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Cuestiones Selectas de Eclesiología (1984)
Cuestiones Selectas de Eclesiología (1984)
Ya antes de que Juan Pablo II, a los veinte años de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano
II, anunciara un Sínodo extraordinario, la Comisión teológica internacional había mirado ese
acontecimiento como objeto de su propio trabajo. Había decidido leer de nuevo y repensar
con atención el texto fundamental del Concilio -la Constitución sobre la Iglesia- teniendo
ciertamente en cuenta la experiencia de estos años. En su tarea, la Comisión era plenamente
consciente de los límites de sus posibilidades: los documentos de los que disponía para su
trabajo eran fruto de los debates de unos treinta expertos procedentes de todas las partes del
mundo; éstos representaban, a la vez, las diversas disciplinas teológicas y modos de pensar
muy diferentes. Las declaraciones comunes de la Comisión exigen un largo proceso de
elaboración colectiva; lo cual las obliga a una reducción tanto en la extensión como en los
contenidos.
Igualmente, desde este punto de vista, no era en modo alguno posible exponer íntegra y
ampliamente la riqueza teológica y espiritual del texto conciliar o elaborar un comentario de
él. Por ello, hemos seleccionado bastantes cuestiones principales que han planteado nuevos
interrogantes en el debate posconciliar y que exigen clarificación o también integración e
investigación más profunda. Así, por ejemplo, señalemos la cuestión de si la Iglesia puede
verdaderamente remontarse a una voluntad primaria de Jesús o si existe más bien sólo como
efecto de una evolución sociológica no prevista por él; es una cuestión que antes y durante
mucho tiempo se discutió entre los no católicos, pero que sólo después del Concilio ha
revestido toda su importancia para los teólogos católicos, a causa de ciertas tomas de posición
individuales sobre el Jesús histórico. Por ello, había que colocar este tema en el mismo
comienzo de nuestra reflexión. La noción de «Pueblo de Dios», que el Concilio colocó con
razón en una clara luz, integrada sin duda en la imagen que el Nuevo Testamento y los Padres
tienen de la Iglesia, se ha convertido, poco a poco, en un «slogan» de contenido bastante
superficial; allí también era necesario aportar precisiones. Ulteriormente la cuestión de la
relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, que ha sido objeto, en el Concilio,
de una nueva presentación en la óptica de una eclesiología de «comunión», ha tropezado en la
práctica con bastantes puntos oscuros. También el problema de la inculturación se ha hecho
más urgente y más actual. Y podría citar otros muchos ejemplos.
El texto de esta relación conclusiva ha sido preparado, según los Estatutos y las costumbres de
la Comisión teológica internacional, por la elaboración de diversos estudios, por dos reuniones
especiales de la Subcomisión (París y Friburgo de Suiza) y por las discusiones de la sesión
plenaria del mes de octubre del año 1984.
El presidente de esta Subcomisión «De Ecclesia» y redactor del texto último ha sido el Rvmo.
Sr. P. Eyt, Rector del Instituto Católico de París. En diversa medida, por título diverso y de
maneras diversas han colaborado los miembros de la Subcomisión y los consejeros del grupo
de trabajo: los Excmos. Sres. K. Lehmann, J. Medina Estévez, y B. Kloppenburg, y los Rvmos.
Profesores o Doctores C. Arévalo, G. Colombo, H.U. von Balthasar, E. Khalifé, M. Ledwith, H.
Schürmann, B. Sesboüé, J. Thornhill, Chr. Schönborn.
Esta relación sintética ha sido aprobada en forma especifica por el sufragio positivo de la
mayoría absoluta de los miembros de la Comisión teológica internacional, el 2 de octubre de
1985, según las normas de la Comisión teológica internacional y del Código de Derecho
Canónico (canon 119, § 3). Esta votación ha sido confirmada por el Emmo. Sr. Presidente Card.
J. Ratzinger, el 4 de octubre. Con su paternal tutela, el Papa Juan Pablo II, felizmente reinante,
el 5 de octubre, declaró, de modo ciertamente peculiar, este texto aprobado y que debía ser
editado cuanto antes.
Hace relación de estos hechos, según la norma de los Estatutos de la Comisión teológica
internacional (V, 2), el Secretario General, al que corresponde «divulgar los escritos de la
misma Comisión».
13.3. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión teológica
internacional
Sumario
Introducción
Introducción
Ha parecido útil para el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II proceder,
sea al estudio directo de textos de la Constitución, sea al análisis de cuestiones eclesiológicas
que, desde entonces, se han agudizado.
Por ello, son, en primer lugar, esencialmente los capítulos I, II, III y VII de Lumen gentium los
que constituyen el objeto de los estudios presentados en nuestra relación.
Ha sido además necesario examinar otras cuestiones poco presentes, a primera vista, en la
Constitución como, por ejemplo, la inculturación del Evangelio y de la Iglesia, o también la
fundación de la Iglesia por Cristo. En efecto, estos temas han alcanzado un gran relieve en los
debates ulteriores.
Finalmente, sin pensar en modo alguno que el Código de Derecho Canónico de 1983 sea un
documento de la misma naturaleza o de la misma importancia que una Constitución conciliar,
hemos recurrido frecuentemente a él para hacer resaltar, sobre los puntos en debate, la
convergencia y la aclaración recíproca de estas dos grandes disposiciones eclesiológicas.
No se nos oculta que en vísperas del Sínodo extraordinario de noviembre de 1985, nuestro
trabajo puede constituir una contribución a la tarea que incumbirá a esta Asamblea.
7 de octubre de 1985
Por todos estos motivos, el Concilio Vaticano II llama a Jesucristo fundador de la Iglesia(336).
Por el contrario, ciertos representantes de la crítica histórica moderna de los Evangelios han
podido, a veces, sostener la tesis según la cual Jesús no ha fundado, de hecho, la Iglesia y que,
por la prioridad dada al anuncio del Reino de Dios, Jesús no ha querido tampoco fundarla. Esta
manera de ver tuvo como consecuencia disociar la fundación de la Iglesia del «Jesús histórico».
Se renunció incluso a las palabras «fundación» o «institución» y se retiró su alcance a los actos
que se refieren a ellas. El nacimiento de la Iglesia, como se prefiere decir hoy, fue entonces
considerado como un acontecimiento pospascual. Este fue, cada vez más frecuentemente,
interpretado como puramente histórico y/o sociológico.
1. La asamblea de la comunidad.
3. La Iglesia universal.
En los Evangelios hay dos acontecimientos que, de modo muy particular, expresan la
convicción de que la Iglesia ha sido fundada por Jesús de Nazaret Por una parte, la atribución a
San Pedro de su nombre (cf Mc 3, 16), a continuación de su profesión de fe mesiánica y con
referencia a la fundación de la iglesia (cf. Mt 16, 16ss). Por otra, la institución de la Eucaristía
(cf. Mc 14, 22ss; Mt 26, 26ss; Lc 22, 14ss; 1 Cor 11, 23ss). Los logia de Jesús que conciernen a
Pedro, como también el relato de la Cena, juegan ciertamente un papel primordial en la
discusión sobre el problema de la fundación de la Iglesia. Sin embargo, hoy es preferible no
ligar la respuesta a la cuestión que se pone a propósito de la fundación de la Iglesia por
Jesucristo, únicamente a una palabra de Jesús o a un acontecimiento particular de su vida.
Toda la acción y todo el destino de Jesús constituyen, en cierta manera, la raíz y el fundamento
de la Iglesia. La Iglesia es como el fruto de toda la vida de Jesús. La fundación de la Iglesia
presupone el conjunto de la acción salvífica de Jesús en su muerte y en su resurrección, así
como la misión del Espíritu Santo. Por ello, es posible reconocer en la acción de Jesús
elementos preparatorios, progresos y etapas en dirección de una fundación de la Iglesia. Esto
es verdadero ya de la conducta de Jesús de Nazaret antes de Pascua. Muchos rasgos
fundamentales de la Iglesia, la cual no aparecerá plenamente más que después de Pascua, se
adivinan ya en la vida terrestre de Jesús y encuentran en ella su fundamento.
Los progresos y las etapas que acabamos de mencionar testifican ya separadamente, pero de
manera todavía más clara en su orientación de conjunto, una significativa dinámica que
conduce a la Iglesia. El cristiano reconoce en ella el designio salvífico del Padre y la acción
redentora del Hijo, que se comunican al hombre por el Espíritu Santo(337). En detalle se
pueden descubrir y describir los elementos preparatorios, los progresos y etapas. Se
encuentran así.
- Las promesas que en el Antiguo Testamento conciernen al pueblo de Dios, promesas que la
predicación de Jesús presupone, y que conservan toda su fuerza salvífica.
- El llamamiento y la institución de los Doce como signo del restablecimiento futuro de todo
Israel.
- La atribución del nombre a Simón-Pedro, su rango privilegiado en el círculo de los discípulos y
su misión.
- El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios («Pentecostés» en la
concepción de San Lucas).
Ninguna etapa, tomada aparte, es totalmente significativa, pero todas las etapas, puestas una
tras otra, muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse como un proceso
histórico de la revelación. El Padre, por tanto, «determinó convocar en la santa Iglesia a los
creyentes en Cristo, la cual, prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada
maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y la antigua alianza, constituida en los
últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y será consumada gloriosamente al fin
de los siglos»(338). Simultáneamente, en este desarrollo se constituye la estructura
fundamental permanente y definitiva de la Iglesia. La Iglesia terrestre misma es ya el lugar de
reunión del pueblo escatológico de Dios. Ella continúa la misión confiada por Jesús a sus
discípulos. En esta perspectiva, se puede llamar a la Iglesia «germen y comienzo en la tierra,
del Reino de Dios y de Cristo»(339).
La Iglesia que resplandece por la claridad de Cristo(342), manifiesta a todos los hombres «la
disposición absolutamente libre y misteriosa de la sabiduría y del amor» del eterno Padre, de
salvar a todos los hombres por el Hijo y en el Espíritu(343). Para subrayar, a la vez, la presencia
en la Iglesia, de esta realidad divina transcendente, y la expresión histórica que la manifiesta,
el Concilio ha designado a la Iglesia con la palabra «misterio». Porque sólo Dios conoce el
nombre propio que expresaría toda la realidad de la Iglesia, el lenguaje de los hombres
experimenta su inadecuación radical para la expresión total del «misterio» de la Iglesia. Debe,
por ello, recurrir a múltiples imágenes, representaciones y analogías que, por lo demás, no
podrán designar jamás más que aspectos parciales de la realidad.
Así, el Nuevo Testamento nos presenta «imágenes [que están] tomadas o de la vida pastoril o
de la agricultura o del trabajo de la construcción o también de la familia y de los esponsales», y
que ya «están preparadas en los libros de los profetas»(346).
Ciertamente no todas estas imágenes tienen la misma fuerza evocadora. Algunas, como la del
«cuerpo», revisten una importancia primordial.
En efecto, el conjunto de las cartas de San Pablo desarrolla esta comparación en muchas
direcciones como lo señala la Constitución conciliar Lumen gentium en su n. 7(347). Sin
embargo, aunque el Concilio da todo su lugar a la imagen de «cuerpo de Cristo», ha sido más
bien la de «pueblo de Dios» la que ha ocupado el primer plano, aunque sólo sea porque
constituye el título mismo del capítulo II de la Constitución. La expresión «pueblo de Dios» ha
llegado incluso a designar la eclesiología del Concilio. De hecho, se puede decir que «pueblo de
Dios» ha sido retenido preferentemente con respecto a expresiones como «cuerpo de Cristo»
o «templo del Espíritu Santo», a las que el Concilio recurre equivalentemente.
Esta elección se ha efectuado por motivos a la vez teológicos y pastorales que, en el espíritu de
los Padres conciliares, se confirman mutuamente: la expresión «pueblo de Dios» tenía la
ventaja sobre las otras, de expresar mejor la realidad sacramental común participada por
todos los bautizados, como dignidad en la Iglesia y, a la vez, como responsabilidad en el
mundo. Simultáneamente, la naturaleza comunitaria y la dimensión histórica de la Iglesia
quedan subrayadas, como lo deseaban muchos Padres.
Sin embargo, en sí misma, la expresión «pueblo de Dios» tiene una significación que no se
descubre con un primer examen. Como toda expresión teológica, exige reflexión,
profundización y clarificación para evitar las interpretaciones falsas. Ya a nivel lingüístico el
término latino «populus» no parece ser capaz de traducir directamente el ëáüò griego de la
Biblia de los «Setenta».
Ëáüò es un término que en los «Setenta» tiene un sentido muy preciso, sentido no sólo
religioso, sino incluso directamente soteriológico y destinado a encontrar su cumplimiento en
el Nuevo Testamento.
Ahora bien, Lumen gentium supone el sentido bíblico del término «pueblo»; éste es retomado
por la Constitución con todas las connotaciones que le han conferido el Antiguo y el Nuevo
Testamento. En la expresión «pueblo de Dios», el genitivo «de Dios» da, por lo demás, su
alcance específico y definitivo a la expresión, situándola en su contexto bíblico de aparición y
de desarrollo. Esto tiene como consecuencia que debe excluirse radicalmente una
interpretación del término «pueblo» en un sentido exclusivamente biológico, racial, cultural,
político o ideológico.
El «pueblo de Dios» procede «de arriba», del designio de Dios, es decir, de la elección, de la
alianza y de la misión. Esto es verdadero, sobre todo si consideramos que Lumen gentium no
se limita a proponer la noción véterotestamentaria de «pueblo de Dios», sino que la supera
hablando del «nuevo pueblo de Dios»(348). El nuevo pueblo de Dios está constituido por los
que creen en Jesucristo y han «renacido» porque han sido bautizados en el agua y en el
Espíritu Santo (Jn 3, 3-6). El Espíritu Santo «por la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer y
renueva incesantemente a la Iglesia»(349).
Así la expresión «pueblo de Dios» recibe su sentido propio, de una referencia constitutiva al
misterio trinitaria revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo(350). El nuevo pueblo de Dios se
presenta como la «comunidad de fe, de esperanza y de caridad»(351), de la que la Eucaristía
es la fuente(352): la unión íntima de cada creyente con su Salvador y también la unidad de los
fieles entre sí constituyen el fruto indivisible de la pertenencia activa a la Iglesia y transforman
toda la existencia del cristiano en «culto espiritual». La dimensión comunitaria es esencial en la
Iglesia para que en ella puedan ser vividas y compartidas la fe, la esperanza y la caridad, y para
que esa comunión, habiendo alcanzado el «corazón» de cada creyente, se extienda también a
un plano de realización comunitaria objetivo e institucional. La Iglesia está también llamada a
vivir, en este plano social, en la memoria y la espera de Jesucristo, y a anunciar la buena nueva
a todos los hombres.
En este acto divino tiene su origen la creación y también la historia de los hombres, puesto que
ésta tiene su «principio», en el sentido más pleno del término (Jn 1, 1), en Jesucristo, el Verbo
hecho carne.
Éste, exaltado a la derecha del Padre, dará y derramará el Espíritu Santo que se hace así
principio de la Iglesia constituyéndola como Cuerpo y Esposa de Cristo y, de este modo, en una
relación particular, única y exclusiva con respecto a Cristo, y consecuentemente, no extensible
indefinidamente.
Se sigue también de ello que el misterio trinitario se hace presente y operante en la Iglesia. En
efecto, si desde cierto punto de vista el misterio de Cristo-Cabeza, en el sentido del principio
universalmente totalizante del Christus totus, «comprende» y envuelve el misterio de la
Iglesia, desde otro punto de vista el misterio de Cristo no engloba pura y simplemente a la
Iglesia, a la que es necesario reconocer un carácter escatológico.
La continuidad entre Jesucristo y la Iglesia no es directa, sino «mediata» y asegurada por el
Espíritu Santo que, siendo el Espíritu de Jesús, opera para instaurar en la Iglesia el señorío de
Jesucristo, el cual se realiza en la búsqueda de la voluntad del Padre.
La Iglesia «misterio», en cuanto creada por el Espíritu Santo como cumplimiento y plenitud del
misterio de Jesucristo Cabeza -y, por tanto, revelación de la Trinidad-, es propiamente un
sujeto histórico.
La voluntad por parte del Concilio de subrayar este aspecto de la Iglesia aparece claramente,
como lo hemos referido ya, en el recurso a la categoría de «pueblo de Dios». Esta encuentra
en sus antecedentes véterotestamentarios una connotación precisa de sujeto histórico de la
alianza con Dios. Esta característica está, además, confirmada en el cumplimiento
neotestamentario de la noción, cuando refiriéndose a Cristo por el Espíritu, el «nuevo» pueblo
de Dios amplía sus dimensiones, confiriéndoles un alcance universal. Ahora bien, precisamente
porque se refiere a Jesucristo y al Espíritu, el nuevo pueblo de Dios se constituye en su
identidad de sujeto histórico.
Lo fundamentalmente propio de este pueblo y que, por ello, lo distingue de todo otro pueblo,
es vivir ejerciendo simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo y, por ello, el
compromiso de la misión. El pueblo de Dios lo realiza ciertamente por la adhesión libre y
responsable de cada uno de sus miembros, pero gracias al apoyo de una estructura
institucional establecida para este fin (palabra de Dios y ley nueva, Eucaristía y sacramentos,
carismas y ministerios).
En todo caso, memoria y espera dan una especificación precisa al pueblo de Dios,
confiriéndole una identidad histórica que, por su misma estructuración, lo preserva, en toda
situación, de la dispersión y del anonimato. Memoria y espera tampoco pueden estar
disociadas de la misión para la que el pueblo de Dios es convocado permanentemente.
Desde este ángulo, la misión que constituye el objetivo histórico del pueblo de Dios
desencadena una acción especifica que ninguna otra acción humana puede sustituir, acción a
la vez crítica, estimuladora y realizadora del modo de vivir de los hombres, dentro del cual
cada uno acepta o rechaza su salvación. Subestimar la función propia de la misión y, en
consecuencia, reducirla, sólo podría agravar el conjunto de los problemas y de las desgracias
del mundo.
3.3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico
Por otro lado, la insistencia en la designación del pueblo de Dios como sujeto histórico, y
también la referencia constitutiva a la memoria y la espera de Jesucristo, permitirán atraer la
atención sobre las notas de relatividad e incompleción que son inherentes al pueblo de Dios.
En efecto, «memoria» y «espera» expresan simultáneamente, por una parte, «identidad», y
por otra «diferencia». «Memoria» y «espera» expresan «identidad» en el sentido de que la
referencia del nuevo pueblo de Dios a Jesucristo por el Espíritu no hace de este pueblo «otra»
realidad, independiente o diversa, sino muy simplemente una realidad llena de la «memoria» y
de la «espera» que la unen a Jesucristo. Desde este ángulo, la realidad completamente relativa
del nuevo pueblo de Dios resalta claramente, ya que sin poder cerrarse sobre sí mismo está en
total dependencia de Jesucristo. Se sigue de ello que el nuevo pueblo de Dios no tiene genio
propio que hacer valer, imponer o proponer al mundo, sino que sólo puede comunicar la
memoria y la espera de Jesucristo, de que vive: «Ya no soy yo el que vive, sino que Cristo es el
que vive en mí» (Gál 2, 20).
Del Espíritu Santo el nuevo pueblo de Dios recibe su «consistencia» de pueblo. Según las
palabras del apóstol Pedro, «lo que no es un pueblo» no puede llegar a ser un «pueblo» (cf. 1
Pe 2, 10) más que por Aquel que lo une desde arriba y por dentro en orden a realizar la unión
en Dios. El Espíritu Santo hace vivir al nuevo pueblo de Dios en la memoria y la espera de
Jesucristo y le confiere la misión de anunciar la buena nueva de esta memoria y de esta espera
a todos los hombres. Con esta memoria, esta espera y esta misión no se trata de una realidad
que se superpondría o se sobreañadiría a una existencia y a actividades ya vividas. A este
respecto, los miembros del pueblo de Dios no constituyen un grupo particular que se
diferenciaría de otros grupos humanos en el plano de las actividades cotidianas. Las
actividades de los cristianos no son diferentes de las actividades por las que los hombres, sean
los que sean, «humanizan» el mundo. Para los miembros del pueblo de Dios, como para todos
los demás hombres, no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la vida humana
que todos, según la diversidad de su vocación, están llamados a compartir en solidaridad.
Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios da a los cristianos una
responsabilidad específica con respecto al mundo: «¡Lo que el alma es en el cuerpo, sean los
cristianos en el mundo!»(353). Ya que al mismo Espíritu Santo se le llama alma de la
Iglesia(354), los cristianos reciben, en este mismo Espíritu, la misión de realizar en el mundo
algo tan vital como lo que él lleva a término en la Iglesia. Esta acción no es una acción técnica,
artística o social más, sino más bien la confrontación de la acción humana en todas sus formas,
con la esperanza cristiana o, para conservar nuestro vocabulario, con las exigencias de la
memoria y de la espera de Jesucristo. En las tareas humanas, los cristianos y entre ellos más
particularmente los seglares, «llevados por el espíritu evangélico, a modo de fermento,
[trabajan] por la santificación del mundo, como desde dentro, y así, ante todo por el
testimonio de la vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, [manifiestan] a
Cristo a los otros»(355).
El nuevo pueblo de Dios no está, por tanto, caracterizado por un modo de existencia o una
misión que sustituirían a una existencia y a proyectos humanos ya presentes. La memoria y la
espera de Jesucristo deben, por el contrarío, convertir o transformar, desde el interior, el
modo de existencia y los proyectos humanos ya vividos en un grupo de hombres. Se podría
decir a este respecto que la memoria y la espera de Jesucristo, de las que vive el nuevo pueblo
de Dios, constituyen como el elemento «formal» (en el sentido escolástico del término) que
viene a estructurar la existencia concreta de los hombres. Esta que es como la «materia»
(igualmente en sentido escolástico), evidentemente responsable y libre, recibe esta o aquella
determinación para constituir un modo de vida «según el Espíritu Santo». Estos modos de vida
no existen «a priori» y no se pueden determinar anticipadamente, se presentan en una gran
diversidad y, por tanto, son siempre imprevisibles, aunque se los pueda referir a la acción
constante de un único Espíritu Santo. Por el contrario, lo que estos diversos modos de vida
tienen de común y de constante, es expresar «en las condiciones ordinarias de la vida familiar
y social, de las que está como tejida la existencia [humana]»(356), las exigencias y las alegrías
del Evangelio de Cristo.
A la vez como «misterio» y como «sujeto histórico», el nuevo pueblo de Dios «se compone de
hombres que, reunidos en Cristo, son conducidos por el Espíritu Santo en su peregrinación al
Reino del Padre y han recibido un mensaje de salvación que han de proponer a todos. Por esta
razón, ella [la comunidad de los cristianos] se siente real e íntimamente unida al género
humano y a su historia»(357). Siendo la misión de la Iglesia entre los hombres hacer «que se
introduzca este Reino [de Dios], el [nuevo] pueblo de Dios no sustrae nada al bien temporal de
cada pueblo, sino que, por el contrario, fomenta y asume los valores y las riquezas y las
costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno, pero, asumiéndolos, los purifica,
fortalece y eleva»(358). El término general de «cultura» parece poder resumir, como lo
propone la Constitución pastoral Gaudium et spes, este conjunto de datos personales y
sociales que marcan al hombre, permitiéndole asumir y dominar su condición y su
destino(359).
Se trata, por tanto, para la Iglesia en su misión de evangelizar, de «introducir la fuerza del
Evangelio en lo más íntimo de la cultura humana y de las formas de la misma cultura»(360). Si
esto faltara, el hombre no sería alcanzado verdaderamente por el mensaje de salvación que la
Iglesia le comunica. La reflexión sobre la evangelización hace tomar una conciencia cada vez
más viva de ello en la medida misma del progreso que realiza la humanidad en el conocimiento
que puede tener de sí misma. La evangelización no alcanza su objetivo más que cuando el
hombre, a la vez como persona única y como miembro de una comunidad que lo marca en
profundidad, acepta recibir la Palabra de Dios y hacerla fructificar en su vida. De manera que
Pablo VI ha podido escribir en Evangelii nuntiandi: «Decimos grupos del género humano que
han de ser transformados: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el Evangelio en zonas
geográficas cada vez más amplias o a multitudes cada vez mayores, sino de tocar y, por así
decirlo, de revolucionar, por la fuerza del Evangelio, los criterios de juicio, los valores que
tienen más importancia, los anhelos y modos de pensar, los movimientos impulsores y los
modelos de vida del género humano, que están en contraste con la palabra de Dios y el
designio de salvación»(361). En efecto, como lo señala el Papa en este mismo documento: «La
escisión entre Evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestra época»(362).
Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el Evangelio pretende alcanzar el
corazón de las culturas, se recurre hoy al término «inculturación». El término «aculturación» o
«inculturación», «es ciertamente un neologismo que, sin embargo, expresa de modo egregio
uno de los elementos del gran misterio de la encarnación»(363). Juan Pablo II subraya en
Corea la dinámica de la inculturación: «Es necesario que la Iglesia asuma todo en los pueblos.
Tenemos delante de nosotros un largo e importante proceso de inculturación para que el
Evangelio pueda penetrar en el fondo del alma de las culturas vivas. Alentar este proceso es
responder a las aspiraciones profundas de los pueblos y ayudarlos a venir a la esfera de la
misma fe»(364).
Sin pretender dar aquí una doctrina completa de la inculturación, querríamos simplemente
recordar su fundamento en el misterio de Dios y de Cristo, en orden a investigar su
significación para la misión de la Iglesia. Sin duda, la exigencia de inculturación se impone a
todas las comunidades cristianas, pero tenemos que estar hoy más particularmente atentos a
las situaciones vividas por las Iglesias de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur o de
América del Norte, tanto si se trata de nuevas Iglesias o de cristiandades ya antiguas(365).
En efecto, de la misma manera que el Verbo de Dios ha asumido en su propia persona una
humanidad concreta y ha vivido todas las particularidades de la condición humana en un lugar,
en un tiempo y en el seno de un pueblo, la Iglesia, a ejemplo de Cristo y por el don de su
Espíritu, debe encarnarse en cada lugar, en cada tiempo y en cada pueblo (cf. Hech 2, 5-11).
De la misma manera que Jesús ha anunciado el Evangelio sirviéndose de todas las realidades
familiares que constituían la cultura de su pueblo, la Iglesia no puede dejar de tomar, para la
construcción del Reino, elementos venidos de las culturas humanas.
Jesús decía: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15). Él se ha enfrentado con el mundo
pecador hasta la muerte en la cruz, para hacer a los hombres capaces de esta conversión y de
esta fe. Ahora bien, con las culturas sucede como con las personas: no hay inculturación
conseguida sin que se denuncien los límites, los errores y el pecado que habitan en ellas. Toda
cultura debe aceptar el juicio de la cruz sobre su vida y sobre su lenguaje.
Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación entre las
culturas no sólo es posible, sino necesaria. Así, el Evangelio que se dirige a lo más profundo del
hombre, tiene un valor transcultural y su identidad debe poder ser recon
NOTA: Así estaba cortado el texto en el Temario que presentaba la Comisión Teológica
Internacional en la web del Vaticano. Lamentamos que dicho Temario haya desaparecido
actualmente de la web.