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CAPÍTULO 3.

EL CULTIVO DE LO HUMANO

Así como un campo, por fértil que sea, sin cultivo no puede
ser fructífero, así el ánimo sin la educación y formación
teórica. Mas el cultivo del ánimo [cultura animi] es la filo-
sofía: ésta extrae los vicios de raíz y prepara a los ánimos
para recibir las semillas, y les confía la siembra, por así
decir, aquellas cosas que, desarrolladas, produzcan frutos
abundantes.
CICERON (Las Tusculanas, II, 13).

1. DE LOS FINES AL FIN ÚLTIMO DE LA EDUCACIÓN

En el capítulo anterior hemos planteado la cuestión


acerca de los fines de la educación. Más allá de las diversas
respuestas que los diferentes autores puedan dar, valoramos
muy positivamente el resurgimiento mismo de la pregunta
acerca de los fines porque ello implica una indudable ga-
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nancia en términos de una mejor comprensión del fenómeno


de la educación y la función que ésta ha de tener en nuestra
sociedad. La pregunta acerca de los fines desafía la concep-
ción instrumentalista de la educación que la deja a merced
de los objetivos del mercado y aboga por una reflexión que
trasciende el ámbito de la descripción sociológica y nos sitúa
en el de la ética. Pues no se trata solo de determinar cuáles
son de hecho los fines que priman en la educación (formal
o no formal) sino cuáles deberían ser los fines que regulan la

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actividad educativa. Esta es una pregunta fundamental y de


marcado carácter normativo.
Entre los fines de la educación que algunos autores se-
ñalan encontramos el pensamiento crítico, la autonomía,
la autodeterminación, el bien-ser (well-being), la justicia, la
forja de una ciudadanía crítica y responsable... (Marples,
1999). A mi juicio todos ellos constituyen aspectos que no
pueden perderse de vista en la labor educativa e iremos con-
siderándolos a lo largo del libro, pero me pregunto si acaso
es posible encontrar un denominador común que pueda
establecerse como el fin último de toda educación en tanto
que educación. O dicho de otro modo, conviene plantearse
si existe un criterio o elemento regulativo que permita de-
finir (de-finir, encontrar el fin de) qué es la educación y qué
diferencia guarda, por ejemplo, respecto al aprendizaje, la
instrucción, la enseñanza o el adoctrinamiento. A esta sazón,
¿podemos hablar del fin último de la educación? ¿Cuál ha
de ser éste?

2. EL FIN ÉTICO Y NO TÉCNICO DE LA EDUCACIÓN

Lo singular de la educación respecto a la “instrucción” o


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a la mera “enseñanza” es que introduce variables éticas que


inciden en la dimensión ética del carácter y de la personali-
dad de los sujetos. Por eso estaría bien que no se confundiese
la educación con una mera instrucción porque la instrucción
se refiere a un conocimiento técnico y en este sentido lleva
implicadas connotaciones de neutralidad axiológica y otros
intereses epistemológicos. Pero hay que recordar que esta
neutralidad solo es parcial pues es sabido que aquellos que
imponen la racionalidad científico-técnica como la única
posible y hegemónica están haciendo ideología y negando la

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El desafío ético de la educación

posibilidad de entender la racionalidad en términos morales


donde las personas no son consideradas objetos sino auténti-
cos sujetos de valoración, valiosos por sí mismos (Habermas,
1984). La pregunta que desde la educación cabe hacerse es,
¿basta con ser técnicamente competentes o es necesario un
saber también que nos oriente acerca de cómo encaminar
dichos conocimientos instrumentales en base a los valores
que pensamos que son irrenunciables?
A mi juicio, la educación no puede renunciar a la dimen-
sión ética de orientar las acciones y los comportamientos
de las personas y por eso no se reduce a una instrucción y
menos a un adiestramiento. Tal vez la terminología de las
“competencias” como “concepto vertebrador de la edu-
cación” no es la más adecuada por el excesivo peso que
adquiere la realización de una acción eficaz. Sin embargo,
es muy significativo que con ella no solo se consideran las
habilidades técnicas ni tampoco los conocimientos más o
menos teóricos sino la “combinación de habilidades prác-
ticas, conocimientos, motivación, valores éticos, actitudes,
emociones y otros componentes sociales y de comporta-
miento que se movilizan conjuntamente para logara una
acción eficaz” (Ministerio de educación, cultura y deporte,
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2015: 6986). De este concepto de competencia basado en las


Recomendaciones 2006/962/EC del Parlamento Europeo y
del Consejo del 18 de diciembre de 2006, cabe destacar el
“tercer componente que tiene una gran influencia social y
cultural, y que implica un conjunto de actitudes y valores
(saber ser)”
En suma, la educación no puede renunciar a su objetivo
de “desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y
morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejerci-
cios o ejemplos” (segunda acepción definición “educación”

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del Diccionario de la RAE). Por eso en la educación no basta


con ser técnicamente competentes sino que es necesario tam-
bién ser éticamente excelentes. Y si esto es verdad respecto
a las formaciones más profesionales tal y como muestra la
demanda creciente de las diferentes éticas aplicadas a cada
una de las profesiones (Cortina y García-Marzá, 2003; Hor-
tal, 2002), tanto más lo será respecto a aquella formación que
abarca la Educación Primaria (obligatoria) y la Educación
Secundaria Obligatoria (ESO).
A mi juicio, empero, es fundamental volver a plantearse
cuáles son los valores que sostienen el quehacer educativo
y que deben orientar el proceso de aprendizaje. Porque la
educación es inevitablemente valorativa y querer “negar los
valores sería renegar de la condición humana y aniquilar
el valor significaría suprimir la posibilidad de la educación
misma” (García Aretio, Ruiz Corbella y García Blanco, 2009:
190). En el capítulo octavo me detendré en analizar cuáles
son a mi juicio los valores éticos de la educación para la
ciudadanía. Conviene, sin embargo, detenernos a analizar
qué tipo de método es el más adecuado para dar con el fin
propio de la educación.
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3. EL MÉTODO DE LA HERMENÉUTICA CRÍTICA PARA


DAR CON EL FIN DE LA EDUCACIÓN

Qué duda cabe que para alcanzar a ver un fin hace falta
emplear el enfoque adecuado. No se alcanza una meta sin
un camino por el que se transita y el camino sólo se torna
visible desde la óptica adecuada.
El enfoque que permite determinar el fin propio de la
actividad educativa no es el de las ciencias empíricas porque

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este tipo de saberes pretenden describir hechos y explicar los


fenómenos naturales atendiendo a causas en la medida de
lo posible. Este tipo de saberes recurren al método experi-
mental basado en la contrastación empírica de los hechos,
emplean un lenguaje unívoco y evitan cualquier tipo de
apreciación subjetiva. Este tipo de enfoque es inadecuado
si lo que se busca es determinar el fin ético de la actividad
educativa ya que como hemos destacado no se trata de deter-
minar qué sea de hecho la educación, sino cuál ha de ser el
fin propio de la educación. Implica por lo tanto la dimensión
normativa y axiológica.
Sin embargo, la especificidad de las ciencias humanas,
las llamadas “humanidades” (Ortega, 2006: 537), no radica
en describir y explicar sino en tratar de entender el sentido
de los acontecimientos humanos, en tratar de desentrañar
la intención del comportamiento humano. El significado no
es unívoco y el lenguaje está cargado de valor porque sin la
dimensión axiológica o normativa la vida que viven las per-
sonas es incomprensible. El método propio de las ciencias
humanas ya no aspira a la neutralidad como pretenden las
ciencias naturales sino que aborda el ámbito del sentido y la
intención que son enormemente huidizos, pero sin los cuales
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no es posible comprender el significado y significatividad


de la conducta humana. No se trata de deshacerse de las
propias valoraciones sino como señalan H.G. Gadamer, P.
Ricoeur o Ch. Taylor, entre otros, de tenerlas muy presentes
para poder llegar a comprender las conductas de los otros
(Cf. Conill, 2006; Gracia, 2011b).
Es cierto que el método hermenéutico implica la inter-
pretación como clave de bóveda de la comprensión, pero
siguiendo a Ortega habría que decir que aunque el tipo de
saber al que estos conduce no es exacto o preciso, sin em-

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bargo, se trata de un saber estricto, es decir, un saber que


incorpora elementos normativos y regulativos que permiten
hablar de una adecuada o inadecuada comprensión. Es en
este sentido que conviene agudizar y desarrollar la dimen-
sión crítica de la hermenéutica para desentrañar el deber
ser que ha de regular la educación.
Lo característico de la metodología hermenéutica apli-
cada a la educación es que toma los prejuicios (pre-juicios)
y la tradición no como punto de llegada sino como punto
de partida, siendo capaz de trascenderse y alcanzar nuevos
horizontes y entendiendo la actividad educativa en los tér-
minos dinámicos del modelo de la conversación en la que la
pregunta y el educando adquieren el máximo protagonismo
(Gadamer, 2000; García Amilburu, 2002: 152-161).
Mas yo destacaría que la comprensión y la crítica no
constituyen dos elementos separados. La hermenéutica crí-
tica aplicada a la educación considera que es necesario de-
terminar de manera normativa el fin que regula la actividad
educativa. A este respecto creo que la hermenéutica crítica
en el nivel trascendental de la reflexión ética consigue dar
con determinados elementos que han de valer de manera
universal. Es de esta reflexión trascendental de calado ético
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que damos con el hallazgo normativo de que en virtud de su


dignidad las personas han de ser tratadas como fines y no ser
instrumentalizadas. Esto constituye un valioso hallazgo para
los fines de la educación porque considera a las personas
como fines y nunca como medios, impide que las personas
puedan ser adoctrinadas con propósitos ideológicos. Se traza
una necesaria distinción entre educar y adoctrinar, por una
parte, y entre educar e instruir, por otra. A la luz de la her-
menéutica crítica la formación humana del ser humano y no

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otros fines particulares constituye el fin último innegociable


de la educación (Gracia y Tamarit, en prensa).

4. LA FORMACIÓN DE LO HUMANO DESDE LAS HU-


MANIDADES

A mi modo de ver, son los conceptos de “cultura” y de


“humanidad” de origen estoico los que permiten articular
una adecuada respuesta a la pregunta acerca del fin de la
educación que podríamos incluir en la expresión “forma-
ción de lo humano” o “cultivo de la humanidad”. 6 Una de
las definiciones más bellas y certeras que se han dado de la
educación en el transcurso de la historia es precisamente
la de ser cultivo de lo humano y la encontramos en auto-
res como Cicerón o Séneca.7 Estos autores constituyen el
referente a partir del cual posteriormente se ha llegado a
hablar de “formación de lo humano”. En tal caso, lo que hay
que aclarar es qué sea la “formación” y qué lo propiamente
humano.

6
Se trata de dos conceptos extraordinariamente ricos y fecundos.
Sería muy iluminador detenerse en el sentido más original de la metáfora
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ciceroniana acerca del alma (anima) humana como un terreno propicio


para el “cultivo”. Véase Fisch, 1992. También el concepto de “humanitas”
pone de manifiesto la dimensión cosmopolita y humanista característica del
estoicismo, pero que incluso se remonta al siglo IV a. C. con Diógenes el
Cínico. Nussbaum, 2005: 83ss. Para un amplio desarrollo del concepto de
humanidad a lo largo de los siglos véase también Bödeker, 1992.
7
Tal como destaca Martha Nussbaum (2005) sería muy iluminador acudir
a la famosa Carta sobre la educación liberal de Séneca porque ahí el filósofo
cordobés propone una forma de entender la “educatio liberalis” no en tanto
que es “apropiada para el caballero nacido libre” sino en la medida que hace
a los alumnos libres, capaces de hacerse cargo de sus propios pensamientos.
Para una exposición de la defensa clásica de la educación liberal inspirada
en el estoicismo, véase Nussbaum, 2005, especialmente capítulos 1, 2 y 3.

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Pues como explica Ortega (2006: 533-538) no se trata


de las humanidades tal y como lo entendió históricamente
un tipo de humanismo dominado por la dictadura de los
gramáticos, sino más bien de recuperar el sentido origina-
rio de “humanitas” como “el sistema de comportamientos
humanos que se consideraban ejemplares” (Ortega, 2006:
533). La palabra humanidades significa, por lo tanto, el
conjunto de los hechos propiamente humanos, esos hechos
irreductibles a la naturaleza y que dan cuenta de la multi-
forme y multidimensional realidad humana.
Conviene recordar que paralelamente al auge y creciente
protagonismo de la revolución científica y la ciencia natural,
en la modernidad surgió y fue cobrando progresiva fuerza la
tendencia humanista que trataba de estudiar al ser humano
en su totalidad y no únicamente como objeto de la natura-
leza. Es lo que se conoce como la división entre ciencias
humanas, morales y políticas (Geisteswissenschaften, en la
nomenclatura alemana acuñada por Dilthey) y las ciencias
naturales (Naturwissenschaften en la acepción germana); o
según la expresión de Ortega y Gasset las “Humanidades”
y las “Naturalidades”.
Es precisamente esa dimensión del “anima” o “espíritu”
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humano la que quedaba vinculada a la significación cice-


roniana del término “cultura” como el desarrollo de las
cualidades y facultades que caracterizan nuestra humani-
dad. Y esta misma idea fue plasmada en el ideal propio del
humanismo ilustrado al acuñar el concepto de “formación”
(Bildung), la formación del ser humano.8 Se trata de la for-

8
Véase el prolijo estudio de Vierhaus, (1972) donde desentraña la Bildung
como “concepto pedagógico” vinculándolo al de Erziehung (educación) al
menos desde 1770 en plena Ilustración. Todo lo cual nos llevaría a profundizar
en autores como Herder, Goethe o Humboldt (Vierhaus, 1972, 512-521).

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mación y no la mera instrucción, desarrollando la capacidad


de juicio y del buen gusto. En un célebre pasaje de Verdad
y método, Gadamer llega a decir que “el concepto de for-
mación [Bildung], que entonces adquirió su preponderante
validez, fue sin duda el más grande del siglo XVIII y es este
concepto el que designa el elemento en el que viven las
ciencias del espíritu en el siglo XIX” (Gadamer, 1977 38-48).
Definir la educación como el cultivo de la humanidad
o la formación de lo humano lleva a poner de manifiesto
el protagonismo de las humanidades para su consecución
(Nussbaum, 2010a; Cortina, 2017). Porque si bien es cierto
que hay determinadas capacidades reflexivas y críticas que
también pueden ser fomentadas en asignaturas de ciencias,
sin embargo, el legado de las humanidades y muy en espe-
cial de la filosofía se ha encargado de centrar el contenido
de su educación en las dimensiones claves del ser humano.
Así podremos recuperar el conocimiento de la historia
para poder encontrar el propio lugar en el mundo, la pro-
pia identidad. Pero también la reflexión ética de los valores
morales que queremos cultivar y por qué éstos y no otros.
Es fundamental a este respecto despertar el espíritu crítico
frente a las diversas formas de fanatismos y dogmatismos.
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Y también la forja de una conciencia que impida que la


ciencia derive en ruina del alma, de modo que a través de
una adecuada formación ética se contribuya a orientar las
investigaciones científicas y no sea el interés de dominio de
la racionalidad científico-técnica la que dirija las relaciones
humanas. Las humanidades han de contribuir a la construc-
ción de una democracia a partir de la formación ético-cívica
de la ciudadanía madura, a la vez local y cosmopolita. Para
ello cuenta con el potencial de la compasión como motor
humanizador de las relaciones humanas.

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5. NI LUDITAS NATURALES NI PALETOS DE LA CIEN-


CIA. HACIA UNA VISIÓN PLENAMENTE HUMANISTA
DE LA EDUCACIÓN

Resulta sin duda paradójico que si las humanidades en


general y la ética en particular tienen encomendada una la-
bor tan importante como es la revitalización de la formación
de lo humano en toda su amplitud, sin embargo, asistamos
a juicio de algunos autores al declive de las humanidades
frente al avance y protagonismo de las ciencias naturales y
las ciencias sociales. Ésta es la tesis de Jerome Kagan (2010),
quien sitúa a las humanidades en el más bajo escalafón del
reconocimiento social.
No voy a entrar a analizar y cuestionar todas las razo-
nes que Kagan aporta para defender la idea del declive de
las humanidades. Por el contrario, sí que defenderé que es
nocivo para la educación jerarquizar el saber en tipos de
“culturas” donde las Humanidades quedan relegadas a un
lugar marginal.
Charles Percy Snow en su célebre conferencia de 1959
“Las dos culturas y la revolución científica” ya había dividido
en dos culturas incomunicables a intelectuales literarios y a
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científicos. A su juicio, son los científicos los que con su opti-


mismo en la revolución científica contribuyen al progreso de
la sociedad y a superar la brecha entre ricos y pobres; mien-
tras que los intelectuales literatos se mantienen nostálgicos
en una cultura tradicional que lastra el progreso humano y
se opone al desarrollo tecnológico y científico de la sociedad
moderna. A esta sazón Snow califica a los hombres de letras
como “luditas naturales” por no haber querido aceptar la
revolución industrial y el progreso social que ella comporta.

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A mi juicio, el optimismo de Snow en la ciencia es exce-


sivamente ingenuo y su augurio para el año 2000 de que la
ciencia lideraría un progreso social y resolvería la brecha
entre ricos y pobres se ha demostrado fallido. Por mi parte,
difiero de su opinión de que los principales hombres de
letras del siglo XIX hayan dado la espalda a la revolución
industrial. Más aún, lejos de una mayor implicación en
asuntos políticos su tesis de la predominancia de la cien-
cia transmite el deseo de que nos olvidemos de la política.
¿Son realmente las humanidades las que han de plegarse y
adaptarse a las necesidades de una sociedad dominada por
la ciencia y la tecnología? ¿O más bien esta predominancia
de la ciencia y la tecnología a lo que conduce es a una forma
de barbarie que deja sin atender las auténticas y más huma-
nas necesidades de nuestros congéneres empezando por el
empoderamiento de las capacidades y la libertad real como
superación de la pobreza (también intelectual)?9
En su célebre escrito de 1930 acera de la Misión de la
Universidad José Ortega y Gasset (2005: 539) había alertado
contra la creciente tendencia moderna a la especialización
de la ciencia y la barbarie a la que conduce cuando la trans-
misión de la “cultura” deja de considerarse el fin primordial
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de la universidad. Porque más allá de la fragmentación de la


cultura a la que apuntan Snow y Kagan respectivamente, hay
una cultura básica o general que es necesaria y fundamental
para no naufragar en el transcurso de la vida y es desde esa

9
La preocupación por la pobreza es de primera magnitud para la ética,
pero en contra de enfoques mercantilistas o excesivamente planos en la
identificación de la pobreza como falta de recursos materiales, desde la ética
(la economía ética) se adquiere el enfoque de que lo que cuenta en verdad no
son los recursos sino las capacidades humanas que nos permiten desarrollar y
son éstas y no aquellos los que hay que empoderar y en los que debe centrarse
también la educación. (Cortina y Pereira, 2009; Tamarit, 2016).

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cultura desde la que se vive y se piensa y la que encuentra


asidero en lo humano.
En este marco cobra todo su significado el proyecto del
Instituto de Humanidades al que Ortega en 1948 considera
“una nueva forma de convivencia intelectual que permita y
fomente la participación de muchas personas en el cultivo
de las ciencias de lo humano” (Ortega, 2009: 1177). Porque
a pesar de que en su desarrollo inexorable la ciencia obliga
a la especialización y el hombre de ciencia se ha converti-
do en un especialista, ello no implica que la ciencia misma
haya de ser fragmentada y compartimentada. Al contrario,
el problema del especialista es que se acostumbra a ser muy
meticuloso en lo especial de su especialidad, pero ignora
el suelo nutricio del que se alimenta su propia ciencia y
desconoce de qué modo otras ciencias se entreveran con la
suya. Superar el especialismo del saber pasa por el recono-
cimiento de las propias ignorancias y la necesidad de entrar
en contacto con otras disciplinas.10
La formación de lo humano no es algo que competa a
un grupo determinado de intelectuales de letras. Esto se-
ría un craso error de la educación. También la formación
profesional y la comunidad de científicos ha de favorecer
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la “transmisión de la cultura”, pues todo profesional es


también un ser humano y no puede dejarse sin atender las

El problema –como detecta Ortega– es que el especialista tiende a una


10

visión unilateral, que le lleva a emplear conceptos sin ninguna responsabilidad


ni rigor. Para superar esta unilateralidad hace falta no solo ocuparse de los
saberes sino también de las ignorancias. Es así que “esperamos poco de los
eternos marisabidillos y menos, claro está, de los marisabidones […] Si se
quiere que las disciplinas de Humanidades vuelvan a cobrar su auténtico
vigor es preciso intentar la reintegración de la ciencia en su unidad orgánica,
procurando compensar por todos los medios posibles su dispersión especialista
que es, por otra parte, ineludible” (Ortega, 2009: 1179).

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demandas éticas y humanistas que su formación requiere.


A este respecto una visión humanista de la educación ha
de superar los peligros a los que se ve expuesta la creciente
especialización de la investigación científica. Pero por otra
parte, el tipo de formación humanista que aquí contempla-
mos no puede contentarse con ser un ornato de erudición.
No, la formación de lo humano –o la transmisión de la
cultura para decirlo con Ortega– va orientada al sistema de
ideas y creencias desde las que se vive y se piensa el propio
tiempo. Los valores, los principios, las normas forman parte
de ese rico legado que le permiten al hombre profesional no
naufragar en la barbarie de la especialización.
La educación ética o el enfoque humanista no solo pre-
tende poner de manifiesto la necesidad del cultivo de las
humanidades ante el protagonismo creciente de las ciencias
naturales y sociales en la educación (Nussbaum, 2010a: 7).
No es este el único sentido. A mi juicio, hay uno más impor-
tante y es que toda educación en tanto que educación y no
instrucción, adiestramiento o adoctrinamiento, ha de estar
fundada en los valores éticos que confiere la visión huma-
nista. Porque educar no es simplemente instruir o enseñar
sino formar a las personas para que se desarrollen en toda
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su humanidad. Y es la ética con toda su hondura filosófica


(en tanto que filosofía moral) la que permite desentrañar
el sentido último de la formación humana (Cortina, 2017;
Gil Cantero, 2003). Para ello es fundamental la educación
de ciudadanos justos y personas autónomas y en este mar-
co ético-cívico también hay que tener presentes aquellos
elementos que son necesarios para el adecuado desarrollo
de su personalidad. Por eso no creo que se trate solo de
rescatar a las humanidades y ponerlas en igualdad respecto
a las ciencias naturales y sociales, sino más bien de que el

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fundamento ético de la visión humanista sirva como base


tanto para las humanidades como para las ciencias socia-
les y las ciencias naturales. No tengo nada que objetar a la
necesidad de recuperar las humanidades en sus diferentes
disciplinas para encarnar la visión humanista, pero creo
que es crucial poner el foco en el fundamento ético que ha
de estar a la base de toda educación.11

6. EL FUNDAMENTO ÉTICO DE LA VISIÓN HUMANISTA


DE LA EDUCACIÓN

Desde el informe de Jacques Delors La educación: un


tesoro escondido dentro (L’Éducation: un trésor ést caché
dedans, 1996), la UNESCO ha reconocido oficialmente el
mayor protagonismo de los aspectos genuinamente huma-
nistas en la educación. En él se dice explícitamente que la
educación es un “bien público” y que el dinero no debe ser
única ni principalmente quien gobierne el sistema educativo.
Que dicho sistema educativo no se trata en primer lugar de
un mecanismo financiero cuyos métodos haya que especifi-

11
El concepto de humanismo es ciertamente complejo y si nos remontamos
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a su historia conceptual vemos que se ha entendido de modo diverso. Sin


embargo, resulta de lo más significativo remarcar que el término empieza
a utilizarse a comienzos del siglo XIX por autores como Niethammer en el
contexto de una reforma educativa. Con él no solo se alude a un sistema
pedagógico tradicional que refuerza y enfatiza las lenguas clásicas en
contraposición a uno más moderno, sino que “humanismus” plantea el
principio y meta fundamental que ha de regir en la educación. Pues el
humanismo preserva y fomenta la formación humana como tal frente a otros
enfoques educativos más sesgados. Sin embargo, a juicio de Niethammer ya
no se trata de una lectura superficial que contraponga el humanismo de los
sabios a la filantropía de los comerciantes. Más bien, el concepto humanista
supera las consecuencias alienantes de la división del trabajo y remite a una
formación del ser humano como tal (Bödeker, 1982: 1121).

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El desafío ético de la educación

car sino de un sistema de derechos y responsabilidades reco-


nocidos a todos y a cada uno de los ciudadanos del mundo.
Es sobre esta “visión humanista” sobre la que profundiza
y se reafirma la UNESCO en su informe de 2015 cuando
apuesta por “un enfoque integrado, basado en sólidos funda-
mentos éticos y morales”. Ya no se trata de un “humanismo
científico” sino de lo que podríamos llamar más bien un
humanismo ético:

Se puede afirmar que mantener y aumentar la digni-


dad, la capacidad y el bienestar de la persona humana en
relación con los demás y con la naturaleza, debería ser la
finalidad fundamental de la educación en el siglo XXI. Los
valores humanistas que deben constituir los fundamentos
y la finalidad de la educación son: el respeto a la vida y a la
dignidad humana, la igualdad de derechos y la justicia social,
la diversidad cultural y social, y el sentido de la solidaridad
humana y la responsabilidad compartida de nuestro futuro
común. Hace falta un planteamiento dialógico del apren-
dizaje, como el que proponen, por ejemplo, Martin Buber
y Paulo Freire. Hay que rechazar también los sistemas de
aprendizaje que alienan al individuo y lo tratan como una
mercancía, así como las prácticas sociales que dividen y
deshumanizan a la gente. Es esencial educar en estos valores
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y principios si queremos conseguir la sostenibilidad y la paz


(UNESCO, 2015: 38).

Así pues la “visión humanista” de la educación lo es, en


primer lugar, porque pone en el centro de mira al ser hu-
mano, o mejor dicho, la humanidad en toda su dignidad y
en el respeto a sus derechos y responsabilidades cívicas. No
se trata de instruir, enseñar y mucho menos de adoctrinar,
sino de ver en la educación el potencial de una actividad
que consigue el pleno desarrollo humano de las personas.

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Por eso en el corazón de esta visión humanista están los


principios éticos cuyo principal fundamento no es otro que
la dignidad de todo ser humano.
Conviene recordar que el termino “humanidad” está
desde su origen en Cicerón directamente vinculado con la
educación. La “humanitas”, que como es sabido proviene
de “humus”,12 tierra, vincula directamente la naturaleza
humana con la educación. Solo a través de la educación
es como alcanzamos humanidad. Por eso tanto el término
“humanitas” como el término “cultura”, ambos acuñados
por Cicerón y vinculados con la metáfora de la labranza de
la tierra para que esta sea fértil, remiten al vínculo inextri-
cable entre la naturaleza humana y la educación. Podemos
decir que la visión humanista en cierto sentido hunde sus
raíces en la humanitas ciceroniana, que es precisamente el
trato que hay que dar a los niños para que se conviertan en
hombres (homo humanus).
Sin embargo, la concepción ciceroniana de humanidad
tiene algunos presupuestos culturales como el de ley natural
y carácter teleológico de la naturaleza (Martínez, 2014), que
a la luz de la modernidad son muy discutibles y difíciles de
asumir. Ese es el característico naturalismo metafísico de
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toda la filosofía premoderna (Conill, 2010). Es por ello que


creo que dar con el fundamento ético de la educación re-
quiere superar los diversos modos de naturalismo (tanto el
metafísico como el científico) y dar con un auténtico criterio

Procedente del latín “humanus” y éste a su vez de “humus” – “tierra,


12

suelo” provenientes de la raíz indoeuropea “dhghem-”: “terreno, de tierra”.


El término latino “homo” (hombre) está indirectamente emparentado con
vocalismo o y sufijo “on”, “(dh)ghom-on”: habitante de la tierra (Roberts y
Pastor, 2013: 44-45).

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de validez que permita determinar la piedra angular de toda


educación humana.
A este respecto y aunque el informe de la UNESCO (2015)
no lo menciona pensamos que es fundamental recordar a
Immanuel Kant y su fundamentación ética de la persona
basada en la concepción del ser humano como un fin en sí
mismo que no debe ser instrumentalizado. A esta sazón la
racionalidad práctica en tanto que racionalidad que busca
dar con los fines que justifican el comportamiento humano,
encuentra en la persona humana el auténtico fin al cual de-
ben subordinarse el resto. La capacidad de dirigir la propia
vida es lo que le confiere al ser humano el valor absoluto
(Kant, 1992). Y en esta labor de lograr que las personas sean
realmente autónomas y responsables la educación juega un
papel central porque las personas llegan a ser lo que son a
través de la educación (Kant, 2003).
Bajo la égida kantiana de la dignidad humana, sin em-
bargo, resulta apremiante que concibamos en términos
dialógicos dicha labor educativa. Además de los autores
mentados en el informe como Martin Buber y Paulo Freire,
que efectivamente son claros exponentes para desarrollar
la labor educativa en términos dialógicos, pensamos que
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para una más sólida fundamentación ética del humanismo


es fundamental incidir en el modelo de una racionalidad
comunicativa inconfundible e irreductible a la racionali-
dad instrumental del mercado y que movida por el interés
emancipatorio de las gentes reconoce que el fin no es el
crecimiento económico sino el florecimiento humano. El
enfoque discursivo de Karl-Otto Apel, Jürgen Habermas o
Adela Cortina son magníficos referentes de qué modo una
“comunidad ideal de comunicación” o una “comunidad ideal
de habla” ha de regular la labor educativa. Reconociendo

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a educadores y educandos como “interlocutores válidos”


se descubre que el “reconocimiento” entre los diferentes
miembros de la comunidad educativa es clave para que la
educación constituya un proceso de empoderamiento cívico
y humano.

7. EL ARTÍCULO 26 DE LA DECLARACIÓN UNIVERSAL


DE LOS DERECHOS HUMANOS

Tras haber explorado los conceptos y elementos funda-


mentales para determinar cuál ha de ser el fin de la educa-
ción, creo que conviene ir dando ya una respuesta concreta
y concisa al fin propio de la educación. Y creo que un buen
modo de expresarlo es el que aparece en el artículo 26 de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama-
do por la ONU en 1948. Me refiero, claro está, al segundo
punto en el que dice:

La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la


personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los
derechos humanos y a las libertades fundamentales; favore-
cerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas
las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promo-
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verá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas


para el mantenimiento de la paz. (artículo 26 DUDH).

En términos muy similares el fin de la educación queda


recogido en la actual Constitución Española. “La educación
tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad
humana en el respeto a los principios democráticos y a los
derechos y libertades fundamentales” (artículo 27, Consti-
tución Española).

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El desafío ético de la educación

Como puede verse resulta innegable la naturaleza ética


de este fin porque no se trata de determinar qué sea de hecho
la educación sino el objetivo que ha de regular la actividad
educativa. Para ello el centro focal no es la instrucción téc-
nica ni la instrumentalización de la educación para el des-
empeño de una profesión u oficio, sino el desarrollo de la
personalidad del educando en el marco normativo del respe-
to a los derechos humanos y las libertades fundamentales de
las personas (García, Gozálvez, Vazquez y Escámez, 2011).
En esta formulación del objetivo propio de la educación
se alude –de modo explícito o implícito– a los elementos
característicos de la visión humanista. Así se incide en el
respeto a la vida y a la dignidad humana, el respecto activo
hacia la diversidad cultural y religiosa y la resolución pa-
cífica de los conflictos. A lo largo de este libro vamos a ir
explorando las implicaciones que comporta la consecución
de este fin de la educación. Sin embargo, me gustaría de-
tenerme unos instantes a profundizar en el significado que
conlleva definir el objetivo de la educación como el “pleno
desarrollo de la personalidad”.
El año posterior a que fuera publicada y promulgada la
DUDH Jean Piaget (1949) publicó un comentario sobre el
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artículo 26 de dicha declaración que a mi modo de ver es


extraordinariamente lúcido y de enorme actualidad y merece
que nos detengamos en él. El pensador francés aboga por
superar el modelo de sometimiento del individuo a unos
valores sociales que le son impuestos desde una autoridad
externa y en su defecto propone realizar una “síntesis entre
la formación de la persona y su inserción a título de valor
en el marco de la vida colectiva” (Piaget, 1949: 30).

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Frente a aquellos que consideran la educación en térmi-


nos individualista y también, en el extremo opuesto, los que
buscan someter al individuo al conformismo social impo-
niéndole las convenciones sociales, Piaget hace un alegato
en favor del pleno desarrollo de la personalidad. Porque a
diferencia del individuo egocéntrico, replegado sobre sí, la
persona acepta libremente y reconoce voluntariamente un
sistema de normas. En esta línea la personalidad constituye
cierta forma de conciencia intelectual y conciencia moral
alejada de la anomia propia tanto del egocentrismo como de
la heteronomía; es contraria a la anarquía y a la coacción,
porque es autónoma y se sabe en relaciones recíprocas y de
reconocimiento de otras personalidades.
El enfoque de Piaget expone de modo perspicaz de qué
modo el objetivo del desarrollo pleno de la personalidad
pasa por no disociar las facultades intelectuales de la mo-
ralidad. Es la inteligencia moral la que sustancia el pleno
desarrollo de la personalidad. Incluso en la educación
matemática es clave el modo ético de educar en base a la
libre investigación, la experiencia vivida y las relaciones de
no sometimiento para que el aprendizaje sea significativo y
conduzca a un desarrollo intelectual del educando. El ob-
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jetivo de la educación (incluida la matemática) no es saber


repetir o conservar verdades acabadas. Por el contrario, sin
un contexto de actividad autónoma en el que el educando
redescubra por sí mismo, sin una conquista realizada por
sí mismo aun si ello comporta dedicarle mucho tiempo, sin
estos mimbres no es posible un aprendizaje real ni que la
educación alcance su objetivo.

En realidad, la educación forma un todo indisociable, y


no es posible formar unas personalidades autónomas en el
terreno moral si por otra parte el individuo está sometido a

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una coacción intelectual tal que deba limitarse a aprender


por encargo sin descubrir por sí mismo la verdad: si es pa-
sivo intelectualmente, no puede ser libre moralmente. Pero
recíprocamente, si su moral consiste exclusivamente en una
sumisión a la autoridad del adulto, y si las únicas relacio-
nes sociales que constituyen la vida de la clase son las que
existen entre un maestro que detenta todos los poderes y
cada alumno individualmente, no puede tampoco ser activo
intelectualmente (Piaget, 1949: 38-39).13

Así pues, siguiendo a Piaget podemos afirmar que para


ser libre es necesario desarrollar activamente la inteligen-
cia de modo que la propia educación no sea impositiva y
coactiva de ciertos valores y convenciones sociales, sino
que lo decisivo es que el educando estimule y desarrolle las
capacidades intelectuales de pensar por sí mismo. Libertad
y ser activo intelectualmente van de la mano. Solo desde
métodos educativos activos, que fomenten la autonomía es
posible desarrollar la actividad intelectual. Estos métodos
a los que apunta Piaget son los de la colaboración y el reco-
nocimiento entre las personas.
Por lo tanto, no basta ni con la autoridad del maestro ni
con las lecciones impartidas de modo impositivo; hace falta
la sinergia de autonomía y de reconocimiento, que es esa
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forma de reciprocidad que excluye la relación del someti-


miento. Porque autonomía y reconocimiento recíproco son
“aspectos correlativos” del desarrollo de la personalidad
del educando y a diferencia del individuo egocéntrico es en
el quicio de ellos donde la persona se sitúa en su auténtica
13
Aunque aparentemente Piaget disocia la educación intelectual y la
educación moral, sin embargo, como vemos, su conclusión es que no se
pueden disociar y más bien cabría entender que la inteligencia autónoma
característica de cualquier tipo de educación implica ciertas relaciones
intersubjetivas de no sometimiento ni imposición de normas externas.

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perspectiva en relación con los demás. De esta relación entre


autonomía y reconocimiento emerge el respeto mutuo, que
se da entre personas iguales. El respeto mutuo (a diferencia
del respeto unilateral movido por un temor de sumisión)
constituye el tipo de obligación moral que no impone normas
acabadas sino el método o la forma que permite elaborarlas.
Esta forma autónoma de aprendizaje puede incluso resultar
muy fecunda para abordar el problema de las sanciones.14

8. EDUCAR EN LA SABIDURÍA CORDIAL

En la línea de Jean Piaget pienso yo también que la clave


para el pleno desarrollo de la personalidad está en el desa-
rrollo de la propia autonomía a partir de la experiencia bá-
sica del reconocimiento recíproco. Sin embargo, a mi modo
de ver conviene profundizar con más detalle en la entraña
cordial que esta sabia educación comporta.
Siguiendo a Kant, sostiene Adela Cortina que el germen
del cosmopolitismo se halla presente en todo corazón hu-
mano pero que hay que cultivarlo, abonarlo y regarlo desde
la educación. Para alcanzar su meta la “educación en una
ciudadanía cordial” no puede ser solo la de la sociedad de
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conocimiento ni tampoco la de una búsqueda del bienestar o


calidad de vida, sino de modo más pleno la de la “sabiduría
cordial”. Y es que aunque es necesario el cálculo y la pru-
dencia para obtener mejor calidad de vida, sin embargo, la
vida plena, el pleno desarrollo de la personalidad, necesita

Resulta muy ilustrativa la experiencia que relata el propio Piaget acerca


14

de una institución que él visitó en 1930 y 1935 y cuyas reglas no estaban


impuestas por un adulto sino por un grupo de compañeros que miraban más
el desarrollo de la personalidad de los sancionados que la imputación de un
castigo (Piaget, 1949: 46-47).

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de “personas en el pleno sentido de la palabra” y para ello


es necesario estar dispuesto tanto a atender las demandas
de justicia como a arriesgarse a ser feliz. Porque confundir
la felicidad con una satisfacción sensible o el mero bienestar
sería una devaluación de qué cabe entender por felicidad.
¿Cómo explicar sino que mayor calidad de vida no siempre
implica la vida buena, la felicidad? Por ello, con perspicacia
Cortina propone ir más allá y profundizar en el desarrollo
pleno de la educación, adentrándose incluso en el misterio
de ser persona.

Por eso, educar en el sentido de la justicia exige siempre


ir más allá del cálculo y la prudencia. Pero no “ir más allá”
en línea recta, como siguiendo un camino o la vía de un tren,
sino en profundidad, en interioridad. Rumiando qué es lo
que a fin de cuentas me permite decir “yo”, el hecho de que
los otros me han reconocido y me reconocen como persona
y como “tú”. Es la experiencia básica del reconocimiento
recíproco la que abre un sentido humano inteligente con dos
vertientes igualmente inteligentes, igualmente sentientes: el
sentido de la justicia y el sentido de la gratuidad (Cortina,
2007: 261).

Es nuevamente el reconocimiento recíproco el que


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constituye la experiencia básica que ha de fomentarse en la


educación, pero en este caso conviene destacar que dicho
reconocimiento no solo es algo propio de la razón sino que
hunde sus raíces en el corazón. De modo que si los educan-
dos no son capaces de reconocer a los demás seres como
sangre de su sangre y hueso de sus huesos difícilmente
podrá exigir que ningún ser humano se vea vulnerado en
derechos, libertades y mermado en capacidades. Quedarse
en el cálculo interesado constituye una deficiencia de la
personalidad, que solo se desarrolla plenamente cuando

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existe la capacidad de compadecerse, de ponerse al lado de


las personas que sufren, aunque no pertenezcan al círculo
de los cercanos.
Este reconocimiento cordial comporta una segunda
dimensión que son los bienes de gratuidad. El sentido de la
gratuidad implica adentrarse hasta los tuétanos de la cor-
dialidad y la cordura, descubriendo que los seres humanos
estamos ligados los unos a los otros de modo indisociable y
que debemos cultivar ya no únicamente desde la exigencia
sino también desde la gratuidad. El regalo de la amistad,
el consuelo en la tristeza, la esperanza cuando el horizonte
parece borrarse, la alegría que inunda y fecunda la con-
vivencia, compartir con el otro y dar incluso más allá de
“lo que le corresponde” son todas ellas expresiones de la
sobreabundancia del corazón y por lo tanto no exigibles.
El amor y no solo la justicia es un bien humano necesario y
si bien es cierto que el primero no se puede exigir, sin em-
bargo, resulta irrenunciable, pues desprovisto de él no nos
desarrollaríamos plenamente como personas, nuestra per-
sonalidad quedaría en cierto modo truncada. La educación
ha de formar ciudadanos no solo técnicamente inteligentes
sino cordialmente sabios.
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***

En este capítulo hemos llegado a concretar cuál es el


fin que comporta la educación y hemos considerado que su
fin último es característicamente ético. Pues es el objetivo
de la formación de lo humano lo que define propiamente
la actividad educadora frente a otras actividades de tipo
técnico como la instrucción. En la labor educativa hay que
tener muy presente una serie de elementos éticos como los

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El desafío ético de la educación

derechos y las libertades fundamentales de los individuos


para que dicha actividad no degenere en adoctrinamiento.
El respeto a la dignidad humana constituye el fundamento
ético de la visión humanista de la educación. Una visión que
hunde sus raíces en la experiencia básica del reconocimiento
cordial y que encarna valores ético-cívicos claves como la
libertad, la igualdad, la tolerancia activa, la solidaridad y el
diálogo, entre otros.
En relación a la visión humanista de la educación que
considera que el fin es la formación de lo humano conviene
no perder de vista la dimensión común que la labor educa-
tiva comporta. Hemos de aclarar en qué sentido hay que
entender la educación no solo como un bien sino como un
“bien común” fundamental para el conjunto de la humani-
dad. Es esto a lo que vamos a dedicar en el próximo capítulo.
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