un futuro inmediato. El
ascenso político de Alcibíades (ca. 450-ca. 404 a.e.c.), nieto de Pericles, incidió en la estrategia
final acordada por la asamblea ateniense. Aristócrata de nacimiento, se convirtió en el
principal defensor de los principios que inspiraban a la facción democrática, no por
convicción ideológica, sino por oportunismo político, pues estaba convencido de que
resultaba más fácil alcanzar sus ambiciones con el apoyo del démos.
LA EXPEDICIÓN A SICILIA
En el año 415 a.e.c. tuvo lugar uno de los episodios más singulares del conflicto, la
expedición ateniense a Sicilia, acometida en un ambiente de tensiones internas y pesimismo
generalizado. En esta empresa Atenas posiblemente cavó su tumba en la larga guerra. La
expedición respondió a una petición de la aliada Segesta, amenazada por Selinunte,
apoyada a su vez por Siracusa que, al frente de las ciudades dorias, había establecido su
hegemonía en Sicilia y colaboraba con Esparta en la Guerra del Peloponeso, abasteciéndola
de trigo. Los conservadores expresaron su oposición a la expedición, pero Alcibíades contaba
con gran ascendencia entre los sectores populares y empleó su oratoria para convencer al
demos, seducido por la perspectiva de apoderarse de cantidades de grano y oro que poseía
esa isla del Mediterráneo occidental. El pueblo rechazó todas las objeciones de los moderados
y aprobó el plan presentado por Alcibíades. El mando sobre la flota ateniense fue conferido
con poderes extraordinarios a Nicias, Alcibíades y Lámacos. La armada partió a principios
del verano y en Corcira se le unieron los barcos aliados. Fueron llevados a Sicilia más de
cinco mil hoplitas y diversas tropas auxiliares, lo que supuso un enorme esfuerzo económico.
Los primeros enfrentamientos no arrojaron resultados definitivos. Pero la intervención
masiva de tropas corintias y espartanas terminó por decidir la suerte del conflicto a su favor
en el verano del 413 a.e.c. La expedición ateniense a Sicilia acabó en una derrota: el cuerpo
expedicionario fue casi aniquilado y los supervivientes fueron reducidos a la esclavitud. Esta
derrota asestó un golpe al prestigio y a las fuerzas de Atenas y señaló el inicio de una nueva
fase de la guerra marcada por las oportunas iniciativas de Esparta y del Imperio persa.
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DERROTA DE ATENAS Y DERRUMBE DE SU IMPERIO
Tras haberse asegurado el control de toda la Grecia central, los espartanos reunieron una
flota con la que internarse en el Egeo y proponer la libertad a las póleis pertenecientes a la
Liga de Délos.
CAPITULACIÓN DE ATENAS
En el 406 a.e.c. los recursos de Atenas estaban prácticamente agotados. En un último intento
por resistir a la superioridad de sus enemigos, los atenienses repararon su armada y
prometieron la libertad a los esclavos que actuasen como remeros. Obtuvieron una victoria
en las islas Arginusas. Pero en el 405 a.e.c. la flota ateniense fue definitivamente aniquilada
por Lisandro en la batalla de Egospótamos, lo que significó la pérdida del acceso al
Helesponto y a las principales zonas de suministro de trigo. El asedio de las tropas
espartanas en el Ática había puesto ya en dificultades a los habitantes refugiados en el
interior de las murallas de Atenas. Una vez que los espartanos lograron bloquear el puerto,
los atenienses, tras cuatro meses de resistencia, se vieron obligados a rendirse (404 a.e.c.),
aceptando las condiciones impuestas por los vencedores: La destrucción de los «muros
largos» y de las fortificaciones del Pireo; la renuncia total a la armada (se les permitió
conservar doce barcos); y la incorporación de Atenas a la Liga del Peloponeso, reconociendo
formalmente la superioridad de Esparta y aceptando su protección.
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como la condena de los sicofantes o delatores oficiales, siguieron teniendo aceptación
popular. Con el respaldo espartano, los oligarcas iniciaron una represión contra sus enemigos
que se tradujo en asesinatos, exilios y confiscaciones. Una de sus principales consecuencias
fue la ruptura entre Critias y Terámenes, al oponerse éste a las proscripciones y a la decisión
de los Treinta Tiranos de elaborar una lista restringida de tres mil ciudadanos, que serían los
únicos con plena capacidad política. Critias desató contra él una campaña difamatoria, que
culminó con su condena a muerte. Ya no había obstáculos para la política extremista de la
facción oligárquica. Muchos atenienses se refugiaron en el Píreo, Mégara o Tebas, donde se
había reconstituido el grupo democrático bajo la dirección de Trasíbulo.
A comienzos del nuevo siglo el mundo político griego cayó en una profunda fase de crisis.
Las Guerras del Peloponeso, que habían durado casi treinta años, habían puesto de relieve la
fractura existente entre dos bloques de póleis ideológicamente antagónicos. El excesivo poder
conseguido por Atenas bajo el gobierno de Pericles y la consolidación de sus tendencias
imperialistas habían trastocado el antiguo equilibrio en el Egeo en detrimento de la rígida
oligarquía espartana y de sus ciudades aliadas. Pero la victoria de la Liga del Peloponeso dio
lugar en la Hélade a una geopolítica aún más intrincada y peligrosa. Esparta tuvo la
oportunidad de mostrar la verdadera cara de su régimen: siguiendo los principios despóticos
de su poder, la relación con las nuevas ciudades sometidas se basó en la imposición de su
autoridad. La propia estructura del Estado, inamovible por la necesidad que tenían los
espartiatas de ejercer un control inflexible sobre la masa de ilotas, impedía a Esparta asumir
un papel activo y dinámico en la política internacional.
ESPARTA Y PERSIA
La economía espartana agropecuaria no proporcionaba suficientes recursos monetarios para
costear empresas militares. De ahí la tendencia a aceptar la financiación ofrecida por los
sátrapas persas, creando así las condiciones que conducían a una pérdida de autonomía. Los
persas fomentaron el conflicto entre póleis con el fin de que se debilitasen y poder así llegar a
una situación que favoreciese un nuevo intento de invasión del territorio griego.
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LA PAZ DEL REY
El proceso de formación y disgregación de alianzas evidencia la confusión reinante en el
mundo griego durante los primeros decenios del siglo IV a.e.c. Aprovechando la expedición
espartana a Asia Menor, Atenas -que estaba conociendo un período de recuperación y que
había comenzado a reconstruir los «muros largos» del Píreo-, Tebas, Corinto y Argos -
incitadas por el soberano persa Artajerjes II (404-358 a.e.c.)- iniciaron una nueva guerra
contra Esparta. Para poder preservar su hegemonía, esta última aceptó firmar con el Imperio
persa la llamada Paz del Rey (386 a.e.c.) o paz de Antálcidas, nombre del plenipotenciario
espartano que dirigió las negociaciones. Los Estados beligerantes griegos, convocados por el
sátrapa Tiribazo a Sardes, se vieron obligados a aceptar los términos generales del acuerdo
presentado por el Gran Rey: las ciudades griegas de la costa de Asia Menor quedarían bajo
dominio persa, mientras que las otras serían libres y autónomas; se impedía a las póleis
formar nuevas alianzas, otorgando a Esparta el papel de árbitro de la paz y de supervisión de
la autonomía de los griegos. Con las riendas en manos de la prestigiosa personalidad de
Agesilao, que entendía el papel de su patria en Grecia bajo el mismo prisma imperialista que
antes con Lisandro, el principal objetivo espartano fue cimentar su posición en el Peloponeso,
restableciendo los regímenes oligárquicos bajo presión militar.
LA DERROTA ESPARTANA
Con este acuerdo de paz general, Artajerjes se aseguraba la fragmentación política de Grecia;
habría intentado una nueva expedición de conquista de no haber existido peligrosas fuerzas
en muchas de sus satrapías. Esparta creyó haber asegurado el control sobre el resto de póleis;
sin embargo, una vez rotos los equilibrios, no existía ninguna autoridad capaz de concitar
grandes consensos en el mundo helénico. Se abrió así un largo período en el que, primero, se
aliaron Tebas y Atenas contra Esparta y, después, atenienses y espartanos aproximaron
posiciones contra los tebanos. Después de diversos enfrentamientos bélicos entre las póleis
griegas, se produjo un hecho insólito: los espartanos sufrieron por primera vez en muchos
años una derrota militar: sucedió en Leuctra en el año 371 a.e.c. a manos de los tebanos,
quienes habían ideado una nueva táctica que consistía en la utilización estratégica de un
cuerpo selecto de trescientos soldados especialmente adiestrados para actuar en
determinados momentos y lugares durante la batalla.
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VIDA INTELECTUAL
El fracaso de las diferentes tentativas hegemónicas señaló en Grecia el ocaso de una fase
histórica y determinó inevitablemente la transición hacia un período marcado por la
inestabilidad social. Al cambio de siglo -paso del V al IV a.e.c.-, algunas póleis disfrutaron
de un momento de gran actividad intelectual gracias a la aparición de pensadores que
introdujeron en la sociedad fructíferos debates sobre cuestiones éticas y políticas.
LOS SOFISTAS
Entre los siglos V y IV a.e.c., los sofistas «sabios» fueron los primeros en percatarse de la
crisis en la que había entrado el modelo de la polis y de la distancia que separaba a la
comunidad ciudadana del individuo autónomo. Estos «maestros del saber» consideraban
que el objetivo primordial de la filosofía debía centrarse en la formación integral del hombre
para poder después proporcionarle una habilidad específica, concebida no como un don
divino, sino como la capacidad de aprender de la vida cotidiana. Focalizaron su atención en
la educación como instrumento para la formación política. Según ellos, no existía una verdad
absoluta, sino la aprobación o rechazo de una tesis determinada dependiendo de la fuerza
persuasiva de los argumentos en los que se apoyaba. Los sofistas menos escrupulosos
afirmaban ser capaces de enseñar caminos fáciles para el éxito y ofrecían la capacidad para
argumentar en favor de cualquier punto de vista sin considerar la moralidad ni la verdad.
Desarrollaron un amplio escepticismo sobre la posibilidad de establecer la verdad mediante
la razón y sobre la validez de cualquier código de conducta. Algunos de ellos se convirtieron
en maestros itinerantes que viajaban de ciudad en ciudad a cambio de una paga
proporcionada por los discípulos que frecuentaban sus lecciones. A las escuelas de sofistas
como Protágoras o Gorgias acudían los jóvenes que, habiendo ya estudiado la poesía épica,
la lírica y la música, y educado el cuerpo en el gimnasio, deseaban dominar la gramática para
saberse expresar con corrección, la retórica para construir discursos convincentes y la
dialéctica para discutir y contrarrestar tesis opuestas con argumentos lógicos. El valor de
tales habilidades derivaba del hecho de que, en la asamblea, la posesión de buenas
cualidades oratorias podía tener una importancia decisiva para conseguir el consenso en
torno a una propuesta determinada.
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SÓCRATES Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
Partiendo de los principios de la sofística, el pensamiento de Sócrates (ca. 470-399 a.e.c.)
alcanzó resultados completamente diversos. Nació y vivió en Atenas durante la época de
Pericles, participó activamente en la vida pública de la ciudad y en algunas campañas
militares, pero muy pronto sintió el deseo de dedicarse a la filosofía, entendida sobre todo
como indagación ética y actividad pedagógica. Siempre conversaba sobre temas humanos,
examinando qué es piadoso, qué es impío, qué es bello, qué es justo, qué es injusto, qué es la
sensatez, qué cosa es locura, qué es valor, qué cobardía, qué es ciudad, qué es hombre de
Estado, qué es gobierno de hombres y qué un gobernante (Jenofonte, Recuerdos de Sócrates,
I, 1, 16). Al contrario de los sofistas, afirmaba no tener nada que enseñar, comparando su arte
-mayéutica- con el de la comadrona. A su juicio, la tarea del filósofo consistía en provocar en
la mente de los hombres el deseo por la búsqueda de la verdad a través del método de la
discusión frente a la aceptación pasiva y acrítica de los valores transmitidos por la tradición.
Sócrates no dejó ningún texto escrito: conocemos su pensamiento gracias a las obras de otros
filósofos, en particular de su discípulo Platón. Sus enseñanzas brotaban del diálogo, del
enfrentamiento dialéctico. Trató de inculcar en sus discípulos el constante examen crítico de
los principios en los que se sustentaba la polis; tales principios habrían de ser admitidos y
compartidos por todos sólo si se demostraba que eran válidos a la luz de la razón. El
entonces débil régimen democrático de Atenas vio en este pensamiento un peligro de
subversión del orden establecido. Después de haber sido acusado de impiedad y de haber
corrompido a la juventud, Sócrates fue condenado a muerte en el año 399 a.e.c.
PLATÓN
La muerte de Sócrates señaló el fin del modelo ideal de polis tal y como había sido concebido
por Pericles, al tiempo que convenció a Platón (428-348 a.e.c.) de la necesidad de recomponer
la relación entre filosofía y política, y de crear las condiciones que permitiesen al filósofo
contribuir de forma eficiente a revitalizar los fundamentos del Estado partiendo del valor
absoluto de justicia. Platón sostuvo que, si la ética y la actividad política debían estar unidas,
era necesario crear un nuevo ordenamiento por el que se rigiese la comunidad cívica. Perfiló
los fundamentos de un Estado ideal en el que el gobierno estuviese reservado a los filósofos,
ya que eran ellos los únicos que podían conducirse por el camino de la sabiduría, la virtud y
la justicia.
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LA MEDICINA HIPOCRÁTICA COMO CIENCIA
El mérito de haber quitado a la enfermedad de la esfera mágico-religiosa y de haber
convertido a la medicina en una ciencia ha sido atribuido a Hipócrates (460-377 a.e.c.). La
escuela hipocrática no sólo consideró a la enfermedad como un fenómeno natural, sino que
reivindicó con ahínco la necesidad de emprender una indagación para detectar los síntomas
y averiguar las causas como requisito necesario para llegar a un diagnóstico correcto. Tanto
el análisis de las condiciones del paciente como las propuestas de curación debían someterse
a un método racional y sistemático. Para los hipocráticos, el templo dejó de ser un lugar de
curación y terapia, pues la medicina nada tenía que ver con los rituales religiosos. Hipócrates
estudió las enfermedades tenidas por misteriosas, como, por ejemplo, la epilepsia («mal
sagrado»). Las teorías de Hipócrates y de sus seguidores, conservadas en el Corpus
hippocraticum, colección de textos atribuidos generalmente a autores de diferentes épocas,
tuvieron gran difusión, pero no lograron eliminar los métodos precientíficos, que
continuaron interpretando la enfermedad como la señal de una intervención divina. La
medicina hipocrática dejó una profunda impronta en el ámbito cultural griego, siendo
considerada como una consecuencia del desarrollo de la filosofía naturalista nacida en las
colonias jonias de Asia Menor. Tanto la filosofía como la medicina científica representan dos
de las más importantes conquistas legadas por los griegos al mundo occidental.
EL ASCENSO DE MACEDONIA
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Calcídica, lesionando los intereses comerciales de Atenas. Intervino en la guerra -la tercera
Guerra Sagrada- que estalló entre focenses y tebanos por el control del oráculo de Delfos (352
a.e.c.). El proyecto político de Filipo II incluía asegurar para Macedonia una posición de
hegemonía en el mundo griego.
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padre en el 336 a.e.c. y los dos primeros años de su reinado, dedicados a consolidar su
dominio de los asuntos internos y sus preparativos de la campaña contra los persas. La
segunda etapa, del 334 a.e.c., cuando salió de Grecia para cruzar el Helesponto, hasta la
batalla de Hidaspes, en el 326 a.e.c., momento en que sus tropas se negaron a seguir adelante,
incluye su conquista de Persia y su aventura en la India. La última fase, del 326 hasta su
muerte en el 323 a.e.c., engloba el proyecto -infructuoso- de organizar un imperio universal
y promover la fusión de elementos griegos y persas en una nueva cultura cosmopolita.
CONSOLIDACIÓN DE SU PODER
Alejandro heredó los impulsos pasionales de su madre y la audacia calculadora de su padre.
De Aristóteles recibió la mejor educación posible en aquella época, así como un poderoso
sentido de la justicia y la imparcialidad. La sucesión en el trono de Macedonia recayó en él,
quien no dudó en recurrir a la fuerza para consolidar su posición en el reino, ni en intervenir
con autoridad en la península griega para aplastar cualquier tentativa de revuelta interna:
Tebas, que había tratado de rebelarse solicitando la ayuda de otras póleis, fue tomada y
completamente arrasada después de tan sólo tres días de asedio.
ÚLTIMA EXPEDICIÓN
El deseo de conquistar nuevas tierras no se apagó en Alejandro, quien deseaba extender su
autoridad a todo el mundo conocido. Inició una nueva expedición a la India, donde
alcanzaría las fuentes del río Indo. Pero su ejército, exhausto por tan prolongadas marchas, se
negó a seguir más allá. Durante el viaje de regreso, se contagió de malaria y murió en
Babilonia en junio del año 323 a.e.c.
El proyecto universal de Alejandro Magno quedó truncado con su muerte. Una vez
completada la conquista militar de tan vastos territorios, al soberano macedonio le faltó
tiempo para terminar de diseñar la compleja organización administrativa de su Imperio que
englobaba una gran variedad de culturas y tradiciones. El mosaico de pueblos que formaban
parte de ese Imperio precisaba de una mano fuerte para seguir unido. La muerte del gran rey
macedonio supuso su casi inmediata disgregación.
REINO DE EGIPTO
El reino de Egipto, regido por los Ptolomeos, fue el que mantuvo su autonomía durante más
tiempo, casi tres siglos, hasta que fue conquistado por las tropas romanas en el año 31 a.e.c.
Ptolomeo I Soter, uno de los generales de Alejandro con mayor habilidad política, hijo de un
noble macedonio de nombre Lago, se adueñó de Egipto, donde fundó en el año 305 a.e.c. la
dinastía ptolemaica o lágida.
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REINO DE SIRIA
El reino de Siria estaba gobernado por la dinastía de los Seléucidas, término que deriva del
nombre de su primer rey, Seleuco I Nicátor, otro de los jóvenes generales de Alejandro, hijo
de un noble macedonio, Antíoco. Sus dominios se extendían desde Asia Menor hasta el Golfo
Pérsico. Por su territorio pasaban las principales rutas caravaneras que unían Oriente con el
Mediterráneo. Debido a la presencia de belicosas tribus célticas —los gálatas—, que habían
configurado pequeños reinos autónomos en el centro de Anatolia, el gobierno de Asia Menor
presentó a los seléucidas muchas dificultades. A partir de la segunda mitad del siglo III a.e.c.,
surgió en las provincias orientales la dinastía de los Partos, quienes dieron vida a un reino
independiente contra el que los romanos habrían de enfrentarse en repetidas ocasiones. Al
igual que pasaría después con Egipto, el reino de Siria fue sometido por el poder romano en
el 63 a.e.c., convirtiéndose en una de sus provincias.
REINO DE MACEDONIA
El reino de Macedonia, fundado en el 283 a.e.c. por Antígono II Gónatas —de ahí el nombre
de la dinastía antigónida—, nieto de otro de los grandes generales de Alejandro —Antígono
I—, ocupó un territorio más reducido, correspondiente a la antigua Macedonia, pero
mantuvo bajo su control a las póleis griegas. Durante el siglo II a.e.c., los romanos
organizaron algunas expediciones contra Macedonia, siendo conquistada y transformada en
provincia en el año 148 a.e.c.
ORGANIZACIÓN SOCIOECONÓMICA
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soldado a cambio de una paga casi siempre modesta, a la que ocasionalmente podía añadir
una participación en el botín de guerra.
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ANALOGÍAS Y DIFERENCIAS CON LAS PÓLEIS
Las analogías existentes entre las nuevas ciudades y las póleis se limitan a la estructura
urbanística. El ágora tenía únicamente una función espacial, habiendo perdido su antiguo
significado político. Las ciudades helenísticas, en las que habían desaparecido las condiciones
que habían permitido la activa participación política de los ciudadanos, eran consideradas
ahora como elementos de un reino. El poder que otorgaba la toma de decisiones ya no
pertenecía al cuerpo cívico, sino que era un privilegio del rey. Las ciudades helenísticas
carecían de la seña de identidad de la polis clásica: su autonomía política. Los nuevos ricos
que vivían en esas ciudades no estaban interesados en el ejercicio del poder político, sino en
acrecentar sus fortunas.
MONOPOLIOS ESTATALES
En los reinos helenísticos la economía estaba controlada y dirigida por el Estado. La
centralización del poder por parte de los Ptolomeos, que se habían aprovechado de la
tradición política basada en la soberanía de los faraones, daba continuidad al mismo sistema
por el que Egipto se había regido durante siglos. Al igual que los antiguos faraones, los
Ptolomeos se presentaron ante el pueblo como monarcas divinizados, razón por la cual todo
el país era de su propiedad. Las tierras más fértiles pertenecían al rey, quien, a través de un
aparato burocrático, imponía el control sobre todas las actividades agrícolas y las cosechas.
En las aldeas había funcionarios encargados de llevar el censo de las parcelas, de las
propiedades, de las personas y de los animales; establecían las cantidades de los productos
agrícolas que debían recogerse, así como la distribución de la cantidad correspondiente de
semillas. Existían monopolios estatales (trigo, vino, cerveza, aceite, sal, papiro): quienes
cultivaban estos productos eran conocidos como los «trabajadores del rey». Los impuestos
que debían satisfacer los campesinos eran elevados y, para cobrarlos, los recaudadores
recorrían todo el país. Los otros reinos helenísticos no impusieron un sistema fiscal tan
gravoso. En Macedonia no todas las tierras eran propiedad del rey, sino que muchas
pertenecían a la aristocracia; en cambio, las minas del Pangeo eran de exclusiva titularidad
real.
LA SOCIEDAD Y EL INDIVIDUO
En los reinos helenísticos la estructura social griega sufrió profundos cambios. El
patriotismo de la ciudad-Estado clásica perdió su significado. Los reyes helenísticos no
lograron conquistar la fidelidad de todos sus súbditos. Contaron con el apoyo activo de sus
oficiales y de sus tropas mercenarias y de la población griega o helenizada. En el mundo
helenístico no se desarrolló un sentimiento nacional, como el que despertó la República
romana, que prevaleció mucho tiempo después en monarquías europeas de los siglos XVII y
XVIII. El compromiso público del ciudadano griego fue reemplazado por el individualismo
privado, aunque los estoicos mantuvieron un marcado sentimiento del deber para con el
Estado. El mundo helenístico conservó el sistema esclavista y también un pensamiento
religioso, pero su cosmopolitismo individualista apenas retuvo principio ideológico alguno
procedente de la época clásica.
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LA EVOLUCIÓN POLÍTICA Y CULTURAL
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Imperio universal creado por Alejandro. Algunos aspectos de la tradición cultural helenística
influyeron profundamente en su civilización y en su modelo político.
ARTE Y ARQUITECTURA
En el ámbito artístico surgieron nuevas formas de expresión. La escultura abandonó el canon
predominante en época clásica, pero representó de manera realista la vida cotidiana. Los
soberanos promovieron la construcción de obras arquitectónicas, como el coloso de Rodas o
el faro de Alejandría, de 120 metros de altura. Las clases más acomodadas también desearon
hacer ostentación de sus riquezas embelleciendo sus mansiones con cuadros, estatuas y
refinados objetos de valor.
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LAS INVESTIGACIONES DESARROLLADAS EN EL MUSEO DE ALEJANDRÍA
En numerosos campos del saber se alcanzaron resultados significativos. En astronomía se
elaboró por primera vez la teoría heliocéntrica (rotación de la Tierra alrededor del Sol),
sostenida por Aristarco de Samos (ca. 310-ca. 230 a.e.c.), aunque no tuvo suficiente
aceptación por ser contraria a las creencias religiosas de la época. Otro estudioso, Eratóstenes
(275- 195 a.e.c.), observando la diversa inclinación de los rayos solares que se verificaba en
Alejandría y Siene durante el día de solsticio de verano, calculó con precisión la
circunferencia de la Tierra. En medicina se profundizó en los estudios iniciados por
Hipócrates: hacia el 300 a.e.c., dos médicos griegos, Herófilo (335-280 a.e.c.) y Erasístrato
(304-250 a.e.c.), describieron la sintomatología de diversas enfermedades e iniciaron la
investigación anatómica y fisiológica. El estudio de las ciencias matemáticas experimentó
grandes avances con Euclides (325 - 265 a.e.c.), quien elaboró teoremas fundamentales dentro
del campo de la geometría plana y la aritmética.
82
TEMA X: ITALIA ANTIGUA: DESDE SU ENTRADA
EN LA HISTORIA HASTA EL FIN DE LA ROMA
MONÁRQUICA
LA COLONIZACIÓN GRIEGA
Si bien es cierto que la península itálica alcanzó un alto grado de desarrollo con la extensión
de la cultura villanoviana (siglos XII-VIII a.e.c.), la situación cambió a partir del siglo VIII
a.e.c., momento a partir del cual la colonización griega puso en contacto amplias áreas del
sur de Italia y Sicilia con la civilización helénica. La incidencia histórica de este fenómeno
puede comprenderse por la diferencia cultural que separaba a los indígenas de los
colonizadores. Éstos, que procedían de una sociedad organizada, conocían la escritura y el
uso de la moneda como medio de pago en los intercambios comerciales. Los colonos griegos
habían sido capaces de afrontar viajes por mar hasta encontrar un asentamiento adecuado en
lugares que estaban habitados por pueblos cuyas sociedades se regían por un sistema tribal
dependiente de una primitiva economía de subsistencia.
83
LA HEGEMONÍA DE SIRACUSA
Fueron surgiendo, especialmente en Sicilia, algunos regímenes tiránicos que dejaron su
impronta en esta época, tanto por sus pretensiones políticas como por sus cortes. Los hubo en
Leontinos y en Agrigento, pero los que forjaron la pujanza política de Gela, después
transferida a Siracusa, son los mejor documentados. Los tiranos que gobernaron en el siglo V
a.e.c. en esta última ciudad la convirtieron en una potencia comercial, gracias a su ejército y
su flota. El principal artífice de su prosperidad fue el tirano Gelón (485- 478 a.e.c.) que,
aspirando a extender su dominio a toda la isla, se impuso a las tropas cartaginesas dirigidas
por Amílcar, obteniendo de Cartago una indemnización que contribuyó a un mayor
enriquecimiento de Siracusa. Mientras la península griega sufría los destrozos por las
Guerras del Peloponeso, algunas póleis sicilianas resucitaron antiguas rivalidades que
sirvieron como pretexto para la intervención de Atenas en la isla. Tras el fracaso de la
expedición ateniense (415-413 a.e.c.), Siracusa conoció una nueva época de esplendor bajo la
tiranía de Dionisio (405-367 a.e.c.). Durante su gobierno hizo de su ciudad el centro de un
imperio que controló gran parte del Mediterráneo occidental.
DESARROLLO CULTURAL
Llama la atención el extraordinario florecimiento intelectual de la Magna Grecia en múltiples
campos: En filosofía, gracias a la difusión de la escuela pitagórica, así llamada por el nombre
de su fundador, Pitágoras (570-ca. 490 a.e.c.), y de la escuela eleática (de Elea, una colonia
situada en la Campania), cuyo principal exponente fue Parménides (siglo V a.e.c.). En
medicina, debido a las investigaciones de Alcmeón de Crotona (siglo VI a.e.c.). En las
ciencias, en la literatura y en el arte. Las cortes de los tiranos de Sicilia acogieron durante
algún tiempo a célebres literatos y filósofos como Esquilo, Píndaro, Baquílides o Platón.
LOS ETRUSCOS
84
étnico nuevo. El pueblo etrusco modeló su carácter sólo en Etruria, señal de que el factor
propiamente itálico fue determinante. Algunos historiadores han recuperado el debate sobre
la estela de Kaminia descubierta a finales del siglo XIX, cuya inscripción —escrita en
caracteres parecidos al etrusco— ha sido siempre considerada como una prueba de la
procedencia de los etruscos de la región de Lidia: su supuesta presencia en esta isla cercana
al Asia Menor ha sido interpretada como una etapa intermedia del largo viaje que les habría
conducido hacia Occidente. En contra de esta hipótesis, se ha defendido la idea de la llegada
a Lemnos, entre los siglos VII-VI a.e.c., de gentes «etruscófonas» relacionadas con el
comercio habitual constatado en esta época a lo largo de toda la cuenca mediterránea. Pero
siendo anterior la formación de la cultura y del éthnos de los latinos frente a la cultura y
éthnos de los etruscos que, por influencia de aquéllos habrían asumido algunos de sus
elementos de naturaleza ceremonial y religiosa, se ha abierto camino la hipótesis de la
llegada a Italia de pequeños grupos, especialistas en el trabajo metalúrgico, procedentes del
Egeo septentrional que, a través de los primeros contactos con latinos, se habrían instalado en
las regiones etruscas de mayor riqueza minera, aportando así a la cultura etrusca algunos
rasgos de clara procedencia oriental. Esta última teoría incidiría en el carácter autóctono de la
civilización etrusca exponiendo, a la vez, una de las vías por las que el elemento oriental se
incorporó a su cultura.
LA LENGUA ETRUSCA
A pesar de contar con más de diez mil inscripciones etruscas (aunque con un número
reducido de vocablos), escritas en un alfabeto de tipo griego y, por ello, sin dificultades de
lectura, la lengua etrusca no ha sido completamente descifrada. Se puede constatar que no
está emparentada con ninguna de las lenguas conocidas de la Italia antigua: aunque su
estructura básica parece preindoeuropea, contiene algunos elementos de tipo indoeuropeo.
85
METALURGIA
La riqueza metalúrgica de Etruria contribuyó a su progreso económico. Los yacimientos de
cobre y de hierro de la isla de Elba y los de la costa norte de Etruria, proporcionaban
abundante mineral para desarrollar una próspera industria metalúrgica. Existía una
organización del trabajo con un centro que coordinaba la actividad extractora de los diversos
yacimientos. El metal era comercializado en estado bruto tras haber sido reducido a lingotes
y, en otros, se suministraba para la fabricación de armas, herramientas o útiles de trabajo.
MANUFACTURAS
En las manufacturas los etruscos alcanzaron un alto nivel técnico: en la orfebrería llama la
atención la habilidad y precisión conseguidas en la aplicación sobre una lámina, de electro
—una aleación de oro y plata—, de minúsculas esferas de oro que creaban atractivas
decoraciones. El desarrollo de este tipo de manufacturas fue favorecido por la demanda de
las familias aristocráticas de objetos de alto valor con los que hacían ostentación de su
riqueza.
RUTAS COMERCIALES
El comercio experimentó un gran desarrollo gracias al intercambio de productos agrícolas y
de manufacturas de metal, así como de otras mercancías, que habían adquirido una gran
fama por su alta calidad técnica y artística. Su radio de acción alcanzaba tanto el ámbito
oriental del Mediterráneo —Grecia, Asia Menor y costa fenicia— como el occidental —
península ibérica—. Puede afirmarse que los etruscos configuraron, entre los siglos VII-VI
a.e.c., una talasocracia (supremacía marítima). Algunos marineros etruscos practicaron
incluso la piratería.
ORGANIZACIÓN POLÍTICA
Los etruscos aparecen políticamente muy evolucionados con relación al sistema tribal de los
demás pueblos itálicos. Estaban organizados en ciudades-Estado, con frecuencia rivales, sin
ningún tipo de supraestructura que las uniese. Solamente existió una especie de liga, más de
carácter religioso que político, que unía a doce pueblos en torno al santuario de Voltumna,
en la ribera del lago de Bolsena. Esta liga estuvo dirigida por un magistrado, el praetor
Etruriae, elegido anualmente por los representantes de los diferentes pueblos etruscos.
Entre las principales ciudades etruscas cabe citar Caere, Tarquinii, Vulci, Volsinii, Clusium,
Perugia, Vetulonia, Populonia, Volterra, etc., además de las fundadas en Campania y en el
valle del Po. En la etapa más primitiva estuvieron gobernadas por lucumones, reyes con
poderes políticos, religiosos y militares, cuyos signos externos, corona, toga y cetro, fueron
adoptados luego por los monarcas y magistrados romanos. A partir del siglo VI a.e.c, tras un
cambio drástico en la evolución de la economía en favor de una élite privilegiada y el
consiguiente surgimiento de algunas familias con grandes riquezas, la autoridad del rey
comenzó a debilitarse. Las monarquías comenzaron a ser sustituidas por regímenes
oligárquicos, con magistraturas asociadas elegidas anualmente por tiempo limitado, los
llamados pretores. También aparecieron entonces senados locales compuestos por los
representantes de las diversas familias aristocráticas.
86
LA RELIGIÓN Y LOS ARÚSPICES (brujos)
Los etruscos practicaban una religión «revelada», contenida en tres clases de libros sagrados:
los haruspicini, sobre el examen adivinatorio de las víctimas sacrificiales; los fulgurales,
sobre la interpretación de los signos celestiales como el rayo; y los rituales, sobre los
preceptos que regulaban las relaciones del hombre con los dioses. Todo este conjunto de
creencias, prácticas y rituales se conoce con el nombre de disciplina etrusca, cuya principal
doctrina giraba en torno a la adivinación del futuro a través del examen del hígado de los
animales como vía directa para penetrar en los misterios del destino. La adivinación estaba
en manos del haruspex. El panteón etrusco estaba presidido por una tríada, Tinia, Uni y
Menvra, asimilada a Júpiter, Juno y Minerva en el mundo romano, a la que se veneraba en
templos tripartitos. Otras divinidades destacadas eran Sethlans (Vulcano), Thurms
(Mercurio), Maris (Marte) y Turan (Venus), junto con diversos genios y espíritus de
ultratumba, que conocemos bien por su continua representación en tumbas y sarcófagos.
Muestra de su preocupación por el mundo funerario, es la atención prestada a los
enterramientos. En las cámaras funerarias excavadas en la tierra se reproducen con relieves o
pinturas la vida cotidiana y el mobiliario doméstico. Este ambiente casi festivo que revelan
las tumbas de la época de apogeo etrusco (siglos VI-V a.e.c.) se transforma después, en época
de decadencia (siglo IV a.e.c.), en tenebrosas escenas con monstruos y demonios, que revelan
una cierta angustia vital.
LOS LATINOS
Entre las poblaciones de lengua indoeuropea que penetraron en la península itálica durante
el II milenio a.e.c., algunas decidieron asentarse en la región del Lacio, en el curso bajo del río
Tíber. Estos grupos conformarían el pueblo conocido con el nombre de latinos. Dado que la
llanura era pantanosa, sus aldeas se localizaron en las zonas altas. La actividad agropecuaria
que sostenía a estas comunidades dejó paso a otras ocupaciones dedicadas a las
manufacturas y al intercambio de productos y mercancías. A comienzos de la Edad del
Hierro las relaciones entre las diferentes poblaciones del entorno comenzaron a
intensificarse. Hacia la segunda mitad del siglo VIII a.e.c. las aldeas formaban ya una especie
de confederación latina, cuyo centro era el santuario de Iuppiter Latiaris, cerca del cual se
situaba Alba Longa que adquirió una cierta primacía sobre las demás.
LA ALDEA DE ROMA
En su origen, Roma fue una aldea más situada en la región del Lacio. Sin embargo, su
ubicación le otorgaba un especial valor estratégico, pues desde la colina del Palatino
controlaba el vado del río, cuyas inundaciones aislaban las siete colinas entre sí, impidiendo
la ocupación y aprovechamiento de los valles. Este enclave se convirtió, por razones
económicas, en lugar de encuentro de las poblaciones locales y en una zona obligatoria de
tránsito por la que discurría la vía Salaria que unía la costa, donde se hallaban las salinas,
con los territorios del interior. Su primitiva historia debe ser desvelada por los restos
arqueológicos, ya que las fuentes literarias que mencionan su fundación y sus primeros
tiempos son muy posteriores y están llenas de fabulosas tradiciones y leyendas.
ORÍGENES DE ROMA
ORÍGENES LEGENDARIOS
Dos narraciones míticas cuentan la historia legendaria de la fundación de Roma: una es la de
Eneas, la otra la de Rómulo y Remo. Según la primera, tras la caída de Troya, Eneas, hijo del
troyano Anquises y de la diosa Venus, perseguido implacablemente por Juno, llegó a las
costas del Lacio después de un accidentado viaje. Allí fundó Lavinium. Tras su muerte, su
hijo Ascanio erigió una nueva ciudad, Alba Longa, desde donde sus descendientes
dominaron todo el Lacio. De acuerdo con la segunda leyenda, el último monarca de dicha
dinastía fue Amulio, quien, tras destronar a su hermano Numitor, obligó a su sobrina Rhea
Silvia a convertirse en sacerdotisa, con el propósito de impedir que tuviese descendencia que
pudiera arrebatarle el trono. Pero la sacerdotisa tuvo dos hijos de Marte, los gemelos Rómulo
y Remo, que se criaron secretamente bajo el cuidado de una loba y un pastor; cuando
crecieron, acabaron con la vida de Amulio y restablecieron en Alba Longa a Numitor.
Fundaron una nueva ciudad, Roma, donde la loba les había amamantado, acontecimiento
que la tradición fijaba en el año 753 a.e.c. Por una disputa entre hermanos, Remo fue
asesinado por Rómulo, quien atrajo pobladores para la nueva ciudad y consiguió mujeres
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raptando a las de los sabinos, con cuyo rey, Tito Tacio, llegó a un acuerdo para reinar
conjuntamente.
ARQUEOLOGÍA
Según los restos arqueológicos, se ha podido verificar que a partir de finales del siglo IX a.e.c.
se produjo un lento proceso de concentración de las primitivas aldeas pastoriles dispersas
por las colinas, lo que puede explicarse por la simbiosis entre pobladores indoeuropeos
pertenecientes al tronco latino-falisco y el componente étnico mediterráneo asentado en la
zona desde la Edad del Bronce. Durante esa fase protourbana solamente algunas de las
colinas fueron habitadas: Palatino, Esquilino, Quirinal y quizás el Celio. Más tarde fueron
ocupadas las restantes elevaciones e incluso los valles intermedios.
EL SEPTIMONTIUM
En la Antigüedad era frecuente que se estableciesen lazos religiosos entre comunidades en
torno a un centro poblacional cuyo prestigio político adquiría así un reconocimiento oficial.
Las diferentes aldeas, cuyas necrópolis (cementerios) se conocen, se agruparon en un
fenómeno de «sinecismo» (unión de grupos separados) que, sobre una base topográfica
definida, evolucionaría hacia la ciudad, proceso estimulado por el desarrollo económico al
que no fue ajeno el cercano y cada vez más influyente mundo etrusco. A las «siete colinas»
ocupadas por población latina —Palatual, Germal, Velia, Subura, Fagutal, Cispio y Oppio, en
su versión primitiva— se sumaría el área del Quirinal-Viminal, sede, según se creía, de los
sabinos (los nombres de las siete colinas o montes que han quedado asentados en la tradición
fueron: Aventino, Capitolino, Celio, Esquilino, Palatino, Quirinal y Viminal). La organización
sociopolítica de aquella temprana Roma era de base gentilicia. Cada domus (casa)
correspondía a una familia. Un grupo de familias, una gens, cuyos miembros tenían
estrechos lazos étnicos y religiosos, por su descendencia de un antepasado mítico común,
configuraba una aldea o pagus, con su territorio correspondiente.
LA MONARQUÍA ROMANA
89
Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio), que representan la dominación etrusca en
Roma. Tras Rómulo, los tres siguientes (Numa Pompilio, Tulio Hostilio y Anco Marcio)
encarnan el proceso de transformación de la sociedad gentilicia. Tras la consulta de los
auspicia, esos primeros reyes eran elegidos por el consejo de jefes de las gentes (plural de
gens). Dichos jefes o paires ejercían el interregno en el período entre dos reyes. El monarca
asumía la condición de intérprete de la suprema voluntad divina, Júpiter, y recibía el poder
militar para garantizar la integridad de la ciudad-Estado y su territorio.
TRANSFORMACIONES SOCIOPOLÍTICAS
En época arcaica la sociedad estaba dividida en tres tribus —Ramnes, Tities y Luceres—,
cada una de las cuales comprendía, a su vez, diez curias («reunión de hombres»). La
organización en curias adquirió un carácter territorial a efectos de reclutamiento de la
infantería, en la que se introdujo el armamento hoplítico desde Etruria. Cada una de las
treinta curias proporcionaba diez caballeros (equites) y cien soldados —centuria—. Con ello
se rompió la antigua configuración social gentilicia. Esta distribución obedecía también a
objetivos políticos. La asamblea de las curias —comitia curiata— aclamaba y ratificaba al rey
y a los magistrados que le asesoraban. Dentro de este organigrama el rex y los paires
constituían dos elementos de poder preeminentes y equilibrados. Los soberanos etruscos
alteraron esta situación gobernando tiránicamente con el apoyo de la plebe, cada vez más
numerosa, frente a los miembros destacados de las viejas familias patricias, que,
atrincherados en el Senado, trataron de mantener su superioridad política a cualquier precio.
90
LA PLEBE
En la sociedad romana los plebeyos se encontraban en una situación sociojurídica inferior a
la de los patricios. Es probable que fuesen emigrantes llegados a la ciudad y que se
encontraran fuera del primitivo ordenamiento gentilicio. La historiografía moderna no ha
llegado todavía a una conclusión definitiva sobre el origen de la distinción entre patricios y
plebeyos. Es cierto que al principio el poder adquisitivo de éstos era muy inferior al de
aquéllos y, aunque los plebeyos lograron mejorar su capacidad económica, continuaron
siendo excluidos de los derechos políticos. Esta discriminación dio origen, a comienzos de la
época republicana, a un duro enfrentamiento con los patricios: las luchas de los plebeyos
estuvieron dirigidas contra los privilegios que la oligarquía aristocrática había conseguido
por su participación, junto con el soberano, en el ejercicio del poder político.
LA CLIENTELA
No todos los habitantes de Roma estaban integrados en la estructura gentilicia. Vinculada a
la gens, aunque excluida de ella, existía una amplia masa de individuos, los clientes, que
habían contraído una serie de obligaciones frente al patronus —un miembro de la
aristocracia— que, como compensación, les ofrecía protección económica y jurídica.
Conforme a la fides, se establecía así un fuerte vínculo de fidelidad que ligaba férreamente a
ambas partes. Por su parte, el cliente, cliens («el que obedece»), se comprometía a defender
los intereses de su patrono y a no testificar en su contra. En época republicana, asumiría la
obligación de apoyar la candidatura de su patronus en las elecciones a las magistraturas. La
institución clientelar enraizó profundamente en la sociedad romana monárquica porque
supo ofrecer beneficios concretos a ambas partes. El respeto a los pactos se transformó en
obligación jurídica, siendo legislado posteriormente (en torno al 450 a.e.c.) en las Leyes de las
XII Tablas. En uno de sus artículos (Tabla VIII, 21) se determina que «si el patrono comete
fraude a su cliente, sea maldito».
LA INSTAURACIÓN DE LA REPÚBLICA
91
reflejo del declive general etrusco en el Lacio, con la crisis sociopolítica de sus ciudades. Al
perder el control sobre la ciudad de Roma, los etruscos dejaron de ejercer su influencia al sur
del Tíber. Sufrieron derrotas en batallas terrestres y enfrentamientos navales. La instauración
de un gobierno republicano —que no fue un fenómeno privativo de Roma, sino una
tendencia contemporánea en otros lugares de Italia—, fue el resultado de una lenta evolución
caracterizada por la progresiva debilidad del poder majestuoso en favor de una enriquecida
aristocracia propietaria de grandes extensiones de tierra. El título de rex adquirió un
significado negativo, muy próximo al del despótico tirano. Sobrevivió solamente en el cargo
residual del rex sacrorum, una magistratura con funciones sacerdotales.
92
propiedad estatal, pero su usufructo favoreció a la aristocracia patricia, que aumentó así su
poderío económico.
EL ORDENAMIENTO REPUBLICANO
94
PRINCIPALES MAGISTRATURAS
En la cúspide del ordenamiento político republicano se encontraban, desde el 443 a.e.c., los
dos cónsules —inicialmente llamados pretores—, que se encargaban de la aplicación de las
leyes y, en caso de guerra, dirigían el ejército en días alternos: acaparaban el poder ejecutivo
y militar. Existían también los pretores, que, aunque originariamente cumplieron también
funciones militares, quedaron como encargados de administrar justicia. Estos eran los
magistrados superiores del pueblo romano que, junto con el dictator, poseían el imperium,
(dominio) facultad que les otorgaba poder militar. Los cónsules disponían del imperium
maius, mientras que los pretores tenían asignado el imperium minus. Los cuestores,
magistrados auxiliares de los cónsules y censores, intervenían en la administración de la
justicia criminal, en la prescripción de las multas y en la tramitación de las confiscaciones;
además, se ocupaban de las cuestiones financieras y de la administración del erario público.
Los ediles tenían la responsabilidad de mantener el orden público, de controlar los mercados
y de vigilar la construcción y mantenimiento de los edificios estatales. En el año 356 a.e.c. se
estableció la institución de la censura: los censores eran elegidos cada cinco años, pero
permanecían en el cargo sólo 18 meses. Sus funciones fueron adquiriendo cada vez mayor
importancia: debían confeccionar el censo de ciudadanos por razones fiscales y militares,
vigilando la moralidad y el comportamiento cívico de magistrados y senadores; de hecho,
revisaban cada lustro la composición de la asamblea senatorial. La amonestación del censor
equivalía a la expulsión del magistrado en el cargo. Nacido como resultado de un grave y
trascendental conflicto social a principios del siglo V a.e.c., el tribunado de la plebe se
convirtió en una magistratura al servicio de la plebe romana. Aunque no estaban dotados de
imperium, los tribunos de la plebe —diez en total— gozaban del ius agendi cum plebe, del
ius auxilii para impedir castigos impuestos por un magistrado, del ius intercessionis contra la
decisión de cualquiera de ellos y del ius coercitionis para hacerse obedecer. Ante una grave
situación de peligro para el Estado, estaba previsto el recurso a una magistratura
extraordinaria: la dictadura (aprobada en año 351 a.e.c.). Este magistrado excepcional
(dictator) asumía temporalmente la autoridad suprema del Estado en el orden
administrativo, judicial y militar, sin limitación y con la suspensión durante su mandato del
poder colegiado de los cónsules.
LA REFORMA CENTURIADA
En el primer período republicano se implantó una reforma política y militar con el fin de
favorecer un mayor reclutamiento de ciudadanos en las filas del ejército. Todos los
ciudadanos romanos fueron divididos en seis clases conforme al censo, es decir, a su poder
adquisitivo: los más ricos debían costearse su propio equipamiento militar y servir en la
caballería e infantería pesada; los menos ricos, según sus posibilidades, habrían de
procurarse armas más ligeras; los desposeídos o «proletarios» contribuirían a la defensa del
Estado no como combatientes, sino como carpinteros, herreros u operarios, dependiendo de
su oficio en la sociedad civil. Esta subdivisión tuvo consecuencias militares y sociales. El
Estado pudo contar con un ejército más numeroso y mejor armado que el de la época
monárquica. El peso de la guerra recaía en todos los estamentos sociales y no sólo en la élite
patricia. Pero esta reforma tuvo mayor incidencia a nivel político.
LA CONQUISTA DE ITALIA
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GUERRAS SAMNITAS.
Tras la recuperación de la «catástrofe gálica», los romanos prosiguieron su expansión sobre
los pueblos vecinos de Italia central. El Samnio, en la región del Apenino, tenía a mediados
del siglo IV a.e.c. un excedente de población y sus habitantes, los samnitas, codiciaban la
posesión de la fértil llanura de la Campania, que los romanos también deseaban anexionarse.
El enfrentamiento entre los ejércitos abarcó un arco aproximado de cincuenta años —del 343
al 290 a.e.c.—. Hubo momentos en que Roma se encontró en apuros, como cuando sus tropas
sufrieron una humillante derrota como consecuencia de una emboscada en el desfiladero de
las Horcas Caudinas (321 a.e.c.). La más intensa de aquellas campañas militares fue la
llamada tercera guerra samnita, en la que Roma tuvo que hacer frente no sólo a este pueblo,
sino también a los etruscos, los latinos y los galos senones de la llanura del Po. Al término de
esta guerra, Roma dominaba toda la Italia central.
LA INTERVENCIÓN DE PIRRO.
El primer encuentro bélico entre Pirro y los romanos se produjo en Heraclea (280 a.e.c.). Los
elefantes produjeron su efecto y los romanos emprendieron la huida a la vista de los
desconocidos «monstruos». Pero el pánico duró poco tiempo. En seguida se dieron cuenta de
que aquellos animales podían ser neutralizados con trampas abiertas en el suelo y cubiertas
de ramas. La segunda batalla fue una victoria «pírrica» (279 a.e.c.) conseguida a costa de
enormes bajas entre las tropas del rey. Pirro pensó buscar entonces otro teatro de operaciones
y pasó a Sicilia, amenazada por los cartagineses. Pero la falta de entrega de su ejército,
formado por mercenarios que vivían del saqueo sin patria y sin unidad, le desacreditó
también en la isla siciliana, por lo que volvió de nuevo a Italia a probar fortuna por tercera
vez contra los romanos. Allí afrontó la batalla decisiva de Maleventum, cuyo nombre los
romanos cambiaron por Beneventum tras lograr la victoria. Más tarde, los romanos
asediaban Tarento, que cedió en el año 272 a.e.c. Pirro abandonaba Italia afirmando, según
Plutarco: «¡Compañeros, qué buen campo de operaciones dejamos a los romanos y a los
cartagineses!». Esta frase, histórica o no, profetizaba el próximo conflicto entre Roma y
Cartago: las Guerras Púnicas.
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EXPANSIÓN MEDITERRÁNEA E IMPERIALISMO
OPORTUNIDADES DE APERTURA
El final de la guerra contra Tarento permitió a Roma entrar en contacto directo con la Magna
Grecia y controlar políticamente el mundo de las póleis, cuya prosperidad económica y
cultural tenía su origen en el dominio de las relaciones comerciales que mantenían con todo
el Mediterráneo. A la mentalidad todavía campesina de la sociedad romana se le abrieron
nuevos horizontes previendo las fabulosas posibilidades de enriquecimiento que ofrecían las
nuevas rutas marítimas que se ponían a su disposición.
POTENCIAS CONTRAPUESTAS
A diferencia de Roma, cultura rústica donde primaba una mentalidad guerrera y en la que la
aristocracia resaltaba como el principal estamento combatiente, Cartago —colonia fundada
en el 814 a.e.c. por los tirios— estaba definida por una sociedad de origen fenicio, que poseía
una civilización antigua y dinámica, gobernada por una oligarquía de comerciantes
acostumbrada a solventar sus conflictos exteriores valiéndose del empleo de mercenarios.
Para los romanos, la guerra estaba unida a un sentimiento patriótico, mientras que los
cartagineses la consideraban una ocupación propia de esclavos y parias. Roma se apoyaba en
una pirámide social escalonada según un sólido ordenamiento jurídico al servicio de la res
pública. Cartago vivía sobre un «polvorín»: una minoría de poderosos de origen púnico
fenicio gobernaba a una plebe étnicamente africana y tenía un ejército compuesto
principalmente de celtíberos, griegos, númidas y mauri, sin apenas arraigo cultural en el
Estado cartaginés y que solamente servían en calidad de mercenarios. Su flota constituía la
columna vertebral de sus fuerzas militares, convirtiendo a Cartago en una potencia marítima
temible.
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cambiaron de opinión y, apoyados por las vecinas ciudades de la Magna Grecia, pidieron
ayuda a Roma, que aceptó, dando lugar a la guerra contra Cartago. Esta primera contienda
obligó a los romanos a construir una armada según el modelo de los quinquerremes de su
rival. Además, idearon la táctica de abordar las naves enemigas con cubiertas móviles: los
llamados «cuervos» que, al caer sobre el barco contrario, lo inmovilizaban, permitiendo el
combate cuerpo a cuerpo. Gracias a este ingenio, entre otros factores, los romanos
consiguieron su primera victoria naval en aguas de Mylae. Tras numerosas incidencias,
algunas comprometidas para Roma, la guerra terminó con la conquista de Sicilia. Tras su
derrota, se prohibió a Cartago que sus naves surcaran las aguas italianas, siendo obligada a
renunciar por completo a sus pretensiones sobre Sicilia y a pagar una indemnización de
guerra durante un decenio.
LA CONQUISTA DE MACEDONIA
En el año 202 a.e.c. se difundió la sospecha de que Filipo V y Antíoco III habían llegado a una
alianza para aumentar su poder frente al Egipto ptolemaico, cuya dinastía pasaba por
momentos muy difíciles. El Senado romano temió que esta coalición pudiese representar una
amenaza para la República y empezó las hostilidades con Filipo V, un soberano que fue
presentado al pueblo romano como un nuevo Aníbal al que había que neutralizar antes de
que se hiciese demasiado fuerte. Con ello, el Senado daba muestras de su teoría acerca de la
«guerra preventiva»: el conflicto con Macedonia fue visto como un mal menor, pero a la vez
indispensable, para truncar el ascenso de un monarca extranjero que podría volver a invadir
con sus tropas la península itálica. La contienda terminó con la victoria romana de
Cinoscéfalos (197 a.e.c.). Mediante la firma del tratado de paz, Filipo se comprometía a
reconocer la autonomía de las póleis griegas y a abandonar los territorios conquistados en
Tracia y en Asia Menor. Tito Quinctio Flaminino demostró ser un enérgico general, un
político astuto y un hábil diplomático. Al año siguiente, durante los juegos ístmicos que
tenían lugar en Corinto, provocó una oleada de simpatía filorromana anunciando la
«liberación de Grecia». Si bien Roma se resistió a imponer tributos y a ocupar toda Grecia de
forma permanente, no renunció a la intrusión en la vida interna de las póleis, perdiendo en
poco tiempo el apoyo inicial de los helenos. Las acciones militares y diplomáticas impulsadas
por los romanos no fueron suficientes para restablecer el equilibrio en Grecia. Al final, Roma
se aventuró a emprender otra guerra contra Perseo, hijo y sucesor de Filipo V, derrotándolo
en la batalla de Pidna (168 a.e.c.). Las condiciones del tratado de paz fueron realmente duras:
Macedonia fue dividida en cuatro territorios independientes y miles de ciudadanos, entre
ellos el historiador Polibio, fueron conducidos a Roma en calidad de «rehenes».
LA GUERRA SIRIA
Aprovechando que las circunstancias le favorecían —Filipo V había sido derrotado y los
romanos no habían dejado tropas de ocupación en Macedonia—Antíoco III decidió ampliar
sus dominios, organizando en el año 192 a.e.c. una expedición a Grecia. Al año siguiente su
ejército fue vencido por los romanos. Persiguiendo a las tropas sirias en su retirada, otro
contingente romano pisó por primera vez el continente asiático, obteniendo una decisiva
victoria sobre los sirios en la batalla de Magnesia (189 a.e.c.). Antíoco III se vio entonces
102
obligado a firmar la paz en el 188 a.e.c. Con la conclusión de estas guerras Roma alcanzó
indiscutiblemente una posición hegemónica en el mundo griego. Sin embargo, no se mostró
interesada en aplicar una política de anexiones, prefiriendo ejercer un control indirecto y
reforzar los lazos de amistad con los Estados que le habían prestado ayuda, haciéndoles
partícipes de los beneficios de la victoria con concesiones territoriales en detrimento de los
soberanos vencidos. De este modo, pudo consolidar su propio prestigio y convertirse en el
centro de una vasta red de alianzas.
DE LA HEGEMONÍA AL IMPERIALISMO
En la Antigüedad, la forma «hegemónica» de dominio de un Estado que manifiesta una
potencia indiscutible no requiere la absorción de territorios ajenos, sino solo su control. El
término «imperialismo» implica una relación de poder desigual entre Estados o pueblos
según la cual uno (opresor) domina y explota a otro (oprimido), integrando territorios,
sometiendo a poblaciones enteras o subordinando formas de organización política a su
propio sistema de dominio. Los Estados imperialistas ejercen su poder sobre otros
políticamente más débiles a través de la restricción de la libertad, de la intromisión en sus
asuntos internos, la exigencia, los tributos, la confiscación y la explotación. El método usual
del Estado romano fue la guerra de conquista que, en la concepción helenística de la época,
otorgaba al vencedor el derecho de dominio sobre el vencido, exigiendo de éste beneficios y
prestaciones (botín, tributos, indemnizaciones, etc.). Se suele admitir que la fase hegemónica
de la expansión romana concluyó en torno al año 200 a.e.c. con la presencia militar de Roma
en Oriente en el contexto de la II Guerra Macedonia y la guerra siria contra Antíoco III,
interpretando el conflicto púnico como una «lucha hegemónica» entre dos potencias rivales
(Cartago y Roma) que se disputaban el control del Mediterráneo central y occidental. Hacia
mediados del siglo II a.e.c., la tendencia imperialista parece haber estado ya consolidada
como demostraría la destrucción de Cartago y Corinto en el 146 a.e.c. Esta actitud fue la
expresión de los verdaderos móviles —tanto de carácter político como económico— que
habían impulsado el largo proceso de expansión en favor de los intereses de la clase dirigente
del Estado romano.
EL HELENISMO EN ROMA
INTENSOS CONTACTOS CON LA CIVILIZACIÓN GRIEGA
Los primeros contactos de los romanos con la cultura griega se remontan a la época etrusca.
Pero tuvieron que transcurrir cerca de trescientos años para que parte de la sociedad romana
se impregnase de los valores propios del helenismo. En una gran parte de los territorios
sobre los que Roma impuso su dominio a lo largo de los siglos III-II a.e.c., se había extendido
la civilización helénica, cuya influencia, favorecida por los contactos con las colonias griegas
del sur de Italia y la incorporación de los diferentes reinos helenísticos, afectó a la propia
103
Roma. Un verso de Horacio resume el proceso por el que la Grecia conquistada helenizó a la
gran potencia romana: «La Grecia conquistada a su fiero vencedor conquistó, y en el Lacio
rústico introdujo las artes».
EL CONSERVADURISMO DE CATÓN
La progresiva tendencia a establecer vínculos culturales con el helenismo no siempre contó
con el consentimiento de la clase intelectual romana. El contacto en la Magna Grecia y en
Oriente con lo próspero y el lujo de las monarquías absolutas, el culto a la personalidad, los
extraños rituales de las religiones mistéricas, el pensamiento filosófico crítico y otros aspectos
culturales del mundo helenístico despertó la desconfianza de los espíritus romanos más
conservadores. El censor Marco Porcio Catón, romano obsesionado por la conservación de
las virtudes tradicionales, quiso imponer en la vida pública, en el año 184 a.e.c., los mismos
principios de austeridad y honradez que dirigían su vida privada, tratando de combatir la
degradación de las tradiciones, actitud que identificaba con el helenismo. Pero sus
pretensiones de restauración de la vieja «virtud» de la Roma arcaica no tuvieron en cuenta
las nuevas costumbres, que desaprobaba, vinculadas al desarrollo del imperialismo romano
que defendía con entusiasmo. Personajes influyentes como Escipión el Africano, abierto a la
cultura griega y protector de un círculo de filósofos, artistas y escritores helénicos,
representaban para él un grave peligro que había que eliminar.
104
TEMA XII: FASE FINAL DE LA REPÚBLICA
ROMANA
DESEQUILIBRIOS SOCIOPOLÍTICOS
LOS GRACO
La familia de los Graco destacó durante la segunda Guerra Púnica. Tiberio Sempronio, el
padre, había desarrollado una importante carrera y estaba casado con Cornelia, hija de
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Escipión el Africano, el vencedor de Aníbal. Tiberio Sempronio Graco (162-133 a.e.c.), su
hijo mayor, se casó con Claudia, hija de Apio Claudio Púlquer, por entonces jefe del Senado,
y fue educado por su madre Cornelia en la cultura griega (el estoico Blosio fue su maestro).
Su hermano menor fue Cayo Sempronio Graco (154-121 a.e.c.).
OPTIMATES Y POPULARES
El fracaso de las reformas gracanas evidenció el conflicto de intereses que existía en el seno
de la sociedad romana. Ese contraste entre los componentes sociales dio lugar a la
configuración de dos tendencias de signo político: Por un lado, estaban los optimates,
representantes de la nobilitas (tanto patricios como plebeyos ricos), que deseaban perpetuar
su predominio en el Senado y mantener bajo control los resortes del poder. Por otro, los
populares, que representaban los intereses de la clase ecuestre y que trataban de conseguir el
apoyo del proletariado urbano con el fin de debilitar a la oligarquía senatorial. Las luchas por
el poder entre estos dos grupos crearon espacios en los que ciertos personajes supieron
moverse y aprovechar la ocasión para saltar a la escena política: los llamados homines novi.
107
Mario (157-86 a.e.c.), un rico homo novus del orden ecuestre y ayudante de Metelo, logró
minar la posición de éste y obtener el consulado en el año 107 a.e.c. Se le encomendó dirigir
la guerra en África. Mario no tardó mucho en demostrar su enorme capacidad militar: con la
ayuda de su hombre de confianza, Sila (138-78 a.e.c.), capturó y ejecutó a Yugurta, poniendo
así fin a la guerra (106 a.e.c.). La fama de Mario aumentó a lo largo de los siguientes años,
especialmente con su victoria sobre las tribus germanas de cimbrios y teutones que, con su
invasión de Italia (102-101 a.e.c.), habían provocado el pánico en la misma Roma. Con la
gloria de Mario creció la influencia de los populares, cuyo apoyo le garantizó su reelección en
el consulado.
LA REFORMA MILITAR
La crisis socioeconómica en la que se encontraban los campesinos y propietarios de tierras
afectó al reclutamiento. Desde la guerra contra Yugurta, Mario introdujo una innovación que
modificaría de forma decisiva el carácter del ejército romano y que terminaría por afectar
profundamente a las propias instituciones republicanas: la aceptación de proletarios como
reclutas voluntarios en contra del tradicional procedimiento censitario. Se constituyó un
ejército profesional leal a sus generales y no al Senado ni a la República. Dado que el
condicionamiento económico había dejado de ser determinante para la distribución de las
tropas conforme al tipo de armamento utilizado, el adiestramiento fue cada vez más
uniforme y sistemático, estableciendo unidades especializadas no por su capacidad de
adquisición de un equipamiento determinado, sino por su aptitud técnica para utilizarlo. Los
reclutamientos fueron permanentes y el servicio militar retribuido y, una vez finalizado,
premiado con la distribución de tierras pertenecientes al ager publicus.
LA GUERRA EN EL PONTO
Mitrídates VI, (ca. 132-63 a.e.c.), era descendiente de un largo linaje de reyes pónticos
helenizados, aunque originariamente de sangre persa. Sostuvo y promovió la política
expansionista de su padre, pero atentó contra los intereses de Roma al desear construir un
grandioso Imperio en Asia Menor. Siendo cónsul en el año 88 a.e.c., Sila —un patricio que
había prestado un gran servicio a Mario en la guerra contra Yugurta y que había obtenido
importantes victorias contra los aliados rebeldes en la guerra social— recibió del Senado el
mando del ejército para combatir a Mitrídates. Fue entonces cuando el tribuno de la plebe P.
Sulpicio Rufo hizo aprobar en la asamblea popular una ley que confería el mando de las
tropas romanas de Oriente a Mario. Seguro de la lealtad de sus tropas, Sila se negó a cederle
el mando y, en cambio, marchó sobre Roma. Una vez ocupada la ciudad, desterró a Sulpicio
y a Mario, promulgando una serie de leyes conservadoras antes de partir, como procónsul,
rumbo a Asia en el año 87 a.e.c. En su ausencia, los acontecimientos se precipitaron en Roma:
los partidarios populares de Mario, al frente de los cuales se encontraba el cónsul Gayo Elvio
Cinna, se adueñaron nuevamente del poder instaurando un régimen del terror. Mario fue
elegido cónsul por séptima vez, pero murió inmediatamente después (en el año 86 a.e.c.).
SILA
Deseoso de volver a Roma lo antes posible, Sila aceleró la conclusión de la guerra en el Ponto
firmando un tratado de paz con Mitrídates en la ciudad de Dárdano (85 a.e.c.). Tras
desembarcar en Brindisi, venció a los seguidores de Mario y puso fin a la guerra civil. Su
victoria fue seguida de un régimen de terror en el que hizo un uso despiadado del destierro
política. Seleccionó y manumitió (dar libertad) a más de diez mil esclavos jóvenes y fuertes
pertenecientes a las personas proscritas, los llamados «cornelios», para utilizarlos como una
especie de ejército personal con el que masacró a un número no inferior de ciudadanos. Se
adueñó de Roma e implantó una dictadura —desde el 82 al 79 a.e.c. —, durante la cual trató
de reorganizar la sociedad y el Estado conforme a un programa de valores conservadores.
Los poderes de los tribunos de la plebe fueron reducidos y acrecentados los del Senado, cuya
composición se duplicó hasta llegar a los seiscientos miembros. Se introdujeron reformas
importantes en el sistema judicial, que fueron las más duraderas de todas las medidas. Una
vez cumplidos sus objetivos, en el año 79 a.e.c. abandonó el poder y se retiró a la Campania,
donde murió un año después.
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NUEVOS PROTAGONISTAS EN LA ESCENA POLÍTICA
Las medidas políticas impulsadas por Sila habían reforzado a la oligarquía senatorial, pero la
situación en Roma no era pacífica. Los cincuenta años siguientes a la muerte de Sila
representaron la última fase de crisis de la República romana. Hubo muchos factores que
contribuyeron a su definitiva desestabilización: la reorganización de los vengativos
seguidores de Mario, las recurrentes revueltas de esclavos y el surgimiento de algunas
figuras políticas que lograron hacerse con el poder de forma autónoma gracias a la relación
«personal» establecida en determinados momentos con el ejército. Entre estos personajes
destacaron Pompeyo, Craso y César. Cicerón actuó como engarce en este entramado de
poder, creado para desmantelar el orden constitucional republicano. El sistema de gobierno
de la ciudad-Estado había dejado de ser idóneo para administrar de forma eficaz un imperio
mediterráneo del calibre que había alcanzado el de Roma. La nueva realidad sociopolítica del
mundo romano excedía la capacidad de concentración del poder en manos de una oligarquía
senatorial sometida a constantes desequilibrios y de la irresponsable plebe romana.
CICERÓN Y POMPEYO
Homo novus de familia ecuestre, Marco Tulio Cicerón (106-43 a.e.c.), célebre político, orador
y filósofo romano, se formó en Roma, Atenas y Rodas. Su talento como orador le procuró una
carrera en el foro y en los tribunales. Fue edil en el 68 a.e.c. y pretor en el 66 a.e.c. Siendo
cónsul en el 63 a.e.c. reveló y suprimió la conspiración de Catilina, quien contaba con el
apoyo de deudores y aventureros, proceso que dio lugar a uno de sus discursos más
inspirados, que comenzaba con la célebre frase: «¿Hasta cuándo, Catilina, vas a abusar de
nuestra paciencia?». Cicerón, que desempeñó un papel central en la vida política romana a
mediados del siglo I a.e.c., intentó promover la armonía entre los diferentes órdenes y
orientar la República para que combinara en su seno el sabio y moderado gobierno de los
optimates con la preservación institucional y la defensa racional de los intereses de los
populares. Tardó mucho tiempo en intuir que las propias instituciones republicanas eran ya
inservibles para el gobierno de un imperio tan vasto. Como homo novus que había
110
conquistado el respeto de los optimates hasta el punto de convertirse en uno de sus más
carismáticos dirigentes, se inclinaba en favor de sus intereses. A finales de su consulado, se
convenció de que las nuevas condiciones de la República exigían un poder unipersonal
fuerte sostenido por el ejército, lo cual no podía lograrse mediante el imperium anual de dos
cónsules, demasiado vulnerable ante las exacerbadas rivalidades, considerando que
Pompeyo era el mejor candidato disponible. Aunque éste fuese originariamente del orden
ecuestre, Cicerón vio en él las cualidades necesarias para ponerse al frente del gobierno, pues
combinaba la sensibilidad hacia los optimates con el respeto al Senado, además de contar con
sobradas capacidades militares. Cuando a sus ojos quedó claro que el destino del Estado se
decidiría en el conflicto entre Pompeyo y César, Cicerón no vaciló en apoyar al primero, aun
cuando reconociera la superioridad del segundo y recibiera del primero cierto desprecio
hacia su persona.
CRASO Y CÉSAR
Marco Licinio Craso (114-53 a.e.c.) había sido partidario de Sila. Obtuvo el consulado en el
70 a.e.c., el mismo año que Pompeyo, de quien era aliado. Después de ser favorable a
Catilina, tuvo la habilidad política para alejarse de él. Gracias a sus especulaciones
financieras y a su falta de escrúpulos con los que habían sido víctimas de los destierros
silanos, había conseguido acumular una inmensa fortuna: poseía minas de plata en Hispania,
extensos latifundios, en la península itálica y centenares de edificios en Roma, muchos de los
cuales estaban dedicados a negocios de manufacturas, de los que obtenía beneficios.
Apodado Dives («el Rico»), Craso representa el poder del dinero hacia el final de la
República. Nacido en el seno de una familia patricia distinguida, pero no de particular
preeminencia, Cayo Julio César (102-44 a.e.c.) era sobrino de la esposa de Mario. En el año 84
a.e.c. se casó con Cornelia, hija de Cinna, partidario de Mario. Se vio expuesto, por las
conexiones de su familia, a la proscripción de Sila, salvando la vida en el 82 a.e.c. gracias a su
juventud. Se opuso con valentía a las presiones del dictador para que repudiara a su esposa.
La carrera de César siguió el habitual cursus honorum que correspondía a un patricio joven
y brillante. Participó con valor en la toma de Mitilene (80 a.e.c.), por lo que obtuvo la corona
cívica. Capturado por los piratas en el 75 a.e.c., amenazó con ahorcarlos en cuanto se pagara
su rescate, y cumplió su palabra. Nombrado pontífice en el 73 a.e.c., fue tribuno militar
durante los años siguientes y quaestor en el 69 a.e.c. Tras la muerte de Cornelia (67 a.e.c.), se
casó con Pompeya, nieta de Sila. Siendo aedilis cundís en el 65 a.e.c., se llenó de deudas,
111
financiadas por Craso, debido a los enormes gastos que realizó para el mantenimiento y
mejora de la red viaria romana. A la edad de 37 años, en el 63 a.e.c., conquistó gran fama con
su nombramiento de pontifex maximus. Mientras ocupaba el cargo de pretor (62 a.e.c.), se
divorció de Pompeya después de verse implicado en el escándalo de la Bono Dea: Publio
Clodio fue descubierto en casa de Pompeya. Su pretura le valió a César el proconsulado de la
Hispania Ulterior (61 a.e.c.), donde emprendió campañas victoriosas contra los lusitanos.
EL PRIMER TRIUNVIRATO
Parecía que después de su afamado regreso de Hispania y tras haber demostrado su
habilidad en la política romana —mientras Pompeyo se encontraba en Oriente—, César había
adquirido influencia para hacer que Pompeyo deseara buscar una alianza. A su regreso de
Oriente, Pompeyo desmovilizó a sus tropas solicitando del Senado —que se opuso— la
distribución de tierras entre sus veteranos. También necesitaba que sus conquistas en Oriente
fuesen ratificadas. César tuvo asimismo dificultades con el Senado, al exigir un consulado
para el año 59 a.e.c. y una recompensa por sus valiosas victorias en Hispania. La alianza de
Pompeyo con César, consolidada por el matrimonio del primero con Julia, hija del segundo,
y reforzada con la inclusión de Craso, el hombre más acaudalado de Roma, para formar el
primer triunvirato (60 a.e.c.), hizo que se cumplieran plenamente los deseos de quienes lo
habían hecho posible. La combinación de los recursos y la influencia de los tres hombres fue
sumamente eficaz. César fue elegido cónsul (59 a.e.c.) con el apoyo de sus aliados y, a
cambio, los veteranos de Pompeyo recibieron sus tierras y las conquistas en Oriente fueron
debidamente ratificadas. El tribuno Vatinio —brazo derecho de César— promovió la
aprobación en el concilium plebis de una ley que concedía la remisión de un tercio del precio
estipulado por la compra de impuestos de los recaudadores asiáticos (publicani). Con ello,
satisfizo una demanda de Craso en favor de los equites (orden social de los caballeros). La
práctica de convocar a los partidarios más violentos en el Foro con el fin de presionar a las
instituciones de la República, ya empleada con éxito por Saturnino y Servilio Glaucia, volvió
a ser adoptada, esta vez con los veteranos de Pompeyo, demostrando así la facilidad con que
se podía manipular a las asambleas populares. César también se valió de la asamblea popular
para obtener el gobierno durante cinco años en la Galia Cisalpina y en el Ilírico. La súbita
muerte de Metelo Céler, quien había recibido el gobierno de la Galia Transalpina, dio a
César la oportunidad de añadir esta provincia a su jurisdicción con el apoyo de Pompeyo.
Tardó cerca de ocho años en completar la conquista de la Galia (58-50 a.e.c.). La fase más
comprometida de este período para César fue la protagonizada por el caudillo galo
Vercingétorix, quien, en el año 52 a.e.c., logró unir a la mayoría de las tribus contra los
romanos. En desventaja numérica y carente del apoyo local de que gozaba el enemigo, César
dio sobradas muestras de su genio militar derrotando en varias ocasiones a sus adversarios.
Consiguió bloquear a Vercingétorix en el oppidum de Alesia y contener al ejército de socorro
enviado por los galos. Tras la toma de la ciudad, el jefe galo fue hecho prisionero y llevado a
Roma, donde fue encarcelado varios años hasta ser exhibido en el triunfo gálico de César, y
después ejecutado (46 a.e.c.).
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INESTABILIDAD POLÍTICA Y GUERRA CIVIL
LA DICTADURA DE CÉSAR
MEDIDAS SOCIOPOLÍTICAS
César no se abandonó a las venganzas personales, como había hecho Sila. Una característica
constante de su comportamiento fue la clemencia y la moderación frente a sus adversarios
con la intención de promover una opinión favorable hacia su persona y su acción política.
Éste es el motivo por el que amplió el Senado, de seiscientos a novecientos miembros, dando
entrada en el mismo a individuos itálicos, libertos, veteranos y provinciales, aunque también
restringiendo sus funciones al considerarlo fundamentalmente un órgano consultivo.
Se ocupó de las dificultades de los sectores sociales más humildes, pero tranquilizó a las
clases pudientes garantizándoles la protección de sus riquezas y frenando cualquier
reivindicación que pudiese dañar los intereses de la propiedad privada. La búsqueda del
consenso no le impidió limitar la política asistencial del Estado, que suponía una gravosa
carga para el erario, reduciendo prácticamente a la mitad el número de beneficiarios (de
320.000 a cerca de 150.000) de los «subsidios», es decir, de la distribución gratuita de cereales
al pueblo sin apenas recursos. A la vez, impulsó la construcción de grandes obras públicas y
elaboró proyectos de saneamiento de la economía agrícola para fomentar la demanda de
mano de obra y reducir las abultadas listas de desocupados en la ciudad. Obligó a los
grandes propietarios de tierra a utilizar en las labores del campo a un cierto número de
braceros libres, disminuyendo así la mano de obra esclava.
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juliano sufrió algunas ligeras modificaciones en el año 1582 por parte de una comisión
nombrada por el papa Gregorio XIII, pero sustancialmente es el que se mantiene en vigor.
LA VICTORIA DE OCTAVIO
EL SEGUNDO TRIUNVIRATO
Cuando Octavio se percató de que el Senado no le confería los mismos poderes que a César,
cambió de estrategia y se alió con Marco Antonio. Marco Lépido, gobernador de la Galia
Transalpina, también se unió a ellos, formando así el segundo triunvirato en noviembre del
año 43 a.e.c., que fue confirmado por una lex Titia, con facultades para reorganizar la
República. Esta ley otorgaba a los triunviros un imperium de cinco años. El primero de enero
del año 42 a.e.c. César fue reconocido como dios y Octavio pasó a ser «hijo de dios». La lucha
contra los conspiradores se entabló en el curso de ese mismo año. Después de la proscripción
del año anterior impuesta por Antonio con el consentimiento de Octavio, que costó la vida a
Cicerón, las fuerzas de los triunviros derrotaron al ejército combinado de Cayo Casio y
Marco Junio Bruto en Filipos; ambos conspiradores se quitaron la vida. Por medio del
acuerdo alcanzado en Tarento (37 a.e.c.), los poderes de los triunviros fueron ampliados a
otros cinco años. Después del 36 a.e.c., Marco Lépido se vio reducido a la condición de
«cautivo» de Octavio en Circes, aunque se le permitió conservar el título de pontifex
maximus durante el resto de su vida. Octavio y Antonio mantuvieron, una relación ambigua
de amistad y rivalidad que se transformó en hostilidad en el año 32 a.e.c., cuando Antonio
tomó por esposa a Cleopatra tras repudiar a Octavia, hermana de Octavio, con quien se
había casado en el 40 a.e.c. para consolidar el tratado de Brindisi, por el que se había
renovado una vez más la alianza entre los triunviros, que ahora quedaba definitivamente
rota.
116
LA BATALLA DE ACCIO
Dentro del contexto de su enfrentamiento a Antonio y Cleopatra (del 32 al 30 a.e.c.), tras
haber expirado su mandato como triunviro, la mejor justificación de los poderes militares de
Octavio fue el juramento de lealtad prestado por las provincias occidentales, junto con la
sacrosanctitas (inviolabilidad) tribunicia anualmente renovada —después del 31 a.e.c., le
sería también renovado el cargo de censor—. En la batalla naval de Accio, el 2 de septiembre
del 31 a.e.c., Cleopatra y Marco Antonio trataron de romper infructuosamente el cerco
formado por la flota de Agripa — general más valioso de Octavio—, perdiendo en el intento
casi toda la suya. El siguiente paso fue la conquista de Alejandría, donde Octavio no tuvo
problemas para vencer a las desmoralizadas fuerzas de Antonio. Después, éste se suicidó
junto con Cleopatra. En el 30 a.e.c. quedaba claro que el vencedor se había convertido en el
aspirante al poder unipersonal de César.
EL PRINCIPADO DE AUGUSTO
ACUMULACIÓN DE PODERES
Una vez que Octavio estuvo seguro de haber consolidado su dominio del Estado, decidió
realizar un gesto que fue grandioso. En enero del año 27 a.e.c. declaró ante el Senado que ya
había cumplido con todas las tareas especiales que se le habían encomendado para restaurar
la República y que deseaba transferir el gobierno del Estado al Senado y al pueblo romano.
Tal y como había planeado, el Senado se negó a aceptar su renuncia y le pidió que conservara
intactos sus poderes. Octavio quedó como responsable único del gobierno de las doce
provincias no totalmente pacificadas, y el Senado controlaría indirectamente las restantes a
través del mando de diferentes promagistrados. Octavio recibió por diez años un imperium
proconsular sin límites y su sacrosanctitas tribunicia sería renovada anualmente. Con el
objetivo de conciliar dicho imperium con el que poseía de forma natural el Senado, los paires
le confirieron el título y los privilegios de augustus, lo que equivalía a la auctoritas suprema,
con implicaciones religiosas. Por tanto, se estableció que Octavio no tendría ya más poder
(potestas) que sus colegas, pero sí mayor auctoritas. Quedó como primus ínter pares
(primero entre iguales). Dada su autoritas augustal, el imperium proconsular del prínceps
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sobrepasaba a todos los demás. Fue el 16 de enero del 27 a.e.c. cuando Octavio cambió su
nombre oficial por el de Imperator Caesar divi filius Augustas.
En el año 23 a.e.c. Augusto adoptó sus últimas disposiciones constitucionales: renunció a su
consulado y recibió un proconsulado general para todos los dominios del mundo romano: el
imperium maius. Algunos años después recibiría poderes censorios y facultades consulares
perpetuas. En el 18 a.e.c., el Senado le confirió el ius edicendi, el derecho a promulgar leyes.
POLÍTICA EXTERIOR
Sin una gran inclinación hacia las actividades militares, Augusto ejerció un gobierno
eminentemente civil, dejando el ejército al mando de Agripa dentro de los límites estrictos de
la ley. No impulsó una política agresiva, se interesó en consolidar las fronteras,
extendiéndolas hacia los territorios semiconquistados o que estaban más expuestos al radio
de influencia romano. Consciente de que las continuas expediciones militares podían
fomentar las ambiciones de los generales, prefirió confiar el mando de las legiones a los
miembros de su entorno familiar, principalmente a sus dos hijastros, Tiberio y Druso, o a
personas de su total confianza, como Agripa, el artífice de la victoria de Accio. Con la
finalización de las guerras cántabras (14 a.e.c.), Hispania fue finalmente sometida a la
autoridad de Roma y reorganizada, así como la Gallia. Algunos territorios germanos fueron
abandonados tras el desastre de Quintilio Varo y la aniquilación de sus tres legiones en el
bosque de Teutoburgo en el año 9 e.c. Augusto se propuso consolidar los dominios romanos
en Oriente, donde la cuestión más grave era la rivalidad mantenida con los partos. En Roma
escocía el recuerdo de la derrota sufrida por Craso (53 a.e.c.) y el fracaso de la expedición de
Antonio. Augusto también trató de resolver la situación recurriendo más a la fuerza de las
armas que a la diplomacia: gracias a los éxitos obtenidos por Tiberio, pudo recuperar en el 20
a.e.c. las insignias militares arrebatadas a Craso. La solución al problema parto fue sólo
temporal, los romanos tuvieron que hacer frente a esta potencia oriental en numerosas
ocasiones a lo largo de los siguientes siglos.
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PAX AUGUSTA E IMPERIO UNIVERSAL.
El Principado de Augusto, desde el 30 a.e.c. hasta su muerte (14 e.c.), marcó un período de
pacífica prosperidad en el ámbito político romano, así como una época memorable de
recuperación de la vida pública, quebrantada por los años de las pasadas guerras civiles y las
proscripciones, desde Mario y Sila hasta la secuela del asesinato de César y las medidas
tomadas por el segundo triunvirato. El concepto de Imperio Universal se convierte en parte
integrante de la ideología oficial del Estado: el dominio imperial, extendido a todo el mundo,
se manifiesta en la pax Augusta (paz romana) y está dispuesto siempre a extender a nuevos
territorios sus «beneficios». Así pues, esta paz implicaba una pretensión de dominio
universal y exigía el desarrollo sin límites de una política imperialista.
APOGEO CULTURAL
Desde un punto de vista cultural, fue la edad de oro de las letras romanas. Bajo la protección
de Mecenas, uno de los hombres más cercanos a Augusto, Virgilio y Horacio hicieron
aportaciones a la poesía romana, mientras que Tito Livio escribía su gran historia de Roma.
Augusto entendió la importancia que tenía la contribución de artistas y literatos para la
nueva imagen que deseaba difundir de su Principado. La temática de la propaganda
ideológica augustea consistía en la exaltación del sentimiento de libertad, acentuando la
idea del consenso (el consensus universorum, la aprobación unánime, aparece de forma
recurrente en los mensajes políticos del princeps, para evidenciar que el nuevo régimen
político no había sido impuesto por la fuerza) y el principio de la tolerancia en el ejercicio del
poder. Augusto rechazó cualquier forma de adulación a su persona; sin embargo, trató de
hacerse con el apoyo de los intelectuales para el sostenimiento ideológico de los principios e
ideales en los que se asentaba su Principado. Según su concepción, la cultura debía ponerse
al servicio del Estado. Los eruditos debían ensalzar las tradiciones y costumbres romanas.
EL PROBLEMA SUCESORIO
A pesar de que el poder de Augusto era personal y se basaba en la delegación del Senado y
del pueblo romano según el sistema constitucional republicano, se entendía y se aceptaba
que el Principado representaba una monarquía disimulada y que el princeps sería sucedido
por otro imperator de su propia familia, aun si se pedía al Senado su confirmación. Dado que
no tenía descendencia masculina —solamente una hija, Julia—, Augusto ensayó diversas
soluciones, que fueron fallando a lo largo de los años. Esa búsqueda de heredero dio pie a
intrigas palaciegas. Un primer candidato a la sucesión fue Marco Claudio Marcelo, hijo de su
hermana Octavia y marido de Julia, pero falleció en el 21 a.e.c. La hija de Augusto volvió a
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casarse entonces con Agripa, quien se integró así en la familia imperial, como recompensa a
su fidelidad al princeps. Augusto adoptó a dos de los hijos nacidos de la unión entre Julia y
Agripa, Cayo y Lucio, con vistas a una hipotética sucesión (17 a.e.c.). El destino volvió a
abatirse sobre los planes dinásticos de Augusto. Agripa murió pronto (12 a.e.c.) y Julia se
casó con Tiberio, fruto de un anterior matrimonio de Livia —mujer de Augusto desde el 38
a.e.c.— con Tiberio Claudio Nerón. Aunque Tiberio había sido distinguido con honores y
mandos militares, la preferencia de Augusto por sus nietos Cayo y Lucio impulsó al hijo de
Livia a autoexiliarse a la isla de Rodas en el 6 a.e.c., de donde regresó cuatro años después. Al
cabo de poco tiempo, aquéllos murieron de modo imprevisto. Augusto adoptó entonces a
Tiberio y a Agripa Póstumo, hermano menor de Cayo y Lucio, mientras Tiberio hacía lo
mismo con Germánico —hijo de su hermano Druso—, quien se perfilaba como futuro
sucesor. Acusado de conspiración, Póstumo fue eliminado. Cuando Augusto murió en el 14
e.c., Tiberio, que había asumido el año anterior el imperium proconsular y la tribunicia
potestas, fue reconocido por el Senado como nuevo princeps.
El edificio augusteo demostró ser estable al mantener más de medio siglo una sucesión de
cuatro emperadores de la dinastía Julio-Claudia. La solidez del nuevo sistema político y su
adecuación a las necesidades del mundo romano quedaron confirmadas por el hecho de que
el crítico fin de la dinastía fundada por Augusto, tras un breve período intermedio de luchas
civiles por alcanzar el poder, no degeneró en anarquía militar ni trajo de regreso el antiguo
régimen republicano, sino que condujo a la continuación del Principado con los Flavios y los
Antoninos, dinastías que dieron a Roma una serie ininterrumpida de grandes emperadores.
LA DINASTÍA JULIO-CLAUDIA
El Principado también mostró sus limitaciones internas. El sistema se había mostrado eficaz
siempre que la púrpura imperial recayese en un hombre capaz y equilibrado. Esta condición
no siempre fue satisfecha por herencia, como lo demostrarían los casos de Calígula y Nerón.
Aun así, la dinastía Julio-Claudia produjo dos buenos emperadores: Tiberio y Claudio.
TIBERIO
Tiberio (14-37 e.c.) se ganó una mala imagen histórica, porque desde el 21 hasta el 31
dependió de una personalidad malvada: el prefecto (inspector) de la guardia pretoriana,
Lucio Elio Sejano. A pesar de ser muy capaz como militar y astuto como político, su mente
atormentada y su aislamiento en la isla de Capri le hicieron prestar oídos a su prefecto,
dando crédito a muchas acusaciones de traición insuficientemente probadas. Su gobierno fue
competente. Buscó abiertamente la colaboración de los senadores y otorgó al Imperio una
notable solidez económica: la hacienda estaba en orden y los gobernadores provinciales bien
fiscalizados. Por medio de su hermano Druso y de su sobrino Germánico vengó la catástrofe
romana del bosque de Teutoburgo derrotando a Arminio, recuperando las águilas de Varo y
disipando la amenaza germana durante largo tiempo. No apoyó el proyecto de conquistar
toda la Germania, pues comprendió las dificultades prácticas de mantener una provincia
romana en medio de los bosques teutónicos.
120
CALÍGULA
Calígula, (37-41 e.c.), tenía veinticinco años cuando accedió al poder imperial. El Senado le
otorgó todos los poderes y él prometió gobernar de acuerdo con los senadores,
considerándose a sí mismo como un senador más. El tesoro acumulado por Tiberio le
permitió ofrecer amplias donaciones a plebeyos y a los pretorianos. Pero, tras una grave
enfermedad en septiembre del 37 e.c., su carácter cambió. Declaró que gobernaría contra el
Senado, para el pueblo y para los caballeros (equites). Calígula fue mal aconsejado por los
servidores egipcios que halló en la casa de su abuela. Sus relaciones con su hermana Drusila
hicieron temer un incesto al estilo de los soberanos de Egipto. Construyó en Roma un templo
a Isis, cuyo culto se hizo oficial. Sus desorbitadas liberalidades habían colocado al tesoro en
serias dificultades. Con relación a los reinos clientes su política fue caprichosa. Abandonó
Armenia. Con el título de rey asignó al nieto de Herodes el Grande, Agripa I, la antigua
tetrarquía de Filipo (año 37), pero destituyó al tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, y lo
desterró a Lyon (año 39). A los hijos del príncipe tracio Cotis, con quien había sido criado, les
dio la Tracia, el Ponto, el Bósforo y la Armenia Menor (38). Pero ordenó ejecutar al hijo de
Yuba II, Ptolomeo, y quiso anexionarse la Mauritania. La época demencial de Calígula no
duró más de cuatro años. Su despótico régimen y sus locas pretensiones de divinidad
llegaron a su fin en el 41 e.c. por una revuelta de la guardia pretoriana.
CLAUDIO
La época de Claudio (41- 54 e.c.), ha sido considerada como un período de buen gobierno y
de expansión del Imperio, con la definitiva conquista de Britania por Aulo Plauto en el 43; el
propio Claudio se presentó en la isla para aceptar la rendición de Camulodunum.
Físicamente débil, considerado imbécil hasta que los pretorianos lo eligieron para suceder a
Calígula —por ser hermano del recordado Germánico, que había muerto en el 19 e.c.—, había
dedicado su vida al estudio y al cultivo de las letras. Claudio volvió a la política práctica del
gobierno augusteo, aunque dependió en exceso de libertos para llevar la administración
imperial. En la obra de este emperador no es fácil distinguir lo que se debe en realidad a esos
hombres notables, a los cuales confió la dirección de los servicios centrales: Polibio fue
destinado a los archivos, Narciso a la correspondencia, Palas al fisco, Calixto a las peticiones
y a la justicia. Formaron una especie de gabinete imperial. A nivel privado Claudio fue
pusilánime con sus cuatro esposas: sólo cuando la tercera, Mesalina, se atrevió a celebrar un
matrimonio público ordenó su ejecución. Se casó después con su sobrina Agripina, quien lo
persuadió para adoptar como sucesor a Nerón, hijo de su primer matrimonio, prefiriéndolo a
su propio hijo Británico. Los historiadores antiguos creyeron que fue envenenado por
Agripina, deseosa de anticipar la sucesión de Nerón, quien, a su vez, utilizaría la misma
táctica contra el joven Británico.
NERÓN
El gobierno de Nerón (54-68 e.c.), fue menos dañino para el Imperio de lo que habría podido
ser, pues mientras el gran comediante actuaba o cantaba, los ejércitos romanos, con generales
capaces, defendían las fronteras y sofocaban las rebeliones, como en Britania a las órdenes de
Suetonio Paulino, o en Judea a las de Vespasiano y Tito. El reemplazo del general Corbulón
por Peto en las guerras contra los partos (53-63 e.c.) convirtió una campaña victoriosa en una
paz negociada. Si no totalmente loco como Calígula, Nerón tuvo también una larga lista de
crímenes en su haber, como el asesinato de Británico, el de su propia madre, Agripina, y la
121
ejecución de su mujer, Octavia, para complacer a su nueva esposa, Popea. La fracasada
conspiración de Pisón (65 e.c.), en la que participaron las mejores personalidades de Roma,
costó la vida a Séneca, quien había sido preceptor del princeps.
LA DINASTÍA FLAVIA
Tito Flavio Vespasiano (69-79 e.c.), fundador de la dinastía, fue hijo de un recaudador de
impuestos del municipio italiano de Reato. Extendió el dominio de Roma sobre Britania.
Reorganizó el Imperio, que estaba padeciendo las consecuencias del nefasto gobierno
neroniano y las dificultades por su agitada sucesión. Otorgó la ciudadanía latina a Hispania y
reordenó el Senado, en el que introdujo a senadores procedentes de las provincias. Su hijo,
Tito Flavio Vespasiano II (79-81 e.c.), completó el sometimiento de Judea al poder romano y
122
luego prestó su atención a Roma. Gastó grandes cantidades de dinero en el embellecimiento
de la ciudad y concluyó el anfiteatro Flavio —el Coliseo—, un proyecto constructivo
iniciado por Vespasiano en el que trabajaron prisioneros judíos. Su personalidad le valió el
epíteto de «Tito, amor y delicias del género humano». Tras su prematura muerte, fue
sucedido por su hermano Tito Flavio Domiciano (81-96), quien gobernó con moderación
durante sus primeros diez años. Emprendió una guerra triunfal contra los catos, después de
atravesar el Rin cerca de Maguncia. Su administración imperial fue competente, pero a partir
de la rebelión del legado de Germania, se volvió desconfiado y despótico, lo que le llevó a
ordenar numerosas ejecuciones de víctimas supuestamente involucradas en intrigas contra el
poder imperial. Esta despiadada conducta condujo a su asesinato en una conspiración
palaciega en el año 96.
LA DINASTÍA ANTONINA
Los conspiradores lograron del Senado la inmediata aprobación de su sucesor, Coceyo Nerva
(96-98), viejo senador respetado y rico, quien siguió la línea política moderada de los
primeros Flavios e inauguró la práctica de seleccionar por adopción al sucesor imperial. Su
elección recayó en el general Trajano, cuya adopción, en el 97, aseguró la estabilidad política
y el equilibrio de las fuerzas militares durante su breve gobierno, que además proporcionó
una transición sosegada de la dinastía Flavia a la Antonina. Los cuatro emperadores
siguientes —Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio— compartieron un interés
común por el gobierno justo y eficiente de los asuntos públicos, contribuyendo a la
prosperidad del Imperio y conservando la herencia cultural grecorromana.
TRAJANO
Trajano (98- 117) emprendió dos guerras contra el rey dacio Decébalo (101-102 y 105-107),
quien, al ser definitivamente derrotado, se quitó la vida junto con toda su corte en un
banquete suicida. Así pues, Trajano conquistó y se anexionó la Dacia, una amplia región
situada al otro lado del Danubio. También llevo a cabo una campaña militar contra los partos
(113-117), como resultado incorporó Armenia y formó las provincias de Mesopotamia (115) y
Asina (116), con el río Tigris como frontera oriental del Imperio. Fue un soberano excelente
que se ganó el título de óptimas princeps. Falleció antes de afianzar sus logros, lo que habría
podido hacer de haber vivido algunos años más.
ADRIANO
Adriano (117- 138), que fue adoptado por Trajano en su lecho de muerte, había prestado
servicios militares bajo las órdenes del emperador. Al igual que Trajano, procedía de una
familia romana emigrada a Hispania en época de los Escipiones. El abuelo paterno de
Adriano estuvo casado con Ulpia, una tía de Trajano. Fue un hombre de excepcional
capacidad intelectual y determinación, autodisciplina y tenacidad, que combinaba una
refinada educación clásica, con un gran talento para la gestión administrativa y una
sobresaliente carrera militar. Si Trajano fue el último gran conquistador del Imperio romano,
Adriano fue el verdadero artífice de su legado. Poseía un vasto y preciso conocimiento de
todas las provincias y del gobierno central, así como de sus recursos humanos y financieros.
Tal conocimiento le llevó a la convicción de que el Imperio se había extendido en exceso:
nuevas conquistas habrían causado un inaceptable desequilibrio entre gastos y beneficios.
Fue partidario de abandonar algunos de los últimos territorios incorporados al Imperio, o al
123
menos, de favorecer su sometimiento al régimen descentralizado de un Estado cliente,
mucho menos costoso y con resultados casi equiparables desde el punto de vista de su
dominio político. Esta actitud «defensiva» provocó una cierta reacción adversa en el Senado,
especialmente entre el sector «imperialista» del círculo gobernante. Si el Senado se mantuvo
hostil, Adriano logró ganarse el favor del pueblo. Se mostró también favorable a la
consolidación y desarrollo de la cultura grecorromana, a la que consideraba la esencia y
fundamento de la civilización. Su interés en la tradición helénica y en la revitalización de los
dioses del Olimpo fue la causa de la última rebelión de los judíos. El sacerdote Eleazar y el
dirigente Kojba incitaron a una insurrección (132-135) contra la fundación de una colonia
romana en Jerusalén, y la consagración de un templo a Júpiter Capitolino en el mismo lugar
en el que se hallaban las ruinas del antiguo Templo judío. Una vez sofocada la revuelta, la
población judía fue expulsada de la ciudad santa, lo que dio lugar a la última gran diáspora.
ANTONINO PÍO
Después de veinte años de exitoso gobierno, en el año 137, Adriano recibió del Senado
numerosos elogios y honores sin precedentes. Adoptó al senador Antonino, quien durante
mucho tiempo había sido miembro del consejo imperial, e hizo que él adoptara a un joven al
que Adriano había llegado a admirar: Anio Vero, futuro Marco Aurelio. Al año siguiente el
emperador falleció y Antonino obtuvo el reconocimiento del Senado como legítimo sucesor.
Antonino tuvo un largo y feliz gobierno (138-161) en el que apenas hubo acontecimientos
significativos. Si Adriano había consolidado el Imperio, Antonino Pío, favoreció el bienestar
general en el mundo romano. Su período de gobierno se caracterizó por haber implantado
una paz duradera. Compartió la admiración de Adriano hacia el joven Marco Aurelio, a
quien unió en matrimonio con su hija Faustina, y lo asoció al poder imperial a partir del año
146. A su muerte, Marco Aurelio no tuvo dificultad para sucederlo.
MARCO AURELIO
Marco Aurelio (161- 180), fue corregente del Imperio desde el 146 hasta el 161. Fue el último
gran emperador de la dinastía Antonina y una figura trágica. Cumpliendo el testamento de
Adriano, formó una «colegialidad» con su «hermano» —pues había sido también adoptado
por Antonino Pío— Lucio Aurelio Vero. Durante el período corto de corregencia hasta la
muerte de éste (161-169), tuvo que reparar sus errores, mientras trataba de conservar limpia
su imagen. La dedicación de Marco Aurelio, la fuerza transmitida por su excepcional
personalidad y su buen ejemplo ayudaron a mantener la integridad del Imperio en las
circunstancias más adversas. El ejército enviado para rechazar la invasión de los partos,
formalmente encabezado por Lucio Vero, pero en realidad dirigido por los generales Casio y
Prisco, infligió sucesivas derrotas al enemigo hasta conquistar finalmente su capital,
Ctesifonte, en el 165. Cuando los partos estaban casi sometidos, una terrible peste azotó al
ejército romano, obligándolo a la retirada. La epidemia lo acompañó en su regreso a Roma,
donde sus efectos fueron devastadores. Se lograron recuperar Capadocia y Siria; Armenia y
Orcómeno se transformaron en reinos clientes. Otra amenaza mayor aun apareció en las
fronteras del norte: los marcomanos, cuados y otras tribus germanas cruzaron en el 166 el
Danubio. Marco Aurelio movilizó a todas las fuerzas disponibles, reducidas por la peste, y se
puso al frente. Para asegurar la frontera oriental otorgó a Avidio Casio, gobernador de Siria,
el mando de toda Asia Menor. La victoriosa ofensiva de Marco Aurelio obligó a los cuados a
solicitar la paz. La muerte de Lucio Vero, en enero del 169, precipitó el regreso del otro
124
emperador a Roma. Logró vencer a los marcomanos, lo que permitió ocupar sus tierras. La
súbita rebelión de Avidio Casio en el 175, al parecer porque creyó que Marco Aurelio había
muerto, obligó a éste a dividir sus tropas con el fin de sofocar el levantamiento, hecho que le
impidió someter definitivamente a los marcomanos, quienes planearon una nueva invasión.
Con la ayuda de los generales Pompeyano y Sura, Marco Aurelio volvió a vencer a los
bárbaros, pero su fallecimiento inesperado a causa de la peste no le permitió consolidar su
victoria. Siendo ante todo un filósofo, Marco Aurelio representó una de las más elevadas
expresiones del estoicismo tardío. Llevó el Imperio y su propia vida personal desde la
perspectiva del pensamiento estoico. Se consideraba una especie de «agente» de la razón
universal, comprometido a actuar siempre con arreglo al lógos divino y obligado por el
deber de ejercer de forma ecuánime y moderada el poder imperial. Su condición de
emperador romano representaba para él, según sus estrictas normas éticas, un compromiso
ineludible en la defensa de los intereses del Imperio aun cuando, como filósofo y humanista,
pudiera verse obligado a transigir con opiniones opuestas. Tuvo conciencia de que vivía en
tiempos difíciles, gobernando a una sociedad civilizada y madura que, sin embargo, daba ya
algunas señales de agotamiento. Pensó que el emperador debía compensar sus limitaciones
con una suprema devoción al cumplimiento de sus tareas de gobierno y ser así ejemplo para
todos los ciudadanos romanos. Sus Meditaciones, escritas en griego durante las campañas
militares, desvelan que siempre colocó sus deberes imperiales por encima de sus
consideraciones personales, y pueden considerarse junto al Manual de Epicteto, como una de
las mejores manifestaciones de la ética estoica.
LA ELECCIÓN DE CÓMODO
Marco Aurelio decidió interrumpir la secuencia de adopciones imperiales que había
prevalecido desde Trajano en favor de su hijo natural, Cómodo, entre otras razones porque
no encontró un candidato para sucederlo que obtuviese la aceptación general. Pronto
comprendió las limitaciones de Cómodo, pero con exceso de condescendencia paterna esperó
que algún día pudiese convertirse en un buen emperador si se rodeaba de excelentes
consejeros. En el año 177 le asoció al poder y partió a combatir la nueva invasión de los
marcomanos, que en el 180 fueron vencidos por completo. Tras su fallecimiento como
consecuencia de la peste, Cómodo prefirió —contra la voluntad de las tropas— firmar un
acuerdo de paz con los marcomanos para poder regresar a su vida de placeres en Roma. El
lamentable gobierno de Cómodo (161-192), quien dejó el Imperio en manos de los prefectos
del pretorio, provocó un período de enorme inestabilidad en Roma.
LOS SEVEROS
Tras la difícil sucesión de Cómodo, en la que cuatro candidatos se disputaron la púrpura,
Severo (193-211), de origen africano, logró restaurar la disciplina y la eficiencia del ejército,
instaurando un régimen militar. Durante su gobierno, tuvo que afrontar numerosas guerras
contra los pueblos bárbaros que amenazaron las fronteras del Imperio. La incompetencia de
su hijo y sucesor, Bassiano (211-217), provocó otro período de incertidumbre. El hecho más
relevante de su gobierno, fue la publicación de un edicto, la famosa Constitutio Antoniniana
del año 212, por el que concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del
Imperio. Dos mujeres de la familia de los Severos, Julia Mesa y la hija de ésta, Julia Mamea,
trataron después de superar la situación de desgobierno en que se hallaba el Imperio.
Impusieron a uno de los nietos de Julia Mesa, el poco prometedor Heliogábalo (218-222), que
125
introdujo en Roma el culto a El Gabal, divinidad solar, desplazando a Júpiter en el Panteón.
Después auparon al poder a su otro nieto, Alejandro Severo (222-235), hijo de Julia Mamea.
Su política de fuertes restricciones provocó antipatías en el ejército, razón por la que fue
asesinado junto a su madre durante una campaña militar en Germania.
FUSIÓN CULTURAL
A comienzos del siglo II e.c. el Imperio romano era un «organismo» supranacional que
comprendía vastos territorios y reunía a culturas y tradiciones diversas. Sus heterogéneas
poblaciones estuvieron condicionadas por las específicas características medioambientales a
las que debieron adaptarse: desde los desiertos africanos a las llanuras de la Galia, y desde
los bosques del Rin a las zonas montañosas de Anatolia. Todas ellas se encontraban
sometidas a una única autoridad política y podían beneficiarse de una cierta estabilidad en
las relaciones entre sociedades y etnias de signo cultural diferente. Gracias a las conquistas
militares, la expansión del Imperio sentó las bases para que se iniciara un largo proceso de
asimilación y fusión de la cultura romana con las costumbres locales, dando como resultado
una civilización uniforme dentro de la diversidad: se crearon las condiciones para la difusión
de normas jurídicas homogéneas, el uso de una lengua común, la construcción de
infraestructuras que facilitaban las comunicaciones entre territorios, el conocimiento de los
avances técnicos y el acercamiento en los modos de vida, así como el desarrollo económico
de áreas anteriormente deprimidas y una rápida urbanización.
126
agrícola. El despoblamiento del mundo rural había favorecido el desarrollo de los latifundio:
los grandes terratenientes adquirían a bajo precio las tierras abandonadas y las arrendaban
después a campesinos libres, conocidos como colonos.
LA ESTRUCTURA SOCIAL
LA RIQUEZA
Las familias senatoriales y ecuestres se permitían un elevado nivel de vida. Poseían villas
urbanas y rústicas, donde, rodeados de objetos suntuosos de exquisito refinamiento y de
fabulosas obras de arte, disfrutaban de grandes comodidades. Para ellas eran los altos cargos
de la administración imperial, los mayores rangos militares y los gobiernos provinciales,
mientras que la dirección de las ciudades recaía en las oligarquías decurionales. Sin duda, los
servicios políticos prestados y la lealtad a la casa imperial podían favorecer el ascenso social.
Desde Augusto, la condición de senador fue hereditaria, pero la entrada en el orden ecuestre
se producía cuando el emperador otorgaba el honor. Algunos infortunios, como la condena
jurídica o la ruina económica, podían conducir a la exclusión de un estamento. Las
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diferencias sociales se aprecian en la contraposición, a partir de mediados del siglo II e.c., de
dos categorías jurídicas: los honestiores, poseedores de un alto status socioeconómico y de
prestigio social, y los humiliores, pertenecientes a la plebe con recursos reducidos. Desde el
punto de vista del derecho penal, los primeros eran mejor tratados que los segundos, ante
idénticos delitos, los humiliores podían ser condenados a tortura, trabajos forzados,
crucifixión, muerte en el anfiteatro, etc.
LOS ORDINES
El orden senatorial fue un grupo social restringido con un alto concepto de su superioridad y
fuerte cohesión interna, pese a que estaba muy diversificado y sufrió graves altibajos a lo
largo de la época imperial, al desaparecer muchas de sus principales familias caídas en
desgracia ante emperadores como Calígula, Nerón o Domiciano. Augusto fijó las condiciones
para pertenecer al rango y clarificó los límites que lo separaban del orden ecuestre. Durante
el Imperio, sus efectivos se renovaron con la entrada de homines novi («hombres nuevos»),
procedentes de las aristocracias provinciales, hijos de equites o caballeros, que asumieron la
ideología de este estamento privilegiado. Los senadores solían ser propietarios de tierras
(fundí), tanto en Italia como en provincias. Este nivel económico les permitía vivir con lujo y
prodigar generosidades —obras públicas, donaciones—, un fenómeno habitual en el mundo
romano conocido con el nombre de «evergetismo». Constituían un orden cerrado por una
tupida red de lazos familiares y adopciones. En el ámbito privado, los hijos de senadores
recibían una esmerada educación —jurisprudencia, oratoria, arte militar—, que los preparaba
para las funciones importantes, empezando por los puestos senatoriales inferiores, con cuyo
desempeño adquirían una valiosa experiencia.
El número de caballeros que integraban el orden ecuestre era mucho más elevado y se
incrementó durante el Alto Imperio. Tuvieron conciencia de grupo, aunque éste estuviese
mucho más diversificado que el senatorial. Teóricamente, la pertenencia a este orden no era
hereditaria, aunque de facto se configuraron familias ecuestres, de las que se nutrió el orden
senatorial para renovar sus filas. Los equites constituyeron un estamento afín al régimen
imperial, su principal promotor. Para entrar en él era necesario poseer una fortuna tasada
como mínimo en 400.000 sestercios, pero había caballeros más ricos que algunos senadores.
Su riqueza procedía de los beneficios que obtenían en destacados cargos públicos, pero sobre
todo de sus actividades comerciales e industriales, así como de la banca.
El orden decurional, a diferencia del senatorial y ecuestre, no era un orden con validez en
todo el Imperio, sino sólo a nivel de cada ciudad, donde constituía la clase dirigente. Sus
integrantes, ejercían las magistraturas locales, copaban los puestos del consejo o curia y
asumían los sacerdocios del culto imperial. Tampoco era un rango hereditario, aunque su
privilegiada posición favoreció que los hijos de los decuriones se mantuvieran en el
estamento a lo largo de generaciones, creando una oligarquía cerrada, si bien en ciertos casos
familias «nuevas», e incluso descendientes de libertos, pudieron acceder a él por razón de su
riqueza. Los decuriones solían ser propietarios de grandes extensiones de tierra localizadas
en el territorio municipal al que pertenecían, pero también tenían intereses en el comercio y
la manufactura. Su patrimonio los llevaba a asumir buena parte de los gastos comunitarios
como una forma de evergetismo, lo que terminó por arruinar a muchos de ellos.
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LA PLEBE Y LOS LIBERTOS
Los estratos urbanos inferiores tenían una composición muy heterogénea: artesanos,
comerciantes, profesiones liberales, aunque muchos individuos trabajaban para otros. Había
una separación clara entre plebe urbana y rústica, según el nivel cultural, tradiciones,
actividad económica y lugar de residencia. Los miembros de las clases bajas urbanas podían
asociarse en collegia, con fines laborales, religiosos o funerarios: tenían su propio tesoro,
magistrados, comidas en común y patronos. El pueblo de Roma era especialmente
beneficiario de las larguezas imperiales. La plebe rústica, que constituía el grueso de la
población del Imperio, era empleada junto con los esclavos, como mano de obra en los
grandes latifundios. El sistema de colonato o arrendamiento de tierras a cambio de un canon
se fue imponiendo en época imperial en muchos lugares.
Algunos libertos ricos llegaron a destacar económicamente a nivel municipal gracias a sus
negocios —comerciales y artesanales— y, a pesar de que les estaban vedados los cargos
públicos, podían ser reconocidos con los ornamentos del rango decurional. Estos libertos
acomodados —sector social afecto al régimen imperial— constituían una especie de ordo —
los augustales— encargado del culto al emperador. Solían promover también actos de
evergetismo.
LOS ESCLAVOS
Para los esclavos la esperanza era la manumisión, que los transformaba en libertos,
posibilidad más frecuente durante el Imperio, aunque regulada porque abría el acceso a la
ciudadanía romana. Las familias ricas poseían gran cantidad de esclavos, aunque las fuentes
de suministro cambiaron ligeramente en época imperial, ya que las guerras de conquista no
eran tan habituales como en el pasado. En ese período eran fundamentalmente hijos de
esclavos, libres voluntariamente convertidos en esclavos o niños huérfanos.
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los senadores eran unos trescientos; con César llegaron a ser novecientos y a partir de la
época de Augusto fueron cerca de seiscientos.
Aunque privado en época imperial de sus antiguos poderes, el Senado era la principal
institución del Estado. Como prestigioso y autorizado vestigio del antiguo ordenamiento
republicano, confería continuidad y legitimidad al poder imperial. El Senado estaba
controlado por el emperador —que podía nombrar directamente a los magistrados y
convertir a sus candidatos en senadores—, pero mantuvo numerosos privilegios formales e
incluso políticos: Era el órgano que ratificaba el nombramiento de los emperadores.
Nombraba a los gobernadores proconsulares de la mayor parte de las provincias —los otros
eran designados por el emperador, los legati Augusti pro praetore—. Llevaba el control del
erario. Con la incorporación de nuevos miembros procedentes de las provincias, el Senado se
convirtió en una asamblea política y socialmente representativa del nuevo orden imperial. En
períodos de crisis representó la continuidad de la tradición contra la usurpación militar, así
como los intereses de la vieja nobilitas contra el poder del ejército y el consejo imperial.
LAS ELECCIONES
La organización de una campaña electoral era muy costosa, ya que para conseguir el apoyo
necesario —además de los métodos intimidatorios a los que a menudo recurrían los
candidatos— era costumbre repartir importantes sumas de dinero entre los potenciales
electores. Sólo a partir del año 139 a.e.c. el voto comenzó a ser secreto. Hasta entonces, los
electores entraban en los lugares destinados para las votaciones y pronunciaban en voz alta
el nombre del candidato al que otorgaban su voto (o bien consignaban su decisión sobre un
proyecto de ley) ante los rogatores encargados de registrar las preferencias. A través de este
procedimiento los nobiles y los más pudientes ejercían el control sobre sus clientelas
electorales. Posteriormente, a instancias de un tribuno de la plebe, Gabinio, se introdujo el
sistema de las tablillas de cera donde se escribía el nombre del candidato para garantizar así
el voto secreto (lex Gabinia tabellaría del año 131 a.e.c.). Métodos análogos de votación
fueron empleados —también en época imperial— en el ámbito municipal para la elección de
los magistrados locales y cargos administrativos. Los muros de las calles de Pompeya
131
presentan testimonios de propaganda electoral «rótulos pintados». Gracias a la información
de esta ciudad, conocemos la organización política de una ciudad de tamaño medio, así como
las condiciones en que se desarrollaban las elecciones de los miembros de la curia o senado
local (decuriones:) y de los principales magistrados. El hermano de Cicerón, Quinto Tulio
Cicerón, escribió un manual del candidato para las elecciones consulares en la Roma
republicana.
Las guerras a partir de las cuales la República romana comenzó a imponer su dominio en el
Mediterráneo fueron llevadas a cabo por ejércitos de ciudadanos de extracción social
popular. Las legiones eran reclutadas sólo en caso de necesidad y, una vez terminadas las
operaciones militares, los hombres llamados a las armas regresaban a su vida civil y
reemprendían las ocupaciones interrumpidas por la guerra.
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políticos que ambicionaban el máximo poder dentro del marco constitucional republicano.
Tales fueron los casos de Mario, Sila, Pompeyo, César, Marco Antonio o Cayo Octavio, que
utilizaron las legiones para conquistar el poder.
EL BELLUM IUSTUM
Los éxitos en la guerra dependían de la estrategia militar y del grado de adiestramiento de
las tropas. Pero para los romanos existía además un principio esencial que servía de
motivación máxima en el combate: la acción militar adquiría una fuerza inusitada si estaba
inspirada en el bellum iustum —«guerra legítima»— sancionado por la concepción sagrada
del poder. Se establecía así una cierta concepción religiosa de la guerra que implicaba la
necesidad de cumplir ciertos rituales indispensables para gozar de la protección divina. En la
mentalidad antigua, la prosperidad de un pueblo dependía de la benevolencia de los dioses.
En la ceremonia religiosa destacaba la evocatio, la invocación a los dioses en busca de
protección contra los enemigos. Haciendo uso de sus ventajas sacerdotales, el general
romano pronunciaba algunas fórmulas rituales y sacrificaba a un animal para examinar sus
entrañas y detectar en ellas los signos de la voluntad divina.
Para obtener la confirmación de la legitimidad de la guerra, los romanos habían instituido ya
en época monárquica el colegio sacerdotal de los fetiales, encabezado por el pater. Tras
asegurarse de que Roma había sufrido una grave ofensa, estos sacerdotes, que eran
inviolables, se dirigían al pueblo enemigo pronunciando de forma solemne la siguiente
fórmula ritual: «somos los enviados oficiales del pueblo romano, embajadores según el
derecho humano y divino», estableciendo a continuación las condiciones para reparar dicha
ofensa. Si en el plazo de treinta días no recibían respuesta, declaraban que la guerra era justa.
Ellos mismos eran los encargados de ratificar el eventual tratado de paz, pronunciando una
133
fórmula de exsecratio, es decir, de maldición, por la que se atraía el castigo divino sobre
quien no respetase los pactos.
LA OVATIO Y EL TRIUMPHUS
Ningún general romano debía descuidar las señales enviadas por los dioses. Si había
cumplido con todas las formalidades religiosas y contaba con el beneplácito divino, su
victoria sería reconocida por el pueblo romano. Podía ser premiado con una ovatio o con un
triumphus. Se concedía una ovatio cuando la guerra en la que el general había obtenido
éxitos aún no había concluido o cuando se consideraba que el enemigo era indigno, como en
el caso de las revueltas de esclavos del siglo I a.e.c. El triumphus consistía en un desfile
militar del general victorioso que, caracterizado como Júpiter, vestido con una toga púrpura
y portando una corona de laurel, realizaba el recorrido triunfal montado majestuosamente
sobre una quadriga. Este reconocimiento era concedido por el Senado siempre que se hubiera
cumplido una serie de requisitos, como que el aspirante hubiera dirigido personalmente la
batalla, conquistado para Roma el territorio enemigo y causado, al menos, cinco mil bajas al
ejército adversario. Con el Imperio esta ceremonia quedó reservada al emperador y a los
miembros de su familia. Se entendía que, aunque no hubiese estado presente físicamente en
la batalla, sus generales habían logrado la victoria gracias al genius e inspiración del
emperador.
LA RELIGIOSIDAD ROMANA
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RITUALISMO Y TRADICIÓN
Ciertos aspectos de la religión romana se mantuvieron fieles a la tradición según el principio
que defendía la conservación de los ritos de los antepasados como la forma más adecuada de
practicar la religión transmitida directamente por los propios dioses inmortales. Se
preservaron plegarias e invocaciones que se convirtieron en incomprensibles pero que no
fueron modificadas por temor a que perdiesen su eficacia. Un rasgo característico de la
religión romana fue su rígido ritualismo: la posibilidad de que los ruegos fueran atendidos
dependía de la precisión con la que se realizaban las ceremonias; cualquier error podía
comprometer la validez del ritual. Este exagerado formalismo se explicaría a partir de la
relación existente entre el hombre y el mundo divino. Los romanos no contemplaban la
posibilidad de establecer una relación de simpatía con las divinidades por las que sentían
devoción: consciente de la extraordinaria fuerza de los dioses, el creyente se limitaba a
ofrecerles sacrificios y ofrendas con el fin de aplacar su ira. Los rituales cumplían una función
preventiva por medio de la cual se establecía un pacto con la esfera divina. La palabra fides
—de la que procede «fe», que para nosotros denota la creencia en una realidad
sobrenatural— para los romanos significaba principalmente «lealtad», respeto a la palabra
dada. Por medio de los ritos y las ofrendas el devoto se aseguraba la benevolencia divina con
la esperanza de obtener beneficios en la vida real: salud física, una buena cosecha, protección
ante peligros, etc. Cualquier actividad estaba sujeta al capricho de los dioses y era objeto de
una fórmula de invocación, todas ellas aparecían recogidas en los Indigitamenta, los rituales
que especificaban las ventajas de los dioses tutelares y las ceremonias invocatorias propias de
cada uno de ellos. La lista de las divinidades invocadas era interminable en cuanto que
podían ejercer una influencia determinante sobre el espacio, el tiempo o cualquier actividad
humana.
EL MATRIMONIO
El matrimonio en la antigua Roma tuvo sobre todo una función social. Fue el principal medio
por el cual las familias patricias cimentaban sus relaciones y estrechaban sus lazos para
acrecentar su prestigio social y su dominio económico. Las formas de unión matrimonial eran
diferentes según su modalidad: cuando la ceremonia era oficiada por el pontifex maximus
recibía el nombre de confarreatio. En otras ocasiones se realizaba un acto de venta ficticia por
parte del padre de la novia. Con el paso del tiempo, se llegaba a la unión matrimonial con la
simple cohabitación ininterrumpida durante al menos un año. A comienzos de la época
imperial ésta era la forma más habitual de matrimonio.
137
estrictas, la situación de la mujer fue cambiando, hasta el punto de llegar a adquirir una
mayor dignidad y asumir un papel mucho más autónomo dentro de la sociedad.
Tanto en la vida privada como en la esfera pública, pudo tomar libremente iniciativas que no
habrían sido permitidas, por ejemplo, a la mujer ateniense, obligada a pasar toda su vida en
el interior del hogar.
LA EDUCACIÓN
Los hijos eran educados en el seno de la familia. Hasta los siete años eran confiados al
cuidado de la madre. Los niños varones pasaban entonces a la responsabilidad del padre,
quien elegía a un pedagogo, normalmente un esclavo o liberto de origen griego, de forma
que su enseñanza fuese bilingüe. Las familias con menos recursos solían enviar a sus hijos a
las escuelas de pago públicas, en las que recibían nociones elementales de escritura y
aritmética por medio de técnicas repetitivas y de la imposición de una férrea disciplina. Este
tipo de escuela primaria contaba a veces con un local improvisado, cuando no aprovechaba
los pórticos. La educación de las niñas terminaba a los doce años, edad a partir de la cual
podían contraer matrimonio. Los niños pertenecientes a familias acomodadas solían
continuar con los estudios en las escuelas de grado superior. La retórica gozaba de gran
consideración, pues se pensaba que saber utilizar la expresión oral al servicio de la
persuasión era el conocimiento más idóneo para incorporarse a las asambleas. La capacidad
oratoria cumplía una función cívica. La lectura de los clásicos —especialmente griegos— y el
estudio de la historia a través de exempla proporcionaban fuerza moral al adolescente. A
través de episodios de la historia y de las celebridades ensalzadas por la tradición se
expresaban los valores patrióticos con los que se había cimentado la grandeza de Roma y, a
la vez, se construía el discurso ideológico que cohesionaba a la clase dominante.
138
LA INCORPORACIÓN A LA VIDA PÚBLICA
A los 17 años los jóvenes se iniciaban en las actividades de la vida pública. Para ser
considerados como verdaderos ciudadanos solían recibir adiestramiento militar y
acompañaban al padre, o al hombre político a quien eran confiados, en el Foro o en el
Senado, incluso viajaban a algunas ciudades del mundo griego para aprender mejor la
lengua o asistir a las lecciones de famosos filósofos. No existían escuelas especializadas en las
que se recibiera instrucción militar o se enseñaran nociones jurídicas y administrativas para
ocupar las magistraturas. A los jóvenes se les exigía conocer las Leyes de las XII Tablas. Para
el resto de saberes, la práctica y la experiencia personal proporcionaban los conocimientos
necesarios para desarrollar un buen cursus honorum. El servicio militar representó siempre
la vía más directa para conseguir notoriedad, condición necesaria, junto con la riqueza, para
presentarse a las elecciones con garantías suficientes de éxito.
Durante la época imperial, el Estado asumió la responsabilidad de establecer escuelas
públicas. Vespasiano creó en el año 78 e.c. una especie de «academia» de retórica al frente de
la cual situó al hispano Quintiliano. Se perseguía el objetivo de contribuir a la formación
humanística de la futura clase dirigente, cuyos componentes, serían capaces de llegar a un
consenso político que permitiera el buen funcionamiento del aparato de Estado al servicio del
emperador.
139
EL DESARROLLO TECNOLÓGICO DE LOS ROMANOS
El moderado desarrollo tecnológico de los pueblos de la Antigüedad ha sido justificado, bien
por la masiva utilización de mano de obra servil, bien por la falta de necesidad de
incrementar la producción o porque los dispositivos mecánicos fabricados principalmente en
madera no resultaban muy eficientes. A pesar de sus limitaciones, la tecnología romana
alcanzó logros significativos. Algunas de sus mayores innovaciones fueron motivadas por las
exigencias militares. Se construyeron máquinas que perfeccionaban las técnicas de asedio:
por ejemplo, dispositivos fijos o móviles para arrojar flechas o proyectiles, accionados por
mecanismos de torsión capaces de alcanzar con gran precisión un objetivo situado a una
distancia de varios cientos de metros. Los avances más sofisticados procedieron de la
ingeniería civil. Los romanos supieron mejorar los métodos y técnicas desarrollados por
otros pueblos como los griegos, etruscos y fenicios. Innovadoras fueron las construcciones
para conducir el agua a las ciudades desde los manantiales por medio de canalizaciones
subterráneas y estructuras elevadas con las que se conseguían superar las oscilaciones
orográficas con galerías y arcos. A finales del siglo I e.c. Roma estaba provista de nueve
acueductos, de cuya gestión nos informa Frontino, nombrado por Nerva administrador del
suministro hídrico de la ciudad. Mediante las obras de ingeniería hidráulica, los romanos
fueron capaces de modificar las condiciones de determinados territorios, aumentando las
tierras disponibles para el cultivo o alterando el paisaje para extraer de forma agresiva el
mineral de las montañas. Otro logro de la ingeniería civil romana fue la creación de una vasta
red de vías o calzadas por todo el Imperio. A pesar de que en origen sirvieron para favorecer
el desplazamiento de las legiones y para permitir un mayor control de los territorios
conquistados, tanto las vías pavimentadas (calzadas) como las que constituían simples
caminos de firme apisonado, resultaron de vital importancia al facilitar la comunicación
terrestre entre los diversos centros comerciales del Imperio. Se considera que la vía o calzada
es el primer signo de la dominación romana sobre un determinado territorio. Son célebres
también las grandes estructuras portuarias en las que destacan los amplios amarraderos para
acoger a navíos destinados al comercio transmarino.
TECNOLOGÍA Y POLÍTICA
Las termas, los anfiteatros, los circos, los acueductos, los puentes, los puertos, las calzadas...
son la prueba de una tecnología avanzada, pero sobre todo el resultado de la aplicación de
una política eficiente: la posibilidad de levantar semejantes construcciones e infraestructuras
había estado al alcance de otros imperios, pero sólo el romano supo emplear los recursos
económicos necesarios para hacerlas realidad y dotarlas de un eficaz aparato administrativo
que se encargara de su mantenimiento y funcionamiento. Cuando el Imperio comenzó a
mostrar los primeros síntomas de debilidad y el poder central se vio incapaz de sostener
estas obras públicas, los logros alcanzados por la ingeniería romana comenzaron a
desmoronarse como reflejo de las condiciones en que se hallaba el poder político que hasta
ese momento los había hecho posibles.
140
EL DERECHO ROMANO
El Derecho romano se extiende desde los orígenes de la ciudad de Roma hasta la época del
emperador bizantino Justiniano I (527-565 e.c.), a quien se debe la gran compilación (Corpus
Iuris Civilis) con que se cierra la historia jurídica de Roma.
141
principios de año, tanto el pretor urbanas como el pretor peregrinus tenían la obligación de
publicar una declaración de las reglas (edictum) que habían de servir para interpretar el ius
quiritium. El pretor urbanas creaba el «derecho de los ciudadanos» —ius civile—, y el pretor
peregrinus, que podía servirse del ius civile y que solía ampliarlo con normas jurídicas ajenas
a la costumbre romana, instituía el «derecho de gentes» —ius gentium—.
A partir del siglo III a.e.c., Roma extendió sus dominios por el Mediterráneo, apareciendo
nuevas necesidades sociales y económicas. La irrupción de la cultura helenística abrió un
nuevo horizonte cultural, presentando una visión más flexible y humanista de la vida. La
filosofía griega ofrecía a los juristas el repertorio intelectual adecuado para hacer posible un
análisis racional y sistemático del derecho. El ius quiritium seguía en vigor, pero apareció el
ius honorarium para reforzarlo, completarlo o corregirlo.
DERECHO CLÁSICO
La nueva fisonomía del Derecho romano se perfila con claridad a partir de finales del siglo I
a.e.c. y durante cerca de trescientos años, hasta mediados del siglo III e.c. En su centro siguen
estando los juristas o jurisconsultos, con personalidades tan destacadas como Juliano, Celso,
Papiniano, Ulpiano y Paulo. Muchos de ellos gozaban de la ventaja de tener una experiencia
práctica, por haber desempeñado puestos en la ciudad y cargos administrativos en las
provincias. Algunos trabajaron en los tribunales, otros eran hombres de letras que escribían
sobre cuestiones jurídicas. Bajo la influencia de Aristóteles y los estoicos, poco a poco
subordinaron el derecho a ciertos conceptos éticos, definiendo términos como equidad,
costumbre o dignidad. Un jurista que en vida no gozó de gran fama, Gayo, alcanzó enorme
reputación siglos más tarde, gracias a un breve manual para estudiantes, que constituye una
de las fuentes más importantes para el conocimiento del derecho de esta época. En el margen
en que el Estado interviene en la elaboración de nuevas normas jurídicas, lo hace a través de
las decisiones del Senado y de las leyes dictadas, ya en época imperial, por el propio
emperador. El mayor logro del Derecho romano clásico fue el análisis y la regulación de los
contratos como instrumento del intercambio económico. Fue un derecho de técnica refinada
y difícil, que sólo se aplicó íntegramente en la ciudad de Roma. En las provincias se usaba un
derecho «vulgarizado», en el que se mezclaban elementos simplificados del genuino derecho
clásico con costumbres jurídicas locales. Por influencia de la filosofía griega, el Derecho
romano tendió a establecer una relación directa entre el «derecho de gentes» (ius gentium) y
el «derecho natural» (ius naturale).
DERECHO POSCLÁSICO
La distinción entre derecho civil (ius civile) y derecho de gentes (ius gentium) dejó de existir
cuando Caracalla otorgó en el año 212 e.c. la ciudadanía romana a todos los habitantes libres
del Imperio. A partir del siglo III e.c., el Derecho romano clásico sufre una degradación
formal debido a la aplicación del derecho vulgar en las provincias. Desapareció la labor
creadora de los juristas. A partir de la época tetrárquica, el emperador asumió el monopolio
de la elaboración del derecho, cuya principal fuente fueron las constituciones imperiales,
compiladas posteriormente por el Código de Teodosio, que entró en vigor en el año 439 e.c.
A partir de Constantino y sus sucesores, el cristianismo dejó sentir también su profunda
influencia en el Derecho romano.
142
CORPUS IURIS CIVILIS
Justiniano cierra la evolución del Derecho romano y promueve, en los comienzos de su
gobierno, del 528 al 534 e.c., la tarea de su recopilación. La obra fue llevada a cabo por
diversas comisiones de juristas y dirigida sobre todo por Triboniano. La compilación de
Justiniano o Corpus luris Civilis, como se llamará desde la Edad Media, se compuso de tres
partes; las Institutiones, manual elemental para estudiantes inspirado en el de Gayo; los
Digesta o Pandectae, antología de la jurisprudencia clásica; y el Codex o Código, colección
de constituciones imperiales que van desde Adriano al propio Justiniano. A ellas se agregó
una cuarta parte: las Novellae leges, nuevas constituciones dictadas por Justiniano y algunos
de sus sucesores, después de la publicación del Código. Este emperador bizantino tuvo una
motivación práctica: quiso hacer una recopilación del derecho aplicable; pero le movió
también la preocupación «clasicista» de salvaguardar para la posteridad lo mejor del Derecho
romano anterior, para que pudiera servir de base a la formación de los futuros juristas.
EL CONTEXTO POLÍTICO-RELIGIOSO
Cuando nació Jesús de Nazaret – en torno al año 4 a.e.c. – el ambiente social, político e
ideológico de Palestina era muy complejo. El sanedrín de Jerusalén, una asamblea de
«ancianos» presidida por el sacerdote y constituida por los miembros destacados de las
familias sacerdotales, representaba la institución judía de mayor autoridad. A este consejo
pertenecían también los «escribas», maestros y estudiosos de la Ley mosaica, que gozaban de
gran prestigio y admiración entre el pueblo judío.
Dentro del sanedrín, la facción o «secta» que contaba con mayor predicamento era la de los
saduceos, quienes, moderadamente favorables a Roma, eran considerados como una especie
de garantía de la estabilidad social en Judea. En materia religiosa se mostraron
conservadores, lo que se reflejaba también en su actitud política. Frente a ellos se situaban los
fariseos —«separados»—, cuyos antecesores parecen haber sido los hasidim de la época de
los macabeos, su grupo tenía cierto carácter nacionalista. De este colectivo formaban parte
143
los «escribas» —en los evangelios «escriba» es frecuentemente sinónimo de «fariseo»—.
Aunque no cuestionaban abiertamente el dominio romano, no fueron colaboradores como los
saduceos. Si bien albergaban deseos de liberación, se preocuparon más por el formalismo
religioso en lo que se refiere a los preceptos de la Torá, que constituía el elemento esencial de
su enseñanza. Los zelotas diferían de estos últimos por su radical y violento nacionalismo,
que los llevó a oponer una resistencia armada clandestina contra el poder romano. El
historiador judío Flavio Josefo menciona también la existencia de un movimiento —al que
llama «Cuarta Filosofía»— hostil a la dominación extranjera. Inspirado por un tal Judas
Galileo, se mostraba en contra del censo y, por tanto, del tributo que habría de pagarse a
Roma. Rechazando cualquier forma de pasividad, admitía la lucha armada del pueblo judío,
confiando en que éste contaría con la ayuda divina para derrotar al imperialismo romano.
Todos los grupos judíos compartían la esperanza en la llegada triunfal del mesías/rey
descrito en las Sagradas Escrituras, del Salvador que, en virtud de la antigua alianza y de las
promesas divinas, vendría a librar al pueblo de Israel. Estas expectativas mesiánicas fueron
vividas con gran intensidad en la comunidad ascética de los esenios, quienes, aislados en el
desierto, compartían sus bienes. El descubrimiento a mediados del siglo XX de una serie de
manuscritos pertenecientes a los esenios asentados en Qumrán, ha permitido conocer las
características y organización de esta secta. La comunidad esenia llevaba una vida
prácticamente monástica, alejada de Jerusalén y de sus sacerdotes y sometida a una estricta
regla de convivencia comunitaria y prácticas rituales.
LAS FUENTES
Las escasas noticias de escritores no cristianos sobre Jesús de Nazaret son marginales y muy
imprecisas. Suetonio se refiere a los seguidores de un personaje llamado Cristo como
alentadores de disturbios producidos en ámbitos judíos de la ciudad de Roma durante la
época de Claudio y a los cristianos como gente dedicada a perversas supersticiones. Tácito
menciona a Jesús como cabecilla judío ejecutado por el procurador Poncio Pilato y comparte
la misma idea que Suetonio acerca de sus seguidores.
La principal fuente para el conocimiento histórico de Jesús de Nazaret es el conjunto de
escritos recogido en el Nuevo Testamento. Debe tenerse presente que en la redacción que
conocemos de los evangelios «buena nueva», el que se considera más antiguo es el llamado
de Marcos, puede fecharse poco después del año 70. Los otros, el de Mateo y el de Lucas,
dependen del anterior, que les sirvió de fuente, y han de fecharse entre los años 80 y 90. El
cuarto evangelio, llamado de Juan, es posterior, en torno al año 100. Son documentos no
coetáneos de los hechos, que surgen de una tradición transmitida oralmente (conocida como
fuente Q) en los que se fue idealizando la figura del maestro con elementos legendarios que
respondían a los intereses ideológicos de las comunidades dentro de las cuales se redactaron,
lo que dio lugar a profundas contradicciones. Aunque los evangelios no son documentos
propiamente historiográficos, sino escritos de carácter religioso, moralizante y didáctico, a
través de los cuales se construyó una poliédrica visión de Jesús de Nazaret, una vez
sometidos a un adecuado análisis histórico-filológico, resultan imprescindibles para conocer
los rasgos de la personalidad del maestro, así como la mentalidad e ideología de las primeras
comunidades nazoreas, cuyo desarrollo podemos descubrir también gracias a los Hechos de
144
los Apóstoles (ca. 90), las auténticas cartas paulinas (entre los años 50 y el 58) y aquellas otras
que fueron escritas por diferentes autores (entre el 70 y el 120).
UN PROFETA APOCALÍPTICO
Vinculado al grupo apocalíptico dirigido por Juan el Bautista —predicador que se sintió
divinamente inspirado al exhortar al pueblo de Israel para que, mediante el arrepentimiento
y un determinado comportamiento acorde con él, se preparara ante la inminente
manifestación de Dios—, Jesús de Nazaret fue un judío piadoso cuyo profundo sentimiento
religioso sedujo a un considerable número de seguidores. Muchos de ellos procedían del
círculo más próximo del Bautista o se habían sentido atraídos por su mensaje.
TENDENCIA NACIONALISTA
Jesús fue considerado por sus adeptos —y él mismo se presentó— como el mesías/rey
davídico de Israel que habría de liberar al pueblo judío del yugo romano. Su predicación
acerca de la llegada del «reino de Dios» tuvo implicaciones de carácter religioso, escatológico
y mesiánico— y político nacionalista— a un mismo tiempo, razón por la que fue vista como
un acto subversivo equiparable a un crimen de lesa majestad. Las autoridades romanas
percibieron, tanto en su ideología «liberadora» como en sus movimientos proclives a la
sedición una peligrosa amenaza al orden establecido. Una vez detenido, interrogado y
condenado conforme al procedimiento legal romano, le aplicaran la pena de muerte más
infamante reservada a los insurrectos: la crucifixión.
DE LA HISTORIA AL MITO
Salvo algunas trazas procedentes de la primera tradición judeocristiana que se había hecho
eco de las genuinas enseñanzas del maestro, los escritos neotestamentarios quedaron
impregnados del pensamiento paulino que estaba encaminado a despojar a la figura de Jesús
de todo rastro de mesianismo judío. La corriente inaugurada por Pablo de Tarso,
predominante ya en las principales comunidades cristianas a finales del siglo I e.c., impulsó
un proceso de «despolitización» y «desjudaización» del Jesús histórico mediante su
hibridación con ciertos elementos de la literatura greco-oriental procedentes de las religiones
mistéricas. La predicación del nazareno, profundamente enraizada en el mundo religioso
judío y caracterizada por su reivindicación sociopolítica, fue transformada por el
pensamiento paulino en un mensaje de tendencia «universalista» cada vez más alejado de su
primigenio contexto histórico. Se pasó así del Jesús histórico al mito del Cristo de la fe.
145
cristianismo una enorme superioridad sobre cualquier religión o escuela filosófica. La
primera reacción pagana vino de la mano de algunos intelectuales de los siglos II y III como
Frontón, Celso y Porfirio, quienes comenzaron a desvelar las incongruencias y
contrasentidos presentes en la nueva doctrina. Precisamente su novedad generaba gran
desconfianza en el mundo pagano, para el que, sin tradición, ninguna creencia religiosa
podía ser digna de respeto. De ahí que los autores cristianos trataran de demostrar que
contaban con la enorme antigüedad de los escritos judíos que ellos habían asumido como
propios, al tiempo que se distanciaban de la religión judía argumentando que su legado
había pasado, por designio divino, al verus Israel (la Iglesia), dado que los judíos habían
abandonado la senda correcta. Se dio inicio al desarrollo de una dilatada polémica cristiana
antijudía.
APROXIMACIÓN AL NEOPLATONISMO
Con el triunfo de la corriente paulina, los cristianos admitieron la posibilidad de que los
gentiles pudieran acceder a la verdad cristiana. Así se explican ciertas concordancias
doctrinales de la teodicea y ética cristianas con el platonismo y el estoicismo. El entusiasmo
desplegado en ámbitos paganos forzó a los cristianos a hacerse entender, viéndose obligados
desde un primer momento a buscar formas de aproximación por medio de conceptos afines o
conocidos para los destinatarios de su predicación. Los autores cristianos tomaron prestados
algunos géneros literarios clásicos para construir su propio discurso, e incluso adoptaron
ciertas ideas ya presentes en escuelas filosóficas que gozaban de enorme prestigio en el
mundo grecorromano. El ataque al politeísmo no ocultó el deseo de aproximación a las
teorías neoplatónicas. Con pensadores como Plotino (204-270) y su discípulo Porfirio (234-
301), el neoplatonismo se convirtió en un sistema monista en el orden filosófico y monoteísta
en lo religioso. La realidad suprema fue concebida como el Uno que, a su vez, comprendía la
Bondad y la Belleza. El Uno, Dios trascendente, se manifestaba y actuaba a través del
Demiurgo para crear y gobernar el mundo a través de otros poderes subordinados como los
dioses, los ángeles y los daemones, que encontraban así una justificación compatible con la
unidad fundamental de la fuerza divina. El monoteísmo neoplatónico confluyó con el culto
solar, de carácter más popular, que encontró su máximo defensor en el emperador
Aureliano, que lo convirtió en religión oficial: Hélios, dios solar, portador de la paz y dios
supremo, fue así identificado con el Demiurgo neoplatónico.
LA OPCIÓN INTEGRADORA
A partir del siglo II se puede detectar ya un claro intento de síntesis entre la filosofía griega y
el cristianismo. Ese esfuerzo provino en primer lugar del apologista Justino: si la filosofía
estoica, por ejemplo, era perniciosa por su panteísmo y materialismo, no por ello dejaba de
ofrecer una ética encomiable. Y lo mismo podía afirmarse del platonismo. En esta misma
dirección avanzaron Clemente y Orígenes, heredero este último del método alegórico
utilizado por Filón de Alejandría. Poseedor de una excelente formación en filosofía griega e
influido por el platonismo de su época, Orígenes elaboró una inmensa obra teológica que es
una compleja síntesis de cristianismo y cultura clásica.
CAUSAS Y RAZONES
Una vez percibida su separación del judaísmo, los cristianos fueron vistos por las
autoridades romanas como los seguidores de un revolucionario culpable de maiestas
imminuta y condenado a la crucifixión, a quien rendían culto como a un dios. Al rechazar
cualquier otra forma de religión y reducir a los dioses paganos a la degradante categoría de
maléficos daemones, fueron considerados ateos. Su negación a aceptar el culto político al
emperador les convertía en personas incívicas. Los romanos estaban convencidos de que
tanto su intolerancia como su exclusivismo religioso ponían en peligro la pax deorum (la
benevolencia de los dioses con el Imperio). Muchos intelectuales compartían la creencia
popular sobre los delitos cometidos por los cristianos durante la celebración de sus secretos y
nocturnos rituales, con los que mostraban un profundo odio a la humanidad.
BASE JURÍDICA
En la época anterior a las órdenes imperiales que decretaron su persecución generalizada, los
cristianos fueron procesados según el ius coercitionis reconocido a los magistrados romanos
147
con imperium dentro del sistema de la cognitio extra ordinem por el simple hecho de
admitir su pertenencia a una maléfica et nova superstitio, es decir, por el nomen christianum.
Hubo gobernadores provinciales que, cediendo a la presión de las masas populares, actuaron
contra los cristianos para mantener la paz en su provincia.
AUSENCIA DE HOSTILIDADES
Las primeras comunidades cristianas no constituían una realidad sociológica consolidada
como para que la administración imperial romana advirtiera su presencia entre las nuevas
corrientes que habían surgido dentro del mundo judío durante el cambio de era. A partir de
los textos neotestamentarios, cuya redacción se sitúa grosso modo en el último cuarto del
siglo I, somos capaces de percibir la existencia de un conflicto latente entre el naciente
judaísmo normativo y los primeros cristianos, pero todavía resulta difícil adivinar la
presencia de la autoridad romana en medio de las desavenencias que separaban a estos
últimos de la tradición judía. Las fuentes que nos transmiten información sobre el período de
persecuciones anterior a mediados del siglo III son escasas y poco seguras. Sirven para
configurar una idea general que nos ayuda a comprender la evolución de las difíciles
relaciones que existieron entre el cristianismo y las autoridades que regían el Imperio
148
romano. La difusión del cristianismo durante sus inicios fue favorecida por una sociedad que
se mostró permeable a nuevas creencias religiosas. No pueden definirse con el término de
persecución las medidas de orden público atribuidas al emperador Claudio, ni la represión
neroniana, únicamente proseguida en la capital del Imperio y basada en una acusación
ocasional, que aconteció en un período de tiempo relativamente corto, circunstancias que no
evitaron que Nerón fuese recordado por la tradición cristiana posterior como el «primer gran
perseguidor» de la Iglesia.
EL RESCRIPTO DE TRAJANO
La fuente más segura y autorizada para el estudio de las primeras fases de la persecución
contra el cristianismo es la documentación jurídica plasmada en los rescriptos imperiales, es
decir, las respuestas enviadas a los funcionarios provinciales por el palacio imperial, que
tenían fuerza de ley. Con cierto espíritu de moderación, benevolencia y pragmatismo, el
rescripto que Trajano (98-117) envió a una consulta realizada por Plinio el Joven sirvió
durante mucho tiempo como base jurídica para los procesos contra los cristianos. El
emperador establecía que todos aquellos que resultaran culpables de pertenecer a la secta
cristiana debían ser castigados por el nomen christianum. Pero hacía ciertas salvedades
importantes que contribuían a mitigar la severidad de las persecuciones. En primer lugar,
prohibía buscar a los cristianos. En segundo lugar, las acciones judiciales sólo debían
iniciarse cuando existiera una denuncia formal, pero en caso de que el delator no lograra
demostrar la verdad de su acusación, se expondría a un proceso por calumnia. Se advertía
que no debían admitirse denuncias anónimas, lo que permitió a los cristianos librarse de no
pocas molestias y angustias. Por último, el emperador consentía que, quien renegase de su fe
cristiana y lo demostrase invocando a los dioses, fuese perdonado en virtud de su
arrepentimiento, por dudosa que hubiera sido su conducta pasada. A pesar de los brotes
persecutorios surgidos en determinadas provincias, apenas hubo cambios jurídicos durante
los gobiernos de los restantes Antoninos y de los Severos, cuyas dinastías se mostraron
incluso tolerantes con los cristianos.
LOS APOLOGISTAS
Dado que las relaciones entre los cristianos y las autoridades imperiales se hicieron cada vez
más difíciles, muchos escritores cristianos trataron de mejorar la imagen de la religión
cristiana a través de diferentes escritos, las apologías, en defensa y exaltación de su doctrina
y valores éticos. Los textos de los apologistas ofrecen valiosa información acerca de las
complejas relaciones mantenidas con el Imperio y de la tensión espiritual presente en el seno
de las primeras comunidades cristianas.
LA PERSECUCIÓN DE DECIO
En el año 249, el emperador Decio (249-251), descendiente de una familia senatorial romana,
trató de reavivar las tradiciones y reforzar la unidad del Imperio restaurando y fomentando
el culto imperial (restitutor sacrorum). Para este propósito el cristianismo representaba un
obstáculo por su amplia implantación social. Apenas llegado al poder, publicó un edicto por
el que se obligaba a todos los cristianos a realizar actos externos y públicos de sumisión
religiosa al emperador y a los dioses oficiales. A los que realizaban sacrificios se les entregaba
un certificado de haber cumplido con la norma para no ser molestados de nuevo. Los que se
negaban podían ser encarcelados, torturados y condenados a muerte. Esta persecución
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produjo una profunda convulsión en las iglesias cristianas. Hubo muchos que, de una u otra
forma, consiguieron el citado certificado —los libellatici—, aunque también hubo casos de
cristianos que se negaron a cumplir el edicto y fueron encarcelados o sufrieron el martirio.
Los que terminaron por abjurar recibieron el nombre de «caídos».
LA PERSECUCIÓN DE VALERIANO
Con la muerte de Decio en el 251 la persecución perdió fuerza. Con sus inmediatos sucesores
hubo movimientos persecutorios muy localizados, pero en el año 257 Valeriano (253-260)
inició otra persecución general, aunque selectiva. Sus medidas apuntaron contra la jerarquía
eclesiástica. De ahí que obligase a sacrificar a los dioses solamente al clero cristiano y
prohibiese, bajo pena de muerte, la celebración de cultos. Ordenó mediante el mismo decreto
el cierre de todas las iglesias, así como la confiscación de los cementerios y demás lugares de
reunión. Al año siguiente se hizo público un segundo edicto por el que se endurecían las
penas y se ampliaba su radio de acción con el fin de alcanzar también a todos aquellos
sospechosos que gozasen de un alto rango social. A partir de ese momento, no sólo serían
condenados a muerte los dignatarios eclesiásticos que rehusasen sacrificar a los dioses, sino
también los cristianos pertenecientes a los órdenes ecuestre y senatorial. También las
medidas de Valeriano produjeron, por un lado, numerosas apostasías y, por otro, algunos
mártires de renombre que fueron nutriendo el género literario de los Acta martyrum.
Su hijo Galieno (260-268), un neoplatónico convencido que aborrecía la violencia religiosa,
no sólo terminó con este proceso persecutorio, sino que dictó medidas para devolver a los
cristianos sus lugares de culto y facilitar el ejercicio de su religión. Se inició así una larga era
de paz de casi medio siglo.
LA ORGANIZACIÓN ECLESIÁSTICA
PRIMERAS COMUNIDADES
Tras la muerte de Jesús y el fracaso mesiánico, algunos de sus colaboradores, conocidos como
«apóstoles», trataron de recomponer el grupo de seguidores y ampliar su base social a través
de un activo entusiasmo. Aunque la comunidad «judeocristiana» asentada en Jerusalén gozó
de una gran autoridad, la progresiva expansión de la corriente paulina fuera de Palestina
daría lugar a la formación de nuevas comunidades en las que predominaría el elemento
gentil.
LA JERARQUÍA
La asamblea de fieles comenzó a recibir muy pronto el nombre de ekklesía, término del que
deriva la palabra «Iglesia». La configuración de una estructura estable, sobre la que se habría
de asentar el concepto de autoridad dentro de las primeras comunidades cristianas, fue el
resultado de un largo proceso cuyos primeros estadios apenas pueden percibirse con cierta
nitidez en la época del Nuevo Testamento. Si bien es cierto que el «ministerio» fue concebido
desde sus orígenes como un «servicio» a la comunidad, y así aparece reflejado en las
epístolas paulinas, pronto adquiriría rasgos propiamente organizativos, litúrgicos,
misioneros y apologéticos. Al principio esas funciones fueron asumidas por un consejo de
ancianos, pero Pablo menciona ya a aquellos individuos que, en virtud de su reconocida
condición de «superiores a los demás», se fueron convirtiendo en los dirigentes de los grupos
151
cristianos locales. Ausente en los evangelios, la figura del «inspector», «supervisor» emerge
en el resto de los escritos neotestamentarios como un miembro destacado en la dirección
religiosa de la comunidad. Es habitual encontrarlo vinculado al presbíteros, del que se
presume sinónimo en algunos textos y sobre el que destaca por sus dones especiales en otros,
y también al diákonos («servidor»). Con el tiempo, los presbíteros asumieron, por delegación
de la función pastoral del obispo, la responsabilidad de algunos aspectos espirituales y
litúrgicos de la comunidad, mientras que los diáconos se ocuparon fundamentalmente de las
cuestiones materiales, administrativas y asistenciales.
EL EPISCOPADO MONÁRQUICO
A medida que la influencia de los maestros carismáticos fue disminuyendo conforme el fin
del primer siglo de nuestra era, la autoridad del obispo fue nutriéndose de todos aquellos
elementos reverenciales propios de la «iluminación apostólica», a la vez que fortalecía su
preeminencia con la tendencia a acumular funciones de importancia para la comunidad «en
Cristo». Al considerarse los sucesores de los apóstoles, los obispos comenzaron a suplantar a
los maestros y profetas carismáticos y a convertirse en los ministros de la palabra y el
sacramento. Tal y como da a entender Ignacio de Antioquía, la temprana presidencia de la
eucaristía comunitaria permitió al obispo erigirse en el depositario de la memoria colectiva y
en el máximo garante de la unidad eclesial dentro de su congregación. Salvo en algunas
comunidades, como la de Alejandría y Roma, que prolongaron hasta fechas muy tardías el
ejercicio de la autoridad eclesial por un consejo presbiterial, el obispo, asistido por
presbíteros y diáconos, se impuso a mediados del siglo II como máximo dirigente religioso
en la mayoría de las congregaciones que comenzaban a extenderse por todo el Mediterráneo.
A principios del siglo siguiente, cada comunidad cristiana era ya regida por un solo obispo:
el lento proceso de institucionalización eclesiástica había culminado finalmente en el
«monoepiscopado» o «episcopado monárquico». Esto no impidió que, desde finales del siglo
II, se organizasen también reuniones de obispos para adoptar medidas comunes que
afectaban a las diferentes iglesias.
EL OBISPO DE ROMA
La presencia de una primera comunidad cristiana en Roma se remonta a época temprana,
apenas transcurridos unos años tras la muerte de Jesús. En poco tiempo, el número de sus
miembros creció de forma espectacular, tal y como evidencia la extensión de las catacumbas
de los cristianos a partir del siglo II. Pero no es posible corroborar la tradición según la cual
esta comunidad fue fundada por Pedro y Pablo. Probablemente sería instaurada por unos
desconocidos judeocristianos, tal vez aquellos mismos que en época del emperador Claudio
provocaron ciertos disturbios entre los miembros de la comunidad judía local, razón por la
que los judíos fueron momentáneamente expulsados de la capital del Imperio. Tampoco
existe ninguna prueba de la presencia real de Pedro en Roma. Ni siquiera Pablo menciona al
apóstol en la capital del Imperio y nada se dice al respecto ni en los Hechos de los Apóstoles,
ni en los evangelios sinópticos. Según las fuentes, a mediados del siglo II nada se sabía
todavía sobre la supuesta designación de Pedro como piedra y cimiento de la Iglesia, como
tampoco sobre su estancia y martirio en Roma. Antes de mediados del siglo III, la promesa
de Pedro no desempeñó ningún papel en las pretensiones romanas de dirección y autoridad
sobre la Iglesia universal. Esteban I (254-257) fue el primer obispo de Roma en remitirse a
este pasaje bíblico para «tener a su cargo la sucesión de Pedro». Dos siglos después, el obispo
152
Zósimo será quien desarrolle por primera vez una interpretación de Mt 16,17-19 para
fundamentar el pretendido primado del obispo de Roma. El prestigio adquirido por algunas
iglesias derivaba del lugar donde se hallaban o de su número de fieles. Muchas comunidades
cristianas, tanto de Oriente como de Occidente, mantuvieron contactos epistolares con la
nutrida comunidad asentada en la capital del Imperio. Es posible que se reconociese al
obispo romano cierta capacidad de arbitraje en los problemas suscitados en otras sedes, sobre
todo occidentales. Pero esto no implicaba que se aceptaran sus opiniones ni su pretendida
primacía en el ámbito jurisdiccional.
153
severiana, de los ecuestres en detrimento de los senadores. Hubo «transformaciones» y
«cambios», tanto a nivel imperial como provincial, pero no «crisis generalizadas» que
afectasen por igual a todos los territorios y ámbitos sociales. Incluso aquellas regiones que
sufrieron dificultades en determinados momentos y en ciertos sectores económicos pudieron
gozar de prosperidad en otros períodos en los que soplaron vientos favorables. El siglo III fue
sobre todo una época de «fluctuaciones».
LA ANARQUÍA MILITAR
El período comprendido entre el 235 — año en que se extinguió la dinastía de los Severos
tras el asesinato de Severo Alejandro— y el 284 —año en que Diocleciano accedió al poder—,
es uno de los más confusos y convulsos de la historia del Imperio romano. Su reconstrucción
histórica presenta dificultades debido al reducido número de fuentes, la exigua información
y las numerosas lagunas que presentan. Durante ese medio siglo, alcanzaron el poder
numerosos emperadores, casi todos ellos elegidos por el ejército y vulnerables ante los
frecuentes pronunciamientos militares de las legiones, siempre dispuestas a ofrecer su apoyo
a los candidatos que mostrasen más interés en favorecerlas.
EL DESEQUILIBRIO INSTITUCIONAL
A lo largo del siglo III, la capacidad de intervención política del Senado sufrió una
disminución frente a la imposición militar de sucesivos emperadores. Conforme éstos fueron
asumiendo formas de gobierno cercanas a la autocracia, el Senado dejó de tener posibilidad
real de legislar. Con el aumento de su poder, el ejército pasó de ser un instrumento al servicio
del Imperio a convertirse en el principal elemento de decisión a nivel político, dado que la
aclamación de las tropas fue asumida como la condición esencial que garantizaba la sucesión
imperial. Este mecanismo limitó la capacidad de acción de los emperadores recién llegados a
la púrpura, los cuales debían seguir cediendo a las exigencias de los soldados. La obligada
prodigalidad imperial con el ejército empobreció las finanzas del Estado.
154
EL DESEQUILIBRIO ECONÓMICO
Ante la necesidad de aumentar las reservas del erario para afrontar los gastos derivados del
aparato estatal y militar, las autoridades imperiales se vieron obligadas a ejercer una mayor
presión fiscal que, en determinadas regiones y sectores productivos, contribuyó a agravar el
desgaste económico. Para limitar los daños derivados de una menor capacidad de
adquisición de moneda, se favoreció la «economía natural»: parte de la paga a los soldados
era en especie, razón por la que se introdujo un nuevo impuesto, la annona militar. Los
campesinos se vieron obligados a reservar para el Estado una cuota fija de sus cosechas
equivalente a una cantidad numeraria determinada. La progresiva devaluación monetaria
tuvo dos efectos sobre el sistema económico imperial. Aumentó el volumen de efectivo
circulante que, al ser moneda devaluada, exigía del Estado frecuentes emisiones. Si,
conforme a la Ley de Gresham, la moneda «buena» fue retirada «naturalmente» de la
circulación, las transacciones comerciales requerían una mayor cantidad de moneda para
suplir un nivel similar de necesidades. Además, la devaluación monetaria tuvo un efecto
indirecto sobre los precios de los productos en el mercado libre y sobre las retribuciones
oficiales del Imperio al ejército y a la administración, generándose una situación inflacionista.
TENDENCIA AL ABSOLUTISMO
La inestabilidad política y la anarquía militar estuvieron estrechamente relacionadas. El
proceso de «barbarización» iniciado en época de los Severos explicaría que los nuevos
soldados dejasen de sentir fidelidad a las instituciones: sólo les atraía el interés material y el
prestigio militar del emperador. Algunos emperadores acentuaron la tendencia al
absolutismo insistiendo en la protección divina de que gozaban. De ahí que fomentaran el
culto al dios Sol, que presentaba analogías con el del dios Mitra, difundido entre los
soldados. Precisamente a este culto se vincularon los rituales en honor del emperador.
El siglo III se presenta como una época de transición en la que los viejos modelos de poder,
elaborados en época augustea y perfilados posteriormente, experimentan una profunda
transformación. Las circunstancias impusieron la necesidad de instituir nuevos mecanismos
en el ejercicio del poder imperial, de forma que pudiese adaptarse a una sociedad cambiante
en la que los elementos tradicionales sufrieron también modificaciones.
LA TETRARQUÍA
DIOCLECIANO
Diocleciano (284-305), nacido en el 245, ascendió al poder imperial en el año 284 gracias al
apoyo del ejército. Originalmente llamado Diocles, era un dálmata de extracción humilde
(hijo de un liberto) que ascendió a comandante de la guardia personal (protectores) de
Numeriano. Elegido emperador por los soldados cerca de Nicomedia, se enfrentó al prefecto
del pretorio Aper y marchó hacia Oriente para vencer a Carino, hermano de Numeriano, en
el valle del Margo, en Mesia (285). Compartió el gobierno imperial con su camarada
Maximiano (286-305 y 307-308), primero como «césar» y más tarde como segundo
«augusto». Pocos años después creó el sistema de gobierno conocido como Tetrarquía,
convencido de que cada una de las partes principales del Imperio necesitaba una autoridad
personal superior apoyada por un segundo dignatario del más alto rango.
155
DOS AUGUSTOS Y DOS CÉSARES
El acto de constitución del nuevo régimen tetrárquico tuvo lugar en Sirmium y en Milán el
primero de marzo del año 293. Diocleciano nombró «césar» a Galerio (293-311), un militar de
su ejército, de las provincias danubianas, que debió repudiar a su esposa y casarse con
Valeria, la hija de Diocleciano. Por su parte, Maximiano proclamó «césar» a su prefecto del
pretorio, Constancio Cloro (293-306), de estirpe noble, que ya se había separado de su mujer
Elena, para contraer matrimonio con Teodora, la hija de Maximiano. Además, los nuevos
«Césares» debieron adoptar el gentilicio Valerius en su nomenclatura oficial, por el nombre
del «augusto» Caius Aurelias Valerius Diocletianus, como ya había hecho Maximiano. Las
sedes imperiales se fijaron en las cortes de Nicomedia y Milán —donde residían los
«augustos» Diocleciano y Maximiano—, y en Tréveris —donde se situaba la corte de
Constancio— y Sirmium, residencia oficial de Galerio, quien a partir del año 300 se
trasladaría a Tesalónica. A nivel simbólico, los cuatro emperadores crearon una fraternidad
basada en una jerarquía mítico-religiosa: los dos «augustos» llevaron apelativos diferentes:
Diocleciano aparece como Iovius —descendiente de Júpiter—, mientras que Maximiano
adquiere la categoría de Herculeus. Como «césar» de Diocleciano, Galerio fue también
Iovius, en tanto que Constancio fue designado como Herculeus, y ambos fueron
considerados «hijos de los augustos». Unos son maiores, los «Augustos», encargados de
diseñar la estrategia y las reformas políticas necesarias, y los otros —los «Césares»—,
minores, eran los que debían ejecutarlas. Entre todos imperaba la concordia, que fue
celebrada en las leyendas monetales. La auctoritas del sénior augustas se impuso sobre la de
sus colegas. Este sistema político confería al Estado una nueva base ideológica. La figura del
emperador había dejado de ser princeps para convertirse en dominus («señor»). Se introdujo
un ceremonial en la corte que dificultaba el acercamiento al emperador: mediante un
complejo ritual aparecía el soberano en el centro de una escenografía con la que se pretendía
crear una atmósfera sagrada. Con este sistema, destinado a mantener una imagen de unidad
política, se deseaba garantizar una sucesión tranquila y eliminar los peligros de las luchas
dinásticas y los intentos de usurpación. Estaba previsto que, una vez cumplidos los veinte
años de gobierno, los «augustos» abdicaran de todos sus derechos y cedieran el poder
imperial a sus «césares», quienes, convertidos en «augustos», nombrarían a sus «césares»
respectivos. Desde el punto de vista militar, el ejercicio colegiado del poder obtuvo
resultados muy positivos, ya que los dos «augustos» lograron coordinar sus acciones, y los
dos «césares» concluyeron con victoria varias campañas militares: en Occidente, Constancio
Cloro restableció la autoridad romana en Britania, donde habían surgido rebeliones. En
Oriente, Galerio consiguió frenar el expansionismo sasánida, reforzando el dominio romano
en los territorios situados a lo largo del curso del río Tigris. Durante los veinte años que
Diocleciano y Maximiano permanecieron como «augustos», la Tetrarquía funcionó tal y como
había sido diseñada. En el momento de la sucesión, surgieron desavenencias que
desestabilizaron el sistema: las ambiciones personales se impusieron al interés del Imperio y
el edificio tetrárquico terminó por desmoronarse.
LA REFORMA TERRITORIAL
Cada una de las cuatro autoridades imperiales tuvo su propio prefecto, quien tenía
competencias en su correspondiente área de gobierno, cuatro prefecturas. El número de
provincias pasó de cincuenta a cien, pues los territorios de menor extensión podían ser mejor
dirigidos y supervisados por sus respectivos gobernadores, quienes sólo tenían funciones
156
civiles, ya que los asuntos militares excedían de su competencia. Las provincias fueron
subdivididas en trece diócesis, cada una de las cuales estaba gobernada por un vicario,
subordinado a uno de los cuatro prefectos.
REFORMA MILITAR
Diocleciano emprendió una reorganización del ejército imperial, que fue dividido en cuatro
mandos, cada cual bajo uno de los cuatro emperadores. En el campo operativo, la milicia fue
separada en dos cuerpos. Uno de ellos, móvil, estaba compuesto sobre todo por la caballería,
que incluía a la guardia imperial montada, integrada por germanos. El segundo grupo, los
limitanei, estaba formado por componentes de infantería en las fortificaciones fronterizas
eran sobre todo ciudadanos romanos. El total de la fuerza militar romana ascendió a unos
500.000 hombres.
REFORMA TRIBUTARIA
Para prestar apoyo económico al nuevo sistema, Diocleciano implantó una reforma fiscal
adaptada a las condiciones de los contribuyentes. La mayor presión impositiva recaía en la
producción agrícola. Se estipuló un presupuesto anual, junto con un plan de censo
quinquenal. Se dividieron los campos según la unidad fiscal de medida, el iugum, calculado
con las diversas calidades de las tierras y de las cosechas. Los impuestos se pagaban en
especie. El iugum fue definido como el área que podía ser cultivada por un hombre. Además,
hubo una capitatio humana y una capitatio animalium. Los labradores fueron obligados a
quedarse en sus tierras para evitar la evasión de impuestos: los grandes latifundios serían
responsables de todas sus contribuciones al fisco. Los artesanos y otros oficios fueron
organizados en corporaciones, también responsables de los tributos de sus miembros. Para
garantizar el pago de las cargas fiscales, todas las ocupaciones fueron permanentes y
hereditarias, incluso las militares.
EL EDICTO DE PRECIOS
Puesto que la continua devaluación de la moneda reducía el valor del dinero, Diocleciano
introdujo el pago en especie para los impuestos agrícolas. También trató de revalorizar el
numerario a través de una reforma monetaria que fijó el valor del aureus en 5,67 gramos de
oro. Un aureus equivalía a 25 argenti y este a 800 denarii. La economía monetaria coexistía
con la economía natural o en especie. Como medida adicional contra la inflación, Diocleciano
promulgó en el año 301 un edicto que fijaba el precio máximo de una lista de productos y
artículos, aunque el resultado fue la aparición de un mercado negro.
CONSTANTINO Y LICINIO
Después de algunos enfrentamientos previos en los que Constantino (306-337) dio muestras
de sus dotes militares, éste logró vencer a su rival Majencio (306-312) en la batalla del puente
Milvio, a las mismas puertas de Roma (312). Se convirtió en el único emperador de
Occidente. Entonces llegó a un acuerdo con Licinio (308-324), quien, tras la muerte de
Galerio, asumió el título de «augusto» para Oriente. Ambos se reunieron en Milán en el año
313 para sellar una alianza y llegar a un pacto vinculante para todo el Imperio tanto en el
orden político como religioso. Allí no sólo delimitaron sus respectivas zonas de influencia,
sino que además decidieron adoptar una actitud tolerante hacia la religión cristiana. Pero,
después de algunos años de tensa relación, las divergencias entre los dos «augustos» se
acentuaron de forma que el enfrentamiento militar se hizo inevitable. Tomando como
pretexto la actitud intransigente de Licinio frente a los cristianos, Constantino tomó la
iniciativa y atacó a su rival, venciéndolo en las batallas de Adrianópolis y Crisópolis (324),
donde aquél fue apresado y enviado al exilio en Tesalónica. Acusado de organizar un
complot, fue ajusticiado al año siguiente. A partir de entonces, el Imperio se reunificó bajo la
autoridad única de Constantino. La disolución del sistema tetrárquico dio paso a una
monarquía absoluta.
CONTINUIDAD REFORMISTA
Aunque completó las reformas impulsadas por Diocleciano, Constantino desarrolló una
política innovadora, especialmente en el ámbito religioso. Si el primero había sido un gran
administrador imperial, el segundo demostró ser un magnífico militar y un mejor estratega
político. Conservó el buen sistema defensivo ideado por Diocleciano y completó su
reorganización del ejército. Las tropas comitatenses fueron puestas al mando de un magister
equitum para la caballería y de un magister peditum para la infantería. Los limitanei
158
siguieron siendo las fuerzas permanentes de defensa de las fronteras. La guardia pretoriana
fue desmantelada y sus funciones pasaron a las scholae palatinae. El número de germanos
del ejército se incrementó. El reclutamiento fue reforzado, estableciendo la obligatoriedad del
servicio militar con castigos a quienes lo incumplieran.
LA FUNDACIÓN DE CONSTANTINOPLA
La elección de una nueva capital del Imperio fue un hecho sobresaliente en su programa de
gobierno. La decisión de transformar la antigua Bizancio en la nueva ciudad de
Constantinopla —fundada el 11 de mayo del año 330— obedeció a razones estratégicas.
Desde hacía mucho tiempo se venía reconociendo que Roma estaba demasiado lejos de las
fronteras amenazadas para seguir siendo capital del Imperio. Cercana a las conflictivas
fronteras orientales y septentrionales, Constantinopla era la ciudad idónea para convertirse
en la nueva capital imperial. Y no habría que olvidar tampoco que esta ciudad controlaba el
tráfico comercial que conectaba ambas partes del Imperio.
LA FAMILIA CONSTANTINIANA
La sucesión de Constantino provocó una lucha fratricida entre sus hijos. El primogénito,
Crispo, había sido ejecutado en el 326 por instigación de su madrastra, Fausta. Respecto a los
tres hijos restantes, Constantino II (337-340) recibió el gobierno de la prefectura de la Galia
(Britania, Hispania y Galia), con capital en Tréveris; Constancio II (337-361) obtuvo la
prefectura de Oriente, y Constante (337-350) consiguió Italia, Iliria y África. Los sobrinos
Dalmacio y Anibaliano fueron ejecutados por Constancio. Deseando imponer su tutela sobre
su hermano Constante, Constantino II invadió Italia, pero fue víctima de una emboscada y
murió a las afueras de Aquileya (340). Después de vencer a los francos y realizar numerosos
viajes por las provincias occidentales, Constante fue asesinado en el 350 por orden de su
magister militum, Magnencio, quien se convirtió en usurpador (350-353). Al año siguiente,
Constancio II lo derrotó en Mursa (septiembre del 351) y le obligó a renunciar a su poder.
Dos años después se suicidaría en la Galia. Habiendo quedado como único emperador,
Constancio II eligió a su primo Constancio Galo como «césar», pero lo hizo ejecutar en el
354. Al año siguiente, nombró en su lugar a su otro primo, Juliano (361-363), hermanastro de
Galo. Formado en Oriente, al llegar a la Galia, cuyo gobierno le había sido confiado, Juliano
demostró sus dotes militares combatiendo con éxito a los pueblos germánicos y su capacidad
en el ámbito político reorganizando con eficacia la administración de su prefectura.
JULIANO
Tras haber sido proclamado emperador por el ejército de la Galia en el 360, Juliano fue
reconocido como tal por todo el Imperio a la muerte de Constancio II (361). Austero, de
espíritu ascético y profunda cultura, trató de restablecer con tenacidad y sincera convicción
los valores del paganismo, opuestos al dogmatismo cristiano en el que él fue educado. Por
este motivo, recibió el sobrenombre de «Apóstata». Emulando la labor de la Iglesia, trató de
organizar una especie de clero pagano equivalente a la jerarquía eclesiástica. Sin embargo,
los antiguos ideales paganos, no volvieron a arraigar en la sociedad romana, en la que el
cristianismo se había difundido en la parte oriental del Imperio. La muerte prematura de
Juliano durante una expedición militar contra los persas puso fin a cualquier esperanza de
restauración del viejo paganismo. Su sucesor Joviano (363-364), que gobernó unos meses,
revocó todas las medidas contrarias a las Iglesias cristianas y volvió a otorgar vigencia a la
legislación anterior.
TEODOSIO
Mientras en Occidente gobernaban Valentiniano I y su hijo Graciano (367-383),
Constantinopla quedaba desamparada con la desaparición de Valente. El hispano Teodosio,
que había sido un excelente general, fue llamado de su retiro en Hispania por Graciano para
que, con el título de «augusto», se encargase del gobierno de la parte oriental del Imperio.
Fiel a la ortodoxia nicena, Teodosio I el Grande (379-395) se mostró abiertamente
antipagano. Graciano, que gobernaba en Occidente, ya había renunciado al título de pontifex
maximus que había sido adoptado formalmente por todos los emperadores romanos
anteriores. En el año 380 ambos emperadores publicaron un edicto en Tesalónica por el que
se impuso el cristianismo como única religión a todos los habitantes del Imperio. En el año
383 el usurpador Magno Máximo (382-388) provocó la muerte de Graciano, que fue sucedido
por su hermanastro Valentiniano II (383-392). Al ser éste todavía un niño, su madre Justina
se hizo cargo de la regencia. Teodosio acudió en su ayuda cuando Máximo invadió Italia en
el 388, derrotando finalmente al usurpador y ordenando su ejecución en Aquileya. No sería
ésta la única ocasión en que tuviera que enfrentarse a un pretendiente al Imperio occidental.
En el año 394, se vio obligado a acabar con Eugenio Flavio, que había sido proclamado
«augusto» en la Galia con el apoyo de la facción pagana de la aristocracia senatorial.
161
DISGREGACIÓN TERRITORIAL DEL OCCIDENTE TARDORROMANO
En los primeros decenios del siglo V comenzó a manifestarse la fragilidad de los sistemas
defensivos romanos de Occidente, incapaz de salvaguardar su integridad territorial. A
medida que los soberanos orientales fueron desviando hacia Occidente a los pueblos
nómadas, se iba implantando en el ámbito occidental una política de colaboración entre los
romanos y los diferentes pueblos germanos que terminaría por fracasar. Favorecida por las
circunstancias, la Iglesia fue ganando cada vez más prestigio, convirtiéndose en la única
fuerza de cohesión social y en la institución con mayor autoridad en Occidente.
LOS VÁNDALOS
El proceso de disgregación de Occidente parecía irreversible. Obligados por los hunos a
desplazarse desde las regiones danubianas hacia el territorio romano, los vándalos
atravesaron el Rin, pasaron a la Galia y después a Hispania, provincia que, junto con los
suevos y alanos, devastaron antes de dirigirse, bajo el mando de Genserico, al norte de
África (429), donde formaron un reino que duró algo más de un siglo, hasta que fue
conquistado por las tropas de Justiniano en el año 534.
LOS HUNOS
Los hunos de Atila fueron el peligro más grave para el Imperio Occidental. Los romanos
trataron de organizar la defensa gracias a las iniciativas de Flavio Aecio, un general ilírico
que ejerció el poder efectivo, aunque éste recayera nominalmente en Gala Placidia, hermana
de Honorio, en nombre de su hijo Valentiniano III (425-455). Los ejércitos coaligados de
romanos y germanos (entre los que destacaban los visigodos) derrotaron a Atila en los
Campos Cataláunicos (451).
ADMINISTRACIÓN TARDOIMPERIAL
ADMINISTRACIÓN TERRITORIAL
Durante la Tetrarquía, la mayor parte de las provincias fueron gobernadas por praesides,
generalmente de rango ecuestre. A partir de época constantiniana, se creó un nuevo tipo de
gobernador provincial, el consularis (consulares), que desplazó en su función a los praesides
en las provincias más importantes, aunque a lo largo del siglo IV se atestigua también el
término corrector (correctores) para referirse al mismo cargo.
Para un mejor control de las provincias, éstas se agruparon en «diócesis», unidades
administrativas superiores que englobaban varias de ellas bajo la autoridad de un «vicario».
A partir de época constantiniana, los comités sustituyeron a los vicarios en las diócesis que
presentaban problemas militares. El control de las tropas estacionadas en las provincias
fronterizas correspondió a la autoridad militar del dux limitis. Por encima de las diócesis se
situaban las «prefecturas del pretorio» que, a partir de mediados del siglo IV, fueron tres: la
«prefectura de las Galias», que incluía a las diócesis de la Galia, Britania e Hispania, cada
una de ellas con sus respectivas provincias; la «prefectura central», que agrupaba a las
diócesis de África, Italia e Ilírico, divididas cada una de ellas en diferentes provincias; y,
finalmente, la «prefectura de Oriente», con autoridad sobre las diversas diócesis orientales,
incluida la de Egipto.
ADMINISTRACIÓN CENTRAL
A partir del siglo IV se incrementó el número de oficiales y subalternos adscritos a la
cancillería imperial, creándose nuevas figuras como los agentes secretos encargados de
inspeccionar la labor de otros funcionarios, generalmente del ámbito provincial, pero
también la de los altos cargos pertenecientes a la administración central y palatina. Entre
ellos destacaban los magistri y los comités de la administración central, cargos ambos
instaurados por Constantino. El magister officiorum era el jefe de la cancillería imperial, con
autoridad sobre todas las oficinas o departamentos. Entre los comités de mayor rango
destacaban el jefe de las finanzas imperiales, y el encargado del departamento que
administraba el patrimonio personal del emperador. Todos estos funcionarios, junto con el
ministro de justicia, formaban parte del consistorium sacrum, reservado a senadores por
Constantino y, más tarde, integrado sólo por «consulares» que recibían el nombre de comités
consistoriani. En la corte hubo también un comitatus compuesto por jefes militares o civiles
que acompañaban al emperador en sus desplazamientos, por lo que fueron también llamados
genéricamente comités. Los funcionarios militares formaban las scholae palatinae. Y, el
163
«intendente de la cámara imperial» era el comandante en jefe de la guardia personal del
emperador.
La civilización romana no desapareció con la caída del Imperio de Occidente. Los nuevos
reinos bárbaros, que se asentaron en Italia (ostrogodos), Galia (francos y burgundios),
Hispania (suevos y visigodos) y el norte de África (vándalos), habían recibido, tras décadas
de contacto con el mundo romano, una impronta indeleble de la cultura tardoantigua:
asumieron como propia la lengua latina, así como el Derecho romano posclásico; heredaron
sus estructuras administrativas y las formas institucionales a través de las que se ejercía el
poder político; adoptaron la religión cristiana y su iconografía, etc. Además, el propio
Imperio Romano sobrevivió en Oriente. Aunque al principio de una forma precaria bajo los
débiles gobiernos de Arcadio (395- 408) y de su hijo Teodosio II (408-450), el Imperio
comenzó a dar muestras de una tímida recuperación con los subsiguientes emperadores
isáuricos. A partir del segundo cuarto del siglo VI, con Justiniano (527-565), volvería a sus
épocas de gloria. El período justinianeo podría considerarse como la última fase «romana»
del Imperio de Oriente, aunque ya mostrara señales de su gradual bizantinización.
RESTITUTIO IMPERII
Asociado al trono poco antes de la muerte de su tío Justino I (518-527), Justiniano I asumió
el poder imperial con la idea fija de reconstruir la unidad del antiguo Imperio Romano
(restitutio Imperii). Bajo el pretexto de combatir la herejía arriana, envió al general Belisario
al norte de África con la intención de conquistar el reino vándalo, que sucumbió pronto a las
tropas bizantinas en el año 534. El siguiente objetivo fue Italia. El mismo general desembarcó
en Sicilia (535) y, avanzando con ciertas dificultades hacia el norte, alcanzó Nápoles y Roma,
pero la intervención de los francos, que acudieron en ayuda de los ostrogodos, entorpeció la
ocupación bizantina del resto de la península itálica. Con todo, Belisario logró apoderarse de
Ravena antes de ser llamado a Oriente para combatir a los persas, que acababan de reanudar
las hostilidades contra el Imperio. Años después, Justiniano aprovechó las desavenencias en
la sucesión al trono visigodo para ocupar, en el año 552, el sur de la península ibérica y las
islas Baleares con un contingente de tropas al mando del patricio Liberio.
LA POLÍTICA JUSTINIANEA
Inspirándose en la tradición política romana, Justiniano se dedicó a la reorganización
administrativa tanto de los nuevos territorios occidentales como del núcleo del Imperio
Oriental. Un aspecto esencial de su programa político fue la revisión del ordenamiento
jurídico romano, que dio origen a una obra conocida con el nombre de Corpus Iuris Civilis.
Al final de la guerra gótica, la validez de la legislación justinianea se extendió a toda Italia
mediante la Pragmática Sanción, un edicto promulgado en el año 554. La administración de
la península itálica fue también reformada, convirtiendo a Ravena en sede del exarca
imperial. Justiniano no había concebido la reconstrucción de dos imperios, uno de Occidente
y otro de Oriente. Al contrario, los territorios conquistados fueron considerados como parte
integrante del Imperio Oriental y, en consecuencia, gobernados como el resto de las
provincias.
164
El dominio imperial de Justiniano se caracterizó por el despotismo y la presión fiscal. La
necesidad de cantidad de recursos financieros transformó al Estado en un organismo
insaciable, dispuesto a exprimir a sus súbditos hasta donde fuese posible. El régimen político
impuesto por Justiniano tenía como objetivo la restauración de la autoridad imperial,
ejerciendo su poder supremo y presentándose como el defensor de la ortodoxia religiosa. Los
éxitos militares encajaban en esta ideología reparadora del orden al presentarse como el
resultado de una lucha en defensa de la doctrina católica allí donde había sido amenazada
por la herejía arriana. La exaltación de los valores religiosos fue siempre propicia para
implantar la teoría cesaropapista, es decir, la superioridad del poder político frente a la
autoridad religiosa y la necesaria subordinación de los obispos al emperador. Este concepto
del poder imperial permitió a Justiniano utilizar a la Iglesia como instrumento de su
voluntad.
ECONOMÍA Y SOCIEDAD
COLONATO Y PATROCINIO
En la época tardorromana el colonato se convirtió en la forma de explotación agrícola
predominante. Los colonos fueron campesinos libres que trabajan las tierras de otros a
cambio de un canon. La implantación a partir de Diocleciano del sistema fiscal iugatio-
capitatio aceleró la forma de producción caracterizada por una doble dependencia
económica del colono: por un lado, la adscripción a la tierra y, por otro, su sometimiento al
dominus o propietario del fundus, quien a menudo debía responsabilizarse de satisfacer la
capitatio que obligaba al colono. Al principio, las obligaciones fiscales provocaron la huida
frecuente de colonos, razón por la que fueron abolidas por Constantino en el 332,
autorizando a los domini a tratar como esclavos a los colonos fugitivos. Al igual que otros
oficios, la condición del colono se había convertido ya entonces en hereditaria, por lo que la
producción agrícola estaba legalmente garantizada. El colono fue ligado sin omisión a la
tierra, que no podía ser vendida o legada sin que él mismo fuera transferido con ella. Esta
circunstancia y el hecho de que a menudo el propietario tuviera que asumir las obligaciones
fiscales de los colonos que se encontraban bajo su dominio empeoraron la situación social y
económica de muchos colonos. El dominus o patronus proporcionaba protección a sus
colonos ante los peligros externos. Algunas villae se rodearon de fuertes murallas contra las
posibles agresiones de los grupos bárbaros que pudieran llegar a su territorio. Recluidos en
sus «fortalezas», muchos domini se comportaron como pequeños soberanos, asumiendo
funciones propias de un rey como la administración de justicia entre sus dependientes.
LA CIRCULACIÓN MONETARIA
Durante el siglo IV hubo una cierta recuperación de la circulación de piezas de bronce y plata
y las monedas de oro acabaron reemplazando a otras debido a las grandes emisiones
efectuadas. La implantación del oro en las transacciones cotidianas no se produciría hasta
finales de siglo. No puede afirmarse que hubiese una «desmonetización» de los sueldos
oficiales. Pero puede detectarse la práctica de la «aderación» —tasación en dinero—de las
contribuciones annonarias y/o fiscales. Si los usos monetarios se impusieron en las relaciones
de los ciudadanos con la administración imperial, resulta razonable suponer que habría
ocurrido algo similar en el ámbito de las relaciones comerciales. Habría que pensar en la
compatibilidad y simultaneidad del sistema monetario con la llamada «economía natural» o
intercambio en especie.
EL ORDO DECURIONUM
En el Imperio tardorromano el ordo decurionum siguió al frente de la administración de las
ciudades, pero fue perdiendo el prestigio social del que había gozado en épocas anteriores.
Desde finales del siglo III los emperadores responsabilizaron a los miembros de las curias de
los impuestos asignados a los municipios. El aumento de la presión fiscal ejercida sobre ellos
provocó en muchos casos la huida y sobre todo el desinterés de los propietarios en formar
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parte de los consejos municipales. Muchos curiales trataron de librarse de sus obligaciones
fiscales ingresando en el clero, la guardia palatina, la militia o la militia armata, ámbitos en
los que existía exención tributaria. Cuando, a partir del 330 el cargo de «curial» se convirtió
en hereditario y comenzó a verificarse la existencia de situaciones fraudulentas, los
emperadores establecieron determinadas prohibiciones: Constantino vetó el acceso al clero a
los descendientes de las familias curiales; en el 361 Constancio II se vio obligado a expulsar
del Senado oriental a los miembros de origen decurional; y Teodosio estableció las
obligaciones concretas de los curiales para evitar en lo posible su movilidad social. Uno de
los signos del rechazo de los cargos adscritos a la administración municipal es la legislación
que fue rebajando la edad mínima de entrada en la curia, de veinticinco a dieciocho y luego a
dieciséis años, así como la obligación de entrar a formar parte de ella para los hijos de
veteranos que, siendo propietarios, estuviesen impedidos físicamente para servir en el
ejército.
HONESTIONES Y HUMILIORES
Tomando en consideración la dignitas personal, la división social entre honestiores («los
más honorables») y humiliores («los más humildes») ya existía, como diferenciación jurídica
en el ámbito del derecho penal, desde mediados del siglo II e.c. En época tardorromana, el
grupo de los honestiores estuvo integrado por miembros de los ordines tradicionales
(senatorial, ecuestre y decurional), así como por todos los que tenían algún tipo de auctoritas,
razón por la que suelen equipararse a los potentes. A esta élite social pertenecían también las
jerarquías eclesiásticas, los grandes propietarios rurales e incluso los negotiatores y
navicularii que, además de tener fortunas, prestaran servicios de transporte marítimo al
Estado. El amplio grupo de los humiliores, de composición social heterogénea, englobaba a
todos aquellos que no pertenecían a la clase «superior»: plebe urbana, pequeños campesinos
independientes, trabajadores agrícolas, modestos comerciantes, artesanos y asalariados, etc.,
a los que los textos de la época suelen denominar también tenuiores («los más débiles») por
su precaria situación socioeconómica.
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INFERIORIDAD JURÍDICA
Esta legislación imperial que excluía a los judíos de cualquier cargo público, así como de las
dignidades que los acompañaban, no sólo les negaba toda posibilidad de ejercer
legítimamente cualquier autoridad sobre la población cristiana, sino que además les situaba
en una posición de inferioridad jurídica. A partir de Constantino, la religión se convirtió en
un fundamento legal que podía modificar la situación y la capacidad jurídica de los
ciudadanos. A la prohibición de ejercer cargos públicos o de poseer esclavos cristianos, se
añadió la inhabilitación de los judíos para acusar y para prestar testimonium contra los
cristianos en procedimientos judiciales. Dos cánones conciliares del norte de África de la
primera mitad del siglo V disponían que, en las causas que debían dirimirse ante tribunales
eclesiásticos, las personas infames (judías) tenían prohibido acusar o denunciar crímenes
públicamente, hecho que colocaba en una posición de desventaja en el ámbito judicial a los
judíos, los cuales sólo contaban con el «permiso para acusar en sus propias causas».
AISLAMIENTO SOCIAL
El verdadero aislamiento al que la Iglesia aspiraba respecto a los judíos se manifiesta en las
actitudes que pretendía imponer a sus fieles en las relaciones entre ambas comunidades. La
Iglesia partía de una iniciativa de insociabilidad cristiana y estaba decidida a fomentar la
exclusión y marginación social de los judíos. Puesto que el pueblo judío venía siendo
considerado como una entidad extraña y extranjera en la sociedad cristiana, el populus
ecclesiae no debía incluir a los judíos, a pesar de la condición de ciudadanos romanos que
éstos ostentaban. Para Agustín, la Iglesia, considerada como populus Dei, debía relegar a los
judíos, ya que habrían de ser considerados como aquellos que habían rechazado a «Cristo» y
debido a su herencia y a sus creencias religiosas, se habían apartado de la sociedad cristiana.
EL CONFLICTO ARRIANO
Constantino vio en el cristianismo una poderosa fuerza de cohesión que podía conferir
unidad ideológica al Imperio. Una vez superados los primeros momentos de inseguridad
con su implantación del principio de tolerancia religiosa, y después de su acercamiento a la
doctrina cristiana, el emperador consideró oportuno intervenir en las disputas teológicas que
amenazaban a la Iglesia con una ruptura dañina para los nuevos intereses del poder imperial.
En el año 325 él mismo convocó en la ciudad de Nicea un concilio, al que asistieron cerca de
trescientos obispos, para discutir la doctrina formulada en torno al año 318 por el clérigo
alejandrino Arrio (256-336), que comprometía el dogma trinitario al negar la naturaleza
divina de la persona de «Cristo». El arrianismo defendía la unicidad de Dios afirmando que
el Hijo y, también el Espíritu Santo, tuvo un principio. Al ser una creación del Padre, el Hijo
habría de ser posterior a su progenitor, lo que cuestionaba su propia naturaleza divina, ya
que su «eternidad» resultaba inasumible en tanto que criatura del Padre. El concilio se
mostró contrario a esta doctrina y estableció una fórmula a partir de la cual se definió la
ortodoxia: el Hijo era idéntico al Padre, siendo engendrado —no creado— y de la misma
naturaleza divina. Algunos obispos orientales denunciaron la aparente contradicción de estas
afirmaciones y propusieron la alternativa de sustituir la idea de que Padre e Hijo fueran de la
«misma sustancia» por la de «sustancia similar», propuesta que suscitaría renovados debates.
Los obispos que se negaron a firmar las actas conciliares fueron depuestos de sus sedes y
desterrados. Uno de ellos fue Atanasio de Alejandría, quien vivió en constante conflicto con
los arríanos, contra los que dirigió la mayor parte de sus escritos teológicos. El predominio
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arriano en las sedes episcopales orientales fue tal, que Atanasio sufrió cinco veces el exilio y
otros obispos padecieron una persecución cuando, oponiéndose a la postura defendida por
su padre, el emperador Constancio II logró mediante dos concilios declarar ortodoxa la
doctrina arriana anterior al concilio niceno, sumándose así a la corriente religiosa
mayoritaria entre los obispos orientales. Desde el punto de vista imperial, en esta época la
doctrina católica sería considerada como una «herejía», iniciándose un período de dominio
arriano que se prolongaría, hasta el momento en que, mediante el Edicto de Tesalónica (380),
Teodosio declaró herejes a todos los antinicenos y estableció la doctrina católica aprobada
por el Concilio de Constantinopla del año 381 como ortodoxia. El conflicto entre estas dos
corrientes cristianas mantuvo encendidos sus rescoldos incluso en siglos posteriores.
EL DONATISMO
El movimiento donatista, surgido en Cartago entre los seguidores del clérigo Donato en
torno al año 311, se extendió pronto por todo el norte de África, recabando el apoyo de cerca
de setenta obispos. Más allá de la controversia suscitada por el nombramiento de Ceciliano
como obispo metropolitano de la sede cartaginesa, los donatistas defendieron una doctrina
que sólo mostraba signos de heterodoxia en dos principios: por un lado, consideraban que la
Iglesia debía estar compuesta sólo de fieles «puros», que no hubieran cometido pecados
graves, como la apostasía después del bautismo; y, por otro, afirmaban que los sacramentos
administrados por miembros impuros de la Iglesia carecían de valor alguno. Aunque Donato
murió en el año 355, el «cisma» continuó vigente hasta los primeros años del siglo V,
momento en que todavía un edicto del emperador Honorio (405) condenaba a los donatistas
como herejes, dándose por hecho su vinculación con el movimiento «circuncelión».
EL PRISCILIANISMO
En el cristianismo antiguo siempre se mantuvo viva, aunque de una forma marginal y
minoritaria, una corriente ideológica que defendía la pobreza, la continencia y el rigorismo
de tendencia ascética. Esta corriente, latente bajo las estructuras del poder eclesiástico,
aflorará en Hispania en la segunda mitad del siglo IV y se extenderá por toda la península
ibérica incluso después de la desaparición de su principal artífice e impulsor, Prisciliano.
Nacido en el seno de una acomodada familia aristocrática originaria de la Gallaecia, se
mostró partidario de una doctrina cristiana de signo rigorista a la que se adhirieron
numerosos miembros de familias aristocráticas hispanorromanas y también una parte
considerable del campesinado y del pueblo llano de reciente cristianización. El priscilianismo
debió de convertirse en una fuerza propagadora del cristianismo especialmente en los
medios rurales, sobre todo del noroeste hispano. El primer obispo en advertir el peligro de
este movimiento fue Higinio de Córdoba, quien elevó una denuncia a Hidacio, obispo
metropolitano de Mérida y responsable de la provincia eclesiástica de Lusitania. Al no haber
sido todavía ordenado obispo, Prisciliano no pudo estar presente en el concilio de Zaragoza
del año 379, en el que se le encausó bajo las acusaciones de magia, prácticas maléficas y
maniqueísmo. El poder imperial había prohibido, desde el decreto de Diocleciano del 297,
toda manifestación de esta última doctrina. Prisciliano fue consagrado obispo de Ávila en el
381 y algunas otras sedes episcopales hispanas fueron ocupadas por obispos afines a su
pensamiento, tales como las de Astorga-León y Córdoba. Temerosos ante la rápida difusión
de las ideas priscilianistas y su creciente influencia en medios eclesiásticos, sus detractores
acudieron al emperador Graciano para que interviniera en el asunto, en tanto que los
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seguidores de Prisciliano solicitaron el apoyo del obispo de Roma, que en estos momentos
era Dámaso, también de origen hispano. No obstante, éste se negó a recibirles, tal y como
había hecho antes el obispo de Burdeos y el propio Ambrosio de Milán. Poco después, Itacio,
obispo de Ossonuba consiguió del emperador Máximo, usurpador entonces del Imperio tras
el derrocamiento de Graciano, una orden de detención contra los priscilianistas, que fueron
conducidos a Burdeos. Allí se celebró un nuevo sínodo en el año 384 presidido por el obispo
Delfino, en el que Prisciliano y sus seguidores fueron condenados como «herejes». El caso
terminó, por deseo de Prisciliano, en el tribunal jurisdiccional de carácter civil de la
prefectura del pretorio de las Galias, con sede en Tréveris. Itacio actuó en un principio como
acusador principal de Prisciliano, cuyo proceso culminó con una sentencia civil de condena a
muerte de los encausados por magia, maniqueísmo y prácticas maléficas. Prisciliano y sus
seguidores fueron ajusticiados mediante decapitación por orden imperial a comienzos del
año 385.
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EL CRECIENTE PATRIMONIO ECLESIÁSTICO
Una gran parte del patrimonio eclesiástico se formó a lo largo del siglo IV por el trasvase de
los bienes procedentes de los templos paganos a la Iglesia gracias a la intensa política
antipagana impulsada por algunos de los emperadores cristianos. Otra parte de esa riqueza
se obtuvo como resultado de la protección legal ofrecida a las instituciones eclesiásticas por
el Estado, facilitando y promoviendo las donaciones a su favor y otorgándoles privilegios
fiscales.
EL ALTAR DE LA VICTORIA
El altar y estatua de la Victoria, situados en la Curia romana, constituían un símbolo
tradicional ligado a la propia historia del Senado. La estatua de la divinidad, una obra de arte
traída de Tarento por orden de Augusto, fue destinada a adornar y proteger la nueva Curia
lidia. Ante su altar, los sacerdotes prestaban el juramento de fidelidad a las leyes y a los
emperadores romanos. En momentos de crisis, la mayor parte del Senado tradicionalista se
mantuvo fiel a la diosa, a la que se le solía ofrecer incienso y vino, y por la que también los
senadores emitían sus juramentos. Con el triunfo del cristianismo, la posición del altar y de la
estatua de la Victoria en el Senado comenzó a tambalearse. Constantino ignoró su presencia,
su hijo Constancio II mostró una actitud intransigente al ordenar la retirada de este símbolo
pagano de la Curia romana. En el paréntesis de retorno a la antigua religiosidad con Juliano
como único «augusto», los senadores recuperaron su altar y su estatua. El culto a la Victoria
conmovió de nuevo los pechos de los aristócratas más devotos. Cuando «el Apóstata» murió
en el frente persa, el gobierno del Imperio volvió a manos de los emperadores cristianos.
Valentiniano I se mostró tolerante con los senadores paganos y la Victoria permaneció en su
lugar. Fue su hijo Graciano quien la retiró definitivamente de la Curia. En el año 382, una
delegación del Senado encabezada por el orador Símaco pidió audiencia ante el emperador
con la esperanza de lograr su restitución, pero no fue recibida. La familia pagana de los
Símacos se situó en el centro de la controversia que enfrentaba a la aristocracia tradicional
con la que había aceptado los principios de la doctrina cristiana. Muerto Graciano el 25 de
agosto del año 383, Símaco, Pretextato y los demás senadores paganos vieron renacer sus
esperanzas de éxito en sus reivindicaciones. En el verano del 384, siendo prefecto urbano,
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Símaco escribió su célebre tercera Relatio en favor de la restitución al Senado del altar y la
estatua dedicadas a la vieja deidad. La oposición del obispo Ambrosio de Milán hizo
fracasar esta nueva tentativa. En el año 393, el emperador «tirano» Eugenio, un cristiano
tolerante, concedió por fin el ansiado permiso para llevar a cabo el culto a la diosa
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II MEDIEVAL
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TEMA 10: LA EUROPA DEL AÑO 1000: LOS
PRIMEROS INTENTOS DE RECUPERACION
LA RESTAURACIÓN IMPERIAL OTÓNIDA
AL MARGEN DE LA INFLUENCIA POLÍTICA DEL SACRO IMPERIO
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INGLATERRA BAJO LA DINASTÍA NORMANDA: GUILLERMO EL
CONQUISTADOR Y SUS SUCESORES
LA DINASTÍA PLANTAGENET Y EL IMPERIO ANGEVINO
EL GRAN CHOQUE CAPETOS-PLANTAGENET
LA MONARQUÍA NORMANDA DE SICILIA
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EL CISMA Y LA CRISIS CONCILIAR
HACIA LA SECULARIZACIÓN DE LA TEORÍA POLÍTICA
LOS MOVIMIENTOS HETERODOXOS
LAS TRANSFORMACIONES INTELECTUALES EN LA BAJA EDAD MEDIA
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TEMA I: LAS MIGRACIONES GERMÁNICAS Y LA
CONSTITUCIÓN DE LOS PRIMEROS ESTADOS
BÁRBAROS
Bajo el concepto de «bárbaros» se conoció en la Grecia clásica a todos aquellos pueblos
situados fuera de la órbita cultural de la Hélade. Bárbaros eran considerados tanto los persas
como los cartagineses, los escitas o los pueblos del centro y norte de Europa a los que de
forma genérica se les dio el nombre de celtas o gálatas. El sentido del término es peyorativo:
bárbaros equivale a gentes de un nivel cultural inferior. Nada menos acertado si tenemos en
cuenta que los cartagineses, por ejemplo, constituyeron una civilización competitiva de la
helénica en el Mediterráneo; o que los persas habían elaborado unos principios espirituales
que superaban a una religión griega ceñida a conceptos míticos y de un nivel moral bajo.
El término «bárbaros» pasaría al mundo romano y Roma acabaría designando como tales a
todos aquellos pueblos que habitaban más allá de sus fronteras. Lot fijó cinco categorías de
pueblos que fueron cayendo sobre el ámbito geográfico de la pars occidentalis del Imperio
romano y sus aledaños; sobre el espacio que iba a ser el marco de la sociedad europea. Estos
pueblos serían: germanos, eslavos, escandinavos, árabes y moros y mongoles y turcos.
181
Ariovisto, que fueron rechazados al otro lado del Rin. Los intentos posteriores bajo Augusto
y Tiberio de ocupar la zona entre este río y el Elba no tuvieron éxito, y algunas de las
campañas se saldaron con fracasos. Desde fines del siglo I se prefiere, o bien la penetración
pacífica o bien la defensa estática. El resultado de tal política será la progresiva entrada del
elemento germano en las filas del ejército romano y la colonización, a cargo de soldados-
agricultores bárbaros, de algunos de los sectores fronterizos. Es el caso de los laeti asentados
por las autoridades romanas en los Campos Decumates. Las campañas que llevan a cabo
algunos emperadores del siglo II no tienen unas miras imperialistas, sino las de
consolidación de las defensas del limes o de acortamiento de las líneas defensivas. Las
operaciones militares de Trajano en la Dacia entre el 101 y el 107 o la lucha de Marco Aurelio
en la cuenca central danubiana contra quados y marcomanos (entre el 169-174) responden a
esta pauta.
b) Los bárbaros ante la crisis del siglo III:
Las guerras civiles que enfrentaron a lo largo de esta centuria a las facciones del ejército
romano convirtieron el limes (límite) desguarnecido en una línea defensiva vulnerable. Al
hostigamiento de los persas en el área Mesopotamia-Siria se une la penetración de los godos
en el bajo Danubio y los franco-alamanos en Occidente. Durante muchos años los
emperadores romanos trataron de evitar la catástrofe y lo consiguieron a costa de duras
pruebas. Los godos fueron derrotados en Nish en el 269 por Claudio II. Tardarán más de un
siglo en volver a constituir un peligro grave para la estabilidad del Imperio. Período a través
del cual y por la vía del arrianismo recibirán los rudimentos de la fe cristiana. En cuanto a los
franco-alamanos, las razzias sobre la Galia y la Península Ibérica provocaron la destrucción
de muchas urbes. Si al final los incursores fueron rechazados, las daños causados tenían
difícil reparación. Bajo Diocleciano y Constantino, el peligro parece conjurarse. A lo largo de
buena parte del siglo IV, la política de enderezamiento de los emperadores romanos obtiene
éxitos en los distintos sectores fronterizos: victoria de Juliano sobre los francos en
Estrasburgo, derrota de sármatas y quados a manos de Valentiniano I en el Danubio... Sin
embargo, el apuntalamiento del limes era sumamente precario. Los acontecimientos que se
empiezan a precipitar desde fines de la centuria vienen a demostrarlo.
A mediados del siglo IV, los godos ocupaban el espacio comprendido entre el curso bajo del
Danubio y la cuenca del Don. La aparición de los hunos en la llanura rusa habría de provocar
fuertes presiones sobre los pueblos germánicos que optaron por la penetración masiva dentro
del Imperio romano. Más que de invasiones, cabría hablar de asentamiento de estos pueblos,
muchas de las veces de acuerdo y en nombre de las autoridades romanas. Esta corriente
migratoria habría de provocar las tensiones derivadas tanto del «hambre de tierras» de los
recién llegados como de la mala fe recíproca. Es necesario reiterar que la caída del Imperio en
Occidente, si bien coincidió con la entrada masiva de los germanos, no fue provocada sólo
por éstos. Generales de ascendencia bárbara puestos a la cabeza de ejércitos «romanos» serán
los que traten de defender la ficción del Imperio cuando el ejercicio de su autoridad en el
Occidente es prácticamente nulo. Cabría considerar una serie de hechos que aceleran el
desplome total del Imperio en Occidente y el reparto de su espacio geográfico entre los
distintos pueblos germánicos.
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a) En el 378 los visigodos, que, habiendo sido presionados por los hunos habían cruzado el
Danubio, aplastaron a las legiones romanas en Adrianópolis. Este hecho de armas les
permitió esparcirse por los Balcanes sembrando el pánico. La actitud de Teodosio logró
fugazmente su pacifica asociación como pueblo al cuerpo del Imperio. Sin embargo, la
fidelidad de los godos se vinculaba, más que a una institución como era el Estado romano, a
una persona: el emperador de turno. Cuando Teodosio muere, el pacto se rompe.
b) En la noche del 31 de diciembre del 406, masas de suevos, vándalos y alanos cruzaron los
hielos del Rin y se extendieron por las Galias. Tres años después penetraron en la península
por los pasos de los Pirineos occidentales. Un testigo presenta un sombrío panorama: la
invasión como una calamidad a la que se unieron el hambre y la peste.
c) En el 410, el peregrinar de los visigodos al mando de Alarico acaba desembocando en
Roma, que sufre un feroz saqueo. El impacto de tal acontecimiento en el mundo
mediterráneo fue enorme. Se abrió una polémica entre autores cristianos y paganos.
d) En los primeros años del siglo V las islas británicas sufren el asalto de anglos, jutos y
sajones. Las poblaciones autóctonas bretonas se vieron reducidas a las zonas más
occidentales u obligadas a traspasar el canal asentándose en la península de Bretaña. Estas
zonas habrán de constituirse a lo largo del Medievo en bastiones del celtismo.
e) El objetivo de los visigodos no era la destrucción del Imperio. Los sucesores de Alarico,
Ataúlfo y Walia, llegaron a un entendimiento con las autoridades romanas que cristalizaría
en el «Foedus» del 418 por el que se instalaron en el Sur de la Galia y se comprometieron a
combatir en España a suevos, alanos y vándalos. Estos últimos pasarían en el 430 al Norte de
África provocando una tremenda crisis. No sólo fue la ferocidad con la que persiguieron a la
población católica, sino también el hecho de que su flota se erigiera en dueña de la cuenca
occidental del Mediterráneo a través de una serie de acciones de piratería. Los suministros de
grano africano a Roma quedaron interrumpidos y, con ello, una de las principales razones
para la pervivencia de la capital del Imperio como gran urbe.
f) En el 436 los burgundios, tras una lenta marcha iniciada en las regiones de Brandeburgo y
Lusacia, acaban asentados en la cuenca del Ródano a título también de federados. Se trató del
caso de instalación más pacífica de germanos llevado a cabo hasta entonces.
g) Entre el 450 y el 451 tiene lugar la más terrible prueba de fuerza no sólo para el Imperio
romano en sus dos parcelas, oriental y occidental, sino también para los pueblos germanos
que, asentados en la última, habían alcanzado ya ciertos niveles de romanización. Los hunos,
que bajo Atila habían constituido un gran Imperio desde el Volga hasta el Rin, desviándose
de su interés por Constantinopla, se encaminaron hacia la Galia. La confrontación tuvo el
carácter de un choque entre la mentalidad nómada típica de la estepa asiática y la de una
incipiente Europa que empezaba a configurarse como una mezcla de romanismo y
germanismo. El choque se resolvería en muy pocos años: en el 450 una coalición militar de
romanos, francos, visigodos y burgundios logró rechazar a la oleada húnica en la batalla de
Campus Mauriacus, cerca de Troyes. Al año siguiente, la nueva intentona de Atila sobre
Italia se topó con la figura del papa León I y con las epidemias que acabaron diezmando su
ejército. Retomado a sus cuarteles de Panonia, moriría tiempo después. El Imperio de los
hunos desaparecía con él.
h) Durante los veinticinco años siguientes, el poder imperial en el Occidente es una quimera.
El gobierno efectivo lo desempeñaban, o bien los diversos monarcas bárbaros asentados en
cada una de las regiones o el caudillo de ascendencia germánica que manda un ejército sólo
nominalmente romano. De ahí que en el 476 y con el destronamiento del último emperador
183
de Occidente, Rómulo Augústulo, no se produzca ninguna catástrofe. No hay más que una
simplificación de la situación: el caudillo militar de turno, Odoacro, procederá a ejercer sobre
Italia un gobierno efectivo, remitiendo las insignias imperiales al único personaje que podía
ser digno de llevarlas: el emperador de Constantinopla, la «segunda Roma».
En los años siguientes el panorama político en Occidente adquiere nuevos matices: los
ostrogodos, al mando de Teodorico, se asentarían en Italia desde el 488 creando una entidad
política que parecía destinada a tener un próspero futuro. Desde el 481, los francos, hasta
entonces protagonistas de segunda fila del movimiento migratorio, se disponían desde su
núcleo de Tournai a ocupar un puesto de primer orden en la Galia. Si el siglo V ha sido el de
los grandes movimientos de pueblos, el siglo VI va a ser el momento de profundos reajustes.
184
Borgoña, situada desde Champaña a Provenza, con abundante población galorromana.
Aquitania, que no llegó a constituir como las otras un reino, aunque mantuvo frente a ellas
una postura de cerrada insumisión. A comienzos del siglo VII la nobleza se ha impuesto por
completo, en los distintos Estados francos, a los monarcas. Una figura, el mayordomo de
palacio, acaba desempeñando las funciones reales. De una familia de mayordomos de
palacio, los arnulfingos o carolingios, surgirá la dinastía que salve a la Galia franca en los
momentos dramáticos de la irrupción musulmana.
c) Los visigodos: La expulsión de los visigodos del sur de la Galia tras la jornada de Vouillé
provocó un desplazamiento de su centro político hacia la Península Ibérica: Toledo sucede a
Toulouse como capital. La primera fase de la monarquía visigoda de Toledo (hasta el 624) es
la de la pugna por la unidad de la península en una doble vertiente: La religiosa se logrará
tras la conversión de Recaredo al catolicismo en el III Concilio de Toledo (589). La territorial
fue impulsada por Leovigildo y concluida por Suintila. Cántabros y vascones permanecerán
incorregiblemente insumisos. La segunda etapa de la monarquía hispano-visigoda, conoce,
desde mediados del VII, los intentos de los soberanos por neutralizar la fuerza de una
nobleza cada vez más sólida y turbulenta. Los intentos acometidos por Chindas-vinto y
Wamba para rehacer la autoridad real no alcanzarán sus objetivos. Hacia el 700, el «morbo
gótico» —la lucha a muerte entre los distintos linajes— había convertido al Estado visigodo
en un organismo al borde del colapso. Once años después, un reducido ejército islámico
bastó para destruir a los contingentes visigodos que trataron de cortarle el paso. Con ellos
desapareció la superestructura política creada por los germanos en la península unos siglos
antes. El asentamiento de los germanos en la pars occidentalis del viejo Imperio romano
planteó el problema de la coexistencia con el elemento indígena. A ello hay que añadir
también las cuestiones derivadas de la peculiar asimilación por los recién llegados de los
organismos de poder que Roma había creado desde hacía siglos y que habían sufrido un
serio desgaste. Las migraciones no provocaron serias transformaciones en la estructura
demográfica de los países afectados. Los bárbaros no supondrían más allá de un 5 por 100 de
toda la población del Imperio. El número de vándalos que pasaron al Norte de África no
sería superior a los cincuenta mil. Los suevos posiblemente no superasen esta cifra. El
número de visigodos asentados en la península oscilaría entre los doscientos y los trescientos
mil. Posiblemente, constituyeron uno de los grupos de germanos más numeroso.
Ante tan manifiesta debilidad demográfica, los recién llegados hubieron de aferrarse a una
serie de medidas a fin de mantener la cohesión necesaria que les permitiese permanecer
como superestructura política en medio de una masa de población de ascendencia romana.
De ahí el interés por evitar los matrimonios mixtos, al calor tanto de disposiciones dadas por
los últimos emperadores romanos, como de las recogidas en las leyes dadas por los monarcas
germanos. De ahí también la prohibición de llevar armas a los romanos dada por algunos
reyes bárbaros. También el interés de algunos reyes por mantener el arrianismo como
verdadera religión nacional germánica: bajo Leovigildo se opone ésta (la «fides gótica») a la
ortodoxia católica («fides románica»). Los procedimientos de asentamiento variaron: desde
el despojo de los propietarios romanos, llevado a cabo por vándalos o anglosajones, hasta el
reparto de tierras de acuerdo con el sistema de hospitalitas. Arranca éste de la disposición de
los emperadores Arcadio y Honorio del 398 por la cual los guerreros germanos que
ingresaban en calidad de soldados en el ejército romano eran provistos de suministros por el
fisco imperial y tenían derecho a un tercio de la casa del propietario en la que se alojasen.
Cuando el Estado romano había perdido el control de la situación en el Occidente, descargó
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sus responsabilidades de abastecer a pueblos enteros sobre las espaldas de sus súbditos. Así,
los germanos emplazados en la pars occidentalis del Imperio pasaron a ser beneficiarios no
sólo de la parte de la casa mencionada sino también de parte de los campos circundantes. En
el caso de los visigodos asentados en España, los repartos de tierras se hicieron bien a partes
iguales con los romanos o bien de forma ventajosa para ellos: dos tercios de las grandes y
pequeñas explotaciones, quedando un tercio para la población indígena. Hay que tener en
cuenta que el sistema de reparto no alcanzaría a la totalidad de los territorios sobre los que
ejercían su autoridad política los reyes bárbaros, sino solamente a aquellas zonas donde la
población germánica tendió a concentrarse. En el caso de la Península Ibérica en el área
comprendida entre la línea del Tajo y los cursos medios de los afluentes norteños del Duero.
Los intentos de separación entre las dos comunidades étnicas acabaron sin tener efecto
alguno. Cuando Leovigildo, a mediados del siglo VI, derogaba en España la prohibición de
matrimonios mixtos no estaba haciendo más que reconocer un hecho irremediable: el de la
progresiva fusión de romanos y germanos. Si en un principio se pudo hablar de un reparto
de funciones, desde fines del siglo VI puede hablarse de su difuminación. En la Galia y en
España, al calor de la eliminación de las diferencias religiosas y de unos contactos recíprocos
desde fecha muy temprana, puede hablarse de una mezcla de las aristocracias romana y
germánica. Posiblemente pueda decirse otro tanto de las demás categorías sociales. La
consolidación de los Estados germánicos trajo una reafirmación paralela de las tendencias
ruralizantes del Bajo Imperio. La tierra se convierte en la principal fuente de riqueza.
Siguiendo la pauta romana, la villa es la gran cantidad económica: explotada en parte por el
señor con mano de obra servil, y en parte por colonos a cambio de un canon. Las zonas
incultas siguen siendo la principal característica del paisaje agrario. Las actividades
mercantiles siguen en el Occidente el flaquear iniciado desde el siglo III: los mercaderes de
la España visigoda son por lo general griegos, sirios o judíos; rara vez hispanos, que figuran
siempre como auxiliares bajo el denominador de mercenarii. Esta dependencia en relación
con la cuenca oriental del Mediterráneo es un síntoma más de cómo ésta, articulada en la
figura política del Imperio bizantino, había sorteado la crisis de fines del mundo antiguo
mucho más airosamente que su vecina del Oeste. El servilismo con el que los monarcas
germánicos imitan a Roma o a su heredera Constantinopla tiene otra muestra evidente en el
campo de la organización política, aunque los resultados no sean muy afortunados. Así,
Teodorico, una vez conquistada Italia, trató de mostrar un exquisito respeto a las viejas
instituciones romanas haciendo renacer el Consulado y el Senado. En Toledo, Leovigildo
copió el ceremonial bizantino, haciéndose llamar «Flavio» y acuñando monedas en su
nombre sobre el modelo de las imperiales. Todos los reyes germanos pretendieron adoptar el
sistema fiscal romano, aunque con escaso éxito: decadencia de los impuestos directos y, como
contrapartida, incremento de los indirectos. La anarquía nobiliaria que acaba reinando en la
España visigoda y en la Galia franca contribuirán a un desarticulamiento del sistema de
percepción de impuestos, que obliga a la realeza a vivir casi sólo de sus recursos
patrimoniales. La noción de res pública, como organismo del bien público, sufrió a manos
de los germanos un deterioro decisivo. Frente a ella se alza la noción de reino. La realeza
tendrá entre los francos un carácter patrimonialista. Entre los visigodos es omnipotente en
principio, aunque en la práctica tiene fuertes limitaciones: el carácter electivo contra el que
algunos monarcas como Leovigildo o Chindasvinto lucharon sin conseguir imponer el
principio hereditario más que en una generación; o la fuerte influencia de la Iglesia que, a
través de los cánones de los concilios de Toledo, extiende su protección a la monarquía, pero
186
exige un recto proceder. Todo gira en torno al organismo central del poder político, el
Palatium, en el que se integran una aristocracia y unos servidores que más que funcionarios
son empleados tanto domésticos como públicos: son los comités palatii. En el caso de los
visigodos hubo un respeto hacia la vieja organización provincial romana: los duques se
convertirán en las autoridades principales de las grandes unidades provinciales, con amplios
poderes judiciales, militares y administrativos. De la potencia de tales personajes dan una
idea las rebeliones contra la monarquía visigoda encabezadas por ellos. En las ciudades, por
el declive económico, se asiste a un paralelo decaer de las estructuras municipales romanas:
la instalación del comes civitatis acabará aglutinando las funciones de las viejas instituciones,
salvo la del defensor civitatis que acabará en manos de los obispos.
La conjunción de las nociones políticas bajo-romanas y germánicas en los Estados bárbaros
han provocado un colapsamiento de la vieja noción romanista de ciudadanía. Contribuyeron
a ello también otros factores. En primer lugar, el carácter personal y no territorial que las
leyes tienen: Código de Eurico para los hispano-godos y Breviario de Alarico para los
hispano-romanos; ley Gombeta para los burgundios y «Lex romana burgundiorum» para
los romanos de la cuenca del Ródano... En segundo lugar, la progresiva difusión de los
vínculos de naturaleza jurídica privada por encima de los de naturaleza jurídica pública,
aunque en ello lo que los germanos hacen es, en parte, recoger también la tradición romana
del Bajo Imperio: extensión de los lazos de encomendación personal y de colonato.
Paralelamente, y prosiguiendo la tradición germánica del séquito o comitiva militar, los
monarcas bárbaros extenderán los principios de fidelidad personal que ligan al soberano con
sus fieles, que ven retribuidos sus servicios militares con donaciones de tierras. La costumbre
habrá de extenderse a los grandes magnates y a las instituciones eclesiásticas, que procederán
también a rodearse de sus propias clientelas de fieles. Empezaba a tejerse una red de
relaciones no entre el súbdito y la noción abstracta de Estado, sino entre hombre y hombre,
con una serie de deberes y derechos recíprocos que constituyen el esbozo de lo que será la
futura sociedad feudal.
Todo parece indicar que, a lo largo de una serie de generaciones, el pensamiento cristiano
trató de llegar en Occidente a un compromiso con la cultura antigua. El judaísmo dejó de ser
187
un enemigo peligroso para la primitiva cristiandad. En los momentos finales del mundo
antiguo el diálogo sinagoga-iglesia fue sustituido por un estéril monólogo y en el seno de la
comunidad cristiana, por una confusión entre los planos histórico y teológico, se fueron
creando las condiciones favorables para la conformación de un incipiente antisemitismo.
La cultura pagana constituyó para los cristianos el verdadero rival con el que competir en el
mundo mediterráneo. Aunque es difícil establecer una serie de etapas definidas en la pugna,
cabe pensar en un primer momento de abierta hostilidad, cuyas consecuencias habrán de
proyectarse hacia el futuro; una segunda etapa que respondería a los principios de
«compromiso, ajuste y reconciliación»; y un tercer momento en el que la Iglesia católica se
hace la receptora y conservadora de una cultura clásica en trance de desaparecer.
a) El choque entre cristianismo y cultura clásica quedó marcado en un principio por lo
irreconciliable de las dos posturas. Del lado pagano, Celso con La verdadera palabra en el
178, y Porfirio, en la siguiente centuria, con Los quince libros contra cristianos trataron de
mostrar la debilidad de argumentos sobre los que descansaban las posturas doctrinales de
éstos. Tales actitudes se mantendrán en los sectores más conservadores de la sociedad
romana, incluso después del «giro constantiniano». La actitud de Juliano el Apóstata es
sumamente significativa. Como también lo fue la del prefecto Símaco, portavoz de aquellos
que habían visto en la alteración de las costumbres tradicionales la causa de la decadencia del
mundo antiguo. Frente a estos autores se levantaron los apologetas. Justino hizo frente a
judíos y paganos. En Occidente, Tertuliano con su Apologeticum (197) pugnó contra judíos,
paganos y gnósticos. Su «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?» ha pasado a la historia
como una de las mejores expresiones de la intransigencia de posturas que se respiraba entre
los primeros autores cristianos. Dos certezas se fueron perfilando entre ellos: la de constituir
el segundo Israel en el que se habían cumplido las esperanzas mesiánicas; y la de considerar
al cristianismo no sólo como la redención sobrenatural, sino también como la religión moral,
el conocimiento verdadero, es decir, una auténtica filosofía. Una muestra de la
«helenización» del cristianismo que constituiría un factor favorable para su difusión en la
sociedad clásica.
b) La línea de compromiso entre cristianismo y cultura clásica gozó de factores favorables.
Un sector de cristianos consideró al propio Imperio como instrumento válido para la
difusión de la doctrina. Los autores cristianos eran personas que habían forjado su masa
cultural en el estudio de las grandes figuras del paganismo: los argumentos teológicos se
inspiraron en buena medida en los moldes de la filosofía clásica. La utilización de la alegoría,
que permitía una variada interpretación de los hechos y los documentos, supuso un excelente
instrumento de acoplamiento entre la cultura antigua tradicional y las nuevas corrientes
doctrinales. En la primera mitad del siglo V, Marciano Capella, en sus Nueve libros de las
Nupcias de Mercurio y la Filología, expuso de forma alegórica y con el influjo del
pensamiento clásico lo que iba a ser la estructura de los estudios a lo largo de la Edad Media:
las Siete Artes Liberales, divididas en Trivium (Gramática, Retórica, Dialéctica) y
Quadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía, Música).
Desde mediados del siglo IV, a los grandes doctores de la Iglesia griega se unen las tres
grandes figuras de las letras latino-cristianas:
San Ambrosio, elegido obispo de Milán en el 374. Su correspondencia habla bien de la
variedad de fuentes en las que se inspiró: Cicerón, Virgilio, Platón y los neoplatónicos, en
simbiosis con la moral cristiana y la ética estoica. Sus tratados Deberes de los ministros
188
sagrados y De virginitate constituyen clásicos de la espiritualidad dedicados a dos categorías
especiales de cristianos.
San Jerónimo, nacido en Stridón (Dalmacia) hacia el 346, presenta una rica personalidad
intelectual: polemista en la línea de un Tertuliano, propagandista de la ascesis monástica,
historiador y estudioso de la Biblia. Hasta el 391, y por sugerencias del papa Dámaso,
Jerónimo se preparó para una ardua tarea de traducción que se inició en esta fecha y se
prolongó hasta su muerte, hacia el 420. Su resultado sería la Vulgata, admitida como la
versión canónica de la Biblia por la Iglesia romana varios siglos más tarde.
San Agustín, nacido en Tagaste (África del Norte) en el 354, es el verdadero ensamblaje
cultural y social con el Medievo. Convertido al cristianismo en el 386, será elevado al
episcopado de Hipona diez años más tarde. Hay dos obras literarias que pueden ser
consideradas culminantes: Sus Confesiones, escrita hacia el 400, constituye un estudio de su
trayectoria espiritual. El De Civitate Dei, escrito entre el 411 y el 427, puede ser considerado
como la primera filosofía de la historia del cristianismo. Escrita como réplica a las
observaciones críticas de algunos autores paganos que culpaban a los cristianos de la
decadencia y desdichas del mundo clásico, rebasó con mucho estos primitivos objetivos. La
trayectoria de la humanidad tiene como telón de fondo la pugna entre dos ciudades: la
terrestre, que agrupa a todos aquellos que viven de acuerdo con el hombre, y la divina, que
agrupa a aquellos que viven según el espíritu. La venida de Cristo va a propiciar la puesta en
marcha de una expresión jerárquica (la Iglesia) que hará posible el triunfo de la segunda al
final de los tiempos. De Civitate Dei constituirá el punto de arranque de toda la especulación
histórica de cuño cristiano, y un documento tomado como inspiración política a lo largo del
Medievo.
c) A la vez que se producen los diversos reajustes políticos en las monarquías germánicas del
Occidente desde comienzos del siglo VI, una serie de figuras, vinculadas al medio
eclesiástico, tratan de mantener una cultura clásica quebrantada. Los movimientos de los que
se hicieron protagonistas han quedado bajo el denominador de «prerrenacimiento». Ellos
hicieron posible más tarde el «renacimiento» carolingio. En Italia, bajo dominio ostrogodo,
dos figuras destacan con gran fuerza. Boecio, el «último romano», transmitirá a la Edad
Media cierto número de conceptos de la filosofía antigua, sobre todo los de cuño platónico o
platonizante. Condenado a muerte el 524 por habérsele encontrado culpable de una conjura
contra Teodorico, escribirá en la prisión su Consolación de la Filosofía, verdadera filosofía
religiosa mezcla de prosa y verso. Casiodoro mantendrá en sus Cartas diversas la tradición
cancilleresca clásica. Autor de una Historia de los godos, acabó retirándose al monasterio de
Vivarium en donde desarrolló una amplia labor de la que la mejor expresión fueron sus
Instituciones divinas y seculares.
Bajo la dominación bizantina, el éxito de la Pragmática del 554 para la protección de los
estudios clásicos fue escasa. Bajo los lombardos, las grandes figuras, con San Gregorio
Magno a la cabeza, se preocupan más por estudios litúrgicos o por tareas misionales que por
abrirse a los autores paganos.
En la Galia franca la figura de Gregorio de Tours expresa en su latín mediocre la decadencia
de la cultura clásica en su patria. Su Historia eclesiástica de los francos le ha valido el título
de «Heródoto de las Galias». La figura de Venancio Fortunato cierra el siglo VI. En la
centuria siguiente, del hundimiento prácticamente total sólo se salva Fredegario.
En la España visigoda, a lo largo del siglo VI, los focos de culturas se encuentran localizados
en la periferia: en ella escriben el abad Victoriano, Justo de Urgel, autor de unos comentarios
189
de El Cantar de los Cantares, Liciniano de Cartagena, San Martín de Dumio, autor de varias
obras entre las que destaca su De correctione rusticorum. En el tránsito al siglo VII escriben
San Leandro de Sevilla y Juan de Biclara, autor de una Crónica que recoge los
acontecimientos entre el 567 y el 590. La labor de mayor envergadura la emprende San
Isidoro (570-636): obras doctrinales, ascéticas, científicas, históricas (Crónica universal,
Historia de los reyes godos, suevos y vándalos...), filosóficas y, sobre todo, las Etimologías,
verdadera «Summa», producto de un saber enciclopédico más que de un conocimiento
profundo. La obra de Isidoro habrá de constituir uno de los principales instrumentos de
trabajo del intelectual medieval.
Las Islas Británicas, después de su evangelización en la primera mitad del siglo VII, se van a
convertir en receptáculo de la tradición romana. Yarrow, Malmesbury, Wearmouth, serán
los grandes centros. La figura más destacada será Beda el Venerable (672- 735) en quien se
funden las tradiciones irlandesas y romanas. Su Historia eclesiástica del pueblo inglés es
considerada como uno de los primeros ensayos de historia nacional.
La idea de los obispos como cabezas de las distintas comunidades en la primitiva Iglesia se
recoge en los Hechos de los Apóstoles: «Los obispos han sido instituidos para apacentar
todo el rebaño, para gobernar la Iglesia de Dios.» El establecimiento de un primado de
jurisdicción sobre todos ellos, en la figura del titular de la sede romana, se fue imponiendo en
la Europa occidental y chocó con obstáculos en el mundo bizantino.
San Ignacio de Antioquía, San Ireneo de Lyón, Cipriano y Tertuliano fueron los primeros
autores cristianos que defendieron la idea de Roma como ciudad apostólica.
Este principio fue sostenido a nivel de obispos romanos en estos mismos años por Víctor I en
su enfrentamiento con la comunidad cristiana del Asia Menor. La autoridad doctrinal
191
romana se refuerza en el 375 con el papa San Dámaso sobre las bases de la tradición petrina.
Por las dificultades y el desprestigio de los emperadores del Occidente, los obispos romanos
siguieron ganando terreno hasta lograr la indiscutibilidad de su superioridad jerárquica en el
Oeste. León I (440-461) logró un éxito notorio al defender Italia de hunos y vándalos. Cara a
Oriente, sin embargo, el Concilio de Calcedonia del 451 situó a las cuatro grandes sedes
orientales (Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría) en pie de igualdad con
Roma. Se echaban así las bases de futuras tensiones.
Con Gelasio I (492-496) aparece por primera vez la tesis de los dos poderes, en carta enviada
al emperador de Constantinopla Anastasio I: la autoridad pontificia y el poder real. El
primero es mucho más importante, dado que tiene que rendir cuenta incluso de los reyes
ante el tribunal divino. De ahí la necesidad de que los poderes políticos se dobleguen al juicio
eclesiástico. Otro punto de arranque de futuros roces de los que el destierro del papa Vigilio
a Constantinopla a mediados del siglo VI constituyó una buena muestra.
San Gregorio Magno (590-604), inaugura la era del Pontificado propiamente medieval.
Miembro de una familia aristocrática romana, llevó a cabo una ingente labor durante su
reinado, en unas condiciones políticas difíciles: ocupación bizantina e irrupción asoladora de
los lombardos, que llegarán a sitiar Roma cuya defensa dirigió personalmente el pontífice.
Sus obras se dirigen tanto a la totalidad del pueblo cristiano (Diálogos sobre la vida de los
Padres en Italia) como a clérigos (Regula pastoralis) y monjes (Comentarios morales sobre el
libro de Job y Homilías sobre Ezequiel). Formado en los ambientes del benedictinismo,
Gregorio Magno sabrá dar al monacato occidental romano el impulso misionero que hasta
entonces le había faltado: la idea de un gran reino cristiano, defensor y propagador de la fe,
bajo la tutela de Roma, empieza a cobrar cuerpo desde este momento. Tesis de contenido
universalista que, de una u otra forma, habrá de inspirar sucesivos intentos político-
religiosos del Medievo. El Pontificado romano fue el verdadero rector de la vida política de
una Roma abandonada a su suerte por los poderes tradicionales. A través de una
centralización de las posesiones del Papado Gregorio Magno aparece como el fundador del
poder temporal de la Iglesia.
193
tan grande que los convierta en los instrumentos imprescindibles para su defensa. Si en
Occidente las muertes de Estilicón o de Aecio dejaron a Italia indefensa frente a visigodos y
a hunos, los asesinatos en Oriente del godo Gainas o del alano Aspar no fueron sucedidos de
grandes conmociones. Los propios emperadores de Constantinopla, amparados en su más
favorable posición, llegaron a ejercer su autoridad —aunque de forma simbólica— en todo el
ámbito mediterráneo. Así, Teodosio II promulgó en el 435 unas constituciones imperiales en
nombre suyo y en el de su débil colega de Occidente Valentiniano III. Uno de sus sucesores,
Zenón, envió en su propio nombre a Italia a Teodorico y sus ostrogodos en el 488, después
de conceder a este caudillo germano los títulos de magister militum y de cónsul. Los reyes
bárbaros, a pesar de la desaparición del poder imperial en Italia en el 476, seguían teniendo
una especie de veneración hacia el nombre de Roma, ahora simbolizado en la figura del
emperador de Constantinopla, al que se le consideraba como un superior jerárquico, aunque
distante. Si las presiones de los pueblos bárbaros no llegaron a poner nunca en peligro al
Imperio romano en Oriente, las disputas religiosas amenazaron su estabilidad interna.
El Mediterráneo oriental, zona donde el cristianismo se encontró mucho más arraigado en los
años finales de la Antigüedad, fue también terreno más abonado para los movimientos
espirituales disidentes. Después de las conmociones provocadas en Oriente por el
arrianismo y la reacción pagana de Juliano, las medidas de Teodosio acabaron por convertir
al cristianismo niceano en religión del Estado. Las disputas cristológicas rebrotaron en
Oriente a la hora de fijar cómo las dos naturalezas de Cristo se habían unido en su persona.
Nestorio, clérigo de Antioquía y luego patriarca de Constantinopla, distinguió ambas
naturalezas, dando particular énfasis a la humana. El clero alejandrino reaccionó y logró de
Teodosio II la celebración de un concilio en Éfeso (431) que desautorizó a Nestorio. Sus
puntos de vista se mantendrían en algunas regiones del Imperio bizantino, pero los logros
más importantes se producirían más allá de sus fronteras: en la Persia sasánida, enemiga
jurada de Bizancio y protectora de todo aquello que pudiese debilitar su potencia, y en el
mismo corazón del Asia de las estepas, donde el nestorianismo mantendrá comunidades
entre algunos pueblos mongoles hasta fecha tardía.
La derrota del nestorianismo fue un triunfo para el patriarcado de Alejandría, en donde
pronto se abrió paso una corriente opuesta: el monofisismo, condenado por el concilio de
Calcedonia del 451 que definió a Cristo como «único en dos naturalezas». Sin embargo, el
triunfo de la ortodoxia niceana no logró ni erradicar el monofisismo ni acabar con el
resentimiento que contra Constantinopla se abrió paso en las provincias más orientales. El
monofisismo empezó a alcanzar carta de naturaleza como un verdadero ingrediente
nacionalista que mantuvo a Egipto y Siria en un estado de casi permanente tensión contra el
poder central de Bizancio.
El siglo VI, época de reajustes para los distintos Estados germánicos del Occidente,
constituyó para el Imperio romano de Constantinopla un período en que se mostraron sus
grandezas y sus limitaciones. Hablar de «siglo de Justiniano», supone hablar de unos años
de esplendor cultural para la cuenca oriental del Mediterráneo, pero también del fracaso en
los intentos de restauración de la perdida unidad política del viejo Imperio romano. La obra
194
de Justiniano responde a dos principios: el romanismo, como principio de restauración
política; y el cristianismo, impuesto no sólo como dogma de fe, sino también como auténtico
elemento aglutinante del Imperio.
a) La labor legislativa ha sido el aporte más positivo y durable de la labor justinianea. El
Corpus iuris civilis se estructuraría, como acoplamiento de las leyes de la antigua Roma al
mundo bizantino, en cuatro conjuntos: el Código justinianeo, que recogió las constituciones
imperiales desde mediados del siglo II a mediados del siglo VI; el Digesto o Pandectas,
recopilación de la obra de los principales jurisconsultos; la Instituía, especie de manual para
universitarios; las Novellas, leyes promulgadas con posterioridad al Código.
Justiniano acometió una reforma administrativa cuyos frutos fueron mucho más limitados de
lo que el soberano pretendió. El toque de atención para el emperador fue dado por la
revuelta popular de la Niká en el 532, que hubo necesidad de aplastar después de estar a
punto de hacerse dueña de la ciudad. Justiniano quiso reparar errores pasados cometidos por
su ministro de hacienda Juan de Capadocia, promulgando una serie de leyes que reformasen
y saneasen la justicia, acabasen con los abusos de los grandes propietarios y suprimiesen la
corrupción de los cargos. Todo quedó en una declaración de principios. Contradicciones
insuperables acabaron por reducir a la nada estos proyectos. Por tanto, «si disminuían las
contribuciones sufriría el fisco y sucedería lo mismo con las reconquistas, con la defensa de
las fronteras amenazadas y con los grandes proyectos de construcción para los cuales el
dinero era esencial». La amplitud de miras de la política exterior forzó al emperador a cerrar
los ojos ante la falta de escrúpulos de unos funcionarios rapaces.
b) La política religiosa vino condicionada por el carácter «romanista» que Justiniano trató de
inculcar a su Imperio. Dos hechos fueron sintomáticos a este respecto: el cierre de la Escuela
de Atenas en el 529, uno de los últimos reductos del paganismo; y el pacto suscrito con el
pontificado romano, por el cual el emperador se comprometió a combatir sin tregua a la
herejía en Oriente. Estos proyectos chocaron con actitudes de signo más «orientalizante» y
políticamente más realistas. La emperatriz Teodora, vio más positiva una reconciliación de
Constantinopla con sus provincias orientales disidentes que unas miras universalistas en las
que Bizancio hipotecaba su libertad de acción al someterse a los dictados del Papado. Su
objetivo era la construcción de una fuerte monarquía oriental.
Justiniano fue incapaz de adoptar una política lo bastante coherente: el Concilio de los Tres
Capítulos celebrado en el 543 bajo el patrocinio imperial rectificó algunas decisiones del de
Calcedonia, condenatorio del monofisismo. El papa Vigilio, arrastrado a Constantinopla,
acabó por ceder ante las presiones. Pero la disputa se saldó con un fracaso por cuanto el
Occidente romano-germánico se negó a secundar esta actitud y reforzó sus reticencias ante la
postura político-religiosa de Constantinopla.
c) Las bases materiales del Imperio justinianeo merecerían un juicio positivo si las
analizásemos a través de las expresiones artísticas que han contribuido a dar el nombre del
emperador a toda una época. Santa Sofía de Constantinopla, inaugurada en la Navidad del
537, o las iglesias de Ravena constituyen las mejores manifestaciones de la síntesis de
elementos (romanos, griegos, orientales y cristianos) que contribuyeron a la forja de la
civilización bizantina. En el campo de la economía, el Imperio de Justiniano y sus sucesores
mantuvo una situación ventajosa en relación a sus vecinos occidentales. Pero no es menos
cierto que empezó a experimentar hipotecas. Las actividades mercantiles se mantuvieron a
un notable nivel por la reconstrucción de la unidad política del Mediterráneo, pero con el
195
Extremo Oriente las relaciones se vieron obstaculizadas por la hostilidad de la Persia
sasánida con la que nunca se llegó a una paz duradera.
El Imperio que surgió en torno a Constantinopla fue agrícola. La tierra, como en Occidente,
era la principal fuente de riqueza. Como en Occidente también, la gran propiedad tuvo un
gran peso, ya fuera en manos de grandes latifundistas laicos, ya fuera amasada por las
grandes instituciones monacales. Pero a lo largo del siglo VI, la pequeña y mediana
propiedad seguían teniendo un fuerte peso en la economía: possesores de parcelas que
habitaban en la comuna agrícola libre. La pesadez de las cargas fiscales fue provocando un
descenso de la importancia de esta clase que acabará cayendo en los lazos del colonato por la
vía del patronazgo de los grandes. A fines del reinado de Justiniano, el número de colonos
adscritos experimentó un sensible aumento, aunque su vida fuera menos miserable que la de
sus colegas de la Europa Occidental.
196
que no debió rebasar los límites de una simple ocupación militar. Su progresiva eliminación
será una de las tareas que se marquen los soberanos visigodos casi de inmediato.
El balance de la «reconquista» mediterránea fue sumamente pobre. La totalidad de la Galia y
el Africa occidental escaparon a la ocupación. Las zonas conquistadas se encontraron en una
lamentable situación económica. Las autoridades bizantinas, amén de impopulares, se vieron
limitadas en su actuación por la escasez de fuerzas para mantener una ocupación eficaz.
El fuerte desgaste militar que los bizantinos experimentaron en el Mediterráneo occidental
repercutió en la política defensiva que hubo que mantener en Oriente. Los persas fueron
difícilmente contenidos en sus incursiones sobre Siria. La paz que Justiniano suscribió en el
562 se logró sólo a cambio de un pesado tributo. Sobre el frente danubiano, los generales
bizantinos lograron contener el peligro representado por los eslavos y los restos del pueblo
huno, pero sin conjurarlo de forma definitiva. Defensiva en Oriente y resultados ilusorios en
Occidente constituyen el legado político-militar que Justiniano transmite a sus sucesores.
Pueblo renombrado por su valor y fiereza, los lombardos habían aprendido el camino de
Italia como mercenarios de Narsés. Pero su entrada masiva en la península se producirá sólo
después de la muerte de Justiniano. Invasión anárquica, su resultado inmediato fue la
división de la Italia ocupada en treinta y cinco ducados. En el 584, un nuevo caudillo
lombardo, Autario, logró unificar las bandas y reemprender la ofensiva contra los bizantinos,
que se vieron reducidos al sur de la península y a una franja litoral al norte.
En los años sucesivos, los lombardos irán suavizando bastante sus costumbres: en el 643 se
promulga el Edicto de Rotario. Luitprando, fue el más grande rey lombardo. Uno de sus
sucesores, Astolfo, tomará Ravena a los bizantinos en el 751.
Es el momento culminante de la Italia lombarda. Sin embargo, sus debilidades internas eran
demasiado grandes. La autoridad de los monarcas se ejerce con dificultades sobre un
conglomerado de ducados en los que la influencia real se deja sentir a lo sumo a través de un
intendente que administra una parte del ducado. La introducción de la práctica de la
commendatio a cargo de los poderosos y la percepción por éstos de parte de los impuestos
por actividades mercantiles, contribuyeron también a debilitar las bases sobre las que la
monarquía se sustentaba. A mediados del siglo VIII los lombardos hubieran podido crear
una especie de sentimiento nacional en la Península Itálica. Pero esta oportunidad llegaba
tarde: los francos iban a hacerse dueños de la situación política en el Occidente por encima de
los distintos poderes locales.
198
territorialmente al perder dos de sus más importantes provincias, Siria y Egipto, ganó en
cohesión, dadas las tensiones de todo orden que éstas habían mantenido frente a
Constantinopla.
La eslavización. Serbios, croatas, ezeritas y meligues se instalarán primero junto a las
fronteras bizantinas balcánicas, pero, desde el siglo VII, sus incursiones se hacen más
profundas: Macedonia, Tesalia, el Peloponeso, Bitinia, e incluso las Islas del Egeo. En
ocasiones serán empleados, al igual que los búlgaros, como auxiliares contra los
musulmanes. Resulta difícil conocer el grado de eslavización a que se llegó en el mundo
bizantino. En la zona de Salónica, varias veces amenazada a comienzos del VII por los
nuevos incursores, se llega a finales de esta centuria con el establecimiento de una especie de
reparto de esferas de acción: la ciudad seguirá siendo griega y el campo se verá penetrado de
eslavismo. En Bitinia, costa Norte del Asia Menor, serán instalados a modo de colonos
militares, paliando la crisis demográfica que la región sufrió en estos tiempos. La penetración
eslava contribuyó a transformar de forma decisiva la estructura étnica del mundo bizantino.
Desde el punto de vista administrativo, el Imperio de Oriente empieza a tomar nuevos
perfiles. El impacto de los nuevos peligros exteriores trajo consigo una reordenación del
territorio a base de unidades provinciales, las temas, con funciones a la vez militares y
políticas. Los gobernadores de estas jurisdicciones, los estrategas, dependían directamente
del emperador. El sistema, que tenía sus precedentes en algunas disposiciones dadas ya por
Justiniano, no llegó a estructurarse de forma definitiva más que en el siglo VIII, por las
nuevas necesidades militares. A fin de facilitar el reclutamiento, Heraclio y sus sucesores
favorecieron el sistema de los «bienes militares» concedidos a las familias de los soldados
como contrapartida de unos determinados compromisos militares.
Constantinopla era el centro de toda la vida política. El basileus era «el elegido de Dios, el
coronado del Señor, el vicario de Dios en la tierra, su delegado a la cabeza de los ejércitos, y
el príncipe igual a los apóstoles». Las frecuentes posibilidades de usurpación y de revuelta
popular se constituyeron prácticamente en los únicos límites al despotismo imperial. De
hecho, no cabe hablar de nobleza de sangre, sino de funcionarios, entre los que resaltan: el
logoteta del dromo, especie de canciller del Imperio y ministro del interior; el eparca,
gobernador de la ciudad; el cuestor, ministro de justicia; el sacelario, especie de interventor
general. En la legislación, la Ecloga supuso una adaptación a las nuevas circunstancias
helenizantes del viejo Código justinianeo. Su complemento en el campo económico fue dado
por el Código Rural y el Código Naval Rodio.
A pesar de la fuerte contracción territorial experimentada por Bizancio desde comienzos del
siglo VII, sus recursos económicos eran aún grandes. Constantinopla seguía siendo el paso
obligado de buena parte del tráfico mercantil entre Asia y Europa. La preocupación de los
emperadores que redactaron el Código Rural por mejorar la condición de los agricultores es
elocuente, aunque no obtuviese todo el fruto deseado. Los mecanismos fiscales fueron una
prolongación del sistema tributario del Bajo Imperio: impuesto personal y territorial.
Una tesis clásica presenta a la Península Arábiga, cuna de los pueblos semitas, como
territorio que, desde la Protohistoria, fue experimentando un progresivo proceso de
desecación. Ello dio lugar a periódicas corrientes de migración hacia zonas más favorecidas:
el Creciente Fértil concretamente. Arameos, cananeos, fenicios, hebreos... habrían sido
protagonistas de este movimiento. El mundo árabe no era, por lo tanto, un completo
desconocido. Sobre la Arabia meridional se formó ya en el siglo X a.C. una entidad política
de cierto relieve: el reino de Saba, que mantuvo contactos con Salomón o relaciones
comerciales con sus vecinos fenicios instalados en el puerto de Asiongaber sobre el golfo de
201
Akaba. Años después, en el siglo I a.C., una dinastía de ascendencia arábiga, los nabateos, se
instalaron en Palestina, llevándola a un momento de esplendor bajo el reinado de Herodes el
Grande. Incorporado el Próximo Oriente a la órbita política de Roma, los contactos con el
mundo árabe se reforzaron. Mercenarios árabes y emperadores siríacos son coprotagonistas
de la crisis del siglo III. Un movimiento separatista con su centro en la ciudad sirio-arábiga
de Palmira estuvo a punto de desgajar del Imperio las provincias del Próximo Oriente a
comienzos del tercer tercio de esta centuria. Cuando el Imperio desapareció en Occidente en
el 476, Arabia se convirtió en campo de distintas influencias y presiones. El sur de la
península conoció la invasión de los etíopes hacia el 525 y los intentos unificadores de un
antiguo esclavo que en el 570 estuvo a punto de ocupar La Meca. Bajo sus sucesores los
persas ocuparon el Yemen. Se trataba de una operación explicable en el contexto estratégico
derivado de la pugna entre la Persia sasánida y los sucesores de Justiniano en el trono de
Bizancio. Dentro de este mismo contexto hay que ver la creación de Estados vasallos en el
norte de la península, encaminados a consolidar la necesaria cobertura militar frente a los
ataques rivales: el reino de Hira creado junto al Éufrates; o el de Ghassan al otro lado del
Jordán. Los contactos de orden político-militar provocaron, a su vez, otros de distinto signo.
Los intercambios mercantiles entre el Yemen y Siria y el Yemen y la India fueron creando
nuevas formas de vida: una incipiente burguesía en torno a los principales núcleos de
población y la aparición de las importantes ferias de Okkaz, cerca de La Meca. Por otro lado,
colonias de judíos y cristianos se establecieron en algunos centros de población y crearon
nuevas inquietudes religiosas que incidirían en el pensamiento de Mahoma.
El ambiente religioso que se respiraba en la Península Arábiga a fines del siglo VI era el de
un politeísmo que relacionaba a los seres adorados con árboles, fuentes o con piedras
sagradas, de las que la piedra negra de la Kaaba de La Meca fue la más reputada.
Sobre este politeísmo actuaron dos fuerzas que habrían de incidir en la configuración del
islam. Por un lado, la evolución hacia la constitución de un panteón de dioses
independientes y con sus funciones determinadas. Por otra parte, el monoteísmo subyacente
de la primitiva religión árabe que concibió la idea de una divinidad suprema, Al-Ilah. De
acuerdo con este principio, Mahoma sería más reformador que fundador de una nueva
religión.
Mahoma nació hacia el 570 en el seno del clan de los Qurays, aunque no perteneciera a su
oligarquía dirigente. Sus primeras dificultades económicas se verían superadas al casarse con
Jadiya, viuda de un rico mercader. La primera visión (a los cuarenta años) supuso el
arranque para la configuración del islam como simple reforma religiosa: confirmación de la
Revelación, en un sentido dinámico y no estático, para los árabes. En tal sentido, ésta habría
tenido cuatro etapas, marcadas por Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma.
Sus primeras predicaciones tuvieron escaso eco. Mahoma marchó en el 622 (la Hégira) a
Yatreb, en donde en principio se erigió simplemente en árbitro en la disputa entre las tres
tribus árabes y las dos judías en las que la población se dividía. Sin embargo, pronto hubo un
cambio de actitud y el islam empezó a tomar los perfiles de una nueva religión. Las
relaciones con el judaísmo fueron rotas al ordenarse que la oración se hiciese mirando a La
Meca y no a Jerusalén; la Umma fue creada como comunidad de fe y no de sangre y, por
202
último, desde Yatreb, Mahoma y sus seguidores acabarían tomando la ofensiva contra la
oligarquía de La Meca. El profeta retornó victorioso a esta ciudad en el 630. Dos años
después, y tras una intensa labor de catequización en la Arabia occidental por parte de sus
seguidores, se producía la muerte de Mahoma.
Su doctrina quedó recogida en el Corán, cuya redacción definitiva se llevaría a cabo veinte
años después. De él se entresacan seis preceptos básicos a cumplir por todo buen musulmán:
1) Profesión de fe a través de la creencia en Dios y en su Profeta. 2) Oración cinco veces al día
orientados hacia La Meca. 3) Ayuno en el mes de Ramadán. 4) Limosna, como deber no
ocasional sino fijo. De ahí su institucionalización posterior en forma de tributo: el zakát. 5)
Peregrinación al santuario de la Kaaba de La Meca. Se trataba de una costumbre antiquísima
a la que se da mayor fuerza para resaltar la prioridad del islam sobre el judaísmo y el
cristianismo. 6) La guerra santa contra los infieles. En este caso, se establecen dos categorías
de enemigos. Por un lado, están los simplemente paganos a los que hay que convertir por la
fuerza o aniquilar. Por otro, los «pueblos de Libro Revelado» —judíos, cristianos y persas
mazdeos— a los que se les permite el uso de su religión en calidad de dimmies (protegidos)
hasta que sean convencidos de la verdad de la nueva fe.
Desde la muerte de Mahoma en el 632 hasta el 634, se desarrolla el gobierno de Abu Bekr,
designado como sucesor con el título de «diputado del profeta» o califa. Bajo su acción se
puso fin a un movimiento, (la Ridda), no propiamente de apóstatas del islam sino de tribus
árabes que, a la muerte de Mahoma, dieron por roto el lazo contractual que les unía con La
Meca-Medina. Superada la crisis «constitucional», el nuevo califa Omar (634-644) lanzó a los
árabes a un movimiento expansivo en un doble frente:
1) Contra el Imperio persa: las primeras operaciones militares permitieron la ocupación de
Mesopotamia en donde se fundaron las bases de Kufa y Basra. Un nuevo empuje permitió la
ocupación de la Meseta del Irán. El Imperio sasánida desaparece de la Historia.
2) Contra el Imperio bizantino: El general Amer ocupó Egipto. En el 634 cayó Damasco. Dos
años después, la batalla del Yermuck permitió a los árabes la ocupación de Jerusalén.
La rapidez y amplitud de las conquistas árabes en tan sólo dos lustros constituye un
fenómeno atractivo. Parece que hay que descartar el hecho de una supuesta superioridad de
técnicas militares árabes: Canard así lo ha expuesto para la totalidad de la expansión y
Albornoz para el caso español al demostrar que la caballería no fue asimilada por los árabes
de forma efectiva más que cuando entraron en contacto con la España visigoda.
Mayor consistencia tienen otros argumentos: la tolerancia religiosa que hizo que en Egipto y
Siria las poblaciones con tendencias monofisitas y nestorianas viesen a los árabes con más
simpatía que al intolerante gobierno de Constantinopla; el Jihad o guerra santa, revalorizado
por Omar con el fin de dar a los árabes un instrumento de cohesión para superar los peligros
de atomización tribal; y, sobre todo, la debilidad de los poderes políticos contra los que los
islamitas se enfrentaron. Persia y Bizancio se habían estado combatiendo sin tregua hasta el
mismo momento en que los árabes hicieron acto de presencia militar en el Creciente Fértil.
Desde la muerte de Omar transcurre un período de casi cincuenta años en el cual la
expansión islámica sufre un frenazo. La pauta viene dada por las guerras civiles en el seno de
203
la naciente comunidad religioso-política. En la pugna que enfrentó a los sucesivos candidatos
al Califato se encuentra el germen desintegrador de los movimientos sectarios que tanto
juego va a dar en un próximo futuro. Frente a Otman, elevado en el 644 y apoyado en la
oligarquía mecana, se situaron otros personajes que, como Alí, yerno del Profeta, supieron
concentrar las corrientes de signo más rigorista. Los acontecimientos se precipitaron en sólo
cinco años: asesinato primero de Otman y luego de Alí, que dejaron el campo libre a
Moawiya el Omeya y sus sirios. Aún tuvieron que transcurrir más de veinte años para que la
nueva dinastía consolidase sus posiciones frente a las tendencias centrífugas tribales.
Bajo Abd-el Malik (685-705), la unidad del mundo islámico quedó restablecida y los avances
siguieron sobre los mismos ejes de progresión anteriores. Hacia Oriente se ocuparon en el
Jorasán las ciudades de Herat, Kabul, Merv y Samarcanda, importantes centros de las rutas
de caravanas del Asia central. En Africa del Norte, la resistencia bizantina fue poco
consistente. Los musulmanes fundaron allí la importante base de Kairuan. En el reinado de
Walid, una pequeña fuerza de bereberes islamizados desembarcaba en España y derrotaba al
ejército visigodo a orillas del Guadalete (711). En muy pocos años, toda la Península Ibérica
quedaba bajo su control. Fue el momento culminante de la expansión islámica, ya que en los
años sucesivos sufrirá un frenazo decisivo: en Oriente, delante de los muros de
Constantinopla (717); en Occidente, en un decisivo encuentro militar entre Tours y Poitiers
(732). Los Omeyas se habían convertido en los beneficiarios de un inmenso botín territorial.
Había que crear un cuadro de normas a fin de regirle con la necesaria eficacia. A falta de otro
mejor, los árabes adaptaron a sus necesidades los mecanismos administrativos de origen
persa y bizantino. Ello facilitó la tarea tanto como el espíritu de amplia tolerancia que los
Omeyas guardaron hacia las demás religiones, motivo por el que el vínculo espiritual dentro
del Imperio islámico pasó a un segundo plano. Así, Moawiya utilizó como secretario
principal a un cristiano, y Jalid Allah, gobernador del Irak, fue hijo de una cristiana. Ello
contribuiría a crear la leyenda de impiedad atribuida a la dinastía por fuentes posteriores
hostiles. Los rudimentos de una centralización se echaron al trasladar la capitalidad a
Damasco, que disponía de unas tradiciones políticas y una posición de interés. Otro de los
problemas, el de la regulación de la sucesión, fue resuelto por Moawiya desde el momento en
que nombró para heredero a su hijo Yazid. El Califato tendía así a convertirse en una
monarquía hereditaria en la que el papel y la opinión de los grandes linajes árabes seguían
teniendo un gran peso. Desde el punto de vista social el elemento árabe fue el gran
beneficiario de las conquistas. El número de los que se establecieron en las provincias debió
de constituir una exigua minoría en medio de la masa de población indígena. Para Siria-
Palestina, se ha dado la cifra de no más de un cuarto de millón en la época de los últimos
Omeyas. En la Península Ibérica, el número de árabes y sirios no rebasaría en la hora de la
conquista los 18.000. A ellos se unirían los 7.000 sirios del general Balch en el 741 y, con
posterioridad, el reducido séquito que acompañó a Abd-el-Rahman I en su huida de Oriente.
Serían en todo caso una minoría que se constituiría en clase dominante por encima del
elemento bereber mucho mayor en número. Junto a la aristocracia árabe cabe situar la
aristocracia de ascendencia persa, que conservaría sus privilegios sociales y económicos y se
204
pasaría en bloque a la ortodoxia islámica, al revés que la masa popular, antes inclinada a los
movimientos sectarios zoroástricos y, desde este momento, campo abonado para la
disidencia heterodoxa islamita.
Una clase especial la constituyeron los mawali o clientes. Se trataba de musulmanes que no
eran descendientes directos de una tribu árabe. Junto con los dimmies formaron el armazón
de una clase media comercial y artesanal. A pesar de que el islam hacía a todos sus
seguidores teóricamente iguales, en la práctica los mawali se diferenciaron del elemento
árabe puro por ser la clase sobre la que iban a recaer las cargas de un sistema fiscal que, al
compás de la articulación política del Califato, se hacía cada vez más pesado. Ya desde los
Omeyas, las necesidades tributarias desaconsejaban a veces la conversión de los infieles.
En el 750, una rebelión generalizada en el Jorasan culminó en la batalla del Gran Zab, en la
que el monarca omeya Marwan II fue derrotado. Con él desaparece su dinastía y asciende al
poder Abul Abbas. La historia del mundo islámico ha denominado esta revuelta la
«revolución abbasí». El cambio que se experimentó fue radical. De ahí que se hayan querido
dar diversas interpretaciones de este fenómeno.
¿Revancha de la Persia irania sobre la Arabia semítica? Si la rebelión partió de las provincias
más orientales, no es menos cierto que numerosos persas se habían integrado en el edificio
político Omeya y le sirvieron con entera fidelidad. Y, como contrapartida, sirios, egipcios y
árabes de las tribus hostiles a los Omeyas colaboraron en la revuelta. Las tensiones tribales
no habían desaparecido aún después de las grandes conquistas.
¿Revuelta social? En parte la explicación es aceptable. La punta de lanza de la revolución
estuvo constituida por los elementos más radicalizados vinculados a movimientos sectarios
alidas. Pero una vez Abul Abbas en el trono, su primera preocupación fue eliminar a su
principal cabecilla Abu Muslim y a sus seguidores que, con su extremismo, amenazaban con
trastocar todo el orden social establecido.
Lo que supuso la «revolución abbasí» una vez decantada y vuelto el mundo musulmán a la
estabilidad, fue una profunda transformación política: los Omeyas habían sido poco más que
jeques tribales; los abbasíes van a ser auténticos autócratas, apoyados en una burocracia
oficial jerarquizada que rebasa los estrechos marcos de la aristocracia árabe. La familia persa
de los Barmékidas va a desempeñar un importante papel en este proceso.
El reinado de Harun al-Rashid, contemporáneo de Carlomagno, señala el momento
culminante del Califato. El centro de todo este mundo es Bagdad, la nueva capital fundada
por Al-Mansur (754-775) en el antiguo emplazamiento Seleucia del Tigris. El califa aglutina
los títulos de enviado de Dios, jefe de la oración y jefe de la guerra. El favor del califa, no la
procedencia de linaje, constituye el único medio de acceder a los cargos de un enorme
aparato administrativo en el que las funciones se agrupan, de acuerdo con su naturaleza, en
Diwanes o departamentos ministeriales. Al frente de estos mecanismos se encuentra el visir
o primer ministro, cargo de origen persa. Los amires como gobernadores provinciales y los
cadíes como jueces en cada una de las ciudades, completan el sistema de la administración
abbasí. Las fuerzas militares, hasta entonces constituidas por la milicia árabe, derivaron bajo
los abbásidas hacia la formación de un ejército profesional. Su núcleo principal estaba
205
constituido por tropas reclutadas en las marcas orientales, con preferencia turcos. Con el
tiempo serán quienes lleguen a hacerse dueños de la situación política y apuntalen el poderío
islámico en sus momentos de declive. Un gran Imperio con una sólida articulación
administrativa exigía una economía saneada y un aparato fiscal eficaz. Los monarcas
abbásidas propiciaron un fuerte impulso a la agricultura en los grandes valles fluviales bajo
su control. En los primeros tiempos cabe hablar de una clase campesina acomodada y sólida.
Sin embargo, la tendencia a la concentración de la propiedad acabó imponiéndose y creando
un clima de malestar en el medio rural del que son buena expresión algunas rebeliones como
la de Babak algunos años después de la muerte de Harún al-Rashid. Si la principal fuente de
riqueza del mundo abbásida la constituía la agricultura, no son desdeñables las actividades
mercantiles, más aún si tenemos en cuenta su decaer en el mundo cristiano en estos mismos
años. «Se puede constatar cómo el comercio ha llegado a ser en el siglo IX la manifestación
más tangible de la expansión musulmana». La posesión del corredor iraquí fue clave en este
sentido. La prosperidad de Bagdad no fue producto de una mera casualidad. Hacia el Este,
los mercaderes musulmanes entraron en contacto con China y la India de donde venían la
seda, especias, drogas, loza, papel... Hacia el Norte, el Califato tomó contactos con los
escandinavos a través del Volga. Cara al Mediterráneo, aunque pronto la unidad política se
rompa, las relaciones comerciales entre las distintas entidades musulmanas se mantendrán
con una amplitud considerable. De interés resulta el enlace entre el Mogreb y las rutas
caravaneras que cruzaban el Sahara. La expansión mercantil potenció un crecimiento urbano
que sirvió de marco a importantes actividades industriales: tejidos, cerámica, metalurgia,
perfumería, refinado de la caña de azúcar... Algunas de ellas tendrán una irradiación que
rebasará con mucho el ámbito estrictamente islámico. Los mecanismos monetarios y fiscales
del Califato son una adaptación de los existentes en Bizancio y Persia. El bimetalismo se
impuso sobre la base del diñar de oro y cuyo peso era de 4,25 gramos, y el dírhem de plata,
inspirado en monedas persas, cuyo peso oscilaba en torno a los 2,97 gramos. Al sistema de
tributación basado en la institucionalización de la limosna (zakat) se unieron otros dos
tributos de raigambre bizantina pagados por los infieles: la djizya, impuesto personal, y el
kharadj, impuesto territorial. Con el tiempo, por las nuevas necesidades del Estado, este
último acabará aplicándose a todo tipo de propiedades rústicas a fin de evitar que
conversiones interesadas diesen pie a una peligrosa disminución de ingresos a la hacienda
califal. El esplendor del Califato de Bagdad alcanzó su cénit en los primeros años del siglo IX.
A la muerte de Harun al-Rashid sonó la hora de los comienzos de la decadencia abbásida. A
los movimientos secesionistas en Occidente se añadieron una serie de crisis sucesorias y
querellas religiosas que fueron minando la solidez de un Estado tan trabajosamente
articulado.
Los pipinidas, carolingios o arnulfingos, como mayordomos de palacio, fueron los artífices
de una lenta reunificación de la Galia franca desde mediados del siglo VII frente a la total
inoperancia de unos monarcas (los últimos merovingios), reyes tan sólo de nombre. En
principio estos personajes se conformarán con ostentar el título de dux et princeps
francorum. En este contexto fue en el que Carlos Martel, bastardo del mayordomo de palacio
Pipino de Heristal, derrotó a los invasores musulmanes en el 732 en la batalla de Poitiers.
Desde esta fecha, el retroceso islamita hacia el otro lado del Pirineo se convierte en un hecho
irreversible. Años más tarde, en el 751, su heredero, Pipino el Breve, destronó al último
monarca merovingio sustentador de una simbólica legitimidad dinástica, y logró del papa
Zacarías su conformidad a través de la veneración de él y de sus hijos. Cincuenta años
después, uno de estos, Carlos, fue solemnemente coronado como emperador en Roma. Los
Anales de Fulda de fines del siglo IX hablarán de Europa reí regnum Caroli. Resulta difícil
establecer una cronología precisa en las campañas de Carlomagno. A grandes rasgos, cabe
fijar el siguiente esquema:
En el 773 se llevará a cabo la total absorción del reino lombardo. No sólo la Italia norteña
quedaba integrada dentro de la órbita franca, sino que se daba con ello culminación a una
especie de complicidad entre el monarca franco y el Pontificado, que veía en los carolingios
sus más eficaces protectores.
Entre el 772 y el 803, aunque con numerosas interrupciones se fue llevando a cabo la
incorporación de Sajonia, el principal de los objetivos expansivos de Carlomagno.
Entre el 785 y el 788, Baviera y Benevento quedarán ligadas al mundo carolingio por
estrechos lazos de dependencia.
Del 791 al 796 se llevarán a cabo las campañas que conducirán a la derrota de los ávaros,
peligro latente en la cuenca danubiana.
La ampliación de los dominios carolingios hacia la España musulmana planteará mayores
inconvenientes. La primera intervención, sobre el valle medio del Ebro, se saldará con una
retirada y terrible derrota: la jornada de Roncesvalles del 778 en la que la retaguardia del
ejército de Carlomagno fue deshecha por los montañeses rascones. Mayores logros se
conseguirán en el Pirineo oriental en los primeros años del siglo IX con la recuperación de
Barcelona de manos de los musulmanes.
La realidad territorial del mundo carolingio viene dada por su fuerte continentalidad y
basculación hacia el Norte de los centros políticos: área Rin-Sambre-Mosa-Escalda, en
detrimento de las zonas litorales del Mediterráneo. Las estructuras económicas serán un
207
reflejo de estas peculiaridades políticas que dan a la Europa de Carlomagno la apariencia de
una gran fortaleza sitiada, circundada por las marcas fronterizas: marca de Friul y del Elba en
Oriente, marca de Bretaña en el Oeste y la legendaria y discutible «Marca Hispánica» al Sur.
De los pueblos que quedaron al margen de esta construcción política cabe fijar dos
categorías:
Cristianos: El pequeño reino de Asturias mantuvo bajo Alfonso II buenas relaciones con los
francos; entre él y el emirato cordobés de Abd-el-Rahmen I quedó establecida la barrera
semidesértica del valle del Duero, sobre el que los monarcas astures sucesivos iniciarán un
lento y trabajoso proceso de repoblación. Con los monarcas de la heptarquía anglosajona, las
relaciones de la Europa carolingia también fueron cordiales: bien sea a través del
establecimiento de tenues relaciones comerciales o de la protección a determinados
soberanos frente a sus enemigos domésticos.
Frente al Imperio bizantino, los problemas fueron más complejos y es necesario vincularlos a
la restauración imperial de la Navidad del año 800.
No cristianos: Las relaciones con los musulmanes no son de hostilidad por principio. Si
contra los de la Península Ibérica la enemistad es un hecho, no ocurrió lo mismo con relación
a Bagdad, con cuyo Califato — hostil al emirato Omeya cordobés— se llegó incluso al
establecimiento de acuerdos comerciales. Sobre los eslavos, el prestigio de Carlos será tan
grande que el nombre de Karl llegará a ser entre ellos sinónimo de rey. Sobre los germanos
del ámbito norteño, se iniciará una labor de evangelización que va a dar de momento pobres
resultados.
Las raíces de este decisivo acontecimiento hay que encontrarlas en las cada vez más estrechas
relaciones entre el Pontificado y los francos. Pipino el Breve, tras destronar al último
merovingio y ser consagrado por el papa Zacarías, recibió el título de «Patricio de los
romanos». Como contrapartida hubo de reconocer la mal llamada «Donación de
Constantino», falsificación de los eruditos de la corte pontificia que habría de convertirse en
uno de los argumentos del poder temporal papal iniciado bajo San Gregorio Magno.
Tras el destronamiento del último monarca lombardo, Carlomagno pasó a titularse «rey de
francos y lombardos y patricio de romanos»; un crescendo de títulos y de responsabilidades
que culminarían en una coronación imperial que aparece bajo un halo enigmático. ¿Quiénes
fueron los principales responsables de este hecho? Difícilmente lo pudo ser Carlomagno, que
siempre actuó como un germano al que escapaban las sutilidades de un título imperial
teóricamente romano, y del que apenas hizo uso en los años sucesivos. El pontífice León III,
que depositó la corona imperial sobre las sienes del monarca franco, desempeñó un papel
menos importante de lo que pudiera parecer a primera vista. Teniendo en cuenta que en
aquellos momentos se encontraba en una posición difícil, su actitud pudo deberse a un
intento de ganarse el apoyo del soberano. Pero con ello creaba un peligroso precedente que
papas sucesivos aprovecharán a la hora de arrogarse el derecho a coronar a los emperadores.
Estado e Iglesia constituían dos dimensiones de una misma sociedad, la cristiana, en la que
en lo sucesivo se plantearía el problema de cuál de los titulares de ambas tenía la
preeminencia. La posición de Carlomagno, mucho más sólida en estos momentos, permitió
208
que la cuestión no llegase siquiera a plantearse. El emperador aparece como el auténtico
defensor de la fe frente a las tendencias heterodoxas y como su propagador a través de unas
guerras cuya única justificación se encuentra en ser el medio para una labor evangelizadora.
Los consejeros de Carlos fueron quizás los más fervientes impulsores de la restauración
imperial: Alcuino de York o Arno de Salzburgo, entre otros protagonistas del llamado
«Renacimiento carolingio». El primero, en el año 799, habló de la existencia de tres poderes
en la Cristiandad: el Papa, el emperador de Bizancio y el rey de los francos. Dada la mala
situación del primero y las complicaciones del segundo, el monarca franco era el mejor
soporte para la fe, como «vengador de crímenes, guía para los que han errado, consolador de
los afligidos y sostén de los buenos». La restauración imperial fue producto de la
intervención de una intelectualidad occidental que no se resignaba a ver el título en manos
de un soberano (el bizantino) que no ejercía ningún control sobre Roma, cuya seguridad
dependía ya exclusivamente del concurso franco.
Con ello, la coronación de la Navidad del 800 daba origen a una profunda anomalía: la
existencia de dos emperadores en la Cristiandad. Carlomagno intentó dar salida a esta
comprometida situación que le enfrentaba con Constantinopla, poniendo en juego desde los
buenos oficios (negociaciones fallidas para contraer matrimonio con la emperatriz Irene)
hasta la guerra abierta (pugna por el control de Venecia). Al final se llegará a una solución
ecléctica: la aceptación mutua de ambos emperadores, que consagrará una realidad política
latente hasta fines del Medievo.
Pacaut apunta que si la dinámica del Imperio carolingio fue cristiana y el principio
«romano», la construcción del edificio fue franca, que es tanto como decir germánica.
La Europa carolingia se edifica en base a la crisis definitiva de la idea de res pública. La
soberanía descansa en un conjunto de «privilegios»: suprema jurisdicción militar, ejercicio
supremo de la justicia, monopolio de acuñación de moneda, intervención directa en el
nombramiento de los cargos eclesiásticos.
El poder descansa sobre todo en los vínculos personales que unen al rey con sus súbditos.
a) La administración central tiene como eje el Palatium, que se desdobla, en virtud de sus
funciones, en: Aula (con un comes palatii al frente secundado por otros funcionarios:
senescal, condestable, buticulario...); Cancillería, para recepción y expedición de
documentos; y la Capilla, para los asuntos religiosos.
b) La administración territorial se articula por la división del país en condados, con un
comes al frente, cabeza de la administración civil, militar y judicial. Los missi dominici, desde
el 779 (un clérigo y un laico), serán los encargados de velar por el cumplimiento de las
disposiciones civiles y eclesiásticas, tratando de evitar los abusos de la administración.
c) Los mecanismos legislativos parten del principio de la conservación de las leyes de cada
pueblo (francos, lombardos, sajones, hispanos...). Esta variedad trata de salvarse con la
promulgación de disposiciones legislativas que obligan a todos los súbditos y son reflejo del
bannus (poder de mando) del monarca: son las Capitulares cuyas funciones pueden ser muy
variadas, desde el carácter de auténticas leyes por encima de las distintas comunidades
étnicas, hasta el de meras ordenadoras de actividades concretas (caso de la Capitular de
209
Villis, para la administración de los dominios reales). La administración de justicia a nivel
central corre a cargo del Tribunal Imperial encabezado por el comes palatii. A escala local, es
el mallus o tribunal condal, compuesto por siete jueces (los scahini) y un vicarias, nombrados
por el conde y los missi dominici.
d) El ejército. De acuerdo con el principio germánico, estaba constituido por el pueblo franco
en armas, para el que se fijaba una fecha de revista. En la práctica, la movilización acabó
restringiéndose a aquellas personas que vivían más cerca de los lugares en donde se pensaba
emprender una campaña.
e) Los mecanismos fiscales siguieron bajo la pauta de la confusión entre las instituciones
romanas y germanas. Los recursos del monarca a título de censos fueron sumamente
limitados por la inexistencia de catastros. De ahí que el fisco real se nutriese de ingresos
procedentes de las rentas de los dominios propios del rey, de los consabidos impuestos
indirectos (telonea) y de algunos servicios gratuitos (requisa, trabajos en los caminos,
alojamiento del monarca).
El 28 de enero del 814 Carlomagno moría en Aix-la-Chapelle. Desde esta fecha hasta el 843
(tratado de Verdón) asistimos a la desintegración de su Imperio. Halphen ha apuntado que
Carlomagno fue el primer responsable de ello, al no haber previsto nada para el futuro, por
vincular toda su obra a su persona. Carlos no pudo superar nunca una contradicción que
acabará minando el edificio político legado: concepción unitaria del Imperio, por un lado,
pero patrimonial de la realeza por otro.
Bajo Luis el Piadoso, único heredero legítimo, se intentó superar esta falla. Su debilidad de
carácter y la incoherencia de su proceder fueron fuente de irreparables tensiones. El partido
imperialista, encabezado por Wala, logró un primer éxito con la «Ordinario Imperii» del 817,
por la que la dignidad imperial pasaría al hijo mayor de Luis, Lotario, que pasó a convertirse
en una especie de coemperador. El documento dejaba la puerta abierta para la constitución
de pequeños reinos vasallos para los demás hermanos. La Iglesia vio en ello la oportunidad
de sustraerse en alguna medida al poder absorbente del Emperador y de reforzar, su
autoridad moral en unos momentos confusos.
En el 840, y después de reiteradas humillaciones a manos de sus hijos, moría Luis el Piadoso.
En el 841, Carlos el Calvo y Luis el Germánico derrotaron en Fontenay a Lotario. Al año
siguiente reforzaron su alianza por el Juramento de Strasburgo, primer documento redactado
en alto-alemán y francés.
En el 843 el tratado de Verdún consagró la división del Imperio en tres reinos de extensión
semejante: el Este en manos de Luis, el Oeste en las de Carlos el Calvo; una franja central,
desde el Mar del Norte hasta Nápoles, pasaba a Lotario: en ella se encontraban las dos
ciudades imperiales de Roma y Aix- la-Chapelle.
El título de emperador, retenido por Lotario, resultaba simbólico. Su calificativo de «romano»
fue sustituido progresivamente por el de «cristiano». Muestra inequívoca del papel que la
Iglesia iba desempeñando como expresión de la unidad espiritual de los pueblos de la
Europa cristiana, por encima de cualquier vicisitud de orden político.
210
TEMA VII: FUNDAMENTOS ECONOMICOS Y
SOCIALES DE LA EUROPA CAROLINGIA
El período que tiene como eje los años de gobierno de Carlomagno es una época en la que el
Occidente europeo adquiere las peculiaridades socio-económicas que van a marcar las
orientaciones para los siglos siguientes: desplazamiento definitivo hacia el Norte de los
centros motores: debilitamiento de la vida comercial y urbana; consolidación de unas
estructuras esencialmente agrarias que acarrean una vinculación cada vez más marcada del
hombre a la tierra como casi única fuente de riqueza. Y, en definitiva, unión de hecho y de
derecho de vasallaje y beneficio, base del régimen feudal «clásico», viable también por la
falta de una administración central firme.
211
b) Cara al exterior, las limitaciones vienen dadas tanto por los peligros antes mencionados
como por la incidencia de los principios de la ética cristiana: limitación del tráfico de
esclavos, medidas contra la usura. El tráfico se orienta hacia los siguientes ámbitos:
Hacia el norte de Europa. Con el reino de Mercia, el vino del continente y el plomo inglés
son los dos principales productos de intercambio. Los puertos de Durstel y Quentovic
actuaron de respiradero mercantil hacia el Mar del Norte: comerciantes frisones crearon una
colonia mercantil en Birka, en el emplazamiento del actual Estocolmo.
Hacia Oriente. Las dificultades por mar proceden tanto del peligro musulmán como del
bloqueo establecido por la escuadra bizantina. Venecia adquirió el carácter de distribuidora
de mercancías, que en otro tiempo había tenido Alejandría para los occidentales. Otras
ciudades marítimas italianas se arriesgaron a ser protagonistas también de esta aventura al
calor de su ambiguo estatuto político. La presencia del elemento judío en el mantenimiento
del tráfico Este-Oeste va a ser también sumamente importante.
Como paliativo para las dificultades de tráfico marítimo en el Mediterráneo, se intensificará
la ruta danubiana entre el Imperio bizantino y el carolingio. Ruta que, después de la muerte
de Carlomagno, verá su importancia mermada por la irrupción de los húngaros en la escena
política.
El reinado de Carlomagno ha conocido lo que algunos autores han calificado de «revolución
monetaria»: el paso del sistema bimetálico al monometálico argénteo (de plata). Se ha dado
la fecha del 794 como el momento en que se lleva a la práctica el cambio. La libra, unidad de
cuenta ya, pasa a tener veinte sueldos, y cada sueldo, doce denarios (verdadera moneda en
circulación) con un peso aproximado de 2,04 gramos.
La visión tradicional ha pretendido ver en la medida un síntoma más del proceso de
degradación económica de la Europa del momento. Aunque sean fenómenos inseparables, el
paso al patrón plata en el mundo carolingio se ha pretendido explicar en función de otros
motivos como el de simplificar un sistema monetario para el que el bimetalismo era más un
inconveniente que una ventaja. El oro experimentaría un «drenaje» hacia Oriente y la plata
hacia Occidente, aunque no hay que infravalorar el atesoramiento que del primero harían en
la Europa carolingia algunas familias e instituciones eclesiásticas. Las incursiones vikingas
contribuirán a ponerlo de nuevo en circulación.
La acuñación de moneda y los mecanismos de precios e impuestos fueron colocados bajo
control estatal. Entre estos últimos, los telonea de Quentivic y los Alpes suponían hasta un 10
por 100 del precio de los productos. El procurator del Canal tenía un alto rango.
Las medidas acabaron experimentando una profunda relajación. Las exenciones a personas o
a monasterios contribuyeron también a minar el sistema hasta sus mismas raíces.
212
Locales: algunas de las unidades agrícolas (los mansos), teóricamente unifamiliares, se
encuentran a veces «superpoblados»; 35 mansos para 116 familias en Villance, en la abadía
de Prüm, aunque no parece que fuese ésta la norma general.
Población rural, que vive en un mundo plagado de limitaciones:
a) Escasos rendimientos agrícolas: Los Brevium Exempla del fisco real de Annapes hacen
pensar que las mejores cosechas no rebasarían las logradas en el siglo XIX en los países
menos favorecidos. No es raro el año en que la mayor parte del grano tiene que ser dedicado
a resiembra, quedando para el consumo un pobre excedente. Se puede deducir la incidencia
de estos fenómenos sobre una población que se puede calificar de subalimentada.
b) La agricultura, fundamentalmente cerealista, coexiste con una ganadería menor y
semisalvaje que supone el complemento a una muy deficiente alimentación. El tipo de
puerco que aparece en la iconografía alto-medieval tiene más parecido con el jabalí que con el
actual cerdo doméstico. El ganado vacuno es escaso y de mala calidad dada la deficiencia de
pastos. El caballo es una máquina de guerra más que otra cosa. La estabulación es muy
reducida, salvo en las zonas más al norte. Incluso en las regiones más pastoriles, el cereal se
convierte en un elemento fuertemente competitivo de la ganadería.
c) La agricultura coexiste con el bosque, necesario complemento para la vida del campesino.
Distintas disposiciones legales se dieron para protegerlos y regular las roturaciones:
«Admonitio Generalis», Capitulares de Aix del 801 y 813, Capitular de Villis... Los espacios
forestales facilitan caza, combustible, el cuero de los animales salvajes, etc.
d) Las técnicas agrícolas siguen siendo en buena medida las de época romana, con escasos
aportes. Los sistemas de rotación en tres hojas no se encuentran aún generalizados. La
difusión de un utillaje más eficiente (arado pesado, collera, etc.) será de fecha algo posterior.
La renovación de la fecundidad de la tierra se liga a prácticas muy elementales: deyecciones
del ganado (en el norte de la Europa carolingia), estercoladoras (en zonas muy restringidas
como la abadía de Staffelsee) y a través de la multiplicidad de labores en la tierra con un
instrumental demasiado primitivo.
A la hora de estudiar el mundo rural carolingio, una denominación se ha impuesto: la de
régimen «dominical». Su origen se encuentra en el norte de Francia a lo largo de los siglos
VII y VIII. En este área es donde se dan las mejores condiciones humanas, geográficas y
políticas. Desde allí se difundirán una serie de términos que van a hacer pronto fortuna:
a) El de mansus. Surge en París en el siglo VII y desde allí se extiende en la centuria siguiente
hacia el Este (Brie, Borgoña...), el Norte (Artois y Flandes) y más débilmente hacia el Sur
(Anjou). Otros términos empleados en distintas áreas geográficas vienen a ser sinónimos:
Huba en Inglaterra, heredad en la España cristiana. Su extensión varía en el ámbito
carolingio entre las 20 áreas y las 15 Has., según se deduce de las páginas del Políptico del
abad Irminón. Las diferencias vienen dadas por distintas razones: la extensión del suelo
cultivable, su calidad, las diferencias jurídicas, la propia evolución histórica, etc.
El manso es unidad económica familiar en principio, pero en la práctica es el módulo para el
establecimiento de requisiciones y el aseguramiento de su percepción.
b) Pero la unidad más coherente de explotación agrícola es la villa, condición para la
existencia de un régimen dominical «clásico». Su extensión, que aumenta en época carolingia,
en comparación con la de tiempos merovingios, oscila entre las mil y las dos mil hectáreas.
La villa es la célula económica para proveer no sólo las necesidades del amo sino también las
de toda la comunidad, y tanto en víveres como en todo tipo de útiles. La «Lex Baiuvarorum»
del 750 y la «Capitulare de villis vel curtís» exponen en detalle estos mecanismos, cuando
213
dicen que los administradores han de procurar que haya buenos obreros para la forja de
distintos metales, para el trabajo del cuero, para la carpintería; fabricantes de todo tipo de
bebidas; panaderos, etc. Las villas mejor estudiadas son las situadas en Lombardía y cuencas
del Rin y el Loira. Para su explotación se establece una separación entre:
Las tenencias, equivalentes a los mansos, unidades de asentamiento de familias campesinas
cuya situación económica y status jurídico presenta una amplia gama de matices.
La reserva o térra dominicata, explotada en provecho directo del señor a través de distintos
procedimientos. Desde la mano de obra servil, cuya situación se recoge en las disposiciones
de la Capitular del 806, hasta el empleo del «excedente de las fuerzas productoras de los
campesinos asentados en los mansos».
Pero a pesar de que la villa como gran explotación agrícola tenga que producir todo aquello
que necesita para consumir, en la práctica no se puede hablar de una independencia total. La
existencia de mercados, aunque con un radio de acción restringido, resulta concluyente.
Tanto como las disposiciones que se dan para evitar la especulación: en la Capitular de Villis
y en otras del 794, 806 y 809. Por otro lado, no todos los suelos son susceptibles de producir
aquello que se considera como imprescindible. De ahí la gran dispersión de las posesiones de
abadías y magnates laicos entre las cuales existe cierto trasiego comercial que permite una
economía equilibrada: el Políptico (pintura) del abad Irminón permite pensar en posesiones
dispersas por todo el territorio carolingio, con una extensión total en torno a las 35.000
hectáreas.
214
rebeldes. En algunas regiones acabaron constituyendo auténticas colonias militares que
permitían un servicio militar más eficaz que la simple leva en masa. El juramento de
fidelidad del 802 al que se sometió a todos los vasallos se hizo preciso para los «vasallos
reales». Con él se intentaban subsanar los fallos de unas instituciones públicas de eficacia
dudosa.
c) El alto clero tuvo unos intereses y una extracción muy semejantes a los de la alta nobleza.
Los principales personajes eclesiásticos del mundo carolingio son beneficiarios de ricas
abadías: Fulrad, abad de Lobbes y Saint Quintín; Wala, abad de Corbie; Teodulfo, abad de
Fleury sur Loire y Saint Aignan; Alcuino, beneficiario de abadías cercanas a Reims y Chalons.
Las altas jerarquías recibieron importantes cargos del monarca. Como missi dominici
velaron por el cumplimiento de la ley «divinamente establecida». Sus funciones políticas
fueron en ocasiones en detrimento de las religiosas. De ahí las advertencias de un Alcuino o
un Benito de Aniano, aunque cayeron en el vacío.
d) El bajo clero sufrió presiones de los poderes establecidos, para mantener una disciplina y
dignidad de vida. De ahí una serie de disposiciones cuyos efectos fueron siempre muy
limitados: generalización de la obligatoriedad del diezmo a los fieles; prohibición a los no
libres de ejercer el ministerio sacerdotal; recomendación de dar un mansus integer a los curas
de las parroquias para su mantenimiento, etc.
e) Entre los grupos populares, de acuerdo con su status jurídico, se pueden distinguir dos
escalones:
Serví o mancipia, herederos de la antigua esclavitud. Sujetos a la tierra, asimilarán pronto a
los laeti. Las fuentes que hablan de ellos son escasas. Se distinguen tres categorías: jornaleros,
plebeyos o colonos y ministeriales.
Libres o pagenses, entre los cuales se encuentran colonos y pequeños propietarios. Estaban
sometidos al servicio militar y al juramento de fidelidad al soberano. En el primero de los
casos, las obligaciones del colono se reducen a simples labores de acarreo. Sin embargo, rara
vez los libres consiguen mantenerse al margen de la presión de los poderosos a quienes, por
lo general, se ven en la necesidad de servir a cambio de recibir tierras en precarium. En
teoría, algunas esferas quedan fuera del ámbito señorial. Es lo que se ha llamado los «centros
de atracción y solidaridad»: cotización de gastos públicos, trabajos de roturación y
aprovechamiento de rastrojos, vinculación a las iglesias parroquiales, etc. Pero aun en estos
casos, el control del señor es posible ya que dispone de los instrumentos de presión: la
explotación de los diezmos parroquiales como «protector», la posesión de las mejores tierras
y baldíos, las reservas alimenticias, la autoridad y arbitraje sobre los humildes, etc.
En conclusión: a lo largo del siglo IX se irán consolidando una serie de principios que hacen
que el hombre libre cada vez interese menos. Las categorías intermedias, como los colonos,
tienden a desaparecer. En una Capitular de Carlos el Calvo se dice que sólo existen dos clases
de hombres: los que son libres y los que no lo son. Muestra típica del pensamiento de una
sociedad poco dada a distingos y sutilezas de carácter jurídico.
215
TEMA VIII: IGLESIA Y CULTURA EN LA EUROPA
CAROLINGIA
El Imperio de Carlomagno fue romano por su nombre, germano por sus instituciones y
cristiano por su dinámica. Los principios de dilatatio regni, para definir la realidad de la
construcción imperial, y de dilatatio Christianitatis, para justificar su poder expansivo,
suponen las bases sobre las que la construcción carolingia trató de asentarse. Imperio y
Cristiandad occidental pasaron a ser términos prácticamente sinónimos.
LA EXPANSIÓN DE LA CRISTIANDAD
Sobre la Galia franca, en el período de tránsito a la Alta Edad Media, confluyeron las
influencias monacales celtas y romanas, en una labor de proyección misional que tiene en
San Bonifacio uno de sus más ilustres representantes. Nacido en el condado de Devon, hacia
el 680, Wynifrido fue ordenado sacerdote treinta años más tarde. Frisia fue su primer campo
de evangelización, aunque con escaso éxito. Pasó más tarde al otro lado del Rin, en donde
cambió su nombre original por el de Bonifacio. La labor evangelizadora llevada a cabo en
este ámbito fue amplísima: cristianización de Turingia y Hesse, y establecimiento de una
sólida jerarquía en la ya cristianizada Baviera. Bajo la protección de Carlos Martel primero y
luego de Pipino el Breve, se crearán las diócesis de Ratisbona, Colonia, Maguncia, Erfurt,
Salzburgo y los grandes monasterios de Fulda y Fritzlar. En el 754 Bonifacio murió a manos
de un grupo de frisones paganos. Sin embargo, dejaba creada una infraestructura
eclesiástica que fue utilizada hasta sus últimas consecuencias bajo Carlomagno.
a) Cristianización de los sajones. Sajonia constituía el único pueblo germánico pagano sobre
el que la labor misionera de Bonifacio y de sus discípulos se desenvolvió con lentitud. Las
campañas de Carlomagno aceleraron el proceso. En él se mezclaron distintos procedimientos:
desde una guerra terrorista, pasando por bautismos colectivos y forzosos, hasta la creación
de una jerarquía regular sobre el territorio al calor de la protección de las armas francas. De
este proceso surgirán las sedes episcopales de Bremen, Paderbom, Minden, Osnabruck, y,
desde el 804, la iglesia de Hamburgo, destinada a tener un brillante porvenir como
catequizadora de los eslavos al otro lado del Elba.
b) La proyección evangelizadora hacia el norte de Europa. De Frisia, sobre la que incidió la
labor evangelizadora de Bonifacio, Willibrordo y Willehad, saldrá el primer misionero a la
conquista de la Europa nórdica: Liudger.
En Suecia, la colonia mercantil de Birka se convirtió en un potencial foco catequético. Sobre
Dinamarca, la conquista de Sajonia por los francos puso en peligro la supervivencia del
paganismo jutlandés. El obispo Ebon de Reims, desde el 823, intentó la conversión masiva de
la península, pero con escaso éxito. Anscario, obispo de Hamburgo, no consiguió mucho más
en los años siguientes. El progresivo debilitamiento político carolingio y la vitalidad que el
mundo escandinavo empezó a mostrar en estos momentos, echaron por tierra cualquier
intento de evangelización del espacio nórdico a corto plazo.
c) El mundo avaro. Los éxitos militares en la cuenca media del Danubio permitieron una
amplia labor evangelizadora sobre los ávaros. Iniciada en el 795, será impulsada por Arno,
obispo de Salzburgo.
216
d) La Península Ibérica. Cara a la Cristiandad, el Imperio de Carlomagno se presentó como
sobresaliente en ortodoxia. Así lo mostró frente a la iconoclastia bizantina: el sínodo de
Frankfurt del 794 ha sido tomado por algunos estudiosos como la réplica, en Occidente, del
segundo Concilio de Nicea; un intento de emulación cara a la Iglesia de Constantinopla.
En la frontera sur del mundo carolingio, en torno al 800, otro movimiento heterodoxo estuvo
a punto de desgarrar a la Cristiandad: la herejía adopcionista. Sostenida por el arzobispo
mozárabe de Toledo Elipando y el obispo de Urgel, Félix, devaluó la divinidad de Cristo,
reduciéndolo a mero hijo adoptivo de Dios Padre. Urgel, como parte de la legendaria Marca
Hispánica, se encontraba bajo control franco, y desde allí la herejía se extendió por el sur de
Francia. Acabó siendo atajada en dos frentes: desde el pequeño reino de Asturias, en donde
fue combatida con violencia por Beato de Liébana; y desde la propia Francia carolingia, a
través de las predicaciones de Benito de Aniano y las disposiciones sinodales de Frankfurt
(794), Fruil (796) y Aquisgrán (799).
Quedaban así conjurados los peligros de una grave disputa religiosa que pudiese desgarrar
la unidad espiritual del Occidente europeo.
EL «RENACIMIENTO» CAROLINGIO
217
principalmente tras el 814 y cristalizó en el Vita Karoli, biografía del emperador, en tono
elogioso, pero muestra de la historiografía del momento.
c) Desde el 840, y al compás de la desintegración del edificio político carolingio, se aprecian
fisuras bastante notables en la vieja uniformidad de pensamiento. Rábano Mauro, abad del
monasterio de Fulda y más tarde arzobispo de Maguncia, redactó un De Universo Libri XXII,
sobre la pauta de anteriores tendencias enciclopédicas. La chispa que hizo estallar una
polémica teológica brotó de las tendencias agustinistas extremas de Godescalco, cuyas tesis
sobre la predestinación negaban el valor universal del sacrificio de Cristo.
Bajo el episcopado de Hincmar de Reims, el predestinacionismo fue condenado en el concilio
de Quierzy, a la vez que el «simbolismo» eucarístico de Scoto Eriúgena.
Nacido en las Islas Británicas, Scoto Eriúgena dejó en su De Divisione Naturae un sistema
filosófico de signo neoplatónico: todas las formas de la naturaleza dimanan de Dios, uno y
eterno, y a Él vuelven. De acuerdo con ello, la predestinación es única: para el bien, ya que el
mal no tiene realidad última y Dios no puede predestinarlo.
d) La huella de Scoto Eriúgena será muy fuerte en los autores de fines del siglo IX y,
particularmente, en el grupo conocido como «Escuela de Auxerre». Sus representantes más
caracterizados fueron Erico de Auxerre, en cuya obra coexisten el eriugenismo y un cierto
nominalismo; y Remigio de Auxerre, su discípulo, comentarista de Prudencio, Boecio y
Terencio.
Los primeros años del siglo X se presentan como un período oscuro en todas las esferas
(historia, ciencias, filosofía...). La figura más destacable será la de Abbon Lecourbe, cuya
línea de trabajo está en consonancia con la marcada en el Renacimiento carolingio. Desde
mediados de la centuria, al calor de los intentos de regeneración política se asiste a un nuevo
impulso que se ha dado en llamar «renacimiento otomano».
Desde mediados del siglo IX, la progresiva decadencia política del mundo carolingio
favoreció la libertad de movimientos del Papado. Entre el 840 y el 850, se fueron elaborando
una serie de documentos que conducirán a la liberación en dominio eclesiástico de las
intromisiones de los poderes temporales: fueron las llamadas «Falsas Decretales»,
redactadas dentro del espíritu de la falsa donación de Constantino. Por ellas se sacralizaron
los bienes de la Iglesia destinados al culto y alojamiento de los clérigos; se prohibió el servicio
de armas de éstos y su deposición por los laicos. Quedaba reservado al Papa el derecho a la
convocatoria de concilios y el juicio de los titulares de sedes episcopales. Se daban pasos
decisivos en la emancipación del clero y en la primacía de los pontífices.
Será bajo Nicolás I, elevado al trono pontificio en el 859, cuando estos principios empiecen a
convertirse en realidad. Frente a los poderes del Occidente ejerció una firme autoridad moral,
sobre todo ante Lotario II, que había repudiado a su mujer legítima. Igualmente mostró su
energía frente a un superior eclesiástico de la talla de Hincmar de Reims. Defensor de la
ortodoxia contra Scoto Eriúgena y Godescalco, autor de dos tratados de educación política
(Novis regis institutio y De ordine Palatii), y verdadero regente en Francia a la muerte de
Carlos el Calvo, Hincmar hubo de ceder, sin embargo, ante Nicolás I en asuntos de
ordenación interna de su diócesis.
218
Será frente al patriarcado de Constantinopla, cuando se planteen más graves problemas para
Nicolás I y sus inmediatos sucesores. El conflicto se inició cuando César Bardas, regente de
Miguel III, depuso al patriarca reinante, Ignacio, y nombró al terrenal Focio en el 857.
Nicolás I envió legados a Constantinopla, pero sólo se lanzó la excomunión contra el nuevo
patriarca seis años después, cuando éste se negó a reconocer la jurisdicción papal sobre las
diócesis de Calabria e Iliria. En el concilio de Constantinopla del 867 Focio excomulgó al
Papa, criticó duramente la doctrina del «filioque» y declaró que la supremacía pontificia no
tenía más valor que el puramente honorífico. Se producía así la primera ruptura grave entre
Bizancio y Roma. Grave, pero no definitiva. Los sucesores de Nicolás I vieron sus relaciones
con Constantinopla condicionadas por los periódicos ascensos y caídas en desgracia de Focio.
Cuando Ignacio, repuesto al morir Miguel III, desapareció en el 877, un pontífice, Juan VIII,
absolvió a Focio y le reconoció como patriarca. Pero ello sólo sirvió para reavivar la disputa
con Roma. Al final, el emperador León VI terciaría en la polémica (886) desterrando al
combativo patriarca a un monasterio armenio y reanudando las normales relaciones con el
Pontificado. La evolución del monacato se vio condicionada, bajo los primeros carolingios,
por la política «secularizadora» llevada a cabo por Carlos Martel con el fin de premiar a sus
fieles, aunque en todo caso se reservase a la Iglesia la propiedad eminente. Los monarcas
procuraron elegir como abades a gente digna, aunque su actuación espiritual se viese en
numerosas ocasiones limitada por las ocupaciones de orden administrativo que les fueron
encomendadas. Una servidumbre que el clero hubo de pagar por ser la única clase
intelectualmente preparada en aquellos momentos.
Bajo Carlomagno, las fundaciones serán escasas y, muchas veces, para servir de soporte a la
labor de expansión política. Bajo los primeros años de Luis el Piadoso, Benito de Aniano
emprendió una política de restauración de la disciplina de cuño benedictino, con unas
motivaciones que quería que fuesen exclusivamente religiosas. El monarca, más blando, pero
más culto que su antecesor, procuró reducir las cargas militares que pesaban sobre los
monasterios y colocar sus bienes al abrigo de las ambiciones de los grandes poderes laicos.
La obra no llegó a cuajar. La segunda mitad del siglo IX es el período de las incursiones de
húngaros y normandos y de la progresiva feudalización y «clericalización» del monacato.
Circunstancias poco favorables para cualquier iniciativa creadora. En los primeros años de la
siguiente centuria se aprecian los primeros síntomas firmes de regeneración monástica: en el
910 el duque de Aquitania Guillermo el Piadoso concedió al monje Bernon, en el condado de
Macón, una porción de tierra sobre la que se habría de levantar el monasterio de Cluny.
Colocado bajo la «propiedad inalienable de los Santos Pedro y Pablo», la nueva fundación se
desligaba de cualquier poder laico y acometía la vuelta a la letra de la regla benedictina. La
inseguridad en una época difícil y el fuerte impulso místico que arrastraba a la gente hacia
los claustros, fueron importantes bazas en la constitución de la nueva orden, pilar básico de
la Cristiandad europea en las dos centurias siguientes.
En la Lotaringia en que se erigió el monasterio de Cluny, tendrán lugar otras fundaciones
también en los mismos años. En el 914, Gerardo de Brogne levantó una abadía en las
cercanías de Namur, cuya proyección había de alcanzar las tierras de Normandía. En una
línea semejante, Juan de Gorze promovió la reforma de los monasterios en las diócesis de
Metz, Toul, Lieja y Tréveris. De esta forma, la renovación monacal se va poniendo en marcha
a lo largo del siglo X.
219
TEMA IX: EL NUEVO ASALTO CONTRA LA
EUROPA CRISTIANA
Desde la muerte de Carlomagno en el 814 hasta bien entrado el siglo X, Europa experimenta
una serie de conmociones, derivadas tanto de la disolución de su Imperio como del acoso de
una serie de pueblos que son protagonistas de lo que se ha dado en llamar «las segundas
migraciones». Estas van a ser, si tenemos en cuenta sus consecuencias últimas, más
aparatosas que destructoras de unas estructuras creadas sobre el Occidente europeo que, a la
larga, resistirá bien la embestida. Este segundo movimiento de pueblos contribuyó a
reafirmar los principios que las primeras migraciones germánicas habían ya esbozado:
Salvo en un principio, no hubo destrucciones que se pudieran calificar de irreparables.
Cabría pensar más bien en matizaciones en los espacios balcánico y occidental, a los que se
añadirán un anillo de nuevos Estados (Noruega, Polonia, Croacia, Hungría...) que más
adelante serán el amortiguante frente a otros pueblos. Una consolidación del desplazamiento
de los centros motores de la vida política y económica hacia el Noroeste. Una articulación del
mundo occidental en múltiples células que constituyen el armazón de la sociedad feudal. De
acuerdo con la clasificación al uso, cabe agrupar a los nuevos incursores en función del
siguiente criterio.
El espacio comprendido entre la Europa central y el corazón de Asia constituye una vasta
planicie esteparia. Sobre ella, pueblos nómadas de jinetes se han convertido periódicamente
en aglutinantes de extensos imperios por lo general de efímera duración.
El Imperio huno, que respondió a un movimiento de pueblos de las estepas que afectó por
igual a Asia y a Europa, fue el primero de este tipo de construcciones con el que el mundo
romano-germánico se enfrentó. Con posterioridad, otros pueblos de etnia semejante harán
acto de presencia: los ávaros bajo los primeros carolingios; y más tarde:
a) Los búlgaros: Asentados en el siglo VII entre el Kubán, curso medio del Volga y el Kama
inferior, acabaron diluyéndose entre el elemento eslavo a medida que progresan hacia la
antigua provincia de Mesia. El río Maritsa se convirtió en una marca fronteriza bizantina. Su
cristianización desde mediados del siglo IX creará para Constantinopla un tipo de problemas
distintos a los de la razzia anárquica sobre su territorio: la constitución de un estado rival con
su patriarcado propio y con la adjudicación del título de basileus para su monarca.
b) Los jázaros: Este pueblo ocupó desde fines del siglo VII un espacio comprendido entre el
Cáucaso, el Don y el Ural. Su escasa capacidad migratoria se vio compensada por la
habilidad comercial desplegada en la explotación de las rutas caravaneras: las ciudades de
Itil y Sarkel constituyen un buen exponente. Único pueblo convertido en masa al judaísmo,
los jázaros desaparecerán desde mediados del siglo X por la presión de Varegos y otros
pueblos de las estepas.
c) Cumanos y pechenegos: Protagonistas de segunda fila y de última hora, desaparecerán
aplastados por los bizantinos (pechenegos) y diezmados por los mongoles (cumanos).
d) Los magiares: Asentados originariamente en la cuenca del Kama, marcharon hacia el
Occidente, estableciéndose a fines del siglo IX en la llanura de Panonia. Desde esta zona
220
lanzaron, particularmente sobre el Occidente, una serie de razzias (ataque sorpresa) en las
que mostraron la terrible eficacia de su caballería. Orleáns (937), el Pirineo oriental (924),
Otranto (947) y Bremen (915) constituyeron los vértices de un enorme polígono
repetidamente saqueado. Sólo la aparición de un poder fuerte en Germania (Otón I, futuro
emperador del Sacro Imperio) logró poner freno a estas incursiones al derrotar a los magiares
en el 955 delante de los muros de Augsburgo. En los años siguientes, y paralelamente a su
sedentarización, la labor de evangelización obtuvo un éxito definitivo: bautismo del rey
Rajk, que tomó el nombre de Esteban. Las instituciones eclesiásticas y políticas de cuño
occidental harán el resto de la labor desde el año 1000.
LOS SARRACENOS
La segunda embestida musulmana no puso, como la gran expansión árabe tras la muerte de
Mahoma, en peligro la existencia de la Cristiandad occidental. Los ataques de los sarracenos
con bases en España y el Norte de Africa suelen tener como móvil principal el saqueo. No
obstante, cabe también tener en cuenta la creación de algunos asentamientos más estables en
las Baleares, Sicilia, sur de Italia y la costa provenzal. En esta última, la «colonia» de
Fraxinetum se convirtió en base de partida para incursiones hacia el interior que llegaron a
poner en grave peligro el débil tráfico mercantil mantenido a través de los pasos alpinos. La
contraofensiva bizantina desde fines del siglo IX y la iniciativa militar tomada en el siglo
siguiente por algunos señores locales acabaron con la presión sarracena en este ámbito del
Mediterráneo. Sin embargo, la presencia árabe en el sur de Italia, aunque estabilizada, se
mantendrá durante algún tiempo.
LOS ESLAVOS
De la gran familia de los indoeuropeos, los eslavos habitaron originariamente la zona de las
marismas del Pripet. Tácito, Plinio y Ptolomeo les dan el nombre de veneti. En el siglo VI,
Jordanés les da el nombre de Sklavenoi y los sitúa entre la desembocadura del Danubio, el
Dniéster y el Vístula. Varias de las tribus que integraban el mundo eslavo (obodritas, sorbos,
polanos, servios, croatas, etc.) se fueron asentando en los territorios que los germanos dejaron
vacíos tras penetrar en el Imperio:
a) En el mundo balcánico las creaciones políticas más coherentes tendrán lugar en la frontera
norte: Croacia desde comienzos del IX o Serbia un siglo más tarde. Se trató de entidades que,
como Bulgaria, se vieron con frecuencia a merced de las contraofensivas de Constantinopla o
de las incursiones de los pueblos de las estepas.
b) Hacia el Oeste, una amplia capa de topónimos nos va indicando la progresión del
elemento eslavo en la Europa central. Las creaciones más importantes serán:
—La «Gran Moravia», que evangelizada por los monjes bizantinos Cirilo y Metodio a
mediados del siglo IX conocerá una floreciente y efímera civilización bajo Svatopluk. La
llegada de los húngaros arruinará esta labor en los primeros años del siglo X.
—Bohemia, protegida por su cuadrilátero montañoso, sufrirá menos las incursiones
magiares. Cristianizada por San Wenceslao a comienzos del siglo X, se orientará
políticamente hacia la Alemania del Sacro Imperio.
221
—Polonia surge como entidad política gracias a la aglutinación de distintos pueblos —
polanos y vislanos principalmente— asentados en el eje Cracovia-Gniezno. En el 948 se
fundaban las diócesis de Brandeburgo y Oldemburgo y veinte años después el duque
Mezsko se convertía al cristianismo.
c) La gran llanura rusa, asiento de ucranianos, grandes rusos y rusos blancos, será el campo
de acción de una de las fracciones de los pueblos escandinavos.
222
En el 845 se produce el saqueo de Hamburgo y la vasta operación de pillaje del caudillo
Ragnar Lucbrok sobre París-Chartres-Tours. El pago de un tributo para comprar la retirada
de los normandos empieza a constituir una costumbre para las poblaciones del Occidente.
Sobre Inglaterra las incursiones danesas alcanzaron los alrededores de Cambridge en el 872.
Algunos años más tarde el monarca de Wessex, Alfredo, logra frenar el avance, aunque a
costa de reconocer la presencia danesa en toda la parte oriental de la Isla. En los mismos
años, algunos grupos de daneses saquean las costas de Asturias-Galicia-Portugal y penetran
en el Mediterráneo, atacando el archipiélago balear, el litoral provenzal y las costas de
Toscana (859-862). La gran prueba de fuerza para el continente se producirá desde el 878, en
que el «gran ejército» danés, rechazado de Inglaterra, saquea a placer amplias zonas de
Francia, Bélgica y Alemania. Las epidemias, el hambre y la enérgica defensa que de París
hizo el conde Eudes en el 884, marcaron el reflujo de la oleada. A principios del siglo X, el
caudillo danés Rollón llegaba a un acuerdo con el monarca francés para establecerse en la
desembocadura del Sena. De este tratado surgirá el ducado de Normandía. La cristianización
del elemento nórdico asentado en tierras del Occidente europeo actuará como un excelente
medio de asimilación.
c) Los suecos y los orígenes de Rusia: El mundo ruso en la época medieval fue producto de
la incidencia de cuatro factores: el 1) substratum étnico eslavo, 2) las matizaciones que sobre
él hicieron los pueblos de las estepas, 3) el cristianismo de procedencia bizantina, 4) el
encuadramiento político de origen nórdico.
Este último punto es el más debatido. Frente a las tesis germanistas, que no dudan en
absoluto de ello, los autores ligados a un nacionalismo ruso han sostenido que los eslavos
fueron capaces de crear una adelantada infraestructura política y económica antes de la
llegada de los normandos a su suelo. Las primitivas ciudades rusas habrían surgido
posiblemente por influencia jázara. La presencia normanda en el espacio ruso se produciría
como resultado de la llamada hecha por los príncipes eslavos, que solicitarían su ayuda para
solventar sus propias disputas internas. Las crónicas eslavas les dieron el nombre de varegos.
El nombre de rusos resulta más problemático, ya que algunos autores lo asimilan al de
varegos, mientras que otros sugieren que bajo él se designaba a pueblos eslavos que
habitaron en la llanura rusa antes de que se produjese la entrada en escena de los
escandinavos. Un caudillo, Rurik, fue el primer jefe varego que actuó en Rusia desde el 862.
Sus sucesores fundaron una serie de principados a lo largo de la ruta Ladoga- Volkhov-
Dnieper-Mar Negro. Fue lo que se dio en llamar «vía de los varegos hacia los griegos». Oleg
el Sabio fue el artífice de la unión de las dos grandes ciudades: Novgorod, al Norte, que se
convertirá en una especie de república de mercaderes con una fuerte vinculación germánica
y drenadora de materias primas; y Kiev, al Sur, cabeza del más importante principado ruso-
varego. Bajo los sucesores de Oleg, Igor y Sviatoslaw, los kievianos llegarán a un
entendimiento con Constantinopla. La destrucción del reino de los jázaros les convertirá en
señores de las rutas internacionales de comercio. Cuando se produzca en el 988 la
cristianización de Vladimiro I y de su pueblo, Kiev empieza a convertirse en una segunda
Constantinopla.
223
LA TRAYECTORIA POLÍTICA DEL OCCIDENTE ANTE LAS
INVASIONES
Desde el 950, el rey de Germania, Otón I, da los pasos decisivos que le llevarán a la cima del
poder: matrimonio con Adelaida, viuda de Lotario de Arles (950), coronación como rey de
lombardos (951), Asamblea de Augsburgo (952) que proclamó la paz general en todo el
territorio alemán; victorias del Lech y de Recknitz (955) sobre magiares y eslavos,
respectivamente. En el 962, Juan XII, elevado al trono pontificio por su padre Alberico,
coronaba a Otón en Roma como emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Todo era
producto de una cadena de acontecimientos que guardaba un cierto paralelismo con la
coronación de Carlomagno en la navidad del 800. Se trataba más de una especie de
restauración de signo carolingio que de un Imperio nuevo. Las limitaciones del Imperio
otónida eran:
226
Las bases territoriales eran más reducidas que las del Imperio carolingio en el 800. Sólo la
expansión al otro lado del Elba podía suponer una suerte de compensación.
La restauración imperial en la persona del soberano de Germania se vio también limitada en
su brillantez. Coincidió con la contraofensiva bizantina que bajo Basilio II iba a llevar al
Imperio de Constantinopla a la máxima expansión conocida desde tiempos de Justiniano. En
los extremos de Europa, además, los monarcas anglosajones e hispano-cristianos toman
también pomposos títulos que escapan a la influencia política germánica: «Rex totius
Britanniae», «Imperator legionensis». En la propia Germania, el papel del Emperador no
rebasó los límites de un primus ínter pares cara a los grandes duques. Algún autor ha
definido el Imperio como «Estado aristocrático con cabeza monárquica». Su papel será a lo
sumo federador, pero nunca centralizador. A la par que la feudalidad laica, surgirá en
Alemania una de signo eclesiástico con unos intereses temporales que constituirán fuente de
futuros conflictos. A pesar de todo, Alemania fue bajo los Otónidas la pieza maestra del
sistema político del Sacro Imperio: como árbitro entre Carolingios y Capetos franceses; como
base de partida para la expansión hacia el Este y como instrumento unificador de una Italia
aún demasiado efervescente. Bajo los dos primeros Otones alternarán los éxitos y fracasos en
los frentes italiano y oriental: En Roma, el Pontificado tuvo titulares que fueron brillantes
segundones a merced de la autoridad de los emperadores o simples marionetas de una
nobleza romana aún poderosa. Los intentos de desalojar a los árabes del Sur de la península
se saldaron con un rotundo fracaso: la derrota de Capocolonna sufrida por Otón II el 982.
En las marcas del Este, la cristianización de los monarcas de Bohemia y Polonia constituyó un
arma de doble filo. Si por un lado la Cristiandad extendía sus límites, por otro, los soberanos
orientales se vieron tentados con frecuencia a ejercer una política de signo paneslavista,
verdadero freno para las apetencias expansivas germánicas.
La restauración otónida alcanza su momento culminante bajo Otón III (983-1002). Su idea del
Imperio fue la de un organismo que tuviese la eficacia del carolingio y la dignidad del
bizantino. Gerberto de Aurillac, elevado al trono pontificio en el 999 bajo el nombre de
Silvestre II, fue su más decidido colaborador. Por su mediación, el emperador trasladó su
sede al Aventino, en donde se dio el título de «Otón, Romano, sajón e italiano, servidor de los
apóstoles, por la gracia de Dios, emperador augusto del mundo». Al cumplirse el milenario
del nacimiento de Cristo, en torno al eje imperial ítalo-alemán parecía que iban a girar los
países recientemente cristianizados, sobre los que el clero germano ejercía una significativa
influencia. Los sueños se desvanecieron: coincidiendo con una rebelión de la nobleza
alemana, los grandes linajes romanos volvieron a la revuelta en el 1001. Al año siguiente
desaparecían el Papa y el emperador. Bajo sus sucesores, el enrarecimiento de las relaciones
Papado-Imperio va en un crescendo de dramáticas consecuencias. Cuando en el segundo
tercio del siglo XI la titularidad imperial se transfiera de la casa de Sajonia a la de Franconia,
el término «Imperium» tiende a perder su carácter de función para señalar, cada vez con más
fuerza, un territorio concreto.
Si el saldo político no se podía considerar lo suficientemente fructífero, en el campo cultural
cabe situar algunas ganancias. Se ha designado esta época bajo el nombre de «renacimiento
otomano». En su haber se encuentra la labor compiladora de Burckhardt de Worms y Gunzo
de Novara, las tareas historiográficas de Widukindo de Corvey y de Liutprando de
Cremona, los dramas sacros de la monja Roswita y, sobre todo, la obra polifacética de
Gerberto de Aurillac. Inicialmente monje de Saint Geraud, aprendió retórica con Raymond
de Lavour, desplazándose más tarde a España en donde, al lado de Haton de Vich,
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aprendería matemáticas. Abad de Bobio y luego, en el 991, obispo de Reims. Arzobispo de
Ravenna desde el 997, llevó a cabo allí una importante labor de reforma. Elevado al trono
pontificio el 999 bajo el nombre de Silvestre II, no tuvo tiempo de acometer la magna obra
política cuyo interés había inculcado a su discípulo Otón III. El Imperio cristiano universal
resultaba la idea de un «emperador demasiado joven y un papa demasiado sabio»
Las limitaciones territoriales del restaurado Imperio otónida dejaban fuera de su esfera de
acción a las tierras situadas al Oeste de la antigua Lotaringia. Para ellas también el período en
torno al año 1000 lo fue de significativas transformaciones:
a) En Francia, entre el 922 y el 986 alternan en el trono robertianos y carolingios. El apoyo de
la Iglesia será decisivo para la definitiva consolidación de los primeros, cabezas de la nobleza
francesa, auténtica detentadora del poder. A la muerte de Luis V, último descendiente de
Carlomagno, la cuestión se solucionó rápidamente: en el concilio de Senlis, el obispo de
Reims Adalberón pronunciaría la fórmula decisiva: «Si ahora hubiese algún carolingio, a él le
hubiese correspondido la corona. Al no ser así, ésta vuelve en derecho electivo al pueblo de
los francos». Con estas palabras, Hugo Capeto quedaba consagrado como nuevo monarca y
daba paso a la «tercera dinastía francesa».
De momento el título de «Rex francorum», detentado por Hugo y sus inmediatos sucesores
durante todo un siglo, no es más que un símbolo: el monarca no tiene en Francia más poder
efectivo que el de un noble cualquiera del país y no de los más poderosos.
b) En Inglaterra, la política de Etelredo, sucesor de Edgardo, facilitó la labor del renacido
mundo danés. La inoportuna matanza de San Bricio, ordenada en el 1002 por el monarca
anglosajón, atrajo la presencia de los monarcas daneses, particularmente Canuto el Grande,
que hará del Mar del Norte el eje de un Imperio danés, competitivo del alemán. Su biógrafo
dirá de él: «Habiendo sido reunidos por él cinco reinos —Dinamarca, Anglia, Bretaña,
Escocia y Noruega— fue emperador». Construcción política efímera y que no rebasará la
fecha de su muerte (1035), momento en que Inglaterra se desliga de Dinamarca para
establecer contactos más estrechos con el ducado de Normandía.
c) En la Península Ibérica, la solidez del Califato de Córdoba supuso para la Cristiandad
norteña una terrible prueba. Prueba que será superada, ya que los musulmanes no tuvieron
nunca el propósito firme de despojar a sus vecinos de los territorios que ocupaban. Bajo Abd-
el- Rahmen III y Alhaken II se prefiere, más que la política de abierta hostilidad, la de
mediación en las disputas intestinas de los monarcas cristianos, lo que hacía de éstos
prácticamente sus vasallos. Tampoco bajo la dictadura militar de Almanzor hubo un
proyecto de sistemática eliminación de las entidades políticas norteñas, aunque las
devastadoras razzias de este caudillo alcanzaron los puntos extremos de la Cristiandad
hispánica: Barcelona (985) y Compostela (997), aparte de toda la línea de fortalezas de la
cuenca del Duero. A su muerte (1002) la España cristiana tuvo que empezar a curar sus
múltiples heridas. Pero la desaparición de Almanzor y luego la de sus inmediatos sucesores
dejó el camino abierto a la crisis del Califato. Al iniciarse el segundo tercio del siglo XI, la
España islámica se desintegra en una serie de pequeños Estados que han pasado a la historia
228
bajo el nombre de «reinos de taifas». Los monarcas hispano-cristianos se preparan entonces a
tomar la iniciativa militar.
El término feudalismo fue utilizado por primera vez por los juristas ingleses del XVII. Pero
no tuvo una amplia repercusión popular más que a partir de la jornada del 4 de agosto de
1789, en la que la Asamblea Nacional francesa, en los inicios de la Revolución, decretó la
abolición de los «derechos feudales» que desde aquellos momentos pasaban a identificarse
con manifestaciones del obscurantismo, el fanatismo y la opresión. Tal decisión contribuyó
no sólo a clausurar una época sino también a plantear un amplio debate entre los estudiosos,
que empezaron a preguntarse hasta dónde era aplicable el concepto de feudalismo.
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aspectos políticos y jurídicos, dejando intactos los que concernían a las relaciones
socioeconómicas que siguieron siendo las de raigambre medieval. La polémica puede ser
evitada por los autores que se mueven en el campo estricto del medievalismo. La dualidad
feudalismo como conjunto de instituciones o feudalismo como peculiar modo de producción
fue salvada por Marc Bloch en su obra La sociedad feudal. De acuerdo con ella, en el
régimen feudal habría que reconocer, por un lado, un complejo de compromisos militares y
una disgregación del poder político que conlleva una privatización de las funciones
públicas; todo ello en beneficio de una minoría de gentes libres privilegiadas. Por otro lado,
cabría apreciar un conjunto de relaciones de producción y dependencia campesino-señor,
sobre la base de un predominio de la agricultura como fuente de riqueza.
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iglesias en compensación por las tierras secularizadas. Más adelante fue la extensión de la
obligación del diezmo a todos los habitantes del reino. A partir de Carlomagno, otra serie de
circunstancias contribuyeron a la difusión de los mecanismos del vasallaje:
—La política de emperadores y reyes, que vieron en la multiplicación del número de
vasallos un medio de consolidar su propia autoridad. Era una forma de compensar la
fragilidad de las propias instituciones carolingias, aunque a la larga podía constituir un arma
de doble filo.
—Las pretensiones de los grandes, por lo general investidos de funciones políticas (condes,
marqueses...), de crear su propio sistema de vasallaje con otras personas de inferior
categoría.
—La propia inseguridad de los tiempos (segundas invasiones), que impulsaba a muchos
simples libres, que no desean confundirse con la masa de trabajadores de la tierra a entrar,
mediante alguna forma de vasallaje, en la casta de los guerreros.
Las relaciones feudo-vasalláticas suponen una serie de actos y compromisos:
—A través de la commendatio, el vasallo mezcla sus manos con el señor. Seguidamente, se
pronuncia el juramento de fidelidad que liga a las dos partes.
—Los beneficios recibidos por el vasallo son de diferente índole: una villa, varios mansos,
una abadía, etc. En todo caso, cabe establecer una relación directa entre la difusión del
vasallaje y la consolidación del régimen dominical. Desde fines del siglo IX, el término
«beneficio» encuentra otro que le va a hacer una afortunada competencia: el de «feudo».
—Los derechos del vasallo sobre el beneficio se van reforzando a lo largo del siglo IX frente a
la libre disposición que el señor pueda hacer de él. Primero se hará vitalicio, por cuanto el
beneficio es la condición sine qua non para que el vasallo pueda cumplir con sus
obligaciones. En la Capitular de Quierzy (877) se da una semioficialidad a la transmisión por
herencia de los beneficios de padres a hijos.
c) El vasallaje bajo el feudalismo clásico: El período que transcurre entre el siglo X y el XIII
conoce la plenitud del sistema institucional feudovasallálico en su lugar de origen, y la
transmisión de algunas de sus peculiaridades hacia Inglaterra, la España cristiana y los
Estados creados por los occidentales en Tierra Santa.
Sobre las bases echadas en el período anterior, el contrato de vasallaje es un auténtico
contrato bilateral que comprende:
—El homenaje (literalmente: hacerse hombre de otro), término que sólo aparece a comienzos
del siglo XI. Supone esencialmente la ceremonia de la immixtio manuum.
—El sacramentum fidelitatis: juramento hecho sobre los Libros Sagrados, de gran fuerza
moral dada la trascendencia que la sociedad medieval daba a la fe en general.
—El osculum, de mucha menor importancia.
Las relaciones de vasallaje llevan implícito un conjunto de deberes:
—Los del señor hacia el vasallo quedan bajo el denominador de mitium. Suponen la
protección frente a los ataques y la manutención del subordinado a través del respeto al
beneficio concedido.
—Los deberes del vasallo hacia el señor se agrupan en dos conjuntos: el auxilium y el
consilium. El primero es militar y comprende la ayuda al señor en las grandes expediciones
o en pequeñas operaciones militares; y económico en ocasiones muy concretas: rescate del
señor si cae prisionero, ayuda si va a la Cruzada, cuando contrae matrimonio la hija mayor o
cuando se arma caballero al primogénito. El consilium es mucho más simple: la obligación de
asesorar al señor en las asambleas judiciales. No se trata de un modelo único, ya que los
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matices regionales que las instituciones feudales adquieren introducen una cierta variedad en
los tipos de compromisos. La complejidad que fue adquiriendo el sistema feudal dio lugar,
por un lado, a toda una jerarquía, desde los grandes señores a los modestos subvasallos de
príncipes territoriales. De otro lado, la sed de beneficios llevó a una pluralidad de
compromisos: un vasallo a veces lo era (por los feudos recibidos) de varios señores a la vez.
Como solución se ideó una distinción entre los compromisos contraídos por homenaje ligio,
que obligaban por encima de todo, y los contraídos por homenaje plano o simple, mucho
menos riguroso. Los monarcas trataron de reservarse el monopolio de la ligesse, en un
intento de reforzar sus posiciones frente al acrecentamiento de poder de los grandes
príncipes territoriales. El incumplimiento de los compromisos contraídos en la ceremonia del
homenaje acarreaba una serie de sanciones que, hasta el siglo XII, se mostraron ineficaces. El
recurso a las armas solventó con frecuencia las diferencias existentes entre vasallo y señor. En
caso de procederse por la vía normal, la ruptura del compromiso se podía producir por
alguna de las dos partes como resultado del incumplimiento de los deberes contraídos. Ello
comportaba la disolución del contrato:
—En caso de proceder el señor contra el vasallo, llevaba a cabo la confiscación del feudo,
aunque en ocasiones se introducía, como sanción más suave, el embargo de éste.
—En caso de que la iniciativa de ruptura partiese del vasallo, éste debía dar a conocer
solemnemente su decisión y renunciar a su feudo: era el defi, o desnaturamiento.
Desde el siglo XI se asiste a un incremento de la importancia del elemento real —el feudo—
por encima del puramente formal —el vasallaje—, convertido en mero instrumento para
alcanzar aquél. «De la existencia de este nexo causal se deduce que la propia fidelidad del
vasallo estaba ligada al hecho de detentar feudos del señor y que su servicio se exigía a causa
de la concesión de tal feudo». Homenaje y fidelidad tienden a convertirse en formalidades.
Las relaciones de carácter feudovasallático cubrían sólo a una categoría de muy corto
número de componentes: la aristocracia constituida en clase militar. A su lado figuran otras
dos: la de los eclesiásticos y (la más numerosa) la de los trabajadores.
La primera vez que nos encontramos con esta división de la sociedad cristiana occidental
«tripartición funcional» es en un testimonio de fines del IX: la traducción de la Consolación
de la Filosofía de Boecio, encargada por Alfredo el Grande. Esta caracterización se va a
convertir en clásica a lo largo de la Edad Media: la sociedad integrada por tres estamentos
con sus funciones específicas al servicio de la mejor armonía del conjunto: los bellatores (las
gentes que combaten y que prácticamente son los únicos afectados por la diversidad de
compromisos feudovasalláticos), los oratores (los eclesiásticos, gentes de oración), y los
laboratores (el conjunto de productores ligados casi exclusivamente al trabajo de la tierra).
De hecho, junto a la «tripartición funcional» cabe hablar de un fuerte dualismo en la
sociedad medieval. De un lado nos encontramos con una minoría rectora de la vida
espiritual, política y económica que engloba a los dos órdenes dominantes (jerarquía laica y
jerarquía eclesiástica) que podrán ser rivales en lo que se refiere al cómo organizar
políticamente la Cristiandad, pero que en el fondo son concurrentes en sus intereses sociales.
De otra parte, nos encontramos con la masa popular, los campesinos, cuyo esfuerzo de
trabajo procura la subsistencia a todo el conjunto.
232
Ajustándose a esta pauta la sociedad medieval rebasa la barrera del Año Mil.
a) Los miembros de la aristocracia militar asimilan dos términos que van a hacer fortuna: el
de miles (caballero), que designa perfectamente sus funciones, y el de nobilis, que indica
una categoría, una procedencia y un género de vida. La protección entre los distintos
escalones de esta clase dirigente se garantiza por dos vías. Una, las propias relaciones de
fidelidad producto de los mecanismos feudovasalláticos. La otra está constituida por una
institución —la caballería— que desde el siglo IX a fines del Medievo marca una fuerte
impronta en las clases superiores. El ideal caballeresco pudo tener sus orígenes en la
iniciación del guerrero germánico descrita por Tácito. Sus fórmulas serían trasplantadas al
Medievo a través de las ceremonias de armar caballero. La Iglesia acabaría ejerciendo
influencia a fin de que las armas fuesen empleadas sólo en la defensa de causas justas. En un
mundo dominado por la violencia, lo más que la Iglesia podía hacer era utilizar en provecho
propio aquellas fuerzas a las que no podía quebrantar frontalmente. El ideal de Cruzada se
nutrirá en buena medida de esta mentalidad.
b) Bajo los carolingios, el orden eclesiástico tiende a convertirse en una verdadera casta. El
monopolio que acaba detentando en la enseñanza, y sus funciones en el rudimentario
aparato administrativo altomedieval, constituyen dos armas de excepcional importancia.
Hay que añadir el papel evangelizador que tuvo en la expansión de la Europa cristiana hacia
el Este. Las medidas reformistas de los consejeros de Carlomagno y de sus sucesores
debieron de obtener pocos resultados. La Europa cristiana rebasa las fronteras de la Alta
Edad Media, dotada de un clero de bajo nivel moral a todas las escalas. La influencia
reformadora del Pontificado o de Cluny sólo se dejará sentir de forma efectiva muy entrado
el siglo XI. Al deterioro del estamento eclesiástico contribuyó la penetración del virus feudal
en sus filas. Y no sólo en los altos estratos, dada la vinculación familiar de muchos de los
titulares de sedes episcopales con miembros de la aristocracia feudal, sino también en los
escalones más bajos. Si la diócesis fue el elemento encuadrador de la vida religiosa, con una
base urbana, la parroquia y la iglesia propia constituyeron los instrumentos de relación a
nivel del mundo campesino. La misión del sacerdote a este nivel era la cura de almas, de ahí
los nombres de curatus, presbiter, parochialis, rector. Los problemas surgieron cuando los
personajes que habían impulsado la creación de parroquias e iglesias propias, pretendieron
disponer de ellas tanto en el nombramiento del titular como en el provecho de los bienes de
que eran dotadas. La batalla emprendida por el clero contra los señores laicos para liberar
las parroquias e iglesias propias va cobrando fuerza al iniciarse el siglo XI.
En estos años, por la reconstrucción política de Occidente, la Iglesia intenta dejar sentir su
peso moral sobre el conjunto de una sociedad dominada por la violencia de una guerra
endémica mantenida entre los miembros de una aristocracia que ve en el oficio de las armas
la única profesión noble. A través de las instituciones de la Paz y Tregua de Dios, la Iglesia
trató de limitar los períodos de actividad militar y de colocar bajo especial protección a los
templos, lugares sagrados, clérigos, laicos no combatientes, animales y útiles de trabajo, etc.
Todo ello bajo severas penas canónicas contra los infractores, según se deduce de las
disposiciones del Sínodo de Charroux del 989 o de la «Paz y Tregua de Dios» decretada para
la diócesis de Vich por el abad Oliva entre 1027-1033. Iniciativa de gran fuerza moral que
será luego copiada por los grandes poderes políticos.
c) En el escalón más bajo de la sociedad trinitaria se encuentra la masa de campesinos a
quienes se tiende a uniformar al nivel de los siervos. El número de campesinos libres se
reduce drásticamente. Los laboratores constituyen la fuerza de trabajo de las explotaciones
233
agrícolas —las villas— semiautárquicas. Cuando los señores logren sumar a sus derechos
económicos otros de orden jurídico sobre el campesinado se echarán las bases de lo que se ha
dado en llamar «régimen señorial». Sistema que durará hasta la desintegración del antiguo
régimen con la Revolución Francesa y que los historiadores de signo marxista han
identificado con el modo de producción feudal.
En virtud de ello, los campesinos se ven sometidos a una serie de obligaciones que proceden
de la situación de superioridad de la aristocracia terrateniente. El reconocimiento de la
autoridad dominical supone el pago por los campesinos del censo y la talla, esta última de
carácter arbitrario hasta fecha muy tardía. La presión económica del señor se revela también
en: las corveas (trabajo gratuito que durante una serie de días al año los campesinos debían
prestar en la reserva señorial, como complemento de la mano de obra servil que ponía a ésta
en funcionamiento) y las banalidades (derechos del señor a crear mercados, a vender sus
productos antes que los campesinos, y monopolio del horno, lagar, fragua, molino, etc., que
los campesinos tenían obligación de usar previo pago de unos cánones).
La extensión de la inmunidad a instituciones eclesiásticas y dominios señoriales dará a éstos
una gran autonomía frente a la autoridad de un Estado prácticamente inexistente. El derecho
de administrar justicia por parte de los señores constituirá una facultad de excepcional
importancia. Una serie de derechos complementarios tales como la gite u obligación de dar
albergue al señor y las prestaciones percibidas por el señor sobre el tráfico de mercancías
completan el cuadro. La tierra se convierte en el verdadero barómetro para calibrar la
condición de los componentes de la sociedad altomedieval: bien por ser sus dominadores,
bien por estar sujetos a ella en mayor o menor grado. Al margen de ella, un reducido número
de mercaderes pugnará por abrir una fisura en el cerrado orden trinitario.
En el imaginario de la sociedad esta ordenación siguió predominando a lo largo de muchos
siglos. Su gran popularizador sería el obispo Adalberón de Laón. A finales del siglo XIII
Alfonso X el Sabio hará una proclamación semejante en Las Partidas. Asimismo, comulgarán
con la tripartición social autores del ocaso del Medievo, como el cronista Froissart o el poeta
Iñigo López, marqués de Santillana. La Europa de la Edad Moderna siguió siendo en buena
medida heredera de este tipo de representaciones.
Estamos ante un modelo de sociedad considerada ideal, que crea pesadas inercias mentales e
institucionales: v.g. la representación política a través de los tres «brazos» típica de las
asambleas parlamentarias del Antiguo Régimen.
234
lograrán avances sobre territorio enemigo. Bajo Alfonso VI, en 1085, los castellano-leoneses
ocupan Toledo, la capital del antiguo reino visigodo. La contraofensiva musulmana, a cargo
no de los taifas sino de los refuerzos norteafricanos, los almorávides, logró victorias a campo
abierto, pero sin llegar a recuperar la ciudad del Tajo. En los años siguientes, los monarcas
aragoneses saltan desde sus reductos pirenaicos hacia el valle medio del Ebro: en 1118
Alfonso I conquista Zaragoza. En el extremo nororiental, los condes catalanes avanzan sobre
el campo de Tarragona y llevan sus posiciones hasta el curso bajo del Ebro con la toma de
Tortosa. En los confines occidentales, el monarca portugués Alfonso Henriques toma Lisboa
en 1147. La Reconquista adquiere los caracteres de una empresa nacional en la que colaboran
gentes venidas del otro lado del Pirineo.
b) En Italia: Desde comienzos del XI, grupos de normandos, primero como peregrinos y
luego en un tono menos pacífico, empiezan a asentarse en el sur de la Península. Los doce
hijos del hidalgo normando Tancredo de Hauteville, dirigidos por Roberto Guiscardo,
lograron imponerse por encima de los distintos intereses de esta área: bizantinos, duques
«lombardos», ciudades semiautónomas y, sobre todo, árabes. Por los acuerdos de Melfi del
1059, los recién llegados se colocaron bajo el tributo de la Santa Sede, lo que le permitió
ostentar títulos jurídicos a Roberto Guiscardo para ser duque de Apulia y Calabria. En los
años siguientes, los normandos reducirán la potencia militar árabe en Sicilia con la toma de
Mesina (1062) y Palermo (1072). Se echaban así las bases de un sólido Estado en el punto de
contacto entre las dos cuencas del Mediterráneo.
c) En Oriente: El hecho más significativo es que los cristianos occidentales atacan a los
musulmanes en sus propias bases desde fines del XI. La gran aventura de las Cruzadas está
en marcha.
Desde el Renacimiento hasta nuestros días, pocos temas han sido tan atractivos como el de
las Cruzadas a la hora de calibrar las actitudes de los historiadores hacia el pasado medieval.
Criticadas al máximo como expresión del fanatismo de una sociedad o ensalzadas como
expresión del ideal de una época, las Cruzadas han sido analizadas hasta fecha reciente con
apasionamiento. El movimiento que llevó a los occidentales hasta la Siria musulmana, con el
propósito de rescatar los Santos Lugares, ha merecido su estudio desde tres puntos de vista:
a) Las Cruzadas como un fenómeno con profundo trasfondo material que se aprecia en dos
esferas. La reapertura económica del Mediterráneo a los occidentales y la puesta en marcha
del primer movimiento de colonización europeo. Se trata de ideas susceptibles de
matizaciones. El Renacimiento mercantil del Occidente cristiano se vio favorecido por las
Cruzadas, pero no tuvo en ellas su causa determinante. Antes de la Ilíada de los caballeros se
produjo la Odisea de los mercaderes: ciudades italianas como Pisa hicieron acto de presencia
con fuerza en el Mediterráneo antes de que las expediciones a Tierra Santa se pusieran en
marcha. La idea de Cruzada como fenómeno colonizador, precedente de la gran expansión
europea después de la Era de los Descubrimientos, conviene colocarla en sus justos límites. Si
la Cruzada fue una «buena salida para el exceso de población europea», el número de
«francos» (occidentales) que se asentaron en Siria fue muy reducido. Grousset habla de la
oligantropía (escasez de hombres) franca en ultramar como de una de las principales causas
del fracaso de esta primera colonización en particular y de la Cruzada en general.
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b) Las Cruzadas como expediciones de socorro al Imperio bizantino, en las que los Papas
vieron un buen instrumento de reensamblaje espiritual que superarse las tensiones entre
Roma y Constantinopla. El fracaso fue total. Si Bizancio pidió ayuda a Occidente para
combatir a los turcos lo hizo sólo a nivel de pequeños grupos de soldados que le ayudasen a
recuperar las provincias perdidas, no a escala de grandes ejércitos nada dispuestos a
someterse a la disciplina de mandos bizantinos y muy poco a reconocer la autoridad de
Constantinopla sobre las tierras que ocupasen con su esfuerzo. El contacto entre latinos y
griegos no hizo más que exacerbar unos sentimientos recíprocos de odio y de desprecio, que
se recogen tanto en los testimonios de los cronistas occidentales (la «mala fe griega») como en
las páginas de la Alexiada de la princesa bizantina Ana Comneno. No podía ser otro el
resultado del choque entre la brutalidad de costumbres de los occidentales y el refinamiento
cultural de la corte de Constantinopla. Lo más lamentable sería que las Cruzadas (y la Cuarta
en especial) forzarían a Bizancio a romper definitivamente sus lazos espirituales con Roma.
c) Las Cruzadas como ingrediente de una peculiar psicología colectiva de la Cristiandad
occidental, resulta un tema de estudio. La Cruzada es, en función de ello, un «itinerario
espiritual» que enlaza con una vieja costumbre de signo penitencial: la peregrinación. De ahí
que, junto al nombre de Cruzada, aparezcan los de pasagium, pasagium genérale, iter
Ierosolimitanum, y luego los de bellum sacrum y bellum justum. El Concilio de Clermont
(1095) en el que Urbano II puso en marcha la Primera Cruzada fue producto de una
conjunción de ideales. De un lado, los de la guerra justa contra los infieles, que el Papado
veía más lógica que la guerra endémica mantenida por los turbulentos caballeros
occidentales entre sí. De otro lado, los ideales de signo escatológico de intentar alcanzar la
Jerusalén celestial por la vía de la Jerusalén terrestre. Ambas, a los ojos del cristiano de fines
del XI, resultan prácticamente inseparables. Y más que para los caballeros, para las masas
populares, infiltradas de unos peculiares ideales cruzadistas anarquizantes y que chocaron
con el orden social establecido. La famosa Cruzada popular de Pedro el Ermitaño, que
precedió a la expedición de los caballeros, es un ejemplo, pero no el único.
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problemas entre los caballeros; la Cour de Bourgeois y la Cour de la Chaine, con idénticas
funciones cara a los mercaderes; y la Cour de Rais, para solucionar los pleitos de la población
indígena. La defensa del territorio corrió a cargo de las Ordenes Militares, instituciones en
las que convergían los ideales de la ascesis eclesiástica y el ideal caballeresco. Orden de San
Juan o del Hospital de Jerusalén, fundada por Raymond du Puy en 1120; Caballeros del
Temple, fundada por Hugo de Payens en 1118; y Caballeros Teutónicos, fundada en 1198,
pero cuyo campo de acción principal no sería Palestina sino los países bálticos.
La recuperación de Edesa por los musulmanes en 1144 dio lugar a la predicación de la
Segunda Cruzada por San Bernardo. La expedición, encabezada por el rey de Francia Luis
VII y el emperador alemán Conrado III, se saldaría con un fracaso delante de los muros de
Damasco. En los años siguientes se asiste a un debilitamiento de las posiciones latinas en
Ultramar. A ello contribuyó la falta de entendimiento con los emperadores bizantinos, pero,
sobre todo, el hecho de que Siria y Egipto fueran unificadas por un kurdo de capacitado
políticamente: Saladino. La tenaza se cerró sobre un reino de Jerusalén que había vivido al
amparo de la desunión política de los musulmanes del Próximo Oriente. En el 1187, la
caballería franca fue aplastada en Hattin; Saladino tomó en una redada la mayor parte de las
fortalezas latinas, incluida Jerusalén. La predicación de la Tercera Cruzada evitó el desplome
definitivo de la Siria franca. A pesar de la muerte del emperador Federico Barbarroja y de la
temprana retirada del rey de Francia Felipe Augusto, el soberano inglés Ricardo Corazón de
León logró apuntalar las posiciones en Tierra Santa, en una línea de fortalezas litorales que
iba desde las puertas de Siria a Jafa, teniendo su centro político principal en San Juan de
Acre. Jerusalén se podía dar por perdido, aunque los musulmanes permitiesen la libre visita
de peregrinos.
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Pero al deterioro del ideal cruzadista no sólo contribuyeron los fracasos militares en que
todas las expediciones desembocaron, sino también otras circunstancias:
a) En la Siria franca, los choques entre los distintos intereses de grupo acabaron en trágicas
consecuencias: el mal entendimiento frecuente entre los caballeros; los objetivos económicos
contrapuestos de písanos, genoveses y venecianos asentados en las factorías costeras; la
escasa población franca y la sorda pugna entre los «poulains» asentados en Tierra Santa,
partidarios de una política de coexistencia con la masa de población musulmana, y los
peregrinos-cruzados, fanatizados por la idea de Guerra Santa.
b) En Occidente, el ideal cruzadista acabó cobrando una fuerte polarización social: Por un
lado, las masas populares mantuvieron firmes sus convicciones en el contexto de unos
ideales mesianistas que chocaron frecuentemente con el orden establecido: Cruzada de los
Niños del 1212, Cruzada de los Pastoureaux de 1250. Toda Cruzada popular acarrea una
serie de agitaciones frente a las que los gobernantes laicos y eclesiásticos procuran mantener
una estrecha solidaridad. Por otro lado, a nivel de élites, la crítica a la Cruzada como
instrumento al servicio de los intereses papales, cobró cada vez tonos más ásperos. Sobre
todo, desde el momento en que el Pontificado abusó de este expediente para utilizarlo no
sólo contra los musulmanes sino contra los disidentes cristianos o los simples enemigos
políticos. En 1291, tras una ofensiva general de los musulmanes sobre la Siria franca, caía San
Juan de Acre. Tiro, Beirut y Sidón fueron evacuadas sin combatir. Aunque los occidentales se
mantendrán en Chipre hasta 1571, la gran aventura de Ultramar se podía dar por terminada
en las postrimerías del siglo XIII.
238
excomulgado por el Papa logró in extremis evitar una nueva intervención masiva de los
occidentales. Sin embargo, el poder de los nuevos emperadores nacionales no era superior al
de sus antecesores «latinos»; a finales del siglo XIII el Asia Menor estaba ya prácticamente
perdida. Tan perdida como las esperanzas de una reunificación de las Iglesias de Roma y
Constantinopla. El acuerdo logrado por ambas en el II Concilio de Lyon de 1274, habría de
tener una duración puramente episódica.
El intento de los occidentales de volver a poner los pies en Constantinopla quedó cancelado
con la matanza de las Vísperas Sicilianas. Bizancio se salvaba de una peligrosa intromisión,
pero a costa de romper sus relaciones con un Pontificado hacia el que Miguel VIII no se
encontró en principio mal dispuesto. Su sucesor, Andrónico II (1282-1328), se convertirá en
un ferviente defensor de la independencia de la Iglesia griega. Sin embargo, la idea de la
vuelta a la unidad con Roma jugará un papel importante en los años siguientes, al calor de
las graves dificultades por las que Bizancio atraviese.
Se ha hablado para los siglos XIV y XV de una «tercera edad de oro» de la civilización
bizantina. De hecho, nos encontramos ante manifestaciones de interés, pero, en la práctica, no
ocultan la grave crisis por la que el Imperio atraviesa. Lemerle ha hablado de
descentralización para definir el proceso de decadencia de Constantinopla y el
desplazamiento de los centros motores de la vida cultural hacia otras áreas.
Frente a las manifestaciones artísticas de la capital, nos encontramos con otras de
importancia en zonas más excéntricas: iglesias de la región de Novgorod, iconos de Andrés
Rubliev en Moscú, frescos de Mistra...
La descentralización alcanza a la idea imperial. En 1346, el monarca serbio Esteban Duschan
se proclamará, en emulación con el de Constantinopla, «emperador de serbios y romanos».
Los últimos años del reinado de Andrónico II conocen el inicio de una guerra civil. Detrás de
intereses dinásticos se ocultan realidades más profundas: la intervención de serbios y
búlgaros, siempre deseosos de debilitar a Constantinopla; y las disputas religiosas entre
partidarios y enemigos de un entendimiento con Roma. Estas acabaron derivando en la
formación de grupos doctrinales que trataron de buscar el apoyo de los monjes y de la masa
popular: los zelotes, ardientes defensores de la ortodoxia, y los exicastas, partidarios, frente a
las tendencias racionalistas, de una especie de ascesis contemplativa.
Hacia 1350, un general de fortuna, Juan Cantacuzeno, subió al trono imperial y logró
establecer un equilibrio de fuerzas entre las distintas tendencias doctrinales y los diversos
poderes políticos del espacio balcánico. Pero ya entonces se estaba revelando un nuevo poder
en el Asia Menor: los Otomanos.
Desde mediados del XIII, el poderío islámico se articulaba de Occidente a Oriente en cinco
entidades políticas principales: los nazaríes granadinos, los meriníes del Atlas y el Sahara
occidental, el reino de Tlemezén, los hafsíes tunecinos y los mamelucos del Próximo Oriente.
Estos últimos habían constituido una verdadera casta militar, heredera en Egipto de los
viejos intereses políticos y económicos de los Fatimíes.
En el tránsito al siglo XIV, un nuevo poder islámico inicia una auténtica escalada político-
militar: los otomanos. Instalados en el Asia Menor se convertirán en los herederos del mundo
239
seldjúcida en plena desintegración. En sus comienzos los turcos otomanos no fueron más
que uno de tantos poderes asentados en la meseta de Anatolia. Los emperadores de Bizancio
en ocasiones los contrataron como mercenarios, y en otras los combatieron para mantenerlos
a raya. En esta última línea cabe situar la colaboración de los almogávares con Andrónico II
en 1305, que llevó a la Compañía catalana en sus campañas hasta el corazón del Asia Menor.
Pero estos auxilios occidentales tuvieron siempre para los bizantinos un carácter aleatorio y
derivaron en roces dramáticos que contribuyeron a hacer difícil una política de
entendimiento de mayor envergadura. Los otomanos, por el contrario, fueron impulsando la
creación de un fuerte poder en el que jugaron una serie de factores:
—La desunión de los cristianos. En realidad, los turcos rara vez tuvieron que enfrentarse con
dos poderes políticos a la vez.
—El control de las costas del Mar de Mármara, que les permitía alcanzar Constantinopla en
cualquier momento.
—El mantenimiento del grupo turcomano originario, que se erigió en aglutinador de los
principados conquistados: ghazis y derviches se convirtieron en el elemento humano que dio
cohesión militar y moral a la comunidad otomana. La potencia bélica la dio un ejército
perfectamente organizado y disciplinado que fue anulando uno por uno a todos los Estados
cristianos del espacio balcánico: spahis, fuerzas de caballería ligera dotadas de una
extraordinaria movilidad a diferencia de la caballería acorazada de los cristianos; los
jenízaros, milicias de infantería organizadas a través de la recluta hecha entre las poblaciones
sometidas y que constituían la fuerza más eficaz del ejército turco; y desde fecha temprana,
un excelente tren de artillería de sitio.
A lo largo del siglo XIV la máquina de guerra turca logra éxitos fulminantes. Bajo los
primeros sultanes se conquistan Nicea, Nicomedia, Brusa, y se ponen los pies al otro lado del
Mármara ocupando Gallípoli y Andrinopolis. En tal situación, Constantinopla quedaba
aislada. En 1389, la victoria de Kossovo sobre los serbios permitió a los otomanos alcanzar el
Danubio. El sultán Bayaceto procuró equilibrar las conquistas del espacio balcánico con una
consolidación de posiciones en el Asia Menor. Para los occidentales, aquellos éxitos
inesperados fueron aldabonazos de aviso. En un clima de Cruzada, un gran ejército marchó
hacia Oriente, pero sólo para dejarse aplastar por los jenízaros en Nicópolis (1396), en donde
la caballería francesa volvió a cometer los mismos errores que en Crecy o Poitiers. La tenaza
parecía cerrarse para Constantinopla.
240
cesaropapismo (poder político y religioso de una misma persona): fue el caso de Conrado II
o de Enrique III, políticos enérgicos ambos, y buen cristiano el segundo, pero verdaderos
distribuidores de los cargos eclesiásticos, incluido el de Papa.
241
EL REPLANTEAMIENTO DE LA PROBLEMÁTICA
Favorecidos por las dificultades internas del Imperio, los sucesores de Gregorio VII lograron
consolidar sus posiciones. Urbano II fue capaz de atraer la atención de los diversos poderes
políticos para una empresa en la que se erigió como principal promotor: la Cruzada
predicada en el Concilio de Clermont en 1095. El prestigio del Pontificado se vio con ello
sensiblemente reforzado. La muerte de Enrique IV sirvió también para suavizar asperezas.
Su sucesor, Enrique V, aunque firme en la defensa de sus privilegios, supo darse cuenta de
los deseos generales de paz y de la fuerza adquirida por el gregorianismo. De ahí que en 1122
se llegase a un acuerdo sobre la base de una fórmula propugnada por el canonista Ivo de
Chartres, en la que se distinguían los feudos anejos al obispado (temporalia) y los poderes
espirituales (spiritualia). Las elecciones serían libres, procediendo la Iglesia a la investidura
con el báculo y el anillo en presencia del monarca, que luego entregaría los beneficios
temporales correspondientes. En teoría era una victoria del Papado. Pero en realidad a lo que
se llegó en Worms fue a una especie de reparto de influencias: Alemania para el emperador;
Italia y Borgoña para el Papa. Esta solución de compromiso resolvía el problema de las
investiduras. Quedaba pendiente aún el de la estructuración político-espiritual de la
Cristiandad. En los años que sucedieron a la muerte de Enrique V, la guerra civil retoñó en
Alemania. Algunos nobles vieron una baza en el apoyo del Papado; a su cabeza se
encontraba la familia de los Welfen, duques de Baviera. Frente a ellos se levantó otra facción
dirigida por los duques de Suabia: los Weiblingen. Las posturas políticas sostenidas por
ambas facciones se trasplantaron a Italia, en donde sus seguidores recibirán los nombres de
güelfos y gibelinos: partidarios de la supremacía de poder del Papa, los primeros, y
defensores del emperador los segundos.
La fuerza política de los Welfen les permitió la elección de Lotario de Suplimburgo, aunque,
de hecho, quien ostentó el poder fue un welfo, Enrique el Soberbio, duque de Sajonia y de
Baviera. A la muerte de este emperador, los Weiblingen lograron imponer a Conrado III de
Hohenstaufen, con quien quedaba entronizada en Alemania la casa de Suabia. Su fracaso en
la Segunda Cruzada y la incapacidad a la hora de frenar las ambiciones de Enrique el
Soberbio y de su sucesor Enrique el León constituyeron malos presagios para la nueva
dinastía. A su muerte (1152) se produjo el ascenso al trono alemán de una de las figuras del
Medievo: Federico I Barbarroja.
Desde 1152 a 1190 se asiste a una nueva pugna entre los dos grandes poderes universales. Lo
que Enrique IV y Gregorio VII fueron a una época, lo son Federico I y Alejandro III a la
siguiente. Los juicios sobre la política de Barbarroja han sido sumamente encontrados: desde
los que le consideran un innovador de primera talla, hasta los que sólo ven lo negativo de la
obra del emperador, que sacrificó los auténticos intereses alemanes en el Este a una arcaica
política de prestigio en Italia.
Federico I trató de poner en juego, para alcanzar sus objetivos universalistas, una serie de
medios en los que combinó lo viejo y lo nuevo: el reforzamiento de sus dominios
242
patrimoniales con los principios del Derecho romano inculcados por los juristas de Bolonia.
Pero chocó con obstáculos también viejos y nuevos: las reticencias del señor más poderoso
de Alemania (Enrique el León) que le negó su apoyo en los momentos decisivos, y las
ciudades italianas, cada vez más pujantes y que soportaban mal la tutela imperial.
La trayectoria política de Federico ha sido dividida en cuatro etapas:
a) Entre 1152-58, el emperador puso orden en los asuntos alemanes e italianos. Así, a la
coronación imperial sucedió la represión de la comuna romana que, encabezada por un
monje visionario, Amaldo de Brescia, había puesto en peligro la supervivencia del poder
temporal de los Papas. En 1156 fue creado un nuevo ducado, Austria, entregado a Enrique II
Jasomirgot para evitar sus pretensiones a Baviera.
La primera nube en el panorama político surgió en la Dieta de Besancon de 1157 donde
chocaron el canciller imperial Reinaldo de Dassel y el legado papal Rolando Bandinelli
quien calificó de beneficium (conferido por el Papa) el título imperial.
b) De 1158 a 1166 transcurre la primera «etapa italiana» de Federico. En la dieta reunida en
Roncaglia, Reinaldo de Dassel, en una línea gibelina, reclamó para el emperador una serie de
derechos percibidos por las ciudades: minas, salinas, telonea, acuñación de monedas...
funcionarios imperiales se encargarían de la percepción. La gran prueba de fuerza empezó al
ser elegido papa Rolando Bandinelli, que tomó el nombre de Alejandro III. Federico se negó
a reconocerle y en los años siguientes la inquietud en las ciudades creció. Milán fue
duramente castigada (1162) y Reinaldo de Dassel obtuvo una importante victoria en
Túsculum (1167). La realización del dominium mundi nunca pareció tan cercana para un
emperador.
c) Desde 1168, y coincidiendo con la muerte de Dassel, los grandes sueños universalistas
empezaron a desvanecerse. Las ciudades del valle del Po fundaron la Liga lombarda para
oponerse a los designios imperialistas. Una localidad de nuevo cuño, Alejandría (por el
pontífice), se convirtió en la gran fortaleza de la Unión. Contra ella se estrellaron los
esfuerzos de Barbarroja en 1175. Al año siguiente, las milicias de las ciudades lombardas
derrotaron al ejército imperial en Legnano.
Federico comprendió la lección. Se imponía la concordia con el pontífice y las ciudades
italianas. Las paces de Venecia (1177) y Constanza (1183) pusieron fin a las disputas
respectivas. En el intermedio, el emperador procedió al despojo de Enrique el León, que se
había negado a prestar su concurso en los últimos acontecimientos.
d) Los últimos años de su vida (1183-1190) fueron los más fructíferos. En un nuevo viaje a la
Italia pacificada realizó Federico su mejor jugada política: el matrimonio de su sucesor,
Enrique VI, con la heredera del trono normando de Sicilia, Constanza. Sicilia sería la base
para las futuras pretensiones universalistas de los últimos Hohenstaufen.
En 1189 Barbarroja emprendió su última campaña. El desplome militar en la Siria franca tras
el desastre de Hattin movilizó los esfuerzos de los grandes monarcas del Occidente. El
emperador se adelantó con su ejército, pero no llegó a enfrentarse con su gran rival, Saladino.
Murió ahogado en un riachuelo del Asia Menor. Sus contemporáneos elevaron su figura a la
categoría de mito: el «emperador de los últimos tiempos» que no había muerto, sino que
permanecía retirado en espera de una ocasión para retornar y conducir a sus compatriotas a
la cima del poder y de la gloria.
243
LA MARCHA ALEMANA HACIA EL ESTE
Bajo los sucesores de Hugo Capeto, Roberto el Piadoso, Enrique I y Felipe I, la nueva
dinastía francesa no consigue extender su autoridad efectiva mucho más allá de los
alrededores de París. Los intentos de debilitar a los poderosos príncipes territoriales
enfrentándolos entre sí no tuvieron apenas resultados.
Bajo Luis VI (1108-1137) se dan los primeros pasos firmes hacia una recuperación del
prestigio de la monarquía. El apoyo de la Iglesia fue decisivo. Las figuras de Ivo de Chartres,
el canonista francés árbitro en la pugna Papado-Imperio; del abad Suger de Saint Denis, una
de las más grandes figuras de su época como impulsor de los mecanismos administrativos
reales y las manifestaciones artísticas; o del monje Bernardo de Claraval, son representativas
de una Francia que empieza a superar las recientes dificultades.
244
Al morir, Luis VI dejaba un saldo favorable: un dominio real sólidamente organizado; una
serie de cartas de libertad concedidas a distintas ciudades que, en un futuro próximo, serán
excelente apoyo de la realeza; y un incipiente sentimiento nacional forjado por las
dificultades surgidas frente a Inglaterra y el Imperio alemán.
El largo reinado de Luis VII (1137-1180) fue un período de ocasiones perdidas para la
monarquía francesa. Se inició con excelentes perspectivas al contraer matrimonio el soberano
con Leonor de Aquitania, titular del mayor dominio feudal de Francia. Diez años después, el
monarca tomaba parte en la Segunda Cruzada, durante la cual el eficiente Suger de Saint
Denis desempeñó el gobierno del reino.
El fracaso de Luis VII en la Siria franca se vio acrecentado a su regreso a Francia: las
diferencias con su mujer provocaron la anulación del matrimonio y la consiguiente pérdida
de influencia de los Capeto en el ángulo suroeste de Francia. En 1152, Leonor de Aquitania
contrajo matrimonio con Enrique Plantagenet, conde de Anjou y uno de los más poderosos
señores de Francia. A sus dominios territoriales en este país, Enrique añadiría, desde 1154, la
Corona de Inglaterra. Se articulaba así una gran entidad política supranacional: el «Imperio
angevino», peligrosa barrera para las pretensiones de los Capeto a reforzar su autoridad.
A la muerte de Luis VII, la monarquía francesa, a pesar de los últimos fracasos, no había
experimentado ningún grave retroceso. A lo sumo un aplazamiento de sus proyectos de
expansión territorial.
En 1066 murió Eduardo «el Confesor», último monarca anglosajón. La nobleza del país se
inclinó por la elección de Haroldo Godwinson, gran señor de Essex. Su permanencia en el
poder fue efímera: el 14 de octubre de este mismo año, el duque de Normandía Guillermo el
Bastardo obtenía sobre él la victoria en Hastings. A fines de año, Guillermo era coronado en
Westminster. Con él los mecanismos feudales del continente quedaron implantados en
Inglaterra. Pero la realidad es más compleja. Guillermo, hombre de espíritu pragmático, supo
conjugar las costumbres feudales de su país de origen con las sólidas instituciones de las
comunidades anglosajonas.
a) El ducado de Normandía fue constituyéndose, desde su fundación a la subida al poder de
Guillermo, en un pequeño Estado sumamente sólido. Sus titulares dispusieron de autonomía
para reclutar soldados, acuñar moneda y erigirse en cabeza de una feudalidad regional casi
en su totalidad dependiente directamente de ellos. La paz del duque de Normandía se
mantuvo mediante el establecimiento de unos funcionarios, los vizcondes, sin parangón en el
resto del territorio francés. A ello se sumaba una pujante iglesia regional influida de forma
decisiva por las reformas gregoriana y cluniacense.
b) La Inglaterra anglosajona sobre la que trabajaron políticamente Guillermo y sus sucesores
conoció, en vísperas de la batalla de Hastings, la existencia de una alta nobleza que, junto
con el alto clero, integraban el Consejo del rey. Por debajo de ellos quedaron la masa de
simples hombres libres y de siervos y semisiervos. Desde el siglo X, el país fue dividido
administrativamente en centenas. Más tarde apareció una circunscripción de superior
extensión, el condado. La monarquía anglosajona, aunque debilitada por el robustecimiento
245
de la aristocracia, conservó una autoridad suficiente para nombrar funcionarios
especializados (los sheriff) a través de los cuales mantuvo un cierto control en todo el
territorio. Contando con estos elementos, Guillermo el Conquistador creó en Inglaterra el
Estado más moderno de la época. El Pontificado vio favorecida su labor de reforma en suelo
inglés. Un monje de ascendencia lombarda, Lanfranco, abad de Bec, convertido en arzobispo
de Canterbury, fue el principal agente de esta política. La masa de caballeros de fortuna
(normandos, bretones, flamencos) que habían acompañado al nuevo soberano de Inglaterra
vieron premiado su esfuerzo al beneficiarse de gran número de feudos constituidos sobre las
tierras arrebatadas a los nobles anglosajones que fueron vencidos en Hastings. Los beneficios
entregados no fueron demasiado extensos ni compactos. Se evitaba el que la nobleza
modelada por Guillermo adquiriese excesiva potencia. Se ha dado en calificar de
«horizontal» al feudalismo inglés. Se trataba de un feudalismo implantado desde arriba, en
el que la pauta era marcada por una masa de «barones», no por un grupo de grandes
príncipes territoriales como en el continente. La realeza anglonormanda reforzó además su
posición frente a la nobleza valiéndose de otros medios: la sistemática percepción de las
ayudas feudales y la creación de un amplio dominio personal constituido por la mayor parte
de los bosques y unos quinientos fundos solariegos. Desde el punto de vista administrativo,
las cortes de las centenas y de los condados siguieron siendo los organismos a nivel local y
regional. Los sheriffs vieron su autoridad reforzada como agentes de la autoridad real. Como
corte central se impulsó la creación de un organismo en el que se unieron las funciones de la
Curia ducal normanda y del Witenagemot anglosajón. En él se integraron parientes del
monarca y algunos señores laicos y eclesiásticos. En los últimos años de su vida, Guillermo el
Conquistador mostró a través de dos hechos la madurez a la que había llegado la realeza
inglesa. Uno fue el juramento de fidelidad exigido a todos los vasallos «tenentes» del rey, en
la Asamblea de Salisbury de 1086. El otro fue la confección de un detallado catastro, el
Domesday book, producto de minuciosas encuestas, y en el que constaba cada propiedad con
sus rentas correspondientes. Bajo los sucesores inmediatos de Guillermo el Conquistador,
Guillermo II el Rojo y Enrique I Beauclerc, se mantuvo, en líneas generales, la política
iniciada por el fundador de la dinastía. El conflicto más grave provino de las relaciones con la
Iglesia. Guillermo II, en franca ruptura con el nuevo arzobispo de Canterbury, Anselmo de
Bec, estuvo a punto de echar por tierra la política de equilibrio iniciada por su padre.
La situación fue salvada por Enrique I (1100-1135) a través del Concordato de Westminster
(1107), verdadero precedente de lo que habría de ser años más tarde el de Worms entre el
Pontificado y el emperador. El monarca inglés reconoció la «elección libre de los obispos», a
quienes luego se concedería los bienes temporales anejos.
Por otra parte, la estructuración administrativa inglesa recibió un nuevo impulso con la
creación de una especial Cámara de Cuentas en 1130. Ante ella, los sheriffs habían de rendir
informe de los asuntos concernientes a las rentas reales. Esta importante labor estuvo a punto
de frustrarse de nuevo en los años que sucedieron a la muerte de Enrique Beauclerc. El
gobierno del rey Esteban (1135-1154), nieto de Guillermo I, ha pasado a la historia de
Inglaterra como uno de los períodos más anárquicos. Los barones del país, que le habían
elegido frente a Matilde, hija de Enrique Beauclerc, se convirtieron en poderes
independientes dedicados al bandidaje. En los últimos años del reinado, Esteban llegó a un
acuerdo con Matilde: el reconocimiento como heredero de un hijo de ésta y de Godofredo
Plantagenet, conde de Anjou. Bajo el nombre de Enrique II gobernaría en Inglaterra desde
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1154 a 1189. Con él se entronizaba una nueva dinastía que emparejó con la gran labor política
y administrativa iniciada por Guillermo el Conquistador.
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mantuvo durante casi toda su vida un gran respeto hacia el vínculo feudal que le relacionaba
con el Capeto. Este, por otro lado, no aprovechó a fondo las posibilidades que las rebeliones
de los hijos de Enrique II le brindaron desde el 1173. Por el contrario, en la reconciliación de
Nonancourt, los dos soberanos prometieron ir juntos a una posible Cruzada.
Entre 1180 y 1189, fechas de la desaparición de Luis VII y Enrique II, el panorama de las
relaciones entre las dos dinastías cambia radicalmente. Felipe Augusto, el nuevo Capeto, se
mostró mucho menos prudente que su antecesor, avivando abiertamente la rebelión de
Ricardo Corazón de León y de su hermano Juan contra su padre.
En los años siguientes, la habilidad del francés se reveló a la hora de hacer quebrar el Imperio
angevino internacionalizando un conflicto —la rivalidad Capetos-Plantagenet— cuyas
dimensiones, en principio, no fueron más que puramente feudales y francesas. La
oportunidad la dio la Tercera Cruzada, en donde los distintos poderes del Occidente
europeo tuvieron oportunidad de entrar en contacto. La permanencia de Ricardo en Tierra
Santa y luego su posterior prisión por el emperador Enrique VI, alejaron al principio al
mayor peligro militar con el que hubiera podido toparse en Francia Felipe Augusto. Cuando
el legendario monarca inglés recuperó la libertad procedió a reconstruir los dominios
angevinos poniéndose al frente de una gran coalición de nobles franceses contra Felipe. La
inesperada muerte de Ricardo (1199) salvó la situación del Capeto. Como heredero del
Imperio anglo-angevino quedaba Juan Sin Tierra, que no fue reconocido por los barones de
Anjou, Turena y Maine, que se inclinaron por su sobrino Arturo de Bretaña, muerto al poco
tiempo a manos del nuevo monarca inglés. Felipe Augusto supo explotar a fondo esta
situación. Con su impericia, Juan llevó a la dislocación al Imperio angevino. El Capeto supo
atraerse el apoyo del pontífice Inocencio III, en muy malas relaciones con Juan, y el sector
gibelino de la nobleza alemana hostil al nuevo emperador, Otón IV de Brunswick,
entronizado por los güelfos. A este conflicto se le ha llamado la Gran Guerra de Occidente:
En los primeros años del siglo XIII, so pretexto de deslealtad, Felipe Augusto procedió a la
confiscación de los feudos Plantagenet de Anjou, Poitou, Turena, Maine y Normandía,
importante tanto por su riqueza como por ser la llave de los dominios de la Corona francesa.
Al poco tiempo, Juan consiguió encabezar una gran alianza en la que entraban los dos
poderosos señores del norte de Francia (condes de Flandes y de Boulogne) y Otón IV. El
choque decisivo tuvo lugar en Bouvines, cerca de Toumai, el 17 de julio de 1214. La
inferioridad numérica de los efectivos franceses fue compensada por su mayor cohesión y
por las oportunas medidas estratégicas adoptadas por el obispo de Senlis, Guerin. El
encuentro se resolvió en un rotundo éxito para Felipe tanto en el terreno militar como en el
diplomático: la coalición enemiga quedó deshecha y la presencia angevina en territorio
francés reducida al ducado de Aquitania. El dominio real Capeto se extendió, desde estos
momentos, sobre un tercio del territorio francés. Bouvines suponía, con ello, un cambio
radical en la relación de fuerzas en el Occidente europeo.
La obra iniciada en el sur de Italia por las bandas normandas de Roberto Guiscardo se
consolidó en los años siguientes a su muerte por obra de unos monarcas de gran habilidad
política, que supieron hacer de los territorios conquistados un Estado tan sólido como el
creado por sus compatriotas en Inglaterra.
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La figura de Roger II ocupa un lugar de honor. Durante su largo gobierno (1105-1154) supo
hacer de su reino la gran potencia naval mediterránea que dejó sentir su peso a bizantinos y
musulmanes del Norte de Africa. La administración del reino normando de Sicilia alcanzó un
elevado grado de madurez. En ella se supieron conjugar con rara habilidad los elementos
bizantinos, normandos de signo feudal y árabes. Resulta admirable el espíritu de tolerancia
que Roger II y sus sucesores hicieron prevalecer en un mundo en el que —como el del sur de
Italia— tantas influencias habían concurrido en los últimos tiempos.
Tras los reinados de Guillermo I y Guillermo II, la línea de sucesión directa masculina de
los Hauteville se extinguió. El compromiso matrimonial de la hija de este último, Constanza,
con el futuro emperador Enrique VI (la gran jugada política de Barbarroja) sumergirá al
Estado sículonormando en la problemática propia del Sacro Imperio. Bajo Federico II el peso
de los asuntos suditalianos será decisivo en su actuación política.
La obra de Luis IX (San Luis) supone un paso decisivo en la empresa iniciada por Felipe
Augusto, el «artesano del renacimiento del poder monárquico en Francia».
A las victorias logradas sobre los Plantagenet, Felipe y su sucesor Luis VIII, añadieron otros
éxitos indirectos en el Midi. Aprovecharon la descomposición allí provocada por la guerra
contra la herejía albigense, patrocinada desde hacía años por algunos señores meridionales.
La victoria lograda sobre ellos por los cruzados de Simón de Montfort en Muret (1213) fue
un golpe decisivo para la autonomía política de todo el sur del país. La intervención de la
realeza francesa como poder arbitral permitió dar un paso decisivo en la política de
expansión de los Capeto hacia el Pirineo (tratado de París de 1229).
La prematura muerte de Luis VIII abrió un período de minoridad, en el que la regente,
Blanca de Castilla, supo desplegar una extraordinaria energía frente a las intrigas de los
nobles. El principio hereditario estaba ya lo suficientemente consolidado en aquellos años:
Luis IX fue reconocido mayor de edad sin demasiadas dificultades en 1234.
Su figura es una de las más sugestivas del Medievo francés. La fuente más directa para
conocerla es el relato biográfico de su compañero el señor de Joinville. A él hay que añadir el
dossier presentado para su posterior canonización por el eclesiástico Guillermo de Saint
Pathus. La realeza cristiana de San Luis, ligada a una suerte de «santidad laica», se inspiró
en los principios de la moral evangélica compatible con una independencia total del poder
pontificio. A la «santidad monacal», modelo desde los merovingios, sucede otra de
inspiración mendicante en el Capeto. En su figura se funden el caballero que es guerrero por
necesidad y siempre al servicio de causas justas y el hombre de bien, de lenguaje mesurado,
mesa frugal, enemigo de la mentira y de la impureza... La perfecta encarnación del
«agustinismo político» con todas sus ventajas y sus limitaciones.
La política de San Luis fue encaminada hacia dos objetivos:
a) La consolidación de posiciones y sucesivos reajustes con posibles o efectivos rivales. El
último intento inglés de rehacer las posesiones del Imperio angevino concluyó con una
victoria del monarca francés en Saintes (1242). Años más tarde, el segundo tratado de París
(1259) aspiró a ser una especie de paz perpetua que estableciese «el amor entre los hijos del
rey de Francia y los del rey de Inglaterra». El Capeto supo conjugar la generosidad hacia el
vencido y la habilidad política: a Enrique III se le reconocía la posesión de Cahors, Periguex y
Guyena, pero bajo compromiso de homenaje ligio al francés. Se echaban con ello las bases de
futuras tensiones entre los monarcas de los dos países.
En el Midi, el fin de los últimos brotes heréticos serios facilitó la labor de San Luis. En 1258 se
llegó con el monarca catalano-aragonés Jaime I a un acuerdo. A cambio de la renuncia del
francés a unos hipotéticos derechos a los condados catalanes, Jaime hacía lo propio con sus
pretensiones a una serie de dominios en el Midi en donde dejaba numerosos partidarios. Sólo
la ciudad de Montpellier, aislada, siguió bajo control aragonés. El reino de Francia tomaba
forma. Sin embargo, cara a los dominios reales la monarquía siguió pensando en términos de
resabios feudales. El resultado, con Luis VIII, fue la aparición de los apanages, fragmentos
del dominio real entregados a sus distintos hijos a fin de evitar diferencias con el heredero de
la Corona: Roberto recibió Artois, Alfonso Poitou y Auvernia y Carlos Anjou y Maine. La
desmembración no era tan grave; consolidaba el poder dinástico-familiar de los Capeto.
Además, la legislación dada por San Luis para el dominio real se extendió también a los
251
apanages de sus hermanos, que serían reversibles a la Corona en caso de faltar heredero
directo.
b) El impulso dado por Felipe Augusto al aparato administrativo será vigorizado por San
Luis: Con Felipe adquieren perfiles definitivos el Hotel (para los servicios domésticos del
monarca); la Curia, de la que surgirá una institución con funciones de Tribunal supremo, el
Parlamento; y un Consejo Real con atribuciones poco precisas. Desde fines del XII, los
bailíos se constituyen en agentes reales con amplias atribuciones. Bajo San Luis, el número
de bailíos es de veinte, ayudados por numerosos oficiales subalternos. Cabe hablar de una
extracción social precisa de los distintos oficiales que pusieron en marcha la administración
francesa: condestables y camareros saldrán de la pequeña nobleza de la Isla de Francia; los
senescales, de la pequeña nobleza local; los bailíos, de las capas inferiores de la nobleza; y
los prebostes de la pequeña nobleza y burguesía local. Desde San Luis se puede hablar de la
formación de verdaderas «dinastías de oficiales».
En el plano legislativo, el monarca se encontró con las contradicciones propias de un mundo
en el que chocaron las ideas de los glosadores romanistas con la «red de mallas irregulares
de cuerpos sociales, de comunidades eclesiásticas o urbanas, de linajes y de compañías
vasalláticas» propias de la sociedad feudal. Para superar tales dificultades y evitar los abusos
de los oficiales se procedió a la institucionalización del sistema de encuesta llevado a cabo
por los «enqueteurs» del rey en todo el país. A ello se sumó la redacción de las grandes
ordenanzas de aplicación en todo el reino. Con un valor que no rebasaba muchas veces el
ámbito puramente moral, las ordenanzas eran más expresión del prestigio personal del
monarca que de los medios materiales de que disponía para imponer su autoridad.
San Luis murió delante de los muros de Túnez en 1270, al conducir una empresa militar que
ha pasado a la historiografía tradicional bajo el nombre de la Octava Cruzada. Expedición
organizada contra la opinión general del reino y la particular de algunos de sus
colaboradores, como Joinville. La experiencia de la pasada expedición a Egipto en 1248, que
se saldó con la cautividad del monarca en Oriente y con una larga ausencia del reino,
constituía un penoso antecedente. Su muerte se produjo en defensa de un ideal en que pocas
personas ya confiaban. Sin embargo, con todas sus limitaciones y contradicciones, el reinado
de San Luis pasó a considerarse como la verdadera época de oro de la monarquía francesa,
«el buen tiempo del señor San Luis», avalado por el prestigio de la realeza, pero también por
la irradiación artística (eclosión del gótico) y la energía de la Universidad de París.
254
internacionalización de la «Gran Guerra de Occidente» agudizó la pugna güelfos-gibelinos
en Alemania dificultando la formación en ella de un poder político estable.
De 1198 a 1216 transcurre el reinado de Inocencio III. Nunca el poder del Pontificado
alcanzó cotas tan altas. Discípulo de Huguccio, canonista de Bolonia, el nuevo papa se
dispuso, en unos momentos conflictivos para toda Europa, a imponer las tesis de la
plenitudo potestatis. Lo que Gregorio VII esbozó, pero no pudo llevar a la práctica por no
acompañarle ni el tacto político ni una posición personal lo bastante favorable, Inocencio III
lo va a convertir en realidad. El restablecimiento de la autoridad temporal sobre los dominios
pontificios fue el primer paso de una política de gran envergadura que se desenvolvió en dos
frentes:
a) El arbitraje en la vida política de los distintos Estados cristianos. El mérito personal fue el
transformar posiciones de hecho en posiciones de derecho y haber así afirmado
jurídicamente el poder de hacer lo que hacía. Es de estas intenciones múltiples de donde se
sacará una doctrina que exalta las ambiciones teocráticas del Papado.
Variadas situaciones son las que permitieron a Inocencio III convertirse en árbitro de la
Cristiandad. Podemos remitirnos a algunas. La toma de Constantinopla por los
expedicionarios de la Cuarta Cruzada, que condujo a la creación del llamado Imperio latino
de Oriente, dio vía libre al Papado para imponer su autoridad espiritual en un área reticente
a reconocer la primacía absoluta romana. Los emperadores alemanes de comienzos del XIII
—Felipe de Suabia primero y luego Otón IV— estuvieron fuertemente condicionados en su
actuación al favor pontificio. En Sicilia —sometida a vasallaje de la Santa Sede— Inocencio III
ejerció de hecho la tutoría del joven Federico Roger hasta 1208. Sobre la Francia Capeto, a
pesar de las buenas relaciones con Felipe Augusto, el Papa actuará de forma enérgica en los
asuntos domésticos del soberano. Sobre Inglaterra, la fuerza del Pontificado se dejó sentir
significativamente: la retirada del favor a Juan Sin Tierra fue, entre otros, factor decisivo en la
perdición política del monarca inglés. Desde Oriente (caso de Bulgaria) hasta Occidente (caso
de Aragón), una multitud de Estados se sometieron al vasallaje de la Santa Sede que en 1215
era el mayor poder de Europa.
b) El desarrollo de las bases teóricas de la plenitudo potestatis fue otra de las grandes
preocupaciones de Inocencio III.
Sobre los distintos poderes espirituales, el Papado proclamó la supremacía de Roma en base
a que San Pedro fundó la sede romana que sería luego fundamento de todas las demás.
Frente a los poderes temporales, Inocencio III mantuvo la tesis de la plena soberanía
(plenitudo potestatis) del Papa como vicario de Cristo que, como Dios, es dueño de los
cuerpos y almas. El emperador y los reyes han de perseguir los mismos objetivos que los
poderes espirituales, pero tienen un grado y dignidad inferior. El Imperio en concreto no
pasa de ser una institución histórica, ocasional. El ideal político-religioso era, en la mente de
Inocencio III, el de una colaboración de los dos grandes poderes universales cuya cohesión la
daría el reconocimiento de la autoridad moral del Papa.
Un año antes de morir, Inocencio III reunió el IV Concilio de Letrán, la asamblea más
numerosa desde los primeros tiempos de la Iglesia. La asistencia de representantes de los
255
jóvenes Estados de la Europa central y oriental fue la mejor expresión de la amplitud
alcanzada por la autoridad del pontífice. Toda la serie de disposiciones conciliares —condena
del catarismo, medidas disciplinarias, predicación de la Quinta Cruzada, etc.— fueron
proyección de la fuerte personalidad del Papa. Fue la cima de un poder que habría de
despertar serios recelos entre los monarcas cristianos.
En 1220 el Papa Honorio III coronaba como emperador en Roma a Federico Roger de Sicilia,
Federico II Hohenstaufen. Desde 1227 hasta su muerte en 1250 el monarca va a mostrarse
como un serio adversario de la teocracia pontificia y el último defensor de las pretensiones
universalistas de la Casa de Suabia. La personalidad de Federico II resulta sumamente
atractiva y enigmática. Hombre de curiosidad científica extraordinaria, reunió en su corte de
Palermo una pléyade de sabios cristianos, judíos y musulmanes, circunstancia que había de
forjar a la larga la leyenda de indiferencia religiosa del monarca. Llamado por sus
contemporáneos Stupor mundi et immutator mirabilis, su figura despertó encontradas
opiniones: desde las que le identificaron con el Anticristo, a las que le consideraron el
«Emperador de los últimos tiempos», llamado a implantar sobre la tierra una edad de oro.
Federico II fue presa política de la contradicción que suponía el ser titular de dos Coronas (la
siciliana y la imperial) de naturaleza tan distinta.
Como monarca italiano heredero de la dinastía normanda de las Hauteville aspiró a gobernar
como un rey absoluto. Tal pretensión quedó plasmada en una importante labor legislativa —
las Constituciones de Melfi de 1231— y en la fundación de una Universidad del Estado en
Nápoles en 1224 con el objetivo de crear un funcionariado eficiente.
Frente al Estado italiano de Federico II, en fase de avanzada centralización, Alemania
presentaba una cara muy distinta: la de una yuxtaposición de ducados en los que el
emperador seguía siendo una especie de primus ínter pares. Las pretensiones universalitas
del Staufen de crear un Imperio también «absoluto» no tenían unas bases de partida lo
bastante sólidas. El Pontificado y las ciudades italianas se encargarían de hacer el resto para
que su política quedase rematada con un gigantesco fracaso.
Italia fue para Federico la base de partida para su primera operación política de envergadura:
la Cruzada de 1228. Extraña expedición aquélla, encabezada por un emperador presionado
por el peso de una excomunión, dados sus reiterados aplazamientos para marchar a Tierra
Santa. Y extraña expedición también por cuanto sus resultados no fueron ni el
apuntalamiento de las posiciones latinas en Palestina ni el choque frontal con los
musulmanes, sino sólo el acuerdo con el sucesor de Saladino para una recuperación pacífica
de Jerusalén, Belén y Nazareth. Circunstancia que contribuiría a reforzar la aureola de
indiferentismo religioso que se estaba creando en torno al Staufen.
La paz de San Germano, suscrita a su vuelta con el Pontífice (1230), no fue apreciada por los
dos contendientes más que como una simple tregua. Federico la aprovechó para poner en
orden los revueltos y abandonados asuntos alemanes. Muerto su hijo Enrique, «rey de
romanos», durante algunos años fue colocado otro de sus vastagos, Conrado, al frente de la
administración imperial en territorio germano. Federico siguió actuando como un monarca
italiano y subordinó todos sus intereses a la atención de los problemas peninsulares.
256
Frente a la insumisión de las ciudades del Po y los recelos del Pontificado, Federico avivó las
ambiciones de algunos señores gibelinos como Ezelino da Romano. Llegado el caso no dudó
en la utilización de la fuerza militar: en 1237, las ciudades lombardas eran derrotadas por los
imperiales en Cortenuova. La nueva excomunión caída sobre el Staufen no impidió el que
procediera a una ocupación de los Estados Pontificios y al nombramiento de vicarios
imperiales para administrar la península. La entronización de un nuevo pontífice, Inocencio
IV, había de contribuir a destruir la obra realizada por los emperadores de la Casa de Suabia.
Procediendo con sutileza, el Papa reunió un concilio en Lyón (1244), al margen de las
posibles presiones imperiales. La solemne renovación de la excomunión contra Federico
supuso un recrudecimiento de la guerra total entre los dos grandes poderes universales. Ante
ella, las monarquías occidentales se mantuvieron en la más estricta neutralidad: la actitud
prudente de Luis IX marcó la pauta. La posición de Federico II se debilitó rápidamente. En
1248, su ejército sufrió una grave derrota ante Parma. Dos años más tarde se producía su
muerte. Su sucesor, Conrado IV, murió en 1254 marcándose desde entonces el comienzo del
fin de la potencia Staufen.
258
al acercamos al 1300. En estos momentos se calcula que el Occidente rebasa ya los 54 millones
de habitantes, con densidades que oscilan entre los 19 habitantes por Km2 para Sicilia y los
60 para Flandes. Inglaterra es el país para el que disponemos de testimonios más precisos: Su
población, de 1,1 millones de habitantes en 1086, alcanzaría los 3,5 millones tres siglos
después. El campo sigue absorbiendo en la plenitud del Medievo a la mayor parte de la
población: el 70 por 100 en las regiones más avanzadas como el Brabante y hasta el 90 por
100 en países más jóvenes como Polonia.
EL PROCESO DE ROTURACIONES
El avance del frente roturador es una de las mejores expresiones de la expansión económica y
demográfica. Iniciado a fines del siglo X con cierta timidez, llega a ser, a mediados del XII, un
fenómeno mucho más coordinado. Como artífices del movimiento, se ha considerado en
primera línea al esfuerzo conjunto de campesinos y señores que renunciaron a parte de sus
bosques y tierras insalubres en favor de una labor de colonización para la cual se procura la
atracción de gentes de lejana procedencia: los hótes (huéspedes).
El papel de las órdenes religiosas parece restringido exclusivamente al Císter, que prefirió (a
diferencia de Cluny) establecerse en lugares alejados e incultos. Las «granjas» cistercienses,
con una organización centralizada, una gestión directa y movidas por mano de obra
asalariada y por «conversos», presentan diferencias con las señorías laicas y eclesiásticas. La
expansión ganadera en Inglaterra, los inicios de la pañería flamenca, la difusión del viñedo
en determinadas áreas, etcétera, han quedado como expresiones del papel económico
desempeñado por los discípulos de San Bernardo.
El proceso de expansión agraria se desarrollará a tres niveles:
a) La ampliación de los campos antiguos, a base de roer las tierras incultas circundantes.
b) Las granjas aisladas. Aparecen en Auvernia ya en el siglo X y se expanden en las centurias
siguientes en Maine, Macizo Central, Baviera, Brabante, Devon, Warwickshire, etc. La cerca
que las protege es símbolo de individualismo agrario.
c) La conquista de nuevas tierras, acompañada muchas veces de la fundación de nuevos
núcleos de población, constituye el aspecto más interesante del fenómeno de expansión
agraria. En los viejos países se nos presenta bajo distintas manifestaciones. Así, en el Flandes
marítimo se iniciará la desecación de la zona de polders a cargo de asociaciones de
campesinos encargados de la regularización de desagües y conservación de los diques. En la
Francia del centro y el oeste aparece un gran número de nuevas poblaciones: las villas nuevas
y las bastidas. Estas últimas, creadas con una finalidad muchas veces defensiva, con el
transcurso del tiempo pueden llegar a convertirse en importantes núcleos de población
urbana. A la misma pauta colonizadora responden los abergements de Borgoña y otras
fundaciones cuyos topónimos llevan los sufijos berg, felá, rodé y reuth, en el interior de
Alemania. En los países de nueva ocupación, la colonización adquiere unas características
más radicales. Al otro lado del Elba, la emigración y las nuevas técnicas lograrán éxitos
resonantes. Tres son las líneas de penetración: el Báltico, Silesia-Erzgebirge y Transilvania.
Los impulsores de la política colonizadora son los monjes, los señores eslavos de Polonia,
Silesia, Pomerania, etc., y los príncipes alemanes patrocinadores del drang nach Osten. Al
calor de algunos privilegios fiscales se produjo el asentamiento de numerosos campesinos,
alemanes o eslavos, a los que se entregan parcelas de tierra de una extensión entre las 16 y las
259
24 has. Apoyados en grandes pueblos de hábitat agrupado, o en nuevas ciudades con amplia
jurisdicción, esta masa de inmigrantes se rige por las normas jurídicas alemanas o flamencas.
A lo largo de los siglos de la plena Edad Media, la población de estas regiones se quintuplica;
supone el incremento más fuerte de toda Europa. Los recursos alimenticios experimentan
también un sensible crecimiento. En definitiva, este progreso de la vida rural al otro lado del
Elba contribuyó a respaldar el impulso mercantil del que se hicieron protagonistas las
ciudades fundadas en el Báltico, también al calor de la marcha hacia el Este.
En los reinos hispanocristianos, al viejo sistema de presura sobre tierras yermas suceden,
desde el siglo XI, otros procedimientos de colonización. Al sur del Duero la pauta la dieron
los grandes concejos, que más que carácter urbano lo tuvieron eclesiástico, guerrero, agrícola
y ganadero. Al alcanzarse los valles del Tajo y del Ebro, la repoblación se hace ya teniendo en
cuenta no sólo las posibilidades demográficas de los reinos hispanocristianos sino también la
atracción de mozárabes venidos de Al-Ándalus y la permanencia de un fuerte contingente de
población islámica. En las zonas agrícolas del Ebro, el peso de estos últimos será decisivo:
son los exáricos, cuya situación social se degradará progresivamente.
La ocupación del macizo de Teruel y las tierras del Guadiana se produjo muy lentamente.
Las Ordenes Militares desempeñarán un importante papel como instituciones de defensa y
ordenadoras de la vida económica. Se va gestando así una colonización de signo latifundiario
y pastoril que habrá de dejar una fuerte huella en los posteriores avances del siglo XIII.
En las zonas hortícolas de Levante y Murcia, los monarcas hispano-cristianos optan por
distintos sistemas de ocupación: las concesiones a las Ordenes Militares; la entrega de
pequeñas explotaciones a colonos, con extensión entre las dos y las ocho fanegas; y las
donaciones a señores que colaboraron en la conquista de tierras pobladas casi totalmente por
el elemento musulmán, siguiendo una pauta semejante a la del valle del Ebro.
En Andalucía, la expulsión de los musulmanes tras su rebelión en 1263, dejará una profunda
huella en el proceso de ocupación. El sistema de repartimiento se orientó en dos direcciones:
las grandes donaciones a la alta nobleza, Iglesia y Ordenes Militares y la repoblación dirigida
por los extensos concejos reales, que procedieron a la concesión de lotes de tierra a los nuevos
pobladores castellano-leoneses. Andalucía adquirió desde fecha muy temprana unas
estructuras económico-sociales de signo aristocrático y latifundiario. Por otra parte, a la vieja
economía de tipo intensivo sucedió otra —más acorde con la nueva situación— de signo
extensivo, en la que el ganado lanar y el olivar ocuparon un puesto predominante.
260
Los rendimientos de las semillas oscilan mucho en virtud de los tipos de cereales, diferencias
anuales y contrastes regionales. Los rendimientos más optimistas no rebasarían la proporción
de cuatro a uno, lo cual suponía una notable mejora en relación con los de tiempos
carolingios en los que las proporciones eran de 2,5 por uno.
b) La superioridad de rendimientos no fue producto de unas mejores prácticas de abonado,
siempre muy rudimentarias, sino de la mejora del utillaje agrícola.
A lo largo de los siglos XI y XII se va imponiendo un nuevo y más eficaz tiro: el yugo frontal
y, sobre todo, la collera de espaldilla. El atelaje antiguo consistía en una banda de cuero
ceñida al cuello del animal de tiro. Esto dificultaba la respiración y reducía la capacidad de
trabajo. Con la collera, por el contrario, la fuerza se ejerce con los omóplatos; la tráquea del
animal no se ve así afectada y se consigue una fuerza de tracción cuatro veces mayor. La
charrúa o arado pesado, con vertedera, reja disimétrica y juego delantero móvil, fue descrita
ya por Plinio en el siglo I. Sin embargo, su difusión en Europa sólo se empezará a producir
desde comienzos del XI. La charrúa disponía de una capacidad para remover el suelo muy
superior a la del viejo arado romano, más rígido y que tan sólo «araña» la tierra.
Los molinos de los tiempos clásicos, accionados por la fuerza de los esclavos y los animales,
fueron sustituidos por los de agua y viento. No sólo contribuyeron a una más fácil molienda,
sino que su fuerza fue también aprovechada por batanes y martinetes que, desde el siglo XI,
van propiciando la expansión de las forjas. La de Cardedeu se ha datado en 1104. La ciudad
de Metz tenía dedicado a rejas de arado su principal sector artesanal.
Pese a la renovación de las técnicas, el factor hombre siguió siendo primordial en la plenitud
del Medievo: Se habla de los «convertidores biológicos», que facilitan el 80 por 100 de la
energía producida en estos momentos.
261
serie de derechos típicos del feudalismo clásico: tallas, banalidades, censos, percibidos
generalmente por antiguos ministeriales que reciben a cambio un feudo de sargentería.
c) La expansión urbana, paralela a la del mundo agrario, provocará una presión de las
aglomeraciones ciudadanas sobre el campo, al que se demandan una serie de productos:
—El trigo, cuyos precios se elevan hasta fines del siglo XIII.
—El vino, del Bordelesado o Borgoña.
—La lana y la carne, en función de las necesidades industriales y alimenticias. Al bosque
bravío y ganado semisalvaje de tiempos carolingios sucede, a partir del siglo XI, un bosque
más ordenado y una ganadería progresivamente domesticada en función de las nuevas
necesidades del momento. La expansión ganadera trae una revalorización de los espacios
incultos con el consiguiente golpe a las tierras comunales. Las pequeñas comunidades
campesinas van a ver limitadas las posibilidades de alimentación de sus pequeños rebaños.
Instituciones de mayor rango social serán las beneficiarías de estas transformaciones: a través
de un estricto control de los pastos, nobles, monasterios o comunidades municipales de las
nuevas zonas de colonización van a convertir al ganado en factor generador de una
incipiente acumulación de capitales y beneficios. La expansión agraria no debe ocultar otra
realidad poco idílica: la de una vida campesina que sigue siendo, a pesar de los adelantos
mencionados, sumamente precaria. Las irregularidades de las cosechas siguen siendo una
constante en la sociedad europea de la plenitud del Medievo. La expansión demográfica
permite hablar, desde fines del siglo XIII, de una especie de superpoblación. Se produjo en
unos momentos en que el movimiento roturador parecía alcanzar el techo de sus
posibilidades. Ello supondrá un factor importante a la hora de explicar la dimensión
económica de la crisis general del siglo XIV.
La figura del mercader gozó de poca popularidad hasta fecha avanzada del Medievo. El
cerrado orden social hizo que se le viese como «esclavo del vicio y amante del dinero». Su
papel fue ganando la consideración de una sociedad que, a fines del siglo XIII, le admitió sin
reservas en su mundo. La tesis tradicional ha pretendido explicar el renacimiento del
comercio en el Occidente europeo como un resultado del movimiento cruzadista que reabrió
262
el Mediterráneo para las actividades mercantiles de los europeos. Sin embargo, los factores
de renovación fueron anteriores y se produjeron en dos ámbitos distintos:
a) El Mediterráneo, donde, desde fecha temprana, las ciudades de Amalfi, Nápoles, Gaeta,
Venecia, etc., hicieron el papel de «respiraderos comerciales» de una Europa que se estaba
replegando sobre sí misma. A estas ciudades se sumaron otras —Pisa o Génova— que, con
anterioridad a la Primera Cruzada, llevaron a cabo operaciones de saqueo sobre Berbería y la
Sicilia musulmana. Esta vitalidad se vería reforzada con las expediciones a Tierra Santa. Las
ciudades de Oriente vieron aparecer una serie de factorías cuyo modelo fue el fonduk árabe,
mitad colonia, mitad almacén que goza de una serie de privilegios fiscales y del principio de
la extraterritorialidad. Venecia, república de mercaderes desde el siglo X, logró éxitos
decisivos bajo la dirección de la familia Orseolo. Varias crisóbulas le dieron un lugar de
privilegio en el comercio de Constantinopla. En 1149 le fue concedido en la ciudad el barrio
de Pera. A estas posiciones se sumaron las logradas en el Egeo, Alejandría y Sicilia. Sus
próximos rivales, los genoveses, lograron ventajas en los establecimientos latinos de
Jerusalén, Tortosa, Tiro, Beirut, etc. Sedas, especias, algodón, alumbre, transporte de
peregrinos y cruzados, fueron la especialidad de los marinos italianos.
b) Los mares nórdicos desempeñaron también un papel importante en la génesis de la
«revolución mercantil». Los lugares de cambio que señalaban el Báltico, como Haythabu en
la península de Jutlandia, proyectaron su radio de acción desde fecha temprana hacia el
espacio ruso. En el 1080, los habitantes de la isla de Gotland fundan una factoría en
Novgorod. El papel de los flamencos se vio favorecido por una serie de factores: la
superpoblación, la vieja tradición industrial y las facilidades proporcionadas por las vías
naturales de comunicación. Gante, Lille o Malinas se especializan en pañería, mientras las
ciudades del Mosa (Lieja, Maestrich, etc.) trabajan más los sectores del cuero o el bronce.
Brujas acabará poniéndose a la cabeza de todo este movimiento. Ella promoverá la creación
de asociaciones o hansas de diversas ciudades flamencas que organizarán el comercio de la
lana con Inglaterra y los distintos intercambios con las ciudades bálticas y renanas.
Resulta muy problemático saber cuál fue el incentivo que propició la aparición de la figura
del mercader. ¿La existencia de grupos aislados de mercaderes-aventureros de época
anterior?, ¿la inversión de capitales logrados en la tierra? En todo caso, la superación de
múltiples obstáculos exigió la puesta en funcionamiento de una serie de instrumentos:
a) Las asociaciones de mercaderes tienen distintos matices según las áreas en las que las
actividades comerciales se desarrollen:
—En el Norte fueron las gildes y hansas. Al principio no fueron más que asociaciones de
socorro mutuo y escoltas armadas de los mercaderes. Con el tiempo, formarán poderosas
asociaciones que juntan sus capitales e instalan cónsules en las ciudades extranjeras para la
defensa de sus intereses. La más célebre fue la «asociación de mercaderes alemanes
estacionarios de Gotland», fundada en 1161 y que se convertiría en el germen de la poderosa
Hansa teutónica.
—En el ámbito mediterráneo, las asociaciones por excelencia fueron la commenda y la
societas maris. En ambas hay dos figuras: la del stans, socio capitalista, y la del tractator que
263
hace el viaje y puede aportar algún dinero. Las operaciones son sólo por un viaje, al cabo del
cual se reparten los beneficios: a partes iguales en la societas, y tres cuartos para el stans y
uno para el tractator en la commenda. Con el tiempo, aparecerá un tipo de sociedad más
estable: la compañía, que gira casi siempre en torno a una persona o familia dedicada a
distintas actividades: comercio, fabricación de paños, préstamos a Papas, príncipes o
ciudades, etc.
b) Los contactos terrestres tienen dos medios: las ferias y mercados.
El mercado, de carácter quincenal, semanal o diario fue bastante importante ya bajo los
carolingios. Su objetivo no rebasa el del abastecimiento puramente local.
El gran comercio se canaliza a través de las ferias. En Inglaterra fueron las de Winchester o
Stanford; en Flandes las de Brujas, Lille o Ypres; en Italia las de Verana o Milán... Pero las de
mayor envergadura fueron las de Champaña, cuyo ciclo prácticamente cubría todo el año, a
través de la actividad de las cuatro ciudades de Provins, Bar, Troyes y Lagny. A la situación
estratégica del condado se unió la protección jurídica dada por sus titulares a los mercaderes,
por medio del conductus. Etapa intermediaria entre Flandes e Italia, el condado de
Champaña fue la zona de intercambio de los más variados productos: paños flamencos, seda,
especias, y productos de lujo traídos por los italianos, cueros del Midi y de España. A
mediados del XIII las ferias champañesas llegan a su apogeo, aunque su decaer vaya a ser
inmediato y venga a través de una serie de conductos. Entre ellos son dignos de destacar la
progresiva sedentarización del comerciante, que se hace representar por factores o asociados
en otras plazas; y, sobre todo, el desplazamiento de las vías de comercio con el enlace
marítimo entre las ciudades italianas y las de la Europa septentrional.
c) Los medios e instrumentos técnicos de distribución:
Las deficiencias en el dominio de los transportes terrestres hacen que el acarreo a hombros
de personas o de animales siga siendo el método esencial. Convoyes de caballos, asnos y
mulas se imponen en regiones de relieve difícil. El elevado precio de las carretas hace que su
número sea muy reducido. Mercancías ligeras y de mucho precio constituyen su carga
principal. Las vías fluviales, por el contrario, se dedican a las cargas pesadas y mercancías
baratas: barcas de fondo plano que circulan por el Po, el Loira, el Ródano, el Sena y el
Támesis, la red del Mosa-Mosela y los canales flamencos.
El mar es mejor medio de transporte, aunque los riesgos no sean menores. De ahí, la escolta
armada usada por venecianos (mude) o la división del barco en partes (loca, sortes...)
vendibles y transmisibles, a fin de repartir el riesgo económico entre los distintos propietarios
o asociados. Las mejoras técnicas de la navegación fueron escasas. En el Norte aparece desde
fines del XIII la redonda y potente Kogge o coca hanseática. En el Mediterráneo, Venecia
construye la galera de mayores dimensiones, pero de capacidad escasa. La brújula y el timón
de charnela, que se van imponiendo desde mediados del siglo XIII, suponen precedentes de
los progresos de la técnica náutica del Renacimiento.
d) La moneda y el crédito resultan capítulos de sumo interés:
El sistema monetario del Occidente al iniciarse la plenitud del Medievo era el de época
carolingia, sumamente degradado. El desarrollo del comercio acabó movilizando el oro y la
plata atesorados, a los que se vino a sumar el oro obtenido del Senegal a través de Berbería y
la plata extraída de los yacimientos de Sajonia y Bohemia. A finales del XII, bajo el gobierno
del dogo Enrique Dándolo, Venecia puso en circulación una moneda, el grueso o matapán,
rápidamente imitado en todo el Occidente. En Francia fue el gros tournois de plata con un
peso de 4,22 gramos. En los reinos hispanocristianos, por influencia musulmana, se acuñaron
264
algunos tipos de moneda. En Alemania fueron los hellers y en Inglaterra las esterlinas.
Entrado el siglo XIII aparecen las acuñaciones de monedas de oro occidentales de más
arraigo: los augustales de Federico II, los escudos de San Luis, la dobla castellana de Alfonso
X, el penny de Enrique III de Inglaterra y, sobre todo, el florín acuñado en Florencia desde
1252, con un peso de 3,53 gramos y el ducado veneciano desde 1284, el «dólar de la Edad
Media». El crédito se desarrolló también a buen ritmo, a pesar de las fuertes trabas
eclesiásticas. Diversas figuras surgirán para evitarlas: negociaciones con las letras de cambio;
préstamos marítimos en los que el riesgo justifica la percepción de un interés; préstamos «a
prenda viva» y «a prenda muerta», por los que el acreedor recibe una finca para su
explotación hasta amortizar el préstamo, etc. Judíos, lombardos y cahorsinos se
especializaron como prestamistas, circunstancia que les creó un pésimo cartel en la sociedad
medieval. Mayor reconocimiento tuvieron cambistas y banqueros, cuyos oficios tenían un
carácter público reglamentado por las leyes. Especialistas en el cambio de moneda y en la
negociación con los capitales que se les confiaban en depósito, los banqueros pronto se
convirtieron en el instrumento idóneo para efectuar pagos a cuenta de sus clientes y para
transferir fondos de una plaza a otra.
El siglo XIII puede ser considerado como la época dorada de la «revolución mercantil» de la
Europa medieval.
a) En el ámbito mediterráneo, el avance de los cristianos en la Península Ibérica y la toma de
Constantinopla por los cruzados fueron factores básicos en el control comercial del Mare
Nostrum por los occidentales. Italianos y catalanes serán los rectores de un negocio mercantil
que cubre una gran variedad de productos: especias, alumbre, algodón, cueros, lana, azúcar
de caña, trigo, sal, productos suntuarios... La rivalidad entre genoveses y venecianos y la
reacción bizantina con la entronización de los Paleólogos provocarán cierto bloqueo de la
expansión comercial en este ámbito.
b) El mundo nórdico contrasta fuertemente con el mediterráneo en lo que se refiere a los
productos básicos de su comercio: granos, manteca, sal de la bahía de Borgneuf, metales de la
Península Escandinava, lana inglesa, pescado salado, paños flamencos, etc., constituyen los
más importantes capítulos del tráfico comercial en esta área.
Brujas se convirtió en la gran plaza mercantil. La fundación del antepuerto de Damme en la
entrada del canal de Zwin favoreció las actividades de la ciudad, que se convirtió, a lo largo
del siglo XIII, en la gran redistribuidora de productos de toda procedencia, desde la lana
inglesa a los vinos gascones y los productos del ámbito mediterráneo.
La fundación de Lübeck en 1158 fue paso decisivo para la consolidación de posiciones
mercantiles en el Báltico, al calor del drangrtach Osten: Rostock, Stralsund, Stettin, Riga,
Stokolmo, etc., constituyeron jalones importantes de una gran comunidad de intereses
económicos. La liga formada por una serie de ciudades del ámbito germánico en 1259
permite hablar de una Hansa de comerciantes dominada por Lübeck, que extiende sus
tentáculos hasta Novgorod en el Este y hasta Brujas y Londres en el Occidente.
265
LA CIUDAD MEDIEVAL: DEL REPLIEGUE A LA EXPANSIÓN
Las villas fueron bajo los carolingios el elemento encuadrador de la vida económica. Las
ciudades desde el siglo XI abrirán brecha en el cerrado panorama rural. Sin que se pueda
hablar de desaparición física de la ciudad en la Alta Edad Media europea, puede al menos
aducirse que experimentó en estos años un serio eclipse en relación con los tiempos clásicos.
La ciudad se replegó sobre sí misma y perdió buena parte de sus viejas funciones económicas
y administrativas. Las concentraciones de población, al margen de las villas, sólo fueron
centros de carácter militar (burgos) o episcopal (civitates); no núcleos mercantiles o
artesanales. El renacimiento de la ciudad en la plenitud del Medievo es un proceso difícil de
verificar dada la escasez de textos y la hostilidad de los autores hacia la nueva clase urbana.
a) Según Pirenne, (tesis clásica) el elemento dinamizador de la vida urbana fueron los
«mercatores» internacionales que acabaron sedentarizándose al asentarse al pie de un
castillo, abadía, etc. Surgen así núcleos llamados faburgos que, con el tiempo, serían
englobados en un recinto común. De forma semejante, células de futuras ciudades fueron:
los mercados periódicos de las encrucijadas, los portus, los wicks, etcétera. Pero siempre se
sigue la misma pauta: la ciudad medieval es una novedad total en medio del mundo rural en
que esta civilización se mueve, y su origen está ligado al desarrollo del comercio.
b) Frente a esta tesis se ha alzado otra de signo distinto: la de la «continuidad». De acuerdo
con ella, la ruptura no fue tan total entre el Bajo Imperio y el siglo XI. Las etapas de la
reconstrucción de la vida urbana serían: La existencia de un núcleo «preurbano» ya romano,
que se mantuvo frente a las tormentas de los siglos V al X o bien franco.
El asentimiento a sus pies de una población —artesanos y mercaderes— producto de la
presión demográfica que empieza a haber en el medio rural ya desde el XI. Los «mercatores
internacionales», a lo sumo serían maestros de estos inmigrantes, pero no fueron nunca el
factor determinante del renacimiento urbano. Esta evolución se ha podido ver, por ejemplo,
en las costas bajas de Flandes, en donde la lana era al principio utilizada artesanalmente en el
marco del dominio. Con el tiempo, los tejedores rurales se convertirían en rudimentarios
comerciantes de lana y luego, al asentarse en los núcleos preurbanos, en mercaderes de telas.
Se trata de verdaderos «desertores de la tierra», enfrentados con los «mercatores».
La aglomeración creada por mercaderes y artesanos, se rodeará para su protección de una
cerca de madera o de piedra. El progresivo incremento de población irá provocando la
aparición de sucesivos recintos más amplios, aunque no al mismo ritmo en todas partes.
c) Sobre estas dos tesis pueden fijarse algunos matices:
La continuidad con el pasado romano puede establecerse en tres niveles: en el Mediterráneo,
particularmente en Italia, la continuidad es casi total (Roma, Nápoles, Milán...), aunque haya
que destacar que algunos núcleos de gran raigambre y prestigio (Ravenna, o la propia Roma)
se ven desplazados por otros de orígenes mucho más modestos: Génova, Florencia o Pisa. En
un segundo nivel se encontrarían las ciudades con un pasado romano relativo: es el caso de
las del área de Flandes. En el tercer nivel estarían las ciudades de países con muy escaso o
nulo pasado romano: Inglaterra o los países eslavos, en donde el nacimiento de los núcleos
urbanos se produce en los puntos estratégicos (Wicks, Portus, Goroda, etc.). Las ciudades
pueden tener un carácter distinto al antes reseñado, artesanal y mercantil. Hay ciudades con
una profunda ascendencia rural que han evolucionado por sí mismas hacia otras formas de
vida (caso de algunas «centenas» inglesas y «goroda» rusos) o que van a seguir manteniendo
266
su aspecto guerrero y campesino: es el caso de las ciudades frontera de la «Extremadura»
castellana y leonesa cuyo sentido ciudadano viene dado no tanto por una transformación de
sus formas de vida económica, como por su estructura concejil de gobierno. Las corrientes
peregrinatorias son capaces también de crear nuevas formas de vida e incluso un tipo de
ciudades con unas peculiaridades marcadas: las que señalan la ruta jacobea son la mejor
expresión de ello. Por último, plazas fuertes antiguas o nuevas se convierten en ocasiones en
auténticos centros dinamizadores de la vida económica y germen de verdaderas ciudades.
d) El crecimiento de las ciudades es bastante desigual. Cabe fijar tres categorías:
—Un gran número de pequeñas ciudades, con sólo unos miles de habitantes.
—Capitales de «provincias» o diócesis, con un cierto número de mercaderes, artesanos y
clérigos. Sus objetivos se centran en el control del campo circundante.
—Las grandes metrópolis internacionales, con un amplio radio de acción comercial o
industrial, financiero y político. Su población suele oscilar entre los 40 y los 100.000
habitantes. Es el caso de París, Londres, las ciudades flamencas, Barcelona, Sevilla, Venecia,
Milán y Florencia.
267
magistraturas a través de «dinastías». Ello provocará a menudo un descontento que acaba
minando la solidez del municipio y forzando la intervención del rey o de algún señor como
poder arbitral. La introducción del podestazgo en algunas ciudades italianas desde fecha
temprana, o de los corregidores en Castilla, desde mediados del siglo XIV, responden en
parte a esta idea.
Dos de los estamentos tradicionales —nobleza y clero— logran ocupar un lugar en el medio
urbano. La nobleza en Francia y los países mediterráneos desempeñan, sobre todo a nivel de
caballeros, puestos en la vida municipal, al lado de los burgueses. El clero es el encuadrador
de la vida espiritual de la ciudad. Durante algún tiempo la enseñanza está bajo su absoluto
control. Pero es el patriciado urbano quien tiene la auténtica fuerza en las ciudades. Su
apogeo coincidió con la gran expansión económica del XIII. Bien aliándose con la nobleza o
bien cerrando filas, la alta burguesía impuso su poder a través de distintos procedimientos:
la formación de clientelas, la posesión del suelo urbano, el control del tráfico de mercancías
de primera necesidad, el control de operaciones financieras de rango internacional y, sobre
todo, por medio de su agrupación en una hansa o gilde que monopolizaba el gran comercio
y la actividad industrial de la ciudad. De ahí la escisión que se producirá entre el patriciado y
la masa popular que, a la larga, conducirá a profundas tensiones sociales desde comienzos
del XIV. Esta dualidad nos obliga a dar una visión de lo que fue la organización del trabajo
en el seno de la ciudad medieval. El estudio de las «comunidades de oficios», que reciben
distintos nombres según los países: oficios y guildes en Francia, ghilds y mysteries en
Inglaterra, arti en Italia, gilden en Alemania, hermandades, cofradías y gremios en los reinos
hispánicos, etcétera.
a) El origen de las asociaciones de oficios aparece oscuro. Se ha pretendido encontrar
distintos precedentes: los collegia del Bajo Imperio reglamentados desde Alejandro Severo;
las organizaciones de oficios existentes con bizantinos y lombardos en algunas ciudades
italianas bajo la protección de príncipes y exarcas; la transformación de cofradías religiosas y
benéficas en asociaciones de oficios, etc.
b) La estructuración definitiva de las corporaciones llegará con la plenitud del Medievo. El
Libro de los oficios de París, redactado en época de San Luis (1258) a iniciativa del director
Etienne Boileau, puede servir de pauta para su estudio. El escalón más bajo está cubierto por
los aprendices, que permanecen no menos de diez años bajo la guarda, corrección y
vigilancia del maestro. Por encima, quedan los oficiales que han de ejercer su oficio «bien y
lealmente» durante varios años al lado del maestro, mediante contratos a veces simplemente
verbales. Al rango de maestro se accede desde el anterior mediante la confección de la «obra
maestra» o el pago de una suma en dinero. Son los propietarios de los talleres y de su utillaje.
Al frente de los gremios quedan los jurados, gobernadores, protectores, mayordomos,
veedores, etc., elegidos por los maestros o nombrados por el preboste. Ellos manejaban las
finanzas, juzgaban las infracciones y reglamentaban el trabajo.
c) La idea clásica sobre la función de los gremios presenta a éstos como los defensores de los
intereses de oficio, de los miembros de la corporación y de la calidad del producto.
268
La realidad parece muy distinta. Las asociaciones de oficios estaban organizadas de tal forma
que daban una preeminencia marcada a los maestros en general y a los gremios de superior
categoría en particular. Ello facilitó la conversión de éstos en una verdadera casta cerrada:
La prohibición de compagnonages (asociaciones de oficiales) se mantuvo severamente hasta
fecha avanzada. La jerarquización entre los distintos gremios fue también rígida y se tradujo
en el control de la vida municipal por los de superior categoría. En Londres, sólo miembros
de las ocho corporaciones de mayor rango tuvieron acceso a puestos de la administración. En
Florencia hubo una estricta división entre las siete artes mayores, las cinco medianas y las
nueve menores. Eso sin contar que, por debajo de los obreros agremiados, quedaba una masa
fluctuante de recién llegados a la ciudad: campesinos desarraigados, siervos huidos,
mendigos, etc. Las gildes de mercaderes tienen grandes facilidades para imponerse a las
demás. Ello lo consiguieron gracias a la afirmación de sus monopolios, a la prohibición del
trabajo a los extranjeros y a la división del trabajo desde fecha muy temprana. Esto hizo
perder fuerza en sus reivindicaciones a los obreros o a los gremios de inferior rango. En
Flandes, v.g. la industria pañera permitió la aparición ya en el siglo XIII de la figura del
mercader-empresario que dispone de medios de presión suficientes para imponerse sobre
tejedores, cardadores, bataneros, etc., que no llegaron a formar un frente ante los abusos.
Habrá que esperar a los primeros años del siglo XIV para que el descontento frente a las
oligarquías urbanas se traduzca en movimientos con perfiles auténticamente revolucionarios.
El siglo XI es la época dorada de Cluny. Al concluir la centuria, la orden cuenta con unas
1.400 casas y más de once mil monjes, repartidos por todo el Occidente. Algunos de los
monasterios son de nueva fundación; otros son antiguos, asimilados a través de unos
vínculos que casi cabría calificar de «feudales». Cluny impulsó una fuerte centralización; el
abad de la casa madre nombra a los priores de las distintas casas, que están obligados a
prestarle juramento y a recibir sus visitas periódicas. La reforma de Cluny fue paralela a la
gregoriana y contribuyó a la difusión de la autoridad central del Pontificado en países del
Occidente que hasta entonces habían llevado una vida religiosa un tanto independiente: caso
de la Inglaterra prenormanda o de los reinos hispano-cristianos que se regían de acuerdo con
269
la liturgia mozárabe. Si la orden no tuvo como tal una participación directa en las
manifestaciones teológicas o literarias de la época, contribuyó a un restablecimiento de la
disciplina eclesiástica. Sin embargo, la riqueza alcanzada por la orden desde finales del siglo
XI bloqueó sus posibilidades de expansión. Los viejos problemas no resueltos en su
totalidad y los nuevos que fueron apareciendo dieron paso a otras fundaciones más acordes
con los tiempos: la de Roberto d’Arbrisel, especializada en la predicación popular; las de
Esteban Muret y San Bruno, revalorizadoras del eremitismo; la de Norberto de Premontré,
que tomó como base la regla de San Agustín y se encaminó a una revitalización de la vida
activa; y, sobre todo, la Orden del Císter. Los comienzos de ésta fueron penosos. El gran
impulso vino cuando un grupo de borgoñones, con Bernardo a la cabeza, se unió en Citeaux
a los discípulos de los primeros promotores de la orden: Roberto de Molesmes y Esteban
Harding. En 1115 fue fundado el monasterio de Clairvaux. Cuarenta años más tarde, la orden
tenía trescientas casas; al terminar el siglo eran más de quinientas.
La figura de San Bernardo, se fue agigantando a lo largo de su vida: asceta, autor de una
importante producción literaria, violento crítico de la riqueza y la heterodoxia, su autoridad
se impuso en todo el Occidente europeo. Él encarna lo que el espíritu del Císter significa. La
orden se caracteriza por una profunda austeridad de vida, que no va reñida (como en Cluny)
con el trabajo manual. La organización del Císter sigue las líneas generales marcadas por
Esteban Harding en la Carta Caritatis del 1119. Cada abad es elegido por sus monjes, pero
debe asistir al Capítulo general anual celebrado en la casa madre. El principio de filiación
entre las grandes abadías de Citeaux, Clair- vaux y Morimond y sus hijas, permite un control
que evita el relajamiento de la disciplina o la existencia de abades indignos.
270
—Pedro Lombardo, maestro al principio en la escuela de San Víctor, redactó con
posterioridad los Seis libros de las sentencias, que constituirá un manual de las futuras
facultades de teología.
—Pedro Abelardo es el «primer intelectual del Medievo». Verdadero trotamundos, sus
experiencias, más de una vez dramáticas —sus relaciones con la joven Eloísa, la violenta
enemistad de San Bernardo, su condena por el concilio de Sens—, han quedado plasmadas
en Historia de mis calamidades. Autor entre otras de una Introducción a la teología, Glosa
sobre Aristóteles, Glosa sobre Porfirio, Sic et non (toma partido por el nominalismo) y
Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano, Abelardo es un lógico que piensa en la
necesidad del método dialéctico para la teología. Su actitud «racionalista y crítica frente a los
textos, incluidos los religiosos, inaugura una nueva etapa».
El camaldulense Graciano publicó hacia 1140 una colección canónica —el famoso Decreto—
en la que se agrupaban 3.500 textos. La glosa de esta obra se convirtió en materia obligada
para los canonistas que se formaron en Bolonia. Estos aportes habrían de incidir
decisivamente en las corrientes culturales del siglo XIII.
La proyección de los movimientos heréticos en la Alta Edad Media no había sido, por lo
general, más que sobre un pequeño ámbito. Algunos brotes surgidos en la Europa de los
siglos XI al XIII seguirán teniendo este carácter: el panteísmo de Amaury de Chartres o el
speronismo de Hugo Speroni de Piacenza calificado de «protestantismo precoz» por algunos
autores. Carácter minoritario tendrán aún en este momento las enseñanzas de signo
milenarista de Joaquín de Fiore. Pero las nuevas condiciones de vida contribuyeron a crear
un clima favorable al desarrollo de nuevos movimientos, las herejías de masas:
a) Algunas de las conmociones urbanas de estos años tuvieron un claro matiz religioso. La
pataria milanesa fue una rebelión popular contra el clero corrompido, que en principio fue
vista con simpatía por los Papas de mediados del XI, hasta que tomó un cariz más grave: el
ataque a los mismos sacramentos. La revuelta comunal dirigida en Roma a mediados del XII
por Arnaldo de Brescia fue antipapal y antiaristocrática y se propuso, entre sus objetivos, la
secularización de los bienes eclesiásticos y la vuelta a la pobreza evangélica. En una línea
similar cabe situar a los movimientos mesiánicos subversivos: el de Tanchelmo, el de Pedro
Bruys, el de Eon de Stella y los relacionados con las Cruzadas populares. Todos ellos van
marcados por un anticlericalismo y —en algunos casos— por ataques contra las ceremonias y
prescripciones de la Iglesia romana.
b) De mayor trascendencia fue el movimiento valdense, al que se asimilará el de los
humiliati de Lombardía, zona considerada en estos siglos como verdadera «cueva de
herejes». Pedro Valdo, rico comerciante de Lyón, se «convirtió» en 1173, fecha en que dejó su
familia y sus bienes para fundar una comunidad de predicadores y traducir el Evangelio al
provenzal. Las ideas de los llamados desde entonces «pobres de Lyón» no tenían nada de
heterodoxas. El propio Alejandro III recibió amistosamente a Valdés. El conflicto surgió
cuando los discípulos de éste se negaron a someter su predicación a las directrices de la
jerarquía eclesiástica. La crisis estalló en 1184 con la excomunión del movimiento valdense
por Lucio III. El ala más moderada acabó reincorporándose a la Iglesia; pero el grupo más
extremista creció en sus ataques, cayendo ya en la pura heterodoxia: negación del purgatorio,
271
del valor de la misa, del sacerdocio, etc. A lo largo del siglo XIII, el valdismo heterodoxo
entrará en decadencia.
c) Albigenses y cátaros del Midi constituyeron el componente de una herejía que puso en
grave peligro la unidad de la Iglesia en esta zona. La filiación oriental del catarismo parece
fuera de duda: las tendencias espirituales de signo dualista, herederas del maniqueísmo, se
habían mantenido en Oriente. Las relaciones que las Cruzadas y el desarrollo comercial
establecieron entre las dos cuencas del Mediterráneo constituyeron un buen canal de
transmisión de ideas. La prosperidad alcanzada por el Mediodía de Francia y el escaso
arraigo en él de la reforma gregoriana fueron dos factores esenciales para la rápida difusión
de la herejía en esta zona, sobre todo entre Tolosa, Carcasona y Lauragais. Una región con
una personalidad bastante marcada desde el punto de vista cultural y político. Los albigenses
se organizaron en una iglesia de nuevo tipo en la que se recogió la idea de la existencia de los
dos principios: el del Bien y el del Mal, creador este último de todo lo malo y material que
había sobre la tierra. Los seguidores de la secta se dividieron en «perfectos», minoría de
consejeros, y «fieles», masa de creyentes. Los sacramentos quedaron abolidos y sustituidos
por el consolamentum, que se administraba antes de la muerte. El componente social del
catarismo ha sido objeto de diversos estudios. En principio no parece que la distinción entre
«perfectos» y «fieles» ocultase diferencias de clase. Tampoco parece que los albigenses fuesen
masas de pobres que utilizaron la herejía como un medio de protesta frente a unas
condiciones de vida difíciles. Por el contrario, todas las categorías y condiciones sociales del
Midi se vieron comprometidas con las nuevas ideas: la alta nobleza; la baja nobleza, que dio
un contingente fuerte de adeptos; el alto clero; el bajo clero; la gente de los medios urbanos;
y, ya en fecha tardía, los campesinos, poco preocupados tiempo atrás de sutilidades
teológicas. Para desarraigar la herejía, la Iglesia echó mano de distintos procedimientos: la
predicación entre las masas y los coloquios con los dirigentes heterodoxos constituyeron un
primer paso. Fallido este, se optó por medios más activos: La Cruzada, para la que se reclutó
un ejército de señores del norte de Francia, mandados por un fanático, Simón de Montfort.
Las operaciones sobre el Midi (Mediodía francés: Midi designa el territorio del sur de Francia) se iniciaron
con la matanza de Beziers (1209), en donde fueron pasados a cuchillo un gran número de
herejes y católicos. Cuatro años más tarde, el rey de Aragón, al tratar de defender a sus
vasallos del sur de Francia de los abusos de los cruzados, fue derrotado y muerto en Muret.
La independencia del Midi quedaba ahogada en sangre. La intervención de la monarquía
francesa como poder arbitral puso fin a aquella dramática aventura. Los Concilios de Verona
(1184) y Avignon (1209) pueden ser considerados como puntos de partida en la creación de la
Inquisición. De ellos surgieron las ideas de petición de ayuda a los laicos para combatir la
herejía, y de creación de comisiones parroquiales al efecto. El Concilio de Letrán de 1215
exigió de los príncipes laicos su colaboración en la empresa. Desde 1232, por la bula Ilie
humani generis, los procedimientos de encuesta pasaron de los obispos (considerados
demasiado tolerantes) a los dominicos. El aparato represivo adquiría unos perfiles más
definidos.
272
EL NUEVO SIGNO DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS:
DOMINICOS Y FRANCISCANOS
273
místicas de Joaquín de Fiore, constituyó la rama de los «espirituales», llamada a tener graves
conflictos con el Pontificado.
c) Al lado de dominicos y franciscanos, fueron surgiendo otras órdenes mendicantes
secundarias. La mayoría fueron suprimidas en el Concilio de Lyón de 1274, que sólo
permitió la pervivencia de dos: los carmelitas, orientados hacia el trabajo manual y las
mortificaciones; y los agustinos que, desde fines del XIII, adoptaron unas constituciones con
fuerte sabor dominico.
A fines del siglo XII, las lenguas vulgares derivadas del latín se han convertido ya en
vehículos de expresión literaria. Los poemas épicos y la lírica trovadoresca son excelentes
expresiones. Si la Chanson de Roland y el Cantar del Mío Cid cuentan con una base popular,
los poemas de los trovadores abren en las clases cultas un nuevo sentido de la vida: el amor
cortés, que revaloriza el papel de lo sentimental y de la mujer en una sociedad dominada por
la violencia. A favor de ello jugaron una serie de factores: las cortes señoriales del Poitou,
Toulouse y el Narbonesado en donde son figuras destacadas Guillermo IX de Aquitania,
Bertrán de Ventedorn o Marcabrú; la influencia de las leyendas célticas del ciclo del Santo
Grial que permitieron a Chretien de Troyes la redacción de una serie de novelas en las que la
galantería reemplaza a las pasiones violentas; y, en última instancia, el papel de los
minnesanger alemanes entre fines del XII y comienzos del XIII, como Walter von der
Vogelweide y Wolfran von Eschenbach, codificadores de los ideales de la caballería y del
amor cortés. Las nuevas orientaciones de la cultura y el pensamiento durante el siglo XIII se
apoyaron en cuatro pilares: la creación de las órdenes mendicantes, el descubrimiento de
Aristóteles, el contacto con la filosofía árabe y la fundación de las Universidades.
En este contexto la Sicilia normanda, y sobre todo la España del momento, jugaron un papel
decisivo como «eslabón entre la Cristiandad y el islam».
Ahogados en Oriente los intentos aristotélicos por las corrientes místicas de Algacel, Al-
Ándalus acabó convirtiéndose en su refugio. Averroes (1126-1198), cadí de Córdoba, teólogo,
médico, jurista y matemático, fue el comentador por excelencia de Aristóteles. Discípulo de
Averroes lo fue Maimónides. Su Guía de dubitantes es un intento de conectar el
pensamiento judío con el aristotelismo musulmán para llegar al conocimiento de Dios. A lo
largo del XII surgen en la España cristiana una serie de focos culturales, instrumento de
atracción para los estudiosos de todos los países. Los del valle del Ebro abrieron brecha: en
Barcelona, Lérida, Zaragoza, Tudela y Tarazona trabajan autores como Hugo Santallensis,
Platón de Tívoli, Abraham ben Ezra o Benjamín de Tudela.
Algunos de ellos pasarán más adelante a trabajar a Toledo, donde, gracias al impulso del
obispo don Raimundo (1126-51), se crearon las condiciones para unos amplios contactos,
aunque, difícilmente se podría hablar de una «escuela de Traductores» propiamente dicha.
Domingo Gundisalvo, Juan Hispano, Hermann el Dálmata entre otros, cubren la primera
generación de estudiosos. Hermann el alemán, Daniel de Morlay y Miguel Scoto la segunda.
A través de ellos se fueron conociendo en Occidente las traducciones de las obras de
AlFarabi, Algazel, Avicena, Avicebrón, Tolomeo y los comentarios de Averroes sobre
274
Aristóteles. En el XIII y bajo el impulso de Alfonso X, la línea marcada años antes sigue su
camino. En Toledo se traducen el Libro de la Acafeha, El Libro del Ajedrez, y se componen
las Tablas astronómicas. En Murcia, la gran figura fue El-Ricotí. Su enlace con Toledo será el
obispo de Cartagena Pedro Gallego. En ambas ciudades, la permanencia de contingentes de
población judía y árabe facilitó la tarea. La gran eclosión del siglo XII exigió en la centuria
siguiente un gran esfuerzo de asimilación y sistematización. Las Universidades europeas
serán los centros en los que tal esfuerzo dará excelentes frutos. Resulta difícil seguir la
cronología del fenómeno universitario. En líneas generales, lo que conocemos bajo el
nombre de Universitas magistrorum et scholarium y de Studium generale fue resultado del
impacto del movimiento corporativo medieval en el mundo de los estudios. El impulso que
llevó a los oficios a organizarse en corporaciones, llevó a la gente de estudios a agruparse
para defender sus intereses, a fin de evitar el monopolio que sobre la enseñanza ejercía la
jurisdicción episcopal. A propósito de las Universidades se dice en las Partidas: «El estudio
es ayuntamiento de maestros y escolares, que es fecho en algún lugar con voluntad y
entendimiento de aprender los saberes». De acuerdo con su origen, Verger distingue tres
tipos: Las «espontáneas» que, como las de París, Bolonia y Oxford, nacieron de escuelas
preexistentes. Las surgidas de la «emigración» de un grupo de estudiantes de otra
Universidad: caso de Orleáns, Padua y Cambridge. Por último, las «creadas» por privilegios
de Papas o de monarcas: Nápoles, Toulouse o las españolas. Hay que tener en cuenta que los
pontífices verán en estos nuevos centros docentes un buen instrumento para combatir la
herejía. Dos Universidades sobresalen por encima de todas:
a) Bolonia, capital del Derecho, que organiza su corporación desde el siglo XII y se consolida
hacia 1230 frente a las presiones de los pontífices, los emperadores y el propio gobierno
comunal.
b) París, cuyos primeros privilegios datan de 1200, concedidos por Felipe Augusto. La
confirmación llega en 1215 de manos de Inocencio III. De este mismo año son los Estatutos,
redactados por Robert Courcon.
Pueden servir de modelo para la Universidad europea en general:
—La autonomía se extiende a: la jurisdicción; exención de la autoridad real y gestión. Existe
además el derecho de sus miembros a la secesión y a la huelga.
—Las cuatro facultades (Artes, Medicina, Teología y Derecho, según el modelo de París)
tienen a su frente un decano. El que dirige la facultad de Artes hace de rector, dado que se
trata de la facultad con mayor número de escolares y a través de ella se puede ejercer un
mayor control de las finanzas. Dependientes del rector son los cuatro procuradores que están
al frente de las «naciones» en las que los alumnos se agrupan: francesa, picarda, normanda e
inglesa. Pronto aparecerán las fundaciones privadas para dar acogida a los estudiantes
pobres o para la formación de los miembros de las órdenes. Esto último sería motivo, en la
Universidad de París, de una polémica en la que Guillermo de Saint Amour encabezó la
oposición frente a la penetración de los mendicantes en los estudios. Hacia 1257, Alejandro
IV tomó decisivamente partido por ellos y la disputa quedó zanjada.
—En cuanto al régimen de estudios, los de Artes duraban seis años; los de Teología, ocho
años más, y los de Medicina y Derecho entre los cuatro y los cinco años más. Los métodos de
enseñanza se basaban en la «lección», a base de la lectura comentada de Aristóteles, la Biblia
o las Sentencias de Pedro Lombardo; y la «disputa», sobre un tema elegido de antemano
(«Cuestiones disputadas») o improvisado («Cuestiones cuodlibetales»).
275
c) Antes de 1300 había ya fundadas en Europa 44 Universidades, la mayor parte de las cuales
por iniciativa pontificia. Tolosa tendrá la suya en 1229, Roma en 1244, Nápoles desde 1224,
Salamanca en 1243, Montpellier en 1221.
La enseñanza de carácter profundamente cristiano y el beneficio del estatuto eclesiástico a
los estudiantes hicieron de la Universidad europea una verdadera «república de clérigos
enseñantes, auténtica osamenta intelectual del Occidente cristiano». Su producto acabado es
el homo scholasticus, con un fuerte respeto a la autoridad. En la Teología son las Escrituras,
en la Filosofía Aristóteles, en el Derecho Graciano y en la Medicina Hipócrates y Galeno.
Dos Universidades acaparan la mayor parte de las grandes figuras del momento:
Oxford, con Roberto Grosseteste, traductor al latín de las obras mayores de Aristóteles y de
los Padres Griegos; y, sobre todo, Rogerio Bacon (1210-1292), con sus obras Opus maius,
Opus minus y Opus tertium. Hombre interesado por las ciencias de la observación, las
enfocará como un instrumento de preparación a la interpretación bíblica.
París conoció la consolidación del pensamiento aristotélico en la obra de franciscanos como
San Buenaventura, aunque equilibrado por una fuerte influencia platonizante. Será con los
dominicos cuando la obra del estagirita acabe imponiéndose. La batalla fue dura: desde el
siglo XII la Lógica era conocida a través de Pedro Abelardo. La Física y la Metafísica
aristotélicas sólo se abrieron paso «purgadas de sus errores» gracias a la mediación de
Gregorio IX en 1231. Los comentadores, desde este momento, tenían el camino despejado.
San Alberto Magno, ingresado en los dominicos en 1223, acabó sus días enseñando en el
Estudio de la orden en París. Abierto a Aristóteles, no se cerró, sin embargo, a otras
tendencias, que fueron desde los comentarios del Evangelio a la elaboración de tratados
sobre zoología, mineralogía y botánica, que le dieron fama como maestro de ciencias ocultas.
Santo Tomás de Aquino, nacido en 1226 en el seno de una familia de la nobleza napolitana,
estudiante en Monte Cassino, Nápoles y Colonia, acabará teniendo un extraordinario éxito en
París. Su obra inmensa puede ser agrupada en cinco categorías: comentarios bíblicos,
comentarios filosófico-teológicos, cuestiones disputadas y cuodlibetales, opúsculos varios y
las dos Summas. Más que por su originalidad, Santo Tomás destaca como ordenador y
artífice de una síntesis armónica de la revelación cristiana y la filosofía aristotélica. Su obra
teológica, a pesar de algunos recelos, acabará imponiéndose en toda la Iglesia a través de los
dominicos. Frente al tomismo que juzgó a Aristóteles de forma benevolente, pero con gran
independencia, al averroísmo latino, que tuvo en Siger de Bravante su mejor defensor,
adoptó la postura tajante de identificar a Aristóteles con la filosofía misma. La filosofía no es
tanto la búsqueda de la verdad como la investigación del pensamiento de los filósofos, y del
estagirita en concreto. Verdad y filosofía eran cosas distintas. Sin embargo, ello podía
conducir al equívoco. De ahí que los detractores del averroísmo pensasen que éste defendía
la tesis de las dos verdades: una filosófica y otra religiosa. Condenados varios de los
argumentos de los averroístas entre 1270 y 1277, la doctrina no murió con ello, sino que
rebrotó en el siglo XIV.
La figura de Raimundo Lulio cierra el ciclo de las grandes personalidades intelectuales del
XIII. Redactor de más de 250 obras en catalán, latín y árabe, hubo dos obsesiones en su vida:
la refutación del averroísmo y la conversión de los musulmanes a la fe cristiana. Los
principios contenidos en su Arte Magna constituyen un sistema completo de demostración
lógica de los dogmas cristianos que habría de causar fuerte impacto en autores posteriores.
276
LAS VÍAS DE PERFECCIONAMIENTO RELIGIOSO
En las altas esferas Roma trabajó para someter a los poderes locales, ahogar la disidencia y
patrocinar una línea coherente de pensamiento. A otros niveles, la jerarquía eclesiástica se
esforzó también por imponer su influencia, ofreciendo a las masas de fieles unas vías de
salvación y perfeccionamiento. Algunas eran creación propia; otras, producto de la
religiosidad popular. Junto a los siete sacramentos, regularizados canónicamente en 1274,
figuraron variadas formas de piedad. Será el culto a los santos, cuyas vidas aparecían como
modelos a seguir, tal y como hizo a fines del XIII Jacobo de Vorágine en su Leyenda dorada.
O será la práctica piadoso-penitencial de las peregrinaciones, de las que Dante destacaría tres
en especial: las de Jerusalén, Roma y Compostela. Hacia 1300 ningún sector de la sociedad
europea parecía escapar a la influencia de Roma.
Resulta difícil fijar los rasgos generales bajo los que la crisis del Bajo Medievo se movió en
Europa. El problema resulta complejo porque cada región puede presentar unos matices
distintos. Hay una serie de interrogantes cuyas respuestas variarían de un lugar a otro.
a) Los distintos factores que han incidido en la crisis han sido analizados por los autores con
vistas a la creación de una línea metodológica que permita sistematizar su estudio:
—Perroy indicó que una serie de crisis que se sucedieron en el XIV mantuvieron durante el
siglo una paralización de la economía y una «situación de contracción sostenida». Se refería
en concreto a: la crisis frumentaria (trigo) que sacudió Europa, particularmente entre 1315 y
1320; la crisis financiera y monetaria, entre 1333 y 1345, que provocó la ruina de la banca
florentina de los Bardi, Peruzzi, Acciaioli, etc.; y, en definitiva, la crisis demográfica, ligada
de forma esencial a la catástrofe provocada por la peste negra de 1348.
—Los autores marxistas y no marxistas se han enfrentado a la hora de dar una explicación
general de las grandes conmociones sociales que sacuden la Europa de los dos siglos finales
del Medievo. Para los no marxistas, las causas se encuentran en un fenómeno de recesión
económica. Para los marxistas se trata de algo más profundo: es la crisis de la feudalidad.
Desde el siglo XIV se aprecia ya una contradicción entre las fuerzas productoras y las
277
relaciones de producción. Pero el feudalismo, considerado como modo de producción, no se
disolverá de inmediato, sino que seguirá perviviendo, frente a la presión de las primeras
formas capitalistas en la ciudad y en el campo, a lo largo de los siglos siguientes, e incluso se
recrudecerá en algunas de sus manifestaciones de opresión hacia el campesinado.
Para Mollat y Wolff, las causas de las conmociones sociales del Bajo Medievo tienen matices
tanto estructurales como coyunturales, que se arrastran ya desde mediados del siglo XIII.
—No ha sido tampoco menor el conflicto entre historiadores a la hora de calificar a los
movimientos sociales de los siglos XIV y XV: ¿revoluciones o revueltas? La discusión puede
derivar en la pura inutilidad. Siguiendo la pauta trazada por Engels en Las guerras
campesinas en Alemania, autores de distinto signo han utilizado el término «revolución».
Fourquin habla de «levantamientos populares». Valdeón prefiere la utilización del amplio
concepto de «conflictos sociales». El problema no estaría en la utilización de un concepto
determinado, sino más bien en fijar la naturaleza de las fuerzas en pugna. Corremos el riesgo
de trasponer situaciones actuales e ideas demasiado generales (la «lucha de clases», por
ejemplo) a una época —el Bajo Medievo— en la que la sociedad se encuadra dentro de unos
marcos particulares y en la que el sentido de determinados conceptos adquiere peculiares
matices. Así, el término «popolo» no designa a la masa popular (en el caso de la ciudad de
Florencia), sino sólo a los miembros de las artes mayores y medianas, privilegiados, en
definitiva. Movimientos en apariencia «democráticos» no sirven para facilitar el acceso a los
puestos de gobierno más que a los maestros de oficios, no a los oficiales o a la masa de
obreros no cualificados. Más que de lucha de clases, ¿no se podría hablar de pugna entre
élites? ha sugerido Fourquin. Por otra parte, muchas de las conmociones populares del
Medievo tienen un sentido más «reaccionario» que «revolucionario» y terminan en el vacío.
El papel de las «solidaridades verticales» entre los distintos grupos sociales o a nivel de
clientelas de las grandes familias, hace rendir como muy problemática la solidaridad de
«clase» en épocas de revuelta.
—Distintos factores —de orden jurídico, político, fiscal— son capaces de desencadenar un
conflicto. Las explosiones, también, pueden ir cargadas de un fuerte contenido emocional en
el que los sentimientos religiosos jueguen un importante papel. La «revolución husita» en
Bohemia, aunque con un fuerte trasfondo nacional y socioeconómico, tuvo un marcado cariz
religioso. Las explosiones antisemitas de la Península Ibérica desde fines del XIV son otro
ejemplo digno de tenerse en cuenta. Frecuentemente, el papel de predicadores populares
sirve de aliciente en el contexto de un movimiento subversivo.
—Con frecuencia se ha tratado de deslindar ciudad y campo a la hora de fijar una tipología
en los conflictos sociales. Los dos ámbitos pueden tener unas peculiaridades propias, pero es
preciso tener en cuenta que la ciudad medieval fue, en muchas regiones de Europa, un ente
caracterizado por un profundo ruralismo. Algunos fenómenos como el hambre, la peste y la
guerra afectan por igual a los medios ciudadano y campesino.
—La existencia de un poder monárquico sólido contribuye a amortiguar los efectos de las
conmociones. Donde este poder no se da, caso de las ciudades italianas, acabará
imponiéndose alguno de signo semejante que devolverá la estabilidad a cambio de la entrega
de los ciudadanos en sus derechos.
b) La fijación de una cronología en el desarrollo de los acontecimientos resulta una difícil
tarea. El libro de Mollat y Wolff puede servir, con algunas matizaciones, de pauta.
Los primeros síntomas de la crisis se han fijado por algunos autores ya antes de 1300. Labal
ha dicho que la Europa posterior a 1250 nos da la imagen de una «sociedad bloqueada». En
278
todo caso, las raíces del descontento hay que encontrarlas en el mismo desarrollo económico
que el Occidente experimentó durante la plenitud del Medievo, que produjo unos fuertes
desniveles sociales. En el caso de las ciudades, la hostilidad hacia el patriciado urbano será
tanto mayor, por cuanto «la dominación económica de los ricos se redobla por el
acaparamiento del gobierno municipal». La primera fase de los conflictos está marcada por el
enfrentamiento entre los «grandes» y los «medianos» y cubre la primera mitad del siglo XIV:
maitines de Brujas, revuelta del litoral flamenco, agitación promovida por Jacobo van
Artevelde, etc. El segundo momento está marcado por las revueltas contra la miseria:
revueltas de los «Jacques», movimiento comunal de Esteban Marcel, etc. La tercera etapa es
considerada como la de «los años revolucionarios»: tumulto de los ciompi en Florencia, los
tuchins en el sur de Francia, los maillotins en París, y las guerras civiles de Castilla y
Portugal, que suponen algo más que el simple cambio de una dinastía por otra. Por último, el
siglo XV cubre una amplia gama de movimientos —los «conflictos viejos y nuevos»—
muchos de los cuales se desenvuelven con el trasfondo de guerras abiertas: caso del
movimiento cabochien de París o de la revolución husita. Otros, la guerra de los campesinos
en Alemania, constituyen la primera parte de un conflicto que se alargará hasta el siglo XVI.
En la Península Ibérica los conflictos sociales adquieren diversidad de matices según las
regiones: irmandiños de Galicia, forans de Mallorca y el movimiento revolucionario de
Cataluña, el más complejo de todos.
279
c) La peste negra vino a unirse a esta serie de calamidades de signo apocalíptico. La
epidemia, llevada a través del Mediterráneo por unos marinos genoveses procedentes de la
colonia de Caifa, en Crimea, se adueñó a partir de 1348 de buena parte del Occidente.
Este flagelo no era desconocido. Sin embargo, al actuar sobre unas poblaciones debilitadas
por los años de escasez precedente, sus efectos habían de ser más catastróficos. Bocaccio da
una patética imagen de los «dolorosos efectos de la pestilencia», manifestados por la
aparición de bultos en sobacos e ingles «que la gente vulgar llamaba bubas y podían llegar a
adquirir hasta el tamaño de una manzana», y de cómo «para curar tal enfermedad no
parecían servir consejos de médicos ni mérito de medicina alguna... pues al tercer día de la
aparición de los sobredichos signos los enfermos morían sin fiebre alguna ni otro accidente».
Los efectos de la epidemia no parece que fueran iguales en toda Europa, y hubo profundas
diferencias entre núcleos de población cercanos: los Países Escandinavos sufrieron poco, así
como también buena parte de los Países Bajos; Florencia se vio afectada, pero no Milán. En
los reinos hispánicos, la Corona de Aragón sufrió los efectos de la epidemia antes y con más
intensidad que Castilla, ya desde 1348; y los brotes epidémicos se sucedieron en años
posteriores: 1362-63, 1371 y 1381. La peste será el primer presagio del declive político y
económico de Cataluña. Hasta 1430-50 Europa no parece recuperar los efectivos de 1347. La
brusca contracción demográfica trajo una serie de consecuencias inmediatas: la conversión
en zonas de pasto de muchas tierras marginales y la desaparición de muchos pequeños
núcleos de población. Proliferación de numerosos despoblados en Castilla, masos ronecs en
Cataluña, lost villages en Inglaterra, wüstungen en Alemania, etc. No siempre la
despoblación ha sido producto de las epidemias: en ocasiones se debe a la emigración a la
ciudad o a una concentración del campesinado sobre suelos más propicios con terruños más
homogéneos.
Las calamidades que sacudieron a la sociedad europea en los siglos finales del Medievo
incidieron de forma decisiva en las estructuras socio-económicas del mundo rural.
a) Las oscilaciones sufridas por precios y salarios constituyen tema de interés para los
historiadores de los últimos tiempos. Resulta difícil disponer de los suficientes datos para
fijar su trayectoria global en el ámbito de toda la Europa occidental en estos años.
En base a los cereales y en especial al trigo (elemento sustancial de la alimentación del
hombre medieval) se ha apreciado un lento y prolongado ascenso de los precios de los
productos agrícolas a lo largo de los siglos XII y XIII. Desde 1300 la tendencia se invirtió,
aunque con algunas bruscas alteraciones. Así, la «gran hambre» hizo ascender el precio del
trigo en Inglaterra (tomando el índice 100 para 1300) al índice 150 para el decenio 1310-1320.
En Flandes, en 1316, el precio del trigo fue 24 veces mayor que en tiempos normales. Desde
1325 los precios tendieron a descender hasta los niveles de 1300. Con la gran oleada de peste
de 1348, el consiguiente descenso de la producción volvió a elevar por algún tiempo el nivel
de precios. Pero, a partir sobre todo de 1370, estos vuelven a caer, siguiendo el descenso de
forma regular a lo largo de todo el siglo XV: en Caen el trigo vale en 1428 la mitad que en
1270; en Inglaterra la desvalorización alcanzó el 63 por 100, en Frankfurt el 73 por 100, en
Cracovia el 59 por 100... Frente a esta bajada del trigo, otros productos ligados al ámbito rural
mantienen una mayor estabilidad en sus precios: vino, carne, manteca... Estudiados a nivel
280
de Inglaterra, los salarios se mantuvieron estables hasta 1320. Su progresiva elevación se
precipitó con la peste negra y la consiguiente escasez de mano de obra. Para la abadía de
Tavistock, se ha fijado un aumento del 100 por 100 para los salarios entre 1289 y 1375. Algo
semejante se ha sugerido para la abadía de Saint Denis entre 1349 y 1370, siendo los salarios
de los trabajadores menos cualificados los que acusaron más el alza. La intervención de los
poderes públicos se dejó sentir desde mediados del siglo XIV para frenar este proceso: en
Castilla se produjo a través de disposiciones como el Ordenamiento de Menestrales de las
Cortes de Valladolid de 1351 y la tasación de precios y salarios fijada en 1406. En Aragón fue
el Edicto de 1349. En Inglaterra, el «Statute of Laborers» de 1351 y otros posteriores. Sus
efectos, serían muy limitados.
b) La inquietud en el ámbito campesino ha tenido su reflejo en una serie de conmociones —
los «furores campesinos»— que sacudieron al Occidente desde los inicios del siglo XIV.
Pirenne centró su estudio en tres. El fondo común lo constituyen no sólo el malestar que la
guerra produce, sino también una serie de operaciones fiscales consideradas abusivas por el
campesinado: La insurrección del litoral flamenco fue reflejo del espíritu de independencia
de un campesinado, no precisamente miserable, levantado contra el poder establecido y
animado por los sentimientos de revuelta del artesanado de las ciudades. La rebelión
concluyó con la intervención francesa y la derrota de los sediciosos en Cassel en 1328.
Menos organizada que la anterior fue la rebelión de los campesinos franceses: la jacquerie,
que cubrió el Beauvaisis en 1358. Se trató de un violento movimiento de protesta de los
aldeanos contra las gentes de armas y los nobles, acusados de no cumplir con sus funciones
de defender el país. Numerosas mansiones señoriales fueron saqueadas, hasta que Carlos de
Navarra, al frente de un cuerpo de ejército, aplastó a los jacques, sometidos seguidamente a
una durísima represión. La insurrección de los trabajadores ingleses de 1381 fue la rebelión
campesina mejor articulada. Autores marxistas como Hilton no dudan en considerarla como
un movimiento concertado de antemano. Pirenne piensa que la rebelión se debió más bien a
un intento de destruir los vestigios de un régimen señorial ya muy atemperado en el
transcurso del siglo XIII. Duby piensa que desde 1325 se produjo una multiplicación de las
exigencias de los señores, preocupados por el deterioro del mercado de productos agrícolas.
Ello creó una inquietud entre el campesinado, que se acentuó en los años siguientes con las
medidas oficiales tomadas con motivo de la peste negra (reglamentación del trabajo) y por el
establecimiento de la Poli Tax, una nueva carga fiscal que fue la chispa que hizo prender
definitivamente el descontento. Los rebeldes no formaron un frente compacto. De un lado, se
encontraba un gran número de campesinos acomodados que deseaban la abolición de la
servidumbre, la reducción de las prestaciones de trabajo y censos y una mayor intervención
en la comercialización de los productos agrícolas. De otro lado, había campesinos
auténticamente pobres, sin tierras; los de Essex, Norfolk, Suffolk y los cottiers de Kent,
dirigidos por caudillos populares como Thomas Baker, Juan Wraw, Wat Tyler o el
predicador Juan Ball, que dio al movimiento lollardo un vago signo comunistizante. Las
bandas armadas saquearon los dominios del duque de Lancaster y llegaron a penetrar en
Londres, donde procedieron a la destrucción de protocolos y documentos judiciales. A fin de
ganar tiempo, Ricardo II se comprometió a una serie de concesiones. Armados los caballeros,
la rebelión fue liquidada y los principales cabecillas ejecutados.
Los «furores» campesinos no se limitaron a estas tres grandes conmociones. El término
«Jacquerie» acabó convirtiéndose en algo genérico para definir cualquier tipo de movimiento
popular en el agro francés. Así, entre 1379 y 1385, bandas de obreros armados y de
281
campesinos arruinados, los «Tuchins», recorrieron el Languedoc saqueando y matando hasta
ser vencidos por los caballeros. Entre 1424 y 1432, el descontento retoñó en Maine, Contentin
y Normandía con idéntico resultado. Reviviscencia del lollardismo fue el movimiento
dirigido en 1450 por Jack Cade en Surrey, Sussex y Kent contra los abusos del conde de
Suffolk, ministro de Enrique VI. El signo de radicalismo que el movimiento tomó, hizo que
muchas gentes de orden lo abandonasen siendo al final reprimido por las autoridades
constituidas. A lo largo del XV también, la inquietud en los medios campesinos se extiende a
zonas hasta entonces relativamente pacíficas.
—En Bohemia, donde el problema se encuentra entreverado con la revuelta nacional husita,
religiosa en principio, pero con toda una serie de nuevos significados a medida que
transcurre el tiempo.
—En Alemania, donde se produce en 1476 el movimiento dirigido por Hánselin de
Helmstatt, el «tambor de Niklashausen». Mezcla de predicador y agitador de masas, sus
exhortaciones impulsaron a los campesinos a negarse al pago de los derechos señoriales y a
repudiar todo tipo de jerarquía. Aunque prendido y luego ejecutado como hereje, Hánselin
se convirtió en el precursor de las graves conmociones sociales que agitaron a la Alemania de
la reforma luterana: el movimiento comunistizante de los anabaptistas de Munster y la
guerra de los campesinos impulsada por Tomás Münzer.
—En los reinos hispánicos, cabe hablar de tres grandes movimientos campesinos en las
postrimerías del Medievo: el remensa catalán, el forense de Mallorca y el irmandiño de
Galicia. Sobre el agricultor actuaban dos importantes gravámenes: la adscripción a la tierra y
los malos usos. La redención o remensa que el agricultor había de pagar en caso de
abandonar el feudo quedó al beneplácito del señor ya desde 1281. A lo largo de los siglo XIV
y XV la situación se puso cada vez más insostenible para el agricultor. La primera explosión
tuvo lugar en 1450. La segunda, y más importante, con motivo de la guerra que Juan II de
Aragón mantuvo con el municipio barcelonés. La oposición entre ciudadanos de Mallorca y
campesinos se hizo más grave desde mediados del siglo XIV, en que los primeros, ante el
empobrecimiento mercantil, vieron en las rentas de la tierra un medio para resarcirse. Si a la
presión tributaria ejercida sobre el campesinado se une la patente inmoralidad
administrativa, el resultado hubo de ser la rebelión en el medio rural. Esta partió de Inca,
dirigida por Simón Tort, que pretendió, al sitiar Palma en 1450, tomar contacto con los
desheredados de la ciudad y los payeses de la península. El intento de alianza no cuajó y la
rebelión fue sofocada en los años siguientes, aunque nuevos brotes, más amortiguados, se
dejan sentir durante la segunda mitad del XV. La revuelta de los irmandiños gallegos
adquiere su mayor grado de crudeza entre 1467 y 1469. En ella incidieron factores de diversa
índole. Unos arraigados profundamente en el medio social gallego, dominado por una
profunda señorialización; otros, derivados de la situación de anarquía general por la que
atravesaba la Corona de Castilla en aquellos años. Todos los sectores de la sociedad gallega
se vieron afectados por el movimiento: de un lado la alta nobleza, dirigida por el arzobispo
Fonseca, el mariscal Pardo de Cela y Pedro Álvarez de Sotomayor. Del lado de la
hermandad se situaron tanto los campesinos como algunos sectores artesanales de las
ciudades, que dieron algunos jefes de extracción popular. En un punto oscilante quedaron
algunos miembros de la baja nobleza, como Alonso de Lanzós, Pedro de Osorio y Diego de
Lemos. Su deserción de la causa irmandiña en el momento crítico facilitó la victoria y
consiguiente represión de la nobleza, cuya posición se había visto sumamente
comprometida.
282
c) Las conmociones del mundo campesino facilitaron un proceso de transformaciones a lo
largo de los siglos XIV y XV. No cabe pensar que en todo el Occidente europeo tal proceso se
haya desenvuelto bajo unas características comunes. En líneas generales, se ha hablado de un
golpe de muerte al sistema de producción de signo dominical. Ello en virtud de la tendencia
a ir sustituyendo las prestaciones propias del sistema dominical antiguo por las rentas
propias del señorío jurisdiccional. La vieja unidad orgánica reserva-mansos sufre otro golpe
dado que se refuerza la costumbre del arrendamiento a censo de parcelas de las propiedades.
Ello entrañaba un peligro: la posible pérdida del valor adquisitivo del dinero que las rentas
facilitaban. De ahí que los señores tomen sus medidas: hacer los arrendamientos por tiempo
limitado o asociar al cultivador por el sistema de aparcería, difundido en Italia y Francia. No
se puede generalizar el hecho de que, al calor de la reconstrucción económica iniciada en el
siglo XV, el proceso de emancipación del campesinado haya seguido su curso. En Alemania,
por ejemplo, apoyados en la disolución del poder del Estado, los señores proceden a someter
a los campesinos a una nueva servidumbre. El aprovechamiento de los suelos tras las
grandes conmociones despobladoras del XIV puede ser considerado como un verdadero
proceso de «readaptación». Si se llevan a cabo nuevas roturaciones, no es con la misma fiebre
que siglos atrás, por cuanto se desechará el aprovechamiento de las tierras de bajo
rendimiento. En algunas zonas (Francia, Cataluña, etc.) la burguesía se une a la nobleza como
propietaria de tierras. La racionalización de los cultivos, en función de los mercados urbanos
o de las posibilidades de exportación, lleva a una mayor difusión de los frutales, el viñedo o
la ganadería. En este último caso, Inglaterra y Castilla muestran dos modelos de lo que
fueron los intereses de determinados grupos sociales. En Inglaterra, el impulso a una pañería
nacional corrió parejas con una intensificación del proceso de enclosures: amplios espacios
de tierras de labor pasan a convertirse en campos cerrados dedicados a pastos para rebaños
que fomentan la producción lanera. El fenómeno alcanzará un fuerte impulso desde el
ascenso de los Tudor. En el caso castellano, la pauta la da el sistema de trashumancia
articulado en el «Honrado Concejo de la Mesta», producto de la fusión, en 1273, de distintas
mestas de carácter regional. La aparición de la oveja merina en España hacia 1300 provocó el
gran boom lanero: de medio millón de ovejas en 1300 se pasó a los dos millones a mediados
del siglo XV. A través de tres cañadas, con distintos ramales, los rebaños pasan de los pastos
de invierno a los de verano. La unidad básica es la cabaña, compuesta al menos de mil
ovejas, con un mayoral al frente. Por encima de este cargo figuraban los de alcaldes de
cuadrilla, recaudadores, entregadores... y el Entregador Principal, que fue de designación
real desde mediados del XIV. Aparte de su realidad jurídica, la Mesta tiene otra de carácter
social no menos importante. No se trata de una institución democrática al servicio de los
pequeños propietarios, sino de un organismo controlado por los grandes linajes, monasterios
y Ordenes Militares, que detentan los principales cargos. La estructura de la ganadería
castellana dio pie así a la perfilación de una sociedad aristocrática que vive del latifundio y
de la percepción de rentas. Lejos de dar vida a una industria nacional, como en Inglaterra, la
lana castellana constituye el principal soporte del comercio exterior: el motor de la industria
textil flamenca en los últimos siglos del Medievo.
283
LA AGITACIÓN EN LOS MEDIOS URBANOS
En el siglo XIII, el patriciado urbano había asumido en todas partes el gobierno de los
municipios. Fuerza política y económica, su interés estaba en reducir al máximo la
representatividad política y los beneficios de la clase trabajadora. Al estallar las sucesivas
crisis del siglo XIV, el ambiente estaba ya caldeado: la enemiga contra el «magistrado» se
agudizará en los momentos particularmente difíciles. Los descontentos no llegarán, salvo
raras excepciones, a formar un frente homogéneo. Resulta difícil hablar de «revolución
democrática» cuando, en numerosas ocasiones, el descontento está encabezado por
burgueses acomodados que sólo usan de los grupos populares como simple masa de
maniobra para romper el monopolio de las oligarquías dirigentes.
La agitación en el medio urbano no siempre viene dada por unas condiciones económicas
desfavorables. Hay que tener en cuenta también otros factores de peso: la anarquía política,
que puede provocar serias alteraciones, como la de París bajo E. Marcel; las inquietudes
religiosas, que conducen a tumultos populares —persecuciones antisemitas en la Castilla de
1391— o a auténticas guerras de religión como la desencadenada en Bohemia a la muerte de
Juan Hus. Aunque mejor organizados que los tumultos campesinos, los movimientos
revolucionarios de las ciudades tienen también una fuerte carga emocional. Si bien ésta es
capaz de movilizar a las masas de desheredados con relativa facilidad, dificulta, por el
contrario, la articulación de un programa perfectamente definido y conduce al fracaso del
movimiento. Hay que tener en cuenta también que la gravedad de la agitación en los medios
urbanos queda restringida a áreas muy determinadas. En zonas como Inglaterra, Francia o
los reinos ibéricos, en donde existe un poder monárquico que puede hacer de árbitro de la
situación, las conmociones son poco duraderas. En ciudades como Venecia, con gobiernos
sólidos y estables, tampoco se dejan sentir excesivamente los efectos de la crisis. Las ciudades
flamencas y algunas de las italianas van a ser las principales protagonistas del movimiento.
a) Las revueltas en Flandes comienzan en los mismos inicios del XIV. Entre 1301-2, los
«medianos» de Brujas dirigidos por Peter van Conync provocaron un sangriento motín —los
«maitines de Brujas»— contra el patriciado y las fuerzas de ocupación francesa. Los
sublevados, en alianza con el propio conde de Flandes, lograron una espectacular victoria
sobre la caballería francesa en Courtrai, en jornada teñida de nacionalismo. A pesar de
producirse una ulterior reacción francesa, la vieja omnipotencia de la gilde de mercaderes no
quedó restablecida. Brujas volvió a ser escenario de una nueva revuelta en 1328 dirigida por
el burgués Nicolás Zannequín, pero que acabó en una derrota a manos de los franceses. En
los años siguientes, Gante tomará la iniciativa del movimiento revolucionario. La inquietud
se inició hacia 1336 con motivo de las dificultades en la importación de lanas inglesas, dada
la situación de ruptura de hostilidades entre Francia e Inglaterra. Al frente de la revuelta se
colocó un rico patricio, Jacobo van Artevelde. La ayuda prestada por los ingleses fue
decisiva, pues la flota francesa fue destruida en L’Ecluse. El gobierno republicano duró poco,
ya que la hostilidad entre los distintos gremios no pudo ser superada: en un enfrentamiento
entre tejedores y bataneros murió Artevelde en 1345. El gobierno del nuevo conde, Luis van
Male (1346-84), supuso una época de prosperidad para Flandes al calor de una revivificación
del comercio y de los contactos con Castilla, uno de los principales productores de lana de
Europa. Sin embargo, la competencia textil inglesa, la rivalidad entre las propias ciudades
flamencas y la hostilidad de tejedores contra los demás gremios volvió a provocar la revuelta
desde 1379. La dirigía esta vez, desde Gante, Felipe van Artevelde, hijo de Jacobo. Luis van
284
Male recurrió a su yerno el duque de Borgoña, quien, con la colaboración de la flota
castellana, derrotó a las milicias flamencas en Roosebeke. Era el golpe de muerte para las
libertades del país. En lo sucesivo, la historia de Flandes se liga a la del ducado de Borgoña.
Las rebeliones que estallen en el siglo XV serán duramente reprimidas. Brujas dejará
progresivamente su puesto a Amberes como primera plaza comercial.
b) Los conflictos sociales en las ciudades italianas son casi constantes a lo largo del siglo XIV.
En su origen se deben a la rivalidad entre las dos facciones en que se dividirá la oligarquía
patricia: blancos (partidarios de dar entrada al elemento popular en el gobierno) y negros
(enemigos de ello). Otros factores jugaron también de forma decisiva a la hora de provocar
desequilibrios: las oleadas de peste, la quiebra de algunas importantes firmas bancarias, la
estancia del Papado en Aviñón, etc. Alteraciones populares las conocen: Roma (la revuelta
encabezada a mediados del siglo por Cola di Rienzo), Génova (en donde el pueblo expulsó a
los cónsules en 1399 y elevó al «Dogo» Simón Bocanegra), Siena (en 1368, momento en que el
«popolo minuto» accedió temporalmente al gobierno), Pavía, Milán, Bolonia y Florencia.
En esta última, el pueblo aparecía dividido en «popolo grasso» (encuadrado en las Artes
Mayores), «popolo minuto» (que lo estaba en las Artes Menores) y la masa de trabajadores
no cualificados, los «popolani». En 1342, su odio contra la oligarquía dirigente les agrupó
tras el duque de Atenas Gualterio de Brienne, que ejerció la dictadura, aunque sólo durante
algunos meses. El cronista Mateo Villani traza un cuadro desolador para Florencia en los
dos años precedentes. Una gravísima carestía obligó a la señoría a tomar serias medidas para
tasar el precio del grano y suavizar las penas contraídas por deudas «a fin de que los pobres
no se vieran atribulados por sus deudas mientras sufrían hambre y mortalidad». Los
primeros efectos de la peste afectaron, según Villani, a una persona de cada veinte.
Pero el clima de violencia desatada sólo se dejó sentir en 1378, con el «tumulto de los
ciompi». La conmoción se inició cuando Salvestro de Médicis propuso una ley por la que no
se excluyese de las magistraturas a personas con antecedentes familiares gibelinos. Fue el
primer paso para la ruptura del monopolio político de la vieja oligarquía. La circunstancia
fue aprovechada por la masa popular, utilizada demagógicamente por el Médicis como
fuerza de choque. Pronto se vio desbordado. Los trabajadores del Arte de la Lana exigieron
la creación de tres nuevas corporaciones para encuadrarse. El 20 de julio tuvo lugar una
verdadera explosión popular con el asalto al palacio de la señoría y a las mansiones de las
grandes familias. Un cardador, Michele Lando, pudo equilibrar de momento la situación:
nombrado gonfaloniero, logró la constitución de un nuevo gobierno con representantes de
las Artes Mayores, Menores y «ciompi», un aplazamiento del pago de deudas y la vuelta del
orden a la ciudad. Ello fue tomado por los «ciompi» como medida insuficiente, y en agosto
hicieron otra intentona que, mal coordinada, condujo al fracaso. La oligarquía patricia se hizo
de nuevo con el poder dando por terminada la revolución. De esta situación confusa una
familia, los Médicis, sabrán sacar partido para convertir el gobierno florentino en un régimen
personal hereditario.
c) En el resto de la Europa occidental, los conflictos sociales a escala urbana tuvieron unas
características menos radicales, dado el menor grado de desarrollo de la vida ciudadana. Sin
embargo, es necesario hacer algunas observaciones:
En Francia, la inquietud en los medios urbanos se mostró ya con motivo de las mutaciones
monetarias impulsadas por Felipe IV. Será el gran conflicto de la Guerra de los Cien Años la
circunstancia que provoque el crecimiento de la inquietud. Tras el desastre del ejército
francés en Poitiers (1356), la burguesía de París, con el guía Esteban Marcel a la cabeza, trató
285
de intervenir directamente en los asuntos del Estado a través de una profunda reforma. Los
Estados Generales habían de ser su propulsor. Marcel mostró buenas dotes de tribuno ante el
pueblo de París y trató de controlar al Delfín Carlos, que actuaba como regente. Este, sin
embargo, manifestó unas excelentes cualidades políticas a la hora de organizar un partido
realista que aprovechó las tensiones abiertas entre la burguesía de París y los «jacques»,
sublevados en estos mismos años. Al final, la muerte de Marcel en un motín popular facilitó
el triunfo del Delfín y la liquidación del movimiento revolucionario.
En los años finales del siglo XIV estallarán aún otros motines en territorio francés: el de los
«maillotins» en París y el de la Harelle de Ruán, con motivo de las exigencias fiscales
impuestas por los regentes de Carlos VI. Movimientos mal coordinados acabaron fracasando
al poco de iniciados. De mayor trascendencia es el movimiento impulsado por los gremios de
París, particularmente el de carniceros, dirigido por Caboche y Capeluche. El conflicto se
apoyó en la guerra civil que dividió a Francia en los inicios del siglo XV en los dos partidos
nobiliarios de «borgoñones» y «Armagnacs». El duque de Borgoña Juan sin Miedo, a fin de
atraerse adictos, transigió con las exigencias de los «cabochiens», expresadas en una
ordenanza en la que se intentaba una profunda reforma administrativa, entroncando con las
antiguas pretensiones de E. Marcel. El conflicto acabará enlazando con una nueva etapa de la
Guerra de los Cien Años marcada por la ocupación anglo-borgoñona de buena parte del
territorio francés, París incluido. En Bohemia, la «revolución husita», con un profundo
substratum espiritual, tiene su reflejo en el medio urbano pragués, al igual que en el mundo
campesino checo. La Universidad y la burguesía de Praga se convirtieron en las defensoras
de una tendencia husita templada que, con distintas alternativas, va a mantener un espíritu
de inquietud que llega a enlazar con la reforma protestante.
En la Península Ibérica, la agitación en los medios urbanos adquiere unos violentos indicios
antisemitas. El enfrentamiento de los distintos bandos urbanos, encabezados por los linajes
más potentes, va a constituir una constante en los disturbios ciudadanos: Ayala contra Silva
en Toledo, Aranda contra Trapera en Úbeda, marqués de Cádiz contra duque de
Medinasidonia en Sevilla, Fajardo contra Manuel en Murcia, Soler contra Centcelles en
Valencia, Urrea contra Luna en Zaragoza, etc. La intervención del poder arbitral de la
monarquía se impondrá en más de una ocasión para el restablecimiento del orden, por más
que ello sea muchas veces en detrimento de las viejas libertades municipales. El
nombramiento de corregidores en Castilla, primero con carácter temporal para apaciguar los
tumultos o poner orden en la hacienda municipal, y luego con carácter más estable, conduce,
a la larga, a esta meta. El caso de Barcelona constituye todo un capítulo aparte. Los graves
conflictos por los que atraviesa la ciudad, particularmente en el siglo XV, son producto en
buena medida del marasmo económico en que el principado catalán va cayendo. A la larga
acabará imponiéndose la política de autoritarismo real, pero a costa de toda una guerra civil.
En Portugal, la entronización del maestre de Avis en 1385 frente al pretendiente, Juan I de
Castilla, tiene algo más que un sentido puramente dinástico. Se trata de una auténtica guerra
civil que enfrenta a la nobleza lusitana pro-castellana contra la burguesía y el bajo pueblo, tal
y como lo reflejó el cronista Fernao Lopes. El triunfo de esta última facción lo es también de
unos intereses de clase que van a marcar el futuro destino de Portugal: el impulso a la
política de descubrimientos ligada a unos intereses de orden mercantil de primera fila.
En las ciudades del Imperio alemán, la agitación se dejó sentir en los dos siglos finales de la
Edad Media. En el XIV se trató fundamentalmente de la pugna entre el patriciado urbano y el
artesanado. Las rebeliones de Brunswick (1374) y Colonia (1396) fueron las que se saldaron
286
de forma más satisfactoria para sus promotores. Otras conmociones habidas en Dantzig
(1376), Anklam, Stralsund (1396) no tuvieron ningún resultado. La de Liibeck de 1380,
encabezada por los carniceros, consiguió arrancar algunas concesiones del consejo municipal,
aunque no logró la integración en el de los artesanos. En el XV, los conflictos pierden
bastante de su carácter político, para convertirse en sociales. En 1402 las «corporaciones
menores» de Magdeburgo se alzaron contra las «mayores», detentadoras del poder. A la
oposición entre gremios se sumará la oposición entre maestros y oficiales. Estos llegarán a
formar cofradías para la defensa de sus intereses, hasta el punto que, bajo la iniciativa de
Strasburgo, las ciudades del Rin tuvieron una reunión en Brisach en 1436 para fijar un
estatuto de «compagnonages». Dos siglos de revueltas urbanas no han tenido unos
resultados estrictamente democráticos, pues la masa popular seguirá sin acceder a los
puestos de gobierno. Pero al menos se produjo la ruptura en muchos casos del cerrado
monopolio de las oligarquías a favor de los gremios (de los «medianos»). Pero, en muchos
casos también, las ciudades cedieron ante el poder arbitral del príncipe, capaz de garantizar
el orden y la paz.
Si el comercio europeo vive en los siglos XIV y XV en buena medida de las bases echadas
desde la «revolución mercantil» iniciada en el XI, las matizaciones que se van a producir son
profundas.
a) La evolución de las técnicas en el transporte por tierra apenas experimenta avance en
relación con el período anterior. Los adelantos más importantes se siguen produciendo en el
ámbito naval, aunque en muchas ocasiones no se haga más que explotar los logros del
período anterior: Brújula, timón de codaste, «báculo de Jacob», astrolabio... Los mapas
portulanos permiten un gran desarrollo de la cartografía. A los viejos tipos de naves se unen
otros. En el Báltico, la kógge sufre la competencia de la urca, de mayor capacidad de
transporte. En el Mediterráneo, a la galera dedicada preferentemente al transporte de
especias, se une la galea da mercato, en la que la vela tiene ya mayor papel que el remo. Más
adelante, por influencia de los marinos atlánticos, el Mediterráneo conocerá la coca y la
carraca, capaces de transportar mercancías con un peso de hasta mil toneladas.
287
La síntesis de todos los adelantos de la arquitectura naval lo dará la aparición de la carabela,
nave de tres palos en la que alternan la vela cuadrada motriz y la vela latina triangular para
la maniobra. Más sólida que la clásica galera mediterránea, y más ligera que la embarcación
típica hanseática, la carabela va a ser la gran protagonista de los descubrimientos del XV.
b) Los medios de que se valieron los mercaderes para sus actividades en la Baja Edad Media
vienen impulsados por las experiencias del período anterior:
En el ámbito de las ferias, la decadencia de las de Champaña no indica que el sistema haya
quebrado. Por el contrario, los dos siglos finales del Medievo presencian el nacimiento de
otras nuevas; muchas de ellas, instrumentos secundarios del gran comercio internacional.
Entre las de más realce cabe destacar: las de Chalons-sur-Marne, impulsadas por los duques
de Borgoña; las de Francfort del Mein, enlace entre la Alemania del norte y del sur; las de
Ginebra, Leipzig, Deventer, Nordlingen, Lyon, etc. En la Península Ibérica, las ferias de
Medina del Campo acabarán eclipsando a las demás: desde el 1400 concentrarán las
operaciones del comercio y del dinero. Mecanismos más complejos que la commenda,
empiezan a desarrollarse a partir del siglo XIV: las grandes sociedades y compañías
mercantiles. Se trata de organismos más permanentes que desarrollan sus operaciones sobre
un ámbito determinado y con una progresiva estabilidad. La primera de estas organizaciones
fue la de los Peruzzi, banqueros florentinos que quebraron en la grave crisis de 1343. Sus
continuadores procedieron a una descentralización: a las sucursales de la casa central
suceden las sociedades filiales con una amplia autonomía. Si una filial falla no arrastra, de
esta forma, a todas las demás, que pueden seguir desarrollando sus actividades. Los Médicis
fueron el mejor exponente de esta tendencia, con filiales de su banca en las más importantes
ciudades europeas, varias empresas textiles en Florencia, la concesión de la explotación del
alumbre de Tolfa desde 1461, etc. Otro sentido tiene las asociaciones de hombres de negocios
que reciben el arriendo de impuestos o la explotación de determinados productos en las
colonias: es el caso de la «maona» de Quíos para la explotación del alumbre, en la que tenían
participación todas las grandes familias de Génova. O la «compera Granata», dependiente
también de ciudadanos de esta república para garantizar los negocios en el reino nazarí de
Granada. Junto a los bancos privados, los bancos públicos empezaron a desarrollar su
actividad en Italia desde el siglo XIV. El más célebre de todos fue la Banca de San Giorgio de
Génova, en la que aportaron sus capitales gentes no sólo de la señoría sino de todo el norte
de Italia y hombres de negocios extranjeros. El relieve que el organismo alcanzó se debió
también al «importante papel asumido por la casa en la gestión de una comuna, la cual,
demasiado débil para equilibrar sus finanzas, enajenaba poco a poco sus recursos». De ahí
que la actividad de la Banca de San Giorgio se dejase sentir en distintas esferas: la emisión de
moneda en la ceca de la ciudad, las gabelas, el monopolio de la sal, administración de las
colonias, etc. Sobre esta misma pauta se crearán la Banca de San Ambrogio de Milán, el
Monte de Florencia y las Taules de Barcelona y Valencia. La primera fue fundada en 1401
para recibir como caja central de ingresos los tributos municipales, depósitos ejecutivos,
tutelas, testamentarías y secuestros. A pesar de su perfección técnica, la Taula carecía de la
debida flexibilidad y contribuyó a la inmovilización de capitales. Otros medios
complementarios contribuyeron a flexibilizar las actividades mercantiles: la contabilidad por
partida doble; el seguro marítimo que desde 1343 garantiza las cargas bajo determinadas
primas. Estas, hacia 1450, oscilan entre el 3 y el 11% del valor de la carga. Por último, la letra
de cambio. El primer ejemplo se remonta a 1291, siendo el archivo de Francesco di Marco
Datini de Prato una fuente para el estudio de este tipo de documentos. Roover define la letra
288
de cambio como «una convención por la cual el dador suministra una suma de dinero al
arrendador y recibía a cambio un compromiso pagadero a término, pero en otro lugar y en
otra moneda». De esta forma, el mercader se veía a salvo frente a las posibles oscilaciones del
mercado estacional o local del dinero. Pero también la letra de cambio suponía: un medio de
pago de una operación comercial; un medio de transferencia de fondos entre distintas plazas
que usaban monedas diferentes; una fuente de crédito; y una ganancia financiera al jugar con
las diferencias y variaciones del cambio entre las diversas plazas. Desde fines del Medievo
van apareciendo las modernas prácticas del endoso y el descuento.
El comercio del mundo mediterráneo se organiza, «en función de las factorías de Levante,
donde se formaron las grandes fortunas de Italia». Génova y Venecia serán las grandes
beneficiarías, enfrentadas entre sí más de una vez en Oriente y —los genoveses— con los
catalanes en Occidente.
a) Con Oriente los italianos tienen el monopolio del tráfico mercantil. Al amparo del
restaurado Imperio bizantino y de la «pax mongólica» en la ruta de la seda, los genoveses
controlan en las colonias del Mar Negro el tráfico de la seda, especias, madera, grano,
esclavos, etc. Desde 1350, sin embargo, la caída del Imperio mongol, las devastaciones de
Tamerlán y el avance turco, amén de la rivalidad entre Génova y Venecia, acabarán
provocando transformaciones. La ruta del Norte, a la que los italianos siguen mandando
barcos, no facilita ya los productos del Lejano Oriente, sino los locales (cera, frutas, pescado,
etc.). Para importar aquellos habrá que contar de nuevo con el intermediario musulmán:
Los venecianos concentraron sus esfuerzos en Beirut y Alejandría, volcándose en el tráfico de
productos de lujo, especias y seda. Los genoveses, apoyándose en sus posiciones de Quíos,
Brusa, Focea..., se orientan más al tráfico de mercancías pesadas, alumbre, madera, algodón y
algo de seda. La presión turca, que culminará con la toma de Constantinopla, obligó a los
genoveses a buscar compensaciones en Occidente frente a las pérdidas sufridas en Levante.
El comercio catalán tuvo también una notoria actividad en Oriente. Desde fines del siglo XIII
hasta mediados del siglo XIV, Alejandría conoce un marcado predominio de mercaderes
súbditos de la Corona de Aragón. Medidas restrictivas tomadas posteriormente por los
soldanes egipcios y la crisis interna del principado catalán dieron golpes mortales a este
comercio, que bajo los Reyes Católicos «quedó reducido a una simple línea apendicular».
b) En el Occidente, en el siglo XIV, se asiste a una «promoción del Tirreno» que, a su vez,
impulsará el desarrollo de otras regiones cercanas:
La confederación catalano-aragonesa fue una de las potenciadoras del tráfico mercantil en la
cuenca occidental. Su actividad se deja sentir a lo largo de una serie de rutas. En Languedoc-
Provenza, los catalanes actúan como redistribuidores de las especias. La presencia en
Cerdefta-Sicilia les hizo beneficiarios del tráfico del coral y la plata sardos, el trigo siciliano y
los paños catalanes. Nápoles, una de las principales aglomeraciones urbanas de Europa,
constituía también un importante foco comercial. Sobre el Norte de Africa los catalanes
ejercerán un verdadero protectorado político paralelo a unos importantes intercambios
mercantiles: hierro y paños catalanes a cambio de oro y coral mogrebíes. Los genoveses,
debilitadas sus posiciones en Oriente, desplazaron hacia la cuenca occidental del
Mediterráneo buena parte de sus actividades. Hasta entrado el siglo XIV, familias de la
289
República de San Jorge mantuvieron una dura oposición a la penetración aragonesa. El gran
éxito de los genoveses estuvo, sin embargo, en su instalación en Sevilla y su hinterland y en
su intensa penetración económica en el reino de Granada. El Estado nazarí fue para los
genoveses «el tipo ideal de la nueva colonia occidental». En ella pudieron obtener aquellos
productos difíciles de importar ya de Oriente por la amenaza turca: seda, azúcar, frutas,
azafrán... El puerto de Málaga se convirtió en uno de los emporios mercantiles del
Mediterráneo occidental.
Los venecianos, que lograron mantenerse sólidamente en Oriente, en la isla de Chipre, hasta
mediados del siglo XVI, no desdeñaron las posibilidades que la cuenca occidental del
Mediterráneo les ofrecía. Después de algunos intentos esporádicos, la república del Adriático
lanzó el convoy de Berbería en 1436 y el del «Trafego» en 1460, que ponía en comunicación
los puertos de Siria con los del islam occidental. Su victoria sobre Génova a fines del XIV en
la guerra de Chioggia y las conquistas en el valle del Po a costa del ducado milanés, hicieron
de Venecia una de las potencias italianas de primera fila. Su fortuna comercial seguía
vinculada a Oriente, en donde se había convertido, desde hacía tiempo, en la verdadera
heredera económica del Imperio bizantino.
La Hansa de comerciantes alemanes dominada por Lübeck desde mediados del siglo XIII
adquiere en la centuria siguiente unos acusados perfiles. En 1358 son 200 las ciudades
encuadradas en la «Liga hanseática alemana», dividida en cuatro «distritos»: westfaliano,
wendo, sajón y prusiano. Sin embargo, la Hansa no constituyó nunca un Estado ni una
confederación política, aunque su fuerza fuera respetable. Se trató en todo lugar de una liga
de mercaderes que dispuso de una amplia red de factorías extendidas entre el Stahlhof de
Londres, el Peterhof de Novgorod y el Muelle Alemán de Bergen. En todo este ámbito, se
produce una fuerte corriente migratoria germánica: desde 1296 hay una corporación de
zapateros alemanes en Bergen, a las que se sumarán otras de artesanos en Tonsberg, Oslo,
etcétera... Se ha hablado en este sentido de una auténtica «marcha alemana hacia el Norte».
Los productos negociados por la Hansa cubren una amplia gama: productos «coloniales» del
Este como el ámbar, pieles, cera, madera, trigo; hierro y madera suecos; pescado de las ferias
de Escania; lana y luego paños ingleses; paños flamencos obtenidos a través de Brujas, una de
las principales factorías de los mercaderes alemanes; vinos de la Rochela y sal de la bahía de
Bourgneuf. etc. Razones de orden político incidirán de forma decisiva en los altibajos que el
comercio hanseático vaya teniendo a lo largo de los siglos bajomedievales. Frente a él, en más
de una ocasión se alzarán los monarcas del área báltica. En 1370 y tras un forcejeo de varios
años, los mercaderes alemanes obtuvieron la libertad de tránsito por los estrechos bálticos. A
lo largo del XV, el volumen del comercio hanseático se mantuvo en alza, aunque una serie de
síntomas permiten hablar de la existencia de fuerzas que trabajan en su contra. En primer
lugar, las tensiones internas dentro de la propia liga: bien por la rivalidad entre unas y otras
ciudades o bien por la pugna entre las oligarquías dominantes y los gremios. Las tensiones
de los mercaderes de la Hansa con la Orden Teutónica fueron otro factor que contribuyó a
bloquear los avances en el Este en un momento en que Polonia se estaba convirtiendo en una
peligrosa potencia. En el Occidente, toda una serie de fuerzas contribuyeron a contrapesar el
papel omnipotente de los mercaderes teutónicos: la marina castellana, que les desalojará del
290
golfo de Gascuña; la aparición de Inglaterra como potencia mercantil e industrial; y la
competencia que los marinos holandeses empiezan a hacerles desde el segundo tercio del
siglo XV. En 1441 la Hansa hubo de aceptar, por el tratado de Copenhague, el que los
marinos holandeses tuvieran también libertad de tránsito por los estrechos bálticos. Los
últimos años del siglo XV son ya de franco declive de la Hansa: el cierre del Peterhof de
Novgorod en 1494 es todo un síntoma. Punto de convergencia de las grandes corrientes de
intercambio, Brujas conoció en el siglo XIV su época de mayor esplendor. Su papel fue doble:
mercado internacional bancario y centro distribuidor de mercancías. Exportadora de los
productos industriales flamencos, de la lana inglesa en diversas ocasiones, plaza comercial
básica del mecanismo hanseático y centro frecuentado por los mercaderes italianos que
llevaban allí los productos del área mediterránea, Brujas fue elemento clave de las
transacciones internacionales. Diversos factores acabaron por eclipsar su papel: el progresivo
encenagamiento del rio Zwyn, que le comunicaba con el mar, la crisis de la industria pañera
flamenca, los conflictos internos que sacudieron a la ciudad y la competencia de sus vecinas.
A lo largo del siglo XV, Amberes le sustituirá como plaza mercantil clave en el área flamenca.
El ensamblaje entre los dos grandes conjuntos mercantiles fue casi un monopolio italiano
desde el momento que se produjo la apertura del estrecho. Sin embargo, a lo largo de los
siglos bajomedievales, otros focos mercantiles empiezan a despuntar en el panorama
occidental:
a) La costa francesa se especializará en un tráfico de productos primarios bajo técnicas
arcaicas. Naves bretonas, normandas y del estuario del Gironda practicarán un intenso
tráfico naval. Sin embargo, los productos meridionales y hanseáticos fueron distribuidos
preferentemente desde Brujas.
b) Inglaterra fue la beneficiaría de la crisis de la industria pañera flamenca y del progresivo
deterioro de la Hansa desde mediados del siglo XV. Aunque la lana en bruto se siguió
expidiendo desde los puertos ingleses, pronto los «paños largos» fabricados en Inglaterra tu-
vieron un amplio renombre. Frente al cosmopolitismo de Londres, importante base de la
Hansa y lugar frecuentado por los marinos italianos, Bristol se convierte en un puerto
específicamente inglés, síntoma del despertar nacional de la economía inglesa.
c) El auge de la marina holandesa potenció la actividad de las zonas portuarias de
Ámsterdam y Roterdam, que introducen sus naves en el Báltico en competencia con la
Hansa. Más al interior, Deft y Leyden se fueron convirtiendo en importantes núcleos de la
industria textil cuyos productos llegarán hasta las grandes ferias del interior de Alemania.
d) Las ciudades marítimas del Cantábrico se asociaron desde 1296 en la llamada
«Hermandad de las Marismas», en la que se integraron Santander, Laredo, Castro- Urdiales,
Bermeo, Guetaria, etc. Factorías mercantiles castellanas señalaron la ruta del Golfo de
Gascuña y Canal de la Mancha: Brujas, Rúan, Nantes, etc. La lana castellana se constituirá en
el principal motor de este tráfico mercantil protagonizado por los marinos cántabros. El
mineral de hierro vasco, los cueros y el vino constituyeron también importantes capítulos. La
Guerra de los Cien Años tendrá tanto de guerra política como económica: será la lucha por el
control de las rutas del Golfo de Gascuña y el Canal.
291
LA PROMOCIÓN DE NUEVAS ÁREAS: EL ATLÁNTICO SUR
292
LAS VÍAS CONTINENTALES
Si el mar era la ruta ideal para productos baratos y de mucho peso, las vías terrestres seguían
siendo útiles para los productos de lujo y otras mercancías que hicieron la fortuna de las
nuevas ferias. Francia, a pesar del grave conflicto de la Guerra de los Cien Años, vio aparecer
figuras como la de Jacques Coeur y sus fantásticas, aunque a la larga fallidas, empresas en el
Mediterráneo. Francia fue campo propicio para el tráfico de una serie de productos, ceñidos a
un ámbito puramente nacional: telas, cáñamo, azafrán, etc.
La Europa central mantuvo un tráfico aún más activo, al calor del auge industrial de las
ciudades del sur y centro de Alemania. Metales y telas dinamizaron este comercio. El cobre,
el estaño y, sobre todo, la plata, dieron vida a un verdadero capitalismo urbano en
Augsburgo y Nuremberg. Las telas hicieron la fortuna de Constanza, San Gall y
Ravensburgo. La proyección de este gran desarrollo alcanzó por el Este a Polonia y el espacio
ruso. Por el Sur, los alemanes meridionales tendrán sus salidas por Venecia —en donde se
agruparán en el Fondacho dei Tedeschi— y Génova, desde donde saltarán al Levante
español. Lombardía constituye el otro área importante del gran comercio por vía continental.
Su tradición como importante foco económico se remontaba a siglos atrás. Al igual que las
ciudades marítimas italianas, Milán tuvo sus grandes hombres de negocios, y además una
privilegiada situación cerca de las rutas alpinas y una industria textil altamente competitiva.
Puede decirse que la prosperidad de las ciudades del sur de Alemania se corresponde con las
del valle del Po.
La quiebra de la teocracia pontificia desde la muerte de Bonifacio VIII da paso a la crisis que
el Papado va a padecer en los dos siglos finales del Medievo. A la cada vez más deteriorada
imagen espiritual de la institución se une la renuncia a las aspiraciones de dominio
universal. Este desprestigio incidió en la secularización de la teoría política y en la aparición
de nuevos movimientos heterodoxos. Situaciones que encierran los gérmenes espirituales de
una nueva época.
EL PONTIFICADO DE AVIÑÓN
Desde Clemente V (1305-1314) a Gregorio XI (1370- 1378) trascurre la estancia de los Papas
en Aviñón. La lejanía de las turbulencias romanas permitió a los pontífices un amplio
margen de maniobra a la hora de dotarse de un aparato administrativo de gran eficacia.
Experimentó el Papado un indudable afrancesamiento, producto del medio en que se
desenvolvió. Pero ello no fue obstáculo para que en Aviñón se diesen algunos de los
primeros frutos del humanismo: desarrollo de la Universidad del lugar, creación de una
importante biblioteca y un notable depósito de archivos. Dentro de este ambiente refinado,
mundano y nepotista se van echando las bases de lo que en los años siguientes va a ser el
Pontificado del Renacimiento.
293
La brillante corte pontificia tendrá múltiples reflejos en las pequeñas cortes y entourages
familiares de los miembros del Colegio cardenalicio, algunos de los cuales ejercerán papeles
preponderantes. La política de «centralización monárquica» impulsada por los pontífices
aviñonenses se puede apreciar en tres campos:
a) La reorganización de los servicios. La Cámara Apostólica fue la pieza clave del sistema;
dirigida por un Camarero que hace las veces de primer ministro, secundado por un Tesorero,
que registra la entrada y salida de fondos. La Cancillería, con un Vice-canciller al frente,
constituye una especie de secretariado particular del Papa, encargado de la recepción y
expedición de cartas y del examen de los candidatos al notariado apostólico. La Penitenciaría
se erige en auténtico tribunal espiritual, dirigida por un Gran Penitenciario perteneciente al
Colegio cardenalicio. El «Tribunal de la audiencia del Palacio Apostólico» se constituyó en
1331 como organismo que juzgaba, a través de sus auditores altamente cualificados, las
causas que le remitían el Papa o el Vicecanciller. Todos estos servicios quedaron ubicados en
el palacio que los pontífices construyeron en su nueva capital.
b) Los pontífices aviñonenses se reservaron un cuasi monopolio en la nominación de
beneficios eclesiásticos. Por la Constitución Ex debito dada por Juan XXII y otras sucesivas,
los Papas dieron un serio golpe a las potestades que se habían arrogado los monarcas,
príncipes feudales y capítulos catedralicios. La resistencia fue lentamente vencida. Los
obispos comenzarán a titularse desde estos momentos «obispos por la Gracia de Dios y de la
Santa Sede Apostólica».
c) El desarrollo de la fiscalidad pontificia constituyó otro importante capítulo de la política
de los Papas de Aviñón. Juan XXII y su camarero Gasbert de Laval fueron los grandes
impulsores. Los ingresos procedieron de: Rentas de los dominios de la Iglesia, censos de los
derechos de suzeranía sobre los soberanos vasallos, impuestos sobre beneficios eclesiásticos,
jurisdicción espiritual de la Santa Sede, y rentas diversas. Los de la tercera categoría
constituían más de la mitad de los ingresos de la Cámara Apostólica.
Una buena parte de los ingresos fueron invertidos por Inocencio VI en la pacificación de los
Estados de la Iglesia, dirigida por Gil de Albornoz. Sus sucesores, Urbano V y Gregorio XI
—que trasladaron su residencia a Roma— tuvieron que enfrentarse con una situación
económica deficitaria. De ahí el interés de la fiscalidad pontificia de acrecentar los ingresos
por todos los medios. Sin embargo, llevar a la práctica este empeño en una Europa arruinada
por la guerra forzosamente había de contribuir a crear una mala prensa para los pontífices.
En 1377, Gregorio XI volvió a instalar la sede papal en Roma. Sin embargo, cuando se
produjo su muerte al año siguiente, tuvo lugar una doble elección. La mayor parte de los
cardenales se inclinaron por Urbano VI. Pero una fracción del Colegio eligió a otro pontífice
en la persona del que había de tomar el nombre de Clemente VII, que seguiría residiendo en
Aviñón. La Cristiandad occidental se escindió en dos campos: Francia se puso a la cabeza de
los aviñonistas e Inglaterra de los urbanistas. Razones de orden político (la «Guerra de los
Cien Años», que en mayor o menor grado comprometió a todos los Estados del Occidente)
hicieron bascular a los distintos monarcas hacia uno u otro campo. No pasó mucho tiempo
sin que tan anómala situación no despertase entre las personas más astutas la idea de una
294
pronta solución. Puede decirse que fueron cuatro las vías puestas en juego para la
liquidación del cisma. La Universidad de París habría de tener en ello un importante papel:
a) La vía cessionis, iniciada a la vez que se producía la sucesión de Clemente VII en el
cardenal aragonés, que tomó el nombre de Benedicto XIII. La vía estaba condenada al
fracaso, desde el momento en que exigía, como condición sine qua non para la liquidación
del cisma, la abdicación voluntaria de los dos pontífices. Esta no se produjo y se dio un
nuevo paso.
b) La sustracción de la obediencia por parte de los monarcas del Occidente (1397) como
medio de presión para forzar a los Papas a ceder. Se pasaba a una verdadera situación de
dependencia de las iglesias nacionales en relación con los soberanos. Ante lo infructuoso de
la medida, se volvió a la obediencia en 1403.
c) En 1406, tras el intermedio de dos efímeros pontificados, ascendió a la sede romana
Gregorio XII. Él y Benedicto XIII se vieron presionados a poner en práctica una nueva salida:
la vía conventionis, de la que el monarca aragonés Martín el Humano fue impulsor. Ello
exigía una entrevista entre los dos pontífices a fin de que llegasen a un acuerdo por el que
uno de los dos reconociese la legitimidad de su contrario y renunciase voluntariamente. Las
sucesivas demoras de los dos pontífices hicieron la solución tan imposible como la
patrocinada por la vía cesionis.
d) El cansancio general de la Cristiandad forzó a la puesta en práctica de la solución más
delicada: la vía del concilio. «El concilio, desde el siglo XII, había sido un mero instrumento
para dar a conocer la voluntad de los Papas. Pero podía emplearse para otros fines y corregir
el absolutismo pontificio, si se definía como la representación de la entera comunidad de los
creyentes.» Ya el propio Huguecio, canonista maestro de Inocencio III, muerto hacia 1210,
había esbozado la idea de que el Papa puede errar, pero no la Iglesia romana y universal
representada, en su comunidad de fieles, por el Concilio universal. El Concilio general
representa a la Iglesia y está por encima de todos los miembros de su jerarquía, sin excluir al
pontífice. No faltaban precedentes, con anterioridad al cisma, en la apelación al Concilio
frente a un Papa que se pensaba se había salido de sus atribuciones. La situación en los
inicios del siglo XV era mucho más grave. Tanto aviñonistas como romanistas pensaron en el
Concilio como única solución para neutralizar el cisma y atajar el movimiento herético (el
husismo) que partiendo de Praga amenazaba con contagiar a toda la Europa central. Los
criterios de dos profesores de la Universidad de París (Gerson y d’Ailly) expresaban de
cuáles eran las esperanzas que la Cristiandad había depositado en la convocatoria de un
Concilio: la reforma de la Iglesia, tan importante o más que la liquidación del cisma.
El primer intento de poner en práctica la nueva vía constituyó un rotundo fracaso: fue el
Concilio de Pisa de 1409. Los cardenales asistentes procedieron a destronar a Gregorio XII y
Benedicto XIII y a nombrar un nuevo pontífice, Alejandro V, pronto sucedido por Juan
XXIII. Pero ni el Papa aviñonense ni el romano aceptaron esta solución. Pisa había
convertido un cisma bicéfalo en tricéfalo. El nuevo intento, la convocatoria de otro concilio
para fines de 1414 en la ciudad de Constanza, tuvo más éxito. Se debió en buena medida a la
actitud enérgica y buenos oficios diplomáticos desplegados por el emperador Segismundo,
deseoso tanto de liquidar el cisma como de neutralizar los efectos del husismo. Ambos
objetivos parecieron alcanzarse en los meses inmediatos. Los tres rebeldes pontífices fueron
depuestos. Aunque Benedicto XIII se negó a abdicar y se retiró a Peñíscola, no logró arrastrar
consigo más que a un pequeño grupo que le acompañó en su voluntario destierro. El
problema husita fue atacado frontalmente por Segismundo: Juan Hus y su colaborador
295
Jerónimo de Praga, a pesar del salvoconducto imperial con el que asistieron a Constanza,
fueron juzgados y condenados a la hoguera. Ello no iba a conseguir más que exacerbar las
pasiones en el mundo checo.
Vacante la Sede de San Pedro, se abría la incógnita: ¿debería el Concilio proceder con amplio
margen de libertad a la reforma de la Iglesia o, por el contrario, había de elegirse antes un
nuevo y único pontífice? De inmediato se advirtió una polarización de posiciones:
Segismundo y el bajo clero eran partidarios de la reforma, mientras que los cardenales creían
más oportuno lo segundo. La votación por «naciones» solventó la disputa. La francesa y la
italiana se alinearon junto a los cardenales, mientras que la alemana y la inglesa se pusieron
en el otro campo. La llegada de los representantes de la nación española (reinos de Aragón,
Castilla, Navarra y Portugal) avanzadas ya las deliberaciones, hizo oscilar la balanza del lado
ítalo-francés, aunque admitiéndose una cierta solución de compromiso. Se procedió a la
elección de un nuevo Papa, Martín V, pero también a la promulgación de dos decretos por
los que se decidía la periódica reunión de concilios para acometer la reforma de la Iglesia. En
abril de 1418 se ponía fin a la asamblea de Constanza con un solo éxito notorio: la liquidación
del cisma. Los años que sucedieron hasta la convocatoria de otro magno concilio en Basilea
(1431) fueron aprovechados por el Pontificado para corregir su deteriorada imagen y hacerse
obedecer. Pero las victorias obtenidas por los husitas en aquellos años y el crecimiento de las
doctrinas conciliaristas pusieron al nuevo Papa Eugenio IV en muy mala situación. En 1433,
puede decirse que la monarquía pontificia se encuentra en franca derrota frente a la
asamblea de Basilea. Las tesis conciliaristas más avanzadas fueron puestas en práctica: la
Curia de Roma fue reducida a la impotencia y el Concilio se arrogó no sólo el poder
legislativo, sino también el ejecutivo. La liquidación de las posturas más extremas del
husismo y la reconciliación de las más moderadas con la Iglesia hicieron pensar que el
Concilio era el instrumento ideal para la reunificación de una Cristiandad desgarrada.
Desde 1436, sin embargo, Eugenio IV volvió a tomar la iniciativa frente a unos padres
conciliares engreídos por sus éxitos. La ocasión se la brindaron los griegos cuando, en sus
negociaciones con vistas a la unión de las Iglesias, optaron por dialogar con el Papa y no con
el Concilio, como figura representativa de la Cristiandad. Las conversaciones iniciadas en
Ferrara concluyeron en Florencia en 1439 con el Acta de Unión de las Iglesias. El éxito que el
Papa se apuntó con ello fue decisivo. Aunque rodeado de escasos prelados, tuvo fuerza
suficiente para declarar rebeldes a los padres basilenses que se vieron paulatinamente
abandonados por las «naciones». Su último intento, la elección de un antipapa en la figura de
Félix V, no tuvo el menor éxito. Durante algunos años, sin embargo, mantendrían su actitud
de rebelión, hasta que el nuevo emperador, Federico III de Habsburgo, buscó un
acercamiento a Roma. La victoria del poder monárquico pontificio era importante, pero no
por ello el conciliarismo murió. Un buen sector de intelectuales y las Universidades se
convirtieron en refugio de su ideología celosamente transmitida a las sucesivas generaciones.
Los años que siguen al fracaso del intento teocrático de Bonifacio VIII conocen la aparición
de algunos tratados, importantes señales hacia la secularización del pensamiento político.
Sin tenerlos en cuenta como precedentes, resulta difícil comprender la aparición, en los
albores de la Modernidad, de El Príncipe, de Maquiavelo.
296
De acuerdo con las tesis del averroísmo latino, el Estado es tomado como un organismo
«autosuficiente» que ha de regirse sin la intromisión de poderes extraños, e incluso puede
aspirar a gobernar la Iglesia en tanto ésta existe dentro del Estado. Las tesis conciliaristas se
nutrieron en buena medida de estas corrientes.
a) La figura de Marsilio de Padua ha sido decisiva dentro de este movimiento de ideas. Junto
con Juan de Jandun redactó en 1324 el Defensor pacis, en el que, como en Aristóteles, el
Estado es presentado como una comunidad perfecta en la que cada hombre alcanza su
plenitud. El pueblo es la fuente de poder del Estado y las leyes son «mandatos de la totalidad
de los ciudadanos o de la parte más importante de ellos». La «parte más importante» no lo es
tanto por la cantidad como por la calidad, ya que Marsilio da una mayor importancia a las
categorías superiores. La Iglesia en las tesis marsilistas no pasa de ser «el conjunto de fieles
que invocan el nombre de Cristo». No posee, por tanto, ninguna soberanía; la autoridad
suprema no reside ni en el Papa ni en la jerarquía (que, por otra parte, no son considerados
como instituciones divinas) sino en el Concilio. El pontífice no es más que «una especie de
presidente de una república cristiana, gobernada, en última instancia, por el emperador».
Marsilistas fueron las tesis sustentadas por Guillermo de Occam, para quien el Papado no
había recibido nunca de Dios el poder temporal y su única misión era ayudar a la salvación
espiritual. La Iglesia era, para este autor, el conjunto de los fieles que obtienen su salvación
por sus obras y su fe, no gracias a los prelados.
En estos argumentos se apoyó Luis de Baviera en su disputa con Juan XXII, al que depuso
en 1328 nombrando un antipapa, aunque sin obtener más que un éxito pasajero, por cuanto
el poder imperial había perdido por entonces la mayor parte de su efectividad.
b) Sin embargo, aún hubo algunos autores en la península italiana que vieron en estos
mismos años las últimas intervenciones de los emperadores alemanes como una expresión de
lo que podía ser una autoridad soberana única, encarnación del «intelecto universal de la
humanidad». En este contexto escribió Dante su De Monarchia, en donde toca dos temas:
La aspiración a la unidad política. Esta sólo es alcanzable a través de una paz plena y
universal, únicamente viable con una monarquía universal. Pero Dante no concibe su
estructura en un sentido amorfo, sino federalista y jerárquico: entre el individuo y la
monarquía universal se alzan una serie de organismos (aldeas, ciudades, reinos) escalonados,
que desarrollan sus actividades con una gran autonomía. La necesidad de que exista una
especie de tribunal supremo para velar por la paz y el derecho refuerza más aún la necesidad
del poder monárquico. Los dos poderes tradicionales —Iglesia y Estado— son para Dante
meros accidentes; remedios para la debilidad del hombre. En cierta medida, el autor retoma
el hilo de la tradición gelasiana. Cada uno de los poderes tiene su esfera definida, aunque
vayan encaminados a un mismo fin: la felicidad y el ejercicio de la propia virtud en el mundo
y el alcanzar la beatitud en la vida eterna. Pero, en este medio, el Imperio constituye una
autoridad autónoma que procede directamente de Dios y, por tanto, no debe más que
reverencia al Papa. La doctrina de Dante, aunque respondiera a problemas efectivos,
resultaba de difícil aplicación. Descansaba sobre el principio de la unidad del poder, cuando
la civilización europea caminaba ineludiblemente al establecimiento de una diversidad de
Estados monárquicos fuertemente establecidos. Las monarquías del Renacimiento harán una
realidad las viejas aspiraciones de los soberanos de la plenitud del Medievo: llegar a ser
«emperadores en sus reinos».
297
LOS MOVIMIENTOS HETERODOXOS
Los deseos de reforma de la Iglesia en la Baja Edad Media pueden decirse que fueron
generales. Las tesis conciliaristas, determinadas corrientes místicas y la labor emprendida por
algunos monasterios y nuevas órdenes religiosas son encuadrables dentro del marco de la
ortodoxia. A su lado adquieren extraordinaria virulencia movimientos de otro signo.
Algunos tienen sus raíces en el pasado. Otros son producto de la crisis general del Bajo
Medievo y anuncian ya lo que va a ser la gran eclosión protestante en los comienzos de la
Modernidad.
a) Entre los movimientos herencia del pasado cabe destacar:
—El milenarismo Joaquinita, surgido a fines del siglo XII, concibió la próxima llegada de la
Era del Espíritu Santo en la que la historia llegaría a su plenitud: reino del amor y fin de la
estructura jerárquica de la Iglesia. A lo largo del XIII se fundió con las tendencias más
radicales del franciscanismo: los espirituales o fraticellis. Bajo Juan XXII apoyaron al
emperador Luis de Baviera en su disputa con el Pontificado. Este, sin embargo, se mantuvo
firme. Por las bulas se especificó que, por encima de la pobreza, tal y como la concebían los
espirituales, se encontraban el espíritu de pobreza y la obediencia. Las persecuciones de la
Inquisición acabaron quebrando el movimiento de los espirituales, aunque su proyección se
dejara sentir, aun en fecha muy avanzada, en algunos brotes heterodoxos. Tal fue el de los
Herejes de Durango, en torno a 1445, que tuvo como cabeza dirigente a un franciscano,
Alonso de Mella. Su vago misticismo y sus ideas anarquizantes hicieron intervenir a los
poderes públicos que ahogaron este movimiento.
—El ambiente comunal sigue siendo en la Baja Edad Media campo abonado para
movimientos heterodoxos. El más espectacular fue el dirigido a mediados del XIV por Rienzi
en Roma, aprovechando la ausencia del Pontificado. Mezcla de espiritualismo franciscano y
de arnaldismo, el objetivo del «Tribuno Augusto» era la restauración de la república romana,
confundida con una especie de «reino del Espíritu Santo sobre la ciudad». El turbulento
panorama político italiano producirá en Florencia, en los años postreros del Medievo, la
figura del visionario Savonarola, autor de obras ascéticas y apologéticas. Dueño de la ciudad
en 1494, sobre ella estableció, en un ambiente de exaltación escatológica y de puritanismo
antihumanista, una verdadera república teocrática de efímera duración.
—Las comunidades de beguinas y begardos como centros de piedad que agrupaban a
personas ligadas por los votos de castidad y obediencia, aunque sin sujeción a ninguna regla
monacal establecida, no plantearon problemas a la Iglesia a lo largo del XIII. La penetración
de las corrientes extremas del franciscanismo y los contactos con la secta panteísta del Libre
Espíritu, acabaron radicalizándolos. El Concilio de Vienne de 1311 dio algunas disposiciones
sumamente severas contra estos beateríos, muchos de los cuales se vieron obligados a vivir
en la clandestinidad, o a ser encuadrados por dominicos, agustinos y terciarios franciscanos.
b) Dos grandes movimientos heterodoxos cubren la atención del estudioso de la sociedad
europea de fines del Medievo. Ambos suponen una variante en relación con los antes
mencionados:
—El wiclefismo surgió de las predicaciones de un profesor de la Universidad de Oxford,
Juan Wiclef, que expuso sus puntos de vista en los últimos años de su vida (entre 1378 y
1382): el pecado ha hecho necesaria la ley civil, ya que de lo contrario bastaría sólo con la ley
evangélica; las Escrituras son suficientemente claras y no necesitan la interpretación de la
298
Iglesia; ésta, es la de los predestinados, no la de los clérigos. Estas y otras tesis de contenido
heterodoxo le transmitieron a Wiclef las simpatías de su protector el duque de Lancaster y de
algunos miembros de la alta nobleza. Sin embargo, después de su muerte, sus doctrinas
matizaron tres corrientes de opinión: la universitaria, la política y la popular que, en las
últimas décadas del XIV, habría de proyectarse en el movimiento de subversión social de los
lollardos.
—Las doctrinas de Wiclef tuvieron su eco en la lejana Bohemia, en las predicaciones de Juan
Hus. Hombre elocuente, accedió en 1409 al rectorado de la Universidad de Praga, lo que
supuso una inyección de nacionalismo en un centro en el que hasta entonces la presencia de
los maestros alemanes era absorbente. A los presupuestos wiclefitas, Hus añadió otros,
producto del medio checo, en el que las predicaciones contra los vicios del clero y la
corrupción del Pontificado alcanzaron altas cotas. Sin embargo, Hus nunca tuvo intención de
romper abiertamente con la Iglesia establecida. De ahí que, al ser acusado de heterodoxia,
acudiese para defenderse —provisto de un salvoconducto imperial— al concilio de
Constanza. Todo fue inútil: consideradas como heréticas diversas proposiciones extraídas de
sus obras, Hus y su compañero Jerónimo de Praga murieron en la hoguera. De sus cenizas
surgió el husismo. Como tal movimiento «herético», el husismo se nutrió de diversas
corrientes que no eran todas producto de la obra del predicador: un deseo general de
reforma extendido a todas las capas de la población, unos sentimientos de signo nacionalista
frente a un ahogante germanismo y una fuerte polarización social. De ahí que se pueda
distinguir entre la reforma husita, mantenida por la nobleza y burguesía checas, y la
revolución husita que encontró su refugio entre las masas populares. Los primeros se
adscribieron al calicismo y aspiraron simplemente a la libertad de predicación, comunión
bajo las dos especies y a una secularización de bienes eclesiásticos. Los segundos, la rama de
los taboritas, aspiraban a una radical transformación de las estructuras de la sociedad,
siguiendo la pauta de un vago milenarismo. A pesar de las tensiones entre los dos grupos, el
sólido encuadramiento militar dado al husismo por caudillos como Juan Zizka y Procopio el
Grande logró, frente a los sucesivos ejércitos lanzados por el emperador Segismundo, éxitos
resonantes. La «herejía» amenazó con extenderse por toda la Europa central. En 1434 el
Pontificado y el emperador llegaron a un acuerdo con el ala moderada del movimiento
mediante la aceptación de algunos de sus postulados por los padres basilenses. Ello permitió
el aplastamiento del ala taborita del husismo en la batalla de Lipany. Las manifestaciones
más virulentas del movimiento quedaron ahogadas, pero no los deseos de una reforma a
fondo, que se mantuvieron aún vivos.
La nueva estructura que se dan las Universidades a lo largo de los siglos XIV y XV y la
crítica a la ortodoxia escolástica se van a convertir en importantes símbolos del cambio de los
tiempos y en precursores de las grandes corrientes humanistas.
a) Desde mediados del XIV se asiste a una verdadera proliferación en la fundación de
Universidades: Erfurt, Heidelberg, Colonia, Leipzig, Rostock y Wurtzburgo en el Imperio;
Ferrara, Turín y Catania en Italia; Lérida en la Península Ibérica; San Andrés en Escocia, etc.
Circunstancias de orden político y tomas de postura espiritual con motivo del cisma
299
contribuyen a la aparición de algunos centros: los ingleses, durante su ocupación en Francia,
fundaron las Universidades de Caen y Burdeos; Carlos el Temerario fundó las de Lovaina y
Dole para acoger a los estudiantes borgoñones expulsados de París por Luis XI.
Razones de este tipo llevan también a algunas Universidades a adquirir señales nacionalistas:
la de París tendrá en adelante un rector siempre francés y se convertirá en la «Universidad
del rey de Francia». En Bohemia, el Decreto real de Kutna Hora de 1409 obligó a profesores y
estudiantes de Praga a jurar fidelidad a la Corona checa, con lo que se produjo una verdadera
estampida de alemanes, que fundaron la Universidad de Leipzig.
París y Praga habrán de intervenir muy directamente en las disputas del momento. La
primera en el cisma y en los grandes «affaires» de la Guerra de los Cien Años: problema del
tiranicidio, que enfrentó a los maestros Petit y Gerson, proceso de Juana de Arco, etc. La de
Praga fue importante refugio del husismo templado. Junto a las nuevas Universidades, se
fundan multitud de colegios (Navarra, Queen’s College, Corpus Christi, Trinity Hall, Colegio
de España en Bolonia, etc.) a través de los cuales se intenta la sedentarización de los alumnos
y evitar el vagabundeo. Frente a la sencillez de estilo del siglo XIII, la Universidad va creando
una verdadera casta con auténticas «dinastías de profesores» y una fuerte penetración
nobiliaria. Los conatos intervencionistas de los poderes públicos acabarán por limar las
tradicionales libertades y convertirán a las Universidades en «centros de formación
profesional al servicio de los Estados». Las nuevas funciones del Estado burocratizado dan
así también a la Universidad nuevas funciones.
b) Desde comienzos del XIV se asiste a una crítica de la vieja tradición anselmiana de la fe en
busca de la inteligencia.
Duns Scoto (1266-1308), al revés que Santo Tomás, retiró del campo de la especulación
filosófica algunos problemas teológicos. Se rompe con ello el equilibrio establecido por la
generación anterior entre fe y razón. La voluntad de Dios se convierte en el eje de todo, ya
que «no puede ser determinada por nada que sea exterior a ella misma».
Guillermo de Occam (1300-1349) es la cabeza del nominalismo del siglo XIV, al que llevó a
radicales conclusiones. Ninguna doctrina teológica puede ser demostrada por la razón: A
Dios sólo se puede llegar a través de la fe. Como en Duns Scoto, la voluntad divina se
encuentra en el centro de la teología. El criticismo occamiano no admite más que la
experiencia sensible como base del conocimiento humano. En este sentido, Occam se
convirtió en el padre de la «vía moderna» por oposición a la «vía antiqua» tomista. De ella
surgieron importantes ensayos sobre geografía y astronomía. Las figuras de Juan de Buridan
o de Nicolás de Oresmes ocupan un lugar de honor en los años centrales del siglo XIV. El
retraso de la técnica y la ausencia de un eficaz simbolismo científico impidieron sacar el
debido provecho de este primitivo impulso.
c) La Reforma protestante fue «una respuesta religiosa a la angustia de fines de la Edad
Media». La serie de graves conmociones políticas y religiosas que sacuden al Occidente
(Guerra de los Cien Años, rebelión husita, terribles crímenes políticos, etc.) crearon el clima
para unos peculiares sentimientos religiosos. Frente a la teología especulativa de signo
tomista, se trata de encontrar otras vías de acceso a Dios con un profundo carácter
«antiintelectualista». La piedad popular del hombre bajomedieval trata de buscar las
«fortalezas contra la muerte terrena y la muerte eterna». En este contexto cabe explicar la
floración de particulares manifestaciones literarias: Danzas de la Muerte, Dies Irae, el Ars
moriendi..., y ciertas formas de piedad que producen un arrebato del culto a la Virgen y a los
santos, de la veneración de las reliquias y de la acumulación de indulgencias. Todo puede
300
constituir una garantía para el más allá. La actitud de un Luis XI de Francia, personaje de
tortuosa política y de piedad dudosa, es todo un símbolo de las contradicciones en las que se
mueve la espiritualidad del hombre bajomedieval. En este contexto de auténtica angustia
cabe explicar también las ardientes predicaciones de San Vicente Ferrer, San Bernardino de
Siena o San Juan Capistrano. La exaltación religiosa puede llevar a virulentas
manifestaciones: las procesiones de flagelantes, expresión de una «élite de redentores por la
autoinmolación» o los «pogroms» antijudíos que sacudieron a la Península Ibérica desde la
violenta explosión de 1391.
Dentro de las corrientes del misticismo bajomedieval, despuntan algunas figuras:
—El maestro Eckhart, nacido en 1260 en el seno de una familia de caballeros turingios.
Maestro en Colonia y París, une a su fondo aristotélico unas ciertas dosis de neoplatonismo.
Aunque su figura no se identifique con el «retrato más o menos convencional del místico», su
obra tuvo una profunda influencia en los adeptos de la «devotio moderna» y en otras
corrientes de más dudosa ortodoxia.
—Discípulo de Pedro d’Ailly fue Gerson (1363- 1429). Su obra conecta con las de un San
Bernardo o un Ricardo de San Víctor más que con los teólogos del siglo XIII: conocimiento de
Dios por la vía intuitiva, tomando como principal fuente la vida interior de los santos.
—Nicolás de Cusa (1400-1461) fue autor de la última gran Suma escolástica, lo que no fue
obstáculo para que tomase la defensa de Eckhart, condenado en 1329, atacase al aristotelismo
y se convirtiese en el apóstol de la «docta ignorancia».
—La región del Rin produce en los años finales del Medievo una importante pléyade de
místicos: Ruysbroeck, Gerardo Groote, Tomás Kempen, autor de la Imitatio Christi; Juan
Tauler y Enrique Suso, dominicos alemanes influidos por las enseñanzas de Eckhart, etc.
Todos ellos protagonizan una corriente bautizada con el nombre de la «devotio moderna».
En ella, frente a la antigua devoción de grupo típica del ideal monacal, se abre paso otra en la
que la unión del alma con Dios es un producto de la ascesis y la meditación individual. En
ella el laicado tiene plena cabida.
d) Decir que la Italia de fines del Medievo era terreno abonado para el desarrollo del
humanismo es una verdad que acaba sonando a tópico. La figura de Dante, como primer
gran hombre de letras laico desde Boecio, ha sido tomada como el ensamblaje entre dos
mundos. La Divina Comedia supone una nueva apreciación de los autores clásicos, pero es
aún una «summa poética del saber y de la mentalidad medievales». Una generación
posterior, Petrarca (1304-1374) supone un paso más en la revalorización del pasado político y
cultural de la Roma pagana, cuya historia adquiere para él una autonomía propia, no el
carácter de una simple etapa preparatoria para el cristianismo. A lo largo del XV, las cortes
de los príncipes italianos abren sus puertas a las distintas corrientes humanistas en sus
versiones latinista, helenista y biblicista. En el Nápoles de Alfonso V trabajan Lorenzo Valla
y Joviano Pontano. En la Florencia de los Médicis, tanto en la Academia platónica como en la
Universidad, destacan las figuras de Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola y Filelfo. En la
Ferrara de los Este vivió Teodoro de Gaza, uno de los primeros helenistas de la época.
Bolonia, Padua, la «Sapiencia» de Roma, etc. son otros tantos focos de cultura. A pesar de la
oposición entre el intelectual medieval y el humanista, la Universidad europea se va
abriendo a las nuevas tendencias frente a un escolasticismo trastornado perdido en las
corrientes de una especulación que para los «modernos» carece ya de sentido. Las influencias
provenientes de Italia (Petrarca, Besarión...) se dejan sentir en Praga, París u Oxford. A lo
largo del siglo XV, y al calor de la difusión de las corrientes italianizantes, se asiste a una
301
intensificación de las tendencias individualistas. De ellas tenemos muestras en algunas
manifestaciones historiográficas en las que se relatan las acciones de un solo personaje. El
humanista estuvo convencido de las posibilidades del hombre; ello es «lo que da al
humanismo su auténtica tónica». Fenómeno inicialmente italiano, el humanismo se va a
convertir pronto en europeo.
En 1328 moría Carlos IV, el último monarca de la dinastía Capeto. Una asamblea de barones
y prelados franceses eligió como sucesor a Felipe de Valois, frente a su antagonista Eduardo
III de Inglaterra, provisto quizás de mejores títulos, pero extranjero. Con este acontecimiento
se gestó la rivalidad anglo-francesa que dio paso a la guerra generalizada. Esta tardaría aún
casi veinte años en desarrollarse con toda su crudeza. La cuestión dinástica no fue más que
uno de tantos factores que incidieron en el desencadenamiento de hostilidades. A la
rivalidad entre las dos casas reales se unían otros factores de igual o mayor peso: el
problema de Guyena, no solucionado aún y que suponía una cuña inglesa en territorio
francés; la cuestión de Flandes, sometida militarmente a Francia desde la derrota de sus
ciudades en Cassel (en 1328) pero con unos intereses económicos que podían constituirse en
elemento de fricción entre los Valois y los Plantagenet; la guerra de sucesión de Bretaña, que
desde 1341 enfrentó a un candidato profrancés y otro proinglés; la guerra de Escocia, en
donde la monarquía francesa vio una posible aliada a espaldas de Inglaterra, etc.
La derrota de la escuadra francesa en L'Ecluse a manos de los navíos ingleses (1340) puede
ser tomada como el primer hecho de armas del conflicto, pero no decisivo. Las negociaciones
emprendidas por Felipe VI con la monarquía castellana forzaron a Eduardo a una
intervención directa sobre Francia con el fin de reivindicar la plenitud de sus derechos a la
Corona. En julio de 1346 el soberano británico concentraba un pequeño pero aguerrido
ejército en Wight: no más de quince mil hombres, con escasa caballería, pero con eficaces
contingentes de a pie. Eran los arqueros y acuchilladores curtidos en las campañas de Gales y
Escocia y reclutados entre la masa de los yeomen, o campesinos libres.
a) El primero de los grandes éxitos militares ingleses fue la batalla de Crecy, librada cerca de
las costas del Canal el 25 de agosto de 1346. El ejército inglés, escalonado en tres cuerpos en
302
una colina de suave ladera, destrozó a la valerosa e indisciplinada caballería pesada francesa.
El heredero de la Corona británica, Eduardo de Gales, el «Príncipe Negro», fue el héroe de la
jornada. Del éxito militar Eduardo III sacó excelente partido: a los pocos meses y tras un duro
asedio, era tomada la plaza de Calais que, desde estos momentos, fue una magnífica cabeza
de puente para futuros desembarcos. Las victorias de los ingleses sobre los escoceses en
Neville’s Cross, también en 1346, y sobre la flota castellana en Winchelsea (1350) daban a los
británicos una posición militar de prepotencia. La propagación de la peste en estos años y la
quiebra financiera que afectó al Occidente, obligaron a desarrollar las operaciones militares
bajo un signo distinto al del choque frontal de dos grandes ejércitos.
Coincidiendo con la subida al trono de un nuevo monarca francés —Juan II—, los capitanes
de uno y otro bando se obstinaron en una guerra informal en la que se sucedieron los golpes
de mano dados por pequeñas partidas, en las que destacaron pronto soldados de fortuna
como el bretón Beltrán Duguesclin, Eustaquio de Auberchicourt, Hugo Calverley, Juan de
Grailly, etc. A su lado, se producen las grandes cabalgadas: avances de crecidos efectivos en
columnas paralelas en un frente de varios kilómetros, con el fin de destruir los recursos del
enemigo. La más famosa en estos años fue la emprendida por el «Príncipe Negro» en 1355
desde Burdeos hasta el Narbonesado. Francia conoció en estos años la plaga de las partidas
de soldados-bandoleros. La incapacidad del nuevo monarca francés se mostró en su actitud
pusilánime frente a Carlos II, rey de Navarra y conde de Evreux, convertido en instigador de
una nueva intervención oficial inglesa. El 19 de septiembre de 1356, en las cercanías de
Poitiers, se repitió el lance de Crecy. El ejército francés sufrió otra importante derrota con el
agravante de que Juan II cayó prisionero del «Príncipe Negro».
b) En los años siguientes, al compás de la grave quiebra militar, se abatió sobre Francia una
terrible crisis en la que confluyeron una serie de factores: los manejos de Carlos de Navarra;
la rebelión de la municipalidad de París dirigida por el jefe Etienne Marcel que exigió la
pronta reunión de los Estados Generales para acometer una depuración de los organismos de
gobierno; y la revuelta de aldeanos la «Jacquerie» contra los nobles y las gentes de armas. El
Delfín Carlos, como regente del reino, supo obrar con habilidad aprovechando la desunión
de los revoltosos. La «jacquerie» fue aplastada y el movimiento comunal concluyó con el
asesinato de E. Marcel. El paso siguiente había de ser la entrada en negociaciones con
Inglaterra. El intento de forzar la situación por parte de Eduardo III a través de una nueva
cabalgada iniciada en Calais no obtuvo el éxito deseado para los ingleses. El Delfín pudo
negociar con mayor margen de maniobra. El primero de mayo de 1360 se llegó a un acuerdo:
la paz de Bretigny. Por ella Eduardo renunciaba a sus derechos a la Corona francesa a
cambio de la retención de Calais, Aquitania, Guiñes y Ponthieu (un tercio de Francia) y el
cobro de tres millones de escudos. Juan II murió en Londres en 1364 por no poderse cumplir
al pie de la letra todas las condiciones previas para su liberación. El Delfín Carlos accedió al
trono, disponiéndose de inmediato a rehacer una Francia física y moralmente hundida por la
guerra. La búsqueda de apoyos en el exterior resultaba de todo punto imprescindible.
El reino castellano-leonés fue pieza importante del mecanismo diplomático puesto en juego
por los dos principales protagonistas de la «Guerra de los Cien Años». Tanto Alfonso XI
303
como su sucesor Pedro I en sus primeros años, mantuvieron una actitud francofilia. La
derrota de Winchelsea y la guerra que se abrió entre marinos ingleses y cántabros condujo a
un acuerdo anglo-castellano. Carlos V de Francia hubo de buscar apoyos en otros lados: en
los hermanos bastardos del monarca castellano que, con Enrique de Trastámara al frente, se
convirtieron en dirigentes de la turbulenta nobleza en su lucha contra el autoritarismo del
soberano; y en Aragón, cuyo monarca Pedro IV acabó chocando con su homónimo
castellano-leonés. En la guerra que sucede, caracterizada por una insólita crueldad en los dos
bandos, estaba en juego la supremacía política sobre la península de una de las dos Coronas.
Entre 1357 y 1363 los éxitos castellanos se sucedieron a todo lo largo de la frontera. Al
aragonés no le quedó otro recurso que la solicitud de ayuda a la Francia que unos años antes
había firmado la paz de Bretigny. Carlos V vio la ocasión propicia: una entronización de su
huésped Enrique de Trastámara en Castilla podía prestarle el aliado necesario para tomarse
el desquite de las últimas humillaciones ante Inglaterra.
a) La guerra civil castellana entre Pedro I y Enrique de Trastámara se convirtió en un choque
internacional: un desplazamiento hacia el Sur de los campos de batalla del conflicto anglo-
francés. Del lado del bastardo figuraban los mercenarios en paro desde la paz de Bretigny,
dirigidos por Hugo Calverley, Mateo Gournay y Beltrán Duguesclin. Del lado de Pedro I
las bandas encabezadas por el «Príncipe Negro». El conflicto se liquidó en dos años: en abril
de 1367 los petristas y sus auxiliares ingleses vencían en Nájera. Pero la retirada del «Príncipe
Negro», desengañado, dejó a los pocos meses el campo libre a sus rivales. En marzo de 1369
Enrique de Trastámara vencía y daba muerte en Montiel a su hermano bastardo. El ascenso
de la nueva dinastía al trono tenía un profundo significado: un triunfo de la nobleza
castellana —principal soporte del Trastámara— y una basculación de Castilla a la órbita
francesa merced a los tratados suscritos en Toledo por Enrique II con su aliado Carlos V.
b) Desde 1369 a 1380 se asiste a dos procesos inseparables: la consolidación de la dinastía
Trastámara en Castilla y la «reconquista» del suelo francés impulsada por los capitanes de
Carlos V. Mientras Enrique II reducía los últimos focos de legitimismo petrista y rompía el
cerco a que le sometían sus colegas peninsulares —en especial Fernando de Portugal que se
arrogaba derechos a la Corona castellana— el monarca francés unificaba el mando de sus
fuerzas nombrando condestable a Duguesclin. A través de la pelea, en la que el bretón era
maestro consumado, la presencia inglesa en suelo francés se fue haciendo cada vez más
difícil. En junio de 1372, la marina castellana obtenía un éxito resonante sobre la inglesa en La
Rochela. Al año siguiente, Juan de Gante, tercer hijo de Eduardo III y marido de Constanza,
hija de Pedro el Cruel, proyectó una fantástica aventura: una cabalgada desde Calais que
recorriese Francia de Norte a Sur, para luego cruzar el Pirineo y proclamarse rey en Castilla.
La operación terminó en un desastre en los alrededores de Burdeos. La réplica franco-
castellana fue demoledora: los almirantes Juan de Vienne y Sánchez de Tovar hicieron una
serie de razzias sobre los puertos ingleses del Canal. En 1377 Eduardo III se vio obligado a
firmar una humillante tregua en Brujas. En los años inmediatos se produce la desaparición de
toda la generación que había combatido en la primera fase de la guerra: Eduardo III (su hijo
el «Príncipe Negro» había muerto en 1376), Enrique II de Trastámara, Carlos V, Duguesclin.
c) La alianza franco-castellana siguió funcionando con eficacia hasta 1383 en que se produjo
una crisis sucesoria en Portugal. Las opiniones del país se polarizaron en dos partidos: el
legitimista, que pretendió la proclamación de Juan I de Castilla, yerno del difunto Fernando
de Portugal, y el nacionalista que, en Cortes reunidas en Coímbra, elevó al trono a Juan,
maestre de Avis, un bastardo de la familia real lusitana. En torno a él se concentró la masa
304
popular del país, la incipiente burguesía y una parte de la baja nobleza. La alta aristocracia
optó por el bando castellanista. El pleito se saldó de forma dramática para el Trastámara:
primero en el fracasado cerco de Lisboa y después en la derrota sufrida a manos del maestre
de Avis en Aljubarrota. El significado y consecuencias de este encuentro son importantes: la
independencia portuguesa se consolidaba de manos de una nueva dinastía —la Casa de
Avis— que iba a dar al país su época de mayor esplendor. Pero Aljubarrota también fue el
punto de partida en el debilitamiento de la posición hegemónica franco-castellana. Así lo
comprendió Juan de Gante, duque de Lancaster, que vio en ello una nueva ocasión para
reivindicar sus derechos a la Corona de Castilla. En julio de 1386 desembarcó en Galicia con
un fuerte ejército. No pudo, sin embargo, forzar el paso hacia la meseta, dada la enconada
resistencia que opuso Benavente. Al final, el agotamiento a que habían llegado todos los
contendientes impuso una tregua. El de Lancaster renunciaba a sus pretendidos derechos a
cambio de una fuerte suma y del matrimonio de su hija Catalina con el heredero de Castilla,
el futuro Enrique III. Los acontecimientos de la península se convirtieron así en factor
decisivo en la trayectoria de la «Guerra de los Cien Años» y en punto de partida para un
cierto restablecimiento del equilibrio de fuerzas.
305
sus doce hijos, habidos del matrimonio con Felipa de Hainaut: Eduardo, príncipe de Gales;
Juan, duque de Lancaster; Lionel, conde de Clarence... Ello habría de suponer una pesada
hipoteca para el futuro. Bajo los dos primeros Trastámara —Enrique II y Juan I— se asiste
en Castilla a un reforzamiento de posiciones de la nobleza colaboradora de la dinastía:
parientes de los monarcas y señores de pequeño estado fueron los beneficiarios de la política
de «mercedes enriqueñas». Pero ello no fue obstáculo para que los Trastámara tratasen, por
otro lado, de impulsar un robustecimiento de la autoridad real a través de la
institucionalización de una serie de organismos hasta entonces poco perfilados: la Audiencia,
el Consejo Real, las Hermandades. Incluso las Cortes castellanas conocieron en estos años
uno de sus mejores momentos. La alianza con Francia y la derrota de Inglaterra en el Golfo
de Vizcaya constituyeron circunstancias de gran interés en el desarrollo del comercio exterior
castellano, particularmente en el sector lanero. Al eje Inglaterra-Flandes sucederá el Castilla-
Flandes. Comercio exterior floreciente pero que ocultaba las limitaciones de unas estructuras
socio-económicas de signo aristocratizante, que acabarán imponiéndose de forma ahogante
en el panorama político castellano.
Un signo —la reacción nobiliaria al calor de los privilegios de los propios monarcas— parece
ser común a todo el Occidente en el largo período de paz que sucede al 1388. La propia
institución monárquica, a través de sus nuevos representantes «generacionales», hubo de
sufrir esta pesada hipoteca:
En Francia, Carlos VI quedó en sus primeros años bajo la tutela de sus tíos, beneficiarios de
los «apanages» de Anjou, Berry y, sobre todo, Borgoña, que se estaba convirtiendo —con la
incorporación de Flandes— en un poderosísimo Estado. En 1384 el rey tomó personalmente
las riendas del gobierno tratando de seguir la política de su padre de apoyarse en gentes de
mediano estado. La enajenación mental que sufrió el monarca desde 1392 devolvió el poder a
manos de una nobleza en la que cada uno de sus componentes trataba de neutralizar a sus
contrarios. En 1407, el duque de Orleáns era asesinado a provocación de Juan sin Miedo,
duque de Borgoña. Puede decirse que la guerra civil se desató sobre Francia desde este
momento. En torno a Bernardo de Armagnac se reunió un partido, de signo pronobiliario,
que tomó su nombre. Frente a él, los «borgoñones» supieron atraerse las simpatías de ciertos
sectores gremiales de París, especialmente los carniceros. «Borgoñones» y «Armagnacs» se
sucedieron sangrientamente en el dominio de la capital. Ambos partidos pensaron en la
intervención inglesa para inclinar a su favor la balanza.
En Inglaterra, Ricardo II hubo de enfrentarse con graves disturbios sociales y la oposición de
ciertos sectores de la nobleza. Enrique de Lancaster, hijo de Juan de Gante, acabó
convirtiéndose en su cabeza dirigente. En 1399 se hacía con el trono. El nuevo monarca, sin
embargo, procedió con energía frente a los linajes más turbulentos y tuvo un especial interés
en procurarse la ayuda del Parlamento. Cuando sube al trono su hijo —Enrique V—
Inglaterra se ha constituido en un sólido Estado dispuesto a recuperar en el continente la
iniciativa al calor de la guerra de partidos en Francia. El reinado de Enrique III de Castilla
cubre los años finales del XIV y los inicios del XV. El mantenimiento de la alianza con Francia
y el matrimonio del monarca con una hermana de Enrique IV de Inglaterra, daban al reino
una posición de equilibrio en el contexto de unas relaciones internacionales que se
desenvolvían en estos años bajo el signo de la tregua. La rivalidad naval con los marinos
ingleses del Canal y un conflicto en tono menor mantenido con los portugueses no oscurecen
el panorama. En el interior, Enrique III mantuvo una política enérgica frente a la nobleza,
particularmente la alta aristocracia de parientes del rey que fue reducida y contrapesada con
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el encumbramiento progresivo de la pequeña nobleza de servicio. Esta habrá de jugar un
importante papel en la política castellana.
Las turbulencias nobiliarias y la «Guerra de los Cien Años» causaron un fuerte impacto en
los Estados de Occidente. Frente a un panorama nada halagüeño, las monarquías se van a
establecer en las principales fuerzas políticas. Si antes resultaba difícil hablar de
«monarquías nacionales», el término puede ser empleado ya con muy pocas reservas en los
últimos momentos del Medievo. Ellas serán las que contribuyan a reforzar unos sentimientos
de este signo al margen de los tradicionales poderes universales: frente al Imperio la
autonomía es total. Frente al Pontificado los criterios regalistas y concordatarios son todo un
síntoma de los nuevos tiempos. Si los monarcas de fines del cuatrocientos quiebran la
omnipotencia de la nobleza, también van a hacer lo propio con los organismos
parlamentarios. La burocratización sigue el curso impulsado en el XIII y luego interrumpido
por la «Guerra de los Cien Años». En Francia, los Estados Generales se reúnen muy pocas
veces: los de Tours de 1484 fracasaron en su intento de mediatizar a la realeza. En Inglaterra,
los monarcas cubren los escaños del Parlamento con nuevas hornadas de pares y oficiales
reales. En la Castilla de los Reyes Católicos sólo habrá 17 ciudades con voto en Cortes. El
fracaso de la revolución catalana hizo triunfar la política llamada «preeminencialismo», que
se traduce en la actitud de pactismo moderado de las Cortes de 1480-1.
Las monarquías de fines del XV crean los instrumentos que les permitirán un margen mayor
de maniobra y sobreponerse a las fuerzas centrífugas: un ejército con efectivos permanentes,
una diplomacia dirigida por juristas y un aparato fiscal cada vez más perfeccionado.
Impuestos como las ayudas, tallas y gabelas en Francia o las alcabalas castellanas, tiempo
atrás aleatorios, tienden a convertirse en fijos. Frente a la crisis de los organismos
parlamentarios, los de carácter conciliar experimentan un fuerte impulso como punto de
contacto entre el príncipe y los problemas del país. Aún sin suprimirse de raíz la vieja
organización administrativa de signo feudal, la realeza le superpone un nuevo aparato al
que imprime su sello. La administración de Justicia será el sector donde mejor se aprecie este
proceso: Cancillerías castellanas, Parlamentos franceses, Cámara Estrellada inglesa, etc.
La derrota en suelo francés supuso un decisivo quebranto para el prestigio de los Lancaster.
De hecho, el nominal titular de la «doble monarquía», Enrique VI, era un incapaz a merced
de los distintos jefes de los grandes linajes. La afluencia a Inglaterra de las fuerzas derrotadas
en el continente y la gigantesca sangría económica a la que había sido sometido el país sin
provecho político alguno, fueron circunstancias que aumentaron el descontento en todos los
sectores. El choque, conocido como «Guerra de las dos Rosas» (roja de los Lancaster, blanca
de los York) «opuso a dos partidos exclusivamente aristocráticos, que buscaban en la
conquista del poder compensaciones a las pérdidas sufridas en el continente»
La figura central en la primera fase del conflicto fue el duque de Warwick, el «Kingmaker».
Apoyó, primero, a Ricardo de York y a su hijo Eduardo IV, frente a Enrique VI y su mujer,
Margarita de Anjou; y más tarde al Lancaster, restaurado de nuevo en el trono. El conflicto
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se convirtió en internacional al recabar los yorkistas el apoyo de Carlos de Borgoña. En las
batallas de Barnet y Tewkesbury, Eduardo IV recuperó la Corona haciendo desaparecer a
Enrique VI y al de Warwick (1471). Sin ninguna oposición gobernó hasta 1483 en que murió,
dejando como heredero a un menor, Eduardo V, que no llegó a gobernar, ya que su tío le
hizo desaparecer, coronándose él con el nombre de Ricardo III. Su reinado fue efímero, ya
que un fuerte partido de oposición se formó en torno a Enrique Tudor, miembro de una
rama colateral de los Lancaster. En Bosworth, Ricardo fue derrotado y muerto. El Tudor
pudo coronarse rey con el nombre de Enrique VII. Su matrimonio con Isabel de York
clausuraba el conflicto entre las dos dinastías rivales.
La «Guerra de las Dos Rosas» tuvo consecuencias decisivas para la ulterior evolución social y
política de Inglaterra. La vieja nobleza había quedado prácticamente aniquilada; bien
arruinada por el conflicto, bien muertos sus componentes en el campo de batalla o en el
cadalso. La burguesía inglesa, con un espíritu sumamente pragmático, se sometió a los
dictados de la nueva dinastía que aseguraba al país el orden y la paz, presupuestos
imprescindibles para el desarrollo de sus actividades. El Parlamento se convirtió en un
simple juguete de la voluntad real, que no tuvo necesidad de reunirle para cubrir sus
necesidades financieras, satisfechas a través de prestaciones forzosas de las nuevas hornadas
de nobles adictos a la dinastía, impuestos sobre el comercio, etc. El Consejo Privado y la
Cámara Estrellada fueron excelentes soportes del autoritarismo real. Una inteligente política
internacional completó el cuadro de medidas del primer Tudor. A su muerte en 1509 legaba a
sus sucesores una monarquía sólidamente estructurada y auténticamente nacional.
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PREGUNTAS EXÁMENES AÑOS ANTERIORES
a) El mundo fenicio. b) La Edad Arcaica griega.
a) La política exterior de Justiniano. b) Juana de Arco y la última fase de la Guerra de los Cien
años.