Está en la página 1de 3

MARÍA y JACINTO

El derecho a la soledad se cumple cuando se puede elegir si se quiere estar solo.

No sabe que le hago compañía todas las noches. Vigilo si viene o si alguien le molesta. Tengo el
teléfono cerca. Mi nieta me apuntó el número de la Cruz Roja y lo pegó en la pared debajo del
retrato de mis padres. ¡Qué guapos están y qué jóvenes! Fue el día de su boda cuando se
hicieron esa foto, pero nadie lo diría, las bodas de entonces no eran como las de ahora.

Mi sillón está colocado al lado de la ventana, les dije que me quitaran las cortinas sino iba a
parecer a esa del visillo y no quiero.

Somos muchos vecinos en este bloque pero seguro que ninguno le hace compañía como yo.
Cuando él deambula por abajo ni se lo miran. Veo la tele y de vez en cuando voy mirando. Lo
envidio. Es libre como el viento. Puede moverse por donde quiera y no tiene casi de nada. Sin
embargo mírame a mí, tengo mucho más de lo que necesito y aquí estoy en esta cárcel,
encajonada entre pisos, en estos altos bloques que recuerdan esos montones de cajas en las
estanterías de cualquier zapatería. No me puedo quejar, los informativos se encargan de eso.
Con las desgracias que hay por el mundo, sería pecado, mi virgencita del Rosario se enfadaría
conmigo.

Me llama la atención que es muy ordenado. Mientras hace frio lleva siempre los mismos
horarios. En cuanto llega el calor desaparece y ya no vuelvo a verlo hasta el mes de octubre
siguiente. Yo también me voy. Me llevan a pasar el verano al apartamento de la playa. Allí tengo
otra ventana, desde ella veo el mar. Mirar el mar me renueva aunque prefiero estar en Madrid
porque allí está él.

Ya hace cinco años que lo conozco. Yo lo llamo Jacinto, no por nada, pero su aspecto me suena
a Jacinto.

Cuando llega el otoño espero impaciente su vuelta. Me necesita. ¿Quién lo cuidaría si no


estuviera yo? En alguna ocasión he estado a punto de contárselo a Francisca. Hoy ha venido
como cada jueves. Ha estado un ratito y luego se ha ido. Me ha traído un pastel. Francisca es
más joven que yo, tiene cinco años menos. Creo que es mi hija la que le dice que se pase de vez
en cuando para ver cómo estoy.

Ya llevo unos años que estoy “bien o igual que el día anterior”, les digo. No me duele nada
aunque cada día me encojo más, me lo noto al irme a la cama. Antes me veía toda la cabeza, el
cuello y los hombros en el espejo de mi habitación, ahora solo me veo la frente. Y pienso “¿si no
me duele nada de qué me voy a morir?” Así que aquí esperando.

No vivo mal. Me traen la comida a casa. Viene Nicoleta a limpiar, pero sólo limpia. Como es
rumana y sabe muy poco español, no me dice nada, ni me cuenta nada, no es como Francisca
que no calla ni un segundo.

Mi hija me manda a un médico todos los lunes para que me diga lo de siempre: “María, está
usted mejor que yo”. A veces me rio porque pienso que un día no le voy a abrir y ya veo venir a
la familia y los de la funeraria a la vez. No estaría mal la broma.

Oigo la radio por las mañanas, por la tarde la televisión y espero a Jacinto.

A veces estoy tentada de bajar a la calle y presentarme, pero las caras no se ven claras desde
un tercer piso y no me iba a reconocer. Además, hace mucho que no salgo. Tengo un piso
grande y camino muy despacio por las habitaciones. Cada dos horas hago cien pasos, los
empiezo a contar siempre, aunque rara vez sé si llevo cien o diez, la cabeza se me va a otras
cosas, así que digo “cien” y me siento.

Ayer llevaba una gabardina de color gris y también se había cambiado de gorra, era de color
amarillo, seguro que se la regalaron en alguna manifestación. Aquí en Madrid hay muchas, pero
por el centro, a esta calle no llegan, yo creo que por eso ha elegido ese cajero. Esta calle es
muy tranquila, hay noches que lo visitan los voluntarios de una ONG de médicos que no sé cómo
se llama y lo reconocen dentro de una especie de ambulancia. Algunos días los de la Cruz Roja
le traen un plato de sopa y hablan con él, pero nadie lo acompaña tantas horas como yo.

Ya llega. Como siempre, hace cinco minutos que han encendido las luces de la calle. Hace frío,
se le ve encogido. ¿Ves? Ahora va a buscar una manta y un saco de dormir que tiene
escondidos en un hueco que hace el seto dentro de una bolsa de basura. Es curioso pero nadie
se la toca, no creo ni que la vean, ya forma parte del seto.

Mete la bolsa en el cajero. No lo veo bien. Parece que recoge algún papel y prepara su cama.
Luego sale, como cada día. Se queda un rato de pie fuera y pide un cigarro a los que pasan.
Debe haber cenado ya. Cuando consigue fumarse un par, se mete en el cajero y supongo que
dormirá. Ya no lo vuelvo a ver, pero vigilo que nadie le moleste hasta que me voy a la cama a las
diez.

Por las mañanas me pongo el despertador a las siete. Lo veo salir. Debe tener también un
despertador porque se va siempre a la misma hora, y hace siempre lo mismo: Se arregla el pelo
con los dedos, se estira, hace unas flexiones, se pone las manos en los riñones, le deben doler
¡pobre Jacinto!, deja su bolsa en el seto y desaparece hasta por la tarde. Regresa siempre cinco
minutos después de encender las luces de la calle.

Mira. Ahora se acercan unos chavales. Irán a sacar dinero. Pueden hacerlo en el cajero exterior,
pero… ¿qué sucede?

– ¡Chicos! no hace falta que entréis, hay uno fuera ¿No lo veis? Lo vais a despertar. ¡No me
oyen!, pero… ¿qué están haciendo? ¡Parece que le estén pegando! !!Desgraciados¡¡ ¡¡Fuera de
ahí!! ¡Ay Dios mío!, ¡Virgencita del Rosario! ¡Trae ese teléfono! Pero… ¿qué hacen? ¿Qué le
echan encima? Fuego, Dios mío ¡fuego!

– ¡El teléfono!, ¡la luz!, ¿dónde está el teléfono? Me duele ¡me duele mucho! ¡No veo nada!
Pero… ¡ahora no! ¡Ahora no me tenía que caer! ¡Tengo que levantarme! ¡Justo ahora no! ¡Me
necesita! ¡Jacinto! ¡¡Me duele mucho!! ¡Me duele! ¡Jacinto!...

Sonaron sirenas de ambulancia, de policía, sonaron gritos desgarradores y gente, mucha gente.
Él, que estuvo tan sólo, se vio rodeado por una multitud que de pronto se interesaba por su vida.
Muchos curiosos que quería saber qué le había pasado. Aun no eran las nueve. Bajaron de
muchos pisos para oler a carne quemada. Algunos gritaban, otros incluso lloraban, alguno hasta
vomitó. Despachaban a los niños. Se asomaban entre los huecos que dejaba la policía
intentando ver un cuerpo carbonizado. La mayoría se ofrecían para explicar a la policía quien era
y de qué lo conocían.

Mientras tanto Jacinto subió al tercer piso a buscar a María, la ayudó a levantarse y le ofreció su
brazo:

– María, ingenua ¿Creías que no me daba cuenta?

Una sonrisa de complicidad iluminó sus caras. María se cogió a su brazo y juntos se fueron a dar
un eterno paseo.

También podría gustarte