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¿Y vivieron felices?

Ante la cruda realidad que presentan las actuales estadísticas sobre el índice de
felicidad conyugal, las palabras "se enamoraron, se casaron y vivieron felices" parecen
más propias de cuentos de hadas, que de la vida real. No sólo ya ascienden a dos de
cada tres los matrimonios que terminan en divorcio, sino que se asegura que muy
pocos de los que no se divorciaron son realmente felices.
¿Es factible la dicha conyugal o tan sólo una insostenible fantasía del quimérico mundo
de la novelas románticas, y de las mentes fatuas? ¿Vale la pena procurar la elusiva
dicha conyugal? Y, si se la tuvo una vez, ¿cómo se podrá recuperar?

Frank Pruit no concibe vivir de otra forma sino casado. El señor Pruit es un viejecito de
105 años, cinco veces viudo, que contrajo enlace por sexta vez. Cuando alguien le
preguntó por qué lo hacía, él contestó: "un hombre necesita una esposa".

Otros opinan diferente. El filósofo Mirte, explicaba así su soltería: "La mujer que tengo
de tomar, si es buena, la tengo que perder; si es mala, que soportar; si es pobre, que
mantener; si es rica, que sufrir; si es fea, que aborrecer; si hermosa, que guardar; y lo
que es peor de todo concluye que rindo para siempre mi libertad a quien jamás me lo
ha de agradecer".

Hay también esposos que se arrepienten de haberse casado, y esposas que gimen por
la indiferencia de sus cónyuges. ¿Qué puede hacerse en estos casos?

Antes de casarse, la mayoría piensa que juntos serán felices; Después, cree que sólo lo
serán separados. La evidencia demuestra que no saben serlo en uno ni en otro estado.

Un tiempo atrás escuché la entrevista que se le hacía por televisión a la sobrina del
difunto presidente John F. Kennedy, la Sra. María Schriver, destacada reportera,
autora de varios libros, pero cuya fama toma un segundo plano ante la destellante
celebridad de su esposo, el muy exitoso y fornido actor de cine Arnold
Schwarzenegger. Según ella, éste le dijo antes de casarse: "No esperes que yo te haga
feliz; ser feliz está en tus manos y no en las mías". Dice María que al principio le
chocaron esas palabras. "¿Acaso no es esa la expectativa de toda mujer, casarse con
ese hombre galán, cortés y amante que ´la haga feliz´? Pero, añade María me di
cuenta de la sabiduría incontrovertible de ellas. Tiene razón Arnold, pensé, es a mí a
quien toca construir mi propia felicidad; procuraré ser la persona que quiero ser, y ...
¡seré feliz!" En verdad, tal actitud ha contribuido a la felicidad de ambos. Esto significa
sencilla y llanamente que no debemos esperar que nuestro cónyuge nos haga feliz; no
le impongamos esa difícil carga. No significa, sin embargo, que no procuraremos
nosotros contribuir a la felicidad, paz y gozo de nuestra pareja. Esto no es carga, es
nuestro gozo, un deber impuesto sólo por el amor.

Con humor, Hal Boyle compara las características de duración y rendimiento entre las
esposas y los automóviles. Refiriéndose a las primeras, decía: "Por lo general, cuanto
más tiempo lleven de matrimonio, mejor resultan. Año por año se vuelven más útiles a
sus maridos. Pasado el tiempo, puede que a la carrocería le falte cierta brillantez, pero
debajo de la tapa del motor hay más valor que antes".

Más allá del chiste y de la broma, hay hombres que no valoran a sus esposas; y de
veras las comparan y las tratan como objetos. Por cierto, también hay mujeres con la
misma actitud hacia sus maridos. Alguna vez prometieron amarse y respetarse para
siempre; pero "siempre" significa en sus diccionarios íntimos: "hasta que consiga a
alguien mejor que tú".

La infidelidad es por así decirlo una enfermedad que no se manifiesta con idénticos
síntomas en todos los casos, pero cuya causa, básicamente, es la misma: el egoísmo.
La persona que lo padece, considera únicamente sus propios méritos y difícilmente
reconoce el mal. Se siente justificada porque piensa que la manera de ser de su
consorte provoca y hasta merece infidelidad. Sin embargo, como señalara el doctor
Teodoro Bovet: "Cada cual debe preguntarse seriamente qué error de su conducta
origina o fomenta la falta que tanto le molesta en el cónyuge".

La infidelidad tiene remedio, pero su eficacia se prueba cuando ambos esposos lo


aplican. Debe mirarse por dentro, con absoluta honestidad; descubrir sus propios
errores y corregirlos resueltamente. También deben tender un puente de comprensión
y de amor hacia su cónyuge. Porque, al decir de la Escritura: "El amor es sufrido, es
benigno; el amor no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece; no es
indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor... Todo lo sufre, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser".

Este amor proviene de Dios y puede ser nuestro si lo pedimos con sinceridad. Un
matrimonio sostenido por ese amor no puede fracasar.

"¡Por favor, por favor, ayude a una niña de 10 años, a conservar a su mamá y a su
papá! Por favor, no los deje obtener el divorcio. Mi mamá quiere a mi papá. Si usted lo
pone en un hospital, él dejará de tomar". Esto, en parte, es lo que decía la
conmovedora carta que una niña escribió al juez que intervendría en el caso de
divorcio de sus padres. Cuando se publicó la carta, la gente respondió. Llovieron los
ofrecimientos de ayuda por parte de hospitales y de Asociaciones de Alcohólicos
Anónimos. La historia tuvo un desenlace feliz. Sin embargo, desgraciadamente, hay
muchos que aún no han hallado la solución.

Un eminente abogado señalaba que prácticamente el 90% de los divorcios se deben a


la falta de comunicación entre los esposos. Paulatinamente han llegado a
desinteresarse el uno del otro. Llevado por el egoísmo o el orgullo, cada contrayente
se ha encerrado en sí mismo. No admite diálogo porque sólo considera acertada su
posición. Como la tortuga o el caracol, cuando algo amenaza con tocarlo se repliega
dentro de su caparazón. ¿Qué hacer para vencer estos obstáculos? ¿Cómo aprender el
arte de conversar? ¿Qué debe hacerse para reparar la línea de comunicación dañada?
¿Cómo puede una mujer lograr que su esposo quiera hablarle?

Cierto consejero matrimonial aconseja a la mujer vigilar cuánto, cuándo, y de qué


habla. ¿Lleva usted el 51% de cualquier conversación? ¿Es inoportuna? ¿Habla sólo
"cosas de mujeres"? ¿Critica o acusa a su marido? ¿Se queja a menudo?

Por supuesto, la falta de comunicación entre los esposos no es sólo ni siempre por
culpa de las esposas. Hay hombres que humanamente hablando son incorregibles. Sin
embargo, para la gran mayoría de las parejas hay esperanza. Y es la mujer inteligente,
la que corrigiendo sus propias fallas logrará ayudar a su esposo, y facilitará la
comunicación entre ambos.

Pruébelo señora. Cuide su arreglo personal tanto como el de su casa; trate de


informarse de lo que sucede en el mundo, y más particularmente de los intereses y
hobbies de su esposo. Aliente la conversación de él con sinceros elogios a su
personalidad o comentarios; y no lo ridiculice ni en público ni en privado.

Y usted amigo mío, no espere que la armonía y el gozo conyugal dependan


exclusivamente de su esposa. Ella necesita de su apoyo, de su comprensión y de su
ayuda. Si intentan de veras juntos la aventura matrimonial, y recurren a la Biblia por
consejo, hallarán más que una solución: el poder mismo de Dios los espera para
transformar sus vidas y su hogar.

Por la propia fuerza biológica obrando en cada uno, la mujer tiende a interesarse en
todo lo que atañe a la persona (lo cual representa su interés por la criatura), mientras
que el hombre es atraído por su trabajo, empresa o aventura (como símbolo de
conquista y producción). Naturalmente, ninguno de estos intereses es exclusivo de uno
u otro sexo; pero en casos en que la diferencia es muy marcada, suele afectar la
comunicación entre esposos quienes, para restablecerla, deberán proyectarse en
función de pareja más bien que de individuo, procurando en base a su amor mutuo
agradarse el uno al otro, interesándose en los temas favoritos de su cónyuge, y
buscando juntos nuevas metas en común.

Entre amigos la conversación suele ser natural y entretenida porque hay intereses
afines. Con todo, no falta quien se abusa del oído ajeno, ora para extenderse
demasiado en su charla, ora para decir cosas que más valdría omitir o por lo menos
decir de otra manera.

Al respecto, la Biblia advierte que hay quien habla como dando estocadas de espada,
pero no recomienda imitarle, sino, hablar con sabiduría, con gracia y con dulzura; decir
la verdad siempre, y siempre con amor, pensando antes de responder. Además,
destaca otro factor: que nuestra palabra sea "buena para edificar" (Efesios 4:29).

Khalil Gibrán decía con su particular profundidad que "las ranas podrán hacer más
ruidos que los bueyes; pero no pueden arrastrar el arado en los campos, ni hacer girar
la rueda del lagar; ni vosotros podéis hacer zapatos con sus cueros". Y vale la pena
considerarlo. Nuestra conversación no debiera ser ruido de ranas. El que usa sus labios
para criticar, murmurar y destruir, su lengua como dijera el apóstol Santiago es "un
mundo de maldad" y "ningún hombre puede domarla" (Santiago 3:6,8).

Cuando el profeta Isaías sintió y reconoció la impureza de sus labios, un ángel del cielo
tocándole con un carbón encendido en el altar le dijo: "He aquí que esto tocó tus labios
y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado" (Isaías 6:57).

Sí, amigo lector, hay Uno que puede corregirlo todo. Si nuestra conducta induce a la
censura justificada, si nuestros oídos tienden a escuchar lo que no deben, o si nuestros
labios suelen hablar como no conviene... todavía hay esperanza... El mensaje dado al
profeta Isaías también puede ser nuestro. El toque divino... es lo que tu corazón
necesita. El carbón encendido el amor y la gracia de Dios en nuestros corazones nos
hace capaces de encender la lumbre del perdón, en vez del frío de la recriminación y
del reproche. Saber cómo somos perdonados y amados por Dios nos permite quemar
todo resentimiento y junto a su calor, despojarnos de todo orgullo y egoísmo.

Sí, amiga, amigo mío, con Cristo en tu matrimonio, ¡qué hogar feliz!

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